Cultura

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Índice Portada Nota del editor Introducción 1. Evolución de la cultura 2. ¿Por qué hay sociedades que toman decisiones desastrosas? 3. Arte y realidad humana 4. Una teoría general de la cultura 5. Somos como dioses y tenemos que estar a la altura 6. La catedral de Turing 7. Va siendo hora de tomarse en serio Internet 8. Reciprocidad indirecta, instinto de evaluación y prestigio 9. Maoísmo digital 10. Sobre el «Maoísmo digital» de Jaron Lanier, conversación en «Edge» 11. Las redes sociales son como el ojo 12. El Renacimiento que viene 13. El poder digital y su malestar 14. ¿Evoluciona la tecnología? 15. Aristóteles 16. Tortitas humanas, o «Los dioses me están machacando el cerebro» Versus La Red de Gödel a Google 17. La era de los informívoros Notas Créditos

Nota del editor La ciencia es un conjunto de conocimientos y actividades. Por un lado, es conocimiento adquirido; todo aquello que sabemos acerca de la naturaleza, de los fenómenos que tienen lugar en ella: las observaciones y experimentos realizados, al igual que las teorías producidas que nos permiten ordenar conjuntos de fenómenos y así «entenderlos». La mayor parte de los libros de divulgación, ensayo o historia que se ocupan de la ciencia, tratan de esos apartados de la ciencia, del conocimiento ya adquirido. Pero la ciencia no se limita a eso, a lo que, con mayor o menor seguridad, sabemos, sino que es también —acaso sobre todo— búsqueda de soluciones y de problemas nuevos, ideas que se imaginan y que se prueban. Se trata de un mundo fascinante, en el que el científico siente la aventura y la magia de la búsqueda de lo desconocido; una búsqueda que le obliga a desplegar algo de lo mejor que posee la especie humana: la imaginación. Una imaginación sometida constantemente al control del razonamiento lógico y de la comprobación. Los títulos que componen la presente serie, Fronteras del conocimiento, pertenecen al raro, por escaso, dominio bibliográfico en el que los protagonistas son las ideas que científicos distinguidos manejan para intentar resolver problemas abiertos en un conjunto de dominios que, sin exagerar, podemos denominar «fundamentales», «básicos»: el Universo, la Vida, la Mente, el Pensamiento y la Cultura. Bajo la experta batuta del editor estadounidense John Brockman,* Fronteras del conocimiento ha reunido a los científicos y pensadores más influyentes de la actualidad para que presenten sus más profundos pensamientos y teorías más provocativas mediante ensayos breves y accesibles sobre los aspectos esenciales de esos dominios. Pocas veces los lectores dispondrán de una ocasión mejor para llegar a saber qué es realmente la ciencia y para hacerse una idea de cuáles son las principales incógnitas a las que se enfrentan en la actualidad los científicos; incógnitas que cuando se despejen acaso muestren la

realidad bajo luces completamente diferentes a las que ahora estamos acostumbrados. En este sentido, Fronteras del conocimiento es también una puerta abierta al futuro. José Manuel Sánchez Ron Real Academia Española

Introducción En el verano de 2009, durante una charla en el Festival de Ideas de Bristol, el físico Freeman Dyson expuso una visión del futuro. En respuesta al reciente libro The Age of Wonder, en el que Richard Holmes describe cómo la primera era romántica se centró en la química y en la poesía, Dyson señaló que en la actualidad vivimos una nueva «era de la maravilla» dominada por la biología computacional. Entre sus líderes se encuentran el investigador en genómica Craig Venter, el ingeniero médico Dean Kamen, los científicos computacionales Larry Page y Sergey Brin, y el arquitecto de software y matemático Charles Simonyi. El nexo de unión de esta actividad intelectual, observó, se encuentra online, en www.edge.org. Dyson prevé una era de la biología en la que «una nueva generación de artistas, que escribirá genomas con la fluidez con la que Blake y Byron escribían versos, podría crear una plétora de nuevas flores, frutos, árboles y pájaros que enriqueciesen la ecología de nuestro planeta. »En su mayor parte, estos artistas serían amateurs, sin embargo estarían muy próximos a la ciencia, como los poetas de la primera era de la maravilla. La nueva era de la maravilla podría unir acaudalados empresarios como Venter y Kamen ... con una comunidad mundial de jardineros, granjeros y ganaderos, que trabajarían juntos para embellecer y fertilizar el planeta, convirtiéndolo en un entorno acogedor tanto para los colibríes como para los seres humanos». De hecho, Dyson estaba en la reunión de Edge de agosto de 2007 denominada «Life: What a Concept», en donde, junto con los investigadores en genómica Craig Venter y George Church, el biólogo Robert Shapiro, el exobiólogo y astrónomo Dimitar Sasselov, y el físico cuántico Seth Lloyd presentaron sus nuevas y, en muchos casos, asombrosas investigaciones e ideas en el campo de las ciencias biológicas. Según Süddeutsche Zeitung, el periódico de mayor cobertura nacional de Alemania, «La reunión fue uno de esos acontecimientos memorables que son considerados un evento histórico crucial en los años venideros. Después de todo, en ella se anunció oficialmente el inicio de la era de la biología».

Entonces, ¿qué es Edge.org? En primer lugar, Edge son personas. Como dijimos una vez el ya fallecido artista James Lee Byars y yo mismo: «Para llevar a cabo cosas extraordinarias se deben encontrar personas extraordinarias». En el centro de cualquier publicación y evento de Edge se hallan personas y mentes notables. El núcleo de Edge lo constituyen científicos, artistas, filósofos, tecnólogos y empresarios que ocupan un lugar central en el panorama intelectual, tecnológico y científico de hoy. En segundo lugar, Edge son eventos. A través de sus conferencias especiales, clases magistrales y cenas anuales en California, Londres, París y Nueva York, Edge reúne a los intelectuales científicos y pioneros tecnológicos de la «tercera cultura» que exploran la era posindustrial. A este respecto, el historiador de la ciencia, George Dyson, comentó acerca de la clase magistral de Edge del año 2008 «Un breve curso de economía conductual»: Retirarse al lujo de Sonoma para hablar de teoría económica a mediados de 2008 transmite la imagen de hacer sonar violines mientras Roma está ardiendo. ¿Acaso los arquitectos de Microsoft, Amazon, Google, PayPal y Facebook tienen algo que enseñar a los economistas conductuales, o algo que aprender ellos mismos? Entonces, ¿qué hay de nuevo? Pues resulta que casi todo es nuevo. En los últimos años han nacido estructuras y caminos económicos completamente nuevos.

Fue una notable reunión de mentes extraordinarias. Estas son las personas que están reescribiendo nuestra cultura global. En tercer lugar, Edge.org es una conversación. Edge es distinto de la tertulia del Algonquin o del grupo de Bloomsbury, pero ofrece una aventura intelectual de la misma calidad. Es más parecido al Colegio Invisible de principios del siglo xvii, precursor de la Royal Society. Sus miembros eran científicos como Robert Boyle, John Wallis y Robert Hooke. El objetivo común de la Royal Society era la adquisición de conocimientos mediante la investigación experimental. Otra de las fuentes de inspiración es la Lunar Society de Birmingham, un club informal con las principales figuras de la cultura de la nueva era industrial: James Watt, Erasmus Darwin, Josiah Wedgwood, Joseph Priestley y Benjamin Franklin. El salón de tertulia online Edge.org es un documento vivo de millones de palabras, fiel reflejo de las conversaciones de Edge durante los últimos quince años. Está disponible de forma gratuita al público en general.

Edge.org se lanzó en 1996 como versión online del Reality Club, un club informal de intelectuales que se reunieron entre 1981 y 1996 en restaurantes chinos, locales de artistas, las salas de juntas de la Universidad Rockefeller y de la Academia de Ciencias de Nueva York, salones de empresas de inversión, salas de baile, museos, salas de estar y muchos otros lugares. Aunque el lugar de encuentro se halla ahora en el ciberespacio, el espíritu del Reality Club sigue vivo en los movidos debates sobre controvertidas ideas que animan actualmente este lugar de discusión. En palabras del novelista Ian McEwan, Edge.org es «abierto de miras, franco, intelectualmente travieso ... el puro placer de la curiosidad, una expresión colectiva de maravilla ante el mundo vivo e inanimado ... un coloquio emocionante e ininterrumpido». Este volumen, segundo de la serie «Fronteras del conocimiento», se centra en las ideas relativas a la «cultura». Nos complace presentar diecisiete escritos originales procedentes de las páginas digitales de Edge.org que incluyen entrevistas, artículos redactados por encargo y conversaciones transcritas que también están disponibles en la Red en forma de vídeo. Si bien nadie duda del valor de las presentaciones online, los libros, impresos y encuadernados o electrónicos, siguen constituyendo un medio inapreciable a la hora de exponer ideas importantes, y por eso es para nosotros una gran satisfacción ofrecer al público esta serie. En este segundo volumen se ha reunido la opinión de artistas, inventores, matemáticos, informáticos, visionarios, filósofos y futuristas de vanguardia que exploran nuevos modos de pensar sobre la «cultura». Al abordar la verdad manifiesta de que la cultura evoluciona con el tiempo, Daniel C. Dennett, filósofo y experto en ciencias cognitivas de la Universidad de Tufts, se sirve de los cambios experimentados por la música a fin de ilustrar «la colaboración que puede darse entre el punto de vista tradicional y el evolutivo respecto de la cultura» en «Evolución de la cultura» (1999). En «¿Por qué hay sociedades que toman decisiones desastrosas?» (2003), Jared Diamond, profesor de geografía y antiguo docente de fisiología de la Universidad de California en Los Ángeles, propone «un mapa de carreteras de los factores que intervienen en los errores cometidos en las resoluciones colectivas». Divide las respuestas en cuatro categorías:

En primer lugar, es posible que un grupo sea incapaz de prever un problema antes de que se dé. En segundo lugar, puede ser que no logre percibirlo una vez que se ha puesto de manifiesto. Luego, aun habiéndolo percibido, cabe la posibilidad de que omita tratar de resolverlo; y por último, tal vez lo intente y fracase en el empeño. Aun cuando toda esta exposición de los motivos de los descalabros de una sociedad pueda parecer pesimista, el reverso de la moneda resulta optimista, pues no es otro que una toma de decisiones acertada. Quizá si entendemos las razones que llevan a los colectivos a adoptar determinaciones inoportunas seamos capaces de usar dicha información a modo de lista de verificación que los ayude a dar con las correctas.

El difunto Denis Dutton, filósofo y fundador del portal Arts & Letters Daily, defiende una explicación darwinista de la personalidad del hombre. En «Arte y realidad humana» (2009), propugna una estética darwinista que no sea «ninguna suerte de doctrina irrefutable destinada a sustituir el férreo posestructuralismo con algo igual de opresivo. Lo que más me sorprende de la renuencia a aplicar las teorías de Darwin a la psicología es la actitud vociferante de quienes las rechazan sin detenerse siquiera a considerarlas». Brian Eno, músico e innovador, responde a su propia pregunta acerca de la naturaleza del valor cultural y los requisitos para que se dé en «Una teoría general de la cultura» (1997): Casi toda la historia del arte —propone en ella— consiste en tratar de identificar lo que confiere valor a los objetos culturales. Las teorías del color y la dimensión, la proporción áurea y otras ideas similares dan por supuesto que algunos objetos son en sí mismos más hermosos y meritorios que otros, en tanto que el nuevo pensamiento cultural sigue otros derroteros al afirmar que somos nosotros quienes otorgamos valor a las cosas; somos nosotros quienes creamos su valor. Es precisamente este acto el que hace valiosos los objetos, y esto reviste una gran relevancia, ya que son muchas las ideas intransigentes (todas, de hecho) que descansan sobre el supuesto de que hay cosas que gozan de un valor, una resonancia y un significado intrínsecos. En cambio, toda actitud pragmática parte de otra hipótesis: «No, no: somos nosotros; somos nosotros los que creamos esos significados».

En «Somos como dioses y tenemos que estar a la altura» (2009), el ecologista y visionario Stewart Brand señala: La necesidad procede del cambio climático, que puede resultar desastroso para nuestra civilización. El planeta seguirá bien, y también la vida. Perderemos cantidades ingentes de especies, y quizá también la selva tropical, si la Tierra sigue calentándose. En consecuencia, se trata de un asunto mundial, de un fenómeno que atañe al mundo entero. No ocurre solo en una región determinada. La perspectiva universal no es hoy una simple postura estética, ni tampoco es solo perspectiva, sino un problema que afecta a todo el mundo y requiere soluciones que deben ser adoptadas por todo el planeta en el contexto de formas de gobierno que aún no poseemos. Supone el uso de avances tecnológicos que apenas estamos empezando a vislumbrar, y lo que los ecologistas conocen como ingeniería de ecosistemas. Esto último lo hacen los castores y las lombrices de tierra, aunque, por lo común, no a

escala mundial, que es como vamos a tener que hacerlo nosotros. Para ello, sin embargo, hay que salvar el obstáculo que suponen no pocos sentimientos y principios estéticos del movimiento ecologista.

En «La catedral de Turing» (2005), el historiador de la ciencia George Dyson describe en estos términos su visita a la sede de Google: «Tuve la impresión de estar entrando en una catedral del siglo XIV, aunque en el siglo XII, cuando aún se estaba construyendo». Dyson recuerda la profecía que formuló H. G. Wells en 1938: «Toda la memoria del ser humano puede hacerse, y se hará en breve, accesible a cualquier individuo», y asegura que «Wells previó no solo la distribución de la información a través de la World Wide Web, sino también la fusión inevitable de dicha información y la inclusión en su dominio del conocimiento y, por tanto, del poder». El informático David Gelernter escribe en «Va siendo hora de tomarse en serio Internet» (2010): El de Internet no es asunto comparable al de la telefonía móvil, a los diversos soportes de videojuegos o a la inteligencia artificial, sino a la educación. Tal es su envergadura; conque hay que andarse con ojo: igual que, para ser profesor, hay que llegar a dominar la materia que se quiere enseñar, y no podemos salir de la escuela de magisterio sin dominar nada, para trabajar en la Red es necesario dominar alguno de sus aspectos: ingeniería, programación, informática, teoría de la comunicación, economía o ciencia empresarial, redacción o diseño: no podemos ir a la escuela de Internet y salir sin dominar nada. En los centros docentes de Internet hay personas brillantes dignas de admiración, pero si tienen sobre la Red el mismo efecto que tienen sobre la educación las escuelas de pedagogía, serán un verdadero desastre.

El matemático Karl Sigmund expone en «Reciprocidad indirecta, instinto de evaluación y prestigio» (2004): En este preciso instante, resulta que los economistas están entusiasmados con la idea en el contexto de las transacciones y el comercio electrónicos. En este caso, también se dan un montón de interacciones anónimas, no entre las dos mismas personas, sino dentro de un grupo muy heterogéneo en el que resulta por demás improbable encontrar dos veces a una misma persona. En este ámbito, la confianza en el otro, la idea de reputación, reviste una importancia particular. Las tablas de clasificación de páginas de Google, los índices de prestigio de los compradores y vendedores de eBay y las reseñas de los lectores de Amazon.com se basan en la confianza, y tales relaciones llevan consigo, de forma inherente, un grado considerable de riesgo moral.

Jaron Lanier, informático y visionario digital, advierte en «Maoísmo digital» (2006) contra los peligros que supone el «atractivo del nuevo colectivismo electrónico». En su artículo argumenta que sitios web como Wikipedia no son

sino el resurgimiento de la idea de que el colectivo es omnisciente, de que es deseable que la influencia se concentre en un embudo capaz de canalizar lo colectivo con la mayor fuerza y veracidad posibles. Se trata de algo diferente de la democracia representativa o la meritocracia. La idea ha tenido consecuencias temibles cuando nos la han arrojado la extrema derecha o la extrema izquierda en diversos períodos de la historia, y el que hoy la estén volviendo a introducir tecnólogos y futuristas de renombre, personas a las que en muchos casos conozco y aprecio yo mismo, no la hace menos peligrosa.

Clay Shirky, visionario e investigador del ámbito de las aplicaciones informáticas sociales, refuta esta postura en «Sobre el “Maoísmo digital” de Jaron Lanier» (2008) al aseverar que: ... se toma al pie de la letra la capacidad de la Wikipedia real para adaptarse a retos nuevos y, en consecuencia, las críticas se dirigen a las personas que la consideran avatar de una edad de oro de la conciencia colectiva. Digamos que quienes emplean expresiones como «espíritu de colmena» a la hora de hablar de la Wikipedia y de otras aplicaciones sociales manifiestan, cuando menos, una credulidad que hace que sus declaraciones tiendan hacia la caricatura. Lo que se olvida en «Maoísmo digital» es que la Wikipedia no funciona como se piensa.

Nicholas A. Christakis, médico y sociólogo de Harvard, investiga lo que propicia la formación de redes y el funcionamiento de estas en «Las redes sociales son como el ojo» (2008). Lo más sorprendente de las redes sociales —expone— en comparación con otras redes que resultan casi igual de interesantes (formadas por neuronas, genes, estrellas, ordenadores o cualquier otra cosa que pueda imaginarse) es que los nudos (entidades o componentes) que la conforman son sensibles por sí: individuos agentes que tienen la potestad de responder ante la Red y, de hecho, darle forma.

En «El Renacimiento que viene» (2008), el teórico social Douglas Rushkoff supera la suposición de que Internet nos ha brindado una forma nueva de democracia «personal» a través de la escritura: ... la verdadera posibilidad que nos ofrecen estas herramientas no es la de escribir, sino la de programar, cosa que, en realidad, no sabe hacer casi ninguno de nosotros: nos limitamos, por el contrario, a usar soportes lógicos que han concebido otros para nosotros, e introducimos el texto de nuestro blog en el recuadro que a tal efecto muestra la pantalla. No tengo nada contra los progresos hechos por los ciudadanos y los periodistas que escriben en ellos; en absoluto: a falta de pan...

En «El poder digital y su malestar» (2010), Evgeny Morozov (Yevgueni Morózov), comentarista político y autor de un blog, conversa con Clay Shirky sobre dictadores, democracia, revolucionarios de Twitter y el papel que representan Internet y las aplicaciones sociales en la vida política de quienes

viven bajo el yugo de regímenes totalitarios. «Uno siente enseguida algo semejante a un vértigo filosófico —señala Shirky—: cree estar formulando una pregunta acerca de Twitter y se da cuenta, de pronto, de que en realidad la está haciendo sobre Von Hayek y los mercados, por ejemplo.» W. Brian Arthur, precursor del ámbito de la nueva ciencia de la complejidad y la economía de la vanguardia tecnológica, argumenta en «¿Evoluciona la tecnología?» (2009) que los dos pilares de la teoría de la evolución que se hallan presentes en la tecnología no son, en absoluto, darwinistas. Son bien diferentes; a saber: 1) que hay ciertos elementos constructivos básicos que se combinan y se recombinan, y 2) que de cuando en cuando, se emplean algunos de estos avances tecnológicos a fin de capturar fenómenos novedosos y recién descubiertos que, a su vez, quedan integrados como elementos constructivos nuevos. La mayor parte de los adelantos tecnológicos que toman ser resulta útil solo por sí misma y no forma otros elementos constructivos; pero en ocasiones los hay que sí lo hacen.

W. Daniel Hillis, innovador y físico, creador del ordenador masivamente paralelo, propone en «Aristóteles» (2004): Con la red del conocimiento, la información que ha ido acumulando la humanidad se hará más accesible, más manejable y más útil. Todo aquel que quiera aprender podrá dar con las explicaciones más valiosas y mejores de lo que desea saber, y todo el que tenga algo que enseñar dispondrá de un medio de alcanzar a quienes quieren aprender. Los profesores superarán su papel presente de dispensadores de información para convertirse en guías, mentores, auxiliares y autores. La red del conocimiento nos hará a todos más inteligentes, y, como idea, está en sazón.

Richard Foreman, dramaturgo y director de vanguardia, obsequió a Edge con una declaración y una pregunta en «Tortitas humanas» (2005). La primera figura en el programa de su obra The gods are pounding my head («Los dioses me están machacando el cerebro»), y la segunda constituye una puerta de entrada al futuro. George Dyson, futurista consagrado a la historia, respondió con otra pregunta en «La red de Gödel a Google» (2005): Tal como lo describe Richard Foreman de un modo tan hermoso, nos han convertido en tortitas instantáneas, en sinapsis impredecibles, aunque críticas desde el punto de vista estadístico, del conjunto de la red que va de Gödel a Google. ¿Nos pertenece la mente (tal como lo expresaría [Lewis Fry] Richardson) que resulta de ello?

En «La era de los informívoros» (2009), Frank Schirrmacher, autor, periodista e intelectual alemán de relevancia, afirma:

Nos encontramos, a ojos vistas, en una situación en la que la tecnología moderna está cambiando la forma de conducirse, de hablar, de reaccionar, de pensar y de recordar del hombre, y no solo en el plano teórico, sino cuando conocemos a otras personas, cuando de pronto empezamos a olvidar cosas, cuando de repente dependemos de nuestros chismes para acordarnos de ciertas realidades. Este es solo el principio, una experiencia sin más; pero si uno se detiene a pensarlo, a considerar su propio comportamiento, repara de súbito en que está ocurriendo algo fundamental. En Edge hay un comentario que me encanta; la respuesta que ofreció Daniel Dennett a la pregunta anual de 2007: para él, tenemos una explosión demográfica de ideas y faltan cerebros dispuestos a hacerse cargo de ellas.

John Brockman Editor, Edge.org

1. Evolución de la cultura Daniel C. Dennett Filósofo, profesor universitario y codirector del Centro de Estudios Cognitivos de la Universidad de Tufts, autor de Romper el hechizo: la religión como fenómeno natural. Las culturas evolucionan. En cierto sentido, se trata de una obviedad, y en otros, de la afirmación de una u otra teoría de la cultura controvertida, conjetural y no confirmada. Pensemos en el inventario cultural que pueda presentar una sociedad en un momento determinado, como, por ejemplo, el año 1900 d. C. En él deberían incluirse todas las lenguas, las prácticas, las ceremonias, los edificios, los métodos, los útiles, los mitos, la música, el arte, etc., que la componen. Con el tiempo, dicha relación irá cambiando. Hoy, transcurrido un siglo, habrán desaparecido algunos elementos, en tanto que otros habrán tendido a multiplicarse, fundirse, transformarse..., y además habrán aparecido otros muchos que no existían. El registro al pie de la letra de este inventario cambiante a lo largo de la historia no constituiría una ciencia, sino más bien una base de datos. Esa es la obviedad: las culturas evolucionan con el tiempo. Nadie discrepará de esta afirmación. Ahora, vamos a enfocar el aspecto controvertido: ¿cómo debemos explicar las tendencias que se verifican en esta base de datos? ¿Hay alguna teoría o modelo de evolución cultural sólidos? 1. ¿Ciencia o narración?

Cabe la posibilidad de que las únicas pautas susceptibles de ser halladas en la evolución cultural rehúyan toda explicación científica. De hecho, habrá quien esté dispuesto a calificarlas de estructuras narrativas y no científicas. Sin

embargo, aunque evidentemente hay en esto algo de verdad, lo cierto es que no se sostiene del todo, ya que muchas estructuras científicas son también estructuras históricas, y, como tales, se exponen y se explican, a su manera, de forma narrativa. La cosmología, la geología y la biología son ciencias históricas. El notable biólogo D’Arcy Thompson dijo en cierta ocasión: «Todo es como es porque ha adoptado esa forma». Si estaba en lo cierto, si todo es como es por haberse convertido en ello, toda ciencia debe ser, en parte, histórica. No faltará, sin embargo, quien sostenga que no toda la historia —toda descripción de acontecimientos conforme a una secuencia temporal— es narrativa. La historia del hombre es única por manifestar estructuras que requieren un modo diferente de discernimiento: un discernimiento hermenéutico, un Verstehen o —tenga por cierto el lector que los alemanes poseen un buen número de palabras para afirmaciones como esta— Geisteswissenschaft (que podríamos traducir, aproximadamente, como «ciencia del espíritu»). A mi ver, esto también tiene su parte de verdad: existe de veras un género particular de discernimiento que se emplea para dar sentido a las narraciones relativas a los agentes humanos. También hay que reconocer que lo que caracteriza a un buen relato es que sus episodios no se desarrollan a modo de consecuencia prevista de leyes generales y condiciones iniciales, sino de formas deliciosamente inesperadas. Estos hechos importantes, empero, no demuestran que la evolución cultural sea inasible para la ciencia y deba, por lo tanto, abordarse en cualquier otro ámbito de análisis, sino que la intelección humanista de narraciones y la explicación científica de procesos vitales, pese a las diferencias de estilo y finalidad que las separan, comparten una misma médula lógica. Tal circunstancia se hace patente cuando examinamos el modo especial de entendimiento al que recurrimos al seguir —y al crear— narraciones de calidad. Los relatos mediocres lo son bien por constituir una serie sin sentido de episodios dispuestos en orden temporal —que exponen, sin más, «una condenada cosa tras otra»—, bien por ser tan predecibles que resultan aburridos. Las buenas historias se hallan siempre entre lo aleatorio y lo cotidiano; en ellas, los momentos de sorpresa cobran sentido al contemplarlos de manera retrospectiva, en el marco que proporcionan los menos sorprendentes. El punto de vista desde el que podemos entender estas narraciones es lo que yo llamo actitud intencional: la estrategia de analizar el fluir que siguen los acontecimientos hacia los agentes y sus acciones y reacciones racionales. Tales agentes —gentes, en este caso— actúan por determinados motivos, y su

proceder puede predecirse, hasta cierto punto, catalogando sus razones, sus creencias y sus deseos, y calculando cuál puede ser, habida cuenta de aquellos motivos, la actuación más racional en el caso de cada agente. En ocasiones resulta evidente cuál va a ser, y la narración, predecible (o verdadera), resulta poco interesante e instructiva. Por tomar un ejemplo útil por su sencillez: una partida concreta de ajedrez será atractiva si nos sorprenden bien lo admirable de unos movimientos que superan nuestros propios cálculos en cuanto a cuál sería la acción más racional, bien los errores que habíamos juzgado demasiado despreciables para tener en cuenta. Lo dicho es aplicable al mundo, más amplio, de la actividad humana. Si no nos parece interesante el que Jane haya ido al supermercado mientras volvía a casa tras salir de trabajar es, precisamente, porque se desarrolla de un modo muy predecible a partir de la actitud intencional: hoy, dadas sus circunstancias, no ha topado con ninguna opción atractiva. En otros casos, sin embargo, la acción más racional de un agente dista de ser obvia y puede resultar punto menos que incalculable. Cuando se nos ofrecen estas narraciones, nos sorprendemos —y nos deleitamos u horrorizamos en otros casos— por el resultado. Aunque en retrospectiva tiene sentido, ¿a quién se le podía haber ocurrido que Jane iba a decidir hacer semejante cosa? La inmensa mayoría de los actos humanos racionales habituales no serviría para hacer una buena novela, y sin embargo, es esta narración rutinaria lo que nos brinda la estructura de fondo que nos permite hallar sentido, al volver la vista atrás, a los caprichos enigmáticos con que topamos, así como predecir las complicaciones a que darán lugar cuando choquen los trenes de los acontecimientos que han puesto en marcha. El modelo tradicional empleado por los historiadores y los antropólogos para tratar de explicar la evolución cultural emplea la actitud intencional en cuanto marco explicativo. Estos teóricos tratan la cultura como una realidad compuesta de bienes, de posesiones que las personas administran de modos diversos, sabia o imprudentemente. Estas preservan a conciencia tradiciones como las de encender fuego, construir viviendas, hablar, contar, buscar justicia, etc. Comercian con efectos culturales como hacen con otros bienes. No cabe duda de que algunos de aquellos son también bienes: carros, pasta, recetas para un pastel de chocolate..., y en consecuencia podemos trazar su trayectoria mediante las herramientas propias de la economía. Desde esta perspectiva, resulta evidente que las entidades culturales apreciadas se verán protegidas a expensas de las menos estimadas, y que se dará un mercado competitivo en el

que los agentes «comprarán» o «venderán» géneros culturales. Si una cultura particular se ve invadida por un método nuevo de construcción arquitectónica o de cultivo, o por un estilo nuevo de música, será porque las personas que la integran perciban en ellos ciertas ventajas. Este modelo entiende que dichas personas poseen una racionalidad autónoma: basta desposeer a una de ellas de sus bienes para dejarla desnuda pero racional y cargada de deseos fundamentados. Cuando se viste, se arma y se aprovisiona de aquellos para que se haga mayor su poder y se compliquen sus deseos. Si proliferan en todo el mundo las botellas de Coca-Cola es porque cada vez hay más individuos que prefieren comprar este refresco. Puede ser que los engañe la publicidad, pero entonces miramos a los publicistas, o a quienes los han contratado, a fin de dar con los agentes de relieve cuyos deseos fijan los valores de nuestros cálculos relativos a costes y beneficios. Cui bono? ¿Quién sale ganando? Los proveedores de los bienes, y aquellos a los que recurren en busca de ayuda, etc. Visto así, por lo tanto, el poder «replicativo» de varios bienes culturales —ya sean botellas de Coca-Cola, estilos arquitectónicos o credos religiosos— se mide en el mercado de los cálculos de coste y beneficios efectuados por los individuos. También los biólogos pueden descifrar la evolución —en un sentido neutro — de los rasgos del mundo natural tratándolos como bienes que pertenecen a integrantes diversos de distintas especies: el aliento, el nido, la madriguera, el territorio, la pareja (o las parejas), el tiempo y la energía de cada uno. Los análisis de coste y beneficios arrojan cierta luz sobre la gestión de recursos que efectúan los especímenes de las especies que comparten un medio común.* Aun así, no toda «posesión» se considera un bien: la suciedad y la mugre que se acumulan en el cuerpo de cualquier individuo, por ejemplo, por no hablar de las moscas y las pulgas que las acompañan, carecen de todo valor positivo. Los biólogos no suelen considerar bienes a estos polizones, a no ser que sean manifiestos los beneficios que de ellos se derivan (si bien cabe preguntarse por obra de quién). Este punto de vista tradicional explica, sin lugar a dudas, muchos rasgos de la evolución cultural y biológica, aunque no resulta revelador de manera uniforme ni tampoco es forzoso. Quiero demostrar en qué grado pueden obtener provecho los teóricos de la cultura —historiadores, antropólogos, economistas, psicólogos, etc.— de la adopción de una perspectiva diferente en relación con estos fenómenos. Se trata de una aplicación distinta de la actitud intencional, en

la que la cuestión del cui bono sigue ocupando el lugar de honor que le corresponde y que, sin embargo, puede brindar respuestas alternativas que a menudo se pasan por alto. Me refiero a lo que Richard Dawkins considera el punto de vista del meme,* que reconoce —y toma muy en serio— la posibilidad de que las entidades culturales evolucionen conforme a regímenes de selección que solo cobran sentido cuando, como respuesta al cui bono, son los propios caracteres culturales los que se benefician de las adaptaciones que exhiben.** 2. Los memes como virus culturales

Siempre que se habla de costes y beneficios debemos preguntarnos: Cui bono? ¿Quién sale ganando? Por sí mismo, el provecho no constituye explicación alguna: situado en el vacío configura, de hecho, algo semejante a un misterio. Hasta que pueda demostrarse cómo redunda en la mejora del poder de réplica que posee un replicador, este permanecerá en su lugar, seductor tal vez, aunque incapaz de explicar nada. Contemplamos a una hormiga que se encarama con no poco empeño a una brizna de hierba y nos preguntamos: ¿por qué lo hace?; ¿por qué despliega tal capacidad de adaptación?; ¿qué bien obtiene de semejante acto?... Y no es eso lo que debemos plantearnos, pues nuestro insecto no adquiere provecho alguno. ¿No se habrá sorbido el seso? Pues más o menos: más bien, se lo ha invadido un trematodo llamado Dicrocoelium dendriticum, un parásito diminuto perteneciente a la cuadrilla de los que necesitan introducirse en el intestino de una oveja para reproducirse: igual que los salmones nadan contra la corriente, estos gusanos invasores hacen que las hormigas suban por la hierba a fin de aumentar la probabilidad de que pase por allí uno de aquellos rumiantes.* En consecuencia, los que se benefician no son las expectativas de reproducción del insecto, sino del trematodo.** Dawkins propone pensar en los caracteres culturales, o memes, como parásitos. De hecho, son más como un simple virus que como un gusano. En teoría, los memes son análogos a los genes en cuanto entidades replicadoras de los medios culturales, aunque también poseen vehículos, o fenotipos: son como genes no tan desnudos. Son como virus.*** En lo básico, un virus no es más que una cadena de ácido nucleico con carácter, como un guardapolvo de proteínas. Por su parte, el viroide es un gen aún más desnudo. De igual modo, el meme

constituye un paquete de información con carácter; es decir: con cierta envoltura fenotípica que influye en sus probabilidades de réplica. (¿De qué está hecho un meme? De información, susceptible de ser transmitida por cualquier medio físico. Hablaremos de ello más adelante.) En el reino de los memes, el beneficiario último, al que hay que aplicar los cálculos definitivos sobre costes y beneficios, es el propio meme, y no sus portadores. Esto no debe entenderse como una aseveración empírica enérgica que excluya, por ejemplo, la función que desempeñan los agentes humanos individuales a la hora de concebir, valorar y garantizar la propagación y prolongación de caracteres culturales. Tal como he dicho ya, el punto de vista tradicional sobre la evolución cultural explica de un modo espléndido muchas de las pautas que deben observarse. Mi propuesta se basa, más bien, en la adopción de una perspectiva desde la que poder comparar una amplia variedad de asertos empíricos diferentes, incluidos los tradicionales, y las pruebas que los sustentan consideradas en un marco neutro, en el que considerar tan polémicas preguntas sin prejuicio alguno. La analogía del trematodo nos invita a considerar un meme como el parásito que se apodera de un organismo para beneficiarse de las posibilidades de reproducción que le brinda, aunque deberíamos recordar que semejantes autoestopistas o simbiontes pueden clasificarse en tres categorías fundamentales: • parásitos, cuya presencia disminuye las capacidades del anfitrión; • comensales, cuya presencia es neutra —aunque, tal como nos recuerda la etimología, «comparten mesa con él»—, y • mutualistas, cuya presencia aumenta las capacidades tanto del huésped como del anfitrión. Dado que estas variantes se encuentran dispuestas a lo largo de un continuo, las líneas que las dividen no siempre están bien delimitadas. No hay prueba práctica alguna que pueda medir de forma directa el punto en el que el beneficio se vuelve nulo o se hace negativo, aunque sí nos es dado explorar con modelos las consecuencias de dichos límites. Cabría suponer, pues, que los memes se presentan también en estas tres formas. Eso significa, por ejemplo, que sería erróneo asumir que la «selección cultural» de un rasgo sea siempre «por motivos legítimos», por el beneficio que se supone —con o sin razón— que otorga al anfitrión. Siempre podemos

preguntar si este, en el presente caso los agentes humanos que ejercen de vectores, perciben algún bien y —estén o no en lo cierto— coadyuvan a la preservación y la réplica del atributo cultural en cuestión; si bien debemos prepararnos para que la respuesta sea negativa. Dicho de otro modo: debemos considerar como posibilidad real la hipótesis de que los anfitriones humanos sean, de manera individual o en grupo, poco conscientes de algunos de los caracteres culturales, indiferentes o aun contrarios a ellos, aun cuando ello no signifique que puedan ser aprovechados por estos en calidad de vectores. Los casos más conocidos de transmisión y evolución cultural —los que suelen estar en el centro de atención del público— son innovaciones que, sin ser notados, suponen un beneficio directo o indirecto a la capacidad genética del anfitrión. Con un anzuelo mejor se pescan más peces, se alimentan más estómagos, se consigue que sobreviva un número mayor de nietos, etc. La única diferencia que existe entre unos brazos más fuertes y un anzuelo mejorado en el cálculo (supuesto) del impacto que tienen sobre la capacidad se da en que aquellos pueden transmitirse de forma bastante directa a través de la línea germinal, en tanto que este debe hacerlo, necesariamente, por vía cultural. (La fortaleza de los brazos también tiene esta última posibilidad: así, por ejemplo, la existencia de una tradición culturista podría explicar por qué en determinada población se da un componente hereditario —genético— insignificante en lo tocante a los brazos fuertes en adultos y, sin embargo, una incidencia estadística muy elevada de tal rasgo.) Con todo, sea cual sea la forma de transmisión de estos elementos, los dos se tienen por un avance positivo desde el punto de vista de la capacidad genética. Este, no obstante, podría resultar miope; es decir: bueno solo a corto plazo. Al cabo, aun la agricultura puede, a la larga, constituir un progreso dudoso si lo que se toma como el bien mayor es la aptitud darwinista.* ¿Qué alternativas existen? En primer lugar, debemos señalar que, a corto plazo —desde el punto de vista de la evolución, o lo que es igual, de unos cuantos siglos y aun milenios—, puede florecer determinado elemento en una cultura no tanto por favorecer o no de verdad a la aptitud genética como por hacerlo en apariencia. Aun si pensamos que el aumento de la aptitud darwiniana es el principio del que se alimenta el motor de la evolución cultural, deberemos buscar un mecanismo más rápido, más inmediato de retención y transmisión. No es difícil. La genética nos ha dotado de cierta predisposición en lo referente a la calidad de cuanto nos rodea: hay cosas que nos complacen y cosas que no. Por lo común, nos dejamos guiar

por el siguiente principio: si te satisface, quédatelo; aunque huelga decir que esta regla tosca y fácil puede contravenirse. El de la tendencia a ser goloso es un ejemplo habitual: la explosión de caracteres culturales —productos, prácticas, recetas, usos agrícolas, rutas comerciales...— que dependen de forma no poco directa de la explotación de este rasgo ha tenido, tal vez, un efecto neto negativo considerable en la aptitud genética del ser humano. Nótese que explicar la aparición de tales atributos culturales recurriendo a los beneficios «evidentes» que tiene para la capacidad genética no nos obliga, en absoluto, a afirmar que los individuos piensan estar aumentando dicha aptitud cuando adquieren azúcar y la consumen. La base lógica no es de ellos, sino de la madre naturaleza: ellos se limitan a elegir lo que les gusta. Con todo, dado lo que quiere de forma innata el ser humano, lo cierto es que este suele resolver, de un modo ingenioso y, a menudo, con un grado de previsión impresionante, cómo obtener lo que desea. Este sigue siendo el modelo tradicional de evolución cultural, en el que las personas administran sus bienes a fin de obtener una cantidad máxima de lo que prefieren, y deben sus preferencias de un modo muy directo de su herencia genética. Con todo, este mismo proceso de cálculo racional puede desembocar en posibilidades más interesantes. Al ver su vida complicada por dicho agente, Jane adquirirá, casi con toda certeza, preferencias nuevas que constituyen, en sí mismas, simbiontes de transmisión cultural de un género u otro. Su condición golosa la llevará a hacerse con un libro de cocina que, a su vez, la inspirará para inscribirse en un curso de artes culinarias, que resulta estar tan mal organizado que Jane acabará por crear una plataforma de protesta estudiantil, en la que tiene tanto éxito que la invitarán a dirigir un movimiento en favor de la reforma educativa, para lo cual sería de gran utilidad contar con un título de Derecho, y así sucesivamente. Cada meta nueva tendrá que abrirse camino por sí misma hasta alcanzar la esfera de los memes explotando algún género de preferencia establecida de antemano; pero este proceso reiterativo, que puede verificarse a una velocidad de vértigo en comparación con el paso de tortuga de la evolución genética, puede transformar a los agentes humanos de forma indefinida hasta llevarlos muchísimo más allá de sus comienzos genéticos. En un pasaje citado con frecuencia, E. O. Wilson aseguraba lo contrario: «Los genes tienen a la cultura asida por la correa, y aunque esta es muy larga, constriñe de manera inevitable los valores conforme a los efectos que puedan tener sobre el repertorio genético humano».* Con todo, la traílla de la que habla Wilson tiene una longitud indefinida y es

por demás elástica. Pensemos en el inmenso espacio de entidades, prácticas y valores culturales imaginables. ¿Habrá algún rincón de dicha extensión que resulte de todo punto inalcanzable? Que yo sepa, no. Las constricciones de las que habla Wilson pueden emplearse en favor propio, explotarse y mitigarse de tal modo en una cascada interminable de productos y subproductos culturales, que bien podría haber bocacalles en cada punto de dicho espacio de posibilidades concebibles. Lo que quiero dar a entender es que las contingencias culturales están menos constreñidas que las genéticas. Podemos articular argumentos biológicos persuasivos en favor de la inverosimilitud extrema de ciertas especies imaginables —caballos voladores, unicornios, árboles parlantes, vacas carnívoras, arañas grandes como ballenas...—; pero ni Wilson ni ningún otro autor han ofrecido, que yo sepa, fundamentos comparables para creer que existen obstáculos similares a las trayectorias que pueda uno concebir en los confines del diseño cultural. Muchos de estos puntos imaginables serán, sin lugar a dudas, callejones sin salida en lo genético, en el sentido de que cualquier linaje de Homo sapiens que pueda llegar a ocuparlos acabará por extinguirse en consecuencia; aunque esta eventualidad funesta no constituye barrera alguna a la evolución y la adopción de tales memes en la fugaz línea del tiempo de la historia cultural.* Voy a tratar de combatir la metáfora de Wilson con una de cosecha propia: los genes, más que una traílla, constituyen una plataforma de lanzamiento desde la que es posible llegar a casi cualquier parte por una u otra de las rutas tortuosas que se extienden ante ella. Es, precisamente, para explicar los patrones que se dan en la evolución cultural y no están determinados de forma marcada por las fuerzas genéticas para lo que necesitamos la teoría de los memes. Los que proliferan son los que se replican de un modo u otro, por las buenas o por las malas. Cumple imaginarlos entrando en el cerebro de los integrantes de una cultura y provocando alteraciones fenotípicas en él antes de participar en el gran torneo de la selección; no del que pone en juego la aptitud genética darwinista —pues la vida es demasiado corta para ello—, sino el de la capacidad memética dawkinsiana. Lo que sale a la palestra es su aptitud en calidad de meme, y no la capacidad genética de su anfitrión. Y el entorno que encarna las presiones selectivas que determinan su capacidad se compone, en gran medida, de otros memes.

¿Por qué soportan tal cosa sus anfitriones? ¿Por qué deberían asumir los especímenes de H. sapiens los costes generales que supone la creación de un sistema totalmente nuevo de reproducción diferencial? Téngase en cuenta que la pregunta que debe formularse y contestarse aquí es análoga a la que hacemos en lo referente a cualquier relación establecida entre un simbionte y su anfitrión: ¿por qué debe soportarlo este último? Y la respuesta más breve es que resulta demasiado costoso de erradicar, aunque eso solo significa que los beneficios obtenidos por el mecanismo que están explotando los parásitos son tales que el de mantener a aquel y tolerar a estos —en la medida en que son tolerados— ha constituido, hasta entonces, el mejor acuerdo posible. Y con independencia de que, a la larga —hablamos de millones de años—, se considere esta infestación mutualismo, comensalismo o parasitismo, a corto plazo los resultados han sido espectaculares: la creación, nada menos, de un nuevo tipo de entidad biológica: una persona. Me gusta comparar este desarrollo con la revolución que se produjo entre las bacterias hace unos mil millones de años cuando las células procariotas, relativamente sencillas, se vieron invadidas por algunos de sus vecinos. Los grupos endosimbióticos resultantes eran más aptos que sus hermanos no infectados, y prosperaron en consecuencia. Estas células eucariotas, que vivían al lado de sus parientes procariotas siendo muchísimo más complejas, versátiles y competentes que ellas gracias a sus polizones, abrieron las posibilidades de diseño de los organismos multicelulares. De igual modo, la aparición de homínidos infectados por la cultura ha abierto otra región del espacio de diseño hasta entonces desierta y no holladera. Convivimos con nuestros hermanos animales, siendo, sin embargo, muchísimo más complejos, versátiles y competentes. Tenemos el cerebro mayor, sin duda, aunque debe su poderío, sobre todo, al hecho de haberse visto infestado por memes. Al aliarnos con nuestros propios memes, creamos candidatos nuevos para ser recipiente de los beneficios, nuevas respuestas al cui bono. 3. La vía darwinista a la ingeniería memética

La teoría de los memes no solo crea puntos de vista nuevos para entender los patrones culturales, sino que proporciona la base sobre la que responder una pregunta que deja sin resolver el modelo tradicional de evolución cultural. Este

último presupone la existencia de una serie de agentes egoístas que centra su atención en comprar, vender y mejorar su suerte. ¿De dónde han venido? Por lo común se da por supuesto que se trata, sin más, de animales y que la cuestión del cui bono debe abordarse, en su caso, en relación con el impacto que suponen respecto a la aptitud genética, tal como hemos visto. Sin embargo, cuando las personas adquieren otros intereses, incluidos algunos contrarios a los genéticos, entran en un espacio nuevo de posibilidades, algo que no pueden hacer los salmones ni las moscas del vinagre. ¿Cuál puede ser el origen de este colosal río de novedades? Llegados a este punto, tengo para mí que podemos recurrir a la presentación inicial de la teoría de la selección animal de Darwin. En el primer capítulo de El origen de las especies, el inglés ofrece su gran idea mediante un mecanismo expositivo muy ingenioso, un ejemplo del gradualismo que estaba a punto de abordar. Comienza hablando no de la selección natural —que era adonde quería llegar—, sino de lo que llamó selección metódica, la «mejora de la raza» que efectúan criadores y agricultores de forma deliberada, programada e intencionada. Comienza, en resumidas cuentas, en un terreno familiar y poco controvertido en el que sabe que sus lectores estarán de acuerdo con él: No podemos suponer que todas las razas se produjeron de pronto, tan perfectas y útiles como las vemos ahora; de hecho, en varios casos, sabemos que no ha sido esta su historia. La clave está en la facultad que tiene el hombre de seleccionar acumulando: la naturaleza ofrece variaciones sucesivas, y el hombre las suma en cierta dirección útil para él.*

Sin embargo, prosigue, a este proceso añade otro, carente de toda intencionalidad y previsión, que él denomina selección inconsciente: En nuestros tiempos, los criadores de relieve emplean la selección metódica con un objetivo claro: crear una variedad nueva, una raza superior a todas las que existen en el país. Sin embargo, para lo que nos ocupa, reviste una importancia mayor un género de selección que llamaremos inconsciente y que resulta del intento de cada uno por poseer y engendrar de los individuos animales más sobresalientes. Así, un hombre que pretenda obtener perdigueros tratará, naturalmente, de hacerse con los mejores ejemplares que pueda conseguir para después tomar los más destacados y hacerlos procrear, aunque sin intención ni esperanza algunas de alterar la raza de modo permanente.**

Todas nuestras especies domesticas se crearon y refinaron por selección inconsciente mucho antes de que existiese la cría deliberada, y el proceso continúa aún en el presente. Darwin ofrece de esto un ejemplo famoso:

No faltan motivos para creer que la variedad de perro de aguas conocida como del rey Carlos ha sufrido una modificación inconsciente considerable desde los tiempos de dicho monarca.*

No hay duda alguna de que la selección inconsciente ha constituido una fuerza fundamental en la evolución de especies domesticadas.** En nuestros tiempos, de hecho, se está dando a pasos de gigante, y si hacemos caso omiso de ella es por nuestra cuenta y riesgo. El ejemplo más relevante y nefasto es el de la resistencia a los antibióticos que desarrollan bacterias y virus. Ténganse en cuenta también los «genes de la longevidad» que se han creado de forma reciente en animales de laboratorio como ratones y ratas. Quizá sea cierto, sin embargo, que buena parte del efecto que se ha obtenido en estos experimentos —si no todo— ha consistido, sin más, en deshacer la selección inconsciente favorable al acortamiento de la vida a manos de quienes proporcionan dichos animales. La cepa de la que partieron los investigadores poseía una esperanza de vida menor que sus congéneres salvajes por haber sido criada a lo largo de muchas generaciones para que adquiriesen una robustez y una madurez prematuras para la reproducción, y la reducción de su existencia fue un efecto secundario involuntario (e inconsciente).*** Darwin señaló que la que separaba la selección inconsciente de la metódica era una divisoria borrosa y gradual: El hombre que seleccionó por vez primera una paloma por tener una cola un tanto mayor no soñó jamás con la transformación que iban a experimentar los descendientes de aquel animal merced a un proceso de selección en parte inconsciente y en parte metódico.****

Y las dos modalidades, según señala al fin, no son otra cosa que casos especiales de un proceso aún más abarcador: la selección natural, en la que la inteligencia y la elección humanas no tienen peso alguno. Desde el punto de vista de este género de selección, los cambios que se dan en el linaje a causa de la selección inconsciente o metódica no son sino transformaciones en las que la actividad humana constituye uno de los agentes selectivos más prominentes del entorno. Como hemos visto, no está restringida a las especies domesticadas. El ciervo de cola blanca de Nueva Inglaterra raras veces exhibe ya durante su huida el «pabellón blanco» de su inquieto rabo, que, según es de sobra conocido, observaron sus primeros cazadores: hoy día, lo más normal es que la llegada de

seres humanos lo lleve a ocultarse en silencio entre la maleza en lugar de salir corriendo, pues parece ser que el distintivo que enarbolaba lo convertía en una pieza fácil para los cazadores armados de escopeta. Semejante conjunto de procesos diferentes de selección natural tiene en nuestros días un integrante más: la ingeniería genética. ¿En qué difiere esta de la selección metódica de los tiempos de Darwin? Simplemente, depende menos de la variación preexistente en el catálogo de genes y avanza de un modo más directo hacia nuevos genomas candidatos, sin necesidad de tantas pruebas de ensayo y error ni del tiempo que implican. Darwin lo había señalado ya en sus días: «Apenas puede el hombre seleccionar, si no es con gran dificultad, cualquier desviación estructural que no sea visible en lo externo, y de hecho, raras veces se interesa por lo interno», y sin embargo, hoy los ingenieros genéticos han centrado su atención en las tripas moleculares de los organismos que tratan de crear. El grado de previsión es más preciso que nunca, y aun así, si nos acercamos a las prácticas que se llevan a término en el laboratorio, toparemos con no pocas pruebas de ensayo y error durante la búsqueda de las mejores combinaciones de genes. Podemos usar los tres niveles de selección genética de Darwin, amén de nuestra cuarta fase —la ingeniería genética— en cuanto modelo de los cuatro grados de selección memética que se dan en la cultura humana. Llevado de cierto espíritu conjetural, voy a esbozar un posible esquema al respecto empleando cierto ejemplo que ha planteado más de un reto a no pocos darwinistas y se ha convertido, en consecuencia, en un escollo digno de consideración: un tesoro cultural que los evolucionistas no osan tocar: la música. Se trata de una manifestación exclusiva de nuestra especie que, sin embargo, se halla presente en cada una de sus culturas. Su complejidad es manifiesta; su diseño, intrincado, y consume no poco tiempo, energía y materiales. ¿Cómo se originó? ¿Cómo responde a la cuestión del cui bono? Steven Pinker es uno de los darwinistas que se han declarado desconcertados ante el estudio de los posibles orígenes evolutivos y la supervivencia de la música, aunque tal cosa se debe solo a que la ha abordado a la antigua, buscando la contribución que podía hacer a la aptitud genética de quienes la hacen y participan en su proliferación.* Aunque acaso exista algún aspecto en que sea relevante en este sentido, lo cierto es que aquí prefiero centrarme en demostrar que podría haber una explicación

puramente memética del origen de la música. He aquí, pues, mi cuentecillo etiológico, construido de forma gradual a partir de la jerarquía darwiniana de las clases de selección. Selección natural de memes musicales

Un buen día, uno de nuestros primeros ancestros homínidos acertó a golpear con un palo el árbol caído sobre el que se había sentado a descansar: bum, bum, bum... Y lo hizo sin tener ningún motivo de peso para ello, sino solo por pasar el rato, acaso como resultado de un sistema endocrino ligeramente descompensado. El lector podrá imaginarlo, quizá, como un simple jugueteo nervioso; pero lo cierto es que los sonidos repetitivos que llegaron a sus oídos resultaron representar para él una ligera mejora respecto del silencio. Aquella acción provocó la reacción esperada, y la repetición que se produjo en consecuencia —bum, bum, bum...— resultó «gratificante». Si dejamos solo a este individuo, tamborileando sobre su tronco, podríamos decir que acaba de adquirir, sin más, un hábito, terapéutico tal vez, por cuanto le ha servido para «aliviar su ansiedad», aunque también, con un grado idéntico de probabilidad, un mal hábito, pues, lejos de hacerles bien alguno a él ni a sus genes, explota sin otro fin la anomalía que parece darse en su sistema nervioso y crea una reacción que desemboca en réplicas individuales de su tabaleo bajo diversas circunstancias. No es necesario atribuir a nuestro solista apreciación musical ni perspicacia algunas, ni tampoco una meta, un ideal o un proyecto. Ahora, vamos a introducir algún que otro ancestro más que acierte a ver y oír a nuestro percusionista. Tal vez ninguno de los suyos le preste atención, o quizá se muestre lo bastante irritado para obligarlo a estarse quieto o ahuyentarlo; aunque también cabe la posibilidad de que, una vez más sin motivo alguno, unos cuantos se encuentren con que sus circuitos de imitación se ponen en marcha y los impulsan a tamborilear junto con este Adán musical. ¿A qué me refiero cuando hablo de circuitos de imitación? A cualquier cosa capaz de hacer más probable que improbable la emulación, por un individuo, de la actividad que realiza alguien de su misma especie. Un simple reflejo, si se quiere, del que aún podemos vislumbrar un resto fósil cuando los espectadores de un partido de fútbol no pueden evitar ponerse a dar patadas a un balón imaginario con movimientos análogos a los de quienes están jugando en el campo. Uno puede

aducir razones por las que el poseer tal propensión imitativa deba considerarse una adaptación valiosa —por aumentar la aptitud genética de quien da muestras de ella—; sin embargo, si bien tal cosa es admisible y aun se acepta de forma amplia, la verdad es que, en un sentido estricto, resulta innecesaria para mi relato. El deseo irresistible de emular a un congénere podría ser también una consecuencia sin funcionalidad alguna de cualquier otro rasgo de adaptación del sistema nervioso humano. Vamos a suponer, pues, que por un motivo cualquiera, el hábito de tabalear es, sin más, contagioso: cuando un homínido comienza a hacerlo, no tardan en imitarlo otros. Esto podría ocurrir, y así, es posible que quede instaurada en determinada comunidad una práctica inútil, despojada de todo provecho en lo relativo al incremento de la aptitud de una raza. Y aun podría ocurrir que fuese no ya improductiva, sino contraproducente, toda vez que el ruido a que da lugar ahuyenta el alimento o supone un gasto de cantidades considerables de una energía por demás preciada. En tal caso, también es posible que actúe como una enfermedad, que se propaga solo porque puede propagarse y se mantiene en el tiempo mientras pueda dar con hospedadores a los que infectar. Si fuese perniciosa en este sentido, acabarían por evolucionar hábitos diferentes menos perjudiciales —menos virulentos— que la sustituyeran sin modificar el resto de circunstancias, pues tendería a dar con anfitriones sanos disponibles a los que migrar. Y claro está, semejante hábito podría llegar a proporcionar un beneficio evidente a sus anfitriones —si aumentase, por ejemplo sus probabilidades de reproducción, sueño compartido por los músicos de todo el mundo que bien podría ser real o, cuando menos, haberlo sido en el pasado—. Sin embargo, el de brindar tal suerte de provecho genético es solo uno de los caminos que podría seguir dicho hábito en su búsqueda mecánica de la inmortalidad. Los hábitos —sean buenos, sean malos o neutros— podrían persistir y replicarse, inapreciables e inadvertidos, durante un período indefinido con la única condición de que se les proporcionen los medios de réplica y dispersión necesarios. Asistimos así al nacimiento del virus de la percusión. Permita el lector que me detenga a formular la siguiente pregunta: ¿de qué está hecho un hábito? ¿Qué es lo que se transmite de un individuo a otro cuando se copia uno de aquellos? No se trata de nada tangible; no es ningún paquete material, sino simple información: la información que da lugar al patrón de comportamiento que se reproduce. Los virus culturales, a diferencia de los biológicos, no están ligados a ningún medio de transmisión física particular.*

Selección inconsciente de memes

Sigamos con nuestro relato. Entre los percusionistas, hay algunos que comienzan a canturrear, y de todos los tarareos distintos, los hay más contagiosos que otros. Sus autores no tardan en trocarse en el centro de atención en cuanto origen de aquella nueva práctica. Entonces comienza una competición entre los diversos patrones de canturreo, en la que podemos reconocer la transición gradual a la selección inconsciente. Supongamos que sienta bien eso de atraer la atención de los demás por semejante medio, con independencia de que mejore o no ligeramente la aptitud genética —cosa que bien podría hacer, claro está: acaso las mujeres tiendan a mostrarse más receptivas con quienes han dado principio a los tarareos que han conocido más aceptación—. Entre los virus y otros patógenos, por cierto, se verifica el mismo paso de la selección inconsciente. Si rascar la zona en que se percibe un picor resulta agradable y permite, como efecto secundario, mantener el suministro de emigrantes víricos gracias al vehículo que proporcionan las puntas de los dedos, que es la parte del cuerpo que más probabilidades posee de entrar en contacto con otro anfitrión, quien siente el prurito está efectuando una selección inconsciente mediante un modo así de transmisión merced a su preferencia, miope e inconsciente, por el hecho de frotarse la región afectada. Esto no significa que tal acto proporcione beneficio alguno a la aptitud de su autor: puede ser, sin más —como el deseo que empuja a la hormiga a encaramarse a lo alto de la brizna de hierba—, un impulso que favorezca al parásito, y no a su anfitrión. Del mismo modo, si variar el ritmo y el tono de los canturreos resulta agradable a quien los emite y también acierta a crear una provisión de ruidos capaces de llamar la atención y que puedan divulgarse entre los de su propia especie, es posible que la preferencia estética primitiva del individuo empiece a dar forma, de un modo inconsciente, a los linajes del hábito del tarareo que irán divulgándose en el seno de su comunidad. Los cerebros que la conforman empiezan a verse infectados por cierta variedad de dichos memes, y la competencia por el tiempo y el espacio que ocupen en dichas seseras se volverá más seria. Las que hayan sufrido contagio comenzarán a asumir una estructura, pues los memes entrantes irán «aprendiendo» a cooperar en la labor de transformar aquel cerebro en una madriguera de memes que ofrezca numerosas oportunidades de entrada y salida

—y en consecuencia, de réplica—.* Entre tanto, cualquier meme del exterior que «busque» anfitrión habrá de competir por el espacio que quede disponible dentro. Lo mismo que ocurre con los gérmenes. Selección metódica de memes

A medida que crece, la estructura comienza a adoptar un papel más activo en la selección. Dicho de otro modo: los cerebros de los anfitriones, como la de los propietarios de animales domésticos, se convierten en agentes selectivos más potentes y expertos, todavía de forma inconsciente en gran medida, aunque de un modo muy influyente pese a todo. Resulta que a algunas personas se les da mejor esto que a otras. Tal como asegura Darwin de los criadores de animales: «Quienes poseen el tino y el juicio suficientes para llegar a ser criadores sobresalientes no llegan a uno entre mil». Honramos la memoria de Bach, de su genio artístico, y sin embargo, no era nadie a quien la música saliera «porque sí», un genio intuitivo que se limitase a «tocar de oído», sino un verdadero maestro de la tecnología musical de su tiempo, heredero de instrumentos músicos cuyo diseño se había ido perfeccionando con el paso de los milenios y beneficiario de adquisiciones que se habían incorporado hacía relativamente poco a la caja de herramientas de los autores e intérpretes: un sistema refinado de notación musical; instrumentos de teclado que permitían hacer sonar varias notas a la vez, y una teoría del contrapunto explícita, codificada y racionalizada. Estos útiles intelectuales fueron revolucionarios por ampliar los confines del diseño musical a Bach y a sus sucesores. Y el compositor alemán, igual que el hombre entre un millar que poseía el discernimiento necesario para descollar en el terreno de la cría de animales, sabía obtener cepas nuevas de música a partir de las viejas. Piénsese, por ejemplo, en el éxito colosal de sus cantatas corales. Su perspicacia lo llevó a elegir, como ganado de cría, los corales, himnos que ya habían demostrado no poco vigor en calidad de habitantes de sus anfitriones humanos, melodías ya domesticadas que su auditorio llevaba varias generaciones tarareando, y con las que, en consecuencia, había construido asociaciones y recuerdos, memes que habían hundido las raíces en lo más hondo de los hábitos emocionales y los resortes de los cerebros en los que llevaban años replicándose. A continuación, se sirvió de

la tecnología que tenía a su alcance a fin de crear sobre dichos memes variaciones con las que reforzar sus aspectos más sólidos y subsanar los puntos flacos al colocarlos en entornos nuevos y producir híbridos nunca vistos. Ingeniería memética

A continuación cabe preguntarse si, merced al enfoque refinadísimo con que abordó el diseño de memes musicales replicables, no habría que considerar a Bach un ingeniero memético más que un simple criador de memes. A la luz del comentario admirativo de Darwin acerca de la rara habilidad —el genio— del buen criador, resulta interesante reflexionar sobre la marcada distinción que establecemos, conforme a la actitud dominante, entre el «arte» de la cría selectiva, a la que hacemos merecedora de nuestro reconocimiento, y la «tecnología» de la escisión genética, acreedora de no poco recelo y reprobación. «Pase si es arte —pensamos—, pero no si es tecnología», y olvidamos que ambos términos comparten un ancestro común: tejnē, palabra con la que los griegos designaban el arte, la destreza o la pericia en cualquier ocupación. Retrocedemos aterrados al topar con tomates fruto de la ingeniería genética y ensanchamos las aletas de la nariz ante los tejidos «artificiales» de nuestra ropa, en tanto que ensalzamos productos «orgánicos» y «naturales» como la harina integral, el algodón o la lana, obviando que los cereales, las plantas de algodón y las ovejas también son producto de la tecnología del ser humano, de la hibridación y de las técnicas de cría. De hecho, quien pretenda vestirse con fibras que no haya mejorado la tecnología y sustentarse con alimentos procedentes de seres sin domesticar está condenado a pasar frío y hambre. Además, del mismo modo que los ingenieros genéticos siguen estando, pese al dilatado conocimiento que poseen de las entrañas de las cosas, a merced de la selección natural en lo relativo a la suerte que habrán de correr sus creaciones — y ese es, a la postre, el motivo por el que nos mostramos tan cautos a la hora de dejar que pongan sus inventos en el mundo—, los ingenieros meméticos, por refinados que puedan ser, siguen viéndose obligados a enfrentar la labor abrumadora de ganar los certámenes de réplica que se producen en la memesfera. Uno de los más exquisitos de los que ha tenido el ámbito de la música en nuestro tiempo, Leonard Bernstein, lo expresa con gran ironía en un

artículo excelente titulado «Why don’t you run upstairs and write a nice Gershwin tune?» («¿Por qué no subes a tu cuarto y escribes una melodía memorable como las de Gershwin?»).* Cuando lo escribió, en 1955, a Bernstein le sobraban los méritos y los laureles académicos; pero aún no figuraba ninguna obra suya en las listas de las más escuchadas. Hace unas semanas, un amigo compositor de gran seriedad y yo ... acabamos por echar chispas de rabia al respecto. «¿Por qué no vamos a ser capaces de crear un gran éxito —nos preguntábamos—, cuando el nivel está por los suelos?» Decidimos que lo único que teníamos que hacer era tratar de meternos en el cerebro de un idiota y escribir una melodía ridícula para catetos.

No lo consiguieron, y no por falta de intentos. Tal como señaló melancólico Bernstein: «Lo único que digo es que me gustaría oír a alguien silbando por silbar algo mío, sea donde sea y aunque fuera solo una vez». Su deseo se cumplió, claro está, unos años más tarde, cuando irrumpió en la memesfera la música de West Side story. 4. Conclusiones

Aún queda, sin lugar a dudas, mucho, muchísimo por decir —y por descubrir— acerca de la evolución de la música. Si me he centrado en ella ha sido por considerar que ilustra de un modo muy cumplido la colaboración que puede darse entre el punto de vista tradicional y el evolutivo respecto de la cultura, considerados por lo común opuestos e inconciliables. Si tiene el lector la música por un rasgo singular, maravilloso e idiosincrásico de nuestra especie que tenemos en alta estima pese a que no se creó con la intención de aumentar nuestras probabilidades de obtener una descendencia más nutrida, podría ser que estuviese en lo cierto, y de ser así, la evolución tiene una explicación al respecto. No es posible eludir la obligación de explicar cómo ha florecido en este mundo cruel una actividad tan onerosa, que tanto tiempo nos ocupa, y para investigar tal cosa debemos tener en cuenta que una teoría darwinista de la cultura tiene que ser más un aliado que un estorbo. Si bien es cierto que Darwin deseaba oponer la total falta de previsión o intención que existe en la selección natural a la búsqueda deliberada de objetivos de los selectores artificiales o metódicos a fin de demostrar que aquel proceso es capaz, en principio, de actuar sin que medie mentalidad consciente alguna, eso no quiere decir que hiciese manifiesto —tal como parecen haber dado por

supuesto muchos— que la selección deliberada, dirigida a una meta e intencionada no constituye una variante menor de la selección natural. No existe conflicto alguno entre la aseveración de que los artefactos —incluidos los abstractos, los memes— son producto de la selección natural y la de que —a menudo— constituyen el fruto previsto y diseñado de la actividad humana intencionada. Algunos memes son como animales domesticados: son valiosos por los beneficios que procuran, y sus propietarios humanos fomentan su réplica y la comprenden relativamente bien. Otros, en cambio, semejan más a ratas: prosperan en el entorno del hombre pese a que sus reacios anfitriones han tratado —sin éxito— de hacer con ellos una selección negativa. Y por último, los hay más parecidos a bacterias o virus por apropiarse de determinados aspectos del comportamiento humano —como es, por ejemplo, el provocar estornudos— en sus «empeños» en propagarse de un anfitrión a otro. Existe la selección artificial de memes «buenos», como los de la aritmética y la escritura, la teoría del contrapunto o las cantatas de Bach, que se enseñan con esmero a la generación siguiente, y también la selección inconsciente de memes de toda suerte, como las sutiles mutaciones de pronunciación que se difunden entre grupos lingüísticos, presumiblemente con alguna ventaja en lo tocante a la eficacia, aunque tal vez como simples polizones a bordo de alguna floritura por la que muestren especial preferencia los humanos. Entre los memes seleccionados de manera inconsciente, los hay, asimismo, que constituyendo una amenaza en toda regla, hacen presa en fallos del sistema humano de toma de decisiones, aprovechando cierta predisposición del genoma y la mejora y el ajustamiento que le proporcionan otras innovaciones culturales, como el meme de la abducción por extraterrestres, que cobra sentido cuando se considera su propia aptitud en cuanto replicador cultural. El punto de vista del meme es el único capaz de agrupar todas estas posibilidades bajo una sola tesis. Por último, uno de los motivos de malestar más persistente en lo relativo a los memes es la espantosa sospecha de que dar explicación a las mentes humanas entendiéndolas como cerebros en los que han anidado aquellos en calidad de parásitos pueda servir de menoscabo a las preciosas tradiciones de la creatividad humana. Un servidor piensa, por el contrario, que es evidente que solo concibiendo la creatividad a través de los memes podemos tener ocasión de poseer un medio que nos permita identificarnos con el producto de nuestro propio intelecto. Aunque los seres humanos extrudimos a diario otros productos,

desde la infancia no tendemos a observar nuestras propias heces con el orgullo propio de un autor o un artista: se trata de simples productos biológicos secundarios, y aunque poseen su modesta individualidad e idiosincrasia propias, no puede decirse que los apreciemos. Entonces, ¿cómo podemos justificar el contemplar con más orgullo las secreciones de nuestros pobres cerebros infectados? Porque nos identificamos con algunos de los subconjuntos de memes que albergamos. ¿Por qué? Pues ¡porque entre ellos se encuentran los que hacen subir el valor que posee el hecho de identificarse con dicho subconjunto! Si careciésemos de esta actitud movida por los memes, no seríamos más que puntos de interacción; pero la tenemos, y tal cosa determina lo que somos.

