Cuando los médicos ya no pueden curar y se debe aceptar lo inevitable, el final de la vida, aún hay mucho por hacer: cui
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Spanish Pages [162] Year 2019
Cuidar siempre es posible Cuando los médicos no curan, siempre pueden cuidar Julio Gómez
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Primera edición en esta colección: mayo de 2011 © Julio Gómez, 2011 © de la presente edición: Plataforma Editorial, 2011 Plataforma Editorial c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14 www.plataformaeditorial.com [email protected] Depósito legal: B. 18.378-2013 ISBN: 978-84-15750-57-4 Realización de cubierta: Utopikka www.utopikka.com Composición: Grafime www.grafime.com Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
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Entrevista de Víctor-M. Amela al autor
«¡Intentaré que la muerte me encuentre bien vivo!» Si yo fuese un enfermo terminal, ¿qué haría usted? Ayudarte a vivir bien hasta el último minuto. ¿Cómo puedo vivir bien sabiendo que voy a morir? Si aceptas lo inevitable y yo te palío lo evitable, vivirás bien hasta el final, con dignidad. ¿Qué es lo evitable? El dolor total. ¿Qué es el dolor total? Una suma de dolor físico, dolor psíquico, dolor social y dolor espiritual. Paliémoslos: en eso consisten los cuidados paliativos. ¿Desde cuándo la medicina los ofrece? En España, sólo desde los años 80. Antes, el médico veía a la muerte como enemiga: si no podía curar, el médico se sentía fracasado. «No hay nada que hacer», sentenciaba, y abandonaba al enfermo a su suerte. Lo desahuciaba. El médico está entendiendo que, más allá de curar, puede cuidar al enfermo desde el diagnóstico hasta la muerte. Lo dice el filósofo Francesc Torralba: «Hay enfermos incurables, pero ninguno incuidable». ¿Cómo me paliarán el dolor físico? Hay analgésicos idóneos, hay morfina. Si la morfina merma mis facultades, ¿me compensaría usarla de todos modos? Te preguntaría siempre antes. Hoy podemos dosificar la morfina de modo que palíe tu dolor físico con el mínimo embotamiento cognitivo. El otro día reduje la dosis a un enfermo porque vi que había alcanzado una serenidad natural que lo permitía. ¿El estado psíquico determina el físico?
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Sí. El dolor psíquico –angustia, ansiedad, tristeza, ira, miedo…– alimenta el sufrimiento, sensibiliza, incrementa el dolor total. ¿Y cómo se palía ese dolor psíquico? Acompañando al enfermo, permitiendo que se permita expresar rabia, tristeza… ¡Sólo así podrá llegar a aceptar su situación! Ese enfermo quiso hablar con familiares, expuso deseos, se reconcilió consigo mismo… Me hablaba de dolor social: ¿qué es? El derivado de perder tus roles sociales anteriores, a causa de tu enfermedad. ¿Cómo puede paliarse ese dolor? Un enfermo entendió lo mucho que podía enseñar a sus hijos (o nietos) con su actitud ante la enfermedad y la muerte: ganó para sí un rol social, ¡y un rol muy importante! ¿Sí? Solemos encubrir la muerte. Error. Si de niños vemos al abuelo muerto, ¡sufriremos menos mañana ante la muerte! Los niños aceptan la muerte como natural: ¿por qué inocularles temores, perjudicándoles? Me citaba el dolor espiritual: ¿qué es? Es el del sentido: «¿por qué?», «¿por qué yo?», «¿para qué nacer, para qué vivir?», «¿para qué todo?», «¿qué pinto yo aquí?», «¿dónde está Dios?». El enfermo terminal se hace estas preguntas, busca un sentido… ¿Y cómo le ayuda usted ahí? Acompañándole en las preguntas: al menos, siempre nos quedarán las preguntas. No sé si es mucho consuelo… Nada alivia más a un paciente avanzado que comprobar que su médico no se escaquea. ¿Es más fácil el final para el creyente? Morimos como hemos vivido: uno enfrenta de cara las cosas, otro escurre el bulto… Diga algo al terminal que nos lea. No es que mientras hay vida, hay esperanza, sino que mientras hay esperanza, hay vida. Hay mucho que hacer, desde aplacar tu dolor hasta estar consciente, o ver una película con alguien, compartir una comida, conversar… ¡Te queda seguir vivo hasta el final! Cíteme un caso.
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A un hombre le preparé para disfrutar de la cena de Fin de Año con sus seres queridos. Luego murió con todos alrededor de su cama, dándole la mano: ¡ver esa foto es emocionante! ¿Puede haber mejor muerte? ¿Mejor en casa que en el hospital? Donde prefiera: disponemos de medios y recursos para que sea en casa, si se desea. ¿Ha acompañado a alguien querido? Mi hija murió con tres años y ocho meses. Nacida con grave discapacidad, estaba hipercapacitada para generar cambios alrededor: despertó la ternura en mí, eso me hizo mejor médico. Yo la cuidé, ella me doctoró. ¿Hay dolor mayor que ese? Quizá no. Tratar a un enfermo terminal es siempre tratar a la vez a sus familiares, a sus cuidadores, para evitar que le transmitan sus angustias. Y otra asignatura pendiente de la medicina actual es el duelo: la mitad de los duelos deriva en alguna patología. ¿Hubiese usted ayudado a morir al tetrapléjico Sampedro? Yo ayudo a vivir al que va a morir, no a morir al que puede vivir. Sampedro no quiso, quiso suicidarse: no era un caso para mí. ¿Acaso no es la medicina paliativa una eutanasia («buena muerte»)? Los enfermos dicen: «¡Yo no quiero vivir así!». Bien, cambiemos el «así», ¡y entonces el 99% quiere seguir viviendo! Con más recursos en medicina paliativa, el debate sobre la eutanasia devendría residual. Una dosis muy alta de morfina ¿mata? Le sedará, disminuirá sus constantes: moriría usted igual, pero así será más plácido. ¿Aprende usted algo de sus pacientes? Sí: el valor de expresar las emociones, el valor de reconciliarse, el valor de cinco minutos… ¡Ellos son mis maestros! Lo que aprendo de ellos me capacitará un día para aprobar mi propio examen final. ¿Cómo enfrentará usted su final? ¡Intentaré que la muerte me encuentre bien vivo! VÍCTOR-M. AMELA
«La contra» de La Vanguardia 10 de abril de 2010
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A Miren y Ander, mis compañeros de viaje, en el viaje más importante. A Estibaliz, viajera y ahora estrella que marca el rumbo.
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«No somos seres humanos en un viaje espiritual. Somos seres espirituales en un viaje humano.» P. TEILHARD DE CHARDIN
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Índice 1. 1. Prólogo 2. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13.
1. Desde dónde os hablo. La imagen del viaje 2. Medicina Paliativa, Medicina sin fronteras 3. Una noticia terrible. ¿De verdad no hay nada que hacer? 4. El dolor es «dolor total». El suyo y el mío 5. Siempre hay algo que hacer. El duro día a día 6. Las emociones. Atentos a la letra y a la música 7. Las emociones de los profesionales. «Tú, aita, ¿no lloras porque eres médico?» 8. Tomando decisiones. El compromiso es no abandonar 9. Dejar marchar. Decir adiós no es lo mismo que olvidar, ni siquiera se le parece 10. El duelo, una experiencia de transformación. Siempre hay tiempo 11. ¿Y todo esto para qué? El viaje es un viaje espiritual 12. Acompañantes o guías turísticos 13. Una hospitalidad de salida. La experiencia de los viajeros
3. 1. Anexos 1. Cuidados paliativos y atención primaria 2. Documento de Voluntades Anticipadas 3. Ética de la sedación en la agonía (OMC) 4. Para cultivar la espiritualidad 5. En el funeral de Noelia 2. Bibliografía
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Prólogo
«Por favor, ¡llamad antes de entrar! Descalzaos, porque la tierra que estáis pisando es santa.» (cf. Ex 3,5)
Está usted a punto, querido lector, de entrar en un santuario, en un lugar sagrado, porque santo y delicado es el espacio y el recorrido que Julio Gómez nos presenta en estas tiernas y sobrecogedoras páginas, y que tengo el honor de prologar, para hablarnos de la vida y de la muerte, de un antes y un después, de un presente y un futuro; y a la vez, adentrarnos en un terreno profundamente profano, porque mundano es el lugar donde se mueven quienes acompañan a decir «adiós» a tantas personas, hermanos nuestros, conocidos y anónimos que les ha llegado la hora, su hora de partida de este mundo, tras un largo proceso de «terminalidad». Sí, y digo «proceso terminal» y no «enfermedad terminal». Porque, ¿desde cuándo la terminalidad es una enfermedad? Si el hombre es finitud, es decir, es un ser limitado y por tanto un ser que se termina (limitación en su existencia), ¿por qué nos empeñamos en definir al hombre como un ser terminal sólo al final de su largo o corto recorrido por este mundo? Luego, ser hombre es ser «terminalidad». De hecho, y cuando llegamos a una situación de terminalidad, entonces estamos siendo de verdad hombres en su radicalidad más profunda. Es la hora de la verdad. No lo niego, entra usted en terreno desconocido y quebradizo, puede que en algunos momentos sintamos la tentación de abandonar su lectura. En muchas ocasiones es difícil saber qué hacer y qué decir al final del trayecto cuando hemos sido testigos directos en el acompañamiento de una de esas personas que padecen una «enfermedad terminal». Lo mismo nos puede ocurrir con la lectura de estas páginas. Y puede que nos encontremos fuera de juego, sigamos estando en la luna o nos dé por salirnos por la tangente. Este ensayo es un antídoto para que esto no ocurra. Garantizo éxito a quienes lo lean desde
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sus entrañas, seguro que aprenderán bien el camino. Hay recorrido para largo, pues hay mucho que aprender. Hay un sentido y un porqué en todo lo que queremos hacer con nuestros enfermos cuando a alguien se le ocurre decir que «ya no hay nada que hacer». Desde los cuidados paliativos, el autor hace un canto a la vida, a la vida que termina y a sus posibilidades de transformación de su persona y de sus familiares y demás participantes en el proceso terapéutico; es todo un canto y un homenaje a los profesionales que hacen de su profesión una vocación y están dando la vida en esta frontera de la profesión médico-sanitaria a favor de las personas en el final de la vida con verdadera altura de miras. ¿Eutanasia o cuidados paliativos? Esta es la cuestión. ¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre? La verdadera eutanasia son los cuidados paliativos. Con ellos, se lo aseguro, está demostrado, se garantiza una buena muerte. Y a lo que se llama hoy eutanasia (a eso que la mayoría entiende por tal), por favor, que lo bauticen de otra manera. Los que abogamos por los cuidados paliativos defendemos la buena muerte y la muerte digna, frente a los que se la quieren quitar de en medio o acelerarla directamente, sin más. Pero las palabras nos traicionan, el lenguaje como vehículo de comunicación a veces es ambiguo, como es nuestro caso. Como muy bien señala nuestro autor, lo importante es la vida digna, y una vida digna en todos y cada uno de los momentos de la existencia, también en el proceso de su enfermedad terminal. Si se vive con dignidad, seguro que también se muere dignamente. Ayudar a vivir es ayudar a morir. Cuidar el morir para que en los últimos instantes de la vida se viva con dignidad. Tampoco nos interesa perdernos en las palabras. Lo importante es que sabemos lo que decimos y sabemos lo que queremos. Ahora falta saber lo que de verdad quieren los enfermos, los que se enfrentan a la dura realidad de su último instante. Y para ello no hay mejor receta que preguntarles, acompañarles en su viaje, dedicándoles horas y horas para cuidarles y aplicarles todo un proceso terapéutico a su medida: cuidados, cuidados, cuidados. Os invito a quienes vais a tener este libro en vuestras manos a que seáis fieles hasta el final de este viaje que has querido realizar de la mano de Julio Gómez. Al final seguro que tendrás una respuesta adecuada ante la pregunta: ¿cuidados paliativos versus eutanasia? Y lo más importante es que será una respuesta más tuya, más madura y más responsable. Fuere la respuesta que fuere, lo cierto es que lo aprendido seguro que no te
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ha dejado indiferente. De eso se trataba. Sé tú mismo, atrévete a pensar, porque en el reino de la libertad está prohibido prohibir seguir viviendo. El hombre desde su nacimiento se está haciendo y está en proceso de llegar a ser y, a la vez, se está terminando. En su crecimiento está su finitud. ¿Cómo ayudar a crecer a este hombre o mujer que se encuentra en un proceso de enfermedad que se nos va entre las manos de la técnica del hombre prometeico y el ensimismamiento del saber narcisista de una sociedad asustadiza que se empeña en esconder contra viento y marea, sobre todo a niños, adolescentes y jóvenes, el anzuelo de la existencia que es, ha sido y será la muerte, la enfermedad y el dolor? A estos y a otros muchos interrogantes nos acerca este libro que nuestro amigo Julio ha escrito con especial cariño, sensibilidad y profesionalidad. Con un estilo emotivo y didáctico, a partir de su experiencia personal nos presenta un pequeño tratado: sabe lo que es ser padre, sabe lo que es perder a un hijo, sabe lo que es ser médico, sabe lo que es estar enfermo, sabe lo que es ser un buen profesional, sabe lo que es ser un acompañante en el camino a Ítaca, en ese largo recorrido que todos irremediablemente tenemos que hacer; un camino, por cierto, no exento de aventuras, experiencias y cantos de sirena, queramos o no. El único fin del viaje de la vida es una continua búsqueda del significado de la propia vida que nos ha tocado vivir. Y cuando toca morir, el significado está más que nublado. Entonces, la experiencia manda y está por encima del pensamiento y de la lógica. Julio Gómez habla por experiencia. Su saber estar junto al otro es un saber experiencial; por eso, lo que escribe y nos dice en las siguientes páginas cobra sentido y altura. Su experiencia aquí narrada es una obra de arte. El arte de entregarse. Y lo hace a partir de sus muchos años trabajando en la relación de ayuda para acompañar a muchos enfermos a dar sus últimos pasos. Puedo afirmar que se ha convertido en un verdadero artista en el pleno sentido de la palabra. Acompañar es un arte. Y el artista siempre está creando. Lo suyo no es solo una profesión, que también, sino una verdadera vocación. Sentirse llamado a escuchar «gritos y plegarias», «susurros y silencios», blasfemias y oraciones, hace falta para ello ser un profesional de altura y una persona de profundas convicciones de valores y creencias. Y de todo ello ahora se dispone a contarnos su propia historia plagada de hechos que han marcado su vida junto a personas en el camino de «terminalidad».
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Y este es el humus en el que se desenvuelve su testimonio hecho palabra: valorar al otro siempre y en todo momento, esté como esté, porque siempre «se puede hacer algo»; y creer en el otro y en Otro a pesar de que en muchas ocasiones parece que se ha perdido todo, incluso la esperanza, no es fácil mantener la frente alta y el corazón entero, pero es posible. Y es muy humano, muy profano y muy sagrado estar al borde de la desesperanza y del abismo cuando nos duele el alma. Lo importante es saber lo que ofrecemos para llegar al final y no perecer en el intento por querer llegar a Ítaca. Con razón dice el poeta Konstantino Kavafis: «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, rico en experiencias y conocimiento, para que llegues a puertos nunca vistos antes, aunque tengas que llegar, como Ulises, atado al mástil escuchando el canto de las sirenas». Como Ulises en su viaje a Ítaca, la persona en proceso de enfermedad terminal también escucha innumerables cantos de sirena. Pero una cosa es cierta: casi siempre hay un rayo de luz en el puerto más inesperado, que nos ayuda a sacar fuerza de nuestra flaqueza para no tirar la toalla. Nunca está todo perdido. Ese es nuestro reto con los cuidados paliativos: hacer pasar del «todo está perdido» al «todo está consumado» porque todo esté ya realizado. Y de eso se trata, de llegar a la meta habiendo realizado todo lo que debíamos realizar. Saber lo que tenemos que hacer puede parecer relativamente fácil; a veces lo damos por hecho y por bueno; pero no siempre hacemos lo que sabemos y debemos, y más en este campo que se debate entre la vida y la muerte. Y para hacer lo que debiéramos y lo que más nos conviene, alguien nos lo tiene que recordar e interpretar; alguien nos tiene que ayudar a analizar todas y cada una de las actuaciones a favor de la vida del que se está muriendo. Y la meta es, pues, el camino mismo, porque mientras caminamos siempre habrá una meta y un horizonte que alcanzar. En esta ardua y apasionante tarea de los cuidados, nadie podrá decir nunca que el camino ha terminado: siempre se puede cuidar porque siempre podemos estar al lado de quien nos necesita en el último suspiro. Y una forma de ayudarnos a ayudar, en este aspecto, también Julio nos lo sirve en bandeja. Y, mientras tanto, mientras estamos al lado de quienes nos necesitan hemos de preguntarnos a menudo ¿con qué estado de ánimo nos enfrentamos y con qué espíritu animamos a quienes están a punto de entregar el suyo? ¿Qué llevamos dentro de nuestra mochila para acompañar en el camino? ¿Qué y cómo hacemos para cargar o descargar el
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peso de la mochila, llena de emociones, preguntas, fracasos, miedos, silencios, negaciones, oraciones y misterios? El autor, pues, nos ayuda a confrontarnos con nuestra propia finitud, limitaciones y recursos, que no son pocos, pero que tenemos que poner sobre la mesa del otro a quien queremos acompañar y escuchar en su proceso y al final de su camino, para insuflarle, también a él y a su familia, nuestro aliento de vida y de esperanza y abrirle un último horizonte de sentido. Cuidar y cuidar. ¡Cuidado con el cuidar! Y tanto amó Dios al mundo que lo cuidó, enviando a su propio Hijo. Y el mundo no lo cuidó porque no le conoció. Conocer bien al otro que se va, conocer su mundo, y a sus seres queridos, significa amarles con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro ser, con el fin de entender que él sigue siendo importante mucho después de su despedida y de su muerte. Dicen los filósofos que el hombre es el único ser que sabe que se muere. Y saber que morimos no es lo mismo que saber que ya sí nos morimos. Es en este momento (en el ahora sí) cuando la persona que acompaña solo debe saber una cosa, tal como queda insistentemente aclarado a lo largo de este trabajo: que siempre podemos hacer algo «porque cuidar siempre es posible». Amigo lector, tienes ante tus ojos un libro y más que un libro; tienes entre tus manos toda una hoja de ruta de vida, de camino hacia la vida, porque la meta no existe: la meta es el camino; el camino es la vida que se va haciendo camino. Y termino agradeciendo a Julio Gómez este regalo, denso de emociones y desde una lógica de pensamiento que se sustenta en su propia experiencia forjada a base de subir escaleras, tomar ascensores, llamar a las puertas, visitar domicilios, cuidar a los enfermos a diario y acompañar a sus familiares, para «aplicarles» la gran lección de los cuidados paliativos que un día solicitaron (por algo será), o bien porque alguien se los ofreció. Para quienes conocemos a Julio Gómez, este ensayo se ha convertido ya en un referente sobre los cuidados paliativos, no solo por lo que ahora nos dice con la palabra, sino por lo que nos ha testimoniado con su vida itinerante y pregonero de los cuidados paliativos. Su trabajo es todo un itinerario de esperanza para quienes tengan sed y quieran, vengan, se acerquen y beban del pozo de la vida de esta experiencia. Los hombres podemos decir también que son los únicos seres que saben que caminan. Que nadie intercepte el camino de morir con dignidad a todos aquellos hombres y mujeres que han escogido el camino correcto. Camino, luego existo. Caminamos y existimos
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desde el mismo seno materno hacia la recóndita Ítaca en este mundo o hacia el que exista más allá de las estrellas. Y como todos tenemos que llegar a algún destino, si llegara el momento yo os recomiendo el mejor de los posibles: el camino de los cuidados paliativos. Gracias, Julio. JOSÉ MARÍA BERMEJO DE FRUTOS,
hermano de San Juan de Dios
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1. Desde dónde os hablo La imagen del viaje
Querido lector: A la hora de embarcarme en la tarea de escribir este libro me parece fundamental contarte el punto de partida desde el que te escribo estas líneas. Digo punto de partida porque en este escrito voy a intentar narrarte el «viaje» que empecé hace ya algunos años y en el que aún me encuentro. Este viaje arranca en Bilbao camino de Quito (Ecuador), hacia donde partimos apenas tres meses después de casarnos. Cargado de idealismo no podía imaginar todo lo que aquellos hombres y mujeres del Ecuador me iban a regalar en forma de amistad y de experiencia de vida. Allá nacieron nuestros dos hijos (Ander y Estibaliz). Allá descubrí que el mundo se divide en dos tipos de personas, «los que han hecho acto de presencia ante la miseria del mundo y los que no». Allá tomé conciencia de la fragilidad de la vida y de que esta es más un regalo que un derecho, un tesoro por el que merece la pena venderlo todo, que una tarea en la que empeñarse. Y sin duda aquellos años (cuatro) me prepararon para la siguiente estación de este viaje: el nacimiento de nuestra segunda hija, Estibaliz, un 18 de abril del año 2000. Su nacimiento me adentró en un trayecto insospechado de mi viaje. Si el primer trayecto lo elegí, este me era impuesto. Nació en parada cardiorrespiratoria y tras diecisiete largas horas conectada a un respirador la vida se abrió camino. En ese momento descubrimos que era portadora de múltiples anomalías genéticas que no habían sido descubiertas hasta entonces: sordera, ceguera, paladar hendido, parálisis cerebral… y un pronóstico de vida incierto. Como la anterior etapa, ella me preparó para la siguiente etapa que aún ni sospechaba.
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Algunos meses después viajamos de regreso a España y un poco más adelante comencé a colaborar en el Hospital San Juan de Dios de Santurce, en Vizcaya, en la Unidad de Cuidados Paliativos. Allí iniciamos el programa de cuidados paliativos domiciliario en el que actualmente trabajo. Apenas había iniciado esta etapa del viaje cuando Estibaliz murió a la edad de tres años y ocho meses. Este acontecimiento provocó que todos los viajes anteriores adquiriesen ahora una nueva dimensión. Era la hora de la profundidad. Tocaba seguir viajando y en esta ocasión hacia lo profundo. Al lado de los pacientes y de sus familias había comenzado la tercera etapa de mi viaje y en ella sigo. Junto a ellos reaprendo cada día el valor de la vida, del amor. Recupero el sentido del tiempo, la importancia de la mirada, de una palabra, de un gesto o de un silencio. Me siento un privilegiado por poder caminar a su lado. Me siento agradecido cada vez que me abren la puerta de su casa y con ella la puerta de su vida. Algunos preguntan cómo podemos trabajar en esto, cómo podemos soportar tantas despedidas y yo creo que es porque celebramos muchos más encuentros.
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La imagen del viaje La imagen de viaje está muy arraigada en nuestra vida cotidiana. Viajar es algo normal y frecuente. La publicidad, sobre todo en las épocas vacacionales, nos anuncia viajes maravillosos en los que nos encontraremos lugares de ensueño, paisajes indescriptibles, culturas totalmente distintas a la nuestra, viajes en los que haremos nuevas relaciones… Es una imagen que suscita emociones en nuestro interior. Si recordamos los viajes que hemos hecho, más aún si recordamos alguno de nuestros primeros viajes, podemos acordarnos de los sueños previos, los temores, las ilusiones, las esperanzas… Viajar, muchos tenemos experiencia de ello, espabila, fortalece, ayuda a madurar, a adquirir autonomía. Aunque también hay viajes que simplemente entretienen y dispersan al que los realiza, son sin rumbo y sin sentido, uno es llevado como una maleta y no se personaliza lo que vive. Viajar implica salir, ponerse en marcha, moverse. El movimiento es otra clave fundamental del viaje. Supone un punto de partida, una situación inicial, un itinerario o trayecto que recorrer, en el que se pasa por distintos lugares y situaciones. Hay también una meta. Hacer un camino lleva su tiempo, unos más, otros menos; depende de muchos factores, de las velocidades, de los medios, los objetivos, las paradas, los obstáculos. También es posible perderse, cambiar de camino o abandonarlo por motivos diversos. Y algo fundamental, el viajero. Los viajeros pueden ser previsores, de los que llevan todo bien organizado y prefieren ir por caminos conocidos y con medios más seguros, otros son aventureros, prefieren indagar, proveerse de una brújula y adentrarse en la sorpresa de cada día para acoger la sorpresa, la novedad de lo que acontece. Solo necesitan una meta a la que dirigirse. Los hay autómatas que van de acá para allá sin conciencia de caminantes. Solo importa moverse, desplazarse, evitar pensar. La actitud de partida puede ser variada. Lo importante es comprender que el viaje en sí mismo es una experiencia. Para vivir la experiencia se trata de no repetir lo que otros han hecho, sino adentrarse uno mismo en ella. Para cada viaje son posibles muchos itinerarios. En el camino uno va constatando los que le son propios, inéditos, originales; no quizá por el recorrido que realiza, sino por el modo de vivirlo, vivenciarlo, personalizarlo.
