De lo bello de Las cosas materiales para una estetica del diseño 9788425226502

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De lo bello de Las cosas materiales para una estetica del diseño
 9788425226502

Table of contents :
De lo bello de las cosas
Página legal
Índice
Introducción
Materiales para una
estética del diseño
De lo adecuado y bello
Dialogando con un diálogo
de Platón
Flor y canto
Filósofos y pensadores anónimos
del México prehispánico
Del goce en la acción
Mentalidad de diseñador
El deseo de las mañanas
Merleau-Ponty y el diseño
El cosear de las cosas
Consideraciones rezagadas
a partir de Martin Heidegger
Jugadas inéditas del juego de la imagen. Reflexiones en torno a los juegos de lenguaje de Ludwig Wittgenstein
Del rigor de la ciencia.
El mapa y el territorio
No hay nada fuera del texto
Jacques Derrida: diseño gráfico
y deconstrucción
El diseño como espectáculo
Transdisciplina,
diseño y comprensión:
la plataforma integradora
Sobre la noción de
experiencia estética en
Humberto Maturana
Créditos fotográficos

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de lo bello de las cosas Materiales para una estética del diseño

Anna Calvera (ed.)

de lo bello de las cosas

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de lo bello de las cosas Materiales para una estética del diseño

Anna Calvera (ed.)

Directores de la colección: Yves Zimmermann, Raquel Pelta, Oriol Pibernat

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, la reproducción (electrónica, química, mecánica, óptica, de grabación o de fotocopia), distribución, comunicación pública y transformación de cualquier parte de esta publicación —incluido el diseño de la cubierta— sin la previa autorización escrita de los titulares de la propiedad intelectual y de la Editorial. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos. La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© de los textos: los autores, 2007 © Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2007

ISBN 978-84-252-2 DIGITAL0$& WWWGGILICOM

Índice Introducción Materiales para una estética del diseño Anna Calvera 7 De lo adecuado y bello Dialogando con un diálogo de Platón Yves Zimmermann 31 Flor y canto Filósofos y pensadores anónimos del México prehispánico Fernando Martín Juez 43 Del goce en la acción Jordi Mañà 55 Mentalidad de diseñador Emilio Gil 71 El deseo de las mañanas Merleau-Ponty y el diseño Fátima Pombo 83 El cosear de las cosas Consideraciones rezagadas a partir de Martin Heidegger Anna Calvera 101 Jugadas inéditas del juego de la imagen Reflexiones en torno a los juegos de lenguaje de Ludwig Wittgenstein Jordi Pericot 125

Del rigor de la ciencia El mapa y el territorio Ana Herrera 143 No hay nada fuera del texto Jacques Derrida: diseño gráfico y deconstrucción Raquel Pelta 153 El diseño como espectáculo Gae y Ramón Benedito 173 Transdisciplina, diseño y comprensión: la plataforma integradora Enrique Ricalde Gamboa 189 Sobre la noción de experiencia estética en Humberto Maturana David Gràcia 203

Créditos fotográficos 223

Introducción Materiales para una estética del diseño Anna Calvera (ed.)

Los objetos que ilustran la cubierta y las portadillas de este libro son unos peines japoneses que se utilizan en el peinado de las mujeres cuando éstas visten los atuendos tradicionales. Cuando uno de estos peines se desgasta o rompe no es costumbre desecharlo sino enterrarlo con toda ceremonia en un monasterio, igual que ocurre con los pinceles de los calígrafos y otros objetos que hayan prestado su servicio a lo largo de muchos años.

1. Lo estético en el mundo cuantificado: actualidad de la estética para el diseño A pesar de que, por lo general, siempre ha parecido difícil y resbaladizo hablar de estética en el mundo del diseño, algunos acontecimientos han vuelto a poner sobre la mesa la cuestión, aunque le han conferido un nuevo cariz. Por una parte, hace ya algún tiempo que las disciplinas sobre gestión y técnicas organizacionales barajan los fenómenos estéticos como factores determinantes en sus propuestas para definir y desarrollar productos: es el caso del marketing, o de las técnicas de mercadeo, para las cuales, lo estético, sinónimo por lo general de un estilo, constituye un medio para clasificar estilos de vida, o sea, pautas consumistas, y por lo tanto, definen repertorios formales como punto de partida para conseguir ubicar socialmente en un nicho de mercado los artículos y servicios nuevos. Conviene reconocer que han tenido mucho éxito en su planteamiento porque, en esos términos o en términos muy parecidos, lo estético en el diseño ha entrado en la legislación y en las directrices económicas relativas a políticas de I+D+I (Investigación, Desarrollo e Innovación) en su aspecto mercantil y fiscal. Vale la pena concretarlo con algunos ejemplos. En 1998, la UE, gracias en buena parte a los esfuerzos del BEDA,1 aprobó una directiva para la protección jurídica del diseño industrial con vistas a la armonización comunitaria en esta materia. La oficina que ha de velar por su cumplimiento y ayudar a empresas y diseñadores a proteger sus activos en diseño para toda Europa está instalada de momento en Alicante. Es la OAMI. Esa directiva ha inspirado la ley española de protección jurídica del diseño industrial y, probablemente, también la de otros países de la Unión. La ley española entiende por diseño industrial lo siguiente:

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Anna Calvera la apariencia de un producto o de una parte ligada a las características de línea, color, forma, textura o materiales del producto en sí o de su decoración. Se excluyen aquellas características de la apariencia del producto dictadas o derivadas directamente por la función técnica. Por producto se entienden todos los artículos industriales o artesanales, incluyendo todo lo que sirve para mostrar un producto complejo, su embalaje, la presentación, los símbolos gráficos y los caracteres tipográficos [...]. Los requisitos son la novedad y el carácter singular.2

No cabe duda de que la ley comporta una definición de lo que es el diseño, al menos, su definición legal, la cual, nos guste o no, establece unas reglas del juego para la identificación social de la profesión de los diseñadores. En efecto, establece una separación tajante para con la innovación tecnológica o los aspectos técnicos y remite la tarea del diseño a las cuestiones propias de la apariencia de los objetos y artículos aunque pretenda no hablar en absoluto de estética. Más adelante, el texto de la ley pone de manifiesto cuán complejo es intentar definir la aportación del diseño y lo difícil que es afrontar legalmente aspectos que tradicionalmente han sido los característicos de la reflexión estética en sentido fuerte. A mi modo de ver, refleja perfectamente la complejidad de los debates habidos en el mundo del diseño con respecto a la naturaleza de su actividad y su razón de ser. En este sentido, lo que más destaca es el esfuerzo por definir con objetividad aquello que sí puede ser protegido legalmente y, por lo tanto, es demostrable. Así aparece en la Exposición de motivos II: Tanto la norma comunitaria como esta ley se inspiran en el criterio de que el bien jurídicamente protegido por la propiedad industrial del diseño es, ante todo, el valor añadido por el diseño al producto desde el punto de vista comercial, prescindiendo de su nivel estético o artístico y de su originalidad. El diseño industrial se concibe como un tipo de innovación formal referido a las características de apariencia del producto en sí o de su ornamentación [...]. Las condiciones de protección del diseño industrial son por ello puramente objetivas: la cobertura legal alcanza a los diseños dotados de novedad y singularidad [...]. En aplicación de estos criterios se registran los diseños que producen en el usuario informado una impresión de conjunto diferente a la de los demás diseños [...].

Por lo que concierne específicamente a la estética, lo que sugiere el texto es que la valoración estética, sea ésta artística o no, comporta también un juicio sobre la calidad del diseño obtenido, lo cual no deja de ser aún más complejo de tratar de lo que era antes. Desde esta perspectiva, las nuevas reglas del juego están claras: en las cosas del diseño, sólo es objetivo lo que se puede definir en términos comerciales, es decir, según el marketing. Ahora bien, a medida que va desarrollándose la argumentación, también en lo comercial hay aspectos resbaladizos y de difícil concreción. Así, por ejemplo, en los apartados II y IV de la Exposición de motivos se observa el esfuerzo hecho por describir el modo de trabajar de los diseñadores y lo que, en este caso concreto, podría interpretarse como aquello que entre diseñadores se considera “creatividad”:

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La separabilidad de la forma y la función es lo que permite que la forma externa de un producto utilitario pueda ser protegida como diseño, cuando las características de apariencia revisten además novedad y singularidad. [...] La referencia al grado de libertad del diseñador no implica necesariamente que la extensión de la protección sea inversamente proporcional a la funcionalidad del diseño ya que un diseño puede ser altamente creativo y funcional a la vez. Hay que tener en cuenta que la industria del diseño incluye sectores muy diversos y que no pocas veces la creatividad de los diseñadores se mueve en el seno de tendencias o márgenes de sensibilidad compartida, común a los gustos o modas de la época.

En ese punto, la estética y lo que esta disciplina implica socialmente tienen entrada en la definición del problema desde el mismo núcleo, pero, como viene siendo habitual, se pasa por ella como de puntillas. No es que se trate de pedir la protección legal de las aportaciones estéticas, sino de poner en evidencia cuán importante va a ser a partir de ahora tener elementos para comprender y hablar con serenidad de aquellos factores estéticos que influyen en la identificación de un diseño concreto. Un segundo acontecimiento para tener en cuenta es la definición de los nuevos indicadores establecidos en los últimos años para medir el papel de la innovación en la economía de un país. El dato más relevante aquí y ahora es la incorporación del diseño como un factor de innovación aunque se siga entendiendo el diseño como un recurso del marketing, en el caso de la innovación no-tecnológica, o de la ingeniería de desarrollo de producto, en el caso de la innovación tecnológica. Sin embargo, y a pesar de los pesares, no cabe duda de que esta conceptualización constituye un verdadero acontecimiento, algo que celebrar desde la perspectiva específica de la profesión de diseñador. Los datos llegan desde dos fuentes principales, por una parte, del European Innovation Scoreboard (EIS) de 2004 y de sus actualizaciones para 2005, 2006 y 2007, y, por la otra, de la tercera edición revisada del Manual de Oslo, publicada on-line el 25 de octubre 2006, preparada conjuntamente por la OCDE y Eurostat.3 En conjunto, la propuesta quiere promover la investigación en todos los ámbitos empresariales y pone un fuerte acento en la necesidad de experimentar e investigar nuevos modos de comercializar, poner en el mercado, distribuir y promocionar, pero también promueve la investigación encaminada a renovar y ampliar la gama de productos y servicios en los mercados correspondientes. Muchos de estos aspectos han sido afrontados a menudo tanto desde la práctica del diseño como del marketing y otras técnicas organizacionales. De hecho, aunque en este contexto se siga definiendo el diseño como una innovación del marketing —“referido a la forma y la apariencia de los productos y no a sus especificidades técnicas u otras características funcionales o de uso”—, desde el Manual de Oslo se aconseja entender el diseño como una parte integrante del desarrollo y la implementación de productos y también de la innovación de procesos. Hay que tener en cuenta que se puede innovar de dos formas, en el producto o en el proceso: “la innovación de producto se refiere a un bien o servicio, mientras que la de proceso implica cambios en la función de producción en aspectos como el equipamiento, los recursos humanos o los

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métodos de trabajo, entre otros”. Según indica un informe sobre la innovación en España (2005) en el marco del Manual de Oslo 2005 (Zozaya 2005: nota 2), una innovación en producto, si es de gran magnitud, tiende a persistir mucho más que las innovaciones de procesos, dado que éstas son más fácilmente imitables por los competidores. Visto así, no cabe duda de que, en el contexto de la innovación, se está abriendo un marco nuevo de trabajo para el diseño en todas sus modalidades, especialmente para aquel diseño que quiere ser una innovación en profundidad y de hondo calado, aquella que influye realmente y se integra en los modos de vivir de la gente y su cultura. Siguiendo con el mismo estudio, un poco más adelante afirma que el diseño industrial constituye en España uno de los campos prioritarios en ciencia y tecnología. ¿Cuáles son los aspectos innovadores que se esperan del diseño en este caso? En la página 31 afirma que “las actividades innovadoras introducen cambios en la estrategia, dirección, organización, comercialización y aspectos estéticos de los productos”. Es más, “en España, han sido los aspectos estéticos, a menudo determinantes en la decisión del comprador, los que más se han desarrollado por encima de la media europea”. Son datos para tener en cuenta aunque el paisaje cotidiano del país más bien lo desmiente. De todos modos, no hay en dicho estudio ninguna indicación sobre qué se entiende por innovación estética: si se remite a cuestiones de moda y, por lo tanto, de puesta al día del aspecto de los productos, o si, en cambio, a través de ellos se ha desprendido una nueva propuesta estética, una opción que afecta a los modos culturales en sentido hondo y antropológico. En este aspecto, es probable que la estética, la innovación estética, sea pues una cuestión de marketing y de las técnicas organizacionales, pero, incluso aceptándolo así, no cabe duda de que la expresión y la toma de decisiones estéticas corresponden al diseño, incluso tal como lo define el marketing —y la ley de protección jurídica del diseño industrial confirma—. En este contexto, cuando lo estético del diseño está en el primer plano de la actividad económica y empresarial, sería bueno empezar a prestarle mayor atención y dedicarle por lo menos algún que otro estudio para comprender cuán grande es la responsabilidad del diseñador en términos estéticos y en qué medida son las decisiones estéticas que toma las que le permiten seguir ejerciendo una labor cultural en el sentido más amplio y fuerte del término. Puede que no sea más que una hipótesis, pero la cuestión que toda estética comporta es una pregunta por la calidad y sus límites. Lo que ahora preocupa es la calidad en el diseño en cualquiera de sus especialidades.

2. De lo bello como innovación Entre diseñadores, es habitual mirar con cierto recelo este tipo de definiciones y explicaciones sobre lo que hace y aporta el diseño. Son especialmente sospechosas esas diferenciaciones sin más explicación como la que el texto de la mencionada ley establece entre función y forma, entre componentes técnicos o innovación tecnológica y su presentación en sociedad mediante un vestido, o carcasa, su puesta-en-forma al materializarse en algo que, según se cree, es lo que compete al diseño. Siempre se había luchado por demostrar, y

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mostrar, cuán diferente era y podía ser la aportación real del diseño, como por ejemplo, poniendo de relieve esa capacidad que tienen los diseñadores para darse cuenta y observar los cambios que constantemente vienen produciéndose en las funciones, o sea, en la manera de vivir de la gente, en sus usos, costumbres y valores, no sólo en sus gustos y maneras de ver. Si ahora hay que entender el diseño en términos de innovación, puede ser muy bien que convenga volver a hacer un esfuerzo similar para que el diseño se comprenda a sí mismo, su labor, sus saberes y conocimientos y la finalidad de su intervención a la hora de proponer y lanzar nuevos productos y servicios. Si se pone la vista en esas innovaciones de gran magnitud para que persistan a largo plazo, para conseguirlo, el diseño y las competencias propias de los diseñadores deben ser reformulados de forma que sirvan, se comprendan y se respeten en las acciones encaminadas a la innovación y se incorporen como una aportación que tiene mucho que decir desde el comienzo, y a lo largo del proceso completo, en el desarrollo e implementación de productos y servicios. Aun en el caso de que sólo competa al diseño la innovación en los “aspectos estéticos”, ¿es que se puede hablar realmente de una innovación estética? y, si así fuera, ¿en qué consiste? Sea por motivos estéticos, sea por motivos de diseño simplemente, lo cierto es que desde la estética, entendida como reflexión sobre la naturaleza de lo bello y sus manifestaciones, son pocos los recursos que llegan para comprender en qué sentido se debe abordar y comprender la innovación estética en los objetos de uso y en la cultura visual dominante, en ese mundo prosaico de cada día. Poco o muy poco ha dicho la estética moderna de ese mundo que queda fuera de lo artístico, cuáles son sus leyes y sus posibles fines. A lo largo de la historia, se ha hablado de decoración, y también del decoro como valor, y de los procedimientos ornamentales para resolver los problemas de estética de muchos objetos, incluso de los aparatos técnicos y las herramientas; también han llegado otros modos de abordar la cuestión, como la lógica de las proporciones aplicándolas a la normalización de formatos y componentes industriales, las leyes de la forma o la psicología de los colores, para decirlo sólo en términos habituales entre profesionales y profesores de diseño. Ahora bien, si aceptamos como punto de partida para una reflexión acerca de la estética del diseño esa separación entre función y forma, literalmente afirmada por la ley como fundamento de lo objetivo en la labor del diseño —concebido ahora como un intangible cuya aportación es una innovación formal referida a la “apariencia del producto en sí o a su ornamentación”—, vuelve a centrar la discusión sobre el diseño en los procedimientos de formalización y sus problemas. Esto conecta también con la estética como disciplina, al menos con aquella interpretación de la estética que, por herencia de la estética kantiana, la entendía como comprensión de la forma y de todo lo sensible. Así pues, no cabe duda de que, por lo menos popularmente, entre forma y estética hay una conexión muy fuerte; la cuestión es saber si diseñar se reduce exclusivamente al papel de resolver innovadoramente las formas para mejorar las apariencias en pos de un efecto estético. También en términos estéticos ésta puede ser una mera operación de maquillaje lo cual siempre se ha considerado un procedimiento de styling pero no necesariamente de diseño.

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Para decirlo en los términos propuestos por este libro, lo estético, lo bello de las cosas, ¿es algo que se puede añadir superficialmente a los objetos y grafismos como si se tratara de dar una mano de pintura, o se trata de algo más estructural? Nos topamos una vez más con la vieja pregunta socrática que Yves Zimmermann comenta en su texto, ¿qué es la belleza? Lo que parece desprenderse de la ley mencionada o de la definición comercial del diseño, éste —la noción de diseño aceptada públicamente— ya no es un modo de ser de los objetos que comporta un criterio axiológico para descubrir la calidad de las cosas, sino que ha quedado convertido en un ornamento superficial y exterior, un embellecedor sin otra función que la de mejorar el aspecto exterior de las cosas; en definitiva, un acabado. De ese modo, ambos, el hecho de diseñar y la comprensión estética de lo que se diseña, quedan convertidos en simples operaciones de cosmética y, por lo tanto, es lógico que aparezcan objetos con un estilo decidido por un plan de marketing. Sin embargo, cuando se proyecta sobre la base de estos supuestos, ¿son suficientes para lograr verdaderas innovaciones, innovaciones de gran magnitud y de hondo calado? Preguntas de este tipo establecen un cierto parentesco entre las muchas reflexiones hechas por el diseño para comprenderse a sí mismo y las que ha desarrollado la estética desde que adquirió carta de naturaleza mediando el siglo XVIII para hacerse un hueco en el sistema del conocimiento. No quiere decir eso que la preocupación de los pensadores por comprender el fenómeno estético, desde la belleza de las cosas hasta la razón de ser del arte, no hubiera estado presente en la filosofía anterior. Bien al contrario, lo bello y su apreciación han constituido un tema de reflexión constante para la filosofía incluso antes de que la estética y el arte se hicieran autónomos. Lo propio del siglo XVIII fue precisamente articularlo como dos investigaciones paralelas e independientes entre sí. Ahora bien, desde la revolución científico técnica y el fuerte desarrollo experimentado por las ciencias naturales, todos los fenómenos de los que se ocupa la estética conocieron un cierto menosprecio puesto que quedaban al margen de lo que realmente ocupaba y preocupaba a la mayoría de la gente. ¡Cuántos esfuerzos hicieron los pensadores decimonónicos para probar que lo estético era fundamental para la vida y el desarrollo de las facultades humanas!; ¡para probar que el arte no era un ornamento de la vida, sino todo lo contrario! Es fácil establecer un cierto paralelismo entre ambos discursos, entre, por un lado, la lucha del diseño por demostrar que no es un mero ornamento, ese acabado “estético” de los objetos que les permite inserirse en el mercado, encontrando un lugar para sí en un nicho cualquiera; y, por el otro, en la constante afirmación de la estética por demostrar la importancia de la calidad y la densidad cultural de las obras de arte para el desarrollo de lo humano y de las formas de cultura de la humanidad. Habrá que ver si la posibilidad de innovación real no depende precisamente de la posibilidad del diseño para apoyarse en esa densidad estética de los objetos prosaicos, tal como se apuntaba al principio de esta introducción. En este sentido, una de las hipótesis que ha inspirado este libro ha sido la convicción de que existen muchos elementos compartidos entre el discurso de la estética y el discurso del diseño y que se apoyan perfectamente el uno al otro.

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3. En torno al potencial de lo estético en el proyecto moderno A estas alturas, después del largo e intenso debate sobre la modernidad y su proyecto emancipador, ha quedado perfectamente de manifiesto cuán fuerte fue el papel reservado a la estética en el proyecto de la modernidad. Vale la pena recordar en ese sentido el periodo casi fundacional de la estética como disciplina, allá por el siglo XVIII, cuando se plantearon cosas como los motivos de la variedad de gustos existente, el problema de la educación del gusto, o los factores de manifestación del lujo en los objetos de uso así como su incidencia económica. Bernard de Mandeville primero, pero también Hume, Hogarth, Burke y Voltaire, Diderot, Rousseau, Condillac o el propio Montesquieu participaron en el debate fijándose en la capacidad educativa que la experiencia estética tenía para el desarrollo de las facultades humanas, desde la percepción sensible a través de los placeres de los sentidos —como en el caso de la gastronomía— hasta las capacidades intelectuales de apreciación de las obras de arte, incluyendo edificios y objetos de uso, especialmente si se trataba de artículos de lujo, o sea, los productos de una artesanía muy sofisticada. Eso ocurría justo antes de que naciera la estética como tal, que no el discurso estético o el discurso sobre la belleza que viene de muy antiguo; en definitiva, antes o contemporáneamente a Baumgarten, autor que dio nombre a este campo del pensamiento, la estética filosófica, que se ocupa del conocimiento sensible, o estético.4 Fácil es ver cuán cerca estuvo el ideal de persona formulado por la reflexión estética con respecto a muchos de los ideales que la cultura del diseño ha ido esgrimiendo en los últimos dos siglos. Así, por ejemplo, tal como lo defendieron Shaftesbury primero, Hume después y tantos otros a principios del siglo XVIII, la calidad estética de los objetos de uso era vista como el resultado de los muchos esfuerzos que la humanidad había hecho para mejorar sus condiciones de vida y, por lo tanto, les parecía ser la demostración palpable del progreso humano en pos del bienestar. Desde su punto de vista, poder llevar una vida confortable exige a una persona haber puesto todo su empeño tanto en el cultivo de sí misma como en su formación cultural, “en el cuidado de su jardín, en vestir con elegancia y en la delicadeza de su casa”. Aunque las palabras usadas suenen muy pasadas de moda, no cabe duda de que, en esa época, los asuntos de los que ahora se ocupa el diseño tenían un lugar importante en el ideal de progreso humano, el cual estaba basado fundamentalmente en el refinamiento y cultivo de los placeres de los sentidos gracias a la mejora del entorno inmediato. De todo ello, vale la pena subrayar que se consideraba lo estético, es decir, el goce y fruición de lo bello, como un factor de humanización importantísimo, tan importante como lo es desde entonces el arte para el cultivo del espíritu humano. Si, a las puertas de la modernidad, el cultivo de la sensibilidad constituía un elemento clave para la formación de las personas civilizadas, a medida que la Ilustración y su cultura fueron imponiéndose social y culturalmente no perdió ese carácter. Probablemente haya sido el poeta alemán Schiller quien, después de Kant, haya conferido a la estética un lugar más importante para el progreso de la humanidad, como puede leerse en sus famosas cartas sobre la educación estética del hombre, en las que considera lo estético el fundamento

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de toda actividad humana y del bien moral.5 Poco a poco, primero en el Romanticismo y después en otros muchos movimientos hasta llegar al esteticismo de finales de siglo XIX, los fenómenos artísticos en particular, y lo bello en general, fueron ocupando ese lugar reservado a lo propiamente humano que otros campos del saber habían ido dejando de lado, sea por su materialismo crematístico, sea por su voluntad de saber a toda costa, y, de ese modo, lo estético dejó de ocuparse sólo de lo sensible para tratar también de lo sentimental y de lo emocional mientras que lo sensorial iba quedando poco a poco en un segundo plano. Pero, al mismo tiempo, en ese proceso, el interés de la reflexión fue situándose cada vez más en el arte considerado como el lugar de lo bello, mientras que lo bello propiamente dicho iba desdibujándose sustituido por lo sublime y otras muchas categorías estéticas. De ese modo, algún que otro camino se había cerrado para la reflexión estética cada vez más vinculada con una filosofía del arte. Lógicamente, aquellas artes menores y útiles que habían interesado antaño a la reflexión estética fueron quedando al margen localizadas como estaban en el lugar de lo útil, lo prosaico y cotidiano, e incluso de lo banal.6 En este contexto, cuando la necesidad del diseño se planteó en términos estéticos a mediados del siglo XIX en Inglaterra, la misión que le cayó en suerte como profesión venía cargada con muchas obligaciones morales importantes, entre las cuales, una de las más importantes era precisamente velar por la mejora estética de las cosas cotidianas fabricadas industrialmente, así como también el cuidado de la belleza del paisaje. Desde entonces, el concepto de diseño comporta esa nota de calidad —axiológica, que no de lenguaje ni de estilo— que diferencia a unos productos industriales de otros sencillamente porque en unos hay una voluntad de diseño y de calidad desde buen comienzo. Desde esta perspectiva, no cabe duda de que la historia de la idea de diseño, así como también los escritos de muchos diseñadores aparecidos desde entonces, pueden releerse como una reflexión de carácter estético, como una investigación en pos de los criterios y fundamentos sobre los cuales podía basarse una estética en sentido fuerte, adecuada a los procedimientos industriales como nueva forma de producir y hacer propia de las personas en la época industrial. También el funcionalismo puede verse como una concepción estética —lo que funciona mejor, es lo más bello—, una teoría que quiso superar la oposición antagónica entre belleza y utilidad propuesta por la estética moderna y sistematizada por Kant, la cual había de inspirar todo el siglo XIX y buena parte del XX. Algo similar puede predicarse de un principio metodológico tan importante como el “menos es más” de Mies van der Rohe, el cual, además, responde a una preferencia estética determinada —la vieja y tranquila austeridad del decoro de clásico abolengo—. En esta época, bien avanzado el siglo XX, muchas cosas habían cambiado con respecto al periodo fundacional de la estética, pero también del diseño, y el principio de Mies respondía también a un deseo de calidad que compartir colectivamente, todo un proyecto de gran alcance social.7 A la larga, el principio se convirtió en una teoría del lujo moderno fundamentada en la concepción elitista aristocratizante del arte y de la cultura heredada de épocas pasadas y justificada por una sociedad de clases. Cómo superar la vertiente elitista sin renunciar a la calidad estética es el reto que se ha heredado después del diseño pop.

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Sin embargo, el diseño y los objetos de uso nunca fueron de mucho interés para la reflexión estética y la filosofía a lo largo de esta época. Forman parte de lo cotidiano, del mundo prosaico y, por lo tanto, también del universo de lo criticado por el pensamiento. Pero, además, el legado kantiano había dejado lo útil y lo necesario fuera del universo de la belleza, lo útil convertido en la antinomia de lo bello y sus cualidades. La estética, pues, o se ocupaba de comprender el arte y sus manifestaciones, o bien trataba del conocimiento que nos llega a través de los sentidos, pero el placer o la experiencia ante las producciones humanas, especialmente si tenían una fuerte componente tecnológica, quedaron totalmente al margen de las preocupaciones de la estética. Vale la pena recordar aquí cuán intensa y frecuente ha sido la crítica a la razón instrumental en el pensamiento del siglo XX, desde Max Weber hasta Theodor W. Adorno pasando por Walter Benjamin y Martin Heidegger hasta Wolfgang Fritz Haug y su denuncia del diseño como apariencia seductora de la mercancía, una estética manipuladora al servicio de los intereses del capitalismo y su preservación. Desde esa perspectiva, el arte, o sea, el arte verdadero —que no el arte menor o el arte aplicado o decorativo, pero tampoco las manifestaciones del arte popular o las mejores creaciones de la cultura de masas, mucho menos la producción de imágenes cotidianas para los medios de comunicación social— ha sido propuesto a menudo como el único refugio de lo verdaderamente humano. ¡Cuán difícil es entonces encontrar en la filosofía de la modernidad elementos suficientes como para dar cuenta y comprender lo que ha hecho el diseño por satisfacer su dictado fundacional, a saber, contribuir activamente y hacerse cargo de la mejora estética del mundo contemporáneo tornándolo un medio habitable y un paisaje que satisfaga y cultive lo más humano de las personas! Por lo general, el pensamiento estético ha tendido siempre a ver en la estetización propuesta por el diseño, o por las demás manifestaciones de lo estético en la cultura visual de los medios de comunicación social, la propuesta de una estética empobrecida, de una estética de segunda mano que viene a compensar la imposibilidad de una experiencia estética en sentido fuerte y verdadera.8 Conviene recordar aquí y ahora que la antigua utopía del diseño fue de naturaleza estética. Subyacente a la teoría alemana de la Buena Forma, por ejemplo, además de una estética de la mercancía propuesta con relación al mercado y con vistas al consumo masivo, había también un ideal democrático. Se proyectaba según un modelo de calidad, pero pensando que, a través del diseño de calidad, todo el mundo, el total de los consumidores, tendría la oportunidad de rodearse y utilizar objetos con una gran dignidad estética, y participar así del progreso de la estética por el simple hecho de usarlos normalmente.9 Al igual que el funcionalismo inspirador del primer Movimiento Moderno comporta y es una concepción estética, también la Buena Forma o la concepción italiana del diseño posteriores a la II Guerra Mundial pueden ser releídas en los términos de la estética filosófica. Por lo pronto, en el caso del diseño alemán existió un momento en que se llevó a cabo un gran esfuerzo por abordar la estética y convertirla en algo objetivo, para incorporarla también a la fundamentación del diseño en clave objetiva y científica.10 Eso fue lo que recogió la cultura española del diseño desde su comienzo, allá por los años sesenta.

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Con todo, se puede afirmar perfectamente que no se ha llevado a cabo ningún esfuerzo importante por comprender la utopía estética del diseño desde la filosofía o la estética filosófica, sino que más bien ha ocurrido todo lo contrario. Wolfgang Fritz Haug es probablemente el ejemplo paradigmático.11 A partir de su pensamiento, la acción del diseño perdió cualquier posibilidad de ejercer una práctica cultural para quedar reducida a una actividad cómplice del sistema cuyos efectos derivaban de su capacidad seductora y, ¿por qué no decirlo?, tan engañosa como lo que no puede ser auténtico por haber sido fabricado a máquina y de acuerdo con los intereses crematísticos de los productores. La autenticidad constituye, y ha constituido, un concepto clave para la valoración del arte y de las conductas de las personas esgrimido a menudo por la filosofía. La comparten Heidegger y Adorno, así como actualmente también la maneja el marketing con toda naturalidad.12 Sin embargo, leídos en términos de diseño, tanto en el caso de Heidegger como en el de Adorno, ciertos ecos de Ruskin y su vindicación de la artesanía artística —única práctica productiva auténtica y capaz de obtener algo bello por ser la prueba patente de la acción humana llevada a cabo sintiéndose feliz— resuenan también en esta idea de autenticidad tal como, por otra parte, han resonado siempre que se ha llevado a cabo una crítica del sistema industrial y del modelo de modernidad correspondiente. Después de Haug, con la crítica a la sociedad de consumo propia de los sesenta, el diseño ha dejado de ser una acción culta posible en el ámbito de lo que afecta a todos para quedar convertido en un ejemplo más de la banalización de la cultura en general derivada y característica de la sociedad de masas.13 La aportación de los situacionistas franceses en general, y de Guy Debord en particular —que Gae y Ramón Benedito comentan en uno de los textos seleccionados—, consolidó aún más esa visión de lo cotidiano como espectáculo según la cual la estetización pasa a ser sinónimo de espectacularidad. Los diseñadores Benedito muestran muy bien cómo, en realidad, ese punto de vista se adecuaba perfectamente a ciertas maneras de hacer y pensar el diseño, pero ¿se puede aplicar siempre a todo tipo de diseño? La pregunta sigue abierta y constituye un reto para la reflexión. La posmodernidad, por su parte, ha venido a confirmar para algunos todos los temores, y el diseño como fenómeno parece haberse convertido en la cultura banal de la imagen para las grandes masas, su único y omnipresente vehículo estético. De ese modo, una vez finalizado el siglo XX y también el movimiento moderno y sus ecos, la práctica del diseño se encuentra todavía carente de una reflexión que se ocupe de comprender y explicar en qué consiste su actividad como práctica estética y cómo puede, porque de hecho ha podido muchas veces, desempeñar un papel de liberación de lo humano sin entorpecer la vida de cada día.

4. El presente: de la estética de la mercancía a la cotidianidad estetizada y el gusto de las masas Si hay algo que caracterice el momento presente es el hecho de ser muy fugaz. Al menos, eso parece a la vista de lo que se desprende de las últimas tendencias en el diseño y la cultura de estos primeros años del siglo XXI.

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Sea por la irrupción del minimal como denominador común a muchos diseños desde mediados de los noventa, sea por la proliferación de tanto discurso en torno al diseño —desde el eco-diseño hasta la consolidación del movimiento Design for All, los debates para la recuperación de la dimensión ética en el proyecto de diseño, o el activismo gráfico presente en tantas propuestas hechas con voluntad de ser alternativas— o el énfasis puesto recientemente en la capacidad para investigar sobre el futuro del diseño, lo cierto es que parece claro que estamos viviendo en una condición post-posmoderna. De hecho, en la actualidad más inmediata lo que realmente preocupa son cosas como la virtualidad, y la estética en lo virtual, las consecuencias de la globalización y sus conceptos derivados, o la conciencia de los límites reales del planeta y su capacidad de resistencia a las agresiones a parte de los modelos de desarrollo compartibles por todos los habitantes del planeta, que superen los desequilibrios entre las poblaciones e integren las diferencias culturales. Ahora bien, si de lo que se trata aquí y ahora es considerar el papel de lo estético, y de la pervivencia de la capacidad crítica de la estética y la cultura en el mundo contemporáneo, el discurso debe tener en cuenta el legado de la etapa claramente posmoderna y sus consecuencias sociales y culturales. A estas alturas, de los muchos caracteres que identifican lo posmoderno en general, los que son más relevantes para el diseño y su estética son de dos tipos: en primer lugar, el fenómeno de la estetización de la vida cotidiana, un tema ampliamente tratado a lo largo del último cuarto del siglo XX, ya anunciado por Dorfles hace mucho tiempo y por otros muchos autores, y, en segundo lugar, que la difusión de lo estético y de los comportamientos estéticos en todos los planos de la cotidianidad, o sea, fuera del mundo del arte, han colocado al diseño en el primer plano del debate, junto a la moda y a la comunicación mediática, siendo ahora considerado uno de los fenómenos que mejor vehiculan este comportamiento estético difuso. El corolario lógico ha sido la incorporación del diseño en la práctica y en la teoría al mundo económico; se lo ha convertido en un factor de valorización: es decir, que el diseño actúa como un intangible que confiere valor —cualitativo y cuantitativo— a los productos y mercancías cualquiera que sea su carácter. Por ese mecanismo, las decisiones de diseño también son consideradas decisiones de marketing en la doble vertiente de comunicación con el usuario y de desarrollo del producto. De ese modo, se ha cumplido finalmente lo que venía siendo una idea clave del diseño como actividad desde los tiempos de Ulm y de la Escuela de la Buena Forma, a saber, que el diseño no es una actividad final, arte-finalista, que se ocupa de dar forma y apariencia estética —eso era estilismo en buena teoría del diseño—, sino un proceso complejo que participa en la decisión de un producto desde su misma esencia, desde el planteamiento inicial.14 Es una actividad estructural estratégicamente decisiva en una economía, como la actual, donde los factores clave van más allá del carácter funcional o servicial de los utensilios y lo que se compra y vende son sensaciones, experiencias, valores e incluso signos imaginarios. Ahora bien, si para los diseñadores el carácter estructural del diseño no tiene nada de novedoso, ¿qué es lo nuevo en el legado posmoderno? Lo que cambió es la esencia de los productos, que el propio diseño puede ser visto

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ahora como la esencia del objeto. Ésta ya no necesariamente deriva de una innovación o novedad tecnológica, sino que puede partir de un sistema complejo de funciones entre las cuales cabe contar las simbólicas, las de mayor carácter social —las que afectan a los usos y costumbres—, y, por lo tanto, al sistema complejo que supone un estilo de vida entendido no sólo como una cuestión de gustos en la lógica de las identidades sociales de las personas, sino también en las prácticas, actividades, aficiones y, en definitiva, del conjunto de funciones que definen lo que una persona hace con su vida globalmente. Pero lo verdaderamente nuevo sigue siendo, en el contexto de la estetización difusa fuera del arte y, por lo tanto, en todos los dominios de la cotidianidad, la reflexión sobre qué tipo de estética es la que corresponde a este dominio del diseño y qué se entiende ahí por la belleza. Así es, el fenómeno de la estetización de la cotidianidad constituye por lo menos una esperanza para comprender desde la teoría estética fenómenos socioculturales tan importantes como el propio diseño. Vayamos por partes. Para resumirlo a grandes trazos, el fenómeno de la estetización de lo cotidiano se resuelve en una serie de rasgos de lo contemporáneo perfectamente individuados como tales e incluso definidos en su funcionamiento. El dato más significativo para la historia de la estética filosófica es la corroboración del hecho de que la mayoría de fenómenos de estetización se dan en ámbitos extra-artísticos, lo cual supone un giro importante con respecto a aquella concepción de la estética según la cual uno de sus principales objetivos es explicar el arte o, mejor dicho, lo artístico de las Bellas Artes. El acento ahora se ha puesto en lo estético y en los comportamientos estéticos de productores, o creativos en general, y de usuarios, tanto si son meros consumidores como receptores, en cualquier caso, eso sí, siempre interactuando con el producto del que se sirven. Lo propio de la actualidad, pues, es que lo estético exista y se desarrolle fuera del mundo del arte; es más, para muchos autores la estética ha pasado a ser lo que constituye la realidad circundante, sea ésta real o imaginaria, o sea, un dato antropológico que define el presente y, de ese modo, ha quedado perfectamente asociada con lo económico. Un autor como Fulvio Carmagola hipotetizó tan pronto como en 1989 que se había dado un “giro estético” de acuerdo con el cual los fenómenos estéticos habían pasado a ser el modelo interpretativo de la época, la posmodernidad, puesto que la estética supone una forma muy específica de la construcción de sentido.15 Poco tiempo después, en el siguiente libro —y en cierto modo, polemizando también con Heidegger—, ese autor fue mostrando cómo las mercancías habían evolucionado hasta superar definitivamente sus valores tradicionales de uso y de cambio “transfigurándose” en algo distinto, “más allá de sí mismas”: la necesidad constante de diferenciación entre productos y servicios había ido incorporando, precisamente a través de las mercancías y sus cualidades estéticas específicas, el pensamiento cualitativo en la dinámica económica. Por eso, con los años, el mismo autor ya hablaba de una economía de la ficción, de una economía basada en lo imaginario (fiction economy) en la cual la actividad económica funciona sobre la base de los bienes simbólicos, las emociones, la posibilidad de disfrutar de experiencias determinadas.16 En el fondo, esas ficciones imaginarias, con carácter

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de fábula, subyacen claramente en cualquier discurso sobre la marca (brand, que no trade-mark) y su gestión en la actualidad. Es otro modo de llamar a esa economía basada en los intangibles. Para decirlo en sencillo, vale la pena retomar las palabras que una vez Wolfgang Welsch publicó en la web para describir los caracteres de esa época estetizada. Según este autor alemán, hay en el mundo contemporáneo al menos dos tipos de estetización igualmente relevantes. Uno de ellos, la estetización más superficial característica de la globalización, se da en fenómenos de tipo global. Consiste, o bien en “el embellecimiento o engalanamiento estético de la realidad”, o bien en la conversión al “hedonismo como nueva matriz de la cultura”, o bien en “una estrategia económica”.17 Esta última propuesta conecta directamente con lo que se explicaba al inicio de este escrito y plantea directamente la apropiación de lo estético por parte de la economía y las técnicas de mercadeo. Constituye una de las definiciones habituales a la hora de mostrar el carácter estratégico del diseño, pero se corresponde directamente con la concepción que ve en el diseño un mero valor añadido, un valor puesto mediante ornamentos al final del proceso. Otros muchos autores, los principales representantes del Design Management inclusive, han retomado este tipo de discurso y sus implicaciones para redefinir el lugar del diseño y su actividad en el mundo contemporáneo. Lo que viene es un ejemplo tomado al vuelo en la bibliografía actual: Los objetos en la sociedad actual se han vuelto símbolos, ya no son signos y, por lo tanto, su significado es cada vez más de tipo estético, no cognitivo... el objeto concreto consecuentemente ha de ser juzgado como una experiencia estética, como parte de un acontecimiento, por parte de un sujeto singular y no un hecho universal. El sujeto que experiencia conoce las cosas en los términos de la ontología estructural propia de las cosas. El sujeto está entre las cosas. Los sujetos ya no conocen las cosas; conocen que las están experimentando.18

De este tipo de afirmaciones se desprenden varias cosas para la comprensión de lo estético; son parecidas a las que recuperó el pensamiento posmoderno al hablar de los saberes y el conocimiento científico al tratar de la condición posmoderna.19 Son factores como la asimilación de lo estético a la experiencia subjetiva, particular e individual, o más bien, local; como la facilidad para juzgar sin conocer, o sin necesitar conocer cuáles son las reglas que justifican el juicio, tal como parece que opera el gusto de las personas; la fascinación por el caso, por lo individual, diferente o específico de las cosas o las situaciones... En efecto, cabe recordar que lo estético, y muy especialmente la manera como se conduce —¿o razona?— el juicio estético, constituye en la actualidad un referente importante para muchos otros discursos sean retóricos o no, desde la ciencia más dura hasta las disciplinas prácticas o de gestión (Carmagnola, 1989). En este sentido, el concepto de experiencia estética, tal como se ha venido tratando por la estética filosófica, ha aportado un modelo inmejorable para explicar ese tipo de experiencia de los consumidores que, según el marketing de las emociones y la economía basada en el juego de las imágenes, se ha utilizado a la hora de explicar cuál es la finalidad del diseño en la dinámica empresarial de captación y fidelización de los clientes.

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Hay que recordar que, como ha explicado repetidamente Fulvio Carmagnola,20 entre ese management y pensando en las experiencias que promueve eso del diseño “centrado en el usuario”,21 hay muchos componentes que lo asimilan a los antiguos análisis sobre el gusto y sus modos de decidirse. Para los detractores más furibundos de la estetización difusa, la principal crítica a este tipo de planteamientos proviene precisamente de las categorías estéticas que se manejan. Si en la tradición del diseño se hablaba de cuestiones como lo agradable —del diseño— frente a lo sublime —de las Bellas Artes—, incluso de lo decorativo frente a lo impresionante —caso de la reflexión de William Morris, pero también en última instancia de todo modernismo esteticista de principios del siglo XX—, en la actualidad, consolidada definitivamente la idea de una experiencia estética falseada —la crítica de Adorno a la industria cultural y a lo popular en el arte, pero también de Heidegger a toda vida no auténtica en el mundo tecnificado contemporáneo—, la categoría estética que ahora está sobre la mesa es el entretenimiento, la diversión, el disfrute por entretenido.22 Con todo, no necesariamente las propuestas del diseño caen en el ámbito de lo divertido ni mucho menos. Bien al contrario, en los análisis sobre la estética difusa hay elementos suficientes sobre los que empezar a fundamentar una estética que explique realmente cómo opera el diseño en lo estético y, lo que es lo mismo, en qué términos se puede hablar de calidad en este dominio tan concreto de la cultura material. Otros muchos autores, los complacidos con esta estetización circundante y sus placeres, abogan por “una sensibilidad intelectual capaz de captar la parte de poesía de la que está lleno lo cotidiano”, parafraseando a Michel Maffessoli,23 “aprovechando el placer de la existencia en tanto que algo positivo, afirmando incluso la virtud cívica de un hedonismo de lo cotidiano”. Welsch, por ejemplo, dejaba una puerta abierta a otro tipo de estética más profunda cuando la propone en términos epistemológicos, es decir, como una vía para la adquisición de conocimiento fundamental desde el momento en que ésta responde “a la transformación de los procesos productivos conducidos por las nuevas tecnologías y la constitución de la realidad por los medios de comunicación”. La combinación de ambos tipos como si se tratara de dos dimensiones de un mismo fenómeno supone una posibilidad para una estética del diseño en sentido pleno. En la perspectiva específica del diseño y su filosofía, lo dicho hasta ahora tiene también sus consecuencias. La primera y más importante es la de transferir al diseño la mayor parte de atributos dichos de la estética: en un mundo estetizado, en una economía basada en las diferencias estéticas, el diseño comparte con la estética esa misma condición difusa. Eso vuelve a poner sobre la mesa la pregunta por la calidad en diseño y sus elementos determinantes. En efecto, al haberle sido reconocida su participación global en la definición de los productos ya desde la constitución del hardware, para utilizar los términos de Carmagnola, ya no constituye un elemento diferencial específico, un lenguaje determinado y reconocible que excluye a los que no son iguales o comparables a él:

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No es una operación, reservada sólo a una categoría particularmente calificada de los productos sino que se extiende hasta modificar las cualidades perceptibles de toda la producción. El diseño también se ha vuelto una condición difusa: ya no queda nada que no esté diferenciado, firmado, calificado; cada producto es una star.24

Ahora bien, si el hecho de diseñar ya no es un hecho diferencial entre productos, sí lo puede ser la calidad del diseño, ese concepto cualitativo que, en realidad, establece diferencias de grado entre los productos. Con todo, hay que reconocer que, en un mundo de diseño difuso y omnipresente, la pregunta por la calidad sigue planteada, visto que ya no sirven los antiguos modelos relativos al diseñar bien. La esperanza ahora está puesta precisamente en la estética como discurso y como propuesta. A raíz de su último libro, Filosofía d’estar per casa (2004), Xavier Rubert de Ventós recordaba recientemente que no había que olvidar que la “cultura es todavía aquello que transforma la realidad dura y opaca en una forma simbólica” y que “corremos el peligro de olvidar que para que una pieza cultural sea legítima, o bien ha de poder ser falsa, o bien ha de poder ser bella”. Lo mismo vale para la práctica del diseño en tanto que actividad con una fuerte dimensión cultural, o potencia culturalizadora, que viene a ser lo mismo. Habría que reconocer sin embargo que las mercancías, o los productos reificados en mercancías, tienen también múltiples dimensiones; para decirlo con Carmagnola, y también con Marx, “las mercancías siempre son algo más que meras mercancías: rehuyen y superan su carácter inmediato, banal; siempre muestran aspectos insospechados”.25 En definitiva, no cabe duda de que la estética difusa actual ofrece un campo ilimitado para la reflexión estética siempre que se tome en serio y acepte como punto de partida que lo estético es una dimensión socio-antropológica del ser humano y que, por lo tanto, forma parte del modo de ser de las personas, los occidentales inclusive.26 En este sentido, hemos aceptado aquí los retos lanzados hace ya algunos años, sea por Alain Findeli,27 sea por Fulvio Carmagnola, y queremos contribuir a esa línea de investigación que podría resumirse en los términos siguientes. De acuerdo con Findeli: contribuir a esa reconsideración profunda de lo estético que precisa la filosofía actual del diseño; de acuerdo con Carmagnola: de lo que ahora se trata es de delinear un conjunto de rasgos, la figura de una estética posible que tenga en cuenta producción, comunicación y consumo refiriéndolos a las múltiples modalidades de la percepción. El acento hay que ponerlo ahora en el consumo, lugar de operaciones perceptivas complejas que están referidas al disfrute estético y el uso de las mercancías. Una estética del consumo debería por lo tanto ser también una estética de la comunicación y del discurso; [basada] en una fruición capaz de dotar de sentido, de culturalizar nuestro cotidiano.28

En definitiva, comprender cómo a través del diseño, de su uso, consumo y producción se puede seguir contribuyendo a la producción y la experimentación de sentido allá donde interviene conscientemente.

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5. Algunos materiales para una estética del diseño En otro lugar, los progenitores de este libro —Anna Calvera e Yves Zimmermann— ya señalamos la necesidad de incorporar lo estético y la estética como disciplina y como factores para tener en cuenta urgentemente por la reflexión sobre la teoría y el discurso del diseño. En Arte¿?Diseño (Gustavo Gili, Barcelona, 2003) muchos autores propusieron aspectos relevantes para situar una investigación sobre la estética del diseño. Con este segundo libro, hemos intentado emprender aquel camino e iniciarlo con toda humildad, utilizando una fórmula parecida. Nos hemos propuesto seguir la sugerencia con la que Fernando Martín Juez cerraba aquel libro al establecer una dicotomía entre lo ordinario y lo extra-ordinario para hablar de lo propio de la estética y, así, nos hemos dedicado a comprobar qué se ha dicho sobre lo ordinario como fenómeno estético a lo largo de la historia. También esta vez hemos preferido proponer un libro colectivo y trabajar conjuntamente con colegas y amigos. Lo que sí ha cambiado es la pregunta con la que les invitamos a participar. Esta vez les pedimos que comentaran un texto de la historia de la estética cuyo autor fuera un filósofo importante que les hubiera impresionado profundamente y les hubiera servido en su trabajo profesional. No ha sido tan difícil aunque, lógicamente, haya lagunas importantes y muchos autores clave para la historia del pensamiento hayan quedado fuera del libro. Es el caso de Kant, por ejemplo, o de otros muchos pensadores del idealismo alemán, o de Nietzsche a quien debemos esa diferenciación tan útil entre las claves apolínea y dionisíaca de la producción estética. Ello no quiere decir que no se les considere relevantes para el discurso acerca del proceder estético del diseño; ha pasado simplemente que nadie los ha elegido. En este sentido, y dada la invitación, lo que sí destaca es el predominio de los autores del siglo XX, muy especialmente de aquellos que más directamente han sido utilizados en el debate sobre el fin de la modernidad y las perspectivas actuales. La idea no es tan original como pueda parecer a primera vista. Una vez, buceando en la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, Antoni Mari se topó con la voz ‘negligée’ y leyó profundamente interesado. Empezó a investigar entonces a través de las pinturas de la época cómo se veía la gente cuando se vestía de manera negligée, pero también se topó con las muchas implicaciones culturales y sociales que suponía el solo hecho de que existiera una producción informal, externa y alternativa a la etiqueta de la corte, que servía para andar por casa vistiendo de manera más cómoda. Las pinturas, sin embargo, no parecían demostrar que esos vestidos en negligée fueran realmente más cómodos; al menos, vistos desde nuestra época, no lo parecían en absoluto. Con todo, se abría una línea de reflexión estética acerca de la producción de cosas útiles y cotidianas, paralela y complementaria a la reflexión sobre el arte. Cuando pensamos este libro y estuvimos discutiendo su oportunidad, teníamos en mente algunas de estas investigaciones sobre aspectos considerados marginales con respecto a la corriente principal del debate que se han desarrollado aquí y allá en todas las épocas. Parecía totalmente posible, e incluso interesante, repetir el experimento con otros muchos autores releyéndolos en clave de diseño y construir de ese modo una pequeña tradición sobre la

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cual basar una estética del diseño. Pero además, había que seguir siendo fieles a las advertencias hechas por Rubén Fontana en el libro anterior: “el diseño no tiene demasiadas trascendencias”, pero “¿cuál es la manera en que el diseño puede trascender si es que tiene que trascender?”. El libro se inicia, ¿cómo no?, con los griegos. Yves Zimmermann comenta el que José Mª Valverde calificó como uno de los primeros textos funcionalistas de la historia de la estética filosófica. En él van apareciendo todos y cada uno de los conceptos que desde entonces han servido para hablar de diseño, incluso el desprecio por lo vulgar de las cosas útiles y cotidianas que manifiesta tan claramente el interlocutor de Sócrates en el diálogo. También se puede encontrar una primera visión del ornamento, del decoro y de lo adecuado, de la importancia de elegir bien los materiales. Pero el diálogo comentado puede leerse también desde la perspectiva del diseño gráfico y comprender cuán difícil, y cuán necesario también, ha sido siempre la visualización de conceptos abstractos, tan abstractos y a la vez tan sensibles como la belleza. Sin ir más lejos, ha sido el problema con que nos hemos topado sus progenitores a la hora de elegir una imagen para la cubierta de este libro. Un libro de estética que se quiere actual y contemporáneo no puede ser etnocéntrico, sino que debe dar paso a la diversidad de tradiciones. Fernando Martín Juez propone esta vez un comentario sobre el pensamiento del México prehispánico. También ahí lo estético incluía valores de verdad, y el arte, además de producir, representaba. Hay muchos elementos en común con la reflexión de los griegos entre los cuales está la capacidad trascendente de lo estético en el sentido de que hablaba Rubén Fontana. De hecho, Martín Juez explica perfectamente esa componente metafísica de la belleza a través de la cual se divinizaba todo. El universo entero, su peculiar cosmogonía, se definía en términos estéticos en gran parte porque la estética era algo que se vivía con toda normalidad. No está bien explicar el final en la introducción pero esa idea de que la acción del diseño pueda volver a consistir en “poner rostro a las cosas” es muy sugerente, especialmente si se lee la noción de diseño en términos de interfaz. Del México pre-colombino se salta a la universal y cosmopolita modernidad del siglo XX. Jordi Mañà se ha fijado en el retrato del constructor, del arquitecto y del diseñador que traza Paul Valéry en un texto situado también en la Grecia clásica como si de un diálogo platónico se tratara. Centrado en la creación, el diálogo sirve para abordar eso tan difícil de explicar que es en realidad el concepto de diseño que rige cada proyecto. Supone una aportación importante a la hora de comprender, e historiar, los objetos del diseño, los productos, resultado de la voluntad de diseño. Por su parte, Emilio Gil retoma un antiguo libro de don José Ortega y Gasset, escrito en la época de la vanguardia histórica, y analiza fenómenos como la comprensión del público o la importancia de la autoría en el proceso de diseño. Su reflexión busca nuevos referentes para dilucidar eso de la calidad en el diseño y su comprensión social. Fátima Pombo aborda a través del pensamiento de Merleau-Ponty cuestiones que han sido tan importantes en la teoría del diseño como los procesos de percepción. Subyace a la reflexión esa idea del diseño según la cual su quehacer consiste en dar sentido a las cosas. Se atisban en él los primeros indicios de ese pensamiento constructivista que tan influyente habrá de ser en las

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últimas décadas del siglo: consiste en poner en tela de juicio la realidad de lo percibido a pesar de la realidad de la percepción. El diseño en ese caso supone, además de un procedimiento para dotar de sentido al mundo circundante, la ocasión para experimentar algo, una idea que posteriormente ha explotado la teoría del diseño según el marketing más actual. A continuación, Anna Calvera analiza el pensamiento de Heidegger desde una doble perspectiva, los motivos de su actualización por el pensamiento posmoderno y su crítica a la razón tecnológica en el sentido apuntado más arriba. El motivo de estudio es el carácter instrumental de todo eso que llamamos las cosas y cuáles son las expectativas del usuario frente a ellas. Supone un buen instrumento para resituar lo que ha venido a llamarse una experiencia en la perspectiva del diseño centrado en el usuario, tan en boga actualmente. Jordi Pericot lleva a cabo un resumen del pensamiento de Ludwig Wittgenstein y de su teoría sobre los juegos del lenguaje desde la perspectiva de su aplicación para la construcción de imágenes inteligibles de acuerdo con los intereses del diseño gráfico. Constituye una muy buena introducción para comprender cómo funcionan las imágenes en tanto que medios de comunicación y son comprendidas por el público según las situaciones prácticas en que aparecen y se difunden. Wittgenstein, como Heidegger y otros muchos pensadores, ha sido uno de los autores más influyentes en esa corriente del pensamiento que se ha llamado el giro lingüístico y que pone su centro de atención en el lenguaje. Por su parte, Ana Herrera, siguiendo un párrafo extraído de un cuento de Borges, reflexiona sobre la visualización de información tal como la lleva a cabo un diseñador gráfico al enfrentarse a un mapa. Si el texto original ponía en entredicho la rigurosidad de la ciencia, del mapa como fuente de conocimiento, el comentario considera las muchas decisiones que hay que tomar para llevarlo a cabo y que sea realmente útil. Lógicamente, cuestiones como la objetividad del mapa —problema propio de los cartógrafos— quedan subsumidas bajo los problemas de comunicabilidad, adaptación y comprensibilidad que interesan a los diseñadores gráficos aunque no se pueda soslayar la cuestión clave de la selección de información a la hora de construirlo. En muchos aspectos, retoma los temas que Emilio Gil ha tratado en su texto desde la perspectiva ética y la actitud con la que los diseñadores afrontan el hecho de diseñar. El debate actual queda de relieve en los textos comentados, uno, por Raquel Pelta y, el otro, por Gae y Ramón Benedito. El diseño considerado en ambos casos es el estadounidense. Raquel Pelta analiza los textos de Jacques Derrida sobre la deconstrucción y cómo ha sido adaptada por parte de los diseñadores gráficos en el periodo en que se superó el diseño de ascendencia suiza, la modernidad, y se adoptó la tecnología digital durante el proceso de creación del diseño, lo cual permitió reflexionar de nuevo sobre las herramientas discursivas del diseño gráfico. Por su parte, Gae y Ramón Benedito, siguiendo a Debord y el movimiento situacionista francés, analizan ese diseño que basa su novedad en la espectacularidad de lo tecnológico y sus símbolos. Reflexionan sobre el papel social del diseño, sobre la constante antinomia entre una cultura de masas y una cultura elitista, y buscan qué hay en el diseño que permita verlo como el lugar de una esperanza para superar esa dicotomía desde la misma cotidianidad. Pero eso supone reivindicar una

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estética en sentido fuerte para el diseño y recuperar la posibilidad de diseñar con la vista puesta en la larga duración, en lo perdurable. Teniendo en cuenta que el movimiento situacionista data de los años 1960, la cuestión de fondo ante la situación actual sigue siendo si se ha superado el diagnóstico: ¿continuamos en una sociedad del espectáculo? ¿Hay algún diseño que pueda resolver cuestiones íntimas y personales, necesidades particulares y personales que vayan más allá de la constante denuncia de los simulacros? 29 Por lo que respecta al futuro, los dos últimos textos apuntan, aunque sutilmente, hacia él. Son complementarios entre sí. Uno trata de dar un panorama del pensamiento actual y lo que éste supone para la evolución futura del diseño, su implicación en el mundo de las nuevas tecnologías y su capacidad para definir sistemas de objetos, servicios y nuevas prestaciones en el mundo de la virtualidad tecnológica; acepta sin más la necesidad de repensar el diseño en el contexto dibujado por lo que viene llamándose el desafío de la complejidad. El segundo, mucho más cauteloso ante lo que eso supone, concentra su reflexión en la experiencia estética según la perspectiva propia de un usuario del diseño. De ese modo, el profesor mexicano Enrique Ricalde ofrece un panorama ordenado de las principales aportaciones hechas recientemente desde el paradigma de la complejidad y el pensamiento constructivista y sus implicaciones para el quehacer del diseño en el nuevo mundo. Surge ya lo que a veces se llama la teoría evolucionista y cómo se la aplica al diseño. Basada en las ideas de los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela, esa corriente de pensamiento está siendo muy influyente en el diseño de herramientas informáticas. La considera David Gràcia, quien se centra muy especialmente en la concepción de la experiencia estética según Maturana y la compara con un texto de Jauss, principal representante de la estética de la recepción. Este último es probablemente el único texto escrito con la perspectiva propia de un usuario sobre la recepción estética del diseño y ocupa así el lugar que le corresponde de acuerdo con la teoría que comenta, la de la recepción. En definitiva, la intención de este libro ha sido la de contribuir al debate sobre la comprensión que el diseño tiene de sí mismo. Se trata de un libro para leer en la intimidad, compartir con los autores las interpretaciones que ellos han hecho de los textos y volver a situar esas filosofías entre las preocupaciones actuales. Pero además, confiamos en que el libro sea también una invitación a leer los textos comentados en su versión original y disfrutar de ellos. Deseamos que también sirva como herramienta a los diseñadores y les ayude a sentirse lo que de hecho ya son, unos expertos en fenómenos estéticos que hablan de estética con toda naturalidad.