2. ¿Por qué hay sociedades que toman decisiones desastrosas? Jared Diamond Profesor de geografía de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), y autor de Armas, gérmenes y acero y de Colapso. Se supone que la enseñanza se funda en la transmisión de conocimiento de los profesores a sus alumnos, aunque ninguno de los primeros ignora que, ante un grupo bueno de estudiantes, también estos acaban por impartir no poca instrucción a sus supuestos docentes y por poner en entredicho lo que tienen por asumido. Quien esto escribe ha vivido una experiencia así estos últimos meses, al verse, por vez primera en su trayectoria académica, dando clase a universitarios aún por licenciar, alumnos de la UCLA con un grado considerable de motivación, sobre el desmoronamiento de diversas sociedades. ¿Qué hace que hayan fracasado algunas sociedades del pasado y otras no? Abordé ocasos célebres como el de los anasazi, del suroeste de Estados Unidos; el de la civilización maya clásica, en el Yucatán; el de la sociedad que vivió en la isla de Pascua, sita en el océano Pacífico; el de la que habitó la región de Angkor, en el Sureste Asiático; el del Gran Zimbabue, en África; el de las sociedades del Creciente Fértil, y el de las de Harappa, en el valle del Indo. Todas estas civilizaciones, según han revelado los hallazgos arqueológicos de los veinte últimos años, recurrieron con insistencia a su entorno más inmediato y se destruyeron, en parte, por haber socavado los recursos medioambientales de los que dependían. Así, por ejemplo, las gentes de la isla polinesia de Pascua, se asentaban en una tierra que fue boscosa en otro tiempo, y entre cuyas arboledas se incluía el palmeral más grande del planeta. Los pascuenses, sin embargo, fueron talando de forma gradual aquellas masas verdes a fin de emplear su madera para hacer

canoas, obtener leña, transportar estatuas, erigirlas y fabricar tallas, amén de para proteger el suelo de la erosión. Al final, acabaron con los bosques hasta el punto de extinguir todas las especies de árboles, y así fue como se quedaron sin embarcaciones, sin esculturas y sin material con que salvaguardar la capa superficial del terreno, y su sociedad se hundió en medio de una epidemia antropófaga que supuso la muerte del 90 por 100 de los isleños. La cuestión que más intrigaba a mis alumnos de la UCLA era una en la que yo no había tenido en cuenta: ¿cómo demonios puede ninguna sociedad tomar una decisión tan desastrosa, a ojos vistas, como la de talar todos los árboles de los que depende? Mis estudiantes se preguntaban, por ejemplo, qué debían de estar pensando los pascuenses en el momento de echar abajo la última palmera. ¿Sería quizá: «Lo que importa es mi trabajo de leñador, y no estos árboles», o acaso: «Tengo derecho a que respeten mi propiedad privada»? Sin lugar a dudas, ellos tuvieron que ser más conscientes que nadie de las consecuencias que les acarrearía el hecho de destruir sus propios bosques. No cometieron, precisamente, un error sutil. Uno no puede evitar plantearse si, de aquí a cien años —suponiendo que a la vuelta de un siglo haya aún seres humanos vivos—, no se mostrarán nuestros descendientes tan maravillados respecto de la ceguera en que incurrimos en el presente como lo estamos nosotros ahora en lo relativo a la de los habitantes de la isla de Pascua. La cuestión de por qué toman las sociedades resoluciones desastrosas que las llevan a la autodestrucción no solo sorprendió a mis universitarios de la UCLA, sino que asombra también a los historiadores profesionales que estudian el hundimiento de civilizaciones pasadas. El libro más citado al tratar de este asunto es el que escribió Joseph Tainter con el título de The collapse of complex societies. El autor, al abordar la caída de ciertos pueblos de la Antigüedad, rechazó la posibilidad de que se debiera a la gestión del medio ambiente por parecerle muy poco probable. Estas son sus palabras al respecto: Dadas su estructura administrativa y su capacidad para emplear tanto la mano de obra como los recursos necesarios, la de enfrentarse a las condiciones medioambientales adversas es una de las cosas que mejor hacen las sociedades complejas. Resulta curioso que se desmoronen al topar precisamente con las condiciones que mejor equipadas están para evitar ... En el momento en que se hace evidente a los integrantes o los administradores de una sociedad compleja el deterioro de una fuente de recursos, parece por demás razonable dar por supuesto que se adoptarán medidas destinadas a resolver el problema.

Tainter llega a la conclusión de que la caída de todas estas sociedades antiguas no hubo de deberse a una gestión inadecuada del medio ambiente, pues ninguna habría cometido jamás semejantes errores. Sin embargo, hoy sabemos, sin lugar a dudas, que sí incurrieron en ellos. Mis alumnos de la UCLA, como Tainter, han formulado una cuestión muy sorprendente: la de los defectos que se producen en las resoluciones colectivas de sociedades enteras, gobiernos, grupos de menor entidad, empresas o departamentos universitarios. En realidad, es muy similar a la de los fallos que se cometen a la hora de tomar decisiones personales. Los individuos asumen determinaciones erróneas: sus matrimonios fracasan, hacen malas inversiones, sus negocios se hunden... Sin embargo, cuando hablamos de decisiones de grupo hemos de tomar en consideración algunos factores adicionales, y de estos cabe destacar los conflictos de intereses que se dan entre quienes lo integran y que no influyen en las individuales. Se trata, claro está, de una cuestión compleja que no tiene una respuesta única, ni tampoco unánime. Lo que pretendo plantear aquí es un mapa de carreteras de los factores que se hallan presentes en las decisiones erróneas adoptadas por un colectivo, y para ello, voy a dividir las respuestas en una secuencia de cuatro categorías de confines un tanto borrosos. En primer lugar, es posible que un grupo sea incapaz de prever un problema antes de que se dé. En segundo lugar, puede ser que no logre percibirlo una vez que se ha puesto de manifiesto. Luego, aun habiéndolo percibido, cabe la posibilidad de que omita tratar de resolverlo; y por último, tal vez lo intente y fracase en el empeño. Aun cuando toda esta exposición de los motivos de los descalabros de una sociedad pueda parecer pesimista, el reverso de la moneda resulta optimista, pues no es otro que una toma de decisiones acertada. Quizá si entendemos las razones que llevan a los colectivos a adoptar determinaciones inoportunas seamos capaces de usar dicha información a modo de lista de verificación que los ayude a dar con las correctas. Según el primer punto de referencia de mi mapa de carreteras, los grupos pueden emprender acciones calamitosas por no saber predecir un problema antes de que se haga evidente. Pueden ser varias las razones para que ocurra tal cosa. En primer lugar, cabe la posibilidad de que no se tenga experiencia previa alguna de dicha dificultad y, por lo tanto, no esté el colectivo sensibilizado ante tal contingencia. Pensemos, por ejemplo, en los incendios forestales producidos en

las regiones occidentales de Estados Unidos. Mi esposa, mis hijos y yo acostumbramos pasar parte del verano en Montana, y cada año, mientras sobrevolamos el estado de camino a él, me asomo a la ventanilla para ver cuántos hay sin extinguir. Estos fuegos son un problema de primer orden no solo allí, sino, en general, en todo el Oeste Intramontano de la nación. Ni en las regiones orientales de esta ni en Europa se da nada semejante en escala. Cuando llegaron a Montana los colonos procedentes de ambas regiones y toparon con uno de estos incendios, su primera reacción consistió, como cabe esperar, en determinarse a sofocarlos. Durante poco menos de un siglo, el Servicio Forestal de Estados Unidos se propuso apagar cada uno de ellos antes de que diesen las diez de la mañana del día siguiente al momento en que se tuviera noticia de él. Esta actitud se debió a que ni los del este ni los europeos poseían experiencia previa de incendios forestales producidos en un entorno seco dotado de una alta concentración de combustible, en donde los árboles que caen al monte bajo no acaban por pudrirse como en las tierras húmedas del Viejo Continente y del levante estadounidense, sino que se acumulan en el ambiente árido. Sucede, pues, que la frecuente incidencia de fuegos de menor consideración logra reducir a ceniza esta madera, y si estos se extinguen de forma artificial, cuando, a la postre, se declare un incendio, acabará por salirse de madre y superar con creces nuestra capacidad para apagarlo. Ese es, precisamente, el origen de las catástrofes a que debe hacer frente el Oeste Intramontano. Resulta, por lo tanto, que el mejor modo de actuar ante los incendios forestales occidentales consiste en dejarlos arder y extinguirse por sí mismos a fin de evitar el acopio de leña seca que propiciará un verdadero desastre. Sin embargo, dado que ni los colonos orientales ni los europeos tenían experiencia previa alguna al respecto, la idea de dejar que las llamas se propagasen y destruyeran bosques de gran valor resultaba tan contraria a la intuición que el Servicio Forestal necesitó varias décadas para tomar conciencia de cuál era el problema y cambiar de estrategia a fin de permitir que los fuegos ardiesen sin más. He aquí un ejemplo de una sociedad que, por carecer de experiencia previa sobre una dificultad —la que ofrecían los árboles acumulados en el monte bajo de un bosque seco— ni siquiera supo reconocerla. Con todo, esta no es la única de las razones que puede llevar a una sociedad a no prever un problema antes de que surja de hecho: podría darse el caso de que, teniendo experiencia previa, la hubiese olvidado. Así, por ejemplo, es poco probable que una sociedad analfabeta conserve memoria oral de algo ocurrido en

un pasado muy remoto. La cultura clásica de las tierras bajas de los mayas desapareció por culpa de una sequía en torno al año 800 d. C., y si bien en su reino se habían producido situaciones semejantes en otro tiempo, les era imposible recurrir a ella porque, aun conociendo la escritura, solo la habían empleado para dar cuenta de las conquistas de sus soberanos y no de los períodos en que escaseaba el agua. Estos se repetían a intervalos de 208 años, y cuando les atacó la gran sequía de 800 d. C., no recordaban ni podían recordar la de 592. En las sociedades modernas, tampoco el conocer la escritura garantiza que podamos servirnos de nuestra experiencia previa, pues también nosotros tendemos a olvidar. Tal parece que haya ocurrido, pongamos por caso, a los estadounidenses hace poco, siendo así que hemos actuado como si no hubiésemos sufrido la crisis energética de 1973. Después de un año o dos evitando los vehículos que más consumían, olvidaron enseguida la información que poseían pese a conocer la escritura. En la década de 1960, la ciudad de Tucson (Arizona) sufrió una sequía gravísima, y sus habitantes juraron administrar mejor en adelante el agua de que disponían; sin embargo, una década o dos más tarde, habían vuelto a caer en sus pródigas prácticas de riego en campos de golf y jardines. Los expuestos son dos motivos que pueden llevar a una sociedad a omitir prever un problema antes de que empiece a desarrollarse, y aún hay un tercero, que supone razonar por falsa analogía. Cuando topamos con una situación desacostumbrada, recurrimos a otra más conocida para actuar de forma análoga. Tal proceder resulta correcto si ambas son de veras equivalentes; pero puede ser muy peligroso cuando solo guardan una semejanza superficial. Los vikingos noruegos que emigraron a Islandia a partir del año 871 d. C. ejemplifican de manera cumplida el caso de una sociedad enfrentada a consecuencias desastrosas por dejarse llevar por una falsa analogía. La patria noruega que tan bien conocían estaba dotada de suelos arcillosos pulverizados por los glaciares, tan pesados que poco podía hacer el viento para erosionarlos en caso de cortar la vegetación que los cubría. Por desgracia para los colonos vikingos de Islandia, sin embargo, las tierras de esta última eran tan ligeros como los polvos de talco, pues se debían no a la acción de los glaciares, sino a la de los vientos que arrastraban cenizas livianas generadas en erupciones volcánicas. Los vikingos talaron los bosques que las cubrían a fin de proporcionar pasto a sus animales, y aquellos suelos, que habían sido lo bastante ligeros para que los

depositaran allí las corrientes de aire, también lo fueron para que los alejaran del lugar una vez retirada la protección que le brindaba la masa vegetal. Apenas se necesitaron unas generaciones para que la capa superior se erosionara para perderse en el océano. No faltan ejemplos similares de actuación por falsa analogía. El segundo hito de mi mapa de carreteras, una vez prevista o no por determinada sociedad la dificultad que se les avecina, es el de las que no logran percibirla una vez que se ha declarado. Existen al menos tres razones para ello, y todas son de sobra conocidas en el mundo de los negocios y el académico. En primer lugar, hay problemas cuyo origen es, literalmente, imperceptible. Así, por ejemplo, los nutrientes responsables de la fertilidad del suelo son invisibles al ojo humano, y han sido inmensurables por mediación de análisis químico hasta tiempos modernos. En Australia, la isla Mangareva, parte del suroeste de Estados Unidos y muchos otros lugares, las lluvias habían despojado la tierra de una buena porción de sus nutrientes, y cuando los primeros pobladores comenzaron a cultivarla, agotaron en poco tiempo los que quedaban; de modo que la agricultura no tardó en fracasar. Sin embargo, en aquellos terrenos pobres era común hallar vegetación de aspecto exuberante, por el simple motivo de que la mayoría de los nutrientes de un ecosistema se encuentra en las plantas más que en el suelo, y quedan mermados al acabar con estas. Aun así, no existía modo alguno de que los primeros colonos de Australia y Mangareva percibiesen el problema de dicho desgaste. Existe un motivo más para que una sociedad pase por alto un problema, y es que este adopte la forma de una gradación lenta oculta tras amplias fluctuaciones entre dos polos. El ejemplo más sobresaliente de esto de que disponemos en tiempos modernos es el del calentamiento del planeta. Hoy en día nos hemos dado cuenta de que las temperaturas de todo el mundo han ido creciendo de forma paulatina en décadas recientes, debido, en gran medida, a los cambios que ha causado el ser humano en la atmósfera. No obstante, no se trata de que cada año el clima se presente 0,17 grados más cálido que el anterior. Como sabemos todos, sube y baja de forma errática de un año a otro: un verano se registran tres grados más que el anterior; al siguiente, dos; luego baja cuatro; al otro año desciende uno más; al siguiente aumenta cinco, etc. Semejantes oscilaciones, tan marcadas como impredecibles, crean una señal demasiado ruidosa para que sea fácil parar mientes en el incremento sin que medie un lapso de tiempo considerable. Por eso ha habido que esperar hasta hace muy pocos

años para que los últimos profesionales de la climatología que se habían mostrado escépticos en un principio acabasen por convencerse de la realidad del calentamiento del planeta. De hecho, el presidente George W. Bush aún no está persuadido del todo, y opina que hace falta investigar más al respecto. Los groenlandeses de la Edad Media tuvieron dificultades similares para reconocer que el clima se estaba enfriando, y los mayas del Yucatán para reparar en que se estaba volviendo más seco de forma gradual. Los políticos usan la expresión normalidad progresiva para referirse a estos avances discretos que se ocultan tras variaciones descomedidas. Si determinada situación se agrava de forma muy paulatina, resulta difícil reconocer que un año concreto es peor que el anterior, pues solo lo es de forma muy ligera, de modo que el punto de referencia de lo que constituye «lo normal» va cambiando de manera imperceptible. Puede ser necesario que transcurran unas cuantas décadas de estas leves modificaciones anuales para que, de súbito, alguien advierta que las condiciones eran mucho mejores antes de tan prolongada secuencia, y que lo que se tiene por normalidad ha cambiado de lugar. El último motivo frecuente de fracaso a la hora de percibir un problema una vez que se ha presentado es la distancia a la que se encuentran los administradores, dificultad a la que están ligadas, en potencia, todas las grandes sociedades. En nuestros días, por ejemplo, la mayor compañía maderera de Montana, y la que más tierras posee en este estado, tiene su sede fuera de él, en la ciudad de Seattle (Washington). Así, al no encontrarse a pie de obra, puede ser que a los ejecutivos de la empresa les cueste darse cuenta de que tienen un problema serio con las malas hierbas en sus propiedades forestales. Todos los que pertenecemos a otros ámbitos podemos pensar en ejemplos de situaciones poco agradables que surgen de manera imperceptible, de normalidad progresiva y de administradores remotos. El tercer jalón de mi mapa de carreteras de los descalabros es, quizá, el más común y también el más sorprendente: el de la sociedad que ni siquiera consigue resolver un problema aun después de haberlo percibido. Estos fallos ocurren a menudo a causa de lo que llaman los economistas conducta racional, vinculada al conflicto de intereses entre personas. Hay quien deducirá, con razón, que puede favorecer sus propios intereses mediante un comportamiento que resulte dañino a otros. Los expertos en economía califican tal conducta de racional, aun cuando reconocen que puede ser vituperable en lo moral. Quienes así proceden lo hacen, por lo común, llevados de un estímulo poderoso, y tienen todas las

probabilidades de sacar provecho de su mala conducta racional, pues en cuanto ganadores que han salido airosos de un mal orden de cosas, suelen estar concentrados —su número es reducido— y muy motivados por percibir beneficios cuantiosos, seguros e inmediatos, en tanto que los perdedores son imprecisos —el menoscabo que sufren se haya repartido entre una cantidad elevada de individuos— y se encuentran escasamente motivados por recibir ganancias escasas, inciertas y remotas de deshacer la mala conducta racional de la minoría. Un ejemplo clásico de este género de proceder es el que responde al principio: «Es bueno para mí y malo para ti y para el resto de la sociedad»; o dicho de otro modo, el egoísmo. Puede ocurrir que un grupo reducido de individuos entiendan, no sin razón, que sus propios intereses se oponen a los de la mayoría. Así, por ejemplo, hasta 1971, las compañías mineras de Montana se limitaban a arrojar directamente al río o a los lagos sus residuos tóxicos de cobre y arsénico, porque el estado carecía de una legislación que las obligasen a hacer limpieza tras abandonar un yacimiento. Aquel año, el estado de Montana aprobó dicha disposición, y sin embargo, las mineras descubrieron que podían extraer el precioso mineral y declararse en bancarrota antes de tener que afrontar los gastos que establecía la ley. Como resultado, los ciudadanos de Estados Unidos o de Montana hubieron de hacerse cargo de miles de millones de dólares en costes de limpieza. Las empresas habían acertado al considerar que favorecerían sus intereses y ahorrarían dinero si provocaban todo aquel desastre y dejaban que asumiera la carga la sociedad. Una forma particular de este género de conflictos de intereses es el que ha recibido el nombre de tragedia de los comunes. Se trata de una situación en la que existe un número amplio de consumidores que toma productos de una fuente de propiedad compartida —como pueden ser los peces del océano o la hierba de los pastos comunes— sin que exista regulación efectiva alguna respecto a la proporción con que puede hacerse cada uno de ellos. Dadas las circunstancias, cada consumidor podría tomar el siguiente argumento conforme a razón: «Si no capturo yo ese pescado o uso como forraje esas hierbas, lo va a hacer de igual modo otro pescador u otro ganadero; conque no tiene sentido evitar abusar de la pesca o el pasto». La conducta «racional» correcta consiste en recoger antes de que pueda hacerlo el siguiente consumidor, aun cuando tal cosa resulte en el agotamiento o la extinción del recurso y, en consecuencia, en daño para la sociedad en general.

También se dan casos de mala conducta racional por conflictos de intereses cuando al consumidor no le atañe en absoluto la conservación del recurso a largo plazo. Buena parte de la tala comercial de las selvas tropicales, por ejemplo, es obra de compañías internacionales de explotación forestal que arriendan terrenos en una región determinada y, una vez derribados todos los árboles de que dispone, centran su atención en otra región diferente. Han entendido, con razón, que, una vez satisfecho el coste del arriendo, el mejor modo de servir a sus intereses consiste en arrasar los bosques de aquella tierra. Así han destruido la mayor parte de la masa arbórea de la península de Malasia, Borneo, las islas Salomón y Sumatra, y así es como están destruyendo ahora la de las Filipinas y, dentro de no mucho, la de Nueva Guinea, el Amazonas y la cuenca del Congo. En este caso, las consecuencias negativas las tendrá que sufrir la siguiente generación, que además no podrá votar ni quejarse. Otra de estas situaciones es la que se da cuando los intereses de la minoría selecta encargada de tomar decisiones por hallarse en el poder choca con los del resto de la sociedad. Estamos hablando de un colectivo propenso a hacer cosas que aprovechen a sus integrantes pero supongan menoscabo para todos los demás siempre que ellos mismos tengan un modo de protegerse de las consecuencias de sus actos. Esta clase de conflictos de intereses resulta cada vez más frecuente en Estados Unidos, en donde los ricos gustan de vivir en recintos aislados y beber agua embotellada. Así, por ejemplo, los ejecutivos de Enron calcularon, con razón, que podían ganar grandes sumas de dinero para sí saqueando las arcas de la compañía y dañando con ello al resto de la sociedad, y que lo más seguro era que lograsen salirse con la suya. La incapacidad para resolver problemas, aun habiéndolos identificado, por causa de los conflictos de intereses entre la minoría selecta y el resto de la sociedad tiene mucha menos incidencia allí donde aquella no puede resguardarse de las consecuencias de sus actos. En nuestros días, la nación que posee la proporción más alta de ciudadanos afiliados a organizaciones ecologistas es los Países Bajos. Nunca había entendido el porqué hasta que, hace unos años, estando allí de visita, planteé la pregunta a los colegas neerlandeses con los que estaba recorriendo en coche los campos de la región. Ellos me respondieron: «Mira a tu alrededor y lo entenderás. La tierra que pisamos ahora está siete metros por debajo del nivel del mar: como buena parte del país, era en otro tiempo una bahía, y las gentes de la nación la rodearon de diques para después desecarla y crear un pólder, que es como llamamos a estas tierras bajas. Tenemos

bombas que extraen el agua que se filtra de forma continua por los muros. Si revienta alguno de los diques, claro, la gente que vive en el pólder se ahoga; pero aquí no ocurre que los ricos vivan por encima de los diques y los pobres, por debajo. Si se quiebran los muros, se ahogan todos, ricos y pobres. Eso fue lo que ocurrió en las terribles inundaciones del 1 de febrero de 1953, cuando las mareas y las tormentas anegaron los pólderes de la provincia de Zelanda y provocaron la muerte de casi dos mil neerlandeses. Tras aquel desastre, todos juramos: “¡Nunca más!”, e invertimos varios miles de millones de dólares en la construcción de diques reforzados contra el agua». En los Países Bajos, los encargados de tomar las decisiones saben que no pueden aislarse de sus errores, y que tienen que buscar soluciones que beneficien al mayor número posible de personas. Los ejemplos propuestos ilustran situaciones en las que una sociedad omite resolver problemas de los que es consciente porque mantenerlos es bueno para algunos. En contraste con la llamada conducta racional, también se dan, a la hora de abordar dichas dificultades, casos de lo que denominan los economistas conducta irracional, y que no es otra que la que resulta dañina para todos. Semejante comportamiento surge a menudo cuando nos vemos separados por conflictos de valores. Puede ser que nos aferremos con fuerza a un orden de cosas negativo porque esté favorecido por un principio de honda raigambre al que profesamos admiración. Los valores religiosos suelen ser de los más enraizados y, por lo tanto, motivo frecuente de un proceder desastroso. Buena parte de la deforestación de la isla de Pascua, verbigracia, tuvo origen religioso, pues se debió a la necesidad de obtener troncos con los que transportar y erigir las gigantescas estatuas de piedra en que se fundaban los cultos sagrados del lugar. En tiempos modernos, una de las razones por la que los habitantes de Montana se han mostrado tan reacios a resolver los problemas manifiestos que se están acumulando procedentes de la minería, la explotación forestal y la ganadería es que estas tres industrias, pilares en otro tiempo de la economía del estado, han quedado, por ende, ligadas al espíritu de los pioneros y la identidad propia de Montana. Los fallos irracionales en que incurrimos a la hora de tratar de resolver problemas localizados también proceden a menudo de los conflictos que se dan entre las motivaciones a corto y largo plazo de un mismo individuo. En nuestro mundo actual hay miles de millones de personas sumidas en una miseria desesperada que no pueden dedicar su pensamiento a otra cosa que a lo que

comerán al día siguiente. Los pescadores pobres de los arrecifes tropicales emplean dinamita y cianuro para matar y capturar los peces de dicho hábitat. Saben que están destruyendo su sustento futuro, y sin embargo, están convencidos de no tener más opción dada la necesidad extrema de obtener alimento a corto plazo para sus hijos. También los gobiernos dan muestras muy a menudo de la misma cortedad de miras cuando, abrumados por los desastres inminentes, reducen su atención a los problemas que están a punto de estallar por considerar que carecen del tiempo o los recursos necesarios para hacer frente a las dificultades a largo plazo. Por ejemplo, un amigo mío que está muy vinculado a la Administración federal de Washington D. C. de nuestros días me dijo que, cuando visitó la capital por vez primera tras las elecciones nacionales de 2000, los dirigentes de nuestro gobierno habían adoptado lo que él llamaba un «enfoque de noventa días»: solo trataban de los problemas que podían provocar un desastre en el plazo de tres meses. La justificación racional que dan los economistas a esta conducta irracional centrada en los beneficios presentes consiste en «descontar» las ganancias futuras; es decir: sostienen que puede ser mejor sacar partido hoy de un recurso que dejar parte de él para un aprovechamiento futuro, porque cabe la posibilidad de invertir lo obtenido en el primer caso, y el interés acumulado entre ahora y el momento de adquirir la misma cantidad de dicho recurso en un tiempo venidero hará que el producto actual sea más valioso que el futuro. El último motivo que mencionaré respecto del fracaso irracional a la hora de resolver un problema advertido es la negación psicológica. Esta es una expresión técnica que posee un significado definido de forma muy precisa en el ámbito de la psicología individual y que se ha transmitido también a la cultura popular. Si algo de cuanto percibimos despierta una emoción dolorosa insoportable, puede ser que nuestro subconsciente lo reprima o lo niegue a fin de evitar dicha aflicción, aun cuando las consecuencias prácticas de tal acto puedan resultar desastrosas a la postre. Las emociones que son responsables de ello con más frecuencia son el terror, la ansiedad y la tristeza, y entre los ejemplos más representativos se encuentran el rechazo a aceptar la inminencia de la muerte de un cónyuge, un hijo o un amigo íntimo ante lo dañino de la situación o el bloqueo de cualquier otra experiencia espantosa. Piénsese, por ejemplo, en un valle angosto y profundo cortado por una presa de gran altura, de tal manera que, de romperse ésta, provocaría una inundación capaz de ahogar a cuantos habitantes se encontraran río abajo hasta una distancia considerable. Cabe

esperar que, durante una encuesta de opinión acerca del grado de preocupación que puedan poseer quienes habitan el valle, quienes menos miedo digan albergar sean los que se hallan más lejos de la presa, y que el temor sea mayor a medida que disminuye la distancia con el muro del embalse. Sin embargo, por sorprendente que resulte, la alarma es más evidente a varios kilómetros de este, en tanto que en los aledaños... ¡no existe en absoluto! Dicho de otro modo: las gentes que viven justo debajo de la presa, y por lo tanto están abocadas a morir si reventaba esta, despliegan una total indiferencia al respecto. Tal se debe, precisamente, a la negación psicológica, siendo así que el único modo de conservar el juicio viviendo bajo tan colosal estructura consiste en rechazar la posibilidad, muy real, de que sufra quiebra alguna. Este fenómeno, bien arraigado, como hemos dicho, en la psicología individual, parece también aplicable a la psicología de grupo. Así, existen pruebas sobradas de que, durante la segunda guerra mundial, los judíos y otros colectivos que corrían asimismo el riesgo de ser víctimas del Holocausto que se avecinaba optaron por hacer caso omiso de los indicios, cada vez más numerosos, de lo que estaba ocurriendo y del peligro en que se encontraban ante lo insoportable de semejante realidad. La negación psicológica puede explicar, igualmente, por qué hay sociedades en decadencia que son incapaces de hacer frente a las causas evidentes de su desmoronamiento. El último de los cuatro mojones que recoge mi mapa de carreteras es el fracaso a la hora de resolver un problema que sí nos hemos propuesto solventar. Existen posibles explicaciones obvias para semejante resultado. Puede ser que el problema sea demasiado complejo y supere, sin más, nuestra capacidad para encararlo. El estado de Montana, por ejemplo, pierde cientos de millones de dólares anuales tratando de combatir las especies de malas hierbas llegadas de fuera, como la Centaurea maculosa o la Euphorbia esula, y no porque sus ciudadanos sean ajenos a su existencia o porque no traten de acabar con ellas, sino porque, en el presente, resulta demasiado difícil eliminarlas. La segunda tiene raíces de hasta seis metros de profundidad, demasiado largas para arrancarlas, y los productos químicos que acabarían con ellas tienen un coste de más de doscientos dólares por litro. Asimismo, es frecuente que no resolvamos un problema por no poner bastante empeño o haberlo abordado demasiado tarde. Australia, por ejemplo, ha tenido que afrontar pérdidas por valor de decenas de miles de millones de dólares en el ámbito agrícola, y ha visto amenazadas, cuando no extinguidas, las

más de las especies autóctonas de mamíferos pequeños a causa de la introducción de conejos y zorros europeos para los que su medio ambiente carecía de equivalente alguno. El zorro caza ovejas y gallinas, y mata roedores y pequeños marsupiales endémicos. Lleva más de un siglo extendido por el continente australiano, aunque hasta hace poco no se había dado en el estado insular de Tasmania por ser incapaz de atravesar a nado la procelosa extensión de agua que separa ambas tierras. Por desgracia, sin embargo, hace dos o tres años, varios sujetos liberaron allí, de forma subrepticia e ilegal, 32 ejemplares, bien por satisfacer sus deseos cinegéticos, bien, sin más, por incordiar a los ecologistas. La nueva especie representa una amenaza considerable tanto para los criadores de ovejas y pollos de Tasmania como para la fauna de la región. Cuando los ecologistas tuvieron noticia del problema, allá por marzo de 2002, rogaron al gobierno que acabara cuanto antes con la plaga mientras aún era posible. Se esperaba que la época de la cría comenzase en torno al mes de julio, y se sabía que sería mucho más difícil matar 128 zorros que 32 una vez que estos hubiesen generado una nueva camada y esta se hubiera dispersado. Por desgracia, las autoridades se ocuparon en debatir el asunto y tardaron mucho más de lo deseable, y hubo que esperar al mes de junio de 2002 para que, al fin, resolviese destinar un millón de dólares a eliminarlos. A esas alturas era ya muy grande el riesgo de que la asignación monetaria fuese demasiado escasa y tardía y de que el gobierno de Tasmania se viera obligado a enfrentar un problema mucho más caro y menos soluble. Aún no sé qué fue de aquella operación de erradicación. Queda claro, pues, que las sociedades humanas y otros colectivos menores pueden adoptar decisiones desastrosas por toda una serie de motivos: por no prever un problema, no percibirlo una vez que se ha dado, no tratar de resolverlo una vez detectado o fracasar en el intento de resolverlo. Todo esto puede sonar pesimista, como si el descalabro fuera la norma en el proceso de toma de decisiones del ser humano. Huelga decir, sin embargo, que no es ese el caso, ni en el terreno medioambiental ni en el de los negocios, el académico o cualquier otro. Son muchas las sociedades que han sabido prevenir, advertir, tratar de resolver y lograr solventar los problemas que se planteaban en su medio ambiente. Así, por ejemplo, el imperio inca, Nueva Guinea, los gaélicos, el

Japón del siglo XVIII, la Alemania decimonónica y el reino de Tonga supieron tomar conciencia del riesgo de deforestación al que se enfrentaban, y todos adoptaron medidas eficaces de repoblación y administración forestal. Por lo tanto, si he dedicado el presente artículo a tratar de los contratiempos sufridos en el proceso de toma de decisiones del ser humano no ha sido con la intención de deprimir al lector, sino con la esperanza de que, mediante los postes indicadores de las resoluciones fracasadas, tomemos conciencia de los fracasos de otros y de lo que tenemos que hacer para enmendarlos.

3. Arte y realidad humana Denis Dutton (1944-2010) Filósofo, fundador del portal Arts & Letters Daily y autor de El instinto del arte: belleza, placer y evolución humana. Introducción, de Steven Pinker Profesor titular de la Cátedra de la Familia Johnstone del Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard y autor de El instinto del lenguaje, La tabla rasa y El mundo de las palabras. Denis Dutton es un visionario. Fue de los primeros —junto con nuestro John Brockman— en darse cuenta de que un sitio web puede ser un foro en el que poner en común ideas de vanguardia, y no solo un medio de vender productos o entretener a los aburridos. Hoy, Arts & Letters Daily es la página que con más ahínco trato de no visitar, porque resulta más adictiva que la cocaína en piedra. A él se debe uno de los primeros servicios de impresión a la carta de libros académicos agotados. Supo ver que la filosofía y la literatura tenían mucho que decirse, y fundó una publicación periódica sesuda y animada con la intención de estimular el diálogo entre ambas. Advirtió que la prosa pomposa y vacía de las humanidades se había convertido en un obstáculo para el pensamiento, y creó el Bad Writing Contest («Certamen de Mala Escritura») a fin de denunciarla. Y ahora está cambiando el rumbo de la estética. Muchos creen que esta coherencia entre las artes, las letras y las ciencias representa el futuro de las humanidades, a las que infunde vigor con un planteamiento de investigación progresista tras la desilusión del posmodernismo. Dutton ha escrito el primer borrador de este programa. Ha defendido una definición universal del arte: algo que buena parte de los teóricos había dado, sin más, por imposible, y ha

expuesto una teoría por la que la estética posee una base universal en la psicología humana que, a la postre, se verá iluminada por el proceso de la evolución. Sus ideas al respecto no tienen la intención de ser conclusivas, sino de trazar hipótesis comprobables y señalar a los numerosos campos a los que podemos recurrir para entender el arte. A mi ver, esto forma parte de un movimiento más amplio de coherencia en virtud del cual, por poner algunos ejemplos, las ideas relativas a la cognición auditiva proporcionarán herramientas nuevas para abordar la música, la fonología ayudará a entender la poesía, la semántica y la pragmática contribuirán al estudio de la ficción y la psicología moral tendrá su peso en el ámbito de la jurisprudencia y la filosofía. Y cuando esto ocurra, Denis Dutton estará presente en sus diversas facetas. Lo que entendemos por personalidad humana moderna evolucionó durante el Pleistoceno, hace entre 1.600.000 y 10.000 años. Si topara el lector con uno de sus ancestros de principios de aquella época paseando por la calle, lo más seguro es que corriera a llamar a la Sociedad para la Prevención del Maltrato a Animales y pidiera que enviasen a un equipo con dardos tranquilizantes y redes para volver a enviarlo al zoo. De encontrarse con alguien procedente de finales del Pleistoceno —es decir, de hace diez mil años—, la llamada iría destinada al Servicio de Inmigración y Naturalización, pues a esas alturas, el aspecto de nuestros antepasados no debía de diferir mucho del que poseemos nosotros ahora. Este período, las ochenta mil generaciones del Pleistoceno que antecedieron a la era moderna, reviste una importancia crucial a la hora de entender la evolución de la psicología humana. Los atributos vitales que más humanos nos hacen —el lenguaje, la religión, el encanto, la seducción, la búsqueda de una posición social y las artes— se originaron en este tiempo, y en particular, sin lugar a dudas, durante los últimos cien mil años. La personalidad humana —incluidos los aspectos imaginativos, expresivos y creativos— está clamando por una explicación darwiniana. Si vamos a tratar sus diversos aspectos, incluida la expresión estética, como adaptaciones, debemos hacerlo conforme a tres factores. El primero de ellos es el placer: el arte nos proporciona un gozo directo. Cierto estudio realizado en el Reino Unido hace unos años ponía de manifiesto que el adulto británico medio consagra el 6 por 100 de todo el tiempo que pasa despierto a disfrutar de historias ficticias

cinematográficas, teatrales o de televisión. Esta proporción no incluía las novelas —ya sea de género romanticón o ligero, ya de literatura seria o de cualquier otra clase—. Semejante dedicación de tiempo y su placentera recompensa exigen algún género de explicación. El segundo es la universalidad. Lo que hemos tenido en los últimos cuarenta años en la vida académica es una ideología que considera las artes un hecho de construcción social exclusivo, por lo tanto, de culturas locales. Lo llamo ideología porque no se propugna, sino que se presupone, sin más, en la mayor parte del discurso estético. Ligado a esta postura se encuentra el convencimiento de que raras veces —quizá nunca— podemos entender de veras las manifestaciones artísticas de otras culturas, como ellas tampoco pueden llegar a comprender las nuestras. Todo el mundo vive en su mundo cultural singular, construido por su sociedad y sellado herméticamente. Sin embargo, huelga decir que bastan unos instantes de reflexión para llegar a la conclusión de que tal cosa no puede ser cierta. Sabemos que a los brasileños les encantan los grabados japoneses y que en la China se disfruta de la ópera italiana. Tanto Beethoven como el cine de Hollywood han conquistado el planeta. No olvidemos, además, que el Conservatorio de Viena ha subsistido gracias a una combinación de pianistas japoneses, coreanos y chinos. Este carácter universal de las artes es innegable, y una vez más está pidiendo a gritos una explicación. Es evidente que no podemos seguir sosteniendo para siempre la falta aseveración de que las artes son exclusivas de las diversas culturas. El tercero, por último, es la espontaneidad: el modo como surgen en todo el planeta de manera natural, ya desde la experiencia infantil misma. Piénsese en cómo los niños, cumplidos los tres años de edad, tienen el poder de penetrar en mundos fingidos y crear y mantener universos imaginarios distintos unos de otros. Una criatura ha organizado una merienda con sus ositos de peluche. Si volcamos sin querer una taza y derramamos el té que supuestamente contiene, no dudará un instante cuál de las vasijas vacías debe rellenar. De hecho, si se nos ocurre llenar la que no es e insistimos en que es esa la que se ha caído, puede ser que la hagamos llorar. Cuando se cansa de aquella reunión de muñecos, se planta delante del televisor para ver unos dibujos de Bugs Bunny o Barrio Sésamo. De ahí va a leer un libro y se introduce en su mundo de fantasía, y a continuación cena con su madre y su padre. Aun con tres años, es capaz ya de mantener separados, de forma coherente, todos esos mundos reales y ficticios. Tan

espontáneo refinamiento intelectual —trate el lector de imaginar lo que debe de ser hacer que lo aprenda de cero un chiquillo de esa edad— constituye un indicio evidente de adaptación evolucionada. Placer, universalidad y desarrollo espontáneo: todos estos factores se nos presentan de forma manifiesta en las realidades interculturales de la música y en la ubicuidad de la narración de cuentos, así como en elementos como los gustos alimentarios, los intereses eróticos, la posesión de animales de compañía, las aficiones deportivas o la fascinación que compartimos por la solución de acertijos y por los cotilleos. La lista es interminable. Charles Darwin tiene mucho más que decir acerca de nuestra evolución en calidad de animales sociales inventivos y expresivos de notable personalidad de lo que se le ha reconocido. Estos aspectos de nuestro desarrollo tienen consecuencias trascendentales en lo tocante al origen y la evolución de las artes. Se preguntará el lector qué me ha hecho interesarme desde hace tanto tiempo por la génesis de la experiencia artística. En realidad, no puedo decir que lo sepa. Me crié en el sur de California, y mis padres se conocieron en la Paramount Pictures, en donde trabajaban en la década de 1930. Más tarde fundaron la librería Dutton Books. Creo que uno de mis recuerdos más tempranos es el de estar sentado en el suelo de la sala de estar, haciendo sonar una y otra vez una grabación de la Séptima sinfonía de Beethoven. Mi mente infantil tenía por mágica aquella música y sentía con ella un placer intenso. De pequeño aprendí a tocar el violín y el piano, aunque jamás llegué a destacar con ninguna pieza que no fuese capaz de memorizar. Debía de tener algún género de leve incapacidad disléxica para leer música con soltura, aunque tengo una memoria musical prodigiosa: me sé de cabo a rabo las composiciones más notables de la música clásica occidental. Me matriculé en la Universidad de California en Santa Bárbara para estudiar química, aunque no tardé en cambiarme a filosofía y quedar fascinado con las asignaturas de estética. Durante la licenciatura, aprendí —y acepté en mayor o menor grado— elementos de la obra de Wittgenstein y la antropología que proclamaban el carácter único e inconmensurable de las culturas y las formas artísticas. En realidad, nada de ello se respaldaba con argumentos serios, sino más bien con anécdotas. Mi generación supo así que los esquimales tenían

quinientas palabras para designar la nieve. Es mentira: una leyenda; aunque si nos la creemos, podemos dar por supuesto que su pueblo habita un mundo intelectual especial del que nosotros estamos excluidos. Piénsese en el cuento, no menos fabuloso, sobre el africano que, al ver por vez primera la fotografía de una persona, no sabía cómo interpretarla: era incapaz de ver en ella la representación de un ser humano concreto. ¡Imagínese el lector! Confuso, no veía semejanza natural alguna entre la fotografía y un sujeto vivo. Mi experiencia en Nueva Guinea me revelaría que tal aseveración es ridícula. Supongo que el africano debió de sentirse aturdido al ver llegar por vez primera un camión a su aldea y contemplar al hombre blanco que se apeaba de él para colocarle un trozo de papel delante de los ojos; pero convertir semejante incidente en un ejemplo de incapacidad para entender una representación naturalista no pasa de ser una muestra chiflada de ideología social construccionista, y no una investigación seria de lo que entonces se llamaban «culturas primitivas». Otro de mis mitos preferidos es el que se cuenta del concierto que dio Ravi Shankar en San Francisco. Se dice que salió al escenario y se puso a afinar el sitar. Se trata de un instrumento muy difícil de templar, y estuvo en ello unos diez minutos. Al acabar, saluda al auditorio con una inclinación de cabeza, y el público rompe a aplaudir convencido de que había interpretado la primera pieza del programa. De aquí se deduce, de inmediato, la incapacidad para entender de veras las culturas extranjeras. Tras la universidad, me uní al Cuerpo de Paz (Peace Corps) y viajé al sur de la India para trabajar en un pueblo situado al norte de Hyderabad. La de allí era una cultura de lengua dravídica con el sistema de castas del país, en muchos sentidos antigua y muy foránea (el sur de California no lo era, claro). Por otra parte, sin embargo, si se tomaban en consideración las manías, las pasiones, los absurdos, las ambiciones y los planes que tiene todo el mundo, la sociedad india era totalmente inteligible. Los indios no son una especie animal más, sino seres humanos a los que podemos comprender, y yo me di cuenta de que también podemos entender su música, ya que aprendí a tocar el sitar con Pandurang Parate, discípulo del mismísimo Shankar. Todavía lo toco, y, de hecho, me invitan a comer en los restaurantes indios de la ciudad en la que vivo a cambio de que entretenga un rato a los clientes tañendo el instrumento. Llevo cuarenta años tocándolo a intervalos. Y por cierto, supe lo que había tras el cuento que he referido sobre el

concierto de Ravi Shankar en San Francisco: se trata de otra leyenda inventada para apoyar la teoría de que no puede haber entendimiento mutuo entre culturas. Nadie que vea templar un sitar podrá suponer que aquel trastear con las clavijas y las cuerdas constituye una pieza musical. Ni ningún auditorio de San Francisco, por beodo que se encuentre, podrá confundirlo con una interpretación: el aplauso se debió, sin más, al alivio que produjo en él el final de tan tediosa labor de afinado. Sin embargo, la anécdota se incorporó al espíritu de los tiempos de la década de 1960. Ahora que han transcurrido cuarenta o cincuenta años, va siendo hora de ir desterrando todos estos mitos y empezar a preguntarnos sobre el porqué de la universalidad de las artes. La idea de que el arte —y de hecho, la personalidad humana— es una construcción meramente social debe dar paso a algo más complejo. Después de graduarme en la Universidad de Nueva York y en la de California en Santa Bárbara, enseñé filosofía en la de MichiganDearborn. Más tarde me trasladé a Nueva Zelanda, en donde di clases de filosofía del arte durante unos años en la Escuela de Bellas Artes de mi universidad. Aunque desde entonces he abordado en las aulas todo el abanico que ofrece la docencia de la filosofía, incluidas su historia y las diversas divisiones de la asignatura, siempre han estado presentes en mis cursos las tenaces cuestiones de estética. Aunque todos mis colegas parecían coincidir en que la cultura constituía el único modo posible de explicar el arte, yo tenía la impresión de que dicha postura resultaba poco satisfactoria. A finales de la década de 1980, me asaltó un interés apasionado por el arte oceánico y por las tallas de Nueva Guinea. Cierto día, mi esposa dejó caer: «Estamos bastante cerca. ¿Por qué no te plantas allí y averiguas cuáles son sus valores estéticos?». A esas alturas, conocía bien lo que los entendidos europeos llamarían las «grandes obras» del arte papú; pero quería saber si las valoraciones europeas coincidían o no con las que se daban en la tierra de origen. Una serie de amigos australianos que conocían bien el país me ayudó a dar con un pueblo en el que siguiesen vivas las tradiciones de la talla: Yentchenmangua, a orillas del río Sepik.* La experiencia me enseñó algo de importancia crucial: que las condiciones de grandeza y excelencia son, por lo que pude determinar, las mismas de los directores de museos, los entendidos y los coleccionistas europeos.

No estoy diciendo que los juicios emitidos al respecto por los habitantes de Nueva Guinea coincidan con cualquier turista ingenuo sin nociones de arte que desembarque en el país. Estos últimos, según mi experiencia, suelen incurrir en elecciones pésimas a la hora de comprar objetos de arte papú; pero quienes conocen de veras las obras de calidad que se exponen en los museos y, aun entendiendo bien las manifestaciones artísticas que se dan en el país, no han pisado jamás Nueva Guinea, poseen, por extraño que parezca, los mismos gustos que los propios tallistas aborígenes. Esto demuestra que, en lo referente a formas artísticas, el conocimiento del ámbito general determina una convergencia de preferencias, y eso es una realidad que también está por esclarecer. Uno puede tratar de explicarlo mediante la tesis de que Dios nos ha infundido un don determinado. Jung pensó haber dado con un modo de abordar esta cuestión, y Joseph Campbell también mostró un gran interés al respecto. Sin embargo, quien tiene de veras las respuestas que necesitamos es Charles Darwin. Aunque en sus primeros libros, que poseen un grado de detalle deslumbrador, no pudo internarse en todos estos asuntos estéticos específicos, sí expuso un proyecto de ello, y lo cierto es que podemos aplicar sus ideas y apuntar un planteamiento inicial, con la esperanza de que, con el paso de los años, se vayan refinando mis argumentos relativos a la génesis del gusto artístico. He de subrayar que no pretendo, ni por asomo, aseverar que poseo todas las respuestas en lo relativo a los orígenes evolutivos de la apreciación estética. La estética darwinista no constituye ninguna suerte de doctrina irrefutable destinada a sustituir el férreo posestructuralismo con algo igual de opresivo. Lo que más me sorprende de la renuencia a aplicar las teorías de Darwin a la psicología es la actitud vociferante de quienes la rechazan sin detenerse siquiera a considerarla. ¿Se trata de una reliquia del marxismo o las doctrinas religiosas? No lo sé. Stephen Jay Gould fue uno de los que han albergado la idea de que la evolución está facultada para dar cuenta de todo lo relativo a mi persona física: las uñas de mis manos, mi páncreas, la constitución de mi cuerpo..., y sin embargo nada tiene que decir respecto de cuanto se encuentra de cejas adentro. Nada de cuanto atañe a la psicología humana es susceptible de explicarse en clave evolucionista: de un modo u otro, desarrollamos, sin más, un gran cerebro con pechinas y todo, y sanseacabó.* Esta postura, sin embargo, resulta insostenible: sabemos que existen rasgos de la personalidad humana incorporados de manera espontánea, presentes de manera manifiesta, por ejemplo, en el desarrollo evolutivo del lenguaje. Y hay

también otros aspectos de la personalidad vinculados a las artes que también son universales y aparecen en la niñez por iniciativa propia o sin apenas inducción externa, o surgen de manera «natural», a nuestro ver, como característicos de las interacciones sociales. No logro comprender por qué sigue habiendo entre los académicos tamaña renuencia ante estas ideas. Quien desee instalarse en el determinismo unidimensional puede hacer que todo sea «cultura». Yo no tengo la intención de hacer de todo «naturaleza», presentarlo todo como fruto de la genética. La vida del ser humano se da como posición intermedia entre nuestros determinantes genéticos, por un lado, y nuestra cultura, por el otro. De ahí procede, precisamente, la libertad del hombre; y las obras artísticas —el teatro de Shakespeare, la narrativa de Jane Austen, la música de Wagner y Beethoven, y la pintura y los grabados de Rembrandt y Hokusai— se cuentan entre los actos más libres y más humanos que jamás se hayan llevado a término. Estas creaciones son la expresión última de la libertad. Sostener que nuestra vida artística y expresiva está determinada solamente por la cultura no tiene más sentido que aseverar que somos lo que somos por la simple acción de los genes. Los seres humanos son producto de ambas fuerzas. ¿Por qué no podemos superar nuestra nostalgia posmarxista del determinismo económico o cultural y aceptar la realidad humana tal como es? Lo cierto de la situación del hombre es que somos organismos de constitución biológica que viven en una cultura. De hecho, el que seamos criaturas culturales es parte de lo que determinan nuestros genes. ¿Qué es el arte? ¡Qué gran pregunta! Sin embargo, los filósofos de los últimos cuarenta años han ofrecido una respuesta equivocada. El error fundamental ha consistido en imaginar que con poder explicar qué hace de Fuente, la gran realización de Duchamp, una obra de arte sabríamos precisar qué son las obras de arte tradicionales. Yo no puedo menos de oponerme a semejante procedimiento. En lugar de preguntarnos cómo es que los objetos encontrados, los ready-made de Marcel Duchamp son obras de arte, yo propongo que tratemos de centrarnos en lo que hace que sea tal la sinfonía Pastoral. ¿Por qué lo es El sueño de una noche de verano? ¿Y Orgullo y prejuicio? Centrémonos primero en los paradigmas incontestables para descubrir qué tienen en común, y no solo, claro, en los de la tradición occidental, sino también en los de las

grandes tradiciones orientales de la China y el Japón. Vamos a explorar la obra de Hokusai, las tallas de Nueva Guinea y las africanas. Es mejor analizar primero estas muestras y luego estudiar la experimentación y las provocaciones modernistas, como la brillante obra de Duchamp. Yo a él lo considero un genio radiante, pero el respeto que le profesamos debe incluir nuestro reconocimiento del hecho de que en algunas de sus realizaciones se hallaba experimentando de modos que pretendían escandalizar y provocar al público al hacerlo reflexionar, de manera implícita, sobre los límites mismos del arte. Permítame el lector la siguiente analogía: si alguien está enseñando ética en una clase de filosofía y desea que el alumnado entienda lo que es un homicidio, no empezará por preguntar si deben tenerse por tal la pena capital, el aborto o el suicidio asistido, sino exponer primero los casos evidentes para a continuación plantear: ¿es un homicidio la pena de muerte? Primero tenemos que sacar conclusiones de los ejemplos sobre los que no cabe discusión alguna. La obsesión con los casos marginales ha degradado, de hecho, el debate sobre la teoría estética de lo que es el arte. Debo decir que, además, ha propiciado un buen número de momentos divertidos en las clases de filosofía del arte. Los gestos de Duchamp garantizan, sin lugar a dudas, la atención de los alumnos. Lo mismo ocurre con preguntas como la de: ¿qué tiene de malo una falsificación?, o la de: ¿se incurre de forma intencionada en una falacia al interpretar la literatura? Estas cuestiones generan enigmas fascinantes; pero una vez que nos hemos entretenido con ellas, cumple que volvamos a los interrogantes fundamentales de qué es lo que hace que sean arte la Ilíada o el Guernica. A continuación, nos será más provechoso abordar a Duchamp. El modernismo —por simplificar, tal vez en exceso— ha abrigado siempre un proyecto dirigido contra los excesos, la pompa y los absurdos del arte decimonónico que lo precedió. Piénsese en esas pinturas gigantescas, llamativas y sentimentales debidas a los autores victorianos. En Nueva Zelanda es común hallar muchas de ellas en los sótanos de las galerías y los museos de arte: lienzos ciclópeos de temas bíblicos como La huida a Egipto que, en gran parte, no pueden aspirar a ser consideradas en nuestros días sino monstruosidades voluminosas y oscuras, verdaderos elefantes blancos en lo que respecta al espacio de almacenamiento. Nadie quiere mirarlos ni sabe tampoco qué hacer con ellos.

Ahora, a finales del siglo XX y principios del XXI, nos hallamos en la misma situación: nuestros museos están cargados de pinturas de colosal tamaño de las que no podemos asegurar que vayan a tener público dispuesto a contemplarlas así que pasen cien años. De hecho, pasado este tiempo, ¿habrá alguien interesado en ver un tiburón en formaldehído?* Se trata de un asunto muy sugestivo. Un servidor no está muy seguro de querer tener algo así almacenado de manera permanente, ni tampoco ninguno de los gigantescos lienzos que se produjeron en la década de 1970, cuando se daba por supuesto que el tamaño, por sí solo, demostraba que cierta obra podía considerarse sublime. Huelga decir que ni era cierto entonces ni lo es ahora. El arte ha pasado por períodos de locura muchas veces en toda su historia, que incluye la nuestra. Y aunque resulta, cómo no, divertido observar sus frutos, lo cierto es que a mí, a fuer de darwinista, me interesan también las particularidades de las obras de arte que serán responsables de que siga valiendo la pena contemplarlas, escucharlas o leerlas dentro de quinientos años. Esa es, para mí, la cuestión. Y dicho sea de paso, a mi ver, Warhol tiene muchas posibilidades, y Jackson Pollock, también. Sin embargo, no lo tengo tan claro respecto de Schönberg, y en particular en lo que respecta a su música atonal. Anton Weber dio a entender en cierta ocasión que llegaría el día en que habríamos avanzado tanto, que el cartero, imbuido de tamaño refinamiento, haría su ronda silbando una (des)composición atonal. Un deseo encantador para el modernismo, aunque lo cierto es que la idea resulta por entero inverosímil. ¿Qué tendrá una melodía para que la mayor parte de las personas no considere tal una serie de las de Schönberg? La pregunta está vinculada a la psicología musical fundamental del ser humano. Y claro está, es la recepción de la música dodecafónica lo que se presenta por lo común como si fuese una cuestión relativa a la cultura... o a la resistencia al cambio. No creo que esté ligada a la cultura; al menos por sí sola. Una de las primeras voces que influyeron en mi pensamiento fue la de Ellen Dissanayake, que ha escrito tres libros de gran calado y un buen número de artículos. Uno de aquellos lleva por título el de What is art for?, y otro, Homo aestheticus. El más reciente es Art and intimacy. Su visión de las artes fue toda una revelación. No trataba de menospreciarlas, reducirlas a la condición de un instinto bruto ni presentarlas como algo menos que la realidad elevada que

constituyen. Lo que deseaba era ponerlas en conexión con una naturaleza humana evolucionada de un modo que cobra muchísimo sentido. No deja de ser una de las grandes paradojas del mundo académico el que una mujer que ha hecho semejante contribución intelectual no haya logrado jamás un puesto en ninguna universidad: trabaja de taquígrafa médica en Seattle, y tras una larga jornada laboral, regresa a casa para escribir por la noche o durante los fines de semana libros innovadores sobre estética evolutiva. Yo la considero una de las figuras intelectuales más sobresalientes de nuestro tiempo. Claro está que John Tooby y Leda Cosmides revisten una importancia colosal por su obra precursora sobre la psicología evolutiva. Steven Pinker no es menos imaginativo ni está peor informado, y me ha resultado muy inspirador. Joseph Carroll ha hecho investigaciones de un refinamiento exquisito en torno al darwinismo literario, a veces en colaboración con Jonathan Gottschall, colega suyo de menor edad. Brian Boyd, compañero mío en Nueva Zelanda, afamado por su biografía de Nabokov, también ha hecho grandes aportaciones a la psicología evolutiva de la literatura. Todos ellos han significado mucho para mí y me han ayudado a superar, si puedo decirlo así, mi propia aculturación wittgensteiniana, que me llevaba a considerar inconmensurables las formas de vida entre una cultura y otra. No son solo Foucault y Derrida: Wittgenstein tiene mucho de lo que responder al respecto. En su obra hay un hondo antinaturalismo y también una ambigüedad constante que hace difícil identificarlo. Piénsese en la siguiente aseveración sentenciosa, profunda en apariencia: «Si los leones supiesen hablar, seríamos incapaces de entenderlos». ¿Ah, sí? Se trata de una idea por demás maliciosa, y no cabe duda de que a su autor le habría venido bien conocer a un etólogo o dos. Los expertos en conducta animal tienen claro cuáles serían los temas de conversación del rey de la selva en caso de que tuviera voz: sin duda hablaría de las distintas formas de fastidiar a otros leones, de ejemplares del sexo opuesto, de cebras sabrosas, etc. Quienes viven con animales son capaces de entenderlos, y a veces de un modo sorprendente. Por otra parte, empleada del modo incorrecto, la etología puede ser una ciencia engañosa. En la estética evolutiva, hay que recurrir a los animales para exponer principios evolutivos, la selección natural y la selección sexual de los humanos. Tómese como ejemplo el arte de los chimpancés. En el Pleistoceno, cuando nos hicimos humanos, llevábamos ya cinco millones de años separados de ellos; lo que quiere decir que siguen estando a gran distancia de los parientes

primates más cercanos que nos quedan con vida. Hoy en día, a los que trabajan en zoológicos y centros de investigación de simios les encanta sacar pliegos de papel de estraza, pinceles y pintura y dejarlos jugar con ellos. Los chimpancés se lo pasan en grande garabateando y dibujando figuras con forma de abanico. En esencia, disfrutan al alterar el fondo blanco con un color sólido, placer que no se diferencia mucho del que hemos experimentado muchos de nosotros cuando pintábamos con los dedos o tomábamos el pincel por vez primera en la escuela, y que procedía, sin más, del contraste que creábamos con su uso. ¿Puede considerarse arte lo que hacen los chimpancés? Por lo común, quienes afirman tal cosa no son conscientes de otros aspectos del comportamiento de estos simios. En primer lugar, la clásica forma de abanico puesto de pie y a medio abrir no es, en realidad, una representación de dicho objeto, pues el mono que lo pinta es incapaz de figurarlo tumbado o boca abajo. Se trata, más bien, del resultado de determinada secuencia motriz de los brazos y las manos del animal. En segundo lugar, si el cuidador no le quita el papel, el resultado será, de manera inevitable, una mancha pardusca, dado que el chimpancé no tiene la menor idea de cuándo debe detenerse. No persigue objetivo alguno, ni ha trazado un plan o un fin a la hora de crear la pintura: si para nosotros tiene algún valor estético, es porque el cuidador se la ha retirado antes de que acabara convertida en un borrón. Y por último —o lo que en mi opinión es lo más significativo—, una vez que ha terminado —o le ha quitado el papel el cuidador—, jamás hace el intento de volverse para contemplar su obra. Tengo para mí que todo aquel que dice: «Sí: lo que hacen los chimpancés es arte», está cometiendo un error. A estos animales les gusta interrumpir el blanco del papel con manchas de colores, y el que, como seres humanos, podamos entender tal cosa no convierte en obras de arte sus creaciones. No existe tradición cultural alguna en cuyo seno elaboran su pintura; no hay crítica —ni debate artístico ni ningún género de evaluación—; no se da un estilo en el sentido de manera aprendida de efectuar sus composiciones, por más que exista cierta uniformidad por motivos meramente musculares. Llamar a esto arte o protoarte equivale a infravalorar el arte del ser humano y a hacer una interpretación pésima de él. Los animales tienen mucho que enseñarnos, aunque desde un punto de vista darwinista, el ser humano es algo más.