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Quiero recordar aquí a algunos compañeros que he tenido y tengo en este viaje sin los cuales ni siquiera hubiera podido salir del puerto y a los que agradezco su apoyo y su presencia en muchos momentos importantes de esta singladura. Los hermanos de San Juan de Dios y la Orden Hospitalaria San Juan de Dios, que me abrió sus puertas, me dio también su espiritualidad hospitalaria y dio hospitalidad a mis búsquedas profesionales y vocacionales. Y en ella algunos nombres concretos: el hermano José Luis Martín, anterior gerente y ahora superior de la comunidad del Hospital San Juan de Dios de Santurtzi, que no ha dudado en ningún momento en apoyar todas las iniciativas que hemos ido impulsando, el hermano José María Bermejo, anterior provincial de la provincia de Castilla que dio impulso y ánimo en muchos momentos de este viaje. El Dr. Jacinto Bátiz, que me abrió las puertas para trabajar en los cuidados paliativos y me trasmitió su sensibilidad por el cuidado de las personas como médico. El Dr. Carlos Centeno, un gran maestro que me adentró en la ciencia de los cuidados paliativos, siempre cercano, estimulando la investigación y la reflexión, y responsable además de que hoy tengamos una cafetera en la sala de reuniones de nuestro equipo. Junto a él su equipo de soporte de la Clínica Universitaria de Navarra: la Dra. Marian Portela, Marina Martínez (psicóloga) y Julia Urdíroz (enfermera). Alba Payás, maestra en el arte de acompañar el duelo y el dolor, y que hoy además la siento buena amiga, me abrió a una nueva manera de entender la relación y el acompañamiento de las personas dolientes y me ayudó a desvelar el sentido de mi propio duelo. Javier Barbero, maestro en el arte de la relación de ayuda; una gran parte de los aprendizajes que hoy comparto se los debo a él y en este texto encontraremos algo de su letra y de su música. El Dr. Alberto Meléndez y la Dra. María José Almaráz, amigos y compañeros de camino en la pelea por universalizar los cuidados paliativos desde la Sociedad de Cuidados Paliativos de Euskadi (ARINDUZ) y, cómo no, al Dr. Adolfo Delgado (expresidente de ARINDUZ), que con su trabajo callado y persistente ha hecho tanto por esta especialidad médica. Ángel Mª Pascual, psicólogo, fundador del Centro ADES y amigo, a quien encontré en este viaje y desde entonces hemos ido haciendo caminos juntos en el desarrollo de la
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atención del duelo y sobre todo acompañándonos mutuamente en nuestras búsquedas vitales. Joseba Vidorreta, actual gerente del Hospital San Juan de Dios de Santurtzi, que ha posibilitado con su apoyo y gestión nuevas rutas y nuevos compañeros de viaje. Mis compañeros habituales de viaje: la Dra. Matxalen Aguiló, una gran médico que despliega acogida, sensibilidad, alegría y una enorme eficacia en cada encuentro con los pacientes y sus familias, y que sin su presencia y dedicación nuestro servicio no sería lo que es. Pilar Ruda, una excelente trabajadora social que cada día se acerca al dolor de las personas indagando en su historia desde una profunda aceptación y removiendo «Roma con Santiago» para que todos accedan a sus derechos. Elsa del Pozo, una gran psicóloga, sanadora herida, que entra en la experiencia de sufrimiento de los dolientes acompañándoles en su proceso de sanación. Myriam Oliver, excelente enfermera, que combina la eficacia de sus intervenciones con la gran sensibilidad ante el dolor del otro. Inés Becerra, presente desde el inicio en la aventura de los cuidados paliativos a domicilio, era la primera acogida de aquellas familias angustiadas con ternura y sensibilidad, que venían a nuestro centro buscando apoyo, excelente trabajadora social, responsable del voluntariado y ahora responsable de la pastoral. Iñigo Santisteban, un gran psicólogo que despliega su actividad en la Unidad de Cuidados de nuestro hospital desde hace muchos años y una pieza clave para sostener el equilibrio no siempre sencillo entre paciente, familia y equipo asistencial. Y no quiero olvidar a Itziar Vidaurrazaga, una grandísima enfermera que nos acompañó durante un tiempo dejándonos su profunda sensibilidad y su arte en el cuidar y que ahora sigue otras rutas al lado de los que sufren. Y al final, aunque desde el principio, Matías Domínguez, compañero de trabajo por más de cinco años, con quien de casa en casa, de encuentro en encuentro con personas enfermas y sus familias, fuimos aprendiendo todo lo que aquí os intentaré contar. Él ha sido mi soporte durante muchos años y hoy sigue dando de su sabiduría y acompañando a las personas enfermas y sus familias en Almería.
Os invito a viajar. Ahora conmigo, a través de estas páginas, y sobre todo os invito a que (después o durante) hagáis vuestro propio viaje. Como decía el poeta: «desea que el viaje sea largo».
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2. Medicina Paliativa, Medicina sin fronteras
Todos conocemos la increíble labor que desempeñan los hombres y mujeres que forman la organización Médicos sin Fronteras (y otras similares), trabajando más allá de fronteras políticas, religiosas, sociales o económicas para lograr que todo ser humano, especialmente en las situaciones de catástrofe, tenga derecho y acceso a la salud. Aunque esto les suponga realizar un viaje a miles de kilómetros y asumir riesgos personales, están dispuestos a poner sus capacidades técnicas y humanas al servicio de aquellos que más lo necesitan. Hoy el desarrollo tecnológico y científico aplicado a la medicina posibilita que seamos capaces, cada vez más, de llegar al diagnóstico de patologías que no podemos curar, pero que no provocan la muerte de un modo inmediato. Las personas afectadas por estas patologías peregrinan por el sistema sanitario –acompañados en el mejor de los casos por sus médicos de familia, muchas veces desbordados por la demanda asistencial– entre la casa, los servicios de urgencias y los ingresos en los hospitales de agudos. Esta situación abre para la medicina unas nuevas fronteras ya no externas como las anteriores, sino al interior de la profesión médica y de las relaciones de esta con la sociedad. En la primera, quienes practican Medicina deben colocarse ante la frontera entre la vida y la muerte junto a sus pacientes y cuando todo tratamiento curativo ya no es viable preguntarse si queda algo por hacer. En la segunda, la Medicina, que asume el mandato de preservar la vida y conservar la salud –ese estado de máximo bienestar físico, psíquico, social y espiritual que propugna la OMS–, debe ubicarse ante la frontera de la dignidad humana, cuando la vida humana está disminuida, y preguntarse cómo seguir siendo en la sociedad actual, en pleno siglo
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fiel a sus principios. En este sentido la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) en su Declaración sobre la eutanasia afirma: «…La filosofía de los cuidados paliativos no puede ser neutral a la hora de definir la dignidad del ser humano en su relación con la calidad de vida. Es por ello que defendemos la consideración de la dignidad del paciente en situación terminal como un valor independiente del deterioro de su calidad de vida. De lo contrario, estaríamos privando de dignidad y de valor a personas que padecen graves limitaciones o severos sufrimientos psicofísicos, y que justamente por ello precisan de especial atención y cuidado. Cuando en términos coloquiales se habla de unas condiciones de vida indignas, las que son indignas son las condiciones o comportamientos de quienes las consienten, pero no la vida del enfermo. Es en esta corriente de pensamiento solidario, poniendo la ciencia médica al servicio de los enfermos que ya no tienen curación, donde echa sus raíces y se desarrolla la tradición filosófica de los cuidados paliativos». En el marco de estas nuevas fronteras surge una nueva medicina sin fronteras, la Medicina Paliativa, con unos principios anclados en la más vieja tradición médica. Llegar a estos nuevos territorios de frontera en un contexto de guerra fría entre la vida y la muerte implica emprender un viaje interior y asumir algunos riesgos para poner nuestras capacidades técnicas y humanas al servicio de las personas enfermas. Una vez allí se hace necesaria la presencia de agentes de salud capaces de desarrollar dispositivos integradores, preventivos, asistenciales y rehabilitadores para las personas enfermas y sus familias con un enfoque interdisciplinar.
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El viaje interior: «Cuando curar ya no es posible… aún queda mucho por hacer» Tras seis años de estudios en la Facultad de Medicina y varios más de formación hospitalaria para una especialidad se concluye un primer estadio en la formación del médico bajo el paradigma de la curación como el objetivo casi exclusivo de su ejercicio profesional. Es el recorrido posterior, la relación directa con las personas enfermas y sus familias, esa otra formación que la vida y la praxis nos van aportando, la que cuestiona el paradigma bajo el cual fuimos formados y nos coloca frente a la experiencia de impotencia ante determinadas enfermedades y las miradas anhelantes del enfermo y su familia que esperan que cumplamos el objetivo de nuestro trabajo, aquello para lo que durante tantos años nos preparamos, para el cual la sociedad nos preparó: la curación de la enfermedad. Esta experiencia descoloca al profesional, que tiene que empezar a asumir que la Medicina no es una ciencia o un arte que consiste única y exclusivamente en evitar que la gente se muera. Sin embargo, en no pocas ocasiones buscamos una solución fallida que podemos resumir en la frase «Hicimos todo lo posible», en un intento de aliviar nuestra propia experiencia de derrota ante la enfermedad y la muerte, en el hecho de que pusimos todos los conocimientos curativos a disposición de la persona enferma y aun así no fue posible curarla. Y después abandonamos la habitación del enfermo o la sala de reunión con la familia… Ahora les toca a ellos elaborar el duelo, muchas veces antes de que la propia persona enferma muera. Y les dejamos solos. Huimos del dolor que nos produce nuestra propia impotencia ante el sufrimiento inevitable de aquellos a los que consagramos nuestra formación médica. Quienes hemos tenido y tenemos el privilegio de acercarnos a la vida de estas personas enfermas a quienes la medicina no puede curar nos ha tocado hacer un viaje interior para reconvertir el paradigma de la curación bajo el cual fuimos formados en una nueva convicción: cuando curar no es posible aún queda mucho por hacer. Esta convicción se asienta en una experiencia distinta que reconoce que el mundo no se
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divide entre personas enfermas y sus cuidadores. Sino que todos somos seres heridos que nos vamos acompañando en la vida y tenemos mucho que aportarnos mutuamente. Este viaje interior nos coloca a nosotros mismos ante las preguntas últimas de nuestra vida y nos lleva allí donde anidan las certezas, pero también las inseguridades y los miedos. Reconciliarnos con esa parte de nuestro ser, para salir con una interioridad revitalizada, será uno de los frutos de este viaje interior. Para este viaje necesitamos un pequeño equipaje que nos ayude a no quedarnos por el camino y que Sheila Cassidy refiere en su libro Compartir las tinieblas: «Primero un sentido práctico fuertemente realista, que no se arredre ante el impacto de la desintegración de los cuerpos y las mentes humanas; segundo un enorme sentido del humor, porque la vida y la muerte constituyen una terrible tragicomedia, y tercero una forma muy especial de sensibilidad: una vulnerabilidad al dolor ajeno que suele ser – aunque no en todos los casos– resultado de una experiencia personal del sufrimiento».
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Los riesgos de la frontera Vivir en la frontera puede ser una ocasión de aprender del intercambio cultural, de la vida de tantas personas que diariamente pasan por ella, pero en la frontera se asumen también riesgos, sobre todo si se trata de fronteras conflictivas. En esta frontera del final de la vida los profesionales que optan por trabajar en ella, así como los cuidadores que asumen la tarea de acompañar a un ser querido en este último tramo de su vida, deben ser conscientes del riesgo que asumen, pues esa conciencia será lo que permita el desarrollo de dispositivos orientados a su prevención. Vivir en un permanente movimiento de salida de sí y de contacto con el dolor y el sufrimiento de los otros nos pone frente al riesgo de quemarnos en la tarea. Durante unos años podemos tener la vana ilusión de que podemos con la tarea nosotros solos, que nosotros no nos vamos a «quemar», quizá por la novedad o quizá viviendo de las rentas acumuladas en cursillos, talleres y seminarios sobre la materia que fueron un impulso para meternos en este campo… Pero el día a día y su riqueza y crudeza terminan por imponerse y puede empezar a oler a quemado. Por ello es fundamental desarrollar dispositivos preventivos, ahora que está tan de moda la «prevención de riesgos laborales»; algunas sugerencias: Conócete a ti mismo y no te autoengañes. «Esto me afecta, pero ya estoy acostumbrado… Yo puedo.» No se te pide que puedas con todo. Reconocer tus límites puede ser tan bueno para tus pacientes como aprovechar al máximo tus capacidades. Permítete llorar. Tú conoces por tu experiencia profesional el increíble poder sanador y liberador del llanto. Pero eso no es solo algo bueno para los pacientes y sus familias, también es bueno para ti. Pide ayuda. Aún no es tarde. Pero solo quizá no puedas. Tienes compañeros que te pueden ayudar. Trabaja en equipo. Acompañar en el final de la vida es una tarea de equipo, pues son muy diversas las tareas que hay que desarrollar. No cargues todo sobre ti. Vuelve a las fuentes de tu espiritualidad. Las fuentes son aquello que alimenta y anima tu espíritu y que te llevó un día a hacer Medicina en la frontera.
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Otro gran riesgo que asumimos al adentrarnos en el mundo de los cuidados paliativos y del que me temo pocos han logrado escapar es el riesgo de «engancharse». Y es que una vez que se ha entrado en esta experiencia y aunque a veces duela, se hace difícil renunciar a ella. Para este riesgo no conozco otra medida preventiva que no sea el no acercarse y creo que para mí como para muchos otros ya es demasiado tarde.
¿Qué son los cuidados paliativos? Los cuidados paliativos consisten en la atención activa, global e integral de las personas y sus familias que padecen una enfermedad avanzada, progresiva e incurable, con síntomas múltiples, intensos y cambiantes, que provocan gran impacto emocional en el enfermo, la familia o en el entorno afectivo y en el propio equipo, y con pronóstico de vida limitado. Sus objetivos básicos consisten en el control del dolor y de los demás síntomas, el apoyo emocional del enfermo y su familia, y su bienestar y calidad de vida.
Last Acts Task Forces on Palliative Care and the Family: Five principles of palliative care, Robert Wood Johnson Foundation. 1. Los cuidados paliativos respetan los objetivos, gustos y elecciones de la persona moribunda. a. Respeta los deseos y necesidades del paciente, así como los de su familia o seres queridos. b. Averigua del paciente quién quiere que le ayude a planificar y dar los cuidados. c. Ayuda al paciente a entender su enfermedad y qué puede esperar en el futuro. d. Intenta conocer los gustos y aversiones del paciente: dónde recibir cuidados de salud, dónde vivir y los tipos de servicios que desea. e. Ayuda al paciente a colaborar con las personas que le cuidan y en el plan de salud para resolver los problemas.
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2. Los cuidados paliativos velan por las necesidades médicas, emocionales, sociales y espirituales de la persona que se está muriendo. a. Reconoce que el morir es un momento importante para el paciente y su familia. b. Ofrece las formas para que el paciente se encuentre cómodo y aliviar el dolor y otros síntomas molestos. c. Ayuda al paciente y a su familia a realizar los cambios necesarios si la enfermedad empeora. d. Se asegura que el paciente no está solo. e. Entiende que puede haber dificultades, miedos y sentimientos dolorosos. f. Da al paciente la oportunidad de expresar y hacer lo que más le importa. g. Ayuda al paciente a mirar atrás en su vida y pacificar, dando al paciente la oportunidad de crecer. 3. Los cuidados paliativos apoyan las necesidades de los miembros de la familia. a. Entiende que las familias y seres queridos necesitan ayuda. b. Ofrece servicios de apoyo para los cuidadores de la familia, tales como tiempo libre para descansar y consejo y apoyo telefónico. c. Reconoce que el cuidado puede poner a algunos miembros de la familia en riesgo de enfermar ellos mismos y hace planes para sus necesidades especiales. d. Encuentra formas para ayudar a los miembros de la familia a hacer frente a los costes del cuidado, como pérdida de ingresos y otros gastos. Ayuda a la familia y seres queridos en su aflicción. 4. Los cuidados paliativos ayudan a lograr el acceso a los proveedores de salud necesarios y a los establecimientos de cuidado adecuados. a. Utiliza muchos tipos de proveedores de salud entrenados: médicos, enfermeros, farmacéuticos, clérigos, trabajadores sociales y personal sanitario. b. Se asegura, si es necesario, que alguien está al cargo de velar por que se conozcan las necesidades del paciente.
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c. Ayuda a que el paciente utilice los hospitales, la asistencia domiciliaria, el hospice y otros servicios, cuando son necesarios. d. Ajusta las opciones a las necesidades del paciente y su familia. 5. Los cuidados paliativos ponen los caminos para proveer un excelente cuidado en el final de la vida. a. Ayuda a los proveedores de salud a aprender sobre las mejores formas de cuidar a los moribundos. Les da la formación y el apoyo necesario. b. Trabaja para asegurarse que hay buenas políticas y leyes al respecto. c. Busca fondos a través de aseguradoras privadas, planes de salud y agencias gubernamentales.
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3. Una noticia terrible ¿De verdad no hay nada que hacer?
Posiblemente uno de los momentos más complicados en el proceso de una enfermedad acontece cuando uno recibe la noticia de que se trata de una enfermedad muy grave, con un tratamiento muy difícil y con pocas probabilidades de éxito. En ese momento, la sombra de la muerte la sentimos cercana. Nos hacemos conscientes de que somos seres vulnerables. Y todo lo que hasta entonces eran preocupaciones pasa a un segundo plano. En el momento en que se recibe una noticia mala es como si hubiésemos recibido un golpe en la cabeza. El cerebro se queda paralizado. Sigue registrando, pero no entiende ya nada de lo que registra, y cuando ha pasado algún tiempo de ese momento e intentamos recordar nos resulta imposible. «¿Qué fue lo que dijo el médico? ¿Había un tratamiento? ¿Hay que hacer más pruebas?…» Estamos en estado de shock. Y normalmente será necesario volver otro día a la consulta del médico que nos dio la noticia para volver a recibir la información, que sin duda nos dio, y poder así hacernos cargo de ella. Por ello suele ser conveniente que en todo protocolo de información de un diagnóstico de cierta gravedad se prevea por parte del equipo asistencial una nueva cita con el paciente y su familiar más cercano en un corto período de tiempo. He titulado este libro Cuidar siempre es posible. El cuidar empieza ya desde el momento de dar la información. Cómo se dice, cuánto se dice, cuándo se dice y dónde se dice marcarán una diferencia en el cuidado de ese paciente y de esa familia. La ley consagra el derecho del paciente a la información. Esto es un hecho que no voy a discutir. El paciente tiene derecho a saber. Lo que sí podemos y debemos dialogar es sobre las preguntas que antes me hacía: cómo, cuánto, cuándo y dónde.
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La información no es un fin en sí mismo, es un medio. Un medio más de los muchos de que disponemos para posibilitar el bienestar del paciente y su familia. Y como un medio más que es no podemos absolutizarlo y hacer abstracción de la situación real del paciente y de su familia. Es básico que los profesionales que tienen la responsabilidad de dar información y en concreto de dar «malas noticias» tengan un cierto conocimiento de quiénes son sus interlocutores y de utilizar la información como otro medicamento más de su arsenal terapéutico. El cuánto informar (hasta dónde) puede ser perjudicial tanto por defecto –no llega a la dosis necesaria para hacer efecto– como por exceso –es una dosis excesiva que provoca efectos secundarios graves–; en cualquier caso estamos ante una yatrogenia. Dar malas noticias se puede aprender. Autores como Buckman plantean un protocolo para hacerlo: 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Buscar el entorno físico y la atmósfera favorable para iniciar todo el proceso. Averiguar qué sabe el paciente. Averiguar qué quiere saber. Compartir la información. Identificar y reconocer las reacciones del enfermo. Planificación y seguimiento.
Javier Barbero nos ofrece una estrategia: Aceptar el inevitable impacto negativo. Buscar el marco apropiado, con una atmósfera favorable. Comunicación gradual –si es posible–. Idea de proceso, no es un acto único. Comenzar detectando qué sabe la persona. No dar nada por supuesto. Utilizar el warning shot o aviso inicial de que estamos ante algo importante: «Me temo que los resultados son mucho más preocupantes de lo que esperábamos». Atención a la primera respuesta, nos puede indicar qué y hasta dónde quiere saber: «¿Qué significa algo más que una simple tuberculosis?» o «No me cuente, yo lo dejo todo en sus manos…». Trasmitir la mala noticia, en función del feedback que el propio paciente nos da, siguiendo su propio ritmo (no existen fórmulas universales). Lenguaje comprensible.
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Explorar cómo se siente después de la información y por qué. Revelará la lógica de sus reacciones. Identificar las preocupaciones inmediatas antes de dar información acerca del tratamiento propuesto y el pronóstico probable. (Si no, no escuchará nuestras sugerencias.) Atentos al lenguaje no verbal. Cuando haya disonancia con el verbal, devolver el dato e invitar a expresar sentimientos. Una cierta respuesta. Realistas, pero manteniendo la esperanza. Siempre hay algo que se puede hacer. Estrategia de garantía de soporte, consistente con la mala noticia, planificando con pautas muy concretas el seguimiento. Afrontar adecuadamente los posibles efectos de la mala noticia: desbordamiento emocional, aceptación, negación, expectativas no realistas, ambivalencia, negativa del propio paciente a negar a otros, etc. Si hay sospecha o miedo ante el dolor, no asegurar que podemos eliminarlo, pero sí indicar que contamos con medios para paliarlo.
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¿Y entonces cuánto debemos informar al paciente? Los cuidadores se interrogan sobre si deben decirle todo a su ser querido enfermo, sienten miedo ante lo que esta información puede provocarle y sienten miedo (un miedo muchas veces no del todo consciente) de no saber cómo manejar la relación a partir del momento en que sepa «toda la verdad». La respuesta al cuánto la encontramos en el cómo informar. Existen diversos protocolos sobre cómo dar malas noticias como hemos visto más arriba, pero todos ellos tienen en común que se basan en una comunicación abierta y tranquila con el paciente. Al lado de él/ella descubriremos hasta dónde quiere saber de su situación. Hay pacientes que desean conocer lo más posible de lo que les está ocurriendo, otros prefieren no saber nada. Esto solo lo podremos saber si pasamos un tiempo al lado del paciente. Si dedicamos tiempo suficiente a esta entrevista y nos acercamos al hecho de la información sin miedo, conocedores de su poder como cuando nos acercamos al uso de un fármaco que hemos de usar con cautela. Exploraremos cómo se siente ante tantas pruebas que se le están practicando, exploraremos también sus pensamientos, qué pasa por su cabeza, qué se imagina… Exploraremos cuáles son sus temores… e iremos paulatinamente dando pinceladas de información y poniéndonos «a tiro» para sus preguntas o para sus huidas… Como fácilmente podéis imaginar esta comunicación requiere de tiempo, de espacio y de método… tres cosas que no siempre están disponibles en nuestros hospitales, en los que el espacio y el tiempo son un bien escaso… El método, sin embargo, es otro tema distinto, depende de la disposición de todo profesional a formarse en esta área que es tan importante como saber manejar adecuadamente un fármaco. Una situación un poco distinta es cuando hay que tomar decisiones que afectan al paciente y en las que la información es importante para tomar una decisión consciente y libre. En este caso haremos todo lo posible para darle toda la información relevante sobre su situación. Y acompañar a este paciente y a su familia, desde una comunicación deliberativa, en el proceso de toma de decisiones. De este modo superamos modelos paternalistas que sustituyen al sujeto en el proceso considerándolo incapaz de tomar decisiones o modelos meramente informativos que delegan toda la decisión en el paciente adoptando el profesional sanitario un papel de
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mero transmisor de la información científica, y como si el hecho comunicativo y el proceso de toma de decisiones no formaran parte de la tarea de cuidar en la que nos hemos embarcado cuando asumimos el cuidado de un paciente. En el proceso de evolución de la enfermedad podemos encontrarnos en el punto en que los tratamientos con intención curativa han fracasado y los intentos de prolongar la vida también. Entramos en la fase más propiamente paliativa de la intervención sanitaria. Aquí la tentación de algunos profesionales es la de lanzar la temida frase: «Ya no hay nada que hacer». Frase que por otra parte es esperada con temor y terror por el propio paciente y/o sus familiares tras cada prueba de seguimiento de la respuesta al tratamiento. Este tipo de afirmaciones son paralizantes para la persona enferma y sus familiares, y no ayudan a movilizar las energías internas del sujeto, que serán muy necesarias de cara a enfrentar esta etapa de la enfermedad. Muchos profesionales encuentran enormemente difícil comunicar a sus familiares que van a ser atendidos por un equipo de cuidados paliativos o van a ser ingresados en una unidad de cuidados paliativos. Y es que esta visión también genera impotencia e inmovilidad en los propios profesionales. Es necesaria una nueva visión basada en el «cuidar siempre es posible». Desde el principio en que iniciamos el tratamiento de la enfermedad de un paciente asumimos el compromiso de la atención a la persona enferma en su totalidad (no solo su enfermedad). Este es uno de los pilares de la relación médico-paciente. Por ello el objetivo es ofrecer en cada momento lo más adecuado a las necesidades de esa persona y marcar los objetivos terapéuticos acordes a ese momento. Así las cosas, cuando el equipo asistencial decide derivar a un paciente a un servicio de cuidados paliativos no está enviándolo porque no hay nada que hacer, sino porque es necesario hacer otras cosas. Los objetivos han cambiado y por tanto los recursos que usamos son distintos. Seguimos «haciendo cosas». Por otro lado la experiencia de los cuidadores, sobre todo en el ámbito domiciliario, es que llegado este momento no solo es que sigue habiendo cosas que hacer, sino que estas son incluso más que antes. Cómo podemos atrevernos a decir a un cuidador que pasa todo el día al pie de la cama de su ser querido que no hay nada que hacer, cómo podemos decirle, llegado este momento, que ya no es tarea de la medicina atenderle…
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4. El dolor es «dolor total» El suyo y el mío
Cecily Saunders (1918-2005) acuñó este término: «dolor total» para referirse al dolor que experimenta el paciente en el final de la vida: La experiencia total del paciente comprende ansiedad, depresión y miedo; la preocupación por la pena que afligirá a su familia; y a menudo la necesidad de encontrar un sentido a la situación, una realidad más profunda en la que confiar.
Esta aportación es fundamental a la hora de comprender el tipo de atención que representan los cuidados paliativos. Desde entonces la mirada sobre el paciente se convierte en una mirada sobre la persona en su totalidad. Presupone una concepción de la persona como ser «bio-psico-socio-espiritual». Ya nada queda al margen de la mirada del profesional de la salud. Esta concepción del dolor implica que el cuidado de las personas no es la tarea de una sola persona, sino la responsabilidad de un equipo interdisciplinar. Y al mismo tiempo implica también que la formación de estos profesionales debe abarcar todas las dimensiones de la persona sin perjuicio de que cada uno de los miembros que integran el equipo tenga una formación más avanzada en un área específica. No creo necesario ahondar en el concepto del dolor físico, pero sí qué quiere decir dolor psíquico, dolor social o dolor espiritual. El dolor psíquico es aquel que se halla en relación con el mundo emocional de la persona enferma. Depresión, ansiedad, miedo, ira son emociones a flor de piel en este momento de su vida. Emociones de muy diversa intensidad. Desde mecanismos simplemente adaptativos en el marco del proceso de adaptación, asimilación, de la
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enfermedad (esto es lo más frecuente), hasta auténticos trastornos que podemos catalogar como enfermedad y que requerirán una intervención mucho más especializada. El dolor social nos invita a tomar contacto con la vida social de la persona enferma. Su mundo de relaciones, su rol en la sociedad, su rol en la familia, su situación socioeconómica… Todo esto se va a ver afectado con la irrupción de la enfermedad en su vida. Ya nada es como antes. La enfermedad conlleva el abandono de la vida laboral y de las relaciones propias de ese ámbito. Supone en la mayoría de los casos una pérdida del poder adquisitivo que va a afectar a toda la familia. De igual modo el rol que venía desempeñando en la familia cambia. Pasa de sentir que es un miembro activo (dador de cuidados) a sentir que ahora es un miembro pasivo (receptor de cuidados). Todos estos dolores, sumados al dolor físico, abocan a la experiencia del dolor espiritual. Eso que Cecily Saunders nombraba como «la necesidad de encontrar un sentido a la situación, una realidad más profunda en la que confiar». Escuchamos de la persona enferma preguntas del tipo: ¿Qué pinto yo ahora aquí?, ¿qué sentido tiene seguir viviendo?, ¿por qué me ha pasado esto ahora?, ¿qué mal he hecho yo para que me pase esto?, ¿dónde está Dios ahora?, ¿cómo creer en Dios?… …¿Quién de nosotros no ha escuchado alguna vez una de estas preguntas o se las ha hecho a sí mismo en algún momento?… ¿Quién podría decir que esto no duele?… El hecho de experimentar una enfermedad grave que amenaza la vida provoca en la persona esta experiencia del «dolor total». Como seres humanos no somos compartimentos estancos. Todo este «dolor» está interrelacionado (como experimentamos todos en lo cotidiano cuando un simple dolor de cabeza no tiene ni la misma intensidad ni la misma duración cuando convive con una preocupación en cualquiera de las otras esferas de nuestra vida) y el alivio del dolor, por tanto, debe contemplar la intervención en todos los niveles. Y como siempre, al lado de una persona enferma, nos encontramos con seres queridos: familiares, amigos, compañeros… que en función del grado de relación y de vinculación van a conectar con ese «dolor total», experimentando en ellos mismos ese «dolor total», posiblemente liberado del dolor físico (cuando no aparece en forma de somatizaciones), pero asumiendo su propio dolor emocional, social y espiritual. Y todo esto que parecía relegado al nebuloso mundo de «lo psicológico» la revista Science publicó un artículo que demostraba, usando técnicas de neuroimagen, cómo el
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sentimiento del dolor ajeno activa algunas áreas del cerebro que también se ponen en funcionamiento cuando la sensación dolorosa se sufre en uno mismo. Cuando nos ponemos a hablar con un ser querido de un enfermo no podemos olvidar que este también sufre dolor y como todo «doliente» es vulnerable, y expresiones, comentarios o acciones que en otros momentos hubieran sido vividos como sin importancia en este momento provocan profundas heridas que van a dificultar la comunicación y levantarán muros defensivos ante el riesgo de ser nuevamente heridos.
