Crónicas del derrumbe soviético: el viaje del corresponsal de Granma 1990-1992 1921700718, 9781921700712

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Crónicas del derrumbe soviético: el viaje del corresponsal de Granma 1990-1992
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P R h N I P A C EL VIAJE DEL I n U N I U H O CORRESPONSAL DE GRANMA

DEI DERRUMBE 1990-1992 ■OVIETICO PEDRO PRADA

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PEDRO P r a d a (La Habana, 1959), periodista, investigador y diplomático, tra­

bajó en la revista Verde Olivo y en el periódico Granma. Fue corresponsal de guerra en Nicaragua y Angola y reportó, enire 1990 y 1992, el derrumbe y desaparición de la URSS. Ha colaborado con numerosos medios de prensa cubanos y extranjeros y tiene publicados Mujeres sin nervios al borde de una crisis (Ediciones Verde Olivo, La Habana, 1994), Island under siege (Ocean Press, Melboume, 1995, reeditado por Gelenek Yavinevi, Estambul, 1996), La Secretaria de la República (Ediciones Boloña-Ciencias Sociales, La Habana, 2001) y En busca del grial cubano (Editorial Pablo de la Tórnente, La Habana, 2003). Además, ha editado y prologado otras publicaciones en Cuba y en et extranjero. Tiene varios premios nacionales de periodismo. Es doctor en Ciencias de la Comunicación Social, profesor titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana y adjunto del Instituto Internacional de Periodismo José Martí, integrante del Grupo de Ciencia Política del Sur en la Universidad de La Habana.

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Crónicas del derrumbe soviético El viaje del corresponsal de Granma 1990-1992

Pedro Prada

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O una editorial latinoamericana bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

Derechos © 2014 Pedro Prada Derechos © 2014 Ocean Press y Ocean Sur

ISBN: 978-1-921700-71-2

Primera edición 2014 Impreso por Asia Pacific Offset Lid., China P U B LIC A D O PO R O C E A N SU R O C E A N S U R ES UN P R O Y E C T O D E O C E A N PRESS EE.UU.:

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índice

Prólogo. Una contribución importante

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Femando Rojas Crónicas del tiempo

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¿Qué pasó, Bratvá?

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Sin el escudo

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Cuba en el socialismo y el hombre

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Epílogo

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Bibliografía

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Primero fu imos los heraldos llevando buenas del Señor, pero excedimos su mandato cargando el peso del dolor. Hoy somos ángeles caídos junto al que fuimos a curar. Temen que a nuestros propios hijos les enseñemos a volar. S i l v io R o d r íg u e z D o m í n g u e z

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Prólogo Una contribución importante

Mucho se ha indagado, durante varios años, en las causas del fra­ caso de la experiencia soviética de construcción socialista. Com­ parto el criterio de los que sostienen que el origen de la distorsión, crisis y derrumbe de aquel proyecto de emancipación humana debe buscarse en acontecimientos que sucedieron hace 80 o 90 años. Ahora se nos propone un texto singular, el de un testigo cubano de excepción, que recrea el final de la URSS desde la agudeza del periodista entrenado y nos entrega algo de sus memorias de la época convulsa de la perestroika y la glasnost. Pedro Prada logra captar el instante que revela el desbordamiento de las posibilidades de regeneración socialista del régimen soviético y demostrar, en una suerte de lógica inversa pero implacable, que lo más significativo del mal ya estaba hecho cuando Gorbachov empuñó el timón de la carcomida nave del Partido y el Estado de ía otrora gran potencia. Aun así, me identifico con este autor en el criterio de que era posi­ ble intentar una renovación dentro del socialismo, que lamentable­ mente no puede pasar en modo alguno la prueba de la Historia. Prada afirma, sin dejar dudas: «porque con todas sus matadu­ ras el modelo soviético era original, en la URSS se habrían podido superar los errores sin destruir la organización, la moral y la auto­ ridad del Partido, ni los logros y la historia de la revolución socia­ lista soviética; se habrían vencido las faltas, incluso si se hubiera prestado debida y temprana atención a las cartas de los trabajado­

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Ferrando Rojas

res y dirigentes de base que se recibían en febrero de 1990 en las oficinas del Comité Central: »E1 Comité Central y el Buró Político son responsables por el proceder ilógico y la tardanza en la dirección de la perestroika [...]. El partido no cuenta con una plataforma ideológica inte­ gral [...] el papel dirigente ya no le pertenece ni al partido ni a los militantes, sino al aparato; y es precisamente este último el que desacredita al partido [...]. Nuestra tragedia radica en que al igual que antes, no hay forma de que podamos renunciar al poder unipersonal en el Estado y el partido [...]». Con evidente intención, Prada enfatiza en la diferencia entre los procesos de construcción socialista en Cuba y en la URSS, si bien no es este uno de los temas centrales de su trabajo. La penetración de lo esencial de estas diferencias sigue siendo una asignatura pen­ diente para los estudiosos cubanos. Ello, sin embargo, no es un obstáculo para que Prada acierte notablemente en la descripción de la actitud de sus compatriotas ante la perestroika y la glasnosfc Van a hacer veinte años que La Habana, que todo lo observa desde la atalaya de sus hijos más preclaros, hasta desde el cora­ zón del más humilde, miró con perplejidad y dolor cómo se derrumbaba un mundo que creía avanzada de sus propios sue­ ños. En el estruendoso desplome descubría las grietas, las falsas columnas, los blandos cimientos y la cerrazón de ventanas que no tenía o que podían surgiríe a su propio edificio, al que habría que reparar a tiempo, o que nunca podría tener. Estaba alertada por su gigante que aquello pasaría, pero aún así ofreció el bene­ ficio de la duda. Prada se detiene en los temas de rigor de la extensión y corrupción de la burocracia y de la apatía y desideologización de la ciudadanía, claramente identificados como causas de larga data del derrumbe bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

Prólogo. Una contribución importante

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soviético. Con agudeza escudriña el aspecto cultural del problema, advirtiendo cuán indefensa estuvo la población de la URSS ante el contraste con Occidente, en términos de la calidad de vida real, pero sobre todo, en la visión que de esa vida se ofrecía por los medios de comunicación, que los aparatos culturales soviéticos no podían contrarrestar. Más allá de la burocratización y la ineficacia del sis­ tema de influencias ideológicas y culturales, el fondo de la cuestión radica en la inexistencia, para el momento de la perestroika, de una vida espiritual y una producción cultural auténticamente socialis­ tas/ renovadas, capaces de superar al capitalismo. Al abordar estos asuntos y acompañarlos de una abundante información fáctica, Prada se nos revela como un certero testigo del desmadre y parece lanzamos la advertencia de que no nos pase lo mismo. El autor ofrece un enfoque riguroso del papel de Occidente y en general de los aspectos geopolíticos en el proceso de la perestroika y en la desintegración de la URSS, que aunque trata sobre cues­ tiones ya conocidas, incluye informes reveladores, entre ellos una exquisita referencia al papel de Margaret Thatcher, que se remonta incluso a la entronización de Mijail Gorbachov como líder del PCUS. El agotamiento y descalabro de esa y otras organizaciones políticas es uno de los pasajes más logrados del libro. Un acierto importante es lo bien calibrado que ha sido el papel de Gorbachov. Se verifica, sin dudas, que fue influido desde Occidente. No puede probarse más. Abrió muchos frentes e hizo muchas concesiones. Otro pasaje de una suerte de mirada a la perspectiva geopolítica de la política de URSS en tiempos de Gorbachov es la apreciación sobre la actitud ante el llamado tercer mundo: Prada aprecia justa­ mente la perspectiva imperialista de esa actitud. Apenas añado que lo que hizo el gobierno soviético no fue más que quitarse la careta. La visión imperialista de las relaciones de la URSS con los países en vías de desarrollo y los movimientos de liberación nacional es muy anterior a la perestroika. bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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Fernando Rojas

Con valentía intelectual, el autor fija una posición fundamental sobre el golpe de estado de agosto de 1991: «Sin embargo, lo trágico de 1991 fue que en aquel momento ni siquiera hubo una evalua­ ción de las nuevas circunstancias políticas nacionales e internacio­ nales, por lo cual, implicar a lo que quedaba vivo de la institución armada en aquella fallida intentona fue una última irresponsabili­ dad de marca mayor». Y en este aserto está contenida la principal virtud del libro: eí análisis del papel de las fuerzas armadas en tiempos del derrumbe de la URSS. Cito: [...] durante la década del sesenta y en los años posteriores, en varias ocasiones, durante el cumplimiento de importantes misiones en el exterior, se puso de manifiesto que el modo de organizar y hacer el combate ya no podía ser por medio de las grandes operaciones ofensivas y profundas, las cuales respon­ dían a circunstancias históricas y teatros militares distintos. La falta de elaboración de una teoría y de preparación de las tro­ pas para acciones regulares e irregulares trajo consecuencias desastrosas con la consiguiente pérdida de numerosos efectivos y recursos. Fue por eso una época de claras advertencias sobre cierto enelaustramiento de las ideas y del arte de la guerra. Prada aporta datos, referencias e informes abundantes y valiosos sobre las organizaciones del Partido en las fuerzas armadas. Se trata de cuestiones importantes poco conocidas, muy útiles para conocer cómo se destruyó la influencia del PCUS desde dentro, aun en el ejército. Como ya se ha dicho, se aprecia la incidencia de las fuerzas armadas en el golpe de agosto de 1991. El golpe mismo es objeto de un análisis revelador. La demostración del debilitamiento de la potencia militar soviética contribuye a una mejor compren­ sión de las causas y las expresiones de la caída de aquella experien­ cia de construcción socialista. bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

Prólogo. Una contribución importante

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Junto al análisis y los argumentos acerca del fracaso del proceso que comenzó como renovación y terminó en descalabro, Pedro Prada concluye con comentarios y valoraciones acerca de la desin­ tegración de la URSS como estado multinacional. Pero más que todo eso, el factor decisivo del desgajamiento de la Unión, sobre todo en su etapa final, fueron la prepotencia y el autoritarismo rusos que tanto advirtió Lenin y que Stalin deses­ timó. Las irresponsables afirmaciones del presidente Borís Yeitsin, de disponerse a revisar las fronteras del país aún antes de los sucesos de agosto de 1991, desencadenaron una ola de decla­ raciones de soberanía e independencia en todo el país, incluso dentro del propio territorio de Rusia [...]. En resumen, el lector cuenta ahora con un libro útil, con informa­ ción novedosa e intenciones abarca doras, escrito desde la expe­ riencia concreta del autor. Aparecen en él datos poco conocidos o insuficientemente recordados y se nos ofrece la oportunidad de afianzar nuestro conocimiento del tema. Para los cubanos y cuba­ nas de varias generaciones, que vivimos con intensidad la expe­ riencia de la alianza con la URSS, este libro será una novedad apreciable. Mientras leamos, el peso de la memoria y la esperanza que nos queda pueden concentrarse en estas logradas líneas de Pedro Prada: «La historia dirá la última palabra sobre aquel triste final de un siglo —su siglo— que los soviéticos llenaron de gloria y esperanzas». Femando Rojas La Habana, julio de 2012.

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Crónicas deí tiempo Para Guillermo Cabrera Alvarez, in memoriam. Han pasado doce años desde el último viaje a Moscú y casi veinte desde que el periodista cerró, quién sabe si definitivamente —no lo quisiera —, la puerta de la corresponsalía del periódico Granma en esa ciudad. Sin embargo, lo ruso, lo soviético, sigue formando parte de su pasado y en cierto modo de su presente. No es nostal­ gia cursi y ni siquiera kitsch, de esa que evocan quienes se disfra­ zan de periodistas para actuar como propagandistas y agitadores del Imperio y del pensamiento único. Lo soviético y lo ruso son experiencia y acervo, son cultura y valores, son muchos de los más gratos, formadores e inolvidables recuerdos de su vida, y también, de los más telúricos. No le importa que a Moscú la hayan disfrazado de McDonalds, de Pizza Hut, de Coca Cola y de bisuterías, fragancias, limusinas y placeres de lujo, que a veces ocultan los encantos arquitectóni­ cos, paisajísticos y humanos de una ciudad grandiosa. Junto con las avalanchas de autos, pululan por sus avenidas los transeúntes apu­ rados y también los turistas curiosos. No faltan los viajeros pictó­ ricos de morbo, que vienen a comprobar por sus propios ojos, con saña y placer diabólicos, cómo Adam Smith, David Ricardo, John Maynard Keyness y los Chicago Boys triunfaron sobre André Saint Simón, Carlos Marx, Federico Engels, Georgui Plejanov y Vladímir Ilích Lenin. Unos se regocijan del regreso de los símbolos, otros los exaltan, terceros los repudian con asco, y no faltan quienes noventa años después se preguntan por qué, en su afán de transformar el bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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Pedro Prada

país, el socialismo barrió con las insignias de la nación rusa, que estaban más allá del trono de los zares, dándoles razones y trigo a los actuales destripadores de la historia. Moscú permanece ahí, con su sangre roja y altiva moviéndose a torrentes bajo los decorados... ¡Moscú! La misma que sus habitan­ tes redujeron a cenizas mientras Suvórov detenía a Napoleón en el campo de Borodinó, para que los franceses no pudieran, como no lo lograron, apoderarse de la capital rusa. La misma Moscú que en las trincheras de la carretera de Volokolansk quebró con la resistencia de sus hijos el avance indetenible de la horda fascista, invirtiendo con gesto heroico el entonces previsible curso de la historia, cuando un comisario herido, al ver que su tropa exhausta daba signos de debilidad, les gritó: «¡Camaradas, Rusia es grande, pero no hay a dónde retroceder; atrás está Moscú!». Centro de un país-continente, biodiverso, plurinacional, multicultural, Moscú se resarce de un pasado que aprende a no renegar, saca lecciones en un sentido u otro y, ai ver levantarse al pueblo ruso, con toda su rudeza y bonhomía, aún cabe creer que ocurrirá una vez más aque­ llo que predijo José Martí; «renovará». Frente a Moscú está La Habana, pequeña piedra en todos los zapatos de gigantes. Fue la perla más preciada, más defendida y más llorada en su pérdida para la Corona imperial española; la más codiciada adición que acaso podría haberse hecho a la Unión Americana de Thomas Jefferson —deseo que nunca se consagró —; dizque satélite ruso —peyorativa cualidad con que la estigma­ tizaron algunos— y más bien —y a pesar de todos los errores y pesares— alumno rebelde, desobediente e indisciplinado para los estados y partidos «comunistas» adocenados, que prendidos de las tetas del PCUS, no eran capaces de ver y pensar el mundo con mirada y cerebro propios, ni entender los desplantes verdeolivos al rojo Kremlin. Está La Habana como centro de Cuba, en el medio de su occidente geográfico, cultural e ideológico, como fiel de un bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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mundo nuevo que puede ser posible; desafiando la geopolítica y la guerra permanente en que ha vivido desde que se supo nación y quiso serlo ella misma; sobreviviente de la división esquemática de la Guerra Fría y de los numerosos errores ajenos y propios que el socialismo ha cometido en su temprana porfía contra la historia; laboriosa, imaginativa, adelantada a su estrecho espacio insular, con un marcado orgullo propio y altivo sentido de la dignidad, seve­ ramente comprometida con las utopías y, a la vez, jocundamente fiestera, todo lo cual la hace más peligrosa. La Habana, summum de las virtudes y defectos de Cuba, insiste en su camino propio, tan comparado y, a la vez, tan desconocido. Van a hacer veinte años que La Habana, que todo lo observa desde la atalaya de sus hijos más preclaros, hasta desde el corazón del más humilde, miró con perplejidad y dolor cómo se derrum­ baba un mundo que creía avanzada de sus propios sueños. En el estruendoso desplome descubría las grietas, las falsas columnas, los blandos cimientos y la cerrazón de ventanas que no tenía o que podían surgirle a su propio edificio, al que habría que reparar a tiempo, o que nunca podría tener. Estaba alertada por su gigante que aquello pasaría, pero aún así ofreció el beneficio deladu da.En ese trance, vio pasar el tiempo, que raudo, brutal y fecundo, abrió viejas heridas tanto como esparció su cura sobre el dolor y la ver­ güenza, sobre los hombres y las conciencias. Hoy se desempolvan los archivos; se desclasifican las memorias y en el ejercicio se des­ cubren las propias torceduras. A veinte años de aquellos aconteci­ mientos terribles en la URSS, Cuba se lanza hondo a actualizar su socialismo de la manera que mejor sabe hacerlo, desde abajo, pero no desde la queja estéril y prostituyente, sino desde la valerosa y punzante autocrítica, la honestidad quijotesca y la cura balsámica que brotan de la sabiduría multimilionaria de su pueblo culto y com­ prometido, que le halló a la vida un sentido.

