Contra toda esperanza : memorias
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Traducción: Lydia K. de Velasco

Nadiezhda Mandelstam

Contra toda esperanza. Memorias

Alianza Editorial

Título de la edición inglesa: H ope A gainst H ope - A M em oir

Copyright © 1970 by Atheneum Publishers - A ll rigbts reserved © Ed. casi.: Alianza 'Editorial,, S. A., Madrid, 1984 Calle Milán, 38; 'S 200 00 45 I.S.B.N.: 84-206-3135-0 Depósito legal: M- 17.078-1984 Imprime Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Printed in Spain

Indice

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Poema de M andelstam sobre Stalin Carta de M andelstam enviada a su herm ano Ale­ jandro (Shura) y a su m ujer, desde el campo de tránsito cerca de Vladivostok U na noche de mayo La requisa Reflexiones m atutinas Segunda vuelta Las cestas de la compra Jugadas integrales La opinión pública La entrevista Teoría y práctica Preparativos y partida Al otro lado Lo irracional El tocayo La chocolatina El salto Cherdiñ Alucinaciones La profesión y la enferm edad «Dentro» Jristoforóvich Quién tiene la culpa

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El ayudante Sobre la naturaleza del milagro Hacia Voronezh N o matarás La m ujer de la revolución rusa Correas de transmisión La patria del jilguero Médicos y enfermedades El propietario ofendido El dinero Las fuentes del milagro Los antípodas Dos voces El camino funesto La capitulación Revisión de valores El trabajo M urmullos y susurros El libro y el cuaderno El ciclo Brotes gemelos El últim o invierno en Voronezh La O da Las reglas de oro Mi onomástica Un día de más La carretela de Besarabia La ilusión El lector de u n solo libro Kolia Tíjonov El estante de libros N uestra literatura Italia La estructura social «Ne treba» La tierra y lo terrenal El archivo y la voz Lo viejo y lo nuevo Antecedentes penales La casualidad El electricista Veraneantes

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La prueba dct miedo La velada literaria y la vaca U n viejo camarada Tania, la bolchevique sin partido Los amantes de la poesía El eclipse U na escena de la vida El suicida El anunciador de la nueva vida El últim o idilio Los trabajadores de la industria textil Los Shklovski Marina Roscha El cómplice La señorita que m am á envió a descansar a Samatija Primero de mayo Alisa Gugovna La tram pa La ventanilla de la calle Pushechnáia La fecha de la m uerte U n relato más APENDICES

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A.

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B.

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C.

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D.

N adieíh da Iákovlievna M andelstam (1899-1980] Osip Emílievich M andelstam (1891-1938) N ota sobre movimientos literarios y organiza­ ciones Poema escrito por Ana Ajmátova tras su visita a M andelstam en Voronezh (1936) N otas sobre personas m encionadas en el texto

Poema de Mandelstam sobre Stalin

Vivimos insensibles al suelo bajo nuestros pies, Nuestras voces a diez pasos no se oyen. Pero cuando a medias a hablar nos atrevemos A l montañés d e l K rem lin siempre mencionamos. Sus dedos gordos parecen grasicntos gusanos, Como pesas certeras las palabras de su boca caen. A letea la risa bajo sus bigotes de cucaracha Y relucen brillantes las cañas de sus botas. Una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea, infrahombres con los que é l se divierte y juega. Uno silba, otro maúlla, otro gim e, Sólo él parlotea y dictamina. Forja ukase tras ukase como herraduras A uno en la ingle golpea, a otro en la fren te, en e l ojo, [la cejM Y cada ejecución es un bendito don Que regocija el ancho pecho d e l Osseta. " El poem a, compuesto en noviembre de 1933, fue la causa de la prim era detención del poeta.

' Ossetas; pobladores del norte de Georgia. Existía la creencia de que Stalin pertenecía a esa raza, m uy diferente de la georgiana. (N. de la Traductora.)