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5. Siempre hay algo que hacer El duro día a día
Hablaba antes de lo complicado que puede resultar comprender, para un cuidador que está durante veinticuatro horas al día cuidando de su ser querido enfermo, que un profesional le afirme con toda rotundidad que «no hay nada que hacer». Esta frase supone en sí misma una invalidación de todo el trabajo, entrega y dedicación de esa persona. Cada día le ayuda en su aseo, le prepara sus comidas, controla su medicación para tratar los diversos y cambiantes síntomas que presenta, pasa horas a su lado compartiendo silencios elocuentes o palabras que son un auténtico legado. ¿Cómo que no hay nada que hacer? Muchas veces los profesionales proyectamos nuestra propia impotencia y nuestros propios límites sobre la persona enferma. «Si yo no puedo hacer nada, ya no hay nada que hacer.» Y es que los profesionales hemos sido formados en el paradigma de la curación y en el paradigma de la intervención. Por el primero el enemigo a batir es la muerte (es la fantasía de la omnipotencia curativa que nos lleva al encarnizamiento terapéutico) y cuando su presencia se hace evidente y reconocemos nuestra incapacidad nos retiramos del campo de batalla; es el otro extremo, el abandono de la persona enferma. Por el segundo desplegamos diversas y variadas técnicas para «todo lo que le pasa» (es la omnipotencia paliativa que nos lleva al encarnizamiento paliativo) y cuando ya no hay que aplicar técnicas y el verbo «hacer» cambia por el verbo «estar» abandonamos el campo de batalla. Sin embargo la realidad es profundamente distinta porque «siempre hay algo que hacer». Y cuando el «hacer» se vuelve superfluo todavía es posible «estar». Esto nos coloca ante un nuevo reto. El reto del día a día. Una auténtica maratón para la persona enferma y para sus seres queridos. A veces se trata de procesos cortos en el
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tiempo aunque de enorme intensidad emocional; otras veces serán años de cuidado dedicado, escondido, fiel y comprometido, con altibajos emocionales, con momentos en los que uno tiraría la toalla y se rendiría, y otros en los que una sonrisa, un gesto o una palabra renuevan las energías para otra vuelta más de la carrera. Me decía una vez la cuidadora de su madre encamada ya varios años, que había cuidado antes que ella a su padre, que cuando nuestro equipo apareció en su vida estaba a punto de rendirse, de abandonar… y cómo la llegada de nuestro equipo había supuesto una inyección de energía para continuar.
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¿Dónde está el desgaste de energía? El cuidador pierde su vida social, se encierra en su casa, en su mundo, la enfermedad lo inunda todo, y él/ella pasa a segundo plano. Lo único importante es que su ser querido esté bien. Posterga sus necesidades. Él/ella ya no es importante. Con el paso del tiempo va perdiendo las relaciones que había ido construyendo a lo largo de toda su vida y la soledad se instala en su mundo. Se siente solo/a. Los consejos que se le dan los percibe como «agresiones» de personas que con muy buena voluntad le dicen cosas muy sensatas, pero que no se ajustan a sus posibilidades reales, son «verdades que no le sirven para nada». Ya no puede ver más allá y aquellos consejos vienen de personas que no entienden la situación, que no le entienden y a los que percibe como si estuvieran muy lejos. «¡Qué fácil es decir que descanse!», piensa. El cuidador vive en una ambigüedad de emociones que le llevan a un terreno que no controla. Por un lado su cansancio le hace desear que acabe todo, que deje de sufrir, que muera ya para que todo pueda volver a su normalidad, y por otro se siente culpable por semejantes pensamientos y sentimientos que chocan frontalmente con su mundo de valores y creencias. El cuidador asume decisiones todos los días. Decisiones que tienen que ver con la higiene, la alimentación, la toma de determinados medicamentos, llamar o no al médico, acudir o no al hospital… Decisiones para las que se siente que no está preparado, pero que necesita tomar porque no siempre tiene a quién recurrir. Decisiones que le provocan un profundo agotamiento y si en algún caso conllevan complicaciones se añaden a la mochila de sentimiento de culpa que lleva acumulado. El cuidador se enfrenta a la posibilidad de la muerte de su ser querido no una única vez, sino varias veces. Cada nueva complicación, cada nuevo ingreso hospitalario le colocan ante la sombra de la muerte, ante un duelo anticipado, que no termina de llegar. Es como una montaña rusa emocional de la que salen exhaustos a cada vuelta y que parece no tener final.
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Acompañar el duro día a día La tarea de cuidar este duro día a día precisa enfrentar todas esas fuentes de desgaste de energía ofreciendo alternativas, respuestas y presencia. Será fundamental «validar» todo lo que está haciendo el cuidador, no como estrategia para «ganarnos» su confianza, sino desde la convicción de que es un hecho. Es mucho lo que cada día está haciendo y si no fuera por él/ella su ser querido probablemente estaría mucho peor o tal vez hubiera fallecido. Validar trasmitiendo confianza en que ha hecho todo lo que sabía y que lo que no ha hecho fue sin más porque nadie se lo dijo o le enseñó. Las recomendaciones o consejos necesitan partir de esta validación porque, como dice un maestro de la relación de ayuda, «toda confrontación sin acogida es una agresión». Por la validación acogemos, reconocemos y creamos un espacio seguro para ese cuidador agotado y desgastado, en el cual puede recargar sus baterías. Recreamos así un espacio relacional en el marco de una situación de aislamiento en la que ha ido entrando a lo largo de los años de cuidado. Y vamos tendiendo los puentes que le revinculan al mundo que dejó atrás. Tendremos sin duda que dialogar sobre esas emociones ambiguas que vive y que le confunden. Ayudar a descubrir cómo esos sentimientos no son fruto de nuestra voluntad, sino que afloran sin control por nuestra parte y por tanto no son ni pueden ser objeto de juicio moral. No puedo juzgarme ni ser juzgado por sentir, pues no depende de mi voluntad, no se trata de un acto consciente. Solo puedo juzgarme o ser juzgado por mis actos conscientes fruto de mi voluntad. Tendremos que contextualizar estas emociones como emociones comunes a tantas y tantas personas que han pasado, pasan y pasarán por una situación similar, dándoles así su auténtica dimensión y normalizándolas. Emociones que nacen de sentimientos enormemente poderosos como el amor y el deseo de aliviar su sufrimiento. El cuidador necesita ser acompañado en la toma de decisiones. Poder delegar en alguien las decisiones, poder contrastarlas con alguien. Alguien que le dé seguridad y al que otorgue autoridad, de ahí la importancia del vínculo creado con los profesionales sanitarios y la importancia de una auténtica continuidad de cuidados.
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Y finalmente el cuidador necesita poder enfrentar en un «lugar seguro» la posibilidad de la muerte de su ser querido. Hablar abiertamente de ello, de los miedos que le acompañan al hecho mismo del morir y al después. Cada situación que amenaza la vida de su ser querido es –puede ser– una oportunidad para avanzar en este camino del duro día a día convirtiendo lo que puede ser un desgaste en una ocasión para estar más preparado. Ese «lugar seguro» debe ser la relación establecida entre el cuidador y los profesionales que le acompañan. Los profesionales, después de una visita a una persona enferma y su cuidador, podríamos preguntarnos: «¿He conectado con ellos?, ¿percibo esa conexión empática como algo creado?» Si hemos creado esa conexión estamos en el camino para hacer de esta relación el «lugar seguro» que va a sostener el resto del viaje que haremos a su lado. Estas preguntas pueden ser una buena forma de evaluar nuestras primeras visitas.
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6. Las emociones Atentos a la letra y a la música
He hablado de emociones. Emociones que provocan dolor. Elisabeth Kübler-Ross nos dejó como legado una mejor comprensión del proceso de aceptación de la enfermedad. Ella nos habló de las etapas por las que pasa una persona enferma en el final de su vida desde que se le comunica el diagnóstico hasta su muerte. Si bien es cierto que hay otros modelos que intentan clarificar este mismo proceso y que no podemos mirar el modelo de Elisabeth Kübler-Ross como algo meramente estático o rígido, sino como algo cambiante y dinámico. Este sencillo modelo nos ofrece un marco de comprensión del mundo de la persona enferma, así como de sus cuidadores y seres queridos. La primera reacción ante el conocimiento explícito (a veces también incluso implícito) del padecimiento de una grave enfermedad que amenaza la vida es la negación: «¡Cómo es posible!, seguro que debe de ser una equivocación», exclama externa o internamente la persona afectada. Incluso aquellos que no han recibido directamente la información sobre su diagnóstico y asisten como espectadores a su propio deterioro, lo más que se permiten pensar, después de salir de la consulta del oncólogo, es lo que en cierta ocasión me decía un paciente: «A ver si lo que voy a tener es cáncer». En etapas más avanzadas y siendo ya conocedores del diagnóstico la negación se desvía hacia el pronóstico fatal de su enfermedad y se manifiesta en la planificación de actividades a muchos meses vista. ¿Es que de repente ya no saben lo que ocurre? ¿Cómo puede ser que estén hablando de planes de futuro y tan solo unas horas después a otro miembro de la familia o del equipo asistencial le afirmen que saben que van a morir y que intuyen que queda poco tiempo?
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Estas preguntas se las hacen a diario muchos cuidadores de personas con enfermedades avanzadas. Se sienten perplejos, descolocados ante semejantes fluctuaciones de sus seres queridos enfermos. Es el momento de explicarles lo que representa esta negación y qué función tiene. Lo primero que podemos y debemos decirles es algo que uno de mis maestros me enseñó: «Solo negamos lo que sabemos». La negación en sí misma no presupone desconocimiento, se trata de un mecanismo de defensa más o menos inconsciente por el cual la persona enferma evita confrontarse con la realidad ante la percepción de que no está preparado para afrontar dicha situación. Mientras esta negación no genere graves problemas o conflictos relacionales o determinadas prácticas de riesgo tales como el rechazo de tratamientos beneficiosos para mejorar su calidad de vida o la realización de actividades peligrosas para él mismo u otras personas –v. gr. conducir siendo portador de un tumor cerebral–. Nos referiremos a esta negación como adaptativa, es decir, enmarcada en el proceso normal de adaptación/aceptación de su enfermedad. Nuestra actitud será la de respetar su negación, aportando solo aquella información que nos pida y con dos condiciones: Mostrarnos disponibles a la comunicación con la persona enferma sin eludir los temas que vaya proponiendo y abiertos a informarle de todo aquello que desee saber. No pasar la línea roja de la mentira. Nunca mentiremos al paciente, como dice el Dr. Marcos Gómez Sancho: «No hay mentiras piadosas, hay verdades piadosas». Entre otras cosas no mentiremos porque, al igual que la negación, se irá «disolviendo» ante una realidad que se impone: la progresión de la enfermedad y el deterioro físico, la mentira también se hará evidente y llegará el «momento de la verdad», y es ahí, en ese momento, cuando la confianza y la calidad de la relación establecidas en todo el proceso anterior marcarán la posibilidad o no de acompañar a esta persona hasta el final de su vida y permitirán o no que podamos ser «su lugar seguro» en el que descansar y apoyarse en este momento tan crítico. Cuando la negación se convierte en un problema, como decía más arriba, hablamos de que se trata de una negación desadaptativa y requerirá de una intervención por parte de
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los profesionales que acompañan al paciente, y puede suponer la necesidad de confrontarla haciéndole consciente de la realidad. Antes de continuar quiero clarificar que el hecho de que un paciente no quiera hablar de su enfermedad no supone que está en negación. Puede ser un paciente totalmente consciente de su situación y estar totalmente informado, y al mismo tiempo haber decidido no hablar de su enfermedad o simplemente no hablar con nosotros de su enfermedad. Él y sólo él elige con quién hablar de ello. No caigamos pues en una suerte de «encarnizamiento paliativo» pretendiendo obligarle a hablar de su enfermedad cuando él no quiere porque no tiene con nosotros suficiente vínculo o confianza o porque quiere proteger a sus cuidadores de una conversación difícil, o simplemente no quiere conectar con algo que le provoca un gran sufrimiento y que no se siente capaz de afrontar. Pero, como decía antes, la negación se va «disolviendo» a golpe de realidad y comienza a surgir con mayor o menor intensidad una segunda etapa dominada por el enfado. La persona enferma se nos muestra enfadada. Cualquier cosa es excusa para estallar. Se enfada con quienes le cuidan, con sus seres queridos, con los profesionales del equipo asistencial. Está enfadado con quienes no le diagnosticaron su enfermedad a tiempo, se siente molesto al contemplar que el resto del mundo sigue su curso normal y él intuye que su tiempo se acaba, y también si es creyente puede sentirse enfadado con Dios, un Dios que no sabe responder a lo que le ocurre, que no le sirve para explicar su situación, un Dios a quien considera injusto o malvado o simplemente ausente y silencioso. El enfado de la persona enferma no deja indiferente a nadie. Sus seres queridos, sobre todo quienes asumen el rol de cuidadores y están día a día a su lado, sienten una mezcla de frustración, cansancio, incomprensión, perplejidad. Los profesionales que le atienden –en más ocasiones de las que quisiéramos– lo etiquetan de «paciente difícil», de esos que se hace duro ir a visitar. Concentrados en la letra no oímos la música que suena de fondo. Concentrados en sus palabras y en sus reproches contra todo y contra todos no oímos su profundo dolor, su grito desesperado que pide ayuda y que queda ahogado incluso para él mismo. Su enfado oculta tras de sí la enorme tristeza que oprime su alma y de la que intenta zafarse de la única forma en que en ese momento sabe o puede.
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Nuestra tarea aquí será la validación. Escucha y acogida sin juicio que respeta su derecho a sentir el enfado ante lo que le toca vivir. Y también será nuestra tarea ayudar a comprender a sus familiares y a algunos profesionales estas reacciones en el marco de un proceso normal. Y así, desde la acogida y la aceptación incondicional de la persona enferma, ir disolviendo esta defensa ayudándole a conectar con su dolor desde la seguridad de la relación establecida en el acompañamiento que hacemos en esta relación de ayuda. Conectado con su dolor aflora un tercer momento dominado por la tristeza. Una tristeza que condensa pasado, presente y futuro. El pasado de aquello que no ha de volver, que perdí o del que me arrepiento. El presente de una vida limitada, dependiente y que siente en muchas ocasiones como carga y causa de sufrimiento para aquellos a los que quiere, y el futuro de lo que ya nunca será, tantos planes que quedan en el tintero de la imaginación. No falta quien, sin tardar demasiado, etiqueta esta tristeza de depresión. Es algo patológico, anormal y hay que tratarlo. Es necesario eliminarla, que no llore, que no sufra, que alguien le dé pronto una pastilla, que le seden, que se acabe todo ya. Su tristeza nos desestabiliza. Nos sentimos impelidos a «hacer algo», a «decir algo» que alivie su tristeza. Los médicos y enfermeras y en general los profesionales sanitarios hemos sido formados para «intervenir». Rebuscamos en nuestros arsenales neuroquímicos, damos la vuelta al «vademécum». Tenemos que encontrar la forma de calmarle «como sea». Y es que su tristeza conecta con nuestros propios miedos, tristezas, inseguridades actuando como un despertador. Su llanto nos llena de un sentimiento de impotencia y, si además su tristeza se acompaña de ansiedad, esta se dispara en sus compañeros de viaje: cuidadores y profesionales, y se refuerzan los impulsos a «hacer algo». Y en muchas ocasiones ese «algo» es la sedación. No terminamos de comprender que la tristeza es el peaje a pagar en la autopista hacia la aceptación y así poder reconciliar pasado, presente y futuro. Una vez más nos quedamos con la letra en vez de oír la música que abre un camino de reconciliación con las propias heridas, con la propia biografía. Un camino de descubrimiento del valor intrínseco de la persona y su dignidad por encima de capacidades y un camino de desapropiación de las tareas pendientes.
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Este camino necesita de una profunda actitud de humildad y desprendimiento. Y ahora más que nunca la relación establecida con la persona enferma por el profesional que le acompaña, esa relación de seguridad se hace fundamental para sostener este itinerario. Un itinerario en el cual la experiencia que está viviendo se abre a la posibilidad del sentido y comienzan a aparecer los destellos de la aceptación, en forma de preparativos de su despedida, de resolución de asuntos pendientes, de conversaciones de despedida con algunas personas… También será nuestra tarea, desde esa relación de seguridad, contener y recoger el dolor de sus cuidadores, personas que quieren profundamente a esta persona que se está despidiendo. Es el momento crítico en que la claudicación de los cuidadores puede aparecer y por tanto todo el equipo asistencial debe prestar especial atención a ellos en este momento.
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7. Las emociones de los profesionales «Tú, aita, ¿no lloras porque eres médico?»
Nuestra hija murió en nuestros brazos un día 13 de enero a las tres y veinte de la tarde. Habían sido tres años y ocho meses de cuidados, desvelos, angustias, lágrimas y también alegrías, aprendizajes, crecimiento y transformación personal. A solas, en la habitación, nos despedimos de ella, lloramos y nos entregamos al dolor mientras abrazábamos su cuerpo ya sin vida. Aunque con la extraña sensación de que su espíritu aún permanecía en aquella habitación de hospital. Fuimos a la escuela donde estudia nuestro hijo mayor, de cinco años y medio, para comunicarle la noticia de la muerte de su hermana y le ofrecimos la posibilidad de venir al hospital a verla en la habitación antes de que fuera trasladada al tanatorio. No lo dudó y enseguida dijo que quería ir a verla. Iba al hospital con la curiosidad de quien va a ver algo nuevo, misterioso… La muerte… No había miedo en sus comentarios o preguntas. Mi esposa y yo en medio del impacto vivido nos encontrábamos expectantes, nerviosos. ¿Cómo reaccionará?, ¿sabremos ayudarle?, ¿será lo correcto? Nada más entrar y aproximarse al cuerpo mi esposa comenzó a llorar y el niño comenzó a hacerlo también, era un momento de gran emoción, dolor y a la vez de ternura. Yo, un poco separado, contemplaba la escena en silencio y conteniendo mis lágrimas… Fue entonces cuando me miró y entre sollozos me dijo: «Tú, aita, ¿no lloras porque eres médico?». Aquella pregunta fue como un pistoletazo de salida, como si se abrieran las compuertas de una presa y comencé a llorar abrazado a mi familia.
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Partiendo de aquella experiencia y de mi trabajo en un equipo de cuidados paliativos domiciliario quisiera compartir algunas reflexiones en torno a nuestra tarea como profesionales dedicados al cuidado de las personas que sufren. Nos han enseñado a separar nuestro conocimiento del afecto, como si el afecto restara capacidad de conocimiento de la realidad, cuando tal vez es todo lo contrario. A través del afecto se completa nuestra capacidad de conocimiento de la realidad. Nos escondemos tras nuestros títulos para ser «aparentemente» más eficaces, más profesionales… Sin embargo, cuando aprendemos a vincular conocimiento y afecto sin sobrepasar los límites de lo que es una relación de ayuda descubrimos que se abre ante nosotros un enorme potencial de sanación y mejora increíblemente nuestra intervención «profesional». Desde esta clave quisiera sugerir un itinerario de aproximación que nos ayude en este camino de descubrimiento y autodescubrimiento.
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1. Conectar con las propias emociones No es fácil estar al lado del dolor y del sufrimiento. Su presencia genera en nosotros una primera reacción casi instintiva: huir. El sufrimiento del otro genera en nosotros variadas emociones, unas nos impelen a huir, a alejarnos: miedo, ansiedad, impotencia, tristeza, rabia… Otras nos convocan a aproximarnos: compasión, ternura, amor… Todas ellas están presentes en nosotros. El primer paso para poder acercarnos es ser conscientes de todas ellas. En caso contrario toda nuestra relación de ayuda a esa persona sufriente va a estar teñida por nuestro mundo emocional. Seremos los profesionales los que estemos en el centro de esa relación y no la persona a la que tratamos de acompañar en su proceso. Estas emociones que el contacto con el dolor produce en nosotros se asocian a pensamientos primarios, muy primitivos, que provienen de nuestro cerebro reptil y que a su vez se asocian a experiencias previas de nuestra propia biografía. Hay un itinerario para esta tarea:
Identificar las propias heridas Todos, los profesionales también, tenemos heridas. Si hacemos una lectura de nuestra biografía podemos encontrar diversas experiencias que dejaron su marca en nosotros. Tal vez durante mucho tiempo han permanecido ocultas gracias a diversos mecanismos de defensa. Sin embargo, algo cambia en el momento en que nos acercamos a una persona sufriente. Su experiencia, sus emociones nos mueven y pueden ser ocasión de que aspectos de nuestra vida que creíamos sanados reaparezcan. No podemos hacer este camino a su lado si no somos conscientes de estas heridas. Y si en el curso de nuestra relación de ayuda detectamos que «algo» se mueve en nosotros no podemos dejarlo pasar sin más y es nuestra responsabilidad como profesionales profundizar en ello. Para esta tarea es fundamental la supervisión.
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Lograr la paz y la síntesis en nosotros mismos Pacificados y reconciliados con nuestra biografía. Estamos en condiciones de ponernos al lado del que sufre, de bajar con él al pozo de ese dolor que le consume. Paz como sinónimo de salud. Una paz integral e integradora que abarca todas las dimensiones de nuestra existencia. Juan Masiá recoge esta visión de una paz integral e integradora en una pequeña obra, titulada Respirar y caminar, de la cual he tomado algunos puntos que siguen a continuación: En paz con el propio cuerpo. Desde algo tan cotidiano como mirarse al espejo sin disgustarse con la propia imagen, figura, estatura o peso. La aceptación del propio cuerpo prepara el camino para que, en la medida en que este se deteriora y lo exterior va decayendo, lo interior se renueve de día en día. En paz con la propia biografía. Mirar en paz al pasado, mirar en paz las propias heridas. No somos mera biología. Somos biografía. Una historia que se va construyendo a lo largo de nuestra vida. En paz con la propia edad. Celebrando cada año, cada nuevo día. Al lado de las personas en el final de la vida tomamos conciencia de la irreversibilidad del tiempo. En relación pacífica y contemplativa con todo. Cuando miramos más allá de la superficie, cuando nos relacionamos desde el telón de fondo de la vida, la mirada contemplativa se convierte en un mirar y conocer del modo en que somos vistos y conocidos por la mirada de quienes nos quieren. Contemplamos así el mundo como aquella mirada que nos crea mirándonos y amándonos. En paz con la soledad, en medio de la cotidianidad. Cortada la relación ruidosa con las cosas y personas, se recupera la mirada contemplativa en la que aparece un nuevo modo de relacionarse con todo y con todos. Pero no basta retirarse a la soledad y el silencio, sino se los redescubre en medio de la 50
compañía y el ruido. De lo contrario se sufre inútilmente cambiando de lugar o buscando el retiro ideal, sin encontrarlo; a dondequiera que uno vaya lleva consigo los propios deseos desorientados. Esta paz no es ausencia de emociones, es la serenidad de estar anclado en el fondo de un mar, donde no existe la negatividad ni hay nada que perder. En paz con la conciencia. Existe una desproporción entre nuestras aspiraciones por un lado, y nuestras capacidades reales por otro… En cambio, teníamos otras capacidades que no hemos desarrollado y han terminado por atrofiarse. Debemos ser conscientes del propio límite. Aumentar la capacidad de pedir y recibir ayuda Abandonar toda pretensión de omnipotencia, toda pretensión de control. Reconocer el propio límite. Y así poder pedir ayuda y estar dispuestos a recibirla. Es la condición de posibilidad para poder acompañar. Moverse en el límite, vivir al límite nos hace responsables de conocer los propios límites. Ayuda al equipo, y a veces todo el equipo puede ser quien necesite ayuda. Interiorizar esa zona oscura Reconocer nuestras sombras. Hacernos cargo de ellas para interiorizarlas supone profundizar en ellas, no pretender vivir lejos de ellas apartándolas como si no fueran con nosotros, sino estas nos asaltarán cuando menos lo pensemos. Una vez más trabajo personal. No es eliminar el sufrimiento, sino verlo como oportunidad ¿Qué es para ti el sufrimiento? Responder a esta pregunta es clave para poder afrontar el propio sufrimiento, que es la condición de posibilidad de un adecuado acompañamiento a las personas en el final de la vida. Nadie desea sufrir, pero cuando este nos alcanza y penetra en nuestras vidas podemos intentar huir de él o aceptar el reto que nos lanza: desvelar el sentido de esta experiencia que me toca vivir.
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¿Cómo acompañar en un camino de descubrimiento del sentido si soy el primero en negarlo y en huir del sufrimiento? Posibilita no ser insensible Este proceso personal e interior nos posibilita una mayor sensibilidad ante el dolor del otro. Nos permite conectar con esa parte herida del otro que también está en nosotros y que hemos reconocido. Y al hacerlo desde la integración personal de esa parte de nosotros, esta conexión es una conexión empática (no simpática). Es decir, puedo distinguir qué hay de mí y qué hay del otro en esa conexión. Me posibilita ser sensible y al mismo tiempo no perderme en el dolor del otro como si fuese el mío. Coloca en simetría moral Ahora ya no hay uno que está por encima del otro. Las barreras, las distancias, las «categorías» se disuelven. La relación entre el profesional y la persona sufriente es la relación de dos seres humanos que se encuentran portando cada uno sus heridas y sus capacidades. Sí, los enfermos tienen capacidades. En su fragilidad y vulnerabilidad física o psíquica descubrimos una increíble riqueza y sabiduría que tiene un potencial transformador de todas aquellas personas que tenemos el privilegio de estar a su lado. ¡Cuántas veces hemos dicho lo que tal o cual paciente o familiar nos ha impactado y enseñado! Y entonces, ¿por qué no se lo decimos? Esta condición de simetría moral tendrá un peso muy importante a la hora de tomar decisiones, y hablaré de ello un poco más adelante.