4. Una teoría general de la cultura Brian Eno Artista; compositor; productor discográfico de U2, Coldplay, Talking Heads, Paul Simon; artista discográfico; y autor de A year with swollen appendices. Introducción, de Stewart Brand Cofundador y copresidente de The Long Now Foundation y autor de Whole earth discipline. Esto es lo que más admiro de Brian Eno, además del placer que me produce su amistad y del deleite de su música y su arte. Como casi todos los artistas de relieve, Brian opera desde un marco de reverencia profundo, complejo y envolvente; pero a diferencia de muchos de ellos, y al igual que la mayor parte de los científicos, gusta de hablar de dicho marco. No le preocupa que uno pueda ver manchada la concepción que posee de su arte por el hecho de entender lo que se propone con él, sino más bien al contrario: parece estar deseando incluirlo a uno en el proceso. Tal actitud resulta arriesgada, pero posee un gran valor: arriesgada porque, una vez que el espectador o el oyente saben qué es lo que pretende el artista, tienen a su disposición los criterios necesarios para juzgar sus fracasos, y valiosa, en el caso de Brian, porque hace su obra de lo más atractiva, invita al público a pensar como un artista y, por lo tanto, a trocarse, en cierto sentido, en artista. Y eso es positivo para el arte y para la civilización. En mi opinión, es eso lo que hace tan fascinante el libro A year with swollen appendices. Brian es famoso, y eso hace que nos interesemos en él, y es tan encantador sobre el papel como en persona, y eso nos lleva a sentirnos muy

a gusto con la lectura de su libro. Sin embargo, lo que más nos atrae de este es su carácter revelador. A través de él, contemplamos lo que hace un buen artista con su cabeza a lo largo del día, y eso resulta muy inspirador. El hecho de decirlo todo proporciona un beneficio más, en esta ocasión al creador, pues al no mantener en secreto su marco de referencia, Brian se ve liberado de la lealtad debida a lo que quiera que estuviese pensando cuando conoció el éxito por vez primera. Uno no tiene por qué quedar aferrado a los secretos que ha revelado, sino que tiene la potestad de seguir avanzando, y su obra, en consecuencia, mantiene su capacidad para producir sorpresa. Tal vez este enfoque brinde sus mejores resultados a artistas que se aburren con facilidad. No en vano estamos hablando de quien compuso e interpretó la melodía (hoy convertida ya en un meme célebre) «Been there, done that» («Ya estoy de vuelta»). EDGE: Vamos a hablar de tu teoría de la cultura. BRIAN ENO:

Yo diría que es la cuestión en la que he estado interesado siempre, la que subyace bajo todas las demás y la que, de un modo u otro, abordo en mi libro. Desde entonces he escrito más al respecto, lo que equivale a tratar de dar con una teoría general de la cultura: por qué la creamos, qué hace por nosotros, qué es exactamente lo que llamamos así, qué cosas incluimos en esta categoría y qué cosas excluimos. Pienso en ello con dos intenciones: una es el afán por dar con un lenguaje común para hablar de moda, de decoración de pasteles, de Cézanne, de pintura abstracta, de arquitectura...; un lenguaje en el que debatir todo aquello que podríamos llamar conducta no funcional o estilística, que es a lo que dedicamos cada vez más tiempo los humanos. Cuanto más desahogada es nuestra posición, más tiempo pasamos consagrados a cuestiones de estilo, en esencia: a elegir entre un aspecto u otro de la realidad. Lo primero que tenemos que preguntarnos es: ¿existe un lenguaje en que podamos hablar de todo esto? No debería haber uno para las bellas artes, o lo que así llamamos, distinto del que empleamos para referirnos a las otras materias, sino uno común que las abarcara todas. La segunda cuestión es la de determinar si hay un modo de comprender por qué los humanos recurren a la actividad cultural de forma continua y constante y sin excepción. No sabemos de grupos humanos que no produzcan lo que podemos considerar arte. Parece ser una actividad a la que estamos inclinados

por nuestra constitución biológica, y si es así, cabe preguntarse cuál es la naturaleza de este impulso. ¿Qué está haciendo por nosotros? Lo natural es pensar que debe de haberse escrito algo sobre esto, pero yo estoy convencido de que, en realidad, no es así. El número de libros publicados al respecto es insignificante; debe de ocupar un estante de cuarenta y cinco centímetros a lo sumo. Lo que se ha efectuado ha sido una taxonomía colosal de artefactos culturales. Los autores parecen limitarse a elaborar listas y decir algo así como: «Esto le da un aire a aquello, y estos dos dan la impresión de ir juntos», y así sucesivamente. A mí me gusta compararlo con la historia natural antes de la aparición de Darwin. Antes de él se daba toda clase de observaciones: por todas partes había gente que daba cuenta de la existencia de todas esas cosas, elaboraba notas esmeradas al respecto, hablaba de ellas, relacionaba unas con otras, las comparaba y emitía toda suerte de juicios y observaciones iguales que los que se ofrecen ahora en relación con la conducta cultural. Cuando se presentó Darwin, dijo algo muy sencillo, muy fácil de entender para todos y, sin embargo, profundo en extremo porque brindaba un solo lenguaje: el lenguaje de la supervivencia, del instinto de supervivencia, la selección, etc. Ofreció un mismo lenguaje con el que abarcar todo aquello que podemos considerar organismos vivos. De ese modo, convirtió aquella disciplina no solo en una manera de coleccionar montones de material, sino en un medio para elaborar teorías al respecto de este. En cierto modo, puso punto final a lo que podíamos llamar la etapa de recolección de la historia natural, en la que el estudioso no tenía más cometido que salir a hacer observaciones, y propició una fase nueva fundada en la labor de poner en relación todos esos datos y hacer extrapolaciones y predicciones; de decir: «Si ocurre tal cosa, podemos esperar que sucediera tal otra». Esa es la labor de la ciencia. EDGE: Sin embargo, tú eres artista. ¿Qué hacemos hablando de Darwin? ENO: En su mayoría, las cuestiones que me interesan sobre el arte y la cultura están basadas, en realidad, en el intento de abordarlas con algo semejante a una teoría general como esta, que no sea tangencial ni misteriosa, sino fácil de entender, y que permita entablar un debate real acerca de la cultura. Esto se debe en parte a que soy de la opinión de que la mayor parte de los escritos sobre arte de que disponemos es pésima sin paliativos. Mi primera suegra, es decir, la madre de mi primera mujer, era una mujer muy interesante que vivía en Cambridge y tenía un salón por el que pasaba un buen número de científicos de calidad: Francis Crick, John Kendrew y Hermann

Bondi, entre otros. Se llamaba Joan Harvey, y dirigía una cosa llamada Humanistas de Cambridge. Cuando conocí a su hija y me presentó a su familia, hice muy buenas migas con Joan. Yo tenía entonces diecisiete años. Un día, esta me dijo: «Lo que haces está muy bien, pero no acabo de entender por qué alguien con un cerebro como el tuyo quiere desperdiciarlo siendo artista». Aquello me hirió en lo vivo. Yo venía de un ambiente de clase media en el que a nadie le importaba gran cosa a lo que se dedicara uno, y aquella era la primera vez que alguien se interesaba al respecto. Luego entré en contacto con un buen número de gentes con pretensiones artísticas que, evidentemente, pensaban que esta ocupación era algo maravilloso y ni se molestaban en preguntarse por qué, cuál podía ser su propósito ni qué hacía, de hecho, por nadie. Aquel fue el principio de una doble existencia interesante, porque parte de mi vida consiste, claro, en ser artista, y la otra, que me resulta igual de atractiva, en plantearme lo que estoy haciendo yo o lo que hacen los demás: en preguntarme qué sentido tiene. EDGE: ¿En qué crees que difieren las artes y las ciencias? ENO: Si preguntásemos a veinte científicos qué creen estar haciendo o cuál creen que es el sentido de la ciencia, tengo para mí que la respuesta de la mayoría sería algo así como: «Queremos comprender el mundo, saber cómo funciona». Sin embargo, si formulásemos la misma cuestión al mismo número de artistas (por qué haces arte y qué hace el arte por nosotros), puedo garantizar que recibiríamos unas quince respuestas distintas, porque cinco de ellos nos dirían que nos ocupásemos de nuestros asuntos. No existe consenso alguno acerca del sentido del arte, aunque algunos dirán: «En fin: pretenden hacer más hermosa la vida». Aquí me tienes a mí: un artista que lee, sobre todo, libros de ciencia... como la mayoría de los artistas. Conozco a muy pocos que lean libros de arte. Y me pregunto por qué no se da en las artes un debate de calidad semejante. Son muchos los artistas a los que, por lo común, se les ve hablar de ciencia, y no de arte: no existe un lenguaje desarrollado en el que mantener una conversación sobre las artes. Poco a poco, estoy alcanzando algo semejante a una teoría sobre la cultura que, en este momento, cuenta con algún que otro partidario. Llevo un tiempo hablando de ella, y la he pulido lo suficiente para poder transmitirla en menos de dos días. El primer presupuesto es el de que todos los grupos humanos poseen algo que podríamos llamar conducta artística: cuando están en disposición de

ello, o sea, si tienen resueltos los problemas más básicos de supervivencia, y aun en ocasiones cuando no los tienen, poseen una tendencia decorativa, ornamental y a menudo estilística muy compleja que acapara, además, buena parte de sus recursos: exige una gran cantidad de energía. En consecuencia, la primera pregunta que cabe hacerse es: ¿por qué ocurre tal cosa? Podría darse por supuesto que el arte posee una función que va más allá del mero entretenimiento: está haciendo por nosotros algo importante. El segundo presupuesto es el que he mencionado antes al dar por sentado que la cultura es un ámbito unificado en el mismo sentido en que lo es la vida. Por eso pretendo dar con un lenguaje, como los biólogos buscan que les permita hablar de ballenas y de amebas sin tener que inventar todo un conjunto de términos para cada uno. Es deseable contar con una infraestructura que permita decir que podemos ubicar todas esas cosas dentro del mismo panteón de posibilidades. EDGE: Estamos hablando, pues, de un equivalente artístico de la teoría de campo unificado de la física. ENO: Me gustaría hallar un modo de hablar de cultura, de manera que si abordo esta cuestión, deba ser capaz de incluirlo todo, desde lo que está considerado más efímero, accesorio e irrelevante (cortes de pelo, diseño de calzado...) hasta lo que se tiene por más sagrado y eterno. Cuando trato de reflexionar sobre lo que hace por nosotros, lo hago pensando en lo que le ocurre a uno en ciertas situaciones específicas. Vamos a tomar como ejemplo las gafas de sol de diseño que hay en la mesa que tengo delante. Tienen una apariencia muy refinada, y no tendrían por qué: las gafas no necesitan ser divertidas ni ovaladas, tener un aspecto extraño o parecer sacadas de la era espacial. Al ponérmelas, no solo me estoy protegiendo los ojos del sol, sino que estoy estableciendo una especie de juego conmigo mismo y con el mundo. Lo que estoy haciendo es entrar en algo semejante a un simulador; estoy diciendo: ¿qué pasaría si fuese de la clase de gente que lleva este tipo de gafas? Lo que quiero decir es que, en realidad, no estoy dejando a un lado lo que soy para convertirme en otro, sino entrando, por un momento, en un juego en el que, de improviso, me transformo en una persona diferente de la que estaba hablando contigo hace un momento. Con todo lo que tiene que ver con la moda, lo que hacemos es jugar a ser otro, a habitar otro mundo distinto. Si decido dejarme el pelo corto y vestirme como el comandante de un carro de combate, estoy jugando con resonancias

kitsch, de estética militar, de dominación, de rendición y dominio, de fuerza y debilidad y todo ese género de cosas. En realidad, puede decirse que cuando hago una elección en este ámbito, estoy participando en un juego de rol. Si voy a ver determinada obra cinematográfica, me introduzco en otro género de juego de rol: en primer lugar, asisto a la construcción de un mundo. Si la película es buena, entiendo cuáles son las condiciones y las reglas de ese universo, contemplo a una serie de personas que representa ciertos conjuntos de características y veo lo que hace y cómo se relaciona con él. En esencia, lo que estoy observando es un tipo de experimento puesto por obra ante mis ojos; estoy viendo cómo sería el mundo de ser como me lo están presentando, y qué ocurriría si tal clase de persona se encontrara con tal otra en ese contexto determinado. EDGE: Pero ¿es algo que hace uno de forma consciente? ENO: Esta forma de jugar con otros mundos, esa capacidad para trasladarme del universo que tengo en mi cabeza al universo posible que tienes tú en la tuya o a todos los millones de mundos que cabe imaginar es algo que hacemos los seres humanos con tal fluidez, con tamaña facilidad, que ni siquiera nos damos cuenta de que lo estamos haciendo: solo percibimos lo poderoso de ese proceso cuando topamos con personas que no pueden hacerlo; niños que sufren casos graves de autismo, por ejemplo, y son incapaces de cambiar de mundo: en muchos casos se muestran como personas totalmente inteligentes que no pueden, sin embargo, hacerse cargo de que hay más mundos que los que están percibiendo en ese momento. Esto les impide hacer dos cosas muy importantes. La primera es cooperar con facilidad, pues para hacerlo cumple que entendamos no solo nuestro mundo, sino también el de la persona con la que colaboramos y con la que estamos tratando de hacer un mundo nuevo común a ambos, lo que exige conocer dónde se encuentra el de cada uno; y la segunda, engañar. Los niños que padecen un grado considerable de autismo no saben mentir, porque no entienden cómo crear una situación desde la que ver un mundo diferente del que creen que existe. En un grado muy elevado, la cooperación y el engaño son los dos elementos que distinguen al ser humano de los otros animales. Hay sabemos que algunos de los primates superiores poseen esbozos de ambos, aunque de un modo muy rudimentario en comparación con nosotros. Lo que yo sostengo es que lo que hace por nosotros la relación incesable que mantenemos con la cultura es

permitirnos ensayar constantemente esa capacidad de que disfrutamos: el uso de esa parte considerable del cerebro destinada a reclamar, imaginar, explorar y extrapolar otros mundos, ya de manera individual, ya en cooperación con otros. Este es el punto en el que se da una conexión más sólida entre el arte y la ciencia: ambas son formas por demás organizadas de fingir o suponer, de decir: «Vamos a ver qué pasaría si el mundo fuese así». EDGE: Vamos a pasar a las ideas que albergas en lo tocante a las metáforas. ENO: La «teoría de los otros mundos», como podríamos llamarla, es parte de mi concepción, y la otra es lo que yo denomino «teoría de las metáforas». Los seres humanos codificamos la mayor parte de nuestro conocimiento no en forma de tablas matemáticas ni conjuntos de leyes estadísticas o científicas, sino de metáforas. En su mayor parte, las cosas a cuya intelección nos enfrentamos son complejas, difusas, intrincadas y cambiantes, y están, de hecho, escasamente delineadas. No sabemos con certeza dónde se encuentran sus confines, por no hablar ya de si somos o no capaces de formular preguntas claras al respecto. Pasamos buena parte de nuestro tiempo de seres humanos corrientes bandeándonos entre situaciones complicadas que surgen entre unos y otros y que requieren negociaciones constantes, y constantes empeños en entender lo que está ocurriendo. La ciencia constituye, claro está, una versión extrema de este proceso. Funciona intentando decir: «Vale, puedo separar este aspecto del mundo del resto». En efecto, podemos aseverar: «Lo he separado», y a continuación elaborar una serie de teorías y predicciones al respecto. En consecuencia, nos permite dar con una infraestructura sobre la que edificar metáforas útiles. Por eso los artistas sienten interés por la ciencia: porque no deja de ofrecer grandes ideas, como la del caos o la de la complejidad, que nos hacen pensar: «¡Vaya! A lo mejor es así como funciona un buen número de cosas». De ese modo, damos con una metáfora nueva sin tener que comprender del todo la ciencia que la ha alumbrado. Un buen número de estas metáforas se deriva de la ciencia, aunque también son muchas las que proceden de la literatura, la poesía o la música. Vivimos en medio de una colosal construcción de metáforas, y en este sentido, casi todo nuestro conocimiento tiene un carácter un tanto confuso. Una de las cosas que hacen los artistas es inventar metáforas, romperlas, cuestionarlas, apartarlas, ordenarlas de un modo nuevo, etc. Y el arte, entre otras cosas, nos recuerda también constantemente este proceso, que ocupa buena parte de nuestro tiempo:

el de crear metáforas. Me interesa mucho la obra de George Lakoff. El de Metáforas de la vida cotidiana me pareció un libro muy interesante, porque lo aparta a uno del modelo antiguo, que presenta la mente dividida en dos departamentos, uno racional y otro, digamos, intuitivo, para decir: «No, no es así como funciona». En su opinión, se da un continuo en el que hay lugares, es cierto, en que podemos proceder de un modo estrictamente racional, como cuando hacemos cuentas con una calculadora o estimaciones precisas de cómo vamos a llevar a cabo determinado proyecto y qué resultados deseamos. Para cosas así, es posible servirnos de útiles puramente racionales; pero no podemos olvidar que se trata de un todo sin solución de continuidad, en el que uno puede actuar de un modo del todo racional y también, en otros casos, tiene que hacer unas cuantas suposiciones sin dejar de proceder de forma por demás lógica o debe irse al otro extremo y obrar a golpe de corazonadas, moverse en el terreno de los presentimientos puros. EDGE: ¿Y cómo se conjuga todo eso, si es que llega a conjugarse? ENO: En gran medida, se nos ha ofrecido siempre la idea de que solo existen estos dos modos separados de hacer las cosas, y sin embargo, yo soy de la opinión de que uno navega siempre de un lado a otro de ese espectro continuo y de que durante este proceso se atavía con diferentes géneros de metáfora a medida que reconoce su utilidad. Una vez más, los teóricos del arte no han sabido abordar del todo esta realidad. Todas las obras interesantes que se han acometido sobre el particular lo han abordado desde el punto de vista de la ciencia, y han tendido, por lo tanto, a tratar de ese extremo del espectro continuo de las cosas. Si pasamos de lo más racional a lo más intuitivo de este espectro, habremos de decir que no pasamos demasiado tiempo en ninguno de los dos extremos: la mayor parte de nuestra vida transcurre mientras surcamos una región u otra de las aguas que se extienden entre ambos. Hay teóricos del arte que celebran de continuo el extremo de la «intuición», que tienen por cima de la existencia humana, y científicos que, casi por norma, ensalzan el opuesto. En ellos viven, o en ellos quisieran vivir: desean ser capaces de hacer el género de exposición capaz de fomentar esa divisoria. Lo que a mí me gustaría ver es un debate en el que se admita que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en algún lugar de en medio, y deberíamos buscar un modo de reflexionar al respecto. Supongo que en el fondo de todo esto subyace la sensación de que tal vez el único modo que tienen los seres humanos de mantener su cooperación es

haciendo que los artistas o quienes se interesan por las artes nos demos cuenta de que tenemos que echar manos a la obra. A mi ver, no podemos conformarnos ya con adoptar la actitud bohemia de: «¡Oh! Me sale, sin más», o: «No sé lo que hago», y todo eso. No lo soporto: no quiero tolerar esa actitud romántica, según la cual los artistas no deberían formar parte de este planeta. El nuestro es un trabajo como cualquier otro, y tenemos que hacer algo al respecto. EDGE: ¿Cómo haces tú tu trabajo? ENO: En cierta ocasión escribí a Richard Dawkins, que acababa de dar la conferencia anual que ofrece la BBC1 en honor a Richard Dimbleby. En ella había dicho que el Reino Unido brinda siempre honores a las artes y nunca a las ciencias. Y tiene razón: aquí se da algo semejante a una cultura humanista liberal que actúa como si aquellas fuesen maravillosas y estas, sin más, algo con lo que convivimos y de lo que obtenemos provecho cuando adquirimos una lavadora nueva o cualquier otra cosa. En su disertación dio la impresión de que, por lo tanto, las artes gozaban de un mejor entendimiento que las ciencias, y yo le dije que, a mi ver, ocurría exactamente lo contrario: comprendemos mucho peor las artes, y si parloteamos mucho con total despreocupación al respecto es, precisamente, porque lo que se dice no puede cuestionarse. El debate que se da al respecto es tan pobre que uno puede decir la primera estupidez que se le pase por la cabeza sin temor a que nadie se lo eche en cara. En cambio, todo el mundo reconoce el poderío de la ciencia: las técnicas de clonación, las armas nucleares, etc. Todos sabemos que es poderosa y puede ser peligrosa, y en este sentido son, por lo tanto, comunes las críticas. Lo que no advierte nadie es que la cultura también es poderosa y puede ser peligrosa. Mientras se hable de ella como si fuese una suerte de hermoso componente adicional que hace que las cosas presenten un aspecto un tanto mejor en esta clase de vida brutal que llevamos, mientras siga viéndose como el adorno de la tarta, nadie va a tomar conciencia de que se trata del medio en el que estamos inmersos, que nos conforma y que hace que seamos lo que somos y lo que pensamos. Dawkins me respondió para decirme que mi carta no podía ser más oportuna, porque cada vez piensa más en los memes y menos en los genes, y que, claro está, la cultura está hecha de aquellos: es el medio de los memes. EDGE: ¿Y adónde crees que te van a llevar esas ideas? ENO: Uno de los planteamientos que busco es cualquiera que empiece a tomar en serio la cultura que hace el común de la gente. Los encuentro en libros como El lenguaje de patrones, de Christopher Alexander, o How buildings learn,

de Stewart Brand. Es importante tratar de dignificar y tomar en serio lo que hacen con su tiempo las personas que no se consideran expertas ni profesionales, y me gustaría ver que se hace lo mismo desde el punto de vista cultural: que vayamos reconociendo que las personas son seres culturales. No pueden evitarlo. No se trata de adoptar la decisión de hacerse artista, sino que uno no puede evitarlo, hasta cierto punto. Este es un paso psicológico importante, porque dice a las personas: hazlo. Hay otro grado más profundo en el que me gustaría poder decir lo mismo, y es algo de lo que no he hablado aún porque resulta muy difícil de explicar: en qué consiste el valor cultural y cómo se presenta. Casi toda la historia del arte consiste en tratar de identificar lo que confiere valor a los objetos culturales. Las teorías del color y la dimensión, la proporción áurea y otras ideas similares dan por supuesto que algunos objetos son en sí mismos más hermosos y meritorios que otros, en tanto que el nuevo pensamiento cultural sigue otros derroteros al afirmar que somos nosotros quienes otorgamos valor a las cosas; somos nosotros quienes creamos su valor. Es precisamente este acto el que hace valiosos los objetos, y esto reviste una gran relevancia, ya que son muchas las ideas intransigentes (todas, de hecho) que descansan sobre el supuesto de que hay cosas que gozan de un valor, una resonancia y un significado intrínsecos. En cambio, toda actitud pragmática parte de otra hipótesis: «No, no: somos nosotros; somos nosotros los que creamos esos significados». La cultura es un modo de hacer que el público alcance este punto de entendimiento. El cometido de buena parte de la cultura moderna consiste en decirle: «Estás creando valor». Cuando Marcel Duchamp expuso su inodoro en lo que consideró un acto de indiferencia estética deliberada, lo que estaba diciendo era: «Mirad: puedo poner cualquier cosa en una galería de arte y hacer que lo tratéis de tal manera que adquiera valor». Salta a la vista que quería decirnos que es la transacción que se establece entre nosotros y el objeto, situado en dicho contexto, lo que lo hace valioso. Se trata de algo que podrá entender con toda probabilidad cualquiera que se mueva en el ámbito de las finanzas internacionales: el valor es algo que se confiere de resultas de un sistema de confianza entre las partes. Sin embargo, a las religiones no suele resultarles tan fácil hacerse a la idea. Desde luego, los más intransigentes no lo comprenderán nunca. Para mí, buena parte de los problemas que se consideran insolubles en nuestro tiempo proceden de esta dificultad de penetrar que es el ser humano el que otorga valor a las cosas. No ha

llegado por sí solo, ni estaba ya ahí o lo ha estado desde siempre, ni tampoco lo ha hecho otro y nos lo ha dejado ahí: lo hemos creado nosotros; nosotros lo hemos puesto ahí. La relación que establecemos con la cultura constituye un modo de entender esto último. Huelga decir que la historia del arte del pasado se ha servido siempre de ello para respaldar esta idea antigua de que el valor está en el objeto y nosotros somos como receptores de radio; claro: la Piedad de Miguel Ángel es hermosa porque sus proporciones guardan cierta resonancia divina semejante a la que posee la proporción áurea, y algo así se comunica a través de ella hasta nosotros. Yo ya no estoy dispuesto a aceptar este modelo trasnochado de transmisor y receptor: el valor se encuentra en la transacción. El objeto en sí puede ser punto menos que irrelevante, como lo era el inodoro de Duchamp. De hecho, podía haber elegido en su lugar una pala o una rueda de bicicleta. Lo que hizo fue crear una situación que le permitiese decir: «Ven, espectador; entra y crea valor». Buena parte del arte del siglo XX se ha fundado en eso, en recordarnos que somos nosotros los que damos valor a las cosas, que no existen antes en un estado valioso.

5. Somos como dioses y tenemos que estar a la altura Stewart Brand Cofundador y copresidente de The Long Now Foundation y autor de Whole earth discipline. Hace cuarenta años, más o menos, yo lucía una chapa que decía: «¿Por qué no hemos visto nunca una fotografía de toda la Tierra?». Al final, vimos las instantáneas, ¿y qué nos han aportado? Lo que ha cambiado desde entonces ha sido, sobre todo, el clima. Hace cuatro décadas estaba en posición de decir en Whole Earth Catalog: «Somos como dioses y podemos estar a la altura». Las imágenes de nuestro planeta tomadas desde el espacio poseían esa perspectiva divina. Ahora lo que digo es que somos como dioses y tenemos que estar a la altura. Tal necesidad procede del cambio climático, que puede resultar desastroso para nuestra civilización. El planeta seguirá bien, y también la vida. Perderemos cantidades ingentes de especies, y quizá también la selva tropical, si la Tierra sigue calentándose. En consecuencia, se trata de un asunto mundial, de un fenómeno que atañe al mundo entero. No ocurre solo en una región determinada. La perspectiva universal no es hoy una simple postura estética, ni tampoco es solo perspectiva, sino un problema que afecta a todo el mundo y requiere soluciones que deben ser adoptadas por todo el planeta en el contexto de formas de gobierno que aún no poseemos. Supone el uso de avances tecnológicos que apenas estamos empezando a vislumbrar, y lo que los ecologistas conocen como ingeniería de ecosistemas. Esto último lo hacen los castores y las lombrices de tierra, aunque, por lo común, no a escala mundial, que es como vamos a tener que hacerlo nosotros. Para ello, sin embargo, hay que salvar el obstáculo que suponen no pocos sentimientos y principios estéticos del movimiento ecologista.

Este, por otro lado, deberá aportar buena parte su experiencia de buen hacer en determinados terrenos, como la preocupación por el clima que demostró desde muy temprano, para solucionar el problema. Con todo, va a ser necesaria no poca labor de ingeniería, y esto no es del gusto de los ecologistas. Va a hacer falta una cantidad mucho mayor de ciencia, y ellos deben aprender a no ser inflexibles al respecto. Les interesan las ciencias atmosféricas, pero no la nuclear ni la ingeniería. Eso es lo que tiene que cambiar. Sin embargo, hay un par de cosas que no pueden cambiar. Todo apunta a que se encuentran en su mejor momento: al menos, el público cree lo que llevan tiempo diciendo acerca del cambio climático y de otros asuntos. Hoy se supone que todo debe ser verde. Para mí, se trata de algo semejante a una repetición de lo que ocurrió en la década de 1970. Entonces se suponía que teníamos que preocuparnos por la energía solar y eólica y otras cosas beneficiosas, y eso fue muy positivo. Los ecologistas pueden no cambiar. En cierto sentido, resulta casi irrelevante que cambien y tomen la iniciativa o que no lo hagan, porque la situación política hace pensar que no disponemos de las instituciones mundiales necesarias para hacer frente a un problema que afecta a todo el planeta. Buena parte de la mejor información que poseemos procede de las Naciones Unidas, cuyos estudios relativos a ciudades y barrios de chabolas, a poblaciones y cosas así son quizá la mejor fuente que podemos encontrar. Sin la ONU, no tendríamos datos fiables al respecto, aunque lo cierto es que no posee potestad administrativa alguna. Probablemente no sea deseable un gobierno mundial, aunque sospecho que, en caso de que nos viésemos metidos en una catástrofe climática, íbamos a encontrarnos precisamente con una mala Administración universal. Lo más deseable es que colaboren los que ya existen, y en particular los más importantes del planeta. Esto también sería un cambio para los ecologistas y para muchos otros. Desde Ronald Reagan, por parte de la derecha, y el Día de la Tierra, por la de la izquierda, los gobiernos no se han ganado muy buena reputación y, sin embargo, son ellos los que dirigen las infraestructuras. Son ellos los que dirigen los sistemas energéticos. Si las naciones europeas y norteamericanas, la India y la China ilegalizasen su labor gubernamental de carboneo, convirtiesen la combustión en la última fuente de energía y ajustasen en consonancia sus economías —y son ellas, precisamente, las que están en posición de hacerlo—, tal vez habría alguna esperanza. Pueden hacerlo en colaboración; eso sería

mucho mejor. Pero para ello es necesario que se tomen la ciencia más en serio. Esta es una de las razones por las que China tiene todas las de hacerse con la iniciativa en este sentido, porque su liderazgo posee, en lo fundamental, la ingeniería como telón de fondo, en tanto que el nuestro se desarrolla sobre todo en un entorno legal. Europa tiene un carácter mixto, en tanto que en la India está aún por ver: podría adoptar un sentido u otro. Todas estas naciones son grandes productoras de gases propiciadores del efecto invernadero. En ellas, la prosperidad está llevando a sus gentes a subir cada vez más peldaños de la llamada escalera energética y demandar una cantidad mayor de electricidad. La que provee en nuestros días la red procede de la combustión de carbón, y esto provoca los gases de efecto invernadero que están abrasando el planeta. Deberían pasarse a la energía nuclear. Deberíamos estar investigando en serio la energía solar en el espacio en lugar de en la tierra, en donde está destrozando el suelo por estar la luz del astro tan disgregada sobre su superficie. Ya veremos lo que debe ocurrir en los próximos años, y eso suscita la pregunta de si podemos esperar que dichos gobiernos y naciones en general estén a la altura cuando llegue el momento. Quizá sea necesario que se produzcan algunas catástrofes de gravedad antes de que empiecen a tomárselo en serio. El asunto principal sobre el que he cambiado de opinión con los años es el de la energía nuclear. Básicamente, me sumé a la idea prestada de que esta es perjudicial por las dificultades de almacenamiento de residuos a largo plazo y di por supuesto, en consecuencia, que cumplía buscar otra solución. No tenía muy claro cuál podía ser esta, y lo cierto es que resultó consistir en quemar carbón en grandes cantidades y lanzar a la atmósfera grandes cantidades de gases de efecto invernadero. Por lo tanto, al oponerme a la energía nuclear me convertí en parte del problema. Acabé por darme cuenta de que pensamos en los residuos de un modo desquiciado. Hablamos de que necesitamos aislarlos por completo durante diez mil años, como si los seres humanos de dentro de cien siglos fuesen a ser idénticos a nosotros. De hecho, podemos estar seguros de que ni siquiera vamos a ser como somos de aquí a cien o doscientos años. Lo ocurrido en Chernóbil nos enseñó que cuando se sufre un accidente totalmente desastroso en un reactor nuclear, en el fondo se le hace un inmenso favor a la naturaleza al ahuyentar a las personas. En el lugar en que se produjo el peor siniestro nuclear de la historia

disponemos ahora de la mejor reserva natural de Europa, y el dato resulta muy interesante. Este hecho, entre otros, contribuyó a que cambiase de opinión al respecto de este género de energía, que ahora considero positiva para el hombre. Es tan sencillo como esto: el cambio climático exige que apaguemos el carbón y que encendamos, por tanto, las nucleares. Esto habrá que venderlo en cada país. Vamos a tener que hacer frente al problema del: «Sí; pero en mi casa, no». Por mi parte, a mi no me importaría tener una central nuclear en Sausalito, la ciudad de California en donde vivo, ni tampoco que se almacenaran en ella los residuos. Los lugares en los que suele hacerse son esos contenedores secos instalados a las espaldas mismo de los aparcamientos de cientos de los reactores existentes en Estados Unidos y en todo el mundo. La acumulación de residuos no es un asunto tan preocupante. Francia ha logrado amañarlo. Si lo que se desea es emplear el subsuelo, hay un buen número de lugares en donde hacerlo. Cuando uno analiza los detalles al respecto y observa las cuestiones prácticas surgidas de lo que, sin constituir aún una industria demasiado madura, ofrece, sin embargo, grandes expectativas relacionadas con microrreactores y cosas semejantes, lo que parece un problema sensacional resulta no ser más que un conjunto de dificultades del plano de la ingeniería que debe resolver esta para permitir la solución de asuntos más interesantes. He hablado mucho en público acerca de todo esto, y mi discurso tiene ya una variante resumida y otra extensa. A la primera recurro cuando formo parte de un grupo de expertos y aseguro que la energía nuclear no me parece mal. Eso provoca abucheos entre el auditorio y hace que se le erice el vello a más de uno de cuantos conforman conmigo la comisión. La gente ha acumulado un buen número de argumentos contra esta clase de energía: los costes, los residuos, la proliferación armamentística... Sumándolos todos, llegan a la conclusión de que es inaceptable. Sin embargo, cuando se toman uno a uno todos los obstáculos y se tratan por separado —cuando se aduce que el de la radiactividad no es un problema tan serio como puede parecer, etc.—, no falta quien encuentre cierto alivio en encogerse, sin más, de hombros y decir: «Bien, ahora que entiendo los hechos, no parece que la energía nuclear sea tan mala». Así que es necesario abordar el asunto con detenimiento. A no ser que haya quien diga: «Si a Fulano le gusta la energía nuclear, a mí también»; pero esta no es, ni mucho menos, una razón de peso; conque es de vital importancia que escuchen todo el argumento. Otra cuestión interesante que se suscita cuando me dirijo a determinado

público es la preocupación relativa a la cantidad ingente de energía que están consumiendo los ordenadores de todo el mundo. Dado que mantener la Red en funcionamiento exige un suministro elevadísimo de energía a fin de gestionar la informática en nube, es evidente que necesitamos fuentes limpias. Tal vez parte de aquella deba proceder de fuera de nuestro planeta. La que sigue es una secuencia que me parece verosímil, aunque solo levemente: el gasto más oneroso que suponen las misiones espaciales es el que genera la puesta en órbita; pero en nuestros días tenemos la posibilidad de desviar el rumbo de asteroides que, de otro modo, acabarían por estrellarse contra la Tierra y causar problemas de consideración. Al parecer, existe, cuando menos, un 20 por 100 de probabilidad de que llegue a nosotros alguno peligroso en lo que queda de siglo. Ahora tenemos la posibilidad de salir al espacio, identificar los que pueden causarnos quebraderos de cabeza y moverlos, primero embistiendo contra ellos y, a continuación, ajustando su trayectoria con una nave de las conocidas como tractores gravitacionales. En consecuencia, vale la pena poner por obra el proyecto, que a la postre, resulta relativamente barato. Podría acometerlo cualquier nación con capacidad para enviar naves al espacio, incluida la nuestra. Se trata, sea como fuere, de programas destinados a salir a observar asteroides, y mientras los miramos, también podríamos colocar en ellos respondedores, ver si de veras constituyen una amenaza y moverlos. Hasta ahora, las compañías privadas no poseen programas espaciales de la envergadura de, digamos, los rusos, los estadounidenses, los indios, los japoneses ni los chinos, que sería la necesaria para acometer esta clase de levantamiento de peso. Sin embargo, es de imaginar que acabarán por alcanzar la capacidad que se requiere para ello. Lo más atractivo de esta idea es que quien pueda mover un asteroide también estará en posición de extraer los minerales que contenga, y los asteroides metálicos son casi como el oro puro en un sentido económico, pues están conformados por cantidades fabulosas de metales valiosos en extremo. Desde un punto de vista ecológico, esta actividad de prospección apenas resulta perniciosa por no haber de por medio especies ni tribus nativas por las que preocuparse. Puede que se den casos en los que varias naciones reclamen la posesión de un asteroide, aunque una vez que emprendamos la explotación minera de estos cuerpos celestes, el punto de vista económico de nuestra presencia en el espacio pasará del: «Hacer ciencia es demasiado caro», a: «Se trata, sin duda, de una empresa valiosa en lo comercial». Llegado ese momento,

empezaremos a estar en condiciones de pagar por sacar material de la superficie del planeta, y extraeremos de dichos asteroides buena parte de lo que necesitaremos para construir estructuras en el espacio. No será necesario hacer que franquee el pozo gravitacional. Una vez conseguido todo esto, la obtención de energía solar en el espacio se muestra como algo concebible. Entonces podremos hacer realidad la idea de Marshall McLuhan, según la cual tras el Sputnik ya no hay naturaleza: solo arte. Y lo cierto es que vamos a hacer mucho arte en el espacio. El artículo de Laurence Smith, «Will we decamp for the Northern Rim?», aparecido en Edge, apunta algunas posibilidades para nuevas ideas de gobierno. En él recoge más información realista de la que suelen ofrecer otros sobre el Ártico dada su lejanía: sobre lo que está ocurriendo con los bosques, con la tundra, con los hielos y con las gentes y los animales que conviven en los litorales helados que lindan con dicho océano. De un modo u otro, aquella región reviste en nuestros días una importancia esencial. El deshielo está abriendo el paso del noroeste. La ruta marítima septentrional por sobre Rusia se está abriendo, y tal circunstancia ha transformado por entero el transporte en barco y, por lo tanto, el trazado económico del mundo. Las naciones llevan siglos buscando con ahínco un paso así, y ahora hemos dado con él, aunque de un modo cruel: derritiendo el hielo. No es moco de pavo: el ser humano puede navegar aquella región por motivos mercantiles. Puede que el cambio climático sea bien recibido también por los habitantes de Groenlandia, en particular si les permite cultivar al fin la tierra. Si prosigue el calentamiento, y los trópicos siguen extendiéndose hacia el norte y el sur, trocando la región ecuatorial en un lugar más seco y cálido, la humanidad se desplazará hacia los polos. En el hemisferio sur no hay mucha tierra; pero en el norte, sí. Siberia y el Canadá comienzan a perfilarse, en cierto sentido, como el lugar perfecto. Tal vez muchos deseen mudarse allí. Seguirá siendo de noche la mitad del año, y eso presenta ciertas desventajas. Sin embargo, habrá allí mucha gente pensando en ellas, sacando petróleo de sus entrañas, buscando uranio y quizá hasta viviendo. Con todo, hay otro motivo por el que resulta esencial aquella región septentrional: la gran cantidad de metano que encierra en la capa de hielo perpetuo en forma de clatrato. Si se derrite esta, liberará el metano, un gas de

efecto invernadero veinte veces más poderoso que el dióxido de carbono. No permanece tanto tiempo como este en la atmósfera, pero es muy potente y puede provocar aumentos repentinos de este género de gases y de la temperatura; y si ocurre tal cosa, ¿cómo vamos a poder contenerla? Por eso aquella región septentrional reviste tanto interés para todo el planeta, aunque haya solo cinco o seis naciones incluidas físicamente en ella. En consecuencia, el de hacer algo respecto de dicha área tal vez sea un reto político mundial abordable, aplicado solo a los hielos perpetuos, solo a los que no lo son tanto o quizá solo a la estratosfera que se extiende por encima de los polos. Si ponemos en la estratosfera dióxido de azufre, obtendremos sulfato, que enrarece el aire tal como nos hizo descubrir el volcán Pinatubo al entrar en erupción hace unos años. Si soltamos una cantidad considerable de dióxido de azufre en la atmósfera, propiciará un enfriamiento general. Es posible hacerlo solo en el norte, en donde, como hemos visto, solo afectará a unas cuantas naciones. Sería un modo práctico de comprobar la eficacia de este género de ingeniería humana. A mi entender, el de geoingeniería está dejando de ser, de forma gradual pero firme, un término prohibido, hasta tal punto que debemos empezar a ir pensando seriamente en él. Tenemos que hacer investigaciones sesudas y hacer que estas ideas pasen de los científicos a los ingenieros para probarlas. La energía solar tiene mucho que decir. Yo llevo treinta años usando electricidad procedente de ella. La hemos empleado para electrificar alambradas a fin de alejar de ellas al ganado y para abrir las puertas de forma automática. Tenemos un calentador de agua solar para las albercas, de modo que no nos hace falta usar propano. La energía del sol ofrece resultados excelentes en edificios y recintos individuales. En el ámbito industrial, sin embargo, topamos con el problema de la escasa concentración de la luz solar. El viento presenta dificultades similares por la huella considerable que dejamos al recogerlo. Según tengo entendido, en el sur de California hay unos ochenta proyectos de energía solar que esperan poder llevarse a término y para los que harían falta dos mil quinientos kilómetros cuadrados. Estos, claro está, no son de tierra desnuda, sino de desierto vivo: un paisaje natural por el que han mostrado su preocupación muchas personas que llevan muchos años afanándose por protegerlo.

Poner en práctica la obtención de energía solar a escala industrial supone, básicamente, arrasar el paisaje en un sentido literal. Se trata de una forma de tecnología dañina en extremo para el entorno. Y lo mismo cabe decir de la energía del viento, aunque no resulta tan perjudicial para la superficie del suelo, un parque eólico tiene que estar en una región de corrientes recias, y en la zona en que se erige apenas puede hacerse otra cosa que conducir ganado además. No está tan mal, y sin embargo, se emplean grandes extensiones de tierra para muy poca energía. Ninguna de las dos técnicas posee, por el momento, modo alguno de almacenar la energía que recogen cuando brilla el sol y sopla el viento. Por lo tanto, en realidad ni siquiera producen la carga mínima, es decir, la que siempre está en uso y hace posibles las ciudades. El lado negativo de la energía solar y de la eólica se está haciendo cada vez más evidente a ecologistas y al público en general, y nos estamos acostumbrando a la idea de las compensaciones. A fuerza de hacer todas estas cosas, de probarlas, las compensaciones se están haciendo cada vez más refinadas. Los parques eólicos ofrecen los mismos problemas de coste que los reactores nucleares: son muy caros al principio. En ocasiones, el inversor inicial no puede afrontarlos, aunque tres inversores más tarde, la cosa empieza a dar sus frutos de forma gradual. Esa es la norma. Dudo mucho que entendamos la infraestructura. Dudo mucho que entendamos la parte económica de la infraestructura: simplemente, abrigamos grandes planes. Construimos cosas y vemos si funcionan o no, si hemos de pagar o no por ello. Siempre nos ocurre lo mismo, y a la postre descubriremos que la energía solar y la eólica son importantes, aunque no lo suficiente. Por eso necesitamos ir más allá, ganar en eficacia y en todo lo demás, pero también dar con otras fuentes de energía distintas de la combustión que no exijan tanto suelo como estas dos. Dado que la biotecnología está llamada a avanzar con tanta velocidad como cualquier otra disciplina tecnológica de nuestro tiempo y con igual eficacia, una de las primeras cosas que deberíamos hacer al enfrentarnos a un problema energético es tratar de averiguar si existe alguna solución en este ámbito. Quizá sea posible resolverlo mediante el enfoque de la ingeniería, ya mediante el uso de microbios, ya con cualquier otro medio. Probamos con los biocombustibles, que comportaban la conversión de alimento en carburante. Resultó que no funcionaban tan bien como esperábamos, aunque valió la pena el intento.

Este último elemento va a tener, sin duda, su peso. Tal vez llegue a hacerse realidad la idea de George Church, que prevé la existencia de centrales capaces de generar combustibles listos para ser transportados de un modo que se adapte a las necesidades exactas del consumidor: si está destinado a alimentar un motor de reacción, saldrá en forma de jarabe de arce. Todavía queda mucho para ello, aunque tal vez no esté tan lejos como pensamos. Sospecho, además, que distará de ser la solución definitiva, porque se trata de otra forma de tecnología solar. Hasta ahora, todos los avances biotecnológicos de relieve que se han producido en el terreno de la producción de energía se fundan en una forma u otra de fotosíntesis, y ello supone recurrir a la luz solar que tan disgregada llega a la superficie terrestre. Los hay que albergan la intención de partir del carbón y transformarlo en algo más útil. Craig Venter planea trocar las reservas de este mineral en metano, más eficaz y menos dañino que el carbón puro como fuente de gases. Quizá funcione. En general, se entiende que debamos avanzar y hacer cualquier cosa que esté a nuestro alcance, incluidas aquellas de las que no estamos seguros, pues no todas están llamadas a funcionar y necesitamos que sean muchas las que lo hagan. No hay nada que pueda solventar el problema por sí solo, aunque lo cierto es que, sea como fuere, todavía estamos muy lejos de lo que quiere de veras el público, que es lo que llama Bob Metcalfe «energía limpia despilfarrable». Nos gustaría tener la suficiente para no tener que preocuparnos por ella. Me encanta la expresión: se opone por entero a cualquiera de las ideas abnegadas que abrigamos respecto de la necesidad de vivir con frugalidad, a todo convencimiento de que, si no lo hacemos así, no lo estamos haciendo bien. Personalmente, dudo mucho que la energía despilfarrable sea ninguna maravilla, aunque me gusta la idea de tenerla ahí a modo de incentivo para quienes puedan sentirse inspirados por ella. Energía limpia despilfarrable. Está bien: ahora, poneos a crearla. En cuanto a mi idea de la política climática que debería seguir Estados Unidos, supongo que el orden tendría que ser este: energía, agricultura, clima y política urbana. Vamos a incluir también la educación, ¡qué demonio! Las ciudades son verdes; vamos a fomentar su desarrollo aquí y en el resto del mundo. La energía nuclear es verde; vamos a fomentarla aquí y en todas partes. La ingeniería genética centrada en el cultivo de especies alimentarias, medicinales y de cualquier otro género es verde; fomentémosla en todo el planeta. Vamos a

conjugarlo todo en torno a la idea de crear una política climática para este país que sirva de modelo para cualquiera que desee hacer lo mismo, con la esperanza de que lo hagan todos, y podremos acabar el siglo, cuando menos, conservando la salud con la que lo hemos empezado. Las ciudades son verdes por su eficiencia energética. No se necesita mucho para calentar y para refrescar a sus habitantes, que emplean mucha menos energía para trasladarse de un lado a otro. Pueden servirse del transporte colectivo porque son un colectivo humano, y, por lo tanto, la concentración humana tiene su sentido. Sin embargo, el hecho de vivir en el quinto pino no lo tiene. Resulta, además, que a la gente le gusta vivir en zonas urbanas. Por consiguiente, en todo el planeta, se mudan a las ciudades millones de personas al mes. Soportan las condiciones que les ofrecen los barrios bajos por considerarlas una mejora notable en cuanto a oportunidades en comparación con lo que tenían en el campo. El mundo está perdiendo de forma permanente la cultura campesina, y el ascenso de Occidente ha tocado a su fin por el hecho de que las ciudades en crecimiento se encuentran en otro lugar: el Sur Mundial, que le dicen. Allí vive la juventud del planeta, la gente innovadora, capaz de convertir los teléfonos móviles en sistemas de pago en efectivo con más rapidez que nosotros y poseedora de mejores señales de telefonía que las que tenemos en el norte. En la actualidad es más de la mitad del planeta la que vive en ciudades, que suponen un 2,8 por 100 aproximado de la superficie terrestre libre de hielo, y la proporción de la población urbana no va a tardar en ser de entre el 70 y el 80 por 100, con una ocupación del 3 por 100 del suelo del planeta. El ser humano tiende a abandonar las zonas rurales y a dejar de quemar madera para cocinar y calentarse. Vuelven a crecer los bosques. Aquel deja de cazar para obtener carne, y vuelven los animales. Deja de sacar agua del subsuelo, y vuelven los acuíferos. Todo esto es fruto del paso del campo a las ciudades. Estas, por lo tanto, son verdes. Las personas se congregarán en las ciudades no por indicación de nadie, sino por deseo propio. En la década de 1960 tuve ocasión de conocer la tendencia inversa cuando, en parte, se tenía por cierto que las ciudades eran malas, y el campo, bueno. Todo el mundo corría a vivir en comunas rurales en las que morir de aburrimiento, y a continuación saltaron de nuevo a la ciudad y fundaron toda clase de negocios. Esa es nuestra generación. Nos pirraba la vida rural, hasta que nos cansamos y la olvidamos.

Otro de los problemas a los que nos enfrentamos es el que yo llamo la cuestión del daño. Entre las peculiaridades del movimiento ecologista se cuenta la de haberse visto atrapado en su asociación con la política de izquierda o, cuando menos, liberal. Esto ha tenido varios efectos negativos. Sobre todo, ha supuesto la existencia de un buen número de conservadores que no está dispuesto a aceptar la idea de que el clima esté cambiando de veras por el simple hecho de creer que hacerlo equivaldría a admitir que Al Gore ha acertado en algo, y solo de pensar en ello se echa a temblar. A tan ridícula situación hemos llegado. Sin embargo, si uno sopesa los perjuicios y beneficios que han tenido los diversos proyectos medioambientales considerando solo si han sido positivos o negativos para el público, habrá de reconocer que la revolución verde ha sido provechosa para las masas, pues conjuró la amenaza del hambre. Por algún motivo, a los ecologistas les gusta pensar que fue negativa, y se equivocan. Lo que llevaron Norman Borlaug (el padre de aquella revolución) y otros a lo que hoy conocemos como países en vías de desarrollo fue, en lo básico, prácticas agrícolas occidentales que conllevaban el uso de fertilizantes, herbicidas y pesticidas, así como de variedades mejoradas de cultivos alimentarios creados a través de hibridación (hoy se emplea para ello la ingeniería genética). Se hicieron disponibles cantidades ingentes de alimento en partes del mundo que no habían conocido jamás semejante productividad, y en consecuencia se transformó el mundo de un modo positivo. El que desde el presente se considere negativa la revolución verde me resulta una marcada contradicción de los principios liberales y, sin embargo, aún hay cosas peores: existe una superstición relativa a la ingeniería transgénica —es decir, de la ingeniería genética basada en el método de transferir un gen concreto de una especie a otra— que la presenta como algo contra natura cuando no lo es. De hecho, es la forma más frecuente que tienen los genes de divulgarse en la naturaleza. Sin embargo, quien solo comprende la hibridación agrícola darwiniana pensará que se trata de algo negativo. Los europeos decidieron que la ingeniería genética, la introducción en los alimentos de organismos modificados genéticamente, era algo malo, tanto, tanto, que no debía hacerse. Se convirtió, por lo tanto, en algo semejante a los derechos de los animales o el aborto, asuntos que justifican el hecho de amenazar y

quemar a los científicos y sus proyectos de investigación, considerados perniciosos, frankensteinianos. Se habla ya del doctor Frankenfood (de food, «comida»). Esto ha hecho mucho daño a África, que depende de los mercados europeos para desarrollar cultivos comerciales por motivos que aún no tengo muy claros. África es la región agrícola más necesitada de avances tecnológicos del mundo, y en especial de mejores cultivos, cosa que se puede alcanzar del modo más rápido posible mediante la ingeniería genética. Sin embargo, de todas las naciones del continente, solo Suráfrica, que posee el número necesario de científicos propios para saber cuándo es o no útil lo que dicen los ecologistas, se resistió a seguir el camino trazado por Europa. La mayor parte de África creyó a pie juntillas el cuento de los ecologistas de que los cultivos modificados por ingeniería genética son algo semejante al veneno, perjudiciales de un modo u otro. Esto ha tenido como resultado directo el hambre: la parte del mundo que más necesitada se halla de avances agrícolas se ha visto atrasada en unos veinte o treinta años por culpa de los ecologistas. Se trata de un hecho durísimo que daña a la Especie Humana con mayúsculas. Los ecologistas han pecado. Todas las organizaciones defensoras del medio ambiente de que tengo noticia se oponen a la ingeniería genética aplicada al cultivo de especies alimentarias, y algunas, en particular las que tienen sede en Europa, lo hacen de un modo muy activo. Las de la orilla opuesta del Atlántico la desaprueban, a lo sumo, de forma moderada. En realidad, nadie es neutral, que yo sepa, y nadie la apoya de un modo resuelto como deberían hacer estos grupos. Se trata de un verdadero problema, ya que los cultivos modificados con ingeniería genética, los que tenemos, han resultado ser beneficiosos tanto en el plano económico como en el ecológico: suponen una mayor producción y, por lo tanto, el uso de una cantidad menor de tierra; evitan el uso de pesticidas en el ambiente por estar contenidos en la planta misma, y previene, en el caso de cultivos resistentes a herbicidas, como es el caso de la soja tratada contra el Roundup, el uso de grandes cantidades de producto químico destinado a combatir las malas hierbas, puesto que hace posible aplicarlo en la misma plantación en el momento en que comienzan a asomar estas para llevarles la delantera. Todo lo expuesto resulta, pues, benigno para el medio ambiente y aun provechoso en muchos casos. La base científica no puede ser más sólida, y sin

embargo se hace caso omiso de ella por ir contra ciertas ideas supersticiosas y sentimentales. Esto quiere decir que los pueblos pobres que reciben cantidades insuficientes de alimento se ven excluidos a propósito por individuos y colectivos que poseen una aversión irracional ante los cultivos modificados por ingeniería genética. En cierta conferencia ofrecida en Alemania, preguntaron a Craig Venter: —¿No están jugando ustedes a ser Dios? Y su respuesta fue: —Aquí nadie está jugando. Hay que darle la vuelta. ¡Vamos, hombre! ¿No nos pasamos el día jugando a ser Dios? ¿Qué hay de innovador en eso? Somos como dioses y tenemos que estar a la altura. Es verdad que algunos de cuantos trabajan en el ámbito de la biotecnología se refieren a lo que hacen como «jugar con la naturaleza». Quieren decir que su labor está biointegrada: toma procesos naturales y hacer malabares con ellos. ¿Y qué tiene eso de nuevo? Lo único que resulta desconocido al público general son los procesos naturales en sí, como, por ejemplo, el de cómo se ganan la vida los microbios. Lo que hacen éstos a diario es lo que estamos haciendo ahora nosotros en los laboratorios. No es gran cosa si uno sabe lo que hacen, y sí si uno lo ignora. Una de las peculiaridades de la atmósfera de nuestro planeta es que está gobernado por microbios, y nosotros acabamos de empezar a entender, de forma paulatina, cómo lo hacen y qué función desempeñan, en particular, los océanos en el proceso: el papel que representan los ecosistemas microbianos en la transferencia química, la gestión del dióxido de carbono, el almacenamiento de carbono, etc. Además, ahora que los adelantos tecnológicos nos han permitido actuar a escalas nanométricas con herramientas como la secuenciación metagenómica por fuerza bruta de entornos microbianos completos, estamos comenzando a entender su vida y el modo como gobiernan el mundo. Por lo tanto, he de concluir que no tengo más solución a los problemas que nos acucian en nuestros días que la siguiente: si tiene usted una pregunta de cuya respuesta no está seguro, plantéesela a un microbio.

6. La catedral de Turing Visita a Google con ocasión del LX aniversario de la propuesta de computadora digital formulada por John von Neumann George Dyson Historiador de la ciencia, y autor de Darwin among the machines y de Project Orion. En el universo digital, hay dos clases de bits, según representen estructuras (diferencias de espacio) o secuencias (diferencias de tiempo). Los ordenadores digitales, tal como los concibió Alan Turing y los presentó John von Neumann, son aparatos que efectúan las traducciones necesarias de unos a otros conforme a una serie de reglas definidas. El 24 de octubre de 1945, en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (Nueva Jersey) el matemático John von Neumann comenzó a buscar la financiación necesaria para construir una máquina capaz de hacer tal cosa a velocidades electrónicas. «Estoy seguro de que el artefacto que hemos proyectado, o por mejor decir, el género de artefactos del que este será solo la primera representación, posee una novedad tan radical que muchos de sus usos no quedarán claros hasta después de haberse puesto en marcha —escribió a Lewis Strauss—. De estos, los que tienen más probabilidad de ser más relevantes son, por definición, aquellos que no reconocemos en el presente por hallarse por demás apartados de nuestra esfera actual.» Von Neumann recibió el apoyo inmediato del ejército, de la armada y de las fuerzas aéreas, aunque la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos (AEC, por sus iniciales inglesas) no tardó en convertirse en el principal patrocinador. Resultaba difícil resistirse a semejante pacto con el diablo. «El

contrato con el ejército garantiza la supervisión general del Laboratorio de Investigación Balística, en tanto que la AEC supone la supervisión de Von Neumann», expuso en 1949 la administración del Instituto. En 1951, cuando la máquina fue, al fin, operativa, poseía cinco kilobytes de memoria RAM: una matriz de dígitos binarios de 32 × 32 × 40, almacenada como un conjunto parpadeante de cargas eléctricas que cambiaba de un milisegundo a otro sobre la superficie de cuarenta tubos de rayos catódicos. Los códigos que poblaban aquel universo vacío hasta entonces estaban basados en el principio arquitectónico de que un par de coordinadas de cinco bits era capaz de identificar una posición de memoria que contuviese una cadena de cuarenta bits. Estos podían incluir no solo datos (números que representan cosas), sino también instrucciones ejecutables (números que hacen cosas), incluidas las necesarias para transferir el control a otro lugar y hacer algo distinto. Al borrar la distinción entre estas dos clases de números (los que representan cosas y los que las ejecutan), Von Neumann desató el poderío del ordenador de programa almacenado. Nuestro universo jamás volvería a ser el mismo. No fue ninguna coincidencia que la reacción en cadena de direcciones e instrucciones que se daba en el interior de aquella máquina se asemejara a la que se produce dentro de una bomba atómica: el motor del proyecto de Von Neumann fue el empeño en llevar a cabo simulaciones a gran escala del método Montecarlo a fin de estudiar el modo de provocar con la implosión de una masa subcrítica de material fisionable la explosión de la masa crítica resultante. El éxito de aquel método propició la creación de explosivos de fisión compactos y predecibles, y esto, unido a más aplicaciones del método —y la participación de su inventor, Stan Ulam—, desembocó en el nacimiento de la bomba de hidrógeno o «superbomba». Sin embargo, la explosión de la informática digital se vio eclipsada por la amenaza que suponía la posible explosión de dicha arma. A partir de un núcleo inicial de 4 × 104 bits que cambiaba de estado a velocidad kilocíclica, el arquetipo de Von Neumann ha proliferado hasta alcanzar matrices individuales de más de 109 bits, que operan a velocidades de más de 109 ciclos por segundo y se hallan interconectadas por una matriz de direccionamiento ampliada que abarca hasta 109 servidores remotos. Y el crecimiento no ha dejado de cobrar velocidad. Ahora se producen más de 1010 transistores cada segundo, y muchos de ellos se incorporan a

dispositivos —ya no solo a ordenadores— que poseen su propia dirección de IP (protocolo de Internet, por sus siglas inglesas). El espacio actual de direcciones de IP de 32 bits se agotará antes de que transcurran diez años. A principios de la década de 1950, cuando se medía en minutos el tiempo medio entre errores de memoria, nadie imaginaba que un sistema que depende de que cada bit se encuentre con exactitud en el lugar y el momento exactos podría ampliar su tamaño conforme a un factor de 1013 y reducir el tiempo de ejecución conforme a uno de 106. Von Neumann, que sufrió una muerte prematura en 1957, se había mostrado cada vez más interesado en comprender cómo había logrado la biología —y cómo podía lograr la tecnología— construir organismos fiables de partes poco fiables. Estaba convencido de que la forma de arquitectura informática que ha recibido su nombre no tardaría en quedar sustituida por algo más. Aun cuando fuera posible eliminar todos los errores de los códigos, jamás podría contarse, en lo digital, con memorias de un millón de celdas que mantuvieran su operación kilociclo tras kilociclo. Cincuenta años después, gracias a la microelectrónica «de estado sólido», la matriz de Von Neumann sigue gozando de buena salud. El problema ya no es tanto cómo obtener resultados fiables con componentes de escasa calidad como el modo de hacerlo con códigos poco elaborados. A la arquitectura de Von Neumann aún le queda mucho por decir, aunque están empezando a florecer formas nuevas, construidas sobre la estructura subyacente de las máquinas de Turing-Von Neumann. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Hacia dónde se dirigía Von Neumann cuando se detuvo su programa? En calidad de organismos, poseemos dos clases destacadas de información: la que expresan nuestros genes y la que acopian nuestros cerebros. Ambas están almacenadas conforme a arquitecturas distintas de la de Von Neumann, y no resulta sorprendente que este se sintiera fascinado por estos cuando dejó la presidencia de la AEC (en donde había sucedido a Lewis Strauss) y comenzase a elaborar el proyecto de investigación que el cáncer le impidió culminar. En El ordenador y el cerebro, publicado tras su muerte, estudió el segundo de dichos depósitos de información. El modo de transmisión de mensajes que emplea el sistema nervioso ... posee, en esencia, un carácter estadístico —escribió—. Dicho de otro modo: lo que importa no son las posiciones precisas de marcadores, o dígitos, definidos, sino las propiedades estadísticas de su aparición ... un sistema de notación radicalmente distinto de los que empleamos a diario en la aritmética y las matemáticas ... Está claro que podrían emplearse también otros atributos del mensaje (estadístico): de hecho, la frecuencia a

la que nos referimos es una propiedad de una sola cadena de impulsos, en tanto que cada uno de los nervios relevantes consiste en una cantidad elevada de fibras de las cuales cada una transmite un buen número de dichas cadenas. Resulta, por tanto, totalmente imaginable la transmisión de información a través de determinadas relaciones (estadísticas) entre ellas ... Sea cual fuere el lenguaje que emplea el sistema nervioso central, está caracterizado por honduras menos lógicas y aritméticas que aquellas a las que estamos acostumbrados [y] debe de tener una estructura distinta, en esencia, de la de los lenguajes a los que recurre nuestra experiencia común.

O tal como lo expresó su amigo Stan Ulam: «¿Por qué hay que dar por sentado que la lógica matemática corresponda al modo como pensamos?». La codificación basada en la frecuencia de impulsos, ya se dé en el sistema nervioso, ya en un motor de búsqueda basado en probabilidades, se funda en la determinación estadística de qué se conecta dónde y con qué frecuencia se establecen las conexiones entre puntos determinados. Tal como lo expuso Von Neumann en 1948: «Se requiere una teoría nueva, de carácter esencialmente lógico, a fin de comprender los automatismos de alta compilación y, en particular, el sistema nervioso central. Podría ser, sin embargo, que en este proceso la lógica tenga que experimentar una pseudomorfosis hacia la neurología en un grado mucho mayor que a la inversa». Von Neumann murió en el preciso instante en que comenzaba a manifestarse la revolución de la biología molecular que provocó, en 1953, la revelación de la estructura del ADN. La vida que conocemos está fundada en instrucciones codificadas de forma digital que efectúan traducciones entre secuencias y estructuras (de nucleótidos a proteínas) tal como lo describió Turing. Los ribosomas y otras piezas de la maquinaria celular actúan a modo de procesadores al leer, duplicar e interpretar las secuencias impresas en la cinta. Sin embargo, la misteriosa semejanza que se da entre ambas ha hecho que obviemos el método de direccionamiento en extremo diferente que se emplea para llevar a término las instrucciones. En un ordenador digital, las instrucciones se dan en forma de ORDEN (DIRECCIÓN), en donde el segundo elemento representa un lugar exacto (sea absoluto o relativo) de la memoria; proceso que se traduce de modo informal como: «HAZ ESTO con lo que encuentres AQUÍ y ve ALLÍ con el resultado». Todo depende no solo de instrucciones precisas, sino de la definición exacta de cosas como AQUÍ, ALLÍ y CUÁNDO. Resulta punto menos que incomprensible que puedan surcar el universo informático programas con millones de líneas de código,

elaborados por equipos de cientos de personas, y funcionar con tamaño grado de perfección cuando un solo bit puesto en el sitio equivocado —o en el momento erróneo— puede detener todo el proceso. La biología ha adoptado un enfoque totalmente distinto. En ella no hay matrices de direccionamiento como las de Von Neumann, sino una sopa molecular en la que las instrucciones solo indican: «HAZ ESTO con la siguiente copia de ESTO que aparezca». Los resultados son mucho más sólidos. No existe ninguna autoridad central de direccionamiento implacable ni ningún reloj central inexorable. Esta capacidad para sacar provecho de forma general y organizada de procesos locales poco sistemáticos es, precisamente, la que —hasta ahora— ha distinguido la información que se procesa en los organismos vivos de la que procesan los ordenadores digitales. Huelga decir que se ha soñado con lenguajes de programación orientada a objetos y procesamiento asíncrono casi desde que nació la informática digital, y la memoria de contenido direccionable se encontraba entre las arquitecturas alternativas en que habían pensado Julian Bigelow —arquitecto jefe de Von Neumann— y muchos otros. Tal como lo expuso aquel en 1965: Para las computadoras electrónicas fabricadas por el hombre, se ha adoptado una práctica por la que los acontecimientos se representan con dependencia serial en el tiempo, y que ha propiciado un sistema informático que debe construirse con elementos que, en gran medida, resultan independientes de un modo estricto a través de las dimensiones espaciales. La consecución del proceso deseado de tiempo y secuencia en un sistema informático dado resulta ser cuestión, en gran medida, de especificar secuencias de dirección de elementos que deben interactuar ... En cuanto al inconveniente de la dirección explícita, se han hecho estudios sobre la posibilidad de hacer que formen parte de un proceso informático varios datos elementales situados en las celdas de una serie amplia (de memoria, pongamos por caso) sin generar de forma explícita una dirección de coordenadas en «espacio de máquina» para seleccionarlos de ella.

La memoria de contenido direccionable basada en soportes físicos se emplea, a escala local, en determinados enrutadores de Red especializados de alta velocidad; pero el direccionamiento por plantillas no tuvo éxito hasta la llegada de Google —y sus hermanos—. Este está construyendo una capa nueva de direccionamiento de contenido sobre la matriz de Von Neumann. Por misterioso que resulten los detalles, el principio es tan sencillo como el de un mapa, y los comerciantes neerlandeses —y otros— aprendieron en el siglo XVI que quienes custodiaban las cartas de marear podían amasar fortunas ingentes.

Llamamos motor de búsqueda a esta capa de direccionamiento de contenido que hace que sea más fácil para nosotros hallar cosas, compartir ideas y desandar lo andado. Aunque constituye un gran avance, no puede considerarse equivalente a la revolución que transformó nuestro mundo en 1945, cuando Von Neumann rompió la distinción entre números que significan cosas y números que hacen cosas. Con todo, una vez que se ha trazado con pormenor el mapa del universo digital y lo hemos empleado para buscar datos significativos y seguir senderos de relieve, quedará colonizado de manera inevitable por códigos que comenzarán a hacer cosas con los resultados. Establecido un sistema de direccionamiento por plantillas, queda abierta la puerta a códigos capaces de interactuar de forma directa con otros códigos, libres, al fin, de la rígida burocracia que exige asignar a cada bit una dirección exacta. Podemos crear — como ya han hecho unos cuantos— instrucciones que digan: «HAZ ESTO CON ESO», sin tener que precisar el DÓNDE ni el CUÁNDO. Esta revolución comenzará con objetos codificados sencillos, básicos, como nucleótidos que se ponen en marcha en solitario para devolver a los aminoácidos al nido colectivo. Hemos vuelto a 1945. Y también hemos vuelto a Turing, quien advirtió, en el informe sobre artefactos inteligentes presentado en 1948 ante el Laboratorio Nacional de Física, que «la actividad intelectual consiste, sobre todo, en varias clases de búsqueda». Fue él quien, en 1936, hizo ver a Von Neumann que los ordenadores digitales podían llegar a resolver la mayoría de problemas susceptibles de ser planteados en términos finitos y exentos de ambigüedades, aunque no todos. Sin embargo, puede ser que necesiten mucho tiempo para dar una respuesta (en cuyo caso se hace necesario crear ordenadores más veloces) o para formular la pregunta (lo que exige contratar más programadores). Las máquinas hacen lo primero con una excelencia cada vez mayor, aunque siempre ante cuestiones que han sabido plantear con propiedad quienes elaboran los programas. Nos es dado dividir el universo de la computación en tres sectores: el de los problemas computables, el de los no computables (aquellos que pueden recibir una descripción finita y exacta sin que exista procedimiento efectivo alguno que le permita ofrecer un resultado definitivo) y, por último, el de planteamientos cuyas respuestas son, en principio, computables, pero somos incapaces, en la práctica, de formular con un lenguaje despojado de ambigüedades que puedan entender los ordenadores.

