De límites y convergencias: la relación palabra imagen en la cultura visual latinoamericana del siglo XX 9783954870080

Estudia la relación palabra/imagen en la literatura y el arte latinoamericano del siglo XX. Analiza así, entre otras, la

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De límites y convergencias: la relación palabra imagen en la cultura visual latinoamericana del siglo XX
 9783954870080

Table of contents :
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN. LA IMAGEN: DE LA PALABRA, DE LA IMAGEN
CAPÍTULO I. HACIA LA UNIDAD DE LAS ARTES: XUL SOLAR
CAPÍTULO II. EL QUIJOTE EN MÉXICO: JOSÉ GUADALUPE POSADA Y ALFREDO ZALCE
CAPÍTULO III. COMPLETOS EN EL ARTE: MARIO VARGAS LLOSA
CAPÍTULO IV. POÉTICAS DE LO IMPOSIBLE: JORGE LUIS BORGES Y MAURITS CORNELIS ESCHER
EPÍLOGO
OBRAS CITADAS
ILUSTRACIONES

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Mario Boido

De límites y convergencias

Ediciones de Iberoamericana Serie A: Historia y crítica de la Literatura Serie B: Lingüística Serie C: Historia y Sociedad Serie D: Bibliografías

Editado por Mechthild Albert, Walther L. Bernecker, Enrique García Santo-Tomás, Frauke Gewecke, Aníbal González, Jürgen M. Meisel, Klaus Meyer-Minnemann, Katharina Niemeyer, Emilio Peral Vega

A: Historia y crítica de la Literatura, 58

Mario Boido

De límites y convergencias: la relación palabra/imagen en la cultura visual latinoamericana del siglo XX

Iberoamericana



Vervuert



2012

Agradecemos a la Facultad de Artes de la Universidad de Waterloo su apoyo financiero para la publicación de este libro.

Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net

ISBN 978-84-8489-672-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-721-3 (Vervuert)

Depósito Legal: Cubierta: Mansilla 2936 de Xul Solar (1920). Acuarela sobre papel, 14 x 17 cm. © Fundación Pan Klub - Museo Xul Solar Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

A Cecilia, a mis padres, a mi hermana.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN La imagen: de la palabra, de la imagen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 1 Hacia la unidad de las artes: Xul Solar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 2 El Quijote en México: José Guadalupe Posada y Alfredo Zalce . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 3 Completos en el arte: Mario Vargas Llosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 4 Poéticas de lo imposible: Jorge Luis Borges y Maurits Cornelis Escher . . . . .

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EPÍLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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OBRAS CITADAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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ILUSTRACIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN

LA IMAGEN: DE LA PALABRA, DE LA IMAGEN

More than that: each signification that is constituted (for example, this proposition, and this entire discourse) also forms by itself the distinctive mark of a threshold beyond which meaning (truth) also goes absent. It goes absent not in an elsewhere, in fact, but right here. Jean-Luc Nancy

Palabra e imagen operan exactamente del mismo modo: totalmente distinto. El juego entre similitud y diferencia es un eje central en torno al cual se construyen muchas teorías sobre la relación palabra/imagen. En sus variaciones, la crítica ofrece múltiples términos para referir la problemática. Así, se puede leer sobre la relación texto/imagen o, a un nivel más abstracto, entre ‘lo visual’ y ‘lo verbal’. También se ha planteado en términos de la relación entre las artes, especificándola en ‘poesía’ y ‘pintura’ unas veces, quedándose en la generalidad de ‘literatura’ y ‘artes visuales’ otras. La variedad de la terminología define espacios críticos que, si bien están íntimamente relacionados, no siempre son coextensivos. Las diversas definiciones de la problemática dejan ver una cualidad incipiente de los estudios sobre palabra/imagen. Incipiente, no porque la temática no tenga una larga tradición histórica, que sí la tiene, sino por las importantes preguntas que aún no tienen respuesta. En Picture Theory, Mitchell advertía: «we still do not know exactly what pictures are, what their relation to language is, how they operate on observers and on the world, how their history is to be understood, and what is to be done about them» (1994: 13). Desde una perspectiva latinoamericanista, el presente estudio es un aporte al esfuerzo por dilucidar estos cuestionamientos. En la terminología que he adoptado para llevar a cabo esta tarea empleo el término compuesto palabra/imagen para significar ‘la relación entre la representación verbal y la representación visual’, y, consecuentemente, cuando el contexto

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no permite confusión ‘palabra’ e ‘imagen’ se refieren a la representación verbal y a la representación visual, respectivamente. En La poética visual de Vicente Huidobro (2007), Rosa Sarabia traza una genealogía crítica y teórica de palabra/imagen, analizando las caracterizaciones —y jerarquizaciones— más importantes a las que históricamente se ha sometido la relación. El aludido tenor paradójico se manifiesta no sólo en las ideas analizadas, sino también en las dos vertientes críticas identificadas. Sarabia resume la teorización de palabra/imagen en dos movimientos: uno analógico, que intenta dar cuenta de la similitud entre palabra e imagen, y otro antitético, que busca resaltar la diferencia. Históricamente, el caso más influyente de esta última es, seguramente, el Laocoonte (1776) de Gotthold Lessing que desde el racionalismo del siglo XVIII identificaba la palabra con lo temporal y la imagen con lo espacial. Del otro lado, en la vertiente analógica encontramos, entre otras, la priorización de la poesía sobre la pintura postulada por Simónides de Ceos —la poesía como pintura elocuente y la pintura como poesía muda—, así como la respuesta, unos siglos más tarde, de Leonardo da Vinci —que entendía la poesía como pintura ciega y la pintura como poesía muda (Sarabia 2007: 25)—. Las metáforas sensoriales empleadas por Simónides y Leonardo refieren el carácter aporético de la relación palabra/imagen, pero también señalan la dependencia del debate en una metafísica de la presencia que entrona el concepto de representación como copia o imitación1. Repasando la crítica contemporánea, Sarabia procede desde los argumentos de Gilles Deleuze, Eric Vos y Antonio Monegal para analizar la zona de contacto entre palabra e imagen, ese límite que al mismo tiempo es punto de contacto y de separación entre ambas, y concluye que «la zona limen propiciaría la superación de toda oposición entre imagen y palabra, como también su correspondencia analógica, reforzando así lo que de común no tienen» (2007: 29). En la crítica contemporánea se enfatiza la diferencia, lo que palabra e imagen no tienen en común, pero también se subraya la similitud. Jacqueline Lichtenstein presenta la otra cara de la moneda, y escribe que «[m]ore than ri1

Sobre la representación como copia ver la crítica que Jacques Derrida hace sobre las Investigaciones lógicas de Husserl (1998), especialmente el cuarto capítulo sobre la expresión y el sentido (Bedeutung).

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val sisters», palabra e imagen «resemble separated lovers haunted by a desire for the unity of origin perhaps forever lost, each seeking in the figure of the other the missing part of the self. As if this other’s absence were at the heart of all representation» (1993: 113). Palabra e imagen son distintas, pero también son iguales. Incompletas en sí mismas buscan en la otra su complemento, pero cuando se encuentran resaltan sus diferencias. Esta incompletitud es inherente a toda forma de representación, es el síntoma de la unidad original que liga palabras e imágenes justamente como representación verbal y visual. Pero ese origen es irrecuperable y genera la diferencia entre palabra e imagen, porque, si bien es cierto que ambas representan, es igualmente claro que no lo hacen de la misma manera. En un artículo titulado «Más allá de la comparación: fusión y confusión entre las artes», Monegal entiende que «[u]no de los puntos de partida sobre los que cabría encontrar cierto consenso es que el estudio de las relaciones entre las artes se apoya en el reconocimiento de la separación de dominios», ya que «[l]a diferencia es un requisito de la analogía» (2003: 27). La diferencia es, en efecto, fácil de reconocer, «salta a la vista» (ibid.); explicarla, sin embargo, implica una tarea más ardua pero no menos importante para palabra/imagen. En el marco del argumento contra el método comparatista que Monegal desarrolla, «el sentido común nos basta para saber que imagen y palabra son sistemas de representación diferentes», por lo que no es necesario entrar «en grandes disquisiciones teóricas sobre este asunto» (ibid.). Pero si lo que se busca es dar cuenta detallada de palabra/imagen, una investigación teórica de esa diferencia es precisamente lo que se necesita para comprender la dinámica de la relación, explicar la unidad original y reconciliarla con la diferencia fundamental que separa sus términos. La urgencia de tal empresa se hace patente en el giro pictórico postulado por Mitchell, que no es otra cosa que: «the realization that spectatorship (the look, the gaze, the glance, the practices of observation, surveillance and visual pleasure) may be as deep a problem as various forms of reading (decipherment, decoding, interpretation, etc.) and that ‘visual experience’ or ‘visual literacy’ may not be fully explicable on the model of textuality» (1994: 16). Mitchell no se equivocaba. Explicar la experiencia visual en función del modelo textual significaría en el estudio de palabra/imagen colapsar la diferencia constituyente que ha animado la relación a través de los siglos. Tal modelo privilegiaría la

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representación verbal por sobre la visual y encontraría un obstáculo insuperable al tratar de explicar la imagen como tal, es decir, lo que hace de una imagen una imagen y no una palabra. Para proseguir, entonces, será preciso definir un modelo crítico alternativo capaz de retener el carácter paradójico de palabra/imagen, de referir la representación verbal y la representación visual sin reducir la una a la otra (o viceversa). Con este propósito me propongo replantear la problemática palabra/imagen en función de la imagen, entendida no ya meramente como representación visual sino en el marco más amplio de la crítica filosófica de la representación que concibe tanto imágenes visuales como imágenes verbales. En su introducción a un número especial de la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos titulado «Reproducciones y representaciones: diálogos entre la imagen y la palabra», Claudine Potvin, compiladora, presenta una reflexión teórica que parte de una base similar: desarrolla una discusión de los rasgos más importantes de la imagen, incluyendo la ausentación o desplazamiento constante del significado (2003: 5) —un aspecto que considero central para abordar palabra/imagen—, pero pronto toma otro rumbo. En su argumentación la imagen es sólo imagen visual, y la palabra queda excluida del modelo viniendo a «situarse al lado, como un objeto de observación más» (ibid.: 6). El campo de la crítica filosófica de la representación ofrece una terminología que retiene la diferencia fundamental inherente a palabra/imagen, al mismo tiempo que articula su irreconciliable diferencia. Es posible así pensar lo visual y lo verbal en términos de la imagen visual y de la imagen verbal respectivamente. La similitud entre ‘representación verbal’ y ‘representación visual’, entre palabra e imagen, aquel nebuloso origen común anhelado por Lichtenstein, encuentra su lugar en la prefiguración de la imagen, punto de partida común a toda forma de representación que surge de su relación con la realidad. Por su parte la diferencia que distingue un tipo de imagen del otro se entenderá como un producto de los diferentes procesos referenciales con que cada sistema de representación configura esa relación establecida con la realidad —estos procesos son justamente los que dan lugar a la separación ontológica entre palabra e imagen que señala Jean-François Lyotard (1971: 219)—. La imagen relaciona una continuidad, de la que extrae una fuerza o intimidad —Jean-Luc Nancy dirá que esta continuidad es el fondo de la imagen, el espacio homogéneo de las cosas y de las operaciones que las conectan

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(2005: 3)—, y el espacio distinto de la imagen, marcado por la proyección de la intimidad extraída. Lo distinto es abstracto y se separa del fondo no solo en términos de distancia, sino también de identidad, es: what is separated by marks [...] what is withdrawn and set apart by a line or trait, by being marked also as withdrawn. One cannot touch it: not because one does not have the right to do so, not because one lacks the means, but rather because the distinctive line or trait separates something that is no longer of the order of touch; not exactly an untouchable, then, but rather an impalpable. But this impalpable is given in the trait and in the line that separates it, it is given by this distraction that removes it (Nancy 2005: 2).

La imagen es distinta y la distracción que la proyecta es el resultado de una operación doble. En primer lugar un elevamiento del fondo la hace superficie frontal (Nancy 2005: 7). Este primer movimiento debe ser entendido como producto de la relación del sujeto con el fondo —es decir, como producto de la relación de quien crea la imagen con el mundo de lo que está, o podría estar, presente-a-la-mano— y se constituye en función de su condición ontológica de ser-en-el-mundo. El elevamiento resuelve qué y cómo se va a representar, pero no el qué y cómo formales sino los constitutivos de la intimidad que extrae la imagen, de esa fuerza que es también una intensidad. La doble operación se completa al recortar la superficie frontal elevada y separarla del fondo, marcando una distinción. En este recorte la intensidad se configura en una forma concreta que resulta en la imagen. En el elevamiento inicial la imagen visual y la imagen verbal tienen su momento de identidad, su origen común, pero luego los diferentes procesos referenciales propios de cada forma de representación la recortan —configuran— para crear la imagen visual y la imagen verbal, generando así la diferencia. Una misma intensidad puede asumir un número indefinido, acaso infinito, de formas para generar una igual cantidad de imágenes diferentes. Sin embargo, la cantidad de modos de configuración es mucho más limitada y sólo dos atañan a relación palabra/imagen: el correspondiente a las imágenes visuales y el que da lugar a las imágenes verbales. Cada modo de configuración es específico al tipo de imagen que crea y consta de una serie de herramientas y procedimientos que se combinan para dar forma a los mundos

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que la imagen despliega. Estos mundos se generan, como Nelson Goodman anota, «not only by what is said literally but also by what is said metaphorically, and not only by what is said either literally or metaphorically, but also by what is exemplified and expressed — by what is shown as well as by what is said» (1978: 18). Pero lo dicho literal y metafóricamente, lo ejemplificado, lo expresado y lo mostrado es dicho, ejemplificado, expresado y mostrado de maneras fundamentalmente diferentes de acuerdo con el modo de configuración aplicado. La diferencia es ontológica, como ya lo anticipaba Lyotard, en tanto las herramientas y procedimientos que dan forma a la intensidad son distintos. Pero aún más importante es que cada modo de configurar, al referir de manera distinta, propone una forma de conocimiento diferente que define una epistemología específica para cada tipo de imagen. Así, a una epistemología de la imagen verbal se opone una epistemología otra de la imagen visual y la tesis de Mitchell se confirma: la experiencia visual es irreducible al modelo textual. Palabra/imagen se resume en la tensión generada por el contacto entre estas dos epistemologías otras, es el vértigo del abismo que se abre en el límite del entendimiento propio. La imagen como tal es impensable para la palabra, que debe textualizarla. Del mismo modo, la palabra como tal es inconcebible para la imagen, que necesita visualizarla. Palabra e imagen marcan cada una el límite de la otra en tanto cada una existe, epistemológicamante, fuera de la otra. Pero al aparecer lado a lado en una obra, entran en diálogo; la palabra cobra sentido a medida que explica la imagen, y ésta a su vez sólo se entiende al explicar la palabra. La obra del pintor argentino Xul Solar (1887-1963) es un terreno particularmente fértil para estudiar esta dinámica por la sofisticación no sólo de su expresión visual, sino también de su expresión verbal que se da a través de lenguajes que el artista mismo crea, desarrolla y emplea a lo largo de su vida. Xul Solar comienza su investigación de palabra/imagen sobre finales de la década de 1910 y refina la relación entre las dos formas de representación integrándolas más profundamente hasta llegar a la codificación plástica de la representación verbal en su proyecto más ambicioso, sus grafías, que desarrolla desde fines de la década de 1950 hasta sus últimos días. Aquí Xul busca restablecer aquel origen común de palabra/imagen para revelar la forma última de su visión utopista de comunión universal. A través de un estudio que sitúa la obra en su contexto sociohistórico y artís-

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tico, del análisis explícito de la capacidad referencial de los idiomas inventados y del estudio detallado de obras específicas —Fija la mente en prisiones eskemátikas (c. 1919), Mansilla 2936 (1920) y Lu kene ten lu base nel nergie, sin nergie lu kene no e kan (1961)—, esta investigación pone de relieve la centralidad de la relación palabra/imagen en el proyecto creativo del paradigmático artista latinoamericano. Cuando no comparten el espacio físico de la representación, lo verbal y lo visual aparecen contenidos uno dentro del otro. Pero el mundo de la palabra es tan impensable para la imagen como el de la imagen para la palabra. La imagen encuentra a la palabra como imagen, visualizándola, y ausenta un sentido que, a su vez, es ausencia otra, la ausencia presentada por el texto. La palabra encuentra a la imagen como palabra, textualizándola, y ausenta un sentido que, a su vez, también es una ausencia otra, la ausencia presentada visualmente. En la imagen el rastro impensable de la palabra abre la puerta por donde la imagen se escapa de sí misma. En la palabra el inconcebible rastro de la imagen marca el camino por donde la palabra busca trascender sus propias fronteras. El mundo que palabra e imagen despliegan la una en la otra es siempre un mundo doblemente distinto que solamente puede ser aproximado en su incesante ausentamiento. (Es de notar que esta relación mantiene una diferencia fundamental con el modelo de la intertextualidad. Al tratarse de dos modos de representación distintos, el ausentamiento del sentido en palabra/imagen es siempre hacia un campo epistemológica y ontológicamente otro que queda apenas, pero siempre, más allá de la obra, creando la tensión fundamental que caracteriza la relación). La Calavera de don Quijote (c. 1905) de José Guadalupe Posada (18521913) y Evocación quijotesca (1986) de Alfredo Zalce (1908-2003) transponen al don Quijote de Miguel de Cervantes a través de la distancia temporal y cultural que separa la España del siglo XVII con el México del siglo XX. Al mismo tiempo, los dos artistas llevan al Quijote de la palabra a la imagen. Estas obras presentan la instancia final de la interpretación que tanto Posada como Zalce hacen de la obra cervantina —su plasmación en un evento en el presente—, pero para comprender la transición de un modo de representación a otro es preciso profundizar las nociones de intensidad y configuración constitutivas de cualquier imagen, ya visual, ya verbal. Con este fin desarrollo el concepto de transposición interartística. La intensidad que una imagen

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configura es siempre una fuerza abstracta que se da en las marcas que la separan y distinguen como imagen. Es también el producto de la relación de un sujeto con su realidad. Mediante un análisis de la historicidad de las obras, que toma en consideración aspectos relevantes de la historia de la interpretación de la obra transpuesta —en el caso de Posada y Zalce serán las lecturas mexicanas del Quijote— es posible determinar un esquema representativo que ordena las posibilidades interpretativas que la novela abre en el terreno ontológico-epistémico de cada artista como lector. El recorte de la intensidad, su configuración, puede entonces ser pensada en términos de la transposición de tal esquema, es decir, como la organización del espacio de la representación visual —y, a través de ésta, de la realidad contemporánea del artista—, en función de las posibilidades interpretativas del texto de Cervantes. En la transposición, la intensidad se cristaliza según el lenguaje plástico de cada artista para tomar la forma concreta de una imagen. El análisis se mueve entre la consideración histórica y la novela de Cervantes para finalmente descubrir el rastro impensable de las palabras de Don Quijote que tensiona las obras de Posada y Zalce generando y proyectando su sentido. En la novela Los cuadernos de don Rigoberto (1997) de Mario Vargas Llosa (1936-), el texto encuentra múltiples imágenes visuales que incorpora en su narración sin que ninguna la domine. Al reducir la importancia relativa de cada imagen con respecto a la totalidad del texto, la novela se aleja de la transposición interartística2. Sin embargo, la palabra de Vargas Llosa se reconoce incompleta y busca su complemento en la imagen. El estudio de la novela es un análisis de los dos protagonistas masculinos, don Rigoberto y su hijo preadolescente, Fonchito, y de dos caminos por los que la palabra encuentra en la imagen aquello que le falta. El primero está representado en el texto y se da dentro de la novela, el segundo es una ejemplificación de incompletitud y comprende un complemento extratextual. La tensión generada por el arte en el texto es un lugar de refugio donde Rigoberto construye elaboradas fantasías en las que se reencuentra con su esposa Lucrecia, de quien se ha separado y a quien extraña intensamente. En su más ácida sole2

No sería éste el caso, por ejemplo, de la obra de teatro Las Meninas (1960) de Antonio Buero Vallejo (1916-2000) en la que el cuadro homónimo de Diego Velásquez está presente (o se ausenta, según quiera verse, o decirse) constantemente.

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dad, Rigoberto desarrolla una estética de recepción que le permite interpretar a su esposa ausente en los cuadros de Courbet, Goya o Ingres, entre otros. En base a esta estética Rigoberto fantasea sus reencuentros con Lucrecia. Un análisis de la temporalidad de estos episodios en términos de la fenomenología del tiempo propuesta por Martin Heidegger en El Ser y el tiempo (1927) revela cómo a través del arte Rigoberto se mueve hacia una experiencia más auténtica del tiempo hasta llegar, en el clímax narrativo de la fantasía, a lo que el filósofo alemán llamaría un momento de visión y que representa la experiencia más íntima del Ser del protagonista. En ese momento, Lucrecia se hace presente mediante el arte, y completa a Rigoberto permitiéndole ser él mismo y «vivir de verdad» (Vargas Llosa 1997: 330).. Por su parte, Fonchito es el responsable de la separación de Rigoberto y su madrastra, Lucrecia, a quien sedujo causando que su padre la echara de la casa. Tras una elaborada manipulación, Fonchito será también el arquitecto de la reconciliación final de la pareja. El niño es un personaje sumamente ambiguo y misterioso. Pese a su temprana edad, demuestra un alto grado de madurez que confunde tanto a los otros personajes de la novela como a sus lectores que nunca llegan a adivinar si el niño es consciente de sus acciones y las consecuencias que éstas tienen, o si actúa desde la inocencia de quien aún no ha alcanzado la pubertad. Fonchito vive obsesionado con la vida y obra del pintor vienés Egon Schiele (1890-1918), y, al analizar el discurso que en torno a éste construye y contrastarlo con la biografía del artista y con el lugar que su obra ocupa en la historia del arte, la ambigüedad del personaje se disipa rápidamente. Manipulando sutilmente las obras y la historia de Schiele, Fonchito resignifica elementos textuales y construye una alegoría edípica que desborda la novela en la cual simbólicamente castra y mata a su padre, mantiene relaciones con su madrastra y, finalmente, se arranca los ojos. Es sólo al ir más allá de la novela y tratar las obras de Schiele directamente cuando se hace visible la manipulación que el texto efectúa al ausentar su sentido y cómo éste se transforma para revelar la verdadera motivación de Fonchito, completando así la representación del enigmático personaje. Ya reconciliada la pareja el resultado de la alegoría se confirma, Lucrecia le confiesa a Rigoberto que mientras vivan bajo un mismo techo no podrá resistir los avances de Fonchito, pero éste lo sabe «de sobra» y sospecha que «haga lo que haga» Fonchito «siempre ganará» (Vargas Llosa 1997: 383).

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La palabra y la imagen tienen capacidades referenciales comparables pero esencialmente diferentes. La epistemología de una es irreducible a la de la otra, por lo que siempre será justamente eso: otra. Cada una existe independiente, pero cuando palabra e imagen se vuelven palabra/imagen los campos epistemológicos de cada una se enfrentan forzados a dar cuenta de aquello que no pueden comprender porque rebasa sus capacidades. Palabra e imagen se encuentran y, maravilladas, señalan lo que la otra no puede ni podrá decir jamás. Cada una representa implícitamente la misma imposibilidad de representar de la otra y demarca sus límites. Pero al situarse cada una fuera de la otra, palabra e imagen también marcan su incompletitud (siempre habrá algo más allá de cada una). El último capítulo de esta investigación analiza dos cuentos de Jorge Luis Borges (1899-1986), «El jardín de senderos que se bifurcan» (1941) y «El Aleph» (1962), y cuatro grabados de Maurits Cornelis Escher (1898-1972), Relativity (1952), Belvedere (1958), Waterfall (1961) y Ascending and Descending (1961). Prevenido contra las restricciones del método comparativo por Mitchell y Monegal, el análisis no tiene como objetivo encontrar analogías formales o un intercambio demostrable entre las obras —aunque los encuentra—, sino que va en busca de estos límites y de sus representaciones dentro de los mismos sistemas que definen. Así, se plantea un doble recorrido, desde los textos de Borges y los grabados de Escher, hasta el límite de cada uno, hasta ese punto de contacto y separación de palabra/imagen. Partiendo de los teoremas de incompletitud que el matemático austriaco Kurt Gödel publicó en 1931, la investigación se centra en la manera que tanto el escritor como el artista gráfico aprovechan los recursos que sus medios de representación ponen a su alcance para volverlos sobre sí mismos en la articulación de una paradoja que define negativamente sus propios límites y pone en evidencia la incompletitud del sistema que la representa. Tras haber estudiado las diferentes manifestaciones de la tensión palabra/imagen en Xul Solar, Posada, Zalce y Vargas Llosa, la fase final del estudio se plantea como una ontología de palabra/imagen enfocando la atención crítica en sus elementos constitutivos: los límites mismos de la representación verbal y de la representación visual. En el artículo ya citado, Monegal establece que el acercamiento comparatista —dominante tradicional de los estudios de palabra/imagen (Monegal 2003: 28; Mitchell 1994: 84)— no alcanza a dar cuenta adecuada de la com-

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pleja relación entre representación verbal y representación visual que propone la producción artística contemporánea (Monegal 2003: 43). Ante esta limitación, el crítico denuncia la necesidad actual de «avanzar, más allá de la comparación, hacia formas de pensar la complejidad» (ibid.). Desde su estructura polifónica, desde la multidisciplinaridad que ésta requiere y desde el replanteamiento de la relación palabra/imagen que propongo, el presente trabajo responde directamente a esta necesidad.

CAPÍTULO I

HACIA LA UNIDAD DE LAS ARTES: XUL SOLAR

En el transcurso de las últimas dos décadas, el pintor Xul Solar (18871963) se ha convertido en una figura paradigmática del arte argentino y latinoamericano. La renovada atención de la crítica —la gran mayoría de los trabajos sobre su obra se han publicado en estos últimos veinte años— ha sido acompañada por nuevas exposiciones de su trabajo. La muestra itinerante Xul Solar: visiones y revelaciones, curada por Patricia Artundo y coproducida por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) y la Pinacoteca do Estado de São Paulo, se inauguró en Buenos Aires el 17 de junio de 2005 y en São Paulo el 17 de septiembre del mismo año, y fue la primera exposición individual de Xul Solar en viajar a Estados Unidos. En enero de 2006 la muestra llevó 130 obras de Xul al Museum of Fine Arts de Houston1. En un artículo de julio de 2005, el New York Times presentaba al artista: «Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari, who called himself Xul Solar, was indeed a visionary, painter and poet, but only now, 40 years after his death, is the full scope of his imagination being fully appreciated» (Rohter 2005). Este trabajo busca contribuir a la apreciación de la obra de Xul Solar a través del análisis detallado de un aspecto fundamental de su arte: la relación palabra/imagen. La ambición y amplitud del proyecto creativo de Xul Solar se reflejan no sólo en la cantidad y diversidad de su obra, sino también en los diferentes conceptos e ideas que incorpora. Entre sus creaciones, se encuentran la panlengua y el neocriollo, dos lenguas inventadas que Xul usó tanto en su vida diaria como en sus cuadros. En sus acuarelas, el medio más usado por el ar-

1

El Museo adquirió recientemente tres obras de Xul Solar, incluyendo Jefa, una reconocida acuarela de 1923.

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tista, la representación verbal y la representación visual se combinan para revelar una visión inclusiva de unidad social y espiritual. Esta visión utopista de palabra/imagen debe ser entendida en el contexto general del proyecto artístico de Xul Solar, lo que hará necesario una aproximación a los sistemas de conocimiento implícitos en el idioma que pinta. No repararé en las limitaciones de la apreciación histórica de Xul Solar; sin embargo, sí me detendré a examinar el papel que el proyecto de integración regional del Mercosur ha tenido en la reciente difusión de la obra del artista. La Bienal de Artes Visuales del Mercosur se celebra desde 1997 en la ciudad de Porto Alegre. Además de trabajos producidos por artistas de los países miembros y asociados, cada exposición recibe la contribución de artistas de un país invitado y le rinde homenaje a un artista mercosureño distinto. Una nota al comienzo del catálogo de la primera bienal hace explícita la agenda del ente organizador, la Fundación Bienal de Artes Visuales del Mercosur. Desde su primera oración, el texto anuncia que: «[u]no de los objetivos de esta bienal es, mediante un intenso diálogo e intercambio de ideas entre artistas, críticos e historiadores de arte, directores de museos, profesores de arte, galeristas, coleccionistas y el público, ayudar a rescribir la historia del arte latinoamericano»2. En su primera edición, la Bienal invitó a participar a Venezuela (futuro miembro del Mercosur). Xul Solar tuvo el honor de ser el primer artista mercosureño homenajeado. La elección responde a los intereses organizadores que apropian y reinterpretan el arte de Xul para leer en éste la génesis simbólica y espiritual del proyecto encarnado hoy por el Mercosur. Describiendo en líneas generales la pintura de Xul Solar e introduciendo las obras de la muestra, Irma Arestizábal, curadora de la muestra argentina, escribe: «La superficie de sus obras se

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Federico Morais, el curador general de la primera bienal desarrolla esta idea en su ensayo «Rescribiendo la historia del arte latinoamericano», incluido también en el catálogo. Morais entiende que los circuitos artísticos internacionales son regidos por un criterio hegemónico de historización de las formas basado en el valor de procedencia, así, «las culturas dominantes se quedan con el privilegio de la novedad, definiendo las reglas de temporalidad que sincronizan los fenómenos del arte internacional a una frecuencia única». En el contexto de la historia del arte occidental, esta jerarquización, explica Morais, relega el arte latinoamericano a la emulación de modelos extranjeros.

Capítulo I

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cuaja de casi-ideogramas, a veces mezclados con letras, con signos, con emblemas, banderas y símbolos religiosos o místicos como serpientes y dragones. Son estas las obras que, en una posición premonitoria de la unión actual, traducen plásticamente su deseo de unir a los países del Sur» (1997: s/p; énfasis de la autora). La nueva interpretación es, por momentos, apresurada. Al analizar Drago (1927) (ver Fig. 1), la curadora comenta: [e]l dragón-serpiente es cabalgado por una figura armada de lanza y coronada con un gran gorro mientras que en su lomo y enmarcadas por las banderas de diversos países, se alzan las de Paraguay, Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y Bolivia. Guiados por este fantástico personaje avanzamos por los cielos donde dominan estrellas, cometas, figuras aladas, flechas y formas geométricas que saltan y se iluminan al ritmo del ondular de las banderas (ibid.).

En el afán de leer ‘la unión actual’ la interpretación restringe y distorsiona la visión artística de Xul Solar. El deseo de encontrar la unión de países que el Mercosur propone le juega una mala pasada a la curadora, ya que en este cuadro Xul no pintó el pabellón rojo, amarillo y verde de Bolivia. La crítica ha cubierto muchos de los vacíos que una interpretación de este tipo genera; por ejemplo, en Xul Solar: visiones y revelaciones, Artundo pone énfasis en el aspecto místico de Xul y el catálogo incluye varios ensayos interdisciplinarios que relacionan su obra con la literatura y la música. Mi estudio, por su parte, se enfoca en el desarrollo de la relación palabra/imagen a través de la obra de Xul Solar. Desde el punto de vista formal se analiza la interacción entre dos sistemas de representación diferentes —uno lingüístico y otro visual— para descubrir el papel fundamental que la lengua tiene en su creación artística. Una de las características más sobresalientes de la obra de Xul Solar es la constante búsqueda y desarrollo de una visión cosmopolita armonizante del ser humano y el universo. Junto con Kandinsky, Kupka, Mondrian y Malevich, entre otros, Xul Solar «consideraba el arte en los términos de un espiritualismo apto para crear modelos espirituales para una nueva sociedad utópica» (López Anaya 2002: 10) —Kandinsky trató este tema en un clásico texto teórico De lo espiritual en el arte de 1911—. En la obra de Xul Solar, la combinación de palabra e imagen es la base de un arte utopista que une los

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frutos de sus heterogéneos estudios interdisciplinarios3. Xul refina la relación entre el sistema de representación lingüístico y el visual en su obra, acercándolos e integrándolos hasta llegar finalmente a fundirlos en un gesto de trascendencia utópica. Los lenguajes que Xul Solar crea son una parte clave de su proyecto artístico. Con el propósito de unir y comunicar, dichos lenguajes recogen connotaciones e influencias muy heterogéneas y construyen así un sofisticado sistema de conocimiento diferente al de la lengua castellana. Es importante reparar en esta diferencia para estudiar cómo Xul Solar enriquece sus sistemas lingüísticos con elementos de la música, la astrología, las religiones e incluso de la matemática —Xul Solar tenía una predilección por el sistema duodecimal, entre otras cosas, por sus posibles correspondencias zodiacales—, y ver cómo estos enriquecimientos son incorporados en su arte a partir de la integración con el sistema visual. Entre las lenguas que Xul creó, se encuentran el neocriollo, un idioma basado en el portugués y el castellano para el uso general de América Latina, y la panlengua, diseñada para un uso más universal. La preocupación por la lengua no fue exclusiva a Xul Solar sino que es apreciable en los movimientos vanguardistas contemporáneos. Al regresar a Buenos Aires en 1924 tras una larga estadía en Europa, Xul se asoció con el grupo Martín Fierro donde encontró un entorno fecundo para el desarrollo de sus teorías sobre el lenguaje. Comprendiendo la fuerza creadora de la lengua, Xul se propuso efectuar cambios gramaticales profundos que expandieran y renovasen significativamente la capacidad expresiva del castellano. En un joven Jorge Luis Borges, líder del grupo, Xul encontró ideas afines no sólo en lo referente a la capacidad creativa del lenguaje sino también en cuanto a la necesidad de renovarlo. No obstante, a pesar de que tanto Xul como Borges compartían el espíritu renovador típicamente asociado con los movimientos de vanguardia, ambos reconocieron también la necesidad de no descartar la tradición. Tensionado entre estos dos polos opuestos —renovación y recuperación—

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Muchos artistas experimentaron con la imagen y la palabra en las primeras décadas del siglo XX, entre ellos Guillaume Apollinaire, Vicente Huidobro, Joan Miró, Juan José Tablada, Francis Picabia, F. T. Marinetti, René Magritte y Salvador Dalí.

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Xul da con el espacio desde donde aborda la búsqueda de universalidad en su arte4. Otras vanguardias latinoamericanas partieron de espacios similares para emprender sus proyectos artísticos. En Brasil, Oswald de Andrade escribió, siguiendo el espíritu de la «Semana de Arte Moderno», su ya famoso manifiesto en el que propone la antropofagia como metáfora paradigmática para comprender y acercarse a la cultura brasileña. Esencialmente, su propuesta rescataba la idea del canibalismo ritualista practicado por los tupís. Artísticamente, Andrade se pronuncia «contra todos os importadores de consciência enlatada» para moverse hacia un consumo selectivo de aquellos elementos de la producción cultural europea que fortalezcan el arte brasileño. Es decir, Brasil debe consumir la producción cultural europea con el propósito de tomar de ella ideas e imágenes que puedan nutrir su identidad regional. Este manifiesto, escrito en el «ano 374 da Deglutição do Bispo Sardinha» aparece treinta y cinco años después de la rebelión de Canudos, donde estallara la marginalización engendrada en la mentalidad positivista, es poco más de un cuarto de siglo posterior a la publicación de Os Sertões5, y representa la respuesta del arte a la condición sociohistórica de Brasil. Al rescatar con su propuesta artística uno de los elementos más relevantes de la cultura tupí, Andrade y la vanguardia brasileña toman una posición diametralmente opuesta al positivismo decimonónico para darle a las raíces indígenas del país un lugar paradigmático en la producción artística y cultural de Brasil.

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Esta tensión entre dos polos aparentemente opuestos se puede observar también, con resultados similares, en la posición que Buenos Aires ocupaba en el mundo occidental. Sarabia se refiere a la ciudad como un «centro en el margen», aludiendo simultáneamente a su relación con el resto de América Latina (centro) y a su relación con respecto a Europa (periferia). Buenos Aires representa así una tercera alternativa a la tradicional oposición binaria que al mismo tiempo ocupa ambos polos. Sarabia concluye: «This proposal, put forth by the discourses and sociocultural practices of the avant-garde of the 1920s, results in a “universalization” of the region» (1994: 140). 5 En este texto, Euclides da Cunha, que había viajado a Canudos para escribir una relación de los trágicos eventos, se propone reconciliar la ideología positivista que ha regido la administración del país con la evidencia tangible de sus fallas, para finalmente darse cuenta de la imposibilidad del proyecto; el texto termina en una elipsis.

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Al igual que otros movimientos de la vanguardia sudamericana, los integrantes de la Escuela del Sur de Uruguay se preocuparon por el desarrollo de un lenguaje plástico propio y adecuado para referirse a la realidad específicamente uruguaya, sin que esto restara al valor universal de sus obras. La búsqueda de este nuevo lenguaje los llevó, al igual que a Andrade y que a Xul Solar, directamente a rescatar la tradición, en este caso la tradición artística incaica. Tras una estadía en Europa de 43 años, Joaquín Torres-García volvió a Uruguay en abril de 1934 para fundar allí una «gran escuela de arte» (1991: 37), como afirma en la primera oración su manifiesto «La Escuela del Sur: claves del arte de nuestra América», publicado a menos de un año de su vuelta a Montevideo, en febrero de 19356. En este documento, Torres-García presenta un mapa de Sudamérica en el que, contrariamente a las convenciones cartográficas, el Sur se encuentra en la parte superior de la página. El artista mismo explica: «[h]e dicho Escuela del Sur; porque en realidad, nuestro norte es el Sur. No debe haber norte, sino por oposición a nuestro Sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte» (ibid.; énfasis del autor). A pesar de tener una impresión poco alentadora del panorama artístico uruguayo7, Torres-García se propuso poner en

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Para este estudio tomo la edición facsímile del manifiesto de Torres-García incluida en el catálogo de la exposición La Escuela del Sur: El Taller Torres-García y su legado, realizada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (1991). Al igual que en el original, las páginas de esta edición del manifiesto no están numeradas, por lo que sigo la paginación del catálogo de la muestra. 7 Al examinar el estado de las artes plásticas en Uruguay, Torres-García encontró que éstas constituían un «esfuerzo más bien excéntrico, trabajo individual sin cohesión, falta de valorización, concepto difuso [de ideas]» (en Buzio de Torres 1991: 19). En cuanto a los artistas que trabajaban con el arte moderno, Torres-García opinaba que «no eran modernos sino modernistas» (ibid.), ya que no llegaban a comprender profundamente el arte de vanguardia. Una reacción similar tuvo Emilio Petorutti al volver a Buenos Aires en el mismo año que Xul Solar tras su prolongada estadía en Europa: «A mi llegada a la patria [...], lo moderno era inexistente en el orden de las Bellas Artes. Ningún signo de inquietud colectiva; para los artistas plásticos argentinos todo iba sobre ruedas, en el mejor de los mundos, entre un academicismo retórico y un impresionismo tardío» (Pacheco/Telesca 1987: 5; énfasis de los autores).

