Crónicas de la América profunda

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Crónicas de la América profunda

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C RÓNICAS DE LA AMÉRICA PROFUNDA

Joe Bageant

NOTA DEL AUTOR Si bien las cosas que cuenta este libro son reales —desde las palizas propinadas a chimpancés en las ferias ambulantes hasta las peleas de lucha libre en los parkings de caravanas poblados por fundamentalistas—, los nombres y señas particulares de muchas de las personas mencionadas han sido cambiados a fin de proteger su intimidad.

INTRODUCCIÓN Cuando despertaron la mañana del 2 de noviembre de 2004, millones de votantes del Partido Demócrata norteamericano contemplaron un nuevo orden. El humo de las hogueras neoconservadoras se elevaba sobre todas las ciudades del Sur y del Este. Las peludas hordas del fundamentalismo cristiano, las legiones de obreros y campesinos blancos y de otras culturas visigodas se agitaban detrás de sus remotas trincheras. En las ciudades universitarias situadas en la otra punta del país, en San Francisco, Seattle y Boulder, en la más demócrata de todas las fortalezas demócratas americanas, la ciudad de Nueva York, y en cada rincón encapsulado y remoto de la América liberal donde se puede comprar un ejemplar de The Nation en el kiosco de la esquina, los demócratas se hundían en una profunda depresión a prueba de Prozac. ¿Qué había ocurrido en el corazón del país —se preguntaban—, en esas zonas del interior cuya iconografía apenas conocían a través de la televisión y las revistas, en esos mundos remotos salpicados de bonitas torres de iglesia, anticuados salones de baile, las carreras NASCAR y festivales tradicionales? ¿Y por qué la clase trabajadora había votado tan evidentemente en contra de sus propios intereses? Dos años más tarde, el Partido Demócrata había recuperado cierta mayoría, al menos momentáneamente, y durante un período los liberales tuvieron tiempo de estudiar lo que ellos ven como una multitud sumamente inculta que los derrotaron en 2004. En estos años han mirado con atención las mesas redondas en la televisión pública y discutido acerca de en qué falló la estrategia política. Pero lo que los liberales urbanitas y de izquierdas no han hecho es darse un paseo por la tierra de los godos, exponerse a entrar en contacto con la sucia clase trabajadora americana, esa Norteamérica provinciana de gente que va a la iglesia, que practica la caza y la pesca, y que bebe Bud Light. Esa gente que ni siquiera es capaz —y tampoco les preocupa demasiado— de situar Iraq o Francia en el mapa, suponiendo que tengan uno. Son pocos los liberales cultos a los que encontraremos tomando una cerveza de lata en el bar de una calle sin asfaltar, o escuchando al pastor que explica la infalibilidad de la Biblia en relación con todos los asuntos conocidos, desde la biología hasta el reglamento del bésibol, o asistiendo a la ceremonia de entrega de premios en una escuela cristiana, o cogiendo una cogorza mientras Teddy y los Starlight Ramblers tocan música country en el Eagles Club. Pues bien... ¡Jajay! ¡Bienvenidos a mi mundo! Aquí, en mi ciudad natal, Winchester, en Virginia Occidental, resulta imposible darle esquinazo a esa América profunda que llevó a George W. Bush a la victoria en 2004 (y

que elegiría a un tipo igual de indeseable aunque se volvieran contra Bush como perros salvajes en los últimos días de su intento por convertirse en emperador, o si lo sacaran a rastras del Despacho Oval bajo custodia). Winchester es una de esas localidades sureñas donde la cuestión de si Stonewall Jackson tenía hongos en la ingle durante la batalla de Chancellorsville todavía se discute con el mismo encono que la teoría de la evolución, el control de las armas de fuego, el aborto o si Dale Earnhardt Jr. es la mitad de bueno al volante de lo que en vida fue su padre. Se trata de una región cristiana homogéneamente fundamentalista y neoconservadora, impregnada de la sombría idea ultraprotestante según la cual el hombre nace malvado y despreciable, y a partir de ahí no hace sino ir de mal en peor. Aunque sólo fuera por eso, Winchester constituye un lugar estupendo para observar este país, un lugar donde la América más vieja y la más reciente, y todas las fases de mutantes que hay entre ambas, conviven en un mosaico de colores abigarrados. Winchester es ante todo una ciudad de trabajadores, y sigue siéndolo pese a los monstruosos cinturones suburbanos para yuppies que emergen por doquier subdivididos en parcelas de infinitas hectáreas, y a pesar de las operaciones de maquillaje llevadas a cabo en el centro histórico. Puede que uno trabaje fabricando bombillas en la planta de General Electric o cubos de poliestireno para fregonas en Rubbermaid, o que sea mozo de almacén, reponedor o cajero en el Wal-Mart o en Home Depot. Sea cual sea el trabajo, resulta más que probable que uno lo desempeñe en una cadena de montaje o en la caja de un supermercado —de pie sobre una esterilla de caucho y con el escáner en la mano—. Y que lo haga por un salario de obrero —cerca de 16.000 dólares al año si se es cajero, unos 26.000 si se es operario—. En cualquier caso, este lugar que describo y desde el cual redacto estas líneas podría ser cualquiera de los miles de comunidades semejantes que se encuentran a lo largo y ancho de Estados Unidos. Un mundo paralelo, del todo desconocido para los liberales universitarios de las grandes ciudades, precisamente el mundo que los pilló por sorpresa en noviembre de 2004, y un mundo que tarde o temprano deberán tratar de comprender si pretenden llegar a ser alguna vez de nuevo políticamente relevantes. ¿Qué me autoriza para ponerme a despotricar desde estas páginas? Nada, en realidad. Apenas el hecho de haber nacido aquí y ser hijo de la América proletaria venida a menos. Caí en la cuenta de ello en 1999, cuando después de treinta años de ausencia decidí regresar a mi ciudad natal y fui testigo de la degradación progresiva (y espeluznante) que habían sufrido los miembros de mi familia, mi vecindario y mi comunidad, y de cómo sus vidas de trabajadores habían sido devaluadas por aquellas fuerzas contra las cuales la gente de izquierdas siempre ha clamado, las mismas fuerzas que mi familia y toda la población apoyaron firmemente en las urnas. Los barrios que se concentran en mi parte de la ciudad, la zona norte de Winchester, son la expresión más pura y dura de la clase obrera, los vecindarios en donde resulta más probable encontrar trabajadores con sueldos de 20.000 dólares al año y peones que apenas alcanzan los 14.000 anuales, reunidos en los tugurios de comida rápida. Aquí crecí yo. Mi padre trabajaba en una gasolinera y mi madre en una fábrica de tejidos que demolieron más tarde y cuyos ruidosos telares fueron la constante música de fondo de nuestras vidas. Aquí me fumé mi primer cigarrillo y aquí me casé con una chica blanca y pobre que vivía cerca de mi casa. Aquí están enterrados mis antepasados y merodean todos mis fantasmas: los fantasmas de doscientos cincuenta años de ancestros, los de mis viejos amores, los de mi juventud. Conozco

los apellidos de todos, quién es hijo de quién, y quién se lo montaba con quién cuando íbamos al instituto. Así que al regresar, después de haber vivido treinta años en el Oeste, fue como si mi corazón volviera a su sitio. Una sensación que duró cerca de tres meses. No tuve que hacer demasiadas visitas a la taberna del viejo barrio ni a la desvencijada iglesia a la que acudía cuando era niño para descubrir que en este vecindario, situado en el país más rico del planeta, la gente lo estaba pasando mal. Y la cosa ha ido a peor. En la zona norte, dos de cada cinco residentes no han acabado el bachillerato. Casi todos los que sobrepasan los cincuenta años sufren graves problemas de salud, los índices de solvencia apenas superan los quinientos dólares, y la bebida, Jesucristo y los excesos alimentarios son las tres vías de escape preferidas. En la actualidad el barrio parece un cuadro de Edward Hooper que con el tiempo haya sido sombríamente invadido por gángsters, ancianos con whisky de garrafón, madres solteras que curran todo el día y niños montados en maltrechos triciclos de plástico barato. El ayuntamiento intenta ocultar la pobreza con ordenanzas que obligan a los caseros a pintar las fachadas de las casas donde esas personas viven de alquiler. Pero no es mucho lo que una mano de pintura puede ocultar. Comprimido entre la vieja estación de tren y el cementerio Confederado, el barrio de la zona norte era antiguamente la barrera que separaba la gente blanca de los negros de Winchester. Todo el mundo sabía qué calles en particular representaban esa frontera del color. Ahora esas mismas calles están volviéndose negras y latinas, y resulta fácil ver que esas nuevas las familias luchan por obtener una mísera respetabilidad en sus casitas de alquiler, del mismo modo que antaño lo hacían los blancos pobres y trabajadores que las compraron en los cincuenta y a principios de los sesenta, cuando aún era posible comprar una casa con un salario humilde si trabajaban los dos miembros de la pareja. Los nuevos vecinos de esas calles ponen macetas envueltas en papel de aluminio en los porches y recortan con sumo esmero la hierba de las esquinas del trocito de tierra que hay delante de su casa, como si en la arcilla pisoteada por los niños del barrio pudiese algún día crecer suficiente césped como para invadir las aceras. En suma, hacen exactamente lo mismo que los trabajadores blancos hicieron antaño a fin de proclamar: «Puede que seamos pobres, pero no somos de color». Hay que reconocer que mi gente es más cutre que la mayoría; al fin y al cabo, estamos hablando del Sur, aunque Winchester sea la localidad más norteña de todo el Sur. Pero sus necesidades —una atención sanitaria a su alcance, un salario que permita subsistir, un trabajo estable, alquileres razonables y algo de dinero para la jubilación— no son muy distintas a las del resto de la clase obrera americana. No existe una línea divisoria tajante entre los trabajadores pobres que viven de alquiler en mi barrio y los propietarios de las viviendas modulares de chapa de madera que se pueden ver en las desarboladas zonas suburbanas de esta ciudad y de cualquier otra de este país. La clase trabajadora de esta región, lo que algunos se empeñan ahora en llamar «el corazón de país» (y que abarca cuanto se encuentra entre una gran ciudad y la siguiente), se debate entre la inseguridad total y la inseguridad casi total que resulta de tener un trabajo decente pero en peligro de extinción. Una existencia que abarca territorios sin fin y que va de la apatía de los más pobres a la ira más encendida de quienes tienen algo que perder. Lo cual no es gran cosa, considerando que los ingresos por hogar rondan los 30.000 o 35.000 dólares al año sumando los ingresos de dos personas. Muchos de ellos son obreros pobres, pero se engañan a sí mismos con la idea de que pertenecen a la clase media. En parte por orgullo y en parte por ese viejo cuento chino nacional que desde hace tiempo difunde la idea de que los norteamericanos son en general de clase media.

Nacer en una familia de la clase baja en la América trabajadora nos lleva a algunos de nosotros —probablemente a la mayoría— a tener conciencia de clase toda la vida. Por esta razón, buena parte de este libro trata sobre las clases en América, especialmente la clase en la que nací, ese último tercio de los norteamericanos que conforman la clase trabajadora pobre no reconocida como tal: ciudadanos conservadores, políticamente desinformados e indiferentes, y patriotas en perjuicio propio. No es que en este momento yo siga siendo pobre. Después de un largo viaje por caminos tortuosos, de los años transcurridos desde que me fui de Winchester, pobre como una rata y cateto a más no poder, hasta que regresé a la edad de cincuenta y tres años, he alcanzado un modesto éxito como editor y periodista, y ahora casi soy un miembro de la clase media y uno de esos liberales de los que me burlo con frecuencia. Pero las raíces de una persona no desaparecen porque haya conseguido cruzar por los pelos la línea divisoria entre las clases, esas fronteras que según el gran cuento nacional americano no existen. Y lo que veo es que mi gente, los trabajadores del viejo vecindario —pese a que han adquirido más electrodomésticos y coches más modernos—, están peor que cuando me fui, en lo que se refiere tanto a su calidad de vida como a su estabilidad. Y luego están los que han ido engrosando las masas de la clase indigente, que no para de crecer en América. Los ves por todas partes. Sin ir más lejos, me encuentro en la cola de la caja de una de las cadenas de supermercados más cutres, Food Lion, observando al tipo que está delante de mí, Eddie Coynes, que recibe el cambio con los dedos manchados de nicotina y se guarda los billetes arrugados en el bolsillo de la pechera de su camisa. Su mujer le está contando a la dependienta que su iglesia hizo una colecta para comprarles a Eddie y a ella una camioneta de segunda mano después de que les embargaran la anterior: «Necesita un neumático de recambio, pero ya se nos ocurrirá algo». «¡Alabado sea el Señor!», exclama la dependienta, como si el Señor se hubiera aparecido con un grupo de cinco músicos para hacerles entrega personalmente de esa camioneta Toyota de 1990. Es evidente que todos ellos son cristianos renacidos. La mujer recoge sus compras —un pack de Pepsi Light y una caja de bizcochos Little Debbies— y se dirige a la puerta. Detrás de mí hay otros cuatro o cinco clientes que podrían ser sus dobles: todos ellos obesos, con los dientes careados, ropa barata y pinta de que les hayan pegado un tiro y fallado por poco, y de que se les hayan cagado encima y dado de lleno, cada cual con su colección de problemas legales, sanitarios y económicos. Estoy seguro. Los conozco. Sé muy bien cuál de ellos no consigue que lo contraten a tiempo completo en la fábrica, y cuál es la mujer cuyo hijo tiene «un problema con las drogas», por decirlo con sus palabras, y lo despidieron por estar enganchado a la oxicodona, la heroína de los pobres. Las cosas no le van mucho mejor a la cajera. La he visto hacer sus compras con cupones alimentarios nada más acabar su turno. Todos ellos han trabajado toda su vida, y en los últimos veinticinco años han ido perdiendo terreno en relación con la media del país. El veinte por ciento de los vecinos de Winchester que realmente pueden considerarse de clase media realiza sus compras en un lugar un poco más selecto, en Martin's, y no en este extremo de la ciudad, donde no podrían encontrar un aguacate o un puerro, un pan integral o una baguette, ni siquiera una agua mineral con gas. Cuando los ciudadanos de clase media de Winchester o de las nuevas zonas periféricas de Estados Unidos —más o menos el veinte por ciento de los americanos cuyas vidas son las que más se asemejan al modelo de clase media— se cruzan en su camino con estos luchadores de clase obrera, a menudo no los reconocen como luchadores. Ese viejo sabio que viste un chaleco naranja y sonríe a los clientes en la sección de tuberías de Home Depot, el que sabe todo lo que

se puede saber sobre fontanería, anda cojeando por ahí con sus rodillas artrósicas a los sesenta y siete años, y si funciona es porque le han metido unos cuantos injertos óseos tras toda una vida como empleado de la construcción. Ahora trabaja exclusivamente para cubrir los gastos de los medicamentos que toma para el corazón y para cubrir el seguro sanitario privado que necesita si no quiere que las facturas del hospital le hagan perder la desvencijada casa de una planta que él y su mujer compraron en 1964, la misma que ahora se encuentra en un barrio tan chungo que sólo un agente especialista en barrios depauperados le ofrecería algo por ella, aunque no mucho. Como otros muchos ciudadanos, hace veinticinco años que va perdiendo terreno. Si le hubiera tocado llevar esa vida de trabajo duro y fuese de los que prefieren cualquier cosa antes que recibir una limosna del Estado, usted también sería conservador. No me refiero a un neocon de mirada asesina. Quiero decir que sería tan cauteloso y reaccionario como para votar al hombre que parece suficientemente firme para mantener los precios de la vivienda en alza, acabar con los enemigos invisibles que acechan desde el extranjero y darle a Dios la palabra en lo relativo a la política interior. El problema es que ni los ancianos que compran en Home Depot ni ninguno de los demás vivimos ni trabajamos en 1956, ni podemos votar a Eisenhower. Para la clase media y para los políticos, la gente como el hombre del chaleco naranja pertenecen a la llamada «clase obrera tradicional». Veteranos que, al regresar de la guerra de Corea, construyeron por toda América aquellas casitas de cien metros cuadrados y estilo Cabo Cod de imitación revestido de aluminio. Ahora ninguno de estos trabajadores, ni los viejos ni los jóvenes —en su mayoría blancos y con apenas un diploma de la escuela secundaria—, pertenece a clase alguna (a excepción de los que son vistos como lo peor de lo peor, que sí tienen nombre: white trash, «basura blanca»). Son familias formadas por dos cónyuges y dos hijos que en 2005 todavía intentaban ganar más de 35.000 dólares al año y que aún constituyen el 24 por ciento de los trabajadores estadounidenses, 35 millones de personas como mínimo, según los cálculos del propio gobierno. En Estados Unidos, ser pobre o simplemente estar cerca de la pobreza siendo blanco constituye una paradoja. Se supone que los blancos, especialmente los hombres, poseen una ventaja que explotan sin piedad. Sin embargo, un poco más del cincuenta por ciento de los pobres norteamericanos son blancos. De hecho, los blancos pobres superan en número a todas las minorías pobres juntas. La pobreza de los negros se extiende a la mayor parte de la sociedad negra, eso está claro. Pero no impide que haya diecinueve millones de pobres y trabajadores pobres blancos, una cantidad que sigue en aumento. (Por cierto, la mayoría de los pobres trabajan. Cerca de la mitad consiguen un empleo durante al menos seis meses al año; las ayudas estatales sólo dan cuenta de una cuarta parte de los ingresos anuales de los americanos pobres. Y, dicho esto, bien podría ser que la distinción entre pobres y trabajadores pobres no sea más que una absurda distinción moral que viene determinada por la ética protestante respecto al trabajo. El pobre es pobre, tenga o no que trabajar para sobrellevar su miseria.) De hecho, a día de hoy, según los datos de la Oficina del Censo, los blancos pobres son el único grupo que sigue creciendo en números absolutos y empobreciéndose cada vez más. Todos los demás grupos están estancados, a pesar de que la Administración Bush se pavonee respecto a los cambios relativos. Aun así pervive el mito del poder de la piel blanca, como también la creencia sobreentendida de que si una persona blanca no triunfa es por culpa de la pereza. Pero al igual

que los habitantes de los guetos latinos y negros, los blancos pobres y trabajadores viven en un orden social sin salida donde el fracaso está casi garantizado. Incluso los liberales educados y bienpensantes lo tienen difícil con el asunto de la población blanca de pobres y semipobres. Si admiten el fenómeno, por lo general no aciertan en la comprensión de su escala. Si reconocen su escala real, a menudo son objeto de burla por parte de las minorías que integran los movimientos antipobreza. Los fondos disponibles para la lucha contra la pobreza son celosamente acaparados por los grupos que los reciben; no quieren que esos fondos se repartan entre más gente aún. ¿Alguien puede culparlos? Pero en relación con la pobreza, ¿acaso a los blancos pobres les va mucho mejor que a los negros? Y ¿el hecho de que la mayoría de los ricachones sean blancos ayuda a los blancos pobres más de lo que ayuda a los negros pobres el hecho de que la mayoría de raperos millonarios sean negros? No importa que los defensores de las minorías afirmen que el «índice de pobreza» (esa ridicula pauta federal sobre los ingresos inferiores al salario mínimo) de los negros haya caído al ocho por ciento, o que el índice de pobreza de los blancos sea de un veinticuatro por ciento. Todo eso importa una mierda, porque la cuestión es que sigue habiendo enormes cantidades de personas que pasan grandes apuros, y todas las estadísticas sobre la pobreza a cargo de los investigadores universitarios no les sirven de nada. Sin embargo, el acceso universal a una educación decente podría mejorar a largo plazo las vidas de millones de personas, sobre todo teniendo en cuenta que muchos de los peores aspectos de la pobreza son el resultado del vacío intelectual y la brutalidad del entorno. Recuerdo a mi padre echándome la bronca por leer libros de arte con desnudos de Rubens en la portada. Para él eran sólo «guarradas». Y recuerdo que mi madre me preguntó si era maricón porque me pasé un día entero dibujando al carboncillo el David de Miguel Ángel. La apatía intelectual es algo que marca a familias enteras durante generaciones. Mi padre era un trabajador con estudios primarios, al igual que mi madre, que trabajaba en fábricas de tejidos y talleres de confección. Mientras viví con ellos nunca pensé en ir a la universidad, hasta que finalmente, unos años después de largarme, en su último impulso, la «gran sociedad» de Lyndon Johnson dio un espaldarazo a los de mi origen y mi generación. Se trata sencillamente de una cuestión de clase. Si tu viejo abandonó la escuela y alquiló el trasero por cuatro perras y jamás leyó un libro, y tu madre trabaja de camarera, no vas a tener muchas posibilidades de llegar a presidente de Estados Unidos, diga lo que diga tu profesor. Te pasarás la vida ganando ocho dólares por hora en en una cadena de montaje, suplicando que te dejen hacer horas extras para poder pagar la factura de la calefacción. Y acabarán enfrentándote a tus compañeros de faena y a un centenar de nuevos inmigrantes del otro lado de la ciudad en defensa de ese puesto de trabajo. Y vas a llegar a la inevitable conclusión de que cada hombre debe salvar su propio pellejo. La solidaridad puede irse a freír espárragos. Los ocho dólares son lo primero. Al mismo tiempo, si crees en el cuento chino nacional, asegurarás que todos estos trabajadores anónimos que compiten contigo forman parte de la gran clase media americana. Pero lo cierto es que somos un país de clase obrera. Si entendemos por «ser de clase obrera» el simple hecho de no tener un título universitario, por lo menos las tres cuartas partes de los americanos lo son. Sin embargo, la «clase» no se define en función de los ingresos o los títulos, sino del poder. Sobre todo en relación con el trabajo. Si entiendes que ser de clase obrera consiste en el hecho de tener poder —los jefes lo tienen y los trabajadores no—, por lo menos un sesenta por ciento de la población estadounidense es de clase obrera, y la verdadera clase media —periodistas,

profesionales y semiprofesionales, directivos, etcétera— no supera un tercio de la población, en el mejor de los casos. Dejando a un lado los números, la «clase obrera» bien podría definirse en estos términos: eres obrero si careces de cualquier control sobre tu trabajo. No decides cuándo trabajas, ni cuánto cobras, ni cuál es el ritmo de trabajo, o si te quedarás en la calle a la primera caída de la Bolsa. Ser de «clase obrera» no tiene nada que ver con el color de tu piel, ni mucho menos con los ingresos, como cree la mayoría, y en muchos casos tampoco lo tiene con el hecho de ser autónomo. En estos tiempos, la clase obrera está compuesta por camioneros, cajeros, electricistas, enfermeros y todo tipo de gente condicionada por el sistema para no pensar jamás en sí mismos como miembros de la clase obrera. Las líneas fronterizas no están claramente trazadas, por lo cual persiste la ilusión de la existencia de una clase media mayoritaria. Sólo conozco a una persona que intenta hacerles comprender esto a los americanos. Michael Zweig, economista, escritor y activista de la Universidad Stony Brook, en el estado de Nueva York. Según Zweig, un camionero que tiene su propio camión puede o podría pertenecer a la clase media, pero un camionero que trabaja para una compañía naviera es de clase obrera. Un electricista autónomo que trabaja por contrata para una constructora no es un empresario ni un pequeño empresario: es un trabajador especializado al que las constructoras se niegan a contratar porque no quieren correr con los gastos de la Seguridad Social, la indemnización por accidente o el seguro médico. En lugar de eso, firman con él la contratación de un servicio, y el trabajador asume esos gastos y recibe órdenes de un encargado y se suma a la farsa pensando que es uno de los pequeños empresarios americanos pertenecientes a ese sector dinámico y en constante crecimiento formado por los «emprendedores». Por otra parte, nos recuerda Zweig, incluso los médicos y los catedráticos están cediendo el poder de decisión sobre su «jornada laboral» (aunque por un billete de los grandes al día la mayoría de nosotros cederíamos encantados un poquito de poder) a las sociedades médicas y los consejos directivos universitarios, y el proceso de «vaciado de la clase media» promete engrosar aún más las filas de la clase obrera y seguir empobreciendo a la gente trabajadora. Es fácil imaginar a los profesores haciendo huelga cuando son forzados a dar más clases, pero nuestro electricista autónomo que trabaja por contrata no va a oponer resistencia, no lo hará teniendo en cuenta que carga con una Mastercard con un saldo pendiente de 3.000 dólares en Home Depot a cuenta de las herramientas, los repuestos y el material para la siguiente obra. En cualquier caso, ¿quién se ofrecería a apoyarle si se rebelara? Algo que por otra parte no sabría cómo hacer. Desde mi propia experiencia sindicando a trabajadores de la prensa y repartidores de periódicos, sé que eso requiere de alguien externo, experimentado, de izquierdas y con estudios que se ocupe de organizar sindicalmente a los trabajadores en las regiones antisindicalistas de este país, aunque sólo sea para tener la capacidad de navegar por el complejo mar de leyes americanas cuyo único propósito es desbaratar la labor sindical. Pero estas personas —«agitadores», como se los suele llamar— traen consigo otra cosa: se traen a ellos mismos como modelos de liderazgo. Y, con suerte, si son buenos en lo que hacen, aportan todo su potencial. En los tiempos previos a la destrucción de la espina dorsal del movimiento obrero, cuando podías tener una arma y ser liberal sin que eso supusiera una contradicción, los miembros de la izquierda política dieron todo su apoyo a estos trabajadores y se mantuvieron al pie del cañón recibiendo palizas junto a ellos a las puertas de las fábricas. Ahora prácticamente no existe nada que merezca el nombre de movimiento obrero, y numerosos integrantes de la izquierda se hallan cómodamente instalados en el seno de la verdadera clase media, la cual sólo acoge a un

20 o 30 por ciento de los americanos, como ya veremos. Desde esa perspectiva privilegiada, los liberales ven a los trabajadores blancos como unos tipos cabreados, belicosos, intolerantes y felices títeres del imperio americano, lo cual supone ignorar la pregunta de cómo llegaron a convertirse en eso, si es que realmente son tal como esos liberales los ven. Así que tenemos eso que mi gente considera la «élite liberal», personas que todavía viven el sueño americano y gozan de una relativa seguridad económica. Sin embargo, los miembros de la élite liberal —que de verdad conforman una élite— no se ven a sí mismos como elitistas. Son una minoría formada abrumadoramente por ciudadanos blancos y universitarios, y sólo se mueven entre clones de sí mismos. Hasta donde alcanzan a ver, la vida en América consiste en ganar dinero, acceder a la mejor educación, adquirir una vivienda en propiedad y hacer amigos que resulten de utilidad en la vida profesional. ¿Alguien puede culparlos? El condicionamiento lo es todo. ¿Cómo podrían no creer en su propia experiencia o en lo que ven cada día, lo cual les hace pensar que sus privilegios son legítimos y merecidos? Siguiendo con las mediciones en función del dinero y la melanina, en el otro extremo se encuentran los negros. Y a su lado los campesinos blancos de pocos recursos e incultos, descendientes de generaciones de campesinos pobres e incultos, agrupados en poblaciones de gente idéntica a ellos. La clase media, tanto liberales como conservadores, depende por completo de mi gente, de esa multitud de personas infraeducadas, infrapagadas y sobreexplotadas. No soy un quejica: esto es una simple exposición de los hechos. Somos la razón de que la inflación no suba y las jubilaciones privadas de la clase media permanezcan estables. Mientras tanto, la clase obrera depende por completo del sistema de pensiones de la Seguridad Social, que a la larga será recortado drásticamente y privatizado por métodos poco transparentes, para ser puesto en manos de la clase propietaria con el fin de impulsar (de manera prodigiosa y en un ciclo de beneficio propio) el mercado de acciones, el cual está al servicio en primer lugar de las clases alta y media alta. Para los conservadores es fácil estar en contra de estos programas, ya que son personas que nacieron en el segmento superior de la sociedad y nunca los necesitaron. Para los liberales nacidos en familias igualmente ricas, oponerse a ellos resulta un poquito más difícil, moralmente hablando. Lo que uno hace es dar su apoyo a la medida de protección durante el cóctel, y más tarde regañar a Shaneesa o a Marta por haber dejado marcas sobre la superficie del mostrador de mármol cuando limpiaban los restos de bebidas de la fiesta. Ningún demócrata o izquierdista parece llegar a ver con claridad que el afán de los teócratas obreros de alinearse con los defensores de la gran corporación y unir fuerzas en contra de los yuppies liberales no es más que puro deseo revanchista. En cambio, la clase obrera sí percibe cierto esnobismo por parte de esos liberales de salón. Pero ese esnobismo sólo emerge cuando se producen roces entre los ásperos límites de cada uno de esos dos mundos. La mayor parte de las veces las clases media y alta apenas son conscientes de la existencia real de la clase obrera. Un ejemplo: mi propia capacidad para hablar del sistema de clases en América, y ser pagado por ello, parece una demostración de la porosidad de ese sistema. Pues yo vivo de hablar de los casi cuarenta y cinco millones de trabajadores que nos rodean, de esos ciudadanos de esta nación que reparan nuestros coches, asfaltan nuestras calles y sirven en nuestras mesas. Como me dijo un jefe de redacción, el prototipo del buen liberal neoyorquino: «Es como si tu gente perteneciera a una cultura exótica, como si vinieras de Yemen o algún lugar parecido». No quisiera contribuir a reforzar la falsa imagen del pijo progre creada por la ideología neocon, y que habla de un tipo que se alimenta de queso Brie, bebe cerveza importada y

conduce una mariconada de Volvo. Yo he hecho todo eso y cosas aún peores —excepto lo del Volvo, que nunca me he podido permitir—. Por otra parte, si la América liberal ha sido algo pagada de sí misma, mis hermanos de clase obrera han sido definitivamente estúpidos al dejarse engañar por elementos como Karl Rove, Pat Robertson y la falsa piedad de George W. Bush. El hecho es que liberales y trabajadores se necesitan mutuamente para sobrevivir a la creciente calamidad económica que hemos heredado de un régimen que prometía «dirigir este país como una empresa». Tarde o temprano, pese a la victoria de los demócratas en las elecciones celebradas a mitad del mandato en 2006, la izquierda tiene que enfrentarse de cara y de forma sincera con los americanos que no necesariamente comparten sus prioridades, y en especial con los que no han acudido a las urnas, para volver a ser una fuerza relevante para la América trabajadora. Porque si la izquierda no aspira a cierta equidad entre las clases, que alguien me explique de qué va. Con todo esto en mente, me gustaría acercar al lector a esas vidas de la América profunda, aproximarme a ellas hasta verlas más de cerca de lo que nuestros medios de comunicación jamás se han atrevido a aproximarse; llevarle a conocer a esa gente cuyos hijos han elegido Iraq como destino para su viaje de fin de curso, esas personas que, aunque están a dos días de quedarse sin techo, todavía siguen aferrándose con orgullo a la idea de que son americanos de clase media. En lo que podría leerse como una serie de crónicas estrechamente interrelacionadas, arrancaremos con una noche en el Royal Lunch, una de las tabernas locales, donde el lector conocerá a Dottie y a Dink, y al resto de la buena gente trabajadora que llena estas páginas. Luego seguiremos con algunos empleados de la sede local de Rubbermaid, y de esta forma lanzaremos una atenta mirada sobre el papel que desempeña la globalización en la vida de estos ciudadanos. En el capítulo 3 compraremos una caravana y en el siguiente nos instalaremos en el corazón de la cultura de las armas, un territorio que muy pocos defensores del control de las armas de fuego se han tomado la molestia de visitar. Después de nuestro encuentro con los aficionados a los rifles quedará claro por qué los grupos antiarmas de este país nunca consiguen imponerse. Estos americanos aman esos artefactos por razones culturales —aunque no siempre reconfortantes— perfectamente legítimas que se remontan sin duda a aquellas hordas de calvinistas escoceses de la frontera, hombres endurecidos por la guerra que vinieron a América dispuestos a exterminar alegremente a «los paganos emplumados y pintarrajeados». En los últimos años hemos visto a sus descendientes combatiendo en Iraq y pidiendo al clero que bendijera sus armas y sus cuerpos con la sana intención de dedicarse a eliminar nuevos obstáculos que entorpecen el recto camino de la democracia. Para entender por qué están convencidos de que ésa es la voluntad de Dios, invito a leer el capítulo 5, en el que presentaré a algunos cristianos que desean un Estado teocrático. En el capítulo 7 visitaremos una pequeña ciudad vecina, una de tantas en América pobladas de gulags para ancianos pobres y de las que nadie habla en la actualidad. Es ahí adonde irá a parar Dottie, la cantante de karaoke de mi ciudad. Esto será como abrir la caja de Pandora y mostrar cómo las mujeres casadas obreras son estafadas por la Seguridad Social y cómo los falsos hospitales sin afán de lucro controlan la asistencia sanitaria en Estados Unidos, faltando a su deber de atender a los enfermos no asegurados y de bajos ingresos al mismo tiempo que invierten miles de millones para llevar a la quiebra a pequeños hospitales locales y se abren balnearios y gimnasios de cientos de millones de dólares. Y ya en el último capítulo intentaré responder a las siguientes preguntas: ¿cómo diablos es posible que una parte del país sepa tan poco sobre la otra? En el teatro de la vida de América, ¿qué ilusión colosal nos tiene tan hechizados que ni

siquiera podemos ver a quienes nos rodean, y mucho menos convencerlos de que no voten en contra de sus más valiosos intereses, o de los nuestros? A esta ilusión la llamo «el holograma americano». Este libro está escrito desde una ciudad en pleno proceso de cambio, situada en Virginia. Pero la clase a la que pertenezco, estas personas —los que huelen como un cenicero cuando te los encuentras en el supermercado, se zampan una caja de Little Debbies mientras estiran las piernas y ofrecen alabanzas al Señor por una camioneta sin neumáticos de recambio— y tantas otras que se les parecen, viven en todos los estados de nuestro país. Quizá así la próxima vez que nosotros, la gente de izquierdas, nos encontremos con esa gente aparentemente necia, autodestructiva y obsesionada con Dios seamos capaces de entender sus problemas y la complejidad de sus existencias, y hasta ser lo bastante solidarios como para pagar de nuestro bolsillo un neumático de recambio recauchutado, por la sencilla razón de que sería un bonito gesto y seguramente haría que los fantasmas de Joe Hill, Eleanor Roosevelt y Mahatma Gandhi esbozaran una sonrisa.

1 SIERVOS AMERICANOS El gueto blanco de los trabajadores pobres 73 vírgenes en el cielo árabe y ni una sola en este bar. Pintada en el servicio de caballeros del Royal Lunch

Sólo se me ocurre una manera de conocer de cerca la vida de la clase obrera en ciudades como Winchester: a base de cerveza. Así que aquí estoy, sentado en el Royal Lunch, observando al gordo Pootie, en cuya camiseta se lee: UN MILLÓN DE MUJERES MALTRATADAS EN ESTE PAÍS Y A LA MÍA SÓLO ME LA HE MERENDADO . Que una inscripción como ésta no parezca especialmente ofensiva basta para hacerse una idea de la sensibilidad cultural y de género que prevalece en esta clase de barrios. Y el hecho de que Pootie pueda votar, poseer armas y comprar bebidas alcohólicas debería, seguramente, atemorizarnos. Por suerte, esta noche la cerveza barata americana me sirve de paliativo contra la ansiedad. Por otro lado, la cerveza también es educativa y estimula la contemplación. Es lo que denomino «mi programa de aprendizaje a través de la bebida». He aquí un par de cosas que me ha enseñado el Royal Lunch: 1. Nunca te arrejuntes con una mujer divorciada que tenga dos hipotecas a sus espaldas, por mucho que te jure que le has echado el mejor polvo de su vida. 2. Nunca te comas una salchicha pasada por el urinario, por altísima que sea la apuesta. Como puede ver el lector, el aprendizaje a través de la bebida nunca es aburrido. Pero cuando el karaoke llegó a los bares americanos, mi técnica cervecera de análisis de los grupos sociales se volvió infinitamente más divertida, sobre todo en este rincón del mundo en el que algunos participantes invierten largas horas en emperifollarse para sus tres minutos de estrellato semanales.

Observemos a Dink Lamp allá en la esquina, disfrazado de Waylon Jennings sin afeitar. Dink tiene cincuenta y seis años. No se ha ganado el derecho a la fama eterna en esta ciudad precisamente por su imitación de Waylon, que es un verdadero coñazo (al igual que sus intentos por imitar a otros cantantes de música country como Keith Whitley y Travis Tritt), sino más bien por la paliza que le propinó al chimpancé boxeador de la feria en 1963. Una proeza de considerable envergadura, ya que la fuerza de los chimpancés es varias veces superior a la de los humanos, y los primates entrenados para el pugilato se vuelven tan furiosos que hay que ponerles un bozal de acero. Todos los vejetes de por aquí juran que Dink aporreó a aquel chimpancé con tanta saña que el animal salió trepando por los barrotes de la jaula y no quiso volver a bajar, y así fue como Dink se ganó sus cien dólares. No sé si creérmelo. No estuve allí para verlo, ya que mi familia de cristianos ejemplares no aprobaba la asistencia a espectáculos de esa clase. Pero hay algo que no puede negarse: Dink es un tipo lo bastante duro para haber hecho algo así. (Para los lectores que se pregunten si la gente realmente tiene nombres como Dink y Pootie: ¡Joder, claro que sí! En Winchester, la ciudad protagonista de este libro, no sólo tenemos un Dink y un Pootie: también hay gente llamada Gator, Fido, Snooky y Tumbug, a quien simplemente llamamos Bug.) En cualquier caso, esta turba de ancianos de karaoke salidos del lumpen americano más atrabiliario te garantiza al menos unas versiones de «Good-Heart Wo ma n » , o de «Coal Miner's Daughter» entonadas con tan escaso talento como con entusiasmo generoso y un sentimiento borrachuzo. Y cuando se trata de entusiasmo y sentimiento, lo mejor esta ciudad es una mujer llamada Dottie. Dot tiene cincuenta y nueve años, pesa cerca de ciento treinta kilos y puede cantar las canciones de Patsy Cline casi tan bien como la propia Patsy. Dot interpreta «Crazy» y todas las demás canciones grabadas en vida por Patsy e incluso algunas que no llegó a grabar. Si Dot se sabe las canciones que Patsy no llegó a grabar es porque conoció a Patsy personalmente, al igual que muchos otros vecinos de Winchester, la ciudad donde Patsy Cline se crió. Sabemos cómo la trató la gente bien de la ciudad, sabemos que la llamaron puta borracha y cosas peores, y la manera en que fue desairada y denigrada en todos y cada uno de los momentos de su vida, y por el mundo de los negocios y la política locales. Pero Patsy, que no se tragaba la mierda de nadie y sabía maldecir usando palabras que harían sonrojar incluso a un comanche, era una de los nuestros. Una tía dura y profana. (Las palabrotas son para nosotros una forma de puntuación, como deben de haber notado ya los lectores). Patsy se crió a este lado del camino y fue víctima de todas las ofensas que la vida sigue infligiendo todavía a la gente trabajadora de por aquí. La suya fue una vida difícil. La vida de Dot ha sido tan difícil como la de Patsy. Más, de hecho, porque Dot ha vivido el doble de años de los que Patsy Cline llegó a cumplir, y los aparenta. Para cuando los miembros de mi tribu llegamos a los sesenta, parecemos una pandilla de batracios hipertensos de rostro sonrojado pillados por sorpresa en mitad de un concurso de toses y gargajos. La verdad es que nuestro estado de salud es incluso peor de lo que parece. Los médicos nos dicen que tenemos sangre en el colesterol, y los polis nos dicen que tenemos alcohol en esa sangre. Fiel a nuestra especie, Dottie está inhabilitada para trabajar por una acumulación de problemas cardíacos, diabetes y otras enfermedades varias. Tiene la presión arterial tan alta que el doctor una vez pensó que el aparato se le había estropeado. Y, por si fuera poco, está quedándose ciega. El problema es que el seguro médico le cuesta tanto como el alquiler. Su marido gana ocho dólares por hora limpiando coches en un concesionario, y si no hay accidentes les quedan 55 dólares a la semana para comida, calefacción y todo lo demás. Pero si surge un pequeño gasto extra, aunque sea de sólo treinta dólares, lo compensan no yendo a comprar una de las

medicinas de Dottie —o tal vez dos, o tres—, con lo cual ella va enfermando cada vez más, hasta que pueden permitirse volver a comprar esas medicinas. A sus cincuenta y nueve años, estos repetidos subidones de la presión arterial y los aumentos repentinos de la diabetes le garantizan que no podrá cobrar de la Seguridad Social por mucho tiempo una vez cumplidos los sesenta y tres años, suponiendo que llegue a cumplirlos. Cualquier día, esta dama tan voluminosa dejará de cantar. Dot empezó a trabajar a los trece años. Se casó a los quince. Nada del otro mundo. Si le añades que «aprendió a tocar la guitarra a los seis», ya tendrás un retrato muy preciso de la vida normal de la mitad de los sureños de mi clase y generación. Dot ha limpiado casas y servido mesas, y pagado la Seguridad Social durante toda su vida. Pero en los últimos tres años no ha podido trabajar debido a su estado de salud. La insuficiencia cardíaca que padece Dot es tan grave que esta noche apenas podrá cantar un par de canciones antes de encontrarse a punto de sufrir un desmayo. Con todo, los administradores locales de la Seguridad Social, calvinistas impasibles y tontos del culo que atesoran los dólares federales como si fueran suyos por aquello de que hay que ser muy responsable con el uso que le damos al dinero de los contribuyentes, le han dicho una y otra vez a Dot que podría trabajar perfectamente a tiempo completo. A lo que Dot en una ocasión respondió: «¿Trabajar? Escuche, señorita, no puedo caminar y casi no veo. Ni siquiera puedo respirar cuando canto. ¿Qué maldito trabajo se le ocurre a usted que me vendría bien? ¿Hacer de muñeco Michelín a la entrada de una gasolinera?». Incapaz de conmoverse con pequeñeces tales como la miseria humana, la funcionaría logró que Dot saliese llorando de la oficina. De hecho, ahora Dot se pasa todo el tiempo llorando. No obstante, esta noche nos deleitará con una canción, quizá incluso con dos. Luego bajará del escenario con la ayuda de su bastón, la subirán a un coche y la llevarán a casa. Aunque pueda parecer que mi gente usa las urnas electorales como instrumento de autoflagelación, la verdad es que Dottie votaría por cualquier candidato —negro, blanco, lisiado, ciego o chiflado— que ella creyera que realmente se tomaría la molestia de ayudarla. Lo sé porque le he preguntado si votaría por un candidato que quisiera crear un programa nacional de asistencia sanitaria. «¿Votarle? ¡Se la chuparía encantada!» No es frecuente que los votantes lleguen a tales extremos en su aprobación de los candidatos. Pero ningún candidato, ni republicano ni demócrata, ofrecerá asistencia sanitaria, o nada que merezca de verdad ese nombre, aunque tengo el presentimiento de que para las próximas elecciones los demócratas harán circular algún falso rumor al respecto. Con suerte, a Dottie la llamará un encuestador, valorará por teléfono su intención de voto e introducirá sus datos en un ordenador. Pero ése es el contacto más cercano que nuestro sistema está dispuesto a establecer con una mujer diabética de ciento treinta kilos, propietaria de un pajarito y con un marido demasiado deprimido para abandonar la butaca frente al televisor como no sea para ir a mear o porque se le haya hecho la hora de enfilar sus torpes pasos rumbo al trabajo de lavacoches. Se supone que los norteamericanos son todos asquerosamente sanos, universitarios, ricos y felices. Pero en Latinoamérica he visto a indios semidesnudos comiendo larvas y fregando la ropa en las rocas del río que eran mucho más felices que mis conciudadanos y que, en algunos casos, estaban más protegidos por sus gobernantes. Una vez, en Sonora, México, en un poblado de indios saris, me puse muy enfermo y necesitaba un médico. Todos y cada uno de los indios sari de aquel estado de México gozaban de asistencia sanitaria, pero el norteamericano que estaba defecando hasta los intestinos detrás de sus chozas, aquel hombre con unos ingresos anuales cincuenta veces superiores a los de ellos, no podía pagarse un seguro médico en su

propio país porque era un joven periodista autónomo y carecía del sistema de protección con que suelen contar los asalariados de un periódico o una revista. De todos modos, ojalá también pudiera decir que los saris tenían un medicamento autóctono capaz de curar la disentería. Por desgracia, no es así. Es suficiente para sentir nostalgia por los dos únicos presidentes estadounidenses que hicieron campaña a favor de una asistencia sanitaria para todos: Nixon y Johnson. Muéstrenme a un partido político dispuesto a aproximarse a la gente trabajadora norteamericana y hacer campaña electoral puerta a puerta en ciudades y barrios como los míos —que es lo que habría que hacer para movilizar a esta panda de obreros pringados— y ese partido podrá abrir una brecha en la muralla que separa la colina del Capitolio de las personas a las que se supone que los políticos sirven. Pero todos sabemos que eso es más que improbable. Los partidos no lideran revoluciones: se limitan a caminar en pos de ellas. Y eso sólo en caso de verse forzados a hacerlo. Los demócratas comenzaron a apoyar al movimiento en defensa de los derechos civiles solamente después de que los linchamientos y los manguerazos a presión y las multitudinarias manifestaciones provocaran el suficiente escándalo público como para que esos políticos pensaran que podían arañar algún que otro voto gracias al lamentable espectáculo que podía verse cada noche en todos los televisores del país. Eso fue cuando todavía era posible que ver en llamas una vieja ciudad como la mía llamara la atención de Washington. Sospecho que, si hoy en día ocurriese algo así, lo más probable es que la reacción se limitase a enviar a las fuerzas de seguridad a calmar los ánimos. Pero Dink y Pootie y Dot son los norteamericanos menos predispuestos a rebelarse y montar unos disturbios callejeros de verdad. El espíritu disidente no cala lo suficiente en Estados Unidos como para llegar a ciudades como Winchester, Virginia. Nunca lo ha hecho. En cualquier caso, aun siendo escasamente propensos a la revolución, estos mismos ciudadanos le han dado alas a la revolución de la derecha con sus votos, esa misma revolución de derechas que surgió de ciertos supuestos conflictos culturales acerca de los cuales ninguno de ellos ni siquiera ha oído hablar en su vida. En los viejos tiempos, la lucha de clases se libraba entre ricos y pobres, y ése es el tipo de lucha de clases en la que yo puedo hincar el diente. Hoy en día está claro que esa lucha se libra entre los ilustrados y los ignorantes, lo que desde luego produce un conflicto cultural, si es así como queremos denominarlo. Pero lo cierto es que nadie conseguirá acercarse a Dink ni a Dot, ni a ninguno de los que están de este lado de la ciudad, y menos con todo ese parloteo elitista acerca de los conflictos culturales. Bastante cuesta llegar a ellos argumentando algo tan sencillo como que los republicanos son el partido de los supermillonarios brutos e insensibles. Si les preguntas a ellos, los más brutos son los que acaban haciéndose ricos. Sin ir más lejos, fijémonos en Bobby Fulk, el agente inmobiliario con el que todos crecimos. Es más tonto que hecho de encargo, pero tiene unos cuantos millones. Y todavía bebe Bud Light y se pasa por el Royal Lunch de vez en cuando. Además, seguro que cualquiera de nosotros podría acertar la lotería de los veintinueve estados y llegar a ser tan rico como Bobby Fulk. Para los progresistas va a ser una lucha muy complicada. Vamos a tener que recoger con nuestras propias manos y sin guantes este animal atropellado que yace en medio de la carretera. Vamos a tener que explicar todo eso del progresismo palabra por palabra a la gente del Royal Lunch, porque sus vidas de trabajadores pobres felizmente encerrados en guetos culturales como el de Winchester siempre han estado perfectamente encapsuladas por una mezcla de retórica religiosa, dinero, amiguismo y el mundo de las grandes corporaciones. Explicarles todo eso del progresismo requerirá un esfuerzo enorme, porque mis conciudadanos tienen

asimilado el hecho de que son pobres y absolutamente ignorantes, y en muchos sentidos lo aceptan como su destino, y punto. Incluso cuando son humillados por la funcionaria de la Seguridad Social. Malcolm X lo dejó muy claro cuando dijo que el primer paso de la revolución tenía que ser la educación masiva del pueblo. Sin educación nada puede cambiar. Lo que mi gente necesita es que alguien les grite bien alto: «¡A ver si prestáis atención, maldita sea! Somos más brutos que un arado y necesitamos formación y cultura, a ver si de una puñetera vez nos enteramos de qué diablos pasa en el mundo.» En una ocasión alguien me dijo eso y, junto con la recomendación de no mezclar nunca Mad Dog 20/20 (Mad Dog 20/20 es un vino baratísimo y peleón) con whisky, es el mejor consejo que me han dado en la vida. Pero en Norteamérica nadie va a alzar la voz para decir algo así, porque suena elitista. Suena antiamericano y antidemocrático. Y en determinados lugares, si sueltas algo parecido, de fijo que te rompen la nariz. En un sistema sucedáneo de la democracia, en el que se mantiene vivo el cuento chino de que todos somos iguales, es inaceptable decir que el hecho de que todos tengamos los mismos derechos constitucionales puede que no signifique que somos todos iguales. Hace falta disfrutar de una formación auténtica y de una verdadera voluntad de superación para como mínimo situarse en la línea de salida de quienes pretenden conseguir la igualdad socioeconómica. ¿Por qué mi gente es tan indiferente a la información? Aunque pueda parecerlo, nuestras madres no nos dejaron caer de cabeza al suelo cuando nos parieron. ¡Maldita sea!, ¡si gracias a nuestros hijos hasta tenemos internet! Aun así debo decir que mi fe en internet como democracia de la información se debilitó cuando una vez le sugerí a un amigo amenazado de desahucio por su casero que buscáramos en Google «derechos del inquilino» para así conocer sus posibilidades, y me quedé boquiabierto viéndolo teclear: «expulsión del inquilino». (Por si fuera poco, enseguida nos apareció la publicidad de una página web que decía: JENNIFER LE LAME EL SABLE GIGANTE A SU VECINO , y aquello consiguió distraernos.) Dos semanas más tarde, sin embargo, mi amigo había encontrado NewsMax.com, el sitio web de los neoconservadores, y, mira por dónde, se las había arreglado solito para añadirlo a su lista de «favoritos». A veces creo que el Ilustre y Antiguo Partido Republicano estadounidense emite una feromona especial que atrae por igual a los memos y al dinero. El desarrollo intelectual y vital de esta gente, la de los currantes más jodidos, no sólo se ve entorpecido por la estrechez mental provinciana de la sociedad en la que han nacido. Son seres predestinados a convertirse en siervos y permanecer toda la vida así por la existencia de una red local de familias adineradas, gente de la banca y la construcción, abogados y empresarios, a los que les va muy bien tener mano de obra barata, incondicional y obediente, capaz de pagar alquileres elevados y costosas facturas médicas. Esa élite social realiza una importante inversión en el cultivo de estas fuerzas de trabajo a base de no invertir en absoluto (¡a eso se llama sacar dinero de la nada!) en educación y calidad de vida, salvo en las suyas propias. Lugares como Winchester son, tal como ellos dicen, «paraísos del inversor». Lo cual se traduce en que son ciudades con impuestos bajos, pocas o nulas normativas locales, ningún movimiento sindical y una cámara de comercio dispuesta como una manada de putas a dar la bienvenida a cualquier nueva industria contaminante de ácido para baterías a cuyos empleados les esté prohibida la afiliación sindical. «¡La contaminación me la suda, tío! Vamos a vender unos terrenitos, amigo. ¡Vamos a trapichear con bienes raíces, que es lo que mola!» Grandes constructores, agentes inmobiliarios, abogados..., todo el mundo se lleva su tajada del pastel, todos excepto los mediocres y gilipollas palurdos no sindicados, que serán contratados con sueldos míseros en esa fantástica nueva fábrica de humos contaminantes.

Al mismo tiempo, y esto es más importante incluso que lo anterior, este cártel del mundo de los negocios controla a la mayoría de los cargos electos y consejos municipales. También domina los planes de urbanismo y las recalificaciones de solares, y controla el futuro del empleo local. Lo cual provoca situaciones absolutamente ridículas. Por ejemplo, cuando los educadores de nuestra ciudad decidieron celebrar un congreso sobre las futuras necesidades laborales de nuestra juventud, el principal conferenciante era el gerente de una planta industrial de la zona, Valley Protein, una enorme y apestosa fábrica de reciclaje donde cocinan animales atropellados y convierten la grasa derretida en una sustancia pegajosa que se usa como ingrediente en los piensos para el ganado. El conferenciante recibió una ferviente ovación del comité escolar y de los vendedores de conservas de Main Street, y nadie, ni una sola alma en toda la sala de congresos del hotel Best Western pensó que había ni un ápice de ironía en el aplauso. Mientras tanto, los republicanos conservadores bombardean con una propaganda estrepitosa sobre «la responsabilidad personal» a los empleados de clase obrera que frecuentan el Royal Lunch. La mayoría de los trabajadores de por aquí creen en esa idea tan de moda, eso de «la responsabilidad personal». Sus padres y sus madres les enseñaron a aceptar la idea de que eran responsables de sus actos. Y ahora que ya son mayores asumen la responsabilidad de sus vidas y no quieren regalos del gobierno. Aceptar cualquier forma de ayuda social es para ellos una señal de fracaso y debilidad moral. Por lo tanto, no aprueban ningún tipo de gasto público destinado a ayudar a los necesitados. Pero, por mucho que confíen en sus propias fuerzas, ¿qué oportunidades están a su alcance teniendo en cuenta que viven con salarios que no les permiten ahorrar ni un centavo? ¿Qué oportunidades y qué futuro les esperan si viven al día y además ahora han de rezar para que no haya despidos en J. C. Penney, Home Depot o Toll Brothers Home? Según los mitos económicos de los republicanos, los seres humanos son competidores económicos natos. El mercado es la nueva Olimpia donde el «hombre económico» realiza cabriolas y brincos; el todopoderoso mercado es racional y premia la eficiencia, la austeridad y el trabajo duro; y la libre competencia selecciona según criterios «racionales» a los que mejor compiten, lo cual significa que los ricos son merecedores del estatus del que disfrutan. Según la doctrina conservadora, la falta de éxito sólo se puede atribuir a la inferioridad, y por esta razón en el Royal Lunch casi todos se sienten unos seres inferiores desde el punto de vista social. Pero aun así, todos piensan que son personas capaces de confiar en sí mismas. Y aceptan la mandanga esa de la responsabilidad personal. Empezamos a oír el cuento de que Joe, el ciudadano medio, debía hacerse responsable de propia vida y sin ninguna ayuda del gobierno allá por los años setenta, cuando los conservadores de la guerra fría, Irving Kristol y Norman Podhoretz, expusieron estas teorías llamándose a sí mismos «neoconservadores». Y así pusieron nombre a la tendencia política de ultraderecha que aborrecía apasionadamente los impuestos y cualquier clase de ayuda social, y favorecía un sistema de defensa nacional lo bastante poderoso como para que Estados Unidos dominara cualquier rincón del mundo o, llegado el caso, el mundo entero. Los neoconservadores odiaban el fenómeno de la contracultura y lo veían como el origen de todos los males de Norteamérica. Y contemplaron con preocupación el nacimiento de lo que para ellos era un pernicioso giro de la política norteamericana hacia el modelo europeo del Estado del bienestar, sobre todo con los programas de la «Gran Sociedad» de Lyndon Johnson, una época durante la cual hubo por primera vez financiación federal para escuelas públicas, préstamos universitarios, programas de inserción social y programas sanitarios, y que consi-

guió reducir a la mitad la pobreza en todo el país. América estaba cerca de convertirse en un Estado comunista del bienestar, exclamaban los neoconservadores, y más valía que la gente empezara a hacerse responsable de sí misma. Ha llovido muchísimo desde entonces, y hoy en día los neocons son prácticamente los amos del Partido Republicano, e intentan recortar todavía más las partidas de la Seguridad Social y reducir el seguro de desempleo, todo ello en nombre de la «responsabilidad personal». Ahora bien, ¿qué clase de responsabilidad personal es posible en un entorno neoconservador? El único valor que posee un asalariado es su disposición a intercambiar un día de trabajo por un día de paga, cuyo precio nunca tiene derecho a decidir. ¿De qué recursos puede valerse para prosperar? Su único recurso es el salario que percibe. Pero en el nuevo entorno neocon resulta que ése no es un salario que le permita realizar ningún tipo de ahorro. Ni que le dé acceso a la educación superior. Le da justo para vivir al día, rezar para que no ocurra algún desastre que le haga perder su empleo y tener siempre la sensación de ser un perdedor. Otra cerveza, por favor. Es cierto que aquí y allá todavía existen obreros de clase media, de la misma manera que aún hay sindicatos. Pero unos y otros están contra las cuerdas, como un viejo boxeador desfigurado y con la cara llena de cortes y los vasos capilares reventados, y sin que ningún árbitro se decida a intervenir para detener esa carnicería. El mito americano de la autosuperación no tiene otro propósito que hacer que los trabajadores pobres lleguen a la íntima conclusión de que en cierto modo son inferiores a los demás, dado que no son capaces de aplicar ese mito a sus propias vidas. ¡Maldita sea, Pootie!, ¡si hasta los inmigrantes se montan su propio negocio y les va bien! ¿Cómo es que a ti ni siquiera te alcanza para pagar los plazos del camión? Ahora mismo, y en esto coinciden hasta las cifras retocadas del gobierno, un tercio de los trabajadores norteamericanos gana menos de nueve dólares por hora. Dentro de una década, cinco de cada diez empleos con una tasa elevada de crecimiento serán de baja categoría, una broma cruel de la que la próxima generación no podrá escapar. Cada vez habrá más personas que trabajen como dependientes, cajeros de supermercado y empleados de la limpieza, según las estadísticas de la Oficina de Trabajo. Algunos de nosotros nacimos hijos de un dios pringado, sabiendo desde el primer día que la vida no tiene por qué ser fácil y que apenas te da oportunidades para aplicar eso de la responsabilidad personal. Pero al menos siempre creímos que nuestros hijos podrían optar a una vida mejor. Es cierto que yo conseguí una vida mejor que la de mis padres. Actualmente resulta poco menos que imposible seguir creyendo en ese sueño. Estoy seguro de que si hoy mismo intentara entrar en la universidad con mis mediocres calificaciones de instituto de aquel entonces, sin ningún tipo de becas para estudiantes de familias pobres, sin programas de apoyo social para pagar la hipoteca, no llegaría ni de lejos a donde he llegado. Hace años había becas para la enseñanza media, y montones de programas de ayuda social, y la educación secundaria preparaba más o menos a la gente para el ingreso a la universidad. Eso no significa que en aquel entonces no hubiera entre las clases una zanja profunda y detestable. Claro que la había. Pero ahora esa zanja se ha convertido en un abismo tan profundo como el cañón del Colorado, y va a peor. Los programas de ayuda ya no tienen fondos federales y lo que queda son puros timos propagandísticos sin efectos reales. En cuanto vieron que el niño pobre de familia inculta no sabía hacer la o con un canuto, las élites de la clase dirigente se apresuraron a formar un pelotón de linchamiento de la maestra de turno, y se sintieron justificados cuando decidieron desviar el presupuesto educativo en beneficio de los ricos. Los líderes conservadores han comprendido muy bien que la educación tiene un efecto

liberalizador en la sociedad. En la actualidad están ideando métodos para pasar de tapadillo fondos federales hacia las escuelas fundamentalistas cristianas, esas madrassas norteamericanas, una forma segura de idiotizar más aún a las masas, si es que alguna vez fue necesario esmerarse tanto. ¿Acaso nos extraña que una encuesta Gallup revele que el 48 por ciento de los norteamericanos creen que Dios, tras escupirse en sus fornidas zarpas, se dijo manos a la obra y se puso a crear el universo, una pequeñez que le llevó siete días? Sólo el 28 por ciento de los norteamericanos cree en la teoría de la evolución. No es casual que este número corresponda aproximadamente al porcentaje de norteamericanos con estudios universitarios. Así que todos esos liberales tan inteligentes harían bien dejando su depresión y su whisky de primera para más tarde, porque esto tiene trazas de ir a peor. Hasta el día en que quienes cuentan con cierta cuota de poder e influencia se percaten de que es beneficioso que la gente reciba una formación de verdad y hagan posible el acceso a la educación sin necesidad de contraer una deuda aplastante, la chusma que vive en el corazón del país seguirá votando por peligrosos majaderos calzados con botas de cowboy. Y eso significa educar a todo el mundo, no sólo a los cuatro empollones y a la media docena de locos de las ciencias que actualmente pueden dar el salto, como brillantes promesas, en las escuelas de Winchester y otras zonas rurales. Esos pocos elegidos acaban en Nueva York, Houston o Boston, consiguen empleos como científicos, periodistas o economistas, y viven en ciudades donde hay boutiques de café y cines de arte y ensayo. Pero ¿qué hay del resto? ¿Qué pasa con la nueva generación de chicos destinados a sufrir el mismo ciclo tradicional de pasividad y odio a todo lo que huela a intelectual? Ahora mismo hay millones de jóvenes que se sentirán afortunados si les admiten en el ejército, y que si son súper afortunados ingresarán en alguna escuela profesional para luego ser absorbidos y embrutecidos para siempre por la cultura norteamericana del trabajo. En Winchester, por ejemplo, aunque ahora estamos siendo invadidos por unas cuantas familias procedentes de Washington D.C., gente de barrio residencial capitalino que piensa de un modo diferente, a la mayoría de los chicos nacidos aquí todo eso de la movilidad social se la sopla. La escuela les importa un bledo, y les importa todavía menos lo que la gente educada y sofisticada piense de ellos. Ésta es una crisis terrible y silenciosa. La pasividad, la aversión por el intelecto y la beligerancia contra el mundo exterior comienzan muy temprano en las vidas de nuestros críos. Nace en casa y continúa en la escuela primaria. Aunque la clase trabajadora de Norteamérica al completo cambiara súbitamente de actitud y quisiera enviar a todos y cada uno de sus hijos a la universidad, y aunque todos esos chicos lograran excelentes calificaciones y desearan ampliar sus horizontes, una transformación de esta naturaleza sería económicamente imposible con un sistema como el actual. Nadie tiene suficientes ahorros ni posibilidades de obtener un préstamo. Muchos lectores norteamericanos de estas páginas financiaron los estudios de sus hijos con una segunda hipoteca sobre su vivienda. Hoy en día, los escasos trabajadores que son propietarios de su casa se han quedado sin capacidad de endeudamiento porque han tenido que refinanciar la propiedad para pagar las deudas de la tarjeta de crédito o las facturas médicas. Las posibilidades son aún menores para los trabajadores pobres que viven de alquiler. Pagan la renta hasta el día en que se mueren, y ni siquiera les queda la esperanza de dejar a sus hijos un título de propiedad en concepto de patrimonio. Así que, a lo largo de generaciones, o se quedan estancados o van perdiendo terreno. Y permanecen tan burros como el día en que nacieron, y siguen bebiendo cerveza en el Royal Lunch y votando a los republicanos, porque jamás

llegarán siquiera a oír ninguna voz liberal auténtica, de esas que llegan al fondo de una cuestión y revelan ciertas verdades innegables. ¡Qué diablos van a oírlas, si hoy en día esas voces ni siquiera las oyen ya los propios liberales! Y, sin embargo, ellos las escucharían. En muchas ocasiones, en esta misma taberna he encontrado a más de uno que estaba de acuerdo con todos los argumentos expuestos. Una de las pocas cosas buenas de hacerse mayor es que uno puede recordar lo que parece haber sido borrado deliberadamente de la memoria nacional. Hace cincuenta años, los hombres y mujeres de buena fe estaban de acuerdo en que todo ciudadano tenía derecho a una asistencia sanitaria y a una educación gratuitas y fiables. Se consideraba un objetivo estatal que cada ciudadano pudiese explotar su potencial, e incluso los republicanos respaldaban esta idea. Eisenhower quería crear un seguro médico nacional, al igual que Nixon. Ahora esto se considera un objetivo inviable (y seguramente es una idea que apesta a comunismo, Pootie). Alcanzar esa meta, encaminarse a tales objetivos humanistas, era algo que se esperaba de los liberales norteamericanos. De los políticos del Partido Demócrata. De los millones de personas que se consideraban a sí mismas gente progresista y con ideales. Nadie pensaba ni de coña que los republicanos —el partido de los empresarios— se esforzarían alguna vez por mejorar la educación de los obreros, o la salud de sus familias, o cualquier otra cosa que no fuera el resultado electoral. Eso era lo que los demócratas y los liberales defendían: el progreso colectivo y de la clase trabajadora. Entre 1932 y 1980, los demócratas mantuvieron una cómoda mayoría en las dos cámaras del Congreso, salvo durante cuatro años repartidos en dos períodos (1947-1949 y 1953-1955). Lo normal hubiera sido que a lo largo de esos cuarenta y ocho años el partido de Roosevelt hubiese hecho lo necesario para que todo el mundo tuviera acceso a una educación y una asistencia sanitaria gratuitas. Y más aún en los noventa, los años de las vacas gordas. En esos momentos el mercado de valores estaba en auge, los liberales de la clase media profesional y semiprofesional tenían los diplomas universitarios al alcance de la mano, y los préstamos educativos los condujeron a la prosperidad. Gozaban de buenos trabajos y unos planes de pensiones patrocinados por las empresas —los 401K—, que habían sido recientemente implantados y que había que ir engordando, y los vuelos a Francia estaban tirados de precio y..., bueno..., ya se sabe lo que pasa. No podría señalar a nadie con el dedo. Desde luego que yo fui uno de ellos. De modo que ahora estoy sentado en el Royal Lunch junto a la ventana mirando pasar a gente que no sólo fracasa en su intento por conseguir aquello a lo que tiene derecho, sino que ni siquiera consigue lo indispensable. Ni techo ni sustento. Ni siquiera una pizca de compasión. Aquí mismo, en las viejas calles de mi ciudad. Tanto en Winchester como en muchas otras poblaciones históricas del Este de Estados Unidos, los antiguos muros de ladrillo ocultan mucha pobreza. Tres cuartas partes de los habitantes de esta ciudad tienen ingresos inferiores a un setenta y cinco por ciento del salario medio nacional, y una enorme cantidad de personas viven exclusivamente de la Seguridad Social. El porcentaje de viviendas precarias de alquiler es aquí tan elevado como el de una gran urbe. El 56 por ciento de los residentes viven de alquiler y pagan una renta que, en proporción con sus ingresos, es la más alta de todo el estado. Los códigos de control habilitados para las viviendas de alquiler nunca se han hecho cumplir porque los grandes propietarios y los dueños de los barrios bajos siempre tienen la mayoría en el ayuntamiento. Con el transcurso del tiempo han convertido la ciudad en un paraíso para los dueños de las viviendas precarias de alquiler. Así es como funcionan las cosas, no sólo aquí sino también en miles de pequeñas y medianas ciudades de todo el país, cada una de las cuales cuenta con sus propios «barrios de mala muerte».

