Cristianismo Ruso

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CRISTIANISMO

RUSO DIVO BARSOTTI

COLECCIÓN HINNENI

DIVO

BARSOTTI

HINNENI

55

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332 SALAMANCA

1966

Tradujo ALFONSO ORTIZ GARCÍA sobre la obra original

Cristia-

nesimo russo de Divo BARSOITI, publicada por Libreria Editrice Florentina de Florencia, cotejada con la edición francesa Le Chrístianisme russe, publicada en 1963, por Casterman de Tournai. Censor: JOSÉ GÓMEZ LORENZO.-Imprímase; MAURO RUBIO,

obispo de Salamanca, 25 de junio de 1966

ÍNDICE

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Presentación

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Prólogo

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1. El cristianismo

ruso

2. Los representantes 3. La tragedia

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del cristianismo

del cristianismo

ruso

59

ruso

79

4. Sergio de Radoney

89

5. Serafín

97

6. Teófano

de Sarov el recluso

131

7. Juan de Kronstadt

(Q Ediciones Sigúeme, 1986

8. La mística miakof 9.

Constantino

155

de la libertad

cristiana

en Ko279

Leontief

y el cristianismo

trá-

gico Es propiedad Depósito Legal: S. 96-1966

Impreso en España Núm. Edición: ES. 248

Industrias Gráficas Visedo. - Hortaleza, 1. - Teléfono 7001. - Salamanca

209

10. La mística de la unitotalidad 11.

El staretz Silvano

12. El cristianismo

en Soloviof...

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del Monte Athos

263

ruso y la iglesia católica

287

PRESENTACIÓN Las páginas que siguen tienen su origen en unas cuantas conferencias pronunciadas en el año 1940 por Divo Barsotti ante un grupo de seglares católicos, reunidos en Florencia, que, preocupados por las ideas del ecumenismo espiritual, deseaban emprender una vida comunitaria inspirada en las tradiciones y en la espiritualidad del cristianismo ortodoxo, en unión con sus hermanos rusos. El autor intentaba en estas conferencias ofrecer un informe lo más exacto posible de las ideas del cristianismo ruso, para iluminar con ellas la vida de aquellas personas que deseaban consagrarse a Dios para obtener de él la unión de todos los creyentes en la Iglesia de Cristo y el retorno de todos los hombres de buena voluntad a la luz verdadera, que amenazaba extinguir el comunismo ateo. Los avatares de la guerra mundial impidieron por entonces la realización de este proyecto. 9

Más tarde, en 1948, se publicó por primera vez la obra de Barsotti. Poco después, este piadoso sacerdote fundó en Settignano, Florencia, la "Casa San Sergio", para que sirviera al movimiento de ecumenismo espiritual en Italia. En 1963 apareció la edición francesa del estudio de Barsotti, aumentada con un capítulo consagrado al staretz Silvano del Monte Athos (t 1935), en el que se resume la corriente de la santidad ortodoxa rusa contemporánea; figuraba en esta misma traducción francesa un "calendario de las fiestas principales de la iglesia ortodoxa rusa". En nuestra traducción española hemos seguido el texto original italiano, teniendo además en cuenta las nuevas aportaciones de la edición francesa. Hemos respetado en la traducción algunas apreciaciones del autor y algunos juicios un tanto duros sobre la ortodoxia, que en el actual ambiente ecumenista postconciliar resultan quizás un poco desfasados. En la transcripción de las palabras rusas y nombres propios, hemos preferido la transcripción fonética corriente a la otra transcripción, más científica, de los caracteres cirílicos; en notas de pie de página, explicamos el significado de ciertas palabras poco conocidas por el lector medio. Esperamos que el conocimiento que el autor nos ofrece de los rasgos característicos de la piedad rusa; sencillez de corazón, dolor de los pecados, piedad y compasión por el pecador, convencimiento de una especie de vocación mesiánica del pueb lo ruso, lleve a los lectores 10

a plantearse junto con el autor el problema fundamental del libro: ¿Cómo es posible que las corrientes del pensamiento marxista hayan podido prevalecer en Rusia por encima de esta otra corriente profundamente espiritual? Es la "gran tragedia del cristianismo ruso", que Barsotti examina, para terminar luego con el estudio de las diversas corrientes de espiritualidad y de pensamiento ortodoxo, tal como aparecen en la escuela de sus más genuinos representantes. El traductor

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PROLOGO Queremos abrir y justificar este breve estudio sobre el cristianismo ruso con las palabras que sirven de introducción a la obra de Soloviof sobre Rusia y la Iglesia universal: "Hay un mundo lleno de pujanza y de ansiedad, pero sin clara conciencia de su propio destino, llamando a las puertas de la historia universal..." Oriente y occidente siguen todavía divididos; pero no viven ya en medio de la indiferencia y del desconocimiento de antaño, sino que se están preparando para unirse o para chocar entre sí. La historia de los próximos años relatará seguramente las vicisitudes sublimes o fatales de esta unión o de este choque tremendo. El choque parece inminente, la unión se vislumbra incierta y lejana. Pero las promesas de Dios y la plegaria de Cristo tienen que ser eficaces. En medio de la honda preocupación que pesa sobre el mundo, el cristiano conserva un sereno opti13

mismo porque está seguro de que los acontecimientos humanos obedecen a un designio de Dios. El fin supremo de la obra de Jesús es la unidad; y Jesús continúa su obra por medio de la Iglesia. Colaborar en la medida de todas nuestras fuerzas en el cumplimiento de esta misión es el deber más alto de todo cristiano; por otra parte, es hoy por hoy el deber más urgente. En Cristo, oriente y occidente no son dos mundos divididos; representan, más bien, dos civilizaciones, dos mentalidades distintas, destinadas a completarse en la Iglesia una. Si a estos dos mundos les quitamos a Cristo, ya no habrá posibilidad alguna de unión o de mutua inteligencia: oriente y occidente serían entonces dos mundos divididos y destinados a encontrarse •mutuamente en un choque fatal que destruiría el uno o al otro y que quizás representaría el fin de ambos. No se trata de una mera retórica; la verdad es que solamente Cristo puede realizar la unidad de los hombres y de las naciones. Sin Cristo, nada hay en el mundo que sea capaz de lograr la unidad entre los hombres: ninguna idea, ningún personaje. En la vida de la humanidad hay dos actividades supremas: la religión, que obra sobre todo en el interior del alma y realiza la unidad de los espíritus, y la política que opera más bien en las relaciones externas y que no hace más que dividir. Si excluimos a la religión, será la política la que actúe. La cultura, a pesar de todo, no es más que un valor intermedio, nunca jamás autónomo; está al servicio de la política o de la religión, 14

es capaz de dividir más o de unir más, pero por sí sola ni divide ni une. ha providencia divina ha permitido con infinita sabiduría que la persecución dispersase entre los pueblos occidentales a muchos fieles de la iglesia rusa. Su contacto con nosotros ha logrado arrancar muchos de los prejuicios que ellos tenían y darles a conocer a nuestros grandes santos católicos, en los que podrán ver cuan injustos eran los juicios que nutrían sobre el juridicismo y el racionalismo romano. Pero también nuestro contacto con ellos ha hecho, por nuestra parte, más fácil y más urgente el conocimiento de las riquezas y la profundidad de la vida cristiana que ha mantenido el oriente después de su separación de Roma: el servicio que en este aspecto nos han prestado algunos autores, como Bulgakof, Berdiayef, Arsenief, Losski, Borodine y Tsander, merece todo nuestro agradecimiento. Pero quizás más todavía que la diáspora rusa, han contribuido a divulgar entre nosotros el conocimiento del cristianismo 7'uso las grandes novelas de Dostoyevski. Su auténtico y apasionado amor a Cristo nos hace perdonar la incomprensión que demostró ante la iglesia católica. En el curso de este libro he procurado también tener en cuenta sus obras por su importancia y su divulgación, aun a pesar de reconocer que no siempre puede invocarse la autoridad de este gran autor, como si se tratase de un representante genuino de este cristianismo ruso; sería una grave equivocación olvidarnos de que él ha respirado su atmósfera y ha 15

asimilado profundamente su espíritu, como indica H. de Lubac. He empleado el término "ortodoxia", que hoy es de uso común; el evitarlo es ya de por sí una postura polémica; por otra parte, los términos "provoslavia" y "provoslavo" no los juzgamos suficientemente claros y comprensivos. Cuando se habla de santos y de santidad, se trata, como es obvio, de un juicio puramente humano.

1 EL CRISTIANISMO RUSO

H

A escrito Masarik: "En el monasterio ruso es donde se manifiesta en toda su importancia el contraste entre Rusia y Europa. Allí es donde se conserva la vida rusa más pura y antigua, la manera tradicional del pensamiento y.de los sentimientos rusos; y esto no sólo en los conventos de San Petersburgo, sino sobre todo en los conventos y eremitorios más apartados. La Rusia, la vieja Rusia, es el monje ruso". Estas palabras de introducción a su voluminosa obra Rusia y Europa parecen haberlas olvidado los autores dedicados a analizar las corrientes espirituales de Rusia. Quizás sea éste el motivo por el que estos análisis resultan confusos y fragmentarios. De hecho, con la eliminación del monaquismo, debería haber desaparecido ya el misterio de Rusia y de su contraste con Europa; sin embargo, este misterio ha permanecido intacto, aun a pesar de que parezca haber sido aniquilada la antigua Rusia. Quizás no debamos dramatizar demasiado: la verdad es que, lo mismo que ayer no existía antítesis entre el cristianismo occidental y el ruso, tampoco hoy existe esta antítesis entre la Rusia soviética y los movimientos filosóficos y sociales

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17 2.

CRISTIANISMO

que en el occidente afirman haber triunfado sobre el cristianismo. Lo que más bien parece digno de interés en la historia espiritual de Rusia es la clara división que existe entre los espíritus y las corrientes espirituales. Todas estas corrientes están de acuerdo en proclamar una especie de mesianismo ruso y están alimentadas por la misma rica potencialidad del alma eslava, ya que el alma rusa es idéntica en el místico cristiano y en el ateo marxista. Es u n alma extremista. Por eso mismo, cuanto más avanzan los caminos, más divergentes y lejanos resultan, más opuestos y extraños entre sí. Hoy, cuando a primera vista parece que ha prevalecido la corriente atea marxista, no solamente resulta anacrónico hablar de un cristianismo ruso, sino que incluso parece inútil y extraño. Sin embargo, es necesario. No sólo porque únicamente de este modo es posible comprender la historia rusa del pasado, sino también porque sin ello se corre el riesgo de tener una visión imperfecta del presente. No nos es lícito reducir el drama a un monólogo por una necesidad instintiva de simplificar el curso de la historia; sería algo sin sentido. Pero la historia es un drama. Y resulta ingenuo a estas alturas presentar la historia como una progresiva eliminación del cristianismo. El cristianismo vive y el cristianismo ruso es también cristianismo. Contribuir al conocimiento de este cristianismo es contribuir al conocimiento más vivo y profundo del mismo cristianismo, ya que el cristianismo no es sólo el occidente, sino también el oriente, Si a primera 18

vista parece que el cristianismo ha sucumbido en Rusia, tal vez sea porque el cristianismo ruso, al desgajarse del occidental, no ha podido por sí solo luchar victoriosamente, al no disponer de armas suficientes para la lucha en campo abierto. El conocimiento del cristianismo oriental r e sulta más fácil por el hecho de que se trata casi exclusivamente de una liturgia y de una mística. El occidental resulta más variado y más rico. Quizás nosotros no nos demos cuenta perfectamente de ello, pero ¡con cuánta facilidad uno, que no viva dentro de la Iglesia, ve en ella solamente una política, o una teología, o una organización eclesiástica o asistencial, o una liturgia sacramental, o un instituto de educación moral! Esto no quiere decir que el oriente cristiano no disponga de una teología propia o de una disciplina canónica propia; es cierto que existe una teología oriental y un código oriental, pero en una forma rudimentaria: la teología y la disciplina canónica de oriente no se confundirán jamás con la iglesia oriental. En oriente todo está al servicio de la mística; de la filosofía, de la teología, de la disciplina, de la organización externa se acepta únicamente lo que resulta absolutamente necesario. La única actividad de la Iglesia, y no solamente la suprema, es el servicio litúrgico; la única actividad religiosa del creyente, la ascesis contemplativa. Si el corazón del catolicismo es Roma, el corazón de la ortodoxia no es el Fanar, donde reside el patriarca ecuménico, sino el Monte Athos, y en concreto para Rusia, el convento de San Sergio, 19

en los alrededores de Moscú. Incluso la mística no es especulativa como la alemana, ni sicológica como la española, sino más bien mistagógica. Lo que para la iglesia occidental es la doctrina teológica, es el rito para la iglesia oriental. Para nosotros, las divisiones religiosas tienen su origen en el dogma; en oriente lo tienen en la liturgia: recordemos el Raskol1.

Fuentes El pseudo-Dionisio ha ejercido una enorme influencia en la espiritualidad oriental; quizás más por su insistencia en el principio sacramental, en sus dos obras sobre la jerarquía celeste y la jerarquía eclesiástica, que por su doctrina de la trascendencia divina. "Nuestra salvación se debe exclusivamente a n u e s t r a theosis, a nuestra divinización; divinizarnos es asimilarnos a Dios y unirnos con él lo más estrechamente que podamos. El término común de toda jerarquía consiste, por tanto, en este amor continuo a Dios y a los misterios divinos que desarrolla en nosotros santamente la presencia unificante del mismo Dios" (Hier. Eccl, 1, 3). El pseudo-Dionisio justifica la ascesis únicamente como medio para despojarse y liberarse de los obstáculos que impiden esta presencia de Dios 1. Kasícol es el nombre de la secta de viejos creyentes que no quisieron someterse a las nuevas prescripciones litúrgicas del patriarca de Moscú, Nicón, en 1662. Su cabecilla fue Avakúm, quemado vivo en 1664. Hoy sigue siendo la secta más importante por el número üe sus creyentes o TdskolmM.

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que penetra al hombre y lo hace semejante a él, deificándole. La mística oriental, aunque es cierto que tiene u n carácter más intelectual y es menos emotiva que la de occidente, sin embargo es menos filosófica y conserva u n acento más interior, más casto, una especie de gracia ingenua que no siempre posee la mística más rica y profunda de occidente. Entre los antiguos padres de la Iglesia, después del pseudo-Dionisio, los maestros de la espiritualidad oriental son los padres alejandrinos, san Juan Damasceno y san Máximo el confesor. Muy estimado y estudiado es también Isaac de Nínive, a quien cita Soloviof en La justificación del bien y Dostoyevski en Los hermanos Karamazof, y al que califica Berdiayef como el más profundo de los escritores ascéticos. Entre los bizantinos están Simeón el joven, Gregorio P a lamas, Simeón de Tesalónica y Nicolás Cabasilas. Pero la obra que más ha contribuido a la formación espiritual del pueblo ruso, la que llegará a ser algo así como el breviario de todas las almas sedientas de vida espiritual, es la traducción de la FÜokalia, realizada por Paisio Velitchkoski, el gran restaurador de la vida monástica en Rusia, con el célebre título de Dobrotoliubie2, que recoge las más importantes obras místicas de 25 padres y escritores espirituales del oriente cristiano, desde san Antonio, Eva-

2. Dobrotoüubie es la traducción rusa de la FÜokalia (amor del bien), recopilada por PAISIO VEUTCHKOVSKI en el s. xvm

y renecha en el s. xix por Teófano el recluso de Vischen.

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grio y Diadoco de Foticea, hasta Simeón el Nuevo Teólogo, Nicolás Stezatos y Gregorio Palamas. La Dobrotoliubie es para los rusos el libro más sagrado que hay después de la Biblia. Los apócrifos y las leyendas de santos (Cetyi-miney), son también una de las fuentes, y no de las más despreciables, de esta mística. Helenismo y cristianismo ruso Los ortodoxos atribuyen de buen grado al helenismo todo lo que hay de fecundo y de vital en el cristianismo. "La misión del helenismo es divina: se extiende a todo el universo", afirmaba el siglo pasado el metropolita de Quíos, Gregorio Bizantios. Eco de estas palabras es la convicción de uno de los más célebres teólogos rusos, Florovski, según el cual, espíritu patrístico y espíritu helénico son conceptos equivalentes; llega incluso a escribir: "De alguna manera la Iglesia misma es helénica". ¿Qué relaciones guarda el cristianismo ruso con el helénico? ¿Puede hablarse legítimamente de un cristianismo ruso? Es verdad que las expresiones citadas anteriormente, SQO. &e^asüa.do. «rááAis&s. para no resultar sospechosas; incluso parece que a través de ellas se vislumbra cierto tono polémico antirromano. Pero si distinguimos entre helenismo y bizantinismo, no es posible negar que estas expresiones encierran una parte de verdad, y no podemos menos de reconocer entonces que para el cristianismo ruso esta dependencia del helenismo está bastante más acen22

tuada que para el cristianismo occidental. Sin embargo, con mucha frecuencia, para los ortodoxos es lo mismo helenismo que bizantinismo. Tal sucede, por ejemplo, con Leontief, para quien el porvenir religioso de Rusia, e incluso su mismo porvenir vital, depende de su fidelidad a Bizancio. Es cierto que esta concepción teocrática del Estado no está actualmente vigente, ni siquiera en la mentalidad de los que se mantienen fieles a la tradición ortodoxa. Sin embargo, ésta era precisamente "la misión de Bizancio" para Soloviof: el desarrollo del elemento real en la teocracia. Leontief incluso llega a afirmar que los principales tipos de santidad que sirvieron de modelo a los rusos, pertenecen todos ellos a la cultura religiosa bizantina: los santos rusos no serían más que discípulos e imitadores de los santos bizantinos. Leontief se equivoca. Es preciso reconocer que en general los que se mantienen más fieles a la tradición eclesiástica ortodoxa, se mantienen también plenamente fieles al principio del bizantinismo: de hecho, la iglesia rusa es verdaderamente una iglesia que pertenece a la ortodoxia bizantina. No obstante, el cristianismo ruso tiene características peculiares: se trata de la actuación del cristianismo en el alma de un pueblo particular. Para Berdiayef el tipo espiritual ruso es independiente del tipo bizantino, e incluso es superior a él, por ser más humano. Efectivamente, la gran espiritualidad rusa tiene unos caracteres tan profundamente originales, conserva una expresión tan interior y de una sinceridad tan viva, que se puede y se debe hablar de un cris23

tianismo ruso. La humildad, la dulzura, la sencillez de los santos y de los staretz 3 rusos respiran tal frescura, una poesía tan verdadera, que es injusto considerar a Sergio de Radoney, a Tijón de Sadonsk o a Serafín de Sarov como meros imitadores de los santos bizantinos. El cristianismo bizantino ignora esta dulzura tan pura, esta humilde sencillez, esta alegría luminosa. La tierra rusa Se ha convertido en un lugar común, después de las obras de Wilbois, hacer derivar el misticismo ruso de las condiciones creadas por el ambiente. El hombre ruso sería el producto natural de la tierra rusa: esas tierras ilimitadas y monótonas, de horizontes infinitos, que parecen habitadas únicamente por el blanco silencio de inviernos interminables, habrían dado al pueblo ruso el sentido del infinito, la necesidad' de libertad espiritual, el deseo de evadirse de esta vida real demasiado pobre y dura para encontrar, más allá del presente, una vida "distinta". Quizás se han exagerado un poco las cosas, pero la influencia del paisaje sobre el alma rusa es innegable y explica, como iremos viendo más adelante, el carácter y las diversas formas de su ascesis: alejamiento del mundo

y retorno a un paraíso perdido. Sin embargo, debemos advertir desde ahora la importancia que ha tenido siempre en la vida religiosa de los rusos la soledad impregnada del silencio de los bosques, el curso amplio y lento de los ríos. Al desierto de Egipto, que fue el ambiente propio del monaquisino antiguo, responde ahora la inmensidad de las llanuras: en medio de estos bosques, en las márgenes de estos ríos han fundado los santos sus monasterios; perdiéndose en este silencio sin límites ha sido como Sergio de Radoney, Serafín de Sarov y sus hermanos menores han pasado su vida adorando a Dios y viviendo una vida semejante a la suya. La misma espiritualidad rusa reconoce esta influencia y consagra religiosamente el vínculo físico que une al pueblo con su tierra: se trata del culto a la tierra madre, tan propio y exclusivo de los rusos. Dostoyevski llega a identificar, por así decirlo, este culto con su cristianismo, hasta el punto de alimentar de él, como de una fuente secreta, su misticismo tan rico y tan nuevo para nosotros los occidentales. Este mismo culto a la tierra es donde echa sus raíces la "sofianicidad" del cristianismo ruso e incluso, quizás, la misma veneración que el pueblo ruso siente hacia la Virgen Madre de Dios.

3. Staretz era el nombre que daban a los monjes ancianos, cuya profunda y larga experiencia les confería un privilegio de autoridad en medio del pueblo, como maestros de la vida espiritual y directores de almas.

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Carácter ontológico de la espiritualidad oriental Si nos ponemos a considerar la vida religiosa de oriente en general, no tardaremos en reconocer que dicha espiritualidad es bastante más primitiva que la occidental. Los temas que en ella aparecen, las formas que toma, revelan una dependencia más directa, una armonía más profunda y más íntima con el cristianismo primitivo. Para el oriente, el ideal más alto de la vida religiosa sigue siendo la vida eremítica, tal como se desarrolló en los primeros tiempos del cristianismo; la santidad se concibe más bien en su aspecto de separación absoluta del mundo, de segregación, de silencio, de contemplación pura. La santidad activa de un apóstol no se admite más que a título de excepción, como vocación particular divina; pero esta santidad no puede servir de ejemplo, ya que no es el ideal ordinario de santidad. Por otra parte, para el cristiano oriental no existen dos espiritualidades distintas: la única espiritualidad, reconocida como tal, es la monástica y con ella tendrán que configurarse, dentro de sus posibilidades, todos los fieles que permanezcan en el mundo. El tipo ideal del santo sigue siendo para todos el eremita, que vive en austera soledad. Sin embargo, si es cierto que con el transcurso de los años han ido cada vez diferenciándose más la espiritualidad occidental y la oriental, esto no se debe al hecho de que oriente y occidente se hayan alejado poco a poco del ideal de vida cristiana y que no hayan sacado 26

del evangelio los elementos, los motivos y los impulsos para andar cada uno su propio camino. Oriente y occidente obedecen a una mentalidad diversa: el uno subraya e inculca lo que el otro no hace más que suponer sencillamente, sin excluirlo ni negarlo. De esta doble mentalidad se deriva un doble planteamiento de los mismos problemas teológicos, que sirven de fundamento a una concepción diversa de la vida espiritual y de la santidad. Oriente es íntimamente platónico: el mundo presente no es más que la imagen del mundo divino, su epifanía. El hombre mantiene con Dios las mismas relaciones que la imagen con su modelo. La gracia no hace más que transfigurar la imagen natural, que está como vacía, realizándola plenamente en Dios. La santidad, según el pensamiento ortodoxo, es un acercamiento del alma a Cristo, una iluminación del alma con la luz del espíritu divino. Occidente insiste más bien en el problema del mérito sobrenatural, en el ejercicio de las virtudes, distinguiendo entre lo que es de precepto y lo que es de consejo, determinando la gravedad de las faltas, hablando de obras supererogatorias: la santidad es una actividad devoradora, una conquista fatigosa. A este respecto, es significativo recordar la opinión de algunos teólogos de occidente que hablan de dos santidades diferentes: una ascética y otra mística. Este problema de una doble santidad no puede ni siquiera planteárselo el oriental. Para la teología espiritual ortodoxa sigue siendo totalmente válida la afirmación que hace ocho siglos hizo Simeón el joven: "El que no 27

haya visto a Dios en esta tierra, no puede esperar la salvación". No existe ni es posible que exista una doble santidad; sin embargo, la santidad consta siempre de dos elementos: un elemento ascético y otro místico. Oriente ve en el santo no ya un alma que posee más méritos delante de Dios, que realiza más actos de virtud, sino más bien un ser que está más cercano a Jesucristo, más iluminado por el Espíritu, u n alma que ha recibido y que posee el Espíritu de Dios con dulzura y humildad. Por eso la iglesia oriental repite todos los días en su liturgia las bienaventuranzas, como revelación luminosa de la santidad cristiana: santo es el que posee ya en este mundo, gracias a su pobreza, a su mansedumbre, a la pureza de su corazón, a la paz de su alma, la bienaventuranza que Jesús anunció en el monte. El caminar hacia Dios tiene para la espiritualidad oriental un carácter menos dramático que en occidente. Para oriente todo el mundo está penetrado, impregnado, de Dios. El hombre no tiene más que dejarse penetrar por él, abandonarse en las manos de Dios, para que Dios se apodere de él y lo invada. Toda la mística oriental depende de la teología del "Logos" y de su unión con la humanidad. El principio de toda unión del alma con Dios, el principio de la "theosis", es la unión del "Logos" con la naturaleza humana. La redención no se concibe de una manera moral y jurídica, tal como lo hacen los occidentales, sino más bien de una manera físico-ontológica: la divinidad se une en Cristo con todo el género humano, con toda la 28

creación visible. Todo h a quedado deificado por la presencia real de Dios. Los padres griegos, sin excluir la teoría de la santificación redentora de san Pablo, se complacen más bien en la teoría física de la redención, que parece estar más en conformidad con la teología de san Juan. En la encarnación es donde ven realizada la redención. Bulgakof lo explica de esta manera: "Cristo no ha asumido la naturaleza humana, tal como se encuentra en cada uno de los hombres, limitada, deformada, egocéntrica, en una palabra, individual y atomizada. El h a tomado la naturaleza h u m a n a integral, tal como la poseía Adán, el primer hombre, cuando salió de las manos del Señor... Empíricamente, Cristo es un elemento de la humanidad histórica; en realidad, él la contiene toda entera en sí mismo, en su humanidad" (Du Verbe Incarné). Esto se realiza en la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. La Iglesia posee la vida divina, porque Cristo vive en la Iglesia, porque Cristo mismo es la Iglesia. Por medio de los sacramentos, especialmente por la eucaristía, Cristo realiza la divinización del cristiano y del mundo. El "Logos" ha santificado la naturaleza hum a n a integral asumiéndola, gracias a su encarnación: esta vida divina, que se ha convertido en la posesión de la humanidad concebida como un solo cuerpo —la Iglesia—, debe propagarse y difundirse a cada una de las almas, especialmente por medio del contacto físico-sacramental con Cristo. El pensamiento occidental, al insistir en la voluntariedad del sacrificio de Cristo, en su 29

muerte redentora, ha dado lugar a una espiritualidad que exige y justifica ante todo el esfuerzo personal y la cooperación activa del hombre en la obra de su santificación. La teología espiritual de occidente tiene, por tanto, u n aspecto predominantemente sicológico. Por el contrario, la teología oriental insiste más bien en el aspecto sacramental: la divinización del hombre y de todo el cosmos se realiza gracias a un contacto físico con Cristo, a través de los sacramentos. Así se explica la importancia, casi exclusiva, que ocupa en la vida sacerdotal la celebración litúrgica y la administración de los sacramentos, mientras que se deja fácilmente en manos de los seglares el gobierno de la Iglesia y la enseñanza de la teología. La mística oriental ignora toda disociación entre la vida espiritual y la vida sacramental: toda la vida cristiana está impregnada de liturgia. Toda la vida del cristiano depende de la acción objetiva de Cristo en los sacramentos. De aquí el poco interés que los cristianos orientales sienten por la vida terrena de Jesús y su insistencia en el aspecto divino de Cristo: Cristo es Dios que se ha unido al hombre. No ya el Cristo de la humildad, el Cristo de la historia, sino el Cristo de la liturgia, el Cristo de la resurrección que vive en la Iglesia, que continúa en la Iglesia y extiende por medio de la Iglesia el misterio de su encarnación. El misterio pascual está situado en el centro de la ortodoxia. Al convertirse en "espíritu vivificante", Cristo penetra ahora con su luz todo 30

el universo y lo transfigura, arrastrándolo en su corriente de vida carismática y divina. De hecho, la Iglesia es intrínsecamente, por la ley misma de su constitución, Iglesia de la resurrección: durante toda su vida, tiene que comulgar necesariamente con el misterio de Cristo resucitado. Es cierto que conmemorará la natividad, la vida pública, la pasión y la muerte de Cristo, pero su contacto con el Hijo de Dios se lleva a cabo en su forma divina y glorificada (Vonier). El misterio que domina la vida religiosa del cristiano oriental, confiriéndole u n impulso místico lleno de gozo y de exaltación, es precisamente el misterio de la resurrección. En Cristo resucitado todos y cada uno de los fieles, todas y cada una de las criaturas, quedarán transfiguradas, participando de su vida y de su luz espiritual. Entre todos los libros del Nuevo Testamento, el oriente prefiere los escritos de san Juan, el evangelista místico. Con razón se ha puesto de relieve en la mística oriental la ausencia del fenómeno tan característico de la estigmatización. En occidente, la unión con Cristo se realiza en la cruz, en la participación de su pasión. La mística occidental es mística de crucifixión, mientras que la mística oriental es mística de resurrección. La ascesis se practica lo mismo que en occidente, pero oriente no sabría reconocer en la ascesis ningún valor, ninguna autonomía en la vida religiosa; es solamente un medio, una condición. La vida es el espíritu. Toda la vida cristiana es una espera de la gracia, es una aspiración a la luz; su meta 31

es el don del Espíritu, la semejanza a Dios, la transfiguración en él. El alma se empapa de luz y se renueva en el Espíritu Santo. Están perfectamente de acuerdo en ello Dostoyevski y el gran staretz Serafín de Sarov: "al mundo lo salvará la belleza"; y la belleza es el Espíritu Santo. El alma rusa hace suya la palabra del "adolescente": "Yo busco la belleza, y como ellos no la tienen, me alejo de ellos". Estas palabras definen toda su vida religiosa, ya que santo es aquel que sabe amar esta belleza y se aparta del mundo para poder ser transformado en su luz. Para el teólogo occidental el influjo que Dios ejerce sobre la criatura por medio de la gracia es como el efecto de una causa eficiente, mientras que para el teólogo oriental es un influjo ontológico, como de causa formal. Pero las categorías aristotélicas no bastan para definir esta relación: si Dios es sobre todo causa eficiente, incluso en la elevación a la santidad, existe el peligro de caer en un puro naturalismo; si es causa formal, es imposible evitar el panteísmo. Los dos conceptos teológicos son incompletos, se integran entre sí. Sin embargo, la importancia que occidente da al hombre, para distinguirlo de Dios, da todavía más relieve a la doctrina del mérito, una tonalidad más moral y jurídica al concepto de la santidad individual y a la doctrina de la Iglesia. La moral, como teología que estudia los actos humanos por su conformidad con la ley divina, es algo desconocido en oriente. Oriente se preocupa mucho menos de la consideración de la Iglesia bajo el punto

de vista jurídico, como sociedad visible y organizada, que de la consideración de la misma, como plenitud de los dones divinos y cuerpo místico de Cristo. En oriente la tesis fundamental de la teología espiritual es la "divinización" como última perfección del hombre.

Carácter cósmico de la espiritualidad rusa Mientras que en occidente se considera como último término la bienaventuranza personal en la visión de Dios, para oriente el último término, al que debe tender no solamente el hombre, sino todo el cosmos, es la absorción en la unidad divina en la resurrección final. La "divinización" no es únicamente la última perfección del hombre, sino la razón última y la finalidad suprema a la que tiende la creación entera, por medio del hombre. No es posible hablar de panteísmo, ya que la teología oriental y el sentimiento religioso oriental distinguen perfectamente a la creación de Dios; se trata, más bien, de una doctrina penetrada de u n profundo y amplio sentido místico, que con razón ha sido definida como u paninteismo'\ Aquel deseo, que clamaba ya en las cartas de Pablo de Tarso, de la creación entera anhelando su libertad de la esclavitud, a la que la sometió el primer pecado, queda un poco apagado y relegado a segundo término en la teología y en la mística occidental; pero es este mismo anhelo el que le da al pensamiento y al sentimiento religioso 33

32 3.

CRISTIANISMO

oriental, y más concretamente al ruso, una conmoción especial y una tónica sublime. Toda la filosofía de Soloviof no es más que una tentativa extraordinariamente sugestiva de visión, a la vez mística y racional, de esta infinita ascensión del cosmos hacia la unidad divina, de esta transfiguración del mundo que acoge en su seno al principio activo divino del "Logos" para sublimarse en Dios, para ser acogido y absorbido en la divina unidad, que es la plenitud infinita de todo. Este mismo anhelo es el que explica el éxtasis de Alioscha en los Karamazoj, ya que Dios se entrega al alma al mismo tiempo que a las cosas, y la comunión con Dios es al mismo tiempo comunión con todo lo demás. Si existe alguna diferencia entre el cristianismo ruso y el cristianismo bizantino, nos parece que se basa precisamente en esto: en la supervivencia del culto a la tierra madre, que proporciona al cristianismo ruso un sentido de la tierra más real, una adhesión más profunda y más íntima a la conciencia popular, hasta el punto que es lícito hablar, a propósito de Rusia, de una especie de animalidad religiosa. Queda muy atrás el naturalismo puro: el universo no es Dios. Sin embargo, pertenece a Dios, ya que todo está en él. Todas las cosas, gracias al misterio de la encarnación de Dios y de su resurrección, están penetradas por la divinidad y como absorbidas en Dios. La creación misma es algo así como una encarnación divina. Dios sale de sí mismo a su "otro", se posa en el ser extradivino y se repite, por así decirlo, a sí mismo, se reproduce fuera de sí 34

mismo. "Todo es divino e irradia la belleza no terrestre del misterio sofiánico, que es su misterio" (Zander). La Virgen Madre de Dios es la única que realiza la maternidad divina de la tierra, ya que ha sido llamada a engendrar a Dios; por eso la viejecita de los Demonios se atreve a identificarla con la "Madre por excelencia, la gran tierra húmeda". Los hombres tienen conciencia de su reconciliación con Dios abrazando a la tierra, regándola con sus lágrimas, jurando permanecer fieles a ella; en las palabras de Satof a Stravoguím, el camino para encontrar a Dios se le muestra al hombre en el retorno a su tierra. De este modo ha quedado transfigurado cristianamente el mito pagano de Anteo, que renueva sus fuerzas por medio del contacto con la madre tierra. La calma de la tierra se confunde con la paz del cielo y el misterio terrestre limita con el misterio de Dios (cf. el éxtasis de Alioscha). "El mundo se hunde en la luz de la eternidad divina", escribe Bulgakof. La oración del hombre puede ser muy bien aquella oración de Macario Ivanovich: "Todo está en ti, Señor; también yo estoy en ti; acógeme".

ha vida espiritual como imitación de Dios El hombre se aproxima a Dios y se va deificando por medio de una imitación y una participación cada vez más perfecta y profunda de la simplicidad y la inmutabilidad divina. La 35

ascética no tiene más finalidad que ésta. Ni se requiere la ascética como ejercicio'de virtudes, sino como proceso de simplificación de la vida: el último término de la misma, ya desde los tiempos de Clemente de Alejandría, de Orígenes y de Dídimo, es la "apatheia". Por medio de la mortificación de todas sus pasiones, tras haber reducido todas sus necesidades y haberse liberado de ellas, el hombre habrá alcanzado el triunfo sobre su mutabilidad y podrá conservar la paz interior, sin tener que buscar nada fuera de sí mismo, lo mismo que Dios posee inmutablemente dentro de sí la bienaventuranza infinita y se basta eternamente a.sí mismo. La "apatheia" devuelve al hombre su unidad y lo hace imitador del Dios uno. Las expresiones de esta espiritualidad, según que se realice en las relaciones del hombre con Dios, con el prójimo, o consigo mismo, se resumen en la oración, en la compasión y en la abstinencia, tal como lo vio Soloviof al considerar a estas tres virtudes de la oración, compasión y abstinencia, como los elementos fundamentales de la vida espiritual y de la moralidad. "En la fusión de estos tres elementos, la oración, la misericordia y la abstinencia, obra la única gracia divina, la cual no solamente nos une con Dios en la oración, sino que nos hace semejantes a él en su beneficencia suprema y en su absoluta autosuficiencia". Por lo demás, en esta doctrina ascética la espiritualidad oriental de hoy no hace más que repetir el pensamiento ascético de uno de los más ilustres autores de doctrina espiritual que 36

ha conocido el oriente cristiano de los primeros siglos, san Máximo el confesor. En su Libro ascético, san Máximo enseña precisamente que "es imposible dedicar perfectamente a Dios la mente, si no se han alcanzado antes estas tres virtudes: el amor, la continencia y la oración. Porque el amor hace manso al corazón; la continencia consuma el deseo, y la oración aparta al alma de todos los pensamientos y la presenta desnuda ante Dios. Estas tres virtudes comprenden a todas las demás y sin ellas el alma no puede alcanzar a Dios" (c. 19). Es preciso advertir el carácter, al menos tendencialmente pasivo, de cualquier espiritualidad que se exprese en esta forma. El amor activo, que también san Máximo juzga necesario, "porque mitiga el corazón", y que consiste en "compadecernos y hacer bien al prójimo", en Soloviof se ha transformado totalmente en piedad, en compasión, perdiendo de este modo todo carácter de agresividad y de violencia. Toda la actividad humana en el mundo se concibe y se justifica únicamente como piedad. Soloviof mismo, a pesar de su filosofía que exige la máxima cooperación del hombre, se ha traicionado como cristiano oriental y ruso cuando no ha sido capaz de reconocer en la espiritualidad cristiana ningún principio inmediatamente activo, y no ha logrado encontrar un puesto donde colocar a una virtud que estuviese ordenada directamente a la acción. Oración, piedad y abstinencia no son elementos independientes entre sí, sino más bien aspectos diversos de una idéntica vida espiri37

tual; son la expresión última y definitiva de la vida cristiana. Dios es al mismo tiempo el ser absolutamente independíente, suficiente a sí mismo, el ser puro y absoluto que enseñaba Aristóteles, y también el bien supremo e infinito que juzgaba Platón. La unión y la asimilación con Dios que el hombre realiza en la plegaria es una imitación y participación de la vida divina, de la bondad difusiva de sí misma mediante la piedad, y de la suficiencia de sí mismo mediante la abstinencia. Sin embargo, no es posible negar que entre abstinencia, piedad y oración, existe cierta gradación. Para oriente, el más alto ideal religioso será la vida eremítica, ya que en la separación absoluta, en la abstinencia perfecta del mundo, verá la condición indispensable de una oración ininterrumpida. El amor no será ya el último vértice de la vida espiritual, sino "la gracia de la oración que une la mente a Dios y, al unirla a él, la separa de cualquier otro pensamiento". ¿No se advierten en estas palabras cierto eco de las palabras de Plotino? ¿de su "fuga del solo con el solo"? La verdad es que el amor no parece que deba ser perseguido y querido por sí mismo, sino porque, al apaciguar el corazón, atenúa también las pasiones y tranquiliza el alma.

de las almas, defecto tan peculiar de la religión ortodoxa que inútilmente ha intentado justificar. La excepción a esta regla la constituyen únicamente algunas venerables figuras: los apóstoles y misioneros de los Tártaros, de Altai, de la Siberia, del Japón; en primer lugar, san Esteban de Perm, más tarde san Inocente apóstol de Sibería, Macario Glukaref, Nicolás Kosatkin... Así se explica también la casi absoluta ausencia en la religión ortodoxa de aquellas iniciativas de caridad, de aquellas instituciones, de aquellas obras que son la más imponente manifestación de la fecundidad y vitalidad del cristianismo occidental. La vida religiosa en occidente está en gran parte ordenada, además de a la santificación de sus miembros, al apostolado, al amor activo. En Rusia, el misticismo operante de Juan de Kronstadt y el amor activo de Tijón de Sadonsk resultan mucho más admirables por el hecho de que representan una excepción en la espiritualidad rusa, que parece como si quisiera resumirse únicamente en la oración, en la contemplación pura.

En este punto la espiritualidad occidental supera maravillosamente a la oriental, demasiado intelectualista, que no se cuida del elemento activo y emotivo de la caridad, identificándola exclusivamente con la perfecta contemplación (Kvagrio, Casiano, Diadoco y san Juan Clímaco). Así se explica la falta de celo por la salvación

Los motivos de la vida eremítica, según los padres antiguos, revelan por otra parte claramente que la separación absoluta del mundo y la abstinencia no son en sí bienes, por lo que se refiere a la vida espiritual, sino más bien un medio necesario para conseguir la unión. Para lograr realizar la unión con Dios en la oración,

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La vida ascética

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el hombre debe, según los padres antiguos; 1) separarse del mundo; 2) luchar contra el demonio; 3) buscar el paraíso perdido. De esta manera, la oración, que realiza esta tres condiciones de la vida espiritual, es precisamente una manera de estar fuera del mundo y de sí mismo —un éxtasis—, es la victoria sobre el demonio, y es la vuelta del alma al paraíso. Estos mismos temas se encuentran también en la espiritualidad del cristianismo oriental de hoy, tanto bizantino como ruso, operando especialmente sobre el alma eslava con tanta mayor pujanza cuanto mayor es la ignorancia de su justificación teológica y cuanto más se han convertido en una institución. 1) El tema de despego del mundo proporciona al cristianismo oriental en general aquel carácter monástico y ascético que tanto lo distingue del cristianismo occidental, más dinámico y activo, más ligado al mundo, más comprometido con las realidades mundanas. Este tema explica igualmente el carácter más rígido, menos dúctil del alma oriental, su invencible descontento, su desacuerdo profundo con el mundo presente, su sentido escatológico tan vivo y palpitante. En el alma oriental, tan apática e inmóvil en la superficie, se está incubando continuamente la revolución; su apatía es despego y renuncia. Pero es también una necesidad secreta y atormentada de una separación absoluta, que explica la tensión violenta del alma eslava, siempre extremista, siempre inclinada a la anarquía. 40

La negatividad del cristianismo ruso frente a la vida social y política nos parece que deriva de la teología de san Juan, por un doble título. Es un cristianismo que insiste preferentemente en el carácter contemplativo y se presenta, de una manera casi exclusiva, como la imagen verdadera de la iglesia celestial, inmóvil en el término que se pretende alcanzar, y totalmente extraña a este mundo. Y lo mismo que hereda de san Juan esta postura más contemplativa que militante —postura justa, con tal que no se convierta en exclusiva—, también deriva del autor del Apocalipsis y del cuarto evangelio su pesimismo frente al mundo presente y sus valores. Orígenes y la espiritualidad monástica se han encargado de ir acentuando más todavía este pesimismo, hasta transformarlo en una verdadera condena. Por otra parte, el cristianismo oriental en general ha preferido dejar en manos del Estado la preocupación del gobierno, y ha despreciado su misión en el mundo a fin de conservar su pureza en el refugio de sus monasterios. No existe nada que distinga tanto al cristianismo oriental del occidental como esta postura, según observa atinadamente Soloviof en su leyenda de san Casiano y san Nicolás. Frente al mundo, este cristianismo no parece conocer ninguna otra postura más que la fuga, no parece alimentar ningún otro deseo más que el de que se acabe cuanto antes. Esta espera escatológica le da un acento profético vivo y grandioso. 41

2) ha lucha contra el demonio. No puede negarse que la espiritualidad oriental ha conservado la mentalidad cristiana primitiva mucho más intensamente que la espiritualidad occidental. El mal contra el que tienen que combatir los cristianos es para los orientales una realidad positiva, mucho más que para nosotros: es el maligno. El problema del mal, desde san Agustín en adelante, ha sido resuelto en occidente filosóficamente, como un defecto, como una razón negativa. La ascesis se na convertido en una lucha que se desarrolla y se sitúa enteramente en la intimidad del cristiano. El Combate espiritual de Scupoli no logra, ni mucho menos, poner de relieve en la ascética aquella lucha trágica que se lleva a cabo entre Cristo y Satanás; a la ascética no le da más que un valor casi exclusivamente sicológico, mientras que para el Nuevo Testamento, para Orígenes, para la espiritualidad cristiana primitiva, para la misma liturgia de la Iglesia, la ascética tiene un valor cósmico y universal (cf. Bettencourt y Bouyer). La ascética cristiana continúa el combate entre Cristo y Satanás, que termina con la victoria de aquél, con la redención del hombre y su liberación de la esclavitud a la que lo tenía sometido el demonio; y lo mismo que Cristo ha vencido con su muerte, también el cristiano vence con el martirio, cuya forma incruenta es precisamente la ascesis. El carácter sicológico de la ascética en occidente parece como si hubiera ido haciendo poco a poco más difícil la comprensión y el reconocimiento de una acción positiva y personal del maligno so42

bre la vida del hombre y el mundo entero. En oriente, por el contrario, es más vivo el sentimiento de esta presencia, de esta siniestra influencia del espíritu del mal; la ascética es todavía exorcismo contra el maligno- El realismo ingenuo de lo sobrenatural demoníaco, elemento preponderante en la vida de los antiguos anacoretas, que en occidente siguió manteniéndose vivo durante toda la edad media, especialmente en el arte, continúa teniendo todavía un peso notable en la ascética oriental y rusa. Bástenos recordar al monje Teraponte y a Iván, en Los hermanos Karamazof. Pensemos también en lo que sentía y declaraba Dostoyevski en sus Notas y en los Demonios: el infierno soplaba sobre la tierra con su soplo de destrucción y de muerte —el infierno se había volcado sobre la tierra— la vida terrena tiene la misión de ofrecer al hombre la ocasión de convertirse en ángel o en demonio. Es verdad que existen hombres santos, elegidos por Dios y sellados por su gracia; pero existen también hombres poseídos por Satanás. Y no son únicamente los santos los que ven a los diablos, como Juan de Kronstadt; también Soloviof, en los últimos años de su vida, se vio turbado por estas horrendas visiones. De esta manera, el motivo ascético de la lucha contra el demonio sigue conservando toda su fuerza en el oriente, gracias a la fe en un realismo, a veces ingenuo, de lo sobrenatural, que se presta ciertamente a la ironía y al desprecio del ateísmo marxista, pero que puede ser reemplazado por la fe en una pretendida ciencia, que asuma las características de la magia. 43

3) ¿Y no es también el tema ascético de la búsqueda del paraíso y de Dios, un tema típico y característico de la vida religiosa oriental, y en particular de la espiritualidad rusa? Cada uno de los rusos se siente, a su manera, un buscador de Dios, un vagabundo, un peregrino perpetuo. La "xeniteia" y la "synodia", a las que se consagraban algunos antiguos ascetas cristianos, se convirtió más tarde en una especie de fiebre, de enfermedad del cristianismo ruso, revelando la falta de equilibrio, pero también la sed profunda de Dios que nunca se aplaca ni se extingue en el alma. Entre las figuras más luminosas creadas por el genio de Dostoyevski, ¿cómo no recordar al peregrino Macario Ivanovich en el Adolescente, y a Esteban Trofimovich en su viaje hacia la muerte, en los Demonios'? ¿Cómo no pensar en la huida dramática de Tolstoi? ¿Cómo no recordar a Soloviof, eterno peregrino de la verdad? ¿Y a Skorovoda, el vagabundo yuro-divie* y filósofo, el borracho de Dios? Los verdaderos creyentes, las almas que representan y revelan toda la pura belleza del cristianismo ruso, son sin duda alguna los staretz de los monasterios y los stranniki5 en el mundo. El strannik no es solamente un peregrino, es un hombre que pasa toda su vida peregrinando, enamorado de la pobreza y de la luz espiritual. Esta borrachera de la pobreza, de la humildad, de la austeridad más singular, da

4. Yuro-divie: una forma especial de aseesís: "loco por Cristo". 5. Str£m?itk: otra forma de ascesis: peregrino.

también origen a la santidad de los "locos de Cristo", conocida ya antiguamente en la santidad bizantina, y no del todo desconocida en la espiritualidad del cristianismo occidental (recuérdese, por ejemplo, al beato Jacopone da Todi, a san Benito José Labre, y más recientemente todavía a Germain Nouveau), pero que responde admirablemente al carácter del alma rusa y que ha florecido en las figuras tan veneradas y numerosas de los yuro-divie. La iglesia más bella y famosa de toda Rusia era la iglesia de Basilio el beato de Moscú, un yuro-divie que vivió en tiempos de Iván el terrible. La figura más venerada en San Petersburgo era Xenias, una yuro-divie contemporánea de Pedro el grande. El retorno del alma al paraíso puede tener también una interpretación cósmica y realística, justificándose en este caso la ascesis de la peregrinación, la ley del abandono de la propia casa para caminar lejos hacia donde le llama a uno la voz de Dios. Puede relacionarse con este motivo ascético la intolerancia del ruso a todo lo que signifique permanecer fijo y estable en un lugar: le gusta estar siempre en camino, sin tener sobre la tierra ninguna casa estable, ninguna patria. Le parece escuchar el mandato de Dios a Abraham: "Sal de tu tierra, de tu gente, de la casa de tu padre y marcha hacia la tierra que yo te mostraré..." Se ha indicado como algo característico del ruso esta necesidad de marcharse lejos, de salir de la patria, de emigrar fuera. Se siente ciudadano del mundo. Entre todos los hombres, a pesar de lo 45

que dice Dostoyevski, es el que menos enraizado se siente en su tierra. Pero el retorno al paraíso puede tener también otra interpretación: no es únicamente un tema ascético en la vida espiritual, sino que es también una expresión de su experiencia mística. En este caso, dicho retorno no tiene ya un sentido realístico: es un retorno que se realiza por medio de la oración. La vida espiritual es la vida del paraíso. Uniéndose con Dios en la oración, el alma posee de nuevo la vida de Adán, entra de nuevo en la paz y en la dicha del edén primitivo. De este tema ascético de la vuelta al paraíso, que aparece como una búsqueda dolorosa, se pasa fácilmente, sin brusquedad alguna, a la vuelta mística a la vida del paraíso, caracterizada por el sentimiento íntimo de la presencia divina, realizada en la oración y especialmente en la plegaria litúrgica. A este tema ascético y místico de la vuelta del alma al paraíso le debe la literatura rusa uno de sus libros cristianos más famosos: .Relación de un peregrino a su padre espiritual. El elemento ascético es ciertamente importante en la espiritualidad oriental, llegando incluso a veces a rozar los límites de un maniqueísmo práctico. De ahí se deriva la división, demasiado marcada, entre la vida monástica y la vida secular, que obliga a considerar la perfección cristiana como algo inseparable de la profesión monástica. De esta especie de maniqueísmo que amenaza a toda la vida religiosa oriental se derivan más o menos directamente todas esas sectas místicas que pululan por orien46

te desde hace muchos años (vgr. los bogomilos 6 ), hasta los tiempos modernos (los clysty y los skopzy7 de Rusia). Todas estas sectas enseñan un ascetismo erróneo y desordenado, rehusando al propio tiempo toda ley moral. Si comparamos la espiritualidad bizantina con la rusa, no podremos menos de reconocer que aquélla es más austera, más rígida y más dura. Sin embargo, ni para los bizantinos ni para los rusos el ascetismo es un fin en sí mismo, aunque tanto para éstos como para aquéllos el elemento ascético es considerable en la vida religiosa. La vida de oración La ascética está siempre ordenada a la oración, es la condición para la unión. Incluso, a veces, como sucede en las sectas místicas, el éxtasis deja de ser una elevación del alma hacia Dios, un transporte amoroso, para convertirse en un puro proceso sicofísico obtenido directamente por medio de ciertas prácticas ascéticas. Los clysty obtienen el éxtasis por medio de la flagelación; los hesicastas8 lo obtenían fijando la mirada concentrada en un punto. Es evidente 6. Los bogomilos son unos herejes búlgaros, de los que se derivó la herejía de los cataros. 7. Se trata de dos sectas heréticas de Rusia. Su nombre se deriva de las prácticas ascéticas a las que se sometían: los primeros a la flagelación, y los otros a la castración. 8. El hesicasmo es una doctrina bizantina fundada en el quietismo místico, que apareció en el s. xiv. Su principal representante es GREGORIO PALAMAS, el teólogo de la luz del Ta-

bor y de las energías divinas. La tendencia actual interpreta con bastante benevolencia esta doctrina. Algunas formas de

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que en estos casos no nos es lícito hablar de espiritualidad cristiana. Sin embargo, en el cristianismo oriental el elemento místico está siempre unido al elemento ascético: la ascesis es solamente un medio para lograr ponerse en relación con Dios; más aún, es el único medio de realizar esta unión. Pero sucede con frecuencia que la plegaría no es ya solamente la cumbre de la vida espiritual, sino que se confunde con esta misma vida. Simplificando las enseñanzas de los padres, la vida espiritual se convierte solamente en oración, se la hace consistir solamente en la oración. La oración se transforma en el único ejercicio ascético: es no sólo el término, sino el camino único. En consecuencia, el formalismo ritual seca la savia de la espiritualidad y se descuida el elemento moral en beneficio del culto exterior. Por lo demás, la oración es en sí misma una auténtica ascesis para el alma oriental: el cristiano oriental no conoce la intimidad dulce y secreta del alma que se expansiona ante Dios. Nunca jamás se permitiría tamaña familiaridad. Su alma permanece postrada en adoración ante ascesis propias del hesicasroo no han obtenido simpatía ni popularidad en occidente, vgr. la disciplina de la respiración. Al hesicasmo se debe en particular la doctrina de la oración continua, que es legítima y una de las más apreciadas por la espiritualidad oriental; a pesar de ello, en sus métodos parece recordar, aunque de lejos, los métodos del sufismo islámico y los del yoga. La oración "¡Señor Jesús, ten compasión de mí!", se repite hasta que cese espontáneamente el movimiento de la lengua, se cierren los labios y las palabras sigan resonando tácitamente en el corazón; hasta que las palabras mismas se horren y quede solamente la idea con una sugestión tan viva, con una fuerza tan grande, que el espíritu queda absorto en ella, y no puede pensar en ninguna otra cosa.

sus pies. Nunca se atreverá a llamar a Dios hermano o amigo; la misma idea de Cristo, amigo del hombre, hermano del hombre, mendigo divino del amor del hombre, no sólo es totalmente ajena y extraña a su piedad, sino que llega a turbarle, como si se tratase de una profanación. Su plegaria no conoce la ternura. Tiende más a alejar que a acercar a Jesús o a la Virgen; tiende, aun sin darse cuenta, a despojarlos y a liberarlos de toda característica humana. El Cristo que él adora no es el Cristo de los evangelios, sino el Cristo de la liturgia, el Cristo juez y rey, el "pantocrator". La vida cristiana, más que imitación de Cristo, como en la espiritualidad occidental, es vida en Cristo. Le falta a la ortodoxia la devoción a la humanidad de Jesús, la devoción a su infancia, a su pasión, la devoción al sagrado Corazón. Los santos no son los amigos de Jesús, ni tienen una relación de verdadera intimidad personal con él; los ortodoxos no tienen ni un san Francisco de Asís, ni un san Bernardo, ni una santa Teresa de Jesús. En la santidad occidental todo es más humano, sin dejar de ser divino; la experiencia cristiana del occidente da un lugar preeminente al sentimiento, al corazón. La experiencia cristiana oriental es más intelectualista: revela el influjo que sobre ella ha ejercido el neoplatonismo, pero tiene también una tensión escatológica que nosotros ignoramos. La Virgen, incluso en los iconos, es el símbolo de la maternidad divina, de la santidad; pierde todas las características demasiado realistas y humanas. En la oración el alma oriental 49

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adora y, delante del trono de la majestad divina, permanece en u n estado de adoración y de temblor, como los ángeles, en medio de la humildad más profunda. Su oración, mucho más que para los occidentales, es la liturgia. Incluso es el servicio litúrgico, exclusivamente, el que ocupa la mayor parte de la jornada y de la noche de sus monjes: en algunas solemnidades llega a durar hasta dieciocho horas al día. Por lo demás, la liturgia es siempre más solemne y más larga que en la iglesia occidental: es que tiene su fin en sí misma, colocando al alma en la presencia de Dios, ante su trono majestuoso. El culto tiene un carácter netamente teofánico: los ritos sagrados no son simples conmemoraciones o símbolos de las grandes realidades dogmáticas o históricas del cristianismo, sino que son en cierta manera su aparición, su visión inmediata y casi transparente. De frente a esta realidad divina misteriosa e impresionante, palidecen todas las enseñanzas teóricas y todos los programas de actividad cristiana (Tyszkievitz). El alma rusa se vuelve constantemente hacia la divinidad, realizando a través de la liturgia su misteriosa presencia, pero su vida espiritual no conoce la tensión sicológica de nuestra espiritualidad: entre Dios y el hombre no existe ese abismo que tan bien conocen y del que tan terrible experiencia han tenido los místicos de occidente. A pesar de todo, la experiencia de la trascendencia divina es más viva y profunda en la beata Angela de Foligno, en santa Catalina de Genova, en san J u a n de la Cruz, que en los místicos rusos. En estos se trata más bien 50

de una mística de la luz que de las tinieblas —oriente posee una teología completa de la luz mística o taborita en Gregorio Palamas—, de una mística de los gustos divinos y de los sentidos espirituales, que de una mística de las purificaciones pasivas. No existe u n camino p a r a llegar a Dios, porque él lo penetra todo. A través del rito, el alma rusa se pone en contacto con Dios, pero lo ve luego por doquier y lo encuentra en todas partes: en la inmensidad de sus bosques o en el silencio solemne de la noche; toda su vida religiosa reside en este abandono en las manos de Dios, que está siempre presente y que lo llena todo. El peligro más grave de la espiritualidad rusa radica precisamente en esto: en que da al amor muy poco lugar. El alma se orienta hacia Dios, en cuanto que es la belleza suprema; pero, al dejar en la sombra la humanidad de Jesús, se corre el peligro de que Dios pierda su carácter concreto y que la relación del alma con él no sea una relación viva y recíproca. Esto explica la importancia que tenía la "gnosis" en la antigua espiritualidad cristiana de oriente, en detrimento del amor. Y esto explica también hoy el carácter más abstracto y menos afectivo de la espiritualidad oriental. La insistencia en el aspecto divino sigue siendo para el cristianismo oriental una tentación de pasividad y de intelectualismo. Se traduce en esa exclusividad del ideal contemplativo de la vida religiosa, en la falta de interés por el apostolado, en el influjo tan débil, casi nulo del cristianismo en la vida práctica y en 51

la vida social. "Una disminución de los valores de la humanidad de Jesús lleva necesariamente consigo una disminución de los valores de todo lo que es humano y terreno", ha escrito Karl Adam a propósito de la piedad rusa. Por consiguiente, el cristianismo sigue siendo siempre y no se justifica más que como un ideal cerrado, que no concierne más que a un pequeño grupo de elegidos (cf. El Gran Inquisidor): de aquí precisamente brota la tragedia de todo el oriente cristiano. Hemos dicho que el cristianismo bizantino, en comparación con el ruso, resulta más austero y de mayor dureza: el monje, una vez que ha dado su adiós al mundo, suprime todas sus relaciones con los hombres y los perfectos se consagran a un silencio perpetuo y absoluto.