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Notas BEDA son las siglas de The Bureau of European Design Associations. Se trata de una asociación de asociaciones de diseñadores profesionales, fundada en 1969, cuyo cometido es ocuparse y promover medidas políticas que adopte la UE para que estén vigentes en todo su territorio y sirvan a todos los profesionales del sector para la defensa de sus derechos como profesionales. Véase: www.beda.org 2 Ley20/2003, de 7 de julio, de Protección Jurídica del Diseño Industrial, BOE núm. 162, 8 de julio de 2003, págs. 26348-26368. Directiva europea 98/71/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de octubre de 1998, sobre la protección jurídica de los dibujos y modelos, DO L núm. 289, 28 de octubre de 1998, págs. 28-33. 3 Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, Secretaría General de Industria, Dirección General de Política de la Pequeña y Mediana Empresa: La Innovación empresarial en España, informe elaborado por Néboa Zozaya, Madrid, 2005, URL: http://www.ipyme.org/NR/rdonlyres/3593719A-8B05-4C6C-AB46EF9A97CD5C88/0/innovacion2005.pdf (última consulta: febrero de 2007). 4 Fue a partir de Alexander Gottlieb Baumgarten cuando la estética se independizó como una disciplina filosófica que trata de los fenómenos artísticos y de lo bello, que es lo que se considera modernamente la estética. Su obra de referencia son los dos volúmenes de la Aesthetica (1750-1758). 5 Schiller, Friedrich, Cartas sobre la educación estética del hombre, Aguilar, Buenos Aires, 1981. Hay otras muchas ediciones disponibles. 6 Probablemente, una de las explicaciones más claras y simples relativas al desprecio de la filosofía y la estética por el mundo cotidiano se encuentre en Carmagnola, Fulvio, Luoghi della qualità, Domus Academy, Milán, 1991, págs. 13, 31; y también en Il consumo delle immagini, Bruno Mondadori, Milán, 2006, pág. 158. Según este autor, correspondió precisamente a Schiller la formulación de esta condición fundacional de la estética moderna según la cual la estética, y el arte, eran “el lugar de la utopía; de la liberación con respecto a los vínculos de la racionalidad económica y eficiente”. Para una elaboración teórica del concepto de banalidad en el arte y el diseño, los textos determinantes son los escritos de Mendini aparecidos en varias revistas de arquitectura y diseño a lo largo de los años ochenta del siglo XX como fundamentación del Nuovo Design de aquella época. También Maffessoli ha reivindicado en sus escritos la banalidad: “Hay una poética de la banalidad”. Maffessoli, Michel, El instante eterno, Paidós, Barcelona, 2001, pág. 86; edición original: L’Instant éternel: le retour du tragique dans les sociétés postmodernes, Denoël, París, 2000. Para un análisis estético de la tematización de la banalidad según Mendini, véase: Calvera, Anna, “La dimensión simbólica de los objetos de uso”, en Romero de Solís, Diego y Díaz Urmeneta, Juan Bosco, Símbolos estéticos, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2001, págs. 321-345. 7 En algunos casos, ésa ha sido una versión reconocida por la historia del arte aunque raramente haya tenido consecuencias para la reflexión estética. Es el caso, por ejemplo, de un texto de J. Jiménez con relación a lo ocurrido en dos cambios de siglo, el que va del XIX al XX y el que va del XX al XXI: “A partir de la Bauhaus, Morris y las Wiener Werkstäte, la moda, el mobiliario, la decoración de interiores y los objetos domésticos se convierten en espacios de cristalización del gusto de las masas, vehículos de una nueva sensibilidad estética no ligada al elitismo aristocratizante del arte tradicional”. Véase: Jiménez, José, “Transformaciones del arte moderno”, en D’Art: Revista del Departament d'Historia de l'Art, Universidad de Barcelona, núm. 22, 1996, pág. 83. 8 El argumento continúa en gran parte las tesis defendidas por Walter Benjamin sobre las nuevas formas de la experiencia empobrecida. Ortega y Gasset, por su parte, también abordó en su momento la cuestión al hablar tanto de la rebelión de las masas como de la deshumanización del arte, en un texto que Emilio Gil comenta más adelante. Los estudiosos del mundo actual y de la herencia posmoderna han retomado el argumento, pero para poner en evidencia la componente ideológica de gran parte de esas ideas. De entre los muchos autores representativos de la cuestión, valga como ejemplo la siguiente cita de Michel Maffessoli: “La crítica a la vida cotidiana es justamente lo no trágico por excelencia: los objetos kitsch, la organización de los interiores... son como tantas fortalezas trazadas contra el sentimiento de lo trágico, es decir, contra la conciencia de la muerte y lo ineluctable”, Maffessoli, Michel, El instante eterno, cit., pág. 57. 1

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Me remito aquí a la versión considerada recientemente por Jordi Berrio con relación a los ideales comprendidos en la noción de diseño a lo largo de su historia. Con respecto al diseño del movimiento moderno en su última fase, cuando la HfG de Ulm, el autor recordaba ese ideal democrático que también inspiró al diseño gráfico en su evolución: “El consumidor de objetos industriales tenía la oportunidad a través del diseño de introducir en su casa una gran suma de objetos nuevos que tenían una gran dignidad formal y de disfrutar de sus ofertas funcionales [...] el diseño se había convertido en una herramienta democrática y, por lo tanto, dignificante, ya que igualaba a los ciudadanos en los dominios formales”. Véase: Berrio, Jordi, “El disseny a l’època de la desaparició dels grans relats”, Temes de disseny, Barcelona, núm. 16, febrero de 2001, pág. 114. Hay relativamente poca bibliografía disponible sobre la HfG de Ulm y lo que esta institución significó para la historia del diseño: lo más habitual es encontrar referencias y valoraciones sobre distintos aspectos dispersas en los escritos más variados, lo cual se debe en buena medida al hecho de que Ulm simboliza lo moderno en diseño y constituye el referente contra el cual el diseño posterior discute y establece en qué consiste la novedad que aporta. Véase al respecto: Bürdek, Bernhard, Diseño. Historia, teoría y práctica del diseño industrial, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1984, págs. 39-69, 168-214. 10 Se trata de la corriente de la Estética Informacional defendida por Max Bense, profesor en Ulm, y continuada en un primer momento por Abraham A. Moles. El neoplasticismo y el arte concreto, la teoría matemática de la información y la cibernética contribuyeron por igual en el planteamiento de esta línea de investigación de la estética filosófica al aportar un modelo de referencia sobre cómo proceder. El descubrimiento progresivo de los valores simbólicos en los objetos de uso encaminó la investigación hacia otros campos de trabajo, como la semiótica o la retórica de la imagen, dejando la estética del diseño en una vía muerta que sólo fue retomada críticamente por Haug en términos de estética de la mercancía y compromiso del diseño con el milagro económico alemán. Sobre la influencia de Haug en la cultura alemana del diseño, véase Bürdek, Bernhard, Diseño. Historia, teoría y práctica del diseño industrial, cit., págs. 172-173. 11 Los textos más influyentes de Wolfgang Fritz Haug para el diseño alemán fueron: Kritik der Warenäesthetik, Frankfurt, 1971; “Zur Aesthetik von Manipulation” en: Das Argument, 25, 1963; “Warenäesthetik und Angst” en: Das Argument, 28, 1963; “Zur Kritik der Warenäesthetik” en: Kursbuch, 20, 1970. En castellano se puede encontrar: Publicidad y consumo. Crítica de la estética de mercancías, Fondo de Cultura Económica, México, 1989. Para una aplicación de las teorías de Haug y del pensamiento crítico de la escuela de Frankfurt al diseño alemán de posguerra, véase Selle, Gert, Ideología y utopía del diseño, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1975. 12 Véase: Goldsmith Salomon, Karen Lisa, “Design in cultural exchange: issues on identity politics, authentification and ownership”, en: Pride and Pre-Design, The cultural Heritage and the Science of Design, Proceedings Book, Spring Conference, CUMULUS/IADE, Lisboa, 2005, págs. 447-455. 13 Una postura característica con respecto al hacer del diseño y su papel en sociedad, heredada, por una parte, del pensamiento crítico pero también de la estética de la mercancía en clave marxista, es la que utiliza el diseño en sentido popular, es decir, la actividad responsable de las apariencias que llaman la atención, características de lo posmoderno, o del Nuovo Design difundido durante la década de 1980. Sirva de ejemplo el siguiente comentario: “La estética de la mercancía o, a la inversa, mercantilización de lo estético, con la exaltación del diseño y su difusión telemática en detrimento del contenido”. Véase: Duque, Félix, “Informe sobre la posmodernidad: oscura la historia y clara la pena”, en Muguerza, Javier y Cerezo, Pedro, eds., La filosofía hoy, Crítica, Barcelona, 2000, pág. 227, primera edición: 1997. 14 “En esta versión estetizada, el diseño deja de ser una condición sobreestructural, o sea, una intervención final que añade belleza a la función, un vestido suave que se pliega para rodear un hardware de formas preconstituidas, para convertirse en una condición estructural de la proyectación que influye en las características del hardware propiamente dicho”. Carmagnola, Fulvio, Luoghi della qualità, cit., pág. 138. Todo el capítulo 6 trata esta cuestión. 15 Carmagnola, Fulvio, La visibilità. Per un’estetica dei fenomeni complessi, Angelo Guerrini, Milán, 1989, pág. 44. 16 “Lo imaginario, (las imágenes) constituye actualmente la forma estética soportante de una economía fundada en la comunicación de masas”, Carmagnola, Fulvio, Il consumo delle immagini. Estetica e beni simbolici nella fiction economy, Bruno Mondadori, Milán, 2006, pág. 2. 9

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El libro está dedicado a considerar “qué pasa con la estética cuando el reino de la belleza y de los símbolos se ha vuelto una fuente directa de valor económico” (ibíd., pág. 7). 17 Aunque los escritos de Wolfgang Welsch son aún difíciles de encontrar en castellano, existen varias páginas web en las que consultar algunos de sus artículos y ponencias. Véase, por ejemplo, “Aesthetics Beyond Aesthetics”, Proceedings of the XIIIth International Congress of Aesthetics, Lahti, 1995, vol. III: Practical Aesthetics in Practice and Theory, ed. Martti Honkanen, Helsinki, 1997, págs. 18-37. Revisado: noviembre 2002 en: http://www2.uni-jena.de/welsch/ 18 Lash, Scott, Another Modernity. A Different Rationality, Blackwell, Oxford, 1999: “Objects in our present condition of society have become signs, no longer symbols, and therefore their meaning is increasingly aesthetic, not cognitive... the particular object therefore has to be judged as aesthetic experience, as part of an event, by a subject as singular, no longer as universal. The experiencing subject knows things in terms of the ontological structures proper to things themselves. Subject is in the world among objects. Subjects no longer know objects —they know experience them—”. Con relación a una economía basada en la producción de experiencias de usuarios/consumidores, véase: Pine, B. Joseph y Gilmore, James H., The Experience Economy. Work is Theater & Every Business a Stage, Harvard Business School Press, Boston, 1999. Traducción del autor. Tiene en cuenta que, respecto al inglés, en castellano los significados de signo y símbolo están invertidos. 19 El libro clásico en este sentido es de François Lyotard, La condición posmoderna (La condition postmoderne: rapport sur le savoir, Les Éditions de Minuit, París, 1979; edición en castellano: Cátedra, Madrid, 1986). Otros muchos libros al respecto se han publicado y los más indicados aquí son los que han intentado explicar las consecuencias del paradigma de la complejidad. Para un resumen en la perspectiva de la estética de lo cotidiano, véase Carmagnola, Fulvio, La visibilità. Per un estetica dei fenomeni complessi, cit. Afirma, por ejemplo, que “la dimensión estética se ha convertido en un elemento discriminante para el juicio tanto en sede científica como en las elecciones de los consumidores o las políticas de las industrias” (pág. 23). En su aproximación, la aparición de lo estético en la vida social es lo que permite la visibilidad, el que las cosas se hagan visibles y, por lo tanto, mediáticas. 20 Carmagnola, Fulvio, Il consumo delle immagini. Estetica e beni simbolici nella fiction economy, cit., capítulo 5. 21 Según Jordi Mañà, el User Centered Design es una estrategia empresarial que presupone una metodología, denominada co-design, consistente en convocar al usuario-cliente a participar en las fases iniciales del proceso de innovación para que aporte su punto de vista. Disciplinarmente, ha dado lugar a un ámbito de investigación vinculado al Design Management y su fundamentación disciplinar pero siendo tomado desde distintos puntos de vista científicos. 22 Si bien la bibliografía al respecto es bastante amplia a estas alturas, para un buen análisis escrito en castellano véase: Norberto Chaves, El diseño invisible, Paidós, Buenos Aires, 2005. 23 Maffessoli, Michel, El instante eterno, cit., pág. 57. 24 Carmagnola, Fulvio, Luoghi della qualità, cit., pág. 139. 25 Carmagnola, Fulvio, Vezzi insulsi e frammenti di storia universale: tendenze estetiche nell’economia del simbolico, Sossella, Roma, 2001, pág. 149. 26 Utilizamos aquí las palabras de Fulvio Carmagnola (Vezzi insulsi e frammenti di storia universale…, cit., pág. 162) quien, a su vez, cita a Mario Perniola (Contro la comunicazione, Einaudi, Turín, 2004, pág. 64). 27 “Aesthetics [...] for it is doubtless one of the areas of design philosophy that has been less understood during the 20th Century and which calls for serious fundamental reconsideration”. Findeli, Alain, “Ethics, Aesthetics and Design”, Design Issues, 10.2, verano de 1994, pág. 68. 28 Carmagnola, Fulvio, Luoghi della qualità, cit., pág. 201. 29 Carmagnola propuso esta misma pregunta en los términos siguientes: “¿Estamos aún en una sociedad del espectáculo o podemos utilizar los simulacros para vivir mejor?”, Luoghi della qualità, cit., págs. 56-57.

De lo adecuado y bello Dialogando con un diálogo de Platón Yves Zimmermann

Yves Zimmermann (Basilea, Suiza, 1937) es diseñador gráfico. Se graduó en la Allgemeine Gewerbeschule de Basilea y a continuación trabajó durante tres años en Nueva York: en el estudio de Will Burtin, Visual Research and Design, después en el del arquitecto Ulrich Franzen y, por último, en la Geigy Pharmaceutical Company. En 1961 llegó a Barcelona. Trabajó en la Geigy S. A. Barcelona como director artístico. En 1966 abrió su propio estudio y en 1975 creó Diseño Integral, junto con André Ricard. En 1988 fundó Zimmermann Asociados, Diseño y Comunicación. Ha sido profesor en las Escuelas Elisava y Eina de Barcelona, y ha impartido cursos y seminarios en España, México y Argentina. Ha publicado artículos en las revistas Visual y tipoGráfica, entre otras. Es autor del libro Del Diseño (2002. Publicado en la colección “Hipótesis” de la editorial Gustavo Gili, Barcelona).

Platón Hipias Mayor Escrito entre 388-385 a. C

1. La belleza es una cuestión que se discute en algunos de los diálogos de Platón como, por ejemplo, en el Fedro o El Banquete, si bien allí el contexto en el que se debate la cuestión es de otro orden del que aquí interesa. Un diseñador, que conoce la problemática de su profesión y sabe que la belleza, la “estética”, no sólo es parte de esta problemática, sino que también posee un papel decisivo en la configuración de los objetos que proyecta, se sentirá tal vez atraído por el diálogo denominado Hipias Mayor.1 En él se dilucida la cuestión de qué es lo bello partiendo de las consideraciones filosóficas más abstractas hasta su ejemplificación en unos sencillos objetos de uso cotidiano. Como ocurre en otros diálogos de Platón, tampoco en éste se llega a una respuesta definitiva para la pregunta de ¿qué es lo bello? Con todo, tal vez no importe tanto la meta como el camino hacia ella; no tanto la respuesta como la reflexión sobre la pregunta planteada. Tiene interés este diálogo porque suscita, precisamente, la reflexión sobre el propio quehacer del diseñador. ¿Qué se entiende por belleza en el diseño? ¿Por qué se pueden considerar bellos, por ejemplo, el mapa del metro de Londres o la aceitera de Rafael Marquina? ¿Cómo se evalúa, qué criterios se siguen para evaluar la belleza de un objeto? Alguna respuesta, hipotética quizá, tal vez se atisbe entrando en el diálogo, dialogando con él. Sócrates y el sofista Hipias son los únicos interlocutores en esta ocasión. Antes de llegar al punto donde abordan propiamente la cuestión que aquí interesa, se nos transmite, a través del discurrir de las preguntas de Sócrates y de las respuestas de Hipias, la idea de que este último es un hombre vanidoso, superficial e incluso falto de raciocinio. A través de la lectura se ve claramente cómo Sócrates conduce a su interlocutor de una contradicción a otra, por lo que Hipias se ve en la situación de tener que desdecirse continuamente de sus afirmaciones y cae así en el ridículo. Resulta difícil creer que Hipias tuviera tan poco juicio como nos quiere hacer creer Platón, pues algunas

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fuentes indican que fue un sofista bastante brillante, aunque, eso sí, muy vanidoso. Esta caricatura es, posiblemente, el fruto de la lucha de Platón contra los sofistas.2 Con todo, es Hipias y no Sócrates quien, en algunas de sus respuestas a la pregunta de qué es lo bello, menciona unos conceptos que adquieren gran interés si se piensan desde la perspectiva del diseño, concretamente, cuando plantea esta pregunta con relación a objetos tales como una olla o una cuchara. Objetos simples y de uso cotidiano, de los que hoy se ocuparía seguramente un diseñador y que no merecerían entonces especial atención si no fuera por el modo en que los dos dialogantes analizan esta cuestión. La parte del diálogo que interesa en nuestro contexto (a partir de 286c) comienza con Sócrates fingiendo que cierto individuo lo estuvo apurando en una conversación, cuando él censuraba unas cosas por feas y alababa otras por bellas, haciéndole una pregunta de modo insolente: “¿Cómo sabes tú, Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son feas? Vamos, ¿podrías tú decir qué es lo bello?”. A Hipias le parece irrelevante esta pregunta y asegura a Sócrates: “Yo podría enseñarte a responder a preguntas mucho más difíciles que ésta, de modo que ningún hombre sea capaz de refutarte”. Sócrates sigue fingiendo que no sabe qué responder a aquel individuo “desatildado, grosero, sin otra preocupación que la verdad”; cree que le seguirá preguntando acerca del asunto y él, Sócrates, pide “ayuda” a Hipias para que le diga lo que debe contestarle. Este supuesto individuo sigue interrogando a Hipias por mediación de Sócrates y lo atosiga con preguntas a las que va respondiendo afirmativamente hasta llegar a la pregunta clave de si las cosas bellas lo son por lo bello. A la siguiente pregunta del supuesto individuo, de si existe lo bello, Hipias responde afirmativamente, diciendo incluso: “¿Cómo no va a ser así?”. A continuación, se le dirige la pregunta clave: “¿Qué es lo bello?”. Parece como si no la hubiera entendido bien, porque pregunta si aquel que hace la pregunta “quiere saber lo que es bello”, a lo que Sócrates tiene que reiterarle que la pregunta es “qué es lo bello”. En la continuación del diálogo se verifica que Hipias no ve diferencias entre ambas afirmaciones. Presionado por Sócrates a que responda a la pregunta de aquel individuo, Hipias contesta finalmente: “Ya entiendo, amigo, voy a contestarte qué es lo bello y es seguro que no me refutará [aquel individuo]. Ciertamente, es algo bello, Sócrates, sábelo bien, si hay que decir la verdad, una doncella bella”. Es difícil de creer, pero parece evidente que Hipias no es capaz de distinguir entre qué es bello y qué es “lo” bello. Más adelante, Sócrates llega incluso a enfurecer a su interlocutor cuando pregunta: “¿Y una bella olla, no es acaso algo bello?”, a lo que Hipias contesta: “Pero ¿quién es ése [individuo], Sócrates? Un mal educado para atreverse a decir palabras vulgares en un tema serio”. O sea: mencionar “olla” con relación a “lo bello” es, según Hipias, una vulgaridad. En este punto del diálogo notamos que, ahora, la cuestión de qué es lo bello, es “un tema serio”, cuando antes, al comienzo de esta parte del diálogo, era una pregunta sin importancia. Más adelante, (289e) Hipias, de nuevo presionado por Sócrates, afirma ahora que lo bello es el oro, “pues todos sabemos que a lo que esto [el oro] se añade, aunque antes pareciera feo, al adornarlo con oro, aparece más bello”. También esta afirmación será refutada por Sócrates, quien se remite

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a la estatua de Palas Atenea, diosa protectora de Atenas, que había hecho Fidias, e ironiza que el escultor no debía saber que todas las cosas bellas lo son por el oro ya que la había hecho de marfil. Y pregunta Sócrates a continuación si un determinado mármol, que el escultor había utilizado para una parte del rostro de la diosa, podía ser considerado una cosa bella y Hipias contesta: “Lo diremos, al menos cuando su uso es adecuado”. Después, Sócrates sigue haciéndole preguntas sobre lo adecuado y, en una de ellas, hace decir a Hipias a través del supuesto individuo: “¿No es cierto que el marfil y el oro, sabio Sócrates, cuando son adecuados hacen que las cosas aparezcan bellas y cuando no son adecuados, feas?”. A esto, Hipias contesta: “Vamos a admitir que lo que es adecuado, eso las hace bellas”. A continuación, el individuo, siempre a través de Sócrates, pregunta cuál le parece que sería la cuchara más adecuada “para remover las hermosas legumbres” en una olla: ¿una de oro o una de madera de higuera? Hipias no contesta a esta pregunta, de modo que en su lugar contesta el supuesto individuo: “¿No es evidente que la de madera de higuera? Da más aroma a las legumbres y, además, no nos podría romper la olla ni derramar la verdura ni apagaría el fuego dejando sin un plato muy agradable a los que iban a comer, en cambio, la de oro [haría] todas estas cosas [romper la olla con todas las consecuencias descritas] de manera que, según parece, podemos decir que la de madera de higuera es más adecuada que la de oro, a no ser que tú digas otra cosa”. A lo que Hipias, sin duda ya muy irritado, contesta: “En efecto, es más adecuada, Sócrates; no obstante, yo no dialogaría con un hombre que hace este tipo de preguntas”. No deja de sorprender que Sócrates, que insiste en preguntar qué “es” lo bello, de pronto pregunte: “¿...cuando son adecuadas hacen que las cosas ‘aparezcan’ bellas y cuando no, feas...?”. Parecería que cuando una cosa “es” bella, lo es en su ser completo, lo es intrínsecamente, mientras que si “aparece” bella, no lo es necesariamente en su ser completo, sino sólo en su apariencia. En el contexto del debate, se podría decir que la cuchara de oro “parece” bella, mientras que la de madera de higuera “es” bella por ser adecuada, cosa que la de oro no es. Como ya se indicó anteriormente, es Hipias quien introduce aquí la noción de lo “adecuado al uso”, en su contestación a Sócrates sobre el mármol y, poco después, la de que “lo que es adecuado a cada cosa, eso la hace bella”. Entiende, por tanto, lo adecuado igual a belleza. Luego, Sócrates, basándose en la argumentación anterior, indica, pero sin decirlo explícitamente, que la cuchara de madera de higuera es más bella porque es más adecuada al uso: al remover con ella las legumbres en la olla, les transmite su sabor, y lo hace al estar, precisamente, en uso, cosa que no puede hacer la cuchara de oro. La frase de Hipias enuncia una verdad básica sobre estos objetos. Significa que lo adecuado a una cosa es aquello que es configurado conforme al uso que se hace de ella. The use is the truth,3 Wittgenstein dixit. Las cosas, los objetos, están, antes que nada, para servir a un fin determinado y para ser utilizadas por unos usuarios que persiguen este fin. En su uso —sea cual sea la parte del cuerpo humano involucrada— se averigua la verdad, lo adecuado, la utilidad de la cosa. Ambas cucharas pueden realizar las mismas tareas físicas,

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pero la de oro encierra un peligro (romper la olla) y, comparada con la de madera de higuera, una carencia (no transmitir sabor), lo que la hace inadecuada, mientras que la de madera sólo tiene virtudes. El cumplimiento óptimo de estas dos funciones sería entonces, según el criterio de Hipias, lo que hace que la cuchara sea bella. Ahora, partiendo de la equivalencia “adecuado al uso = belleza”, implícita en la contestación de Hipias, esa belleza de la que están hablando con respecto a la cuchara es una belleza que nada tiene que ver con su aspecto visual, pues no se menciona para nada su forma. Según se desprende de las palabras de Sócrates, la cuchara es adecuada y, por lo tanto, bella, según Hipias porque transmite su sabor a las legumbres, además de que no rompería la olla. Habla de una belleza inmaterial, que no es de carácter estético, sino mental. En este sentido, tiene interés la relación con otro ámbito donde también se habla de una belleza que tampoco es de carácter estético como lo entendemos habitualmente. Los físicos hablan de la belleza de la ecuación de Einstein, E = mc 2. “Si una ecuación es bella, es verdadera” y “los físicos buscan la belleza” 4 son afirmaciones que hacen ver una ciencia desde un ángulo completamente nuevo. El que entiende que E (energía) es igual a m (materia) por c 2 (la velocidad de la luz al cuadrado), debe de quedarse asombrado de la belleza de esta ecuación que explica algo tan fundamental con una simplicidad, con una esencialidad que maravilla la inteligencia. Tanto en este caso como en el de la cuchara de madera de higuera, se trata de una misma belleza, que denominaría belleza intelectual o belleza de la inteligencia. Considerar bella la cuchara de madera de higuera por las razones aducidas da placer al intelecto, por la inteligencia de haberla hecho de esta madera, pues así, al transmitir su sabor al ser usada para remover, enriquece el sabor de la comida. Esta belleza de la inteligencia es precisamente lo que, aparte de su belleza visual-formal, caracteriza los objetos señalados al principio de esta indagación: la aceitera de Rafael Marquina, el mapa del Metro de Londres o, por ejemplo, un objeto como el encendedor Bentley para pipas.

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El fumador de pipa tiene habitualmente dos objetos para llenarla de tabaco y encenderla: un mechero y un atacador o trío, un instrumento que se guarda en una funda metálica y cuando se saca, se despliega en tres piezas: una, con una base redonda inamovible para pisar el tabaco que está en el cabezal de la pipa, otra, con espátula, y la tercera, parecida a una aguja, para limpiar la pipa. Cuando el fumador se dispone a fumar, con la pipa llena de tabaco, y suponiendo que la tenga en la boca, sus dos manos estarán ocupadas con dos objetos: el mechero y el pisón; o con tres, si no ha devuelto este último a su funda tubular. Si enciende la pipa con el encendedor en la mano derecha y, por ejemplo, tuviera que proteger la llama del viento con la izquierda, tendría que depositar los objetos que tiene en ella para atender a esta función. Es decir, con estos objetos hay que hacer muchos gestos simplemente para encender la pipa.

El encendedor Bentley es un brillante ejercicio de síntesis y ejemplo de lo que se ha definido como belleza de la inteligencia. Dos objetos sintetizados en uno solo. Este encendedor ejecuta las mismas funciones que el conjunto de objetos de la ilustración 1: pisar tabaco/encender/limpiar/encender la pipa, sólo que con un único objeto, con el consiguiente “ahorro de gestos” y teniendo que utilizar sólo una mano para ejecutar las diversas funciones. Las de pisar y limpiar las ejecuta la pieza incorporada al mechero: su base redonda, que en el otro objeto es fija, aquí es movible. Cuando se la aplana, sirve como espátula para limpiar el cabezal de la pipa; cuando esta misma pieza redonda se pone en sentido perpendicular respecto de su tronco, sirve para pisar el tabaco. Además, en la parte superior plateada del encendedor, se halla un regulador de llama en ambos lados. El manejo de este encendedor ha sido pensado para el uso tanto de personas diestras como zurdas.

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Este encendedor es un objeto que se autoexplica. Además de su simple belleza formal, cada parte de sí da testimonio del proceso de pensamiento que ha conducido a dar un máximo de servicio con un mínimo absoluto de piezas y gestos. Esta “lectura” del objeto produce placer intelectual porque se percibe la inteligencia que obró detrás de cada parte del mismo. La “belleza intelectual” es un tema inusual en el ámbito del diseño donde —como para la mayoría de la gente, la belleza se da por la visión o por la audición— se considera en primer lugar la belleza visual, la estética de la cuchara, pues tiene, antes que nada, una presencia física, una realidad material y, por tanto, visual. Desde esta perspectiva, habría que añadir a lo expuesto por Sócrates e Hipias que la cuchara sería adecuada y por tanto bella si su configuración fuera también adecuada al uso físico que se hiciera con ella. Aparte de poder “remover las hermosas legumbres”, con la cuchara también se lleva legumbre a un plato o a la boca de un comensal, por lo que su forma deberá ser adecuada también, y sobre todo, a este uso concreto. Porque cabe imaginar que, aun estando hecha de madera de higuera, el “bocal” de la cuchara podría estar configurado de un modo que no cupiera en la boca o que tuviera una forma inadecuada para su uso. La forma de la cuchara constituye su “seña”, su signo esencial, el que le da identidad y permite que sea reconocida, en lo que es, por la mirada del observador. Con la percepción de la “seña” no sólo se denomina y da sentido a la cosa percibida: esta seña es, al mismo tiempo, la expresión visible de aquello a lo que sirve, a lo que es adecuada o útil. Señala a qué fin sirve su uso: el de la olla, contener líquido que se puede calentar al fuego para cocinar las legumbres; el de la cuchara, remover el contenido y llevarlo al plato o a la boca. Si bien en el diálogo no se menciona este aspecto, a tenor de lo ya dicho podría aventurarse el siguiente enunciado: – Un objeto sería bello si, por un lado, se manifestara en él la adecuada belleza de la inteligencia y, por otro, si el uso al que ha de servir fuera perfecta y claramente expresado en su seña, y que los materiales con los que estuviera hecho fueran adecuados para su uso y, además, reforzaran o subrayaran el enunciado esencial de la seña del objeto.

2. Tras un pasaje que se desvía por otros derroteros, el diálogo regresa algo más tarde (293e) a la cuestión de “lo adecuado”. Sócrates mantiene el engaño de aquel individuo que le hace preguntas sin cesar y propone a Hipias examinar lo adecuado en sí y la naturaleza de lo adecuado por si lo bello fuera precisamente esto. Hipias está de acuerdo y Sócrates le pregunta de nuevo si piensa que lo adecuado es lo bello, cosa que éste vuelve a afirmar. A esto, Sócrates dice que hay que examinarlo, no sea que se equivoquen y dice: “Veamos, pues, ¿decimos que lo adecuado es lo que, al ser añadido, hace que cada una de las cosas en las que está presente parezca bella, o hace que sea bella, o ninguna de estas dos cosas?”. A esta pregunta, Hipias contesta: “A mí me parece que lo que hace es que parezcan bellas. Por ejemplo, si un hombre se pone el manto o el calzado que le convienen, aunque él sea ridículo, tendrá mejor apariencia”.

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Sorprende sobremanera la definición de Sócrates cuando entiende lo adecuado como “lo que, al ser añadido...”. Con esta frase indica que “lo adecuado” puede añadirse a una cosa ya existente, como por ejemplo, a una olla. Si es esto lo que implica la frase, no tiene, obviamente, sentido. Porque, en efecto, el oro, el adorno, un determinado acabado, puede ser añadido a una cosa y así hacerla aparecer más bella de lo que, sin este añadido, es, pero ¡¿se puede añadir “lo adecuado” a una cosa?! Es difícil concebir que un alfarero haga una olla con su arcilla y luego le añada “lo adecuado” para hacerla apropiada a su uso. Esto es a todas luces imposible. Cuando el alfarero forma una olla, ya sabe de antemano a qué usos será destinada y a cuáles no, y la realizará para adecuarla precisamente a estos usos; de lo contrario, su olla no servirá, será inútil. Exactamente lo mismo podría decirse de la cuchara. En la versión alemana de esta parte del diálogo, Sócrates dice lo siguiente: “Veamos entonces: ¿debemos ahora decir de lo conveniente [das Schickliche, también: ‘lo pertinente, oportuno, adecuado, a propósito’] que es aquello que, en todo y en cualquier cosa en que se encuentra, la hace aparecer bella o es bella o ninguna de las dos cosas?” (énfasis añadido). Y en la versión inglesa: “Veamos, entonces. ¿Definimos lo apropiado [appropriate] como aquello que, por su presencia, hace [causa] que las cosas en las que se hace presente parezcan bellas o sean bellas o ninguna de las dos?” (énfasis añadido). En ninguna de estas dos versiones se habla de que lo adecuado, apropiado o conveniente se añade a una cosa, más bien al contrario: forma parte de la identidad del objeto y revela el fin al que sirve, revela su utilidad. Este grave lapsus no es, pues, de Sócrates, sino del traductor de este diálogo. Sócrates retoma la cuestión de lo bello con relación al concepto rector de lo útil más adelante (294c), cuando propone a Hipias considerar como bello lo que es útil, diciendo que: [...] son bellos los ojos, no los de condición tal que no pueden ver, sino los que sí pueden y son útiles para ver. Luego también, siguiendo de este modo, decimos que todo el cuerpo es bello bien para la carrera, bien para la lucha y, lo mismo, todos los animales, un caballo, un gallo, una codorniz; los enseres y todos los vehículos de tierra; en el mar, los barcos o las naves trirremes, y todos los instrumentos, los de música y los de las artes y, si quieres, las costumbres y las leyes; en suma, llamamos bellas a todas estas cosas por la misma razón, porque consideramos en cada una de ellas para qué han nacido, para qué han sido hechas, para qué están determinadas, y afirmamos que lo útil es bello teniendo en cuenta en qué es útil, con respecto a qué es útil y cuándo es útil; a lo inútil para todo esto lo llamamos feo. ¿Acaso no piensas tú también así, Hipias? —Sí, lo pienso.

Sócrates indica aquí unos criterios para evaluar si una cosa es útil y, por ello, bella. Ahora bien, si en este contexto tenemos presente el concepto anterior de “adecuado”, que las versiones alemana e inglesa traducen, respectivamente, por “conveniente” y “apropiado”, y comparamos estos conceptos con el de “útil”, encontraremos que todos ellos apuntan a lo

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mismo. Decir “esta cuchara es más adecuada para…”, o “… es más apropiada, útil o conveniente para…” viene a ser, en última instancia, la misma afirmación. Si se acepta este enunciado, entonces los criterios de evaluación propuestos por Sócrates son igualmente válidos para estos otros conceptos y adquieren así carácter general. Se podría, por tanto, ampliar lo dicho por Sócrates del siguiente modo: [...] en suma, llamamos ‘adecuadas, convenientes, apropiadas o útiles’ todas estas cosas por la misma razón, porque consideramos en cada una de ellas para qué han nacido, para qué han sido hechas, para qué están determinadas, y afirmamos que lo ‘adecuado, conveniente, apropiado o útil’ es bello teniendo en cuenta en qué es ‘adecuado, conveniente, apropiado o útil’, con respecto a qué lo es y cuando lo es.

3. Platón escribió este diálogo entre 388 y 385 a. C. A pesar de que han pasado más de dos milenios, las cuestiones que aborda el diálogo y los conceptos que en él se manejan podrían ser considerados relevantes en el debate sobre el diseño, como ya se apuntó al comienzo de esta exposición. Lo que aquí puede interesar como conclusión es si los elementos que aparecen en el diálogo pueden aportar algún criterio para evaluar “lo bello” de un diseño. Así, si asumimos que son actuales y relevantes los conceptos y la problemática que se discuten en el diálogo con relación a la olla y a la cuchara, veamos ahora qué nos pueden aportar estos criterios de evaluación propuestos por el mismo Sócrates para determinar “lo adecuado, conveniente, apropiado o útil” y, por tanto, “lo bello” de una cosa. Para lo cual se someterán a estos criterios los dos objetos que se han discutido en el diálogo: la olla y la cuchara. Recordamos que los criterios propuestos para la evaluación de un objeto son: 1. 2. 3. 4. 5. 6.

para qué ha nacido para qué ha sido hecho para qué está determinado en qué es adecuado con respecto a qué es adecuado cuándo es adecuado

1. ¿Para qué han nacido la olla y la cuchara? Olla: Para ser contenedor de una sustancia o líquido. Cuchara: Para manejar el contenido de un contenedor y transportarlo. 2. ¿Para qué han sido hechas la olla y la cuchara? Olla: Para la cocción de alimentos o líquidos. Cuchara: Para el manejo de alimentos o líquidos y su traslado. 3. ¿Para qué están determinados la olla y la cuchara? Olla: Para cocinar un contenido encima de un fuego. Cuchara: Para remover un contenido y también trasladar un líquido desde la olla. 4. ¿En qué son útiles la olla y la cuchara? Ambos son útiles (adecuados, convenientes, apropiados) en que las formas y materiales con los que están hechos facilitan el fin que se quiere conseguir con ellos.

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5. ¿Con respecto a qué son útiles la olla y la cuchara? Son útiles (adecuadas, convenientes, apropiadas) con respecto al uso al que se someten. 6. ¿Cuando son útiles? En el momento de su uso adecuado con respecto a su función. Así, dando un paso más y prescindiendo de la olla y la cuchara como protagonistas del presente discurso, podemos intentar universalizar estas respuestas sintetizándolas a su expresión más básica. El resultado podría constituir entonces una base de discusión sobre cuáles son los aspectos básicos a tener presentes cuando se diseña un objeto. 1. Para qué ha nacido el objeto: Pregunta por su razón de ser. 2. Para qué ha sido hecho el objeto: Pregunta por su finalidad. 3. Para qué está determinado el objeto: Pregunta por su función. 4. En qué es adecuado el objeto: Pregunta por su forma y sus materiales. 5. Con respecto a qué es adecuado el objeto: Pregunta por su uso. 6. Cuándo es adecuado: Pregunta por su utilidad. Notas 1

2

3

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Platón, Hipias Mayor, Editorial Gredos, Madrid, 2003 (col. Biblioteca Clásica Gredos, 37). Las citas pertenecen a esta edición. N. del E.: Los sofistas fueron unos filósofos griegos casi contemporáneos de Sócrates y un poco anteriores a Platón que se dedicaban a analizar esas actividades humanas que, con el tiempo, han pasado a ser objeto de las Ciencias Sociales y las Humanidades. Especializados en el Derecho y la Pedagogía, se ocuparon por comprender el lenguaje, la retórica y las técnicas para la elocuencia tan necesarias en la democracia griega y los debates en el foro. Dado que, por lo general, éstas son técnicas en las que la verdad y lo verdadero son cuestiones difíciles de tratar y demostrar, la filosofía de Sócrates y de Platón pueden ser consideradas una reacción en contra del modo de pensar sofista y en favor de un modo más cercano a la ciencia. “El uso es la verdad”, dijo Ludwig Wittgenstein. Citado según Otl Aicher, Analógico y digital, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2001. Zee, Anthony, Temerosa simetría. La búsqueda de la belleza en la física moderna, Ellago Ediciones, Castellón, 2005.

Flor y canto Filósofos y pensadores anónimos del México prehispánico Fernando Martín Juez

Fernando Martín Juez (México, 1949) es diseñador profesional en diversos campos, maestro en enseñanza superior, diseño industrial, y doctor en antropología. Fue fundador del posgrado en Diseño industrial, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Como docente e investigador de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, ha impartido cursos y seminarios sobre pedagogía, antropología, pensamiento complejo, transdisciplina y teoría del caos aplicados al estudio y comprensión del origen de los procesos, las prácticas y los usos del diseño. Es autor de diversos artículos y ensayos, y ha publicado el libro Contribuciones para una antropología del diseño (Editorial Gedisa, Barcelona, 2002).

Para Jacqueline Fortson

El verdadero artista: es capaz, se adiestra, es hábil; dialoga con su corazón, encuentra las cosas con su mente. [...] Obra con deleite, hace las cosas con calma, con tiento, ...arregla las cosas, las hace atildadas, hace que se ajusten. [...] Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos, hace que en ellos aparezca una cara... Gracias a él la gente humaniza su querer. Fragmentos de Textos de los informantes de Sahagún. México, 1547 a 1577

Lo que del mundo sabemos son solamente metáforas. Los pueblos nahuas de México aprendieron a evocar las ideas y las cosas entrañables con una pareja de palabras: In xóchitl, in cuícatl. Su significado, en sentido literal, es “flor y canto”; en sentido metafórico, “poesía”. La flor es siempre asombro. Con flores se sugiere el enamoramiento —son ellas un modo de decir “aquí y ahora”. Con flores se engalanan las fiestas populares —al ritual le gusta adornar el mito de color y vida. Con flores damos la bienvenida... y en nuestros entierros, endulzan el misterio de la dualidad. Una flor es siempre un asombro, como la belleza suele ser. Sus colores resaltan sobre el fondo que le prestan la planta y el paisaje, así como lo bello sobresale desde el fondo de lo cotidiano porque es lo cotidiano mismo expresándose de mejor manera. Una flor es un acento sobre el espacio, una promesa en el tiempo. Su estructura, que será fruto y semilla, anuncia lo que viene y habrá de reproducirse. Así es la belleza: aspira a ser potencia de lo nuevo y lo que cambia, sin olvidar aquello que vale la pena conservar. Las flores estimulan casi todos los sentidos: son color, aroma, sabor, textura... pero las flores son mudas. Para escuchar la belleza —un cierto tipo de belleza— recurrimos al canto. El canto es voz melodiosa y cadencia; vibración en el aire, donde la belleza abandona lo tangible y se echa a volar. No es simplemente música ni armonía de sonidos; el canto es logos: un discurso que expresa proposiciones, que sintetiza y ordena con las palabras necesarias (ni una más ni una menos) las ideas importantes, los sentimientos oportunos. No revela, tal vez, conocimiento nuevo, sino una forma más adecuada de combinar los hechos y los datos —lo

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cual es muy propio de la sabiduría—. El canto —como el poema— sugiere lo que la filosofía explica. Pero el canto —como la belleza— implica disciplina y entrenamiento para traducir los sentimientos, para interpretar sus sentidos, para comprender las causas y contenidos; y esto porque el canto es expresión legítima y temporal de una comunidad específica. Un modo de oír y manifestar una idea, una emoción entrañable, entre los miembros de un colectivo que es diverso, que es muy otro. El canto es una afirmación cultural: un sí “nuestro”; una verdad propia que afirma cantando los usos y costumbres en los que creemos. El canto es orden por consenso... la flor va más allá de cualquier acuerdo. El canto es cultura; la flor, natura. Reunidos así los escenarios, sólo queda cumplir cabalmente sus regulaciones. De esta manera puede quedar constituida una estética basada en la imitación de la naturaleza y la intuición del espíritu. Una manera común y cotidiana de identificar las propiedades de las cosas que nos hacen amarlas o rechazarlas; un modo de definir y consumir lo bello y sus contrapartes. La forma de nombrar y hablar —con gracia y primor— de lo indecible. El deleite espiritual de quienes nombraron “flor y canto” a la poesía fue hilar la urdimbre y la trama que tejen los atavíos con los que se arropa la belleza. Sólo soñamos [...] sólo es como un sueño...1

Los nahuas gobernaban el Altiplano Central de México antes de la intervención española. Sus raíces (muy antiguas) fueron más allá de las fronteras de la llamada Mesoamérica; sus influencias (aún vivas) se extendieron más allá del tiempo de la Nueva España. Los sabios nahuas eran conocidos con el nombre de tlamatinime. Se trataba, nos dice Miguel León-Portilla,2 de “los que saben algo, que formulan preguntas y dudas y comienzan a manifestar su pensamiento

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valiéndose principalmente de la expresión poética”. Los sabios, los filósofos de los pueblos nahuas, como los designó el cronista franciscano fray Bernardino de Sahagún, nombraban a la poesía con lo que Ángel María Garibay3 llamó un difrasismo: “Procedimiento que consiste en expresar una misma idea por medio de dos vocablos que se complementan en el sentido [...]. [Ejemplos en nuestro idioma serían:] ‘a tontas y a locas’; ‘a sangre y fuego’; ‘contra viento y marea’; ‘a pan y agua’, etc. Esta modalidad de expresión es [...] normal en el náhuatl”. Con “flor y canto” somos capaces de dar un rostro a las cosas, una personalidad. Podemos alcanzar la visión fugaz de lo verdadero: esa breve certeza de que los dioses (en nuestros corazones) nos dejan ejercer aquí en la tierra. ¿Acaso de verdad se vive en la tierra? No para siempre en la tierra; sólo un poco aquí. Aunque sea jade se quiebra, aunque sea oro se rompe, aunque sea plumaje de quetzal se desgarra, no para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.4

Los tlamatinime pensaban que “yendo metafóricamente —por la poesía: flor y canto— se establece el diálogo entre la divinidad y los hombres” y que es entonces cuando puede alcanzarse lo verdadero. La poesía es un modo de conocimiento, “fruto de una auténtica experiencia interior, o si se prefiere, resultado de la intuición”. La poesía, a través del simbolismo y la metáfora, “lleva al hombre a balbucir y a sacar de sí mismo lo que en una forma misteriosa y súbita ha alcanzado a percibir”. Agrega don Miguel León-Portilla: Semejante experiencia suscitó bien pronto en la mente náhuatl una doble pregunta, la primera de sentido práctico y especulativo la segunda: ¿Sobre la tierra, vale la pena ir en pos de algo? y ¿acaso hablamos algo verdadero aquí? Y como la verdad es lo que da cimiento a las cosas, la última pregunta pronto se desdobló en otras dos más precisas y apremiantes aún: ¿Qué está por ventura en pie? y ¿son acaso verdad los hombres? O sea, en otras palabras, ¿tienen cimiento y verdad cosas y hombres o sólo son como un sueño: como lo que se piensa mientras uno despierta? [...] frente a esta actitud de desesperanza [...] apareció al fin conscientemente la que llegó a ser respuesta característica de los tlamatinime al problema del conocimiento metafísico. Se trata de una especie de intuición salvadora. Hay un modo único de balbucir de tarde en tarde lo verdadero en la tierra. Éste es el camino de la inspiración poética: flor y canto. A base de metáforas [...] es como puede apuntarse de algún modo a la verdad [...] la verdad concebida como poesía [...] flor y el canto que mete a Dios en el corazón del hombre y lo hace verdadero.

Quienes estudiamos la asignatura de diseño sabemos que la intuición se manifiesta como un atractor (tal vez un atractor extraño), impredecible y generalmente fiable, que pone en orden e impone sentido a señales ambiguas, sin conexión aparente, contradictorias incluso. Ver lo que otros no ven; esperar lo que no ha sucedido. Dicho de otro modo: la intuición es un pensamiento —emocionado— que nos inclina a escoger, entre un extenso y complejo inventario de lo posible, lo que parece y deseamos probable.

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Aunque la intuición es personal (propia del individuo), se trata de una percepción que lee las señales y les atribuye sentido valiéndose de consensos culturales y acuerdos específicos respecto a qué ver y cómo mirarlo. El imaginario provee límites, dinámicas y arreglos a los componentes con los que la percepción se ejerce. En él, las señales son más o menos unívocas, más o menos invariantes dentro del acuerdo; el imaginario se empeña en producir sentido común —que es una confirmación de las cosas; una afirmación cultural—. Sin embargo, podemos saber más de lo que el colectivo reconoce, conociendo otros componentes y formas de relación; otros valores, pautas y arreglos. Podemos también aventurar desacuerdos y asumir compromisos con las emociones que matizan el sentido de las señales; permitir que el azar actúe, la atención tome partido, los estados de ánimo seleccionen. Podemos hacer, entonces, que el sentido de las cosas sea trasladado a otros motivos, comparado con otras figuras, configurado en nuevas composiciones. Podemos, en síntesis, permitir a la metáfora nacer. Cuando las señales son interpretadas —y posteriormente expresadas— como metáforas, el sentido figurado actúa de puente entre los componentes diversos y el contexto, y entramos entonces por el umbral de una percepción sesgada del sentido común; estamos ante una intuición que reacomoda el sentido entre las cosas y, tal vez afortunada, atina a proponer una otra verdad. Es, como la flor, un asombro. La intuición se ejerce a través de metáforas, que son producto de un conocimiento que va más allá del sentido común y las normas de lo cotidiano. El acontecimiento, lo contingente, alimentan la metáfora; la poesía se nutre del asombro. Una y otra, más allá de los hechos, apartadas de la norma, pueden trasladar los sentidos hacia la belleza. La metáfora es tal vez lo más entrañable y meritorio del diseño; nos permite percibir el mundo de otra manera y, al proponerlo con otra sintaxis, fundar una verdad. Todos: filósofos, pintores, músicos, escultores, arquitectos y astrólogos, buscan en el fondo lo mismo, su propia verdad, la del universo, que sólo es expresable con flores y cantos. Por eso, en todos los órdenes de la cultura náhuatl hallamos siempre presente el arte: la divinización de las cosas, como el factor decisivo. [...] todo el pensamiento filosófico náhuatl giró alrededor de una concepción estética del universo y la vida. Conocer la verdad fue para los tlamatinime expresar con flores y cantos el sentido oculto de las cosas, tal como su propio corazón endiosado les permitía intuir.

¿Qué lleva a algunos a ver lo que no perciben los otros, a decir “lo verdadero en la tierra”? Según los tlamatinime, un “corazón endiosado” (yoltéotl); un influjo de origen divino: “[...] un corazón endiosado dialoga con su propio corazón, para ir divinizando a las cosas, o ir creando arte. Es entonces el artista un visionario que, por tener en sí su verdad, es creador de cosas divinas, un tlayolteuviani: que diviniza con su corazón las cosas”. Éste era el don que se reconocía en el creador nahua; el talento que tenía que ser adiestrado cuidadosamente para hacer de ella o de él un artista verdadero.

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49 Toltécatl: el artista, discípulo, abundante, múltiple, inquieto. El verdadero artista: es capaz, se adiestra, es hábil; dialoga con su corazón, encuentra las cosas con su mente. El verdadero artista todo lo saca de su corazón; obra con deleite, hace las cosas con calma, con tiento, obra como tolteca, compone cosas, obra hábilmente, crea; arregla las cosas, las hace atildadas, hace que se ajusten.5

Señala León-Portilla: “Yóllotl, corazón, es derivado de la misma raíz que ollin, movimiento, lo que deja entrever la más primitiva concepción náhuatl de la vida: yoliliztli; y del corazón: yóllotl, como movimiento, tendencia”. El aspecto dinámico, “buscador” del yo, “va en pos de las cosas, en busca de algo que lo colme”. La acción y los pensamientos del diseñador (cuando diseña) son bien descritos en esta idea de movimiento y búsqueda, de tensión entre destino y libre albedrío; entre condicionantes que se empeñan en restringir y la imaginación que sólo se colma en la propuesta de algo distinto. La imaginación comporta cambios de estado; lo que intenta permanecer se mueve. ¿Pero en qué dirección y con qué propósito? Para los artistas nahuas la imaginación puesta en sus tareas y la intuición invertida eran una responsabilidad social. La humildad, en primer término, caracterizaba su trabajo: “[...] que el artista tomara en cuenta su destino, se hiciera digno de él y aprendiera a dialogar con su propio corazón. De otra suerte, él mismo [...] perdería su condición de artista y se convertiría en un farsante necio y disoluto”. Su disciplina los obligaba a comprender cabalmente los usos y costumbres comunitarios, las necesidades percibidas y los deseos de los miembros de su cultura. Para ellos es para quienes creaba: por ellos hacía vivir a las cosas; no para él, no para su engreimiento. Aquel que “[...] se coloca por encima de los rostros ajenos [... que] anda despreciando los rostros ajenos”, simplemente era considerado indigno de su trabajo. El que hace sabios los rostros ajenos, hace a los otros tomar una cara, los hace desarrollarla... Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos, hace que en ellos aparezca una cara... Gracias a él la gente humaniza su querer y recibe una estricta enseñanza...6

Las dos cualidades fundamentales del artista son: “poseer una personalidad bien definida [ser dueño de un rostro y un corazón], y además de esto la que debe ser suprema finalidad de su arte: humanizar el querer de la gente”. Tu rostro, tu corazón (otro difrasismo) es el equivalente de lo que llamamos personalidad. “[...] la manifestación de un yo que se ha ido adquiriendo y desarrollando por la educación”. La tarea del maestro (Te-ix-tlamach-tiani, ‘el-que-enseña-a-los-rostros-de-la-gente’) era dar a sus alumnos “un rostro y un corazón firme como la piedra”.

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¿Quién enseña a tomar rostro y humanizar el querer? Aquel que enseña un modo ético de usar y pensar el mundo. El diseñador enseña un modo de usar y pensar el mundo. En el aspecto y manipulación de los objetos que crea —desde la ciudad, el templo, la máquina, el utensilio doméstico o la indumentaria, hasta la imagen que ilustra un propósito— hay siempre una configuración —las más de las veces deliberada— que compromete un modo peculiar de ver y entender, juzgar y manejar nuestros vínculos con la comunidad, la naturaleza y nosotros mismos. Nuestros objetos reflejan lo que creemos ser y ponen al servicio de esa idea a otros objetos y seres vivos. El diseñador trabaja desde y para una re-presentación biológica (un cuerpo), psíquica (un espíritu), cultural (una mentalidad), social e histórica (un acuerdo y un tiempo). Asumir estas influencias le permite, cuando “arregla las cosas, las hace atildadas, hace que se ajusten”, satisfacer el querer y afirmar la personalidad de esa gente para la que diseña. Nuestras cosas, así, manifiestan lo diverso, aunque muchas veces lo hacen negando la diversidad. Por ello, los tlamatinime se ocuparon de enseñar que no habría que ir por el mundo “despreciando los rostros ajenos”, ni los de aquellos que forman parte de nuestra cultura, ni los de quienes pertenecen a otras comunidades con otros cuerpos, con otras mentalidades y afectos. Con todo y ello, el artista, el maestro, el y la diseñadora han de plantearse un reto más: el de prever el uso y el pensamiento que de los objetos haremos. Quien enseña a tomar rostro y humanizar el querer pretende hacer a los hombres “... cuerdos, cuidadosos”, es decir (permítaseme expresar la idea un poco más allá del contexto cultural que nos ocupa): capaces de celebrar la vida y la diversidad, “seguir el camino recto”, respetar la naturaleza que da sustento, comprender la consecuencia de nuestros actos, prevenir las consecuencias de lo que hoy pareciéndonos un beneficio será mañana un tormento. (Por cierto, las ciudades y objetos que los nahuas crearon, los materiales y técnicas que utilizaron, no representaron descalabro semejante al de nuestros diseños y aventuras tecnológicas. Si bien ciertos abusos los condujeron al abandono de ciudades y a entablar guerras comerciales, a la práctica de sacrificios rituales y a la imposición de tributos desmedidos que desagradaron a sus vecinos, los nahuas —como gran número de culturas ancestrales— fueron capaces de proyectar socialmente un paradigma basado en la idea de lealtad a la naturaleza y en una auténtica preocupación por la dignidad humana —al menos en su filosofía, manifiesta en poemas y entretejida en las metáforas extraordinarias de su lengua). Como una pintura, nos iremos borrando...7

La belleza es, como tantas otras cosas, inaprensible... Es como la muerte: un día nos vamos y ya no volvemos; no hay ya ni luego, ni un lugar. La vida es el ratito que tenemos para hacer las cosas. Nuestros cuestionamientos sobre la razón de la existencia, la realidad, lo aparente, lo que perdura y trasciende, nos llevan, como a los nahuas, a describir la belleza como el único atenuante ante la impaciencia del espíritu por obtener respuestas. “Lo bello es tal vez lo único real [...] En su impulso en

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pos de lo bello, vislumbró el hombre náhuatl que, embelleciendo por un momento siquiera a las cosas que se quiebran, se desgarran y perecen, tal vez se logra ir metiendo la verdad en el propio corazón y en el mundo”. ¿Cómo meter la verdad en el propio corazón y en el mundo? Los planteamientos de los nahuas sobre las tareas del artista (el que diseña las cosas) fueron perspicaces y directos: El verdadero artista es capaz, se adiestra, es hábil... Es decir: se ocupa de desarrollar sus destrezas (sus manos y su mirada) y sus habilidades (su saber y el uso sabio de él); conoce bien las técnicas tradicionales, y actualiza su conocimiento con las recientes y avanzadas, aprendiendo su uso y comprendiendo sus límites; es una mujer, o un hombre, culta y bien informada, experto e ingenioso. Es abundante, múltiple, inquieto... Reflexiona acerca de los problemas (problematiza), busca opciones y hace pruebas; trabaja cualquier tema relativo a su campo (por simple o humilde que parezca); sabe investigar entre los expertos y otras visiones lo que concierne al problema del que se ocupa (modalidades de lo que hoy conocemos como la transdisciplina). Dialoga con su corazón, encuentra las cosas con su mente... Es dueño de su imaginación y sus emociones (suelta la rienda, y sabe acotarlas); y aunque el espíritu que lo impulsa nace de la mentalidad que comparte con su gente, es consciente y juicioso de lo que habrá de conservarse y lo que puede ser innovado. El verdadero artista, dialogando con sus intuiciones y el misterio, va más allá de lo visible y lo aprobado. Obra con deleite, hace las cosas con calma, con tiento... Ejerce la paciencia como recurso y espacio para la reflexión; se da el tiempo para hacer cabalmente las cosas; disfruta de su vocación y la convierte, más allá de una obligación, un empleo o una teoría, en un modo de ser que abarca todos los aspectos de su vida.

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Por ello, buscando humanizar el querer de la gente, comprende que lo primero por conocer son los deseos, las fantasías y los modos de vida de quienes solicitan sus obras, sus construcciones, sus diseños —aunque estas predilecciones parezcan limitadas o contradictorias, pobres o caprichosas, y no coincidan con las suyas—; sin embargo, no lo hará para ganar la aprobación de sus propuestas, por fingimiento o adulación, sino porque sabe que comprender para quién se diseña es la puerta de entrada a lo diverso y lo entrañablemente humano, al lugar del diálogo y las opciones, al espacio donde se prueban las oportunidades y donde las cosas realmente se transforman. Su trabajo no es sustentar la ignorancia de los demás o la propia; su tarea es dar estatura y dignidad a los deseos de la gente. Dar un rostro a las cosas...8

Siempre tenemos presente un objeto, muchos objetos; tangibles o imaginados, ellos son parte del escenario real y mental. El objeto es bueno para usar y es bueno para pensar. Nos vincula a los acuerdos y confirma la percepción que tenemos del mundo, las conductas y estados de ánimo propios de las comunidades a las que pertenecemos. De manera consciente o no, los objetos, las cosas, lo cosificado, se unen a conceptos e imágenes, a eventos y acuerdos, a paradigmas que prescriben y proscriben dando cuenta de nuestra historia personal y filiación a un grupo humano. Los objetos (artísticos, urbanos, arquitectónicos, del paisaje, industriales, gráficos, etc.) nos muestran pautas y proceder; matizan, sutil o notablemente, nuestros sentimientos; hacen de cada experiencia una forma singular de ser “yo” y representar a “nosotros”. Ahora bien, hace tiempo que predomina en la comunicación entre los sujetos y con la naturaleza una modalidad perversa: la comunicación se realiza solamente a través de objetos.9 Más allá de objetivar (dando carácter objetivo a una idea o sentimiento), se trata del ‘deber’ de cosificar para expresar las emociones, los pensamientos tácitos, lo indecible (por ejemplo, la belleza). El objeto hace entonces de puente entre los interlocutores; se convierte en el diálogo mismo; sin él, no hay comunicación. Se cosifican —por hacerlas reproducibles, eficientes, estandarizadas— las virtudes y los sentimientos, la naturaleza y los congéneres. Con cínica facilidad se transmutan en objetos nuestros asuntos del amor, del erotismo, el ocio, la esperanza o el misterio, y se da a lo indescriptible tratamiento de laboratorio o taller, de cantidad y número, de norma y patente. (Como lo hacemos con el genoma, las semillas, el aire o el agua). Hoy tenemos, señala Edgar Morin, “una doble visión del mundo, en realidad, un desdoblamiento del mismo mundo: por un lado, un mundo de objetos sometidos a observaciones, experimentaciones, manipulaciones; por el otro, un mundo de sujetos planteándose problemas de existencia, de comunicación, de conciencia, de destino”.10 Esta disyunción admite la representación cuantitativa del sujeto y la conversión de lo concerniente a lo humano y la humanidad en objetos-mercancía —cualidades muy útiles para el neoliberalismo. ¿Deben tener los asuntos humanos —y con ellos todos los objetos— una identidad de marca; ser la extensión de un corporativo, una meta productiva, un producto “necesario” para seguir progresando (sin consideración de los

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riesgos a largo plazo; más allá de nuestra capacidad de comprensión y, además, sin pedirnos permiso)? Las cosas no necesariamente tienen que ser así. Los nahuas—y como ellos otras culturas, antiguas y contemporáneas— sabían que para humanizar el querer de la gente había que dar un rostro a las cosas. Pero un rostro, una personalidad, que refleje cordura y previsión; la belleza del cuerpo, de la mente y los rostros de la comunidad. Un diseño que conviva en paz con las demás cosas; que sea placer y contento. Construido con lo que no comprometa, ni arrebate, el futuro a la naturaleza y lo humano. Un rostro diseñado con paciencia, con serenidad; con el tiempo necesario para reflexionar sobre las opciones y consecuencias. Dar un rostro y un corazón a las cosas; una personalidad que sea, con su variabilidad y mudanza, espejo donde reconocerse y mirar con orgullo los semblantes de lo diverso, de lo no estandarizado. Con rasgos que muestren la unidad y celebren lo múltiple; no el rostro inexpresivo, aquí o allá, de seres, ciudades, edificaciones, objetos y grafismos, todos iguales. Dar a los diseños un rostro y un corazón que no provoquen todo lo malo que los humanos podemos llegar a ser. Que permitan fluir a lo impreciso, lo ambiguo, lo inacabado y asimétrico, que son un modo de producir y hablar respecto a la belleza; que como ella sean transgresores, capaces de ir más allá de las descripciones precisas, las verdades inmutables, los acuerdos imperecederos. ¿Cómo hacer diseños que tengan rostro y corazón, para dar aliento al proceso inacabado de humanizarnos? Con metáforas donde lo humano no violente a lo humano; con flores y cantos. Notas Fragmento de poema atribuido a Nezahualcóyotl, siglo XV. Mientras no se indique otra cosa, todas las citas del texto pertenecen a la obra de Miguel LeónPortilla, La filosofía náhuatl, estudiada en sus fuentes, Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1983. 3 En su obra Llave del náhuatl, publicada en Otumba (México), en 1940. 4 Nezahualcóyotl, op. cit. 5 Bernardino de Sahagún, Ritos, sacerdotes y atavíos de los dioses. Textos de los informantes de Sahagún, introducción, transcripción paleográfica, traducción al español y notas de Miguel LeónPortilla, Seminario de Cultura Náhuatl del Instituto de Historia de la UNAM, México, 1958; citado en Miguel León-Portilla, La filosofía náhuatl…, cit. 6 Ibíd. 7 Nezahualcóyotl, op. cit. 8 Bernardino de Sahagún, op. cit. 9 Comunicación personal con mi colega Gilberto Hernández Zinzun, profesor también de la UNAM. 10 Véase al respecto el trabajo de Edgar Morin: Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. El texto completo está publicado en la URL: http://www.complejidad.org/27-7sabesp.pdf (última consulta: febrero de 2007). 1 2

Del goce en la acción Jordi Mañà

Jordi Mañà i Delgado (Barcelona, 1939) es diseñador industrial —miembro del BEDA— y Técnico en Ergonomía Aplicada –miembro de la AEE/IEA—. En su carrera profesional ha diseñado para industrias de muebles, productos de oficina, cocina, asientos, mobiliario juvenil, clínico-hospitalario y escolar. También para industrias de la iluminación y de los transformados plásticos. En el sector de los bienes de equipo, ha participado en el diseño de aerogeneradores para la producción de energía eléctrica (seleccionado en el European Design Award de 1994), así como equipos de telecomunicaciones-multimedia. En el sector del Transporte ha diseñado autobuses para el Transporte público, vehículos de Protección Civil, ferrocarriles y motocicletas. Su actividad en el campo de la Ergonomía se ha aplicado al diseño de puestos de trabajo en líneas de fabricación, ambientes y equipamientos escolares; equipos de oficina y ambientes clínico-hospitalarios, así como en centros de discapacitados y residencias para la gente mayor. Ganador del Arai Design Award 2001 por un trabajo sobre la Ergonomía en la conducción motorista. Es Profesor de Proyectos de Diseño Industrial y de Ergonomía Aplicada en diversos centros universitarios. Ha sido Profesor invitado en Alemania (Höchschule für Gestaltung, Offenbach); en los Estados Unidos (Art Center Design School, Pasadena); en Francia (Ècole Universitaire du Design, Toulouse); en Italia (Centro Ricerche, Istituto Europeo di Design, Milán); y en BosniaHerzegovina (Univerzitet u Sarajevu). Es autor de ocho libros, editados en varios idiomas, y de numerosos trabajos teóricos publicados en la prensa especializada.

Paul Valéry (1871-1945): Eupalinos o el arquitecto. París, 1923.

Se me ha invitado a revisar la relación entre Estética y Diseño a la luz de un texto clásico. Mi propuesta se ha basado en la obra Eupalinos o el arquitecto1, de la que es autor Paul Valéry. Mi intención es, con la ayuda de este diálogo figurado que Valéry atribuye a Fedro y a Sócrates, reflexionar sobre el hacer y el obrar del diseñador: sobre su actitud ante el compromiso contextual y constructivo; sobre cómo el artífice acude en busca de una inspiración sensorial que cualifique estéticamente al producto resultante de un proceso proyectual. También se trata de descubrir en el texto algunas razones que nos permitan reivindicar la noción de una estética profunda frente al actual predominio de una estética degradada, cosmética y superficial.

1. Del diseño como acción Identifiquemos ante todo al personaje central de este diálogo platónico a quien Valéry presenta de la siguiente manera: “Eupalinos, más ingeniero que arquitecto, hizo canales y no edificó muchos templos”. Se sabe, además, que era de Megara, hijo de Náustrofo (siglo VI a. C.) y que, de entre sus obras, aún subsisten el túnel y la conducción que construyó hacia el año 530 a. C. para abastecer de agua a la antigua ciudad de Samos. Esta ambivalencia disciplinar que caracteriza a Eupalinos, “entre ingeniero y arquitecto” —y que Valéry justifica por las características del texto encargado por el editor, con destino a una revista de arquitectura—, ha de permitirnos explicar el carácter genérico del concepto de diseño, formulado precursoramente desde la Arquitectura y la Ingeniería. Debemos a Ernesto N. Rogers la famosa frase: “De una cuchara a una casa, a una ciudad, el grado de variedad del diseño depende de la complejidad de

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los términos de cada composición”2, con la cual, el valorado arquitecto y pedagogo italiano manifestaba su intuición sobre la amplitud del campo de actuación diseñístico y hacía explícito cómo, a pesar de la diversidad objetual, tipológica y tecnológica de los productos que acometiese, el concepto de diseño sería capaz de integrar una diversidad de disciplinas, dada la universalidad instrumental de su metodología. Intentemos profundizar, primero, en esta consideración de la noción de diseño como concepto genérico, así como también en la acción humana que lo ejercita, el diseñar, como práctica aplicable a muy diversas finalidades, y finalmente en quien lo realiza, el diseñador, como ejecutor de la acción. Como sustantivo verbal, el término ‘diseño’ da nombre tanto a la acción implícita en el verbo como al resultado de esta acción. Para su conjugación, el verbo ‘diseñar’ reclama un pronombre, el del sujeto de quien dependen el inicio, el desarrollo y el fin de su acción, el diseñador, que es quien aplica la acción a un propósito, con una intención determinada. Finalmente, y en consecuencia, podemos añadir que lo correcto será identificar el producto resultante como complemento: lo diseñado. En sus raíces etimológicas, el término ‘diseño’ está formado por los radicales latinos: de y signum. El primero, de, es una preposición de la que nos interesa su significado de ‘transformación o cambio’, de algo que transita desde un estado anterior a otro posterior. El segundo, signum, es el sustantivo, el signo, con el que se identifica la unidad básica de todo proceso comunicativo. En tanto que el prefijo aporta al concepto un sentido de actividad transformadora —como cambio de forma o de modificación de las cualidades de un ente, en el tránsito desde un estado inicial a otro posterior—, el sufijo aporta el de la nueva realidad significativa que “aparece” como consecuencia de aquella transformación. En consecuencia, el diseño puede ser definido como aquel acto de transformación de una realidad existente en otra, destinada a ser signo representativo de un propósito comunicativo deliberado. La plurivalencia de esta definición se manifiesta sobradamente en el lenguaje cotidiano, dado el uso indistinto que se hace de la noción: sea para describir construcciones hipotéticas e intangibles —como el diseño de una estrategia sindical o de un plan de promoción—, sea para referirse a construcciones o artefactos tangibles que se inscriben en un contexto espacio-temporal —como el diseño de un edificio y de sus espacios interiores, de un puente, de un automóvil o de una señalización—. Este ensayo se refiere específicamente a ese segundo campo, es decir, a las producciones humanas construidas con material tangible y dotadas de cualidades espacio-temporales. A menudo, al término genérico de diseño se le suele añadir un calificativo que lo especializa. Así ocurre en las disciplinas de más tradición histórica, como la Arquitectura —diseño arquitectónico—o la Ingeniería —diseño ingenieril—; contemporáneamente, el recurso ha servido para caracterizar otras disciplinas más recientes, como son el Diseño industrial, el Diseño textil, el Diseño gráfico, el Diseño naval, etc. En las cuáles el calificativo acompaña al término Diseño y las especializa. Demos por aceptado que todas estas disciplinas espacio-temporales hacen un uso correcto del concepto genérico de diseño en tanto que comparten básicamente los siguientes atributos:

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1) su actividad obedece al propósito de satisfacer alguna necesidad o deseo humanos, de forma intencionada; 2) desarrollan su acción creativa a través de un proceso que utiliza técnicas proyectuales y productivas; 3) de la realización de su propuesta se desprende una intervención y modificación de las relaciones dadas en un entorno comunicativo, físico y material. Estas consideraciones han de permitirnos identificar en la figura y las manifestaciones de Eupalinos no sólo al ingeniero o al arquitecto, sino también a la figura arquetípica de un diseñador y de su actividad en cualquiera de aquellas especialidades que se expresan mediante un lenguaje plástico, no verbal. Diseño como acción, pero ¿qué entender por acción? Según su definición más genérica, es aquel movimiento o cambio consciente propio de los entes vivos. Siguiendo a los griegos —Valéry nos da la pauta—, la acción (pragma) puede ser inmanente, cuando se produce en el interior del agente (pensar, digerir), o transitiva, cuando finaliza en el exterior de aquél (escribir, dibujar o, en nuestro caso, diseñar). Al añadir a la acción transitiva el carácter de productiva, nos situamos en la praxis, cuando lo que se transforma es el hombre, o en la denominada poiesis, en cuanto lo que es transformado es la naturaleza, como en el acto de producir o fabricar algo. Si lo que pone en existencia el Ente (el diseñador) es algo nuevo, algo que no existe ni ha existido, la acción transitiva-productiva pasa a ser considerada como creativa y es, entonces, la acción innovadora y creadora capaz de producir un producto nuevo, original y diferenciado. Si aquello que ha surgido del acto innovador y creativo sirve para algo, se puede usar o es un medio para algún fin, estaremos ante una acción productiva de lo útil, característica que poseen las obras que añaden a la función comunicativa una función de utilidad. Este recorrido nos permite ensayar otra definición sintética del infinitivo diseñar como “acción transeúnte productiva, aplicada a la creación de lo útil”. Anteriormente, en la identificación etimológica del término ‘diseño’ se ha asociado la acción de diseñar a la de transformar, interpretando aquella acción como el tránsito de la forma desde un estado inicial a otro posterior. Aparece así el dominio sobre el que el diseñador ejerce su función, el de la determinación formal. A la forma se la identifica de dos maneras: como eidos, cuando hace referencia al concepto o idea resultante de una existencia mental o intencionada en el sujeto; y como morphé cuando ha sido realizada, es decir, cuando ya se la ha dotado de una existencia real, material, externa a nosotros, y se hace presente en los objetos que están ahí ante nosotros y que pueden ser percibidos sensiblemente. Imagen y realidad, eidos y morphé, son inseparables en toda construcción. A toda morphé le corresponde un eidos; a todo concepto, una representación. Así es en el hacer creativo del diseñador. Diseño como acción morfológica, capaz de incorporar, mediante un proceso proyectual (morfogenético) en el que se define la forma de los objetos utilitarios y/o suntuarios, efectos sensoriales capaces de provocar emociones estéticas.