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marcha su revolución artística enseñando la filosofía y los principios del arte constructivo a los artistas de la Asociación de Arte Constructivo (AAC), una asociación que fundó en 1935, en torno a un grupo de artistas con una reputación ya establecida en el ambiente montevideano. Torres-García definió un estilo propio, el universalismo constructivo, que surge a partir de la incorporación de símbolos en una estructura de geometrías simples. Conceptualmente, esta propuesta se hace eco en las obras que Xul Solar producirá en sus últimos años, sus grafías plastiútiles, donde la codificación visual del lenguaje permite una integración casi invisible con la pintura. En el símbolo, Torres-García veía «una manera de sintetizar la idea y la forma, sin recurrir a la narrativa, la cual interfería con la unidad de la obra. Llamó a esta conjunción de idea y forma el nexo entre lo vital (viviente) y lo abstracto» (en Buzio de Torres 1991: 15). Con la inserción del símbolo y de sus posibilidades humanísticas en una estructura racional «antitética del neoplasticismo (exenta de referencias humanas)» (ibid.), TorresGarcía estableció la base de un arte que, al mismo tiempo, posee un gran valor universal y conserva una alta especificidad regional. Al regresar a Montevideo el artista buscó fundar un nuevo arte verdaderamente uruguayo y sudamericano, y podemos escuchar los ecos de Oswald de Andrade cuando Torres-García apelaba a los «uruguayos de hoy» a quienes comprendieran la realidad moderna y superaran la mera imitación o importación al apropiar influencias foráneas en la creación de algo natural. A este tipo de uruguayo se dirigía cuando en el manifiesto escribió: «podemos hacerlo todo (ahora aquí hablo de lo que podríamos llamar telúrico, que da aspecto propio a todo) y entonces, no cambiar lo propio por lo ajeno (lo cual es un snobismo imperdonable), sino, por el contrario, haciendo de lo ajeno sustancia propia» (1991: 38; énfasis del autor)8. Partiendo de esta base, y ante la ausencia de una fuerte tradición precolombina en el territorio que actualmente ocupa Uruguay, Torres-García se propuso estudiar otras culturas prehispánicas, prestando mayor atención a las grandes civilizaciones azteca, 8

Indicando la dirección que su carrera literaria habría de seguir, y con el mismo espíritu de Torres-García, Borges escribe en 1927, en El idioma de los argentinos, que el hecho de «[q]ue alguien se afirme venturoso en la lengua española, que el pavor metafísico se piense en español, tiene también su algo y su mucho de atrevimiento» (1994: 139).

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maya e inca, y concentrándose en esta última por una cuestión de proximidad geográfica. De la misma manera que Xul Solar buscaba apropiar ciertos aspectos gramaticales de otras lenguas en su neocriollo y su panlengua, el propósito de la investigación de Torres-García era llegar a comprender y ‘hacer propio’ el espíritu de la producción artística indígena, factor a su juicio indispensable para la fundación de un nuevo —y verdadero— arte latinoamericano. Como complemento a una estructura geométrica, Torres-García incorporó, entonces, varios elementos de la simbología incaica, más notablemente el Sol, como representación del padre Inti, para crear lo que llamó el constructivismo indígena. La representación del Sol es recurrente también en el arte de Xul, donde además cobra un sentido autorreferencial. Este estilo constituyó el fundamento teórico que guió gran parte de la producción artística de la AAC, y fue uno de sus aportes de mayor relevancia al arte de América Latina9. Desde las primeras etapas de su largo viaje por Europa (1912-1924), Xul Solar también se interesó por el estudio de las culturas precolombinas. En 1913, unos pocos años antes de comenzar a firmar sus obras como «Xul Solar», existe ya evidencia de su particular preocupación por el tema. En una visita al British Museum, Xul Solar, interesado en aprender más sobre el mundo precolombino y los pueblos no occidentales en general, adquirió A Short Guide to the American Antiquities on the British Museum y el Handbook to the Ethnographical Collections (Artundo 2003: 204)10. Hacia mediados de la década (1915-1916), la diversidad de los intereses de Xul se hace patente en sus lecturas, que ahora incluyen también religión, metafísica y astrología (ibid.: 205). Si bien la temática precolombina no se inserta directa-

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Ramírez coincide que «[l]os aspectos más importantes del trabajo de Torres-García con las artistas de la AAC fueron sus exploraciones del arte precolombino y la valoración de la importancia de esta tradición en la elaboración de un lenguaje moderno para el arte latinoamericano» (1991: 10). 10 López Anaya especula que el interés de Xul Solar por la iconografía azteca «nació durante las visitas al British Museum de Londres, que recorrió con sus “mamás”», y anota que en la biblioteca del Museo Xul Solar «se conservan la guía del museo londinense, publicada en 1912, y un ejemplar de Mexiko I, de Th. W. Danzel, dedicado a los códices, editado en 1922» (2002: 18).

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mente en su creación artística hasta 1923, cuando pinta acuarelas como Tlaloc o Nana Watzin (ver Fig. 2), se puede apreciar la influencia de sus lecturas cuando en 1916 comienza a firmar sus cuadros como Xul Solar. Más allá de la simplificación fonética de los apellidos de sus padres, Schulz y Solari, la crítica tiende, acertadamente, a leer un significado más trascendente en el seudónimo. Tanto Mario Gradowczyk (1994: 30) como Cecilia Vicuña reconocen la clara alusión al Sol e interpretan xul como inversión de lux, unidad para medir la intensidad de la luz. De este modo, leen el seudónimo como «intensidad del sol» (Gradowczyk 1994: 30), o como «The Light of the Sun Reversed», «Lux from the South» o «Light from the Other Side» (Vicuña s/f ). Esta interpretación se podría matizar aún más si, teniendo en cuenta que a Xul le interesaban los idiomas clásicos y la filología, consideramos el significado figurativo que el latín le asigna a la palabra lux, es decir, ‘luz de la inteligencia’, o si recordamos que poéticamente esta palabra también puede significar ‘gloria’. Así, sería posible sugerir que el nombre del pintor combina la fuerza creadora de la fuente de vida de nuestro planeta con la capacidad intelectual para comprenderla y apreciarla. Sin embargo, existe otra referencia más directa en el nombre de Xul que no apunta hacia las raíces latinas de nuestro idioma, sino que se remonta a la historia precolombina del continente americano, más precisamente a la cultura maya. Específicamente, Xul nos refiere al Haab, calendario civil maya de extrema precisión11. El Haab está dividido en 18 meses de 20 días cada uno y termina con el Uayeb, un período de cinco días extra que completan un año de 365 días. Como explica Antonio Lorenzo, «la paternidad del calendario era atribuida por los mayas a Kukulkán, dios Serpiente Emplumada, personaje mítico-histórico, símbolo del conocimiento y la sabiduría maya» (1980: 23). Debido a esto, las fiestas en honor de Kukulkán eran de gran prominencia en la sociedad maya y se festejaban en el sexto mes del año —el mes más

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Los mayas calcularon que el ciclo solar duraba 365,242308 días, hoy sabemos que tiene una duración de 365,242199 días. Una diferencia de 0,000109 días, equivalente a 8 segundos por año o a 1 día cada 10.800 años. En comparación, el calendario gregoriano funciona con un ciclo solar de 365,2425 días que acumula un error de 26 segundos por año o 1,2 días cada 4.000 años. Para una discusión más profunda sobre la precisión de los calendarios, ver Lorenzo (1980).

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importante del año debido justamente a estas celebraciones— que corresponde al período que abarca desde el 24 de octubre hasta el 12 de noviembre en el calendario gregoriano. Se trata nada menos que el mes de Xul. Desde su nombre mismo, Xul Solar incorpora en su creación artística un aspecto central de la cultura maya. El impulso de integración y la multiplicación de niveles de significación son constantes en la obra de Xul Solar. Según Lorenzo, para las fiestas de Xul se fabricaban banderas «muy galanas» con las que se adornaba el templo de Kukulkán (1980: 47). Volviendo la mirada sobre una obra como Drago (1927; Fig. 1), se puede ver que la idea de unidad continental o regional que interesó a los organizadores de la I Bienal de Artes Visuales del Mercosur, presente aquí en la serpiente con banderas latinoamericanas —dos imágenes muy recurrentes en la obra de Xul Solar, ¿acaso una autorreferencia indirecta?— se propone trascender no solamente las fronteras geopolíticas sugeridas por las banderas, sino que hunde sus raíces en la historia prehispánica de América para rescatar la espiritualidad maya —que a su vez une a otras— y establecer una temporalidad americana que trasciende la de los Estados naciones actuales dando lugar a una visión de unidad continental más profunda y sofisticada. En un artículo titulado «El idioma infinito», publicado en el segundo número de la revista Proa, órgano de difusión del ultraísmo, Borges esboza un sistema que permitiría, como él mismo lo indica, ‘amillonar’ el idioma castellano12. Borges le dedica este ensayo «al gran Xul Solar» y señala que éste «no está limpio de culpa» en la ideación de sus propuestas («El idioma infinito», 49). A pesar de reconocer el gran número de voces sinónimas en el castellano, Borges advierte que esta supuesta riqueza que el idioma tiene en su amplio vocabulario no es sino una apariencia, «explicable llanamente: es el asombro de un jayán ante la grandeza del diccionario y ante el sin fin de voces enrevesadas que incluye» (ibid.: 45). Borges considera que el idioma necesita ser expandido, ya que la citada multiplicidad de sinónimos, ese «cambalache de palabras, no nos ayuda ni a sentir ni a pensar» (ibid.; énfasis 12

«El idioma infinito» fue posteriormente incluido en El tamaño de mi esperanza, su segunda colección de ensayos, publicada en 1926, a la que, según cuenta María Kodama en una inscripción de 1993 reproducida en la edición de 1998, Borges «desterró “para siempre” de su obra» (7).

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mío). Borges comprende la importancia del lenguaje en nuestra capacidad de percibir y analizar el mundo que nos rodea: es la lengua la que, como elemento mediador en nuestra relación con la realidad, nos ayuda a pensar y a sentir. Los cambios efectuados al idioma pueden impactar profundamente ya no solamente la literatura y las artes, sino la realidad misma o, fenomenológicamente, nuestra relación con la realidad. Borges plantea cuatro mecanismos iniciales para la renovación de la lengua, pero su meta es algo más modesta que la reinvención del castellano y se trata de «despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y el variarlo» («El idioma infinito», 49). Aquí también se hace visible la influencia de Xul Solar, quien entendía que el idioma es un bien comunal y, por tanto, su desarrollo debe ser un proceso inclusivo abierto a la participación de toda la comunidad. Hacia fines de la década de 1910, Xul comenzó a experimentar con nuevas técnicas a partir de la combinación de medios expresivos diferentes. Los resultados de esta exploración fueron sus primeras pinturas verbales. Influido por la obra de artistas contemporáneos como Apollinaire, Klee y Pavel Mansuorov, Xul empezó a incorporar en su producción plástica breves textos verbales, escritos en un incipiente neocriollo13. Desde aquí Xul se lanza a ensayar la yuxtaposición de los dos sistemas de representación —plástico y lingüístico— y las avenidas expresivas que a partir de ésta se abren. Al combinar palabras e imágenes, Xul Solar yuxtapone dos sistemas de significación diferentes, dos formas de conocimiento distintas cuya interacción genera en la obra nuevos niveles de significado. Éstos aparecen a partir de la diferencia epistemológica que existe entre un sistema de representación lingüís-

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Ya existen en Xul Solar los proyectos de reformación del lenguaje que se van a cristalizar en la siguiente década en la formulación concreta del neocriollo. En 1919 le escribe a su padre en un castellano cuya ortografía anticipa cambios venideros como el reemplazo del grupo qu por k y la eliminación de la y en favor de la i: «Mi kerido tata: Esperaba este año ya volverme á la patria desde Londres. Envez estoi desde ha poco i kedaré 2 ó 3 meses. Cansado de tanto salvajismo y atraso ke hai en Europa [...]. Conocí muchos rusos ya no me extraña lo ke pasa en akel pais, i por las noticias ke hai mesperaba lo del triste fin de nuestra familia allá. No se puede comunicar» (en Artundo 2003: 206).

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tico y uno plástico. Junto con Goodman, reconozco la diferencia entre un sistema sintácticamente articulado y uno sintácticamente denso. Un sistema lingüístico es siempre, por necesidad, diferenciado o articulado. Esto quiere decir que el sistema está compuesto por una serie finita de caracteres determinados entre los cuales no existen caracteres intermedios. Por ejemplo, en el alfabeto romano, por más que se utilice una cantidad infinita de formas para escribir, nunca habrá un carácter intermedio entre la a y la c. La pintura, por el contrario, es un sistema no diferenciado. En este caso se trata de un conjunto infinito de caracteres, lo que significa que entre dos inscripciones siempre se podrá insertar una tercera, que sea diferente de las dos y válida en sí misma. Las palabras que Xul pinta abren su obra a una lectura doble. Las marcas que constituyen cada letra deben ser leídas como caracteres lingüísticos e interpretadas en términos de otros caracteres lingüísticos junto con cuales crea un sentido verbal; y, al mismo tiempo, también como pertenecientes a un sistema de representación visual que crean su sentido visual con relación al resto de la composición considerando características como el color, la tonalidad, la textura, la posición y tamaño relativo, etc. En estas pinturas verbales tenemos, entonces, yuxtapuestos dos sistemas de representación que demandan diferentes modos de lectura. Por medio de la yuxtaposición Xul establece una relación dialéctica entre el componente lingüístico y el visual a partir de la cual el lector-observador debe interpretar la obra. Más adelante analizaré con cuidado la influencia del neocriollo y la panlengua en los principios y procesos de la comunicación verbal, pero primero quiero detenerme a examinar las pinturas verbales de Xul. En sus pinturas verbales más tempranas, Xul tiende a organizar el componente lingüístico en oraciones con una estructura interna bastante clara y un significado propio que puede funcionar independientemente de su relación con el componente visual. En Probémonos (1919), por ejemplo, Xul escribe «probémonos las alas nos también», y No me canso (1919) toma su título de la inscripción pintada. Al utilizar oraciones completas, Xul Solar establece en su pintura dos niveles de significación claramente identificables, un nivel lingüístico-discursivo y uno plástico. Al acercarnos a la obra interpretamos el componente visual en términos del discursivo y viceversa. Comenzamos interpretando un nivel en términos del otro para luego interpretar al otro en función del uno. Sin embargo, al interpretar el segundo nivel

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cambiamos los parámetros interpretativos del primero, lo que nos obliga a retornar a él y reinterpretarlo. Pero esta reinterpretación demandará, subsecuentemente, una re-reinterpretación y luego otra, y así se crea un ciclo de reinterpretación perpetua, una especie de círculo hermenéutico, que pone a la obra en constante diálogo consigo misma y con sus observadores. Otro ejemplo temprano de estas pinturas verbales es Fija la mente en prisiones eskemátikas (ver Fig. 3), una acuarela que data aproximadamente de 1919. En esta obra Xul explora las posibilidades del plano a través de formas geométricas elementales —el triángulo, el cuadrado y el círculo—. En este sentido, las proposiciones constructivistas de Torres-García no quedan muy distantes. En el centro de la obra, enmarcadas por planos cuadriláteros, las geometrías se combinan para formar el perfil de una cara con barba y bigote. La obra nos presenta una composición bidimensional y su línea, discontinua por la superposición de formas geométricas, hace que el espacio se vuelva intransitable. De hecho, Fija la mente... parece aprisionar el ojo del observador al no darle una línea homogénea que facilite el recorrido de la obra. El título de la obra aparece pintado en cuatro fragmentos que siguen la dirección de las agujas del reloj: «FIJA LA», «MENTEEN», «PRISIONES» y «ESKEMÁTIKAS». Xul Solar resalta las inscripciones al colocarlas sobre bandas del color del fondo que facilitan su lectura y las convierte casi en rótulos que el artista fija sobre la superficie del cuadro. El componente lingüístico de esta obra funciona como guía de la lectura global del cuadro, pero al mismo tiempo va cobrando un sentido más profundo con relación al resto de la composición. Fija la mente en prisiones eskemátikas es una reflexión meta-artística sobre la esencia misma de la representación articulada a través del uso exclusivo (y aparentemente limitante) de planos de formas simples. Éstas son las prisiones esquemáticas en las que se concentra —o debiera concentrarse— la mente, y es ésta la metáfora que encierra una de las claves más importantes para la interpretación de la obra. En la inscripción, Xul Solar crea una tensión semántica al yuxtaponer un sustantivo abstracto, mente, y uno concreto, prisiones, que luego subvierte con el calificativo esquemáticas14. Esta tensión se reproduce en la relación 14

Recordamos aquí que el Diccionario de la Real Academia Española define esquemático de la siguiente manera: «Que tiende a interpretar cualquier asunto sin percibir sus matices».

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que se plantea en la obra entera entre lo concreto y lo abstracto, entre los planos de color y la cara que su combinación representa. La visión esquemática tiende a interpretar sin percibir matices. Podemos entender las formas geométricas simples como una prisión (en cuanto a las limitaciones formales o el marco que forman encerrando la cara), pero sólo lo son de una manera esquemática, que no repara en detalles. De este modo, Xul dirige la atención del observador precisamente hacia estos matices de las formas geométricas que la visión esquemática no llega a recoger, y que abren su obra a una «expresión del inconsciente colectivo lleno de símbolos arcaicos (arquetipos), que sobrepasan los fenómenos inconscientes individuales y nos trasladan a una región donde espacio-tiempo-individualidad son trascendidos» (Gradowczyk 1994: 214), es decir, al espacio utópico que Xul Solar busca desplegar en su arte y que impulsa su proyecto creativo. Al concentrarse en el uso de un reducido número de formas Xul se propone explorar sus posibilidades. El artista limita el campo de su experimentación para poder estudiarlo en mayor profundidad, y en la limitación encuentra nuevas avenidas de expresión. La abstracción, propuesta en términos de formas simples, apropia y representa al sujeto en términos de su esencia y resulta en el personaje central. Éste, esquemático en sí, representa una síntesis de idea y forma que se hace posible sólo a partir de las geometrías que se combinan para constituirlo. Apreciando una cierta ironía por parte de Xul, nos damos cuenta de que el personaje está allí para demostrarnos que las prisiones son, efectivamente, esquemáticas. En este sentido, el personaje aparece como un punto de escape metafísico de las prisiones, resaltando así su propio esquematismo. El modo en que Xul Solar matiza las geometrías y organiza los planos —con uso de colores tonales cálidos y verosímiles que acompañan la forma— nos permite reconocer la figura en el centro de la composición: una cara humana con todas sus facciones. Xul recupera una conexión con el inconsciente colectivo para actualizarla en la pintura y proyectar la esencia de lo que representa, enfatizando así el carácter trascendente que busca imprimirle a su arte. Las prisiones esquemáticas, o mejor dicho lo que ellas nos revelan, abren su arte para tenderlo como un puente hacia la esencia misma de la humanidad y del universo. El nivel lingüístico-discursivo tiene un papel preponderante en la dinámica interna de Fija la mente... y es un factor dominante en el proceso de in-

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terpretación de la obra. La dialéctica entre el texto plástico y el texto lingüístico en la obra es un elemento de gran importancia en la proliferación de las posibilidades expresivas de Fija la mente... La imagen presenta un rostro de perfil que debe interpretarse con respecto a la leyenda, que, a su vez, comienza a cobrar sentido a partir de la yuxtaposición de planos que propone el texto visual. Xul genera así la interdependencia interpretativa entre los sistemas de representación que le brinda a la obra su carácter de reformulación cíclica. La relación que se da entre los dos sistemas de representación es entonces asimétrica. La oración rige en gran parte cómo se lee el texto plástico, pero también regula y afina el sentido que cada palabra puede tomar. La pertinencia semántica que la oración demanda para formar su sentido general utiliza solamente una parte del campo semántico de cada palabra. En sus pinturas verbales posteriores Xul Solar establece un balance más parejo en la relación entre el componente lingüístico y el visual. Así, abandona la estructura discursiva en el nivel lingüístico para utilizar más ampliamente los campos semánticos de cada palabra, dándoles una mayor libertad. Desde el punto de vista del discurso, la oración «as a whole is the bearer of meaning» (Ricœur 1991b: 124) y en las pinturas verbales se convierte en un texto que tiene un papel dominante en el proceso interpretativo y, de cierta manera, acentúa la división de la obra en niveles diferentes. En 1918, Xul pintó una serie de proyectos arquitectónicos con los que se proponía «participar en la construcción del mundo de posguerra» y, sin saberlo, adhería a la afirmación de Adolf Behne, el crítico de arte y arquitectura alemán, de 1919: «La misión de la arquitectura, sería servir para unir todas las artes para crear una última afirmación de unidad: unidad del hombre con el hombre, el hombre con la naturaleza, el hombre con el cosmos» (en Gradowczyk 1994: 43). El título de Mansilla 2936 (1920) (ver Fig. 4) indica la dirección de la casa del padre de Xul en la ciudad de Buenos Aires. De la combinación de planos emerge nuevamente la figura de un rostro, ahora alado y con anteojos. Pero esta vez, al mismo tiempo que el rostro, también tenemos la planta arquitectónica de la casa de Emilio Schulz Riga. Los labios vistos de perfil evidencian la influencia de la estética cubista que busca representar al objeto simultáneamente desde múltiples puntos de vista. Las inscripciones, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, rezan: «DA CASA», «B-AIRES», «PLANO», «2936», «MANSILLA», «PUERTA» y «PATIO». El rostro alado

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junto con otros dos pájaros más se eleva por sobre una serpiente que nos marca el suelo. Pintada apenas un año después de Fija la mente..., en Mansilla 2936 Xul ha abandonado el uso de una oración entera para emplear ahora palabras sueltas que actúan con más libertad, sus campos semánticos con menores restricciones15. La intención de unidad expresada por Behne es consonante con las aspiraciones unificadoras propias de Xul Solar y reverbera en Mansilla 2936 un año más tarde. A partir de la polivalencia de la representación de la planta arquitectónica esta acuarela plantea una estrechísima relación entre el ser humano y el lugar en el que habita, relación que Xul especifica en la instancia de la casa de Mansilla 2936 y la cara de su padre. La relación de comunión así establecida entre una persona y su entorno es representativa de la visión artística de Xul, de la unión que buscaba entre el ser y el universo. En esta obra encontramos que la representación visual es de mayor riqueza en cuanto a sus niveles de significación, y la integración del sistema lingüístico es más profunda y balanceada. En el caso de Fija la mente... teníamos un texto, acaso una orden si leemos el verbo en el imperativo en lugar del adjetivo, que puede valer como una oración completa, independiente del contexto visual y que encierra en sí gran parte del potencial sentido de la obra. En otras palabras, al enfrentarnos con la obra, encontramos en el componente lingüístico-discursivo el elemento que más peso tendrá en el proceso interpretativo. En Mansilla 2936, en cambio, los fragmentos verbales no forman una unidad comparable ni están ordenados para sugerir un orden de lectura. Xul enfatiza la fragmentación de la inscripción al organizar los significantes verbales en múltiples funciones referenciales y dejar al observador la tarea de relacionarlos. Por ejemplo, los fragmentos «B-AIRES», «MANSILLA» y «2936» ubican la representación en un contexto geográfico determinado, nos refieren a la ciudad

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Si bien, como hemos dicho, el campo semántico de cada palabra tiene menos restricciones en Mansilla 2936, donde las palabras están sueltas, que en Fija la mente..., donde Xul emplea una oración, sería un error pensar que no las hay. Para comprobarlo no necesitamos más que analizar un ejemplo: al leer «PLANO» no pensamos en la forma adjetiva que significa, según la Real Academia Española, «llano, liso, sin estorbos ni tropiezos», sino que lo relacionamos con la representación gráfica de la planta de un edificio.

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de Buenos Aires y nos indican una dirección concreta, Mansilla 2936. Situados de este modo en un espacio urbano específico, los fragmentos «PLANO» y «DA CASA» nos brindan información más detallada sobre lo que la composición representa, describiéndolo como el ‘plano de casa’. Asimismo, la familiaridad de la expresión «DA CASA» nos refiere a la dirección Mansilla 2936 y nos invita a considerar elementos autobiográficos al interpretar la obra. La palabra «PLANO» también nos refiere la casa de Mansilla 2936, pero al mismo tiempo se relaciona directamente con los dos fragmentos restantes. Las palabras «PATIO» y «PUERTA» denotan partes específicas del plano de casa y su posición con respecto al resto de la composición nos permite identificar con certeza el «PLANO DA CASA» y reconocer que la representación de la cara alada es al mismo tiempo la representación del plano de la casa de Mansilla 2936. Con la fragmentación del componente verbal, Xul Solar establece una interdependencia no sólo entre el elemento pictórico y el lingüístico, sino también entre los diferentes niveles de significación creados en este último. El componente verbal de la obra matiza y elabora aspectos del componente visual para encontrar en él nuevos horizontes de significación. Por su parte, el componente visual matiza y elabora las relaciones entre los fragmentos del componente verbal abriendo en ellas nuevas posibilidades expresivas. Al eliminar la discursividad, Xul limita el carácter determinante del componente lingüístico y balancea la interacción de los dos sistemas de representación. La idea de comunión entre una persona y su ‘casa’ (en un sentido amplio) representada en la instancia particular de la casa de su padre, se forma sólo a partir de esta integración. Los fragmentos verbales refieren el plano de la casa de Mansilla 2936 en Buenos Aires y la pintura aporta la cara, pero sólo oscilando entre estos dos sentidos, se llega al sentido más profundo de comunión que propone Xul Solar. El regreso a Buenos Aires tuvo un gran impacto en Xul Solar. La ciudad se había transformado; un cambio que hubo de dejar una profunda huella en la obra del artista. Inmersa en un intenso proceso de modernización y crecimiento, la ciudad lo recibió con nuevos aires, los nuevos paisajes urbanos que la ciudad ofrecía se vieron reflejados en su preocupación por proyectos arquitectónicos que, cada vez más, incluirían estructuras de hierro. No, el Buenos Aires al que regresa Xul Solar no es ya aquella ciudad de aljibes que, con nostalgia, Borges evocara al retornar de Ginebra en 1921. Des-

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tino final de enormes cantidades de inmigrantes, Buenos Aires presenta, entre 1904 y 1914, una tasa anual de crecimiento promedio altísima, que supera el 53‰ (Recchini de Lattes/Lattes 1975: 129). Para el final del período en referencia, la población no nativa de la ciudad, entre la que figuraba, por ejemplo, la familia de Xul, constituía un 49% de población urbana (ibid.: 119). En esta época, Buenos Aires se convirtió, en las palabras del historiador Félix Luna, en «el espejo en el que se miraba la Nación para comprobar los saltos de su propio progreso» (1982: 167). El crecimiento siguió adelante, y en el período que abarca desde 1914 hasta 1936, la población de la ciudad de Buenos Aires creció de 1.576.000 a 2.415.000 habitantes, casi duplicándose en poco menos de veinticinco años. Algunos estudios estiman que los inmigrantes y los argentinos de segunda generación constituyen un 75% de este rápido crecimiento (Recchini de Lattes/Lattes 1975: 124). En una publicación del Centro de Estudios de Población de Argentina Alfredo Lattes y Ruth Sautu contextualizan el caso: La Argentina se ubica en el segundo lugar entre las naciones que han recibido mayor inmigración europea en la centuria que abarca desde aproximadamente mediados del siglo XIX hasta la década del 50 de este siglo [XX]. Si se toma en cuenta el volumen inmigratorio en relación con el tamaño total de la población que lo recibe, el caso argentino es aún más sobresaliente, ya que fue el país que tuvo mayor impacto inmigratorio europeo en el período de referencia. Por otra parte, la Argentina es en la actualidad uno de los países más urbanizados del mundo con aproximadamente el 80 por ciento de su población residiendo en aglomeraciones urbanas y fueron las migraciones internacionales en primer lugar y las migraciones internas más tarde, los principales factores demográficos determinantes del proceso de urbanización (1978: 2-3).

Junto con los cambios demográficos que estaba atravesando, Buenos Aires se encontraba también, por estos años, en medio de un rápido proceso de industrialización. La tecnología ferroviaria, con sus rieles de hierro y motores a vapor, estaba transformando simultáneamente la organización de la población y el paisaje urbano. Para esta época ya había en la Argentina una importante red ferroviaria que aprovisionaba a Buenos Aires desde el interior del país y alimentaba su industria con materia prima. Al mismo tiempo, las

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influencias políticas, económicas y culturales de la ciudad servían para reafirmar su tradicional posición hegemónica. Su industria estaba en constante crecimiento, al igual que la población, y el «aire babélico de la ciudad [envanecía] a todos» (Luna 1982: 170). El tranvía hizo accesibles áreas consideradas distantes en el pasado y la masa urbana crecía absorbiendo pueblos sin solución de continuidad. La ciudad se transformaba físicamente a velocidades insospechadas. Las distancias eran más cortas, los tiempos más rápidos. La electricidad había acelerado la vida y hecho posible la vivienda vertical. Una avalancha de hierro transformaba a Buenos Aires. Rápidamente. Nuevos puentes construidos. Hierro en los ferrocarriles. Hierro en las estaciones, y en sus rieles, durmientes de hierro. El hierro cambió para siempre a la ciudad, «máquinas desconocidas hasta entonces, excavadoras mecánicas, grúas de gran potencia, máquinas de vapor fijas» redefinieron la fisonomía de Buenos Aires en términos del progreso tecnológico (Difrieri 1981: 146). Xul, enfrentado con esta ola de progreso y consciente de que estos cambios eran mucho más que una moda pasajera en una ciudad babélica, dirigió sus fuerzas hacia la creación de una visión armonizante. En esta incesante búsqueda, Xul siguió desarrollando el neocriollo y la panlengua como parte fundamental de su proyecto artístico —desarrollo que hasta cierto punto corre paralelo a las transformaciones que las grandes masas de inmigrantes efectúan en el dialecto porteño. Sus proyectos de renovación del lenguaje lo llevaron a estudiar lenguas no indoeuropeas para ampliar su concepción de las estructuras lingüísticas. A partir de estas investigaciones, y siguiendo la forma de las lenguas aglutinantes, Xul incorporó nuevas voces en su idioma. Así, por ejemplo, podía decir lakiermiru para significar ‘la miró cariñosamente’ o lakiermirú para ‘la miró porque quiso’ (Lindstrom 1980: 162). Ya en agosto de 1933, Xul Solar había identificado tres aspectos de la lengua castellana que le parecían problemáticos y que anota, en su propio idioma, en un cuaderno bajo el título «males que padece el español». Gradowczyk los traduce de la siguiente manera: «I) rimas que se repiten y que deben cortarse, II) la dificultad de combinar las palabras, III) palabras largas e incómodas, que hay que cortar y reemplazar con monosílabos del inglés» (1994: 156); Xul luego agrega «Menor mal (‘mo en toda lingua’) es qe faltan muchísimas palabras pa ideas qe ya tenemos claras, mah je puei saqen de otra linguas = prim de inglés» (transcripción de la ilus-

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tración en Gradowczyk 1994: 156). En su trabajo lingüístico, Xul enfocó gran parte de su energía en encontrar remedios para estos ‘males’, que luego, a través de los años, fue incorporando a su lengua. Osvaldo Svanascini recuerda que Xul usaba constantemente frases como «“déme Ud. su nacihora”, es decir, la hora de su nacimiento» (1962: 9) y, por ejemplo, para referirse a algo que varía de acuerdo con su propia voluntad, Xul decía quiervaría. El idioma de Xul estaba siempre en constante y vertiginosa evolución; su creador siempre lo estaba perfeccionando, un proceso en el que todo hablante podía participar, por ser este un proyecto comunitario. Sin embargo, Xul Solar no era el único desarrollando idiomas propios y cuenta que Macedonio Fernández «había descubierto la existencia de núcleos verbales que preservan el recuerdo, palabras que habían sido usadas y que traían a la memoria todo el dolor. Las estaba anulando de su vocabulario, trataba de suprimirlas y fundar una lengua privada que no tuviera ningún recuerdo adherido. Un lenguaje sin memoria» (Xul Solar en Olea 2000: 126)16. La propuesta de Macedonio es una de ruptura con la realidad misma. Un lenguaje sin memoria es un lenguaje que no puede recordar y ante el vacío de su propio olvido se ve forzado a re-crear, entrando en un incesante proceso de regeneración. La idea de un lenguaje que a cada paso redefine la realidad que representa, efectivamente reinventándola constantemente, encuentra una gran resonancia en Xul Solar, particularmente por la posibilidad implícita, pero acaso menos radical, de un lenguaje que evoluciona al ritmo de la realidad que refiere. Sin embargo, tanto la panlengua como el neocriollo, guardan una diferencia fundamental con el lenguaje privado de Macedonio. Según Svanascini, de los fines de la panlengua, «la bondad podría ser el más certero» (1962: 9), ya que en un gesto unificador, la lengua busca superar vastas barreras de incomunicación. El espíritu de Xul busca la comunión con la humanidad y con el universo antes que el aislamiento en la privacidad. Preocu-

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Tomo aquí una definición más estrecha que la que usa Welchman cuando, al examinar la búsqueda surrealista de un lenguaje libre de las restricciones del estilo de vida burgués, comenta que «Miró’s word-images of the 1920s were hybrids searching for a language in the very clash of languages (to use 1920s terminology)» (1989: 87). Al hablar de lenguajes me refiero a sistemas cuyos caracteres sean inconexos y finitamente diferenciables.

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pado siempre por aquellos que lo rodean17, los idiomas de Xul Solar tendrán siempre como meta principal la comunicación más profunda y completa entre las personas. Tanto la panlengua como el neocriollo son herramientas regeneradoras de la realidad que permiten apreciarla de una manera nueva. Al resaltar matices o relaciones preexistentes o al facilitar la creación de nuevas relaciones entre objetos y/o ideas, estos idiomas ponen de relieve —crean— otros —nuevos— aspectos de la realidad. De esta forma, no solamente se amplía generosamente su apreciación, sino que se propone una considerable expansión de la misma. Las aspiraciones universalistas de estos idiomas se multiplican y resuenan a través de toda la creación artística de Xul Solar, en la formulación de un arte total armonizante, que todo lo incluye y todo lo incorpora. Esta ambición lleva las investigaciones de Xul mucho más allá del campo de la expresión plástica y las dirige hacia espacios tan diversos como la música, la astrología, las religiones, las ciencias ocultas y, desde luego, hacia el lenguaje mismo. El panjuego, o panajedrez, es una de las creaciones más interesantes de Xul Solar, y un lugar ideal para analizar cómo construye los sistemas de conocimiento implícitos en sus idiomas. En el panjuego, la música, la astrología, la lengua y el simbolismo, para nombrar sólo algunos, se combinan sobre la base del clásico juego de ajedrez para formar lo que Naomi Lindstrom describe como un instrumento «fomentador de elevados estados espirituales durante los cuales el sujeto [se abre] a la revelación» y que, según Xul mismo explicaba, era el diccionario de la panlengua (1998: 119). Aquí se hacen evidentes los significados y connotaciones que Xul infunde en el idioma, preconociendo ya las grafías que ha de pintar en años posteriores y cuyo análisis concluye este capítulo. Él mismo explica:

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Svanascini cuenta que cuando la Primera Guerra Mundial sorprendió a Xul en París, éste decidió enrolarse en el ejército como enfermero, posición que lo destinaría inmediatamente al frente de batalla. Según el crítico, «ésa era su mejor manera de colaborar con el ser humano, sin hacerse parte de su destrucción. Pero surge allí un escollo que lo subleva: deberá primero seguir un curso abreviado de practicante, curso por el que le piden el pago de quinientos francos semanales» (1962: 34). Para Xul era imposible costear gastos de tal magnitud, y este arancel terminó finalmente frustrando su iniciativa.

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El motivo o utilidad, digamos también lo único de este nuevo juego, está en que reúne en sí varios medios de expresión completos, es decir, lenguajes, en varios campos que se corresponden sobre una misma base, que es el zodíaco, los planetas y la numeración duodecimal. Esto hace que coincida la fonética de un idioma construido sobre las polaridades, la negativa y la positiva y su término medio neutro, con las notas, acordes y timbres de una música libre y con los elementos lineales básicos de una plástica abstracta, que además son escritura. También coinciden los escaques, con grados del círculo con el movimiento diurno y anual del cielo, el tiempo histórico y su drama humano expresado en los astros (Xul Solar en López Anaya 2002: 30-31; énfasis mío).

Las modificaciones que Xul Solar introduce en el ajedrez le permiten incorporar una amplia gama de elementos que sirven para potenciar la capacidad significativa del juego. Estas modificaciones no sólo impactan el aspecto formal —el panjuego se juega en un tablero de 156 (13 x 12) o 169 (13 x 13) escaques, con treinta piezas cada jugador en lugar de las dieciséis del ajedrez—, sino que, al agregar referentes astrológicos, lingüísticos y musicales organizados a partir del sistema duodecimal, Xul establece una dimensión espiritual que resulta central para el entendimiento del juego. Cada pieza está marcada con una inscripción de valor simbólico cuya intención es hacer un llamado a las intuiciones mítico-simbólicas del inconsciente colectivo. El propósito fundamental del panjuego es despertar en los participantes la capacidad latente de pensar mediante el uso de símbolos, en este caso, los trebejos —como también se llama a las piezas— y los escaques del tablero. Se trata de un proceso con numerosas variables que podía ser relativamente simple y sin ambigüedades, pero también llegaba a ser muy abstracto y de altísima complejidad. Por ejemplo, una partida entre artistas o escritores generaría ejercicios alegóricos cuyo nivel de abstracción sería muy alto, llegando a determinar intrincados códigos simbólicos. El resultado final, en una partida como ésta, bien podía ser una obra artística. No tenemos instrucciones para ensayar hoy una partida, pero Xul Solar describe esquemáticamente el desarrollo del juego: a) las piezas inician el juego fuera del tablero; b) si se quiere pueden superponerse; c) si un jugador captura una pieza de su contrincante puede disponer de ella como propia con solo dar vuelta el trebejo; d) con la notación pueden for-

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marse palabras, transformando la partida en un diálogo coherente o en un contrapunto musical o lineal, que mediante signos taquigráficos puede desarrollarse poética o pictóricamente; e) también pueden jugar dos destinos con solo utilizar las piezas de acuerdo al horóscopo de cada uno de los jugadores (citado en Svanascini 1962: 16).

Como ya se ha aludido, no hay en esto ganadores y perdedores en el sentido tradicional. El panjuego (y en gran parte la panlengua misma) es más bien un ejercicio espiritual en el que los jugadores intentan conseguir un estado de conciencia superior a través de las infinitas combinaciones posibles en el juego. Xul Solar tenía en alta estima la individualidad de cada persona. Los jugadores del panjuego recibían sólo las más mínimas indicaciones y parte del desafío era encontrar una manera propia de proceder. Las reglas que Xul creó nunca fueron muy detalladas o específicas, y estaban siempre sujetas a constantes revisiones y actualizaciones. Borges recuerda que «el pensamiento de Xul siempre iba dejando atrás la explicación del juego. Él daba una explicación, digamos, de tal regla del juego, cuando uno la había entendido, [...] entonces ya Xul había ido más adelante y había modificado lo que acababa de enseñarme. Entonces me comunicaba esa modificación, pero esa modificación la dejaba atrás también enseguida» (transcripción de Borges habla de Xul Solar). Xul mantenía que al formular instrucciones precisas y finales para el panjuego limitaría las posibilidades que éste ofrece. Al mismo tiempo, fiel a su cultura autodidacta, Xul opinaba que la imposición de reglas limitaba la creatividad —es decir, la individualidad— de los jugadores18. Una partida de panajedrez es un proceso íntimo que cada jugador debe enfrentar por sí mismo. Por esta misma razón, Xul también se abstenía de dar consejos a los

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Al hablar del tema, Borges recuerda las ideas de Andrew Lang sobre el efecto que la escuela, con sus estrictas reglas, tiene sobre los niños: «El escritor escocés Andrew Lang, cuyas obras hemos leído con Xul, decía que hasta los doce años todos somos geniales, pero después viene la escuela, viene la educación. Entonces ya nos parecemos a todos los demás, tratamos de ser como todos los demás y dejamos de ser genios. Pero, él decía que todos los niños son geniales, y había algo, a pesar de su sabiduría, de niño en Xul Solar» (transcripción de Borges habla de Xul Solar).