Aunque hacemos la mayor parte de los cálculos informáticos en el primer sector, casi toda nuestra vida —y nuestro pensamiento— transcurre en el tercero. En el mundo real, suele ser más fácil dar con una respuesta que definir la pregunta. Así, por ejemplo, resulta más sencillo dibujar algo semejante a un gato que describir lo que hace con exactitud que algo se parezca a tal animal. Un niño garabatea de manera indiscriminada hasta que, al fin, da con un trazado que tiene aire gatuno: la solución va al encuentro del problema, y no a la inversa. El mundo comienza a tener sentido, y se dejan atrás los pintarrajos carentes de significado (así como un número considerable de neuronas). Por eso funciona tan bien Google. En él se hallan todas las respuestas del mundo conocido, así como ciertos algoritmos por demás ingeniosos dispuestos en el lugar correcto para que puedan ubicarse en el mapa a fin de responder las preguntas de los usuarios. «Un argumento en favor de la construcción de una máquina que parta de la aleatoriedad es que, de ser lo bastante abarcadora, podría contener todas las redes que puedan necesitarse jamás», señalaba Irving J. Good, experto en criptoanálisis y antiguo ayudante de Turing, en 1958 ante un auditorio de IBM. Una red, sea de neuronas, ordenadores, palabras o ideas, contiene soluciones —que aguardan a ser descubiertas— a problemas que no es necesario definir de un modo explícito. Resulta mucho más fácil dar con respuestas concretas que formular preguntas categóricas, y algunas de aquellas darán contestación a cuestiones que jamás tendrán que exponer los programadores. «Toda la memoria del ser humano puede hacerse, y se hará en breve, accesible a cualquier individuo —escribió H. G. Wells en su profético Cerebro mundial, de 1938—: este nuevo cerebro, común a todos los hombres, no tendrá por qué estar concentrado en un solo lugar, sino que podrá ser reproducido, con exactitud y en su totalidad, en el Perú, la China, Islandia, el África central o cualquier otro punto en el que pueda garantizarse cierta seguridad frente a determinados peligros e interrupciones. Poseerá, a un tiempo, la concentración de un animal dotado de cráneo y la difusa vitalidad de una ameba.» Wells previó no solo la distribución de la información a través de la World Wide Web, sino también la fusión inevitable de dicha información y la inclusión en su dominio del conocimiento y, en consecuencia, del poder. «En una organización universal y una clarificación tal de conocimientos e ideas ... en la evocación, pues, de lo que aquí denomino cerebro mundial ... en eso, y solo en eso (hay que mantenerlo), se da alguna esperanza clara de que pueda existir un verdadero

Receptor Competente en lo tocante a los asuntos mundiales ... No queremos dictadores, no queremos partidos oligárquicos ni clases dominantes, sino un órgano pensante mundial y generalizado dotado de conciencia de sí mismo.» En cuanto a mi visita a Google, pese al mobiliario pintoresco y otros juguetitos, tuve la impresión de estar entrando en una catedral del siglo XIV, aunque no en el siglo XIV, sino en el XII, cuando aún se estaba construyendo. Todo el mundo estaba ocupado en tallar una piedra aquí y otra allí, en tanto que algún arquitecto invisible se ocupaba de que todo encajase. Pese al aire festivo que lo impregnaba todo, el aire estaba preñado de una reverencia palpable. «No estamos escaneando todos esos libros para que los lea la gente —me comunicó uno de mis anfitriones tras mi intervención—, sino para que los lea algún dispositivo dotado de inteligencia artificial.» Me asaltaron entonces las palabras de Alan Turing, quien advirtió en su crucial ensayo «Computing machinery and intelligence», documento fundacional de la búsqueda de una verdadera inteligencia artificial: «Al tratar de construir máquinas así, no incurriremos en la irreverencia de tratar de usurpar el poder de Dios de crear almas, como no lo hacemos cuando procreamos. En todo caso, somos instrumentos de su voluntad que construyen mansiones en que alojar a las almas que crea Él». Google es la catedral de Turing, dispuesta en espera de un alma. Ojalá. Tal como lo ha expresado un amigo de inusual perspicacia: «Cuando estuve allí, poco antes de la oferta pública de venta, quedé abrumado por lo acogedor del lugar. Había perros cobradores dorados corriendo a cámara lenta por entre los aspersores del césped, gente que saludaba sonriente y juguetes por todas partes. De inmediato sospeché que en los rincones más recónditos del edificio debía haber algo maligno hasta extremos inimaginables. Si el demonio viniera a la Tierra, ¿qué mejor sitio iba a poder encontrar para esconderse?». Llevo treinta años preguntándome qué indicio debemos esperar de la verdadera existencia de una inteligencia artificial. No va a ser, sin lugar a dudas, ningún género de revelación explícita capaz de suscitar un movimiento dispuesto a acabar con el asunto. Tal vez hallemos vestigios de ello en una acumulación o una creación anómalas de riqueza, o de una sed insaciable de información en bruto, espacio de almacenamiento o ciclos de procesamiento, o quizá un empeño organizado en poseer un suministro de energía ininterrumpido y autónomo. Sin

embargo, sospecho que el signo que de veras anunciará semejante avance será un círculo de gentes alegres, satisfechas y bien nutridas en lo intelectual y lo físico en torno a la entidad dotada de inteligencia artificial. No va a haber necesidad alguna de fieles incondicionales, o de descarga informática de cerebros humanos ni ningún otro acto siniestro: solo un contacto gradual, suave, generalizado y benéfico entre todos nosotros, y un no sé qué más creciente. Esta sigue siendo, por ahora, una hipótesis imposible de contrastar. La mejor descripción procede del autor de ficción científica Simon Ings: «Cuando las máquinas nos tomaron la delantera y se volvieron demasiado complejas y eficaces para que pudiésemos dominarlas, lo hicieron de un modo tan rápido, tan suave y tan útil, que solo se habría atrevido a protestar un loco o un profeta».

7. Va siendo hora de tomarse en serio Internet David Gelernter Profesor de informática de la Universidad de Yale, jefe del departamento científico de la Mirror Worlds Technologies y autor de Mirror Worlds. 1. La historia de la tecnología no ha conocido jamás un momento más emocionante ni peligroso que el que vivimos hoy. Internet es como un ordenador nuevo en que hubiésemos puesto a funcionar un programa de muestra emocionante y llamativo. Llevamos ya quince años encandilados por esta demostración, y ya es hora de poner manos a la obra y hacer que cumpla la función que deseemos. 2. Uno de las síntomas de los problemas actuales es el enigma fundamental de Internet (que es lo que posee la Red como el álgebra y el cálculo poseen teoremas fundamentales): Si esta es la era de la información, ¿qué es eso de lo que estamos tan bien informados? ¿Qué saben nuestros hijos que no supiesen nuestros padres? (Verdad es que saben manejar sus ordenadores, pero eso es algo fácil comparado con conducir un automóvil, por ejemplo.) Volveré a este punto más adelante. 3. He aquí un misterio más sencillo cuya solución resulta obvia. Allí donde hay ordenadores, casi todo aquel que escribe emplea un procesador de textos. Este es uno de los inventos que más prosperidad han conocido en toda la historia. En nuestros días, la mayoría de las personas lo considera no ya útil, sino indispensable. Si damos por supuesto que lo es, ¿qué bien nos ha hecho? Decimos que no podemos vivir sin él, pero si tuviésemos que renunciar a esta herramienta, ¿qué diferencia notaríamos? ¿Acaso han mejorado los procesadores de texto la escritura moderna? ¿Qué ha logrado hacer tan indispensable herramienta?

4. Lo que ha aumentado no es la calidad, sino la cantidad de lo que escribimos, y al usar la primera persona del plural lo hago para referirme a la sociedad en conjunto. Tampoco Internet ha mejorado tanto la calidad como la cantidad de la información que recibimos, y lo primero es más fácil que hacer que lo segundo. Por lo tanto, en lugar de dejar que solvente los problemas más sencillos, ¿no es hora de que hagamos que resuelva los más relevantes? 5. Pensemos, por ejemplo, en la búsqueda en la Red. Los motores de búsqueda modernos combinan las funciones de bibliotecas y directorios comerciales a escala mundial en un abrir y cerrar de ojos: una centella de brillante ingeniería. Resultan indispensables; tanto como un procesador de textos. Sin embargo, solventan una dificultad sencilla: siempre ha sido más arduo dar con la persona indicada que con el hecho adecuado. La experiencia y la pericia del ser humano constituyen los recursos más valiosos de Internet... siempre que seamos capaces de hallarlos. El de servirse de un motor de búsqueda para encontrar a la persona apropiada —o ser encontrados por ella— constituye un problema más peliagudo y sutil que el que ofrece una consulta ordinaria en Internet. Se han abordado aspectos menores del problema, aunque en el futuro lograremos resolverlo en conjunto en lugar de quedar satisfechos con los frutos caídos y los de las ramas más bajas del árbol tecnológico. 6. Sabemos que Internet produce «sobrecarga de información», y que semejante dificultad tiene dos vertientes: el aumento de las fuentes de información y el del caudal de datos procedente de cada una de ellas. La primera es más complicada de abordar: resulta más complejo entender a cinco personas que hablan a la vez que a una que hable rápido, sobre todo si nos es dado pedirle que se detenga unos instantes o repita parte de su discurso. La integración de varias de dichas fuentes es un aspecto fundamental de la sobrecarga de información. Los blogs y otras analectas cibernéticas integran datos de procedencia muy variada, y sin embargo, no seremos capaces de resolver el problema de sobrecarga hasta que cada usuario de la Red pueda elegir por sí mismo qué fuentes integrar, amén de añadir a esta combinación la más importante de todas: su propia información personal —mensajes de correo electrónico y otros,

recordatorios y documentos de toda clase—. Para lograrlo, solo tenemos que inclinar toda la esfera cibernética a fin de hacer que su eje principal sea el tiempo y no el espacio. 7. En el párrafo anterior he escrito «cada usuario de la Red», aunque quienes emplean cualquier sistema informático deberían poseer un sistema operativo y una interfaz sencillos y uniformes, y los internautas aún no disponen de tal cosa. 8. Vayamos a lo práctico: ¿quién ganará ese tira y afloja entre los dispositivos privados y la nube? ¿Tendrá que almacenar cada individuo su información personal en su propio equipo, en servidores anónimos situados en algún lugar remoto de la nube, o en ambos? La respuesta está en la nube; ella —el IOS (sistema operativo de Internet) «Cloud 1.0»— será la que se encargue de todos nuestros aparatos personales. Trasladará la información que necesitemos en cada momento preciso a nuestro teléfono móvil, nuestro portátil, nuestra tableta o nuestro reproductor digital, aunque haciéndose cargo siempre de la copia maestra. Cuando se introduzcan cambios en cualquier documento, quedarán reflejados de inmediato en la nube. De hecho, ya están disponibles muchas de las partes de este servicio. 9. Dado que la información de cada uno habitará en la nube y solo hará visitas rápidas a sus dispositivos personales, todos estos compartirán la misma información de manera automática. Así, si adquirimos uno nuevo, nos será de utilidad en el momento mismo de encenderlo, y si extraviamos uno o nos lo roban, no tendremos que preocuparnos por los datos que contenga, pues se evaporará al instante. La nube se encargará de que toda nuestra información se cifre y se distribuya de manera segura. 10. Vayamos de nuevo a lo práctico: últimamente han acaparado la atención los ordenadores pequeños, y esta ha sido la década de la telefonía móvil. Aunque los aparatos de menor porte van a seguir prosperando, uno de los avances más destacados en este ámbito apunta precisamente al extremo opuesto: tanto en la oficina como en el hogar, vamos a ir abandonando los ordenadores de sobremesa y portátiles por los de pantalla gigante. Nos sentaremos, quizá, a dos metros de esta, instalados en un asiento cómodo y con el teclado y el resto de los mandos en el regazo. El trabajo se hará más llevadero, y disminuirá la fatiga visual —un aspecto nada desdeñable—. Los oficinistas pasarán buena parte del tiempo en módulos informáticos de pantalla gigante cuyas dimensiones, sin embargo, serán menores, y más

cómodas, que la del común de los despachos privados de nuestros días. Los edificios que se construyan en torno a este nuevo dispositivo poseerá módulos —por ejemplo— que, dispuestos en numerosas plantas en torno a un patio central, harán las veces de muros de una columna que bien podría ascender describiendo un giro helicoidal... 11. Internet no va a crear jamás una economía nueva fundada en la labor voluntaria y no en el trabajo remunerado, pero puede ayudar a engendrar la mejor economía que haya conocido la historia, capaz de cambiar el mundo con sus nuevos mercados, como, por ejemplo, un mercado libre en el ámbito de la educación. ¡Buenas noticias! La Red acabará con la universidad que conocemos —a excepción de un puñado de centros de prestigio o belleza fuera de lo común—. No va a llegar a ser nunca un cerebro, pero puede ayudarnos a cambiar nuestro modo de pensar y cambiar —a mejor— el espíritu de los tiempos. Este momento también va a ser peligroso, pues si bien las universidades virtuales son positivas, las naciones virtuales, por ejemplo, no lo son. Estas últimas son entidades cuyos ciudadanos pueden vivir en cualquier parte, unidos solo por Internet, y tal circunstancia amenaza con resquebrajar la humanidad como el cristal, en fragmentos afilados como cuchillas capaces de hacer sangre. Sabemos bien el aspecto que pueden presentar las naciones virtuales, porque alQā‘ida es una de las primeras. 12. En resumidas cuentas: va siendo hora de pensar en la Red en lugar de dejar, sin más, que se desenvuelva. 13. La página web tradicional tiene un carácter estático, pero Internet se especializa en información que no deja de fluir y cambiar. La «presteza de la información» es un elemento importante, y no solo en lo relativo a los hechos, sino también al ritmo y la dirección que adopta su flujo. El sitio web típico de nuestros días es como una vidriera de colores, conformada por muchas piezas pequeñas emplomadas. No existe modo alguno satisfactorio de cambiar ninguna de ellas, ni nadie espera que se haga. Por lo tanto, no resulta sorprendente que la Red se esté viendo superada por un género distinto de ciberestructura. 14. Se trata del raudal cibernético (cyberstream) o corriente vital (lifestream), más apropiado para Internet que un sitio web convencional por mostrar información dinámica, un flujo acelerado de datos recientes en lugar de una balsa estancada.

15. Mes a mes inunda el ciberespacio una oleada nueva de información, cada vez más nutrida, en raudales cibernéticos llamados blogs, fuentes, secuencias de actividad o de acontecimientos, cadenas de Twitter, etc. Todos estos constituyen ejemplos especializados de la ciberestructura que denominamos lifestream a mediados de la década de 1990: una corriente conformada por todo género de documentos digitales, dispuestos por fecha de creación o de llegada, que cambia en tiempo real; una secuencia que puede tomar el usuario para transformarla en otra corriente distinta; un conjunto de datos con un pasado, un presente y un futuro. El futuro fluye a través del presente hasta el pasado a la misma velocidad que el tiempo. 16. Toda nuestra información —nuestras comunicaciones, documentos, fotografías, vídeos...—, incluida la de otras redes —llamadas telefónicas, mensajes de voz y de texto...—, quedará almacenada en una corriente vital en la nube. 17. Si bien no existe modo claro alguno de combinar dos sitios web al uso, parece evidente cómo hacerlo con dos corrientes: solo hay que entremezclarlas como dos barajas de cartas respetando el orden temporal — a partir del documento más reciente—. Es importante combinarlas bien, ya que debe ser posible sumar y restar en el ciberespacio. Sumamos corrientes mezclándolas, y dado que es fácil hacerlo con cualquier grupo de corrientes, también lo es integrar sitios basados en esta estructura de manera que podamos manejarlos como una unidad y no como un conjunto de numerosos puntos de actividad separados. Esta integración es importante si queremos resolver el problema de la sobrecarga de información. Por otra parte, restamos corrientes mediante búsquedas o focos. Buscar «nieve» en una corriente conlleva restar todos los elementos que no guarden relación con el término, y restar la corriente «no nieve» de la corriente principal da como resultado la corriente «nieve». Combinar corrientes y efectuar búsquedas entre sus elementos son la suma y la resta del nuevo ciberespacio. 18. Casi toda la información que fluya y cambie en la Red lo hará en corrientes. En consecuencia, va a ser posible unir y combinar cuantas corrientes nos interesen. Las que recojan noticias internacionales o información relativa a nuestras amistades, las que hablen de precios o subastas, de descubrimientos efectuados en cualquier campo, del tráfico, del tiempo atmosférico, de los mercados..., todas podrán reunirse y combinarse

en una sola, a la que, a continuación, se agregará la corriente vital personal de quien las ha agrupado. El resultado será su propia corriente principal (mainstream), un raudal de datos diferente de todos los demás conformado por toda la información digital que le interesa. 19. Podrá girar una llave y reducir su caudal a fin de que los elementos menos importantes que la conforman transcurran sin ser vistos y no lo distraigan, aunque seguirán estando en ella para aparecer en el momento en que los busque. Podrá dar marcha atrás para revisar el pasado de su corriente. Si pasa ante él un documento o mensaje que parezca importante pero no puede dedicarle el tiempo necesario en ese momento determinado, podrá copiarlo en el futuro (digamos, por ejemplo, en «esta noche, a las diez»), y cuando llegue este, volverá a aparecer. También le será dado girar una llave distinta para hacer que una corriente que pase a gran velocidad se divida en varias otras más lentas, siempre que tenga en su pantalla el espacio suficiente para verlas todas. Y a continuación, podrá volver a reunirlas cuando lo desee. 20. En ocasiones querrá escucharla en lugar de mirarla —por estar quizá conduciendo o asistiendo a una reunión o conferencia soporíferas—. Un programa creado a tal efecto le leerá entonces el texto y aun le describirá las ilustraciones. Cuando esté sentado ante su televisor de alta definición, le será posible dejar que la información vaya discurriendo por un margen de la pantalla y lo mantenga así en contacto con su vida. 21. Es fácil hacer que los programas encargados de administrar su corriente aprendan a conocer sus costumbres y, en consecuencia, a suponer qué mensajes de correo electrónico —por ejemplo—, información social o artículos periodísticos tienen más probabilidad de resultarle importantes o interesarle. El sistema que los gestiona, por lo tanto, no tendrá dificultad en destacar los elementos relevantes de la corriente y dejar que los otros sigan fluyendo con rapidez sin llamar la atención del sujeto. 22. Las corrientes vitales harán más fácil aún que en nuestros días que los programas aprendan detalles de su vida y predigan sus acciones futuras. El perjuicio que puede ocasionar a su intimidad es demasiado considerable y relevante para tratarlo en estas líneas. En resumidas cuentas, la cuestión es si los golpes aplastantes que nos han asestado en dicho ámbito en las últimas décadas van a hacer que nos derrumbemos y nos rindamos o que luchemos con más fuerza para proteger lo que nos queda. 23. El futuro de Internet no está en la Web 2.0 ni la Web 200.0, sino en la pos-

Web, que tendrá por principio organizador el tiempo y no el espacio: en lugar por de un número elevado de vidrieras de colores, por información dispuesta en el espacio, como un puesto de verduras en un mercado, la Red estará conformada por numerosas corrientes de datos que fluirán en el tiempo. Todo el ciberespacio será igual a cada una de sus corrientes en una Internet combinada: el mundo entero relatará su propia historia (que, sin embargo, abunda en información privada, motivo por el que, por desgracia, ningún ser humano tendrá permiso para oírla). 24. Hace dos lustros escribí acerca de la importancia creciente de las corrientes vitales. El año pasado, Erick Schonfeld, periodista especializado en asuntos tecnológicos, se preguntaba en uno de sus artículos si cierta gran compañía podía «tomar el modelo de comunicación central de las redes sociales (la corriente vital) y aplicarlo con sus clientes de mensajería instantánea» (el escrito llevaba por título el de «Bebo zeroes in on lifestreaming for the masses» [«Bebo pone la mira en la corriente vital para las masas»]). El de lifestreaming es un vocablo que se emplea en nuestros días de forma genérica, y las corrientes están por toda la Red. Hace diez años describí el ordenador del futuro como un «agujero excavado en la playa en donde brota como agua de mar la información del ciberespacio». Hoy en día, lo extenso de la cobertura inalámbrica y el poder creciente de los dispositivos móviles hacen que la información mane de veras en casi cualquier parte en la que podamos encender nuestro portátil o nuestro teléfono, y que dentro de poco será cualquier punto del mundo. 25. De todo esto deducimos a) que no es difícil hacer predicciones acertadas sobre el futuro de la tecnología, y b) que los autores deberían tener siempre presente la conveniencia de expresar sus predicciones en un lenguaje poético que les permita afirmar con el tiempo que estaban en lo cierto. 26. Si pensamos en el tiempo como una dimensión ortogonal respecto del espacio, la esfera virtual basada en el tiempo no es más que la Red de hoy inclinada hasta hacer coincidir su eje con el del espaciotiempo digital. Internet tradicional, dispuesta en forma de red, consiste, en efecto, en un número ingente de paneles planos conectados de forma caótica para formar sitios planos en los que se dispone la información en el espacio, y lo que deseamos son sitios con relieve que constituyan tajadas de tiempo. Lo esperable es que, al contemplarlos en la pantalla, el pasado se extienda tras

ella, más allá de ella, en tanto que el futuro se dilatará delante de ella: fluirá en su dirección, entrará en ella y a continuación se sumergirá en el espacio que hay detrás. 27. El de Internet no es asunto comparable al de la telefonía móvil, a los diversos soportes de videojuegos o a la inteligencia artificial, sino a la educación. Tal es su envergadura; conque hay que andarse con ojo: igual que, para ser profesor, hay que llegar a dominar la materia que se quiere enseñar, y no podemos salir de la escuela de magisterio sin dominar nada, para trabajar en la Red es necesario dominar alguno de sus aspectos: ingeniería, programación, informática, teoría de la comunicación, economía o ciencia empresarial, redacción o diseño: no podemos ir a la escuela de Internet y salir sin dominar nada. En los centros docentes de Internet hay personas brillantes dignas de admiración, pero si tienen sobre la Red el mismo efecto que tienen sobre la educación las escuelas de pedagogía, serán un verdadero desastre. 28. Volvamos ahora a nuestro enigma fundamental: si esta es la era de la información, ¿qué saben nuestros hijos que no supiesen nuestros padres? La respuesta está en el ahora. De eso es de lo que saben. 29. La de Internet es la cultura del ahora. La Red lo informa a uno de lo que están haciendo sus amigos y de lo que está ocurriendo en el mundo ahora; de cuál es ahora el estado de los establecimientos comerciales, los mercados y el tiempo; de cuáles son ahora las opiniones, las tendencias y las modas. Conecta a cada uno de nosotros a sitios innumerables ahora mismo, y a muchos lugares distintos en un determinado instante. 30. El del ahora es uno de los fenómenos culturales más importantes de los tiempos modernos: el mundo de Occidente ha desplazado su atención de forma gradual del ámbito, profundo aunque estrecho, de la familia, el pueblo y su historia a los ámbitos —más amplios, aunque también más superficiales— de la comunidad, la nación y el mundo. El culto a la fama, la importancia de las encuestas de opinión, la decadencia de la enseñanza y el aprendizaje de la historia, la uniformidad de opiniones y actitudes en el mundo académico y entre otras minorías cultas forman parte del mismo fenómeno. El ahora hace caso omiso de todos los momentos diferentes del que habitamos en cada instante. En la cultura fundamental de Internet,

sumida en el ahora como la plaza de una población costera anegada de agua de mar, empapada por un aguacero tropical de ahora, todo el mundo habla, se viste y piensa del mismo modo. 31. Tal como he señalado al principio del presente artículo, no ha habido, en toda la historia de la tecnología, un momento más emocionante ni peligroso como este. A medida que aprendemos más sobre el ahora, más es lo que ignoramos sobre el entonces. La Red aumenta en grado colosal el suministro de información, aunque no, en absoluto, la capacidad del cerebro humano.* El efecto del ahora recuerda al de la contaminación lumínica de las grandes ciudades, que impide ver las estrellas, en que el flujo de información relativa al presente nos aísla del pasado. 32. Así y todo, Internet podría ser el mecanismo más potente que jamás se haya inventado para comprender la historia... y la textura del tiempo. Una vez que entendemos la propensión inherente a determinado instrumento, nos es dado corregirla, y la Red se inclina, sin lugar a dudas, a favorecer el ahora. El empleo de corrientes vitales —que disponen la información en el tiempo y no en el espacio— permite a los historiadores reunir, discutir y refinar de forma paulatina secuencias temporales de hechos históricos. Estas no son en sí historia, aunque sí conforman la materia prima de dicha disciplina. Acaso se debatan y rebatan con vehemencia, pero resultará muy sencillo confrontar dos variantes distintas —y los indicios que respaldan a cada una de ellas—. En torno a estas corrientes se acumularán imágenes, vídeos y textos que, a la postre, se erigirán en monumentos culturales compartidos en el ciberespacio. 33. No habrá que aguardar mucho para que tomen forma visible en estas corrientes todas las historias personales, familiares e institucionales. Una corriente vital es tiempo tangible: si los destellos de vida se deslizan por el océano del tiempo, aquella es la estela que deja a su paso. Las corrientes del ciberespacio cristalizan en las venas del tiempo como cristaliza el rocío del aire sobre una superficie fresca. Cuando aquellas comiencen a fluir, primero con moderación y después a raudales, por los veneros surgidos del deshielo del ciberespacio, se aplacará nuestra obsesión con el ahora, se repararán los diques y se achicará el agua de la plaza anegada de la civilización moderna. 34. Todo aquel que haya observado alguna vez la Luna aumentada a través de un telescopio la habrá visto salirse del visor a medida que gira sobre sí con lentitud la Tierra. En el futuro, el ciberespacio también se desplazará como

aquella, y si uno de nosotros ha estado investigando cierto tema hasta ver decaer su atención y dejar vagar la imaginación, la Red responderá trasladándose hacia nuevos temas y ámbitos desconocidos, que guarden no una vinculación obvia con el anterior, sino una serie de conexiones emocionales profundas y que solo tendrán sentido para él. 35. Internet de nuestros días, al cabo, no hace más que reforzar nuestros prejuicios. Cuanto más amplia es la selección de información, más melindrosos nos hacemos a la hora de elegir solo lo que nos gusta y hacer caso omiso del resto. En la Red tenemos la satisfacción de no leer más opiniones que aquellas con las que coincidimos de antemano, ni más hechos —reales o supuestos— que los que ya conocemos. Si en un diario tradicional es probable que leamos diez artículos sobre sendos temas diferentes, en la Red son muchos los que pasan el mismo tiempo leyendo una cantidad igual de escritos sobre un solo asunto. Sin embargo, una vez más, una vez detectada la propensión natural de un instrumento, somos capaces de enmendarla. Uno de los problemas más difíciles y fascinantes de este siglo cibernético nuestro es cómo añadir a la Red el movimiento de deriva que permita que nuestra vista vague en ocasiones —como vaga nuestra imaginación cuando estamos cansados— para dar con lugares a los que no teníamos pensado ir. Con solo tocar el aparato lograremos hacer volver el tema original. Necesitamos ayuda para ir más allá de lo racional de cuando en cuando, y dejar que nuestros pensamientos deambulen y se transmuten como hacen cuando soñamos. 36. El de hacer retroceder unos palmos el descomunal avión de fuselaje ancho del pensamiento humano en dirección a la lógica de los sueños podría ser el mayor logro de Internet. El mejor está aún por ver.

8. Reciprocidad indirecta, instinto de evaluación y prestigio Karl Sigmund Profesor de matemáticas de la Universidad de Viena y autor de Games of life. La reciprocidad directa es algo que podemos observar a diario en cualquier familia. Si mi esposa hace la comida, por ejemplo, yo me encargaré siempre de fregar los platos. De lo contrario, se rompería la colaboración. Se trata de una situación común, y llevamos muchos años midiendo y estudiando transacciones similares. Martin Nowak y yo empezamos a trabajar juntos en torno a esta idea después de coincidir, a finales de la década de 1980, en cierto retiro de montaña de Austria en el que yo debía dar una conferencia sobre Robert Axelrod, cuyo libro La evolución de la cooperación era ya un clásico que había hecho maravillas por el estudio de la reciprocidad directa al exponer sus propias investigaciones y promover muchas más. Si cuando lo escribió, había ya cientos de ensayos publicados por psicólogos, filósofos y matemáticos acerca de lo que se conoce como el dilema del prisionero, después de él hubieron de contarse por miles. Inauguró todo un campo de estudio. El ejemplo más sencillo del problema citado es el que presenta a dos jugadores situados en salas distintas mientras tratan de decidir, por separado, si deben o no hacer al otro un obsequio. Conforme a las reglas del juego, el donante deberá dar al otro tres dólares, pero eso le costará un dólar. Ambos deben comunicar su decisión a la vez. Si los dos deciden hacer el regalo, recibirán tres dólares sin tener que pagar más que uno, y obtendrán, por tanto, un beneficio neto de dos dólares por cabeza. Si los dos prefieren no hacerlo, no les costará nada y la liquidación total de ambos será de cero. El problema es que si uno opta por dar al otro y el otro prefiere no dar nada, uno de los jugadores

sufrirá explotación al haber pagado un dólar sin recibir nada a cambio, en tanto que el segundo, ese sucio abusón, se hará con el mejor resultado posible al obtener tres dólares. En la forma más simple del dilema, solo se juega una vez. En caso de no haber interacción futura alguna, es evidente lo que tiene que hacer cada uno, dado que solo debe considerar dos posibilidades. El otro jugador es libre de ofrecernos el obsequio, en cuyo caso lo mejor es aceptarlo sin dar nada a cambio. De ese modo, tendremos tres dólares sin tener que poner nada. Si el otro prefiere no hacernos el regalo, sigue siendo ventajoso no tener que darle nada, porque sería una insensatez pagarle algo cuando él no tiene la intención de devolvernos el favor. En ambos casos, con independencia de lo que haga el otro, deberíamos obrar mal y negarnos a ofrecerle el regalo. Sin embargo, si el otro llega a la misma conclusión, los dos salimos con las manos vacías, y si los dos hemos sido generosos, el juego nos habrá reportado dos dólares a cada uno. Eso quiere decir que dejarse llevar de un modo racional por el interés egoísta examinando las distintas posibilidades y haciendo lo que más nos conviene a nosotros desembocará en una situación nada provechosa. Si seguimos nuestros instintos, que, en caso de no conocer al otro jugador, nos dirán probablemente que intentemos colaborar y ser generosos, saldremos bien parados. Existe una distinción entre el interés del grupo, por decirlo de algún modo —el caso en que ambos obtenemos dos dólares—, y el interés egoísta. Si tanto nosotros como el otro jugador tratamos por todos los medios de obtener el segundo, los dos nos iremos sin nada. Martin y yo pasamos los diez años siguientes exprimiendo el dilema del prisionero con gran placer y no menos éxito. Buscábamos otros experimentos económicos y situaciones tan sencillos como interesantes. Martin, por ejemplo, introdujo la variante espacial del problema. En ella, no interactuamos con cualquiera de una población con quien se juegan doscientas rondas del dilema del prisionero, sino solo con quienes se encuentran en nuestras inmediaciones. Se trata, claro, de una forma mucho más realista del juego, pues uno no interactúa con todos los habitantes de la ciudad de Viena, por poner un ejemplo, sino solo con un entorno social muy reducido. Estas investigaciones en torno al dilema del prisionero se prolongaron durante no poco tiempo, y he de decir que me alegré cuando, hace unos seis años, descubrimos una abertura que nos llevó a lo que hoy llamamos reciprocidad indirecta. Martin y yo fuimos los primeros en dar forma a la idea y

crear un modelo matemático con el que analizarla con precisión. Escribimos el primer artículo de relieve sobre cómo abordar esta cuestión y diseñar experimentos, y ahora hay ya docenas de grupos que participan de forma activa en su estudio. En la bibliografía existente había una idea en particular que no había recibido la atención que merecía. Se daba por supuesto que podía jugarse al dilema del prisionero conforme a una estrategia llamada ojo por ojo. Según esta, cada vez que topamos con una persona nueva, debemos cooperar en la primera ronda, y, en adelante, hacer lo que hubiese hecho ella en la ronda anterior. Sin embargo, las situaciones de la vida real suelen ser más sutiles. Cuando entramos en tratos con alguien por vez primera, lo más seguro es que conozcamos algo, por poco que sea, de su pasado: aunque no hayamos interactuado nunca con él, él sí que ha tenido trato con otros, y si sabemos que ha dejado a otros en la estacada, no es mala solución dar por supuesto que hará otro tanto y hacerlo nosotros ya en la primera jugada. Esta estrategia se conoce como ojo por ojo del observador, y es como la anterior pero sin necesidad de cooperar en la primera ronda. Solo colaboraremos si sabemos que al tratar con terceros se ha conducido correctamente. Voy a exponer esto con sumo cuidado: la de ojo por ojo es la estrategia más natural; no la ha inventado nadie en particular, aunque quien la introdujo en los certámenes del dilema del prisionero fue el experto en teoría de juegos Anatol Rapoport. Presentó la estrategia más sencilla posible, que consistía en dos líneas de programación Fortran. Se trata, sin más, en cooperar en la primera ronda cuando no conocemos al otro jugador; en concederle, por decirlo así, el beneficio de la duda, para en adelante repetir lo que haya hecho en la ronda anterior. Si se ha portado de forma egoísta, seremos egoístas en la siguiente, y si ha colaborado, colaboraremos. En los certámenes celebrados con ordenador, la estrategia ha resultado ser próspera en extremo. Sin embargo, en este género de certámenes uno puede excluir casi por completo la posibilidad de un error, y en la vida real es por demás probable que se den de manera ocasional. Puede ocurrir que pretendamos actuar de forma generosa y topar con que no se dan las circunstancias que necesitamos para hacerlo así, o que interpretemos mal una acción del otro. También es posible que estemos de mal humor porque ese día nos ha hecho daño un tercero y cometamos la insensatez de vengarnos con la persona equivocada. Todo esto puede ocurrir.

Quien juegue al ojo por ojo y cometa estos errores corre el riesgo de verse enredado en un castigo mutuo innecesario. Si, por ejemplo, el otro adopta la misma estrategia y comete el error de no colaborar en una ronda, lo sancionaremos en la siguiente. Él, a su vez, nos pagará con la misma moneda en la próxima; nosotros, en la siguiente, y así sucesivamente en un desquite perenne. Esta situación solo cesará cuando alguno de los dos cometa un nuevo error, aunque este tal vez no haga sino empeorar las cosas. Así, podría ocurrir que, en adelante, los dos sigamos castigándonos mutuamente, aunque ya no de forma alterna, sino simultánea. Llegados a este punto, la situación se volverá punto menos que desesperada. Robert May propuso, en un artículo publicado en Nature, que lo mejor era, sin duda, emplear estrategias más desprendidas que tengan en cuenta algún acto ocasional de perdón. En el primer ensayo nuestro aparecido en dicha revista, Martin y yo presentamos una estrategia que bautizamos el ojo por ojo generoso. En ella, cada vez que el otro jugador se haya portado como es debido, hay un 100 por 100 de probabilidades de que nosotros hagamos otro tanto. Sin embargo, si nos ha hecho una faena, solo se la devolveremos en virtud de determinada probabilidad, dependiendo de la razón que exista entre los costes y los beneficios —pongamos por caso una del 35 por 100—. Por lo tanto, se da una probabilidad bastante alta de que el ciclo de castigo mutuo a que da pie una jugarreta involuntaria se interrumpa tras una o dos rondas. Llegados a este punto, los jugadores vuelven a estar de buen humor y a cooperar hasta que se dé otro error. El ojo por ojo generoso constituye una solución tan evidente como sólida a los problemas que conllevan las equivocaciones. Después dimos con una estrategia aún más firme. Luego recibió el nombre de estrategia de Pávlov, y aunque no es precisamente el más indicado, lo cierto es que ha acabado por aceptarse. En virtud de ella, debemos colaborar solo si en la ronda anterior hemos hecho lo mismo que el otro jugador. Por lo tanto: – si los dos hemos cooperado, cooperamos; – si los dos nos hemos echado atrás, cooperamos también; – si nosotros hemos cooperado y el otro se ha echado atrás, nos echamos atrás, y – si nosotros nos hemos echado atrás y el otro ha cooperado, también nos echamos atrás.

Si bien la estrategia puede parecer un tanto extravagante a simple vista, en la simulación que hicimos por ordenador se siguió que siempre daba resultados positivos en un entorno con probabilidad de error. Al final, fue casi siempre la estrategia que predominó entre los jugadores: casi todos se sumaron a ella, y mostró ser muy estable. Y mucho mejor que la del ojo por ojo. Más tarde entendimos que, en el fondo, no era tan extraña. En realidad, se trata del mecanismo de aprendizaje más sencillo que pueda imaginarse, y lleva cientos de años estudiándose en animales —para adiestrar caballos, etc.—. Consiste, sin más, en mantener una actitud si nos otorga beneficios y en cambiarla si resulta contraproducente. Cuando una persona obtiene un mal resultado, es difícil que vuelva a repetir el último movimiento, y si, por el contrario, gana, lo repetirá con toda probabilidad por haberle sido de provecho. No es más que la táctica de castigo y recompensa en acción. Si uno la estudia en el contexto del dilema del prisionero, desembocará, sin más, en la estrategia de Pávlov. Así, por ejemplo, si hemos preferido no cooperar y el otro sí lo ha hecho, según las reglas de aquel, nos habremos aprovechado del otro y habremos obtenido una recompensa muy elevada. Estamos, pues, muy contentos, y repetimos la jugada en consecuencia, echándonos atrás de nuevo en la siguiente vuelta. Sin embargo, si la situación ha sido la inversa, los explotados habremos sido nosotros; nos sentiremos frustrados y, por lo tanto, cambiaremos nuestra jugada; y, si en el pasado hemos cooperado, retiraremos ahora nuestra colaboración. Aunque todos estos son experimentos teóricos, los especialistas en comportamiento animal también hicieron numerosas pruebas en la vida real. Hasta llegaron a ensayar con personas. Investigadores como Manfred Milinski, director de uno de los institutos Max Planck de Alemania y estudioso implacable de la conducta animal, quiso también explorar la naturaleza del ser humano. Empleó a estudiantes suizos y alemanes a fin de crear experimentos fundados en el dilema del prisionero a fin de determinar si tendían o no a servirse de la estrategia de Pávlov, y halló que, en efecto, todo apunta a que se halla extendida entre los animales racionales. Todas estas ideas fueron a sumarse a nuestro trabajo sobre la reciprocidad indirecta, concepto introducido por vez primera por Robert Trivers en un célebre artículo de la década de 1970. Recuerdo que mencionó la idea de pasada al escribir sobre lo que llamó altruismo general. En virtud de este, tendemos a devolver algo no a quien se lo debemos, sino a cualquier otro integrante de la

sociedad. Señalaba que tal cosa funciona también respecto de la cooperación en casos más elevados, aunque no entraba en detalles, ya que a la sazón aquello no constituía, en realidad, la médula de su pensamiento: estaba más interesado en la etología, y en aquel momento no se había demostrado que se diera la reciprocidad indirecta en el comportamiento animal. Podía existir en algunos casos, pero los expertos seguían debatiendo los más y los menos. En las sociedades humanas, sin embargo, este género de correspondencia tiene un efecto por demás notable. Entre las frases célebres del jugador de béisbol estadounidense Yogi Berra se cuenta una en la que aseguraba no faltar nunca al funeral de un conocido por temor a que, de lo contrario, ellos no quisiesen asistir al suyo cuando le llegara la hora. En el fondo, no es un aserto tan absurdo como parece: si un profesor universitario, por ejemplo, hace fiel acto de presencia en todos los entierros de miembros del claustro que se celebren, el claustro al completo irá al suyo cuando se produzca su muerte. Serán otros quienes se encarguen de devolverle el favor. Funciona. Pensamos, de forma instintiva, en clave de reciprocidad directa: hoy por ti, mañana por mí; pero lo cierto es que cabe aplicar el mismo principio en situaciones de reciprocidad indirecta: hoy por ti, que mañana ya hará alguien algo por mí. Balzac escribió que no hay gran fortuna tras la que no se oculte un crimen. Se trata de una idea romántica, absurda y por entero anticuada: lo que ocurre, en realidad, con mucha frecuencia es que tras una gran fortuna o un gran éxito suele haber una acción en particular generosa. En uno de mis proyectos de investigación estoy recogiendo ejemplos de situaciones así. Es el caso de la rama francesa de la familia Rothschild, que protegió el dinero de sus clientes ingleses durante las guerras napoleónicas, salvaguardando a toda costa sus intereses pese a la presión política extrema a que se vio sometida. Al final, claro está, se hizo rica en grado extraordinario por haber hecho manifiesto que era gente en la que se podía confiar. Fueron muchos quienes elaboraron modelos de reciprocidad indirecta a partir de la obra de Trivers, aunque siempre eran del tipo equivocado. Los investigadores habían estado leyendo a Axelrod, y se dieron algunos intentos fracasados de configurar aquella a través de la teoría de juegos. Llegaron a la conclusión de que la reciprocidad solo podía funcionar en grupos de dos que tienen que interactuar durante un tiempo dilatado. Se tenía, entre otras, la idea de que el principio subyacente a la reciprocidad indirecta era el de que, si uno recibe algo, tendrá más propensión a dar algo a la siguiente persona con la que

tope, y aunque tal cosa podría tener mucho de cierto, no faltan experimentos que demuestran que este razonamiento no basta, por sí solo, para dar cuenta de la estabilidad de dicho género de reciprocidad. Entonces llegó Richard Alexander, científico reputado, profesor de la Universidad de Michigan y director de su Museo de Zoología, con un libro dedicado a la evolución darwiniana de la moral en el que formulaba preguntas como: ¿qué es la moral?, ¿cómo empezamos a formarnos una idea de lo que está bien y lo que está mal? Observamos lo que hacen las personas por la sociedad. Estamos evaluando siempre la reputación de otros, y siempre es más probable que hagamos donación a alguien acreditado, alguien que en el pasado haya ayudado al prójimo —aunque no seamos nosotros—. Si uno no es generoso sino con quien posee prestigio, lo que está haciendo es canalizar su ayuda hacia quienes han demostrado valer para la cooperación. Martin recogió el testigo de esta obra y comenzó con un modelo muy sencillo. Se trataba de algo semejante a un contador numérico, una etiqueta en la que se apunta la frecuencia con que ha dado una persona en el pasado. La idea subyacente es que la decisión de prestar ayuda o no a dicho sujeto dependerá de dicho marcador. Y así, nos mostraremos más dadivosos con quien posee una puntuación alta, en tanto que nos negaremos a brindar asistencia a quien la tiene más baja. Este modelo de sencillez extrema funcionó muy bien e inspiró a un buen número de economistas a hacer no pocos experimentos. En uno de ellos, se toma un grupo de diez personas que no se conocen y cuya identidad permanece en secreto. Lo único que saben es que a cada una de ellas se le ha asignado un número del uno al diez. De cuando en cuando, se elige a dos de ellas al azar. Una debe representar el papel del donante, y la otra, el del beneficiario. El primer sujeto puede dar al segundo tres dólares, aunque eso le costará un dólar. Si damos por hecho que es egoísta y racional, concluiremos que, en lugar de dar nada, debería guardarse su dólar. Así no recibirá castigo alguno. En muchos de estos experimentos, efectuados en condiciones de total anonimato, los participantes suelen dar una o dos veces al principio, y abandonan tal actitud al ver que no reciben recompensa inmediata alguna. Sin embargo, la cosa cambia si el donante sabe que al lado del número de cada participante hay un signo que indica la frecuencia con la que ha sido generoso en el pasado. Si uno de ellos ha dado cinco veces y se ha negado a dar solo una, por ejemplo, poseerá una puntuación por demás respetable, y resulta que los donantes poseen cierta tendencia a mostrarse más desprendidos con

quienes tienen una calificación elevada. Milinski y otros han estudiado este ejemplo, y a estas alturas es más que común. Existen docenas de artículos sobre esta simple configuración que sostienen que la reciprocidad indirecta funciona en condiciones muy sencillas. Al mismo tiempo, sin embargo, ha habido teóricos que han aseverado que este modelo no puede funcionar por una razón muy básica: el entendido que observe que cierto beneficiario no ha dado nunca, se negará a ser generoso con él; pero al hacerlo, verá mermada también su propia puntuación. Aun cuando este acto de no dar está, en su opinión, plenamente justificado, la siguiente persona que repare solo en si ha sido desprendido o no en el pasado deducirá: «¡Vaya! Así que tú no has dado y, por lo tanto, no eres buen tipo. De mí, desde luego, no vas a recibir nada». Al castigar así, hará que descienda su propia puntuación y se arriesgará a no recibir beneficio alguno de un tercero en la siguiente ronda. El de penalizar a otro jugador es un negocio muy costoso, ya que supone un menoscabo considerable a los beneficios futuros de quien lo hace. Los teóricos se preguntaron entonces: ¿qué sentido tiene, pues, optar por este género de sanción si exige un pago? Esto ha recibido la denominación de dilema social. Castigar a otros es altruista en el sentido de que, si no existiera esta posibilidad, se desvanecería del grupo la cooperación; pero este altruismo exige un pago. Deberíamos llegar a la conclusión de que lo mejor es dar en todo momento, siendo así que nuestra puntuación estaría, en tal caso, siempre en lo más alto. Y por lo tanto, las probabilidades de recibir también serían máximas. Pienso a menudo en los diversos modos de cooperación, y en estos días, lo más frecuente es que reflexione sobre estos aspectos extraños de la reciprocidad indirecta. En este preciso instante, resulta que los economistas están entusiasmados con la idea en el contexto de las transacciones y el comercio electrónicos. En este caso, también se dan un montón de interacciones anónimas, no entre las dos mismas personas, sino dentro de un grupo muy heterogéneo en el que resulta por demás improbable encontrar dos veces a una misma persona. En este ámbito, la confianza en el otro, la idea de reputación, reviste una importancia particular. Las tablas de clasificación de páginas de Google, los índices de prestigio de los compradores y vendedores de eBay y las reseñas de los lectores de Amazon.com se basan en la confianza, y tales relaciones llevan consigo, de forma inherente, un grado considerable de riesgo moral. Antes de abordar ejemplos específicos, vamos a hablar de aquello a lo que hemos estado habituados en el pasado. En un mercado del antiguo Egipto o de

una ciudad de la Europa medieval, uno veía a la misma persona un día tras otro, bien por venderle algo, bien por comprárselo, y ambos envejecían juntos. Sin embargo, ya no es este el caso. En el comercio de la Red, uno compra algo a alguien a quien no ha visto nunca, y deposita su confianza en una agencia de la que quizá no sabe nada más que su dirección de correo electrónico. Estas interacciones mueven grandes cantidades de dinero, y las posibilidades de hacer trampas son considerables. Uno tiene que estar seguro de estar confiando en la compañía adecuada, o de que determinada oferta de eBay es seria y no vamos a adquirir un trasto inservible. Tiene que confiar en alguien para enviarle dinero antes de haber recibido la mercancía, y una vez llegada esta, aún queda por resolver la cuestión de determinar si lo valía. Claro está que en este género de comercio electrónico existe también la posibilidad de puntuar a la otra parte e informar de si la última transacción fue o no satisfactoria. Tal hecho hace que cada participante vaya construyendo su propio prestigio y crea así una variante moderna de reputación en una sociedad en la que no tratamos ya con la misma gente a diario, sino con extraños. En realidad, no reparé en las implicaciones de estas ideas para Internet sino hace poco, porque no uso eBay ni compro libros en Amazon. Fueron mis alumnos quienes me informaron del interés que ha adquirido la reputación en este contexto. Estaba tratando por enésima vez de redactar una introducción para cierto escrito destinado a trabajar con ellos el tema de la reciprocidad indirecta cuando me preguntaron: «¿Por qué recurre siempre a la prehistoria y la evolución de los homínidos cuando en este instante está ocurriendo algo muy similar en la Red?». Ahora mismo hay, cuando menos, diez artículos sobre estos asuntos escritos por economistas, aunque si no los menciono aquí es porque se encuentran aún en preparación, sin que ninguno haya sido publicado todavía. Sería interesante averiguar si los pioneros de Google son conscientes de estas teorías procedentes de la biología evolutiva. No tengo contacto alguno con ellos, aunque puedo atribuirme el mérito subliminal de la palabra Google. Cuando la familia Brin llegó a Viena desde la Unión Soviética, Sergey Brin tenía tres años. La familia se alojó un tiempo con nosotros, en nuestro apartamento. El padre, amigo y colega, es el matemático Michael Brin, especialista en teoría ergódica y sistemas dinámicos, que era también entonces mi campo de investigación. Lo primero que les ofrecimos cuando llegaron a casa fue un Gugelhupf, el célebre postre austríaco, que causó una honda impresión en

el joven Sergey. Con todo, dudo que lo recuerde. Oficialmente, el nombre de Google procede de googol («gúgol», denominación de un número de magnitud desmesurada), y el motivo real ha caído en el olvido. Claro está que a principios de la década de 1980 no estaba yo pensando, precisamente, en Internet, sino leyendo la obra de Richard Alexander sobre la evolución de la moral y sobre cómo comenzó el hombre a evaluar al prójimo. No hace falta decir que el autor sabía bien que las diferentes culturas poseen éticas muy distintas. También sus lenguas son muy distintas, y sin embargo son muchos los filólogos de ahora que dan por supuesta la existencia de un instinto lingüístico universal. De un modo semejante, es probable que, pese a las diferencias éticas que se dan en las diversas sociedades, todas estén fundadas en un instinto moral universal verificado en la tendencia a evaluar en todo momento a los demás, aun cuando sea en conformidad con modelos distintos. Tal vez estos dependan de la cultura o de la civilización, pero en lo básico, llevamos dicha proclividad integrada en el cerebro. La propensión a evaluar al prójimo es algo que también puede ponerse en práctica en el contexto del comercio electrónico, porque si observamos a dos personas y una de ellas se niega a dar un obsequio a la otra, ¿a qué conclusión llegamos? Si no vemos más que este acto aislado, pensaremos quizá que un donante en potencia que no da debe de ser mala persona. Sin embargo, si el posible beneficiario posee mala reputación, tal vez pensemos que está justificado no darle nada. En este instante se está estudiando con experimentos si quienes observan una interacción así reparan de veras en los detalles. ¿La consideran en sí misma, o se preocupan de veras por el prestigio de quienes participan en ella? Claro está que la evaluación sería más refinada si tuviese en cuenta la reputación moral que poseían tanto el que da como el que recibe antes de que se produzca la interacción. En las transacciones electrónicas, convendría cuantificar dicha reputación con los parámetros más sencillos posibles. Lo ideal sería emplear una calificación binaria limitada al 0 y al 1, por ser lo más fácil de poner en práctica. Sin embargo, si nos detenemos a considerar los distintos modos de evaluar el trato entre dos personas, veremos que hay muchas combinaciones posibles de lo que consideramos bueno y malo. Podría ser que tengamos por bueno negar ayuda a un canalla, o por malo auxiliarlo. Si analizamos todas las posibilidades, llegaremos a un número altísimo: ¡4.096! ¿Cuál de ellas se está dando en un

momento determinado? Habrá que ensayarlo, y hoy se están desarrollando numerosos experimentos al respecto. Yo conozco a varios grupos dedicados a ello, y lo cierto es que, sin ser hombre de laboratorio, cada vez me atrae más esta área. Sería interesante preguntarse si los pioneros de Google, eBay y Amazon son conscientes de estas teorías procedentes de la biología evolutiva. El de la reputación es un concepto que tenemos bien grabado en el cerebro, y que nos preocupa enormemente —no ya a los profesores de edad, sino a todo el mundo —. He leído que el momento en que se desesperan y enloquecen las personas es aquel en que sienten que su entorno social los considera por entero inútiles. Quisiera hacer hincapié en que hemos estado hablando, en esencia, de naturaleza humana. La idea, más o menos oficial, de que los seres humanos son egoístas y racionales (concepción que solo los economistas toman de veras en serio, o tomaban, ya que ahora hasta ellos están negando haberlo hecho nunca) ha quedado refutada por completo. Existen muchos experimentos que demuestran que en la vida del ser humano están por demás presentes impulsos espontáneos como la tendencia a la justicia o los actos de compasión y generosidad.

9. Maoísmo digital Los riesgos del nuevo colectivismo online Jaron Lanier Informático, músico y autor de Contra el rebaño digital. El artículo de la Wikipedia dedicado a mi persona me presenta —al menos esta semana— como director cinematográfico. Cierto es que hace unos tres lustros hice un cortometraje experimental. La idea era horrible: traté de imaginar lo que habría hecho la cineasta Maya Deren con el morphing, la técnica de efectos especiales empleada para simular transformaciones. Se exhibió en cierta ocasión en un festival y jamás llegó a distribuirse. De hecho, me sentiría muy aliviado si no la volviera a ver nadie. En la vida real es fácil no dirigir cine, pero en el universo alternativo que conocemos como Wikipedia he tratado varias veces de jubilarme de esta actividad y hay alguien que siempre rechaza mi solicitud: corrijo un día la entrada, y al siguiente, vuelvo a ser director de cine. Y la verdad, no se me ocurre castigo más apropiado para esos empecinados duendecillos de la Wikipedia responsables que obligarlos a ver el corto de marras. En las últimas semanas, los periodistas me han preguntado en dos ocasiones por mi carrera de cineasta: las fantasías de los duendecillos han irrumpido en la porción del mundo que trata de permanecer real. Soy consciente de haber salido bien parado, ya que los errores que recoge la Wikipedia sobre mí —al menos antes de la publicación de este artículo— han tenido su encanto y hasta resultan halagadores. Leer una entrada de esta enciclopedia es como leer con atención la Biblia: se perciben leves indicios de la voz de varios autores y correctores anónimos, aunque resulta imposible estar seguros del todo. En mi caso

particular, parece que los duendecillos son, quizá, integrantes o descendientes de la simpática cultura erigida en torno a la revista Mondo 2000, que puso en conexión la experimentación psicodélica con la informática. Parecen conceder una gran importancia a vincular mis ideas a las de las lumbreras psicodélicas de antes —y de un modo que yo no puedo sino considerar poco riguroso e incorrecto—. Las correcciones que se apartan de este conjunto de ideas raras que tiene por importantes esta pequeña subcultura en particular se eliminan de inmediato. Tiene cierto sentido. ¿Quién más iba a prestarse voluntario a brindar tamaña dedicación y hacer todo el trabajo? Lo que me preocupa no es la Wikipedia en sí, que pese a los numerosos reproches que ha recibido, en especial durante el último año, no deja de ser un experimento que aún tiene posibilidades de cambiar y crecer. Cuando menos, ha logrado revelar lo que piensan quienes frecuentan la Red con determinación y con mucho tiempo disponible, y semejante información resulta interesante. El problema radica, más bien, en la estima y el uso que se le han concedido; en la importancia que ha adquirido con tanta rapidez, y eso forma parte del atractivo del nuevo colectivismo electrónico, que no es sino el resurgimiento de la idea de que el colectivo es omnisciente, de que es deseable que la influencia se concentre en un embudo capaz de canalizar lo colectivo con la mayor fuerza y veracidad posibles. Se trata de algo diferente de la democracia representativa o la meritocracia. La idea ha tenido consecuencias temibles cuando nos la han arrojado la extrema derecha o la extrema izquierda en diversos períodos de la historia, y el que hoy la estén volviendo a introducir tecnólogos y futuristas de renombre, personas a las que en muchos casos conozco y aprecio yo mismo, no la hace menos peligrosa. Existe un estudio célebre publicado en Nature que compara la exactitud de la Wikipedia con la de la Enciclopedia Británica. Los resultados fueron aleatorios y aún se debate la validez del estudio, aunque hay que decir que los artículos que se eligieron para hacer la comparación eran precisamente de los que cabe esperar que afronte la Wikipedia con más excelencia: asuntos científicos sobre los que apenas se preocupa la colectividad en general. Los de «Efecto isotópico cinético» o «Vesalio, Andrés», son ejemplos de algunos de los que hacen difícil que la Británica tenga nada que hacer, pues es necesario no poco trabajo para dar con los autores adecuados que investiguen y corrijan una

multitud de temas diversos. Sin embargo, son perfectos para la Wikipedia. Apenas existe controversia en torno a ellos, y la Red proporciona acceso fácil a un número razonablemente pequeño de especialistas competentes que cursan estudios universitarios y poseen la motivación frenética de la juventud. Una de las creencias fundamentales del mundo wiki es que, por numerosos que sean, los problemas que surjan en su seno se irán corrigiendo de forma gradual a medida que se desarrolle el proceso. Se trata de una convicción análoga a la de los hiperliberalistas que depositan un grado de fe infinito en un mercado sin trabas o la de los hiperizquierdistas que, de un modo u otro, son capaces de soportar procesos de toma de decisiones en los que se busca el consenso a toda costa. En todos estos casos, tengo para mí que las pruebas empíricas han dado resultados muy heterogéneos. Las actividades colectivas de estructura poco rígida propician mejoras continuas en algunos casos y en otros no. A menudo ocurre que no vivimos lo suficiente para averiguarlo. Más adelante, expondré qué restricciones pueden hacer inteligente a un colectivo; pero antes, conviene no perder de vista una serie de valores solo por el interés que posee la pregunta de si ello es posible. La exactitud de un texto no es motivo suficiente, pues un buen escrito es más que una colección de referencias precisas: también constituye una expresión de personalidad. La mayor parte de la información técnica o científica que figura en la Wikipedia se hallaba ya en la Red antes de que se creara aquella: siempre era posible usar Google o cualquier otro buscador a fin de encontrar datos relativos a temas que ahora figuran en ella. En algunos casos, según he podido comprobar, se copian textos específicos de los portales de universidades o laboratorios en los que figuran originariamente, y cuando ocurre eso, cada texto pierde parte de su valor. Dado que los motores de búsqueda tienden ahora a remitir a las versiones wikipédicas, la Red ha perdido parte del sabor que le confería su uso fortuito. Cuando uno conoce el marco en que se ha escrito algo y quién ha sido su autor más allá que un simple nombre, recibe mucha más información que cuando lee el mismo texto situado en la mezcolanza anónima, sin autoridad ni contexto de la Wikipedia. Ya no se trata de una cuestión de autenticación ni de responsabilidad, aunque ambas son importantes, sino de algo más sutil. Una voz debería sonar como un todo: para que el lenguaje posea un significado pleno, uno debe tener la ocasión de captar el sentido de personalidad. Las páginas personales de la Red lo consiguen, y las publicaciones periódicas y los libros, también. Aun la Británica posee una voz editorial, que ha sido criticada por

algunos por ser demasiado propia de «muerto blanco». Si un sitio web irónico consagrado a la destrucción del cine me situase en la categoría de los cineastas, todo tendría más sentido: eso sí sería un texto con todas las de la ley. Sin embargo, fuera de contexto en la Wikipedia, se torna en una memez. El de Myspace es otro experimento reciente que se ha vuelto más influyente aún que la Wikipedia. Como esta, añade una pizca del poderío que ya está presente en Internet para dar a entender un cambio espectacular en el uso. Myspace gira en torno a la autoría, pero no pretende ser omnisciente. Uno siempre puede decir, cuando menos, algo acerca del carácter de la persona que ha hecho cada una de sus páginas, y lo cierto es que no es nada frecuente que este género de páginas inspire la menor confianza de que su creador sea una autoridad de fiar. ¡Bravo por Myspace, pues! Como fuente de información, resulta más rica y polifacética que la Wikipedia, aunque los temas que ofrecen una y otra apenas coinciden. Si uno desea saber lo que piensa el público de un programa de televisión, por ejemplo, Myspace será de mucha más ayuda de los prolijos artículos que tiene aquella sobre el particular. La Wikipedia dista mucho de ser el único sitio fetiche para los adeptos del colectivismo insensato: en la Red se está dando una competición frenética por ver qué página se convierte en la más meta- de todas, la que reúne el contenido de más páginas y subsume la identidad de todas las demás. Esta carrera comenzó de un modo bastante inocente con la idea de crear directorios de destinos online como las primeras versiones de Yahoo! A continuación irrumpió en escena AltaVista, en donde era posible hacer una búsqueda mediante el uso de una base de datos invertida del contenido de toda la Red. Después llegó Google, que añadía a esto algoritmos destinados a asignar grados de relevancia a las diversas páginas, y tras él, los blogs, que presentaban grandes diferencias de calidad e importancia. De ahí se pasó a las metablogs como la de la revista Boing Boing, dirigida por seres humanos identificados, que atendía a una serie de blogs agregados. En todas estas fórmulas seguían estando al cargo personas reales: individuos reconocibles que asumían su responsabilidad. Quienes idearon estos proyectos online dieron por supuesto que las personas les conferirían valor. Tenían claro que la Red estaba hecha de gente y que la validez última se la otorgaba, al cabo, la capacidad para conectar con seres humanos reales. Ni siquiera Google es, por sí mismo y en la actualidad, lo bastante abarcador de otras páginas para constituir un problema. Un estrato de

clasificación de sitios apenas puede suponer amenaza alguna para la autoría, aunque la acumulación de una capa sobre otra puede crear una turbidez sin sentido que merece ser considerada aparte. En el último par de años, se ha tendido a eliminar todo rastro personal para lograr simular en el mayor grado posible la apariencia de que el contenido de la Red mana de ella como si fuese ella misma quien nos habla a la manera de un oráculo sobrenatural. Y es en este punto donde el uso de Internet cruza los límites del engaño. Kevin Kelly, antiguo director de la Whole Earth Review y director ejecutivo y fundador de Wired, es, además de mi amigo, una de las personas que ha estado reflexionando sobre lo que llaman él y otros «mentalidad de colmena». Dirige un sitio web llamado Cool Tools que constituye un cruce entre un blog y el antiguo Whole Earth Catalog. Sus colaboradores, entre quienes me incluyo, no conformamos una colmena por el simple hecho de que se nos identifica. En marzo, Kelly examinó una serie de «filtros de consenso de la Red», como Digg o Reddit, que reúne material tomado a diario de los numerosos sitios vinculados a ellos y pretende, por tanto, ser más meta- que estos. En realidad, no hay nadie encargado de lo que debe aparecer en sus páginas: solo un algoritmo. Todo apunta a que se espera que el más abarcador de todos los sitios se convierta también en el mayor de todos los embudos y reciba financiación infinita. Esta nueva dimensión de abarcadura duró solo un mes. En abril, Kelly evaluó un sitio llamado popurls.com que incluía el contenido de varios sitios de filtro consensuado y, por lo tanto, constituía... otro portal «más meta- que ninguno». Lo que leemos ahora es lo que un algoritmo de colectividad entresaca de lo que otros algoritmos de colectividad han entresacado de lo que ha elegido la colectividad de lo que ha escrito de forma anónima una población de autores en su mayoría aficionados. ¿Qué bien puede reportarnos popurls.com? Estoy redactando el presente artículo el 27 de mayo de 2006. En los últimos días se ha anunciado un enfoque experimental del tratamiento de la diabetes que podría prevenir el daño neuronal. Se trata de una noticia excelente para decenas de millones de estadounidenses. Sin embargo, dicho sitio ni siquiera lo menciona, aunque sí nos pone al tanto de la siguiente nueva: «Un estudiante logra de forma simultánea un récord mundial de consumo de helado y, como resultado, una de las peores jaquecas de la historia». La prensa convencional de todo el mundo encabezaba hoy sus noticias con el grave terremoto que ha sufrido la isla de Java, y aunque popurls.com incluye alguna que otra mención del suceso, todas

se encuentran enterradas en la agregación de los sitios de noticias a los que remite, como Google News. Para descubrir el motivo por el que aparecen dichas alusiones es necesario escarbar todos los estrados de sitios agregados hasta dar con las fuentes originales, que no son sino artículos, cada vez más excepcionales, elaborados por escritores y editores profesionales que firman con sus nombres verdaderos. Sin embargo, en la capa que presenta popurls.com, la noticia del helado y la del temblor javanés se hayan, a lo sumo, al mismo nivel, huérfanas de contexto y de autoría. «No hay un modo mejor —concluye Kevin Kelly al hablar de popurls.com — de observar el espíritu de colmena.» Sin embargo, este género de conciencia colectiva es, en su mayor parte, estúpido y aburrido. ¿Para qué prestarle la menor atención? Quienes hayan leído mis diatribas anteriores percibirán cierto paralelismo entre mi malestar respecto de la llamada inteligencia artificial y la competición destinada a borrar todo rasgo personal y a obtener el sitio más meta-. En los dos casos se presume que está a punto de aparecer un género distinto de inteligencia humana individual, si es que no ha aparecido ya. El problema que plantea tal presunción es que el público parece estar deseoso de bajar el listón a fin de hacer que el pretendido recién llegado parezca inteligente, e igual que está dispuesto a hacer cualquier cosa por volverse estúpido para logar que lo parezca cualquier interfaz de inteligencia artificial —tal como ocurre cuando alguien consigue interactuar con el infame clip de Microsoft—, da la impresión de que no le importe renunciar a su sentido crítico y a su concreción para que tengan sentido estos metabuscadores. Existe una conexión pedagógica entre la cultura de la inteligencia artificial y el extraño atractivo que ofrece el colectivismo anónimo en la Red. Los ingentes servidores de Google y la Wikipedia se mencionan con frecuencia como la memoria de arranque de las formas de inteligencia artificial que están por venir. Según un enlace que me ha ofrecido popurls.com esta mañana —a saber si es correcto—, Larry Page ha presumido que podría aparecer una de ellas en el seno de Google a la vuelta de unos años. George Dyson se ha preguntado si no se da ya algo así en la Red, tal vez, en efecto, encaramado en Google. No es mi

intención debatir sobre la existencia de entidades metafísicas, sino solo hacer hincapié en lo prematuro y peligroso que resulta rebajar las expectativas que albergamos respecto del intelecto de los seres humanos individuales. Lo hermoso de Internet es su capacidad para conectar a las personas. El valor está en los otros. Si damos en creer en ella como una entidad con algo que decir, estamos infravalorando a dichas personas y convirtiéndonos en idiotas. Viene a complicar aún más el problema el que no hayan aparecido con la rapidez que esperábamos todos los modelos nuevos de negocio para escritores y pensadores. Los periódicos, por ejemplo, se encuentran en grave decadencia al haber asumido la Red la labor de alimentar al ojo curioso que planea sobre el café de la mañana y, lo que es peor, la de acoger los anuncios clasificados. En este nuevo entorno, Google News se halla, por el momento, mejor financiado y disfruta de un futuro más seguro que la mayoría del número más bien reducido de buenos periodistas que, repartidos por el mundo, crean, en última instancia, la mayor parte de su contenido. El agregador es más rico que el agregado. Aunque la de los nuevos modelos empresariales para creadores de contenidos online constituye, en sí una cuestión profunda y difícil, hay que señalar, cuando menos, que escribir bien y de un modo profesional requiere tiempo, y que los más de los autores necesitan que les paguen dicha dedicación. No estoy hablando de rellenar un blog: quien hace eso no lo tiene complicado para lograr la apreciación del público; solo tiene que hacer lo que este le pide, o insultarlo para atraer su atención. No digo que haya nada malo en ninguna de estas actividades, aunque creo que escribir de veras, pensando en perdurar, es algo distinto que supone articular un punto de vista que vaya más allá de una simple reacción a los derroteros que tomó ayer determinado diálogo. La elevación artificial de todo cuanto es meta- no se limita a la cultura online, sino que está influyendo de forma notable en el modo como se toman las decisiones en Estados Unidos. Lo que estamos viendo hoy es el progreso alarmante de la falacia del colectivo infalible. Son muchas, de hecho, las organizaciones selectas que se han visto encandiladas por la idea. Inspiradas por el ascenso de la Wikipedia, por la opulencia de Google y por el ansia de los empresarios por crear el sitio más abarcador. Las agencias gubernamentales, los departamentos de planificación de las compañías y las universidades de renombre: a todos les ha picado el gusanillo.