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Pedro Prada

Las ideas de la perestroika nacieron en la cumbre iluminada del Buró Político del PCUS y desde allí, como verdad divina, descen­ dieron sobre el resto del partido, del Estado y de toda la sociedad soviética, desesperada por las dificultades, esperanzada por ver cambios, pero habituada a recibir todo desde «arriba». Esa cul­ tura política difería en profundidad y forma de la práctica revo­ lucionaria cubana, desde Martí, cuando la prédica persuasiva y unitaria del maestro fundió miles de voluntades para construir desde abajo —desde el pueblo— las ideas y lanzar la guerra con­ tra España. Había estado presente a lo largo de toda la revolución cuando se estableció un principio no escrito según el cual, en Cuba, del mismo modo que ningún ser humano podía ser abandonado a su suerte, ninguna gran decisión podía ser adoptada de espaldas al pueblo, sin consultar al pueblo, aun cuando esa idea proviniera de alguien que, como Fidel Castro, había sido capaz de auscultar como nadie sus sentimientos y necesidades, y poner voz a todos sus anhelos, y que hoy vemos expresada en su sucesor, Raúl Cas­ tro, otro devoto de escuchar y conciliar las ideas con las masas y enfrentar a la verdad siempre, por dura que sea, en tiempo, forma y lugar, como no se cansa de repetir. Aunque sobran ejemplos en los primeros años de prácticas democráticas en Cuba, como el mismo acto de proclamación del carácter socialista de la Revolución, o las declaraciones de las dos Asambleas Generales del pueblo cubano, hay un grupo de proce­ sos ejemplares que sintetizan la vocación democrática del socia­ lismo insular: los debates previos al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba en los que se definió la ruta institucional del país; las discusiones populares y el posterior referéndum por el que se adoptó con el voto de más del 96% de los cubanos una Constitu­ ción socialista, y las controversias partidistas desatadas al calor de los discursos en los que Fidel Castro llamaba desde 1984 —mucho antes que Gorbachov llegara al poder— a rectificar errores y ten­

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dencias negativas, que tuvieron colofón feliz en las dos sesiones del Tercer Congreso comunista de 1986. En esa misma ruta se inscribieron los análisis sobre los destinos nacionales y la estrategia de supervivencia cuando el cuarto cón­ clave comunista llamó en 1991 a salvar la patria, la Revolución y las conquistas del socialismo; los parlamentos obreros que le sucedie­ ron en 1993 para conciliar entre todos los patriotas las inevitables medidas de salvación en medio de la crisis más brutal, y el polé­ mico análisis del documento El Partido de la democracia y los derechos humanos, que precedió a las sesiones de la quinta cita partidista, en medio de una de las más feroces campañas de desprestigio con­ tra el socialismo cubano, por no haber seguido como dócil ficha de dominó la orden de caída que le habían dado el Imperio y sus secuaces. Cuba tuvo, tiene, tendría que rectificar muchas cosas. Y lo está y lo seguirá haciendo. Para eso es revolución y no reforma ni transición. Pero no son resbalones estratégicos ni injusticias punzantes y mucho menos violaciones flagrantes de los principios morales que rigen —deben regir— una sociedad humana libre, justa, digna y solidaria. Por eso se negó a ser la próxima ficha del dominó que debía caer. Parecía que se había visto casi todo hasta ese momento deí derrumbe. Sin embargo, Fidel Castro, que no había dejado de sor­ prender a los revolucionarios cubanos y del mundo con su invete­ rada pasión por ir a las raíces de los problemas, subvertir todas las respuestas previas, disentir de soluciones y conceptos superados por la realidad y, a la vez, plantar al periodista y a su gente frente a su propio espejo, tuvo la lucidez la noche del 17 de noviembre de 2005, reunido con estudiantes cubanos en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, de lanzar dos diatribas estremecedoras: el principal error que habíamos cometido los cubanos era creer que sabíamos cómo se construía el socialismo; y la revolución solo podría ser barrida por nuestros propios errores, dicho siempre en

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segunda persona del plural, no por mayestático, sino porque se incluía él como el primero, para nada infalible, siempre humano, que podía equivocarse. Aquel discurso fue el disparo de partida de un proceso que empezó a crecer primero en las organizaciones de base del Partido y de la Unión de Jóvenes Comunistas como una «pr of undización» y que adquirió dimensiones descomunales des­ pués, cuando ya enfermo Fidel, el 26 de julio de 2007, Raúl Castro convocó a todos los cubanos a repensar el socialismo que se había construido hasta ese instante y el que se debía y podía tener en las nuevas condiciones nacionales e internacionales. Hay estadísticas de esa etapa que cifraron en más de siete millo­ nes a los participantes y a sus propuestas y reflexiones. Una idea esencial saltaba a la vista: los cubanos no queríamos —ni quere­ m os— abdicar de nuestro socialismo. Así, cuando en el año 2010, como resultado de la interpretación de aquella reflexión inmensa, el Partido le devuelve al pueblo una ruta de trabajo codificada en 291 lincamientos que debía aprobar el VI Congreso de la organización, casi nueve millones de cubanos acudieron a 16 379 reuniones para expresar en 3 019 471 intervenciones que contenían 781 644 opinio­ nes, no solo lo que debería o no hacerse, sino cómo debía hacerse. Así, estrujados y queridos por la inmensa mayoría, los 313 nuevos lineamientos finales del pueblo iluminado le indicaban a su Partido, a su Estado y a sus líderes actuales y futuros —y no a la inversa — cuál era el camino que seguir y cómo debía actualizarse, preservarse y engrandecerse el socialismo en Cuba, sin abandonar los princi­ pios, sin renunciar a las glorias pasadas y, sobre todo, sin amargura por los errores propios, cometidos por idealismo, por afán de bon­ dad o por el dolo dé algunos. Hay deudas aún pendientes. Hay débitos generacionales. Han ocurrido transgresiones que frustraron esperanzas, Y hay hazañas y experiencias que no se han contado y nos las merecemos. Unos se han vuelto ancianos. Otros no maduraron lo suficiente. Terceros bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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subestiman la herencia neocolonial y el medio siglo de bloqueo por haber sido con demasiada y abusiva frecuencia tópicos justificantes de las faltas propias. El patemalismo a veces hizo sus estragos. Pero los árboles caídos, incluso aquellos «pinos nuevos» malogra­ dos, no son el bosque. Los jóvenes de ayer han crecido, encane­ ciendo muchos, sin perder audacia y ternura. Algunos saltaron de la cubierta para intentar salvarse de la tempestad o se abrazaron a oropeles robados. Otros han nacido después. Ven el pasado cercano como algo remoto. Aunque reniegan del patemalismo y de que les regalen todo, protegen sus referentes del ayer, quieren ganarse su propio futuro y buscan —¡quieren tener!— sus referentes para el mañana. Bajo el fuego de la cultura de masas hegemónica libran su propia batalla de ideas, dan gracias y cantan con Buena Fe «[...] no me regales más nada / no me regales / déjame ganármelo yo [...]», tratan de informarse por caminos más imaginativos que los acepta­ dos; a veces creen saberlo todo, como lo creyeron sus padres y sus abuelos en su momento. ¿Tienen derecho a equivocarse? ¿Tienen derecho a reaprender (también reemprender) y enmendarse? ¡Quie­ ren ser realistas y hacer lo imposible! El periodista, que como corresponsal vivió en Moscú la peor de todas las guerras y nada olvida, sigue creyendo en su función social. No le preocupa vender noticias. Le inquieta compartía' impresiones, sueños y alertas. Encuentra a veces entre las cuartillas, las voces, los consejos y las censuras de aquel a quien creyó también su maestro y que por pudor nunca escribió de sus dolores más íntimos. No está ya nunca más, víctima de una broma que el músculo primo le hizo en el centro de Guaracabuya. Aún así le pregunta sí valdrá la pena exorcizar a los fantasmas, si tendrá sentido recuperar la experiencia, para no vivirla. Guille, el Sabio, le responde que sí, pero que lo haga con ternura, látigo y cascabel, con el mismo amor que se siente hacia ese país, su historia y su pueblo, con la suavidad con que alguna vez acarició a una muchacha rusa o ucraniana; con la misma pasión y la bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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mesura con que trataría de salvar hoy todo lo propio. Y el periodista se sienta, medita, investiga, rescata borradores, reescribe; ensaya desde su privilegiada condición de testigo presencial de aquellos años en que cambió el mundo, y se atreve a ofrecer acertijos para que la Isla libre, irreverente y victoriosa y sus hijos heroicos sigan nave­ gando su aventura por los mares de la historia. Junto a su computadora, tres rostros lo observan: uno bigotudo, de mirada honda, que posó ante el primitivo lente antes de partir a librar la guerra necesaria a la que había convocado a los cubanos, donde dejó sus huesos, de cara al sol. El otro, barbudo, con boina y un rombo rojinegro en el hombro, conversa con su padre mili­ ciano de la tienda Fin de Siglo en los albores de aquel inolvidable 1.959, El tercero teclea; quizás escribe eí borrador de «El socialismo y el hombre en Cuba», antes de irse a firmarlo con su sangre en el Congo y los Andes. El periodista piensa en la honestidad, se debate contra la oportunidad, sopesa la palabra exacta; trata de rescatar la emoción como si volviera a vivirla y de pronto la enfría para reflexionar sobre las consecuencias de los datos. Contrasta fuentes de uno y de otro lado. Busca balance y huye de todo aquello que pueda sonar ofensivo. Sabe de antemano que no faltarán simplones foráneos y locales que se empeñarán en retorcer sus palabras, en aplicar juicios y comparaciones miméticas o cojas, y que sacarán conclusiones fuera de lugar, porque juzgan los hechos y los hom­ bres por las apariencias y no por las esencias. Igual, decide correr el riesgo. Duele escribir para los cubanos, porque exigen más que cualquier otro público. Con razón le enseñó José Martí: «tiembla la pluma como sacerdote incapaz de ejercer su ministerio». Entonces, el periodista retoma sus viejas libretas de notas, sus apuntes, recupera previos esfuerzos colectivos de los que fue parte, repasa libros, periódicos, revistas; vuelve a pensar en la dulce len­ gua de Lérmontov. Filosofa y teoriza sin presumir de historiador. ¿Querrá decir que ha crecido? Polemiza con su hija. Ella quiere

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entender y defender las mismas ideas del padre, pero desde la altura y la diversidad de su tiempo. Sueña que, en un alarde de fuer­ zas aún por medir, intenta uncir un cóndor a la grupa de su carro de palabras. Actualiza lo tecleado al leer con emoción las serenas y espera nzadoras reflexiones de Raúl Castro en ia apertura y la clau­ sura del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba. Y entonces se le reaparece Cabrera: Guille achica risueño sus azules ojos mio­ pes; una arruga se le marca en la testa calva y luminosa. Le envía una última broma, la misma que le regaló al despedirlo camino a Moscú, en 1990: «Nunca te olvides que eres Pedro Frauda». ¡Con la verdad!, esa es la clave. La Habana, 1993-2008-San Salvador, 2021.

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Viajamos entre la tormenta, después de la explosión de Dios. Cada relámpago nos muestra fantasmagóricos de amor. A cada paso se hunde el lodo, salta un reptil, acechan diez. Cada segundo es como el cobro de lo que resultamos ser. S il v io R o d r íg u e z D o m í n g u e z

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¿Qué pasó, BratváV

«¿Dónde estaban los millones de comunistas soviéticos cuando desapareció la URSS?». Esta pregunta me la hicieron decenas de veces tras el regreso de Rusia, en 1992, y surge cada vez que se habla del desaparecido Estado soviético, porque su existencia estuvo indisolublemente ligada a la historia y vida del Partido que fundó Lenin y disolvió por decreto Gorbachov en 1991. Algunos la han resucitado ahora, que la jauría de los poderes mediáticos oli­ gárquicos y transnacionales, y los otros, fácticos, piafan por lo que califican de renuncia cubana al socialismo, y buscan toda suerte de alegorías, sincronías y sintonías entre ios sucesos que condujeron

El presente texto fue escrito por primera vez en 1993, como trabajo final de un curso para periodistas; con posterioridad, fue revisado y reescrito varias veces. Brahiá es una forma antigua y grandilocuente del idioma popular ruso, asociada a la lengua sacra y a la poesía y la oratoria. Define desde la poiesis el concepto hermano con una perspectiva ética, de profundo com­ promiso en la fe y en la vida, y no solo en la sangre, en el sentido, tam­ bién de ser miembro de una hermandad. Aunque fue en algunos momentos apropiación de grupos de jóvenes románticos —y también revolucionarios, como los decembristas—, esa expresión, que la usaban primero para el trato común entre soldados-campesinos y grupos callejeros de San Petersburgo, fue pasando a la oficialidad, reservándose por lo general para aludir a los héroes de la guerra durante el zarismo (el mariscal Suvórov, por ejemplo, la empleaba para arengar a sus tropas en la batalla de Moscú contra Napo­ león y la rescata León Tolstoi en La guerra y ía paz). De eEa se apropiaron luego los primeros soviets de obreros y campesinos y los guardias rojos que construían y defendían el socialismo. Es ahí cuando aparece con frecuencia en la literatura épica soviética. Se le halla en las obras de los clásicos de los primeros años: Ostrovski, Maiakovski, Fadéiev y otros.

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a la desaparición del PCÜS y de la URSS y la actualización nece­ saria de un modelo revolucionario, que aleccionado por su propia experiencia y por sus líderes históricos, no ha perdido el sentido del momento histórico, está empeñado en cambiar todo lo que deba ser cambiado, y para ello se empeña en desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional, en defender valores en los que cree al precio de cualquier sacrificio. El Partido Comunista de la Unión Soviética fue una organización nacida como resultado de la maduración de condiciones económi­ cas, políticas y sociales en la Europa de fines del siglo pios del

XX,

XIX

y princi­

cuando se iniciaba el declive de los grandes imperios

de ese continente, sus diferentes naciones se enfrentaban en la pri­ mera gran guerra mundial y comenzaba el auge estadounidense. Se nutría de las luchas obreras, campesinas y populares en un gigantesco estado semifeudal, multinacional y multicultural con una pesada herencia autocrática, centralizadora y represiva. El PCUS, maduración del Partido Socialdemócrata Obrero Ruso (bol­ chevique) se inspiraba en el pensamiento mundial más avanzado de su época, era el vencedor en la selección natural de fuerzas revo­ lucionarias que pugnaban por el poder tras la caída del zarismo en febrero de 1917 y había tenido la audacia de capitanear por pri­ mera vez en octubre de ese mismo año la ignota y por tanto proce­ losa ruta trazada en los estudios de Marx, Engels y Lenin sobre el desarrollo del capitalismo y el imperialismo y las alternativas posi­ bles a estas sociedades, que restituyeran a los seres humanos sus derechos y dignidad mediante una revolución obrera y socialista. Vio la luz sobre las ruinas de un Estado absolutista y autócrata, de pesada herencia burocrática, con una clase obrera minoritaria y huestes inmensas de campesinos empobrecidos, en el que coha­ bitaban desde las más modernas y lujosas metrópolis de Europa hasta las más miserables ciudadelas y aparcerías rurales. Su vida fue tan heroica como azarosa, si se toman en cuenta, por un lado, bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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su ardiente y desinteresado idealismo genital que llevó a convertir las ideas de Marx y Lenin en práctica revolucionaria; las inocul­ tables proezas de la conquista, construcción y defensa del socia­ lismo, con toda su secuela de extraordinarios actos de heroísmo en masa, de solidaridad intemacionalista con otros pueblos; así como los innegables aportes científicos y técnicos a la humanidad y a la paz mundial. Por otro lado están el convulso proceso de definición ideológica, los dramáticos errores generados por el voluntarismo, la subestimación del papel de la burocracia por encima del pueblo, las tempranas agresiones de que fue objeto y las ulteriores conce­ siones y pactos político-militares, ¡el estalinismo, con su inversión del control del poder (de manos de los obreros y del propio partido a su secretario general) y su dolorosa cuota de injusticias! Y en ter­ cer lugar, sufre el estancamiento económico, la dirección senil —no por edad, sino por ideas—, la deificación de los hombres, la ausen­ cia de humildad y autocrítica, el déficit de información y cultura universal, la pérdida de valores y la congelación y liquidación del pensamiento revolucionario. Pero si se es leal al aserto leninista de que la política es la expre­ sión concentrada de la economía, se debe estar de acuerdo en que su origen tiene lugar en un escenario donde los obreros eran una reducida minoría y los campesinos dominaban, imponiendo una fisonomía clasista y sociocultural diferente a lo que se creía debía ser un Estado obrero, a pesar de lo cual nace, crece y se convierte en una formidable vanguardia política, mientras que la crisis política que demolió a aquel formidable ejército de luchadores era, en cierto modo, el reflejo de la conversión de la dictadura de los proletarios en la dictadura de los burócratas y de la crisis económica y social derivada de múltiples causas, que estremecía al gigante euroasiático. Con frecuencia se ubica su origen en los defectos del socialismo como nuevo sistema/ en los errores humanos, en los conceptos que regían el modelo de administración económica y de gestión finan­