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2. Dejarse afectar Decía antes que ese proceso interior nos posibilita conectar con el otro. No ser insensibles al dolor del otro. Esta sensibilidad que me posibilita todo un itinerario y que hace que el otro se sienta comprendido, los psicólogos la denominan empatía. La empatía implica que soy capaz de captar lo que el otro está viviendo (primer movimiento) y hacérselo saber (segundo movimiento) permaneciendo en mí mismo, es decir: el que tiene la enfermedad es él, el que experimenta la pérdida es él, no soy yo, yo tengo mis propias heridas, pérdidas y sufrimientos. Me dejo afectar, no soy indiferente a esta experiencia, percibo su dolor, su angustia, su tristeza y/o su enfado (primer movimiento) y luego le comunico lo que he descubierto, le hago saber así que su dolor, su tristeza, su angustia y/o su enfado no acontecen en soledad, que estoy ahí a su lado. Y puedo estar porque no me hundo ni me dejo arrastrar por su dolor, su tristeza, su angustia y/o su enfado. Si por el contrario desde su dolor entro en el mío propio ya no hablamos de empatía, sino que lo llamamos «simpatía».
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3. Escuchando Algo que siempre han destacado las personas que han pasado por nuestro servicio para realizar prácticas es el asunto de la escucha. Y es que este constituye un aspecto clave en este caminar. Cito con frecuencia la frase de un jesuita que, cuando era preguntado por la dificultad de hablar en japonés, él contestaba que «lo auténticamente difícil era callarse en japonés». En la escucha atenta y activa podemos captar esa «letra y esa música» de la que hablaba antes. Y no me resisto a poner aquí un texto que en una charla le escuché a Iosu Cabodevilla, amigo y un maestro en el arte de acompañar personas en el final de la vida (que él reconoce con humor que no es suyo, como veréis al pie del mismo): Cuando te pido que me escuches y tú empiezas a darme consejos, no has hecho lo que te he pedido. Cuando te pido que me escuches y tú empiezas a decirme por qué no tendría que sentirme así, no respetas mis sentimientos. Cuando te pido que me escuches y tú sientes el deber de hacer algo para resolver mi problema, no respondes a mis necesidades. ¡Escúchame! Todo lo que te pido es que me escuches, no que hables o que hagas. Solo que me escuches. Aconsejar es fácil. Pero yo no soy un incapaz. Quizás esté desanimado o en dificultad, pero no soy un inútil. Cuando tú haces por mí lo que yo mismo podría hacer y no necesito, no haces más que contribuir a mi inseguridad. Pero cuando aceptas, simplemente, que lo que siento me pertenece, aunque sea irracional, entonces no tengo que intentar hacértelo entender, sino empezar a descubrir lo que hay dentro de mí.
Iosu Cabodevilla confiesa que ha plagiado estas palabras a J.C. Bermejo, que confiesa las tomó de A. Pangrazzi. Este las había robado de R. O’Donnel, que nunca confesó su verdadera fuente.
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¿Qué es acompañar? Acompañar viene de la conjugación de varios verbos: estar, reír, llorar, descansar, compartir, permanecer, dejar marchar…
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Acompañar es saber estar A lo largo de estos años contemplando a las familias que cuidaban de sus seres queridos y desde la propia experiencia personal, uno de los aspectos que más he reflexionado es precisamente el «estar». «Estar» entendido como «hacer acto de presencia» al lado del que está sufriendo. Decía el Dr. Marcos Gómez Sancho en el pasado Congreso Nacional de la SECPAL que «el médico no acude a ver a su paciente para aliviar el sufrimiento, sino porque está sufriendo». Esta misma frase refleja un cambio de actitud y explica a qué me refiero con eso de «estar», «hacer acto de presencia». En una película de hace algunos años el actor Nicolas Cage interpreta el papel de un paramédico de una UVI móvil de alguna gran ciudad norteamericana. En plena crisis personal ante el hecho de no haber podido salvar la vida de una adolescente que ha muerto por sobredosis, resume en una frase el proceso interno que se está operando en él: «He descubierto que lo nuestro no es salvar vidas, sino hacer acto de presencia ante el sufrimiento de la gente, ser pañuelo de lágrimas». Para cuidar hay que «estar». Unas veces habrá que hacer muchas cosas, pero la mayor parte de las veces todo lo que hay que hacer –y no es poco– es «estar». Estar con todos los sentidos dispuestos, para que no se escape nada. Estar como la madre de Jon Ander, que entendía hasta el más mínimo gesto de su hijo afecto de un tumor cerebral. O como la madre de Manolo, que no quiere renunciar a estar junto a su hijo en estado vegetativo persistente, y así lo hace día tras día. Para ellas, como para tantos otros, «cuidar» es saber estar.
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Acompañar es saber reír ¿Se puede reír en medio del dolor y del sufrimiento? Sí, por supuesto que sí. Matías, mi compañero de trabajo en el programa domiciliario, y yo somos unos privilegiados al haber sido testigos de las risas de pacientes y sus cuidadores. Cuando todo puede parecer que llama a la tristeza: enfermedad, discapacidad, proximidad de la muerte… estas personas nos han enseñado que la tarea de acompañar necesita también saber reír. Hemos reído junto a María, que llama al bote de alimentación enteral de su hijo el «botellón». O con Gonzalo, que atrapado su cuerpo en una silla por la ELA recibe a un periodista diciéndole: «Disculpe que no me levante». A través de la risa hemos sido testigos del alivio del sufrimiento, mejor que con cualquier otra droga milagrosa. La risa ha dado la paz que faltaba en un momento de angustia.
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Acompañar es saber llorar Pero ¡ojo! Cuidar también es saber llorar. Llorar nos da la fuerza que necesitamos para seguir la tarea de cuidar. Si no lloramos, si no nos ponemos en contacto con los sentimientos que afloran de nuestro interior, la energía se va consumiendo, las fuerzas van fallando y sobreviene el agotamiento y la claudicación. Dice Jorgos Canacakis: «Las lágrimas no lloradas vagan por el cuerpo». Y salen por donde menos uno lo espera, añadiría yo. Lágrimas de impotencia ante el hecho inevitable de la muerte inminente cuando en la cocina de su casa explicaba a la familia de Laura que su madre se moría. Lágrimas que afloran como oración-protesta a Dios: «¿Qué ha hecho de malo mi hijo para merecer esto?». Lágrimas que reflejan la soledad del hombre de ochenta y siete años cuando acaba de fallecer su esposa y sentados en la sala de su casa me aprieta la mano… Lágrimas que se nos contagian a los que acudimos a cuidar y que paradójicamente nos hacen más fuertes y nos confirman en la tarea asumida. «Y si las lágrimas vuelven ellas me harán más fuerte» (Luz Casal).
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Acompañar es saber descansar Para poder acompañar hay que saber descansar. Cuántas veces antes de salir de un domicilio la principal receta que hacemos es que el cuidador descanse. Y qué difícil es descansar cuando tu ser querido está enfermo o sufriendo en la habitación contigua (o en tu misma habitación). La hija de María Dolores nos dice que ahora ha aprendido que necesita tiempo para ella. Y nosotros le hacemos una fiesta cuando hemos ido a su casa un día y hay otra persona cuidando a su madre porque ella se ha ido unos días de camping con su marido. La esposa de Tomás al principio no salía de casa ni a comprar, pedía que sus hijos le trajeran la compra. Hoy ella tiene su paseo diario, su encuentro con las amigas. Todos regresan luego a casa. Seguirán cuidando a sus seres queridos, porque han aprendido a descansar.
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Acompañar es saber compartir Entre las cinco hijas cuidaban a turnos a su padre, afecto de un accidente cerebrovascular que le había postrado en una cama y no podía hablar. No mucho tiempo después su madre enfermaría de cáncer y moriría en la habitación junto a su marido. Compartieron salud y enfermedad, y la compartieron hasta el final. Y esta misma familia nos sorprendió una mañana de Navidad cuando al ir a verles nos contaron que habían tenido para la cena de Nochebuena un invitado especial. Se trataba de un indigente que solía dormir en la calle, cerca de su casa. La enfermedad de sus padres no fue obstáculo para que estas cuidadoras invitaran a su mesa, a compartir su cena, a aquel mendigo. Ellas nos decían al día siguiente, con satisfacción y alegría: «¡Cómo comía! ¡Y qué contento se le veía!». Acompañar es una escuela para compartir y compartiendo aprendemos a acompañar.
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Acompañar es saber permanecer Uno de los aspectos que más llama la atención en esto del acompañar es que muchos de los cuidadores que hemos conocido llevan años haciéndolo. A veces es una tarea breve, pues la enfermedad es muy agresiva y acaba pronto con la vida de la persona enferma, pero otras son muchos años de estar al lado, de pasar crisis, de sentir el temor a que sea ya el final. Cuidar es en muchos casos saber permanecer día a día, noche tras noche en medio de la incertidumbre de un desenlace que no tiene fecha. Pienso en Bibi, que lleva dieciocho años cuidando a su esposo afecto de alzheimer, en María, cuidando a su ama durante más de ocho años, después de haber cuidado a su padre antes. Y ahí están. No faltan risas, ni llantos, momentos de descanso y de crisis. Pero permanecen. Son toda una escuela de fidelidad. Y nosotros, afortunados de ser testigos de estas historias.
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Acompañar es saber dejar marchar… Esto será cosa de un capítulo más adelante y seguramente la lección más complicada. Todo esto es posible si trabajamos desde el modelo del Sanador Herido que proponía H. Nowen. Desde este enfoque podemos encontrar cuatro modos para hacer este camino, pero solo uno nos lleva por el itinerario que antes comentaba. Nos podemos relacionar: De Herida a Herida. Responde al sufrimiento del otro limitándose a compartir las penas, el dolor, añadiendo el propio sufrimiento al del otro con el objetivo de mostrar la solidaridad y cercanía con él, coincidiendo únicamente a nivel de herida. Es una conducta típica de la persona que técnicamente denominamos simpática, que lleva, identificándose con la herida del otro, a confirmar o agravar el sentimiento de impotencia vivido por ambos. No le ayudamos al otro a utilizar sus recursos, porque tampoco nosotros utilizamos los nuestros. De Sanación a Herida. Ignora lo negativo de la propia herida y se encuentra al otro exclusivamente como sufriente. En el fondo, nos presentamos al otro como salvadores, asumiendo la responsabilidad del problema del otro. Este tipo de relación puede disminuir la capacidad de respuesta del otro bloqueándole sus recursos internos positivos. Son aquellas personas que dan consejos no pedidos, proponen soluciones inmediatas… Es un enfoque típicamente paternalista y genera dependencia y una gran indefensión, pues no ayuda a articular ni a desarrollar los recursos del otro. Y eso sí, nosotros acabamos viviéndonos como imprescindibles. De Sanación a Sanación. Una visión maníaca de la realidad, muy de la psicología positiva. Es el «yo estoy bien, tú estás bien», negando la experiencia real de herida y de sufrimiento del otro, centrándose tan solo en sus capacidades, sin ayudarle a sanar la herida. Es como si el problema, en realidad, no existiera. Se formula en frases como: «No te preocupes, eso no es nada, tú puedes con eso y con más, lo que tienes que hacer es no pensar en ello…».
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De Sanador Herido a Sanador Herido. Consiste en que el compañero de viaje del paciente encuentra a este tanto desde su poder sanador como desde el reconocimiento de su herida, descubriendo también en la otra persona ambas dimensiones y conectando con ellas. Apelando a las fuerzas curativas presentes en la propia persona, sabe integrar lo negativo y reconciliándose con los propios límites se deja tocar por la tragedia del otro desde la sensibilidad y la misericordia propias de quien se siente limitado. Me permitirá volverme sensible a la herida del otro, pero no mostrándole necesariamente mis propias heridas, sino desde la experiencia del sufrimiento reconciliado y las actitudes que de ahí surgen (comprensión, sentido de la esperanza, etc.). Obviamente este es el modelo en que se enmarca nuestra propuesta y el modelo de relación desde el que trabajamos.
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8. Tomando decisiones El compromiso es no abandonar
La enfermedad avanza irremediablemente y empieza a ser necesario tomar decisiones. Decisiones que se toman en un contexto de gran impacto emocional y que son de una enorme importancia no solo en el momento de tomarlas, sino después a lo largo del proceso de duelo, pues volverán a ellas. Por ello, el modo de tomar estas decisiones, la actitud de los profesionales en el proceso y el acompañamiento que se haga durante el mismo serán claves. En concreto las decisiones relativas a los tratamientos de soporte vital son decisiones que se enmarcan en esa frontera entre la vida y la muerte, y en ellas es muy importante el papel desempeñado por los clínicos. Facilitar esa toma de decisiones implica el desarrollo de habilidades por parte de los clínicos. La relación que se establece entre los clínicos y los pacientes y/o sus familiares puede enmarcarse en diferentes modelos: Un modelo paternalista, en el cual el clínico sabe lo que le conviene al paciente. Posee el conocimiento y decide por el paciente. Un modelo informativo, en el cual el clínico informa de un modo aséptico y deja la decisión en manos del paciente y/o su familia. No se involucra. Acompañar el proceso de toma de decisiones en el final de la vida necesita un modelo distinto, un modelo deliberativo que sopesa los valores que están en juego y coloca al paciente y/o su familiar en simetría moral con el clínico. Esto exige de este formación en bioética y en comunicación deliberativa. La bioética es una parte de la ética aplicada que usa los principios éticos para la toma de decisiones y resolver dilemas presentes o futuros en medicina y biología. Busca encontrar soluciones razonadas, sólidas y defendibles a problemas morales.
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La ética clínica es una metodología que promueve la toma de decisiones respetando los valores de quienes intervienen y que permite resolver y orientar la inmensa mayoría de dilemas en la atención de enfermos al final de la vida. Principio de Beneficencia. El agente de salud tiene como objetivo principal y directo de su accionar el bien del paciente, según su propia conciencia y saber. Principio de No-maleficencia. Se basa en el antiguo principio primum non nocere, ante todo no hacer daño. Principio de Autonomía. En una sociedad democrática todo ciudadano es responsable de sí mismo y enteramente soberano de su destino. Es el paciente quien, en pleno ejercicio de sus facultades e independencia, debe decidir los actos médicos que sobre él se proponen. El médico debe respetar este principio, consultando al paciente y haciéndolo partícipe de su situación en todo momento. Principio de Justicia. Todo paciente debe recibir los cuidados y tratamientos médicos que le corresponden, con los recursos disponibles administrados bajo un principio de equidad. Estas decisiones se van a ver influenciadas también por los aspectos culturales y religiosos. Algunos estudios hablan de que la población no blanca es menos probable que acepte órdenes de no reanimación o acepte la retirada de tratamientos o elabore voluntades anticipadas. Desde algunas culturas hay una visión del sufrimiento como algo redentor. Y por otra parte la idea de que sólo Dios sabe cuándo es la hora de morir puede influir en la toma de decisiones. Por su parte varias religiones tienen opiniones específicas sobre este tema. Muchas de ellas enseñan que cuando la muerte es inevitable y no debida a la ausencia de hidratación o nutrición, no hay ningún problema en rechazar o retirar. En el número 2.278 del Catecismo de la Iglesia Católica podemos leer: La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el «encarnizamiento terapéutico». Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas
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por el paciente, si para ello tiene competencia y capacidad, o si no por los que tienen los derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente.
En este marco y modelo comunicativo quiero hacer referencia a dos de las situaciones más delicadas en el proceso de toma de decisiones al final de la vida, son las decisiones relativas a la retirada de la nutrición y la hidratación.
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Sobre la nutrición La pérdida de peso es algo común en los pacientes de cáncer. Existen varios mecanismos involucrados: Descenso de la ingesta calórica. Tasa metabólica incrementada. Deficiencias nutricionales y vitamínicas específicas. Rutas metabólicas alteradas. Puesto que el cáncer se asocia a la pérdida de apetito y a la disminución de la ingesta se estudió si el aporte de nutrientes enteral o parenteralmente mejoraría la calidad de vida. Lo que se vio es que esta mejora solo ocurría en determinadas circunstancias. Puesto que esto contradice el saber popular «comer es igual a vivir», es necesario que el clínico conozca la evidencia y desarrolle habilidades para la comunicación sobre este tema con pacientes y familias. La nutrición artificial es un «cuidado normal» para proporcionar una nutrición por vía oral para el paciente que quiere comer. Esto incluye llevar comida a la boca, incluso si el paciente está demasiado débil para hacerlo. Para el paciente que necesita ayuda, prestar especial atención a la apariencia, color, olor y consistencia puede ser necesaria para hacer los alimentos apetitosos. Sin embargo, es poco ético e ilegal para forzar al paciente a comer si el paciente se niega a hacerlo. La administración de la nutrición por una ruta alternativa se indica si el paciente tiene hambre y no puede comer (es decir, cuando hay una anomalía neurológica que afecta a la deglución o un cáncer que produce una obstrucción esofágica). No hay evidencia de que la nutrición artificial por sí sola mejore la capacidad funcional o de energía, alivie la fatiga o mejore la supervivencia o el control de los síntomas (excepto el hambre) si es el cáncer el responsable de la anorexia y pérdida de peso. Hay dos razones más comunes citadas para la instauración de la nutrición enteral en pacientes con cáncer:
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Mejorar la fatiga o la «fuerza» y evitar «morir de hambre». Los pacientes y familiares creen erróneamente que el paciente es débil porque él o ella no está comiendo. Más aún, creen erróneamente que si el paciente no come, él o ella va a morir. Sin embargo, en contraste con la sabiduría convencional, no hay pruebas de que la nutrición enteral mejore el nivel de energía o la supervivencia en el paciente con cáncer progresivo. Con la excepción de los pacientes con una razón mecánica para no ser capaz de comer. Sabemos que si el cáncer no es reversible, la fisiopatología de la caquexia anorexia tumoral tampoco lo es y ningún estudio ha demostrado mejores resultados de la alimentación enteral sobre la alimentación oral sola. Además la alimentación por gastrostomía (PEG) aumenta el riesgo de aspiración. Y también se asocia a mayor mortalidad. Se describen hasta un 35% de complicaciones (infección, obstrucción, edema, ascitis, neumonía por aspiración). Y no hay evidencia de que la nutrición enteral mejore la supervivencia o mejore la calidad de vida. El paciente ya llevaba tiempo sin ganas de comer sin que ello supusiera para él sufrimiento. Sin embargo, es el SIGNIFICADO de «NO COMER» lo que genera malestar al paciente y la familia. Encontrar significado es un asunto emocional y espiritual, no biológico. Aunque colocar un tubo de alimentación puede evitar dialogar sobre el significado de la anorexia, no trata el síntoma y retrasa la decepción que vendrá después. En conclusión: La evidencia científica no ha mostrado un beneficio general en los pacientes con cáncer. Ha mostrado beneficio en limitadas circunstancias: toxicidad prolongada del tracto gastrointestinal (trasplantes médula ósea) o en peroperatorio cuando hay malnutrición previa.
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Incluso algunos metaanálisis sugieren que mueren incluso más rápido.
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Hidratación artificial La administración de fluidos intravenosos (IV) es uno de los tratamientos más comunes. La vía subcutánea está subutilizada. La razón más común e inapropiada para considerar los fluidos IV en un marco de situación de últimos días es tratar la sed o prevenir la muerte por deshidratación. La fisiopatología de la deshidratación en los pacientes con cáncer tiene un patrón mixto. Pero los síntomas son distintos si se trata de un paciente ambulatorio o de uno encamado. Mientras una persona sana experimentará una mejoría de la sed severa, fatiga y malestar general, una persona seriamente enferma no. No hay evidencia de que la administración de fluidos IV o enteralmente alivie la sed. Lo que sí mejora la sed es retirar medicamentos con efectos anticolinérgicos y un buen cuidado de boca y labios. Además se ha visto que se asocia con liberación de endorfinas. Cómo manejar ahora la comunicación para la toma de decisiones. Proponemos aquí un modelo de siete pasos tomado de un artículo científico en Internet: http://cme.medscape.com/viewarticle/718781 («End-of-Life Care in the Setting of Cancer: Withdrawing Nutrition and Hydration», Linda Emanuel, MD, PhD; Frank D. Ferris, MD; Charles F. von Gunten, MD, PhD, FACP; Jaime H. von Roenn, MD). 1. Encuadre: Estar familiarizado con las políticas y legislación. Las políticas de la institución en la que se trabaja. La legislación vigente. A veces se deduce que una determinada política institucional refleja una legislación. 2. Percepción: Pida al paciente y su familia que le digan lo que ellos entienden.
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Escuchar la relación que ellos ven entre la enfermedad y los patrones de alimentación y bebida. «Si comiera estaría más fuerte.» «No quiero que muera deshidratado.» 3. Invitación: Dialogar/reconfirmar los objetivos generales de la atención. «¿Podemos revisar los objetivos globales de su cuidado?» «Déjeme decirle lo que yo entiendo que desea como plan de su cuidado.» Hablar de la enfermedad. 4. Conocimiento: Establecer el contexto para el diálogo. Asegurarse de establecer el contexto en el cual o por el cual se debe discutir la nutrición o hidratación artificial. La clásica frase: ¿Quiere que hagamos TODO? Esta pregunta muy eufemística y engañosa no reconoce contexto. ¿Cuándo estamos hablando? ¿Hablamos de «hoy en día» o de cuando el paciente se está recuperando de una infección o de los efectos secundarios de la quimioterapia, o de cuando el paciente se está muriendo a pesar del tratamiento médico máximo? «Todo» es una palabra demasiado amplia y es fácilmente malinterpretada por las familias, especialmente cuando creen que «todo» no se ha hecho o no se está haciendo. Explore cómo va a contribuir a los objetivos globales o a mejorar la situación. Discuta preferencias de tratamiento: Lenguaje adecuado. De la información poco a poco. Refuerce el contexto en que la decisión se aplicará. Pare con frecuencia para comprobar reacciones. Anime a preguntar. Clarifique malentendidos. Abordar los conceptos erróneos. Esté atento a las señales, tales como: «Yo no quiero que se muera de hambre». «La deshidratación es una manera miserable para morir». «No podemos limitarnos a dejarla morir».
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Estas afirmaciones a menudo expresan metas para la familia tanto o más que para el paciente. Utilice un lenguaje claro, sencillo, para ayudar a los pacientes y las familias a entender las verdaderas causas de la situación, por ejemplo: «El cáncer está consumiendo todas tus fuerzas». «El hecho de que su corazón esté tan débil es lo que le está haciendo perder el apetito y se sienta tan cansado». «Puedo entender por qué usted podría pensar eso, pero se está muriendo de cáncer, sin hambre». Dedicar tiempo a explicar aspectos como la boca seca, el delirium, la ausencia de diuresis. 5. Emoción: Responder a las emociones. En este diálogo, responder a la ansiedad del paciente y la familia, y validar el contenido emocional. Silencio empático y el reconocimiento de la situación con una frase como: «Me gustaría que las cosas fueran diferentes». 6. Planificación: Establecer y aplicar el plan. Plan que esté bien articulado y entendido. Los siguientes pasos pueden ser tan simples como: La planificación para discutir el tema de nuevo en la próxima visita, o de convocar una reunión familiar para discutir más el plan de tratamiento propuesto. O tan complejo como: La organización de enfermería, trabajo social y la intervención de capellanía, o asegurarse de que un miembro de la familia clave que vive fuera de la ciudad sea avisado. Si se van a realizar ensayos para comprobar la respuesta del paciente a un tratamiento de soporte vital, deben ser de duración limitada y adecuadamente informados al paciente y la familia. Documentar y difundir el plan para que todo el equipo asistencial lo conozca. 7. Revisar: Reevaluar y revisar periódicamente.
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Pacientes y familias pueden cambiar sus metas de atención y prioridades de tratamiento, por lo tanto, debemos revisarlas periódicamente. Una vez que presenta una situación y la información (por ejemplo, que los fluidos y la nutrición no están ayudando y puede ser perjudicial), los pacientes y sus familias pueden tomar algún tiempo para decidir cambiar el plan de cuidados. Esta revisión es reconfortante para el paciente y la familia: saber que el plan puede cambiar en cualquier momento genera tranquilidad.
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Ayudar a familiares y profesionales en su necesidad de dar atención Los familiares y los profesionales de la salud con frecuencia se sienten impotentes frente al cáncer. Su defensa de la alimentación o hidratación artificial puede ser una respuesta a este sentimiento. Una falta de comprensión de la situación (por ejemplo, ella estará más fuerte si come más, no morirá si come, su boca no estará tan seca si tiene una vía venosa con un suero). O como una respuesta emocional (por ejemplo, es importante para defenderse). «Hacer algo» puede ser una motivación importante para el profesional y un equivalente a proporcionar una buena atención médica. Identificar la necesidad emocional que se cumple al proporcionar alimentos y agua, particularmente para las familias y otros profesionales sanitarios. Ayudar a la familia a encontrar formas de demostrar su cariño frente al «dejar que la naturaleza siga su curso», y enseñar las habilidades que necesitan para poder ser efectivos. Un objetivo importante es permitir que la familia y los profesionales se sientan útiles y no impotentes. Los ejemplos incluyen: Coma por placer. Plan de las interacciones sociales que no se centran en las comidas. Leer o ver películas juntos. Mirar fotos juntos. Participar en el cuidado de la boca. Masajes en las extremidades con aceite perfumado. Realizar tareas, tales como limpieza, jardinería. Recordar y contar historias.
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Discutir el traslado a UCP Es mejor proponerlo como respuesta a una necesidad que como algo que asumir cuando no hay nada que hacer. Explorar la comprensión de la situación. Si hay una comprensión de que lo importante es el confort, la calidad de vida y el apoyo emocional y práctico, la UCP se puede presentar como una forma de aportar recursos adicionales para el paciente y su familia. Todo este camino en el proceso de toma de decisiones en muchas ocasiones se hace sólo con la familia, pues el paciente no se encuentra en condiciones de participar en él. Por ello es muy importante haber dialogado estos aspectos en etapas más precoces de la enfermedad o disponer de un «documento de voluntades anticipadas» (en los anexos podemos encontrar un modelo) que será de gran ayuda para todos los involucrados.
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9. Dejar marchar Decir adiós no es lo mismo que olvidar, ni siquiera se le parece
Después de un largo (a veces corto) recorrido al lado del enfermo, la enfermedad se impone y la persona enferma y su cuidador enfrentan el final de su vida. Algo temido durante todo el tiempo anterior, de pronto se hace presente y toda la negación desplegada para defenderse de esta realidad se viene abajo. En este momento será fundamental «dejar marchar». Aún recuerdo cuando nuestra hija estaba ingresada en el Hospital Virgen del Camino de Pamplona en sus últimos días. Sabíamos que el final estaba próximo, pero nos resistíamos a aceptarlo. Fue fundamental la intervención de la enfermera de la planta, Martina. Con una enorme delicadeza y cariño nos supo decir: «A veces los niños necesitan que les demos permiso para morir». Fue el paso que nos faltaba por dar. Era la posibilidad de enfrentar la realidad. Y así, poco a poco, a su lado le fuimos hablando con serenidad y con una enorme emoción: «No queremos que mueras, sabemos que es inevitable, no tengas miedo, estamos contigo y estarás muy bien…». No sé lo que podía oír y mucho menos entender. Pero para nosotros esta última tarea de dejar marchar fue fundamental en la tarea de despedirnos. Suponía decir adiós, pero para nada olvidar. En muchos casos durante esta última etapa la persona enferma permanece la mayor parte del tiempo dormida, su funcionamiento cerebral está disminuido y permanece encamada. Entramos en lo que se denomina agonía y que los que trabajamos en paliativos preferimos denominar «situación de últimos días».