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jugadores principiantes, ya que cada uno debía desarrollar un estilo propio. Héctor Olea explica, citando a Xul Solar, que el panjuego «se concebía, según explica en su proyecto, como un “sistema ‘cabalístico’ racional” donde la adivinación incide secretamente a modo de lenguaje personalizado con intrigante memoria renovable y, de algún modo, amnésica» (2000: 126). Esta característica dual de la memoria del lenguaje, renovable y amnésica al mismo tiempo, es donde reside la fuerza creadora e ilustradora del panjuego que Xul traspone a sus grafías. La amnesia propuesta, comparable hasta cierto punto a la falta de memoria en el lenguaje de Macedonio Fernández, más que un camino hacia la incomunicación y el aislamiento individual o un rechazo del pasado, es una iniciativa que regenera y recontextualiza. Sobre finales de la década de 1950, Xul volvió a trabajar con elementos verbales en su pintura para dedicarse a su proyecto más ambicioso, las grafías, también denominadas por su creador como formas-pensamiento, grafías plastiútiles o pensiformas. Las palabras pintadas en la obra de Xul Solar aportan la intensidad creadora de un lenguaje que se nutre de las investigaciones del mismo artista. Las grafías configuran esta intensidad, potenciándola en una sincronización de palabra e imagen. En ellas Xul busca darle presencia por medio de una codificación plástica a propuestas o mensajes útiles escritos en su propio idioma. Con este fin, el artista combina pinturas verbales y poemas visuales para crear un tipo de imagen que integra texto y forma. La crítica tiende a dividir las grafías en categorías de acuerdo con el sistema de escritura empleado. Por ejemplo, Gradowczyk, las agrupa en seis categorías principales: a) geométricas, b) bloque de letras, c) guardas, d) cursivas, e) vegetales y f ) antropomórficas y zoomórficas (1994: 215-216). En sus primeras pinturas verbales la interacción entre palabra e imagen es de relativa simplicidad. Los fragmentos verbales forman una oración, acaso una instrucción, coherente que guía la lectura del cuadro. Con el desarrollo de su técnica Xul Solar creó una dialéctica más sofisticada. En obras como Mansilla 2936, hay un trabajo con elementos lingüísticos más básicos: palabras sueltas o frases de dos palabras. Al abandonar la organización discursiva Xul Solar creó diferentes niveles de referencia verbal enriqueciendo la relación entre los dos sistemas de representación. Sin embargo, la forma esencial de esta relación se mantiene intacta, el lector-observador debe oscilar entre el componente verbal y el visual para llegar a una interpretación general de la

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obra. Este ida y vuelta que demanda el proceso interpretativo surge, como se ha mencionado, de la dualidad de un signo que debemos clasificar simultáneamente dentro de un sistema articulado y uno denso. El punto de contacto entre los dos sistemas es también el punto de separación ya que obliga a interpretar alternativamente lo pintado y lo escrito. Esta «frontera invisible», para decirlo con Monegal (1998: 30), que fuerza la oscilación entre una forma de representar y otra es, para Nancy, «the slit, perfect, definitive, and delicious, in which the naked truth is always recognized» (2005: 76). Las grafías de Xul Solar detienen la oscilación, conteniéndola en la codificación plástica del lenguaje verbal. Detenida en la elusiva frontera entre palabra e imagen, la grafía le da presencia visual a una idea verbal y hace fluir una verdad ‘desnuda’, trascendental y utópica. La primera grafía de Xul data de 1935 y hay algunas grafías más realizadas hacia finales de esa década, pero se desconocen sus significados. En 1958, retomó esta forma y, mayormente en su casa en el delta del río Paraná, sobre el río Luján, se dedicó a estudiarla y avanzarla hasta su fallecimiento en 1963 (Gradowczyk 1994: 212). Con las grafías, Xul investiga este punto en que los sistemas se unen y se separan, y en pos de una unidad más profunda busca superarlo en una plástica abstracta que al mismo tiempo es escritura. Como hemos visto, este punto de contacto y separación surge de las diferencias inherentes entre el sistema de representación verbal y el visual. Esta diferencia es, al menos desde el punto de vista estrictamente teórico, insalvable, ya que si bien podemos concebir un sistema que sea en parte articulado y en parte denso, sería imposible diseñar un sistema que fuese al mismo tiempo articulado y denso. Xul Solar entonces abandona el sistema de escritura tradicional y lo reemplaza por otros que él mismo diseña. Estos nuevos sistemas poseen ahora una dimensión estética mucho más amplia y cargada de un potencial semántico que no está presente en el alfabeto romano. Tomemos, por ejemplo, el sistema de las grafías geométricas. Xul diseñó un conjunto de formas geométricas básicas para representar combinaciones de vocales y consonantes del alfabeto romano. A las vocales fuertes —a, e, o— Xul les asignó un triángulo, un círculo con una línea horizontal marcando el diámetro y un círculo sin marcar respectivamente. Las letras se combinan al insertar la forma de una vocal en la de una consonante formando así una sílaba. En caso de combinaciones con vocales débiles, la forma consonante se

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afina hacia la parte superior para indicar la combinación con la letra i y por el contrario el afinamiento hacia la parte inferior señala una combinación con la u. Hay además tres marcas para las letras n, r y s que pueden ubicarse arriba o debajo de la sílaba19. Jorge García Romero, con ayuda de Lita Xul Solar, viuda de Xul Solar, compiló una tabla parcial de traducción que nos permite leer las grafías geométricas. Vemos entonces que Xul diseña un sistema para expresar su lenguaje en términos de las que fueran prisiones esquemáticas. Según Nancy, las palabras que encontramos pintadas en la superficie de un cuadro «make sense, their ordinary sense — ‘pipe’ or ‘I am the painter’ — but they do so by absenting this sense in their image» (2005: 71). En las grafías, Xul Solar desarrolla y enriquece la imagen de las palabras. La imagen del signo lingüístico se configura también como imagen visual y Xul Solar explota la visualidad de la representación verbal cargándola de posibilidades significativas implícitas en la codificación plástica de su lengua. Las funciones denotativas y ejemplificativas de los símbolos quedan potenciadas no sólo ya por el lenguaje que refieren, sino también por las cualidades adscritas a las formas geométricas básicas, es decir, por las imágenes donde ausentan su sentido. La obra Lu kene ten lu base nel nergie, sin nergie, lu kene no e kan (1961) (ver Fig. 5), cuyo título la crítica traduce al castellano como «El conocimiento tiene la base en la energía, sin energía, el conocimiento no es posible» (Gradowczyk 1994: 217; López Anaya 2002: 29), es un ejemplo de la escritura geométrica. El cuadro sigue la lectura tradicional de la escritura occidental, de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, cada forma representando una sílaba del título —la línea superior dice «LU KE NE TEN LU BA SE NEL NER GIE» y la inferior completa «SIN NER GIE LU K ENE NOE KAN»—. Además de la leyenda que titula la obra, Xul incluye su firma, el año de producción en notación decimal —1961— y en el siempre favorecido sistema duodecimal —1175—. La inscripción «Pan Klub» nos señala el destino que el artista tenía en mente para la obra, mientras que la indicación de que fue pintada en su casa del Delta (Gradowczyk 1994: 217) se superpone brevemente con el autorreferencial Sol. En las grafías, como vemos, Xul Solar va

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Para una discusión más detallada sobre el funcionamiento interno de las grafías geométricas, ver Gradowczyk (1994).

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más allá de la yuxtaposición de los dos sistemas y se propone fusionarlos al codificar el sistema lingüístico y expresarlo por intermedio de caracteres plásticos que el lector-observador debe interpretar. El texto está pintado en el cuadro, casi se podría decir que el texto es el cuadro. Sus sílabas, representadas por una particular combinación de formas, mantienen todavía la articulación necesaria para que el sistema funcione, pero ahora la representación de cada sílaba se encuentra repleta de posibilidades semánticas no sólo creadas a partir de la lengua que refieren sino también desde la técnica del pincel, el color y la tonalidad, el tamaño relativo, la posición respecto del resto de la composición, etc. Cabe señalar que si bien en el presente ejemplo, al igual que en la mayoría de las grafías geométricas, el orden de la leyenda es de relativa simplicidad, en otros casos, como puede observarse en Gran Rey Santo Jesús Kristo (ver Fig. 6), también pintada en 1961, la estructura es mucho más compleja. La dualidad del signo lingüístico en la composición plástica, que, como vimos, separa y une al mismo tiempo los dos sistemas de representación, queda contenida en la dimensión plástica que Xul le da a su escritura. Las palabras pintadas en las grafías se convierten en sí en imágenes dentro de la imagen, «insisting on their absent sense, giving rise to the unheard and the unintelligible» (Nancy 2005: 72). En las grafías geométricas encontramos los elementos lineales básicos de una plástica abstracta, que a la vez son escritura, síntesis de palabra e imagen. Sabemos, desde el rigor de la teoría, que es imposible eliminar la distancia entre palabra e imagen, o sea, borrar la diferencia entre un sistema articulado y uno denso, pero es justamente sobre esta imposibilidad que se apoya la utopía de Xul Solar. Con las grafías, el artista detiene la oscilación entre lo verbal y lo visual en un momento imposible donde palabra e imagen coinciden potenciándose infinitamente. Es el momento aporético en que maravilladas palabra e imagen se encuentran cara a cara y reconociéndose comienzan a dar cuenta de aquello que permanece, y permanecerá siempre, más allá de las posibilidades de cada una. El gesto último de comunión utópica y trascendencia es paradójica, pero inevitablemente, también el más inaccesible. Con la excepción de una decodificación parcial de las grafías geométricas, dependemos enteramente de las transcripciones que el artista a veces incluyó en la obra para poder leer las grafías. Donde Xul Solar no provee transcripción, el texto de la grafía es inescru-

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table. La visión artística de las grafías de Xul Solar florece en el clima propiciado por las lenguas que él creó y por los lenguajes plásticos que desarrolló a partir de la codificación visual de éstas. La inaccesibilidad final de las grafías deviene de nuestra incapacidad de penetrar en ese clima, de adentrarnos lo suficiente en ese lugar que no existe para enfrentar la verdad pura que revela. Mari Carmen Ramírez, curadora de la colección de arte latinoamericano del Museo de Houston, señala que al no haberse dedicado a una forma particular, la obra de Xul Solar no se incorpora con facilidad al ambiente artístico de ningún país (en Rohter 2005). La heterogeneidad de los elementos e influencias que Xul Solar emplea en el desarrollo de su proyecto artístico ha contribuido con seguridad al tardío reconocimiento crítico de su obra. Desde su práctica, la transdisciplinariedad emerge como constante creativa. A través de la combinación de palabras e imágenes, refinada a lo largo de su carrera, Xul Solar integra la fuerza creadora de su idioma con expresiones de arquetipos provenientes del inconsciente colectivo que expresa por medio de la pintura. Así, reúne una amplia gama de elementos que filtra en su lengua para luego integrarlos en la representación plástica. Sus lenguas, con todas las connotaciones que recogen en su codificación visual, se funden en la imagen y abren un espacio en la invisible frontera entre lo verbal y lo visual, un espacio que al mismo tiempo que es palabra/imagen, no es ninguna tampoco. En esta sincronía, la imaginación de Xul Solar revela la última visión de sus mundos utópicos.

CAPÍTULO II

EL QUIJOTE EN MÉXICO: JOSÉ GUADALUPE POSADA Y ALFREDO ZALCE

Casi desde su creación, los personajes de don Quijote y Sancho Panza desbordaron la novela de Cervantes para convertirse en iconos visuales del imaginario de la cultura occidental. Rachel Schmidt anota que apenas ocho años después de la publicación de la primera parte de la novela, en 1613, don Quijote y Sancho Panza participaban en un desfile de carnaval en Leipzig (Schmidt 1999: xiii). A través de los años, el par ha sido representado en el teatro, en otras obras literarias, en musicales, en el cine, en caricaturas políticas y cómics, en esculturas y, desde luego, en incontables obras plásticas. La gran tradición pictórica del Quijote supera las fronteras de España —donde pintores como Picasso, Dalí y Goya, entre otros, lo retrataron— y se arraiga con particular fuerza en México, como lo demuestra el Museo Iconográfico del Quijote, en Guanajuato, institución única en el mundo, cuya colección entera se centra en don Quijote y demás personajes de la novela. Cada medio de representación posee una capacidad expresiva particular, pero determinada no por lo que puede expresar, sino por cómo lo expresa. La imagen nos presenta una ausencia, hace presente ante nosotros algo que no está allí, y que permanece distante y distinto. En las palabras de Nancy: «the image is a thing that is not the thing: it distinguishes itself from it, essentially» (2005: 3). Pero lo que se distingue de la cosa es también una fuerza, una intensidad. La imagen extrae esta intensidad y la separa marcándola como distinta. Éste es el doble proceso que entendimos inicialmente en términos de un elevamiento, constitutivo de la intensidad, y un recorte que la configura según los códigos de un sistema representativo dado. Quiero ahora profundizar esta noción a través del análisis de dos obras de artistas mexicanos, la Calavera de don Quijote (c. 1905) de José Guadalupe Posada (18521913), y Evocación quijotesca (1986) de Alfredo Zalce (1908-2003), que re-

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toman al personaje de Cervantes. Especialmente me interesa cómo Posada y Zalce se apropian de la ficción cervantina para trasponerla a las artes visuales, adaptándola a través del tiempo y el espacio a un nuevo contexto cultural y a un nuevo medio de representación. La transposición interartística que estos artistas realizan es un proceso complejo que pone en relación la tradición interpretativa —textual y visual— del Quijote, particularmente en México, con la historicidad de las obras de Posada y Zalce —sus contextos sociohistóricos y artísticos—. La intensidad que la imagen extrae es una fuerza abstracta e indefinida que se da en la distinción que establece, en las marcas mismas que la separan e identifican como imagen. Surge a partir de la condición de ser-en-el-mundo de artista, es decir, a partir del encuentro entre un sujeto y el mundo de lo que está presente-a-lamano. Sin embargo, sólo accedemos a ella a través de un soporte material que la contiene y le da forma pero al mismo tiempo la separa y la ausenta, justamente para darle presencia. La intensidad que se configura en las obras de Posada y Zalce resulta del encuentro entre el artista y la novela de Cervantes en un contexto histórico particular. Desde el punto de vista de la hermenéutica fenomenológica estas obras presentan la etapa final de la interpretación del texto de Cervantes, la actualización del significado textual plasmada en un evento en el presente. Este encuentro está cifrado en el ‘recorte’, en la configuración, de la imagen, pero la lectura de Don Quijote sólo se hace presente en la representación visual —de la cual es inseparable pero distinta—. El significado textual construido por Posada o Zalce sólo se da en la materialidad visual de sus cuadros y esto marca un doble camino a recorrer. Para dar cuenta de la transposición interartística efectuada por Posada y Zalce se requiere primero un estudio del sentido textual que el artista construye y luego un análisis de la manera en que la potencialidad significativa que este sentido entraña organiza el espacio de la representación visual. A partir del modelo de etiquetas (labels) y esquemas (schemata) que Goodman propone para la representación, desarrollaré el concepto de esquema representativo para pensar la intensidad en función del conjunto de posibilidades interpretativas que la novela abre en el terreno ontológico-epistémico de cada artista como lector. Luego, incorporando nociones de la teoría de la metáfora analizaré la configuración visual de la intensidad en función de la aplicación (transposición) del esquema representativo para ordenar el campo de la imagen visual.

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La imagen de don Quijote luchando contra los molinos de viento denota su locura pero también lo clasifica como un héroe trágico. Aquí encontramos la función organizadora de la etiqueta, cuya aplicación no sólo registra sino que también efectúa una clasificación. Dos factores regulan su aplicación. Primeramente hay que considerar la manera en que una etiqueta ha sido utilizada en el pasado, ya que su aplicación no escapa a la influencia de la historia de su uso, aquella ‘memoria’ que Macedonio Fernández quería eliminar de su lenguaje. Esta propiedad es la que hace que la imagen de la rosa, por ejemplo, pueda haber acumulado tantos y tan diversos significados a lo largo de la historia. Pero la aplicación correcta de una etiqueta no está regulada únicamente por sus usos previos sino que también depende de las posibles alternativas de clasificación. Por ejemplo, dada una serie de objetos a clasificar según su color, el grupo al que se le aplique la etiqueta ‘rojo’ será diferente según clasifiquemos los objetos como ‘rojo’ y ‘no rojo’, o como ‘rojo’, ‘marrón’, ‘naranja’ y ‘violeta’. Las alternativas posibles de clasificación son por lo general menos obvias o explícitas, y tienden a establecerse implícitamente en función de su contexto. A partir de éstas podemos definir lo que Goodman denomina esquema como un sistema o conjunto de etiquetas que organiza y clasifica un campo. Éste, a su vez, comprende todas las cosas denotadas por cada etiqueta que pertenece al esquema. Para continuar con el ejemplo antes presentado, la etiqueta ‘rojo’ puede incluir en su rango todas las cosas rojas, mientras que el campo al que pertenece puede ser, por ejemplo, el de todas las cosas de color (Goodman 1976: 72). Una manera de acercarse al esquema representativo de una obra literaria es pensarlo en términos de lo que Wolfgang Iser denominó como «espacios en blanco» o «vacíos» en el texto. De acuerdo con Iser, estos vacíos sirven para balancear la asimetría fundamental entre texto y lector; una asimetría constituida en la extensa imposibilidad de experimentar la experiencia del otro como algo contingente con una alta cuota de interpretación. Esto anima la relación diádica lector-texto, y es regulada y dominada por la interpretación. Como señala Roberto Aguirre Fernández de Lara, «los conductores que controlan tal relación llevan al lector hasta lo sucedido y le inducen a representarse lo no dicho como lo pretendido» (2005: s/p). Así, el lector proyecta imágenes para llenar los vacíos en función de un cierto marco de referencia cuyos códigos regulatorios, como explica Iser, «are fragmented in the

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text and must first be reassembled or, in most cases, restructured before any frame of reference can be established» (1978: 166). En este proceso, el lector caracteriza ontológicamente al texto en tanto que «la interacción entre ambos es posible toda vez que el texto no es un objeto que se percibe sino que se abre como tal al final de la lectura, es decir, por interpretación. La interpretación como forma de conocimiento intersubjetivo. Así, el lector lleva al texto a su terreno ontológico y epistémico» (Aguirre Fernández de Lara 2005: s/p) —terreno que convenientemente indagaremos más adelante—. El marco referencial que de este modo se reconstruye no es, en realidad, otra cosa que el conjunto de alternativas clasificatorias, que de aquí en adelante referiré como el esquema representativo de una obra. La posibilidad de transponer un esquema es de gran valor para el estudio de obras como las de Posada y Zalce, especialmente para dar cuenta del paso de la representación verbal a la representación visual. Cabe señalar que cualquier signo puede funcionar como etiqueta sin importar el sistema al que pertenezca, por lo que los esquemas no siempre son entidades verbales y pueden estar compuestos por cualquier tipo de signo. En la transposición, un esquema se aplica a un campo nuevo y lo reorganiza de acuerdo con su estructura. Cualquier esquema puede ser transpuesto a casi cualquier otro campo. Así, por ejemplo, aplicamos predicados de temperatura a colores y a personalidades, o predicados militares a las piezas de ajedrez, etc. Sin embargo, su aplicación, es decir, qué colores se clasifican como ‘cálidos’ o qué piezas como ‘soldados rasos’, difícilmente será tan arbitraria. Como ya se ha mencionado, la aplicación de una etiqueta recibe una gran influencia de sus aplicaciones previas, pero no sólo de sus aplicaciones literales, sino también de sus aplicaciones metafóricas, ya que éstas también contribuyen a la determinación del nuevo orden. La fuerza creadora de la metáfora surge en la representación verbal de una impertinencia predicativa que genera un choque entre dos campos semánticos. Para superar este obstáculo, el lector crea una nueva pertinencia predicativa que es el sentido metafórico. Esta nueva pertinencia al nivel de la oración crea, al nivel de la palabra, la extensión del sentido «by which classical rhetoric identified the metaphor» (Ricœur 1991b: 124). En términos de esquemas, esta fuerza creadora es el producto de la tensión generada por la reorganización que un esquema efectúa sobre otro al ser transpuesto. Tanto Posada

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como Zalce transponen el esquema representativo de Don Quijote a la pintura para usarlo como principio organizador en sus obras, estructurando sus ideas en función de éste. Esta reorganización (reclasificación/reinterpretación) de ideas no sólo está matizada por el lenguaje plástico propio de cada artista, sino que también está condicionada por los usos previos del esquema a transponer. Esto requiere una examinación de la tradición pictórica del Quijote y del terreno ontológico-epistémico desde el que cada artista crea su obra. Tracemos entonces, a vuelo de pájaro, la historia de don Quijote en México. La novela de Cervantes no se hizo esperar en el Nuevo Mundo. Francisco Rodríguez Marín estableció que las primeras ediciones de Don Quijote llegaron a México en la segunda mitad de 1605, el mismo año de su publicación en España (Rojas Garcidueñas 1975: 89)1. Ricardo Palma, a su vez, confirma que para finales de diciembre del mismo año el virrey de Perú ya había recibido una copia de la novela de Cervantes de un amigo en México (1998: 132). Hacia comienzos de la década de 1620 se puede notar la fuerte presencia que el personaje cervantino ya tenía en el imaginario social. En una mascarada de caballeros encabezada por el segundo marqués del Valle de Oaxaca, don Martín Cortés —el hijo del conquistador introdujo la tradición de las mascaradas en México—, don Quijote aparece como el caballero más moderno, acompañado de Dulcinea y Sancho Panza (Rojas Garcidueñas 1968: 13-17). Llegado el siglo XIX, al mismo tiempo que la crítica local interpreta a Don Quijote como una caricatura de las clases altas (Agustín Durán); como «una sátira contra el egoísmo» y «contra la injusticia» (Antonio de Alarcón); y lee en el protagonista a un incansable defensor de la justicia social (José María Sbarbi) (citados en Rivas Hernández 1998: 128-137)2, la iconografía quijotesca logró gran popularidad en México. Palma especula

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Rojas Garcidueñas anota que «[f ]ue don Francisco Rodríguez Marín, devoto cervantista, quien encontró en uno de los registros de embarque (trámite ordinario de la Casa de Contratación) el dato para nosotros interesantísimo de que la flota que zarpó de Sevilla el 12 de julio de 1605, en la nao Espíritu Santo venían cajones con 262 ejemplares de Don Quijote de la Mancha, para ser desembarcados en San Juan de Ulúa y consignados a Clemente Valdés en México» (1975: 89). 2 Este último parece anticipar la aparición de la Calavera de don Quijote de Posada y la inminente Revolución cuando escribió en 1874 que: «Mientras haya en el mundo gobernantes,

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que los mexicanos «debieron ser muy devotos de Cervantes» (1998: 135), ya que en el transcurso del siglo se publicaron nada menos que seis ediciones ilustradas de la afamada novela. La primera de éstas data de 1833 —es también la primera edición ilustrada en toda América—, contiene veinte grabados en cobre y se la conoce como la edición Arévalo. En 1842 apareció la impecable edición de Cumplido con 125 litografías que reproducían las ilustraciones de Tony Johannot. Diez años más tarde, una edición más modesta publicada por Simón Blanquet incluyó 43 litografías, todas copias de las incluidas en la edición de Cumplido. La edición producida por la imprenta de Mariano Villanueva en 1868-1869, «adicionada con grabados» no incluye sino dos ilustraciones (en Rojas Garcidueñas 1975: 106). Ya sobre el cierre del siglo, en el año 1900 —unos pocos años antes de que Posada realizara su Calavera de don Quijote—, se hizo una edición en cuarta mayor con 527 grabados, reproduciendo por primera vez en México las célebres ilustraciones de Gustave Doré3. José Guadalupe Posada es seguramente el grabador más importante de la historia del arte mexicano. Nació en la ciudad de Aguascalientes, en 1852, y comenzó a estudiar dibujo en la escuela, donde enseñaba Cirilo, su hermano mayor. A los dieciséis años comenzó a trabajar como aprendiz de litografía en el taller gráfico de Trinidad Pedroza donde se dedicó a la sátira política ilustrando publicaciones como El Jicote. Al poco tiempo, la controversia generada por este diario fue tal que Pedroza y Posada se vieron forzados a mudarse a la ciudad de León para escapar del acoso político de la clase dirigente. Durante los siguientes dieciséis años, Posada «produced magazine and book illustrations, cigar box designs, diplomas, party invitations, and many other types of commercial works» (Frank 1998: 5). Fue asimismo en León donde

administradores de Justicia, representantes de los intereses de un país (sea cualquiera el nombre que ostenten y la jerarquía que ocupen), que, en vez de padres son padrastros, y opresores de la humanidad, so capa de favorecedores, no se eximirá la sociedad de ser un presidio suelto; y sólo el día que llegaran a ser muchos los quijotes, esto es, los hombres de corazón, de fe, de rectitud, de justicia, en suma, de buena voluntad. Es cuando podrían ser enderezados tantos entuertos como la afligen, corroen y aniquilan» (en Rivas Hernández 1998: 134). 3 Para un estudio más detenido de las ediciones ilustradas de Don Quijote en México, ver Rojas Garcidueñas (1968: 75-108 y 1975: 104-107) y Palma (1998).

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Posada comenzó a grabar en madera (Fernández 1967: 193) y, durante estos años, también se casó y tuvo un único hijo, fallecido luego en su temprana adolescencia. En 1887, una terrible inundación se llevó consigo una buena parte de la ciudad y Posada perdió el taller donde trabajaba. Así, a los treinta y cinco años de edad, el artista se mudó a la Ciudad de México. Al año siguiente empezó a trabajar en el taller de Antonio Vanegas Arroyo y de este modo dio comienzo a la etapa más productiva de su carrera. Aquí Posada trabajó con el poeta oaxaqueño Constancio S. Suárez, autor de muchos de los textos que ilustró, y con el grabador Manuel Manilla, a quien reemplazó como grabador principal cuando éste se retiró del negocio. Poco se sabe hoy de la vida de Manuel Manilla pero se reconoce que fue una influencia importante en la formación artística de Posada. (Justino Fernández encuentra en Manilla un precedente de la obra de Posada y considera que la exposición de parte de la obra que se conoce de Manilla «presentada por el Instituto Nacional de Bellas Artes, en 1951, vino a afirmar su carácter de precursor» de Posada; Fernández 1967: 1944.) Durante los primeros años de trabajo en el taller de Vanegas Arroyo, Posada comenzó a hacer grabados en zinc. Sobre su técnica de trabajo existen al menos dos hipótesis; la crítica en general tiende a reproducir la conjetura de Charlot que sostiene que Posada dibujaba directamente sobre la plancha de zinc con una tinta grasosa que protegía la superficie del metal cuando se la atacaba con ácido. Sin embargo, Thomas Gretton, en su estudio de los grabados de Posada, concluye que Posada debió haber usado la reproducción fotomecánica para crear sus imágenes. De la misma manera, existe una gran discrepancia en las opiniones de la crítica en cuanto a la cantidad de graba4

Fernández apuntó que algunos críticos opinaban que dos grabados tradicionalmente atribuidos a Posada probablemente habían sido creados por otra persona pero descarta la idea: «¿quién puede ser el autor? Porque siendo tan excelentes grabados se ocurre, entonces, que Posada tuvo un rival de su estatura, hasta hoy desconocido» (1967: 198). Unos de estos grabados es la llamada Calavera huertista cuya reproducción en el trabajo de Julian Rothenstein aparece ilustrando un texto con el título «La hambrienta calavera» y está atribuida a Manilla. Rothenstein es el único crítico que he podido encontrar que no le atribuye la Calavera huertista a Posada, pero tácitamente sugiere que tal vez no debamos buscar rivales para encontrar el posible autor de Calavera Zapatista el otro grabado en cuestión, sino maestros y precursores.

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dos realizados por Posada a lo largo de su carrera: para Charlot fueron dos mil (1963: 49), «Frances Toor comenzó a hablar de más de quince mil al igual que Rivera, siguiendo la versión que propagó Blas Vanegas Arroyo, hijo del editor de Posada» (González Esparza 1999: 121) y para Fernando Gamboa fueron más de veinte mil (1944: 14). A lo largo de su carrera, Posada trató una temática muy amplia que abarcó, entre otras cosas, noticias de eventos importantes, corridos populares, ejemplos morales, las aventuras de don Chepito Marihuano y, por supuesto, las calaveras. Estos diversos temas tienen su punto de convergencia en la cotidianeidad que los convierte en testigos de la propia situación existencial de Posada. Como escribe Octavio Paz, si bien los temas que el artista trata «son los de la vida diaria, su manera de tratarlos los rebasa, les da otra dimensión. Mejor dicho, los abre hacia otra dimensión. No son ilustraciones de este o aquel sucedido sino de la condición humana» (1989: 183). Una lectura de la historia de México revela que a principios de siglo XX el país estaba por dar lo que muchos interpretaron como un paso definitivo hacia su auténtica independencia. Tras haber desterrado el orden político establecido durante la colonia y el orden ideológico impuesto por la Iglesia, el pueblo mexicano se aprestaba a reformar su organización social. En 1810, México logró la independencia política, pero esto solo no fue suficiente para lograr una independencia auténtica, ya que el orden social instaurado por España seguía intacto, el clero, los caudillos militares y los descendientes de los conquistadores no dejaron de explotar las tierras usurpadas a los indígenas, y, por su parte, la Iglesia seguía dominando el pensamiento de los mexicanos. Al obtener la independencia política se desató en México, al igual que en el resto de las jóvenes naciones americanas, una serie de luchas internas entre liberales y conservadores. La resolución de este conflicto, hacia fines del siglo XIX, va a generar el espacio que habitará la Calavera de don Quijote. La Iglesia intentaba mantener la posición que había disfrutado dentro del Imperio español y el ejército era su aliado. En oposición a ésta se ubicó un nuevo grupo social emergente: la burguesía mexicana. José María Luis Mora fue el primer teórico de este grupo y, reformulando el conflicto entre liberales y conservadores como una lucha entre las fuerzas del progreso y las del retroceso, llegó a concebir el «Plan de Reforma, [...] en lógica continuidad con la Revolu-

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ción de Independencia» (Ramos 1975: 189-190)5. Mora reconoció que el Estado se había convertido en una fuente de enriquecimiento para el clero y la milicia, y planteó que el gobierno debía estar al servicio de la sociedad y no ésta al servicio de aquél. Así, la Constitución de 1857 despojó a la Iglesia de sus tierras y estableció la libertad de culto, dándole al mexicano el derecho de pensar por sí mismo. Diez años más tarde, en 1867, el movimiento de Reforma se impuso en todo México y Gabino Barreda pronunció su Oración Cívica donde interpretó la historia de México de acuerdo con los tres estados de Comte, marcando el triunfo del espíritu positivo en México. El establecimiento del positivismo como parámetro primero para la interpretación de la historia del país y la explícita aceptación de sus valores, tendrá un profundo impacto que revolucionará casi todas las facetas de la sociedad mexicana. Hay dos aspectos particulares de esta transformación que me interesa señalar y que ayudarán a comprender mejor las circunstancias de producción y recepción de los grabados de Posada: la situación de las artes plásticas mexicanas a fines del siglo XIX y comienzos del XX, y el impacto que las políticas positivas tuvieron en las condiciones de vida del pueblo mexicano. Con la victoria del Plan de Reforma se implementaron una serie de cambios. Primeramente, se acudió a la necesidad de una reestructuración de la educación. Siguiendo la filosofía positivista la nueva educación ya no podía seguir basándose en el antiguo y derrotado principio de la Divinidad, sino que debía basarse en lo inmanente, en la ciencia. Asimismo, fue necesario imponer un nuevo orden social para combatir tanto a las facciones conservadoras, o del retroceso, que buscaban un retorno al sistema preconstitucional, como a los antiguos liberales que buscaban la libertad total del individuo, una tendencia anarquista que amenazaba los logros de la Reforma.

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Zea explica la situación en aquel momento: «Existe una marcha del progreso y una marcha del retroceso. La marcha del progreso era aquella que tenía como fin la ocupación de los bienes del clero; la abolición de los privilegios de clase y los de la milicia; así como la difusión de la educación pública en las clases populares, en forma absolutamente independiente del clero; absoluta libertad de opiniones e igualdad de los extranjeros con los naturales en los derechos civiles. En cambio la marcha del retroceso era aquella que pretendía abolir lo poco que se había hecho por el progreso» (1955: 26-27).

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La respuesta positivista surgió del razonamiento de que la libertad individual es el producto natural de la evolución de una sociedad ordenada. Según Barreda, «el orden no es incompatible con la libertad [...] la libertad consiste en someterse plenamente a la ley de orden que debe regirla» (Zea 1955: 3334). La libertad se entiende ahora como la sumisión a reglas naturales que se establecen y estudian científicamente sentando sólidas bases para la hegemonía de una interpretación darvinista de la sociedad6. Pero no existía todavía un orden al que someterse y que propiciara el crecimiento y desarrollo social de México; y la libertad individual no era más que un ideal utópico y, en ese momento, inalcanzable. La burguesía mexicana necesitaba un nuevo orden, y así surgió el pedido de un tirano justo que beneficiaría a toda la sociedad. En estas circunstancias, en 1876, llegó al poder Porfirio Díaz para inaugurar más de tres décadas de porfirismo. Con Díaz se creó el orden que la burguesía buscaba y dentro de este orden comenzó a gestarse un nuevo ideal de libertad que respondía mejor a los intereses burgueses: la libertad de enriquecimiento combinada con el concepto darviniano del derecho del más fuerte —cada individuo tenía derecho a enriquecerse en la medida que pudiese—. Se razonaba que este ‘grupo de los más fuertes’, conformado por los mismos miembros de la burguesía, merecía mayor protección del gobierno; sus riquezas eran el producto de su esfuerzo y el Estado debía protegerlos. De este modo, el sistema social establecido por la colonia que se apoyaba en la explotación de la tierra, y que la burguesía había encontrado conveniente y hasta justificable, quedó intacto. La industrialización mexicana no reportó grandes beneficios a las clases más bajas de la sociedad que fueron marginalizadas por el sistema que las regía. A pesar de que todavía no se ha escrito la historia de las epidemias y hambrunas en el México del siglo XIX, sabemos que «[l]as crisis demográficas, pese a la modernización porfirista, continuaron como jinetes finiseculares y como presagios revolucionarios. De hecho, la última gran crisis demográfica

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Barreda ilustraba esta idea mediante un ejemplo de la física: un cuerpo cae libremente no cuando cae como mejor le parece, sino cuando cae de acuerdo con las leyes de la gravedad, y por el contrario no cae con libertad cuando se le interponen obstáculos (Ramos 1975: 35).

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ocurriría durante la misma revolución» (González Esparza 1999: 96)7. Patrick Frank nota también que el alto índice de criminalidad que México presentaba en aquella época se interpretaba, acorde con los principios positivistas, como resultado de factores raciales y ambientales que a su vez causaban una degradación moral y espiritual del individuo (1998: 23). Al ser entendidos en términos de ambiente y de raza, estos problemas no podían afectar a toda la sociedad mexicana por igual y siempre tenían un impacto más fuerte en los sectores marginalizados8. En un estudio de 1897 titulado La criminalidad en México: métodos de combatirla, Miguel S. Macedo advierte que el citado índice de criminalidad había aumentado constantemente en los últimos años y que de no detenerse en un futuro muy próximo, toda la población de clase baja pasaría en la cárcel un promedio de varios días por año (en Frank 1998: 21)9. En el México de fin de siglo, Porfirio Díaz tenía el poder político y la burguesía, el poder económico; mientras uno gobernaba, la otra se enriquecía y la marcha hacia la libertad se hacía «cada vez más lenta» (Zea 1955: 93). En lo que respecta a la situación de las artes durante el porfiriato hay dos corrientes importantes y en gran medida opuestas que marcan la producción plástica de la época. Por un lado, estaba la pintura academicista que, de acuerdo con la ideología dominante del momento, seguía los modelos importados. Fernández explica que «[e]l modelo europeo era, naturalmente, imprescindible; no se tenían, ni quizá se podían tener en aquellos tiempos, otros ojos; aún estaban cerca los días de la lucha de Independencia y a todo

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El problema, desde luego, no surge con el porfirismo. Como cuenta el historiador hidrocálido Agustín González, en 1851, el estado de Aguascalientes sufrió una de las más devastadoras epidemias de cólera. Irónicamente, se la conoce como el «cólera chico», pero tan sólo en la ciudad de Aguascalientes y alrededores se calcula que le costó la vida a uno de cada cinco habitantes (1974: 195). 8 Para un estudio más detallado de la justicia y el código penal en el México de fines del siglo XIX, ver Suárez (s/f ). 9 En el mismo trabajo, Macedo anota que en 1897, en la Ciudad de México, ocurría un homicidio por cada mil habitantes al año. En comparación, el distrito de París —con el índice de homicidios más alto de Francia— presenta un promedio anual de un homicidio por cada cuarenta mil habitantes por año, y en Madrid el promedio era de siete homicidios por cada cien mil habitantes (Frank 1998: 21-22).

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trance se orientaba el país hacia lo que se veía como el único camino posible: el progreso, la civilización» (1967: 42). Años más tarde, luego del triunfo de la Revolución Mexicana, la producción académica sería percibida como una reflexión provinciana de Europa (Charlot 1989: 173) y tachada de «simiesca y colonial» (Rivera 2002: s/p). Sin embargo, adivinando el curso que el arte mexicano iba a tomar en el período posrevolucionario, este arte académico, siempre de corte romanticista, comenzó a ser renovado sobre finales del sigo XIX y comienzos del XX por las innovaciones de artistas como el Dr. Atl (Gerardo Murillo), Julio Ruelas y Alfredo Ramos Martínez, quien en la primera década del siglo pasado fundó las Escuelas de Pintura al Aire Libre en la Ciudad de México. Por el otro lado, fuera de las escuelas de bellas artes, en numerosos talleres como el de Vanegas Arroyo, florecía un arte verdaderamente popular. En esta corriente se integra también, según Diego Rivera, «la obra de los artistas que han llegado a personalizarse, pero que han vivido, sentido, trabajado expresando la aspiración de las masas productoras» (2002: s/p). Haciendo suya una idea compartida por muchos artistas y críticos, el muralista proclama que «de estos artistas el más grande es, sin duda, Posada, el grabador de genio» (ibid.). A pesar de no haber sido reconocida hasta varios años después de la muerte de su autor, la obra de Posada fue señalada como influencia por varios artistas del período posrevolucionario, entre ellos, José Clemente Orozco y el mismo Rivera. Despreocupados por las aspiraciones europeas de la pintura académica, estos artistas encontraron en el trabajo de Posada la ilustración de lo que Paz describe como «el tejido sórdido y maravilloso de cada día» (1989: 183), algo mayormente perdido en la corriente artística de la Academia. Fernández resume aptamente la situación de la pintura romántica-académica y lo que finalmente la disipó del horizonte artístico mexicano en el caso específico del pintor José María Velasco: «Velasco es la síntesis y la cumbre del siglo XIX, pero, como buen clasicista, pretendió eliminar el drama del ser histórico de México, lo cual se podía lograr en la pintura, con buena voluntad y con arte, pero no en la realidad» (1967: 209). Y el ‘drama del ser histórico de México’, escondido detrás de la fachada de la pax porfiriana, fue creciendo hasta irrumpir violentamente en todos los niveles de la sociedad del país. En 1910, dos situaciones se combinaron para desencadenar una tercera

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revolución. Por un lado, la formación en torno a Porfirio Díaz de una oligarquía que acaparó prácticamente toda la riqueza del país desplazó a la burguesía, que adoptó el lema de revolución «Sufragio efectivo. No reelección». Al mismo tiempo, los trabajadores del campo, explotados y engañados a través de los siglos, y excluidos del proyecto positivista, se rebelaron bajo el grito de «Tierra y Libertad». Dos años antes de esto, el grupo conocido como la Generación del Ateneo de la Juventud comenzaba a criticar la filosofía positivista. La actividad de este grupo, que incluía, entre otros, a pensadores como Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso y Alfonso Reyes, «debe entenderse como una lucha contra la desmoralización de la época porfirista» (Ramos 1975: 208-209). A una estática filosofía positivista que había sostenido la inmutabilidad de la materia, que sólo evoluciona de acuerdo con sus propias leyes, opusieron una filosofía dinámica que predica el cambio de todo, materia incluida. Siguiendo a Bergson, Vasconcelos afirmaría que la vida es «un impulso que tiende a desprenderse del dominio de las leyes naturales» (Zea 1955: 40), y así se iniciaba el último paso hacia una auténtica independencia mexicana. En esa dirección también arremete la Calavera de don Quijote. La serie de calaveras de Posada se inscribe dentro de la larga tradición de representaciones de la muerte dentro del arte mexicano. Tanto en las culturas prehispánicas como en la europea la muerte tiene un lugar importante en el imaginario social. Desde un existencialismo heideggeriano, Salvador Elizondo proclama que la muerte es «la expresión última, es decir más alta, de la vida» (1975: 11). Para los antiguos mexicanos la muerte era un proceso importante dentro de un ciclo constante. Era lo que aseguraba que el Sol siguiera su marcha y no se detuviese. Como escribe Eduardo Matos Moctezuma, los pueblos del México prehispánico tenían un concepto de la muerte como germen de la vida (1975: 15). En este México precortesiano, la vida y la muerte mantenían una relación de interdependencia de la cual dependía nada menos que la continuidad del mundo. Desde el período preclásico encontramos entonces evidencia del culto rendido a los muertos y «vemos cómo se acompañaban los entierros con diversas ofrendas como es el caso de Tlapacoya, Cuicuilco, Tlatilco, Chupícuaro, Chiapa de Corzo y otros» (ibid.). En una máscara de barro de este período vemos representada esta dualidad vida/muerte tan central a la existencia (ver Fig. 7). Con el adveni-

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miento del período clásico surgen también los grandes centros ceremoniales como Teotihuacán, Tikal y Palenque, entre otros. En este último está uno de los más importantes monumentos a la muerte, la tumba de Palenque. En la lápida adornada con bajorrelieves se puede apreciar: símbolo de la vida, el árbol del maíz, en cuya base se encuentra un personaje y debajo de él hay diversos símbolos relacionados con la fertilidad. Aquí vemos claramente manifestado el concepto que sobre la muerte y la vida se tenía entre las culturas prehispánicas. Se trata, pues, de una alegoría a la vida dentro del recinto de la muerte (Matos Moctezuma 1975: 15).