En mi trabajo de consultor, lo normal era que me pidiesen poner a prueba una idea o plantear una nueva a fin de resolver un problema. En los últimos dos años, sin embargo, me han pedido que trabaje de un modo muy diferente, y así, no es difícil encontrarnos a mí y a quienes se dedican a este oficio rellenando formularios de encuestas o corrigiendo artículos colectivos. Ahora hago y digo muchas menos cosas que antes, aunque me siguen pagando lo mismo. Tal vez no debería quejarme, pero lo cierto es que las acciones de las grandes instituciones nos conciernen a todos, y va siendo hora de que nos pronunciemos contra la moda de la colectividad que se nos está imponiendo. No resulta difícil entender la popularidad que ha alcanzado en las organizaciones de relieve el engaño del colectivismo: si el principio es cierto, no habría que exigir a individuos concretos que asumiesen riesgos ni responsabilidades. Vivimos tiempos de gran incertidumbre unida al pavor infinito a que se nos haga responsables de algo, y tenemos que trabajar en el seno de instituciones que no sean leales a ejecutivo alguno, y menos aún a nadie de menor categoría. Todo aquel que teme decir alguna inconveniencia en la organización a la que pertenezca se siente más seguro cuando se oculta tras un sitio wiki o cualquier otro ritual de sitios agregados a uno más abarcador. Un servidor ha participado últimamente en una serie de páginas wiki y «metaencuestas» selectas y bien pagadas y ha tenido ocasión de estudiar los resultados. Hasta he participado en un sitio wiki sobre sitios wiki. Y he percibido en todo ello una pérdida evidente de perspicacia y sutileza, una indiferencia total por los matices de las opiniones bien meditadas y una tendencia cada vez mayor a santificar las convicciones oficiales o normativas de una organización. ¿Por qué no está clamando todo el mundo contra la reciente epidemia de usos inadecuados de lo colectivo? Me da la impresión de que se debe a que las ideas malas del pasado adquieren un confuso aspecto novedoso cuando se presentan como avances tecnológicos. Lo colectivo crece a nuestro alrededor de modos muy diversos. Lo que aflige a las grandes instituciones también consterna a la cultura popular. Se ha hecho, por ejemplo, dificilísimo introducir una estrella nueva del pop en el mercado musical, y ni siquiera los que más éxito han tenido en un primer momento han

logrado pasar casi nunca del primer disco en la última década. La excepción es American Idol, que como la Wikipedia, no tiene nada de malo, aparte de su carácter acaparador. Al parecer, este concurso de nuevas promesas tiene más votantes que las elecciones presidenciales, y una de las razones es la comodidad y la inmediatez que ofrece la tecnología de la información. El colectivo puede votar llamando por teléfono o enviando un mensaje de texto, y hacerlo más de una vez; eso hace que se sienta halagado y lo lleva a responder. Los ganadores son atractivos en un sentido bastante literal. Sin embargo, John Lennon no habría llegado siquiera a la final, o lo habría hecho convertido en otro género de persona y de artista. Y lo mismo cabe decir de Jimi Hendrix, Elvis, Joni Mitchell, Duke Ellington, David Byrne, Grandmaster Flash, Bob Dylan (¡acabáramos!) y de casi cualquiera de los que han tenido un peso considerable en la creación de la música pop. En todos lados cuecen habas: The New York Times, nada menos, ha publicado hace poco artículos de opinión que defendían la idea pseudocientífica del diseño inteligente. Asombroso. El Times se está convirtiendo en el diario de las opiniones mediocres. Si tenemos la sensación de que se ha perdido algo cuando American Idol se convierte en cabecilla de la música pop en lugar de uno de sus seguidores, cuando la teoría de un creador inteligente del universo se sitúa a la altura de la ciencia de verdad en la más seria de las publicaciones, podemos estar seguros de que se ha perdido todo. ¿Cómo ha podido llegar tan lejos? No lo sé, aunque imagino que el proceso ha debido de ser similar al que he conocido en los últimos tiempos en el ámbito de la consultoría. Y es que resulta más sencillo ser quien recoge el parecer del colectivo y agrega toda clase de material sin adquirir compromiso alguno. De ese modo, es posible ser interesante en la superficie sin tener que preocuparse por la posibilidad de estar equivocado. Menos cuando se da importancia de veras al pensamiento inteligente. En ese caso, la idea de la media puede estar muy errada, y solo las mejores poseerán un valor duradero. Es lo que ocurre en el ámbito de la ciencia. La colectividad no siempre es estúpida: en algunos casos especiales puede ser muy inteligente. Tómese, por ejemplo, el ritual de bienvenida que se ofrece a menudo a los alumnos que llegan a estudiar a una facultad de empresariales. En una de sus variantes se coloca ante una clase un recipiente de dimensiones

considerables lleno de gominolas, y cada uno de los presentes tiene que adivinar cuántas hay. Y aunque las estimaciones varían mucho, la media suele acercarse en un grado asombroso a la cantidad correcta. Este es un ejemplo del género especial de inteligencia que ofrece lo colectivo, y de hecho, este es el rasgo peculiar que tanto se ha celebrado como «el saber de las masas», si bien hablar de sabiduría en este contexto puede resultar engañoso. Es parte de lo que hace que resulte inteligente la mano invisible que proponía Adam Smith, y también está vinculado a los motivos por los que funcionan los algoritmos de clasificación de páginas de Google. Hace ya tiempo se adaptó al futurismo, en cuyo seno se conoció como la técnica de pronóstico Delphi («Delfos»). Se trata de un fenómeno real de inmensa utilidad. Sin embargo, dicha utilidad no es infinita: el colectivo también puede ser estúpido. Véanse la fiebre de los tulipanes y las burbujas del mercado de valores; la histeria provocada por raptos ficticios de niños para ritos satánicos, o por el problema informático que supuso la llegada del año 2000. Si lo colectivo puede resultar valioso es precisamente porque los picos de estulticia y de genialidad no coinciden, por lo común, con los que se verifican en los seres humanos individuales. Ambos géneros de inteligencia revisten una importancia vital. Lo que hace que funcione un mercado, por ejemplo, es la unión de inteligencia colectiva e individual. No puede fundarse solo en precios determinados por la competencia, sino que necesita también, en entrada, a emprendedores que presenten los productos por los que se da dicha rivalidad. Dicho de otro modo: los individuos inteligentes, los héroes del mercado, son los que formulan las preguntas que se encarga de responder la conducta colectiva; los que llenan de gominolas el recipiente. Hay cierta clase de respuestas que no debería dar el individuo. Cuando un burócrata gubernamental, por ejemplo, establece un precio, el resultado acostumbra ser inferior a la respuesta que ofrecería un colectivo bastabte bien informado y razonablemente libre de manipulación o respuesta interna desbocada. No obstante, cuando un colectivo diseña un producto, el resultado deja mucho que desear por faltar una directriz concreta. No en vano se considera despectiva la expresión con que se denomina en inglés: design by committee («diseño debido a un comité»). Llegado a este punto, debo dedicar unos instantes a hablar de Linux y de otros empeños similares. Las diversas fórmulas de programas libres o de código abierto difieren de la Wikipedia y de la carrera por ser el más abarcador de los

metaservidores en aspectos muy relevantes. Los programadores de Linux no son anónimos, y, de hecho, la gloria personal forma parte de la motivación que mantiene vivos dichos proyectos. Aun así, existen ciertas similitudes, y la falta de una voz o una lógica de diseño estético coherentes constituye una de las cualidades negativas que comparten los programas de código abierto y la Wikipedia. Estos movimientos alcanzan el culmen de su eficacia a la hora de construir estratos ocultos de búsqueda en profundidad de información, como servidores de Internet, pero son inútiles cuando hay que producir interfaces de usuario o experiencias de usuario de calidad. Si el código responsable de la interfaz de la Wikipedia fuera tan abierto como los contenidos de sus artículos, se tornaría casi de inmediato en un batiburrillo impenetrable. A lo colectivo se le da muy bien la resolución de problemas que exigen resultados susceptibles de ser evaluados mediante parámetros de rendimiento incontrovertibles, y muy mal cuando pesan el gusto y el juicio. Los colectivos pueden ser tan estúpidos como cualquier individuo, y en algunos casos de relieve, aun más que ninguno. Lo que cabe preguntarse es si cabe identificar en qué ámbitos es más inteligente la persona que el grupo. La cuestión tiene una historia dilatada, y son diversas las disciplinas que tienen mucho que decir. He aquí un atajo en el que, a mi ver, se halla la frontera entre el pensamiento colectivo eficaz y el disparate: la colectividad tiende a ser más inteligente cuando no se trata de definir sus propias preguntas, cuando cabe evaluar la validez de una respuesta mediante un resultado sencillo —como un simple valor numérico— y cuando el sistema de información que configura al colectivo está filtrado por un mecanismo de control de calidad dependiente sobre todo de individuos. En semejantes circunstancias, un grupo puede ser más inteligente que una persona; pero si no se cumple alguna de estas circunstancias, el colectivo se volverá poco fiable como mínimo. En cambio, los individuos son capaces de alcanzar la cima de la estupidez en esas ocasiones poco frecuentes en las que se les otorgan poderes sustanciales y se les aísla de los resultados de sus acciones. Si los criterios expuestos son ciertos, se da entre ellos una convergencia muy desafortunada: el escenario que favorece las mayores idioteces de un colectivo es también el más indicado para que se produzcan en el caso de personas individuales.

Todo ejemplo auténtico de inteligencia colectiva de que tengo conocimiento ha sido guiado o inspirado por individuos que abrigaban buenas intenciones, que encaminaban al grupo y, en algunos casos, también corregían algunos de los errores propios del espíritu de colmena. El equilibrio entre la influencia de las personas y el colectivo es la médula del diseño de las democracias, de las comunidades científicas y de otros muchos proyectos inmemoriales. Son muchas las experiencias con las que trabajar, y algunas de esas ideas de siempre proporcionan formas nuevas e interesantes de abordar la cuestión de cómo emplear de manera óptima la mentalidad de colmena. El mundo anterior a Internet brinda algunos ejemplos notables del modo como pueden aumentar la inteligencia colectiva los controles de calidad fundados en la persona. Así, por ejemplo, la existencia de una prensa independiente garantiza noticias jugosas sobre los políticos firmadas por periodistas de gran reputación, como hicieron Woodward y Bernstein en el caso Watergate. Otros escritores ofrecen análisis de productos, como Walt Mossberg, en The Wall Street Journal, o David Pogue, en The New York Times. Autores como estos dan forma a la determinación de resultados electorales y fijación de precios del colectivo. Sin la existencia de un periodismo independiente, compuesto de voces heroicas, el grupo se vuelve estúpido y poco de fiar, tal como se ha hecho patente en numerosos ejemplos históricos. (A mi parecer, los sucesos que se han producido en Estados Unidos de forma reciente son reflejo del debilitamiento de la prensa.) Las comunidades científicas también logran un grado nada despreciable de calidad a través de un proceso de cooperación que incluye verificaciones y compensaciones y descansa, en definitiva, en la buena voluntad y el elitismo «ciego» —en el sentido de que solo es posible acceder a él por meritocracia—. El sistema de profesores numerarios y muchos otros aspectos de la vida académica tienen por objetivo poner de relieve que el peso de los estudiosos individuales no puede ser inferior al de proceso o el colectivo. Un ejemplo más: los empresarios no son los únicos «héroes» de un mercado. El papel que representa el Banco Central en una economía cualquiera no es el mismo que el de un funcionario del Partido Comunista en los sistemas económicos de planificación central. Aun cuando el establecimiento de una tasa de interés pueda parecer la respuesta a una pregunta, lo cierto es que está más cercano a su planteamiento. La junta de gobierno de la Reserva Federal pide al mercado que dé contestación a la pregunta de cuál es el mejor modo posible de

reducir la inflación, por ejemplo. Y aunque esa podría no ser la pregunta que debería formularse en opinión de todo el mundo, resulta, cuando menos, coherente. Cierto es que no han faltado los escándalos en el gobierno, las universidades y la prensa. No hay mecanismo perfecto, y aun así, resulta que el provecho que hemos sacado de estas instituciones no es poco. Sin duda ha habido muchos periodistas malos, científicos que se han engañado a sí mismos, burócratas incompetentes, etc., y cabe preguntarse si el espíritu de colmena puede ayudar a ponerles coto. Los experimentos efectuados en el mundo anterior a Internet apuntan a que sí, aunque siempre que se introduzca en el circuito algún sistema de procesamiento de señales. Algunos de los mecanismos reguladores para colectivos que más éxito tuvieron en dicho período pueden entenderse, en parte, como moduladores del dominio temporal. ¿Qué ocurrirá, pongamos por caso, si un colectivo avanza de un modo demasiado rápido y dispuesto, a sacudidas en lugar de con la calma necesaria para brindar una respuesta única. Esto ocurre con los artículos más activos de la Wikipedia, por ejemplo, y se ha dado también en algunos casos de delirio especulativo en mercados libres. Una de las funciones que ejerce la democracia representativa es la de ejercer de filtro de calidad. Supongamos que los cambios constantes que se dan en una página wiki se produjesen en el proceso de elaboración de leyes. La idea resulta espeluznante. Gentes cargadas de energía pelearían por cambiar la redacción del código impositivo de un modo frenético e inacabable, y la Red quedaría abrumada. Semejante caos puede evitarse con el mismo medio que, aunque de manera imperfecta, nos ofrecen ya los procesos, más lentos, de elecciones y tribunales. El efecto tranquilizador de la democracia metódica logra algo más que resolver, sin más, los extravagantes rifirrafes que se producen en la búsqueda de consenso: también sirve para reducir las probabilidades de que la colectividad se sumerja de pronto en un estado de sobreexcitación cuando las respuestas posibles reciban demasiados cambios rápidos no excluyentes entre sí. (El lector técnico reconocerá aquí principios comunes al ámbito del procesamiento de señales.) La Wikipedia ha impuesto de forma reciente un tosco filtro de paso bajo a los artículos que más mudanzas sufrían, como el dedicado al presidente George W. Bush. Ahora se limita la frecuencia con la que puede eliminar una persona

concreta fragmentos del texto introducido por otra. Sospecho que acabará por evolucionar hasta convertirse en un reflejo aproximado de la democracia que existía antes de la llegada de Internet. Con todo, también podría darse el problema inverso: tal vez la mentalidad de colmena haya tomado el camino correcto pero avance con demasiada lentitud. En ocasiones, los grupos pueden ofrecer resultados brillantes si se les da el tiempo suficiente cuando, sin embargo, no se dispone de este. Un problema como el del calentamiento del planeta podría abordarse de forma automática a la postre si el mercado contara con el tiempo necesario para responder; las tarifas de los seguros se pondrían por las nubes, etc. Por desgracia, en este caso, el peligro es demasiado apremiante, porque la reacción del mercado se ve frenada por efecto del legado de las inversiones existentes. Por lo tanto, debe intervenir cualquier otro proceso, como un plan político propuesto por individuos. Otro ejemplo del «problema de la colmena lenta»: el hombre ha visto desarrollarse con lentitud un buen número de avances tecnológicos a lo largo de los milenios hasta que tuvo una idea clara de cómo ser empírico, de cómo crear una bibliografía técnica sometida a revisión por parte de expertos y un sistema de enseñanza basado en ella, y antes existía un mercado dotado de gran eficacia a la hora de determinar la validez de los inventos. Lo que resulta de vital importancia entender acerca de la modernidad es que la estructura y las restricciones forman parte de lo que aceleró el proceso de desarrollo tecnológico, una parte no menos importante que la eliminación de trabas y las concesiones otorgadas al colectivo. Supongamos que es cierto que la Wikipedia va a mejorar en determinados aspectos tras un período de tiempo, tal como aseguran sus adeptos. Aun así, seguiremos necesitando algo mejor con más prontitud. Algunos de los utopistas de las páginas wiki han manifestado sus esperanzas de que el sistema educativo acabe por ser asumido por estas. Resulta, cuando menos, posible que en un futuro no muy lejano se dé, por intermedio de la agregación anónima de la Red, un flujo de comunicación y educación lo bastante significativo para hacernos vulnerables a un aumento repentino y peligroso del espíritu de colmena. La historia ha demostrado sin descanso que esta se convierte en un idiota cruel cuando funciona como un autómata. Las manifestaciones más desagradables de dicha mentalidad han asumido carácter maoísta, fascista y religioso, por poner solo tres ejemplos. No sé por qué no van a poder darse en el futuro desastres sociales surgidos de pronto bajo la máscara de la utopía tecnológica. Si los sitios

wiki están llamados a disfrutar de un ascendiente mayor, deberían introducir mejoras a través de mecanismos como los que han funcionado de un modo aceptable en el mundo que precedió a Internet. Deberíamos considerar el espíritu de colmena una herramienta. Dar poder a lo colectivo no confiere poder alguno a los individuos: cumple hacerlo al revés. Pueden darse mecanismos útiles de revisión entre estos y aquel, pero la mentalidad de colmena es demasiado caótica para corregirse a sí misma. Las expuestas son solo unas cuantas ideas sobre cómo instruir a una colectividad que puede resultar peligrosa y no dejar que se desborde, pues cuando surja un problema queremos que nos ladre, pero no que nos muerda. La ilusión de que lo que ya tenemos está cerca de lo satisfactorio, o de que tiene vida y el poder de corregirse a sí mismo, es la más peligrosa que podamos concebir. Evitando semejante disparate debería ser posible dar con un modo humanista y práctico de aumentar al máximo el valor de lo colectivo en la Red sin volvernos idiotas, y la mejor directriz consiste en conceder la mayor importancia al individuo.

10. Sobre el «Maoísmo digital» de Jaron Lanier, conversación en Edge Con Douglas Rushkoff, Yochai Benkler, Clay Shirky, Cory Doctorow, Kevin Kelly, Esther Dyson, Larry Sanger, Jimmy Wales y George Dyson Introducción, de Clay Shirky Cuando apareció por vez primera el artículo «Maoísmo digital», de Jaron Lanier, en Edge,* tuve por cierto que daría pie a cientos de respuestas en toda la Red. Tras conversar con John Brockman, decidimos tratar de recoger algunas de las mejores. El escrito de Lanier está llamado a levantar ampollas porque la vida del ser humano se da en continua tensión entre nuestra identidad individual y la colectiva, inseparables e inconmensurables. Hace ya diez años que el ascenso de lo digital proporcionaba al individuo poderes enormes que antes no había tenido, y hoy parece evidente que las redes mundiales brindan oportunidades nunca vistas para la acción colectiva. El de comprender el modo como entran en conexión estas revoluciones coexistentes y rivales con modelos arraigados de labor intelectual y social constituye uno de los grandes retos de nuestro tiempo. La amplitud y profundidad de las respuestas que aquí se recogen, y que van desde cuestiones filosóficas generales a cálculos de lo que tienen de verdad fundamental los avances tecnológicos particulares da fe de la complejidad y sutileza de dicho desafío. Douglas Rushkoff Analista de medios, autor de documentales y del libro Program, or be programmed.

A pesar de que compare la Wikipedia con programas como American Idol, el de Lanier es un argumento más sensato y optimista de lo que puede parecer a primera vista. En realidad, pretende menos condenar la actividad colectiva que tiene su motor en el común de las gentes como buscar modos de supervisar y acotar su desarrollo. Dicho en pocas palabras, defiende la intervención consciente de los individuos en el crecimiento y la aceleración de ese espíritu de colmena al que llaman inteligencia colectiva. De hecho, la confianza en lo benéfico de la colectividad es tan impredecible como la fe ciega en Dios o en un dictador. Un pensamiento de grupo mal desarrollado bien podría decidir que cualquiera de nosotros constituye una amenaza para el organismo originario y merece, por lo tanto, expulsión. Así y todo, me cuesta creer que quienes participan en la Wikipedia o votan en American Idol vayan a estar, en breve, en posición de rehacer el orden social. Y me preocupa que un argumento contra la actividad que se efectúa en colaboración se centre en los motivos reales que hacen que algunos empeños acaben en lo que acaban. Nuestra inteligencia colectiva, aún en formación, no surge en el vacío, sino en marcos mediáticos con predisposiciones muy específicas. Por encima de todo, no podemos pretender que ni siquiera nuestros empeños favoritos en eliminar todo intermediario constituyan una revolución en ningún sentido real del término. Los proyectos como la Wikipedia no acaban con la existencia de minoría selecta alguna, sino que sustituyen a una —en este caso de carácter académico— por otra —la de los medios interactivos—. El que en esta última pueda incluirse cualquier muchacho de catorce años con acceso a Internet no cambia, en absoluto, el hecho de que ha recibido una formación, conoce bien los adelantos tecnológicos y dispone del tiempo libre suficiente para investigar y subir los resultados a una enciclopedia sin necesidad de remuneración económica alguna. Aunque no pertenezca al consejo editorial de la Enciclopedia Británica, sin duda se encuentra en igual posición que cualquier otro para acceder a ella. Si bien coincido con Lanier y con el reciente aluvión de artículos que ponen en duda la confianza que depositan hoy tantos de cuantos frecuentan Internet en las bases de datos creadas por los mismos usuarios, lo cierto es que no es motivo suficiente para condenar la red de base por considerarla una actividad peligrosa y acéfala, digna de compararse con las desastrosas acciones de masas de antiguos regímenes comunistas.

No obstante la sobrecargada metáfora del «espíritu de colmena» acuñada por Kevin Kelly, una colaboración en red no es un terreno de juego totalmente plano habitado por zánganos. Solo hay que echar un vistazo a cualquiera de manifestaciones de la inteligencia colectiva que funcionan online —de eBay a Slashdot— para hacerse una idea de cuál ha mejorado su posición e influencia. En muchos casos, tal reputación se ha logrado mediante un proceso mucho más cercano a la meritocracia y a través de un conjunto de filtros mucho más justo que aquellos por intermedio de los cuales hemos obtenido nuestros títulos universitarios. Aun cuando puede ser cierto que un buen número de los sitios web y proyectos colectivos actuales contienen más contenido agregado que obras originales, más enlaces que material, esta es una crítica que bien podría dirigirse a la totalidad de la cultura occidental desde el posmodernismo. Quien esto escribe está tan cansado como cualquier otro del arte y el pensamiento que existen por entero en el reino del contexto y la referencia; pero no podemos culpar a la Wikipedia de una arquitectura fundada en guiños a períodos anteriores ni de una cultura musical obsesionada con el aprovechamiento de grabaciones antiguas en lugar de con la interpretación de composiciones nuevas. Sinceramente, quienes más gritan contra la inclinación de nuestra cultura de Internet hacia el reencuadre y la inclusión de bases de datos en páginas más abarcadoras suelen ser quienes más tienen que perder en una sociedad en la que la «autoría» deje de ser una preocupación primordial. La mayoría de los que trabajamos en el ámbito de la ciencia y la tecnología entiende que nuestros mayores logros no son personales, sino articulaciones afortunadas de realizaciones colectivas; de elementos que están en el aire (aunque se atribuya sin más a dos hombres, el descubrimiento de la doble hélice del ADN fue resultado de la labor paralela de un número nutrido de grupos, un empeño colectivo en no menor medida que el Proyecto Manhattan). La reivindicación de una autoría no es más que una cuestión de ego y de derechos. Aun así, el colectivo dista mucho de poder componer una sinfonía o escribir una novela, medios de comunicación basados, precisamente, en la explotación de las fronteras existentes entre el creador individual y su público. Si uno quiere de veras llegar a la médula de por qué los grupos de personas que emplean cierto medio tienden a conducirse de un modo determinado, tendrá que comenzar explorando las propensiones de dicho medio. Los niños que tienen acceso a un ordenador mezclan y remezclan fragmentos de música porque estos

aparatos destacan en esta actividad, aunque no tanto en calidad de instrumentos con los que interpretarla. Del mismo modo, la Red —que se creó para promover la vinculación de artículos científicos a las fuentes a las que remiten en sus notas — constituye una plataforma que propende a conectar realidades más que a crearlas. Nadie critica una tostadora porque no sea capaz de batir mantequilla. Por eso sería lamentable rechazar las posibilidades de una inteligencia colectiva emergente fundándose, sin más, en los resultados tempranos de la interfaz (la World Wide Web) de cierta red (Internet) de aparatos (los ordenadores). La metáfora de la mentalidad de colmena no era sino un modo prematuro, optimista y futurista de dar explicación a un género de conducta del que no teníamos experiencia previa: el de la comunidad virtual. Es evidente que debe de haber sido demasiado elevado el número de psicodélicos que han pasado por el Valle del Silicio al mismo tiempo que los ordenadores Macintosh Classic o los ejemplares del Caos de James Gleick. En la intensidad de la primera fase de cualquier renacimiento cultural se dan siempre pronósticos sospechosos desde un punto de vista teleológico por parte de los pioneros de la periferia. Y aquí nos incluimos tú y yo. Con todo, tú has visto con claridad desde el principio que lo hermoso de Internet es su capacidad para conectar a las personas. No se trata del contenido, sino del contacto. La Red en sí no contiene piedra filosofal alguna, ni emergerá de dicho medio ningún Dios. En eso estoy de acuerdo con Lanier, aunque hay algo que puede brotar de las personas que se relacionan de un modo que jamás se había soñado siquiera con anterioridad. Si bien puede ser cierto que la propia Internet no va a producir jamás la sociedad de veras cooperativa que ansiamos muchos, sí nos ofrece la ocasión de modelar la clase de conductas que podrán funcionar aquí, en el mundo real. En cualquier caso, el valor real del colectivo no es su capacidad para crear páginas más abarcadoras o generar promedios, sino más bien, por el contrario, para poner en contacto a desconocidos. Ya se han identificado variantes nuevas de enfermedades cuando se ha congregado online un número suficiente de personas con síntomas en apariencia únicos. El fundador de Craigslist no es un héroe en el mundo digital por su metabuscador, sino por las conexiones reales y prácticas que ha impulsado entre quienes buscan empleo, vivienda o familias dispuestas a adoptar a sus animales de compañía. Y no es su contexto intelectual a lo que debe Craig Newmark su reputación, sino el tiempo y la energía que ha dedicado a mantener la cohesión social de su espacio online.

Entre tanto, los empeños colectivistas que se están haciendo fuera de la Red en eliminar los intermediarios de antiguos sistemas jerárquicos están propiciando nuevas posibilidades en ámbitos que van desde la economía hasta la enseñanza. Las distintas monedas extranjeras ofrecen a los japoneses en paro la oportunidad de pasar el tiempo cuidando a ancianos que habitan cerca de sus hogares para que otros puedan atender a sus propios familiares en regiones distantes. El sistema de educación pública de Nueva York debe toda esperanza de futuro a la intervención directa de ciudadanos cuyos modelos utópicos de «escuela libre» de los tiempos de las comunas, que bien pueden movernos a vergüenza a los cínicos recalcitrantes, han dado energía, sin embargo, a profesores y estudiantes por igual. Me preocupan tanto como a cualquiera American Idol y la condescendencia creciente de The New York Times, pero dudo mucho que sus males se deban al espíritu de colaboración o al utopismo centrado en la tecnología. En estos casos no estamos ante la ascensión de una nueva forma peligrosa de populismo digital, sino ante la sustitución de componentes esenciales de ciertos ámbitos culturales —música y periodismo— por las prioridades del capitalismo de consumo. De hecho, el efecto alienador de la comercialización de masas es, en gran medida, lo que motiva el impulso que ha recibido en nuestros días la actividad colectiva. En todo caso, el auge de esta última en la Red constituye un control, un filtro ante los efectos contrarios a lo común derivados de la corrupción política, las fuerzas del mercado y el individualismo estridente. El control de una persona promueve el equilibrio de otra. El «individuo» que, a decir de Lanier, habría de gobernar lo colectivo no es más que una creación social surgida en el Renacimiento, celebrada a través de la democracia durante la Ilustración y puesta después en manos de la competencia, el consumo y el consumismo que soportamos hay. Si bien las etiquetas que acompañan las fotografías recogidas en Flickr no podrán constituir jamás un ser inteligente de funcionamiento autónomo, permiten al usuario participar en algo más grande que su propia persona, además de impulsar una mejor comprensión de los beneficios de la acción colectiva. Suponen los primeros pinitos de la sociedad individualizada hacia una colaboración que permita usar un mayor grado de inteligencia que el que emplean por sí solas las personas. Y la observación de los diversos indicios de una vida tan inteligente no es, en absoluto, aburrida.

Yochai Benkler Titular de la cátedra Berkman de Estudios Legales Empresariales de la Universidad de Harvard y autor de The wealth of networks: how social production transforms markets and freedom. Estoy de acuerdo con buena parte de lo que asevera el perspicaz artículo de Jaron Lanier, aunque su título llamativo y la combinación de argumentos parecen conchabarse para sugerir que va a ofrecer un ataque más general a la producción de información distribuida en redes cooperativas, o de lo que yo he llamado producción entre iguales, que lo que presenta en realidad. ¿Cuáles son los puntos en los que coincidimos? En primer lugar, él reconoce que la producción descentralizada puede resultar eficaz a la hora de abordar ciertos cometidos. Entre estos incluye las definiciones de la Wikipedia vinculadas a la ciencia, pues el medio hace más fácil servirse del ingenio, la disponibilidad y las diversas motivaciones que se hallan en la red de colaboradores que una entidad de movimiento más lento como la Enciclopedia Británica, y los programas libres y de código abierto, aunque tal vez en algunas de las tareas que acometen, más modulares y menos dependientes de una estética global unificadora, como una interfaz. En segundo lugar, asegura que nada de esto supone afirmar que el colectivo sea siempre mejor, sino que, más bien, trae consigo un sistema que deberá diseñarse de tal modo que quede protegido de contribuciones mediocres o maliciosas mediante la aplicación de soluciones técnicas que él denomina «filtros de paso bajo». Estas son semejantes al problema central caracterizado por el movimiento de diseño de programas sociales, tal como puede verse en la obra de Clay Shirky. Quienes conozcan lo que he escrito yo mismo en «Coase’s Penguin» y otros artículos posteriores comprobarán que me he limitado a modificar el lenguaje empleado por Lanier a fin de poner de relieve la convergencia de lo que sostenemos los dos. En tal caso, ¿en dónde radica el desacuerdo? A Lanier le mueven dos preocupaciones principales. La primera es honda: la pérdida de la individualidad, la devaluación de la persona única, responsable y comprometida en cuanto elemento fundamental de un sistema de información, conocimiento y cultura. La segunda me parece más superficial, o al menos, más

dependiente del tiempo y el espacio: el auge de estructuras como el «espíritu de colmena», los metafiltros y los empeños en construir modelos de negocio en torno a ellos. Como Lanier, yo también considero a los individuos portavoces de reclamaciones sociales y fuentes de innovación, creatividad y perspicacia; pero a diferencia de él, he sostenido que la mejora de las capacidades prácticas individuales representa el cambio crítico introducido a largo plazo por la economía de la información en red, que ha enriquecido el funcionamiento de mercados y gobiernos en el último siglo y medio. Y aquí es donde, según mi parecer, comienzan a separarse nuestros caminos. Lanier tiene una visión demasiado optimista de estas dos entidades. En mi opinión, los mercados, los gobiernos —democráticos o no—, las relaciones sociales y las plataformas técnicas constituyen sistemas diferentes e imbricados en cuyo seno habitan los individuos. Presentan diversas restricciones y facilidades, y permiten e impiden varias clases de acciones a quienes se mueven en ellos. Dadas las cortapisas vinculadas a los costes y las adaptaciones orgánicas y legales de los últimos ciento cincuenta años, nuestro sistema de información, conocimiento y producción cultural ha asumido una forma industrial que ha excluido la producción social y entre iguales. Britney Spears y American Idol representan la apoteosis de esa economía de la información industrial, y no de la incipiente economía de la información en red. Otro tanto ocurre con la decadencia de The New York Times que critica. En mi obra reciente he tratado de mostrar las mejoras que supone la esfera pública en red respecto de la esfera pública mediatizada por la masa conforme a las dimensiones de la función de cuarto estado que alaba Lanier, y el modo como, en ocasiones, puede corregir la blogosfera las fallas de los medios de comunicación. Al cabo, fue el sitio Memory Hole, de Russ Kick, y no The New York Times, el que mostró por vez primera las fotografías del personal militar que regresaba a casa de Iraq metido en cajas. Fueron Bev Harris, una activista, y su página Black Box Voting; un grupo de académicos encabezado por Avi Rubin; un puñado de estudiantes de Swarthmore, y una red de miles de personas que copiaron el material publicado sobre la máquinas de sufragio Diebold después de 2002 quienes hicieron que se revisase y retirase un buen número de las de California y Maryland. Los medios de comunicación mayoritarios, entre tanto, se limitaron a

repetir con sumisión las garantías de los funcionarios que habían adquirido los aparatos y de los vendedores que se los habían proporcionado. A estas alturas, decir que Internet ayuda a la democracia no es nada nuevo. Superados las ingenuas opiniones que se vertieron en la década de 1990 en torno a la democracia y el ciberespacio, por un lado, y el persistente temor a la fragmentación y la aparición de un nuevo Babel, por el otro, en nuestros días podemos comenzar a interpretar la cantidad creciente de datos que poseemos en lo tocante a nuestro proceder en la Red y en la blogosfera. Lo que vemos, de hecho, es que no somos borregos intelectuales ni nos dedicamos a deambular como si nuestra inteligencia respondiera a un movimiento browniano: nos congregamos en torno a temas que nos interesan; damos con personas a las que preocupan asuntos similares; hablamos; establecemos vínculos; vemos lo que dicen y piensan otros, y a lo largo de nuestras elecciones, desarrollamos un camino diferente a fin de determinar qué asuntos son relevantes a través de un sistema distribuido que, aunque imperfecto, resulta más difícil de corromper que los medios de comunicación apoyados en la publicidad que dominaron el siglo XX. La Wikipedia hace volar la imaginación no por ser perfecta, sino por presentar un grado razonable de calidad en muchos aspectos; una proposición que habría resultado absurda hace solo media década. Lo que sorprende hoy es que se compare no solo con enciclopedias comerciales corrientes como la de Grolier’s, la Encarta o la de la Universidad de Columbia, sino con la mismísima Británica, dechado de todas ellas de carácter no tan comercial y más profesional. No en vano es el fruto de decenas de miles de individuos a los que mueven, sobre todo, buenas intenciones. Algunos estarán más instruidos que otros, pero todos desafían a un tiempo al Homo oeconomicus y al Leviatán. La Wikipedia no es anónima, en términos generales: quienes participan en ella manifiestan, en su mayoría, comunidades e identidades persistentes —aun cuando no empleen sus nombres reales— en torno a los artículos. Tal vez no constituyan un sustituto perfecto y completo de la Enciclopedia Británica, pero sí, al menos, una alternativa que posee una motivación, una acreditación y una organización diferentes. Representan una solución nueva a un conjunto de problemas de producción de datos con el que hemos de experimentar, del que hemos de aprender y que hemos de desarrollar; pero ofrecen una opción diferente de la forma de producción que presentan los mercados, las empresas o los gobiernos, y por lo tanto, un sistema independiente

o distinto de acción en el entorno de la información. Las mejoras en cuanto a productividad y libertad radican en esta diversidad de sistemas que se pone a disposición del ser humano, y no en la defensa generalizada de la superioridad de uno de estos sistemas frente a todos los demás y en cualquier condición. Lo dicho deja pendiente el conjunto, mucho más reducido, de realidades que constituyen, en potencia, el objeto legítimo de la crítica de Lanier: los empeños en despersonalizar «el saber de las masas» desvinculándolo de los individuos que en él toman parte; en crear una agregación cada vez más elevada y una centralización destinadas a «capturar» dicho «saber», o en imaginarlo como algo surgido de la Red, desvinculado por completo de la mente humana. En realidad, no puedo asegurar con toda certeza que haya nadie que sostenga en serio una variante tan hiperbólica de tal postura, aunque, sea como fuere, pienso dejar que, de ser así, sean otros quienes la defiendan. Aquí solo haré constar que los filtros centralizados que ensalza Lanier no son más que un intento de crear un sistema semejante al de indicación de variación de precios en un contexto —el de la información en general y el de las redes digitales en particular— en el que el sistema de precios basado en el dinero ha demostrado ser disfuncional de manera sistemática. Puede estar bien o mal encaminado, ser imperfecto o perfecto; pero no es colectivismo. Tomemos como ejemplo el algoritmo de Google. En él se agregan los criterios de millones de personas que se han molestado en alojar una página web, y no todos, sino solo aquellos que han interesado a otros lo bastante para que se preocupen en introducir en la suya propia un enlace a otra. Dicho de otro modo: se trata de opciones relativamente «escasas» u «onerosas». No exige que los individuos incluyan su identidad, ni sus preferencias ni sus acciones en ningún proyecto colectivo. Nadie dedica sus tardes a reuniones destinadas a ponerse de acuerdo sobre nada. Solo crea una instantánea del modo como dedica sus escasos recursos: tiempo, espacio de página web, expectativas acerca de la atención de sus lectores... Eso es lo que logra cualquier empeño en sintetizar un precio de mercado. Cualquiera que afirme haber encontrado signos de sabiduría trascendental en la configuración surgida de la inversión de sus magros recursos será, más bien, seguidor de Milton Friedman, y no del presidente Mao. En este punto, la crítica de Lanier podía haberse centrado en el modo como invalidan la creatividad individual y la expresión única los mercados de toda clase; en cómo degradan los filtros excesivos la calidad de la información extraída de la conducta de las personas con sus escasos recursos, de modo que el

uso de estos se convierte en un mecanismo pobre de sustitución de mercado. En cualquiera de los dos casos, une su suerte a la de los que entendemos que el auge de la producción social y entre iguales constituye una alternativa a los sistemas de propiedad cerrados de base estatal y mercantil que, en consecuencia, fomenta la creatividad, la productividad y la libertad. A modo de conclusión: el artículo de Lanier ofrece una interpretación errónea, y aunque buena parte de su contenido es útil, adolece de una limitación considerable, que es, en mi opinión, la visión en exceso prometedora de la eficacia del sistema de precios en el ámbito de la producción de información. La producción social, tanto individual como cooperativa, distribuida y basada en una red ofrece un sistema nuevo junto con el que representan mercados, compañías, gobiernos y sociedades no lucrativas tradicionales, en el que pueden participar los individuos con información, conocimiento y producción cultural. Esta modalidad nueva de producción ofrece retos y oportunidades desconocidos. Se halla en el polo opuesto al maoísmo. Está fundado en capacidades individuales mejoradas, emplea informática, comunicación y almacenamiento de amplia distribución en manos de individuos a los que no faltan perspicacia, motivación ni tiempo, y operan por propia iniciativa a través de redes sociales y técnicas, bien, de manera personal, bien en asociaciones voluntarias poco constrictivas. Clay Shirky Investigador de topología de redes sociales y tecnológicas; profesor adjunto del Programa de Telecomunicaciones Interactivas de la Universidad de Nueva York y autor de Excedente cognitivo. Jaron Lanier hace bien, sin lugar a dudas, en observar las desventajas de la acción colectiva. No existe revolución cuando no pierde nadie, y en este caso la destreza y la iconoclastia quedan relegadas por cierto género de actividad de grupo. Aun así, «Maoísmo digital» yerra en dos sentidos al caracterizar la situación presente. El primero es que el objetivo del artículo, la «mentalidad de colmena», no es más que una frase de moda entre quienes no entienden el funcionamiento real de cosas como la Wikipedia. En consecuencia, las críticas que vierten contra ella alcanzan un grado similar de vaguedad. En segundo lugar,

la premisa inicial del escrito —el lado negativo de la producción colectiva de obras intelectuales— se extiende de tal modo que acaba por abarcar agregadores RSS, American Idol y el juicio editorial de The New York Times. El autor peca de generalización excesiva. Sería positivo debatir acerca de los métodos de la Wikipedia y el modo de dirigirla, por ejemplo; pero no sin hablar de su funcionamiento real, ni agrupándola con otros géneros de acción colectiva dispares. El mayor de estos dos errores aparece pronto: «Lo que me preocupa no es la Wikipedia en sí, que pese a los numerosos reproches que ha recibido, en especial durante el último año, no deja de ser un experimento que aún tiene posibilidades de cambiar y crece ... El problema radica, más bien, en la estima y el uso que se le han concedido; en la importancia que ha adquirido con tanta rapidez». Por curioso que resulte, se toma al pie de la letra la capacidad de la Wikipedia real para adaptarse a retos nuevos y, en consecuencia, las críticas se dirigen a las personas que la consideran avatar de una edad de oro de la conciencia colectiva. Digamos que quienes emplean expresiones como «espíritu de colmena» a la hora de hablar de la Wikipedia y de otras aplicaciones sociales manifiestan, cuando menos, una credulidad que hace que sus declaraciones tiendan hacia la caricatura. Lo que se olvida en «Maoísmo digital» es que la Wikipedia no funciona como se piensa. Ni defensores ni detractores de la teoría del espíritu de colmena tienen gran cosa que decir sobre la Wikipedia que resulte interesante, porque los dos grupos hacen caso omiso de los detalles. Tal como ponen de relieve los escritos de Fernanda Viégas, la Wikipedia no es un experimento de creación colectiva anónima, sino una forma específica de producción, dotada de su propia lógica burocrática y sus propios procesos de mantenimiento de la supervisión editorial. De hecho, aunque los debates públicos al respecto suelen centrarse en la idea de que «le está permitido corregir a cualquiera», la verdad del asunto es que hay un grupo reducido de participantes que diseñan y ponen en práctica el planteamiento editorial a través de mecanismos como las páginas de discusión, el candado de protección, las votaciones para incluir artículos, las listas de correo, etc. Además, las correcciones propuestas dependen en gran medida de la reputación de quien las haga, y así los añadidos o alteraciones anónimos se someten a un escrutinio más detenido, en tanto que en las páginas de discusión se habla sobre el prestigio de los participantes conocidos. La Wikipedia es más una comunidad comprometida que emplea un número

considerable —y cada vez mayor— de mecanismos de regulación a fin de administrar un conjunto colosal de correcciones propuestas. «Maoísmo digital» rechaza de forma explícita este punto de vista, y establece un contraste falso con proyectos de código abierto como Linux, cuando en realidad lo que mueve a los colaboradores de la Wikipedia es casi idéntico. En ambos sistemas se da un número colosal de gente que contribuye de manera ocasional y uno reducido consagrado al mantenimiento, y en los dos parte de la motivación procede del reconocimiento de entendidos que poseen un grado de formación similar más que del aplauso del público general. En contra de lo que sostiene Lainer, el acicate que anima a los individuos que participan en la Wikipedia no solo está vivo, sino que goza de buena salud; de hecho, si no fuese así, el proyecto se desmoronaría. El argumento que presenta «Maoísmo digital» queda más enturbiado aún por las otras realidades a las que recurre para criticar el colectivismo. Se censura American Idol, concurso de popularidad al que se echa en cara que conceda importancia a su carácter popular. Es lo que se espera de él, ¿no? Y de cualquier manera, los efectos negativos no proceden, en este caso, de ninguna forma nueva de colectividad, sino del hecho de votar, que es un acto de rancia tradición. Reprocharle la importancia que ha adquirido tampoco tiene mucho sentido. El último programa de esta temporada lo vio una quinta parte de la nación, en tanto que los espectadores del episodio final de la serie M*A*S*H constituyeron tres quintas partes de Estados Unidos. La presencia de la TV, y de hecho de cualquier medio en particular, lleva tres décadas de decadencia. Si el pernicioso colectivismo de nuestros tiempos depende del crecimiento de los medios de comunicación, estamos salvados. También se suma al argumento, de forma no menos extraña, la página popurls.com, por más que, en realidad no haya en él algoritmo alguno sumador de colectividades, pues lo cierto es que no es más que un agregador de contenidos RSS. También puede uno perseguir a My Yahoo! si es el género de cosas que le resulta provocador. Por otra parte, los sistemas de clasificación agregados despliegan contenidos diferentes, lo que sugiere la existencia real de ciertas sutilezas en la interacción de algoritmo y auditorio, más que la intervención de una mentalidad de colmena homogeneizadora. Uno no lo sabría, sin embargo, con leer la crítica indiscriminada que se ofrece de popurls.com, y esa es la oportunidad que deja pasar el artículo de Lanier: hay cosas que hay que modificar de los agregadores RSS, los algoritmos de clasificación, las

herramientas colectivas de corrección de contenidos y las votaciones, cosas que deberíamos identificar para tratar de enmendar; pero lo que falla en las votaciones no falla en las herramientas de corrección, y lo que no va bien con los algoritmos de clasificación no es lo mismo que cojea en el caso de los agregadores. Por centrarnos en el caso concreto de la Wikipedia, el desastre del artículo sobre el periodista John Seigenthaler, a quien se atribuyó, por obra de un colaborador anónimo, el asesinato de Kennedy, provocó un hondo examen de conciencia y la creación de nuevos mecanismos de supervisión a fin de hacer frente a los problemas que habían quedado expuestos. Entre otras cosas, se aumentó la importancia que se concedía a la responsabilidad individual, que es precisamente el factor que se le niega en «Maoísmo digital». Los cambios de los que hablamos son fundamentales. El ordenador personal provocó un aumento increíble de la autonomía creadora del individuo, e Internet ha convertido la formación de grupos en algo sencillo hasta el extremo. Dado que la vida en sociedad supone tensión entre la libertad individual y la participación colectiva, los cambios propiciados por la informática y las redes participan en dicha tensión. Para debatir los más y los menos de diversas formas de acción colectiva, sin embargo, va a ser necesario abordar los útiles y los servicios de que disponemos en la forma en que se dan en lugar de tratar de sus caricaturas o desear, sin más, que desaparezcan. Cory Doctorow Novelista de ficción científica, creador de un blog, activista tecnológico, coeditor de Boing Boing y autor de Makers. Donde Jaron Lanier ve centralización, yo veo descentralización. La Wikipedia es importante por muchos motivos, aunque el más interesante es que esta fuente de información de veras útil y tan amplia como profunda se creó en poquísimo tiempo, sin apenas coste y por personas sin relación alguna con el canon tradicional. A los seres humanos no se nos da nada bien predecir el futuro, en determinar lo que gozará mañana de relevancia y de utilidad. Así, pensamos que el mejor uso que puede darse al teléfono es el de llevar la ópera a las salas de estar de los hogares estadounidenses; nos proponemos la noble tarea de convertir

la televisión en un medio docente y creamos el hipertexto funcional a fin de hacer más sencillo compartir los borradores de artículos de física. A quien necesite convencer a quien debe decidir qué se publica y qué no en una revista especializada de que lo valioso de su contribución antes de ponerla en práctica, más le vale rezar por que posea el don de la clarividencia —cosa de la que, claro está, no disfruta—. Antes, el mejor modo de poner en marcha cosas importantes consistía en reducir las barreras que podían ponérsele por delante. Al cabo, las relevantes no son sino una fracción de todas las cosas y, en consecuencia, cuantas más cosas haya, mayor será el número de las importantes. Los peores jueces de lo que será significativo mañana son aquellos a los que incumbe hoy: quien tenga el propósito de destruir de forma creativa el modelo de negocio de alguien recibirá de él toda suerte de motivos por los que deberá cejar en el intento. Los agentes de viajes tenían un buen número de tópicos tranquilizadores sobre por qué no iba a funcionar jamás la página web de reservas Expedia. ¿Se acuerda el lector de los agentes de viajes? Me pregunto cómo les salió aquello. Por supuesto, tenían razón: tratar de cambiar un billete de avión sin su ayuda es una idea pésima; pero los portales de viajes de Internet tienen éxito al destacar en las cosas que no se daban nada bien a los agentes de viajes, y no en las que estos hacían a la perfección. Son excelentes por ser baratas y estar siempre disponibles, porque uno puede «reclamar» (¡ejem!) la potestad de planear la ruta y ver los horarios, y porque permiten comparar precios de un modo que antes era impensable. La Wikipedia no es un invento formidable por ser como la Enciclopedia Británica. Esta lo es por poseer una gran autoridad, por su excelente edición, por ser cara y por ser monolítica, y aquella, por ser gratuita, provocadora, universal e instantánea. La de elaborar una enciclopedia de un millón de artículos a golpes de fotón, filosofía y presión del entorno habría sido imposible antes del «colectivismo» de Internet. La Wikipedia constituye un experimento noble por definir un protocolo con el que organizar los empeños individuales de autores dispares con proyectos contradictorios. Mejor aún: posee un metamarco —la licencia de copia GNU— que permite a cualquiera tomar todo ese material y usar parte de la Wikipedia o su totalidad para crear diferentes enfoques ante el problema. Tampoco puede decirse que la voz de la Wikipedia sea anodina. Para quien se conforme con los artículos en sí, es cierto que puede resultar sosa e

inconsistente; pero eso sería como leer una lista de correo examinando solo el encabezamiento. Aquellos no son más que el efecto emergente de todo lo que se mueve con furia bajo la superficie. No: quien desee surcar de veras la realidad a través de la Wikipedia deberá sumergirse en las páginas de «historial» y de «discusión» que penden de cada uno de sus artículos. Ahí es donde se encuentra la acción real, el palimpsesto bien organizado de las batallas encendidas que se ocultan tras cualquier definición de «la verdad». La Enciclopedia Británica nos expone aquello en lo que coincidía la minoría blanca al uso, y la Wikipedia, aquello sobre lo que debaten a diario quienes navegan por la Red. La verdad de la primera no es más que una ilusión: cada tema tiene más de un enfoque, y el poder ver las diversas redacciones de cada uno de ellos, organizadas por argumentos y contraargumentos, nos prepara mucho mejor para decidir qué verdad se ajusta mejor a nosotros. Leer la Wikipedia constituye un ejercicio de alfabetismo mediático. Uno debe adquirir toda una serie de destrezas nuevas para analizar el palimpsesto, y eso es lo que la convierte en algo original. Leerla como quien lee la Enciclopedia Británica es lo peor que puede hacerse: lo que de verdad abre la mente es leerla como tal. Los programas libres como Ubuntu, Linux o Firefox pueden ofrecer —pese a lo que asegura Lanier— interfaces de usuario de gran belleza, y los autores responsables de su diseño y su codificación seguramente hayan aceptado dicho cometido por la satisfacción del reconocimiento público; pero lo cierto es que uno no puede saber quién ha ingeniado el elemento que más le atrae de una interfaz si no aprende a leer el palimpsesto de Firefox: el árbol de códigos. La Wikipedia no suplanta voces individuales como las que se verifican en los blogs online. Sus colaboradores suelen ser autores prolíficos de ciberdiarios que acostumbran hablar de dicho trabajo en las páginas vinculadas a LiveJournal, TypePad o WordPress. La Wikipedia tiene un carácter aditivo, pues crea una fuente adicional a partir de la labor de estos usuarios apasionados. Y se equivoca; pero también se equivoca la Enciclopedia Británica. Lo importante de los sistemas no es cómo funcionan, sino en qué fallan. Enmendar un artículo de la Wikipedia no es difícil, y si participar en los debates que acoge requiere un esfuerzo mayor, lo cierto es que es el precio que hay que pagar por la verdad. Al cabo, es mucho más barato que hacerse uno su propia Enciclopedia Británica.

Kevin Kelly Colaborador habitual de Wired y autor de What technology wants. La Wikipedia es todo lo que dice ser: una enciclopedia libre creada por sus lectores, es decir, por cualquiera que visite Internet. Esta proeza debería bastar para hacerla maravillosa, pero tiene un origen tan peculiar y una existencia tan útil, que no es extraño que nos preguntemos: ¿es algo más? ¿Una plantilla para otro género de información, y aun otra clase de obras creativas? ¿Debería servir de guía para el modo como podrían crearse otras muchas cosas nuevas la forma de autoría que presenta? ¿Deberíamos poner en ello nuestra mira? ¿Es un adelanto de lo que está por venir en este siglo? Quizá suene extraño convertir en leyenda algo que apenas tiene unos años de antigüedad, aunque lo cierto es que le cae como anillo al dedo. Para bien o para mal, la Wikipedia representa hoy el caos inteligente, el poder de las bases, la descentralización, el bien sin restricciones o lo que, a falta de una expresión mejor, hemos llamado espíritu de colmena. Desde luego, no es el único que existe: la propia Red y toda una serie de realidades colectivas como clubes de entusiastas, auditorios votantes, agregadores de vínculos, filtros de consenso, comunidades de código abierto, etc., gozan de un auge de la acción comunal de conexión escasamente constreñida. Sin embargo, no es necesario mucho tiempo para descubrir que ninguna de estas innovaciones constituye un caso puro de mentalidad de colmena, y que el supuesto dechado de inmediatez que se supone que es la Wikipedia dista mucho de depender estrictamente de las bases. De hecho, un examen detenido del proceso que la hace funcionar revela que está constituida en torno a un centro — pues existe un centro, aunque la mayoría lo ignore— conformado por una minoría selecta, y que la gestión del diseño posee un grado de premeditación mucho mayor de lo que se piensa. Por eso ha funcionado la Wikipedia pese a su corta existencia. El principal inconveniente que posee el darwinismo puro y sin adulterar es que se produce en tiempo biológico, en eones. El diseño que han introducido desde arriba Jimmy Wales y sus socios en la médula de la Wikipedia le ha permitido ser más inteligente de lo que permite lograr en unos años la evolución pura y torpe. No

debemos olvidar lo desmañadas que son, en esencia, las bases. En la selección natural biológica, el principal arquitecto es la muerte. Y ¿qué puede ser más bruto aún que eso? Un bit binario. Tenemos siempre demasiada prisa para detenernos a esperar al espíritu puro de colmena. Nuestros sistemas tecnológicos están marcados por el diseño inteligente que hemos introducido en ellos, por el dominio jerárquico que ejercemos para acelerar un sistema y encaminarlo a nuestros fines. No hay un solo sistema tecnológico, incluida la Wikipedia, que no responda a un diseño. Lo único que cambia es que jamás habíamos sido capaces de crear sistemas con tanto componente de «colmena» como el que hemos propiciado de forma reciente con la Red. Si hasta nuestra era, la tecnología consistía, sobre todo, en control y diseño, ahora se funda también en el diseño y el espíritu de colmena. De hecho, este asunto de la Web 2.0 constituye, principalmente, el primer paso de la exploración de todos los modos posibles de combinar ambos elementos en innumerables permutaciones. Hacemos girar la rueda para obtener cientos de combinaciones: escritores torpes con filtros inteligentes; escritores inteligentes con filtros torpes, y así hasta el infinito. Pero si tan obtusa es la mentalidad de colmena, ¿por qué vamos a preocuparnos por ella? Pues porque, siendo torpe como es, posee la suficiente inteligencia. Y lo más importante: su torpeza bruta proporciona la materia prima que permite seguir trabajando a los cerebros del diseño. Si prestásemos oídos solo al espíritu de colmena, incurriríamos en una estupidez; sin embargo, hacer caso omiso de él por completo constituye una memez aún mayor. La base también tiene un fondo, y espero que nos demos cuenta de que un proyecto colosal de las bases solo nos llevaría a la mitad del trayecto, al menos en lo que dura una vida humana. Por eso no debería sorprender a nadie que, con el tiempo, se fuesen creando en la Wikipedia más estratos de diseño, control y estructura. Me atrevería a suponer que, a la vuelta de cincuenta años, una proporción nada desdeñable de sus artículos estará sometida a procesos de corrección supervisados, revisión por expertos, claves de verificación, certificados de autenticidad, etc. Y eso será positivo para los lectores. Los límites serán, probablemente, tan amplios y movedizos como ahora, y eso también nos conviene. Tal vez esté incurriendo en una herejía si digo que, además, podría ser que el modelo de la Wikipedia no fuera válido sino para elaborar enciclopedias universales y poco más. Quizá la extensión de uno de sus artículos sea, por

casualidad, la que necesita la multitud inteligente, y acaso la de un libro no lo sea. Sin embargo, si bien el proceso de la Wikipedia de 2006 puede no ser el mejor modo de crear un libro de texto o la enciclopedia de todas las especies, o divulgar noticias, el de la de 2056, sometida a un grado mucho mayor de diseño, sí podría serlo. También sería herético dar a entender que la mentalidad de colmena va a elaborar en el futuro una proporción mucho mayor de nuestros libros de texto, bases de datos y noticias de lo que estamos dispuestos a creer en este momento. Así es como resumiría yo la situación: el espíritu de colmena de las bases siempre nos llevará mucho más allá de lo que parece posible. Nunca deja de sorprendernos, y, en este sentido, la Wikipedia constituye, sin lugar a dudas, la prueba número uno, pese a sus imperfecciones, por ser algo que resulta imposible en la teoría y solo puede darse en la práctica. Demuestra que lo torpe es más inteligente de lo que pensamos. Al mismo tiempo, sin embargo, aquel no nos llevará nunca al fin que pretendemos alcanzar. Somos demasiado impacientes, y eso nos hace que añadamos diseño y control jerárquico a fin de llegar a donde queremos ir. Habida cuenta del punto de partida, el aprovechamiento del poder torpe de la mentalidad de colmena puede llevarnos tan lejos como nos sea dado soñar y, tomando en consideración la meta, hay que reconocer que aquella no basta: necesitamos que alguien diseñe desde arriba. Con todo, dado que estamos solo al principio del principio, de momento nos basta con el espíritu de la colmena. ¡Que viva la Wikipedia! Esther Dyson Impulsora de empresas con gran futuro en el ámbito de la tecnología de la información y de EDventure Holdings, y autora de Release 2.1. Seré breve, porque estoy demasiado ocupada estudiando la producción del espíritu de colmena. A mi ver, la verdadera polémica se da entre las votaciones o agregaciones —casos en los que personas anónimas hacen aumentar o descender la estima de determinadas cosas por el simple peso de los números— y los argumentos expuestos por individuos reconocibles en respuesta a los que han presentado otros individuos ... El primer elemento resulta de gran utilidad a la

hora de proporcionar números, tendencias y movimientos destacados; pero no es creativo en el sentido en que lo es, por ejemplo, la evolución al crear especies. La evolución no se resuelve con votaciones ciegas, sino que funciona mediante el uso de una gramática —de material genético y proteínas que se duplican, aunque no me cabe duda de que tiene que haber biólogos dispuestos a corregirme— destinada a propiciar cambios coherentes con el todo, como la adición de dos extremidades nuevas o del músculo necesario para sostener su masa. Los debates pueden ganarse o perderse, y podrá surgir un argumento o convencimiento consensuado; pero este será estructurado y se presentará con una forma más refinada de lo que es capaz de producir ninguna votación o «colectivismo». Esa es la razón por la que tenemos un gobierno representativo —al menos en teoría—. Ciertas personas —a las que consideramos expertas— se reúnen para diseñar algo que se supone coherente —esta, por lo menos, es la idea—. Uno puede votar con facilidad a favor de la rebaja de impuestos o el aumento de los servicios; pero no diseñar un sistema congruente capaz de hacer que ocurra nada de esto. Por lo tanto, a fin de obtener los mejores resultados posibles, contamos con personas que refinan sus ideas confrontándolas con las de otras en lugar de limitarse a corregir la aportación de alguien o sustituirla por otra. También disponemos de un mundo en que los colaboradores poseen identidades —reales o falsas, pero consistentes y persistentes— y son responsables de lo que dicen. Como ocurre, de hecho, en Edge. Larry Sanger Cofundador de la Wikipedia; director de proyectos de colaboración de la Digital Universe Foundation y del Text Outline Project ¿Cuál es, exactamente, la tesis de Jaron Lanier? Su argumento principal es que hay cierto género de colectivismo que está en auge, y que eso es algo terrible. Critica «la idea de que el colectivo es omnisciente, de que es deseable que la influencia se concentre en un embudo capaz de canalizar lo colectivo con la mayor fuerza y veracidad posibles».

Y yo coincido con él: el colectivismo que describe es, sin lugar a dudas, horripilante —¡vaya si lo es!—, y lo cierto es que ha atrapado a muchas de las personas que admiramos. Sin embargo, al coincidir con él me encuentro sumido en un par de paradojas. En primer lugar, es evidente que nadie estaría dispuesto a admitir que cree en «la idea de que el colectivo es omnisciente». En consecuencia, ¿no estará poniendo en juego la falacia del hombre de paja? En segundo lugar, yo mismo soy defensor de lo que llamo «colaboración firme». La Wikipedia constituye un ejemplo claro de esto, pues en ella, el trabajo es obra no ya de diversos autores, sino de un grupo siempre cambiante de autores, de los cuales ninguno «posee» el resultado. Por lo tanto, ¿no voy a estar de acuerdo, más que nadie, con «la idea de que el colectivo es omnisciente»? Para entender la teoría de Lanier, y el punto en el que convengo con ella — y también por qué no es ninguna falacia—, ayuda a considerar ciertas actitudes que uno encuentra con bastante frecuencia en la Wikipedia, en Slashdot y en la blogosfera en general. Voy a describir algo que me toca muy de cerca. A finales de 2004, critiqué en público la Wikipedia por no brindar el respeto merecido a los expertos, y hubo un número sorprendentemente grande de personas que respondió que, en esencia, el éxito del proyecto ha demostrado que ya no son necesarios los «expertos», que una descripción abarcadora de las opiniones de todo el mundo resulta más valiosa que lo que pueda pensar un «experto» de mente estrecha. El sistema de clasificación de mensajes de Slashdot constituye otro ejemplo perfecto de esto. Sus colaboradores no están, sin más, dispuestos a aceptar un sistema en el que cierto grupo de editores elegidos a dedo eligiera aquellos o los promoviese; pero si el resultado lo decide un algoritmo impersonal, les parece excelente. No es que piensen de manera racional que este sistema vaya a colocar lo mejor en primer lugar: si lo usan es porque les parece más justo o más equitativo. No es del todo correcto afirmar que los «colectivistas» tengan por omnisciente a la colectividad, sino que, en realidad, no les importa tanto acertar como lograr la igualdad. Cualquiera puede observar que Lanier no se molesta en ningún momento en refutar la idea de un colectivo omnisciente en su artículo, y eso es porque es obvio que es errónea. Es evidente que, por lo común, el número no basta para garantizar la verdad y la calidad; pero entonces, quienes defienden a capa y espada la creación colectiva de opiniones y la agregación tampoco lo creen. En tal caso, ¿es cierto que Lanier está recurriendo a la falacia del hombre

de paja? No lo creo. A mi entender, el fundamento de su teoría consiste en que las opiniones globales expresadas por el colectivo son, en realidad, más valiosas, en cierto sentido, que cualquiera de las que provengan de gentes consideradas «expertas» o «autoridades». Piénsese un poco al respecto: en última instancia, yo diría que estamos tratando de una cuestión epistemológica de gran magnitud. Los expertos en este campo de la filosofía denominan valor epistemológico positivo cada uno de los rasgos positivos que pueden asignarse a lo que se cree; de modo que la verdad, el conocimiento, la justificación, la evidencia y otros conceptos dan nombre a las diversas manifestaciones de este concepto. Mi opinión es que estamos descubriendo que existe un movimiento muy enérgico que rechaza los valores epistemológicos positivos tradicionales y pretende sustituirlos por lo que quiera que crea o apoye el colectivo —es decir, un grupo nutrido de personas del que forma parte el individuo— o explicarlos en virtud de ello. Para entendernos, podemos denominar esta teoría colectivismo epistemológico. Se trata de un fenómeno real. Lo admitan o no, son muchas las personas que ponen por encima de todo la opinión del colectivo. Hay adeptos al colectivismo epistemológico que lo son del mismo modo, y por los mismos motivos, que son sumisos conformistas. No caben muchas duda de que el movimiento tiene su origen en la adhesión pedante de los universitarios al relativismo. Si no existe verdad objetiva alguna, tal como parecen creer muchos de mis compañeros de carrera, no puede tener sentido alguno hablar de expertos o de autoridades intelectuales. Si no hay una realidad «ahí fuera», independiente de nosotros, sobre la que acertar o equivocarnos, tampoco habrá manera de justificar el colocar a algunos «expertos» por encima de todos nosotros por el hecho de que sus afirmaciones sean más de fiar. Es normal que el colectivista epistemológico piense que entre todos podemos superar al experto. Vamos ahora por la segunda paradoja que he planteado. ¿Cómo puedo estar de acuerdo con Lanier y promover, sin embargo, la colaboración firme? ¿Cómo puedo rechazar el colectivismo epistemológico y sostener, como sostengo, que el de la Wikipedia es un proyecto colosal? El problema radica en que los colectivistas epistemológicos apoyan la Wikipedia por motivos equivocados. Lo que la hace grande no es su capacidad para ofrecer una opinión promediada superior, de un modo u otro, a una declaración autorizada hecha por quienes conocen de veras el asunto en cuestión. En absoluto: lo que tiene de extraordinario es que constituye un modo excelente de organizar cantidades

ingentes de trabajo con un único propósito intelectual. La virtud de la colaboración firme es, tal como demuestran proyectos como la Wikipedia, que representa un nuevo género de «revolución industrial» en la que lo que se reorganiza no es la tejnē, sino el esfuerzo mental. Lo grande es la eficacia de los sistemas en los que tiene un gran peso la colaboración, y no su capacidad para producir la Verdad. El de cómo extraer esta de un sistema de colaboración firme sigue siendo un problema sin resolver al que, de hecho, no se ha dedicado la atención suficiente. Hay quien tiene la colaboración online por indistinguible de un nuevo colectivismo, y Lanier acierta al decirlo y en condenar este hecho. Sin embargo, este colectivismo no es inherente ni a las herramientas, como las páginas wiki, ni a los métodos, como la colaboración y la agregación. Jimmy Wales Fundador y presidente emérito del consejo de administración de la Wikimedia Foundation (la organización no lucrativa que maneja la Wikipedia) y cofundador de Wikia (compañía sin ánimo de lucro). Una de las creencias fundamentales del mundo wiki es que, por numerosos que sean, los problemas que surjan en su seno se irán corrigiendo de forma gradual a medida que se desarrolle el proceso.

Mi respuesta es bien sencilla: ni yo ni, que yo sepa, ninguno de los wikipedistas importantes o destacados sostiene esta supuesta «creencia fundamental». Tampoco tenemos ninguna fe particular en los colectivos o en el colectivismo como modo de escritura. La elaboración de la Wikipedia, como en todas partes, es obra de individuos que ejercen la capacidad de juicio de sus propios cerebros. La mejor directriz consiste en conceder la mayor importancia al individuo.

Por supuesto. George Dyson

Historiador de la ciencia y autor de Darwin among the machines y Project Orion. Este artículo, delicioso y muy necesario, es producto del funcionamiento de un cerebro individual brillante. Sin embargo, las sobresalientes apreciaciones de Lanier son, en sí, resultado de los mismos procesos colectivos, fortuitos y desdibujados que en él se critican. En lo más profundo de la sesera de Jaron Lanier, un estrato tras otro de neuronas anónimas han recorrido colectivamente un metaprocesador de información tras otro a fin de crear el pensamiento que con tanta coherencia presentan sus palabras. Todo, desde la música hasta la visión, está erigido sobre redes sociales subyacentes en las que gana el más popular y el que posee mejores conexiones. Cuando Lanier no era más que un chiquillo, fueron procesos similares a los de PageRank, AdSense y AdWords, corriendo —y compitiendo— desbocados entre miles de millones de neuronas y billones de sinapsis, los que permitieron que arraigasen el lenguaje, los símbolos y los significados que dan forma a la cultura humana que lo rodea. El libro de la inteligencia natural se escribió como la Wikipedia, y no como la Británica. Toda inteligencia es colectiva, aunque, tal como señala Lanier, eso no quiere decir que todos los colectivos sean inteligentes. Lo importante de su mensaje es que advierte de la necesidad de respetar, y preservar, nuestro propio intelecto, pues son grandes los peligros que conlleva el renunciar a la inteligencia individual. Lanier no desea debatir la existencia o ausencia de entidades metafísicas, pero su argumento de que el colectivismo online produce estupidez artificial no me consuela en absoluto. La verdadera inteligencia artificial —cuando la haya, si es que la hay— será insondable para nosotros. Desde nuestra posición, parecerá tal vez tan torpe como American Idol, o quizá tan inútil como un tic destinado a corregir y descorregir el artículo de la Wikipedia dedicado a Jaron Lanier en un bucle interminable.