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ciera de la URSS, pero pocas veces se toma en consideración la estrategia de desgaste a qué fue sometí do el multinacional Estado: desde la Guerra Civil que se extendió entre 1918 y 1921, las luchas por alejar en Mongolia la amenaza japonesa de sus propias fron­ teras, la invasión nazi y la Gran Guerra Patria contra el fascismo alemán y el militarismo japonés, los conflictos civiles en Ucrania occidental y las repúblicas bálticas y luego, las tensiones de la Gue­ rra Fría, la creación de la OTAN —y su contraparte, el Pacto de Varsovia — y la carrera armamentista —incluida la competencia espacial —. Aquellos «males necesarios» habían llevado a que entre 1917 y 1920 los funcionarios gubernamentales que administraban la propiedad pública en beneficio propio, se hubieran incrementado, confundiendo socialización con estatización, sin percatarse que el país asumía, lentamente, una estructura productiva de nación subdesarrollada como exportador de materias primas e importador de bienes y tecnologías. Correspondía entonces —siempre según Lenin— poner la política por encima de esa realidad y no subordi­ narla. Al optar por competir con Estados Unidos y el mundo capi­ talista en el terreno militar, sobre todo en ios años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes de la Unión Soviética y de su Partido Comunista no se percataron de que distraían sus recur­ sos, atrasaban el desarrollo económico y social del país, cedían espacios en la competitividad internacional de sus producciones y debilitaban sus propias fuerzas al promover el mito ideológica­ mente nocivo, de que «lo bueno» era lo extranjero. En verdad, el precursor de esa comprensión había sido el moro Marx, cuando en 1859 alertara: En la producción social de su vida, los hombres entran en rela­ ciones definidas que son indispensables e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una etapa definida del desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. La suma total de estas relaciones de producción bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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constituye la estructura económica de la sociedad, el verdadero fundamento del que surge una superestructura legal y política, y al que corresponden formas definidas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso vital social, político e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino al contrario, es su ser social lo que determina su conciencia. Un burócrata portador de los atributos de la vieja sociedad jamás sería su propio ente transformador. Aún así, cuando se inicia la perestroika, el Partido Comunista de la Unión Soviética se había planteado ante sí un grupo de obje­ tivos que, tal y como fueron expuestos por Mijaíl Gorbachov por primera vez en el XXVII Congreso de 1986, y luego en 1987, en su libro programático, pretendían superar aquello que León Trotski había definido como el Termidor soviético - l a victoria de la buro­ cracia sobre las masas, cuando la vanguardia revolucionaria del proletariado fue absorbida en parte por los servicios del Estado y poco a poco desm oralizada-, recuperar la confianza, la moral y el sentimiento de solidaridad humana focados por el PCUS en los momentos heroicos de la revolución y de los primeros quinque­ nios, de la Gran Guerra Patria y del renacimiento de posguerra, a la vez que impulsar una modernización de la industria y de la eco­ nomía en su conjunto que repercutieran en los procesos políticos, sociales y culturales de la sociedad soviética. El riesgo de esa peligrosa omisión había sido previsto por Lenin en 1894/ cuando se iniciaban sus luchas y estudiaba el sistema que des­ montaría después. En ese clásico análisis político denominado ¿Quié­ nes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra ios soáaláemócratas?, el joven líder obrero apercibía al pie de sus propios argumentos: Una institución reaccionaria particularmente imponente, a la cual nuestros revolucionarios han prestado relativamente poca

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atención es la burocracia nacional, que rige defacto el Estado ruso. Reclutada principalmente entre los intelectuales de la clase media, esta burocracia es, tanto por su origen como por la finalidad y el carácter de su actividad, profundamente bur­ guesa, pero el absolutismo y los enormes privilegios políticos de la nobleza rural le han infundido cualidades singularmente nocivas. Esta burocracia es una constante veleta que considera su tarea suprema la coordinación de los intereses del terrate­ niente y del burgués. Es un Judas que se aprovecha de sus sim­ patías y relaciones en el mundo de los terratenientes feudales para engañar a los obreros y campesinos aplicando, con el pre­ texto de «proteger al económicamente débil» y «custodiarlo» para defenderlo del kulak y del usurero, medidas que reducen a los trabajadores a la condición de «chusma vil», entregándo­ los atados de pies y manos al terrateniente feudal y dejándolos tanto más indefensos, frente a la burguesía. Este burócrata es el más peligroso de los hipócritas, ha asimilado la experiencia de los campeones de la reacción de Europa occidental y encubre hábilmente sus apetitos a lo Arakchéiev bajo las hojas de parra de frases de amor al pueblo. El marxista británico Ted Grant, que ha podido acceder a archivos históricos soviéticos, ha asegurado: En febrero de 1917, el Partido Bolchevique no pasaba de 8 000 militantes. En la Guerra Civil, no obstante el riesgo personal, aumentó la militancia a 200 000. Luego, cuando la guerra aca­ baba, un flujo de diversas gentes triplicó la cifra, al punto de considerar necesario seleccionar el Partido en 1921, tratando de defender las ideas y tradiciones de Octubre, frente a los efectos nocivos de la reacción pequeñoburguesa y de los mencheviques. A principios de 1922, se habían producido unas 200 000 expul­ siones, llamadas «purgas» por sus enemigos. A finales de 1920 [ya muerto Lenin y estando Stalin en pleno ejercicio del poder],

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los funcionarios del Estado habían pasado de unos 100 000 a ¡5,8 millones!, cinco veces más que los obreros industriales. En el Ejército Rojo se habían alistado antiguos oficiales zaristas, llegando a ser 48 409 en agosto de 1920, de capas con escasa lealtad al nuevo Estado soviético. El Gobierno bolchevique se vio obligado a supervisar y controlar con comisarios políticos la lealtad de muchos de estos oficiales. No pudo llevarse a cabo el propósito de Lenin de «asegurarse de que todos los traba­ jadores, al acabar su tarea de ocho horas [...] llevasen a cabo sus deberes estatales sin paga». El joven Estado se vio obligado a aprovechar todo lo que pudo de entre los restos del viejo aparato del Estado. «Los ladrillos de los que se compondrá el socialismo —dijo Lenin en el XI Congreso, el último en el que participaría — todavía no están hechos», A la pregunta de Lenin sobre si podrían sustituir en el Ejército a determinados oficiales zaristas por otros comunistas, Trotski respondió: «¿Sabes cuán­ tos de ellos hay ahora?». Eran no menos de 30 000 [...]. Aquellas distorsiones burocráticas recordaban los esfuerzos de Federico Engels por explicar que en toda sociedad en la cual los atributos del poder como la política, la propiedad, el arte, la cien­ cia, el gobierno y el «saber» son el reducto de una minoría privi­ legiada, esa minoría siempre tiende a utilizarlos y abusar de sus posiciones en su propio interés. Ello parece resultar inevitable mientras la inmensa mayoría esté sometida a condiciones que no le permitan más que bregar por atender las necesidades básicas de la vida, como ocurría con los soviéticos. Quizás en esa regla el caso cubano parecería ser una excepción relativa, en el sentido de que los grandes sacrificios que las masas han hecho de su presente por su futuro, desde 1959 y hasta la fecha, resulta únicamente compren­ sible porque, a las privaciones materiales ha sido contrapuesta la democratización más amplia del conocimiento, la ciencia, la cultura y las artes, así como altos niveles de participación democrática en

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los asuntos de la nación que aunque insuficientes, diferían sustan­ cialmente de la experiencia soviética (recuérdese lo que escribió un importante funcionario del Departamento de Estado, L.D. Matlory, el 6 de abril de 1960, después de reconocer en su documento que «la mayoría de los cubanos apoyan a Castro» y que «no existe una oposición política efectiva», indicó a sus jefes que debía «[...] uti­ lizarse prontamente cualquier medio concebible para debilitar la vida económica de Cuba. [...] Una línea de acción que tuviera el mayor impacto es negarle dinero y suministros a Cuba, para dismi­ nuir los salarios reales y monetarios a fin de causar hambre, deses­ peración y el derrocamiento del gobierno»). De ahí que, quienes se afanaban con la lectura e interpretación de las obras de Marx, Engels y Lenin a partir de manuales, y forza­ ban a los estudiantes a tomar notas, a repetir de memoria párrafos enteros como si fueran versos y luego los examinaban sobre sus conocimientos de la teoría marxista-leninista, obligándolos a creer sin razonar en la idea del socialismo real y en la construcción de la sociedad comunista —ya no la socialista— en la URSS, nunca com­ prendieron ellos mismos con claridad el verdadero significado que esas palabras tenían para el Partido y el Estado soviéticos, así como para sus militantes y ciudadanos. Aquel Partido de 19 228 000 militantes, que se proponía tamaño desafío, estaba integrado por 20% de obreros y 15% de campesi­ nos, En contraste, el 28.1 % eran cargos civiles de la administración del Estado; el 12.7%, integrantes de la burocracia partidista (para un total de 40.8% de funcionarios); 17.4%, jubilados; 12.5%, inte­ lectuales y artistas; 6,3%, miembros de los institutos armados y de seguridad; y el 0.5% restante eran estudiantes. Por cada dos nuevos ingresos salían ocho militantes de las filas de la organización. Estos datos, que no fueron muy publicitados sino hasta después del derrumbe, retratan de un golpe con qué contaban Gorbachov y su grupo para lanzar la perestroika: en 1986, el PCUS ya había dejado

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de ser realmente un partido de la clase trabajadora —no digamos ya obrera (no se puede ser dogmático), pues ese carácter «estrecho» se había modificado al cambiar la estructura económica y social del Estado soviético como consecuencia de las transformaciones ocurri­ das en el régimen de propiedad, así como en la esfera productiva y de los servicios y en la extensión de la cultura y la educación. Desde luego, ello era también reflejo de las otras transformacio­ nes —y deformaciones— engendradas por el llamado socialismo real y sus expresiones económicas y sociales dentro de una socie­ dad en ia que el trabajo se había desvalorizado y los obreros en verdad ya no eran una mayoría influyente, pues ese papel había quedado reservado a las élites políticas y administrativas —¡la burocracia estatal! —. Esa tara heredada de ios aparatos administra­ tivos burgueses, Ernesto Che Guevara la retrató con tres pecados originales o carencias capitales: primero, «falta de motor interno» (es decir, la «falta de interés del individuo por resolver los proble­ mas, por rendir un servicio al Estado y por superar una situación dada»), actitud asociada a la ausencia de conciencia revoluciona­ ria o al conformismo; segundo, «la falta de organización» (que cabalga entre la ausencia de métodos, el «guerrillerismo», según él, la improvisación, el empecinamiento en resolver los problemas con el entusiasmo revolucionario y no con el razonamiento ordenado, según habría enseñado Lenin mucho antes) combinada con «la cen­ tralización excesiva sin una organización perfecta [que] frenó la acción espontánea sin el sustituto de la orden correcta y a tiempo», articulada con la responsabilidad de los dirigentes por la mayoría de los males burocráticos; y tercero, «la falta casi total de conoci­ mientos» específicos suficientemente desarrollados como para poder adoptar decisiones justas y en poco tiempo (suplida por el «reunionismo», que el Che plasma como «falta de perspectiva para resolver los problemas») y que Vladímir Maiakovski había ridicu­ lizado en un poema olvidado: Prozasedávshiesya —que pudiéramos

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traducir al español como «Los reimionistas» —, escrito en 1922, en pleno auge del burocratismo, colofón burlesco de otros versos suyos de 1920, más amargos, donde con su honesta desfachatez declara: «[...] los hilos de la mediocridad han envuelto a la revolución / los burgueses hacen más daño que Wrangel [...]» y preámbulo de su sátira teatral La chinche (1928), en la que se desata implacable con­ tra el burocratismo, el reunionismo y el hálito pequeñoburgués que había socavado el espíritu revolucionario de Octubre. Obviamente, en la Unión Soviética no podría instaurarse la misma estructura de 1917, pero tampoco nadie se había puesto a reflexionar en esos detalles, y en que la extensión burocrática del conocimiento había parido un ejército de profesionales carentes de verdaderas motivaciones existenciales e ideológicas y, por consi­ guiente, de la necesaria ejecutívidad para enfrentar las complejas tareas de la construcción socialista. Ese alejamiento de la realidad, de su reflexión crítica mediante el estudio cotidiano, y de la van­ guardia trabajadora, fue convirtiendo a esos individuos en analfa­ betos y parásitos del propio sistema, alejados de los sentimientos y la conciencia del pueblo trabajador, todo lo cual hacía sumamente difícil que el Partido de finales de los años ochenta y principios de los noventa pudiera seguir respondiendo a los intereses de una colectividad humana, que ya era cualitativamente diferente. Así, mientras Fidel Castro convocaba desde el rectificador Tercer Congreso del Partido Comunista de Cuba a fortalecer las estructuras de los comunistas cubanos, a atender a las masas y a mejorar la composición de sus filas; y cuando Raúl Castro daba el ejemplo desde las Fuerzas Armadas Revolucionarias, con un pro­ fundo «desempolve» interno que combinaba durísimas exigencias organizativas y disciplinarias con asignación de amplias faculta­ des a los cuadros y un ambiente de discusión democrática de los problemas de la institución armada que resultaba ejemplar para el país, el último de los secretarios generales del PCUS no proponía bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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verdaderas curas y solo se limitaba a decir que la dirección parti­ dista se había debilitado, lo cual se reflejaba en la esclerosis política de muchos dirigentes que practicaban privilegios vergonzantes, en el resquebrajamiento de la disciplina interna y en la pérdida de la iniciativa en algunos procesos sociales importantes, así como en la falta de preocupación genuina por el hombre, por sus condiciones de vida y de trabajo. Los casi masivos reclutamientos de «comunistas», emprendi­ dos durante el estalinismo, para engordar las filas del PCUS, lle­ varon a entender la militancia como un modo de vida, y no como un sentido de la vida. Este fenómeno ahondó el inmovilismo de la época de Leonid Brézhnev, y condujo, poco a poco, a que muchos militantes quedaran al margen del control y la crítica partidistas, y que la ejemplaridad y el mérito se convirtieran en actitudes raras. Recuerdo de mi época de estudiante un debate sobre la solemne definición dada por el entonces secretario general del PCUS, en octubre de 1977, cuando afirmó que «el principal resultado de los últimos sesenta años ha sido el hombre soviético [...] que cons­ truye el futuro sin escatimar esfuerzos y al precio de cualquier sacrificio, [...] que reúne en su persona convicciones ideológicas y una enorme energía vital, cultura, conocimientos y capacidad para emplearlos, [...] [y que] siendo un ardiente patriota, fue y siem­ pre será un intemacionalista consecuente»: en la ciudad ucraniana donde estudiaba, muchos nos preguntábamos el sentido de esas palabras cuando al salir a las calles, comprobábamos que no eran pocos los soviéticos que un día podrían ser vencidos por un simple bombardeo de bluejecms, sin disparar una sola bala. Parecía, empero, que todo esto lo podía enfrentar y superar el Partido porque, como también aseguraba aquel Gorbachov de 1987 —y quienes vivimos, estudiamos y trabajamos luego en aquel país entre los años setenta y los noventa podemos aseverarlo—, había aún «hombres que poseían experiencia práctica, sentido de ía justi­ bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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cia y principios bolcheviques, criticaban erróneas prácticas enraiza­ das y señalaban con inquietud los síntomas de degradación moral y la erosión de los valores revolucionarios y socialistas». Solo que Gorbachov y su círculo procedían de la élite burocrática; no per­ tenecían en puridad a esa vanguardia política, ni habían profun­ dizado con suficiente realismo crítico en la magnitud y alcance de aquellos fenómenos. Un sondeo somero en las notas de trabajo del entonces miembro del Buró Político, Vitali Vorotnikov, sobre las sesiones de ese órgano y sus encuentros más privados con Gorba­ chov retratan el momento: «es necesario...», «debemos,..», «debe fortalecerse...», «se debe prestar ayuda...», «volcarse totalmente...», «encausar el trabajo del aparato del Comité Central...», «hemos des­ cuidado este asunto...», «no hay orden en el país...», «quién es el culpable.,.», «hay que velar por la unidad...», «el rublo ha opacado los valores morales..,», «decae el prestigio del PCUS...», «los líde­ res no saben trabajar con las masas», mas poco o nada de reflexión, o de decisiones y acciones concretas. El mismo secretario general, perteneciente a una generación de dirigentes llamados «truncos» por la academia, acostumbrados a la mediocridad, padecía de dos defectos esenciales de los que el Che Guevara había alertado muchos años antes a los cubanos: «falta de sentimiento de la realidad en un momento dado» y «falta de cua­ dros desarrollados a nivel medio», fenómenos que embotaban la capacidad de percepción y ponían en peligro la administración y la producción, debido a que esos dirigentes no eran capaces de enten­ der e interpretar las ideas principales, hacerlas propias y trasladar­ las a las masas, ayudando, con el ejemplo, a que se convirtieran en convicciones íntimas y, en consecuencia, en actos conscientes. En resumen, no combinaban suficiente desarrollo político con cultura, ni disciplina con responsabilidad por sus actos, ni iniciativa y pen­ samiento propio con militancia. En pocas palabras: no eran ni van­ guardia ni ejemplo. ¿O sí, pero de otro modo? ¿Acaso los repetidos

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llamados de Gorbachov a definirse implicaban una concientización de un posicion amiento político diferente al previo, o aJ histórico? Yuri Prokófiev, miembro del Buró Político y secretario gene­ ral del Partido en Moscú lo resumió así en una entrevista al diario estadounidense The Boston Gíobe, que Pravda glosó en abril de 1991: «Cuando los arquitectos de la perestroika chocaron con las dificul­ tades después de los primeros dos años [...] decidieron destruirlo todo y comenzar desde el principio [...]. Tanto Yákovlev [Alexánder, secretario ideológico del PCUS] como Shevardnadze [Eduard, ministro de Relaciones Exteriores] lograron evadir sus responsa­ bilidades por el derrumbe de la economía y la crisis catastrófica que cayó sobre la sociedad soviética [...]. No quisiera calificarlos como ratas que saltan del buque en medio de la tormenta, pero son lo más parecido