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Ayudémonos del texto de Valéry. En un pasaje del diálogo en que los interlocutores rememoran la belleza de un templo dedicado a la diosa Artemisa la cazadora, que Sócrates y Fedro habían visitado, este último le comenta: Yo había hecho amistad con el constructor de aquel templo. Era de Megara y se llamaba Eupalinos [...] Le gustaba hablarme de su arte, de todos los miramientos y todos los conocimientos que demanda; me aleccionaba sobre todo aquello que veíamos juntos, en la obra. Yo me sorprendía, sobre todo, de su espíritu maravilloso. Veía en él la fuerza de Orfeo. Predecía, al montón informe de piedras y de vigas que yacían a nuestro alrededor, su porvenir monumental: y estos materiales, al seguir las órdenes de Eupalinos, parecían destinados a un lugar único que les habrían asignado los destinos favorables de la diosa.

En este fragmento, Valéry nos habla de cómo la acción realizada por Eupalinos mediante la reunión de inteligencia y sensibilidad acompaña todo su hacer constructivo. “Predecía...”, es decir, proyectaba hacia el futuro el destino que debía ocupar cada elemento material en el todo monumental de la obra, y sus órdenes surgían de un dictado interior (la inspiración de la diosa Artemisa) que lo trascendía. Acción semejante a la que ha de provocar el goce creador al Eupalinosdiseñador. Es un proceso en el cual el propio hacer le irá indicando el camino; en el que encontrará la inspiración; que le hará seguir un designio que lo trasciende; y que le permitirá transmitir, al grupo de colaboradores que lo acompaña, el entusiasmo que dignifica el esfuerzo, que sacraliza la lucha con la materia, que provee la tenacidad física con la que guiar la herramienta hacia la calidad y la excelencia ejecutiva de la Obra. Acción, acto, inspiración, energía física, mental y sensorial: todo ello es necesario para que se produzca una transformación evolutiva de la forma que sólo se detiene cuando finaliza la aplicación de aquellas energías. Así, la forma de un objeto proyectado no alcanza su estado definitivo hasta que se interrumpe la energía mental y física que se ha aplicado en su determinación, sea porque el diseñador da por conseguida la satisfacción de su exigente sensibilidad, sea por los imperativos temporales debidos al compromiso de entrega del trabajo.

2. Del proyecto y su construcción Es en el construir, en la conjunción de la inteligencia con la operatividad y de éstas con el éxtasis de la sensibilidad, donde Valéry hace aparecer la más pura esencia formal de la obra estética. Así se lo hace decir a Eupalinos cuando, al reflexionar a propósito de su acción, declara: “A fuerza de construir (dijo, con una sonrisa), tengo la impresión de que yo mismo me he construido”. Sócrates lo subraya afirmando: “[...] de todos los actos, el más completo es el acto de construir. Una obra pide amor, reflexión, sumisión a la más bella de nuestras ideas, invención de leyes por parte del alma, y muchas otras cosas que saca maravillosamente de sí mismo, cosas que ni suponía poseer”.

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En un párrafo posterior, Eupalinos describe cómo la inspiración creativa se le aparece “en el momento crucial de la acción constructora”. Momento en el que la reflexión intelectual, el hacer del esfuerzo manual, sensorial y cinestésico al usar las herramientas y modelar los materiales coinciden con la búsqueda de una expresión y con el control global de una simbolización intencionada. Por su procedencia etimológica, el verbo construir, del latín struere, nos traslada a la noción de estructura. La filosofía define a ésta como el conjunto en el cual las partes en relación adquieren una identidad superior mediante su contribución a la unidad de un todo. También el diseñar ha sido interpretado como una actividad que, reconociendo la estructura profunda de un problema, da Forma a su solución constructiva en lo diseñado. Describiendo el proceder de Eupalinos en su trabajo, Fedro prosigue su explicación: “[...] no abandonaba nunca una obra. Creo que conocía todas las piedras. Vigilaba para que fuesen cortadas exactamente; estudiaba con esmero todos los medios conocidos para evitar que las aristas se desgasten y las junturas no se estropeen. Ordenaba cincelar el mármol de los paramentos, poner burletes y biselarlos. Cuidaba con un celo exquisito los enlucidos de los muros”. Estas frases describen con detalle la especulación predictiva que es todo proyecto, siempre con la vista dirigida hacia un futuro por venir, y cómo esta acción predictiva busca a cada elemento su ubicación precisa, su definición formal y su contribución al todo resultante. Éste es visto como una estructura donde las partes dialogan y se influyen recíprocamente, se relacionan entre sí mediante nexos, hasta constituir la obra con la que el diseñador anhela captar la naturaleza esencial de una realidad. De hecho, y dado que una estructura puede representarse mediante un esquema o un modelo que visualice sus elementos constitutivos y sus relaciones, el proceso de proyecto se ha identificado como una acción estructuradora (constructiva) producida mediante operaciones de carácter racional-objetivo (análisis, cálculo, medición) y otras de carácter irracional o subjetivo (sensación, imaginación, estética). Las operaciones racionales, en tanto que objetivas y tangibles, son fácilmente computables y, gracias a ello, las tecnologías informáticas han reducido eficazmente el ejercicio de su cálculo y representación. Las operaciones subjetivas, en cambio, cuyos contenidos hacen referencia a los efectos sensibles, a las sensaciones y las emociones estéticas, siguen produciéndose mediante operaciones más propias de la creatividad artística. Si nos atenemos a las tres fases que se atribuyen al proceso creativo, vemos que es en la primera fase, considerada como entusiasta, rítmica, imaginativa, pulsional y dominada por las operaciones subjetivas, cuando aparece la “forma sensible”. En la segunda, considerada como racional, estructuradora y compositiva, cuando se aplican las operaciones racionales, se elabora una “forma inteligente”. Por último, en la tercera fase, considerada como expresiva en tanto que aprovechamiento total del entusiasmo, y cuando coinciden operaciones sensibles y racionales, aparecerá la “forma (establemente) definida”. Como acción estructuradora, capaz de plantear y resolver problemas (setting and solving problems), cualquier proceso de proyecto debe iniciarse, necesariamente, con un planteamiento correcto de los datos del problema porque sin ellos, o por cualquier incorrección de los mismos, las operaciones aplicadas a resolverlo fracasarán.

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Este planteamiento inicial, en tanto que formulación del problema (setting problem), debe proporcionar al diseñador un conocimiento crítico de la realidad contextual en la cual el problema se inscribe. Se trata de proceder al examen de todas las fuerzas que actúan en la definición del “campo”, o contexto, y que dan validez al enunciado del problema. Mediante el conocimiento que le aporta el análisis relacional de aquella información, el diseñador debe ser capaz de obtener una visión de la estructura sistémica del problema. La segunda etapa del proceso de proyecto (solving problem) corresponde al momento de la formalización, de la búsqueda de una solución formal al problema. Éste es el momento de la imaginación creadora, de la inventiva, en el que debe aparecer como resultado la solución al problema. Pero también es el momento en el que, mediante un acto gozoso de creación estética, el diseñador transferirá a su obra una identidad cualitativa. Es éste un proceso de modelización que el diseñador sigue, desde la construcción del modelo abstracto de una estructura al inicio, hasta la producción de un modelo analógico, sea un boceto, un dibujo o una maqueta, como resultado final. Es el proceso de modelado de los rasgos singulares e identificables de la forma, surgida como fruto de la interacción comunicativa y dialéctica entre los distintos, y a veces divergentes, intereses de quienes intervienen en la labor de llevar la idea a su materialización final (marketing, fabricación, finanzas, etc.). Mediante operaciones correlativas y progresivas, como la formulación de hipótesis alternativas, ensayos y errores, evaluaciones y refinamientos sucesivos, el proyecto debe conducir finalmente a una hipótesis (o teoría) de una forma corpórea y construible.

Capilla de Sogn Benedegt, de Peter Zumthor, Sumvitg, Suiza.

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Reflexionando sobre los efectos que las palabras de Eupalinos le han producido, Fedro afirma: “ahora no soy capaz de separar la idea de un templo de la idea de su construcción”. Con ello, quiere decir que la calificación intrínseca de lo diseñado debe emerger de un proceso en el que se permita al diseñador, en cuanto parte del conjunto de prácticas disciplinares presentes en la acción productora/constructiva, intervenir sobre los condicionantes estructurales del problema. Con una reflexión muy vitruviana,3 Sócrates concluye: Así, pues, es razonable pensar que las creaciones del hombre están hechas, o bien con vistas a su cuerpo, y éste es el principio que se denomina utilidad, o bien con vistas a su alma, y esto es lo que el hombre busca bajo el nombre de belleza. Pero, por otro lado, aquel que construye o que crea, como ha de habérselas con el resto del mundo y con el movimiento de la naturaleza, que tienden siempre a disolver, a corromper o a destruir aquello que se hace, ha de reconocer un tercer principio que mira de comunicar a sus obras y que expresa la resistencia que desea que las obras opongan a su destino efímero. Busca, pues, la solidez o la duración.

3. Del hacer de la mano y del dedo En otro pasaje del texto, Fedro trata de describir la personalidad del arquitecto e indica: “Eupalinos era un hombre todo precepto. No descuidaba nada. Mandaba cortar los postes siguiendo la veta de la madera para que, interpuestos entre la obra y las vigas que sostienen, impidiesen crecer la humedad entre las fibras de la madera, y evitasen así su podredumbre. Tenía detalles como éstos para todos los puntos sensibles del edificio. Diríase que se trataba de su propio cuerpo”. Como esto le intriga, insiste Fedro en sus preguntas: “¿cómo lo haces? ... pero dime, ¿cómo ejerces?”. Eupalinos le responde: “[...] en proyectar un habitáculo, ya sea para dioses o para un hombre, y en buscar la forma amorosamente, aun y aplicándome en crear un objeto que complazca a la vista y que sea acorde con la razón y con las numerosas convenciones de rigor... ¡es bien extraño lo que voy a decirte!, en hacer tal cosa, tengo la impresión que mi cuerpo forma parte de ello”. Y, continúa Eupalinos en su respuesta: “Oh cuerpo mío, que a toda hora me recuerdas el temple de mis afanes, el equilibrio de los órganos, las justas proporciones de las partes que lo conforman, medidas que te hacen ser y rehacerte en el seno de las cosas que se mueven: ten cura de mi obra; enséñame en silencio las exigencias de la naturaleza y hazme conocedor de aquel gran arte que posees y te engalana, el arte de sobrevivir a las estaciones y ser más fuerte que los azares. Concédeme de encontrar, con tu ayuda, el sentimiento de las cosas verdaderas; modera, vigoriza, apuntala mis pensamientos”. Con esta encarnación, podríamos decir “en cuerpo y alma”, que Valéry pone en boca de Eupalinos, el autor pretende situar la acción creativa más allá de lo meramente visual. Se refiere, especialmente, a las sensaciones hápticas —táctiles, cinéticas y sensuales— que nos afectan y conmueven cuando las personas percibimos y nos relacionamos con el espacio vacío, natural o construido, y con los objetos volumétricos que lo ocupan.

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El término ‘háptico’, del griego haptesthai, hace referencia a todo aquello que significa o es relativo al tacto, y su utilización es aplicable a cualquier experiencia sensorial que trascienda lo meramente visual. El tacto háptico no debe entenderse solamente como una sensación superficial dado que, como fenómeno involucra, tanto a los sentidos táctiles musculares y cinestésicos (presión, fuerza y movimiento), como a los órganos proprioceptores (posición, postura) y a los receptores vestibulares (equilibrio). En una definición amplia, las sensaciones hápticas también son presentadas como una orientación a la sensualidad. Con lo cual, se hace referencia a lo complejo de la experiencia sensorial-sensual, como puede darse en la interacción entre aquellos sentidos corporales, los factores medioambientales y las cualidades del espacio construido o como sucede con los objetos, siempre presentes y nunca ajenos al espacio que los rodea. En suma, es un fenómeno físico y dual el de “tocar y ser tocados” que en su relación equipara la realidad del cuerpo humano con la “cosificación” propia de las cosas. En un examen háptico, la experiencia sensible y, en consecuencia, estética del espacio y de los objetos es visualizada como un complejo ensamblaje entre múltiples informaciones sensoriales y una memoria corporal asociada a la percepción. A una percepción, cuya procedencia etimológica, percipere, nos remite al significado de agarrar, es decir, a una acción manual comprometida con lo concreto, diferenciada de una acción visual comprometida preferentemente con lo abstracto. Traslademos ahora esta noción corporal de Eupalinos a la mano, como extensión sensorial primordial del hacer humano. George Herbert Mead, representante señero de la corriente filosófica del pragmatismo, iniciaba un artículo titulado “La naturaleza de la experiencia estética” con la siguiente afirmación: “El ser humano vive en un mundo de significado. Lo que observa o escucha refiere a lo que puede o ha de manipular. Toda percepción tiene por objeto inmediato aquello que podemos aferrar. Si, tras sortear la distancia que nos separa de lo que hemos escuchado o visto, no encontramos ninguna cosa que manosear, la experiencia es ilusoria o alucinatoria”.4 En el mismo sentido se expresa Fedro: “Las palabras de Eupalinos y los actos de los obreros se ajustaban tan maravillosamente que podría decir de estos hombres que no eran otra cosa que sus propios miembros”. De hecho, la mano y su acción, la manualidad, ya fueron consideradas como un instrumento insustituible para el goce, el conocimiento y la reflexión por Aristóteles quien, dialogando con Anaxágoras, dictaminaba: “el hombre piensa porque tiene manos”. A principios del siglo XX, los psicólogos de la Gestalt dejaban constancia de cómo, gracias a la destreza manual, especialmente por su eficacia en el uso de herramientas y mediante el dominio sobre los materiales, los seres humanos hemos llegado a ser capaces de obtener un tipo de placer, el goce funcional, inalcanzable por otros medios. Como resultado de las investigaciones biopsicológicas sobre el funcionamiento del cerebro en los procesos de atracción, preferencia o aparejamiento —como el estudio reciente de Edward O. Wilson—,5 quizá nos sea permitido profundizar en el importante papel que la mano humana desempeña al hacer coincidir lo somático con lo imaginario, lo sensorial con lo mental, además de influir en la percepción e interpretación de la realidad.

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El mismo Wilson explica que la programación inicial del gesto motor se elabora en las regiones frontales del córtex, donde se supone que germina y se construye el primer pensamiento creador. En cambio, los movimientos manuales que controlan los trazos de las herramientas, como puedan serlo los de dibujar, están bajo el mando de células localizadas en aquellas regiones especializadas del córtex cerebral conocidas como sensoriomotrices, el mismo territorio cerebral que controla los desplazamientos de la mano y su orientación. Para Wilson, la sensorialidad táctil asociada al goce estético hace comulgar lo intangible con lo tangible; los estímulos que captan los ojos con el contacto físico y sensorial de la mano. Un goce funcional que emerge del conjunto de la acción corporal con la mental y se manifiesta en el temblor del pulso que produce la emoción que tensa todas las fibras musculares mediante una aceleración del músculo cardíaco: liberación gozosa de la energía libidinal y pulsional acumulada. Precisamente, el dibujo manual proporciona al creador la posibilidad de representar, externa y públicamente, las imágenes que se generan en el interior de su cerebro. Mediante los movimientos de su mano y gracias a la maestría del gesto adquirida, el diseñador traza esbozos que intentan atrapar los rasgos de aquella intuición que, fugazmente, se ha iluminado en su imaginación creativa. En forma abocetada al principio, y mediante una representación más y más cuidadosa, su mano va formalizando plásticamente la expresión de las emociones estéticas que gobiernan su sensibilidad. Con el paso del tiempo, las acciones humanas han recorrido un pasaje que las ha llevado desde el gesto manual propio del trabajo del artesano hasta unos mínimos gestos de control. El proceso se inició con la división del trabajo y ha proseguido, hasta nuestros días, con las nuevas técnicas de producción y automatización. Todo el recorrido está marcado por la sustitución, en los procesos de manufactura, de la energía humana por la energía motriz para hacer funcionar la máquina. Desde el trabajo directo de la mano artesana, hemos ido pasando a la utilización de la herramienta motorizada y, de ésta, a la de la herramienta automatizada, hasta llegar a la etapa actual en que, mediante el mínimo gesto de pulsar una tecla en un sistema informatizado o de control numérico, podemos ordenar la ejecución de las acciones más complejas. Para cierto pensamiento crítico, la pérdida por abandono de la habilidad y la destreza manuales es un fenómeno evolutivo que ha dado paso a un ser humano que produce y se reproduce pulsando teclas, presionando pulsadores. Este hecho está comportando una merma importante, no sólo del sentido de responsabilidad (dado que, con el mismo gesto de pulsar una tecla de un móvil también es posible desencadenar una acción terrorista, del mismo modo que, con un mando a distancia, se hace desaparecer una visión indeseada mediante el “zapeado”), sino también de aquellas capacidades imaginativas y creativas que permitieron al homo sapiens alcanzar los más altos niveles de calidad y expresión estética. La práctica proyectual contemporánea parece estar muy complacida con las tecnologías informáticas y no repara en sacrificar parte de su autonomía a la capacidad manipulativa que aquéllas le ofrecen. La velocidad en la representación en pantalla de la apariencia de lo diseñado, aunque sea perceptivamente engañosa, proporciona un goce fantasioso, una imagen virtual privada

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de gravidez que sólo puede ser sometida a un único y desproporcionado “juicio visual”. Otra disfunción de las herramientas informáticas aplicadas en la proyectación consiste en que, dada su promesa de poner todo el conocimiento inmediata y simultáneamente a nuestro alcance, favorece un olvido de la tradición y de los saberes antiguos. La expresión estética queda limitada y determinada por los estándares fijados en un programa informático, y éstos propician una iconicidad que ha sido determinada por los gustos culturales dominantes. La creación estética se convierte en subalterna del tratamiento aparente de las superficies y de los múltiples brillos y reflejos metálicos que deben ornamentar a los productos más atrayentes en el mercado. Estas tecnologías, sin embargo, también tienen su lado positivo. De hecho, el dinamismo innovador en ámbitos como el tratamiento digital, las telecomunicaciones o los sistemas multimedia ha facilitado enormemente el acceso a la información y a las comunicaciones internas y/o externas y, en definitiva, ha acelerado significativamente el flujo participativo y decisional que marca el tiempo de un proyecto. Técnicas como la modelación en dos y tres dimensiones, el prototipado rápido, el cálculo por elementos finitos o la simulación virtual de ensayos o procesos han contribuido a reducir sustancialmente los tiempos de las fases de investigación, diseño y desarrollo, marcando unas pautas de competitividad evidentes. Desde una visión positiva puede afirmarse que la metodología proyectual resultante de la aplicación de las tecnologías digitales se caracteriza por ser más abierta y participativa, más integradora y experimental, más informada

Sala de estar de la casa de Ron Arad en Londres. Fotografía de Martyn Thompson.

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y regulada (por normativas internacionales y homologaciones), más especializada, exigente y tecnificada. Las prácticas disciplinares y pedagógicas del diseño no son ajenas a este proceso y, sin rechazar el uso intensivo de las herramientas informáticas —sea en la ideación y tratamiento formal de las imágenes, sea para el modelado de sólidos o para la representación y animación virtual, o sea por la facilidad que aporta en la formalización tridimensional de la apariencia—, deberían adoptar una posición crítica ante ellas a fin de evitar la banalización de los valores estéticos, tal como puede producir el uso relajado de las rutinas digitales integradas en los programas de diseño asistido mediante efectismos visuales vacuos y vulgarizados. Recuperamos a Eupalinos allí donde, expresando su exaltado descubrimiento de la íntima relación entre su mente y su cuerpo, decía: “Mi inteligencia más despierta no parará a partir de ahora, cuerpo amado, de solicitar tu cercanía; ni tú, así lo espero, de darle asistencia y proveerle de tus instancias y ataduras concretas. Pues hemos encontrado, por fin, tú y yo, la manera de juntarnos, y el nudo indisoluble de nuestras diferencias: es una obra hija nuestra”.

4. Del gozo producido al gozo reproducido Habla ahora Fedro refiriéndose al hacer de Eupalinos: “Pero todas aquellas delicadezas aplicadas a la duración del edificio no eran nada al lado de las que desplegaba en forjar las emociones y las vibraciones del alma del futuro contemplador de su obra [...]. Es necesario, decía este hombre de Megara, que mi templo mueva a los hombres como los mueve un ser amado”. En su obra ya citada, Mead discurre: “Nuestra experiencia afectiva, la de las emociones, las aficiones, el placer, el dolor, la satisfacción y la insatisfacción, puede dividirse a grandes rasgos entre el hacer y el disfrutar y sus opuestos; y esto es lo que atañe a las finalidades que caracterizan la experiencia estética”. Hacer y disfrutar, la acción y el goce son coordenadas temporales de la experiencia estética cuya personificación escenifica el diálogo figurado por Valéry; la primera, en el momento creativo encarnado por Eupalinos, y la segunda, en el momento de su recreación fruitiva e interpretativa por ambos interlocutores. En efecto, mientras que Eupalinos encarna la emergencia del gozo que se produce en el momento de la acción, este mismo deleite vivido por el artífice será experimentado por Fedro y Sócrates gracias a una vivencia de complicidad creativa en el momento, temporalmente diferido, de la observación fruitiva. Tanto Valéry como Mead coinciden, pues, en considerar que la existencia de esta sensación gozosa, como experiencia intelectual, sensorial y operativa vivida por el diseñador durante la acción de diseñar es imprescindible para que este mismo fenómeno, en un momento posterior en el tiempo y el espacio, sea recreado y disfrutado por un observador. Dicho a la inversa, la fruición del observador de una obra con contenido estético siempre se produce como resultado de una relación de causa efecto; como consecuencia de la fruición que el creador experimentó durante el proceso de formalización de aquella obra.

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Pero ¿cómo hace el diseñador, sujeto iniciador y conductor de la acción, para conseguir la calidad constructiva y estética de su obra, de lo diseñado? Según un antiguo debate que ha resucitado el pensamiento diseñístico actual, hay dos posiciones con respecto a la determinación de la calidad formal de lo diseñado. Para la primera de ellas, (se considera que) el contenido de un valor estético en lo diseñado es algo intrínseco a la obra; un valor que responde a una interpretación estructurada y profunda del problema, cuya solución formalizada se manifiesta externamente en su apariencia. Se utiliza aquí el sentido de lo intrínseco como aquello que pertenece a la esencia, o sea, la constitución íntima de una cosa. Subyace en ello una concepción de lo estético en su sentido más fuerte, denso, profundo. Los argumentos que sustentan esa consideración de una estética profunda como hecho intrínseco a lo diseñado se basan en el hecho que la calidad de la forma resultante existen en la medida en que se cumplen los requisitos que la implican y, en consecuencia, sólo puede emerger desde su interior, mediante una concepción que la genere desde dentro hacia fuera y viceversa. En definitiva, desde esta posición se concibe y defiende una idea de lo diseñado como soporte de una estética pura, intrínseca y estructural. La segunda posición considera el proceso de calificación formal-estético del objeto/producto como algo circunstancial, es decir, como un valor añadido. Su práctica, tanto o más extendida que la primera, responde generalmente a una demanda de intervención superficial de tipo formalista al modo de una estética aplicada o de un maquillaje cosmético, con los que sólo se pretende la recalificación de un producto obsoleto, banal o poco eficaz, lo sea desde su concepción, lo sea por el paso del tiempo o lo sea por la dinámica competencial del mercado. Esta estética añadida es considerada por los defensores de la posición anterior como impura, superficial y basada en un trompe l’oeil informático que, aceptando su esclavitud de las apariencias externas, se hace apta para un consumo ilusorio que vive en un espectáculo de ropas y máscaras vacías. Sin embargo, sus practicantes manifiestan que acciones de las que se valen, como sustraer, copiar, manipular, recontextualizar, prostituir, deconstruir son comunes y están totalmente aceptadas en la actual realidad sociocultural. Una reflexión que deja muy claras las bases del debate sobre esencia y apariencia en el diseño ha sido llevada a cabo por Roger Scruton, filósofo británico y profesor de estética en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, cuando, en el razonamiento central de su ensayo Educación, estética y diseño,6 considera un gran error la creencia de que “la búsqueda de lo esencial deba conducir, necesariamente, a aquello que permanece oculto”. Sustenta esta afirmación refiriéndose a la confusión creada por aquellas teorías que, por ejemplo, al tratar de la composición de un edificio, identifican un elemento secundario, como pueda serlo la estructura soportante, con la esencia de lo construido. “No es el esqueleto la esencia de la persona humana [...] tal vez sea el medio que sostiene la apariencia pero, cuando hablamos de la esencia del diseño, no estamos hablando de algo que esté detrás de las apariencias, sino de la apariencia misma”. Aunque la creencia popular ha equiparado la noción de ‘apariencia’ con cosa fingida —tal como expresa el refrán castellano “las apariencias engañan”—,

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gracias al empirismo filosófico sabemos que no tiene sentido preguntarse si una realidad es verdadera o falsa, auténtica o aparente: la realidad “es como es” de tal manera que la verdad es justamente la conformidad de la realidad con la apariencia o, en otras palabras, “es la manera de manifestarse la realidad misma”. Como aspecto o semblanza de una cosa, la apariencia tiene que ver con la forma en que el objeto aparece o se presenta a nuestra vista. Actúa como superficie de absorción de la luz y ésta, de la mirada. “Con el dominio sobre las apariencias de cuanto nos rodea —arguye Scruton— buscamos un estilo, un orden, una disposición capaz de satisfacernos en su contemplación”. En este punto, la apariencia pasa a conjugarse con el fenómeno estético como un intento por adaptarnos sensiblemente a nuestro entorno. Una disciplina como la del diseño es esencialmente una disciplina que se ocupa de las apariencias; está prioritariamente dirigida al ojo y esto la convierte en una práctica visual dependiente de la luz y la mirada. No otra cosa es la forma sino un elemento que modula la luz cuando ésta se posa sobre su superficie y, al hacerlo, según una dirección u otra, emerge la sombra proyectada, resaltando la tridimensionalidad de su volumen. Ahora Eupalinos agota su soliloquio con unas frases que Sócrates interpreta como una plegaria porque en ellas pide a su cuerpo y a su mente que se fundan aplicándose en el trabajo sobre la materia con que construye su obra. “Las piedras y las fuerzas, los perfiles y las masas, las luces y las sombras, las uniones artificiales, las ilusiones de la perspectiva y la realidad de la pesantez: estos son los objetos con que tratar; y sea su beneficio, para acabar, esta riqueza incorruptible que llamo Perfección”. Si, como se ha dicho, diseñar es un modo de escritura no verbal, la búsqueda de un lenguaje plástico y de su sintaxis, eso compromete al diseñador a ensayar y crear un estilo propio, como dominio de la expresión. El lenguaje propio de los objetos corpóreos, plástico tridimensional y volumétrico, guarda muchas semejanzas con el lenguaje escultórico. Veamos: el objeto, tal como lo hace una escultura, ocupa un lugar en el espacio y dialoga con él desde sus relaciones tridimensionales como objeto y desde las dimensiones de dicho espacio que lo acoge. El objeto se visualiza desde todo el campo visual que le rodea, para lo que pide un papel activo y dinámico a su observador. El volumen plástico, como masa material, está modelado mediante planos geométricos de los que la luz y las sombras, propias o proyectadas, resaltan sus calidades superficiales, sus brillos, sus texturas o colores. Unas líneas precisas, los perfiles o contornos, delimitan el volumen y expresan su continuidad y dinamismo. Al modelar mediante las acciones de añadir, restar o transformar, el diseñador busca alcanzar los sentidos con determinados efectos que compongan una narración que exprese su emotividad, su capacidad evocadora y su afectividad. Una composición donde —mediante la relación establecida entre los elementos constituyentes por su posición recíproca, mediante simetrías o asimetrías, mediante las proporciones dimensionales de sus elementos— se consiga provocar sensaciones de equilibrio estático o dinámico, de peso o ligereza, de orden y articulación estructural, de fluidez o de continuidad, de contraste o fluidez entre los volúmenes, de expresividad acentuada o contención severa.

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Expresión íntima del espíritu y la pulsión rítmico temporal del soma del diseñador, quien utiliza para ello morfemas semejantes a los de la música (expresión temporal por excelencia) tales como: intervalo y repetición, acción y pausa, aceleración o retardamiento. Cadencia y armonía análogas a la sístole y diástole del ritmo cardíaco, o a los eternos ritmos astrales y estacionales. Como él mismo deja dicho, lo que moviliza a Eupalinos es una finalidad (un telos) trascendente que le dicta el hecho de haber sido elegido como portavoz de los designios de la diosa Artemisa. Por tal motivo, su gozo expresa la emoción que en él provoca el ser transmisor de un mensaje que lo trasciende, que sacraliza su labor. Esta finalidad trascendente hace que su sensibilidad estética alcance un más allá de lo racional, de lo inteligible, y que le permita, al profundizar en la realidad física de la obra y en su apariencia exterior, alcanzar el interior de lo esencial, del misterio, de lo sagrado. La última lección que Valéry nos lega en su texto la deja escrita en boca de un Sócrates dubitativo que se interroga: “construirse y conocerse uno mismo, ¿son dos actos o sólo uno?”. Notas 1

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Todas las citas pertenecen a la edición publicada por Antonio Machado Libros, pero actualmente hay muchas otras asequibles del texto comentado, cuya primera edición fue publicada por la Nouvelle Revue Française, París, 1923: Valéry, Paul, Eupalinos ou l'architecte, Gallimard, París (Bibliothèque de la Pléiade, vols. 127 y 148), con varias reimpresiones; Eupalinos ou l'architecte, edición y notas de Jean Hytier, en Oeuvres II, Librairie Gallimard, Dijon, 1960, págs. 79-147 (Bibliothèque de la Pléiade); Eupalinos o el arquitecto, traducción castellana de Josep Carner, Antonio Machado Libros, Murcia, 1982; Eupalinos o l'arquitecte, traducción al catalán de Jordi Llovet, Quaderns Crema, Barcelona, 1982. Por voluntad expresa del autor, no se localiza cada una de las citas del texto a fin de incentivar la lectura total de este bello, intenso y recomendable texto. Rogers, Ernesto N., Esperienza dell’architettura, Einaudi, Turín, 1958; edición en castellano: Experiencia de la arquitectura, Nueva Visión, Buenos Aires, 1965, págs. 105 y siguientes. N. del E.: El autor hace referencia a Marcus Vitruvio Pollus, el arquitecto romano cuyo texto fundacional Los diez libros de la arquitectura, escrito en el siglo I d. C., ha sido una referencia constante a lo largo de la historia, la crítica y el estudio de la arquitectura. Hay muchas ediciones disponibles en castellano. Mead, George Herbert, “La naturaleza de la experiencia estética”, International Journal of Ethics, núm. 36, 1926, pág. 382. Publicado en castellano en Athenea Digital, núm. 0, abril de 2001. Wilson, Edward O., Consilience. The Unity of Knowledge, Vintage Books, Nueva York, 1998; edición en castellano: Consilience. La unidad del conocimiento, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 1999. Véase el capítulo 10, “Las artes y su interpretación”, págs. 309 y siguientes. Scruton, Roger, The Aesthetics Understanding. Essays in the Philosophy of Art and Culture, Methuen, Londres, 1983; edición en castellano: La experiencia estética. Educación estética y diseño, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, págs. 430 y siguientes.

Mentalidad de diseñador Emilio Gil

Emilio Gil (Madrid, 1949) es diseñador gráfico. Dirige Tau Diseño, empresa especializada en la creación y desarrollo de Programas de Identidad Visual Corporativa. Es profesor del Máster en Edición de Santillana Formación y la Universidad de Salamanca. Actualmente, preside el Comité Científico Asesor del Máster Oficial en Diseño Gráfico de la Universidad Europea de Madrid. Ha comisariado exposiciones sobre diseño tan importantes como Cien años de diseño gráfico en España, organizada por DDI para el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, y ¿Dissenyes o Diseñas?, para la Generalitat de Catalunya. Es autor del libro Pioneros del diseño gráfico español.

José Ortega y Gasset (1883-1955) La deshumanización del arte Madrid, 1925

En el año 2000, y como parte del trabajo de comisariado de la exposición Cien años de diseño gráfico en España, se me pidió un texto introductorio para el voluminoso catálogo que acompañaba a esta muestra. De forma casi automática, recurrí a una cita sacada del ensayo La deshumanización del arte que Ortega y Gasset escribió en 1925. Me parecía un argumento de autoridad para expresar de forma indirecta lo que yo entiendo que deberían ser las consecuencias del buen Diseño, entre otras, la de convertirse, indirectamente, en un arte para todos. Esta cita dice así: En cambio, el arte nuevo tiene a la masa en contra suya y la tendrá siempre. Es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra cualquiera por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por un reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil.1

¿Por qué elegí a Ortega para situar el tema entonces y por qué vuelvo a recurrir a él como soporte de este texto? Ortega se definió a sí mismo como un pensador circunstancial, y ello no sólo por sentirse íntimamente ligado a la realidad española de su tiempo, sino porque su pensamiento nació en un momento determinado de la historia de la filosofía; momento que se caracterizaba por la crisis en que se había sumergido la razón y, con ella, el pensamiento metafísico en general. Desde mi punto de vista, ese reconocimiento humilde del estar ligado a las circunstancias de su época era una primera razón que lo hacía especialmente adecuado para invitarlo a ser el hilo conductor en un texto que habla de la actividad del diseño.

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La segunda razón es de oportunidad histórica. José Ortega y Gasset nació en 1883 y murió en 1955. Una época que coincide con un período histórico que, en lo profesional, nos llevó desde el arte gráfico al diseño. En este sentido, parece importante repasar, aunque sea brevemente, los hitos en el desarrollo de nuestra profesión durante esos años. Ortega, evidentemente, no hace en sus escritos la menor mención al diseño como una disciplina profesional en auge, pero en el texto del ensayo La deshumanización del arte se habla también, de forma indirecta, de los cambios que están surgiendo en las relaciones de la sociedad con las nuevas propuestas estéticas y en la actitud de los nuevos creadores. Ortega llega a afirmar que los cambios en las corrientes artísticas son, en cierto modo, avanzada de los cambios más trascendentes que se van a dar en el seno de la sociedad: “el arte y la ciencia pura, precisamente por ser las actividades más libres, menos estrechamente sometidas a las condiciones sociales de cada época, son los primeros hechos donde puede vislumbrarse cualquier cambio de sensibilidad colectiva”. Entre 1890 y 1955, en el panorama del diseño aparecen —si hacemos una relación rápida para dar una idea aproximada de lo que ocurrió en esas décadas—: el movimiento Arts and Crafts en Inglaterra; la Secession, con Gustav Klimt a la cabeza, en Austria; la producción cartelística generada por el Art Nouveau en Francia (Chéret, Toulouse-Lautrec, Mucha); la propaganda de la I Guerra Mundial; el Futurismo con Marinetti; la abundante gráfica revolucionaria de la Rusia soviética; la Bauhaus; “De Stijl” y los neoplasticistas en Holanda; las tendencias nacionales desarrolladas hasta 1940 en Suiza (Grasset, Steinlen, Valloton, Matter), Francia (Cassandre), Inglaterra (Johnston, Morison, Purvis, Kauffer, Beck) y Estados Unidos (Agha, Loewy); la propaganda generada, en uno y otro bando, durante la II Guerra Mundial. Además del trabajo desarrollado por creadores tan importantes como Paul Rand, Will Burtin, Alexey Brodovitch, Herbert Matter, Ray Eames, Ladislav Sutnar o Saul Bass en Estados Unidos. La última de las razones para apoyarme en Ortega es más de tipo vitalista. Está relacionada con esa actitud que, desde mi punto de vista, debe tener cualquier persona que se dedique al diseño como profesional. Como escribió María Zambrano, de la obra y de la vida de Ortega nos llega “una corriente que nos enciende en infinito deseo de ser, en irrefrenable afán de saltar sobre nuestra propia vida y vivirla, profunda, inalienablemente nuestra”. Más allá del acuerdo o de la discrepancia que nos produzcan las ideas de Ortega acerca del arte, la lectura de sus textos nos introduce en una manera de pensar la realidad desde la vida —el raciovitalismo—tremendamente atractiva.

¿Eres suficientemente moderno? Ortega comienza su ensayo La deshumanización del arte constatando el nacimiento de un nuevo arte que, como rasgo diferencial, pretende revisar y oponerse al realizado durante el siglo XIX: “La intención de este ensayo —escribe— se reduce a filiar el arte nuevo mediante algunos de sus rasgos diferenciales”, en un “intento de estudiar el arte desde el punto de vista sociológico”. Y resume

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las características fundamentales de este nuevo movimiento afirmando que: “el nuevo estilo, tomado en su más amplia generalidad, consiste en eliminar los ingredientes ‘humanos, demasiado humanos’, y retener sólo la materia puramente artística”. A partir de aquí, el filósofo se fija en las reacciones que provocó el Romanticismo en la sociedad del siglo XIX y las opone a aquellas que provoca el arte nuevo en la mayoría de las personas de su tiempo. Ortega distingue entre impopular y no popular, dando importancia a las consecuencias que este matiz tiene, desde su punto de vista, como índice del grado de aceptación del nuevo movimiento artístico. “El estilo que innova —afirma— tarda algún tiempo en conquistar la popularidad; no es popular, pero tampoco es impopular”. Y acaba concluyendo: “Todo el arte joven es impopular”. ¿Hasta qué punto le preocupan al diseñador actual estos temas? ¿Es la búsqueda de la popularidad una de las tentaciones que pueden influir en el trabajo de los diseñadores hoy en día? Entre las múltiples respuestas posibles a estas cuestiones, yo me fijaría en dos aspectos significativos relacionados con ellas: la autoría del diseño y la necesidad tiránica e impositiva—para algunos diseñadores, principalmente los más jóvenes— de estar “a la moda”. La trascendencia de estos aspectos va más allá de las propuestas formales concretas e incide en algo que, para mí, tiene la máxima importancia: la concepción del trabajo del diseñador como una actividad de servicio ligada a unos objetivos que van más allá de lo meramente gráfico.

Diseñador gráfico, artista latente “El poeta —escribe Ortega en La deshumanización del arte— aumenta el mundo, añadiendo a lo real, que ya está ahí por sí mismo, un irreal continente. Autor viene de auctor, el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio”. ¿Cuántos grandes ejemplos del mejor diseño gráfico español del siglo XX permanecen en el anonimato? Si repasásemos la colección de más de mil piezas recogidas en el catálogo de la exposición antológica Signos del siglo. Cien años de diseño gráfico en España,2 se comprueba que muchos de los diseños de la primera mitad del siglo XX no tienen firma reconocida. Son trabajos que tienen clientes pero no autores. ¿Quién fue, en 1937, el diseñador de la colección de libros de la editorial Austral, o quiénes fueron los autores del diseño del librillo del papel de fumar, con aire decó, Jean, en 1923, o de la mascota del refresco Orange Crush, datada en 1950? Otl Aicher, en su libro El mundo como proyecto, afirma: “ha habido épocas artísticas en las que el productor de arte no firmaba sus obras, es más: la mayoría de las épocas artísticas no conocieron la marcación de obras mediante la estampación de una seña de propia mano”. Y desarrolla todavía más esta idea: “la firma sirve hoy menos para nombrar al autor que para certificar el ejemplar único, el original. [...] Un diseñador anónimo no se preocupa por su estilo, no tiene ninguno. Es como un artesano solitario en su taller. Le interesa lo que obtiene. Sobre esta actitud ha reposado, hasta ahora, la cultura humana”.3

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Son ideas que se relacionan con esa postura del diseñador distanciado de la figura del “artista con mayúsculas” que busca marcar distancias con el trabajo que realiza y que se sitúa en un estadio superior al de los artesanos que hacen —todo lo más— lo que entendemos como “arte aplicado”. Ésta era la actitud con la que los creadores —artesanos, diseñadores, artistas— planteaban su trabajo. De ahí la sorpresa manifiesta del pintor y escultor Manolo Valdés —artista relacionado, de forma muy especial, con el mundo de la gráfica a través de su inclusión dentro del movimiento pop— al descubrir que los bocetos de su trabajo cobraban la categoría de material de exposición en muestras como la que le dedicó el Museo Guggenheim de Bilbao en 2002. Por su misma esencia, el diseño está libre del culto personal propio del arte. El diseño se hace para todos, no para unos pocos y menos aún para un único particular, aunque tiene un cliente último que es quien lo encarga. El diseño quiere ser reproducido, multiplicado. Aborrece el original, busca ser aplicado en el mayor número posible de piezas y conseguir la mayor difusión posible. Algo con lo que podríamos estar todos de acuerdo, hasta épocas recientes, y que incluso hoy puede entenderse como la práctica habitual de la profesión es que el diseñador no hace “originales” —piezas únicas— sino que hace “un original”: la idea bocetada. La pregunta sería si lo que ocurre en la actualidad con los originales de un artista sucederá de forma generalizada con los bocetos del autor/diseñador porque, de hecho, ya empiezan a proliferar las exposiciones de este tipo de material, algo impensable tan sólo hace unos pocos años. Igual que ocurre, a veces, con la pintura y sus trabajos preparatorios, la obra sobre papel tiene en algunos casos más interés gráfico que el propio trabajo final. El atractivo de los bocetos —en los que, no olvidemos, está contenido lo más importante para el diseñador, que es la respuesta a un problema de comunicación gráfica— puede ser más interesante, en sus aspectos formales, que el trabajo final, que estaría “contaminado” y condicionado de forma explícita por los requerimientos del cliente. Condicionamientos que llevan al diseñador gráfico y artista plástico Pepe Cruz Novillo a afirmar, con sabia ironía, que “un diseñador lo primero que debe aprender a diseñar es clientes”. Podríamos creer que estamos en la primera fase del reconocimiento o, mejor todavía, en ese estadio en que la sociedad no ha caído en la cuenta de que ha surgido una nueva categoría de artistas formada por los profesionales que destacan en el campo del diseño y que llevan camino de convertirse en objeto de interés mercantil, igual que ha ocurrido con los pintores y otros artistas. Volviendo a Otl Aicher nos encontramos con una reflexión que avanza, todavía más, en este sentido: la intensidad creadora del diseño no es menor que la del arte. Al contrario, hacer una cosa que no sea solamente bella sino también ajustada, supone capacidades creativas adicionales. El arte es ajeno al valor de uso. El arte es sin sentido. No necesita tener inmediato significado, es ajeno al sentido. El diseño se mide en la cosa, con el sentido de ésta, con su inmediatez social, con su funcionamiento técnico y su economía. El arte puede renunciar a todo esto.

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Sin embargo, este razonamiento de Aicher tiene sus puntos débiles o, al menos, aspectos en los que surgen a su vez nuevas preguntas. Cuando Marcel Duchamp elige un perchero, un escurrebotellas o una pala quitanieves comprados en una vulgar ferretería y decide convertirlos en sus “animales de compañía” y en objetos dignos de contemplación, lo hace con la intención de transformar, descontextualizándolas, esas herramientas en objetos y esos objetos, por último, en obras de anti-arte. Lo paradójico es que luego la historia se encargó de corregir sus intenciones haciendo que los ready-made se contemplen en los más importantes museos de arte del mundo y aparezcan reseñados en los libros de historia del Arte. Con la elección de esos objetos, no construidos ni manipulados por él, Duchamp llevará a una crisis al principio de autoría. Es decir, pondrá en entredicho el papel que el romanticismo había asignado al artista como genio creador o como autor-ejecutor de obras maestras. Marcel Duchamp sugiere que el artista no es quien las hace, sino aquel que sabe verlas como obras de arte y presentárnoslas como tales. Esta forma de ver los objetos que aporta Duchamp viene a decirnos que “elegir” es crear. Como escribió el crítico de arte Javier Maderuelo: No importa quién ha fabricado el objeto, qué operario ha cortado las maderas, troquelado los metales o ensamblado las piezas, de la misma manera que, cuando miramos un cuadro, no nos importa qué obrero ha extraído las resinas, mezclado los pigmentos o envasado la pasta en los tubos que utiliza el pintor. Sólo nos interesa quién y con qué criterio los ha elegido para colocarlos en un lugar determinado del cuadro en el que cobran un valor significativo.4

En el fondo, esta teoría tiene mucho que ver con la descripción que Milton Glaser hace de la actividad del diseño: “establecer conexiones entre algo que nos viene previamente dado”.5 Sin embargo, este proceso llevado a su extremo podría decirse que acaba, necesariamente, en el divorcio entre los gustos del iniciado y los de la mayoría de la sociedad, que no le comprende. Ortega afirmaba que “lo característico del arte nuevo, ‘desde el punto de vista sociológico’, es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden”. Y nuestra pregunta, desde un punto de vista profesional es, como afirmaba la historiadora Raquel Pelta, “si llegaremos a un punto en el que con el diseño pasará como con ciertas manifestaciones artísticas, que se han hecho incomprensibles para la mayoría del público”.6 El peligro para el diseñador sería recrearse en esa sensación de estar inmerso dentro de una elite que se diferencia en sus planteamientos de lo que acepta la mayoría de la sociedad y quedar así descolgado, como ocurrió con las vanguardias. “El arte joven —continuaba Ortega— contribuye también a que los ‘mejores’ se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra los muchos”. El trabajo del diseñador, desde mi punto de vista, debería ir en la dirección contraria: planteamientos que aspiren a la excelencia gráfica y que sean comprendidos por un público lo más amplio posible. O mejor: por el público al que van dirigidos esos mensajes.

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Emilio Gil Si el arte nuevo no es inteligible para todo el mundo, quiere decirse que sus resortes no son los genéricamente humanos. No es un arte para los hombres en general, sino para una clase muy particular de hombres que podrán no valer más que los otros pero que, evidentemente, son distintos.

Razones para la búsqueda de la “originalidad” ¿Cuáles podrían ser entonces las razones que llevan al artista plástico, al diseñador, a esa búsqueda de la originalidad —de forma casi inconsciente— como un valor prioritario? Desde mi punto de vista son dos: el deseo de significarse aportando un lenguaje personal e inédito en el campo profesional y la huida de las soluciones ya conocidas. Cualquiera de estas razones es de suficiente importancia como para que nadie tenga el menor reparo en aceptarlas como razones de peso. Sin embargo, la realidad nos lleva a dudar de que las intenciones sean exactamente ésas y no se esté produciendo una confusión entre ese planteamiento modélico y unos objetivos menos confesables trufados del prurito de la originalidad y del deseo espurio de sentirse confortablemente dentro de la moda imperante. Existen, sin duda, modos de enfrentarse con la profesión en general y con los proyectos en particular que podrían servir para no caer en esos planteamientos de “segunda división” y que, a veces, pueden deslizarse de forma casi imperceptible en el día a día de un diseñador. Milton Glaser hablaba de que: una de las cosas que se está imponiendo es la capacidad de cada uno para ver su propia vida como una entidad artística. Estamos percibiendo cada vez más que la separación entre artístico y no-artístico se está convirtiendo en algo difícil de mantener. Cada vida tiene un potencial creativo o un contenido artístico. Hoy en día reconocemos la capacidad de integrar arte y vida. Hay algo en el acto de componer, de mover las cosas hasta que se encuentre una forma expresiva y lógica, de relacionarse entre ellas que es también aplicable, en un sentido temporal, a la propia experiencia de vivir.7

Quince minutos a la moda La segunda tentación a la que me refería estaría relacionada con la intención de no repetir soluciones. Es curioso que Ortega atribuya al agotamiento del filón estilístico la necesidad de cambio: “En arte —dice— es nula toda repetición. Cada estilo que aparece en la historia puede engendrar cierto número de formas diferentes dentro de un tipo genérico. Pero llega un día en que la magnífica cantera se agota”. Se da, sin embargo, una cierta paradoja: el diseñador abomina de la repetición o de la posibilidad de ser acusado de soluciones parecidas a otras y, sin embargo, no le importa la crítica que se le podría hacer de estar repitiendo un estilo por querer —consciente o inconscientemente— estar dentro de una corriente de moda.

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“Es, en verdad, sorprendente y misteriosa —leemos en La deshumanización del arte— la compacta solidaridad consigo mismo que cada época histórica mantiene en todas sus manifestaciones. Una inspiración idéntica, un mismo estilo biológico pulsa en las artes más diversas [...] el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta y el dramaturgo.” Comparto la preocupación por evitar soluciones que aporten poco o, por decirlo con otras palabras, que tengan un escaso valor desde el punto de vista creativo. La forma de enfrentarse con este problema no es la búsqueda a cualquier precio de una solución ingeniosa ni el refugio fácil en la confortable solución de cumplir con los requisitos que la moda impone —tipografías, recursos ilustrativos o gamas cromáticas— y solventar de esa forma el problema. La solución pasa por una forma de encarar los proyectos dentro de planteamientos que nos permitan buscar, de forma honrada, los resultados adecuados a los problemas de comunicación que nos ocupan. Milton Glaser afirma en uno de sus textos más significativos: los mejores trabajos emergen de la observación de que hay una realidad que existe independientemente de cada uno de nosotros. Lo que el diseñador intuye es la conexión singular o plural. Ve una forma de unificar aspectos separados y crear una forma, una experiencia en la cual esta nueva unidad proporciona una nueva forma de ver. El acto crucial es comprender las conexiones y aportar un resultado que nunca ha estado unificado, cierto sentido de unidad.8

Idea que, con otras palabras, coincide en lo fundamental con esta reflexión de Saul Bass: “Uno de los mayores retos creativos para el diseñador es tratar con aquellas cosas que conocemos muy bien, viéndolas y considerándolas, de tal forma, que nuestra manera de mirarlas nos permita conocerlas de nuevo”.9

La tentación de la superioridad ¿Cuál es la tesis que mantiene Ortega en La deshumanización del arte y en qué medida es aplicable al oficio del diseñador? Básicamente, el filósofo constata las profundas diferencias que se establecieron con la llegada en el siglo XX de un arte nuevo que se oponía a los parámetros artísticos del romanticismo. Para Ortega, el arte se deshumaniza ya que “sus resortes no son los genéricamente humanos. No es un arte para los hombres en general, sino para una clase muy particular de hombres”. Como consecuencia de ello, se produce una ruptura en la capacidad de comprensión del arte para una inmensa mayoría de la sociedad y una división entre los que lo aceptan y comprenden y los que no. El filósofo justifica este cambio como una necesidad inevitable ya que dentro del artista se produce siempre un choque o reacción química entre su sensibilidad original y el arte que se ha hecho ya.[...] ¿Cuál será el modo de esa reacción entre el sentido original y las formas bellas del pasado? Puede ser positivo o negativo. El artista se sentirá afín con el pretérito y se percibirá a sí mismo como naciendo

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Emilio Gil de él, heredándolo y perfeccionándolo —o bien, en una u otra medida, hallará en sí una espontánea, indefinible repugnancia a los artistas tradicionales, vigentes gobernantes—. Pero los resultados de estos cambios son que lo característico del arte nuevo, “desde el punto de vista sociológico”, es que divide al público en estas dos clases de hombres; los que lo entienden y los que no lo entienden [ya que este arte] [...] va, desde luego, dirigido a una minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Por otra parte, el arte joven contribuye también a que los “mejores” se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra los muchos.

Y, como consecuencia de este planteamiento, acaba afirmando: “el arte nuevo es un arte artístico”. ¿Esta secuencia de acontecimientos es vigente hoy en día? ¿Es el arte joven —el arte nuevo— un arte para minorías, un arte incomprendido, un arte impopular? ¿O los años en los que Ortega escribió su “deshumanización” y otros ensayos y diálogos como Arte de este mundo y del otro, La Gioconda o El arte en presente y pretérito, fueron claramente un punto de inflexión que ha derivado en una mayor capacidad para entender los nuevos movimientos artísticos dado que se ha generalizado el conocimiento de las claves que permiten comprenderlos? El propio Ortega parece reconocerlo cuando afirma “cualesquiera que sean sus errores, [de este ensayo] hay un punto, a mi juicio, inconmovible en la nueva posición: la imposibilidad de volver hacia atrás”. Posiblemente, el panorama ahora es muy distinto y cualquier movimiento que lleve la etiqueta de “vanguardia” es saludado, en principio, como digno de interés por una parte muy significativa de la sociedad. En cierto sentido, las tornas se han invertido. Ortega tenía razón: no hay posibilidad de “volver hacia atrás”. Y no la hay en un doble sentido. Por una parte, las corrientes artísticas sufrieron tal convulsión con la llegada de las vanguardias históricas que nada volverá a ser lo que era en sus aspectos creativos. Y por otra parte, la forma de enfrentarse del público en general con el arte también ha sufrido un cambio sin posibilidad de retorno. Cada vez es mayor el número de personas —iniciadas o no— que entienden lo que hay detrás de una pintura de Malevich. El arte de vanguardia ha llegado a ser comprendido gracias a su difusión por los media. Y el diseño como expresión de la nueva cultura está convirtiéndose —como afirma la profesora Anna Calvera—, junto con la Arquitectura, en la bisagra entre artes mayores y menores. Ambos son la única expresión del arte dependiente de la función. Esta formidable evolución debería jugar a favor de la actitud con la que los diseñadores nos enfrentamos con nuestro trabajo. El punto de partida es ahora totalmente distinto del que se daba en las primeras décadas del siglo XX. El trabajo del diseñador no debería buscar reconocerse dentro de esa elite de iniciados que se siente superior y con unos criterios de categorización de lo que es “bueno”, “malo, “bello” o “feo” por encima de los de los receptores de sus trabajos.

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El nivel de comprensión de las propuestas gráficas actuales por parte de la sociedad es mucho mayor que en décadas anteriores. Y el nivel gráfico de las propuestas también lo es. No se ha aumentado “el nivel de mediocridad”, como afirman algunos de forma elitista. Para ser estrictos, se ha elevado enormemente el nivel gráfico. Y eso es bueno para todos. Para el creador de los mensajes y para el receptor de éstos.

Notas 1

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5

6 7 8 9

Todas las citas de Ortega están sacadas del libro: Ortega y Gasset, José, La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, prólogo de Valeriano Bozal, Óptima, Barcelona, 1987. La edición original de este ensayo fue publicada por la editorial Revista de Occidente, Madrid, 1925. Catálogo de la exposición Signos del siglo. Cien años de diseño gráfico en España, Ddi, Madrid, 2000. Aicher, Otl, El mundo como proyecto, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1998. Maderuelo, Javier, El Objeto del Arte, catálogo de la exposición, Fundación Juan March, Madrid, 1995. Entrevista a Milton Glaser realizada por Peter Mayer, incluida en el libro: Glaser, Milton, Milton Glaser Graphic Design, The Overlook Press, Nueva York, 1973. Pelta, Raquel, “El diseño de autor”, Visual, núm. 62. Glaser, Milton, Milton Glaser Graphic Design, cit. Ibíd. Bass, Saul, Programa de mano de la exposición Saul Bass on Titles, Museo del Diseño, Londres, 2004.

El deseo de las mañanas Merleau-Ponty y el diseño Fátima Pombo

Fátima Pombo (Aveiro, 1964) es profesora asociada en el Departamento de Comunicación y Arte de la Universidade de Aveiro (Portugal). Responsable del área científica de doctorado para los estudios de arte y las disciplinas de Estética, Estética Musical e Historia y Estética do Design. Se doctoró en 1995 en Aveiro con una tesis sobre Fenomenología preparada en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Desde 2001 hasta 2005 fue Directora del Curso de Diseño de la Universidade de Aveiro. Es experta invitada de la European Comission, Directorate-General for Education and Culture para evaluar proyectos europeos. Obtuvo una beca de la Alexander von Humboldt Stiftung (Alemania) para investigar en la Universidad de Múnich (1998/1999) gracias a la cual publicó el libro Traços de Música (traducido al castellano en 2001). También es autora de dos biografías de la violonchelista portuguesa Guilhermina Suggia (1993 y 1996) y de las novelas O Desenhador (2003), As Cordas (2005) y Os Solistas (en prensa). Estudió Música en el Conservatorio de Música de Oporto.

Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) Phénoménologie de la Perception, 194. Sens et Non-Sens, 1948 Le Visible et l’Invisible, 1964 L’Oeil et l’Esprit, 1964

Antes de empezar Los objetos carecen de misterio cuando nos arrojan la verdad a la cara, cuando hacen coincidir aquello que se siente con lo que se sabe. Son objetos que han perdido ese no sé qué de las cosas. La cultura japonesa insiste en que el ser humano sólo puede sentirse satisfecho consigo mismo en los instantes en los que capta ese no sé qué de las cosas y del tiempo. Hay momentos que no tienen una explicación racional y que se distinguen entre sí porque también nos afectan de una manera distinta. ¿Cómo vivir despojado de todas las cosas, si las cosas pueden constituir encuentros extraordinarios con ilusiones tan liberadoras? Un ser humano sin cosas depende de un destino atrozmente interior y solitario. No sé si puede seguir llamándose humano un destino así. Por otro lado, si el día a día estuviese controlado únicamente por el no sé qué de las cosas sería insoportable. Necesitamos cosas pequeñas que funcionen, que sean agradables, que, una vez adquiridas, puedan utilizarse sin “complicaciones emocionales”. El diseño tiene la responsabilidad y versatilidad de diseñar con sentido y ofrecer belleza a través de las cosas cotidianas. Hace unos días estuve en una casa con una decoración muy austera y con poco color, que no pertenecía a una época demasiado definida, en fin... pálida y poco atractiva, que no despertaba ningún entusiasmo. Lo que teníamos que hacer allí no requería mucho tiempo. Estábamos a punto de marcharnos, cuando me fijé en una mecedora de madera y cuero marrón. La mecedora me hizo acordarme de una escena indeterminada de una película indeterminada en la que una mujer se sienta en una terraza pavimentada con gruesos tablones de madera y empieza a mecerse sin que se pueda saber qué piensa, qué siente o qué está mirando. Lo único que vemos es el mecerse de esa mujer, lo demás hay que adivinarlo. La mecedora era de Costa Rica. Al final, aquella casa tenía una Gioconda. Pedí quedarme allí hasta que los demás volviesen. De repente, sentí la necesidad de visitar mis cajas negras meciéndome en el bienestar de ese artefacto maternal.