11. Las redes sociales son como el ojo Nicholas A. Christakis Médico y sociólogo de la Universidad de Harvard, y coautor de Conectados: el sorprendente poder de las redes sociales y cómo nos afectan. Uno de los ejemplos más celebres del debate que se produce en la biología evolutiva es la pregunta de si el ojo obedece a un diseño concreto o es «así sin más» por haber evolucionado y haber adoptado por cualquier otro motivo la forma que tiene. ¿Cómo ha podido formarse un objeto de complejidad tan increíble? Se diría que posee una función complicada hasta extremos indecibles, y a menudo se emplea al discutir sobre la evolución precisamente por ser tan complicado y tener un cometido tan especializado y tan crítico. Para mí, las redes sociales son como el ojo: complejas y hermosas hasta lo indecible, y quien las observa no puede menos de preguntarse por qué existen y por qué han surgido. ¿Habrá que recurrir a algo semejante a una fábula para explicarlas? ¿Será que están ahí sin más, sin ningún motivo particular? ¿O responden a algún propósito concreto, ontológico y también pragmático? Junto con mi colaborador, James Fowler, he estado afanándome por responder a las cuestiones de su procedencia, el fin al que tienden, las leyes que siguen y lo que significan para nuestra existencia. Lo más sorprendente de las redes sociales en comparación con otras redes que resultan casi igual de interesantes (formadas por neuronas, genes, estrellas, ordenadores o cualquier otra cosa que pueda imaginarse) es que los nudos (entidades o componentes) que la conforman son sensibles por sí: individuos agentes que tienen la potestad de responder ante la Red y, de hecho, darle forma.

En ellas, se da, entre la estructura de orden superior y la de orden inferior, un entrelazamiento singular que ha estimulado nuestra investigación durante los últimos cinco o diez años. Comencé estudiando redes diádicas muy sencillas. El que se compone de dos individuos es el género más sencillo de red que pueda imaginarse, y a mí me llamaron la atención las redes y sus efectos en mi condición de médico al cargo de pacientes en situación terminal. Además de formarme en ciencias sociales, cursé estudios para ejercer en calidad de especialista en centros dedicados al tratamiento de enfermos desahuciados. En la Universidad de Chicago tuve, hasta 2001, un período de prácticas clínicas muy especiales durante el cual hube de cuidar a los dolientes en su domicilio, y las tardes de los domingos llevaba mi maletín negro al South Side de Chicago y visitaba a moribundos. Aquella fue una formación un tanto esquizofrénica. Un tercio aproximado de mis pacientes estaba constituido por gentes cultas vinculadas a la universidad, y las otras dos terceras partes, de indigentes de aquel sector de la ciudad. Tengo bien grabada en la memoria las experiencias de aquel tiempo, en el que conducía hasta un barrio no demasiado seguro, aparcaba, miraba a mi alrededor y, tras subir los pocos escalones que conducían a la puerta de la casa y llamar, esperaba unos momentos, que a menudo se hacían eternos, hasta que me abría alguien, a menudo el cónyuge de la persona que estaba por expirar, y me hacía pasar al interior del hogar. Era frecuente que hubiese otros familiares con ellos, y mi objetivo, dada mi profesión, no era solo el agonizante, sino también sus parientes. Cada vez me fue interesando más esta relación. Comencé a advertir, de un modo muy real, que la enfermedad del moribundo también hacía mella en el estado de salud de algunos de sus familiares, y acabé por considerar tal circunstancia una suerte de contagio no biológico, como si la dolencia, la muerte o la necesidad de cuidados médicos de una persona pudiesen provocar dolencia, muerte y necesidad de cuidados médicos en otra a ella vinculada. No se trataba de la propagación epidémica de un germen, sino de algo distinto. Se trata de una observación muy básica de lo que ahora llamo efectos interpersonales sobre la salud, aunque a medida que aumentaba mi experiencia clínica con dichos pacientes tuve ocasión de ir ampliando mi foco de atención. Me interesé no solo por el contagio diádico de la enfermedad y de la carga que suponía esta, sino también por el contagio hiperdiádico. En cierta ocasión, por ejemplo, topé con una escena por demás común: una

mujer que agonizaba mientras su hija le brindaba sus cuidados. Llevaba enferma mucho tiempo, y también había empezado a sufrir demencia. La hija estaba extenuada tras tantos años de atenciones, hasta tal punto que, durante el tratamiento, su marido también enfermó por la preocupación por su suegra que atenazaba a su esposa. Un día recibí una llamada del mejor amigo de este, quien, con su permiso, deseaba preguntarme sobre él. Por lo tanto, se creó una cadena descendente que iba de la madre a la hija, de la hija a su esposo y del esposo a su amigo. Eso hace un total de cuatro personas: una reacción sucesiva a través de la Red. En aquel tiempo llegué casi a obsesionarme con la idea de que tales díadas de personas podían unirse para formar estructuras mayores. Hoy, las más de las personas poseen una imagen visual muy clara de este género de configuración, ya que en los diez últimos años han entrado a formar parte de la cultura popular. Sin embargo, el estudio de las redes sociales comenzó en la década de 1950 —en realidad, ya se habían analizado en la de 1930 y aun antes en la obra de un sociólogo llamado Georg Simmel— y culminó en la de 1970 con los trabajos notables de los expertos de la época: Mark Granovetter, Stan Wasserman, Ron Burt, etc. No obstante, el objeto de su investigación eran aún estructuras a muy pequeña escala, conformadas por tres personas o tres decenas de ellas, sin más. Aun así, es evidente que estamos conectados mediante redes de personas mucho más grandes, complejas y hermosas, formadas, de hecho, por miles de individuos. Estas redes son, en cierto modo, entes vivos que respiran y se reproducen, amén de poseer su propia forma de memoria. Las cosas fluyen a través de ellas; tienen un propósito y pueden lograr objetivos distintos de los que son alcanzables para los individuos que las constituyen, y son muy difíciles de entender. Así fue como comencé a reflexionar sobre las redes sociales hace unos siete años. En aquel momento, me trasladé de la Universidad de Chicago a la de Harvard, y allí fue donde conocí a mi colega James Fowler, sociólogo también, que comenzaba a pensar, como yo, en diversas clases de problemas de redes desde la perspectiva de las ciencias políticas. Estaba interesado en cuestiones de acción colectiva: el modo como se organizan los grupos humanos y la influencia que puede tener la acción de un individuo en la de otros, así como asuntos más básicos, como el altruismo. ¿Qué puede llevarme a conducirme de un modo generoso para con otra persona? ¿Qué propósito tiene la filantropía? En realidad, a mi ver, se trata de una condición esencial para la constitución de redes sociales, porque sirve para estabilizar los lazos que se dan en la sociedad. Si me condujese

con otros con violencia en todo momento, o no correspondiese nunca con nada bueno, la red se desintegraría al romperse todas las ligaduras que la mantienen unida. Para que aparezcan las redes es necesario cierto grado de altruismo. En consecuencia, podemos empezar a pensar en combinar una amplia variedad de ideas. Algunas se remontan hasta Platón y el pensamiento relativo a la correcta disposición de las sociedades, los orígenes del bien y el mal, el modo como se constituyen los colectivos, la buena organización de los estados... De hecho, podemos regresar a las ideas que abrigaron Rousseau y otros filósofos respecto del ser humano en estado natural. ¿Cómo podemos superar la anarquía? Esta puede entenderse como una especie de fenómeno de redes sociales, y otro tanto cabe hacer con la sociedad y el orden social. Podemos partir del caso, modesto, de un hombre y una mujer, una sencilla pareja de individuos, de los cuales uno está enfermo y el otro lo cuida, en parte por motivos altruistas. Demos un paso atrás para contemplarlos no como individuos, sino centrándonos en el lazo que los conecta. Ese será el objeto de nuestro estudio, que nos hará ver de inmediato que ambos están incluidos en conjuntos más amplios de redes similares, lo que nos obliga a abordar una serie de cuestiones fundamentales de la sociología y la filosofía —morales, de hecho — que ha preocupado a nuestros semejantes a lo largo de varios milenios. Aún hay otro aspecto de la historia intelectual del estudio de las redes que resulta muy atractivo. Entre las décadas de 1950 y 1970, varios sociólogos comenzaron a estudiar redes sociales y a abordar el problema de los nodos (las personas) y los lazos o «aristas» que los conectan. De hecho, el de arista es el término que se emplea para designar a la unión de dos personas en un «grafo» de redes. Buscaron modos de entender este fenómeno y desarrollaron una serie de ideas y de métodos estadísticos para el estudio de las redes sociales. Si bien no disponían de datos a gran escala, y se hallaban limitados por las restricciones de los equipos informáticos de que disponían a la sazón, lograron avances nada desdeñables. Inventaron un buen número de técnicas y llevaron la disciplina tan lejos como podía llegar dadas las circunstancias. A esto siguió un período de inactividad hasta que, en la década de 1970, regresó el auge inicial de los estudios de redes sociales. A estos métodos fueron a añadirse, casi por casualidad, los empeños de los celebérrimos matemáticos que desarrollaron la rama de su disciplina conocida como topología, que también tenía una historia muy interesante y añosa que se remontaba hasta Euler. La década de 1990 conoció una resurrección del estudio

de las redes, propiciada, en un primer momento, por un grupo de físicos y matemáticos que, en realidad, se hallaban tratando de resolver problemas de otros campos: científicos interesados, por ejemplo, en redes de genes, de células o de neuronas, como mi colega László Barabási. Si tenemos, pongamos por caso, un simple gusano con doscientas neuronas, ¿podemos trazar todas las conexiones que se dan entre ellas y entender, por tanto, cómo aprende o cómo se comporta? ¿Nos es dado comprender el aprendizaje y la conducta, no ya mediante el estudio de las neuronas, sino mediante el de la interconexión que se da entre ellas? Un número elevado de científicos se interesó en otras clases de redes y recurrió para analizarlas a no pocas ideas de cuantas llevaban tiempo formando parte de la sociología. Gentes como Barabási, Duncan Watts, Steve Strogatz y Mark Newman desarrollaron los principios matemáticos subyacentes y los aplicaron de modos nunca vistos, con lo que perfeccionaron en extremo la ciencia de las redes. Ahora todo este aparato metodológico ha vuelto al ámbito de la sociología, y los expertos en esta se están sirviendo de él para revisar y entender de nuevo un tema que acaparó buena parte de su atención en otro tiempo. Vivimos, por lo tanto, en nuestros días un gran salto adelante en la metodología relativa al estudio de las redes sociales, gracias, en primer lugar, a los trabajos anteriores; pero también a que hoy, por obra de los avances tecnológicos del ámbito de las telecomunicaciones y de otras innovaciones, los individuos están dejando un rastro digital que nos permite conocer el lugar en que se encuentran, las personas con las que interactúan, lo que dicen y aun lo que piensan. Todos estos datos pueden capturarse merced al empleo de lo que yo denomino adelantos «pasivos masivos» y emplearse para abordar cuestiones sociológicas de un modo con que nuestros predecesores apenas pudieron soñar. Disponemos de grandes cantidades de datos susceptibles de ser empleados de nuevo en la investigación de cuestiones fundamentales relativas a la organización social y a la moral y otros asuntos que nos han desconcertado desde que el hombre es hombre. Hemos conocido avances sustanciales en los métodos y también en los datos. Asimismo, los hemos tenido en el ámbito de las ideas: los investigadores están empezando a pensar de un modo más creativo acerca de lo que supone tener esta suerte de estructuras de orden mayor. Desde finales de la década de 1990 y ya en el siglo XXI, la ciencia se ha consagrado de forma más general a lo

que yo llamo el «proyecto de ensamblaje» de la ciencia moderna: los astrónomos están empezando a pensar en el modo de reunir estrellas con las que formar galaxias, y los informáticos, en la manera de formar redes con los ordenadores. Con el rápido desarrollo que vivió Internet a mediados de la década de 1990, todos comenzaron a pensar en los equipos informáticos y en las redes que conforman, en cómo interactúan, etc. Los ingenieros se afanan por ofrecer respuestas a todo ello. Los neurocientíficos, por su parte, están empezando a pensar: «Está bien: hemos conseguido comprender un montón de cosas de las neuronas, pero ¿cómo se conectan para formar cerebros?»; y los genetistas: «Al final, hemos entendido los veinticinco mil genes que conforman, aproximadamente, al ser humano; y ahora, ¿qué? ¿Cómo volvemos a unir todas las piezas del rompecabezas? ¿Cómo ensamblamos otra vez todos los genes para entender cómo interactúan entre sí en el espacio y a través del tiempo?». Hemos asistido recientemente al nacimiento de un nuevo campo de las ciencias naturales llamado biología de sistemas, que consagra sus empeños a encajar de nuevo todas las partes. De igual modo, en la sociología se da un interés creciente en el mismo género de fenómenos. Hemos empezado a entender la conducta humana y poseemos modelos de procesos racionales de toma de decisiones —modelos de actor racional— que han desembocado en innovaciones ulteriores; pero lo cierto es que conciernen, sobre todo, a los individuos. Adam Smith habló de los mercados en cuanto fenómeno surgido de la acción de los seres individuales, y, sin embargo, casi siempre nos hemos centrado en esta última. ¿Cómo podemos reunir todas estas partes para entender a los grupos? Una vez más, el estudio de las redes sociales es parte de este proyecto de ensamblaje, parte de sus empeños en entender cómo podemos propiciar el orden y la aparición de nuevos fenómenos no inherentes a los individuos. La conciencia, por ejemplo, no puede comprenderse mediante el estudio de las neuronas. Se trata de una propiedad emergente del tejido neuronal. Del mismo modo, podemos imaginar ciertas clases de propiedades que emergen de las redes sociales y nos son inherentes a los individuos, propiedades que surgen a causa de los lazos que se establecen entre estos y de la complejidad de dichos lazos. Tratar de entender todo esto es lo que nos está matando en estos instantes a James Fowler y a mí. Mientras nos devanábamos los sesos, hemos dado con algunas ideas sencillas que pueden servir de punto de partida, así como con unas cuantas observaciones empíricas fascinantes y muy novedosas. Las primeras son

las siguientes: A la hora de estudiar las redes es de vital importancia analizar su movimiento. Son muchos quienes fracasan a la hora de entenderlas por centrarse en lo estático. Piensan en topología, en la arquitectura de la red; piensan en cómo se conectan las personas, cosa que, por supuesto, reviste una relevancia colosal y tampoco es fácil de comprender. Si por un lado la topología puede entenderse o contemplarse como algo fijo o existente, por el otro resulta, en sí, mutable, cambiante y enigmática, y de hecho el origen de esta topología y su cambio es, asimismo, cuestión nada sencilla. Y hay algo más: una vez que hemos reconocido la existencia de dicha topología, lo siguiente que hemos de tener en cuenta es que también pueden darse contagios: ciertos procesos que fluyen a través de sus aristas. Las cosas se mueven por ellas, y saber cómo requiere una consolidación científica distinta, pues constituye un desafío diferente de la comprensión del modo como se forman o evolucionan las redes. Es la diferencia que existe entre su formación y su operación, o entre su estructura y su función. O si las entendemos como algo semejante a un superorganismo, la diferencia entre la anatomía y la fisiología de este. Es necesario entender ambos aspectos, pues ambos están conectados y se influyen de forma mutua, como ocurre con la anatomía y la fisiología de nuestro propio cuerpo. Esto es lo que estamos abordando ahora James y yo: hemos iniciado varios proyectos que tratan de entender los procesos de contagio, y también una serie de trabajos centrada en los procesos de formación de la red, en cómo comienza la estructura y por qué cambia. Hemos hecho algunos hallazgos empíricos sobre la naturaleza de los contagios que se producen en el interior de las redes, y en lo tocante a cómo surgen estas, suponemos que su formación obedece a ciertas reglas fundamentales biológicas, genéticas, psicológicas, sociológicas y tecnológicas. En consecuencia, hemos estado investigando tanto lo que hace que se formen las redes como el modo como funcionan. En lo relativo a esto último, hemos abordado algunos problemas iniciales. Así, por ejemplo, hace unos años, nos interesó la afirmación de que había una epidemia de obesidad. El término epidemia posee un par de implicaciones: en primer lugar, quiere decir que algo se da ahora con mayor frecuencia que en algún momento del pasado; pero también incluye la idea básica de que hay algo contagioso que se está

transmitiendo de una persona a otra. Si bien no cabe duda de que los casos de obesidad son cada vez más comunes, no nos parecía tan obvio que pudiese considerarse epidémica. ¿Se estaba contagiando de un individuo a otro? Queríamos estudiar si eso era cierto. ¿Podía extenderse la obesidad a través de las redes? ¿Puede la constitución corporal de una persona influir en la de quienes la rodean, y la de éstas en la de las que tienen alrededor, y así sucesivamente como en una reacción en cadena? A menudo damos por supuesto que pueden propagarse en una red cosas como modas en el vestuario, y sin embargo muchos se sorprendieron cuando demostramos que, en efecto, con la obesidad ocurre lo mismo. ¿Cómo lo hicimos? Necesitamos dar con una fuente de datos que contuviese información sobre la posición que ocupaban diversos individuos en una red concreta y la arquitectura de los lazos que los unían — quiénes eran sus conocidos y quiénes eran los conocidos de estos, y así sucesivamente—, y otra que recogiera su peso y otra información sobre ellos. También necesitábamos disponer de ellas durante un período prolongado y contar con que se observara a dichos individuos de forma reiterada. El reto no era fácil, pues hasta entonces, que supiéramos, no existía la base de datos que expondré a continuación. Se nos ocurrió trabajar con un estudio epidemiológico cardiovascular bien conocido que lleva efectuándose con la población de Framingham (Massachusetts, no lejos de Boston) desde 1948 y cuenta con financiación federal. En un sótano, dimos con un puñado de documentos en los que los responsables de seguir la pista a los miles de participantes habían recogido la información necesaria para dar con ellos cada dos o cuatro años a fin de convocarlos para someterlos a examen, hacerles encuestas, etc. Cuando vimos dichos papeles, supimos de inmediato que contenían información valiosa, porque nos revelaban cuál era su domicilio, quiénes componían su familia, quiénes eran sus amigos, dónde trabajaban... Se nos ocurrió crear un registro informático con todo ello, y resultó que muchos de los parientes, amigos o vecinos de los sujetos sometidos a estudio también participaban en este. Por lo tanto, nos fue posible reconstruir los lazos que conformaban las redes sociales de una muestra de doce mil personas a lo largo de treinta y dos años, a partir de la información que se había ido recabando de forma periódica durante ese tiempo. Con ello, logramos crear el escenario en el que efectuar una serie de análisis destinados a determinar el modo como se propagaba el aumento de peso de un individuo para hacerse extensivo a otros, y

cómo a partir de estos se extendía por el resto de la Red. Lo que averiguamos con este estudio es que el sobrepeso de los amigos de uno acabará por engordarlo a uno, y que el aumento de peso de quienes se hallan más allá de lo que llamamos el horizonte social de uno acabará por extenderse a través de la Red hasta afectarlo. Para nosotros, constituye una observación muy, muy fundamental el que lo que ocurre en el espacio social que se extiende más allá de la visión de un individuo —lo que sucede a personas a las que no conoce o las elecciones que toman estas— puede provocar una reacción en cadena consciente o inconsciente a través de una red y afectar a dicho individuo. Se trata de una observación muy profunda y crítica sobre el funcionamiento de la vida social en la que reparamos por vez primera al estudiar casos de obesidad. Descubrimos que el aumento de peso de cierta variedad de personas que podrían hallarse entre nuestros conocidos condiciona un incremento similar en el nuestro, en el de nuestros amigos, en el de nuestro cónyuge, en el de nuestros hijos, etc. Además, quienes se encuentran más allá del grupo al que estamos ligados de manera directa también influyen en nuestro peso: personas situadas a tres grados de distancia de nosotros en la Red. También comprobamos, por cierto, que la pérdida de peso obedecía a esta misma tendencia y se propaga de forma similar a través de aquella. Con todo, una cosa es observar la difusión de un fenómeno a través de la Red, y otra muy distinta dar el siguiente paso y tratar de identificar el mecanismo al que responde. En el caso de la obesidad, formulamos cierta variedad de ideas y tuvimos ocasión de someter a prueba algunas de ellas, y tenemos en mente toda una serie de experimentos nuevos con los que proseguir el estudio de la transmisión del sobrepeso y otros fenómenos. Uno de estos mecanismos posibles es tan sencillo como el contagio biológico. Los biólogos están haciendo algunas investigaciones a fin de dar con virus y bacterias capaces de pasar de una persona a otra y contribuir a la epidemia de obesidad. Sin embargo, aunque nuestro trabajo no desmiente, en absoluto, tal posibilidad, esta no es precisamente la que más nos interesa. Lo que nos concierne no es el contagio biológico, sino el contagio social. Uno de los mecanismos posibles es el que lleva a una persona a observar a otra y a copiar determinadas conductas adoptadas por ella. Quizá esta comienza a salir a correr y aquella la imita, o tal vez la segunda invita a la primera a sumarse al ejercicio. Podría ser que un individuo empezase a consumir determinados

alimentos grasos y otro lo viese e hiciera lo mismo, o que aquel llevara a este a restaurantes en los que se sirve comida rica en grasa. Lo que pasa de una persona a otra es la conducta, y es la conducta que ambos comparten lo que hace que los dos experimenten los mismos cambios corporales. Es decir: que la transmisión del comportamiento de uno a otro podría ser la causa de la difusión que se verifica en la obesidad, o al menos ayudar a explicarla. Un mecanismo totalmente distinto se produciría si en lugar de propagarse las conductas se propagaran las normas. Si miro a la gente que tengo a mi alrededor, observaré que está ganando peso, y eso hará que, de un modo consciente o inconsciente, cambie la idea que tengo de lo que es un volumen corporal aceptable. Quienes están experimentando tal aumento reajustan mis expectativas de lo que significa tener sobrepeso o estar delgado, y es eso lo que se transmite de una persona a otra: la norma. Se trata de algo semejante a un meme —aunque no lo sea exactamente— que pasa de uno a otro. En la labor empírica que hemos llevado a término hasta ahora, hemos dado con indicios nada desdeñables de este último mecanismo, el de difusión de normas, que aparecen, además, en mayor medida que los de la transmisión de conductas. Aunque se trata de una cuestión un tanto técnica, voy a explicarla. Las pruebas que apuntan en este sentido pueden dividirse en dos líneas. La primera atrajo enseguida la atención de todo el mundo, igual que había captado la nuestra en el momento mismo de reparar en ella, pues ponía de relieve que no importaba la distancia a la que se encontrasen los contactos sociales del sujeto: si habían cogido peso, él hacía otro tanto, ya viviese puerta con puerta con él, ya a diez, cien o mil kilómetros de su casa. La separación geográfica no influía en el efecto de la obesidad, en el efecto interpersonal. Al centrar la atención en la propagación del hábito de fumar, observamos que, si una persona lo abandonaba, llevaba a otras a hacerlo y se producía una expansión de tal conducta que también nos ha hecho investigar al respecto. Lo que nos interesa por el momento, sin embargo, es que, tras tomar en consideración el contagio de esta renuncia al tabaco, advertimos que no afectaba a la generalización de los casos de obesidad. Dicho de otro modo: la justificación de una conducta particular, la de dejar de fumar —que, como es sabido, conlleva un aumento de peso en el individuo—, no supuso merma alguna en el efecto de difusión de la obesidad. Este hallazgo, unido al de la falta de relación entre la distancia geográfica y la atenuación del resultado, nos ha hecho pensar que lo que se extiende es más una norma que una conducta.

¿Por qué? Porque para que se propague un comportamiento, lo normal es que el sujeto transmisor tenga que estar cerca del receptor: ambos tendrían que haber estado corriendo juntos o comiendo juntos, por ejemplo, para que uno copie el proceder del otro, y esta imitación debería ser menos intensa a medida que aumenta la distancia física, pues, cuanto más lejos estén ambos, menos tiempo podrán compartir. Sin embargo, una norma puede volar a través del éter. Cabe la posibilidad de que los dos se vean una vez al año y uno de ellos perciba que el otro ha engordado de modo notable y cambie, en consecuencia, la idea que posee de lo que es un tamaño corporal aceptable. Un contacto mínimo bastará para ello. Si yo voy a ver a mi hermano Dimitri por Acción de Gracias, comamos cuanto comamos y compartamos como compartamos tal conducta, no voy a cambiar de peso en un día. Sin embargo, si al verlo observo que está mucho más gordo, puede ser que cambie de opinión respecto a lo que es normal en lo tocante a masa corporal, y, de ese modo, la transmisión de la norma cause la transmisión de la circunstancia. Los usos en el vestir se propagan, sin lugar a dudas, en nuestra sociedad. Eso puede ocurrir si vemos a personas que reajustan nuestra idea de lo que está de moda, aunque hay otra manera más práctica: una persona lleva a otra de compras y juntos eligen algo. El primero dice entonces: «He oído que han abierto una tienda nueva». Son dos formas diferentes de posible transmisión de una moda. En nuestra investigación hemos comprobado que hay otras cosas, más allá de la obesidad y del abandono del hábito de fumar, que se extienden a través de las redes. La felicidad es una de ellas. Si el amigo de un amigo se muestra feliz, su actitud puede contagiarse por la Red y hacernos felices también a nosotros. Vemos grupos de individuos contentos y descontentos en la red social como luces que se encienden y se apagan en esta estructura compleja en la que hay personas dichosas y otras desdichadas separadas por algo semejante a una zona gris. En este último espacio social se da una especie de equilibrio. Hemos comprobado que pueden transmitirse la depresión, los hábitos relativos a la bebida y la clase de alimentos que eligen las personas —también el gusto por los gustos, tal como está estudiando uno de mis alumnos de posgrado—. Y a todas estas conclusiones hemos llegado merced al conjunto de datos sobre redes sociales obtenido a través del programa de investigación cardiovascular de Framingham. Aunque la expansión de la obesidad se produce a través de toda una

variedad de mecanismos, lo cierto es que hemos encontrado un mínimo de indicios que sostienen la importancia que posee la norma en este sentido. ¿Cómo es posible que la norma influya en la difusión de la obesidad cuando en nuestra sociedad sigue imperando la que fomenta la delgadez? Las supermodelos siguen siendo flaquísimas. Aunque —y esto resulta muy interesante— se han dado cambios en el peso común de los famosos (si bien siempre habrá celebridades con sobrepeso, tengo la impresión de que en el presente hay más casos), aquellas siguen tan delgadas como antes. Aquí radica la diferencia entre la ideología y la norma. El público que ve las imágenes de dichas supermodelos puede verse menos influido por ellas que por las acciones y el aspecto de las personas que conforman su entorno inmediato. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando vemos que hay quien tiene un proceder poco correcto y comete actos criminales. Seguimos suscribiendo la ideología expresada en la Declaración de Derechos y en la Constitución, así como la distinción entre el bien y el mal, y sin embargo sigue habiendo quien se conduce de forma inadecuada cuando está rodeado de otros que se comportan así. La diferencia radica, pues, en la distinción entre la norma y la idea, que es lo que nos permite alcanzar la cuadratura del círculo en la pregunta sobre por qué puede producirse una epidemia de obesidad aun cuando, como sociedad, seguimos venerando una configuración corporal muy diferente de la que vemos cada vez con más frecuencia a nuestro alrededor. James Fowler y yo no esperábamos que nuestro trabajo atrajese tanta atención. La mañana del 26 de julio sabía que íbamos a aparecer en The New York Times, porque nos había entrevistado un buen número de periodistas antes de que saliera nuestro artículo en The New England Journal of Medicine. Como ya había salido antes en el diario y la investigación se había publicado en una revista destacada, creí saber lo que debía esperar; pero cuando salí de casa aquel día, me quedé sorprendido con que la noticia ocupaba la primera página del Times. Volví a entrar para decir a mi esposa: «No te lo vas a creer», y después de aquello no hubo manera de detenerlo. Lo que más me llamó la atención, sin embargo, fue que aquel periódico no era el único, ni por asomo, que había considerado interesante lo que decíamos. La atención que le dedicaban The Washington Post y el Chicago Tribune me resultó impresionante. Llevábamos cinco años trabajando en aquel proyecto, y nos parecía muy atractivo, aunque en ningún momento imaginamos que fuese a suscitar semejante interés popular. Por cierto: no estamos diciendo que el que la obesidad pueda extenderse a

través de las redes sociales —o el que tal fenómeno pueda ser relevante respecto del aumento del número de casos— constituya la única explicación posible a la epidemia: sin duda debe de haber muchas más. Sin embargo, ninguna de ellas puede ser de naturaleza genética, siendo así que nuestros genes no han cambiado en los treinta años últimos. La verdadera razón es exclusivamente medioambiental, y tiene que ver con el consumo creciente de calorías que se da en nuestra sociedad: los alimentos son más baratos y tienen una composición diferente, la comercialización de productos alimentarios y similares es cada vez mayor... Por otra parte, ha cambiado también el ritmo con el que quemamos dichas calorías debido al aumento de estilos de vida sedentarios, el diseño de nuestras zonas residenciales, etc.: las explicaciones no faltan. No estamos diciendo que estas no sean relevantes: sin duda forman parte de la epidemia de obesidad. Lo único que afirmamos es que las redes poseen esta propiedad fascinadora por la que magnifican cualquier cosa que cae en ellas, y así, si en una población conformada en red se da un fenómeno como el sobrepeso, es probable que se extienda por ella. Del mismo modo, sería posible propiciar la propagación de la pérdida de peso. Lo vemos, a escala microdinámica, en los institutos de educación secundaria, en grupos de alumnas que dan en competir en este terreno. Uno de los artículos que se publicó acerca de nuestro trabajo en The Guardian estaba ilustrado con fotografías de las Spice Girls y de las protagonistas de Sexo en Nueva York, y hablaba de la «gripe de raquitismo» que se estaba transmitiendo entre cantantes y actrices. Creo que fue la primera vez que aparecían Victoria Beckham y James Fowler en un mismo párrafo. Con todo, no es difícil descender de lo más abstracto a lo más terreno. De hecho, después de que se publicara nuestro artículo, se puso en contacto con nosotros toda una variedad de personas que trataba a pacientes con trastornos alimentarios y se preguntaba si no sería posible sacar provecho clínico de estas propiedades de las redes a fin de mejorar su salud. En el trabajo que publicamos en The New England Journal of Medicine mencionábamos también la posible relevancia de las llamadas neuronas espejo, mecanismo que no he mencionado aún. A la del contagio biológico cabe añadir la posibilidad de que un individuo, al ver a otro mostrar cierta conducta como comer o correr, comience a copiarla mentalmente a la manera en que lo hace esta clase de neuronas, y de que eso facilite la adopción del mismo hábito. En realidad, resulta muy difícil saber cómo sacar partido de estos

fenómenos de red en una situación como la que estamos analizando, pues si tomamos un conjunto de personas con determinada constitución física e introducimos en él a otra con una diferente, es complicado determinar quién influirá a quién: puede ser que el delgado coja peso, o que quienes padecen sobrepeso lo pierdan. O quizá se den ambos casos. Se trata de una situación muy compleja cuya comprensión exige, una vez más, el empleo de cierto género de datos y métodos. Debería hacer hincapié asimismo en algo muy importante: lo que nos interesa sobre todo a James Fowler y a mí no es la obesidad, sino las redes. Aquella resulta ser un problema de salud pública importantísimo, y el hecho de estudiarla tiene una gran relevancia, sobre todo porque puso de relieve que se trataba de algo capaz de propagarse a través de las redes sociales, pese a que nadie había reparado en ello. Si hubiésemos demostrado, por ejemplo, que la moda se extiende por las redes sociales, el público no se habría interesado tanto, pero si se hace lo mismo con el sobrepeso, con la felicidad o aun con el bienestar, se está pisando un terreno virgen. Sucede que muchas de estas cosas guardan también relación con asuntos que preocupan a sociólogos y filósofos desde tiempos muy remotos, tal como he señalado más arriba, porque suscitan no pocas cuestiones relativas al libre albedrío. Si mi conducta y mis pensamientos están determinados no solo por mi propia voluntad, sino por la conducta y los pensamientos de aquellos a quienes me encuentro vinculado, y aun por los de personas a las que no conozco y que se hallan más allá de mi horizonte social, pero que están conectadas a otras con las que sí tengo relación, estamos poniendo en tela de juicio la condición volitiva del hombre. ¿Son aquellos de veras libres, o están constreñidos por ser yo parte de una red social? Al ser un componente más de este superorganismo humano, ¿puedo considerar disminuida mi individualidad? ¿Nos ofrece este hecho una percepción nueva del comportamiento del ser pensante? Dado que hablamos de redes constituidas por seres humanos y no por neuronas ni por ordenadores, no podemos decir que nos hayan dejado caer, sin más, en una de ellas determinada por algún tipo de ley física exógena. No cabe duda de que la topología obedece ciertas reglas y leyes biológicas y psicológicas, aunque también es cierto que uno tiene la potestad de elegir a sus amigos y decir: «No me gustan estas amistades: voy a buscar otras». Es decir: que los deseos e ideas del individuo pueden influir en la estructura de la red en que se halla. Así, por ejemplo, si posee ideas que fomentan cierta clase de vínculos,

estos promoverán, a su vez, determinada suerte de ideas. Es fácil imaginar una circunstancia en la que pueda sobrevivir una ideología y ofrecer unas ventajas concretas por unir o separar al grupo de un modo particular. Hemos reflexionado a este respecto en relación con grupos de personas que parecen dar muestras de comportamientos autodestructivos, aunque lo cierto es que apenas hemos llegado todavía a conclusiones preliminares. Hablemos ahora de nuestro trabajo con Facebook. Al recurrir al estudio de salud cardiovascular de Framingham, tuvimos que dedicar no poco esfuerzo a reunir los datos relativos a clases particulares de individuos que se habían ido recogiendo en los archivos de la investigación. Durante el lustro transcurrido desde que comenzamos este proyecto, los avances logrados en el ámbito de las telecomunicaciones y la aparición en Internet de sitios y adelantos tecnológicos organizados, de modo manifiesto, en forma de redes sociales —constituidas de manera consciente por individuos que ponen de relieve su pertenencia a una de ellas o a varias— ha ofrecido una serie sorprendente de oportunidades de investigación. Cuando hablamos de la Red, ya no nos estamos refiriendo a redes de ordenadores ni de personas conectadas entre sí, sino a verdaderas redes sociales como Facebook, Myspace, Friendster o LinkedIn. La aparición de estos adelantos tecnológicos supone una mina de oro para los sociólogos en general y, en particular, sin lugar a dudas, para gentes que, como James Fowler o yo mismo, centran su estudio en las redes sociales. Hemos puesto en marcha un conjunto de proyectos que buscan sacar provecho de las que se forman de un modo natural en Internet, como Facebook, o que tratan de servirse de Internet para manipular redes sociales por varias vías experimentales. Este último es el caso de algunos trabajos que he hecho en colaboración con Damon Centola y otros. Nuestro proyecto sobre Facebook no está relacionado con la salud sino de manera tangencial, aunque sí con otras preocupaciones que albergamos en relación con la conexión y el contagio que se producen respecto de la formación y operación de las redes. Hemos estado trabajando en una universidad en particular, en donde hemos diseccionado diversas partes de la Red. Uno de los rasgos fundamentales de este estudio es que disponemos de un corte longitudinal a lo largo del tiempo que nos permite observarla en distintos momentos, cosa que no podían hacer con facilidad las generaciones anteriores de sociólogos. Hemos rastreado esta amplia red social en busca de la información que ofrece Facebook en lo tocante a las personas que la conforman y los vínculos

sociales que las unen: datos relativos a sus gustos, a las personas con las que aparecen en fotografías, etc. Un individuo, por ejemplo, puede tener una media de cien o doscientos amigos en Facebook y aparecer en instantáneas con solo diez de ellos. Podríamos argumentar, por lo tanto, que este constituye una clase distinta de lazo social que una simple propuesta de amistad. Sacando el máximo rendimiento posible de datos así y de cierta variedad de avances informáticos, hemos podido construir una red que cambia con el tiempo y trazar el fluir de diversos gustos a través de ella (por ejemplo, el modo como se aficiona un sujeto a cierto tipo de música cuando lo hace otro). Esto nos ha permitido estudiar propiedades homofílicas (la idea de que Dios los cría y ellos se juntan): ¿Cómo y por qué crean lazos las personas? ¿Depende de atributos, gustos, etc., particulares? Hemos sido capaces de investigar el cambio que presentan estas circunstancias —tanto la topología de la Red como las cosas que fluyen por ella— con el paso del tiempo. En cierto proyecto desarrollado a partir de esta investigación, nos planteamos la voluntad del usuario de mantener en privado su información en Internet. En un principio, sin trivializar un asunto tan serio como este, la intimidad supuso un gran fastidio metodológico; pero luego reparamos en que, aparte de la importancia conceptual que posee, podíamos tratar este rasgo como un gusto más, y observamos que fluía por la Red de tal modo que el que alguien optase por protegerla en Facebook hacía más probable que las personas a él conectadas hiciesen lo mismo. Observamos así un fenómeno más: hemos hablado del fluir de la obesidad, la felicidad, el abandono del hábito de fumar y de las modas por la Red, y ahora nos referimos a cómo se extienden por ella las preferencias relativas a la intimidad, así como los gustos tocantes a todo género de realidades: música, cine, lectura o comida, por ejemplo. También hemos dicho que el altruismo se transmite por la Red. Todas estas cosas pueden recorrer las redes sociales y obedecer a ciertas reglas que estamos tratando de descubrir.

12. El Renacimiento que viene Douglas Rushkoff Analista de medios de comunicación, guionista de documentales y autor de Program, or be programmed. En mi opinión, hablar de «democracia personal» es cometer un oxímoron. La democracia puede ser muchas cosas, pero no, desde luego, personal. Entiendo que se hable de «responsabilidad personal», como ocurre cuando una familia posee un contenedor de reciclado en donde deposita cada semana los desechos de vidrio y de metal, por más que, en este caso, supongo que sería más eficaz y adecuado que hubiese un solo contenedor para todo un edificio o bloque. La democracia no puede ser personal por el simple motivo de que no es algo sobre el individuo, sino sobre otros: sobre rebasar el yo individual y actuar de forma colectiva. La democracia supone la participación conjunta de personas que pretenden mejorar el mundo. Uno de los ensayos que se ofrecen en la presente reunión [el Foro sobre Democracia Personal, del que salió el libro Rebooting America] señala con rudeza: «¡Es la Red, estúpido». Tal cosa podría tener una buena acogida entre nosotros, que nos dedicamos al mundo digital; pero no es cierta: no es la Red, sino la gente. La Red no es más que un instrumento, el medio nuevo que quizá nos ayude a superar las parcialidades de los aparatos de difusión, todos los cuales nos llevan a mantener la mira fija en nosotros mismos en cuanto individuos y lejos de nuestra realidad colectiva. Este enfoque sobre el individuo, y la falsa identificación que de él se ha hecho con la democracia, se remonta al Renacimiento. Este período nos brindó innovaciones maravillosas, como la perspectiva pictórica, la observación científica y la imprenta; pero todas ellas sirvieron para definir y celebrar la individualidad. La perspectiva ensalza al individuo sobre una escena; el método

científico mostraba cómo promueven el pensamiento racional las observaciones reales de una persona, y la imprenta ofrecía a los individuos la oportunidad de leer, en solitario, y meditar. Eran los individuos quienes formaban las perspectivas, hacían observaciones y configuraban opiniones. De hecho, cuando hoy pensamos en el individuo lo hacemos a través del concepto que de él se creó en el Renacimiento. El Hombre de Vitruvio, el célebre dibujo de Leonardo en que se representa la figura de un varón inscrita en un cuadrado y una circunferencia perfectos, autónomo y autosuficiente, encarna a la perfección el ideal renacentista. Fue el nacimiento de esta persona pensante e individualizada lo que condujo al espíritu que subyacía bajo la Ilustración. Una vez que nos hemos entendido en cuanto individuos, podemos concebirnos como seres que poseen una serie de derechos: Los derechos del hombre: derecho a la propiedad, derecho a la libertad personal... Pese a toda su grandeza, el período ilustrado seguía demasiado ligado a la persona en su concepción. El lector, solo en su estudio, contemplaba el peso que poseía su voto. Un hombre, un voto. Hicimos revoluciones por lo que entendíamos como nuestros derechos individuales. Se ponían por obra acciones multitudinarias, pero la masa protagonista no era más que un cúmulo de individuos que luchaban en favor de sus libertades personales. Por paradójico que resulte, cada salto hacia la individualidad traía consigo un aumento del poder de las autoridades centrales. Recuérdese que el Renacimiento también nos proporcionó monedas centralizadas, sociedades anónimas y naciones estado. Cuando los individuos se preocupan por sus problemas personales, su antiguo poder colectivo se traslada a dichas autoridades. Las monedas, inversiones e instituciones civiles locales se disuelven a medida que aumenta el interés propio. La autoridad a ellas vinculada se desplaza hacia el centro y se aleja de todos los votantes. Los medios de comunicación nacidos del Renacimiento —de su imprenta— también tienen un poder descomunal a la hora de fabricar mitos y crear etiquetas y marcas. Sus historias se cuentan a seres individuales, bien por mediación de libros, bien a través de transmisiones dirigidas a cada uno de nosotros. Sus llamamientos están dirigidos al yo y a sus intereses. Pensemos en cualquier anuncio de tejanos: el público al que apela no es ninguna persona confiada que ya tiene pareja, pues el mensaje que ofrece es: «Si te pones estos pantalones, tendrás sexo asegurado». ¿Quién es, pues, el objetivo? Una persona aislada,

alienada, que no mantiene relaciones sexuales. Los mensajes van encaminados al individuo. Si son medios de comunicación de masas es porque se dirigen a un número ingente de individuos. Los movimientos, como los mitos y las marcas, dependen de esta cualidad de los medios de comunicación de origen renacentista que va de la minoría selecta al común. En realidad, no tienen nada de colectivo pues no se dan promoción ni interacción algunas entre quienes conforman la sociedad. En lugar de eso, todos los individuos toman por referente al héroe, al ideal o al mito que se erigen en lo más alto. Los movimientos son abstractos; tienen que serlo. Planean sobre el grupo y dirigen hacia ellos toda su atención. Cuando oigo a cuantos han hablado aquí —sin duda progresistas de buena intención—, no puedo evitar percibir el deseo romántico, punto menos que desesperado, de formar parte de un movimiento; de formar parte de algo célebre, como la campaña electoral de Obama; quizá hasta de obtener un buen empleo en alguno de los organismos políticos y grupos de presión de la K Street gracias a las conexiones que ha propiciado este encuentro. En realidad, se trata solo de una fantasía propiciada por la serie El ala oeste de la Casa Blanca, un mito del que deseamos formar parte, pero que no deja de ser una leyenda, prefigurada casi por entero por el individualismo renacentista. El Renacimiento que viene —si es que llega— no girará, en absoluto, en torno al individuo, sino al grupo constituido en red, a la posibilidad de la acción colectiva. Los avances tecnológicos que estamos empleando —las propensiones de esos medios de comunicación— ceden la autoridad central a grupos descentralizados. En lugar de mover el poder hacia el centro, tienden a llevarlo a la periferia; en lugar de crear valor desde el centro —como una moneda de emisión centralizada—, la Red lo hace desde los márgenes. Esto quiere decir que el modo de participación no consiste ya en suscribir un mito abstracto y ya escrito, sino en hacer cosas reales. Emprender acciones modestas pero de modo real. El mérito no radica en el sistema de creencias ni en el movimiento, sino en la acción. No se trata de propiciar la elección de nadie, sino de quitar los obstáculos que impiden que la gente de verdad haga lo que tiene que hacer para obtener el resultado deseado. Esta es la oportunidad que nos brinda la era de las redes y los códigos abiertos: la de renunciar a los mitos y empezar a hacer cosas. Por desgracia, solemos dejar pasar las grandes ocasiones que nos ofrecen los cambios de relieve producidos en los medios de comunicación. El primer

gran renacimiento de estos, la invención del alfabeto, ofreció un salto gigantesco a la democracia participativa. Leer y escribir jeroglíficos solo estaba al alcance de los sacerdotes, y el alfabeto permitió a la generalidad leer y, quizá, aun escribir por sí misma. En el mito de la Torá, Moisés se retira con su suegro a escribir las leyes que permitirían vivir a un pueblo esclavizado. En lugar de limitarse a aceptar la legislación y el gobierno del dios faraón como condiciones preexistentes, el pueblo desarrollaría la ley a su modo y dejaría constancia de ella. Hasta la Torá está redactada a modo de contrato, y Dios creó el mundo con una palabra. El acceso al lenguaje escrito estaba destinado a transformar un mundo de esclavos que seguía ciego a su amo en una civilización de gentes cultas.* Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió: en lugar de leer la Torá, el pueblo optó por escuchar la lectura que le hacían sus dirigentes. Y aunque el acto de escuchar suponía un avance respecto del de limitarse a seguir, distaba mucho de satisfacer la promesa formulada por aquel nuevo medio. De igual manera, el invento de la imprenta no propició una civilización de escritores, sino que desarrolló una cultura de lectores. Eran los caballeros quienes se sentaban a leer libros, pues aquella solo era accesible a quienes gozaban del dinero o el poder necesarios para servirse de ella. El pueblo seguía estando un paso por detrás de aquel avance tecnológico. La radio y la televisión fueron solo una extensión de la imprenta: medios de comunicación caros, pensados para que uno se dirija a muchos a fin de promover la distribución entre las masas de las historias e ideas de una minoría selecta. Los ordenadores y las redes nos ofrecen, al fin, la posibilidad de escribir. Y escribimos: hoy todo el mundo tiene un blog. Los ciudadanos escriben en estos o cuelgan vídeos en YouTube convencidos de que hemos abrazado una nueva democracia «personal», con lo cual quieren decir que podemos sentarnos ante un portátil en la seguridad del hogar y abrirnos camino hacia la libertad a golpe de teclado. Sin embargo, la verdadera posibilidad que nos ofrecen estas herramientas no es la de escribir, sino la de programar, cosa que, en realidad, no sabe hacer casi ninguno de nosotros: nos limitamos, por el contrario, a usar soportes lógicos que han concebido otros para nosotros, e introducimos el texto de nuestro blog en el recuadro que a tal efecto muestra la pantalla. No tengo nada contra los progresos hechos por los ciudadanos y los periodistas que escriben en ellos; en absoluto: a falta de pan... Como mínimo, la oportunidad que se nos brinda no es la de escribir sobre

política o —con más probabilidad— comentar las opiniones políticas de otro, sino, más bien, la de reescribir las directrices mismas que regulan la democracia. El renacimiento de la programación consiste en volver a configurar el proceso por el que se produce aquella. Si de veras sale elegido Obama —el primer candidato que tiene de veras acceso a Internet— deberíamos aceptar lo que dice, pues no se presenta como agente de cambio, sino en calidad de abogado de la transformación que protagonizará el pueblo. No es misión del gobierno, por ejemplo, crear energía solar, sino dejar paso a todos los que están listos para hacerlo por sí solos. Respondiendo a la buena disposición del pueblo para actuar, tiene en su mano retirar regulaciones destinadas a restringir su proliferación en beneficio de la industria petrolera. En una era en la que los seres humanos tienen la capacidad para reprogramar su realidad, la labor de los dirigentes consiste en facilitar esta actividad mediante pequeños retoques en la legislación o apoyando sus empeños a través de incentivos mejores o acceso a las herramientas y el capital necesarios. El cambio no viene de arriba, sino de la periferia; no va a derivar de un dirigente o un mito que inspire a los individuos a brindar su consentimiento, sino de gentes que trabajen para manifestarlo en unión. La «democracia de código abierto», según escribí hace unos dos lustros, no es solo un modo de hacer que los candidatos alcancen el puesto al que aspiran, sino un proceso de reelaboración colectiva de los programas informáticos sociales, desconexión de los mitos a través de los cuales hemos abdicado de toda responsabilidad y reclamación de nuestra función de ciudadanos que participan en la creación de la sociedad en la que queremos vivir. Esto no es, en absoluto, democracia personal, sino una democracia colectiva y participativa en la que, al fin, aceptamos nuestro papel en cuanto adultos cultos y comprometidos capaces de ponerla por obra.

13. El poder digital y su malestar Yevgueni Morózov y Clay Shirky Yevgueni Morózov Comentarista experto en asuntos de política y de Internet, director y colaborador de Foreign Policy y autor de The Net delusion: the dark side of Internet freedom. Clay Shirky Investigador de topología de redes sociales y tecnológicas; profesor adjunto del Programa de Telecomunicaciones Interactivas de la Universidad de Nueva York y autor de Cognitive surplus.

El sueño de los utopistas de la Red frente a los realistas. ¿Es Internet un medio de emancipación y revolución, o una herramienta de dominio y represión? ¿Han atizado Twitter y Facebook las llamas de la rebelión en Irán, o ayudado, más bien, a las autoridades a desenmascarar a los rebeldes? Frankfurter Allgemeine Zeitung CLAY SHIRKY: Creo, Evgeny, que nos encontramos en una coyuntura muy

frustrante, porque, a mi modo de ver, tú y yo divergimos en menor grado que tú y las personas que has calificado de utopistas de Internet. Hace poco, por ejemplo, citabas el artículo «A declaration of the independence of cyberspace», de John Perry Barlow, propuesta libertaria en exceso que presenta el ciberespacio como una esfera desconectada del resto del planeta y sin demasiada influencia real en asuntos prácticos como los de política exterior.

YEVGUENI MORÓZOV: Supongo que te refieres al artículo mío que apareció en

The Wall Street Journal en febrero de 2009. Se publicó una semana después de otro de los aluviones de protestas en Irán que, pese al bombo recibido, quedó en nada. Sin embargo, en esta ocasión hubo algo diferente en el modo como presentaron este fracaso los medios de comunicación. De pronto, pude sentir cierta frustración pública —aun en The New York Times— por el papel que pudo haber representado la Red en el fracaso de las protestas al hacerlas más desorganizadas. Este era uno de los elementos con los que quería jugar en aquel escrito. Sin embargo, dado que The Wall Street Journal quería de mí una crítica al utopismo tecnológico, tuve que ir más allá de los acontecimientos recientes y pensar en el género de ideas que guían a los gobiernos en dicho espacio. Por lo tanto, el objetivo real no era el de meterme con John Perry Barlow —quien escribió en 1996 «A declaration of the independence of cyberspace», uno de los textos fundamentales del libertarismo cibernético— ni con ningún otro de los pensadores de la generación anterior, sino el de hacer ver que, en nuestros días, nos enfrentamos a un enorme vacío intelectual en relación con el influjo de Internet en la política mundial. Así y todo, la falta de un marco coherente no nos impide de veras abrazar el poder de la Red. Sin lugar a dudas existe mucha agitación en el seno de los gobiernos —tanto democráticos como autoritarios— en cuanto respecta al uso de Internet a fin de promover sus programas políticos en el interior y el exterior. La clase de suposiciones que necesitan hacer los políticos al objeto de decidir sus estrategias tiene que venir de algún lado, y buena parte de lo que se ha dicho acerca de la Red en el pasado parece hoy muy poco válido en lo intelectual. Aun así, en su mayoría, los supuestos de aquellos parecen tener sus raíces en discursos ciberlibertarios anteriores acerca de la relación entre Internet y los programas políticos. Muchos de ellos tomaron forma en contextos particulares muy diferentes. La declaración de John Perry Barlow, de hecho, surgió en el marco de los empeños en regular Internet que se produjeron en Estados Unidos en 1996. No tenía nada que ver con Irán, y, de hecho, una vinculación muy escasa con cuanto no era la nación estadounidense. Necesitamos, por supuesto, una teoría nueva que nos guíe a través de todo esto, porque las antiguas no nos sirven. SHIRKY: Sí; con eso estoy de acuerdo, y con lo que dices de «A declaration of the independence of cyberspace». Hace diez años, yo estaba enseñando lo mismo en mis clases de la Universidad de Nueva York como ejemplo de

pensamiento político poco riguroso, de modo que imagino que hace tiempo que sabemos que estas teorías no eran válidas. Acabas el artículo de The Wall Street Journal con un párrafo bastante evocador que dice: «El Departamento de Estado no puede abandonar sus intenciones de tratar de emplear Internet en provecho de la democracia, aunque debería presentar un programa más acorde con lo que es posible, con lo que funciona». Si pudieses darles un consejo... No; vamos a ponerlo en un contexto totalmente explícito: si pudieses ofrecer tu asesoramiento a la secretaria Clinton, a Alec Ross y a Jared Cohen acerca del uso de la Red para promover los objetivos de política exterior de Estados Unidos, ¿qué les dirías? MORÓZOV: Mi primer principio operativo sería: «No hagáis daño». Al crear alianzas estrechas y muy divulgadas con Google, Twitter y cualquier otra compañía tecnológica de relieve, los integrantes del Departamento de Estado presentan a dichas empresas como si fuesen el equivalente de la Radio Europa Libre en la era de la Web 2.0 —digamos «Radio Internet Libre»—, cuando no lo son. Estas compañías tienen sus propias metas comerciales: su principal interés es el de hacer dinero, y no el de difundir los ideales estadounidenses. Aun así, la Red puede ayudar a Google a vender más anuncios al tiempo que fomenta los intereses de la nación, pero esa no es, exactamente, la forma de trabajar del Departamento de Estado. Al menos en teoría, si estamos impulsando la libertad en Internet no es porque ayude a Estados Unidos a vender más libros, películas y periódicos (¡aunque la compra de productos como el petróleo es harina de otro costal!), sino por el bien de la propia libertad. Conque la verdadera cuestión que hay que resolver es cómo aprovechar el innegable poderío de estas empresas sin presentarlas como extensiones de la política exterior estadounidense. Por lo tanto, me parece ridículo y errado de medio a medio que alguien del Departamento de Estado recurra a ejecutivos de Google y de Twitter para viajar por el mundo o ir a Siberia. Cosas así hacen que el público se interrogue sobre la repentina proximidad que se da entre los políticos y las compañías, en particular cuando Google coopera también con la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). Si yo estuviese trabajando para algún gobierno, autoritario o democrático, no me haría mucha gracia que la mayoría de mis conciudadanos enviase sus mensajes de correo electrónico con una compañía que tiene tratos en secreto con entidades como la NSA. Creo que se trata de una preocupación justificada. ¿De veras queremos que Google se tenga por el equivalente actual de la petrolera Halliburton?

SHIRKY:

Respecto de esta cuestión mercantil, me resulta chocante el paralelismo con el pabellón de la Exposición Nacional Estadounidense celebrada en Moscú en 1959, en el que el gobierno construyó, entre otras cosas, una cocina estadounidense —en donde se celebró el «Debate de la Cocina» entre Nixon y Jrushchov—, con la intención de crear una proyección explícitamente comercial de la identidad de Estados Unidos. En mi opinión, el Debate de la Cocina constituyó un momento crucial respecto del cambio de las condiciones del enfrentamiento. No puedo menos de preguntarme qué diferencia hay entre el hecho de que Jared Cohen, del Departamento de Estado, haga viajar a Eric Schmidt, de Google, o Jack Dorsey, de Twitter, al África septentrional, a Siberia o a donde sea, y la ayuda que brindó Estados Unidos a la General Electric para que se introdujese en Moscú en 1959. MORÓZOV: En aquel momento a nadie se le habría pasado por la cabeza que la gente fuese a empezar a usar los electrodomésticos de la cocina para derrocar a su gobierno, ¿no es así? SHIRKY: ¿Te refieres a algo así como la «revolución de la tostadora»? MORÓZOV: Sí; algo parecido fue, de hecho, lo que ocurrió en Irán el verano pasado, aunque sin los elementos comerciales. Hubo una campaña muy contagiosa fuera de la Red por la que se pedía a los ciudadanos que conectasen a la vez todos sus aparatos electrónicos a fin de echar abajo la red eléctrica. Fue un ataque humano de «denegación de servicio». Pero no conviene que nos entusiasmemos demasiado con la analogía de Jrushchov. Sin lugar a dudas existe un mayor grado de politización vinculado al uso de Twitter, Google y Facebook en condiciones autoritarias. En nuestros días, quienes emplean el primero de estos servicios en Irán se consideran enemigos en potencia del estado, como quienes recurren a servidores proxy a fin de acceder a contenido prohibido. Puede ser que su única intención sea la de descargarse pornografía, pero por lo que respecta al estado, no dejan de ser enemigos políticos en potencia. SHIRKY: El ejemplo de Facebook resulta interesante, ya que, a diferencia de buena parte del debate entablado en torno a Twitter, la telefonía móvil, los servidores proxy, etc., el gobierno iraní bloqueó Facebook antes de las elecciones, el 8 o el 9 de julio, cuando los comicios se celebraron el día 12. Nadie sabía lo que ocurriría después de estos, y sin embargo, apagaron Facebook. ¿Crees que las autoridades iraníes reaccionaron de forma exagerada ante

Facebook? ¿Cuál es tu tesis: que Facebook y Twitter no son, en el fondo, herramientas políticas eficaces y que la respuesta del gobierno de Irán fue, por lo tanto, excesiva? ¿O crees que tales armas fueron eficaces en junio, pero el gobierno contestó de un modo que ya no resulta eficaz? MORÓZOV: Facebook constituye un ejemplo muy particular en lo tocante a Irán, ya que conoció bloqueos y desbloqueos durante toda la campaña electoral. Si uno la estudia con detenimiento, desde enero hasta junio de 2009, verá que sufrió dicha situación un buen número de veces. Sin embargo, a mi ver, el que bloqueasen Facebook no significa gran cosa, aparte de que podían hacerlo y lo hicieron. Tal acción no confiere a Facebook ninguna significación política particular. Solo hay que mirar a otros países, como Camboya, que impuso, en los comicios de 2007, un «período de reflexión» durante el cual todos los operadores de telefonía móvil convinieron en suspender el servicio de mensajes de texto los tres días que duró el sufragio. ¿Esperaban una rebelión de SMS? No lo creo: la cosa es que tenían potestad para hacerlo y lo hicieron. SHIRKY: Igual que hizo Singapur respecto de los blogs. Sin embargo, este caso sí parece indicar un temor político real. Singapur y Camboya encubrieron su censura vinculándola a un conjunto positivo de principios políticos en virtud de los cuales se entendía que los ciudadanos emplearían este período de tranquilidad en reflexionar sobre cuál era el mejor candidato en lugar de (¡Dios nos libre!) en hablar con sus amigos y vecinos. No es que me crea, ni mucho menos, semejantes pretextos; pero aun disimulándola de este modo, la censura me parece un acto político explícito. Cuando veo a Camboya, a Singapur o a Irán inutilizando un servicio que incrementa la coordinación social, mi respuesta es, en esencia, la que propuso Habermas en Historia y crítica de la opinión pública, según la cual estos regímenes están tratando, de un modo muy concreto, de acabar con la esfera pública. Si se trata de un juicio político de dichos gobiernos, lo que me pregunto es: ¿aciertan estos regímenes al temer una mejor coordinación social de las masas? Creo que la respuesta es positiva. El ejemplo de las comunicaciones que emplearon los birmanos durante su lucha política, al que siguió el cierre motivado por el pánico; el de los ucranianos de la Revolución Naranja, o el de las protestas moldavas victoriosas del año pasado me hacen pensar que las condiciones que llevan a un público, aun minoritario, a asumir una identidad propia y sincronizarse constituye, de hecho, una amenaza para el estado.