La piedad en el cristianismo ruso En este punto la gran espiritualidad rusa, la espiritualidad de los staretz, supera maravillosamente a la espiritualidad bizantina. Los grandes penitentes bizantinos resultan ciertamente dignos de admiración, pero a veces son también un poco repelentes. El cristianismo ruso no reniega nunca de este tercer elemento de la vida cristiana, que es la piedad. Por el contrario, da a esta virtud tanta importancia y la exalta de una manera tan maravillosa, que con ella la vida religiosa adquiere un carácter de humanidad profunda y dolorosa, de belleza pura y luminosa. 52

La definición o, más bien, la descripción de la piedad universal, que ha ocupado el lugar del amor activo, y que para el cristianismo ruso se identifica con el mismo amor, puede verse en el célebre texto de Isaac de Nínive: "¿Cuál es el corazón que tiene piedad?" —Es el corazón del hombre lleno de amor hacia toda la creación, los hombres, los pájaros, las fieras, los demonios y todo cuanto vive (también Angela de Foligno decía que el amor de Dios la hacía tan dichosa y tan angélica, que incluso amaba a los demonios). Su pensamiento y su mirada se dirigen a todas las criaturas y brotan lágrimas de sus ojos: una piedad fuerte y profunda y una inmensa compasión llenan su corazón de dolorosa ternura y es incapaz de soportar o de ver o de saber que cualquier criatura padece la más pequeña pena, la más insignificante injusticia. Por eso reza llorando incesantemente incluso por los seres mudos y por los mismos enemigos de la verdad, por aquellos que lo persiguen, a fin de que Dios los proteja y los perdone; reza con una piedad tan grande y tan sin medida que su piedad lo asemeja a Dios. Así, pues, el hombre se asemeja a la bondad infinitamente difusiva y omnipotente de Dios solamente con la piedad. Y esta piedad no es solamente compasión, sino también oración; es una compasión que se expresa y parece identificarse con esta continua plegaria: "¡Señor Jesús, ten piedad de nosotros!" 53

De esta plegaria hace derivar la espiritualidad oriental su acento de simplicidad grave y viril, de sobriedad, de dulce y austera belleza. Tolstoi en sus recuerdos de la infancia, la representa en la desconcertante figura del servidor. La contrición del corazón delante de Dios y la humildad silenciosa son los rasgos más característicos de la misma. El alma no busca la embriaguez del éxtasis, sino que prefiere más bien la insaciabilidad del llanto. Viviendo constantemente en la presencia de Dios vive en el sentimiento continuo de su pobreza y de su nada: su oración es una imploración profunda, continua, insistente, por sí mismo y por todos los demás; incluso cuando callan los labios, el alma interiormente no hace más que gemir con un gemido largo, sin fin, infinitamente dulce. Toda la dureza del orgullo humano queda rota y destrozada, hecha pedazos. El alma vive la bienaventuranza prometida a todos los que lloran: una plenitud de paz y de candor, una plenitud de humildad y dulcedumbre. La piedad y la compasión propia del alma rusa derivan precisamente de esta humildad. El problema de un cristianismo que no se encerrase únicamente en los monasterios, sino que se extendiese por el mundo como una pura invasión de luz y de bondad, tiene para Dostoyevski su solución en la "piedad". El amor posee dos elementos; el uno es el demoníaco, la concupiscencia; el otro, el divino, la piedad. Tal es el amor de Miskin a Anastasia y a Aglae, el amor de Aloscha a Lisa, el amor de Versilof a la madre del "adolescente". Y este 54

es el amor cristiano. El otro amor, el amor de concupiscencia, es odio que mata (el de Versilof que intenta matar a Katerina, el de Rogoyin que mata a Anastasia). El amor de piedad, por el contrario, consume y devora a aquel que ama (Miskin se vuelve idiota). Por lo demás, la piedad por el pecado y el amor como piedad son temas fundamentales en la literatura rusa y han consagrado para siempre esta literatura al cristianismo. Esta piedad desmesurada se encuentra en las novelas sólo porque los escritores la han sabido reconocer en la vida del pueblo, en aquella sed insaciable de sacrificio y de humildad, en aquella confianza ilimitada en la bondad del Señor y en la protección de la santa Virgen, en aquel sentimiento de común indignidad y de común compasión, en aquella general ausencia de condenación de los demás, que son las características que distinguen al pueblo ruso de los otros pueblos. El ruso sabe condenarse a sí mismo y castigar sus propias faltas, pero perdona fácilmente y sabe compadecerse de los demás. Pero sobre todo es esencialmente ésta la piedad que caracteriza la espiritualidad de los staretz. Es la que caracteriza al cristianismo ruso, dulcificándolo e iluminándolo con un esplendor de mansedumbre, en comparación con el cristianismo bizantino. En estas almas que han llegado a la pureza interior perfecta, a la plena madurez espiritual, que viven solamente de la bondad, que sienten compasión de todas las miserias humanas, de todas las desventuras y de todas las culpas, es donde resplandece verdaderamente en su gran55

deza original la vida religiosa del cristianismo ruso. Hablar de la espiritualidad rusa equivale, por así decirlo, a hablar de los staretz, del startzismo. Para comprender lo que es un staretz es preciso referirnos también ahora a lo que enseña la espiritualidad primitiva. Los antiguos eremitas, una vez que habían llegado a la perfección, se convertían en "abades": la perfección religiosa les confería una especie de paternidad espiritual, que se ejercitaba en el interior del eremitorio con los novicios en la vida ascética, principalmente a través de la enseñanza de su vida y de la dirección espiritual. "Para que realizasen esta tarea, no eran nombrados en este cargo por una autoridad, sino que este oficio se les encomendaba más bien ipso jacto, a causa de un cierto grado de perfección al que habían llegado y manifestado de alguna manera por medio del Espíritu Santo" (Stolz). La paternidad espiritual no era, por tanto, un oficio reconocido jurídicamente, sino u n carisma que, aun suponiendo la perfección del asceta, seguía todavía dependiendo de una vocación especial de Dios. El staretz es algo que está m u y de cerca emparentado con el antiguo "padre espiritual". El startzismo supone también una plena madurez espiritual, pero permanece todavía dentro del orden de los carismas. No existe ninguna disposición canónica que elija y depute a los monjes para esta paternidad, sino que se reconoce en aquellos que el Espíritu Santo ha elegido, señalándolos con un sello misterioso. La influencia del staretz es vasta y profunda. El staretz no es solamente un 56

padre espiritual para su monasterio, sino que se convierte en el padre espiritual de todos los fieles; los fieles ven en él la imagen y el ejemplo de la vida perfecta, acuden a él para recibir sus consejos, para que los forme espiritualmente y les aliente en sus esfuerzos. El staretz es el eremita que la gracia divina devuelve al mundo para que los cristianos vean en él la imagen de la bondad paternal y de la misericordia de Dios. Los monasterios donde viven los staretz se convierten en meta de peregrinación de todos los rincones de Rusia, son verdaderamente el centro de su vida religiosa. Su doctrina es la humildad y la mansedumbre; no poseen una gran ciencia teológica, pero la contemplación de las cosas divinas ha dado a sus almas una paz y una serenidad tan grandes que las miserias humanas parece como si no los tocasen. Son los testimonios vivos de la vida divina, almas que parece como si viviesen ya en Dios; Dios habla por medio de ellos, se revela por sus palabras y sus obras a las almas inquietas, llenas de dudas, a las almas cansadas y oprimidas. Para los inquietos sus palabras son la paz; para los llenos de duda, la fe y la seguridad; a los cansados, a los que se han extraviado, a los que sufren en la adversidad, sus palabras les dan fuerza y vigor con la dulzura de una nueva aceptación resignada de sus padecimientos. Los staretz son las figuras más luminosas, los representantes más dignos de la iglesia rusa; la doctrina de la iluminación y de la transfiguración espiritual queda justificada en estas almas que están revestidas y consumidas por la luz di57

vina. La perfección cristiana en ellos es luz y belleza. Este carácter místico de la santidad cristiana completa el concepto que de la santidad tiene occidente, y que quizás está demasiado ligado a la doctrina del mérito, a los métodos ascéticos, a las realizaciones prácticas. Aquí la santidad más alta no tiene fin: es pura belleza espiritual. Por medio de su piedad, Dios mismo se inclina misericordiosamente sobre las desventuras y las culpas de los hombres; es como si se desbordase la piedad infinita que vive en ellos y que tiene necesidad de encontrarse frente a los abismos del pecado y del mal, para poder volcarse y revelarse en ellos. El alma transformada por la pura luz divina, irradia y resplandece naturalmente en esta piedad amorosa y pacífica.

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2 LOS REPRESENTANTES DEL CRISTIANISMO RUSO Los santos

L

A espiritualidad rusa se nos revela principalmente, como es natural, en la vida de aquellas almas grandes que fueron veneradas por el pueblo como santas. La verdad es que a la iglesia rusa no le han faltado jamás los santos. Según un catálogo oficial publicado en 1903, existen 381 personas que reciben culto público en Rusia por parte de la iglesia ortodoxa: entre ellos, dos fueron canonizados en el s. xvin, Teodosio de Fotma y Demetrio de Rostof; tres en el s. xix antes de Nicolás II, Inocente apóstol de Siberia, Metrófano de Voroney y Tijón de Sadonsk; siete durante el reinado de Nicolás II. Unos cuantos más hubieran sido canonizados, si no hubiese intervenido la revolución. Es evidente que la espiritualidad esencialmente monástica y mística de este cristianismo no puede presentarnos una gran variedad de santos. En general se trata de monjes, fundadores de monasterios, de staretz venerados ya antes de morir; muchos de ellos son también obispos, los cuales, por lo demás, ya se sabe que pertenecen también al clero monástico, según la disciplina canónica de la iglesia rusa. 59

Tampoco presenta mucha variedad la vida de estas almas verdaderamente admirables: se trata de hombres que durante toda su existencia han buscado con todas sus ansias y han amado el silencio; de hombres que han ido en busca de Dios alejándose de los hombres, retirándose del mundo, permaneciendo al margen de la escena cambiante de los acontecimientos terrenos; de hombres cuya vida ha sido una continua y progresiva renuncia, de un progresivo descendimiento en la humildad, en la oscuridad; de hombres que se planteaban cada día la pregunta de si les quedaba todavía algo que dar, hambrientos únicamente de pobreza, de soledad, de sepultura, porque estaban hambrientos de Dios. Dios vivía en ellos, y su presencia reducía a la nada todo lo que fuese mudable y humano. Sin embargo, nosotros podemos conocer algo de sus vidas: es que Dios, después de haberlos transformado en sí mismo, los daba de nuevo al mundo para que fuesen testimonio de su propia vida, los colocaba de alguna manera delante de sus hermanos. Y entonces la luz que los había absorbido y transfigurado comenzaba a irradiar hacia los demás de una manera natural y espontánea, sin que fuese turbada su soledad, sin que fuese invadido ni profanado el profundo silencio en que vivían por los ecos de este mundo. Así es posible que siguiesen viviendo en el recuerdo de quienes los habían visto, de quienes escucharon sus palabras, y que hayan llegado hasta nosotros las relaciones de los peregrinos, los testimonios de los demás monjes que convivían con ellos. La impresión que persiste todavía 60

en los relatos de quienes los vieron y hablaron con ellos, hace florecer de nuevo ante nosotros sus mismas palabras y la paz que emanaba de sus venerables figuras. Pero quienes los vieron y escucharon no son siempre los mismos. De buena o de mala gana, ofrecen el testimonio de aquella santidad que los ha conmovido como una revelación de paz, de verdad, de vida verdadera y palpable. Algunas veces, ellos mismos nos han dejado sus propias palabras, h a n escrito en medio de la soledad del desierto las experiencias profundas de su vida divina. Pero en vano buscaríamos en el cristianismo oriental las autobiografías que tan frecuentes son en la literatura mística occidental. Bástenos recordar a san Agustín, a santa Gertrudis, al beato Enrique Susón, a santa Teresa de Jesús, a María de la encarnación, a santa Teresa del Niño Jesús... En oriente los místicos insisten más bien en la liturgia: así lo hacen, por ejemplo, el pseudo-Dionisio, Máximo el confesor, Nicolás Cabasilas. Los escritores místicos rusos no son muchos: Sergio de Radoney (f 1392), que es quizás la figura más bella del cristianismo ruso, nos ha dejado muy pocas páginas; Nilo de Sora (t 1508), el gran reformador de la vida monástica del s. xv; posteriormente, en el s. XVII, Demetrio de Rostof (f 1709), que es quizás el teólogo más cercano a nuestra mentalidad, y cuya espiritualidad se alimenta también de las devociones occidentales, especialmente de la del Sagrado Corazón de Jesús; en el s. XVIII, Tijón de Sadonsk (t 1783), el escritor espiritual tan apreciado por Komiakof y 62

Dostoyevski; el gran staretz Serafín de Sarov (t 1833), cuyos discípulos se encargaron de recoger sus páginas más bellas; Macario de Optina (t 1860); Teófano el eremita (t 1893), el teólogo místico más docto y el que nos ha dejado la obra más voluminosa e importante; Juan de Kronstadt (t 1908), el único sacerdote secular entre los místicos y representante de una espiritualidad activa totalmente nueva; finalmente, el staretz Silvano (t 1938), el último de los grandes escritores místicos, que nos ofrece en sus escritos el más claro testimonio de la mística oriental, un ruso que vivió durante más de 40 años en el monasterio del monte Athos. Todos estos escritores, que son quizás los más grandes representantes del cristianismo ruso, han sido canonizados por la iglesia ortodoxa, excepto los cuatro últimos. A ellos deberíamos añadir la gran staritza Sofía Bolotof de Chamordino, discípula de Ambrosio. Sus palabras no tienen un acento demasiado personal; de todos modos, la gran espiritualidad rusa no se revela ni puede revelarse únicamente en sus palabras; tan importante como ellas es su propia vida. Las alusiones autobiográficas tienen, por consiguiente, una gran importancia. Es verdad que son escasas, pero bastan para que podamos sondear la profundidad del silencio que absorbe toda su vida. Son estas alusiones las que dan valor a sus palabras, generalmente sencillas, humildes y breves: cada una de sus palabras, por muy pobres que sean, tienen todo el peso de su silencio, la inmensidad de su soledad, están cargadas de oración y a veces, en 62

su desnudez, conservan el pasmo estupefacto del éxtasis. Acude ahora a nuestro recuerdo la vida del último gran staretz, Alexis de Zosiraova, que fue escogido para sacar a suerte entre los diversos candidatos al primer patriarca, después de la caída del último zar tras la revolución, y que sería el noble y desventurado patriarca Tijón. Alexis vivía en medio de una soledad absoluta, alimentándose únicamente de pan bendito y de agua, invisible a todos, excepto los sábados, cuando abandonaba su soledad para dirigirse a la capilla y ofrecerse pacientemente a todos los penitentes hasta las altas horas de la noche, escuchando sus dudas, sus angustias y sus temores. Sus palabras llenas de dulzura y mansedumbre, pero poseídas de una fuerza sobrenatural, impresionaban a todos; sabía leer en los corazones de todos los que se acercaban a él por vez primera. Muchos se apartaban de él renovados interiormente, desconcertados, llorando a lágrima vida. Anciano de más de 80 años, se prodigaba, se daba por entero, hasta agotarse, durante una jornada entera, muchas veces hasta que amanecía el domingo, a todas las almas que acudían de todos los rincones de Rusia; a pesar de ello, permanecía siempre absorto en Dios, en medio de una muda oración. ¿Acaso su vida, "oda su vida, no puede conocerse suficientemen2 a través de una sola de estas jornadas? Este espego de todo lo terreno, esta sobrehumana ureza, ¿no suponen un largo aprendizaje de tiendo, de oración y de amor? El alma, conertida ya en algo extraño a todo lo humano, a entrado en la paz de Dios; pero la plenitud 63

de esta paz nos hace vislumbrar el largo camino transcurrido, mucho mejor de lo que podríamos ver por medio de un minucioso relato de su vida. Se aprecia perfectamente que los acontecimientos exteriores no han producido mella alguna en su alma, tensa con absoluta voluntad hacia Dios sólo; que los avatares de la vida han pasado de largo por su existencia, sin perturbarla lo más mínimo. Sepultado en Dios, el staretz Alexis ha vivido hasta la revolución de octubre, ha muerto tras la agitación que ha sacudido a su patria, sin haber tomado parte alguna en todos estos sucesos; como el gran Serafín de Sarov, que vivió en tiempos de la invasión napoleónica, perdido en las inmensas forestas centrales, sin interesarse para nada en estos sucesos, sin preocuparse de su patria, buscando únicamente a Dios. La virtud característica de la santidad rusa es la humildad pacata, la mansedumbre sin límites. Entre todas las obras de la mística occidental, la que más aprecian los rusos es la Imitación de Cristo, tan discreta en su enseñanza, tan moderada en su tono, y que es por eso la más cercana a su espiritualidad. Pero todavía sienten una mayor predilección por las Florecillas de san Francisco de Asís, en quien ellos ven el tipo por excelencia de santidad. ¿Y no está san Francisco, aunque sea superior a ellos, muy cerca de sus santos? ¡Qué frescura tan ingenua, qué sencillez tan pura se observa en la vida de Tijón de Sadonsk!: sabe conservar en medio de la alegría más secreta y humilde su unión con Dios; deja para la noche, con un cuidado

celoso, el llanto de su oración; va a buscar a Dios en medio de la soledad solemne de los bosques, junto a los limpios manantiales, cantando y recitando en alta voz, en medio del gran silencio, los salmos y los himnos de la Iglesia; vive durante la jornada, con humilde bondad, en medio de los aldeanos, les escucha, les da todo lo que tiene, encontrando su alegría en la alegría de los demás; se rodea de niños que acuden corriendo para pedirle el pan blanco, para cantar y rezar con él; esconde todas las señales de dignidad para entrar como un hermano en las cárceles, para darles a todos el beso de paz y de alegría; vive en la pobreza, lo mismo que el pájaro en medio del aire y de la luz. No faltan tampoco en la iglesia rusa otros tipos de santos. Sería incompleto, e injusto a la vez, decir que los representantes de este cristianismo son únicamente los eremitas. Entre los santos están también los "guerreros": célebre por la popularidad que adquirió en el pasado siglo es el santo nacional Alejandro Nevski, personaje del s. xin, que combatió contra los suecos y contra los tártaros, mereciendo el título de "Sol de Kusia". Los santos obispos son, todavía con mayor razón, más célebres que los guerreros y los príncipes. Figuras admirables por sus virtudes ascéticas son los "tres santísimos obispos" de Moscú: Alexis, Pedro y Jonás. Pero el más grande de todos, figura singular y egregia, con magnífico temple de luchador, es Felipe, metropolita de Moscú, que se levantó contra la crueldad y la potencia de Iván el terrible para defender 65

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CRISTIANISMO

a sus fieles; noble y austero, dio un ejemplo, más bien único que raro, en toda la historia del cristianismo ruso, de grandeza intrépida comparable con la de los grandes obispos de la antigüedad; no dudó en llamar al zar "jefe de una pandilla de asesinos", y le negó la bendición, mereciendo con ello que lo confinasen en un monasterio y lo estrangulasen. Desde el martirio de Felipe de Moscú (f 1569) y la deposición del patriarca Nicón, un siglo más tarde, hasta la supresión del patriarcado, tras la muerte de Adriano, por obra de Pedro el grande en 1725, se planteó por primera vez de manera clara el problema de las relaciones entre los dos poderes, problema que se resolvió de una manera desastrosa para la Iglesia. Tras un afortunado experimento pacífico de confianza mutua y de acuerdo cordial, debido en gran parte al hecho extraordinario que el patriarca era el padre mismo del zar (Filaretes, padre de Miguel Romanof), vuelve a reanudarse la lucha desigual, que concluye con la sumisión total de la Iglesia al poder civil. Solamente en una iglesia internacional es posible mantener la distinción de los dos poderes y la libertad de la Iglesia; en el cristianismo ruso, el martirio de Felipe debería haberles servido de grave advertencia para que evitasen una iglesia nacional que, al reforzarse el poder del estado, sería incapaz de conservar la independencia. Con la creación del Sínodo en tiempos de Pedro el grande, los obispos se convirtieron en funcionarios del estado; quizás fue entonces cuando se consumó también aquella especie de 66

división entre cristianismo e iglesia que había sido preparada por el cisma del Raskol en tiempos del patriarca Nicón. La iglesia se vio humillada ante el estado, sus jerarcas no tuvieron desde ese momento aquel prestigio y popularidad de que habían gozado hasta entonces, antes de que se hubiese consolidado el estado, cuando más que ser un estado Rusia era una iglesia, y eran los obispos, y sobre todo el metropolita de Kief primero, luego el metropolita de Moscú, y finalmente el patriarca, el que representaba a la santa Rusia. A partir de entonces, los verdaderos representantes del cristianismo ruso fueron los monjes y el cristianismo se refugió en los eremitorios y asceterios. Y mientras que la iglesia oficial iba languideciendo, el monaquisino se renovaba por obra especialmente de Paisio Velitchkovski, que no solamente le daba un impulso extraordinario, sino que lo reformaba pacientemente sobre la base de la antigua espiritualidad patrística. También Paisio fue un gran monje, digno de figurar al lado de los mayores escritores místicos de todos los tiempos; gozó de especiales carismas divinos, fue célebre por el don de profecía, pero su mayor privilegio fue la extraordinaria eficacia de su enseñanza y la personal influencia que ejerció en innumerables monjes. Su reforma tiene algo que recuerda la fecundidad luminosa de los grandes movimientos monásticos religiosos; se podría pensar, por ejemplo, en san Bernardo. Paisio murió en 1794; todo el siglo siguiente vivió una rica floración monástica, que dio frutos de heroica austeridad y de sublime 67

oración contemplativa en numerosas figuras de penitentes y de ascetas.

La santidad fuera de la Iglesia Para conocer y amar la espiritualidad rusa, basta con decir unas cuantas cosas sobre los místicos más grandes y más venerados. Es lo que hemos intentado hacer al presentar a Sergio de Radoney, a Serafín de Sarov, a Teófano el recluso, a Juan de Kronstadt. Quizás le parezca a alguno extraño que se hable de santidad, de fenómenos místicos extraordinarios y de milagros, a propósito de almas que han vivido fuera del catolicismo. Sin embargo, la teología bien comprendida no puede caminar contra la historia. Los católicos no podemos tener ninguna dificultad en reconocer virtudes eminentes, gracias místicas de orden sobrenatural y milagros a propósito de almas que, aunque visiblemente separadas de la unidad, poseen sin embargo los mismos medios de gracia de que nosotros disponemos. "Las tradiciones ascéticas y monásticas de oriente siguen siendo hoy todavía una fuente de santidad verdadera y visible", escribe Mons. Arata. ¿Qué duda cabe de que el oriente cristiano puede tener santos, cuando los teólogos católicos reconocen que el islamismo no ha impedido a la estupenda figura del místico Hallaj alcanzar los más extraordinarios carismas? Es verdad que nuestro deber es suponer que ellos vivieron fuera de la verdadera Iglesia de68

bido a un error invencible; sería suficiente demostrar su mala fe, para que se derribase toda su virtud. De hecho, su vida misma y los milagros que han realizado, nos aseguran de que no fue así, y podemos legítimamente hacer un acto de fe humana en la autenticidad de sus virtudes. En relación con los milagros, se puede decir que repugnarían únicamente en el caso de que se operasen directamente para confirmar el cisma. Debemos recordar que el milagro, antes de ser un signo y una prueba, es sencillamente una respuesta del omnipotente que ama y que desea escuchar la plegaria confiada del hombre. ¿Y por qué Dios iba a negar su respuesta a un hombre que acude a él con fe y confianza? Podemos ciertamente hablar de santidad y de milagros a propósito de estas almas grandes, con un juicio puramente humano sobre los hechos que la historia nos presenta. Por otra parte, resulta consolador para nosotros reconocer en la acción de la gracia fuera de la iglesia visible, la voluntad salvífica universal de Dios: reconocer cómo la maternidad de la Iglesia se extiende misteriosa, pero también realmente, por encima de todas las fronteras visibles, ya que es para nosotros una verdad absoluta el hecho de que todas las almas en gracia permanecen en ella y están unidas a ella con vínculos de fraternidad sobrenatural. Romper estas ataduras equivale a violentar el cuerpo de Cristo, separarnos a nosotros mismos de su divina unidad. Mas ¿por qué Dios, al elevar a estas almas a una especialísima unión, a una santidad ex69

traordinariamente pura y luminosa, no les concedía la gracia de conocer plenamente la verdad, haciendo que entrasen en el seno de la verdadera Iglesia? Su fe era, sin duda alguna, implícitamente perfecta; pero ¿por qué no lo era también explícitamente y por qué no reconocían aquellas verdades que la Iglesia había ya definido? Quizás la providencia divina, en su misericordiosa piedad no quería arrebatar a estas almas a su pueblo, sino que quería que viviesen en íntima comunión con él para que influyesen más eficazmente en sus almas, permitiendo incluso que, para esto, al menos visiblemente, permaneciesen separadas de la verdadera Iglesia. La santidad no es un don sublime solamente para el alma que de ella goza, sino que es también un don para todos aquellos que son iluminados por la luz del santo y guiados por sus palabras. Si estas almas grandes no hubiesen podido ascender de alguna manera a un alto grado de santidad, sin abandonar a su pueblo y separarse de él, una inmensa muchedumbre que vivía inculpablemente en el cisma se hubiese visto privada de un incomparable don de 2a gracia. De esta manera se explica que Dios, aun habiendo elevado a Serafín de Sarov a una santidad radiante y maravillosa, permitiera que conservase para con el catolicismo y para con toda la cultura occidental los mismos prejuicios y opiniones retrógradas que habían nutrido sus antepasados y nutrían entonces sus compatriotas. 70

Los pensadores

religiosos

Por lo demás, los santos y los ascetas no son los únicos representantes del cristianismo ruso. Los escritores religiosos nos revelan, también ellos, las características y el alma de este cristianismo místico. Los santos tienen una universalidad que no tienen ciertamente estos escritores, pero precisamente por ello algunas veces estos últimos expresan, quizás mejor que los santos, los caracteres típicos del cristianismo ruso. Las corrientes religiosas del pensamiento, del arte, de la vida rusa, encuentran su expresión en las obras de estos grandes pensadores y literatos tan diversos entre sí, a pesar de pertenecer a la misma nación, y tan atormentados todos ellos por el problema religioso: Skorovoda, Kirenski, Komiakof, Gogol, Leontief, Tiutief, Dostoyevski, Tolstoi, Soloviof, Fiodorof, Rozanof, Merezkovski, Chestof, Berdiayef, Ivanof, Bulgakof... Sin embargo, estará bien recordar que las corrientes espirituales en las que se inspiran estos escritores, se alimentan de u n a misma fuente subterránea, que es en el fondo la única fuente de la mística rusa: el monaquisino oriental. Debemos tener presente que la eslavofilia* se relaciona a través de Kirenski con la espi1. La eslavofilia y el ocddentalismo son dos corrientes espirituales de Rusia en el siglo pasado. No deben identificarse con el cristianismo y el anticristianismo. En la medida en que el cristianismo ruso es anticatólico, puede llegar incluso hasta hacer causa común con el anticristianismo. Por otra parte, el anticristianismo puede perfectamente aliarse con el imperialismo zarista y con la expansión eslava.

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ritualidad y el pensamiento de los antiguos padres orientales; no debemos olvidar tampoco las relaciones de Kirenski, primero con el monje Filareto de Novospas, y luego sus contactos, quizás más frecuentes e íntimos todavía, con Macario de Optina Pustin, lugar que fue sin duda alguna el centro religioso, el corazón de la ortodoxia rusa en el siglo pasado. Fue también el desierto de Optina adonde se retiraba con frecuencia el más ilustre teólogo laico de la ortodoxia, Komiakof. Y fue también Optina Pustin el lugar escogido por Leontief, después de su conversión, enfermo del deseo de vida ascética, después de haber estado anteriormente en el monte Athos y haber pedido allí inútilmente que le permitiesen vestir el hábito monacal. También se dirigió dos veces a Optina el gran Dostoyevski buscando no solamente la paz, sino a Dios; la última vez, en 1878, al anciano Dostoyevski le acompañaba el joven Soloviof. El mismo Tolstoi, tras haber visitado repetidas veces en tiempo de su conversión el desierto de Optina, se refugió luego en su trágica fuga en el convento para mujeres de Chamordino, a pocos kilómetros de Optina, y fue sorprendido por la muerte cuando marchaba hacia Ostapovo. Era la poderosa voz del staretz Ambrosio la que llamaba a toda la Rusia al desierto de Optina; su santidad, austera y dulce a la vez, dominaba a los espíritus y se imponía como una revelación de belleza espiritual, como la más alta expresión viviente de la religión ortodoxa. La soledad y el silencio de Optina son, para los que quieran estudiar la historia del pensa72

miento y del arte ruso del siglo pasado, tan importantes por lo menos como la historia política de la nación. El staretz Ambrosio murió en octubre de 1891: llena, por tanto, toda la segunda mitad del s. xix. Es el personaje central de la historia religiosa rusa en aquel período en el que se agitaba con mayor profundidad en los espíritus el ansia de una renovación espiritual del cristianismo ruso. Leontief se puso bajo la dirección de Ambrosio, con una dependencia absoluta y completa de toda su vida, renunciando al mesíanismo ruso, insistiendo en el carácter bizantino del cristianismo ruso, por su abierta oposición al mundo y su condenación del progreso humano, aterrado ante la previsión de los últimos tiempos, y no pidiéndole a la religión más que su propia salvación. Dostoyevski confesó al gran staretz un pecado que lo atormentaba desde hacía largos años y se sometió a la penitencia humillante que Ambrosio le impuso: confesarle este pecado a la persona por la cual se sentía más despreciado. También de alguna manera —una manera, que desgraciadamente no nos es posible precisar— su cristianismo profético, altamente dramático, depende de las influencias de Ambrosio. La figura y la palabra del staretz han obrado, sin duda alguna, profundamente en su ánimo. Tolstoi, cansado de la ficción e hipocresía en que vivía, cansado del orgullo que lo dominaba, se refugió al lado de su hermana María, monja de Chamordino, donde pocos años antes había muerto en olor de santidad la discípula predilecta de Ambrosio, la madre Sofía Bolotof, para 73

poder escuchar el eco de una palabra más viva y auténtica. En la obra de estos grandes escritores se escuchan ciertamente las vibraciones profundas que las palabras de Ambrosio suscitaron en sus almas; en el fondo, por tanto, es el mismo monaquisino ruso el que nos habla. En la doctrina de Komiakof nos habla la mística espiritual de la tradición patrística oriental conservada en los monasterios y vivida en la liturgia. En el pensamiento de Leontief se refleja la ascesis monástica de irreductible oposición al mundo y a todas sus bellezas. En el misticismo de Soloviof se vislumbra la mística oriental, más en concreto la mística rusa, que tiende hacia la transfiguración del mundo y la resurrección de la carne, cuando Dios sea finalmente "todo en todas las cosas". En Dostoyevski aparece el profeta de un cristianismo nuevo de amor fraterno, que irradiará desde los monasterios como una luminosa belleza sobre Rusia y sobre todo el mundo. En Tolstoi se revela un alma que, a pesar de todo, sufre por no saber despojarse de sí misma y poder correr al encuentro de la luz; se vislumbra en él el tormento de quien no quiere rendirse, a pesar de que se siente profundamente sacudido por una llamada, ante una invitación que todas sus palabras son incapaces de sofocar y de apagar. Es que Tolstoi no es un pagano: acepta la doctrina cristiana; lo que pasa es que se niega a seguir a Jesucristo y a renegar de sí mismo. Su tragedia es la tragedia de un alma que no podía renegar de Cristo sin renegar del mismo cristianismo, la fatiga imU

potente de quien intentaba dividir el evangelio de Cristo, no pudiendo menos de reconocer que el evangelio era solamente Cristo. El alma religiosa rusa podemos decir que se siente reflejada en estos pensadores y escritores, y en ellos podemos analizar y contemplar, mejor que en cualquier otro sitio, los caracteres típicos y esenciales de aquel misticismo que anteriormente hemos contemplado en los santos. Incluso vemos representando en ellos la anarquía mística de los yuro-divie: podemos reconocerlo en parte, si no en los escritos, al menos en la vida de Skorovoda, el primer filósofo ruso. Al hablar de estos pensadores, y sin querer prescindir de su misticismo, nuestro intento es sobre todo escuchar en sus palabras el eco de otra palabra, reconocer en sus aspiraciones la vida de toda la iglesia rusa. No podemos ciertamente negar que existen en su pensamiento otras fuentes un tanto turbias de misticismo. Hemos de tener presente, en primer lugar, en todos los pensadores religiosos rusos, la influencia de la filosofía alemana, especialmente de Schelling, y de la mística protestante de Bohme y de Swedenborg, tan conocidos y difundidos en Rusia, mientras que permanecía casi desconocida la gran mística católica. Si exceptuamos a Leontief, ningún pensador religioso ruso, ningún filósofo ruso, está libre de influencias extrañas a la religión ortodoxa pura; el pensador ruso que, en su desconcierto interior, refleja más claramente la heterogeneidad de los elementos que han influido en él, es Tolstoi, que oscila en75

tre el racionalismo occidental, especialmente el francés, y el misticismo anárquico ruso. No creemos que sea la misión de este libro analizar a estos pensadores religiosos; hablaremos aquí de los tres que nos parecen más típicos y que, al menos bajo algunos aspectos, son los más importantes: Komiakof, Leontief y Soloviof. Por lo demás, nos bastará con sugerir que la literatura rusa conservará siempre su secreto, mientras no se haya estudiado la espiritualidad rusa, que ha sido en gran parte su fuente subterránea. Pero hablamos aquí de Komiakof, de Leontief y de Soloviof, para que se vea cómo la teología de la iglesia ortodoxa rusa en Komiakof, reconociendo casi exclusivamente a la iglesia invisible y dejando en la penumbra una iglesia visible no bien definida en sus r e laciones jurídicas, manifiesta ya la inconsistencia exterior de aquel cristianismo, a quien él pretendía servir; cómo en Leontief, sus propios fieles han reconocido que la iglesia ortodoxa no tiene una misión histórica, no tiene una misión en el mundo o, por lo menos, es incapaz de realizarla; cómo, finalmente, en Soloviof, sus mejores discípulos se han visto obligados a reconocer que el cristianismo ruso necesita unirse a Roma, para que pueda poseer fuerza y libertad. En el fondo, estos pensadores no nos dicen más que una sola cosa, que nosotros sabemos perfectamente: que el cristianismo ruso es solamente una ascesis contemplativa, una mística; al separarse de Roma, no ha tenido más remedio que refugiarse y retirarse a sus monasterios.

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Hablamos también de estos tres pensadores por otro motivo. En ellos conocemos mejor que en las almas grandes de los ascetas y de los místicos, los caracteres típicos del cristianismo ruso, en cuanto que lo distinguen del cristianismo occidental. Por otro lado, las corrientes espirituales más vivas de la religión ortodoxa de los tiempos actuales están, sin duda alguna, relacionadas con ellos: con Soloviof, la doctrina sofiánica, la nueva teología gnóstica rusa tan grande patéticamente; con Komiakof, la doctrina eclesiológica, la mística del Sobomost 2 . Leontief no tiene actualmente, ni mucho menos, tanta importancia como los dos anteriores en el pensamiento y en la vida de la ortodoxia. Pero sería manco el conocimiento de la religión ortodoxa, si se hablase de Komiakof, el representante de la anarquía religiosa antijerárquica del cristianismo ruso, y de Soloviof, el representante del cristianismo oriental gnóstico y apocalíptico, y no hablásemos al propio tiempo de Leontief, el representante más ilustre de aquella concepción dualística y trágica de absoluta oposición al mundo, que es propia y característica del cristianismo oriental bizantino. Si el estudio de Bucharef, de Rozanof, de Dostoyevski, puede revelarnos igualmente otras características típicas de este cristianismo, no es posible olvidar, sin embargo, que en ellos lo 2. Sobomost: "'Espíritu de conciliaridad o catolicidad de la Iglesia, que los ortodoxos comprenden actualmente como una participación colectiva en e¡ conocimiento-vida que la Iglesia misma posee en una medida y en un grado sobrenatural" (Ooolenski).

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que es propio de la religión ortodoxa rusa está mezclado con sus concepciones e interpretaciones personales. No podemos ciertamente negar que el cristianismo humillado de Bueharef, el cristianismo animal de Rozanof, el cristianismo profético de Dostoyevski, tienen sus raíces en el cristianismo ruso —estos escritores no han podido nacer más que en Rusia—, pero sus obras y su vida, más que dar testimonio de la iglesia oriental, dan testimonio de su propia personalidad. Ellos mismos sienten, especialmente Rozanof, que no hablan en nombre de la Iglesia: su voz es la voz de un hombre.

3 LA TRAGEDIA DEL CRISTIANISMO RUSO l

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A conciencia que posee el pueblo ruso de su misión es más profunda que en cualquier otro pueblo, si exceptuamos ,a Israel. Basta ella sola para definir quizás la cultura, la sicología, e incluso la historia de Rusia. Esta concepción de un mesianismo ruso aparece ya en el momento de la caída de Constantinopla, cuando la santa Rusia se decide a recoger la herencia de Constantinopla y se proclama Moscú la "tercera Roma". Este convencimiento de que Rusia está destinada a unir todo el universo está profundamente arraigado en el sentimiento religioso del pueblo ruso. Sin embargo, se manifiesta de una manera especial entre los eslavófilos por medio de una viva reacción contra el pensamiento y las formas de vida de occidente. En la época en que Rusia se abre a las influencias occidentales, se encuentra con una Europa desunida, dividida en dos por la reforma protestante y turbada por 1. La redacción francesa de este capítulo difiere notablemente de la italiana. En la versión española hemos preferido seguir aquélla, por estar más actualizada (NT.)

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los fermentos de filosofías corrosivas. El escepticismo y el individualismo de los "espíritus fuertes" aparecen a los ojos de los eslavófilos como las señales de su decadencia espiritual y de su desintegración moral. A sus ojos, el mal que atormenta a Europa proviene de su alejamiento de Cristo. En consecuencia, oponen al racionalismo europeo su fe ortodoxa. Piensan que de este modo lograrán renovar al mundo y preservar a Rusia del contagio malsano de occidente. "La ortodoxia —escribe Dostoyevski— ¿no es acaso la única verdad, el único camino de salvación para el pueblo ruso y, en los siglos venideros, para toda la humanidad...? Quizás la misión más importante y providencial del pueblo ruso frente a la humanidad entera, consista en conservar en toda su pureza la imagen divina de Cristo, para que cuando llegue el momento oportuno, pueda manifestarla ante todo el mundo, que ha perdido su camino". Pero los eslavófilos se imaginaron que servían a la causa del universalismo mesiánico ruso con su nacionalismo. "Cuanto más servidor de la verdad humana se hace un hombre, más querido le resulta su propio pueblo", declaraba Komiakof. Y Dostoyevski expresa estas mismas ideas, a propósito de la locura de Satof. La ortodoxia ha reducido la universalidad del cristianismo al transformarlo en una religión del estado, en una iglesia nacional. Pero el Dios de los cristianos no es el Dios de un solo pueblo; los tiempos de Israel han caducado ya. Los eslavófilos, al ligar el cristianismo a la na-

ción, han hecho del cristianismo la razón de ser de Rusia, como nación, sin darse cuenta de que de este modo comprometían tanto al uno como a la otra. Un pueblo que, después de la redención y de pentecostés, participe de la mentalidad mesiánica de los antiguos judíos y se encierre en la conciencia orgullosa de que es el pueblo escogido, el pueblo de Dios, corre el riesgo de tener el mismo destino que Israel. Mientras que se consagraban con una innegable energía a la exaltación de la ortodoxia y de su patria, los eslavófilos demostraban todo su rencor, todo su odio para con el catolicismo. Roma, al ser la única fuerza verdadera que atentaba contra los privilegios de su misión universal, tenía que ser el objeto de sus violentas acusaciones. ¿Y qué se le podía reprochar, de hecho, al catolicismo, sino su acción en el mundo, su independencia del estado, su capacidad de encarnación, de realizarse concretamente en la historia de la humanidad? La Iglesia, a los ojos de los ortodoxos, se ha modernizado, ha llegado incluso a utilizar métodos y medios demasiado humanos; ha desarrollado excesivamente su aspecto jurídico. Es posible. Pero esto no impide que, finalmente, de rechazo, estas acusaciones lanzadas contra el catolicismo vuelvan a caer sobre el cristianismo oriental. Al acusar a la iglesia católica, la ortodoxia oriental acusa en definitiva a su propia impotencia para guiar a un pueblo que adquiere conciencia de su valor y que aspira a entrar resueltamente, a pie firme, en la historia del mundo.

so 81 6.

CRISTIANISMO

Los eslavófilos ven en la negación que occidente ha hecho de Cristo, la ruina del mundo. ¿Y qué podían ellos oponer contra las ideas y contra el proceso de disgregación de la civilización occidental, sino su propio cristianismo? Rozanof hace bien al encarnar a toda la Rusia en el personaje más sublime de la Iglesia del s. xix, Filaretes de Moscú. La verdadera Rusia, la gran Rusia, es la ortodoxia. Y ahí es donde comienza la tragedia. Porque el cristianismo oriental, casi exclusivamente contemplativo, se manifiesta incapaz de salir de los monasterios. Carece de fuerzas activas, capaces de combatir contra el espíritu del mundo, a fin de lograr transformarlo. El cristianismo ruso, que ha renegado del mundo gracias a su deseo extremo de pureza, se revela incapaz de salvar al mundo. Tiene, por. el contrario, necesidad de ser defendido él mismo y protegido por la fuerza imperial. El cristianismo ruso es un cristianismo extremo, que no quiere reconocerse más que en la pureza de un ideal ascético y que, a veces, parece dividir a Cristo y atentar contra el misterio de la encarnación divina. Es un cristianismo "desencarnado", que lleva dentro de su seno el peligro de perderse. De hecho, la realidad triunfa sobre este ideal religioso y lo desborda. La ingerencia brutal del estado comunista ruso en el campo religioso, sucede a la ingerencia algo más lejana de los poderes públicos antes de la revolución. "El poder religioso y el poder público se unieron y se dieron la mano —reconoce Soloviof—. Estaban ligados entre sí por una idea 82

común: la negación del cristianismo como fuerza social y como principio motor del progreso histórico". Únicamente el catolicismo, que está en el mundo sin pertenecer a este mundo, es el que ha puesto sus raíces en la realidad histórica. Siguiendo el ejemplo de Cristo, la Iglesia misteriosa y visible se encarna en el tiempo y en la vida de la humanidad. Pero la imagen falsa e inhumana de Cristo, tal como aparece en la Leyenda del Gran Inquisidor no puede menos de pesar en la concepción del cristianismo ruso. Si tal imagen fuese verdadera, sería totalmente imposible la transformación del mundo real por medio de un cristianismo vivo. De este modo, abandonado por los cristianos auténticos, el mundo ha caído bajo las garras del usurpador, de Iván, representación del ateísmo social venido de occidente. El hecho de que este ateísmo socialista se haya extendido con mayor facilidad en el oriente ortodoxo, ¿no habrá sido debido a que allí no ha encontrado tantos obstáculos a sus realizaciones, por estar las conciencias cristianas menos preocupadas de las realidades sociales? "El cristianismo no es para esta tierra —escribía ya Dostoyevski—, no es para los hombres de aquí abajo. Es la profecía de una inmensa y espantosa revolución de los hombres contra Cristo, que exige de ellos más de lo que pueden dar. Cristo no estima más que al pequeño número de los que son capaces de soportar el peso de su libertad espiritual; la inmensa turba de todos los demás tendrá que contentarse con 83

servir, no será más que "material utilitario" para los escogidos". Si el cristianismo es considerado como la imposible utopía de una vida extraña a la tierra, cualquier intento de organización de la vida humana aparecerá como una revolución contra el cristianismo, como una negación de la providencia de Dios. El cristianismo se convierte, por consiguiente, en la ciudadela y el refugio de un pequeño grupo de privilegiados. Leontief y Rozanof están de acuerdo en este punto: "El cristianismo no encuentra su realización integral más que en el monasterio. La sociedad cristiana, la familia cristiana no son más que problemas. El monasterio es un hecho. Fuera del monasterio, el cristianismo es caótico, ¡no es más que un nombre!" No obstante, los eslavófilos no quieren renunciar al aspecto universal del mesianismo ruso, para el que viven. Sintiendo que la iglesia ortodoxa no es capaz de este universalismo, van a traicionar inconscientemente la fe misma de la que se han constituido heraldos, rompiendo la rigidez tradicional de la ortodoxia. Gracias a ellos, paradójicamente, la clase intelectual rusa se va a acercar de nuevo, con respeto, a la Iglesia de Cristo. Pero algunos espíritus experimentarán entonces la influencia del protestantismo occidental y su doctrina sobre la Iglesia se resentirá de ello. No sabrán ver todo un aspecto de la vida sobrenatural de la Iglesia. Se fijarán en el magisterio y en el poder sacerdotal. Exaltarán los carismas de la fe y del amor, en detrimento de los poderes jurisdiccionales de 84

la jerarquía y del papel de los sacramentos. Se irá incubando poco a poco un peligroso deslizamiento de la verdad revelada, afirmada por la Iglesia, hacia una doctrina filosófico-humana y un humanitarismo naturalista, en el cual se disolverá la noción de la grandeza del don sobrenatural de Dios. De todo ello resultará que los escritores religiosos rusos se dedicarán a exaltar menos la ortodoxia tradicional que la Iglesia futura, la Iglesia con que ellos sueñan. De este modo, al alejarse de la ingrata realidad presente, sus palabras despertarán ecos en el corazón de unos cuantos privilegiados, pero no será bastante para conmover a las masas populares, seducidas por el espectáculo de una revolución social más cercana y edificada por las manos de los hombres. Los eslavófilos han visto perfectamente que la unidad real de los hombres no podía hacerse más que por medio de Cristo y en torno a Cristo. Pero al no estar seguros de ser, por la ortodoxia, los únicos depositarios del mensaje divino de Cristo, no se han preocupado más que de defender su propio patrimonio religioso y nacional contra la llegada del anticristo. La obra de Leontief revela la impotencia del cristianismo ruso para enfrentarse con el drama de la historia. No existe para los creyentes más solución que la de retirarse a los monasterios para esperar en ellos la ruina irreparable del mundo cristiano. ¡No les queda más solución que la de salvar sus almas y asegurar de este modo la salvación de la fe ortodoxa! La verda85

dera tragedia del cristianismo ruso reside en esta reconocida impotencia. A la corriente atea del anticristo no puede oponer más que la paciencia y el martirio. Es que, a pesar de todo, permanece fuera del mundo, totalmente ajeno al mundo. Para poder vivir en el mundo, necesita aliarse con los zares, o lo que es peor todavía, con el mismo anticristo, el estado socialista ateo. A la fuerza y amplitud del mal no podría hacer frente más que un cristianismo vivo, obediente a la ley de la encarnación redentora, a aquel amor incomprendible que ha movido a Dios a enviar a su Hijo al mundo, para que puedan ser salvos todos los hombres. "Cuando el cristianismo llega, escribe Maritain, lo cambia todo desde dentro, lo transfigura todo. Es el lento proceso exhaustivo de todas esas interioridades que toca y que despierta con su gracia el padre de la existencia, Exaltación de todo lo que se halla escondido en las más humildes raíces del ser, y que poco a poco empieza a asomarse a la luz del día" 1 . Citaremos, finalmente, para concluir, un texto de este mismo autor, que ilumina perfectamente ese gran problema que el cristianismo ortodoxo parece haber olvidado, al menos parcialmente: "Una vez que la conciencia cristiana ha descubierto el campo propio de lo social, con todas sus realidades, sus técnicas, su "ontología" ca1. J. MARITAIN, Questíons de

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conscience.

racterística, ¿no tendrá la santidad cristiana un campo en que trabajar, lo mismo que trabaja también el heroísmo particular de la hoz y del martillo, o de los fascios, o el de la cruz garuada? "¿No habrá llegado todavía el tiempo de que la santidad, bajando de aquel cielo esplendoroso que le habían reservado cuatro siglos de estilo barroco, descienda hasta las cosas de este mundo profano, de este mundo de la cultura, y que empiece a trabajar en el intento de transformar el régimen terrestre de la humanidad, haciendo una obra social y política? "Sí, ciertamente; pero todo ello, con la condición de que siga siendo santidad y no se pierda por el camino. Aquí es precisamente donde reside todo el problema. "En una época como la nuestra amenazan a la comunidad cristiana dos peligros contrarios: el peligro de no buscar la santidad más que en el desierto, y el peligro de olvidar la necesidad del desierto para ser santos; el peligro de encerrar exclusivamente en el claustro de la vida interior y de las virtudes privadas todo el heroísmo que el cristiano debe manifestar ante el mundo, y el peligro de concebir este heroísmo, cuando se vuelca sobre la vida social y se dedica a transformarla, de la misma manera que los adversarios materialistas y bajo unas características exclusivamente exteriores, lo que equivaldría a pervertirlo y deshacerlo. El heroísmo cristiano no tiene las mismas fuentes que los demás; procede del corazón de un Dios flagela87

do, ridiculizado, crucificado fuera de las puertas de la ciudad. "Ha llegado para el cristiano la hora de meter de nuevo sus manos, como ya lo hizo en los siglos medievales, sobre las cosas de la ciudad terrena, pero dándose perfecta cuenta de que su fuerza y su grandeza dimanan de otra fuente y pertenecen a un orden distinto" 2 .