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Empezar Las mañanas son el comienzo de un nuevo día; al menos, en cada despertar existe la esperanza de que se puede empezar, de que es posible dejar atrás lo que era el ayer antes de que nos durmiésemos. El sueño tiene esa cualidad de cerrar un día y abrir otro. Es un estrecho camino de paso por donde se mueven el olvido o el deseo. “Duerme, que mañana será otro día y las cosas te van a parecer distintas”. Probablemente, todos hayamos oído o proferido alguna vez esta tranquilizadora afirmación llena de buena voluntad. Cioran, que padeció insomnios terribles, tiene muy clara la importancia de dormir: “El extraordinario fenómeno del insomnio hace que no exista la discontinuidad. El sueño interrumpe un proceso [...] El tipo que se levanta por la mañana después de una noche de sueño tiene la ilusión de comenzar algo. Pero, si estás en vela toda la noche, no empiezas nada”.1 Por experiencia, sabemos que si bien las mañanas traen consigo la esperanza, también traen la duda. Hay cosas que van a realizarse y otras que no. El paso de las horas del día supone tomar decisiones constantemente. Sin embargo, las mañanas son como la infancia, un período en el que todo parece posible. El hombre es carne y hueso, sangre y nervios, un pequeño mundo mortal que no quiere morir y por ello inventa medios para detener la vorágine del tiempo. “¡Qué haya belleza!”, Schiller considera en la carta 18 que a través de la belleza “el hombre sensible se ve guiado hacia la forma y al pensamiento [...] el hombre espiritual se ve reconducido hacia la materia y el mundo de los sentidos”.2 ¿Qué poderes descubre Schiller en la belleza para atribuirle tales efectos curativos en el individuo? La belleza es una fuerza anímica, una condición necesaria para la humanidad. Existen el fuego, el aire, el agua, la tierra... y la belleza, que convierte en resplandeciente lo que es telúrico y en etéreo lo que es pesado, al menos de forma provisional. Es difícil definir la belleza. A través de esa definición podríamos meditar sobre el estado de las cosas y sobre la condición ontológica del ser humano. Schiller no nos abandona en esa aflicción y dice que debemos buscar el ideal de belleza “por la misma vía a través de la que satisfacemos nuestro impulso lúdico”. No voy a continuar con la interpretación del pensamiento schilleriano, porque he escogido a Merleau-Ponty para que me guíe, aunque la transposición al plano antropológico que realiza Schiller del sistema reflexivo-formal de belleza de Kant sea muy productiva en el caso de una sociedad cultural que reflexiona acerca de la formación estética del individuo (äesthetischer Staat, según Schiller.) Voy a partir de la hipótesis de que el impulso lúdico conduce a la búsqueda de soluciones envolventes y emocionantes que no tienen que resultar necesariamente arrebatadoras o inolvidables; a veces es suficiente que durante unos instantes nos trasladen a un mundo con otros detalles y otras impresiones. La conciencia de la carencia y la conciencia de la muerte son dos determinantes poderosos de la actividad humana, especialmente de la creativa. La crisis del ser humano es también la crisis de su finitud y la impotencia para acceder a la realización de todos sus deseos. La actividad creativa constituye una actualización de esa conciencia. La conciencia de ser es la conciencia de no ser suficiente; la conciencia del tiempo es la conciencia del ser que quiere realizarse

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y que se realiza a través de los objetos que lo muestran; el ser que tiene necesidad de crear formas. Pero si el artista se trasciende en el objeto producido (el poeta tiene que negarse para sobrevivir en el poema; el poeta deja su vida para presentar a los demás una vida que vivir), el diseñador desarrolla su actividad teniendo en cuenta una acción dirigida a lo cotidiano. Es verdad que el diseñador también puede ser un artista, pero creo que no puede disfrutar simultáneamente de esa condición “ontológica”. Yves Zimmermann, al analizar conceptos como diseño, diseñadores y objetos de diseño, llega a la conclusión de que la dificultad para encontrar criterios que posibiliten la valoración del contenido de esos conceptos lleva a que, de forma equivocada, a veces se apliquen los mismos criterios que se aplican al mundo de las Bellas Artes. Para Zimmermann, esa aproximación conduce a una distorsión de la naturaleza del diseño, que podría evitarse si el diseñador tuviese presente que el objetivo fundamental de su actividad es la solución de problemas a partir de la finalidad del uso, de la utilidad. El diseño es una actividad regida por un uso mínimo del dibujo y guiada por el propósito supremo de la usabilidad y la utilidad de los proyectos. Zimmermann refuerza su postura considerando que los “caprichos artísticos” del diseñador distorsionan la inteligibilidad y usabilidad de los proyectos. El rallador es un ejemplo de objeto cuya perfección en el uso lo convierte en algo tan discreto que prácticamente es ignorado como objeto de diseño. Este objeto hace patente que “cuanto menos diseño [en el sentido en el que normalmente se entiende este término] se interponga entre el objeto y sus usos, mejor funcionará y mayor será su utilidad [...] El objeto se explica por sí mismo, el designio se ha hecho evidente, visible, precisamente a través del diseño. [...] La usabilidad de este objeto es total. Es perfecto”.3

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Hablando del libro que editó Anna Calvera, Arte¿ ?Diseño (Gustavo Gili, Barcelona, 2003), la autora afirma que “sin una partícula copulativa en el título, la pregunta por la relación entre el arte y el diseño sólo puede responderla cada lector. Al final y extrapolando un concepto propio de la teoría del arte, puede muy bien ocurrir que sólo la ‘voluntad de diseño’ sea un criterio de discriminación válido ante los innumerables artículos, actitudes proyectuales, campos profesionales y maneras de diseñar que existen y conviven en la realidad cotidiana actual”.4 La expresión ‘la voluntad de diseño’ me remite a una pregunta de Nelson Goodman, “¿cuándo existe arte?”, llevada al mundo del diseño. Así pues, ¿cuándo existe diseño? Existen circunstancias que son comunes al artista, al diseñador y al individuo en general: el deseo, la duda, el mundo. La propuesta del “pluralismo” de Goodman en el arte, la ciencia, la filosofía e incluso en la vida cotidiana es construir mundos, crear mundos. “Construir y crear mundos” en contra de lo predeterminado fuera del sujeto, autor por derecho propio de esa construcción. Se trata de “mundos” y no del mundo; de la construcción en plural, de la construcción en función de una variedad y de un pluralismo que exigen versiones y visiones que no siempre son compatibles, que no siempre son correctas o verdaderas, habitadas por sistemas simbólicos, capaces de funcionar en “versiones-del-mundo” diferenciadas. Construcción, porque existen mundos dados, que no han sido creados por un demiurgo. Todos los mundos son construidos a partir de otros mundos construidos antes por otros. Todo lo que tenemos son versiones de distintas clases: de representación, perceptivas, descriptivas, artísticas, filosóficas, científicas o familiares. Maurice Merleau-Ponty, filósofo que ha inspirado el tono de El deseo de las mañanas, defiende que el sujeto individual, por el hecho de estar en el mundo, busca el sentido de la existencia; un sentido que no puede separarse del sentido que atribuye a las cosas (artefactos, objetos). Por ello, el campo de los fenómenos (de aquello que aparece) es tan importante y, por ello también, el pensamiento no es más que hacer que la experiencia se convierta en algo lúcido. Si se aplica la terminología de Goodman a la tesis de MerleauPonty, dar sentido es construir una “versión-del-mundo” que puede ser particular o tener un carácter más universal. Si interpretamos a Merleau-Ponty, podemos considerar que por el hecho de estar en el mundo, el hombre desarrolla una experiencia que oscila entre el deseo y el significado: el placer de la experiencia del cuerpo es inseparable de la experiencia del mundo y esta experiencia tiene implicaciones interpretativas y prácticas (de praxis). La emoción y el intelecto están siempre implicados en un compromiso orgánico y espiritual incesante, y todo gesto (no sólo el artístico) puede ser una toma de conciencia crítica sobre el mundo en el que estamos instalados. “Vivimos entre objetos construidos por los hombres, entre utensilios, en las casas, en las calles, en las ciudades, y la mayor parte del tiempo sólo los vemos a través de aquellas acciones humanas de las que ellos pueden ser el punto de aplicación. Nos acostumbramos a pensar que todo eso existe necesariamente y que es inexorable”.5 Sabemos que los objetos técnicos manifiestan una objetivación del mundo, son intermediarios entre el sujeto y el mundo y (al menos) es la eficacia la que

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los mueve; sirven a una acción que tiene fines utilitarios específicos; pretenden ser soluciones y no problemas. Dentro del contexto del diseño, proyectar “es siempre fruto de un designio, de una intención”, afirma Zimmermann6 y prosigue: “el uso, la utilidad de un objeto es, pues, la meta a la que debe aspirar todo proyecto de diseño. Por lo tanto, el designio debe guiar el acto de diseñar en orden a la usabilidad y debe convertirse en un criterio fundamental para medir cualquier decisión que se tome en el proceso de proyectar. Todo objeto debe pasar por la prueba de la verdad del uso”.7 Zimmermann orienta su reflexión en el sentido de justificar que el carácter, la “verdad” del objeto, se distingue por su funcionalidad, por el hecho de resolver un problema específico. Un objeto debe mostrarse a sí mismo y autoexplicarse sin ambigüedad. Pero sabemos, y el primero en saberlo es Yves Zimmermann, que el sujeto es un ser perceptivo, que la percepción (que se da en un horizonte determinado) y el conocimiento, como las elecciones y las decisiones, no se definen sólo por la eficacia. Si partimos de esta premisa, es posible justificar el cruce entre la fenomenología y la hermenéutica. En cuanto fenómeno que es posible interpretar, el objeto de diseño no es inocente y lleva consigo, además de todo el abanico de funciones mencionadas, un “significado en blanco”. El significado en blanco del que hablo es aquel que no se puede objetivar ni prever, porque es atribuido por cada sujeto a partir de su propio campo de subjetividad. La cosa existe también con y a través de esa interpretación. El significado en blanco de la cosa es el significado que, después de realizadas todas las funciones, todavía permite que el sujeto establezca un sentido para sí mismo, que no es el sentido del mundo-verdad de los metafísicos, ni tampoco el mundo funcional de los pragmáticos. ¿Cómo diseñar un despertador capaz de cumplir con su función de sacarnos del confortable mundo de los sueños y que nos recuerde que existe una realidad que nos espera (o que no podemos evitar) sin que nos den ganas de arrojarlo contra la pared? ¿De qué forma integra el diseñador el deseo, la duda, el mundo en el proyecto?

Todo sucede en el espíritu El artista nos presta los ojos para que veamos el mundo; ésta es una hermosa afirmación de Schopenhauer. ¿Sólo el artista? Bien, el artista es también un falsificador del mundo y de la vida real ya que los convierte en irreales; es un demiurgo revelador de fuerzas ocultas, porque el arte es un ponerse a pensar y contiene cualidades de las que carece la visión del mundo de la experiencia vulgar. Cuando las cosas entran en relación con el individuo se convierten en campo de su experiencia y lo unen a un espacio y a un tiempo. En algunas ocasiones, los objetos mueven y conmueven, ayudan a los individuos a situarse fuera y dentro de sí mismos. Un objeto es la posibilidad de una experiencia y, por lo tanto, los objetos de diseño también tienen ese designio. Norman Potter interpreta la unión entre diseño y arte desde el punto de vista de la utilización de la libertad de creación:

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Fátima Pombo Cuanto mayor es la libertad de movimiento estético y sensorial dentro de una gama de posibilidades de diseño, más cerca parece estar el resultado de aquello que ofrece la práctica de las bellas artes. Cuanto menor es la libertad, más se aproxima el diseño a las ciencias y a aquellos campos donde la percepción de la opción estética es verdaderamente marginal.8

La experiencia de un objeto (estética o de otro tipo) se desencadena a través de la experiencia de la forma. Vamos a abstraernos de la experiencia estética de los objetos de arte y a abstraernos de la formulación de las teorías sobre la belleza para situarnos en la estética de lo cotidiano, que es aquella que se vive en la experiencia cotidiana de los objetos. El diseño tiene a su alcance la posibilidad de integrar en la existencia la función estética y liberar dicha existencia del sometimiento a la estricta función material y utilitaria. Desde el principio, los objetos que son utilizados en el trabajo cotidiano tienen asociados otros valores (míticos, religiosos, políticos, mágicos, estéticos) que han permitido la diferenciación cultural y la afirmación de la identidad de las comunidades. El diseño tiene la posibilidad de acabar con el sacerdocio estético y de acercarlo a la vida. El diseño tiene la posibilidad de estetizar el mundo, no mediante el ornamento o haciéndolo más bello, sino promoviendo una relación más auténtica (menos alienada) con el artefacto, en la que puede incluirse el ornamento. En un artículo titulado “Wie kommt ein funktionalischer Designer zum Thema Ornament?”, Richard Fischer defiende que el ornamento desencadena una serie de sensaciones que desempeñan funciones importantes en dos tramos del proyecto: en el nivel relacional de representación de las funciones prácticas (el lenguaje del ornamento es simbólico) y en el nivel emocional de representación de las funciones decorativas (el lenguaje del ornamento es afectivo). El ornamento establece una conexión entre la razón y la emoción, amplía la naturaleza emocional de los afectos y, por lo tanto, acerca el artefacto al mundo de referencias de cada uno.9 Los argumentos estrictamente funcionales se encuentran actualmente cada vez más lejos de desempeñar un papel persuasor primordial en la adquisición de objetos. Se habla del carácter simbólico de los objetos orientados a la función práctica, en referencia a que ya no se bastan por sí mismos. Los objetos son extensiones del cuerpo y del espíritu de sus usuarios y, por ello, desempeñan funciones importantes de representación de la identidad. Los objetos se justifican por la necesidad (el deseo), cuya satisfacción parece ser más psíquica que física. La publicidad, al construir escenarios de estilo de vida, crea y alimenta mecanismos poderosos de representación que vehicula a través de las marcas. Pero diseñar una nueva panoplia de objetos que promuevan nuevos ideales no es suficiente para organizar una sociedad nueva y para configurar una nueva estética. Cuando el individuo construye cosas, cuando trabaja para comprar cosas, cuando utiliza cosas, puede convertirse en una cosa entre cosas. ¿Cómo protegerse de algún modo de la reificación, de la distorsión del deseo (la pulsión de la vida y el cambio) en un factor de repetición y desorientación? El texto Le doute de Cézanne 10 nos remite a la libertad del acto de pensar y de sentir como vía efectiva de cambiar el mundo sin convertirnos en cautivos de la glorificación de la imagen personal y de la ajena. Un breve repaso de las

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últimas contribuciones del científico António Damásio sobre el dominio neurológico de la actividad cerebral nos hace preguntarnos acerca de aquello que, en el ser humano, se encuentra condicionado por la historia de sus experiencias emocionales (de la que ciertos objetos y acontecimientos son particularmente responsables) y del margen que tiene el hombre para cambiar su destino emocional y, por lo tanto, existencial. Según Damásio, el ser humano se distingue por su inteligencia y ésta se halla informada por la experiencia emocional. Las decisiones del individuo están muy influidas por su experiencia tanto lejana como cercana, y esa influencia forma parte del modo en que el individuo percibe la realidad, ya que a partir de ella se crea una tercera percepción que origina el conocimiento de sí mismo por parte del individuo, como si asistiese a una representación de su ser. La conciencia está dividida en dos escenarios que condicionan y orientan las decisiones: el lugar de la identidad, constituido por recuerdos selectivos que relacionan al yo con el mundo; y el lugar de los proyectos, creado a partir del presente, que se dirige al futuro de los presentes próximos e interactúa con las experiencias nuevas. Para Damásio, la subjetividad aparece cuando el cerebro, además de producir las imágenes de un objeto y las imágenes de respuesta del organismo a ese objeto, produce un tercer tipo de imágenes que corresponde a la observación del organismo durante el acto de comprender y responder a ese objeto; como si el sujeto recrease un punto de vista exterior a sí mismo: el propio sujeto asiste a una escena protagonizada por él mismo. La subjetividad aparece en la última fase de conocimiento. La concepción de una realidad futura, su previsión, se deriva de un proceso subjetivo, de nuestra acción intelectual; crea además una imagen del objeto y de nuestro organismo con respecto al objeto, una percepción distanciada de esa escena. Es posible que del mismo modo que los dos ojos, actuando de forma conjunta, revelan un tercer tipo de percepción distinta a la de cada uno de los ojos por separado, también el yo (self) adquiere un conocimiento perceptivo nuevo siempre y cuando la percepción del objeto coincida con la percepción del individuo con relación al objeto. Se produce así una especie de tridimensionalidad perceptiva en la que el individuo pasa a verse en esa “película” y a comprender el fenómeno. Al crear esta tercera representación, el individuo refleja sobre sí mismo lo que está viendo. Este distanciamiento reflexivo puede que esté presente en el origen de esa característica forma humana de ver más allá de los sistemas que condicionan al hombre, “adivinando”, “deseando”, “reconociendo” otras posibilidades. Este dispositivo de nivel variable, de proyección de un sentimiento visual hasta que es posible comunicarlo a través del lenguaje, se encuentra a medio camino entre el yo (self) impreciso y el yo (self) consciente. No existe inteligencia sin emoción, ya que el deseo constituye una condición previa a cualquier proceso cognitivo, aunque el procesamiento deductivo lógico y espontáneo opere a una velocidad superior a la de la inteligencia emocional. No existe cuerpo sin cabeza, ni cabeza sin cuerpo, como no existe cognición sin emoción en los individuos considerados normales. Cuando el individuo toma decisiones, recurre a un conocimiento anterior marcado por la memoria emocional; afronta cada nuevo problema resolviéndolo más deprisa de lo que exigiría la previsión de todas las posibilidades combinatorias. En cada uno de nosotros existe un sistema instantáneo de

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orientación al tomar una decisión que se ha ido construyendo individualmente a lo largo de nuestra existencia a través del sufrimiento y el placer de las experiencias relacionales y que constituye una matriz dinámica (porque está adquiriendo siempre contornos informativos nuevos) a partir de la cual se toman decisiones y se diferencian los individuos. ¿Acaso es el diseñador un demiurgo de la vida cotidiana?

Caminar en el mundo “Nuestro corazón late para conducirnos a las profundidades... Esas extrañezas se convierten en... realidades... Porque en lugar de limitarse a una restitución de intensidad variable de lo visible, incorporan también una parte de lo invisible, de lo percibido de forma oculta”. Esta afirmación de Paul Klee citada por Merleau-Ponty 11 nos lleva directamente al centro de nuestra argumentación. Merleau-Ponty no encontró una salida en el plano de la percepción. Al ocuparse de la percepción, el filósofo reconoce que, como experiencia primordial, la percepción manifiesta una constitución precognitiva, una conexión entre esencia y existencia que no puede “pre-suponerse”. Existe un pacto originario del que surge el sentido que al relacionar a un sujeto (definido como cuerpo propio) y un mundo (definido como fondo u horizonte) no deja de situarlos en una posición antagónica, porque sujeto y mundo se dan en una correlación constante. Cuando en la Fenomenología de la percepción el filósofo hace de la percepción un acontecimiento inaugural, puesto que despoja a la conciencia de su poder de construcción o constitución y la coloca en la vida perceptiva, al preguntarle qué somos antes de pasar a la reflexión y purificar con ello la mirada envenenada por el saber occidental (es preciso “hacer desaparecer el mundo tal y como es antes de cualquier regreso a nosotros mismos”,12 se topa con una opacidad que lo inclina a una vía de la que Le Visible et l’Invisible 13 son un testimonio. Este cambio de orientación hace posible incorporar aspectos que no forman parte del dominio de la percepción. En la medida en que el pensamiento se orienta hacia la ontología, y debido a la necesidad de la fenomenología de trascenderse en la ontología, el filósofo parece más interesado por la dimensión de la ausencia, por la cara “invisible” de la visibilidad. Para Merleau-Ponty el ser es un ser primitivo, la esencia salvaje que es también el mundo percibido, Lebenswelt, el dominio de todas nuestras experiencias vividas. Merleau-Ponty quiere recuperar la esfera de lo vivido, de lo existencial, de aquello que Husserl denominó como Lebenswelt, Urheimat, donde se fundamenta toda actividad donadora de sentido (Sinngebung). El mundo no puede estar sometido a una conciencia pura. Se trata de colocar al mundo como fuente prioritaria de la que brota la significación. Para Goodman es absurdo hablar de una realidad autónoma, que existe por sí misma, independiente de la construcción de las distintas versiones del mundo. Esta afirmación constituye precisamente una de las tesis que caracterizan al irrealismo de Goodman, sustentado por la idea de que las percepciones, los datos, la materia, las experiencias y los hechos se relacionan necesariamente con los sistemas de los que forman parte, que siempre son construidos, nunca dados; la construcción de los sistemas se corresponde con

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la construcción de las realidades. Las versiones no son sino sistemas de símbolos que categorizan, clasifican y ordenan los respectivos referentes; es decir, disponen y determinan las condiciones para la individualización de los objetos. Merleau-Ponty cree que al dar preferencia a una cosa a través de nuestra mirada, esa cosa se hiperboliza y las demás cosas retroceden, se convierten en horizonte, aunque conserven la posibilidad de convertirse en objeto de “mi mirada”.14 Es posible argumentar que los objetos técnicos parecen manifestar una objetivación del mundo. Desde el punto de vista de la eficacia, son intermediarios entre el sujeto y el mundo, sirven a una acción con fines utilitarios específicos (un objeto técnico puede transformarse en un objeto de uso y encontrar su fin inmediato en una aplicación utilitaria, del mismo modo que el objeto utilitario puede convertirse en un objeto estético). Un objeto puede simbolizar cosas distintas en tiempos distintos. Los objetos pertenecen simultáneamente a un Zeitgeist, a una concepción del mundo, a un horizonte relacional, a un estilo de vida, a un movimiento supraestructural que trasciende la obra y que participa en su metamorfosis. El arte, la música, el teatro, el cine, la moda o la arquitectura ofrecen al diseñador estímulos variados para el estudio del espíritu de la época. Las relaciones entre arquitectura y diseño, el campo de acción entre las artes plásticas y las artes aplicadas, o las posibilidades de aplicación de los nuevos métodos y tecnologías son buenos ejemplos de ello.15

Esta afirmación nos remite al ámbito de los efectos de la obra de diseño, al ámbito de su significado en blanco: las libertades que sugiere y desencadena. ¿Acaso es el diseñador un intérprete de mirada curiosa y pensamiento perspicaz?

El deseo de belleza ¿Qué hay debajo de la máscara humana? ¿Una máscara, otra y otra? ¿Existe algo debajo de las máscaras? La esencia del individuo se encuentra en el fin de su historia, y me da la sensación de que Sartre tenía mucha razón cuando proclamaba que la existencia precede a la esencia. Al lado del cómo soy, de las referencias de quién soy, se desarrolla el deseo de lo que quiero hacer o de lo que quiero ser, en un movimiento dinámico de reafirmación permanente de la realidad que nos envuelve. El individuo se va construyendo a cada momento. ¿Qué condiciones tiene la belleza para definir un sentimiento cotidiano a través de la manipulación y de la contemplación de los objetos? ¿De qué forma trabaja el diseñador la memoria, la herencia? (¿la supera?, ¿la integra?) ¿Tiene interés el diseñador por diseñar cosas que perduren como aquellas que recordamos? Al diseñar objetos, el diseñador proyecta mundos. Los objetos forman parte del individuo y pueden revelar o no una intención estética. Las funciones simbólicas, perceptivas y emotivas que los objetos tuvieron siempre adquieren actualmente una importancia que va mucho más allá de su funcionalidad. ¿Estamos ante una sociedad del espectáculo en la que somos

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actores, figurantes y público? ¿Quién la dirige? ¿Se trata sólo de la desmesura de una cultura material que hace ya mucho que borró las huellas de la naturaleza? Tal vez se trate de una tenue línea que separa el ser sujeto del ser sujetado. Los objetos simbólicos son más humanos (objetos estéticos) que aquellos que se someten exclusivamente a un orden funcional optimizado (objetos estetizantes), ya que los primeros representan al individuo en su posibilidad histórica y cultural, contrariamente a los objetos funcionales que lo entienden como un devenir técnico, descontextualizado de la memoria de un tiempo. A través de los objetos damos cuenta de nuestra humanidad que desea, que piensa, que habla. El hombre se interroga sobre su destino, sus relaciones sociales y culturales a través de la relación con los objetos. La relación con ciertos objetos expresa realidades secretas del individuo (él mismo y su doble, el otro sí mismo), lo impensado, lo que se encuentra fuera de su auto-representación cognitiva. La crisis del ser humano es también una señal de su finitud, que exige hipótesis de expresión y alternativas, y a la que quizá puedan dar respuesta, especialmente, las soluciones creativas e innovadoras. La simbiosis de los artefactos con la vida ha conferido a éstos el estatuto casi ontológico de “segunda piel” y, cuando los artefactos se vuelven inmateriales, pierden la conciencia de la forma material de sentir el mundo, que pasa a manifestarse a través del simulacro. Actualmente, en plena operación cibernética, asistimos a la desaparición sistemática y progresiva de los portadores de información. En los mensajes electrónicos no existen vestigios del otro, a no ser en el contenido digitalizado del mensaje que desaparecerá si el soporte no se alimenta electrónicamente. Si desaparece el mensaje, acaba por desaparecer la memoria; si desaparece la memoria, desaparece la historia y la posibilidad de su arqueología. Sin registros materiales en la memoria activa apenas perdurarán los conceptos. La panoplia de objetos que constituían nuestro mundo parece quedar reducida gradualmente a nuestro cuerpo, lugar de encuentros, vehículo de ideas y soporte de memorias. De hecho, el régimen de movilidad al que estamos sujetos en la vida urbana contemporánea ha contribuido a la reducción física de los objetos de uso. Viajamos con el teléfono móvil y, en el caso de los más dependientes, también con el ordenador portátil. La memoria es un tema importante en la era de la desmaterialización del diseño y de la desmaterialización de los afectos. Los afectos se materializan en el cuerpo, en la casa, en las familias, en los objetos intercambiados. Krippendorff opina que los objetos tienen que tener sentido para quien los utiliza;16 el público raramente ve formas puras u objetos aislados; al contrario, les atribuye sentido integrándolos en un contexto que los relaciona con otras cosas, con experiencias personales, con la imaginación, con la representación, con el deseo. “Lo que una cosa es para alguien se corresponde a la suma total de sus contextos imaginables”.17 Los diseñadores conscientes de la semántica del producto pueden articular finalidades y criterios bastante diferentes a los de aquellos que la ignoran.18 El autor presenta cuatro contextos en los que los objetos pueden tener un significado distinto y defiende que estos cuatro contextos “deben proporcionar conceptos fértiles a partir de los cuales puedan desarrollarse teorías de sentido eficaces para los diseñadores industriales —Krippendorff cita a los diseñadores industriales—: el contexto operacional, el contexto sociolingüístico, el contexto genético y el contexto ecológico”.19

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En el ámbito de este texto nos interesa la tesis de que los individuos se rodean de artefactos, de cosas que tienen sentido para ellos, considerando que el “sentido” es el resultado de una relación construida cognitivamente a partir de relaciones “no cognitivas”. ¿Cómo es posible que el diseñador sea creador de un modo de vida, necesariamente de aquel que tiene la trascendencia de ser el futuro?

La sucesión de los días Los días se suceden. El ser humano, como ser-que-está-en-el-mundo, va construyendo relaciones también a partir del modo en el que se construyen los objetos en su conciencia. Las cosas alteran el modo de percibir, de conocer, de sentir, de comunicar, de existir. ¿Cuándo es diseño? A lo largo de este texto se han propuesto cuatro temas, cada uno de ellos concluye con una pregunta sin respuesta, dirigida a los diseñadores. Recapitulando: Tema: Empezar. Pregunta: ¿Cómo integra el diseñador el deseo, la duda, el mundo en el proyecto? En las sociedades del despilfarro se exaltan los códigos que apelan a la fruición: del tiempo, de los ambientes, de uno mismo, de los demás, de la cultura. La exaltación de esos valores de resonancia humanista no está separada de la presencia de artefactos asociados a la idea de fruición que buscan su venta, idea que se convierte en algo regulado y tan pragmático como cualquier otra función utilitaria. Cada época desarrolla un gusto público, una moda, unos principios de proyección, de construcción. El artefacto participa del mundo del destinatario (Umwelt) y él mismo es un mundo (ein Welt). Un objeto no es sólo un objeto funcional; es un acontecimiento, un suceso (ein Ereignis), un silencio que hay que llenar, un sentimiento que hay que descubrir. Un objeto manifiesta siempre algo del sujeto, ya sea de su creador, ya sea de aquel con el que éste se cruza; tiene un pathos, un significado en blanco, el significado imprevisible e imponderable que lleva consigo, los vestigios del deseo de un sujeto. Bürdek admite que “las concepciones del producto se definen y desarrollan con relación a los modelos de vida específicos de los grupos de público más diversos”.20 Se trata de tener en cuenta la descripción del contenido de los objetos que se van a proyectar. Las cuestiones de forma y contexto deben superponerse a los modelos formales de programación. La forma es una mirada del espíritu, puesto que no vive en la materia. Ya sea por necesidades mecánicas, ya sea por necesidades de orden intelectual, el hombre fabrica artefactos que pueblan la existencia. Cada generación fabrica sus artefactos. Para comprender la vida de las formas, quizá sea necesario también liberarnos de las viejas antinomias espíritu/materia, materia/forma, porque la materia o mejor dicho, las materias, son numerosas y complejas... interfieren según su “naturaleza” en la forma en la que se concretan. Hablar de la vida de las formas es evocar la idea de sucesión. El ser humano está abierto a los cambios

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y a los acuerdos, y la cultura no deja de ser un acto de incorporación progresiva de los acontecimientos (esperados e inesperados) que pueden producir una renovación de la posición del individuo respecto a sí mismo y a la comunidad. Un artefacto, en su intento de ensayar respuestas mediadoras a los eternos problemas de la humanidad, es simultáneamente icono y réquiem de una cultura. Es posible comprender el rediseño a través de la adecuación interpretativa de nuevos soportes materiales y de las nuevas tecnologías como respuesta a problemas antiguos. La definición de un paradigma en el que el creative thinking (pensamiento creativo) pueda transformarse en critical thinking (pensamiento crítico) enfatiza el hecho de que el diseño y la teoría del diseño pueden establecer una relación cuya naturaleza participa en el desarrollo de la cultura del diseño como agente globalizador, pero también como marcador de identidades regionales; es decir, como parte que interviene en la aparición de paradigmas que sean capaces de integrar la diversidad de las referencias culturales. Tema. Todo sucede en el espíritu. Pregunta: ¿Es el diseñador un demiurgo de la vida cotidiana? Las cosas, los objetos, los artefactos penetran nuestra vida hasta lo más profundo, hasta el punto de que es imposible imaginar la vida sin esos compañeros cotidianos. Sería ingenuo considerarlos sólo como la manifestación de poder de una economía de mercado que, para sobrevivir, exige la rápida sustitución del protagonismo de unos artefactos por el de otros. Por otro lado, diseñar una nueva panoplia de objetos no es suficiente para organizar una sociedad nueva y para configurar una estética nueva. Los artefactos no son neutros. Los artefactos definen paisajes contextuales, fomentan la información, la conformación, la personificación, la promesa, la libertad. En nuestra vida, los objetos son mucho más que meras posesiones materiales. Nos hacen sentirnos orgullosos, no porque hagamos ostentación de nuestra riqueza o nivel social, sino por el sentido que dan a nuestra vida [...] Un objeto favorito es un símbolo que establece un marco positivo de referencia mental, un conjunto de recuerdos gratos o, a veces, la expresión de la propia identidad. Y a su vez, ese objeto guarda una historia, un recuerdo, una memoria y algo que nos une personalmente a ese objeto en particular, a esa cosa en particular.21

Sin emociones, lo cotidiano no existe; el comportamiento está asociado al sistema emocional que, a su vez, interfiere en las decisiones que se toman a lo largo del día. En la década de 1980, cuando escribí el libro The Design of Everyday Things, no tuve en cuenta las emociones. En aquellas páginas abordé de un modo lógico y desapasionado los temas de la utilidad y la usabilidad, de la función y la forma, [...] Pero ahora, en este nuevo libro, he cambiado de opinión. ¿Por qué?, se pregunta el lector. En parte debido a los recientes avances científicos que se han dado en la comprensión de nuestro cerebro y de la estrecha relación que existe entre las emociones y la cognición. Actualmente, como científicos, comprendemos la importancia y el valor de las emociones en la vida cotidiana. No hay duda de

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que la utilidad y la usabilidad son importantes, pero si se las priva de la diversión y el placer, de la alegría y el entusiasmo o de la exaltación y, realmente, también de la inquietud y la rabia, del miedo y la ira, nuestra existencia estaría incompleta.22

Esta reflexión que justifica la unión profunda entre emoción y cognición y, en consecuencia, entre usabilidad y belleza, no carece de utilidad, ciertamente, para la práctica del diseño. Tema: Caminar por el mundo. Pregunta: ¿Es el diseñador un intérprete de mirada curiosa y pensamiento perspicaz? En la interpretación existe algo de infinito y de supuesta renovación. Una interpretación significativa es activa, subjetiva, creativa y, por supuesto, implica esfuerzo. Ésa es la fascinación de la forma y del pensamiento. Reflexionar es hacer rodar el “carrusel de las imágenes de la cosa” (Gilles Deleuze), pero también significa recuperar de ese carrusel las consecuencias de las imágenes y determinar las formas de abordarlas y de hacerlas aparecer. La expresión ‘esto quiere decir’ participa de una contingencia ontológica que permite a cada uno de los enfoques la cualidad de inaugurar un sentido (¿una verdad?) y de aumentar el artificio; es decir, la cultura (un modo singular de decir). Para Papanek, los diseñadores no deberían descuidar importantes conocimientos desarrollados en ámbitos disciplinares como la psiquiatría, la cultura histórica, la geografía humana, la filosofía, la arqueología..., en la medida en que esas disciplinas disponen de un conjunto extraordinario de informaciones sobre la forma de manifestarse estética y psicofisiológicamente de los individuos.23 Esa negligencia se da en dos grupos de diseñadores identificados por Papanek: el grupo de los diseñadores que pretenden volver a un proceso de diseño más sistemático, científico, previsible y compatible con el sistema de computación; y el grupo de los diseñadores que se dejan llevar por las sensaciones, las intuiciones, los sentimientos, las revelaciones. Mientras que los primeros intentan racionalizar el diseño, convertirlo en algo “científico” a través de la aplicación de reglas, taxonomías y clasificaciones, los segundos caen en cierto romanticismo con el que pretenden responder a las necesidades humanas. A pesar de la dicotomía excesivamente antagónica de los caminos de la práctica del diseño que plantea Papanek, una especie de funcionalismo hightech, lógico y frío y el denominado seat-of-the-pants design, lo importante ahora es subrayar la necesidad de que el diseñador tenga en cuenta las aportaciones de otras áreas de conocimiento para determinar su propio dominio. Y el mundo, el mundo. Tema: El deseo de belleza. Pregunta: ¿Cómo es posible que el diseñador sea creador de un modo de vida, necesariamente de aquel que tiene la trascendencia de ser el futuro? Toda decisión sobre la forma implica un juicio estético, de gusto y, por consiguiente, de belleza. El individuo necesita belleza. Si el arte es capaz de reclamar lo sublime como aquello que conmueve (la belleza de lo sublime), lo bello puede inclinarse del lado de aquello que agrada (la belleza de lo

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agradable). Si se retomase la pregunta de Goodman aplicada al diseño “¿cuándo existe diseño?”, quizá fuera posible una respuesta desde la interpretación: es diseño cuando se interpreta como forma de lo cotidiano. La ontología del diseño dependería igualmente de su práctica; es decir, de la confirmación del ser a través de la actualización de cada acto. Para demostrar el valor del diseño como fenómeno estético de gran implicación cultural sería necesaria una teoría estética que respondiese en dos sentidos: por un lado, ante la práctica del styling y de todo lo que oliera a ornamento y función decorativa, o lo que es lo mismo, lo superfluo y superficial por naturaleza, que acaba siempre desembocando en lo artificioso; por otro lado, en tanto que arte popular, frente a desculturizada, frívola y banal una cultura de masas construida a base de productos de la industria cultural.24

Conforme a la belleza de lo agradable, el diseño, aun no siendo arte, incorpora la cualidad de lo estético, celebra lo cotidiano y la condición bella de los artefactos útiles. Dagmar Steffen, cuando analiza el lenguaje de producto de dos sillas de Philippe Starck (la silla Louis XX y la silla Lord Yo), concluye que el diseñador, sin negar la funcionalidad, se interesa por alimentar el deseo de belleza de los consumidores.

Sillas Lord Yo, de Philippe Starck, 1994. Driade.

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Por lo menos algunos de sus diseños, como las sillas de plástico, los exprimidores de naranjas y los cepillos de dientes, se han fabricado en masa y de esa forma han estado disponibles a un precio que cualquiera puede pagar. Se crearon fundamentalmente por razones estéticas. Como sucede en parte con el nuevo diseño alemán, los productos Starck no negaron deliberadamente toda funcionalidad, sencillamente no la colocaron en primer lugar. Este hecho ha conducido algunas veces a productos que no resultan muy prácticos, pero eso no ha disminuido necesariamente su éxito en el mercado.25

Si la estética de la belleza de lo sublime nos remite a la dimensión contemplativa de la existencia, la estética de la belleza de lo agradable (¿la estética del diseño?) nos remite a la praxis. La vocación estética del artefacto aproxima la cosa al arte y simultáneamente conserva su naturaleza funcional y su usabilidad. No tengo ninguna duda de que tiene que ser posible diseñar un despertador que nos despierte todas las mañanas y que, en lugar de darnos ganas de arrojarlo contra la pared, nos estimule a comenzar un nuevo día.

Notas Cioran, Emil, Conversaciones, Tusquets, Barcelona, 1996, pág. 225. Schiller, J, C. F., Cartas sobre la educación estética del hombre, Aguilar, Buenos Aires, 1981. 3 Zimmermann, Yves, Del Diseño, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1998, págs. 120-121. 4 Calvera, Anna, ed., Arte¿ ?Diseño, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2003, pág. 14. 5 Merleau-Ponty, Maurice, Sentido y sinsentido, Península, Barcelona, 1977, pág. 28. 6 Zimmermann, Yves, op. cit., pág. 12. 7 Ibíd., pág. 114. 8 Potter, Norman, Qué es un diseñador: cosas, lugares, mensajes, Paidós, Barcelona, 1999, pág. 14. 9 Fischer, Richard, “Wie kommt ein funktionalischer Designer zum Thema Ornament?”, HFG Forum 17 (Zeitschrift der Hochschule für Gestaltung Offenbach am Main), agosto de 2000, págs. 18-21. 10 En Merleau-Ponty, Maurice, op. cit., pág. 28. 11 Merleau-Ponty, Maurice, El ojo y el espíritu, Paidós, Buenos Aires, 1977, pág. 85. 12 Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, Península, Barcelona, 1975. 13 Claude Lefort emprendió la publicación póstuma de esta obra que el autor no pudo concluir, a partir de las numerosas “notas de trabajo” y de un anexo que parece referirse a la primera redacción de la tercera parte del primer capítulo, titulado “Interrogación e intuición”. Esta producción del filósofo, desarrollada en apenas dos años, finalizó por su muerte repentina en mayo de 1961. 14 En la obra El ojo y el espíritu, el filósofo insiste constantemente en la importancia fundamental de la pintura “que contribuye a definir nuestro acceso al ser”. La pintura restituye toda la pureza que el pensamiento científico y objetivador elimina de la visión. El pintor tiene una visión desinteresada, se deja revestir por las cosas y, en la medida en que es habitante del mundo, traduce su envolvimiento en la pintura. En el ensayo Le doute de Cézanne, el filósofo pasa de la entidad “pintor” a un pintor muy específico (Paul Cézanne), que quiso unir arte y vida utilizando la inteligencia para organizar en la obra lo que le era dado a través de las sensaciones. “Cézanne no creyó tener que escoger entre sensación y pensamiento, o entre el caos y el orden. [...] Es este mundo primordial el que quiso pintar Cézanne y ésta es la razón por la que sus cuadros dan la impresión de naturaleza en su estado original, mientras que las fotografías de esos mismos paisajes sugieren el trabajo del hombre, sus comodidades, su significativa presencia” (Merleau-Ponty, Maurice, Sentido y sinsentido, cit.). El pintor no está frente a las cosas para conceptualizarlas, nace con ellas, porque es parte de la carne del mundo. Merleau-Ponty, al buscar una definición propia para la carne (término nuevo para designar al Ser) se aleja de los conceptos metafísicos tradicionales: la carne no es la materia, 1 2

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no es el espíritu, no es una sustancia, es el “viejo término de elemento, en el sentido en que lo empleamos para hablar del agua, del aire, de la tierra, del fuego” (Merleau-Ponty, Maurice, Lo visible y lo invisible, Seix Barral, Barcelona, 1970). Bürdek, Bernhard, Diseño. Historia, teoría y práctica del diseño industrial, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1994, pág. 152. Krippendorff, Klaus, “On the essential contexts of artifacts or on the proposition that Design is making sense (of things)”, en Margolin, Victor, y Buchanan, Richard, eds., The Idea of Design, The MIT Press, Cambridge, MA, 2000, págs. 156-184. Ibíd., pág. 159. “The etymology of design goes back to the Latin de+signare and means making something, distinguishing it by a sign, giving it significance, designating its relation to other things, owners, users, or gods. Based on this original meaning, one could say: design is making sense (of things)” [La etimología de diseño se remonta al latín de + signare y significa hacer algo, distinguirlo por una firma, darle significación; haciendo referencia a la relación con otras cosas, dueños, usuarios o dioses. Basándose en su significado original se podría decir: el diseño es dar sentido (a las cosas)] (Krippendorff, Klaus, “On the essential…”, cit., pág. 156). Ibíd., pág. 162. Bürdek, Bernhard, op. cit., pág. 145. Norman, Donald, El diseño emocional. Por qué nos gustan (o no) los objetos cotidianos, Paidós, Barcelona, 2005, pág. 21. Ibíd., pág. 23. Papanek, Víctor, “The future isn’t what it used to be”, en Margolin, Victor, y Buchanan, Richard, eds., op. cit., págs. 56-59. Calvera, Anna, ed., op. cit., pág. 20. Steffen, Dagmar, “Perspectives on the hermeneutic interpretation of design objects”, Formdiskurs, 3, II, 1997, pág. 27.

El cosear de las cosas Consideraciones rezagadas a partir de Martin Heidegger Anna Calvera

Anna Calvera (Barcelona, 1954) es profesora titular de Historia y Teoría del Diseño y de Estética en la Universidad de Barcelona. Doctora en Filosofía y graduada en Diseño Gráfico por Elisava y Llotja, ha trabajado como diseñadora aunque muy pronto se dedicó a la docencia y la investigación. Ha impartido clases y seminarios en varios centros de Barcelona, de otros lugares de España, del resto de Europa y en Latinoamérica. Es autora de un libro sobre la teoría del diseño de William Morris (La formació del pensament de William Morris, Destino, Barcelona, 1992) y de una historia del diseño gráfico en Cataluña (Barcelona, 1997). Ha colaborado asiduamente en revistas como Temes de Disseny (Barcelona), Experimenta (Madrid), tipoGráfica (Buenos Aires), Étapes Graphiques (París), Journal of Design History (Oxford) y The Design Journal (Aldershot, UK). Es también promotora de las Reuniones Internacionales de Historiadores y Estudiosos (ICDHS) del diseño de la que se han celebrado varias ediciones en diversos países.

Martin Heidegger (1889-1976) El origen de la obra de arte, 1950 La pregunta por la técnica, 1953 Hölderlin y la esencia de la poesía, 1937 Construir, habitar, pensar, 1954 La cosa, 1954 Poéticamente habita el hombre, 1954

1. El cosear de las cosas. Al preparar este libro, los progenitores sabíamos que Martin Heidegger era ineludible. Había que incluirlo entre los autores tratados por varios motivos, si bien el que nos parecía más significativo era la posibilidad que Heidegger nos proporcionaba a Yves Zimmermann y a mí de declinar la palabra cosa y utilizarla en nuestras conversaciones sobre el ser y los modos de ser del diseño. Hablar de lo cósico, de la cosidad y del cosear de las cosas parecía a simple vista un modo fácil de comprender ese universo en el que actúa el diseño porque las cosas, como tales cosas, aparecen siempre que se habla de diseño. Era lo que correspondía visto que el título del libro es De lo bello de las cosas: si en otros muchos capítulos ya se ha hablado de lo bello y sus modos, lo propio ahora era rastrear algo sobre las cosas y su razón de ser, a saber, su tenaz, constante e imperturbable “coseo”. Eso del cosear de las cosas parecía servir para dilucidar ese comentario tan habitual entre diseñadores considerando si algo es o no es lo que es; para poner un ejemplo, si un cartel “es” un cartel, o cuándo un cartel es un cartel, dando a entender con ello que de este “serlo” depende realmente su calidad en cuanto diseño. Se puede objetar que, en realidad, esos comentarios lo que hacen es inquirir sobre el género, o sea, sobre la clase de objetos cuyas características generales están tan bien establecidas por la tradición.1 Puede ser; como también puede ser que se esté hablando de tipos, lo que fundamentaría con toda naturalidad el método tipológico de análisis y de diseño. El enfoque de Heidegger —qué tiene de cosa la cosa, qué tiene de útil el útil, qué tiene de obra la obra— parecía más sugerente por lo aparentemente elemental de las preguntas. De ahí la inclusión de este autor en un libro sobre estética del diseño. Heidegger era inevitable por otras muchas cosas. Su omnipresencia en los debates derivados de la crisis de la modernidad estética y filosófica le hacía

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insoslayable.2 Una segunda intención de este texto ha sido rastrear los motivos de su influencia en las últimas décadas del siglo XX, es decir, cómo pudo influir tanto cuando se trazaron los caracteres de esa época, la década de los ochenta, que vio nacer a los objetos “de diseño” y les dio carta de naturaleza en todo el mundo —el caso Memphis, o el grafismo deconstruido norteamericano—. Si se acepta que ese “ser de diseño” es un atributo de una clase específica de objetos de uso hábiles para la vida cotidiana, el pensamiento de Heidegger parecía ser, de entrada, una clave para interpretarlos en el contexto de su época. Por otra parte, ahora se dice que Heidegger estuvo de moda en los ochenta y con ello se pretende dejar indicado que su pensamiento ya no sirve para el diseño de hoy. Los ochenta fueron los años en los que la hermenéutica sustituyó a la omnipresente semiótica como método para abordar el diseño y sus procedimientos creativos. Pero ¿seguro que Heidegger ya no sirve para pensar lo ocurrido desde los noventa? Si así fuera, este artículo ya no tiene mucha razón de ser, visto que se sabe todo lo que Heidegger puede dar de sí; de ahí que esta reflexión se reconozca como rezagada con relación a la corriente principal del debate actual. Ahora bien, si tenemos en cuenta que hoy en día se considera que “el producto del diseño son las COSAS, es decir, productos, sistemas, información, experiencias...”,3 no cabe duda que una reflexión, como la de Heidegger, sobre las cosas y su presencia en la vida cotidiana puede seguir siendo pertinente. Muchos de sus principios son extrapolables a todo tipo de diseño, desde la creación de artefactos hasta la estimulación de experiencias en los usuarios de servicios. Con todo, proponer ahora una lectura de Heidegger en términos de diseño no tiene nada de novedoso; existen insignes precedentes en una reflexión de ese tipo. El propio Yves Zimmermann ha escrito con respecto al ser del diseño aplicando ese tipo de argumentación, tan característica de Heidegger, que consiste en remontarse por la historia de las palabras.4 También Fernando Flores y Terry Winograd se han declarado herederos de Heidegger. En su día, lo utilizaron para comprender los modos de ser de las herramientas informáticas, descubrieron las expectativas de los usuarios frente a ellas y comprobaron cómo se usan habitualmente en una aproximación muy cercana a lo que luego ha venido llamándose “usabilidad”. Flores y Winograd estaban diseñando software para la gestión, la toma de decisiones y la organización automática de oficinas en el contexto de la inteligencia artificial.5 Para ellos, la sofisticación tecnológica encubre a menudo el carácter de herramienta que tienen los programas de software y ello dificulta su manejo y entorpece su uso una vez instalados. También obstaculiza la comprensión de sus capacidades reales, por lo que decepciona a la gente, que no ve satisfechas sus expectativas acerca de ellas. Gracias a Heidegger, se dieron cuenta de que las herramientas electrónicas no se diferencian tanto de las antiguas, las que utilizaban los artesanos en su quehacer diario y las que emplea la gente en su casa. Extrajeron de ello consecuencias importantes para el diseño de software, como entender que conducir un automóvil no es manipular controles, sino interiorizar hábitos. Una de las mayores dificultades con las que se ha topado este trabajo ha sido elegir un texto de Heidegger para comentar. Había muchas opciones

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dado que la mayoría de sus libros contienen apuntes importantes sobre cosas de las que el diseño se ocupa. De entrada, dos escritos cortos parecían ser los más atractivos, La pregunta por la técnica (1953) 6 y El origen de la obra de arte (1950). A primera vista, parecían textos independientes dedicados a tratar por separado los dos extremos entre los que siempre se sitúa al diseño: el mundo de la técnica y el saber de los ingenieros, por un lado, y el sentido del arte, de las Bellas Artes y su estética, por el otro. En el fondo: las ganas de superar de una vez esta recurrente dicotomía arte-técnica. Después, la investigación ha desmentido totalmente la elección: es difícil separar un escrito del resto si lo que se quiere es comprender a Heidegger a fondo. Su pensamiento se articula a partir de un núcleo fundamental, el libro El ser y el tiempo (1927), mientras que sus escritos posteriores desarrollan muchas de las cuestiones ya anunciadas en ese libro. Había que utilizarlo para luego complementarlo con otros escritos, como los dos ensayos ya mencionados, y aquellos que mejor desarrollaban, después de la II Guerra Mundial, temas pertinentes para una reflexión sobre el ser del diseño. Han sido Construir, habitar, pensar, La cosa y Poéticamente habita el hombre, todos publicados en el volumen Conferencias y artículos de 1954 junto al ensayo sobre la técnica.7 Por otra parte, se quería traducir a Heidegger al lenguaje y las preocupaciones de lo vulgar, “a lo prefilosófico”, en palabras suyas. Pero, además, dado que no se han utilizado las fuentes en el alemán original, el comentario hace referencia al Heidegger que se conoce en castellano, lo cual supone una diferencia sustancial con respecto al Heidegger académico. Así pues, se ha llevado a cabo una lectura declarada e intencionadamente traicionera con respecto al conjunto de su pensamiento: lo que se ha hecho es recoger todo aquello que apunta al diseño en su retrato de la prosaica cotidianidad y valorarlo en su vulgar sencillez. En una primera lectura, no parece que el pensamiento de Heidegger aporte elementos como para superar la eterna dicotomía entre arte y técnica, sino todo lo contrario: refuerza aún más esa concepción que los ve como alternativos e irreconciliables entre sí: el arte sigue siendo el lugar de la productividad verdadera, constituye la alternativa al mundo dominado por la técnica, una reserva desde la que luchar contra una realidad hostil y alienante, “inhóspita”, dice él. La pregunta entonces es: ¿queda algún resquicio para algo como el diseño visto que casi siempre se lo ha querido posicionar como mediación entre ambos polos? Puede parecer difícil que esos peculiares artículos, además de ser instrumentales y útiles, cumplan otras muchas funciones en sociedad, como la satisfacción de emociones estéticas y ejercer así una acción civilizadora importante. Sin embargo, en bastantes pasajes de Heidegger las cosas también forman parte de ese universo sencillo y pleno de sentido a que aspira la humanidad. Para la cultura del diseño, la clave está en el interés del filósofo por todo lo hogareño, por comprender la manera de ser y estar de lo que tenemos a nuestro alrededor, presente en nuestro entorno más cercano. Tal como define su programa de trabajo en una de sus conferencias: “Se habría ganado bastante si habitar y construir entraran en lo que es digno de ser preguntado y de este modo quedaran como algo que es digno de ser pensado”.8 Se lo puede considerar entonces como una invitación a hablar de diseño.

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2. La crítica de la modernidad: la vida moderna En términos generales, el pensamiento de Heidegger es también una crítica feroz de la modernidad en cualquiera de sus aspectos. El blanco de sus críticas es el fenómeno de la técnica moderna y su ubicuidad planetaria en el momento histórico actual. Su desagrado por todo lo moderno estaba ya anunciado en El ser y el tiempo cuando afirmaba que, por lo general, las personas viven de una manera falsa, sin acabar nunca de ser, ni de poder sentirse, ellos mismos, diluidos como están en una vida social marcada por el interés público, reconociéndose en el término medio, rodeados de cosas a las que sólo tratan como instrumentos, y en un medio natural al que sólo ven como reserva de recursos materiales que extraer. A medida que evolucionaba su pensamiento, Heidegger fue mostrando que ésa es la única manera de concebir la vida de las personas en el marco establecido por la ciencia moderna aunque estuviera implícita en el origen mismo del pensamiento occidental, en la filosofía griega. Después, el pensamiento occidental ha instaurado una única y uniforme visión del mundo según la cual éste existe para que el hombre se aproveche de él y lo explote. De ese modo, ha contribuido a la definitiva instrumentalización del mundo: “Por todos lados se instala la técnica, zamarrea la tierra estragándola, usándola abusivamente y cambiándola en lo artificial”.9 En gran parte, la crítica de Heidegger al predominio de la técnica se basa en la disolución total de la cultura, la cual, sea arte o poesía, está dominada por industrias y organizaciones; incluso se ha instrumentalizado la contemplación del paisaje, una actividad propia de lo que llama la industria de las vacaciones, o sea, el turismo de masas.10 En suma: Nuestro habitar está acosado por la carestía de viviendas; azuzado por el trabajo —inestable debido a la caza de ventajas y de éxitos—, apresado por el sortilegio de la empresa, del placer y del ocio [...] Lo actual está producido y dirigido por los órganos que forman la opinión pública de la sociedad civilizadora, la empresa literaria.11

En ese marco, las dos grandes guerras mundiales no son sino la demostración de aquello en lo que se ha convertido la vida gracias al dominio de las ciencias, la organización programada y orientada a la obtención de beneficios —la cuenta de resultados— mediante el equipamiento técnico.12 Por su parte, las personas a las que el pensamiento moderno convirtió en sujetos de esa explotación, reconociéndoles una subjetividad autónoma con respecto a los objetos de la naturaleza, han acabado por quedar convertidas ellas también en una materia prima más, llámese ésta material humano, como en la época de Heidegger, o recursos humanos, como ahora.13 En el momento histórico en que la técnica ha alcanzado escala planetaria, ha sido capaz de descubrir la energía atómica e inventar la bomba, está uniformizando pueblos y naciones, anulando toda posible diferencia entre ellos, explota el planeta hasta su devastación y falsea las relaciones personales impidiendo a las personas encontrarse a sí mismas y comportarse como seres humanos. En ese momento en que domina todos los ámbitos de la vida, la técnica denomina lo propio de la

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época, pasa a ser el rasgo distintivo de una etapa histórica: la modernidad. Éste es probablemente uno de sus retratos más crudos de lo moderno: el más remoto rincón del globo ha sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando cualquier acontecimiento en cualquier lugar y en cualquier momento es accesible a cualquier velocidad; cuando podemos “experimentar” simultáneamente un atentado contra la vida de un rey en Francia y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo es sólo velocidad, momentaneidad, simultaneidad, y el tiempo como historia ha desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador pasa por ser un gran hombre; cuando se considera un triunfo el que se alcancen cifras de millones en las reuniones de masas.14

En ese panorama, ¡qué difícil va a ser encontrar algo que dé fundamento sólido al diseño y le reconozca una labor cultural! Lo habitual ha sido más bien lo contrario. Tanto la teoría actual del arte como la estética siguen viendo el diseño como una consecuencia de la técnica moderna y de su triunfo histórico, lo cual lo ha mantenido al margen de una posible existencia estética en sentido pleno. Valga como ejemplo la siguiente afirmación: Diseño industrial, publicidad y medios de comunicación de masas, los tres son signos del rasgo definitorio por antonomasia del mundo occidental contemporáneo: la expansión de la técnica y la configuración de la vida por ella: industrialización, formación de las grandes ciudades y constitución de las multitudes.15

Con todo, en la obra de Heidegger pueden encontrarse también elementos para invertir esa valoración del diseño y su significado cultural. En efecto, en su pensamiento, la técnica no siempre, o no sólo, reviste la forma de la técnica moderna; también es una actividad propia y característica de la especie humana, índice y signo de humanidad. De hecho, si se la entiende como un universo de actuación, de la técnica depende la posibilidad de toda elaboración productora y, como tal, forma parte de la esencia del hombre, de su destino como especie. Tanto la mirada y la curiosidad científicas como la capacidad para hacer cosas forman parte de la manera de ser de las personas y, por lo tanto, el hombre viene construyendo y fabricando cosas desde siempre. Es el sentido del concepto de habitar lo que acabará ocupando un lugar muy importante en el pensamiento de Heidegger.

3. Heidegger filósofo de la cotidianidad: la vida mundana En la perspectiva del diseño, hablar de la cotidianidad significa incorporar las funciones al análisis de las cosas y cómo éstas operan en la realidad sociocultural; en cuanto tales, determinan la manera de ser de las cosas, es decir, las herramientas, los enseres y los utensilios. La investigación de Heidegger es en ese aspecto emblemática en tanto se propone explicar qué son las cosas, cómo existen y se comprenden en la vida normal. La cotidianidad le interesa porque

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define la situación en la que viven con naturalidad la mayoría de personas y es ahí donde podrá descubrir realmente cómo actúan, se desempeñan y son los seres humanos “inmediata y regularmente.” Varios son los aspectos que interesan ahora dado que, desde El ser y el tiempo, la cotidianidad heideggeriana presenta muchas caras. Para resumirlo: es esa situación en la cual las personas están rodeadas de cosas conviviendo con otras personas en un universo de conversaciones cruzadas. Por un lado, han de actuar, ocuparse de vivir, aunque eso sólo sea sobrevivir, y, por el otro, han de convivir con los demás, lo cual se hace hablando con ellos. Ambas dimensiones permiten al ser humano desenvolverse en su existencia, ejercer la libertad a la que está obligado y reconocerse a sí mismo, sentirse uno mismo. De hecho, una persona tiene que elegir constantemente, decidir su modo de ser y su manera de vivir; en esto consiste la existencia del ser humano, la cual viene determinada por el hecho de estar en el mundo, en el mundo tal como lo encuentra y hereda, puesto que todo ser humano crece en una situación que tiene un pasado, una tradición, que lo condiciona y lo pone en su sitio, lo sitúa. Por ello, la cotidianidad viene definida por las cosas que le son más familiares, a las que se ha habituado allí donde viva, por las relaciones con las cosas y con la gente: el mundo está poblado “de quiénes y de qués”.16 Heidegger no es muy optimista en su descripción de las relaciones entre las personas, más bien todo lo contrario. Lo cotidiano comporta también la idea de vulgaridad aunque ésta no sea sólo un concepto estético; básicamente, está dominada por lo público, es decir, por una especie de sujeto colectivo definido por el término medio. Este dominio público detenta los saberes colectivos, define lo que se puede hacer, establece cómo hay que ser y se caracteriza por ser el lugar de la charla sin fundamento, de las “vocingleras habladurías” dice él. Ahora bien, si se prescinde de su tono despectivo, el retrato que hace Heidegger de la vida social es sumamente interesante puesto que muestra en qué medida está dominada por las múltiples relaciones que las personas establecen hablando entre sí y encontrándose unos con otros mientras hacen cosas, mientras están ocupadas y, en definitiva, trabajan.17 Que el trabajo es básicamente una larga conversación a menudo intrascendente fue la indicación tomada por los autores citados para diseñar herramientas informáticas; vale también para toda práctica de gestión de entidades y corporaciones. Ahora bien, por el hecho de que es en esa cotidianidad donde el hombre se reconoce a sí mismo, se encuentra a sí mismo y puede decidir cómo va a ser, el entorno adquiere esa dimensión tan importante para el diseño, según la cual, cabe reconocer que las personas son y se hacen a sí mismas en un diálogo constante con el entorno social y material que se han creado. Este diálogo es posible precisamente gracias a que se habla y a que se habla sobre las cosas. A través del hablar, el lenguaje constituye y designa el mundo, permite comprender ese entorno en el que transcurre la vida; así, las conversaciones, intrascendentes o no, determinan el principio de realidad con el que se mueven y actúan las personas. Al tener en cuenta el habla, es decir, las muchas formas de hablar, Heidegger propone una nueva visión de los procesos cognitivos. El habla es tanto interpretación como comprensión, mecanismos que permiten al hombre

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situarse y desenvolverse en su mundo. De acuerdo con ello, en la vida cotidiana la comprensión no se lleva a cabo a través del conocimiento científico —la gente no va por ahí diciendo afirmaciones analíticas como las que se estudian en la escuela; al menos no lo hace de manera inmediata—. No nos relacionamos con las cosas por medio de su representación científica, sino todo lo contrario, esa representación lleva implícito un conocer tácito sobre qué son; de hecho, se sabe para qué sirven y cómo hay que usarlas. Por ese motivo, las cosas son instrumentos, útiles, utensilios, los cuales, básicamente están ahí disponibles, listos para ser usados. El lenguaje cotidiano, vulgar, lleva implícito ese primer nivel de comprensión sobre lo que las cosas son; por eso, en su actuar cotidiano, las personas reconocen y comprenden las cosas a través de las palabras como un todo unitario en el que domina saber su utilidad y su uso. Es más, las palabras designan objetos, enseres o utensilios comprendidos en su totalidad y la misma palabra ya dice los que son. Valga como ejemplo una frase de Miguel Milá hablando de diseño: “Una silla sin respaldo es un taburete y un sofá sin tapizar es un banco”.18 En ese interpretar constante que es la vida, lo que se hace es reconocer lo que ya es familiar. Así, por ejemplo, al escuchar, sean palabras o ruidos, lo que en realidad se oye son objetos, no los ruidos que emiten como si fueran sonidos existentes independientemente: “nunca jamás oímos ruidos ni complejos de sonidos, sino la carreta que chirría o la motocicleta; se oye la columna en marcha, el viento Norte, el pico carpintero que golpea, el fuego que chisporrotea: es menester una actitud muy artificial y complicada para oír un puro ruido” 19 y, en otro lugar, “oímos el avión trimotor, oímos el automóvil Mercedes diferenciándolo inmediatamente del ADLER...”.20 En definitiva, la comprensión práctica, pragmática, antecede según Heidegger a cualquier explicación teórica o científica de las cosas. Constituye la comprensión inmediata del mundo circundante, la que permite al ser humano actuar y desenvolverse, y está implícita en el lenguaje; éste, a su vez, es el depositario de las muchas significaciones que organizan el mundo. De hecho, el entorno cotidiano está marcado por señales que indican desde cómo se comportan los demás —es el ejemplo de los intermitentes en los coches que Heidegger comenta como señal hecha para indicar conductas y decisiones rápidas— hasta qué son las cosas y para qué sirven.21 De este modo, el mundo de cada uno se perfila como un medio lleno de cosas disponibles para ser usadas y manejadas. Él lo llama “estar a mano”, lo cual denota un tipo de relación con las cosas muy distinta de la mera observación de ellas característica del comportamiento científico o descriptivo que Heidegger denomina “estar ante los ojos”. Si algo define la cotidianidad, allí donde uno se siente en casa, es un mundo familiar y cercano plagado de cosas donde se llega a todo con sólo estirar los brazos y caminar. Vivir consiste, pues, en utilizar cosas constantemente, darles un nombre y hablar de ellas con toda naturalidad. Por ese camino se llega una vez más al universo de la técnica, el ámbito donde se hacen y se fabrican las cosas. Que las cosas hechas pueblen el entorno familiar y el mundo cercano prueba que la actividad productiva es un elemento constituyente de lo humano y, por lo tanto, no es un atributo histórico, sino consustancial a la especie. Lo propio de la técnica moderna

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es haber ensanchado enormemente el círculo de lo más cercano y haber hecho desaparecer las distancias físicas.22 Se trata de un aumento del círculo que una persona individual, habitante de un lugar determinado, toma por su realidad inmediata. En este sentido, incluso en Heidegger hay una propuesta para considerar la realidad generada por la técnica a su alrededor como una realidad aumentada y no meramente ficticia, como se tiende a pensar al hablar de lo virtual.

4. Las cosas del diseño, herramientas, instrumentos, enseres, aparatos, utensilios y útiles en general: la vida práctica Advertencia preliminar: cuando se trata con Heidegger hay que ir con mucho cuidado al hablar de las cosas dado que, en el contexto de su pensamiento, es muy difícil utilizar la palabra ‘objeto’ para referirse a ellas. Para él, los objetos lo son sólo si hay un sujeto que los observa bien distanciado de ellos, lo cual implica aceptar una teoría del conocimiento muy determinada que, desde luego, no es la suya. Por ello, prefiere utilizar ese término tan impreciso de ‘cosas’ aunque, o precisamente porque, es un término con una larga tradición filosófica.23 ¿Qué son entonces las cosas? En el escrito El origen de la obra de arte, Heidegger delimita perfectamente lo que se puede llamar ‘cosas’: “lo inanimado de la naturaleza y del uso; las cosas de la naturaleza y las usuales son lo que llamamos cosas [...] más bien son cosas para nosotros el martillo, el zapato, el hacha o el reloj”.24 A partir de aquí la investigación tratará con igual atención a ambos tipos de cosas, las naturales y las que, al ser de uso, están dotadas de valor. Pero ¿qué es lo propio de las cosas?: “Lo propio de las cosas, de los útiles, de los objetos de uso es estar listo para ser usado”.25 ¿También es éste el atributo principal de las cosas naturales? En buena medida sí; al menos lo es para la razón instrumental, especialmente si reviste el carácter de ser materiales para la fabricación. La razón instrumental tiene una manera muy peculiar de mirar en rededor, para ella, “el bosque es parque forestal, la montaña cantera, el río fuerza hidráulica, el viento es viento en las velas” y raramente percibe la naturaleza que vive y crea, las flores del camino, en suma, lo que se ve cuando la naturaleza sobrecoge como paisaje. Es lógico que sea, pues, la utilidad el rasgo que mejor define los objetos de uso, los cuales por otra parte, son todos los enseres presentes en el mundo. Eso de establecer como rasgo fundamental de los objetos de uso el que puedan usarse puede parecer una verdad de Perogrullo, o una modalidad elemental de funcionalismo a ultranza. Nada nuevo para la cultura del diseño entonces. La novedad de Heidegger está, sin embargo, en haberlo planteado como una cuestión cognitiva y poner de relieve que es la que predomina en la vida de cada día. La relación de las personas con las cosas consiste esencialmente en usarlas y, por lo tanto, la manera de enfrentarse a ellas, de descubrirlas incluso y comprender lo que son, sólo puede hacerse usándolas; es más, las cosas sólo son lo que son cuando se las usa para lo que sirven: así, citando uno de los pasajes más conocidos de Heidegger, un martillo sólo es un martillo cuando se está martilleando con él.26

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Tomar conciencia de este hecho tiene varias consecuencias importantes. En primer lugar, que el conocimiento que se tiene de las cosas, lo que se sabe de ellas en la vida cotidiana es básicamente para qué sirven: el concepto de ellas implica el uso y, por lo tanto, las palabras sólo designan géneros de cosas en función de la actividad para la que sirven. En el género visto así van implícitas muchas cosas, desde lo que es el objeto hasta su aspecto habitual, cómo y con qué está construido, pero también la tradición histórica que le ha dado lugar: el tipo, síntesis de todo esto a la vez, está contenido en la palabra que lo denomina y siempre está presente como tal cuando debe producirse algo.27 En segundo lugar, que las cosas sólo existen porque sirven para algo, son lo que son cuando se usan y las buscamos precisamente cuando las necesitamos para usarlas. Si no las precisamos, es como si no existieran: están ahí pero no las advertimos siquiera. Si las precisamos, en cambio, nos apercibimos de las cosas que hay en rededor mirando en torno con una mirada selectiva que busca el útil que hay que emplear en cada caso. En tercer lugar, que a través de estos usos definen a su alrededor las conductas propias de la cotidianidad, imponen maneras de hacer y de actuar que son las que ellas permiten y hacen posible: Heidegger pone como ejemplo el hecho de que para abrir una puerta, tenga que utilizar siempre el pomo y en eso consiste, para él, lo cotidiano. En cuarto lugar, que el sentido de las cosas y su valor dependen de lo que se quiere hacer con ellas cuando se las usa. El valor no está en los propios útiles, sino en la actividad que permiten llevar a cabo o en la obra que resulta del haberlos usado. Son, en definitiva, instrumentos, herramientas que sirven para producir, actuar y hacer cosas. Y, finalmente, que en la cotidianidad, o sea, en ese ámbito en el que por lo general actuamos sin reflexionar y sólo de acuerdo a los usos y costumbres, la capacidad de actuar depende de la familiaridad que se tenga en la utilización de las cosas, de su interiorización como hábitos, como acciones mecánicas, como en el ejemplo del conducir ya mencionado. Consecuentemente, los útiles, sean enseres o aparatos, sólo pueden ser apropiados o inapropiados y su calidad depende siempre de su capacidad para cumplir con el servicio que deben prestar. Eso es lo que espera la gente de ellos. Heidegger lo explica en términos de conformidad con respecto al tipo, el cual, por lo general, existe con anterioridad a cada útil singular y, por lo tanto, los usuarios ya tienen conocimiento de él. El tipo viene definido, y se reconoce, precisamente, por que establece el para qué sirve algo en cada caso mientras que son los diversos modos posibles del para —“servir para, ser adecuado para, poderse emplear para, poderse manejar para...”— los que originan la totalidad de útiles, el parque de objetos característico de una sociedad determinada. Que los objetos de uso, los enseres, sean recursos disponibles de forma inmediata y estén siempre listos para la acción tiene una consecuencia importante para el diseño, no tanto desde el punto de vista metodológico —ya Heidegger en su análisis demuestra que materia, forma y demás atributos sensibles de los objetos de uso tradicionalmente empleados para describirlos responden a las condiciones que impone la utilidad de cada útil—, sino porque apunta a una posible explicación sobre ese fenómeno que entre diseñadores a menudo se denomina diseño opaco y diseño transparente. Como ejemplos

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de diseño opaco se consideran aquellos enseres en los que el foco de atracción es el propio diseño, es decir, los atributos sensibles de dichos enseres, su aspecto exterior; por el contrario, entre los ejemplos de diseño transparente cabe contar todos aquellos artículos en los que el diseño prácticamente no se aprecia; ante ellos se ve directamente el tipo de objeto que son y se usan sin más. Aunque la metáfora surgió al comentar la visión que se tiene de las gafas de sol según las lleva uno mismo u otro,28 hay muchos otros ejemplos, especialmente en el diseño editorial. Al leer, de las letras con que están compuestas las páginas de un libro no se aprecian ni sus formas ni sus rasgos constructivos; es más, si se aprecia la calidad tipográfica de la página, no se puede leer. Al leer, la mirada ve a través de las letras captando las palabras y las imágenes que dibuja el texto. Eso no quiere decir que un mal diseño dé lo mismo porque, ¡total!, como no se ve: bien al contrario, la calidad tipográfica es la condición necesaria para que la lectura sea cómoda y agradable; otra cosa muy distinta es observarla, mirarla y apreciar los detalles de su diseño. Para decirlo en otras palabras, los diseños transparentes son aquellos de los que popularmente se dice que “tienen poco diseño.” Pues bien, según Heidegger, el modo normal de ser de las cosas, de todos los objetos de uso, es el modo de ser propio del diseño transparente. Casi nunca la visión que se tiene de ellos se fija en sus atributos sensibles, en su forma o en su material ni en las calidades de los mismos. Es más, la dureza del martillo está implícita y viene obligada por lo que ha de hacer el martillo al martillear. Por eso, es inherente a ellos no resaltar, pasar desapercibidos, pero también necesitan señalarse a sí mismos para que se advierta que están cuando se precisa de ellos, pero eso no quiere decir que tengan que andar llamando constantemente la atención. Para comprender qué son las cosas y cómo se portan en sociedad, hay que aceptar que lo propio de ellas es retrotraerse y manifestarse sólo en la expresión de su disposición a ser usadas. En El origen de la obra de arte, Heidegger lo describe muy claramente mediante un ejemplo: Los zapatos de labriego son lo que son cuando se llevan en la tierra labrantía. Aquí realmente son lo que son. Lo son tanto más auténticamente cuanto menos al trabajar piense en ellos el labriego, no se diga los contemple, ni siquiera los sienta. Los lleva y anda con ellos. Así es como sirven los zapatos.29

No quiere decir eso que las cosas no se vean, sino que, por lo general, se las mira desde un único punto de vista. Se trata de una mirada que no ve lo sensible de las cosas, sino su adecuación a la actividad para la que se precisan: “el andar por ahí manipulando y usando tiene su peculiar forma de ver que dirige el manipular y le da esa específica adaptación a las cosas que posee”.30 Puede ser que de poco sirvan estas reflexiones para la práctica del diseño, pero no cabe duda de que aportan información valiosa sobre las expectativas de los usuarios y cómo se relacionan con sus cosas, qué esperan de ellas. ¿Cuándo un útil transparente se vuelve opaco? Según Heidegger, eso sólo ocurre cuando hay problemas, o bien porque algo no funciona, o bien porque no es el instrumento adecuado, o bien porque se ha roto, o bien porque no

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está cuando se le precisa, o bien porque no es el que se buscaba. Sólo entonces uno se da cuenta de que las cosas existen, y las mira viendo su aspecto, su forma. Los diseñadores saben mucho de eso: a menudo son los fallos observados mientras algo se usa cuando se pone en evidencia que una cosa ha sido diseñada; sólo entonces se repara en la intención proyectual que ha regido ese diseño. En esos casos, por los errores cometidos, el diseño salta al primer plano y se ve con distancia el objeto, se lo observa como tal. No tiene entonces nada de raro que haya sido siempre tan difícil apreciar el buen diseño pues, por lo general, en tanto que transparente, raramente se ve. Con todo, no cabe duda de que hacer hipótesis sobre las posibles dificultades que pueden surgir durante el uso previendo los posibles fallos puede ser un buen método de diseño si lo que se quiere es conseguir una propuesta útil y perdurable, aunque ello condene al diseño a no ser notado nunca como tal. Los útiles de Heidegger, las cosas dotadas de valor, están también dotados de sentido y no existen solos, sino organizados en conjuntos de útiles. En efecto, para poder ser realmente útiles, las cosas tienen que estar dotadas de significados. El autor lo trata como un complejo sistema de referencias que conectan el objeto con su entorno inmediato y que son constitutivas de los objetos.