Carta de Mandelstam enviada a su hermano Alejandro (Shura) y a su mujer; desde el campo de tránsito cerca de Vladivostok

Querido Shura: Estoy en Vladivostok, en el U .S .V .I.T .L .*, barraca n ú ­ mero 1 1 . El tribunal especial me ha condenado a cinco años por actividad contrarrevolucionaria. El convoy salió de Butyrki el 9 de septiem bre y llegamos aquí el 12 de octubre. Mi salud es muy m ala. Estoy delgado y com pletam ente agota­ do, casi irreconocible, pero no sé si merece la pena que enviéis ropa, comida y dinero. De todos modos podéis in ­ tentarlo. Tengo muchísimo frío sin ropa adecuada. N adia am ada, ¿vives, querida mía? Shura, escríbeme inm ediatam ente sobre N adia. Esto es u n centro de transí^ to. No me han seleccionado para el Kolyma y puede que tenga que pasar aquí el invierno. Os beso, queridos míos. Ossia Shura, otra cosa más: Estos últim os días hemos salido a trabajar. Eso m e ha anim ado. Este cam po es u n campo de tránsito y desde aquí se nos envía a los campos normales. Parece que me han elim inado, así que tengo que prepa­ rarme a pasar el invierno aquí. Así que, por favor, envía­ me un telegrama y algo de dinero por giro telegráfico.

* U .S .V .I.T .L .: Dirección d e los Campos d e T rabajo colectivo del Nordeste.

Una noche de mayo ...D espués de haber abofeteado a Alexéi Tolstoi, Man­ delstam regresó inm ediatam ente a Moscú y desde allí tele­ foneaba cada día a Ajmátova suplicándole que viniese. Ella dudaba y él se enfadaba. U na vez ya dispuesta y con el billete en la m ano, se quedó pensativa junto a la venta­ na. «¿Estás rezando para que pase de ti este cáliz?», le preguntó Punin, su m arido, hom bre irritable y brillante. Fue él quien, paseando un día con Ajmátova por las salas del Museo de Tretiakov, le dijo de pronto: «Veamos ahora cómo te llevarán al patíbulo». Y así nació la poesía: «Y luego, al anochecer, la carreta se hundirá en la nieve... ¿Qué loco Súrikov * describirá mi últim o suspiro?» Pero no tuvo que recorrer ese camino. «Te reservan para el fi­ nal», decía P unin, y un tic contraía su rostro. Mas al final se olvidaron de ella y no la detuvieron, pero se pasó toda la vida despidiendo a sus amigos en su últim o viaje, incluido el propio Punin. A recibirla fue Liova, su hijo, que en aquel entonces ' La autora hace referencia al fam oso cuadro del pintor Vasiiis Suririkov (1848-1916) titulado «Boiarina Morozova*, q u e representa el m o­ m ento en que la llevan a] p atíbulo. (N . de la T ,)

pasaba unos días con nosotros. Hicimos m al en confiarle una misión tan simple; distraído como era, no vio a su m adre y ella se disgustó. No estaba acostumbrada a cosas así. Aquel año, Ajmátova nos había visitado con frecuen­ cia y estaba habituada a oír, ya en la estación, las primeras bromas de M andelstam. Recordaba su airado reproche: «Viaja usted a la velocidad de A na Karenina», u n día en que el tren llegó con retraso y «¿Por qué se ha disfrazado usted de buzo?»: en Leningrado llovía y se presentó con im per­ m eable de capucha, botas y paraguas cuando en Moscú el sol quem aba a más y mejor. C uando se reunían, se tornaban tan alegres y despreo­ cupados como dos chiquillos que se hubieran encontrado en el «Taller de los Poetas»* «¡Tss! —gritaba yo— . ¡No puedo vivir con tales charlatanes!» Pero en mayo de 1934, no tuvieron tiem po de alegrarse. El día se prolongaba an ­ gustiosam ente. Al anochecer se presentó el traductor Brodksí y se instaló tan sólidam ente que fue imposible moverlo del sitio. En la casa no había nada que comer por m ucho que se buscase. Mandelstam fue a casa de unos ve­ cinos con el propósito de conseguir algo para la cena de Ajmátova. Brodski se precipitó en pos de él. Q uedamos chasqueadas; ¡confiábamos tanto en que se fuera al faltar el dueño de la casa! Mandelstam regresó poco después con el botín: un huevo, pero sin desprenderse de Brodski, quien volvió a arrellanarse en el sillón y se puso a decla­ mar las poesías predilectas de sus poetas predilectos: Sluchevski y Polonski. Conocía la poesía rusa y francesa a la perfección. Permaneció así sentado sin dejar de citar y declamar, y tan sólo pasada la m edianoche comprendim os la causa de semejante insistencia. Cuando nos visitaba Ajmátova, la instalábamos en la cocinita, donde no había todavía conducción de gas; yo cocinaba lo que pasaba por nuestra cena en el pasillo sobre un infiernillo. Por respeto a la invitada, la inactiva cocina de gas se cubría con u n hule y hacía las veces de mesa. La cocina fue bautizada con el nom bre de «san­ tuario», «¿Qué hace usted aquí tum bada como un ídolo en su santuario?», había preguntado un vez N arbut, entrando en la cocina para ver a Ajmátova. «Más nos vale • Asociación de poetas acmcístas, fundada en 1912. (N . de la T .)