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¿Qué es la agonía? Si acudimos a los diccionarios encontramos diversas definiciones: «Estado que precede a la muerte en las enfermedades en las que la vida se extingue gradualmente». Diccionario Terminológico Ciencias Médicas, Barcelona, 1974. «1. Angustia y congoja del moribundo; estado que precede a la muerte». Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, Madrid, 1992.
Lo que clínicamente vemos es que su duración es variable, habitualmente menor de una semana. Si hay pérdida de conciencia no suele ser mayor de tres días. Se caracteriza por: Deterioro físico general rápidamente progresivo. Debilidad (postración, encamamiento). Alteración del nivel de alerta/cognición. Disminución ingesta. Alteración de las constantes fisiológicas. Y la percepción de muerte inminente, por parte de todos los implicados: el propio paciente, su familia y el equipo que le atiende. Sin lugar a dudas es una situación única para todos, un tanto difícil de definir y muy CAMBIANTE y DINÁMICA. ¿Cuáles son los objetivos que nos plantearemos en esta etapa? Son tres: Confort. Prevención de crisis. Prevención del «recuerdo doloroso».
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El confort Buscamos el bienestar, prestando especial atención a lo subjetivo, a lo que el paciente expresa, muchas veces por encima de lo que vemos. (A veces observamos a un enfermo con síntomas de dificultad respiratoria que al ser preguntado por si le cuesta respirar nos dice con toda claridad que no, que lo que le molesta es otra cosa, por ejemplo la sequedad de boca.) Para este confort es fundamental, en lo posible, anticiparse a lo que pueda ocurrir y provocar disconfort. Y ante todo ser realistas en los objetivos.
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Prevención de crisis Es un momento crítico en el que pueden pasar muchas cosas. Las crisis pueden ser no solo físicas (hemorragias, convulsiones…), sino también emocionales (claudicación, angustia…). Por eso es fundamental dejar claras todas las indicaciones de tratamiento para cada situación que nosotros denominamos: rescates y «condicionantes». Claras para la familia e incluso para otros profesionales.
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Prevención del recuerdo doloroso Es un momento único, como decía antes. La intensidad de este momento, con una sensibilidad a flor de piel, hace que todo lo que ocurre se registre consciente o inconscientemente. Así, una imagen, un sonido, un olor, un comentario… se puede instalar en la memoria del cuidador de un paciente en situación de últimos días y puede ser el origen de un duelo patológico. Por eso es muy importante tener sumo cuidado con lo que se dice, se hace y también con lo que no se dice o no se hace… ¿Cuál debe ser la actitud general del equipo? Realizar una evaluación intensiva tanto del paciente como de la familia. Ajustar el tratamiento farmacológico, pues es muy posible que fármacos que había tomado durante toda su vida ahora sean totalmente innecesarios. Este ajuste puede suponer un cambio vía administración de los fármacos. Hacer prevención y tratamiento de los síntomas. El cuidado y apoyo de la familia. En la última semana los síntomas son muy diversos. Recojo en la tabla 1 dos estudios sobre la prevalencia de estos síntomas, el primero sobre una muestra de 176 pacientes y el otro sobre una muestra de 2.074 pacientes. En cualquier caso lo que nos queda claro es que sigue siendo fundamental un adecuado control de síntomas en esta etapa de la enfermedad. No voy a ponerme a describir aquí el tratamiento de todos estos síntomas. Eso está perfectamente descrito en innumerables manuales y tratados de medicina paliativa. Sí voy a hacer referencia a la atención que los profesionales debemos prestar a las familias de estos pacientes, en especial al cuidador principal:
Tabla 1 Astenia (cansancio) 76% Anorexia (falta de apetito) 68% Xerostomia (boca seca) 61%
Anorexia 71% Dolor 66% Xerostomia 49%
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Depresión 52% Dolor 52% Ansiedad 50% Estreñimiento 49% Disnea (dificultad para respirar) 39% Alteración del sueño 34% Confusión 30%
Tristeza 47% Disnea 44% Estreñimiento 41% Insomnio 36% Náuseas/Vómitos 36% Disfagia (dificultad para tragar) 35% Confusión 33%
Conill et al., JPSM, 1997; 14:328-331.
Addington-Hall et al., Palliat Med., 1995; 9:295-305.
Aumentar la disponibilidad. Los síntomas como hemos visto son múltiples y son cambiantes. La presencia física (entrar en la habitación del paciente hospitalizado varias veces) o llamar por teléfono cuando se encuentra en su domicilio, amén de la disponibilidad telefónica, van a marcar una diferencia en la vivencia de este proceso y van a contribuir a evitar la claudicación del cuidador. Favorecer la expresión. Las vivencias se agolpan en los cuidadores y en toda la familia. Dar tiempo y espacio a la expresión de todo ello. Ser hospitalarios, dar hospitalidad a todo ese mundo interior será muy importante en este momento. Hacer revisión del proceso. Estamos en los últimos días y las conversaciones y las miradas de los cuidadores van a hacer un repaso de todo lo acontecido desde aquel fatídico día en que alguien les diagnosticó la enfermedad. Revisar los acontecimientos, hacer lectura del camino vivido, del «viaje» realizado. Liberar de culpas, validar decisiones tomadas será sin duda de gran ayuda. Proporcionar nueva información. Los síntomas cambian, la enfermedad y su historia natural siguen evolucionando. La información sigue ahora siendo una herramienta terapéutica de primer orden. A través de la información el cuidador puede recuperar el control sobre una situación que él/ella creía perdida. Nosotros en este momento explicamos a los cuidadores los síntomas propios del final y sus significados. Es importante que el cuidador tenga los suficientes conocimientos sobre lo que está ocurriendo: síntomas del enfermo, formas de aliviar, aspectos que son absolutamente normales y que en ningún caso son causa de sufrimiento. De este modo reducimos el estrés del cuidador y aumentamos su capacidad de afrontamiento de la situación (lo recojo aquí intentando transcribir nuestras propias palabras):
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Alteraciones de la respiración. «En este momento podemos observar que la respiración se hace irregular, con momentos de mayor agitación intercalados por pausas (apneas) de una duración variable y que son muy premonitorias de que el final está cerca. Nuestra respiración es automática, respiramos mientras dormimos y no somos conscientes de ello. De igual manera nuestro ser querido en esta última fase no es consciente de esa respiración, para nosotros tan extraña o incluso angustiosa. Por eso sabemos que no le produce sufrimiento.» Y añadimos: «Si han oído hablar del síndrome de la apnea del sueño sabrán que quien lo padece no es consciente de sus apneas, por analogía las apneas de esta etapa final también son inconscientes». Estertores. «Es posible que aparezcan los llamados estertores. Son ruidos respiratorios que se producen por el movimiento de las secreciones respiratorias en los “tubos” respiratorios. Si el paciente está dormido, no son más que un ruido y no le provocan molestia alguna. No se está ahogando. Lo cual no quita que a los que estemos cerca ese ruido se nos meta hasta dentro, por eso intentaremos con algunos fármacos prevenirlo.» Fiebre. «Es frecuente que en los últimos días aparezca la fiebre, picos de fiebre más o menos alta. No tienen un origen infeccioso, sino que es el propio tumor su causa. Su tratamiento lo haremos con medidas caseras, paños o toallas húmedas, evitando exceso de mantas y solo si es muy alta o molesta usaremos algún fármaco.» Frialdad de las extremidades. «En este momento la circulación sanguínea se concentra en los órganos vitales, por eso las extremidades, manos, pies y la propia nariz, las notaremos frías y pálidas. Es absolutamente normal y propio de este momento.» Quejido, dolor y fallo cerebral. «El cerebro, al igual que otro órgano, puede fallar. Y lo mismo que decimos que hay una insuficiencia renal, podemos hablar de una insuficiencia cerebral. En este estado podemos estar ante una persona que en vez de hablar emite sonidos que suenan como quejidos, serían como balbuceos de un bebé. »Al igual que el cerebro inmaduro de un recién nacido, el cerebro de la persona en el final de su vida no articula palabras. En este sentido es muy importante no confundir este quejido con el dolor. Al igual que un niño al caerse puede llorar con la misma intensidad tanto si tiene una herida leve como si precisa diez puntos de
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sutura, porque su cerebro aún inmaduro no es capaz de modular la respuesta “verbal” que da al mismo. »Un cambio postural de una persona en situación de agonía puede provocarle una molestia que exprese con un quejido. ¿Siempre es dolor? No. Es importante que nos fijemos más en el gesto que en el quejido. Y también al igual que el niño, con unas simples caricias y la presencia el “dolor” y el quejido desaparecen, cosa que no ocurriría si el dolor fuera intenso.» ¿Escucha? ¿Sabe lo que decimos? «Es realmente difícil de saber. Por una parte tenemos claro que el oído y el tacto son sentidos que se preservan hasta el final y por otra sabemos que su cerebro sometido a un enorme desgaste por la enfermedad y deprimido por la medicación que usamos para garantizar su confort tiene sus funciones muy limitadas. Sin embargo, y si seguimos con el símil del recién nacido, este, aunque no entienda las palabras que sus padres utilizan cuando le hablan, sí reconoce las voces conocidas y el bebé se relaja cuando las oye. De igual modo, nuestro ser querido al final de la vida observamos cómo se relaja cuando siente el tacto de la mano de su acompañante u oye su voz. Por eso es importante hablarle en tono tranquilo y sereno, evitando sobresaltos o excesivo número de voces al mismo tiempo, pues al igual que el bebé se agitará o se relajará según nuestra actitud.» Sedación. Cuando oímos la palabra «sedación» pensamos muchas veces en ese paciente que está en la mesa de quirófano o en nosotros mismos si hemos sido operados alguna vez y que «ni siente ni padece». La sedación tiene diferentes grados, su grado más alto es el utilizado para la cirugía; sin embargo, cuando utilizamos la sedación como tratamiento para el alivio de un síntoma que no podemos aliviar por otros medios, no es necesario llegar hasta ese nivel, sino que induciremos el grado de sedación suficiente para aliviar ese síntoma y normalmente el paciente estará tranquilo y adormilado, pero seguiremos observando respuestas a nuestras interacciones con él a través del tacto o la palabra. Revisar y compartir objetivos. Una situación cambiante implica unos objetivos que van cambiando. Es necesario revisar permanentemente y al mismo tiempo compartir esos objetivos con los cuidadores. Equipo asistencial y familia (cuidadores) estamos embarcados en la misma tarea, por lo tanto es absolutamente imprescindible que los
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objetivos que se plantea el equipo asistencial sean compartidos con ellos. Y al mismo tiempo es clave para el equipo conocer e indagar lo que los cuidadores desean y esperan con relación a su ser querido enfermo para acompasar así las intervenciones. Promover la participación en la atención. Hay muchos pequeños cuidados (microcuidados intensivos) en los cuales la familia (sus cuidadores) puede participar. Esto genera una experiencia y una vivencia de haber realizado «todo» por su ser querido enfermo, de haber estado de un modo activo y de haber contribuido a su bienestar. Sin duda y desde nuestra experiencia esto contribuye a la prevención del duelo complicado. Tener en cuenta a niños y ancianos. En un sano y bienintencionado deseo de protección es habitual que a los niños y a los ancianos se les aparte de este momento. Queremos evitar que sufran. Queremos evitarles un recuerdo doloroso. Sin embargo, estos niños y ancianos se van a tener que enfrentar a la experiencia de la pérdida y sin duda experimentarán un cierto sufrimiento. Es por tanto inútil pretender evitarlo, pues más tarde o más temprano lo enfrentarán. Sin embargo, si les damos la oportunidad de participar (sin forzar y a su ritmo) permitiremos un acercamiento natural a esta experiencia. Les daremos así la oportunidad de despedirse a su manera, de vivir en familia su sufrimiento inevitable. Y evitaremos en el caso de los niños una visión «terrorífica» del hecho del morir que se genera en lo que se imaginan al verse apartados (por protección). Niños y ancianos necesitan poder participar, si así lo desean. Tener en cuenta aspectos prácticos. Es frecuente, sobre todo en los domicilios, que se pregunte por lo que se hace una vez que fallece la persona enferma. Explicarlo de un modo claro y sencillo. Si ocurre algo a quién llamo. Qué puede ocurrir. Cómo será el final. A quién hay que avisar cuando fallezca, quién se ocupa de los aspectos burocráticos. A dónde se lleva el cuerpo… Tener en cuenta aspectos espirituales. Aunque más adelante hablaré de ello, tan solo una breve referencia para que no olvidemos que esta dimensión y su componente religioso es de gran importancia para muchas personas, por lo tanto, no podemos obviarla y no explorarla.
Dejar marchar…
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Era 28 de diciembre y ya me habían avisado de que, procedente de Navarra, venía derivado a nuestro servicio de cuidados paliativos un hombre de sesenta y dos años, en fase terminal, por un cáncer con el que llevaba «peleando» casi dos años. Recuerdo la llegada a casa, la conversación con su esposa y uno de sus hijos. Serena, sin prisas. Sus palabras traducían agotamiento, tristeza y sentí también una cierta resistencia a aceptar lo inevitable. Habían «peleado» contra la enfermedad durante tanto tiempo y les quedaba tanto por hacer… En aquel contexto de conversación serena y confiada ella me fue revelando los aspectos más significativos de la vida de su esposo, que se estaba muriendo en la habitación de al lado… ¡Cuánto amor! Pasado y presente y, de seguro, futuro… Entré a conocerle, le vi fatigado, escéptico y cansado, deseoso de que todo termine para aliviarse (ya había visto demasiados médicos). Intercambiamos unas pocas frases. Unos pocos consejos para mejorar la situación. Ajusté la medicación y prometí volver al día siguiente… … Al siguiente día me estaban esperando, la acogida fue cordial, como siempre un ratito de charla en la sala con su familia… Le fui a ver después. Se encontraba claramente en una «situación de últimos días». Quería, imploraba compañía, en este punto él ya lo sabía con certeza, se estaba muriendo y no quería estar solo. El diálogo posterior con su esposa discurrió en estos términos: «A veces el proceso de aceptación de la muerte se pasa por distintas etapas y a veces el moribundo va por delante y su cuidador no ha llegado a esa etapa, entonces la persona que está en el final de su vida se siente profundamente sola. Cuando nos ponemos a su nivel y aceptamos que se mueren, nos preparamos para “darles permiso para que se vayan” y los liberamos de la carga de cuidarnos, del miedo que tienen a hacernos daño». Se quedó pensativa y me agradeció las palabras. Y me fui de la casa quedando a su disposición y prometiéndole que al día siguiente pasaría a verle. Cuando volvía a la casa me quedé sorprendido ante el recibimiento. La esposa de Ángel me abrió la puerta y me dijo: «Pensé que hoy no vendrías. ¿Quién te ha puesto en mi camino?». Un tanto desconcertado entré en la casa y dejé que prosiguiera.
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«Después de que te fueras tuve una conversación con mi marido y él me pidió que le ayudara a morir y en ese momento comprendí lo que me habías dicho. Le dije que le quería y que le ayudaría si eso era lo que él quería, pero que debía permitirme, al menos, darle la comida. Él me contestó que dos días.» «Desde ese momento se encuentra tranquilo. Está como dormido. No me pone pegas para tomar su medicación.» Casi sin darme tiempo a reaccionar ella siguió: «He pensado que tienes que ser un ángel que Dios ha puesto en mi camino. ¿Puede sino ser normal la paz que yo siento?». Dos días después el paciente falleció en absoluta paz y tranquilidad, al lado de su esposa e hijos. Cuando llegué a la casa aquel 2 de enero para firmar el certificado de defunción encontré a una familia tranquila y en paz, que había acompañado a su ser querido en esta última etapa posibilitando que todo fuera como él quería. Lo cierto es que yo me sentí también enormemente pacificado por aquella paz en medio del dolor por la pérdida que aquella familia experimentaba. Creo que lo que ahí aprendí me acompañará toda mi vida.
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10. El duelo, una experiencia de transformación Siempre hay tiempo
Leía en la habitación del hospital, cuando nuestra hija estuvo ingresada, una frase de Laín Entralgo: «La historia es el recuerdo al servicio de la esperanza.»
Hoy quiero hacer memoria y recoger una parte de mi historia al servicio de la esperanza. El hermano de una paciente leyó en su funeral este texto que a mí se me hace ejemplar: Quiero leer un pequeño texto que refleja lo que ella nos ha ido trasmitiendo a lo largo de su vida, y que sin duda nos seguirá comunicando de otra forma: «Sólo si amas serás feliz, y sólo amarás si eres feliz. Y amar es un estado que no elige a quien amar, sino que ama porque no puede hacer otra cosa, porque es amor». Ella ha sido siempre para todos esa pequeña luz de amor, que con determinación, nos ha comunicado siempre estímulo, alegría y ayuda.
En abril del año 2000 nació nuestra segunda hija, Estibaliz. Entonces vivíamos en Quito, Ecuador, donde llevábamos casi cuatro años. Allí había nacido también nuestro hijo Ander. Vivíamos con ilusión y entrega nuestra presencia entre aquella gente y nuestros hijos, que eran ya ecuatorianos por nacimiento, nos habían hecho echar raíces. La madrugada de aquel 18 de abril se inició en nosotros un proceso de transformación, que aún perdura. Ella nació sin poder respirar y durante diecisiete largas horas necesitó la ayuda de una máquina para poder respirar, después vinieron los diagnósticos, la discapacidad severa, la incertidumbre sobre su futuro –¿cuánto tiempo podría vivir?–, los ingresos en el hospital, la rehabilitación, las noches largas escuchando su respiración
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pesada y el inicio del primer duelo: la hija que hubiéramos querido tener y la que teníamos. Hace ya siete años que falleció nuestra hija Estibaliz con tres años y ocho meses, y ese fue el arranque del otro gran duelo.
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El primer momento, el desconcierto y la perplejidad Como médico he asistido al final de la vida de muchas personas en estos años y un denominador común del primer momento es el caos, es la sensación de incredulidad ante lo que ha ocurrido, es el llanto desconsolado o el silencio profundo ante lo incomprensible aunque esperado, es la rabieta y el enfado de aquel adolescente ante el cuerpo de su abuela que patea las puertas y las paredes, es la perplejidad de la esposa que se pregunta cómo decir a sus hijos pequeños, que aún duermen, que su padre ha muerto, es el dolor de la madre que no puede aceptar que su hijo ha muerto aunque está aferrada a su cuerpo sin vida. Luego se suceden una serie de acontecimientos y el doliente va como un autómata, casi sin enterarse de lo que ocurre de casa al tanatorio, los saludos de cercanos y lejanos, el funeral, el entierro y la incineración… Luego vienen esas extrañas sensaciones: «Parece como si estuviera aquí», «A veces tengo la sensación de que me está llamando», «No me lo creo, parece como si se hubiese ido a uno de sus viajes y mañana estará otra vez aquí»… Cuando murió nuestra hija un 13 de enero, estábamos solos en la habitación del hospital. En los días anteriores habíamos podido ir despidiéndonos de ella, como nos dijo una buena enfermera del Hospital Virgen del Camino de Pamplona, «dándole permiso para irse». Y eso hicimos. Celebramos la unción de enfermos en la habitación del hospital, junto a nuestro hijo y nuestra comunidad. En los largos ratos de soledad en la habitación le expresábamos el dolor que nos producía su marcha, pero que también sabíamos que iba a estar bien allí donde iba, que no tuviera miedo y que Aita, Ama y Ander le queríamos mucho. Y así fue, estaba en nuestros brazos cuando dejó de respirar. Lloramos y la abrazamos. No sé si fueron cinco o diez minutos, cuando en esto entró la auxiliar con los termómetros y le dijimos que avisara al médico de la planta. Pedimos que la dejaran en la habitación hasta que pudiésemos traer a Ander (tenía entonces cinco años para seis) para que la viera allí. Cuando llegamos él venía curioso, incluso le dijo a la enfermera que iba a ver a su hermana y que él no había visto nunca un muerto. En él había curiosidad, no miedo. Al entrar mi esposa comenzó a llorar y él, miméticamente, hizo lo mismo. Yo me mantuve
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sereno y fue entonces cuando, mirándome, me dio una buena lección, de esas que por desgracia no nos enseñan en las facultades de medicina, y me dijo: «Tú, aita, ¿no lloras porque eres médico?». Él no podía alcanzar a comprender todo el bien que me hizo y me ha hecho para mí y para mi trabajo. Entonces comencé a llorar. Nosotros en nuestro servicio cuando llegamos a la situación de agonía preparamos a la familia explicándole lo que va a ocurrir, los síntomas que van a aparecer, los que reflejan sufrimiento y las medidas que se toman para aliviarlo y aquellos que no son reflejo de mayor sufrimiento, sino parte del proceso del morir. (Ver capítulo anterior.) Animamos a despedirse y a dejar marchar. Explicamos lo que hay que hacer en el momento del fallecimiento. Todas estas indicaciones dan seguridad y permiten vivir esa experiencia más centrados en ella y más despreocupados de los otros aspectos y creemos que ayudan a hacer posteriormente un mejor trabajo de duelo. En este sentido solemos recomendar que una vez que los más íntimos ya le han visto, no se queden presenciando el proceso de salida del cuerpo de la casa, ya que a veces deja un cierto recuerdo traumático cuando todo el proceso anterior se ha llevado en un ambiente de serenidad. También nuestra intervención tiene en cuenta a los niños y aconsejamos que no sean apartados y que puedan participar de lo que allí acontece sin obligar pero sin apartar. Nuestra tarea es validar los sentimientos que expresan los dolientes, acogerlos, ser pañuelo de lágrimas. No es hora de elaboraciones, ni de consejos, ni de palabras, es la hora de la presencia.
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El segundo momento. La huida del dolor Cuando visitamos algún tiempo después a algunos de los seres queridos de los pacientes que atendimos en nuestro servicio nos cuentan que tienen altibajos, que se han refugiado en el trabajo, que intentan no pensar mucho, que el recuerdo les duele tanto. Algunos han iniciado nuevas relaciones, otros prefieren la soledad. Algunos se lamentan de que fuman demasiado o comen en exceso y se cuidan poco. Procuran no pensar mucho. La comunicación entre los supervivientes es difícil, pues cada uno tiene formas distintas de afrontamiento. Generalmente (y reconociendo que toda generalización nunca puede recoger las diferentes caras de la realidad) los hombres guardamos silencio, expresamos poco en público y rehuimos la comunicación; por su parte las mujeres buscan la comunicación, se expresan más emocionalmente tanto en público como en privado. Lo que es común en ambos es la experiencia de dolor, más allá de sus manifestaciones. Pasado algún tiempo del fallecimiento de nuestra hija empezamos a intentar reorganizar nuestra vida. Máxime, teniendo en cuenta que la discapacidad severa que padecía había supuesto un sinfín de ajustes del ritmo cotidiano de vida. Por un lado nuestro hijo seguía necesitándonos y por otro si nosotros no enfrentábamos la tarea de duelo, difícilmente íbamos a poder acompañar la suya. La comunicación entre nosotros no fue fácil, las necesidades de cada uno eran similares, pero las formas de afrontarlas distintas. Yo intentando racionalizar, controlando las emociones aplicando la lógica, bloqueando la aparición de cualquier sentimiento de culpa que pudiese amenazar la «tranquilidad» obtenida… Y es que se me hacía muy duro hablar de ella, dejar salir lo que me dolía su muerte. Los que nos rodeaban no sabían qué hacer, ni qué decir… y ante su propia inseguridad y nuestra hipersensibilidad ante cualquier comentario se retiran aumentando la tendencia a nuestro aislamiento. La comunicación con algunas personas, la lectura de algunos textos fueron el cauce para ir disolviendo las resistencias y para avanzar en esta experiencia transformadora. Entre los textos trabajados: En la tristeza pervive el amor, de E. Lukas y Hablar de Dios desde el sufrimiento de los inocentes, de G. Gutiérrez.
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En algunas entrevistas con nuestros pacientes situados en esta etapa evaluamos cuáles son las estrategias de afrontamiento que están usando para enfrentar la situación, cuáles les conectan con la pérdida y cuáles les ayudan a evitar el dolor, reconociendo con ellos que ambas son válidas y necesarias, como las dos manos para el gateo del niño, el problema surge cuando una es predominante. Definimos algunos mínimos para el autocuidado. Hacemos referencia a algunos mitos sociales sobre el duelo que pueden ser fuente de tensión: ¿Aún estás así?. Sé valiente, hazlo por los demás. El primer año es el peor, ya lo verás. Tú tienes suerte, tienes otros hijos. No llores más, ¿no ves que te estás torturando?… Y así un sinfín de expresiones… Posibilitamos la expresión emocional, repasamos los sentimientos que tienen y procuramos que puedan actuar esas emociones en un contexto de seguridad, donde no van a ser juzgados… En definitiva tratamos de poner bases para que el proceso de duelo no se estanque y siga avanzando.