Cuando regresé a Winchester en 2001 las cosas estaban peor que nunca. Así que en 2004 empecé a armar follón en los plenos del ayuntamiento, montando numeritos tales como regalarle al consejo —frente a las cámaras de la televisión— algunas ratas muertas halladas en habitaciones de niños, y agujas hipodérmicas recogidas en patios de recreo. Aquello no tuvo el menor el efecto, de modo que abandoné mis intentos de avergonzar a esa gente y durante los dos años posteriores me dediqué a formar la Asociación de Inquilinos de Winchester, el primer sindicato de arrendatarios del estado. No nos atrevíamos a llamarlo «sindicato» porque ése es un término que merece todo el desprecio en un país antisindicalista donde nadie se hubiera unido a nuestras justas reivindicaciones, y la palabra en sí misma nos habría convertido en blanco de diversos detractores, desde la derecha local hasta los políticos de todo el estado. El panorama era hostil. Los miembros de la asociación sufrían las amenazas de los caseros y administradores de fincas. Un propietario me empujó por las escaleras y luego llamó a la policía, alegando que había agredido a su esposa, una anciana de setenta años. Con sólo echar un vistazo los policías se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo realmente. En medio de todo esto teníamos que luchar para evitar el desahucio ilegal de los arrendatarios que se habían unido a la asociación, y salíamos a la calle después de la jornada laboral para dedicarnos a asesorar a la gente, fueran o no miembros de la asociación. Estaban presentes todos los elementos de un conflicto de clases, un hecho que los neoconservadores y los columnistas de la derecha no pasaron por alto, y enseguida nos acusaron de intento de agitación y de promover un conflicto de clases donde no había diferencia de clases, y de sacar a relucir la existencia de los sin techo cuando no había nadie en esa situación. En fin, Mary Golliday carecía de techo la primera vez que la vi aguantando de pie en una esquina bajo la lluvia de invierno: no tenía ni casa ni dientes, y todo su cuerpo era un podrido amasijo de arrugas. El encargado de una tienda infantil me llamó por teléfono para preguntarme si la Asociación de Inquilinos podía hacer algo por ella. En una muestra infrecuente de celo, el Departamento municipal de Sanidad había inhabilitado el espacio donde se alojaba Mary por graves infracciones de las ordenanzas. El propietario reaccionó echándola a la calle y llevándose todas sus pertenencias —en su mayoría chatarra de segunda mano— en un camión de carga. Se habían volatilizado los dos meses de adelanto que vaya usted a saber cómo la pobre mujer consiguió pagar en su momento. El propietario no le daba nunca un recibo. Veinte minutos después de la llamada, Mary yo nos reunimos y rellenamos un formulario exponiendo su caso en el albergue del Ejército de Salvación, que estaba atestado de gente. Le regalé un paquete de galletas Lance de mantequilla de cacahuete, y resultó que le encantaban y las comía siempre que tenía ocasión. A continuación telefoneé al sheriff de la ciudad, que entre otras cosas se encarga de los desahucios ilegales. Según la ley, sólo el sheriff puede autorizar un desahucio. Al escuchar por teléfono la historia de Mary, el nuestro contestó: «Ah, sí, la señora Golliday. No es la primera vez que tenemos problemas con ella». Y eso fue todo. En esta ciudad inclemente, Mary Golliday no disponía de ningún recurso. En Virginia un desahucio ilegal es un asunto civil, lo cual significa que su único recurso frente al desahucio era contratar a un abogado y llevar al propietario a los tribunales. No resultaba muy probable que eso ocurriera, dado que Mary vivía con un cheque mensual de algo más de quinientos dólares que recibía de la Seguridad Social, de los cuales cuatrocientos se le iban en el alquiler. Por otra parte, ningún abogado de la ciudad aceptaría llevar un caso de un inquilino contra un casero. Los abogados se toman sus copas con los caseros en el club de campo y obtienen considerables honorarios gestionando transacciones inmobiliarias. Se ganan muy bien la vida

obstaculizando cualquier demanda judicial contra los propietarios, ya sea por parte del ayuntamiento o de un arrendatario. Yo tampoco pude ayudar a Mary Golliday, ya que la Asociación de Inquilinos no disponía de otra fuente de financiación que no fuera mi tarjeta Visa. Y aquel patético pedazo de plástico plateado ya había agotado el tope por los anteriores esfuerzos realizados en beneficio de inquilinos jodidos, deprimidos y con la imborrable marca de un sistema en el que la propiedad tiene muchos más derechos que los ciudadanos. El caso de Mary no es nada infrecuente, como tampoco lo es que recibiera esa clase de trato por parte de las instituciones locales y los organismos públicos, que son pura fachada. Unas y otros no hacen casi nada porque el propio municipio empieza por dotarlos de fondos manifiestamente insuficientes, y porque quienes los dirigen entienden que su trabajo consiste en reducir gastos y, por lo tanto, servicios. Para que actuaran sería necesario subir los impuestos, pero Virginia es un estado que hace propaganda de sus impuestos bajos a bombo y platillo. A veces, el esfuerzo de los organismos por negar su ayuda se torna ridículo. Hace algún tiempo uno de esos organismos del sur del estado decidió que un anciano que vivía en una caravana y sobrevivía recogiendo latas de aluminio era un «empresario autónomo del sector del reciclaje», y en consecuencia no necesitaba ayuda social. En Winchester no tenemos viviendas a precios razonables y no hacemos nada por los pobres a menos que lo pague el gobierno federal. Se supone que no es preciso porque de todo eso ya se encargan las iglesias y, recientemente, otras organizaciones relacionadas también con la fe religiosa. No hace falta rebuscar mucho para encontrar a millones de Mary Gollydays a lo ancho del país. La única diferencia es que aquí, en el Sur, cuando los individuos como Mary están en apuros, los pisoteamos, de acuerdo con el principio cristiano según el cual a la gente caída hay que darle una buena patada porque es la manera de proporcionarles un incentivo para levantarse. Después del puntapié intentarán retomar el baile cuyo ritmo marca la mano invisible del libre mercado. A menos que algún liberal con buen corazón esté dispuesto a cargarlo en su Visa, no habrá justicia alguna para las Mary Gollidays. A estas alturas todos sabemos que la poderosa coalición liderada por Ronald Reagan fue la responsable de propinar el puntapié inicial que mandó a la calle a Mary y los de su especie (excepto aquí, en el Sur, donde para empezar rara vez les hemos dejado estar en otro sitio que no sea en la calle, porque pensamos que son simples excéntricos). ¿Recuerdan cuando se nos empezó a contar que las madres que vivían de la asistencia social eran unas ladronas que robaban al erario público y luego conducían un Cadillac? Después de treinta años, y pese al interludio de un par de gobiernos del Partido Demócrata, las cosas no han hecho más que empeorar. Sin embargo, no toda la culpa es de los republicanos. Bill Clinton estaba demasiado orgulloso de sí mismo con la firma del NAFTA y con la idea de haber creado una república de fondos de inversión para yuppies como para prestar atención a los norteamericanos que sólo tenían un trabajo normal y corriente, a pesar del modesto y folclórico suburbio donde nació (Hope, Arkansas, 1946). En realidad no debería decir que «todos» sabemos cómo terminó toda esta gente de patitas en la calle, porque ninguno de nosotros ha llegado a ser lo que fue Mary después del desahucio: una persona desaparecida. Y seguirá desaparecida hasta que el próximo ejemplar sanguinario de prensa amarilla vuelva a hacerla aparecer ante los ojos de la sociedad. Y lo único que ella esperaba de la vida era saborear unas galletas Lance de mantequilla de cacahuete y quedarse mirando la tele sumergida en su hedionda felicidad. La miseria en la que viven personas como Mary Golliday es en buena parte el resultado de las políticas estatales, pero también consecuencia del conflicto de clases que se vive en el plano local. El problema es que sólo una de las partes comprende que existe un conflicto de clases, la

parte de los que reciben las patadas en el culo. Para éstos, es como estar atado dentro de un saco de arpillera tratando de adivinar quién te está sacudiendo con un bate de béisbol. Por supuesto que aquí en el Royal Lunch nadie ha oído hablar de «lucha de clases». Y, sin duda, el trabajador medio de la construcción que frecuenta esta taberna no llega a comprender que el multimillonario constructor para el que trabaja, cosa por la que le está enormemente agradecido, es uno de los que aporrean el saco de arpillera. Esto otorga al bloque neoconservador una ventaja diabólica a la hora de diseñar proyectos de ley y tácticas legislativas que permiten atracar legalmente a la clase trabajadora. Para llevarlo a cabo, los capos de las grandes empresas que son los amos del Congreso utilizan esta institución para facilitar el aplastamiento de los pobres de lugares como Winchester por parte de los empresarios locales. Los empresarios locales y regionales que controlan los gobiernos de ciudades, municipios y condados tienen el poder y la posibilidad de realizar esa clase de atracos legales. Son esos veinte millones de propietarios de pequeños negocios de este país a los que Reagan llamaba «la columna vertebral de la república», gente a la que debemos admirar, según las páginas de todos los periódicos en América. Como muchos provincianos, yo empecé admirando al pequeño empresario independiente. En mi adolescencia trabajaba en una zapatería del centro y pensaba que era el trabajo más guay del mundo, y disfrutaba entrando y saliendo de la tienda con mi chaqueta azul de uniforme y mis mocasines, atendiendo a las chicas, peinándome cada cinco minutos. Y miraba fascinado al dueño, Riley Walker, un gigante cascarrabias, primogénito de un jugador de póquer que ejercía su oficio en el ferrocarril y que nunca se recuperó de la Gran Depresión, un tipo que odiaba a los negros y al que tampoco le gustaban sus empleados. En cierta ocasión me dio la tarde libre, a regañadientes, para que asistiera a mi boda al más puro estilo tubite trash al otro lado de la frontera, en Williamsport, Maryland, el lugar más próximo en el que una parejita de adolescentes pardillos podía casarse legalmente. Aquel viejo reptil de mi jefe se llevaba todos los premios al ciudadano modelo que entregaba la presuntuosa colectividad del Rotary Club. Acariciaba la pierna rolliza de cualquier matrona adinerada que pudiera soltar cincuenta dólares por un par de Naturalizers, y en aquellos tiempos eso era mucha pasta por unos zapatos de mujer. No dejaba entrar a los negros, escondía la barriga, sonreía a las ancianas y de paso se forraba apropiándose de todos los bienes raíces que quedaban a su alcance. Al final Riley Walker llegó a ser el promotor inmobiliario más sobresaliente de su época; su hijo y su nieto se encargaron de que la empresa creciera aún más. Por aquel entonces, al igual que ocurre ahora en ciudades como ésta, la mayoría de los ricos amasaban su fortuna con los bienes raíces, ya que por lo menos desde los tiempos de la guerra civil el suelo era casi lo único con lo que se podía ganar pasta de verdad; bueno, con eso y con la mano de obra barata. El mayor orgullo público de Walker, sin embargo, fue traer a la ciudad un colegio universitario presbiteriano radicado hasta entonces en el sur del estado y cuya fama estaba en franca decadencia —ganando de paso un dineral en todas y cada una de las fases del proceso—, lo cual le permitió convertirse en el padre de la educación superior de nuestra comunidad. Su legado es un colegio universitario de derechas muy sobrevalorado que ahora está catalogado como «universidad» por el simple hecho de albergar un departamento de historia sureña de tendencia revisionista y una escuela de negocios bautizada con el nombre de Harry Flood Byrd, el fundador del más importante movimiento de masas del estado de Virginia contra la supresión del segregacionismo en las escuelas. El nombre de Walker está por doquier: en edificios, calles peatonales y demás, y varias elegantes avenidas de las urbanizaciones de lujo llevan los ridículos nombres de pila de sus hijos. Es uno de los santos patrones de la comunidad

empresarial. La pequeña coalición de compañías familiares del Sur que, siguiendo la tradición, han gobernado nuestra república bananera desde el Valle de Shenandoah, siguen prolongando esta orgullosa costumbre. Hoy en día se forran gracias a la febril sobreurbanización y dejan a los contribuyentes tirados en medio de los atascos del tráfico y cargando con el muerto de la falta de nuevas escuelas que habría que haber construido al ritmo del crecimiento demográfico. Es el mismo panorama que uno encuentra en Misuri, Oregón, Iowa o California, a lo largo y ancho de este país. Sin embargo, los peligrosos de verdad son los particulares que tratan de engrosar su tajada a costa de quien sea y en el nivel local. No estoy hablando del peluquero o del salón de belleza con un solo secador, ni del dueño de la charcutería de mi calle. Me refiero a los agentes inmobiliarios, los abogados e intermediarios dispuestos a cualquier cosa mientras sirva para cargarse las normas urbanísticas, destruir los sindicatos y todo lo que en general conduzca a mantener los salarios bajos y los alquileres altos, y deshacerse de los white trash, de los liberales y de los «afroides» (tal como los llama un promotor carca de la zona). Este grupo de profesionales y semiprofesionales de la derecha son unos segundones que se mueren de ganas de jugar algún día en primera división. En su carrera por ascender en el escalafón te arrancarán los ojos, te pisarán la cabeza y mearán sobre los de abajo a cada paso. Al mismo tiempo son unos imbéciles integrales. Como ese comerciante de la ciudad que regresó de un viaje por Europa y, sabiendo que soy un repugnante progre a machamartillo, me trajo un ejemplar de un periódico socialista. Me lo entregó como si estuviera de guasa y me dijo: «Tío, ¿te puedes creer que allá permiten que se venda eso? Menos mal que en nuestro país hay leyes que prohíben toda esta mierda». Le recordé que el partido socialista es probablemente el partido político más numeroso del mundo. «¡Y un huevo!», repuso. De modo que le pregunté: «¿Y cuál demonios crees que es el partido más numeroso?». «¡El Partido Republicano!, ¿no te jode? Somos el único país con partidos políticos de verdad.» Pues bien, este tipo tiene un master en administración de empresas que se sacó en una universidad del Sur, ocupa un cargo político y ejerce cierta influencia en los asuntos públicos de la ciudad. Son gentuza como él los que les pisan el cuello a millones de trabajadores pobres. Mi padre murió con algunas de esas marcas de tacón en el cuello. Trabajó para un pequeño comerciante encargándose de una gasolinera con taller de reparación desde finales de los cincuenta hasta finales de los sesenta. Estaba orgulloso de su trabajo y de lo bien que se le daba. Hacía jornadas de doce horas seis días a la semana tumbado de espaldas debajo de los coches, limpiando el foso grasiento, echando gasolina y alimentándose a base de sándwiches de mortadela. Nunca bebía. No podía permitírselo, y además temía el castigo que el Dios de los fundamentalistas les tiene reservado a los bebedores. Si robabas te daba unos azotes en el trasero, pero si te portabas bien te llevaba a pasar la noche pescando en el río Shenandoah. Papá creía que Jimmy Hoffa era la confirmación de que todos los sindicatos son corruptos. Por la noche, cuando salía de trabajar, le gustaba sentarse en el sofá y comer helado directamente del bote. A veces yo bajaba las escaleras en pijama y, sin hacer ruido, me acurrucaba junto a él y veíamos juntos La ley del revólver. Sufrió el primer infarto hacia el final de la treintena y se pasó el resto de la vida endeudado con los médicos y los hospitales. Hasta que ya muy tarde acudió a la Seguridad Social, jamás había tenido un seguro médico. Los pequeños hombres de negocios para los que trabajó se enriquecieron gracias a los esfuerzos incansables de mi padre por ganar clientes y amigos, y porque se esmeraba en hacer su trabajo a la perfección, y todo por 45 dólares a la semana. Era el año 1962. Él creía en el sistema y asumía los apuros que pasaba como fracasos personales. Los viejos zánganos del Royal Lunch le recuerdan con

cariño, y muchos de ellos asistieron a su funeral; ésa es una de las razones por las que vengo a este bar. Mi viejo tuvo un funeral de la hostia, el más concurrido de todos los que se celebraron en su iglesia. Y supongo que eso significa que le querían. Eso espero. Porque al fin y al cabo es lo único que consiguió en su paso por este mundo. Que yo sepa, creyó siempre que los pequeños negociantes que le apretaron las tuercas durante toda su vida eran verdaderos amigos. Y es que estaba convencido de que la gente que se montaba un negocio en cierto modo era más lista, estaba más preparada y era más competente que él, y la prueba era su éxito. ¿Cómo demonios se nos ocurrió a los norteamericanos que una panda de vendedores de conservas, gasolineros minoristas y chorizos inmobiliarios con oficina en el centro eran el pilar de nuestra democracia y el indicador de lo que es bueno para este país? Bien, no se nos ocurrió a nosotros, desde luego. Fue idea de los vendedores de conservas y de los políticos y de las grandes empresas que son propietarias del Congreso. Una vez que se descubrió que estos pequeños negocios explotaobreros eran un magnífico generador de empleos mal pagados, sin afiliación sindical, desechables, a tiempo parcial y sin asegurar, y que cualquier mierda de trabajo vale como cualquier otro a fines estadísticos (incluso un empleo consistente en echar veinticuatro horas a la semana cortando con una sierra los cadáveres hinchados de cerdas preñadas para sacarlas a trozos de las jaulas de madera en las que supuestamente tenían que parir, un trabajo que de hecho desempeñé yo durante un par de meses), sus dueños pasaron a ser vistos como poderosos motores de reducción del paro. ¡El corazón vivo que hace latir nuestra economía! Y ahora Wall Street sube y sube a velocidad de vértigo ante las noticias de que las empresas despiden a gente a miles, mientras todos los demás cantamos a coro: «¡Ay ho, ay ho! ¡Vamos a trabajar!», mientras nos dirigimos risueños a la franquicia local de Tyson Foods, donde apuñalaremos pavos durante horas con alegría y cobrando justito el salario mínimo al lado del salvadoreño que no deja de vigilar por si somos una amenaza para su puesto de trabajo. A pesar de la globalización, los dueños de las pequeñas y medianas empresas son los que controlan el núcleo del país. Muchas de esas ciudades pintorescas que vemos pasar por la ventanilla desde la carretera interestatal son pequeños feudos gobernados por redes locales de familias adineradas, banqueros, constructores, abogados y comerciantes. Es la cara de la vida real que no alcanzamos a captar ni desde la carretera ni desde la habitación del hotel Marriott, y que seguramente no aparece en los folletos turísticos que promocionan el Winchester's Apple Blossom Festival o el Oktoberfest en las ciudades del Medio Oeste. Entre los intereses de estas provincias prósperas y conservadoras figura el mantener el estado feudal a costa de impuestos bajos, una normativa local escasa o inexistente, ausencia de sindicatos, un sistema escolar de bajo coste y una cámara de comercio en comunicación rápida y directa con el Senado estatal. Al mismo tiempo, esas gentes controlan a la mayoría de los cargos electos y gobiernos municipales. Parece lo más natural que los dueños de estas pequeñas empresas, después de varias generaciones adulterando productos y vendiendo gato por liebre, lleguen a la conclusión de que en Estados Unidos sólo se trata de hacer dinero rápido. «Que se joda el paisaje del puto riachuelo de postal y que se jodan todos esos fanáticos ecologistas. ¡Van a darme la franquicia para abrir un Outback Steakhouse! ¡Venga cemento, nena!» Los miembros de la clase empresarial, esa legión de listillos del Rotary Club, son vitales para el buen funcionamiento de la maquinaria empresarial y política norteamericanas. El timo institucionalizado que sufre la clase obrera por parte de las grandes empresas encuentra su paralelo firme y seguro en este otro nivel, básico y popular, y consigue un inestimable apoyo entre ellos, siempre dispuestos a impedir cualquier incremento en el salario mínimo o a frenar

todo cambio del sistema impositivo que pueda ser ni remotamente justo. Como parte integrante de los gobiernos locales, esta banda de kiwanis y rotarios disfruta de excelentes contactos. Son ellos los que consiguen la recalificación de un terreno de cuarenta hectáreas para edificar un Wal-Mart, o la financiación con dinero de los contribuyentes para el alcantarillado que necesita ese barrio de dos mil viviendas unifamiliares para millonarios. Cuando los grandes negocios necesitan que alguien agilice las cosas en el nivel local, estos amigos y sus abogados pueden resucitar a los muertos o conseguir que los ciegos recuperen la vista. Son un regalo de Dios para las grandes compañías antisindicalistas y las fábricas contaminantes que andan en busca de un río puro donde mear cadmio en grandes dosis. Ahí aparecen los conseguidores de la derechona de toda la vida. Unos tíos tan de derechas que hasta se niegan a comer el ala izquierda de los pollos. Sin embargo, en el mundo de la clase empresarial encontramos gente que está incluso más a la derecha y que resulta aún más peligrosa: los grandes industriales fracasados. Los aspirantes a millonarios. ¡Y pensar que hay quien se mete con la ira descaminada de los obreros! Hablo de ese tipo que está sentado a un extremo de la mesa y se pone a parir porque nadie le pasa la salsa. Me refiero a Buck, oyente de las tertulias radiofónicas más reaccionarias, que se pasa por el Royal Lunch cuando necesita contratar a un carpintero o un pintor de brocha gorda, algún desprevenido que no esté al tanto de que a Buck es más fácil arrancarle los dientes que la paga. Buck se dedica a la venta de bienes inmuebles en este mercado saturado de intermediarios. El cree en el sueño americano, al menos en la versión que a él le gusta, es decir, un sueño en forma de dinero y nada más que dinero. Quiere un Jaguar, una mansión y una rubia tontorrona con unas tetas como balones de baloncesto. Con cuarenta y nueve años, y divorciado, todavía piensa que la vida consiste en eso y está convencido de que, si se lo curra, algún día será suyo. Un deportivo, un Rolex, una supermansión, la releche. En cualquier otra época, Buck habría podido ganar la partida. Pero no lo ha logrado. En los tiempos que corren el curso del dinero se desvía mucho antes de que él se entere, absorbido por los millonarios del petróleo apadrinados por Bush y los nuevos peces gordos de las finanzas. Así que, a diferencia del constructor Mifflin Cooper, nuestro amigo común que nació con un pan debajo del brazo, Buck no consigue hacerse sitio en el abrevadero. Ni tiene la riqueza ancestral de la familia Byrd, dueña de todos nuestros periódicos locales y regionales, ni pinta nada en la familia Lewis, dueña de la emisora de radio que emite las tertulias de los conservadores. Y cuando por fin logra darse cuenta de que, aunque se haya pasado la vida besándole el culo a esta gente, él nunca conseguirá formar parte de los superprivilegiados, Buck se vuelve una mala bestia que culpa al mundo de su mala fortuna. El tenía lo que hay que tener para ser rico y se lo merecía, de modo que ha de echarle la culpa a alguien. A los gorrones que viven de la asistencia social; seguro que son ellos. La culpa es de todos los impuestos destinados a los programas sociales para las minorías, el dinero que va a parar a los negros y los mexicanos. La culpa es de los liberales, con su manía de crear impuestos y gastar lo recaudado en estupideces. La culpa es de que hay «demasiado gobierno», que es sinónimo de ineficacia. Sólo se libran de la culpa las élites de ricachones porque, ¡maldita sea!, lo que mi amigo Buck quiere es, precisamente, llegar a ser uno de ellos. Dudo que Buck haya echado alguna vez un vistazo a los presupuestos federales para ver qué porcentaje de sus impuestos —un cuatro por ciento como mucho— se destina a lo que él llama «programas socialistas». Y seguro que nunca cuestiona que un cuarto de dólar del impuesto sobre la renta se utilice para el pago de los intereses de los opulentos titulares de bonos del Estado. Nunca cuestiona el coste de los portaaviones nucleares, aviones espía ni el del envío de

tropas a lugares remotos para reforzar el imperio americano. Ese imperio, de hecho, es algo de lo que siente orgulloso. Seguramente Buck está más que dispuesto a permitir que los corredores de bonos y los banqueros que invierten en Wall Street saboreen delante de sus narices los frutos del trabajo del propio Buck. Al fin y al cabo eso es lo que a él le gustaría: llevarse una mayor tajada del pastel. Sin embargo, los pequeños empresarios reales lo están pasando bastante mal, lo cual no impide que todos y cada uno de los carpinteros, fontaneros y electricistas de esta ciudad sueñen con tener una empresa propia en lugar de trabajar como autónomos para los grandes constructores, que de este modo se libran de pagar las prestaciones sociales. Todos los carpinteros y electricistas que se encuentran esta noche en el Royal Lunch son autónomos víctimas de la gran estafa de los grandes constructores, que aplican sistemáticamente la idea de subcontratar al personal de las obras para de este modo ahorrarse el dinero de la Seguridad Social, las indemnizaciones en caso de accidente y demás. El resultado de esta política son estas contratas de trabajadores individuales no asegurados, los cuales a su vez contratan a algún borracho «empleado» o pagan en negro a un familiar para que eche una mano levantando los materiales más pesados. A fin de asegurarse de que el pequeño autónomo no se convierta en una amenaza, el gobierno actual ha vuelto a recortar los fondos destinados a la Administración de Microempresas, por la sencilla razón de que los auténticos empresarios que se llaman a sí mismos «pequeños empresarios» no son para nada pequeños sino que, como ya he dicho, constituyen una serie de grupos de empresas muy potentes que actúan en los niveles local y regional. A ellos sí que los cuidan. Al fin y al cabo, estos grupos de empresarios donan mucho dinero para las campañas electorales. Los políticos conocen las reglas: sé listo y baila con los que te llevarán al trono. ¿Para qué tirar el dinero en un préstamo a Raynetta Jackson, que a trancas y barrancas logró criar a sus seis hijos y ahora quiere abrir una guardería? ¿Para qué darle una oportunidad a Bobby Jenkins, que se sentiría capaz de montar el mejor taller de chapa y pintura de la ciudad si tuviese algo de dinero para empezar? En lugar de eso, dile a Raynetta que los liberales van a incitar a todos sus nietos a que lleven condones a la escuela, y dile a Bobby que como no se ande con ojo habrá una coalición urbana (donde «urbana» es una palabra en clave para referirse a los afroamericanos) que pretende quitarle a su padre esa escopeta de caza que es la reliquia de la familia. Siempre funciona. En fin, basta ya de reflexiones de borracho. Falta una hora para que cierren, y si hay una norma de cortesía que acato en esta vida es la de nunca ser el último parroquiano que abandona el bar. Sólo he tardado cuarenta años en aprenderlo. Así que pago y me dirijo hacia la puerta, cuando Carol, la camarera, me grita: «¡Coge un taxi, Bageant!». Y que lo digas, maldita sea, ¡ya lo creo que cogeré un taxi! Esta ciudad tiene leyes que regulan la embriaguez en la vía pública y un montón de policías cristianos renacidos que sienten una enorme y orgullosa satisfacción cuando se les presenta la oportunidad de hacerlas cumplir. Humildes servidores del orden público que te empujarán contra el coche patrulla, y bastará con que te entre la risa tonta para que se diviertan pateándote las rótulas. Y al día siguiente saldrás en la prensa local en la sección de noticias de orden público y juzgados. No, gracias. Afortunadamente, la empresa de taxis de la ciudad —«Paria Taxi», así es como la llamamos, ya que los conductores son ex alcohólicos y residentes en centros de reinserción social— se halla justo al lado del Royal Lunch. Así que uno cruza la puerta y hace un gesto con la mano a los taxistas que están a la espera de un pasajero. Por lo general conocemos al taxista o fuimos a la escuela con algún familiar suyo. Y por el apellido que figura en el registro que

llevan en la visera siempre sabemos que el taxista es uno de los nuestros: un compañero, un eslabón en la cadena de trabajadores corrientes de esta ciudad que nació hace dos siglos. Es una sensación agradable y familiar. A veces esta simbiosis entre los borrachos desinhibidos del Royal Lunch y los borrachos inhibidos de la parada de taxis parece ser lo único que funciona de maravilla en este lugar. Mientras tanto, te llega débil la voz de Dottie y alcanzas a oír desde la calle: I'm crazeeeeeee, crazy for feeling so lonely, crazy, crazy for feelin’ so blue. Y esas últimas notas se deslizan como un pañuelo de seda que cae por una escalera en lo más profundo de nuestros corazones. No hay nada más humano que la manera en que todos —el taxista, Dot, yo mismo— tomamos del otro lo que necesitamos, ese instante próximo a la medianoche en el que compartimos los fantasmas de esta vieja ciudad.

2 REPUBLICANOS POR DEFECTO Miedo y orgullo en la era de las subcontrataciones En el muelle de carga de Rubbermaid el personal chilla hoy como una familia de macacos con el culo al aire, apoyados en los palés y riendo hasta casi asfixiarse. Junie Reese se ha comprado un alargador de pene. Llegó por correo postal a su nombre. La ilustración y el texto que venía escrito en la caja lo explicaban todo: «¡Ínflelo y manténgase en forma! Este poderoso alargador de máxima calidad contiene un cilindro de 30 centímetros, una bomba para inflar y desinflar, y una manga de ultrasucción de 45 centímetros. Consiga una impresionante superpotencia con la bomba manual y use la válvula para liberar fácilmente la presión. Aplicando el efecto vibrador de múltiples velocidades, obtendrá un placer colosal». «Veamos qué haces con ese artilugio, tío.» Junie es el trabajador más aborrecido en el muelle y un lameculos de la empresa, siempre listo para delatar a sus compañeros al supervisor. Esta noche está recibiendo parte de su merecido. Alguien se ha vengado enviándole por correo la caja del alargador de pene (una caja vacía, porque ni siquiera contiene el kit, sólo un texto obsceno). A sus treinta y cinco años, de cara y cabello rubicundos, Junie Reese lleva escrito en todo su cuerpo que es un cruce de varios perros callejeros americanos. En el dorso de la mano izquierda luce un tatuaje casero algo borroso. (¿Qué se supone que es eso, Junie?, ¿un cuchillo, una espada, una cruz? ¿Una jota de Junie? ¡Una jota mal hecha, tío!) Pues sí. El tipo es un genuino soplapollas sodomizado de la vieja escuela y una auténtica puta de empresa. A modo de réplica, Junie empieza a dar patadones en el suelo y a sacar pecho frente a sus torturadores. Luego, cuando parece que ya ha pasado lo peor, lo llaman para que se presente en el despacho. «Señor Reese, no podemos tolerar semejante alboroto durante la jornada laboral. De modo que voy a tener que pedirle que no reciba más envíos personales en el trabajo. Está prohibido que le lleguen más paquetes a su nombre a la sala de correo de Rubbermaid. ¿Le ha quedado claro?» Junie explica que le han jugado una mala pasada. El supervisor contesta: « Y a mí qué, voy a tener que tomar nota, y sepa que mi advertencia sigue en pie». Junie murmura un «sí, señor», asiente con la cabeza y se retira, después de lo cual el supervisor se descojona.

Viéndola desde la autopista, la planta de Rubbermaid en Winchester no parece muy interesante, ni nadie diría que se trata de un teatro de variedades. Pero una vez dentro es como una pequeña ciudad, una cultura herméticamente sellada en la cual todas las personas son observadas y todos los movimientos registrados, mientras cada célula de la colmena se esfuerza para producir más y más plástico: cubos, escurreplatos, contenedores de basura y espátulas. Una célula llamada Miscellaneous One fabrica pequeñas papeleras y unos carteles amarillos de veinticinco centímetros de ancho por cincuenta de alto en donde dice «Precaución, suelo mojado», esos artilugios con los que uno se encuentra en aeropuertos y edificios públicos de medio mundo. Miscellaneous Two fabrica cubos de fregona, cucharas de goma y tapas para cubos de basura. En la zona de Espuma Estructural se fabrican los carritos de la compra, y luego está el departamento de Tratamiento de Plásticos, que vendría a ser el Departamento de Fuerza Bruta (hablaremos de eso más tarde). Y no olvidemos el área de Moldeo Rotacional, conocida como la «mina de sal». En la puerta de acceso hay una fotografía de un brazo flexionado marcando músculos, que pertenece al tipo más duro de la planta, el que hace funcionar los mastodontes de acero que fabrican las carretillas de jardín y otros productos de gran tamaño. En este oscuro y estrepitoso infierno, toneladas de plástico se funden y se convierten en un líquido que luego es inyectado con jeringas en unos moldes lo bastante grandes como para escupir de una sola pieza un cobertizo; eso ocurre en algunas plantas de Rubbermaid, pero no en ésta. Se abren las puertas del horno, y los carros y contenedores salen expulsados bruscamente, a un ritmo incesante. Como ellos dicen, el área de Moldeo Rotacional no es «un lugar para canijos». Y los canijos se sienten la hostia de contentos de no estar allí. Incluso para los más musculosos, el trabajo de los departamentos de Moldeo Rotacional en el muelle de carga es muy duro. A pesar de que oímos hablar constantemente de que millares de fábricas de Estados Unidos se trasladan a México o a China, millones de americanos trabajan aún en la industria manufacturera. Y mientras las demás industrias se deslocalizan, la gente sigue pensando que Rubbermaid es una empresa segura en la que vale la pena currar. Si bien es cierto que durante medio siglo las industrias manufactureras como Rubbermaid han elegido para instalar sus cadenas de montaje rincones del corazón de América como Virginia por la sencilla razón de que es ahí donde encuentran una mano de obra blanca, barata, arruinada y sin afiliación sindical, también es verdad que muchos de nosotros hemos prosperado en sus instalaciones, yo mismo incluido. En 1967, poco después de dejar el ejército, entré a trabajar en Rubbermaid, antes de partir rumbo al Oeste para buscarme la vida, en 1969. El salario que me pagaban, 1,65 dólares por hora, era el sostén de la familia que acababa de formar —mi esposa, Cindy, y mi hijo, Tim—. Por aquel entonces en la mayor parte de los empleos el seguro de enfermedad era gratuito o casi. Me llevaba al trabajo una fiambrera de metal y me sentía orgulloso como cualquier padre de familia, mientras que Cindy disfrutaba el tiempo que pasaba con el bebé y organizaba el primer hogar que habíamos construido entre los dos. Para ambos había cierta dignidad en la vida que llevábamos, consagrada al trabajo y la familia; estábamos ansiosos por demostrar que ya éramos adultos y que el mundo era tal como lo imaginábamos. Treinta y tres años después me encontré de regreso en Winchester y otra vez cerca de los trabajadores de Rubbermaid. Mientras esperaba a que apareciera un comprador para mi casa de Oregón, viví tres meses con mi hijo Tim, que ya tenía treinta y cuatro años y había estado haciendo turnos en Rubbermaid durante cinco. Lo que vi me partió el alma. La vida de los trabajadores como mi hijo y sus amigos me parecía tan dura, insegura y despojada de toda

dignidad laboral que me entraban ganas de maldecir y llorar. Algunos residían en Virginia Occidental y recorrían más de ciento cincuenta kilómetros diarios en viajes de ida y vuelta para ir a trabajar, lo que equivalía a cuatro o cinco horas de desplazamiento. Lo hacían en grupos, utilizando una furgoneta de carga que, repleta de trabajadores, viajaba casi siete horas diarias; los trabajadores se turnaban para conducir y dormir como podían. Cuando la nieve les impedía volver a casa, lo cual ocurre a menudo si vives en las montañas de Virginia Occidental, algunos se quedaban a pasar la noche en casa de Tim, durmiendo en el sofá o embutidos en un saco de dormir. La mayoría de ellos eran padres de familia, algunos, hombres maduros, y otros, recién salidos del instituto; todos vivían en caravanas o en viviendas modulares. Eran gente decente y tranquila, siempre lo dejaban todo limpio y ordenado, pedían permiso para salir al porche congelado a fumar un cigarrillo, y no bebían. Vivían mortalmente preocupados ante la posibilidad de que la fábrica se trasladara al extranjero, y también por las facturas que tenían que pagar, sobre todo las facturas médicas. Sus mujeres trabajaban, y aun así estaban permanentemente con el agua al cuello. Al mismo tiempo parecía que Rubbermaid seguía prosperando. Las horas extras estaban cubiertas y la empresa había entrado en una nueva fase de expansión. Entonces ¿por qué estos trabajadores tenían esa pinta de zombis con falta de sueño, y por qué eran incapaces de sacar adelante a sus familias incluso haciendo horas extras? Durante décadas, Virginia ha sufrido una constante fuga masiva de puestos de trabajo en las industrias textil y manufacturera, y esa tendencia se aceleró a partir de 1994, cuando comenzó a aplicarse el tratado NAFTA. Pero mucho antes de ese acuerdo los virginianos ya hicimos historia como el principal estado norteamericano a la hora de salir a la carretera y subirse la falda y guiñarle un ojo a cualquier yanqui miserable y explotador que pasara por aquí hacia el sur, camino de Alabama, Misisipi o Latinoamérica, tentándole para que estableciera sus maquilas en nuestra tierra. Los peces gordos locales ganan mucho dinero vendiendo terrenos a los fabricantes del Norte, y los gobiernos de la ciudad y del estado pronuncian discursos sobre los muchos puestos de trabajo creados en un santiamén. Así que no fue una sorpresa que en 2002 el gobernador Mark Warner proclamase orgulloso que Virginia había «derrotado a México» al apuntarse 240 puestos adicionales en la planta de 900 empleados que Newell Rubbermaid tiene en Winchester. Lo cual significaba que nuestra venerable ciudad había alcanzado la culminación de sus doscientos cincuenta años de progreso ganándole la batalla a la ciudad de Cadereyta, «capital mexicana del palo de escoba». Y para dejar fuera de combate a Cadereyta —también conocida por sus típicos chicharrones—, la ciudad de Winchester y el estado tenían que financiar a Rubbermaid con un crédito blando de cerca de un millón de dólares en concepto de «ayuda a la expansión», es decir, exactamente el doble de la inversión de cincuenta millones de dólares que había realizado la empresa para llevar a cabo la ampliación de su planta. Para una ciudad como Winchester, un millón de dólares es muchísimo dinero, mientras que para Rubbermaid no es tanto. Es casi como si el matón del patio de recreo te diera un coscorrón en el cráneo después de haberte obligado a que le entregaras el dinero del desayuno. Hacen estas cosas porque pueden permitírselo. En cualquier caso, todo el mundo aplaudió cuando el gobernador aseguró que la costumbre de subirse la falda y guiñar un ojo en la carretera a los yanquis que venían del norte constituía un «entorno amigable para los negocios» en Virginia. El departamento de prensa de Rubbermaid subrayó «la lealtad y la ética laboral incuestionable que caracteriza a los vecinos de Winchester», lo que vendría a ser una manera eufemística de hablar del sentimiento

antisindical reinante y la buena disposición para encajar los recortes de las prestaciones sociales con buen humor y una sonrisa. Ahora, a riesgo de caer en el chovinismo cultural, debo decir que es terriblemente lamentable tener que noquear a la capital mexicana del chicharrón para conservar nuestros puestos de trabajo. Como humanista me alegra observar esta nivelación del terreno de juego en un mundo globalizado. Al fin y al cabo, los estadounidenses, incluida la clase trabajadora de Winchester, consumen muchos más recursos naturales de lo que cualquiera en su sano juicio se debería permitir, bebiendo dos litros de Pepsi Light de una jarra con la imagen de los Dulces de Hazzard, hablando sin parar por el móvil o pagando diez dólares por una horterada de sombrero que oculta unas latas de cerveza y que va provisto de unos tubos de plástico que llevan el líquido hasta la boca, maravilloso producto comprado en el Wal-Mart, que es el paraíso de las compras extrañas e innecesarias. (Por cierto, puede que el enorme éxito de Basuras-Mart sea la prueba de que los trabajadores norteamericanos no merecen cobrar un salario digno. El jurado sigue reunido para deliberar, pero las apuestas indican que en este terreno somos imbatibles.) De todos modos, algo me dice que lo que mueve a Rubbermaid Corporation no es precisamente el deseo de redistribución de la riqueza mundial. Más allá de eso, en lo que sólo puede ser visto como una contribución desinteresada al entendimiento intercultural, Rubbermaid está introduciendo en su planta industrial de Winchester un creciente número de empleados a los que algunos trabajadores anglosajones llaman «enanitos marrones» para que trabajen junto a corpulentos y rubicundos nativos. Contratados a través de alguna ETT, trabajan por menos, son desechables y expresan su gratitud porque, a la orden de «¡fuera!», desaparecen sin queja. Contra toda lógica, sin embargo, son muy pocos los empleados nativos que dejan asomar su resentimiento abiertamente. «Lo que hay que hacer es que las fábricas se queden en nuestro país y seguir siendo competitivos. Yo no tengo prejuicios. No tengo nada en contra de los mexicanos», me comentó Tom. Y otros me han dicho lo mismo. Sólo me cabe pensar que mienten descaradamente, que han sido adoctrinados por la empresa o que son tan gilipollas que apenas han aprendido a caminar. Apuesto a que la respuesta correcta es la primera. En Rubbermaid la paga máxima asciende actualmente a quince dólares la hora, o sea unos 35.000 dólares al año, un pastón, teniendo en cuenta el promedio de la ciudad, y a pesar de que el poder adquisitivo ha caído en más de un treinta por ciento desde el día en que Rubbermaid abrió sus puertas. Olvida que esos quince pavos ya son once o menos. Olvida que el seguro de enfermedad que te sale por 250 dólares al mes, con un límite deducible de 1.200 dólares, sólo te cubre el ochenta por ciento de las facturas médicas. En Winchester nos han inculcado la gratitud a punta de pistola, así que estamos encantados con esta situación. Estamos encantados hasta que empiezan los problemas médicos, como le pasó a Joey Cave, que hace poco se quitó por última vez las gafas de seguridad que llevaba en Rubbermaid y ahora anda cojeando cerca de mi mesa en el Royal Lunch buscando un sitio donde dejarse caer. Es cinco años menor que yo, pero tiene mucho peor aspecto. Y mi aspecto es penoso. Yo soy sobre todo gordo y feo, pero Joey lleva las marcas de todos los años que ha vivido como miembro de la clase obrera de Winchester. Se ha matado a trabajar hasta quedar inhabilitado, para acabar desangrándose por cada céntimo que se llevan los médicos y abogados. En otras palabras: es la viva imagen del veterano medio salido de una fábrica hoy en día. El año pasado se le rompieron dos discos lumbares (los L4 y L5 de toda la vida, como les pasa a los amigos trabajadores tullidos del mundo entero) y el seguro de indemnización por accidente cubrió los gastos médicos y la cirugía.

—Pero cuando los médicos me dijeron que también necesitaba un trasplante de cadera —explica Joey—, Rubbermaid soltó: ¡Ni hablar! Para ellos no tenía nada que ver con mi trabajo, así que no me cubrieron el trasplante. —Bueno, Joey, me da que esas caderas se te han gastado en el sofá, porque era el único lugar al que llegabas puntual además de a Rubbermaid. —Ya, esos sofás tan cutres. —Sonríe—. Acabarán con todos nosotros. A pesar de haberse quedado sin la indispensable prótesis de cadera, Joey sigue cargando con el muerto: seis de los grandes. —Pero, oye, me he conseguido un abogado —dice. Oír eso me provoca cierta tristeza, porque conozco al abogado, un buitre de por aquí especializado en demandas de este tipo. Parte de esa clase media depredadora que jura no ser depredadora, este carroñero y buen demócrata se ha tropezado con el caso y llegará a un acuerdo rápido y mísero con Rubbermaid, luego apartará una cantidad considerable de la liquidación para cobrar sus honorarios y desaparecerá, dejando a Joey con un par de miles de dólares, con suerte. Pero mientras Joey espera ese «supercheque» de Rubbermaid, que igual equivale a uno o dos meses netos de su antiguo salario, debe sobrevivir con un seguro de invalidez de 480 dólares mensuales y pagar 320 de alquiler en una casa compartida. Así que si quiere pasarse por el Royal Lunch un par de noches a la semana para beber una Schlitz de dos dólares, lo tiene peor que mal. Por eso le digo: «Métete el orgullo en el culo y déjame invitarte a una. ¿Necesitas tabaco, amigo mío?». En cierto momento mientras escribía este libro pensé que podría añadir unas gotas de jugosa autenticidad si me decidía a mover mis tristes huesos y me iba a trabajar unos turnos en Rubbermaid. En los viejos tiempos llegabas al aparcamiento, caminabas hasta la entrada y le decías al recepcionista: «Quiero ver a Joe Bones», o a quien fuera, y entonces alguien a quien probablemente conocías te entregaba unas gafas de seguridad y te señalaba el camino. Ahora es como forzar una caja fuerte. Puedo decir por experiencia que para un periodista casi es más fácil el acceso a una prisión estatal que conseguir permiso para observar cómo los trabajadores americanos fabrican fregaderos de plástico durante el turno de noche. En ambos casos empiezas echándote el farol de que trabajas para un diario importante, luego buscas a la persona indicada, y listo. Supe por el recepcionista que la persona indicada era Joe DeZarn, director del departamento de márketing y comunicación. Evidentemente también llevaba la prensa. Por puro capricho tecleé el nombre de DeZarn en Google mientras aguardaba a que se pusiera al teléfono. Lo primero que encontré fue esta muestra de su trabajo relacionado con los contenedores de basura y plásticos de alta resistencia en el departamento correspondiente de Rubbermaid. Los Budistas se concentran en el Noble Camino Óctuplo de la Iluminación, que comprende la Visión Perfecta, la Emoción Perfecta, la Palabra Perfecta, la Acción Perfecta, la Ocupación Perfecta, el Esfuerzo Perfecto, la Contemplación Perfecta y la Meditación Perfecta. Se trata de una práctica muy beneficiosa, si se me permite una opinión. Llevan mucho tiempo trabajando en ello y parece que han encontrado la respuesta. El verdadero engaño se produce cuando uno intenta aplicar estas enseñanzas a los asuntos más mundanos de la existencia: los contenedores de basura, por ejemplo. Puede que alces las manos y te preguntes: ¿Cómo puedo pensar en contenedores si estoy ocupado en la búsqueda de la iluminación? Ah, ahí es cuando el maestro Zen sonríe y piensa: «No hay iluminación posible para ti». La clave está en que N A D A queda fuera del Noble Camino Óctuplo de la Iluminación. ¡Ni siquiera los contendores! Así que propongo que exploremos juntos el Zen a través de los contenedores de basura. ¿Por qué los maestros budistas eligen nuestro Departamento? ¡Porque es la mejor opción para alcanzar la iluminación!

Esto bastó para convencerme de que Joe DeZarn tiene un trabajo infernal. Da igual cuánto le paguen a ese tipo: no es suficiente. En un derroche de simpatía le pedí permiso para visitar la fábrica. «Envíeme una petición por escrito», respondió con una voz neutra y engolada de hombre blanco ideal para un anuncio de Merrill Lynch. Escribí mi petición y se la envié por correo. Tom Henderson, un amigo de toda la vida que trabaja en Rubbermaid, me advirtió que la fábrica era más hermética «que un condón de los buenos. Nunca conseguirás entrar». Después de tres meses escribiendo cartas y jugando al corre que te pillo por teléfono con Joe DeZarn —si se puede considerar que los jugadores son dos cuando uno deja mensajes sin recibir jamás una respuesta—, llegué a la conclusión de que Joe estaba demasiado absorbido por el pensamiento Zen aplicado al kit cubo/escurridor/fregona de poliestireno como para ocuparse de esos asuntos triviales para los que fue contratado, y entonces decidí que me limitaría a pasar un rato con algunos de mis amigos que trabajan en Rubbermaid. Existe más de una manera de acercarse al emocionante recinto del que salen las partidas de contenedores y espátulas de plástico del mundo entero. «Tío, ya te lo dije.» Tom se echó a reír. Al igual que mucha gente de clase trabajadora del corazón del país, Tom es una contradicción andante. A sus cincuenta y ocho años es supervisor en Rubbermaid, aparte del viejo que se las sabe todas y mentor de los trabajadores más jóvenes. Alto y delgado, viste unos vaqueros con una enorme hebilla en el cinturón que le realza la tripa (a los paletos se les debería prohibir combinar la ropa y los complementos), y esboza una sonrisa hecha de arrugas e ironía cuando dice cosas del tipo: «Si queremos ganar la guerra contra el terrorismo, tenemos que elegir a un tío con un par de pelotas que se atreva a tirar unas cuantas bombas nucleares». Tom ha hecho de todo: cargaba bombas y misiles en Nha Trang, donde fumó mucha marihuana durante la guerra de Vietnam; se sacó el título de electricista en un año en el instituto profesional para veteranos; dirigió su propia pequeña empresa de construcción durante una temporada; en 1976 se convirtió en un cristiano renacido y se hizo abstemio (aunque me parece que lo peor ya se le ha pasado). Ahora se toma su Jim Beam y sus candidatos del Partido Republicano a palo seco. (Respecto al Jim Beam dice: «Lo que Dios prohibe es el alcoholismo, no la bebida».) Mientras trabaja escucha la radio con el dial clavado en las tertulias de los conservadores, y en casa ve sobre todo la cadena Fox. Como muchos obreros de la zona, Tom no conoce con certeza la diferencia entre la Cámara de Representantes y el Senado. La democracia, tal como él la entiende, concede el mismo peso a todas las opiniones, vengan de una persona informada o no. Nunca ha tenido alguna experiencia en un sindicato, ni asistió a una sola clase en la universidad, y de la vida no espera demasiado. «La vida es dura —dice—. Asúmelo. No corras riesgos. Sé prudente y quédate con lo que ya conoces.» Conozco a Tom desde 1957, cuando éramos dos chavales a cuál más paleto. Veníamos del quinto pinto y aparecíamos en el instituto luciendo unas camisas de franela del catálogo de Monkey Wards que nos delataban como blancos pobretones recién llegados de las zonas rurales del condado. En aquel entonces, antes de la aparición de los barrios pijos de casas con jardín, la diferencia entre el campo y la ciudad era abismal. Como muchos nativos de Winchester, condado de Frederick, Tom y yo somos «parientes lejanos». Según los archivos genealógicos de la biblioteca tenemos antepasados comunes que se remontan a la década de 1750. Mejor no investigar acerca de la endogamia que debió de haber durante generaciones.

Después del instituto hicimos lo que todos los chicos de nuestra casta hacían y siguen haciendo: nos enrolamos en el ejército. El fue a Vietnam y yo subí a bordo del portaaviones USS America, CVA 66. Después de licenciarnos hubo un tiempo en el que quedábamos para improvisar con la guitarra, y descubrimos que teníamos más cosas en común que nuestras malas imitaciones de Bob Dylan. En concreto, compartíamos la pasión por esa hierba verde tan interesante que nos convertía en unos catetos modernizados con una combinación peculiar de influencias que se situaban en un punto intermedio entre Carl Perkins, John Kennedy y Timothy Leary, si es que eso tiene algún sentido. Tomábamos ácido juntos y «nos lo montábamos» (así es como se decía) con las mismas mujeres los dos a la vez. La nuestra no era una búsqueda espiritual o intelectual. Dado que compartimos todas esas experiencias, el lector podrá imaginar fácilmente mi expresión boquiabierta y mi incomprensión cuando después de tantos años nos reencontramos y vi que se había convertido en un conservador intransigente y, al menos temporalmente, en un cristiano renacido. Su entusiasmo por Cristo surgió a continuación —o tal vez a consecuencia— del combate a quince asaltos que libró contra la heroína justo al final de la guerra de Vietnam. Evidentemente hizo algo más que fumar porros mientras estuvo allá. Lo extraño es que, hoy en día, el hombre que una vez fue rubio y ahora peina canas, y que esta noche comparte conmigo el reservado de Lynette's Triangle Diner («Comida como Dios manda desde 1948») sufre la ansiedad de los ex adictos a la nicotina. «Ya no te dejan fumar. Lynette dice que el restaurante es demasiado pequeño para permitirlo. Y que limpiarlo es una lata.» Tom es el prototipo de la gente cabezota que produce este valle. Hace un par de años le practicaron un bypass. «Al principio no me encontraba muy bien —dice—, pero después de dos días en casa me dije: ¡al diablo con el reposo! Así que cogí una pala, me puse a cavar una zanja e instalé una tubería de drenaje. Enseguida se me relajaron los músculos. Eso era lo que yo necesitaba, un poco de ejercicio.» Mientras llegan el puré de patata y los filetes de jamón típicos de nuestra tierra, sale el tema de los sindicatos, un asunto que por aquí siempre resulta algo volátil. Tom mantiene una postura antisindicalista de lo más inflexible, lo cual no puede dejar de sorprenderme ya que recuerdo el póster de Che Guevara que tenía colgado en la pared de su habitación. Cualquiera hubiese pensado que, después de trabajar durante veinte años en una fábrica del Sur, hasta el más memo debería estar implorando a los organizadores sindicales que difundieran la buena nueva por aquí, como hicieron en tiempos los soldados de Grant al invadir Richmond. Pero Tom y la mayoría de los trabajadores de la fábrica ya se han tragado el más derechista de los mantras, aquel que reza: «Puede que alguna vez los sindicatos sirvieran para algo, pero a la larga sólo han servido para que el trabajador americano perdiera competitividad en el mercado. Siempre quieren más dinero por menos trabajo». Tom, al igual que yo, lleva oyendo esto desde su nacimiento: nos lo sabemos de memoria. Él todavía se lo cree. —Pero ¿qué dices, tío? Pareces uno de esos abogados de las grandes empresas —le solté. —No soy un abogado de empresa. Estoy a favor del trabajador corriente. Cuando los sindicatos piden un aumento del veinte por ciento del salario por la misma producción e impiden a los empresarios que despidan a los holgazanes, acaban provocando un aumento de la inflación. Y eso sólo sirve para ponérselo más difícil al trabajador no afiliado. Para Tom, «los trabajadores afiliados que cobran cuarenta dólares la hora no son trabajadores de verdad», sino más bien «unos codiciosos gilipollas que hacen que suba el precio de los coches americanos para que los demás no podamos pagarlos». No importa que a

día de hoy sean poquísimos los trabajadores que ganan cuarenta dólares la hora, o que la afiliación sindical haya caído hasta representar sólo un doce por ciento del total de la mano de obra americana, y que de ninguna manera esos pocos afiliados sean determinantes en el precio de los coches ni de cualquier otra cosa. Hablar de esto con Tom resulta exasperante. Pero ése es el auténtico Joe, ese loco de las latas de cerveza y de las carreras de coches NASCAR de las que se mofan los medios de comunicación. —Dame un solo ejemplo de un sindicato que reclame un veinte por ciento de incremento en los salarios a cambio de un incremento cero de la productividad. Aquello fue un error por mi parte. Mi gente no habla de cosas reales: recitan lo que han absorbido del aire que respiran. Su vida intelectual está hecha de todas las cosas que les suenan bien, una mezcla de sabiduría popular moderna, clichés, tertulias radiofónicas y parloteos de las emisoras cristianas. Así que no tiene sentido explicarles que las empresas son expertas en incrementar la productividad por todos los medios salvo mediante un incremento de los salarios y las prestaciones. O que las empresas no se sienten responsables ante los trabajadores, sino sólo ante los especuladores de Wall Street, y que prefieren las fábricas donde explotan como a esclavos a los trabajadores de Asia antes que sentarse a una mesa de negociaciones con hombres y mujeres libres. Para Tom Anderson, las maquilas asiáticas no existen. «Los asiáticos que trabajan por dos dólares al día en esas fábricas son allí la clase media», dice. Filosofía de tertuliano republicano, sin duda. No lo pude tolerar. —¿De modo que para ti todos deberíamos estar a la altura de un tipo que vive en un sampán en Asia? ¿Es eso lo que quieres para los americanos? —Eh, colega, perdona —replicó hurgando en su arrugado paquete de Camel en busca de un cigarrillo—, pero que yo sepa nadie de Washington le ha venido a preguntar a Tom Henderson qué es lo que piensa. Aunque, a fin de cuentas, la globalización está beneficiando nuestros intereses como nación. No es de extrañar que Tom no distinga sus propios intereses políticos. El lenguaje que usamos para hablar de la globalización oculta la estructura de clases. Los medios de comunicación repiten machaconamente lo de «nuestros intereses como nación» sin dejar nunca claro quién se lleva qué ni cuánto. Así que cuando a los trabajadores americanos se les dice que «los chinos se están quedando con nuestro trabajo» nadie advierte que «la amenaza china» es sólo otro socio de un negocio global, un negocio entre las élites chinas que proveen mano de obra barata, los capitales americanos que les abastecen tecnología y el capitalismo global que financia las exportaciones chinas. Tampoco se les habla a los norteamericanos como Tom de asistencia sanitaria, educación para todos, baja por maternidad, vivienda asequible, seguro de desempleo, cupones alimentarios o programas de inserción social. Para Tom son «privilegios» vergonzosos, «más regalos despreciables por parte del gobierno». Caprichos. «Lujos que no necesitamos, ya que nos las arreglábamos bien sin ellos. Si la gente realmente quiere esas cosas, que muevan sus perezosos culos y que trabajen para conseguirlas, como hago yo.» Dejo que el lector adivine a qué gente se refiere. Una de las jugarretas más astutas de la derecha ha sido etiquetar como «privilegio» la necesaria partida de gasto social. Después de repetirlo durante treinta años, los republicanos han logrado que en el imaginario americano el término esté asociado a la pereza. Tanto al trabajador esforzado como al empleado del sector servicios les suena a «recibir dinero a

cambio de nada». Gente poco educada y mal informada, pero sin duda bien adoctrinada, estos trabajadores americanos creen que sus vidas no están subsidiadas en lo más mínimo. Tom piensa que él nunca se ha beneficiado del gasto público, porque él nunca ha cobrado de la asistencia social. Está orgulloso de no haberse servido nunca de un programa social. Seguramente podría haberse apuntado a un programa de rehabilitación por abuso de estupefacientes, pero consiguió salir de la adicción de la mano de Jesús. Y si él lo consiguió, otros pueden hacer lo mismo. «Es cuestión de echarle huevos», afirma Tom. ¿A quién le importan las ayudas para las madres solteras o los subsidios para los que no tienen ni para pagar el alquiler? «Esas cosas no son una prioridad», dice con voz cansina. En este país lo que cuenta son los huevos, no los regalos. En este país hablamos de buenos y malos, y las complejidades sociales nos importan un pimiento. Aquí hablamos de fuertes y débiles. Hablamos de historias que suenan bien, de discursos que resuenan sin exigir demasiado esfuerzo o pensamiento. Los discursos políticos actuales los fabrican hoy en día unos profesionales de las relaciones públicas bien remunerados. La suya es una tarea fácil por el hecho de que la gente como Tom no dispone ni de tiempo ni de experiencia para ocuparse de la complejidad de la política ni de nada que no sea su trabajo. El escándalo Tom DeLay, o el de Abramoff, las escuchas telefónicas sin autorización, el clásico amiguismo republicano, los sobornos, el fraude electoral..., él no se entera de nada de eso. Tom y otros como él parecen esconder su ignorancia diciendo que «todos los políticos son unos delincuentes». Lo principal de las historias que nos contamos es que sean sencillas, y que en ellas quede bien claro a quién se debe amar y a quién se debe odiar, quién es el débil y quién el fuerte. La verdad importa mucho menos que la audacia del relato. Desde los tiempos de Ronald Reagan, los republicanos han sido muy buenos inventando ese tipo de historias. Y a la gente le parece bien cualquier historia basada en la teoría de la «filtración de la riqueza», esa según la cual el máximo beneficio para los trabajadores está en ceder la mayor cantidad de dinero posible a los que ya son ricos, porque eso acabará produciendo un «goteo hacia abajo» que terminará beneficiando a todos. También es cierto que sólo podría habérsela tragado una clase baja subyugada. Durante la era Reagan, la maquinaria del mito republicano procedió a la divulgación de la historia del «bebé negro usado por su madre para sacar dinero de la asistencia social y que terminaba metido en el embalaje del televisor en color que los blancos dejábamos a la puerta de nuestra casa». Yo me la creí, y seguro que Tom también. Ahora, después de décadas y cientos de millones de dólares invertidos en profesionales de las relaciones públicas, aquel relato dominante de los republicanos conservadores ha sido perfeccionado y aceptado por la mitad de los americanos. A lo largo de la ruta republicana trazada desde Lee Atwater hasta Karl Rove, se fue convirtiendo en algo cada vez más cínico y perverso. Al mismo tiempo, los Toms de este país tampoco estaban preparados para desenmascarar, por poner un ejemplo, las mentiras republicanas vertidas sobre John Kerry y su participación en la guerra de Vietnam, como años antes no lo habían estado para desenmascarar las intenciones de toda esa patraña de la madre abandonando al bebé en la caja de cartón en cuanto cobraba su subsidio. Hasta Tom, que estuvo en Nam, prefiere creer que el debate abierto por Kerry acerca de las atrocidades cometidas en la guerra por parte de Estados Unidos no fue más que un duro ataque contra los soldados de familias obreras a fin de ganarse el «voto universitario». Y esto, según Tom, pone de manifiesto el odio que sienten los «pijos mimados de Yale por los combatientes». Da igual que Kerry fuera uno de los pocos de Yale que se