ir a cualquier reunión»... De este m odo, la cocina se con­ virtió en santuario y en él estábamos las dos, dejando a M andelstam a merced del am ante de la poesía. D e pro n ­ to, a eso de la una de la m adrugada, resonó un golpe se­ co, insoportablem ente expresivo. «Vienen en busca de Osip», dije y fui a la puerta. Al otro lado de la puerta había unos hombres —me pa­ reció que eran muchos— vestidos todos de paisano. D u ­ rante una ínfim a partícula de segundo tuve la esperanza de que no era eso todavía. N o distinguí el uniform e ocul­ to por el abrigo de paño. De hecho esos abrigos de paño tam bién servían de uniform e, pero cam uflado, como en tiem pos antiguos los abrigos verdes de la policía zarista; pero yo entonces no lo sabía. La esperanza se desvaneció tan pronto cci^o los no deseados visitantes cruzaron el um bral. Esperaba, por costum bre, oír: «¡Buenas noches!» o bien «¿Es la casa de M andelstam?» o «¿Está en casa?» o, final­ m ente, «Un telegram a»... H abitualm ente, el visitante in ­ tercam bia unas palabras con la persona que le abre la pu erta y espera que ésta se aparte y le deje pasar a la casa; Pero los visitantes nocturnos de nuestra época no se ate­ nían a semejante ceremonial como, probablem ente, tam ­ poco lo hacen los agentes de la policía secreta de todos los países y todas las épocas. Sin preguntar nada, sin esperar nada, sin detenerse en el um bral ni el más m ínim o instan­ te, penetraron con increíble agilidad y rapidez en el p a­ sillo, apartándom e, pero sin em pujarm e. La casa se llenó inm ediatam ente de gente. Ya estaban com probando los docum entos y con movimientos exactos, habituales y bien estudiados palpaban nuestras caderas, tanteando los bol­ sillos para comprobar si ocultábamos algún arma. Mandelstam salió de la habitación grande; «¿Vienen por mí?», preguntó. U n agente de corta estatura lo miró casi sonriente: «Sus documentos». M andelstam sacó del bol­ sillo el pasaporte. Después de comprobarlo, el chequista* le tendió la orden. M andelstam la leyó y asintió con la ca­ beza. En el lenguaje de ellos, eso se calificaba de «operación nocturna». Según supe más tarde, todos ellos estaban fir' C hequisia: m iem bro de la C heka, la policía secreta, hoy KGB.