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De lleno en el dolor. Tercer momento Cuántas veces en una visita, pasado bastante tiempo desde el fallecimiento de su ser querido, nos dicen: «Ahora es cuando lo estoy pasando peor». Ya no hay enfados, no hay culpables que buscar, ahora es la ausencia, es el dolor puro y duro por la pérdida. Es la pregunta por el sentido. Es la hora de repasar la vida, de hacer memoria. Pero duele mucho. También a nosotros nos llegó la hora, cada uno en nuestro momento y con nuestro propio estilo y carácter. Todo es triste. Esti ya no está. Miro sus peluches y una tristeza profunda me sobrecoge. Al mirar su fotografía no puedo contener el llanto. Es verdad que le dejé marchar en el hospital. Pero siento que estoy llamado a hacerlo de nuevo, de un modo más profundo. Me dicen que debo hacer esas tareas del duelo, perdonar, pedir perdón, agradecer y decir adiós… pero es tan difícil… Y sin embargo, sin saber cómo, las cosas van fluyendo. Es un tiempo en que estoy más conectado con ella, pero no estoy bloqueado, es duro pero de algún modo me da fuerzas. Es la hora de repasar algunos sentimientos y vivencias de todo el proceso…
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La paz va llegando a esta casa. La transformación Es un auténtico regalo acoger la comunicación de algunas personas que, tras un proceso de duelo, nos cuentan lo agradecidos que están por la vida de su ser querido, lo que les ha aportado, lo que les ha cambiado la vida… Cuando miran el dolor vivido sin rabia y con una cierta extrañeza incluso para ellos mismos sienten que ahora empiezan a estar en paz. Han retomado todos los aspectos que configuran su vida, algunos han tomado decisiones y han reorientado su vida. Y nos cuentan que aún se emocionan cuando evocan su memoria, pero que ahora el dolor es distinto… No sé muy bien cuándo ni cómo, pero lo cierto es que hoy cuando miro la historia vivida con nuestra hija Estibaliz siento que ella ha sido un gran regalo de Dios en nuestra vida, que en su corta vida nos dio más de lo que podemos imaginar. Que ella me ha hecho mejor persona, mejor esposo, mejor padre y mejor médico. Que lo que cuando nació yo leía como un puñetazo de Dios en la mesa que quería imponerme su voluntad hoy lo descubría como una brisa suave de la que Dios se ha servido para moldear mi corazón. Hoy doy gracias por poder emocionarme cuando la evoco, cuando recordamos sus cumpleaños en familia o cuando vamos a dejarle flores en el cementerio… Desde esta perspectiva del proceso nuevo releo la comunicación que leímos mi esposa y yo en el funeral de nuestra hija; entonces las palabras pronunciadas eran sobre todo deseo, hoy las puedo repetir como experiencia: Hoy en el contexto de esta Eucaristía, de acción de gracias a Dios, en que hacemos memoria de su Pascua (su muerte y su resurrección) y presentamos a Estibaliz, quisiéramos que más que nunca la memoria estuviera al servicio de la esperanza. Pues toda la vida compartida con Esti ha sido una oportunidad para vivir desde la ternura y la alegría, el dolor y el sufrimiento con esperanza. Ella ha sido, y ahora en los brazos del Padre sigue siendo, un estímulo para vivir con esperanza. Cada gesto que recordamos, cada fragmento de su vida corta pero intensa, que ha ido moldeando esta pequeña familia, son hoy motivo para la esperanza en medio del dolor y de un mundo no menos doloroso y es también ocasión para dar gracias al Dios de la vida. Gracias porque a través de Esti nos has mostrado el valor de las cosas fundamentales, que vale más la ternura y la cercanía que la eficacia. Gracias porque nos has desvelado con su vida el enorme poder de la fragilidad, que es capaz de transformar la realidad, como ha transformado los corazones de los que hemos estado con ella.
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Gracias porque tu Amor, derramado en Esti, el que le hemos dado y el que de ella hemos recibido, ha fortalecido nuestro amor haciéndolo pasar por el crisol de la prueba. Hoy con lágrimas en los ojos y tristes por la pérdida de nuestra hija queremos afirmar, al contemplar este Misterio, la certeza del Amor de Dios en nuestra vida y en medio de la Historia, la certeza de su Amor que nos une en Él como matrimonio cristiano. Sabemos que el camino que nos queda ahora por delante no será fácil, el recuerdo de ella en cada rincón será una pequeña prueba cotidiana, que habremos de llorar y que poco a poco con la ayuda de Dios y la vuestra esta historia será recuerdo al servicio de la esperanza. Gracias a todos vosotros y a otros, que desde Ecuador, sabemos que hoy están aquí de corazón por todo el cariño y el apoyo, por poder compartir risas y lágrimas. Y gracias a Esti por darnos tanto en tan poco tiempo. Pamplona, 14 de enero de 2004
Por todo esto creo que el duelo es una experiencia de transformación y de sentido. Os decía que leí el libro de G. Gutiérrez Hablar de Dios desde el sufrimiento de los inocentes. La tesis del libro se centra en que ante la existencia del sufrimiento y de que la teología de la retribución, es decir, si yo soy bueno Dios me premia y si soy malo él me castiga, ya no sirve al pobre Job para comprender lo que le está ocurriendo, se hace necesario un nuevo lenguaje sobre Dios, es decir, una nueva teología… Algún tiempo después escribía esta oración que intenta describir el Dios que descubría al contemplar la vida y la muerte de nuestra hija y que deseo compartir con vosotros: Dios es pura gratuidad para con nosotros, para todos y cada uno de los hombres y mujeres de esta tierra. Lo espera todo, espera siempre, pero lo que le damos le vale porque espera sin pretensiones, le basta nuestra felicidad en la unión a Él y me atrevo a decir que incluso cuando lejos de Él, pues aun así nos ama aún más. Dios hace poderosa la impotencia. Esti en su infinita debilidad y dependencia ha cambiado más vidas y corazones que miles de temas, cursillos o tratados de teología… Como el pesebre o la cruz que en su miseria y limitación encierran la fuerza capaz de cambiar la historia. Dios es tierno con nosotros, su caricia permanente es deseo de intimidad, de unión sin pretensión de posesión. ¡Somos libres! Dios nos conoce a fondo, es capaz de captar el mínimo cambio, aun cuando nadie nos entiende, Él sí. ¡Es increíble! Esti es a veces incomprensible y sin embargo le entendemos. Dios se desgasta por nosotros. Entrega a su hijo, muere en una cruz. Pienso en los desvelos con nuestra hija. Si nosotros, torpes y lentos, hacemos esto por nuestra hija, qué no hará Dios por nosotros. Esti me habla de un Dios que se desparrama, en cada pequeña sonrisa Dios ríe de felicidad. Esti me habla de un Dios Señor de la VIDA y de la MUERTE, de que a Él y solo a Él pertenecemos en absoluta libertad.
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Debieron de pasar algo más de tres años para reunir las fuerzas para poder acercarnos al Hospital Virgen del Camino en que murió y dar las gracias al personal que nos atendió a todos durante aquella Navidad del año 2003. Aquí os comparto la carta que les escribimos: Pamplona, 4 de septiembre de 2007 (Aunque esta carta lleva mucho tiempo escrita) Para las personas del equipo de la 4ª planta de pediatría del Hospital Virgen del Camino Han pasado ya casi tres años y medio desde que nuestra hija Estibaliz muriese en vuestra unidad y no hemos sabido hasta ahora encontrar el tiempo ni las palabras para trasmitiros algunas de las vivencias que tuvimos los días que estuvo ingresada y sobre todo el agradecimiento. Lo cierto es que fue una experiencia muy dura, sin embargo tenemos la certeza de que nuestra hija nos fue – misteriosamente– preparando para ella. Pudimos compartir a su lado el final de su corta vida (tres años y ocho meses) y sobre todo nos permitió estar a su lado en el mismo momento en que murió. Nos pudimos despedir en familia. Sostener su último aliento en nuestros brazos y esto es sin duda un privilegio y un regalo de ella y de Dios.
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Los años previos no fueron fáciles, pero fueron años de preparación y aprendizaje, en los que aprender a valorar la vida desde otras claves, las claves de la discapacidad y la limitación en donde lo importante no viene dado por el hacer, sino por el ser. Y así renovar la profunda convicción en el valor y dignidad de cada persona sea cual sea su situación. No fueron muchos días los que estuvo ingresada, aunque para nosotros se nos hicieron largos y al final demasiado cortos. Pero tuvimos la ocasión de compartir este final con algunos de vosotros. Queremos agradeceros vuestra cercanía y apoyo durante nuestra estancia. El cariño que disteis a nuestra hija y que se hizo extensivo hacia nosotros. Vuestro saber estar en un momento tan complicado y el ayudarnos a asumir lo que era evidente que venía y que nos costaba aceptar. Queremos agradeceros la flexibilidad que mostrasteis cuando en ciertos momentos pudimos interferir con la dinámica propia de la planta: sobre todo cuando celebramos la unción y al final cuando permitisteis que nuestro hijo pudiera venir a despedirse. Gracias también en su nombre. Creemos que esto fue algo que le ha podido ayudar en este tiempo de duelo y despedida. A todo el personal de enfermería (especialmente a Martina) y auxiliares, y también al personal de limpieza nuestro agradecimiento por vuestro saber estar y saber acompañar cuando no se podía curar. Os queremos animar a que lo podáis seguir haciendo con otros niños y otras familias, pues tenemos la certeza de que les hará mucho bien. Al Dr. Bernaola especialmente y al Dr. Romero (Cardiología), y a las médicas de urgencias pediátricas también un agradecimiento por el talante en el trato con nosotros, unos padres agobiados que estábamos contemplando el final de la vida de nuestra hija. El que nos permitierais poder decidir junto a vosotros los mejores tratamientos y/o actitudes en cada momento del proceso. Gracias por vuestra humanidad. Os adjuntamos un texto que escribimos para leer en el funeral que se celebró y que condensa muchos de los sentimientos que vivíamos y vivimos. Con todo nuestro afecto, Miren Zabala y Julio Gómez
Y es que en el duelo… siempre hay tiempo.
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11. ¿Y todo esto para qué? El viaje es un viaje espiritual
A lo largo de este recorrido subyace una experiencia que acontece en lo profundo. Es el auténtico viaje. Un viaje al que todos estamos invitados, pero al que en determinados momentos de nuestra vida somos arrastrados incluso más allá de nuestra propia voluntad. Es un viaje que está más allá de la experiencia meramente psicológica. Es un viaje espiritual. Y nos coloca ante el interrogante por la dimensión espiritual de nuestra existencia. Ante la pregunta por nuestra propia espiritualidad. ¿Pero, qué es eso del espíritu y la espiritualidad?, ¿es lo mismo que la religión? Para la Organización Mundial de la Salud (OMS), «lo espiritual se refiere a aquellos aspectos de la vida humana que tienen que ver con experiencias que trascienden los fenómenos sensoriales. No es lo mismo que “religioso”, aunque para muchas personas la dimensión espiritual de sus vidas incluye un componente religioso. El aspecto espiritual de la vida humana puede ser visto como un componente integrado junto con los componentes físicos, psicológicos y sociales. A menudo se percibe como vinculado con el significado y el propósito y, para los que están cercanos al final de la vida, se asocia comúnmente con la necesidad de perdón, reconciliación y afirmación de los valores». Para V. Frankl, padre de la logoterapia, el espíritu es esa cualidad que atraviesa todo el ser de la persona, que no puede identificarse ni ubicarse en una determinada región y que le predispone para abrir un abismo entre el yo y el mundo. La espiritualidad se constituye así en una suerte de puente para cruzar este abismo que se abre ante nosotros. Un abismo generado desde diferentes experiencias (recomiendo la lectura del libro La inteligencia espiritual de Francesc Torralba, Ed. Plataforma, de cuya reflexión he tomado algunos puntos de este apartado):
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La experiencia de las preguntas sin respuesta, las preguntas últimas «¿Para qué estoy en el mundo?, ¿qué sentido tiene mi existencia?, ¿hay vida después de mi muerte?, ¿qué sentido tiene sufrir?»… La espiritualidad trasciende la experiencia de la realidad vivida como problema para abrirla a la dimensión del sentido. Nos ofrece un puente. Así la pregunta por el sentido es la pregunta humana por excelencia, la que define el umbral de lo humano. La experiencia de la propia finitud. El paso del tiempo y la conciencia del carácter irreversible de la existencia. Cuántas veces hemos deseado volver atrás, cambiar las cosas que hicimos o dijimos. Esta vivencia se hace especialmente intensa cuando una persona enfrenta el final de la vida. Esta irreversibilidad es lo que da su mayor seriedad a la existencia. Llenar este abismo, reconciliarnos con la propia biografía es más una tarea espiritual que psicológica. La experiencia de sufrimiento. Abre un profundo abismo y nos conecta con la dimensión del misterio. Ante la inmensidad del universo descubre en nosotros el sentimiento de lo misterioso. La espiritualidad no nos ofrece respuestas, sino que es una gran generadora de preguntas. Preguntas que en sí mismas son puentes para cruzar este abismo.
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¿Cómo cruzar este abismo? La espiritualidad nos abre a la exploración de nuevos caminos. Caminos intransitados. Por la espiritualidad tendemos puentes que nos permiten acercarnos a esas experiencias y trascenderlas, ir más allá. Pues la espiritualidad nos da la capacidad de mirar más allá de lo que nuestros sentidos nos permiten conocer. Como el artista que abre cauces nuevos a la belleza. Así la espiritualidad nos abre a la trascendencia, a preguntar por lo que está más allá de la superficie, más allá de las apariencias. Nos dice F. Torralba, en su libro La inteligencia espiritual, que en virtud de la espiritualidad el mundo se nos revela como un universo de valores: donde está lo agradable y lo desagradable, lo noble y lo vulgar, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, lo sagrado y lo profano. El ser humano no se mueve sólo por instintos, sino también por valores. Estos son las razones que mueven al ser humano, le incitan a adoptar un determinado estilo de vida en el mundo. Por la espiritualidad el ser humano toma conciencia de lo bello y lo valioso que hay en la realidad. La belleza no es un objeto o una cosa, es una experiencia que acontece en el interior del ser humano e íntimamente ligada a la espiritualidad. Cuántas veces ante una obra de arte, al contemplar un paisaje, al escuchar una obra musical hemos sentido que había «algo más» en ese instante que no era fruto sólo de nuestra psicología y que no podíamos captar por los sentidos. Por la espiritualidad el encuentro interpersonal más que una experiencia psicológica y emocional es un puente a la trascendencia, a ir más allá de nosotros mismos y un punto de apoyo en ese cruce del abismo. Y para muchas personas en este mundo, entre las que me incluyo, la experiencia religiosa, el encuentro con un Dios personal, con el Otro, llena el abismo creado entre yo y el mundo, y genera una experiencia profunda de comunión de todo en Todo. Tenemos ante nosotros el abismo. Se nos ofrecen puentes y apoyos para transitarlo. Cruzar el puente no significa terminar el viaje, sino la decisión de iniciarlo. Queda en nosotros la decisión de recorrerlo.
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El viaje espiritual Aquí estamos hablando de espiritualidad en un contexto muy especial. En contextos de fragilidad, de enfermedad o de duelo. Por eso quiero recurrir aquí a la imagen del viaje…
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La imagen del viaje Recurro a la imagen del viaje tal vez porque siento que mi propia experiencia a lo largo de estos años ha sido una suerte de viaje que ha tenido movimientos externos, cambios de lugar geográfico en un itinerario que me ha llevado desde Bilbao a Ecuador pasando luego por Pamplona para regresar finalmente a Bilbao, y ha tenido también movimientos internos que han afectado a todas las dimensiones de mi vida. Y aunque el último trayecto de este viaje externo me ha devuelto a mi ciudad natal, ni ella es como la dejé ni yo soy el mismo que salió de ella. También vuelvo a la imagen del viaje porque siento que las personas a las que tengo el privilegio de acompañar están experimentando un viaje interior del cual me hacen compañero y en el cual en muchos momentos se difuminan los límites entre acompañante y acompañado, y soy quien se siente acompañado por unos viajeros que me van desvelando los tesoros de un camino que algún día tendré que recorrer. Y es un viaje que no puedo sin más explicar desde la biología, la psicología o la sociología, sino que involucra una dimensión mucho más honda y globalizante que es la espiritualidad. En las diferentes tradiciones religiosas encontramos esta imagen del viaje. Los individuos superan los límites y encuentran un camino de «salvación»: La tarika o senda sufí del amor iluminado. El marga o camino hinduista. La vía budista de ocho fases. Los ascetas musulmanes hablan del «viaje» (sofora). Los cristianos hablan del camino a Jerusalén de Jesús de Nazareth. Todos esos viajeros del espíritu han intuido la necesidad de «retirarse» de todo lo que no es «lo absoluto», «seguir sus huellas» en un «itinerario» o «vía» de diversas etapas o fases. Se trata de caminar según un maestro. Así las religiones nos ofrecen no solo una vía de acceso, sino un camino a recorrer.
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En la película el Show de Truman, la escena final tiene una fuerza poderosa. Truman Burbano, hasta el momento recluido en un mundo con límites definidos, llega abruptamente al final del horizonte conocido. Su barco se estrella contra una pared pintada como un cielo. Y descubre una puerta. Una fractura en ese mundo ideal y perfecto, que le revela que hay algo más allá. El creador de ese mundo ideal en el que vive le insta a quedarse, a no salir a la intemperie. Pero Truman atraviesa el umbral de esa puerta. Empieza el viaje.
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Los viajes de nuestra vida «Dice C. G. Jung que “no podemos vivir la tarde de la vida según el programa de la mañana de la vida; pues lo que en la mañana era verdad, en la tarde se ha convertido en mentira”.» Siguiendo la reflexión de Gerald O’Collins en su libro El segundo viaje podemos ver el ciclo vital y reconocer en él tres viajes: «Primer viaje: es todo el proceso desde la infancia a la madurez pasando por la adolescencia. Este viaje implica pasar los retos y las crisis de aproximadamente dos décadas para encontrar una medida de estabilidad emocional y por lo menos una cierta identidad provisional. »A la luz de los valores que nos han enseñado definimos una cierta existencia significativa y nos confiamos a ella. Hacemos compromisos estables: compromiso matrimonial y algunos hacen sus compromisos vocacionales. Ocupamos nuestro lugar en el mundo. »El éxito, si lo tenemos, consolida la confianza en nosotros mismos. Confirmamos nuestra competencia y logramos cosas como profesionales, padres/madres de familia… Nos ganamos el reconocimiento en la empresa, la familia, la comunidad… Llegamos a asumir tareas de responsabilidad. »Este primer viaje entraña mucha inseguridad y profunda introspección antes de liberarnos de los miedos e incoherencias de la adolescencia. Este proceso requiere autoexamen con el fin de formular nuestros valores. Pueden ocurrir severas crisis en aceptar los “debería”, consolidar nuestros compromisos, alcanzar metas y descubrir nuestra identidad. »Después, una vez que se tiene un trabajo permanente y se tiene definido el estado de vida, se supone que todo va a ser un recorrido lineal hasta que se jubila a los sesenta y cinco. Se han acabado las crisis predecibles del primer viaje… Ahora la sociedad solo permite el tercer viaje. »El tercer viaje cubre el envejecer y los últimos años antes de morir. Este viaje también tiene sus jalones externos: abandonar el trabajo de toda una vida, ir a una residencia de ancianos, la muerte del cónyuge o irse a vivir con los hijos. Se puede vivir
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este tercer viaje de muchas formas, pero tiene una gran ventaja –como el primer viaje–, que es que tenemos millones de compañeros de viaje en el camino. »Los cambios y vaivenes del primer viaje son con frecuencia bastante previsibles. De manera parecida los estadios del tercer viaje se pueden predecir con facilidad. Uno está rodeado de personas –muchas– pasando por situaciones parecidas claramente identificables. »El segundo viaje tiene un carácter imprevisible. Quienes se adentran en este segundo viaje sufren una pérdida de orientación. Lo logrado en el primer viaje se vuelve incierto. Dejan sus roles normales y deben enfrentar desafíos inesperados. El consenso grupal ya no les vale. Se sienten llamados a experimentar de nuevo con la vida. »Es un viaje de autoexploración que puede ayudar a descubrirse a uno mismo verdaderamente. »El afrontamiento de una enfermedad en fase terminal tanto como sujeto principal de la misma o como acompañante de este ser querido enfermo nos coloca ante la posibilidad de realizar este segundo viaje». Parafraseando a Gerald O’Collins voy a describir algunos rasgos que tiene: 1. No es elegido. Un segundo viaje ocurre, sobreviene a la persona sin previo aviso. Nadie se embarca voluntariamente. (O si lo hace no acaba de entender lo que el viaje significa para él.) En el caso de una enfermedad avanzada o de una experiencia de duelo, estas provocan una crisis repentina. Las personas ya no se definen en función de su matrimonio, su carrera, su actividad. Sus roles y obligaciones les parecen absurdos. Las dudas y miedos les dejan vagando y se sienten impelidos a cambiar. 2. Implica una crisis. Entraña una crisis afectiva. Jung tiene razón cuando afirma que en las personas de más de treinta años los problemas son más espirituales que psicológicos. El pasado ocupa un lugar privilegiado. Se han pasado el tiempo haciendo, «sirviendo» incansablemente… como una forma de protegerse, evitando enfrentarse con sus propios sentimientos. Ahora las excusas ya no valen y tendrán que aceptar y gestionar zonas de su persona que en el camino al éxito han tenido desatendidas. Ahora siente la necesidad de cuidar de sí misma, de ponerse en contacto con sus necesidades más profundas.
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El choque emocional se centra en el pasado y en cómo le ha ido en su vida hasta el presente. Es la hora de los asuntos pendientes, de las reconciliaciones, de las palabras no dichas y calladas por demasiado tiempo. Es hora de decir «perdóname», «te perdono», «gracias», «te quiero» y es la hora de decir «adiós». 3. El sentido, los valores y las metas cambian. La tarde de la vida, dice Jung, trae consigo «la inversión de todos los ideales y valores atesorados en la mañana». Quieren algo más en la vida, sentido renovado, valores nuevos, metas diferentes. Invade la pregunta: «¿Qué he hecho yo con mi vida?». En este viaje uno se pregunta en qué cree, qué es lo central de su vida. Las creencias aprendidas pero no personalizadas se han venido abajo y a la luz del viaje serán confrontadas y renovadas. ¡Cuántas veces oímos decir eso de que esta experiencia ha cambiado mi vida! 4. Experiencia de soledad. El segundo viaje revela una profunda soledad, pero hasta que se transforma en una tranquila y sosegada posesión de sí mismo es un bosque oscuro. Es la sensación de estar rompiendo moldes, de viajar sin camino a seguir, sin modelos. El sufriente se siente solo, incomprendido. Viaje difícil en el que las fuerzas son escasas. Al final del segundo viaje puede transformar la manera de ver de su comunidad, su familia, pero eso requerirá tiempo. 5. Crecimiento. En el mejor de los casos estos viajes finalizan tranquilamente, con una sabiduría nueva y un retorno a sí mismo que libera mucho poder. Acaban tan calladamente que uno no sabe cuándo han terminado. Es la sabiduría de quien ha reconquistado el equilibrio, se ha estabilizado y ha encontrado nuevos objetivos, sueños nuevos. Se desprende de ciertas cosas, deja que mueran y acepta las limitaciones humanas. «No puedo esperar que nadie me comprenda del todo.» Mediante el sufrimiento ha aprendido a vivir con la finitud humana. Ha plantado cara al dolor (causado por otros), los ha perdonado de corazón y ha reconocido con inesperada ternura que estas personas no son ni ángeles ni demonios, sino seres humanos. Es un retorno al yo auténtico. Supone construir sobre el pasado, integrar la experiencia presente con lo que ha ocurrido antes, y adquirir un sentido definitivo del yo cara al futuro. Ir hacia sí mismos les ha devuelto a los demás.
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Cómo se gestiona el viaje La clave es la aceptación. Aceptar este viaje que se abre ante nosotros. Aceptarlo en virtud de sus posibilidades humanas y espirituales. Sin embargo esto es más fácil de decir que de hacer. Muchos segundos viajes han sido abortados por el grupo al que pertenecemos. El miedo al sufrimiento, el afán de intervenir para que no sufra lleva a cerrar las puertas que se han abierto para iniciar el viaje. «No te tortures –dicen–, no merece la pena» y en el peor de los casos acaba sedado o sometido a tratamientos farmacológicos, como si esta experiencia fuera una enfermedad. También los podemos abortar nosotros mismos. Puede ocurrir que intentemos ignorar su comienzo considerándolo solo como una fase desagradable que ya desaparecerá o en el peor de los casos lo podremos controlar. Podemos negar lo que nos ocurre, refugiarnos en la actividad o usar técnicas que nos fueron útiles en el pasado. Preferimos no abandonar lo conocido que nos protege… Más vale lo malo conocido… Sin embargo, como dice el personaje del capitán en la película El curioso caso de Benjamin Button: «Puedes encabritarte como un caballo salvaje, puedes maldecir al destino o decir palabrotas, pero al final tienes que resignarte». Cómo llegar a ese final depende de nosotros. Todo esto no es para animarnos a entrar imprudentemente en un viaje que nos lleve a poner toda la vida patas arriba, pero sí para animaros a aceptar el reto de viajar. Hay un peligro claro: aceptar un destino falso en vez de dirigirse hacia el final del viaje al que somos llamados.
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Cuáles son las soluciones inauténticas Estas soluciones se nos presentan como una forma de acortar el viaje. Nosotros podemos influir en su longitud y duración aunque su comienzo sobrevenga inesperadamente. Pero puede ser mucho tiempo y requiere mucha paciencia. Elegir una meta equivocada. Puede ser algo tan radical como el suicidio. Un intento de desaparecer y comenzar de nuevo en otra parte del mundo. Muchas veces es abandonar públicamente serios compromisos que debiéramos mantener. Echamos a correr ante el dolor. Destinos falsos, como cheques falsificados, pueden parecer auténticos. Para eso el discernimiento: solo una firme disposición para explorar la experiencia puede salvaguardar la autenticidad de nuestra elección. El retroceso. El caminante desorientado está tentado de mirar atrás en busca de algo en lo que creen sin reservas y que les dará claridad. Un falso retorno a un pasado que ya no existe. En palabras de Joaquín Sabina: «Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». La experiencia original de integridad personal no se puede recuperar tal como fue.
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Falsos viajeros Vivimos saturados de ofertas de pretendidos viajes espirituales. Aquí la pregunta que nos debemos plantear es si somos realmente viajeros. A veces puede ocurrir que el «viajero» sea un mero «turista». En ocasiones tras artificiosos viajes «espirituales» se esconde el aburrimiento de una cultura que solo busca entretener o distraer el vacío del alma. (Recuerdo aquí una canción del grupo Celtas Cortos, «20 de abril», en la que el cantante dice, tal vez hablando de sí mismo: «… la música no me cansa, pero me siento vacío».) Son «consumos espirituales» que no comprometen ningún proceso de cambio o transformación personal. VIAJERO
TURISTA
No sabe adónde va.
Sólo acepta «viajes organizados».
Se expone obediencialmente a la iniciativa de lo que ha sobrevenido, e intenta dejarse encontrar por el misterio del «otro»…
Aborta toda posibilidad de sorpresa y lo que hay que ver está perfectamente clasificado con una, dos, tres o cinco estrellas…
Da tiempo al tiempo. Es un buscador.
Tiene prisa. No busca. Resbala sobre lo esencial.
Degusta la duración, el reposo, la espera.
Consume paisajes, tiempos y experiencias interiores mercantilizando el viaje. Debe rentabilizar sus desplazamientos y los contratiempos son disfunciones de la compañía organizadora.
Se asombra al contemplar cada vez aspectos nuevos de los mismos paisajes.
Insensible a lo gratuito, cada vez que intenta apoderarse del misterio, se le escurre.
Busca el encuentro y la relación con todos y con TODO.
Sólo se busca a sí mismo y su propio consuelo. Multiplica los estímulos interiores, pero sólo aumentan la tristeza y la insatisfacción de su espíritu.
Disfruta en el intercambio con otros viajeros. Es fuente de estímulo para él la escucha de la narración de los viajes de los otros.
Le inquieta la presencia de un auténtico viajero. Está más a gusto con otros turistas superficiales en un ambiente neutro. La misma habitación, el mismo menú.
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Vive abierto a la transformación y al cambio.
Tiene miedo a perder, empobrecerse y se impide cualquier posibilidad de transformación.
Tomado de un artículo de Llorenç Sagalés Cisquella publicado en la revista Sal Terrae, nº 97, 2009, págs. 885895.
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El final del viaje Este viaje puede acabar de dos maneras: 1. Los peregrinos llegan a un lugar nuevo y a un compromiso nuevo. 2. Vuelven a su punto de partida y a su compromiso original para confirmarlos de una manera nueva. «Todo volverá a ir bien, pero no será como antes.»