4 SERGIO DE RADONEY

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al siglo magno de la mística europea: al siglo que escuchó las palabras de Taulero y que lloró con Susón, que contempló con Ruysbroeck y que aprendió de Groóte la "devoción", al siglo que trabajó con Catalina de Siena y oró con Brígida de Suecia, al siglo de las reclusas y de los anónimos ingleses y de Roll, de Hilton, de Juliana de Norwick... Los teólogos místicos Palamas en oriente y J u a n de Kastl en occidente nos hablan de la "luz increada". En oriente los hesicastas enseñan el ejercicio que conduce a la contemplación, lo mismo que hacen en occidente los hermanos de la vida común. Con Cabasilas la mística litúrgica, con Eckhart la mística especulativa, con Catalina de Siena la mística de la acción, alcanzan una alt u r a que nunca será ya superada. La mística alemana y la mística flamenca, pero también la mística italiana, la mística inglesa, la mística bizantina y la mística rusa, son la mística del siglo xrv.

2. J. MARITAIN, Humanisme

integral.

ERTENECE

L a mística rusa es la mística de Sergio de Radoney. Contemporáneo de Ruysbroeck (t 1382) y de Catalina de Siena (t 1380), no tiene sin embargo

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la pasión viva y dramática ni las espléndidas imágenes del primero, ni la doctrina incisiva y energía dominadora de la santa italiana. Es también contemporáneo de los mayores escritores místicos bizantinos, Nicolás Cabasilas (f 1371) y Gregorio Palamas (f 1362); pero tampoco puede compararse con ninguno de ellos: ignorante en teología, no escribió obras polémicas ni obras doctrinales. Su espiritualidad lo acerca quizás más a san Francisco de Asís, si bien es cierto que el monje ruso no tiene tanta frescura, tanto sentimiento poético, como el pobrecillo de Asís, aunque lo aventaja en sentido de la paternidad. El mismo culto a la pobreza, la misma humildad interior y exterior; una luz, más serena quizás, pero que lo rodea de la misma forma y que irradia de él a los demás. De la misma manera que Francisco de Asís, con su canto que abraza a toda la creación para entregarla a Dios, inaugura nuestro renacimiento y abre las puertas de la edad moderna, también Sergio de Radoney, tras la devastación de los tártaros, se encuentra en el comienzo de la historia moderna del pueblo ruso, abriéndola con el nombre y la bendición de su santidad. Nació en 1314 de una familia de boyaros 1 en Rostof. Después de haber huido del mundo y haberse sepultado en los vastos bosques del centro de Rusia, hambriento de soledad y de contemplación, se encontró poco después rodeado de discípulos que habían venido de todas partes 1. Boyara era el nombre con que se designaba a los nobles terratenientes de la antigua Rusia.

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para vivir con él, siendo, de este modo, casi sin pretenderlo, el fundador del convento de la Santísima Trinidad, el más célebre de toda Rusia. Con sus propios brazos taló los troncos de los árboles para construir la iglesia de la Trinidad en el centro de las miserables cabanas que formaban su monasterio, a treinta kilómetros de Moscú. De plomo fueron haciendo los vasos sagrados, de tosca tela las vestiduras litúrgicas, los libros de rezo fueron escritos sobre cortezas de abedul. Fue amigo de otro gran monje, canonizado también por la iglesia ortodoxa, san Esteban de Perm. Restaurador de la vida monástica, dio ejemplo de una vida heroica de caridad, de humildad, de pobreza voluntaria. Por humildad se retiró voluntariamente, dejando la dirección del convento a su hermano Pedro, que no soportaba verse sometido a él, y se marchó de nuevo a vivir en la soledad, hasta que los monjes obtuvieron del metropolita la orden de que volviese de nuevo entre ellos, siendo reconocido por todos como maestro. Como ejemplo de su bondad y mansedumbre, las antiguas narraciones de su vida nos cuentan cómo en cierta ocasión un aldeano, tras haber insultado al santo que era ya célebre en toda Rusia, pero al que no había reconocido bajo las pobres vestiduras harapientas de un monje que estaba talando leña en el bosque, se vio invitado por él a la mesa del convento y obligado a sentarse en la presidencia. Se vio favorecido con los más elevados dones místicos de oración contemplativa y de visiones, siendo especialmente célebre su visión de la 91

Santísima Virgen que se le apareció acompañada de san Pedro. Admirable organizador y profundo conocedor de las almas y de las necesidades de su tiempo, fue buscado, apreciado y venerado aun en vida por toda Rusia. El convento de la Santísima Trinidad se convirtió en centro de peregrinaciones de todo el pueblo ruso y el santo monje sabía tener una limosna para cada mendicante, u n aliento para cada alma acongojada, una palabra certera para el príncipe que acudía a buscar luz sobre u n problema de gobierno. Se negó firmemente a suceder en 1377 a Alexis, el primero de los grandes metropolitas de Moscú, y vivió hasta edad m u y avanzada, muriendo en 1392, doce años más tarde de la gran victoria de Kulikovo, en la que él mismo había querido participar, enviando en ayuda del príncipe Demetrio, que había pedido su bendición, a dos de sus religiosos, en prenda de la asistencia celestial, en primera línea, como si se tratase de una cruzada para liberar a la patria de los infieles tártaros. Resulta interesante esta participación viva del santo en la vida de la nación, participación completamente inusitada y extraña a la mentalidad religiosa oriental. También en esto se revela la pureza y la grandeza de su santidad frente a la concepción de la espiritualidad oriental, siempre tentada por el dualismo maniqueo. Poco es lo que de él se ha conservado. Se dice que aprendió milagrosamente a leer y a escribir. Hasta nosotros ha llegado solamente algún que otro sermón dirigido a sus monjes. Sin embargo, para los verdaderos místicos, los más

ilustres, los escritos no tienen t a n t a importancia como su vida. También en esto Sergio de Radoney puede compararse con Francisco de Asís: es sin duda alguna el mayor de los místicos rusos, aunque no haya dejado más que algún que otro escrito; en su mansedumbre y en su humildad han visto siempre los rusos la encarnación ideal de la santidad cristiana. "Una humilde dulzura: ahí está la trama de su personalidad", ha escrito de él Fedotof. Verdaderamente, entre todos los que ha canonizado la iglesia rusa, no hay quizás ningún otro que encarne mejor que él el ideal del santo. Su vida fue escrita por el monje Epifanio, poco después de su muerte; en los tiempos modernos ha sido su biógrafo el escritor Zaschef. En su edición de libros litúrgicos bizantinos, publicada por la Sagrada Congregación Oriental, para uso de los sacerdotes católicos rusos, además de las conmemoraciones de san Vladimiro, de santa Olga, de los santos Boris y Gleb y de los santos Teodosio y Antonio de Kief, que la iglesia católica ha reconocido siempre, se encuentran por primera vez los nombres de san Nikita de Novgorod, de san Leoncio de Rostov, de san Varlaam de Kustyn, y de san Sergio de Radoney. La conmemora.ción litúrgica supone u n verdadero reconocimiento oficial de su santidad, por parte de la iglesia católica. Este ha sido uno de los hechos más graves y más importantes quizás de la iglesia romana en estos últimos años. Actualmente, Sergio de Radoney pertenece oficialmente a toda la Iglesia.

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Con este acto la iglesia católica ha reconocido implícitamente que, al menos antes del decreto de unión suscrito en Florencia por el metropolita Isidoro de Kief, la iglesia rusa no estaba formalmente separada de Roma, que es la tesis preferida de algunos teólogos tanto occidentales como orientales, vgr. Allagio en el s. xvm y Soloviof en el s. xix. Lo mismo que Francisco de Asís, también el alma de san Sergio se derrama toda ella en un cántico que, aunque tenga menos amplitud lírica que el Cántico de las criaturas, conserva quizás con mayor viveza el desarrollo del éxtasis. Es como el eco interior de un canto celestial. Resulta inútil subrayar su carácter contemplativo. Debemos más bien indicar aquel sentimiento de gloriosa transfiguración y divinización del hombre, más aún, de toda la creación, que es uno de los caracteres típicos de la mística rusa, y que empapa todo el cántico, dándole un movimiento maravilloso. Cántico de san Sergio de Radoney Dios, el Padre; Dios, el Hijo; Dios, el Espíritu Santo. Inmenso el Padre; inmenso el Hijo; inmenso el Espíritu Santo. Uno el Padre; uno el Hijo; uno el Espíritu Santo, uno el Espíritu Santo, uno el Espíritu Santo. En la Trinidad indivisible cada una de las divinas personas 94

es el poder, la sabiduría, el amor; cada una de las personas es la divinidad única, inmensa. Toda la inmensidad, la unidad que lo trasciende todo lo es el Espíritu Santo; el don que del abismo se derrama, y lo penetra todo, y todo lo llena de sí mismo, indivisible y uno, y todo lo transforma en luz. Que ningún hombre, ninguna criatura, nada en el cielo ni en la tierra te adore ya; que nadie te conozca ni admire; que nadie te sirva ni te ame. Iluminado por el Espíritu, bautizado en el fuego, —cualquiera que seas, virgen, monje o sacerdote—, tú eres trono de Dios; tú eres la morada, el instrumento, tú eres la luz de la divinidad. Tú eres Dios: eres Dios — Dios — Dios. Dios en Dios en Tú eres Dios —

el Padre, Dios en el Hijo, el Espíritu Santo. Dios: Dios — Dios...

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5 SERAFÍN DE SAROV Su

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vida

Mosknin nació en 1759 en Kursk, hijo de una familia de comerciantes. Desde su niñez hizo conocer en su extraordinaria piedad que Dios lo había visitado y escogido. A los quince años, tras haber recibido la bendición de su madre, se marchó peregrinando hasta el monasterio de Petcherski, en Kief. El anciano Doriteo lo acogió y bendijo su propósito de retirarse al desierto de Sarov. En aquel eremitorio recibió las sagradas órdenes, cambiando su nombre por el de Serafín, en 1786, y permaneció allí hasta su muerte, a pesar de que su nombre ñgura inscrito en el monasterio de Goroyov. Durante los primeros años de su vida religiosa, una larga y misteriosa enfermedad lo mantuvo entre la vida y la muerte durante dieciocho meses, hasta que se le apareció, en medio de una gran luz, la Santísima Virgen acompañada de los apóstoles san Pedro y san Juan. La Virgen puso su mano derecha sobre la cabeza de Serafín, y dirigiéndose al apóstol san Juan, le dijo: "Este es de los nuestros". Una vez curado, pasó cerca de cuarenta años de vida eremítica, viviendo la mayor parte en medio de lo más espeso del bosque, célebre por ROCARIO

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CRISTIANISMO

sus heroicas penitencias y por su casi ininterrumpida oración. Sintió una veneración particular hacia el apóstol san Juan y hacia el papa san Clemente, y tuvo sobre todo una tiernísima devoción a la Virgen. El icono de la Virgen de la ternura fue, entre todos los demás, su preferido: "la alegría de todas las alegrías", era el nombre que le daba el santo ermitaño. Durante mil días con sus noches permaneció de rodillas sobre una piedra; durante largos años continuó llevando un saco de piedras y de arena, como san Benito José Labre; se vio maltratado y apaleado por los ladrones, que lo pusieron a las puertas de la muerte, sin que él les opusiese ninguna resistencia. Y entretanto, Dios lo colmaba de celestiales favores: tenía visiones, éxtasis, vivía en el mundo de Dios. Sometía su cuerpo a privaciones y a pruebas crueles, pero Dios alimentaba su alma con inefables dulzuras, le concedía poderes taumatúrgicos y la visión profética del porvenir. Lo mismo que Francisco de Asís, también Serafín de Sarov, gracias a su nueva inocencia, podía conversar con las fieras y vivir amigablemente con ellas; con él comía un oso del bosque, tomando el pan de sus propias manos. Tenía más de sesenta años de edad cuando, tras una nueva visión de la Virgen que le ordenó manifestarse al mundo, empezó a impartir sus enseñanzas a todos cuantos acudían a su lado. Tuvo lugar entonces una imponente peregrinación de toda la inmensa Rusia hacia el apartado y reducido rincón que él se había escogido; esta peregrinación duró hasta su muer98

te. En Diveef fundó nuevos aséetenos para hombres y para mujeres, todos ellos penitentes suyos. Sentía una extraordinaria dulzura y piedad para con todas las miserias y sufrimientos humanos. Su heroica austeridad había ido madurando su corazón y lo había abierto a todos, enterneciéndolo y transformándolo por completo en humilde amor. A ninguno tuvo que apartar de su lado, ninguno se alejó de él sin haberse visto consolado y socorrido. No conocía más que la bondad; pero su bondad era tan grande que deshacía y reducía a polvo toda la dureza y egoísmo de los hombres, tan inmensa que naufragaban en ella todas las miserias y pecados. Nadie se acercaba a él, que no se sintiese partícipe de su elevación espiritual, de su misma bondad, de una nueva natividad interior. Sobre sus propios hombros cargaba la responsabilidad de los penitentes, facilitando su caminar hacia Dios; después de la confesión los abrazaba, lloraba con ellos: "Cristo resucita todos los días del año", les decía. Profetizó que después de su muerte y de su glorificación, se abatiría sobre Rusia una gran calamidad: las almas vivirían en medio de una ansiedad y espanto, como nunca jamás se había conocido, y que los ángeles no se darían abasto para presentar ante Dios todas las almas de los asesinados y de los muertos; pero que luego, después de cierto tiempo, la santa Rusia resucitaría de nuevo. Antes de morir tuvo una última visión de la Virgen, Madre de Dios. Era el amanecer; junto a él se encontraba la hermana Eudoxia; se escuchó como un gran vendaval. El dijo: "No tengáis miedo; ten99

dremos la gracia del Señor". La puerta se abrió de repente y su pequeña celda se llenó de una gran luz. Serafín se puso de rodillas, invocándola: "¡Oh, bendita y purísima Virgen!" Y la Virgen se le apareció en medio de un jardín de flores, acompañada de san Juan bautista y san Juan evangelista, y bendijo al humilde monje que estaba a sus pies, anunciándole: "Este hijo predilecto mío estará pronto con nosotros". Después de esta visión, el anciano empezó a debilitarse cada vez más, como sí lo fuera consumiendo el deseo de llegar al cielo. El día 1 de enero de 1833 comulgó por última vez; como si quisiera despedirse de su iglesia, se acercó a besar todos los iconos y les dio el abrazo de despedida a todos sus monjes. Por la tarde, el monje que vivía en la celda vecina, escuchó lleno de reverencia y estupefacción cómo cantaba el anciano staretz: la celda del staretz Serafín estaba llena de cantos, los cantos de la resurrección pascual. A la mañana siguiente, por miedo de que hubiese un incendio, llamaron a su puerta, bajo la cual se veía salir humo y, al no recibir respuesta, tuvieron que forzarla. Apenas se podía ver, a causa de la humareda: en el interior de la celda, rodeado del fuego de los libros y de la ropa que había usado el monje, vieron al anciano de rodillas, inmóvil, con la cabeza inclinada y las manos sobre el pecho, como sí estuviera haciendo o r a c i ó n : ¡había muerto! Cada vez fue creciendo más, después de su muerte, la veneración que todo el pueblo ruso sentía hacia él, hasta el punto de que se fueron 100

superando todos los obstáculos y dificultades para su canonización, que tuvo lugar en julio de 1903, en presencia del mismo emperador. Fue aquella la última gran jornada de la santa Rusia, antes de la larga noche de la revolución. Hoy el monasterio santificado por su presencia ha dejado de existir y han sido dispersadas sus cenizas.

Su

doctrina

Serafín de Sarov es ciertamente el santo más popular y venerado de los rusos. Sus escritos, que había recogido Filaretes de Moscú para examinarlos con vistas a su canonización, se han perdido por completo. Sus enseñanzas nos han sido transmitidas por medio de los testimonios y los recuerdos que de él nos ha legado su discípulo más fiel y devoto, Motovilov: se trata de unas cuantas páginas que son la prueba más palpable de su elevada santidad, que honra a toda la iglesia oriental. La meta de la vida cristiana es la gracia, la posesión del Espíritu Santo: esta posesión, por otra parte, constituye el reino de Dios. Por esta posesión del Espíritu divino, entiende el gran staretz la vida mística, la íntima fruición de Dios. La gracia del Espíritu Santo es sobre todo una luz interior que ilumina al hombre, es la gracia concedida por Dios a Adán en el paraíso, y que él perdió para sí y para sus descendientes. El Espíritu de Dios antes de la venida de Jesucristo obraba únicamente para afuera, pero 101

después de su venida se infunde nuevamente con toda su plenitud en el cristiano ortodoxo, lo mismo que en Adán. "Cuando Nuestro Señor Jesucristo, habiendo realizado su obra de la redención, después de su resurrección, sopló sobre sus apóstoles, renovó con este acto en ellos aquel soplo vital que Adán había perdido y les concedió aquella gracia adamítica del santísimo Espíritu divino. Después, en el día de pentecostés, él les envió al Espíritu Santo, que en medio de un soplo de viento impetuoso y bajo la forma de lenguas de fuego, se posó sobre ellos, entró en ellos como una llama, los llenó de la fuerza de la gracia divina, que despide una frescura de rocío y los baña de gozo. Esta gracia inflamante se les concede a todos los ñeles cristianos..." "La gracia del Espíritu Santo, que emana del Padre, que reposa en el Hijo, y que por medio de él se difunde por todo el mundo", no es un don inherente sólo al alma; también el cuerpo participa con el alma de la incorruptibilidad y de la inmortalidad de Dios. No creemos que sea necesario subrayar en estas palabras del staretz el eco de la espiritualidad cristiana primitiva. "Cuando Dios infundió en el rostro de Adán la respiración de la vida, entonces, como dice Moisés, Adán tuvo un alma viviente, esto es, semejante en todo a Dios, y como él inmortal por toda la eternidad. Adán se convirtió entonces en algo tan invulnerable ante las demás potencias creadas por Dios, que ni el agua podía ahogarlo, ni el fuego quemarlo, ni la tierra tra102

garlo en sus abismos, ni el aire perjudicarlo con su acción". De esta manera, hoy todavía, los efectos que produce esta inefable comunicación con Dios no solamente embriagan al alma, ensanchándola e inundándola de luz, sino que incluso redundan en beneficio del cuerpo, por toda la vida; son la paz suprasensible, la dulzura inefable como de óleo, que recorre y suaviza los miembros todos, la alegría que nos hace gustar de antemano los gozos celestiales, u n calor dulce, u n olor penetrante que enajena. El hombre vuelve a adquirir con el uso de los sentidos espirituales el poder de "percibir" a Dios; puede ahora "ver y entender a Dios, comprender sus palabras, conversar con los ángeles". Estar en el Espíritu Santo es participar en la transfiguración de Cristo, haciéndonos como él resplandecientes y más claros que la luz del sol, poseyendo con él la alegría divina. "Cuando el Espíritu Santo baja sobre el hombre y lo ilumina con la plenitud de su inspiración, entonces el alma h u m a n a se llena de un gozo inefable, porque el Espíritu Santo alegra todo cuanto toca". En la gracia presente nosotros "podemos saborear un principio de la alegría futura". "El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo", repite sin cesar, e insiste en la sustancial identidad de esta vida con la vida celestial, cuando aplica a estas almas místicas las palabras de Jesús: "Algunos de los que aquí están presentes no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino y majestad". 103

Sin embargo, enseña también que "solamente el bien realizado en nombre de Cristo nos asegura de la posesión del Espíritu divino, mientras que todo lo que se hace sin obrar en su nombre, no nos proporcionará ningún beneficio en la vida futura, ni nos asegurará en esta vida la gracia divina". Y en otro lugar: "El Espíritu divino nos recuerda las palabras de Jesucristo Nuestro Señor y salvador y obra siempre de acuerdo con él llenando solemnemente de alegría nuestros corazones y enderezando nuestros pasos por el camino de la paz". Jesucristo es, pues, para Serafín la causa meritoria de esta vida divina de posesión del Espíritu Santo, y este mismo Espíritu divino nos vuelve a conducir a Jesús, continúa la vida de Jesús en nosotros recordándonos sus palabras y realizándolas en cada uno de nosotros. En la vida paradisíaca del alma redimida es el Verbo el que ocupa el sitio del árbol de la vida, colocado en el centro mismo del edén. No se trata solamente de la doctrina de Cristo, como en Orígenes, sino de la real comunión con el Verbo en el sacramento eucarístico. Es importante subrayar este acercamiento, que no es ni mucho menos fortuito, de la vida sacramental a la vida mística: la vida interior está empapada de vida litúrgica y la acción sacramental de la eucaristía en la vida mística nos manifiesta la dependencia que ésta tiene de Cristo, que opera a través de los sacramentos. "Gracias al fruto del árbol de la vida, Adán y Eva y sus descendientes hubieran sido capaces de mantener intacta la fuerza vivificadora de la gracia divina,

la plenitud eternamente joven de las fuerzas corporales, la constante juventud de su estado inmortal y bienaventurado". Ahora es la "comunión con el purísimo y vivificante misterio del cuerpo y de la sangre del cordero inmaculado..., la que nos proporciona aquel fruto del árbol de la vida, del que el enemigo del hombre había querido privar a toda la humanidad". El ejercicio de las virtudes no se identifica con la vida cristiana. La doctrina espiritual de Serafín no se identifica con la ética natural. Exalta la virginidad, como la virtud más excelsa que eleva al hombre a la condición angélica, estando en este punto de acuerdo con los padres antiguos, san Gregorio de Nisa, san Juan Clímaco..., que ven en la virginidad el retorno a la vida del paraíso; pero también está en este punto de acuerdo con los más ilustres escritores religiosos rusos que ven en la virginidad la condición de la vida definitiva y perfecta, de la vida del paraíso: Dostoyevski, Soloviof, Berdiayef. Soloviof enseña que cuando la castidad perfecta llegue a ser universal, la humanidad entrará finalmente en el reino de Dios; cuando se realice esta castidad perfecta, tendrá lugar el fin del mundo presente, el fin de los tiempos, y comenzará la eternidad, el mundo futuro. Pero más cercano al pensamiento de Serafín parece todavía que está Dostoyevski, que ha visto con mayor claridad la ambigüedad de la castidad perfecta. También este gran escritor ve en la castidad la condición de la vida definitiva, pero no aún la de la vida divina. Es Kirilof, el asceta tenebroso que intenta matar a Dios, el que ha-

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bla de esta virginidad futura de todos los hombres. También para Serafín la castidad es la virtud por excelencia que eleva a los hombres a la condición angélica; pero la condición angélica es de por sí ambigua: puede ser también asimilación o participación en la vida demoníaca, como ocurre en Kirilof. La castidad no se confunde con la gracia, con la cual debe identificarse la vida cristiana. En sí misma, la castidad no es capaz de elevar al hombre a la condición divina, no salva al hombre ni lo diviniza. "Dicen algunos que la falta de aceite de las vírgenes necias simboliza la falta de buenas obras durante el curso de su vida terrena. Esto no es del todo exacto. ¿Cómo es posible que no tuvieran buenas obras si, aun siendo necias, el evangelio dice que eran vírgenes? La virginidad es una de las más excelsas virtudes, que nos hace iguales a la condición angélica, y que por sí sola podría sustituir a todas las demás virtudes. Yo, pobre de mí, creo que lo que precisamente les faltaba era la gracia del Espíritu Santo. Ellas creían que habían obrado virtuosamente, esto es, que habían realizado una obra divina, pero no se preocupaban de examinar si habían adquirido verdaderamente la gracia del Espíritu divino". El ejercicio de las virtudes da, por tanto, a las vírgenes solamente la presunción y el orgullo, que conduce a la perdición. "Las sagradas Escrituras aluden a aquella manera de vivir que se basa exclusivamente en el ejercicio de las virtudes... cuando dicen que existe un camino, que parece derecho al principio, pero que en su 106

término conduce al infierno". La palabra del humilde staretz se hace enérgica y terrible al condenar esta orgullosa suficiencia de la virtud humana. La vida cristiana es un don del Espíritu divino y la oración es el medio para conseguir la gracia, el don del Espíritu. La caridad para con el prójimo no tiene para Serafín tanta importancia como la oración, como medio por excelencia para que el hombre consiga la experiencia de Dios. De este modo, se mantiene dentro del camino trazado por los maestros orientales de vida espiritual. La elevación del alma corresponde al grado de su oración. "Naturalmente, nos dice, cualquier virtud que se ejercite en el nombre de Jesucristo nos procura la gracia del Espíritu Santo, pero sobre todo la oración..." Para Serafín, por consiguiente, de nada sirve el ejercicio de las virtudes si éstas no nos aseguran la posesión de la vida mística; a la consecución de esta gracia tiene que ordenarse toda la vida ascética: obrar el bien por el bien no basta para darnos la salvación, pero las obras buenas y las virtudes son el medio necesario para la adquisición de la "gracia del Espíritu Santo". Esta gracia es la razón y el fruto principal de las virtudes, hasta el punto de que es inútil y perjudicial multiplicar las obras, los actos virtuosos, la misma oración, cuando hemos conseguido la gracia: lo que hemos de hacer entonces es hacer el silencio en nuestra alma y en nuestro alrededor, con nuestras palabras y nuestras obras, para gozar de Dios. "Nuestra misión cristiana no consiste en multiplicar las buenas obras..., sino en sacar de ellas el mayor 107

provecho, esto es, mayores y más numerosos dones del Espíritu Santo". Así, pues, la meta de la vida cristiana es el gozo, la vuelta al paraíso perdido, a la intimidad dulce y profunda con Dios. Dios habla con el hombre y el hombre vive con Dios, lo ve, lo escucha; el mundo adquiere a los ojos del alma una transparencia divina; nada le resulta extraño u hostil; todo le parece cercano y conocido, todo lo considera como amigable y fraternal; el hombre habla con los ángeles y dialoga con las fieras de los bosques. Si la gracia es "una luz que ilumina" al hombre y lo renueva, es también una luz que irradia de él hacia todo lo demás y transfigura todas las cosas. Nos parece incomprensible, dice el santo, y extraño el testimonio de esta vida que nos ofrecen las santas Escrituras a propósito de Adán y de los apóstoles; sin embargo, nada es más natural y más sencillo. "A los santos les parecía tan claro lo que nosotros consideramos oscuro e inconcebible, que juzgaban como algo natural, incluso en sus discursos más ordinarios, el concepto de las apariciones de Dios". A quien le preguntaba cómo era él capaz de reconocer que poseía esta gracia y que se encontraba en el Espíritu Santo, Serafín le respondía: "Todo le resulta sencillo a aquel que ha conseguido la inteligencia. Nuestro mal reside precisamente en el hecho de que no buscamos esta inteligencia divina, que no hace ruido porque no es de este mundo. Esta inteligencia, hecha de amor a Dios y de amor al prójimo, 108

prepara a todos los hombres para la salvación". La prueba de la posesión de la gracia está precisamente en la misma experiencia de Dios que él está dispuesto a conceder a todas las almas, ya que desea la salvación de todas: lo mismo que un caudaloso río de amor, la gracia divina desborda del seno de la divinidad y se derrama por el mundo desde la creación del hombre, y luego a través de toda la historia del pueblo hebreo, para preparar la venida de Cristo, en la que ya no quedará excluido ni siquiera el pueblo pagano. Incluso en nuestra época, nos asegura el staretz, a pesar de que "nos hemos alejado de la sencillez de la primitiva fe cristiana", basta con que, "empujados por la sabiduría divina, aceptemos la inquietud y la vigilia para asegurar la salvación de nuestras almas con el arrepentimiento de nuestros pecados y el ejercicio de las virtudes, para conseguir que el Espíritu Santo realice y apresure en nosotros el reino de los cielos". El cielo concede "abundantemente" la gracia del Espíritu y no hace distinción alguna entre el monje y el laico: "Dios escucha de igual manera al monje y al simple cristiano, con tal que amen a Dios con toda la profundidad de sus almas y nutran en sus corazones una fe que sea, por lo menos, tan grande como un pequeño grano de mostaza". En Serafín de Sarov vuelve a aparecer una antigua doctrina, casi completamente olvidada actualmente por nosotros, los occidentales: el alma, una vez que ha sido tocada por Dios, una vez que ha conseguido la posesión de esta gra109

cia divina, no puede ya perderse p a r a siempre 1. "Cualquiera que haya obtenido, p o r creer en Cristo, la gracia del Espíritu Santo, a u n q u e tenga que morir espiritualmente, como consecuencia de algún pecado, por la debilidad h u m a n a , no morirá sin embargo e t e r n a m e n t e . . . L a gracia del Espíritu Santo, a pesar de todos s u s pecados, a pesar de las tinieblas que rodean su alma, vuelve a brillar en su corazón como antes, con la divina inextinguible llama de los méritos de Cristo". La luz le obtendrá siempre e l arrepentimiento al pecador y lo revestirá con "las vestiduras de la eternidad". Una vez que Dios se ha dado a l alma, la presencia del Espíritu Santo no se p o d r á perder ya, no se retirará jamás. Todo pecado, por m u y pequeño que sea, puede hacer al a l m a opaca e impenetrable, pero no logra apagar esta llama divina que desde dentro ilumina al hombre. La gracia, aunque siga presente, puede ser oscurecida por el mal, pero no será sofocada del todo, logrará vencer a las tinieblas del corazón y lentamente irá transfigurando la naturaleza del hombre. "Sabemos que los que han nacido de Dios, no pecan, sino que los conserva la divina generación", había escrito san Juan, el apóstol más estimado y escuchado de la iglesia oriental. "Un ansia divina, que el mundo no conoce, anida en el corazón de los ermitaños" y de 1. Esta confirmación en gracia que Dios ha revelado únicamente a unos pocos santos, no parece que esté admitida en la doctrina común de la Iglesia; sería menester completar los textos de Serafín con la tradición constante de la Iglesia, fundada sobre la misma Escritura (cf. Heb 4, 4-8; Heb 10, 26-27).

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todos aquellos que han conocido a Dios, espoleándoles y aguijoneándoles hacia una ascensión que no conoce reposo, hasta conseguir que ellos mismos queden transformados en luz, que sean luz de luz, de manera que puedan realizarse las palabras del profeta: "En tu luz veremos nosotros la luz". La relación que hace Motovilov de la transfiguración de Serafín encierra una gran importancia para la mística oriental: "en medio de su sencillez encierra toda la doctrina de los padres orientales sobre la gnosis, sobre la conciencia de la gracia, que alcanza su grado más elevado en la visión de la luz divina. Esta luz llena a la persona humana que ha conseguido llegar a la unión con Dios. No se trata ya de un éxtasis, de un estado pasajero de enajenación, que arranque al ser humano de su experiencia habitual, sino de una vida consciente en la luz, de una comunión inaccesible continua con Dios... Comenzando ya desde este mundo, la transfiguración de la naturaleza creada es una promesa del nuevo cielo y de la nueva tierra, el ingreso de la criatura en la vida eterna, antes de su propia muerte y resurrección. Pocas son las personas, incluso entre los más grandes santos, que llegan a este estado durante su vida terrena" (Losski). Esta luz es la gloria de Dios, que, desbordándose del seno de la Trinidad, penetra y llena todas las cosas, es la luz increada de la que habla Gregorio Palamas, que apareció por primera vez en la transfiguración de Cristo: la luz del Tabor que no ha tenido comienzo y que jamás tendrá fin, una luz sin forma, infinita, 111

impalpable, incomprensible: todo el hombre "ve" a Dios. Ruega de esta manera Serafín para obtenerle a Motovilov la gracia de poder contemplarlo en el estado de inefable endiosamiento, que ya había alcanzado el gran ermitaño de Sarov: "Señor, hazlo digno de ver claramente con sus propios ojos corporales este descendimiento de tu Espíritu, con que tú favoreces a tus servidores, cuando te dignas aparecerte a ellos con la luz maravillosa de tu gloria". En esta visión, incluso corporal, de la luz divina que emana de Dios y que es Dios mismo —Dios es luz, escribe san Juan—, es donde reside la experiencia más alta de la mística oriental: todo el ser humano, transfigurado, entra en el reino de Dios y vive como inmergido en la luz de la divinidad. "Sabemos —sigue diciendo san Juan— que, cuando aparezca, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es". El estado de estas almas perfectas, aun en medio de la diversidad de sus experiencias —parece como si Dios mismo se adaptase en este punto a las diversas tradiciones teológicas—, resulta en el fondo igual al estado de unión transformante, del que nos hablan los santos de occidente. Por lo demás, las mismas expresiones de nuestros santos recuerdan de algún modo las experiencias de los místicos orientales, por la insistencia singularísima en los términos que indican visión: luz, fuego, llama viva, lámparas de fuego, incendio de amor... El reposo de Dios se extiende entonces sobre el alma y el hombre se ve inundado por el

gozo divino: no existe turbación ni aridez alguna que priven al hombre de la visión y del sentimiento de Dios; y el alma, como perdida en medio de la luz, posee sin embargo en Dios una conciencia perfecta y entera de sí misma: el alma "está en la plenitud del Espíritu Santo", dice con su pura sencillez Serafín de Sarov. El hombre, alma y cuerpo, está divinizado, sus sentidos están espiritualizados, su cuerpo está como glorificado: ve la luz divina, no se siente sometido al frío, no se siente sometido a la corrupción... Esta mística tiene un carácter más primitivo, menos elaborado que la mística católica; es verdad. Se trata de una sicología mística rudimental en comparación con la mística sicológica española; de una mística ingenua, ignorante de los problemas filosóficos, en comparación con la mística especulativa alemana; pero posee un profundo hechizo: es la misma mística teológica y escriturística de los primeros padres de la Iglesia, tiene la sencillez y la serenidad de las cosas grandes, la pureza y sublimidad de las altas cumbres. Serafín de Sarov no es u n poeta. Su lenguaje no es solamente humilde, sino que resulta incluso pobre y desgarbado. El largo silencio en que se había sepultado, parece como si hubiera quitado al monje el uso de la palabra: la palabra parece brotar de las profundidades del abismo y permanecer como estupefacta ante la luz. Parece ser una palabra sin acento, enrarecida como el aire de las cumbres nevadas: el alma se ha quedado ausente, lejana. Todo so-

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CRISTIANISMO

nido, todo acento parecen disolverse y deshacerse en medio de aquella inmensa paz en donde vive el espíritu del gran ermitaño. Su mismo lenguaje inspira paz: una luz que hace descansar, una dulzura que calma las ansiedades y las turbaciones interiores. En estas palabras se escucha verdaderamente una voz que viene de un mundo distinto de nuestro mundo: habla con un lenguaje humilde, llano, esmaltado de imágenes y de semejanzas pobres y cotidianas, pero se apoya en la palabra de Dios y parece participar, en su sencillez, de la autoridad de la misma. Las fuentes directas de esta mística, prescindiendo de la experiencia viva de Dios, no son filosóficas: son, además de la liturgia, la sagrada Escritura y los padres orientales, los libros apócrifos y las leyendas hagiográficas de la Cetyi-Miney a que antes aludimos. Por humilde que sea este lenguaje, sus enseñanzas no son sin embargo menos precisas y definitivas, y su influencia no deja de ser menos grande y saludable. Serafín de Sarov ve en la vida mística el coronamiento natural y necesario de la vida cristiana. Por eso mismo amplía infinitamente el número de los amigos de Dios, de los señalados por la gracia: no solamente invita a entrar en este número a todos los cristianos, sino que incluso los empuja con dulce y fuerte violencia, ya que para él este es el único camino de la salvación. Dios es verdaderamente de una esplendidez infinita en sus dones, es un amor sin medida "que da y concede sus dones incluso

a quienes no invocan su nombre". La oración humilde del pobre es irresistible en su corazón divino: basta con que se eleve, incluso sin señales exteriores, para que "al instante" sea escuchada. Lo que Serafín de Sarov exige al alma es exclusivamente la sencillez de su fe: su mística es en verdad una mística sobrenatural, absolutamente extraña al misticismo de Plotino o de los filósofos indios, ya que no puede de ninguna manera reducirse a un proceso de la inteligencia como en Plotino, ni al resultado sicofísico de ciertas prácticas como en la mística hindú. Aquí es donde está precisamente su grandeza más verdadera. "Con el pretexto de la cultura hemos llegado a tal tiniebla de ignorancia", que nos resulta hoy incomprensible el lenguaje de la sagrada Escritura y el de los santos; pero para los que tienen fe, incluso hoy todo es posible, ya que Dios obra en el hombre en la medida de su fe: la inmensa generosidad de Dios aguarda solamente a que el hombre le abra su corazón, para derramarse sobre él y colmar todos sus abismos. Cuando Motovilov enfermo acudió a Sarov para implorar el milagro de su curación, Serafín le preguntó: —¿Crees que Dios, que antiguamente curó instantáneamente con sólo su palabra o su contacto a los enfermos, puede hoy sanar a los que imploran su ayuda con la misma rapidez y facilidad? ¿Crees que la intercesión de la Madre de Dios es omnipotente? —Lo creo, lo creo firmemente... —le respondió el enfermo.

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—Pues si tienes esta fe, estás ya curado —dijo entonces el staretz, fijando sus ojos llenos de pura alegría sobre aquel que había recobrado su salud. Tan natural y profunda es la unión de Serafín con Dios, que para él no parece que exista diferencia alguna entre el paraíso y la tierra: la vida terrena se convierte, gracias a la fe sencilla y a la humildad pura de su alma, en principio de vida celestial. Lo mismo que las aguas de un río se extienden mansas y tranquilas hasta perderse en la inmensidad del océano, así el alma de Serafín goza ya de una alegría celestial y ha entrado en la paz divina. El sermón de las bienaventuranzas ha dejado de ser una palabra extraña a la tierra, una poesía de otros mundos: el evangelio vive en él. El edén no es ya un recuerdo lejano, una antigua y secreta nostalgia de la humanidad: él lo ha encontrado y nos ha enseñado cuál es el camino para llegar. Ya no está a sus puertas el ángel para prohibirnos la entrada, y el camino es fácil y llano. El alma puede llegar en un vuelo, casi sin darse cuenta. Pocas veces la serenidad luminosa de los cielos se ha reflejado en un espejo de aguas más limpias y más puras. Efectivamente, la doctrina mística de Serafín de Sarov está llena de un sereno optimismo sobrenatural; pura como la luz, tiene la frescura y el gozo del milagro; es una novedad, un soplo de elevación que supera el anhelo del deseo y de la esperanza. Dostoyevski se ha inspirado en él. No solamente en su intento de borrar la 116

distinción entre monje y laico, para que esta experiencia de Dios, esta visión de belleza espiritual pudiese irradiar sobre todo el mundo, sino también, más en particular, al presentarnos con los rasgos de Serafín la noble figura del staretz Zossima, en Los hermanos Karamazof. Algunos han pensado que era el staretz Ambrosio en quien se inspiraba, pero sin razón. Por algo los monjes de Optina, según nos dice Leontief, se reían de la creación artística de Zossima. Dostoyevski ha pensado en él, sin duda alguna, pero así como se inspiró en Tijón de Sadonsk, una de las almas más puras que ha conocido Rusia, cuando quiso hablar de la sencillez maravillosa y del amor activo, también se inspiró en Serafín de Sarov, cuando pensó en hablarnos de la alegría transfigurante. Una prueba de que Dostoyevski tenía presente a Serafín de Sarov cuando hablaba de Zossima, está en la alusión, hecha por el staretz, de un gran santo que ofrece de comer a un oso feroz: se trata de una página de la vida de Serafín que nos recuerda también a las Florecillas y al lobo de Gubbio. Si es verdad que el escritor no quiso atribuir este milagro directamente a su staretz, es porque quiso intencionadamente excluir el milagro externo de su vida y de su muerte. Zossima peregrinaba entonces a través de Rusia, nos cuenta Dostoyevski. Una vez tuvo que pasar la noche a las orillas de un río junto con un joven pescador. "Yo le conté cómo un oso se acercó una vez a un ermitaño que rezaba sus oraciones en mitad del bosque, dentro de una pequeña celda; el santo se en117

terneció y sin temor alguno salió a su encuentro y le ofreció en una mano un trozo de pan, como si quisiera decirle: ¡Vete, y que Cristo te acompañe!; el feroz animal le obedeció y se retiró sin hacerle ningún mal. El joven pescador se sintió impresionado ante la docilidad del animal, asombrado de que Cristo estuviese también con él. "¡Qué hermoso es! —dijo—. ¡Qué bello y maravilloso es todo lo que Dios ha hecho...!" El escándalo provocado por la corrupción del cuerpo del staretz después de su muerte nos recuerda también las dificultades opuestas a la canonización de Serafín, del que solamente se encontraron los huesos, cuando fue eshumado. Se decía que la legislación canónica ortodoxa exigía, para la glorificación de un siervo de Dios, la perfecta conservación del cuerpo incorrupto, condición que no se había cumplido en el caso de Serafín. Las palabras del monje José en Los hermanos Karamazof de que "no es ciertamente un dogma de la iglesia ortodoxa la necesidad de la incorrupción del cuerpo de los justos, sino solamente una opinión; que incluso en los países más ortodoxos, por ejemplo en el Monte Athos, ninguno sentía turbación por el olor cadavérico, ya que la incorrupción no se consideraba como la señal principal de la glorificación de los elegidos...", son exactamente las mismas razones que presentó el metropolita Antonio de San Petersburgo para obtener la canonización de Serafín. Pero, sobre todo, ha sido Serafín el que ha inspirado a Dostoyevski toda su concepción del 118

cristianismo, la conciencia de que la vida es un paraíso y que somos nosotros los que no nos damos cuenta de ello. Sobre este pensamiento vuelve continuamente, con profunda y conmovida convicción, el ilustre escritor; este es el tema más vivo de "su" cristianismo, que incluso parece a veces demasiado ligado a la visión de aquel paraíso terrenal, que era para Serafín solamente el comienzo y el aperitivo del otro. (Véase todo el libro 4.° de Los hermanos Karamazof, El sueño de un hombre ridículo, la edad de oro descrita en Los demonios y en El adolescente.) La verdad es que ningún otro santo de la iglesia rusa podía ofrecer a Dostoyevski este sentido de la transfiguración espiritual con tanta plenitud desbordante de gozo, como Serafín de Sarov. Si bien es cierto que Dostoyevski no pudo conocer el coloquio con Motovilov, que no se encontró hasta 1903, pudo sin embargo conocer a Serafín por medio de otras fuentes e incluso, quizás, por medio de los recuerdos personales de los que lo habían conocido. Era precisamente esta irradiación luminosa del espíritu, esta sobreabundancia triunfante de alegría pascual el carácter típico de la santidad del ermitaño de Sarov, que asombraba a todos cuantos se acercaban a él. Dice Serafín de Sarov: "Dios no nos reprocha que nos sirvamos de los bienes terrenos... Dios quiere nuestra alegría y no existe en el mundo nada mejor que la devoción unida a la alegría. También la sarita Iglesia reza para que el Señor nos la conceda: aunque es verdad 129

que el sufrimiento y las desventuras y todas las diversas preocupaciones son inseparables de nuestra vida terrena, sin embargo Dios nunca ha querido ni quiere actualmente que vivamos solamente entre afanes y desventuras. Por eso nos manda por boca de los apóstoles que llevemos unos el peso de los otros, para cumplir de esta manera con el mandamiento de Cristo. Jesús mismo nos impuso el mandamiento de amarnos los unos a los otros, de modo que la consolación de este amor recíproco facilite nuestro estrecho y doloroso caminar hacía la patria celestial. ¿Para qué otra cosa ha venido él hasta nosotros desde el cielo, sino para cargar sobre sí todas nuestras miserias y enriquecernos con los tesoros de su bondad y de sus inefables dones? No ha venido ciertamente para que nosotros le sirvamos, sino para servir él mismo a los demás y para dar su alma por nuestra salvación. Así también vosotros, almas devotísimas, debéis obrar del mismo modo y, tras haber visto claramente la benevolencia que os ha sido concedida, comunicádsela a todos los que desean su propia salvación". ¿Cómo no recordar, tras haber leído estas páginas, la narración admirable de Dostoyevski, cuando Alioscha delante del féretro del staretz escucha la lectura de las bodas de Cana? ¿Y las enseñanzas que sobre el amor da Zossima, y que no parecen ser más que una variación, una traducción literaria, de estas humildes palabras? No sería lícito decir que Serafín sea inferior, ni siquiera bajo el punto de vista literario, a Dostoyevski: si en éste hay más fuego y más pu-

janza contenida, en aquél hay más candor y más luz: la sencillez pura de la palabra de un santo. Tampoco en la literatura mística occidental existen muchas páginas que puedan compararse con éstas: quizás el estupor estático de las Florecillas y la casta luminosidad de ciertas páginas de la Imitación de Cristo. Durante los primeros años de este siglo se habló mucho en Rusia de una Iglesia del Espíritu Santo (también entre nosotros sucedió algo parecido durante la edad media). Serafín de Sarov, para los intelectuales rusos, extraños y hostiles a la mentalidad ascética bizantina de la ortodoxia, fue el tipo de una nueva espiritualidad carismática: a la religión jerárquica del Hijo, ascética y jurídica hasta en su misterio fundamental de la redención, empezaba a sustituirla la religión del Espíritu Santo, la religión de la libertad y del amor. Serafín fue el representante de esta santidad nueva de orden pneumatológico, más bien que cristológico. Después se llegó incluso a hablar de la encarnación del Espíritu Santo, con Juan de Kronstadt. El verdadero cristianismo ruso, el más original, se encuentra indudablemente más en el cristianismo profético y "espiritual" de Dostoyevski y de Soloviof, que en el de Leontief. Serafín de Sarov, Sergio de Radoney, Juan de Kronstadt son sus mejores representantes. Es el cristianismo luminoso de la resurrección. El mundo está como penetrado por Dios y se vuelve transparente. El pecado ha dejado ya de pesar sobre el mundo redimido. El alma camina

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hacia Dios por un movimiento espontáneo y Dios no se encuentra lejos del hombre. "La piedad por el pecado", tan característica del cristianismo ruso, está justificada por la riqueza de una misericordia que no puede conocer límites y que se desborda, infinita, sobre todas las cosas: ni siquiera el pecado puede detener su efusión. El mundo ha dejado ya de tener sabor a pecado y a malicia: al alma, la creación le vuelve a parecer buena, lo mismo que le pareció a Dios al principio del mundo. Todo tiene de nuevo la pura sencillez de la inocencia. Nuestra relación con Dios es tan íntima y tan dulce, tan profunda y tan natural que no se trata ya de una relación entre espíritu y espíritu, sino que Dios se une al hombre a través de toda su vida. Toda su vida física y su vida espiritual se convierte en una comunión con Dios. Este cristianismo no rompe los vínculos que ligan al hombre con el mundo, al alma con su cuerpo, sino que desea y realiza la santificación de todo, elevándolo todo a Dios en su indivisible unidad, haciéndose vehículo de la gracia e imagen de la divinidad. Pero el cristianismo ruso oscila pavorosamente, sin encontrar en sí mismo su equilibrio, e n t r e u n ascetismo monástico de tipo bizantino, que se manifiesta en la renuncia y en la absoluta negación del mundo, y un esplritualismo universal, una religiosidad vaga, en la cual la adhesión a todo lo terreno resulta algo físico y como animal. Rozanof, con evidente exageración, ha escrito: ''Oriente ha sido siempre animal, no en el sentido fisiológico de la palabra, sino en su sen122

tido místico religioso". Sin embargo, desarrollando esta adhesión mística y religiosa a la vida terrena hasta sus últimas consecuencias, llegó él mismo a sentirse extraño al cristianismo e incluso hostil y enemigo para con él. En el cristianismo ruso, que celebra la unión de la tierra con Dios y de la-carne con el Espíritu, se sigue siempre incubando una especie de secreta amenaza, algo turbio que nos deja siempre perplejos. La alegría pascual, la transfiguración, la irradiación luminosa del Espíritu Santo con su paz inefable, están reservadas a aquellos que han participado ya del misterio de la crucifixión, por medio de su despego de las cosas terrenas. "El que ama al mundo, no puede evitar las aflicciones, pero el que ha despreciado al mundo está siempre en la alegría", dice Serafín. La vuelta al paraíso perdido se obtiene solamente por medio de la ascética y no puede dispensar de la ascética, nos enseña el gran penitente de Sarov. Solamente de este modo pueden conseguir los santos el equilibrio. Sólo ellos son capaces de realizar las palabras de Jesucristo: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos poseerán la tierra". Su santidad sigue siendo una santidad cristiana. La religión del Espíritu Santo no se contrapone a la religión de Cristo, no es una nueva religión, sino el vértice de la misma vida cristiana, como ellos mismos nos lo indican. El alma no logra alcanzar la libertad más que a través de la austera ley de la renuncia y de la mortificación. El cristianismo de la resurrección supone la cruz. Cuando se habla de 123

una religión del Espíritu Santo, contraponiéndola a la religión de Cristo, se habla en realidad únicamente de una religión de la carne: turbia, opaca y animal. No es el anuncio de una nueva edad religiosa más pura, sino la vuelta a una época religiosa pagana, el nuevo florecer de los ritos del matriarcado primitivo en su cálida y húmeda adhesión a la tierra. Otros textos La "transfiguración" de Serafín "Miradme sencillamente. No temáis; Dios está con nosotros". Tras estas palabras, levanté mis ojos y me asaltó un reverente terror. Imaginaos el rostro del hombre, con quien estáis conversando, situado en medio del sol, dentro del más vivo esplendor del mediodía. Veis el movimiento de sus labios, la expresión mudable de sus ojos, escucháis su voz, sentís que él os toca en la espalda con su mano, pero no lográis ver estas manos, ni su figura, ni a vosotros mismos; solamente una luz cegadora que se propaga hasta muy lejos, muchos metros alrededor de vosotros, iluminando con su vivo resplandor el manto de nieve que cubre la llanura, los copos de nieve que bajan de lo alto, y en medio a vosotros mismos y al ilustre anciano. ¡Es imposible imaginar mi situación en aquel momento...! 224

Yo mismo he visto con mis propios ojos el esplendor inefable que emanaba de su persona, y podría confirmarlo bajo juramento". (Deposición de Motovilov.) Riqueza inagotable "Distribuid los dones de gracia del Espíritu Santo a todos los que tienen necesidad de ellos, lo mismo que una candela de cera que da luz por sí misma, quemándose en medio de una llama terrena, y encendiendo además a las otras candelas para iluminar otros lugares, sin perder por ello nada de su propio resplandor. Y si esto resulta verdad por lo que se refiere a una llama terrena, ¿ qué deberíamos decir de la llama de gracia del Espíritu Santo? Ya que, por ejemplo, la riqueza terrena disminuye poco a poco a medida que se distribuye entre los demás, mientras que la riqueza celestial se multiplica tanto más cuanto más la distribuye uno. Es lo que Dios mismo le dijo a la samaritana: "El que beba de esta agua, seguirá teniendo sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente, sino que el agua que yo le daré hará brotar en su seno una fuente de agua viva, que manará eternamente". (Coloquio de Serafín con Motovilov.) La gracia del paraíso "Hay quienes sostienen que el pasaje de la Biblia en que se nos dice que Dios infundió el 125

aliento de vida en el primogénito Adán, significa que, antes de aquel instante, Adán no poseía todavía un alma y un espíritu humano, sino que estaba constituido de un cuerpo creado de la tierra solamente. Esa interpretación es equivocada, porque Dios Nuestro Señor creó a Adán de la tierra, dándole aquella conformación que recuerda el apóstol san Pablo con sus palabras: "A la llegada de Nuestro Señor Jesucristo sea perfecto nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro cuerpo". Todas estas tres partes de nuestra naturaleza fueron creadas de la tierra, y Adán fue creado de forma semejante a los demás seres animales que viven sobre la tierra, como un ser animal viviente y no muerto. Pero la diferencia reside en el hecho de que, si Dios no le hubiese infundido sobre su rostro el soplo de la vida, esto es, la gracia del Espíritu Santo, que emana del Padre, que reposa en el Hijo y que a través de él se difunde sobre el mundo, ciertamente hubiera sido superior a las demás criaturas por su estructura, que era la estructura propia de la perfección creada terrena, pero le habría faltado siempre interiormente el Espíritu Santo, que lo eleva a la dignidad de la semejanza divina... Cuando Dios infundió sobre el rostro de Adán el soplo de la vida, entonces nos dice Moisés que Adán empezó a tener un "alma viviente", esto es, semejante en todo a Dios y, como Dios, inmortal por toda la eternidad. Adán fue creado invulnerable hasta tal punto, que ni el agua podía ahogarlo, ni el fuego quemarlo, ni la tierra devorarlo en sus abismos, ni el aire perjudicarlo. Todo le estaba sometido a él, que 126

era el hijo de Dios, rey y dominador de todo lo creado. Y todas las cosas admiraban en él la perfección suprema de la creación divina. La sabiduría que Adán obtuvo de este soplo de vida fue tan grande que ningún hombre del pasado ha tenido semejante, ni existirá probablemente ningún otro que pueda igualarle en el futuro. Cuando Dios le ordenó que diese nombre a cada una de las criaturas, les supo dar aquel nombre que señalaba plenamente sus cualidades, sus poderes y las peculiaridades que les eran propias, gracias al don divino, desde el momento de su creación. Por este don de la gracia sobrenatural divina, Adán podía ver y contemplar a Dios caminando por el paraíso, comprender sus palabras, conversar con los ángeles, y entender el lenguaje de todas las bestias salvajes... Dios le concedió una sabiduría, una fuerza y una omnipotencia análoga a Eva, creándola no de la tierra, sino de una costilla de Adán en el edén de dulzuras, en el paraíso colocado por él en el centro de la tierra. Y para que pudiesen alimentar continuamente en sí mismos la eterna y perfectísima esencia de este soplo vital, Dios plantó en el centro del paraíso el árbol de la vida, en cuyos frutos estaba condensada la esencia de este soplo divino. Y si no hubiesen pecado Adán y Eva, hubieran podido, lo mismo que toda su descendencia, gracias a la virtud de los frutos del árbol de la vida, mantener intacta la fuerza vivificante de la gracia divina, la plenitud joven y eterna del vigor de sus cuerpos y la constante juventud de su estado bienaventurado e inmor127

tal, que hoy ni siquiera podemos concebir. Pero, puesto que comieron de los frutos del árbol del conocimiento del bien y del mal... se vieron privados del don inestimable de la gracia divina: de modo que hasta que Cristo no llegó al mundo, al hacerse hombre siendo Dios, el Espíritu Santo "no estaba en el mundo, porque Jesús no había sido todavía glorificado". El Espíritu Santo no estaba completamente ausente del mundo, pero su presencia no era tan plena como en Adán, ni como en nosotros, los cristianos ortodoxos, sino que solamente se manifestaba hacia fuera". NOTA Es un rasgo particular del cristianismo ruso, y en general de todo el cristianismo oriental, la voluntad, la necesidad de reconocer incluso en las doctrinas religiosas paganas, las huellas de Dios, el resplandor de la verdad divina. El occidente teme continuamente que se contamine la pureza del mensaje evangélico y de la religión bíblica, si se alude a las religiones paganas. En el protestantismo, la preocupación por esta pureza bíblica, esta voluntad de pureza, está todavía más acentuada, hasta el punto de que excluye el replanteamiento teológico de los padres griegos y latinos. Sin embargo, si el mensaje evangélico no pudiese plantearse de nuevo, por parte de los hombres y de los diversos pueblos, sin ver comprometida su pureza, ¿cómo podrían los mismos protestantes germánicos o anglosajones tener una teología cristiana? El replanteamiento de este mensaje evangélico ¿no es acaso, siempre y necesariamente, su presentación ante unos hombres que pertenecen a una cultura determinada, a un pueblo concreto? En el cristianismo oriental, y más particularmente en el cristianismo ruso, este temor es mucho menos vivo. Serafín de Sarov habla de una providencia divina que prepara a todos los pueblos para la salvación, reconociendo en las religiones y en las filosofías paganas una

acción positiva del Espíritu Santo. "Aunque con menor intensidad que en el pueblo escogido, las manifestaciones del Espíritu divino se realizaban también entre los pueblos paganos que no habían visto nunca al verdadero Dios, ya que también entre ellos Dios sabía encontrar almas elegidas. Tales eran, por ejemplo, las vírgenes profetisas llamadas Sibilas, que ofrecían su virginidad a un Dios desconocido, creador y rector del universo, tal como lo concebían incluso los paganos. De la misma manera, también los filósofos paganos, aun equivocados entre las tinieblas de la ignorancia de Dios, gracias a esta búsqueda ansiosa de la verdad, tan agradable a Dios, podían ser partícipes del Espíritu Santo". Es común a los teólogos orientales aludir también, después de los libros sagrados del Nuevo y del Antiguo Testamento, a los libros proféticos paganos, especialmente a los libros sibilinos. Y Soloviof no solamente veía en el proceso de la historia humana universal la acción del "Logos", sino que debe sobre todo su formación cristiana a los elementos más heterogéneos: el gnosticismo antiguo, la Kabala, Bohme, Paracelso..., y con Ivanof y Merezkovski, contempla en las mitologías paganas la figura y la sombra de Cristo, de modo que Edipo, Yocasta, Pigmalión, Prometeo, Dionisos, tienen para estos autores un significado cristiano y encuentran su verdadero sentido dentro del cristianismo. Esta es precisamente la mayor y más luminosa originalidad del pensamiento religioso ruso. La misma sofiología de BulgaliOf no es en el fondo más que la justificación teológica cristiana de la religión de la tierra madre propia de la Rusia pagana y el intento grandioso de una verdadera gnosis ortodoxa. En estos intentos, verdaderamente sugestivos, los filósofos y teólogos orientales y rusos de hoy quizás no hagan otra cosa más que repetir las tentativas, infructuosas a veces, pero a veces admirables por su potencia especulativa y su sentimiento religioso, de los antiguos padres de Oriente. Mientras que con los padres latinos se lleva a cabo particularmente la cristianización de la moral estoica pagana de Séneca y de Cicerón, entre los orientales se intenta cristianizar a los mismos ritos religiosos paganos, conocidos a través de la filosofía platónica, tal como puede verse fácilmente en Orígenes, en Sinesio de Cirene y hasta en la mística de san Gregorio de Nisa.