Y ante ía imposibilidad de deshacerse del

secretario general del Partido., afirmaba: [Gorbachov] «es realmente una figura trágica. Por un lado no goza ya del apoyo del pueblo. Todos lo maldicen por sus desgracias, y por otro lado, nadie es capaz de nombrar un solo candidato, tomando en cuenta el peligro que representa Yeltsin [Borís, a la sazón ya máxima autoridad par­ tidista de la República Federativa Rusa] como persona impredecible, sin instintos democráticos y con aspiraciones de Fiihrer». Como parte y médula de la perestroika, se puso en marcha otro proceso al cual se denominó glasnost —transparencia (informa­ tiva) —, cuyo pretendido objetivo era sacudir el conservadurismo y el inmovilismo prevalecientes en el Partido y el Estado —ridicula­ mente reducida por académicos, publicistas y propagandistas capi­ talistas a una atenuación de las políticas restrictivas que impedían la libertad de expresión y la libre circulación de las ideas—, y que más allá de sus anunciadas (y loables) pretensiones de arrojar luz sobre los hechos del pasado y hacerlos más comprensibles al pue­ blo en aras de la causa, para extraer lecciones y no repetir los mis­ mos errores, se transformó en un lacerante proceso de exorcismo bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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histórico que, al cuestionar sin tino ni medida todo lo ocurrido en el país desde 1917, se convirtió en un obsceno striptease político, poniendo en tela de juicio la vida y obra del PCUS, de sus sucesi­ vas direcciones y de millones de militantes, responsabilizándolos en un reduccionismo histórico sin precedentes con todas las trage­ dias vividas por ese país y hasta con el adocenamiento de las ideas y los ladrillos ideológicos que, como advertía el Che, no dejaban pensar, y solo servían para arrojarlos a la cabeza de los adversarios y de los aliados, sin medir sus consecuencias. Además, alimentó sentimientos revisionistas y secesionistas en todas direcciones, potenciados con el impacto de las crudas revelaciones de los crí­ menes del estalinismo y las catástrofes humanas de la guerra de Afganistán y el accidente nuclear de Chernóbil. En ese camino, cansados ya de ejercitar el músculo gris, muchos se creyeron la tontería de la desideologiz ación y la despolitiza­ ción de la sociedad, sin entender que quienes daban esas lecciones defendían modelos muchísimo más politizados e ideologizados que el soviético, al punto de haber sido capaces de transformar una irrelevante botella de refrescos o un ratoncito humanizado en sím­ bolos portadores de todos los valores del sistema, lo cual es, sin dudas, el mejor ejemplo del poder ideológico de la semiótica en la política y la cultura. La glasnost, que justificó la crítica imperialista a la URSS y hasta las mentiras de la propaganda antisoviética, redujo la libertad de prensa y expresión a libertinaje, impudicia y anar­ quía, por lo cual resultó altamente contrarrevolucionaria y tuvo un papel preponderante para desarmar ideológicamente al Partido y desacreditar ante el pueblo las ideas y la historia que este defen­ día, así como para ridiculizar y dar por caducas las banderas del marxismo-leninismo y proclamar el fracaso del ideal socialista y comunista. En realidad, el problema era de fondo. Se resumía en aquella citada autocelebración de Brezhnev sobre la creación del hombre soviético, versión vernácula del nuevo hombre. bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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Fidel Castro, siempre insatisfecho y vigilante, desde mucho antes habla prevenido a los cubanos de asumir semejantes borra­ cheras ideológicas, cuando en el Primer Congreso del Partido, en 1975, afirmó: «[■**] la conciencia comunista no es un producto auto­ mático de las transformaciones estructurales. Ella hay que forjarla día a día en la experiencia viva de la lucha de clases, en la edu­ cación política y en la información nacional e internacional [...]», lo cual era congruente con otro axioma de la Revolución Cubana trazado por el Che en El socialismo y el hombre en Cuba; Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo En este período de construcción del socialismo podemos ver el hombre nuevo que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada; no podría estarlo nunca ya que el proceso marcha paralelo al desarrollo de formas económicas nuevas. Descontando aquellos cuya falta de educación los hace tender al camino solitario, a la autos atis fac­ ción de sus ambiciones, los hay que aun dentro de este nuevo panorama de marcha conjunta, tienen tendencia a caminar aislados de la masa que acompañan. Lo importante es que los hombres van adquiriendo cada día más conciencia de la necesi­ dad de su incorporación a la sociedad y, al mismo dempo, de su importancia como motores de la misma [...]. Los revoluciona­ rios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó. [Otra vez se plantea el tema de la relación entre forma y contenido] [,..]. Y ha sido por no comprender la nece­ sidad de la creación del hombre nuevo, que no sea el que repre­ sente las ideas del siglo xix, pero tampoco las de nuestro siglo decadente y morboso. El hombre del siglo xxi es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistema­ tizada. Precisamente este es uno de los puntos fundamentales bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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de nuestro estudio y de nuestro trabajo y en la medida en que logremos éxitos concretos sobre una base teórica o, viceversa, extraigamos conclusiones teóricas de carácter amplio sobre la base de nuestra investigación concreta, habremos hecho un aporte valioso al marxismo-leninismo, a la causa de la huma­ nidad. La reacción contra el hombre del siglo XIX nos ha traído la reincidencia en el decadentismo del siglo XX; no es un error demasiado grave, pero debemos superarlo, so pena de abrir un ancho cauce al revisionismo [...]. Los soviéticos, además, cometieron el error de entregar los medios masivos de comunicación que antes habían pertenecido formal­ mente a todos —aunque administrados centralmente—, a grupos e intereses extranjeros, empresariales y privados, ajenos a las necesi­ dades de los trabajadores y del pueblo y su vanguardia. Al cambiar de perspectiva, bajo consignas de una supuesta y primitiva liberalización del pensamiento, las ideas y la expresión, esas armas ideo­ lógicas —¡que nadie se confunda, armas son en todas partes y bajo todas las ideologías! — lograron con una alta eficacia lo que toda la propaganda capitalista no había alcanzado en decenas de años. Resultado que se logró gracias a que esos «nuevos medios» encon­ traron tierra fértil en sus administraciones burocráticas, en sus pro­ fundas carencias informativas, en la superficialidad y banalidad de sus análisis, en el autoaislamiento del país con respecto a otras cul­ turas y valores —incluso, occidentales, de significado universal—, en el debilitado nivel político-ideológico y cultural de la población y de los militantes, y en las acumuladas y nuevas insatisfacciones materiales y espirituales, a las cuales los dirigentes del PCUS no habían prestado suficiente atención hasta entonces. El periódico Pravda, preocupado por su propia pérdida de influencia, por la «rendición» en masa de las publicaciones parti­ distas regionales y republicanas, y por la ¿blandenguería? de la máxima dirección partidista frente a todo ello, io reconocía en un bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

Crónicas del derrumbe soviélico. Ei viaje del corresponsal de G ram a 1990-1992

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editorial de febrero de 1990: «la libertad avenida con la glasnost se está trocando en estos momentos en una demanda de los nuevos medios de prensa surgidos de acallar todo lo que huela a comu­ nista. La libertad de prensa es a medias: ganado un espacio en la arena política, no quieren compartirlo con quienes se les oponen y

está por descontado que dentro de sus propias páginas tam­

poco lo den». La batalla por la opinión pública, que Lenin empe­ zara desde Iskrn en el siglo

XIX y

luego prosiguiera en 1912 en las

páginas de Pravda, se había perdido

y

comenzaba a consolidarse

un proceso que colocaría en Rusia, en Europa mundo a los medios de comunicación,

y

y

en el resto del

en particular a las corpo­

raciones mediáticas que comenzaban a surgir, como CNN

y

News

Corporation, como los futuros gerentes de los procesos de homogeneización informativa

y

cultural, así como de construcción de un

pensamiento único, imprescindibles para instaurar el mundo uni­ polar de la post Guerra Fría, la globalización neoliberal y el reinado mundial de las transnacionales sobre los estados nacionales. Un proceso de autofagia

En 1989 el PCUS da dos pasos que a la postre resultarán liquidacionistas: la XIX Conferencia decide la separación del Partido en organizaciones republicanas, con virtiéndolo, de aquel movimiento revolucionario con idea, organización

y

acción únicas, como lo

concibió Lenin, en una coalición de partidos donde comenzaban a perfilarse criterios ideológicos dispares

y

formas organizativas y de

acción cada vez más caóticas. Vladímir Ivashko, que por entonces era vicesecretario general del PCUS, aseguró que «aunque esto ver­ gonzosamente se calló, se dio entonces un paso para la federalización del Partido»; es decir, ¡contra su unidad! Según advirtió en su momento Evgueni Májov, quien fuera pre­ sidente de la Comisión Central de Control del PCUS, aquella deci­ sión condujo a que concurrieran simultáneamente no menos de bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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diez tendencias políticas internas, desde la Unión por el leninismo y el ideal comunista, que se fijó como programa el restablecimiento del bolchevismo, hasta la alternativa socialdemócrata, defendida desde las páginas de Literatúrnaya Gazeta por Fiódor Burlatskz El segundo paso fue la renuncia aí papel de fuerza dirigente de la sociedad y el Estado y el abrazo del pluripartidismo burgués, bajo la ingenua sobreestimación de sus propias fuerzas y la subestima­ ción de sus enemigos políticos internos y externos. Lo primero siem­ pre pudo ser discutible. A fin de cuentas, como le escuché razonar a Fidel Castro durante los debates parlamentarios de 1992 en Cuba, con respecto al artículo 5 de la Constitución cubana, nadie puede proclamarse dirigente por decreto, sino que hay que ganarse, defen­ der y mantener a toda costa ese honor, que es moral. En realidad, uua vez consumada esa proclama, los líderes comunistas soviéticos debían haberla cumplido, defendido y honrado, y no abandonarla. Ser fuerza dirigente de la sociedad era —¡es! — un mérito que se ganaba, y bueno, el PCUS —sus militantes de b a s e - se habían ganado ese mérito en las industrias, en los campos y en los escena­ rios de combate durante toda la primera mitad del siglo XX. No se trataba de desacreditar el poder civil y mucho menos sus experiencias más democráticas, pero en una sociedad socia­ lista, basada en presupuestos de voluntaria unidad política, y que se pretende ajena a los refuerzos del egoísmo, el individualismo y los partidismos electoreros, el papel de una vanguardia unitaria y solidaria, líder moral de todas ias instituciones, debió preservarse a toda costa y tanto tiempo como el equilibrio de fuerzas contendien­ tes internas y extemas lo exigieran. Al renunciar a ello, solo faltaba el golpe de gracia que llegó con la instauración del instituto presiden­ cial, resucitando la doctrina Rousseau, cuando muchos politólogos comenzaban a cuestionar la sacrosanta institución tripartita y aboga­ ban por un modelo de Estado diferente para el siglo XXL En realidad, esto fue lo que ocurrió: la entrega del poder comenzó desde antes, con una aplicación que hoy pudiera califibib. estrella roja [email protected]

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cai'se de malintencionada del viejo lema leninista de «todo el poder a los soviets». El supuesto proceso de restablecimiento de las for­ mas de gobierno popular, que pretendidamente suponía cercar a la burocracia partidista, asumiendo que la gestión de los consejos generaría por sí misma un dinamismo propio y revolucionados se dirigió conscientemente a anular de manera paulatina el poder del Partido en la base. Y luego se completó cuando el énfasis se tras­ ladó a los parlamentos. El golpe de gracia lo dio la introducción del instituto presidencial en 1990. Las correcciones no se hicieron a partir del socialismo, para corregir el socialismo, sino a partir de la equiparación con modelos conocidos de capitalismo que partían de resortes históricos, ideoculturales y filosófico-religiosos absolutamente diferentes, como el modelo escandinavo, asociado culturalmente a toda la herencia y peso del luteramsino y a códigos morales constrictores de la indivi­ dualidad humana que, como la llamada Ley de Jante, ecualizaban las relaciones sociales en lo práctico. Esto de las equiparaciones es algo que, en el caso de la Revolución Cubana, incluso en la estra­ tegia de actualización del socialismo, ha sido siempre rechazado, a pesar de las presiones e interpretaciones para asumir modelos como el chino o el vietnamita, mucho más ajenos culturalmente que aquellas experiencias soviéticas que alguna vez se copiaron. Por eso, porque con todas sus mataduras el modelo soviético era origi­ nal, en la URSS se habrían podido superar los errores sin destruir la organización, la moral y la autoridad del Partido, ni los logros y la historia de la revolución socialista soviética; se habrían vencido las faltas, incluso si se hubiera prestado debida y temprana atención a las cartas de los trabajadores y dirigentes de base que se recibían en febrero de 1990 en las oficinas del Comité Central: El Comité Central y el Buró Político son responsables por el proceder ilógico y la tardanza en la dirección de la perestroika

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[...]. El Partido no cuenta con una plataforma ideológica inte­ gral [...] el pape) dirigente ya no le pertenece ni al Partido ni a los militantes, sino al aparato; y es precisamente este último el que desacredita al Partido [...]. Nuestra tragedia radica en que al igual que antes, no hay forma de que podamos renunciar al poder unipersonal en ei Estado y el Partido Con tantas señales de alarma cabe preguntarse si lo que ocurrió después fue un acto voluntario o consecuencia de la ingenuidad. La respuesta no es sencilla, ni definitiva, ni absoluta. Parece ser una combinación de muchos procesos pues, según reconociera en 1991 Iván Polozkóv, máximo dirigente de la organización territo­ rial comunista de Rusia, durante un pleno del Comité Central del PCUS, «los llamados demócratas lograron cambiar los objetivos de la perestroika y tomar la iniciativa dentro del Partido [...] [y] el PCUS no supo advertir a tiempo la degeneración de la perestroika y permitió que se afianzara dicho proceso [.,.]». A lo que añadió una reflexión que constituía un galimatías ideológico, reflejo de sus límites para discernir qué pasaba: «al contraponerse los intere­ ses clasistas y los humanistas y al conceder prioridad a los valores universales, hemos prestado un flaco servicio al ideal socialista». ¿Contraposición entre objetivos humanistas y clasistas? ¿Contra­ dicción entre el ideal socialista y los mejores valores universales? Saque cada quien sus propias conclusiones. La aparición de los denominados «comités de salvación» no se hizo esperar a lo largo y ancho del país; en ellos, los trabajadores y no pocos oportunistas de ocasión se atrincheraron bajo el lema de reconquistar la autoridad moral del Partido. El exmiembro del Buró Político Nursultán Nazarbáev, presidente a la sazón de Kazajstán, dijo de esta etapa que «en las filas del Partido fueron desapareciendo los militantes con el espíritu de lucha de los bol­ cheviques, y cuando fue eliminado el artículo 6 de la Constitución, ese que decretaba el papel de fuerza moral superior de la organi­ bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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zación, el Partido ya estaba atrincherado y era incapaz no solo de atacar, sino hasta de defenderse como debía». Solo le faltó decir que, en esas circunstancias, mientras algunos veteranos renuncia­ ban decepcionados y cansados, no pocos y muy ambiciosos jóve­ nes, que habían visto a sus mayores hacer carrera como burócratas, se lanzaron tras los cargos abandonados, en busca del poder y sus ansiadas prebendas. Este fue el Partido que se reunió en 1990 en su XXVIII Congreso: organizaciones de base desorientadas, aumento de la solicitud de bajas, debates sobre si debía ser el PCUS una organización de corte leninista o de tipo parlamentario, renuncia a su papel de liderazgo, reproches amargos a cinco años de perestroika proclamada en su nombre, que no había proporcionado al pueblo el bienestar mate­ rial y social ni la participación democrática prometidos, renuncias por un lado de Yeltsin y de otros miembros, después que su grupo, conocido como «Plataforma Democrática» fracasara en el intento de establecer una agenda que permitiera la transición hacia una estructura parlamentaria de la organización y, por otro lado, la aprobación de varios planes de reforma de Gorbachov, por los cua­ les se pretendía «curar el comunismo por medio del capitalismo», sin plan quinquenal y con una vaga declaración programática. Veamos solo la estructura de los 4 683 delegados de esa reunión: el 40% eran burócratas de los aparatos auxiliares del Par­ tido a todos los niveles; el 17%, funcionarios de la administración pública; el 6%, militares. ¡Solo el 25% eran trabajadores de la indus­ tria o el campo! De nuevo, la misma omisión y la ausencia de una comprensión clara de que la estructura social de la cual se nutría y sobre la cual actuaba era distinta a los tiempos de Lenin. Desde las palabras iniciales de Gorbachov, se pudo ver que ya era una víctima total del narcicismo y la vanidad a la que sus cole­ gas Margaret Thatcher, Ronald Reagan y George Bush lo habían arrastrado. En sus palabras, pronunciadas con toda la solemnidad