En cierto sentido son viajes de ida sin vuelta. El peregrino puede volver a la misma casa, al mismo trabajo, al mismo cónyuge o a la misma vocación, a las mismas convicciones… pero con tal comprensión y sabiduría que ahora los conoce a todos «como si fuese por primera vez». Aquí la disyuntiva es si nuestro viaje es una Odisea o una Eneida. Lo recoge fantásticamente bien Constantino Kavafis en el poema Ítaca, al que puso voz y música Lluís Llach. Ítaca Cuando salgas en el viaje hacia Ítaca desea que el camino sea largo, pleno de aventuras, pleno de conocimientos. A los Lestrigones y a los Cíclopes, al irritado Poseidón no temas, tales cosas en tu ruta nunca hallarás, si elevado se mantiene tu pensamiento, si una selecta emoción tu espíritu y tu cuerpo embarga. A los Lestrigones y a los Cíclopes, y al feroz Poseidón no encontrarás, si dentro de tu alma no los llevas, si tu alma no los yergue delante de ti. Desea que el camino sea largo. Que sean muchas las mañanas estivales en que con cuánta dicha, con cuánta alegría entres a puertos nunca vistos: detente en mercados fenicios,
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y adquiere las bellas mercancías, ámbares y ébanos, marfiles y corales, y perfumes voluptuosos de toda clase, cuanto más abundantes puedas perfumes voluptuosos; anda a muchas ciudades egipcias a aprender y aprender de los sabios. Siempre en tu pensamiento ten a Ítaca. Llegar hasta allí es tu destino. Pero no apures tu viaje en absoluto. Mejor que muchos años dure: y viejo ya ancles en la isla, rico con cuanto ganaste en el camino, sin esperar que riquezas te dé Ítaca. Ítaca te dio el bello viaje. Sin ella no hubieras salido al camino. Otras cosas no tiene ya que darte. Y si pobre la encuentras, Ítaca no te ha engañado. Sabio así como llegaste a ser, con experiencia tanta, ya habrás comprendido las Ítacas qué es lo que significan.
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12. Acompañantes o guías turísticos
Un día nos preguntaba Javier Barbero: «¿Por qué tenemos los profesionales –obviamente, seres humanos– tantas dificultades para manejarnos con lo espiritual de otro ser humano que es el propio enfermo o su familia?».
Porque tenemos problemas en manejarnos con lo intangible, más cuando lo intangible tiene que ver con experiencia de sufrimiento. El sufrimiento provoca en nosotros con mucha frecuencia una respuesta de evitación o de escape, utilizando mecanismos de defensa muy variados para huir de las preguntas radicales. Aunque solo sea porque esas preguntas pueden suponer un cuestionamiento de nuestra competencia y un recordatorio de nuestros límites y de nuestra propia finitud.
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Claves para acompañar ¿Qué es acompañar? Es hacer juntos un camino. El camino tiene un punto de partida (la acción), un punto de llegada (la persona) y un trayecto y sus derivaciones Pasar de «turista» a «viajero»… Descubrir el sentido del camino. Pasar de ser guía turístico a acompañante. Para ello es necesario tener en cuenta. La dimensión del crecimiento: «Educir un proceso de crecimiento a partir de las potencialidades de la persona». La dimensión del sentido: «Acompañar un proceso de búsqueda de sentido» en medio de la experiencia de falta de sentido que vive el acompañado. El acompañamiento es un «arte». Y presupone unas características: Mutua complicidad (la amistad). Respeto a los respectivos niveles y roles. Referencia a la experiencia y sus instancias. Escuchar, aportar, estimular: no sustituir. Implicar la experiencia y testimonio propios. Valorar las situaciones de partida y las metas intermedias. Aceptar los límites. Acertar con los medios adecuados y progresivos.
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Dimensiones principales La realidad No podemos vivir sin sufrir… Afirmar que el sufrimiento forma parte de la condición humana es una obviedad. Como lo es también afirmar que se incrementa, normalmente, cuando aparece la experiencia de la enfermedad. Para muchos, si es connatural al ser humano no tiene demasiado sentido gastar energías en afrontarlo, vamos a sufrir de todos modos. Y además, suelen añadir, ¿cómo intervenir ante algo que aunque sea real es tan difuso, enigmático, complejo? De hecho, nos cuesta hasta encontrar palabras para describirlo… Escribió Virginia Wolff que «cualquier muchacha, cuando se enamora, cuenta con Shakespeare o con Keats para buscar palabras; pero basta que alguien que sufre trate de describir a su médico lo que siente, que las palabras y el lenguaje se le agotarán súbitamente…». (JAVIER BARBERO)
El sufrimiento, ciertamente, es una experiencia compleja subjetiva, cognitiva, afectiva y negativa que se caracteriza –como afirman algunos autores– por la sensación que tiene el individuo de sentirse amenazado en su integridad, por el sentimiento de impotencia para hacer frente a dicha amenaza y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontar dicha amenaza. Tareas del acompañante: Ayudar a profundizar en el conocimiento y valoración de la situación que le toca vivir: Situaciones y relaciones. Implicaciones en su conciencia, sentimientos, proyecto de vida… Valoración, desde ahí, de otras realidades que forman el contexto personal, familiar y social en que se mueve.
Las esperanzas y la esperanza No podemos sufrir sin esperar… La esperanza suele nacer de las experiencias positivas que se hacen en la vida, aunque sea en medio del sufrimiento. También la esperanza en el más allá nace de las experiencias positivas del más acá teñidas de solidaridad, de acercamiento, de afecto. No se trata de promover una simple proyección en el futuro de un ideal frustrado en el presente, sino de la experiencia de que el futuro consolidará las experiencias presentes gratificantes.
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Kübler-Ross afirma que «la única cosa que persiste durante las distintas fases es la esperanza, como deseo de que todo tenga un sentido y que se objetiva a veces en esperanzas muy concretas: que todo sea un sueño, que se descubra una medicina nueva para su enfermedad, que no se muera en medio de dolores atroces o abandonado en la soledad e indiferencia». Tarea del acompañante: No limitarse a preguntar ¿qué le pasa?… sino… ¿Quién es? ¿Qué espera? ¿Qué espera de nosotros? ¿Qué teme?… Porque en toda experiencia de sufrimiento hay un punto en común: «la espera de hospitalidad». Hospitalidad a la experiencia de sufrimiento. De esta espera nacen otras esperanzas: Poder hablar. Ser escuchado. Ser respetado en sus valores. Ser ayudado en este trance y no ser abandonado.
Las relaciones y afectos No podemos esperar sin abrirnos a la relación. El hombre es un ser social, un ser-en-relación, un ser que en la relación se comunica voluntaria o involuntariamente. Por otra parte, la mayor parte de la patología psíquica y la patología espiritual –que suelen conllevar un enorme sufrimiento– es relacional, es decir, tiene que ver con la experiencia de pérdidas, de duelos mal resueltos, de abandonos en tu núcleo de pertenencia, de culpa, etc., etc., algo tan común en lo que rodea a la enfermedad en la fase terminal. Hay necesidades que solo pueden ser satisfechas por otro ser humano. La necesidad de afecto, de respeto, de reconciliación, de estima, p. e., nunca podrá ser satisfecha por una máquina, por un sistema, por un concepto, sino –simple y llanamente– por seres vivos ¡fundamentalmente personas!, y esto no puede ser ajeno a nosotros. En fin, la relación – personal, profesional, social–, la alteridad de los sujetos pueden ser tanto fuente de sufrimiento como de satisfacción de necesidades tan importantes como las expresadas. En nuestra intervención, también desde la relación, podremos aliviar sufrimiento, pero si
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no actuamos adecuadamente, también podemos generar el denominado «sufrimiento espiritual». Tarea del acompañante: Satisfacer las necesidades relacionales (tomado de Alba Payás): Seguridad: Ante la experiencia de vulnerabilidad la provisión de seguridad física y afectiva y respeto (no verbalmente «tus necesidades son normales y aceptables para mí»), total aceptación y protección; estima incondicional. Validación e importancia: afirmación y normalización de la experiencia subjetiva (afectos, fantasía, creencias…). Aceptación por parte de una figura de referencia: Búsqueda de alguien que sea referencia y que me acepte. Confirmación de la experiencia: Estar con alguien que ha tenido experiencias similares, autorrevelación de experiencias personales cuidadosamente seleccionadas; y compartirlas estando presente. Autodefinición: Necesita expresar las propias preferencias, intereses, ideas sin ser humillado. Acoger la diferencia aun sin compartirla. Necesidad de tener impacto: Captar la atención del otro y sentir que le afecta el tema de la «compasión»… Necesidad de que el otro tome la iniciativa: Que el otro reconozca y valide la importancia de uno (tener a alguien disponible fuera):comenzar el diálogo, sentarse cerca, hacer una llamada telefónica. Necesidad de expresar amor: Como gratitud, agradecimiento, afecto o hacer algo por el otro.
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Ordenar la vida Con esta actitud de acogida observaremos que «el otro» tiene y mantiene una vida «en construcción», y espera que se respete su «estilo» (que viene ya más o menos definido guante el pasado vivido) y su «diseño» (más o menos entrevisto). Y deberá ayudar a que no se le destruya, así como a reconstruirla y reorganizarla, sin pretender sustituir a quien es el autor, director y actor de esta, ni aunque sea en nombre de un conocimiento que posee el médico o el psicólogo y él no. Desde aquí podemos aconsejar e incluso confrontar (toda confrontación sin acogida es agresión), pero no nos da derecho a imponernos. Todos, pero cuando estamos más vulnerables aún más, esperamos que se nos respete, que se nos trate bien (en el trato), además de estar bien tratados (en el tratamiento). No tener en cuenta «su mundo» es ya un maltrato. Tarea del acompañante: Acoger los cuestionamientos que la experiencia provoca. Sostener las preguntas.
Las instancias trascendentes Y finalmente recorrer el viaje espiritual que permita trascender y así pasar: Del hacer al ser. Del ayudar al amar. Del trabajar al vivir. De la autosuficiencia a la experiencia de límite. De la soledad interior a la relación comunicativa. De la relación personal a la comunidad de los hermanos. Del «Dios-fantasma» a una experiencia de Dios personalizada.
Síntesis de tareas: Aproximarse: buscar el encuentro, la palabra y la invitación personales, desde la experiencia compartida.
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Acoger personalmente con sencillez y con interés por la vida de la persona. Sin crear dependencias y sin renunciar a manifestar la propia vida. Saber escuchar y descubrir en lo oído las instancias de fondo. No tener prisa en argumentar. Saber suscitar preguntas sin esperar respuestas. Sostener interrogantes. Atentos a la letra y a la música. Provocar resonancias, instancias, deseos, dificultades y carencias… Poner altavoz a lo que se plantea. Aportar la propia aventura y vivencia. Estimular la relación… Proponer experiencias que estimulen su dimensión espiritual. Entrar en las instancias trascendentes. Ofertar experiencias desde la religión que profese. Y después de todo asumir que somos compañeros de camino y que la experiencia es personal e intransferible, nosotros solo acompañamos hasta el umbral, el salto lo tiene que dar la persona (el viajero). Nosotros tenemos el privilegio de estar ahí en ese momento, dando seguridad y al mismo tiempo contemplando el misterio que ese salto representa.
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13. Una hospitalidad de salida La experiencia de los viajeros
Desde que comenzamos a salir a las casas para cuidar a las personas en el final de la vida hemos sido testigos privilegiados de historias de un profundo amor y entrega en medio del dolor. No es fácil poner palabra a lo que hemos visto y oído, pero lo cierto es que de igual manera que para nosotros ha sido una escuela de humanidad y nos ha hecho mucho bien, pensamos que su conocimiento puede ayudar a otras personas. Las líneas que siguen son un intento de trasmitir algunas de las experiencias y aprendizajes de estos años. Las escribimos con la humildad de quien sabe que no le pertenecen, pues son única y exclusivamente de las personas que nos abrieron sus casas y sus vidas. Y también conscientes de que nuestras palabras, torpes, no agotan toda la vida que cada experiencia contiene y son un sencillo acercamiento. La historia muchas veces comienza así… …Llamamos a la puerta y tras los saludos iniciales, un beso, una presentación, somos llevados a la habitación de la persona enferma… Muchas veces está dormido. Sin hacer ruido nos sentamos junto a su cama y nos dedicamos a contemplar su sueño, su rostro (muchas veces marcado ya por la enfermedad), contemplamos la mirada tierna, nerviosa y cansada de su ser querido que le cuida, casi siempre una mujer. Pasan unos minutos y el enfermo entreabre los ojos, nos ve junto a su cama, comienza a desperezarse, ahí comienza la comunicación y una historia de relación. Pedro está en la cama, está tetrapléjico, tampoco puede hablar, pero su mirada tierna y sonriente hacia su nieto y la paz que le da la cercanía de su esposa y su hija delatan que, dentro de esa prisión en que se ha convertido su cuerpo, la vida se sostiene. Todo comenzó con un tumor cerebral y una operación. Ya han pasado dos años desde que le
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mandaron a casa «a morir». En su cuerpo no hay ni una sola llaga. Él y su familia nos hablan y nos enseñan de un amor delicado, incondicional, desmesurado. Manuel lleva dieciocho años enfermo de alzheimer, su esposa le está cuidando desde el primer día. Ahora ya lleva casi cinco años que no se mueve de la cama. Su esposa reza cada día pidiendo a Dios fuerzas para poder cuidarle hasta el final. Aunque sabe que llegará, cuando alguna complicación hace peligrar su vida se echa a temblar. Ahora ya no deja que se lo lleven a urgencias cada vez que ocurre «algo», quiere ante todo que no sufra y aunque experimenta el miedo y el dolor ante la posible pérdida quiere estar a su lado. Ella nos habla de la fe. Mikel es un joven de treinta y un años casado y que tiene una preciosa hija de un año. La esclerosis lateral amiotrófica ha irrumpido en su vida de un modo devastador cambiando radicalmente un proyecto de vida, que estaba apenas comenzando. Hoy vive conectado a un respirador y a duras penas mueve sus brazos. Entre la cama y la silla transcurre su vida. Quiere vivir, quiere ver a su hija. ¡Cuánta ternura al verla en sus brazos! ¡Cuánto dolor y cuánta impotencia al no poder abrazarla por sí mismo! Él nos habla de la vida, de aquello que es importante y de aquello que es accesorio. Nos habla del sentido de la vida. María es una mujer de setenta y cuatro años. Maña por los cuatro costados. Está enferma de cáncer y ha enfrentado la última etapa de su vida. El otro día nos preguntó directamente sobre el pronóstico de su situación. Tras lo cual nos dijo que ella solo quería estar bien y disfrutar lo que pueda y que por supuesto no le prolonguen la vida a costa de su sufrimiento. Decía: «Yo ya no sé en qué creer. Por qué Dios manda todo siempre a los mismos (hace veintitrés años superó un cáncer de mama). Estoy enfadada con Él». Ella nos enseña la oración protesta en medio de la perplejidad y la pasión por la vida. José era un gallego, gallego… Su último regalo fue decirnos que nos eligió como equipo médico de entre varios (que tras su último ingreso se le ofrecieron y le habían atendido anteriormente) porque habíamos sido los únicos que le habíamos dado la mano. Fuimos testigos indirectos de una historia de reconciliación familiar que le permitió morir en paz. Él nos enseñó el valor de la reconciliación con la propia historia. Luis vivió siempre en su casita del puerto desde hace cincuenta y cuatro años. Sentados en la entrada de su casa me decía que, si llega el final, pues toca aceptarlo y nada más… que estaba en paz. No hace mucho que murió y dejó dicho que no quería
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flores, que el dinero que hubiese se dejase para Médicos Sin Fronteras y la Asociación Española Contra el Cáncer. Su esposa me dijo que su final fue como el principio del matrimonio, pues dieron el dinero recibido en su boda para los niños que necesitaban operaciones de corazón. Él y su familia nos hablan y enseñan de generosidad y de una vida con sentido. Miguel tiene cuarenta y siete años, y se quedó en estado vegetativo persistente tras ser reanimado de una parada cardiorrespiratoria. Está en su casa, cuidado por su hermana y su madre, una andaluza que es pura pasión. Su fe por encima de todo en la Dolorosa. Ellos nos enseñan y nos hablan del amor incondicional y la capacidad de reír en medio del dolor. Iker tenía veintiún años y llevaba enfermo desde los dieciséis. Me abrió su corazón y su vida. Me regaló en sus últimos tres meses de vida conversaciones que llevo en mi corazón. Rabia, tristeza, impotencia, rebeldía… Sus padres me abrieron su casa y su corazón, su hospitalidad y generosidad en medio del dolor. Ellos me enseñaron a estar presente en la impotencia. Aitor también tenía veintiún años cuando murió. Tras ocho años de tratamientos y peleas el tumor cerebral que padecía acabó con su vida. Una vida vivida con intensidad y una enfermedad que no impidió que comenzara a estudiar Magisterio. Jon Ander cuidaba de sus padres y de su hermana tanto como ellos de él, lo hacía con una sonrisa que era contagiosa. Los últimos días permaneció sedado, sin embargo en su último aliento abrió los ojos y les dijo a sus padres y hermana, que lo abrazaban en ese instante: «¡Adiós!». Sin duda este fue su último regalo y su manera de despedirse conscientemente. Aitor nos habla del amor que las personas enfermas tienen a los que les cuidan y su preocupación por ellas y su final nos abre la puerta al misterio del final de la vida. Fernando, a sus sesenta y tres años, padecía cáncer. El dolor y la angustia eran insoportables y se alimentaban mutuamente. Por más que lo intentamos no pudimos aliviar su angustia y finalmente solo quedó la alternativa de sedarle. Él nos enseñó nuestros límites, a asumir que a veces no se puede ir más allá. En su historia aprendemos a liberarnos de esa pretensión de omnipotencia que a veces se nos cuela, también en los cuidados paliativos. María tenía sesenta y dos años. Padecía ELA desde hace varios años. Estaba tetrapléjica y comenzaba a presentar dificultades para comer. Su esposo la cuidaba con dedicación y ternura. Cuando le planteamos la necesidad de poner una sonda para
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alimentarse ella lo rechazó. No quiso nunca que se le alimentase por ningún medio extraordinario. Lo hablamos en repetidas ocasiones. Ella estaba serena, sabía lo que eso suponía. Su marido, a pesar del temor y el dolor, respetó siempre sus deseos. Ellos me hablan y me enseñan lo que es la autonomía de la persona. Mariano era poeta. Tuvimos la suerte de atenderle en sus últimos días. Y nos regaló un libro con sus obras completas. No tenía miedo. Estaba sereno. Sabía que su vida se acababa y en ese estado le dictó a su esposa lo que él quería que apareciese en la esquela: «Y yo me iré y los pájaros seguirán cantando», de Juan Ramón Jiménez. Él nos habla y nos enseña serenamente de la aceptación de la vida y de la muerte. Jesús tenía ELA. Cada vez que íbamos a su casa era una fiesta. Contemplar el amor que se tenían era un regalo. Justo antes de morir, Jesús le dio un beso a su esposa y en ese momento dejó de respirar. Ellos nos hablan de cómo en la tristeza perdura el amor. Julio controló todo el proceso de su enfermedad, pero esta llegó al punto en que se descontroló. Hablábamos de muchas cosas con él, pero un día nos hizo saber lo que realmente él necesitaba hablar y nos dijo: «Hoy en día, ¡qué poco se habla de la muerte!, ni siquiera en esta casa». Él nos enseñó que los enfermos necesitan hablar de lo que a ellos les preocupa y que no debemos temer hablar de la muerte. Mikel padecía un tumor cerebral. Nadie se lo había dicho. Estaba inquieto, quería irse a otra ciudad para ver si allí los médicos podían hacer algo por él. Cuando me encontré con él tuvimos, más o menos, este diálogo: –Hola, Mikel, ya he leído tus informes, ¿qué quieres que te cuente de tu enfermedad? –¡Cuéntame lo «bueno»! –¿Sólo lo «bueno»? –Bueno, lo cierto es que con ochenta años que tengo también puedes contarme lo «malo». Una vez que supo su diagnóstico y su pronóstico bajó su ansiedad y comenzó un itinerario de despedidas. Él nos enseña que los enfermos necesitan saber la verdad y que esta les ayuda. Todos ellos nos enseñan el valor de la vida, nos colocan ante las preguntas últimas de la existencia, son un lugar de contemplación del amor y del misterio. En cada historia en la que tuvimos el privilegio de participar siempre pudimos recibir más de lo que dimos y han sido y están siendo nuestra mejor escuela de humanidad y de
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práctica clínica, por eso queremos recoger las palabras de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross y hacerlas nuestras: Supongo que todas las formas de aprender son duras. Así es como yo aprendí. Mis mejores maestros fueron mis pacientes moribundos. Si te atreves a implicarte, si te atreves a sentarte a su lado, ellos te ayudarán, no solo a sentirte más cómodo ayudándoles, sino a aceptar un día tu propia muerte. Quizás este sea su regalo de despedida para ti.
A nosotros solo nos queda decirles a todos ellos, ¡gracias!
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Anexo 1 Cuidados paliativos y atención primaria
El desarrollo de la Atención Primaria ha supuesto en nuestros Sistemas de Salud un progreso y una mejora en las condiciones de salud de la población general. La estrategia de Atención Primaria la podríamos resumir en cinco áreas: 1. 2. 3. 4. 5.
Controla los diversos factores de riesgo. Destaca la importancia del autocuidado y la atención en salud. Destaca la importancia de la atención familiar. No es desmedicalización. Es deshospitalización.
El desarrollo de la APS (Atención Primaria en Salud) se ha asentado sobre algunas actuaciones clave: Educación sobre los problemas prioritarios. Promoción de suministros de alimentos y nutrición adecuada. Abastecimiento de agua potable y saneamiento básico. Asistencia materno-infantil con inclusión de planificación familiar. Inmunización contra las principales enfermedades infecciosas. Prevención y lucha contra las enfermedades endémicas locales. Tratamiento apropiado de enfermedades y traumatismos comunes. Suministro de medicamentos esenciales. Esto que parece tan básico en nuestro contexto europeo no es así si miramos a otros países de este mundo «globalizado».
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A nadie se le escapa que en esta estrategia una pieza clave ha sido y es el médico de familia, sobre el cual se ha hecho pivotar el desarrollo de esta estrategia. Pero esta figura se hubiera quedado aislada si no se hubieran introducido conceptos como el trabajo interdisciplinar y el «equipo de atención primaria», que desde el modelo «hospitalario» estaban bastante olvidados. Por eso, a mi modo de ver, es más fácil para los profesionales de la atención primaria incorporar un modelo de trabajo interdisciplinar para los profesionales (ya sean médicos o enfermeras) que vienen del mundo hospitalario. Como médico que soy me centraré en el perfil de este médico de familia, sin por ello olvidar que este es miembro de un equipo. El médico de familia (clásico médico de cabecera) tiene un importante papel en el cuidado del enfermo en fase terminal y de su familia por ser este profesional el recurso natural de ayuda de estos pacientes, y el contacto con ellos a lo largo de los años le ha posibilitado un conocimiento de la realidad del enfermo y de su familia. Este médico sustenta su quehacer en unos principios que son pilares de su ejercicio profesional y que pueden representar para el paciente en fase terminal y su familia una oportunidad de recibir una atención de calidad en el final de la vida.
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Compromiso con la persona, más que con la técnica, sexo u órgano afectado El médico tiene un compromiso holístico por la persona como un todo, lo cual se conoce como enfoque holístico. Este cuidado integral debe ser entendido en dos dimensiones: a nivel de la persona, como ser bio-psico-social-espiritual, y en la dimensión de la persona como ser integral de una familia y perteneciente a una comunidad. El seguimiento y cuidado de la persona va más allá de la atención en el consultorio. Si es requerida, la atención se brinda en la casa, el hospital, la escuela, el trabajo…
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Valoración del contexto y cultura de la persona El contexto sociocultural ha demostrado progresivamente el rol importante que tiene para los estados de salud, enfermedad, vida, muerte y las acciones que se toman en torno a los mismos.
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Enfoque centrado en la familia Ya hemos comentado más arriba la importancia de la familia en la vida de cada persona. Puede ser fuente de soporte, si es funcional, pero genera tensión con angustia si es disfuncional. Cada contacto es oportunidad de prevención y educación. El médico tiene oportunidad de realizar tres o cuatro encuentros por año con cada miembro de la familia. Son oportunidades para el manejo de los aspectos de promoción, educativos, preventivos y de rehabilitación.
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Enfoque de riesgo El enfoque sistémico sitúa al médico en una posición privilegiada para valorar el riesgo; el médico con una visión sistémica debe ser un puente entre el individuo y la comunidad, teniendo en cuenta a la familia como núcleo de atención. Este enfoque trasciende la atención en el consultorio.
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Médico como recurso El médico por sí mismo, y como parte del equipo de salud, es un recurso. Es importante que identifique los otros recursos formales y no formales, las redes de soporte social, para dinamizar y liderar las diferentes actividades.
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Conocimiento de sí mismo La medicina como ciencia y como arte tiene aspectos objetivos y subjetivos. Es fundamental que el médico adquiera un mayor y más profundo conocimiento de sí mismo, de sus fortalezas y de sus debilidades, al igual de los facilitantes y limitantes que posee, para establecer comunicación, para evitar que sus sentimientos y valores lo lleven a establecer juicios que contaminen la atención cálida, respetuosa y honesta que debe brindar a la persona.
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El médico como gerente de recursos Debido a la oportunidad y responsabilidad como médico de primer contacto, el manejo de recursos es esencial. Los recursos varían en cada lugar y, por tanto, el médico debe ser eficiente y conservar el equilibrio coste-beneficio-efectividad apropiado, con excelente calidad. Debiendo ser consciente del momento y situación en que debe interconsultar. Desde estos principios a nadie se le escapa el papel que el médico de familia tiene en una adecuada atención del final de la vida de las personas.