A veces, las representaciones del culto de la muerte se producían no en forma de máscara ni en figuras de piedra o terracota, sino sobre la muerte misma, o mejor dicho, sobre los restos que sobreviven a la muerte. Así, por ejemplo, encontramos cráneos humanos decorados con mosaicos de turquesa, concha y obsidiana producidos a finales del siglo XV y principios del XVI. Con los europeos y la consecuente imposición de la religión católica, llega a México una nueva concepción de la muerte; una muerte igualadora que pone en relieve la pequeñez del ser humano frente a Dios, un momento decisivo y final en la disyuntiva entre la gloria y la condena eterna. Los dos conceptos se yuxtaponen en el México colonial, tanto la cultura nahua como la cristiana consideran la vida como un tránsito, pero si para la primera «morir tiene un sentido vago y difuso (un más allá mejor o peor, pero no de gloria eterna o perdición definitiva), que se hace sentir como nostalgia ya de la vida presente», para la segunda, «el sentido de la muerte es definitivo y más terrible» (Manrique 1975: 43). Estas visiones coexisten influyendo la una en la otra. Desaparece de la vida y el arte barroco de México aquel aspecto opresivo de la muerte y en su lugar vemos que «el hombre se ha acostumbrado a vivir con el sentimiento de la muerte, y la vaga esperanza de eternidad le ayuda a conversar con él sin apremio» (ibid.: 44). Las calaveras de Posada están marcadas por este diálogo sin apremio y responden antes a él que a la influencia de Holbein que Charlot les quisiera atribuir en su ensayo «Posada’s Dance of Death» (1989: 182). De hecho, es esta relación con la muerte que le permite a Posada incorporar el aspecto cotidiano que le da, según Charlot mismo, ese «unique flavour» a su versión del más allá (ibid.).

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La concepción de la muerte de Posada representa así los planos simbólicos en general de la muerte en México que «no pueden explicarse por la vía exclusiva del determinismo autóctono, ni como resultantes primados de las tradiciones hispánicas», ya que, como hemos visto, «[l]o que podría llamarse su genealogía cultural arraiga en ambas visiones del mundo, fundidas (con la espada, la pólvora y la cruz) en un gigantesco proceso de transculturación» (Báez-Jorge 1994: 76). Desde esta noción transculturada de la muerte Posada crea un «“expresionismo” a partir de formas tradicionales sin reducirlas a formas prehispánicas» (González Esparza 1999: 106). Aplicado luego a la ilustración de fiestas y canciones populares y a retratar la sociedad mexicana, ese expresionismo es lo que la crítica hoy entiende como una auténtica expresión de lo mexicano (Fernández 1967: 206; González Esparza 1999: 110; Wollen 1989: 17). Parte de esta auténtica expresión es la Calavera de don Quijote (ver Fig. 8). Desde el punto de vista formal, este grabado está estructurado sobre los ejes diagonales. Uno está manifiesto en la lanza que don Quijote empuña en su diestra y reforzado por la línea composicional que se constituye a partir de la columna vertebral del esqueleto en la parte superior izquierda de la obra, continuando con la cola de Rocinante, el fémur de don Quijote y, finalmente, las patas delanteras del caballo. El otro eje está marcado por el cuello de Rocinante y la tibia del Quijote, prolongándose en el esqueleto que vuela por el aire cabeza abajo y reforzado por el torso del jinete y las patas traseras del caballo. La simetría axial que presenta este grabado se establece mediante el uso de líneas paralelas a los ejes diagonales. Al cruzarse, estas líneas generan en la composición una tensión que el artista utiliza para enfatizar la violencia representada. Esto se puede apreciar en el esqueleto que está debajo de las patas traseras de Rocinante y más claramente aún en los esqueletos que intentan escapar a la embestida del caballero. Aquí las líneas paralelas que forman los esqueletos —complementadas por el esqueleto de perfil que vuela por el aire gritando— quedan comprometidas por la lanza que las atraviesa. De esta manera, Posada compone el momento más violento de la obra, en el que la punta de la lanza de don Quijote está a punto de decapitar al esqueleto perseguido. La anticipación de este acto, esta violencia-a-punto-de-ser que se realizará apenas las patas delanteras de Rocinante vuelvan, impostergables, a tocar el suelo, explicita y determina la relación causa-efecto entre la lanza del

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caballero y el vuelo de los esqueletos. El pedazo de costillar y la cadera con piernas —pero sin torso— sirven para calificar la fuerza de la embestida, haciendo comparable la ira del Quijote cervantino a la de la justiciera calavera. La imagen recuerda la reacción del personaje literario en la primera afrenta que se le ofrece —un arriero lanzó las armas que estaba velando «a gran trecho de sí»—, cuando don Quijote «alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara» (Cervantes 1978: I, 94). Pero si el ímpetu de la Calavera de don Quijote es claro, menos explícitos son el motivo de su violencia y los destinatarios de sus golpes. El mundo de calaveras de Posada es un espacio ficticio desde el cual el artista reflexiona sobre la realidad contemporánea. Desde la relativa seguridad que le brinda un espacio imaginado en la muerte con personajes que no son del todo seres humanos sino esqueletos, el artista articula un punto de vista no oficial. La crítica reconoce la valencia política de este punto de vista y ve en la serie de calaveras de Posada la representación del «avance de la secularización en la vida a través de la muerte: curas y políticos son también a final de cuentas calaveras. Esta igualdad de todos ante la muerte que Posada establece es, al mismo tiempo, un cuestionamiento a la modernización porfirista» (González Esparza 1999: 98). Julio Ruelas también pintó al Caballero de la triste figura a fines del siglo XIX (ver Fig. 9) y su obra guarda una curiosa relación con la de Posada. Perteneciente a la ya citada corriente academicista, el Quijote en acuarela de Ruelas antecede por poco tiempo a la calavera de Posada. Sin embargo, a pesar de una cronología muy similar, las dos representaciones difícilmente podrían ser más contrastantes. La obra de Ruelas se atiene a principios clásicos de la representación pictórica para presentarnos un don Quijote que huye, presa de un pánico irracional y acosado por once fantasmas esqueléticos con que su imaginación lo atormenta. Las riendas de Rocinante van sueltas y los pies del Caballero fuera de los estribos, con el escudo intenta protegerse de cualquier ataque mientras que, nervioso, mira de reojo a los fantasmas que intenta dejar atrás. En su mano derecha lleva la lanza, pero no la agarra por la empuñadura, alistado para dar batalla, sino que la sostiene en su punto medio, como para no dejarla abandonada. Hasta

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la luna se ríe de un hidalgo frágil y vulnerable a quien sólo su musculoso Rocinante podrá salvar. Con esta obra en mente, podemos ver en el grabado de Posada una suerte de «venganza de don Quijote» que, envalentonado tal vez por la muerte que lo tornó calavera, en lugar de huir arremete contra once esqueletos ejecutando un gran castigo. Las preguntas antes aludidas reaparecen ahora con más urgencia: ¿a quiénes castiga don Quijote?, ¿por qué? La respuesta se encuentra en la leyenda que acompañó la publicación original de la Calavera de don Quijote y que sólo un mínimo número de estudios o catálogos reproducen en la actualidad —a pesar de que de ella nos llega el título con el que normalmente se reproduce el grabado y nos permite reconocer en ella, con certeza, a la figura del Quijote—. No hay datos sobre el autor de la leyenda —considerando la fecha de producción habría que suponer que es de Constancio Suárez—, pero encontramos en el texto un fuerte cuestionamiento de la elite establecida en torno al régimen positivista impuesto durante el porfiriato. El texto reza: Esta es de Don Quijote la primera La sin par la gigante calavera A confesarse al punto el que no quiera en pecado volverse calavera. Sin miedo y sin respeto ni á los reyes este esqueleto cumplirá sus leyes. Aquí está Don Quijote la calavera valiente, dispuesta á armar un mitote al que se le ponga enfrente. Ni curas ni literatos, ni letrados ni doctores escaparàn los señores de que les dé malos ratos. (Toor et al. 2002: 47)

Las leyes de don Quijote no son explicadas pero su aplicación es a todos por igual. Ecuánime y final, la justicia quijotesca no distingue jerarquías so-

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ciales y denuncia así una sociedad que sistemáticamente margina a una creciente mayoría social. Ante esta sociedad, que desde el positivismo comprueba científicamente juicios de valor sobre el individuo —y sobre grupos de individuos—, Posada representa una justicia ciega y expeditiva. El Quijote de Cervantes demuestra una concepción de la justicia muy similar en el episodio de los galeotes. El capítulo XXII de la primera parte cuenta «[d]e la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su agrado, los llevaban donde no quisieran ir» (1978: I, 265). En esta aventura, don Quijote y Sancho se encuentran por el camino con un grupo de prisioneros condenados a trabajo forzado en las galeras. Entendiendo que estas personas iban contra su voluntad —Cervantes juega aquí con el doble sentido de forzada10—, el hidalgo lucha con los guardias hasta liberar a los galeotes que en lugar de agradecer su intervención, terminan apedreándolo. En la historia, tras haber hablado con los presos y escuchado las circunstancias y razones por las que han sido condenados, don Quijote elabora en un discurso las razones por las que se dispone a liberarlos, que son también las razones para desconocer la justicia oficial del rey que los ha condenado. Repasemos, antes de analizar este discurso, algunos de los diálogos que el protagonista mantiene con los galeotes a los que luego aludirá en su justificación. Un personaje va a las galeras por canario, lo que significa, como el guardia mismo explica, que se le extrajo una confesión por medio de la tortura. Otro preso mantiene que el suyo fue un problema económico: «[y]o voy por cinco años a las sonoras gurapas por faltarme diez ducados» (I, 268), y enseguida aclara que con ese dinero hubiera «untado [...] la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo» (ibid.). Finalmente, un hombre mayor cuenta que luego de haber sido humillado públicamente en su pueblo, se dirige a cumplir una condena de cuatro años por alcahuete y hechicero. Como él mismo explica, ésta es prácticamente una sentencia de muerte:

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Para un análisis detallado de la ambigüedad en este capítulo y el procedimiento semántico que lo organiza, ver García-Posada (1981).

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en verdad, señor, que en lo de hechicero no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir a donde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar (I, 269).

Habiendo escuchado estos testimonios y tras conversar con Ginés de Pasamonte —considerado por las autoridades como el más peligroso del grupo—, don Quijote decide que los galeotes merecen la libertad. Según Cide Hamete Benengeli, el hidalgo dijo: aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades (I, 273).

Muchos críticos han comentado este episodio; recojo aquí los de mayor relevancia al presente estudio. En su Idearium español (1897), Ángel Ganivet leyó en las razones de don Quijote para dar libertad a los condenados a las galeras «un compendio de las [razones] que alimentan la rebelión del espíritu español contra la justicia positiva» (1996: 78-79). Por su parte, Miguel de Unamuno, en Vida de Don Quijote y Sancho (1912), lee el capítulo como una reacción contra una «odiosa justicia abstracta» e «impersonal» (1988: 257); Unamuno entiende una oposición entre la justicia «rápida y ejecutiva» del Quijote, que asemeja a la cólera y castigo de Dios y la Naturaleza, y la frialdad de una justicia burocrática a base de un código penal (ibid.: 255258)11. Así llegamos a la idea general de que es la «arbitrariedad y venalidad 11

Desde una perspectiva religiosa, Unamuno llega a interpretar el desagradecimiento de los galeotes como simbólico de una justicia trascendental. Así, el episodio adquiere una dimensión didáctica y le permite leer en él un modelo de conducta del buen cristiano. Tras resumir el abuso físico al que don Quijote y Sancho son sometidos por los presos liberados escribe que esto: «debe enseñarnos a liberar galeotes precisamente porque no nos lo han de

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de la justicia» lo que «desencadena, en definitiva, toda la reacción del Quijote» (García-Posada 1981: 200). Siguiendo una lectura carnavalesca de la novela, y recordando con Bajtín que, en el realismo grotesco, la locura es una de las formas de la verdad no oficial, García-Posada esboza la tesis de que «la locura del hidalgo [...] hace saltar el orden estatuido y permite que se escuche un punto de vista no oficial, que es también una verdad no oficial: la puesta en duda de la justicia y su burla e irrisión, en medio de una inversión jerárquica absoluta» (ibid.: 203; énfasis del autor). Desde el mundo de las calaveras, el Quijote de Posada pone en entredicho la justicia positiva. Hay dos conceptos importantes que estructuran el episodio de la novela y que Posada adapta en su grabado. En primer lugar, está el cuestionamiento de un orden establecido. Por medio del planteamiento de una justicia otra, se subvierte el sentido hegemónico de un sistema judicial que constantemente favorece a un grupo social por encima de otros. En este caso, la reflexión de García-Posada sobre la condición de Cervantes al escribir es igualmente aplicable a la situación del grabador mexicano a principios del siglo XX; el crítico se pregunta «¿cómo iba a aceptar [Cervantes] el hecho mismo de juzgar en una sociedad en que los papeles estaban asignados de antemano?» (1981: 207). Posada traspone el concepto de justicia que guía las acciones del personaje de la novela para usarlo como principio estructurador de su grabado. De esta forma, los galeotes que tan bien sirvieran al escritor español en el siglo XVII son reemplazados por anónimos esqueletos que el lector está invitado a ver como aquellos señores que no se escaparán de los «malos ratos» que la calavera viene a darles por no cumplir sus leyes, es decir, como curas, literatos, letrados y doctores. En estos nuevos personajes no sólo se representa la cúspide de la pirámide social concebida desde la filosofía positivista —literatos, letrados y doctores—, sino que también se implica una de las instituciones de mayor prestigio y poder

agradecer, que de contar de antemano con su agradecimiento, nuestra hazaña carecería de valor. Si no hiciéramos beneficios, sino por las gratitudes que de ellos habríamos de recojer, ¿para qué nos servirían en la eternidad? Debe hacerse el bien, no sólo a pesar de que no nos han de corresponder en el mundo, sino precisamente porque no han de correspondérnoslo. El valor infinito de las buenas obras estriba en que no tienen pago adecuado en la vida, y así rebosa de ella. La vida es un bien muy pobre para los bienes que en ella cabe ejercer» (1988: 258; énfasis del autor).

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en el México contemporáneo, la Iglesia católica, a la que imputa por coludir con aquéllos contra las clases desposeídas. La mirada carnavalesca de la Calavera de don Quijote permite además ver la inversión de una figura de suma importancia en la historia de México y de América Latina: la figura del conquistador. Vistiendo su armadura, montado a caballo y persiguiendo gente a pie, este conquistador no lucha para someter a un pueblo sino para liberarlo, vengando los abusos que contra él se cometen. La lanza que empuña la calavera no es la tradicional lanza de caballero —la que, por ejemplo, le diera Ruelas a su amedrentado Quijote—, sino que se asemeja más a una lanza construida con una punta de piedra al estilo de las que usaban los pueblos indígenas de la zona. De este modo, Posada acentúa la inversión que, una vez más, abre un espacio desde el que el artista presenta una perspectiva otra, que no encuentra canal de expresión dentro de las alternativas oficiales y desde la que violentamente critica el orden positivista y denuncia sus abusos12. Sin embargo, dado, precisamente, que el punto de vista expresado no tiene cabida dentro del proyecto de nación que lo margina, es necesario que la obra que lo presenta asuma una forma que le permita evadir la censura directa del orden que critica y evitar el tipo de acoso que forzó a Posada a mudarse de Aguascalientes a León. Esto nos lleva al segundo elemento de importancia en cuanto a la estructuración de la obra. En la novela, Cervantes se vale del recurso de la locura de su protagonista para presentar un análisis crítico de su sociedad —como en el caso del episodio de los galeotes— pero que no es censurable porque, después de todo, es un ‘loco’ quien los presenta. Posada se sirve de un recurso similar perteneciente a su repertorio artístico y que, como hemos visto, tiene profundas raíces en la cultura popular mexicana, el mundo de las calaveras. Este mundo está construido como aparte del mundo real, es decir, como una entidad enteramente ficticia. Sus

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La asociación entre la figura del Quijote y la del conquistador no es sin precedente ni es constante en su sentido. Por ejemplo, Ganivet, con una visión tan parcial como romantizada del conquistador, afirma que «tan conquistadores como Cortés y Pizarro son Cervantes [...] y San Ignacio de Loyola» (1996: 67), y luego explica que Cervantes «fue un conquistador, fue el más grande de todos los conquistadores, porque mientras los demás conquistadores conquistaban países para España, [con el Quijote] él conquistó a España misma» (ibid.: 85).

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habitantes no son personas sino que son esqueletos —que resultan de la muerte de personas, sí, pero que estrictamente hablando no son clasificables bajo la misma categoría—. Para entrar en este universo debemos, como observadores, suspender nuestro juicio y aceptar que a este ultramundo lo pueblan no sólo calaveras identificables con personajes y situaciones de la cotidianeidad —la calavera catrina, una fiesta en una taberna, Simón el Aguador flirteando con doña Tomasa, etc.— sino que también llegan a él, después de muertos, personajes de ficción. Entonces, si las acciones del Quijote cervantino encuentran una ‘justificación oficial’ en su locura, las de Posada la encuentra en su condición de calavera. Y, no obstante, la calavera cuenta con la justificación ‘agregada’ que arrastra consigo el nombre del personaje, que no es nada menos que el recurso de la locura empleado por Cervantes. En términos más teóricos, la transposición del recurso de la locura nos sitúa, en el grabado, en el mundo de las calaveras, pero la historia del personaje central —los usos previos de la etiqueta «don Quijote»— actualiza la connotación de locura, no ya como estrategia narrativa del novelista sino como cualidad inextricable del personaje que a partir de ésta se crea. Varias décadas más tarde, desde el título de su obra, Alfredo Zalce trae a la imaginación y a la memoria del observador otro aspecto del Quijote: el idealismo quijotesco13. Zalce fue un pintor prolífico que trabajó con una amplia gama de técnicas. En su larga carrera artística, experimentó con la pintura de caballete, la acuarela, el dibujo, el carbón, el grabado, la litografía, la cerámica, la escultura y el mural, entre otros. Su obra se ha expuesto en casi todo el mundo y hoy forma parte de las colecciones permanentes de museos como el Metropolitan Museum of Art, el Museo de Estocolmo, el Museo Nacional de Varsovia y el Museo Nacional de Sofía. Jorge Solórzano García, director del Museo de Arte Contemporáneo Alfredo Zalce, inaugurado en 1987 en el centro histórico de Morelia, Michoacán, explica que Zalce es «un artista importante del movimiento muralista de México» cuya obra ha tenido un fuerte

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No hay que olvidar que la mención de don Quijote, inmediatamente trae consigo la asociación de altos ideales y grandes sacrificios para defenderlos. La Real Academia Española da la siguiente definición: «quijote2. (Por alusión a don Quijote de la Mancha) m. Hombre que antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas, sin conseguirlo».

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impacto en la cultura del país, y siempre se orientó hacia el apoyo de las luchas populares por la justicia social (en Martínez s/f ). Además de nombrar un museo en su honor, la Dirección de Promoción Cultural del Estado de Michoacán creó en 1979 el Premio de Artes Plásticas Alfredo Zalce. Sin embargo, el pintor siempre prefirió mantenerse alejado de la atención de los medios optando por un perfil bajo que le permitiera seguir su propio ritmo de trabajo14. Por ejemplo, antes de finalmente aceptarlo en febrero de 2001, Zalce rechazó, en dos ocasiones distintas, el Premio Nacional de Arte, una de las distinciones más prestigiosas en el ámbito artístico mexicano. Cuando Samuel Houston, amigo personal y dueño de una de las colecciones privadas más grandes de la obra de Zalce, le preguntó en una entrevista, en enero de 2000 —antes de que finalmente lo aceptara—, por qué había rechazado el Premio, el artista le explicó simple y humildemente: «[creo] no merecerlo y hay otros compañeros que sí lo merecen y no se lo han dado». Desde el comienzo de su carrera, Zalce asumió un compromiso directo con el arte y con los ideales revolucionarios. En 1933, a los 25 años de edad, junto con Diego Rivera, Frida Khalo, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, entre otros, fundó la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR). Virginia Stewart rescata, en una anécdota sobre la juventud de Zalce, un episodio que parecería presagiar su desarrollo intelectual y artístico, así como su preocupación por cuestiones de justicia social. Según cuenta Stewart, cuando Zalce todavía estaba en la escuela primaria, su familia se trasladó de Pátzcuaro, Michoacán, donde había nacido, a la Ciudad de México, «and there his path led him through many revolutionary skirmishes. Anxiously searching for Alfredo one day when he did not return from home at the usual hour, his parents found him watching with great concentration the antics of a horde of flies on the body of a recently deceased revolutionary» (1951: 100). Esa concentración pareciera haber desencadenado la fuerza motriz que impulsó la vida del joven Zalce.

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Cuenta la historia que, cuando el estado de Michoacán le cambió el nombre a su Museo de Arte Contemporáneo para llamarlo Museo de Arte Contemporáneo Alfredo Zalce, hubo que ocultarle el cambio de nombre para que el maestro aceptara participar de la ceremonia de inauguración, ya que hubiese preferido que no se usara su nombre con tal prominencia (Martínez s/f ).

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Con el tiempo esa fuerza adquirió una dirección y un propósito más definidos a medida que Zalce fue elaborando su concepto de la función del arte y la relación de éste con el proyecto revolucionario mexicano. El artista explica que el período entre 1935 y 1941 fue fundamental para su desarrollo artístico, ya que durante estos años viajó por México como un misionario cultural. Él mismo comenta: «I learned the real function of art. I had experience with things I would not otherwise have done or even known about. I talked with farmers and teachers and learned many new problems» (en Stewart 1951: 100). Durante este período, también, el pintor formó parte de la primera generación de artistas del Taller de Gráfica Popular, que tenía como uno de sus objetivos el replanteamiento de la estética mexicana. En 1936, junto con Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins y Fernando Gamboa, pintó al fresco el mural Los trabajadores contra la guerra y el fascismo, en el cubo de la escuela de los Talleres Gráficos de la Nación de la Ciudad de México. Unos años más tarde, la experiencia acumulada durante este período se plasmaría en obras como México se transforma en una gran ciudad... (1947), uno de sus grabados más célebres, que trata el problema del rápido crecimiento de la pobreza en la Ciudad de México resultante de la violenta industrialización del país. Testamento fiel a su espíritu innovador, Zalce fue el primer artista mexicano en experimentar con cemento de colores en el mural Los defensores de la integridad nacional (1951), en la escalera principal del Museo Michoacano de Morelia. A lo largo de toda su carrera, Zalce participó en una enorme cantidad de proyectos artísticos donde ensayó múltiples técnicas. Sin embargo, todos sus esfuerzos, más allá de las variaciones estilísticas, estuvieron siempre definidos «estética, ideológica y existencialmente en el clima social, político y cultural generado por la Revolución Mexicana y por las luchas populares, nacionales e internacionales, del siglo XX» (Instituto Indigenista Interamericano s/f: s/p). Y es en el clima revolucionario donde encontraremos el espacio en el que Evocación quijotesca se define como obra de arte. El paso de la literatura a la pintura, igual que en el caso de Posada, implica tanto un desplazamiento cultural como temporal. Así, Zalce reflexiona sobre las aspiraciones del México revolucionario —aspiraciones que surgen de las frustraciones expresadas en la calavera de Posada— a través del idealismo quijotesco en torno al cual organiza su obra. Evocación quijotesca (ver

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Fig. 10) fue pintada en 1986 con óleo sobre tela, mide 124 x 163 cm, y está basada en el episodio de don Quijote encantado, sobre el final de la primera parte de la novela. Específicamente, se recoge la narración del capítulo LXVII, donde el cura y el barbero engañan a don Quijote para llevarlo de vuelta a su casa. Una noche, todos los personajes en la venta se disfrazan para que don Quijote no los reconozca y lo atan de pies y manos. Cuando don Quijote se despierta y ve «delante de sí tan estraños visajes» (I, 554) los supone fantasmas y como las ataduras le impiden moverse, cree, de acuerdo con el plan del cura, que ha sido encantado. A continuación lo ponen en una jaula de palos construida para la ocasión, y el cura y el barbero se lo llevan a su tierra para «procurar la cura de su locura» (ibid.). Al enfrentarse a Evocación quijotesca, el observador se encuentra con una predominante sensación de caos y de violencia —reminiscencia de la época revolucionaria— que se establece, principalmente, mediante el uso dos técnicas de composición: la línea y el color. La obra de Zalce presenta un espacio intransitable que se resiste a la mirada del espectador y no ofrece líneas composicionales que su ojo pueda seguir con gran facilidad. En su lugar, hallamos una serie de fuertes líneas rectas que se disparan en múltiples direcciones y se interceptan a diversos ángulos, fracturando así el espacio e interrumpiendo cualquier vestigio de armonía que se pudiese formar. Zalce complementa estas líneas con el uso del color para crear en su obra este ambiente violento y caótico. La yuxtaposición de colores complementarios, que por momentos parecen intensificarse y otras contradecirse, es utilizado extensivamente en este cuadro. Zalce crea, por ejemplo, una fuerte tensión entre los rojos y naranjas del fuego, y los verdes y celestes del uniforme, la máscara y la espada del militar. El contraste, en este caso, sirve para intensificar la violencia implícita en el choque de dos fuerzas: el poder concreto del militar con una antorcha en su mano y la fuerza más abstracta de las ideas presentadas en los libros que arden en la hoguera. Estos contrastes, rojo/verde y azul/naranja en sus respectivas tonalidades y matices, se repiten a través de la obra en los personajes que ocupan la parte izquierda del cuadro, y crean siempre tensiones similares, si no al nivel del concepto como en el caso ya mencionado, a nivel estético, como, por ejemplo, en las rayas del traje del payaso, el pelo anaranjado enmarcando una máscara celeste, la mujer de la izquierda y el ladrón con la máscara en la mano.

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Estos contrastes disminuyen notablemente al considerar los personajes a la derecha de la jaula, los tonos rojos —reflejos del fuego— desaparecen casi totalmente, dejando acaso algún rastro en la máquina de escribir y en el torso del escriba. Sin embargo, aparece aquí una oposición entre los detalles amarillos de la mujer con el velo de flores y los azules y violetas que dominan la escena. La tensión cromática es comparativamente menor, pero, a cambio, la tensión representacional incrementa considerablemente en la figura que escribe a máquina, con el torso de un caballero con armadura en lugar de una cabeza. Una característica saliente de Evocación quijotesca es el contraste entre la actitud con la que Zalce retrata a don Quijote y la actitud que le da al resto de los personajes a su alrededor; en este caso, el contraste entre el espacio interior de la jaula y el exterior. Cervantes representa una oposición similar —cargada de ironía— cuando la ventera, su hija y Maritornes salen a despedir a don Quijote fingiendo llorar. Aquí es don Quijote mismo quien intenta reconfortarlas explicándoles que no hay de qué preocuparse, que éste es un acontecimiento inevitable y necesario15: —No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo esto, la virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo (I, 558-559).

El idealismo de don Quijote, su incansable deseo de llevar a la práctica las ideas de la caballería andante, lo impulsan a interpretar el episodio como

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Es necesario desde el punto de vista diegético, ya que le permite a don Quijote «comprobar» que efectivamente él es un gran caballero andante. La ironía se establece porque don Quijote, lejos de asustarse del encanto, lo toma como un evento en extremo positivo.

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si realmente estuviese encantado. Por su parte, esto no podría ser de otra manera, ya que la misma lógica empleada por el personaje es la que dicta que un caballero andante tiene siempre un mago enemigo y cuanto más valeroso el caballero, más despiadado su oponente. Desde este razonamiento, el ser encantado y enjaulado, en lugar de preocupar a don Quijote —que sabe, por los libros de caballería, que la virtud siempre triunfa—, viene a confirmar su propia fama y valor. Esta fe del personaje cervantino es la actitud principal que Zalce rescata de la novela y transpone a su obra. La inquebrantable convicción en el ideal reaparece en Evocación quijotesca, donde las ideas de la caballería andante ceden su lugar en la imaginación del Quijote a las de la revolución, con las que comparten la aspiración a una sociedad más justa y al privilegio del bien común por sobre el del individuo. Setenta y seis años han pasado desde que estalló la Revolución Mexicana y el Quijote sigue luchando. Su lucha tan vigente y necesaria hoy como entonces, igual que sus ideales. Lejos de inmovilizarlo, como en la novela, un suave cordón blanco corre de una mano a la otra. Zalce separa generosamente los barrotes que enmarcan la cara de su don Quijote mostrándola con mayor claridad y dejando abierto un espacio propicio para el escape del personaje —si así quisiera obrar—. Asimismo, el parecido que Zalce pinta entre su Quijote y Cervantes nos permite interpretar en el personaje no sólo la transposición de los ideales de la caballería sino también el ‘heroísmo’ del escritor del Siglo de Oro que produjo lo que muchos consideran hoy la primera novela moderna. Considerando el rostro del héroe dentro de la larga tradición de representaciones artísticas del Quijote, notamos que Zalce nos presenta una perspectiva nueva, el de Zalce no es ya el don Quijote de Cruikshank que Miguel Romera-Navarra describe como «con semblante de loco furioso», ni el «pensador alemán» de Schrödter, ni el «galán francés» de Lefèbre, y mucho menos el «bobo» de Navarro (1946: 22). El don Quijote de Zalce es un hombre joven y bien proporcionado, que se separa de la iconografía estereotípica del personaje como una persona más mayor, extremadamente delgada y de desproporcionada altura; a la que generalmente se contrasta con un Sancho Panza gordo y muy bajo. Lejos del estereotipo, Zalce le ofrece al observador un Quijote esencialmente humano. En la similitud entre el Quijote que pinta y los retratos de Cervantes que conocemos podemos ver la preocupación de Zalce no sólo con el papel del ar-

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tista dentro de la sociedad, sino también con el lugar del artista dentro del proceso creativo. En Evocación quijotesca, Zalce acompaña a su héroe en su lucha y, de esta manera, la lucha del personaje se transforma también en la lucha de su creador. Indirectamente Zalce se inscribe como agente dentro de su propia invención. Para el artista, cuya vida estuvo siempre marcada por un fuerte compromiso social, el acto creativo está intrínsecamente relacionado con su contexto de producción, lo que cristaliza el contenido social que caracteriza su obra —al inscribirse en el arte que crea se reconoce como un participante activo en lo que está representando—. Zalce reflexiona así sobre un momento de cambio en la historia de México, actualizando sus ideas para resaltar su vigencia y señalar el camino por recorrer. El acto mismo de representar se convierte en participación activa, y Zalce, escondido detrás de la imagen del ingenio lego se convierte en el Cervantes de su propio Quijote. Por medio de la jaula, Zalce divide el espacio de la representación en dos. Al espacio interior, donde reina la serenidad de don Quijote, se le opone un espacio exterior dominado por el caos y la violencia contra la que lucha. Además de esta función formal, la jaula cobra el sentido metafórico del sacrificio necesario para la realización del ideal. Pero la jaula también protege a don Quijote de un violento espacio exterior lleno de personajes mucho más grandes que él. Incluso los pájaros que le sirvieran de excusa para no entrar a la cueva de Montesinos y «que dieron con don Quijote en el suelo» (II, 209) no le molestan en el resguardo de la jaula. Por su parte, estos pájaros, particularmente el búho, recuerdan a los monstruos que el sueño de la razón produce en el célebre grabado de Goya. Pero ni los monstruos imaginarios ni los personajes reales de este espacio exterior perturban al Quijote de Zalce quien, encerrado, mantiene una resignada dedicación a su tarea. Los personajes fuera de la jaula obran en su mayoría ajenos a la presencia de don Quijote. Sin embargo, Zalce relaciona explícitamente al héroe encantado con el payaso y con el militar, cuyas miradas lo apuntan directamente. El artista transpone así la relación entre el protagonista y el cura y el barbero en la novela, actualizando los personajes y relacionándolos visualmente en su cuadro. En el episodio de don Quijote encantado, el barbero y el cura actúan con un propósito particular y distinto al del resto de los huéspedes de la venta. Mientras que éstos no buscaban más divertirse con la broma, aquéllos querían llevarse a don Quijote de vuelta a su pueblo y cu-

Capítulo II

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rarle su locura —una locura peligrosa que atenta contra el orden que representan—. En la obra de Zalce el militar y el payaso también parecen percibir la amenaza que el Quijote y sus ideas encarnan, y mientras queman los mismos libros que inspiran su pasión vigilan que no se escape. En efecto, Zalce desarrolla una secuencia que describe la suerte que corrieron las novelas de caballería de la biblioteca de don Quijote desde su creación hasta su destrucción a manos de un orden opresor. De derecha a izquierda, esta secuencia comienza con el hombre de la máquina de escribir y torso de caballero que produce los textos, continúa con el payaso que le alcanza los libros al militar, quien en último término los quema. El personaje de la máquina de escribir, una clara metáfora visual, aparece como generador de textos. Dado el contexto propuesto por la obra, el torso de una persona vestida con una armadura sugiere la figura del caballero andante. Pero la figura es moderna al mismo tiempo e incorpora también elementos que representan los avances tecnológicos contemporáneos de la Revolución Mexicana como la máquina de escribir. Zalce fusiona elementos modernos con otros más antiguos para llevar a cabo la representación del órgano a cargo de la producción de los textos que inspiran a su don Quijote y que simultáneamente se asocia con los libros de caballería y se distancia de ellos. Si en la armadura tenemos la evocación de los ideales utópicos que guían las acciones del protagonista de la novela, tenemos también, en la máquina de escribir, un instrumento de producción contemporáneo que los actualiza y hace relevantes al contexto de la revolución —y a través de éste al presente—. De esta manera, Zalce invita al observador a asociar la nueva tecnología con las ideas revolucionarias, proponiendo simbólicamente una suerte de novela de caballería escrita a máquina. El payaso ocupa un lugar relativamente central en la composición del cuadro, debajo de la jaula y un poco sobre la izquierda. Este personaje guarda con el barbero de la novela una relación similar a la que el militar mantiene con el cura. Aquí Zalce también incorpora elementos del episodio narrado en el capítulo VI de la primera parte de la novela. El capítulo, titulado «Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo», narra la parcial destrucción de la biblioteca de don Quijote. Esta destrucción es sistemática: el barbero abre cada libro y le comunica el título al cura para que éste decida si se han de quemar o salvar.

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Si bien el barbero da su opinión sobre algunos libros, o repite lo que escuchó —éste es el caso con Los quatro libros del virtuoso cauallero Amadís de Gaula: «—No, señor —dijo el barbero—; que también he escuchado decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar» (I, 111)—, la decisión final es siempre del cura, representante del poder político. Los libros condenados son entregados al ama para que los arroje por la ventana para luego ser quemados. En la obra de Zalce la figura de la ama no encuentra una representación concreta, pero el payaso mantiene la posición de nexo entre los textos y su destrucción propia del barbero de Cervantes, y parece burlarse de don Quijote mostrándole los libros que se han de quemar. La secuencia culmina con un militar con tradicional uniforme verde oliva quien con la antorcha en una mano y la espada en la otra destruye los libros del Quijote. Zalce transpone al cura cervantino, representante de un orden sociopolítico que para comienzos del siglo XVII ya estaba perdiendo fuerzas en España, en el militar incendiario, icono latinoamericano de la opresión, el autoritarismo y la persecución política. El gesto desesperado de quien no puede controlar la forma de pensar de don Quijote y recurre a la destrucción de los libros que lo inspiran se prolonga en el tiempo y asocia con la represión de las luchas modernas por una mayor justicia social en las que Zalce mismo participa. La aplicación de la fuerza concreta del fuego sobe el cuerpo abstracto de las ideas es finalmente inútil. El soporte material desaparece, las páginas de los libros se reducen a cenizas pero no así las ideas, que persisten en la imaginación. La destrucción de su biblioteca ocurre casi al comienzo de la novela y no por esto deja don Quijote de embarcarse en las aventuras que conforman el resto de la historia. Décadas después de la revolución, el Quijote de Zalce tampoco se deja intimidar por la violencia del militar sino que se entrega al ideal con la fe de quien lo reconoce como única vía de acción posible. El texto de Cervantes ejerce una tensión invisible sobre la superficie de la imagen. Su sentido se da en las líneas y marcas que conforman las obras de Zalce y Posada, pero se escapa también de ellas. Don Quijote está presente sólo como una ausencia que es aquí una ausencia otra, los artistas transponen un sentido textual para ausentarlo en la imagen visual. Y todo justamente porque, como ya nos había anunciado Nancy, la imagen es una cosa

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que no es la cosa. El rastro impensable del texto tensiona la imagen para desplegar un mundo. La reorganización impuesta por la transposición del esquema representativo de la novela tensiona el campo de la representación visual que simultáneamente cede y se resiste al nuevo orden. En la calavera de Posada, la verdad no oficial que don Quijote articula al aplicar su justicia a los galeotes es también el drama del ser histórico de México. La violencia del Quijote es también la frustración de una sociedad excluida a punto de estallar en sangrienta revolución. Don Quijote es calavera mexicana y caballero español porque don Quijote es don Quijote y no es don Quijote. El cura es el cura, pero también es un militar y su ayudante, un payaso. Los ideales de la caballería son también los nobles ideales de tantos movimientos revolucionarios latinoamericanos dando relación implícita de la larga historia de violencia y abuso del continente. Don Quijote enjaulado interpreta en el obrar de quienes lo rodean la prueba del mundo fantástico de caballería, pero en la asociación de ideales su heroísmo se resignifica. El entorno del Quijote de Zalce verifica la injusticia social. La fe y la confianza que el ideal le brinda es menos un motivo para burlarse de don Quijote y más una resignada esperanza del cambio que no llega.