5. El carácter servicial de las cosas: la vida cómoda Según Heidegger, el primer tipo de referencia que cualquier útil lleva implícito es la figura del usuario, es decir, el portador y el utilizador: una obra está cortada a la medida del cuerpo humano. Tiene entrada aquí la ergonomía, implícita también en la denominación usada por Heidegger al referirse a todo lo instrumental como “ser a la mano”. La manejabilidad contiene en sí misma el hecho de que las cosas, y las partes de las cosas, estén adaptadas a la mano que las maneja, en el caso de las herramientas, mientras que los enseres, todos, sean muebles o inmuebles, lo están al resto del cuerpo. Es una característica común a todos los objetos independientemente del sistema de fabricación empleado por lo que, en el sistema industrial, aunque no haya un usuario concreto que determine las medidas y un patrón de referencia, existe un usuario ideal, ese término medio del dominio público, al que están referidos los artículos producidos para el consumo de masas. Eso ya lo vio Heidegger en 1927, muy poco tiempo después del debate sobre los estándares industriales y la tipificación de los componentes industriales impulsado por el Werkbund. Que haya referencias a las muchas personas implicadas en la relación con los útiles —usuarios, constructores, proveedores, técnicos que los arreglan...— garantiza su carácter social y colectivo y, de ese modo, útiles y utensilios son comprendidos y compartidos en la sociabilidad de lo público. Otro tipo de referencias importantes constitutivas de las cosas es el de las que se establecen entre sí formando sistemas complejos de útiles relacionados recíprocamente. El conjunto configura dominios concretos, sectores especializados que componen mundos casi estancos. Heidegger lo explica en términos de situación: dónde están las cosas y dónde se van colocando para dar lugar

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a lo que él llama “parajes” y que, en la cultura del diseño actual, tendemos a denominar “paisajes” (el paisaje doméstico, el paisaje urbano...). Son, en definitiva, ambientes coherentes compuestos por utensilios y cosas en los que se da de manera inmediata la familiaridad del uso y la convivencia con ellos. Es obvio el razonamiento que sigue, según el cual, la forma, las características y las propiedades de una cosa dependen también de las características de las muchas otras cosas con las que se relaciona cuando se usan (el martillo con el clavo, el tintero con la pluma y la tinta...). La comodidad depende en gran parte de la pertinencia y la conformidad de los útiles en esta relación entre ellos, en su integración a un sistema en el que están definidos y previstos todos los usos y acciones posibles. Cada paraje acaba por definir a su alrededor un mundo específico, un sector si se quiere, aunque Heidegger reniegue de la palabra, un ámbito específico en el que se vive de una determinada manera, sea éste un ámbito de trabajo, de ocio o de descanso. Un tercer tipo de referencias pertenecientes a las cosas es el de las que incorporan a la naturaleza y el conocimiento que se tiene de ella. Por el simple hecho de que las cosas están hechas con materiales, la naturaleza, las cosas naturales se vuelven también útiles. Pero, además, las cosas construidas, es decir, todo lo que es obra del trabajo y el esfuerzo de la humanidad a lo largo de su existencia hace referencia también a las condiciones naturales del medio en que se habita. A través de ellas se sabe cómo es y cómo se vive en un entorno determinado, por lo que referencias similares conectan con las realizaciones culturales de cada momento concreto. Eso ocurre porque las cosas están adaptadas a esas condiciones, son apropiadas para ellas: En los caminos, calles, puentes, edificios está al descubierto la naturaleza: un andén cubierto tiene en cuenta el mal tiempo, las instalaciones públicas de alumbrado, la oscuridad, es decir, la específica alternación de la presencia y la ausencia de la luz del día, la posición del sol. En los relojes se tiene en cuenta una determinada constelación del sistema del mundo: cuando miramos el reloj, hacemos tácito uso de la posición del sol por la que se lleva a cabo la regulación astronómica oficial de la medida del tiempo.31

En la perspectiva específica de los usuarios, la comodidad reviste otra característica que vale la pena comentar. Heidegger la explica en términos de las relaciones de confianza y así pone de relieve el hecho de que las personas confían y se fían de estos útiles que las rodean. Poder confiar en ellos, en que funcionarán y servirán exactamente para lo que se les precisa constituye el elemento clave de la utilidad, garantiza el que sean usados como tales. Al confiar en las cosas y comprobar su disponibilidad, se confía también en el mundo concreto en el que tienen y adquieren sentido por lo que son; confiando, una persona se siente segura de su mundo y en su mundo, vive sintiéndose a gusto, segura de lo que sabe y confiada en la veracidad de sus conocimientos.32 Así pues, un tercer nivel de referencias constitutivas de útiles y cosas es su capacidad para definir un mundo a su alrededor. Sobre este fenómeno será posible fundamentar la posibilidad de que los útiles, incluso las herramientas, ejerzan una actividad civilizadora, sean comprensibles y atractivos para la estética en el sentido más fuerte de la palabra; todo

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depende de lo que se entienda por ese mundo implícito y contenido en cada uno de los sistemas especializados de cosas. Como puede apreciarse, ese complejo conjunto de referencias es constitutivo de las cosas, forma parte y está implícito en lo que cada cosa es; al usar las cosas, se descubren casi automáticamente estas referencias, sin tener que reflexionar cada vez sobre lo que son y en qué contexto cada cosa es válida y tiene sentido. Las referencias son como puntos de conexión con la realidad mediante los cuales denotan lo exterior a ellas a la vez que lo incorporan a sí mismas. El hecho de que se confíe en ellas garantiza y explica ese automatismo del uso y del reconocimiento de los objetos en el lugar donde están colocados para estar siempre disponibles. Gracias a la confianza que nos merecen, los usos devienen hábitos y comportamientos interiorizados. Heidegger opina que entonces, cuando se tornan habituales y se olvida la referencia a ese mundo que les da sentido, y que ellas a su vez confirman, las cosas de uso pierden todo su posible valor y únicamente son visibles en su “monótona y pegajosa habitualidad desgastada”. Hay una promesa de algo más en este razonamiento que permite superar el planteamiento meramente funcionalista sin eliminar ese papel tan determinante de la utilidad y los usos en la consideración de los objetos: como afirma Heidegger, en tanto que fenómeno cultural importante: “el útil viene en su auténtico ser de más lejos: material y forma y la distinción de ambos son ellos mismos de un origen más hondo”.33 En el pensamiento de Heidegger uno de los caminos para comprender eso que viene de tan lejos es el lenguaje. Su modo de pensar la realidad de las cosas depende y viene definido por el hecho de que haya una palabra que las designe. Las cosas son según el significado de la palabra que las identifica. Siguiendo con el razonamiento, queda claro que el mundo, cada uno de los mundos posibles, está organizado por el lenguaje en un sinfín de significaciones visibles en las muchas señales que las cosas y los demás utilizan para darse a conocer, hacerse visibles e identificarse. Estas significaciones aparecen y son necesarias para comprender más detalladamente la totalidad de referencias entre las que se mueven las personas viendo en torno e interactuando con los demás. Por eso, la interpretación de señales permite a la gente andar por el mundo dedicándose sin más problemas a sus ocupaciones.

6. La pregunta por el diseño, la estética de las cosas: la vida agradable, o mejor, ¿una vida plena? Si consideramos el diseño como una actividad que no sólo se preocupa de hacer hacer cosas sino de hacer hacer únicamente cosas que tengan sentido,34 una estética del diseño debería en primer lugar preguntar por las características de ese sentido. Como se ha apuntado más arriba, en el pensamiento de Heidegger hay muchos momentos en los que una aproximación estética como ésta parece apuntada; por lo menos, abre la puerta a la posibilidad de que los útiles más claramente instrumentales sean también algo más que simples útiles. Se ha comentado cómo los objetos cotidianos funcionan haciendo referencia a otras muchas cosas, como las personas, el entorno o una realidad cultural determinada, un mundo; se ha visto también cómo la idea que uno tiene de

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las cosas, su género o tipo esencial, es algo que viene de muy lejos, que llega con el lenguaje como si de un legado se tratara, conformando la cotidianidad. Es hora, pues, de retomar las ideas estéticas de Heidegger en el sentido apuntado en la introducción y ver cómo aplicarlas a la manera de ser de las cosas. El escrito de Heidegger que se considera fundamental en la formulación de su estética es la conferencia El origen de la obra de arte. En él, reflexiona sobre las obras de arte buscando qué es lo que las hace diferentes de los útiles, los instrumentos y las demás cosas hechas y dotadas de valor. Pero, para una estética del diseño, otros escritos son mucho más reveladores: entre los ya citados cabe mencionar Construir, habitar, pensar y Poéticamente habita el hombre. En este segundo plantea lo que, a mi modo de ver, constituye la pregunta fundamental para lo que aquí nos ocupa: “¿De qué modo el habitar humano puede estar fundado en lo poético?”.35 Se trata claramente de una pregunta por el diseño. Ahora, de lo que se trata es de indagar acerca de lo que Heidegger entiende por poético y la acción de poetizar. Habrá que repasar primero qué ocurre cuando una cosa se vuelve opaca, es decir, cuando se la mira y valora al contemplarla perdiendo de vista su utilidad primigenia; y, después, inquirir por la tarea de poetizar para comprender qué sucede cuando se lleva a cabo. Al mirar a las cosas por su aspecto, se aprecian esas muchas cualidades que, consideradas propiedades o atributos por la filosofía, permiten describirlas. Se trata de las sensaciones, la aesthesis griega inspiradora del pensamiento estético, esos datos sensibles provenientes de los sentidos mediante sensaciones que nos informan de las cosas materiales con las que nos topamos. Ya ha quedado claro que, para Heidegger, esto no tiene ningún fundamento si lo que queremos es comprender cómo sabemos que las cosas existen y qué tipo de conocimiento tenemos de ellas; otra cosa muy distinta es preguntarse acerca de si son esos atributos los que establecen diferencias de tipo cualitativo entre las cosas del mismo tipo para discernir si una es mejor que otra o, diciéndolo estéticamente, por qué una es más bonita que otra. De hecho, Heidegger había reconocido que “es menester una actitud muy artificial y complicada para oír un puro ruido” y no el sonido de una cosa determinada que suena; para él, lo mismo ocurre con las demás cualidades reducibles a sensaciones, especialmente si son cuantificables —como la dureza, el color, el sabor, la frialdad...—. Ahora bien, al hablar de arte, reconoce que dar materialidad a estas sensaciones y hacer que las materias actúen de acuerdo con lo que pueden dar de sí, es a su vez lo propio del arte: el sonar del sonido, el lucir de la luminosidad del color. De hecho, eso es lo que había propuesto el arte de su época: la abstracción invocaba precisamente esa “actitud artificiosa” capaz de escuchar puros ruidos, de ver sólo colores, líneas y planos, pinceladas y texturas, de sentir el vacío del espacio arquitectónico. En este momento, Heidegger se acerca mucho a la idea de arte como performance. Por otra parte, siguiendo con el análisis de las cualidades, además de reconocer que es con ellas con lo que trabajan los creadores, está dispuesto a aceptar que sólo las no cuantificables tienen algún efecto a la hora de apreciar las cosas. Son las específicas “como bello, feo, adecuado, inadecuado, utilizable, no utilizable, predicados de valor no cuantificable gracias a las cuales se le imprime a la cosa sólo material, el sello de un bien”.36

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Heidegger no analiza el procedimiento por el que las cosas se convierten en bienes. No es el tema de su investigación. Para encontrar una salida hay que volver a su reflexión general sobre la modernidad y retomar el discurso sobre el habitar. Conviene ahora hacer una reflexión general. Puede interpretarse perfectamente la idea de ‘habitar’ que defiende Heidegger como un nuevo modo de lo cotidiano, tan cercano como cualquier otra cotidianidad y también definido por el entorno que ocupa, por estar organizado con enseres y utensilios, y por ser un lugar donde viven personas. Entonces, mediante el habitar, Heidegger está introduciendo un término enjuiciador para diferenciar las maneras de estar en la tierra y desde el cual fundamentar aún más su desagrado por la modernidad: sirva como ejemplo el siguiente pasaje: Las construcciones destinadas a servir de vivienda proporcionan ciertamente alojamiento: hoy en día pueden incluso tener una buena distribución, facilitar la vida práctica, tener precios asequibles, estar abiertas al aire, la luz y el sol; pero ¿albergan ya en sí la garantía de que acontezca un habitar?37

De ahí que toda reflexión estética sobre los modos del habitar supone un camino para aprehender lo estético de los objetos de uso, de los útiles y las cosas, tal como en un principio lo había sido el estudio de la dinámica cotidiana para entender qué significan las cosas en la realidad del día a día. La pregunta principal sigue siendo la de antes: “¿De qué modo el habitar humano puede estar fundado en lo poético?” y los términos en que cabe responderla son altamente reveladores: Lo poético no es un adorno ni un aditamento del habitar. Lo poético del habitar no quiere decir tampoco que lo poético ocurra en todo habitar; poetizar es lo que antes que nada deja al habitar ser un habitar.

Un poco más adelante, el propio Heidegger da la primera respuesta: “El poetizar antes que nada pone al hombre sobre la tierra, lo lleva a ella, al habitar;” y continúa la argumentación, Poetizar no es ningún construir en el sentido de levantar edificios y equiparlos. Pero el poetizar, en tanto que el propio sacar la medida de la dimensión del habitar, es el construir inaugural: poetizar es lo primero que deja entrar el habitar del hombre en su esencia; el poetizar es el originario dejar habitar [...] [y, por lo tanto:] Poetizar y habitar no sólo no se excluyen; exigiéndose el uno al otro alternativamente, se pertenecen el uno al otro.38

Ahora bien, ¿se trata de un discurso que sólo afecta a la arquitectura y al urbanismo como técnicas específicas? ¿Podría valer para eso tan sencillo y humilde como las cosas de cada día, para ese equipamiento de que habla? Heidegger lo respondió afirmativamente en otra conferencia: Modesta es la cosa: la jarra y el banco, el sendero y el arado cosas son, cada una haciendo cosa a su manera, el espejo y la abrazadera, el libro y el cuadro, la corona y la cruz. Modestas y de poca monta son las cosas, incluso en el

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número en contraste con el sinnúmero de los objetos indiferentes (que dan lo mismo) que hay en todas partes, si se mide con lo desmesurado de la condición de masa del ser humano como ser vivo. Sólo los hombres como mortales alcanzan habitando el mundo como mundo. Sólo aquello del mundo que es de poca monta llegará alguna vez a ser cosa.39

La concepción estética de Heidegger tiene una fuerte componente metafísica. De hecho, define el hecho de poetizar como una acción por la cual se desvela la verdad y, por tanto, la poesía consigue que lo verdadero se torne perceptible.40 La complicación viene cuando uno advierte que esa verdad de la que Heidegger habla no es como la de la ciencia, ni funciona igual; la suya es una verdad metafísica que responde a preguntas del tipo ¿qué es algo? Con lo cual, sólo se ha llegado a una promesa, a vislumbrar una posibilidad. ¿Cómo seguir? Por el camino de la poesía, Heidegger llega lógicamente al lenguaje y sus muchos enigmas, pero por el camino de las artes del construir también aparecen fenómenos insospechados, como la capacidad de “esenciar” característica del lenguaje. Eso de esenciar significa en la jerga heideggeriana la capacidad de llegar a la esencia de las cosas, pero también la de dotar de esencia a las cosas. La tarea de la poesía queda entonces definida como “todo hacer salir lo que esencia al entrar en lo bello”. La primera consecuencia de este esenciar es la posibilidad de crear un mundo. En El origen de la obra de arte, al hablar de los zapatos de labriego, Heidegger ya había indicado que la confianza en los objetos funda un mundo a su alrededor en el que se explican y toman sentido. Ahora bien, ¿de qué tipo de mundo se trata para que se habite en él poéticamente o, lo que es lo mismo, para que sea pertinente en sentido estético? Lo explica por referencia a algo que llama la cuaternidad, una unidad originaria en la que se resuelve tanto la simplicidad de las cosas como la existencia auténtica del ser humano en su habitar la tierra. Así, un mundo, todo mundo, está compuesto por cuatro elementos: una tierra que da frutos, un cielo que riega, algo como divino que es el lenguaje que domina al hombre, que es contingente pero marca y garantiza la continuidad y las personas que están, existen y pasan.41

Heidegger explica la manera de crear mundos completos propia de algunos objetos y construcciones mediante los conceptos de espacio y lugar en un modo muy similar a como cierta antropología lo ha tratado recientemente al hablar de esos no-lugares tan abundantes en el paisaje contemporáneo.42 En algunos espacios determinados, demarcados por cosas y no sólo por edificios, puede estar contenido todo un mundo en la misma cosidad de las cosas allí presentes porque éstas actualizan la cuaternidad. Para decirlo en palabras sencillas, Heidegger utiliza el ejemplo de un puente, una construcción que se ha usado muchas veces como símbolo y que ha dado lugar a varias metáforas. Algunos puentes, sean antiguos o modernos, son más y mejores puentes porque generan y hacen sitio a una plaza, la cual, gracias al puente se ha convertido en un lugar y un lugar es un espacio que lleva incorporada la presencia de los habitantes, en ese caso, de los transeúntes, aunque sólo usen

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Puente de Besalú.

Santa Cruz de la Palma.

el puente y la plaza todos los días para cruzar el río con la mayor indiferencia. Más adelante, Heidegger explica que los espacios son lugares porque “se los deja entrar en el habitar de los hombres”; por consiguiente, el verdadero habitar de los hombres sólo puede tener lugar en espacios que se han vuelto lugares y son ellos mismos un pequeño mundo; un mundo, pues, compuesto por sus cuatro elementos constitutivos.43 Cuando sucede algo parecido, se puede hablar de verdaderas construcciones, esas que sí contribuyen y enriquecen la vida de las personas. La reflexión de Heidegger continúa revisando cómo y de qué manera es preciso producir para que las cosas hechas por la gente favorezcan esa forma de habitar. De acuerdo con su método de trabajo, eso supone retrotraerse una vez más al origen de las palabras y revisar el legado de la filosofía griega contenido en ellas. Ahora es la palabra producción, o sea, la poiesis, y la reflexión se remonta hasta la noción griega de techné para recuperar el sentido ancestral, o esencial, de la técnica como capacidad productiva de la especie humana.

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7. El legado de Heidegger: esperanzas para lo productivo y el diseño La referencia al concepto de techné 44 ha sido en los últimos años muy recurrente en la cultura del diseño, y puede que lo haya sido por influencia de Heidegger. El debate versaba sobre el tipo de conocimiento que es propio de los diseñadores y se adquiere a base de diseñar. El gran referente, lógicamente, es Aristóteles y su clasificación de los saberes en tres clases: el especulativo o episteme, el práctico o phronesis, y el productivo o techné. Para algunos autores, era lógico colocar el diseño en la tradición de la techné; pero otros, en cambio, dada la historia de la palabra y su conversión a las lenguas latinas en arte por un lado, técnica por el otro y, al final, referida a las habilidades artesanas, han preferido defender el carácter estratégico del diseño y adoptar para sí el conocimiento propio de las actividades prácticas. Heidegger es probablemente uno de los autores que más hizo por recuperar el componente cognoscitivo de la techné, es decir, de la producción, más allá de los saberes técnicos que se requieren para construir y fabricar. Pero, según Heidegger, además de conocimiento, la techné comporta también una acción estética en el sentido propuesto por él. De hecho, al final de los últimos artículos comentados, la techné se constituye en una esperanza de superación de la indiferencia para con un entorno anodino y desprovisto de toda significación aunque ello le suponga caer en la tentación del modelo artesano de creación. Su investigación prosigue buscando la presencia de la verdad y, por tanto, de un conocimiento verdadero y verificable en las actividades productivas o, al menos, la posibilidad de que eso ocurra. No deja de ser significativo que los términos usados son prácticamente iguales a los que había utilizado al tratar acerca de las obras de arte. De eso no se puede deducir que las cosas, los útiles usados habitualmente, puedan ser obras de arte, sino sólo que Heidegger acepta la posibilidad de que algunos útiles, si se han producido como se debe, generen un espacio fuertemente significativo a su alrededor y cumplan así una función estética. La clave sigue siendo mantener como fenómenos separados lo estético y lo artístico. Cada uno ocupa un lugar. Por otra parte, una estética planteada en los términos de Heidegger permite ir más allá de los razonamientos que comprenden lo estético únicamente a través de la percepción sensible de las formas y las materias. Ésta es una concepción de la estética que la vincula inevitablemente a los estilos y, por lo tanto, a la lógica de las apariencias, la cual, siendo muy importante, no es la única. Dado que el diseño ha evolucionado desde la creación de artefactos (herencia de la Bauhaus y su época) hasta la provocación de experiencias en los agentes que interactúan con ellos (propuesta de Memphis y de toda conversión de un objeto en signo, de los “objetos de diseño”, en definitiva) pasando por la articulación de procesos (herencia de Ulm pero también del diseño de software), el hecho de que la estética no se reduzca a la apreciación y disfrute de las formas, y por lo tanto, a la coherencia de los estilos como intenta difundir el marketing actual, abre un camino para reconocer la complejidad estructural del diseño como actividad responsable de la cultura material. En este caso, la pregunta estética por el diseño seguirá siendo una pregunta por la calidad de los objetos y los enseres, sea cual sea el grado de desmaterialización alcanzado, lo que permite mantener aquella antigua utopía

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del diseño según la cual diseñar significa fundamentalmente la mejora del medio ambiente común a todos. No se puede terminar sin decir algo sobre el problema de fondo de esta estética: se trata del carácter elitista que subyace en ella. Muchos comentaristas de Heidegger han puesto sobre la mesa esa moral elitista que se desprende de su filosofía y, específicamente, de su estética: la que tiene esa persona que, para ser auténtica y estar a bien consigo misma, debe sobreponerse heroicamente a lo cotidiano. Habitar, como construir o producir, en el sentido de Heidegger, también requiere sobreponerse a las facilidades del medio: sin embargo, se entrevén muchas posibilidades de hacerlo y muchos ejemplos antiguos y modernos de que la humanidad lo ha conseguido. En cualquier caso, aún puede orientar en esa tarea tan difícil que es diseñar bien.

Notas En uno de sus escritos, Heidegger acepta muy filosóficamente que la cosidad de las cosas es su género y también un tipo: “La esencia de las cosas se da en la noción de género o en el concepto general que representa una cosa y que vale igualmente para muchas”. La cosa, en Conferencias y artículos, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994, pág. 144. 2 Para un estudio de esta cuestión en la estética filosófica, véase: Argullol, Rafael, “Un balance de la modernidad estética”, en Muguerza, Javier, y Cerezo, Pedro (eds.), La filosofía hoy, Crítica, 2000, págs. 352-353. Su objetivo es “entender la repercusión del pensamiento estético de Heidegger en el escenario de la crisis o superación de la modernidad”. 3 Definición establecida en el informe sobre estudios de doctorado en diseño del Royal College of Art, 1996. 4 Véase Zimmermann, Yves, “¿Qué es el diseño?”, en Del diseño, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1998, págs. 99-122. 5 Flores, Fernando, y Winograd, Terry, Hacia la comprensión de la informática y la cognición, Hispano Europea (ESADE), Barcelona, 1989; edición original: Understanding Computers and Cognition. A New Foundation for Design, Ablex, Norwood, NJ, 1986. Buen comentario a este libro: Sabrovsky, Eduardo, “Heidegger y los managers. Comentarios al pensamiento de Fernando Flores”, Estudios públicos, 33, 1989, págs. 219-237; www.cepchile/dms/tang_1/cat_644_inicio.html. Según Sabrovsky, la herramienta diseñada por Flores y Winograd fueron los llamados Coordinadores, programas para ayudar en las “conversaciones para la acción” propias de los entornos organizacionales. 6 Las fechas entre paréntesis indican cuándo se dictó la conferencia, o cuándo se publicó por primera vez en el caso de que sea un texto que no forma parte de un volumen que agrupa varios de ellos preparado por el autor. 7 Las ediciones utilizadas han sido: El ser y el tiempo, 1927, FCE, México, 2001, 11ª reimpresión; El origen de la obra de arte, 1952, y Hölderlin y la esencia de la poesía, 1937, ambos en Arte y poesía, FCE, México, 1999, 2ª reimpresión. Los demás están publicados en Conferencias y artículos, Ediciones del Serbal (ODOS), Barcelona, 1994. 8 Construir, habitar, pensar…, cit., págs. 140-141. 9 Superación de la Metafísica, en: Conferencias y artículos, cit., cap. III, XXVII, pág. 88. 10 El ser y el tiempo, § 15 y La pregunta por la técnica, en: Conferencias y artículos, cit., pág. 18, respectivamente. El pasaje en que describe el fenómeno de la disolución de lo cultural en el turismo es: “Para calibrar la medida de lo monstruoso que se hace valer aquí, fijémonos un momento en el contraste que se expresa en estos dos títulos: El Rhin construido en la central eléctrica, como obstruyéndola, y el Rin dicho desde la obra de arte del himno de Hölderlin del mismo nombre: el Rin sigue siendo la corriente de agua del paisaje pero no de otro modo que como objeto para ser visitado, susceptible de ser solicitado por una agencia de viajes que ha hecho emplazar allí una industria de vacaciones”. 11 Poéticamente habita el hombre, cit., pág. 163. 1

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Véase al respecto: “Ciencia y meditación”, en Conferencias y artículos, cit., pág. 42: “La ciencia ha desplegado un poder como hasta ahora nunca se ha podido encontrar en la tierra y finalmente está extendiendo este poder sobre todo el globo: las ciencias desde hace tiempo, de un modo cada vez más decidido y cada vez más inadvertido, engranan en todas las organizaciones de la vida moderna: en la industria, en la economía, en la enseñanza, en la política, en la estrategia bélica, en las publicaciones de todo tipo (...) la ciencia, como moderna, se ha convertido en planetaria”. Véase también: Superación de la Metafísica, ibíd., cap. III, X, pág. 71: “impone [...] el cálculo y la organización de todo, pero esto sólo para asegurarse a sí misma, de tal modo que pueda seguir de un modo incondicionado. A la forma fundamental de este aparecer [...] se la puede llamar con una palabra, la técnica: abraza la naturaleza convertida en objeto, la cultura como cultura que se practica, la política como política que se hace y los ideales como algo que se ha construido encima. La palabra técnica no designa entonces las zonas aisladas de la producción y el equipamiento por medio de las máquinas. Ésta, la técnica, tiene una posición de poder privilegiado [...] que se basa en la primacía de lo material como presuntamente elemental y objetual en primera línea”. Probablemente, uno de los cuadros más demoledores sobre la época así como el pasaje en que comenta las guerras mundiales es el texto Superación de la Metafísica, en Conferencias y artículos, cit., cap. III, XXVI, págs. 82-83. Introducción a la metafísica, curso universitario impartido en 1935. Hay traducción al castellano de José M.ª Valverde en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 56, 1954. Citado según Ferrater Mora, José, La filosofía actual, Alianza, Madrid, 1970, 2ª reimpresión; y Ferry, Luc, y Renaut, Alain, Heidegger y los modernos, Paidós, Buenos Aires-Barcelona, 2001. Jiménez, José, “Transformaciones del arte moderno”, D’art 22, Publicacions Universitat de Barcelona, Barcelona, 1997, págs. 84-85. El ser y el tiempo, cit., § 9. Ibíd., § 26: “tropezamos con [los otros] en el trabajo”, y § 27: “hacen frente los otros como lo que son y son lo que hacen”. En §§ 33 y 34: “el ser uno con otro, es hablante: da su palabra y retira la palabra dada, requiere, amonesta, sostiene una conversación, se pone al habla, habla en favor, hace declaraciones, habla en público: hablar es hablar sobre”. Zabalbeascoa, Anatxu, “Miguel Milá: un pionero convertido en clásico”, en Miguel Milá. Catálogo, ARQ-INFAD, Barcelona, 2003, pág. 40. El ser y el tiempo, cit., § 34. El origen de la obra de arte, cit., pág. 48. Desde la perspectiva y los intereses del diseño gráfico, es muy interesante el capítulo que Heidegger dedica a la señalización significativa del mundo y al modo de comportarse de las señales. Comentarlo en detalle alargaría excesivamente este texto por lo que mejor dejarlo para otra ocasión. Baste ahora con “señalizarlo” como una de las aproximaciones más útiles a los modos de significar y actuar de las señales como signos para la comunicación. El lector interesado en esta cuestión puede encontrarlo tratado en extenso en El ser y el tiempo, cit., §§ 17 y 18; otros comentarios acerca del papel de las señales en la comprensión el espacio, las direcciones y la orientación se encuentran en §§ 22 al 24. Idea expuesta ya en El ser y el tiempo, cit., § 23: “con la radio lleva hoy a cabo el ser-ahí por el camino de la ampliación del cotidiano mundo circundante...”, y desarrollada posteriormente en la conferencia La cosa, cit., pág. 143. “Objeto: sólo se aplica como instrumento del representar y se define por referencia a un sujeto que lo observa; las cosas, lo producido, que están ahí, en frente porque las han producido, están ahí hayan sido representadas o no. [...] Si tomamos la jarra como recipiente producido, entonces lo tomamos como una cosa —porque está ahí— y en modo alguno como un mero objeto.” La cosa, cit., pág. 145. El origen de la obra de arte, cit., pág. 43. Poéticamente habita el hombre, cit., pág. 165. El ser y el tiempo, cit., §15. Heidegger explica este proceso que puede considerarse el fundamento del método tipológico en la conferencia La cosa utilizando el ejemplo de una jarra para describirlo. Por referencia a Platón, utiliza la palabra ‘idea’ para referirse al tipo, lo cual es un modo de hablar bastante habitual entre diseñadores aunque en ese último caso, por idea, o concepto de diseño, se haga referencia a la solución constructiva y comunicativa que establece los rasgos peculiares

El cosear de las cosas

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de un diseño con respecto al tipo genérico. Véase La cosa, cit., págs. 144-146: “El aspecto (la idea de Platón) caracteriza a la jarra sólo desde el punto de vista de que el recipiente está frente al que la produce como lo que tiene que ser producido”. Feliz denominación, y metáfora, propuesta por Norberto Chaves hace ya mucho tiempo en la sección semanal “Encuadres”, publicada durante todo 1987 en el dominical del periódico La Vanguardia de Barcelona. Estaba dedicada a tratar cuestiones de diseño. El origen de la obra de arte, cit., pág. 58. El ser y el tiempo, cit., §15. Ibíd. El origen de la obra de arte, cit., págs. 59-60. Ibíd., págs. 61-62. Decimos aquí “hacer hacer” puesto que, desde el punto de vista de la organización del trabajo, lo que diferencia al diseño de la artesanía es la separación entre las fases de pensar y de fabricar así como las personas encargadas de llevarlas a cabo. De este modo, lo propio del diseño no es tanto el hacer, el fabricar u obrar, sino pensar cómo debe hacerse y hacerlo hacer a otros. Poéticamente habita el hombre, cit., pág. 164. Véase El ser y el tiempo, cit., § 21 con respecto a las sensaciones y su valor cognitivo; también El origen de la obra de arte, cit., pág. 48 y sobre el arte como un hacer hacer algo a la materia. Construir, habitar, pensar, cit., pág. 127. Poéticamente habita el hombre, cit., págs. 165, 167 y 176. La cosa, cit., pág. 159. El origen de la obra de arte, cit., pág. 110: “En lo existente y habitual nunca se puede leer la verdad (...) La verdad como alumbramiento y ocultación del ente acontece al poetizarse. Todo arte es como dejar acontecer el advenimiento de la verdad del ente en cuanto tal y por lo mismo es en esencia poesía.” Construir, habitar, pensar, cit., pág. 131. Véase al respecto: Augé, Marc, Los no lugares. Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 2004; edición original: Non-lieux: introduction à une anthropologie de la surmodernité, Éditions du Seuil, París, 1992. Construir, habitar, pensar, cit., págs, 133-139. La clasificación aristotélica de los saberes está en Tópicos, VI, 6, 145a, 15-20; también hay indicaciones en la Metafísica, I, 1, 980a: 20-25, IX, 2, 1046b: 5-15, VI, 7, 1025b: 5-20 y 1046b: 1 para la descripción de la sophia. Véase en la Ética a Nicómaco, VI, 1139b, 15 a, 1140b, 10, la diferencia entre arte y ciencia. Con respecto al debate actual, véanse los libros de actas de los congresos sobre Design knowledge celebrados entre 2000 y 2005 en todo el mundo. Cabe señalar que el Congreso de la EAD celebrado en Barcelona en 2003 llevaba precisamente como título-marca la palabra techné (www.ub.es/5ead).

Jugadas inéditas del juego de la imagen Reflexiones en torno a los juegos de lenguaje de Ludwig Wittgenstein Jordi Pericot

Jordi Pericot (El Masnou, 1931) es Catedrático emérito de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, de la que ha sido vice-rector. Doctor en filosofía, ha sido director de la Escuela Superior de Diseño Elisava de Barcelona desde 1968 hasta 1982. Ha sido profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la UAB, Catedrático de diseño en la Facultad de Bellas Artes de la UB y catedrático de Comunicación en la UPF, siempre en Barcelona. Es autor de los libros Servirse de la imagen (1987) y Mostrar para decir. La imagen en contexto (2002). Editor y director de la revista científica Temes de Disseny (Barcelona) publicada por Elisava.

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) Investigaciones filosóficas, Dublín, 1948. Publicado en 1953

La experiencia nos demuestra que las imágenes, al igual que las palabras, adquieren sentidos diferentes en función del uso que de ellas hacemos y del contexto en que las situemos. En la práctica comunicativa hay una clara diferencia entre lo que se muestra y lo que se comunica: el hecho de mostrar una imagen va mucho más allá de la simple representación icónica de un objeto real. En un discurso visual, las referencias que expresan las imágenes nos vienen dadas, ante todo, por las circunstancias de su uso y por la conexión dinámica que se establece entre ellas y el usuario. Sólo partiendo de esta conexión dinámica entre imagen y usuario podemos entender la facultad que tiene el ser humano de construir y entender infinidad de enunciados visuales, incluidos los que nunca ha considerado ni visto anteriormente. Wittgenstein, al que nos referiremos ampliamente en este estudio, nos orienta en la necesidad de recurrir a los usos para poder comprender el significado de una palabra o de una imagen. En sus Investigaciones Filosóficas,1 Wittgenstein sostiene que es imposible definir el uso correcto del lenguaje desde la lógica que conforman las palabras y propone, a cambio, centrar su estudio en las innumerables y diversas maneras que los seres humanos tienen de usarlas. En efecto, el lenguaje ordinario, ya sea verbal o visual, está sometido a una mutabilidad constante y es de una complejidad estructural tal que difícilmente podemos reducirlo a simples estructuras lógicas. Wittgenstein compara esta complejidad a una Ciudad Antigua: “Nuestro lenguaje se puede comparar a una ciudad: un laberinto de callejuelas y plazas, de casas viejas y casas nuevas y de casas con construcciones añadidas en diversas épocas y esto rodeado de muchos suburbios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes”.2 Efectivamente, en una ciudad antigua, las diferencias entre la ordenación de su centro o casco antiguo y las calles rectas de su ensanche

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son notables. En el centro, la estructura urbanística es compleja y mutable, mientras que en la parte moderna sus calles rectas responden a una estructura simple, permanente y previsible. El lenguaje ordinario con el que nos comunicamos también presenta las mismas características de la Ciudad Antigua: existe un lenguaje de estructuras complejas y mutables, con “rincones imprevisibles...”, pero, al mismo tiempo, existe otro lenguaje cuyas estructuras, al igual que las calles rectas y regulares del ensanche moderno, son reducibles a una simple lógica. Nos referimos, en este caso, a los enunciados visuales de estructura lógica, como puede ser el código de señalización automovilística, industrial o cualquier otra imagen puramente descriptiva, por ejemplo, las fotos de identidad, las imágenes científicas, los catálogos comerciales... a las que recurrimos por su fidelidad representativa. La validez de estas imágenes está precisamente en que son impermeables al contexto en que se actualizan. Su significación obedece a unos códigos de reglas simples y permanentes que no admiten ser interpretados. Por el contrario, el lenguaje visual ordinario es mucho más complejo. Es un lenguaje que carece de reglas formalizables y de estructuras permanentes y aplicables a cualquier enunciado. Este sería el caso, por ejemplo, de un spot televisivo, un cartel o un filme, cuyo sentido proviene básicamente de la conexión que se establece entre las imágenes y sus usuarios. Para este estudio, en el que nos proponemos analizar el sentido que toman las imágenes a partir del uso que hacemos de ellas, también tendremos en cuenta estas dos características, esto es: por un lado, la información que nos impone la rigidez referencial de la imagen icónica junto con los valores simbólicos que le son otorgados convencionalmente; por el otro, la información que nos aporta el uso social de dicha imagen, el cual transmite sentidos que van más allá de la simple deducción lógica. Es por ello por lo que, desde ahora, diferenciaremos el significado que impone una imagen icónica, dado su carácter referencial y convencional, del sentido que, como usuarios, inferimos libremente de un enunciado visual.3 Desde este punto de vista, nos será más fácil comprender, por ejemplo, cómo imágenes iguales o similares cumplen funciones distintas y, al contrario, cómo imágenes diferentes adquieren a menudo funciones similares o iguales. Wittgenstein ilustra este hecho con la metáfora de una coronación real como representación ideal del fausto y la majestad que suelen acompañar este tipo de ceremonias. “De esta ceremonia —dice Wittgenstein— separen un minuto, en el que al rey, vestido con el manto real, se le coloca la corona en la cabeza. Sitúen esta misma escena en otro entorno distinto, en el que el oro es un metal menos costoso y el brillo del oro tomará un sentido vulgar. Igualmente, el tejido del manto, por ser, en este mismo entorno, barato de hacer, pierde su carácter fausto y suntuoso. En este mismo contexto, la corona deviene una simple parodia de un sombrero como es debido...”. Con esta metáfora, Wittgenstein nos da una muestra de las ilimitadas facultades creativas que pueden propiciar las imágenes en función del uso que de ellas hacemos en las variadas situaciones comunicativas en que se producen.

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El significado de la imagen Situados ya en el ámbito del enunciado visual, diremos que éste, en su fase inicial, se sirve de imágenes que vienen referidas, por una parte, a unas estructuras del mundo real cuyo conocimiento nos viene dado y, por otra parte, a una realidad simbólica, cuya comprensión e interpretación requiere necesariamente de un previo conocimiento de las reglas o acuerdos que rigen su uso social. Estas dos referencialidades iniciales de la imagen, icónica y convencional, nos permiten construir su significado. Según Habermas,4 estas dos referencialidades se rigen por dos tipos distintos y complementarios de experiencia: la experiencia sensorial observacional y la experiencia comunicativa o comprensiva. a) La experiencia sensorial observacional Para la producción de un discurso visual, las imágenes actúan, en primer lugar, por su analogía con un mundo exterior. La estructura icónica y convencional de las imágenes impone una visión del mundo que actúa como primera norma de aceptabilidad. En este caso, la identidad de las imágenes se limita a la simple re-presentación de un mundo real. Su recepción y comprensión requiere “simplemente” tener una experiencia sensorial observacional dirigida a los estados perceptibles. Nos referimos a la experiencia personal de un individuo en solitario y sujeta a unas reglas perceptivas que conforman un patrón externo a la propia expresión. Estas reglas perceptivas nos permiten evaluar la calidad del resultado y conforman el plano de la observación. El plano de la observación forma parte de la realidad perceptiva y significa un saber experimental y efectivo sobre alguna cosa particular. Es el saber cotidiano y personal que tenemos de una parte de la realidad. Se trata de un saber preteórico, es decir, un saber intuitivo, acreditado y dirigido a las imágenes icónicas. Este saber no es provocado por una convención o un código socializado, sino por la simple analogía que existe entre la imagen y el objeto real. Situados en este plano, la imagen icónica no actúa como signo de algo, sino como la misma cosa. La cosa es re-presentada por la imagen y, por lo tanto, su percepción es inmediata y no requiere un aprendizaje especializado. Su estructura referencial viene determinada por la realidad perceptible u observación directa de la realidad y es representada mediante signos icónicos. Es el mundo de los objetos sensoriales, regulado por unos criterios perceptibles generales (véase Gráfico 1a). b) La experiencia comunicativa o comprensión Paralelamente, la imagen también hace referencia al plano de los objetos sociales o campos semánticos determinados por la historia de su uso social. Es el plano de la comprensión, que forma parte de la conciencia comunicativa y remite a la generación de productos simbólicos con los que se dice alguna cosa de la realidad. El acceso a esta realidad simbólica viene mediado por el entendimiento de una manifestación convencional sobre la realidad. Es un mundo de intencionalidades interpretativas, dentro del marco de una competencia mutua definida por el saber categorial (véase Gráfico 1b).

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Sirviéndonos de este saber categorial, la experiencia comunicativa del enunciatario trata de entender el significado de las imágenes enunciadas, por lo que éstas adquieren un valor añadido o significado que las hace inteligibles y creíbles.5 c) El significado Estos dos saberes, preteórico y categorial, constituyen las referencialidades iniciales de la comunicación visual: el primero, como hemos dicho, surgido de su analogía con la realidad re-presentada, y el segundo, basado en el conocimiento convencional de sus usos y los efectos causales producidos o susceptibles de ser producidos. Ambos saberes están íntimamente relacionados por el conocimiento y conducen, deductivamente, a la comprensión del enunciado implícito o significado (véase Gráfico 1c). Realidad perceptiva representada

Significado (enunciado implícito)

c

Realidad perceptiva

Fragmento realidad perceptiva

Acto observación

Saber preteórico

a

Plano de la observación

Acto deductivo

Plano de la comprensión Saber categorial

Acto comprensión

Fragmento realidad perceptiva

b Realidad simbólica

Realidad simbólica representada

Gráfico 1. Relaciones y síntesis del enunciado implícito o significado.

Gráficamente, en este proceso deductivo del saber perceptivo y el saber simbólico, se aprecian unas relaciones en paralelo y una síntesis posterior: • Una relación paralela entre las relaciones de exposición de dos aspectos de la realidad, la perceptiva y la simbólica. En el enunciado visual se representa una cierta realidad perceptiva, de igual manera que en el enunciado interpretativo se manifiesta un cierto contenido semántico, que corresponde a una cierta realidad simbólica. • Una relación epistémica y paralela entre la experiencia y sus objetos. Así, de la misma manera que el referente cognitivo del acto de la observación es la realidad perceptiva re-presentada, en el acto de comprensión, este referente se sitúa en la realidad del objeto simbólico enunciado.

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• Una acción simétrica entre el acto de observación y el acto de comprensión. En función de la realidad representada, se accionan, en paralelo, un fragmento de realidad perceptiva y otro fragmento de la realidad simbólica, juzgados pertinentes. • Como objetivo final, en este proceso se opera una relación de síntesis entre el acto de observación y el acto de comprensión, y que da lugar al enunciado implícito o significado, deducido de los elementos perceptibles y simbólicos mostrados. Esta simetría en las relaciones conceptuales hace que un enunciado visual no sea la simple experiencia de un fragmento de la realidad, sino que, a partir de esta vivencia, adoptemos una actitud interpretativa e intentemos deducir el significado implícito del enunciado. El observador, dentro del marco de los elementos que conforman el enunciado visual, aplica sus saberes preteórico y categorial y deduce su significado. Comprender el significado implícito de una imagen es, pues, captar las estructuras perceptibles y convencionales de los elementos re-presentados y, posteriormente, en una actitud dirigida más allá de esta re-presentación, deducir lógicamente lo que dicen.

La opción pragmática Es evidente que el significado implícito no puede dar respuesta a las múltiples funciones que posibilita el juego de lenguaje. Un enunciado visual no se limita a dar una información preteórica e intuitiva de la realidad, donde las imágenes son simples sustitutos de una realidad experimentada y unos significados convencionalmente aceptados. En su gran mayoría, las imágenes mostradas hacen referencia al plano de los objetos sociales con el fin de manifestarse de manera original sobre esta realidad. Esto es, un enunciado siempre posibilita, además de la comprensión de su significado implícito, la generación de un sentido inédito, no experimentado, aunque posible y comprensible. El sentido se establece a partir del momento en que el significado deducido no satisface la totalidad de expectativas que racionalmente despierta el enunciado debidamente contextualizado. He aquí el gran desafío del lenguaje visual: ¿cómo llegar, a través de las imágenes, a decir cosas nuevas, nunca dichas y comprensibles a la vez?, ¿cómo conseguir enunciados visuales inéditos más allá de los convencionales y, a la vez, socialmente interpretables? Para comprender globalmente un enunciado visual y sus múltiples funciones, partiremos de los casos situacionales que le dan sentido. Esto es, nos situaremos inequívocamente dentro del marco de la Pragmática filosófica y pondremos todo el énfasis en el sentido que generan las relaciones entre las imágenes y sus usuarios, y éstas con su contexto y las circunstancias concretas de la enunciación: “no hay que preguntar por las significaciones”, advierte Wittgenstein, “hay que preguntar por los usos”. Con esta frase, el filósofo austriaco nos muestra la imposibilidad de formular una teoría del lenguaje como un todo en sí mismo, ya que el lenguaje es un conjunto de expresiones

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que desempeñan funciones muy diversas según los ámbitos y los procedimientos en que se usan. Esta variedad de funciones del lenguaje viene reflejada en la conocida metáfora de “la caja de herramientas”.6 En esta caja, que Wittgenstein compara con el lenguaje, cada una de las herramientas tiene asignado un uso que se define como esencial y regular. Unas sirven para martillar, otras para agujerear, etc., y, sin embargo, es bien conocido que, en manos de un profesional, estas herramientas pueden cumplir funciones muy distintas a las iniciales. Si aplicamos esta metáfora a la comunicación visual, comprobaremos que, al igual que las herramientas, las imágenes, en manos de un diseñador, ya sea por razones estéticas, hábitos de uso o por criterios personales... también adquieren funciones distintas y novedosas, esto es, nuevos sentidos no regulares. Esta pluralidad de funciones, a las que Wittgenstein llama “juegos de lenguaje”, permite situar la unidad de significación más allá de la lógica que comporta su función descriptiva y convencional, y basar su unidad en las reglas de uso que definen el juego de lenguaje. Dar órdenes, persuadir, preguntar, incitar a la compra, agradecer, escandalizar, saludar o resolver un problema... he aquí algunos de los juegos de lenguaje que escapan a los estrechos límites de la función representativa. Así, de la misma manera que el juego de lenguaje es mucho más que un ejercicio verbal, el juego de la imagen también va mucho más allá de la descripción visual de una realidad para transformarse en un acto enunciativo, cuyo sentido hay que buscarlo en la situación comunicativa en que tiene lugar dicho acto. Desde este punto de vista, el juego lingüístico-visual consiste en una conformación de actos, por los que las imágenes se convierten en verdaderas propuestas para producir una multiplicidad de actos comunicativos. El juego de la imagen se organiza, pues, dentro de una compleja red de prácticas sociales o formas de vida, cultural e históricamente determinadas. Son estas formas de vida, y no su carácter re-presentativo, las que determinan el juego de la imagen.

Del significado al sentido de la imagen Cuando adoptamos los principios de la Pragmática visual 7 como parte de la Semiótica, estamos priorizando el sentido de la imagen sobre su significado. Esto es, valoramos especialmente los orígenes, usos y efectos de la imagen, dentro del ámbito comportamental en el que aparecen y, siempre, como resultado de una acción social. Esta opción podría interpretarse como una marginación de la Semántica visual. En efecto, Wittgenstein se manifiesta en este sentido al definir el mundo como una cosa no existente en ella misma, sino en la interpretación del lenguaje: “al no existir las cosas independientemente del lenguaje, ya que éstas son proyecciones lingüísticas, tampoco existe la posibilidad de referir significados a los objetos: la semántica”, concluye, “ha de anclarse necesariamente en la pragmática”. Pero, éste no es el caso de la Pragmática visual. En la comunicación visual, la significación, aunque reducida a sus relaciones analógicas y convencionales con el referente, sigue siendo un elemento esencial del discurso.

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Al conectar analógica y convencionalmente con la realidad, la imagen adquiere una garantía de verdad que es muy útil para vehicular significados creíbles que, posteriormente, serán adoptados como valores estables. Sobre estos valores, se asentarán nuevos juicios que, a su vez, facilitarán la elaboración de inéditas situaciones de comprensión y de entendimiento entre los usuarios. Es suficiente que la experiencia inmediata “verifique algo en ella” para que se inicie un fértil proceso interpretativo de inferencias que permitirá atribuir valores subjetivos a esa misma realidad. En sus Investigaciones filosóficas, Wittgenstein compara esta necesidad de conectar con la realidad con un “complejo sistema de engranajes. Éste, al igual que el juego lingüístico, sólo es justificable si sus elementos encajan los unos con los otros, y éstos con el engranaje de la realidad. Si falta esta interacción con la realidad, el lenguaje no tiene base”. Desde este punto de vista, el juego de la imagen sólo tendrá plena aceptabilidad si se refiere a la realidad inmediata, perceptible y simbólica, del usuario y, de acuerdo con ella, permite inferir nuevos sentidos al enunciado visual. ¿Cómo adquirimos este saber? En el juego de lenguaje, saber y poder se necesitan mutuamente: “El saber es un depósito y este depósito es un poder latente y permanente”, dice Wittgenstein. Pero ¿cómo adquirimos este saber? La respuesta que nos da Wittgenstein no ha de sorprender a un experimentado diseñador: “de la misma manera que un niño no aprende que hay libros, que hay sillas, etc.,8 sino a traer libros, a sentarse en la silla, etc.”, nosotros aprendemos el significado de las imágenes al incorporarlas, por el uso que de ellas hacemos, a nuestro lenguaje. “La propia acción de jugar es conocimiento del juego. No hay más allá de la acción”,9 insiste Wittgenstein. O sea, jugar y entender el juego de la imagen sólo requiere participar en él. “El juego lingüístico sólo se juega, todo razonamiento empieza y acaba ahí”. De la misma manera, las circunstancias y situaciones que nos permiten aprender el significado social de las imágenes sólo pertenecen a la praxis vital: “Comprendo porque comprendo y este ‘porque’ es saber y poder”,10 dice taxativamente Wittgenstein. Ser competente en el juego de la imagen no es, pues, conocer las reglas del juego, sino comprender el uso comunicativo de las imágenes y utilizarlas adecuadamente: “Saber que se sabe y qué se puede hacer con este saber”.11 Así de sencillo... y así de complicado a la vez. De ahí que no haya propiamente un lenguaje, sino, distintos juegos de lenguaje. Tantos como “formas de vida: el lenguaje —dice Wittgenstein— es como un laberinto de caminos: vienes de un lado y te sabes orientar; vienes desde el otro lado al mismo lugar y ya no sabes orientarte”.12 En otras palabras, existe una multiplicidad prácticamente ilimitada de juegos de la imagen, cuyas tramas de significación dependen de la propia vida de quienes se sirven de ellos. De ahí que las reglas no nos permitan dar una explicación total del proceso. Las reglas las vamos descubriendo y aprendiendo a la vez que jugamos: “Hay reglas que nunca jamás salen a la luz, que sólo están en la sombra y precisamente éstas son las fundamentales porque quedan fuera de toda duda,

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ya que nunca se cuestionan”.13 El problema de la regla sólo aparece cuando se cuestiona la propia regla, ya que es ella la que implica el juego. Jugamos al juego de la imagen aunque no haya unas reglas preestablecidas que puedan dar una explicación total de su proceso. Sólo sabemos que el sentido de los enunciados visuales será reconocido si se mantiene dentro de los límites que marca el juego o, como dice Wittgenstein, “por oposición a aquello que no es regla”. En términos de enunciado visual, diremos, pues, que éste es aceptable si los enunciatarios, dentro del contexto del juego, pueden entenderlo. Si sobrepasamos los límites que marcan las propias reglas, o introducimos un cambio en ellas, destruimos el propio juego y posiblemente aparecerá otro juego que estará más en consonancia con la realidad. En palabras de Wittgenstein: “si con el seguimiento de una regla no hay acuerdo con la realidad, hay que buscar nuevas reglas que se acomoden mejor”.14 Por lo tanto, el límite infranqueable del juego de la imagen no viene definido por sus reglas, sino por las reglas del jugar. Si introducimos un cambio en las reglas de este juego, aparece otro juego distinto, lo cual no supone que haya juegos verdaderos o falsos, sino simplemente distintos juegos, cuya significación estará necesariamente integrada a la trama real de la vida. De ahí que, la alteración o incorrección de un enunciado, como jugada, no impide efectuar un acto válido. Su aceptabilidad, como juego, dependerá de la posibilidad de adecuarlo al sistema de entendimiento mutuo que rige entre los comunicantes y permita, por lo tanto, “seguir jugando al mismo juego”. Ante tanta posibilidad de cambio, ¿qué es lo que da sentido unitario a los enunciados visuales? Es evidente que esta unidad no se basa en ninguna de las características de la imagen, ni tampoco en el juego a que está sometida, sino que proviene de “una red complicada de semejanzas que se superponen y entrecruzan mutuamente” y que Wittgenstein define como “un cierto aire de familia”. Wittgenstein se sirve de esta analogía para explicar que, al igual que entre los miembros de una familia existe un aire de familia que les da cierta semejanza, también entre los juegos de lenguaje existe una semejanza que no se debe a la igualdad de los elementos de sus miembros, sino a una pluralidad de caracteres que se “entrecruzan y se superponen” 15 entre estos miembros. Para comprender las “jugadas inéditas” del juego de la imagen, debemos, pues, captar las relaciones de semejanza y de diferencia que hay entre ciertos juegos y discernir el aire de familia que existe entre ellos.

La fusión de saberes Veamos ahora más detenidamente el proceso de reconocimiento del sentido inferido de una imagen. Para ilustrar este proceso, nos serviremos de un dibujo titulado Transporte del futuro, obra de El Roto (Figura 1)16 al que nos iremos refiriendo en el transcurso de la exposición. En el juego de la imagen, cada objeto designa de una manera cierta un objeto incierto: cierto, en cuanto a que su significado viene expresado de forma inequívoca en su analogía y simbolismo convencional; incierto, en

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Figura 1.

cuanto a que su sentido hay que inferirlo a partir del marco del juego social que lo refiere. Diferenciemos, pues, la validez significativa de un enunciado visual, basada en el cumplimiento de las condiciones de adecuación a su carácter analógico y convencional, de la validez de sentido, asentada en el reconocimiento que posibilita su inequívoco aire de familia. En este caso, la validez consiste “en ser dignos de ser reconocidos... en la garantía de que bajo circunstancias adecuadas estos productos visuales puedan obtener un reconocimiento intersubjetivo”.17 Por lo tanto, el juego de la imagen de un enunciado humorístico/crítico (Figura 1) ha de provocar que situaciones o ideas que normalmente se ven en el marco de las referencias analógicas y convencionales (la representación analógica de una hormiga y convencionalmente significada por su laboriosidad y previsión, y un motorista, cuya imagen se corresponde con los modelos perceptivos de nuestra experiencia cotidiana, con sus connotaciones de velocidad y dominio de la máquina), sean vistas en un nuevo marco de referencia que fuerce al enunciatario a establecer conexiones entre universos desconectados, pero con un cierto aire de familia (hormiga cabalgable y motorista en acción) que conduzca a aceptar sentidos inesperados. Sólo la fusión de estos saberes iniciales nos definirá el locus de sentido de la posible jugada visual. Para que se produzca esta fusión y reconocimiento hace falta lo que Wittgenstein denomina “un estado de somnolencia..., un estado confuso del ver y no ver a la vez cuando aparece el resplandor fugaz de un aspecto mitad vivencia, mitad pensamiento”. Esto es, un estado que nos permite avanzar en

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la interpretación, sin necesidad de eliminar las contradicciones lógicas que normalmente comporta el acto de conexión de sus componentes, perceptivo y simbólico. Así, ante la evidencia de una alteración intencionada que contradice el significado convencional del enunciado (las hormigas gigantes no existen en nuestra experiencia perceptiva, como tampoco la posibilidad de cabalgar sobre ellas), el enunciatario entra en “un estado de ambigua exactitud o atmósfera de indefinición” —indica Wittgenstein— que favorece, a pesar de sus contradicciones, la conexión de los dos componentes, perceptivo y simbólico, y facilita la exploración y el establecimiento de suposiciones e hipótesis hasta conseguir un sentido que garantice su equilibrio en tanto que valor estable. Así, mientras el ámbito de la semántica visual está sujeto a la alternativa verdadero/falso, a la validez de un juego de la imagen, en tanto que resultado de una acción social, sólo se le puede atribuir la alternativa de logrado o fallido. De ahí que la modificación intencionada de la previsible realidad perceptiva y simbólica de un enunciado visual no invalida su coherencia, ni necesariamente dificulta su eficacia. El que sea aceptado, o rechazado, sólo depende de nuestro saber competencial y de la posibilidad de adecuarlo, o no, al sistema de entendimiento mutuo.

La alteración del enunciado visual como estrategia comunicativa Con el objetivo de aportar un sentido que vaya más allá de su significado, el enunciador, o diseñador gráfico, altera la previsible información perceptiva y simbólica (tamaño sorprendente de la hormiga, adiestrada para ser montada... Motorista conduciendo con toda naturalidad una hormiga...) con la intención de que el enunciatario reconozca que, a pesar de la transgresión, existe una voluntad de cooperación (el simple hecho de publicar la viñeta en un periódico ya muestra la voluntad de cooperación del enunciador) y, consecuentemente, se esfuerce en inferir cosas que no se corresponden directamente con los estímulos visuales que recibe. En este proceso, el enunciatario ya no se limita a aplicar los saberes preteórico y categorial, sino que, para ir más allá del significado que juzga como alterado o insuficiente por la inexactitud o contradicciones del enunciado, recurre a su “conciencia intuitiva de regla” 18 y analiza las posibilidades inferenciales que ofrece el enunciado. Desde esta conciencia, intenta adentrarse en el juego de lenguaje para descubrir el cuadro de intencionalidades que ha motivado este enunciado. Según el “principio de cooperación”,19 cada participante en un acto comunicativo reconoce un propósito común que justifica el acto, y acepta conducir la comunicación en la dirección determinada mutuamente. Este reconocimiento requiere, según Herbert Paul Grice, la aceptación de las siguientes máximas: • “Máxima de la estricta informatividad”: relacionada con la cantidad de información que debe darse; hay que aportar tanta información como la intención comunicativa requiera.

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• “Máxima de la sinceridad”: hace referencia a la calidad informativa en el sentido de que hay que intentar que la contribución sea verdadera, o que se crea que lo es. • “Máxima de la pertinencia”: referida al carácter relevante de la información y, por tanto, hay que decir todo aquello que se supone está relacionado con lo que se dice. • “Máxima de las buenas formas”: referida al modo de decir las cosas, con claridad, sin expresiones oscuras o ambiguas. A pesar de que el respeto de estas cuatro máximas es condición necesaria para conseguir una comunicación eficaz, se da la paradoja de que su desobediencia o alteración aparente, lejos de imposibilitar su credibilidad conduce, en la práctica, a sentidos inexpresados y básicos para la comunicación creativa. (Es evidente que El Roto desobedece explícitamente casi todas las máximas, en especial las de la sinceridad y las buenas formas). En estos casos, se evidencia un sentido que no será otro que el resultado de restablecer el equilibrio en el conjunto de normas y máximas que rigen para un acto comunicativo y que el enunciador manifiestamente ha incumplido o violado. He aquí, los inicios de una metodología creativa, especialmente productiva y de la que deberían tomar nota los diseñadores gráficos: el diseñador gráfico, como enunciador competente, manifiesta su deseo de colaborar poniendo de relieve la trasgresión de una o más máximas en relación con el respeto que le merece el resto de las máximas (El Roto manifiesta su voluntad de aportar una determinada información crítica). Por su parte, el enunciatario, ante el incumplimiento o violación de las máximas: • Comprende que el enunciador, a pesar del incumplimiento, se rige por el principio de colaboración y, por tanto, admite que la participación es conforme a lo que exige la situación; consecuentemente: • No acusa de incumplimiento al enunciador, sino que presupone que éste respeta el sentido transmitido y que el acto transmite una presunción de colaboración. • Presupone que el enunciador ha llevado a cabo esta transgresión a fin de que otra máxima, de rango superior, pueda ser respetada; en este sentido: • Aunque comprenda lo que explícitamente dice el enunciado, reconoce que el acto es insuficiente o alterado y que hay que buscar un sentido, más allá del significado expuesto. (Con este propósito (figura 1), el lector sitúa dentro del juego del futuro las posibles jugadas inéditas inferidas). • Para restablecer el equilibrio entre el conjunto de las máximas, busca un sentido implícito que le permita comprender la intencionalidad que justifica el acto de enunciación, El sentido surge del propio juego de la imagen debidamente contextualizado y conforme a la situación que lo genera. (Entre sus muchos sentidos posibles, todos ellos en función del saber competencial del lector, podríamos destacar: el hombre, en lugar de hacer evolucionar las máquinas, sustituye éstas por los seres vivos, a los que se les provoca mutaciones genéticas para que realicen funciones hasta ahora

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reservadas a las máquinas... Otro sentido posible, o complementario del anterior sería, en términos de involución, que el hombre, después de haber sustituido en un momento de su evolución a los seres vivos por las máquinas, ahora retorna a sus inicios y recurre nuevamente a los seres vivos. También podría interpretarse como una crítica a la obsesión absurda por alcanzar velocidades cada vez mayores para no ir a ninguna parte, o como crítica a la contaminación ambiental o al despilfarro energético que comporta su uso desmesurado...) Esta diversidad de sentidos, todos ellos posibles, distintos y correctos a la vez, sitúan el juego de la imagen como el resultado de una actividad contractual basada en el esfuerzo de cooperación de los participantes, por el cual, cada uno de éstos, según el principio de reciprocidad, reconoce al otro como interlocutor efectivo y presupone que cualquier intercambio comunicativo es portador de posibilidades.