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CRISTIANISMO

6 TEOFANO EL RECLUSO Su vida

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"Vasilevitch Gorovof nació el 10 de enero de 1815 en Cernavsk, provincia de Orel, de una madre piadosísima que lo educó en la piedad desde sus primeros años. Pasó de la escuela eclesiástica al seminario y del seminario a la célebre academia eclesiástica de Kiev. Durante estos años sintió más viva en su corazón la llamada de Dios a la soledad y a la clausura. Se hizo monje y cambió su nombre por el de Teófano en 1841. Fue ordenado sacerdote y recibió en seguida encargos y misiones de grave y delicada responsabilidad, que lo preparaban para la dignidad episcopal, que habría de recibir más tarde. Fue, en primer lugar, inspector de la escuela eclesiástica, en 1857 rector de la escuela eclesiástica de San Petersburgo. El fundamento de la educación era para él el amor; los medios, la Iglesia y los sacramentos. Teófano fue un gran educador y supo conquistar el amor de sus discípulos; por otra parte, sentía profundamente la belleza de su misión. "La educación es la más santa, entre todas las demás obras santas", decía con frecuencia. Peregrinó a Jerusalén, en donde permaneció durante algún tiempo encargado de la atención espiritual a los rusos, ORGE

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que acudían en gran número para venerar los santos lugares. Fue elevado al episcopado en 1859, siendo obispo de Vladimir durante tres años y de Tambov durante cuatro. Fue un verdadero pastor de almas en medio de un pueblo casi pagano, sumamente ignorante de Dios. Para dar ejemplo a su clero, se dedicó con toda su alma al apostolado, y especialmente a la predicación. Sencillo en su vida privada, hacía alternar el estudio con la oración; para descansar, trabajaba en el banco de carpintero o en el torno, gozando también mucho cuando contemplaba el cielo estrellado con el telescopio. En su vida de obispo, procuró ir haciendo cada vez más familiares e íntimas sus relaciones con los fieles y no quería que ningún obstáculo impidiese que el pueblo pudiese acercarse a él; le gustaba también mezclarse con frecuencia entre los fieles, amándolos con una entrega total y un afecto de padre. Siempre amable y delicado, creía fácilmente en los hombres, aunque con mucha frecuencia éstos le hacían sufrir profundamente, no respondiendo a su confianza o, lo que es peor, valiéndose de ella contra él. Su caridad brilló de manera especial en Tambov en 1860, cuando una terrible sequía hizo particularmente difícil la vida de sus hijos más pobres. El los asistía, los ayudaba como podía, los confortaba personalmente. Y cuando un terrible incendio devastó los barrios populares, reduciendo a cenizas la mayor parte de las casas de su ciudad, Teófano abrió el episcopio, dando cobijo en su casa, que de este modo se convertía verdaderamente en 132

la casa de los hijos, a todos los que carecían de techo donde cobijarse. Ciertamente, no pudo permanecer escondido este contraste entre un obispo, tan nuevo y extraño, y sus otros hermanos en el episcopado, que eran más bien dignatarios y funcionarios del estado que verdaderos hombres de Iglesia y pastores de almas. Lo malo es que esta diferencia de conducta no le proporcionó más que disgustos. Por otro lado, su amor a los fieles y el amor que las almas sinceramente pobres y los pobres sentían para con él, no lograron sofocar sus aspiraciones de soledad, que ya desde su juventud le habían arrastrado tan imperiosamente hacia el claustro. En 1866 renunció al episcopado y se refugió en la soledad de Vischen, contento de poder dedicarse por completo a la plegaria, de servir a la Iglesia con su estudio y sus escritos y de seguir ayudando a las almas con su correspondencia epistolar. Vivió recluido en este desierto monástico hasta su muerte, acaecida en 1894, renovando el ejemplo de otro gran obispo del s. xvni, Tijón de Voroney, recluido más tarde en Sadonsk. Durante los últimos veintidós años cesó por completo toda su relación con el mundo, sin ver ni hablar con nadie, aun a pesar de continuar su correspondencia. Sin embargo, no fue nunca un puro místico perdido completamente en Dios: la oración no lo absorbió nunca hasta el punto de hacerlo extraño a este mundo, insensible a las desventuras de los hombres y a sus necesidades. Participaba incluso íntimamente, afectuosamente, en sus alegrías y en sus dolores, sintiendo también la necesidad 133

de estar al corriente de los progresos científicos humanos y de todos sus progresos. Su celda revelaba el vivo interés que sentía por todas las ramas del saber: sus estantes estaban llenos literalmente de libros sobre los más diversos temas, en varias lenguas, y por los rincones se encontraban las cosas más dispares y ajenas totalmente a la vida de un monje: un banco de carpintero, un torno, un telescopio, un trípode para pintar, una máquina fotográfica... Tanto su figura, como su celda, recuerdan vivamente la figura del obispo Tijón de Los Demonios de Dostoyevski; las coincidencias no pueden ser fortuitas y casuales. Cuando Dostoyevski escribió su novela, hacía cerca de seis años que se había recluido Teófano; precisamente por el tiempo de la publicación de la novela, Teófano rompió todo su contacto con el mundo exterior y no se hizo ver ya por nadie. El capítulo titulado "En casa de Tijón", no pudo ser impreso por entonces; el director de la revista que iba publicando la novela por entregas, lo desechó: la única razón clara de este hecho, no puede ser más que su evidente alusión a Teófano. Dice Dostoyevski: "Stavroguín había sabido que él —Tijón— habitaba en el monasterio desde hacía unos seis años y que acudían a él tanto los aldeanos más humildes como las personas más eminentes; que incluso en el lejano San Petersburgo había encontrado fervorosos admiradores y, sobre todo, admiradoras". Tras haber recordado precisamente a San Petersburgo, donde había vivido Teófano y había dejado tantos recuerdos de su estancia, Dostoyevski repite 234

también la acusación que se le había hecho a Teófano. "Los monjes decían que Tijón había sido incapaz, por su debilidad de carácter o por un descuido incompatible con su dignidad, de inspirar a los demás el respeto debido". Pero Tijón no se acusa de esto, como si fuera un defecto. "Tengo la gran pena —nos dice— de no saberme acercar a los hombres. En esto he visto siempre mi mayor defecto". El quiere todavía acercarse más a los hombres, destruir todas las distancias; no se preocupa de su dignidad, ni siquiera la conoce. Era ésta la humildad de Teófano, su accesibilidad un poco extraña e incomprendida por los demás. Si Tijón, el personaje de Dostoyevski, guarda muchas semejanzas exteriores con Teófano, la verdad es que interiormente está muy distante de él. El cristianismo profético de Dostoyevski no podía identificarse con el cristianismo patrístico del ermitaño de Vischen: Dostoyevski está vuelto hacia el porvenir, la religión de Teófano es estática y tradicional. El es ciertamente "uno de los más autorizados escritores ascéticos ortodoxos", pero su doctrina sobre el hombre y sobre el camino espiritual del hombre que enseñaba, más que ser el testimonio original de una gran alma cristiana, no hace más que repetir las enseñanzas tradicionales de los padres y los maestros de la Iglesia. Dostoyevski intenta que los demás acepten su concepción cristiana, su experiencia espiritual, como concepción y experiencia reconocidas por la Iglesia, presentándolas bajo los venerables nombres de Teófano en Los demonios y de Serafín en Los hermanos 135

Karamazof, pero su cristianismo abismal y profético es como una revelación nueva en el mundo cristiano. Aun cuando Dostoyevski sea, como algunos pretenden, una de las almas más grandes que ha tenido el cristianismo, su testimonio no podría ser invocado por la iglesia ortodoxa; él, en efecto, no fue aceptado por los monjes de Optina. Pertenece al cristianismo futuro, que ha superado ya la división de oriental y occidental, con una ecumenicidad que no es solamente jurídica o invisible, sino carismática, aunque visiblemente concreta. No así Teófano, que pertenece totalmente a la iglesia oriental, al cristianismo monástico ruso, por su vida de reclusión en el monasterio, y también por su espiritualidad. Celebraba todos los días la sagrada liturgia y rezaba incesantemente; tras la oración, el trabajo en que ocupaba mayor espacio de tiempo, era la correspondencia. Llegaba todos los días un gran número de cartas al monasterio, unas treinta o cuarenta; a todos les contestaba inmediatamente, sin dejar de responder incluso a las cartas más insignificantes. Respondía con cuidado, sin prisas, con un interés vivo y sincero. Con su correspondencia, Teófano el ermitaño nos ha dejado el documento más amplio y más bello de la dirección espiritual de los staretz; en un lenguaje llano, pero sabroso, ha ido desmenuzando la doctrina espiritual de oriente, haciéndola accesible a todas las almas con la practicidad de sus consejos, siempre adaptados a las necesidades de todos. No dejó de trabajar ni de escribir, mientras se lo permitió 256

su salud, que nunca fue muy buena, pero que poco a poco se iba minando y consumiendo más todavía por las penitencias y austeridades ascéticas. Durante sus últimos años estuvo muy enfermo y se quedó casi completamente ciego. Nunca se quejó. Murió el 16 de enero de 1894 plácidamente, con la plegaria en los labios. Permaneció expuesto durante seis días sin dar ninguna señal de corrupción. Sus obras más importantes, además de sus cartas, son varios libros de exégesis sobre las cartas de san Pablo y sobre los salmos, los esquemas de su predicación, El camino para la salvación, y ¿Qué es la vida espiritual? Su doctrina Teófano ocupa en la iglesia rusa ortodoxa un lugar análogo al de san Francisco de Sales en la iglesia católica. Es el doctor y el maestro por excelencia de la vida espiritual. Como el del obispo de Ginebra, el mensaje de Teófano el recluso es más bien ascético que místico. No puede tener, ciertamente, la autoridad que da a san Francisco de Sales su santidad eminente, umversalmente reconocida y sancionada ya por la canonización eclesiástica, y su experiencia singularísima de la vida mística. Sin embargo, Teófano puede de alguna manera cubrir estas deficiencias con el prestigio de su doctrina. Es el teólogo más célebre, juntamente con Filaretes de Moscú, de todo el s. xrx y su palabra tiene una autoridad umversalmente 237

reconocida. Lo mismo que san Francisco de Sales con la Filotea y con el Teótimo, él nos ha dado en su Camino de la salvación un directorio ascético y místico de gran valor, que acompaña al pecador desde el momento en que empezó a despertarse su conciencia, hasta que llega a las cumbres de la perfección cristiana. Lo mismo que san Francisco de Sales, él le da una gran importancia a los sacramentos, en este caminar del alma: su mística es una mística sacramental. La confesión y la comunión eucarística son los medios fundamentales para conseguir la perfección; la comunión incluso es el tipo de esta perfección sobrenatural, que consiste en el reino de Dios dentro de nosotros. Como san Francisco de Sales, Teófano concede una gran importancia a las jaculatorias, aunque no las conoce con este nombre: estas breves oraciones tienen la finalidad de no dejar que se apague en el corazón el fuego de la caridad, de dejar que este fuego vaya penetrando lentamente en el alma durante toda la jornada y la vaya transformando en una continua oración. Sobre todo, lo mismo que san Francisco de Sales, Teófano el ermitaño quiere la santificación de la vida seglar, extendiéndola a los comerciantes, a los padres de familia, a los empleados del estado, e invitándoles a todos ellos a la perfección cristiana. "Abandonar el mundo —escribe— significa abandonar todo lo que es carne, vanidad, y pecado. Pero no significa, ni mucho menos, huir de la familia o de la sociedad, sino huir de las costumbres, de los hábi138

tos, de las exigencias contrarias al Espíritu de Cristo". Teófano es, sin embargo, mucho menos humanista que san Francisco de Sales; tiene un acento más pesimista, insiste más frecuentemente en la muerte, en el temor, en el despego de las cosas. Si no es más austero y más duro, la ,verdad es que resulta menos embriagante. Su lenguaje, cuando se dirige directamente a las almas, tiene una humilde sencillez que conmueve y persuade; no exalta los sentimientos, sino que los aplaca. El alma, bajo su dirección, crece únicamente en humildad, en humilde abandono. Teófano el recluso no se forja ilusiones sobre los hombres: su experiencia pastoral le ha enseñado que una vida cristiana profunda es casi siempre fruto de una íntima conversión a Dios, de un retorno. "El bautismo es el principio de la vida cristiana, pero ya que son poquísimos aquellos que saben conservar la gracia divina recibida en el bautismo, la penitencia se ha convertido en la fuente casi universal de una verdadera vida cristiana". Según la doctrina ascética antigua, a la que también permanece fiel Dante en la Divina Comedia, el staretz nos recuerda que "la palabra divina representa ordinariamente al pecador como a una persona que está sumergida en un profundo sueño. La señal característica de esta inmersión en el sueño —añade— no es siempre la depravación, sino más bien —como nos lo dan a entender los evangelios— las preocupaciones excesivas de la vida terrena, que no dejan lugar al pensamiento de nuestra propia salvación". El hombre está como 139

ausente de las cosas divinas, lo mismo que si no existiesen; y su alma vive únicamente para la vida presente, preocupada únicamente de las cosas de aquí abajo. No puede despertarse de este sueño espiritual más que con la gracia de Dios. "El despertarse del pecador de esta ceguera o sueño espiritual se debe únicamente a la gracia divina que toca su corazón, haciéndole ver su deplorable estado y haciéndole sentir el peligro en que se encuentra". "En la parábola del hijo pródigo se nos indican los sucesivos momentos de este despertar: 1) el pecador vuelve sobre sí mismo; 2) decide dejar su vida pecaminosa; 3) finalmente, el pecador se arrepiente. 1) Entonces, entrando dentro de sí mismo, dijo...; 2) me levantaré e iré a casa de mi padre; 3) le diré: Padre, he pecado... Y el padre entonces lo cubrió con un nuevo vestido, concediéndole la gracia, que es la vestidura espiritual del alma, y preparándole la cena de la eucaristía". Los tres estadios de la vida espiritual son para él la invocación a Dios, la purificación y la santificación del alma. El que emprende su camino hacia Dios, necesita ante todo un gran coraje. "La vida cristiana, desde sus primeros pasos, se va encontrando con obstáculos de naturaleza diversa, y que van siendo cada vez más numerosos a medida que avanza. Todos los que emprenden este camino tienen que armarse de un firme tesón, decididos a avanzar sin que la lucha y los obstáculos que les esperan, puedan asustarles". Pero lo que es necesario ante todo es no 140

descorazonarse jamás; esto sería lo más peligroso. "El combate espiritual nunca debe interrumpirse; hay que volver a emprender de nuevo la lucha constantemente, sin reposo alguno. ¿Has caído? ¡No hay que desesperarse! Vuelve a levantarte con el firme propósito de no volver a caer y emprende de nuevo animosamente la lucha". Todo depende de la libre decisión del hombre: Dios mismo aguarda esta decisión, ya que la gracia divina no violenta de ningún modo, en lo más mínimo, la voluntad del hombre, sino que adquiere su eficacia en el libre consentimiento de la voluntad. Las expresiones de Teófano no resultan ciertamente muy precisas a veces para la teología occidental, tan ejercitada en las disputas sobre la gracia y el libre albedrío, pero no debemos ser muy severos con él. En general, la teología oriental de la gracia tiene un valor más directamente pedagógico y ascético que científico; por eso, los orientales insisten mucho en la libertad humana y dan mucho peso a la libre decisión del hombre en la obra de su justificación. Sería, sin embargo, injusto acusarlos de pelagianismo. "Desde el momento en que la gracia divina toca su corazón, el pecador se encuentra en un estado entre el pecado y la virtud. A él le toca ahora la elección difinitiva, ya que, como dice san Macario de Egipto, la gracia divina no obliga lo más mínimo a su voluntad para hacerlo inmutable en el bien, sino que da lugar a la libertad, para que vea si la voluntad del hombre es, o no, conforme con la gracia divina. De esta decisión brota la unión Ul

de la gracia con la voluntad humana. Por sí mismo, el hombre no puede realizar ningún bien. Todo consiste por tanto —concluye Teófano— en la firme decisión del pecador". Ks cierto, de todas maneras, que si el hombre no puede ni siquiera querer el bien sin ayuda de la gracia, como nos dice san Pablo y nos enseña la doctrina católica, esto en definitiva se debe al hecho de que la libertad del hombre es algo incomprensible si se la considera como un poder de independencia de Dios. Ya no puede querer el bien sin ayuda de Dios, ya que sin Dios ni siquiera puedo querer; es él el que crea y hace mi libertad. El hombre puede querer el mal solamente, ya que queriendo el mal, niega su libertad y se convierte en esclavo. El hombre que quiere el mal, lo que hace propiamente es "no" querer. La vuelta del hombre a Dios es, desde luego, laboriosa. Antes de que la gracia divina venza al pecado, triunfe de todas las resistencias y se inicie para el pecador la nueva vida, ¡cuántos esfuerzos hay que realizar! Tampoco estas palabras de Teófano, tomadas en su significado más inmediato, podrían aprobarse: incluso en sus primeros movimientos hacia Dios, es la gracia la que solicita al hombre y lo empuja íntimamente. No es ciertamente el hombre el primero en moverse: Dios será siempre el que nos ame primero. El ha sido el primero en amarnos, nos dice el apóstol san Juan. La gracia precede a la voluntad del hombre; el hombre debe a la gracia divina toda su vida espiritual. Pero lo que quieren las palabras de Teófano de Tambov 142

es exhortar al pecador, aconsejarlo y ayudarlo en sus primeros movimientos hacia Dios, cuando tras haber escuchado su voz misteriosa y secreta en el fondo de su corazón, se dispone a responder. "Es preciso saber —nos escribe— que la gracia divina no viene siempre inmediatamente en nuestra ayuda: testigo de ello es el bienaventurado Agustín que tanto combatió y que solamente cuando llegó la gracia divina, consiguió vencer al pecado. También tú tienes que llamar a todas las puertas de la misericordia divina, y entonces se te abrirán. Pero pon en ello todo tu fervor: frecuenta la iglesia, lee la palabra divina, ayuda todo cuanto puedas a los desgraciados, reza, llama, y la gracia divina, al ver tu fervor, bajará a tu corazón y dará de este modo comienzo a tu nueva vida. Como sentimiento fundamental has de tener siempre presente tu nulidad. Cuando este sentimiento se haya hecho en ti algo así como tu segunda naturaleza, entonces habrá llegado el momento de tu ascensión". Son muchos los textos luminosos de Teófano que nos enseñan la necesidad de la gracia para cualquier obra saludable. Incluso afirma explícitamente la impotencia absoluta del hombre en la obra de su salvación. Solamente en Cristo está toda la potencia del hombre, su salvación, su santidad. "Estos dos puntos —dice certeramente Arseniev a propósito de la doctrina de Teófano—, exigencia de una actividad espiritual extrema, de una lucha constante y decidida, y convicción fundamental de que la salvación no está más que en él, en nuestro Señor Jesucristo, 143

sin el cual no somos capaces de nada, no se excluyen de ningún modo. Estas disposiciones crecen y se van agrandando juntamente hasta la síntesis viviente de la vida en Cristo". Esta es también la doctrina católica pura y verdadera. Resulta hermoso saber que precisamente el doctor más autorizado de la espiritualidad rusa esté tan cerca de nosotros, que habla nuestro mismo lenguaje. Esto nos anima a considerar con una atención más respetuosa y más favorable algunos otros textos que podrían desconcertarnos y turbarnos a primera vista. "Nuestra salvación está enteramente en las manos del Señor —dice el recluso de Vischen— y él salva a todos los que acuden a sus brazos. Sólo escapan a la salvación aquellos que quieren salvarse solos, con su propio esfuerzo". "La ayuda de Dios está siempre dispuesta y a mano, pero se le concede solamente a los que la buscan y se esfuerzan en obtenerla; sólo cuando éstos han agotado todos los medios y lo invocan con todo su corazón, es cuando pueden obtenerla. Mientras quede la más mínima confianza en nuestros propios recursos, el Señor no interviene, como si dijese: ¿Tú esperas llegar por ti mismo? Bien; aguarda un poco...; puedes aguardar todo lo que quieras, que no llegarás jamás". Y con un lenguaje lleno de sabor y de vida, que tanto recuerda al de san Francisco de Sales, Teófano escribe: "Todo el que tienda a la vida espiritual, no puede nunca decir: yo haré esto, yo alcanzaré lo otro. Ya puedes esforzarte y fatigarte, lo mismo que el pez que golpea con la cola sin descanso contra el hielo que lo aprisiona. Sólo reci-

birás lo que le plazca al Señor, lo que él quiera darte, y cuando a él le parezca". La ascensión del alma depende, pues, de su abandono total en las manos de Dios, traducido en una aspiración hacia él que se va haciendo cada vez más imperiosa, más exigente y más viva. El alma debe llamar, porque sabe que todo depende para ella de la gracia divina. Llamar, buscar a Dios, aspirar a él. "Al principio, esta aspiración es solamente algo buscado, pero poco a poco se va haciendo real, viva, espontánea, dulce, irresistible. Una aspiración semejante nos asegura de que estamos verdaderamente en camino hacia Dios, de modo que acabaremos teniendo la paz y el gozo del Espíritu Santo". Lo mismo que los mayores místicos del catolicismo, Teófano ve también la cumbre de la vida mística en el abandono perfecto del alma en Dios: en la cima más elevada de esta unión está la flor del abandono, o mejor dicho, el abandono es la condición para la unión y la medida de su intimidad, ya que la unión se lleva a cabo haciendo vivir en nosotros puramente la voluntad misma de Dios. "Condición esencial para no retroceder en el camino es el abandono completo de nosotros mismos en las manos de Dios, esto es, la renuncia a nuestra propia voluntad para que obre por medio de nosotros la "voluntad divina". El staretz recuerda a este propósito las palabras del gran Serafín de Sarov: "Cuando Motovilov quiso darle las gracias a Serafín por su curación, éste le contestó: Castigar o curar, hacer bajar del cielo o subir a él, no es obra 245

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de Serafín, sino únicamente de Dios. Dale gracias a él. Yo, pobre Serafín, he puesto mi voluntad en sus manos; no hago más que lo que él quiere". En el hombre es el mismo Dios el que vive y obra. Sin embargo, esta pasividad no excluye la libertad del hombre; ésta es incluso la suprema actividad del Espíritu, como bien comprendía Teófano. "La libertad no queda anulada —escribe—, sino que permanece, ya que la renuncia a la propia voluntad es un acto que siempre se renueva y se repite continuamente". El vértice de la vida espiritual es esta vida de Dios en el hombre, esta muerte del hombre en Dios. La santidad más excelsa es la humildad sin fondo: un perderse a sí mismo en Dios, un eclipsarse en la luz divina. En la insistencia de Teófano en la humildad tenemos el testimonio más elocuente de que él había conocido verdaderamente aquella humildad incontenible que acompaña siempre y es la señal más característica de las elevadas experiencias espirituales. "En esto consiste la vida del Espíritu, verdadera y divina. Esta es la unión viva, la vida en Dios... El rasgo característico es el siguiente: cuanto más alto sube uno, más fuerte siente su propia nulidad. Nada resulta más dañino que el pensamiento de que ya he llegado y puedo echarme a dormir". "Si uno permanece en este pensamiento orgulloso, caerá sin dula alguna, lo mismo que uno que se encuentra a cierta altura y, al volverse a mirar hacia abajo, siente vértigo y se hunde en el precipicio. La ascensión, por tanto, debe ir siempre acompañada de la más grande humildad. Tenemos que alcanzar un ideal 146

muy elevado: Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial... Todas las reglas, los consejos, las plegarias, no son más que una ayuda para facilitar la penosa, pero bendita subida hacia la cima, en donde el alma encuentra su unión con Dios. Lo que allí siente el alma no puede explicarse, porque se trata de algo escondido, como Moisés, por encima de las nubes. Pero Jesús lo definió cuando dijo: En vosotros está el reino de Dios". La representación de la vida espiritual como una subida es común a todo el cristianismo: baste pensar en La escala del paraíso de san Juan Clímaco y en La subida al Monte Carmelo de san Juan de la Cruz. Pero la doctrina espiritual de oriente vio, ya desde los tiempos de san Gregorio de Nisa y del pseudo-Dionisio, más particularmente en la subida de Moisés al monte Sinaí, el tipo de la subida espiritual del hombre que se encuentra con Dios. Teófano ha permanecido fiel a esta idea.

Consejos prácticos En sus consejos prácticos el staretz se nos revela como un hombre de una discreción y una prudencia exquisita, que justifica plenamente el alto concepto que de él han tenido los rusos, como maestro de vida espiritual. El quiere que el alma que ha cometido un pecado se apresure a purificarse y a resucitar mediante el sacramento de la penitencia: el alma no puede descansar en el mal. "Cualquier pecado que pesa 141

sobre la conciencia, tenemos que apresurarnos a borrarlo con la confesión. Lo mejor sería no llevar esta carga en el alma ni un solo día, ya que el pecado aleja la gracia divina, detiene los impulsos, hace difícil la oración, enfría el alma". Quiere que el cristiano se acostumbre a hacer todas las noches el examen de conciencia y que confiese con humildad a Dios todo lo que ha hecho durante el día poco conforme con su voluntad, para estar de este modo dispuesto siempre a presentarse al juicio divino. Aconseja además que, viviendo en medio de una continua pero dulce vigilancia sobre sí misma, el alma confiese en seguida a Dios cualquier mal pensamiento o acción, con humilde sentimiento de compunción interior, invocando su perdón. La espiritualidad de Teófano, aun sin ser austera, conserva sin embargo un acento de seriedad meditada y conoce las exigencias de la mortificación y de la cruz. "La muerte acaba con todo: no dejes de pensar en ella", nos aconseja con solemnidad y gravedad. Es menester que el alma tenga siempre delante de sí a los novísimos: la muerte, el juicio, el infierno, el paraíso. Quiere sobriedad en la comida y en la bebida; quiere también que el alma cultive el silencio. "Debes tratar a tu cuerpo lo mismo que una madrastra al hijo que no es suyo". Exige el despego interior de todas las cosas: "Haz la experiencia de no dar ningún valor a todo lo que te rodea. Así, si te quitan alguna cosa, no debes entristecerte por ello". Siente especial predilección y recomienda a los demás la humildad y la paciencia, que representan para él la "vestidura

divina" que siempre debe llevar el alma consigo. En esta espiritualidad parece que solamente queda de positivo la aspiración a Dios: una aspiración que lentamente invade toda la vida, la va llenando, para transformar luego la vida misma en una continua oración. La oración parece ser para Teófano el deber fundamental del cristiano; no consiste solamente en musitar palabras, sino más bien en un sentimiento de atención a Dios; este sentimiento de la presencia divina es el que debemos procurar conservar en nosotros de todos modos. "Lo más importante es que tú camines en la presencia de Dios, o bajo su mirada, con el sentimiento de que Dios tiene sus ojos sobre ti y penetra en tu alma, en tu corazón. Este sentimiento es la palanca más poderosa para promover la vida interior". Toda la sencillez y toda la humildad de la enseñanza de Teófano el recluso se manifiestan en estas palabras llanas, pero impregnadas de dulzura. "El fruto más grande de la oración no es el fervor o la dulzura interior, sino el temor de Dios y la contrición. Este sentimiento debemos conservarlo siempre firme en el corazón, vivir en él y respirar de él". En la Dobrotoliubie está el secreto de la perpetua oración: "Siéntate silencioso y solitario, inclina la cabeza y no vuelvas a los lados tu mirada; respira más dulcemente, vuelve dentro de ti mismo y recoge tus pensamientos en tu corazón. Y a cada respiración, moviendo dulcemente los labios o solamente en tu espíritu, repite: Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí. Esfuérzate por apartar todo otro pensamien-

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to, conserva una calma paciente y repite este ejercicio". Este método pertenece realmente a la más genuina tradición espiritual rusa: importado del Monte Athos, fue divulgado y popularizado por el más ilustre monje del s. xv, Nilo de Sora. Desde entonces, la invocación a Jesús fue la plegaria por excelencia. Teófano el recluso, cuando habla de la oración continua, quiere hablar de esta invocación que es "la más poderosa de todas por el nombre de Jesús que se pronuncia con fe". Sin embargo, más todavía que la fidelidad a las palabras le importa a Teófano la calma, la absorción del alma en la paz y en el silencio. "Lo más importante es que nos pongamos delante de Dios y que lo invoquemos desde la profundidad del corazón. Eso es lo que tienen que hacer todos los que buscan el fuego de la gracia; en cuanto a las palabras o la postura del cuerpo durante la oración, son cosas secundarias; lo que Dios mira es el corazón". El alma tiene que rezar sin apresurarse, dejarse absorber por el sentimiento íntimo de la presencia divina y procurar no perder, ni siquiera durante las ocupaciones de la jornada, el contacto con Dios. "En esto se puede resumir toda la doctrina sobre la oración: tener el sentimiento continuo de Dios y dirigirse a él con oraciones breves; esto es caminar en la presencia de Dios". "Ten siempre un pequeño manual con la bendición de tu padre espiritual, breve, que puedas leerlo todos los días, sin prisas. Entra en el espíritu de estas oraciones de modo que cuando estás rezando, las palabras te sean ya familiares y de esta manera 150

el sentimiento será más íntimo... Cuando te distraigas, vuelve dulcemente... No te adelantes ni una sola palabra, mientras no hayas entrado en el espíritu de la oración... Si una palabra te conmueve, no pases adelante, detente en ella..." La oración está en saborear largamente, en un pacífico abandono en la gracia de Dios, el sentimiento de la presencia divina: más que un acto, es algo así como un estado. Teófano, de hecho, lo llama "estado bendito": es la humilde rendición del hombre a una luz que lo penetra todo pacíficamente, con gran dulzura. Estas breves invocaciones que tanto recomienda el staretz, no tienen otra finalidad más que la de encender de nuevo el fervor dormido, alimentar continuamente la lamparilla del amor. "Te habrá ocurrido, sin duda, algunas veces rezar con el sentimiento de una espontánea dulzura; acuérdate de lo que entonces sucedió en tu alma y procura reproducirlo de nuevo". "Haz lo posible para que vayan disminuyendo los intervalos en tu oración, de manera que puedas tener siempre un continuo sentimiento de oración en tu corazón". Cuando el alma llegue a poseer "el sentimiento continuo de Dios y se dirija continuamente a su Dios con breves plegarias", se habrá obtenido entonces el fin deseado y el alma caminará en la luz". "Lo mismo que de un cáliz demasiado lleno desborda el agua, así de un corazón lleno de santo sentimiento, por medio de la oración, se derramará la alabanza". Entonces las tentaciones dejarán de atormentar ya al alma: "cuando los ladrones se acercan a robar y sienten algún ruido, les entra miedo de entrar en la 151

casa: lo mismo les pasa a los demonios cuando oyen el murmullo de una continua oración en el corazón". Entonces, finalmente, el alma llegará a poseer la paz. Y entonces la oración se verá acompañada por todas las obras virtuosas: la humildad, la mansedumbre, la caridad... Toda su vida es ahora limpia y pura: "el sentimiento de una continua oración es como el murmullo de un plácido arroyuelo..." Sí, porque la vida de un alma piadosa que viva en la luz de Dios es la vida de un ángel sobre la tierra. Y Teófano nos dice: "Desde por la mañana eres un serafín en oración, un querubín en tus actos, en tus relaciones con el prójimo eres casi un ángel". Teófano de Tambov no es un gran místico, pero sigue siendo un gran maestro de vida espiritual. No conoce las más elevadas experiencias: su alma vive, en el presentimiento de la ley, el alba de la vida mística. Es el guía que conduce al alma hasta el divino silencio y le enseña la divina sencillez de la vida interior. Si escuchamos sus palabras, dispondrá nuestras almas para recibir el don de Dios; pero cuando Dios nos habla, cuando el infinito amor entre en nosotros como torrente que lo arrebata todo, como llama que lo quema todo, entonces conviene abandonar el guía y dejarlo atrás. La humildad de sus palabras, la discreta prudencia de sus enseñanzas habrá perdido entonces todo valor y todo peso. Su prudencia y su humildad no conoce el horror ni el terror de la tempestad, sus relámpagos que deslumhran y ciegan, la furia, la violencia, la locura del amor divino. 152

Otros textos 1. "Es preciso que tengamos la impresión de que somos como un hombre en medio del mar, que está a punto de ahogarse y que se ha agarrado a una tabla capaz de sostener su peso y de mantenerlo por encima del abismo. Ese hombre siente constantemente que está a punto de ser sumergido, pero continúa flotando agarrado a su salvación. Esta es la imagen exacta del alma que, en el Señor, camina por las vías de la salvación. Siente que ella sola se hundiría, pero se da cuenta al mismo tiempo de que tiene ya su salvación en la gracia del Señor". 2. "Cuando nos retiramos dentro de nosotros mismos, debemos ponernos en la presencia del Señor y quedarnos allí, sin separar de él nuestra mirada espiritual. Esta es la vida eremítica espiritual: permanecer solo ante la faz de Dios".

7 JUAN DE KRONSTADT Su vida

D

ios es amor: su vida no se encierra dentro de la pura contemplación de sí mismo, sino que se derrama sobre los demás en una infinita efusión de amor. El que por medio de la santidad se acerca a él y se une con él, participa de su actividad. La vida del cristiano no es una contemplación estéril de la divinidad, sino un amor que se desborda en obras y se encarna en el sacrificio. Juan de Kronstadt forma parte de la gran familia de aquellos que Dios suscitó el siglo pasado para que revelasen al mundo su amor. A la iglesia católica le pertenece el prodigio de la vida admirable de san José Cottolengo, de san Juan Bosco, de don Orione; a la iglesia anglicana la noble figura de William Booth, el fundador del ejército de salvación; a la ortodoxia oriental Juan Ilié Serguief, apóstol del culto eucarístico, según las formas occidentales, héroe de la caridad, místico y taumaturgo. Su fama se extendió, incluso en vida, más allá de las fronteras de Rusia e invadió el mundo entero, suscitando la más grande admiración. Irradiaba de él tal potencia sobrenatural que, después de su muerte la veneración del pueblo ortodoxo fue unánime y lo 155

hubiera llevado ciertamente en breve tiempo a la canonización, si no hubiese sobrevenido la revolución marxista. Era tan evidentemente instrumento de la divinidad, que habitaba en él y lo poseía por completo, que algunos de sus devotos, después de morir, llegaron incluso a adorarlo como encarnación del Espíritu Santo. Esta veneración tan entusiasta, que incluso degeneró en herejía, nos habla con harta elocuencia del carácter único y singular de su elevada "santidad". Con él la santidad ortodoxa dejó los muros de los monasterios y entró de verdad en el mundo; por primera vez se comprometió a consagrar y santificar el mundo y la vida secular. Su "santidad" no es ya la santidad monástica, cerrada, protegida por el silencio y la soledad, rígidamente ascética a ejemplo de los grandes penitentes ortodoxos y de los anacoretas bizantinos; ni es tampoco la "santidad" extraña de los yuro-divie, de los locos de Cristo; es la santidad apostólica operante y fecunda del amor activo. Hasta ahora habían sido los fieles ortodoxos los que caminaban en busca de la luz; de aquí en adelante será la luz la que vaya en busca de ellos. Nació de una familia muy pobre en la provincia de Arcángel, en Sura, el día 19 de octubre de 1829. Su padre era sacristán. Fue bautizado apenas nacer, por miedo de que no pudiera sobrevivir. Lo educaron piadosamente: por lo demás, el mismo Dios se encargó de formarlo con gracias sobrenaturales extraordinarias. A los 156

seis años, tuvo una visión, la primera, de su ángel de la guarda, que le aseguró su asistencia y protección: "No temas; estaré siempre contigo, hasta la muerte", le dijo. Se encontró con las primeras dificultades en la escuela, ya que a pesar de su aplicación, era algo tardo de inteligencia y de memoria; pero también en estas dificultades experimentó el poder de la oración. Desde su juventud supo sacar fuerzas de la oración para superar todos los obstáculos y vencer todas las pruebas. El que con los años sería el hombre de la oración temeraria, le debió a una humilde plegaria sus primeros éxitos y todo su porvenir. Levantándose por la noche, como acostumbraba, para adorar al Señor, le suplicó que le ayudase en el estudio; desde aquel día, fue siempre el primero de la clase. Entró en el seminario. Pasó luego a la academia eclesiástica de San Petersburgo, en la que fue acogido gratuitamente. Durante aquellos años murió su padre, gravando sobre él, que todavía no era sacerdote, el sustento de toda la familia. El apóstol de los pobres, de los obreros, de los cargadores del puerto, había conocido la humillación de la pobreza y de la necesidad desde su infancia, y tuvo que probar desde su juventud las angustias y preocupaciones familiares, sometiéndose al trabajo a fin de sostener con las pobres ganancias de las clases particulares al ser que más quería en este mundo, su anciana madre. Esto, sin embargo, no fue en detrimento de su entrega generosa a Dios; precisamente por aquel tiempo sintió un vivo deseo y cultivó apasionadamente el propósito de marcharse de misio157

ñero a la lejana China. Lo retuvo la ignorancia religiosa del pueblo ruso, que tenía igualmente necesidad de apóstoles y de sacerdotes celosos. Fue ordenado en 1856 y lo destinaron a Kronstadt. Cuando entró en la catedral de la ciudad, se vio extrañamente sorprendido al reconocerla en sus más pequeños detalles, tras una visión que había tenido en su juventud. La ciudad, que debía ser su campo de apostolado hasta su muerte, era un campo de concentración, asilo de delincuentes condenados a las galeras, hombres de mar ignorantes, violentos, viciosos. Vivían en horribles cuevas subterráneas, malolientes, húmedas, sin aire, apiñados en la más triste mezcolanza, ahogando en el vino y la lujuria las preocupaciones de su extrema miseria. La brutalidad y la absoluta ignorancia del rebaño no desanimó al joven pastor de almas; desde los primeros días se dio perfecta cuenta de la inmensidad del trabajo que le habían encargado, pero no se desanimó ante ello. Su fuerza era superior a toda aquella miseria: era Dios, porque Dios estaba con él. Juan de Kronstadt los visitó en sus covachas, los buscó, vivió en medio de ellos, los socorrió, se cuidó de sus niños y los recogió, cuando sus madres tuvieron que dejarlos para marcharse a la ciudad, gastó toda su paga con los pobres, les dio sus vestidos, sus zapatos, se despojó de todo para acudir a remediarlos en todo lo que le fue posible. Parecía como si no se diese cuenta ni siquiera de lo que les daba; las cosas no tenían para él más valor y más uso que el que la caridad les daba. Estaba absolutamente despegado de todo y no co158

nocía más que el amor. Su conducta asombró a primera vista a sus compañeros, después empezó a molestarles, y terminaron aliándose contra él. Escribieron a la administración para que no le enviasen a él directamente la paga, sino a su esposa 1 , le hicieron guerra, lo acusaron. Era un loco; y pretendían defenderlo contra sí mismo. Mientras tanto, él proseguía sereno su camino. Y empezaron a venir medios de toda Rusia: se convirtió en el tesorero de los pobres. Por sus manos pasaron sumas fabulosas: pero el padre todo lo gastaba en obras de caridad. Se dice que distribuía más de 150.000 rublos cada año. Su caridad y su bondad de corazón, si es verdad que le habían ido procurando una gran popularidad y le habían acercado a muchos fieles, era todavía insuficiente para elevar el nivel económico y moral de todos ellos. Entonces, con un gesto de valentía, en 1882 abrió la "Casa del trabajo", que fue el milagro viviente de su caridad. Era una ciudad entera, capaz de hospedar a 25.000 personas: una gran escuela de artesanía para educar a los muchachos en el trabajo, despensas y comedores públicos que alimentaban diariamente a centenares de personas, dormitorios, ambulatorios gratuitos, escuela elemental, clases nocturnas, biblioteca, un colegio de huérfanos y capilla. Se construyó expresamente un pabellón para hospedar a todos aquellos que acudían al padre, para pedir consuelo, ayuda o consejo. Con esta obra grandiosa, sostenida 1. Recuérdese que los sacerdotes seculares en Rusia pueden contraer matrimonio.

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únicamente con las ofertas y limosnas de sus devotos y admiradores, consiguió combatir más eficazmente el ocio, la ignorancia, la miseria y el vicio de la bebida. Empezó a ser conocido en Rusia y en todo el mundo. Le llegaban cartas desde América y desde China; incluso el arzobispo anglicano de Canterbury quiso ponerse en comunicación con él. La correspondencia llegó a veces a sobrepasar las mil cartas diarias. Su jornada estaba excesivamente llena: nunca pudo vivir para sí. Todos los días celebraba lentamente la sagrada liturgia con abundantes lágrimas. Alguna vez fue visto rodeado de llamas, mientras celebraba. Solía decir: "No puede penetrarse en la profundidad de la oración; rezar es como verse absorbido por el fuego". Consagraba generalmente las mañanas a escuchar a los penitentes y a visitar la casa. Durante algunos años se reservó la enseñanza. Todos los días marchaba a San Petersburgo para visitar a los enfermos que habían solicitado su presencia; rezaba junto a su lecho, los confortaba y a veces los curaba milagrosamente. Cuando aparecía por la capital, era tal la afluencia de gente para verlo pasar, que a veces llegaron a derribar su coche. Volvía bien entrada la noche, desfallecido, cansado por la fatiga y el sueño y, apenas llegado a casa, se recogía en oración hasta las dos de la madrugada. Oraba fervorosamente, con abundantes lágrimas, escribía el esquema de las instrucciones, paseaba a lo largo de los corredores meditando, prorrumpía en ardientes invocaciones a la bondad divina y en cánticos de alabanza, absorto totalmente en Dios,

sin cansarse jamás. "¡Cuántas veces, escribe, me veo transformado maravillosamente por la oración!; nada resulta tan dulce como rezar por nuestros hermanos; el alma, entonces, conmovida y llena de amor, se funde y se derrite..." Había comprendido que su vida era la oración por todos los demás, la intercesión por todas las miserias de los hombres: "Acuérdate, oh Señor, de todos los que me han ordenado que rece por ellos". Se dirigía a Dios con una fe absoluta. Parecía como si estuviera inspirado, cuando rezaba: veía al invisible, luchaba con Dios con un ardor a veces tempestuoso, hasta obtener de él lo que pedía. La omnipotencia de Dios, amor infinito, justificaba para él todas las oraciones de los hombres. Decía el staretz Barsonofio de Optina: "El padre Juan es un intercesor atrevido y temerario delante de Dios: puede pedirle todo, puede obtener el perdón para todos; mientras que nosotros no podemos hacerlo". Efectivamente, lo que más sorprende en su vida es, sin duda alguna, lo sobrenatural extraordinario: el milagro parece acompañarlo en todos sus pasos, rodearlo por todas partes, hasta el punto de que en él parece como si fuese lo normal. El vive en Dios de manera que Dios obra por él con una sencillez y naturalidad estupenda. Responde a las cartas, sin haberlas abierto siquiera; realiza curaciones estrepitosas; lee en los corazones y en el futuro... Pero Juan de Kronstadt conserva siempre un ánimo misericordioso y sereno, una humildad sencilla y cordial. Escucha pacientemente en su

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CRISTIANISMO

iglesia los reproches de un subdiácono que se desfoga contra él, hasta que, como si lo despertara la impaciencia del pueblo y acordándose de su dignidad, le manda callar: "¿Cómo te has atrevido a reprochar a un sacerdote?" Va a casa de su cuñado y se encuentra allí con unos cuantos jóvenes que se habían reunido para celebrar una alegre fiesta familiar. Al aparecer Juan, sin saber qué hacer, dejan de bailar. Pero él les invita a que prosigan la fiesta: "También yo bailaría con vosotros, si no fuese sacerdote". Era de mediana estatura, más bien delgado; su rostro siempre encendido, como si llevara dentro un fuego interior; sus ojos claros y luminosos tenían una mirada tan vivamente sobrenatural que turbaba a los demás. Emanaba de él una corriente de gracia que llenaba de reverencia a todos los que se le acercaban. El padre J u a n de Kronstadt murió el 20 de diciembre de 1908; fue sepultado primero en su catedral y luego en San Petersburgo, de donde lo hicieron desaparecer los bolcheviques para impedir que el pueblo rezase sobre su tumba. Parece que el patriarca Tijón quiso dar los primeros pasos en el proceso de su canonización. Si su obra ha desaparecido y no podemos tener ni siquiera su cuerpo, nos queda de él algo todavía más importante: un libro que nos revela el secreto de su vida interior. Es una colección de oraciones, de pensamientos, de notas espirituales a las que él mismo les dio el título de Mi vida en Cristo. Es ciertamente uno de los documentos más preciosos de la mística rusa. 162

En él se manifiesta admirablemente el carácter activo de su espiritualidad valiente y serena, su unión íntima, más aún, la profunda connaturalidad de su alma con Dios, su experiencia pastoral que lo acerca a nosotros por la sencillez de un lenguaje y de una enseñanza siempre apropiada a nuestra pobreza y a nuestra debilidad espiritual. Dios y la oración son su argumento inagotable. Su

doctrina

La oración es para J u a n de Kronstadt tan necesaria para la vida cristiana y tan fácil, por otro lado, para el hombre, que la define varias veces como "la respiración del alma". De este modo, el hombre vive naturalmente en el mundo de la fe y la oración lo es todo p a r a él. "La oración es elevación del corazón y del entendimiento a Dios, contemplación de la divinidad, temeraria conversación de la criatura con su creador, es la absolución de los pecados, el suave yugo de Cristo, su peso ligero; Es u n sentimiento constante de las propias debilidades y pobreza del espíritu. Es energía ante toda clase de peligros y tentaciones de la vida. E n la oración se confirma la fe, crece la esperanza y se enciende el amor. La oración es la madre de la verdadera aflicción espiritual, fuente de lágrimas, impulso a las obras de misericordia, seguridad y serenidad de la vida. Es liberación del temor a la muerte, desprecio de los tesoros terrenales, deseo de los celestiales. Es amor que abraza a todos los hombres y atrae sus almas hacia el cielo, 263

encerrando en sus corazones, como está escrito, a la Santísima Trinidad". Este himno que va enumerando líricamente los efectos de la oración, nos indica además las experiencias de un alma, cuya vida entera había transcurrido en la oración. Toda la vida interior, todos los sentimientos del corazón no son más que una elevación pura y apasionada del alma a Dios. Y lo mismo que en la oración reconoce Juan de Kronstadt la vida del alma, así también ve también en ella y contempla la maravillosa grandeza del hombre. "¡Qué grande es el hombre! Con la fe, con la caridad, con la oración puede abrazar dentro de su corazón a Dios y a toda la humanidad. ¡Qué grande es el hombre! ¡Cuan ancho y profundo es de verdad el corazón del hombre...!" En la oración el hombre posee todos los poderes, ya que lo puede conseguir todo en el corazón de Dios. La omnipotencia de Dios está en sus manos: la oración del hombre casi podría decirse que realiza la omnipotencia creadora. El hombre no tiene por qué dudar: Dios ha vinculado su omnipotencia a la palabra del hombre que lo invoca sin dudar de su amor. Hasta tal punto se ha unido y se ha entregado Dios al hombre, que ya no obra más que según nuestra necesidad y nuestras oraciones. La oración y la necesidad del hombre agotan la omnipotencia de Dios. En esta fe en la omnipotencia de la oración, que luego se identiñcará con la fe en el amor misericordioso de Dios, se basan los poderes taumatúrgicos de Juan de Kronstadt. El cree y sabe que Dios, con todo su amor inefable, escucha las 164

palabras del hombre, que está al acecho de ellas. Toda la vida de Dios reside en esta escucha, en este infinito deseo de darse, de ser amor. Y Dios está ligado únicamente a nuestra voluntad. Gracias a nuestras palabras, la omnipotencia se hace acto y se encarna. Nuestra fe, nuestra oración son el único límite, la única medida del don divino. Si a veces Dios parece que no escucha nuestras palabras, es porque él incluso llega a vencer este límite y esta medida, por amor a nosotros. "Cuando hagas tus oraciones, sábete y cree sin ningún género de duda que cada uno de tus pensamientos y de tus palabras pueden convertirse en hechos: porque nada es imposible para Dios". Y en otra ocasión escribe: "Cada una de las palabras de esta oración: ¡Ten piedad de mí, Señor!, es escuchada por Dios. Lo mismo pasa con las palabras de cualquier oración, con tal que se digan sin ninguna duda, con todo el corazón". "Cree y espera que, lo mismo que te resulta fácil respirar y comer, más fácil te será recibir, gracias a tu fe, de manos del Señor, cualquier bien espiritual. La oración es la respiración, la comida, la bebida, el agua viva que quita la sed al alma". "Los santos, nos dice también, están cerca de los corazones creyentes como los amigos mejores y más sinceros en los momentos en que sentimos necesidad de ellos. Para obtener alguna ayuda en este mundo, tenemos que esperar largo tiempo; no así en el mundo espiritual. La fe del que reza puede hacer descender, en un instante, la ayuda de la misericordia divina. Hablo por experiencia". 165

Este lenguaje tan sencillo y humano nos ofrece la medida exacta de la grandeza espiritual de quien así habló y escribió. El milagro se convierte en algo natural, no tiene nada de imprevisto, de inesperado, de maravilloso. El alma se mueve y vive totalmente en el mundo de Dios. ¿Cómo nos vamos a maravillar de que Dios escuche nuestras palabras, si lo raro sería precisamente que no las escuchase? La única condición para que nos escuche es que tengamos una fe absoluta en él, y en esto insiste repetidas veces el gran místico. Dios no quiere condiciones. Cualquier condición es, en el fondo, una señal de la imperfección de nuestra fe. El alma que reposa en esta firme confianza, en este sereno abandono en las manos del padre celestial "contempla en sí misma, en los demás hombres y en la naturaleza, las obras de la benevolencia, de la sabiduría y de la omnipotencia divina: su oración es un estado de continua gratitud". Juan de Kronstadt vive en una habitual comunión íntima con Dios: su unión con él no conoce el drama de un corazón insaciable y violento, tampoco parece conocer el tormento indecible del éxtasis, la lucha con la gracia divina, la pena de una insuficiencia y de una impotencia que cada día le parecen al alma más terribles y gigantescas, a medida que se eleva. La insaciable voracidad de Dios la ha experimentado él, quizás, no en la oración, sino más bien en la exigencia implacable de un amor activo que nunca le dejó en paz. El luchó contra Dios con su amor hacia todos los miserables y pecadores.