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Anexo 2 Documento de Voluntades Anticipadas
Yo,
, mayor de edad, con el DNI/pasaporte/tarjeta nº , y con domicilio en CP , calle , nº , con capacidad para tomar una decisión de manera libre y con la información suficiente que me ha permitido reflexionar, manifiesto mi aceptación y/o rechazo de los tratamientos y cuidados que describo más adelante en este documento para que se tengan en cuenta en el momento en que me encuentre en una situación, por las circunstancias derivadas de mi estado físico y/o psíquico, en la cual no pueda ya expresar personalmente mi voluntad. Deseo que el médico responsable de mi tratamiento retire o no comience los tratamientos que meramente prolonguen mi proceso de morir si yo padeciera una condición incurable o irreversible sin expectativas razonables de recuperación, como: a. Una situación terminal. b. Una situación con inconsciencia permanente. c. Una situación con mínima consciencia en la cual yo sea permanentemente incapaz para tomar decisiones o expresar mis deseos. Deseo además que mi tratamiento sea limitado a medidas que me mantengan cómodo y aliviado de dolor o sufrimiento, incluyendo aquellos que puedan ocurrir al omitir o retirar tratamientos. También comprendo que aun no estando obligado a especificar todos los futuros tratamientos a los que renuncio, quiero mencionar mi renuncia a las siguientes formas de tratamiento:
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No deseo reanimación cardiopulmonar. No deseo ventilación mecánica. No deseo ninguna forma de diálisis. No deseo alimentación e hidratación artificiales. No deseo antibióticos. No deseo Deseo la asistencia necesaria para proporcionar un digno final de mi vida, con el máximo alivio del dolor, incluso si ello pudiera acelerar mi muerte. Otras instrucciones que deseo que se tengan en cuenta: Donación de órganos y tejidos. Lugar donde deseo que se me atienda en el final de mi vida (domicilio, hospital). Otras: Nombre Fecha
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Anexo 3 Ética de la sedación en la agonía (OMC)
CONSEJO GENERAL DE COLEGIOS OFICIALES DE MEDICOS
La Asamblea General del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, en sesión celebrada el día 21 de febrero de 2009, adoptó el acuerdo de aprobar la siguiente Declaración elaborada por la Comisión Central de Deontología y Derecho Médico de este Organismo:
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Ética de la sedación en la agonía Introducción: 1. En Medicina se entiende por sedación la administración de fármacos para disminuir la ansiedad, la angustia y, eventualmente, la conciencia del enfermo. En Medicina Paliativa se entiende por sedación la administración de fármacos apropiados para disminuir el nivel de conciencia del enfermo ante la presencia de un síntoma refractario a los tratamientos disponibles. 2. Los pacientes que padecen una enfermedad en fase terminal,1 oncológica o no, presentan, a veces, en sus momentos finales algún síntoma que provoca un sufrimiento insoportable, que puede ser difícil o, en ocasiones, imposible de controlar. 3. La frontera entre lo que es una sedación en la agonía y la eutanasia activa se encuentra en los fines primarios de una y otra. En la sedación se busca conseguir, con la dosis mínima necesaria de fármacos, un nivel de conciencia en el que el paciente no sufra, ni física, ni emocionalmente, aunque de forma indirecta pudiera acortar la vida. En la eutanasia se busca deliberadamente la muerte inmediata. La diferencia es clara si se observa desde la Ética y la Deontología Médica. 4. La sedación en la agonía se ha de considerar hoy como un tratamiento adecuado para aquellos enfermos que, en los pocos días u horas que preceden a su muerte, son presa de sufrimientos intolerables que no han respondido a los tratamientos adecuados. 5. La necesidad de disminuir la conciencia de un enfermo en las horas anteriores de su muerte ha sido y es objeto de controversia, en sus aspectos clínicos, éticos, legales y religiosos. Además, quienes no conocen las indicaciones y la técnica de la sedación o carecen de experiencia en medicina paliativa, pueden confundirla con una forma encubierta de eutanasia. 6. La Comisión Central de Deontología estima oportuno ofrecer criterios sobre los aspectos éticos de la sedación en la agonía, a fin de mostrar que si está bien indicada, bien realizada y autorizada por el enfermo o en su defecto por la familia, constituye una buena práctica médica en el adecuado contexto asistencial.
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El respeto médico a la vida del enfermo en fase terminal: 7. La Ética y la Deontología Médica establecen como deberes fundamentales respetar la vida y la dignidad de todos los enfermos, así como poseer los conocimientos y la competencia debidos para prestarles una asistencia de calidad profesional y humana. Estos deberes cobran una particular relevancia en la atención a los enfermos en fase terminal, a quienes se les debe ofrecer el tratamiento paliativo que mejor contribuya a aliviar el sufrimiento, manteniendo su dignidad, lo que incluye la renuncia a tratamientos inútiles o desproporcionados de los que solo puede esperarse un alargamiento penoso de sus vidas. 8. Respetar la vida y la dignidad de los enfermos implica atender su voluntad, expresada verbalmente o por escrito, que deberá constar siempre en la historia clínica, mitigar su dolor y otros síntomas con la prudencia y energía necesarias, sabiendo que se está actuando sobre un organismo particularmente vulnerable cuando su curación ya no es posible. 9. En la situación de enfermedad terminal, la ética médica impone también la obligación de acompañar y consolar, que no son tareas delegables o de menor importancia, sino actos médicos de gran relevancia para la calidad asistencial. No tiene cabida hoy, en una medicina verdaderamente humana, la incompetencia terapéutica ante el sufrimiento terminal, ya tome la forma de tratamientos inadecuados por dosis insuficientes o excesivas, ya la del abandono.
Valor ético y humano de la sedación en la fase de agonía: 2 10. Tiempo atrás, cuando no se había desarrollado la medicina paliativa, la sedación en la agonía pudo haber sido ignorada u objeto de abuso. Hoy, una correcta asistencia implica que se recurra a ella solo cuando está adecuadamente indicada, es decir, tras haber fracasado todos los tratamientos disponibles para el alivio de los síntomas. La sedación en la agonía representa el último recurso aplicable al enfermo para hacer frente a síntomas biológicos, emocionales o existenciales cuando otros recursos terapéuticos hayan demostrado su ineficacia. 11. La sedación, en sí misma, es un recurso terapéutico más y por tanto éticamente neutro; lo que puede hacer a la sedación éticamente aceptable o reprobable es el fin que busca y las circunstancias en que se aplica. Los equipos que atienden a enfermos
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en fase terminal necesitan una probada competencia en los aspectos clínicos y éticos de la medicina paliativa, a fin de que la sedación sea indicada y aplicada adecuadamente. No se la podrá convertir en un recurso que, en vez de servir a los mejores intereses del enfermo, sirva para reducir el esfuerzo del médico. La sedación en la fase de agonía es un recurso final: será aceptable éticamente, cuando exista una indicación médica correcta y se hayan agotado los demás recursos terapéuticos. 12. La sedación implica, para el enfermo, una decisión de profundo significado antropológico: la de renunciar a experimentar conscientemente la propia muerte. Tiene también para su familia importantes efectos psicológicos y afectivos. Tal decisión no puede tomarse a la ligera por el equipo asistencial, sino que ha de ser resultado de una deliberación sopesada y una reflexión compartida acerca de la necesidad de disminuir el nivel de conciencia del enfermo como estrategia terapéutica.
Las indicaciones de la sedación en la fase de agonía: 13. En la actualidad, la necesidad de sedar a un enfermo en fase terminal obliga al médico a evaluar los tratamientos que hasta entonces ha recibido el enfermo. No es legítima la sedación ante síntomas difíciles3 de controlar, pero que no han demostrado su condición de refractarios.4 14. Las indicaciones más frecuentes de sedación en la fase de agonía son las situaciones extremas de delirio, disnea, dolor, hemorragia masiva y ansiedad o pánico, que no han respondido a los tratamientos indicados y aplicados correctamente. La sedación no debe instaurarse para aliviar la pena de los familiares o la carga laboral y la angustia de las personas que lo atienden. 15. Es necesario transmitir a la familia que el enfermo adecuadamente sedado no sufre. 16. Como en cualquier otro tratamiento se debe realizar una evaluación continua del nivel de sedación en el que se encuentra y necesita el enfermo.5 En la historia clínica y en las hojas de evolución deberán registrarse con el detalle necesario los datos relativos al ajuste de las dosis de los fármacos utilizados, a la evolución clínica de la sedación en la agonía y a los cuidados básicos administrados.
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17. Para evaluar, desde un contexto ético-profesional, si está justificada la indicación de la sedación en un enfermo agónico, es preciso considerar los siguientes criterios: 17.1. La aplicación de sedación en la agonía exige, del médico, la comprobación cierta y consolidada de las siguientes circunstancias: a. Que existe una sintomatología intensa y refractaria al tratamiento. b. Que los datos clínicos indican una situación de muerte inminente o muy próxima. c. Que el enfermo, o en su defecto la familia, ha otorgado el adecuado consentimiento informado de la sedación en la agonía.6 d. Que el enfermo ha tenido oportunidad de satisfacer sus necesidades familiares, sociales y espirituales. Si tuviera dudas de la citada indicación, el médico responsable deberá solicitar el parecer de un colega experimentado en el control de síntomas. Además el médico dejará constancia razonada de esa conclusión en la historia clínica, especificando la naturaleza e intensidad de los síntomas y las medidas que empleó para aliviarlos (fármacos, dosis y recursos materiales y humanos utilizados) e informará de sus decisiones a los otros miembros del equipo asistencial. 17.2. Es un deber deontológico abordar con decisión la sedación en la agonía, incluso cuando de ese tratamiento se pudiera derivar, como efecto secundario, una anticipación de la muerte.7 17.3. El inicio de la sedación en la agonía no descarga al médico de su deber de continuidad de los cuidados. Aunque esta sedación pueda durar más de lo previsto, no pueden suspenderse los cuidados básicos e higiénicos exigidos por la dignidad del moribundo, por el cuidado y el aseo de su cuerpo. 18. La sedación en la agonía no es un tratamiento excepcional; el incremento de personas que precisan cuidados paliativos constituye actualmente un paradigma que debe estar presente en la enseñanza de las Facultades de Medicina y en los Programas de Formación Continuada y en la conciencia de todos los médicos.
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1. Fase terminal es aquella en la que la enfermedad avanzada se encuentra en fase evolutiva e irreversible con síntomas múltiples, impacto emocional, pérdida de autonomía, con muy escasa o nula capacidad de respuesta al tratamiento específico y con un pronóstico de vida limitado a semanas o meses, en un contexto de fragilidad progresiva. 2. Fase de agonía es la que precede a la muerte cuando esta se produce de forma gradual, y en la que existe deterioro físico intenso, debilidad extrema, alta frecuencia de trastornos cognitivos y de la conciencia, dificultad de relación e ingesta y pronóstico de vida en horas o días. 3. El término «difícil» puede aplicarse a un síntoma que para su adecuado control precisa de una intervención terapéutica intensiva, más allá de los medios habituales, tanto desde el punto de vista farmacológico, instrumental y/o psicológico. 4. El término «refractario» puede aplicarse a un síntoma cuando este no puede ser adecuadamente controlado a pesar de los intensos esfuerzos para hallar un tratamiento tolerable en un plazo de tiempo razonable sin que comprometa la conciencia del enfermo. 5. Esta evaluación sistemática del nivel de sedación se puede realizar empleando la escala de Ramsay: Nivel I (Agitado, angustiado), Nivel II (Tranquilo, orientado y colaborador), Nivel III (Respuesta a estímulos verbales), Nivel IV (Respuesta rápida a la presión glabelar o estímulos dolorosos), Nivel V (Respuesta perezosa a la presión glabelar o estímulos dolorosos), Nivel VI (No respuesta). 6. Ley 41/2002, de Autonomía del Paciente. Art.9.3a. 7. Art. 27.1 del Código de Ética y Deontología Médica.
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Anexo 4 Para cultivar la espiritualidad
Me quiero apoyar aquí en algunas reflexiones de Juan Masiá Clavel, sacerdote jesuita y residente en Japón recogidas en un libro que cité anteriormente, Respirar y caminar, y que transcribo literalmente. Vivimos repitiendo rutinas. El mismo camino al trabajo. Yo que he estado cuatro años yendo y viniendo Pamplona-Bilbao-Pamplona y sé hasta los tiempos exactos entre cada pueblo. Sin embargo un día de huelga en el metro, o de cierre de la carretera por obras nos obliga a hacer el trayecto habitual de otra forma. Ahora tenemos un nuevo punto de vista del barrio, del camino. Se ha alterado nuestro modo de estar-en-el-mundo. Vamos en busca de un punto de vista nuevo y más elevado sobre nuestra cotidianidad. Como el árbol que al crecer tiene las raíces más profundas, sus ramas se anchan y su copa se alza. Así es como nuestro crecimiento humano: hondura de raíces y amplitud de horizontes. Perspectiva y arraigo, una visión de conjunto para poder plantearnos preguntas sobre las coordenadas de nuestra vida: ¿De dónde saco fuerzas para vivir?, ¿en qué suelo arraigo?, ¿dónde estoy y hacia dónde miro?, ¿qué o quién me sostiene?, ¿cuál es el centro de gravedad, base, origen y meta de mi vida?… Los grandes maestros espirituales nos hablan de cómo todo se ve de un modo completamente distinto; todo es lo mismo, pero todo ha cambiado. Es que algo ha cambiado desde dentro de la persona, que comienza a percibir el mundo de otra manera. ¿Hemos tenido alguna vez una experiencia remotamente semejante? Es el momento de evocarla… Esos han sido los momentos en que nos empezamos a acercar a esa dimensión espiritual…
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En todo caso, cuando nos acercamos un poco, aunque sea de lejos, a la amplitud de miras y anchura de corazón…, las cosas ya no se perciben como obstáculos y las personas dejan de captarse como enemigos. Desaparecen las ideas fijas y los miedos, nos liberamos de ataduras desproporcionadas.
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Cultivar la pausa Para poder hacer esto necesitamos parar. Hacer una «pausa» al modo budista. La pausa nos hace receptivos a la realidad, conscientes de ella. La pausa de fe es una actitud básica a lo largo de los diferentes momentos de nuestra vida e incluso de nuestro día a día. En la vida se requiere un mínimo de equilibrio entre la tensión y la pausa. Sino caeremos en la fatiga estresada o en la apatía indolente. Pero aunque reconozcamos la necesidad de este equilibrio esto es más fácil en la teoría que en la práctica… Juan Masiá nos propone esta pequeña historia: Un estratega dormía en su tienda de campaña, cuando le despertó la alarma. Acudió rápidamente al puesto de mando, pero sin apresurarse con atolondramiento. Sabe que de su serenidad depende el éxito de la operación y las vidas de muchas personas. Cuando llega al cuartel de operaciones donde están ya reunidos sus subalternos, les desconcierta su lentitud. Ha realizado, con una pausa dentro de sí, la «transición» desde la situación de sorpresa a la tensión de ponerse al mando de una operación difícil. Mira los mapas, escucha los últimos informes, sitúa los datos en el conjunto, se orienta, señala con el puntero las zonas neurálgicas y da unas órdenes. Mientras las ejecutan, contempla sobre la pantalla el desarrollo de los movimientos. Unos momentos después comunica al mando superior los primeros síntomas de éxito del contraataque.
Aquí podemos descubrir los cuatro momentos de una actitud de pausa: a) transición, b) orientación, c) concentración, d) comunicación. Aplicándola a la contemplación… (receptividad).
Primer momento: Transición y relajación Interrumpo mi actividad, me separo de las cosas y sitios habituales por un rato. Corto con lo que me preocupa. No es fácil, pueden ser unos segundos o bastantes minutos. Me puede ayudar un paseo, un ejercicio de relajación o una actividad como poner orden en los papeles de la mesa. Me voy serenando. Dura hasta que esté destensado. Lo de menos es el método. Lo central es caminar desde la tensión a la pausa. A veces puede ser la repetición de un salmo u oración…
Segundo momento: Orientación y dilatación 144
Destensado hago por orientarme: sentir que esté donde esté estoy en el Señor, en el que respiro, me muevo y existo. De ordinario vivimos encerrados en la superficie del presente inmediato o en pesares por el pasado o en ansiedades por el futuro. Nos cuesta descubrir la hondura del «aquí profundo» y el «ahora total». Estoy aquí, en este cuarto, en esta ciudad, en este país, en esta Tierra, en este Universo… y «ahora», «hoy», «este año», en «esta etapa de mi vida»… Lo espacial y temporal se relativizan y el «aquí y el ahora» son ese lugar y ese tiempo que unifican mi vida desde una visión de conjunto.
Tercer momento: Concentración y escucha Ahora ya estoy en condiciones de escuchar. Con esta receptividad me coloco ante la realidad, ante un paciente, ante una persona que sufre o ante mí mismo… «como si me hallase presente». Sin pretender dominarlos, dejándome poseer, a través de ellos, por lo que los trasciende y da sentido a todo. Me dejo penetrar una Presencia que lo invade todo… Caen las barreras. Escucho y la escucha me va cambiando.
Cuarto momento: Expresión, asimilación y comunicación Lo que ha quedado de la escucha queda resumido en una breve palabra, que ayuda a expresar y conservar la experiencia, haciéndola evocable, recordable y comunicable. Hago de nuevo la transición. Salgo de la contemplación renovado por la escucha. Y si fijo por escrito el sabor de boca que me ha dejado la escucha, esto me ayudará en otras ocasiones.
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Anexo 5 En el funeral de Noelia
En el año 2008 falleció Noelia, una chica joven, enferma desde hacía mucho tiempo, a la que tuve el privilegio de acompañar en su última etapa. Sus padres me dieron permiso para participar en su funeral y deseo compartir con vosotros lo que allí expresé: A la hora de despedir a Noelia Con cierto temor y pudor, pero con un enorme cariño hacia Noelia y hacia María Jesús, Dani, Erika y Aingeru, y desde el hecho de compartir con vosotros la experiencia de haber perdido una hija (la mía murió hace cinco años), me atrevo hoy a compartir con vosotros estas palabras en este momento tan importante. Cuando muere una hija no hay palabras capaces de consolar, no hay explicaciones capaces de ayudar a entender y la fe, si todavía nos queda, no nos ahorra el dolor y la única oración que brota es de pregunta y de protesta: «¿Cómo es posible, Dios mío?». En el silencio vamos haciéndonos conscientes de lo que ha acontecido. Un silencio acompañado de personas que acogen nuestro silencio o nuestras palabras con su silencio compasivo y cariñoso. Creemos que no vamos a poder, que esto supera todas nuestras fuerzas y sentimos como si nos ahogáramos y, sin embargo, misteriosamente seguimos adelante. Y es que el dolor y el sufrimiento conviven a nuestro lado, siempre lo han hecho, pero un día irrumpen en nuestra vida. En la vuestra, esta historia comenzó hace ya quince años. De eso habla esta poesía que alguien escribió cuando el sufrimiento llamó a su puerta. Construí mi casa junto al mar, no sobre la playa, claro está, no sobre la arena movediza. Y la hice de piedra: una casa recia junto a un mar recio. Y llegamos a conocernos bien, el mar y yo. Buenos vecinos, aunque no habláramos mucho. Nos encontrábamos en largos silencios, respetuosos, guardando las distancias, pero mirando nuestros mutuos pensamientos
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a través de la franja de arena como barrera. Siempre la franja de arena como barrera. Siempre la arena por medio. Pero un buen día (y aún no sé cómo ocurrió) el mar vino hasta mí. Sin avisar. Sin permitirme siquiera darle la bienvenida. No de manera violenta y repentina, sino deslizándose por la arena, y no como riada de agua, sino como chorro de sangre. Lentamente, pero sin dejar de fluir, como una herida abierta. Y pensé en huir, y en ahogarme, y en morir. Pero mientras yo pensaba, el mar siguió trepando hasta alcanzar mi puerta. Y supe que no habría huida, ni muerte, ni ahogamiento. Que cuando el mar viene a llamarte, él y tu dejáis de ser buenos vecinos, corteses, educados y distantes vecinos, y cambias tu casa por un castillo de coral y aprendes a respirar bajo las aguas. CAROL BIALOCK; Chile, 1975 Hoy cinco años después de la muerte de mi hija os digo que todo ha vuelto a ir bien, pero que ya no es como antes. Gracias, Noelia, por todo lo que nos has dado a los que te hemos conocido. Gracias a toda vuestra familia por el testimonio de amor que habéis dado y dais. Desde mi fe, a veces un tanto maltrecha, sé que ahí está Dios. Con todo mi cariño. JULIO
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Bibliografía
CASSIDY, SHEILA, —Compartir
La gente del Viernes Santo, Sal Terrae, Santander, 1992.
las tinieblas, Sal Terrae, Santander, 2001.
Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Sígueme, Salamanca, 2001 (4ª edición).
GUTIÉRREZ, GUSTAVO,
MASIÁ CLAVEL, JUAN,
Respirar y caminar, Descleé de Brouwer, Bilbao, 2001.
—Tertulias
de Bioética, Sal Terrae, Santander, 2005. (No está disponible en esta editorial por haber sido censurado. Ahora se puede adquirir en la editorial Trotta.)
NANDO,
El oficio de morir, PPC, Madrid, 2004.
O’COLLINS, GERALD,
El segundo viaje, Descleé de Brouwer, Bilbao, 2005.
RESTREPO, LUIS CARLOS, SARTRE, JEAN PAUL,
El derecho a la ternura, Arango Editores, Bogotá.
Barioná, el hijo del trueno, Voz de Papel, Madrid, 2004.
TORRALBA, FRANCESC,
Inteligencia espiritual, Plataforma Editorial, Barcelona, 2010.
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Su opinión es importante. En futuras ediciones, estaremos encantados de recoger sus comentarios sobre este libro. Por favor, háganoslos llegar a través de nuestra web: www.plataformaeditorial.com
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La hora de la verdad Gómez, Jordi 9788416096978 144 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Llega un momento en que todos nos enfrentamos a las mismas preguntas: ¿Estoy preparado? ¿Tengo asuntos pendientes? ¿Qué es lo que me da miedo realmente? Cuando nos acercamos al fi nal de nuestra vida, los asuntos que más preocupan suelen ser los mismos: necesitamos pedir perdón; también tenemos que perdonar a alguien; hay una persona a la que debemos dar las gracias; es fundamental que digamos a nuestros seres queridos cuánto los queremos; y, fi nalmente, nos hace falta decir "adiós". A lo largo de estas páginas, a través de las historias personales de los pacientes a los que el autor ha acompañado en sus últimos días, apreciaremos la importancia de no dejar estos asuntos pendientes. Los itinerarios vitales de los protagonistas de este libro nos ayudarán en nuestros propios itinerarios. Y así, cuando llegue nuestra hora de la verdad, estaremos mucho mejor preparados.
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Hiperpaternidad Millet, Eva 9788416620043 168 Páginas
Cómpralo y empieza a leer En el siglo XXI, las familias han evolucionado hasta el punto de que los hijos se han convertido en el centro de las mismas. Y dispuestos a "darles todo" y a conseguir unos hijos perfectos, orbitan los hiperpadres o "padreshelicóptero ", que ejercen una crianza basada en estar siempre encima de los hijos, anticipándose a sus deseos y resolviéndoles todos sus problemas. Un cóctel con ingredientes como la estimulación precoz, las agendas repletas, la tolerancia cero a la frustración y los enfrentamientos con los maestros que osen cuestionar las maravillas del niño o la niña. Aunque ejercida con la mejor intención, la hiperpaternidad se está llevando por delante aspectos tan vitales en el desarrollo de los hijos como la adquisición de autonomía, la capacidad de esfuerzo y el tiempo para jugar. También provoca familias estresadas y niños tan sobreprotegidos que, irónicamente, tienen más miedos que nunca. Con rigor y un punto de humor, este libro analiza el fenómeno de los hiperpadres y da claves para la práctica del underparenting o la "sana desatención": relajarse, confiar en los hijos y dejarlos más a su aire.
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El cerebro del niño explicado a los padres Bilbao, Álvaro 9788416429578 296 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Cómo ayudar a tu hijo a desarrollar su potencial intelectual y emocional. Durante los seis primeros años de vida el cerebro infantil tiene un potencial que no volverá a tener. Esto no quiere decir que debamos intentar convertir a los niños en pequeños genios, porque además de resultar imposible, un cerebro que se desarrolla bajo presión puede perder por el camino parte de su esencia. Este libro es un manual práctico que sintetiza los conocimientos que la neurociencia ofrece a los padres y educadores, con el fin de que puedan ayudar a los niños a alcanzar un desarrollo intelectual y emocional pleno. "Indispensable. Una herramienta fundamental para que los padres conozcan y fomenten un desarrollo cerebral equilibrado y para que los profesionales apoyemos nuestra labor de asesoramiento parental."LUCÍA ZUMÁRRAGA, neuropsicóloga infantil, directora de NeuroPed "Imprescindible. Un libro que ayuda a entender a nuestros hijos y proporciona herramientas prácticas para guiarnos en el gran reto de ser padres. Todo con una gran base científica pero explicado de forma amena y accesible."ISHTAR ESPEJO, directora de la Fundación Aladina y madre de dos niños "Un libro claro, profundo y entrañable que todos los adultos deberían leer."JAVIER ORTIGOSA PEROCHENA, psicoterapeuta y fundador del Instituto de Interacción "100% recomendable. El mejor regalo que un padre puede hacer a sus hijos."ANA AZKOITIA, psicopedagoga, maestra y madre de dos niñas
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Reinventarse Alonso Puig, Dr. Mario 9788415577744 192 Páginas
Cómpralo y empieza a leer El Dr. Mario Alonso Puig nos ofrece un mapa con el que conocernos mejor a nosotros mismos. Poco a poco irá desvelando el secreto de cómo las personas creamos los ojos a través de los cuales observamos y percibimos el mundo.
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Vivir la vida con sentido Küppers, Victor 9788415750109 246 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Este libro pretende hacerte pensar, de forma amena y clara, para ordenar ideas, para priorizar, para ayudarte a tomar decisiones. Con un enfoque muy sencillo, cercano y práctico, este libro te quiere hacer reflexionar sobre la importancia de vivir una vida con sentido. Valoramos a las personas por su manera de ser, por sus actitudes, no por sus conocimientos, sus títulos o su experiencia. Todas las personas fantásticas tienen una manera de ser fantástica, y todas las personas mediocres tienen una manera de ser mediocre. No nos aprecian por lo que tenemos, nos aprecian por cómo somos. Vivir la vida con sentido te ayudará a darte cuenta de que lo más importante en la vida es que lo más importante sea lo más importante, de la necesidad de centrarnos en luchar y no en llorar, de hacer y no de quejarte, de cómo desarrollar la alegría y el entusiasmo, de recuperar valores como la amabilidad, el agradecimiento, la generosidad, la perseverancia o la integridad. En definitiva, un libro sobre valores, virtudes y actitudes para ir por la vida, porque ser grande es una manera de ser.
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Índice Portada Créditos Entrevista de Víctor-M. Amela al autor Dedicatoria Epígrafe Índice Prólogo 1. Desde dónde os hablo. La imagen del viaje 2. Medicina Paliativa, Medicina sin fronteras 3. Una noticia terrible. ¿De verdad no hay nada que hacer? 4. El dolor es «dolor total». El suyo y el mío 5. Siempre hay algo que hacer. El duro día a día 6. Las emociones. Atentos a la letra y a la música 7. Las emociones de los profesionales. «Tú, aita, ¿no lloras porque eres médico?» 8. Tomando decisiones. El compromiso es no abandonar 9. Dejar marchar. Decir adiós no es lo mismo que olvidar, ni siquiera se le parece 10. El duelo, una experiencia de transformación. Siempre hay tiempo 11. ¿Y todo esto para qué? El viaje es un viaje espiritual 12. Acompañantes o guías turísticos 13. Una hospitalidad de salida. La experiencia de los viajeros Anexo 1. Cuidados paliativos y atención primaria Anexo 2. Documento de Voluntades Anticipadas Anexo 3. Ética de la sedación en la agonía (OMC) Anexo 4. Para cultivar la espiritualidad Anexo 5. En el funeral de Noelia Bibliografía 161
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Colofón
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