Esta es una de las cosas que quiero entender de tus vídeos, porque, sin ser tú y yo polos opuestos, es evidente que tenemos opiniones muy diferentes sobre este particular. ¿Crees que el efecto de sincronización entre un público comprometido en lo político es a) posible y b) político? Y en caso de serlo, ¿cuál crees que debería ser la reacción de Estados Unidos? MORÓZOV: En primer lugar, la censura lleva aparejada cierto valor simbólico: ayuda de veras al gobierno iraní a hacer ver al resto del mundo que sigue al pie del cañón. Lo que las autoridades quisieran es hacer que todos creyesen que sus empeños en bloquear Facebook están siendo fructuosos — aunque no es tal el caso, estrictamente hablando—. Les encantaría estar en posición de publicar un comunicado de prensa a ese efecto: «Sí, estamos bloqueando Facebook porque seguimos al mando. Podemos hacerlo, y lo estamos haciendo». Sin embargo, si miramos más allá de las ganancias meramente simbólicas que pueden obtener los gobiernos de la propaganda, yo diría que uno de los motivos por los que las autoridades iraníes han sido tan poco eficaces a la hora de bloquear la Red es que también entienden —con razón, a mi parecer— que observar a los iraníes contrarios al gobierno coordinar sus acciones —en público: no lo olvides— en Facebook y en Twitter no tiene precio. Ello les permite, por ejemplo, recabar información acerca del género de grupos que se están creando y las amenazas que suponen. El valor que posee todo esto para los servicios secretos es algo que tendemos a olvidar. En segundo lugar, no estoy seguro de que el sincronismo del que hablaba Habermas se mide en días, horas y mensajes de Twitter más que en décadas, siglos y libros. Pero dejando esto a un lado, cabe preguntarse si estuvo presente, en realidad, este nuevo hipersincronismo en la campaña iraní online, y en qué grado influyó en las protestas. Es cierto que fue una campaña muy sonora, pero yo no vi que se hiciera extensiva en tamaña medida a una coordinación en el mundo real. ¿Cuántos no iniciados se han comprometido con las protestas de forma real a partir de algo que hayan leído en Twitter o en Facebook? Si bien es cierto que las acciones online estaban coordinadas, no tengo claro que eso se tradujera de verdad en protestas coordinadas en las calles. SHIRKY: Yo dudo que pudiese traducirse bien en acciones coordinadas. En mi opinión, las protestas de Teherán no parecían responder a una directriz firme: parecían más reacciones espontáneas que hechos planeados. De cualquier modo,

si quisiera dar con un ejemplo significativo de coordinación online destinada a cambiar la política del mundo real, buscaría en el papel representado por las mujeres. Las protestas que se dieron en Corea del Sur en 2008 tras la importación de ternera estadounidense después de que viésemos contaminado este producto por la enfermedad de las vacas locas, pongamos por caso, dependieron de la capacidad del sector femenino para abanderar la causa en el terreno retórico, en particular en un entorno político que le imponía numerosas restricciones en lo físico y lo público. Pensemos también en Nidā Āqā Sultān, la célebre mártir de las primeras protestas iraníes, que tampoco se habrían producido, en mi opinión, sin la existencia de estos instrumentos. Una vez más, existe un número pequeño de acontecimientos políticos semejantes de los que extraer conclusiones, pero me parece poco probable que se hubiera dado presencia femenina en el movimiento sin la coordinación brindada por los medios sociales. MORÓZOV: No soy ningún experto en la situación de las mujeres iraníes, aunque por lo que entiendo, llevan experimentando con estos medios una década cuando menos. Pero volvemos a lo mismo: ¿por qué hubo tanta actividad en esta clase de páginas en Irán? Pues porque eran muchas las personas que tenían acceso a ellas. Desde este punto de vista, la mayor parte de la actividad de los medios sociales tiene un carácter episódico: se da porque todo el mundo posee un teléfono móvil. Aun así, pese a tener millones de mensajes airados de Twitter y cámaras de móviles apuntándoles, los del gobierno iraní tomaron medidas muy enérgicas contra los manifestantes. Echa un vistazo a lo que ha ocurrido durante los últimos nueve meses: las protestas han perdido intensidad a tiempo que crecía la división en el país. Muchas personas han tenido que emigrar; otras muchas están en la cárcel, cuando no muertas. En lo que concierne a la situación política que se vive sobre el terreno, hay que decir que es bastante desalentadora: desde luego, si se ha dado algún avance positivo de consideración, yo no lo he visto. No logro entender dónde puede haber algo de veras positivo que me esté perdiendo. La fuerza bruta del pueblo estaría presente sin los medios sociales. SHIRKY: En relación con el debate que mantuvimos en diciembre en la revista Prospect, he reconocido en varias ocasiones haber dejado mucho que desear en lo retórico. Dado mi interés en la coordinación social entre grupos que de otro modo estarían desorganizados, no abordé toda la esfera política, sin solo

estos colectivos, y tú señalaste, con razón, que los grupos de organización jerárquica poseen acceso a acciones decisivas de un modo al que no pueden aspirar los que carecen de coordinación. Hecha esta advertencia, sigue habiendo elementos de coordinación entre los integrantes de la esfera social que antes estaban ausentes. Creo que la Revolución Verde alteró el equilibrio entre la teocracia y los componentes militares del gobierno iraní. El poder político de la nación se decantó hacia estos últimos durante los comicios de 2005 tras el susto del gobierno moderado de Jātamī, y yo diría que uno de los efectos, tan triste como paradójico, del levantamiento es que ha empujado a Irán a convertirse en una potencia en esencia militar. La teocracia en cuanto fuerza moderadora de las pasiones populares quedó aplastada bajo el peso de la incapacidad del gobierno para hacer nada en público sin volver a reactivar la rebelión. Ni siquiera pudo evitar que el aniversario de la revolución se trocase en una protesta contra él, y el modo como acabó por reprimir al Movimiento Verde en febrero consistió en la acumulación de una cantidad increíble de policías de métodos brutales. Uno de los aspectos en los que bien podría yo estar equivocado acerca de los efectos moderadores de la esfera política sería el siguiente: la coordinación digital podría, de hecho, crear un movimiento en el que los estados que poseen algún género de esfera política emergente se vuelvan más como la Camboya del régimen de los Jemeres Rojos que como la Corea del Sur de la dictadura militar de la década de 1980. Una vez más, tenemos un número modesto de casos de los que extraer conclusiones —Irán es solo un ejemplo, y el levantamiento aún no lleva un año de actividad—, aunque una de las cuestiones que queda por resolver es si la presencia de un público más comprometido hará o no a los gobiernos adoptar una actitud más brutal en lugar de abrirse más al cambio. MORÓZOV: Uno de los motivos que me han llevado a sentirme tan insatisfecho con el modo como han abordado los medios de comunicación la función que ha desempeñado en Irán Internet —y creo que esto tiene algo que ver con la lectura que han hecho de ciertas cosas que da a entender tu libro de forma no intencionada— fue la atención casi exclusiva que se le prestó al análisis de lo que ha dado la Red a los movimientos de protesta en perjuicio de un examen de la influencia que ha tenido en todo lo demás. Aun así, si nos centramos solo en cómo se coordinan las personas con la ayuda de los medios

sociales antes de las elecciones, en su transcurso y después de ellas, pasaremos por alto otros muchos efectos que está teniendo sobre la vida pública, social y política en estados autoritarios, en particular a largo plazo. ¿No deberíamos estar preguntándonos también si no estará haciendo esto que la gente se muestre más dispuesta a abrazar actitudes nacionalistas?; ¿o si podría estar promoviendo cierta ideología (de planteamiento hedonista) que la aleje, de hecho, de cualquier compromiso serio en el ámbito de la política? ¿No confiere más poder, en realidad, en el seno de estados autoritarios, a determinadas fuerzas no gubernamentales que no tienen por qué ser propiciadoras de democracia y libertad? Se trata de cuestiones de gran calado que no podemos responder si nos centramos solo en quién ve acrecentado su poder durante las protestas, si el estado o los manifestantes, porque en algunos países ni siquiera se da un número considerable de estos. Tampoco en todos hay elecciones: China, por ejemplo, no celebra comicios nacionales. SHIRKY: Pero sí locales, y ahí es donde más protestas estamos viendo. Sichuan supone un gran peligro para el partido central de China, porque es allí —y aquí entra en juego tu parecer en lo relativo a la modernización— donde con más desesperación están tratando de modernizar la representación política local y regional de la economía. Si no eliminan la intervención oculta del estado en las fábricas más productivas, no podrán seguir generando el crecimiento que necesitan. Sin embargo, ello exige el género de compromiso que ha estado conectado históricamente a una mayor demanda política del estado. MORÓZOV: Todo depende de las preguntas que pretendamos formular. Si lo que queremos saber es cómo influye Internet en las oportunidades de democratización de un país como China, tendremos que mirar más allá de lo que hace con respecto a la capacidad de los ciudadanos para comunicarse entre sí o con quienes secundan su causa desde Occidente. Hace poco encontré una serie interesantísima de datos estadísticos: al parecer, llegado el año 2003, el gobierno chino había gastado 120.000 millones de dólares en gestión estatal electrónica y 70.000 millones en el proyecto de censura conocido como Escudo de Oro. Comparando estas dos cantidades, no es difícil llegar a la conclusión de que le entusiasma la idea del gobierno electrónico, y tampoco es de extrañar, dado que, además de aumentar la eficacia de su administración, puede hacerla parecer más transparente y resistente a la corrupción. Esto no haría sino fortalecer la legitimidad del gobierno. ¿Modernizaría el Partido Comunista chino? Por supuesto. ¿Supondría la creación de instituciones democráticas como las que

esperamos de un gobierno liberal? Quizá no. Si queremos saber si China lleva camino de abrazar una serie de instituciones democráticas de pleno funcionamiento y qué clase de cometido va a cumplir la Red en este proceso, lo cierto es que no existe ninguna respuesta sencilla al particular. SHIRKY: Esta es una de las cosas más interesantes de estas cuestiones. Uno siente enseguida algo semejante a un vértigo filosófico: cree estar formulando una pregunta acerca de Twitter y se da cuenta, de pronto, de que en realidad la está haciendo sobre Von Hayek y los mercados, por ejemplo. Yo tengo propensión a pensar que los gobiernos no democráticos son pésimos a la hora de gestionar las economías de mercado a largo plazo, y esta idea general afecta al contexto de los bienes públicos digitales. Con dicho supuesto como telón de fondo, una de las preguntas que cabe plantearse es en qué medida está ligada la sensibilidad política del régimen al precio del petróleo. Si este vuelve a estar por encima de los cien dólares por barril, las autoridades iraníes podrán actuar a su antojo. Pueden permitirse destruir a toda la intelectualidad de Teherán y seguir gobernando la nación por la solvencia que les da el petróleo. Sin embargo, si desciende por debajo de los cincuenta dólares y permanece ahí, pueden ver seriamente mermada su capacidad para reprimir un levantamiento popular. MORÓZOV: Sea cual sea la propensión, lo cierto es que ya se daban revoluciones antes de que existiera Twitter. SHIRKY: Por supuesto. MORÓZOV: Y de un modo u otro, secundamos aquellos empeños. En Polonia, por ejemplo, lo hicimos pasando de contrabando aquellas fotocopiadoras Xerox, o simplemente encargándonos de que los disidentes políticos entrasen en contacto con la iglesia Católica. SHIRKY: Sin embargo, lo de las fotocopiadoras... Eso es precisamente hacer entrar las comunicaciones en el asunto. MORÓZOV: Sí, pero si echas un vistazo a los debates intelectuales que se están dando en el presente en los «estudios de transición», y en particular entre los académicos que estudian las causas de la revolución de 1989, verás que existe un desacuerdo considerable en lo relativo a las causas que hicieron que cayera el comunismo. Cada vez hay más voces revisionistas —gente como Stephen Kotkin, por ejemplo— que sostiene que el motivo principal fue la mala gestión de la situación que hicieron sus minorías selectas, que llevaron a sus gobiernos a desmoronarse, sin más, desde el interior. Esa es la tesis que expone

Kotkin en Uncivil society: los gobiernos comunistas agotaron su dinero y sus recursos y dejaron de poder sostenerse; de modo que cuanto pudiese estar ocurriendo en las bases —con o sin máquinas Xerox— no tuvo tanta relevancia. Esto, claro, es exagerar la situación, aunque lo cierto es que Kotkin plantea algunas cuestiones importantes. Verás que su argumento afecta al papel desempeñado por las fotocopiadoras introducidas de contrabando: tal vez no tuvieron tanto peso si fue lo insostenible de la economía del comunismo lo que precipitó su caída. En consecuencia, quizá el número de mensajes de Twitter que están entrando en Irán de forma clandestina no tenga la menor trascendencia a la larga. SHIRKY: Deja que exponga por qué sí va a ser relevante. Tiene que ver con el plan que ha anunciado el gobierno iraní de prohibir el correo de Google y reemplazarlo por un «servicio nacional de correo electrónico». Dudo que el estado de Irán vaya a ser capaz de crear y mantener un sustituto de calidad para Gmail, no a causa de la censura, sino porque no creo que disponga de administradores de sistemas con el talento suficiente. Me extraña que no vayan a quedarse atrás. Si de pronto se ven convertidos en el servicio técnico de su propia nación, la economía adoptará un modelo menos productivo. Lo cierto es que pueden permitirse renunciar a la mitad del PIB anual de su economía de mercado si el petróleo supera los cien dólares por barril, pero si permanece a setenta dólares o por debajo de este precio, les será imposible reducir el crecimiento. Se trata de la idea de que acabe por convertirse en una «Birmania provisional» sobre la que hemos estado debatiendo los dos. Yo tengo para mí que Twitter, Facebook, etc., han puesto a Irán en una situación muy comprometedora que lo ha llevado a desear debilitar su propia infraestructura de comunicaciones, o dicho de otro modo, rebajar décimas de porcentaje del PIB a fin de tratar de poner freno a la insurrección. Esto es comprensible desde su propio punto de vista, aunque a mí me sigue pareciendo una medida peligrosa a la larga. MORÓZOV: Pero no estás diciendo que su gobierno vaya a caer en caso de prohibir Gmail, ¿no? SHIRKY: No, no, no. Lo que sostengo es que la prohibición que quieren imponer a Gmail es reflejo del miedo que profesan a la libre comunicación mutua de sus ciudadanos, y estoy convencido de que dicho temor está justificado. MORÓZOV: A mi entender, uno de los problemas que tiene tu análisis es que

tomas al pie de la letra casi todo lo que dicen las autoridades iraníes, cuando, en realidad, puede tener una interpretación diferente. ¿Y si solo pretendiesen apuntarse un tanto en el terreno de la propaganda? Eso bien puede haberlas llevado a anunciar un plan que saben que jamás podrán poner por obra. Yo he vivido en Bielorrusia y he conocido un buen número de amenazas y anuncios estatales descabellados aunque de todo punto faltos de sentido. Por lo común no llegaban a ninguna parte: eran simples ejercicios de propaganda. Si miramos a la China o a Rusia, veremos que buena parte de su publicidad se halla en este momento en manos de compañías occidentales de relaciones públicas que conocen bien el funcionamiento de los medios de comunicación de Occidente y saben cómo hacer que llame la atención de la manera deseada. ¿Por qué nos preocupamos por las firmas estadounidenses que venden a la China bienes tecnológicos que pueden emplearse para imponer la censura y no, por ejemplo, por las empresas de relaciones públicas y grupos de presión que cubren las necesidades propagandísticas de gobiernos autoritarios? Lo que estoy tratando de decir es que las estrategias mediáticas de tales dictaduras son mucho más refinadas y conscientes de lo que suponemos. Cuando los occidentales tratamos de hacer conjeturas sobre lo que pretendía de veras el gobierno iraní, no puedo evitar pensar en lo que llamamos kremlinología. SHIRKY: Sí, es cierto que se parece mucho. Déjame, entonces, que te exponga la cuestión más como una hipótesis que como un debate sobre declaraciones consideradas al pie de la letra. En diciembre, antes del trigésimo primer aniversario de la revolución iraní y antes del anuncio de lo de Gmail, los dos entablamos un debate en el que yo defendí la idea de que Irán estaba adquiriendo una especie de enfermedad autoinmune tecnológica, pues están atacando su propia infraestructura de comunicaciones como único modo posible de acabar con la coordinación entre los insurrectos. Tú respondiste que este género de apagón puede ser temporal y limitado en lo geográfico, dado que cabe encender y volver a apagar. El anuncio de la prohibición que afectaba a Gmail me pareció un intento nacional y no provisional de hacer otro tanto con la infraestructura de comunicaciones. En tal caso, si Irán fuese a bloquear partes de esta, ¿crees que algo así tendrá en su economía ramificaciones de más peso que las fotocopiadoras Xerox de Polonia? MORÓZOV: No. En realidad, depende de lo que vayan a bloquear con exactitud. No creo que vaya a ponerse jamás en práctica la prohibición de todo intercambio de correo electrónico a excepción del que facilite un proveedor

nacional. Habría que estudiar con detenimiento el contexto geopolítico en el que se ha hecho pública semejante amenaza. Las autoridades iraníes declararon eso una semana después de que Google anunciase que se hallaba en tratos con la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), y aquella fue una coyuntura propagandística muy propicia para que el gobierno de Irán interviniera diciendo: «Queremos tener la completa seguridad de que la NSA no va a observar a nuestros ciudadanos». Y eso fue lo que hicieron: un nuevo golpe magistral de propaganda. SHIRKY: Deja que cambie de tema: uno de los puntos en los que creo que se ha frustrado el debate es en la sobrestimación del valor que posee el acceso a la información y la infravaloración del acceso de calidad a las personas. Se trata de un error que se remonta a los albores mismos de Internet. De hecho, si pudiésemos rebajar las barreras erigidas por la censura entre Occidente y la China, retirar por completo el Escudo de Oro sin que los chinos dejaran de ejercer el mismo grado de control sobre su ciudadanía y las comunicaciones de esta, no creo que fuese a cambiar mucho la situación. Sin embargo, si aquel permanece en su sitio y mejora la comunicación y la coordinación entre los ciudadanos, el cambio será notable, tal como pudo percibirse tras el terremoto de Shanghai. MORÓZOV: Pero yo me pregunto: este cambio ¿será de sentido positivo, o negativo? SHIRKY: Tienes razón. Tal como ha señalado Robert Putnam, el capital social produce valor para quienes se encuentran dentro de la Red y exportan menoscabo a los que se hallan fuera. No creo que la libertad para comunicarse propicie, de forma automática, gobiernos favorables a Occidente; lo que equivale a decir que soy partidario de la democracia y punto, aun cuando se trate de la de carácter intolerante que describe Farīd Zakaria. Acepto la existencia de movimientos nacionales cuyas metas sean contrarias a los objetivos de política exterior de Occidente; pero siempre que sean democráticos, me preocuparán mucho menos. Lo digo con toda franqueza. MORÓZOV: Sí, pero ¿qué viene primero: la democracia, o la disensión fundada en la Red? Una vez obtenida aquella, no hay nada que garantice su continuidad eterna. Ojalá fuese tan sencilla la democratización. Las naciones que han abrazado esta de forma reciente son en extremo vulnerables durante el período de transición. Es entonces cuando necesitan un estado firme capaz de

llevar a término el doloroso desarrollo económico y un programa más amplio de liberalización. Si un estado débil entra en un período de transición —y es justo afirmar que Internet tendería a movilizar precisamente a los grupos capaces de debilitar aún más a un estado frágil—, es muy probable que lo que lo espere al final del trayecto no sea la democracia. Es, más o menos, lo que ocurrió a Rusia en la década de 1990. SHIRKY: Volvamos a la China. A mi ver, lo que ocurre allí es lo siguiente: en 2008 sufrieron el terremoto de Sichuan. La BBC supo de él por Twitter, y el gobierno chino, por el programa de mensajería instantánea QQ. La última vez que hubo un temblor de tamaña magnitud, los chinos tardaron tres meses en admitir que se había producido; pero en esta ocasión ni siquiera pudieron elegir si informar o no, ya que el mundo ya estaba hablando de ello mientras ellos se movilizaban. Esto ocurrió durante uno de los momentos en los que su gobierno era todo sonrisas y amabilidad ante la prensa, de modo que la dejaron desvelar cuanto ocurría, y en consecuencia, las madres de Sichuan, un colectivo con el que no era difícil solidarizarse, toda vez que habían perdido a sus hijos cuando se derrumbaron sobre ellos las instalaciones escolares, se enteraron de que si el edificio no soportó las embestidas del terremoto fue por la escasa calidad de su construcción. De súbito, pues, organizan protestas a diario, las documentan y transmiten los detalles a través de QQ. El gobierno chino se ve, por tanto, enfrentado a una población radicalizada que carecía de toda coordinación previa. Lo único que tenían en común todas las manifestantes era el hecho de ser madres de niños en edad escolar muertos por un terremoto que echó abajo los edificios erigidos por el gobierno. La amplitud y la intensidad de las enérgicas medidas que acabó por tomar este respecto de aquellas mujeres fueron tan extraordinarias que me dieron a entender a) que las autoridades de la China no estaban solo preocupadas, sino aterradas, y b) que tenían motivos para estarlo. Y de ahí es, precisamente, de donde proceden las verdaderas amenazas para el régimen: de la política local, y no de la nacional. Más tarde o más temprano, se rebelará contra él una provincia disidente capaz de dejarlo helado y trocarse en eje del cambio. MORÓZOV: Estoy de acuerdo en que el gobierno chino ha visto erosionado, en un grado u otro —y en algunos casos de forma muy significativa—, su dominio de los flujos de información. Sin embargo, cabe preguntarse si será capaz de adaptarse a este entorno adoptando modelos nuevos de propaganda,

manipulando la información mediante la cuidada selección de quienes se encargarán de transmitirla. Tal vez. Vemos indicios de que, en efecto, es esto lo que está ocurriendo. El año pasado lo vimos en la provincia china de Yunnan, en donde murió un joven mientras se hallaba detenido por la policía. En lugar de censurar los miles de comentarios que inundaban sitios como QQ, dejaron que los internautas gastasen fuelle. Pidieron voluntarios para actuar en calidad de «ciudadanos de la Red investigadores» y eligieron a quince de ellos, a los que, a continuación, enviaron a examinar la prisión en que habían ocurrido los hechos. Allí no hallaron nada, y elaboraron un informe muy poco concluyente. Esta acción dispersó las tensiones crecientes, y lo hizo sin necesidad de recurrir a censura formal alguna. Hubo de pasar un tiempo para que los cibernautas descubriesen que de los quince «investigadores», eran muy pocos los que no formaban o habían formado parte de los medios de comunicación estatales. La moraleja de esta historia es que tendemos a subestimar la capacidad del gobierno para reaccionar ante ciertas noticias de tal modo que no socaven su legitimidad ni su autoridad en el grado que cabría esperar. SHIRKY: Vamos a hablar de Bielorrusia, ya que es tu tierra natal y yo relacioné la obra de Susanne Lohmann sobre las cascadas de información con las movilizaciones relámpago (flashmobs) convocadas en Minsk en 2006. Aquellas protestas fracasaron, y tú dijiste algo evocador en Prospect sobre el particular: quienes miraban desde la barrera vieron que estaba ocurriendo algo... y corrieron a encaramarse a un lugar más elevado. ¿Cuál crees que fue el motivo de aquel descalabro? ¿Qué ocurrió? Porque se trata de un ejemplo real de movimiento de protesta que se sirvió de las herramientas sociales para crear cohesión, provocó una verdadera conmoción pública y a continuación se desvaneció. MORÓZOV: Yo no estoy seguro de que en Bielorrusia se produjese «conmoción pública» de ninguna clase en 2006. Uno de los motivos que generaron las protestas tuvo que ver, es verdad, con las elecciones presidenciales, y con el encarcelamiento de uno de los candidatos poco después de los comicios. No tuvieron relación alguna con los medios sociales. De no haber dispuesto de acceso a Internet, lo más seguro es que se hubiera manifestado en la plaza la misma multitud que se congregó. Para mí, por lo tanto, el caso de Bielorrusia es aún más inequívoco que el de Irán: en realidad, los medios de comunicación sociales no tuvieron influencia alguna en el origen

de las protestas callejeras. Además, la mayoría de los convocados ni siquiera se presentó. Fue una manifestación más bien poco concurrida, en parte porque el gobierno es relativamente popular. Pero voy a volver a tu pregunta: el problema principal que veo en esas movilizaciones relámpago de Bielorrusia es que quienes participaron en ellas pensaron, equivocadamente, que la Red ofrece un modo totalmente nuevo de hacer política. Pensaban que iban a crear y dirigir un movimiento por entero virtual, que no iban a tener que ocuparse de todo lo sucio y lo cruento que lleva aparejada la oposición a un dictador, labor que a menudo va ligada a toda clase de acosos, derramamiento de sangre, intimidación, expulsión de centros universitarios... No nos engañemos: eso es lo que entraña participar en un movimiento de resistencia en el seno de un estado autoritario. Nunca ha ofrecido un panorama agradable. Por lo tanto, no puedo menos de temer que alguno de los organizadores debió de pensar que Internet ofrecía un atajo muy atractivo que les permitiría desafiar de manera significativa al dictador eludiendo todas esas situaciones desagradables. Supusieron, sin más, que iban a poder derrocarlo a golpe de blog. Hasta sé por qué algunos albergaron la elevada esperanza de poder ejercer la política virtual: porque prometía una alternativa viable a la oposición moribunda que existía en el país. En el caso particular de Bielorrusia, la nación contaba con una resistencia pésima, desorganizada, dada siempre a las riñas y nada atractiva. No es de extrañar que fueran tantos los jóvenes remisos a formar parte de ella. Sin embargo, la Red les ofrece una opción falsa: lo real es que pueden unirse y volver a dar forma a esta oposición desde dentro, tal vez aun sirviéndose de Internet, o permanecer en el perímetro y perderse en las abundantes distracciones gratuitas que se ofrecen online. SHIRKY: Me da la impresión de que una de las facilidades de las que disfruta ahora el gobierno bielorruso de Lukashenko es que, en realidad, en Occidente a nadie le importa ya lo que ocurra a los estados autoritarios que quedan por haber dejado de ser la cuestión geopolítica más relevante. Su nación no es, ahora, más que un rinconcillo del mundo que podría ser fuente adicional de petróleo. ¿Crees que existe correlación entre las dos cosas —lo que equivale a asegurar que el interés creciente en las comunicaciones electrónicas ha hecho que mengüe, en particular, la voluntad de Estados Unidos de presionar a Lukashenko—, o más bien que han coincidido, sin más, en el tiempo? MORÓZOV: Una vez más, pienso que Bielorrusia no constituye un buen ejemplo, porque el régimen sí goza de apoyo popular. Sin embargo, Irán y la

China constituyen puntos de interés mucho más concretos para el gobierno estadounidense. Y sin embargo, la policía iraní seguía atacando con dureza a los manifestantes, matándolos pese al hecho de que todo el mundo iba armado con teléfonos móviles. ¿Podían haber hecho más muertes aún? Tal vez, aunque no creo que los avances tecnológicos hayan servido de elemento disuasivo. A Nidā la mataron pese a la presencia de ciudadanos que captaban en vídeo cuanto ocurría. Con todo, mis preocupaciones también tienen que ver con el modo como está cambiando la Red la naturaleza de la oposición política en regímenes autoritarios. No sé si has leído a Kierkegaard, pero en mi crítica del activismo organizado en torno a Twitter hay un trasfondo sutil de su filosofía. Él acertó a vivir precisamente en la época que tanto celebra Habermas: los cafés y los periódicos se hallaban en auge en toda Europa, en donde estaba surgiendo una nueva esfera pública democratizada. Sin embargo, a Kierkegaard le inquietaba cada vez más la escasez de opiniones con que topaba, la facilidad con que podía congregarse a las gentes alrededor de un número infinito de causas hueras y el que nadie se comprometiera en serio con nada. No había cosa alguna por la que estuvieran dispuestos a dar la vida. Por irónico que resulte, ese es uno de los problemas que veo yo a la naturaleza promiscua del activismo digital: que degrada nuestro apoyo a las causas políticas y sociales que más importan y que exigen un sacrificio constante. SHIRKY: Una de las cosas más cómicas que dice Habermas en Historia y crítica de la opinión pública —de una lista no demasiado extensa de comentarios cómicos— es que los periódicos respaldaban mejor la opinión pública cuando era ilegal la libertad de expresión, en tal medida, que dirigir uno constituía un desafío público. De igual modo, una protesta que resulte relativamente fácil de coordinar con un riesgo relativamente bajo no solo dista mucho de ser una protesta real, sino que sirve para desviar parte de la energía que podía invertirse en cualquier otra parte. MORÓZOV: Tampoco estoy seguro de que quienes escriben en blogs generen grandes símbolos para las campañas antigubernamentales. El tipo de persona ordinaria y apolítica del que estamos hablando, que acaba por reunir el valor necesario para salir a desafiar a las autoridades en las calles, tiene que verse abanderado por gente dispuesta a adoptar una actitud arrojada, a sacrificarse, a ir a prisión y a convertirse en el próximo Havel, Sájarov o Solzhenitsin. SHIRKY: La cuestión es si todo movimiento necesita un mártir, un centro de

atención intelectual dispuesto a llevarse un tiro a fin de convencer a sus seguidores, y también cabe plantearse si tiene que ser una persona. Ya sabes que a Nidā la convirtieron en mártir después de su muerte: no teníamos la menor idea de lo que pensaba ni lo que quería hacer. Podría haber sido que estuviese en la calle con sus amigos por haber considerado aquel un momento interesante y cargado de importancia, pero sin pensar que pudiese haber peligro, y mucho menos peligro mortal. ¿Es suficiente con eso? ¿Es suficiente con una matanza como la de la Universidad Estatal de Kent, o hace falta un Sájarov, alguien que salga, con el grupo, al encuentro del daño antes de que llegue el daño a ellos? MORÓZOV: Yo pienso que es cierto que los movimientos de protesta necesitan un dirigente de personalidad marcada, es decir, un Sájarov, para desarrollar de veras su potencial. Lo que temo es que en la era de Twitter no es posible un Solzhenitsin. En estos tiempos, lo más seguro es que acabara en prisión mucho antes y estuviese en ella mucho más tiempo del que pasó él en los campos de concentración. Dudo mucho que Twitter lo ayudara a convertirse en una figura pública más fuerte y carismática o a reunir el coraje necesario para escribir la primera página de su libro. SHIRKY: En mi opinión, la lucha que vale es la que defiende la capacidad de los ciudadanos de una nación para comunicarse unos con otros, y sigo convencido de que tal cosa tiene que tener ramificaciones políticas. No creo que tenga sentido sentarse a esperar a que se desmorone la economía. El que los ciudadanos tengan comunicación mutua me parece mucho más importante que el que disfruten de acceso a la información o que puedan comunicarse con el mundo exterior. Deberíamos preocuparnos por la libertad de expresión con minúsculas; es decir, no como derecho político, sino solo como facultad cotidiana; determinar en qué grado está prosperando, porque estoy convencido de que los países en los que se da estarán en una situación excelente aun cuando no prevalezcan entre su población los principios occidentales. MORÓZOV: Por supuesto. Coincido contigo en casi todo. Aun así, todavía hay muchos cometidos secundarios que el Departamento de Estado no ha abordado aún como debería. Piensa en las sanciones a las compañías estadounidenses que, en teoría, se levantaron a principios de marzo. Suena bien, ¿verdad? Pues cuando las estudias con cierto detenimiento, resulta que, si eres iraní y vives en Estados Unidos, y quieres introducir en tu página web un

sencillo anuncio de Google escrito en persa a fin de ganar cierta cantidad de dinero y eludir la necesidad de rogar financiación a los gobiernos extranjeros, sigues sin pode hacerlo. Y existen muchos detalles como este que pueden ir tratándose. En este sentido, creo que el Departamento de Estado es como un elefante en una cacharrería, o mejor en una tienda de porcelana china (sí, china). Y así no vamos bien: es el peor momento posible para conducirse como elefantes, porque esa es la imagen de Estados Unidos que se recordará siempre.* Si los iraníes, los chinos y los rusos tienen la impresión de que el Valle del Silicio comparte almohada con el Departamento de Estado, la idea persistirá durante mucho tiempo, quizá para siempre (una vez más, se trata de convencer a los extranjeros de que no son las petroleras las que mueven los hilos en Washington). Del mismo modo que los ocho años de gobierno de Bush han acabado por convencer al público de fuera de que, para Estados Unidos, promover la democracia supone, de forma necesaria, provocar un cambio de régimen, se corre el riesgo de que desarrollen una idea similar respecto de la «libertad en la Red». En consecuencia, creo que los diplomáticos deberían andarse con mucho cuidado y centrarse en pulir estos problemas menores en lugar de anunciar a los cuatro vientos: «¡Nos hemos asociado con Twitter!». Se trata del género de «diplomacia pública» que clama por no ser tan «pública».

14. ¿Evoluciona la tecnología? W. Brian Arthur Titular de la cátedra Citibank del Instituto Santa Fe, y autor de The nature of technology: What it is and how it evolves. A lo largo de mi carrera profesional, he acometido muchos temas o áreas de interés diferentes. Créalo o no el lector, lo cierto es que me ofrecieron muy pronto una cátedra en la Universidad de Stanford por ser, en calidad de demógrafo, un experto en la fertilidad humana en el tercer mundo. Me he sentido atraído por la economía, por ciertos tipos de matemáticas y, últimamente, por la tecnología. Tengo ya una edad en la que puedo empezar a volver la vista atrás y pensar: «¿De qué diablos iba todo esto? ¿Cuál es el hilo conductor común?». Porque, desde luego, estoy convencido de que debo de tener uno en lo más hondo de mí. Entre otras cosas, también me han interesado lo que con el tiempo se conoció como complejidad y todo aquello por lo que se ha hecho célebre el Instituto Santa Fe. Sucedió que llegué a la Universidad de Stanford en el mejor momento: mediada la década de 1980, período en que se estaba desarrollando todo esto. Demografía, complejidad, economía, tecnología...: no pude menos de empezar a sospechar, abatido, que quizá me había trocado en un verdadero diletante. Picaba en un lado y en otro sin poder aseverar que hubiese un tema común a todos, y eso es, precisamente, lo que me motiva: lo que me interesan de veras son los sistemas, el despliegue o el desarrollo de sistemas o de patrones. En mi época de estudiante de Berkeley —a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970—, dado que no me interesaba lo que después se llamaría economía del equilibrio, en la que todo es estático e inamovible, me especialicé en economía del desarrollo. Entonces, cuando comenzó a atraerme la

complejidad, reparé que versaba, básicamente, sobre sistemas que reaccionan ante la situación general que crean: elementos individuales que responden a su propio patrón global y dan como resultado el despliegue y el desarrollo de lo compuesto. Lo que más me ha fascinado a lo largo de mi trayectoria académica han sido el desenvolvimiento y la aparición de patrones, o lo que podría considerarse la evolución en un sentido más bien ajustado. Con el tiempo, eso se ha ido traduciendo en mi obsesión por la evolución de la tecnología. Todo esto se produjo para mí a principios de la década de 1980. Había algo en el aire. Yo diría que, en mi caso, fue puro instinto, y estoy casi seguro de que se trata de algo mucho más hondo: de una cuestión de temperamento o personalidad. Hay quien desea congelar lo que está mirando, helarlo en el acto, como quien se interesa por el vuelo de las mariposas y, para estudiarlo, las atrapa y aplica cloroformo para después clavarlas en un tablero y observar sus alas. Sin embargo, a mí siempre me ha atraído más lo que hace funcionar en sí a la dinámica. Hice el doctorado en investigación de operaciones, matemáticas aplicadas en esencia, y en teoría de control. Pero ¿cómo es posible controlar sistemas que se van desplegando con el paso del tiempo? Aunque la mayor parte de mi formación pertenece al ámbito de la ingeniería y las matemáticas, me ha encantado siempre la economía. No sé qué era lo que flotaba en el aire. En algún momento en torno a 1980, todos nos hicimos con un ordenador. A mediados de aquella década podíamos considerarlos terminales de trabajo. Yo adquirí un NeXT en cuanto aparecieron. Stuart Kauffman tenía un SPARCstation de la casa Sun, y yo recuerdo haber tenido un SPARC 2; pero todos eran terminales de trabajo. Nos permitían simular el desarrollo de sistemas concretos y observarlo en la pantalla. Podíamos elaborar programas para cada uno de ellos, ya fueran linfocitos B o T, ya un sistema inmunitario completo, especies de las del ámbito de Stuart o agentes económicos, inversores, etc. Comenzamos a extraer partes del mundo que nos interesaban para recrearlas en el ordenador, y a continuación pulsábamos la tecla de retorno para verlas evolucionar. Entonces tratábamos de dar con una descripción matemática, pues no bastaba con decir: «Así es como se desarrolla en el ordenador. Mirad qué bien han salido los gráficos: podemos congelar la imagen y observar las simulaciones y el proceso de su evolución». Era mucho más recomendable obtener la versión matemática. Por lo común era estocástica, estaba basada en la probabilidad y podía tomar direcciones distintas.

No obstante, una parte más honda de mi personalidad quedó totalmente prendada de la idea de que el mundo se despliegue continuamente. Si alguien me dijera: —Mira: una fotografía que muestra el universo tal como es. ¿No es sorprendente? ¿No te parece increíble? Mira qué impresionantes son todas las estructuras que han quedado detenidas en el tiempo en esta imagen. Yo respondería: —Sí que es interesante. Sin embargo, si alguien me mostrase cómo cambia algo y cómo se desenvuelve, cómo surgen estructuras nuevas y se desmoronan para dar paso a otras, me parecería fascinante. Nunca he sabido en qué medida llevaba eso en mi personalidad. Diré, por ofrecer el contexto en que encajar todo esto, que nací en Irlanda del Norte, que podría parecer algo así como una cultura fracturada. Lo era, aunque también era muy estable. Sus gentes sabían quiénes eran. La generación a la que pertenezco se hizo célebre por su literatura. Los mejores poetas eran todos del norte de la isla, y no de la República. Yo crecí en un ambiente muy estable, si bien podía compararse con el de una olla de presión. Mi entorno era de fanatismo católico, aunque también teníamos fanáticos protestantes. Y había algo dentro de mí que no podía soportar tal situación. Daba la impresión de que tuviésemos una tapadera sobre la cabeza. A los doce o los quince años, como a los veinte, antes de salir de allí, tenía la sensación de que no podía hacer otra cosa que gritar. Todo apuntaba a que las tensiones religiosas de Irlanda del Norte no habían cambiado en cientos de años. Oía que algo clamaba al cielo. Por expresarlo en pocas palabras, en clave de teoría de la complejidad, había un sistema muy, muy ordenado, y un sistema caótico. Fui a la Universidad de Belfast, en donde recibí una formación espléndida en el ámbito de la ingeniería, y luego estudié en Berkeley, sobre todo matemáticas aplicadas y, a continuación, economía. Aquí, sin embargo, tenía la sensación de haber pasado de un estado de orden al puro caos, y también eso me abrumaba: demasiado desorden. Quiero subrayar aquí algo que creo aplicable a la personalidad del ser humano en general, y es que, hasta que uno se hace mayor, hasta que llega a los treinta o los cuarenta y madura un tanto —lo que en mi caso ocurrió cuando formé una familia y empecé a dar clases en Stanford—, no conoce de veras la condición de su temperamento. Yo, por ejemplo, sabía que me gustaba cierto género de ciencia, que había disciplinas que me llamaban la

atención; pero, tal como he dicho, buena parte de ello tenía que ver con cómo crecían y se desarrollaban las poblaciones humanas, cómo evolucionaba la economía y, más tarde, cómo se desarrollaba y evolucionaba la tecnología. Debí de pasar la crisis de los cuarenta, quizá a finales de los treinta. En Stanford obtuve una cátedra a los treinta y siete: llevaba toda mi vida afanándome por subir al siguiente peldaño; tras ese, al siguiente, y tras ese, a otro más, y de pronto topé con que ya no tenía ninguno por delante. Apenas sabía dónde poner los pies; no lograba dar con nada a lo que aferrarme en Berkeley. La contracultura no me atraía. Había trabajado en Austria, aunque no tenía nada que pudiese tomar como base. Había renunciado al catolicismo; así que ¿dónde iba a poner los pies? Entonces descubrí algo de mi temperamento que me sorprendió de veras. Adquirí un gran interés por el taoísmo, y lo más curioso de todo es que, lo que se me reveló, en principio, como una filosofía cuando empecé a profundizar de veras en él, acabó por convertirse en algo más semejante a un adiestramiento físico, constituido en parte por artes marciales cercanas al qigong, muy a la manera de las películas de chinos en las que uno espera tres años a la puerta del maestro, quien quizá lo deje pasar, o quizá no... Esa clase de cosas. Sin embargo, cuando ahondé de veras en la filosofía, comencé a advertir que todo giraba en torno a cosas que se desarrollaban y se convertían en otras. Lo más profundo del taoísmo es la aseveración de que, en realidad, no hay nada estable a lo que pueda uno asirse: todo el mundo se halla en cambio constante, y lo mejor que puede hacer uno con su vida es dejarse llevar por cuanto ocurra: permitir que su ser fluya con ello. Comencé a percatarme de que, en el fondo, todas mis investigaciones versaban sobre el mismo tema. Podía decirse que encontré en una filosofía profunda, con una historia de varios miles de años, el equivalente de lo que me interesaba en el terreno científico. Tal vez había estado sintiéndolo desde siempre así en el fondo. Puede ser que este sistema de pensamiento hubiera estado en todo momento en lo más hondo de mi persona, y lo que descubrí después fuera su equivalente científico. Sea como fuere, desde que tengo uso de razón me han interesado el desarrollo y la evolución de los sistemas; no tanto de los que se hallan fijados a una estructura y proceden de forma mecánica, como un automóvil, ni de los que avanzan en el tiempo sin cambiar de estructura. La formación económica que he recibido —la estructura de una economía, las industrias que ya están constituidas y las diversas partes que las constituyen (sistemas bancarios y reguladores,

gobiernos, consumidores...)— está basada en estructuras que se dan, primero, por supuestas: solo después se centran los economistas en el modo como se desenvuelve todo ello. A mí, sin embargo, tal cosa no me bastaba: a mí lo que me interesa es cómo cambian en sí mismas. De hecho, las ciencias económicas no llegan a hablar de esto; lo que estudian en esencia es: dada una estructura fija, ¿en qué lugar encontrará, por su naturaleza, el equilibrio? Y a mí esto me resultaba abominable. La economía de rendimiento creciente

En algún momento de finales de la década de 1970 comencé a leer acerca de la dinámica de la química enzimática, tema por demás abstruso. En 1979 leí dos libros que me produjeron una impresión colosal. Uno de ellos fue El octavo día de la creación, de Horace Freeland Judson —uno de los mejores libros de ciencia que he conocido en mi vida—, y el otro, The making of the atomic bomb, de Richard Rhodes. Judson me abrió los ojos al mostrarme mi ignorancia con respcto al concepto que tenía yo de la biología. Siempre había dado por supuesto que se fundaba en la clasificación, como el coleccionismo de sellos: aquí tengo esta especie, y aquí esta otra, y así es como actúa esta y se relaciona con la otra. Judson, sin embargo, describía el funcionamiento real de la biología molecular y cómo se había fundamentado todo. Antes había leído el volumen de biología molecular de James Watson, que daba vida a aquella materia y la hacía más dinámica. Todo consistía en la interpretación del código genético y la estructura de la hemoglobina. Se trataba de ciencia real, y eso me resultaba de los más emocionante. Hizo que me interesara en la biología. A continuación leí el libro de Jacques Monod El azar y la necesidad, y comencé a reparar en que lo que describía eran reacciones químicas que podían tomar un sentido u otro. Eran reacciones autocatalíticas. Podía haber dos resultados posibles para cada una de ellas, y si el producto final era A, y A catalizaba más a A o B catalizaba más a B, dependiendo de cuál avanzase primero, todo el proceso podía reducirse a A catalizando a A, y B quedaría excluido. Y también podía ser que B catalizase a B y excluyera a A. También leí algún escrito de Ilya Prigogine (Iliá Prigozhin). Resultaban controvertidos por lo que tenían de autobombo. La verdad es que fue muy amable conmigo. En 1890, salí de peregrinación a verlo, y me llevó a la Real

Academia de Bruselas. «Tal como le decía al papa el otro día...» Así se pasaba el rato, aunque fue muy amable conmigo. A mi ver, hay personas que, pese a tener ideas buenas, muy profundas, no son, quizá, capaces de poner los puntos sobre las íes con tanta habilidad como otras peor dotadas. Empecé a pensar que de lo que hablaban en Francia y Bélgica Prigogine y su grupo, Monod, François Jacob y otros era de sistemas de realimentación positiva, no de los que se dan cuando una bola de nieve cae pendiente abajo, sino más bien de los que provocan un efecto de arrastre en caso de tomar velocidad en la caída. Cuando uno advierte un patrón así, comienza a verlo por todas partes. Por ejemplo, en la lengua inglesa. En el siglo XVIII, uno podía pensar sin miedo a equivocarse: «En un mundo bien conectado es posible que surja un idioma universal». En los siglosXVyXVIya había ocurrido con el latín. Sin embargo, en el siglo XVIIIera más lógico apostar por el francés. La corte de Rusia hablaba dicha lengua, y también los círculos más exquisitos de todo el planeta. Durante la última mitad del siglo XIXhabríamos apostado, sin embargo, por el alemán, pues era la del Imperio Austrohúngaro y de la fantástica cultura intelectual que recorría Europa desde la región que se extendía más al este de Francia. Entonces, en el siglo XX fue el turno del inglés, que se ha impuesto sin lugar a dudas también en el que acabamos de estrenar. Ocurre lo mismo: se dan reacciones autocatalíticas, y estoy seguro de que el auge de Estados Unidos ha tenido mucho que ver en el buen éxito del idioma. Comencé a recordar que había un número enorme de preguntas que me había formulado mientras estudiaba economía, no con vistas a la tesis, sino más por afición. Luego la tuve como asignatura secundaria durante el doctorado, y en Berkeley había aprendido muchísimo de los teóricos, sobre todo de los expertos en teoría del equilibrio. Las ciencias económicas, en esencia, afirman que todo llega a un equilibrio siempre que se dé rendimiento decreciente en los márgenes. Por lo tanto, si hay algo que se hace cada vez más difícil, como ocurre cuando hay que excavar cada vez a mayor profundidad para obtener cobre, y su búsqueda resulta más costosa por haberse agotado ya las vetas más superficiales, lo normal es que se busque otra opción, como, en este caso, la sustitución por níquel, para que la economía alcance un equilibrio. Si el tiempo de que dispone uno compite por la televisión y las películas, una vez que incurran estas en rendimiento decreciente —por haber visto todas las de calidad que emitían—,

habrá que decir: «En fin, lo equilibraré con lo que sea: leeré un libro o veré la tele, por ejemplo». Por lo tanto, la economía se equilibra cuando decrece el rendimiento. Siendo estudiante de posgrado, ya me había preguntado: «¿Y si no se da el rendimiento decreciente? ¿Y si ocurriese lo contrario: que algo mejorase a medida que lo usamos? ¿Qué sucedería entonces?». Pensé en un ejemplo trivial. Después de licenciarme había estado haciendo cursos en Hawái. En aquel tiempo estaba de moda Milton Friedman, y yo me planteé lo siguiente: supongamos que, en 1925, llegara por primera vez un cargamento de automóviles a Kauai, la más alejada de las islas del archipiélago —en la que hubo que esperar a la década de 1970 para ver el primer semáforo—. Digamos que existen pocas carreteras de tierra y han llegado por vez primera vehículos de motor. Además, ya que estamos teorizando, vamos a imaginar que el volante está instalado en el centro del salpicadero y no hay nada que pueda hacernos propender a ir por la derecha o la izquierda. Acaba de llegar el cargamento, y la isla se encuentra gobernada por, digamos, Milton Friedman, y por tanto, los ciudadanos pueden elegir el lado de la carretera por el que desean conducir. Estamos en una isla libertaria, en la que no impera ley alguna. ¿Qué ocurrirá si vamos de visita seis meses después? Recuerdo haber hablado al respecto con Stuart Kauffman. Los dos coincidíamos en que los arcenes estarían llenos de chatarra de vehículos siniestrados, aunque los vehículos circularían ya siempre por uno u otro lado, pues habría surgido, a la postre, alguna convención al respecto. Una vez que aumentara el número de ciudadanos que decidiese conducir, por ejemplo, por la izquierda, sería estúpido no hacer lo mismo, ya que si decidiésemos circular por la derecha, la mayoría de coches con que nos cruzaríamos iría en sentido contrario, y no íbamos a durar demasiado tiempo con vida. Un sistema así podría inclinarse hacia un lado o hacia el otro. Recurrí a ejemplos como el del teclado QWERTY y otras estructuras que se habían impuesto de un modo más o menos aleatorio. Los economistas conocían bien el rendimiento creciente o la realimentación positiva. En el caso expuesto, cuantos más automóviles usaran uno de los dos lados de la carretera, mayor sería la inclinación del resto a hacer lo mismo; de modo que nos hallamos ante un sistema autocatalítico. Cuantos más votos logre un candidato en unas elecciones primarias, mayores serán las ventajas de que gozará; y así sucesivamente. Sistemas como estos tienden a incrementar el predominio de un participante, un lado de la carretera o un tipo de teclado, en tanto que los otros se ven

marginados. Tal propensión se produce, probablemente, por casualidad, por la relevancia que asumen pequeños hechos fortuitos a causa de la realimentación positiva. Los economistas eran entonces muy conscientes del problema. El egregio Alfred Marshall, de hecho, había escrito al respecto en 1890, en una nota al pie. Se había preguntado qué ocurriría si hubiese n compañías cuyos costes no dejasen de disminuir. Todas pertenecen a la misma industria. Le fascinaban los barómetros aneroides: cuantos más fabricaba una empresa, más barato le resultaba producir el siguiente. En su opinión, en caso de rendimiento creciente o costes decrecientes, transcurrido un tiempo, el mercado se vería dominado por una compañía: la primera que lograse empezar con buen pie. Era lo más que podía decir la ciencia económica. Mi contribución en este asunto consistió en demostrar que, de hecho, sí podemos ir más allá. Me di cuenta de que podían tratarse tales situaciones como probabilísticas, o dicho de un modo más técnico, procesos estocásticos no lineales, y de que cabía observar cómo podía darse un resultado u otro por azar. Comencé a trabajar con los teóricos rusos del ámbito de la probabilidad, aunque a mediados de la década de 1980 no conocía ninguna tesis lo bastante refinada para resolver estas cuestiones. No obstante, un colega mío de la célebre Escuela Kolmogórov, en la Unión Soviética, sabía de este género de matemáticas de probabilidades. Tuve que ponerme a trabajar a la carrera, y necesité un año o dos. Al final, solventamos dichos problemas. El primer artículo que elaboramos acerca del rendimiento creciente vio la luz en una publicación soviética en 1983. De ella solo fui capaz de leer mi nombre. Me habían dicho que todo este asunto del rendimiento creciente era «teórico», pero un día, mientras me dirigía a dar una conferencia sobre el particular a un grupo de alumnos del Instituto Santa Fe, tuve una revelación. Pensé: «No puede ser una cuestión esotérica, ni como hablar del sexo de los ángeles, sino que tiene que ser aplicable a toda la alta tecnología». Comencé a darme cuenta de que toda esta operaba en conformidad con el rendimiento creciente, lo que significaba, de hecho, que cuanto más avanzase en el mercado una firma como Microsoft, cuanta más presencia tuviera su marca, más dinero tendría para destinar al siguiente proyecto. Cuanta más prominencia posea Google en calidad de motor de búsqueda y mayor sea el número de usuarios que

se acostumbren a emplearlo, mayor será su ubicuidad. Los demás buscadores, como Ask.com o AltaVista, se verán marginados. Sin embargo, no podía predecirse a priori cuál de ellos sería el elegido. De pronto reparé en que en el Valle del Silicio y en todas las empresas estadounidenses dedicadas a los avances tecnológicos, los mercados tendían a favorecer el predominio de uno de los participantes. La alta tecnología posee lo que se ha denominado efecto de red: cuantas más personas usen Google, más probable será que su número aumente aún más. Los efectos iniciales de esto son enormes. Tomemos el caso de Microsoft: la empresa solía proporcionar al comprador de su sistema operativo un disco con el sistema operativo; pero la primera copia de Windows NT, de Windows 2000 o del que estuviesen vendiendo en aquel momento costaba a la compañía algo semejante a los dos mil millones de dólares. Sin embargo, la copia siguiente le salía por una fracción de céntimo. Por lo tanto, los costes por unidad descendían de forma muy marcada a medida que iban vendiéndolos. Este hecho, sin embargo, no se da, por ejemplo, con la comida para perros, pues cada una de las unidades que se producen cuesta, más o menos, lo mismo que la primera. También las ideas responden, en gran medida, a un esquema de rendimiento creciente, pues resultan costosas para quien las concibe y casi gratuitas a todo aquel que las distribuye. Sucede que la información apenas cuesta dinero, y a medida que la economía depende más de ideas que de mercancías a granel como maíz procesado, hierro, acero o automóviles, nos estamos dando cuenta de que las reglas económicas han cambiado, siendo así que se basan más en el rendimiento creciente que en el decreciente. Hay que aplicar una economía distinta. Estamos avanzando hacia un comercio fundado en el intercambio de ideas que están ahí sin más. El ser humano las usará como moneda de cambio. Canjearemos ideas, porque podremos emplear las de otros para construir más ideas. La información tiene una tendencia natural a ser gratuita. Quizá debería ser de otro modo, pero lo cierto es que, una vez puesta en circulación, resulta muy poco costoso hacerla cambiar de mano. Existe cierta superficialidad al respecto, y no vamos a tardar en aprender que las cosas son mucho más complicadas. La información es gratuita, pero entenderla, ser capaz de tomarla y emplearla por cuenta propia no lo es. No basta con referir algo a otra persona: eso no deja de ser una idea sin más, y las ideas tienen que venir con su enjundia. Supongamos que muestro al lector una pintura china. Él podrá reproducirla solo

con ser un tanto mañoso, aunque le será imposible transmitir la profundidad de su comprensión y la cultura, el contexto, la historia y todo lo que ha servido para conducir a ella. La complejidad está relacionada, en gran medida, con el modo como se despliegan los sistemas y la forma en que puede hacerlos el azar tomar un camino u otro, y yo estoy planteando las mismas preguntas en lo tocante a la economía, en donde se producen realimentaciones positivas y negativas. ¿Cómo se constituyen determinadas tendencias en la economía? ¿Cómo acabamos por conducir por la derecha en lugar de por la izquierda? ¿Por qué predomina el inglés? Y por centrarnos más en lo que nos ocupa: ¿cómo acaba estableciéndose el Valle del Silicio en una extensión de melocotonares más que en cualquier rincón de Eas Bay? ¿Cómo llega a dominar el mercado una compañía como Microsoft? Todas estas son preguntas relacionadas con la evolución, pero no son cuestiones triviales como la exposición de un estadio tras otro. Estamos hablando de sistemas que pueden adoptar determinados patrones a medida que cambian, y sumar un nuevo patrón sobre estos a continuación. En lo tocante a la alta tecnología, hay que tener en cuenta un elemento más. Microsoft pudo haber sido la empresa de más éxito de principios de la década de 1990, la que acaparaba la mayor parte del mercado tecnológico con un colosal rendimiento creciente. Sin embargo, cuando una situación así da la impresión de ir a durar para siempre, aparece otra empresa que toma la delantera: Google. Lo que me fascinaba era la sucesión interminable de capas que parece acumular la economía, como si fuera el yacimiento arqueológico de Troya, dotado de catorce ciudades dispuestas en estratos. Pero estas podemos observarlas superponerse, en número de cinco o seis, por ejemplo, a lo largo de lo que dura una vida. Había otra cuestión que me fascinaba. Damos por sentado un número apabullante de cosas relativas al mundo: suponemos que las tecnologías progresan, que se vuelven más complejas. Algo me dijo, en 1993, que debía estudiar sobre los motores de reacción. No me interesaban demasiado, aunque el instinto, no sé por qué, me empujaba a ello. Claro está que apenas necesité dos días para reparar en que el diseño original era muy sencillo, en tanto que los de nuestros días poseen decenas de miles de partes y son muy, muy complicados. Cualquiera podrá decirme: «La tecnología tiene esas cosas»; pero yo no pude menos de empezar a preguntarme por qué tiene que ser así.

A mediados de la década de 1990, comencé a obsesionarme de veras por una serie de preguntas como: ¿qué es en realidad la tecnología? Y lo cierto es que no tenía la menor idea. De un modo u otro, empecé a darme cuenta de que la economía toma forma a partir de su tecnología. La diferencia entre la economía de alta tecnología que tenemos aquí y, digamos, la que se da en las islas Trobriand (Papúa-Nueva Guinea) es la que existe entre poseer una serie de avances refinados, por un lado, y por el otro, vivir de la pesca y navegar en canoa. Me preguntaba cómo habían evolucionado con el tiempo del mismo modo que se había ido complicando el motor de reacción, y por qué. Es como decir: «¿Por qué es azul el cielo?». Son cosas que damos por supuesto. A continuación, hubo una pregunta que se impuso a las demás en mi cabeza: ¿existe una teoría de la evolución aplicada a la tecnología? Siendo alumno de posgrado, yo era muy consciente de que la economía de una sociedad surgía de sus avances tecnológicos. Pero esto no era nuevo: Karl Marx había escrito mucho al respecto, y también otros economistas esclarecidos de mediados del siglo XIX. Aun así, tendemos a ver la economía como algo fijo que está ahí sin más, algo que se sirve de fábricas, que a su vez se sirven de adelantos tecnológicos y máquinas y cosas parecidas. Empecé a plantearme: ¿cómo puede surgir de la tecnología eso que llamamos economía? Y fui considerando que todos los adelantos tecnológicos modernos que conocía, desde el ordenador hasta los reactores, comenzaban con un diseño muy sencillo y se iban haciendo complicados hasta extremos increíbles; tanto, que cuando volvemos la vista atrás cuesta imaginar que tuviesen semejantes inicios. A eso siguió una cuestión que había flotado en el aire desde la década de 1860, formulada por arqueólogos y antropólogos, por un tipo llamado Augustus Pitt Rivers y por Samuel Butler: ¿evoluciona la tecnología, concebida como un todo? Darwin había respondido a esta pregunta en el ámbito de la biología. Las numerosas especies que pueblan lo que hoy llamamos la biosfera están vinculadas, de un modo u otro, por líneas ancestrales comunes que se remontan a tiempos muy remotos. Tal cosa no era ninguna novedad para Darwin: su abuelo ya lo había dicho, y también otros autores del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Lo que él supo determinar fue el mecanismo por el que se había producido la división en distintas especies. Su libro más célebre versaba sobre el origen de estas: no llevaba por título el de Evolución. Tomemos como ejemplo diversos avances tecnológicos: los motores de reacción, el refinamiento de ciertos metales, la máquina de vapor, el láser, la

informática o métodos como los algoritmos de ordenación. Si se ponen todos juntos, ¿existe la posibilidad de dar con una teoría de su evolución que los relacione, de un modo u otro, por líneas ancestrales comunes con adelantos tecnológicos anteriores? Los economistas, historiadores y pensadores del ámbito de la tecnología llevan décadas tratando de aplicar la teoría darwinista a la tecnología. «En fin —señalan—: cada diseñador tiene su manera de resolver los problemas que se le plantean, y eso es lo que otorga la variación. Acto seguido, se eligen las mejores soluciones, de modo que a aquella se le suma la selección en el terreno de la tecnología. Eso nos daría una teoría de la evolución en dicho terreno.» Con esto estoy condensando los ciento cincuenta años de pensamiento que siguieron a la aparición del libro de Darwin. Con todo, estas teorías no resultan satisfactorias; al menos para mí. El motor de reacción no evolucionó a partir de variaciones del motor de pistón de aire. Según la teoría darwinista, una especie nueva de pinzón tiene que estar vinculada a otra especie de dicha ave más antigua y de la que se ha diferenciado de forma gradual a través de adaptaciones que la han levado a cambiar, por ejemplo, la estructura del pico por alguna circunstancia concreta. Existe una progresión paulatina que lleva a que surja una especie diferente, separada de la anterior y en un lugar del ecosistema ligeramente distinto, y, en realidad, no podemos decir que el láser o el reactor apareciesen como una rama distinta de algo anterior: fueron adelantos nuevos por completo. En consecuencia, fui advirtiendo que no existía una teoría de la evolución satisfactoria para la tecnología; de hecho, no había teoría para ninguno de los elementos de ella en que pudiese pensar. No existe una teoría de la tecnología. Aquellos a quienes se lo he planteado, han respondido siempre con cosas como: «Puedes dar con una si te lo propones, pero ¿para qué vas a querer hacer una cosa así?»; o: «No sé; ¿necesitamos tener una? ¿Necesitamos una teoría de la tecnología?». Si empecé a investigarlo no fue con intenciones académicas, sino por pura obsesión. Me puse a pensar: «Es verdad que existen algunos principios comunes que podría usar para pensar en todo esto». Me encerré para averiguarlo. Hace unas semanas, cuando puse fin al proyecto, volví a revisar los cuadernos de laboratorio que había estado usando, porque tenía curiosidad por ver cuánto tiempo llevaba trabajando en esto, y hasta entonces no me percaté de que habían pasado trece años desde que empecé. Con todo, la mayor parte del trabajo no consistió en escribir, sino más bien en leer y en pensar en la tecnología y en la historia de cómo nació. Me centré en avances

muy concretos, en número tal vez de entre doce y veinte, que iban desde los ordenadores hasta los algoritmos de búsqueda. De algunos de ellos aprendí muchísimos detalles, tal como habría hecho un biólogo con cierto tipo de cucaracha o con cualquier otra cosa a fin de dar sentido a sus argumentos. Para ello tuve que encerrarme. En cierta ocasión, leí que el matemático Andrew Wiles, que demostró el último teorema de Fermat, hizo exactamente lo mismo. Supongo que llevado de su instinto, a fuer de excelente matemático de Princeton, decidió que no quería que la crítica echara abajo sus pensamientos antes de que tomasen forma definitiva: necesitaba espacio y tiempo para meditar a fondo sus ideas, para reunir todos los argumentos sin que lo molestasen ni estuvieran cuestionando su labor a cada momento. No quería que nadie supiese a qué se estaba dedicando, por no arriesgarse a instigar la aparición de competidores. Pasó diez años o más, por lo que tengo entendido, estudiando en el ático de su casa de Princeton, con uno o dos colegas que estaban en el ajo, y fue construyendo parte a parte su explicación hasta que puso erigir una versión de su teorema con la que poder trabajar. A continuación, lo puso en conocimiento de un conjunto de personas un tanto más amplio para que lo sometiesen a prueba. Yo no resolví la cuestión cuando comencé a trabajar en mi propio proyecto, allá por el año 1996; pero fue precisamente lo que ocurrió. Puse al corriente a muy pocas personas. Me llegaban noticias de que los del Instituto Santa Fe se estaban preguntando: «¿Qué es lo que está haciendo Arthur? Estaba trabajando en cosas interesantes y había hecho algún que otro trabajo prometedor, pero hace años que no sabemos nada de él». Para bien o para mal, había acabado por convencerme de que en el ámbito que me había resuelto a abordar había aún muchas preguntas sin contestar. ¿Qué es, en realidad, la tecnología? ¿Cómo funciona? ¿Cómo se desarrolla? ¿Existe una teoría general de su evolución? En realidad, había encontrado una mina de oro. Empecé a caer en la cuenta de que todas las especies tecnológicas nuevas, como la impresora láser, que evolucionó en la Xerox PARC (Palo Alto Research Center), se componen de elementos ya existentes. Cuando Gary Starkweather comenzó a trabajar en ella tenía, en esencia, el siguiente pensamiento en la cabeza: «No queremos impresoras de líneas, porque no sirven para imprimir imágenes ni cambiar el tamaño de los caracteres: no son más que máquinas de escribir manejadas por ordenador». Después de mucho reflexionar sobre las ideas de otros —de escribir sobre pantallas de rayos catódicos y cosas así—, se le ocurrió que tal vez podía hacer que un ordenador dirigiera un rayo láser de

gran precisión para escribir, o por mejor decir, pintar una imagen sobre un tambor Xerox. Por lo tanto, los elementos de los que salió la impresora láser — un ordenador, láseres manejados por ordenador, los elementos necesarios para dirigirlos y la xerografía— existían ya. Al meditar sobre cualquier especie tecnológica nueva —un motor de reacción, una impresora láser o un algoritmo de ordenación—, di con que todos los componentes que la constituía se hallaba ya presente entre nosotros o podía construirse con cosas que ya lo estaban. Empecé a pensar que era posible elaborar una teoría de la evolución que tuviese por médula la combinación. Lo que quiero decir es que la tecnología se desarrolla a partir de adelantos técnicos previos mediante la selección de componentes destinados a ser ensamblados de un modo nuevo. No faltaba quien hubiese reparado ya en este hecho, ni quien hubiera escrito al respecto. Sin embargo, casi todo había consistido en párrafos y frases diseminadas, obra de personas por demás inteligentes, como Schumpeter, quien, hace ya un siglo, no llegó a pasar de una serie de ideas preliminares que ahora se cita en todas partes. Nadie había desarrollado la idea sobre la combinación. Yo llegué a ella de manera independiente, aunque no hice gran cosa con ella en la década de 1980. Entonces descubrí un volumen considerable de bibliografía en la que se recogían argumentos un tanto inconexos al respecto. En aquel momento hube de enfrentarme a otra pregunta: si todo es combinación de antes que existía con anterioridad, ¿por qué no se crearon los avances tecnológicos más refinados, como la tomografía por resonancia magnética, hace diez mil años, a partir del pedernal, la obsidiana, o lo que hubiese en la época? Pues porque lo que se combina para obtenerlos no son los componentes originales de hace diez milenios. Reparé entonces en la existencia de otro pilar fundamental: de cuando en cuando, se emplean adelantos tecnológicos para capturar fenómenos: en este caso particular, la resonancia magnética nuclear. Nos servimos con gran frecuencia de instrumentos y modalidades, de métodos y técnicas, a fin de captar algún fenómeno como, por ejemplo, la capacidad para afectar el movimiento nuclear de determinados átomos, y emplearlo, así, para efectuar determinadas medidas. Se convierte, pues, en algún género de técnica de diagnóstico. Por lo tanto, los dos pilares de la teoría de la evolución que se hallan presentes en la tecnología no son, en absoluto, darwinistas. Son bien diferentes; a saber: 1) que hay ciertos elementos

constructivos básicos que se combinan y se recombinan, y 2) que de cuando en cuando, se emplean algunos de estos avances tecnológicos a fin de capturar fenómenos novedosos y recién descubiertos que, a su vez, quedan integrados como elementos constructivos nuevos. La mayor parte de los adelantos tecnológicos que toman ser resulta útil solo por sí misma y no forma otros elementos constructivos; pero en ocasiones los hay que sí lo hacen. Lo que me fascina de veras de todo esto no es tanto la tecnología como el que los astrofísicos y los cosmólogos alberguen una teoría muy similar en lo tocante tanto a la formación de la vida en la Tierra como a la del universo. Esto se sale de mi campo de especialización y, por lo tanto, quizá tenga las ideas poco claras al respecto. Sin embargo, poco después del Big Bang —quizá 10-27 segundos después, una eternidad de magnitud ínfima— comenzaron a combinarse partículas elementales de las que llamamos quarks para formar los primeros hadrones básicos que, reuniéndose de nuevo, conformaron átomos y moléculas. Estos, a su vez, desembocaron con el tiempo en la creación de gases de rápida expansión con los que se crearon los sistemas solares. Todos estos pasos se debieron a la combinación de elementos que crearon componentes nuevos con los que efectuar más combinaciones. Lo mismo cabe decir de la vida primigenia. Hace poco he estado hablando con integrantes del Instituto Santa Fe, y sé que están debatiendo acerca de diversas reacciones de lo que podría considerarse la evolución de «senderos metabólicos». Hace unos cuatro mil millones de años se dieron metabolismos simples hasta el extremo que constituyeron una forma muy temprana de vida. A continuación, forman ciertos elementos que, en combinación, pueden darnos otros más que, catalizados por algún elemento constitutivo, nos ofrecen moléculas más avanzadas. Es decir, que el conjunto de lo que llamamos vida, conformado por ARN y luego por ADN, se forma a partir de estructuras que no son sino combinaciones de otras más simples y que, también por combinación, avanzan hacia otras más complejas. Volvamos ahora al tema que nos ocupa. Hasta que me sumergí en el proyecto que acabo de describir, estaba persuadido de que, si uno preguntaba a otros: «¿Qué es la tecnología?», en general recibiría la respuesta de que constituye un conjunto de métodos o aparatos autónomos —el método Solvay, el ordenador, la impresora láser...— que se encuentran, a veces, relacionados entre sí y tienen algún género de linaje. Y lo que digo aquí es que no: todo esto forma un proceso químico gigantesco. Las moléculas más sencillas que se han formado

en el terreno de la tecnología —el ordenador, el láser, la xerografía— pueden unirse para formar otra nueva —la impresora láser—, con la que a su vez cabe crear algo más complejo aún. La tecnología entendida como un todo es química; una química que aún se está formando.

15. Aristóteles La red del conocimiento W. Daniel Hillis Físico, informático, presidente de Applied Minds, y autor de Magia en la piedra. Siempre he envidiado a Alejandro Magno por haber tenido de tutor personal a Aristóteles. Este sabía todo lo que podía conocerse en aquellos tiempos, y lo que era aún mejor: entendía el cerebro de Alejandro: comprendía qué asuntos le interesaban, qué sabía y qué ignoraba, y qué género de explicaciones prefería. Aristóteles había sido discípulo de Platón, y era, como él, un profesor excelente. Por sus escritos sabemos que tenía la cabeza llena de ejemplos, explicaciones, argumentos e historias. A través de él, Alejandro poseía el conocimiento del mundo que tenía a sus pies. Huelga decir que hoy nadie sabe, como Aristóteles, cuanto es posible saber, pues hoy la erudición que poseemos es demasiado amplia para hacer concebible tal cosa. La revolución científica, y la revolución tecnológica que la siguió, desembocaron en una explosión de conocimiento que aún no ha cesado. Hoy, ni siquiera el científico mejor formado, el historiador más sabio o el ingeniero más competente pueden aspirar a poseer más que una visión de conjunto muy general de lo que se conoce. Solo los especialistas entienden la mayor parte de los descubrimientos que hace la ciencia, y aun ellos tienen dificultades para estar al día. El problema, desde luego, no es de ahora: en 1945, Vannevar Bush escribió un artículo para The Atlantic Monthly sobre este exceso de conocimiento.

Las investigaciones forman una montaña que no deja de crecer —aseveraba—; pero cada vez son más los indicios que hacen pensar que, a medida que es mayor la especialización, nos vamos quedando atascados. El investigador no puede sino anonadarse ante los descubrimientos y las conclusiones de miles de otros trabajadores, conclusiones que no tiene tiempo de asumir, por no hablar ya de recordar, por la frecuencia con que se publican. Aun así, la especialización se hace cada vez más necesaria para el progreso, y los empeños en crear puentes que unan disciplinas son superficiales.