Con su amor activo supo domar la violencia tempestuosa de la gracia que le urgía desde lo más profundo de su corazón; y de ese modo el cielo de su alma se hizo puro y transparente. Dios entonces lo penetró totalmente y lo iluminó por completo. Es difícil encontrar tanta claridad de luz, tanta transparencia divina. "Da gusto estar en la luz, al tibio calor del sol: más agradable es todavía estar en presencia de Dios, nuestro sol espiritual". "El Espíritu Santo es como el aire: lo llena todo, lo penetra todo. El que reza con fervor atrae al Espíritu de Dios y reza en él". Y entonces todo se convierte en ligero, en luminoso, en alegre. "El Espíritu Santo es para el alma lo que el aire para el cuerpo". "La verdad de tus pensamientos es la respiración del Espíritu Santo: la verdad es sencilla, pura, ligera, vivificadora como la respiración. El os dice: estad tan seguros de la cercanía de Dios, que lo sintáis vivamente en vuestro corazón; cerca de vosotros está su palabra, está en vuestra boca y en vuestro corazón (Rom 10, 8): es Dios". "Lo mismo que la madre lo es todo para su niño: alimento, aire, entendimiento, voluntad, vista y oído, así Dios lo es todo para mí, cuando me abandono a él". "Te alabo, oh Dios, uno-en-tres —cantaba en cierta ocasión—, porque sólo al pronunciar tu nombre, se ilumina la superficie tenebrosa de mi alma y tú la llenas con tu paz". Tenía también el don de lágrimas, aquel don que los antiguos padres consideraban como la

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señal de una perfecta oración e indicio manifiesto de la experiencia mística. Su alma se siente aferrada por el Espíritu Santo: en la luz divina ve su propia nulidad, su propia indignidad, sintiendo cómo pasa la figura de este mundo y deja de existir, experimentando la acción de Dios sobre el mundo y sobre sí mismo; y ante el sentimiento de la infinita dignación de Dios, el alma, sintiéndose oprimida por la gratitud y el amor, responde con lágrimas y llanto. "Tenemos que alegrarnos de poder recordar con frecuencia y pronunciar muchas veces el santo nombre de Dios, de su Madre, de los ángeles y de los santos. ¡Qué felicidad inefable, qué dignidad el poder invocar al Padre celestial! Aprecia continuamente esta inmensa dicha que te concedió la divina bondad y no te distraigas durante la oración. Te está escuchando Dios, te están oyendo los ángeles y los santos. Es maravilloso y estupendo poder estar aliados con Dios y con los habitantes del cielo (estoy llorando mientras escribo estas líneas, 1864). Conozco a uno que siempre que se mostraba poco diligente en la oración, se decía para sus adentros: ¿Con quién estás hablando, alma mía? E imaginándose en seguida que se encontraba frente al Señor, empezaba a rezar con gran conmoción y lágrimas. Si tú, alma mía —continuaba— no te atreves a hablar sin el debido respeto con las personas de alta posición y te preocupas de no ofenderles, ¿cómo es que te atreves a hablar con tanto descuido con tu creador?" En las lágrimas ve el padre Juan la acción de Dios. "El Señor se volvió a mirar a Pedro... 168

y, saliendo fuera Pedro, lloró amargamente. También ahora, como entonces, apenas nos mira el Señor, nos ponemos a llorar amargamente por nuestros pecados. Las lágrimas durante la oración significan que la mirada divina se ha dirigido a nuestras almas..." En el don de lágrimas el alma posee un medio seguro para despertarse de la tibieza y de la apatía. Sin este don el alma no podría durante largo tiempo conservarse en aquel grado de fervor que ha alcanzado, especialmente cuando su santidad ha conquistado grandes cimas. El cumplimiento de sus obligaciones, la misma actividad caritativa en la que el alma se ha ido prodigando durante el día, la inducen al sueño, al sopor espiritual. "Nuestro corazón —nos dice— padece todos los días la muerte espiritual. Una plegaria sincera y empapada en lágrimas nos devuelve la vida. Sin una ferviente oración cotidiana es fácil morir espiritualmente". "Su" vida es hacerse uno con Cristo. "¡Qué sublimidad en cada cristiano y, sobre todo, en cada sacerdote! A través de los sacramentos, pueden ser una sola cosa con Cristo, nuestro Dios salvador". Y Juan de Kronstadt, reconociéndose a sí mismo como el instrumento de las maravillas divinas, prorrumpe en esta exclamación: "Por todas partes veo la gloria de mi Dios y no encuentro en mí mismo nada de que pueda enorgullecerme. ¡Gloria a aquel que me da fuerzas y realiza tantas cosas admirables por medio de este pecador! Por mí mismo soy incapaz de hacer nada bueno, pero todo el bien que en mí hay, viene de Dios, incluso el más mínimo mo269

vimiento de mi corazón. Soy nada, algo peor que nada, porque estoy dispuesto a cometer cualquier mal, si no recuerdo a cada paso el nombre de Dios". Si la obra de Juan de Kronstadt nos habla de su vida íntima, no podría ciertamente escondernos el gran amor que hacia los hombres sentía. Fue este amor suyo profundo, invencible, inmenso, el que hizo que su nombre fuese honrado en todo el mundo. Su vida no fue más que una entrega de amor a los demás. Dios lo llenaba de sí e irradiaba en él, a medida que se iba consumiendo por los demás; de ese modo, mientras se daba, él mismo iba creciendo en amor al unirse más íntimamente con Dios, que es el amor. Su mismo libro es una obra de caridad: con sus páginas, quiso continuar, después de morir, su oñcio de consolador y maestro. El libro refleja sus experiencias pastorales, nos habla de sí, pero sobre todo es una guía para las almas. Si el argumento casi único que ofrece a los lectores es, como hemos dicho, Dios y la oración (revelándose en ello el carácter profundamente místico de su espiritualidad), su misticismo, como todo misticismo cristiano, sigue siendo un misticismo activo que no pierde de vista a las almas. Es a ellas a quienes habla. Y tiene para con ellas las mismas exigencias de absorción en Dios que para sí tenía. Quiere que en la oración se tenga siempre fija ante los ojos "solamente la imagen del salvador y que se considere todo lo demás como si no existiese"; pero sigue diciendo: "No pierdas nunca la ocasión de rezar por todos los que te lo han pe270

dido. Dios ve con benevolencia nuestras oraciones de amor fraternal. Además, la oración por los demás es de gran utilidad para aquel mismo que por ellos reza: reanima el amor divino y purifica el corazón". El gran taumaturgo conoce las dificultades de la oración en común. Hoy las almas están endurecidas por la indiferencia mundana; "rezando junto con los demás —escribe— sucede frecuentemente que tenemos que derribar el muro de las pasiones en las almas con quienes rezamos; atravesar las tinieblas de las vanidades de este mundo, para poder llegar hasta la luz eterna. Por eso muchas veces nos resulta difícil rezar. Cuanto más sencilla es la gente con quien rezamos, más fácilmente puede elevarse nuestra oración". Sin embargo, aprecia y exalta la oración en común: "Dios escucha en seguida la oración de dos o tres recogidos en una plegaria intensa del corazón". Nos enseña las características que debe tener la oración cristiana, buscando en el mismo Dios su ejemplo: "Dios es verdad: por eso, también mi oración tiene que ser sincera. Dios es luz: por eso, mi oración debe elevarse en la luz del espíritu. Dios es fuego: por eso, mi oración, y toda mi vida, debe de ser ardiente. Dios es libertad: por eso, mi oración tiene que ser una libre efusión del corazón". Lo que con mayor esplendor resalta en la espiritualidad mística de Juan de Kronstadt es el vigor, la decisión, el paso inmediato de la palabra a la acción. Se trata de una espiritualidad vigorosa, serena, viril. "Dicen algunos: no reces, si no tienes ganas. Se trata de un razona111

miento astuto de la carne: es lo que ella está deseando. Pero el reino de los cielos se conquista con la fuerza; si no quieres obligarte al bien, no te salvarás". No le gustan las dudas e indecisiones; parece como si no conociese obstáculos ni dificultades, como si no hubiese experimentado nunca la lentitud y la calma de nuestro caminar. La absoluta perfección de Dios, que el hombre tiene que imitar y vivir en sí mismo, no puede conocer las medidas de la acción del hombre. Nuestros pasos no son capaces de acercarnos al infinito. El hombre salta hasta Dios en un solo acto, que en su inmediatez se substrae al proceso del tiempo y compromete a todo el hombre, realizando su total capacidad de darse y de amar, sin posibilidad de reserva ni de medida alguna en su entrega. "La palabra de Dios es Dios mismo: por eso crees cualquier palabra de Dios. La palabra divina es acto: y tú tienes que conseguir también que a cada una de tus palabras corresponda la acción". "Estoy seguro —escribe en otro lugar— que la incertidumbre y la duda son sumamente nocivos. Toda buena acción debe revelar un espíritu decidido, valiente, enérgico, ya que Dios no nos ha concedido un espíritu de cobardía, sino de fuerza y de amor". ¿Cómo realizar este paso de la palabra a la acción, de la oración a la vida? El cristiano debe revelar el espíritu de fuerza y de amor que le ha sido dado; el cristiano tiene que vivir y obrar, y su vida y su acción es el amor. "Nuestra vida está en el amor". En nuestro amor para con los hermanos tendremos la prueba más segura del amor de Dios, porque 172

Dios vive en nosotros en la medida con que amamos. Por otra parte, nos es imposible amar a Dios con un amor efectivo y real, si no lo amamos en nuestros hermanos. Dios revela al alma sus terribles exigencias precisamente en la necesidad de los pobres, que es la necesidad misma de Dios: sus súplicas son su misma oración. El amor de Dios es exigente: nunca jamás podremos satisfacerlo, nunca jamás podremos saciar su hambre ni aplacar su sed. El hambre y la sed de Dios son la miseria, la necesidad, el sufrimiento infinito del hombre, porque él lo ha tomado todo sobre sí. Así, pues, la vida cristiana exige una actividad sin descanso: no es solamente un recibir, sino un recibir y un dar; Dios no se da al alma, más que para forzarla luego violentamente para que el alma se le entregue a él. Dios obra en el alma con exigencias de sacrificio total y absoluto. Las palabras de Juan de Kronstadt son sencillas y definitivas, como las palabras inspiradas. La voz de la miseria y del sufrimiento humano es la voz de Dios que nos quita la paz, que nos persigue, que nos urge. "Si los pobres te persiguen todos los días, piensa que es la misericordia divina la que te persigue. ¿Quién se atreverá a huir de la misericordia de Dios?" El alma tiene que darlo todo, sacrificarlo todo; nuestro don, más que justificarlo la necesidad del prójimo, tiene que justificarlo tu amor, que exige el sacrificio perfecto. Debemos dar más todavía de lo que nos han pedido, aquello que más queremos, aquello que consideramos de más valor. "Nuestra vida consiste en el amor: sacrifica 113

por el bien de tu prójimo todo lo que más estimas, sacrifica a Isaac, tu hijo predilecto. Todo lo has recibido de Dios y tienes que estar dispuesto a dárselo todo". "El amor a Dios y a nuestros prójimos no existe sin sacrificio, no puede existir sin él. El que quiera cumplir el mandamiento del amor, debe estar dispuesto al sacrificio y a la renuncia de todo por aquel a quien ama". En el amor del hombre para con sus hermanos tiene que vivir el amor mismo de Dios: en tu amor Dios vive en ti. Este amor tuyo tiene que poseer, por consiguiente, las mismas características del amor de Dios: tiene que ser insaciable e inmutable. El amor no puede existir sin sacrificio, precisamente porque el amor de Dios supera todo límite y toda medida, y se expresa de manera perfecta únicamente en la muerte de Cristo. "Lo mismo que Dios no cambia su amor —nos dice—, también nosotros debemos permanecer firmes en el amor". Si no amamos, es porque estamos apegados a las cosas de esta tierra. De esta manera, su propia experiencia enseñaba a Juan de Kronstadt lo que más tarde descubrió Marcel en su análisis tan fino y tan profundo: la caridad exige la plena disponibilidad del corazón, la pobreza del espíritu. La primera bienaventuranza proclamada por Cristo era para los pobres de espíritu, ya que ellos son los únicos que pueden amar. El despego de todas las cosas y de nosotros mismos es el primer paso hacia el amor. "Si no tienes nada que dar, basta una lágrima". El que no tuviese nada que dar, todavía se tiene a sí mismo. Pero, al dar a los 174

demás, no nos empobrecemos nunca, sino que es entonces cuando empezamos a poseer la verdadera riqueza: el amor, que es la única fuente de alegría. "Hasta ahora no me he encontrado nunca en apuros, dando a los demás". "No en vano se ha dicho: la mano del que da no se verá nunca vacía". Juan de Kronstadt le ruega al Señor: "Señor, yo soy tu cáliz, lléname de los dones del Espíritu Santo. Señor, soy tu nave: cólmala con el peso de las obras buenas. Soy tu arca, Señor: encierra en mí todo tu amor a los hombres, que son tu imagen viva". Finalmente enseña: "¿Por qué en la naturaleza todas las cosas revelan un admirable orden y sabiduría? Porque Dios mismo las dirige. ¿Y por qué existen tantos desórdenes en la naturaleza humana, la más perfecta de las criaturas de Dios? Porque el hombre quiso hacerlo todo por sí mismo, sin la ayuda de su creador. Sin embargo —y esta es la verdad que Juan de Kronstadt atestiguó especialmente con su propia vida—, lo mismo que los rayos de sol se reflejan y se reúnen en el cristal, así también el poder de Dios se refleja sobre el hombre, que es su imagen. Si se te ocurre la duda de cómo Dios puede reflejarse en tantas criaturas suyas —uno solo en todos—, acuérdate entonces del espejo, roto en mil pedazos, pero reflejando cada uno de ellos tu imagen completa". En resumen, podríamos decir que no resulta difícil, aunque sólo sea con unos pocos fragmentos, conocer toda su doctrina espiritual. El modelo en que el hombre debe inspirarse en toda 275

su conducta es la perfección divina. J u a n de Kronstadt se eleva inmediatamente a Dios. En la oración el hombre debe revestirse de verdad y de luz, debe consumirse como el fuego, debe mantenerse libre como Dios; e n el amor debe poseer la xtúsma inmutabiJidad del amor divino; y como Dios, cada una de sus palabras tiene que ser un acto. La vida del hombre y su santidad consisten esencialmente en la imitación de Dios. La devoción a la humanidad de Jesucristo no tiene ciertamente aquel puesto privilegiado que ocupa en la doctrina espiritual de occidente. Jesucristo es el Dios que salva, y en él el alma posee todos los bienes; pero no es todavía el amigo celoso del corazón. Los amigos son los ángeles y los santos. El salvador y la Madre de Dios, más que pertenecer al orden humano, pertenecen al divino: el alma se acerca hasta ellos solamente en medio de la veneración más profunda y en el más humilde y confiado abandono. No resulta difícil adivinar el carácter activo de esta espiritualidad sencilla, decidida, poderosa, que tiene su fundamento en una fe absoluta y que se expresa en una absoluta entrega a Dios. J u a n de Kronstadt tiene las mismas imperiosas exigencias de Dios; no quiere dudas ni reservas; no quiere incertidumbres; pero en cambio, promete, como regalo de Dios, su "reinado absoluto" en el c o r a z ó n del hombre. "Acuérdate siempre de que, sin Dios, eres pobre y ciego y miserable espiritualmente; pero él es tu verdad, tu riqueza, tu vestidura, tu vida, tu respiración; todo".

Otros

textos

1. "Los buscadores de oro no se preocupan del barro ni de la arena que encuentran en los yacimientos, sino que recogen las pepitas de oro y las limpian, separándolas de los granitos d.e arena que las rodean. Eso es lo que hace Dios con nosotros, purificándonos con infinita paciencia". 2. "Todo bien procede de Dios y Dios es para nosotros todo bien. En esto radica la sencillez de la fe, de la esperanza y del amor". 3. "Señor, tu nombre es amor; no rechaces mi corazón extraviado. Tu amor es poder: sostenme, porque mis fuerzas se agotan. Tu nombre es luz: ilumina mi alma cegada por las pasiones. Tu nombre es paz: pacifica mi alrria agitada y turbada. Tú eres misericordia: no ceses, Dios mío, de perdonarme". 4. "Cuando reces a Dios, o a su Madre, o a los santos, acuérdate siempre de que el Señor te lo concederá según tu corazón. El don seta a la medida de tu corazón; rezando con fe, seguramente, de verdad, sin hipocresías, tendrás también el correspondiente don de Dios". 5. "El hombre, en cualquier sitio en que se encuentre, acaba siempre volviendo a casa; así también el cristiano, pobre o rico, sabio o ignorante, debe acordarse de que está peregrinando y de que tiene que volver a la casa del Padi-e, de la Madre, de sus hermanos, de sus hermanas: al cielo".

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1.77 12.

CRISTIANISMO

8 LA MÍSTICA DE LA LIBERTAD CRISTIANA EN KOMIAKOF Su vida

N

en Moscú en 1804, recibió gracias a su madre una esmerada educación, que completó más tarde con una estancia en París y el estudio y trabajo personal, que no abandonó jamás. Después de tres años de vida militar en San Petersburgo, partió en 1825 para la capital francesa, en donde permaneció año y medio; al volver a la patria, continuó prestando su servicio militar y participando en la campaña de Bulgaria, pero renunció definitivamente a la carrera militar al finalizar dicha campaña. Su matrimonio con Catalina Yazikof en 1832 puso fin a su vida de vagabundo; a partir de aquel momento, consagró toda su actividad a la administración de sus propiedades en Bogutcarovo, en los alrededores de Tula, siendo durante su vida un típico noble campesino ruso, apegado a su tierra y a su pueblo. Esta profunda adhesión suya a la vida tradicional rusa fue la que lo preparó para su misión de cabeza de la eslavofilia. Filósofo, filólogo, historiador, poeta, publicista, fue sobre todo el teólogo y el apologista devoto y ardiente de su Iglesia. Se daba cuenta ACIDO

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de que toda la vida rusa tenía sus raíces en la tradición religiosa ortodoxa, pero desconfiaba instintivamente y no quiso nunca compartir sus responsabilidades con el gobierno, que intentaba sofocar con medidas policíacas los movimientos liberalizantes y revolucionarios contra la Iglesia y contra el estado. No volvió a San Petersburgo hasta el año 1847 —su ciudad predilecta era Moscú— y de allí salió para un segundo viaje a través de Europa, visitando Austria, Alemania, Inglaterra y Francia. Al volver, emprendió de nuevo sus costumbres y su vida moscovita. Dirigió varias revistas, fue el animador de algunos círculos literarios famosos. Visto con malos ojos por el gobierno, tuvo que soportar injustas y odiosas vejaciones por parte de la censura y padeció las sospechas de aquellas mismas autoridades religiosas y civiles, a las que se mantuvo siempre sinceramente fiel. Durante los últimos años de su vida cayeron sobre él numerosas calamidades y desventuras, que fueron purificando su noble espíritu, acercándolo cada vez más a Dios, gracias a su serena paciencia y a la resignada dulzura de un perfecto abandono en la providencia. Su esposa queridísima falleció en 1852, su madre en 1857; fueron también muriendo casi todos sus amigos y compañeros de ideales y de esfuerzos: Valuef, el poeta Yazikof, los hermanos Kirevski, Gogol, Constantino Acsakof. Sus últimos años transcurrieron en la soledad, en medio de un mundo que se apartaba cada vez más de él. Murió el día 23 de septiembre de 1860, atacado del cólera. El más completo acuerdo entre su vida y sus 180

convicciones, la dignidad de su carácter, la seriedad de su conducta, la universalidad de su ingenio, el poder de su palabra, su prodigiosa memoria, hacen de él uno de los más grandes hombres que hayan honrado a Rusia, y ciertamente uno de los más completos. Fiel a la educación de su madre, espejo de la mujer fuerte, activa y profundamente religiosa, fue siempre un cristiano ejemplar, sólido en su fe, practicante sin ostentación, pero también sin respetos humanos. Quizás no exista en toda la historia de la ortodoxia una figura de cristiano laico tan noble y tan pura, tan digna de respeto. En su piedad y en su devoción a la Iglesia no encontraremos la pasividad puramente contemplativa del místico; él fue siempre un espíritu inteligente y activo, un militante ardoroso que infundía miedo incluso a aquellos por los que combatía. Habituada al servilismo, cerrada dentro de sí misma, la ortodoxia no había conocido nunca una devoción tan profunda, unida a tal libertad de espíritu y tan maravillosa fuerza intelectual.

Su influencia Fácilmente se comprenderá la influencia que tal hombre y tal pensador tenía que ejercer en los demás. Puede incluso afirmarse que con él comienza un nuevo período para la ortodoxia, si no para todo el cristianismo ruso. En él se inspira, como su iniciador, todo el nuevo movimiento teológico de la ortodoxia, su esfuerzo 181

por acomodarse a los tiempos nuevos, su voluntad por definir su postura en el mundo. Ha influido sobre Dostoyevski por su concepto fundamental de la libertad y de la unidad de la Iglesia, de la colaboración libre del hombre con Dios, tal como aparece en el Gran Inquisidor, por su desprecio del racionalismo que es el arma de Satanás, por la exaltación del amor viviente como categoría del conocimiento, y por las acusaciones formuladas contra la iglesia católica que, según él, habría negado la libertad del creyente y se habría transformado en un estado terreno. Ha tenido también influencia sobre Soloviof, a quien la lectura de las obras de Komiakof contribuyó a salvarlo del panteísmo de Spinoza, y lo hizo volver a la Iglesia. La influencia de Komiakof es también visible en la teoría filosófica del conocimiento de Soloviof. También Tolstoi sentía una gran admiración por Komiakof y gracias a él estuvo a punto de volver a la iglesia ortodoxa, de la que acabaron separándolo la hostilidad de las iglesias entre sí, que no le daban ejemplo de poseer el amor que predicaban, tal como declara autobiográficamente por boca de Levin en Ana Karenina. Berdiayef reconoce q u e las enseñanzas d e Komiakof sobre la libertad cristiana han tenido sobre él más importancia que la filosofía de Soloviof. Finalmente, Bulgakof no ha hecho más que desarrollar la democratización de la Iglesia, que estaba ya en germen en la mente de Komiakof, acercándose cada vez más a la concepción del cristianismo protestante. 152

Su

doctrina

Komiakof es verdaderamente, c o m o dijo Samarine, "un doctor de la Iglesia" para la ortodoxia, a pesar de que siguió siendo seglar durante toda su vida y de que resultaba sospechoso a las autoridades, que m u y pocas veces permitieron la publicación de sus obras. La censura solamente permitió la publicación de sus escritos en Rusia al final del siglo pasado. Nadie ha dado un testimonio más solemne sobre Komiakof que Berdiayef: "En la teología de Komiakof, nos dice, está expresada la experiencia religiosa del pueblo ruso, la experiencia viviente de todo el oriente ortodoxo". Aunque resulta menos profundo y sistemático que Soloviof, es sin embargo más sobrio y seguro como pensador cristiano: dotado de una cultura filosófica, literaria e histórica extraordinaria, lo puso todo al servicio de la Iglesia. El hombre de Iglesia —el teólogo— eclipsó en Komiakof a todas las demás actividades de escritor, de poeta, de polemista vivaz; mejor dicho, todas estas actividades eran estimuladas y mantenidas por su voluntad de servir y de dar testimonio a la Iglesia. "Vivió en la Iglesia —dijo de él lapidariamente su fiel discípulo Samarine—; Komiakof l e servía de prueba y de testimonio vivo con todo su ser". Su sobriedad lo acerca a nuestra mentalidad occidental y hace más fácil su comprensión. L a noble claridad, la fuerza contenida, la serenidad luminosa y plácida de su prosa atraen naturalmente la atención y el respeto, incluso cuando su pensamiento no convence. A pesar de ser 183

la cabeza reconocida de la eslavofilia, es quizás el más occidental de todos los filósofos y místicos rusos; Berdiayef llega a lamentar en él la ausencia de aquel sentido trágico, tan propio de los orientales, en el que se estremece la espera y el miedo apocalíptico del fin, la privación del sentimiento profético tan vivo en Dostoyevski, en Soloviof y en Leontief, la privación de aquel sentido místico tan característico del alma rusa, que se traduce para Soloviof y Dostoyevski en una cálida adhesión al mundo terreno, en un "paninteísmo orgiástico", que hizo por primera vez su aparición en Skorovoda y que es una tendencia apasionada y casi violenta hacia la transfiguración del mundo, la resurrección de la carne, la absorción de la creación entera en Dios. Esto no quiere decir que tengamos que negarle a Komiakof el calificativo de autor místico. Su misticismo es acaso más sano, y ciertamente más puro. Su carácter místico se revela ya en la teoría del conocimiento; por algo es común entre todos los filósofos místicos la desconfianza de la razón y de todo razonamiento abstracto. P a r a Komiakof el conocimiento es algo m u y parecido a la fe, exige el abandono de todo nuestro ser a la verdad, ya que la razón sola no llega a alcanzarla; es intuición viviente: el verdadero conocimiento se realiza por una aprehensión interior. Todas las definiciones lógicas no llegan a dar la seguridad que se encuentra en el acto de fe. El señalaba el defecto capital de la lógica de Hegel en la imposibilidad de pasar del pensamiento al hecho concreto, ya que 184

éste no puede ser conocido por el pensamiento más que a través de una abstracción, mientras que la verdad se encarna en la vida. De esta manera, por el único camino de la lógica es imposible conocer la verdad. "La fe y la razón no son, desde luego, ajenas entre sí; pero es solamente en la fe donde la razón posee su auténtica plenitud". "Sin la fe no tiene sentido la vida del hombre", ya que solamente en la fe se restaura la unidad viviente de todas las facultades humanas, la indivisibilidad primitiva del hombre. Por eso mismo, "cada hombre es su fe". La fe sola conoce la verdad. "El creyente conoce la verdad, el incrédulo no la conoce; o lo que es lo mismo, el incrédulo la conoce con un conocimiento exterior e imperfecto; y entonces no se trata más que de una opinión, de una convicción lógica que no tiene nada en común con el conocimiento interior, con la fe que ve lo invisible". Por este camino seguirá Soloviof a Komiakof. Pero Komiakof no se entretiene mucho tiempo en "su" filosofía, aun cuando ésta sea siempre el fundamento y la razón de ser de su pensamiento, de aquel concepto de las cosas tan cálido y tan vivo. Komiakof no fue ciertamente un místico en el sentido propio de la palabra; no creo que se puedan encontrar en él la absorción del místico y sus balbuceos. Su vida religiosa revela en él u n a energía viril, sobria, más ascética que mística; sus escritos tienen el dinamismo, el ardor combativo típico de los hombres de acción. Su larga oración, que a veces se prolongaba durante noches enteras, eran 185

el gemido de un alma quebrantada por el sufrimiento y la resignación. Para ser un místico, no es mucho lo que habla de Cristo; tampoco habla demasiado ole Dios. El verdadero místico no sabe, por el contrario, hablar de otra cosa; toda su vida no es más que una comunión íntima, habitual y profunda con Dios. Más místico que él es Soloviof que cerraba su libro sobre los Fundamentos espirituales de la vida, refiriéndose al ejemplo de Cristo para controlar la conciencia, y enseña la imitación de Cristo, el mirarse del alma en su ejemplo, como el medio más fácil y eficaz para alcanzar la perfección espiritual. Sin embargo, no faltan en Komiakof páginas directamente religiosas; por ejemplo, aquellas en que habla del poder de la oración y de su universalidad. "La resignación es buena en los sufrimientos —escribe—; pero más bello todavía es el agradecimiento en el dolor; el himno que se canta con toda sinceridad por la liberación de la aflicción es también magnífico... y el alma reclama toda clase de felicidades. Acuérdate de las bodas de Cana". El cree en el milagro: las leyes naturales son la expresión, no el límite impuesto a la voluntad divina. Se debe pedir, sin temor, la abrogación de estas leyes al amor infinito de Dios. Escribe también: "El mismo mejoramiento de las condiciones materiales ¿no está en directa dependencia del sentimiento de amor fraterno? El trabajo por la utilidad y el bien de los demás no deja de ser también una oración; la oración no tiene, por así decirlo, límites: es la flor, la luz de la vida". Komiakof es el cantor apasionado de la igle186

sia ortodoxa: toda su teología —y recordemos que es sin duda el gran teólogo laico de la ortodoxia, e incluso uno de los teólogos mayores que haya tenido oriente desde su separación de Roma—, está en función de la eclesiología, consagrada a iluminar el misterio de la Iglesia, a justificar la iglesia ortodoxa frente al protestantismo y la iglesia católica. Considera a la Iglesia no tanto como sociedad en su forma jurídica y externa, cuanto como sociedad carismática y cuerpo místico de Cristo. No niega que la Iglesia sea jurídica, pero la insistencia con que habla de la vida interior de la Iglesia hace que se aparte de la doctrina común. No podemos decir ciertamente que la suya sea la doctrina tradicional de la ortodoxia. Se dice que padeció las influencias de la teología protestante; otros incluso hablan de su anarquismo religioso. Leontief, el rígido cristiano bizantino, se horrorizaba de Komiakof y de su doctrina. Sus escritos, más que revelarnos sus íntimas relaciones con Dios, lo que nos revelan es su participación íntima en la vida religiosa de su pueblo. Más que escribir de Dios, lo que hace es escribir de la Iglesia; más que ser un himno a Cristo, un testimonio a favor de Cristo, sus escritos son, en la apasionada defensa de la ortodoxia, la justificación del mesianismo ruso. Komiakof quiere llegar hasta Dios a través de su pueblo. "En la conciencia rusa, religión y pueblo están tan confundidos que es difícil distinguirlos. En la ortodoxia rusa esta confusión llega incluso a identificar el elemento religioso con el popular". Este fue —como indica Berdiayef— el error de Dosto287

yevski, el punto más débil y vulnerable de su cristianismo, pero el germen de este error estaba ya en Komiakof. El vivía inmerso en la vida de su pueblo. Si es a la Iglesia adonde vuelve siempre su corazón, si la iglesia ortodoxa es su pasión más viva y más profunda, el argumento único de sus escritos, la finalidad de toda su vida, es sobre todo porque la ortodoxia es para él Rusia, su historia pasada, su vida presente, su esperanza futura. "Rusia no tiene más que una sola misión: hacerse la más cristiana de las sociedades humanas... ¿De dónde nos proviene semejante misión? Quizás nos provenga en parte del carácter de nuestra raza; pero sobre todo se debe a que la gracia de Dios, el cristianismo, se nos ha dado en toda su pureza, en su esencia de amor fraterno". Contra Leontief, él no está a favor de Bizancío: "Bizancio es la ortodoxia, pero es también el Fanar... Apreciamos la primera, pero no podemos menos de odiar al segundo que reune toda la abominación del sacrilegio, toda la crueldad de los egoísmos nacionales. Hemos de armarnos contra él con toda la fuerza de la indignación". No se puede negar la influencia del idealismo alemán, pero tampoco se debe insistir mucho en ella. Su infidelidad a la doctrina teológica tradicional tiene quizás su origen más directo en su aversión instintiva al autoritarismo de Bizancio y en su comunión íntima con el pueblo. Se debería hablar más bien de etnolatría religiosa que de individualismo religioso. El pensamiento de Komiakof está reflejado en estas palabras de Rozanof: "El que ama al pueblo ruso

tiene que amar necesariamente a la Iglesia, porque este pueblo y su Iglesia no son más que u n a sola cosa. Y solamente entre los rusos es donde estos dos elementos no son más que uno solo". Por lo demás, nadie podrá dudar jamás de su ferviente adhesión, de su amor celoso, de su perfecta buena fe en relación con la iglesia ortodoxa: todos sus escritos no son más que una defensa apasionada, una alabanza continua de la ortodoxia; más que tratados teológicos son meditaciones religiosas, elevaciones espirituales inspiradas por u n soplo místico de extraño poder. La Iglesia es un organismo vivo, el organismo de la verdad y del amor, o más bien es "la verdad y el amor como organismo". No existe nada por encima del amor y de la santidad, y el amor y la santidad pertenecen a la Iglesia, que en su unidad viva e interior abraza a todas las criaturas y contiene la plenitud de los dones divinos. El hombre fuera de la Iglesia no tiene participación ninguna en la verdad, ya que la Iglesia sola es la que posee la fe: y "solamente Dios sabe si poseemos la fe". Fuera de la Iglesia, el hombre tampoco tiene ninguna participación en el amor, porque la Iglesia es la perfección del amor fraterno en la unidad de todos los hombres en Cristo. Ni tiene participación en la santidad, porque gracias al poder invencible de este amor, la Iglesia posee toda la santidad, ya que es este amor el mismo Espíritu Santo. De este modo, solamente por el ministerio de la Iglesia, viviendo en ella, puede el hombre acercarse hasta Dios. "Todos nosotros somos de la

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tierra, solamente la Iglesia es del cielo... Y el hombre se encuentra a sí mismo en la Iglesia, no ya en la debilidad de su aislamiento espiritual, sino en la fuerza de su unión espiritual e íntima con sus hermanos y su salvador. Allí se encuentra en su perfección, o mejor dicho, en la Iglesia se encuentra todo lo que puede haber de perfecto para él, la inspiración divina que se derrama continuamente sobre la grosera impureza de su existencia individual. Esta purificación se lleva a cabo gracias al invencible poder del amor fraterno de los cristianos en Jesucristo, ya que este amor es el Espíritu mismo de Dios". Y en otro lugar escribe: "La unión del hombre terreno con su salvador es siempre imperfecta: no se hace perfecta más que cuando el hombre se despoja de toda su imperfección en la perfección del amor fraterno que une a los cristianos entre sí. Entonces el hombre no reposa ya en sus propias fuerzas, que no son en el fondo más que debilidad, ni pone su confianza en su propia individualidad; confía únicamente en la santidad del vínculo de amor que lo une con sus hermanos, y su esperanza no lo engaña porque este vínculo es Cristo que nos engrandece a todos en la humildad de cada uno". La Iglesia, por ser organismo, es también visible; sin embargo, para el incrédulo los sacramentos no son nada más que ritos y la Iglesia no es más que una sociedad, pero el que cree en los sacramentos y en la Iglesia visible tiene conciencia de una acción misteriosa de la gracia, que lo abraza todo y que lo funde todo en una inmensa unidad: ésta es verdaderamente 190

la Iglesia, que sigue siendo invisible en medio de la sociedad visible de los creyentes. Por medio de la fe se conoce a la Iglesia, por la fe viva e interior, que está unida necesariamente con la candad; el que haya renunciado al amor, el que esté privado de los dones de gracia, no puede poseer este conocimiento interior y profundo de los misterios de Dios. Solamente a la plenitud del amor se le ha concedido la integridad de la fe. "El Espíritu de Dios que habla en las santas Escrituras, que enseña e ilumina en la santa Tradición de la iglesia universal, no podría ser comprendido por la razón. No es accesible al espíritu humano más que cuando éste se ha rendido a su plenitud bajo la inspiración de la gracia... La luz que viene del cielo y penetra en el alma del hombre es la única que puede servirle de guía, y la fuerza que da el Espíritu Santo es la única que puede llevarlo hasta aquellas inaccesibles regiones en las que se muestra la divinidad. Es necesario tener a Cristo viviente dentro de nosotros para poder acercarnos a su trono sin vernos aniquilados por su grandeza, ante la cual los espíritus más puros se postran con gozo y temblor. La Iglesia santa e inmortal, tabernáculo viviente del Espíritu divino, llevando en su seno a Cristo, su salvador y su cabeza, unida a él con los vínculos más estrechos de los que la palabra humana podría explicar y la mente concebir, sólo esa Iglesia santa tiene el derecho y el poder de contemplar la majestad divina y de penetrar sus misterios. Esto lo digo yo de la iglesia entera, una de cuyas partes inseparables es la iglesia terrena: ya que 191

lo que designamos con el nombre de iglesia visible e iglesia invisible no es más que una sola Iglesia en dos formas diferentes. La plenitud del Espíritu eclesiástico no es ni un ser colectivo ni un ser abstracto: es el Espíritu de Dios que se conoce por sí mismo y que no es posible ignorar. La Iglesia entera es la que ha redactado las santas Escrituras, y es ella la que las hace vivir en la Tradición; mejor dicho, estas dos manifestaciones del mismo Espíritu no son más una sola, ya que la Escritura es la Tradición escrita y la Tradición es la Escritura viviente. Tal es el misterio de esta magnífica unidad donde la santidad más pura se alia con la más alta inteligencia, para hacerla inteligente en aquellas cosas en las cuales, sin la santidad, el espíritu humano se sentiría tan ciego como la misma materia". Nótese cuan claro se manifiesta el carácter de la piedad rusa en las primeras palabras de este párrafo, donde tan profundo se revela el sentimiento de la adoración litúrgica y parece como si se negase toda piedad personal. Creemos que será igualmente útil transcribir otra página estupenda sobre la comunión en la oración.. "No hay nadie que se salve solo. El que se salva, se salva en la Iglesia, en unión con todos sus miembros. Si se cree, se está en la comunión de la fe. Si se ama, se está en la comunión del amor. Si se reza, se está en la comunión de la oración. Así, pues, nadie puede descansar en su oración y cada uno, al rezar, pide la intercesión de toda la Iglesia". No es que dude de la intercesión del único mediador Je-

sucristo, sino que está convencido de que toda la Iglesia se encuentra en una continua oración por todos sus miembros. "Ellos ruegan por nosotros: todos los ángeles, y los apóstoles, y los mártires, y los patriarcas, y, sobre todo, la más grande de todos ellos, la Madre de Dios: en esta santa unión de todos está la verdadera vida de la Iglesia. Todos nosotros, por tanto, al pedirles a todos que rueguen por nosotros, nos convertimos en deudores de todos para que recemos por todos: por los vivos, por los difuntos, por los que tienen que nacer. Porque, al pedir que el mundo entero entre en los planes de Dios (como lo hacemos con toda la Iglesia), no rezamos únicamente por las generaciones presentes, sino también por las que habrán de recibir más tarde la vida de Dios. Rezamos por los vivos, para que estén en gracia de Dios; rezamos por los difuntos, para que merezcan ver el rostro de Dios". La unidad de la Iglesia, que es obra del amor, excluye toda ley y autoridad exterior y reconoce, a través de Komiakof, la verdadera autoridad en la autoridad interior, que no es contraria a la libertad del cristiano, sino que la supone. "La Iglesia sólo acepta en su seno a las almas libres —escribe con orgullo—. El que le ofrece una aceptación servil, sin creer en ella, no vive en la Iglesia, no pertenece a la Iglesia". Es que la libertad no es solamente un derecho del cristiano, sino que es su deber, porque tiene que vivir como hijo de Dios. La libertad le es tan esencial que lo constituye y es su misma vida. "La verdad exterior debe ser libremente acep-

192

193 13.

CRISTIANISMO

tada... y tiene que ser interior a nosotros por la gracia del Hijo en la misión del Espíritu Santo: este es el sentido de pentecostés. Seremos indignos de comprender la verdad si no tenemos libertad, seremos incapaces de comprenderla, si no permanecemos en la unidad por la fuerza de una ley moral..." La libertad, que no destruye, sino que fundamenta la unidad en el amor: ése es el ideal de Komiakof y el que más admira en la iglesia ortodoxa. Según él, la iglesia romana ha negado la libertad y se basa en la autoridad, poseyendo de este modo solamente una unidad exterior y jurídica; el protestantismo se basa en una libertad que está vinculada al individualismo y que, al romper la unidad, niega el amor. Anti-individualista extremo y decidido, Komiakof, como luego Dostoyevski, ve en la libertad religiosa el carácter definitivo de la ortodoxia, pero esta libertad está vinculada para él a la unanimidad, entendiendo esta unanimidad como libre unión en el amor. Como san Pablo, él reemplaza la ley por un amor que la justifica y la supera: también la fe viva e interior reemplazaba al conocimiento racional, lógico y exterior. Instintivamente contrario a la necesidad lógica de la razón y a la necesidad moral de la ley, ve en la Iglesia el reino de la libertad interior y perfecta que supera toda anarquía en la virtud aglutinante del amor y todo escepticismo en la intuición mística de la fe. Todo es por la Iglesia y en la Iglesia: todos los dones de la gracia, todos los bienes de la verdad. Sólo la Iglesia posee los sacramentos, las Escrituras, la Tradición; la Iglesia, en • 194

cuanto que es la unidad santa de todos los fieles en la verdad y en el amor; por eso, ninguno puede arrogarse la infalibilidad, lo mismo que tampoco puede nadie conferir la gracia sacramental en nombre propio. La infalibilidad le pertenece a toda la Iglesia, lo mismo que la santidad y la gracia. Si a causa de su orgullo o de su individualismo —escribe atacando a católicos y a protestantes—, se nos separa de esta unidad interior, nos apartaremos de la luz vida de la fe para caer en el racionalismo que no conoce la verdad, pasaremos de la libertad del amor a las ataduras del derecho, de la obligación externa, de la organización donde impera la ley. La doctrina de Komiakof, según Danzas, sería solamente una especie de idealismo filosófico enraizado en el anarquismo místico del sectarismo ruso. Este juicio de Danzas resulta demasiado severo, aunque no podemos menos de reconocer la debilidad y los peligros de esta doctrina demasiado ligada todavía a la filosofía de Schelling y demasiado oscura por lo que se refiere al reconocimiento y a la misión de la autoridad. ¿Qué es lo que puede ser realmente una autoridad exclusivamente interior? Enamorado de la iglesia invisible y de su misterio, deja demasiado a la sombra a la iglesia visible, la sociedad de los creyentes; conmovido ante la grandeza de los carismas divinos y del orden sobrenatural, se muestra injusto con el orden natural que es su presupuesto necesario. Sin embargo, ni siquiera para él el misterio del cuerpo místico excluye a la sociedad visible; también para él la fe supone necesariamente la razón, 295

y el amor no excluye la obediencia. Ni siquiera la fe sería capaz de superar el escepticismo si se quitase a la razón la fuerza para vencerlo; y la anarquía no podría ser superada si el amor mismo no se encarnase en la obediencia. Su equivocación, por lo que atañe a la iglesia católica, ha consistido en no haber sabido ver que también para el catolicismo la obediencia es un acto de amor y la organización externa está al servicio del amor y de la verdad. Pocos años antes de que Komiakof publicase sus escritos, había aparecido la obra de Mohler sobre la unidad de la Iglesia, que daba un concepto "vivo, cálido y contemplativo" de la misma, muy semejante al del teólogo ruso. Es verdad que la doctrina de Komiakof sobre la Iglesia reduce muy considerablemente la importancia de la jerarquía y tiende a anular la diferencia que existe entre los pastores y la grey; de este modo, según Komiakof, la infalibilidad es hasta tal punto una prerrogativa de toda la Iglesia, que ni siquiera un Concilio Ecuménico tendría valor si no fuese aceptado antes por todos los creyentes. Según Bulgakof, que continúa en este punto las huellas trazadas por Komiakof, incluso la potestad de orden y de jerarquía ha sido concedida a la Iglesia de modo que la validez del sacerdocio no está ya subordinada a la sucesión apostólica, sino a la pertenencia a la comunidad eclesiástica, que posee directamente esta potestad y que delega a algunos de sus miembros para que ejerciten sus ministerios. Más todavía: Komiakof niega la validez de las notas visibles. "Los que andan buscando pruebas de la verdad 196

de la Iglesia —escribe— demuestran por eso mismo sus dudas y se excluyen a sí mismos de la Iglesia; esos tales confían en las fuerzas de sus propias razones, pero las fuerzas de la razón no llegan a alcanzar la verdad de Dios". ¿No se nota en estas palabras el acento protestante? La verdad es que se asemejan extrañamente a lo que enseña la teología dialéctica, por boca de Karl Barth. Pero negando los "preámbulos de la fe" no se sirve ciertamente a la fe. No obstante, ¿son verdaderamente inevitables todas estas deducciones en la doctrina de Komiakof? Lo dudo. A mi juicio, estas deducciones no hacen más que traicionar el esfuerzo de un pensador que quiere dar de su Iglesia un concepto capaz de distinguirla de la iglesia católica, sin poder lograrlo. Si Komiakof reconoce a los fieles el derecho de aceptar una decisión dogmática, quizá sea esto debido a su deseo de explicar un hecho sumamente inquietante y que, para un ortodoxo, no encuentra ninguna otra explicación: la aceptación por parte de los representantes de la iglesia oriental del decreto de unión con Roma en el concilio de Florencia. El teólogo ruso no niega la iglesia visible, aunque la deje en la sombra, ni niega el sacerdocio: cuando reduce la función de la iglesia visible y del sacerdocio más de lo que le podía permitir la teología tradicional ortodoxa, lo hace evidentemente dentro de un espíritu de polémica contra el catolicismo. La verdad es que todo lo que dice sobre la iglesia carismática es doctrina común a las dos iglesias. Y quizá su intento de relegar a la sombra 197

a la iglesia visible y su escasa voluntad de estudiar detalladamente el organismo externo y jurídico de la Iglesia, se deba a que él mismo se da cuenta, aunque sólo sea confusamente, de que al hablar de él, tendría que hablar menos de la ortodoxia que del catolicismo, de que implícitamente tendría que justificar y defender al catolicismo. Creo que un católico podría aceptar incluso lo que él dice sobre la conexión de la fe con la santidad: la infalibilidad supone la santidad, incluso la impecabilidad, escribe. Sí, supone que la Iglesia sea santa. No supone ninguna otra santidad, ya que incluso el papa no es infalible más que cuando es la boca de la Iglesia, el órgano a través del cual toda la Iglesia confiesa y proclama la verdad revelada. Si es necesario también un órgano para conferir la gracia —el sacerdocio—, es necesario igualmente un órgano para proclamar la verdad, a menos que la infalibilidad de la Iglesia no haga infalibles a todos los cristianos, mientras que la santidad de la Iglesia no basta a hacerlos santos a todos ellos. Por otra parte, si la caridad es el don más alto, si es la virtud hacia la que todo gravita y tiende, se puede pensar que la fe subsiste sin la caridad, ya que está precisamente ordenada a preparar la caridad, a suscitarla en el corazón. La caridad no es la raíz de la vida cristiana, sino su flor y su fruto. Si en la iglesia carismática invisible están necesariamente unidas la fe y la caridad, hasta el punto de que la integridad de la fe pertenece a la integridad del amor, en la iglesia visible, sin embargo, el hombre llega a la fe "ex auditu": la Iglesia obra 198

sobre un hombre, que todavía no vive en ella, que está fuera. Si no pudiese obrar por fuera, la Iglesia tendría cerradas todas las puertas para su acción en el mundo: el mundo y la Iglesia no podrían encontrarse jamás. Komiakof exalta a la iglesia carismática y parece que no conoce más que a ésta; pero en esta exaltación, que lo hace injusto para con la iglesia visible, no hay duda de que actúa verdaderamente un don de fe luminosa. "Es innegable la inspiración patrística en las obras de Komiakof y se manifiesta especialmente en su primer opúsculo sobre La unidad de la Iglesia", escribe Schultze. El verdadero teólogo no es nunca un mero excavador de textos ni un lógico abstracto: la teología deriva su fuerza y su luz del "don de sabiduría". El teólogo es siempre fundamentalmente un místico. Si no admitimos este hecho, no nos podremos explicar la influencia que ha ejercido Komiakof. Ciertamente, Komiakof no sigue viviendo solamente debido a esos mezquinos procedimientos a los que se ha sometido para condenar a la iglesia romana: quizá su aspereza no hace más que esconder u n secreto temor y un presentimiento de la verdad. El mismo ha escrito estas maravillosas palabras: "La fe que conoce su fuerza es tolerante y dulce". El sigue vivo y debe vivir también para nosotros. Oriente y occidente no deben excluirse, sino completarse. Oriente tiene necesidad de nuestro carácter concreto y de nuestra precisión, para no perderse en lo abstracto, para no caer en la anarquía; nosotros, por nuestra parte, necesitamos de su cálido sen199

timiento místico, para que no nos endurezcamos en fórmulas jurídicas ni nos quedemos encerrados en la organización exterior. Se trata de dos mentalidades incompletas, pero no contrarias. Nuestro deber es procurar el acercamiento con simpatía y profundo respeto. Komiakof es un teólogo cristiano al que tenemos más necesidad de comprender que de atacar. "Si su concepción de la Iglesia parece muchas veces que pierde todo contacto con la realidad exterior, sin embargo su teología está llena de visiones amplias, de miradas penetrantes, de fecundas sugestiones. Ha expresado de una manera incomparable la esencia íntima de la Iglesia como organismo espiritual, como cuerpo místico de Cristo, aunque ha dado poca importancia a la organización externa": tal es el juicio que sobre él ha dado Gratieux. Al negar el lado humano de la Iglesia, su humanidad, que es la imagen en donde se revela su divinidad y el instrumento a través del cual actúa, ha negado, como decía Soloviof, "el verdadero dogma central de todo el cristianismo: la unión íntima y completa de lo divino con lo humano sin confusión ni división". De hecho, en su anarquismo cristiano, Komiakof habla más bien de una iglesia invisible y no militante, que de la iglesia de este mundo; su cristianismo es más bien el cristianismo de la patria que el del destierro. De ahí deriva el carácter vago y abstracto de su cristianismo. No reconoce la importancia de aquel principio sacramental, que conduciría más tarde al catolicismo a Newmati y a Soloviof. 200

La iglesia visible existe para él "en la medida en que está sometida a la iglesia invisible y está de acuerdo en ser su manifestación"; por otra parte, "la iglesia invisible no puede absolutamente, por su misma naturaleza, aceptar como manifestación suya a una sociedad religiosa que no quiera someterse al principio de la comunión cristiana, el del amor mutuo en Cristo Jesús". "La iglesia es la revelación del Espíritu Santo en el amor mutuo de todos los cristianos". El carácter abstracto de su concepción teológica podría depender del carácter abstracto e intelectualístico de la espiritualidad oriental. Algunos han reprochado también su pensamiento eclesiológico, tachándolo de inmanentismo místico. Ciertamente, la ausencia de diálogo y de drama —ya vimos anteriormente qué poco habla de Dios y de Cristo— puede dar motivos para una acusación tan grave. Pero no debemos ser demasiado severos. Sus mismas lagunas ¿no serán también el testimonio del carácter más místico que especulativo de su concepción teológica? Esa su atención casi exclusiva al lado invisible de la Iglesia, ¿no confirmará la actitud fijamente contemplativa de su mirada interior? Esta exclusividad y esta falta de equilibrio, ¿no serán defectos con los que fácilmente nos encontramos en otros escritores místicos? La verdad es que en Komiakof se vislumbra el plan, o mejor dicho, la inspiración de una gran mística social, que resulta necesaria hoy más que nunca a nuestra vida religiosa. Dentro del organismo de la sociedad el hombre cristiano está llamado a dar 201

la medida perfecta de sí mismo y de su fe, a comunicarle el soplo de su vida pujante. El misticismo de Komiakof se revela sobre todo en su teología sobre la Iglesia, pero esta teología suya está impregnada de sentimiento místico en la medida en que a través de ella se manifiesta toda su vida interior, generosa, fecunda, rica de optimismo y de energía, que hizo de él u n apóstol y un luchador, la cabeza y el guía de la eslavofilia. Komiakof es u n místico porque vive una vida intensamente religiosa, porque en su fe ha sabido verdaderamente poseer la plenitud y la unidad de su vida entera, aunque no pueda llamarse místico en el sentido que toma esta palabra en los santos, a quienes la experiencia viva de Dios señala con un sello de fuego, que todo lo consume y lo convierte en cenizas.