CAPÍTULO III

COMPLETOS EN EL ARTE: MARIO VARGAS LLOSA

[...] una novela, que debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades... Jorge Luis Borges

Los cuadernos de don Rigoberto (1997), de Mario Vargas Llosa, es una compleja novela que continúa la historia de El elogio de la madrastra (1988). El texto encuentra múltiples imágenes, sin que ninguna lo domine, y se aleja así de la transposición interartística; sin embargo, la dinámica palabra/imagen sigue teniendo un rol protagónico. La tensión fundamental entre una epistemología verbal y una epistemología visual estructura la representación de los protagonistas masculinos del texto. La palabra nombra lo que la imagen no puede decir, la imagen muestra lo que la palabra no puede ver, y así cada una existe fuera de la otra. Pero las palabras del texto de Vargas Llosa se saben incompletas y buscan en la imagen aquello que les falta, su complemento. La creación artística juega un papel clave en el desarrollo de los personajes y de la trama en sí. Separado ahora de su esposa, el protagonista, don Rigoberto, vive su período de «más ácida soledad», una soledad, que es, en verdad, un desdoblamiento, una cita a la que Lucrecia, su esposa, nunca falta (130). Este desdoblamiento es, como se verá, un doble desdoblamiento y ocurre en fantasías que don Rigoberto construye a partir de obras de arte. Desde la fenomenología del tiempo planteada por Martin Heidegger en El ser y el tiempo (1927), y tras un estudio de la filosofía estética del personaje, leo en estas fantasías donde Rigoberto se reúne con su amada Lucrecia la interpretación más íntima de su propio Ser para analizar el papel fundamental e indispensable que la imagen tiene en este proceso. Por su parte, su hijo Fonchito, es un personaje sumamente ambiguo y misterioso. Pese a su temprana edad demuestra un alto grado de madurez que confunde tanto a los

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personajes de la novela como a sus lectores que nunca llegan a descubrir si el niño es consciente de lo que hace o si actúa desde la inocencia de quien aún no ha alcanzado la pubertad. El niño manipula sutilmente las obras y la biografía de Egon Schiele (1890-1918) —figura que lo obsesiona— para resignificar elementos textuales en la construcción de una alegoría edípica que desborda la novela. Sólo entonces se disipa la ambigüedad del personaje, se hace explícita su motivación y se completa la representación del enigmático personaje. Estructuralmente, la novela se compone de nueve capítulos y un epílogo. Los capítulos se dividen, por lo general, en cuatro fragmentos que mantienen la misma temática a lo largo de la obra. En el primer fragmento, tenemos relatos de las tardes en que Fonchito se escapa de la academia para visitar a Lucrecia, su madrastra. En el segundo fragmento, aparecen cartas que don Rigoberto dirige a diversas personas, su arquitecto, un rotario, una feminista y un lector de la revista Playboy, entre otros. En tercer lugar, hay una serie de complejas narraciones protagonizadas por Lucrecia en las que también participa Rigoberto y que son, en efecto, las fantasías que este último construye. Cada capítulo finaliza con una breve carta anónima, de entre una y dos páginas de extensión. La novela presenta dos excepciones en cuanto al número y orden de los fragmentos, ambas ocurren en el segundo capítulo. En primer término, no son cuatro, sino cinco los fragmentos que aquí encontramos. Vargas Llosa introduce un fragmento adicional titulado «El sueño de Pluto», una carta en la que un antiguo pretendiente de Lucrecia la invita a compartir un viaje de una semana, y que sirve de subtexto para la fantasía que Rigoberto elabora en el fragmento «La semana ideal» del mismo capítulo. La segunda diferencia se da en el ordenamiento de los fragmentos, ya que el anónimo «Imperativos del sediento viajero» no aparece al final del capítulo sino que antecede a la fantasía. Esta variación del orden estructural de la novela tan cercana al comienzo tiene un efecto desestabilizador en el lector y difiere el reconocimiento de la organización de la obra. Los fragmentos que dan comienzo a cada capítulo son fundamentales para el desarrollo diegético de la obra, ya que proveen una narrativa que guía la historia. Ésta se apoya, desde su inicio, en El elogio de la madrastra. El título del primer fragmento, «El regreso de Fonchito», invoca la partida ante-

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rior y alude directamente al final de la primera novela. De esta manera, Vargas Llosa contextualiza ampliamente la narrativa de estos fragmentos y balancea las repetidas suspensiones de juicio que el lector se verá forzado a efectuar en su lectura del resto de los fragmentos, especialmente durante los primeros capítulos. Con la excepción de unas pocas acciones en los segmentos correspondientes a las fantasías, lo narrado al comienzo de cada capítulo es lo único que realmente ocurre en el tiempo como lo concebimos cotidianamente. En efecto, las narraciones de las visitas de Fonchito a Lucrecia son las que establecen la temporalidad de la novela, dado que, si bien las temporalidades de los demás fragmentos son coherentes en sí mismas, también son inconexas y funcionan independientemente. La única excepción de la serie aparece en el último capítulo como otro factor desestabilizador. Aquí, Lucrecia le cuenta a Justiniana lo ocurrido durante una cita imaginada en el hotel Sheraton. Ésta es la única fantasía de Lucrecia narrada en la novela. A poco de comenzar el capítulo, notamos una sutil transición del plano en que Lucrecia le cuenta a Justiniana lo ocurrido en la fantasía, al plano mismo de la fantasía: —Para atreverme, para darme ánimos, me tomé un par de whiskies puros —dijo doña Lucrecia—. Antes de empezar a disfrazarme, quiero decir. —Quedaría usted borrachísima, señora —comentó Justiniana, divertida—. Con esa cabecita de pollo que tiene para el trago. —Tú estabas ahí, desvergonzada —la reprendió doña Lucrecia—. Excitadísima con lo que podía pasar. Sirviendo tragos, ayudándome a ponerme el disfraz y riéndote a tus anchas mientras me convertía en una de ésas. —Una tipa de ésas —le hizo eco la empleada, retocándole el rouge (309; énfasis mío).

Lucrecia debe situar a Justiniana dentro del marco de los preparativos para la cita, describiéndole tanto sus acciones como su estado de ánimo, ya que ésta no sólo desconoce lo ocurrido en el Sheraton, sino también el proceso de preparación, todo parte de la fantasía. La transición es muy sutil y con el «tú estabas ahí» de Lucrecia la narración se desliza de la conversación entre los dos personajes a la fantasía.

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La colección de textos que el autor implícito presenta en el segundo fragmento de cada capítulo son cartas abiertas que, sin intención de enviar, Rigoberto escribe en las páginas de sus cuadernos. En estos textos, el protagonista expone su filosofía de vida, dando una explicación y fundamentando la doctrina hedonista, individualista y egocéntrica que ha desarrollado para sí mismo. Se trata de una filosofía máxime privada, en parte porque sus mismas ideas así lo demandan pero mayormente, según Rigoberto mismo, por una cuestión de cobardía, característica que se refleja en el hecho que las misivas nunca son enviadas a sus destinatarios. Su filosofía dicta todo proceder extrínseco a su posición de gerente de una compañía de seguros. Sin embargo, estas cartas son más que una simple expresión de sus diversos puntos de vista, más que una técnica del escritor para darnos información sobre el protagonista. Rigoberto no escribe estas cartas para sus supuestos destinatarios, sino que lo hace para articular ante sí mismo una respuesta a las demandas, presiones y expectativas que la sociedad en que vive impone sobre él. En las cartas leemos una crónica de la constante lucha interna de don Rigoberto por definir, justificar y defender su individualismo hedonista. Los cuadernos toman, así, el carácter de un campo de batalla personal donde Rigoberto se bate contra las fuerzas colectivistas sociales. Las fantasías del protagonista aparecen, salvo excepciones notadas, en el tercer fragmento de cada capítulo. Rigoberto se pasa horas en su estudio hojeando sus cuaderno y sumido en mundos figurados. En los fragmentos que contienen las fantasías podemos distinguir tres instancias narrativas. En primer lugar, tenemos a un Rigoberto que, sentado en su estudio, hojea sus cuadernos. Luego, encontramos que, por medio de un desdoblamiento, Rigoberto crea una segunda instancia en la que se imagina escuchando con atención a Lucrecia, quien le refiere lo que ocurre en la tercera instancia1. Esta última es la de la fantasía propiamente dicha. Aquí, tenemos lo que Rigoberto imagina al situar a su esposa en una variedad de encuentros eróticos con diversos ‘figurantes’ y que, a veces, presencia como desdoblamiento de su ‘yo’ 1

Hay una excepción: en el fragmento titulado «El calzoncito de la profesora», no es Lucrecia quien le cuenta, sino su viejo profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Católica de Lima, don Nepomuceno Riga, que lo llama por teléfono desde la casa de la profesora Lucrecia para pedirle consejo.

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de la segunda instancia. Los encuentros son anteriores al recuento de Lucrecia, pero la frontera entre estas instancias es a veces borrosa, particularmente cuando la narración oscila entre una y la otra. Un aspecto de gran importancia en cuanto a estas fantasías es su proceso de construcción: en su forma más básica, es una combinación creativa de citas y comentarios tomados de sus cuadernos y especialmente de imágenes pertenecientes a su pinacoteca. Pero estas fantasías son también un punto de encuentro entre la textualidad de la novela y la visualidad de las obras de arte. El ausentamiento del sentido de las obras de arte invocadas en la fantasía señala un mundo que existe más allá de la representación verbal y hacia donde Rigoberto se arroja desesperadamente para encontrar la esencia de su ser. En la realidad textual que habita el personaje este gesto trasciende la noción de tiempo ordinario y existencialmente representa la más íntima interpretación del Ser de Rigoberto. Dos fantasías divergen de los parámetros establecidos. El primero, «¡Maldito Onetti! ¡Bendito Onetti!», incluye, además de la fantasía, una reflexión sobre La vida breve, de Juan Carlos Onetti. El comentario sobre esta novela sirve de modelo interpretativo para la estructura de estos fragmentos, explicando el doble desdoblamiento y la fantasía como estrategia para combatir la terrible soledad en la que tanto Rigoberto como Brausen, el protagonista de Onetti, se encuentran sumidos2. En el segundo fragmento, «Un piececito», no se representa realmente el mundo de las ficciones de Rigoberto, sino que nos da el elemento diegético que permite el desenlace de la novela. Al final de El elogio de la madrastra, esa ‘primera parte’ de la historia, don Rigoberto echa a doña Lucrecia de su casa «como a un perro» (191) por haber mantenido relaciones sexuales con su hijo Fonchito. Para hacer posible la reunión

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Similarmente, reflejando la función de las ficciones en la vida del protagonista y subrayando la ausencia de Lucrecia, los cuadernos de Rigoberto recogen el siguiente comentario sobre otra novela, El diario de Edith de Patricia Highsmith: «Excelente novela, para saber que la ficción es una fuga a lo imaginario que enmienda la vida. Las frustraciones no son gratuitas; se enraízan en aquella realidad que más la hace sufrir: su hijo Cliffie. En vez de proyectarse en el Diario tal como es —un muchacho flojo y fracasado, que no fue admitido a la Universidad y que no sabe trabajar— Cliffie, en las páginas que escribe su madre, se desdobla del original y aparece viviendo la vida que Edith deseaba para él: periodista de punta, con hijos, un buen empleo, vástago que llena de satisfacción a su progenitora» (222).

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de la pareja, es necesario que Rigoberto perdone a su mujer, y esto ocurre cuando él reflexiona sobre la noticia de una maestra neozelandesa de 24 años de edad que ha sido condenada a cuatro años de prisión por mantener relaciones sexuales con uno de sus alumnos de diez años. Al leer el cable de Reuter, Rigoberto no sintió el rencor esperado, sino «una solidaridad impetuosa, sobresaltada, de adolescente mitinero, por aquella profesora neozelandesa tan brutalmente castigada por haber hecho conocer las delicias de un cielo mahometano (el más carnal de los que ofrecían en el mercado las religiones, según su entender) a ese niño afortunado» (295). De hecho, Rigoberto llega a sentir arrepentimiento y vergüenza por su actitud hacia Lucrecia (296) y piensa: «[Lucrecia,] en vez de sufrir y reprochártelo, debí agradecértelo, adorable niñera» (302). Por último, el fragmento final de cada capítulo contiene las cartas anónimas que Fonchito, adoptando la postura discursiva correspondiente, dirige tanto a su padre como a su madrastra. Hay en la novela un total de nueve anónimos de los cuales cinco están escritos copiando la letra, el estilo y la temática de Rigoberto, y van dirigidos a Lucrecia. Escribiendo como Rigoberto y recordando los juegos privados de la pareja, por ejemplo, Fonchito le prohíbe a Lucrecia usar palabras como «visualizar», «estatalista» y «societal», cortarse el pelo y otras cosas que considera que la «afean» (230). También le pedirá que imite a la Dánae de Gustav Klimt (50) o a Schiele pintando una modelo desnuda delante del espejo, de Schiele (309). Los cuatro mensajes restantes están dirigidos a Rigoberto, con la notable diferencia de que aquí, tanto la caligrafía como el tono, e incluso la temática, no son propios de Lucrecia sino que son invenciones de Fonchito quien, apropiando el estilo de Corín Tellado, adivina la imagen que a su padre le gustaría leer, y que firma, por ejemplo, «Tuya, tuya, tuya / La fantasmita enamorada» (270) o «Tuya, tuya, tuya / La loquita de tus orejas» (112). Estas cartas finalmente logran el reencuentro de la pareja que lleva a su reconciliación al final de la novela. El arte es central a la novela, especialmente en lo que respecta a los juegos y fantasías de los personajes masculinos, donde se mezcla sustantivamente con la realidad. La estética de la recepción de los personajes de la novela supone un desplazamiento epistemológico que permite los juegos artísticos tanto de Rigoberto como de Fonchito. La relación ficción-realidad es central en estos juegos. En «Pierre Menard, autor del Quijote», Jorge Luis Borges

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proponía una nueva técnica de lectura, que consistía básicamente en atribuir a unos autores las obras de otros —induciendo cambios radicales en los paradigmas de lectura y en las expectativas del lector—. Desactivada la serie temporal, don Rigoberto progresa lógicamente. Si Borges puede atribuir a James Joyce la Imitación de Cristo, ¿por qué no podrá él adivinar los impulsos que inspiraron a los pintores y escritores de sus cuadernos? Rigoberto, entonces, afirma que cuando Keats escribió Beauty is truth, truth is beauty Lucrecia lo inspiraba sin que el poeta mismo lo supiera y, en lugar de leer Le pied de Franchette (1769) como si fuera de otro autor, el protagonista acepta a Nicolás Ermé Restif de la Bretonne pero lee el texto como si hubiese sido «inspirado, desde el futuro, por una mujer que vendría al mundo cerca de dos siglos más tarde»: Lucrecia (303). Salvo compartirla con Lucrecia, no hay en el personaje de la novela una mayor preocupación por la experiencia intersubjetiva de la obra de arte: la renovación buscada es antes que todo personal y privada. En vez de atribuir una obra a otro autor, Rigoberto lee a Lucrecia como su inspiración y no se limita a textos literarios sino que aplica esta estética a las artes en general. Así, se introducen cambios esenciales que fundamentan epistemológicamente las fantasías creadas. En primer término, Rigoberto lleva su estética de lo comunitario a lo estrictamente individual. Como él mismo explica, «[p]ara aprisionar la realidad última e intransferible de lo humano, en este sentido, como en todos los otros, hay que renunciar al rebaño, a la visión tumultuaria, y replegarse en lo individual» (86) 3. Al preocuparse por la inspi-

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Guadalupe Martí-Peña escribe que «la reproductividad técnica masiva hace que la recepción del arte se convierta en uno de esos tipos de experiencias colectivas contra las que Rigoberto lanza sus diatribas más violentas» (2000: 100). Esto parece no aplicarse directamente a Rigoberto, cómo él mismo le escribe a un rotario,«[l]a cultura —el arte, la filosofía, todas las actividades intelectuales y artísticas laicas— no reemplaza el vacío espiritual que resulta de la muerte de Dios, del eclipse de la vida trascendente, sino en una pequeña minoría (de la que formo parte)» (168). La relación del sujeto con el texto artístico es invariablemente individual, a diferencia, por ejemplo, de un partido de fútbol. Debido a la pluralidad significativa de una obra artística y a los aportes necesariamente personales que se requieren del observador-lector, es decir, gracias a las infinitas posibilidades interpretativas que un texto visual o literario ofrece, su experiencia nunca será comunitaria del modo que un evento deportivo (con posibilidades interpretativas muy limitadas) puede serlo.

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ración de la obra antes que por su autor y su tradición literaria, el personaje no busca entrar en diálogo con otras comunidades interpretativas sino que actualiza el sentido de la obra en los términos específicos de su situación existencial al insertar a Lucrecia, la esposa-que-no-está-y-que-extraña. A diferencia de Menard, Rigoberto trasciende lo literario y lo artístico cuando incorpora instancias concretas de su intimidad para tender un puente entre realidad y ficción. Este movimiento entre lo artístico y la realidad es clave para el desplazamiento epistemológico que plantea la novela a través de sus personajes. En su consagrado ensayo «Kafka y sus precursores», Borges lee los rasgos distintivos y propios del autor checo en textos de Kierkegaard, Lord Dunsany y León Bloy, entre otros, a pesar de que éstos son anteriores a aquél (y disímiles entre sí). Sentado en su escritorio, con Le pied de Franchette (1769) de Restif en sus rodillas, Rigoberto piensa: «Ahora lo hojeo. Ahora, tú te asomas, Lucrecia, descalza o calzada, en cada capítulo, página, palabra» (299). Borges explicaba que «[e]l poema Fears and Scruples de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema», y concluía que «[e]l hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro» («Kafka y sus precursores», 166). De la misma manera, la lectura que el personaje de Vargas Llosa hace de la novela de Restif es también afinada y desviada, no ya por la lectura de un texto posterior sino, extraliterariamente, por Lucrecia, o, si se quiere, por la ‘lectura’ de Lucrecia. Fusiona así Rigoberto la realidad de su condición con la realidad del mundo de ficción, con la «realidad del sueño» (26), adonde escapa durante las noches. Habiendo cruzado el puente, y una vez del otro lado, Rigoberto concibe a su esposa a través de la creación artística «Rubens, el Tiziano, Courbet e Ingres, Úrculo y media docena más de maestros forjadores de traseros femeninos parecían haberse apandillado para dar realidad, consistencia, abundancia y, a la vez, finura, suavidad, espíritu y vibración sensual a ese trasero cuya blancura fosforecía en la penumbra» (224225). El puente construido entre realidad y ficción es lo suficientemente fuerte para cargar con todo el peso de su propia imaginación. Rigoberto explica que «todo lo que realmente importa es, a la corta o a la larga, estético» (285). Sus reflexiones calológicas abundan en toda la obra y

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en el capítulo VIII encontramos un delineamiento general de su sistema de valores. El fragmento se titula «Carta al lector de Playboy o tratado mínimo de estética» y requiere especial atención. Desde la consideración del erotismo, que define en oposición diametral a la pornografía, Rigoberto condena, una vez más, la masificación del ser humano. Para él, quien consume pornografía atenta contra su propia individualidad al permitir que sus pulsiones más íntimas sean dominadas por artículos producidos en masa. Éstos, lejos de satisfacer sus urgencias sexuales, «las subyugan, aguándolas, serializándolas y constriñéndolas dentro de caricaturas que vulgarizan el sexo [...] convirtiéndolo en mascarada, cuando no innoble afrenta al buen gusto» (283-284). Por otro lado, el erotismo le confiere una «categoría estética al acto del amor», un acto mediante el cual una pareja puede «emular por unas horas a Homero, Fidias, Botticelli o Beethoven» (285)4. Rigoberto explicita su rechazo a la pornografía y le explica al lector de su carta: Para que sepa con quién tiene que vérselas, quizás le aclare mi pensamiento saber que (monógamo como soy, aunque benevolente con el adulterio) tengo por fuentes más apetecibles de codicias eróticas a la difunta estadista de Israel doña Golda Meier o a la austera Margaret Thatcher del Reino Unido, a quien no se le movió un cabello mientras fue Primera Ministra, que a cualquiera de esas muñecas alcanforadas, de tetas infladas por la silicona, pubis escarmenados y teñidos que parecen canjeables, una misma impostura multiplicada por una horma única, que, para que el ridículo complemente a la estupidez, aparecen en esa enemiga de Eros que es Playboy, a página desplegada y con orejas y cola de peluche ostentando el cetro de «La conejita del mes» [...]. Sé que usted no me entiende, pero no me importa; si me entendiera no sería tan imbécil de sincronizar sus erecciones y orgasmos con el reloj (¿de oro macizo e impermeabilizado, seguramente?) de un señor llamado Hugh Heffner (284-285).

El problema es estético antes que moral. Al privilegiar lo orgánico por sobre lo mental, la pornografía le niega su espacio a la imaginación. Esto su4

Con respecto a encuentros sexuales, la filosofía de Rigoberto acepta, desde la heterosexualidad pero sin objeciones, cualquier combinación de hombres y/o mujeres siempre y cuando haya un consentimiento de parte de cada participante y «el elenco no supere el trío o, concesión máxima, los dos pares» (285).

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prime el aspecto creativo paradigmático del erotismo y reduce el ser humano a un primitivo animal. El erotismo, entendido como «la humanización inteligente del amor físico» (283), es para Rigoberto la única alternativa viable. Al reconocer a los órganos sexuales como «meros sirvientes de los fantasmas que gobiernan nuestras almas» (285), Rigoberto interpreta al ser humano como un conjunto de lo físico y lo psíquico. Esta totalidad lo eleva hacia el placer sublime que concibe exclusivamente en términos de belleza: sólo lo bello puede causar este placer. La subjetividad del adjetivo hace necesario el estudio de la estética personal de don Rigoberto para establecer una noción clara de lo que el personaje entiende por belleza. El tratado comienza con la advertencia de que su estética es «flexible y se deshace y se rehace como la greda en manos de un diestro ceramista» (286). Esta advertencia anticipa inevitables acusaciones de inconsistencia, pero no esconde, el hiperbólico dogmatismo del personaje5: Toda persona que escribe «nuclearse», «planteo», «concientizar», «visualizar», «societal» y sobre todo «telúrico» es un hijo (una hija) de puta [...]. La misma consigna vale, por supuesto, para el mortal de cualquier sexo que, pretendiendo castellani-

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En algunas ocasiones —citaré tres—, la teoría estética de don Rigoberto podría considerarse contradictoria a su praxis. Por ejemplo, en el octavo capítulo destierra de su estudio la música de Pérez Prado por considerarla mala (288), sólo para traerla de nuevo en el siguiente capítulo por medio de la fantasía, «tocaban un mambo de Pérez Prado» (335). De manera similar, al comienzo de la novela, en las «Instrucciones para el arquitecto», le ordena al arquitecto: «usted subordinará la comodidad, la seguridad y la holgura de los humanos a las de aquellos objetos [los libros e imágenes de su biblioteca]» (17). Acto seguido, hace hincapié en la importancia de que en la biblioteca haya una chimenea que «debe poder convertirse en horno crematorio de libros y grabados sobrantes, a mi discreción. Por eso su emplazamiento deberá estar muy cerca de los estantes y al alcance de mi asiento, pues me place jugar al inquisidor de calamidades literarias y artísticas, sentado, no de pie» (17). La comodidad de los humanos debe estar subordinada a la de los libros, pero la chimenea debe estar ubicada en un lugar que resulte cómodo para que Rigoberto los pueda incinerar. Finalmente, en el mismo tratado de estética califica al cine como postartístico, por lo cual «no merece ser incluido dentro de consideraciones sobre estética» (286), sólo para incluirlo junto con la literatura en la página siguiente, «la obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndolo me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película» (287).

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zar el whisky, escribe güisqui, yinyerel o jaibol. Estos últimos, estas últimas, deberían incluso morir, pues sospecho que sus vidas son superfluas (287-288).

Si bien algunas de las ideas que presenta don Rigoberto tienen una base sólida y bien desarrollada —el rechazo del hombre-masa nace de una preocupación con la pérdida de la individualidad—, otras, como las expuestas en la citada observación, son de carácter más arbitrario y no responden a un desarrollo racional. Rigoberto advierte: «No me pregunte usted por qué los autores de estas fealdades son unos hijos (unas hijas) de puta; esos conocimientos se intuyen y asimilan por inspiración; son infusos, no se estudian» (287). Considerando estas ‘flexibilidades’, podemos delinear a grandes rasgos los principios de valoración estética de don Rigoberto. En materia de cine y literatura, su posición es clara: las obras deben entretenerlo. La pintura y la escultura están sujetas a otra escala de valoración. Éstas deben ser mejores de lo que Rigoberto puede crear, porque, según él mismo explica, «todo lo que yo pueda hacer en materia plástica o escultural es una mierda» (287). A su vez, el cuadro o escultura debe excitarlo; Rigoberto continúa: «[s]i [un cuadro] me gusta, pero me deja frío, sin la imaginación invadida por deseos teatral-copulatorios y ese cosquilleo rumoroso en los testículos que precede a las tiernas erecciones, es, aunque se trate de la Mona Lisa, El Hombre de la Mano en el Pecho, el Guernica o la Ronda Nocturna, un cuadro sin interés» (287-288). Para Rigoberto un cuadro no tiene valor a menos que, superando sus propias habilidades artísticas, que reconoce como mediocres, éste le cause una reacción fisiológica y psíquicamente sensual. En la música, don Rigoberto busca perderse en un vértigo de sensaciones que lo hagan olvidar la parte aburrida de sí para pensar con claridad en sus fantasías. Pero, al mismo tiempo, si la música se hace demasiado presente y captura su atención distrayéndolo de sus pensamientos, es «mala música» (288). En la apreciación del arte, don Rigoberto favorece obras que lo inspiren y le permitan dar rienda suelta a su imaginación. El arte tiene que llevar a la elaboración de la fantasía (predominantemente erótica y siempre con Lucrecia como protagonista). Como ya vimos, su estética de recepción privilegia al lector-observador por sobre la obra; sin embargo, ésta es seminal para la construcción de las ficciones personales. La obra de arte en la filosofía de Rigoberto es fundamental para alcanzar el placer sublime, el plano más auténtico de su existencia.

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Hedy Habra encuentra que la novela conlleva un «nivel profundo de reflexiones existenciales» (2001: 92). Éstas se manifiestan más en don Rigoberto que en su hijo, quien en la inocencia de su niñez no parece preocuparse por cuestiones del existencialismo. Considerando la conexión que don Rigoberto establece entre belleza y placer sublime, así como su valoración del arte, podemos ahora acercarnos a la función que éste tiene dentro de sus fantasías. En su estudio de Schiele y Los cuadernos de don Rigoberto, MartíPeña intuye que la novela propone «[l]a fijación del devenir más allá del tiempo cronológico o histórico como imperativo para el alcance de la plenitud y perfección» (2000: 97)6. Para analizar cómo el arte hace posible la trascendencia del tiempo cronológico e histórico, y, más importante, cuáles son las consecuencias, consideraré las fantasías de Rigoberto con relación a la fenomenología del tiempo que Heidegger presenta en El tiempo y el Ser. Heidegger, como antes de él San Agustín, niega la existencia sustantiva del pasado, del presente y del futuro, para proponer una dialéctica de intencionalidades y adoptar la paradoja de un presente tripartito. Así, reemplaza los sustantivos ‘presente,’ ‘pasado’ y ‘futuro’ por tres modalidades de la Preocupación (Sorge) que conectan «cognitive, practical, and emotional components within one and the same ontological structure» (Ricœur 1991a: 100). Vimos que los fragmentos que refieren las fantasías de don Rigoberto constan normalmente de tres instancias narrativas que identificamos con Rigoberto sentado en su estudio hojeando sus cuadernos, Rigoberto escuchando a Lucrecia y Rigoberto presenciando la acción. En las próximas páginas quiero elaborar una serie de relaciones entre cada una de estas instancias y las modalidades temporales de Heidegger para comprender la función del arte en las fantasías y el significado ontológico que aporta.

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Sin embargo, no comparto con la crítica la identificación lessingiana verbal/dinámico y visual/estático sobre la que construye su argumento: «si en Elogio la transformación literaria de las obras pictóricas consiste fundamentalmente en la transformación de lo estático del cuadro en lo dinámico del discurso narrativo, en Los cuadernos su transformación opera de modo inverso» (2000: 97). Observar simplemente que «lo dinámico se vuelve estático» (ibid.) no termina de dar cuenta de lo que ocurre en la novela cuando el arte y la realidad se conectan. El absoluto que presiente Lucrecia al imitar el cuadro de Schiele no puede ser caracterizado como ‘dinámico’ o ‘estático’ porque trasciende lo que estos términos refieren.

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En la concepción del filósofo alemán, el tiempo humano se entiende como una dialéctica entre un modo auténtico (eigentlich) y un modo inauténtico (uneigentlich) en nuestra forma de relacionarnos con el tiempo. En la autenticidad encontramos la interpretación (la proyección de un significado) más íntima del Ser, es decir, aquello que le da sentido al Ser-ahí7. En el polo opuesto, lo inauténtico, está la interpretación del ser comunitario, la concepción general de términos por parte de la sociedad. Sin embargo, la inautenticidad «is not extrinsic to the purpose of an analytic Dasein. On the contrary, inauthenticity has its own existential claim, which is that of everyday life» (Ricœur 1991a: 101). Podemos ver hasta qué punto el personaje de don Rigoberto oscila entre los dos polos: en el extremo inauténtico, su vida pública se define en términos de la comunidad en la que se maneja; una existencia que intenta superar por medio del arte; y, acercándose al polo auténtico, su vida privada es un espacio creativo, donde encontramos al verdadero Rigoberto, pero este espacio sólo es posible gracias a su vida pública. En una carta a un burócrata el protagonista escribe: [G]racias a este éxito profesional (¿así lo llaman ustedes, no es cierto?) he podido llenar mi estudio de libros, grabados y cuadros [...] y formar un enclave de libertad y fantasía donde, cada día, mejor dicho cada noche, he podido desintoxicarme de la espesa costra de convencionalismos embrutecedores, viles rutinas, actividades castradoras y gregarizadas que usted [burócrata] fabrica y de las que se nutre, y vivir, vivir de verdad, ser yo mismo, abriendo a los ángeles y demonios que me habitan las puertas enrejadas detrás de las cuales —por culpa de usted, de usted— están obligados a esconderse el resto del día (330; énfasis mío).

Aunque se trata de polos opuestos, no se pueden pensar como entidades independientes —resultaría imposible trazar una línea imaginaria que divida lo auténtico de lo inauténtico—, sino como un continuo que nos lleva de un extremo a otro. Tanto para Heidegger como para Rigoberto lo auténtico y lo inauténtico son inseparables y fundamentales para el Ser. Sin em-

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Para Heidegger, el significado del Ser-ahí es precisamente su temporalidad, por lo tanto una fenomenología más auténtica del tiempo implica una experiencia más auténtica del Ser, algo que don Rigoberto alcanza en sus fantasías.

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bargo, también son distintos y generan diferentes instancias narrativas en las fantasías del personaje de Vargas Llosa. Las tres modalidades que Heidegger usa para organizar la fenomenología del tiempo son la intratemporalidad (Innerzeitigkeit), la historicidad y la temporalidad, y abarcan el espectro que va desde lo más inauténtico hasta lo más auténtico. La intratemporalidad, que se ubica en el polo inauténtico, debe ser entendida en términos de la primacía de las estructuras diarias; en este nivel «time is held as that in which events occur» (Ricœur 1991a: 102). Éste es el nivel de menor autenticidad porque, en las acciones diarias, el Ser-ahí se enfoca en el ‘ahora’, evitando cualquier tipo de proyección hacia el futuro y, al mismo tiempo, cubriendo su pasado para olvidarlo8. Se trata del nivel en el que don Rigoberto se mueve, al ir de su dormitorio al estudio, al sentarse a hojear sus cuadernos. Lo poco que ocurre intratemporalmente en los fragmentos dedicados a las fantasías funciona como introducción al tema general del episodio o se manifiesta en interrupciones que devuelven a Rigoberto al ‘ahora’ del mundo de sus quehaceres diarios. En el tercer capítulo, por ejemplo, la fantasía narrada en «Borrachera con carambola», se interrumpe dos veces. La primera ocurre cuando Rigoberto, sumido todavía en su ficción, percibe la luz del amanecer que anunciando el nuevo día se filtra por la persiana de su estudio: —¿Funciona, funciona? —insistía Teté Barriga, ojeando su pecho alicaído, mientras su marido bostezaba—. ¿Frotándoles hielo se ponen...? —Tiesos, duros, rectos, empinados, airosos, erguidos, soberbios, erizados, encolerizados —prodigaba su versación en materia de sinónimos Fito Cebolla—. Permanecen así quince minutos, cronometrados. «Sí, funciona», se repitió don Rigoberto. En las persianas se insinuaba una rayita pálida. Otro amanecer lejos de Lucrecia. ¿Era hora de despertar a Fonchito para el colegio? Aún no. Pero ¿no estaba ella aquí? Como cuando habían verificado sobre sus hermosos pechos la receta de Folieres Bergère (97).

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Heidegger explica que: «the “now” is a temporal phenomenon which belongs to time as within-time-ness: the “now” “in which” something arises, passes away, or is present at hand» (1962: 387).

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Sin anticipación alguna, la narración se sale de la fantasía y nos devuelve al estudio de Rigoberto, a las preocupaciones de la cotidianidad, a la ausencia de su esposa, a la escuela de su hijo. Lo diurno marca el espacio público de Rigoberto donde el tiempo se va en trámites burocráticos, gestiones y procedimientos. El día lo aleja de los ángeles y demonios que lo habitan, y lo empuja hacia lo social: es el tiempo de Rigoberto padre, de Rigoberto gerente de la compañía de seguros, pero también el de Rigoberto en soledad y el de la ausencia de Lucrecia. En otras ocasiones, Rigoberto se mueve en la intratemporalidad al comienzo del fragmento, antes de entrar en la fantasía. En «Los hermanos corsos» Rigoberto se inventa un hermano mellizo, Narciso y una cuñada, Ilse. Después de una exquisita cena las dos parejas vuelven a casa de Narciso donde éste seduce a Lucrecia y se acuesta con ella mientras Rigoberto e Ilse los observan detrás de una media pared de ladrillos que separa el amplio lecho matrimonial de un cómodo sofá. En este caso, el preámbulo a la fantasía, la construcción de su mundo, toma las características de lo que Heidegger llama habladurías (Gerede), una faceta pública de lo inauténtico. La habladuría es un tipo de discurso que no entendemos genuinamente, sino que simplemente entendemos lo-que-se-dice como tal, superficialmente. Es decir, se pierde la conexión entre el discurso y el objeto del discurso. Así la relación sujeto/objeto (sujeto/realidad) es mediada por un discurso ajeno (público) cuya función referencial se ha degradado hasta disolverse en la superficialidad. Enfatizando este deterioro de la función referencial de la habladuría, el filósofo agrega que «because this discoursing has lost its primary relationship-of-Being towards the entity being talked about, or else has never achieved it, it does not communicate in such a way to let this entity be appropriated in a primordial manner» (Heidegger 1962: 212). Pero es justamente porque este tipo de discurso no permite apropiar la entidad de que se habla de una manera primordial que Rigoberto es capaz de construir su fantasía a través de lo que otros dicen. El fragmento comienza con don Rigoberto en su escritorio hojeando uno de sus cuadernos saltando de una cita a otra, buscando inspiración: «En la muerma tarde de ese domingo de invierno, en su estudio frente al cielo nublado y el mar ratonil, don Rigoberto espigó anhelosamente sus cuadernos en pos de ideas que atizaran su imaginación» (129). En la fluida transición entre las diferentes citas que encuentra, Rigoberto rescata características o

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asociaciones que van dando cuerpo a la fantasía que desarrollará. Su lectura comienza en Philip Larkin, «sex is too good to share with anyone else» (129), que le trae a la memoria muchas imágenes de un joven Narciso deleitándose con su propia imagen. A pesar de referirse a la masturbación, la cita de Larkin le permite a Rigoberto reflexionar sobre la idea de compartir el sexo, el hecho de que está solo pero al mismo tiempo —a través de sus fantasías— sigue compartiéndolo con Lucrecia. Apenas se detiene en una cita de Azorín antes de llegar a una descripción escrita por Alfonso de la Serna de La Sinfonía de los adioses de Haydn, «en la que cada músico, cuando acaba su partitura, apaga la vela que ilumina su atril y se va, hasta que queda sólo un violín, tocando su final melodía solitaria» (130). Rigoberto asocia este último violín monologante con Larkin y el placer individual del onanista volviendo a la idea de compartir el sexo. Cuando su memoria le trae a colación «sin ton ni son» la imagen del actor Douglas Fairbanks duplicada en la película Los hermanos corsos, los elementos básicos de la fantasía quedan establecidos. El film que recuerda Rigoberto es una de las muchas adaptaciones que se han hecho de la novela Les Frères Corses (1844) de Alexandre Dumas, protagonizada por dos hermanos siameses que fueron separados al nacer. La película da título al fragmento y un momento de paradoja señala el umbral de la fantasía: «Por supuesto, nunca había compartido el sexo con nadie de la manera esencial que con Lucrecia. Lo había compartido, también, de niño, adolescente y ya adulto con su propio hermano corso, ¿Narciso?, con quien se había llevado siempre bien, pese a ser tan diferentes en espíritu» (130-131). Al atravesarlo, el lector entra en el mundo de la ficción de Rigoberto, un mundo que también habita su hermano corso Narciso. Un último detalle hará posible la acción que allí se desarrollará. Una cita de El mercader de Venecia, que Rigoberto traduce libremente como «El hombre que no lleva música en sí mismo / Ni se emociona con la trenza de dulces sonidos / Es propenso a la intriga, el fraude y la traición» (131), lo ayuda a determinar el carácter de su hermano imaginado. Decide que Narciso no llevaba música alguna en sí, sino que «llegaría a la edad provecta jactándose [...] de haber practicado todos los vicios capitales con tanta asiduidad como su pulso latía» (131). Esto es fundamental porque como Rigoberto le confesará algo avergonzado a Ilse, él es monógamo y solamente puede hacer el amor con su esposa (147). Por necesidad es Narciso quien debe ejecutar el plan que guía la

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fantasía, y «si no hubiera sido de esa catadura moral, jamás hubiera osado proponer [...] el temerario intercambio» de parejas (131-132), haciendo completamente imposible la fantasía. Las citas que Rigoberto encuentra en su cuaderno le sirven para construir la fantasía. Rigoberto lee lo que algunas personas han dicho sobre otras cosas, pero no se fija en éstas. La relación de ser entre las citas y lo que refieren se pierde, ni la masturbación, ni la Sinfonía de los adioses, ni Los hermanos corsos, ni El mercader de Venecia tienen otra presencia en la fantasía más allá de la señalada, el discurso no permite la apropiación de su sujeto, que permanecerá encubierto. Sin embargo, Rigoberto elige conscientemente completar la función referencial de las citas desde su terreno ontológico-epistémico según su propia necesidad. Esto es producto de escuchar a su propio Ser y lo sumerge en la fantasía, alejándolo de la intratemporalidad y acercándolo a una experiencia más auténtica del tiempo. El segundo nivel en la fenomenología del tiempo es el de la historicidad. Ricœur explica que «historicity in its technical sense, refers to our way of becoming between birth and death» (1991a: 102). Entonces, este ‘estiramiento’ (erstrecken), del Ser-ahí toma primacía por sobre la totalidad finita enfatizada por la mortalidad y, al mismo tiempo, supera el encubrimiento de las habladurías. En la historicidad, el Ser-ahí tiene la capacidad de recapitular o reiterar (Wiederholung) que sirve como mecanismo que evita una dispersión total9. Ésta es una función importante de las fantasías para Rigoberto. Al imaginarse nuevamente con su esposa, Rigoberto repite los juegos nocturnos de la pareja tan importantes en su matrimonio. Heidegger explica que: «by repetition, Dasein first has its own history made manifest. Historicizing is itself grounded existentially in the fact that Dasein, as temporal, is open ecstatically; so too is the disclosedness which belongs to historizing, or rather so too is the way in which we make this disclosedness our own» (1962: 438). La repetición es una manera de recuperar nuestras potencialidadespara-Ser, que heredamos de nuestro pasado, y dado que el Ser del Ser-ahí es un Ser-para-sus-posibilidades, el Ser-ahí puede elegir su ser. El Ser-ahí puede

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Ricœur define Wiederholung como «Dasein’s capacity to recapitulate — to repeat, to retrieve — our inherited potentialities within the projective dimensions of Care» (1991a: 102).