El proceso inferencial: del significado al sentido Si antes, a través del Gráfico 1, nos referíamos al significado como el producto deductivo de las indicaciones que componen las propias imágenes mostradas, ahora, al referirnos al enunciado inferido, nos serviremos, como ya hemos dicho, del término sentido, entendido éste como el significado más las indicaciones contextuales y situacionales que genera. Analicemos ahora, pues, el procedimiento básico de la información no dicha, es decir, aquella información formada por indicaciones que el enunciador, en sus funciones de diseñador, tiene intención de transmitir, aunque no de manera explícita, pero sí con la confianza de que el enunciatario tratará de recuperarla. Para ello, el enunciador da una información visual que difiere de la previsible, según las máximas que convencionalmente rigen para un acto enunciativo eficaz. Ante él, el enunciatario, o lector, es llevado, de una manera natural, a interpretar el enunciado como una descripción cierta de la realidad, excepto en aquellos casos, como es el de la Figura 1, en que considera que la irregularidad e insuficiencia del significado disponible requieren la interpretación según un juego de lenguaje diferente. En esta situación, interpreta que el enunciado visual se ha de situar más allá de la primera comprensión usual para poder inferir de él, dentro del nuevo juego de lenguaje, un sentido alternativo que llegue a ser coherente con la intención comunicativa del enunciador. A la vista de esta anomalía, el enunciatario inicia, desde su saber competencial, un proceso que le permita atribuir un sentido coherente a los elementos enunciados dentro del juego de lenguaje. El saber competencial surge de la totalidad de su saber, perceptivo y categorial, con el fin de poner en correlación el enunciado existente con el conjunto de enunciados potenciales que considera susceptibles de ser aceptados en función de su aire de familia, para dar un sentido coherente al enunciado alterado o irregular, y que no responde a las expectativas juzgadas normales (véase Gráfico 2).

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Realidad perceptiva representada ALTERADA Límites del juego de la imagen

PLANO DE LA OBSERVACIÒN PLANO DE LA COMPRENSIÒN

SABER COMPETENCIAL

Significado (insuficiente)

Sentido (enunciado inferido)

Saber preteórico

Saber categorial Límites del juego de la imagen Realidad simbólica representada ALTERADA

Gráfico 2. Proceso de reconstrucción de un enunciado inferido o sentido.

Con este propósito, el enunciatario se esfuerza en adentrarse en el cuadro de intenciones que ha motivado el enunciado visual e inicia un proceso inferencial. Este proceso, motivado por la irregularidad o alteración del enunciado, tendrá lugar si el enunciado visual: • Comporta una modificación perceptible de las normas o reglas previsibles en un acto informativo. • Pone de manifiesto que esta alteración formal se ha hecho intencionadamente. Con el objeto de mantener esta creencia, el enunciatario presupone que, a pesar de esta irregularidad comunicativa: • En el enunciador existe el deseo de cooperar. • El enunciado es portador de unas posibilidades de sentido. • El enunciador tiene razones suficientes para alterar la información requerida y éste confía en que el enunciatario se esforzará en buscarlas para poder interpretar adecuadamente el enunciado irregular. • El esfuerzo de comunicación que requiere es adecuado al propósito y la situación en la que el enunciado está involucrado. • El enunciador quiere decir una cosa distinta de la que explicita. Al interpretar el enunciado como insuficiente y ambiguo y, por lo tanto, incapaz de garantizar una comprensión objetiva y unívoca del mensaje, el enunciatario, para superar esta primera fase de desconcierto e ir más allá de la superficie del enunciado, reconstruye su saber competencial y se esfuerza en

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comprender el cuadro de intencionalidades que ha motivado el enunciado, así como el verdadero sentido del enunciado. Ya no se trata del significado implícito que deducimos de la expresión perceptivo-simbólica, sino de la conciencia intuitiva de una comprensión que va más allá de lo que el enunciado implica. Los estímulos visuales solamente señalan y hacen ostensiva una realidad con el objetivo de que el enunciatario construya las inferencias necesarias que le permitan elaborar y recuperar la verdadera intencionalidad comunicativa. Como dicen Sperber y Wilson,20 “lo que viene dado no es el contexto, sino la presunción de que aquello que se ha dicho [o mostrado, añado] es relevante”. Una imagen no es relevante por su estructura o características, sino porque es captada de manera no ordinaria y discernida como una estructura particular. Su grado de relevancia dependerá de la fuerza con que modifica las expectativas del enunciatario. Los elementos relevantes posibilitan que determinados pensamientos o supuestos afloren en la mente del enunciatario y conformen el contexto a partir del cual se elabora el proceso inferencial. Con este propósito, el enunciador, con el soporte de su saber competencial: • Inicia una operación de desambiguación para detectar en el enunciado los elementos relevantes sugeridos; y: • Analiza lo que el enunciador ha dicho sirviéndose de la imagen y desde dos perspectivas diferentes, aunque complementarias: - Desde el acto de observación: como una realidad perceptiva re-presentada insuficientemente y analiza los hechos relevantes y decisivos para el restablecimiento de las ausencias o alteraciones intencionadas. - Desde el acto de comprensión, como una realidad simbólica, alterada, deformada e insuficiente que conforma el objeto simbólico enunciado y deduce los elementos relevantes del pensamiento simbólico para el restablecimiento de las irregularidades intencionadas. • Con los hechos relevantes, y dentro de los límites marcados por el juego de la imagen, construye un contexto adecuado, formado por el conjunto de pensamientos que admite o imagina como ciertos en un determinado momento. Estos pensamientos provienen de las experiencias que un individuo tiene catalogadas como representación del mundo real: opiniones personales, suposiciones, creencias, deseos, etc. A partir de este contexto, el enunciatario establece un conjunto de hipótesis o supuestos juzgados creíbles, con relación a los supuestos e informaciones que tiene memorizados y que juzga razonables y no banales. • Dentro de los límites de su memoria, de su grado de atención o del interés y las reglas deductivas que posee, inicia un proceso inferencial que le permite comprender las imágenes mostradas en tanto que enunciado que intenta decir lo que no dice. Se esfuerza en inferir un sentido que restablezca de manera automática 21 el equilibrio según el conjunto de las normas convencionales que, en aquella situación específica, rige el acto de comunicación.

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La activación que lleva a presuponer el sentido de las alteraciones viene motivada por una red de relaciones conceptuales delimitada por todo aquello que es presumible o posible y que permite inferir el sentido que el enunciador ha querido comunicar, aunque no de manera explícita. • Para conseguir estas inferencias, el enunciatario traslada la aceptación y la validez de los hechos, basados en las leyes del mundo y su experiencia perceptiva y simbólica, a un mundo de posibilidades donde se pueda cumplir lo que se espera o se prevé y que permita justificar el acto de enunciación en los términos que el enunciador intenta transmitirle. • Cada supuesto sugiere nuevos supuestos y de su combinación se obtienen nuevas inferencias sintéticas. A su vez, la nueva situación inferida se combina con las suposiciones existentes para confrontarlas y mejorar el contexto. De todo ello se deduce que los pensamientos inferidos no vienen dados únicamente por lo mostrado. Las inferencias, aunque tengan su origen en los estímulos mostrados, éstos no son su causa directa. El origen del pensamiento inferencial está precisamente en la comprensión del uso de estos estímulos en un contexto determinado. Por lo tanto, la interpretación correcta del hecho sugerido dependerá de la competencia plena del enunciatario y del hecho inferencial que genera en él. De ahí que el sentido o enunciado inferido esté más allá del significado de las imágenes mostradas y se sitúe dentro del acto de enunciación y la oportunidad de uso, y siempre inmerso en un contexto de suposiciones y conclusiones intuitivas que el enunciatario extrae de su competencia comunicativa global.

A manera de conclusión Un análisis de la imagen basado en el juego de lenguaje de Wittgenstein permite una visión fluida del acto de comunicación que nos libera de la rigidez que impone su simple estructura semántica. Es evidente que el concepto de acto de enunciación aplicado al diseño permite multiplicidad de formas inéditas de juego social que, aun y así, entendemos y comprendemos. Desde este punto de vista, el diseño visual como acto enunciativo se concibe como una peculiar manera de innovación que puede satisfacer la necesidad consustancial de cambio en este ámbito de actuación. El acto competencial que realiza el enunciatario (o público al cual se dirige el diseñador) genera un cuadro de inferencias en la medida en que intenta complementar la información no precisada suficientemente y, en consecuencia, con su sentido enriquece el acto de comunicación y amplía su significación La posibilidad de jugadas ilimitadas fuerza al público a establecer combinaciones inéditas que le permiten generar nuevos juegos y ampliar constantemente el sistema vigente de entendimiento mutuo. El público deja de ser el receptor pasivo de un determinado enunciado, para participar subjetivamente en la creación de un enunciado posible.

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Podríamos decir que, mediante la interpretación inferencial, el público personaliza el sentido del enunciado y se convierte en coautor del discurso. Esta coautoría y personalización del enunciado permiten que el público se identifique más estrechamente con la propuesta visual y la haga más suya. La complejidad interpretativa de un enunciado visual requiere, obviamente, que el diseñador gráfico, como enunciatario, sea especialmente competente en cuanto a los componentes esenciales de un acto comunicativo: tanto en la utilización de la imagen, según viene regulada por los criterios estructurales generales surgidos de su relación con la realidad perceptiva y simbólica, como por aquellos que se derivan del juego visual. Esto es, el diseñador gráfico ha de ser competente en el reconocimiento del uso y de los efectos producidos o susceptibles de ser producidos por la imagen, siempre dentro de las formas de vida del grupo social al cual se dirige. Notas Wittgenstein, Ludwig, Philosophische Untersuchungen, Basil Blackwell, Oxford, 1953. Fue publicado póstumamente, con la traducción inglesa en paralelo al texto alemán. Cito por la edición en castellano: Investigaciones filosóficas, Ediciones 62, Barcelona, 1983. 2 Wittgenstein, Ludwig, op. cit., pág. 18. 3 Consideramos que en la comunicación visual no se intercambian imágenes, sino enunciados. Un enunciado visual corresponde a unas imágenes emitidas por el enunciador, o diseñador gráfico, y completadas por las informaciones que extrae el enunciatario, o público al cual se dirige, de la situación concreta en las que éstas son enunciadas. 4 Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos, Cátedra, Madrid, 1989, págs. 307 ss. 5 Es evidente que, con el tiempo, ciertos significados convencionales, por su uso continuado, acaban por ser atribuidos a las imágenes como si fueran lógicamente propios y esenciales a éstas. Así, nos servimos de unas determinadas imágenes, y no de otras, como las más adecuadas para un determinado acto comunicativo. No obstante, hay que renunciar a la idea de que las imágenes tienen sentido propio, ya que éste no es más que una metáfora que ha llegado a ser regular en el lenguaje ordinario. 6 Wittgenstein, Ludwig, op. cit., pág. 11. 7 Pericot, Jordi, Mostrar para decir, la imagen en contexto, Universitat Autónoma de Barcelona, Servei de Publicacions, Barcelona, 2002 (col. Aldea Global, 13). 8 Wittgenstein, Ludwig, De la certeza, Edicions 62, Barcelona, 1983, pág. 476; edición original: Über Gewissheit, Basil Blackwell, Oxford, 1969; también se trata de una edición póstuma. 9 Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, cit., pág. 211. 10 Ibíd., pág. 146. 11 Wittgenstein, Ludwig, Gramática filosófica, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1992. 12 Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, cit., pág. 203. 13 Wittgenstein, Ludwig, De la certeza, cit., págs. 87-88. 14 Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, cit., pág. 182. 15 Ibíd., pág. 66. 16 Transporte del futuro de El Roto, publicado en La Vanguardia, Barcelona del 3 de julio de 2005. 17 Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa…, cit., pág. 302. 18 Ibíd., pág. 311. Según Habermas, cada hablante tiene de su lengua una conciencia intuitiva de sus reglas. 19 Principio introducido por Herbert Paul Grice, en su estudio “Logic and Conversation”, en: Cole, P. y Morgan, J., eds., Syntax and Semantics, vol. 3: Speech Acts, Academic Press, Nueva York, 1975. 20 Sperber, Dan, y Wilson, Deirdre, La pertinence. Communication et Cognition, Minuit, París, 1989, pág. 153. 21 Ibíd., pág. 701. 1

Del rigor de la ciencia El mapa y el territorio Ana Herrera

Ana Herrera (Buenos Aires, Argentina, 1968) es diseñadora gráfica. Desde 1994 reside en Barcelona donde se ha especializado en el diseño de páginas web trabajando en diferentes empresas del sector. Desde 2004, forma parte del equipo de ‘comunicació digital’, estudio especializado en soluciones para entornos digitales. También desde 2004 es tutora de proyectos de final de estudios de la Escola Elisava, en la especialidad de Diseño Gráfico.

En aquel Imperio, el arte de la Cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda la ciudad, y el mapa del Imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin piedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y mendigos. Jorge Luis Borges (1899-1986) “Del rigor de la ciencia”, El hacedor Buenos Aires, 1960

Desde este breve texto,1 Borges nos relata una ironía que nos sitúa en el absurdo de una simbolización y es éste el punto de partida que he elegido para reflexionar sobre la simbolización en sus diferentes niveles y usos. La representación y la simbolización son mecanismos que atraviesan nuestro hacer profesional ya que los diseñadores trabajamos permanentemente con sistemas simbólicos. Sin embargo, no siempre sabemos a qué nos referimos al decir estos términos, por lo que me parece oportuno iniciar esta reflexión con una breve referencia a estos procesos según lo expuesto por otras disciplinas que han ahondado en ellos, principalmente, a través de la experiencia del lenguaje humano. Los seres humanos, desde la edad más temprana, vamos familiarizándonos con la capacidad de representar-simbolizar a través de “signos” (las palabras, los gestos) el mundo que nos rodea. El lenguaje nos permite internalizar la realidad no sólo para “decirla”, sino, ante todo, para “pensarla”. En el momento inicial en que el niño se familiariza con el lenguaje, junto con su uso para la comunicación, las palabras le brindan un fuerte aporte al proceso de representación interna del mundo y le permiten dar el salto cualitativo de dejar de necesitar tener al objeto enfrente para saber que existe: aunque no esté “aquí y ahora”, puedo evocarlo a través de su “significante”. Las palabras, como signos, nos irán introduciendo en la práctica de la significación, haciéndose ésta indivisible de nuestro ser y de nuestra forma de relacionarnos con el mundo y con nosotros mismos. Estas primeras experiencias de representación van evolucionando a medida que crecemos y es la maduración de este proceso constructivo lo que nos permite acceder posteriormente a sistemas simbólicos más complejos y más abstractos. Primero es un puñado de palabras; luego son muchas y su arte de combinarlas... después, la retórica; la riqueza en el uso del lenguaje, y luego, también en paralelo, otros lenguajes que van tejiendo una gama de

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tonalidades que profundizan y enriquecen nuestras posibilidades comunicativas. Porque, si bien en el párrafo anterior he explicado la importancia del lenguaje en el uso “interno” de la persona como clave para poder evocar la realidad aunque no acontezca, no debemos relativizar el fin comunicativo de todos los sistemas simbólicos, incluido el habla. Representación y simbolización son dos caras de una misma moneda: la representación es interna y virtual (es la internalización del mundo, sus cambios y las relaciones allí existentes) mientras que la exteriorización, a través de símbolos, corresponde al proceso de simbolización así como la interpretación de cualquier sistema simbólico. Dicho de otro modo, sin un sistema representativo detrás, no hay simbolización posible y, sin sistema simbólico, no hay forma de exteriorizar algo y conseguir una comunicación efectiva o satisfactoria.2 La representación es una construcción totalmente individual e interior, mientras que la simbolización, si bien continúa siendo una construcción individual, se realiza sujeta a parámetros compartidos, sociales, que establecen los códigos de interpretación de los símbolos. Los sistemas simbólicos están intrínsecamente relacionados con nuestro ser social, expresan la intención y la necesidad de comunicarnos. Disciplinas como la lingüística, la psicolingüística y la semiología desarrollan en profundidad esta área del conocimiento a la que me limito a hacer una referencia superficial, pero me parece oportuno hacerla ya que nos puede aportar una visión más amplia de los sistemas simbólicos que, creo, nos ayudarán a encontrar respuestas. Como toda construcción cultural, estas experiencias simbólicas dependen de su contexto histórico y social. Borges, sin embargo, no nos da ningún indicio temporal o geográfico en su narración... Gracias a ello, este breve cuento nos permite hacer una reflexión mucho más universal y atemporal sobre la cartografía como sistema simbólico y nos remite a preguntas estructurales sobre su esencia, en lugar de dirigirnos a preguntas acotadas a una aplicación específica. Por lo tanto, yo empezaría por preguntarme ¿Qué pedimos a un mapa? ¿Qué esperamos de él? ¿Qué nos soluciona?... Entiendo que los mapas surgen como solución a un problema de “escala humana”, al no poder abarcar de forma directa un territorio. Sin la existencia de los mapas, sólo conseguiríamos conocer un espacio territorial invirtiendo mucho tiempo y sin siquiera poder valorar si esa inversión vale la pena, o si el resultado será satisfactorio. Imaginemos, por ejemplo, la situación de estar en un valle rodeado de montañas que no conocemos, en el que buscamos un poblado, o un lago, o un río... deberemos escoger de forma fortuita la dirección que seguiremos y la montaña que vamos a atravesar. Por un problema de escala, como dije al comienzo, no tenemos capacidad de adquirir ese conocimiento sin vivenciarlo a un coste que puede ser muy alto: si eligiéramos la dirección equivocada, hay que sumar al tiempo invertido en atravesar una de las montañas el tiempo necesario para cruzar alguna más y así sucesivamente hasta encontrar lo que buscamos; si contáramos con alguna dificultad añadida, como pueden ser la falta de víveres o el frío, los riesgos de esta experiencia se multiplican.

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Mapa de términos geográficos, Reino Unido, 1897.

He puesto el ejemplo de las montañas, pero también podríamos tomarlo de un espacio urbano, o marítimo... Al hablar de territorio me refiero de forma genérica a un espacio físico/ geográfico sean cuales sean sus características específicas, pero que, por una cuestión de escala, no podemos abarcarlo y reconocerlo de forma inmediata. Además, volviendo al ejemplo de las montañas, si después hubiéramos de repetir otra búsqueda, se plantea el problema añadido de almacenar el conocimiento obtenido en la experiencia anterior de modo que resulte transferible para nosotros o para terceros y, entonces, no volver a estar expuestos a la misma experiencia partiendo desde cero. Es aquí donde se entrecruza con la cartografía, como una prima hermana, la señalización. Ambas herramientas nos permiten

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anticiparnos a la experiencia y hacerla transferible; así, nos brindan la posibilidad de elegir de forma premeditada la inmersión o no en un entorno geográfico que se extiende más allá de los límites de nuestros sentidos. Así describiría yo la necesidad que dio sentido a estos recursos culturales y, por ende, la esencia de su razón de ser. Un mapa que no resuelva de forma efectiva esta necesidad se aleja de su razón de ser, no tiene sentido. De ello se desprende que podríamos definir a los mapas y a los planos como una representación gráfica en la que se organiza y presenta la información más objetiva posible sobre una situación física-geográfica dada. Dicha información se dispone de una forma no lineal y serán los usuarios, en su aproximación, quienes elegirán por dónde “entrar” en ella según su necesidad o según lo que busquen. Sin embargo, al hablar de organización, estamos hablando de seleccionar la información que vamos a mostrar y de jerarquizarla en diferentes niveles de lectura. Ambas decisiones aportan una capa de subjetividad y de intencionalidad, por lo que este primer acercamiento a los mapas y planos empieza a volverse algo más relativo. A la pregunta inicial sobre el sentido y la razón de ser que les ha dado origen, puede seguir otra sobre la actitud con la que se construyen y para qué fines. Alejémonos un poco de la narración atemporal de Borges y veamos cómo condicionan los componentes históricos y culturales en cualquier pieza gráfica, por ejemplo, un mapa o un plano. Como dije al inicio, los sistemas simbólicos son construcciones intrínsecamente relacionadas con nuestro ser social y, por lo tanto, influidas por el sistema de creencias y saberes de cada época. Así vemos a lo largo de la historia de la cartografía mapas, como los medievales, llenos de argumentos religiosos, creencias o supersticiones. Las primeras cartas de navegación estaban llenas de imprecisiones e inexactitudes no sólo debidas a la falta de recursos tecnológicos de la época, muy alejados de la exactitud con la que contamos en las mediciones actuales, sino que algunas de ellas eran intencionales y tenían valor político. Por ejemplo, podían servir para conseguir financiación o captar la benevolencia de algunos de los poderes de ese momento. Entonces, aun cuando hablamos de representaciones gráficas de un entorno geográfico o urbano, nos damos cuenta de que se filtra la intencionalidad en la transmisión de la información. Ése es un tema bastante actual en este mundo globalizado en el que se intenta presentar a los comunicadores como neutros y objetivos, y a la información, como una suma neutral de datos. Al igual que cualquier otro canal de información, los mapas están condicionados por las decisiones acerca de qué comunicar exactamente y a quién comunicar; estas preguntas no sólo dan lugar a decisiones desde el punto de vista de los intereses del emisor, sino que también obligan a agrupar los datos por tipos según lo que se quiere transmitir en cada caso. De este modo, se han generado los distintos tipos de mapas que hoy conocemos, como son los mapas políticos, topográficos, climáticos, de carreteras, etc. Esta variedad responde en gran parte al hecho de que la información que puede brindarse sobre un mismo entorno es tanta que sería muy difícil transmitirla en una única pieza de forma clara. Éstas y más variables nos van insinuando el gran abanico de los mapas que existen en la actualidad y de los que han existido a lo largo de la historia de la cartografía. Pero, aun así, ¿podemos hablar de algunos rasgos genéricos, constitutivos?

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Me atrevería a decir que sí. Borges habla del realismo aplicado a la cartografía: de la posibilidad de un mapa construido a escala real, y fue esto lo que me pareció una ironía. Se podría afirmar entonces, por oposición, que, al hablar de ‘mapa’, hablamos tácitamente de una simplificación de la realidad que se muestra, una simplificación que nos ayude a resolver el problema de escala humana y que, para ello, se recurre a un sistema simbólico que funciona con una serie de premisas: • síntesis • jerarquización visual • el uso de una simbología para transmitir una cierta cantidad de datos Si bien no es el objetivo de este texto ser exhaustivos con la morfología de los mapas, sí intentaré explicar brevemente esta enumeración. La síntesis es, a mi entender, inseparable del hacer de un mapa, ya que la realidad que se simboliza es multifacética y compleja, y nosotros debemos descartar unos elementos y señalar otros buscando que el espacio físico representado se reconozca. Por otra parte, a partir de lo comentado anteriormente, mejor decir “representación selectiva” pues es un término más justo, dada la intencionalidad del comunicador en el ejercicio de decidir qué mostrar según lo que se quiere comunicar. Así, por ejemplo, este término se ajusta mejor a planos como los diagramáticos, que no se corresponden con la realidad física sino que representan una analogía cognitiva. Un ejemplo de ellos son los mapas de las redes de metro. En ambos casos, ya sea desde la síntesis o desde la representación selectiva, se persigue simplificar la realidad aproximándola al entendimiento del receptor. En segundo lugar, la jerarquización visual nos permite establecer diferentes niveles de lectura en una pieza de lectura no lineal en la que la organización de los diferentes tipos de información es clave para lograr una legibilidad correcta. Los mapas y los planos deben resolver un problema de espacio no sólo por la cantidad de información que contienen, sino también por la exactitud en la localización espacial de esa información. Esto genera una problemática específica para el uso tipográfico que se apoya en el uso de símbolos, por lo general, formas simples, y en el uso del color como otro transmisor de información. Todos estos elementos, sobre fondos en su mayoría no planos, se organizan en distintos niveles de información los cuales algunas veces se aprecian a simple vista, mientras que otras se descubren sólo al aproximarse. Por último, he mencionado la utilización de una simbología para reflejar una cantidad de datos determinada. Como dice Olt Aicher: “una imagen aérea no es todavía un mapa. El mapa, el plano, se vuelve significativo mediante todos aquellos símbolos que facilitan la interpretación de contenidos”,3 por lo que podemos afirmar que éste es otro de los rasgos constitutivos de un mapa. Si observamos la evolución de éstos en el paso de los siglos, veremos cómo han ido apareciendo y especializándose los lenguajes, desde muy naturalistas y figurativos (como en el caso de los mapas que usan los militares) hasta otros cada vez más abstractos. En esta riqueza se manifiesta, a mi entender, la cultura simbólica “acumulada”, herencia de siglos, de utilizar un recurso gráfico, un instrumento de

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Mapa de la red de metro de Tokyo.

comunicación. Conocer la historia de un objeto o de un recurso gráfico nos permitirá aprovechar su trayectoria cultural, además de hacernos reflexionar sobre la relación dialéctica que tiene un objeto con su contexto socio-cultural por la cual se modifican uno a otro. Si regresamos a la narración de Borges, ninguna de estas premisas parece haber sido utilizada por los cartógrafos que nos cuenta el texto... y quizá por esto no tiene un final feliz. Las generaciones siguientes lo encontraron inútil: “y no sin piedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos”. Creo que estos cartógrafos se quedaron atrapados en el narcisismo por su “arte” y olvidaron a aquellos que lo iban a utilizar. Me parece, pues, apropiado que ésta sea la última lectura con la que nos aproximemos al cuento de Borges, a modo de moraleja. En el reality-show en que vivimos actualmente los occidentales, el narcisismo es esa mala hierba que crece por doquier con el puro estímulo “climático”. Y los diseñadores, en ese pequeño espacio que tiene nuestro oficio para la subjetividad del autor y la no ciencia en nuestras soluciones, tenemos un frente permanentemente abierto con este sobre-estímulo coyuntural. “Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. ¿A que ahora suena absurdo? Yo confío en que, con el paso del tiempo, también volvamos a reinterpretar muchas de las piezas que hoy se consumen con furor en nuestro mundo. El problema es que los tiempos históricos son más lentos de lo que nos gustaría y quizá no podamos ser partícipes de ello. Pero sí podemos, ante cada trabajo, comenzar por

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preguntarnos cuál es la esencia que lo motiva y que sea ella la que nos guíe y nos auxilie. A veces, las preguntas más obvias son las que más se nos olvidan. Esto y el ejercicio de ponernos en el lugar del usuario son los parámetros más a nuestro alcance para saber si nuestro “toque personal” está interfiriendo en nuestra solución o si realmente puede ser un aporte que influya positivamente y la potencie. No podemos olvidar, como diseñadores, que nuestras piezas condicionan la experiencia de otros y las transforman en frustrantes o placenteras. En el caso de un mapa, imaginemos cómo puede cambiarnos un viaje el estar lidiando con un plano incomprensible que nos quita energía y nos confunde, e interfiere permanentemente en nuestros recorridos; y, al contrario, imaginemos sentirnos despreocupados y elegir con libertad hacia dónde ir al poder consultar de forma clara la información que nos ofrece el entorno que nos rodea, sin ni siquiera pensar en el mapa o el plano que estamos utilizando. Aunque nos cueste, y más a los diseñadores, a veces lo mejor es volvernos transparentes, que nadie nos note. No resaltar, fundirnos en una unidad con la pieza que hemos generado sin darle ningún nombre ni apellido, sucumbir en el anonimato de los objetos cuando están bien resueltos y por ello no nos reclaman la atención. Es en este pequeño ejercicio de humildad donde nos mostramos respetuosos con las vivencias de los usuarios, los cuales, en definitiva, también somos nosotros mismos. Notas 1 2

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Cito por la edición de El hacedor, Emecé, Buenos Aires, 1960, pág. 103. Firpo de Iribarne, Graciela; Gonzales, Ana; Juárez de Moglia, Silvia; Morales de Spagnolo, Mariela; y Radrizani Goñi, Ana María, Dibujar ideas, comprender mensajes. Hacia una teoría de la significación, Encuentros, Buenos Aires, 1988. Aicher, Olt, y Krampen, Martín, Sistemas de signos en la comunicación visual, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1981.

No hay nada fuera del texto Jacques Derrida: diseño gráfico y deconstrucción Raquel Pelta

Raquel Pelta (Madrid, 1962) es historiadora del diseño. Licenciada en Geografía e Historia por la Universidad Nacional de Educación a Distancia y Doctora en Diseño por la Universidad de Barcelona. Ha sido profesora en la Universidad de Vic (Facultad de Publicidad y Relaciones Públicas); en la Universidad de Valladolid (Facultad de Ciencias Sociales, Jurídicas y de la Comunicación); en la Facultad de Publicidad del Colegio Universitario de Segovia; en el Istituto Europeo del Design de Madrid; en el Graduado Superior en Diseño de la Universitat Politécnica de Catalunya; y en la Escuela Superior de Diseño Elisava, ambas en Barcelona. Ha comisariado varias exposiciones entre las que destaca Sin Límites. Visiones del Diseño Actual, Zaragoza, 2003. Colaboradora habitual primero y directora después de la revista Visual, ha escrito innumerables artículos de crítica e historia del diseño en ésta y otras revistas. Es autora de varios libros entre los que destaca Diseñar hoy (Paidós, Barcelona, 2004). Promotora de los congresos sobre tipografía, organizó y dirigió las dos ediciones celebradas en Valencia en 2004 y 2006.

Jacques Derrida (1930-2004) Glas, 1974 De la Gramatología, 1967 La escritura y la diferencia, 1967 Diseminación, 1972

Una de las figuras más influyentes en el desarrollo del diseño gráfico en las dos últimas décadas del siglo XX ha sido, sin duda, el filósofo francés Jacques Derrida. Los diseñadores gráficos trataron de interpretar y llevar al medio impreso sus ideas, en especial, su teoría de la deconstrucción; sus intentos de formalizarla dieron lugar a un tipo de diseño, caracterizado por la complejidad y la fragmentación, que se convirtió en un auténtico símbolo de la estética finisecular. Pero, probablemente, una buena parte de los diseñadores que lo han seguido ni siquiera tuvieran conciencia de ello y su relación con él se ha debido más bien a su pertenencia al ambiente cultural por el que se han esparcido las teorías derridianas que a un conocimiento profundo de las mismas. En las páginas que siguen se llevará a cabo un breve recorrido por algunas de ellas y su influencia en el diseño gráfico, pero antes me gustaría situar el marco teórico al que pertenecen.

Posestructuralismo Con la frase que titula este escrito, el filósofo francés Jacques Derrida 1 quería expresar que todo conocimiento se adquiere discursivamente y que el lenguaje —un sistema estructurado e inestable—construye y da forma a la realidad. La visión de Jacques Derrida puede inscribirse en una corriente de pensamiento que se ha denominado posestructuralismo. Denise Roman la define como: “una herramienta analítica del estudio posmoderno que hoy día se utiliza en las disciplinas de las humanidades y las ciencias sociales, desde la teoría literaria hasta los estudios culturales, pasando por el (los) feminismo(s) o las ciencias políticas”.2 Generalmente, esta “corriente crítica” se asocia a una línea de pensadores franceses entre los que puede citarse, además del mencionado Jacques Derrida, a Julia Kristeva, Roland Barthes, Gilles Deleuze, Félix Guattari y Michel Foucault.

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Se considera que, en gran medida, proviene de las teorías surgidas en el mundo académico francés y que es una evolución de las diversas fuentes estructuralistas, entre ellas, de las aportaciones del lingüista y semiólogo suizo Ferdinand de Saussure y de las del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, así como de los trabajos tempranos de los citados Roland Barthes y Michel Foucault. Estructuralistas y posestructuralistas llevan a cabo un análisis de la sociedad y de la cultura en términos de sistemas de signos, sus códigos y discursos. Hay quienes piensan, sin embargo, que el término ‘posestructuralismo’, en muchos sentidos, es una etiqueta poco satisfactoria 3 puesto que sirve para amalgamar un conjunto de ideas diversas y con frecuencia contradictorias. No obstante, lo que tal vez une a figuras tan dispares como Derrida, Foucault y Lacan es que han realizado una crítica devastadora de muchos de los supuestos principales en los que se basaba la filosofía occidental. Dichas figuras han cuestionado las nociones de ‘autor’, ‘obra’, ‘fuentes’, ‘génesis’, ‘sistema’, ‘método’, ‘desarrollo’, ‘influencias’, ‘interpretaciones’, ‘evolución’... presentes a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental. Su intención ha sido de cariz ideológico pues han pretendido mostrar cómo la representación del mundo natural es un signo, es decir, está inscrita en un sistema de significación. Una característica del postestructuralismo —especialmente relevante para el diseño gráfico— es su aproximación al lenguaje al que atribuye el poder de construir y no sólo de transmitir significado.4 Frente a la metáfora tradicional de la conducción,5 los posestructuralistas defienden que el significado se edifica en el lenguaje y no que éste lo expresa. La visión posestructuralista pone especial énfasis en cómo empleamos el lenguaje en nuestra vida real y en que es en ésta donde creamos y fijamos los significados. Y no sólo eso, sino, también, en cómo los cuestionamos y resignificamos porque el posestructuralismo explica que el significado se construye en el seno de la lengua, mediante un proceso de contraposición entre elementos distintos que se definen gracias a sus diferencias mutuas. De este modo, el significado no es algo absoluto ni permanente con relación a un referente. Según esto, nuestro modo de entender la realidad y de situarnos en el mundo tiene sentido en un contexto determinado o, más concretamente, en el marco de nuestras formas de vida. Éstas se construyen cuando, mediante el lenguaje, les otorgamos un significado que permite dotarlas de sentido y convertirlas en significativas. En consecuencia, no encontramos el significado de las palabras mediante un examen de las cosas a las que se refieren, sino al observar cómo empleamos dichas palabras. De acuerdo con Wittgenstein —a quien, por su teoría de los juegos del lenguaje, se considera un precedente de algunas de las posiciones posestructuralistas—, el sentido de las palabras no deriva de su correspondencia con los objetos a los que representan, sino de su uso social.6 La visión posestructuralista aparece ligada a la teoría del discurso para la que todos los fenómenos sociales están estructurados semióticamente por códigos y reglas y sujetos al análisis lingüístico. El sentido no está dado, sino que se construye socialmente a través de ámbitos y prácticas institucionales.

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Según esto, son el lenguaje, las imágenes, los códigos, los signos y los sistemas de significación los que organizan la psique, la vida cotidiana y la sociedad en general. Los discursos no son sistemas lingüísticos o textos solamente, sino, además, prácticas y, si se analizan sus enunciaciones, podemos llegar a localizar sus constricciones e identificar el lugar donde sitúan al hablante. El posestructuralismo tiende a enfatizar la mutabilidad de las cosas, a poner de relieve la limitación de los análisis objetivos y a resaltar la importancia de los contextos históricos y sociales para explicar cualquier cuestión. De este modo, el mundo no tiene un único sentido. No hay hechos, sino interpretaciones. Se acepta, por consiguiente, la naturaleza perspectivística del conocimiento.

El pensamiento de Derrida y la teoría de la deconstrucción Como ya se ha comentado, de todos los pensadores considerados posestructuralistas, el que, quizá, más expresamente ha influido en los diseñadores gráficos ha sido el francés Jacques Derrida (1930-2004). El interés por él en el ámbito del diseño fue, en gran parte, consecuencia de la difusión de su obra en Estados Unidos a partir de 1966, momento de su participación en un gran coloquio 7 celebrado en la Universidad John Hopkins de Baltimore. Las primeras “aplicaciones” de sus teorías surgieron en la Cranbrook Academy of Art de Michigan, cuyos estudiantes, a finales de los años setenta, diseñaron un número de la revista Visual Language dedicado a la crítica literaria francesa. Desde ese momento, se inició una serie de ensayos que llevaban a los territorios de la gráfica las aportaciones del filósofo, sobre todo, su teoría de la deconstrucción. El trabajo de Jacques Derrida —que, a su vez recibe la influencia de Nietzsche, Heidegger y Freud— aborda algunos de los problemas fundamentales de la filosofía occidental, especialmente los relacionados con la naturaleza del lenguaje y el conocimiento humanos. Profundamente controvertido,8 una buena parte de su obra ha discurrido en torno a la escritura, un tema que le interesó casi desde sus comienzos, como evidencian algunos de sus primeros trabajos, entre los que puede citarse el estudio sobre El origen de la geometría de Husserl, que data de 1961. Escritos tales como La voz y el fenómeno, De la gramatología, La escritura y la diferencia (todos ellos de 1967), La Diseminación y Márgenes de la Filosofía (1972) tratan de demostrar el interés común que movió a Platón, Rousseau, Saussure, Husserl y Lévi-Strauss: el desprecio de la escritura. Para Derrida, este desprecio es responsable no sólo de la historicidad de la historia y, por tanto, de su inscripción dentro de un tiempo lineal, sino también de la dirección logocéntrica que ésta ha tomado o, dicho de otra manera, de su posicionamiento como logos (verdad, razón, ley). Derrida invita a repensar el logos ilustrado y lo fuerza a reconocer sus límites. Esta operación es lo que él mismo denominaba ‘deconstrucción’, un término que ha sobrepasado el contexto específico en el que el filósofo lo emplea y se ha utilizado —a veces erróneamente— para asaltar todas las formas de razonamiento.

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Aunque Derrida es contrario a toda definición porque se opondría al sentido esencial de sus teorías, describe el término ‘deconstrucción’ como un modo de cuestionar las instituciones sociales, los dispositivos formales y las metáforas centrales de la representación. En palabras de Patricio Peñalver deconstruir significa: “desestructurar o descomponer, incluso dislocar las estructuras que sostienen la arquitectura conceptual de un determinado sistema o de una secuencia histórica”.9 Para Derrida, todo el pensamiento occidental desde Platón hasta nuestros días se basa en la idea de un centro: un Origen, una Verdad, una Forma Ideal, un Punto fijo, un Móvil inmóvil, una Esencia, un Dios, una Presencia, que se escribe con mayúscula y que garantiza todo significado. Pero el problema de los centros es que intentan excluir y que, al hacerlo, ignoran, reprimen o marginan a aquellos elementos no estimados centrales (que pasan a ser lo Otro). El deseo de tener un centro origina opuestos binarios, de los cuales, un término es central y el otro, marginal. Por tanto, uno es siempre el término privilegiado, positivo, y el otro, en consecuencia, negativo, y deficiente. Esos centros quieren definir o fijar el juego de los opuestos binarios. Así, por ejemplo, hombre/mujer constituye un par, como también lo es espíritu/materia o naturaleza/cultura. Según Derrida, sólo podemos acceder a la realidad por medio de conceptos, códigos y categorías, y la mente humana funciona construyendo pares conceptuales. Las oposiciones binarias establecen un orden conceptual, organizan lo que acontece en el mundo y rigen el pensamiento tanto en la vida diaria como en la filosofía, la ciencia o la teoría. Los opuestos crean categorías permanentes y estables. Derrida se propone socavar dichas categorías e indica que es preciso darse cuenta de cómo dentro de los opuestos binarios, uno de los términos del par tiene prioridad y el otro queda, inmediatamente, marginado. La idea central se transforma, pues, en la única realidad porque todos los demás puntos de vista quedan reprimidos. Por tanto, al primar una sola visión, se forma una jerarquía violenta, en la que el elemento central se instituye como lo Real y lo Bueno. Se privilegia, de este modo, uno de los opuestos binarios, luego se fija el juego del sistema y se posterga al otro componente. La deconstrucción rebate tales oposiciones al demostrar que el concepto negativo reside en el positivo. Derrida asegura que se trata de dicotomías que no hacen referencia a la auténtica realidad pues ni ésta ni el lenguaje son simples ni singulares. En su teoría, esas dicotomías se comportan, más bien, como figuras ambiguas. De tal modo que, en principio, podemos ver una sola posibilidad, que es, al menos por un momento, central. Sin embargo, al recurrir a la deconstrucción estamos ante una táctica que nos permite advertir la centralidad del componente central, lo que, a su vez, nos ofrece la posibilidad de intentar subvertirlo para que la parte marginada pase a ser central y domine, temporalmente, la jerarquía. Derrida demuestra que se puede invertir el binarismo y trastocar la jerarquía, para privilegiar el segundo término de la oposición. En este sentido, por tanto, el término ‘deconstrucción’ se refiere a una lectura que apunta a una descentralización, es decir, a desenmascarar la

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naturaleza controvertible de todo centro. Ahora bien, eso podría crear otro centro, pero Derrida propone que esa jerarquía sea inestable. Según Patricio Peñalver, “deconstrucción es de entrada un campo polémico, el espacio heterogéneo de un conflicto de fuerzas”,10 por eso, Derrida sostiene que es una práctica política y que no debe omitirse ni neutralizarse demasiado rápido la primera etapa de subversión: ésta es un estadio de inversión necesario para trastocar la jerarquía original, de modo tal que el primer componente pase a ser el segundo. Sin embargo, con el tiempo, hemos de darnos cuenta de que la nueva jerarquía es también inestable y entregarnos al libre juego de los opuestos binarios dejando las jerarquías a un lado. Ambos componentes del par danzan en un juego cuyos significados no son estables. Así, podemos percibir que ambas lecturas, como otras muchas, son igualmente posibles. Cada elemento, cada configuración ha surgido de otra previa que se desvanece para dar paso a una configuración futura. Este juego continúa eternamente y así no hay ni una configuración central, privilegiada, que intente fijar el juego del sistema ni tampoco ninguna marginal o reprimida. Derrida propone que intentemos ver continuamente este libre juego en todo lenguaje y en todos los textos pues, de lo contrario, se tiende a la fijeza, a la institucionalización, al centralismo y con él, al totalitarismo. En parte, la teoría de la deconstrucción surge de un análisis crítico de la lingüística estructural del suizo Ferdinand de Saussure, cuya obra había sentado las bases del estructuralismo en diversas disciplinas como son la semiótica, la literatura y la antropología. Derrida considera que el estructuralismo depende de estructuras que, a su vez, dependen de centros. Encuentra ahí uno de los puntos débiles de la teoría de Saussure y cuestiona la idea misma de un centro estable. Asimismo, la deconstrucción ataca a la neutralidad de los signos y pone de relieve que las formas culturales ayudan a fabricar categorías como la raza, la sexualidad, la clase, los valores estéticos, etc., una idea que ha ejercido una profunda influencia en los profesionales de las tres últimas décadas del siglo XX, quienes han sostenido que el diseño es un medio para la construcción de esas categorías y que, por tanto, el diseñador no puede ser neutral en la medida en que maneja signos que nunca lo son. El filósofo francés asevera, además, que no hay un mundo objetivo y que es posible interpretar cuanto sucede bajo múltiples significados. Con relación a la escritura, Derrida difiere del planteamiento según el cual la escritura es una mala transcripción de la palabra hablada. Para él, ésta “invade” el pensamiento y el habla, y transforma la memoria, el conocimiento y el espíritu. En sí misma, la escritura es un acto de producción de significado y no sólo la transcripción de palabras-ideas. En su obra De la Gramatología, sostiene que la oposición entre discurso y escritura ha sido uno de los determinantes básicos de la tradición filosófica occidental. Desde Platón a Hegel, desde Rousseau a Saussure, pasando por la lingüística estructural, en Occidente se ha considerado que el habla era central y natural mientras que la escritura era marginal y artificial. De esta manera, la primera ha ocupado una posición privilegiada con respecto a la segunda.

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El habla se ha percibido como auténtica, sostenida por una especie de verdad derivada de una relación íntima entre palabra e idea. Así, siempre según Derrida, cuando escuchamos la palabra ‘orador’ suponemos inmediatamente que vamos a ser capaces de acceder al verdadero sentido por medio de ese término, y así privilegiamos el círculo de intercambio entre mente, lenguaje y realidad. La comunicación se convierte idealmente en un proceso que depende de la prioridad del lenguaje hablado (autopresencial) sobre todo aquello que amenace su dominio. En consecuencia, la escritura constituye una amenaza al discurso presencial. Está condenada a circular desde el autor al lector y el primero no puede estar seguro nunca de que se hayan comprendido sus intenciones. El significado queda diseminado y la autoridad de los orígenes se pierde en los límites impuestos por la libertad interpretativa. Pero Derrida pone de relieve que los binarios habla/escritura son opuestos y demuestra que esta oposición se deconstruye a sí misma. También en De la Gramatología,11 Derrida deconstruye la supuesta naturalidad del habla. Para ello, somete a una revisión crítica las ideas del Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure y revela que éste establece una oposición binaria entre habla y escritura. Según Derrida, para Saussure el habla es natural, mientras que la escritura es artificial, una especie de velo sobre la lengua que la disfraza y sólo se utiliza en ausencia del habla. La escritura no sería, pues, nada más que un medio de representación, y si el habla es un signo del sentido interno, entonces la escritura, al ser un signo del habla, estaría doblemente alejada de ese sentido. Es, por tanto, un signo de otro signo. La conclusión de Saussure es que el objeto de estudio de la lingüística deben ser los sonidos del habla, no la escritura. Derrida procede a deconstruir estas ideas. El primer paso consiste en advertir que Saussure, por un lado, privilegia el habla, la considera central y natural por estar más próxima al sentido interno. Por otro lado, margina la escritura, la considera pervertida y malvada. El segundo movimiento consiste en descubrir cómo la escritura puede pasar a ser central en el texto de Saussure. Derrida lleva hasta el final las teorías de Saussure sobre la lengua como sistema de diferencias, señalando que el signo en realidad es una diferencia, el inicio de un proceso que hace retroceder al significado infinitamente. Del mismo modo, en el nivel sentido, un concepto cualquiera se distingue y adquiere identidad propia por su diferencia con respecto a otros conceptos. La lengua como sistema de diferencias no tiene una base estable, puesto que sus elementos son inestables. Todo concepto potencial resulta ser tan sólo otro sonido en busca de otro concepto potencial. De este modo, lo único que tenemos es una cadena de sonidos. Derrida señala que Saussure, al intentar describir de qué modo la lengua no es más que un gran tejido de diferencias, recurrió para ejemplificarlo a un sistema gráfico: la escritura que es un juego de diferencias puro. Cada letra no significa nada por sí misma ni por sí sola, carece de características esenciales y adquiere su identidad por ser distinta a los demás elementos del sistema. Pero si la lengua, compuesta por sonidos y conceptos, es un mero juego de diferencias y la relación entre el sonido y el sentido varía de una lengua a otra, Derrida se pregunta, ¿cómo puede sostener Saussure la teoría del vínculo

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natural entre el sonido y el significado? y, por tanto, ¿cómo podía considerar el habla como presencia natural del concepto y desechar la escritura tachándola de artificial? Para Derrida hay algo que falla pues, tal y como expone Saussure, tanto los conceptos como los sonidos del habla son un sistema de diferencias igual al de la escritura. Lo que crea los sonidos y significados es el juego de la diferencia y éste es idéntico en la oralidad y en la escritura. Se podría decir, por tanto, que el habla es una forma de escritura. Derrida invierte la jerarquía que favorece al habla y sitúa, ahora, a la escritura como componente central. Pero, siguiendo su sistema, no se limita a reemplazar la una por la otra. Su siguiente paso es demostrar que ni el habla ni la escritura son términos apropiados para describir el juego de diferencias que las incluye a ambas, pues tanto una como la otra son sólo un juego de diferencias. Asimismo, concluye que habla y escritura son dos palabras inadecuadas para describir el juego de las diferencias, que es común a ambas. No obstante, una y otra resultan imprescindibles. En La escritura y la diferencia —una colección de ensayos en los que desarrolla una nueva concepción de la escritura que no es ya el sustituto del habla— Derrida muestra que la deconstrucción como práctica se basa con frecuencia en el juego ambiguo de frases que tienen, al menos, dos significados. Los conceptos se resisten a ser reducidos a un significado único y estable. En esta obra vuelve a trabajar sobre el concepto de diferencia planteado por Saussure en su Curso de Lingüística General y argumenta que cualquier definición nos remite siempre a otra. Si buscamos en un diccionario una palabra, ésta nos lleva a otras palabras que a su vez nos conducen a otras, de tal modo que el significado de cualquier término siempre queda diferido. Por ello, la palabra ‘diferencia’ significa más bien diferir, en el sentido de ‘ser diferente de algo’, pero también en el sentido de ‘demorar’, ‘retardar’, ‘dejar algo para después’. Derrida crea la palabra ‘différance’, una especie de neologismo sin traducción al castellano, compuesto de ‘diferir’ y de ‘ser diferente’. El significado de ‘différance’ no es estable, no está ni en un sentido ni en el otro y siempre vuelve sobre sí mismo. En Diseminación —un libro, publicado en 1972, que consta de tres ensayos: “La farmacia de Platón”, “La sesión doble” y “Diseminación”—, el pensador francés presenta otro concepto: el de textualidad. Ésta consiste en advertir cómo significa un texto y no qué significa. Se trata de comprender que un texto está compuesto de palabras que pueden tener distintos significados y, por tanto, siempre está abierto al juego de la textualidad que es una diseminación o dispersión de los significados. “Diseminación” plantea que el texto es indescifrable e indica que cuando queremos explicar un texto, olvidamos que la producción de nuestras palabras ya está relacionada con su disolución, con su desaparición en un vacío textual que surge entre dos lecturas cualesquiera y que siempre produce otra lectura y su disolución. Por otra parte, el filósofo hace una mención expresa a la blancura del papel, a la columna transparente que, para él, descubre el espacio del juego en el que se establecen las transformaciones. En 1974 publicó Glas, una obra que ejerció una influencia significativa en los diseñadores gráficos no sólo por sus contenidos sino, también, por la

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disposición gráfica de los textos. Se trata de un libro poco común desde el punto de vista de la maquetación. El texto está impreso en dos columnas. En la de la izquierda, Derrida trata cuestiones filosóficas y se basa en Hegel como representante del Poder Absoluto. En esta columna, Derrida reflexiona sobre el conocimiento que se transmite a través de canales estrictamente controlados. En la de la derecha, se centra en la literatura y, en particular, en la obra de Jean Genet, cuyos escritos son un ataque a los valores burgueses. Al ubicar ambas columnas en la misma página, Derrida obliga al lector a entrar en una especie de enfrentamiento entre la verdad filosófica y el libre juego literario y a experimentar los efectos literarios así como las connotaciones no intencionales que surgen desde el interior de la prosa filosófica, generalmente más rigurosa y ordenada que la literaria. El filósofo juega con los nombres de Hegel y Genet para producir la sensación de que se está en un lugar situado entre la literatura y la filosofía. De este modo, vuelve a plantear, como ya lo había hecho en “La sesión doble”, el tema de los límites. Incita al lector a ver cómo filosofía y literatura se convierten la una en la otra cuando, por ejemplo, la primera se vale de la metáfora que es, también, un concepto filosófico. Hacia 1987, Derrida realiza incursiones en la crítica filosófica sobre arte. En “Parergon”,12 el primer ensayo incluido en La verdad en la pintura, habla del marco. Considera que éste supone el límite entre la obra de arte y lo que está fuera de ella. Según este pensador, la estética siempre ha sido un marco que ha intentado dominar al arte, encerrándolo en el círculo de su propio discurso. Derrida, pues, se propone deconstruir dicho marco, aunque sin la intención de volver a enmarcar el arte ni de mantener la ilusión de una ausencia de marco. Su intención es demostrar que el marco también está, en cierta medida, dentro de la pintura pues es lo que produce el objeto artístico como tal, lo que lo convierte en estético. Es esencial, pues, para la obra de arte porque la transforma en tal. En “Restituciones de la verdad”, otro de sus ensayos, el filósofo analiza los valores sociales, políticos y filosóficos que se imponen en el mundo del arte que, a menudo, se ha defendido como un reino incontaminado. Derrida sostiene que las disquisiciones filosóficas sobre arte siempre están relacionadas con una serie de valores e intereses que, en realidad, son externos a ese mundo supuestamente puro y neutral. Por tanto, en cualquier intento de abordar el arte, se inmiscuyen siempre cuestiones sociales, políticas y económicas. El objetivo de la deconstrucción es descubrirlas. Las teorías de Derrida han despertado tanto en la filosofía como en el terreno de la crítica literaria todo tipo de reacciones. Muchos filósofos consideran que el pensador francés simplifica excesivamente la tradición filosófica occidental. Para otros, el lenguaje de la deconstrucción es demasiado complejo. Hay quienes piensan que esta teoría es un simple parásito dado que depende de las lecturas de otros textos. En opinión de ciertos estudiosos, se trata de un nihilismo lingüístico que no conduce a ninguna parte. En todo caso, se ha descrito como una estrategia crítica que ha impulsado una buena parte de las manifestaciones de la cultura visual de las dos últimas décadas del siglo XX y, como he señalado, ha sido especialmente influyente en el diseño gráfico.

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Diseño gráfico y deconstrucción Las teorías de Derrida —junto a las de otros postestructuralistas— han proporcionado un cuerpo crítico al diseño gráfico de las dos últimas décadas del siglo XX que ha resuelto de esta manera, y al menos en parte, la orfandad ideológica y metodológica en la que se había sumido con la desaparición del paradigma moderno. Uno de los planteamientos de partida a que dio lugar la teoría de la deconstrucción en el campo del diseño gráfico ha sido que si la crítica literaria podía deconstruir y decodificar el lenguaje verbal de una novela, por ejemplo, el diseño también podía hacerlo, y entrar así en un juego en el que el espectador pudiera descubrir y experimentar las complejidades del lenguaje. De acuerdo con esto, una buena parte de los diseñadores orientaron sus trabajos a proponer nuevas opciones para las audiencias, en un intento de implicarlas en la construcción del mensaje. Ahora ya no se trataba de tomar un mensaje y situarlo en la página según una serie de estructuras preconcebidas —la retícula, por ejemplo o una tipografía “estándar”—, lo más neutras que fuera posible para que, supuestamente, no interfirieran en el mensaje, sino que la generación de dichas estructuras formales había de proceder del propio contenido, un contenido que pasaba por la interpretación del diseñador. El diseñador “tradicional” se había comportado como una especie de traductor del mensaje, pero la traducción perfecta, según Derrida, es imposible. Todo texto invoca una traducción que no se hará nunca. En “Des Tours des Babel”, el filósofo argumenta que la traducción no es la transmisión, la reproducción o la imagen de un significado original que lo precedió. Por el contrario, el sentido de lo original es un efecto de la traducción que es lo que, realmente, lo produce. Toda traducción, necesariamente transforma el texto. Es la propia traducción la que produce el mito de la pureza del texto, mientras se subordina a sí misma al considerarse impura. Al tratar de construir el original como original, la traducción se construye como algo secundario. Respecto al traductor, y siguiendo a Walter Benjamín, Derrida explica que sólo el traductor debe abrir el lenguaje del texto para liberar lo que estaba aprisionado dentro de él, y señala que la traducción debe abrirse paso a través de las barreras descompuestas de su propio lenguaje. Pero lo que se libera no es un significado fijo, sino un “estado de flujo”. De esta manera, y aplicándolo al campo del diseño, el diseñador ya no es ese traductor que trata de mantener la pureza del texto ya que, dada la naturaleza de la traducción, es imposible. Su tarea es la de abrir el lenguaje de ese texto para dar lugar al mencionado estado de flujo. Ahora, el diseñador se compromete con el contenido y, gracias a ese compromiso, se muestra como un autor. Tal concepción provocará no sólo unos determinados comportamientos autoexpresivos, sino, también, una reflexión y una toma de posiciones por parte de los diseñadores, a quienes ese compromiso con el contenido obligará a adoptar un papel más activo y también más responsable. Asimismo, la influencia de Derrida tuvo su reflejo en una visión del diseño que contempló las comunicaciones visuales en términos de sistemas de códigos subyacentes o, lo que vendría a ser lo mismo, como un sistema de significación.

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Katherine McCoy, Cartel, 1989.

Esta percepción implica, en palabras de Max Bruinsma, que: “la combinación de palabras y/o imágenes es un juego de connotaciones. Este juego del lenguaje, además, sobrepasa los significados obvios ‘denotativos’ de una palabra o una imagen, llegando al límite de perder totalmente la conexión”.13 De este modo, se entiende que palabra e imagen tienen una conexión significativa, pero, también, que el significado depende del contexto y de las interpretaciones, en este caso, realizadas por el diseñador. Esta idea supuso una transformación en el lenguaje formal del diseño gráfico y la emergencia de una estética que Bruinsma denomina “de la transitoriedad”: una estética que por medio de la composición y de las manipulaciones tipográficas conscientes apunta a que cada solución sea una de las miles de vías posibles de presentar el material, de narrar la historia. Es un camino temporal. La principal tarea de esta estética de la transitoriedad es mostrar la posibilidad abstracta de los significados y de las relaciones. En esta visión, la tarea del diseñador ya no es fijarlos de una vez por todas: los lectores y espectadores lo hacen por sí mismos. El diseño muestra cómo puede hacerse, durante un rato.14

En este contexto, la legibilidad ya no es un valor esencial porque lo que cuenta no es tanto el mensaje como la complejidad de las posibles connotaciones y significados que se encuentran implícitos en el mismo: “Dar forma a la complejidad se convierte, a menudo, en algo más importante que dar forma al mensaje en sí mismo. El mensaje está en la complejidad”.15

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Ello respondía a la idea de que cualquier información es un signo vacío que está esperando a ser interpretado en un contexto y por parte de un lector. Por otra parte, en la estética de la transitoriedad, cualquier orden se percibe como contingente. Los elementos se agrupan de modo provisional pues podrían organizarse de cualquier otra manera para transmitir un significado diferente.16 No hay ninguna regla universal que pueda fijarlos, pues se considera que todo sistema es arbitrario; el resultado es, simplemente, un flujo de palabras e imágenes, una idea directamente asociada con la inestabilidad de los significados a la que apunta la deconstrucción. “Y como quiera que el concepto de interpretación ha cambiado, el diseño gráfico ya no tiene que ser “’auto-explicativo’; los espectadores y lectores harán la mayor parte de la explicación por sí mismos. Con esto, el terreno asociado a los diseñadores se ha expandido”.17 La “estética de la transitoriedad” —muy ligada, por consiguiente, a la deconstrucción— se concretó gráficamente mediante una serie de recursos, entre los que se encuentran: una expansión progresiva del interlineado y del interletrado; la incursión de notas en el espacio normalmente reservado al texto principal; la intrusión de formas visuales en el contenido textual; el uso de caracteres, signos de puntuación, marcos, etc., colocados de manera que supusieran una ruptura con su empleo convencional, pues ahora tenían que cumplir con nuevos propósitos y operar como elementos para abrir la interpretación del lector.

Scott Makela, anuncio para el congreso organizado por la ACD (Association for Community Design), 1993.

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Ahora bien, el uso de todos estos elementos no era arbitrario, sino que respondía a toda una serie de preguntas —en opinión de Bruinsma— que los diseñadores habían de plantearse constantemente: “¿Las líneas conectan o separan una cosa de otra? ¿Cajas y marcas aíslan un mensaje del otro? ¿Son las mayúsculas bold más importantes que las itálicas light? Cuestiones que indican la obsolescencia del antiguo manual tipográfico”.18 Asimismo, se resaltaron textos en función de palabras significativas o se colocaron sobre las imágenes con la intención de enfatizar las asociaciones de aquéllos con éstas. Se abandonó o se rompió la retícula pues se consideró que no hacía sino establecer una jerarquía —y, por tanto, centralizar— y se introdujeron estructuras paralelas. Se emplearon superposiciones, capas cuya intención era invitar al lector a descubrir y experimentar las complejidades del lenguaje. Precisamente ese intento de implicar al lector, obligándolo incluso a hacer un gran esfuerzo, se convirtió en una actitud común entre muchos diseñadores gráficos de la década de los noventa. Así, el holandés Michel de Boer, del Studio Dumbar, comentaba que: “el diseño no debería ser demasiado fácil, ni de hacer, ni de ver. Tendría que hacerse trabajar al receptor del mensaje, forzarle a pensar sobre lo que ve”.19 Los defensores de tal postura entendieron que el texto era siempre indescifrable y abandonaron uno de los que habían sido los objetivos principales del diseño gráfico hasta el momento: transmitir los mensajes con claridad, una claridad que se había asociado siempre a un determinado concepto de legibilidad y que ahora empezaba a perder importancia en aras de un tipo de diseño que se centraba en el significado abierto del mensaje y situaba al lector ante el lenguaje como un campo problemático, en el que las palabras estaban expuestas a múltiples interpretaciones. Esta manera de diseñar, desde luego, requería que el diseñador participara activamente en el proceso de escritura, de construcción y deconstrucción de los significados. Con ello, se rompía intencionadamente con su papel de traductor fiel a un mensaje original y de profesional neutro encargado de transmitir el mensaje del emisor/autor al receptor/lector. Esta posición se relaciona estrechamente, pues, con el pensamiento de Derrida quien propone borrar las fronteras que separan al autor del lector, al emisor del receptor. La influencia del posestructuralismo, en general, llevó también a los diseñadores a cuestionar el papel desempeñado por muchos de los elementos que habían manejado siempre y a poner de relieve que, tras ellos, se encontraba una representación de la autoridad y que no había nada universal ni inmutable en los mismos. Dentro de esos elementos, el espacio en blanco 20 fue uno de los temas esenciales, como también lo había sido para Derrida. Así, el pensador francés considera que escribir no es simplemente colocar texto “en” el espacio, sino producir ese espacio que no existe antes de la escritura. El espacio no es un receptáculo estático de las inscripciones sino un efecto de la inscripción en curso porque, además, produce el sentido tanto de lo exterior al mismo como de lo que existe en él; es la distancia de representación y lo que produce el sentido, es una fuerza productiva, generativa, positiva que designa la nada, la “no presencia en una distancia”, pero es, al mismo tiempo, movimiento, desplazamiento.

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Bajo esta perspectiva, los diseñadores trataron el espacio no sólo como un lugar de composición, no como un elemento más de ésta, sino como aquello que produce el sentido de cualquier texto y, por tanto, como un territorio de significación que no puede ser neutro y en el que cualquier intervención, por mínima que sea, penetra en la escritura. Las invasiones de ese espacio con marcas ajenas al texto, las superposiciones mediante las que se crean espacios paralelos, la ruptura del límite entre interior y exterior…, son el resultado de esa mirada al espacio, entendido como fuerza generativa de sentido. Los diseñadores gráficos, también se interesaron por la cuestión de la imposible neutralidad de los signos y de la autoridad que subyace tras ellos. En un artículo sobre tipografía, Felix Janssens señalaba que: “El libro no debería considerarse sólo un foro para la distribución de conocimiento, para la lectura colectiva o como una expresión de democracia; debe también verse como una representación de autoridad, propiedad privada y capital”.21 El comentario de Janssens tiene una clara correspondencia con las ideas de Derrida, para quien los signos no son nunca neutrales y en toda sociedad, su producción —y la del discurso— está controlada, seleccionada, organizada y redistribuida, de acuerdo con una serie de procedimientos cuyo papel es el de evitar sus poderes y peligros.22 Y si Derrida insistió en deconstruir las dicotomías, también teóricos y diseñadores lo hicieron en su campo. Según Janssens en el texto citado, y en referencia a la tradicional oposición entre

Jeffery Keedy, cartel, 1984.