La solución que concibió para el problema fue algo que llamó memex. Pensaba en un sistema que permitiese manipular y anotar microfilmes (los ordenadores se estaban inventando en aquel momento). En él se integraría una vasta biblioteca de textos académicos que se presentarían catalogados por asociaciones y personalizados según el usuario. Aunque jamás llegó a construirse, la World Wide Web, que irrumpió en escena un siglo más tarde, constituye una aproximación más o menos cabal. Por útil que resulte, la Red se halla todavía muy lejos de ser como el tutor de Alejandro Magno o aun el memex de Bush, y el motivo es el siguiente: sabe muy poco de nosotros —a excepción, quizá, del número de nuestra tarjeta de crédito—. No dispone de modelo alguno sobre el modo como aprende su usuario, ni tampoco sobre lo que sabe y lo que ignora —ni por cierto, sobre lo que sabe e ignora ella misma—. La información que contiene peca de desorganizada, incongruente y a menudo incorrecta. Aun así, pese a todos sus defectos, posee la calidad suficiente para permitirnos vislumbrar lo que podría llegar a ser. Su atributo más sobresaliente es que resulta accesible, no solo para quienes la consultan, sino también para quienes pretenden extenderla. Tal como sabrá poner de relieve cualquiera de los integrantes de la generación de la informática, está cambiando nuestra forma de aprender. Un útil nuevo de aprendizaje

Vamos a olvidar por un instante la Red para pensar en qué clase de tutor automático cabría crear mediante la tecnología más avanzada de nuestro tiempo. Supongamos, en primer lugar, que dicho programa tiene la ocasión de conocernos durante un período considerable. Como buen maestro, sabe qué es lo que ya entendemos y lo que estamos en condición de aprender. También conoce el género de explicación que más nos conviene, y nuestro estilo de aprendizaje: si preferimos imágenes o exposiciones, ejemplos o abstracciones. Imaginemos que ese tutor tiene acceso a una base de datos que contiene todo el saber del

mundo, organizada en función de los conceptos y del modo de comprenderlos. En él están incluidos datos específicos acerca del modo como se relacionan los conceptos; quién cree en ellos y por qué, y cuál es su utilidad. Llamaré a esa base de datos la red del conocimiento para distinguirla de la base de datos de documentos vinculados que conocemos como World Wide Web o Red. Uno de los temas presentes en ella será, por ejemplo, la tercera ley de Kepler (el cuadrado del período orbital de un planeta es proporcional al cubo de la distancia que lo separa del Sol). Esta idea estaría conectada a ejemplos y demostraciones de dicha regla, a experimentos que demuestran que es verdad, a descripciones gráficas y matemáticas, a exposiciones de la historia de su descubrimiento y a explicaciones vinculadas a otros conceptos. Así, por ejemplo, podría haber una interpretación matemática basada en el momento angular y el uso del cálculo infinitesimal. Una explicación así podría ser perfecta para un estudiante que sintiese fascinación por este último y conociera bien el momento angular. Otro, por su parte, podría preferir una ilustración o una simulación interactiva. La base de datos contendría información, aprendida presumiblemente de la experiencia, sobre cuáles son las explicaciones que podrían funcionar mejor para cada educando. Incluiría representaciones de los numerosos caminos que llevan a la comprensión de esta ley de Kepler. Una vez creada esta base de datos, la tecnología de que disponemos hoy sería de sobra capaz de programar un tutor capaz de elegir y presentar las explicaciones más apropiadas que contuviese. Este profesor particular automático no necesitaría inventar las explicaciones, pues tanto estas como las galerías que las conectan serían obra de profesores humanos: el programa solo tendría que buscar el modo más apropiado de unir lo que ya sabe su alumno y lo que tiene que aprender. Por el camino, formulará preguntas a su educando y responderá las que él haga, tal como es costumbre entre los maestros humanos, y tal interacción lo ayudará a perfeccionar tanto el perfil que posee del estudiante como de la información que recoge la base de datos en lo tocante al éxito de las explicaciones. Imaginémonos, por ejemplo, en la piel de un ingeniero que se halla diseñando una pieza de importancia crítica y desea aprender algo sobre fabricación de elementos con tolerancia ante errores. Se trata de un tema por demás especializado del que sabe poco la mayoría de los ingenieros, pues por lo común, durante su formación no lo estudian sino de manera superficial, a lo sumo. Son solo los especialistas quienes lo abordan. A menos que hayamos

hecho un curso muy concreto sobre el particular, tendremos que hacer frente a una serie de opciones muy poco satisfactorias: podemos recurrir al asesoramiento de un experto, aunque si no sabemos mucho del asunto, nos será difícil determinar qué clase de perito necesitamos o si vale la pena invertir tiempo y dinero en ello. Podemos tratar de leer un manual sobre diseño con tolerancia ante errores, pero lo más seguro es que un texto así dé por sentado que tenemos unos conocimientos que bien podemos haber olvidado si es que los hemos llegado a adquirir alguna vez, y además, podría ser que la obra estuviese poco actualizada, con lo que también tendríamos que recurrir a publicaciones periódicas que nos informasen de los últimos avances. En caso de que pudiésemos dar con ellas, estarían dirigidas a especialistas y nos supondrían no pocas dificultades de comprensión. Dadas estas alternativas tan poco convincentes, lo más seguro es que acabásemos por tirar la toalla sin más, y construyésemos la pieza sin disponer de los conocimientos oportunos con la esperanza de no salir muy malparados. 1. Aprender con Aristóteles

Vamos a suponer ahora que tenemos acceso al tutor automático, al que llamaremos Aristóteles. Lo primero que nos preguntará él es cuánto tiempo pretendemos dedicar al proyecto y qué nivel de detalle deseamos. A continuación nos mostrará un programa de lo que necesitamos aprender, representación que ha elaborado él mismo comparando lo que sabemos con lo que hay que saber acerca del diseño de piezas con tolerancia ante errores. Sabe determinar esto último porque es un problema muy común entre los ingenieros, y los profesores entendidos han identificado en numerosas ocasiones cuáles son los conceptos fundamentales; y es consciente de adónde alcanza nuestro conocimiento porque lleva mucho tiempo trabajando con nosotros. Habrá algunas cosas que ignorará que sabemos, aunque lo pondremos al corriente de ello en el momento de exponernos él el plan de aprendizaje. Si bien en principio creerá lo que digamos, lo más probable será que formule preguntas sobre algunos de los conceptos básicos a fin de asegurarse. Aristóteles programa sus lecciones hallando secuencias de explicaciones que conecten los conceptos que necesitamos aprender con los que ya conocemos. Elige los modos de explicación que casan con nuestro estilo preferido de

aprendizaje, sin olvidar métodos secundarios, ejemplos atrayentes y curiosidades vinculadas al tema en función de nuestro grado de interés. Siempre que le sea posible, seguirá el camino trazado por grandes profesores de esta red de erudición. Lo más probable es que Aristóteles posea también un modelo del ritmo al que queremos avanzar: cuándo hemos aprendido lo bastante para una sesión, cuándo es conveniente recurrir a una anécdota interesante, etc. En todo el proceso, además de exponernos los conceptos teóricos, nos irá formulando preguntas, tanto para hacernos reflexionar como para verificar por sí mismo que estamos aprendiendo de veras. Cuando una explicación no dé resultado, adoptará un enfoque nuevo; y claro está que nosotros siempre podremos hacer preguntas, pedir ejemplos e informar a Aristóteles de su propio rendimiento. Él se sirve de todas estas formas de respuesta para ir adaptando las lecciones y, de paso, aprende más acerca de nosotros. El proceso de enseñanza ayuda a Aristóteles a ser mejor docente. Si una explicación no da los resultados deseados y suscita siempre un género de pregunta particular, registrará la información en la red del conocimiento, en donde podrá ser empleada para planificar el plan de estudios de otros alumnos. Esta comunicación acabará por regresar a los autores humanos de la red, que la usarán para mejorar sus explicaciones. Como cualquier buen tutor, Aristóteles nos permitirá apartarnos del plan establecido para una lección de conformidad con nuestros propios intereses. Si nos resulta convincente cualquier ejemplo particular, tal vez queramos saber más al respecto. Si un concepto que acabamos de aprender nos permite apreciar una explicación elegante de algún hecho que ya conocemos, podrá recurrir a ella. Si estamos en situación de entender algo de gran importancia o que pueda resultarnos interesante en particular, podrá decidir enseñárnoslo aun cuando no sea estrictamente necesario como parte de la lección. Huelga decir que, a medida que nos vaya conociendo, irá sabiendo en qué grado nos gusta este género de distracción. Una vez aprendido el material, y verificado por parte de Aristóteles nuestro aprendizaje, el programa actualizará su base de datos a fin de dejar constancia de lo que acabamos de aprender. A medida que aumentemos nuestro conocimiento, seguirá conectando los conceptos recién adquiridos con los siguientes hasta que los hayamos asumido por entero. Dado que no ignora qué materias conocemos y en cuáles hemos mostrado interés, puede ir consolidando nuestro aprendizaje estableciendo conexiones entre ellas.

Existe, por ejemplo, un cortometraje del doctor Richard Feynman que expone un principio de la mecánica cuántica que recibe el nombre de desigualdades de Bell. El común de las personas muestra un interés muy escaso en la física cuántica, y ninguno en aprender acerca de tal teorema, en tanto que la mayor parte de los expertos en la materia entiende dichas desigualdades y no tiene gran cosa que aprender de la exposición de Feynman. Sin embargo, si acabamos de introducirnos en la disciplina y de dominar sus rudimentos, dicha explicación puede resultar muy emocionante, llamativa e instructiva, pues, además de describirnos algo nuevo, quizá nos ayude a dar sentido a lo que acabamos de aprender. El truco consiste en mostrarnos la película en el momento idóneo, y Aristóteles sabrá cuál es. Si he empleado un ejemplo sacado del ámbito de la ingeniería para exponer el funcionamiento de Aristóteles es porque la mayor parte del conocimiento de este saber tiene un carácter directo y objetivo; pero lo cierto es que pueden emplearse técnicas similares para aprender otras disciplinas: historia, matemáticas o el género de información técnica susceptible de transmitirse en un curso de formación o un manual. Por supuesto, existen clases de conocimiento práctico para las que no está indicado un programa como Aristóteles, y así será imposible que sea de gran utilidad a la hora de aprender a montar en bicicleta o a contar un chiste. No podrá sustituir a la experiencia práctica, ni tampoco el entusiasmo y la sabiduría de un gran profesor. Lo que sí hará es ayudarnos a dominar el conocimiento objetivo, que es precisamente el que nos está abrumando. 2. Cómo transforma la enseñanza la red del conocimiento

En La era del diamante, el autor de ficción científica Neal Stephenson describe un tutor automático llamado Manual ilustrado para jovencitas que crece al lado de una niña. Hace todo lo expuesto arriba y mucho más. Se hace amigo y compañero de juegos de la heroína de la novela, y guía su desarrollo intelectual y también el emocional. Semejante Manual ilustrado está fuera del alcance de la capacidad de la tecnología actual, aunque hasta un programa tan limitado como Aristóteles constituiría un buen paso en dicha dirección. Profesores y alumnos entienden que la escuela ha dejado de ser capaz de «preinstalar» en sus estudiantes el conocimiento que necesitarán a lo largo de su vida. En lugar de

eso, un buen docente enseña lo básico —lectura, aritmética, vida en sociedad... — y presenta a sus educandos los rudimentos de asignaturas sobre las que podrán aprender más. Les ofrece una visión de conjunto del conocimiento como punto de partida para seguir aprendiendo. Una buena formación escolar ofrece también a los estudiantes la capacidad para adquirir el conocimiento que vayan a ir necesitando. Los profesores saben que la atención personalizada ayuda al aprendizaje, y quisieran ofrecerla en mayor grado a sus alumnos, pues aun los más pequeños poseen intereses especiales, disciplinas concretas de las que querrían saber más. Un buen docente aprende a reconocerlos y trata de nutrirlos, pero para eso es necesario mucho tiempo. Un programa como Aristóteles les ofrecerá una herramienta muy valiosa para ayudar a los alumnos a seguir sus intereses, a tiempo que les permite evaluar sus progresos y proporcionar atención individualizada en las diversas áreas en las que tengan lagunas. No podrá sustituir la mayor parte de lo que se da en la escuela, aunque sí complementarlo. Puede liberar al profesorado de la labor rutinaria de retransmitir información y otorgarle más tiempo para prestar dicha atención a sus alumnos. Un sistema como Aristóteles también brinda a los docentes la ocasión de publicar sus capacidades. Cualquier profesor de calidad sabe enseñar determinadas materias con especial excelencia, y, sin embargo, existen pocos medios para compartir dicha información con otros de forma eficaz. Pueden escribir un libro de texto o crear un plan de estudios, pero ambas empresas son palabras mayores: no existe modo sencillo alguno de que publiquen una idea aislada sobre cómo explicar algo concreto. De existir un sistema como el que proponemos, permitiría a los profesores publicar, con los útiles adecuados, una explicación concreta sobre algo en particular, empeño comparable al de crear una página web. De hecho, las que existen constituyen una fuente aceptable de contenidos iniciales para la red del conocimiento. Tal como dijo Marshall McLuhan: «El contenido de este nuevo medio es el medio antiguo». El contenido inicial de la red del conocimiento serán los materiales curriculares, los manuales y las páginas explicativas que existen ya en Internet. La información existente ya incluye la mayoría de los ejemplos, los problemas, las ilustraciones y los planes de estudio que necesitará aquella. A medida que accedan los estudiantes a las mejores explicaciones que ofrecen los docentes de más calidad acerca de una materia determinada, sus propios profesores estarán en posición de asumir funciones de tutores

particulares y mentores. Liberados de la carga que supone ofrecer una y otra vez la misma información, podrán brindar una mayor atención individual a sus educandos. Una infraestructura mejor para publicar

La red del conocimiento compartido será una creación común en el mismo sentido en que lo es la World Wide Web, pero puede incluir mecanismos para citar fuentes de los que carece esta. Así, por ejemplo, reconocerá la labor de profesores y autores y aun los compensará por el uso de sus materiales. Docentes y estudiantes tendrán ocasión de añadir notas y enlaces a explicaciones, conectar contenidos, proponer mejoras o evaluar si son precisos, útiles y apropiados para niños de varias edades. Con un sistema así, por ejemplo, el educando tendría la posibilidad de no aceptar más conocimientos que los que certifica como correctos una autoridad como, digamos, la Enciclopedia Británica o la Academia Nacional de Ciencias. Todo esto ofrece la posibilidad de un sostén económico para la red del conocimiento diferente del que existe hoy en la Red documental. La infraestructura de pago permitirá que las diversas partes de aquella operen de modo diferente. Así, por ejemplo, la creación de material curricular para maestros y alumnos de educación primaria podría disfrutar de financiación pública, en tanto que cabría ofrecer la formación técnica especializada mediante tarifa o suscripción. Las compañías podrían pagar por codificar el conocimiento necesario para instruir a sus empleados y sus clientes; los consultores, publicar explicaciones y publicidad de sus servicios, y los entusiastas, ofrecer gratis su sabiduría. Los estudiantes se suscribirían no ya a áreas particulares del conocimiento, sino a géneros concretos de anotaciones, como comentarios o sellos de aprobación. Los centros, de escuelas a universidades, cobrarían por la interacción con los profesores y por los certificados de formación de los alumnos. El sistema podría erigirse también en un medio de contratación de gran relevancia, dado que las empresas interesadas podrían buscar a sus candidatos en conformidad con las áreas de conocimiento que necesitaran. ¿Qué hace diferente a la red del conocimiento?

Cabe pensar en nuestra red mediante la comparación con otros sistemas de publicación en los que se apoya la docencia y el aprendizaje, y entre las que se incluyen Internet, los grupos de noticias de la Red, los manuales tradicionales y las publicaciones periódicas sujetas a arbitraje editorial. La red del conocimiento toma ideas importantes de todos estos sistemas: la publicación en redes paritarias, la revisión por expertos, el uso de enlaces y anotaciones, los mecanismos con los que pagar a los autores y la enseñanza guiada. Cada uno de estos medios demuestran el carácter provechoso de una o más de estas ideas, y todos podrá incorporarlos la red del conocimiento. La enseñanza en redes paritarias

Uno de los motivos por los que han disfrutado de un éxito tan arrollador los grupos de noticias de Internet y la World Wide Web es que permiten a las personas comunicarse de forma directa, sin mediación de editor alguno. La gran ventaja de este sistema de publicación en red paritaria es que todo aquel que tenga algo interesante que decir puede dar con un modo fácil de hacerlo. Internet ha eliminado el embudo de las publicaciones para crear un verdadero flujo de autores. El deseo fundamental del hombre de compartir la información que posee es lo que impulsará a la red del conocimiento. La labor de registrar la sabiduría del mundo es tan ciclópea que solo podrá alcanzarse mediante la publicación en redes paritarias. Aun así, la red del conocimiento no es solo un archivo de información, sino también un modo de transmitirla, que hará por la enseñanza lo que ha hecho la World Wide Web por la publicación. La enseñanza en redes paritarias permitirá a millones de personas brindarse ayuda mutua. Evaluación previa y revisión por expertos

Una de las desventajas de la publicación en redes de paridad es el control de calidad. Los editores de manuales y publicaciones periódicas no se limitan a comercializar y distribuir sus productos, sino también a seleccionar y corregir. En el caso de las revistas que se benefician de un sistema de revisión por expertos, se confía a los evaluadores parte de la carga del control de cantidad, cuya coordinación sigue estando, sin embargo, a cargo del editor. En la World Wide Web, no existe un sistema comúnmente aceptado de valoración y revisión

por expertos, ni tampoco un mecanismo que pueda apoyarlo, y el resultado es el caos. La información que encontramos al buscar en la Red resulta, con frecuencia, irrelevante, está mal presentada o es, sin más, errónea. No es fácil eludir el material obsceno y la propaganda, y casi imposible separar el grano de la paja. La red del conocimiento hace frente a este problema respaldando una infraestructura favorable a la revisión por expertos y la certificación por terceras partes. Los útiles de búsqueda permitirán filtrar, ordenar y etiquetar la información en virtud de estas anotaciones. Además, el programa incluirá herramientas que permitan al usuario calificar de bueno, malo o controvertido el material. Enlaces y anotaciones

Todo el que haya navegado por la Red entiende la importancia de los enlaces. En un principio, los artículos aparecidos en publicaciones convencionales también poseen algo semejante en forma de notas al pie y otras referencias. Sin embargo, su uso no es tan sencillo como el que permiten los hipertextos, que hacen posible cambiar de una página a otra a golpe de ratón. Aun un sencillo enlace entre mensajes de los grupos de noticias hace más útil la información. Es normal que los estudiantes que están acostumbrados al hipertexto encuentren limitador y poco práctico la disposición lineal de los manuales y artículos. A este respecto, la Red es mejor sin lugar a dudas, y la red del conocimiento permitirá una forma de enlace más generalizada aún. En ella, no será el autor el único capaz de crear enlaces, comentarios y anotaciones. Modos de pagar al autor

Una de las ventajas que presentan los libros y las publicaciones periódicas frente a Internet es que poseen un mecanismo con el que remunerar a los autores. La Red ha demostrado que muchos de estos están dispuestos a publicar información sin recibir dinero a cambio, aunque lo cierto es que no se les ha presentado ninguna opción conveniente para hacerlo de otro modo. La red del conocimiento

aportará una solución al llevar ligados mecanismos de remuneración como suscripciones, pago por uso, tarifas de certificación y derechos de autor; aunque también respaldará y alentará la producción de contenidos gratuitos. Lo más seguro es que buena parte de cuanto se recoja en la red del conocimiento responda a esta última posibilidad, si bien podrán coexistir con ella otros modelos económicos. Uno de los más obvios es el curso pagado, en el cual el alumno abona una cantidad por una serie de servicios, incluidos el acceso al profesorado, el material curricular y la interacción con los demás estudiantes, así como la obtención de alguna clase de certificado al final. Con la red del conocimiento, muchas instituciones podrán optar por ofrecer de forma gratuita el material, a modo de publicidad, y cobrar por los otros servicios, en particular por la obtención del título. La red ayudará también a resolver uno de los grandes problemas de quienes ofrecen formación online, que es el de la comercialización, pues hará más fácil que los alumnos encuentren los cursos que satisfacen sus necesidades. Otro modelo que puede funcionar bien es el sistema de micropagos, por el cual el estudiante abona una cuota fija de suscripción por acceder a un abanico amplio de información. Las estadísticas de uso servirán para asignar los ingresos entre los diversos autores. Este sistema posee la ventaja de recompensar a los autores por la utilidad de sus textos sin penalizar a los estudiantes por su uso, pues la cuota que deberán satisfacer será independiente del empleo cuantitativo que hagan del sistema. El sistema de derechos de autor por obras musicales de la Sociedad Estadounidense de Compositores, Autores y Editores (ASCAP) y el pago de las universidades por el acceso de sus alumnos a la Enciclopedia Británica son ejemplos del funcionamiento de un sistema así. Enseñanza guiada

Parte de la información que figura en un libro de texto gira en torno al contenido de la asignatura, pero también hay parte dedicada a cómo aprenderlo. Los buenos manuales están llenos de información sobre el plan de ataque, de estrategias de aprendizaje, de problemas con los que practicar y de propuestas para quien desee ampliar la información que ofrecen. Parte de lo que confiere calidad a un buen plan de estudios es, además del material, el «mapa» que nos permite recorrerlo. Los libros de texto van acompañados, a menudo, de una serie

de indicaciones para el profesor en las que se contiene esta clase de información. Así, por ejemplo, puede que advierta que, si el alumno comete un error concreto, puede ser que esté pasando por alto un dato determinado que, por lo tanto, deberá volver a explicar el docente. Algunos de los materiales didácticos informáticos de más calidad también recogen esta información, y la red del conocimiento proporciona un mecanismo sencillo para que el profesor la tenga en cuenta.

3. Lograr la masa crítica

Una vez que la red del conocimiento alcance su masa crítica, resultará fácil ver cómo puede sostenerse. La cuestión que cabe resolver de veras es cómo ponerla en marcha. Es de suponer que los primeros usuarios serán adultos, y los primeros que la adopten, las empresas y el gobierno. La industria estadounidense gasta sesenta mil millones de dólares anuales en formar a sus empleados, y una cantidad mucho mayor en servicio al consumidor, responsabilidad del producto, diseño defectuoso y otros costes que podrían mitigarse con una mejor formación.

Este será el primer mercado de la red del conocimiento. El segundo serán, probablemente, las fuerzas armadas, que es el centro de instrucción de adultos unificado más grande; y el tercero, el de la formación continuada de particulares. Los adultos constituyen un mercado inicial más probable que los niños por varios motivos. Aquellos suelen formarse por gusto o empujados por la necesidad, y por lo tanto poseen una motivación más poderosa. A menudo necesitan conocimientos específicos por razones concretas. Una encuesta reciente sobre los lugares de trabajo de Estados Unidos puso de relieve que el 80 por 100 de los empleados piensan que la formación adicional puede serles de utilidad en el desempeño de sus ocupaciones. Los adultos también suelen tratar el tiempo como un recurso limitado y desean aprender de un modo eficiente. Asimismo, los mecanismos de satisfacción del coste de la formación son, a menudo, más racionales o están menos politizados que en el caso de la educación infantil, y es probable que las compañías se adapten con rapidez a un proceso más eficaz. Con el tiempo, se irán sumando a este nuevo sistema de formación las instituciones docentes tradicionales; primero, universidades y escuelas taller, y más adelante, también centros de educación primaria e institutos de secundaria. Conviene hacer hincapié en que los ordenadores no están llamados a sustituir al profesor, sino que le proporcionarán una herramienta nueva. En lugar de dedicar la mayor parte de su tiempo en retransmitir información a un grupo, tendrá más tiempo para ayudar a sus alumnos a asumirla a través del debate y la interacción individualizada. Hacen falta tres componentes técnicos para que funcione dicho sistema: el tutor (buscador), las herramientas de autoría y la propia red del conocimiento. Este último es el más difícil de crear, aunque, por fortuna, no tiene por qué constituirse de golpe. Una parte modesta podría empezar a ser de utilidad. Cabe suponer que, al principio, se centre en áreas muy reducidas, tal vez determinadas por la financiación disponible. Así, por ejemplo, es fácil imaginar que el primero en solicitar sus servicios sea una empresa abastecedora interesada en explicar el empleo de sus productos. Imaginemos, por ejemplo, que la Cisco publicase de este modo información sobre la configuración y el mantenimiento de sus routers. También podría ser que el gobierno patrocinara la creación del sistema con vistas a una aplicación específica, como la formación continuada de maestros de

escuela o de operarios fabriles. Una compañía podría pagar por el desarrollo de programas de formación para trabajadores y clientes, o tal vez haya una fundación interesada en auspiciar la fase inicial a fin de promover la educación. 4. Una idea que está en sazón

Parece punto menos que inevitable que acabe por desarrollarse un sistema así; pero ¿por qué iba a ser ahora el momento de acometer la empresa? A fin de cuentas, los seres humanos llevamos más de medio siglo soñando con dicho proyecto y, sin embargo, ni Memex ni XanEdu, PLATO, WAIS u otros muchos planes han logrado obtener la masa crítica necesaria. ¿Por qué iba a ser distinto este? Por la simple razón de que disponemos ya de la infraestructura necesaria. La red del conocimiento exige un acceso generalizado a ordenadores interconectados que sean capaces de manejar gráficos y archivos de sonido y vídeo, y algo semejante no ha existido hasta hace muy poco. Sin embargo, no es solo lo tecnológico lo que está en condiciones de acoger esta idea, sino también el público. El correo electrónico, la Red y los videojuegos han estimulado su apetito, y la generación más joven está más que lista: espera algo mejor que escuchar la lección en grupos del tamaño de un aula. Al mismo tiempo que se está volviendo posible la solución, el problema está alcanzando un punto crítico: la cantidad de conocimiento disponible está llegando a extremos abrumadores, y cada vez tenemos más necesidad de poder usarlo. Todo el mundo está convencido de que hay que tomar medidas radicales respecto de la educación, tanto la de los niños como la de los adultos. El mundo se está volviendo tan complicado que las escuelas ya no son capaces de enseñar a los alumnos lo que deben saber, pero la industria tampoco está equipada para hacer frente al problema. Algo tiene que cambiar. Con la red del conocimiento, la información que ha ido acumulando la humanidad se hará más accesible, más manejable y más útil. Todo aquel que quiera aprender podrá dar con las explicaciones más valiosas y mejores de lo que desea saber, y todo el que tenga algo que enseñar dispondrá de un medio de alcanzar a quienes quieren aprender. Los profesores superarán su papel presente de dispensadores de información para convertirse en guías, mentores, auxiliares y autores. La red del conocimiento nos hará a todos más inteligentes, y, como idea, está en sazón.

16. Tortitas humanas, o «Los dioses me están machacando el cerebro» Richard Foreman Fundador y director artístico del Ontological-Hysteric Theater. Ha escrito, dirigido y puesto en escena más de cincuenta obras propias, tanto en Nueva York como en el extranjero. Cinco de ellas han recibido el premio Obie a la mejor obra del año, y él, otros tantos por su labor de dirección y por sus «numerosos logros». En 2005 escribió la pieza surrealista The gods are pounding my head. versus La red de Gödel a Google George Dyson Historiador de la ciencia y autor de Darwin among the machines, y de Project Orion. Tortitas humanas, o «Los dioses me están machacando el cerebro» Una declaración

Cuando empecé a ensayar The gods are pounding my head, pensaba que la obra tendría una orientación metafísica por entero. Sin embargo, a medida que se sucedían las sesiones, empecé a percibir que se colaban ecos del mundo real de 2004 en buena parte de las decisiones que tomaba como director. Bienvenidos sean.

No por ello, sin embargo, delinea esta obra, a mi ver muy elegíaca, mi propio dilema filosófico. Yo procedo de una tradición de cultura occidental en la que el ideal —en mi caso, al menos— era la estructura compleja, «catedralicia», de la personalidad culta y elocuente en grado sumo: un hombre o una mujer que encerrase en su interior una variante única, fabricada por sí mismo, de todo el legado de Occidente. Y semejante personalidad, polifacética y evolucionada, no dudó —sobre todo durante el período final del Romanticismo y el Modernismo — en echar abajo como una cuadrilla de leñadores extensos bosques de logros previos a fin de asegurarse un puesto heroico en la añosa tierra heredada. Esta fue, de hecho, la estratagema de la vanguardia. Hoy, empero, observo que la compleja densidad del interior de todos nosotros —incluido un servidor— se ha visto sustituida por un género nuevo de ser que evoluciona bajo la presión de la sobrecarga de información y la tecnología de lo «disponible al instante». Un ser que cada vez necesita contener menos del repertorio interior de denso patrimonio cultural que poseía, y que se hace más extenso y más delgado, convertido en «tortita humana» a medida que nos conectamos con esa vasta red de información a la que se nos permite acceder con solo pulsar un botón. ¿Dará esto origen a una nueva suerte de ilustración o «superconciencia»? A veces me veo tentado a convenir con los que tal cosa proclaman, y otras me retraigo horrorizado ante un mundo que parece haber perdido la densidad gruesa y de diversa textura de una personalidad hondamente evolucionada. Sin embargo, a la postre, renace siempre, eterna, la esperanza. Y una pregunta

¿Pueden llegar a lograr los ordenadores cuanto alcanza el cerebro humano? Los seres humanos cometemos errores. En las artes —y creo no equivocarme si digo que también en las ciencias—, estos pueden abrirnos, a menudo, puertas a mundos nuevos y nuevos descubrimientos y avances, que a su vez se tornan en cimiento de todo un mundo nuevo de percepciones y procedimientos. ¿Es posible programar a los ordenadores para «cometer errores» y ser capaces de transformarlos en avances nuevos y hasta entonces inimaginables?

La red de Gödel a Google

Tiene razón Richard Foreman: ¡somos tortitas! Como quiera que lo que formula no es otra que la Gran Pregunta, he buscado ayuda: los profetas del Antiguo Testamento Lewis Fry Richardson y Alan Turing, y los del Nuevo Testamento Larry Page y Sergey Brin. Lewis Fry Richardson responde a la cuestión sobre el pensamiento creativo en las máquinas con un diagrama electrónico elaborado a finales de la década de 1920 y publicado en 1930 a fin de representar un circuito autoexcitado, no determinista con dos estados semiestables y titulado: «Modelo eléctrico que ilustra una mente dotada de voluntad pero capaz solo de albergar dos ideas».

Las máquinas que se conducen de un modo impredecible tienden a considerarse defectuosas, menos en los juegos de azar. Alan Turing, cuyo nombre pervive en la máquina infalible, determinista y universal que ingenió, reconocía —como Richard Foreman— que la verdadera inteligencia depende de la capacidad para cometer errores. «Si queremos una máquina que sea infalible, no podemos esperar que sea inteligente», aseveraba en 1947. Tal conclusión constituía una consecuencia directa de los resultados obtenidos en 1931 por Kurt Gödel. «El argumento extraído del [teorema] de Gödel descansa, en esencia, en la condición de que una máquina no debe errar —expuso en 1948—, aunque este no es requisito alguno de la inteligencia.» En 1949, mientras desarrollaba el Manchester Mark I para Ferranti Ltd., Turing incluyó un generador de números

aleatorios basado en una fuente de ruido electrónico, de tal manera que la computadora fuese capaz no solo de calcular respuestas, sino también, de cuando en cuando, de hacer «conjeturas» al azar. La actividad intelectual —observó al respecto— consiste, sobre todo, en varias clases de búsqueda. En lugar de tratar de crear un programa destinado a simular el cerebro de un adulto, ¿por qué no intentamos dar con uno capaz de imitar el de un niño? Bit a bit, podríamos ser capaces de permitir a la máquina que fuese tomando cada vez más «opciones» o «decisiones». Al cabo, podría resultar concebible programarlo para que se condujese en virtud de un número relativamente pequeño de principios generales. Una vez generalizados estos en grado suficiente, dejaría de ser necesario interferir en su funcionamiento, y podríamos decir que la máquina se ha hecho «mayor».

Si este es el Antiguo Testamento, Google es el Nuevo. Este buscador (y sus hermanos metazoos) está propiciando dos avances a los que lleva más de sesenta años aguardando la informática. Cuando John von Neumann y su panda de inadaptados del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton encendieron la primera matriz de 32 × 32 × 40 bits de memoria de acceso aleatorio (RAM), nadie habría podido imaginar que el plan original que había llevado a abordar esos 40.960 bits efímeros de información, concebido en el edificio anexo al despacho de Kurt Gödel, fuera a expandirse en nuestros días, sin demasiados cambios esenciales, hasta abarcar la información contenida en todos los ordenadores del planeta. Internet no es nada más —ni nada menos— que un conjunto de protocolos concebidos para extender la matriz de direccionamiento de Von Neumann por toda una multitud de máquinas anfitrionas. Hoy se fabrican unos quince mil millones de transistores por segundo, y cada vez es mayor el número de ellos que se incorpora a aparatos con dirección de IP. Tal como sabe todo usuario de dispositivos informáticos, el sistema empleado para aplicar la numeración de Gödel al universo digital posee una burocracia muy rígida, y cada bit de información debe almacenarse —y hallarse — en un lugar preciso. Es un milagro —debido a la electrónica de estado sólido y a la codificación destinada a corregir errores— que funcione. El procesamiento biológico de la información, en cambio, se basa en métodos de direccionamiento fundados en plantillas, y resulta, por consiguiente, mucho más recio. Las instrucciones son: «Haz x con la siguiente copia de y que aparezca», sin hacer explícito a qué copia nos referimos ni dónde se encuentra. El buen éxito de Google constituye un signo de que este género de direccionamiento también se está imponiendo en el universo digital, y del florecimiento de procesos que van más allá del sustrato de Von Neumann. La correspondencia existente entre

Google y la biología no constituye ninguna analogía, sino una cuestión vital. Las secuencias de ácido nucleico se están enlazando, por mediación del buscador, a estructuras de proteínas, y no vamos a tardar en ver ponerse en marcha un proceso de traducción directa. Hasta aquí, lo tocante a la limitación de direccionamiento. La otra de las limitaciones de las que tan consciente era Von Neumann era la que estaba destinada a encontrar un lenguaje formal basado en una lógica precisa en medio del ruido del mundo real. «El modo de transmisión de mensajes que emplea el sistema nervioso ... posee, en esencia, un carácter estadístico —expuso en 1956, poco antes de su muerte—. Dicho de otro modo: lo que importa no son las posiciones precisas de marcadores, o dígitos, definidos, sino las propiedades estadísticas de su aparición ... Sea cual fuere el lenguaje que emplea el sistema nervioso central, está caracterizado por honduras menos lógicas y aritméticas que aquellas a las que estamos acostumbrados [y] debe de tener una estructura distinta, en esencia, de la de los lenguajes a los que recurre nuestra experiencia común.» Aunque Google se desarrolla en el medio de cultivo de los procesadores de Von Neumann, que tienen por cimientos una serie nutrida de estratos de lógica formal, el significado de los superiores es, en esencia, de carácter estadístico. Qué se conecta dónde, y con qué frecuencia, resulta más relevante que el código subyacente que expresan las conexiones. Tal como lo describe Richard Foreman de un modo tan hermoso, nos han convertido en tortitas instantáneas, en sinapsis impredecibles, aunque críticas desde el punto de vista estadístico, del conjunto de la red que va de Gödel a Google. ¿Nos pertenece la mente (tal como lo expresaría Richardson) que resulta de ello? ¿O pertenece a otra realidad distinta? Turing demostró que los ordenadores digitales eran capaces de solventar, aunque no todos, sí los más de los problemas susceptibles de ser formulados en términos inequívocos. Aun así, puede ser que necesiten muchísimo tiempo para dar con una respuesta (en cuyo caso se hace necesario crear ordenadores más veloces) o para expresar la pregunta (lo que exige contratar a más programadores). Esto ha funcionado, en grado sorprendente, durante más de sesenta años. La vida real, sin embargo, habita en su mayoría en el tercer sector del universo informático, en donde resulta más fácil dar con respuestas que definir las preguntas. Las primeras son, en principio, computables, pero en la práctica somos incapaces de formular las segundas con un lenguaje despojado de

ambigüedades que puedan entender los ordenadores. Es más sencillo dibujar algo semejante a un gato que describir lo que hace con exactitud que algo se parezca a tal animal. Un niño garabatea de manera indiscriminada hasta que, al fin, da con un trazado que tiene aire gatuno: la solución va al encuentro del problema, y no a la inversa. El mundo comienza a tener sentido, y se dejan atrás los pintarrajos carentes de significado. «Un argumento en favor de la construcción de una máquina que parta de la aleatoriedad es que, de ser lo bastante abarcadora, podría contener todas las redes que puedan necesitarse jamás», Irving J. Good, ayudante de Turing y experto en criptoanálisis, en 1958. Una red aleatoria (de genes, ordenadores o personas) contiene soluciones —que aguardan a ser descubiertas— a problemas que no es necesario definir de un modo explícito. Google posee respuestas a preguntas que tal vez no sean capaces jamás de plantear los seres humanos. Los sistemas operativos facilitan al hombre el manejo de los ordenadores, y también a estos el manejo de aquellos —lo que desemboca en el «efecto tortita» de Richard Foreman—. Estos dos efectos se complementan, del mismo modo que la réplica de genes ayuda a la reproducción de los organismos y esta a aquella. Otro tanto ocurre con los motores de búsqueda: Google permite a quien tiene preguntas dar con respuestas, y lo más importante, permite que las respuestas encuentren preguntas. Desde el punto de vista de la Red, es eso lo que cuenta. Por motivos evidentes, Google evita la expresión sistema operativo, aunque si alguien se plantea qué aspecto podría tener el sistema operativo del ordenador global —o de la verdadera inteligencia artificial—, debería empezar a buscar en un sistema primitivo pero completamente metazoológico como Google. Richard Foreman plantea dos cuestiones. La respuesta a la primera es negativa, y a la segunda, afirmativa.

17. La era de los informívoros Frank Schirrmacher Coeditor del Frankfurter Allgemeine Zeitung, y autor de El complot de Matusalén. La cuestión que me planteo surgió de una serie de colaboraciones y debates mantenidos con otras personas, y sobre todo de la observación del comportamiento y los diálogos de otros. No es otra que la del modo como han cambiado de forma evidente los avances tecnológicos —Internet y los sistemas modernos— el comportamiento de los seres humanos, su forma de expresarse y su manera de pensar en la vida real. Nos encontramos, a ojos vistas, en una situación en la que la tecnología moderna está cambiando la forma de conducirse, de hablar, de reaccionar, de pensar y de recordar del hombre, y no solo en el plano teórico, sino cuando conocemos a otras personas, cuando de pronto empezamos a olvidar cosas, cuando de repente dependemos de nuestros chismes para acordarnos de ciertas realidades. Este es solo el principio, una experiencia sin más; pero si uno se detiene a pensarlo, a considerar su propio comportamiento, repara de súbito en que está ocurriendo algo fundamental. En Edge hay un comentario que me encanta; la respuesta que ofreció Daniel Dennett a la pregunta anual de 2007: para él, tenemos una explosión demográfica de ideas y faltan cerebros dispuestos a hacerse cargo de ellas. Tal como sabemos, la información se alimenta de atención, y nos falta comida para tanta información. Tampoco ignoramos —pues constituye la idea fundamental del darwinismo clásico, surgida de las lecturas que hizo de Malthus el evolucionista inglés— que cuando se da un conflicto entre la explosión demográfica y la escasez de alimento entra en escena la selección, y empiezan a

cambiar la situación los sistemas definidos por Darwin. Lo que me interesa, en consecuencia, es que, por poseer Internet, estamos entrando en una fase en la que las estructuras darwinianas —la dinámica y la selección— atacan en apariencia a las propias ideas: lo que hay que recordar, lo que olvidar, qué idea es más fuerte y cuál es más débil. En este sentido reviste una gran relevancia el pensamiento europeo, toda la historia de nuestro pensamiento y, en particular, la de los siglos XVIII, XIX y XX, desde Kant hasta Nietzsche. Hegel, por ejemplo, quien perteneció a una época, la decimonónica, en la que era posible decidir qué pensamiento tenía éxito y cuál no. En ella se dan períodos en los que habría sido posible elegir entre un camino y otro, y seguir, por ejemplo, a Schelling, el filósofo alemán cuyas ideas diferían por completo de las de aquel. Por lo tanto, la pregunta de qué idea sobrevive y cuál se hunde o muere de hambre es, en nuestro sistema de pensamiento, muy conocida y se encuentra, además, de actualidad. Hoy topamos con esta estructura, este fenómeno, en los planteamientos cotidianos. Esta es la pregunta: ¿qué es importante y qué no? ¿Qué es importante conocer? ¿Es importante esta información? ¿Estamos aún en condiciones de decidir qué es relevante? Lo anterior es corriente, normal por completo. Sin embargo, en nuestro tiempo topamos, cuando menos en Europa, un buen número de personas que reflexionan sobre lo que importa y lo que no, sobre cuál es la información de su vida. Habrá quien diga: «Está todo en Facebook»; en tanto que otros asegurarán: «Está en mi blog». Y parece obvio que, para muchos, resulta muy difícil determinar si se encuentra en su vida, en su existencia vivida. Claro está que todos nos sabemos metidos en una revolución, aunque lo cierto es que el cambio cognitivo se está iniciando en este momento. En Europa, y también en Estados Unidos —no por casualidad—, estamos sufriendo una crisis de todos los sistemas vinculados de un modo u otro al pensamiento o el conocimiento: las editoriales, la prensa, los medios de comunicación, la televisión..., y también la universidad y en todo el sistema educativo, ámbito en el que no constituye ninguna de las crisis normales provocadas por la falta de profesores o el exceso de alumnos, por la existencia de centros universitarios demasiado grandes o demasiado pequeños. Lo que nos ocurre ahora es muy diferente. Cuando uno sigue los debates, se da cuenta de que está en el aire la cuestión de lo que hay que enseñar, lo que cumple aprender y cómo debe aprenderse. Aun las universidades y las escuelas se encuentran, de súbito, enfrentadas a preguntas del tipo: ¿cómo podemos

enseñar? ¿Qué retiene en realidad nuestro cerebro? También están presentes los problemas que tenemos con la falta de atención y otras circunstancias, reflejo y resultado todo ello, en cierto modo, de la revolución técnica. Para Gerd Gigerenzer, a quien tengo por un pensador fascinante, es como si el pensamiento hubiese abandonado el cerebro para emplear una plataforma externa al cuerpo humano: Internet, la nube. No vamos a tener que esperar mucho para acabar con el cerebro mismo en la nube, y esto suscita la cuestión de la importancia que revisten los pensamientos. Si durante siglos, ha sido nuestro cerebro el que ha determinado lo que tenía relevancia para nosotros, hoy se diría que tal cosa se decide en otro lugar. Según el punto de vista europeo, con nuestra historia de pensamiento y nuestra tendencia al idealismo, hoy podemos ver —ya que en la década de 1950, la de 1960 o la de 1970 no se sabía nada del advenimiento de la Red— que, de un modo u otro, teníamos instalada en la sesera la idea de Internet, años y décadas antes de que estuviese disponible, en las diversas ciencias. El ordenador —y sobre esto escribió Gigerenzer un ensayo excelente— estaba aislado al principio, presente solo en las fuerzas armadas, en grandes laboratorios, etc. A continuación, en la década de 1970 y, por supuesto, en la de 1980, comenzó a extenderse por todo el mundo, y no hubo médico ni familia que no dispusiera de él. De pronto, conocieron su momento de gloria las metáforas que se crearon en la de 1950, 1960 y 1970, y todo el mundo tuvo que usarlo. Según dicen, constituye la metáfora última del cerebro humano. Ya no lo necesitamos. Si fue útil en cierto momento fue porque servía para dar forma al pensamiento, pero todo este, tanto en las ciencias cognitivas como en las demás, había dado cuanto tenía ya en las décadas de 1970, 1960 y aun 1950. Aun así, la cuestión más interesante es, por supuesto, Internet. Ignoro si alguien esperaba que evolucionara del modo como lo hizo. He leído libros publicados en la década de 1990 en los que aún no se sospechaba que pudiese alcanzar la magnitud que posee. Huelga decir que, en aquel tiempo, nadie predijo la llegada de Google. Lo que me atrae es observar el ordenador, la Red y todo lo que podemos calificar de «productos tecnológicos modernos», y compararlos con el debate en torno al motor humano que se produjo a final del siglo XIX. Las máquinas surgidas en aquella época exigían la adaptación de los músculos del ser humano. En Austria y en Alemania, en particular, conocimos una nueva forma de pensamiento que llevó al público a convencerse de que,

antes de nada, era necesario modificar los músculos. El término caloría se inventó en las postrimerías de aquel siglo con la intención de sacar el mayor rendimiento posible de la mano de obra humana. Ahora, en el siglo XXI, nos planteamos cosas semejantes, aunque con el cerebro. Lo que en otro momento fue la adaptación de los músculos a las máquinas quedó expuesto entonces bajo el epígrafe de multitarea, que constituye un asunto muy problemático. El músculo que tiene en la cabeza el ser humano, nuestro cerebro, debe adaptarse. Tal como sabemos por estudios muy recientes, no le es fácil abordar varias tareas a la vez, y esa es solo una de las cuestiones. Junto con las calorías y lo demás, considero muy interesante el concepto — formulado, una vez más por Daniel Dennett y otros— de los informívoros, o devoradores de información. Por tanto, en cierta manera, podemos entender que Internet y la sobrecarga informativa a la que nos enfrentamos en este instante tiene mucho que ver con las cadenas alimentarias, con los alimentos que comemos y los que no, con los que tienen demasiadas calorías y no nos hacen bien y con los que nos resultan saludables. La herramienta no es solo una herramienta, sino que da forma al ser humano que la emplea. Siempre hemos tenido el concepto de que primero tenemos la teoría, luego construimos el útil y a continuación nos servimos de él; pero lo cierto es que este es lo bastante poderoso para cambiar al ser humano. Dios como relojero, decíamos. Luego, en tiempos de Darwin, se transformó en ingeniero, y ahora, claro está, ejerce de informático y programador. Lo relevante es, ciertamente, que en el momento mismo en que los neurocientíficos y otros empezaron a usar el ordenador como herramienta de análisis del pensamiento humano comenzó algo nuevo. La idea de que el propio pensamiento puede concebirse como una realidad tecnológica es muy reciente. En la década de 1930 existían ya todas estas metáforas en relación con el cuerpo humano, y aun con el cerebro; pero para la del pensamiento hubo que esperar mucho más tiempo. Todavía en la de 1960 no era nada fácil afirmar que el pensamiento es como un ordenador. Edge publicó, hace ya unos años, una conversación muy interesante sobre «aumento de intelecto» con Patty Maes, una de las inventoras de dichos agentes de la inteligencia. Entonces, vosotros, Jaron Lanier y otros planteasteis la cuestión del concepto de libre albedrío, y ella ofreció su explicación. Que no constituyó un gran tema, es indudable, porque solo se trataba de agentes intelectuales como los que conocemos de Amazon y otros sitios. Sin embargo,

ahora que nos internamos en la Red a tiempo real y en todas las posibilidades que ofrece el futuro próximo, cobran importancia cuestiones como la de la búsqueda de predicción, la del determinismo, etc., o la del libre albedrío, que siempre fue más bien teórica. De hecho, aun personas muy avanzadas aseveraban: «Aunque no creemos que exista tal cosa, tenemos que admitir que, durante la infancia, se ha programado a la gente en lo cultural para que crea en ella». Ahora contamos con una generación —en los próximos estadios evolutivos, el niño de hoy— adaptada a sistemas como el Genius de iTunes, que no solo conoce los libros o la música que prefiere, sino que avanza cada vez más en la predicción de determinados datos, como la calidad del concierto que tiene uno planeado ir a ver. Google lo sabrá de antemano, ya que sabe lo que dicen de él sus usuarios. ¿Qué implicaciones posee este hecho para el asunto del libre albedrío? Porque, al cabo, existen algoritmos capaces de analizar o calcular determinados hechos previsibles, y no puedo menos de preguntarme si el consuelo del tener o no tener libre albedrío no constituirá una cuestión demasiado peliaguda en el futuro. En este instante, contamos con un gobierno nuevo en Alemania, y todo el mundo habla del efecto que tendrá este hecho en política. Uno de los asuntos que se tratan, y que ahora mismo parece, claro, estar aislado, es el de cómo predecir ciertas actividades terroristas, cosa que es posible hacer a partir de los blogs y que vosotros no ignoráis, ya que estáis haciendo lo mismo en Estados Unidos. La cuestión puede ampliarse mucho más. El de la predicción será el tema del futuro, y cuanto tiene que ver con ella influirá en el concepto de libre albedrío. Ahora tenemos a nuestra disposición las teorías del psicólogo John Bargh y de otros que aseguran que no existe tal cosa. Esta actitud está atrayendo no poca atención aquí, en Alemania, y en el futuro cobrará más importancia de la que pensamos hoy. El modo que tenemos de predecir nuestra propia vida, o la predicen otros, a través de la nube, a través de los vínculos que nos unen a Internet, condicionará cada uno de los aspectos de nuestra existencia. Y claro, eso se verificará en la mano de obra. El gobierno alemán parece estar muy interesado en este tema, pues pretende prevenir, cuando menos, lo peor del impacto que tendrá sobre los puestos de trabajo. Creo importante hacer hincapié en que no estamos hablando de pesimismo cultural, sino de un adelanto tecnológico relacionado con el cerebro o con la inteligencia que choca de un modo muy real con la historia del pensamiento europeo.

A diferencia de los estadounidenses, los alemanes tuvimos por vez primera en las elecciones últimas un partido salido por entero de Internet. Es el Partido Pirata (Piratenpartei). Sus integrantes eran, en un principio, informáticos preocupados por cuestiones sobre derechos de autor y demás; pero hoy la agrupación es muchísimo más que eso. En los últimos comicios, de buenas a primeras, se hicieron con el 2 por 100 de los votos, que no es poco para un partido nuevo que solo existe en la Red. Sus electores eran en un 30, un 40 o un 50 por 100 varones jóvenes. Muchísimos varones jóvenes, fascinados por los adelantos tecnológicos. Son, claro, niños que han echado los dientes con un ordenador en la mano, pero su grupo refleja, por vez primera, el modo como conocemos, teóricamente, en forma muy pragmática y política. Así, por ejemplo, uno de los principales asuntos que he descrito, el de la adaptación de los músculos a los sistemas nuevos, ya en el cerebro, ya en el cuerpo, es una cuestión de taylorismo digital. Yo diría que, hasta donde alcanza nuestra vista, tenemos tres conceptos importantes heredados del siglo XIXque se han presentado en el nuestro de un modo muy personalizado, como vosotros tenéis un periódico personalizado. El primero es el darwinismo; todo él y en un sentido muy real. Solo hay que echar un vistazo al problema de Google y los periódicos. Darwinismo y, también, toda la pregunta de quién sobrevive en la Red, en el pensamiento; quién obtiene más tráfico y quién menos, etc. El segundo es el del comunismo, con el que volvemos a abordar el asunto de la gratuidad, del trabajo no remunerado. Y no me refiero solo a quienes escriben blogs desde sus hogares, sino también a muchos de cuantos trabajan en editoriales y en periódicos y que hacen muchas cosas sin cobrar o las ofrecen gratis. El tercero, por supuesto, el del taylorismo. Hoy el que tenemos es el digital, aunque presenta algún cambio interesante. Al menos en el siglo XIX y los albores del XX, era posible hacer a otros responsables de los fallos propios con solo culpar a las condiciones agotadoras, inhumanas, etc. Vamos a echar un vistazo, por ejemplo, a la idea de las tareas múltiples, que supone una verdadera dificultad para el cerebro. No podemos decir que la culpa sea de otros, y sin embargo topamos con muchos que dicen: «No se me da bien, y es mi problema. Se me olvida, porque tengo sobrecarga de información». Me parece fascinante que regresen tres conceptos políticos decimonónicos de un

modo totalmente personalizado, y que ahora, por vez primera, tengamos un partido —modesto, es cierto, pero con capacidad para influir en las demás agrupaciones— que aborde la cuestión de la misma forma. El uso de Twitter y de otros elementos similares constituyen una especie de catarsis. Sin embargo, este género de información entra en conflicto con otros muchos y, en cierto sentido, puede argumentarse —visto lo ocurrido en Irán— que quizá el futuro sea una competencia entre la información aparecida en Twitter respecto del alzamiento iraní y la relativa a Ashton Kutcher y a Paris Hilton. Todo radica en comprender qué es lo importante. Lo que resulta relevante y lo que no constituyen un asunto lineal, algo que necesita tiempo o, cuando menos, su estructura. Hoy impera la simultaneidad: todo ocurre al mismo tiempo, y esto influye en la política de un modo que podríamos considerar positivo, pero también negativo. Y es que, de pronto, ha vuelto a desaparecer. Y el siguiente dato, y el otro, y el ahora. Se trata de algo que, una vez más, guarda una relación estrecha con la idiosincrasia europea; con el tomarse en serio, etc. Tal como lo expresa Google en nuestros días: si no lo he entendido mal, todas esas cámaras de Red y esos teléfonos móviles están cargados de información. Hay fotos, vídeos...: de todo. Y si los usuarios lo desean, deberían compartirse. De los pensamientos que se están expresando en este instante en cualquier universidad, podría haber algunos dignos de que los conociésemos todos. En el siglo XIX no era posible hacer nada semejante, y lo cierto es que bien puede haber un estudiante que resulte ser mucho mejor que cualquiera de los pensadores de que disponemos. En consecuencia, vamos a sufrir sobrecarga de información, y dependeremos de sistemas de cálculo que la seleccionen. A mi ver, la información política no se distingue mucho del resto en este sentido: se trata de lo mismo. La cuestión es si recibo o no en el iPhone información de mi familia o del gobierno recién nombrado. Así, este volumen increíble de datos se va haciendo equitativo y muy, muy personalizado. Es lo que ocurre con los periódicos personalizados. Esto va a suponer un problema muy serio para los políticos. Por lo que tengo entendido, han mostrado un gran interés por la clasificación de páginas de Google, o por cómo es posible crear con sistemas matemáticos, por ejemplo, cascadas de información a modo de sobrecarga de información artificial. Ya sabéis que puede hacerse, aunque no estamos preparados. No es demasiado pronto. En las últimas elecciones

teníamos, por vez primera, blogs, y en ellos podían verse las cascadas de información que creaban no solo seres humanos, sino también robots online y cosas semejantes. Y esto no es más que el comienzo. Alemania sigue contando con un movimiento antitecnológico considerable, que resulta interesante porque, en realidad, no puede decirse que sea de izquierda o de derecha. Todo el mundo sabe que los derechistas acérrimos, en particular en la historia de Alemania, tenían una gran inquina a los avances tecnológicos. Sin embargo, eso ha cambiado mucho, y si ha tardado ha sido, en mi opinión, por motivos demográficos. Nos encontramos en una sociedad muy envejecida, y la generación alemana que tiene ahora cuarenta o cincuenta años tuvo a sus hijos a edad muy avanzada. Todo el cambio evolutivo que se da con una generación que, primero, es menos numerosa que la anterior, y, además, llegó más tarde. No es como fue en la década de 1960 ni en la de 1970 con Warhol, ni tampoco como la de 1950. Todas estas eran sociedades jóvenes, que se sucedieron a gran velocidad. Adoptamos todas las influencias interesantes de Estados Unidos con gran prontitud porque éramos una sociedad joven. Verdad es que hizo falta algo más de tiempo; pero ahora no hay duda de que, por motivos demográficos, estamos entrando en una coyuntura en la que la nueva generación —como la que ha creado el Partido Pirata— se ha criado con los sistemas modernos, con tecnología moderna, y ahora suben a escena para cambiar la sociedad. ¿Qué fue lo que hicieron Shakespeare, Kafka y todos esos escritores de altura? Tradujeron en lenguaje literario la sociedad en que vivían. Huelga decir que, llegada a este punto, esta última era algo muy real y tangible. Y ellos supieron traducir la modernización. Ahora tenemos que dar con personas capaces de traducir en programas cuanto ocurre. Como mínimo, los periódicos deberíamos tener secciones que los reseñasen de un modo diferente, al menos sus estructuras. Hay que decir que todas las grandes compañías de programación informática son estadounidenses, menos la SAP. Google y todas las demás son de Estados Unidos. Tengo que reconocer que no se nos ha dado muy bien inventar, ni hacer que los nuestros estudien informática y otras cosas, aunque la historia de esta disciplina comenzó en Alemania hace muchas décadas. Y también —y lo digo sin intención de halagar sin más a nadie— que lo que me duele de veras es no poseer esa clase de intelectual de mente informática como Danny Hills y otros de cuantos participan en el debate erudito, aun cuando sean

muy pocos quienes tienen la posibilidad de leer y reaccionar al respecto. No son muchos los pensadores alemanes que han adoptado esta especie de perspectiva informática. Estos tienen su propia plataforma, y de hecho han creado un partido nuevo. Es algo que echamos de menos, porque siempre se ha dado cierta actitud arrogante respecto de la tecnología. Por poner un ejemplo: yo soy el responsable de todas las secciones culturales y científicas del Frankfurter Allgemeine Zeitung. En ellas publicamos reseñas de todos esos libros maravillosos sobre ciencia y tecnología, y eso es fascinante y muy positivo; pero, en cierto modo, los textos de veras relevantes —los que escriben nuestra vida de hoy y constituyen la historia de nuestra vida— son los programas informáticos. Y de estos no se hacen reseñas. Tendríamos que haber dado mucho antes con un modo de transcribir lo que ocurre en este ámbito, tal como hacen Patty Maes u otros, que lo reescriben de tal modo que el público pueda entender lo que significa. Creo que se trata de una gran laguna. En Alemania estamos empezando ahora a mirar estas cosas, y a buscar personas con la capacidad para traducirlas —y lo cierto es que no son muchas—. Es algo que hay que hacer, porque es lo que nos hace como somos. Uno no llegará a entender nunca con todo detalle cómo funciona Google por no tener acceso al código, pues nadie ofrece dicha información. Sin embargo, basta leer el magnífico artículo de George Dyson «La catedral de Turing» para dar con un buen principio.* El autor da en el clavo: se trata, exactamente, de la versión actual del género de catedral al que entraríamos si viviéramos en el siglo XII. Es increíble que estén construyendo semejante catedral de la era digital. Tal como señala, cuando visitó la sede de Google y vio todos los libros que estaban escaneando, supo por sus anfitriones que no lo hacían para que los leyese la gente, sino algún dispositivo dotado de inteligencia artificial. ¿Quiénes son los grandes pensadores de este ámbito? En Alemania, al menos para mi trabajo, hay un par de figuras fundamentales. Una de ellas es Gerd Gigerenzer, quien, a mi entender, se halla a la vanguardia, entre otras cosas por su labor en la enseñanza de la heurística. Comienza con el cálculo, que para algo tenemos la calculadora; pero va mucho más allá. No va a hacer falta esperar mucho para que perdamos muchas más reglas generales por estar poniéndolas en práctica los sistemas —Google, etc.— por nosotros. Gigerenzer —quien se

encuentra ahora en el Instituto Max Planck— también reviste una gran importancia por sus ideas acerca de la evaluación de riesgos, disciplina por demás relevante. En cierta medida, puede vincularse con Nassim Taleb (Nasīm Tālib), porque también él se ha especializado en evaluación de riesgos: en mirar al pasado y al futuro. En la bibliografía al respecto posee un peso considerable, pese a sus ochenta años, Hans Magnus Enzensberger, por supuesto. Peter Sloterdijk es un filósofo de gran relevancia, algo así como una figura literaria sobresaliente. Igual que en los siglos XIX y XX, disponemos un buen número de figuras muy interesantes en estos instantes en el ámbito del derecho, tan importante a la hora de tratar de derechos de autor y cosas así. Sin embargo, las conversaciones relativas a los nuevos avances tecnológicos y el pensamiento humano se hallan ausentes de Alemania en este momento. Hay filósofos europeos convertidos en figuras de culto, como es el caso de Slavoj Žižek. Bastará con preguntar a cualquier intelectual alemán para hacerse a la idea de que es el más egregio de todos. Es adepto al comunismo, y aun se considera estalinista; pero todo eso no son, claro, más que etiquetas. A los europeos, en este instante, les encantan los pensadores apasionados.



Notas * El lector encontrará a lo largo del volumen referencias a Edge. La razón es que parte de esos textos tiene su origen en la prestigiosa web www.edge.org, punto de encuentro y debate sobre ciencia, cultura, filosofía o arte y en la que, desde 1996, participan los más importantes intelectuales de nuestro tiempo.

* Claro está que no tiene por qué darse por supuesto que tales organismos toman decisiones conscientes; pero el carácter racional, que lo es, de las «decisiones» que adoptan se funda en el beneficio que espera recibir el organismo individual. Véase Elliott Sober y David Sloan Wilson, El comportamiento altruista: evolución y psicología (Siglo XXI, Madrid, 2000), en donde se abordan de un modo digno de atención los beneficios genéticos, individuales y colectivos de dicha toma de decisiones.

* El meme es, para Dawkins, el equivalente del gen en el ámbito de la transmisión cultural; es decir: la unidad mínima dotada de información que pasa de un individuo, una generación, etc., a otro. (N. del t.)

** Sober y Wilson, 1998, p. 171, ponen de relieve la existencia de cierta imperfección en su modelo de evolución cultural: «Podemos decir que el comportamiento no funcional [relativo a la aptitud del ser humano individual o como grupo] debería ser más común en la especie humana que en cualquier otra, aunque no por qué ha evolucionado uno particular en una cultura determinada. Este género de entendimiento requiere, tal vez, un conocimiento histórico detallado de la cultura, y podría darse el caso de conductas que hayan evolucionado por mera casualidad». La de los memes de Dawkins, tal como se esboza con brevedad en un capítulo de Richard Dawkins, El gen egoísta (Labor, Barcelona, 1979), apenas puede considerarse una teoría, en particular si se compara con los modelos de evolución cultural desarrollados por otros biólogos como Cavalli-Sforza y Feldman (1981); Lumsden y Wilson (1981), y Boyd y Richerson (1985). A diferencia de estos, Dawkins no ofrece desarrollos formales, modelos matemáticos, predicciones cuantitativas ni análisis sistemáticos de hallazgos empíricos relevantes. Sin embargo, sí que presenta una idea que todos los demás obvian, incluidos Sober y Wilson, y que, a mi ver, reviste una gran importancia pues constituye la clave para entender nuestra condición no solo de salvaguardias y transmisores de cultura, sino también de entidades culturales en todo momento.

* Ridley, 1995, p. 258.

** En un sentido estricto, quienes ven favorecidas sus probabilidades de reproducción son los genes del gusano —o mejor, los de su «grupo»—, ya que, tal como señalan Sober y Wilson (1998, p. 18) al recurrir al D. dentriticum como ejemplo de proceder altruista, el que toma los mandos del cerebro de la hormiga es algo semejante a un piloto kamikaze, pues muere sin posibilidad alguna de transmitir sus propios genes en tanto beneficia a los cuasi clones que, por reproducción asexual, se han instalado en otras partes del insecto.

*** Richard Dawkins, El gen egoísta, Labor, Barcelona, 1979.

* Véase Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero, Debate, Barcelona, 1998, en donde se ofrecen reflexiones fascinantes sobre los inciertos beneficios del hecho de abandonar el estilo de vida propio de los cazadores-recolectores.

* Wilson, 1978, p. 167.

* Boyd y Richerson (1992) ponen de manifiesto que «casi toda conducta puede volverse normal en el seno de un grupo social si se ve lo bastante sustentada por las normas sociales» (Sober y Wilson, 1998, p. 152). Dado que nuestra constitución biológica nos predispone con firmeza a valorar la salud, los alimentos nutritivos, la prevención del daño físico y, por supuesto, la procreación de una descendencia numerosa, cualquier teórico que se encontrase aislado del mundo podría suponer por demás improbable que ningún grupo humano fuese a seguir una moda favorable, pongamos por caso, a la fragilidad corporal o la bulimia, la perforación de ciertas partes del cuerpo, el suicidio o el celibato. Si prácticas como estas contravienen de forma tan patente nuestras propensiones innatas, ¿en qué aspectos podrá ejercer constricción seria alguna la correa de la que habla Wilson?

* Charles Darwin, The origin of species, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1964 (ed. facsimilar), p. 30.

** Ibid, p. 34.

* Ibid, p. 35.

** Sobre la selección inconsciente de plantas y animales domesticados, véase Diamond, 1997.

*** Daniel Promislow, correspondencia particular.

**** Darwin, 1964, p. 39.

* «¿Qué beneficio puede derivarse del hecho de desviar tiempo y energía para dedicarlos a la creación de ruiditos acompasados o a abrigar sentimientos de tristeza sin que haya muerto nadie? ... En lo que a causa y efecto biológicos se refiere, la música no tiene utilidad alguna» (Steven Pinker, How the mind works?, 1997, p. 528; hay trad. cast.: Cómo funciona la mente, Destino, Barcelona, 2004). Poco después (ibid, p. 538), pone de relieve lo que tiene la música de contraste con el resto de asuntos que trata en el libro: «Los he escogido por contener en sí signos evidentes de ser adaptaciones, en tanto que la elección de la música se debe a que muestra indicios manifiestos de no serlo».

* Esta diferencia, en cambio, no es tan decisiva como pretenden algunos de cuantos critican la teoría de los memes. Podemos imaginar sin dificultad simbiontes de aspecto vírico que posean otros medios de transmisión y sean —más o menos— indiferentes al hecho de acceder al nuevo anfitrión por transporte directo —como ocurre por lo general con las bacterias, los virus, los viroides, los hongos...— o por alguna vía análoga al proceso de transcripción del ARN mensajero: permanecen en sus anfitriones originales, aunque imprimen su información sobre algún elemento transmisor —imaginemos algo semejante a un prión — para después difundirla a fin de que quede transcrita en el anfitrión a modo de copia del «remitente». Si pudiesen darse dos de estos canales de comunicación, también podría darse una docena o un centenar, tal como ocurre a la hora de transmitir los hábitos culturales.

* En Sober y Wilson, 1998, se describen circunstancias en las que cabe seleccionar con vistas a que colaboren individuos de linajes no emparentados enfrentados a situaciones de grupo. El modo como puede —si es que puede— adaptarse este modelo a la unión memética deberá abordarse en investigaciones posteriores.

* Leonard Bernstein, «Why don’t you run upstairs and write a nice Gershwin tune?», Atlantic Monthly (abril de 1955); recogido en id., The joy of music, 1959, pp. 52-62.

* El proyecto tuvo una consecuencia inesperada: en algún lugar, en un museo o una galería del mundo, hay una figura auténtica papúa hecha por mí, porque dejé en el pueblo una de las que había elaborado para practicar y supe luego que la habían pintado y la habían vendido.

* En S. J. Gould y R. C. Lewontin, «The spandrels of San Marco and the Panglossian paradigm: A critique of the adaptationist programme», Proceedings of the Royal Society, B, vol. CCV (1979), pp. 581-598, se emplea la metáfora de la pechina arquitectónica para hablar de elementos surgidos en el proceso evolutivo no por la función que cumplen, sino como consecuencia de la presencia de otros, como ocurre con estos triángulos curvilíneos, producto de la confluencia de la cúpula y los arcos torales que la sostienen. (N. del t.)

* Esta pregunta es aún más peliaguda, pues a la vuelta de un siglo, lo más seguro es que ni siquiera este compuesto químico haya podido evitar la desintegración del animal. ¿No será que forma parte de la obra de arte en general?

* Aunque no faltan científicos que propongan aumentar de forma artificial el poder de la mente y la memoria, lo cierto es que, al llegar a dicho punto, dejan de hablar de seres humanos, para más bien hablar de una nueva especie sobre la que nada sabemos. En este terreno, sería estúpido dudar de nuestra propia ignorancia.

* Véase más arriba, el capítulo 9.

* Tal es lo que quiere decir la Biblia cuando Dios dice a Abraham: «pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes». Se refiere a un pueblo de gentes capaces de ir más allá del jeroglífico («escritura hierática o sacerdotal») para hacerse letrado.

* El elefante es el símbolo del Partido Republicano, frente al asno, que lo es del Demócrata. (N. del t.)

* Véase más arriba, el capítulo 6.

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