alistaron. Tom sostiene con la misma convicción que cuando George W. Bush intervino ilegalmente los teléfonos de los ciudadanos americanos «lo hizo por una buena causa. Para arrestar a los terroristas que pululan por todo el país —dice Tom, y añade—: No puedes estar usando siempre la Constitución como excusa». Cuando Tom retrocedió un par de pasos para contemplar con cierta distancia a George Bush y John Kerry, vio lo mismo que todos nosotros: «Dos tipos. Uno que cortaba los hierbajos en su rancho y otro que practicaba windsurf en Martha's Vineyard. ¿Quién demonios hace windsurf?». Puedes ver la respuesta flotando sobre la cabeza de Tom: los pijos liberales del Este y sus hijitos mimados y arrogantes. —Por cierto —añade—, ¿por qué los candidatos liberales se quitan la americana durante las campañas electorales? ¿A quién pretenden engañar? —A los mismos que creen que George Bush ha estado alguna vez cortando los hierbajos en su rancho —respondo, cayendo en la cuenta de que estamos poniéndonos un poco agresivos. —No me convencen —dice— estos liberales de camisa blanca que practican todos esos deportes como el windsurf y van de escalada sólo para probar que ellos también pueden sudar. El estereotipo de Tom no se forma sólo a fuerza de tertulias radiofónicas. Al igual que otras decenas de millones de hombres «orgullosos de ser trabajadores blancos», él no ha tenido ni tiempo ni ocasión de leer o aprender otras cosas porque no hace más que trabajar. De hecho, las veinticinco horas extras semanales en Rubbermaid no se las quita nadie. A su vez, sus compañeros de planta, amigos y vecinos, manejan la hormigonera con la que van echando los cimientos de su propia casa, cambian ellos mismos el aceite del coche o cortan de verdad los hierbajos que el presidente finge cortar. Para el trabajador blanco americano la vida consiste en currar. Cuando digo trabajadores blancos no me refiero sólo a los del Sur sino a todos, desde los húngaros y los polacos que bajan a las minas de carbón en los montes Apalaches hasta los escandinavos que trabajan de leñadores en los bosques del noroeste. En el Sur y el Medio Oeste hay incluso obreros judíos que conducen viejos mastodontes con motor de ocho válvulas y arman alboroto allá adonde van y les encanta la música country. Para toda esta gente el trabajo es una obsesión, y durante generaciones no han hecho más que currar en todas partes: la industria textil, las explotaciones agrícolas del Oeste y el Medio Oeste, la minería de Virginia Occidental, Colorado y Montana, la agricultura de subsistencia del Sur. Para los antepasados de los actuales trabajadores blancos, la falta de trabajo suponía que sus familias se morían de hambre, literalmente, de modo que llevan la ética del trabajo grabada a fuego en el código genético. (Por cierto, no estoy hablando de white trash: hablo de trabajadores blancos, y la diferencia radica en que éstos se matan trabajando y nunca aceptarán una limosna. Los white trash son de otra clase.) Para la mentalidad de un trabajador blanco lo peor que se puede ser en esta vida es un perezoso; les parece más grave que ser un idiota, un borracho, un miserable, peor que ser un embustero, un reo o un zumbado. Y sin lugar a dudas lo peor que un trabajador blanco puede decir de alguien es: «Ese no quiere trabajar», lo que por lo general va seguido de: «Yo tampoco, ¿no te jode?, pero no me queda más remedio». Siguiendo esta lógica, los liberales educados que tienen tiempo suficiente para leer, y que de hecho leen tanto que incluso se hacen socios de los clubes de lectores, pasan a ser para ellos unos tipos sospechosos. Sólo hay una cosa que permite evadirse de esa actividad incesante: la conexión directa entre los deportes televisados y el cerebro. Y, para que esa conexión funcione bien, se requieren grandes dosis de cerveza, algo a lo que personalmente no hago ascos, con la salvedad de que

tanta ocupación y tanta cerveza nos embrutecen y nos mantienen ciegos ante la inmensidad del mundo. Para la mayoría de los trabajadores que viven aquí, el mundo exterior, es decir, todo lo que se encuentra más allá del Royal Lunch, de Rubbermaid o de Winchester, Virginia, es una fantasía, algo que carece de existencia real. Claro que hay quien decide viajar a Orlando, o a Branson, Misuri, o a la Pensilvania holandesa, pero si te pasas los días aletargado por un trabajo repetitivo y por las noches te espera la tarea de cambiar los neumáticos del coche, reparar la instalación eléctrica de tu casa, llevarle a tu anciana madre una carga de leña —como hizo Tom al día siguiente de nuestra conversación—, o recuperarte de dicho trabajo tumbándote en el sofá contemplando el recibo de los últimos gastos realizados con tus tarjetas de crédito, ¿de dónde vas a sacar el tiempo y los medios necesarios para pensar en las consecuencias del calentamiento global? Eres como un muerto viviente, así que un par de noches a la semana te dejas caer por el Royal Lunch y riegas con cerveza tu masa gris inerte. Recuerdo que hace algún tiempo vi a una multitud reunida en un bar que miraba atentamente y en absoluto silencio un canal de televisión donde salían unos afganos jugando al polo con una cabra decapitada. Si aquellos no eran muertos vivientes, a saber qué eran. Recibir la peor educación del mundo para luego dedicar tu vida entera a enfrentarte con tus compañeros trabajadores en ese circo de gladiadores que es la economía del libre mercado no contribuye al desarrollo del optimismo ni a tener una mentalidad abierta, las dos señas de identidad del liberalismo. Contribuye más bien a la amargura, a una falta de refinamiento y a un proceso de degradación interior que conduce a la gente trabajadora a consentir las guerras del imperio americano sin pestañear. Como la mayor parte de la población conservadora de Winchester, Tom está convencido de que la violencia es la mejor solución para los problemas políticos del extranjero. En las charlas sobre política que tienen lugar por estos barrios es normal oír a alguien decir que tal o cual país de Próximo Oriente, Asia o Europa «se ha pasado de la raya» y «hay que ponerlo en su sitio». Un día cualquiera de la semana podría señalar a unas cien personas que creen que deberíamos bombardear Francia (aunque dudo que muchas de ellas pudieran encontrar el país en el mapa a la primera). Al parecer, para cierta clase de americanos el bombardeo indiscriminado ayuda a purgar cierta furia interior no articulada, una furia que antaño parecía conceder cierta nobleza a las vidas más brutas, según rezaban los viejos tópicos que han dejado de resultar creíbles. Siempre que los americanos estuvieron de acuerdo en que eran valientes, fieles y extraordinarios —gente a la que el mundo entero admiraba, por ejemplo—, y siempre que se cubrieron a sí mismos con el manto de una bondad autoproclamada, sus vidas tuvieron algún sentido. En tales situaciones no parecía necesario disponer de ninguna clase de conocimiento profundo. (Sólo falta sumarle a lo anterior la fe religiosa.) Porque ser americano era algo que se llevaba en el corazón, algo que valía la pena defender, preferiblemente en territorio enemigo. Entonces ¿qué ocurre si eres Tom Henderson y te has tirado más de veinte años trabajando en una fábrica, propiciando la degeneración de cada parte insustituible de tu cuerpo a fin de alcanzar el sueño americano, aunque sólo para descubrir al final que el manto de bondad estaba rasgado? Veinte años en el mismo trabajo y en la misma iglesia, treinta años de buena reputación, y alzas la vista y te encuentras con que tu mujer sufre depresión crónica y los terroristas lanzan aviones contra dos enormes edificios de Nueva York. Y, para más inri, por ahí se empieza a rumorear otra vez que Rubbermaid traslada tu trabajo a Asia, y los lumbreras de la televisión anuncian con orgullo la inminente muerte del sistema de pensiones con el que

contabas para cuando te llegara el momento, aunque nunca se te ocurriría reconocerlo en público porque, bueno, en fin, es como una limosna... Un privilegio para gente débil. «América no era así —se lamenta Tom—. La gente ha jodido este país.» No está seguro de quiénes lo han jodido. Sin duda no ha sido él. Pero cuando sales del manto protector y te encuentras deslumbrado por una luz hiriente, vislumbras algunos sospechosos, empezando por esos «estrafalarios catedráticos universitarios, los sindicalistas corruptos y los pijos californianos de la ACLU (Unión de Libertades Civiles). Gente que nunca ha tenido que trabajar —dice—. No cabe duda de que todo empezó a joderse en los sesenta.» Por eso Tom es antiliberal y se declara a favor de atacar Teherán con armas nucleares. «¿Querrás postre, cariño?», me pregunta la camarera del Triangle Diner. Le digo que no, y en ese momento Tom y yo empezamos el típico forcejeo sureño por pagar la cuenta. Gano yo, mintiendo al argüir que puedo desgravarlo. De camino al aparcamiento le sugiero: —Tenemos que quedar un día de éstos para tocar algo de música, ¿eh, viejo? —Tío, no he cogido la guitarra en años. —Te digo por experiencia que eso nunca se olvida, te oxidas un poco, pero nada más. —Vale, pues entonces igual quedamos un día. Ambos sabemos que, por más razones de las que puedes contar, como les gusta decir a los viejos de por aquí, eso nunca sucederá. El abismo del tiempo y la experiencia es demasiado grande. Tom y yo no llegamos a hablar de su .trabajo en Rubbermaid. Los detalles de su puesto como supervisor de planta tampoco son demasiado interesantes. Lo que me impresionó mientras le escuchaba hablar fue lo siguiente: Tom es tan inteligente como yo. En el instituto escribía mejor que yo y en aquella época decía a menudo que quería ser escritor, pintor, músico. ¿Qué fue de sus sueños? Estarán en el mismo lugar adonde van a parar los sueños de los niños que pertenecen a las familias de los trabajadores pobres. Los sueños se escapan por la misma puerta por la que nunca entra la oportunidad de una educación decente. Se desvanecen en rincones perdidos de lugares como Vietnam o por las polvorientas calles de Iraq. Desaparecen entre la ceremonia de graduación del instituto y la necesidad inmediata de ganarse la vida (los trabajadores blancos no viven de sus padres por mucho tiempo, sólo hasta que cumplen los doce años). Eso te curte y acabas esperando en la sala de recursos humanos de Rubbermaid mientras rellenas una solicitud para trabajar extrayendo los carteles amarillos de CUIDADO : SUELO MOJADO de un molde caliente o durante el turno de noche metiendo cables eléctricos por las tuberías callejeras en una ciudad de hormigón sin ventanas. Y una vez que aceptas tu destino como ciudadano de esa ciudad nocturna, te vuelves aún más duro. La planta Newell Rubbermaid que se encuentra en las afueras de la ciudad de Winchester es realmente una ciudad en sí misma, según me han contado mi hijo y otros que trabajan allí. Cada departamento especializado es como un barrio que está bajo la vigilancia del Departamento de Policía de Rubbermaid —el personal de seguridad— y cada uno cuenta con su propio tráfico de drogas. En las fábricas te las venden los compañeros de trabajo, así que al menos son más de fiar que las que se consiguen en la calle, ya que el vendedor debe verles la cara a sus compañeros cada día. Como es de suponer, en el ambiente de la producción en cadena de una fábrica las drogas favoritas son las metanfetaminas, y luego la marihuana para ayudar a bajar la aceleración. Por este motivo los controles de orina forman parte de la rutina laboral. Son varias las situaciones que exigen un control de orina, incluido lo que la seguridad interna llama «comportamiento extraño», pero la principal razón son los accidentes. Si no pasas el control de orina puedes considerarte despedido. Antiguamente, en Rubbermaid, si dabas positivo en el

test de drogas podías conservar tu empleo a condición de que aceptaras recibir apoyo psicológico o ingresaras en un programa de rehabilitación. Ahora, a la primera te ponen de patitas en la calle. Por eso los fumetas que con frecuencia suspenden el examen de orina siempre están cambiando de empleo y de lugar de trabajo —del gran almacén Dollar General a la General Electric, y de allí a White House Apple Products—, antes de tocar fondo y acabar currando en una de las empresas feudales que están en manos de las grandes familias locales, y en donde apenas ganan cinco o seis dólares por hora. Suponiendo que encuentres sitio, porque ese último peldaño del escalafón de empleos locales suele estar ocupado por gente que se apellida Martínez o Delgado. Allá por 1994, Rubbermaid fue elegida la empresa americana más admirada por la revista Fortune. Esta clase de sandeces por parte de la comunidad empresarial resulta cargante; sin embargo, Rubbermaid no carecía totalmente de méritos. En aquel entonces la compañía pagaba un salario que daba para vivir y, pese a la atracción que sentían sus directivos por el currante medio tarado de los estados antisindicalistas del Sur, en muchas de sus plantas en otras regiones del país todavía trabajaba gente sindicada. Desde su llegada en la década de los sesenta, la compañía había obtenido un precioso rendimiento de su inversión en Winchester. Y a la larga, después de que los negros como el legendario Betty Kilby Fisher suprimieran la barrera de color levantada por la querida y antigua junta directiva local de Rubbermaid (léase Wit, Will, and Walls [«Ingenio, voluntad y muros»], de Betty Kilby Fisher), la planta pasó a ser considerada un lugar de trabajo más que aceptable por parte de la gente de ambas razas. La población de Winchester estaba agradecida por la presencia de Rubbermaid. Muchos amigos de mi edad trabajaron toda su vida en la planta. Trabajadores respetables que pudieron comprarse una casa después de jubilarse con un plan de pensiones de la propia empresa, y que se retiraron sin reclamar los meses acumulados de la baja por enfermedad que no habían llegado a aprovechar. Para este modelo de gente muchos de los actuales empleados no serían más que los desechos de Winchester, gentuza que según Tom «sólo vagabundea de un trabajo a otro». Estaba deseando responderle: «Los empujan de un trabajo a otro, y todo gracias a la "flexibilización laboral"», pero no dije nada. En cualquier caso, sólo unos pocos años después de recibir la ovación por ser la empresa americana más admirada, la mayor empresa de productos plásticos de Norteamérica se convirtió en una empresa al borde de la quiebra, debilitada por los muchachos de Bentonville, Arkansas. Wal-Mart es con diferencia la cadena que más productos Rubbermaid vende en Estados Unidos, un volumen muy superior al de cualquier otra cadena de almacenes. Dada esa superioridad, en 2001 la dirección de Wal-Mart cargó contra Rubbermaid exigiendo una absurda rebaja en los precios pese al incremento de un ochenta por ciento que el fabricante había tenido en el coste de la materia prima, y desoyendo las súplicas del presidente de Rubbermaid, Joseph Galli. Este se puso de rodillas. Wal-Mart se mantuvo firme. Más tarde, cuando Rubbermaid se negó a aprobar esos precios completamente inviables, Wal-Mart les dio caña. Retiró todos los productos Rubbermaid de sus estanterías y los reemplazó con imitaciones manufacturadas por Sterilite, una pequeña empresa de Massachusetts. Sterilite remontó vuelo. Rubbermaid se fue a pique. Cuando vio caer sus ventas en un treinta por ciento, Rubbermaid cedió. En aquellos días oscuros, Newell, que tiene una fama temible cuando se trata de doblegar a latigazos a otras compañías, empuñó el timón de Rubbermaid y se puso a bailar al son que tocaban los alegres chicos de Bentonville, Arkansas. Cerrad todas las fábricas de Estados Unidos. ¡Lo que usted diga, jefe! Desde enero de 2001, Rubbermaid ha cerrado sesenta y nueve

instalaciones y despedido a once mil empleados, todo para satisfacer las exigencias de Wal-Mart. Al comenzar el cierre de las fábricas, C. Mark Healson, director de investigaciones de capital en Associated Trust & Co., declaró que Rubbermaid debía «trasladar el cincuenta por ciento de su producción a países de bajo coste», forzando así una clausura que según los cálculos sumaría ciento treinta y una instalaciones y el despido de veinte mil trabajadores. Cinco años más tarde, gracias a los recortes y a la incorporación de la línea de productos de cuidado capilar Goody, Rubbermaid anunció que los ingresos netos del tercer trimestre ascendían a 108,5 millones de dólares, superando felizmente las previsiones de Wall Street. Al mismo tiempo, en octubre de 2006, Newell Rubbermaid llevó a cabo en directo a través de internet la subasta de su planta de moldeado de Arizona, unas instalaciones que ocupaban diez hectáreas. Postores de todos los rincones del mundo pujaron a través de la red. Newell no es la primera compañía que deja en la calle a un gran número de trabajadores de nuestra ciudad, o que traslada sus instalaciones al extranjero. Es una maldita historia lamentable que se ha convertido en un clásico que estudian los alumnos de empresariales de cualquier universidad, y un ejemplo ampliamente citado por los movimientos antiglobalización. Pero los empleados de Rubbermaid lo ignoran todo al respecto. ¿Para qué molestarse en mantener informada a la chusma? Aunque lo supieran, probablemente no dejarían de comprar en Wal-Mart. Como la mayoría de los americanos, ellos nunca han boicoteado nada. Según su mentalidad los boicots son para gente de piel oscura, una idea que probablemente se remonta a los boicots de los comedores públicos de los cincuenta y los sesenta. Por otra parte, Wal-Mart es la tienda más barata y ellos quieren seguir pagando los precios más bajos. Y para aprovechar esos «precios bajos de cada día» no tienen más remedio que aferrarse a sus empleos. Así que los empleados de Rubbermaid, fieles al verdadero espíritu protestante que los lleva a pensar que no valen nada y que tienen que darle las gracias a Dios por las «bendiciones de cada día», sienten una enorme gratitud hacia Rubbermaid por permanecer en la ciudad. En cuanto a Cadereyta, la capital mexicana del palo de escoba a la que Winchester se impuso, también está siendo devorada por Wal-Mart. La mayor empresa americana es ahora la principal fuente de empleo en México y recauda más dinero que toda la industria turística mexicana (13.500 millones de Rubbermaid frente a los 11.800 millones del turismo en 2005). Lo que funciona en Estados Unidos también funciona en México: productos cada vez más baratos, salarios cada vez más bajos, sindicatos oprimidos, destrucción de la competencia local. Y, al igual que los empleados de Estados Unidos, los currantes de medio pelo de allá abajo también están encantados con sus «precios bajos». Así que no se quejan. De momento. Nance Willingham, la mujer que conduce la carretilla elevadora en Rubbermaid, nunca ha oído hablar de Cadereyta. Tiene treinta y tres años, es guapa al estilo rústico y madre soltera de dos hijos a los que cría con la ayuda de su madre. Cuenta con licencia para manipular «el toro» —la carretilla elevadora que alcanza los siete metros de altura y que se utiliza para subir y bajar los palés—. Debido a las exigencias físicas del trabajo, hay pocas mujeres en Rubbermaid, de forma que las divorciadas y las solteras que trabajan allí son objeto de interés sexual. Nance participa activamente en su iglesia, no bebe y rara vez tiene una cita. Como es de esperar, está en contra de los sindicatos y del aborto y sólo está enterada a medias de las actividades de la Organización Nacional de la Mujer, algo que ella ve como «una pandilla de lesbianas de la Costa Oeste. Son mujeres raras como esas otras que salían en la tele hace algún tiempo, las de Madres Solteras por Elección. ¿A quién se le ocurre ser madre soltera a posta, y

criar a un hijo sin un padre? Con lo jodido que es tenerlo porque su padre se ha largado. ¡Por el amor de Dios!». Nance es republicana por defecto. No se ve a sí misma como una republicana, pero siempre vota al Partido Republicano. Debido a su condición social —clase baja trabajadora, mujer del Sur, estudios secundarios, cristiana fundamentalista—, no conoce a una sola persona que esté afiliada al Partido Demócrata. («Te conozco a ti», dice. «Eso no cuenta —respondo—, yo soy ateo y comunista.») Aunque a los urbanitas americanos pueda parecerles inconcebible, es común que muchos trabajadores de este país no conozcan a una sola persona con convicciones liberales. ¿Por qué? En parte porque la mayoría de los liberales de clase media se sienten incómodos cerca de gente como Nance. Su casa es una vivienda modular cerca de la interestatal y cría a dos niños, uno de los cuales padece TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) y es mulato, hijo de su ex marido con una esposa anterior. Envía a los niños a un colegio cristiano subvencionado. (Los colegios fundamentalistas cristianos, que brotaron de repente por doquier después de que las escuelas públicas fuesen abolidas en los sesenta, siempre se alegran de tener algún que otro alumno negro que sirva para contrarrestar las acusaciones de racismo.) Los viernes por la noche les da de cenar una bolsa grande de Doritos para untar en salsa de queso y una Pepsi. Es la comida favorita de la familia, un pequeño festín para los niños y un respiro para las mujeres de la casa, que esa noche no cocinan. La madre de Nance también trabaja, aunque menos horas que su hija. Nance es un ejemplo de orgullo e integridad. Llama «señor» o «señora» a todo el mundo, a los que son mayores que ella y a la gente de su edad. Siempre ha tenido un trabajo, nunca ha pedido un céntimo a sus padres y ha pagado todas sus facturas a tiempo desde que salió del instituto. Su madre dice: «En el instituto llevaba una falda y una chaqueta que compró a plazos en una tienda en la que trabajó durante la temporada de Navidad. Como fue una temporada tranquila, le dejaban marcharse temprano. Así que, al terminar, mi hija se ponía a recoger latas tiradas en medio de la nieve para venderlas y sacarse un sobresueldo.» La visión política y cultural de Nance está completamente determinada por los medios de comunicación más populares y vulgares, por su iglesia y por su lugar de trabajo. Especialmente por su lugar de trabajo. Cuando hablamos de fábricas como Rubbermaid y de sus empleados, estamos hablando de millones de personas que no están en las listas de correo de los partidos políticos, gente a la que les importa un bledo internet y que no diferencian una PDA de un dispositivo inalámbrico para abrir la puerta del garaje. Se pasan ocho horas al día escuchando por los auriculares las tertulias de las radios conservadoras mientras trabajan. Y saben muy bien cuál es la inclinación política de sus jefes y supervisores. Sería falso decir que los supervisores presionan a los trabajadores como Nance para que voten a los conservadores. No tienen que hacerlo. Simplemente dan a conocer sus preferencias políticas, y el deseo de quedar bien con el jefe hace el resto. En este ambiente de trabajo los empleados absorben a fondo todo lo que allí se respira. Por eso la gente como Nance escucha con atención al macho alfa de su supervisor en la sala de descanso y así obtiene pistas sobre lo que tiene que pensar y sobre lo que debe atreverse a expresar —no sólo en materia política, sino también acerca de cualquier otra cosa que pudiera ir en contra de lo establecido en el entorno de la planta—. Naturalmente, la presión antisindicalista siempre está presente. Desde los primeros cursos de formación laboral y clases de adoctrinamiento, Newell Rubbermaid deja clara cuál es la política de la empresa. Aunque, a decir verdad, ni siquiera es necesario: esa lección la aprendemos de pequeños. Recuerdo que mi profesor de historia de segundo año en el

Instituto Handley dedicó una hora entera de clase para hablar de los «sindicatos comunistas». El mismo profesor, que en paz descanse, también nos decía que «a la gente de color le basta para ser feliz con tener una cola de mapache sujeta al extremo de la antena de la radio del coche y pollo frito en la mesa». Entretanto, en los auriculares de Nance y de todos a los que se les permite sintonizar la radio mientras trabajan, resuenan los bramidos de las tertulias radiofónicas, las bocinas y los aullidos de unos tíos que dicen estar indignados por la situación del país. Las arengas de Rush Limbaugh, Gordon Liddy, Michael Reagan y otros animales radiofónicos derechosos se entremezclan con los anuncios de reunificación de pagos de tarjetas de crédito e hipotecas. «A veces escucho las emisoras cristianas de música contemporánea, pero ponen la misma canción una y otra vez», explica Nance. Entonces vuelve a ajustar el dial y regresa a la tertulia («Nuestro invitado de hoy es John Lee Clary, ex miembro del Ku Klux Klan y actualmente pastor de nuestro Señor y Redentor. Su nuevo libro se titula Del Klan a los brazos de Jesucristo. ¿Cómo estás, John?»), y en ocasiones sintoniza emisoras locales de country moderno, que son ultraconservadoras en esencia. Los apolíticos y los no religiosos escuchan rock clásico. Con toda certeza, la radio proporciona a los trabajadores la mayor parte de las ideas y los conocimientos que poseen en materia política. Casi ninguno de ellos está suscrito a algún periódico, y la influencia política de su cadena de televisión favorita, la Fox, está algo sobrevalorada en esta región —excepto como inductora del sueño, lo que sin duda no es poco—. Pero ese entrañable espacio radiofónico que llena el vacío del trabajo por turnos... ¡Oh, Dios mío! Quien haya pasado ocho horas trabajando en el etiquetado de cacharros de plástico moldeado o apilando palés conoce el poder de esas voces implacables «que hablan a la multitud» y sabe la influencia que pueden llegar a ejercer en los que trabajan con los auriculares puestos, siempre inmersos en esa burbuja de realidad radiofónica en medio del estruendo de las máquinas. Durante ocho horas uno tiene una voz dentro de la cabeza que suena como su propia voz. Pregúntele a cualquier operario de una cadena de montaje, al que va a hacer la limpieza por la noche, al que se gana la vida como pintor de brocha gorda. Ahora bien, nada de lo expuesto anteriormente constituye el motivo fundamental por el que Nance vota al Partido Republicano. Aunque lo han organizado a conciencia, a la manera de un golpe de Estado de derechas, el éxito de los republicanos entre los trabajadores no se debe tanto a la existencia de un plan organizado del neoconservadurismo como a las falsas ideas compartidas por montones de gente acerca de cuáles son los males de Estados Unidos. El neoconservadurismo surgió de la misma forma en que nacen los movimientos de izquierda, siguiendo casi idéntico proceso y atendiendo a las mismas razones: un descontento ampliamente generalizado pero a la vez ignorado, vinculado en este caso a la erosión del nivel de vida y de los valores «tradicionales» americanos, o a la idea que de ellos se hacía la gente trabajadora. Dicho de otro modo: las cosas habían cambiado. El malestar había ido creciendo durante décadas, antes de que se produjera la revolución republicana de 1994; ése había sido el telón de fondo a lo largo de la vida de Nance. El día en que los republicanos le dieron un nombre y clavaron un clavo en la pared donde sujetar el cartel, la gente como Nance, Tom, Poot y los otros dieron un paso adelante para confirmar que eso era lo que estaba pasando. No existe una buena razón para que en los últimos treinta años la inseguridad y el descontento de gente como Tom y Nance hayan sido considerados con tanto desprecio por muchos izquierdistas, que se han limitado a pensar que eso no era más que el resultado de su mentecatez. Si la izquierda hubiese identificado esa insatisfacción a tiempo, si hubiera atacado

sus causas, si hubiera contrarrestado las falacias urdidas por los republicanos para explicar este descontento, si hubiera escuchado en lugar de pensar que la angustia de los obreros era una muestra de cerrilidad tipo Archie Bunker (un estereotipo del que se enteraron a través de la televisión), y quizá si hubieran ofrecido soluciones valientes, comprensibles y prácticas con las que hacer frente a esa insatisfacción, habríamos sido testigos de algo mejor que las mentiras y el saqueo urdidos por el cártel empresarial del Partido Republicano en los últimos seis años. Los auténticos movimientos explotan todo el potencial de protesta que hay en la gente disconforme y decepcionada —gente que ha sido privada de sus derechos por la burocracia, la tecnocracia y los «expertos»—. Los derechistas se aprovecharon de la insatisfacción popular, echaron leña al fuego lamentándose de la pérdida de valores y del espíritu de la comunidad y atribuyeron todos los males a la «izquierda cultural» feminista y antirracista, al movimiento gay, etcétera. El mensaje del Partido Republicano, aunque fuera una tontería, era accesible para Nance. El Partido Demócrata carecía de mensaje. Tal como están las cosas, Nance no tiene representantes políticos en absoluto. Nadie mueve un dedo por los intereses de las personas como ella a menos que unos pocos queden aplastados en las profundidades de una mina de carbón, aportando así el material necesario para la molienda emocional de los telediarios nocturnos. Sólo los políticos de la derecha, cuando apelan a sus prejuicios religiosos y a su ignorancia, en nombre de las grandes fortunas y los grandes negocios, les prestan un poco de atención. Si uno pasa una larga temporada con la auténtica clase obrera, ya sea con los chicos del Ruby Tuesday en el centro comercial Apple Blossom o con los vejetes del Royal Lunch, verá que los trabajadores decentes casi nunca hablan de política o de temas de actualidad, excepto en las semanas previas a unas elecciones, o cuando son incitados por algún agitador de izquierdas como yo, o por los agentes de la plataforma neocon del Partido Republicano, gente que comprende los cuatro principios básicos del alma política norteamericana: 1) la emoción como sustituta del pensamiento; 2) el miedo; 3) la ignorancia; 4) la propaganda. Cuando Estados Unidos atacó Iraq, en el Royal Lunch se vivió un brusco cambio de ánimo y se oyeron algunos comentarios sobre la guerra, pero no hubo nada parecido a una discusión. Los profesionales, la gente de clase media blanca, esos bebedores de cerveza de importación que se reúnen en los bares de diseño del centro de la ciudad, estaban irritadísimos por la guerra que había empezado su presidente. Pero en el Royal Lunch, como de costumbre, las discusiones giraban en torno a deportes, películas, dónde pueden conseguirse los mejores mariscos y costillas y por qué los de General Motors parecen incapaces de fabricar un buen motor. No es precisamente asombroso, teniendo en cuenta que nuestra realidad nacional es la televisión. Nada nos mantiene políticamente unidos excepto el miedo, e incluso eso viene generado por nuestros televisores. Así que cuando la voz de la televisión le habla a la multitud y le dice que apoye a las tropas, lo único que pensamos es: «Nada podría ser más natural», y tomamos notas mentales diciéndonos: «Apoya a las tropas». Y luego nos bebemos una cerveza. Como ya he comentado, la vida intelectual de la mayor parte de los trabajadores americanos está hecha de cosas que parecen verdad, y para eso se invierten millones en frases con gancho y eslóganes. En la medida en que puede afirmarse que tenemos opiniones, sólo tenemos las opiniones que se espera que tengamos. Del mismo modo que agitamos banderitas estadounidenses y ponemos pegatinas en el coche para dejar bien claro a los demás quiénes creemos que somos: somos norteamericanos y sólo norteamericanos. Simples norteamericanos aislados del resto del mundo y con la certeza de que ser norteamericano es mejor que ser cualquier otra cosa,

aunque en realidad no podamos probarlo. Aunque estemos a dos días de quedarnos sin techo, aunque nuestros hijos no sepan leer y nuestros culos se hayan ensanchado tanto que podrían tener su propio código postal, resulta reconfortante saber que al menos vivimos en el mejor país del planeta. Eso es América, y luego está el resto del mundo: una pandilla de envidiosos que conspiran para derrumbarnos y «robarnos nuestra libertad». No olvidemos las actuaciones estelares de esos agitadores de mierda o, dicho con buenos modales, de esa pandilla de activistas políticos como Laurita Barr. Muchas de las lamentables actitudes arraigadas que los liberales de internet atribuyen a una «herencia cultural» son sólo el fruto del trabajo de estos mensajeros malvados, dedicados a jornada completa a la venta de mentiras al por menor, mejor recibidas en los ambientes populares donde se distribuyen. En ciudades como Winchester es más fácil encontrar a los jefes de propaganda de la extrema derecha en los bares, clubes y hermandades que buscando su pista en blogs o periódicos. Me he dado cuenta de que los republicanos parecen estar naturalmente integrados en el tejido comunitario, cosa que no ha hecho la izquierda desde la Gran Depresión y los movimientos que reivindicaban la justicia social en los sesenta. A pesar del sistema de clases reinante en estas ciudades, muchos republicanos adinerados todavía se juntan con la pequeña clase empresarial y la clase obrera en sus propios territorios. Los trabajadores se encuentran cara a cara con los republicanos en las iglesias, en los buffets libres que se organizan para hacer una colecta, en las reuniones de las hermandades como el El Club y en los pequeños comercios de la ciudad. Los ideales republicanos de toda la vida siempre han tenido una firme aceptación en el corazón del país, y puede que esa proximidad conduzca a la identificación. Por eso en noches como ésta te encuentras en la taberna con gente como Laurita Barr bebiendo una cerveza con los proletarios: Mac el pintor de brocha gorda, los currantes del segundo turno de Rubbermaid, Tom y Nance (que suele beber una coca-cola light y luego se las pira); a éstos se suman un par de parroquianos más que acercan las sillas a la mesa para escuchar las opiniones de la gran dama. El solo hecho de estar sentados con ella es para ellos un honor, un honor tan grande que puede que hasta Nance se quede esta noche y pida otra coca-cola ligbt. Laurita es una de las mayores propietarias inmobiliarias de la ciudad —pero ni de lejos la más importante—, con doscientas o trescientas viviendas, muchas de ellas en el deteriorado vecindario de North End. Y por supuesto es agente inmobiliaria. Laurita, de cincuenta años, va muy bien vestida con un traje de chaqueta durante el día, y después del trabajo se presenta en el Royal Lunch con un estilo que combina la línea deportiva de Max Studio y la informalidad de Nordy. Es más que millonaria y hace funcionar el negocio familiar de propiedades y alquileres como una máquina bien engrasada. «No pierdo el tiempo. El proceso de desahucio empieza en el momento en que se retrasan lo suficiente en el pago del alquiler como para empezar con el papeleo», dice mientras bebe a sorbos su Sam Adams. Las veinticuatro horas del día es agente y guardiana del Partido Republicano. Además de su incesante activismo en el ayuntamiento en contra de los derechos de los inquilinos y los impuestos sobre la propiedad (en Winchester, los edificios fragmentados en múltiples minipisos pagan los mismos impuestos que una vivienda unifamiliar, a pesar de que demandan un esfuerzo mil veces menor en materia de servicios municipales), también pasa tiempo en el bar hablando mal de los políticos progresistas y de todo lo que esté remotamente vinculado al Partido Demócrata. Es justo lo que está haciendo esta noche de junio. Laurita es capaz de sacar tajada de cualquier cosa. El Winchester Star ha ido publicando una historia acerca de una mujer de la ciudad condenada a veinte años de cárcel por suministrar fotos pornográficas de su hija de trece años a su marido, que estaba cumpliendo condena por

abusar de la niña. La foto de la pederasta aparece en primera plana siempre que a los editores les apetece. Su cara parece salida de un álbum de fotos hechas por Dorotea Lange. El placer con el que la gente de Winchester disfruta de un espectáculo como éste nos recuerda que nuestra ciudad fue fundada en un ambiente de torturas públicas, flagelaciones y acusaciones de brujería. La ciudad de Salem no estaba sola en aquella era de la superstición. Los yanquis, sin embargo, parecen haber llegado aún más lejos. Laurita exhorta a los bebedores de su mesa: —¡Esto es más que repugnante! ¡Una mujer que hace fotos pornográficas a su hija para enviárselas a su marido, que está en prisión por haber abusado de esa misma niña! Apostaría dinero a que los de la ACLU vendrán a rescatarla. Esa tía es exactamente la clase de personas a las que los liberales y los del Partido Demócrata defienden. —Laurita pronuncia la palabra «liberal» con desprecio. Cuando una voz menos tendenciosa sugiere que quizá se esté pasando, Laurita dice—: ¿Habéis oído hablar de la Asociación Norteamericana en Defensa del Amor entre Hombres Adultos y Chicos Menores? Pues tenían un asiento en la Convención del Partido Demócrata de 2000. Delegados oficiales. Los Boy Scouts fueron abucheados pero los de esa asociación tenían su asiento. Demócratas, liberales..., son todos iguales». —¿Dónde oíste eso de que los Boy Scouts fueron abucheados por los demócratas? —pregunta Tom; me parece que tiene un nieto en los Boy Scouts. —El responsable de los Scouts del distrito nos lo comentó en nuestra reunión —dice Laurita. (Más tarde busqué en Google esta información. La única referencia que encontré aparecía en dos sitios conservadores, www.NewsMax.com y www.FreeRepublic.com, y reproducía su comentario casi al pie de la letra: «El delegado del distrito lo comentó en una reunión de tropas.») Laurita añade: »Los demócratas pretenden tachar a los Scouts de grupo racista. Paseando la mirada por las dos mesas que han juntando, observo que la gente parece un poco molesta. Debido al estatus social y económico de Laurita, nadie es capaz de cuestionar la veracidad de sus afirmaciones. En las provincias americanas, especialmente en las del Sur, la riqueza es la prueba del amor de Dios y otorga poder para confundir a cualquiera que no esté de acuerdo contigo. Dejando eso a un lado, a Nance le parece prudente —de eso estoy seguro— evitar cualquier partido político que considere a los Boy Scouts un grupo racista. Veo lo mismo casi cada día en de los foros locales y en los tablones de anuncios de internet. Esto viene a ser en gran medida el acercamiento del Partido Republicano a los dominios de internet, para lo cual no existe un equivalente liberal igual de significativo. Si bien la blogosfera del Partido Demócrata es muy sólida, los demócratas parecen menos inclinados que los republicanos a recorrer el centro de la ciudad y comunicar su palabra en persona. Quizá simplemente el partido no disponga de tantos agentes en contacto con los sectores populares. Quizá sus agentes no tengan los mismos intereses personales en juego que Laurita, cuyos ingresos, al igual que los impuestos que paga por sus propiedades, se ven afectados en gran medida por el partido que gobierna. En cualquier caso, las tertulias radiofónicas racistas del Ilustre y Antiguo Partido Republicano, sumadas a la labor de su red de agentes, componen una maquinaria de propaganda doblemente poderosa. La clave está en la tergiversación y en crear un sentimiento de culpa por asociación. Un buen ejemplo es la costumbre de apelar al viejo lema de «menor intervención gubernamental» para asociar la supuesta incompetencia esencial en todo gobierno con el mal funcionamiento de la Seguridad Social. En lugar de abolir la Seguridad Social por completo —algo que la derecha sabe que no puede hacerse porque sigue siendo el programa de gobierno más popular creado en

toda la historia—, los neoconservadores proponen privatizarla para hacerla más eficiente e incrementar de este modo el rendimiento de los planes de jubilación. En palabras de Tom: «Deja que la gestionen los profesionales de Wall Street. Todos saben cuán costosa e ineficiente es la burocracia». Pero los conservadores se niegan a aceptar la verdad: los costes administrativos de la Seguridad Social son mucho más bajos que los costes administrativos de cualquier compañía del sector privado: sólo un 3,5 por ciento de su presupuesto anual, según datos del departamento de contabilidad del gobierno. Pero al vincular la Seguridad Social con la idea de despilfarro por parte del gobierno, los conservadores simplifican la cuestión reduciéndola a unos términos que el ciudadano corriente, el mismo que paga cuarenta dólares y pierde la mayor parte del día en la Jefatura de Tráfico para que le pongan un sello en su permiso de conducir, puede comprender sin problemas. Para difundir este mensaje, el Ilustre Partido Republicano cuenta con unas bases amplísimas. Sus miembros están presentes en todas partes —en los plenos del ayuntamiento y en la sección de «Cartas al director» de los periódicos locales—. En cuanto ven la oportunidad de inyectar un eslogan, recitar un discurso conservador o hacer circular un rumor inventado en NewsMax, TownHall o FrontPage, no la dejan pasar. Por eso el Ilustre Partido Republicano tiene una respuesta uniforme frente a cualquier mensaje liberal. La red de fervorosos afiliados conservadores como Laurita que se extiende por todo el país recluta mano de obra para el Ilustre Partido. En las ciudades pequeñas y humildes se realza la imagen de los candidatos locales, quienes son preparados por la oficina nacional del partido para ocupar sus puestos en las administraciones locales, y que son respaldados por una multitud de Lauritas que colaboran con su parloteo e influyen en las masas y que encuentran tiempo libre para escribir quejumbrosas «Cartas al director». En el seno de estas bases locales del Ilustre Partido que se concentran en las empresas es donde nace el ejército de voluntarios, activistas políticos y portavoces para las campañas. Como resultado tenemos que, aunque la visión económica y social de la ultraderecha sea repulsiva, la derecha nos ha impuesto su visión de Norteamérica con notable éxito, y esto se debe a que han llevado a cabo un excelente trabajo de organización y comunicación. Sufrieron una derrota en 2006, y puede que sufran más derrotas en 2008, pero están decididos a alcanzar la victoria a toda costa. Los liberales, por su parte, se limitan a chatear entre ellos o a reunirse en eventos sociales, y apenas si se esfuerzan por llegar a las tribus paganas, y mucho menos convertirlas. A la larga tendrán que salir al mundo real y abordar a tipos como el viejo Pootie para conseguir su voto, un trabajo ingrato que no le deseo a nadie. Estoy seguro de que él estará encantado de que le presten atención. Mientras tanto, sin que importen mucho las victorias de los demócratas a mitad del período presidencial en 2006, para Laurita y para todo el aparato republicano de por aquí, la rastrera estrategia de la crispación sigue funcionando. Conmigo no surte efecto, ya que Laurita y yo somos enemigos declarados. Enemigos a muerte, como para que uno se vaya del bar cuando el otro entra, a pesar de que a veces ambos nos quedamos, si da la casualidad de que estamos lo bastante borrachos para buscar pelea. Evidentemente, toda esa crispación de mierda que siembra el Partido Republicano en el mundo sería vana si no hubiera una clase trabajadora iracunda y ansiosa de recibir una palmadita en el hombro. Puede que los trabajadores no se pasen el día rajando de los políticos, pero que me maten si no es cierto que muchos de ellos maldicen para sus adentros sus propias vidas y sus condiciones laborales. Y muchos currantes de esta ciudad, quizá la mayoría, sienten una rabia profunda que muy poco tiene que ver con los temas proclamados a bombo y platillo

por sus líderes religiosos y políticos. No les preocupa demasiado un programa de televisión donde las estrellas son cuatro homosexuales ni eso de que un aborto equivalga a un asesinato, aunque si uno se lo pregunta responden que lo encuentran repugnante. El motivo de su rabia es algo mucho más elemental. Son los insultos diarios que tienen que soportar por parte de sus patronos, sus gobernantes y demás americanos con estudios, todos esos médicos, abogados, periodistas, universitarios y demás que desprecian callada pero ostensiblemente a los trabajadores. Los valores aparentemente malévolos que mucha gente trabajadora exhibe en relación con la sexualidad y la raza no derivan de una perversidad inherente. Los Tom Henderson que antaño disfrutaban tocando la guitarra en el porche durante toda la noche no se convirtieron en tipos con corazones de piedra por voluntad propia. Vietnam tuvo algo que ver en eso. La creciente brutalidad en el entorno laboral americano y el hecho de acabar compitiendo con cada obrero del país por un puto puesto de trabajo hicieron el resto. Tom fue lo bastante fuerte para vencer la heroína pero no para hacer frente a esa mezquindad que sigue creciendo en el corazón de nuestra república, a causa de la cual vio cómo su juventud se evaporaba mientras él estaba en la guerra. La marea de nuestra mezquindad nacional sube cada vez más, y en el interior de cada persona cada experiencia embrutecedora se suma a la anterior, y añade otro eslabón a la larga cadena de norteamericanos de clase trabajadora que han padecido esta clase de ignominias durante décadas. Es una historia que me lleva hasta esa niña aterrorizada de diecinueve años de Weirton, Virginia Occidental, que vigila durante la noche los apestosos corredores de las prisiones más remotas del imperio; hasta ese anciano de ochenta años, padre de un vecino mío, que recuerda cuando le pagaban dos dólares por unidad por partirles (literalmente) la cabeza a los organizadores sindicales de nuestras fábrica de tejidos y talleres de confección durante la época en que Virginia era víctima de la maquinaria política de Byrd. (Fue en tiempos de la Depresión y él necesitaba dinero para mantener a su familia.) El brutal modo en que los trabajadores más laboriosos de América fueron históricamente forzados a interiorizar los valores de los gángsters capitalistas es algo que a la izquierda se le escapa, y salvo contadas excepciones la izquierda tampoco entiende nada acerca de cómo este sistema político y económico ha machacado a golpe de martillo hasta la humanidad misma de los trabajadores corrientes. Gran parte de la lucha por recuperar el espíritu de América consiste en sanar las almas de estos americanos y hacer que despierten de esa superabundancia de artículos de consumo y espectáculos que los idiotiza. Consiste en asegurarse de que ellos —como nosotros— rechacen la tortura como una actividad propia de «héroes» y que dejen de pensar que los bebés deformados por el uranio empobrecido son solamente «el pre cio de la libertad». Atrapados en el gran holograma autárquico de la América imperial, alimentados a la fuerza con productos y orgullo como si fuesen novillos cebados, los trabajadores norteamericanos disfrutan con el Campeonato Mundial de Lucha Libre y las banderas confederadas, los televisores de pantalla plana y la idea de un imperio Americano. («¡Imperio Americano! ¡Me encanta cómo suena!», piensan sin tener la más remota idea de cuál puede ser su significado histórico.) Esa gente que hace por nosotros el trabajo sucio, la misma gente a la que enviamos a combatir en nuestras guerras lejanas, no son altruistas y probablemente nunca lo fueron. Se la trae floja la pobreza en el mundo, el futuro del planeta Tierra o la extinción de animales o cualquier otra cosa. De verdad que les importa una mierda. Al «pueblo» le gusta la gasolina barata. Al «pueblo» le gusta ir de rebajas después de Navidad o del día de Acción de Gracias. Y si viene el fascismo

también estarán contentos con eso, siempre y cuando el precio de la gasolina no sea demasiado alto y Comcast tenga el canal de la liga de fútbol americano las veinticuatro horas del día. Ése es el holograma americano. El espejismo dentro del cual vivimos, la ilusión que nos mantiene unidos y que hace que nos parezcamos como clones, aunque se insista en que cada uno de nosotros es único. Y seguirá vigente hasta que toda la mierda nos caiga encima y nos llegue hasta el cuello. La gente trabajadora no niega la realidad: ellos la crean desde lo más profundo de su ignorancia, mientras la presunta izquierda reflexiona y se pregunta por qué no puede obtener ninguna influencia política sobre esas almas. Para esta gente la realidad es el fútbol americano, las carreras NASCAR y una república sin matrimonios homosexuales y con armas de fuego que no tengan el seguro puesto. Ésa es la realidad por la que votan: una república armada y con principios éticos. Y ésa es la realidad que tenemos, mientras nos quedamos de brazos cruzados y vemos cómo a nuestros ciudadanos les extirpan la humanidad a golpes, dejando que los exploten y los cultiven como si fueran una cosecha humana con fines de lucro. Los auténticos valores no tienen nada que ver con la política. Pero en un país obsesivamente religioso, los valores siguen siendo una cortina de humo que oculta el robo a gran escala por parte de los ricos y el odio y el miedo por parte de los demás. Los cristianos y muchos americanos normales y reservados votaron en las elecciones presidenciales de 2000 y 2004 motivados por el temor que les inspiran personas culturalmente distintas a ellos, sobre todo el miedo a los gays, las lesbianas, los musulmanes y los no cristianos. Por eso en once estados republicanos se votaron enmiendas de la Constitución para prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo. En nueve de ellos el proyecto de ley fue aprobado sin problemas. El motivo siempre era el miedo, y en los peores casos el odio al «otro». Como buen sureño que soy, he sentido odio durante toda mi vida. Recuerdo las charlas en el patio de recreo, cuando comentábamos las historias de los «negratas» que por la noche eran apuñalados por chavales blancos y cosas de ese estilo. Y, como a la mayoría de los cincuentones, las huellas del odio se reflejan en mi cara, porque todos nosotros tenemos el rostro que merecemos. También he observado el odio en los demás y siempre lo reconozco cuando lo veo. Y ahora lo veo más que antes, lo que es mucho decir teniendo en cuenta que crecí aquí en la época en que la discriminación racial era legal. El odio actual, alentado y alimentado por los conservadores, es idéntico al que veía en mi gente durante aquellos años violentos: un odio irracional, profundamente enraizado, basado en un miedo incipiente. Aquí el miedo prevalece sobre todo en las clases media y alta, entre la misma gente que abiertamente y con vehemencia se declara contraria al uso de palabras como «negrata» y «joder». Aquí en Winchester pasan por gente educada. Se puede oler su miedo. Miedo a perder sus privilegios y su dinero. Miedo a que no les dé tiempo de meter mano y acumular lo suficiente para que tanto ellos como su descendencia puedan seguir viviendo bien y bebiendo chardonnay y ventilando con pedos sus trajes de seda durante los próximos cincuenta años. Así que, mientras tanto, mantienen bien engrasada la maquinaria de la mentira y el generador de humo girando a tope, esperando a que llegue el momento de elegir a otro de los suyos para que se instale en la Casa Blanca —demócrata o republicano, qué más da mientras la estafa continúe—. Las Lauritas Barr hablan como personas bien documentadas y con autoridad, mientras que el miedoso pintor de brocha gorda y la madre soltera que conduce la carretilla elevadora la escuchan y asienten. ¿Por qué correr el riesgo de votar a un partido que permitiría que los homosexuales fueran jefes de los Boy Scouts?

En las Navidades de 2005, la red de afiliados neoconservadores bullía de actividad. Dos días antes de Nochebuena un agente republicano llamado Ted trabajaba con entusiasmo haciendo circular por los foros de internet que hablan de Winchester una falsa historia de Navidad contada por los republicanos. CASERO DEMÓCRATA ESTAFA A UN REFUGIO REPUBLICANO PARA INDIGENTES

Un abogado liberal de Los Ángeles ha dejado en la calle a casi tres docenas de personas sin techo que vivían en un centro de acogida, simplemente por algo que él encuentra inaceptable: el fundador del centro es un republicano que votó por el presidente Bush...

Según la noticia, unas treinta personas entre hombres, mujeres y niños fueron echadas a la calle por el desalmado demócrata liberal, un casero malvado, abogado por si fuera poco, que había subido los alquileres que pagaban sus inquilinos de 2.500 a 18.333 dólares al mes. El telefonista del centro era un tipo llamado Ted Hayes que al parecer «renunció a su estilo de vida de clase media hace algunos años para vivir en las calles» y socorrer a los sin techo. Se le citaba de manera conveniente y obvia manifestando cosas como: «Le doy mi apoyo al presidente Bush y se lo doy al Partido Republicano». Casi al terminar la historia, se añadía el toque de gracia para rizar el rizo: Hayes es negro. De esto se encarga la máquina de humo y mentiras que poseen los neocons. No se detiene jamás. Nunca aminora la marcha. Ni siquiera en Navidad. Hace treinta años, las Lauritas y los Teds de Winchester y los estados conservadores de Norteamérica hacían lo mismo: manejar a su antojo a las Nances y a los Toms, y hacerles pensar tonterías. Se trata de un sistema de clases, y a los miembros de la clase de Laurita los comienzan a manejar con guantes de seda cuando nacen. Se relacionan entre sí y con el mundo como cuando iban al instituto. En aquel entonces ya sabíamos quién iba a trabajar en Rubbermaid y quién iba a trabajar envasando frutas. Ahora todos siguen ocupando el mismo nicho en el sistema de castas de la pequeña ciudad (aunque a día de hoy seamos algo más que una pequeña ciudad), y todos siguen viendo el mundo desde el diminuto puesto que les ha correspondido en este limitado sistema. Tienen la misma visión de Nueva York como un infierno plagado de delincuentes en el que ninguna persona sensata pondría jamás el pie. Y creen que Francia es un país de cagados y comedores de coños. «Gabachos.» Lo más preocupante es que la guerra de Iraq, pese a todo el alboroto, es para ellos algo muy lejano en el momento en que escribo este libro, en el año 2006. Como mucho, nos llega un ataúd escupido de vez en cuando hacia nosotros y que contiene el cadáver del hijo o a la hija de un miembro de la clase trabajadora local. El féretro envuelto en la bandera aparece en la portada del periódico de la ciudad, todos saludan y expresan sus condolencias. Pero en realidad a nadie le importa un bledo, salvo a la familia del muchacho o a la novia y a la gente de su misma iglesia. De verdad que no les importa. Puede verse en sus ojos. Se habla más, muchísimo más, del final de la nueva liga nacional de béisbol en Washington que de la guerra y los muertos de aquí y de los que no son de aquí. El duelo profundo y doloroso que viven las pequeñas ciudades cada vez que uno de sus chicos muere en Iraq es uno de los mayores mitos mediáticos del holograma americano. Puede que alguna vez haya sido cierto, pero hace ya mucho tiempo que nos hemos vuelto insensibles. Por culpa del trabajo duro de cada día y porque desde que nacemos hasta que morimos vivimos saturados de información, productos y espectáculos deportivos, y porque nunca hemos cuestionado abiertamente y con sinceridad la idea de Norteamérica como la mejor nación del mundo entero, superior en todo y por lo tanto

invulnerable. Es cierto que crece la decepción en torno a la guerra, pero, por lo menos en esta ciudad, no es por las muertes que ocasiona, sino porque no estamos ganando. Una comunidad que se ha vuelto tan insensible que ya ni siquiera lamenta su propia muerte no merece ser llamada comunidad, y desde luego no se puede esperar que guarde luto por los chicos de Iraq. Es imposible que esa gente que vive tan atrapada en la América imaginaria que los medios de comunicación exaltan a diario con fines comerciales llegue a comprender de qué manera la masacre de personas inocentes que se encuentran a millones de kilómetros puede servir para inculcarles premeditadamente un fuerte sentimiento de orgullo nacionalista, promoviendo así un sentido vacuo de la unidad frente a la abismal degeneración de nuestra república. En mi opinión, la ceguera moral más profunda en el corazón del país nace de la ingenua confianza en nuestro sistema. El otro día, en el aparcamiento de Food Lion, mientras metía las bolsas de la compra en mi furgoneta, me encontré con Carolyn, un viejo amor del instituto. Tiene cincuenta y ocho años y todavía sigue en Rubbermaid, donde ya lleva veinte trabajando. Por eso todavía se encuentra en buena forma, una mujer maciza y hermosa con nalgas de acero y una sonrisa de chica country que la hace parecer diez años más joven, si eso es posible. Suficiente para que a un viejo gordo seboso como yo le entren ganas de arrastrarse debajo de la furgoneta hasta que ella desaparezca. Pero conseguí decir «hola» y mantener la charla obligatoria, que en el Sur dura unos sesenta segundos. Aquí un «hola y adiós» no es suficiente, se considera un desaire. Al darme cuenta de que Carolyn llevaba cuatro pegatinas diferentes de «Apoyemos a nuestras tropas» en su Toyota último modelo, no pude evitar decir: —Joder, Carolyn, ¿no te quedaba espacio para otra pegatina? —Pues sí —suspiró—tenía otra pero me la arrancaron, supongo que querían aparentar que ellos también habían contribuido a la causa. —¿Qué causa? —El dinero que recaudan con las pegatinas lo usan para apoyar a las tropas —respondió. —¿Quién te ha dicho eso? —Nadie. Pero me imagino que es así. ¿Para qué las harían si no? Me fijé en su rostro, mezcla de niña, mujer adulta y anciana, y en sus rizos canosos, y no era ignorancia lo que veía —pese a que también había algo de eso—, sino más bien confianza en cierto sistema invisible que establece «cómo deben ser las cosas». Cuando los universitarios se encuentran con semejante muestra de credulidad esbozan una sonrisa socarrona, pero se trata de un gesto sincero y sin la menor pizca de cinismo. En este país, la pérdida de contacto con la realidad te puede dejar tan atónito que a veces no sabes si reír o llorar, ni qué decir cuando se presenta el caso. —¿Y qué, cómo están Ron y los niños? —pregunto cuando todavía me quedan treinta segundos de tiempo. Dentro de cuatro horas Carolyn atravesará las puertas de la ciudad nocturna de hormigón y se pondrá el equipo de protección de Rubbermaid adosado a ese cuerpo macizo y hermoso. Y ella, al igual que Tom y Nance, suspendida en ese silencio aplastante que reina dentro de sus auriculares aislantes, nunca llegará a preguntarse por qué alguien tiene derecho a hacerte mear en un bote, o si realmente el Partido Demócrata apoya a los colectivos que defienden las relaciones sexuales entre niños y adultos, o por qué los maestros budistas eligen el departamento de Fuerza Bruta. Ésta es, sin duda, la cuestión más candente de todas.

3 CARAVANAS Y CASAS M ODULARES: TODO UN ESTILO DE VIDA Cueste lo que cueste, el chanchullo de las hipotecas te facilitará un techo de propiedad Pregunta: ¿Cómo sabe un paleto cuándo su caravana está bien nivelada? Respuesta: Comprobando que al bebé le cuelgan igual de largos los mocos por las dos fosas nasales.

«Si se presenta en mi despacho un sándwich de jamón y me pide un préstamo hipotecario, se lo concedo al instante. Me basta con que me muestre su contrato de trabajo», me dijo Mike Molden, agente hipotecario, mientras se reclinaba en la silla de 35 dólares que había comprado en Wal-Mart. Su despacho parecía un salón de una casa de una sola planta de los años cuarenta; era evidente que se trataba de una antigua residencia reconvertida de la noche a la mañana en oficina, aunque la reforma había sido sólo parcial, y tampoco aparentaba haber intención de disimularlo. Cuando visité a Mike en la primavera de 2005 su empresa era uno de los miles de tinglados que ofrecían créditos hipotecarios, sacando partido del boom de la vivienda que habían generado los inversores que, con el estallido de la crisis de las puntocom e internet a finales de los noventa, salieron de la Bolsa aullando como perros escaldados y en busca de otro cerdo rellenito del que se pudiera sacar tajada. Ese animal lo encontraron en el negocio de las hipotecas, gracias a la impagable ayuda de Alan Greenspan. Supongo que, para cuando esta obra llegue a las librerías, dicho negocio estará más muerto que la ciudad de Dallas un lunes por la noche, o por lo menos ya se habrá «enfriado» tanto que será necesario romper una capa de hielo para conseguir una hipoteca. En cualquier caso, habrán sido diez buenos años de vacas gordas. Los agentes hipotecarios como Mike están agradecidos a la vida por tanta bonanza. «Dime en qué otro lugar un tipo como yo, que apenas tengo estudios secundarios, puede ganar 66.000 dólares al año trabajando sólo doce horas a la semana.» Pero Mike no se engaña. Guarda a buen recaudo su dinero, consciente de aquello que escribió James Howard Kunstler: «El negocio de las hipotecas, un organismo mutante y monstruoso basado en sistemas de préstamo anticuados y que consiste en fraude por todo lo alto, implosionará como una estrella muerta el día en que fallen todos esos préstamos de cobro imposible, y arrastrará en su caída a todos y cada uno de los instrumentos crediticios que haya conocido la raza humana, para enviarlos al insondable vacío del enorme agujero negro financiero que ha creado». El cincuentón con cara de calabaza que está sentado en la silla de plástico de la sala de espera mientras aguarda para solicitar un crédito sin duda no enriende nada de esto. Tommy Ray conduce un camión de reparto de materiales para la construcción y gana 9,50 dólares la

hora. En dos años ha tenido cuatro trabajos. Uno de ellos en Hood Dairy, la gigantesca planta local de leche y derivados lácteos, cuyos empleados ocupan puestos como el de «técnico para la recuperación de niños desaparecidos», que consiste en manejar una máquina que imprime fotografías de los niños desaparecidos en los cartones de leche. Mike Molden conoce muy bien a las personas como Tommy. Mike dice: «Tiene apenas un dólar y medio para el pago inicial. Y entra en mi despacho, mete los dedos en las presillas del pantalón y dice: ¡Cueste lo que cueste!». Palabras que para un agente hipotecario pueden traducirse como «Saquéame». Por supuesto, Mike acatará la orden. Tommy Ray quiere un préstamo para comprar una parcela en un campamento de caravanas y una mobul hawm, que es como pronuncian aquí mobile home, o sea, un barracón rodante, el modelo Riverine Forester de 2005, para ser exactos, que cuesta 79.000 dólares y viene equipado con los siguientes componentes: Techo abovedado montado sobre paredes de 1,78 metros de altura. Falso techo con textura punteada. Instalación eléctrica con lámparas de cristal. Cortinas. Moqueta acolchada. Recibidor con suelo de linóleo. Instalación y ventilación para el secado de ropa. Detectores de humo en todas las habitaciones. Armarios con puertas lisas de laminado de roble. Fregadero con doble grifo de aluminio. Armario empotrado sobre el refrigerador. Campana extractora con luz y ventilación. Ducha de fibra de vidrio, toallero y portarrollos. Aislamiento de techo con factor R 33...