Otros

textos

1. El

entusiasmo

Existe el entusiasmo de la batalla, existe el entusiasmo de la lucha; pero el mayor entusiasmo es el de la paciencia, el del amor y la plegaria. Si tu corazón se ve abatido por la malicia de los hombres; si te ha encadenado la violencia con sus cadenas de acero; 202

si las lágrimas de la tierra han penetrado como hiél en tu alma, con una fe viva y segura vuelve a este entusiasmo divino. El entusiasmo tiene alas, y con ellas podrás volar, sin fatiga y sin esfuerzo, sobre las sombras terrenas, sobre el techo de tu cárcel, sobre la ceguera de la malicia, sobre los gemidos y los gritos de la orgullosa turba mortal.

2.

Estado e Iglesia

"Para un creyente la relación que tiene con Dios y con la Iglesia es lo más esencial en este mundo; su relación con el Estado es secundaria y accidental. Sería alterar todas las leyes de la verdad, someter lo esencial a lo accidental o reconocer que ambos tienen iguales derechos y prerrogativas... ¿Será necesario decir que yo no entiendo la primacía de la Iglesia como inquisición o persecución en favor de la fe? Forzar a la gente a creer es contrario al espíritu cristiano y produce un efecto contrario al que se lo propone, con gran detrimento del Estado y de la Iglesia. La obligación del Estado es ponerse de acuerdo con la Iglesia a fin de poder dar, como razón principal de su existencia, la de estar siempre penetrado cada vez más por el espíritu de la Iglesia, sin contentarse únicamen203

te con no ver en la Iglesia un medio para hacer más fácil su existencia, sino más bien viendo en su propia existencia un medio para realizar más plena y fácilmente a la Iglesia de Dios sobre la tierra". Resultaría muy interesante comparar estas ideas con las de Dostoyevski en Los hermanos Karamazof.

3.

Todos

maestros

"Toda palabra inspirada en un sentimiento de amor verdaderamente cristiano, de fe viva o de esperanza, es una enseñanza. Todo acto marcado por el Espíritu de Dios es un ejemplo. Toda la vida cristiana es una lección y un modelo. El mártir que muere por la verdad, el juez que hace justicia, el labrador que acompaña su humilde trabajo con una elevación constante de su alma a Dios, mueren y viven para dar una elevada enseñanza a sus hermanos. Cuando sea necesario, el espíritu divino pondrá en sus labios palabras de sabiduría, que no sabrían pronunciar el sabio ni el teólogo. "El obispo es al mismo tiempo maestro y discípulo de sus ovejas", escribió el apóstol de los aleutas, el obispo Inocente (obispo de Irkutsk, t 1731). Cualquier hombre, tanto si está elevado en los más altos grados de la jerarquía, como si ha nacido en la oscuridad de la más humilde condición, ofrece unas veces su enseñanza a los demás y la recibe otras veces de los otros, ya que Dios distribuye los dones de su sabiduría a quien quiere, 204

sin aceptación de funciones ni de personas. No es sólo la palabra la que enseña, sino toda la vida. El no admitir más enseñanza que la de la lógica, es racionalismo. Ciertamente, el cristianismo tiene su expresión lógica fijada en el símbolo, pero esta expresión lógica no se encuentra separada de otras manifestaciones. Existe también una enseñanza lógica, que se llama teología, pero no es más que una rama de la enseñanza general... En las cuestiones de fe no existe diferencia entre el letrado y el ignorante, entre el eclesiástico y el laico, entre el hombre y la mujer, entre el soberano y el subdito, entre el amo y el esclavo. A veces, según la voluntad de Dios, el adolescente recibe el don de la visión y el niño la palabra de la sabiduría, y el pastor analfabeto desenmascara y refuta la herejía de su sabio obispo, a ñn de que todos no sean más que una sola cosa en la unidad libre de la fe viva, que es manifestación del Espíritu de Dios. Este es el dogma que se encuentra en el fondo mismo de la Sobornost". El carácter polémico de estos textos, en cuanto que quieren negar la distinción entre la iglesia docente y la discente, es manifiesto. Sin embargo, estas palabras hacen vislumbrar u n a gran verdad que pone hoy de relieve la Acción Católica: el laicado tiene que colaborar con la jerarquía. Es digno de atención el hecho de que también para Soloviof el poder profético de la Iglesia no está vinculado al sacerdocio; es más bien un cansina t una manera de hablar según el espíritu, una voz espiritual que exige santi205

dad. Por lo demás, ¿acaso la Iglesia no ha hablado de la "doctrina celestial" de santa Teresa de Jesús? Lo mismo que la fe exige para Komiakof la candad, también la caridad, la santidad, parece exigir la doctrina. Es asimilación del alma al Verbo. El santo es doctor, y el doctor de la Iglesia es siempre un santo. El "munus docendi" pertenece ciertamente al episcopado. El episcopado, tomado colectivamente con el sumo pontífice, tiene una asistencia especial, negativa en primer lugar en cuanto que lo preserva del error, y positiva luego porque lo ilumina y lo guía hacia la verdad. El "munus docendi" pertenece al episcopado, en cuanto que el episcopado es "status perfectionis acquisitae". ¿No se podría pensar, pues, que todo cristiano perfecto tiene su "munus docendi"? Pero esta misión sólo podrá ser reconocida cuando se reconozca su santidad personal, después de su muerte. Mientras que el obispo tiene ya en esta vida el "munus docendi", como deber inseparable y privilegio de su sacerdocio, ya que no es prueba de una santidad personal, sino consecuencia de su pertenencia al sacerdocio universal de la Iglesia, que es estado de santidad. El sumo pontífice, obispo de aquella sede "unde unitas sacerdotalis exorta'est", es siempre "doctor Ecclesiae" y es llamado también "Sanctissimus Pater". Los rusos dicen, después de Komiakof, que la infalibilidad del sumo pontífice es la misma infalibilidad que la de la Iglesia. El es infalible, dice Clerissac, como órgano de toda la Iglesia, su voz, su boca: la santidad que supone la infalibilidad pontificia es la santidad, no del 206

pontífice, sino de la Iglesia misma, de toda la Iglesia que habla por él. Según Rahner, si llegase a faltar absolutamente y en todas partes la santidad, la predicación misma no sería ni podría ser verdadera. "En el mismo instante e n que la Iglesia dejase de ser santa, dejaría de ser también la "verdadera" anunciadora de la verdad; dejaría de existir la verdad del cristianismo".

207

9 CONSTANTINO LEONTIEF Y EL CRISTIANISMO TRÁGICO Su vida

C

Leontief nació en Kulikovo, provincia de Caluga, en 1831. Estudió en Yaroslav y en 1849 se inscribió en la facultad de medicina de Moscú. Devorado por la fiebre de una vida libre y sin barreras, pasó unos años de lucha confusa entre la incredulidad y la fe y escribió sus primeros trabajos literarios. Al estallar la guerra de Crimea, se marchó voluntario a ella en busca de emociones fuertes. Fue destinado a Kerch en 1854. Vivió su vida militar en medio de una ligereza y espíritu mundano, que le complicaron en mil aventuras pecaminosas. En 1857 volvió a Moscú, donde publicó su primera novela. Tras un breve paréntesis de servicio médico en Nijni Novgorod, decidió dedicarse por completo a la literatura y establecerse en San Petersburgo. Allí permaneció hasta 1885, terminando con este año el primer período de su vida, en la que se manifiesta como esteta puro, ajeno y enemigo de todas las luchas sociales y políticas. En 1865 ingresó en la carrera diplomática y fue enviado a Creta. ONSTANTINO

209 14.

CRISTIANISMO

Desde 1865 hasta 1871 vive en una continua exaltación pagana de la vida y escribe sus obras más significativas e importantes bajo el punto de vista literario, convirtiéndose en un escritor social y político. De Creta pasó luego a Adrianópolis, a Yanina, a Tesalónica, a Constantinopla. Se arroja en brazos de la vida con un sentimiento tan pagano y un deseo tal de disfrutarla, que el espiritualismo cristiano le parecerá siempre contrario y opuesto al idealismo romántico y moral, propio de su temperamento de artista y de hombre del renacimiento. Grecia y Bizancio serán los dos polos que atraerán a su espíritu sin paz: el ideal clásico de la belleza y el ideal ascético bizantino. En 1871 una grave enfermedad intestinal lo puso repentinamente a las puertas de la muerte y de la condenación eterna. Curado milagrosamente de la enfermedad, tendrá siempre desde entonces ante sus ojos el sentimiento de la muerte y el vivo terror de la condenación. Visitó varias veces el Monte Athos, se sometió a la dirección de los monjes, pidió —como se lo había prometido a la Virgen durante su enfermedad— que le permitiesen tomar el hábito, pero se lo negaron. Conservando este deseo en su corazón, dejó entonces la carrera diplomática y se estableció hasta 1874 en Constantinopla, donde escribió la Odisea Policromada, que él consideraba como su obra maestra literaria, y/ Bizantinismo y mundo eslavo, que es ciertamente su obra fundamental por su madurez de pensamiento social y político. En otoño de 1874 se encuentra de nuevo en 210

Rusia, donde permaneció ya hasta su muerte. Se dirige a Optina Pustin, donde conoce al P. Clemente Zaderholm y al staretz Ambrosio. En noviembre ingresó en un monasterio, pero por poco tiempo: su naturaleza exuberante, necesitada de libertad no estaba todavía madura para la vida ascética ortodoxa. Vive años de penosas estrecheces, de soledad moral, de cansancio, sin pertenecer al mundo y sin sentirse todavía en paz con Dios. Trabaja primero en la redacción de un periódico, obtiene luego un puesto en la comisión de censura de Varsovia. Después de una serie de humillaciones, obtiene una modesta pensión y vuelve a Optina decidido a hacerse monje. Ingresa en el monasterio viviendo en un lugar separado, como novicio. Con la aprobación del staretz emprende de nuevo sus actividades de escritor y escribe sus memorias. Hace su profesión monástica secreta en agosto de 1891 y m u e r e un año más tarde, el día 12 de noviembre de 1892, siendo sepultado en el monasterio de Getsemaní, cerca de Moscú.

Su

doctrina

Del interés puramente estético y literario de sus primeros años pasó Leontief, sin renegar de su temperamento artístico, a un interés social y político, para terminar siendo finalmente un gran pensador religioso. Lo que domina su pensamiento en los últimos años es la ortodoxia. Coherente siempre 211

consigo mismo, es un hombre que por temperamento y por educación se complace en los fuertes contrastes y no soporta la nivelación de la igualdad ni la uniformidad del color. Su cristianismo es un cristianismo antipopulista; más todavía, es neta y decididamente jerárquico, espiritualmente dualista, fundado en el temor más que en el amor, en la oposición entre el mundo y Dios, entre el espíritu humano y el espíritu divino, más que en la divinización de la críatura y en la unión del hombre con Dios. La Iglesia, o más bien, este cristianismo bizantino, tan irreductiblemente contrarío al humanitarismo y al igualitarismo liberal, representa para él la institución que debería haber salvado a oriente del contagio europeo. No se trata de la autonomía del mundo eslavo, de su unidad, de la originalidad de su cultura; ni se trata de su raza o de su nacionalidad, como ocurre con los eslavófilos, sino que se trata de la ortodoxia, o mejor dicho, de Bizancio. El bizantinismo es la idea suprema que tiene que vivificar a la nacionalidad, que tiene que dominarla dándole un contenido y una fuerza. Deben situarse en prim e r plano, por tanto, los intereses de la Iglesia y a ellos deben someterse los intereses de la política. Entre el cristianismo y el humanitarismo igualitario la oposición es irreductible: por eso mismo, no puede admitir una democratización de la Iglesia, ni puede comprender de ningún modo el cristianismo de Dostoyevski. "Ni siquiera en el cielo existe ni existirá jamás igualdad entre todos; no la habrá ni en las recompensas ni en los castigos. Sobre la tierra la 212

libertad y la igualdad total en los derechos no son más que un medio para preparar la venida del anticristo". "Es verdad —escribe— que el Nuevo Testamento nos recomienda que exista la mayor hermandad y humanidad posible, como medio para asegurar la salvación de nuestras almas. Pero las santas Escrituras no dicen en ningún lugar que gracias a esta humanidad, podrán los hombres disfrutar de felicidad y de paz. Cristo no lo ha prometido". Estos sentimientos de Leontief nos explican, por encima de todo lo demás, la rotura de su apasionada amistad con Soloviof, cuando creyó que este filósofo había traicionado al cristianismo, al intentar su reconciliación y su alianza con el espíritu progresista y democrático de nuestros tiempos. Fruto del humanitarismo liberal sería para él una burguesía incolora sin ideales, en la cual desaparecería "el valor de los hombres y de las naciones", en medio de u n nivelamiento feroz y extraordinariamente prosaico. Como todos los grandes rusos, Leontief es universalista por instinto, pero con el transcurrir de los años y debido a su mayor experiencia de la historia y de los hombres, tendrá que renunciar a su universalismo mesiánico para caer en una especie de sombría desconfianza, que le hará ver con sentimiento apocalíptico cómo el evangelio indica que al progreso de la cultura acompañaría la apostasía del mundo y la extinción del amor. "No cabe en mi cabeza que la vida se convierta alguna vez en el templo de la paz perfecta y de la verdad absoluta... Semejante confianza en la humanidad está en 213

contradicción con el evangelio. El evangelio y los apóstoles proclaman que, a medida que pasa el tiempo, las cosas irán cada vez peor, y el consejo que nos dan es que conservemos nuestra fe y nuestra virtud personal hasta el fin... Y, al final, no solamente no veremos el triunfo de la hermandad universal, sino que precisamente en el momento en que el evangelio haya sido predicado en todo el mundo, precisamente entonces, veremos cómo en todas partes se ha apagado la caridad". Y termina con esta visión de solemnidad trágica: "Cuando la difusión del evangelio haya alcanzado el punto marcado por el altísimo, cuando se haya apagado incluso este amor incompleto —que no sirve más que de paliativo—, y los hombres se pongan a creer locamente en la paz y en el descanso, precisamente entonces, se verán sorprendidos por la muerte. Y no podrán escapar..." "Todo sobre la tierra es incierto, ilusorio, precario. Lo que es real y eterno no llegará más que cuando la tierra, y todo lo que en ella habita, haya perecido... Desde el punto de vista cristiano puede decirse que el triunfo en la tierra de una paz constante, de u n a felicidad, de una mutua inteligencia entre todos, de una seguridad material general, en una palabra, de todo cuanto el progreso democrático se ha propuesto como meta alcanzar y realizar..., semejante triunfo sería una inmensa catástrofe bajo el punto de vista cristiano". Leontief perdió las esperanzas de que oriente pudiera salvarse, liberándose de la invasión ideológica y de la influencia de la vida europea, y

presintió la revolución y el fin de su Rusia. Pero esto no le impidió que permaneciese fiel a la Iglesia. Llegó hasta separar el destino de la Iglesia del destino de Rusia, y previendo el fin de esta última, se refugió en la Iglesia y confió al cristianismo ascético bizantino la salvación de su alma. "Dios ha maldecido la vida terrena; todo lo que existe debe caer en ruinas". El mundo, la vida terrena desaparece en la perspectiva de la eternidad: la vida aparece tan inútil, el hombre resulta tan impotente, que Leontief no siente ya la necesidad de una moral, sino la de una actividad religiosa, y ésta no es más que ascesis y temor, escribe justamente Masarik. "La humildad en Dios libremente consentida es más saludable, más segura para el alma que esta orgullosa e imposible suficiencia, hecha de indulgencia paternal y de unción espiritual. Un gran número de justos ha preferido el retiro en el desierto al amor activo. En su tebaida ellos rogaban a Dios ante todo por su propia alma, y luego por las de los demás. En las comunidades monásticas los staretz prohiben que nos abandonemos demasiado al amor activo. Lo que enseñan preferentemente es la obediencia, la mortificación, el perdón pasivo de las ofensas". Nada fue más extraño a su manera de pensar que el reino social de Cristo: la Iglesia se convierte en una institución espiritual cuya misión exclusiva es la salvación de las almas que se refugien en ella, separándose del mundo. "Un hombre que tenga realmente fe no puede dudar cuando se trata de escoger entre la fe y la patria. ¡Ante todo y sobre todo la fe! ¡aunque la

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patria se hunda! El estado temporal no es más que un fenómeno transitorio, pero mi alma y las almas de mis prójimos son eternas. Si solamente hubiese tres mil o trescientos, o incluso sólo tres hombres que se hubiesen mantenido fíeles a la Iglesia hasta que la vida humana cesase en nuestro planeta, solamente serán justos esos tres mil, o trescientos, o tres hombres, y Dios estaría con ellos: todos los demás se habrían perdido". Este sadismo ascético de Leontief, ¿no será acaso una manifestación de su temperamento sensual? La lucha contra el pecado se convierte para él en una lucha contra el humanitarismo, y más tarde contra todo lo humano. El odio al pecado se convierte en odio al mundo, que está por completo enraizado en el mal. El precepto del amor queda sustituido por la obediencia, que se convierte en la primera virtud, la virtud más importante. Pero esta revolución de Leontief contra el mundo —él solo contra todos— no deja de tener una especial grandeza de espíritu. Su testimonio se funda en la experiencia religiosa de un contacto imprevisto con la realidad sobrenatural, frente a la cual no resiste ningún valor terreno, en la experiencia religiosa siempre viva de su conversión, que trastornó su vida de esteta y de diletante. El no piensa ya más que en sí mismo y en su propia salvación, y se hace indiferente a todo, implacable contra todos. Prevé y anuncia, con alegría feroz, la trágica ruina del mundo y la llegada del anticrísto. Dominado por el terror a la condenación, ignora el ansia

de una salvación universal de la humanidad, la aspiración viva a la unidad total mediante la elevación y la espiritualización del mundo, tan propia del cristianismo ruso. A la Iglesia no le pide más que su propia salvación. Acentúa el carácter autoritario de la Iglesia y no conoce en relación con ella más que la obediencia; exaspera las distancias entre el hombre y Dios para sentirse humillado y vencido en su presencia en la sumisión servil y en el temor. No conoce la piedad embriagadora ni la intimidad del amor. Se ha hablado, a propósito de Leontief, de Nietzsche. Se podría haber hablado igualmente de Kierkegaard. Tanto para el uno como para el otro, la fe es una violencia hecha a la razón, una paradoja. Ambos son enemigos declarados de un pensamiento filosófico que reduce todo lo real a la abstracción, a la idea. Ambos ven en el cristianismo la defensa de su individualidad, del valor singular de cada hombre, aunque por este motivo Kierkegaard tenga que luchar contra la Iglesia constituida, mientras que Leontief entra en la iglesia ortodoxa. Es que entre la iglesia democrática del protestantismo liberal, contra la que se rebela Kierkegaard, y la iglesia "aristocrática" de la ortodoxia monástica bizantina, que fue el último gran amor de Leontief, media un abismo. Pero los dos están m u y cercanos entre sí, cuando defienden la sobrenaturalidad de la fe y de la gracia y cuando luchan contra el liberalismo que invade el templo y que amenaza con arrastrar hacia una vulgar medio-

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cridad el valor de "cada uno" y la aristocracia de los espíritus. En el fondo, se trata de la lucha de todos los grandes espíritus religiosos del siglo pasado, y de todos los tiempos: bástenos recordar a Newman. A propósito de Leontief, escribe Berdiayef que toda su experiencia religiosa fue una búsqueda apasionada de la salvación, un medio para liberarse del terror y del espanto, que él consideraba como la experiencia religiosa por excelencia, la esencia misma del cristianismo como religión de la redención. "El hambre animal nos humilla. Pues bien, tanto mejor, humillémonos delante de Dios para podernos elevar moralmente. El amor de Dios tiene poder de sobra para aplastar en nosotros el temor: pero esto es un asunto que sólo concierne a un pequeño número". Tanto Leontief como Kierkegaard son enemigos del monismo místico y acentúan el dualismo religioso hasta la exasperación. La experiencia religiosa del pecado es para ambos la experiencia religiosa fundamental. Para conocer de verdad a Dios, es menester conocerlo como juez, como enemigo. El amor es un sentimiento desconocido o admitido de mala gana; de todos modos, se trata de una excepción. "El principio de la sabiduría, y por tanto, de toda fe verdadera, está en el temor; el amor no es más que el follaje; pero no debemos tomar el fruto por la raíz ni la raíz por el fruto". Berdiayef niega la cualidad de místico al cristianismo de Leontief, pero injustamente. No se puede negar que el carácter trágico de este 218

cristianismo pertenece verdaderamente al cristianismo genuino y auténtico, aunque no sea tan exclusivo y dominante como pretende Leontief. Por otro lado, este misticismo permanece fiel al cristianismo oriental típicamente dualista y tentado siempre de maniqueísmo, haciendo de contrapeso y de correctivo al cristianismo humanitario de Dostoyevski y al misticismo filosófico ruso, que corre tantas veces el riesgo de naufragar en el panteísmo y en la abstracción. Es un misticismo sólido, concreto, aunque no sea ciertamente muy elevado y embriagador; pero toda experiencia de lo divino da en primer lugar la sensación de vértigo y de espanto. Dios se presenta al alma como "mysterium tremendum". Cuando no existe esta primera experiencia, cualquier misticismo resulta fundamentalmente sospechoso y no es, las más de las veces, más que un puro juego de fórmulas y de abstracciones. Lo mismo que no hay una verdadera mística sin ascetismo, tampoco quizás haya una verdadera ascesis sin experiencia de Dios, la experiencia de una realidad sobrenatural que haga posible y comprensible la renuncia ascética y el abandono del mundo. Sigue siendo sumamente significativo el hecho de que los staretz reconociesen y aprobasen el cristianismo de Leontief mucho más fácilmente que el de Dostoyevski y Komiakof. Por lo demás, la conversión de Leontief no podría explicarse exhaustiva y definitivamente por medio de la sicología: toda conversión verdadera tiene en el fondo un carácter místico y escapa al análisis. La conversión de Leontief nos revela el carácter místico 219

de su religión: "A los cuarenta años, sin saber cómo, mi fe en Dios puso fin a mi actividad de escritor y de diplomático. Todavía me siento sorprendido por ello: todo sigue siendo para mí misterioso e incomprensible. Cuando en el verano de 1871 me encontraba en Tesalónica tumbado en aquel diván en donde me había arrojado el cólera, agitado por el miedo de una muerte espantosa, al mirar el icono de la Santa Virgen que me había traído un monje del Monte Athos, no podía ciertamente prever todo lo que me iba a pasar. Mis planes literarios eran m u y vagos. No soñaba, ni mucho menos, con la salvación de mi alma; la fe en un Dios personal me era más accesible que la idea de mi propia inmortalidad". "Lo que me faltaba en aquella época —sigue diciendo— era un verdadero sufrimiento: no tenía en mi corazón ni la más pequeña partícula de humildad; sólo confiaba en mí mismo. Era todavía más feliz y espléndido que en mi juventud y me sentía sobradamente satisfecho de mí mismo. Desde 1869 se realizó en mí un cambio subterráneo. Sentí claramente por primera vez sobre mí mismo una mano omnipotente y tuve ganas de humillarme y de obedecer. Creía que iba a encontrar en mi sumisión una base capaz de sostenerme contra la cruel tempestad interior que atravesaba. Solamente m e faltaba ya la forma de ponerme en comunicación con Dios. Lo más natural era que me sometiese al rito ortodoxo. P a r t í para el Monte Athos con ganas de convertirme en un verdadero ortodoxo, para que los austeros monjes me enseñasen a creer. Estaba dispuesto a abandonar 220

en sus manos mi espíritu y mi voluntad. Sin embargo, los asaltos exteriores se repetían con una vehemencia cada vez mayor y mi alma ofrecía a esos asaltos el terreno deseado. Llegó finalmente la hora en que me vi súbitamente invadido por un terror desconocido. No era solamente miedo: era un terror loco que invadía mi alma y mi cuerpo: el terror del pecado, el terror de la muerte. Y conste que no me intimido fácilmente: hasta aquel día yo no había experimentado ninguna clase de terror de cierta importancia. Y di el paso decisivo: me puse a temblar delante de Dios, delante de la Iglesia. Con el tiempo se fue disipando el temor físico, pero el terror espiritual no ha disminuido, no ha hecho más que crecer y crecer cada vez más". Nos gustaría analizar estos textos, en los que la sinceridad del escritor es evidentemente absoluta; pero hay algo que escapa al análisis. Se trata de una experiencia que no puede reducirse a las experiencias comunes. Era un alma exquisitamente sensible a la belleza y amaba la variedad de las formas, la armonía y sobre todo la energía. Al convertirse al cristianismo, renegó de todo ello con violencia, y su manera de ver y de sentir fue considerada por los mejores representantes del cristianismo ruso, como una manera de sentir ortodoxa. Era, de todos modos, una manera de sentir cristiana. Podría preguntarse si es un verdadero pensador religioso, un filósofo. Es sin duda alguna un pensador cristiano. También nosotros, como los monjes de Optina, reconocemos más cristia221

no su modo de sentir y de pensar que el de Komiakof, e incluso el de Soloviof. El cristianismo de estos dos últimos autores no se libra de la tentación de convertirse en una vaga concepción filosófica; su metafísica es abstracta. Sacrifican en una unidad abstracta el drama concreto de la vida humana. Leontief permanece no solamente más cercano a la espiritualidad monástica rusa, sino que precisamente por eso es el más auténticamente religioso, el más verdaderamente cristiano de los pensadores rusos. El suyo es un cristianismo apocalíptico, el cristianismo del juicio final: cuando se abrió a su espíritu la verdad cristiana, eclipsó con su luz y consumió con su fuego todo el mundo y sus vanidades. Leontief fue siempre el místico del terror religioso. No obstante, si el cristianismo de Leontief siguió siendo un cristianismo exclusivamente escatológico, esto no se debe a él tanto como a aquel mismo cristianismo, al que se mantuvo fiel. En un principio, él había esperado que Bizancio salvaría a oriente: precisamente por haberse apoyado en Bizancio, no pudo luego esperar esta salvación. Leontief sentirá la superioridad del catolicismo, simpatizará con la firmeza de su fe, con el principio de autoridad tan vivamente arraigado en los católicos, con la independencia de la Iglesia frente al poder, con el papado como principio interior de unidad y de fuerza, con la misma infalibilidad pontificia. Según él, "el catolicismo representa una fuerza inmensa capaz de detener el nihilismo y la destrucción revolucionaria, una fuerza mucho más 222

grande que la de la ortodoxia". Sin embargo, él creerá siempre que la iglesia ortodoxa es el camino necesario para la salvación de su alma, y al no poder renunciar a esta salvación, renunciará a la salvación de oriente y al mesianismo ruso, que la iglesia ortodoxa será incapaz de realizar. La iglesia ortodoxa no conocía la independencia que sería necesaria al universalismo cristiano y se había desinteresado demasiado de la vida del pueblo. El ideal social cristiano, el reino social de Cristo era desconocido en la predicación ortodoxa; y sólo la creación de una sociedad verdaderamente cristiana hubiera salvado a oriente. Por otro camino distinto Leontief llegará a las mismas consecuencias de Dostoyevski y de Soloviof: la iglesia ortodoxa tradicional es incapaz de salvar a Rusia del universalismo anticristiano. Dostoyevski con un sentido profético hablará de un cristianismo nuevo, Soloviof entrará en la iglesia católica y Leontief abandonará la idea de salvar a Rusia, renunciará al universalismo cristiano y pensará únicamente en su propia salvación. En las respuestas de estos tres grandes pensadores se manifiesta la idea que dominó sus almas y que guió sus vidas. Dostoyevski, que no supo o no quiso renunciar a su fe en la misión universalista cristiana de su pueblo, fue el profeta de un nuevo cristianismo preconizando que de los monasterios ortodoxos saldría p a r a Rusia primero, y luego para todo el mundo, u n nuevo mensaje, creador de una nueva sociedad que lograría realizar la unidad de todos los pueblos en la libertad cristiana del amor fraterno. Leon223

tief, que comprendió cuan quimérico y peligroso era el sueño del gran escritor, creyó que la búsqueda y la profecía de un cristianismo nuevo no era más que una apostasía de la Iglesia, un humanitarismo, y prefirió en consecuencia abandonar la idea de la universalidad cristiana y abandonar a Rusia a su destino, antes que poner en peligro su propia salvación. Soloviof, amigo juntamente de Dostoyevski y de Leontief, supo conciliar el idealismo cristiano del uno con el sentido eclesiástico del otro, y vio más claramente en el catolicismo la idea que domina verdaderamente las nacionalidades y que da a todos los pueblos su propia misión, en la unidad universal del cuerpo místico de Cristo. Nietzsche acusó al cristianismo de ser una religión de esclavos. Pero el color grisáceo de la masa humana no debe imputársele al cristianismo: en el cristianismo son posibles todas las experiencias; es tan vasto y tan rico que todos pueden sentirse como en su casa. Asume las características de quienes lo profesan: y en esto está su milagro. Ha sido hecho por Dios, que conocía a los hombres, a medida del hombre. No es una religión de esclavos, pero es también para ellos. También es para Nietzsche. El mundo no pudo salvar su fuerza; el cristianismo la hubiera podido salvar. Sin embargo, puede ser que el cristianismo sea precisamente la religión de los libres y de los fuertes. Los esclavos pueden también sentirse cristianos, creer que son cristianos, pero ¿lo son realmente?; puede ser que se sientan en paz y de acuerdo con la Iglesia, porque están sometidos a ella, pero

todavía no son cristianos. Dios quiere la voluntad y la fuerza del hombre, porque quiere luchar con él. En la Iglesia hay esclavos, pero es para que se eduquen en la libertad: en la Iglesia están los libres y los fuertes y solamente en la Iglesia pueden sentirse a gusto. Los esclavos pueden sentirse en todas partes, como en su casa, ya que no tienen nada que les pertenezca. En el fondo, el que no posee un alma, puede pertenecer a cualquiera: no tiene necesidad de ser salvado, por la sencilla razón de que tampoco puede ser salvado. Si la Iglesia acepta a todos, no es porque todos van a ser salvados: es porque todos podrán poseer un alma, cuando quieran educarse de verdad dentro de ella en la fuerza de la libertad. Quizás, a pesar de su antipatía, Constantino Leontief no se encontraba muy lejos de Dostoyevski. Su cristianismo era ciertamente el cristianismo del pequeño número de elegidos, que el Gran Inquisidor reprocha al Hijo de Dios. Si Leontief quiso salvar su alma de esteta, su fuerza, su libertad de hombre y su rebelión contra el nivelamiento burgués, contra la falsa y vulgar igualdad que amenazaba a todos los valores humanos, tuvo que entrar en la Iglesia. "El Dios fuerte escoge al hombre fuerte, capaz de luchar contra él", había escritor Soloviof. Su repugnancia excesiva, su desprecio violento contra el igualitarismo liberal era, en el fondo, el amor a su propia libertad. Si predicaba un cristianismo austero de obediencia, de sumisión, de temor, era porque de este modo

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225 15.

CRISTIANISMO

podía salvar el valor de la vida y su responsabilidad, la seriedad trágica del destino humano. El miedo del infierno le daba siempre un sabor áspero a la vida del hombre, haciendo de ella una lucha dramática, llena de patética grandeza. La vida de cada hombre no podía anularse en el proceso anónimo de la historia, sino que era una rebelión, una revolución heroica contra su necesidad impersonal, la afirmación de un valor que era eterno, por ser único y singular. ¿Quién podría creer que para poder seguir siendo hombre, este hombre que yo soy, era necesario que me hiciese cristiano? Leontief, al entrar en la Iglesia y al hacerse monje, empezó a rezar con los salmos, pero no dejó por ello de saborear a Voltaire, de gemir por los infinitos pecados de su vida y de ponerse de acuerdo con David en las maldiciones contra sus e n e m i g o s . ¡Imaginaos! ¡sus enemigos se habían convertido de pronto en enemigos de Dios! Ciertamente, para ser cristiano tuvo que perder su alma; su carrera diplomática destrozada, u n porvenir incierto, y en cambio la miseria más dura y las humillaciones más penosas. Pero cuando fue cristiano pudo encontrar su alma entera. ¿No era esto lo esencial? Su arte no lo hubiera salvado, ni su doctrina social o política; pero el cristianismo salvó a Constantino Leontief, el esteta admirable y aristocrático que no quería morir. Para convertirse necesitó ciertamente la ayuda de la gracia divina, pero cuando acabó su conversión, pudo percatarse de

que seguía siendo el mismo. Siempre sucede igual. Con la conversión, no sólo el hombre no se pierde a sí mismo, sino que se vuelve a encontrar. Toda conversión, al mismo tiempo que una revolución, es también un profundizamiento, un desarrollo "normal" de la propia alma. Tienen razón algunos convertidos, al no querer que se les llame "convertidos": siempre han sido los mismos; incluso ahora se sienten más "ellos mismos" que antes. Todos ellos, p a r a ser de verdad lo que son, parece como si hubiesen debido hacerse cristianos. Cuando Leontief ingresó en la Iglesia, terminó su peregrinación: se encontró finalmente a sí mismo. Para encontrarse, el hombre necesita encontrar a Dios. Eso fue lo que pasó con Leontief. La revolución de su conversión fue obra de la gracia ciertamente. Pero ¿no fue acaso también el acto más grande y decisivo de fidelidad a sí mismo? La Iglesia le salvaba todo su mundo: la aristocracia de los espíritus, la grandeza trágica de la vida que hace al hombre capaz de una felicidad inmortal, la neta oposición al proceso lógico de Hegel en el que se pierden todas las distinciones, en la acentuación vigorosa y quizás excesiva de la distinción entre el mundo y Dios, entre hombre y hombre, y finalmente su ferviente adhesión al imperio moscovita como heredero de la aristocracia bizantina, en el que contemplaba una institución de carácter eterno y casi divino. Y solamente cuando vio al imperio próximo a su derrumbamiento, fue cuando pudo creer que iba a hundirse también todo su mundo y

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que se acercaba el fin. Comprendió en seguida la verdad del cristianismo que le había profetizado este fin y su adhesión a la Iglesia se hizo todavía más fuerte y absoluta. Su alma ya no buscó nada más que su propia salvación. Era lo único que quedaba por salvar, desde el momento en que todo se derrumbaba y se hundía en la muerte.

10 LA MÍSTICA DE LA UNITOTALIDAD EN SOLOVIOF Su

vida

H

IJO del más célebre historiador de Rusia y descendiente por parte de su madre de aquel Skorovoda, que fue el primer filósofo religioso de la literatura rusa y el más singular de todos ellos, Vladimiro Soloviof nació el 16 de enero de 1853. Su familia le transmitiría, juntamente con la herencia de la sangre, el amor a la tradición religiosa y un misticismo ardiente, el culto a la patria y la pasión por la investigación científica y filosófica. De una inteligencia sumamente precoz, cayó, cuando apenas tenía 10 años, en la corriente materialista de Büchner y en el racionalismo de Strauss y de Renán. A los 14 años había perdido por completo la fe. Primero Schopenhauer, luego Spinoza, los platónicos y finalmente Komiakof lo fueron llevando de nuevo lentamente hacia Dios. A los 19 años su formación espiritual podría decirse que era completa. A los 20 años se obligó al celibato para poder consagrarse totalmente al trabajo intelectual. A los 21 años era ya profesor de filosofía en la universidad de Moscú. Fue tal. la admiración y el delirio que suscitó entre sus jóvenes dis-

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cípulos que, apenas transcurridos tres meses de enseñanza, empezaron a cebarse en él los celos y las sospechas y tuvo que alejarse de la universidad so pretexto de una misión científica. Permaneció fuera de Rusia quince meses, visitando Londres, Francia, Italia y llegando hasta Egipto: fue su primer contacto con occidente. Algunos meses después de su vuelta a Moscú, en 1877, cuando contaba 24 años, lo jubilaron. La viva protesta de sus admiradores obtuvo, como reparación a tamaña injusticia, que lo llamaran a San Petersburgo como profesor extraordinario de la universidad. Allí publicó en 1880 sus Doce discursos sobre la humanidad de Dios, que representan, dentro de su abundante producción literaria, la síntesis más rigurosa de su concepción filosófico-religiosa. En 1881 moría su gran amigo Fiodor Dostoyevski. Aquel mismo año fue separado para siempre de la enseñanza. Ni el gobierno ni la iglesia podían tolerar la libertad y energía de su palabra. Desde entonces, se consagró por completo al apostolado de la pluma: escribió obras densas de pensamiento filosófico y religioso, y también opúsculos que ofrecían una respuesta a los problemas del día; otras veces eran obras de crítica literaria y de poesía, o traducciones del griego y del alemán. Su atención se iba cada vez más concentrando en el problema de la unión de las iglesias; estudió con un interés cada vez más apasionado el gran escándalo de la división religiosa entre oriente y occidente, para acabar distanciándose y rompiendo finalmente con los eslavófilos. Fiel al principio de la autoridad im-

perial e hijo amantísimo de Rusia se iba haciendo cada día más odioso al gobierno: cristiano, alimentado por completo en la tradición patrística oriental, y alma nostálgicamente hambrienta de Dios, se iba enemistando con las autoridades religiosas y sintiéndose cada vez más a disgusto en la iglesia ortodoxa oficial. En 1886 consiguió salir de Rusia y se hospedó durante una temporada en casa del obispo católico Strossmayer, en Dyakovo. Habló en París sobre la unión de las iglesias, que fue desde entonces el ideal al que consagró su vida. En 1889 apareció su estudio sobre Rusia y la Iglesia universal, en el que hacía solemnemente profesión de fe católica y romana, aunque solamente en febrero de 1896 fue cuando hizo su acto de adhesión a la Iglesia. Por lo demás, él creía que no era necesaria ninguna abjuración: al formar parte de la iglesia católica, no por eso renunciaba a ser un cristiano oriental y creía que Rusia no estaba regular y formalmente separada de Roma. Únicamente "para poder profesar en toda su integridad la ortodoxia tradicional", es por lo que reconocía a Roma como el centro del cristianismo universal, pero no quería romper por ello su unión con la iglesia ortodoxa. Murió casi de repente el 31 de julio de 1900, en un viaje que hizo p a r a recibir a su madre, en las fincas del príncipe Trubetzkoi, en Uzkoe, habiéndose dirigido a un sacerdote ortodoxo para que le administrase los últimos sacramentos.

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Su

misión

La misión de su vida entera, a la que se mantuvo siempre fiel, está indicada con magníficas palabras en el primer capítulo de su obra sobre Rusia y la Iglesia Universal. "No se trata más que de dar a "nuestra" religión su carácter católico y universal, reconociéndonos solidarios de la parte activa del mundo cristiano, esto es, de aquel occidente centralizado y organizado para una acción universal, que posee todo lo que a nosotros nos falta. No se trata de cambiar nuestra naturaleza oriental ni de renegar del carácter específico de nuestro espíritu religioso. Es preciso solamente reconocer, sin reservas, esta verdad tan sencilla: saber que los orientales no somos más que una parte de la iglesia universal, una parte que, al no tener el centro dentro de sí misma, tendrá que unir de nuevo sus fuerzas particulares y periféricas al gran centro uníversal que la providencia ha puesto en occidente. No se trata de suprimir nuestra individualidad moral y religiosa, sino de completarla, dándole el impulso de una vida progresiva y universal. No tenemos otro deber más que el de reconocer lo que en realidad somos: una parte orgánica del gran cuerpo cristiano; y afirmar, en consecuencia, nuestra solidaridad con nuestros hermanos de occidente". D'Herbigny, que escribió la primera biografía de Soloviof, para uso de los lectores occidentales, nos habla de Newman. Soloviof es, sin duda, después de Newman, el mayor convertido al catolicismo del s. xix. Sus vidas no tienen 232

muchos puntos de convergencia. Pero su resonancia y el entusiasmo que han levantado en sus respectivas patrias tienen mucho parecido. A ellos se les debe la profunda renovación del cristianismo: a Newman en el cristianismo anglicano, a Soloviof en el cristianismo ortodoxo. Pero lo que más los asemeja y lo que quizás encierra una especial importancia, es que ambos representan dentro de la iglesia católica un cristianismo extraño a la cultura y a la espiritualidad latina: el uno, inglés; el otro siguió siendo ruso, un cristiano oriental, incluso un católico-ortodoxo. Ninguno de ellos tuvo una mentalidad aristotélica; su formación filosófica y su temperamento los hacía más bien simpatizar con la filosofía neoplatónica de los primeros padres de la Iglesia, especialmente los alejandrinos. Newman está, sin duda, más cerca de nosotros, por su espíritu religiosamente mucho más vivo y profundo; Soloviof, en cambio, es una mente más amplia, una inteligencia más filosófica, un alma mística más turbia, pero también más ardiente. Otro nombre surge también espontáneamente cuando se estudia la figura del más ilustre filósofo ruso del s. x i x : el nombre de Dostoyevski, el escritor más grande de Rusia. Pero resulta difícil definir sus relaciones y explicar los motivos de esta aproximación espontánea. Tuvo que haber, sin duda, entre ellos una gran afinidad, a pesar de sus temperamentos tan distintos, a juzgar por su amistad tan profunda y tan viva: la amistad de un escritor ya maduro, célebre, próximo a la muerte, con un filósofo de 233

apenas treinta años. ¿Estaba quizás llamado Soloviof a dar forma y unidad al mundo caótico de Dostoyevski? ¿Presentía éste quizás que Soloviof continuaría su camino después de que él tuviese que pararse fatalmente? Quizás; pero todavía hay más: no solamente confiaba Dostoyevski en el pensamiento de Soloviof y creía en sus fuerzas, sino que también creía y confiaba sencillamente en él, en Vladimiro Soloviof. El sería no solamente el escritor, el filósofo, el profeta de una nueva humanidad, de un nuevo cristianismo, sino más aún: él sería el hombre nuevo, el nuevo cristiano. Y por eso el gran escritor le consagraba la última obra de su genio, Los hermanos Karamazof, en donde el héroe Aloscha, el hombre nuevo de Rusia, no era en la intención de Dostoyevski, sino Soloviof. Pero ocurrió algo admirable: la gran novela se quedó casi en sus comienzos; de hecho, Dostoyevski no hubiera podido prever la vida sucesiva de Soloviof y no hubiera aceptado nunca su epílogo. Aloscha sigue siendo una promesa y un esbozo; la única creación del cristiano perfecto sigue siendo el staretz Zossima, el representante del cristianismo monástico ruso. Soloviof, para poder convertirse en el profeta de la unidad religiosa y de la divinización de toda la humanidad y del mundo, no solamente tendrá que salir del monasterio ortodoxo, o más bien permanecer de cristiano en el mundo, sino que tendrá que salir de la misma iglesia ortodoxa para entrar en el catolicismo. Sin embargo, Soloviof no dejó nunca la ortodoxia: no habría creído en la catolicidad de la Iglesia si, para entrar en ella, hubiese 234

tenido que salir de la ortodoxia. No intentamos justificar nada; lo único que deseamos es reconocer que fue ésa precisamente su postura. Soloviof "no se mantenía fuera de cualquier profesión religiosa", no se consideraba superior a la Iglesia, sino que, al ser católico, deseaba que la catolicidad de la Iglesia se demostrase de verdad en los hechos, incluyendo también en su seno a la iglesia ortodoxa, corno parte de un todo indivisible. Todo el movimiento mesiánico ruso está gravitando sobre él: solamente siguiendo su camino, como él mismo lo había previsto, hubiera podido salvarse la santa Rusia. La tragedia de la eslavofilia, de toda la espiritualidad rusa, está en no haberlo seguido. Todas las generosas visiones metafísicas de los filósofos y de los teólogos rusos que llegaron después de él, no han sido capaces de impedir la tragedia: no eran más que puras abstracciones. Incluso el cristianismo profético de Dostoyevski sigue siendo demasiado abstracto e irreal, no sabe concretarse en una visión positiva, no logra encarnarse en el mundo. Soloviof y Dostoyevski se encuentran entre sí: sólo el catolicismo, obrando en nombre de Cristo, puede organizar para ambos escritores la vida del hombre aquí abajo, en la tierra. Pero mientras que Soloviof ve en esta capacidad la garantía de la verdad para la iglesia católica, Dostoyevski, cegado por los celos nacionalistas, ve en esta potencia del cristianismo una prueba de su alianza con el socialismo ateo. En contradicción consigo mismo, para negar al catolicismo su condición de iglesia cristiana, no tiene más 235

remedio que negar al cristianismo la capacidad de organizar la vida universal de los hombres. Por lo demás, Soloviof, a pesar de su catolicismo, o mejor dicho, gracias a él, continúa el pensamiento de Dostoyevski mejor que Berdiayef. Dostoyevski no hubiera aprobado jamás una ecumenicidad meramente invisible; para él, la unión fraterna de los hombres no podría realmente tener lugar más que en la Iglesia. "El problema de la armonía universal y del paraíso se resuelve para Dostoyevski —dice el mismo Berdiayef— por medio de la Iglesia". Si Dostoyevski no acepta a la iglesia católica, ¿no será quizás porque para él el catolicismo es lo mismo que occidente? Si así hubiera sido, ni siquiera Soloviof hubiera aceptado el catolicismo. La iglesia histórica rusa no ha podido ni podrá jamás, según la confesión de los mismos escritores rusos que esperan una renovación religiosa universal, realizar sus aspiraciones. La iglesia rusa se encuentra hoy dividida, dispersa, no tiene porvenir, no tiene vitalidad; vive de los recuerdos y no es ella misma más que un recuerdo. ¿Podría el catolicismo injertar nueva vida al cristianismo ruso, infundirle una nueva fuerza y energía? Soloviof es el último gran representante de la santa Rusia, el que en su misma evolución religiosa señaló hacia dónde tendía naturalmente el cristianismo ruso; no seguir sus huellas equivale a renegar de esa misma espiritualidad, condenarse a la inmovilidad y a la muerte. No hay duda de que Soloviof, al hacerse católico, siguió siendo un cristiano oriental e íntimamente ruso, más ruso incluso 236

en su pensamiento y en su espiritualidad que otros muchos grandes pensadores religiosos que hasta entonces había tenido Rusia y que tendría más adelante. Llegó hasta el catolicismo, ciertamente, inducido por el estudio de la sagrada Escritura y de los padres —véase, por ejemplo, la exégesis que hace en la segunda parte de Rusia y la Iglesia universal de los famosos textos del evangelio (Mt 16; J n 21) y su profesión de fe en el primado de Roma en la que se une a los grandes padres y doctores de la iglesia oriental que lo han precedido y enseñado—; pero no hemos de pensar que su adhesión al catolicismo se deba exclusivamente al estudio positivo de los textos. El testimonio de los evangelios y de los padres orientales en favor del primado de la iglesia de Roma fue aceptado por Soloviof, sin duda alguna, porque ya estaba preparado para recibirlo. Su doctrina de la uni-totalidad, de la humanidad-en-Dios, de la iglesia universal, exigía un órgano que la realizase como prueba de su verdad. Acepta de los padres alejandrinos el principio sacramental que se expresa para él en el dogma calcedonense de las dos naturalezas. El cristianismo, que es el prolongamiento de la encarnación del Verbo, exige la aplicación universal de este principio. Por otra parte, si la ortodoxia representa para él el principio religioso de la tradición, Roma representa el principio activo de una progresiva dilatación vital. El oriente no podía recibir un impulso de vida progresiva y universal más que de occidente. Roma será por eso para él "la imagen y el instrumento del poder divino" para reducir a la 237

unidad a toda la creación. "La realización material de lo divino, significado en el campo cultural por las santas imágenes y las reliquias, está representada en el campo social por una institución. Hay en la iglesia cristiana un punto materialmente fijado, un centro de acción exterior y visible, una imagen y u n instrumento del poder divino. La sede apostólica de Roma, este icono milagroso del cristianismo universal, estaba directamente complicada en la lucha iconoclasta, porque todas las herejías se habían unido p a r a renegar con el iconoclasmo la realidad de la encarnación divina, cuya perpetuidad en el orden social y político estaba representada por Roma".