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entenderse a sí mismo en términos de sus más íntimas posibilidades o, en términos del mundo en el que existe. En las fantasías mismas, la historicidad se manifiesta en las citas imaginarias que don Rigoberto tiene con Lucrecia, en las que ella le cuenta lo ocurrido en algún encuentro y él escucha atentamente la recapitulación de los hechos. Rigoberto ya conoce lo que Lucrecia le va a contar (después de todo es él quien crea las ficciones) y, por lo tanto, el contar se convierte en un recontar, en una repetición que él escucha: «hearing constitutes the primary and authentic way in which Dasein is open for its ownmost potentiality-forBeing — as in hearing the voice of the friend whom every Dasein carries with it» (Heidegger 1962: 206). No osbtante, estar abierto a la más íntima potencialidad-para-Ser, es decir, descubrirla, «desocultarla» en el sentido que le da Benedito a la palabra (1992: 136), no significa comprenderla. Rigoberto escucha el relato de algo ya ocurrido (en el plano de la ficción, su esposa le cuenta los encuentros amorosos que ha tenido) de un personaje que no existe, Lucrecia a su lado como su esposa y como su amante. La recapitulación de este segundo pasado, que remite al lector a El elogio de la madrastra, es la que le desoculta, entre otras, su posibilidad más íntima de Ser, la del placer sublime junto a Lucrecia, que al ser elegida da lugar a la ficción. Como he mencionado, el Ser-ahí tiene la capacidad de elegir en términos de qué va a comprenderse a sí mismo. La mayoría de las veces elegimos hacerlo en términos del mundo que nos rodea, pero en su mundo nocturno, Rigoberto se rehúsa, por la mayor parte, a recaer en la inautenticidad que vive durante el día. Sin embargo, no siempre lo consigue y cuando su elección es otra, la ficción creada corre peligro de desintegrarse. En el fragmento «¡Maldito Onetti! ¡Bendito Onetti!» Rigoberto imagina a Lucrecia en un baño turco con la embajadora de Argelia10, cuyos pechos reconstruidos quirúrgicamente a través de seis intervenciones a lo largo de tres años, son «lindísimos» y «más perfectos» que los de Lucrecia (258), de hecho, «volverían loco a cualquiera» (264). Luego de unos minutos en el va10

En realidad, no queda claro la identidad de esta mujer, en un momento Rigoberto se refiere a la embajadora de Argelia y Lucrecia lo corrige explicándole que se trata de la esposa del embajador (258), pero, más adelante, el narrador se refiere nuevamente a ella como la embajadora de Argelia (261).

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por las mujeres comienzan a acariciarse los senos, Lucrecia le explica a Rigoberto que eso era jugar con fuego, ante lo que él pregunta: «¿Porque se fueron excitando? ¿Porque de tocárselos pasaron a chupárselos?» (266; énfasis mío). Al utilizar este verbo, don Rigoberto cae en lo público, lo inauténtico, y esto malogra la fantasía. El protagonista «se arrepintió en el acto», ya que «había violado ese estricto código que establecía la incompatibilidad entre el placer y el uso de palabras vulgares, de verbos (chupar, mamar) sobre todo, que malherían cualquier ilusión» (266-267). Rigoberto cae en lo inauténtico, no por usar un verbo vulgar, sino porque las vulgaridades han sido desterradas del campo de sus fantasías y aventuras eróticas con su esposa por considerarlas antiestéticas. La fantasía no se esfuma, pero sólo porque su creador reacciona a tiempo En la última fantasía de la novela, don Rigoberto viste a su mujer de hombre y va a un «cabaret de fulanas» (335) de la Ciudad de México. Allí conocen a Estrella, quien luego los acompañará a un hotel. Estrella muestra una fascinación total con las enormes orejas y la nariz de Rigoberto, y de vez en cuando se burla de ellas —en un momento comenta que con orejas tan grandes debe escuchar más que una persona normal—. Rigoberto lo piensa un instante: «[n]o le gustaba el sesgo cómico que iba tomando la historia —su deseo, avivado hacía un momento, decaía, y no lograba reanimarlo, pues, por culpa de las burlas de Estrella, su atención se apartaba de Lucrecia-Rosaura y la mulata para concentrarse en sus desproporcionados adminículos auditivo y nasal» (339). La situación se torna parodia de lo erótico. La concentración en las orejas y nariz es algo público en tanto que se definen como grandes sólo en comparación con las de los demás. Por un momento, Rigoberto se encuentra eligiendo comprenderse a sí mismo en términos del mundo. Esto lo saca de la fantasía y, aunque no la destruye, le hace quemar varias etapas «saltando por encima de la negociación con Estrella [...] los trámites para que la mulata saliera de la boîte» (339) hasta entrar en la habitación, abreviando significativamente el preludio al encuentro sexual. El tercer nivel de la fenomenología del tiempo definido por Heidegger, el más auténtico, es la temporalidad propiamente dicha. Aquí, el futuro toma prioridad en la dialéctica entre las tres intencionalidades, pero se caracteriza especialmente por la estructura ontológica que resulta del reconocimiento de la centralidad de la muerte del Ser-ahí, «or, more exactly, of being-towards-death»

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(Ricœur 1991a: 101). Al conceptualizar al Ser-ahí como un todo completo «temporality reveals itself as the meaning of authentic care» (Heidegger 1962: 374; énfasis del autor), y es aquí donde el ser del Ser-ahí encuentra su significado (Ricœur 1991a: 103). Las estructuras del futuro se enfatizan en la temporalidad, porque es el futuro el que permite y, al mismo tiempo, nos da una sólida base ontológica para que una entidad exista comprensivamente en su potencialidad-para-Ser. Me he referido a la interpretación del Ser-ahí como la proyección de un significado. Ahora, para mostrar cómo don Rigoberto llega a una experiencia auténtica de su Ser, es necesario entender de qué forma él proyecta un significado sobre su más íntima potencialidad-para-Ser, una posibilidad que ha sido rescatada del encubrimiento de las acciones dentro-del-tiempo y ha sido abierta a la interpretación por la voz de Lucrecia en la historicidad. Hiedegger explica que «projection is basically futural; it does not primarily grasp the projected possibility thematically just by having it in view, but it throws itself into it as a possibility» (1962: 385-386). Rigoberto no se queda en una posibilidad temática ni se conforma necesariamente con ver la fantasía, sino que se arroja a ella. En el momento de imaginarse entrando al baño turco para espiar a Lucrecia y a la embajadora de Argelia, Rigoberto «sintió una bocanada de calor húmedo en la cara, que se le mojaba el pijama y se le pegaba al cuerpo en la espalda, el pecho y las piernas. El vapor se le metía dentro del cuerpo por las narices, la boca, los ojos, con un perfume que se parecía al pino, al sándalo, a la menta» (262). Las percepciones sensoriales del personaje —que permanece sentado en el sillón en su estudio— acentúan la transición de espectador extradiegético de la fantasía a participante activo en la fantasía. En un gesto imposible, Rigoberto trasciende el ámbito de su existencia textual y se ausenta en el mundo desplegado por la pintura. Sin embargo, para puntualizar la importancia del arte en las fantasías de Rigoberto hay que profundizar en la noción de temporalidad. En El Ser y el tiempo, Heidegger la define como un fenómeno que tiene «the unity of a future which makes present in the process of having been» (1962: 374; énfasis mío). Es precisamente en este proceso de hacer presente donde encontramos la función crucial del arte en la construcción de la fantasía como proyección de la más íntima potencialidad-para-Ser. Cuando don Rigoberto se arroja con resolución a la fantasía, es el arte el que la hace presente, y es en este sen-

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tido que Rigoberto se ausenta. El arte cristaliza a la fantasía en un momento de visión11. Según Heidegger, «[i]n resoluteness, the Present is not only brought back from distraction with the objects of one’s closest concern, but it gets held in the future and in having been. That Present which is held in authentic temporality and which thus is authentic itself, we call the “moment of vision”» (ibid.: 387)12. De esta manera el momento de visión logra asociar las tres intencionalidades temporales (presente, pasado y futuro) en una auténtica temporalidad. No obstante, el momento de visión no es algo que pueda entenderse en términos del ‘ahora’ (dem Jetzt), ya que, como vimos, el ‘ahora’ pertenece al tiempo como intratemporalidad, es un ‘ahora’ ‘en el que’ ocurren cosas. «“In the moment of vision” nothing can occur; but as an authentic Present or waiting-towards, the moment of vision permits us to encounter for the first time what can be “in a time” as ready-to-hand or present-at-hand» (Heidegger 1962: 387-388), es decir, nos permite proyectar una posibilidad hacia el futuro, una posibilidad que, como hemos visto recuperamos al recapitular. Para Rigoberto esta posibilidad es la de estar nuevamente con Lucrecia. En las fantasías, el arte tiende a funcionar como un puente que le permite a don Rigoberto estar en el ‘momento de visión’. El fragmento «Borrachera con carambola» es un buen ejemplo. Tras apalear a Fito Cebolla—compañero de trabajo de Rigoberto, invitado para un cóctel— y echarlo de la casa por intento de violación, Lucrecia y Justiniana suben a la habitación matrimonial para tomar un trago y recuperarse del susto; allí protagonizan una fantasía lesbiana. Lucrecia, como es normal, le está contando a su marido lo que había ocurrido, cuando en medio del relato él la interrumpe: [...] Fito tenía razón, es atractiva. Y, más, medio desnuda. Su cuerpo café con leche, contrastando con la blancura de la seda [...].

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Es interesante observar que, desde la perspectiva del lector, la mención de la imagen, si bien de una manera un tanto diferente, también sirve para cristalizar la fantasía visualmente. El cuadro nos provee, en términos plásticos, un referente textual concreto que desplaza el acto interpretativo del campo lingüístico de la literatura al campo visual de las artes plásticas. 12 Heidegger explica que en «resoluteness», el Ser-ahí se deja encontrar «undiguisedly by that which it seizes upon in taking action» (1962: 374).

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—Hubiera dado un año de vida por verlas, en ese momento —Y don Rigoberto encontró la referencia que hacía rato buscaba: Pereza y lujuria o el sueño, de Gustave Courbet [ver Fig. 11]. —¿No nos estás viendo? —se burló doña Lucrecia. Con total nitidez, pese a que, a diferencia de su diurno dormitorio, aquél era nocturno, y esa parte de la habitación estaba en penumbra, fuera del alcance de la lámpara de pie. La atmósfera se había adensado. Aquel perfume penetrante, que mareaba, intoxicó a don Rigoberto. Sus narices lo aspiraban, expelían y reabsorbían. Al fondo se oía el rumor del mar, y, en el estudio a Justiniana preparando los tragos (106).

Rigoberto piensa en el cuadro de Courbet antes de que la fantasía lo represente, la imagen anticipa la fantasía para crearla. Las obras de arte que inspiran las fantasías de Rigoberto están siempre presentes detrás de la narración, manipulándola y dirigiéndola para crear una situación adecuada donde hacerse presentes. Rigoberto depende del referente plástico para que su fantasía se presente en toda su magnitud, y es a partir de éste que realmente puede ver lo que imagina. Pero ‘ver’ es más que simplemente mirar, es sumirse en la imagen y apropiarla, es un acto interpretativo que abre las puertas para que los demás sentidos absorban la escena: es ausentarse en su sentido. El momento en que el arte entra en la fantasía marca un punto de inflexión que catapulta a Rigoberto hacia la acción imaginada. De inmediato, y con total naturalidad, se encuentra participando en lo que Lucrecia le está contando. La realidad de la situación queda avalada por los otros sentidos; el olfato y el oído confirman la transición. En la primera fantasía de la novela, «la visión era tan nítida, la definición de la imagen tan explícita, que don Rigoberto temió: “Puedo quedarme ciego”» (25). Más que mirar, ver es la acción misma de arrojarse a la fantasía como una posibilidad proyectada. El arte se ofrece como vehículo que lleva a Rigoberto al momento de visión. En el fragmento «La semana ideal», dos imágenes dirigen el desarrollo de la fantasía. Aquí, un antiguo novio de Lucrecia, Pluto, la invita a un viaje de una semana por Nueva York y Europa durante el cual visitan lugares comunes de turistas adinerados. Pluto jamás ha visitado Europa, ni ha ido a una función de ópera, ni ha entrado ni en Le Cirque ni en Regine’s —todas actividades de la semana—, pero sabe que debe «pedir champagne Dom Perig-

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non, olfatear la copa de vino con narices de alérgico y ordenar platos escritos en francés» (56). No sin algo de justicia, Rigoberto denomina a éste como «un programa de nuevo rico y algo vulgar» (51). De igual manera, la selección de obras de arte que dirige la acción también puede, considerarse «algo vulgar»: El origen del mundo de Courbet (1866) (ver Fig. 12) y la obra de arte más popular citada en la novela y una de las más populares de la historia del arte, La maja desnuda de Goya (1799-1800) (ver Fig. 13). La ficción se estructura en torno a un juego entre Pluto y Lucrecia, con don Rigoberto de espectador. Pluto es un hombre gentil y simpático que, refrenando sus deseos, mantendrá siempre una respetuosa distancia y jamás tomará una iniciativa. Lucrecia, por el contrario, es quien lo incitará constantemente hasta compartir la cama con él la última noche. Esta dinámica genera numerosas oportunidades para que Lucrecia pose para Pluto, abriendo un lugar idóneo para la representación de las obras de arte. Una vez más, las obras plásticas hacen posible el momento de visión. En la primera noche que pasan en París, Lucrecia invita a Pluto a su habitación, pero sólo para mirar. Tendida en la cama, Lucrecia, en un lento juego de seducción: Por fin fue abriendo las piernas, revelando el interior de sus muslos y la medialuna de su sexo. «En la postura de la anónima modelo de L’origine du monde, de Gustave Courbet (1866)», buscó y encontró don Rigoberto, transido de emoción al comprobar que la lozanía del vientre y la robustez de los muslos y el monte de Venus de su mujer coincidían milimétricamente con la decapitada mujer de aquel óleo, príncipe de su pinacoteca (61).

En la última noche del viaje, cuando Lucrecia y Pluto finalmente hacen el amor, ella lo está esperando en la lánguida postura de «“La maja desnuda de Goya”, pensó don Rigoberto, “aunque con los muslos más abiertos”» (71). Este buscar y encontrar la imagen de Rigoberto constituye un arrojamiento hacia su más íntima potencialidad-para-Ser. Tras haberla recuperado del olvido, Rigoberto abre su potencialidad-para-Ser a la interpretación por medio de la recapitulación, el recuento de Lucrecia. Frente a ella, el protagonista necesita el arte para proyectarla, es decir, lo necesita para arrojarse hacia su fantasía y encontrar en ella la interpretación más íntima de su Ser.

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Fonchito es seguramente el personaje más enigmático de toda la novela. La inesperada lucidez con que trata cuestiones de creatividad, identidad y sexualidad contrasta marcadamente con la temprana edad de quien es, todavía, un niño. Esta discrepancia es explotada a lo largo de la novela para crear una imagen misteriosa y ambigua de Fonchito. Con gran frecuencia los personajes adultos, a través del narrador o del diálogo directo, lo describen paradójicamente en términos angélicos y diabólicos al mismo tiempo, «una víbora con cara de ángel, un Belcebú» (13), dirá Justiniana. La dualidad le permite a Fonchito manipular a quienes lo rodean. Ni los demás personajes ni los lectores de la novela llegan a descifrar los designios de Fonchito. Es difícil superar la paradoja: por un lado, sus acciones son demasiado sofisticadas y eficaces para ser simplemente el producto de la inocencia, pero, por el otro, su estratagema es tan elaborada que resulta casi imposible atribuirle a un niño un plan tan cuidadosamente diseñado y ejecutado. El texto no despeja la incertidumbre. En el epílogo, reconciliada ya la pareja, Lucrecia le confía a Rigoberto: «[n]unca he conseguido adivinar si sabe lo peligroso que es, las catástrofes que puede provocar, con esa belleza que tiene, con esa inteligencia mañosa, medio terrible» (374). Para terminar de entender a Fonchito, será necesario ir más allá del texto. Será necesario superar los límites de la palabra e internarse en el campo de la historia del arte para encontrar en la imagen el complemento que finalmente define al personaje. Fonchito es en gran parte responsable de la separación de Rigoberto y Lucrecia narrada en El elogio de la madrastra. Él sedujo a su madrastra y cuando su padre se enteró la echó de la casa. El niño percibe el dolor que ha causado y en Los cuadernos de don Rigoberto buscará reunir a la pareja y restablecer su hogar. Además de las frecuentes visitas clandestinas a Lucrecia (su padre no sabe que la visita), Fonchito escribe la serie de anónimos para amistar a la pareja separada. A través de estos dos canales, el niño teje una compleja red de asociaciones con la vida de Egon Schiele que articula una alegoría edípica y deja al descubierto su verdadera naturaleza. El anónimo del segundo capítulo, «Imperativos del sediento viajero», es el primero dirigido a Lucrecia y resulta un buen punto de partida para analizar la relación de Fonchito con el arte y la correspondencia de ésta con la de su padre. Dentro de la modalidad de los anónimos ya mencionada, Fonchito implica a su padre como supuesto autor del texto, apropiando su estilo y su

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temática para pedirle a su madrastra que imite la Dánae del óleo de Klimt, Danae (c. 1907-1908) (ver Fig. 14). Copiando los juegos privados de la pareja, Fonchito le da instrucciones a Lucrecia para que remede la pose pintada por Klimt y fantasee el resto de la obra. Aunque le envía una reproducción del cuadro en tarjeta postal para guía13, no le pide que «imite» a Dánae. Como el Perseo de Las fortunas de Andrómeda y Perseo de Calderón de la Barca, Fonchito le pregunta a Lucrecia «¿[q]uién eres?» (51). Pero antes del «[n]o sé quién soy», que ofrece la Dánae calderoniana, Fonchito —no sin una cierta ironía adverbial— decreta «[l]a Danae de Gustav Klimt, naturalmente» (51). En abierto desafío al acercamiento historicista y en total sintonía con su padre, Fonchito escribe: No importa quién le sirviera para pintar ese óleo (1907-1908), el maestro te anticipó, te adivinó, te vio, tal como vendrías al mundo y vendrías, al otro lado del océano, medio siglo después. Creía recrear con sus pinceles a una dama de la mitología helena y estaba precreándote, belleza futura, esposa amante, madrastra sensual... Hoy prescindo de la firmeza de tus pechos y la beligerancia de tus caderas para rendir un homenaje exclusivo a la consistencia de tus muslos, templo de columnas donde quisiera ser atado y azotado por portarme mal (50-51; énfasis mío).

Fonchito se hace eco de los juegos de Rigoberto y de su estética de la recepción para apropiarlos y subvertirlos. Al leer el texto con su verdadero autor en mente, vemos cómo el niño se inscribe en el discurso paterno. La idea de la ‘madrastra sensual’ remite al lector a la seducción de Lucrecia que fi13

Este detalle se aporta en el sexto capítulo, donde Lucrecia confronta a Fonchito, sospechando que es él, y no Rigoberto, quien le ha estado enviando los anónimos. El gesto de acompañar el anónimo con una «tosca reproducción de tarjeta postal» (193) parece vislumbrar una desconfianza en cuanto a la capacidad de la ékfrasis para representar un texto visual efectivamente, particularmente al considerar que la ékfrasis, tan prominente en El elogio de la madrastra, ya no es protagonista en Los cuadernos. Martí-Peña escribe que, en el juego de los cuadros, «Lucrecia y Justiniana concretizan visualmente la descripción verbal que Fonchito hace de los cuadros de Schiele» (2000: 97). Sin embargo, al leer el fragmento encontramos que Fonchito realmente no ofrece una descripción verbal de la obra de Schiele —no es necesario porque todos miran un libro de reproducciones—, sino que, igual que Lucrecia más tarde, da instrucciones para perfeccionar la imitación de la pose: «Tienes que subir más la rodilla, madrastra» (78).

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nalmente resultó, al final de El elogio de la madrastra, en su expulsión de la casa. Antes que arrepentirse, Fonchito reafirma el deseo que desató la crisis familiar. Apropiando el proceder de su padre, y recordando los rituales higiénicos que éste practicaba cada noche en El elogio de la madrastra, en el anónimo Fonchito se concentra exclusivamente en los muslos de Lucrecia, porque sabe, al igual que su padre, que «[l]o lento, lo formal, lo ritual, lo teatral, eso es lo erótico» (63). Sobre el final del anónimo, el niño introduce la imagen del templo de columnas donde quiere ‘ser atado y azotado’ por portarse mal, que fusiona dos aspectos fundamentales de su relación con Lucrecia. Por un lado, apela a la relación sexual enunciando una fantasía sado-masoquista. Ésta podría ser asociada con Rigoberto antes que con su hijo, sin embargo, una lectura de sus cuadernos revela que Rigoberto no es aficionado al dolor físico14. «Exaltación y defensa de las fobias» es una carta a Peter Simplon, quien en Siracusa, estado de Nueva York, ha sido condenado a tres meses de cárcel por espiar a su vecina cuando se bañaba. Aquí, Rigoberto refiere el caso de Kenneth Tyan, «masoquista encubierto» cuya biografía acaba de leer, y que junto a su esposa, era feliz dos o tres veces por semana «en un sótano de Kensington, él recibiendo azotes y ella impartiéndolos» (212). Sobre ellos Rigoberto comenta: «Respeto, pero no practico, esos juegos que tienen, como corolario, el mercurio cromo y el árnica» (212). Por otro lado, Fonchito está consciente de que ha causado mucho dolor (33) y busca expiar sus culpas por medio de un castigo físico impartido por su madrastra. La semblanza de una relación normativa madre-hijo se pierde en el contexto erótico del anónimo. Si Fonchito reconoce el daño causado (la crisis familiar también lo afecta a él), también confirma la pretensión que la causó15.

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Podemos incluso suponer que Fonchito es consciente de esto. Rigoberto ya no comparte con él sus cuadernos: «[a]ntes, me contaba las vidas de los pintores, me explicaba sus cuadros, me enseñaba cosas. Y me leía de sus cuadernos» (120). También sabemos que Fonchito ha consultado clandestinamente los cuadernos de su padre para elaborar los anónimos y no es inimaginable que por medio de su padre o independientemente haya encontrado este detalle. 15 A pocos días de haberse reconciliado, Lucrecia misma le confiesa a Rigoberto: «la verdad es que, si [Fonchito] no sale de esta casa, si sigue viviendo con nosotros, volverá a pasar. Lo siento, Rigoberto. Es mejor que lo sepas. No tengo defensas contra ese niño. No quiero

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Desde una postura similar a la de su padre, Fonchito interpreta cinco indiecitas de trapo peruanas pintadas en el vestido de una modelo en un cuadro de Schiele como un mensaje. En una visita le explica a Lucrecia: «Es que yo soy él, madrastra. Aunque lo tomes a broma, es así... Viendo ese cuadro me di cuenta... [q]ue yo era él» (237-238). Así, se va construyendo una asociación de Fonchito con Schiele que la crítica del arte avala indirectamente. Jane Kallir anota que «for Schiele, art was a way to gain mastery over threatening forces» (2003: 191). Fonchito emplea el arte en general y el de Schiele en particular de la misma manera, éste “le sirve de instrumento de conocimiento del mundo que le rodea», y además lo utiliza para «la obtención de sus propios fines» (Martí-Peña 2000: 105). En efecto, la interpretación que Fonchito hace de las obras de Schiele afina y desvía sensiblemente su lectura de la realidad en general y su ‘lectura’ de Lucrecia en particular. Así se lo explica el niño: «¿No decía mi papá que tienes una majestad tan grande? ¿Qué hagas lo que hagas, nada en ti es vulgar? Yo sólo entendí lo que quería decir gracias a Schiele. Sus modelos se levantan las faldas, muestran todo, se las ve en posturas rarísimas, pero nunca parecen vulgares. Siempre unas reinas. ¿Por qué? Porque tienen majestad. Como tú madrastra» (76). La interpretación de la realidad a través del arte es una constante en la novela y es fundamental para acercarse a la representación de Fonchito. La narración mezcla la vida y obra de Schiele con la de Fonchito para abrir un nuevo espacio discursivo. Aquí, el niño teje cuidadosamente una fuerte red de conexiones que asociará a Rigoberto con Gustav Klimt, mentor de Schiele, y a Lucrecia con Wally Neuzil, modelo que trabajó primero con Klimt y luego con Schiele. Sobre la base de estas asociaciones, Fonchito articula una alegoría edípica en la que simbólicamente castra y mata a su padre y posee a su madrastra. Vargas Llosa establece marcados paralelos entre los temperamentos de Fonchito y Schiele, a quien la crítica llama «the quintessential adolescent artist» (Kallir 1995: 26). De hecho, Schiele se refería a sí mismo como un «eternal child» (Kallir 2003: 76) y produjo sus primeras telas expresionistas antes que pase, no quiero hacerte sufrir, como la vez pasada. Ya sé que sufriste, amor mío. Pero, para qué voy a mentirte. Tiene poderes, tiene algo, no sé qué. Si se le mete en la cabeza otra vez, lo haré. No podré impedirlo. Aunque destruya el matrimonio, esta vez para siempre. Lo siento, lo siento, pero, es la verdad, Rigoberto. La cruda verdad» (373-374).

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de cumplir los veinte años, mostrando «a precocity that is rare among painters, who generally undergo a more protracted period of apprenticeship» (ibid.: 70). Fonchito comparte esta precocidad. «Lacking adult inhibitions», escribe Jane Kallir, «Schiele», pero esto también se aplica a Fonchito, «was able to confront on the most profound level the nature of human existence, including the struggle for identity, creativity, sexuality, and the inevitability of death» (1995: 19). La identificación de Fonchito con el pintor austriaco es muy fuerte a lo largo del texto y por medio de analogías, las relaciones con la historia del arte se expanden para incluir a Rigoberto y a Lucrecia. En 1905, Adolph Schiele murió de sífilis dejando huérfano a su hijo Egon de catorce años. Bajo el tutelaje de su tío, el joven artista continuó sus estudios en Viena, donde un tiempo después, a mediados de 1907, conoció a Gustav Klimt, pintor ya consagrado y treinta años mayor que él. Reconociendo el talento de Schiele, Klimt se convirtió en su mentor. La relación que entablaron, por su parte, influyó fuertemente en el desarrollo artístico, personal y profesional de Schiele. Siempre dispuesto a ayudar a artistas más jóvenes, Klimt le prestó sus modelos, le presentó a sus patrocinadores y lo conectó con el Wiener Werkstätte (Taller de Viena). Así, Klimt se convirtió en «a kind of father-figure for Schiele» (Mary Chan). La asociación Rigoberto/Klimt toma forma a partir de la relación paternal entre éstos y Fonchito/Schiele. Kallir profundiza esta noción: «Schiele, who still grieved for his father, admired older men and sought them out as mentors and patrons» y «Klimt was perhaps the ideal father substitute» (1994: 132). Asimismo, en el estudio que acompaña la publicación de los cuadernos de dibujo de Schiele, Christian Nebehay menciona la devoción que éste tenía por su maestro y que Klimt «repaid him with paternal affection, moved, as he was by the many — even physical — similarities between them» (1989: 20). Con la segura excepción de la apariencia física, las similitudes entre padre e hijo se duplican en la novela. El tercer capítulo comienza con un fragmento titulado «El juego de los cuadros» donde Lucrecia, Justiniana y Fonchito imitan obras de Schiele —así como también el juego sensual que Rigoberto solía jugar por las noches con su esposa—. Mientras posa como la modelo de Desnudo reclinado con medias verdes, Lucrecia se da cuenta de que Fonchito «[e]s igualito a Rigoberto. Ha heredado su fantasía tortuosa, sus manías, su poder de seducción. Pero, por suerte, no su cara de oficinista, ni sus orejas de

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Dumbo, ni su nariz de zanahoria» (79). Desde este parecido Fonchito lanzará el desafío de la autoridad paterna. Empleando una filosofía estética similar a la de Rigoberto, Fonchito emula, en los anónimos, el estilo discursivo y los juegos de su padre. Algo similar ocurrió entre los dos pintores austriacos. En 1908, la Wiener Werkstätte organizó la primera Kunstschau (exposición de arte) en la que Klimt presentó dieciséis obras propias. Este evento marcó un punto de inflexión en el desarrollo creativo de Schiele. Kallir nos dice que la obra que expluso Klimt «obviously hit Schiele like a thunderbolt» (2003: 46). El joven artista pasó todo un año parafraseando obras de su maestro y asimilando su estilo hasta convertirlo en propio. El primer anónimo dirigido a Lucrecia, la primera vez que Fonchito copia la letra y el estilo de Rigoberto, es el ya mencionado «Imperativos del sediento viajero». Fonchito imita a su padre en el contenido y la forma de la misiva. La elección de la obra, Danae de Klimt, es muy significativa aquí, ya que refuerza el estricto paralelo con la vida de Schiele. Durante el tiempo que éste se dedicó a asimilar la obra de Klimt, pintó versiones propias de tres obras del maestro, entre las que encontramos una interpretación personal de Danae (ver Fig. 15). De la misma manera que Schiele apropió a Klimt, Fonchito ahora emula a don Rigoberto. No sólo imitan la forma y el contenido (erótico, siempre), sino que también implementan el mismo motivo de articulación: los austriacos pintan a la mitológica hija de Acrisio y madre de Perseo, los peruanos manipulan a Lucrecia en sus juegos. A partir del fuerte marco referencial que constituyen la vida y obra de Schiele, la función de Lucrecia como modelo para Rigoberto y Fonchito la acerca a la figura de Valeria «Wally» Neuzil. Wally, que había sido modelo de Klimt, fue luego modelo y amante de Schiele, apareciendo en algunas de sus obras más controversiales. «Wally was obviously the model for the most flagrantly subversive of Schiele’s paintings, Cardinal and Nun [1912 (ver Fig. 16)]. Generally interpreted as a response to his imprisonment, the painting shows the artist and his lover/model in a passionate embrace that loosely parodies Klimt’s gilded icon The Kiss» (Kallir 2003: 194). El año 1912 es muy importante en la relación de Egon y Wally. En abril de aquel año, como Fonchito le cuenta a su padre al final de la novela (363-369), el artista pasó veinticuatro días en prisión cumpliendo una condena por inmoralidad pública. Wally estuvo junto a él durante este difícil período y la

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experiencia generó un pronunciado acercamiento emocional de la pareja, que se refleja en la producción artística de Shiele16. A partir de mediados de 1912, relata Kallir, «Wally’s flashing green eyes, generous mouth, and tawny hair (often pulled up in a colorful headband) are instantly recognizable in Schiele’s drawings. She has now literally become real to him, and hence to us» (2003: 193). En Los cuadernos..., Lucrecia también se vuelve más real para Fonchito. La separación de su padre es concreta evidencia de las consecuencias de sus acciones —consecuencias, es importante remarcar, no anticipadas por el niño en Elogio de la madrastra—. Ahora Fonchito pone en práctica un plan más acabado que toma en cuenta una realidad más amplia que el anterior. Así, el niño reconquista a Lucrecia y logra que vuelva a vivir a su casa. En 1909, cuando copiaba los cuadros de su maestro, Schiele se refería a sí mismo como el ‘Klimt de Plata’ y todavía no había cortado «the umbilical cord linking him with his nurturing role model» (Kallir 1994: 79). Pero en 1912, Schiele emerge de las sombras de su maestro como un artista más maduro y con estilo propio. De este año es una obra clave para la interpretación de la novela, Los ermitaños (ver Fig. 17), donde Schiele se retrata junto a Klimt. Casi de tamaño natural, ambas figuras visten el tradicional uniforme de trabajo para Klimt, adoptado también por Schiele. El maestro aparece con los ojos cerrados y desaparece detrás de su discípulo. Chan nos explica que «Schiele’s canvases, less well known than his erotic drawings, were often imbued with private symbolism. A pivotal allegorical canvas, the double portrait, Hermits 1912, is commonly thought to symbolize Schiele’s breaking away from Klimt... he has become the dominant successor, gazing boldly outward» (s/f: s/p). Schiele comienza a reemplazar a Klimt como figura principal de la pintura austriaca, y Fonchito busca sustituir a Rigoberto como el ‘hombre de la casa’. «As Klimt’s artistic heir, Schiele never denied his debt to the master; but he soon shed his influence and indeed surpassed

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Kallir confirma y elabora: «Despite Wally’s presence in Krumau the year before, it seems that the couple grew truly close only in 1912, after jointly facing the adversity of the prison incident. The matched portraits of himself and Wally that Schiele painted not long after his release from jail are like a pictorial declaration of betrothal. (This pair of images is far more intimate and tender than either of the paintings the artist later did of his wife)» (2003: 193).

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him, refunding with interest what he had borrowed from him and breaking through, by dint of unremitting work, to his own personal style» (Nebehay 1989: 20). Aquí encontramos también el germen de las diferentes preferencias estéticas de Rigoberto y Fonchito. Rigoberto estima el arte que su limitado talento no puede reproducir y por eso aprecia, sin duda, el estilo decorativo de Klimt. En este sentido, Schiele —Fonchito lo sigue— diverge y también supera al maestro en este aspecto: Schiele resolved the conflict between decorative abstraction and conventional realism that had plagued Klimt’s figural paintings by creating a new expressive pictorial language that leveled the formal and the representational aspects of his composition... By substituting emotional effect for decorative effect in his use of color, Schiele achieved a synthesis between form and content that had eluded Klimt (Kallir 2003: 73).

Este año clave de 1912 es el trasfondo que Fonchito usa para crear un discurso propio e independiente. De la misma manera que la novela describe a Fonchito y a Schiele como «temáticos» (236-237), Roy Boland interpreta a Vargas Llosa como un escritor temático y al complejo de Edipo como uno de sus temas (56-57). Anterior a la publicación de Los cuadernos..., Boland explica que éste es «un tema que Vargas Llosa elabora y reelabora con maestría técnica y una imaginación controlada para sondear literariamente las interioridades de unos hijos librando una pugna feroz contra unos padres monstruosos» (1993: 57). Importa menos aquí comprobar la monstruosidad de Rigoberto que analizar la feroz pugna de Fonchito. Este duelo es articulado por el niño a través de la manipulación de la historia de Schiele, y «[l]o que está en juego es la autoridad paterna, que está siendo desafiada por hijos rebeldes, ávidos de establecer su propia autonomía masculina... padres e hijos se baten, si no siempre hasta la muerte, hasta la castración, ya sea sexual o psicológica», para ganar a la mujer (ibid.: 56). Habiendo analizado la red de relaciones que Fonchito traza con la vida de Schiele, podemos ahora analizar la fina manipulación de la historia. Los eventos mencionados de 1912, el acercamiento entre Egon y Wally —a quien asociamos con Lucrecia—, así como el distanciamiento, en

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términos creativos, de Klimt, perfilan la temática edípica y son la base para la letal ofensiva de Fonchito. En el sexto capítulo, Lucrecia lo confronta con el anónimo de Danae. A Fonchito no le tiembla el pulso: —No estoy nada segura de que este anónimo sea de Rigoberto —vaciló doña Lucrecia—. Yo, más bien, sospecho de ti, mosquita muerta. Se calló, porque el niño se reía, mirándola con la benevolencia cariñosa que merece un pobre de espíritu. —¿Tú sabes que Klimt fue el maestro de Egon Schiele? —exclamó, adelantándose a una pregunta que ella tenía en los labios—. Lo admiraba. Lo pintó en su lecho de muerte. Un carboncillo muy bonito, Agonía, de 1912. También pintó, ese año, Los ermitaños, donde él y Klimt aparecen con hábitos de monjes (196; énfasis mío).

Ante la acusación, Fonchito le señala la simetría a Lucrecia recordándole que Klimt era el maestro de Schiele e insinuando, así, que el autor debe ser Rigoberto (la lógica dictaría que si el anónimo fuese de Fonchito, el cuadro a imitar sería de Schiele). El niño agrega luego: «—Quién sino mi papá te podía comparar con una pintura de Klimt —insistió el niño—. ¿No ves? Te está recordando esos jueguecitos con cuadros que tenían ustedes en las noches» (197). Lucrecia no sabe qué contestar. Pero las palabras de Fonchito esconden un propósito siniestro. Schiele, efectivamente, retrató a Klimt en su lecho de muerte; Nebehay relata que Schiele «made three sketches of his beloved master and friend’s head. “I found Klimt very changed”, said Schiele in an interview» (1989: 23). Estos tres dibujos, sin embargo, poco tienen que ver con Agonía, que fue pintada, como correctamente indica Fonchito, en 1912: casi seis años antes de la muerte de Klimt, el 6 de febrero de 1918 —el mismo año en que murieron Schiele y su esposa Edith—. De hecho, Agonía (ver Fig. 18) ni siquiera es un ‘carboncillo’ sino un óleo mediano. Fonchito ha apropiado la historia de Schiele para subvertirla en la creación de un discurso alegórico en el que mata a su padre, fijándolo en el lecho de muerte con Agonía para luego suplantarlo a través de Los ermitaños y quedarse con Lucrecia. Completando la alegoría edípica, en un anónimo posterior Fonchito se arranca los ojos. En «Estofado de tigre», el niño le pide a su madrastra que imite, sin darle título o autor, un dibujo a lápiz —ahora sí— de Schiele,

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Schiele pintando una modelo desnuda frente al espejo (1910) (ver Fig. 19). Le escribe: «[s]entadito en mi silla, amarrado al espaldar, yo te estaré mirando y adorando, con mi servilismo acostumbrado. Sin mover una pestaña, sin gritar me estaré, mientras me clavas tus zarpas en los ojos» (309). A su vez, ya reconciliada la pareja y reunida la familia, Rigoberto admite la derrota. Cuando, elocuentemente, Lucrecia le confiesa que mientras Fonchito viva con ellos, ella no podrá resistirse a sus avances, Rigoberto sólo puede contestar que eso ya lo sabe «de sobra» (374) y luego agrega: «[l]a verdad, no sé qué hacer con él. Tengo la sospecha de que, haga lo que haga, siempre ganará» (383). La imagen que proyecta su subconsciente despeja cualquier duda sobre la rotunda victoria del niño. Después de escuchar la historia del encarcelamiento de Schiele, Rigoberto fue a echarse a su cama, [s]ubió las escaleras a un ritmo vivo, como para demostrar (¿a quién?) que era todavía un hombre enérgico y en plena forma... Soñó que tenía paperas y que Fonchito, niño de voz revejida y aires de especialista, le advertía «¡Cuidado papá! Se trata de un virus filtrante y si baja hasta los compañones, te los pondrá igual que dos pelotas de tenis y tendrían que arrancártelos. ¡Como las muelas del juicio final!». Despertó acezado, bañado en sudor —doña Lucrecia le había echado encima una frazada— y advirtió que había caído la noche (370).