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forma y significado, entre estética y ética: “El enredo inextricable de estética, significado, contenido y contexto hace de cada decisión estética una decisión moral. (La forma es significado, el significado tiene forma)”.23 Un texto que, por otra parte, nos remite a las ideas de Derrida sobre la imposibilidad de mantener la estética como un reino puro y neutral. Otros conceptos explorados por algunos diseñadores fueron los de ‘descentrar’ y ‘différance’ como nos muestra un artículo de Louise Sandhaus, titulado de manera significativa “Writingdesign/Designwriting” y publicado en el número 36 de la revista Emigre. Maquetado, claramente, al modo “deconstructivo” —sin una retícula base, con columnas que cambiaban de tamaño y sufrían la “invasión” de imágenes y marcas como filetes, guiones, etc.—, empleaba términos que estaban ligados a superíndices, asteriscos y emoticonos que, a su vez, remitían a notas colocadas a un lado del texto o lo interrumpían y hablaban de ese significado diferido y, por tanto, también hacían alusión al lenguaje como estructura descentrada a la que se refiere Derrida. En este número 36 de Emigre había, además, una alusión directa a los límites difusos entre disciplinas, concretamente, a los que existían entre diseño y literatura; así, tras el artículo de Sandhaus y el siguiente se intercalaban dos páginas de un texto literario, The voyages of the desire, un libro imaginario de Kevin Mount, realizado específicamente para la revista. Compaginado al modo de un libro tradicional, el texto comenzaba como si fuese la continuación de la página anterior y finalizaba con una coma, como si siguiera en la siguiente que, en realidad, era un artículo de Anne Burdick titulado “Introduction/Inscription” cuyo estilo literario y reflexiones carecían de relación, al menos aparente, con The voyages of desire. Con este “juego”, se nos remitía a las teorías de Derrida presentes en “La sesión doble”, “Diseminación” y Glas, donde, como he comentado, el filósofo francés intentaba disolver los límites entre filosofía y literatura. En “Mouthpiece” se trataron también cuestiones próximas al pensamiento estético de Derrida. El artículo “Designs on painting” de Joani Spadaro y Andrew Blauvelt se centra en la relación entre pintura y escritura, la materialidad del lenguaje y los paralelismos existentes con la tipografía, pero también reflexiona sobre los valores que hay detrás de cualquier obra y sobre el espacio creado por el marco 24 que establece los límites del cuadro, temas todos ellos tratados por Derrida en “Parergon” y “Restituciones de la verdad”. Por otra parte, la tipografía fue uno de los campos donde mejor se manifestó la influencia de las teorías de Derrida. Para el autor, es un medio de esa práctica más amplia que es la escritura y su presencia también influye en la construcción del lenguaje —y con él, en la de la cultura—. De hecho, en sus escritos utilizaba a menudo recursos gráficos para ilustrar la dificultad de los conceptos o las contradicciones de los significados: por ejemplo, tacha términos después de haberlos escrito. De este modo, quería demostrar por medio de una solución tipográfica que algo está presente y ausente al mismo tiempo o expresar la imposibilidad de que una palabra, una imagen o un concepto tengan un único significado. La deconstrucción supuso para la tipografía una revisión de su vocabulario, el cuestionar las formas tradicionales de lectura y, finalmente, una enorme variedad de usos y manifestaciones: desde aquellos en los que la letra se

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emplea como vehículo abstracto, cuya misión es pasar desapercibido al no comprometerse con la estructura y el significado del texto —y para los que el tipógrafo actúa más bien como un editor de texto preocupado por la claridad estructural más que por la expresión formal—, hasta esos casos en los que se busca una expresión visual y el estilo se convierte en parte del contenido, con lo que sacan partido de los valores visuales del alfabeto. Otras consecuencias de la influencia de la deconstrucción en el diseño gráfico han sido la ampliación del campo de intereses y la disolución de fronteras no sólo con respecto a otras disciplinas, sino también entre los propios campos del diseño. Así, los diseñadores gráficos de los años 1980 y, sobre todo, de los 1990 —y, en parte, porque las nuevas tecnologías lo han permitido— han realizado piezas que estaban o querían estar en medio de esos campos, productos de comunicación en los que se mezclaban recursos procedentes del vídeo o del cine e incluso del diseño industrial marcados por las ideas de multimedia e interdisciplinariedad. Frente a la división entre disciplinas y la defensa de la autonomía de éstas que, como hemos visto, se hizo desde el pensamiento moderno, el estar “entre” ha sido uno de los puntos que mejor han definido y definen el diseño de los últimos quince años del siglo XX, y una consecuencia de ese intento de romper con las dicotomías que planteaba Derrida. La deconstrucción tuvo una presencia notable entre los diseñadores gráficos aunque pocos fueron los que se proclamaron deconstructivistas. Si bien hubo quienes trataron de profundizar, es cierto que la mayoría hizo una aproximación superficial y vio en una teoría tan compleja una manera de comprometer, divertir, persuadir, sorprender... a los lectores, más que un medio con el que llevarle a explorar el texto. Sus formas se extendieron y generalizaron hasta convertirse en una moda que ocasionaría su desaparición por agotamiento a finales de la década de los noventa.25 Comenzó como un modo de cuestionar el diseño dirigido a exponer la influencia de las estructuras del lenguaje en la creación del significado, pero, tal y como dijo J. Abbott Miller, se transformó en deconstructivismo y, de herramienta crítica, pasó a ser tan sólo el nombre de un estilo. Notas 1

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N. del E.: Las obras de Jacques Derrida citadas están accesibles en castellano en las ediciones siguientes: Glas, en: Anthropos. Revista de Documentación Científica de la Cultura, Barcelona, Suplementos 32, mayo de 1992. De la Gramatología, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 1971. La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989. La diseminación, Fundamentos, Madrid, 1975. La voz y el fenómeno, Pre-Textos, Valencia, 1985. Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid , 1988. La verdad de la pintura, Paidós, Buenos Aires, 2001. “La différance”, en VV. AA., Teoría de conjunto, Seix Barral, Barcelona, 1971. “Torres de Babel”, ER. Revista de Filosofía, Sevilla, núm. 5, invierno de 1987. Roman, Denise, en Taylor, Víctor E., y Winquist, Charles E., Enciclopedia del posmodernismo, Síntesis, Madrid, 2001, pág. 355.

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Véase Barrett, Michelle, “Las palabras y las cosas: el materialismo y el método en el análisis feminista contemporáneo”, en Barrett, Michelle, y Phillips, Anne, Desestabilizar la teoría. Debates feministas contemporáneos, Universidad Nacional Autónoma de México-Paidós, México, 2002, págs. 213-231. 4 Roland Barthes afirmaba, en un texto de 1968, que el lenguaje se había convertido en “una preocupación mayor de las ciencias humanas, de la reflexión filosófica y de la experiencia creativa”. Véase “Lingüística y literatura” en Barthes, Roland, Variaciones sobre la escritura, Paidós, Barcelona, 2002, pág. 33. 5 Según Michel Reddy, nuestra manera de entender la comunicación está marcada por una metáfora: “la metáfora del conducto o de la conducción” (conduit metaphor), una percepción que es fruto de la gran difusión que tuvieron las definiciones de comunicación e información proporcionadas por la teoría matemática de la información. Véase: Reddy, Michael J, “The conduit metaphor: A case frame conflict in our language about language”, en Ortony, Andrew, Metaphor and Thought, Cambridge University Press, Cambridge, 1979. Una de las consecuencias más inmediatas de esta visión es que el lenguaje se concibe como un conducto que transmite ideas como si fuesen cosas, de una persona a otra. Escribir y hablar se comprenden como traducir pensamientos o sentimientos en palabras. De este modo, al escuchar o leer, las personas extraen de las palabras ideas o sentimientos. Esta caracterización del lenguaje equivaldría a transmitir, repetir y representar pero no a construir o crear. Por ello, para algunos autores, es una visión superficial que no reconoce la dimensión simbólica de los seres humanos. La metáfora de la conducción es, por consiguiente, inadecuada para explicar el papel del lenguaje en la vida humana. 6 Véase Wittgenstein, Ludwig, Investigacions filosofiques, Edicions 62, Barcelona, 1997. N. del E.: Para un análisis del pensamiento de Wittgenstein desde la perspectiva del diseño y de los juegos de lenguaje en particular, véase el trabajo de Jordi Pericot, “Jugadas inéditas del juego de la imagen”, en el capítulo 7 de este volumen. 7 Su intervención se tituló “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”. En la Universidad John Hopkins conoció a Paul de Man y a Lacan, y se reencontró con Barthes, Hyppolite, Vernant y Goldman. En 1972, fue nombrado profesor visitante de dicha Universidad. 8 Para unos se trata del pensador postmoderno más importante mientras que para otros, fue un simple charlatán. Una de las críticas más serias a su pensamiento procede de Jürgen Habermas quien lo califica de “místico judaizante”. 9 Peñalver Gómez, Patricio, “Introducción”, en Derrida, Jacques, La deconstrucción en las fronteras de la filosofía, Paidós, Barcelona, 1989, págs. 17-18. 10 Ibíd., pág. 10. 11 De la Gramatología se publicó en Francia en 1967 y se tradujo al inglés en 1976. A partir de ese momento, la deconstrucción se convirtió en una referencia para los estudios literarios estadounidenses menos académicos. 12 “Parergon” es lo accesorio, el detalle externo que, ante una mirada cercana, se revela, sin embargo, como instancia clave para descifrar una obra. 13 Bruinsma, Max, “The aesthetics of transience”, Eye, núm. 25, vol. 7, 1997, pág. 43. 14 Ibíd., pág. 44. 15 Ibíd. 16 En un texto titulado “Discovery by design”, Zuzana Licko afirma que: “los significados de las palabras no son intrínsecos a las palabras en sí mismas; los significados son arbitrarios, desde que la misma palabra puede tener distintos significados en diferentes lenguajes. [...] Aunque estos sistemas de comunicación y significados son arbitrarios, una vez que se han establecido sirven como el fundamento para la creación de nuevos significados, y por consiguiente no parecen ser tan arbitrarios como realmente son”, Veáse Emigre, núm. 32, 1995, sin paginar. 17 Bruinsma, Max, “The aesthetics of transience”, cit., pág. 48. 18 Ibíd., pág. 45. 19 Citado por Stiff, Paul, “Look at me! Look at me! (What designers want)”, Eye, núm. 11, vol., 3, 1993, pág. 4. 20 Véase la crítica al espacio en blanco que llevó a cabo Keith Robertson en “On white space: when less is more”, Emigre, núm. 26, 1993, págs. 26-28. 21 Janssens, Felix, “A few Principles of Typography. Context, aesthetics, ethics”, Emigre, núm. 36, 1995, sin paginar. 3

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Recordemos, también, que en “Restituciones de la verdad”, Derrida, por ejemplo, pone de relieve que incluso en el mundo del arte se inmiscuyen siempre valores e intereses externos al mismo. Janssens, Felix, “A few Principles of Typography. Context, aesthetics, ethics”, cit. El artículo se diseñó introduciendo cajas de texto, rodeadas por un marco, que interrumpían el flujo de palabras de las columnas. Entre los lectores, las propuestas “deconstructivas” no disfrutaron de popularidad puesto que requerían un mayor esfuerzo. Sólo algunos sectores, los más jóvenes, aplaudieron lo que acabó siendo una tendencia, como puede deducirse por el éxito alcanzado por la revista Ray Gun, diseñada por David Carson, un diseñador no declaradamente interesado ni en el posestructuralismo en general ni en la deconstrucció, en particular, pero cuyo trabajo se ha ligado, por su aspecto formal, al diseño “deconstructivo”. Este tipo de público encontró en esa manera de diseñar una propuesta que encajaba con su afán de novedad formal aunque desconocieran la filosofía que había detrás. Miller, J. Abbot , “The idea is the machine”, en Design Writing Research, Design Writing Research. Writing on Graphic Design, Princeton Architectural Press, Nueva York, 1996, pág. 65.

El diseño como espectáculo Gae y Ramón Benedito

Gae Benedito (Barcelona, 1975) es arquitecto por la ETSAV y estudiante de Humanidades en la UPF. Ha sido colaboradora en varios Departamentos de la ETSAV donde ha desarrollado tareas de investigación y de organización cultural. Ha organizado la exposición Paisatges de Catalunya en la ETSAV dentro del marco de la II Bienal Europea de Paisatge (2001), así como la exposición Las Formas de la Industria para la Universidad Diego Portales de Santiago de Chile (2003) y el Istituto Europeo di Design de Barcelona (2004). Después de colaborar en diversos despachos de arquitectura, se dedica desde 2004 al desarrollo de proyectos en Benedito Design. Ramón Benedito (Barcelona, 1945), Premio Nacional de Diseño 1992, cursó sus estudios en la Escuela Superior de Diseño Elisava. En 1973, fundó junto con Maite Prat el estudio Benedito Design, dedicado al diseño de producto industrial, desde el cual desarrolla proyectos para un gran número de empresas. En 1983, en unión de Lluís Morillas y Josep Puig, fundó Transatlantic, un equipo de diseño experimental que funcionó hasta 1989, paralelamente al desarrollo de proyectos. Compagina la tarea profesional con la docencia. Ha participado de forma activa en seminarios nacionales e internacionales, ha dictado conferencias y ha colaborado regularmente con distintas instituciones vinculadas al diseño, entre las que destaca ADI-FAD, de cuya junta directiva fue Presidente.

Guy Debord (1931-1994) La sociedad del espectáculo París, 1967

En 1967, Guy Debord, filósofo, cineasta y escritor francés, escribió La sociedad del espectáculo como libro de teoría para el grupo extremista contestatario revolucionario de la Internacional Situacionista.1 Es a partir de la publicación del mismo cuando empezó a utilizarse el concepto de ‘la sociedad del espectáculo’, del cual se ha afirmado que es la hipótesis artística más radical de fin de siglo 2 y una de las escasas teorías de inspiración marxista que se han visto continuamente confirmadas durante los últimos treinta años.3 En La sociedad del espectáculo describía Debord a las naciones posindustriales como “obras de arte totales en su nivel más bajo, es decir, como obras de entretenimiento y diversión de la calidad más baja y degenerada.”4 El espectáculo es la forma más perfeccionada de la sociedad de la abundancia, basada en la producción de mercancías y en el fetichismo que se deriva de ellas. Debord, alma y cabeza del Situacionismo, había heredado el programa antiesteticista de las vanguardias históricas, y su objetivo era la “superación del arte” a través de la revolución de la vida cotidiana, esto es, albergaba la intención radical de superar el arte mediante su realización en la vida. Fue en el grupo fundado por Isidore Isou en 1952 y llamado Internacional Letrista donde encontró Debord parte de las ideas y procesos que caracterizarían después el movimiento Situacionista. Los letristas abogaban por una renovación total del conjunto de la civilización basada en la “creatividad” generalizada, afirmaban la muerte del arte tradicional y aspiraban a la superación de la barrera entre actor y espectador. Los situacionistas deben también a Isou la invención del détournement, una especie de collage que emplea elementos existentes para creaciones nuevas, así como la utilización de un método basado en la invención de nuevos procedimientos para la creación.5 La actividad de los letristas correspondió a un período de profunda transformación que Francia sufrió a lo largo de los años cincuenta con la irrupción repentina de la modernidad. El desarrollo sin precedentes de su economía se

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tradujo en el florecimiento de la sociedad de consumo de masas y de la industria del ocio asociada a la economía de la abundancia. La vida cotidiana se vio también alterada de manera significativa debido a la generalización de los medios de comunicación audiovisual, así como por la penetración del llamado estilo de vida americano.6 Con el fin de que el Situacionismo no fuera tachado de revolución cultural, Debord utilizó fuentes filosóficas y políticas, principalmente la obra de los jóvenes Hegel, Marx y Lúkacs, con las que construyó una práctica revolucionaria acorde con su teoría. Así se separó definitivamente de los letristas y fundó en 1957 la Internacional Situacionista, un grupúsculo revolucionario que quería vincular su acción a una crítica social de inspiración marxista en un intento por encontrar respuestas al nuevo marco social creado por el capitalismo generalizado. Cabe recordar que Karl Marx comenzó su análisis de la estructura social con un estudio sobre el hombre y sus producciones. Una idea fundamental en la teoría marxista, reflejada en lo que se conoce como materialismo histórico, es la transformación del mundo material por medio del trabajo. Según esta teoría, se entiende que el modo de producción de la vida material determina el carácter general de los procesos y las estructuras sociales, políticas y espirituales de la vida, y con ellos, la historia de las sociedades.7 La crítica social de los Situacionistas venía precisamente de la inquietud por el uso que se estaba haciendo de la enorme acumulación de medios y bienes de los que la sociedad disponía, así como de la preocupación por la pobreza de la vida de los trabajadores derivada de aquella situación. Debord enfoca sus análisis hacia un modo de alienación de los trabajadores que ya no se centra en la explotación durante el tiempo de trabajo (tiempo que, efectivamente, tiende a disminuir), sino que coloniza el ocio aparentemente liberado de la producción industrial y se pone como objetivo la expropiación del tiempo total de vida de los hombres, del cual el mercado internacional del capital extrae ahora nuevas plusvalías, y que impone la generación de todo un “seudotrabajo” (el sector terciario o de los servicios) para alimentar el “seudoocio” del proletariado convertido en masa de consumidores pasivos y satisfechos, en agregado de espectadores que asisten a su propia enajenación sin oponer resistencia alguna.8

Efectivamente, la imposición de la doctrina capitalista supuso la generalización de unos criterios comerciales orientados a seducir a unos consumidores estimulados por un alto nivel de consumo. Como sabemos, la tendencia a una nivelación de las condiciones de vida es el fundamento imaginario de las sociedades modernas. Las desigualdades son aceptadas porque se las considera provisionales y se estima cuestión de tiempo el acceso progresivo y generalizado a unos bienes que antes eran privilegios de unos pocos.9 Pero, como interpela Debord: En todas partes se plantea la misma terrible pregunta que desde hace dos siglos avergüenza al mundo: ¿Cómo hacer trabajar a los pobres allí donde se ha desvanecido toda ilusión y ha desaparecido toda fuerza? 10

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En el decenio posterior a la II Guerra Mundial, las naciones que habían estado implicadas en ésta empezaban a recuperarse. La sociedad europea inició una actividad industrial que, gracias a la ayuda del Plan Marshall, favorecía el “desarrollismo” y fundó las bases para una sociedad de consumo. Fue el protagonismo de la seducción y de la ilusión en dicha sociedad lo que propició el papel que los diseñadores representaron, y representan todavía hoy, dentro del sistema de producción de bienes. Con la progresiva penetración del modelo norteamericano, el racionalismo europeo se vio influido por el styling. En el nacimiento del movimiento moderno o del funcionalismo, existía la esperanza de construir las señas de identidad de la sociedad contemporánea con el higienismo o el racionalismo como modelos de aplicación, y con la mecanización como fuente de inspiración, para contribuir a la creación de un “mundo mejor”. La utilización de nuevas tecnologías, la ausencia de ornamentación, el racionalismo constructivo, la experimentación de materiales que propugnaba el funcionalismo se vieron alteradas en último término por la pujante economía norteamericana que desembarcó en una Europa devastada por dos guerras mundiales. El capitalismo de los Estados Unidos fomentaba un consumo masivo mediante técnicas agresivas de publicidad y marketing, al igual que con la utilización de estilos sofisticados en el diseño de bienes de consumo: el aerodinamismo y el styling. Ambos estilos se expresaban en la corriente Populuxe que, en los años 50, tuvo su mayor expresión en el eslogan publicitario “Live your dreams and meet your budget”,11 que proponía un futuro perfecto gracias a la posibilidad de adquirir y disfrutar de un equipamiento doméstico de ensueño, coches futuristas, objetos divertidos, moda casual con tintes cinematográficos; en definitiva: un entorno “ideal” para la familia feliz. Se crearon de este modo dos disciplinas proyectuales, así como dos formas de entender el objeto: la de los Estados Unidos, que se basaba en hacer deseables o atractivos los productos, frente a la corriente de predominio purista y funcionalista de Gropius y la Bauhaus. Hay que señalar que las diferencias en origen son importantes y los resultados lo expresan: mientras que, en Europa, los precursores surgieron del ámbito de las vanguardias artísticas y de la arquitectura, en Norteamérica provinieron de la escenografía, el escaparatismo y las agencias de publicidad. Tal como ha explicado Dean MacCanell, el aspecto simbólico y fetichista del artículo de consumo fue descubierto por Marx, el cual fue el primero en vislumbrar su capacidad para organizar el significado y para hacernos desear cosas por razones que exceden nuestras necesidades materiales. El capitalismo convierte el artículo de consumo en su símbolo más importante, con un significado atribuido no ya en el proceso de fabricación, sino fruto del esfuerzo colectivo. La intención de Marx era que viéramos los artículos de consumo como representación del trabajo invertido en ellos y no como objetos meramente simbólicos o dotados de sentido en otros sistemas culturales. Sin embargo: Marx no predijo la integración del artículo de consumo como parte integral de la cultura.[...] No obstante, tal y como nos ha enseñado el marxismo moderno de izquierdas, [...] la cultura prevalece, y la revolución debe aprender a operar en ella y a través de ella.

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De lo cual se deriva que: El artículo de consumo se ha convertido en un medio para alcanzar un fin. El fin consiste en una inmensa acumulación de experiencias reflexivas que sintetizan ficción y realidad en un vasto simbolismo, un mundo moderno.12

Renny Ramakers añade a esta reflexión: el Movimiento Moderno miraba hacia el colectivo de la humanidad con gran optimismo y con la creencia firme en la posibilidad de mejorar las condiciones de vida de los individuos. [Sin embargo], el pensamiento utópico ha dejado paso al realismo: actualmente los estudios de diseño están plenamente integrados en el sistema industrial. Han crecido dentro de compañías que fijan su objetivo en la clientela. El diseño ha devenido un estilo, un instrumento de promoción y un instrumento de marketing. Todo ello gira en torno a las apariencias externas y al éxito financiero. Nuestra cultura está ahora bien y efectivamente comercializada. No podemos volver atrás el reloj y es dudoso si realmente queremos hacerlo. Cada uno de nosotros consume con tanto entusiasmo como los demás.13

La sociedad del espectáculo se publicó por primera vez en la Editorial BucheletChastel de París en 1967, y los disturbios de Mayo la dieron a conocer. Aunque no han desaparecido las condiciones generales del período histórico definido por Debord, y, por lo tanto, su teoría sigue plenamente vigente, ésta establece un marco de reflexión sobre la producción de bienes contemporánea que, si bien se ha visto confirmado en muchos aspectos, en otros se ha visto superado por una realidad donde los usos y costumbres se han modificado sensiblemente; en consecuencia, el entorno material, su uso y disfrute han “excedido” las previsiones del autor. Para este breve análisis de su teoría, nos remitiremos a algunas de sus reflexiones que tratan directamente sobre lo que se conoce como cultura material. Según Debord —tesis 1 de La sociedad del espectáculo—: “La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación”. De acuerdo con esta premisa, el espectáculo sustituye y se apodera de la entera actividad social. Ya que —tesis 5—: “No debe entenderse el espectáculo como el engaño de un mundo visual, producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Se trata más bien de una Weltanschauung que se ha hecho efectiva, que se ha traducido en términos materiales. Es una visión del mundo objetivada”. Ciertamente, se ha creado una visión del mundo a través de los objetos. Como sabemos gracias a la antropología, los objetos nos ayudan en la construcción de nuestra identidad y es a través de ellos como mantenemos más o menos estable nuestra autopercepción como personas. Cabe decir que el diseño, por su propia naturaleza, es también una forma de construcción de identidades sociales e individuales donde edificamos o reproducimos códigos y funciones sociales aprendidos. Paradójicamente, el consumidor aspira a un estilo de vida y a la elaboración de una personalidad por medio del consumo

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de identidades ficticias, producidas para la promoción de marcas; ello se ha convertido hoy casi en una exigencia para la integración social. Efectivamente, las marcas se aprovechan de este mecanismo de autoconstrucción personal para establecer relaciones sutiles con el consumidor, a través de la creación de vínculos emocionales, con el objetivo de que el consumo de sus productos satisfaga expectativas diversas: la búsqueda de autenticidad y sentido, la adhesión a una ética, etc. De este modo, como veremos, el producto en venta ha pasado gradualmente de ser el objeto industrial a la experiencia en sí. El problema del espectáculo es que selecciona según su conveniencia aquello que muestra para así mantener un discurso tautológico y monológico que le asegure la perpetuación de su poder. Por ello, sólo permite aparecer lo que no es —tesis 12 y 17—: El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que esto: “lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece”. La actitud que por principio exige es esa aceptación pasiva que ya ha obtenido de hecho gracias a su manera de aparecer sin réplica, gracias a su monopolio de las apariencias. [...] La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social comportó una evidente degradación del ser en tener en lo que respecta a toda valoración humana. La fase actual de ocupación total de la vida social por los resultados acumulados de la economía conduce a un desplazamiento generalizado del tener al parecer, del cual extrae todo “tener” efectivo su prestigio inmediato y su función última.

Sin embargo, esta autoconstrucción del yo a través de la posesión de objetos no tiene por qué implicar indefectiblemente comportamientos ficticios. Adquirir una cultura del consumo y una opinión crítica requiere un tiempo variable para la obtención de un poder adquisitivo alto (mediante acciones especulativas o mediante soluciones imaginativas de aplicación universal), el cual permite a su vez acceder a un nivel de consumo elevado y puede darse en un período mucho más corto de tiempo. El adquirir una cultura crítica nos permitirá reconocer los valores “positivos” de los objetos que efectivamente los tienen y que pueden ser diversos: su valor de experimentación o investigación, sus valores funcionales, el hecho de constituir una nueva poética que reposicione a las anteriores o el hecho de haber creado objetos atemporales podrían ser ejemplos de ello. Tampoco hay que olvidar los aspectos funcionales del escenario complejo en el que se mueve el individuo moderno, que requiere de equipamientos y servicios adecuados a sus necesidades reales que, a modo de herramienta, permiten construir un programa diario socialmente complejo —tesis 24—: El espectáculo es el discurso ininterrumpido que el orden actual mantiene sobre sí mismo, su monólogo autoelogioso. Es el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia. La apariencia fetichista, de pura objetividad, de las relaciones espectaculares, oculta su carácter

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de relación entre hombres y entre clases: una segunda naturaleza, con sus leyes fatales, parece dominar nuestro entorno. Pero el espectáculo no es el producto necesario del desarrollo técnico considerado como un desarrollo natural. Al contrario, la sociedad del espectáculo es una forma que selecciona su propio contenido técnico.

También es cierto que la dinámica de las fuerzas económicas que ha generado esta segunda naturaleza a la que alude Debord ha propiciado un contexto de evolución y calidad en todos los ámbitos: educativo, cultural, científico, sanitario... que permite un disfrute de una calidad de vida impensable hasta ahora. La realidad es compleja y, aunque el artículo de consumo se haya convertido en parte integral de la vida moderna, es necesario y una oportunidad para el desarrollo de la sociedad el hacer una observación e identificación de pautas sociales emergentes que no sólo creen mercados, sino que además tengan sentido para la gente y fomenten una cultura y un bienestar también para los países y entre las capas de población más desfavorecidas. Debord nos habla de la pobreza de la actividad real de la clase trabajadora —tesis 25—: La separación es alfa y omega del espectáculo. [...] todo poder separado ha sido siempre espectacular, [...] El espectáculo mantiene la inconsciencia acerca de la transformación práctica de las condiciones de existencia. Es su propio producto, y es él mismo quien establece sus reglas: es algo pseudosagrado. Exhibe lo que él mismo es: el poder separado que se desarrolla por sí solo gracias al aumento de la productividad por medio del incesante refinamiento de la división del trabajo como parcelación de gestos, dominados ahora por el movimiento independiente de las máquinas y trabajando para un mercado ampliado. Toda comunidad y todo sentido crítico quedan disueltos en este movimiento en el cual las fuerzas que han conseguido acrecentarse se separan y no pueden volver a recuperarse.

Debord desarrolla aquí el concepto de alienación que elaboró Hegel e influyó posteriormente en Marx, el cual se interesó por el aspecto “concreto” y “humano” de la alienación, particularmente de la alienación en el trabajo. Según Marx, la separación entre el productor y la propiedad de sus condiciones de trabajo constituye un proceso que transforma en capital los medios de producción y a la vez transforma a los productores en asalariados (Das Kapital, I). Es necesario, pues, liberar al hombre de la esclavitud originada por el trabajo que no le pertenece (el “plus” de trabajo) mediante una apropiación del trabajo. De este modo, el hombre puede cesar de vivir en estado alienado y alcanzar la libertad o apropiación.14 Debord relaciona al sujeto con su actividad y precisamente en el espectáculo, basado en la contemplación y, por tanto, en la no participación, esto se convierte exactamente en lo contrario a vivir —tesis 26—: Con la separación generalizada del trabajador y su producto, se pierden todo punto de vista unitario sobre la actividad realizada y toda comunicación personal directa entre los productores. Conforme progresan la acumulación de productos separados y

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la concentración del proceso productivo, la unidad y la comunicación se convierten en atributo exclusivo de la dirección del sistema. El triunfo del sistema económico de la separación es la proletarización del mundo.

Según Debord, la figura del artesano medieval formaba una unidad con su trabajo y las relaciones sociales que de éste derivaban. En su defecto, las actividades modernas no consiguen esta unidad y por ello son incapaces de producir ningún vínculo social. Forman parte de un sistema complejo en el cual los trabajos individuales adolecen de una falta de sentido que sólo se actualiza en cuanto se recompone el conjunto de trabajos individuales en una fase posterior gracias a los especialistas que son, a su vez, los únicos capaces de participar de esa unidad. Sabemos que el diseño forma parte hoy en día de lo que ha venido a llamarse el sector de servicios de la nueva economía del conocimiento y que, aunque sus ejecutores participan ocasionalmente en las altas esferas del poder, el ejercicio creciente de esta disciplina la está convirtiendo en un nuevo tipo de mano de obra de la cultura posindustrial. Ya hace años que Gillo Dorfles definió a los diseñadores como “los artistas de nuestra sociedad industrial” y acaso cabría preguntarse si no son también sus “artesanos”. La práctica profesional del diseño es en todos sus ámbitos una actividad rica y compleja que se caracteriza por la posibilidad de generar innovación, de crear y compartir conocimiento, de vincular elementos culturales e históricos. El desarrollo del proceso en el que intervienen, además, otros profesionales que materializan formalmente conceptos y soluciones permite la vivencia de un recorrido creativo intenso, en el que son muchos los factores de intervención y cuando los resultados son los deseados, ello da sentido a la profesión —tesis 28—: El sistema económico basado en el aislamiento es una producción circular de aislamiento. El aislamiento funda la técnica y, en consecuencia, el proceso técnico aísla. Desde el automóvil hasta la televisión, todos los bienes seleccionados por el sistema espectacular constituyen asimismo las armas para el refuerzo constante de las condiciones de aislamiento de las “muchedumbres solitarias”. El espectáculo reproduce siempre sus presupuestos, cada vez de un modo más concreto.

Para Debord, la separación que se ha producido entre la actividad real, que antes era la experiencia fundamental, tiende ahora hacia la inactividad, y su representación es consecuencia de las separaciones que se han producido en el seno de la sociedad misma. El poder es la separación más antigua de la humanidad y es a partir de ella como se crean todas las demás. Mediante la producción material que recrea constantemente los círculos de aislamiento y separación, el espectáculo tiende a perpetuar ese poder y a ocultarlo mediante la mentira y el discurso tautológico. Cabe decir que la sociedad red ha generado nuevas formas de relación y comunicación entre los individuos y ello se ha traducido en nuevas formas de creación que utilizan la información como materia prima. De resultas, la cultura hoy se encuentra más atenta e interrelacionada de lo que cabría suponer.

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Como explica McKenzie Wark: El poder se ha trasladado del control de la tierra al control de la manufactura y ahora al control de la información [...] Sólo que la información es diferente a la tierra y a los productos de las fábricas. [...] La información desafía a la propiedad, porque mi posesión de una pieza de información no te desposee a ti de ella. Y ahora, gracias a los hackers, tenemos las herramientas para compartir la información.15

Prosigue Debord —tesis 30—: La alienación del espectador en favor del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa de este modo: cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en la imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo en relación con el hombre activo se hace manifiesta en el hecho de que sus propios gestos dejan de ser suyos, para convertirse en los gestos de otro que los representa para él. La razón de que el espectador no se encuentre en casa en ninguna parte es que el espectáculo se encuentra en todas partes.

Frente a esta realidad, el individuo con recursos culturales e información contrastada debe configurar criterios propios para construir un proyecto vital personalizado. El individuo hoy puede ser más crítico y más culto y, precisamente, ésta puede ser la base de su liberación. La revolución sólo será en cuanto haya un proyecto capaz de ilusionar a la sociedad y parece que, hoy por hoy, los modelos basados en las promesas del capitalismo, reflejados en la maduración de los comportamientos de consumo, no parecen destinados a agotarse —tesis 34, 36, 40 y 42—: El espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se ha convertido en imagen. [...] El fetichismo de la mercancía —la dominación de la sociedad a manos de “cosas suprasensibles a la par que sensibles”— se realiza absolutamente en el espectáculo, en el cual el mundo sensible es sustituido por una selección de imágenes que existen por encima de él, y que se aparecen al mismo tiempo como lo sensible por excelencia. [...] El crecimiento económico libera a las sociedades de la presión natural exigida por la lucha inmediata por la supervivencia, pero estas sociedades no se liberan de su libertador. [...] La economía transforma el mundo, pero sólo lo transforma en un mundo económico.[...] El espectáculo es el momento en el cual la mercancía alcanza la ocupación total de la vida social. [...] En este punto de la “segunda revolución industrial”, el consumo alienado se convierte en un deber para las masas, un deber añadido al de la producción alienada. Todo el trabajo asalariado de una sociedad se convierte globalmente en la mercancía total cuyo ciclo ha de continuarse.

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No todos los artículos de consumo están inmersos en esta dinámica fetichista, hay productos de consumo que proporcionan un incremento del bienestar, la seguridad y el confort. El capitalismo y sus sistemas de producción invierten recursos para proveer al consumidor de bienes que proporcionen una mejor calidad de vida. No obstante, es cierto que por su propia dinámica competitiva lo que se ofrece en muchos casos son más argumentos de ventas que la solución de necesidades reales. Sin embargo, se constata que, conforme se globaliza el mercado y se diversifica la demanda, es esencial el diseño cultural, psicológico y social de procesos y productos, así como observar e interpretar las pautas culturales y las tendencias incipientes —tesis 43—: Mientras que en la fase primitiva de la acumulación capitalista “la economía política no ve en el proletariado más que al obrero”, que debe recibir el mínimo indispensable para la conservación de su fuerza de trabajo, sin considerarle jamás “en su ocio, en su humanidad”, esta mentalidad de la clase dominante se invierte tan pronto como el grado de abundancia alcanzado por la producción de mercancías exige una colaboración suplementaria por parte del obrero. Este obrero, repentinamente liberado del total desprecio que hacia él manifestaban ostensiblemente todas las modalidades de organización y control de la producción, se encuentra diariamente a salvo de ese desprecio y aparentemente tratado como una persona relevante, con una atenta gentileza, bajo su disfraz de consumidor. En este punto, el humanismo de la mercancía se hace cargo del “ocio y la humanidad” del trabajador, simplemente porque la economía política puede y debe ahora dominar estas esferas en cuanto economía política. Así, la “perfecta negación del hombre” ha alcanzado a la totalidad de la existencia humana.

La fuerza del trabajo ha cambiado de signo y el que antes era un individuo explotado ha pasado ahora a ser un consumidor ilusionado. No sólo esto, sino que, además, tal y como explica Vicente Verdú: Pero además estos obreros convertidos en clase media, en ejemplares de cultura “mediocre”, crecieron tanto en capacidad adquisitiva que inclinaron la oferta hacia sus gustos, y sus gustos, a estas alturas, conforman no sólo su ropa interior sino las películas o los libros de más éxito. [...] La cultura de consumo no ha prosperado con la penitencia (tripalium) del trabajo, sino con la fiesta sin fin. Con una cultura sin sacramentos, donde los autores de cine, de la radio, de la escritura, del telefilme proporcionan distracciones laicas, superficiales, dirigidas al entretenimiento y al sentir superficial. No hay santos, semidioses, magos, creadores o demiurgos tras las obras, sino únicamente profesionales que trabajan en eso, ya sea la pintura, la empresa, el diseño o el guión. [...] La cultura no es sagrada sino popular, no mira desde lo alto sino que se encuentra al lado y al beneficio del bienestar cercano.16

En este panorama, donde la moda adquiere protagonismo y hace cómplice al diseño de sus pautas de consumo, los objetos de “temporada” responden, por lo general, a criterios de styling que toman como referente las iniciativas comerciales y estratégicas del marketing americanas. Cabe recordar que esta valorización por el cambio tiene orígenes diferentes: mientras que el

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surgimiento de la moda data del siglo XIV y fue la respuesta a un cambio de mentalidad que se evidenció en una cultura más abierta a la variedad y en una nueva relación con la individualidad, la historia de la valorización por el cambio en la producción seriada respondió a una realidad ligada a la producción industrial. En un principio, surgió la necesidad de dar forma a las nuevas patentes de invención que la electrificación de los hogares propició, pero, a la larga, la aparición de nuevos fabricantes ávidos de negocio generó una dura competencia que se tradujo en la creación de modelos diferenciados y variaciones de estilo para singularizar los productos. La realidad de mercado obliga a una renovación constante que genera la insatisfacción permanente. Un diseño responsable debería proponer resultados de otra densidad. Buscar la creación de productos más sinceros y honestos que apunten a un deleite continuado de larga duración y evitar un consumo desaforado, originado por falsas novedades que proponen la obsolescencia formal de productos técnicamente vigentes. Como explica Verdú: que la cultura pierda profundidad no supone que pierda conocimiento, capacidad de instrucción y sentido crítico. El autor del capitalismo de producción era intrínsecamente avaro y elitista; el autor del capitalismo de consumo es, sobre todo, comunicador. El ejercicio de su condición consumidora le ha adiestrado en la importancia de la calidad/precio y es difícil que venga a timarnos [...]. Por su parte, el receptor se encarga de realizar el escrutinio, como era de esperar. No triunfa nadie que no procure satisfacción a plazo largo o indeterminado. El jurado consumidor es insobornable porque el rigor de su fallo coincide con su propio bien. [...] La sociedad de masas junto a los medios de comunicación de masas y las estrecheces de las masas han enseñado más sobre la cultura real que el juicio de las elites: delgadas a fuerza de un deleite aislado.17

Pero aunque las propuestas tengan otra densidad, el problema es que, según Debord, la actividad humana derivada de la insatisfacción no tiene ningún fin, lo que supone una amenaza para la humanidad misma —tesis 44—: El espectáculo es una permanente guerra de opio cuyo objetivo es conseguir la aceptación de la identificación entre bienes y mercancías, así como entre la satisfacción de necesidades y la supervivencia ampliada según leyes de la mercancía. Pero la supervivencia consumista es algo que siempre debe ampliarse, porque no deja de contener la privación. No hay un más allá de la supervivencia ampliada, ningún límite de detención del crecimiento, porque ella misma no se encuentra más allá de la privación, sino que es la privación misma enriquecida.

La sostenibilidad sería un límite lógico de detención del crecimiento. En todos los países aumentan los comportamientos de consumo maduros, que revelan flexibilidad y atención hacia las variables en juego, desde el precio a la calidad, desde la originalidad a la funcionalidad. Podemos imaginar lo que representará en cuanto desastre ecológico el derecho de 2.000 millones de habitantes de la población de Asia incorporados a esta dinámica de consumo sin que nosotros

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modifiquemos nuestros hábitos. Deberemos de transformar usos y costumbres para acercarnos a un consumo responsable que se convierta en un modelo de referencia. Las previsiones del Club de Roma en los años 60 ya propugnaban el crecimiento cero y, hoy en día, el proyecto de construir una sociedad autónoma y ahorrativa cuenta con muchos adeptos y se desarrolla desde colectivos diversos: decrecimiento, antiproductivismo, desarrollo cualificado o desarrollo sostenible. La mayor parte del diseño moderno se ha construido sobre la idea de un progreso tecnológico positivista que considera los recursos del planeta Tierra ilimitados. Todavía hoy se trabaja con estas premisas, perpetuando así el principio fundamental de este desarrollo en el que el diseñador actúa demasiadas veces por inercia, se somete dócilmente a los mecanismos de mercado y ofrece soluciones pragmáticas a las demandas del exterior; todo ello se traduce en que cada vez creemos menos en el valor positivo de lo que diseñamos. Dos conceptos ilustrativos a partir de los cuales se ha desarrollado la producción industrial son la Teoría de la Obsolescencia Planificada y el concepto de Ingeniería Destructiva. La primera fue desarrollada sobre todo por el diseñador norteamericano Brooks Stevens, el cual proclamaba en 1953: “Los grandes progresos del diseño industrial van a llegar enseguida a través de la Obsolescencia Planificada”. Él definió el término en una frase que repetiría a menudo para incitar en el consumidor: “el deseo de tener en propiedad algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de lo necesario”. Y en 1958 declararía sin complejos: “Toda nuestra economía está basada en la obsolescencia planificada, y todo el mundo que pude leer sin mover los labios lo debería saber a estas alturas. Hacemos buenos productos, inducimos a la gente a comprarlos, y al año siguiente deliberadamente introducimos algo que va a hacer estos productos pasados de moda, extemporáneos, obsoletos. Hacemos esto por la razón más acertada: para hacer dinero”.18 El otro concepto que se ha venido utilizando para fomentar el consumo es el de Ingeniería Destructiva: las empresas invierten recursos tecnológicos en programar con antelación la autodestrucción de partes sensibles de los artefactos con el fin de obligar a su sustitución. Esta práctica se ha visto modificada en los últimos años gracias a algunas normativas que, en aplicación del principio “quien contamina paga”, obligan al productor a hacerse cargo de los costes de la gestión de los residuos. Un ejemplo de ello es la normativa europea de reciclado (RoHS) de los aparatos técnicos y electrónicos, según la cual se debe: “diseñar y producir los aparatos de forma que se facilite su desmontaje, reparación y, en particular, su reutilización y reciclaje”. Y Debord prosige —tesis 47—: La tendencia a la baja del valor de uso, que es una constante de la economía capitalista, ha desarrollado una nueva forma de privación en el marco de la supervivencia ampliada [...] el hecho de que la utilidad bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya sólo exista en cuanto encerrada en la riqueza ilusoria de la supervivencia ampliada, es la base real de la aceptación de la ilusión generalizada que tiene lugar en el consumo de las mercancías modernas. El consumidor real se transforma en consumidor de ilusiones. La mercancía es la ilusión efectivamente real, y el espectáculo es su manifestación general.

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Cubiertas las necesidades básicas, y dentro del marco de la supervivencia ampliada y gracias a la carrera tecnológica, asistimos a la aparición de novedades sin fin, caracterizada sobre todo por la irrupción de artefactos digitales. Se trata de productos que formalizan nuevas utilidades o bien de generaciones de productos que aumentan de prestaciones en cada nueva versión. Todos ellos generan formas de uso y hábitos que hacen impensable un retorno al pasado y, en muchos casos, suponen una mejora cualitativa que incrementa el bienestar. El desarrollo de la tecnología digital está posibilitando asimismo una desmaterialización de los objetos, que tienden a ser más livianos, reducidos, delicados y de coste menor. Todo ello obliga al diseñador a un modo de proyectar donde la mínima forma posible toma protagonismo y la intención del diseño se expresa en los aspectos comunicativos de materiales y texturas. De estos aparatos se valoran especialmente sus efectos y prestaciones, siendo así que, cada vez más, la experiencia en sí, sin rastro material, es lo que se convierte en objeto de consumo. Es en este marco donde la actividad del diseñador trasciende la creación de artefactos para pasar a crear estrategias globales, en lo que ha venido a llamarse diseño posindustrial. Según explica Jamer Hunt en su Manifiesto por un diseño posindustrial, esta nueva forma de proyectar surge de una economía de la información y los servicios en oposición a la economía manufacturera. Su evolución está ligada a la aparición de la sociedad del conocimiento, a la del diseño y la manufactura asistidos por ordenador y a las realidades ecológicas: El resultado es que los diseñadores ya no dictarán la forma desde el centro del sistema para posteriormente endosar sus mercancías a un mercado pasivo. En su lugar, el diseño será cada vez más un código y un conjunto de parámetros. Este código será luego liberado en un ecosistema electrónico de modo que pueda ser manipulado, cambiado, mejorado, hackeado y producido en variaciones múltiples en sinnúmero de lugares.

El diseñador crea así una plataforma de posibilidades de diseño, pero la forma final se encuentra en manos del consumidor. De este modo el software, el soft tooling o las bases de datos inteligentes permitirán la participación y las variaciones dentro del proceso de fabricación.19 Gracias a los hackers tenemos herramientas para compartir información, y la actividad creativa de los mismos a partir de la programación y en un entorno virtual tiene ciertos paralelismos y continuidades con la tradición de vanguardia en la idea del hackeo, esto es, en el método basado en crear nueva información de lo viejo y tratar de que escape a la propiedad, la identidad y la autoría. Podríamos reconocer en estas prácticas a los mismos letristas y situacionistas cuya actividad se basaba en disponer, de maneras nuevas, elementos ya existentes, en la construcción de “situaciones” y nuevos estados afectivos basados en la búsqueda y la experimentación. Inventaron para ello el détournement (‘cambio de rumbo’, ‘extravío’), método para adaptar un elemento original –en general, una cita— a un nuevo contexto, y la dérive, definida como “técnica de paso rápido a través de ambientes variados” consistente en paseos dejándose llevar por “los requerimientos del terreno y de los

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encuentros”.20 Intentaban así superar el culto burgués a la originalidad y la propiedad privada del pensamiento mientras se dotaba a la vida de la aventura, la experimentación y las sensaciones intensas características del arte. Cabe decir que la originalidad como objetivo último está siendo cuestionada también por una corriente crítica del diseño que queda reflejada en el trabajo de, entre otros, los creadores agrupados en el colectivo llamado Droog Design. Sus producciones son, en muchos casos, una reacción a la abundancia de objetos y a la rigidez que rodea la industria del diseño y sus procesos de creación. Abogan, en muchos casos, por el reciclaje de ideas viejas para conseguir una actualización de las mismas. Como reacción a esta búsqueda de la originalidad en cuanto fin y como contestación al acento que el mercado pone en lo joven y nuevo, ellos se dedican a reciclar formas, tipologías, materiales, productos, procedimientos. Buscan en lo existente una cierta reconocibilidad y familiaridad. E incluso sus creaciones son muchas veces una invitación, no ya a comprar, sino a ser inspirados por sus métodos. Notas Debord, Guy, La société du spectacle, Buchet-Chastel, París, 1967. Las citas de esta obra pertenecen a la edición en castellano publicada por Pre-Textos, Valencia, 2003. 2 Azúa, Félix de, Diccionario de las Artes, Planeta, Barcelona, 1995, pág. 143. 3 Jappe, Anselm, Guy Debord, Anagrama, Barcelona, 1998, pág. 16. 4 Azúa, Félix de, op. cit., pág. 143. 5 Jappe, Anselm, op. cit., págs. 63-88. 6 Pardo, José Luis, “Prólogo”, en La sociedad del espectáculo, cit., pág. 12. 7 Ferrater Mora, José, Diccionario de Filosofía, Ariel, Barcelona, 2004, pág. 2330. 8 Pardo, José Luis, “Prólogo”, cit., pág. 12. 9 Latouche, Serge, “Ecofascismo o ecodemocracia”, Le Monde Diplomatique, Valencia, noviembre 2005. 10 Debord, Guy, op. cit., pág. 36. 11 “Viva sus sueños de acuerdo con su presupuesto”. 12 MacCanell, Dean, El turista, una nueva teoría de la clase ociosa, Melusina, Barcelona, 2003, págs. 25-33. 13 Ramakers, Renny, Less + More, Droog Design in context, 010 Publishers, Róterdam, 2002, pág. 9. 14 Ferrater Mora, José, op. cit., pág. 106. 15 Wark, McKenzie, “Manifiesto hacker”, La Vanguardia, Barcelona, 12 de marzo 2006. 16 Verdú, Vicente, Yo y tú, objetos de lujo, Debate, Madrid, 2005, págs. 33, 21-23. 17 Verdú, Vicente, op. cit., pág. 22. 18 Citado en: Adamson, Glenn, Industrial Strength Design, The MIT Press, Cambridge MA, 2003, pág. 4. 19 Hunt, Jamer, “A Manifesto for Postindustrial Design”, I.D., Nueva York, diciembre 2005. 20 Jappe, Anselm, op. cit., pág. 75. 1

Transdisciplina, diseño y comprensión: la plataforma integradora Enrique Ricalde Gamboa

Enrique Ricalde Gamboa (México, 1954) es diseñador industrial, con Maestría en Diseño Industrial, por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente, es profesor en la Escuela de Diseño de la Universidad Anáhuac Norte de México DF. Ha trabajado como Diseñador Consultor para el Instituto de Investigaciones Eléctricas de la CFE y para el Instituto de Ingeniería de la UNAM, entre otros. Con el tema de su tesis de maestría, El sentido de la configuración en diseño, ha impartido cursos y presentado ponencias alrededor del tema, entre las que destacan la ponencia presentada en el ICSID Third Regional Meeting for North America celebrado en Montreal (Canadá), organizado por el Institute of Design Montreal en colaboración con ACID, en mayo de 2003, así como la presentada en el XVI Encuentro Nacional de Escuelas de Diseño Gráfico organizado por la Asociación Mexicana de Escuelas de Diseño Gráfico Encuadre y la Universidad Loyola del Pacífico, celebrado en Acapulco (México), en octubre de 2005.

La teoría evolucionista aplicada al diseño: perspectivas y planteamientos desde el enfoque de la complejidad.

El mundo de los diseños nos exige que analicemos con profundidad los nuevos retos que la tecnología, el mundo global y nuestra realidad social y cultural nos están demandando. La enorme cantidad de información, el empleo creciente de recursos informáticos y el acceso a redes globales (www) se han convertido en un verdadero alud que nos ha tomado por sorpresa y está modificando nuestra disciplina, además de, ¿por qué no decirlo?, nuestra existencia. Así, comienzan a aparecer en escena visiones integradoras de la realidad, ante la contundencia de la interrelación de todo fenómeno o conocimiento. En el cambio que estamos viviendo, la nueva tecnología de la información desempeña un papel determinante en lo que ahora denominamos era del conocimiento. Lo que antes se aprendía de una determinada manera, en un campo específico, ahora es posible resolverlo de maneras distintas, implicando campos diferentes. Richard Buchanan sostiene que el diseño ha comenzado a ser la nueva forma de aprender de nuestro tiempo, un camino abierto hacia las nuevas disciplinas que necesitamos (neoteric disciplines) si vamos a conectar e integrar conocimientos de muchas especialidades con el fin de obtener resultados productivos para la vida social e individual. Asimismo, concibe un nuevo tipo de Universidad —de la cual, habrá solamente unas pocas en el futuro— que descubrirá un equilibrio dinámico entre teoría, práctica y producción.1 Pero otros ven en los problemas de diseño, la necesidad de nuevas formas de investigación para las cuales no tenemos modelos apropiados —lo cual nos da la posibilidad de una nueva forma de conocimiento, conocimiento de diseño, para el que no tenemos precedentes inmediatos. Enfrentamos un debate en marcha dentro de nuestra propia comunidad, acerca del rol tradicional e innovador en el pensamiento de diseño.2

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Uno de los planteamientos teóricos que han aparecido en este debate en marcha es el referente al enfoque complejo basado en el concepto de transdisciplina, que puede ayudar a sustentar la acción de diseño. La presencia de la complejidad en el proceso de diseño nos debe alertar sobre la imposibilidad de reducir a una sola esfera de explicación el acto de diseño. Los intentos han sido muchos y los fracasos se han repetido una y otra vez. Aceptemos que diseño en sí mismo implica multiplicidad de perspectivas y acercamiento constante a otros campos de conocimiento en los cuales se enriquece, pero de ninguno aislado podrá obtener la explicación global de su razón de ser como disciplina. Hacer por hacer sin pensar lo que se hace es aplicar rutinas sin saber por qué, ni para qué; es el proceder propio de la sumisión y la dependencia, pues consciente o inconscientemente se separa la ejecución de la decisión. Resulta interesante descubrir que la inquietud por encontrar formas renovadas de interacción disciplinaria viene del debate sobre el concepto tradicional de ciencia como pilar del proceso investigativo humano. A partir del siglo XVIII cuando según los historiadores, comenzó la edad de la razón, la ciencia adquirió un predominio dado su nivel de adecuación con el mundo concreto, tangible y manipulable. Sin embargo, Martínez Miguélez 3 nos dice que ese predominio se encuentra en la actualidad cuestionado: La ciencia, entendida en su concepción tradicional, no puede entenderse cabalmente a sí misma. El método científico no nos puede ayudar a entender plenamente el proceso investigativo humano. En efecto, para que la ciencia pueda entenderse a sí misma, tendría que ponerse también como objeto de investigación; debería autoobjetivarse. Comprender cabalmente a la ciencia es comprender su origen, sus posibilidades, su significación para la vida humana, es decir, entenderla como un fenómeno humano particular. Pero la objetividad del método científico requiere que la ciencia trascienda lo particular del objeto y lo subsuma bajo alguna ley general. Desde Aristóteles, la episteme, es decir, el conocimiento científico, es conocimiento de lo universal, de lo que existe invariablemente y toma la forma de la demostración científica. Por ello, la ciencia resulta incapaz de entenderse a sí misma en forma completa, su mismo método se lo impide. Ello exige el recurso a la metaciencia. Pero la metaciencia no es ciencia, como la metafísica no es física. De esta forma, la ciencia no puede responder por la solidez de sus propios fundamentos y, en consecuencia, tampoco puede garantizar la validez última de sus conclusiones y hallazgos, sin recurrir a la metaciencia o filosofía de la ciencia. De hecho, la ciencia tiene una imposibilidad lógica para establecer y asentarse en una base netamente empírica. De ello se sigue que la ciencia debe complementarse con la clase de entendimiento que tratan de adquirir las ciencias humanas.4

Así, al analizar esa anterior concepción dominante en la ciencia que se apoyaba en la idea de “la coherencia lógica y sistémica de un todo integrado”, cuya coherencia estructural y sistémica se basta a sí misma como principio de inteligibilidad, vemos que esta concepción ha ido cediendo ante el surgimiento de una nueva conceptualización. Este nuevo modelo conceptual

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ya no postula un punto central del conocimiento sobre el cual descansar y del que se deducen jerárquicamente todos los demás conocimientos. Por lo contrario, estaríamos frente a un postulado carente de centro, de tal manera que cada sistema subsista gracias a su coherencia interna, pues gozaría de solidez y firmeza, no por apoyarse en un pilar central, sino porque los conocimientos forman un entramado coherente y lógico que se autosustenta por su gran sentido y significado. Enfático, Martínez Miguélez sostiene: En fin de cuentas, eso es lo que somos también cada uno de nosotros mismos: “un todo físico, químico, biológico, psicológico, social, y cultural”, que funciona maravillosamente y que constituye nuestra vida y nuestro ser. Por esto, el ser humano es la estructura dinámica o sistema integrado más complejo de todo cuanto existe en el universo. Y, en general, los científicos, profundamente reflexivos, ya sean biólogos, neurólogos, antropólogos, sociólogos, como también los físicos y matemáticos, todos, tratan de superar la visión reduccionista y mecanisista del viejo paradigma newtoniano-cartesiano y de desarrollar este nuevo paradigma, que emerge, así, en sus diferentes disciplinas.5

La idea de complejidad ha llevado en el lenguaje común una connotación de advertencia al entendimiento, un estar atento contra la simplificación y la reducción demasiado rápida. Si bien es cierto que es realmente con Wiener y Ashby, los fundadores de la cibernética,6 con quienes la complejidad entra verdaderamente en escena en la ciencia, considero pertinente abordar algunos aspectos relacionados con el enfoque de sistemas, pues nos facilita la comprensión de lo complejo. Existen antecedentes que ayudaron a fundamentar la teoría de sistemas (Pepper, Henderson, Cannon, Koheler), pero es realmente Ludvig von Bertalanffy a quien se atribuye el pensamiento de sistemas como un movimiento científico importante.7 En el centro del pensamiento de Bertalanffy se encuentran dos aspectos fundamentales para nuestro enfoque: la creencia en la unidad de las ciencias como unidad sistémica que contempla los fenómenos y su análisis de naturaleza multidisciplinaria, y el planteamiento sobre la necesidad de reconsiderar los problemas relacionados con la vida (no olvidemos que Bertalanffy desarrolló sus ideas desde la biología). Este último punto fue el que lo llevó a elaborar el concepto de sistema abierto,8 al plantear una forma de sistema mediante la cual los organismos vivos operan en apertura al intercambiar materia con el medio circundante: Hace años se apuntó que las características fundamentales de la vida, el metabolismo, el crecimiento, el desarrollo, la autorregulación, la respuesta a estímulos, la actividad espontánea, etc., pueden a fin de cuentas considerarse consecuencias del hecho de que el organismo sea un sistema abierto. La teoría de tales sistemas, pues, sería un principio unificador capaz de combinar fenómenos diversos y heterogéneos bajo el mismo concepto general, y de derivar leyes cuantitativas. Creo que esta predicción ha resultado correcta en conjunto y que atestiguan en su favor numerosas investigaciones.9

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Aprovechemos las ideas de Bertalanffy para volver al punto sobre la relación entre teoría de sistemas y cibernética pues, como mencionamos con anterioridad, es en esta última donde realmente aparece en la escena científica la complejidad. El propio Bertalanffy nos da la pauta con la siguiente descripción: La base del modelo de sistema abierto es la interacción dinámica entre sus componentes. La base del modelo cibernético es el ciclo de retroalimentación de información, se mantiene un valor deseado (Sollwert), se alcanza un blanco, etc. La teoría de los sistemas abiertos es una cinética y una termodinámica generalizadas. La teoría cibernética se basa en la retroalimentación e información. [...] En resumen, el modelo de retroalimentación es eminentemente aplicable a regulaciones “secundarias”, a regulaciones basadas en disposiciones estructurales en el sentido amplio de la palabra. En vista, sin embargo, de que las estructuras del organismo se mantienen en el metabolismo y el intercambio de componentes, tienen que aparecer regulaciones “primarias” a partir de la dinámica de sistema abierto. El organismo se torna “mecanizado” conforme adelanta su desarrollo; así, regulaciones posteriores corresponden particularmente a mecanismos de retroalimentación (homeostasia, comportamiento encaminado a metas, etc.).10

Como podemos constatar, la complejidad resulta de la imposibilidad de apoyar nuestro conocimiento en reduccionismos procedentes de una visión de la realidad física del mundo, así como por necesidad de comprender la vida y a los seres vivos como sistemas abiertos que requieren de intercambios, retroalimentación, que están en constante cambio y que no pueden definirse siempre en forma exacta. La complejidad, nos dice Edgar Morin,11 surge entonces como lo que está tejido en conjunto, con componentes heterogéneos asociados e inseparables (lo uno y lo múltiple), tejido de acciones, eventos, interacciones, determinaciones, etc., que constituyen nuestro mundo fenoménico (Umwelt).12 De hecho, todo sistema autoorganizador (viviente), hasta el más simple, combina un número muy grande de unidades, del orden del billón, ya sean moléculas en una célula o células en un organismo; más de diez billones de células en el cerebro humano, más de treinta billones en el organismo. Pero la complejidad no comprende solamente cantidades de unidades e interacciones que desafían nuestras posibilidades de cálculo; comprende también incertidumbres, indeterminaciones. En un sentido, la complejidad siempre está relacionada con el azar. De este modo, la complejidad coincide con un aspecto de incertidumbre, ya sea en los límites de nuestro entendimiento, ya sea inscrita en los fenómenos. Pero la complejidad no se reduce a la incertidumbre, es la incertidumbre en el seno de los sistemas ricamente organizados. Tiene que ver con los sistemas semi-aleatorios cuyo orden es inseparable de los azares que incluyen.13

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La complejidad no conduce a la eliminación de la simplicidad. Integra lo más posible los modos simplificadores de pensar, pero rechaza las consecuencias mutilantes, reduccionistas y segadoras de una simplificación. Si bien aspira a articular dominios disciplinarios, sabe desde un principio que el conocimiento completo es imposible. Podemos decir que el pensamiento complejo nos permite el desplazamiento necesario para abordar la comprensión de los más diversos problemas si lo entendemos como el pensamiento que busca: • Comprender en lugar de conocer. • Autorregular en lugar de controlar. • Pensar el pensamiento del sujeto (ser vivo) en lugar de pensar al sujeto (entendido como objeto de estudio). • Coherencia del discurso en lugar de ley de adecuación a la realidad. • Relatividad en lugar de certeza absoluta. • Complementariedad en lugar de esencias totalizadoras. • Conversación en lugar de oposición excluyente. • Promover en lugar de encontrar. • Juego de distinciones valorativas en lugar de límites inherentes a un campo. • Lo imaginario 14 como valor adicional a los valores lógicos: verdadero y falso. La cibernética reconoció en un inicio la complejidad, pero la rodeó para no negarla. Por medio del principio de la caja negra, es decir, de entradas (inputs) y salidas (outputs) en el sistema, estudió los resultados del funcionamiento del sistema, pero no así el proceso interno de la caja misma: la complejidad organizacional y la complejidad lógica. Pero el problema teórico de la complejidad es el de la posibilidad de entrar en las cajas negras. Es el de considerar la complejidad organizacional y la complejidad lógica. Fue necesario aceptar una cierta imprecisión no solamente en los fenómenos, sino también en los conceptos para superar esta dificultad. La pauta se dio, por un lado, con el estudio del cerebro humano al comprender que una de sus superioridades sobre la computadora es la de poder trabajar con lo suficiente y lo impreciso; 15 por el otro, al reconocer que fenómenos como la creatividad pueden adquirir sentido dentro de un cuadro complejo. En entornos complejos, el diseñador (como sistema autopoiético) utiliza el proceso de configuración como campo para acceder a la compresión de lo abordado. Lo logra a través de las relaciones que establece entre uso de información pertinente, distinciones valorativas, manejo de la forma como vehículo del signo 16 y búsqueda de experiencia estética como distintivos. Para aclarar el concepto de “autopoiesis”, qué mejor que consultar directamente lo que aparece en la enciclopedia autopoiética:17 Constructo teórico que define la manera de operación de aquella clase de sistema que incluye a los sistemas vivos. El término combina el prefijo auto (mismo) y poiesis (creación/producción). Frecuentemente se malinterpreta el término como autoproducción o autocreación, pero en realidad el término

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connota la red de procesos o dinámica mediante la cual una máquina/sistema mantiene su organización autopoiética (por la vía de procesos de producción de componentes intrínsecos que realizan ésta particular forma de organización). Más específicamente, autopoiesis es atribuible a una máquina/sistema (entendida como red de procesos) la cual a través de la red de procesos produce los componentes que: 1. a través de sus interacciones y transformaciones continuamente regeneran y realizan la red de procesos (relaciones) que los producen; y 2. la constituye (a la máquina/sistema) como una unidad concreta en el espacio, en el cual los componentes existen, especificando el dominio topológico de su forma de realización por medio de una red de relaciones. Pero tal vez sea más clara la definición del término en las propias palabras de Maturana (1980ª: 45): el constructo autopoiesis: “[…] es el resultado del intento por […] proveer una caracterización completa de la forma de organización que hace de los seres vivos, unidades autónomas autocontenidas, que permita explicitar las relaciones entre sus componentes los cuales deben de permanecer invariantes bajo transformaciones estructurales y de materia continuas”. En trabajos más recientes (Maturana y Varela, 1980ª: 80) se refieren al término autopoiesis en una forma más genérica como organización autopoiética: el término “…simplemente significa procesos interconectados a la manera específica de una red de relaciones de producción de componentes, los cuales realizan la red de relaciones que los produce y los constituye como una unidad”. Maturana y Varela proponen que el modo, el mecanismo que hace de los seres vivos sistemas autónomos, es la autopoiesis y lo que los define como unidad es su organización autopoiética, y que es en ella que simultáneamente se especifican y realizan a sí mismos. El que los seres vivos tengan una organización, naturalmente, no es propio de ellos, sino común a todas aquellas cosas que podemos investigar como sistemas. Sin embargo, lo que es peculiar en ellos es que su organización es tal que su único producto es sí mismos, donde no hay separación entre productor y producto. El ser y el hacer de una unidad autopoiética son inseparables, y esto constituye su modo específico de organización.

Pero ¿cómo valoramos durante el proceso de configuración? y ¿cómo podemos vincular el acto de valorar al acto de comprender? La noción de distinción valorativa 18 no tiene su origen en la axiología, sino en la cibernética, y ha sido utilizada como recurso en diversas disciplinas. Empecemos por mencionar a Heinz von Foerster [HvF] quien ha sido llamado por Edgar Morin “nuestro Sócrates electrónico”,19 y es hoy reconocido como la figura más influyente en el desarrollo de nociones claves para la cibernética, a la cual dedicó toda su vida. Como profesor emérito en Santa Cruz, California (1978), dictó una serie de conferencias que lo convirtieron en oráculo al involucrarse activamente en la interfase entre cibernética y terapia familiar. En todo el trabajo de HvF está implícita la noción de circularidad o recursividad. Si vemos en detalle la noción de circularidad, descubrimos que aparece como característica fundamental naturalmente dada en sistemas o formas de organización donde está presente la vida, desde el nivel celular hasta el nivel donde se da la organización entre los mismos seres vivos y su interacción con el entorno fenoménico Umwelt.