Evidentemente, si los fabricantes tienen que resaltar el hecho de que la unidad viene con toallero y portarrollos y que las lámparas son realmente de cristal, es que no estamos hablando de mansiones de primera. Aun así, si uno es capaz de renunciar a todas las pretensiones sociales y a esa intolerancia de clase que se nos inculca, o incluso si ha vivido en una caravana, sabrá que esta clase de viviendas tiene sus ventajas. Millones de trabajadores han crecido en ellas y no ven nada malo en ese estilo de vida. Todo resulta más sencillo que si se debe lidiar con la típica vivienda suburbana de trescientos metros cuadrados; y si uno escoge la zona adecuada para instalarse, estará rodeado de gente que lleva la misma vida y sabrá que todos cuidan las propiedades de los vecinos por nada, así que no hay necesidad de contratar seguridad privada. Sinceramente, cuanto más cerca estoy de cumplir los sesenta y cinco, más me atrae la idea de irme a vivir a una de esas caravanas; claro que mi mujer, la reina del césped y el jardín, jamás lo consentiría. Para mí, en cambio, una caravana a pocos pasos de una bonita cala o del océano, sin césped que cortar y teniendo cerca un buen bar cervecero donde los vejetes se tiran pedos y se guarecen de la tormenta... Me las apañaría la mar de bien. Éstas son las razones por las que muchos trabajadores blancos que pueden comprar una vivienda tradicional todavía prefieren residir en una caravana. Ahora bien, hay que decir que son muchos más los que compran una caravana porque es lo más parecido a un lugar decente donde cagar que llegarán a tener en su vida. Y sí, saben perfectamente que millones de personas con una vida más lujosa los miran y piensan que son white trash. («No seas guarro, cariño, por favor, no salgas a mear a la puerta de la caravana.») En Estados Unidos —se nos dice a menudo— no hay clases. Y en una sociedad sin clases nunca podría haber lucha de clases (lo que no impide que cuando un político habla de clases enseguida se le acuse de estar fomentando un conflicto de clases). Pues bien, amigos, escuchen lo que voy a decirles: hay odio de clase entre blancos. ¡Ya estoy hasta las narices! Un claro ejemplo: cada vez que veo a la tetona esposa de un constructor luciendo una manicura de cincuenta dólares y soltando ocho de los grandes al año para pagar el colegio privado al que va el niñato consentido de su hijo, me entran ganas de arrancarle su jersey Martha Pink de

cachemira y rompérselo a jirones. Cada vez que veo a un abogado recién salido de la Universidad de Virginia luciendo titulito en el bar, me entran ganas de agarrar su jarra de cerveza inglesa auténtica y rompérsela en las narices. Y sé que no soy el único al que se le ocurren estas cosas, sólo que yo estoy dispuesto a reconocerlo. Pero en la mayor parte de los casos la gente actúa como esa trabajadora que se ocupa de registrar en un ordenador la entrada de mercancías en el almacén de K-Mart, una mujer que, aunque quizá la reconcoma el resentimiento contra la señora del jersey de cachemira, se limita por lo general a enseñarle el dedo corazón bien tieso cada vez que esa dama le roba con todo el morro del mundo la plaza en el aparcamiento del centro comercial. Lo cierto es que esa mujer teme a la señora del jersey de cachemira. Siempre la ha temido. Recuerdo que en la época del colegio una vez me fijé en cómo Carolyn, honesta empleada de Rubbermaid en la actualidad, pero que por aquel entonces era una chica pobre de cara ancha y menos atractiva que ahora, reprimía las lágrimas y fingía que no le importaba cuando la hija de un médico llamada Zemma se burlaba de ella por su aspecto casi andrajoso. Más tarde la hija del médico se casó con un tipo que ahora dirige la compraventa de acciones en un banco céntrico, y les fue tan bien durante los noventa que hace poco salieron en el periódico por haber donado una suma de dinero equivalente a cinco años de mi salario para la restauración de nuestra emblemática escuela, donde él destacó como una estrella de fútbol americano allá en su juventud. Carolyn, por su parte, se casó con Ron. Hasta el año 2002 no pudieron comprar su primera casa nueva, por 273.000 dólares y con una hipoteca de interés variable, gracias al boom de los créditos y con una escritura en la que todo era letra pequeña y que les hizo firmar su agente hipotecario. Por fortuna, a Carolyn ya no tiene que preocuparle la posibilidad de volver a cruzarse con Zemma, porque Zemma vive en la zona residencial de Middle Road junto con los demás ricos, rodeada de ocho mil metros cuadrados de césped cercados al estilo de las fincas de los terratenientes aristocráticos. En cambio, Carolyn vive en Regency Lakes, un nombre un tanto pretencioso para un rincón situado detrás del centro comercial, y donde los camioneros aparcan sus enormes trastos en los caminos de acceso a las casas, tal como hacían sus papás y como hacía también mi padre cuando conducía camiones. No sería muy exacto afirmar que ella y su marido son pobres, a menos que consideremos el poder adquisitivo como un indicador de prosperidad. En ese caso, serían algo peor que pobres, ya que ser pobre equivale a no tener nada, mientras que tener una deuda de cientos de miles de dólares y sin la más mínima probabilidad de pagarla en vida equivale a tener menos que nada. Pero en el plan divino concebido para los americanos, endeudamiento y pobreza son cosas que no van de la mano, de modo que deberemos decir que Carolyn y Ron son simplemente «pobres diablos», gente que en apariencia va tirando, pero que podría quedarse en la calle el mes que viene. Si hay algo por lo que la clase media blanca americana siente rechazo hoy en día son los pobres y los pobres diablos, sobre todo los que tienen toda la pinta de vivir en una caravana. Los blancos de clase media son capaces de jurarte sobre una pila de catálogos de Lands' End que carecen de prejuicios y no son intolerantes, pero la naturaleza humana es como es y todos vamos por ahí asestando patadas al perro del vecino, aunque no queramos admitirlo. La nueva discriminación se rige por principios económicos y consiste en la exhibición de auténticos valores como son las casas, las vacaciones y la educación privada. Sobre todo las casas. Y la medida más exacta de una buena posición económica la ofrece el lugar donde vives y lo lujosa que es tu choza. Así es como se demuestra la riqueza y el estatus —o la falta de ellos— de cara a la sociedad. Quien apenas acabó la secundaria o incluso quien fue al colegio universitario

estatal no es nadie, y eso se nota porque sólo puede permitirse un GM Sierra de apenas 16.000 dólares aparcado delante del garaje de una sola plaza de una vivienda modular. ¿Ésos? Ésos son unos pobres diablos con siete tarjetas de crédito, dirá de ellos la clase media. Y lo que más delata a la gente pobre e ignorante es precisamente vivir en una de esas caravanas con una camioneta aparcada al lado. Hubo un tiempo en el que las caravanas no sólo no estaban demonizadas, sino que más bien eran un componente importante de la vivienda en Estados Unidos. En los años posteriores a la segunda guerra mundial tuvo lugar la mayor crisis de la vivienda de nuestra historia, y se pudo combatir gracias a las caravanas, que más tarde serían rebautizadas con el nombre de «remolque», pese a que muy pocas eran remolcadas una vez que se habían instalado en esos terrenos que se conocen como «parkings de caravanas». Sesenta años después, la mayor parte de estos aparcamientos ha desaparecido; muchos de ellos han sido sustituidos por la versión actualizada de lo mismo, es decir, unos infiernos de madera laminada y plástico conocidos como «urbanizaciones de viviendas modulares». Cualquier norteamericano habrá visto alguna vez pasar estas viviendas remolcadas por la autopista, unos módulos enormes que parecen casas cortadas por la mitad. Pues bien, eso es exactamente lo que son. El mercado de las caravanas todavía sigue creciendo, y junto con las viviendas modulares constituyen un pilar del estilo de vida de los white trash. Y dedicarse a financiarlas es un negocio muy lucrativo en el que participa gente como Mike Molden. Resulta un poco impreciso utilizar la palabra «negocio», porque de lo que estoy hablando en realidad es de un sucio y complejo entramado de fraude crediticio urdido por agentes hipotecarios e instituciones bancarias, basado en la estupidez de los consumidores que se dejan engañar y acaban firmando millones de instrumentos crediticios que son pura basura. Por lo visto, durante estos años cualquiera que se abstuviera de liarse a tiros contra la oficina del agente hipotecario y fuera mal que bien capaz de arrastrarse cada día hasta el trabajo era un candidato perfecto para obtener un préstamo hipotecario. En cualquier caso, ahí tenemos a Tommy Ray, esperando en el despacho del agente hipotecario con una solicitud en la mano. Y Tommy Ray tiene un plan que, a juzgar por los datos que ha puesto en su solicitud, parece consistir en cambiar de empleo por unos chavos. En efecto, acaba de dejar su trabajo anterior por el que tiene ahora, sólo porque en el nuevo le pagan nada menos que cinco céntimos más por hora. Sí, han leído bien, cinco céntimos más. Y, por si fuera poco, en el nuevo trabajo ha de esperar seis meses hasta que le den el seguro médico. Pero Tommy lo explica de la siguiente manera: «Debes tener en cuenta las horas extras, ésas las pagan a siete céntimos más. Me han prometido veinte horas extras a la semana. ¿Lo entiendes ahora? ¡Ése es mi plan!». ¿Cuánto puede llegar a sumar eso? ¿Quince dólares a la semana? Bueno, quince brutos. ¡Caray, sí que es un pastón! Al final, lo único que Tommy consiguió fue que le redujeran las horas y acabar cobrando menos de cuarenta dólares a la semana, porque luego resultó que llovió sin parar toda la primavera y el verano, y eso afecta sobremanera al reparto de materiales de construcción. Así son las cosas para los white trash que malviven en nuestro sistema económico: nada les sale bien. Nunca. Pero es cierto lo que dice Mike Molden: «Todos los que vienen aquí tienen "un plan"». Como prueba de su solvencia, Tommy tiene siete tarjetas de crédito, a cual más reluciente y lustrosa. Se las facilitaron los peores delincuentes, empresas como Capitol One o Providian y otras sociedades financieras que apuntan a clientes de alto riesgo y aplican los intereses más altos, y con un sistema que les permite exigir el pago inmediato de la totalidad de la deuda y con unas penalizaciones que dejan sin aliento.

Tommy cree que poseer más tarjetas ayuda a aumentar su crédito, aunque desde luego el prestamista hipotecario las verá como lo que realmente son: siete oportunidades para cagarla. Una de esas tarjetas es cortesía de la empresa de productos informáticos Gateway. Al igual que la mayoría de los clientes que pasan por este despacho, Tommy tiene un ordenador. Se trata de una cuestión de ego. Debe poseer uno, aunque sólo lo use para ver los resultados de las carreras NASCAR. Tabaco, munición, comida para perros y un ordenador Dell: es la elección de un estilo de vida. Todos tienen una cuenta en Dell o en Gateway a la que cargaron el ordenador que compraron por internet aceptando pagar un 30,54 por ciento de intereses. Muchas de las cuentas de Dell y Gateway, quizá la mayoría, tienen un saldo pendiente en el momento en que se realiza la comprobación de crédito para efectuar el préstamo. De hecho, Mike me explica que en los tiempos que corren puedes haber contraído una deuda de hasta veinte mil dólares y aun así conseguir un préstamo hipotecario. ¡Y yo que he sudado la vida entera para demostrar mi solvencia! Todo depende de los puntos que uno esté dispuesto a comerse, en donde «puntos» quiere decir un uno por ciento adicional de interés sobre el préstamo. La valoración crediticia media en Estados Unidos es supuestamente de 678, lo que significa que la mitad de la gente está por encima de ese número y la otra mitad por debajo. No obstante, si las personas que entran en el despacho de Mike llegan a 600 ya es un milagro. A menudo la valoración crediticia en la América Profunda se parece al promedio de bateos acertados. Pero lo asombroso es que durante muchos años, incluso si el solicitante apenas alcanzaba la cota de los 500 puntos, resultaba sencillo conseguir una hipoteca por el setenta por ciento del precio de la casa. De todas formas, seamos realistas: ¿quién tiene, por poner un ejemplo, 65.000 dólares en el banco para el pago inicial de una vivienda de 200.000 dólares? Pues eso..., uno se come todos los puntos adicionales que haga falta y encima lo hace sin dejar de sonreír. Como ya he dicho, el mayor fraude organizado en Estados Unidos se basa en el sueño colectivo de poseer una casa. Cientos de picaros redomados, merecedores de alguna clase de sanción legal, se valen de este sueño como artimaña. Nuestra economía depende de una expansión continua de la construcción de viviendas y del despelote del sistema de financiación. La Reserva Federal procura orquestar el triángulo compuesto por Estados Unidos, la OPEP y China. La OPEP suministra petróleo, lo que permite a Estados Unidos impulsar la construcción, lo que a su vez incrementa la existencia de dinero con el cual Estados Unidos puede comprar a China todo tipo de basura manufacturada a precios cada vez más ridículos, y con lo que le sobra hace nuevos pedidos de petróleo a la OPEP. Los beneficios de este circuito revierten en Estados Unidos, donde se transforman en más viviendas basura McHousing, compradas aprovechando la bonanza de los tipos de interés muy bajos, lo cual hace posible que el círculo se repita. Así es más o menos como funciona todo. En la cima de la gran estafa de la vivienda en Norteamérica se encuentran las nuevas urbanizaciones pijas que han ido multiplicándose de mala manera en los monstruosos cinturones suburbanos. Y en lo más bajo tenemos los parkings de casitas con ruedas instaladas en parcelas de alquiler y cuyos habitantes tienen hipotecadas de por vida. El valor de una caravana es prácticamente cero a partir del mismísimo día en que se compra, y por si fuera poco el dueño debe pagar el alquiler de una parcela. Es todo lo contrario a tener una casa o un apartamento de propiedad. De hecho, en términos legales, se considera al dueño de una caravana como alguien que vive en un coche y que paga por el aparcamiento cada mes, ya que las caravanas pertenecen legalmente a la categoría de vehículos y carecen de escritura de propiedad. Pese a todo, para los miles de trabajadores americanos que viven en caravanas la

falta de escritura nunca ha supuesto una desventaja. «Propiedad, escrituras. ¿Cuál es la diferencia?», dice Tommy. En el siguiente peldaño del universo de la vivienda estadounidense está la gente que vive de alquiler en un apartamento; si bien el inquilino no es dueño de ningún patrimonio, tampoco se ve comprometido con el pago a plazos de una caravana que va desvalorizándose con el tiempo, y además goza de cierta libertad, ya que puede trasladarse sin tener que arrastrar una caravana sin ningún valor. Si seguimos subiendo de nivel nos encontramos con la gente que vive en una casa prefabricada instalada en una parcela de propiedad; como vivienda es algo más cómoda, y además el suelo les pertenece, y por lo tanto se supone que va revalorizándose con el tiempo, o que cuando menos conserva un valor fluctuante pero permanente. Después tenemos la vivienda modular montada en una parcela en propiedad; en este caso, tanto la vivienda como la parcela pueden ir subiendo de precio con el transcurso de los años, al menos hasta el día en que la vivienda modular comienza a agrietarse... Y finalmente está la tradicional casa construida sobre el terreno, una casita que siempre es idéntica a todas las demás casas del vecindario y cuyo valor sube o baja en función de los cambios del mercado. Pero incluso ahí hay trampa. Un tercio de esas propiedades se compran con dinero procedente de préstamos de los cuales se pagan solamente los intereses, para que la cuota no sea excesiva, lo que de hecho convierte al propietario en un inquilino, de modo que su situación es sólo nominalmente mejor que la del propietario de una caravana. La táctica de alta presión que se emplea para vender esta clase de viviendas baratas es la misma que practica cualquier empresa dedicada a la venta de coches de segunda mano. Vamos, que estamos hablando de auténticos picaros corruptos. Cuando se trata de caravanas y viviendas modulares a menudo el comprador firma todos los papeles de la compraventa y el préstamo antes de ver la casa montada o instalada. Los prestamistas hacen entrega de los fondos a los vendedores sin realizar previamente una tasación para asegurarse de que el valor de la vivienda es equivalente al monto total del crédito. Desde el primer momento, los prestamistas falsean la información que aparece en la solicitud del crédito, la referente tanto al pago inicial como al precio y los plazos, y a la que uno se despista también añaden los gastos inflacionados. Por eso, muchas familias deben desde el primer día una cantidad de dinero muy superior al valor de la casa que han adquirido. Los prestamistas prometen a los compradores cancelar todas las deudas derivadas de sus tarjetas de crédito, para incluir todas esas cantidades en un solo préstamo por el que sus clientes pagarán una cuota unificada; en realidad lo que hacen es elevar el monto total del préstamo hasta ponerlo por las nubes. Así es como durante los primeros quince años de la vida del préstamo el comprador se encuentra con el agua al cuello. Según los datos de la Asociación de Consumidores, en casi un tercio de las operaciones de compra de una caravana incluso el importe del pago inicial proviene del préstamo recibido. Cuando los préstamos hipotecarios tradicionales alcanzaron una tasa anual de interés equivalente del siete por ciento, los préstamos para la adquisición de caravanas en Winchester estaban en un trece por ciento. Más de la mitad de los compradores pagan intereses complementarios, y eso puede llegar a sumar un cinco por ciento adicional. Tengo un amigo que es agente hipotecario, Rick Ostrander, quien pretende convencerme de que olvide mis exageradas reivindicaciones respecto al negocio de las hipotecas. Según él, éste opera en el marco de la práctica empresarial americana normal y corriente, y no sólo no es un negocio más predatorio que otros, sino que en muchos casos se trata de un negocio mucho más honesto: «Para ser justos, en el negocio de las hipotecas, pese a todas las maldades que se le puedan atribuir, el agente está obligado a declarar por escrito todas sus ganancias, además de

darle al solicitante un plazo de tres días para cancelar el préstamo sin ningún compromiso, mientras que al hacer una compra cualquiera nadie te ofrece ese plazo de cancelación. En general no veo que sea peor o más abusivo que pagar un cincuenta por ciento de sobreprecio por un sofá, o un quinientos por ciento por una joya, o una tarifa mínima fija por la reparación de tu vehículo, ni, sobre todo, lo que pagas cuando compras un coche de segunda mano». Claro que también podría decirse que eso de operar «en el marco de la práctica empresarial americana normal y corriente» consiste en que las estafas son vistas como algo habitual. Por eso, según los criterios de la Asociación de Consumidores y de la Asociación de Jubilados, más de las tres cuartas partes de los préstamos hipotecarios concedidos para comprar una caravana pueden ser considerados como prácticas predatorias. En la mayor parte de los casos el comprador no puede escoger a su depredador. A quien entra en un establecimiento comercial, pongamos por caso la Earl, Fabricación y Venta de Casas Móviles, nadie le dejará salir por la misma puerta para que vaya a otro sitio a comparar ofertas. Y ésa es una de aquellas cosas que nunca fallan. Los vendedores tienen unas cuantas tácticas para desalentar la comparación de precios y productos para colocar el suyo. Por ejemplo, aunque la comprobación bancaria del crédito que tiene un comprador potencial le cuesta al vendedor unos pocos dólares, siempre le carga al cliente un importe de veinticinco dólares o más a cuenta de dicha comprobación o de «gastos de solicitud». Me han dicho que en ocasiones los gastos de solicitud alcanzan los 150 dólares. Por lo general a esto hay que añadir un depósito de entre 300 y 400 dólares que uno debe pagar antes de que lo dejen salir, y así consiguen atar al cliente a esa «atractiva casa prefabricada multiespacio». Los fabricantes y vendedores cuentan maravillas de lo mucho que han mejorado las casas modulares, y no dejan de resaltar lo bonitas que son y el hecho de que no tienen nada que ver con las caravanas, pero sin embargo siguen siendo cajas de madera laminada que se transportan sobre ruedas rumbo al terreno en el que finalmente van a ser montadas, como ocurre con cualquier caravana. Una casa prefabricada siempre vale menos que el saldo pendiente de la deuda hipotecaria. El comprador que intente venderla durante los primeros años del préstamo no podrá fijar un precio lo bastante alto para resarcirse del coste de la operación inicial, y si finalmente la vende terminará con un saldo negativo. Y, por supuesto, los compradores cuya liquidez es escasa y que no pueden afrontar las cuotas ven que el precio de la casa que están pagando ya se halla por debajo de la cantidad que adeudan, y eso hace que piensen a menudo que no vale la pena seguir abonando esas cuotas. El resultado final es que abandonan su casa con lo puesto para no tener que continuar haciendo frente a los pagos. En el negocio hipotecario, a esto lo llaman «una mudanza con nocturnidad». Entre la gente que un buen día decide «mudarse con nocturnidad» no hay muchos aspirantes a pijo. La mayoría son trabajadores corrientes, personas que se ganan su sueldo honradamente. Observemos ahora a Karen y Marty. Ella es fisioterapeuta, y Marty, supervisor en la fábrica de bombillas de General Electric. Ganan 42.000 y 40.000 dólares al año, respectivamente. Según los cálculos del agente hipotecario, podían permitirse cómodamente una casa de 182.000 dólares. Sin embargo —lo que sea por la comodidad—, fueron a verle diciendo que querían quedarse con una vivienda de 320.000 dólares. De modo que, en lugar de los 1.500 al mes de hipoteca que podían permitirse, terminaron pagando 2.700, una suma con la que no amortizaban capital sino sólo intereses. ¿Y por qué se metieron en semejante berenjenal? Porque la casa estaba cerca de un puesto de venta de burritos adonde les encantaba ir a comer. Lo cual viene a demostrar que una persona puede tener un buen sueldo y seguir pensando como white trash.

«El negocio hipotecario les permite endeudarse hasta el límite de sus posibilidades —dice Mike—. Lo que nunca alcanzamos a ver cuando pasamos en coche por esos barrios de caravanas y modulares es a la gente que está en el interior de esas casas, alimentándose de sándwiches de atún y viviendo por encima de sus posibilidades. Si la gasolina y el gasoil de la calefacción suben de precio, se quedan sin techo. Supongamos que pagan 250 dólares al mes de gasolina para ir y volver del trabajo, y 300 dólares por el gasoil de la calefacción en invierno. Un invierno chungo o una crisis de petróleo, y están acabados. Lo único que cabe esperar de ellos es que se muden con nocturnidad lo antes posible.» Según Mike, sólo es cuestión de tiempo que esas personas abandonen sus casas y todo lo que han comprado a crédito para equiparlas. Si lo medimos en función de «todo lo que han comprado», puede decirse que los trabajadores nunca han estado mejor que ahora. Tom Henderson está recorriendo las tiendas de náutica porque piensa comprarse una lancha nueva, y Nance sueña con unas vacaciones en Cancún. Ninguno de los dos comprende los cambios actuales que están haciendo tambalear al mundo, y mucho menos que viven en una realidad virtual totalmente insostenible. Y se indignarán el día en que vean cómo revienta la burbuja de las hipotecas y la construcción, el día en que se acabe la fiesta de la gasolina tirada de precio, el día en que en el aparcamiento de Wal-Mart no quede una alma. La realidad es que nuestra economía actual consiste en tener en danza permanentemente 250 millones de vehículos dando vueltas por ahí, de casa al curro y del curro a la zona comercial, y sus ocupantes comiendo todo el día pollo frito. No fabricamos casi nada. Nos limitamos a consumir un petróleo cada vez más escaso en barrios urbanizados cada vez más extensos y alejados de los lugares de trabajo, y que van construyéndose con el dinero de las hipotecas prestadas a gente que no tiene la menor idea de lo que está ocurriendo. Rick Ostrander me escribe esta mañana: «Haciendo un recuento del creciente número de casas en venta y teniendo en cuenta que el valor tasado de muchas viviendas se ha frenado o ha comenzado a bajar, como a eso se añada otra jodida subida del precio del petróleo o alarma por el calentamiento global y todo lo demás, mucho me temo que vamos a ver un montón de quiebras gravísimas de las instituciones crediticias, y cantidad de bancos y cajas se hundirán porque sólo tendrán en su haber infinitos listados de casas en venta que nadie va a poder comprar. Y entonces veremos a pequeñas tribus de okupas, jardineros y bohemios viviendo en una casa vacía y luego en otra, porque tendrán muchísimo donde elegir y en todo el país. Y no olvide que los pijos que se han ido a vivir a las McMansiones, con esos vestíbulos enormes que no hay calefacción que caliente, y esos domitorios-suite de quinientos metros cuadrados, y esos jardines tan grandes que no hay quien pueda cortar tanto césped, pero que resultan demasiado pequeños para ponerse a labrar, dependen por lo menos de dos sueldos descomunales, de la misma manera que el pobre Joe-ponme-un-pack-de-seis-Buds depende para llegar a fin de mes del sueldo que aporta su mujer trabajando a tiempo parcial como conductora del autobús escolar. No pasará mucho tiempo antes de que desmontemos esas supermansiones de madera para aprovechar el cobre de las cañerías y la madera de los paneles como leña para el hogar, y nos pongamos a sembrar en esos terrenos de ocho mil metros cuadrados como si fuéramos chinos». Para ciudades como la mía el supercalentamiento provocado por el desenfrenado boom de la vivienda supone tanto una tragedia como una locura. La explosiva urbanización de los últimos años ha sido el motor del crecimiento económico en Winchester y los alrededores. Según los datos del censo que se realiza cada diez años en nuestro país, las estadísticas del

área de Winchester, condado de Frederick, sitúan a la ciudad en el segundo lugar dentro del estado de Virginia de acuerdo con el porcentaje de crecimiento en materia de nuevas zonas residenciales; es más, ocupa el puesto 152 de un total de 3.141 entre todos los condados del país por su porcentaje de «crecimiento de la infraestructura residencial». Contando la construcción de carreteras, escuelas, servicios públicos y otras obras de infraestructura, la economía de la zona recibe una inyección anual de entre cincuenta y cien millones de dólares que han servido, aunque sólo en parte, para cubrir los muchos puestos de trabajo perdidos por las deslocalizaciones o simplemente Porque muchos empleos no tienen sentido en la nueva economía global. (Un zapatero ya no recibe muchos encargos en un mundo donde el calzado es de usar y tirar, y tampoco un taller de reparación de aparatos de radio tiene trabajo, ya que la mayoría de la gente compra esas radios de plástico fabricadas en Taiwán que se tiran el día en que ya no funcionan, o antes.) Sin el boom de la construcción nuestra ciudad seguiría siendo la adormilada capital del condado, el olvidado cinturón de asteroides que rodea a Washington D. C., habitados por un puñado de trabajadores blancos zafios. A día de hoy, de manera directa o indirecta, el pan de cada día de todos y cada uno de los habitantes de Winchester —el trabajador de la construcción, el cajero del banco, el repartidor de pizzas, el agente hipotecario y el mexicano que pasa el cortacésped— depende exclusivamente de la expansión descontrolada, a escala tanto local como nacional, de las promociones de casas en las zonas suburbanas y de oficinas en el centro de la ciudad, así como de los bajísimos salarios que se pagan en las escasas industrias que quedan por aquí. Cuando se acabe el boom, cuando la venta de hipotecas ya no tenga en qué apoyarse, quedará por pagar una deuda del copón. Se han enmendado las leyes nacionales que regulan la bancarrota para ponérselo bien difícil, cuando no imposible, a quien quiera hacer borrón y cuenta nueva. Mientras tanto, el deportivo y el Dodge Ram están aparcados a la puerta del garage pidiendo más combustible, y las facturas de la calefacción se han doblado desde el invierno pasado. Desperdiciada toda la riqueza de la posguerra en la construcción de una estructura de suburbios colosal e insostenible, ahora nos vemos atrapados en la «psicología de la inversión ya realizada», tal como la define James Howard Kunstler. Desprenderse de aquello que nos está hundiendo resulta una posibilidad inimaginable para Tommy, Mike, Nance o Buck. ¿Cómo podríamos desprendernos de esa América paradisíaca? Los cines multisalas, los grandes almacenes de descuentos, los pasos elevados de tres niveles, las supermansiones de ochocientos metros cuadrados, las casas modulares prefabricadas, las vitrocerámicas de importación para las esposas de los médicos y las barbacoas de Wal-Mart para los tipos como Pootie y yo, los gigantescos todoterrenos Hummer y las supermotocicletas Honda y las Game Boys y las cacerolas de cocción lenta en homenaje a Dale Earnhardt, las sandalias Birkenstock de imitación fabricadas en China a doce dólares el par, los centros comerciales y la cadena de restaurantes Olive Garden... toda esa fantasmagoría digital, de zumbidos y lucecitas intermitentes. Hemos vivido en una orgía tan gloriosa y profana, tan descerebrada que, arrastrados por nuestro vertiginoso consumismo, hemos devorado toda la cosecha y todas las semillas. Nuestros amos políticos miran para otro lado. Los republicanos han proclamado a diestro y siniestro que este desastre descomunal es el estilo de vida al que los americanos tienen pleno derecho, y que por lo tanto es innegociable. Los demócratas, incluso allí donde gobiernan, permanecen aterrorizados y sin proponer una verdadera alternativa para liberarnos de nuestra adicción al petróleo y a la expansión. Si realmente queremos acabar con nuestra total

dependencia de un crecimiento urbano descontrolado, deberíamos empezar poniendo fin al sistema de hipotecas basura y, además, a todo el negocio de las tarjetas de crédito, y pensar en invertir de verdad en cosas como el transporte público. La banca mundial lo sabe. También lo saben los altos funcionarios del gobierno. Lo saben la mayoría de los «países desarrollados». Y lo saben nuestros líderes de la Casa Blanca, pero mientras siguen jugando sucio para mantenerse en el poder, mientras siguen cayendo en picado por el precipicio, estos viejos chalados que se han apoderado a la fuerza del país como una pandilla de atracadores que ha encontrado un magnífico coche para la fuga siguen dispuestos a lanzarse en un salto acrobático y espectacular por encima del Cañón del Colorado, dispuestos, pese a todo, a salir ilesos y salvar el negocio: el petróleo, el comercio de armamento, cuanto se traen entre manos..., mientras desde el asiento trasero del coche sus acompañantes, la pandilla de gente que se ha acostumbrado a comer con cubertería de plata, sigue gritándoles con un gañido cobarde: «¡Que se joda el planeta, George, tú pisa a fondo!». Las multitudes atiborradas y derrochonas, distraídas por el holograma nacional, no tienen ni puñetera idea de lo que está pasando. Los currantes de medio pelo como Tom Henderson y los buscavidas hipotecarios como Mike se aferran a la idea de que todo va a salir bien. Sí, señor, todo se solucionará. La ciencia encontrará la respuesta. Al final el calentamiento global resultará ser fruto de la paranoia, como lo fueron todos aquellos miedos por la llegada del nuevo milenio, y podremos seguir metidos en el coche haciéndole tragar kilómetros y más kilómetros camino de las superrebajas de un verano interminable. Esta actitud tranquilizadora contará con el apoyo de los líderes empresariales y políticos del holograma americano hasta el día en que nuestras élites financieras recojan los frutos de sus fracasos y se larguen a las casas que se han comprado en el extranjero. A diferencia de lo que se cree, la mayor parte de estas casas no se encuentran en una isla caribeña expuesta a los temporales, cerca de sus secretas cuentas bancarias libres de impuestos. Por cierto, según los datos del Christian Science Monitor, estas cuentas acumulan una suma total que supera los 11,5 billones de dólares, una cantidad superior a la deuda interna de los Estados Unidos y equivalente a un tercio del capital mundial. Sólo en capitales los cuatrocientos americanos más ricos ya reúnen una cantidad de 1,2 billones de dólares, y el resto de lo que hay en las cuentas se lo reparten entre 793 personas ricas y poderosas. Está claro que cuando se acabe el chollo este país va a ser un infierno. Pero de momento habitamos en una dimensión fantástica y espeluznante que hemos comprado a base de pura negación de la realidad. Vivimos ese momento de calma fétida y horrible que precede a la tormenta. A propósito, al final Tommy Ray consiguió que le concedieran el préstamo para su caravana de 79.000 dólares, que entre una cosa y otra terminó costándole 130.000. La parcela para colocar su nueva casa, más la construcción de la fosa séptica reglamentaria, el acceso para coches, el suministro de energía y demás le costaron otros 50.000. Al día siguiente de firmar el contrato, su inversión inicial de 130.000 dólares perderá casi la mitad de su valor, y tendrá que pagar un importe de 260.000 para saldar la deuda completa. ¿Acaso Tommy es un gilipollas sin una pizca de sentido común? No exactamente. Es un tipo con dos hijos adultos y una esposa que trabaja en el comedor del hospital por seis dólares la hora, y la pobre cree que esta casa podría ser el lugar más hermoso de los muchos en los que han vivido. No se equivoca. Y con sólo verla feliz el generoso de Tommy se siente feliz. El bueno de Tommy también es el amo de un perro tullido que nació sin las patas traseras. Tommy no tuvo lo que hay que tener para sacrificarlo, así que ahora el perro

se arrastra por la moqueta disfrutando del cariño y el cuidado que le proporciona la familia. Vivan donde vivan, siempre consiguen formar un verdadero hogar que huele a palomitas de maíz, ropa limpia y comida casera, y en el que se siente más calor humano que en cualquier supermansión que yo haya visitado en mi vida. Sin embargo, Tommy también es un tipo al que le cuesta encontrar un trabajo por el que le paguen siquiera el sueldo mínimo de cuarenta horas semanales, y se ve obligado a pelear a muerte para que le paguen un céntimo más la hora, y mientras tanto bromea consigo mismo diciéndose que la gran oportunidad está a punto de llamar a su puerta. Sé todo esto porque Tommy es pariente mío y, como a tantos otros miembros de mi familia, su experiencia de la sociedad norteamericana le ha enseñado que no se merece ni una casa tradicional, ni que le tengan la más mínima consideración en el mercado laboral, ni tan siquiera ganar un sueldo que alcance para vivir. El entorno laboral implacable y despótico de los trabajadores americanos no ha dejado a esta gente levantar cabeza, y ha terminado convirtiéndolos en seres incapaces de imaginar el papel activo y la capacidad de decisión que tuvieron sus padres durante la segunda guerra mundial. Al igual que muchos otros norteamericanos, en la actualidad su concepto de la libertad personal ha sido reducido a un pálido facsímil de lo que antaño fue esa idea, reducido al simbolismo de la posesión de armas, a la libertad de expresar su individualidad mediante la compra y la acumulación de todo tipo de basura innecesaria. Cuantas más cosas tengas, mejor, y si son grandes, mucho mejor; pero llegar a comprarte algo de primera mano y tan grande como una casa..., eso sí que es lo mejor de lo mejor. Así que esta caravana Riverine Forester, con tabiques interiores de melamina y armarios con puertas de laminado de roble, a Tommy le sabe a una expresión cabal de su destino. Y cuando tienes la oportunidad de ver realizado tu destino, lo que haces es meter los dedos en las presillas del pantalón y decir: «Cueste lo que cueste, amigo. Cueste lo que cueste».

4 EL VALLE DE LAS ARMAS Pólvora y ciervos en la América profunda «¡Que no se te escapen, Joe!», gritaba el abuelo mientras los tres ciervos, dos machos y una hembra, corrían a grandes zancadas por la cresta de la colina situada frente a nosotros, sus veloces siluetas oscuras recortadas contra el amarillento campo de trigo. Mi viejo, «Big Joe», se inclinó hacia delante en el aire cargado de escarcha. PUM-clic, PUM-clic, PUM-clic, PUM-clic: el sonido de cada disparo iba seguido del eco de un ruido metálico que recorría los bosques helados y que todo cazador conoce y puede oír en sueños. El primer ciervo, el macho, fue alcanzado y se derrumbó sobre uno de sus flancos. Las dos hembras hicieron casi lo mismo; a la segunda la encontramos una hora más tarde, después de seguir el rastro de sangre que iba dejando sobre la hierba a través de los campos y cercados. Acabábamos de presenciar una proeza de la que no se ha dejado de hablar en la familia Bageant pese a los muchos años transcurridos desde la muerte de mi padre. Eso ocurrió a finales del otoño de 1957. A mí me habían dado permiso por primera vez para salir con los cazadores de ciervos, y ya había tenido la oportunidad de ver cómo se construía la historia de la familia. Papá había pasado a ocupar un lugar destacado dentro del folclore familiar, se había convertido en una de esas leyendas que permanecen en la

memoria a lo largo de generaciones enteras en las familias de cazadores, y su nombre sería evocado junto con el del viejo Jim Bageant, el que cazó en una sola jornada varias docenas de ardillas, una mañana de noviembre justo antes de la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra mundial. Todos estos hombres —papá, el abuelo, el tío Toad y el tío Nelson— eran cazadores que emprendían juntos largas y penosas caminatas pollos campos y los bosques y que no dejaron de hacerlo hasta el día en que ya no podían dar un paso o cuando les llegaba la hora de la muerte. Y como eran cazadores de ciervos y sólo podían cazar una pieza por barba, aquel día dejaron que mi padre disparara contra los tres animales, uno por cada una de sus credenciales, pues era el último día de la temporada de caza. Todos sabían que mi papá, el mejor tirador de la familia, tenía muchas probabilidades de cobrar más de una pieza de aquel trío de ciervos. Más tarde, después de despellejar las presas y colgarlas en el porche trasero para que se enfriaran, nos sentamos alrededor de la salamandra para limpiar nuestras armas y comentar cómo había ido la jornada de caza. En aquel entonces yo era un chaval de once años y todavía recuerdo el olor del lubricante para armas y el calor natural y abrasador de la estufa en mi rostro, el lustre del acero azulado y el de la madera de nogal, el brillo y el tacto rasposo de las empuñaduras de las armas, la cálida risa de aquellos hombres..., todo lo que formaba parte de aquel ritual primitivo posterior a la cacería, tan intenso que puede transportarnos en el tiempo hasta sentir las chispas del fuego de leña de tejo que encendían los celtas y el ligero roce de los calzones de piel de oso en las rodillas. Una tradición que se ha mantenido viva en este lugar y en esta tierra durante dos siglos y medio. Yo dejé la caza hace años, pero esa habitación y los hombres, fallecidos todos hace ya mucho tiempo, que estaban conmigo aquel día de otoño de 1957 perduran en mi memoria como el recuerdo de uno de los lugares y momentos más hermosos y auténticos que haya vivido. Las armas pueden ocupar un lugar en el corazón de un hombre, e incluso ser conservadas como un tesoro en el alma de un viejo escritor sesentón socialista y reumático. Ya sea el estampido de un rifle disparado a lo lejos o el salvaje olor de la carne de un ciervo colgado bajo la bombilla desnuda del porche en una noche de nieve, son recuerdos que todavía consiguen hechizarme, que hacen revivir en mí el viejo animismo de la gente de las montañas que sentía cuando era niño. Y pese a que llevo sin cazar desde 1986, la simple visión de una buena escopeta antigua es algo que aún me conmueve. En familias como la mía los hombres nacen en medio de un bosque de municiones y oliendo lubricante para armas. En la casa de mis padres, una enorme y antigua granja de tablones de madera, había armas por doquier, unas treinta en total. Escopetas de todos los calibres, rifles para cazar ciervos de todos los modelos imaginables, desde los clásicos Winchester 94 hasta los automáticos de seis disparos, y un antiguo revólver ¿e mediados del siglo xix, e incluso un juego de pistolas de duelo que había pertenecido a mi familia desde el siglo XVIII. Ningún paleto se deshace de las armas de la familia, ni siquiera cuando ya están demasiado viejas y no tienen arreglo. Y hasta que el día en que dejaban de funcionar, las armas recibían un cuidado permanente y eran reparadas una y otra vez. Nadie pensaba jamás en desprenderse de sus armas, salvo en circunstancias extremas, ya fuera porque el propietario se hallaba en su lecho de muerte o porque se encontraba totalmente arruinado. En mi familia, por ejemplo, conservamos un arma ancestral que mi hermano Mike no llegó a heredar: la preciada escopeta Ivers y Johnson de dos cañones, que había pertenecido a la familia desde comienzos del siglo XX. Durante unas navidades, en su época de camionero

desempleado, papá decidió vender esta reliquia y regalarnos el clásico surtido de baratijas navideñas para que no nos sintiéramos tristes. Me acuerdo de que a mí me tocó un Robot Robert, a mi hermana una cocina de hojalata y a mi hermano Mike una pequeña carretilla roja; por supuesto, además de estos obsequios recibimos un lote de armas de juguete y cartucheras para todos. Eso fue en 1952. Todavía conservamos las fotos de aquella Navidad y seguimos lamentando la pérdida de aquella sublime antigüedad. Cuando éramos pequeños no podíamos ir de caza, pero en cambio nos autorizaban a perseguir conejos a bastonazos entre los arbustos, para que los perros que habían participado en la cacería tuvieran algo que comer. Con las ropas desgarradas por las zarzas, los pies mojados y congelados por las condiciones de pleno invierno, y las caras arañadas por los espinos, nos adentrábamos en la espesura asustando conejos. Hoy en día esto y muchas otras cosas que solíamos hacer bastarían para que acusaran a nuestros padres de negligencia y maltrato infantil. En la actualidad los chicos casi no van de caza, les basta con los video-juegos y la televisión. Sin embargo, para nosotros el hecho de sobrevivir a esa prueba de hombría que era la tortura de los arbustos nos daba derecho a sentarnos con hombres de verdad y escuchar sus historias de cazadores, con la sola condición de que mantuviéramos la boca cerrada a menos que se nos preguntara algo. Era entonces cuando nos impregnábamos de los mitos populares de la familia, el momento en el que aprendíamos quién había hecho qué y con qué arma. Una aura ancestral envolvía a todas y cada una de las armas y nos hacía sentir parte de una larga e ininterrumpida tradición de hombres, de una historia que contemplaríamos durante décadas en cada temporada y en cada juego de espera largo y paciente, el momento decisivo para que la cacería fuera un éxito, o para que se te meara una mofeta en los pies. Después de aguardar otro par de años llegaba el día en que nos dejaban ayudarles a limpiar las armas, así que nos poníamos a lubricar los cañones por dentro y tímidamente sacábamos brillo a las culatas y al metal, siempre bajo la mirada atenta de nuestros abuelos, padres y tíos. Manteníamos un gesto grave y poníamos todo el cuidado del mundo en cada movimiento, como si aquellas armas estuviesen hechas de dinamita, tratando de demostrar que su capacidad destructiva nos imponía el debido respeto para que, así, esos hombres confiaran en nosotros y las dejaran en nuestras manos. Pero el momento más impresionante llegaba cuando papá descolgaba la pequeña escopeta del 22 de la pared de su habitación para que empezáramos con las prácticas de tiro al blanco, siguiendo siempre al pie de la letra las que hoy se conocen como «medidas de seguridad para la manipulación de armas», una enumeración de comportamientos prudentes que para los muchachos granjeros de aquel entonces eran totalmente instintivos y de sentido común. Durante años habíamos presenciado las prácticas con armas, asimilando lecciones inolvidables. Por ejemplo, nunca cruces una cerca de alambre de púas a rastras con el arma cargada. Nunca apuntes a un persona con una arma, y procura no hacerlo por descuido cuando esa persona camina a tu lado. Nunca mates a un animal si no vas a comértelo, a menos que sea un animal indeseable como una marmota o una serpiente venenosa que ha llegado hasta el porche de tu casa. Nunca dispares en dirección a una casa, por más lejos que se encuentre. En doscientos cincuenta años de cacería en los montes de la zona, ningún miembro del clan Bageant ha resultado herido accidentalmente mientras cazaba, lo que dice mucho en favor de la responsabilidad práctica de los nativos de las montañas del sur que desde hace tres siglos viven inmersos en la cultura de las armas.

Seis años después de aquella Navidad en la que papá vendió la Ivers y Johnson, yo tenía trece años y era lo bastante mayor como para empezar a cazar con una vieja escopeta calibre 12, una reliquia con el cañón y el extremo delantero de la culata unidos por una tela negra denominada «cinta de alquitrán», como llamábamos por aquel entonces a [a cinta aislante. Recuerdo que, mientras caminaba bajo un cielo frío y luminoso en pleno mes de octubre, bajé la vista y me quedé mirando aquella arma, y supe que mi abuelo había recorrido los mismos prados en los tiempos en que esa joya era la última novedad del catálogo de Sears, y que con esa misma arma había llevado mucha carne a aquella cocina vieja y humeante de la casa de la granja. Supe que mi padre había caminado bajo un cielo parecido llevando la misma escopeta, y que mi hermano menor también seguiría esos pasos. Es la historia de los clanes y sus rituales. A través de generaciones, los miembros de mi familia han ido pasándose a modo de legado un juego de cuchillos de caza. He oído que los carpinteros noruegos hacen lo mismo con sus herramientas. Y puede que exista el mismo ritual de traspaso de herencias y costumbres entre los hombres de la familia cuando los hijos varones de clase alta, como los Bush, por poner un ejemplo, salen de un colegio privado y les entregan las llaves del Lincoln. No tengo ni idea de si es así. El símbolo de mi iniciación fue una antigua escopeta con el cañón sujeto con una cinta negra. Para millones de familias como la mía la primera pregunta que surge tras la muerte del padre es: ¿quién se queda con las armas de papá? Puede que esto suene extraño para quien no haya crecido en una cultura de cazadores profundamente arraigada. Mi hermano Mike usa las mismas armas que empleaba mi padre. Si existe un gen de cazador, él lo tiene, por eso heredó las armas de la familia. Como era de esperar, Mike es un cazador que mete un par de ciervos machos y una hembra en el congelador cada año, y probablemente se las apañaría para cazarlos aunque sólo fuera armado con un saco de piedras. Quien haya crecido entre cazadores sabe que cazar es un ritual de muerte y plenitud, un rito animista en el que el hombre hace estallar el corazón viviente de una criatura de Dios y luego, si es un auténtico cazador, siente una profunda y sincera gratitud por la generosa recompensa del Creador. La carne en nuestras mesas nos une con aquellos días de la pólvora negra y la piel de ciervo. Puedo vislumbrar la razón de que millones de urbanitas, cuyas familias vinieron de ciudades europeas superpobladas y desembarcaron en la isla de Ellis, no alcancen a comprender los vínculos entre las armas, la supervivencia y el patriotismo de los primeros colonos celtas y germánicos que habitaron estas tierras. La razón es que la pólvora apenas forma parte de sus vidas. Por desgracia, esa completa falta de conocimiento y experiencia no impide a los liberales urbanitas no aficionados a la caza creer que saben a ciencia cierta qué es lo mejor para los demás, o simplemente reírse de aquello que no comprenden. Para la gente que no es aficionada a la caza, la imagen de un cazador de ciervos con una escopeta en una mano y la Biblia en la otra puede resultar absurda, casi tanto como una pegatina que diga: ATAQUEMOS A LAS BALLENAS CON B OMBAS NUCLEARES . Sin embargo, esa imagen también refleja un aspecto conmovedor de la gente con la que crecí: el cruce de la caza y la religión. Este vínculo entre el fundamentalismo protestante y la caza de ciervos se remonta a la época colonial, cuando unos alborotados presbiterianos escoceses, junto con los protestantes reformistas ingleses y alemanes, colonizaron el país desarrollando la cultura basada en la caza y la agricultura, actividades que les han servido de sustento durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos. Doscientos años después, sus descendientes ya se han asentado, pero no por eso han dejado de cazar y rezar. En la actuali-

dad nos encontramos con organizaciones como la Asociación Cristiana de Cazadores de Ciervos (www.christiandeerhunters.org), que ofrece prácticos libros de bolsillo para la meditación, entre ellos Oraciones para cazadores de ciervos, una lectura que ayuda a matar el rato durante esas largas esperas previas al momento en el que empieza el juego de la cacería. Al igual que sus antepasados, los cazadores de ciervos de hoy en día entienden que permanecer solos y en silencio en medio de la naturaleza resulta estimulante para la contemplación de los regalos que Dios ha hecho al hombre. De modo que para ellos un libro como Meditaciones para cazadores al acecho debe ser valorado en su contexto histórico, y no se trata de ninguna broma. Para los afortunados que pasan días enteros en la espera silenciosa del bosque durante el mes de noviembre, contemplando las maravillas del Creador, no hay ni un ápice de ironía en la creencia de que su hijo anda asimismo al acecho no lejos de allí, y que seguramente está esperando el momento oportuno para cobrar un par de piezas en cuanto se pongan al alcance de su arma. Hay algo en el olor del humo de la pólvora y en el de los desinfectantes de los mingitorios portátiles que aviva los sentimientos patrióticos de ciertos americanos y que los lleva a irse de acampada bajo la lluvia con tal de poder colocarse en posición de disparo en una trinchera en pleno monte para derribar a balazos un montón de macetas con flores o practicar el tiro al plato. Así que aquí estoy, agazapado bajo mi chubasquero en medio de una llovizna de octubre, observando a unos quinientos tipos, la mayoría de ellos pertenecientes a la clase obrera americana disparando como locos con sus rifles, mosquetes, viejos cañones de ruedas e incluso trasnochados morteros de la guerra civil. Pues eso... Bienvenidos a Fort Shenandoah, una fortaleza emplazada sobre más de cien hectáreas de bosques y montes en torno al río Back Creek, en el condado de Frederick, Virginia. Administrada por la Asociación de Escaramuzas Norte-Sur, la gente viene aquí a quemar pólvora de todas las maneras posibles, participando en las competiciones de mosquete, carabina, cañón de ánima lisa, escopeta de caza, revólver, mortero y artillería, y, además, las actividades de la Brigada Infantil de rifles de aire comprimido. Hoy me encuentran ustedes caminando con paso cansino entre la niebla y el humo de leña, pasando junto a las cabañas y las carretas de docenas de unidades militares de la época de la guerra civil que han sido reactivadas y que llevan nombres como Regimiento n.° 27 de Carolina del Norte, Compañía de Rifles del Penacho, 2.° Regimiento de Voluntarios de Virginia, 7.° Regimiento de Voluntarios de Infantería de Virginia Occidental y Regimiento de Caballería de Richmond. A mi izquierda, al otro lado del río y a lo largo de cientos de metros se extiende la línea de fuego. Por la manera en que retumban y chisporrotean los mosquetes al ser disparados me hago una idea de lo que debía de ser estar en plena batalla, bajo la nieve y la llovizna, en medio de los estallidos y los fogonazos anaranjados. La mayor parte de la gente aquí reunida se dedica a la recreación de ciertos acontecimientos históricos, pero no todos tienen esa afición. Algunos de los mejores tiradores son unos apasionados de la pólvora y armeros aficionados. Algunos visten los uniformes auténticos, aunque en su mayoría han tenido que hacérselos a medida, y de una talla mucho más grande que la que usaban los soldados de la guerra civil, debido a la corpulencia de los americanos de hoy en día. Algunos son obreros industriales blancos, pero también hay oculistas y profesores de instituto, y de vez en cuando te encuentras con un abogado, un catedrático o un médico. Visitar este lugar es una experiencia que invita a la reflexión y que le hace a uno sentir la violencia que ha marcado gran parte de la historia americana. Uno también se conmueve ante la trivial honestidad de la gente que se reúne aquí para rendir tributo a ese legado

simplón e idealizado de libro de texto. Sin duda son algunas de las personas más sinceras que puede ofrecer este país, unos trabajadores que no sueltan tacos ni se emborrachan delante de sus hijos y que se pasan los fines de semana junto con su mujer y la familia. Todos y cada uno de ellos guardan al menos una arma en casa, y la mayoría poseen unas cuantas. Muchos estarían dispuestos a matar y a morir por eso a lo que ellos llaman «América». Una verdadera pena, puesto que la imagen que tienen de su país es el producto de una confusión provocada intencionadamente por los telediarios de la cadena Fox y las patrioteras lecciones de historia que aprendieron en el colegio. Son poquísimos los que de verdad comprenden el hecho de que haya otras naciones en el mundo, otros sistemas de valores. Es cierto que algunos han estado en el extranjero, pero por lo general no han salido del entorno militar. Y los que hicieron el típico viaje de placer a Europa lo vivieron como lo vive la mayoría de los americanos, independientemente de su clase social o de sus ingresos: como si hubieran visitado un parque temático construido exclusivamente para entretenerlos. La mayor parte de los trabajadores americanos, incluidos los que hoy están en Fort Shenandoah apostados en la línea de fuego, siempre han sido la típica gente que nunca ha visitado otros lugares y que jamás ha sentido el menor interés por ellos. Las personas sofisticadas que viven en las grandes ciudades y en las zonas suburbanas se burlan de lo insuperablemente hortera que puede resultar un equipo de tiradores formado por un padre obeso y su hijo a los que una madre vestida con batita de algodón les sirve un plato de judías junto a una fogata de campamento. Y es que, al parecer, los campeonatos de natación y los paseos en bicicleta por senderos de hormigón son actividades familiares de un orden superior. Una caminata por los bosques húmedos de Fort Shenandoah sirve también para desenterrar recuerdos. Aquí cazaba yo conejos cuando era pequeño y cortejaba a una niña en un pueblo diminuto, perdido al final de un camino, que se llama Gainesboro. Ella fue la primera en la breve lista de mujeres (tres en total) que han sufrido la indignidad de estar casadas conmigo. Hasta hace poco tiempo, éste era un territorio remoto, tanto por su ubicación geográfica como por su cultura. La gente que vivía aquí en los años treinta recuerda cuando bajaban a la carretera «la vieja N 600», así la llamaban— los sábados por la noche para tirar piedras a los coches y a los extraños que pasaban por allí, siempre con la esperanza de que algún conductor se detuviera y apeara para pelearse con ellos. En una ocasión George Washington comentó que algunas criaturas primitivas de esta zona saltaban de un árbol a otro y que asomaban la cabeza y se reían como idiotas cuando lo veían pasar montado a caballo. Claro que sería más bonito creer que nuestros colonos de la frontera fueron todos tan nobles como Daniel Boone, pero sospecho que lo que más abundaba era esa gente a la que Washington hacía referencia: criaturas socialmente aisladas, de una ignorancia temible, y sí, muy violentas. Todavía se puede encontrar gente de esa especie por aquí, en la zona de los ríos Back Creek y Hogue Creek, que pasan por detrás de Gainesboro. Durante los años cincuenta y sesenta, cuando yo era un chaval, resultaba realmente peligroso acercarse los fines de semana a Gainesboro. Los infames hermanos Kane, los Haliday y los muchachos Branson (no son sus verdaderos nombres) se lo pasaban pipa dándole una paliza de muerte al primero con el que se cruzaban por la calle. Por las buenas. No tenían ningún motivo para hacerlo. Estaban borrachos, eso es todo. La ira nacida de la ignorancia y de toda la aculturación propia de la estirpe de los escoceses del Ulster que poblaron la zona. Y supongo que también

tenía que ver con nuestra conciencia de ser de clase baja y con el hecho de carecer de cualquier expectativa de futuro. Estábamos un escalón por encima de los negros, y varios por debajo de cualquier persona «de ciudad». Incluso si eras de «la capital», como llamaban entonces a Winchester, y como la sigue llamando la gente del condado, era sin duda un riesgo para la salud aventurarse en esa zona los fines de semana. Pero, volviendo a estos bosques y prados, donde muchas de las más antiguas familias siguen viviendo como antaño en su granja (si bien han incorporado algunos accesorios de la vida moderna, como esas antenas parabólicas fijadas en muros de ladrillo de 259 años de antigüedad), es reconfortante percibir el olor del humo de la leña y ver pasar los delgados hilos de niebla que se deslizan lentamente como fantasmas entre los montones de leña, los graneros desvencijados, los graneros de maíz y la vieja casa de piedra sumergida entre enormes zarzales. Sin embargo, a tan sólo unos cerros de distancia está la gente que va y viene de los centros comerciales y que viaja a Washington para ir a trabajar, la misma gente que ha acabado comprando la mayor parte de estos antiguos remansos de tranquilidad. Los propietarios de las granjas ya no pueden pagar los impuestos correspondientes a esas ochenta hectáreas que, para el resto del mundo, son solares para promociones de casas unifamiliares de lujo. Y sus hijos, que suelen ser de los que tienen que desplazarse kilómetros hasta sus puestos de trabajo, aceptan encantados la primera oferta en metálico de los promotores. En algún lugar entre ambos extremos estamos el resto de los nativos, y este tipo de cambios nos hace revivir la ira enterrada hace ya mucho tiempo, la ira que siempre nos han inspirado esos forasteros que parecen gobernar el mundo: la gente de la ciudad, la gente educada de la ciudad, los que siempre ganan y gobiernan mientras el resto trabajamos y perdemos. Puede que lo que les estoy contando les haga resoplar fastidiados, pero ésta es la idea de la vida con la que crecí y la misma que todavía predomina entre los míos, aunque no lo expresen tan abiertamente como en otros tiempos. Son éstos los sentimientos de los que los ricos temerosos de Dios y el Partido Republicano se aprovechan a fin de darles una buena patada en el culo a los liberales cuando llegan los comicios. La ventaja que obtuvo el Partido Demócrata en las elecciones a mitad del mandato presidencial en 2006 no debería llamar a engaño ni hacer pensar que estos sentimientos han dejado de estar vivísimos en el corazón del país, estas zonas que han experimentado un veloz proceso de transformación que las ha convertido en áreas suburbanas. Aún resulta políticamente rentable exponer ciertos asuntos como una batalla entre los listos, es decir, los liberales, y el típico Joe con cara de pocas luces, es decir, la gente a la que le gusta el pan blanco, la hamburguesa más cutre y la cerveza de producción nacional. Cuando miras a tu alrededor y te fijas en las personas de las grandes ciudades, te cuesta creer que en este rincón del mundo haya quien nunca ha probado el sushi o quien sólo ha subido a bordo del avión que lo transportaba al campa- mento militar, con billete pagado por el Tío Sam. Tan sólo el veinte por ciento de los norteamericanos ha tenido alguna vez pasaporte. Para la ente trabajadora con la que me crié, la sofisticación en todas sus variantes, y especialmente la que encarnan los urbanitas, es algo muy sospechoso. Pero ¡qué diablos!, ¡si esos listos de la ciudad no han disparado una arma en sus vidas! Aunque, por otra parte, ¿quién se fiaría de Jerry Seinfeld, de Dennis Kucinich o de Hillary Clinton con una arma en la mano? A Dick Cheney por lo menos le va la caza, aunque no sea muy seguro practicarla con él. Y probablemente George W. Bush sepa reconocer una buena escopeta para cazar gansos nada

más verla. Las armas son artefactos cotidianos, como las sierras radiales y las parrillas de barbacoa. Por eso, cuando la izquierda empezó a demonizar a los propietarios de armas en la década de los sesenta, no sólo lo hicieron de un modo arrogante e insultante, ya que los asociaban con el universo del crimen, sino que también fueron políticamente estúpidos. Para la clase media tenía mucho sentido que el movimiento de control de las armas se centrara en las grandes ciudades, es decir, allí donde medran todas esas cosas de las que esa misma clase media trata de protegerse: las bandas callejeras, los bares de ambiente, los drogadictos que salen a robar, la gente de piel oscura que habla idiomas extraños. En cambio, desde la perspectiva de las ciudades pequeñas y medianas del país, los activistas antiarmas siempre han sido una pandilla de histéricos. Poco a poco, sin embargo, la histeria antiarmas ha terminado afectando a las ciudades más pequeñas. Un buen ejemplo es el caso de aquel joven de diecisiete años llamado Joshua Phelps, de Pine Bush, Nueva York, una población de 1.539 habitantes. Pine Bush se parece a cualquier pequeña urbe de Virginia. El grupo étnico mayoritario (por un escaso margen de diferencia) está formado por gente de ascendencia escocesa-irlandesa. Delata esas raíces el hecho de que la ciudad se halle en el condado de Orange (en homenaje a Guillermo de Orange) y que el condado vecino sea el condado de Ulster. En Pine Bush el precio medio de una casa nueva antes de la caída del mercado era de 239.000 dólares, casi el mismo que en Virginia, hasta que un buen día los agentes inmobiliarios declararon con todo el morro que «el valor promedio de una casa en Pine Bush está por encima del valor promedio en el resto del estado» y que «el porcentaje de la población de raza negra en la ciudad está muy por debajo de la media en el resto del estado». (Las cursivas las pusieron ellos, no yo.) Ni siquiera en una ciudad como Virginia, donde la gente es hipersusceptible respecto al tema de la raza y donde las elecciones siguen siendo supervisadas de acuerdo con la Ley de Derechos de Votación de 1965, que trataba de impedir la discriminación racial —por cierto, en Brooklyn, Queens y el Bronx rige el mismo sistema de control electoral—, ningún promotor inmobiliario tendría las pelotas para hacer semejante declaración en público, aunque es el típico comentario en voz baja que se oye a menudo. A lo que iba, en octubre de 2004 Joshua Phelps era un alumno de secundaria y miembro del Club de Aficionados a la Guerra Civil del instituto. Un día, después de participar en una representación de la batalla de Chancellorsville, fue hasta su coche y dejó en el asiento trasero su uniforme de yanqui y una réplica de mosquete con balas de fogueo. Al cabo de un rato el segurata del colegio vio el mosquete y llamó a la policía. Aquel día Phelps fue detenido, esposado y acusado de posesión ilegal de armas. Josh era un alumno entusiasta que sacaba notables, y había sido reclutado para el club en el instituto mismo. Al igual que muchos chicos de hoy en día, quería ampliar sus actividades extracurriculares para aumentar sus probabilidades de ingresar en la universidad, y vio ahí la oportunidad de hacerlo con algo que supusiera poco esfuerzo y mucha diversión. El instituto le había facilitado aquella réplica de mosquete. En el estado de Nueva York no es delito llevar la réplica de una arma de fuego al colegio. Pero nadie lo tuvo en cuenta. A Josh lo acusaron como si le hubiesen encontrado un rifle de asalto AK-47 o un lanzagranadas, y lo expulsaron del instituto. La junta directiva escolar insistió en su derecho de hacerlo detener, y en consecuencia el jefe de la policía se negó a retirar los cargos. Entonces surgieron las típicas discusiones sobre qué debe ser considerado una arma de fuego. Los que defendían la legalidad alegaban que Joshua podría haber cargado aquella

réplica con pólvora y perdigones de plomo y cepillarse con el mosquete a la mitad del alumnado. Al parecer esto bastó para que en una ciudad de mayoría republicana, una ciudad de armas y de cazadores situada cerca de una reserva protegida para la caza y la pesca, un avergonzado joven de diecisiete años fuera llevado a los tribunales y acusado de posesión ilegal de armas de fuego Finalmente, en un ataque de sentido común poco habitual en esta clase de histéricos, el juez retiró los cargos. Pero en Pine Bush aquel incidente sigue dando que hablar, y seguramente será citado una y otra vez en las cenas durante los próximos años como un ejemplo de hasta dónde puede llegar el histrionismo de quienes se oponen a las armas, lo cual sólo sirve para que los liberales sigan perdiendo credibilidad en todo lo relativo a la tenencia de armas. Si a mis diecisiete años yo hubiera dejado en el coche un arma a la vista en las instalaciones del instituto no se habría armado tanto jaleo. Como muchos otros habitantes del mundo rural, iba al colegio con chicos que guardaban sus escopetas del calibre 22 en las taquillas del instituto, para ir a cazar marmotas después de clase. Y si el director del colegio hubiera tenido alguna objeción, simplemente habría llamado a mi padre, quien me habría dado una buena patada en el culo, además de castigarme un mes entero a limpiar por él la fosa de la gasolinera en la que trabajaba. Antes de que me recuerden que no estamos en 1960 déjenme señalar algunas diferencias entre ambas épocas. En 1960 el sentido común estaba repartido equitativamente entre liberales y conservadores. En aquel entonces hasta las personalidades liberales, como el senador por el Partido Demócrata y vicepresidente Hubert Humphrey, insistían en que las armas ocupaban un lugar importante en nuestros hogares puesto que la historia ha demostrado que los gobiernos, incluso los mejores, tienen por costumbre oprimir a la gente indefensa. Imaginen a cualquier demócrata de hoy en día diciendo algo así y en voz alta. A lo largo y ancho de la América rural y provinciana, la campaña por el control de armas es vista como un intento de arrebatarle al ciudadano el derecho a proteger su hogar de todos esos chalados que andan sueltos y, según la percepción cada vez más generalizada, del autoritarismo del gobierno. La mayoría de la gente de Fort Shenandoah considera la posesión de armas desde este punto de vista, como una manera de pararle los pies a cualquier militar que pretenda franquear el umbral de tu casa. Teniendo en cuenta lo que hemos visto últimamente, no sé yo si no estaría de acuerdo con ellos. De entre todos los temas polémicos —el matrimonio homosexual, el aborto, la discriminación positiva a favor de las minorías, los derechos de los animales— que han dividido al liberalismo americano en bandadas rivales de gansos chillones, la posesión de armas de fuego es el único asunto que afecta a la vida de los votantes de la América profunda. Alcanza a casi todos ellos por igual, incluso a los que no tienen armas. Porque el simple derecho de poseerlas hace que suenen campanas de libertad a sus oídos. ¿Y por qué no? Ahora que tenemos a Michael Savage y Ann Coulter pidiendo a voces que se encierre a los liberales en campos de concentración y que la CIA sea autorizada a realizar detenciones secretas de ciudadanos por tiempo indefinido, y con un gobierno como el de Bush, que ha legalizado la tortura, digo yo que la próxima pregunta que deberíamos formularle a un miembro de la Asociación Nacional del Rifle (ANR) es la siguiente: «¿Qué clase de rifle de asalto cree usted que puedo comprar por trescientos dólares y cuánta munición necesito para evitar que el clásico zombi de unos cien kilos y con carnet de Seguridad Interior me lleve a un campo de concentración?». En la actualidad son cuarenta

millones de americanos los que poseen armas. ¿Con quién prefiere que estén, con usted o con ellos? Vale, no podemos olvidar todos esos casos de niños que encontraron la pistola de papá y sin querer dispararon contra sus hermanitas, pero han sido muy pocos, como veremos. También es cierto que hay muchas armas en manos de un montón de descerebrados que andan sueltos por la calle. Pero mientras no tengamos agallas para acabar con la compra, literalmente, de nuestro sistema político por parte de los grandes negocios, los directivos de la ANR, asociación que está en manos de la industria de las armas (y hay que recordar que sus afiliados no son dementes armados, como aseguran los expertos liberales), y los jefazos de esa propia industria van a seguir siendo los amos de los políticos, y lograrán que los ciudadanos que poseen armas, los payasos desinformados de la izquierda y los grupos que abogan por el control de armas sigan peleándose como perros rabiosos. Pese a todo lo que he dicho sobre el simbolismo y el profundo sentido que pueden tener las armas para algunos americanos, entre quienes me incluyo, debo confesar que actualmente no hay armas en mi casa. Me interesa más cultivar los cálidos recuerdos del lugar que ocupaban en el legado familiar que el hecho de poseer una. Pero más de setenta millones de americanos, ciudadanos responsables que pagan sus impuestos, poseen y disfrutan de más de doscientos millones de armas. Por tanto, ¿no sería más sensato tomar medidas para acabar con la patología social que conduce al crimen que insistir en el control de las armas de fuego, cosa que sólo sirve para que el liberalismo americano siga perdiendo puntos en cada ciclo electoral? Durante mi visita a Fort Shenandoah, entro en una cabaña del Regimiento de Caballería n.° 15 de Nueva York situada a orillas del arroyo. Sentado a una mesa que más bien es un tablón grasiento, Ed Cleary entorna los ojos y le da caladas a un cigarrillo Kool al mismo tiempo que se inyecta una dosis de insulina en su blanco y huesudo muslo. Su amigo Charlie Ross, que viste calzoncillos largos y sandalias, está friendo unos huevos encima de la estufa de leña. Charlie me insiste en que coma sentado con ellos a esa mesa sobre la que se extiende una enorme bandera roja manchada de humo, con una foto de Lincoln y un emblema de la Caballería de Nueva York en dorado y azul. Ed y Charlie han venido desde Búfalo, estado de Nueva York, para participar en el torneo nacional de mosquete, quemar un poco de leña en la estufa y tal vez aprovechar que sus mujeres no andan cerca para beber más cerveza de la que sus médicos les permiten. En 1996 Ed se unió a los falsos soldados de caballería que construyeron esta cabaña, justo antes de jubilarse como miembro del cuerpo de policía de Búfalo. Ahora es libre para ir liándola por allí con su colega Charlie, aunque eso no signifique más que freírse unos huevos, rascarse sus enormes y blancas barrigas y tirar al suelo las colillas. Ed se pone de pie, abre la estufa de leña y golpea suavemente la jeringa usada encima del fuego. Charlie anuncia que los huevos están en su punto. Así que nos sentamos a comer y a conversar. «La gente que viene aquí —explica Charlie— no necesariamente participa en las reconstrucciones de las batallas, aunque lleven uniforme. Pero, eso sí, son todos unos apasionados de los viejos tiempos. En cuanto a nosotros, no hay mucha demanda de soldados de setenta años para la guerra civil, pero seguimos viniendo dos veces al año para asar un poco de carne y quemar unos puñados de pólvora. Para competir en las pruebas de tiro no hay que subir a lo alto de una peña cargado de trastos.» Casi como si fuera la prueba de lo que acaba de decir, un hombre muy gordo, con una pierna amputada y vestido con el

uniforme de los confederados, pasa junto a la puerta montado en una silla de ruedas eléctrica. Resulta que Charlie se ha comprado una réplica de una carabina Spenser de 1864 en una feria de por aquí. A raíz de esto sale a colación la mala fama que tiene Virginia, considerada la «capital nacional del tráfico de armas». Algunos congresistas de Washington D.C. y de otras áreas urbanas como Richmond han insistido en que Virginia debe comenzar a exigir de inmediato que se investiguen a fondo los antecedentes de las personas que compren armas en las ferias. El Senado de Virginia, sin embargo, ha bloqueado sistemáticamente los esfuerzos para «acabar con el vacío legal» en relación con el control de armas y autoriza así a la gente a comprar armas de fuego procedentes de proveedores sin licencia tales como coleccionistas y vendedores privados en ferias de ese tipo, sin necesidad de someterse a una investigación de sus antecedentes penales. Entre otras cosas, para un coleccionista de poca monta es difícil poner en marcha un proceso de comprobación de antecedentes. Los defensores del control de armas sostienen que este vacío legal permite a los criminales adquirir armas. Y probablemente así sea, hasta cierto punto. Charlie resopla a modo de respuesta: «¿Has estado alguna vez en una feria de coleccionistas? ¿Te has fijado en la clase de gente que suele visitarlas? Ahí nunca verás ni camellos ni pastilleros ni exhibicionistas. Créeme. No se sentirían nada cómodos. ¡Debes reconocerles cierto mérito a los coleccionistas y a los vendedores, por el amor de Dios! No son estúpidos, no quieren que los delincuentes lleven armas. Piensan lo mismo que tú y yo. Y están hartos de que la gente los desprecie y echen pestes de ellos. Hay quien dice que se cometen cientos de crímenes con las armas que se compran en esas ferias de Virginia. Qué quieres que te diga, es imposible». Ed, ex policía, no está completamente de acuerdo, pero como ha dedicado toda su vida a meter en chirona a más criminales de los que es capaz de recordar, tiene algunas opiniones categóricas sobre la delincuencia que no guardan ninguna relación con el miedo que sienten los urbanitas liberales cada vez que les parece ver algo que parece una arma. «Verás, hay una solución para acabar con todo esto. Es algo que nadie va a hacer, porque ya es demasiado tarde y en cualquier caso quizá ahora mismo no resulta viable. Hablo de retirar definitivamente las drogas de las calles. Limpia las calles de toda esa mierda y a tomar por saco el índice de criminalidad. Lo que no vas a reducir es la histeria de la gente que cree que la culpa de la delincuencia la tienen las putas armas de fuego, de eso puedes estar seguro. Pero que sepas que un adicto al crack no se lo pensará dos veces antes de ponerte un cuchillo al cuello o atizarte con un martillo en la cabeza para robarte. Hay que seguir la pista del verdadero problema: la droga.» «Bien dicho, Sherlock Holmes», comenta Charlie. Y que a nadie se le ocurra mencionarle a Ed la cuestión de las armas de fuego y los críos. Es lo que él llama «la principal causa tocahuevos de los putos liberales de Hollywood y los judíos de Nueva York, después solamente de la defensa de los pederastas». Es un tema que a mí me viene al pelo porque da la casualidad de que en mi mochila tengo bastante material sobre la obsesión de Hollywood por la violencia de las armas y su efecto sobre los niños (dos cosas que Hollywood nunca soñó explotar para ganar dinero, ojo al dato). Por ejemplo, la Handgun Control Inc. (HCI) es una organización que se dedica al control de armas para la seguridad pública. En una carta abierta a la Asociación Nacional del Rifle, la HCI manifiesta con rabia: «Odiamos todo lo que las armas están haciendo a nuestras comunidades, a nuestras escuelas, a nuestras familias y sobre todo a nuestros hijos». La

carta está firmada por muchas figuras de Hollywood («esos mamones que beben Chardonnay», como los llama Ed): Baldwin, Bergen, Brinkley, Cher, Donahue, DeGeneres, Gere, Geraldo, Madonna, Nicholson, O'Donnell, Pfeiffer, Sarandon, Streep, Streisand y Springsteen. Personalmente debo decir que como actores me encantan todos. Pero también es cierto que, en lo relativo al asunto de las armas, parece que la gente de Hollywood tiene menos sentido común que una galleta mojada. Quizá firmaron esa carta para respaldar a la HCI sólo porque los agentes les dicen a los actores que les conviene identificarse con alguna causa noble, y ya nadie puede subirse al tren de la lucha contra el sida porque en sus vagones ya no cabe ni una alma. No sé qué pensar. Pero según la HCI, y según creen todas las estrellas bienintencionadas pero despistadas que respaldaron su declaración, «cada día mueren trece niños en este país a causa de las armas... Este no es un debate sobre las armas de fuego. Es un debate sobre nuestros niños». Anda ya. Yo te diré de qué va este debate: va de una clase media liberal que se lo pasa de puta madre masturbándose, y de marcas registradas de celebridades que construyen su imagen pública defendiendo toda suerte de causas. Para ser exactos, te diré que el noventa por ciento de «los niños» que mueren por culpa de las armas de fuego son pandilleros de entre quince y diecinueve años, dato que no tiene absolutamente nada que ver con que un niño de primaria salga a pegar tiros por el vecindario o le dispare a su hermanito con la Magnum de papá. A pesar de lo que ocurrió en Columbine, lo cierto es que los norteamericanos, incluidos los urbanitas, presentan un historial excelente en lo que se refiere a no dejar las armas al alcance de sus hijos. Las muertes accidentales de niños provocadas por armas de fuego son casos aislados, de ningún modo una epidemia, lo que desmiente la denuncia de la HCI. Tomemos el ejemplo de Nueva York —esa metrópoli que en la mente del americano de clase media no es más que un monumento a la metrosexualidad, el crimen y el caos—. La ciudad tiene más de 2,6 millones de niños menores de diez años, y las muertes accidentales provocadas por armas de fuego en ese grupo de edad sólo alcanzan una media de 1,2 al año, y eso que hay unos tres millones y medio de armas en manos de los adultos. El sentido común nos dice que la mayoría de la gente, neoyorquinos incluidos, son muy cautelosos con las armas de fuego. Al igual que Ed, a la larga me he vuelto sordo ante esas protestas santurronas de los intelectuales antiarmas que viven en el barrio de Chelsea en Manhattan, muchos de los cuales llevarían una pistola Glock en el tobillo si el salmón ahumado y la carne enlatada crecieran en el Central Park. «Los demócratas tienen que controlarse un poco —dice Ed remojando un trozo de pan en la yema de su huevo frito—, han de aprender a pensar por sí mismos acerca de qué cosas deberían cambiarse, en lugar de andar repitiendo todo lo que sueltan en la radio pública.» Dicho sea de paso, Ed fue demócrata hasta los cincuenta años; se hizo republicano poco antes de que Bush ganara las elecciones. Me ha explicado sus motivos: «Llegué a un punto en el que miraba al Partido Demócrata y pensaba: "¡Ya está bien, hombre!". Mi cambio no tuvo absoluta- mente nada que ver con las armas ni con el control de armas, aunque los demócratas trataban ese tema como lo hacen todo últimamente: actúan como si no existieran los valores. Y sin valores la vida vale cada vez menos, porque ya no miramos por los intereses de los demás, sino sólo por los nuestros. Y, mientras que cualquier cabrón imbécil con una bomba bajo el brazo y cien dólares puede comprar un pasaporte y un billete a