Rigoberto no tiene a quién demostrarle que es un hombre enérgico y en plena forma. La batalla ha sido librada y todos saben que Fonchito resultó vencedor. Logró la reconciliación de la pareja que trajo a Lucrecia una vez más a vivir con él —y con su padre—, y lo ha hecho en sus propios términos, estableciendo claramente su dominancia. La noche, metafórica, marca finalmente la derrota de don Rigoberto. En Los cuadernos de don Rigoberto, el arte permite a los personajes alcanzar, siquiera por unos minutos, un estado más completo. Para Rigoberto, que sueña incansablemente con su esposa, funciona como un puente ontológico, que le proporciona la experiencia más íntima de su ser en el imaginado reencuentro con Lucrecia. Fonchito, por su parte, se revela completamente sólo en su construcción alegórica, pero poco he dicho de la experiencia de Lucrecia. Valga entonces una breve reflexión sobre el tema como cierre del análisis. En «El juego de los cuadros», Fonchito le pide a Lucrecia que imite la pose de

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la modelo del Desnudo reclinado con medias verdes (1914) (ver Fig. 20) de Schiele. Ésta acepta sólo cuando Justiniana sugiere que sea su regalo de cumpleaños (al día siguiente). En la sala de la casita del Olivar coinciden entonces varias duplicaciones. El pintor austriaco representa a su modelo en el cuadro y Lucrecia lo emula bajo la dirección de Fonchito —que actúa «como un director teatral instruyendo a la estrella del espectáculo» (78)—. El cuadro captura una situación particular en el estudio de Schiele. Duplicados artista y modelo, el cuadro es, por un breve instante, un nexo imposible que conecta el estudio de Schiele con la casita del Olivar, a Fonchito con el pintor austriaco y a Lucrecia con su modelo. El arte imita a la realidad que imita al arte... Por ese breve instante impensable, el arte une dos términos de la serie temporal que se muestran idénticos, el tiempo se refiere a sí mismo y se revela como borgeana delusión. «Algo ocurría. ¿La suspensión del tiempo? ¿El presentimiento del absoluto? ¿El secreto de la creación artística?» (79). Al mismo tiempo, palabra e imagen parecen recobrar el origen común cuando el texto remeda el cuadro de Schiele. Los límites casi se disuelven, la palabra nos lleva hasta su límite, donde se encuentra con la imagen. El vértigo abismal de los límites de la experiencia humana, la suspensión del tiempo, se representan en los de la textualidad. Desde niña, Lucrecia «había sentido fascinación por asomarse a los abismos desde lo alto del acantilado, por hacer equilibrio en la baranda de los puentes» (160). Ahora se acerca al límite de su propia textualidad y se asoma al abismo visual que allí se abre para caminar por el borde haciendo equilibrio entre palabra/imagen.

CAPÍTULO IV

POÉTICAS DE LO IMPOSIBLE: JORGE LUIS BORGES Y MAURITS CORNELIS ESCHER

También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, esto ocurre porque en él hay voluntad de engendrar. Friedrich Nietzsche En un momento se sintió al borde del abismo... Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles

En el capítulo anterior, el análisis de la novela de Vargas Llosa examina cómo la imagen complementa la representación verbal. Implícita en la argumentación está la noción de que la palabra y la imagen son de alguna forma incompletos. Es momento de ahondar en el concepto. La complementariedad de palabra e imagen en Los cuadernos de don Rigoberto es claramente identificable y una definición intuitiva de incompletitud bastó para el análisis. Pero complementariedad e incompletitud son cualidades constitutivas de palabra/imagen en general. La incompletitud de la palabra y de la imagen hace posible que se complementen, las palabras de Xul Solar complementan sus imágenes que complementan sus palabras, y, sin el texto del Quijote tensionando la imagen, las obras de Posada y Zalce no desplegarían su mundo que sólo se revela entero en el complemento literario. Si bien es imposible complementar algo que no es de alguna manera incompleto, ¿de qué manera es la representación visual incompleta?, ¿y la representación verbal? Por un lado, podemos pensar que palabra/imagen construye su sentido tanto desde lo visual como desde lo verbal, por lo que considerar solamente uno de los dos componentes es considerar solo una parte de palabra/imagen, una parte que por definición no puede ser el todo completo. Sin embargo, esto equivale a afirmar la simple verdad que una parte de una obra no es la obra en-

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tera. No, la incompletitud de palabras e imágenes existe a priori de palabra/imagen que viene a ser su consecuencia más que su causa. Esta incompletitud es inherente a todo tipo de representación y es la clave de palabra/imagen, es la causa de la tensión entre dos campos epistemológicos que son ontológicamente diferentes. Saberse incompleto implica el reconocimiento de los límites propios y del abismo que allí se abre, es el vértigo de asomarse y pensar lo impensable. En los capítulos anteriores estudié los modos de contacto de palabra/imagen, la fase final de esta investigación se concentra en el punto de contacto, los límites de la representación visual y la representación verbal, para trazar una ontología de palabra/imagen. El concepto de límite aparece y se reformula constantemente en la filosofía occidental. Eugenio Trías, en La razón fronteriza, señala que «desde Descartes a Kant, y de éste a Wittgenstein y a Heidegger se insiste en la idea de límite o frontera (Grenze): límite del conocer (Kant) o límite del pensar-decir, o límite del lenguaje y del mundo (Wittgenstein), o el límite del mundo como mundo» (1999: 18). En este capítulo examinaré las representaciones de los límites de la representación visual y de la representación verbal en dos cuentos de Jorge Luis Borges, «El jardín de senderos que se bifurcan» (1941) y «El Aleph» (1962), y cuatro grabados de Maurits Cornelis Escher, Relativity (1952), Belvedere (1958), Waterfall (1961) y Ascending and Descending (1961). Como ya hemos visto, la representación registra al mismo tiempo que efectúa una clasificación. Al representarlo, palabra e imagen (re)organizan el mundo. El límite es clave en el proceso, ya que «es la condición de la inteligibilidad. Sin el límite el orden, condición de la vida misma, sería imposible... La certeza del límite es la certeza de la sustancialidad de lo real» (Bravo 2003: 247). La insistencia filosófica en este concepto responde al impulso de hacer inteligible el mundo articulando la dialéctica entre la ‘sustancialidad de lo real’ y sus formas de representación. El límite se define en su transgresión. Representar los límites de la representación implica representar aquello que por definición es irrepresentable: una proposición paradójica que atenta contra el orden establecido por el límite. Pero, como nos recuerda Trías, «el límite que define lo que puede conocerse o decirse», o sea, representarse, es «el límite del mundo» (2000: 45), y lo que no puede ser en el mundo se dice imposible. Los límites de la representación se trazan entonces sobre los del conocimiento. A través de la representación de un momento

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imposible, las obras de Borges y de Escher capturan esta paradójica naturaleza del límite, definiéndolo negativamente. Lo imposible sólo es tal en relación a un determinado marco de referencia. Mientras que la ficción en general puede entrar en contradicciones con las leyes del mundo fenomenológico, como a menudo lo hace, opera siempre dentro de los parámetros que establece para sí misma. Es decir, la ficción se mantiene dentro de los límites que establece en una serie de principios axiomáticos implícitos. El mundo de la fantasía no contradice las presuposiciones que lo sustentan. Por el contrario, lo imposible hace justamente eso, se enfoca en el sistema mismo que lo representa para deconstruir las presuposiciones que lo gobiernan. Lo imposible cuestiona directamente los preconceptos que ordenan su mundo para dejar en evidencia su insuficiencia. A pesar de haber sido contemporáneos, no existe evidencia de que Borges y Escher hayan sabido de la existencia del otro. Sin embargo, sus obras comparten preocupaciones metafísicas muy similares. Escher escribió: «[i]t sometimes seems to me that we are all afflicted with an urge and possessed by a longing for the impossible... We hanker after the unnatural or supernatural, that which does not exist» (Escher on Escher, 135). Su obra refleja constante, casi obsesivamente, esta preocupación. Sus grabados en perspectiva representan edificios imposibles, de la misma forma, la progresión de figuras en obras como Smaller and Smaller (1956) y la serie Circle Limit (1958) encierran la promesa del infinito. De hecho, la «obsesión central» de Escher era «[a]barcar el infinito en el arte» (López 1986: 102). Igualmente, para Ana María Barrenechea, «[t]al vez la más importante de las preocupaciones de Borges sea la convicción de que el mundo es un caos imposible de reducir a ninguna ley humana» (2000: 53). En su obra abundan los cuentos que presentan estructuras que pretenden contener el vasto universo, como, por ejemplo, «La Biblioteca de Babel» (1941), «Funes el memorioso» (1944), «El libro de arena» (1975), «La lotería en Babilonia» (1941) y «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (1941), además, claro, de «El jardín de senderos que se bifurcan» (1941) y «El Aleph» (1962) analizados en este capítulo. Ema Lapidot concluye su estudio sobre Borges y Escher sugiriendo lo enriquecedor que sería ilustrar los cuentos de uno con obras del otro (1991: 615). Éste seguramente será el caso; sin embargo, mi intención aquí no es jerarquizar las obras a estudiar, proponiendo que las imágenes harían buenas

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ilustraciones para los cuentos, o que éstos serían buenas explicaciones para aquéllas. Mi propósito es analizar las estructuras que artista gráfico y escritor proponen para representar lo irrepresentable, aquello que no puede ser y que finalmente supera nuestras capacidades cognoscitivas, lo que también señala los límites representacionales de la palabra y la imagen. Adriana González Mateos recuerda que «alguna vez la razón soñó con descubrir un orden predecible y suficiente para explicar todos los fenómenos del universo, que funcionaría de acuerdo con leyes comprensibles para ella. En cambio, a principios del siglo XX la ciencia ha ido reconociendo principios como la relatividad, la incertidumbre y el caos» (1998: 93). Las representaciones de lo imposible que encontramos en las obras de Escher y Borges guardan un significativo parecido con la estructura de los Teoremas de Gödel publicados en 1931 por el matemático austriaco Kurt Gödel (1906-1978). En ellos Gödel demostró la incompletitud y la inconsistencia de sistemas formales como Principia Mathematica. Efectivamente, Gödel representó un momento de indeterminación en la matemática comparable a los que Borges y Escher crean con sus palabras e imágenes. La estructura de esta representación servirá como punto de partida para el estudio de los cuentos y grabados. Escher ha sido siempre admirado por científicos, especialmente matemáticos, quienes han dedicado numerosas páginas al estudio de su obra. Cuando la Universidad de Roma organizó una conferencia sobre el artista gráfico a mediados de la década de 1980, fue el Departamento de Matemática que la auspició. Se hicieron cerca de trescientas ponencias y la mayoría tomó un enfoque científico —los participantes incluían matemáticos, físicos, cristalógrafos, químicos, biólogos, psicólogos, expertos en computación y en comunicación visual y (también) historiadores del arte (Coexter v)—. Asimismo, la colección de artículos publicada bajo el título de Escher’s Legacy, con motivo del centenario de su nacimiento, se divide en dos partes casi iguales enfocadas en su legado artístico y en su legado científico y educacional (Emmer y Schattscheider). Por su parte, varios críticos se han interesado también por los aspectos científicos en la obra de Borges, relacionándola particularmente con la física (Bunge, Gómez, Merrell) y con la matemática (Bloch, Corry, Hernández). El sistema formal es una herramienta de la lógica y la matemática. Es un lenguaje para expresar productivamente las propiedades del conjunto de nú-

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meros naturales (N). Consiste de un número limitado de signos y reglas tipográficas que regulan la combinación de caracteres y la creación de fórmulas, que al ser interpretadas enuncian alguna propiedad de N. El Apéndice presenta las reglas para un sistema de este tipo y algunos ejemplos de interpretaciones. Como todo lenguaje, un sistema formal es capaz de expresar propiedades tanto falsas como verdaderas, pero ofrece la ventaja de poder probar la verdad o falsedad de cada propiedad que expresa. Cada oración o fórmula verdadera, se dice, es un teorema del sistema. Hasta la tercera década del siglo XX se especulaba que los sistemas formales tenían la capacidad para dar cuenta de todas las propiedades de N. En otras palabras: se pensaba que un sistema formal podría decirlo —y probarlo— todo acerca de los número naturales. Así, el sistema venía a ser un instrumento de acceso directo a toda la verdad objetiva sobre los números enteros mayores que cero. Los resultados de Gödel revolucionaron permanentemente la concepción de los sistemas formales y de la Teoría de Números (TN) en general. El Teorema de Gödel demuestra que los sistemas formales, lejos de la perfección soñada, son, inevitablemente, incompletos e inconsistentes. Incompletos porque probó que ningún sistema, no importa cuán poderoso, puede reproducir cada oración verdadera sobre N como un teorema, es decir, no puede enunciar todas sus propiedades. Inconsistente porque demostró la existencia de fórmulas bien formadas, que el sistema no puede decidir, o sea, probar, como verdaderas o falsas. Contrariamente a las expectativas, los sistemas formales no sólo no pueden decirlo todo —algo siempre quedará más allá de su alcance, superando sus límites—, sino que tampoco pueden decidir en todos los casos si la propiedad que expresan es verdadera o falsa (Gödel 1970c). Al exponer las limitaciones de Principia Mathematica, Gödel hizo lo mismo que Borges y Escher buscan hacer en sus medios: trazar su límite para descubrir lo indecible. Gödel demarcó los límites representacionales del sistema formal al crear un momento de indeterminación, una fórmula que, siguiendo a Michael Hofstadter (1979), denominaremos G en su honor. La estructura de G es análoga a la de la paradoja del mentiroso. Según cuenta la historia, Epiménides era un cretense muy descontento con el estado de su sociedad, tan descontento que un día no pudo contenerse y estalló: «¡Todos los cretenses son mentirosos!». La afirmación causó mucha confusión en la isla y, al analizarla,

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los cretenses se dieron cuenta de que si se trataba de una afirmación verdadera, y todos los cretenses eran, como Epiménides decía, mentirosos, entonces Epiménides no mentía. Pero esto resultó muy contradictorio, Epiménides mismo era cretense y por lo tanto debía mentir, no decir la verdad. Alguien entonces especuló que la afirmación tenía que ser falsa y, por lo tanto, su negación, «todos los cretenses no son mentirosos», debía ser verdadera. Pero el entusiasmo se disipó rápidamente ya que de ser así, Epiménides, un cretense, había mentido: otra contradicción. La fórmula G de Gödel podría traducirse al castellano como «esta fórmula no pertenece al sistema» y genera el mismo tipo de contradicción. G ha sido correctamente derivada de los axiomas del sistema, sin embargo enuncia una propiedad que supera la capacidad de decisión del sistema, no es ni verdadera ni falsa. De modo similar, Escher construirá un mirador imposible en Belvedere que obedece en todo momento las leyes de la perpectiva y Borges contiene todo el universo en un libro. El proceder de Gödel ofrece una clave para la interpretación de cuentos y grabados. El tipo de paradoja enunciada por Epiménides y por G —también por Borges y Escher, como veremos— depende de la autorreferencia. La exclamación de Epiménides es paradójica porque implica directamente a quien habla y lo mismo ocurre con G. Un paso fundamental en la demostración de Gödel es hacer que el sistema, Principia Mathematica, se refiera a las mismas propiedades que expresa, es decir que las fórmulas del sistema no sólo digan cosas sobre los números naturales, sino también sobre las fórmulas mismas. Con la capacidad de autorreferirse, el sistema puede comenzar a hablar acerca de sí mismo y confesar su propia incompletitud. Gödel descubrió un isomorfismo que le permitió codificar numéricamente los signos de su sistema. Reemplazó cada signo con un número arbitrario —que se dice su número Gödel— para entonces escribir las fórmulas con números en lugar de letras y otros caracteres. El isomorfismo se extiende también a las reglas tipográficas que expresó como operaciones aritméticas. Cada fórmula entonces puede ser expresada como un número natural específico, su número Gödel, que resultaría de la concatenación de los números Gödel de cada uno de los caracteres que la forman. Pero como las fórmulas expresan propiedades sobre los números naturales, ahora pueden también hablar de sí mismas, de sus propiedades. Sin pretender rigor matemático quiero glosar un paso del

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proceder de Gödel. Aprovechando la posibilidad autorreferencial el matemático derivó una fórmula, llamémosla G’, con una variable, x, que dice «x no es una fórmula de este sistema». Al sustituir x por el número Gödel de una fórmula, el sistema determina si dicha fórmula está bien formada, si enuncia una propiedad de los números naturales o no —‘verdadero’ o ‘falso’—, en cuyo caso la negación de x debiera ser verdadera. Pero G’, como cualquier otra fórmula, también tiene un número Gödel, llamémoslo k. Al sustituir k por la variable de G’ se llega a una nueva fórmula G que puede traducirse como «G no es una fórmula de Principia Mathematica». Construida correctamente y de acuerdo con las reglas, G afirma paradójicamente no pertenecer al sistema al que pertenece. Gödel utiliza la fuerza de su sistema, su capacidad representativa, para superar el límite ente dos opuestos lógicos irreconciliables, ‘verdadero’ y ‘falso’, deconstruyendo el deslinde fundamental que presupone uno de los juicios a priori del sistema formal. En «El jardín de senderos que se bifurcan», Borges presenta dos explicaciones para el supuesto retraso de una ofensiva británica contra la línea Serre-Montauban —en el verano de 1916— durante la batalla del Somme, en la Primera Guerra Mundial. El cuento comienza estableciendo el marco histórico. Borges refiere la página 22 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart que atribuye el retraso, de cinco días, a lluvias torrenciales. Como es de esperar en Borges, la referencia específica es elusiva1. A continuación, el

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Liddell Hart escribió dos libros sobre la Primera Guerra Mundial: The Real War, 19141918, en 1930, y una versión expandida bajo el título A History of the World War, 1914-1918 en 1934. Robert Chibka halló una referencia similar a la que cita Borges en los dos textos, pero no la referencia exacta; las fechas y la duración del retraso cambian un poco, así como las páginas en que aparecen. Asimismo, encuentra que diferentes ediciones del cuento refieren páginas diferentes del texto de Hart. La edición Grove Evergreen de Ficciones, traducida por Helen Temple y Ruthven Todd, menciona la página 212 y las Obras completas publicadas por Emecé, la página 242 —versión recogida en la edición de Viking de Collected Fictions (1998) traducida por Andrew Hurley y citada en el trabajo de William H. Bossart—. Finalmente, Chibka advierte que «the first edition of El jardín de senderos que se bifurcan (1942) and the first edition of Ficciones (1944) both cite page 252» (1996: 112). Daniel Balderston nota que el pasaje encontrado por Chibka (que no es idéntico al citado por el narrador, pero se asemeja bastante) aparece en la primera edición inglesa, pero no en la estadounidense, de The Real War en la página 252 originalmente citada por Borges (Balderston 1993: 151). Poco tengo

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narrador presenta una declaración «dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun» que «arroja una insospechada luz sobre el caso» (101). El resto del relato es una transcripción de la declaración de Yu Tsun a la que le faltan las dos primeras páginas. El lector descubre que Yu Tsun es un espía chino en Inglaterra y al servicio del Imperio Alemán. Su misión es comunicarle a su jefe «el nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre» (103), situado muy cerca del frente de batalla, en la ciudad de Albert, antes de ser atrapado por el capitán Richard Madden. Con este fin, el espía decide asesinar al sinólogo Stephen Albert, especulando, acertadamente, que cuando su jefe lea la noticia del crimen en los periódicos interpretará su mensaje. El cuento yuxtapone así dos documentos autoritativos que presentan dos perspectivas distintas sobre el mismo evento, dos versiones de la misma historia: el testimonio en primera persona, transcrito literalmente, revisado y firmado por un espía del imperio alemán; y el trabajo de un historiador Liddell Hart, avalado por la autoridad del campo. Sin embargo, es curioso notar que en ambos casos las versiones nos llegan incompletas: tenemos una referencia al texto de Hart, pero no la cita exacta, y a la declaración de Yu Tsun le faltan las dos primeras páginas. Ambos textos presentan la razón por la cual el ataque británico se retardó cinco días. Pero el cuento es menos una crónica de guerra que una meditación metafísica sobre uno de los temas favoritos de Borges, el tiempo. Antes de ser asesinado, Stephen Albert le muestra a Yu Tsun la obra de su bisabuelo, Ts’ui Pên, que «fue gobernador de Yunan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en que se perdieran todos los hombres» (106). El sinólogo le explica al espía que la novela, calificada de insensata por la familia —«un acervo indeciso de borradores contradicto-

para decir sobre esta proliferación de referencias a lo largo de la historia de «El jardín de senderos que se bifurcan» salvo notar su progresión cronológica, primero 252, luego 242 y, finalmente, 22. William Rosa estudia la recurrencia y «significación simbólica del número dos» en el cuento (1991: 597). Me atrevo a sugerir que este principio puede estar detrás de las diferentes citas; de 252 pasamos a 242 (dos, dos veces dos, dos) para simplificar en 22, dos dígitos, dos dos.

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rios», dice Yu Tsun (109)—, es también el laberinto, un laberinto de símbolos, «un invisible laberinto de tiempo» (110). Al igual que el cuento que la contiene, la novela lleva por título El jardín de senderos que se bifurcan y refleja el universo tal como lo concebía Ts’ui Pên, aficionado de la metafísica y la mística —y como metatextualmente lo propone Borges mismo—. Albert le explica a Yu Tsun que «[a] diferencia de Newton o Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran abarca todas las posibilidades» (114)2. De esta forma, en la novela, cada vez que un personaje enfrenta diferentes alternativas, en lugar de optar por una y eliminar las otras —como ocurre normalmente—, elije todas simultáneamente y «[c]rea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan» (112)3. En esta novela, Borges inventa así un sistema totalizador que abarca todas las cosas que podrían pasar en el mundo de su ficción. Al examinar la idea de que todas las posibilidades ocurren en la novela de Ts’ui Pên, Robert Chibka concluye, categóricamente, y no sin ironía, que «[t]his is not true by a long, an infinite, shot» y, seguido, explica: All the alternatives Albert cites from Ts’ui’s work are perfectly conventional, drawn from a stagnant pool of plot components collected from epic, tragic, and

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En «Nueva refutación del tiempo» Borges censura, «no sin ingratitud» (264), a Schopenhauer, cuyos errores encuentra indescifrables (278), y sentencia que la declaración en «las primeras líneas del primer libro de su Welt als Wille und Vorstellung —año de 1819— [...] lo hace acreedor a la imperecedera perplejidad de todos los hombres» (262). Igualmente rechaza la idea que Newton compartía con Schopenhauer sobre la ubicuidad del tiempo, aunque éste sólo mereció una nota a pie de página en el ensayo (283). 3 Bossart (2003: 32, 103) menciona la relación de esta idea con la propuesta de múltiples mundos de Hugh Everett. Merrell (1991: 177-182) dedica unas páginas de su obra a un estudio comparativo de la mecánica cuántica y la historia de Borges. Esta conexión no es sorprendente si tenemos en cuenta que The Many-Worlds Interpretation of Quantum Mechanics: A Fundamental Exposition by Hugh Everett, III tiene como epígrafe medio párrafo de «El jardín de senderos que se bifurcan» donde Albert le explica a Yu Tsun la estructura de la novela de Ts’ui Pên.

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detective traditions. They embrace armies marching into battle and murderers knocking at doors, but no broken shoelaces or mediocre stir-fries, no ingrown hairs or wrong numbers, nary a subepic inconsequentiality. In the «two versions of the same epic chapter» Albert reads to Yu, «all possible outcomes» comprise, with trenchant irony, winning a battle and winning it again. To judge from Albert’s samples, this version of infinity is poor indeed, its complexity and novelty entirely conceptual, its notion of cause-and-effect far closer to Liddell Hart’s than to Borges’s (1996: 116).

Pero no hay que olvidar que como lectores de Borges tenemos un acceso restringido al texto de Ts’ui Pên, ya que dependemos de la mediación de Albert, que solamente nos da los más breves resúmenes de dos capítulos. La ausencia de detalles inconsecuentes podría adjudicarse tanto al Borges narrador o a Albert como a la novela misma. Sin embargo, me interesa reparar en el conjunto de todas las posibilidades para señalar que debe incluir, justamente, todas las alternativas, desde las más convencionales a las más extravagantes. Lo convencional y lo posible no son mutuamente exclusivos. Ganar una batalla de dos maneras distintas es llegar al mismo desenlace por dos caminos diferentes, la similitud entre las dos versiones distintas es menos una ironía que la clave metatextual para la interpretación del cuento. Tras una formidable investigación bibliográfica sobre la cita de Hart, el crítico no considera la naturaleza de la ‘insospechada luz’ que la declaración de Yu Tsun arroja sobre ella —que es también la insospechada luz que la novela leída por Albert arroja sobre el texto mismo de Borges—. Tajante, Chibka afirma que «[n]o single version of “The Garden of Forking Paths” bears any structural similarities whatsoever to Ts’ui’s Garden of Forking Paths. Borges’s plot does not pretend to enact infinity; it contains within it a discussion of infinity, but its shape relentlessly enforces temporal finitude» (1996: 116). En la novela de Ts’ui Pên un ejército gana una batalla porque después de atravesar una montaña desierta el horror de las piedras les hizo menospreciar la vida, y también gana la misma batalla porque antes de llegar «el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta» y «la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta» (112). En el cuento de Borges, la ofensiva británica se pospuso cinco días por las lluvias torrenciales —la versión de Hart—, pero la misma ofensiva también se pos-

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puso cinco días debido a que los alemanes, gracias al asesinato del sinólogo, bombardearon el parque de artillería británico en Albert. Desde nuestra concepción cotidiana de la temporalidad —pero también desde la de Ts’ui Pên en que todas las posibilidades ocurren—, no es difícil imaginar resoluciones diferentes para una misma situación. Sin embargo, la idea de diversos presentes que convergen en un mismo futuro, como también lo prevé la novela de Ts’ui Pên, es menos intuitiva que la de un presente que se ramifica en diversos futuros. Pero esto es exactamente lo que el cuento sutilmente nos sugiere. Yu Tsun aconseja que «el ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo» (105). Y así procedió también Borges, imponiendo un porvenir —el de la historia de Yu Tsun—, tan irrevocable como el pasado —histórico, relatado por Hart. Cuando todas las posibilidades ocurren lo convencional y lo extraordinario, son igualmente impostergables. Si todavía inquietan los comentarios con respecto a la convencionalidad de las alternativas presentadas por Ts’ui Pên y citadas por Albert en los dos capítulos de la novela, es posible considerar el cuento entero, que funciona sobre el mismo modelo. Podemos pensar, por ejemplo, en los eventos narrados por Yu Tsun, la realidad que enmarca la ficción de Ts’ui Pên y que se enmarca en la referida por Hart, y en los detalles que William Bossart encuentra «disconcerting» (30). El crítico, con justicia, se pregunta: «How is it that a yellow man finds himself in the service of Germany? How is it that a certain Mr. Albert, selected by chance from the telephone directory, is also a sinologist, and the very person who has understood the labyrinth of Ts’ui Pên? How is it that the young men whom Yu Tsun encounters after descending from the train know the road to Albert’s home?» (30). Difícilmente se podría decir que estos detalles pertenecen al repertorio de lo convencional. La estructura de «El jardín de senderos que se bifurcan» es análoga a la estructura de El jardín de senderos que se bifurcan. Al relacionar la declaración de Yu Tsun con un texto de Liddell Hart, Borges ancla firmemente su ficción en un pequeño detalle histórico de la guerra más sangrienta de la historia y sugiere que el modelo temporal de Ts’ui Pên también representa la estructura ontológica de la cotidianeidad. Pero la sombra del teorema de Gödel acecha y hay que sospechar de una estructura, sea novela o sistema, capaz de contener

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todas las posibilidades. En un artículo sobre modelos postmodernos de escritura, Floyd Merrell describe con precisión matemática la esencia de esta sospecha: The n-tuple temporal bifurcating lines making up the book entitled The Garden of Forking Paths, which contains our universe, and which is in turn contained within Borges’s story by the same name, as a sheer logical abstraction of the first order logic sort, in a sense falls victim to the overpowering spirit of Gödel’s theorems: it is both inconsistent and incomplete. That is to say, as a vast self-returning, self-contained, self-sufficient whole, it is overdetermined. Its n-tuple lines of interconnectivity (intertextuality) give rise to an infinity of possible interpretations that eventually begin looking at themselves, speaking to themselves, addressing themselves to their own inadequacy, of the «“All Cretans are liars”, said the man from Crete» (1997: 58; énfasis del autor).

En rigor de verdad, la novela de Ts’ui Pên no contiene nuestro universo sino que contiene el universo de su propia ficción. En su referencia histórica, el cuento de Borges propone que el modelo del universo de Ts’ui Pên es, en efecto, el de nuestro universo. Pero esto no niega ni su inconsistencia ni su incompletitud. Al generar todas las posibilidades, el modelo generaría también su propia crisis autorreflexiva en un momento indefinido. La estructura ontológica sugerida por Borges, la novela de Ts’ui Pên, es la representación de un orden que por totalizador resulta imposible. Ts’ui Pên había renunciado al poder temporal precisamente para trascender el tiempo y encapsularlo en su obra. Borges escribe el cuento y nos recuerda nuestras propias limitaciones cognoscitivas, nuestra incapacidad de comprender totalmente nuestra existencia: «[N]o hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo» («El idioma analítico de John Wilkins», 159). Tras una laboriosa argumentación filosófica en «Nueva refutación del tiempo», Borges efectivamente refuta el tiempo, sólo para concluir lamentando una irrevocable verdad: And yet, and yet... Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infinito de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El

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tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges (286).

Se trata, claro, de un momento de paradoja —la misma paradoja—. Negarse a sí mismo es el momento imposible de autorreflexión donde la fuerza del sistema se vuelve contra él —lo arrebata, lo destroza y lo consume— para hacer visibles sus limitaciones y su incompletitud. Es el momento que revela la paradoja del argumento y los límites de nuestro propio entendimiento. Pero Borges reconoce la provisionalidad final del orden implícito en el cuento y en la novela. Su «explicación es obvia»: tanto «El jardín de senderos que se bifurcan» como «El jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên» y tal como la sugiere Borges (114; énfasis mío). De la misma manera que Borges se preocupa por el tiempo, Escher se interesa por el espacio. Los comentarios del argentino reverberan en los del holandés (y viceversa). Escher escribe: «[w]e do not know space. We do no see it, we do not hear it, we do not feel it. We are standing in the middle of it, we ourselves are a part of it, but we know nothing about it... Space remains inscrutable, a miracle» (Escher on Escher, 135). La idea literaria de infinitas líneas temporales coexistiendo sobre un mismo espacio se mira al espejo del arte para descubrir Relativity (ver Fig. 21), donde varios planos espaciales coexisten en un mismo tiempo. Escher crea tres realidades independientes, organizadas en torno a los tres ejes ortogonales que representan las dimensiones del espacio —ancho, largo y alto—. Dependiendo de cómo se mire la obra, cada eje representa diferentes dimensiones y tres fuerzas distintas de gravedad actúan sobre los diferentes personajes representados según su orientación —podemos girar la imagen noventa grados hacia la derecha y hacia la izquierda para ver con más claridad los otros dos planos—. La triplicación de la fuerza de gravedad le da un sentido muy diferente ahora a la ‘tridimensionalidad’ y genera diferentes mundos. Al igual que en el cuento, los habitantes de cada espacio o tiempo no pueden ver más allá de los límites del mismo. En Relativity, los personajes que habitan las tres dimensiones abiertas por el artista ignoran a quienes no comparten su mismo plano. «Some of

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them», explica Escher, «though belonging to different worlds, come very close together but can’t be aware of one another’s existence» (Escher on Escher, 76). Las tres dimensiones existen en directa y mutua contradicción. Cada una quiebra irreparablemente las leyes fundamentales que ordenan a las otras haciéndolas a la vez imposibles e invisibles. En la parte central superior del grabado dos personas caminan sobre una misma escalera, casi se cruzan, pero no se pueden ver. A pesar de que ambas se mueven en la misma dirección, una sube y la otra baja. La paradoja de estos mundos superpuestos se revela sólo ante la mirada externa del observador que intenta ponerlas en relación al interpretar la obra. Las bifurcaciones temporales de «El jardín de senderos que se bifurcan» se reproducen espacialmente en «El Aleph», que literariamente imita la superposición espacial de Escher. Tras el fallecimiento de su amada Beatriz Viterbo, Borges narrador mantiene contacto con el poeta Carlos Argentino Daneri, primo hermano de Beatriz. Éste le cuenta que ha encontrado un Aleph y que lo está usando para escribir un poema titulado «La Tierra», una versificación de «toda la redondez del planeta» (181). Al igual que en el primer cuento analizado, la obra literaria referida en «El Aleph» es una metaficción que nos da acceso a la estructura del cuento. Pero a diferencia de aquél, la estructura de mayor interés no es el poema de Daneri en sí, sino aquello que lo inspira y que copia con sus versos: un Aleph, «uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos» (165), una esfera tornasolada de dos o tres centímetros de diámetro «donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos» (188), y que encierra espectáculos «vertiginosos» (192). Su nombre viene de la primera letra del alfabeto ‫ א‬que significa, según señala el narrador, «la ilimitada y pura divihebreo (?), nidad» (196), una consonante que los cabalistas han considerado siempre «como la raíz espiritual de todas las demás letras, que contiene en esencia todo el alfabeto y por ende todos los elementos del lenguaje humano» (Lévy 1976: 148-149). Otra estructura total. En este cuento, Borges utiliza el poema de Daneri como una forma de autoparodia que demuestra la futilidad de tratar de dar cuenta de todo el universo. Una noche, después de algunas copas de coñac Daneri, tras una breve disquisición sobre el hombre moderno, le habla por primera vez de su poema al narrador:

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—Lo evoco —dijo [Daneri] con una animación algo inexplicable— es su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines... Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma. Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho... El poema se titulaba La Tierra (178-179).

Con la montaña mahometana convertida en esfera tornasolada, el hombre moderno (Daneri) no necesita viajar porque la tecnología, o mejor dicho, el Aleph, pone todo a su disposición. La idea es vasta, pomposa y, por tanto, inepta. Irónicamente Borges las relaciona con la literatura porque el orden que proponen no puede ser más que una ficción —como el Aleph—. Como Nataly Tcherepashenets anota, «both Daneri’s “creative process”, as well as its result, the poem “La Tierra” inspired by the vision in the cellar, a stimulator of human imagination, are the objects of satire... Daneri is a character who belongs to an ironic mode, a talentless yet ambitious poet whose self-appointed task to describe the universe in its entirety is mocked by the text» (2003: 48). Borges se ríe de la ingenuidad implícita en el intento de replicar el Aleph en la literatura y con esto apunta directamente a los límites de nuestra capacidad de conocer. Estos límites, a su vez, se trazan sobre los límites del lenguaje, sobre la imposibilidad de representar la rica realidad en todos sus matices y tonalidades4. Si bien recrear el Aleph dentro de un poema referido en un cuento no es lo mismo que imaginarlo en el cuento mismo, Borges no deja de reconocer la temeridad de la empresa al autoparodiarse por medio de la figura de Daneri,

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José Emilio Pacheco (2002: 20) nota que Harold Bloom, en The Western Canon, interpreta el poema de Daneri como una parodia del Canto General de Pablo Neruda y refuta «la calumnia» apuntando que el poema apareció en México en 1950, cinco años después de que el cuento se incluyera en el número de Sur correspondiente a octubre de 1945.

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quien «ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del sur» (177). Borges nos advierte sobre la limitación de la expresión verbal, antes de comenzar a describir la visión del Aleph, el «centro inefable» del relato: «[l]o que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré» (192). La advertencia es intuitiva, para referir verbalmente dos eventos que ocurren en el mismo instante es preciso secuenciarlos. La simultaneidad así planteada no esconde enigmas, sirva de muestra la siguiente proposición: «El vendedor cruzó la calle cuando, en la plaza, Ana remontaba un barrilete». Secuenciar la representación verbal de eventos es un procedimiento normal al que estamos acostumbrados por lo que no despierta mayor necesidad de reparar, por ejemplo, en la temporalidad de los eventos referidos. Pero el Aleph se presenta como una estructura total que debemos analizar con cuidado y la advertencia del narrador señala oblicuamente un aspecto particular de la fenomenología del Aleph, que resulta crucial al cuento: se trata precisamente de su temporalidad. No darle la consideración necesaria puede llevar la interpretación del texto por caminos peligrosos. Según Heather Dubnik, «[i]t is clear from the disclaimer that Borges finds the successiveness of language to be an obstacle to describing the experience of the universe in its entirety» (2003: 140). En rigor de verdad, Borges no intenta describir el conjunto infinito del universo, sino el de todas las cosas del mundo vistas desde todos los ángulos —un conjunto igualmente infinito, pero menor—. Esto, sin embargo, no afecta la validez del argumento. De todos modos, si se acepta que «the successiveness of language» es un obstáculo para describir el universo «in its entirety», debe concederse también que no sería éste el más grande, ya que antes de buscar cómo describirlo habría que primero llegar a concebirlo en su totalidad. Podría estipularse que, en este caso, la presencia misma de un Aleph exime al Borges narrador de la tarea de concebir el universo en su totalidad, ya que éste se encuentra contenido en la pequeña esfera frente a él. Pero esto no hace gran diferencia, ya que Dubnik no habla de describir el universo sino «the experience of the universe in its entirety». La experiencia es visual —el Aleph se mira— y así Dubnik desplaza el problema de la descripción de objetos (todos los que componen el universo en su totalidad) hacia la representación lingüística de la simultaneidad de la visión del Aleph. La fenome-

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nología del Aleph queda directamente implicada. Todo ocurre al mismo tiempo y el lenguaje verbal tiene graves problemas para representarlo satisfactoriamente. Dubnik lee aquí la diferencia entre lo verbal y lo visual, o, mejor, entre la espacialidad de lo visual y la temporalidad de lo verbal, y escribe que «“El Aleph” is writing attempting — and failing — to rival vision» (2003: 139). Por un camino inesperado parecemos haber desembocado en la antigua distinción lessingniana. La comparación es problemática por poner en un mismo plano una forma de representación, la escritura, y un modo de percepción, la visión. Pero Dubnik quiere señalar que el narrador no puede describir adecuadamente lo que vio en el Aleph, y esto nos enfrenta a la cuestión de la temporalidad del Aleph. Sabemos, gracias a la psicología cognitiva, que la percepción no es inmediata, el cerebro necesita tiempo para interpretar el estímulo que recibe de los órganos sensoriales —en este caso los ojos5—. Si bien Borges omite hacer mención de cuánto tiempo estuvo contemplando el Aleph, nos informa que Daneri, a lo largo de su vida, ha pasado mucho tiempo mirándolo. La pregunta se hace imperiosa: ¿cuánto tiempo toma ver todo el Aleph? La respuesta es simple, ver todo el Aleph toma todo el tiempo. Simultaneidad e inmediatez no son sinónimos. Para ver una cantidad ilimitada de fenómenos se necesita un tiempo asimismo ilimitado, lo que rebasa ampliamente las posibilidades humanas. Al colapsar el espacio, también colapsa el tiempo y el Aleph se vuelve inaprehensible en su totalidad. El Borges personaje del cuento fracasa en su intento de posesión del universo. Tras encontrarse con el universo total e imaginar el mundo contenido en una pequeña esfera, el narrador hace explícita la futilidad final de la empresa, la imposibilidad de llevarla más allá de la literatura. Ante la utopía de conocer toda la realidad, Borges reconoce en sí mismo la limitada fragilidad humana: «[n]uestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz» (198). Borges concluye una meditación sobre el universo con un detalle autorreflexivo que revela la incompletitud del ser humano, la insignificancia de intentar

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No repararemos aquí en los numerosos estudios al respecto; para un resumen de las posiciones de la neurología y las ciencias cognoscitivas al respecto, ver Lamontagne (2003: 69-70).