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En relación con el diseño, la circularidad aparece como basamento. Es la creatividad entendida como proceso circular virtuoso, autopoiético y recursivo (Maturana y Varela) 20. Por su parte, Christopher Jones ya decía en 1984 que el elemento ausente en todo método de diseño es la posibilidad de diseñar el diseño:21 Así, el proceso de diseño es el camino del diseñador para descubrir lo que sabe y lo que no sabe acerca de esa nueva cosa que ha prometido inventar e integrar en el mundo tal como es. Cuando el diseñador es un grupo de personas no acostumbradas a trabajar entre sí y con el problema, como suele ocurrir actualmente, el intento consciente por diseñar y rediseñar constantemente el proceso de diseño es una manera excelente de buscar un tipo de comprensión de lo que está en marcha, y la disposición a hacerlo, que tan fácilmente se pierde al trabajar en un equipo de diseño.22

Jones no habla de método, sino de un proceso de diseño que implica circularidad, que es autopoiético, como proceso para diseñar y diseñarse a sí mismo. El cambio es sustancial: los métodos son fundamentalmente lineales, racionales y dividen en etapas claramente predeterminadas el trabajo de diseño para obtener un resultado. Los métodos funcionan muy bien en la operación de sistemas, cuando sabemos qué hacer y cómo hacerlo, son una excelente herramienta de control. Pero cuando hablamos de procesos creativos, nos estamos refiriendo a aquello que se encuentra en construcción, a un sistema abierto, a algo que crece, que comporta riesgos, donde no es posible predeterminar los resultados, ni resolver exclusivamente las cosas por la vía racional. Si aceptamos que el proceso de configuración es un sistema informacionalmente abierto y operacionalmente cerrado en la construcción de estructuras cognitivas, la noción de distinción valorativa y su vínculo con la comprensión resulta fundamental. La mejor manera de clarificar la relación ambigua que se da entre conocimiento y comprensión es conectando ambos a un tercero: el concepto de acción. De acuerdo con Pablo Navarro, existen dos formas de conocimiento que podemos denominar como concepción clásica y no clásica.23 La concepción clásica —o reduccionista— del conocimiento se entiende como proceder analítico con resolución de problemas y modos de pensamiento basados en elementos componentes y causalidad lineal. Las acciones que la sustentan son: • Concibe la información como materia de la comunicación. • El proceso de comunicación se entiende como un flujo de esta materia. • Toda decisión implica la selección de un portador de significación de entre un conjunto de opciones posibles. • El acto de decisión se reduce a un acto de elección. • El acto de control se concibe como un objetivo particular. A la concepción no clásica –basada en la complejidad— del conocimiento, Navarro la presenta como proceder hermenéutico con resolución de problemas y modos de pensamiento complejo (ampliación del conocimiento hacia diferentes ámbitos) basados en relaciones, interacciones y no linealidad. Las acciones que la sustentan son:

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• Los actos básicos que preparan la acción no son los actos de decisión, sino los actos de distinción. • Esto quiere decir que los conceptos selectivos de información y control son considerados ahora como conceptos distintivos o productivos de información y control. • Información es entendida como la aparición de una forma, la llegada de nuevos objetos o de nuevas objetividades. • El control consiste en la emergencia de objetividades que nos den la posibilidad de realizar un nuevo sistema de objetividades. • El proceso objetivante se expresa mediante un proceso de reflexión epistémico entre distintos sujetos actuantes (incluido uno mismo). • Las objetividades no son absolutas e independientes, sino sensibles al contexto de acción en el que se originan. • La comprensión de la relación reflexiva, y, por lo tanto, de las acciones que se encuentran detrás de ella, desempeña un papel decisivo para hacer posible modos nuevos más complejos y potentes en los que los actores puedan configurar su acción. Como podemos observar, Navarro nos indica que las acciones humanas están constituidas no sólo por actos de elección, sino también, y más básicamente, por actos de distinción; la posibilidad de escoger entre alternativas presupone la capacidad de distinguir los elementos componentes de estas alternativas. Todo acto encaminado a seleccionar se realiza a posteriori respecto al acto de distinción. Por lo tanto, sólo funciona el concepto selectivo de información cuando existe un esquema previo de distinciones y, para establecerlo, nuestra mente requiere llevar a cabo relaciones para operar observaciones/manipular información, partiendo de un enfoque modular, estructural, dialéctico, gestáltico y multidisciplinario, donde todo afecta e interactúa con todo; es decir, nuestra mente requiere realizar un proceso configurativo. Así, al considerar la actividad mental básica del observador cuando construye una hipótesis, vemos que la inferencia 24 no es deductiva ni inductiva, sino una mezcla de abducción/distinción/invención. En donde abducir se entiende como actividades de inferencias inductivas, transductivas y deductivas; distinguir, como las acciones básicas de configuración (explorar, organizar, relacionar, homologar, jerarquizar, sensibilizar, comparar, clasificar, representar, modelar, construir, deconstruir, reconstruir, etc.) que posibilitan el surgimiento de los patrones básicos de organización en el ámbito cognitivo (neurobiológico), con los cuales el individuo se prepara para la selección (toma de decisión), por una parte, y, por la otra, para la invención como aplicación, o estética, o criterios de saber cómo, para el desarrollo de posibilidades reales o virtuales. En el proceso de acción de la forma como vehículo del signo, la experiencia estética actúa como detonante y motivadora del interés del sujeto, y se convierte en la fuerza que lo impulsa a relacionarse e interactuar con ella. La experiencia estética estimula, en el sujeto, el pensamiento imaginario y posibilita enlaces entre las pautas de diferentes eventos dando lugar a interacciones inesperadas y formas de comprensión renovadas y revitalizadas que lo impulsan a promover cambios en alguna dirección deseada que bien podemos llamar evolución creativa. El binomio experiencia estética/forma, como vehículo del

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signo, actúa en dos niveles: como estímulo en el momento de configurar, y como facilitador de enlaces en el proceso de comunicación. Finalmente, diremos que hoy reconocemos que existe algo así como un universo estético y, con él, un mundo de apropiación, contemplación o comportamiento humano específico ante sus objetos. Desde el punto de vista expuesto, en vez de considerar al sujeto como un sistema, con input y output, se le considera una unidad en interacción; una estructura simbólica (interpretativa, innovativa, constructora de estrategias) que realmente es una vía de acceso, un medio para aislar un segmento observable. Bajo esta óptica, el diseñador puede comprender su experiencia observando de qué manera puntúa (elabora distinciones valorativas) cuando realiza su trabajo. Es decir, un proceso interpretativo (hermenéutico) aplicable al diseño. Las maneras de establecer distinciones valorativas apuntan en el sentido de la recurrencia o recursividad. El diseñador traza distinciones, luego traza distinciones acerca de esas distinciones y luego vuelve a trazar distinciones acerca de las últimas distinciones. Al trabajar así, lo que hacemos es construir una manera de conocer y una manera de conocer nuestro conocer; es decir, construimos una epistemología. En tal proceso, nuestro conocimiento se recicla y se modifica de continuo para que sepamos cómo actuar ante el cambio constante. Notas 1

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Véase Buchanan, Richard, “Design Research and the New Learning”, Design Issues, 17, 4, otoño de 2001, págs. 3-23. Buchanan, art. cit., págs. 3-7. Martínez Miguélez, Miguel, El paradigma emergente. Hacia una nueva teoría de la racionalidad científica, Gedisa, Barcelona, 1993. Ibíd,, págs. 15-16. Ibíd., pág. 18. La definición original de Norbert Wiener, que se ha convertido en la definición clásica, presenta a la cibernética como la ciencia del control y la comunicación en el animal y la máquina. Véase Lilienfeld, Robert, Teoría de sistemas: orígenes y aplicaciones en ciencias sociales, Trillas, México, 1994, págs. 19-32. La inclusión del concepto de sistema abierto fue el gran giro que presentó Ludwig von Bertalanffy en su teoría general de los sistemas (Theoretische Biologie. Zweiter Band, Stoffwechsel, Wachstum, A. Franckeag, Bern, 1951; edición en castellano: Teoría general de los sistemas: fundamentos, desarrollo, aplicación, Fondo de Cultura Económica, México, 1978. Hay varias reimpresiones, cito por la de 1993). Establece que el organismo viviente es ante todo un sistema abierto que se mantiene en continua incorporación y eliminación de materia, constituyendo y demoliendo componentes sin alcanzar, mientras la vida dure, un estado de equilibrio químico y termodinámico, sino manteniéndose en un estado llamado estacionario (steady). El sistema abierto puede alcanzar el mismo estado final partiendo de diferentes condiciones iniciales y por diferentes caminos. Es lo que se llama equifinalidad y tiene significación para los fenómenos de la regulación biológica. En los sistemas abiertos, la entrada de información permite que los sistemas vivos mantengan el estado estacionario, y hasta puedan desarrollarse hacia estados de orden y organización crecientes. Los sistemas vivientes dependen de una alimentación exterior para existir, no solamente material-energética, sino también organizacional-informacional. En muchos casos, información y energía son correspondientes. Pero también hay ejemplos en los cuales la información fluye en sentido opuesto a la energía, o en los cuales la información se transmite sin que corran energía o materia. De este modo, la información en general no es expresable en términos de energía, pero sí es posible medir la información en términos de decisiones o considerarla como medida de orden o de organización.

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Bertalanffy, Ludwig von, Teoría general de los sistemas, cit., pág. 155. Ibíd., págs. 155-156. 11 Morin, Edgar, Introducción al pensamiento complejo, Gedisa, Barcelona, 1994; edición original: Introduction à la pensée complexe, ESF, París, 1990. 12 La idea de mundo fenoménico la derivaremos del concepto de Umwelt, del biólogo lituano Jakob von Uexküll. Se entiende por Umwelt el mundo fenoménico, el medio ambiente selectivamente reconstituido y organizado de acuerdo con las necesidades e intereses específicos de cada organismo individual. En el caso del ser humano, el Umwelt depende y corresponde a un mapa cognitivo, desarrollado en el interior de cada individuo. Este mapa permite al individuo encontrar su camino en el medio ambiente y existir como nudo dentro de una red de comunicación, interés y coexistencia compartida especialmente con los muchos otros individuos de nuestra propia especie. Es decir, contamos como especie biológica con un sistema para experimentar la naturaleza a través de la construcción del fenómeno dentro de nuestra experiencia de acuerdo con las modalidades y forma específicas de nuestras características como seres humanos. 13 Morin, Edgar, op. cit., págs. 59-60. 14 De acuerdo con George Spencer-Brown (Laws of Form, 1979), la lógica de los sistemas que se construyen a sí mismos (reflexivos y autopoiéticos) comporta paradojas “el mentiroso que miente”. En el cálculo de Spencer-Brown aparecen ecuaciones paradójicas de grado par: no tienen solución ni “verdadera” ni “falsa”. Evita la paradoja inventando, junto a los valores “verdadero” y “falso”, el valor “imaginario”: imaginario, porque no está en el espacio, sino en el tiempo, en uno de los futuros posibles. De esta manera, Spencer-Brown construye una lógica de la reflexividad y hace posible el pensamiento complejo con componentes imaginarios (pág. 61). Desde entonces, sabemos que cuando algo es necesario e imposible, hay que inventar nuevas dimensiones. Citado por Juan Ibáñez (ed.), Nuevos avances en la investigación social. La investigación social de segundo orden, Suplementos Anthropos, 22, Barcelona, 1990, págs. 46-50. 15 Moles, Abraham A., Las ciencias de lo impreciso, Porrúa y UAM-Azcapotzalco, México, 1995. Utilizaremos ‘impreciso’ en el sentido que le asigna Moles: como lo inexacto lo que está más próximo de la movilidad mental en el campo de los posibles y del universo del descubrimiento (págs. 52-59). 16 Desde el punto de vista de la semiótica, “la totalidad de la experiencia humana sin excepción es una estructura interpretativa mediada y sostenida por signos”, es decir, un intercambio de mensajes; en una palabra: comunicación. Desde esta perspectiva, podemos considerar la forma como vehículo del signo y la entenderemos entonces como entidad física objetiva o virtual (imagen digital), capaz de ser captada por la vía sensoperceptual del ser humano y portadora de información. Véase Deely, John, Basics of Semiotics, Indiana University Press, Bloomington, 1990; edición en castellano: Los fundamentos de la semiótica, Universidad Iberoamericana, México, 1996. 17 Véase Enciclopedia autopoiética. http://www.enolagaia.com/EA.html. Con respecto a la referencia a Humberto Maturana 1980a, véase “Autopoiesis: Reproduction, heredity and evolution”, en: Zeleny, Milan, ed., Autopoiesis, Dissipative Structures, and Spontaneous Social Orders. AAAS Selected Symposium 55 Westview Press, Boulder, CO, 1980, págs. 45-79. 18 En el sentido de puntuación de la secuencia de sucesos (Bateson), y análoga al concepto de indicación (Spencer-Brown). 19 Véase Morin, Edgar, El método I. La naturaleza de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1981; edición original: La méthode, I. La nature de la nature, Éditions du Seuil, París, 1977. 20 A Humberto Maturana y Francisco Varela se les atribuye, a través del concepto de ‘autopoiesis’, lo que ahora conocemos como Teoría de Santiago. Desde la perspectiva de esta teoría, la cognición es entendida como interacciones de un organismo con su entorno para acoplarse estructuralmente. El medio desencadena los cambios estructurales, pero no los especifica ni dirige; es el organismo el que construye sus estructuras internas, las cuales varían y se desencadenan en el mismo proceso de interacción. Véase Maturana, Humberto y Varela, Francisco, El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del entendimiento humano, Lumen y Editorial Universitaria, Buenos Aires, 2003. 21 Jones, John Christopher, Diseñar el diseño, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1985; edición original: Essays in Design, John Wiley and Sons, Chichester y Nueva York, 1984, se trata del título Designing Designing, ADT Press-Phaidon Press, Londres, 1991, sin la introducción. 9

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Ibíd., pág. 136. Navarro, Pablo, “Ciencia y Cibernética. Aspectos teóricos”, en Juan Ibáñez (ed.), op. cit., págs. 23-26. Véase Gortari, Eli de, Lógica general, Grijalbo, México, 1995. La inferencia se entiende como operación racional que se realiza rigurosamente, en la cual, el juicio derivado se desprende con necesidad lógica de los juicios antecedentes. Lo que se obtiene en conclusión de una inferencia, es una posibilidad o una hipótesis. Si se omite la comprobación objetiva de la conclusión, la inferencia se convierte en una operación puramente formal, que carece de valor científico. Desde esta perspectiva, la corrección formal del razonamiento tiene que completarse con su verificación experimental, para asegurar su validez objetiva. Así, la premisa son los juicios que sirven de punto de partida a la inferencia. La conclusión es el resultado que se obtiene de una inferencia. Los modos de inferir son: a) inferencia deductiva, cuando en la conclusión se llega a un conocimiento menos general que el expresado en las premisas; b) inferencia inductiva, cuando la conclusión constituye una síntesis de las premisas y, por consiguiente, un conocimiento de mayor generalidad; c) inferencia transductiva, cuando la conclusión tiene el mismo grado de generalidad o de particularidad que las premisas.

Sobre la noción de experiencia estética en Humberto Maturana David Gràcia

David Gràcia (Barcelona, 1966) es Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Barcelona y actualmente estudia el último curso de la licenciatura de Filosofía en la misma Universidad. Es fotógrafo y como tal ha participado en diversas exposiciones colectivas, aunque su principal actividad en este campo es la docencia. Imparte cursos de Técnica fotográfica (analógica y digital) y de Lenguaje visual en la Fundació IMFE Mas Carandell de Reus desde el año 2000.

Humberto Maturana Romesín (1928) La realidad, ¿objetiva o construida? Capítulo: “Biología de la experiencia estética” Santiago de Chile, 1995

1. Sinopsis Que el campo de la reflexión estética trasciende el ámbito de lo artístico es algo con lo que hoy pocos estarían en desacuerdo. De hecho, el criterio estético —junto con los de usabilidad, funcionalidad y economía— es algo con lo que el usuario o el consumidor de artículos del diseño se enfrenta desde el principio ante cualquier tipo de producto proyectado con el que se relaciona en su vida cotidiana. Lo que aquí se propone es que, en la consideración de elementos para una estética del diseño que compartan diseñadores y usuarios, cabe hablar, o mejor, hay que hablar, de experiencia estética. Para ello, se ha tomado como punto de referencia un texto del biólogo chileno Humberto Maturana. Se trata de su libro La realidad: ¿objetiva o construida? 1 en el que expone las líneas generales de su pensamiento, las cuales conforman una influyente propuesta constructivista que ha rebasado notoriamente fronteras disciplinares. Hoy en día, Maturana es un autor citado recurrentemente desde muy diversos ámbitos de las Ciencias Sociales, de la Filosofía y, también, por la teoría actual del Diseño.2 Lo interesante para nosotros es que, en cierto lugar del texto y de forma breve, da un tratamiento bastante singular a la cuestión de la experiencia estética a la que otorga, como veremos, un lugar relevante en el esquema general que nos propone. Ello nos da pie a realizar un ejercicio de reflexión en doble sentido: el que desde el texto nos lleva a la noción de experiencia estética y el que, desde ahí, nos reenvía a una discusión con el texto. Con ello, el recorrido propuesto es como sigue. En primer lugar, y antes de tratar con la citada obra de Maturana, se hace una breve aproximación a la cuestión de la experiencia estética a través de una serie de planteamientos existentes en la estética contemporánea, en la que se soslaya la tentación de dar, de entrada, cualquier tipo de definición resolutiva; se trata de situar la cuestión como problemática y, consecuentemente, abierta

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a la reflexión. En segundo lugar, y después de presentar brevemente al autor, se exponen las nociones fundamentales del texto elegido para comentar. Esta visión global nos permite ver críticamente cómo la experiencia estética se ve constreñida a representar un papel que surge en el conjunto explicativo de una teoría que abarca grandes ámbitos de la praxis humana. Finalmente, con esta lectura crítica del texto de Maturana y teniendo en cuenta los planteamientos previos, se reconduce la reflexión a partir de la problematización de ciertos aspectos de su propuesta.3

2. La experiencia estética: cuestiones previas Si a la hora de proyectar un objeto de uso o una actividad tenemos en cuenta de hecho algún tipo de criterio estético, deberemos preguntarnos por aquello que va a poder experimentar estéticamente el usuario del objeto o actividad en cuestión. Y ello aun a sabiendas de que no siempre ni para todos se da una experiencia propiamente estética —por ejemplo, cuando usamos un objeto sin prestarle ninguna atención como tal— y de que, cuando se da, puede ser terriblemente variada y dispar. Pero ¿en qué consiste experimentar estéticamente? ¿Podemos descubrir o postular de una vez por todas el significado de la expresión ‘experiencia estética’? La cosa resultaría sencilla si viviéramos en un mundo ideal en el que cada cosa particular o general, concreta o abstracta, tuviera asociada a priori una definición única, eterna, definitiva, en un auténtico y unívoco diccionario enciclopédico universal al alcance de todos. Podemos imaginar incluso que, con cada cosa nueva, descubierta o creada, el libro de definiciones se viera mágicamente incrementado; sin desacuerdo posible... Pero, por suerte o por desgracia, ese no es este mundo, y aunque disponemos de listas de definiciones que en algunos lugares osamos adjetivar como universales, reconocemos que su contenido dista mucho de ser apriorísticamente universal y definitivo. Pensar la experiencia estética no es algo que podamos resolver de antemano con una definición cerrada; lo cual no quiere decir que no aspiremos a tener una noción basada en una definición a posteriori que, como en todo asunto humano, debe ser provisional y abierta, so pena, si no es éste el caso, de petrificar el pensamiento. De momento, vayamos al uso cotidiano de la expresión. Por de pronto, lo más frecuente es que se asocie el fenómeno de la experiencia estética al mundo del arte. Así, creemos saber por dónde van los tiros cuando ubicamos la expresión en determinados contextos: para decir, pongamos por caso, que en una exposición de arte experimentamos cierta emoción ante determinada obra. Estaríamos hablando de una experiencia estética, ¿no? Y habrá acuerdo en que algo de este tipo podemos experimentar en un teatro, auditorio, cine, leyendo una novela, etc. Digamos que por ahí andaría el estereotipo de experiencia estética: un asunto entre el sujeto que percibe y la belleza, el placer, el arte... Sin embargo, una cosa es usar la expresión en contextos cotidianos para hablar de algo, y otra bien distinta es centrar la reflexión en cómo la usamos y en el contenido de la expresión misma. De hecho, la reflexión estética consiste más o menos en esto. Por el momento, cabría preguntar si una experiencia estética es siempre placentera y se relaciona con lo bello,

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o bien incluye la sensación de desagrado, incluso de asco, ante determinadas propuestas artísticas contemporáneas que podemos considerar, como mínimo, desagradables, provocativas. Y, por otro lado, ¿acaso la experiencia estética remite exclusivamente al arte? ¿O es que en determinados paisajes u objetos no artísticos no somos capaces de apreciar un valor estético? Aunque generalmente se asocia lo estético, o a la belleza, o al arte,4 de entrada quizá no convenga apresurarse a poner límites precisos a la cuestión. En realidad, hoy ese valor estético es algo que esperamos encontrar —y que en muchas ocasiones incluso buscamos— en cualquier ámbito del mundo artificial de los paisajes urbanos, la televisión, la publicidad, los teléfonos móviles, la ropa, los coches, los muebles y, en fin, en todo tipo de acontecimiento, proceso o artefacto que pueda interesarnos. Valoramos el diseño porque tanto función como valor estético forman parte de nuestra cotidianidad. Sin embargo, el lugar propio de la discusión acerca de la experiencia estética surgió, en efecto, en el mundo del arte, donde no siempre ocupó un lugar relevante. Durante largos períodos a lo largo de la historia fueron nociones como las del propio arte, belleza o canon las que centraban la reflexión; mientras que, en otros, las cuestiones que provocaban profundas discusiones eran las que giraban en torno al placer, al sentido del gusto y a la experiencia estética. Así, el acento ha venido cayendo, o bien en el objeto (bello), o bien en el sujeto que percibe. Lo que resulta interesante destacar es que historizar estas y otras cuestiones relacionadas ha significado un paso importante, cuando menos a la hora de aclarar la maraña de significaciones que han tomado en distintos contextos históricos y culturales. Por otro lado, nos ayuda a comprender cómo estos contextos ponen ciertos límites a aquello que es concebible en cada momento y lugar. Aunque no es éste el lugar para abordar la cuestión de la experiencia estética históricamente,5 la historicidad de esta noción y de otras afines —belleza, arte, artista, genio, placer, gusto, diseño, etc.— es algo que debería permanecer en el nivel del subtexto como marco de referencia o, incluso, como señal de aviso. En fin, a modo de resumen provisional se puede decir que lo que entendemos por experiencia estética es una cuestión con la que debemos contar; que no podemos acudir a una única y previa definición que nos la resuelva a modo de “ah, bueno, era eso; ya puedo continuar trabajando...”; que nociones como ésta tienen una historia que nos remite a significaciones distintas en contextos temporales y geográficos distintos. Con estos planteamientos previos, se ha querido proponer un problema (pues es razonable pensar que la reflexión es promovida por interrogantes, por puntos suspensivos si se quiere, pero no por puntos finales). Se trata ahora de llevarlo a un terreno concreto de discusión. Nos interesa saber, pues, quién es y qué dice Maturana.

Maturana: una propuesta constructivista Humberto Maturana (Santiago de Chile, 1928) estudió medicina en Chile y posteriormente biología en Inglaterra y Estados Unidos. Fue en los años setenta, en los trabajos desarrollados conjuntamente con el también biólogo y filósofo chileno Francisco J. Varela, cuando surgió la noción de autopoiesis,

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clave en la articulación de un discurso radicalmente constructivista acerca de la vida biológica y de las bases de la cognición. Antes de ver en qué consiste la autopoiesis y la explicación constructivista asociada, vale la pena hacer un brevísimo apunte acerca del constructivismo en general. Se podría decir que el constructivismo es una manera de concebir tanto la realidad como la manera que tenemos de conocer esa realidad, según la cual no existe el tradicional hiato entre sujeto cognoscente y objeto, entre observador y observado. Es el observador, según esta explicación, quien construye el objeto a partir de sus propios mecanismos perceptivos y reflexivos, de tal manera que no cabe pensar en una realidad objetiva que nos representamos pasivamente. De esta manera, en general, el constructivismo se opone a la idea de un sujeto capaz de descubrir verdades objetivas. Éste no es más que un tosco esbozo de una concepción que abarca diversas corrientes, discursos y actitudes en diferentes ámbitos disciplinares 6 (en realidad, habría que hablar de constructivismos), pero nos es útil para comprender que la posición de Maturana no es representativa de todo constructivismo, a pesar de la gran influencia que, como se ha dicho, haya podido ejercer en lugares diversos. De hecho, Maturana expone, sin complejos, una explicación constructivista de corte radical y en clave biológica que abarca lo estético y lo ético, pasando por el núcleo de lo cognitivo. En las presentes páginas, se discute su concepción de la experiencia estética, pero también planteamientos de base de su propuesta explicativa general; así que, en cierta manera y por extensión, se discute con el constructivismo en general. En este punto, quisiera hacer algunas matizaciones importantes. En primer lugar: el hecho de cuestionar ciertos esquemas constructivistas no significa negar la dimensión constructiva de las facultades cognitivas. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior: liquidar —en el sentido de hacer líquidos— tales esquemas quizá nos permita ver qué pueden aportar a la noción de experiencia estética y al mundo del diseño algunos de los planteamientos y nociones que pone en juego el constructivismo, desde una posición no constructivista. En este sentido, no se pretende llegar lejos, tan sólo hacer algunos apuntes para incitar a la reflexión. Veamos ahora el esquema y las ideas fundamentales del texto de Maturana.

3. Autopoiesis y realidad construida En efecto, el concepto clave de partida es el de autopoiesis: 7 éste se puede considerar el eje vertebrador de la teoría y, como veremos, tiene sus presupuestos e implicaciones. Pero ¿qué es la autopoiesis? Es, ni más ni menos, el proceso que define a los sistemas vivos como tales. Desde los unicelulares hasta los más complejos, los sistemas vivos producen (poiesis) desde sí mismos (auto), su propia estructura y los elementos que la componen. La clave del proceso reside en el hecho de que el organismo, en un primer momento autopoiético, se diferencia del medio. En el caso de la célula, paradigma del proceso, al producir la propia membrana se separa del entorno; un ser autopoiético es un ser “clausurado”. A partir de entonces, mientras conserve la capacidad autopoiética, el organismo conservará su vida en una dinámica constante de cambios estructurales desencadenados por la interacción con el medio donde vive como totalidad.

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Lo que define al organismo como unidad, su identidad, por decirlo así, es su organización, mientras que la estructura —cambiante, dinámica— puede entenderse como el modo en que la organización se adapta continuamente al medio. Llegados a este punto, uno podría pensar que los cambios estructurales en un organismo son determinados, al menos en parte, por el medio, es decir, desde fuera. Maturana es tajante en este punto: en los seres vivos, estos cambios son generados internamente y “nada externo a ellos puede especificar o determinar qué cambios estructurales experimentan en una interacción”.8 Es lo que denomina “determinismo estructural”: todo lo que sucede en el interior de un organismo viene determinado por su dinámica estructural. ¿No parece haber contradicción entre esto y la afirmación de que los cambios estructurales se desencadenan en la interacción con el medio? No, según Maturana, y la explicación de ello supone una cuestión principal; de hecho, un axioma en su teoría. Se trata de ver qué es lo que hemos venido llamando ‘medio’, es decir, el estatus ontológico que le otorga el autor. Para ello, y para evaluar el alcance de la propuesta maturaniana, conviene ahora dejar de pensar en células: los seres humanos, en tanto que seres vivos, somos sistemas autopoiéticos, es decir, clausurados respecto a un medio abierto. El sentido común nos habla de ese medio como una realidad independiente y objetiva más o menos ordenada. Si se da un paso más en sentido idealista, se podría decir que lo que suponemos como mundo externo es resultado de un trato de nuestras facultades cognoscitivas con algo independiente de nosotros. Para Maturana no es nada de eso: no tiene ningún sentido hablar de una realidad independiente de nuestras operaciones autopoiéticas. Por consiguiente, nosotros construimos la realidad —cada realidad, como veremos— desde nuestra clausura operacional. Lo que nos viene a decir Maturana es que cuando vemos, por ejemplo, un gato, no estamos viendo algo externo a nosotros, sino algo que hemos producido nosotros —en este caso una imagen, ya que hablamos de percepción visual—. Cabe entender nuestros sentidos como unos sensores en el límite con el medio con el que interactuamos; pero la función de estos sensores no es la de representar una realidad objetiva, pues, como se nos hace ver, no hay realidad objetiva que representar. La percepción, en lugar de entenderse como un mecanismo de representación, consiste “en una regularidad conductual que el organismo exhibe en su operar en correspondencia estructural con el medio.”.9 El gato, pues, es producto de una serie de conductas regulares en nuestra interacción con el entorno; refiere a un estado interno del organismo, y no a algo externo. Sin embargo, Maturana admite que, como observadores, podemos hablar del gato como si fuera una realidad independiente de nosotros. Esto, para nuestro autor, no significa un grave problema, siempre que no olvidemos nuestra constitución biológica autopoiética. Y es que “nosotros los seres humanos operamos como observadores, esto es, hacemos diferenciaciones en el lenguaje”.10 Maturana establece así una distinción entre operación y observación. En la operación, el ser vivo interactúa con el medio desde la clausura operacional (percibimos el gato). En cambio, “la observación es una experiencia en la que los observadores se ven a sí mismos estableciendo, en el lenguaje, una diferenciación en la que algo surge como si fuera independiente de la operación que lo pone de manifiesto” 11 (hablamos del gato como si...).

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Hemos visto, pues, qué estatus ontológico corresponde a la realidad: es una construcción exclusivamente determinada por la dinámica estructural de seres vivos autopoiéticos que interactúan con un medio. Pero ¿cómo entender el lenguaje y el conocimiento? Pues, para Maturana, ambos son fenómenos biológicos que, aun teniendo como base la unidad viviente, son de orden social. Habrá que ver cómo se articula lo colectivo desde la clausura operacional de todo sistema autopoiético. Para empezar, clausura operacional no significa aislamiento, según nuestro autor. Es más, “el ser humano es constitutivamente social. No existe lo humano fuera de lo social”.12 Para justificarlo, a Maturana no le hace falta ir más allá del determinismo estructural propuesto como premisa. Tenemos un sistema social cada vez que los miembros de un conjunto de seres vivos interactúan recurrentemente entre sí, de tal manera que este dominio colectivo forma parte del medio en el que cada uno ejerce su autopoiesis. Los lenguajes humanos y nuestras capacidades de producir conocimiento son dominios de este tipo para nuestra realización y adaptación como seres vivos. En particular, nuestros lenguajes, como cabe ya suponer según lo visto, no tienen la función de transmitir información o representaciones relativas a una realidad independiente, sino la de coordinar y consensuar conductas según el dominio de realidad en el que nos encontremos. Un dominio de realidad puede ser, por ejemplo, una clase universitaria, una discusión política, nuestro entorno laboral, etc. Y, al final, la conducta es un estado individual por el que nuestra dinámica estructural se acopla a ese medio a través de la interacción con los demás. Y como no hay realidad objetiva, hay que descartar para el conocimiento, como lo fue para la percepción y para el lenguaje, un carácter representacional. Lo que hay son realidades construidas, por lo tanto “el conocimiento es el comportamiento aceptado como adecuado por parte de un observador, u observadora, en un determinado dominio que él o ella especifican”.13 Como seres humanos, vivimos en conversaciones, es decir, en dominios diversos en los que “lenguajeamos”,14 en los que constituimos realidades diversas con las que, a su vez, interactuamos. Así, “los mundos en que vivimos siempre son producidos por nuestras acciones y no existen de manera independiente de lo que hacemos como seres lenguajeantes cuya vida siempre se lleva a cabo dentro de una comunidad con otros”.15 En fin: razonar es también una forma de operar en el lenguaje, conocer es conocer lo que hacemos, y saber es comportarse o actuar de forma efectiva o adecuada en un dominio específico.

4. La experiencia estética según Maturana Con lo expuesto hasta aquí, y sin querer desvirtuar la complejidad del esquema maturaniano, creo que podemos ahora afrontar con ciertas garantías de comprensión lo que se propone como experiencia estética. A mi juicio, lo relevante precisamente es que el interés de Maturana en esta cuestión sirve a una finalidad determinada en su esquema global. Como veremos, la introducción de la noción de ‘mirada poética’, una vez establecidas las bases de la experiencia estética, puede ayudarnos a comprender este planteamiento.

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Para comenzar a hablar de experiencia, sea del tipo que sea, hay que hablar primero de emoción. “El emocionar”, tal como lo denomina Maturana, es la base de la existencia humana que se realiza en el lenguaje y lo racional, en los términos que hemos visto más arriba. Emoción es lo que tenemos en común con los animales y que, como tales, nos constituye. Este emocionar biológico se traduce en disposiciones corporales que especifican dominios de acciones. Cuando sentimos miedo, nos movemos en un dominio de acciones que cambia cuando aquél desaparece para dejar paso a otro estado emocional; y como animales, siempre estamos en un fluir emocional. Pues bien, las experiencias son distinciones que, como observadores, hacemos de circunstancias particulares de nuestra propia vida. Estas distinciones se dan en conversaciones que ocurren en un determinado estado del fluir emocional. Todo lo que hacemos como observadores es explicar experiencias con experiencias —puesto que no cabe el recurso a una realidad independiente— y ello en distintos dominios explicativos, que no son sino dominios de acciones configurados por el momento emocional. Las leyes de la naturaleza, pongamos por caso, son, siempre según Maturana, proposiciones explicativas de experiencias en los dominios conversacionales de las diversas ciencias, donde se dan “lenguajeos” y “emocionares” específicos. La experiencia estética es también producto de la distinción de una circunstancia particular de nuestra vida. Lo que la distingue específicamente es que hace referencia a una forma de bienestar que surge cuando esa circunstancia nos muestra “la armonía de nuestra vida en el mundo que vivimos, asociado al sentimiento de una plena conectividad en ese mundo, en un flujo de vida sin contradicciones que invita a un momento de reposo”.16 Cabe entender el bienestar propio de la experiencia estética, dice Maturana, como una forma del bienestar natural del organismo en su entorno.

Untitled (Dune, Oceano), 1933, fotografía de Brett Weston.

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Cuando pasamos de un dominio armónico de coherencias a uno de contradicciones, es decir, a uno en el que se dan emociones, opiniones o deseos incompatibles, se rompe la armonía que puede permitirnos distinguir experiencias estéticas. Así, para Maturana, la “experiencia de fealdad” que surge entonces no es —no puede ser, por definición— una experiencia estética. Es más, contrapone los dominios estéticos de coherencias a los dominios “de fealdad” que se constituyen en dominios de contradicciones. A modo de ejemplo, contrapone un hermoso desierto a un paisaje deforestado. Detengámonos un momento aquí, porque este punto es importante. Con el anclaje exclusivo de lo estético en dominios de armonías y coherencias, Maturana deja fuera de juego una importante evolución del pensamiento estético que, desde mediados del siglo XVIII, había colocado en el centro de la reflexión la propia experiencia estética; una experiencia subjetiva que desplazaba la clásica preocupación por una belleza objetiva asociada a las ideas de canon, proporción o —precisamente— armonía. De hecho, es entonces cuando se concede que la estética se autonomiza como disciplina, precisamente con ese giro hacia el sujeto y a su capacidad de experimentar ante determinados objetos, acontecimientos o paisajes, ya no sólo placer, asombro o admiración, sino —y esto es lo que queda fuera de la explicación de Maturana— sentimientos ligados a lo desagradable, lo grotesco, lo sublime, lo horroroso... Sin todo ello, nos resultaría demasiado difícil comprender algo acerca de las vanguardias artísticas que irrumpieron en el siglo XX, o acerca de esos vivos debates en torno al problemático estatuto del arte hoy, al espinoso tema de los criterios estéticos, a la compleja relación entre arte y diseño...17 El ejemplo del hermoso desierto parece vetar la posibilidad estética a partir de experiencias que nos causan contradicción, desasosiego, rechazo. Pero, en el mundo de la fotografía, por ejemplo, ¿alguien duda de que las imágenes con que Sebastião Salgado nos enfrenta a la cruda realidad del tercer mundo pueden promover una experiencia estética? Y sin embargo, nos remiten a “dominios de contradicciones”... Desde la perspectiva del arte, entonces, que Maturana recorta la experiencia estética resulta manifiesto. Ahora bien, desde una perspectiva estética más amplia, el asunto resulta más complejo, pues tales “dominios de contradicciones” (que engloban, como decíamos, lo feo, lo desagradable, lo provocativo, etc.) no son lo propio —por lo menos en principio—de lo estético cuando atendemos al ámbito de lo extra-artístico. En este sentido, no hace falta ir mucho más allá de ponerse a pensar como usuario en ese mundo de cosas con el que convivimos a diario; conviene recordar, tal como se apuntaba más arriba, en lo problemático de una identificación entre lo artístico y lo estético. En todo caso, la cuestión es que parece que ese recorte que Maturana impone a la noción de experiencia estética no responde a reflexiones de este tipo ni a determinaciones por parte de sus presupuestos teóricos, sino a una estrategia discursiva, como he mencionado al inicio de este apartado. Pero, antes de abordar esta cuestión principal, prosigamos unas líneas más con la explicación general. Para Maturana, la experiencia estética es multidimensional: puede darse en distintas dimensiones de nuestra praxis vital como resultado de distinguir diversas coherencias de existencia entre nosotros y otros seres humanos, y entre nosotros y el mundo que vivimos. Además, cada cultura configura sus

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Centro de detención Tai A Chau, Hong Kong, 1995. Fotografía de Sebastiao Salgado.

propios dominios estéticos: lo que en una se constituye como un dominio específico de coherencias, es decir, una fuente posible de experiencias estéticas, puede no producirse como tal en otras. El apartado dedicado a la experiencia estética es breve y en él no se hace referencia alguna a nuestro mundo artificial de objetos —ni a los artísticos siquiera—, aunque el acceso no queda necesariamente cerrado: podemos pensar que la multidimensionalidad de la experiencia estética nos permite concebir tal ámbito como un conjunto más de dominios conversacionales.18 Así, es la reflexión acerca de nuestras experiencias estéticas lo que nos permite captar su multidimensionalidad, es decir, verlas de diferentes maneras para descubrir nuevas dimensiones en ellas. La “mirada poética” es, precisamente, “la manera de ver que revela las coherencias de existencia mediante la facultad de comprenderlas incluso cuando el observador no puede describirlas”.19 Cuando somos capaces de mirar poéticamente, se nos revela un flujo de congruencias dinámicas biológicas con nuestro dominio de existencia, es decir, con los otros, con el medio y con nosotros mismos; nos hacemos conscientes de la conectividad total que constituye una biosfera en fluir constante. En estas condiciones vivimos lo que Maturana denomina “una vida estética”. Llegados a este punto, podemos valorar, ahora sí, el papel reservado a la experiencia estética en la construcción del discurso.

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Para ello, hay que incidir ahora en la relevancia y las implicaciones de esta relación entre vida y estética y que puede leerse de forma condensada en una frase sobre la que conviene ahora centrar nuestra atención: “Considero que la manera de vivir biológica natural es constitutivamente estética y fácil, y que nos hemos vuelto culturalmente ciegos a esta condición”.20 En su primera parte hace referencia a lo que hemos venido constatando hasta ahora: hay una relación constitutiva entre bienestar natural, relaciones biológicas congruentes, experiencia estética, mirada poética y vida estética. En el desarrollo explicativo que parte de los seres vivos y la autopoiesis, lo estético adquiere un puesto particularmente destacado, pues denota una vida armónica con el medio, alejada de perturbaciones y contradicciones. No obstante, éstas pueden aparecer cuando olvidamos el fundamento biológico constitutivo de la experiencia estética, es decir, cuando a partir de determinados desarrollos culturales hemos perdido la mirada poética y permanecemos ciegos en un mundo fragmentado e incapaces de experimentar aquella plena interconectividad de la biosfera. “Cuando esto ocurre, nuestra vida pierde su coherencia estética y se vuelve fragmentada en una dinámica de sufrimiento como una dinámica recurrente de pérdida de coherencias estéticas”.21 A eso es precisamente a lo que hemos llegado en nuestra cultura actual, se afirma, y es lo que Maturana quiere denunciar. Parece que la experiencia estética, al fin, sirve para medir el grado de aproximación o alejamiento alcanzados con respecto a una “vida natural normal, estética y fácil”. De hecho, para Maturana, hemos cambiado tal posibilidad por una vida complicada —¿fea?— en un mundo tecnificado y mercantilizado, y hemos enterrado nuestro fundamento biológico emocional bajo justificaciones racionalizantes. Pero no todo está perdido: “¿Cuál es la cura? La creación del deseo de vivir de nuevo, como un rasgo natural de nuestra biosfera, la facilidad de un humano multidimensional viviendo en una vida cotidiana de experiencias estéticas”.22 Me pregunto: ¿“De nuevo”? ¿Acaso se nos propone un retorno a algún cierto tipo de “estado naturalmente armónico” anterior? Eso parece, y en otro texto nos da alguna pista al respecto: “En otros momentos de la historia, y en otras culturas, nuestros niños crecían con un sentido espiritual de su conexión con el mundo que vivían”.23 (De paso, obtenemos una aclaración: nuestra ceguera a tal conexión es propia de nuestra cultura y no un mal de por sí cultural). Y me pregunto también: ¿”facilidad”? También en ese otro texto afirma que, “como seres humanos, somos seres amorosos, Homo sapiens amans”;24 otra cosa es que podamos olvidarlo para vivir como “Homo sapiens agressans” o “tecnicus”, como en efecto ocurre, dice Maturana. Pues bien, esa “facilidad” consiste en que “se es y se llega a ser Homo sapiens amans en el vivir humano viviendo como Homo sapiens amans. Así de simple, se podría decir, como un fenómeno cuántico, todo o nada”. Pero ¿acaso no se incurre así en una manifiesta reducción de la complejidad que constituye lo humano?

5. Contrapuntos Ahora bien, los interrogantes no surgen sólo ante este colofón, digamos, “terapéutico”. Vayamos por partes. Para la discusión, hay que retomar brevemente

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los presupuestos teóricos que Maturana emplea en su construcción teórica y volver seguidamente a la cuestión de la experiencia estética. Con ello nos estaremos aproximando a otras formas de abordar el asunto. Antes quiero insistir en que se trata de pensar, o repensar, la noción de experiencia estética desde un punto de partida determinado —el texto de Maturana—, y no de resolver problemas o llegar a conclusiones definitivas. Dicho llanamente: el problema de base está, a mi parecer, en los fundamentos teóricos de tipo epistemológico (cómo conocemos) y ontológico (cómo es el mundo que podemos conocer) de la explicación expuesta por Maturana. De entrada, el discurso que se nos ofrece como explicación de los seres vivos, la realidad —sea cual sea—, la autopoiesis, la cognición, la experiencia, etc., es autorreferente; de hecho, autopoiético. No puede haber referencia a nada fuera del propio discurso: no hay realidad objetiva con la que contrastar lo que no se propone como conjetura, sino como explicación que se explica a sí misma. Hemos topado con la raíz del problema: la negación de la realidad objetiva, es decir, de una realidad independiente y externa a nosotros. Este principio se establece como axioma, como fundamento primero y último, irrevisable. Una vez establecido, se autojustifica, se explica a sí mismo a través de una epistemología radicalmente constructivista: conocemos lo que hacemos. Todo lo que hay son explicaciones de experiencias porque lo único que hay son conversaciones, porque “somos individuos, personas, sólo en cuanto somos seres sociales en el lenguaje”.25 Esto es lo que cabe pensar, es lo concebible mientras aquel primer fundamento (no hay realidad independiente del observador) se postule como incuestionable. Así, se entra en una circularidad en la que las explicaciones se justifican con explicaciones. Y sin embargo, en las explicaciones, admite Maturana, nos comportamos como si hiciéramos referencia a una realidad objetiva, independiente. Ahora bien, lo interesante es que los seres humanos llevamos milenios intentando explicarnos cómo es esa realidad ¿No es más razonable pensar, entonces, que hay un mundo externo sobre el cual conjeturamos explicaciones? Y así, pensar que nos representamos ese mundo a través de mecanismos cognoscitivos que son fiables pero falibles, que a partir de determinados problemas formulamos conjeturas acerca del mundo y que hay algo que nos permite contrastarlas: una realidad externa, independiente del observador, sea éste científico, artesano, agricultor, diseñador... o simplemente un usuario. No es éste el lugar para discutir en abstracto el constructivismo de Maturana desde determinada posición realista que considero, cuando menos, más razonable.26 Sin embargo, el apunte debe servir, creo, para hacer patentes dos cuestiones. Primero, que la manera de ver la realidad que propone Maturana no es, ni mucho menos, la única; y en segundo lugar, que los presupuestos teóricos de tipo ontológico y epistemológico son determinantes a la hora de tratar una cuestión como la de la experiencia estética, como hemos podido comprobar. Porque el problema de base, pienso, está ahí mismo: de nuestras capacidades reflexivas, conceptuales y discursivas para crear mundos de significados no cabe inferir que la realidad objetiva, como realidad independiente, no exista. Construimos modelos y así idealizamos la realidad; lo hemos hecho siempre en todos los ámbitos de nuestra existencia: agricultura, comunicación,

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ciencia, arte, diseño... Pero con ello no la reducimos a idea, sino que pretendemos, de un modo u otro y desde todo tipo de actitudes, tratar con ella. La experiencia estética es subjetiva, por supuesto, pero implica un trato con algo objetivo, que no hemos creado nosotros mismos como sujetos clausurados auto-omni-poiéticos. Insisto: con ello no se niega que subjetivamente —poiéticamente, si se quiere— elaboremos representaciones, otorguemos significados o emitamos juicios de gusto que pueden diferir, y mucho, de los de los demás. Así que no somos demiurgos: la realidad nos impone unos límites. Un ingeniero puede proyectar un puente con una pretensión estética determinada y muy relevante; sin embargo, tal pretensión no le va a permitir ahorrarse cálculos y decisiones relativas a la resistencia de los materiales, o a las tensiones estructurales —pongamos por caso—, y que, lejos de ser invenciones, son aspectos de la realidad que nos representamos intersubjetivamente. Son, desde el comienzo, condicionantes y constituyentes del proyecto. En otro ámbito, un fotógrafo puede proponernos una visión drástica y angustiosa de ciertas formas de vida, y puede elaborarla usando a su manera ciertos recursos como el contraste, la perspectiva, la profundidad de campo, objetos o gestos cargados de simbolismo, etc.; pero siempre es una elaboración a partir de luces y sombras, de objetos en una escena en un cierto momento, de los mecanismos de una cámara, del procesado de la imagen. Y ahora veamos el puente y la fotografía como espectadores: a partir de una experiencia estética somos nosotros quienes ahora elaboramos, relacionamos, interpretamos, enjuiciamos... Pero la experiencia como tal se produjo ante ese puente y esa imagen. Cuando discutimos acerca del valor estético de un objeto, tratamos todos con el mismo objeto, independientemente de la experiencia subjetiva de cada uno, de la emoción que cada quien haya vivido. El quid de lo que expresa el dicho “sobre gustos no hay nada escrito” no radica en que cada uno construye desde sí mismo un producto con el que negociar con los demás, sino en que a partir de un mismo objeto tenemos experiencias subjetivas diversas, muy probablemente condicionadas por nuestro contexto cultural, nuestras formas de vida, nuestros intereses, nuestro gusto más o menos educado, etc. Entonces, ¿le corresponde a la experiencia estética la sola función de explicarnos a nosotros mismos y entre nosotros que podemos vivir armónicamente con un medio incognoscible? ¿Es pues una función adaptativa que nos recuerda lo que nos empeñamos en olvidar? Si respondemos afirmativamente, parece que la experiencia estética no es más que una estética de la experiencia. Pero, por suerte, podemos responder negativamente. Si la experiencia es un trato con el mundo, la experiencia estética es un tipo de trato con el mundo y puede tener, como tal experiencia, diversas funciones: cognoscitiva, crítica, social, comunicativa-expresiva, práctica... o el disfrute mismo. Reducir de entrada la experiencia estética a una sola función es negarnos el acceso a su comprensión; conviene no olvidar que tanto nuestras capacidades sensoperceptivas y emocionales como intelectuales y reflexivas no son compartimentos estancos a la manera de la tradicional dicotomía mente-cuerpo. En algo se puede estar de acuerdo con Maturana: no podemos obviar nuestra animalidad, nuestra condición de seres vivientes. En efecto, vivimos la realidad desde formas de vida en las que nos hacemos usuarios competentes: del lenguaje,

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de reglas y usos sociales, de los objetos que construimos...; y entonces es razonable pensar que, en la experiencia estética, aquellas funciones aparezcan de hecho —quizá unas, quizá otras, según el caso— conectadas entre sí. Un objeto con un valor estético relevante puede aportarnos un disfrute a la vez que nos propone un nuevo uso, tal vez connotador de una actitud crítica hacia ciertos cánones establecidos, lo cual puede hacer que nos identifiquemos con otros usuarios... En fin, desvincular lo estético de nuestro mundo de objetos de uso para otorgarle una función salvífica, sea de tipo adaptativo, como parece leerse en Maturana, o sacralizándolo en lo artístico, como se ha propuesto recurrentemente desde la filosofía del arte, es un ejercicio de reducción injustificable que recorta la experiencia estética para ponerla al servicio de determinadas explicaciones finales, en las que lo estético aparece como el último reducto capaz de resistir a la embestida de la racionalizante mercantilización occidental.27 Pero ¿le corresponde a la dimensión estética sobrellevar esta carga? A mi parecer, tal atribución aparece con naturalidad desde puntos de vista idealistas —o constructivistas, si se prefiere—. Siendo realistas, pierde sentido. Así que podemos abordar la cuestión de la experiencia estética sin hacer descartes previos ni encargos imposibles. El hecho de empezar a mirar por algún lado no tiene por qué convertir un poliedro en un plano. Con tal precaución, y en tanto que hablamos de experiencia, puede resultar clarificador empezar por atender a la función cognoscitiva de la experiencia estética. Veamos. ¿Qué pasa con los objetos artísticos? No siempre el arte es mimético, es decir, no siempre pretende una representación más o menos fiel de una parte de la realidad: el arte abstracto es un caso claro. Pero una obra abstracta no es más artificial que una fotografía de prensa, por ejemplo. La artificialidad constituye a una y a otra: esa fotografía cargada de realismo no es la realidad que pretende representar. Ahora bien, en uno y otro caso, el objeto mismo, como tal, forma parte de la realidad y con él podemos admitir que se nos propone —con criterios miméticos o no— una nueva forma de mirar (o, en su caso, de oír, tocar, oler, degustar): una nueva forma de experiencia, de trato con el mundo. ¿Y acaso no ocurre algo parecido con los objetos diseñados para el uso cotidiano? En este ámbito desaparece cualquier duda sobre la artificialidad. A través del diseño, una butaca nos propone una nueva experiencia del descanso; lo último en telefonía multimedia apuesta por una nueva experiencia de la comunicación... En efecto, tratamos continuamente con objetos que tienen una función y un valor estético que nos habla de la propia forma de tener experiencia. Se podría decir que la dimensión estética hace que la experiencia se vuelva sobre sí misma.28 Cuando hablamos de una experiencia estética propia, no estamos hablando primariamente de tal o cual propiedad de un objeto o acontecimiento; hablamos más bien de esa experiencia nuestra como tal: “me parece horroroso”, “he salido encantado”, “me hace sentir incómodo”, etc. Y sin embargo, al final, las experiencias no se explican a sí mismas, sino que refieren a algún tipo de relación entre nosotros y las cosas, y con hechos del mundo con existencia propia. Las experiencias estéticas se dan en formas de vida que son diversas como diversos son los modos de tratar con la realidad, de modelizarla. Algunos de tales modelos son lo que cotidianamente llamamos

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mundos: el mundo del arte, el mundo del trabajo, el mundo rural, el mundo de la televisión, el mundo del hip-hop, etc. Precisamente, la tentación constructivista de eliminar la realidad objetiva aparece cuando hablamos de mundo tanto para referirnos a la realidad física como a esos mundos de significados con los que nos manejamos en ella. Y con la confusión, pueden aparecer recetas para una vida natural, fácil y estética (en el sentido que le otorga Maturana). Pues bien, la función cognoscitiva de la experiencia estética radica en aquel volverse hacia sí misma a partir de objetos que, ante todo, nos muestran su forma de ser presentados, con la posibilidad de ampliar nuestro horizonte de experiencias.29 El diseño nos ofrece hoy una multiplicidad de formas de experimentar con objetos pensados para un mismo uso. Podemos experimentarlos estéticamente o no, pero, si es el caso, estaremos atendiendo a nuestra forma de experimentar —quizá nueva— un uso (descansar, mirar, vestir, jugar, etc.) a través de un objeto funcional. Personalmente, confieso una pequeña debilidad por los sacacorchos: cuando abro una botella de vino para mí, utilizo aquel artefacto rojo de plástico, rápido y eficaz, con una rosca infalible que primero hace penetrar el aguijón metálico espiraloide en el corcho para luego, siguiendo el mismo movimiento, alojarlo con suavidad en la empuñadura cerrada; pero cuando hay invitados, hago intervenir aquella sinuosa maravilla de metal cromado en forma de T, menos eficaz, desde luego, pero de la que espero no ser el único admirador. La relación entre valor estético y función es a veces tensa; la realidad nos impone sus límites...

Fotografía de David Gràcia.

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Conviene atender, pues, a la dimensión cognoscitiva de la experiencia estética; pero sin dejar de lado otras como las que mencionaba más arriba, incluidos el placer, el disfrute y, por supuesto, la función práctica. Y habrá que tener en cuenta, también, usos, formas de vida, comunicabilidad de la experiencia, contexto, historicidad..., en fin, todo aquello que nos puede permitir comprender de qué hablamos cuando lo hacemos de experiencia estética. Así pues, parece razonable pensar que no nos es posible clausurar (por usar un verbo maturaniano) la cuestión de la experiencia estética aplicando un patrón y recortando lo que sobre. Antes que poner la vida sobre unos fundamentos apriorísticos e incuestionables para deducir de ellos una (previamente) determinada noción de experiencia estética, quizá conviene hacer aproximaciones empíricas, conjeturales e interdisciplinarias a un asunto que no es —ni tiene por qué ser— sencillo. Es cierto que el texto de Maturana posee algunas virtudes. Nos advierte contra el olvido de nuestra condición biológica, cuando en tantos discursos de tantos ámbitos parece que lo humano-racional puede o debe desprenderse de su animalidad. Y nos avisa sobre la multidimensionalidad de la experiencia estética: puede darse en ámbitos diversos de nuestra vida, variar según el contexto cultural y, en sí misma, apreciarse de diversos modos. Sin embargo, parece que Maturana ha puesto a trabajar a la experiencia estética en un puesto determinado antes de preguntarle qué sabe hacer. Quizá el problema de fondo es el de haber absolutizado una noción como la de autopoiesis en un intento de fundamentar un constructivismo radical en el cual todo tiene explicación. Algo que no deja de tener importancia cuando la noción de autopoiesis ha calado con éxito en amplias áreas del discurso posmoderno. Un discurso que abarrota páginas y páginas con otros términos como ‘complejidad’, ‘sistematicidad’, ‘entropía’, ‘caos’, ‘desorden’, ‘relatividad’, ‘principio de incertidumbre’... La mayoría de ellos proceden de ciertos campos de la física y las matemáticas, pero son descontextualizados y extrapolados injustificadamente para explicarnos cómo pensamos, qué somos, cómo funcionan los sistemas sociales, qué es en realidad la realidad (o, mejor dicho: qué no es la realidad), etc.30 Tales discursos cambian la postura razonable de pensar la realidad en su complejidad por la de pensar complicadamente ya no la realidad, sino un discurso propio y autorreferente, autopoiético. Ahora bien, poner en duda ciertos discursos y esquemas explicativos, como apuntaba más arriba, no implica rechazar los elementos con los que se han construido. No se trata de dejar de lado nociones que, como las de sistema, complejidad o hasta quizá la de autopoiesis, entre otras, nos pueden ayudar a comprender ciertos aspectos de la realidad. Es más, deberíamos sacar el máximo provecho a ciertas cuestiones que los constructivismos han puesto sobre la mesa, sin que ello deba significar asumir los presupuestos constructivistas. Así, en diversos ámbitos del diseño, hoy se hace patente la necesidad de ofrecer productos abiertos en que el destinatario puede intervenir con relación a criterios tanto estéticos como funcionales, de uso personalizado o de seguridad, entre otros. Esto significa pensar en procesos abiertos teniendo en cuenta esa complejidad y aspectos contextuales que, con respecto a los usos y a las experiencias estéticas, se han señalado más arriba. En efecto,

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elaborar hoy un proyecto demanda, por un lado, atención sobre esta vertiente: el diseñador ya no sólo puede ofrecer una abertura a la interactividad de los usuarios del producto —en el acabado o incluso en la misma fase proyectiva—, sino que se asume que tal objeto o evento se hace en un complejo de relaciones que incluye también a técnicos y especialistas en diversos ámbitos (ingeniería, marketing, etc.) del propio sector y de sectores afines o complementarios (piénsese en móviles y automóviles, por ejemplo). Los modelos de trabajo en red, con las nociones asociadas de multidimensionalidad, interdisciplinariedad e hipertexto, son ya un desafío a clásicos modelos con planteamientos rígidos, sectorizados y disciplinados.31 Pero, por otro lado, no se puede olvidar la vertiente realista del asunto: un proyecto de diseño implica la elaboración de conjeturas que deben ponerse a prueba en el mundo real —con relación a materiales, seguridad, eficacia, etc.— y que tienen una base firme en un cuerpo de conocimiento establecido a partir de progresos en disciplinas diversas. Pensar desde esta doble posición no implica contradicción si no absolutizamos nuestra capacidad poiética: podemos crear mundos de significados, pero en y desde una realidad cuya existencia no depende de nuestras facultades cognitivas. En fin, creo que no nos hacemos ningún favor al colocar la noción de experiencia estética en el ámbito difuso de discursos auto-omni-explicativos. Podemos imaginar un mundo ideal donde tales explicaciones constituyen toda la realidad; pero ése no es este mundo... Notas 1

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Maturana Romesín, Humberto, La realidad, ¿objetiva o construida?, vol. 1, Fundamentos biológicos de la realidad, vol. 2, Fundamentos biológicos del conocimiento, introducción de Javier Torres Nafarrate, Antrophos, Barcelona, 1995 y 1996. N. del E.: Llevamos algunos años en los que el diseño está siendo repensado en el contexto de la sociedad posindustrial o terciaria, o sociedad del conocimiento y la información, para decirlo con fórmulas ya bien conocidas de todos. En este contexto, especialmente cuando se lo ha definido en términos de complejidad, una línea de reflexión importante está siendo precisamente la de analizar cómo esa toma de conciencia está influyendo en las maneras de hacer diseño. Una de las concepciones que ha irrumpido con fuerza es la teoría evolucionista del diseño cuyos fundamentos cabe encontrar en el pensamiento de Maturana, Varela y Luhman. Véase al respecto el foro de debate: http://www.verhaag.net/basicparadox; por otra parte, la concepción evolucionista del diseño constituye el tema al que la Design History Society ha dedicado su congreso en la edición de 2006. Cabe recordar aquí que el éxito del pensamiento de Maturana y Varela para la teoría del diseño hay que ubicarlo en el momento en que el diseño como actividad y práctica interviene activamente en el mundo virtual, trabajando y diseñando para la tecnología digital. Por lo que respecta al pensamiento general de Maturana y su significación para el debate actual, véase el artículo de Enrique Ricalde en este mismo libro, especialmente los párrafos dedicados a considerar la figura del diseñador como sistema autopoiético que actúa y se mueve en un universo complejo, o en el paradigma de la complejidad. Véase especialmente la referencia al concepto de autopoiesis, noción clave para comprender el pensamiento del biólogo Humberto Maturana. El foro de debate mencionado en la nota anterior incluye el artículo de Ken Friedman: “Problem and Paradox in Foundations of Design”. Dicho artículo, cuyas líneas argumentativas suscribo plenamente, polemiza con el constructivismo acerca de la problemática sobre los fundamentos del diseño. Desde una posición realista (en el sentido de contraposición al constructivismo), Friedman argumenta contra el diseño entendido como groundless field, tal como es propuesto por Wolfgang Jonas. Por ello, el texto de Friedman puede ser una referencia adecuada para

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comprender la posición crítica que desde aquí se establece, como se verá, con el texto de Maturana y con el constructivismo, si bien en el ámbito de discusión que nos ocupa: el de la experiencia estética. 4 Véase, por ejemplo, lo que dice un diccionario de uso corriente. 5 Sobre la cuestión de la historicidad de los conceptos estéticos véase, por ejemplo, Tatarkiewicz, Wladyslaw, Historia de seis ideas, Tecnos, Madrid, 2002. El undécimo capítulo está dedicado, precisamente, a la experiencia estética. 6 En el complejo andamiaje constructivista confluyen diversas e importantes estrategias y propuestas teóricas, entre las cuales cabe mencionar al menos la teoría de sistemas y el paradigma de la complejidad. Un rasgo en común es el de la desfundamentación en todos los campos del saber: no existen fundamentos absolutos que permitirían postular una objetividad trascendente e independiente capaz de garantizar una verdad objetiva (descontaminada de puntos de vista subjetivos) y un método para llegar a ella. Un punto de referencia clave para esta concepción está en la física cuántica y el principio de incertidumbre de Heisenberg. 7 La expresión nacía en el primer trabajo que Maturana firmaba junto a Varela: De máquinas y seres vivos, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1973. 8 Fundamentos biológicos de la realidad, cit., pág. 43. 9 Fundamentos biológicos del conocimiento, cit., págs. 173-174. 10 Ibíd., pág. 13. 11 Ibíd., pág. 276. 12 Fundamentos biológicos de la realidad, cit., pág.15. 13 Fundamentos biológicos del conocimiento, cit., pág. 63. 14 ‘Lenguajear’ y sus derivados son muy recurrentes en el texto y se refieren al carácter constitutivamente experiencial del lenguaje. 15 Fundamentos biológicos del conocimiento, cit., pág. 266. 16 Fundamentos biológicos de la realidad, cit., pág. 58. 17 Con relación a esta última cuestión, Véase: Calvera, Anna, ed., Arte¿ ?Diseño. Nuevos capítulos para una polémica que viene de lejos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2003. 18 De hecho, si hacemos caso a determinadas líneas de la antropología, ese mundo artificial de cosas es también un medio, como el biológico o natural. 19 Fundamentos biológicos de la realidad, cit., pág. 59. 20 Ibíd., pág. 59. 21 Ibíd., pág. 59. 22 Ibíd., pág. 62. Las cursivas son mías. 23 Maturana, Humberto y Bloch, Susana, Biología del emocionar y Alba Emoting: respiración y emoción: bailando juntos, Dolmen, Santiago de Chile, 1996, pág. 361. 24 Ibíd., pág. 359. 25 Fundamentos biológicos de la realidad, cit., pág. 13. Las cursivas son mías. 26 El debate realismo-constructivismo (o antirrealismo), en sus diversas formas, atañe a diversos campos del saber y es un clásico de la filosofía, especialmente de la filosofía de la ciencia. Por otra parte, viene de lejos y parece que va a llegar lejos... 27 Además del texto de Maturana que nos ocupa, se pueden leer en este sentido (salvando las diferencias entre ellas, por supuesto) obras de Theodor W. Adorno, de Martin Heidegger y de otros pensadores de la estética contemporánea. Por otra parte, también la primera teorización del diseño como el arte popular propio de las sociedades industrial y de masas, tal como se teorizó en la época de su difusión internacional (en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX), entraría perfectamente dentro de esta concepción. En este caso, a la estética corresponde la salvaguarda para que el diseño ejerza una función cultural importante y el propio concepto de diseño comporte un criterio de calidad que permita diferenciar entre las muchas propuestas disponibles. Véase al respecto El diseño industrial y su estética, de Gillo Dorfles (1967), o Teoría de la sensibilidad, de Xavier Rubert de Ventós (1968), por citar sólo a autores bien conocidos. El asunto suponía la consecuencia histórica lógica de lo que en su día había ya advertido Guillaume Apollinaire en “Zona” (1912): “El hombre del siglo XX encontrará la poesía en prospectos, catálogos y carteles... Y la prosa, en los periódicos” (citado por J. Jiménez: “Transformaciones del arte moderno”, en D’Art: Revista del Departament d'Historia de l'Art, Universidad de Barcelona, núm. 22, 1996, pág. 83).

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Véase: Hook, Sydney, “Arte como experiencia”, en John Dewey. Semblanza intelectual, Paidós, Barcelona, 2000; Jauss, Hans Robert, Pequeña apología de la experiencia estética, Paidós, Barcelona, 2002. Jauss, Hans Robert, Pequeña apología de la experiencia estética, cit., págs. 20 y ss. Véase: Sokal, Alan y Bricmont, Jean, Imposturas intelectuales, Paidós, Barcelona, 2002. En el sentido que da a esta expresión Michel Foucault.

Créditos fotográficos

Pág. 62 Capilla de Sogn Benedetg, de Peter Zumthor © Hélène Binet

Pág. 66 Cortesía de Martyn Thompson

Pág. 98 Cortesía de Philippe Starck

Pág 119 (arriba) Cortesía del Arxiu d’Imatges de Besalú

Pág. 135 Cortesía de El Roto

Pág. 147 Archivos de The Pepin Press, Ámsterdam, Países Bajos.

Pág. 211 © The Brett Weston Archive brettwestonarchive.com

Pág. 213 © Sebastiao Salgado / Amazonas Images / Contacto