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del caso, predominaba una línea de pensamiento que en la polí­ tica contemporánea se ha dado en llamar «centrista» o de «centroizquierda», sarampión tercerista debido a las cavüaciones de Anthony Giddens, que ya comenzaba a intoxicar a una Europa más preocupada por apartar de sí el fantasma del fin de la historia de Francis Fukuyama, y que en realidad no es «ni chicha ni limoná», sino más de lo mismo (y a veces peor, como demostró años más tarde el poco social demócrata laborista británico y paladín mun­ dial del tercerismo, el primer ministro Anthony Blair). Aquel con­ greso fue «candente, emotivo y a veces hasta furioso», con pases de cuenta a las fuerzas que «frenaban» los cambios (como el escanda­ loso intento de exclusión de los listados, aprovechando su ausencia momentánea del cónclave, de la candidatura al Buró Político de Egor Ligachov, quien finalmente resultó el más votado para ocupar -s o lo por un breve la p s o - el cargo de vicesecretario general del PCUS, que hubo de ceder a Vladímir Ivashko —el designado —). Cuando cayó el telón final bajo los acordes de la Internacional, ninguno de los delegados podía percatarse que había asistido al último congreso del Partido en la URSS. SimiIar destino correría más tarde el general de ejército Alexéi Lízichev, jefe de la desaparecida Dirección Política Principal de las Fuerzas Armadas Soviéticas, quien por oponerse a la reforma de los organismos políticos del ejército, fue destituido en un receso, aunque el secretario general informara después a los delegados' militares la poco creíble razón de que, el hasta hacía unos minutos vigoroso Lízichev, había renunciado en el curso de las discusiones «por problemas de salud». Una vez me preguntaron si aquellos debates no se conocían o no se transmitían por los medios de comunicación. En verdad, poco o nada habría ayudado, cuando, según cifras de la propia organi­ zación comunista, más de tres cuartos de la población se sentían defraudados, y de los militantes, casi la mitad rumiaban insatis­

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facciones, una sexta parte estaba dispuesta a abandonar la orga­ nización en el propio XXVIII Congreso y más del 77% declaraba con amargura que no esperaba nada positivo de la reunión. No quedaba otra alternativa que creer que, informado de todo, cons­ ciente del papel que ya desempeñaban los medios, y de espaldas a los sentimientos reales de las masas revolucionarias soviéticas, el liderazgo máximo del PCUS, actuaba a conciencia y con total impunidad. Aquel congreso eligió un Comité Central débil y fragmentado, y se disolvió luego en expiaciones de culpa y escaramuzas políticas que poco atraían a la opinión pública, mucho más preocupada y ocupada en garantizar la supervivencia diaria y en enterarse del curso de culebrones políticos, como los nombramientos del gabi­ nete ruso, las sesiones de su Parlamento (a cuya jefatura había ascendido el polémico Borís Yeltsin), las primeras huelgas de los mineros del carbón y la llegada al poder de los grupos opositores en las alcaldías de Moscú y Leningrado. Así pasó inadvertida una idea lúcida escuchada en medio de los debates y que dejé registrada en mis libretas de apuntes: en los tiempos difíciles el Partido tenía la tarea de impedir que la patria sucumbiera... ¿Patria? ¿Cuál?, se preguntaban muchos, para quie­ nes se había desdibujado aquella noción brújula y partera de toda la acción social de los seres humanos. Por eso, tengo la sospecha de que aquel congreso fue, posiblemente, el último combate de los soviéticos más revolucionarios, que desprestigiados, desalentados o desgastados, lo perdieron. Diagnóstico irreversible

En enero de 1991 un pleno del Comité Central reconoció tardía­ mente que la subestimación de los órganos de dirección partidista respecto a la entidad real de las fuerzas con que contaban, el divor­ cio entre hechos y palabras, así como las críticas públicas ilimitadas bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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y la debilidad de dirigentes y organizaciones republicanas y regiona­ les, habían causado un gran daño moral al Partido y minado su auto­ ridad y prestigio. Los detalles pueden hallarse en el diario Pravda de esa época, pero pude constatarlo personalmente en el histórico aforo del Kremlin donde rodeado de esculturas del realismo socialista y ante un busto descomunal de Lenín, ese órgano había sesionado durante años: en los quince meses transcurridos hasta diciembre de 1990 habían salido del PCUS 2,3 millones de militantes. Al evaluar los problemas y sus causas, el pleno se contradecía, confundiendo aún más a la militancia y a las masas, porque ya muchos en la cúpula partidista se habían comprado el lenguaje y el raciocinio de las sociedades capitalistas europeas y así, la autocrí­ tica sobre la falta de apoyo en el pueblo se mezclaba con el espíritu dialoguero - n o dialogante- y la idealización de una «paz cívica» y un «acuerdo nacional» con las fuerzas que, a esas alturas y con toda claridad, trabajaban por la restauración capitalista. De ahí debe volverse a las contradicciones presentes en la afir­ mación del miembro del Buró Político íván Polozkov, sobre la contraposición de los intereses humanos y universales a los cla­ sistas, con la que en realidad daba razón a quienes acusaban al socialismo soviético por su presunta carencia de humanidad y a quienes del otro lado, engolosinaban con la idea del socialismo con rostro humano. Como él, cada dirigente alucinado por el deli­ rio mediático, no vacilaba en exponer su pensamiento de forma abierta y sin criterio alguno de responsabilidad, a veces más liberal que cualquier liberal de cuna, como para subrayar una «opinión propia» sobre la política que se suponía era aprobada en colectivo por el Partido. Esa falta en las más altas esferas dio lugar a una gran carencia de cohesión en las decisiones, y, por consiguiente, a la ausencia total de unidad de acción. Ello explica cómo algunos miembros del Buró Político, como Yuri Prokófiev, defendieran abiertamente la posibilidad de crear un sistema bipartidista similar

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al estadounidense, o de edificar un modelo de economía de mer­ cado como el japonés, suponiendo con infantil idealismo que no reinaría la ambición, que se cumplirían las promesas de Ronald Reagan trasladadas a la dirección soviética por el embajador Jack Matlock, que la URSS —o luego Rusia— no serían humilladas en su condición de grandes potencias, que el imperialismo mundial y sus empresas los apoyarían y que, gracias a un nuevo Plan Marshall, contarían con todo el dinero del mundo capitalista para financiar el salto hacia adelante que pretendían. Se extiende la gangrena

En marzo de 1991 el Comité Central reconoció algo que visto desde la razón cubana, no tenía nada de novedoso —Fidel Castro nunca ha dejado de recordarnos que la construcción del socialismo es un acto consciente, voluntario y Ubre —, pero que para ellos era un «descubrimiento»: el PCUS, con toda su historia, encabezaba un proyecto v-o-l-u-n-t-a-r-i-o, lo cual, al parecer, le confería suficiente fuerza para asumir ese protagonismo. AI mismo tiempo, confiaba en un derecho moral y en un respaldo del pueblo, como si sus méritos pasados y su posición en el poder le garantizaran per se la capacidad de convocatoria y la autoridad para asumir el liderazgo ad aetemum. Sospecho que ese fue el momento en que algunos des­ cubrieron la futilidad de aquel artículo constitucional que aún en 1991 los seguía proclamando fuerza suprema de la URSS, sin el res­ paldo de la actuación ejemplar de sus militantes y, sobre todo, de sus dirigentes. La inconsistencia de tales proclamas quedó a la vista cuando la contrarrevolución tomó las calles y fueron nada menos que los pro­ pios dirigentes del Partido los que respaldaron un llamado a la militancia y a las masas populares para que se mantuvieran en silencio y se abstuvieran de confrontaciones, sustituyendo en las calles a las fuerzas revolucionarias populares por tropas antimotines, que bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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con sus caballos con polizontes de garrote, cascos y escudos plásti­ cos antimotines y carros lanzaguas causaron un efecto psicológico devastador, en tanto pusieron en claro una conclusión: ¿qué clase de socialismo era aquel que ya no podía contar con el pueblo para defenderse y en el cual el Partido actuaba desde el poder respecto al pueblo, como si estuviera en la oposición? Sencillamente, se había abandonado la lucha ideológica de las masas. Fue en ese contexto que abril de 1991 trajo un suceso que, si no fuera tristemente memorable, pertenecería a lo más clásico del sai­ nete; el PCUS fue a inscribirse al Ministerio de Justicia que él mismo había creado, en un país fundado por él, para superar la condición de «ilegal» en que había quedado tras proclamarse el pluripartidísmo y la Ley de partidos políticos. En esos días se dio la primera gran batalla contra el secretario general, que se repitió luego durante meses en cada pleno. Las acu­ saciones de falta de liderazgo y de firmeza hubieran podido barrer por sí solas con cualquier otro dirigente de su puesto, pero Gorbachov se aseguraba desde la víspera de cada reunión el apoyo de los dirigentes republicanos, en particular de su eterno rival Borís Yeltsin; vistoso, rudo, populista, prestigioso, consecuente, contra­ dictorio, elegante, impositivo, beodo; mezcla de báüushka -a b u e lito — y samovlástníy —déspota —, pero perfecto complemento de la mascarada política. Estas no eran las únicas acciones desestabilízadoras. Alexánder Dzasójov, uno de los que fungieron como secretarios del Comité Central, reveló a principios de los años noventa estudios según los cuales, en el Comité Central del PCUS ya se percibían fuertes presiones para expulsar a las organizaciones de base de los centros de trabajo. Solo en Moscú, donde la mayoría de las organizacio­ nes trabajaban bloqueadas, más de 150 núcleos se disolvieron en los primeros tres meses de 1991. Sin saberlo, la sociedad soviética iba abriendo las puertas a! neoliberalismo más feroz, que ya, en bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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ese «Occidente civilizado» al cual miraban como modelo, la había emprendido hasta con los sindicatos, sacándolos de las empresas. Por eso resultó increíblemente desconcertante para la membresía del Partido la recomendación del Secretariado de «adaptarse» desde meses antes para actuar en las condiciones impuestas por un decreto de despolitización del Estado ruso, emitido por el pre­ sidente Borís Yeltsin en julio de 1991. En esa república, el Partido tenía un activo de más de 200 000 organizaciones de base que que­ daron al garete tras anunciarse la reforma a las estructuras. Aunque se dijo que el decreto de Yeltsin era anticonstitucional y antidemocrático, el Estado no dispuso de un órgano de supervisión constitucional capaz de reaccionar ante el atropello, ni nunca fue emitida una condena clara y fuerte en su contra, ni mucho menos se libró algún tipo de acción para frenar su ejecución. Por lo con­ trario, se llamó a la serenidad y la paciencia de la militancia. En realidad, por orientación del Comité Central, la dirección del Par­ tido trabajaba desde hacía un año en la región moscovita de CheriómushMnsky para ensayar el funcionamiento de la organización según el nuevo principio residencial-profesional, que se esperaba implantar más adelante. Ni siquiera pudieron resistir las otrora poderosas Fuerzas Armadas, que inmersas en un complejo proceso de división de funciones estatales y políticas, reivindicaban por un lado su renun­ cia a la despolitización y desideologización del instituto castrense, pero, por otro lado, tenían que vérselas dentro de sus propias filas con individuos como los generales Dmitri Volkogónov y Konstantin Kóbets, el teniente coronel Alexánder Uzhenkov y el mayor Vladímir Lopatin, diputados todos al Parlamento federal —por tanto con voz e influencia—, defensores de un ejército profesional, voluntario y apolítico, y más tarde en las filas de la derecha, diri­ gentes de las reformas militares que siguieron al golpe de Estado de agosto de 1991, maniobrando en la línea del imperialismo para bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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detener la colaboración militar de la URSS con Cuba, como ocurrió entonces con la decisión unilateral de retirar el Centro de Estudios No. 12 que albergaba una brigada soviética, y años más tarde, con el cierre y retirada de una unidad radioelectrónica, ambas hereda­ das de las soluciones a las que se llegó para resolver la Crisis de Octubre de 1962. Bajo esas banderas y alientos despolitizantes y desideologizantes, tuvo lugar entonces una conferencia del PCUS en las Fuerzas Armadas Soviéticas, que se preparaba desde septiembre de 1990, y que determinó, oficialmente, la separación de las estructuras parti­ distas y los recién estrenados «organismos político-militares», ejer­ cicio en el que, si bien por primera vez fueron elegidos de forma democrática los dirigentes de la organización, fue lamentablemente desaprovechada la posibilidad de llevar a debate entre los comu­ nistas los verdaderos problemas que minaban al otrora invencible Ejército Rojo. El nuevo enfoque del trabajo político-ideológico vino disfra­ zado de una fraseología almibarada, que evadía definiciones, transformaba a las organizaciones partidistas en virtuales células sindicales autónomas, admitía la anarquía política en detrimento de la democracia partidista y la unidad ideológica y de acción, y permitía la existencia de tantas organizaciones como partidos esta­ ban registrados ante el Ministerio de Justicia, paso indispensable para llamar luego a la neutralidad en aras del orden, objetivo final de las fuerzas anficomunistas. La sangría de militares militantes no se hizo esperar y solo durante los días en que sesionó la citada con­ ferencia, 8 000 de ellos abandonaron las filas del Partido. Peor suerte tuvieron las organizaciones partidistas civiles. Como consecuencia de las medidas dictadas por Yeltsin y la línea trazada en las altas instancias del PCUS, en Moscú, por ejemplo, se reestructuró el Partido en 123 municipios. En Rusia, 250 comités de los órganos del Interior se disolvieron en días y pasaron a fundo-

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namiento residencial otros 500 civiles. En Arjángeisk las estructu­ ras partidistas adoptaron formas sindicales, mientras que el Comité partidista del Ministerio del Interior de Tadzhikistán comenzó a desintegrarse, siguiendo el camino de sus similares de los estados bálticos y del Cáucaso. La llamada «despolitización» —y su complemento: la «desideologización» — resultaron finalmente fenómenos de alcance estra­ tégico. Su meta, en realidad, fue la «repolitización» y con ella, la «reideologización» del Estado y de la sociedad sobre otros funda­ mentos materiales: el retorno a las relaciones de producción y de propiedad capitalistas «probadas —como se solía decir— a lo largo de quinientos años», Y para persuadir de la utilidad y necesidad de ello, se sirvieron de forma brillante de las deficiencias, defor­ maciones y pobreza del instrumental ideológico y cultural con que contaba el país, de las debilidades inherentes a un modelo que en términos históricos era absolutamente nuevo y, por tanto, nece­ sariamente ensayaba caminos y alternativas que no habían sido explicados ni negociados con las masas, y, por último, de los fraca­ sos y errores que los seres humanos cometieron en nombre de las ideas y utilizando las ideas, según su personal acomodo. Sin salvación

Más de medio millón de personas abandonó las filas del PCUS en la primera mitad de 1991; eran las cifras públicas. Cualquier par­ tido saludable hubiera reaccionado con alarma y fuerza, empren­ diendo enérgicas acciones de respuesta. Pero ei PCUS, debido a todas sus acumuladas debilidades y, en particular, a la actuación de sus dirigentes y sus métodos de trabajo burocráticos y antide­ mocráticos, se limitaba a extender las voces de alarma, lamentarse de las defecciones y a continuar admitiendo errores políticos, sin ponerles freno ni generar curas.