Estados Unidos, los demócratas sólo se ponen nerviosillos pensando en zarandajas como la defensa de la diversidad y redactar más leyes para controlar la posesión de armas». Le digo que hay más de veinte mil leyes que rigen la tenencia y uso de armas de fuego, sumando las leyes estatales, federales y municipales, e incluyendo miles de ordenanzas locales. Y si se hace como la Brookings Institution y sólo se cuentan las principales leyes federales y las leyes exclusivas de cada estado, todavía salen unas trescientas. Siguen siendo muchas. —¡Y que lo digas, joder! —responde Ed—. Pero si las leyes fueran la respuesta, no habría crímenes provocados por armas de fuego, ¿verdad? No hay un solo policía en todo el país que crea que las leyes son la solución. ¡Si hasta los jueces llevan una Glock, hombre! —¿Los jueces? ¿Qué dices, Eddie?, ¿me estás tomando el pelo? —pregunto, fingiendo incredulidad, a pesar de que ya conocía esa información. —Hablo en serio. ¿Tienes idea de cuántos jueces llevan pistola? Por lo menos la mitad. Dista mucho de ser cierto que la mitad de los jueces lleven armas en la mayor parte de los estados, pero Ed no está totalmente equivocado. La autoridad competente del Departamento de Justicia no mantiene un registro de cuántos jueces, oficiales judiciales estatales y federales, magistrados o jueces del tribunal de quiebras portan armas en los tribunales. Pero las estimaciones publicadas en los boletines informativos del ámbito jurídico hablan de un veinticinco por ciento o más en los estados con una mayor afición a las armas, como Texas y Oklahoma, y de porcentajes inferiores al diez por ciento en algunos estados de Nueva Inglaterra. Muchos de ellos solicitaron al Congreso, a través de la Junta Judicial —organización que representa a la magistratura nacional—, que eximiera a los jueces del cumplimiento de las leyes locales y estatales relacionadas con las armas. El resultado es un proyecto de ley —HR 1752— de contornos imprecisos y lo bastante amplio como para que un juez pueda pasearse con una escopeta por los tribunales. Algunos senadores creen que sería una buena idea añadir a ese texto una cláusula que exigiera un curso de instrucción sobre medidas de seguridad para jueces. Ed, por su parte, no parece tener reparos en que los jueces lleven armas. —Pues claro que no, joder —dice—. ¿Te imaginas la cara que pondría el acusado cuando el juez Roy Bean entraba en la sala con una Magnum calibre 12? —¿Te imaginas la cara que se le queda al abogado del movimiento antiarmas cuando ve esa Glock sujeta al tobillo del juez? —añado. —¡Que Dios ayude a esos pirados antiarmas! —replica Ed. —Brindo por eso —digo. —Ni lo sueñes. Antes de las doce del mediodía, ni un trago. —Ed se echa a reír. Mientras tanto me quedo pensando en que la mayoría de los trabajadores blancos que conozco no se molestan en comprarse pistolas, lo que en la jerga local llaman «pussy pistol». Si uno cree que alguna vez puede verse en la situación de tener que cargarse a alguien por el motivo que sea, sabe muy bien que una pistolita que apenas produce una herida superficial es un juguete para taxistas. Lo que uno necesita es una buena escopeta de perdigones del calibre 12, y con eso sí que puede hacérsele a cualquiera un agujero lo bastante grande como para que pase un balón de fútbol. Muchas otras ideas sobre armas son también disparates en estado puro. Fíjense en las leyes contra las «armas de plástico». ¿Se acuerdan? Decían que había quien fabricaba modelos especiales para los terroristas. Lo cierto es que esas armas para terroristas nunca existieron; sin embargo, hasta la ANR apoyó la legislación que proporcionaba falsos

remedios para falsas amenazas. Supuestamente, tenían estructura y empuñadura de plástico, que hacían que las armas resultaran invisibles para los detectores de metales. Obviemos el hecho de que jamás se ha fabricado una arma de fuego que funcionara sin metal o sin un cañón de metal, y olvidemos también que la estructura de plástico sofisticado de una Glock lleva más de 450 gramos de metal, lo suficiente para que cualquier detector de metal de un aeropuerto empiece a pitar descontroladamente. No se les ocurrió nada mejor que aprobar una ley específica, de modo que los senadores Strom Thurmord (Carolina del Sur) y Howard Metzenbaum (Ohio) —extraña pareja— presentaron un anteproyecto que establecía para todas las armas un requisito de metal mínimo de 90 gramos, menos de una quinta parte del metal contenido en la Glock «de plástico». La ley fue aprobada en el Capitolio gracias a un acuerdo bipartidista poco frecuente. Ningún fabricante de armas perdió un céntimo con aquella ley y los políticos salieron bien parados tras aparentar una gran preocupación en materia de seguridad. Pero quizá el camelo más grande fue la campaña en contra de las «balas matapolis». Fueron inventadas para perforar los chalecos antibalas de los delincuentes o los materiales detrás de los cuales los delincuentes podían buscar protección. Estaban hechas de tungsteno y se vendían sólo a la policía, no podían comprarse en las tiendas. Ed comenta al respecto: «Los policías nunca usaron esas balas, y mucho menos los delincuentes. La munición normal de un rifle puede penetrar un chaleco antibalas si disparas a una distancia adecuada. Con esas balas, en cambio, atraviesas limpiamente a un criminal sin apenas herirlo. Por eso los policías siempre han preferido las balas de punta hueca, que se expanden en el momento del impacto y dejan un buen agujero en el cuerpo de cualquier hijo de puta, ¿verdad? Igualmente, los fabricantes siguen vendiendo "balas matapolis" a todos los departamentos de policía, pero ya te digo que ellos siguen sin usarlas». Cualquier político que se atreviera a desenmascarar esta clase de legislación, que no tiene otro objeto que la pura apariencia, debería soportar que la izquierda lo pusiera a caldo y lo llamara puta de la ANR. Pero para millones de norteamericanos que entienden de armas y saben cómo funcionan, ese político sería más bien un hombre informado que dice la verdad. Sin duda alguna más valdría que la izquierda abandonara las quejas sobre las armas y destinara la mayor parte de su energía a promover unos salarios justos o un sistema público y universal de salud. —Serían muy listos si se preocuparan por esos asuntos —dice Ed-. Pero ésos son precisamente los que menos interesan a los liberales. —La izquierda a veces no entiende nada —admito. Entonces Ed dice: —¡Eh, mira por la ventana! Veo solamente a la cuadrilla 107 de Boy Scouts, vendiendo palomi tas de maíz y leña, como cada año. —No, más allá —dice Ed—; esa fogata... Son los del regimiento Alabama Racoon Rough. Pues sí. Es la imagen perfecta para hacer entrar en calor a tres viejos como nosotros: una nena voluptuosa de cincuenta tacos, con la bandera confederada estampada en el trasero de sus téjanos, está sirviendo café a los hombres reunidos alrededor de la hoguera. —¿Qué más podemos pedir, chicos? Nada más, Ed. Ni una maldita cosa más.

Al recordar la charla con Ed y Charlie en su hedionda guarida de ancianos junto al río, me doy cuenta de que no mencionamos ni una sola vez la Segunda Enmienda de la Constitución. Pero lo cierto es que el ciudadano de a pie que posee armas de fuego no tiende a hablar mucho sobre este asunto (a excepción de la multitud de internautas que lo debaten en la red). O bien dan por sentado ese derecho, como lo han hecho la mayoría de los americanos armados y no armados a lo largo de toda la historia, o comparten el sentimiento general de la gente que acostumbra reunirse en sitios como Fort Shenandoah. Es decir: «Intenta detenerme si tienes huevos». Al margen de lo que uno opine sobre la gente de Fort Shenandoah, lo cierto es que ejercen los derechos amparados por la Segunda Enmienda. Y no dejarán que nadie se los arrebate. Los políticos lo comprenden muy bien, pese a que el sector antiarmas de la sociedad no hace el menor esfuerzo por enterarse de la cuestión. En Estados Unidos la gente que tiene armas es casi el doble de la que acude a votar: 41 millones de votantes contra 70 millones de propietarios de armas de fuego. Según el informe de la General Accounting Office (Oficina General de Contabilidad Gubernamental, OGCG), aproximadamente en la mitad de los hogares americanos hay al menos una o dos armas de fuego. Algunas se usan para practicar deportes, pero en su mayor parte están destinadas a la defensa personal. Cada nuevo intento por regular y controlar las armas de fuego dispara las ventas aún más. Teniendo en cuenta su popularidad, podría pensarse que el derecho a portar armas es uno de los más defendidos por las mayorías. Pero lo cierto es que el derecho que otorga la Segunda Enmienda sigue siendo una especie de huerfanito entre los derechos constitucionales. La gente de los grupos mejor coordinados y equipados, los que luchan por preservar los derechos y libertades civiles, preferirían beber lejía antes que respaldar públicamente la Segunda Enmienda. Y eso es una lástima, porque la defensa de un derecho cuyas raíces se encuentran en el pensamiento político tradicional de los ingleses queda en manos de los conservadores, y casi siempre ha consistido en una serie de triquiñuelas políticas que ridiculizan un derecho que es incluso más antiguo que la creación de la república de los Estados Unidos. Los historiadores políticos americanos también han minimizado la importancia de la Segunda Enmienda, a pesar de que recoge un derecho fundamentado en la Bill of Rights inglesa, uno de los precursores de nuestro propio derecho a tener armas, y que fue redactada un período de gran malestar civil en Inglaterra. Muchos han considerado la Segunda Enmienda un derecho que solamente tiene que ver con la caza. Y el Tribunal Supremo norteamericano, muy aficionado a citar los Comentarios sobre las leyes de Inglaterra, de William Blackstone, interpreta a Blackstone según le convenga al equilibrio inestable de los jueces que lo conforman en cada momento. Y esos jueces tienden a preguntarse: ¿qué diablos sabrán de armas estos británicos adictos al té? Expertos y analistas constitucionales que se han tomado la molestia de estudiar las enmiendas Segunda y Decimocuarta, entre ellos Joyce Lee Malcolm, autor de To Keep and Bear Arms: The Origins of an Anglo-American Right («Tener y portar armas: los orígenes de un derecho angloamericano»), llegan a la conclusión de que ambas fueron redactadas para proteger los derechos de los ciudadanos a portar armas. La obra de tres volúmenes Gun Control and the Constitution, publicada por Robert J. Cottrol, reúne documentos históricos que son difíciles de poner en entredicho por los defensores del control de armas. De modo que se limitan a ignorarla.

Desde el comienzo, las leyes nacionales que rigen el uso y la posesión de las armas han incorporado un elemento de discriminación racial, a menudo oculto tras el disfraz de las piadosas medidas de seguridad de armas. Se ha escrito mucho al respecto, pero los liberales han preferido no tocar el tema, mientras que los neocons le han sacado partido y los defensores de las armas de la derecha más perturbados han abusado de ellas (para un análisis objetivo de este asunto recomiendo empezar con los textos de Malcolm y Cottrol). Lo cierto es que el derecho de todo ciudadano a tener una arma era algo que se daba por sentado hasta que empezaron a surgir periódicamente las cuestiones de la raza y la inmigración. Después de la guerra civil, los blancos del Sur negaban a los negros el derecho a portar armas. De ahí que raza y propiedad de armas se convirtieran en factores que incidieron en la ratificación de la Decimocuarta Enmienda en 1868. Además de anular los «códigos negros», que prohibían a los negros viajar, testificar ante los tribunales y demandar a los blancos, la enmienda garantizaba claramente a los negros el derecho a la propiedad y la posesión de armas. Esta garantía contribuyó en gran medida a que la enmienda se aprobara en el Congreso. Los defensores de los derechos de los negros entendían que un ciudadano armado «estaba mucho menos expuesto a la opresión». Es decir, que tenía menos probabilidades de que lo lincharan. Sin embargo, pese a la Decimocuarta Enmienda los sureños se las ingeniaron como siempre para mantener a los negros desarmados. Y en los primeros años del siglo XX aquellos sureños que temían a los negros encontraron un nuevo aliado para negar a las minorías el derecho a las armas. Amedrentados por la llegada de millones de inmigrantes, los blancos del Norte empezaron a presionar para que se restringiera el acceso a las armas por medio de una reinterpretación de la Segunda Enmienda. Debido a la extraña estructura de la ley (casi parecía haber sido escrita de improviso, como si su sentido fuera tan obvio que no necesitara una acotación o una consideración especial), se encontraron con que reinterpretar la explícita cláusula principal no iba a ser nada fácil. Así que la pasaron por alto y se aferraron a una cláusula subordinada que se refería a «las milicias correctamente reguladas», y a partir de aquí se establecieron los fundamentos para el control de armas. Hacia el año 1911 los miedosos neoyorquinos habían hecho muchos progresos. El estado de Nueva York aprobó la Ley Sullivan, que permitía la venta de armas sólo bajo licencia y convertía en delito la posesión furtiva. Pero junto con aquella ley llegaron Al Capone, Baby Face Nelson y John Dillinger, que acojonaron a todo el mundo y provocaron un escándalo público que dio lugar a la Ley Nacional de Armas de Fuego de 1934, la cual controlaba la tenencia de armas largas recortadas y las automáticas. Las cosas quedaron como estaban hasta los años sesenta, cuando la violencia racial televisada, los asesinatos de Kennedy y King y el aumento del índice de criminalidad asustaban a los habitantes de las ciudades y zonas periféricas, e incluso a unos cuantos en la América profunda. En las ciudades, los conservadores compraban armas o engrasaban las que ya tenían. Los políticos descubrieron el rastro de un nuevo tipo de votante temeroso que sin embargo les resultaba familiar, y exigieron al gobierno un control severo sobre las armas de fuego. Lograron su objetivo con la aprobación de la Ley de Control de Armas de 1968, la cual, valiéndose del impacto producido por los asesinatos de King y Kennedy, pretendía eliminar la violencia provocada por las armas. Los columnistas antiarmas de aquel entonces y de la década siguiente no eran tan emocionales como las multitudes antiarmas de hoy en día, y además señalaban el clima de tensión racial que se vivía y que originó nuestras leyes

para la regulación de armas. El periodista y escritor Robert Sherril (The Saturday Night Special), un firme militante antiarmas, no vaciló en escribir: La Ley de Control de Armas de 1968 no fue aprobada para controlar el uso de las armas, sino para controlar a los negros, y como una mayoría del Congreso no quería prestarse a lo primero pero a su vez le avergonzaba demostrar que su objetivo era lo segundo, al final no hicieron ni lo uno ni lo otro. En realidad esta ley, la primera ley de control de armas aprobada por el Congreso en treinta años, fue una de las grandes farsas de nuestro tiempo. Para empezar, hay que tener presente que no se aprobó de una sola vez sino que era una combinación de dos leyes. La ley original de 1968 fue aprobada para controlar el uso de las pistolas después de que el revolucionario Martin Luther King, Jr., fuera asesinado con un rifle. Posteriormente fue revocada y revisada para incluir el control de rifles y escopetas, después del asesinato de Robert F. Kennedy con una pistola. Los moralistas de nuestra cámara legislativa, como los sentimentales columnistas de nuestra prensa bienpensante, insisten en que la ley de 1968 es una especie de monumento conmemorativo en honor de King y Robert Kennedy. En ese caso, fue sin duda una conmemoración extraña, en tanto que no solamente es un disparate en el que no hay modo de adivinar si habla de pistolas o rifles, sino que además es una ley inaplicable al caso de sus muertes.

La herencia más duradera de aquella época son los grupos de presión a favor de las armas. Cada vez hay más. Por no mencionar el auge que está teniendo la ANR, que se cubre con el noble manto protector de la Segunda Enmienda, recién rescatada del fondo de un antiguo pozo de alquitrán, adonde había sido arrojada por unos desconocidos, que se encargaron de que quedara bien sepultada bajo el peso de un jukebox de música country. Curiosamente, la etiqueta de lavandería que llevaba aquel noble manto era de la Unión de Libertades Civiles Americanas. A finales de los sesenta, cualquier cazador de ciervos apostado en los montes de Iowa creía que había personas —no estaba muy seguro de quiénes eran— que pretendían quitarle su arma y que ponían en entredicho los derechos amparados por la Segunda Enmienda. Pese a que él no conocía con exactitud el contenido de la susodicha enmienda, los políticos del Partido Republicano, los conservadores entendidos en la materia y los neocons de mirada asesina estaban más que felices de poder explicárselo. Por eso a día de hoy cabe la posibilidad de que ésta sea la única enmienda que nuestro cazador sabe recitar de memoria. En cualquier caso, allí estaban los miembros del Ilustre Partido Republicano, como perros de caza asediando con regocijo a los culpables del ataque contra ese sacrosanto derecho, esos liberales urbanitas que nunca habían visto una escopeta de calibre 12 ni habían pagado para que les pusieran el sello en la licencia de caza. Por una vez el Viejo Partido tenía toda la razón; desde entonces, los republicanos han estado montando el mismo caballo triunfador, y de eso hace ya cuarenta años. Ed y Charlie están más cerca de la verdad de lo que ellos creen. Durante la última década, los estudios criminológicos han echado por tierra la simplista idea de que es más probable que una persona armada mate a un miembro de su familia que a un intruso. Al contrario, como demuestran dichas investigaciones, las armas utilizadas en defensa propia les sirven a sus dueños para protegerse. Y entre tantos trabajos de campo que prueban eso que los grupos de presión antiarmas no quieren oír están los realizados por Gary Kleck, criminalista de la Universidad del Estado de Florida, cuyas investigaciones indican que cada año cerca de dos millones y medio de americanos encuentran en las armas de fuego una protección eficaz. Para que nadie se crea que Kleck es otro insensato defensor de las armas, hay que decir que su metodología y sus conclusiones fueron aprobadas y utilizadas por la Accounting Office del gobierno norteamericano, lo que constituye un logro jamás

conseguido por los grupos antiarmas. El informe señala que más de dos millones de personas se salvan de convertirse en víctimas de crímenes por el hecho de poseer armas. Estas personas rara vez se ven en la necesidad de disparar. El truco parece estar en enseñar el arma y decir: «¡Que te largues, joder!». Si eso no funciona, con un disparo al aire es suficiente. El estudio también desmiente la creencia de que una pelea doméstica o una pequeña discusión casi siempre acaban en un tiroteo sangriento. Esas cosas no ocurren. Hay más de un millón de americanos con permiso para portar armas, y aun así los investigadores creen que el mal uso de las mismas por parte de este colectivo es estadísticamente insignificante. Ahora que en la mayoría de los estados se han aprobado leyes para autorizar a los ciudadanos honestos a portar armas ocultas, los defensores de las armas están demostrando que tienen más razón de la que ellos mismos creían tener. Las más afortunadas son las mujeres —concretamente las mujeres pobres urbanas— y los pobres en general, que se benefician de las leyes para llevar armas ocultas. Nada mejor que eso para refregárselo en la cara a esos demócratas antiarmas. Allí donde las leyes han sido promulgadas se puede observar una notable disminución de las violaciones y los ataques a las mujeres. Un estudio realizado por John R. Lott Jr., autor de More Guns, Less Crime: Understanding Crime and Gun Control Laws («Más armas, menos crimen: comprender el crimen y las leyes de control de armas»), revela que los pobres y las minorías de las ciudades viven más seguros llevando armas en bolsos y bolsillos: «Resulta evidente no sólo que las zonas urbanas tienden a ganar en su lucha contra el crimen, sino también que la reducción de los índices de criminalidad es más significativa precisamente en las áreas con los índices de delincuencia más altos, mayor densidad de población y mayor concentración de minorías». Aunque Lott es demasiado derechista para mi gusto, More Guns, Less Crime es un buen libro. Porque ningún bando de los que participan en el debate está compuesto principalmente de mentirosos, y creo que los representantes de ambos lados harían bien en escucharse mutuamente de vez en cuando. La mayoría de los que apoyan las campañas antiarmas no toman el bus interurbano después de hacer el segundo turno. No se esconden entre una farola y otra a la una de la madrugada cargando con el pesado saco de su colada hasta la lavandería, ni deben quedarse allí sentados casi siempre a solas, durante una hora o más iluminados por una luz fluorescente detrás del cristal de la tienda, como si fueran un apetecible trozo de carne fresca en un expositor, adornado con un bolso prometedor o con una cartera. No tienen que correr de una esquina a otra camino de casa mientras llevan en una bolsa de plástico el uniforme de camarera o el de cajera de un tugurio de comida rápida, fragante, lavado y secado. Apuesto a que Barack Obama nunca ha pasado por eso. Tampoco Hillary Clinton. Ni la mayoría de los americanos de clase media conocen en persona nada parecido. El valor de la Segunda Enmienda sobre el terreno de juego se les escapa a todos ellos. La Segunda Enmienda «es a la Declaración de Derechos lo que Rodney Dangerfield a la comedia», en palabras de Robert J. Cottrol, profesor de Derecho de la Universidad George Washington. Cottrol —que se crió en Harlem y se define a sí mismo como afroamericano y una especie de «Humphrey demócrata»— escribe que es la enmienda que más ataques sistemáticos sufre por parte de columnistas, políticos demagogos y gente influyente de las élites liberales. Pero las principales embestidas provienen de la prensa. Según los estudios de las asociaciones de prensa, tres cuartas partes de los periódicos de Estados Unidos han defendido de manera intransigente la limitación de la propiedad de armas, pasando por alto

que el derecho a ir armado está amparado por nuestra Constitución. Puede que el récord lo tenga el Washington Post, con setenta artículos antiarmas publicados en setenta y siete días durante el período previo a la aprobación de una de las numerosas leyes de la ciudad de Washington vinculadas al control de armas. El Post siempre se mantuvo firme, incluso cuando su columnista antiarmas Carl Rowan disparó con una pistola de largo alcance calibre 22, y sin licencia, contra un intruso adolescente que estaba dándose un chapuzón en la piscina particular de Rowan. Hacía poco tiempo que éste había reclamado en un artículo «la prohibición universal y federal de las ventas, la fabricación, la importación y la posesión de pistolas». Tanto él como el Post siguieron sin bajarse del burro, y Rowan nunca dejó de proclamar su creencia en un estricto control de armas hasta que falleció en el año 2000. Cuando se trata del control de armas de fuego, ni siquiera las fuentes más fiables como la OGCG consiguen la difusión mediática necesaria. Y es que las noticias de los telediarios no se redactan a partir de los informes de la OGCG ni de datos como los que siguen, proporcionados por el National Institute of Justice (la división de investigación del Departamento de Justicia): Los ciudadanos usan armas de fuego para defenderse de los delincuentes hasta 2,5 millones de veces al año —o cerca de 6.850 veces al día—. Cada año los ciudadanos usan las armas de fuego sesenta veces más para proteger sus propias vidas que para quitarles la vida a otros. La mayoría de estos ciudadanos se defienden ya sea empuñando una arma o realizando un disparo de advertencia. Cada año los ciudadanos disparan y matan por lo menos el doble de delincuentes que la policía (1.527 frente a 606). Sólo en el dos por ciento de los tiroteos se ve involucrada una persona inocente erróneamente identificada como un criminal. En contraste, el índice de error de los oficiales de policía es de un once por ciento.

Cada año, aproximadamente doscientas mil mujeres se defienden con su arma de intentos de agresión sexual. El Departamento de Justicia de la Administración Carter comprobó que, de los más de 32.000 intentos de violación cometidos a escala nacional, llegó a consumarse un 32 por ciento, pero a su vez sólo un tres por ciento de los intentos de violación se consumaron en los casos de mujeres armadas con una pistola o un cuchillo. Seguro que estos hechos generan un montón de «peros» por parte de la gente desinformada, además de suscitar la crítica mordaz de esos «expertos» que han hecho carrera en círculos universitarios y grupos de presión predicando el control de las armas de fuego. Estoy seguro de que ellos expondrán argumentos que suenan la mar de convincentes. Pero sigue siendo verdad que gran parte de los tópicos que circulan acerca de la peligrosidad de las armas está plagada de equivocaciones. Los periódicos, la radio y la televisión generan la sensación de que los tiroteos en las escuelas y los accidentes con armas entre los niños cada vez más frecuentes. En realidad, ambos hechos son poco comunes y van disminuyendo. Más armas, supuestamente, equivale a más violencia; eso es lo que dicen, pero en las últimas cuatro décadas, mientra que el arsenal de armas de los civiles aumentó en un 262 por ciento, los incidentes mortales descendieron en casi un setenta por ciento. La gente cree lo que quiere creer, incluso la que presume de ser más educada, racional y objetiva que algunos viejos garrulos de los bosques de Virginia que andan disfrazados de soldados confederados y se juntan para pegar escopetazos en Fort Shenandoah. Esa gente no parece dispuesta a aceptar que el origen del fervor con el que luchan por el control de armas puede ser el miedo que les infunden todas las personas distintas a ellos con las que se cruzan a diario en las calles de sus propias ciudades.

La noche caía sobre Fort Shenandoah y me encontraba exactamente donde quería estar, al lado de una hoguera en compañía de otros campistas y haciendo música. Llevo toda la vida tocando la guitarra y hace poco he empezado con el banjo, así que siempre estoy buscando la oportunidad de compartir la música en directo con otras personas, en lugar de escuchar grabaciones o cantar a solas. Prefiero los sonidos humanos puros y sin amplificar, y en particular el blues, la música minstrel y las canciones antiguas de la montaña. Se trata de mantener el mundo a salvo de la música de ambiente. El fuego crepitaba y la botella seguía pasando de mano en mano. Aquéllos no eran precisamente hombres de vida familiar: eran bebedores y juerguistas. Entonamos la melodía de «Richmond is a hard road to travel» y otras canciones de la época de la guerra civil, luego pasamos a un repertorio para ellos un poco más moderno, canciones de más o menos el año 1900. Entre una cosa y otra les conté que estaba escribiendo un libro y que uno de los capítulos trataba de las armas. —Pues tengo un chiste para tu libro —señaló Donny, a quien daba la casualidad que ya conocía de antes, un hombrecito peludo recién retirado del ejército y guitarrista cargado de sentimiento—. Un tío entra en una armería y pide un rifle con mira telescópica. El dueño de la tienda le lleva uno y le dice: «Puedes probar la mira apuntando en aquella dirección, que es donde está mi casa. Verás a mi mujer». El cliente encañona y enseguida responde: «Lo que veo es un hombre y una mujer correteando desnudos por toda la casa». El dueño coge el arma, acerca el ojo a la mira y enseguida se la devuelve al cliente junto con dos balas, y le dice: «Si los alcanzas desde aquí con estas dos balas, te regalo el rifle y te suministro municiones gratis de por vida». El tío enfoca con la mira una vez más, le devuelve al dueño una de las balas y dice: «Creo que ahora puedo alcanzar a los dos con una sola bala». Una botella de Jack Daniels más tarde, apenas pasada la medianoche estábamos metidos de lleno en la música y en los solos: el momento en que cada uno tocaba un par de sus canciones preferidas. Yo elegí «Walking Blues», de Robert Johnson. El hecho de que ninguno de ellos hubiera oído hablar del legendario Robert Johnson debería haberme dado una pista de lo que se avecinaba. Cerré los ojos y me concentré en la letra. «Woke up this morning... uummm hummm... felt aroud for my shoes... ummmhum... Lord knows I got'em... Got them mean old walking blues.» Al terminar abrí los ojos y me vi rodeado de expresiones endurecidas a la luz de la lumbre. Donny me atravesó con una amenazadora mirada que, iluminada por el fuego tembloroso, resultaba de lo más inquietante: «Mientras cantabas eso enseñabas las encías como un puto negrata», dijo. Los otros parecían aún menos emocionados que Donny por mi canción. Ni que decir tiene que obvié el comentario, y fue una buena idea habida cuenta de la panda que me rodeaba. Me había metido como si tal cosa en un grupúsculo de viejos blancos de Virginia, una especie que se considera totalmente extinguida, según la Cámara de Comercio y la mayoría de los virginianos. Pero lo que me pareció mucho más interesante que el racismo de aquellos tipos, o mejor dicho mucho más aterrador, fue la charla que mantuvieron sobre armas. La mayoría de ellos eran aficionados a las armas militares y «coleccionistas de armas de uso particular». En otras palabras: compraban y coleccionaban «armamento antipersona», ar mas diseñadas especialmente para matar a seres humanos. Sin ninguna justificación. Sobre la relación de América con las armas se ha escrito mucho menos que sobre otros temas, y es una de las manías más preocupantes de los oscuros rincones de la cultura de armas. Cientos de miles de americanos, quizá un par de millones —nadie lo sabe a ciencia cierta—, viven obsesionados por los micromecanismos de las armas letales: tuercas y tornillos, pequeños

componentes y detalles prácticos puestos al servicio de la aniquilación del ser humano. Sería un fraude excluirlos de cualquier análisis de las armas en América, pese a que es eso justo lo que todo el mundo parece dispuesto a hacer: fingir que no existen o que no son gente aberrante. Naturalmente, son relativamente pocos. Muchos menos que los norteamericanos que simplemente practican la caza. Pero, aunque sean pocos, lo compensan con su rareza. Esta obsesiva fijación con las armas no es algo exclusivamente estadounidense, pero sí algo que nos caracteriza. En mis tiempos como editor de la revista Military History Magazine, la más amplia en contenidos dentro de su categoría, podía comprobar a diario y de primera mano la creciente obsesión por la mecánica de las armas. Y aún sigo viéndolo en la creciente militarización de nuestra cultura, consecuencia quizá de que este país cada vez parece más un Estado policial, obsesionado por su seguridad. Tal como comento al principio de este capítulo, ahora mismo tener una arma me importa más bien poco. No he disparado ninguna desde hace por lo menos dieciséis años. Pero de cuando en cuando, por lo general en momentos de tensión extrema, se me cruza una imagen fugaz por la cabeza que me demuestra el primitivismo y el arraigo de los procesos psicológicos y las emociones relacionadas con los mecanismos de las armas letales. En esa imagen me veo matando a alguien. Aprieto el gatillo y oigo la detonación en la boca del cañón, todo sucede simultáneamente. Y luego siento alivio. No soy el único que tiene estos destellos de fantasías homicidas. Me consta que otros norteamericanos experimentan lo mismo, pese a que en ocasiones la fantasía está tan incrustada en el inconsciente que se requiere de una discusión acalorada para que se manifieste o para que alguno de mis conciudadanos admita que por un instante ha pensado algo así. Dudo mucho que la mayoría de la gente blanca de clase media criada en las ciudades tenga visiones de este tipo, a excepción de los pocos veteranos de guerra. Antes creía que era producto de una niñez en la que nos limitábamos a cazar, imaginarnos como soldados confederados, jugar a indios y vaqueros y, en particular los niños de mi generación, a que éramos soldados del ejército norteamericano combatiendo contra alemanes y japoneses. Y puede que guarde relación con todo aquello. Pero lo cierto es que he conocido a negros y latinos de los barrios céntricos y pobres de la ciudad que experimentan la misma vivencia psíquica: un potente fogonazo salido del cañón de una arma invisible que llevan dentro. En ese momento nos convertimos en Tánato, la personificación de la muerte en la mitología griega. Por muy condicionados que estemos por la televisión y las películas, ese factor no basta como explicación, aunque sin duda forma parte de ella. Quizá tenga que ver con la violencia de los primeros tiempos del Oeste americano. No estoy seguro. Pero conozco a muchos tipos que tienen arrebatos mentales en los que aparece una arma. Es un tipo de fantasía que se parece mucho a la imaginería de los chavales que juegan a la guerra, sólo que mucho más espeluznante. Y hay algo muy norteamericano en todo eso, porque no he conocido a ningún europeo que sintiera algo similar, aunque no estaría de más preguntar en Bosnia. Volviendo a la hoguera en Fort Shenandoah: Glen, un militar de baja graduación, ya retirado, empezó a entretener al resto de la panda con las batallitas de su hijo, un marine que se encuentra en Iraq. El chico estaba feliz de la vida, dijo, y acababa de apuntarse para seguir allí otros cuatro años. Para hombres como Glen, la guerra de Iraq lo es prácticamente todo, y está encantado con el auge de la conciencia militar y el envío de todos los norteamericanos al planeta de las armas, quieran o no.

Mientras nos deleitaba con su valoración del armamento militar que se está usando en Iraq, Glen parecía alborozado como un cochinillo. «El M-16 es una caca, créeme. Se encasquilla con la arena del desierto y esa munición de 5.56 milímetros no sirve para matar ni haciendo blanco en el torso.» (Ya lo saben, queridos lectores: más vale que utilicen otra clase de munición la próxima vez que se dispongan a hacer blanco en un torso.) «La ametralladora pesada M2.50 es otra cosa, ésa sí que es la leche. ¡Joder, Nelly, tienes que verlo! Se les clava la polla en el barro cada vez que les alcanzas con ese trasto. ¿Y qué me decís del rifle M-14 con la culata de Kevlar ultraligera? Qué gran arma..., apuntas con los rayos infrarrojos de bajo consumo o con la mira telescópica. ¡Y esa munición del 7.62, me encanta! Y lo que os decía, están los dispositivos de visión nocturna, los infrarrojos. ¡Una auténtica maravilla! Nuestros chicos ven en la oscuridad y son los amos de la noche. Por las tardes, esos jodidos follacabras empiezan a cavar hoyos para esconderse en cuanto terminan sus oraciones. Y allí manda el equipo de cazadores y matadores norteamericanos. Pero qué os voy a contar, todos hemos visto los vídeos.» Desde luego, todos ellos han visto los vídeos. Hasta yo los he visto. Decenas de vídeos que circulan por internet en los que se ven cabezas de piel oscura reventando en una rosada nube de sangre y mitades de cuerpos con las extremidades retorcidas que atraviesan el aire a gran velocidad, imágenes espantosas grabadas por algún francotirador y que han sido vistas en los hogares del país entero, entre birras y carcajadas. Recuerdo que cuando trabajaba para Military History Magazine casi nunca pasaba un mes sin que se recibiera un nuevo vídeo de un lector, y siempre eran documentos con imágenes de la guerra de Iraq. Si estos extraños paquetes que llegaban a mi nombre me los hubiera enviado un inmigrante analfabeto, habría pasado de ellos. Pero el lector medio de esta publicación tiene unos ingresos familiares anuales de 80.000 dólares, como mínimo una licenciatura y por lo general ha viajado a diversos países. Es el caso de un catedrático de Derecho en Oklahoma que suponía que, como yo editaba una revista sobre historia militar, tenían que volverme loco estas cosas, de modo que me enviaba vídeos con regularidad. Cuando terminó con nuestro catálogo de armamento, Glen pasó a describir al enemigo: «Esa pandilla de montacamellos son valientes pero estúpidos... Mandan a una docena de hombres a atacar nuestras bases sólo para tantearnos. A la mayoría les damos por culo, pero no parece importarles. Los sobrevivientes regresan corriendo y se esconden en el mismo edificio del que habían salido. Allí esperan y se preparan para el siguiente intento. ¿Sabéis cómo llaman nuestros chicos a esos edificios? SEA: Sala de Espera de Alá. No hay más que disparar bombas aéreas guiadas por láser y el edificio entero se derrumba con todos esos tíos dentro. Para eso están los F-18 de la Armada». Casualmente, en el relato de Glen no se menciona que los iraquíes hacen frente a la tecnología americana con más tecnología americana. Cuan do los más recientes vehículos blindados, los Humvees, fueron enviados a Iraq, los iraquíes les disparaban a quemarropa a través del parabrisas con lanzagranadas RPG. A día de hoy sigue siendo inseguro circular en cualquier lugar del país; de hecho, prestar servicio como conductor es una de las misiones más arriesgadas que uno puede llevar a cabo en Iraq. Tres proyectiles de obús de 155 milímetros, interconectados con cables y detonados por medio de un móvil, bastan para despachar un blindado sin complicaciones. Quizá lo más insólito sea la manera en que los iraquíes lanzan misiles y morteros sobre las tropas americanas que se encuentran en las bases. Primero utilizan Google Earth y un GPS portátil para observar desde arriba la posición de las tropas estadounidenses; y luego, desde una distancia de unos quince

kilómetros, lanzan cohetes dirigidos contra las bases norteamericanas. Cuando los oyen llegar, miles de nuestros chicos salen corriendo, con los pelos de punta, hacia las puertas. El escalofriante relato de Glen no es un fiel reflejo de la realidad de los combates en Iraq, sino más bien una muestra jactanciosa de su psique de guerrero armado con la tecnología americana. La gente que le escuchaba alrededor del fuego ama la tecnología. Acarician mentalmente cada bala, notando y disfrutando el macizo peso de las pistolas bajo sus chaquetas. Casi todos ellos tienen permiso para portar amas ocultas. Y casi todos ellos sufren cierta inestabilidad que podría volverlos peligrosos con esas armas en su poder, especialmente si esa inestabilidad está inspirada por la ira y un sentimiento de desconfianza injustificado hacia la autoridad. El retrato mediático de una América hiperpeligrosa exacerba estos sentimientos. A pesar de sus bravatas, estos hombres le tienen mucho miedo al mundo exterior y desconocido. Para quien no esté familiarizado con las armas puede parecer realmente asombroso que estos tipos no se carguen al lector de contadores, o al hijo del vecino que se mete a gatas en su sótano, o a su propia novia en una noche de verano y borrachera. Pues bien, es cierto que estas cosas pasan, pero en rarísimas ocasiones. Parece que hasta los hombres armados más extraños de toda América mantienen un cierto control en lo que respecta a las medidas de seguridad de sus armas. Aun así, me estremezco con sólo pensar en lo que los Glens y los Donnys del mundo entero serán capaces de hacer el día que todo empiece a descontrolarse vertiginosamente. ¿Que ocurrirá cuando la demanda de petróleo en este país alcance su momento crítico y la red eléctrica tenga una súbita caída de tensión, y hasta las pequeñas necesidades de la vida diaria supongan una complicación desesperante y se vuelvan inasequibles? ¿Qué ocurrirá si un presidente inadecuado declara un inadecuado estado de emergencia? ¿Qué será lo primero que se les cruce por la cabeza a esos cientos de miles de fanáticos de la letalidad? Ayer fue uno de esos días invernales resplandecientes muy típicos del Sur, ideales para sentir un vago dolor en el corazón mientras se recuerda el pasado. Tal vez sea por el resplandor plateado en el cielo, o por el instante de eternidad que brilla en los ojos de todos los niños y los ancianos de piel blanquísima que se asoman a los porches. Yo qué sé. Lo cierto es que cogí mi camioneta y fui al cementerio de 1876 donde está enterrado papá, luego a la vieja casa de Shanghai Road, y allí aparqué y me fui a caminar por los campos donde mi padre cazó aquellos tres ciervos en un solo día, hace ya mucho tiempo. Desde allá arriba podía ver la caravana de Kenny Rays. El primo Kenny, que lleva toda la vida en la antigua granja de la familia, vive en lo alto de una colina. Enfrente de su casa se yergue un mástil de quince metros en el que ondea la bandera de Estados Unidos, la del águila, otra con el globo terráqueo y otra con el ancla del ejército. Tiene un hijo en Iraq. Sale a cazar con su otro hijo y con su nieto en los campos que están encima de Shanghai Road. Ken y sus chicos son cazadores de ciervos, al igual que los espíritus de esos ancianos que los observan mientras ellos cazan sobre un suelo que para nosotros es tierra sagrada. Tanto para ellos como para otros diez millones de personas, las armas siempre serán artefactos tan normales y corrientes como un martillo o un mechero, aunque dotadas del poder del recuerdo y cargadas con el fuego del diablo. Durante cincuenta años, Kenny ha engrasado sus armas y ha recorrido esta tierra sagrada, perseguido por el abuelo, papá, tío Nelson, por todos nuestros antepasados escoceses del Ulster y hugonotes que anduvieron por aquí, que sembraron trigo y arrancaron los rastrojos. Por eso, cada vez que oímos el estampido de un rifle lejano, seguido de ecos que se repiten sin fin por todos

los bosques deshojados, sabemos que los ecos provienen del sonido de una de sus armas, con la que acaba de derribar otro ciervo venido del cielo.

5 EL REINO SECRETO Por la sangre de Cristo, queremos un Estado teocrático El movimiento político al que llamamos la derecha religiosa, basado principalmente en las iglesias fundamentalistas, ha generado un cambio profundo en la política americana. No nos engañemos: cada uno de los lectores de estas páginas tendrá que enfrentarse a este fenómeno de diferentes maneras durante el resto de su vida. Todos sin excepción. FRED CLARKSON ,

Eternal Hostility: The Struggle Between Theocracy and Democracy («Hostilidad eterna: la lucha entre la teocracia y la democracia»)

El tipo encaramado al tractor que está indicándome el camino es realmente enorme. Lleva una de béisbol que dice «Git'er Done», una camiseta amarilla de malla de nailon a través de la que le as los pelos del pecho, y sandalias de camuflaje; debe de pesar casi tanto como el tractor. Mientras habl pequeños neumáticos negros se hunden en la humedad del césped: «Tú tira recto dos manzanas ab pasando las caravanas gira a la izquierda por Dale Earnhardt, ya la verás». Sólo en el sur de Es Unidos es posible encontrarte con un personaje tan extraño que te oriente de esa manera. (Invito incrédulos a echar un vistazo: introduzcan «Dale Earnhardt Lane, 25.401» en los mapas de Ya Seguro que algunos lectores están mofándose de la clase de gente que le pone a una calle el nombre tipo cuyo mayor logro fue conducir en un circuito a doscientos kilómetros por hora durante años y hasta que se pegó el gran castañazo. Y las almas poco comprensivas dirán: «Te está bien empl jodido capullo de mierda». Pero a mí no me cuenten entre ésos. Como buen liberal (¡ejem!), sien profundo respeto por la vida. El hecho de que tenga que preguntar cómo llegar a la iglesia en la que mi hermano menor es past puede dar una idea de la frecuencia con la que asisto a los oficios religiosos. Pese a todo, el hermano me recibe con un caluroso abrazo cuando aparezco en la Iglesia Baptista de Shenandoah. No e megaiglesia, pero es tan amplia como los demás templos locales, con más de mil fieles y unos dosci niños inscritos en la escuela fundamentalista cristiana que se encuentra en el mismo bloque. Construido con el anodino estilo de los años sesenta este edificio de cristal y ladrillo maíz se halla en una zona verde y podría formar parte de uno de los tantos campus universitarios q extienden por todo el país, si no fuera por las tres cruces de acero formando una delgada aguja en lo El hermano Mike ha sido predicador, pastor de jóvenes, coordinador de autobuses para necesitados y en general se ha desempeñado como un cowboy en todos los campos al servicio del S en esta iglesia desde 1974. Aquél fue el mismo año en que el Ejercito Simbiótico de la Liber secuestró a Patty Hearst, Nixon presentó su dimisión y el hermano Mike se convirtió en cris renacido. A partir de entonces y durante treinta años, él y su mujer, June, vivieron en una caravana q suministró la Iglesia. Sólo en 2006, cuando ya estaba a un paso de la jubilación, se compraron una propia de clase media y se mudaron allí, una vez más con la ayuda de la Iglesia.

La iglesia de mi hermano es lo que se conoce como una iglesia baptista independiente. Depende poco de nuestro mundo que el tío me sale con cosas como «¿Sabes, Joey?, el otro día participé exorcismo. Ojalá hubieras estado allí». Las iglesias fundamentalistas independientes son, desde el de vista teológico, espacios difusos, con un sistema de creencias basado en cualquier interpretación Palabra de Dios que el «predicador Bob» o el «pastor Donnie» se atrevan a sugerir. Los miembros clero surgen en el seno de la propia iglesia y por lo general son gente sin formación aunque, com mayoría de los americanos, no se ven a sí mismos de esa manera. La falta de estudios superiores e característica distintiva de los pastores fundamentalistas y pasa totalmente inadvertida para los f quienes creen que cualquier escuela de formación profesional o, sobre todo, el seminario de su p iglesia están a la altura de cualquiera de las infames universidades laicas. De hecho, los «colegi enseñanza de la Biblia» son mejores porque en ellos no se enseña filosofía, ciencia, bellas ar literatura en formas reconocibles como tales desde un punto de vista laico. Este rechazo a lo que es visto como un «aprendizaje decorativo» ha sido un rasgo fundamentalismo americano desde los tiempos de las iglesias de troncos en las regiones más remo sigue proporcionando a nuestra nación carismáticos fundamentalistas cuya capacidad de anális francamente nula. Si a eso se añaden más de treinta años de desarro- llo de las escuelas crist (arraigadas en el movimiento que luchó contra el fin de ls segregación racial) y más de dos millon estudiantes a escala nacional que asisten a esas escuelas, y otros millones de chicos fun- damenta inscritos en las escuelas públicas, puede que empiecen a entender por qué tantos estados reformando su sistema educativo con el propósito de sustituir las enseñanzas de Darwin por las fábu Adán y Eva, para que no nos quepa la menor duda de que David mató a Goliat, pese a la completa fa pruebas de que alguna vez existieran tales personajes. Los miembros de Iglesia Baptista de Shenandoah son de ultraderecha, por mucho que lo nie Ellos dicen que forman parte de la «mayoría», y si los números no mienten pueden atrib tranquilamente esa etiqueta con mayor razón que los liberales, a quienes exceden en número. La certeza de que Dios existe es mayoritaria. Un 76 por ciento de protestantes, un 64 por cien católicos y un tercio de los judíos están «absolutamente convencidos» de que es así, según datos encuesta Harris. Los miembros de la Iglesia Baptista de Shenandoah también forman parte de la ma en lo referente al nivel educativo. Son parte de ese 75 por ciento de norteamericanos que pa conformarse con acabar el instituto o los que piensan que un año o dos de estudios de cualquier cl finalizar la secundaria son más que suficientes. (Los liberales pueden estar agradecidos de que no ellos figuren registrados como votantes. Aun así, un 25 por ciento de los que tienen derecho a vota fundamentalistas cristianos, de acuerdo con los datos del Pew Research Center, y veinte de los cinc millones de fundamentalistas que hay en América votaron en las últimas elecciones.) Los estadísticos coinciden en que la asistencia a las iglesias es uno de los mejores indicadores determinar si un votante es liberal o conservador. Según los estudios, un 62 por ciento de la trabajadora acude a la iglesia y un 89 por ciento de todos los norteamericanos se toma su religi bastante en serio como para asistir a alguna ceremonia u oficio religioso varias veces al año. Entre hay un 36 por ciento que va a la iglesia por lo menos dos veces al mes. Las encuestas Gallup demuestran que entre una cuarta y una tercera parte de los norteamericano cristianos renacidos, un enorme paraguas bajo el cual se cobijan liberales renacidos como Jimmy Ca incluso algunos cristianos ecologistas. La diversidad entre los fundamentalistas es mayor de lo generalmente supone la gente de los sectores laicos. Pero considerándolos como un todo puede de que los fundamentalistas tienen tres cosas en común: son más blancos que una servilleta sin estrena de clase trabajadora (en la mayor parte de los casos) y sólo han estudiado secundaria.

En cualquier caso, algunos evangélicos se apartan de lo establecido en un aspecto importante: ellos fuera, harían pedazos la Consti tución para instituir la «ley bíblica» y los mandamientos del An Testamento, y aspiran a la creación a largo plazo de un Estado teocrático. Otros creen que nos acerc rápidamente al Fin de los Tiempos y que pronto se verán cumplidas las más oscuras profecías bíblic igual que muchos de sus antepasados escoceses del Ulster, creen que cualquier clase de teocrac indisociable del Fin de los Tiempos, y, aunque pocos lo confiesan abiertamente, algunos no se opo una guerra nuclear en Oriente Próximo, idealmente con la ayuda de Israel. Como dice el hermano Mike, «Israel es la clave de todo. En el momento en que se fundó el Esta Israel se puso en marcha el Fin de los Tiempos». Esto significa que el Mesías puede regresar a la T sólo después de que se desencadene el Apocalipsis en Israel, el llamado Armagedón, asunto qu minoría influyente y poderosa de fundamentalistas tratan de fomentar a fin de precipitar el Fin d Tiempos. El primer requisito era la creación del Estado de Israel. Hecho. Ahora, lo que se espera e Israel se expanda por todo Oriente Próximo para así recuperar sus «Territorios Bíblicos». Lo significa nuevas guerras. Los conservadores cristianos más radicales creen que la paz no conduc retorno de Cristo, sino que es casi un obstáculo que retrasa el Reinado de Cristo en la Tierra, que durar mil años, y que cualquiera que promocione la paz es una herramienta de Satanás. Por es fundamentalistas apoyan todas y cada una de las guerras en Oriente Próximo, y muchos creen qu muertes de sus propios hijos son una especie de martirio sagrado. «Murió defendiendo los va cristianos de este país.» Esto es lo que se oye decir una y otra vez a los padres más radicales de jóvenes muertos. El desfile de féretros, sin embargo, ha hecho que al menos unos pocos se aparten d baño de cristianos militaristas. La teología del Fin de los Tiempos o premilenarismo (una oscura doctrina concebida por John N Darby, del movimiento fundamen talista de los hermanos Plymouth, en el año 1827) presenta mucha riantes. Pero todas se reducen a la creencia de que la Historia ha sido escrita por Dios y de que p llegará el Apocalipsis, según lo que establece el guión. La única esperanza es aceptar a Jesucristo nuestro salvador personal. Así que si por una de esas casualidades de la vida uno practica el Cult Éxtasis Eterno del Fin de los Tiempos, Dios lo llevará con Él al cielo y luego castigará con siete añ horror y muerte a los que se queden sobre la faz de la Tierra. Surgirá un Anticristo y la guer extenderá a todos los rincones del planeta. Miles de millones de personas morirán. Por eso en el pre los cristianos fundamentalistas, cuando ven lo que pasa en el mundo, piensan que el sida, la guerra a lado del globo, el crimen, la legalización de las drogas en algunos Estados y el deterioro medioamb son la confirmación de que el plan de Dios ya está en marcha. El reverendo Rich Lang, de la Ig Metodista de la Santísima Trinidad en Seattle, dice: «Esta teología de la desesperación es muy sedu y hoy día está forjando la espiritualidad de millones de cristianos». Los fundamentalistas más acérrimos de la idea del Fin de los Tiempos aplican su pe interpretación de la Biblia a todos los aspectos de la vida, incluso a los asuntos políticos de actua con conclusiones tan predecibles como extrañas:

1. Las Naciones Unidas son una herramienta del Anticristo. Lo único que América debe hac difundir los Evangelios por todo el mundo. 2. No hay necesidad de preocuparse por el medio ambiente ya que no vamos a necesitar este plane mucho tiempo más. 3. Hay que defender a Israel por todos los medios y alentar su expansión, ya que la Biblia anunci Israel debe dominar todas las tierras que se extienden desde el Nilo hasta el Éufrates, y sólo cumplirá la profecía del Fin de los Tiempos.