m em ente convencidos de que cualquier noche y en cual­ quiera de nuestras casas hallarían resistencia. En su medio, y con el fin de m antener su moral, circulaban románticas leyendas sobre los peligros nocturnos. Yo misma oí el rela­ to de cómo Babel, defendiéndose a tiros, había herido gravemente a uno de los «nuestros», según expresión de la narradora, hija de un im portante chequista que se destacó en 1937. Estas leyendas alim entaban la inquietud por su padre enviado a realizar un «trabajo nocturno», ese padre tan bondadoso y consentidor, que am aba tanto a los niños y animales — en casa siempre tenía el gato en sus rodi­ llas— ; y enseñaba a su hijita a no reconocer jamás la falta com etida y a responder obstinadam ente «no» a todas las preguntas. Ese hom bre tan bonachón y am ante del gato no podía perdonar a los inculpados que reconociesen, in­ com prensiblem ente, todas las acusaciones que se form ula­ ban contra ellos. «¿Por qué lo hacían? —repetía la hija im itando al padre— . ¡Haciéndolo se perjudicaban a sí mismos y tam bién a nosotros!»... Con «nosotros» se refería a los que llegaban por la noche con la orden, a los que in ­ terrogaban y condenaban, a los que contaban a sus am i­ gos, en los ratos de ocio, seductores relatos sobre los pe­ ligros nocturnos. Las leyendas chequistas sobre los terrores nocturnos m e recuerdan el dim inuto orificio en el cráneo del inteligente y prudente Babel, de frente tan espaciosa, quien nunca había tenido, probablem ente, un revólver en las manos. Penetraban en nuestras míseras y atemorizadas casas co­ mo en guaridas de bandidos, o secretos laboratorios donde enmascarados carbonarios preparasen dinam ita y se dispu­ sieran a una resistencia arm ada. A nuestra casa llegaron en la noche del 13 al 14 de mayo de 1934. U na vez comprobados los docum entos y entregada la orden, convencidos ya de no encontrar resistencia, em pe­ zaron el registro. Brodski se dejó caer pesadam ente en el sillón y se quedó inmóvil. Enorme, parecido a una escul­ tura de madera de algún pueblo extrem adam ente salvaje, respiraba con fatiga, resoplaba e, incluso, roncaba; así es­ tuvo resoplando y roncando. Parecía irritado y ofendido. En una ocasión m e dirigí a él, pidiéndole, según creo, que buscase en los estantes algún libro para Mandelstam; me respondió groseramente: «Que se lo busque él mismo», y

volvió a sus resoplidos. Al amanecer, cuando ya recorría­ mos librem ente la casa y los cansados chequistas ni si­ quiera nos seguían con la vista, Brodski despertó de pron­ to, levantó la m ano como un escolar y pidió permiso para ir al retrete. El agente que dirigía el registro, lo miró burlón. «Puede irse a casa», dijo, «¿Cómo?», preguntó a su vez Brodski sorprendido... «A casa», repitió el chequista y le volvió la espalda. Los agentes despreciaban a sus ayudantes civiles y Brodski fue enviado, seguramente, a nuestra casa para que nosotros, al oír la llam ada, no tu ­ viéramos tiem po de destruir ningún m anuscrito.

La requisa Mandelstam repetía con frecuencia las palabras de Jlébnikov «la comisaría, ¡qué gran lugar! ¡Es donde yo y el Esta­ do nos citamos!». Pero esa forma de encuentro es dem a­ siado inocente; Jlébnikov se refería a la comprobación ru ­ tinaria de documentos del vagabundo sospechoso, es de­ cir, a unas relaciones casi clásicas entre el Estado y el poe­ ta. Nuestras citas con el Estado sucedieron de otro m odo y a u n nivel más elevado. Los no deseados visitantes, ateniéndose a un ritual muy estricto, y sin ponerse de acuerdo, se distribuyeron los p a­ peles. En total eran cinco. Tres agentes y dos testigos. Los testigos tomaron asiento en unas sillas en el pasillo y quedaron adormilados. Tres años más tarde, en 1937, roncaban probablem ente de cansancio. ¿Qué constitución nos había asegurado el derecho a la presencia de los testi­ gos durante los registros y las detenciones? ¿Q uién de no­ sotros recuerda todavía que precisamente esa pareja somnolienta de testigos garantizaba a los ciudadanos el control social de la legitim idad de la detención? Nadie, ninguna persona desaparecía en nuestro país en las sombras y la oscuridad sin una orden y sin testigos. En ello radica nuestro tributo a los conceptos jurídicos de los siglos pasados. Asistir a la detención en calidad de control social se ha convertido casi en una profesión en nuestro país, En cada