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De esta manera, resultó triste ver a la dirección del Partido asu­ mir el papel de defensora de la Ley de privatizaciones, tratando de convencer a los militantes de las ventajas de esa forma de pro­ piedad. ¿Alguien se imagina a un partido político que renuncie al basamento económico-material de su propia doctrina? No se tra­ taba de admitir la diversidad de propiedades sino de defender la preponderancia de la antes negada. No conozco que liberales, demócratas, conservadores, republicanos, socialcristianos y nin­ gún otro de estos afines haya puesto en solfa la propiedad privada por un solo instante, ni censurado la acumulación del capital, ni objetado la distribución desigual de la riqueza en ninguna parte del mundo, ni concebido —que no fuera en períodos de agudas crisis — la regulación estatal del mercado. Egor Ligachov, quien fue miembro del Buró Político hasta el XXVIII Congreso, dijo entonces que aquello era una justificación legal para el proceso de cambio de sistema político en su país. Uno de los participantes de aquella sesión de la Comisión Económica del PCUS definió a sus colegas con palabras de Dostoievski: «lastimeros esclavos de la moda». ¿Nos imaginaríamos los cubanos al Partido Comunista de Cuba defendiendo la concentración de la propiedad privada y el capi­ tal, o la expansión del mercado salvaje en la Isla? Ni siquiera en el proceso cubano de diversificación de la propiedad y las formas de gestión económica —que como se conoce, ya eran ligeramente diversas y nunca absolutamente estatales en Cuba desde 1959, especialmente tras la adopción de las leyes de reforma agraria y de reforma urbana—, impulsado en los años ochenta con las pri­ meras acciones rectificadoras y las primeras regulaciones y leyes de inversión extranjera y que adquiriría nuevos ribetes a partir de su consagración constitucional en 1992 y de la aprobación de los lineamientos económicos y sociales del VI Congreso comunista en 2011, el liderazgo cubano ha dejado de aclarar en todo instante que el país no dejará de limitar la concentración enajenante de capital, ni bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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renunciará a la esencia socialista de su economía, dictada por la pre­ eminencia de la propiedad social, la planificación centralizada y la justicia distributiva de la riqueza nacional, convencido de que pro­ ductividad, eficiencia, eficacia, calidad, control y ahorro no son con­ ceptos ideológicos sino categorías económicas asociadas a la actitud del principal de todos los factores productivos: el ser humano. Documentos dados a la publicidad con posterioridad demostra­ ron que el debate de la privatización reveló que «la clase obrera se había alejado de modo creciente de ía propiedad sobre los medios de producción y del poder y, en consecuencia, había dejado de ser determinante su papel político en la sociedad». Como cubano, volví a recordar en aquellos días al Che y su temprana alerta, expuesta de forma brillante en Eí socialismo y el hombre en Cuba, sobre los riesgos de la enajenación de la propiedad socialista en nombre del Estado en un país que construya el socialismo. En reali­ dad, en la URSS había ocurrido una enajenación doble: de la titula­ ridad de la propiedad de los medios de producción y del papel de la clase obrera dentro del Estado. Cabe entonces entender que cuando se dio la noticia de la con­ vocatoria al XXIX Congreso del Partido, a fin de adoptar un pro­ grama socialdemócrata donde definitivamente el PCUS renunciaría a la lucha de clases, a los principios leninistas y probablemente hasta a su nombre, nadie prestó atención al hecho relevante de que, por primera vez, en noventa y tres años de historia, el Partido se propondría discutir su programa con el pueblo. En realidad, era solo una formalidad más, pues la opinión de ese pueblo ya no con­ taba. Los mencheviques, que siempre fueron minoría, le ganaron finalmente la partida a los bolcheviques, que eran aún la mayoría. Tal vez por toda esta suma de factores, el secretario general pudo permitirse proclamar el fracaso de los ideales del Partido, y sus colegas del Buró Político defendieron que en un futuro PCUS

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podría participar la nueva burguesía nacional, a la cual preferían llamar «sector empresarial que ejerce función social». El XXIX Congreso se convocó, pero nunca se celebró. Parálisis e infarto

Cuando se produjo el golpe de Estado en agosto de 1991, más de cuatro millones de militantes se habían ido de las filas del Partido, y la organización, si bien no había desaparecido, podría hacerlo en cuestión de semanas, tal vez en el anunciado XXIX Congreso de octubre, según la opinión que entonces me confió durante un receso de las sesiones parlamentarias el entonces vicesecretario general del Comité Central, Vladímir Ivashko. A los golpistas se les identificó de inmediato con un retorno al poder de la vieja maquinaria burocrática partidista que tanto fuera criticada durante los años de la perestroika. Los fantasmas del estalinismo hicieron el resto y el anticomunismo se desató con furia. Los símbolos partidistas se asociaron con los del fascismo (idea, por cierto, muy fascista, de resemantizar símbolos nacionales para destruirlos, y que han intentando hacer inútilmente con Cuba). Una borrachera de oportunismo político barrió con las pocas orga­ nizaciones de base que aún se sostenían. Y un vergonzoso show protagonizado por Gorbachov y Yeltsin ante el pleno del Sóviet Supremo de Rusia terminó por demoler lo que quedaba de la orga­ nización cuando el mandatario ruso impuso al aún presidente de la URSS un decreto suprimiendo al Partido Comunista de la Federa­ ción Rusa, acto que lo llevó, veinticuatro horas más tarde, a renun­ ciar a sus responsabilidades al frente del PCUS y recomendar su desintegración. Los militantes humildes de filas, los que aún debatiéndose entre dudas y tendencias más o menos ortodoxas, o más o menos libe­ rales, creían todavía en el ideal socialista, se vieron traicionados, estigmatizados y proscritos; sus símbolos, héroes y banderas, probib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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fañados, y sus dirigentes perseguidos y encarcelados. Se repetían las purgas del estalinismo, pero al revés. La vergüenza y el des­ prestigio cayeron definitivamente sobre los restos del Partido. Sus dirigentes, carentes ya hasta de liderazgo moraL decidieron renun­ ciar también a la principal herramienta con la que se mantenía vivo y unido al país: el Partido. Los jóvenes, crecidos con todas las torceduras de aquellos años amargos y privados del ejemplo y la confianza de sus mayores, fueron invitados a disolver la organización que había concertado sus voluntades por más de setenta años: en septiembre de aquel 1991 fueron forzados a convocar un congreso —el XXII— donde se firmaría el acta de defunción del Komsomol. Acostumbrados a actuar siempre y solo si se les indicaba «desde arriba», aceptaron sin resistencia el edicto definitivo del partido que establecía como «agotado el papel político del Komsomol como una federación de uniones de juventudes comunistas» y les recomendaba reorgani­ zarse... ¡dividiéndose! Sin importar que por el desgaste y desmoralización de la orga­ nización ya habían salido de sus filas 21 millones de muchachas y muchachos desde 1986, los destinos de 20 millones de militantes sobrevivientes fueron decididos por 500 delegados, de los cuales solo el 5.8% eran trabajadores y menos del 9% estudiantes, y donde para colmo, el 57.1 % de los representados excedían los treinta años de edad. Quizás, lo más legítimo que hizo aquel extraño quórum fue reconocer que las reformas puestas en marcha a partir del XXI Congreso, en 1989, fueron expresamente dirigidas a «desideologizar» la organización y convertirla en una entidad de «defensa social de los jóvenes», objetivo que para ser conseguido, fue necesario enmascararlo bajo el concepto de que el Komsomol se encargaría de «defender los intereses políticos, socioeconómicos y nacionales de la juventud».

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Tampoco las Fuerzas Armadas, ni el Ministerio del Interior, ni la KGB, que habían sido en otros tiempos brazos armados del Partido, pudieron hacer nada en defensa del sistema, porque ellos mismos resultaron destruidos moralmente en el proceso, y porque concebidos originalmente para actuar desde el pueblo, con el pue­ blo y para el pueblo, al alejarse de este, habían perdido ya toda posibilidad de resurrección, pues nadie, ni el propio pueblo, estaba a esas alturas interesado en ello. Una advertencia del Che cobraba de nuevo vida: persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que les legara el capitalismo, los comunistas soviéticos se adentraron en un callejón sin salida. Hartos del torpe trabajo político-ideológico y cultural del Par­ tido y el Estado soviéticos, optaron por la sutil educación del capi­ talismo, aceptado como régimen ineludible o ineluctable - también diría el Che™. La gran operación de vaciado de cerebro en masa había concluido y en el nuevo proyecto «democrático y pluripartidista» no había lugar para los comunistas, ni como oposición cívica organizada. En esa primera etapa quedaron obligados a convertirse a los nuevos dogmas, o a vivir escondiendo su credo, hasta que mejores tiempos les permitieran salir de nuevo a la batalla. Solo algunos pocos se mantuvieron alertas, pero su credibilidad y dis­ curso no eran suficientemente atendidos. Por eso también fue posi­ ble destruir y/o apropiarse de todas las propiedades partidistas, lo cual venía ocurriendo desde antes de agosto de 1991, cuando el Partido Comunista de Armenia entregó sumisamente sus medios a la administración republicana local o, dicho de otro modo, a la burocracia que desataría un capitalismo brutal. Aun cuando les quedaban fuerzas políticas y reservas morales que convocadas y ordenadas años después les permitirían recu­ perar un espacio indiscutible en la política rusa contemporánea y convertirse en una de sus fuerzas motrices más considerables, los comunistas de aquel momento no fueron capaces de verlas y no bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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pudieron reaccionar porque, como reconoció un estudio socioló­ gico del Comité Central del PCUS, no les interesaba la vida de un partido destruido donde sus opiniones no contaban, cuyos docu­ mentos esenciales ignoraban (como los del XXVIII Congreso) y donde los acuerdos de los plenos, del Buró Político y del Secreta­ riado eran letra muerta, mientras que las relaciones entre los comi­ tés primarios, locales, regionales y los núcleos, y entre estos y las masas se habían quebrado. La destrucción de la democracia par­ tidista, la disciplina, el orden y la unidad interna habían transfor­ mado al PCUS en sombra de lo que había sido. Los comunistas se vieron atados porque su propio secretario general, su «líder», el hombre que les había convencido de la nece­ sidad de modernizar y perfeccionar el socialismo, fue renunciando lentamente a esas ideas, y de un plumazo selló el destino de millo­ nes de personas sin tomar en cuenta sus opiniones, reeditando los mismos métodos de ordeno y mando que con tanto afán y pompa se había propuesto combatir. Y no encontraron un líder alterna­ tivo, pues según había advertido desde abril de 1991 un editorial de la dirección del periódico Pravda que, a la vez, fue pródigo en denuestos contra Gorbachov, el Partido y su dirección eran ya incapaces de reflejar la lucidez intelectual y la combatividad y firmeza de mando que se necesitaba para aquel momento. Así, destruido el núcleo que sostenía el edificio de la Unión, quedaba despejado el camino para la desintegración del Estado multina­ cional soviético, proyecto en el que se cruzaban los intereses de las potencias imperialistas que durante más de setenta años lo habían adversado y que se desataría tras el golpe de agosto de ese mismo año, para culminar en 1a reunión de las naciones eslavas —Rusia, Ucrania y Bielorrusia — en Bielovézhskaya Puscha, cerca de Minsk, a principios de diciembre.

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Anaíoli Lukianov, que fuera presidente del Soviet Supremo de la URSS e integrante del Buró Político en aquellos años, se decidió a hablar recientemente de esto: ¿Quién se encontraba tras los bastidores de todos esos aconteci­ mientos? ¿Quién respaldaba a esas fuerzas internas y externas, dirigidas a destruir la URSS, a acabar con una superpotencia? ¿Y qué fue lo que pasó entre el 7 y el 8 de diciembre de 1991 ? Y surge una pregunta sustancial: ¿qué fuerzas en el extranjero lo ejecu­ taron? Podemos tener nuestra opinión, basarnos en las decla­ raciones del presidente Bill Clinton, de [Zbigniew] Brzezinski [consejero de Seguridad Nacional del presidente James Cárter], de [Jack] Matiock [embajador en la URSS en 1991], etcétera. Pero hay un testimonio que está íntimamente ligado a la destrucción de la URSS. Ese testimonio corresponde a la entonces primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher. En mayo de 1991 tuve una entrevista con Margaret Thatcher. Se prolongó por más de dos horas. Margaret, fiel defensora de la economía de mercado y de la introducción de relaciones de mercado, me pre­ guntaba todo el rato sobre la fórmula constitucional que permi­ tía la salida [de las repúblicas] de la Unión, etcétera. Yo le conté cómo surgió la Unión, como se fundó, cuáles eran las relaciones en la Constitución, etcétera. Pasó el tiempo y en noviembre de 1991 Margaret Thatcher intervino en Houston en un congreso de químicos. Y allí Ies dio a conocer a aquella gente —y pienso yo que a todo el mundo—, sobre cómo el mundo capitalista se esforzó por destruir la URSS. «La URSS -c ita Lukianov a la Thatcher- es un país que supone una seria amenaza para el mundo occidental. No me estoy refiriendo a la amenaza militar; en realidad esta no existía. Nuestros países están ío suficientemente bien armados, inclu­ yendo el armamento nuclear. Estoy hablando de la amenaza económica. Gracias a la economía planificada y a esa particular combinación de estímulos morales y materiales, la Unión Sovié-

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tica logró alcanzar altos indicadores económicos. El porcentaje de crecimiento de su Producto Nacional Bruto es prácticamente el doble que en nuestros paises. Si añadimos a esto los enor­ mes recursos naturales de los que dispone la Unión, con una gestión racional de la economía, son más que reales las posibi­ lidades que tiene de expulsarnos del mercado mundial. Por eso siempre hemos adoptado medidas encaminadas a debilitar la economía de la Unión Soviética y a crear allí dificultades eco­ nómicas, donde el papel principal lo desempeña la carrera de armamentos. Un lugar importante en nuestra política es tomar en consideración las flaquezas de la Constitución de la URSS. En el plano formal, esta preveía la salida inmediata de la URSS por cualquier república que así lo desease, mediante la decisión de su Sóviet Supremo y por mayoría simple. Es cierto que la realización de ese derecho era prácticamente irrealizable debido al papel cimentador del Partido Comunista y de los órganos de seguridad. Y a pesar de todo, en esta particularidad constitu­ cional, teníamos posibilidades potenciales para nuestra política. Por desgracia y pese a todos nuestros esfuerzos, durante largo tiempo la situación política en la URSS siguió siendo estable durante un largo período de tiempo. Teníamos una situación complicada. Sin embargo, al poco tiempo nos llegó una informa­ ción sobre el pronto fallecimiento del líder soviético y la posibi­ lidad de la llegada al poder, con nuestra ayuda, de una persona gracias a la cual podríamos realizar nuestras intenciones en esta esfera Esa persona era Mijaíl Gorbachov, a quien nuestros expertos calificaban como una persona imprudente, sugestiona­ ble y muy ambiciosa. Él tenía buenas relaciones con la mayoría de la élite política soviética, y por eso, su llegada al poder, con nuestra ayuda, fue posible». ¿Qué podemos señalar aquí? —prosigue Lukianov —. Que Occidente comprendía perfectamente el papel del Partido Comu­ nista como núcleo de la Unión Soviética y comprendía hasta qué punto podría ser fuerte la URSS si se mantenía su economía pla-

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nifícada. Comprendía la distribución de fuerzas de aquellos que denominándose comunistas u ocupando un cargo determinado, trabajaban en contra, es decir, a favor del mercado, de las rela­ ciones de mercado, por el debilitamiento del papel del Estado. Thatcher estaba abiertamente relacionada con todo esto ...Y también Gorbachov. Los comunistas no actuaron porque, sencillamente, habían sido desarmados, desmovilizados, desorientados, divididos, y su Par­ tido, secuestrado por una burocracia paralizada en pensamiento y en acción, cooptada por la mediocridad, ambiciosa, que cuidaba más de las poltronas y beneficios de sus cargos, que de los seres humanos bajo su dirección y, para colmo, traidora de los intere­ ses nacionales. Vale la pena entonces regresar a un marxista polé­ mico como Ernest Mande!, en su fase más temprana, antes de que corriera a aplaudir y aupar a Gorbachov y a Yeltsin, y a derramar toda suerte de alabanzas hacia la perestroika y la glasnost, para luego desdecirse poco antes de morir, cuando calificó al Estado derrumbado de «dictadura burocrática». En una de sus obras, La burocracia, escrita en el crucial año 1969, al evaluar los factores que ya destruían visiblemente al socialismo soviético, reflexionó: Lo trágico es que la mayoría de los cuadros del Partido Bolche­ vique, aunque políticamente formados y experimentados, no comprendieron la validez de [...] [las] afirmaciones [de Lenin y de Trotski sobre la pérdida de beligerancia política por parte de los trabajadores artífices de la revolución, la ignorancia del carácter imperialista de la Primera Guerra Mundial y del sesgo anticolonial de las revoluciones sucesivas]. Este es un fenómeno dramático de incomprensión ideológica, por desgracia frecuente en la historia del movimiento obrero: la mayoría de los dirigen­ tes del Partido Bolchevique comprendieron finalmente, entre 1923 y 1936, el carácter monstruoso de la dominación burocrá­

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tica; el drama verdadero es que no lo comprendieron en el mismo momento ni lo suficientemente pronto. El hecho de que no vieran el peligro, a tiempo y se dejaran arrastrar en luchas de fracciones cuya importancia histórica no velan, permitió el desarrollo inin­ terrumpido del proceso de burocratización. Sin embargo -añ ad e M andel-, no puede bastar esa expli­ cación, so pena de caer en el subjetivismo. Es necesario tam­ bién buscar las causas históricas de tan trágica incomprensión: el aparato del Partido Bolchevique se convirtió en el instrumento inconsciente de la toma del poder por una capa burocrática porque había empezada a burocratizarse. El aparato del Partido, integrado en el aparato estatal e identificándose con él en gran medida, ya había sufrido en su seno las primeras fases de dege­ neración «burocrática»; era incapaz por ello, porque era contra­ rio a sus intereses ideológicos y materiales, de combatir un proceso del que era arte y parte. Si nos atenemos a ese análisis sobre los hechos, en el Partido Comu­ nista de la Unión Soviética se habrían dado una serie de errores que favorecieron el proceso de identificación de los aparatos del Estado y dei propio Partido., así como la burocratización de ambos simul­ táneamente, todo lo cual conllevó a que el Partido fuera socioló­ gicamente incapaz de frenar el proceso. Así, insiste Mandel, «en la medida en que la burocracia controlaba cada vez más al Estado y al Partido, la lucha de los obreros, ya muy pasivos, para man­ tener las barreras contra el poder cada vez más exorbitante de la burocracia iba a hacerse cada vez más difícil», y concluye que «en determinadas condiciones históricas, cuando la relación de fuerzas es favorable al proletariado, la burocracia, que es una excrecencia inevitable, puede adquirir una autonomía muy importante, casi total en apariencia. Pero su autonomía no puede ser ya nunca completa: la burocracia es incapaz de apartarse totalmente del modo de pro­ ducción del cual surgió, para crear un nuevo modo de producción bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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cualitativamente distinto al de la época de transición», lo cual se puso especialmente de manifiesto durante el proceso que medió entre la caída de Krushov y la instalación de la perestroika bajo el liderazgo de Gorbachov. Es en este punto donde resurgen Lenin y Trotski. El primero, polemista acérrimo del segundo, mas nunca su adversario, y som­ bra ambos de Stalin: para el jefe de la Revolución de Octubre, era una verdadera obsesión desarmar la burocracia estatal y partidista que armaba el georgiano, y que debilitaba al movimiento obrero y campesino base de la revolución; mientras que para eí otro líder bolchevique a quien Lenin confiara la construcción de los soviets de obreros y soldados y la conducción del legendario Ejército Rojo, la entronización de la burocracia en el socialismo se debía a que construía y desarrollaba sus privilegios, pero no lo hacía sobre un capital originariamente acumulado —que no poseía—, sino sobre la base de la destrucción de las antiguas clases y de su propiedad privada, durante la construcción de nuevas formas de relación, mimetizando eí parasitismo estatal burocrático también burgués. Hay unas notas de Lenin convenientemente olvidadas por algu­ nos sobre la arrogancia reaccionaria de la burocracia que retratan su visión: Se dice que era necesario un aparato del Estado. ¿De dónde provino esa convicción? ¿Acaso no fue del mismo aparato ruso que, como señalé en otro capítulo de mi diario, tomamos del zarismo y ungimos ligeramente con aceite soviético? Sin duda esa medida debería haberse retrasado hasta que hubiéramos podido garantizar un aparato propio. Pero ahora debemos admitir, conscientemente, lo contrario; el aparato del Estado que denominamos nuestro nos es todavía, de hecho, bastante ajeno; es una mezcolanza burguesa y zarista y durante los últimos cinco años no ha habido ninguna posibilidad de librarse de ella porque no hemos contado con la ayuda de otros países y porque