Su

misticismo

A diferencia de los demás pensadores rusos, Soloviof, aun siendo un visionario y un místico, tiene necesidad de concretar sus visiones, de traducirlas en términos lógicos, de probar su verdad en la realidad concreta de los hechos. Así se explica su doble personalidad de profesor filósofo y de poeta místico. Sus tratados filosóficos y teológicos son más bien una traducción en términos lógicos de una experiencia interior, que el fruto de la especulación y de la pura erudición de un sabio. Si a veces parece un escritor enigmático y difícil de penetrar, es precisamente porque parece como si quisiera esconder el secreto de su vida íntima, atento a no revelarla nunca directamente, en aquellos escri238

tos que Rozanof no dudaba en calificar despreciativamente de periodismo. Sus poemas íntimos y algunas raras alusiones son las únicas que nos permiten penetrar en su mundo interior y darles a sus escritos el valor original de testimonio místico y religioso. La arquitectura geométrica de sus construcciones filosóficas y teológicas encierra y contiene la personalidad violenta de un profeta y de un místico. Sin embargo, entre él y sus escritos se abre una fosa que es difícil de superar: su filosofía y su teología son incapaces de revelar su vida íntima, la visión mística que ha deslumhrado su espíritu. Quizás se trata de la impotencia natural del lenguaje, de la imposibilidad de comunicar a los hombres su luz, del sentimiento demasiado vivo de su incapacidad para realizar su misión de profeta: puede ser que ahí radique precisamente la razón de su angustia profunda y misteriosa. Sin duda era injusto Rozanof al acusar a Soloviof de formalismo; incluso como filósofo y como teólogo, nos ha dejado análisis finos y estupendos, páginas de rara profundidad y potencia. La justificación del bien es una obra filosófica de gran valor, y Rusia y la Iglesia universal sigue siendo todavía hoy una obra fecunda y rica en perspectivas originales para la teología sacramental. Pero la grandeza de Soloviof no está aquí. De la filosofía y de la teología él se sirve p a r a expresar y justificar su visión mística, y esta visión es de tal amplitud que a su lado cualquier otra concepción religiosa resulta pobre e irrisoria, tal es su luminoso fulgor, capaz de eclipsar incluso a Leontief, a Komiakof, 239

a Kozanof.., El que estudia a Soloviof tiene que olvidar, en u n momento determinado, todas las demostraciones para abrir los ojos a lo que está viendo, tiene que abismarse en la profundidad de esta verdad que ha iluminado al alma del gran místico desde su más tierna edad. Esta visión no es el fruto de una concepción filosófica, sino una intuición mística que precede a la lógica, una visión que el razonamiento abstracto supone de antemano, y que es incapaz de justificar por sí mismo. La visión mística de la fe precede a la experiencia empírica y al razonamiento abstracto, que son de por sí insuficientes p a r a fundamentar la "verdad viviente". Ni la razón ni la experiencia nos pueden salvar del escepticismo, sino únicamente la fe. Y la fe no es un conocimiento imperfecto, que tenga que ser perfeccionado por la inteligencia. El conocimiento de la fe es de una naturaleza distinta que el de la razón; es más vivo, más verdadero, más profundo: es una experiencia espiritual que no puede someterse a análisis. Soloviof es un místico. Habla de experiencias extraordinarias, de visiones, de contacto con el mundo suprasensible, incluso en sentido estricto. "No solamente creo en lo sobrenatural, sino que solamente creo en él", escribe. El mundo visible no es más que una señal del mundo invisible. Soloviof insiste en el principio sacramental como Newman, dependiendo ambos de los padres alejandrinos, especialmente de Orígenes. "Soloviof es una especie de Orígenes moderno", dice justamente Masarik: no solamente porque intenta conciliar

la gnosis con la ortodoxia, sino sobre todo porque hace de la cultura humana una doctrina místico-religiosa. El mundo sensible para él es símbolo y sacramento del mundo espiritual e invisible. "Soloviof es el místico por excelencia, dice Palmieri: el místico de la teología, de la filosofía, de la literatura, de la historia, de la política"; y podríamos añadir que ha sido precisamente la mística la que ha salvado el pensamiento de Soloviof de un eclecticismo estéril y tanto más vacío cuanto más amplio. Soloviof es el filósofo que realiza en su propio pensamiento la doctrina de la uni-totalidad: su elevación y su visión mística da una superior unidad y una originalidad indudable a un pensamiento que es herencia de todas las filosofías h u m a nas. Bajo este aspecto, la inspiración mística de Soloviof es de una extraordinaria potencia. Todo el pensamiento humano tan variado y tan discordante converge en él: teólogos cristianos, místicos heterodoxos, filosofía antigua y filosofía romántica alemana, esplritualismo de Spinoza y positivismo de Comte. Y todo ello no mengua para nada la unidad ni la originalidad de su pensamiento ni su carácter perfectamente ruso y DTÍenlal. "La mistlca l o salva y l e n a m i "tono inconfundible a toda su actividad de filósofo, de teólogo y de poeta. La teología oriental ha aprendido de él a abandonar el carácter exclusivamente positivo, árido y estéril de los manuales, renovándose y haciéndose más fecunda a través de la gnosis. La poesía rusa ha aprendido de él el profundo acento alusivo del simbolismo. 241

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CRISTIANISMO

Su misticismo es doble: 1) Existe en primer lugar un misticismo ético más sobrio, más tradicional, más comprensible, más cercano a nosotros, los occidentales; tal es el misticismo de su obra justamente famosa Sobre los fundamentos espirituales de la vida. Es célebre en esta obra su comentario al Padrenuestro, que es un compendio breve, pero completo, e incluso demasiado denso, de toda la doctrina ascética y mística del cristianismo oriental. Con este comentario se coloca decididamente al lado de los más grandes padres de la Iglesia y de los más venerados doctores de la vida espiritual, que han tratado este mismo tema. Otra obra de misticismo ético, que es quizás su obra más perfecta, aunque no llegue a manifestarnos la profundidad de su pensamiento secreto, es la Justificación del bien, tratado filosófico que intenta justificar científicamente la ética religiosa. Aunque sea menos místico que su otra obra Sobre los fundamentos espirituales de la vida, tiene sin embargo páginas maravillosas empapadas de u n profundo y vivo sentido religioso, una solemnidad más serena en su exposición, una paz más luminosa. Intenta justificar, no ya la ética natural, sino la ascética, buscando en el pudor, en la compasión, en la veneración, el principio de la actitud moral del hombre ante sí mismo, ante los demás hombres y ante Dios. La moral no es ya, como entre nosotros, los occidentales, un sistema de equilibrio, un descanso en el orden, sino un esfuerzo y una subida. 242

2) Está después el misticismo apocalíptico y cosmológico de los libros apócrifos y del antiguo gnosticismo cristiano. Soloviof ha querido resucitar en la Iglesia el antiguo amor que los gnósticos sentían por la cosmología. El evangelio y todo el Nuevo Testamento tienen una antropología sobrenatural muy desarrollada, pero solamente unas pocas alusiones a una cosmología sobrenatural. Estas escasas alusiones han sido, por otra parte, olvidadas por la doctrina teológica, hasta el punto de que actualmente está todo por hacer. La cosmología ha quedado abandonada a la vanidad de un pensamiento científico, que cuando no se declara abiertamente contrario a la revelación, por lo menos la ignora por completo. Los científicos quedarían sumamente sorprendidos si la Iglesia declarase que poseía una doctrina sobre el mundo, y sin embargo san Pablo ha hablado de una esclavitud a la que se ve sujeta la creación contra su voluntad, y san Juan ha hablado de unos cielos nuevos y de una tierra nueva... En Soloviof el misticismo ético está en función del misticismo cosmológico y apocalíptico, ya que el hombre ha recibido sobre sus hombros la tarea de realizar la unión libre del cosmos con la divinidad a través de su perfeccionamiento moral. En el pensamiento de Soloviof, la humanidad-en-Dios está m u y por encima de la persona humana. La santidad personal del hombre no es más que el instrumento, a través del cual se actúa el misterio de la uni-totalidad; esa santidad personal está ordenada al cumplimiento de dicho misterio. Soloviof es el vidente y el 243

profeta de este misterio, cuya abismal grandeza hace que también Soloviof resulte "completamente oscuro e incomprensible". Parece como si él mismo se hubiese dado cuenta de ello y que por eso haya utilizado un lenguaje pobre y descarnado, como temiendo decir demasiado —todos los grandes místicos obedecen a una disciplina del arcano—, o no pudiendo quizás decir más por verse cegado ante tamaño resplandor. La intuición central del pensamiento de Soloviof que organiza lo real y lo resuelve, no tiene nada que ver con la concepción panteística de lo uno de Plotino ni del espíritu de Hegel, ni tampoco es, tal como lo concibe ordinariamente el cristianismo, la unidad del pensamiento divino en el que todas las cosas fueron hechas. Esta unidad puramente ideal no basta, según él, para conferir una unidad real a la multiplicidad de las cosas, ni para hacer comprensible al mundo. La unidad del universo está en el mismo universo. La intuición central del pensamiento de Soloviof es la gnosis. En el origen existe Dios, unidad acto absoluto, y el ser que es, por llamarlo así, su complemento, la eterna femineidad, la posibilidad infinita del todo. Dios quiso desde toda la eternidad a la sabiduría, "que acogió verdaderamente en sí desde el primer principio a la potencia divina y escondió dentro de sí la plenitud del bien y de la verdad, junto con la luz inmortal de la belleza". Esta posibilidad virginal se entrega a Dios y queda fecundada por él, realizándose así la infinita posibilidad del todo en su absoluta unidad. Por consiguiente, la gnosis o la sa244

biduría es la criatura original, individual y universal, que es síntesis viva y personal de Dios y del mundo, "cuerpo y materia de la divinidad sublimada por el principio divino de la unidad". Si la creación no poseyese la unidad en su todo, estaría rota en sí misma, y sería caótica e informe. La unidad real de la creación se realiza por la acción del Zogos divino, en el cual todas las cosas fueron hechas, poseyendo ya en él su unidad ideal. En el logros que se encarna, la creación posee ya su verdadera y real unidad. Toda la historia de la creación consistirá en la realización de esta unidad, que irá siendo cada vez más verdadera a medida que el logos divino vaya sujetando a sí la multiplicidad de lo real y lo vaya asumiendo como cuerpo suyo, hasta que toda la creación se convierta en un solo Cristo, en el cuerpo de la divinidad. "La plenitud de la verdad en el mundo debe buscarse en su unidad viviente, como en un organismo animado y penetrado por la divinidad". La historia queda justificada como encarnación del logos. La creación comenzó ya este gran misterio. La progresión de esta encarnación divina constituye el tiempo. El tiempo dejará de existir cuando el misterio se concluya y la encarnación de Dios sea definitiva y perfecta en la unidad real del todo. "Dios, que existe en la eternidad, se realiza en el tiempo, en cuanto que realiza el todo". A los que acusan al cristianismo de haber hecho inútil e incomprensible la historia con el dogma de la encarnación, les responde Soloviof que la encarnación del logos, realizada en el hombre Cristo Jesús, no detiene el proceso 245

de la historia ni lo hace vano, ya que la historia es el proceso de una encarnación social, cosmológica, que todavía no se ha realizado del todo y que se va completando en el tiempo. La historia del hombre es la historia de Dios que se encarna en el mundo: el hombre es como la posibilidad de Dios y Dios se convierte en la posibilidad del hombre y, mediante el hombre, de la creación entera. En el hombre existe una actuación de Dios y del cosmos: en él se realiza la unión del uno con el todo; en él Dios se hace carne y el cosmos, en él, se hace Dios. El hombre es el medio por el cual la naturaleza, dividida y múltiple, se unifica en Dios, ya que el mismo hombre, encerrando en sí el verdadero sentido de todo lo que existe, es un absoluto en potencia, un Dios en potencia. Por tanto, sólo Dios puede realizar al hombre, y toda la humanidad realiza a Dios en la creación. El hombre por sí solo no es capaz de la divinidad: su perfección personal está ligada y depende de su unión con el todo. La perfección de cada hombre está ordenada y exige la unidad del todo, el cumplimiento del misterio de la uni-totalidad. "El hombre puede recibir la divinidad sólo en su verdadera integridad, en su interna unión con el todo. Por consiguiente, el hombre verdaderamente Dios es absolutamente el hombre conciliar o católico, la total-humanidad, la iglesia universal. El hombre que por sí solo, sin la Iglesia, quisiera elevarse a la altura divina, ese hombre-Dios individual sería la encarnación del mal, la parodia de Cristo, el anticristo. El DiosHombre es individual, el verdadero Hombre246

Dios es universal. El Dios-Hombre, esto es, la unión de la divinidad con la naturaleza humana en un solo individuo es el principio, la base necesaria, el punto central. Por el contrario, el fin, el cumplimiento, es la humanidad divinizada, la Dios-Humanidad, esto es, la unión con Dios por medio del Dios-Hombre de todo el género humano y, por su medio, de toda la creación". Soloviof se eleva siempre desde el hombre hasta la unidad total. No existe nada exclusivamente para el hombre solo; todo existe para esta unidad que se realiza en el hombre y por el hombre. El último fin al que tienden las cosas no es la perfección de la persona humana, no son los hombres en particular, sino el hombre perfecto que tiene su cumplimiento en la naturaleza divinizada y su "extensión y manifestación total" en la sociedad perfecta. Dice lo siguiente: "La tierra que en sus orígenes estaba vacía, oscura e informe, se fue desarrollando gradualmente por medio de la luz...; la tierra que, sólo en la tercera época cosmogónica había sentido vagamente y había expresado confusamente, como en un sueño, su potencia creadora en las formas de la vida vegetal —esa primera unión del polvo de la tierra con la belleza de los cielos—; la tierra que, a través del mundo vegetal, se eleva por primera vez sobre sí misma para salir al encuentro de las influencias celestiales, más tarde llega a separarse de sí misma gracias al libre movimiento de los cuadrúpedos y se eleva por los aires con el vuelo de las aves; la tierra, tras haber dilatado su 247

alma viviente en las innumerables especies de la vida vegetal y animal, se concentró finalmente dentro de sí misma, volvió a entrar en su propio seno y se revistió de modo que pudo encontrarse con Dios cara a cara y recibir inmediatamente de él el soplo de la vida espiritual. Ahora la tierra conoce al cielo y es conocida por él. Ahora los dos términos de la creación, el divino y el extradivino, el superior y el inferior, se hacen realmente uno solo, se unen actualmente y gozan de esta unión, ya que no se puede conocer realmente más que por una unión verdadera, teniendo que ser realizado el conocimiento perfecto, y teniendo que ser idealizada la unión real, para que sea perfecta. Por eso la Biblia llama ''conocimiento" a la unión real de los sexos. La sabiduría eterna, que es al principio la unidad de todo, que realiza completamente la unidad de los contrarios, unidad libre y recíproca, encuentra finalmente un sujeto en el cual y por el cual, ella puede realizarse por completo. Lo encuentra y se goza en él: sus delicias, nos dice, están en los hijos de los hombres... Ser universal potencialmente en su razón, imagen de Dios, el hombre tiene que convertirse efectivamente en un ser semejante a Dios, realizando activamente su unidad en la plenitud de la creación... La razón de ser del hombre es, en primer lugar, la unión interior e ideal de la potencia terrestre y del acto divino, del alma y del Verbo; y, en segundo lugar, la realización libre de esta unión en la totalidad del mundo extradivino... Pero es por medio de la sociedad como el hombre puede alcanzar su fin: la ín-

tegración universal de toda la existencia extradivina. Pero la humanidad natural (el hombre, la mujer, la sociedad), tal como resulta del proceso cosmogónico, no contiene en sí misma más que la posibilidad de semejante integración. La razón y la conciencia del hombre, el corazón y el instinto de la mujer, la ley de solidaridad y de altruismo que forma la base de cualquier sociedad, no son más que una prefiguración de la verdadera unidad divino-humana, un germen que tiene que seguir desarrollándose hasta florecer y dar su fruto. El sucesivo desarrollo de este germen se realiza por el proceso de la historia universal y el triple fruto que produce es la mujer perfecta o la naturaleza divinizada, el hombre perfecto o el Hombre-Dios, y la sociedad perfecta de Dios con los hombres o la encarnación definitiva de la sabiduría eterna... Al no ser la mujer más que el complemento del hombre y la sociedad su extensión o manifestación total, no existe en el fondo más que un ser humano únicamente. Y su reunión con Dios, aunque sea necesariamente triple, no constituye sin embargo más que un solo ser divino-humano, la sabiduría encarnada, cuya manifestación central y perfectamente personal es Jesucristo, su complemento femenino es la Santa Virgen y su extensión universal es la Iglesia. La Santa Virgen está unida a Dios con una unión puramente receptiva o pasiva: ella engendró al segundo Adán, lo mismo que la tierra engendró al primero, anonadándose en la humildad perfecta: por tanto, no hay aquí reciprocidad o cooperación propiamente dicha. Por lo que atañe

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a la Iglesia, ella no está unida inmediatamente con Dios, sino a través de la encarnación de Cristo, cuya continuación es. Por tanto, sólo Cristo es verdaderamente el Hombre-Dios, el hombre inmediata y recíprocamente unido a Dios. Contemplando en su pensamiento eterno a la Santa Virgen, a Cristo y a la Iglesia, Dios ha dado su aprobación absoluta a la creación entera, proclamándola íl valde bona". Si por un lado la Iglesia no es más que la continuación de la encarnación de Cristo, por otro lado es también, como sigue diciendo Soloviof, "la encarnación definitiva de la sabiduría eterna": en Cristo se realiza la unión perfecta y recíproca, "la unión interior e ideal de la potencia terrena con el acto divino"; pero sólo a través de la Iglesia se obtiene la realización de esta unión en la totalidad del mundo extradivino. La Iglesia es, por tanto, esa unidad del todo. De este modo, la mística de la uni-totalidad se convierte naturalmente en una mística de la Iglesia una y universal. Y el místico de la unitotalidad se convertirá en el apóstol de la unidad y de la catolicidad de la Iglesia. "La verdadera Iglesia —templo, cuerpo y esposa mística de Dios— es una como Dios mismo. Pero hay diversas clases de unidad. Existe la unidad negativa, solitaria y estéril que excluye toda pluralidad y que no es más que una simple negación que supone lógicamente lo que niega y se manifiesta como el comienzo, arbitrariamente fijado, de un número indefinido. No hay nada que impida a la razón admitir muchas unidades simples, absolutamente iguales entre sí, y que las

multiplique luego hasta el infinito. Si con razón los filósofos alemanes llaman a semejante procedimiento u n infinito malo, la unidad simple que es su principio puede ser considerada legítimamente como una unidad mala. Pero existe también una unidad buena y verdadera, que no se opone a la pluralidad ni la excluye, sino que incluso domina a su contrario y lo somete a sus leyes, gozándose pacíficamente de su propia superioridad. La unidad mala es el vacío, la nada; la unidad verdadera es el ser uno que lo tiene todo en si. Esta unidad positiva y fecunda, permaneciendo siempre inmutable, por encima de toda la realidad divina y múltiple, contiene en sí, determina y manifiesta las fuerzas vivientes, las razones uniformes, las diversas cualidades de todo lo que existe. El credo de los cristianos empieza precisamente con la confesión de esta unidad perfecta que todo lo produce y abraza: Credo in unum Deum omnipotentem. Este carácter de unidad positiva, de uni-totalidad, le pertenece a todo lo que es o debe ser absoluto en su género: a Dios omnipotente, a la razón h u m a n a que idealmente puede comprenderlo todo y finalmente a la Iglesia verdadera, esencialmente universal, que abraza en su unidad viviente a toda la humanidad y al mundo entero. La verdad es única en el sentido de que no puede haber dos verdades absolutamente independientes entre sí, y mucho menos contrarias. Gracias a esta unidad, al no poder la verdad única tener en sí misma nada de parcial, de arbitrario, de exclusivo, debe contener en su sistema lógico las razones de todo lo existente,

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debe ser suficiente para explicarlo todo. No puede haber dos iglesias verdaderas, independientes entre sí y mucho menos en lucha una contra otra. La verdadera Iglesia tiene que ser una y única. Por esto, como organización única de la vida divino-humana, la verdadera Iglesia tiene que abrazar en su sistema real toda la plenitud de nuestra existencia, tiene que determinar todos los deberes, bastar a todas las necesidades, responder a todas las aspiraciones humanas. La unidad real de la Iglesia está representada y garantizada por la monarquía eclesiástica; pero, ya que la Iglesia tiene que ser universal por ser una, teniendo que abrazarlo todo en un orden determinado, la monarquía eclesiástica no puede permanecer estéril, sino que debe engendrar de su propio seno todos los poderes constitutivos de la existencia social completa. Sí la monarquía de Pedro, considerada como tal, se nos presenta como el reflejo de la unidad dividida y como el fundamento real e indispensable para la unificación progresiva de la humanidad, en el desarrollo ulterior de los poderes sociales de la cristiandad veremos no solamente un reflejo de la fecundidad inmanente de la naturaleza divina, sino también un medio real para alcanzar y unir la totalidad de la existencia humana con la plenitud de la vida divina". Pero ¿de qué manera se realizará verdaderamente este desarrollo, esta unificación progresiva de la humanidad? En este punto el pensamiento de Soloviof no está muy claro. Quizás no comprendió del todo que el cristianismo ha distinguido el poder temporal del espiritual. 252

O quizás sea que su concepción mística no puede adaptarse a ver en el estado solamente un remedio para el pecado y, por tanto, una institución llamada a desaparecer. Al principio, él habló de la monarquía eclesiástica, como del fundamento real e indispensable para la unificación progresiva de la humanidad; más tarde habló del poder real como si fuera una especie de producto, una emanación del sacerdocio y del poder profético como independiente de toda otra autoridad, tanto sacerdotal como regia. Lo que Soloviof no supo comprender fue que en la Iglesia las tres funciones de Cristo, sacerdote, rey y profeta, siguen estando esencialmente unidas: el sacerdocio cristiano es sacerdocio regio en su poder de jurisdicción, y profético en su "munus docendi". De esta incomprensión se deriva la debilidad y la incertidumbre de su doctrina sobre la teocracia. La unidad debería realizarse por un ministerio sacerdotal del papa, por un ministerio regio en el emperador y por un ministerio profético, que debería restaurarse en la Iglesia, propio de los filósofos y de los poetas. En esta unidad, que se realiza por medio de un ministerio regio en el emperador, aparece ya de una manera inevitable la identificación del estado con la Iglesia, tal como había enseñado Dostoyevski. Y en el ministerio profético independiente de toda autoridad, que Soloviof exalta e invoca, explota ya aquel anarquismo místico latente en Komiakof, que excluye a la obediencia como acto de amor y de libertad. Los sacramentos, que son en teología unos medios de transmisión de la gracia, ordenados 253

principalmente a la perfección espiritual del hombre, para Soloviof están ordenados a la realización del misterio de esta unidad total y viviente. "En los santos sacramentos Cristo es el principio de la vida, de toda la vida, no solamente de la espiritual sino también de la corporal, no solamente de la individual sino también de la social". Quizás no haya habido nadie, después de santo Tomás, que haya tenido intuiciones tan fecundas, susceptibles de un ulterior desarrollo, lleno de sugerencias, en la teología sacramental. "Católicos y enteramente divinos son todos los sacramentos de la Iglesia, en el sentido de que abrazan y santifican no sólo la vida moral y espiritual del hombre, sino también su vida física; más aún, los sacramentos consagran y reúnen con Dios a los principios elementales de la naturaleza material de todo el mundo visible". El logos, principio activo que realiza la unidad, obra por medio de los sacramentos no solamente en las almas, sino también en los cuerpos, no sólo en cada individuo en particular sino en toda la sociedad humana. Los sacramentos del bautismo, de la confirmación, de la eucaristía, son sacramentos que confieren al hombre nuevos derechos en aquella inmensa comunión de amor, que es la sociedad cristiana. El sacramento del bautismo es el sacramento de la libertad: la gracia sacramental confiere al hombre que se bautiza el principio absoluto y eterno de la libertad y exige la destrucción de la esclavitud, tanto directa como indirecta, en todas sus formas. El sacramento de la confirmación es el

sacramento de la igualdad: la gracia sacramental confiere al hombre el derecho de pertenecer al estado social perfecto, el estado mesiánico, participando de la realeza sacerdotal simbolizada por la unción, y exige que sea reconocida la igualdad del hombre ante la ley. El sacramento de la eucaristía es el sacramento de la fraternidad y de la unidad y exige la victoria sobre todas las divisiones raciales, nacionales o de clase. Los sacramentos de la penitencia, del matrimonio, del orden sacerdotal, de la unción de los enfermos, son más bien sacramentos que expresan los deberes del hombre en orden a esta unidad. Sus derechos derivan de la elevación al orden sobrenatural en su pertenencia a la unidad total y divina; pero al estar el hombre inmensamente lejos de la perfección que exige su dignidad y siendo por sí mismo naturalmente incapaz de conseguirla, tiene el deber de ser humilde, como condición negativa de cualquier progreso y como reconocimiento de lo que él es sin la gracia: este es el deber que se expresa en el sacramento de la penitencia. En segundo lugar, el principio de cualquier progreso humano y el remedio contra el orgullo y el egoísmo, como causa de todos los males, es el amor; la obra del amor es la integración del hombre y, por medio del hombre, de toda la naturaleza creada; este deber de amar, que integra a cada hombre, uniéndolo a su complemento natural, está expresado en el matrimonio. El deber de amar, que integra al hombre social, se lleva a cabo en la subordinación de cada uno a la sociedad.

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Y esta sociedad universal es sencillamente la Iglesia: esta subordinación del hombre se expresa en el sacramento del orden. El deber de amar, como integración de toda la naturaleza creada, está finalmente expresado por el sacramento de la unción, mediante el cual el hombre no sólo triunfa del mal moral, sino también de sus consecuencias, que son la enfermedad y la muerte. La obra de este amor será la resurrección final, que está prefigurada e inaugurada en el sacramento de la unción de los enfermos, símbolo y prenda de la inmortalidad e integridad futura del hombre. En el principio y en la intuición mística de la gnosis, Soloviof supera el dualismo platónico del mundo ideal y del mundo real, de Dios y de la creación, sin eliminar ninguno de los dos términos ni dejarlos separados o divididos; de este modo, se convierte en el metafísico y el poeta de la unidad real del todo, de la uni-totalidad. La idea absoluta se actúa, se realiza, dominando y poseyendo en su unidad la pluralidad de las cosas, realizando la plenitud del todo. El proceso histórico es una especie de actuarse de Dios en la creación: la creación se hace unidad plena y viviente en Dios, que la asume como si fuera su cuerpo. La intuición mística de Soloviof está cerca de aquella otra intuición que domina el gran poema religioso De la vida de Jesucristo de Vito Fornari, pero el místico ruso es mucho más atrevido en su amplia visión. La mística de la corporeidad, a la que tiende más o menos conscientemente toda la religio-

sidad rusa, encuentra su justificación en Soloviof. "El reino divino no es solamente interior ni está sólo en el espíritu; es también exterior y está en la fuerza. La religión cristiana, levantando al espíritu humano hasta Dios, conduce de nuevo a la divinidad hasta la carne h u m a n a : en este claro misterio radica toda su superioridad, su plenitud, su perfección". El dualismo queda superado por la asunción del mundo en Dios en la unidad total: Dios no existe ya sin el mundo, ni el mundo sin Dios; Dios y el m u n do no hacen más que uno. En cierto sentido podría incluso decirse que el cristianismo ruso tiene la última palabra en materia de mística. La mística occidental parece como si permaneciese demasiado ajena al hombre terreno y al mundo. Soloviof, al poner la mística individual de perfeccionamiento ético al servicio de u n a mística apocalíptica y cosmológica, ¿no h a b r á visto las cosas con mayor profundidad que nosotros? Toda la creación queda justificada en esta visión religiosa de la vida universal; la misma materia se espiritualiza y se hace divina. Es verdad que a veces nos asusta la grandeza sin confines sobre la que proyecta todo el mundo humano; pero creemos sinceramente que esta concepción mística es más generosa que la otra concepción estrictamente antropológica y ética. Nuestra espiritualidad occidental parece a veces ignorar la divinización del mundo y de la carne, para no conocer más que la salvación del alma. El hombre se une a Dios únicamente en el vértice más alto de su vida espiritual. Y en este vértice tan elevado de su vida, el hombre,

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CRISTIANISMO

al unirse a Dios, entra y permanece en la más extrema soledad, se despoja de todo recuerdo y parece como si rompiese todos sus vínculos con sus otros hermanos y con el mundo. Pero Dios ¿se une de verdad solamente con el alma o con todo el mundo redimido? La unión de Dios con el hombre se realiza en el cuerpo místico de Cristo: la unión con Dios no exige, por tanto, la soledad absoluta del alma con Dios, sino que pide la solidaridad más plena y más amplia con todos los hombres y con las cosas, exige la unidad del hombre con toda la creación que Cristo ha redimido. Por este mismo motivo, el último acto de la historia no puede ser el fin del mundo, que no ha sido más que una simple condición necesaria para la prueba terrena del hombre, sino la resurrección de la carne, el nuevo cielo y la tierra nueva que anunció el apóstol san Juan, el misterio del cristianismo antiguo que en la visión metafísica y teológica de Soloviof vuelve a ocupar tríunfalmente su lugar preminente y exclusivo, propio del misterio que contiene y concluye todos los demás misterios, Si no podemos menos de reconocer que la metafísica de Soloviof peca de demasiado abstracta, también es cierto que su abstracción no tiene nada que envidiar a la vacuidad y sentido abstracto de los demás filósofos rusos. Bajo cierto aspecto, Soloviof es incluso más concreto que todos ellos. Lo es sobre todo por el carácter positivo, dogmático, histórico de su cristianismo, fundado no en una metafísica abstracta sino en los textos de la revelación divina. El carácter

histórico y dogmático de su cristianismo representa el elemento común de convergencia entre oriente y occidente cristiano. Por eso mismo, Soloviof sigue siendo entre todos los pensadores religiosos rusos el más cercano a nosotros y el que más puede acercar a nosotros el cristianismo ruso. La mejor crítica que se le puede hacer a Soloviof no es, por consiguiente, la de acusarle de ser un metafísico abstracto, sino más bien la de reconocer que su doctrina de la humanidad-en-Dios tiene u n carácter demasiado evolucionista y optimista que revela la influencia que sobre él han ejercido Hegel y Schelling, y que pasa por encima el estudio del problema del mal, fundamental en el cristianismo. El misterio de la cruz no ocupa ciertamente el centro de la doctrina de Soloviof. El mismo filósofo reconocería más tarde, en los últimos años de su vida, todas estas deficiencias de su filosofía religiosa: la historia no correspondía a su sueño ideal. Una profunda crisis se abatió sobre su espíritu cuando se vio sacudido por la visión imprevista de la potencia del mal, que hacía totalmente engañosa y falsa su generosa construcción metafísica. A su optimismo primitivo lo fue sustituyendo la oscura y pavorosa visión de una lucha encarnizada entre Satanás y Cristo, en la que Satanás lograría prevalecer gracias al triunfo universal, aunque no definitivo, del anticristo. En esta situación fue cuando escribió los Tres diálogos, su última obra, concluida sólo unos pocos días antes de morir, su obra más dramática e impresionante,

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que narra con una intuición verdaderamente profética los sucesos que estamos contemplando actualmente. Rusia no le daría ya al occidente cristiano el elemento regio de su teocracia, el emperador bizantino; sino todo lo contrario, le daría el anticristo. Y va describiendo con rasgos espantosos el último conflicto entre el anticristo, salido de Rusia, y la Iglesia que se reúne de nuevo antes de la última sacudida, bajo la autoridad del último sucesor de san Pedro. Todavía tenemos que manifestar ante su doctrina otra gran reserva. El pensamiento oriental considera a la creación, no ya corno un estado de naturaleza que valga por sí misma y que tenga ya en sí misma su razón de ser y su perfección, sino que la considera más bien en su dinamismo interior, como querida por Dios en orden a su divinización. Esta manera de ver y de sentir las cosas lleva consigo el peligro de no distinguir convenientemente el orden natural del orden sobrenatural, tal como lo hace la teología católica, especialmente después de santo Tomás de Aquino. Soloviof no logra salvarse de este peligro. Si "Dios, que lo será todo en todas las cosas", es la razón última y el acto final de la creación, tal como nos dice el apóstol san Pablo, no por eso la creación tiene en sí misma ni puede tener la exigencia de esta divinización, de esta reabsorción en la unidad divina, ya que en ese caso ella misma sería necesaria a Dios. Berdiayef no encuentra diñcultad ninguna en admitirlo, pero resulta sumamente di260

fícil poderlo seguir hasta ese punto. Los místicos católicos, aunque algunas veces utilicen expresiones sumamente atrevidas que podrían interpretarse en este sentido (cf. particularmente Silesius), suponen siempre sin embargo la plena gratuidad del amor divino.

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11 EL STARETZ SILVANO DEL MONTE ATHOS

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nació en la provincia de Tanbof en 1866 y murió el 24 de septiembre de 1938. Se retiró al Monte Athos en 1892 y permaneció allí hasta su muerte. No fue más que un simple monje. Tras un breve período de vida solitaria, se puso definitivamente al servicio de la comunidad en el monasterio mayor del Monte Athos, dedicado a san Pantaleón, el monasterio de los rusos. Trabajó en el campo y en el molino, pero desempeñó especialmente el cargo de ecónomo. Su vida fue la vida ordinaria de un monje. La ausencia de acontecimientos externos y la sencillez de su vida interior impidieron a los monjes de su monasterio, mientras vivió, descubrir plenamente su elevación espiritual. Lo más extraordinario que hay en su vida es precisamente esta maduración espiritual. Humilde aldeano de la Rusia central, conoció todas las complicaciones propias del ambiente en que vivía y de la edad que atravesaba. En cierta ocasión sedujo a una muchacha; otra vez, cegado por la cólera, golpeó tan brutalmente a uno de sus compañeros que se burlaba de él, que lo envió al sepulcro al cabo de unas semanas. ILVANO

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Fuerte, violento, sensual, escuchó sin embargo la llamada de Dios desde su juventud y no pudo resistirle. Dios fue más fuerte que él y no le dejó lugar a reposo hasta que, a los 26 años, una semana después de su vuelta a la vida civil, dejó su familia y su patria para entrar en el Monte Athos. Su camino hacia Dios se vio jalonado de etapas precisas, de intervenciones sobrenaturales. Fue en primer lugar la palabra de la Madre de Dios la que lo arrancó de la impureza, inspirándole un horror invencible al pecado, un dolor insuperable ante la ofensa cometida contra Dios, hasta el punto que sentía la impresión de estarse quemando en el fuego del infierno. Una noche se despertó sobresaltado, poco antes de ingresar en el ejército, con la impresión de que lo estaba devorando una serpiente, y en el mismo instante oyó en su interior estas palabras: "Tú te has quedado horrorizado por haber soñado que te devoraba una serpiente; ese mismo es el horror que yo siento al ver lo que tú haces". Desde entonces, empezó a luchar contra el pecado y decidió hacerse monje para salvar su alma del infierno. Antes de dejar el ejército, se dirigió a Kronstadt para ver allí al célebre padre Juan. Le pidió que rezase por él, para que pudiese perseverar en su vocación. En el Monte Athos, tras un primer período de fervor, conoció también las angustias de la soledad y de la impotencia. Hasta entonces se había sentido protegido por un vivísimo sentimiento de dolor por sus pecados: siempre había tenido presentes ante sus ojos sus pecados y se sentía como ro-

deado por las llamas del infierno. Pero ahora había pasado todo aquello. En su mundo interior brotaban sin cesar imágenes y pensamientos culpables. Empezaba para él el combate espiritual. Ni su vida monástica ni sus oraciones le ayudaban. Dios estaba ausente. Sus esfuerzos de nada le servían: Dios estaba callado, sin preocuparse lo más mínimo de él. Silvano llegó a creer que había fracasado y llegó hasta los límites de la desesperación, de la blasfemia, quizás incluso de la locura. Veía a los demonios: a veces le lisonjeaban, a veces le atacaban con furor; los sentía a su alrededor, delante de él; le impedían rezar, no le dejaban en paz. No podía dormir, comía muy poco y el duro trabajo del molino le pesaba. ¡Imposible obtener nada de Dios! ¡Todo le parecía inútil! Y fue entonces cuando Dios le echó una mano: se le apareció Jesús, y Silvano, mientras vivió, no pudo olvidar la mirada indeciblemente tierna de Cristo. Entonces "conoció" el amor infinitamente misericordioso de Dios, las dudas se desvanecieron y la desesperación quedó definitivamente vencida. A partir de entonces, su alma se vio rodeada de luz. Una delicadeza espiritual extraordinaria lo ponía en guardia contra toda imperfección, lo hacía vigilante y atento, lo mantenía en una continua oración. Vivía en medio de un deseo humilde, intenso, en una aspiración continua de Dios. Pero las pruebas no habían acabado. Pensó en confiar su alma a uno de los padres del monasterio; buscó a aquel que parecía estar más adelantado en los caminos espirituales y le abrió su alma con candor.

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El padre espiritual se extrañó de que un monje tan joven hubiese adelantado en la vida espiritual mucho más de lo que él mismo lo había hecho, tras largos años en la vida religiosa. El asombro de aquel que debería guiarlo en el camino del espíritu, en lugar de hacerle comprender a Silvano que Dios quería mantenerlo en la soledad, desencadenó de nuevo en su alma la tempestad. ¡Conque él era ya perfecto! Aunque lego, y demasiado joven todavía, estaba tan adelantado en la perfección que sobrepasaba a los monjes más ancianos del Monte Athos! En medio de su orgullo, no supo defenderse contra las sugestiones de su espíritu y tuvo, o se imaginó tener, visiones. El cielo se abría ante él y escuchaba los cánticos de los ángeles, contemplaba a los santos y se sentía ya como uno de ellos. Y, de repente, una luz lo rodeaba durante la noche y no conseguía combatir con perseverancia y con vigor; se abandonaba a esta sucesión de experiencias interiores que lo exaltaban, pero que en seguida lo dejaban aniquilado. A veces, la visión concluía con una extraña zarabanda y una orgía satánica. Y entonces le suplicaba al Señor que volviese en su ayuda; resistía a la tentación, invocaba a Dios y todo terminaba en lágrimas y súplicas al Señor. Durante este último período de su combate espiritual, su alma no desesperó jamás ni dudó nunca del amor de Dios, pero no sabía cómo librarse de todas estas sugestiones importunas que lo fatigaban, lo humillaban y no le dejaban descansar. Una noche, cuando se lamentaba por

todo ello ante su dulce Señor, recibió finalmente la respuesta de Dios que lo colocó ya para siempre en la paz de la humildad y del silencio interior: "Aunque estés en el infierno —le dijo el Señor—, no desesperes jamás". La palabra de Dios era una orden, pero fue igualmente la expresión de la vida interior del monje, al que sólo Dios había guiado hasta la perfección de la paz y de la humildad. Silvano había llegado finalmente a la plena madurez espiritual. Fue ya para siempre humilde, sencillo, sereno hasta su muerte. Todos lo apreciaban y lo querían. Los monjes presentían su santidad, aunque no tuvo nunca un verdadero discípulo y permaneció hasta su muerte encerrado en el silencio. Incluso su muerte fue silenciosa. Recogido en Dios, se había convertido, lo mismo que dice el beato Tomás de Celano a propósito de san Francisco de Asís, en una oración viviente. Su elevación espiritual lo aislaba de los demás, creaba entre él y los otros monjes una zona de protección y de defensa. No obstante, se había convertido en compasión para con todos lo mismo que en oración para con Dios. Amaba a sus hermanos y los veneraba como imágenes de Cristo. Sufría por los obreros de los que se ocupaba, de los humildes trabajadores que habían tenido que abandonar a su familia para ponerse al servicio del monasterio. Sufría por todos los hombres y en particular por aquellos que eran enemigos de Cristo o que no conocían a Dios. En su corazón no había más que una infinita mansedumbre, una infinita compasión. Pasaba noches enteras en

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oración, rogaba al Señor envuelto en lágrimas con el sentimiento más vivo de su pobreza espiritual, con el sentimiento doloroso de su aridez, de su frialdad; pero sobre todo rogaba por los hombres. Tenía siempre ante los ojos, dentro de su corazón, sus dolores, sus pecados y se sentía traspasado por ellos, Gemía dulcemente en la presencia de Dios suplicándole por todos. Bajando hasta el abismo de su humildad, hasta el fondo de su ser, se convertía en solidario de toda la creación, formando una sola cosa con toda la humanidad. Ya no era Silvano, era "el hombre" que había perdido a Dios y que lo buscaba afanosamente con la impaciencia de toda la humanidad descaminada, errante por el desierto del mundo, arrojada del paraíso de Dios, ciega y ansiosa de paz. Una de las páginas más hermosas de Silvano es quizás aquella que consagra a la "lamentación de Adán". El sentimiento cruel de la lejanía de Dios, el deseo devorador de poseerlo, la necesidad dolorosa de la intimidad divina, dan a sus palabras, a pesar de su sencillez y su vulgaridad, un acento doloroso, un movimiento dramático, una belleza que llega incluso a resultar poética. "Adán, el padre de la humanidad, había conocido la bienaventuranza del amor de Dios en el paraíso; sufrió, por tanto, amargamente cuando el pecado lo desterró y le hizo perder el amor y la paz de Dios. Deseaba llenar el desierto de su lamentación y un pensamiento le atormentaba: he ofendido a mi Señor, que tanto bien me ha hecho. Lo que menos le preocupaba era

entonces el paraíso con todas sus bellezas: sentía sobre todo haber perdido aquel amor que atraía continuamente al alma hacia Dios. Cualquier alma que, tras haber conocido a Dios en el Espíritu Santo, haya perdido luego la gracia, siente lo mismo que sentía entonces Adán. Se siente enferma y entristecida por haber afligido al Señor. Adán lloraba amargamente. La tierra ya no lo deleitaba y sus lamentos se perdían en el desierto: "Mi alma desea al Señor y lo busco con lágrimas. ¿Cómo queréis que no busque al Señor? En él se alegraba y regocijaba mi alma y el enemigo nada podía contra mí. Ahora, por el contrario, el espíritu del mal tiene poder sobre mí y mi alma atormentada por él se llena de congojas. Por eso mi alma languidece buscando al Señor y lo desea hasta la muerte. Mi espíritu tiende hacia Dios; nada hay en la tierra que me pueda alegrar; nada que pueda consolar mi alma. Quiero ver al Señor y saciar en él mi sed. No lo puedo olvidar y en la profundidad de mi pena no hago más que gritar: Dios mío, Dios mío, ten piedad de mí; ten piedad de tu criatura perdida". Así se lamentaba Adán. Las lágrimas corrían por sus mejillas y humedecían la tierra junto a sus pies. Todo el desierto escuchaba sus gemidos y las aves se callaban ante ellos. La paz había abandonado la tierra. Cuando vio a Abel asesinado por su hermano Caín, no pudo contener su dolor y llorando exclamó: "De mí nacerán los pueblos y se multiplicarán, pero vivirán en la enemistad y se matarán entre sí".

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Su dolor era tan profundo como el mar. Sólo aquel que ha conocido al Señor y sabe cuánto nos ama, puede comprenderlo. También yo he perdido la gracia y grito como Adán: ¡Señor, ten misericordia de mí! ¡Dame el espíritu de humildad y de amor! Tengo sed de ti y te busco con lágrimas. Y tú te me has revelado en el Espíritu Santo. En él es también en donde mi alma te desea. Adán lloraba diciendo: "No me importa el desierto; no me gustan las altas montañas, ni los prados, ni los bosques, ni el canto de los pájaros. Mi alma está de luto: he ofendido a Dios. Aunque Dios volviera a admitirme en el paraíso, seguiría llorando y lleno de aflicción, porque he entristecido a Dios, que tanto me ama". Arrojado del paraíso, Adán sufría y derramaba lágrimas de dolor. Lo mismo gime también cualquier alma que ha conocido a Dios: "¿Dónde estás, Señor? ¿Dónde estás? Tú eres mi luz, pero has ocultado tu rostro a mis ojos. ¿Qué es lo que impide que habites en mi alma?" Lo que me falta es la humildad de Cristo, es que yo no tengo en mi alma amor a mis enemigos. Adán lloraba su pecado y la tristeza llenaba su corazón. Sus lágrimas se multiplicaban, su espíritu se inflamaba en deseos de Dios y la fuerza del amor divino lo atraía mucho más que la belleza del paraíso. ¡Oh Adán! ¡Ya lo ves! Mi espíritu tan débil no es capaz de contener tu deseo de Dios ni cargarse con el peso de tu penitencia. ¡Ya ves también cómo yo, tu hijo, sufro sobre la tierra! 270

El fuego del amor en mí bien poco vale: está casi extinguido. Cántanos tú, Adán, el cántico del Señor, para que nuestra alma se eleve y se deje llevar hasta alabarlo y bendecirlo como lo alaban los querubines del cielo y los serañnes más santos. Como le cantan con su triple cántico sagrado todas las escoltas celestiales. Cántanos tú, Adán, padre nuestro, el cántico del Señor, para que todas las criaturas se vean reconfortadas por el cántico celestial y olviden sus pensamientos terrenales. Habíanos de la gloria de Dios que tú ves, habíanos de la Madre de Dios, dinos cómo ha sido gloriñcada y bendecida en el cielo. Cuéntanos la alegría de los santos en el cielo, cómo están ellos humildemente delante de Dios, irradiando luz y llenos de gracia. Padre nuestro Adán, estamos en medio de la aflicción todos los que moramos en la tierra, todos tus hijos que has olvidado. Consuela y reconforta nuestras almas afligidas. Mira cómo sufre la tierra entera... ¿No puedes tú, en medio de la plenitud del amor de Dios, acordarte de nosotros? Tú ves nuestra pena; ten para con nosotros aunque sólo sea una palabra de consuelo". El staretz ve en Adán, tras su expulsión del paraíso, la situación de cada hombre. El lamento de Adán es, por tanto, el de todos los hombres que suspiran por Dios, a quien han perdido. El staretz estaba convencido de que todos los hombres llevamos, sepultado en lo más profundo de nuestro ser, el recuerdo del paraíso perdido. Este recuerdo es el que le da al hombre, cuando entra dentro de sí mismo, una nostalgia tan viva y tan dolorosa de Dios. 273

La doctrina espiritual de Silvano es la del monaquisino oriental. Ha sido sacada de la lectura asidua de la Filocalia y también de la tradición viviente del Monte Athos, sobre todo. Es la doctrina que durante siglos ha ido formando a sus monjes y no una mera enseñanza especulativa sacada de los libros de los antiguos padres de la Iglesia. Los documentos no son meramente literarios, sino el testimonio de una experiencia interior profunda. Lo que de nuevo descubrimos ahora, lo que resulta verdaderamente importante en la doctrina de Silvano, es que quizás Silvano es, en toda la historia del monaquismo oriental, el representante más perfecto de una tradición espiritual, que podríamos decir que ha quedado plasmada y resumida en él. Otros insisten, en su vida, en alguno de los diversos aspectos de este monaquismo, ofreciendo su testimonio de una manera particularmente eficaz. San Teodosio y san Sergio son los santos de la humildad y de la mansedumbre; san Serafín es el santo de la alegría pascual. El tema de la luz, de la transfiguración, de la acción deificante del espíritu, son fundamentales en la vida y en la doctrina de san Serafín. El tema del amor a los enemigos, de una compasión universal, son fundamentales en la vida de casi todos los santos orientales y particularmente de los santos rusos, lo mismo que el de la oración continua. En la vida y la doctrina de Silvano del Monte Athos, quizás más que en la vida y la doctrina de los demás santos, se encuentra una síntesis perfecta de todos estos temas. No es una mera

casualidad que la biografía de Silvano, escrita por el archimandrita Sofronio, resulte ser un estudio, una exposición sistemática de la doctrina espiritual del oriente cristiano. La humildad y la sencillez de las palabras de Silvano no pueden engañarnos. Si es cierto que nada tienen que ver con una progresión dialéctica, con un lenguaje técnicamente filosófico, también es cierto que no pueden disimular a los ojos de nadie la profundidad real e impresionante de una experiencia espiritual casi única. En la profundidad de esta experiencia religiosa es donde se lleva a cabo una síntesis admirable, difícil de analizar precisamente por su extrema densidad. Si es cierto que fue, sin duda alguna, menos teólogo que otros muchos escritores y místicos orientales, se comprende sin embargo que Silvano haya podido decir que, aunque desaparecieran todas las obras espirituales de los padres, todavía quedarían en el Monte Athos almas capaces de escribir de nuevo estas mismas obras. Silvano no podía hablar más que de sí mismo. El se daba perfecta cuenta de que todas sus obras no eran más que el testimonio de su vida profunda, que no decían nada más que lo que su propio interior decía, nada más que lo que la gracia de Dios le había hecho realizar. En primer lugar, conocía la dureza del combate espiritual; tuvo que dedicarse al dominio de las pasiones hasta que logró sujetarlas, tuvo que escapar del poder del enemigo, se vio obligado a velar constantemente para no verse presa de las sugestiones cada vez más sutiles e insidiosas. Tuvo que pedirle a Dios luz para poder

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CRISTIANISMO

comprender las astucias, los engaños, las falacias del amor propio, para poder identificar la acción del enemigo y desenmascararlo. La fe y la humildad fueron sus armas principales. El combate fue duro e incesante. El alma, para poder salvarse, no debe sentirse nunca segura, "¿os santos luchaban enérgicamente contra los demonios, ayunaban y rezaban para triunfar del enemigo con su humildad". Y en otra ocasión escribe igualmente: "El orgulloso tiene miedo de los demonios, a no ser que él mismo se haya hecho un demonio. Por lo que a nosotros se refiere, debemos temer la vanidad y el orgullo, pero no a los demonios, si no queremos perder la gracia. No debemos quedarnos junto a los espíritus malos, para que no se ensucie nuestra alma. El que permanece en oración, ése es el que se sentirá iluminado por el Señor". "Esta lucha es dura y encarnecida, pero sólo para los orgullosos y los vanidosos; para los humildes y los que aman al Señor, todo resulta fácil. El Señor les da un arma poderosa: la gracia del Espíritu Santo. Nuestros enemigos tiemblan ante semejante arma, porque este arma los quema. Este es el camino más corto y más fácil para la salvación: ser obediente y casto, no juzgar a los demás, preservar el corazón y el espíritu de los malos pensamientos, pensar que todos los hombres son buenos y que el Señor los ama a todos". Las armas son numerosas: el ayuno, la vigilancia, la oración; pero el arma más eficaz sigue siendo la humildad. La humildad es un arma totalmente eficaz: "El que es humilde, ha

vencido ya al adversario". Cuando se pone a hablar de la humildad, Silvano resulta inagotable. Parece difícil que se pueda añadir todavía algo a la riqueza de una tradición doctrinal que ha insistido siempre en la humildad, como la virtud característica del monje y la más necesaria, pero Silvano ha conocido la humildad en la mirada tierna de Jesús y ha conocido sus exigencias a través de las palabras profundas que le fueron dirigidas un día por el Señor. "Cuando recibí la gracia del Espíritu Santo, supe que Dios me había perdonado mis pecados. Su gracia era el mejor testimonio de ello, y entonces me di cuenta de que no necesitaba ya nada más. Pero no hay que pensar en esto. Aunque nuestros pecados hayan sido perdonados, tenemos que acordarnos de ellos durante toda nuestra vida, para arrepentimos de ellos. Si no lo hacemos, perdemos el beneficio del arrepentimiento y tendremos que sufrir mucho por culpa de los demonios. Yo no pude comprender lo que me había pasado. Mi alma conocía al Señor y había experimentado su amor. ¿Por qué rae venían entonces tan malos pensamientos? Pero el Señor tuvo piedad de mí y me mostró el camino de la humildad: "Aunque estuvieres en el infierno, no desesperes jamás". De este modo, conseguí vencer al enemigo. Pero cuando me olvidaba de mis pecados y dejaba que mi alma abandonase el infierno, entonces volvían de nuevo a molestarme los malos pensamientos". Y Silvano le pidió a Dios la humildad con lágrimas incesantes. Amó la humildad y pudo conocer finalmente una alegría pura y secreta.