4. Dios nos proveerá de un líder cristiano que será el guía del rebaño norteamericano, que es el p elegido por Él para difundir los Evangelios por todo el mundo y librar a la Tierra del demonio. 5. Por lo pronto se concentran en las labores de «reconstrucción» de nuestro país y lograr el má «dominio» interno, tal como proponen algunos núcleos integrados en las diversas Teologías del F los Tiempos. Los planes de los «reconstruccionistas» son tan duros e implacables como una lápid pena de muerte, primordial en el ideal de la "reconstrucción", está recomendada para una amplia var de delito entre los cuales figuran el abandono de la fe, la blasfemia, la herejía, la brujería, la astrolog adulterio, la sodomía, la homosexualidad, la agresión física a un progenitor y «la impudicia ante matrimonio» (sólo aplicable a las mujeres). Los métodos bíblicamente correctos de ejecución inc lapidación, decapitación, ahorcamiento y la hoguera Según Gary North, que afirma ser un econo reconstruccionista la lapidación tiene preferencia, ya que las piedras abundan y son baratas. Dentr mismo proyecto se contempla que la ley bíblica también acabe con los sindicatos, los derechos civ las escuelas públicas. El ya fallecido teólogo reconstruccionista David Chilton anunció: «El ob cristiano es la implantación universal de las repúblicas teocráticas basadas en la ley bíblica». Casualmente, la República de Jesucristo, tal como la describen algunos cultos del Fin de los Tiempos, no sería sólo un infierno legal sino también ecológico. La doctrina más pura del Éxtasis Eterno (las distintas corrientes que se adhieren a este culto sostienen que su doctrina es la más pura) piden que se renuncie a la protección del medio ambiente en cualquiera de sus formas, puesto que no habrá necesidad de seguir usando este planeta una vez que tenga lugar el Éxtasis. Puede que ustedes no hayan oído hablar de reconstruccionistas como R. J. Rushdoony, David Chilton o Gary North. Pues les digo que, ya sea unidos o por separado, estos tres tipos han influido más en la Norteamérica contemporánea que Noam Chomsky, Gore Vidal y Howard Zinn juntos. Es cierto que ni el llamado reconstruccionismo ni el llamado «dominionismo» son las tendencias hegemónicas dentro del fundamentalismo cristiano en estos tiempos, ni lo han sido nunca. Pero desde la década de los setenta y a través de cientos de libros y cátedras, la doctrina del reconstruccionismo ha ido penetrando tanto en la derecha religiosa como en las principales iglesias protestantes, para lo que se ha valido también de los movimientos llamados «carismáticos» como el pentecostalismo, centrado en la sanación, la profecía y los dones tales como la capacidad de «hablar en distintas lenguas». Ya en los setenta y ochenta los discípulos de la doctrina de Pentecostés se agruparon para apoyar al magnate mediático cristiano Pat Robertson, haciéndolo rico y poderoso. A cambio él les dio el poder y la confianza necesarios para fundar movimientos con una fuerte carga política y emocional, como aquella iniciativa de 1973 destinada a revocar el caso Roe contra Wade que permitía legalizar el aborto en Estados Unidos. Una iniciativa que situó al pobre embrión en una categoría superior otorgándole un valor mediático hasta entonces inimaginable. Este avance de los extremistas religiosos dispuestos a implantar la teocracia y el éxito con el que han logrado permear poco a poco las principales corrientes normales del Protestantismo fueron unas de las grandes historias secretas políticas de la segunda mitad del siglo XX . Los periodistas religiosos hablaban de todo menos de eso, en parte porque debían complacer a todas las muy diversas confesiones de las que informan. Pero también porque muchos ni siquiera veían lo que pasaba. Lo cierto es que miles de iglesias mayoritarias de las confesiones metodistas, presbiterianas y otras iglesias protestantes fueron desplazándose inexorablemente hacia la derecha sin darse cuenta. Ni que decir tiene

que en la iglesia metodista que está al lado de mi casa nadie se ha enterado de la transformación que ha experimentado el mundo religioso en tiempos recientes. En cambio, otras iglesias mayoritarias con líderes más progresistas se acobardaron y terminaron recibiendo a los radicales con creciente reverencia. Supongo que no les quedaba otra opción que dejarse arrastrar por la marea evangelista si querían retener a sus fieles o incrementar el número de seguidores. Ahora bien, ¿podía ocurrir otra cosa si los cristianos más fervientes andaban afirmando que el lesbianismo era moneda corriente en los lavabos de las escuelas de la clase media de todo el país, y a causa de este horror y de otros semejantes juraban reconstruir una América a la medida de las enseñanzas del Antiguo Testamento? El pastor Jeff Owens empieza a anunciar las actividades justo cuando me siento en la última fila de bancos de la Iglesia Baptista de Shenandoah. «Los hombres que quieran ir a la feria de armas de fuego y tiro al blanco en Claysburg, que se apunten para el bus después del oficio religioso —dice—. Los niños de diez años y mayores que quieran hacer el cursillo de medidas de seguridad, que se reúnan en la Sala Persa » A continuación anuncia el próximo Encuentro de Jóvenes Fundamentalistas y el de Adultos y Niños para «Salvar a un Pecador». También menciona eventos exclusivamente para mujeres como «¡Cosas de chicas!» (para muchachas de trece a dieciocho años) y «Poemas y canciones religiosas a la luz de la hoguera» (sólo para mujeres adultas). Aquí todo el mundo está muy ocupado. El pastor Jeff es uno de esos temibles fundamentalistas supersanos, inmaculadamente pulcros, con una superfeliz sonrisa de 300 voltios que roza la histeria. Un hombre siempre mentalmente preparado, siempre alerta; para salvar almas, supongo. El pastor Jeff predica como los de la vieja escuela, levantando la voz gradualmente a medida que avanza el sermón. Compensa la falta de sonoridad en su voz con exclamaciones y exhortaciones, y machacando consignas una y otra vez, con una retórica muy propia del Sur que le ha sido muy útil a todo el mundo, desde Martin Luther King hasta Oral Roberts, basada en el ritmo y la repetición. «Para mí ningún problema es pequeño —dice a los fieles—. Para mí ningún asunto de esta vida es pequeño. —La enumeración de cosas que para el pastor Jeff no son pequeñas dura un minuto entero, y al final consigue que ese «para mí» quede más grabado a fuego en las mentes que la lista de cosas que no son tan pequeñas. Aun así, cada punto de esa lista parece conmover a los oyentes—. Para mí ninguna noche en vela es pequeña, porque en una noche cualquiera podemos salvar la virginidad de una de nuestras hijas. Y para mí ningún problema es pequeño, porque para mí no hay gente pequeña... ni gente pobre... La contribución de los más ricos que se encuentran aquí esta noche —dice, como si realmente hubiera algún rico entre los fieles—no vale más que el óbolo de una viuda. Porque a los ojos de Dios no valen más los que dan un dólar que los que sólo pueden dar un centavo. Para mí tú nunca serás pequeño, nunca serás un caso perdido o un ser insignificante porque para Dios tú nunca serás pequeño. No hay cosas pequeñas en este mundo. Ni pequeñas acciones, ni pequeños pecados, ni pequeños favores. ¡Y para mí no hay gente pequeña aquí esta noche! El mensaje sobre la valía de las personas es como un bálsamo para la gente que debe hacer un trabajo ingrato y sufre el peor de los desaires: la invisibilidad. La mayoría de los que acuden a esta iglesia no tienen una carrera profesional; a duras penas tienen un empleo y apenas son el telón de fondo de las vidas brillantes protagonizadas por profesionales y semiprofesionales de clase media. Al fin y al cabo, para que el mundo funcione alguien ha

de cuidar del perro e instalar la cocina de 60.000 dólares que el honorable médico acaba de comprarse. Alguien tiene que pasar a retirar las monedas de un cuarto de dólar de las máquinas de las lavanderías y conducir el camión remolque cargado de muebles rumbo al almacén de Pottery Barn. Mientras tanto, el cepillo circula discretamente, y el pastor Jeff empieza a soltar el rollo sobre las ofrendas. La variedad de las inflexiones de su voz no deja de sorprenderme. «¡Dios es generoso con todos vosotros! ¿A que sí?» Agradecida por el simple hecho de respirar, la congregación de fieles responde: «¡Síííííí! ¡Alabado sea!». «Entonces —chilla el pastor Jeff— ¿por qué sois tan rácanos a la hora de corresponderle?» Entre los fieles se oye un clamor de aprobación. Un letrero en la pared demuestra que los miembros de esta iglesia predican con el ejemplo. Allí se lee: EL SANTA BARBARA BUSINESS COLLEGE HA DONADO UN MILLÓN Y MEDIO DE DÓLARES PARA LA CAMPAÑA EVANGELIZADORA , lo que equivale a toneladas de calderilla para la gente trabajadora. Suena un himno de fondo, la gente murmura. Una cosa está clara: nadie acude a esta ni a ninguna iglesia fundamentalista por la música. Esta nueva música sensiblera se esfuerza en no parecer un viejo himno religioso, y lo consigue. Es más bien sosa, con una melodía previsible y sin gracia, con notas torpes que suenan ocasionalmente para que las canciones parezcan complejas y «serenas». Sólo podría gustarle al director musical de alguna iglesia o a una discográfica cristiana. Sin embargo, el repertorio de esta mañana era algo menos soso de lo habitual; han incluido una canción más o menos extraña que era una mezcla de cantinela infantil y pasajes metafóricos sangrientos, con una letra que decía: «Jesús me usó como un lienzo y puso su firma al pie escribiendo Su Nombre con sangre». Hay que decir que la Iglesia Baptista de Shenandoah no es una de esas iglesias pentecostales con una formación de guitarras eléctricas y batería junto al pulpito. Es más representativa de las iglesias de la América profunda, con su congregación de camioneros, contables, pequeños contratistas, mecánicos de coches, empleados bancarios y dependientes de tiendas de comestibles, los titulares de esos contratos basura que tanto se llevan en nuestra insegura economía moderna. A esos currantes les sobran motivos para sentirse económicamente precarios, porque son de los que tienen que apretarse el cinturón cada vez que Wall Street sufre una sacudida. Aun así se empeñan en creer que gozan de tantas oportunidades de alcanzar el éxito como cualquier ciudadano estadounidense, aunque no sean más que las piezas de recambio de la maquinaria de producción y servicios del país. Como engranajes funcionan de maravilla, nadie puede negarlo, y demuestran una gran deferencia hacia el jefe de turno, sea quien sea. En el trabajo, a muchos de ellos los tratan como si fueran niños. Por ejemplo, las empresas de esta zona exigen a los empleados un certificado médico en caso de ausencia por enfermedad. Todavía recuerdo aquella vez que una secretaria me preguntó si quería «una dispensa firmada por el doctor para faltar al trabajo». Pensé que había oído mal y le pedí que me lo repitiera. La religión fundamentalista nos exige gratitud por todo lo que Dios nos ha concedido. De modo que esta gente está más que agradecida de ganar apenas tres dólares por encima del salario mínimo: «Al fin y al cabo, ¿no estamos mejor de lo que estaban nuestros padres?». Quizá, si no fuera porque la mayoría de sus padres contaban con seguro médico y se las apañaban sin que hubieran de trabajar los dos miembros de la pareja. Pero, claro, ellos tienen más «cosas» de las que llegaron a poseer sus padres. Así pagan por un par de zapatillas de marca para sus hijos más de lo que sus padres pagaban por la comida de un

mes. Como la cifra de las nóminas ha ido creciendo con los años, su casa está repleta de chismes, y con eso les basta para creer que nadan en la abundancia y que tienen el deber de sentirse agradecidos, pese a que alguna que otra vez no les queda más remedio que comprar la comida con tarjeta de crédito. Porque en la India la gente pasa hambre, ¿no? De acuerdo: a juzgar por los traseros descomunales que ocupan los bancos de la iglesia, aquí nadie pasa hambre. Dios provee Big Macs y bollería industrial para todos. Son un montón de cosas por las que tenemos que dar las gracias, pero por encima de todo debemos estar agradecidos por formar parte de esta iglesia. Hay que reconocer que, a diferencia de las escuelas públicas o los centros cívicos, la iglesia fundamentalista es una de las estructuras sociales que todavía funcionan en América y donde todo el mundo es bienvenido, rico o pobre, bueno o malo. Si echan un vistazo a los fieles que acuden a todas estas iglesias verán que no son en absoluto malas personas, sólo trabajadores cuya vida interior fue aniquilada a golpes hacia finales del siglo XX . Forman parte del resurgimiento global del fundamentalismo que empezó a producirse cuando el materialismo se elevó triunfante después de la era de la Ilustración. (¡Pobre y querida Ilustración! ¡Qué poco duró! Sólo faltaron para liquidarla del todo dos guerras mundiales, Verdún, Dresde y Auschwitz, los gulags, las armas nucleares y ahora el inminente desastre ecológico.) Dos generaciones consecutivas de ciudadanos que se criaron en escuelas cristianas en medio de la hostilidad tenaz y el miedo avivados por la guerra fría. ¿Acaso debe sorprendernos que se vean tan seducidos por el anuncio del Apocalipsis? Todos y cada uno de ellos se asoman a la ventana en sus hogares y lo que ven coincide con lo que les enseñaron: se aproxima el fin del mundo. La gente religiosa de espíritu moderado, sean judíos, cristianos unitarios, protestantes o católicos, por no hablar de los humanistas laicos que todavía viven entre nosotros, no puede siquiera llegar a imaginar la capacidad que tienen las iglesias fundamentalistas para ofrecer a sus fieles todo un estilo de vida. Esta cultura se encuentra tan basada en un discurso autorreferencial y en sus propias convicciones que termina viendo al resto de la sociedad laica como su incansable perseguidor, y a cualquier autoridad que no sea Dios, en especial la de los gobiernos, como un modelo de corrupción. No pueden evitar que tantísimos ciudadanos americanos prefieran leer las páginas de los deportes el domingo en lugar de dedicar un par de horas al estudio de la Biblia. Pero hace tiempo que descubrieron que sí podían hacer algo respecto al gobierno: infiltrarse en él. Y fue así como empezaron a formar a los integrantes de la «Generación de Josué». Los estrategas fundamentalistas dejan bien claro en sus escritos que el propósito de la enseñanza en el hogar —al margen de la educación en las escuelas públicas— y en las academias cristianas consiste en formar a jóvenes militantes de la derecha cristiana para el futuro. El objetivo es colocar cada vez más creyentes en los puestos de influencia.y cargos de gobierno. «La apatía de otros americanos puede convertirse en una bendición y una ventaja para los cristianos», escribieron Mark A. Beliles y Stephen K. McDowell en America's Providential History, uno de los principales libros de texto del movimiento de la enseñanza cristiana en los hogares. Hoy nos encontramos con que la «Generación de Josué» sustituye a los jueces federales de centro o liberales por fundamentalistas cristianos, gente a la que además consigue colocar sin problemas en bufetes de abogados, bancos, cuerpos policiales y militares, gente preparada para actuar como «elementos influyentes basados en la fe religiosa», y abonan así el terreno para el advenimiento divino y el reinado de Jesucristo.

La capacitación de los militantes de derecha es mucho más sofisticada de lo que creen los moderados. A estas alturas resulta probable que la gente más informada ya esté al tanto de que los niños y jóvenes que en lugar de ir a la escuela han sido educados al estilo fundamentalista en sus propias casas disponen ahora de una red de universidades con docenas de campus por todo el país, cada cual con su bandada de cristianitos sonrientes, escuelas que vienen a ser clones de la institución creada por Jerry Falwell, la Liberty University de Lynchburg, Virginia. Pero ¿cuánta gente ajena a estos movimientos tiene una idea siquiera aproximada de cuán profundo y específico es el adoctrinamiento político en estas instituciones? Por ejemplo, el Patrick Henry College de Purcellville, Virginia, un colegio universitario exclusivo para gente que ha recibido la educación escolar en casa, ofrece programas de inteligencia estratégica, derecho y política internacional, todo desde un estricto «punto de vista cristiano» basado en la Biblia. Esta institución cuenta con fondos proporcionados por la derecha cristiana tan inmensos que puede ofrecer clases a un precio inferior a los costes. El siete por ciento de los programas de prácticas becados por la Administración Bush fueron para los alumnos del Patrick Henry, y otros muchos fueron para licenciados de otros colegios universitarios religiosos. La administración también reclutó a muchos miembros del profesorado de estos colegios, y designó al activista cristiano de derechas Kay Coles James, ex decano de la Facultad de Gobierno dependiente de la Regent University; financiada por Pat Robertson, como director del Departamento de Administración de Personal del Gobierno de Estados Unidos. ¿Acaso existe un puesto mejor para reclutar fundamentalistas? Les aseguro que bajo la superficie de cualquiera de estos presuntos catedráticos es posible encontrar a un fanático fundamentalista. Lo sé porque en ocasiones he cometido el error de invitar a unas pocas de estas personas a un cóctel. Recuerdo a un jefe de departamento universitario que me contó que estaba mudándose a la zona rural de Misisipi, ya que era el mejor lugar para recrear la forma de vida típicamente sureña anterior a la guerra, basada en los «valores cristianos confederados». Por lo pronto, para cuando llegue el momento del Éxtasis todos los cristianos con las credenciales adecuadas podrán subir a los cielos. Pero me temo que tanto a ustedes como a mí, queridos lectores, nos esperan mil años de forúnculos. Así que más vale que vayan procurándose antibióticos porque, según el «índice del Éxtasis», el final está muy cerca. Pueden verlo ustedes mismos en www.raptureready.com. En parte novedad y en parte obsesión, este índice se describe en la web como «el índice Dow Jones del valor de las acciones para el fin de los tiempos» y como una especie de «velocímetro profético» que indica la rapidez con la que nos acercamos al Éxtasis. La tabla presenta un registro de cuarenta y cinco categorías —Cristos falsos, plagas, inflación, gobiernos diabólicos y ecumenismo (el movimiento protestante que busca la unidad de todas las iglesias cristianas)—, y a cada una de ellas se le asignan puntos que indican su posibilidad de actuar como desencadenante del Éxtasis. Mientras escribo estas líneas, el índice se mantiene en 160, peligrosamente cerca de la masa crítica, cuando la gente como nosotros será castigada sin piedad bajo un cielo lleno de cristianos desnudos delirantes de felicidad. Es muy fácil ridiculizar la idea del Éxtasis —el momento en que Dios salvará a los cristianos y sembrará las matanzas, las enfermedades, plagas y torturas sobre la faz de la Tierra—, pero yo he vivido con eso como telón de fondo toda mi vida. Mi propio padre creyó en el Éxtasis Eterno hasta el día de su muerte, y la última vez que estuve con él hablamos justamente de eso. Recuerdo que me preguntó: "¿Crees que te salvarás? ¿Estarás

allí conmigo en la playa de Canaán?" Fingí creer en todo aquello para darle consuelo en el momento de su muerte. Pero lo que el pobre decía no era más que el rollo espiritual típico de todas las familias de la zona, una manera de vivir y morir, la religión ocupando el lugar que le correspondía, un asunto íntimo y personal, no político Observo al hermano Mike desde la última fila mientras él realiza su trabajo en el altar —esas dignas tareas de las que se ocupan los predicadores y sus ayudantes cuando no están sermoneando—, y pienso que viéndolo ahí resulta difícil imaginar que ese hombre se encuentra en el ojo de un huracán nacional. A sus cincuenta y ocho años, el hermano Mike es inteligente y sensible, y tiene toda la pinta de uno de esos tipos tan varoniles que salen en los anuncios de Viagra y que se ven en los campos de golf—el aspecto de un hombre rico de las zonas suburbanas—. Pienso también en sus ideas «dominionistas» y me pregunto si ese digno hombre canoso y con sonrisa de Viagra sería capaz de apedrear a un homosexual si se impusiera la doctrina del dominionismo. En cierto modo lo dudo. Pero, en fin, tampoco pensaba yo que llegaría el día en que le vería practicar exorcismos. El hermano Mike cree que él y su rebaño viven un momento crucial en la historia política moderna, aunque ellos lo explicarían con otros términos: hablarían de la mano de Satanás o de las tramas demoníacas que se tejen en el mundo. Sin embargo, parece un hombre feliz, mientras que a mí me agita y me crea cada vez más ansiedad el estado de las cosas. Él diría que mi alma me provoca un sentimiento de angustia y que necesito ser purificado por medio de la sangre y redimido por la gracia de Aquel que sangra por nosotros. Yo le respondería que lo que me angustia es la creciente proximidad de un monstruo fascista de tres cabezas, dirigido por cristianos, militares y grandes empresarios. Nuestros caminos se separaron hace cuarenta años, cuando me escapé del entorno cristiano para tomar LSD, interesarme por el budismo y dejar que un par de matrimonios se fueran al garete. Finalmente, para asombro y alivio de toda mi familia, conseguí estabilizarme gracias a una mujer que es mucho mejor de lo que me merezco, dos perros y una presión sanguínea lo bastante alta como para mantenerme alejado del whisky escocés. No sé si reír o echarme a llorar pensando en el abismo que hay entre mi hermano y yo, pero lo cierto es que todos nuestros encuentros y llamadas terminan con un «te quiero, hermano». Y de verdad que nos queremos. Una vez más me toca ser el hijo pródigo, arrancado de la gracia y sus dones por la mano del orgullo que me retiene en sus dominios, al otro lado de las aguas de Babilonia, ese río tan ancho y profundo que ni la sangre ni la familia pueden cruzarlo. ¿Quién soy yo para afirmar que ésa no es la mano del demonio? Salgo de mis cavilaciones al oír los comentarios del pastor Jeff acerca de la relación de Dios con las mujeres feas. Decide contarles un chiste a los fieles: «Un borracho se encuentra con una mujer en la cola del supermercado y le dice: "¿A que es usted soltera?" "¿Cómo lo sabe? —pregunta ella—. ¿Acaso se ha fijado en las cosas que he comprado?" "Qué va, me he fijado en que es usted muy fea"». Y a continuación, para rematar, el pastor Jeff añade: «¡Muchas de las mujeres de esta comunidad tenéis que estar agradecidas porque no haya mujeres feas a los ojos de Dios!». Sin duda nadie oirá jamás una consigna así en los sermones de un rabino o un sacerdote normal y corriente. Como cuando dice: «Hola a todos, amigos, y un hola muy especial a todas las mujeres feas. ¡Dios os ama a pesar de todo!». Finalmente llega el momento de la llamada desde el altar para los que quieran ser salvados. Esta noche se salvarán cerca de una docena de personas, y como siempre la mayoría de los que mandan llamar son adolescentes. No resulta nada sorprendente; la mitad

de los fieles que conozco han sido salvados por lo menos un par de veces. Y es común que la primera vez sea gracias a las hormonas de la pubertad. De la misma manera que es frecuente que la segunda sea gracias a un divorcio. Lo cierto es que de un modo u otro todos serán bautizados en la piedra artificial iluminada a contraluz, sumergidos en el estanque que se encuentra detrás del entarimado, de acuerdo con el rito tradicional de las iglesias donde los fieles deben «sumergirse» para que el bautizo sea legítimo. Las iglesias de ahora son demasiado sofisticadas para bautizar a los hijos de Dios en los ríos. Los ríos están contaminados y carecen de sistema de audio vídeo. Pero aún me acuerdo de aquellos bautizos en el río Shenandoah y por muy pagano que hoy pueda parecer daría cualquier cosa por bajar ahora mismo a la sombra de la ribera y oír el canto y la algarabía de un buen ritual de lavado de pies, con sus tres inmersiones completas al estilo baptista; y es que todavía recuerdo algún lugar que huele a peces brincando en la gélida neblina del río mientras las viejas y herméticas tortugas miran desde una roca soleada en la orilla. Algún día también me gustaría ver al hermano Mike o al pastor Jeff expulsando a los mencionados demonios. Pero un buen exorcismo —palabra que desagrada a los baptistas porque está contaminada de catolicismo— no se puede convocar con sólo chasquear los dedos. Me temo que yo sólo podría presenciar un exorcismo baptista siendo su objeto. Después de la ceremonia me acerqué al hermano Mike para hablar acerca del exorcismo. «Dime una cosa, hermano Mike, ¿expulsas demonios a menudo?», pregunté. Debo decir que una de las cosas que más me preocupan mientras escribo este libro es dejar en ridículo a la gente que ha confiado en mí. El hermano Mike es franco y directo, y nunca se anda con rodeos. Eso es confianza de hermano. —Me las he visto con demonios sólo seis veces en mi vida —apunta—. Y no he tenido más que un par de experiencias directas de expulsión. Pero creo que hay muchos más demonios dando vueltas por ahí, muchísimos a los que no llegamos a reconocer. ¿Recuerdas al loco de los gadarenos, aquel hombre de la Biblia que corría desnudo por el cementerio poseído por dos mil demonios? Aparece dos veces, en Marcos 5, 1 y en Lucas 8, 26. Al final Jesús lo libra de los demonios y los arroja sobre una piara de cerdos. En la última expulsión que realicé, liberé a un joven de veinte años. Su padre acudió a mí porque creía que su hijo estaba poseído. El chico estaba enganchado al sexo y a las drogas. Los traficantes de drogas son auténticos brujos, parte del poder de Satanás que se ha expandido por toda la Tierra. La Revelación número ocho muestra claramente la relación que hay entre ellos. —Pero ¿qué le haces a un poseído? ¿Le impones las manos o qué? —Leemos las Sagradas Escrituras en voz alta. Sobre todo los pasajes que hablan de la sangre de Cristo. El diablo odia la sangre de Cristo, Dios prometió transferir el poder a través de su sangre. Este joven deliraba, decía que podía acostarse en la cama y sentir que estaba abrazando a su novia aunque ella no estuviera allí. Escuchaba una música de locos, bebía y se drogaba. Me estuvo hablando sin parar durante dos horas, todo el tiempo con una mirada asesina. Hasta que le miré a los ojos y le dije: «Estás poseído. ¿Tú qué dices? ¿Crees ue tienes demonios ahí dentro?». El chico respondió que sí, y entonces repuse: «Si es así, no prevalecerás». —Maldita sea, hermanito. ¿Y qué hace el demonio cuando tratas de expulsarlo? —Bueno, la verdad es que los demonios no siempre me responden, sólo a veces. En aquella ocasión empezamos a rezar y el chico se levantó y echó a correr. Le cerré el paso antes de que llegara a la puerta y empezó a gruñir como un perro salvaje. Entonces me

limité a invocar la sangre. El nombre de Cristo tiene poder y en su sangre está el poder verdadero. Después de que el chico se calmara un poco, volvimos a sentarlo en la silla y su padre fue a buscar a dos predicadores más. Estábamos todos rezando a su alrededor cuando el chico volvió a gruñir y otra vez intentó echar a correr. Lo mantuvimos quieto en la silla durante unos veinte minutos mientras rezábamos. Lo hacíamos en voz alta. Cuando libras una batalla espiritual como ésta tu voz se vuelve más fuerte. Al final el chico se dejó caer, creo que ése fue el momento en que el demonio lo dejó en paz. Después de aquello se sentía agotado. A las pocas semanas subió al altar y se redimió. De eso hace ya tiempo, y todavía sigue yendo a la iglesia. —¡Después de semejante tormento, no me extraña! El hermano Mike me explica que Satanás tiene un ejército invisible de demonios haciendo ofrecimientos por todas partes y que cada uno de estos demonios es diferente. Dice que los demonios se instalan en una casa y se quedan allí durante años. —El predicador —se refiere al fundador de la iglesia—, otros dos hombres y yo hicimos salir a los demonios que estaban alojados en la casa de mi consuegro. Los demonios dejaban que el hombre los viera. —Por cierto, el hombre en cuestión es un funcionario del gobierno, un tipo que está en una muy buena posición—. Unas siluetas negras de ojos rojos entraban en la habitación y se quedaban de pie junto a la cama. Aterrorizaban a la mujer y a los chicos. Sacamos el libro de Hebreos, capítulos nueve y diez, donde se habla de la sangre y la victoria. Entramos en todas las habitaciones, una por una, y ordenamos a los demonios en nombre de Cristo que se fueran. Les pedimos que se manifestaran. Les dijimos que en presencia de Dios eran todos unos cobardes. Después de aquello ya no regresaron. —¡Por el amor de Dios! Parece que la cosa se ha animado bastante desde la época en que yo acudía a la iglesia. No suelo tomarme en serio a los millones de americanos cuyo imaginario bíblico tiene más que ver con dragones y mazmorras que con la introspección religiosa. Me río, no puedo evitarlo. Y reírme me ayuda a vivir con el hecho de que mi propia familia crea en los demonios. Aun así está claro que mi hermano y yo nos tenemos mucho cariño, pese a que por ser ya dos viejos canosos nos cueste trabajo expresarlo. Él está a punto de retirarse de la iglesia, mientras que yo todavía no puedo creer que mi hermano pequeño sea predicador, aunque lo cierto es que no debería sorprenderme en absoluto. En nuestro árbol genealógico abundan los «predicadores de frontera», sobre todo de las corrientes baptista y pentecostal. Las fotos de todos ellos estaban colgadas a lo largo de la escalera, hombres como el tatarabuelo Baldwin, un anciano flaco con gafas y pinta de cabreado, vestido con traje blanco y posando con las piernas cruzadas en una silla de respaldo recto bajo los árboles y en medio un césped típicamente sureño. Y, por si fuera poco, mis padres se conocieron en un encuentro evangelista del reverendo Billy Graham durante la segunda guerra mundial, y se casaron poco después. El hecho de que yo naciera antes de que se cumplieran nueve meses del día de la boda es una prueba del carisma del reverendo Graham. En ocasiones miro la foto enmarcada del tatarabuelo Baldwin, predicador pentecostal del Movimiento de la Santidad. Mi madre y sus hermanos se escondían debajo de la cama cada vez que veían aparecer entre los pinos del camino de tierra su figura cadavérica enfundada en el traje blanco. Era carpintero —y el oficio se le daba muy bien siempre y cuando encontrara un jefe que le aguantara—. A veces mataba serpientes venenosas con su bastón mientras andaba por los caminos con la biblia bajo el brazo, y al mismo tiempo

murmuraba que no eran más que «víboras en el camino de los hombres justos». Cuenta la leyenda que una vez le dio con el bastón a una mujer que se negaba a dejar de bombear agua de un pozo un domingo, y que aquel mismo día en su sermón abogó por la idea de que los cristianos se unieran y les hicieran la guerra a los no creyentes. Nunca invitó a los pecadores a subir al altar para ser salvados (y tampoco es que los pecadores tuvieran cojones para asistir a sus oficios). Hay que emplumar a los modernos, decía el viejo, y colgar a los contrabandistas. Miembros de mi familia fallecidos hace tiempo me contaban que al tatarabuelo le parecía que el presidente Warren G. Harding era un discípulo del diablo, puesto que defendía el sufragio femenino y además tenía «sangre de negro». Algunos de mis parientes le daban la razón. Ahora miro su fotografía y pienso: lo conseguiste, viejo. Tuvieron que pasar cuatro generaciones, pero al final vaya si lo conseguiste. Conseguiste que se desatara aquella guerra que siempre soñaste contra la razón y la superioridad del laicismo. Y hasta conseguiste que procesaran a Scopes, del que se dice que fue uno de tantos granos en tu culo hasta el día de tu muerte. Pues ya está, viejo, alégrate, porque tus hordas se han reunido en torno al más antiguo núcleo de ignorancia y superstición que haya podido existir: el fundamentalismo cristiano norteamericano, y son tantos que han asfixiado a la esfera política del país entero, y ahora son reconocidos como la fuerza política mayoritaria. Ahí tienes a los episcopalianos, a los judíos, a los ricachones metodistas y católicos de las zonas suburbanas, todos rascándose la cabeza, sudando y jurando a voces que ese hatajo de fanáticos de clase baja no puede representar a la mayoría, al menos no a esa mayoría que ellos estudiaban en las fantasiosas clases de sociología, ni tampoco la mayoría a la que se referían en tono tranquilizador los comentaristas de la tele, tipos como ellos, al fin y al cabo. Así que, en fin..., que tengas dulces sueños, tatarabuelo Baldwin. Brindaré por ti desde el infierno. No se necesita una licenciatura en Sociología para ver que el principal indicador —y el más obvio— de clase en América es la fe religiosa y que el fervor religioso está concentrado en la clase baja y la clase trabajadora de raza blanca. Sólo hay que mirar al hermano Charlie expulsando al demonio que se ha metido en el motor de un Chevrolet Camaro: eso lo dice todo. Los trabajadores de raza blanca siempre han sido protestantes evangelistas, y ya en 1820 podemos encontrar, tanto en los retratos de las viñetas como en las crónicas de los periódicos, alusiones al fervor religioso de la desaforada clase baja, menciones de esas llamadas al altar desbordantes de espiritualidad y referencias a los predicadores delirantes y manipuladores. En aquel entonces el fenómeno era considerado una locura propia de catetos, y a día de hoy producen la misma impresión. Los lugares donde este fundamentalismo florece, los sitios donde viven millones de trabajadores, todavía son vistos como rincones de clase baja. Sitios que son francamente desagradables. Paul Fussell lo explica muy bien en su libro Class: A GuideThrough the American Status System («Clase: una guía del sistema de estatus americano»): Otra manera de juzgar si un lugar es poco atractivo es midiendo hasta qué punto se identifica con el fundamentalismo religioso. Akron (Ohio) [...] es una ciudad fatalmente conocida por ser el hogar del telepredicador Rex Humbard, del mismo modo que Greenville (Carolina del Sur) es conocida como la sede de la Universidad de Bob Jones, y a Wheaton (Illinois) se la asocia con el Wheaton College y por tanto se la recuerda como la tierra en la que se forjó Billy Graham. Asimismo, Garden Grove (California) es el centro de operaciones del reverendo Robert Schuller, famoso por su sonrisa automática y su alegre

catedral de cristal. ¿Podría una persona de clase alta vivir en Lynchburg, Virginia? Difícil, sobre todo desde que se convirtió en la ciudad de origen de los programas radiofónicos del doctor Jerry Falwell, el lugar en el que se encuentra su iglesia y la dirección postal de las donaciones voluntarias. De hecho, parece que ninguna persona de clase alta podría vivir en ningún lugar estrechamente ligado con las profecías religiosas o los milagros. Desde este punto de vista parece que definitivamente no hay esperanzas para Winchester, Virginia. Ninguna persona culta con más de dos dedos de frente podría llevar ahí una vida agradable, al menos no en el plano intelectual. Con sólo andar cuatro manzanas hasta el bar tengo que pasar obligatoriamente por dos asociaciones pentecostales: la Iglesia de la Segunda Oportunidad v el «Instituto para la Ciencia de la Creación», con varios televisores en sintonía con Dios expuestos en un escaparate y con sus locutores bramando el mensaje creacionista para recreo de los peatones: Si los primates dieron a luz criaturas que dieron a luz a los seres humanos, entonces yo me pregunto: ¿por qué no lo siguen haciendo? ¿Por qué no seguimos viendo a los primates dando a luz hombres mono? ¿Veis a alguno por ahí? ¡Claro que no! Ahí tenéis la refutación de la teoría de la evolución, justo delante de vuestros ojos. ¿Cómo demonios puede alguien entender la evolución como un antagonismo entre el sexo de los simios y la lógica, y más aún imponer esa interpretación a otra gente? Sin duda millones de personas así lo aprendieron en las escuelas cristianas cuando eran pequeños Josués. Pero son muchísimos más los que nunca pusieron un pie en una escuela cristiana y han aceptado esa versión porque les sonaba como un buen argumento científico. Además de que resulta fácil de entender y sustenta el rencor que ellos sienten por esos lumbreras de la ciencia, que por cierto son unos malditos sabihondos. Se trata de una forma de ignorancia exclusivamente americana. Con la mitad de su población situada entre la alfabetización mínima y el analfabetismo funcional, la verdad está condenada a caer bajo la guadaña del rumor y el deseo lascivo de espectáculo. Esta parte de la población norteamericana tiene ojos, o mejor dicho una cámara para filmar todo lo que les rodea, pero les falta el software de la inteligencia para editar todo lo que ven y encontrarle un sentido. Por eso hay millones de fundamentalistas produciendo sus propias películas mentales acerca de la realidad americana, y en ellas el secretario general de las Naciones Unidas es el mismísimo Anticristo mientras que la familia Clinton forma parte del crimen organizado, trafica con cocaína y está vinculada con la familia Gambino. En estas películas los médicos que practican abortos meten luego los fetos en el microondas y se los zampan, según el testimonio de los antiabortistas frente al subcomité del Congreso de Kansas, mientras que a una multitud de buenas personas se les humedecen los ojos .cuando el coche que pilota el reverendo Pat Evans en la «Carrera por los pastores de Jesucristo» ruge entrando a la pista. ¿Un coche evangélico en la NASCAR? Pues sí. La cadena ABC lo llamó «el deporte descaradamente evangelista». Puedo imaginar a mis queridos lectores corriendo agarrándose la cabeza y gritando sólo de pensarlo. Pero es cierto. Las pistas de Bristol y Talladega tiemblan de emoción cuando pasa un coche a toda pastilla y ven que se trata de Jesúúúúúúúússsssssssss. Ya puedes saborear el triunfo de la ignorancia, viejo Baldwin, esa chusma de hombres justos que una vez más claman por el linchamiento del fantasma de Darwin. Y que sepas que se lo están pasando bomba en Talladega. Es lo que hay: nadie puede impedir que los ignorantes disfruten de una diversión y un espectáculo para ignorantes, porque es prácti-

camente la única clase de diversión y espectáculo que tenemos en este país. De todos modos, viejo, estarías orgulloso de esa multitud de Josués nacidos de tus entrañas, orgulloso de esa grotesca promesa del Éxtasis Eterno, la marca imborrable que estampaste en todos tus descendientes, yo mismo incluido. Un día de septiembre, cuando estaba en tercero de primaria, me bajé del autobús escolar y anduve por el camino de tierra hasta mi casa, y al llegar me encontré con que no había nadie. La puerta principal, blanca y sucia, de la vieja casa de madera estaba abierta. Mis pasos en el porche descascarillado y sombrío crujían en medio de aquella tranquilidad otoñal. El pánico crecía en mi interior mientras recorría todas las habitaciones, hasta que salí afuera y empecé a correr alrededor de la casa llorando, preso de la soledad y el terror. Estaba convencido de que había llegado la hora del Éxtasis Eterno y de que a toda mi familia se la habían llevado al cielo, mientras que yo me había quedado solo en la Tierra para enfrentarme a la cólera de Dios. Al final resultó que estaban en casa de un vecino a escasos trescientos metros de allí, y por suerte regresaron al cabo de unos minutos. Pero aun así tardé horas en tranquilizarme. Recuerdo que soñé con aquel día durante años. A partir de entonces he tenido ocasión de hablar con varias personas que crecieron en un entorno familiar fundamentalista y pasaron por la misma experiencia durante la infancia, esa sensación de llegar a casa y pensar que todos menos TÚ han ascendido a los cielos. El Éxtasis Eterno es muy real para la gente que ha sido inducida desde el día de su nacimiento a creer en esa promesa gloriosa y grotesca. Incluso los que escapan del fundamentalismo están de acuerdo en que es algo que se lleva de por vida como una marca indeleble. Puede que dejemos de creer en la posibilidad de elevarnos algún día llevados de la mano de Jesucristo, pero la lúgubre arquitectura fundamentalista de nuestras almas se mantiene en pie sobre los cimientos de cada día. La crudeza de lo apocalíptico permanece dentro de nosotros, oculta en algún lugar, una crudeza que tiñe nuestros sentimientos y pensamientos respecto a las cosas superiores. Sobre todo en lo relativo a la muerte (oh, bella y terrible muerte), una eternidad al desnudo es algo mucho más palpable para nosotros que para los que han nacido en el seno del humanismo laico. En los últimos años he recibido correspondencia de cientos de personas como yo, los que consiguieron escapar y se convirtieron en abogados, profesores, terapeutas, mecánicos de coches, traficantes, agentes de Bolsa o camareras. Todos y cada uno de ellos han sentido en ocasiones aquel vacío de miedo, aquel relampagueo interior que arroja luz sobre la masacre de las almas perdidas, una visión en presencia de la cual nos sentimos insignificantes y lo único que podemos hacer es invocar la sangre de Jesús. Invocar la sangre de Jesús. Es una expresión que nunca llegué a oír de pequeño. Aunque el lenguaje bíblico de aquella época metía mucho miedo, la terminología del fundamentalismo actual es aún más siniestra. Observadores próximos a la cristiandad americana conservadora saben que se ha vuelto más oscura y que en las últimas décadas hacen mayor hincapié en la sangre. Los sermones hablan de «invocar la sangre de Jesús», «la redención de la sangre» y «la doctrina de la sangre». Tal como escribió Diane Christian, catedrática de Literatura Inglesa en la Universidad del Estado de Nueva York en Búfalo, «se ha dado un gran salto desde la liberación del Éxodo, cuando los judíos salpicaban con sangre el dintel de la puerta, hasta la salvación propuesta por los cristianos, en la cual la sangre es bebida por una comunidad religiosa. La comunidad cristiana no sólo vive después

de la muerte a través de la sangre de Cristo, sino que en vida también se alimenta de ella. ¿Qué puede significar eso de beber sangre? Lo más probable es que no signifique poner la otra mejilla. Me tocó cenar con la familia de Mike en la época en que las cadenas de televisión mostraban los cuerpos desmembrados de los civiles norteamericanos colgados de un puente en Faluya, al tiempo que el Cristo ensangrentado de Mel Gibson agonizaba en todas las salas de cine del país. La crispación emocional provocada por estas y otras ofertas mediáticas bañadas de sangre coincidió con la Semana Santa, si mal no recuerdo. Que yo sepa, mi familia y sus amigos fundamentalistas no dijeron una palabra al respecto, o por lo menos no comentaron el tema conmigo. Tampoco es que tuvieran necesidad de hablar sobre lo que estaba ocurriendo. Tanto la mujer de mi hermano como sus hijos y toda la gente que se mueve en su mundo estaban totalmente de acuerdo en lo que debía hacerse en Tierra Santa. Ellos sabían que su presidente se ocuparía del asunto. Y lo cierto es que no pasó mucho tiempo hasta que Faluya recibió una espantosa represalia por aquellas imágenes que salieron en la televisión, una represalia que contó con la incondicional aprobación de la familia Bageant y de la Iglesia Baptista de Shenandoah. Sólo un liberal que haya crecido entre fundamentalistas podría entender lo extraña e infernal que puede llegar a resultar una situación como ésta. El hecho de que tu familia desprecie todo aquello en lo que tú crees y te vea como un instrumento humanista de Satanás, y que aun así sientan cariño por ti y estén ahí para apoyarte cuando no puedes moverte de la cama por un problema de columna o cuando un divorcio destroza tu vida es sin duda conmovedor. El hecho de que nunca se olviden, pese a todo, de invitarte a la cena del día de Acción de Gracias. Obviamente, no se me ocurre mucho de que hablar en la mesa de la festividad de Acción de Gracias. En materia política y espiritual puede decirse que mi familia y yo somos enemigos extremos. Amor y odio coexisten. Hay charla, sí, pero no hay comunicación. A veces parece que conversemos a través de máscaras imaginarias y que cada cual sepa que está hablando con un alienígena. En el ambiente flota una especie de gemido mental alto y espeluznante. Es el sonido de dos mundos que no se comprenden y que en su veloz trayectoria hacia un destino incierto se cruzan provocando una tremenda fricción psicológica, evidente para ambas partes pero no reconocida como tal por ninguno de nosotros. Después de convivir toda una vida con este conflicto de identidad, he llegado a aceptar que ésa es mi gente – mis parientes de sangre, al menos, ya que no tenemos afinidad espiritual ni política—. Con ellos he rezado y he guardado luto, y hemos celebrado juntos las bodas. Compartimos unos gustos y un humor más bien toscos, y estoy marcado por el mismo autodesprecio inculcado por un Dios fundamentalista. Por mucho que haya cambiado o mejorado mi condición personal, no puedo librarme de ese patetismo. Salgo adelante, pero en el fondo sigo siendo el mismo. Ansío cambiar y lucho por ello, por librarme de todo lo que ahoga cada vez más la libertad personal, la belleza, el arte y la autorrealización en América. Ellos, en cambio, esperan a Jesús, sumidos en una calma horripilante. Mientras tanto me sobresalto cada vez que algo me trae a la memoria esa forma de pensar mágica y sombría de los fundamentalistas. Hace un par de semanas, por ejemplo, le presté mi vieja camioneta a mi hermano hasta que él pudiera reparar el motor de la suya.

Una semana más tarde me la devolvió con un sincero agradecimiento y una sonrisa, además de obsequiarme con una brazada de carne de ciervo congelada, casi todo filetes de lomo, la parte que un cazador suele reservar para él. En la ventanilla triangular de mi camioneta llevo una pegatina de diez centímetros con la silueta de una pareja de bailarines de country (casualmente, mi suegro, el que me regaló la camioneta, era bailarín de country). Al día siguiente, cuando me subí advertí que la habían tapado con cinta aislante por dentro y por fuera. Enseguida supe por qué la figura de los bailarines estaba tapada. Era una medida de protección espiritual. Después de todo, no podemos conducir una camioneta con emblemas demoníacos que emiten radiaciones invisibles que provienen del «poder celestial» de Satanás. No creo que nadie pueda discutir eso. Lo cierto es que cada vez que miro a un fundamentalista al que conozco personalmente veo a una persona sumamente bondadosa, valiente y trabajadora que encarna todo lo que se supone que un americano debería ser. Pero al saber cómo eran antes y cómo son ahora, veo algo más. Veo que uno de los acontecimientos políticos más significativos e incomprendidos hasta el momento en nuestro país es la conversión de cristianos apolíticos en activistas políticos cristianos. Pese a las reivindicaciones de independencia, sus iglesias han sido manipuladas en gran medida por sus propios líderes sedientos de poder y por el Partido Republicano, a partir de la era Reagan. Sin embargo, tal vez con el tiempo los historiadores recuerden nuestra agitación política como una historia menor, ya que el fervor religioso actual podría llegar a ser considerado como simplemente el «cuarto» en la lista de los Grandes Despertares Históricos que han dado forma a la nación americana. En ninguno de esos despertares participó la mayoría —me refiero a la mayoría de los americanos de cada una de esas épocas—; pues aquellas mayorías, al igual que la que conformamos nosotros en el presente, estaban muy ocupadas con sus asuntos cotidianos y no tuvieron tiempo para participar en uno de los grandes movimientos de su época. Ninguno de los despertares tuvo nada que ver con la política, pero a la larga todos ellos produjeron profundos cambios sociales y políticos. El primer Gran Despertar ocurrió entre 1730 y 1740, el segundo entre 1820 y 1830, el tercero entre 1880 y los primeros años del siglo XX. Los tres primeros tuvieron su origen en movimientos evangelistas y no emergieron como un intento de cambiar el gobierno. Así, quizá estemos siendo testigos del Cuarto Despertar y algún día los historiadores lo certifiquen como algo que comenzó en 1973, con la publicación de aquellos volúmenes precursores de R. J. Rushdoony, The Institutes of Biblical Lata. No podremos saberlo hasta más adelante; cada uno de los despertares anteriores tardó entre veinte y treinta años en consolidarse y alcanzar su punto culminante. Si resulta que estamos viviendo el Cuarto Despertar, el nuestro habrá sido el más radical. El James Davenport del Primer Despertar fue visto como un extremista desquiciado por afirmar que era capaz de distinguir a los salvados de los condenados. Ahora en cambio se presume que todos estamos condenados de antemano hasta que somos salvados según las especificaciones de la iglesia. ¡Y es que ya ni siquiera podemos ganarle por la mano al diablo! Davenport sólo creía en la prohibición y la quema de libros, incluso cuando los predicadores que impulsaron el despertar de su época creían en la necesidad de una educación universal, ya que «a los pies de la cruz todos estamos al mismo nivel». Si los predicadores y participantes de aquellos primeros despertares vieron a Davenport como un extremista, apuesto a que dirían que Ted Haggard, Tim LaHaye y muchos de los líderes

religiosos de nuestro tiempo —hombres tan poderosos que asesoran al presidente del país— están como cabras. Como el viejo Baldwin, probablemente. Con un poco de suerte, este nuevo movimiento –que de ningún modo ha acabado, ya que el fundamentalismo radical ha conseguido que su ámbito de influencia siga creciendo a un ritmo constante, tanto durante los gobiernos republicanos como los demócratas— será recordado en la historia de América como parte de una época nefasta que conseguimos superar. De lo contrario uno siente escalofríos sólo con pensar en las posibles consecuencias. Ahora que cuentan con el respaldo incondicional de los trabajadores cristianos que rara vez acabaron de comprender el objetivo final, estos fanáticos líderes evangelistas no se conformarán con menos que la «inevitable victoria que Dios prometió a sus nuevos elegidos», según las prédicas de los padres fundadores del reino secreto. Que les jo- dan a los judíos, ellos ya tuvieron su oportunidad. El resultado de las elecciones presidenciales de 2008, pase lo que pase, no cambiará el hecho de que millones de americanos están sometidos al hechizo de una psicosis colectiva que supone un peligro extraordinario. Quizá Nietzsche tuviera razón cuando escribió: «Uno no se convierte al cristianismo; hay que estar suficientemente enfermo para ello». Soy consciente de que he arrojado al mar una red inmensa, pero es que hay muchísimos peces y muy escurridizos. Por más que uno escriba, los fundamentalistas regresan diciendo «oye, que yo no soy de esa clase de fundamentalista». Y luego lanzan enrevesados sofismas doctrinales que sólo ellos entienden, porque nadie en su sano juicio se molestaría en leer esos mamotretos retorcidos. Y para cuando uno termina de escribir sobre ellos, los muy listos ya han dado forma a una nueva versión del mismo antiguo juego. Es cierto, sin embargo, que en general los fundamenta- listas normales y corrientes no quieren que los asocien con el radicalismo extremo, como es el caso del llamado «reconstruccionismo». Algunos vienen y me dicen: «Eh, que yo no soy un reconstruccionista. Casi nadie lo es». O: «Yo no soy pre-milenarista, soy post-milenarista, o medio-tribulacionista». O lo que sea. Pero, más allá de la misteriosa diferenciación, tanto unos como otros están convencidísimos de que en parte tienen el mismo ADN. Les ahorraré la agonía de la taxonomía fundamentalista y su soporífero análisis de la teonomía y el erastianismo. Pero si se sienten atraídos por la autoflagelación pueden interesarse por su cuenta y aprender las diferencias entre dominionismo, pre-tribulacionismo, medio-tribulacionismo, post-tribulacionismo, pre-milenarismo y milenarismo. Pueden pasarse diez años discutiendo sobre esto con los fundamentalistas de todos los colores y les aseguro que seguirán sin entender de qué van esos cultos. ¿Que cómo se ha llegado a esos extremos? Bueno, es lo mismo que le pregunto a Fred Clarkson, un yanqui de Nueva Inglaterra con una vena de librepensador de un kilómetro de ancho. El hombre ha escrito sobre el tema más que cualquier otro autor que yo conozca. Su libro Eternal Hostility: The Struggle Between Theocracy and Democracy («Hostilidad eterna: el conflicto entre teocracia y democracia») es un clásico. Él me dice que las cosas han ido tan lejos en parte por el ímpetu de los líderes religiosos, pero más aún «porque el resto de nosotros nos quedamos dormidos al volante. Ellos fueron más listos, estaban organizados y ganaron de manera justa y limpia». Nada de cerebros diabólicos —o no tantos ni tan magistrales como a veces nos gusta creer—. Ni un hatajo de Cocos con sus sacos al hombro, ni una pandilla de Dick Cheneys del fundamentalismo a quienes podamos señalar como la causa principal. Siempre ha habido y habrá montones de líderes y

engatusadores, pero en la televisión no muestran siquiera un buen plano del malo o los malos para que uno a la larga pueda reconocerlos. Lo bueno, me dice Clarkson, es que los fundamentalistas llegaron al poder por vía electoral y puede que el problema se solucione de la misma manera. «Quien desee expulsarlos necesita comprometerse más con la política y no sólo seguirla por la televisión. Tienes que implicarte más y hacer que se impliquen tus amigos. Y tu familia.» Eso es justamente lo que hizo la derecha cristiana. La propia naturaleza del liberalismo, con el énfasis que pone en la diversidad y la individualidad, hace que resulte más difícil organizarse. Un problema crucial, sin embargo, es que los liberales, al igual que muchos otros norteamericanos, han perdido las aptitudes que permiten movilizar a las organizaciones de base, aparte de haberse quedado sin la necesaria voluntad de acercarse a esas bases. Clarkson observa: “Un buen ciudadano debería aprender a ser un buen activista (o un buen candidato). De acuerdo, puede que eso suponga tomar ciertas decisiones, como mirar menos la televisión y no navegar tanto por internet. Pero así es como se organiza una democracia constitucional. Así es como funciona. Si dejamos el terreno de juego, ellos ganarán por abandono”. (Si se sienten inspirados y tienen ganas de entrar en acción, www.wellstoneaction.org ofrece un programa excelente y un manual. También pueden encontrar una lista de lecturas recomendadas y grupos de debate en www.talk2action.org.) Además de aprender mucho más sobre la derecha religiosa, necesitamos aprender a hablar del tema de una manera serena y reflexiva. «De eso depende que encontremos las vías de acción adecuadas», me dice Clarkson con el sentido práctico de un yanqui. En estos tiempos, la derecha religiosa reivindica que América fue fundada como una nación cristiana, pero «ellos buscan restaurar un orden teocrático que nunca existió, al menos desde la ratificación de la Constitución. Los que la redactaron dejaron atrás ciento cincuenta años de teocracias colonialistas y de líderes aspirantes a teócratas. Y una vez aprobada, Benjamin Franklin dijo: "Tenéis una república si podéis conservarla." Pues yo digo: conservémosla.» Clarkson añade el paso que debemos seguir una vez que hayamos aprendido a tantear el terreno. «Hemos de entender a quién podemos hablar y a quién no.» Cuando intentas hablar con el tipo que está sentado en el banco de la iglesia, éste te dice: «Ya verás que en su mayoría los evangelistas y fundamentalistas conservadores no quieren una teocracia ni se inclinan por una guerra civil ni por la guerra en Oriente Próximo. Sus líderes intelectuales y políticos puede que sí, pero la mayor parte de los fieles sólo persiguen la felicidad, como todo el mundo. Ya es hora de que vayamos conociendo a nuestros vecinos». Un par de noches al teléfono hablando con Fred Clarkson bastaron para convencerme de que tiene razón, aunque sea un yanqui de Nueva Inglaterra. Cuenta conmigo, Fred. Pero, maldita sea, está claro que no será nada fácil, no lo será, sin duda, en estas tierras sureñas donde los pequeños demonios de ojos rojos al servicio de Satanás gruñen como perros y se ciernen sobre nosotros, suspendidos por los misteriosos poderes celestiales que les concede el mismo Diablo.

6 LA BALADA DE LYNNDIE ENGLAND Con un pie en el Ulster y el otro en Iraq Observando el comportamiento de los soldados norteamericanos de clase trabajadora en lugares como Abu Ghraib, no podemos evitar preguntarnos: ¿Cómo se han vuelto tan jodidamente perversos? ¿Y cómo es que llegaron a definir nuestra idiosincrasia nacional ante el mundo en términos que —al menos en su mayor parte— no son del todo ciertos? Nos hicieron quedar como un país de fetichistas de las armas (algo que no somos), adoradores de un Dios fundamentalista vengativo (algo que la mayoría de nosotros no somos), y siempre dispuestos a exhibir como bandera una arrogancia y un militarismo que el resto del mundo encuentra sin duda espantoso (y de hecho lo es, pese a que casi siempre se trate de un impulso irreflexivo e inconsciente). Hay que reconocer que éstos han sido rasgos esenciales de la idiosincrasia de la clase obrera norteamericana, quizá la muestra más fiel desde la época colonial. En aquel entonces la mayoría de los hombres figuraban en los documentos públicos como «obreros», simplemente porque había suficiente trabajo para que todo el mundo se deslomara en la reconstrucción el país —mucha faena trasportando troncos, tierra, piedras, quitando escombros, excavando, llevándolo todo en carretas de aquí de para allá—. Como el trabajo brutal embrutece a quienes lo realizan, los pasatiempos más frecuentes de los obreros, y en particular de aquellos que habitaban a lo largo de la frontera americana en permanente expansión, incluían peleas de perros y osos, riñas de gallos, combates de pugilato no reglamentados en los que los contendientes se sacaban mutuamente los ojos, y otros deportes rudos traídos a raíz de la colonización del Ulster por un grupo conocido como los scots-irish, los irlandeses-escoceses. Ningún otro grupo ha influido en nuestra idiosincracia nacional tanto como ellos, gente feroz, religiosa y belicosa, a quienes también se conoce como los borderers, «gente de la frontera», y de cuya cultura se habla a fondo en Born Fighting: How the Scots-Irish shaped America («Nacidos luchando: Cómo los irlandeses-escoceses dieron forma a América»), de James Webb, elegido senador nacional por Virginia en 2006. Desde Winchester, Virginia, ciudad que en su día fue el eje de la Great Wagon Road, el mayor cruce de caminos de la historia de la América colonial, podemos observar tanto la cultura como el espíritu beligerante de las gentes de la frontera, cuyos valores siguen germinando hoy en día en nuestras iglesias, nuestros lugares de trabajo, cabinas de votación y tabernas. La huella que han dejado los irlandeses de origen escocés en la gente de Winchester se hace patente en nuestra manera de rechazar a los gobiernos en general, al tiempo que nos mostramos ul- trapatrióticos respecto a ciertos «valores» como «la defensa de nuestro estilo de vida», pese a que éste rara vez —o más bien jamás— se haya visto amenazado. Esa extraña mezcla de violencia proletaria y devoción presbiteriana que tanto desconcierta a las mentes seculares casi nunca se ha manifestado con tanta virulencia como

a principios de este siglo, en el que hemos entrado armados hasta los dientes. Una muestra de salvajismo que probablemente no se veía desde que los escoceses de Ulster eligieron al primer presidente de ese origen, Andrew Jackson, el asesino de indios, el fervoroso populista que compraba a todos con cerdo y maíz molido. A partir de entonces los norteamericanos eligieron a dieciséis presidentes a su imagen y semejanza, y a unos cuantos más que eran exponentes de lo bueno y lo malo de la cultura irlandesa de origen escocés. La verdad es que, pensándolo con cierta objetividad, considerando los lamentables ejemplares a los que hoy en día vota mi generación de sucios y borrachines ciudadanos de la frontera, llego a la conclusión de que Andrew Jackson no estaba tan mal. Tal vez no fuera tan liberal como Lincoln, pero al menos tenía las pelotas de beber en público, descuartizar a los cerdos en lo que ahora es la rosaleda de la Casa Blanca y disparar a un par de esos aristócratas chulescos que tanto nos ofenden. Era un patriota fanático, un guerrero de nacimiento y un extremista americano de primer orden. Lo que en la actualidad se conoce como el “nacionalismo jacksoniano” sigue siendo la base política de lo que podríamos llamar el Partido Republicano de la Guerra Permanente, el ala política de la industria armamentística norteamericana. Lincoln ya predijo que la industria militar sería el resultado más espantoso de la guerra civil. Ciento cuarenta años más tarde, dicha industria se ha dado un festín y ha engordado gracias a los numerosos guerras, acciones, bombardeos y operaciones militares en los que han intervenido los americanos. Durante este tiempo ha amasado una fortuna que le alcanza para comprar, literalmente, al gobierno, controlar sistemáticamente los procesos políticos desde dentro y eliminar los restos del liberalismo yanqui más bobo e indulgente. Estas ambiciosas corporaciones siempre han contado con un tipo malo capaz de azuzar a todos esos engreídos liberales de fuertes principios que sostenían que la gente debería tener algunos derechos además del derecho a la propiedad. Ese tipo rabioso son los escoceses del Ulster y su descendencia. En ocasiones, cuando oigo el tren que pasa por Winchester me viene a la memoria su recorrido; de camino a Wheeling también cruza Fort Ashby, Virginia Occidental, la ciudad natal de Lynndie England. Ambos crecimos casi en el mismo ambiente obrero de escoceses del Ulster. La vida en una casa de alquiler desvencijada no era muy distinta a la vida en la caravana donde vivía Lynndie en Fort Ashby. Nada ha cambiado desde que George Washington construyó el fuerte en la acera de enfrente de mi casa, que le dio nombre a Fort Ashby, para proteger así de los ataques de los indios a los escoceses del Ulster establecidos en la zona. Caminando por la calle en la que crecí veo por todas partes a chicas como Lynndie, y muchas se parecen a las jóvenes con las que yo salía cuando era un chaval. Gracias a la comida rápida (que en mis años de juventud no existía) las de hoy en día están mas gordas, pero son las mismas chicas blancas fumadoras y sin pelos en la lengua que traté entonces, unas tías con muchos arrestos, hijas del populacho. En mi viejo barrio, más de una cuarta parte de los adultos carecen de estudios secundarios y hay muchísimas cintas amarillas en las ventanas, COMO la que se ve en la caravana de la familia de Lynndie England, en honor

de los hombres y mujeres que prestan servicio en Iraq o en cualquier otro lugar del extenso perímetro del imperio americano de sangre y negocios, un imperio en constante expansión. Más allá de lo que piensen de la chica con la correa de perro de las fotos de Abu Ghraib, déjenme decirles que Lynndie England nunca tuvo una oportunidad. No le esperaba más futuro ni otro destino que terminar vigilando presos en Abu Ghraib, o quizá algo mucho peor, como ser alcanzada por un misil granada RPG. Casi la mitad de los tres mil norteamericanos que han muerto en Iraq hasta el momento de escribir estas páginas eran gente procedente de pequeñas ciudades como la mía, ciudades de menos de cuatro mil habitantes. La desproporción es notable, ya que esas ciudades apenas constituyen el veinticinco por ciento de la población americana. La mayoría de los soldados jóvenes que se alistaron en el ejército sólo lo hicieron para escapar de lugares económicamente deprimidos, de trabajos sin perspectivas de futuro, como el que tenía Lynndie (era empleada en una planta procesadora de pollos), aunque muchos lo niegan o ni siquiera son conscientes de ello, embebidos como están en un patriotismo animoso y una ceguera de juventud puestos al servicio de los grandiosos planes de su país. Estos llamados «voluntarios» son en realidad parte de un reclutamiento económico. El dinero siempre es el mejor azote para tratar con la clase obrera. Mil trescientos dólares al mes, un incentivo extra por sumarse a la causa, más alojamiento y comida. Fijo que todo eso le da cien vueltas a un curro que consista en sacarle las tripas por el culo a un pollo. Y no olvidemos ese dineral para matricularse en la universidad que reciben los soldados al regresar: unos 65.000 dólares. Después de licenciarse, Lynndie tenía pensado ir a la universidad para acabar convirtiéndose en una «perseguidora de tormentas», como Helen Hunt en la película Twister. Es posible que muchos chicos de clase trabajadora y familias pobres se paguen la universidad con la ayuda militar. Pero por mi parte puedo contar con los dedos de una mano a los que me consta que lo han hecho. Vamos a ser sinceros: terminar la secundaria en una escuela de trabajadores de una ciudad pequeña y seguir sin ser capaz situar el estado de Alaska en un mapa de Estados Unidos no te abre precisamente el camino para ir a codearse con los de Harvard. Sospecho que muy en el fondo Lynndie sabía desde el principio cuál sería su destino. Iba al instituto equipada con botas de combate y uniforme de camuflaje. Y juraba que le encantaba. Porque si uno está condenado a comer mierda, al menos debería poder usar su propio tenedor. Es esa resignación triste e ignorada lo que desde hace mucho tiempo ha servido como técnica de supervivencia a los habitantes de las zonas de frontera, esa conciencia de que tu vida sigue un camino oscuro que jamás se cruzará con el del éxito social o económico. Desde que llegaron a América a lo largo de las primeras tres cuartas partes del siglo XVIII, los escoceses calvinistas del Ulster han dado forma a una cultura paralela a la de los yanquis liberales ilustrados. Podría decirse que los valores calvinistas de los irlandeses de origen escocés avalan la ira y el deseo de venganza contra lo que perciben como la autoridad de cualquier clase de élite: la clase secular universitaria que dirige las escuelas, los medios de comunicación y los juzgados, y que no parece tener reparos en que su predicador sea un bujarrón. Una premisa calvinista ha dominado siempre entre esa gente: la palabra de Dios está por encima de todos y cada uno de los gobiernos. Punto final. Es la

misma soflama calvinista traída a estas tierras por los escoceses del Ulster que sirvió como punto de partida del fundamentalismo cristiano norteamericano, y que ahora amenaza con cargarse la separación entre Iglesia y Estado. Peor aún, ya que sus más vehementes apóstoles exigen que Norteamérica desencadene de una vez la guerra santa nuclear. Han oído bien: exigir una guerra santa nuclear, y se han puesto a ello. Puede que ustedes no se tropiecen con esta clase de gente en sus círculos de amistades, pero hay millones de norteamericanos encarnizadamente convencidos de que deberíamos bombardear Corea del Norte e Irán con armas nucleares y luego apoderarnos de las reservas petrolíferas de Oriente Próximo (Kick their ass and take their gas [«Patada en el culo y llévate su gasolina»], reza un eslogan que puede leerse en las pe- Satinas de los parachoques). Estos tíos creen que Estados Unidos conquistará el mundo entero e inculcará a todos sus habitantes las ideas norteamericanas sobre democracia y religión cristiana fundamentalista. Aunque últimamente, debido a la creciente aversión que despiertan la guerra de Iraq y las ideas estrictas de estos grupos en el conjunto de la sociedad, han abandonado el uso de términos como «cristiano fundamentalista» y «Estado teocrático» para adoptar otros como «masculinidad cristiana». Para entender cómo esas ideas políticas tan inquietantes se difunden en este país debemos remontarnos unos cuatrocientos cincuenta años y observar a un grupo de celtas ladrones de ganado matándose unos a otros a lo largo del Muro de Adriano: son los borderers, los primeros fronterizos. Fanáticos religiosos y amantes de la guerra, estos protestantes escoceses emprendieron su camino primero hacia Irlanda, donde se los conocía como los ulster scots, y de ahí partieron hacia las costas de América durante el siglo xvill. Estos escoceses del Ulster, gente de frontera, llevaron consigo al Nuevo Continente los valores culturales que actualmente gobiernan las emociones políticas de millones de norteamericanos. La sórdida situación que hoy vivimos se la debemos aja- cobo I de Inglaterra. Mi amigo virtual Billmon (www.billmon.com), quien ha realizado un estudio sobre el tema, dice que Jacobo, ese escocés paticorto, es el principal responsable de la psicosis cultural que con el tiempo alentaría a líderes como Jerry Falwell, Ian Paisley y Geor- ge W. Bush, y ha inspirado cosas como los ataques con bombas de Ok- lahoma y al mapa electoral que divide Norteamérica en estados liberales y estados conservadores. Billmon también dice que sin duda es demasiado para atribuírselo a una sola cabeza, aunque ésta lleve una corona. «Pero es la verdad —insiste—. Las razones de que América sea lo que es (y mucho de lo que el resto del mundo detesta de nosotros) provienen en su mayor parte de este pequeñajo escocés. Una historia con suficiente ironía como para que Tom Stoppard se sintiera inspirado para escribir alguna de sus obras de teatro, ya que el rey Jacobo, cuyo nombre se ha convertido en la marca registrada del cristianismo fundamentalista, era además un notable homosexual: uno de los más entusiastas de la larga y orgullosa historia de la sodomía aristocrática británica.» Como muchos otros monarcas y primeros ministros ingleses desde su época, el pobre Jacobo tuvo que encargarse de apaciguar los ánimos de los habitantes del Ulster, que llevan siglos dedicándose con suma frecuencia a los disturbios y a sacarse los ojos los unos a los otros. Pues el Norte de Irlanda, ese forúnculo supurante en el culo del protestantismo británico, siempre ha estado a punto de reventar. La solución de Jacobo fue hacer

que los siempre leales protestantes escoceses se establecieran en medio de la población católica nativa del Ulster. Los resultados fueron previsiblemente desastrosos. Más tarde los protestantes escoceses del Ulster demostraron su lealtad a Guillermo III de Orange, y dieron origen a la figura del orangista, el equivalente norirlandés del fundamentalista blanco americano. Y puede que ambos sean una verdadera lata si se quiere formar una república libre y disciplinada, pero a la vez resultan sumamente útiles para los peores bichos de la vida política. Finalmente, la suma de una terrible subida de precios y un aumento de impuestos condujo a la ruina y la destrucción del empleo en el Ulster, lo que empujó a los escoceses de Irlanda hacia las prometedoras costas del Nuevo Mundo. Las condiciones primitivas que encontraron allí y el desgobierno general los animaron a recuperar el espíritu de los sanguinarios pictos, a los que la corona británica había conocido y amado a lo largo del Muro de Adriano. Cuando llegaron a América fueron bendecidos con armas en abundancia, indios de sobra para afinar la puntería, grandes cantidades de maíz para elaborar su whisky casero y un gobierno colonial detestable que insistía en hacerles pagar impuestos por ese whisky, y así fue como llegaron a forjar un nuevo pueblo que ha perdurado en la sociedad americana: los white trash, los palurdos blancos (crackers), los obreros blancos de zonas rurales (rednecks). Gente a la que no le gusta nada que el gobierno se entrometa en algunos aspectos de la vida doméstica tales como la destilación ilegal de alcohol, las peleas de gallos, la caza y la pesca furtivas, la ocupación ilegal de tierras y las disputas familiares. Esa misma gente a la que tampoco le gustaban los indios, y mucho menos los esclavos (ya que los pequeños caseríos de los blancos rurales en las colinas no eran apropiados para la agricultura del tabaco y algodón, basada en el trabajo de los esclavos, a diferencia de las tierras bajas que poseían sus vecinos «superiores» en la región del Tidewater de Virginia y en todo el sureste de Estados Unidos), esa misma gente tan fiera esparció su semilla a los cuatro vientos. Fue así como su descendencia se propagó hacia el oeste, fusionando el Oeste y el Sur en un lugar llamado Texas. La violenta vida de frontera les vino de perlas, y estaban más que agradecidos por verse sometidos a esas condiciones. Por eso todavía los vemos por allí, siempre armados y recelosos del gobierno pero a la vez enfurecidos por lo del 11-S (y es que desde la batalla de El Álamo en 1836 no habían encontrado ninguna excusa tan buena para poner en marcha la maquinaria militar. ¡O quizá desde la batalla de Killiencrankie, maldita sea!). Tan sólo un año antes del 11-S salían de cualquier rincón de todos los estados conservadores para coronar a George W. Bush como si fuera el mismísimo William Wallace, aquel valiente noble escocés de sonrisa satisfecha, el líder de la rebelión de 1297 contra Inglaterra. De los treinta estados conservadores que votaron a Bush, veintitrés estaban en la lista de los treinta estados con mayor población descendiente de los escoceses del Ulster. Bush ganó en nueve de los diez primeros de esta lista con un margen del 55 por ciento de los votos. Pero sólo se impuso en dos de los diez estados con menor población de escoceses del Ulster: Dakota del Norte y Dakota del Sur. En cualquier caso, la influencia cultural de esta gente de frontera, ya sea en el plano espiritual, el filosófico o el político, sigue muy arraigada en América. Tanto que, como señala David Hackett Fischer en esa síntesis magistral sobre las costumbres británicas y americanas titulada Albion's Seed («La