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la mayoría del tiempo hemos estado ocupados en compromisos militares y luchando contra el hambre. Ese es el mismo Lenin que advierte en 1923, meses antes de su muerte, en el artículo Más vale poco y bueno: «Digamos, entre parén­ tesis, que tenemos burócratas entre los cargos de nuestro Partido, así como entre los cargos de los soviets». Y cuando esto afirmaba, lo hacía con la seguridad de que la burocracia en el socialismo era un peligroso desarrollo burgués parasitario dentro del Estado obrero y una dolorosa expresión de los puntos de vista pequeñoburgueses que se infiltraban en el Estado e incluso, en el Partido Comunista. Años después, el Che Guevara retornaría a ello: El burocratismo, evidentemente, no nace con la sociedad socia­ lista ni es un componente obligado de ella. La burocracia estatal existía en la época de los regímenes burgueses con su cortejo de prebendas y de lacayismo, ya que a la sombra del presupuesto medraba un gran número de aprovechados que constituían la «corte» del político de turno [...]. En una sociedad capitalista, donde todo el aparato del Estado está puesto al servicio de la burguesía, su importancia como órgano dirigente es muy pequeña y lo fundamental resulta hacerlo suficientemente per­ meable como para permitir el tránsito de los aprovechados y lo suficientemente hermético como para apresar en sus mallas al pueblo. Tengo la sospecha de que la dilación en la construcción de una nueva institucionalidad política y estatal —que no se hizo tangible hasta mediados de la década del setenta—, durante los primeros años de la Revolución Cubana, más allá de los factores objetivos determinados por las agresiones armadas, mercenarias y terro­ ristas y el acoso político, diplomático y económico, comercial y financiero, estaba de algún modo vinculada a la comprensión de

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este fenómeno por Fidel, Raúl y el propio Che en tanto principa­ les conductores del cambio, y a la necesidad de fundar una institucionalidad radicalmente nueva, que no obedeciera a los hábitos culturales heredados del Bstado burgués ni fuera copia de las dis­ torsiones comprobadas ya en la Unión Soviética, Europa del Este y la China de aquella época, sino que fuera portadora de una nueva estatalidad que, sin embargo, aún demoraría en crecer y parecerse a las ideas de sus principales artífices y a las aspiraciones del pro­ pio pueblo. Ello da absoluto sentido al camino emprendido por la Revolución Cubana medio siglo después de su triunfo, de recons­ truir, purificar y rediseñar ese sistema de relaciones de poder. Por esti, adelantado a los acontecimientos de su tiempo y a con­ tracorriente de lo que muchos pensaban, el Che recoge en sus notas de viaje por los países socialistas datos claves sobre lo que está destruyendo a esos procesos y puede conducirlos a la muerte, y Mandel se atreve a advertir en 1969 los acontecimientos que sobre­ vendrían después: «La restauración del capitalismo en la Unión Soviética (y para los que no creen en la posibilidad de «vías pací­ ficas al revés», no podría realizarse sino a raíz de una contrarre­ volución victoriosa) posiblemente permitiría a algunos burócratas poseer fábricas, pero significaría el final de su existencia como burócra­ tas para convertirse en capitalistas, y su actividad social sería total­ mente distinta». Sutileza que añade un elemento de interés, porque esos nuevos propietarios no han obtenido su capital por acumula­ ción originaria, resultante de trabajo propio o familiar por gene­ raciones, o como resultante de su participación en el comercio de bienes y servicios, sino como resultado de un verdadero secuestro, lo que introduce un componente criminal. No pocos de los nue­ vos rusos ricos y sus monstruosas y dilapidadoras mafias, nacidos los unos y las otras de la apropiación de los recursos naturales que eran patrimonio nacional, de las empresas públicas soviéticas, de los presupuestos de las repúblicas, de los bancos del Estado, de las

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finanzas del propio Partido y del afán por imitar en grado superla­ tivo los modos de vida más hedonistas, derrochadores y pútridos, demuestra la lucidez de aquellas alertas. Contra todo esto se proyectaron los cubanos entre 2007 y 2011. En Cuba, ha dicho Raúl Castro, «los burócratas saben que si hay transformaciones reales, las que necesita el país, todas [sus] venta­ jas desaparecerían». El complejo proceso de actualización del socia­ lismo cubano lo evidencia, con la resistencia que esas fuerzas hacen a las necesarias transformaciones que el pueblo y sus trabajadores han demandado y diseñado de conjunto con el Partido Comunista, encomendándole a este y al Estado su ejecución. Por eso, de vuelta al Mandel temprano, destaca el reconoci­ miento que hace a la posición crítica de la Revolución Cubana sobre ese problema del socialismo: «Uno puede argumentar que los cubanos han leído mucho, incluyendo lo que el movimiento trotskista ha escrito hace décadas sobre el problema: ha habido un encuentro entre sus experiencias concretas y lo adquirido por el movimiento a través de su historia; ese encuentro les ha ayudado a formular con gran lucidez, numerosos puntos fundamentales [...]. En particular han sacado de la burocratización de la Unión Sovié­ tica y de los otros Estados obreros lecciones importantísimas [...]» entre las que destaca algunas ideas de Fidel Castro referidas a las amenazas presentes para la victoria de la Revolución Cubana: la contrarrevolución imperialista y los peligros de la burocratización. Y añade a continuación: «[••*] Fidel agregaba además, que de los dos peligros, la amenaza burocrática era la peor, porque aparece bajo una forma insidiosa y bajo ia máscara de la Revolución y que con ella se corre el riesgo de paralizar la Revolución desde den­ tro»... y «Fidel insiste sobre el hecho de que la base objetiva de la burocracia está en la existencia de un grupo de personas privile­ giadas [...] subrayando así una comprensión bien nítida del papel fundamental que desempeña la noción de los privilegios para la

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formación de la burocracia» en la construcción del socialismo, frente a ios cuales, el líder histórico de la Revolución Cubana, como el Che, enarbola los factores de la conciencia, la modestia y la solidaridad, que no nacen, sino que se educan y se forman en una constante batalla de ideas, de autoeducación y de formación cultural, política e ideológica. Pero en aquella sociedad soviética de la perestroika, muchos, duele admitirlo, habían sucumbido a las fragancias burocráticas y, convertidos en victimarios, se erigieron en dueños de los recursos que el Estado había colocado en sus manos o bajo su control para servir al pueblo. Definitivamente, habían sucumbido a eso que Fidel denominó «mieles del poder»; habían dejado de creer en la idea, se les habían caído solos o les habían derribado sus ídolos de los pedestales. Sus carnés de militantes fueron a parar a las hogueras, a las púas de cercas, al bolsillo de turistas extranjeros o a una gaveta oscura del hogar, mientras crecía como hongos por todas partes una sociedad civil prefabricada por los servicios secretos imperialis­ tas occidentales, dirigida a destruir el tejido social socialista, y que pronto, siguiendo las tácticas soviéticas de los años cuarenta, pasó a convertirse en lo que denominaron «frentes populares» pero de carácter sectario y nacionalista, especialmente visibles en las autodestructivas huelgas de importantes sectores productivos bases de la economía y en todas las repúblicas secesionistas. Sobre este punto, el entonces miembro del Politburó y jefe del Parlamento soviético, Anatoli Lukianov, dio a conocer reciente­ mente nuevas revelaciones acerca de la evaluación que hacían a fines de 1991 líderes imperiales como la primera ministra británica Margaret Thatcher: La actividad del frente popular no requería de grandes inver­ siones: hablamos de gastos en multicopistas y de respaldar eco­ nómicamente a los funcionarios. Sin embargo, lo que requería

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fondos considerables era el apoyo a las prolongadas huelgas de mineros. Grandes debates entre los expertos levantaba la cues­ tión sobre la candidatura de Borís Yeltsin en calidad de líder de ese frente popular con la perspectiva de su consiguiente elec­ ción al Sóviet Supremo de la Federación de Rusia, en contra­ peso al liderazgo de Gorbachov. La mayoría de los expertos se pronunciaban en contra de la candidatura de Yeltsin, debido a las particularidades de su carácter y a su pasado. Sin embargo se produjeron los contactos correspondientes, los acuerdos y la decisión de forzar la candidatura de Yeltsin fue la que definiti­ vamente se adoptó. Aunque con gran dificultad, Yeltsin salió elegido presidente de! Sóviet Supremo de Rusia y acto seguido se adoptó la declaración de soberanía de Rusia. La cuestión era ¿de quién?, si la URSS fue en su día creada en torno a Rusia. No se entiende. Ese fue sin duda el comienzo de la desintegra­ ción de la URSS. A Yeltsin se le prestó una ayuda determinante durante los sucesos de agosto de 1991, cuando la cúpula que gobernaba la URSS bloqueó a Gorbachov, e intentó restable­ cer la integridad de la URSS. Los partidarios de Yeltsin resis­ tieron, y este adquirió un poder real, significativo, aunque no total, sobre los órganos de seguridad. Todas las repúblicas de la Unión, aprovecharon la coyuntura para declarar su sobera­ nía, aunque algunas lo hicieran de un modo un tanto sui generis sin descartar su permanencia dentro de la Unión. De modo que ya se ha producido defacto la disolución de la Unión Soviética, aunque de jure, continúa existiendo. Pero les aseguro, que en los próximos meses recibirán la noticia de la formulación jurídica de la disolución de la Unión Soviética. Este discurso de la Thatcher, aseguró Lukianov, explica perfecta­ mente toda la posición de Occidente, dejándola totalmente al des­ cubierto. Un discurso que fue pronunciado aproximadamente dos semanas antes de que se hicieran públicos los acuerdos de Belovezh,

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Como se desprende de todo lo anterior, los comunistas no pudieron movilizarse porque el enemigo se había colado ya entre todas sus grietas y de forma oportunista corroía la estructura de su otrora formidable edificio, arrebatándole sus propias armas y, lo que es peor, al pueblo, organizado contra el sistema en aquellas «estructuras de sociedad civil» importada que la Thatcher deno­ minara «frentes populares» y que luego hemos visto reproducirse como estrategia de subversión en las denominadas revoluciones de colores en Europa, en la crisis de los Balcanes y en la primavera árabe; la misma que han tratado infructuosamente de impulsar por años en Cuba. Los comunistas no pudieron rearmarse porque sobre ellos pesaba como insostenible fardo una herencia de sucesos similares al de agosto de 1991, en los que las Fuerzas Armadas Soviéticas -innegable factor de p o d e r- habían sido utilizadas para impo­ ner en Hungría (1956), Checoslovaquia (1968) y Afganistán (1979) la versión local de la doctrina de la soberanía limitada, resolver las inconsecuencias de las nomenclaturas políticas, como ocurrió en 1953, tras la muerte de Stalin, para llevar al Kremlin a Nikita Jrushov con el apoyo del legendario mariscal Gueorgui Zhukov -

que había derrotado a los japoneses en Jaljing Gol y capitaneado

el invencible avance del ejército soviético sobre las hordas fascistas en la Segunda Guerra Mundial

y en 1965 para encumbrar en los

máximos puestos del Partido y el Estado a Leoníd Brézhnev, un destacado comisario político de la guerra y dirigente de la conver­ sión de las áridas y desoladas estepas en productivos trigales. Sin embargo, lo trágico de 1991 fue que en aquel momento ni siquiera hubo una evaluación de ias nuevas circunstancias políticas nacio­ nales e internacionales, por lo cual, implicar a lo que quedaba vivo de la institución armada en aquella fallida intentona fue una última irresponsabilidad de marca mayor*

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Por ello, más allá de la percepción partidista de los hechos, el colapso del PCUS está indisolublemente ligado a la propia destruc­ ción del Estado soviético, como refieren Lukianov y la Thatcher. Justo cuando este texto se editaba en vísperas del vigésimo aniver­ sario de la fecha fatídica, el primer ministro ruso Vladímir Putin criticó al expresidente soviético Mijaíl Gorbachov por haber permi­ tido veinte años atrás la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Putin, que desde su aparición en la escena política había reivindicado el honor ruso y se había esforzado por rescatar algunos de los mejores legados del pasado soviético, no titubeó en afirmar que «había que luchar por ia integridad terri­ torial de nuestro Estado de manera más insistente, consecuente y osada, y no esconder la cabeza bajo la arena dejando el culo al aire», y que había que haber lanzado a tiempo la reforma econó­ mica de la Unión Soviética y fortalecer la reestructuración demo­ crática en el país. Más allá de cualquier valoración ideológica e incluso táctica, no cabe duda de la evaluación que han hecho los rusos de las secuelas del derrumbe: la situación en la Rusia de finales de los años noventa del siglo pasado era mucho más dramática que en los últimos años de la URSS. Y ha sido Putin uno de los que con mayor claridad ha explicado que «la economía se hubiera hundido como resultado de la crisis de 1998, la esfera social estaba en cero y el ejército dejó de existir. Y nos topamos con la agresión del terrorismo interna­ cional, del separatismo y estalló una Guerra Civil. Y Rusia estaba al borde de la desintegración». Estudios del Pew Research Center de Washington realizados en 2011 y comparados con encuestas del Times Mirror Center en 1991, revelaron las profundas insatisfac­ ciones acumuladas por los pueblos exsoviéticos. Al contrastar esos datos, el periodista argentino Juan Gelman destacaba que «solo el 35% de los ucranianos y alrededor de la mitad de los rusos y lituanos están conformes hoy con el pluripartidismo: veinte años

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antes era aprobado por el 72%, el 61% y el 75%, respectivamente. Es significativo que el mayor grado de desaprobación se registre entre las poblaciones rurales». Más adelante, el Pew Research Center, citado por Gelman, insiste: «Una mayoría aplastante se muestra insatisfecha con el fun­ cionamiento de la democracia en los tres países estudiados: el 81% en Ucrania {contra el 13% satisfecho), el 72% en Lituania (contra el 25%) y el 63% en Rusia {contra el 27%)». Es una tendencia creciente aun comparada con datos del año 2009. Pocos creen que «casi todos los funcionarios elegidos toman en cuenta lo que piensa gente como yo» y menos que el Estado se ocupa de beneficiar al pueblo. Lo cual se percibe con claridad en las opiniones sobre las políticas económicas en práctica después de la implosión de la URSS. «¿Quién se ha beneficiado con los cambios producidos desde 1991?», es una pregunta de la investigación que recibe contestacio­ nes elocuentes. En Ucrania: el 95% opina que los políticos son los mas favorecidos; el 76%, los empresarios; solo el 11%, Gl ciudadano de a pie. Los respectivos porcentajes en Lituania: 91%, 78% y 20% Y en Rusia: 82 %, 80 %, 26%. ' La visión generalizada -precisa el argentino- es que la sus­ titución de un sistema por otro ha sido más negativa que posi­ tiva y se observa una mayor concentración de la riqueza: el 10% más pobre de la población de Rusia accede al 1,9% del PIB, el 10% más rico, al 30,4%, según las últimas cifras disponibles, del ano 2007. El visitante de Moscú puede encontrarse a las seis de la tarde de una jomada laboral en una ciudad tan atiborrada de vehículos como México, o casi. Abundan los Bentley, Alfa Romeo, Ferrari, Porsche y otros coches de lujo, pero no muchos pueden comprarlos. El apoyo a la economía de mercado descen­ dió del 76% al 45% en Lituania, del 52% al 34% en Ucrania y del 54% al 42% en Rusia. }