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"¡Oh humildad de Cristo! ¡Tú le das al alma un gozo indescriptible! Tengo sed de ti, porque en ti el alma se olvida de todas las cosas terrenas y tiende cada vez más ardientemente hacia Dios". "Si el mundo comprendiese el poder de las palabras de Cristo: Aprended de mí la mansedumbre y la humildad, olvidaría cualquier otra ciencia con tal de conseguir ésta". "Los hombres ignoran la fuerza de la humildad de Cristo y por eso desean los bienes terrenos. El hombre no puede realizar el poder de estas palabras, sin ayuda del Espíritu Santo. El que las haya oído alguna vez, no podrá olvidarlas, aun cuando le ofrezcan todos los tesoros del mundo". La humildad es la revelación misma de Dios a través del rostro de Jesús. Y Dios es para él humildad, como para Francisco de Asís. "Nada hay tan grande como aprender la humildad de Cristo. El humilde vive ciego y contento, todo es humilde en su corazón. Sólo los humildes ven al Señor en el Espíritu Santo. La humildad es la luz en la cual podemos ver a Dios, que es luz: en tu luz veremos la luz". "¿Podría acaso el alma buscar algo más grande en este mundo? ¿Es que existe algo más grande y más admirable? ¡De un solo golpe el alma conoce a su creador y el amor que éste le tiene! Contempla al Señor, ve cuan tierno y humilde es, no siente más que un deseo, el de adquirir la humildad de Cristo. Y mientras sigue viviendo en este mundo, no puede olvidarse ya nunca de esta inconcebible humildad". Nada hay que revele tan bien la santidad y la grandeza de Dios como la humildad de Jesús. El ser absoluto tiene ne276

cesidad, para manifestarse, de esta pureza, dé este despojo total. Así es como su luz brilla sin límites ni medidas. Silvano se da cuenta de que sólo por medio de la humildad puede acercarse a la santidad de Dios, que quiere vivir en él y estar presente en su vida; pero al mismo tiempo siente que la humildad, a la que aspira, es inaccesible como Dios, y por eso la busca y la pide al Señor. "¡Oh humildad de Cristo! Yo te conozco, pero no te puedo alcanzar. Tus frutos son sabrosos y dulces, porque no son de este mundo". "El alma del que es humilde es como el mar; si uno tira una piedra en el mar, se hunde en el abismo. De la misma manera, toda pena queda absorbida en el corazón del humilde, porque en él está la virtud de Dios". La oración de Silvano se convierte en un cántico: "¿Dónde estás tú, alma humilde? ¿Quién habita en ti? ¿A quién podré compararte? Tú brillas clara como la luz del sol, pero no te consumes al brillar, sino que, por el contrario, todo lo calientas con tu ardor. La tierra de los mansos te pertenece, según las palabras del Señor. Tú eres semejante a un jardín de flores, en cuyo centro se encuentra una hermosa morada, residencia de Dios. El cielo y la tierra te aman. Los santos apóstoles, los profetas, los santos, los bienaventurados te quieren. Los ángeles, los querubines, los serafines te admiran. La purísima Madre del Señor te aprecia. El Señor te estima y tú eres su gloria. El Señor no se revela a los orgullosos. El orgulloso no poseerá jamás a Dios, aunque posea toda la ciencia del universo. En el 277

corazón del orgulloso no hay lugar para la bendición del Espíritu Santo". Al penetrar en las entrañas de la humildad, al abandonarse una vez más al sentimiento de su total indignidad, para permanecer conscientemente en el infierno, Silvano no sólo se había convertido en un hombre solidario de todos los demás hombres, sino que se había identificado con toda la humanidad, ya que por su "identidad" con cada uno de ellos, se había convertido de repente en una sola cosa con Cristo. La humildad más profunda había sido, por tanto, para Silvano la condición y la medida de su unión más íntima con Dios y con los hombres. Una de las características de Silvano es que este sentimiento de su unión con los demás hombres le incita a hablar constantemente en sus escritos del amor a los enemigos. El amor del alma humilde, en su asimilación a Cristo, no tolera ninguna separación, no conoce más que el amor, un amor universal que exige la entrega total de sí mismo a los demás. Si Silvano reza por los hombres, su oración no es solamente un acto, aunque sea el más santo de la jornada, ni es solamente un deber, aunque sea el más importante; su oración consiste en "dar la sangre de su corazón". "El que ha llegado a la humildad, obtiene de Dios su gracia; y entonces reza por sus enemigos, como por sí mismo; reza por el mundo entero con ardientes lágrimas". No se trata solamente de un amor personal a los enemigos; el amor a los enemigos es para Silvano la exigencia de una superación de todas

las divisiones, de todas las oposiciones que el odio ha podido ir creando entre los hombres. Gracias a este amor, él quiere triunfar de todos los obstáculos, de toda dureza, realizar aquella misma unidad que Jesús había pedido a su Padre la víspera de su pasión. Este amor es tan grande que, en su oración, el staretz se une con los enemigos mismos de la Iglesia, tomando sobre sí sus pecados, implorando las bendiciones de Dios sobre ellos como sobre sí mismo. Esto resulta todavía más admirable si se tiene en cuenta que las oraciones del humilde monje se elevaban a Dios precisamente en los momentos en que los enemigos de Cristo oprimían a su Iglesia, asesinaban a sus sacerdotes, intentaban encarnizadamente arrancar a Cristo de las almas, hacer de su patria la nación de los sin-Dios, "Hay hombres que desean para sus enemigos y para los enemigos de la Iglesia las penas y los tormentos del fuego eterno. Esos tales no conocen el amor de Dios. Los que poseen el amor y la humildad de Cristo lloran y rezan por todo el mundo. Quizás diga alguno de vosotros: éste es un malhechor, debería quemarse en las eternas llamas. Pero yo os pregunto: suponiendo que el Señor os tenga destinado u n lugar en su reino, si vierais en el fuego eterno a aquél para quien estáis deseando ahora u n tormento eterno, ¿no tendríais piedad de él, aun cuando hubiera sido un enemigo de la Iglesia? ¿O es que tenéis un corazón de piedra? En el reino de los cielos no hay lugar para los corazones de piedra. Todos necesitamos la humildad y el amor de Cristo, que tiene piedad y misericordia de

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todos". Y Silvano terminaba sus palabras con esta oración: "Señor, tú has rezado por tus enemigos; enséñanos a amarlos en el Espíritu Santo y a rezar por ellos con lágrimas. Esto nos resulta difícil a nosotros, que somos pecadores, si no tenemos tu gracia". Todos los escritos de Silvano vuelven a insistir en esta oración: "Dios de misericordia, concede tu gracia a todos los pueblos de la tierra... Señor, da a todos los pueblos la virtud de tu gracia, a fin de que te reconozcan en el Espíritu Santo y te alaben en la alegría, ya que también a mí me has dado, a pesar de mi miseria y mi impureza, el gozo de desearte y la dicha de que mi alma se inflame en tu amor insaciable, día y noche... Santifica a todos los pueblos por tu Espíritu y que tu voluntad se cumpla así en la tierra como en el cielo". La experiencia religiosa de Silvano es esencialmente la de un amor insaciable, una inquietud, una necesidad dolorosa de la salvación universal. "El Espíritu Santo nos enseña a amar a todos los hombres, a tener piedad de todos los que yerran, a rezar por su salvación". Con una sublime sencillez, escribe: "Mi corazón sufre por todos los hombres que no conocen a Dios. El que abandona a su creador, ¿cómo podrá soportar el juicio universal? ¿Dónde podrá ocultarse de la cara de su Dios?" Al vivir él en la presencia continua de Dios, todos los hombres también están presentes en su pensamiento. Y se vuelve hacia ellos, suplicándoles en su amor que tengan piedad de sí mismos. "Yo le pido a Dios por vosotros para que todos

podáis salvaros y alegraros en la compañía de los ángeles y de los santos..." "Muchos hombres no conocen cuan grande es la misericordia de Dios; por eso no se arrepienten de sus pecados y no quieren hacer penitencia. Mi alma está triste y llora por todos ellos, porque se da cuenta de que se van a condenar". "Si un hombre posee por lo menos una partícula de la gracia del Espíritu Santo, ese hombre llorará por todos los demás y tendrá piedad especialmente de los que no han conocido a Dios y le resisten". La acción de Dios en un alma, su presencia en ella, tiene como signo infalible este amor universal que nunca se declara vencido y que parece como si quisiera vencer al mismo Dios. Silvano nos recuerda una antigua narración de los padres. La antigua sabiduría, la antigua santidad de los solitarios de los primeros siglos de la Iglesia se renueva en este humilde monje, contemporáneo nuestro. "San Paisio rezaba en cierta ocasión por uno de sus discípulos, que había abandonado a Cristo. El Señor, queriendo consolar a su siervo, se le apareció y le dijo: "Paisio, ¿cómo es que rezas por uno que ha renegado de mí?" Pero el santo no cesó por ello de rezar por aquel que se había perdido. Y entonces se le volvió a aparecer el Señor, para decirle: "Oh Paisio, tú has sabido igualar mi caridad". "Yo ya soy viejo —dice Silvano—, ya estoy cerca de la muerte. Os digo la verdad, por amor a los hombres por los que mi corazón sufre. Si pudiese ayudarles de algún modo, aunque sólo fuera para que uno de ellos encontrase

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la salvación, le daría gracias a Dios. Pero mi alma sufre por el mundo entero y rezo y lloro por todos los hombres, para que hagan penitencia y reconozcan a Dios". El amor a los enemigos no era para Silvano una mera disposición natural del corazón, sino más bien la expresión inefable de su identidad con todos los hombres. El no podía separarse de ninguno, porque no podía atestiguar más que la unidad de todos, En su vida, en cada uno de sus actos, toda la humanidad vivía su pena, toda la humanidad vivía su aspiración a Dios. Aquellas palabras del Señor: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", más que un precepto ético, se habían convertido para Silvano en la expresión de una verdadera unidad ontológica. Pero, ¿acaso hubiera sido capaz de ser uno con todos los hombres, si no hubiese vivido en él Cristo, aquel Cristo que, tras el pecado de Adán, había establecido de nuevo la unidad de todas las cosas con su muerte? De esa manera, Silvano vivía en unión con todos los hombres, porque Jesús le había comunicado su espíritu, porque vivía en el Espíritu Santo. Sus escritos son el mejor testimonio de ello. Silvano tenía conciencia de que vivía en el Espíritu Santo, de que conocía a Dios en el Espíritu Santo, de que obraba en este mismo Espíritu Santo. "Yo soy malo y, ante los ojos del Señor, más feo que un perro sarnoso, a causa de mis pecados. Pero le he pedido a Dios que me los perdone y él no solamente me ha concedido el perdón sino que también me ha dado al Espíritu Santo, y en el Espíritu Santo he reconocido a Dios". "El Es282

píritu Santo es como una madre que ama a su hijo y que comparte sus sufrimientos. El se nos da a conocer en la oración humilde, sufre con nosotros, nos perdona, nos cura y nos instruye. El Espíritu Santo hace de nosotros hermanos del Señor. Si sentís en vosotros la paz divina y el amor a todos, es que vuestra alma se asemeja ya al Señor". Con la sencillez de un lenguaje que no engaña, Silvano atestigua una experiencia mística extraordinaria. Sus palabras, en medio de su pobreza, tienen algo de absoluto: traducen lo inefable. "De repente el alma ve al Señor y lo reconoce. ¿Quién es capaz de describir este gozo y este consuelo? El Señor es reconocido en el Espíritu Santo y el Espíritu Santo obra en todo el hombre, en su espíritu, en su alma y en su cuerpo. Así es como se reconoce a Dios en el cielo y en la tierra. En su infinita bondad, el Señor me ha concedido esta gracia, a mí, que soy pecador". "El alma se siente como arrebatada por Dios. Se queda en el silencio y le gustaría callarse, contemplando, ausente a las cosas de este mundo, sin deseo alguno. Los hombres no se dan cuenta de que está viendo al Señor, de que los ha dejado atrás y de que se ha olvidado de este mundo, no encontrando ya en él satisfacción alguna. El alma que ha gustado las dulzuras del Espíritu Santo se siente ya colmada por el amor divino. ¡Oh Señor! Danos este amor a cada uno de nosotros, dáselo al mundo entero. Espíritu Santo, baja a nuestras almas, para que todos juntos alabemos al creador, Padre, Hijo y Espíritu Santo". 283

¡Cuántos textos deberíamos citar! Todos ellos, en su pureza y en su humildad, contienen una £>elleza tal, que pueden parangonarse con los más Hermosos textos de la mística cristiana. Todo es fácil y sencillo para Silvano. Va caminando en la luz. Con una naturalidad desconcertante para todos los que estamos lejos de vivir semejante unión con Dios, va afirmando su propia experiencia interior, como si se tratase de la cosa más sencilla y natural del mundo. "Lo mismo que el hombre, mientras vive, siente si hace frío o calor, también el hombre que ha experimentado al Espíritu Santo sabe cuándo la gracia visita su alma y cuándo lo asalta el espíritu nnalo". "Los hombres no saben nada de este misterio, pero san Juan evangelista lo dice claramente: Seremos semejantes a él. Y esto no sólo después de morir, sino ya ahora, porque el Señor ha enviado al Espíritu Santo sobre la tierra y él está presente en la Iglesia". La meta de la vida cristiana, decía Serafín de Sarov, era encontrar al Espíritu Santo; pero Silvano vivía ya en la posesión dulce y pacífica de este mismo Espíritu, que lo penetraba interiormente y transformaba cada uno de sus actos- De este modo, su vida se convertía en oración, en aspiración ferviente a Dios, en humilde abandono en sus manos, en pura alabanza de amor. Toda su vida era oración. Buscaba a Dios porque Dios lo poseía, no buscaba más que a pios, no aspiraba más que a él. "Dulce es la gracia del Espíritu Santo; infinita es la bondad del Señor. Las palabras no lo pueden describir. El alma tiende hacia él, insaciable, invadida por 284

el amor de Dios y llena totalmente de él. En él ha encontrado su reposo y se ha olvidado por completo del mundo. El Dios de misericordia no siempre concede esta gracia a los hombres, sino que muchas veces le da el amor al mundo. Y entonces el alma camina llorando por el mundo, implorando al todopoderoso para que reparta su gracia entre las almas y le perdone con su gran misericordia". El llanto de Silvano es una nostalgia del cielo, el deseo de entrar en él, de sentirse como anegado y sumergido en la paz de Dios. Se derretía en el amor. Sentía una inmensa piedad por todos los hombres, un deseo insaciable de Dios. No pasaba de un sentimiento a otro, de una actitud a otra: la piedad era deseo y el deseo, piedad. Todo era sencillo y puro. Todo se reducía a la unidad de una vida que era una presencia de Dios y de los hombres. Cualquier sueño, cualquier ilusión, cualquier recuerdo, perdían su alimento y caían lentamente de su corazón. Su vida se hundía, se borraba en el silencio de Dios. Su muerte no hizo más que revelar este hundimiento progresivo en el silencio inefable. Humildemente, casi sin sentirlo, se marchó tranquilamente, permaneciendo fijo en la oración, fiel a su vocación, en medio del silencio y de la paz. Desapareció sin que nadie se diese cuenta. La muerte hizo posible su paso de este mundo a Dios. En vísperas de la guerra mundial, en medio de la inquietud general de los espíritus, murió abandonándose dulcísimamente a Dios. 285

12 EL CRISTIANISMO RUSO Y LA IGLESIA CATÓLICA El cristianismo es uno, como la Iglesia que es una

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E suele distinguir el cristianismo, aunque sólo parcialmente sea justa esta división, en tres grandes denominaciones: catolicismo, cristianismo protestante y cristianismo ortodoxo. El catolicismo estaría situado en medio de los otros dos grupos, concillando las tendencias opuestas. La ortodoxia, como se ha visto, estima de manera especial entre los libros sagrados al cuarto evangelio: es el cristianismo de Juan. Un cristianismo místico, de un misticismo no dramático que parezca exasperar las distancias entre el hombre y Dios, insistiendo en su trascendencia, capaz de borrar y echar por tierra cualquier inteligencia del hombre y toda ley moral, sino el misticismo de Juan que parece como si tendiera la mano a la especulación religiosa pagana ("las tinieblas no han sofocado a la luz", 1. 5), un misticismo más intelectual que insiste, no ya en la trascendencia de Dios, sino más bien en su participabüidad, en el aspecto teofánico del mundo: todo es símbolo de Dios e instrumento de su acción. Aun reconociendo la independencia y la absoluta oposición 287

del pensamiento de san Juan en relación con la mística panteística de los escritos religiosos herméticos y neoplatónicos, no se puede sin embargo cerrar los ojos a los puntos de contacto y sobre todo a ese tono religioso que los acerca entre sí: san Juan es el más helénico de los escritores sagrados. No obstante, su misticismo es también un misticismo bíblico: depende y continúa el misticismo de los libros sapienciales (se comprende fácilmente la importancia que han tenido estos libros en la especulación ortodoxa) y el misticismo paulino de las cartas de la cautividad. El cristianismo ortodoxo, como otras veces hemos indicado, no debe sus diferencias con el cristianismo occidental al neoplatonismo patrístico únicamente, sino también a su dependencia más estrecha y casi exclusiva de la teología de san Juan. Esta dependencia explica en el cristianismo oriental su mayor facilidad de conciliación, a veces bastante peligrosa, con las doctrinas neoplatónicas, y su mayor consonancia con la religiosidad propia de los pueblos orientales. Un cristianismo más intelectualístico, más litúrgico, más ajeno a la vida y a la historia, que tiende a permanecer abstracto, pero que tiene también una especial belleza y encanto, una luz peculiar, un sentido vivísimo del misterio que lo rodea todo. ¡Cuántas veces los escritores ortodoxos echan en cara a los occidentales la separación que han establecido entre el hombre y Dios, entre el mundo y Dios, entre la vida terrena y la vida celestial, entre el tiempo y la eternidad! Por el contrario, el cristianismo occidental

protestante quiere ser un cristianismo absolutamente bíblico y prefiere en el Nuevo Testamento a san Pablo, especialmente en su carta a los romanos; es un cristianismo en el que las distancias entre el hombre y Dios se acentúan hasta el punto de que ni siquiera Cristo tiene la posibilidad de enlazar al hombre con Dios, a la creación con su creador. La vida terrena tiene sus leyes, su peso, su sentido propio, independientemente de la vida sobrenatural: el mundo resulta algo extraño a Dios. Si el cristianismo oriental insiste en la divinización del hombre y en la transfiguración del cosmos, pareciendo muchas veces olvidarse de las realidades concretas de la vida terrena, el cristianismo occidental protestante tiende a dividir al hombre de Dios: Dios es el ser totalmente diverso, y entre la criatura y el creador está abierto un abismo que naturalmente es imposible franquear, habiéndose luego hecho aún más profundo este abismo por el pecado, hasta el punto de que ni la misma gracia parece que pueda unir verdaderamente al alma con Dios. El cristianismo protestante tiene ciertamente una grandeza especial, una terrible majestad que da la medida del misterio divino, pero no es el cristianismo verdadero, el cristianismo de la encarnación. El cristianismo de la encarnación, el cristianismo histórico que reconoce de verdad y que actúa la unión en Cristo de la criatura con el creador, del hombre con Dios, sin que se corra el peligro de que la criatura quede absorbida por el creador (monofisismo, peligro del orien-

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CRISTIANISMO

te) y sin división radical entre el hombre y Dios (nestorianismo, peligro del cristianismo occidental protestante), es el catolicismo, que sabe unir a san Pablo con san Juan en la humildad del sentido eclesiástico de san Mateo, del sentido realista de san Marcos y de la humanidad profunda de san Lucas. Los evangelios sinópticos que nos relatan la historia, la vida real de Cristo, no pueden ciertamente llamarse los libros predilectos del catolicismo, ya que también san Pablo y san Juan han ido forjando igualmente su espíritu y su doctrina, pero son sin duda alguna los libros que mejor revelan su carácter de realidad concreta, de verdad hecha carne. Por lo que se refiere a aquellos elementos parciales que quizás el catolicismo no vive plena y actualmente con tanta intensidad como el cristianismo ortodoxo y protestante, estas formas cristianas pueden seguir teniendo una razón de ser; pero por lo que se refiere a la parte que el catolicismo ha repudiado, la ortodoxia y el protestantismo no son ya expresiones cristianas. El cristianismo es uno. Y no absorbe a la criatura en el creador, no divide al hombre de Dios, sino que "distingue para unir", y sin excluir ningún elemento verdaderamente vivo, comprende, . abraza y posee, dentro de su capacidad universal, toda la plenitud de la vida cristiana. Eso es la Iglesia.

Relaciones entre el cristianismo ruso y la Iglesia Quizás se comprenderían más fácilmente las relaciones entre el cristianismo de oriente y la iglesia católica, si se comprendiesen mejor las relaciones entre el cristianismo occidental y la Iglesia. La pregunta que nos hemos planteado es, sin embargo, más precisa: ¿qué relaciones existen entre el cristianismo ruso y la Iglesia? Es bastante difusa la opinión que identifica el catolicismo con el cristianismo latino y que quiere que el catolicismo sea el cristianismo de los pueblos neolatinos. Es cierto, que la iglesia católica ha empapado tan profundamente y ha fecundado con tanta penetración la civilización cristiana de los pueblos neolatinos, que prácticamente no se puede pensar en una civilización neolatina y mucho menos en un cristianismo neolatino que no sean una civilización y un cristianismo católico. Pero el catolicismo no es la civilización neolatina ni es un cristianismo neolatino; no es siquiera la civilización o el cristianismo occidental. Sin embargo, aunque la iglesia católica no sea lo mismo que la cristiandad occidental, es cierto que la cristiandad neolatina está totalmente comprendida y forma parte del catolicismo. La iglesia católica ha actuado ya plenamente quizás, o por lo menos en gran parte, los valores religiosos, la potencialidad religiosa, e indirectamente los demás valores de todas estas naciones. Pero la iglesia católica, si no puede decirse por una parte que haya actuado en igual medida los valores religiosos del cris-

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tianismo occidental germánico y anglicano. por otra parte tampoco se deja limitar a la civilización y al cristianismo de todo el occidente. Al menos en potencia la iglesia católica no conoce confines, e incluso en acto los traspasa siempre: por doquier rompe las barreras con que los hombres pretenden encerrarla y definirla. Ella sola entre todas las iglesias y comunidades cristianas es "la Iglesia de Dios". El cristianismo neolatino es catolicismo; en otra medida diversa, pero también verdadera, el cristianismo germánico actualmente y en general el cristianismo de todo el occidente es catolicismo; pero el catolicismo no es el cristianismo neolatino, ya que también es el cristianismo germánico y anglosajón; ni siquiera es el cristianismo de occidente, ya que es también el cristianismo de oriente, incluso el cristianismo ruso. El cristianismo ruso con todo el oriente cristiano no es más que una parte de la iglesia universal, escribe Soloviof. Al menos de derecho, todos los elementos cristianos pertenecen a la Iglesia una; y es la iglesia católica la que demuestra que tiene este derecho, a diferencia de las demás iglesias, porque ella sola es la unidad con capacidad y respiración universal. Por eso precisamente el catolicismo tiene fieles en todas las naciones: porque ninguno, al entrar en la Iglesia, tiene necesidad de renegar de su civilización ni del pueblo al que pertenece. La iglesia católica es india en la India, china en China, americana en los Estados Unidos, africana en el Congo: basta con ser hombre, para poder pertenecer a ella, porque ella no es el occidente ni el oriente, sino el mun292

do. Por eso el cristianismo de Soloviof y de Ivanof ha seguido siendo un cristianismo ruso, cuando entraron en la iglesia católica, porque el cristianismo ruso le pertenece también a la Iglesia. A pesar de todo, cualquier separación de Roma equivale a una violencia contra la propia nación, contra la propia civilización: es querer segregar y apartar a un pueblo y a una civilización de la vida universal, querer romper sus ligámenes con el mundo, elevar la parte por encima de todo, a un pueblo por encima de la humanidad. La mejor prueba de ello nos la da la historia, ya que Roma ha sido, para todos los pueblos, el centro de la historia humana. Entre las diversas civilizaciones, la verdadera civilización universal ha sido la civilización de occidente, que Roma ha creado. Desde que oriente se separó de Roma, dejó de pertenecer a la historia universal y a su civilización. ¡Esta fue la triste herencia del cisma! Hoy sigue estando Rusia separada de occidente, y Rusia no puede intentar la realización de una misión universal en el mundo, mientras siga siendo un pueblo cristiano separado de Roma, a no ser que quiera pelear contra el cristianismo. La universalidad y la unidad del mundo contra Roma no puede ser y no es más que la universalidad y la unidad del reino del mal y del anticristo: la anticivilización, la antihumanidad. Hoy el mundo no puede estar dividido; ninguna nación puede sentirse extraña a la vida y a la historia universal; pero la universalidad que no tenga por centro a Roma es la universalidad 293

de la muerte. Los eslavófilos de hoy, como Berdiayef, que quieren una unidad en abstracto y solamente espiritual, tienen que convencerse de que no hacen más que seguirle el juego a Satanás y ayudar a aquellos que organizan en concreto la unidad del mundo contra Cristo. El cristianismo ruso debe pertenecer a la iglesia católica, como Iglesia Nuestros hermanos separados se encuentran sin duda alguna en una condición más triste que la nuestra, al no poseer toda la verdad y carecer, muchas veces, de la plenitud de los medios ordinarios para la salvación. Sin embargo, siguen siendo hermanos nuestros. Todo hombre que recibe válidamente el bautismo queda agregado al cuerpo místico de Cristo y su pertenencia a la Iglesia es perpetua, lo mismo que es perpetuo e indeleble el carácter del bautismo que ha recibido. Todos los bautizados pertenecen por tanto, de alguna manera, a la gran familia de la Iglesia, porque la Iglesia es una sola, y permanecen sujetos a sus leyes. Sin embargo, cuando se habla de los orientales, no se puede hablar de una pertenencia que los una singularmente, uno a uno, y como automáticamente, a esta Iglesia única y universal: no solamente pertenecen por el bautismo a la Iglesia de Cristo, sino por todos los sacramentos que poseen, y sobre todo por su sacerdocio válido, aunque no legítimo. Ellos están ligados de una manera subterránea con la Igle-

sia única, a través de su iglesia particular, con un ligamen orgánico. Los cristianos de oriente siguen siendo hoy incluso la gran iglesia oriental. Al hablar del oriente cristiano no se puede hablar solamente de un cristianismo ruso o de un cristianismo griego, sino de una iglesia rusa y de una iglesia griega. El problema angustioso y grave que se impone a la conciencia católica reside precisamente en esto; y el problema no lo resuelve la adhesión de cada uno en particular: si oriente se ha separado de Roma como Iglesia, debe también reunirse canónicamente con Roma como Iglesia. Soloviof lo había comprendido. La unión canónica con la iglesia católica no debería exigir para los orientales una separación de la iglesia ortodoxa. Actualmente, es lo único que puede hacer cada uno de los cristianos orientales en particular. Pero al entrar en la iglesia católica particularmente, en el fondo se sienten violentos todos los cristianos orientales: su adhesión explícita a la iglesia católica es solamente orgánica; pero no es, ni puede ser natural. En cada una de sus adhesiones al catolicismo existe una mortificación dolorosa que ellos tienen que realizar con gran pena. Es explicable el sufrimiento y casi el rencor que los rusos ortodoxos sienten contra la iglesia católica. Cada adhesión es como una herida que se hace a la iglesia ortodoxa: Roma les arranca sus fieles, los separa de "su" Iglesia. Es cierto que todos los cristianos necesitan pertenecer a la iglesia católica, que es la Iglesia única y universal, mientras que no es esencial su pertenencia a una iglesia particular; pero también es

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verdad que nuestra unión con Roma debería hacerse natural y orgánicamente, a través de nuestra unión con las iglesias particulares. Si Berdiayef habla de una ecumenicidad invisible y solamente espiritual, es porque cree que no tiene solución este problema: desconfía de Roma. Y esta desconfianza se deriva, al menos parcialmente, del hecho de que no parece que esté suficientemente resuelto este problema: Roma sigue siendo para él occidente. No se trata para nosotros, los cristianos de occidente, de ninguna conquista, de ninguna victoria, sino de aquella caridad que quiere y reclama una unión más íntima, una unión visible canónicamente, actuada en el reconocimiento unánime de la monarquía eclesiástica. Nuestros hermanos no tienen necesidad de nosotros, sino de unirse a la iglesia católica. Más todavía: puesto que suponemos en ellos la fe y podemos suponer también la gracia, nosotros debemos acercarnos a ellos, conocerlos y amarlos con la humildad de quien, sabiendo que permanece en la verdad, no rehusa sin embargo aprender de los demás. Y no digo esto solamente por consideración a las virtudes individuales de nuestros hermanos, sino refiriéndome también al pensamiento y a la espiritualidad de aquella Iglesia cristiana a la que pertenecen. En una Iglesia que posee la verdad sobrenatural y los sacramentos, siempre estarán obrando la fe y la caridad: la fe elaborando un pensamientos cristiano, y la caridad alimentando una vida espiritual. Este pensamiento y esta espiritualidad, al ser fruto de la gracia, pertenecen a la verdadera 296

Iglesia universal y no se oponen ni pueden oponerse al pensamiento y a la espiritualidad católica. Son actitudes de pensamiento y formas de vida que están en consonancia con el dogma, como las nuestras, aunque sean diversas en cada pueblo, en relación con su idiosincrasia. Cada pueblo, dentro de la Iglesia, tiene su modo de ver y de sentir la única verdad. Si la Iglesia no tuviese en cuenta este pensamiento y esta espiritualidad, dejaría de ser católica. Es cierto que la verdad, tal como la posee en toda su integridad la iglesia católica, daría un desarrollo y una vitalidad maravillosa a las actitudes particulares de cada pueblo, mientras que ahora están éstas como mortificadas por la angustia de una verdad que no es plena y que a veces está mezclada con errores; pero sería injusto menospreciar lo que la gracia, a pesar de las separaciones, ha sabido realizar en ellos, dando a su pensamiento y a sus sentimientos cristianos una fisonomía particular.

El cristianismo ruso, parte integrante de la catolicidad Puede afirmarse todavía más. Puede decirse con el P. Congar: "A la iglesia católica le falta lo que hay de más puro en la piedad protestante u ortodoxa, o en la pietas anglicana, que le da al anglicanismo su continuidad real; le falta no en su sustancia, como es lógico, que es realmente católica, sino en la expresión, en la explicitación, en la encarnación de sus principios vivien297

tes o, al menos, en la plenitud de esta expresión y de esta encarnación". Estas palabras, que quizás parezcan algo fuertes, son sin embargo justas, si se las entiende debidamente. Y esto resulta más verdadero todavía por lo que se refiere a la iglesia oriental, en comparación con las comunidades protestantes, ya que, por una parte, la ortodoxia ha conservado, a pesar de su larga separación del centro de la catolicidad, una fe más pura y, junto con el poder jerárquico y de orden, todos los sacramentos, a través de los cuales la acción santificadora de Cristo va desarrollando y elevando toda la vida del creyente; por otra parte, la ortodoxia y el catolicismo han tenido menos contacto entre sí a través del largo camino de separación, se han desarrollado como formas de piedad y de religión independientemente una de otra, evolucionando el catolicismo sobre todo por las sendas de la civilización y de la mentalidad occidental y latina, y la ortodoxia por las de la cultura y la mentalidad oriental. Si Newman podía afirmar que "la pérdida del elemento inglés, por no decir germánico, ha sido una desgracia gravísima" para la iglesia católica, más grave ha sido sin duda la pérdida del elemento oriental. Ante todo, porque la iglesia católica no puede decirse que haya perdido nunca el elemento germánico o inglés tan totalmente como ha perdido, tras el cisma, el elemento griego o ruso; y luego, porque este elemento era mucho más capaz de enriquecer su vida, por ser mucho más diverso del elemento latino y más profundamente típico y original.

Es cierto que la iglesia católica no ha repudiado jamás a los grandes santos y doctores de la iglesia oriental de los primeros siglos; es cierto que en la veneración de los primeros grandes padres de la Iglesia indivisa están todavía unidos oriente y occidente; pero también es cierto que, mientras oriente continúa la tradición teológica y espiritual de Orígenes y de los capadocios, occidente continúa más en particular la de san Agustín; y es también probable que, a través de santo Tomás y de los escolásticos, la tradición teológica y espiritual de occidente se haya diferenciado aún más de la tradición teológica y espiritual de oriente. Hay todavía otro aspecto que hace más lamentable la separación entre oriente y Roma. Si lo que hay de verdad en una experiencia religiosa cristiana, que le falta a la iglesia católica, reclama por su misma naturaleza que sea reintegrado en la Iglesia por razón de su verdad, más dolorosa es la necesidad que tiene la catolicidad de adoptar la experiencia religiosa de oriente, en cuanto que se puede llegar incluso a dudar de que en esta experiencia haya una parte de error. El cristianismo protestante se encuentra en unas condiciones muy diferentes de las iglesias cristianas de oriente: lo que separó a los pueblos de la Iglesia en la reforma protestante fue la herejía, el repudio de la vida sacramental; el cristianismo protestante es una comunidad religiosa, no una iglesia: su experiencia religiosa tiene que estar necesariamente manchada y resulta sospechosa. Por el contrario, el oriente cristiano se separó por un movi-

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miento puramente cismático y persiste hoy en el cisma conservando pura su fe e íntegra su vida sacramental; la iglesia oriental, como iglesia, no ha rechazado nunca ningún dogma, ni siquiera los definidos posteriormente por la iglesia católica, ni siquiera, como hacía notar Soloviof, la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Su experiencia religiosa, al tener sus fuentes en la fe de la Iglesia —no en las opiniones teológicas— y al estar alimentada por los sacramentos, es por tanto esencialmente verdadera y católica. Es cierto que la iglesia católica posee ya toda la verdad y la plenitud de la vida espiritual; pero también es cierto que posee esta plenitud más bien en potencia que en acto, más bien en germen que en su completa y perfecta floración. No es, pues, extraño, sino justo y natural que oriente haya podido actuar algo de lo que se encuentra todavía en sus principios en la iglesia católica de occidente, por razón de su mentalidad y de su cultura. Si la iglesia católica posee verdaderamente la plenitud de la vida espiritual para la salvación de todas las naciones, también es verdad que le es necesaria a la iglesia la colaboración de todas las naciones, para que esta plenitud se realice totalmente en acto. Ninguna nación puede ni debe permanecer pasiva en la Iglesia de Dios; cada una tiene su misión particular. No hay ninguna nación que no haga más que recibir; todas están llamadas a contribuir a su vida universal. No sería católica la Iglesia si no tuviese que ser la vida de todas las naciones, pero tampoco sería católica si no tuviese necesidad de

la aportación de todas las civilizaciones, de todas las naciones, para agotar totalmente en acto la estupenda virtualidad de su vida única e inmensa. L'Osservatore Romano del 5 de julio de 1947 manifestaba: "El cristianismo ruso representa un tipo particular entre las realizaciones del ideal cristiano, con u n sello y unas notas peculiares, que esperamos lograrán enriquecer el esplendor de la Iglesia universal en u n porvenir no m u y lejano". El que habla de una ecumenicidad invisible y solamente espiritual, desespera en el fondo de que todos los pueblos, realizándose a sí mismos, puedan llegar a una real unidad. Para ése, toda unidad real y concreta de los hombres no es en el fondo más que externa y violenta. Si fuese esto verdad, ninguna iglesia podría ciertamente realizar la verdadera unidad. Y entonces, el cristianismo habría fracasado. Para que el cristianismo demuestre de verdad que es la salvación de toda la humanidad, es necesario que pueda realizar la unidad verdadera y concreta de la humanidad entera, ya que el cristianismo no es una doctrina abstracta o un sentimiento confuso, ni tampoco únicamente una vida espiritual, sino que se ha presentado siempre a los hombres como iglesia visible, como organismo concreto. Sin embargo, es también necesario que la misma Iglesia que dice ser el verdadero cristianismo, no realice con violencia la unidad de los hombres, ni la imponga exteriormente, sino que la lleve a cabo actuando y realizando en sí misma las capacidades propias de cada nación. En otras palabras; la uni-

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dad de los hombres, para que sea real, tiene necesidad de ser actuada concretamente por la Iglesia, y para ser íntima y verdadera, tiene que ser realizada por el Espíritu, pero con la cooperación de todos, en la cooperación de todos. En esta unidad es en la que cada pueblo tiene que realizarse plenamente a sí mismo. Si la unidad no exigiese este pleno actuarse de las capacidades de cada pueblo, esta unidad no sería más que exterior; pero si el actuarse de las potencialidades de cada pueblo no se pudiese conciliar, e incluso completarse en la unidad de la Iglesia, el mismo cristianismo habría fracasado. Ciertamente, la necesidad que Roma tiene de oriente es muy distinta de la que oriente tiene de Roma. Oriente necesita a Roma, centro de la catolicidad, para poder formar parte de la iglesia católica; desgajada del centro, la cristiandad oriental ya no puede poseer la unidad. Si es verdad que todos los bautizados pertenecen por derecho, como se ha dicho, a la Iglesia, también es cierto que el vínculo visible de hecho ha desaparecido en aquellos que están separados de Roma (también los orientales tienen que plantearse este problema: desde el momento en que oriente y occidente están divididos, o es oriente el que se ha separado de Roma, o es Roma la que se ha separado de oriente. Pero también para los orientales, si existe un primado en la Iglesia, éste pertenece sin duda alguna a la sede apostólica de Roma). Por otra parte, Roma necesita de oriente no para ser católica, ni para ser la única iglesia, sino para que su unidad y su catolicidad sean de hecho verdaderas. Si

la Iglesia hubiese terminado ya su curso, su camino, y poseyese ya en perfecta y segura posesión su perfección, y hubiese alcanzado su meta, no tendría entonces justificación la historia, y la iglesia militante se habría convertido ya en la iglesia del cielo. La iglesia militante no está justificada solamente por el hecho de que debe proporcionar a los hombres de aquí abajo los medios de salvación, sino que ella misma está en camino, realizando una penetración cada vez más profunda en el dogma, una unidad cada vez más vasta y más viva, una catolicidad cada vez más real. De aquí deriva la necesidad que tienen los católicos de conocer la teología y la espiritualidad oriental y particularmente esta última, ya que, como escribe Berdiayef, "es probable que el cristianismo oriental y el occidental se distingan sobre todo por su tipo de espiritualidad". Conocer esta espiritualidad es conocer el vínculo que une todavía, de una manera subterránea pero verdadera, a oriente con la Iglesia, y es para nosotros, los occidentales, una necesidad, ya que oriente y occidente tienen que integrarse en una sola iglesia católica, en la que oriente y occidente no existan ya para contraponerse y negarse mutuamente, sino para que uno sea el correctivo y el complemento del otro. De hecho, muchas veces nos equivocamos de perspectiva: nosotros confundimos occidente con la iglesia católica, al cristianismo occidental con el catolicismo. El verdadero catolicismo contiene ya dentro de sí, al menos virtualmente, a oriente con todas sus formas cristianas. Occi-

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dente, por el contrario, no puede pretender ser él solo toda la Iglesia: de hecho no contiene dentro de sí a oriente. Por un designio ciertamente misericordioso e infinitamente sabio, Dios ha permitido la separación de oriente y occidente: hoy los tiempos están maduros para pensar en su re-unión. No porque el cristianismo oriental y ruso, perseguido y próximo a morir, pueda quedar tranquilamente reabsorbido por occidente, ni porque el cristianismo oriental y ruso, carente de fuerza, deje de representar ahora un obstáculo a la afirmación exclusiva del cristianismo occidental, sino porque la larga separación ha permitido la plena madurez de las formas propias y peculiares del alma diversa de ambos pueblos, formas que pertenecen con igual derecho a la iglesia universal. Si he contrapuesto, en el curso de este libro, el cristianismo oriental al occidental, no ha sido mi intención contraponer absolutamente la iglesia católica a la iglesia de oriente, ya que la iglesia de oriente, aunque separada, no puede contraponerse a toda la Iglesia. Quizás por este motivo se explica mejor lo que, al contraponer iglesia católica y ortodoxia, dijimos de que a la primera le falta alguna cosa. Si la Iglesia es una, no le falta efectivamente nada de lo que "otra" iglesia pueda poseer; existe ciertamente un desarrollo orgánico en su vida, pero toda la vida realmente en acto es suya. La iglesia católica es el mundo: su cuerpo visible se extiende misteriosamente cuanto se extiende la humanidad que ella debe salvar dentro de sí misma; si la iglesia católica está realizada

plenamente en todos sus elementos visibles solamente en algunas partes del mundo, no existe ninguna parte en la que de algún modo esté sin realizar. Ni siquiera la separación puede conseguir que lo que está cristianamente vivo en las diversas confesiones cristianas no pertenezca actualmente a la Iglesia. La ortodoxia no es más que la iglesia de oriente, una iglesia gloriosa, rica en tradiciones venerandas, fecunda hoy todavía en santidad: pero la parte no puede contraponerse al todo. La voluntad de los hombres puede separar lo que está unido en el pensamiento de Dios, pero no puede hacer que las partes divididas dejen de ser los miembros de un cuerpo, en el que tengan que integrarse nuevamente; ni puede hacer, si viven y en la medida en que viven, que no reciban todavía de alguna manera su vida del único cuerpo. La iglesia oriental en tanto sigue siendo hoy todavía una iglesia, en cuanto que, a pesar del cisma, continúa siendo una parte que debe reunirse con el todo; el cristianismo oriental es auténtico en cuanto que pertenece a la Iglesia. Pero occidente, aunque tenga el privilegio de poseer dentro de sí al centro de la unidad, no debe por ello presentarse ante oriente como si él solo fuese toda la Iglesia, ya que también occidente cristiano seguirá siendo solamente una parte. Su teología, y sobre todo su espiritualidad, no son sin más ni más la teología y la espiritualidad de todo el mundo cristiano, de toda la Iglesia. Lo que se ha dicho hasta ahora

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CRISTIANISMO

justifica el concepto de un cristianismo oriental, contrapuesto a un cristianismo occidental, el concepto de un cristianismo ruso distinto del cristianismo italiano, francés, alemán... pero no puede justificar una iglesia oriental y rusa distinta de la iglesia católica. Para salvarse como Iglesia, el cristianismo oriental, el cristianismo ruso, tienen necesidad de Roma.

Separación entre cristianismo e Iglesia en oriente Los orientales exaltan la ortodoxia: "La iglesia ortodoxa es como el río de la gracia divina, que continúa fluyendo y apartándose de sus fuentes en el tiempo, pero sin fallar jamás, sin alterarse, sin disminuir el caudal de sus aguas purificadoras, ricas en secreta e inmensa fecundidad...; la ortodoxia es la revelación completa del cristianismo que se refleja en su totalidad...; no puede determinarse por sus caracteres distintivos, ya que su carácter propio es contener dentro de sí misma todo lo que está dividido en las otras confesiones cristianas... La iglesia ortodoxa es la plenitud de la vida espiritual. Su carácter no puede definirse ni determinarse: por su plenitud y su profundidad, no es capaz de expresarla ninguna definición". ¡Hermosas palabras, pero que verdaderamente no definen nada! Las descripciones que se dan de la ortodoxia se fijan ordinariamente en su vida espiritual, en el cristianismo más bien que en la Iglesia. De hecho, se considera a la ortodoxia como 306

un ser en sí, independiente de la Iglesia; más aún, parece como si la ortodoxia existiese antes que la Iglesia y como si ésta no fuese más que un elemento en el que la ortodoxia se encarnase. La dificultad en definir la ortodoxia, ¿no dependerá acaso de la dificultad de determinar las relaciones entre la vida espiritual del pueblo y la Iglesia? Por algo se habla de una separación en la ortodoxia entre la teología y la vida de piedad y se siente la necesidad de defender la vida y la experiencia religiosa cristiana del pueblo fiel frente al magisterio de la Iglesia. Soloviof ha llegado a escribir que en la iglesia ortodoxa es una regla constante el dualismo entre la fe y la vida, entre la salvación personal y la actividad social. Esta separación, este dualismo, parecen verdaderamente que van muy lejos. En ellos se acusa la ruptura existente entre cristianismo e Iglesia y se hace imposible una definición de la ortodoxia, que conserva en su seno los elementos opuestos del cristianismo pero sin poseer su unidad. De ahí el escaso reheve que se le da en oriente al carácter visible y jurídico de la Iglesia. De ahí, por el contrario, la importancia que tiene para la vida cristiana rusa la institución carismática de. la vida religiosa de los monjes sobre la misma institución jerárquica de los obispos. Sería decir demasiado afirmar que para los rusos lo que es visible y jurídico en la Iglesia no es ya el sacramento de lo invisible y carismático, que la Iglesia-sociedad no se identifica con la Iglesia-cuerpo místico de Cristo, pero ciertamente sus pasos se dirigen hacia esta concepción protestante, y práctica307

mente esta separación y este contraste parece como si fuesen ya algo real: se ha dividido a Cristo. El principio de la Sobornost que desde Komiakof en adelante ha obtenido tanto éxito en la teología ortodoxa, está justificado por esta separación. Gracias a este principio la ortodoxia se acerca al protestantismo: la constitución de la Iglesia como "comunidad eclesiástica" presenta profundas analogías y afinidades con la constitución de las comunidades protestantes. Tienen razón los rusos cuando dicen que la ortodoxia está entre el catolicismo y el protestantismo. No es su síntesis, como decía Komiakof; es más bien una oscilación entre el catolicismo y el protestantismo, sin poder encontrar dentro de sí el equilibrio y el descanso. ¿Se convertirá con el tiempo en una comunidad protestante o se integrará de nuevo como iglesia particular en el catolicismo? Komiakof insiste en el concepto de comunidad porque desconfía de la teología oficial ortodoxa, en la que tanto influyó el "racionalismo latino". Intenta defender la experiencia religiosa ortodoxa, o más bien la ortodoxia que es para él esta experiencia religiosa del pueblo fiel, de la "apostasía de los jerarcas" que ya una vez lo traicionaron cuando el concilio de Florencia. Debemos descartar sin más el motivo que presenta Komiakof de esta separación, ya que no existe de hecho en el occidente cristiano, a pesar de su "racionalismo". Si en la ortodoxia existe cierto contraste entre cristianismo e Iglesia, este contraste deriva 308

más bien de la separación de oriente de Roma. La iglesia ortodoxa separada de Roma ya no puede sustentar el principio de su autoridad, y por esto se rompe la unidad entre el magisterio y la vida, entre la unidad de la autoridad de la Iglesia con la libertad de los cristianos. Si la ortodoxia tiene que presentarse contra Roma, no en primer lugar como iglesia, sino como fe en lo definido por los siete primeros concilios, como cristianismo y tradición; ¿no tendrán razón entonces los viejos creyentes del Raskol al rebelarse contra los nuevos creyentes que representan a la autoridad de la Iglesia, frente a la tradición? A la autoridad del concilio, a la autoridad de los obispos, a la autoridad de la Iglesia, le sustituye ahora la comunidad con su experiencia religiosa, y la vida de piedad no dependerá ya ni estará ya ligada esencialmente al magisterio eclesiástico. Por este motivo la vida espiritual ocupa el primer puesto, absorbe toda la importancia, mientras que todo lo que es autoridad y constitución jerárquica pasa a segundo término y cae, al no tener ya una justificación intrínseca. Por su cristianismo, por su vida religiosa, el pueblo cristiano de oriente no está ligado tan íntima ni esencialmente con la iglesia ortodoxa, como lo está el pueblo cristiano de occidente con la iglesia católica. Esto tiene su importancia y debería ser suficiente para reconocer que el vínculo del cristiano con la Iglesia sólo está justificado históricamente, en su necesidad, dentro del catolicismo. Las iglesias de oriente han consumado el cisma con la Iglesia una y universal. Pero esta di309

visión que se ha realizado jurídicamente en la sociedad visible de la Iglesia, no se ha podido consumar del todo en la Iglesia cuerpo místico de Cristo. Todo lo que hay de vida y de grandeza en el cristianismo ruso nos pertenece, es nuestro, no porque seamos occidentales y latinos, sino porque somos católicos. Ya que, efectivamente, gracias a toda esa vida, a toda esa grandeza, a toda esa verdad que posee, este cristianismo forma parte actualmente, es actualmente una parte del catolicismo. La separación entre cristianismo e iglesia en oriente tiene este inmenso significado. El cristianismo oriental es anterior a aquella iglesia oriental que ha llevado a cabo el cisma, profundiza sus raíces en la Iglesia indivisa, saca su vitalidad, su fuerza y su belleza de la antigua unidad de las iglesias orientales con Roma, y sigue siendo hoy todavía el testimonio y la prueba de una unidad que subsiste de algún modo y en alguna medida. El catolicismo

es la Iglesia

En el catolicismo no existe esa separación entre el magisterio y la vida. El cristianismo oriental no es la iglesia ortodoxa, pero el catolicismo es verdaderamente la iglesia católica. El catolicismo no existe por sí mismo, no es anterior a la Iglesia: pero el cristianismo oriental es anterior a la iglesia ortodoxa, porque se encarna en la iglesia católica, porque es en la iglesia católica donde-hoy todavía está arraigado. 330

Y la iglesia católica no sólo no ha renunciado jamás a aquella parte de verdad y a aquella experiencia espiritual, que es el patrimonio más seguro y más sagrado del oriente cristiano —no hubiera podido hacerlo, sin dejar de ser católica—, sino que, incluso a través del estudio de los padres comunes, parece que en estos últimos tiempos h a tomado una nueva y más profunda conciencia de que este patrimonio es también suyo. Nosotros, los católicos, parece como si nos moviéramos hacia nuestros hermanos de oriente con una especie de nostalgia dolorosa de perfecta unidad, con una especie de necesidad de una vida espiritual más profunda. Pero la verdad es que no nos movemos: lo que pasa es que nuestra alma se dilata, se ensancha, pero sin dejar nunca su centro. La iglesia católica no tiene ninguna necesidad de moverse para salir al encuentro de las comunidades separadas: gracias a la verdad y a la vida que poseen, son más bien ellas las que están arraigadas dentro de la iglesia católica. Al realizar una penetración cada vez más profunda en el dogma, al tomar una conciencia cada vez más viva de su riqueza espiritual, los católicos demuestran que su Iglesia es con toda verdad la casa común de todos los hijos de Dios y que no puede ser extraña a ninguno de ellos. ¿Acaso no existe una gran afinidad y semejanza entre la concepción profundamente mística de la Iglesia como cuerpo de Cristo que nos ha ofrecido Mohler y la que nos ha presentado Komiakof? Se ha llegado incluso a escribir que quizás es posible que el teólogo ruso dependa 311

del nuestro. ¿No ha llamado acaso poderosamente la atención de los católicos el teólogo Scheeben por su concepción de la santidad cristiana muy parecida a la que tienen nuestros hermanos de oriente? La acción personal del Espíritu Santo en la santificación de las almas, la alta meditación teológica sobre la importancia del sacramento eucarístico en la vida de la Iglesia y en la vida espiritual de cada cristiano, ¿no nos recuerdan la concepción ontológica de la santidad, tal como nos la enseña oriente? Algunas de las enseñanzas de Rosmini, vgr. la acción de la humanidad de Cristo desde el cielo, ¿no parecen estar conformes con la mentalidad teológica y espiritual de nuestros hermanos orientales? Algunos teólogos, como Stolz, tan fieles a la tradición patrística de los primeros siglos, ¿no ejercen en la iglesia católica una sugestiva influencia, que puede hacernos sentir más cercana y menos diferente la espiritualidad del oriente cristiano? Todos estos no son más que unos cuantos ejemplos que podríamos multiplicar. La iglesia católica no tiene necesidad de oriente para poder existir, sino porque su caridad lo exige: no puede vivir plenamente sin él. Oriente, por el contrario, tiene necesidad de la iglesia católica no solamente para poder vivir plenamente, sino incluso para poder existir: la tragedia del cristianismo ruso es la tragedia de su separación de Roma. Es un cristianismo carente de características concretas, de autoridad doctrinal, de unidad, de disciplina: frente al anticristo aparece como indefenso. La grandeza 312

y la vida del cristianismo ruso se demuestra en el número de sus mártires, pero no hay un índice tan grave, una prueba tan trágicamente perentoria de su insuficiencia, de su falta de poder contra las "puertas del infierno" como el hecho de que la misma Iglesia en su jerarquía haya renegado de sus principios para pactar con el anticristo 1. La acusación de "juridicismo" que los rusos lanzan contra la iglesia católica es en gran parte solo polémica. También para la verdadera espiritualidad rusa, como afirma Leontief y reconoce el mismo Berdiayef, la obediencia es una virtud fundamental. Es necesario "llegar a la perfecta libertad por medio de la obediencia durante toda la vida", enseña Dostoyevski. Por eso, el staretz exige a sus discípulos una obediencia completa. Leontief justificaba por eso al papa como padre de los padres. No, la obediencia no es de por sí opuesta a la caridad; todo lo contrario, es un acto de amor, ya que el amor no podría encarnarse más que en la obediencia. En la acusación que se lanza contra la iglesia católica se expresa más bien una debilidad y un peligro de la iglesia ortodoxa que, una vez rota la unión, es incapaz de fundamentar con eficacia el principio de autoridad y siente la tentación de la anarquía. El dogma central del cristianis-

1. N. del T.—Este juicio bastante duro del autor sobre la actitud de los jerarcas rusos tiene su origen en las noticias, quizás no debidamente interpretadas, que corrieron a finales de la guerra mundial sobre la postura del patriarca de Moscú ante el gobierno soviético. La edición francesa omite toda alusión a estos hechos.

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mo, como advertía Soloviof, es el dogma de las dos naturalezas: la obediencia que no sea un acto de amor, es nestorianismo, juridicismo; pero el amor que no se encarne en la obediencia, es monofisismo, docetismo. Sin embargo, esta acusación que ellos nos hacen, aunque sea injusta, aunque no toque a la Iglesia, sin embargo puede tocar a nuestra mentalidad occidental y latina, o por lo menos nos avisa de un peligro, de la mentalidad jurídica occidental que podría transformar nuestra obediencia en un mero formulismo exterior privado de vida. De la misma manera, una distinción demasiado acentuada entre el orden natural y el orden sobrenatural corre el riesgo de dar a la doctrina teológica un carácter lógico, abstracto; la teología debe tener en cuenta el orden histórico y concreto en que toda nuestra vida está metida. El orden natural históricamente no existe. Pero no por eso es justa la acusación que los orientales hacen a la iglesia católica de racionalismo. Todo esto, sin embargo, debe precavernos contra ciertos peligros de nuestra mentalidad, de lo que puede haber de parcial en nuestra visión de las cosas. Lo que solamente es una postura espiritual nuestra, de los occidentales, no puede echársele en cara a la Iglesia: baste con recordar a la teología franciscana. La iglesia católica no es occidente. Oriente y occidente tienen la misma necesidad de pertenecer a la única Iglesia, que debe unirles a ambas en el Cristo visible, que tiene que abrazar en una sola vida a toda la humanidad dispersa. Pero precisamente porque oriente y occidente tienen que 314

reunirse juntamente en la única Iglesia, precisamente porque tienen igual necesidad de pertenecer a la iglesia católica, precisamente por eso occidente no puede prescindir de oriente, ni oriente puede prescindir de nosotros. El principio de la unidad El principio de la unidad, para que no existiesen equivocaciones ni malentendidos, ha querido Dios que fuese visible a todos. Ha querido, para todos, que la verdad y el amor se encarnasen en el magisterio vivo y en la misión apostólica del papa. Cristo, principio de unidad para todos los cristianos, ha quedado presente en este hombre en medio de la humanidad de todos los, tiempos, para que todos los hombres se reuniesen efectivamente en él. Antes o después, todas las confesiones cristianas que no reconocen al papa, están destinadas a hacer del cristianismo una doctrina y una obra meramente humana. Antes o después, todas las iglesias separadas de Roma están destinadas a experimentar la tragedia de su propia impotencia para realizar la misión de la salvación del mundo. Es evidente que sólo el magisterio del papa puede conservarle al cristianismo su valor trascendental y divino, que sólo su misión puede conservarle al cristianismo su fuerza y su libre autoridad. Resulta absolutamente arbitrario limitar el principio sacramental para negar el papado, enseñando, como hizo el patriarca Sergio de Moscú, que este principio no debe extenderse a la institución de un 315

vicario de Cristo como cabeza visible de toda la Iglesia. La historia de las iglesias autocéfalas orientales demuestra suficientemente hasta qué punto la limitación de este principio compromete la solidez del edificio eclesiástico. No en vano se le dijo al príncipe de los apóstoles: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". No hay manera de evitar el poder canónico auténtico, sin caer prácticamente bajo el imperio de una jurisdicción tiránica y sin mandato, sin la necesidad de la protección paralizante del estado: la mortificante esclavitud de las iglesias orientales es una prueba dolorosa de ello. La respuesta divina a las aspiraciones de todos los hombres a la unidad es el papado. Nuestros hermanos separados, al reunirse con el papa, no harán más que vivir más plenamente su fe cristiana en una unidad más real y profunda con todos los creyentes. Sólo de este modo podrán salvar toda esa vida y esa grandeza que todavía hoy posee su cristianismo. Al reunirse con la iglesia católica no sentirán la angustia de una rígida confesión y organización religiosa, ni entrarán como extraños en una casa extranjera. La iglesia católica es verdaderamente universal, y Dios que habita en ella, ha dilatado su corazón hasta el punto que sólo Dios puede medir su amplitud. La unidad de la Iglesia es la unidad de la verdad y del amor, no la unidad de una doctrina humana que sacrifica siempre la riqueza del pensamiento y de la verdad, ni la unidad de una ley que obliga a obedecer incluso a aquellos que en la obediencia creen encontrar su muerte. En 336

la Iglesia vive el Espíritu, y quien se deja guiar por el Espíritu no está bajo la ley, dice el apóstol san Pablo. El que vive en la Iglesia, está llamado a la libertad. La unidad de la Iglesia es la unidad de un cuerpo vivo que tiene una sola voz para confesar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y que no conoce más ley que la que internamente guía y empuja, coordinando todas las actividades de los miembros hacia un único fin. Si el magisterio del papa o una ley promulgada por él, pueden alguna vez estar en disonancia con la manera de pensar de alguno, no pueden estar en disonancia con la fe y la caridad de un cristiano, porque la fe y la caridad son virtudes que le vienen de arriba, y no principios operativos exteriores, sino que los recibe de Dios, en la Iglesia y a través de la Iglesia.

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