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aprehender el universo cuando no se puede retener, a través del tiempo, ni siquiera los rasgos de un ser querido. El Aleph simboliza un orden imposible y, por tanto, irrepresentable. Con Gödel vimos que un sistema queda expuesto como inconsistente e incompleto cuando comienza a describirse a sí mismo y llega a una situación análoga a la paradoja de Epiménides. El Aleph está en la tierra pero también la contiene. He mencionado las dificultades inherentes a su fenomenología, analicemos ahora la problemática estructural que plantea. El Aleph parece escapar al problema de la autorreferencia relacionado con el Teorema de Gödel; el narrador cuenta que puede ver al Aleph dentro del Aleph: «vi el Aleph desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la tierra» (194). El Aleph es inconsistente y la solución es sólo temporaria, aun cuando estemos dispuestos a estipular una serie infinita de Alephs. Gödel nos ayuda a comprender por qué. La fórmula G, que afirma no pertenecer al sistema, constituye el momento de indeterminación de Principia Mathematica (PM), una suerte de agujero que el sistema no puede llenar. En el cuento, el Aleph dentro del Aleph representa un momento comparable. El narrador resuelve (temporariamente) la situación mostrándonos otra vez la tierra dentro del segundo Aleph. La TN nos permite reproducir la estrategia con facilidad. Imaginemos otro sistema, un poco más potente que PM, en el que G esté definido como un axioma. El nuevo sistema podría llamarse PM + G y resuelve el problema de PM. Pero la solución es muy débil y solo temporaria. Definido un sistema PM + G, se puede proceder de la misma manera que para crear G y construir una fórmula, H, que dijera «No soy una fórmula de PM + G». Seguramente también podría construirse de inmediato otro sistema, PM + G + H, y luego otro más, PM + G + H + I, y otro después, PM + G + H + I + J, ad infinitum. De este modo procede el cuento, tapando, uno a uno, una infinita serie de agujeros, resolviendo infinitos momentos de indeterminación. La idea es en teoría posible, pero no da solución al problema, ni calmará la «fuerte sensación de incomodidad» que refiere María Elena López (1986: 104). El método de Gödel es implacable y se sirve de la capacidad expresiva del sistema para mostrar sus limitaciones y ni siquiera la infinidad de esta solución alcanza para superarlo. Tanto en el caso de PM como en el del Aleph, el infinito de la serie de ‘soluciones temporarias’ es menor que el infinito de las cosas que pretenden

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ordenar6. Una vez más, reconocemos un sistema que trata de incluirse dentro de sí mismo, una representación del abismo de lo imposible. Escher alguna vez escribió: «[w]e adore chaos because we love to produce order» (Vermeulen 1989: 142). Pero el orden que creamos es sólo parcial y si

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Una demostración formal de esto rebasa ampliamente los límites de este estudio. Señalaré sólo que tal demostración partiría de la teoría de los números transfinitos de Georg Cantor y esbozaré el principio básico. El narrador de «El Aleph» hace alusión directa a la teoría cantoriana en la posdata cuando menciona que «para la Mengenlehre», la teoría de conjuntos, aleph «es el símbolo de los números transfinitos» (196). Corry ofrece un breve resumen de uno de sus aspectos más importantes: «Una de las principales innovaciones de la teoría cantoriana (que además se volvió blanco central de las críticas de sus detractores) fue el establecimiento de una jerarquía de magnitudes de infinitos. Cantor señaló estas diferencias por medio de subíndices adjudicados a las letras aleph: el infinito de los números naturales se señala por à‫א‬0 y resulta ‘menor’ que el de los números que se señala por à‫א‬1» (2003: 62-63). Algunos críticos han reparado en la relación Borges-Cantor intentando especular cuánto sabía el escritor sobre las teorías del matemático. Corry no ve que Borges «haya poseído algún conocimiento real de la teoría de Cantor, por encima del nivel más superficial» (ibid.: 64) y le cuesta comprender a Merrell, según quien Borges la conocía bien (Merrell 1991: 60-61). Cabe señalar que en su exposición de la teoría cantoriana, Merrell pasa por alto la idea de diferentes magnitudes de infinidad y escribe que «[e]verything is contained within everything else!» (ibid.: 61), lo que no representa con demasiada justicia las ideas de Cantor. Cuánto sabía Borges sobre los números transfinitos no es muy relevante para este estudio. La demostración aludida se basaría en el método diagonal de Cantor que a continuación delineamos. Cantor probó la imposibilidad de crear un ‘índice’ de todos los números reales, por ejemplo, entre 0 y 1, lo que significa que hay al menos dos tipos de infinito, el de todas las entradas en el índice, asociado con los número naturales (à‫א‬0) y el de los reales (à‫א‬1): 1 – 0.1563325048... 2 – 0.2885931570... 3 – 0.0200000000... 4 – 0.1415923167... . . . Básicamente, el método consiste en crear un nuevo número, D, tomando el primer dígito del primer número, el segundo dígito del segundo número, etc., aumentándolos todos por una factor constante (por ejemplo, sumándoles 1 con la convención de que 9 más 1 es igual a 0). El número, D, resultante es un número entre 0 y 1 que no es ni el primer número de la tabla, ni el segundo, ni el tercero, etc. Esencialmente lo que esto significa es que el número infinito de

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no, imposible. Para representar tal orden, el artista debe trabajar dentro de ciertos límites que luego cuestiona. Según Escher mismo elabora, «[w]hoever wants to portray something that does not exist has to obey certain rules. Those rules are more or less the same as for the teller of fairy tales: he has to apply the function of contrasts; he has to cause a shock» (Escher on Escher, 136)7. En su trabajo, este contraste se establece a menudo a partir de una tensión entre lo que un grabado representa y las normas que emplea para hacerlo. Para representar un orden imposible, la obra excluye conceptualmente la alternativa misma que representa. El artista gráfico se vale, aquí, de herramientas diferentes a las del escritor. Al analizar las estructuras que Escher crea, encontramos que el acercamiento a la problemática de la representación es distinto, el modo de causar el choque, la sensación de incomodidad que refería López, se rige por una poética que responde a las convenciones de la representación gráfica. Sin embargo, en un plano más abstracto, la estrategia no es distinta a la de Borges, o a la del mismo Gödel. Escher aprovecha la fuerza del sistema que usa para colapsarlo y mostrar sus limitaciones. Como señalan Patrick Hughes y George Brecht, «[i]t is interesting to note that logical paradoxes attack rationalism, using the forces of reason: here Escher attacks realism, using the forces of realism» (1975: 18). En las artes visuales, Escher concentra estas fuerzas en la perspectiva, la convención occidental más antigua para representar el espacio tridimensional en dos dimensiones. Hoy ya no es novedoso señalar las limitaciones de la perspectiva; por ejemplo, tanto Goodman como E. H. Gombrich han analizado convincentemente los problemas que esta convención ofrece en cuanto a su capacidad

números reales entre 0 y 1 es más grande que el infinito número de números naturales. En lo relativo al cuento, asociamos el índice de números naturales (à‫א‬0) con el Aleph y la lista de los reales (à‫א‬1) con el universo —esta asociación concuerda con la idea del Aleph como un microcosmos que es una cifra del universo de López (1986: 103-104)—. Para un desarrollo más completo (pero tampoco matemáticamente riguroso) de estas ideas, accesible a un lector no matemático, ver Hofstadter (1979: 369-494). 7 Recordando la distinción establecida entre la fantasía y lo imposible entendemos que para quien relata cuentos de hadas el choque que refiere Escher va dirigido a expandir el mundo de la ficción, mientras que, en lo imposible, éste se dirige contra los conceptos mismos que lo fundamentan.

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de representación mimética de la realidad8. De todos modos, es de interés revisar la crítica del mismo Escher. Uno de sus escritos recoge las impresiones del artista gráfico con respecto al sistema de la perspectiva. El artista asume la convencionalidad del sistema y lo despoja de cualquier rastro de naturalidad que pudiera asociársele. Para Escher, la perspectiva está relacionada directamente con la abundancia de líneas rectas a nuestro alrededor, una abundancia que no se genera espontáneamente en la naturaleza sino que es creada por los seres humanos: it is striking to note how few straight lines, parallel or not, appear in a landscape not yet touched by human hands. A wild and hilly view, for example, generally contains only capricious and curved lines except for the straight vertical trunks of a forest of fir trees. If we disregard the trunks of some types of trees that can be straight as arrows and the horizontal lines of some cloud formation, there remain in all of untouched nature only a few straight lines that are sufficiently extended to enable us to observe perspective in them. However, as soon as human beings start meddling with virginal nature, it immediately teems with straight lines and planes. Perspective is thus a typically human concern. This is not because an animal lacks the necessary intelligence, as far as we know,... the insight into that law became possible only after man started correcting nature in accordance with his own needs (Escher on Escher, 128).

La perspectiva responde a la necesidad humana de ordenar y surge del contacto humano con el medio ambiente. La forma de representar el espacio tridimensional en dos dimensiones es el resultado del orden humano impuesto que privilegia las líneas rectas. Así, la perspectiva es un respuesta humana a una pregunta igualmente humana. Con dos ejemplos prácticos, Escher muestra que, más que una ley universal, la perspectiva es una convención —necesariamente insuficiente— para representar volumen, ya que en los casos extremos hay pocas líneas rectas en el espacio que deban 8

En el primer capítulo de Languages of Art, titulado «Reality Remade», Goodman estudia los insalvables obstáculos a los que nos enfrentamos cuando pedimos que el arte copie un objeto ‘tal y como es’. Por su parte, en el séptimo capítulo de Art and Illusion, «Conditions of Illusion», Gombrich adopta un acercamiento psicológico para mostrar los problemas fundamentales detrás de la suposición de un ojo inmóvil.

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permanecer rectas en un dibujo. Su conclusión, «everything becomes unsettled» (Escher on Escher, 134), se aplica también a gran parte de su obra. El artista elabora una crítica visual de la perspectiva en muchos de sus grabados y, en estas exploraciones creativas, juega con sus convenciones y las manipula para crear estructuras que reflejan las limitaciones representacionales asociadas a ella. El grabado en madera Belvedere (1958) (ver Fig. 22) es un buen ejemplo para analizar el proceder de Escher. En esta obra tenemos un mirador de dos pisos conectados por una escalera. Seis personajes pasean amenamente por la estructura. Ignorado por todos, el hombre que permanece encerrado en el sótano simboliza, para Lapidot, «a Asterión, el patético minotauro de Borges, prisionero de su laberinto simétrico, absurdo e indescifrable como Belvedere» (1991: 611). Absorto en la contemplación de un cubo imposible, otro personaje mira el plano donde el momento de imposibilidad está claramente señalado. A sus espaldas el misterio se replica a escala natural en el mirador donde sus compañeros pasean. En un primer encuentro con esta obra, notamos casi de inmediato que hay algo que está ‘mal’; y un instante más tarde —o dos—, nos damos cuenta de que se trata de la estructura del edificio representado. La escalera que sube al segundo piso parte de dentro del edificio pero se apoya imposiblemente en el exterior al llegar arriba. Esto pone a los dos hombres que suben en una relación imposible con respecto al otro. Sin embargo, esto no los inquitea. El caos de la estructra contrasta fuertemente con la tranquilidad de quienes en ella pasean, no preocupa a quienes no lo reconocen y así el grabado pone en tela de juicio el concepto de ‘normalidad’. Bravo explica que: En el imperativo del límite, la normalidad se alcanza en el deslinde entre ámbitos: la vigilia del sueño, lo bueno de lo malo, lo prohibido de lo permitido. El hombre normal según Locke tiene una «piedra de toque» que le permite establecer deslindes necesarios para integrarse normalmente a la sociedad (la locura presupone la pérdida de esa piedra de toque; el crimen su transgresión) (2003: 248).

La inconsistencia de Belvedere es invisible para la mayoría de los personajes que vienen a admirar el paisaje. Pero en la obra este paisaje es dificil de apreciar y sólo aparece como fondo para la figura central del grabado: el mi-

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rador. Escher se enfoca en el mirador para llamar la atención sobe el acto mismo de mirar. Interesados por el paisaje, los paseantes están ciegos ante la paradoja en que viven. Pero cuando los personajes comienzan a reflexionar sobre su propia condición, sobre el mirador desde donde miran, sus actitudes cambian. Con una mezcla de curiosidad y asombro el personaje sentado en el banco ha identificado el momento de inconsistencia en el cubo que observa. Es solamente una cuestión de tiempo antes de que descubra que el caos que sostiene en sus manos no es sino una versión en miniatura del caos en el que vive. El prisionero sí tiene conciencia plena de la paradoja. Vive atormentado por el caos que literalmente lo encierra. El reconocimiento de la paradoja lo separa de sus semejantes y ya no puede apreciar las cosas como ellos. En efecto, es incapaz de establecer los deslindes necesarios para integrarse normalmente al grupo de los demás personajes. Su presencia es una amenaza directa para la tranquilidad y placer de los otros que lo han encerrado en los cimientos del mirador. El orden insostenible de Belvedere se construye sobre la represión de quienes lo cuestionan y Escher mismo se pregunta «is it any wonder that nobody in this company can be bothered about the fate of the prisoner in the dungeon who sticks his head through the bars and bemoans his fate?» (Graphic Work, 22). Analicemos de cerca cómo Escher aprovecha las leyes de la perspectiva para crear Belvedere. La obra las obedece en todo momento, no obstante, el resultado es decididamente imposible. El procedimiento puede ser elusivo si se considera la obra en su totalidad, pero se vuelve mucho más evidente si, como observadores, tomamos un nuevo enfoque o, si se quiere, cambiamos nuestra perspectiva. Consideremos Belvedere como la unión de dos mitades (ver Fig. 23). No hay dudas, Escher emplea impecablemente las reglas de la perspectiva. Sin embargo, establece el punto de fuga de cada mitad sobre ejes perpendiculares y esto le da a la obra su carácter paradójico. Escher toma la fuerza de la perspectiva, su capacidad de representar, y la usa en contra de sí misma para exponerla. Cada punto de fuga resalta la posición del otro, causando el vértigo que el observador siente al recorrer la estructura tratando de imaginarla en tres dimensiones. La estructura es imposible, lo sabemos, pero igualmente buscamos aprehenderla. Adoramos el caos porque nos gusta producir orden: Escher no se equivocaba. Cambiando el punto de observación se puede apreciar la técnica que el artista emplea para crear la imagen.

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No osbtante, lo imposible solamente se define como tal en función de un marco referencial más o menos explícito. En primera instancia, claro, esperamos que la perspectiva represente el espacio tridimensional. Pero el avance en las capacidades gráficas de la computación, así como las impresoras tridimensionales, han permitido analizar las estructuras representadas en obras del tipo de Belvedere que explicitan ese marco. Como observadores, asumimos mucho sobre la obra. Fundamentalmente: aunque entendemos que las columnas de Belvedere son rectas y verticales, perpendiculares en todo momento al plano del piso, si modificamos levemente nuestros preconceptos y aceptamos columnas curvilíneas podremos imaginar a Belvedere como lo representa, en tres dimensiones, Gershon Elber (ver Fig. 24). De una manera similar a Borges, que incorporaba creativamente textos de otros autores en sus obras (ya vimos el caso de Liddell Hart), a veces Escher aprovechó estructuras más básicas que tomaba prestadas de otras disciplinas. Por ejemplo, en Waterfall y Ascending and Descending, Escher emplea dos «dibujos imposibles» elaborados por el matemático inglés Roger Penrose: la llamada «escalera Penrose» y el «tribar» o «triángulo imposible» (ver Fig. 25), este último creado en colaboración con su padre Lionel. En el caso del tribar, la figura se compone de tres lados que representan paralelepípedos de base cuadrada; sin embargo, la manera en que se conectan las líneas es tal que la figura en su totalidad representa una estructura imposible en el espacio de tres dimensiones9, como señala Van Hoorn, «[a]s the eye pursues the lines of the figure, sudden changes in the interpretation of distance of the object from the observer are necessary» (1989: 166)10. Escher toma este diseño como elemento constitutivo en su litografía Waterfall (ver Fig. 26). El tribar aparece tres veces para crear la ilusión del canal de agua que sube y baja al mismo tiempo. Esta ilusión resulta aún «menos posible»

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Esto es, por supuesto, siempre y cuando interpretemos líneas rectas. Elber presenta una serie de estructuras en tres dimensiones basadas en el tribar que consigue formar curvando los paralelepípedos. 10 Notemos que estos cambios en la interpretación de la distancia se deben precisamente al hecho de que intentamos ver a la imagen como una estructura tridimensional, en cuanto aceptamos al tribar como una estructura bidimensional la necesidad de reinterpretar distancias desaparece.

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que la de Belvedere. Para generar la representación tridimensional de aquella, Elber interpretó que las columnas no podían ser rectas; interpretación que explota la dificultad de la perspectiva para diferenciar entre, por ejemplo, objetos verticales y objetos inclinados directamente sobre el eje de visión, pero que ignora el sombreado de las columnas que, al crear la ilusión de volumen, las hace incompatibles con la interpretación tridimensional. Sería literalmente imposible crear un modelo tridimensional satisfactorio de Waterfall. La ley de la gravedad no permite interpretar la catarata como otra cosa que una recta vertical. El agua que cae establece un eje sobre el que coinciden el punto de inicio y el punto final del canal y cierra el circuito en directa alusión a esa aporia de la física que es la máquina de movimiento perpetuo. Escher resalta la imposibilidad de su estructura al sujetarla arbitrariamente a algunas leyes de la física; sin esconder un buen sentido del humor, comentó que en Waterfall «[t]he miller can keep [the mill] perpetually moving by adding every now and then a bucket of water to check the evaporation» (Escher on Escher, 79). La escalera de Penrose es la ilusión en la que se basa Ascending and Descending (ver Fig. 27)11. La litografía representa una edificio (¿un monasterio?) y las cuatro paredes que encierran el patio central se combinan para formar una escalera perpetua. Por ella veintiséis figuras caminan, catorce suben y doce bajan. Dos figuras más se abstienen de participar en la actividad comunitaria de subir y bajar escaleras. Uno los mira desde una terraza más abajo y el otro les da la espalda para sentarse en los escalones de la entrada. Sobre esta obra Escher comentó: [p]erhaps they are monks, members of some unknown sect. It may be part of their daily ritual duty to ascend this stairway in a clockwise direction during certain hours. When they are tired, they can change direction and descend for a while. But both notions, though not without abstruse meaning, are equally useless. Two refractory individuals refuse to take part in this spiritual exercise. No doubt they think they know better than their comrades, but sooner or later they may admit the error in their nonconformity (Escher on Escher, 78).

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Contrario a lo que afirma Lapidot (1991: 613), Escher no usa para este grabado el triángulo imposible, solamente usa la escalera de Penrose.

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La inconsistencia de la perspectiva hace posible una escalera perpetua que promete el infinito. Subir o bajar estas escaleras no lleva a ningún lado, o siempre lleva al mismo, que en este caso es igual —todo un ejercicio de meditación—. El recóndito significado que entraña está relacionado con el reconocimiento de la provisionalidad del orden que ejemplifica, un orden humano que responde a necesidades humanas. A diferencia del prisionero de Belvedere, los monjes toman una actitud más serena y contemplativa ante el caos e incansables vuelven una y otra vez sobre la paradoja. En una postura bastante posmoderna, estos personajes reconocen, como lo hace Linda Hutcheon, que «there are all kinds of orders and systems in our world — and that we create them all. That is their justification and their limitation. They do not exist “out there”, fixed, given, universal, eternal; they are human constructs in history. This does not make them any the less necessary or desirable. It does, however, condition their “truth” value» (1991: 43). La evaluación de la verdad enunciada por órdenes y sistemas debe ser reconsiderada en términos de los órdenes y sistemas que las enuncian. Al entender éstos como construcciones humanas, la pretensión de absolutismo se vuelve imposible. En holandés, la expresión monnikenwerk —literalmente, «trabajo de monje»— se usa para referir a tareas difíciles, repetitivas y aburridas, y también a una rutina monótona. Monnikenwerk no trae recompensa, o mejor dicho, es su propia recompensa. Marchar por la escalera es monnikenwerk, pero finalmente también lo es la existencia misma y el ejercicio no es más que un reconocimiento de esta condición. El recorrido interminable por las escaleras, al igual que el eterno fluir del agua en Waterfall, postula lo infinito. Pero aquello que no tiene límites lo entendemos impensable. Paolo Zellini registra este concepto desde Aristóteles, para quien «lo que no tiene límites... no es representable exhaustivamente en nuestro pensamiento, y es por lo tanto incognoscible», hasta Heidegger que sostiene que «mediante el descubrimiento de lo incalculable, el mundo moderno se coloca en una región que escapa a la representación» (Zellini 2004: 99). En la postulación de un tiempo tan humano como infinito, Escher transgrede el último límite, que según Heidegger le da certeza al Ser, la muerte. En el cuento «El inmortal», Borges usa la ficción para analizar las posibilidades de una vida eterna y llega a las mismas conclusiones que el artista gráfico: dado un tiempo ilimitado la esencia del sujeto se disuelve —los grises monjes de Escher parecen

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uno repetido muchas veces— y la existencia se vuelve monnikenwek. Como escribe Allene Parker, a veces, «humans lack both the eternal perspective and the scope of thought required to embrace paradox. Thus, we must persevere and march on» (2001: 19). No se puede pensar lo imposible sin un marco de referencia. Al referirnos a una obra de Escher como imposible, seguramente no negamos su cualidad objetiva sino que queremos señalar que el objeto tridimensional que representa es imposible. Pero esto no necesariamente da cuenta del marco completo como lo demuestra la representación tridimensional de Belvedere realizada por Elber. Sabemos que el límite hace posible el orden, es decir, que todo orden es limitado. Se impone a priori una finitud a los órdenes que Borges y Escher proponen en sus obras, una finitud que ambos buscan sacar a la luz e interrogar. El grabado Print Gallery (ver Fig. 28) de Escher presenta un momento de indeterminación importante. Desde la parte inferior de la imagen, el ojo recorre la galería donde se exponen una serie de obras. La autorreferencia es intensa y descubrimos en ella obras del mismo Escher como Three Spheres I —al lado de la mano del joven—. Con esto el artista expone el artificio de su representación. Así describe Escher Three Spheres: «[a]t the top the plasticity of a sphere is suggested by a bright illumination on one side and a dark shadow on the other. But it isn’t a sphere! It is only a flat circular image that one could cut with a pair of scissors. Such a paper disk is shown in the center, folded in such a way that the lower half stands vertically and the top half horizontally» (Escher on Escher, 65). La ilusión de la representación es puesta en evidencia también en la imagen que la contiene. Continuando, sobre la izquierda, el joven observa un cuadro: ve un barco y ve el agua, ve un pueblo en el fondo, y todo dentro del cuadro; ve una ventana y, en ella, a una mujer que se asoma, un detalle dentro del cuadro, igual que el techo al que da su ventana. ¡Pero ese techo es el techo de la galería! Aquí nos damos cuenta de que el muchacho mismo debe, también, ser un detalle dentro del cuadro; imagen y realidad se funden en un continuo paradójico. En el centro del grabado encontramos un espacio en blanco, indefinido, un momento ‘imposible’, un espacio que la perspectiva utilizada no puede resolver. Este espacio queda fuera de la imagen, más allá de sus límites, pero Escher le da un lugar central en su obra. En el vacío la imagen se reconoce incompleta, su

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orden imposible se revela una construcción humana y allí encontramos la firma de su creador. We adore chaos because we love to produce order. El impulso a darle sentido a la imagen nos empuja hacia ese espacio indeterminado central, hacia el abismo que allí se abre. Es el vértigo que sentimos al sostener la paradoja sin resolverla, el vértigo de pensar en El jardín de senderos que se bifurcan o imaginarnos un Aleph, el mismo vértigo que experimentamos al recorrer con la mirada Belvedere y que finalmente empujó a Elber a construir su modelo tridimensional de la estructura —una forma de ordenarla—. Pero encontramos mucho más todavía. Este paradójico espacio que está más allá de sus límites, pero dentro de la imagen es, en palabra/imagen el espacio de la representación verbal. Este vértigo es la fascinación de Borges y Escher por lo imposible, por abarcar el infinito en el arte o reducir el caos del universo a leyes humanas. Es el vértigo de lo irrepresentable que implica los límites de la representación y el impulso de superarlos. Es, también, la clave de palabra/imagen, el componente activo de la relación. Al ser palabra/imagen, la representación verbal y la representación visual se relacionan para señalar insistentemente los límites de la otra. La diferencia ontológica impide reducir una forma de representación a la otra y la paradoja no se resuelve. Este vértigo tan importante para las obras de Borges y Escher está siempre contenido en palabra/imagen y hace de la relación un terreno tan fértil como inexhaustible para el cultivo de la creación artística y literaria.

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APÉNDICE REGLAS DE FORMACIÓN CORRECTA DE FÓRMULAS Y EJEMPLOS DE INTERPRETACIÓN12

Numerales 0 es un numeral. Un numeral precedido por S también es un numeral. Ejemplos: 0 SS0 SSSSS0 SSSSSSSSSSS0 Variables a es una variable. Una variable seguida por un ’ (prima) también es una variable. Ejemplos: a a’ a’’’’’’ Términos Todos los numerales y variables son términos. Un término precedido por una S también es un término. Si m y n son términos, (m + n) y (m · n) también lo son. Ejemplos: S0 a SSSa’’ (Sa + (SSS0 · Sa’)) Los términos pueden ser divididos en dos categorías: a) términos definidos (aquellos que no contienen variables). Ejemplos: 0 SS0 (SSSS0 · (S0 + SS0) b) términos indefinidos (aquellos que contienen variables). Ejemplos: a SSa (a + SSS0) Átomos Si m y n son términos, m = n es un átomo. Ejemplos: (Sa + (SSS0 · Sa’)) = SSSa’’ SS0 = a’’’ Nota: Si un átomo contiene una variable x, x será una variable libre. Negaciones Un fórmula bien formada precedida por una tilde es una fórmula bien formada. ∀a: ∃a’: ((a = SS0) ⇒ (SSSS0 = a’)) Ejemplos: ~SS0 = (Sa’ · a) ~∀

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Nota: estas reglas son una adaptación de las reglas que Hofstadter presenta para su sistema TNT (1979: 213-214).

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Términos compuestos Si k y l son fórmulas bien formadas, y ninguna variable que esté libre en una esté cuantificada en la otra, las siguientes son fórmulas bien formadas: (k ∧ l), (k ∨ l), (k ⇒ l) Ejemplos: (~SS0 = (Sa’ · a) ⇒ SS0 = a’’’) ((Sa + (SSS0 · Sa’)) ∨ (Sa + (SSS0 · Sa’)) = SSSa’’) ∃a’’: (SSa’’ ⇒ (SSa + a’)) ∧ ∀a’: SSa’’) (∃ Cuantificación Si x es una variable y k una fórmula bien formada en la que x es libre, las siguientes fórmulas también están bien formadas: ∃x: k, ∀x: k. Ejemplos: ∀a: ((a + SS0) ⇒ (SSSSa’) ∃a’’: (SSS0 · a’’) Ejemplos de interpretación ∀a: (a + SS0) = SSSSSS0 Interpretación: «Para todos los números a, a más 2 es igual a 6» ∀a’’:~∃ ∃a: ∃a’: ((a’’ · a’’) · a’’) = (((Sa · Sa) · Sa) + ((Sa’ · Sa’) · Sa’)) Interpretación: «Para todos los números a’’, no existen dos números a y a’ con la propiedad de que a’’ al cubo sea igual a la suma de los cubos de a y a’». O simplemente: «La suma de dos cubos positivos nunca es un cubo».

EPÍLOGO

—Hay una diferencia entre la verdad y la parte de la verdad que puede demostrarse: ése es en realidad un corolario de Tarski sobre el teorema de Gödel —dijo Seldom. Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles

En el ajedrez, el caballo es la única pieza que puede ‘saltar’ por encima de las demás. Es la única pieza que puede escapar, aunque no sea más que por ese instante en que el jugador lo mueve de un casillero a otro, a la existencia bidimensional a la que están limitadas todas las demás, desde el peón hasta el rey. Esta propiedad le confiere un carácter maravilloso. Tan maravilloso como el que palabra e imagen encuentran la una en la otra. Como vimos en el último capítulo, Gödel demostró la existencia, dentro de la matemática, de enunciados que no pueden ser ni probados ni refutados a partir de los axiomas, enunciados que están más allá de los límites del sistema y en base a este modelo analicé obras de Borges y de Escher. En un pasaje de la novela Crímenes imperceptibles, Seldom, un reconocido matemático le cuenta al joven narrador que una vez que logró entender «y sobre todo aceptar» el teorema de Gödel —cuando todavía no estaba aún graduado—, lo primero que hizo fue preguntarse por qué los matemáticos no había tropezado nunca con estos enunciados indecibles (64). La respuesta que ofrece se inspira en una frase de Marx «que decía que la humanidad no se plantea, históricamente, sino aquellas preguntas que puede resolver» (65); y por eso los enunciados indecibles no habían aparecido antes. El matemático conjeturaba que tal vez «los saltos de caballo de ajedrez que corresponden a las operaciones mentales de la intuición no [eran], como suele pensarse, iluminaciones dramáticas, e imprevisibles, sino más bien modestas abreviaturas de lo que puede ser siempre alcanzado con los pasos de tortuga posteriores de una demostración» (65-66); es decir que, con paciencia y esfuerzo, se puede llegar a donde el caballo sin salirse de las dos dimensiones. Pero el salto del caballo no puede

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más que aterrizar en el mismo tablero del que despegó y, en este sentido, es lo opuesto a un estudio sobre palabra/imagen. En las primeras páginas de este trabajo propuse abordar la relación entre la representación verbal y la representación visual a través de la imagen. En este acercamiento fundamenté la idea de epistemologías diferentes para la imagen verbal y para la imagen visual que cuando entran en contacto generan la tensión que caracteriza palabra/imagen. El trabajo avanzó sobre esta base para analizar la interacción entre lo verbal y lo visual a un mismo nivel; en la obra de Xul Solar vimos cómo se abren nuevos horizontes de significación a partir del refinamiento de la dinámica que llega a proponerse como fusión aporética en su punto culminante. Ésta no es, claro, la única forma de interacción de palabra e imagen en un mismo nivel. Sin ir más lejos, en el tercer capítulo se menciona brevemente El elogio de la madrastra de Vargas Llosa, cuya narración es interrumpida en seis ocasiones por la reproducción de una obra de arte distinta. Un análisis de esta novela requeriría ciertas modificaciones en la metodología empleada para dar cuenta, por ejemplo, de la preexistencia y complejidad del componente visual, pero, sin embargo, creo que la esencia de la relación, entendida en términos de la interpretación y reinterpretación que cada componente hace del otro, se mantendría mayormente intacta. La transposición interartística propuesta en el estudio de Posada y Zalce ofrece un camino para abordar obras visuales que se estructuran en torno a obras literarias y el análisis de un texto como «Las Meninas» (1960) de Antonio Buero Vallejo bien podría proceder de manera similar mientras no se desatiendan los requerimientos críticos propios del teatro. Poco atinado sería, no obstante, estudiar desde esta perspectiva una obra como Derrida Queries de Man (1990), del pintor estadounidense Mark Tansey. Este cuadro pone en juego las ideas de los dos pensadores para elaborar un discurso propio cuyo análisis implicaría también el de las relaciones entre los escritos de Derrida y de Man. De esta manera, el acercamiento a la obra de Tansey tendría más en común con el empleado en el tercer capítulo para analizar Los cuadernos de don Rigoberto ya que éste se construye a partir del discurso que la novela misma desarrolla acerca de la pintura. El modelo del teorema de Gödel nos permitió finalmente acercarnos hasta el límite de las epistemolo-

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gías propuestas y trazar las fronteras de la representación verbal y de la representación visual —trazándolas, por supuesto, de la misma manera que el adjetivo inefable denota aquello que no se puede decir, pero no lo dice—. Esto nos permitió abordar las consecuencias implícitas en señalarlas desde afuera que es la esencia de palabra/imagen. And yet, and yet... todo discurso crítico sobre la imagen visual se construye a partir de palabras y su salto de caballo quiere aterrizar en otro tablero. Existe una distancia entre el discurso crítico y su objeto, sea éste literario o plástico, verbal o visual, pero sería gravísimo error suponer que la distancia que separa el discurso que estas mismas palabras articulan de, por ejemplo, «El Aleph» de Borges, es la misma que lo separa de la Calavera de don Quijote de Posada. Esta última es infinitamente más grande y representa un salto del tablero de lo verbal al de lo visual. Al relacionarse, en sus diferentes formas de conocer, palabra e imagen siempre guardan algo de sí para sí mismas, algo a lo que la otra nunca tendrá acceso. Esto es, después de todo, lo que alimenta la dinámica, y no hay razón para suponer que lo que la Danae de Klimt, por ejemplo, esconde de las palabras de Los cuadernos lo vaya a poner al alcance de las de este trabajo. Una investigación sobre palabra/imagen es también, de algún modo, una obra de palabra/imagen y la representación visual le es ajena de una manera fundamental. El apartado «Obras citadas», presentado a continuación, recoge todos los textos citados hasta este punto, así como las acuarelas de Xul Solar, el grabado de Posada y el acrílico de Zalce (de estas últimas reconozco que no conozco a la mayoría sino sólo como reproducción, que es como decir por aproximación). Las obras visuales en esta investigación son analizadas y referidas, pero nunca citadas como, por ejemplo, Los cuadernos..., o las mismas palabras que Xul Solar pintaba (¿cómo se citaría exactamente una obra de arte?). A través de las palabras puedo hacer comparecer la obra de Cervantes o la de Vargas Llosa pero no puedo sino aproximarme a la de Zalce o Posada. He incluido cuando lo consideré apropiado reproducciones de las obras pero no he podido integrarlas en mi discurso como en el primer párrafo integré parte de Crímenes imperceptibles. Las palabras no me permiten el mismo acceso a lo visual, la facilidad de invocar con las cuatro palabras que abren este mismo párrafo (And yet, and yet...) el ensayo de Borges que, citado en el cuarto capítulo, se vuelve

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también autorreferencia. Entiendo aquí una importante fuente de la diversidad de opiniones críticas sobre palabra/imagen. Pensando desde la diferencia entre la verdad y la parte de la verdad que puede demostrarse, tal vez toda reflexión sobre palabra/imagen sea una variación más o menos elocuente, de lo propuesto en un principio. Palabra e imagen operan exactamente del mismo modo: totalmente distinto.

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Fig. 2. Nana Watzin (1923), de Xul Solar. Acuarela sobre papel, 25,5 x 31,5 cm. Derechos reservados Fundación Pan Klub – Museo Xul Solar.

Ilustraciones

Fig. 3. Fija la mente en prisiones eskemátikas (c. 1919), de Xul Solar. Acuarela sobre papel montada en cartulina; imagen: 10,5 x 10,6 cm; montaje: 17 x 14 cm. Derechos reservados Fundación Pan Klub – Museo Xul Solar.

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De límites y convergencias

Fig. 4. Mansilla 2936 (1920), de Xul Solar. Acuarela sobre papel, 14 x 17 cm. Derechos reservados Fundación Pan Klub – Museo Xul Solar.

Ilustraciones

Fig. 5. Lu kene ten lu base sul nergie, sin nergie, lu kene no e kan (1961), de Xul Solar. Témpera montada en cartón; imagen: 14,7 x 30,6 cm; montaje: 25,2 x 39,5 cm. Derechos reservados Fundación Pan Klub – Museo Xul Solar.

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De límites y convergencias

Fig. 6. Gran Rey Santo Jesús Kristo (1962), de Xul Solar. Témpera sobre papel montada en cartón, 40 x 28 cm. Derechos reservados Fundación Pan Klub – Museo Xul Solar.

Ilustraciones

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Fig. 7. Máscara de Tlatilco. Período preclásico. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. CONACULTA- INAH-MEX

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De límites y convergencias

Fig. 8. Calavera de don Quijote (c. 1905), de José Guadalupe Posada. Grabado en zinc. Guanajuato: Museo Iconográfico del Quijote.

Ilustraciones

Fig. 9. Don Quijote (1898), de Julio Ruelas. Acuarela sobre papel.

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De límites y convergencias

Fig. 10. Evocación quijotesca (1986), de Alfredo Zalce Torres (Pátzcuaro, Michoacán, México, 1908-2003). Óleo sobre tela, 124 x 163 cm. Original propiedad del Museo Iconográfico del Quijote (Guanajuato).

Ilustraciones

Fig. 11. Pereza y lujuria o el sueño (1866), de Gustave Courbet. Óleo sobre tela, 135 x 200 cm. Paris: Musée d’Orsay.

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De límites y convergencias

Fig. 12. El origen del mundo (1866), de Gustave Courbet. Óleo sobre tela, 46 x 55 cm. Paris: Musée d’Orsay.

Ilustraciones

Fig. 13. La maja desnuda (1799-1800), de Francisco Goya. Óleo sobre tela, 95 x 188 cm. Madrid: Museo del Prado.

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De límites y convergencias

Fig. 14. Danae (c. 1907-1908), de Gustav Klimt. Óleo sobre tela, 77 x 83 cm. Wien: Galerie Würthle.

Ilustraciones

Fig. 15. Danae (1909), de Egon Schiele. Óleo sobre tela. Colección privada.

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De límites y convergencias

Fig. 16. Cardenal y monja (1912), de Egon Schiele. Óleo sobre tela, 70 x 80 cm. Wien: Leopold Museum.

Ilustraciones

Fig. 17. Los ermitaños (1912), de Egon Schiele. Óleo sobre tela, 181 x 181 cm. Wien: Leopold Museum.

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De límites y convergencias

Fig. 18. Agonía (1912), de Egon Schiele. Óleo sobre tela, 70 x 80 cm. München: Neue Pinakothek.

Ilustraciones

Fig. 19. Schiele pintando una modelo desnuda frente al espejo (1910), de Egon Schiele. Lápiz sobre papel, 55,2 x 35,3 cm. © Albertina, Vienna.

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Fig. 20. Desnudo reclinado con medias verdes (1914), de Egon Schiele. Témpera y lápiz sobre papel, 31 x 46 cm. Colección privada.

Ilustraciones

Fig. 21. Relativity (1952), de M. C. Escher. Grabado en madera, 28,2 x 29,4 cm. © 2011 The M.C. Escher Company-Holland. All rights reserved. www.mcescher.com

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Fig. 22. Belvedere (1958), de M. C. Escher. Grabado en madera. © 2011 The M.C. Escher Company-Holland. All rights reserved. www.mcescher.com

Ilustraciones

Fig. 23. Las dos mitades de Belvedere.

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Fig. 24. Reproducción tridimensional de Belvedere de Elber. © Copyrighted to Gershon Elber, 2002-2011, .

Ilustraciones

Fig. 25. Escalera Penrose y Tribar (1958).

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Fig. 26. Waterfall (1961), de M. C. Escher. Litografía, 38 x 30 cm. © 2011 The M.C. Escher Company-Holland. All rights reserved. www.mcescher.com

Ilustraciones

Fig. 27. Ascending and Descending (1961), de M. C. Escher. Litografía, 28,5 x 35,5 cm. © 2011 The M.C. Escher Company-Holland. All rights reserved. www.mcescher.com

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Fig. 28. Print Gallery, de M. C. Escher. Grabado en madera. © 2011 The M.C. Escher Company-Holland. All rights reserved. www.mcescher.com