casa densam ente poblada despertaban para ello a personas designadas de antem ano, siempre las mismas, y en pro­ vincias dos testigos atendían toda una calle o barrio. Lle­ vaban una doble vida: de día se consideraban empleados de la administración de la casa: carpinteros, parteros o fontaneros. ¿No será por eso por lo que en todas nuestras casas siempre gotean los grifos? Y por las noches, en caso de necesidad, estaban de plantón en casas ajenas. Una parte de la renta de nuestro alquiler se destinaba a m ante­ nerlos: figuraban entre los gastos de la casa. Peto ignoro en cuánto se evaluaba su trabajo nocturno. El agente de mayor graduación se dedicó a revisar el pe­ queño baúl donde teníamos el archivo y los otros dos se ocuparon del registro en general. La torpeza de sus proce­ dim ientos saltaba a la vista. Actuaban siguiendo las ins­ trucciones recibidas, es decir, buscaban allí donde suele pensarse que la gente astuta guarda los manuscritos y los docum entos secretos. Sacudían uno tras otros los libros, inspeccionaban sus lomos, estropeaban con sus cortes las encuadernaciones, buscaban cajones secretos en la mesa — ¿quién no ha oído hablar de esos cajones secretos?— , rebuscaban en las camas y los bolsillos. Si se hubiera es­ condido un manuscrito en cualquier cazuela, o, mejor to­ davía, sobre la mesa de la cocina, habría quedado allí has­ ta el fin de los siglos. De los dos agentes de m enor graduación, recuerdo a un joven sonriente, de rostro grueso. Examinaba los libros, adm iraba las viejas encuadernaciones y procuraba conven­ cernos de que fumáramos menos. En vez del perjudicial tabaco nos ofrecía caramelos de una cajita de hojalata que sacaba del bolsillo de su pantalón de uniform e. Hoy día, un escritor, buen amigo mío, dirigente de la Unión de Escritores Soviéticos, gran coleccionista de libros, que pre­ sum e de sus viejas encuadernaciones y de sus hallazgos en las librerías de ocasión — ¡las primeras ediciones de Sasha Chiorni y Severianin!— me ofrece tam bién caramelos en uha cajita de hojalata, que extrae de u n bolsillo de sus impecables pantalones hechos a m edida en la mejor sas­ trería reservada exclusivamente para los escritores. Ese escritor ocupaba en la década de los años treinta un m o­ desto cargo en los organismos de seguridad y pasó luego a la literatura con gran éxito. Pues bien, esas dos imágenes,

la del m aduro escritor de Jos años cincuenta y la del joven agente de la década del treinta, se funden en m i m ente en un a sola. Tengo la im presión de que el joven aficiona­ do a los caramelos cambió de profesión, tuvo éxito, viste de civil, resuelve problem as morales, como corresponde a un escritor, y continúa ofreciéndome caramelos de la m is­ m a cajita. Ese gesto, el de ofrecer caramelos, se ha repetido en muchas casas y durante muchos registros. ¿No formaría tam bién parte del ritual, igual que el m odo de penetrar en las casas, comprobar los docum entos, palpar a la gente para ver si llevan armas y buscar, por m edio de la percu­ sión, cajones secretos? Es un procedim iento elaborado has­ ta los más m ínim os detalles que en nada se parece a los caóticos registros de los primeros días de la revolución y de la guerra civil. Pero no puedo decidir cuál era más terrible. El agente de mayor rango, rubio, de talla m edia, delga­ do y silencioso, en cuclillas ante el baúl, exam inaba papel tras papel. Lo hacía lentam ente, con gran atención y m eti­ culosidad. N os.habían enviado, mejor dicho, nos visitaban funcionarios m uy competentes adscritos al sector literario. Dicen que ese sector forma parte de la tercera sección, pe­ ro m i amigo, el escritor de los pantalones ceñidos, el que me invitaba a caramelos, se esfuerza por demostrar, con espum a en la boca, que la sección que vela por nosotros es la segunda o la cuarta. La cosa no tiene ninguna im por­ tancia, pero el m antenim iento de ciertas tradiciones poli­ ciaco-administrativas corresponde plenam ente al espíritu de la época staliniana. Cada hoja de papel que sacaba del baúl la ponía, des­ pués de ser revisada, en una silla, donde se iba form ando poco a poco un m ontón que luego sería confiscado, o la tiraba al suelo. Por el m odo de seleccionar los papeles se podía conjeturar siempre sobre qué base se formularía la acusación; por ello me ofrecí como ayudante del agente de mayor graduación; le descifraba la difícil letra de M an­ delstam , fechaba los manuscritos y trataba de salvar todo io posible, por ejem plo, un poem a de Piast que guardaba en nuestra casa y los borradores de los sonetos de Petrarca, traducidos por M andelstam. Todos nos dimos cuenta de que el agente se interesaba por las poesías de los últimos