semilla de Albión»), tanto los italianos como los alemanes, los polacos y muchos otros grupos étnicos adoptaron los valores y la mentalidad de los escoceses del Ulster como la quintaesencia de lo americano. Y es que la cultura política de estas gentes en América conserva desde siempre una serie de elementos que resultan atractivos para otros grupos y que contribuyeron a la expansión de su idiosincrasia. Es una cultura populista y que no excluye a nadie. Por lo general no sienten envidia de la riqueza ajena, y miden a los líderes políticos en función de lo que ellos entienden como su fuerza, es decir que evalúan si pelearían por aquello en lo que creen, físicamente si hiciese falta. Aparte, no olvidemos que son cristianos, como la mayoría de los inmigrantes que desembarcaron en la isla de Ellis. Otra razón por la cual la influencia fronteriza está profundamente arraigada en Norteamérica es la afinidad de la gente de la frontera con la otra gente de la frontera, y cerca de un tercio de los americanos tiene algún familiar que pertenece a esa categoría. Sin embargo, hasta hace poco nadie había calado hondo en la cultura escoceses del Ulster trasplantados a Estados Unidos, quizá porque sus rasgos son tan predominantes que la pasamos por alto. Los mismos escoceses del Ulster no saben casi nada de la historia de su propia cultura. Todos estamos demasiado ocupados viviendo en ella y ni siquiera nos identificamos como gente con raíces scots-irish, lo que sin duda nos ayuda a mantenernos en la invisibilidad. En particular, la América liberal vive en la estúpida negación de algo que es obvio para casi todas las personas blancas de clase trabajadora, y es que se está librando una permanente lucha de clases entre esa cultura y lo que James Webb define acertadamente como «grupos de poder paternalistas y políticamente correctos vinculados a los medios de comunicación y a las universidades elitistas». Tanto si los cultos liberales lo creen como si no, se trata de una realidad. Decenas de millones de escoceses del Ulster y miles de comunidades que viven bajo la influencia de sus valores creen que es así y votan guiados por esa creencia, lo que lo convierte en una realidad nos guste o no. Años atrás, cuando el portavoz republicano Newt Gingrich fue el primero en describir la lucha en estos términos, me estremecí al oír sus palabras por la sencilla razón de que estaba revelando algo evidente. Si nos fijamos bien, la mayoría de los norteamericanos, y sobre todo los medios, siguen usando valores y expresiones «de frontera», y dicen de una persona que es un «feroz amante de la libertad», o un «individualista», o que es un ser «libremente religioso», o afirman de esa persona que está dispuesta a «combatir por la defensa de nuestro estilo de vida», y aplican todas esas frases cuando tienen que describir a América y a los americanos. Por desgracia, la conquista de la política norteamericana por parte de los neoconservadores contribuyó a intensificar estos eslóganes como parte de una nueva forma de toma de conciencia política, cargando así los tópicos de toda la vida de una nueva fuerza, fanatismo religioso, piedad belicosa, hasta darle a todo ello una última y definitiva vuelta de tuerca en la que imaginan el puño de alta tecnología que Jesucristo deja caer sobre paganos y ateos en nombre de una bandera manchada de petróleo. Nos guste o no, la mayor parte de eso que el mundo entero conoce como la democracia de estilo americano tiene su origen en los preceptos de estos cristianos de la frontera, especialmente la idea de una prosperidad generalizada y compartida. Los inmigrantes de la Irlanda dominada por los escoceses que se instalaron en el Nuevo Mundo enviaban a sus

países crónicas entusiastas y dinero para comprar pasajes de barco para sus familiares. El arzobispo Hugh Boulter de Armagh, en una carta dirigida a Lord Newcastle en julio de 1728, se quejaba de las múltiples cartas que recibían sus feligreses animándolos a «embarcarse hacia allá, prometiéndoles libertad y comodidad en recompensa por su laboriosa entrega, con perspectivas de transferirles adquisiciones y privilegios seguros para su posteridad, sin la imposición de impuestos excesivos ni la carga de ningún otro tipo de gravámenes». Si ésa no es la máxima expresión del sueño americano, al menos tal como la perciben la mayoría de los currantes y nuevos inmigrantes, que alguien me diga cuál es. El concepto del sueño americano comprende la idea de que todo hombre y toda mujer tienen el derecho a expresar su opinión y a votar, por más ridícula que sea esa opinión y sin que importe mucho la ignorancia del votante. Es posible que aquella tradición presbiteriana de la frontera que rezaba «ponte de pie y di tu parte de la verdad» contribuyera a la noción de que nuestras opiniones, aunque sean viscerales y fruto de la ignorancia, son en cierto modo verdades políticas fundamentales y sin adornos. Me han dicho que esto se debe a que nosotros, los trabajadores con raíces scots-irisb, sufrimos lo que los psiquiatras describen como la incapacidad de un sujeto para reconocer una enfermedad o un defecto que él mismo padece. Por eso nunca estaremos de acuerdo con alguien ajeno a nuestra zona de ignorancia, ya que nuestro beligerante orgullo de hombres de la frontera insiste en nuestro derecho a estar peligrosamente equivocados acerca de todo, al mismo tiempo que les decimos a los que saben más que nosotros: «¡Eh, tú, bésame el culo!». Y me viene a la memoria lo que comentó un pariente lejano británico, un miembro europeo de la familia Bageant después de una noche en el Royal Lunch y tras una acalorada discusión sobre política. Dijo que nuestros lugareños eran «la gente de mayor miseria intelectual que había visto» —y eso que el tío había estado en Uganda mascando hojas de kat con los escoltas de Idi Amin. Lynndie Rana England nació en 1982. Yo tengo un hijo de su edad. Al igual que mi hijo, ella acabó el instituto en 2001. La gente de Fort Ashby dice que era muy aplicada en el colegio, lo cual no tiene mucho mérito en lugares donde el listón académico es tan escandalosamente bajo que casi permanece enterrado con la esperanza de que cualquier alumno que se moleste en asistir a la escuela logre aprobar y pasar de curso. Una vez terminó los estudios secundarios hizo lo que se espera de una buena chica de pueblo y se casó con James Fike, un buen mozo de la zona, el típico tendero. Estoy seguro de que se casó sobre todo por aburrimiento. Como me casé yo una vez, aunque ahora tengo el suficiente sentido común para sentirme profundamente avergonzado y reconocer que aquello fue un pecado de juventud. En cualquier caso, Lynndie estaba casada con James Fike cuando se enroló en 2003. Sin embargo, tras alistarse entabló relaciones con un miembro de su unidad en Abu Ghraib llamado Charles Graner, de quien se quedó embarazada a la edad de veintiún años. A finales de 2003 England y Fike cumplieron con el procedimiento habitual e intercambiaron los papeles del divorcio. Esto fue cuatro meses antes de que estallara el escándalo de Abu Ghraib, pero ya se veía venir. Mientras estuvo de regreso en casa con permiso, Lynndie le contó a su abogado que en Abu Ghraib la gente hacía «cosas malas». A los prisioneros les

obligaban a hacer ejercicios hasta que caían rendidos y a ponerse ropa interior femenina en la cabeza. Lynndie dijo que estaban implicadas muchas OGA (eufemismo que significa «otras agencias gubernamentales no identificadas»). Cualquiera que haya estado alguna vez en la mili sabe que la OGA viene a ser lo mismo que la CIA. Nadie se mete con la CIA ni la cuestiona. Según Lynndie, ellos le decían: «Buen trabajo, chica, sigue así». A ella le parecía de lo más extraño, pero continuó haciéndolo. Lynndie England sólo ha concedido una entrevista, muy reveladora, por cierto, a Tara McKelvey, de la revista Marie Claire. Aunque estaba bajo la supervisión de su abogado, en ella hizo alusión a los ahorcamientos llevados a cabo en la entrada de la prisión Abu Ghraib y a la sodomización de jóvenes iraquíes por uno de los mercenarios. Pero la historia principal de su relato es muy común y se repite a menudo en cualquier aparcamiento de caravanas o en cualquier pequeña población obrera de América: la historia de una chica que pierde la cabeza por el tipo equivocado, por razones equivocadas y en el lugar equivocado. A Lynndie le tocó estar en Abu Ghraib en un momento particularmente difícil. Los prisioneros intentaban amotinarse. Por la noche el enemigo bombardeaba la prisión con fuego de mortero y el polvo de cemento volvía irrespirable el aire. Durante el día los francotiradores liquidaban a los guardias de uno en uno. El terror reinaba tanto dentro como fuera de la prisión. Su antigua comandante, la general de brigada Janis Karpinski, le dijo a McKelvey que «en una situación como la de Iraq lo primero que las jóvenes deben buscar es un protector, un superior de sexo masculino» (lo cual recuerda de manera extraña al ambiente de las prisiones). «Aquí es donde entra en escena Charles Graner —dijo Karpinski—. Un hombre mayor que ella, un tipo con el ego por las nubes y una personalidad arrebatadora. La dejó pasmada.» A Charles A. Graner Jr. le han caído diez años, lo que nos permite suponer que el ex carcelero al que le gustaba sacar primeros planos de las mamadas y practicar el sexo anal con Lynndie mientras ella levantaba los pulgares, en un ademán que se ha hecho infamemente famoso en todo el mundo, no volverá a usar su cámara durante una década. Sin embargo todavía queda una pregunta: ¿Por qué se prestaba ella a todas esas cosas? «Sólo quería hacerle feliz», dijo a su abogado, Roy Hardy. «Yo no quería que hiciera fotografías —dijo a McKelvey— pero él lo fotografiaba todo... Llevaba la cámara en el bolsillo y la sacaba todo el tiempo.» La noche en que Graner sacó de su celda a un prisionero que era enfermo mental y recibía el apodo de Gus —según el acta de juicio se trataba de un hombre que se untaba con heces su propio cuerpo y amenazaba a los guardias con matarlos—, y del que tiraba mediante una correa de perro sujeta al cuello del preso, el soldado tenía la cámara lista. Dejó al prisionero en manos de Lynndie para poder hacerle una foto. Una vez más Lynndie ayudó a que Graner se sintiera bien. Graner tomó la fotografía y la envió por correo electrónico a su familia en Pensilvania. «Mirad lo que le hice hacer a Lynndie», escribió. Lynndie England fue condenada a una pena de treinta y seis meses en la prisión militar naval de San Diego. Ya no dedica mucho tiempo a pensar en perseguir tornados como Helen Hunt en Twister. En otoño de 2006 todavía estaba en libertad condicional. Entonces nadie creía que pudiera zafarse de una condena, y de hecho no lo consiguió. De modo que England está tomando clases de informática y reparación de equipos electrónicos. No será

lo mismo que perseguir tormentas, de acuerdo, pero al menos conseguirá trabajo cuando salga. Nosotros, la prole de la frontera, nos aclimatamos a una vida incómoda y miserable en los rincones más inhóspitos del imperio americano, y no es de extrañar que estemos vacunados contra todo eso. La patria de los primeros hombres de la frontera era un lugar inhóspito y miserable, sin bosques, estéril para el cultivo de los alimentos necesarios para el sustento de sus habitantes, y más aún para cultivos que se pudieran comercializar. Los nativos sobrevivían, y de paso se divertían, ejerciendo el oficio de cuatreros o ladrones de ganado. Era una tierra de hambruna y superpoblación, con la única constante de la guerra a lo largo de la cambiante frontera. Procedentes de una tradición de siglos de enfrentamientos nacionales —y de guerras entre familias durante los infrecuentes intervalos de paz—, los hombres de la frontera conservaron su fiereza, la lealtad a la familia y a sus tierras. El derecho a la posesión de cualquier territorio que ellos ocuparan se consolidó gracias a su capacidad para defenderlo. El esfuerzo necesario para poseer una tierra tan miserable valía la pena en tanto que les proporcionaba suficiente espacio para que las familias permanecieran unidas y de este modo conseguir el necesario poderío numérico para defender esa tierra miserable —¿qué más si no?—, una ocupación a tiempo completo que con los años acabó por definir su cultura. Este ciclo atroz y sin sentido se manifiesta hoy día en la creencia norteamericana de que sólo conservas aquello por lo que estás dispuesto a luchar, ya sea una idea grandiosa como la democracia o algo mucho más modesto como una choza. Hablando de chozas: a raíz del incesante saqueo, la quema y las migraciones, las gentes de la frontera construían refugios temporales de tierra y tronco llamados «cabañas». En el humeante interior de cada una de esas cabañas llevaban una vida de borrachos irascibles y emocionalmente inestables que, según los antropólogos, es la misma vida que lleva la gente en algunos campamentos de caravanas en la América actual. Así que la próxima vez que vean a uno de los nuestros tambaleándose mientras le da patadas a la puerta del coche del vecino en un campamento de caravanas a eso de la una de la mañana, sólo tienen que recordar que no se trata de una reyerta, sino de una muestra más de la diversidad cultural. Las gentes de la frontera abrazan el calvinismo de manera fanática Todo comenzó como una reacción justificable en contra de la corrupta Iglesia Católica Apostólica Romana de antaño, cuando los dos Juanes —Knox y Calvino— fundaron la democrática organización de la Iglesia Presbiteriana, con Jesucristo como único primado. Tras fracasar en los esfuerzos por convertir el gobierno de Escocia en una teocracia, los presbiterianos escoceses se conformaron con su segunda peor alternativa: poner a Jesucristo como árbitro por encima de todo gobierno civil. A tal fin decretaron que cualquier gobierno civil sólo era legítimo mientras fuera un gobierno bíblico, y de este modo se reservaban el derecho de rebelarse contra cualquier gobierno que no se ajustara a dicha norma. Teniendo en cuenta el curso que han seguido las ideas teológicas, no cabe duda de que Calvino hizo un trabajo magnífico. Al otro lado del mundo y después de cuatro siglos, Calvino es el padre indiscutible del fundamentalismo cristiano en su versión norteamericana, el cual sigue aferrándose a las mismas conclusiones que antaño respecto a Dios y al gobierno. Sus descendientes

americanos de la frontera trabajan afanosamente para desmantelar los principales resortes de ese gobierno que tanto detestan, es decir la Constitución de Estados Unidos, y el movimiento del llamado «dominionismo» fundamentalista de los últimos treinta años ha llevado a cabo una acción política incansable con la idea de reemplazarla por su propia interpretación de la «ley bíblica». Hasta el momento esto es lo único en lo que no han tenido éxito. Aun así, Calvino saldría de un salto de su tumba y chocaría esos cinco si supiera el efecto que sus ideas han tenido en el imperio más poderoso del planeta. Si miramos atrás es difícil creer que una multitud variopinta de celtas de la frontera llegados a América pudieran lograr ninguna clase de objetivos. Sin duda parecían candidatos con pocas probabilidades cuando empezaron a emigrar durante las primeras tres cuartas partes del siglo XVIII, a menudo haciendo de lastre en los barcos que los transportaban. Ni más ni menos. Hasta los borrachos de la frontera servían para algo, y les habían encontrado un trabajo que no requería ninguna habilidad. Los barcos coloniales que venían de América cargados de semillas de lino para las fábricas de tejidos del Ulster tenían que regresar al nuevo continente, pero no podían hacerlo con tanto espacio vacío y tan ligeros de peso. ¿Qué mejor para una travesía de regreso que un cargamento pesado, y qué más daba que fuera de borrachos e indeseables si podía cargarse y descargarse por su propio pie, y más aún si los borrachos estaban dispuestos a pagar para servir de lastre? Así fue como esos indeseables habitantes de la frontera del Ulster llegaron a América, y aquí se encontraron con que ni los calvinistas ni los nuevos puritanos ingleses los aceptaban. Y es que éstos no sentían ninguna simpatía por las costumbres brutales que importaron, tales como emborracharse en la iglesia, y menos aún por su higiene personal, que dejaba mucho que desear. Pero había una diferencia más fundamental entre los borderers y los puritanos que seguían el modelo calvinista de Cotton Mather. A diferencia de los puritanos, las gentes de la frontera, aunque eran religiosos, no emigraron por motivos de esa índole. No llegaron a estas costas en busca de la democracia o huyendo de la realeza. Vinieron porque en el Ulster los alquileres y los impuestos eran demasiado altos y escaseaba el trabajo. Los escoceses del Ulster fueron uno de los grupos más explotados de su época, martirizados y exprimidos por los terratenientes hasta la última gota. Los trataban como a una mano de obra desechable, provocando que cada individuo se enfrentara con todos lo demás para sobrevivir en un exitoso modelo mercantil que ha sido emulado en Norteamérica hasta el día de hoy. De modo que resulta comprensible que casi no hubiera gratitud entre estas dos castas de escoceses. Pronto los pastores presbiterianos provocaron el disgusto de las instituciones coloniales inglesas en América por la manera en que soliviantaban a la manada de fieles pobres, cafres e ignorantes «bramando desde su púlpito contra los terratenientes y el clero, llamándolos extorsionadores de la renta y chantajistas del diezmo». Pasaron un par de décadas y los borderers volvieron a encontrarse en una zona de frontera: la frontera de la civilización occidental, que en aquel momento pasaba por el límite oeste de Pensilvania. Como era de esperar, estaban justamente donde se suponía que no debían estar, labrando la tierra y matando indios al oeste de las montañas Allegheny, desafiando la prohibición expresa del rey Jorge II. Con el paso del tiempo, sin embargo,

estos fanáticos luchadores se volvieron de suma utilidad para los aristócratas que deseaban conquistar las vastas tierras que les habían sido concedidas en las colonias. Por ejemplo, a partir de 1730 la élite de los colonos de Virginia procuró poblar las montañas Blue Ridge a fin de crear una barrera entre los indios y las plantaciones donde trabajaban sus esclavos, y para ello vendieron todo el valle de Shenandoah a los chiflados que estaban dispuestos a instalarse allí. Así fue como la élite virginiana, como Thomas Lord Fairfax y las familias Bird y Beverly, introdujeron a los borderers en ese rincón del mundo, junto con los fornidos germanos de Pensilvania. Las gentes de la frontera parecían más que contentas de esperar a los indios y más tarde a los franceses, a quienes mataban antes de que cruzaran las montañas, mientras los caudillos de Virginia amasaban fortunas que aún se conservan, entre otras cosas vendiendo tierras, sobre todo a los colonos germanos. Como podemos ver, desde el primer momento Virginia se especializó en la especulación del suelo y la urbanización, y hasta el día de hoy encontramos a los descendientes de aquellas primeras élites vendiendo de nuevo los campos y los bosques del valle a los compradores que se abren paso para llevar cada vez más lejos el caótico crecimiento suburbano. Pese a todo, los borderers ocupaban casi tantas tierras como las que adquirían legalmente, y no les importaba ahuyentar a tiros al cobrador de la renta. El joven oficial George Washington, en la época en que se estaban construyendo las defensas en Fort Loudoun, Winchester, como protección contra franceses e indios, dijo que la nuestra era una de las ciudades más ignorantes, mezquinas y depredadoras de toda la colonia, una tradición que hemos sabido mantener. A Washington no le gustaba nuestra gente y a nuestra gente no le gustaba Washington, ya que había cerrado muchas de las tabernas en las que acababan emborrachándose sus soldados. Eso no impidió que Washington penetrara en las montañas Allegheny, según contaban aquellas almas incultas —entre ellos mis ancestros—, para llevar a cabo un «ataque preventivo» contra las amenazadoras tropas francesas y los feroces paganos emplumados. Pocos años después, cuando el Washington elitista y especulador entró en política, se puso a regalar barriles de ron por nuestras calles, y así fue como el populacho formado por esos mismos winchesterianos sucios y mezquinos le eligió para su primer cargo público como miembro de la Cámara de los Burgueses (la primera asamblea legislativa de la América colonial). Lo que viene a demostrar que para nosotros no hay personalidad o idea política que no se pueda digerir con unas copitas, o en todo caso convertirse en algo aceptable con un poquito de retórica religiosa y una pizca de demagogia patriótica que haga alusión a la sangre de nuestros héroes y mártires. Eso todavía funciona. La repetida proyección de las imágenes de las Torres Gemelas y las decapitaciones que nos llegan vía internet son la clase de mensaje patriótico que una América empapada de la cultura fronteriza consigue entender. Como resultado de estos dos siglos y medio, los hijos de la clase trabajadora de cultura fronteriza, particularmente en el sur del país, han seguido siendo útiles para los ricos y la gente con ambiciones políticas, incluso para la mayoría de las familias primigenias y adineradas de la zona: los Byrd, los Lee, los Carter y los Glass. Durante la guerra civil, aunque no tuviésemos donde caer muertos, íbamos a morir de cien en cien para defender la esclavitud en beneficio de los dueños de las plantaciones (los esclavos, propiedad de la

élite, constituían el cuarenta por ciento de toda la riqueza del Sur). Más tarde, en la era de la discriminación racial legal amparada en la ley de Jim Crow, los borderers de Virginia éramos engranajes indispensables de la maquinaria política utilizada por Harry Flood Byrd para «mantener a los negros a raya», como decían ellos. Clausuramos las escuelas públicas de Virginia y enviamos a nuestros hijos a las escuelas improvisadas en los sótanos de las iglesias metodista, pentecostal y baptista durante la «resistencia masiva» de Harry Flood Byrd, que trató de impedir el éxito de la campaña de integración racial en las escuelas. Y en la actualidad todavía se puede contar con nosotros cuando hay que oponerse de forma beligerante a cualquier tipo de opresión por parte del gobierno, cosas de carácter tan opresivo como un programa de asistencia sanitaria para pobres, una política fiscal redistributiva en función de la riqueza (ninguna clase de impuesto es bien vista por la gente de la frontera), la ley que regula las prácticas laborales de las empresas, la ley que obliga al uso del cinturón de seguridad y las leyes para la protección del medio ambiente. La mayor parte de los primeros inmigrantes de la frontera se dirigieron a Pensilvania. Desde allí se dispusieron hacia el norte y el sur, y luego hacia el oeste, absorbiendo siempre las culturas con las que se encontraron en el camino. Los que fueron al sur se identificaron con el Sur durante la guerra civil. Los que fueron al norte se identificaron con la ideología de los yanquis, y, mientras tanto, se iba propagando su raza por toda la nación. ¡Y vaya raza! Cada uno de esos condenados era medio wampus cat y medio cherokee, criaturas que siempre han resultado fácilmente maleables y que hoy en día están la mar de contentos si pueden pagarle a cada musulmán que se lo merezca un billete al paraíso en forma de bala del cuarenta y cinco. Siempre están listos para embarcarse en la nueva guerra santa rumbo a cualquier costa en la que ondee una bandera pagana. Y es que, según nuestra mentalidad, ¿qué hay de malo en hacer que el mundo se arrodille ante un imperio pilotado por el fantasma de Calvino y ungido por la gracia de Dios? Puede que ustedes nos adoren o nos odien, pero en cualquier caso somos esa gente sentimental, testaruda y obsesionada con Dios que les dio a Johnny Cash, Andrew Jackson, Ma Barker, Ronald Reagan, Mark Twain, la música country, las carreras NASCAR, Edgar Alian Poe, John Hancock y Bill Clinton. No obstante, para lucirnos de verdad lo que necesitamos es una buena guerra, emocionante y sangrienta, una guerra en la que Dios, el patriotismo, la gloria y el caos se den cita en un plano superior. El descontento de los americanos con la guerra de Iraq no tardará en apagarse, como sucedió con el disgusto que provocó la guerra de Vietnam. Pero para cuando se prepare la próxima contienda volveremos a morder el anzuelo como unos pardillos, y seguirá siendo así mientras perviva un sistema que sustenta la ignorancia, el atriotismo y la militancia religiosa. Recibo algunos correos electrónicos desde Iraq, de un cristiano compañero de profesión que me felicita, y los reenvío a mis amigos progresistas, vecinos de ciudades liberales, quienes los descartan de inmediato por considerarlos puros rollos de un chiflado religioso. Pero lo cierto es que hay millones de chiflados como ése que ejercen su derecho a votar. Aquí va un extracto de un e-mail de un corresponsal de guerra designado por el gobierno de Estados Unidos y que escribe para el boletín informativo de la iglesia de Arlington, en Virginia, perteneciente a la congregación de la Asamblea de Dios. Es el dueño de una pequeña pastelería y uno de los cientos de fanáticos evangelistas

enviados a Iraq durante los últimos tres años junto con periodistas de verdad, un corresponsal de guerra nombrado por la Administración Bush. ¡Envío mis bendiciones para todos desde la tierra de Babilonia! ...Me fastidia mucho que estos combatientes anónimos no reciban el reconocimiento de los medios de comunicación [...] Los que trabajan en los medios son un hatajo de mentirosos, unas putas embusteras capaces de cualquier cosa con tal de frustrar a George Bush y desviarlo de su recto camino en la misión de liberar a esta gente del espíritu del Anticristo encarnado en Saddam y en sus malvados hijos, Uday y Usay [...] Sólo existen dos dueños y señores, la elección es nuestra. Podemos seguir a Jesús o al Demonio [...] Coge el teléfono y llama a esos periodistas de pacotilla que se lucran con el engaño, los del Washington Post, L.A. Times, N.Y. Times, la CBS y la CNN (la cadena de noticias comunista) y expresa tu desaprobación a esa sarta de mentiras [...] Como dice la canción, «conoces a Jesús y él te conoce a ti». Que Dios os bendiga a todos. Michael

Para que luego digan que no estamos librando una guerra santa. Desde la perspectiva de la clase trabajadora de los irlandeses-escoceses, el mundo siempre ha sido un lugar difícil, y va a peor. Para el tío o la tía que se dedican a instalar teléfonos o curran de reponedores en una selecta tienda de alimentación, la vida se reduce a lo siguiente: beber, rezar, combatir y follar. Y matar a los malos, claro. Puede que él o ella sean cristianos renacidos y puede incluso que no sean bebedores, pero en términos generales la ideología conservadora no difiere entre unos y otros. «La vida no es tan complicada, amigos. Así que basta de quejaros y a matar cabrones si hace falta. Y si no, también. Para que aprendan.» Parece que todos los idiotas pueblerinos sabemos ser crueles desde temprana edad. No me digan que de pequeños nunca le arrancaron el rabo a una lagartija y observaron cómo seguía retorciéndose... Eso es precisamente lo que George W. Bush y yo tenemos en común. Tal como lo ve la gente de color de todo el mundo, los blancos pueden ser muy sádicos, especialmente si se sienten amenazados – y así es como suelen sentirse respecto a cuanto los rodea en estos tiempos—. Pero si además se alimenta a ciertos idiotas de raza blanca con los incentivos adecuados, tales como la aprobación de Dios y el gobierno, el resultado son los linchamientos, Faluya y los atentados de Birmingham. Y, desde luego, Abu Ghraib. En este instante, mientras escribo esto, puedo suponer sin miedo a equivocarme que un compatriota de mi misma tribu está ahogando los gritos de un prisionero en alguna de esas prisiones secretas de las que dispone Estados Unidos por todo el planeta. En un nivel más cotidiano, mi gente podría estar en este preciso instante (como ya se ha visto en la CBS) matando a patadas y pisotones a cientos de pollos en la planta reprocesadora de Pilgrim's Pride de Moorefield, Virginia Occidental, no muy lejos de la ciudad desde la que escribo y en la que Lynndie llegó a tener un trabajo. Pensemos por un segundo en la imagen del cuerpo retorcido del joven homosexual Matthew Shepard en una valla cerca de la Universidad de Wyoming. Todo eso hay que incluirlo en la lista de nuestros trabajos manuales. Así somos nosotros, los currantes con cara de poco espabilados, hijos de los escoceses emigrados a Irlanda y después a Norteamérica, nacidos para matar a pisotones el pollo cuya pechuga nos comeremos, y hacerlo en los rincones más oscuros y deprimentes de este gran

país; nacidos para matar y morir en las carreras NASCAR, o en una trifulca casera después de haber pillado una buena cogorza, y cómo no, en las calles desérticas y polvorientas de los barrios pobres en los confines de nuestro imperio. Puede que los liberales urbanitas de clase media nunca nos reconozcan como sus hermanos, y mucho menos como sus humildes sirvientes, pero, como suelen decir los que están en la cárcel, somos carne de cañón. Cumplimos órdenes. Los liberales se niegan a reconocer que nosotros les hacemos el trabajo sucio, por no mencionar las palizas y los atracos que llevamos a cabo en el extranjero por el bien de la República —acciones de las que ellos se benefician materialmente mucho más que nosotros. Desde que nacemos se nos condiciona sobremanera para matar a esos «amarillos» y «monos del desierto», y a todo el que necesite una lección en cada momento particular de la historia y de acuerdo con los líderes de turno. Como muchos críos blancos de mi generación, apenas aprendí a caminar empecé a jugar a la guerra simulando que mataba japoneses, indios, alemanes, coreanos y zulúes (como los que salían en las películas Sbaka Zulú y Uhuru), interpretando a diversos personajes, como oficiales de caballería de Estados Unidos, vikingos al estilo de Kirk Douglas, soldados estadounidenses de la segunda guerra mundial, soldados de la época colonial y, por supuesto, soldados confederados. Como todos los chavales blancos, jugábamos con soldaditos de plástico a los que torturábamos con fuego, petardos, regueros de gasolina, queroseno y gas para encendedores, y si las cosas se ponían feas y había que recurrir a la bomba atómica, metíamos explosivos M-80 en los cubos de basura. Nos íbamos a dormir soñando con los alaridos de las bestias malvadas que habíamos mortificado a lo largo del día, todos esos japos y nazis enemigos de la democracia y de nuestro estilo de vida. Más tarde, convertidos ya en niñatos blancos de instituto, salíamos a dar vueltas en coche buscando bronca con cualquiera que fuera diferente: negros, marrones, forasteros o simplemente alumnos de otras escuelas. Ya convertidos en unos jovencitos, armábamos follón en las fiestas y los bailes, o en cualquier sitio, por el simple hecho de cruzar una mirada con otro borracho aburrido. Nos dábamos de hostias por las mujeres, por las bolsas de droga que no daban el peso, por las deudas de dinero y por supuestos agravios a nuestro honor, nuestras esposas, nuestras madres o nuestro modelo de coche —había piques entre los de Ford y los de Chevrolet—; en otras palabras, por todas las nobles causas de los white trash americanos. Así es como cargamos con la tradición pendenciera de los irlandeses de origen escocés y así nos pasamos la vida metidos en reyertas, tanto en los campamentos de caravanas como en los bares, de noche y de día, en invierno y en verano, hasta que finalmente llegamos a la cincuentena y acabamos perdiendo el entusiasmo (por no hablar del aguante) que siempre nos habían suscitado esos venerados deportes de frontera. Toda la bajeza en la que nos formamos se va puliendo hasta convertirse un día en una devoción homicida muy útil para la institución militar. Por eso, al alcanzar la edad militar (con doce años) somos capaces de hacer lo que hizo Lynndie England con cualquier ser humano desconocido. La mayoría de los soldados a los que envían a Iraq o a Afganistán, dadas las circunstancias de cansancio y estrés, parecen capaces de torturar al «otro» despreocupadamente, como un gato juega con un ratón. Que podamos hacer eso de buena gana y sin remordimientos es uno de los secretos más siniestros que subyacen a esa

mitología de los «héroes» que la industria cultural realza fervorosamente a través de las series bélicas más recientes. Cuando uno de los nuestros muere asesinado en Bagdad por un francotirador agazapado en un tejado, todos lloramos amargamente, unidos como hermanos fronterizos bajo un juramento ancestral de máxima lealtad y coraje. Así han ido las cosas desde que tengo uso de razón, y dudo que esto acabe hasta que se desmorone el imperio americano y el reinado del César, sea republicano o demócrata, no necesite a gente salvaje e idiota como nosotros. La bajeza pura y dura es un valor altamente cotizado en las legiones del César. No parece que a muchos americanos les importe haber enviado una jauría de cachorros feroces mezcla de pit bull y escocés del Ulster a una desértica nación de mala muerte, ni que esos mismos sujetos anden sueltos por la Casa Blanca, siempre y cuando sean nuestros propios pit bulls, los protectores de Wall Street y de los planes de jubilación 401K para la clase media. El problema es el siguiente: a los pit bulls les va la lucha encarnizada y no cejan hasta que el último perro está muerto. Limpiar la sangre del campo de batalla es tarea de razas más dulces. Ahora que está sentada en el catre de su celda en la prisión militar del ejército, Lynndie England ya no es la niña desamparada de las fotos de Abu Ghraib. «Huele a jabón. Se frota las manos constantemente y tiene las cutículas en carne viva. Se sujeta el pelo tirante con cuatro horquillas de carey, y ya le han salido algunas canas prematuras», escribe Tara McKelvey en su reportaje. Ha recibido visitas sólo una vez, y eso gracias a que McKelvey le ofreció la oportunidad a su madre, quien acudió acompañada de su hermana Jesse y su bebé Carter, el hijo de Charles Graner Jr., el soldado que hizo las fotografías que indignaron al mundo entero. Parece que incluso antes de que salieran a la luz, las fotos de Graner ya eran famosas dentro de prisión, más de lo que los jefazos llegaron a admitir. De hecho, aquella de la pirámide humana era usada como salvapantallas, según los investigadores militares. Que en un ambiente militar, superestricto por naturaleza, se sintieran tan relajados como para hacer una cosa así dice mucho sobre la postura de los superiores en esa prisión de Iraq. Nadie corre riesgos en una prisión militar llena de terroristas, y menos por simple diversión. Pero quizá sea algo que sí se hace por amor. O por la ilusión que produce el sentido de pertenencia. Lo cierto es que la chica del campamento de caravanas pegado al garito que está al borde de la carretera lo hizo. Y sea o no sea el Monstruo de Abu, en otros tiempos esa chica pasaba el rato con sus amigos en la heladería de Evan's Dairy Dip e incluso fue miembro de los Futuros Granjeros de América. Nadie de su familia obtuvo una licenciatura. Y si ella se unió al ejército fue porque quería dinero para la universidad. Dejó su trabajo en la infame planta procesa- dora de pollos porque allí «la gente hacía cosas malas. Y a los encargados les daba igual». Lo mismo que sucedía en Abu Ghraib cuando la gente hacía cosas malas. A aquellos jefazos tampoco les importaba. Así que Lynndie espera a que pase el tiempo de su condena como una prisionera de renombre. A diferencia de otros presidiarios, no está autorizada a arriar la bandera al final del día. Después de todo, alguien podría verla y hacerle otra foto. Y está claro que nuestro

imperio no necesita más fotografías de jovencitas de origen scots-irish demasiado dispuestas a complacer los deseos de cualquiera.

7 AQUÍ SE PERMITE MORIR Cuando la asistencia sanitaria entra en cuidados intensivos No a todos los que habitan en este rincón del mundo les preocupa el destino de nuestra Constitución, ni todos ellos son cristianos renacidos. Por ejemplo Dottie, nuestra cantante de karaoke favorita: por muy patriota que sea, nunca se ha parado a pensar en la Constitución y seguramente jamás ha pasado el tiempo suficiente en el banco de una iglesia como para impedir que se acumule el polvo en él. Pero aun así la ha pillado el diablo, y ahora vive en la ciudad de Romney, Virginia Occidental, en una de esas casas a mitad de camino del infierno en las que el Diablo da refugio a las almas perdidas hasta acabar de negociar con ellas. Cuando por fin le han concedido el Seguro de Incapacidad de la Seguridad Social, Dot vive en un «centro de atención residencial» de diez unidades. Con su característica actitud vital, Dottie le saca a esta situación el mayor partido posible, sobre todo porque al fin tiene una atención médica fiable y puede estar segura de que no la echarán a la calle. Ahora se pasa las veinticuatro horas del día respirando oxígeno a través de un tubo y hablando con Buddy, su pajarraco. Y entre un viaje al hospital y el siguiente, Dot aprovecha para seguir con su carrera de cantante de karaoke. Hace años solicitó una plaza en el centro sin decírselo a su marido. «De todos modos estoy pensando en divorciarme de ese cabrón perezoso. Me he enterado de que lleva años viéndose con una zorra. Yo me vuelvo a Romney. De hecho, allí es donde crecí.» Aunque no fuera cierto que Dottie creció en Romney, no resultaría sorprendente que haya acabado en un sitio como éste o en otro similar, un rincón escondido al que van a parar muchos trabajadores de la ciudad cuando ya están demasiado mayores y achacosos para seguir trabajando. Si bien los ciudades como Romney son típicas de la América profunda, los más sofisticados vecinos de Winchester, la hebilla reluciente del cinturón de la pobreza, siempre vimos Romney como un lugar deprimente situado en el fin del mundo, nuestro pequeño vecino tercermundista al otro lado de la frontera estatal. Así, en el gran orden global americano, Romney es como un pequeño pueblo de Bangladesh que sólo sirve para proporcionar a nuestra industria local mano de obra palurda y barata. Porque en Romney mismo casi no hay trabajo, tampoco en Fort Ashby, que es la ciudad más próxima. De modo que ese lugar no es más que un catre en el que sus habitantes se dejan caer cuando ya se han jubilado. Por otro lado, algunas personas ven en Romney un lugar que ofrece una posibilidad de vida tranquila y que se pueden permitir. Bendecido por la presencia de cuatro tiendas de

«todo a un dólar», es el sitio donde por 359 dólares pueden alquilar una casa —incluso por 250 si no son muy exigentes y buscan a fondo—, donde disfrutar de sus últimos días de aniquilamiento por medio del alcohol y del tabaco, noche tras noche, con apenas un salario mínimo. En fin, todo es una cuestión de perspectiva. Romney tiene una población de 1.975 habitantes. El 97 por ciento de ellos son más blancos que la barriga de un pez. Hay ocho mexicanos y diez hindúes; estos últimos son familiares de los médicos de la India que trabajan allí mismo. Más de un tercio de la población ya ha superado la edad de jubilarse, y el resto tiene que lidiar con el mismo ambiente de marginalidad provinciana en el que me crié. O sea que, por muy blancos que sean, se enfrentan a los mismos problemas que los barrios negros de las ciudades. Hay un alto índice de delincuentes que acaban encarcelados y una tasa de estudios universitarios bajísima, y una buena cantidad de niños son concebidos fuera del matrimonio. Tal como dijo una jovencita del lugar, es uno de esos sitios en los que «si eres tan buena chica que ni siquiera tienes un novio en la cárcel dirán que eres una esnob». Y en cuanto a los cuidados sanitarios, Romney cuenta con una especie de hospital (el Hampshire Memorial) y unos pocos médicos. Lo que nos lleva directamente al asunto de Dottie y el sistema sanitario, y a cómo los trabajadores pobres son dejados de lado en el momento en que ya no pueden trabajar. Hoy es sábado y Dottie habla conmigo por teléfono mientras mi mujer me mira mal porque estoy escribiendo al ordenador con una copa al alcance de la mano cuando son apenas las once y media de la mañana. Dottie saldrá para ir a la feria de artesanía en Kaiser. Como va en silla de ruedas, necesita de alguien que la empuje. Si bebo una copa más puede que el ambiente en casa de los Bageant se caldee tanto que lo mejor para mí sea coger el portante e irme a recoger a Dottie para llevarla a Kaiser. Ya me veo empujando esa silla de ruedas entre osos de ganchillo, calabazas pintadas y cazasueños de todos los colores. En fin, cualquier cosa con tal de pirarme de aquí. Una hora más tarde estoy en casa de Dot, observando cómo su cacatúa, Buddy, se pasea por encima, por debajo y alrededor del tubo de oxígeno y cómo se le sube a la cabeza mientras ella me habla: «Hay gente que dice que debería quitarme este oxígeno. Y yo les digo: ¿Por qué no te pones una bolsa de plástico en la cabeza e intentas respirar?». Dottie me descubre los entresijos del sistema sanitario de Romney: «Estos indios, pakis o lo que coño sean, llevan el hospital como si fuera un motel barato. Está sucio». Sabe de primera mano que los médicos no reparten analgésicos entre los pacientes cuando se supone que los pobres los necesitan. Hay que reconocer que es un buen truco en un lugar como éste, donde la mayoría de los pacientes son tipos duros de clase obrera sureña, para los cuales morder una bala durante una operación delicada es más que suficiente para resistir el dolor. «De todos modos —me dice Dot suspirando—, ya había echado un vistazo a nuestro hospital en www.healthgrades.com. Me salió por siete dólares.» Teniendo en cuenta su edad y la clase de la que proviene no es normal que Dottie esté tan familiarizada con internet, y sin embargo lo está a consecuencia de su inmovilidad. Se las apaña bastante bien para obtener la información que necesita, por no hablar de cómo ha ampliado su vocabulario a pasos agigantados. «¿Y sabes otra cosa? Me he enterado de que ese maldito

doctor turbante que me atiende ha estudiado sólo cuatro años en algún colegio universitario de Sudamérica.» Sin duda habrá lectores que esbocen una mueca de desagrado por ese término racista: «doctor turbante». Pero así es como habla la gente, y si usamos el racismo como excusa para no escuchar, tendremos que dejar de escuchar a media América. Además, palabrotas aparte, es una realidad innegable que doctores chapuceros del Segundo y el Tercer Mundo se trasladan a Estados Unidos a trabajar en sitios como Romney, Virginia Occidental y Winchester, Virginia. Así que si algún lector se siente especialmente molesto, le reto a que venga aquí la próxima vez que enferme de gravedad y se haga tratar por uno de esos doctores. Dottie continúa: «Voy a serte sincera, maldita sea: creo que estos médicos han venido a limpiar este país de viejos decrépitos. Para cargárselos en lugares apartados y a la vista de nadie. Nos tratan como si esperasen a que estiremos la pata de una vez y como si quisieran sacarnos dinero hasta el último minuto». Dottie habla por experiencia. Trabajaba en el hospital de Winchester y a menudo llevaba en camillas y sillas de ruedas a pacientes moribundos de entre ochenta y noventa años para hacerles un último escáner de los caros antes de que la palmaran. Una vez tuvo que acompañar a una enfermera que le hizo a un pobre desgraciado tres reanimaciones cardiopulmonares de camino a la sala en la que le realizó el último TAC para cargarlas a la cuenta del seguro. El hombre murió a los pocos minutos. La madre de Dottie, que ahora tiene ochenta y ocho años, vive en la residencia de ancianos del hospital, que ocupa la mayor parte del edificio. Su padre murió de neumoconiosis y su madre también padece esa enfermedad, entre otras, incluida la demencia (el típico diagnóstico apresurado que sirve para allanar el camino del papeleo e ingresar a los pacientes). Muchas esposas de mineros acaban contrayendo la neumoconiosis tras hacer durante años la colada de sus maridos, compartir el coche con ellos y vivir en una ciudad neumoconiótica. Durante bastante tiempo, los gastos de la madre de Dot se pagaron con un fondo de pensiones para los mineros del carbón. Pero alcanzó hace poco el límite de edad estipulado, de modo que el programa de seguro público Medicare —que le ofrece menos ayudas que el fondo de mineros— se ha hecho cargo de su cobertura médica. Como haría cualquier persona cuyos padres están ingresados en una residencia para gente de bajos ingresos, Dottie vigila constantemente los cuidados que recibe su madre. «Créeme, su médico no paso a verla ni una sola vez hasta que fui a hablar con él y le dije que moviera el culo», dice. A menudo las familias de clase trabajadora son tan respetuosas o cautelosas con los médicos que nunca los cuestionan. Pero no es el caso de Dottie. -Oiga, doctor – le dijo Dottie al médico cuando él mencionó la demencia de su madre como la posible causa de que ella no recordara las visitas—, no intente colármela. Usted no me asusta. Verá, mi madre recuerda las letras de todas las malditas canciones que ha cantado en su vida y puede mantener una conversación lúcida con quien sea. Puede ganarle una partida de naipes a cualquiera de los que están aquí, se acuerda de los nombres de todos sus nietos y de las fechas de sus cumpleaños. Si está aquí es porque se rompió la cadera, eso es todo.

—Verá, vi a su madre la semana pasada en el comedor. ¿Qué quiere que le diga? A mí me dio la impresión de que se encontraba bien. —¿En el comedor? Oiga, si se tomara la molestia de examinarla sabría que tiene neumonía y que le duele tanto la tendinitis que podría echarse a llorar. —¿Acaso está insinuando que cobro por un servicio que no presto? Ésas son acusaciones muy graves —dice él. Luego el médico se acerca a la cama de la mamá de Dottie, le pregunta a la anciana cómo se siente y enseguida sale y se pierde por el pasillo. Palabras como «acusaciones» siempre funcionan para impresionar a las personas trabajadoras y con menos formación. En esta zona cualquier cosa que suene vagamente legal les provoca un susto de muerte, pues todos saben muy bien que sólo darle los buenos días a un abogado ya cuesta más dinero del que pueden permitirse. Si los ricos acuden a los abogados para cobrar sus deudas o recuperar sus inversiones, los pobres lo hacen solamente si se enfrentan a una demanda por conducir en estado de ebriedad. En Norteamérica el estatus económico determina el estatus social. La mujer de un dentista recibe un trato diferente del que recibe su niñera. A menudo la gente como Dot es ninguneada y ofendida por médicos, abogados y administradores que ni siquiera son conscientes del trato despectivo que les dispensan. Si yo vistiera de manera informal y me comiera un par de letras de cada palabra que pronuncio, me pasaría lo mismo. Todo esto viene dictado, desde luego, por el acceso a una educación superior, algo cuyas posibilidades dependen en gran medida del estatus económico. El encuentro de Dottie con el médico de su madre me hizo pensar en la mía. La pobre vive en una residencia de ancianos en Winchester que retumba día y noche con gritos de “¡socorro! ¡socorro!”. Como cualquier persona que tenga a sus padres ingresados en un centro como ése, gano un sueldo medio, trabajo cincuenta y cinco horas a la semana contando los viajes, tengo una cónyuge con dos empleos a tiempo parcial y vivo en una casa vieja que es todo escaleras. Todos nos sentimos culpables por no poder acoger a nuestros padres en casa y cuidarlos como ellos cuidaron de nuestros abuelos, y nuestros padres no consiguen entender cómo es que apenas podemos sobrevivir siendo dos personas que trabajan un total de 118 horas a la semana. Pero así están las cosas. ¿O acaso conocen a alguien que se las arregle para quedarse en casa disfrutando de esta maravillosa nueva economía del desempleo y compartiendo con sus ancianos padres la labor de punto junto al fuego? Nos tronchamos de risa cada vez que oímos en la radio pública a esa gente de clase acomodada nacida durante la posguerra hablando de la importancia de «elegir la mejor residencia para nuestros mayores». Tanto la familia de Dot como la mía sólo podíamos elegir entre la residencia Hallmont de Winchester, que huele a una mezcla de mierda y producto de limpieza Pine-Sol, o la de Romney, que huele a pis y caca y nada más. Nosotros elegimos la que nos quedaba más cerca; recuerdo cuando empujaba a mamá en su silla de ruedas mientras ella no paraba de dar caladas a un Camel con filtro. Tal como le ocurre a la madre de Dot, la mía rara vez le ve la cara al médico, a menos que algo vaya demasiado mal. Como si se tratara de una casa en ruinas alquilada por un especialista en barrios depauperados, estos centros son simplemente espacios que permiten a sus propietarios,

médicos y administradores de los seguros de salud, forrarse a costa del enfoque que nuestro gobierno le da al asunto de la asistencia sanitaria. Actualmente, la mayor parte del dinero —o quizá todo— de estos establecimientos de tipo medio proviene del gobierno en forma de pago a los seguros Medicaid y Medicare por los servicios que cubren —lo que incluye absolutamente todo, desde los procedimientos médicos rutinarios hasta la extirpación de una uña del pie por el podólogo y las dietas especiales de los nutricionistas—. La dependencia de estos pagos es mayor en las zonas rurales y las áreas urbanas de clase trabajadora que en las localidades de gente adinerada, en muchas de las cuales los seguros médicos se las apañan para recibir una cuota de reembolso desproporcionadamente alta por parte del gobierno. Medicaid fue creada en los años sesenta para hacer frente a las necesidades de los norteamericanos sin seguro médico menores de sesenta y cinco años, mientras que Medicare contribuía a cubrir los gastos sanitarios de todos los norteamericanos mayores de esa edad. Pero la nueva economía del desempleo que le dio alas a Wall Street nos dejó con 45 millones de ciudadanos sin seguro médico, aumentando así la lista de afiliados a Medicare, que pasó de 33 a 56 millones de personas entre 2001 y 2005. Esto vino acompañado de la casi total destrucción del sistema de hospitales públicos y centros de salud por obra y gracia de los recortes presupuestarios llevados a cabo en todos estos sistemas de protección social por parte de la Administración Bush, y el crecimiento de la red de falsos «hospitales sin ánimo de lucro». Ahora bien, pese al hecho de que Medicare y Medicaid atienden de una forma u otra a 87 millones de personas, el presupuesto sanitario de la Administración Bush para 2007 exigía una reducción drástica de 10.000 millones de dólares en los fondos destinados a Medicaid y Medicare, para preservar así su «solvencia». Es cierto que estos programas, en 2006, absorbieron 417.000 millones de un presupuesto nacional de 2.338 billones de dólares. Pero también es cierto que el Pentágono se llevó 419.000 millones de dólares, y hasta ahora nadie parece haberse preguntado cuál es la solvencia de nuestro programa de Defensa. Cuando se trata del reparto del presupuesto de los servicios sanitarios, parece que al gobierno le trae sin cuidado que el personal de los centros de salud esté integrado por analfabetos funcionales. Lo único que importa es que cada centro sea un lugar donde se autoriza a la gente a morir. Un centro con treinta y cuatro camas como el Hampshire Memorial de Romney llega a ingresar fácilmente entre dos y tres millones de dólares al año. Puede que no parezca gran cosa, pero si el director comercial es un poco listo, una suma así proporciona un buen nivel de vida a sus médicos y demás empleados. «Ya sabes que estaba muy orgullosa de nuestro hospital —recuerda Dottie—. Yo crecí aquí y todavía me acuerdo de cuando lo inauguraron en 1959. Yo fui la cuarta paciente. Y más tarde parí a tres de mis hijos allí mismo. ¡Ah, ese hospital era el mejor! Siempre luminoso y limpísimo. Gente que jamás en la vida se había hecho radiografías se las hizo allí por primera vez. Los granjeros venían a hacerse sus primeros análisis de sangre y para ponerse la antitetánica. Teníamos dos médicos. El doctor Brown y el doctor Brown, eran hermanos. Sus hijos se criaron aquí mismo. Esos dos sabían más de medicina que cualquier doctor de los de hoy en día. Ahora la mitad de los hospitales se han convertido en cagaderos rentables que se hacen pasar por residencias para la tercera edad. Nadie quiere poner un pie

en esos sitios a menos que sea cuestión de vida o muerte. Y a veces ni siquiera en esas circunstancias.» El ala del edificio donde se encontraba el hospital todavía se conserva, pero ahora no es más que la antesala de camino a la unidad de enfermos de larga duración. No vi a ningún recepcionista. Finalmente intercepté a un celador que pasaba por allí y le hice un par de preguntas acerca del hospital. «No, qué va, aquí ya no hacemos partos ni ofrecemos atención médica —dijo—. Para eso la gente va a Winchester o a Cumberland, Maryland. Ahora bien, si viene alguien que ha sufrido un accidente de coche, lo atendemos.» La mejor palabra para describir este sitio es «geriátrico». Así que, si a Dottie le falla el corazón, se la llevarán en ambulancia a unos cincuenta kilómetros de distancia, hasta el Winchester Medical Center, asistida por una pareja de voluntarios. El pequeño hospital del que Dottie guarda gratos recuerdos, aquel en el que nacían todos los bebés de la ciudad y en el que años más tarde los operaban de apendicitis, no estaba en manos de indelicados doctores hindúes. El Winchester Medical Center y otros hospitales de la región lo dejaron vacío y sin vida, y la gente de Romney como Dottie se quedó cavilando en su edificio abandonado de la misma manera en que los habitantes del desierto se quedan pensando en las misteriosas mutilaciones de su ganado. Una víctima más de la inmensa red de hospitales americanos «sin ánimo de lucro». Apenas el dieciséis por ciento de los hospitales americanos son oficialmente un negocio. Cerca del ochenta por ciento de las camas son propiedad de los llamados «centros hospitalarios sin ánimo de lucro», que por lo tanto tienen un enorme poder en el mercado. (Estos interesantes datos, junto con otros no menos sorprendentes, se pueden encontrar en el excelente libro de Maggie Mahar, Money-Driven Medicine: The Real Reason Health Care Costs So Much [«La medicina gobernada por el dinero: la auténtica razón de que la sanidad sea tan cara»].) ¿Cómo es que los hospitales sin ánimo de lucro se han vuelto tan mayoritarios? Pues porque en los últimos veinticinco años una gran cantidad de clínicas privadas se han pasado al bando de los hospitales sin ánimo de lucro, ya que resulta mucho más lucrativo. Ganan miles de millones sin tener siquiera que ocuparse de gran parte del trabajo que los ciudadanos asocian con la auténtica labor sin ánimo de lucro. Lo mejor que se puede decir de ellos es que están en el negocio de los bienes raíces y la evasión de impuestos. Así es como funciona: abres un hospital libre de impuestos en un barrio bonito, justo en medio de una población próspera en pleno proceso de crecimiento, como el condado de Frederick, Virginia, el mismo donde se encuentra nuestra antigua ciudad de Winchester. Como es un hospital sin ánimo de lucro, está exento de pagar los impuestos locales y estatales de bienes inmobiliarios. De modo que, mientras no paras de ganar dinero vendiendo atención médica, el valor del inmueble siempre en alza incrementa tus activos de forma constante. Pero lo mejor de todo es que los hospitales sin ánimo de lucro también están libres de los impuestos sobre las rentas de las sociedades, y esa exención tributaria es especialmente valiosa para los hospitales situados en zonas adineradas, ya que ahí las ganancias son muy elevadas y la propiedad se cotiza mejor. Al mismo tiempo, estos

hospitales atraen cada vez más a pacientes que están cubiertos por un buen seguro médico y apenas si atienden a unos pocos no asegurados. Con un estrategia genial como ésta pronto se ven sentados sobre una montaña de billetes, y eso que en principio no podían obtener beneficios. Naturalmente lo primero que les pasa por la cabeza es ampliar el negocio. Así que invierten el dinero que les sobra para arrebatarles la cuota de mercado a los hospitales vecinos, absorbiendo aún más dinero médico, creciendo cada vez más en la región y dejando a los pequeños hospitales de las pequeñas comunidades como Romney la unidad de cuidados intensivos. Luego está el tema de dar asistencia médica obligatoria a personas indigentes. Aunque éstos son hospitales sin ánimo de lucro que no pagan impuestos, de ningún modo son hospitales de beneficencia, y los primeros en reconocerlo son sus directores. Al igual que las clínicas privadas, nunca se instalan en zonas donde los clientes no puedan pagar por el servicio. Y tienen la suerte de preservar legalmente el rango de hospitales libres de impuestos con sólo tratar a unos pocos pacientes pobres cada año, a condición de que además ofrezcan cosas como grupos de apoyo para diabéticos y otros servicios de información de bajo coste. Otra manera de librarse de sus obligaciones para con los pacientes pobres es montar un complejo de salud de esos con balneario, gimnasio y toda la pesca. Así que si un diabético sin una perra en el bolsillo sobrevive a un choque insulínico y puede afrontar los pagos de la tarjeta empleada en la visita a urgencias, se le invita a unirse a un numeroso grupo de personas como él en el centro comunitario, donde le dan a una charla informativa sobre salud e incluso se le entrega un folleto gratuito, por cortesía del laboratorio farmacéutico líder en el mercado. Si el pobretón vive en Winchester, o se molesta en trasladarse desde Romney, puede que acabe dándose de narices contra el cristal de nuestro complejo de deporte y salud, un gigante de diecisiete millones de dólares y 6.000 metros cuadrados, con piscina olímpica y una pista de atletismo, que pronto será emplazado en el campus del colosal Winchester Medical Center, perteneciente a la cadena de hospitales «no lucrativos» Valley Health. La verdad es que con 170 millones en metálico y otros activos, ¿qué otra cosa se puede hacer sino expandirse y dejar fuera del negocio a la franquicia Nautilus and Gold's Gym? La casa matriz Valley Health prevé que el complejo de deporte y salud que ha construido pueda haberse pagado completamente después de su segundo año (no hay que preocuparse por la amortización de la deuda si tienes 170 millones en metálico) y después del tercer año «dará unos rendimientos anuales de 1,3 millones de dólares». Dena Kent, directora ejecutiva del área de salud de la empresa, dice que todo forma parte del interés por acercarse más a la gente. Puede que Valley Health se esté acercando, desde luego, pero lo cierto es que cuando retira la mano la cartera del paciente pesa ochocientos dólares menos: la cuota estándar por sacarse un seguro de pago en esa institución. Si al menos tuviésemos sentido común, algo nos diría que ese dinero debería utilizarse para brindar atención médica a los indigentes o para reducir los costes sanitarios, y no para llevar a la ruina a millones de personas. En el camino de regreso de Romney a casa, justo antes del solsticio de invierno, el castañeteo de mis dientes en la fría oscuridad me hace pensar en la pobreza y la muerte. Si

uno es un obrero blanco con más de sesenta tacos y vive en lugares como la vieja ciudad de Winchester o la mísera ciudad de Romney, tiene muchos miedos inconfesables. Uno de ellos es terminar en una de esas residencias para ancianos. Otro es acabar arruinado por las facturas médicas mucho antes de empezar a babear incontroladamente. Las facturas médicas podrían hacer que la propia vivienda pierda todo su valor mientras uno todavía está pagando la refinanciación que pidió para pagar otras facturas. No son miedos injustificados. Les diré que, al igual que la mayor parte de los hospitales regionales de esta clase que se encuentran en el corazón del país, el Winchester Medical Center es el mayor generador de bancarrotas de nuestra zona. En Estados Unidos las facturas médicas son la principal causa de quiebra personal para la gente que carece de seguro de salud. La mitad de los no asegurados debe dinero a los hospitales, y en un momento u otro un tercio de ellos acaban siendo perseguidos por las agencias de cobros, que no dudan un segundo en demandarlos incluso por una suma de apenas cien dólares. En 2005, un estudio de la Universidad Harvard reveló que el cincuenta por ciento de los expedientes de quiebra personal eran consecuencia total o parcial de los desembolsos para gastos médicos, y esto supone un incremento del 2.200 por ciento desde 1981. La deuda media de los individuos que tienen que pagar a los médicos de su propio bolsillo y que han terminado declarándose insolventes es de 12.000 dólares. En Estados Unidos cada treinta segundos alguien se declara en bancarrota como consecuencia de un problema de salud grave. Todos estos datos son más que trágicos, por supuesto, pero he aquí la auténtica ironía: el 68 por ciento de esos ciudadanos que se declaran en quiebra cuentan con un seguro de salud. Y es que en la actualidad las cuotas adicionales, las deducciones y los gastos sin cobertura son tan elevados que el seguro que les paga la empresa donde trabajan no necesariamente los salva de la ruina, sobre todo cuando se acercan a la jubilación y sufren los problemas de salud que acompañan a la edad. A los sesenta años empieza para todos ellos una cuesta arriba de cinco años de trabajo duro y desesperación, a fin de alcanzar la cima de la Seguridad Social y su ingreso en el sistema Medicare, en el que pueden permitirse morir sin acabar irremediablemente arruinados. A las nueve de la mañana de un sábado Woody McCauley murió como lo hacen un buen número de norteamericanos: sentado en el retrete y a causa de una insuficiencia cardíaca. (El movimiento de los intestinos es más estresante para el organismo de lo que uno puede imaginar.) Dos de sus nietos, un niño de seis años y una chica de trece, estaban en la casa cuando ocurrió. La chica se llama Alyssa y recuerda que su abuelo «rugía como un león» en el momento de la muerte. «De verdad que daba miedo.» Woody sólo tenía sesenta y nueve años. Su nombre real era Elwood, pero a su regreso de la guerra de Corea la gente empezó a llamarle Woody y así se quedó. Había estado un año allí y de todo aquello recordaba: «Cada día me salvaba de morir acribillado o congelado, y todo para que algún general de Washington pudiera mantener una chincheta en un jodido mapa». Después de haberse pasado el año entero intentando dormir durante los ataques con morteros, el primer empleo que le ofrecieron a su regreso, como camionero de distancias cortas para una distribuidora de productos de alimentación, le pareció tan bueno que lo conservó el resto de su vida.