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El nivel de vida decayó el 82% y la aplicación de la ley, el 79%, dicen los ucranianos; 61 % y 61% los rusos y 56% y 55% los lituanos, respectivamente. Según los entrevistados, la rela­ ción entre los grupos étnicos, la moral pública, los valores fami­ liares y espirituales, la solidaridad, así como el sentimiento de orgullo nacional, empeoraron [...]. Y luego sigue: «La situación alimenta rememoraciones autoritarias. En 1991, el 79% de los lituanos, el 57% de los ucranianos y el 51% de los rusos manifestaron que un gobierno democrático resolvería los problemas de su país mejor que "un hombre fuerte". Esos por­ centajes cayeron al 52%, 32% y 30%, respectivamente. Hoy declaran que una economía próspera es más importante que un gobierno democrático» y esa misma conclusión es elocuente: ¿qué es una economía próspera sin justicia distributiva, habrá prosperidad sin equidad y democracia donde la riqueza —y las decisiones— se concentren en una élite? Gelman rescata entonces otra importante conclusión, esta vez de la Princeton Survey Resarch Associates International, realizada durante marzo-abril en la poderosa Ucra­ nia, la débil Lituania y en Rusia. Según ese estudio, buena parte de la ciudadanía de esos países exsoviéticos ha perdido sus ilusiones en el sistema capitalista y pluripartidista imperante desde que el Protocolo de Alma Atá se convirtiera en el acta oficial de defunción de la URSS. Se firmó el 21 de diciembre de 1991 y dos décadas bas­ taron para que el pesimismo invadiera altas esperanzas. Por contraste, en el contexto de los aniversarios resurgió a la palestra pública Mijaíl Gorbachov. Eí otrora burócrata soviético, encumbrado por Gran Bretaña y Estados Unidos, que negoció secretamente con la República Federal Alemana de espaldas a su otrora aliado, la República Democrática Alemana, y que en el día aciago del 19 de agosto de 1991 pidió instrucciones a Estados Uni­ dos sobre cómo manejar la situación, volvió como agorero y vocero de las peores causas, aplaudido por el expresidente George H. Bush bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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y el excanciller alrn án H etaut Kohl. Se lanzó contra los resultados de las elecciones parlamentarias rusas de 2011 y su discurso emuló al de la secretaria de Estado yanqui Hillary Clinton, cuando con tono inusualmente crítico, llamó al Kremlin y al Gobierno a aceptar las demandas de anular los resultados de los comicios y convocar un nuevo sufragio legislativo, a la vez que advirtió que, en caso contrario, la oposición podría recurrir a métodos «no democráti­ cos». ¿A cuál de todos los opositores que florecieron bajo su batuta se habrá referido el último secretario general del PCUS? ¿Se habrá asustado por el hecho innegable de que el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) prácticamente duplicó sus votos, pasando del 111% obtenido en el 2007 al 19.2%, ganó nuevas curules y se convirtió en la primera minoría de la Duma de Estado? ¿O fue más democrática la firma de Gorbachov en aquel pacto de ffietav&hskaya Puscha, el 8 de diciembre de 1991 cuando Rusia, Ucrania y Bielorrusia impusieron el acta de defunción de la URSS o en la ya citada Cumbre del 21 de diciembre de ese mismo año en Alma Ata, cuando su tratado constitutivo quedó oficialmente disuelto? ¿ enia en cuenta el demócrata al demos, al pueblo, cuando con su habitual solemnidad, parsimonia e histrionismo anunció en televi­ sión la noche del 25 de diciembre de 1991: «La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ha dejado de existir como sujeto de derecho internacional»? ¿Cual era eí mandato democrático que conllevó a que tras sus palabras, la bandera soviética de la hoz y el martillo W arriada del Kremlin y media hora después, izada la tricolor de la Federación Rusa? Muchos meses después, Jack Matlock, que creía saberlo todo sobre los rumbos soviéticos, aún se preguntaba: «¿Cómo pudo ocumr? ¿Cómo un parhdo gobernante, sin oposición efectiva, pudo destruirse a si mismo?». El, que había sido tanto admirador como adversario acucioso del pueblo soviético y, en especial de ios rusos, interpretó el final del PCUS de esta singular manera:

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[...] Nosotros sabíamos que podíamos acabar con eso [el régi­ men comunista] si lo hubiésemos intentado, del mismo modo que si lo hubiésemos hecho directamente, probablemente lo habríamos fortalecido. Pero nosotros queríamos pensar que esa forma tradicional de régimen podía resultar mucho más débil si se abría, si se volvía más democrático. Dos de las cuatro par­ tes de nuestra agenda tenían que ver con la situación interna. Una era la protección de los derechos humanos [...]. Para abrir a ¡a Unión Soviética, nosotros hablamos primero de impulsar las relaciones con mejores contactos, pero lo que realmente que­ ríamos decir era que queríamos quebrar la Cortina de Hierro e insistimos en ello de forma constante [...]. Cuando esas movidas, comenzaron a tener lugar, debilitaron al régimen comunista. Para poner fin a la Guerra Fría, el mismo Gorbachov, inspirado por Alexander Yákovlev [...] realmente revisó los fundamentos deí marxismo para que ello ocurriera. Después de eliminar la lucha de clases que, puede decirse, constituía la piedra angu­ lar de su política internacional, ellos la reemplazaron con otra política basada en «los intereses comunes de la humanidad». Este concepto es profundamente diferente y socavó la ideología comunista. De modo que ellos mismos se lanzaron a poner fin al régimen. Yo debo confesar que nosotros estábamos felices al ver lo que ocurría. Pero nosotros no lo hicimos; lo hicieron ellos [...]. Mientras que al referirse al papel desempeñado por Gorbachov, añadía: [.,.] Sin lo que él hizo, el poder del Partido Comunista no habría sido definitivamente socavado. Él lo hizo. Y lo hizo --pienso yo—, reconociendo, quizás no al principio, pero sí finalmente, que lo estaba haciendo. Él pensó que podía fortalecer el Partido y convertirlo en una fuerza progresista. Pero creo que a la vez, cuando estableció la Presidencia, él ya estaba con toda seguri­ dad montado en la idea de reemplazar al Partido con un sisbib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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tema de tipo presidencialista y ponerlo [al Partido] al margen del control del país, lo cual ocurrió con mucha rapidez, yo diría, entre mediados de 1990 y 1991. De modo que en el verano dé 1991 el Partido Comunista había perdido virtualmente el con­ trol de todo el país. Por supuesto, el golpe de Estado de agosto fue para restablecer ese poder perdido, pero falló. Y cuando falló, el Partido Comunista fue inmediatamente barrido y, por supuesto, todos los fundamentos que habían sostenido a aquel Estado fueron demolidos. ¿Cómo pudo ocurrir que fuera asesinato y suicidio a la vez? En tiempos de operaciones internacionales de «mantenimiento de la paz», de «restauración de la democracia y los derechos humanos», de guerras «para la protección de civiles» que se convierten luego en sus «victimas colaterales», y de cruzadas anti terroristas con vue­ los secretos, campos de concentración y tortura, y revoluciones cli­ máticas o de colores, las preguntas siguen latentes. Algunos han pretendido continuar en la batalla, aunque enarboíando conceptos, ideas y figuras ya devaluados por los errores, o superados objetiva­ mente por la historia y la realidad de ese país y del mundo. Después de la prohibición de las estructuras dirigentes del PCUS tras el golpe de agosto de 1991, los comunistas y sus orga­ nizaciones libraron una lucha tenaz por el restablecimiento de los partidos comunistas y del propio PCUS en todo el territorio de la antigua UKSS. El 13 de junio de 1992 un grupo de integrantes del desaparecido Comité Central convocó a un pleno que adoptó la simbólica decisión de expulsar deshonrosamente a Gorbachov del Partido, restableció a la vez el accionar del Buró Político y decidió celebrar la XX Conferencia Federal, que tuvo lugar finalmente el 10 de octubre de 1992 en Moscú. Esa reunión ratificó las iniciativas y decisiones del grupo de audaces precursores, examinó nuevos proyectos de programa y reglamento del Partido y resolvió prepa­ rar el XXIX Congreso que tuvo lugar los días 26 y 27 de marzo del bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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siguiente año con la participación de 416 delegados procedentes de Azerbaidzhán, Bielorrusia, Kazajtán, Letonia, Lituania, Moldavia, Rusia, Tadzhikístán, Turkmenistán, Uzbekistán, Ucrania, Estonia, Pridniestrovia y Osetia del Sur. Al hacer una evaluación realista de las circunstancias en que se encontraban, optaron por reorganizar al PCUS como una Unión de Partidos Comunistas (UPC-PCUS), a los cuales se les encomendó la tarea de restablecer a las organiza­ ciones comunistas republicanas como primer paso hacia la recons­ trucción de la URSS y del propio PCUS. De esta manera, el 13 de febrero de 1993, en un asilo para jubila­ dos de las afueras de Moscú, el núcleo principal de aquellos desta­ camentos, el Partido Comunista de la Federación Rusa, decidió salir de la clandestinidad, desafiar la prohibición y reorganizarse, regis­ trándose un mes más tarde ante el Ministerio de Justicia ruso. Sus acuerdos constituyeron la necesaria brújula para ordenar de nuevo las organizaciones comunistas de base a todos los niveles, cuyos militantes comenzaron a alzarse de las cenizas aún tibias de aquella organización madre. La experiencia rusa se extendió por las demás repúblicas que antes habían integrado la Unión en un proceso que se extendió hasta 1995. En ese período quedaron constituidas vein­ tiséis estructuras, de las cuales solo veintidós decidieron asociarse a la Unión de Partidos Comunistas. Fue ese grupo el que se reunió en el verano de aquel año en Moscú, en un XXX Congreso de tanteos que, por una parte, rescataba esperanzas y, por otra, repetía todos los ritos discursivos y burocráticos de la era soviética. La historia se reiteró hacia 1998, cuando fue convocado y cele­ brado el XXXI Congreso con solo diecinueve organizaciones de las antiguas repúblicas soviéticas, que vieron en el acercamiento que tenía lugar entre Rusia y Bielorusia una oportunidad para unir al menos las fuerzas de los partidos comunistas de ambos Estados en uno común, multinacional, pues de hecho, ambos ya tenían ese carácter. Aquella iniciativa, que pretendió armarse por decreto

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y sin el apoyo de los comunistas rusos y bielorrusos, no pasó de ser un intento diversionista que golpeaba a la principal fuerza de aquel conjunto de organizaciones, el Partido Comunista de la Fede­ ración Rusa (PCFR), Ni siquiera habían aprendido suficientemente la lección de construir las fuerzas políticas desde abajo v no desde arriba. Una vez más se repitió la zaga de destituciones y expulsio­ nes. La UPC perdió fuerza y un nuevo liderazgo capitaneado por uennadi Ziuganov tomó las riendas del PCFR desde el año 2000 para reintentar reconstruir lo perdido. Desde entonces, la lucha continúa, con realismo, con paciencia pero con dedicación y entrega. La utopia de un gran país multina­ cional, próspero y solidario sigue viva. El discurso se parece más al Siglo XXI y no al Siglo soviético. Y la esperanza gira nuevamente en torno al laborioso y tenaz pueblo ruso, cuyos comunistas lograron armar más de 20 000 organizaciones de base y cuentan ya con más de medio millón de militantes, una parte considerable de los cua­ les son jóvenes. Estos son los deudores de quienes resistieron y en difíciles circunstancias han mantenido la fe en las ideas originales, tratan hoy de enriquecerlas e interpretarlas a la luz de la época! organizan y fortalecen sus filas, se esfuerzan a contracorriente por crear una nueva conciencia social que movilice a los trabajadores en las batallas antineoliberales y electorales, y estudian con ahínco el pasado y el presente para entender el futuro y no volver a errar En esos empeños, han sacado dolorosas lecciones, como que un partido revolucionario no renuncia a liderar las transformaciones revolucionarias de su propia obra, que no se puede ceder en redu­ cir la preponderancia de la propiedad pública socialista, que no se puede destruir ni negar el pasado ni el papel que cada persona desempeño en la historia, y que no se puede confiar el éxito de los cambios a la esperada (y fingida) generosidad de las fuerzas exter­ nas, sino confiar más y siempre en las fuerzas propias (;si lo sabre­ mos los cubanos, gracias a la lección de verticalidad de Antonio

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Maceo!). Estos nuevos destacamentos revolucionarios rusos son también los que hoy descubren a los marxistas postleninistas que durante años Ies fueron escamoteados y a los nuevos pensadores al termund tatas o antisistema; aprenden y batallan con decoro en el reducido espacio político que se les dejó, reconstruyendo, pieza a pieza y con alma de orfebres lo que antes fue una formidable orga­ nización. El debate entre las filosofías de Lampedusa y Robespierre sigue en pie: o reforma para cambiar y que todo siga igual, o revo­ lución para ir a las raíces de los problemas, subvertir sus causas y erradicarlas. Terceros, duele decirlo, claudicaron y rumiaron entre tragos y durante un buen tiempo su decepción. A uno de ellos, que había sido mi compañero de estudios entre fines de los años setenta y principios de los ochenta, escuché decir cuando nos despedíamos de Moscú, al cierre de la corresponsalía de Granma en febrero de 1992: «¡Qué clase de Partido fue este que nunca me preguntó si quería ser miembro y me incluyó en sus filas solo por ser oficial y plantilla de un órgano de prensa! ¡Qué dase de Partido era el que se propuso hacer cambios en el país sin consultar mi opinión? ¡Qué clase de Partido fue este que me dejó después en la calle, sin carné y sin preguntarme tampoco si quería que muriera! ¿Qué fue lo que nos pasó, bratvá?».

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Yo no reniego de lo que me toca, yo no me arrepiento pues no tengo culpa, pero hubiera querido poderme jugar toda la muerte allá, en el pasado, o toda la vida en el porvenir que no puedo alcanzar. Y con esto no quiero decir que me pongo a llorar. Sé que hay que seguir navegando. Sigan exigiéndome cada vez más, hasta poder seguir o reventar. S i l v io R o d r íg u e z D o m í n g u e z

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Sin el escudo*

El 25 de diciembre de 1991, cuando fue arriada en el Kremlin la bandera roja de la hoz y el martillo y se consumó el desmantelamiento de un país y de un sistema político que habían marcado definitivamente la historia, algunos celebraban y otros nos pregun­ tábamos los por qué. Yo estaba allí, entre la multitud de partidarios y detractores de aquel acontecimiento, en la Plaza Roja, helado en medio de la nieve y el frío, con el corazón apretado y los sentimien­ tos puestos, no en lo que ya no tenía remedio, sino en lo que podría pasar en Cuba y habría que prevenir. Apretaba el obturador de la cámara tratando de captar la colisión de sentimientos y expresiones de las personas que aplaudían o maldecían la izada de la bandera tricolor rusa. Cuando salí, iba desolado, Al llegar a la corresponsa­ lía me senté a escribir con furia y solo cuando terminé, que revisé el texto, me percaté que las lágrimas corrían por mi rostro. Mi mente voló de inmediato a la Isla, a mi Plaza, siempre engalanada con Martí, sus palmas y bandera, y sentí miedo de no aprender sufi­ cientemente la lección.

*

La versión original de este ensayo fue escrita por primera vez en 1993 a tres manos con Angel Alvarez Alvarez —analista político-militar, ya fallecido— y Alberto Alvariño Atiénzar —integrante de la Misión esta­ tal de Cuba en la URSS y actual vicejefe del Departamento ideológico del Comité Central del PCC—, El autor de este libro tuvo a su cargo ia redac­ ción definitiva de aquel texto, volvió a revisarlo y a reescribirlo varias veces, incluso ahora, con el fin de profundizar en las ideas y superar las imprecisiones que produjo la inmediatez del primer análisis. bib. e s tre lla ro ja k h a lil.ro jo .c o l@ g m a il.c o m

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En 1917, una revolución en el viejo Im perio de los zares llevé

por primera vez a, poder a los explotados

- s u c e s o faéd ¡t„ „

todos los stglos vivid» por el hombre-, q uienes, hasta en(onces habían s.do uhlizados como fuerza redentora que era abandonad^ después a su suerte. Fueron solo setenta y cuatro a/los, un suspiro « l « memoria humana, si se piensa que el capitalismo precisé de para afianzarse, tantos como el feudalismo o el esclavismo que le P ^ e r o r i . En ese lapso, b obra de lo5 hombns ’ sociedad de justicia, igualdad y bienestar equivalía a toda una

rrr*^S U SVa' ° r e S

odo, permanecen aún latente, como rescoldo, c a k ¡a ¡ ^

una hoguera aparentemente extinta. Solo asi se puede entender la mob^able superioridad del socialismo como sistem a, a p esar de SU breve e mexperto paso por la historia humana y de todos los defectos y errores achacables a su edificación practica. Fueron el talento, la audacia y el valor desarrollados por los pue­ de aquel Estado y, en primer lugar, por el pueblo ruso - d e ^ ¡Jesprecisamente dieron pruebas en lareconstrucción económica m á s T 1 ! r T " P°r ^ 8“OTaS 185 d“ » s> ™ ‘° ™ * de que mas alia de las utop,as, podian materializare los sueños de v e i r explotadores y dar vida a laimagen del sodalismosepiilturero

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Carlos ^

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«mmsta. los que convencieron desde el mismo 1917 al imperia ™

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m ° P ™ P°"« fuerzas y empeño en librar caí todas las a™as guerra ideológica, econón^ca, poliHca y ^litar sm °"

7 *0d0 Estas p i X de torma opommista ante te errores s o v L i J

obieti 'en af,rOVeChadOS por los ‘"'Penalistas para conseguir sus objetivos, representan tan solo una parte del revés. La O ta parte, es decir, la causa prfacipal, debe buscare en la sena cnsis que sumía a ese país a finales de lo s años setenta una nS'S