Cuando empezó a trabajar, el seguro médico era casi gratuito, aunque el coste iba subiendo regularmente. Woody estaba contento con su trabajo. «Empecé cobrando un dólar veinticinco la hora, luego mi salario fue aumentando cada año.» Cuando se jubiló ganaba más de nueve dólares la hora, y eso le bastaba para no sentirse pobre. Veinte años antes de su jubilación, Woody había empezado a sufrir de diabetes y en aquel entonces tenía un seguro que le cubría la mayor parte de los gastos médicos. Una vez reunidos los requisitos necesarios para optar a Medicare, aún debía seguir pagando de su bolsillo más o menos lo mismo, sólo que eran gastos por otras atenciones médicas. Un mes después de cruzar la línea de meta, cuando por fin podía quedarse en casa a gusto durmiendo hasta las nueve, sufrió un infarto grave, complicaciones con la diabetes e hipertensión y le diagnosticaron una enfermedad congénita del corazón que hasta entonces no le habían descubierto. Durante los tres años siguientes pasó la mayor parte del tiempo sin salir de su habitación. Cuando se sentía bien escuchaba los discos antiguos de Jim Reeves, leía la Biblia comentada y miraba en la tele las series Buckmasters y Texas Deer Hunter. Aunque no salía a cazar, se aseguraba de engrasar y pulir las armas, que guardaba bajo llave, como un vikingo afilaría su espada la mañana de su último día. Puede que quisiera tener las armas en condiciones para cuando fueran entregadas como herencia. En medio de estas actividades, Woody comía cosas que no le estaban permitidas. Los bombones de chocolate Milky Way fueron sus más terribles verdugos, aunque se podrían mencionar muchos más. Pero lo que de verdad hacía que Woody se sintiera de puta madre eran las visitas de sus nietos; sólo en esas ocasiones tan especiales salía de su habitación, aparte de las numerosas veces al día en que tenía que ir a mear por efecto de los diuréticos. Cada vez que Woody regresaba a su habitación se topaba con un cartel brillante, amarillo y negro, pegado en la puerta, que decía: no resucitar (un aviso poco estimulante, la verdad). Se trataba de un aviso para los enfermeros de urgencias, exigido por el estado de Virginia en los casos en que los pacientes no quieren que los entuben, les introduzcan chismes por todo el cuerpo, o les peguen cosas con pegamento, ni que los dejen en compañía de aparatos de esos que emiten los últimos pitidos que uno va a oír en vida. «Ese pegamento me da ganas de vomitar», decía Woody. En cualquier caso, no sobrevivió al viaje en ambulancia rumbo al hospital. Y si algo llegó a oler antes de morir fue el tufo del caucho quemado de los neumáticos por efecto del hielo cuando la ambulancia quedó atascada en la nieve en el camino lleno de baches que conduce a su casa. Pero al menos urió convencido de que la Seguridad Social y Medicare cubrirían las necesidades básicas de su esposa, Ruth. Seis meses más tarde Ruth, que llevaba veinte años con un grado de parálisis considerable porque habían tenido que extraerle varias vértebras, enloquecía de dolor a causa de los constantes problemas por culpa del progresivo hundimiento de la vivienda modular de cien metros que ya casi habían terminado de pagar. «Trabajas toda la vida para tener una casa propia, y ni siquiera dura hasta que te mueres», decía ella. En el caso de Ruth «toda una vida de trabajo» supone un total de cincuenta y dos años. Empezó a la edad de quince, después de convencer al gobierno de que tenía dieciocho y así poder entrar a trabajar en el astillero naval de Norfolk con una de sus hermanas mayores. A

partir de entonces pasó de una fábrica a otra, en su mayoría industrias de conservas y de confección, hasta que su pierna izquierda comenzó a atrofiarse doblándose hacia dentro, impidiéndole permanecer de pie más de quince minutos seguidos. Así que empezó a ganar algún dinero con el «cuidado de niños», como hacía mucha gente antes de que aparecieran las guarderías. Solía ocuparse de tres niños al mismo tiempo, y la verdad es que le alegraban bastante la vida mientras sorbían ruidosamente sus refrescos y correteaban con el perro por el herbazal donde estaba instalada la casa modular. Sin embargo, sin Woody todo se le hace muy cuesta arriba. Ruth pensaba en vender la casa. Pero pese al boom de la vivienda su casa se había desvalorizado casi por completo, ya que por mucho que pintara los paneles de fibra de madera, seguiría siendo una casa de cartón que se había ido pudriendo en menos de veinticinco años, porque cada nuevo invierno se va filtrando más y más humedad por todas partes, y los malos materiales del tejado se van hundiendo bajo el peso de la nieve. Y, encima, el terreno donde la habían montado no valía ni un centavo, entre otras cosas porque carecía tanto de alcantarillado como de fosa séptica (el vendedor sabía cómo evitar los controles), y por lo tanto no se podía emplazar en él una nueva vivienda. Por si todo lo anterior fuera poco, las leyes de recalificación del suelo están llevando las nuevas zonas urbanizadas lejos de aquella zona del condado, hacia las tierras que son propiedad de los especuladores que ejercen su influencia sobre el consejo comarcal, lo que significa que ni el agua corriente ni el alcantarillado llegarán jamás al terreno de Woody. Eso lo convertía básicamente en una parcela agrícola sin ninguna utilidad y con una choza desvencijada en medio. Y es que las oleadas de prosperidad que nos han vendido apenas alcanzan a unos pocos norteamericanos, mientras que la gran mayoría sólo las ven pasar desde lejos. Claro que jamás lo sabremos por los periódicos. En las secciones de «negocios» y «sociedad» siempre sacan y citan a los ganadores; ni un solo perdedor. De modo que ahí estaba Ruth, atascada hasta nuevo aviso, viendo cómo las facturas de la calefacción aumentaban en invierno y el aire acondicionado se encarecía durante el verano, contemplando una casa que se iba desmoronando y esperando a que su hijo tuviera algo de tiempo para venir a cortar los hierbajos que una vez fueron un bonito césped. En aquel entonces Ruth vivía con una mensualidad de 756 dólares que cobraba de la Seguridad Social y rogando para que Medicare siguiera en pie. Eran los frutos recogidos después de más de medio siglo de trabajo. En teoría ella tenía que apañárselas. El importe total de sus gastos mensuales ascendía a 645 dólares. He aquí su presupuesto: 200 dólares hipoteca 160 dólares comida 40 dólares servicios públicos 65 dólares cuota de Medicare Plan B 75 dólares promedio de la calefacción 40 dólares teléfono 65 dólares medicamentos para la hipertensión

Le quedaban 111 dólares para vestirse, gastos del dentista, revisión del oculista y las gafas, pagar chequeos médicos y análisis, y un montón de cosas más. Podemos decir que en el mejor de los casos su presupuesto era una barca precaria que apenas le permitía mantenerse a flote. Cualquier gasto extra, como que se le estropeara la estufa de petróleo, bastaba para hundir la barca. Con unos ingresos adicionales de otros trescientos dólares al mes de la Seguridad Social, todo habría sido muy distinto. Al fin y al cabo, había cotizado lo bastante como para justificar por lo menos otros quinientos. Pero ella nunca podría haberlo previsto, y en cualquier caso tampoco hubiera conseguido una jubilación más digna, teniendo en cuenta el tratamiento injusto que la Seguridad Social da a la mayoría de las mujeres que han trabajado y cotizado toda su vida. El problema radica en que el programa de la Seguridad Social fue concebido para el modelo familiar vigente en los años treinta, época en la que dos tercios de las mujeres se quedaban en casa mientras sus maridos iban a trabajar. En la actualidad, sin embargo, sólo una de cada cinco mujeres es ama de casa, y dos tercios de las familias son de «doble ingreso», muy probablemente porque hoy en día se requieren dos trabajos como mínimo para pagar la casa, o bien porque sale por un pico llevar una vida medianamente mejor. Lo normal sería que una mujer que se retira después de haber fichado y cotizado toda su vida, año tras año, tuviera unas prestaciones superiores (o al menos no inferiores) a las que percibe una esposa que se ha quedado en casa hasta la edad de jubilarse. Pero no es así, está claro: las mujeres trabajadoras casadas que cotizan en la Seguridad Social no reciben mayores prestaciones que las que nunca cotizaron. Así es como está montado: al jubilarse una ama de casa puede cobrar una «prestación conyugal» que asciende al cincuenta por ciento de la jubilación que cobra su marido. El sistema de pensiones le da un trato decente porque en 1935, año en el que fue creado ese sistema, esa mujer representaba la norma. La mujer trabajadora casada puede elegir al retirarse entre cobrar una jubilación basada en sus propias aportaciones realizadas a lo largo de su vida laboral u optar a las prestaciones conyugales, según le convenga. Lo más probable, teniendo en cuenta que siempre ha ganado menos que su marido, es que elija cobrar la mitad de la jubilación de su cónyuge —el equivalente a lo que cobra una mujer que nunca ha trabajado—. Así que Ruth —e incontables mujeres como ella— ha pagado una montaña de impuestos sobre la renta a lo largo de décadas sin recibir gran cosa en compensación. Los investigadores del National Center for Policy Analysis (Centro Nacional de Análisis de la Política) han sacado a luz cifras realmente alarmantes: «Si el segundo cónyuge de una pareja integrada por dos personas de veinticinco años con estudios secundarios ingresa en el mercado laboral y trabaja a tiempo completo, las retenciones sobre la renta previstas para la pareja aumentan a lo largo de su vida en un 74 por ciento, mientras que sus beneficios para futuras prestaciones sólo aumentarán en un 17 por ciento». Las mujeres mayores dependen de la Seguridad Social más que los hombres. Entre otras cosas, ellas son muchas más: representan el 67 por ciento de todos los que viven de los fondos de la Seguridad Social, 27 millones de mujeres en total. De éstas, 24 millones viven exclusivamente de las prestaciones de la Seguridad Social, cuyo importe las sitúa por debajo del umbral de la pobreza, sobre todo a las que comienzan a recibir esas prestaciones después de vivir toda la vida por debajo del mismo. Sólo el trece por ciento de las mujeres

mayores que cobran de la Seguridad Social disponen de otros ingresos, como pensiones, y la mayoría de ellas pertenecen al veinte por ciento de los americanos con mayores ingresos. Había empezado a escribir: «Y las pensiones de esas mujeres por lo general son más bajas que las de sus maridos...», pero me he acordado de que las pensiones son un asunto discutible para los trabajadores de ciudades como la mía. Aquí nunca nadie ha cobrado una pensión por haber trabajado en cosas como extraer el corazón de las manzanas, llenar latas de lubricantes o hacer el reparto en camioneta para una tienda de comestibles. Se trate de hombres o de mujeres, la Seguridad Social es el problema nacional más importante de América. Afecta de manera directa a millones de vidas. Y sin embargo sólo esos días en los que no tienen nada nuevo que contar —cuando no detienen a Britney Spears por conducir sin haber colocado a su bebé en la sillita reglamentaria o cuando ningún coche bomba estalla en Bagdad— los medios se acuerdan de la Seguridad Social. Entonces aparecen los expertos, los presentadores y los analistas financieros y nos hablan de una «crisis de solvencia», nos dicen que los días del sistema público de la Seguridad Social están contados, y que hará falta «coraje político» para que los miembros del Congreso «acuerden una solución para la crisis». Pero ninguno de esos pronunciamientos tiene mucho que ver con el quid de la cuestión. Cualquiera que se tome la molestia de leer algo más que esas recalentadas frases hechas que sacan en los telediarios sabrá que, aunque el sistema esté amenazado, aún faltan años para que reviente y aún queda tiempo para remediar el problema. El debate entre republicanos y demócratas no es una búsqueda de «compromiso bipartidista», sino más bien un enfrentamiento ideológico que comenzó cuando el presidente Franklin D. Roosevelt creó el programa de la Seguridad Social sobre todo como una tapadera para ocultar una crisis nacional (ya habían comenzado los disturbios en las calles). Desde entonces los ideólogos conservadores más acérrimos no han dejado de disparar a mansalva tratando de cargarse la Seguridad Social: Alf Landon fue el primero, en 1936, seguido de muchos otros con las pelotas necesarias para atacar el programa social más popular de América, entre ellos Barry Goldwater y Milton Friedman. La Seguridad Social crea debilidad moral y dependencia, sostienen los conservadores. Hace tambalear los cimientos de la disciplina, que es la base de toda moral, nos dicen. Y desde luego nunca mencionan el hecho de que si ellos pudieran apropiarse de los fondos del programa e invertirlos en sus propias empresas lo harían, porque de esa manera podrían enriquecerse aún más. Mientras tanto los demócratas, al menos públicamente, aseguran ser partidarios de la filosofía de Roosevelt consistente en la redistribución de las rentas: que los ricos ayuden a los desfavorecidos, que cada generación ayude a la anterior a encontrar la tranquilidad y el reposo en la vejez, y al diablo con esa historia de la supervivencia de los más fuertes y esos rollos de la inversión privada. En todos estos años nunca ha habido un compromiso bipartidista ya que la ideología, por naturaleza, no se presta al compromiso. La privatización del sistema fue simplemente la tentativa más reciente de hacerse con el dinero, la alegre promesa a los trabajadores norteamericanos de que con su participación en los fondos privados de PENSIONES ellos también podrían ganar dinerales jugando en la Bolsa, como los amos de sus empresas. Una vez más, a los republicanos los hechos les han bajado los humos. Por suerte para ellos, su

intento parece haberse perdido en el agujero de la memoria, y puede que nunca tengan que pagar un precio político por ello. Siempre pueden volver a cortar UN jugoso filete de Medicare y seguir con el estofado ideológico, mientras Dottie se pregunta qué fue del pequeño hospital de su ciudad, mientras Ruth se ahoga en la pobreza con un vieja estufa de petróleo atada al cuello. Como Ruth no podía sacarle partido a la casa, se la vendió a su hijo Robert, trabajador de la construcción, por 5.000 dólares. Una decisión que tenía su lógica: él se encargaría de reparar los desperfectos más graves, y más adelante construiría otra casa sobre el mismo terreno y derribaría la vieja. Mientras tanto, Ruth podría quedarse en su casa y pagar a plazos una nueva estufa y las facturas pendientes. Pero el destino entró por la puerta y desbarató de una patada todos sus planes. Ruth tenía un grave problema de insuficiencia cardíaca del que nunca se había recuperado y por el que requería mucha más atención de la que cualquiera de sus chicos podía darle, ya que todos ellos trabajaban a tiempo completo. Hasta que llegó ese día temido en el que sufrió una mala caída en la cocina, tras la cual se quedó tendida en el suelo durante ocho horas con la esperanza de que su hijo hiciera una parada en el camino del trabajo a casa. Aunque Ruth no se rompió la cadera, los médicos dijeron que era evidente que había sufrido un derrame cerebral y por tanto parecía conveniente internarla en una residencia con atención médica o incluso en una residencia con servicio de cuidados intensivos las veinticuatro horas del día. Pero pese a las necesidades de la población, en la zona Y sus alrededores hay muy pocas residencias y cualquiera de ellas cuesta como mínimo 3000 dólares al mes. En fin… Una residencia privada de 5.000 dólares estaba más que descartada. Además, para una familia de clase trabajadora ese margen de 2.000 dólares tampoco es como para considerarlo. Porque cualquier cosa que costara más de 400 dólares al mes, aunque el gasto se repartiera entre los dos hijos, para ellos sería como pagar un millón de dólares. Si su madre requería de cuidados médicos, debería recibirlos en una residencia en la que aceptaran Medicare. Pero la mayoría de las residencias privadas tienen un número muy limitado de camas para Medicare. Esto supone una competencia reñida y un montón de papeleo sólo para conseguir un lugar en la lista de espera. Ruth tuvo suerte, si se la puede llamar así. Una suficiente cantidad de personas mayores la palmaron en aquel momento y esto le permitió conseguir una cama en menos de dos meses. El hecho de que Ruth todavía pudiera andar y estuviera en sus cabales era un serio inconveniente. Y es que las residencias no reciben financiación por los pacientes que también podrían estar en un centro de atención residencial, lugares que resultan demasiado caros para las familias de trabajadores y que no abundan en poblaciones como ésta. Por eso la familia de Ruth mantuvo varias reuniones con los médicos y con el director de la residencia, y después de mucho papeleo creativo a Ruth se le diagnóstico demencia. Eso suponía que la familia debía pagar unos doscientos dólares al mes por los gastos que no cubría Medicare, pero aun así respiraron aliviados. Consiguieron ingresarla en la residencia.

La demencia es a menudo el camino más fácil para las familias desesperadas que necesitan ingresar a sus mayores en alguna clase de institución antes de que se rompan la cadera o dejen caer una colilla encendida en el cajón del tocador justo antes de dormirse, como hizo mi madre. Qué les voy a contar, la mayoría hemos pasado por eso. Los hijos y los nietos de Ruth iban a visitarla regularmente, y, al igual que la mayoría de los residentes con alzheimer o afectados por un derrame cerebral, ella siempre les suplicaba que la sacaran de allí. La diferencia entre Ruth y la pobre anciana del pasillo que entraba en la habitación y la insultaba acusándola de tener escondido a su difunto marido en alguna parte era que Ruth sabía que ella no había escondido a nadie y que no estaba senil. Y una semana tras otra ella les exponía sus razones a sus hijos, tratando de convencerlos de que no padecía demencia. Pero la familia se veía obligada a ignorar tanto sus alegatos como sus súplicas, ya que no había otra alternativa si querían que recibiera cuidados médicos. Todos salían hechos polvo de cada visita. Ni siquiera se alegraron cuando se llevaron a Ruth a casa para Navidad —la pobre estuvo todo el día llorando—, y con el tiempo sus hijos fueron visitándola cada vez menos para evitar la tristeza. Una de las cosas en las que nadie pensó cuando Ruth fue admitida es que, si un paciente ingresa en una residencia con un diagnóstico de demencia, van a administrarle un tratamiento contra la demencia. Ruth estaba siendo medicada, y con el tiempo se fue volviendo cada vez más rara, negándose en ocasiones a caminar por el pasillo, lo cual era la principal actividad dentro del régimen de ejercicios de la residencia. «No quiero que esa gente me coja del brazo y me murmure cosas al oído», decía. Y era cierto. Al parecer, los residentes más perturbados son los más propensos a vagar por los pasillos. Ruth empezó a pasar cada vez más tiempo sin levantarse de la cama, y así fue perdiendo fuerza, movilidad y lucidez con el transcurso de los meses. Ahora sus hijos ya no se sienten tan culpables. Su hija Carol comenta: «Me alegro de que estuviera en la residencia cuando empezó a decaer. Por suerte la ingresamos justo a tiempo». No puedo evitar pensar en Dottie, cuya vida late en estos días a un compás de cuatro por cuatro. Dottie canta en el Dairy Queen una vez a la semana acompañada por una banda country de cinco vejetes que tocan instrumentos de cuerda. «Vivir en una residencia me estaba matando de soledad, tenía que hacer algo», me confiesa. Siempre que suben al escenario, el Dairy Queen está a tope, y el otro día incluso vino un periodista para escribir una crónica sobre la reina del oxígeno que conmueve a todos los que la oyen cantar. Dottie dice: «No creas que me resulta fácil desplazarme hasta el Dairy con la bombona de oxígeno a cuestas, pero en esta vida nada es fácil, chico. Hay que luchar para ganar. Si encuentras una sola excusa para mover el culo aunque sea un palmo debes hacer el esfuerzo y moverlo. Así es como sales adelante. Puede que yo no haya tenido una vida larga, pero sí ha sido intensa. He estado en Nueva York y en Florida. Y cuando me llegue la hora quiero que sea de pie frente a un micrófono. Si por una de esas casualidades estás presente cuando eso ocurra, quiero que te alces y aplaudas. He aquí dos mujeres que trabajaron toda la vida y pagaron sus impuestos sin quejarse. Una llevó una vida de lo más convencional, y acabó sus días inconsciente debido al modo convencional en que nuestro sistema se ocupa de la gente mayor. La otra se resistió a ser

víctima de ese procedimiento. Pero ambas son beneficiarias de la asistencia social en la maquinaria de un vasto sistema al que su salud le importa un bledo. Ni Dottie ni Ruth llegarán a oír los falsos debates en el Capitolio sobre la Seguridad Social y Medicare, los dos programas que rigen la vida del 53 por ciento de los norteamericanos que sólo disponen de la pensión de la Seguridad Social. La mitad del país depende por completo de la ayuda pública al envejecer. Todos pagan por adelantado para recibirla. Muchísimos se encontrarán un día en los hospitales de América y esperarán que éstos antepongan su salud a lo demás. Pero cuando nuestro sistema sanitario en expansión se impone como objetivo acaparar el mercado en lugar de curar a la gente, y cuando el gobierno electo utiliza el problema nacional más acuciante para saldar antiguas deudas y resentimientos ideológicos, debemos preguntarnos si es posible salvarlo o, lo que es más difícil, reformarlo. El nuestro es un sistema que destruye el tejido familiar de los miembros de la clase trabajadora y sus mayores. El sentimiento de culpa es insoportable. Llevo meses sin visitar a mi madre, y cuando lo hago ella sigue suplicándome: «Joey, hijo, sácame de aquí». Luego se vuelve en su silla de ruedas, coge otro cigarrillo y se queda mirando fijamente al pasillo. Ambos estamos condenados a saber que eso nunca ocurrirá.

8 EL HOLOGRAMA AMERICANO El apocalipsis será televisado Bobby Fulk, un agente inmobiliario con mucha pasta, está sentado en los reservados situados al fondo del Royal Lunch esperando una hamburguesa con patatas fritas. Tiene el periódico abierto sobre la mesa. Es un sesentón rubicundo con papada, y va bien vestido, con una gabardina y un jersey beige de cachemira y cuello alto. La mejor descripción de lo que está haciendo con el periódico es decir que está «mirándolo». No podríamos afirmar que está leyéndolo, ya que sólo repasa los titulares. Y es que Bobby no sabe leer, en el pleno sentido de la palabra. Nunca ha comprado un libro en una librería y probablemente nunca ha leído ni siquiera un libro sobre bienes raíces. Ni siquiera se detiene en los clasificados inmobiliarios, ya que en su despacho tiene acceso a internet y a la base de datos del Servicio de Listas Múltiples para agentes inmobiliarios, y su secretaria se las imprime. Alguien le ha dejado el periódico y él asimila los titulares, que resumen los siguientes hechos: el condado informa de que se han cometido siete homicidios a lo largo del año (nadie que él conozca, de modo que a quién le importa); Bush se mantiene firme en su decisión de liberar Iraq (un buen tipo, la libertad es algo que todo el mundo necesita, piensa Bobby); y por último: promotor solicita un cambio en la reglamentación de las recalificaciones (él ya sabe que ese cambio está en marcha desde hace seis meses). Si saliera algo sobre los partidos de baloncesto o fútbol universitarios locales, Bobby podría adentrarse en los primeros párrafos, pero sólo para conocer el resultado.

Entre 89 y 94 millones de norteamericanos adultos —casi la mitad de la población adulta estadounidense— son analfabetos funcionales, y Bobby es uno de ellos. Según el Instituto Nacional de Alfabetización, «carecen de aptitudes básicas (la capacidad de leer y escribir) para un desarrollo satisfactorio en nuestra sociedad». De todos estos adultos, entre un diecisiete y un veinte por ciento apenas pueden leer. Eso significa que no pueden rellenar una solicitud de trabajo, ni descifrar las etiquetas de los alimentos, y ni siquiera leerles un cuento a sus hijos. Otro veinticinco por ciento sabe leer, pero no lo suficiente como para seguir el hilo de cinco párrafos seguidos de un texto o un documento de lectura densa, como sería el caso de un contrato de compraventa. Bobby Fulk conoce de memoria el significado de los términos más usados en los contratos de bienes raíces; se le han quedado grabados a fuerza de repetirlos y de mirar los vídeos del curso de formación que tuvo que realizar para pasar el examen de agente inmobiliario. Sabe sólo las palabras clave. Jamás podría redactar un contrato, pero llegado el caso los agentes no deben ocuparse de eso: son los abogados de sus clientes los que se encargan de cualquier aspecto que se salga de lo rutinario en los contratos de compraventa de casas. El hecho es que Bobby amasó gran parte de su fortuna comprando casas que nadie quería a muy bajo precio y alquilándolas durante veinte o treinta años, hasta que el boom de la vivienda empezó a dar beneficios sin parar, como una máquina tragaperras. El permiso para realizar transacciones inmobiliarias le ofrecía mayores oportunidades de intervenir en el juego. Cuando ya era evidente que Bobby se había forrado, la gente atribuyó su éxito al hecho de que tenía «una oficina inmobiliaria en el centro», en la que gestionaba más alquileres que compraventas. Hasta que vendió las propiedades de alquiler. Bobby no necesitaba saber leer ni escribir para cobrar el alquiler, le bastaba tener ojo para fijar la renta que podía pedir y mucha firmeza a la hora de cobrar. Para las transacciones con bienes raíces, ser astuto le valía tanto o más que ser un tipo leído. Por supuesto, la alfabetización no sólo consiste en aprender a leer y escribir. En nuestra cultura es también importante ser capaz de distinguir un publirreportaje de una noticia, y entender el contexto de los delitos de Tom DeLay. Pero casi ningún parroquiano del Royal Lunch sabe ni siquiera quién diablos es Tom DeLay. Tampoco ven los telediarios nacionales, a no ser que Estados Unidos lance algún ataque contra un país extranjero, o Nueva Orleans esté inundándose. Y si alguno de ellos se tomara la molestia de leer Rebelión en la granja, de George Orwell, difícilmente comprendería que es algo más que una historia de animales. En nuestra cultura resulta asimismo imprescindible poder interpretar el océano de siglas que nos rodea (IBM, CBS, GM, FBI, CIA...), que aparecen cada día en los anuncios, folletos de grandes corporaciones y gubernamentales, e incluso en las noticias. Sin embargo, la mayoría de la clientela del Royal Lunch ni siquiera sabe la diferencia entre gobierno y empresa, ni entre noticiarios y anuncios o publirreportajes. De ahí la incapacidad de Carolyn (aquel antiguo amor que me encontré en el aparcamiento de Food Lion) para distinguir una auténtica organización benéfica de cualquier negocio engañabobos como el del fabricante de cintas amarillas magnéticas para coche. Contemplada desde el interior del holograma americano, una águila es simplemente una

águila, y una cinta amarilla no es más que una cinta amarilla. Los ignorantes que permanecen atrapados en el holograma, la gente como Carol y Bobby, nunca estarán preparados para participar en una sociedad libre, y mucho menos para tomar la clase de decisiones que nos preservan y nos protegen, salvo que de algún modo alguien les haga comprender la importancia de saber leer de verdad. El problema es que ellos se sienten bastante contentos tal como están. Tanto la televisión como el cine les aportan el entretenimiento necesario para tener de qué hablar —cuando no están discutiendo si la comida del Olive Garden es mejor que la del Steakhouse—. Lo mismo ocurre con la mayoría de sus amigos y familiares, ninguno de ellos es el típico rebelde formado por un catedrático de Filosofía, de modo que no están acostumbrados a enfrentarse a ninguna manera distinta de ver las cosas. Bobby es una de las muchas personas de Winchester que pertenecen a esa categoría de gente próspera que demuestra que América es realmente una tierra de oportunidades. En la misma categoría están los vendedores de coches, los contratistas de obras públicas y los mayoristas del sector alimentario que contratan a gente para que lea, escriba y cuente por ellos cuando sea necesario. Casi todos estos triunfadores del mundo de los negocios han llegado a esa posición creyendo a pies juntillas en las leyes del mercado libre y la idea de la supervivencia de los más fuertes. Todos ellos consideran que hay que ser implacable, y en consecuencia están en contra de los sindicatos y a favor de la pena de muerte y la guerra, pero esto último sólo hasta que sienten los efectos de la guerra en sus propios bolsillos y oyen una potente voz celestial que les dice: «¡Podrías ganar mucha más pasta si no estuviésemos costeando esta guerra entre todos!». Así es Estados Unidos, un paraíso en el que la codicia recibe el nombre de iniciativa y es considerada una virtud. ¿Acaso estos ciudadanos exitosos e incultos le sirven de algo a la sociedad? No. Le sirven de mucho a la economía, que para ellos, hombres pujantes y llenos de iniciativa, viene a ser lo mismo que la sociedad. «Poseer más cosas», «Ocupar y conquistar tierras»: éstas son sus únicas prioridades. Ahora bien, si alguien cree que a estos blancos conservadores, ya sean de clase trabajadora o de la pequeña clase empresarial, no les importa nada que se encuentre fuera de su zona de ignorancia, lleva razón sólo en parte. La verdad es que muchos de ellos no pueden ver nada que esté fuera de los límites de esa zona. Son demasiado ignorantes y están condicionados hasta la médula por la creencia de que un buen consumidor es un buen ciudadano. (Después de todo, comprar y acumular resulta mucho más divertido que cumplir con los deberes de la ciudadanía y, según nuestro presidente actual, es el gesto más patriótico que se puede realizar.) Ahora que los liberales empezamos a lanzar invectivas contra la pérdida de las libertades individuales que trae consigo el nuevo Estado empresarial americano, ya se ha producido otra pérdida de dimensiones ampliamente superiores: hemos perdido la batalla contra la ignorancia. Mientras Pottie, Nance, Dottie e incluso Bobby Fulk sigan siendo incapaces de leer o de captar lo que las mentes brillantes de la humanidad han aprendido y puesto por escrito, mientras no conozcan ni siquiera la diferencia entre una canción patriótica con ritmo de country y la realidad política, dudo que avancemos apenas en materia de calidad humana,

al margen de lo bien que vaya la economía o cuántas cosas podamos comprar. Para eso tendremos que desconectarlos del holograma antes de que una crisis económica o petrolera, o bien el resto del mundo, lo hagan por nosotros. La expresión personal, el modo en que nos reconocemos como seres humanos entre otros seres humanos, antes era algo desordenado e imprevisible, y reflejaba así la idea de que cada persona es única. Cada individuo debía encontrar su lugar en la sociedad sin demasiadas pistas, pero al menos tenía que adherirse a un presunto «estilo de vida». Cada niño se descubría a sí mismo siguiendo un método de prueba y error. Tenía que averiguar por su cuenta si era líder, creyente, atractivo o al menos pasable, simpático o aburrido, homosexual tal vez, y entender de qué manera encajaba su personalidad única entre sus semejantes, por ejemplo cuando cambiaba de escuela y se encontraba con un montón de otras personalidades únicas que pretendían patearle el culo en el patio de recreo. Cómo se las apañaban los niños de antes para conseguirlo sin todos los apoyos actuales sigue siendo un misterio. En aquel entonces no había ni ropa sólo para empollones, ni polos para pijos, ni pantalones de tiro bajo para pandilleros violentos, ni siquiera teléfonos móviles. Sin Braun, Nokia, Foot Locker, Oakley, Spy Optics, Salomon, Reebok, Levi Strauss, American Eagle, O'Neill Europe, Play Station, Hasbro, Columbia Sportswear, Warped Tour. Ni nuestros padres, ni nuestros abuelos ni nosotros tuvimos que «navegar por ese paisaje de juventud tan velozmente cambiante» que surcan los chavales de hoy en día teniendo muy presente que, tal como les asegura el marketing de la moda juvenil, no podrán cruzarlos si no llevan al menos una gorra de béisbol con la inscripción NO FEAR , una chaqueta retro y unos resistentes pantalones cortos de safari —todo ello disponible en el centro comercial—. El holograma genera miles y miles de claves identificadoras como éstas. Una vez que el chaval ha combinado esto y lo otro y logra sentirse satisfecho con la identidad recién adquirida con esa parafernalia, la digitaliza en otro simulacro más con la cámara de su móvil y la envía a través de la ionosfera para que sea descargada al instante por otra criatura de similares características y que vive inmersa en el mismo holograma. Desde que las dificultades para descubrir la propia subjetividad fueron cuidadosamente eliminadas por medio de la estandarización, tanto los palurdos como los urbanitas más sofisticados pueden escoger lo que más les guste en un catálogo preseleccionado de posibles identidades, pensado exclusivamente en función de lo que quieren comer, ver, vestir, oír y conducir. Si tu bebé, que va cómodamente sentado en la sillita reglamentaria de 400 dólares, saluda a alguien desde el Volvo agitando la manita, puede que atraiga a un observador lo suficientemente cerca de tu coche como para que éste se fije en la inscripción PACIFISTAS COMPROMETIDOS que la criatura lleva estampada en su camiseta ciento por ciento cáñamo. Cuando mucha gente como tú se agrupa alrededor de lo que sea, ya puedes decir que tienes «un estilo de vida». Si en cambio nadie se apunta a ese club unipersonal que te has montado, en un segundo encuentras cualquier estilo de vida más amplio y compartido. Para eso hay miles de revistas que sirven de orientación: Elle, Savvy Sénior, Today's Black Wornan, Trailer

Life, Harper's Baazar, Cabin Life, Town and Country, y para los más pudientes Grand (una revista para abuelos ricachones), por no mencionar el High Times de toda la vida. Las opciones son de molde, vale, pero aparentemente infinitas: una mujer muestra su lado tierno, afectuoso y maternal coleccionando ositos cariñosos excesivamente caros; por su parte, su marido expresa su virilidad agresiva conduciendo un todoterreno y vistiendo ropa informal de camuflaje, o incluso navegando desde su ordenador familiar trucado (el nuevo bólido de los chicos blancos). Mientras tanto, ascendiendo en la escala de la alfabetización, muchos miles de aspirantes a escritores exhiben su agudeza y lucidez —virtudes que por desgracia nadie ha sabido apreciar— como críticos de cine, utilizando algún software de circulación masiva diseñado para la creación y mantenimiento de blogs en el hardware de sus ordenadores de fabricación masiva, iluminando con sus comentarios películas de distribución masiva (partiendo de un supuesto predominante según el cual un público de lectores, por muy pequeño que sea, es garantía de autenticidad e individualidad). Puede parecer que son un grupo heterogéneo, pero todos tienen en común una característica: ninguno de ellos ha construido su identidad partiendo de cero. Ha llovido muchísimo desde los tiempos en que millones de norteamericanos se preocupaban por su autorrealización, ya fuera explotando su potencial individual o a través de una búsqueda interna que los llevaba a preguntarse: «¿Qué puedo ofrecerle yo al mundo y qué camino debo emprender?». Durante los años sesenta en particular, una generación optimista hizo enormes esfuerzos por fomentar el desarrollo del talento y las aptitudes únicas de cada ciudadano. Las universidades abrieron sus puertas a los negros, a otras minorías y a los blancos pobres. Tan vital era la energía que llenaba el aire, tantas eran las posibilidades para los que vivíamos en América que incluso este jovencito de clase de trabajadora agarró un día a su mujer y le dijo: «¡Cojamos al bebé y vayámonos hacia el Oeste, cultivemos nuestras mentes y abramos nuestros corazones, leamos a Rilke, al jefe indio Joseph, a Rimbaud y a Lao-Tse y hagamos barbacoas al aire libre con los cowboys! ¡Quizá hasta nos encontremos con Alien Ginsberg!». Y eso hicimos. Pero todo aquello fue antes de que sentáramos cabeza y acabáramos por brindarle a la clase trabajadora unas oportunidades que apenas les permiten trabajar de reponedores de mercancías en los lineales de las cavernas fluorescentes de Wal-Mart durante el turno de noche. Hoy día los miembros de la clase trabajadora americana están condicionados de tal manera que son incapaces de reaccionar como individuos cuyas opiniones podrían diferir radicalmente de las de sus semejantes, sino más bien como si todos y cada uno de ellos fueran propiedad de quienes los gobiernan. Tal como escribió el ensayista Lewis Laphan, están condicionados para ser «felices pueblerinos encantados de agitar la bandera de su país y hacer la guerra, agradecidos por la buena fortuna de estar en manos de un líder sublime». No hay «un texto específico que los una, sino un condicionamiento que modula sus costumbres y su forma de pensar». Por eso no son partidarios de ninguna doctrina política. Antes bien se empapan noche y día de toda la imaginería televisiva del nuevo Estado empresarial, en la cual resuena el glorioso graznido de las águilas sobrevolando las ruinas de las Torres Gemelas, junto con imágenes que muestran cómo el enemigo

recibe su merecido en lejanas tierras extranjeras, y otras en las que los efectivos policiales montados en motocicletas y armados hasta los dientes marchan junto con los cuerpos especiales en un emocionante desfile de proporciones épicas. Y lo peor es que todos estos telespectadores ignorantes y saturados no se asustan lo más mínimo viendo esas imágenes en la pequeña pantalla. Todo lo contrario. Ya sea liberal o conservador, el americano medio se pasa un tercio de su vigilia mirando la televisión, un hábito de efectos neurológicos profundos. Por ejemplo, como demostró el investigador Herbert Krugman, estar expuesto a la televisión duplica la actividad del hemisferio derecho en relación con el izquierdo, provocando así un incremento súbito en la segregación de los agentes químicos orgánicos: endorfina, betaendorfina y péptidos opioides, los cuales actúan sobre los receptores cerebrales como auténticos narcóticos. Otro estudio señala que la televisión repercute en la pérdida de aptitudes para el pensamiento crítico. Sin embargo, todos miramos la tele placenteramente, creyendo que entendemos lo que vemos, creyendo que siempre lo tenemos todo bajo control y que no somos demasiado influenciables. De hecho, la televisión hace funcionar el holograma, pues construye la realidad en la que vivimos todos los norteamericanos, además de regular tanto la percepción que tenemos de nuestro país como un montón de alucinaciones acerca de quiénes somos los americanos: los mejores, los más valientes, los más ricos y poderosos, el país más libre sobre la faz de la Tierra. La televisión alimenta la ilusión cotidiana, nos habla del coche que destruye el medio ambiente como un derecho otorgado por Dios a todos los americanos, o de las razones por las que Estados Unidos se vio obligado a lanzar la bomba atómica contra Hiroshima, y nos explica por qué nosotros, aunque apenas constituimos el seis por ciento de la población mundial, tenemos derecho a explotar una cuarta parte de los recursos del planeta. La televisión despliega sus menús ante nuestros ojos: un día son los candidatos políticos preseleccionados por poderes invisibles; otro, artículos de consumo (quizá un día acaben por fusionarse unos y otros). Puesto que nuestra conciencia depende por completo de aspectos neurológicos y neuroquímicos de nuestro cerebro, y dado que la televisión es la voz y la imagen proyectada hacia las masas, las parrillas televisivas regulan las temporadas de nuestra conciencia nacional. La temporada de fútbol llega a la pantalla con todo su espíritu competitivo, tal como sucede con la temporada de las campañas electorales, la temporada de las compras navideñas y sobre todo las temporadas de los nuevos lanzamientos comerciales, que anuncian la salida al mercado de una nueva línea de coches, de las películas veraniegas y de las colecciones de prendas otoño-invierno y primavera-verano. La vida económica del país depende tanto de los medios de comunicación que según muchos expertos la nuestra es la «economía de la atención», dado que en los tiempos que corren la cantidad de globos oculares atentos al contenido de las pantallas de los televisores y ordenadores lo son todo. La televisión regula el estado de ánimo nacional, despierta las emociones patrióticas durante las guerras y promueve el inquieto estado de alerta ante la amenaza de los terroristas invisibles, y esa misma televisión responde al

ataque de las Torres Gemelas con un mensaje muy claro: “Sigan comprando”, salido de los labios del mismísimo presidente. El sistema de creencias fabricado por los medios de comunicación funciona como un manual de instrucciones para la sociedad. La televisión nos enseña cómo se comporta la gente exitosa, en qué gasta su dinero y cómo se relacionan entre ellos. Los realitys de policías y delincuentes nos muestran lo que nos pasará si no sabemos comportarnos. La televisión nos enseña lo horrible que es el mundo en que vivimos. Con la puntualidad de un reloj, cada noche nos invita a contemplar la ración cotidiana de carnicerías a través de las guerras televisadas y las imágenes de violencia y asesinatos domésticos, intercaladas con los cadáveres hallados por el detective Lenny Briscoe en la serie «Ley y orden», todos los días de la semana a las siete, ocho y once de la noche respectivamente. La tele nos señala a quién debemos odiar (Hugo Chá- vez y Fidel Castro, en primer lugar). Y cualquier cosa que quede fuera de sus parámetros representa el miedo y la caída en un abismo psicológico. Cualquier cosa ajena a la televisión es sucia, impredecible, incomprensible y cargada de riesgo y tragedia. Por supuesto, hay millones de norteamericanos que no sucumben del todo al holograma, en su mayoría por el hecho de tener estudios superiores, sobre todo en artes y humanidades. Esos ciudadanos son capaces de entender que la tragedia del millón de muertos en Sudán o la destrucción de la atmósfera planetaria son hechos igual de reales y quizá más importantes que el partido de los Washington Redskins o la semana de ofertas en Popeye's Chicken & Biscuits (y conste que las galletas de Popeye's están de muerte). Y sin embargo apenas uno de cada cincuenta trabajadores americanos tiene esta percepción de la realidad. Pero no son ellos los responsables del progresivo desmantelamiento de nuestro sistema educativo, que se ha producido durante todos los gobiernos recientes, republicanos y demócratas. Los que han obtenido mayores beneficios de ese sistema son justamente los principales culpables de su destrucción, en particular la clase media alta y la clase adinerada de las zonas suburbanas que sirven a las necesidades administrativas del imperio – sus comisarios, abogados, auditores, contables y corredores de Bolsa—. Todos ellos forman parte del servicio de catering, y forman una clase social compuesta por hombres y mujeres a quienes las grandes corporaciones y las marcas para las que trabajan dotan de una identidad. Al fin y al cabo, la marca hace posible la acumulación de bienes que les confiere su elevado estatus social y les asegura que nunca se verán obligados a beber agua del grifo o a vivir en una casa modular como Nance. De la misma manera que los antiguos fascistas servían sumisamente al Estado, los miembros del servicio de catering, ya sean liberales o conservadores, sirven a esa brutal marca americana que es el capitalismo de mercado. Sin ellos nada de esto podría funcionar. Por eso los compran pagándoles un precio muchísimo más alto que a la plebe. Son más culpables que nadie porque son muy numerosos y sólo ellos tienen el verdadero poder para sublevarse. Nadie se atrevería a machacarlos en público (pese a que también ellos están perdiendo fuerza sin que nadie se entere). ¿Culpar a la clase dirigente? Ni hablar,

sería demasiado obvio, demasiado fácil, a nadie se le ocurriría. Porque todos creemos verlos, aunque sean invisibles. Que un miembro de la clase trabajadora comprendiera mínimamente lo que ocurre ya sería un milagro, dado lo que ven cada día en los telediarios. Lo que antaño fue un noble oficio para grandísimos periodistas como Ida Tarbell y Edward R. Murrow ahora está en manos de peones de la industria mediática que no buscan más que alabanzas, sirvientes extraídos de las clases media y alta. Desde su posición protegida y privilegiada tienen una visión tan limitada que apenas pueden imaginar dos tipos de historias sociales: 1) la fascinante vida de los ricos, famosos y poderosos, y 2) las conmovedoras historias de las putas adictas al crack y los inmigrantes ilegales. Son los dos tipos de relatos que entretienen o emocionan a la clase media sin amenazar el statu quo. Los hombres y mujeres que trabajan como productores y realizadores de estas historias no tienen la menor idea de que a ellos también les han lavado el cerebro, como a cualquier currante pobretón. Y si son conscientes de ello, puede que no les importe mucho, ya que por este medio han conseguido montarse una vidilla confortable y hasta un pelín glamurosa. Ya sean republicanos o demócratas, los miembros de las clases adineradas de las ciudades y las zonas suburbanas comprenden que les conviene estar del lado de las grandes corporaciones. Una diferencia primordial entre los dos principales partidos es que los republicanos reconocen que se aprovechan de algunas de las realidades más desagradables de la vida en América e incluso las avalan. Los republicanos le hablan al mundo con total sinceridad: «Puedes intervenir mis teléfonos y escuchar mis llamadas si eso es lo que quieres, hazme cuantos análisis de orina sean necesarios hasta dejarme ciego, y mata y devora a todos y cada uno de mis vecinos delante de mis narices, pero ¡enséñame el dinero! Deja que me escape llevándome hasta el último céntimo que pueda sacarles a los pringados, a los contribuyentes y a cualquiera a quien pueda hacerle una llave, reglamentaria o no, ¿qué más da?». Los demócratas, en cambio, parecen contentarse con catalogar los atropellos del Viejo Partido en contra de los intereses de la república, mostrando, eso sí, una indignación políticamente correcta, mientras que por otro lado se descojonan con los episodios de sátira política que dan en The Daily Show. Pero ellos también ofrecen todo su apoyo a la gran marca registrada americana: el imperialismo. Apoyan a «nuestras tropas», cómo no, aunque créanme que lo tendrán difícil si pretenden encontrar a un solo demócrata que haya servido en el ejército o que esté dispuesto a permitir que uno de sus hijos vaya a Iraq y corra el riesgo de perder un brazo o un ojo. Ellos participan en el juego del imperio y, con tal de mantenerse solventes, conservar la segunda residencia en la playa y los fondos de pensiones, son capaces de sacrificar a todas las malditas Lynndie Englands de Virginia Occidental que haga falta. El problema es que vivir para la acumulación y el consumo no ayuda a sentirse realizado —y esto vale tanto para la clase empresarial como para cualquier otra—. No se alcanza el grado de satisfacción que surge de haber creado algo. No se experimenta la grata desorientación que produce el contacto con otra persona. Vivir para consumir sólo engendra frustración, y al final hay que meterse Prozac por un tubo para sentirse otra vez con ánimos para salir de compras. Por mucha chatarra que esta gran corporación llamada

Norteamérica utilice para llenar el vacío en la vida de sus trabajadores, la base de todo el montaje sigue siendo la opresión, una opresión que caracteriza la vida de los trabajadores sin que nadie se atreva a reconocerlo. Porque el que ha de vivir con eso acaba digiriéndolo del todo. Y el que no lo vive ni lo palpa de cerca, sencillamente ni siquiera lo ve. Los profesionales acomodados de las ciudades y las zonas suburbanas sólo conocen las falsificaciones que ofrece la industria mediática, las divertidas y ofensivas imitaciones de David Spade en La sucia historia de Joe Guarro, una comedia sobre un perdedor sureño, o los especiales de música country producidos por Viacom (MTV, Networks, Net, Paramount Pictures) sobre las familias de «nuestras águilas guerreras en Iraq». Y la misma gente que debería sentirse insultada por toda esta mierda la interioriza y se reconoce en ella. Hoy día los norteamericanos, sean ricos o pobres, viven en una cultura urdida totalmente de fantasías, y todos y cada uno de nosotros somos actores creados por ordenador a partir de un molde. Actores de la televisión hacen de ellos mismos en los reality shows, y los congresistas dejan de ser ellos mismos para comportarse como actores frente a la cámara, disputándose la sonda que mantiene con vida a Terri Schiavo. Michael Jackson se presenta ante los tribunales en pijama, y el joven Jeff Weise aparece en clase con una arma de fuego, listo para la matanza. En este país, el realismo social es un anuncio televisivo de la marca América. Los soviéticos pintaron a sus mujeres de las estepas, gruesas y anchas de hombros, cargando con todo el grano en los brazos. Nosotros en cambio tenemos a Kirstie Alley saliendo de la pequeña pantalla, y a esa Salomé que es Jenny Craig, gurú del adelgazamiento, que lleva la buena nueva de la corporación americana a una república de obesos que finge ser una república de águilas con bonitas torres de iglesia y soldados y bomberos jóvenes y valientes, y sobre todo mucha «libertad de elección». Una celebración heroica dentro de un templo que durará hasta que nos hallemos perdidos fuera del holograma. Es decir, hasta el ocaso económico y ecológico que se aproxima. El simulacro de vida de la corporación americana ha penetrado tanto en nosotros que ya lo tenemos asimilado y a estas alturas domina nuestro paisaje interior. Así como el cielo nocturno se tiñe de rojo a causa de la contaminación lumínica, gran parte de nuestra existencia cotidiana ha perdido intensidad y grandeza, cualidades que han sido reemplazadas por constelaciones de imágenes publicitarias. Tan maravilloso es el resplandor que la gente corriente es capaz de hacer las cosas más extraordinarias para aparecer en la constelación, aunque sólo sea durante quince minutos: genuflexiones ante la cremallera de Donald Trump, confesiones de infidelidades ante millones de telespectadores, y otras cosas igualmente degradantes e inimaginables. Todos contemplamos el holograma sin poder vernos los unos a los otros en carne y hueso. Dentro del holograma brilla la industria generadora de nuestra cultura, hilando la mitología como un algodón azucarado. Necesitamos esa realidad virtual para sobrevivir. Los mitos de Hollywood, los mitos imperiales, los mitos de la diversidad...

Nuestra cultura se basa en dos cosas: televisión y petróleo. Desde Pottie hasta el presidente, todos vivimos en un mundo que depende del suministro ininterrumpido de ambas cosas. Por tanto no es nada raro que, si estalla una guerra a causa del petróleo, la pasen por la tele y todos la veamos como un programa de entretenimiento genial. A consecuencia de esta situación, se nos condiciona adecuadamente para que aceptemos la brutalidad oficial con la que nuestro país actúa en los confines del imperio en nuestra búsqueda de más petróleo. La cuestión es en qué medida esta simbiosis tan oportuna que establece una conexión entre la televisión de las grandes cadenas, la guerra entendida como productora de beneficios para las grandes empresas y la industria petrolera era algo planificado a sabiendas de que ninguno de nosotros podrá acercarse a la verdad hasta que nos liberemos de los efectos cegadores del holograma patrocinado por las grandes corporaciones. En esta era el poder absoluto está en manos de las grandes corporaciones, como en otras épocas lo estuvo en las de las monarquías y los señores feudales. En el interior del holograma no hay historia ni memoria, ni manera alguna de equiparar el tributo que pagamos a las compañías de tarjetas de crédito, las aseguradoras, el Ministerio de Hacienda, los grandes cárteles del poder y los bancos hipotecarios, con el antiguo diezmo esclavizante al que estas entidades nos someten. Todavía tenemos que pagar tributos para que se nos permita sobrevivir en nuestra sociedad, aunque se trate de tributos en concepto de usura por el pago de un préstamo para una caravana, o la autorización legal con la que cuenta una compañía de crédito para acceder al historial de pago de nuestro seguro médico. Nos vemos obligados a cambiar libertad e intimidad por comodidad y una aparente seguridad. Así negocia el diablo desde el principio de los tiempos. Y si la clase media no se siente amenazada por los continuos abusos del Estado policial o por la Patriot Act (Ley Patriótica) de Bush es porque sus miembros llevan una vida suficientemente cómoda y hasta cierto punto pueden ejercer sus libertades; hace tiempo que a nadie se le ocurre tantear los límites. Nadie se entera de que vive en una prisión hasta que intenta abrir la puerta. La libertad de la que tanto se alardea en América es en gran medida ficticia. El tres por ciento de los norteamericanos está en el trullo disfrazándose para algún matón presidiario, o bien en libertad condicional y controlado por nuestra enorme red carcelaria o por funcionarios que le siguen los pasos por medio de dispositivos electrónicos. Una cuarta parte de los presidiarios del mundo se halla en cárceles norteamericanas gracias a la acción de su propio gobierno. Mi querida esposa no cree que esto sea demasiado preocupante, y la mayoría de mis amigos lo encuentran incluso tranquilizador. Pero los que no estamos en la cárcel o en libertad vigilada somos prisioneros de los créditos, de nuestros empleos, de nuestra necesidad de pagar un seguro sanitario o de nuestra incesante lucha por una jubilación decente. Hace una década los asesores financieros consideraban que un fondo de pensiones adecuado debía alcanzar depósitos de 100.000 dólares. Ahora los datos de Kiplinger aseguran que hace falta llegar al medio millón de dólares y tal vez más. Vamos, que en nuestra puñetera vida tendremos pasta suficiente para vivir, y sanseacabó.

En cada experiencia humana de la América media alguien se lleva su tajada, bien un intermediario listo, bien alguna tecnología, flamante y placentera. El proceso se aceleró a mediados de siglo, cuando la televisión empezó a secuestrar el mundo intelectual y político y a alejarlo de los americanos corrientes. Ahora la pseudo experiencia humana a través de la televisión se ha desplazado al ciberespacio. Pero cabe preguntarse si ese universo infinito y abstracto se está expandiendo o contrayendo. ¿Estamos siendo liberados o aplastados? Algo más que ignoraremos hasta que ya sea demasiado tarde. Desde el interior de los cientos de universos paralelos del holograma, y desde todas y cada una de las bolas de cristal, nos resulta imposible apreciar la realidad global, y mucho menos la realidad de las clases sociales, a no ser que experimentemos encuentros cara a cara en nuestros vecindarios y comunidades. Ahora menos que nunca la clase media es capaz de reparar en la existencia de la clase trabajadora, y ésta a su vez es incapaz de ver más allá de la próxima eliminatoria de la liga de baloncesto. Tal como cabe esperar de una cultura de locos por el deporte, los obreros siguen siendo meros espectadores de la política, reaccionando ante cada disputa política con más emoción que sentido común, y eso suponiendo que se tomen la molestia de reaccionar. Es cierto que he escrito acerca de la ira, la angustia y la inseguridad de una clase desarticulada, pero a simple vista son gente feliz, y todo gracias al holograma. Cuando la felicidad se basa por completo en unas condiciones de vida materiales que apenas pueden percibirse —una camioneta nueva aparcada en la entrada, un iPod en el bolsillo, el acceso a diversas formas de entretenimiento sin interrupción—, resulta fácil ser feliz. Cuando la conciencia social no se extiende más allá de nosotros mismos, de nuestros amigos y nuestra familia, Darfur y las prisiones secretas americanas en el extranjero no son un problema. Cuando nos levantamos por la mañana y leemos un periódico local que nos dice que los acontecimientos más importantes del día son el desayuno de crepes que se ofrecerá en el club de Kiwianis y el debate de los inspectores para decidir la altura reglamentaria del asta de la bandera (la decisión patriótica de los inspectores sin duda alguna será que el mástil ha de ser «lo bastante alto como para dejar boquiabierto en pleno vuelo a un ganso migratorio canadiense, ¡que es nuestra bandera, coño!»), y cuando escuchamos a los presentadores de las tertulias radiofónicas locales afirmando que nuestro país está dándoles una buena paliza a los malos de aquí y de allá y extendiendo la democracia por el mundo entero, y que además todo eso nos está saliendo a cuenta (eso sí, vamos a necesitar unos treinta mil soldados más para rematar la faena), y que vivimos en el país más libre del mundo..., en fin, no es de extrañar que algo parecido a la felicidad impregne nuestras vidas. Creo que lo mejor es acabar este libro donde lo empecé: en el Royal Lunch, a última hora. Han pasado muchas cosas desde entonces. Lo primero es que se acabaron las noches de karaoke. «Demasiados cantantes horribles», dice el dueño. El paisaje urbano, que llevaba casi un siglo inalterado, ha cambiado recientemente. El crecimiento de las zonas suburbanas para piios ha sido tal que aquí, en pleno centro histórico, han inaugurado un bar muy chic donde sólo venden cerveza de importación, a escasos cincuenta metros del

Royal Lunch, donde antes estaba el almacén de la tienda de comestibles, enfrente de la estación de tren. Quiero estar allí cuando Pottie pase para averiguar a qué sabe una cerveza de seis dólares. Aunque ahora no dispone de mucho tiempo, ya que se ha metido a «broker de sandías» y está en Florida «preparando el cargamento» que venderá en un remolque aparcado en el arcén. «El negocio de las sandías es un verdadero chollo», asegura Pottie. La verdad, yo no consigo entenderlo, porque las sandías son tan baratas que te encuentras cientos de trozos desperdigados en la carretera que están allí para avisar al turista de que se aproxima a un camión donde las venden. No es sorprendente que durante el tiempo que me ha llevado escribir este libro Mary Golliday muriese. Y la salud de Dottie se ha deteriorado hasta el punto de que necesita oxígeno las veinticuatro horas del día y una máquina en su habitación dotada de un tubo de plástico tan largo que a simple vista podría llegar sin problemas al centro de Romney. Pero Dottie sigue al pie del cañón y ha vuelto a conducir, con una bombona de oxígeno y cinco piezas de recambio en el asiento trasero. La semana pasada cantó en un club cerca de la frontera de Virginia Occidental. Lo hizo sentada. «No quería que el público oyera el oxígeno circulando por los tubos que salen de mi nariz, así que me los quité de un tirón y mientras cantaba dejaba de respirar justo después de cada estrofa.» La gente se puso de pie para aplaudirla, no por compasión sino por el respeto que inspiraba su coraje. Dink Lamp, el vejete que le propinó la paliza al chimpancé en la feria de atracciones, ha vuelto a hacerse cristiano renacido. Si llevo bien las cuentas, ésta es la tercera vez que se convierte. Y aunque esté en la senda de Cristo y se haya quedado sin karaoke, él no abandona su carrera musical. Ahora ha cambiado de estilo y se dedica a ir por los hogares de ancianos cantando himnos patrióticos. La última vez que lo vi estaba cantando en la residencia donde vive mi madre. Cerró la actuación con «This Ain't No Rag, It's a Flag» («No es un trapo, es una bandera»), de Charlie Daniels. Creo que debe de ser la guerra de Iraq: ahora que ya está irremediablemente perdida, ha conseguido que incluso Dink se excite, musicalmente hablando. Ahora mismo, mientras empieza a oscurecer en este imperio en decadencia, el Royal Lunch es un punto diminuto dentro del holograma. Se encienden las luces de la calle, y el camarero lee en voz alta el editorial del Washington Post: Los norteamericanos son unos imperialistas pésimos. Somos incapaces de organizar Congresos de Núremberg. Los norteamericanos tenemos excelentes soldados, y muchos hombres en el Valhala podrían dar buena cuenta de ello, pero cuando cesa el fuego el soldado americano sólo quiere regresar a casa, casarse con la chica de la casa de al lado, abrir una cerveza bien fría y tumbarse en el sofá para ver en la tele cómo los Patriots machacan a los Eagles. Es eso lo que lo caracteriza como americano. Así que aquí va otra ronda de sinceros aplausos para esos pésimos imperialistas: esta Bud a vuestra salud.

Un par de cabezas asienten en señal de apreciación. Fuera relampaguean las luces de un coche patrulla mientras dos policías registran a un chaval en busca de drogas. Son polis jóvenes y actúan igual que los personajes que han visto en las series policíacas. La iglesia de gospel está abarrotada y el pastor habla en lenguas extrañas. Aba laguila baklon hamalia gero landomomni. Se oye el fragor del próximo tren que se acerca a la estación.

Una bocina de camión atrona el aire: ¡Tuuuuuuuuuu, tuuuuuuuuuu! Viajo mentalmente hasta 1960, cuando yo vendía periódicos en esta misma esquina, y recuerdo a un joven griego que lloraba en la cocina. Los destellos del coche patrulla se reflejan en los cristales de la fachada, y siento el olor de la cerveza que se mezcla con el pasado y la certeza de un Apocalipsis cada vez más próximo, mientras el triste y maldito holograma americano se eleva arqueándose sobre millones de trabajadores que sostienen a ese gigante cargado de armamentos, lanchas fuera borda, casas unifamiliares y mostradores de cuero de imitación. Y en la pequeña pantalla parpadeante veo un rostro que recita «las cifras del día». Las cifras del empleo y las cifras de los americanos muertos en Iraq y las cifras del mercado de valores como olas que rompen en las playas de la conciencia junto con los resultados de los partidos y la cantidad de cucarachas que ha sido capaz de engullir una rubia tetona en el programa «Fear Factor» («Factor Miedo»), cifras sin ningún sentido que, al igual que los polis de ahí fuera y los borrachínes que estamos dentro, hace ya mucho que se perdieron en el sentimentaloide espectáculo del holograma.

AGRADECIMIENTOS Como dice Rachel Klayman, mi editora, es innegable que soy un producto de internet. Fue un acto de desesperación. Después de pasarme tres decenios escribiendo para el negocio de las revistas y los diarios, esas revistas y esos diarios me producían una terrible frustración y estaba cansado de todo ese periodismo superficial que atestaba los kioscos tratando de cazar un espectro demográfico cada vez más amplio al que infligirle más y más publicidad. En 2002 lo mandé todo al diablo: mejor me dedico a editar sin pensar textos descerebrados firmados por otros, sacar por ello un dinero y pagarme un seguro sanitario. En aquel entonces internet había crecido mucho, a pesar de que nadie en la industria del periodismo le prestaba apenas atención, y brindaba un formato democrático que permitía libertad de expresión y espacio para ideas completamente diferentes, es decir, le daba a cualquiera que quisiera escribir la oportunidad de decir lo que quisiera de la forma que quisiera, y que los lectores decidieran por sí mismos, sin la intervención de algunos de esos editores clónicos en que yo también me había convertido. No tenía ni idea de cómo meter mis textos en internet. Aquello era completamente distinto a todo lo que yo conocía. Así que lo que hice fue mandar por correo electrónico un par de textos a unas páginas web cuyo contenido parecía tratar de los mismos asuntos nacionales y globales que habían comenzado a obsesionar a millones de norteamericanos de espíritu liberal. Las mandé a counterpunch.org y a energygrid.org, aunque no esperaba que ocurriese gran cosa. Un par de días más tarde mi buzón de entrada estaba repleto de

respuestas inteligentes como las que raras veces encuentras en las revistas, y uno de los webmasters me dijo más adelante aue en un solo mes había llegado a varios millones de leetores de mentalidad similar a la mía: era para llorar de alegría. Había, por lo menos, una alternativa. Ninguna revista, ni la de mayor tirada, podía alcanzar tales cifras ni darme tantísima libertad. Debo darle las gracias a Jeffrey St. Clair de counterpunch.org por haberme proporcionado esa alternativa y ayudado a entender la cultura de internet, pues al colgar mis textos en su página se los ofreció a un público de millones de personas y porque, además, me demostró que internet era, entre otras muchas cosas, el lugar en donde se desarrollaba un serio combate a fin de que la gente conociera la verdad. Y he de agradecerle a Andrew Patterson que, desde su web inglesa energygrid.org, se interesara tanto por mi visión de clase obrera, y por hacer mi estilo algo más comprensible en ocasiones para los lectores europeos. Muy pronto contraje otras deudas con otros que también se convirtieron en abanderados de una idea que estaba defendiendo, a saber, que en Estados Unidos puede haber una visión de izquierdas y obrera, y que en efecto esa visión existe. En Canadá fue Tony Sutton de coldtype.net, editor brillante y viejo combatiente en defensa de las libertades en Sudáfrica, quien publicó e ilustró mis trabajos y me dio sabios consejos sobre el asunto de la ginebra. Luego vino Sunil Sharma, de dissentvoice.org, que es como un hijo mío pues lleva mi propia sangre digital, y que me mostró que la generación que sigue a la mía ama la libertad. Hay más gente, entre la que quiero destacar a Bev Conover de onlinejournal.com, quien, al igual que otros entusiastas de internet, se tomó su tiempo para discutir conmigo algunas sombrías visiones políticas que compartimos, y que llegó al extremo de levantarse de la cama de convaleciente para colgar mis trabajos on-line; Jeff Tiedrich de skirmingchimp.com, cuyo foro me proporcionó una enorme cantidad de interesantes y necesarias reacciones a mi pensamiento sociopolítico, sobre todo las de Mizz Grizz, cuyas raíces de los Apalaches, tan próximas a las mías, la convirtieron en una brújula infalible y una crítica inmejorable; y lo mismo tengo que decir de la buena gente de democraticunderground.com, y quiero mencionar aquí mi especial agradecimiento a Wiley White, de «The Brokeback Carpet Layer»; a Patrice Greanville, de cjonline.org, un tipo con mucho mundo y profundas ideas políticas que, porque padecía una dolencia similar, me ayudó a pelear contra mis problemas pulmonares sin dejar de escribir; a Katherine Yurica, de yuricareport.com, que entendió mis textos sobre el conservadurismo cristiano cuando la mayor parte de mis lectores creían que yo estaba sobreestimando su fuerza política; a Thomas Baypeyras, de orbite.info, quien desde Francia fue el primero que se ofreció voluntariamente a traducir mis trabajos, con brillantes anotaciones que permitieron a los franceses comprender frases tan americanas como «a peckerwood who doesn't know shit from Shinola». Entre los otros muchos internautas y amantes de la libertad que publicaron y/o apoyaron y defendieron mi trabajo, o que lo criticaron' cuando fue necesario, se encuentran (y el orden no cuenta): alternet.org - worldnewstrust.com - peaceandjustice.org - bartcop.com enrevanche.blogspot.com - tinyrevolution.com - peakenergy.blogspot.com people.tribe.net - talk2action.org - fairshot.typepad.com - happyfeminist.typepad.com stupidevilbastard.com - opednews.com - arvinhill.blogspot.com - peakoil.com jdeanicite.typepad.com - idleworm.com - theamericanmuslim.org - wealthbondage.com williambowles.info - thehollywoodliberal.com - adreampuppet.blogspot.com -

taylor-report.com - badattitudes.com - alternativesmagazine.com - benedictionblogson.com - zionsherald.org - peacebang.blogspot.com - blog.wirearchy.com - selvesandothers.org mickeyz.net - swans.com - moonofalabama.org - theunknowncandidate.blogspot.com thomasmccay.blogspot.com - blondesense.blogspot.com - unknownnews.net narconews.com - electricedge.com - theriverblog.blogspot.com - allspinzone.blogspot.com - liberalgirlnextdoor.blogspot.com - effwit.blogspot.com - susiemadrak.com abigfatslob.blogspot.com Mi más profundo agradecimiento a mi amiga Eleanor Cooney, avezada autora y bruja gonzo zen, que se tomó el trabajo de mover mi obra en varias editoriales; y a Jenniffer Matsui, crítica de medios y sociedad, y la más veterana practicante del sistema de novias por correspondencia en Japón, cuyos ingenio incansable y entusiasta apoyo son más de agradecer de lo que ella pueda imaginar. Lo mismo va por Neddi Jingo y el Rey de Zembla, dos de los tipos más inteligentes que pululan por la red, y que se tomaron el trabajo de conectar con este viejo cascarrabias porque, bueno, porque las almas afines caen en las mismas cloacas. En un plano ligeramente distinto, mi agradecimiento más profundo al físico y activista político George Salzman, amigo y veterano cuyos consejos me han servido de guía. Mi agradecimiento más sincero a Frederick Clarkson, escritor y el más importante experto norteamericano en la derecha política de raíces cristianas, que me regaló su tiempo y revisó partes de este libro. Mi gratitud también para mis colaboradores Roger Vanee, Cari VonWodtke y Nan Siegel del Weider History Group, que aguantaron con paciencia mis constantes ruegos y preguntas a jornada completa. Y no me olvido en lo más mínimo de Jim Edmonds y Larry y Ann Wadsworth, propietarios de los bares de obreros a los que van a buscar un momento de respiro tantos y tantos hijos de un Dios trabajador, y donde transcurren episodios de este libro. A todos ellos mi gratitud más sentida. Y sobre todo gracias a mi agente, Daniel Greenberg, por los incesantes esfuerzos que realizó en los tiempos más duros, y a mi editora, Rachel Klayman, la primera que vio algo valioso en mi trabajo y que se pasó innumerables horas explicándole a un novato los trucos del juego de la edición de libros.