años. Enseñó a Mandelstam el borrador de «El Jobo» y con el ceño fruncido leyó a m edia voz esa poesía desde el prin­ cipio al fin; luego le tocó el turno a los poemas satíricos dedicados al adm inistrador de una casa comunal que ha­ bía roto u n órgano, que un inquilino tocaba en el aparta­ m ento faltando al reglam ento. «¿De qué se trata?», pre­ guntó el agente, perplejo, dejando caer el manuscrito sobre la silla. «En efecto —respondió M andelstam— , ¿de qué se trata?». Toda la diferencia entre los dos períodos, el de antes y el posterior a 1937, radicaba en el m odo de hacer el re­ gistro. En 1938, nadie buscaba nada ni perdía tiem po exa­ m inando papeles. Los agentes no sabían siquiera a lo que se dedicaba la persona que venían a detener. En 1938, dieron la vuelta con negligencia al colchón, tiraron al suelo las cosas que teníamos en la m aleta, m etieron en un saco todos los papeles y después de dar unas cuantas vuel­ tas por la casa desaparecieron llevándose a Mandelstam. En 1938, toda esa operación duró unos veinte m inutos y en 1934 se prolongó durante la noche entera, hasta la m a­ ñana. Pero ambas veces, al ver cómo preparaba las cosas para que M andelstam se las llevara consigo, decían con aire bromista: — ¡siguiendo instrucciones!— : «¡Para qué le da tantas cosas! ¿Cree, acaso, que lo vamos a tener de hués­ p ed m ucho tiem po? Le harán unas cuentas preguntas y lo soltarán»... Eran ios restos de la época del «gran hum anis­ mo» de la década de los años veinte y principios de los treinta. «Pues yo no sabía que estábamos en las garras de los hum anistas», me dijo M andelstam en el invierno de 1937-38, al leer en la prensa las críticas contra Yagoda q uien , según decían, había organizado verdaderas casas de reposo en vez de campos de trabajos forzados... El huevo que habíamos traído para Ajmátova seguía in ­ tacto sobre la mesa. Todos —tam bién estaba con nosotros el herm ano de M andelstam , Evgueni, llegado reciente­ m ente de Leningrado— paseábamos por la habitación y charlábamos, procurando no fijar nuestra atención en las personas que rebuscaban en nuestras cosas. De pronto, Ajmátova dijo que M andelstam debía comer antes de marcharse y le tendió el huevo. El accedió, tom ó asiento ante la mesa, saló el huevo y se lo com ió... Mientras tanto

el m ontón de papeles en la silla y el suelo iba creciendo. Procurábamos no pisar los manuscritos, pero a los visitan­ tes les daba lo mismo. Y lam ento profundam ente que entre los papeles robados por la viuda de Rudakov se ha­ yan perdido los borradores de las poesías escritas en la d é­ cada de los años diez y veinte, no destinados a la confisca­ ción, puesto que estaban en el suelo, con la huella bien visible de las botas militares. Para m í eran m uy valiosas esas hojitas y por ello las había entregado a la persona que consideraba más segura: a nuestro joven y abnegado am i­ go Rudakov. En Voronezh, donde estuvo desterrado año y medio, compartíamos con él cada trozo de p an, ya que no podía trabajar en nada. D e regreso en Leningrado, se e n ­ cargó gustoso de guardar el archivo de Gumiliev, que A j­ mátova le confió cándidam ente, llevándoselo en trineo. Ni ella ni yo volvimos a ver los manuscritos. De vez en cuando le llegan rumores de que alguien com pró las car­ tas, que ella tan bien conoce, de ese archivo. «Osip —decía G um iliev— , te envidio, morirás en una buhardilla». En aquel entonces ya habían escrito versos proféticos, pero ninguno de los dos quería creer en sus propias predicciones y se consolaban con la versión france­ sa sobre el m alhadado sino de los poetas. Pero el poeta no es más que u n hom bre, un hom bre'sim plem ente, y le d e ­ be ocurrir lo más habitual, lo más característico y corriente para el país y la época, lo que nos espera a todos y a cada uno. N o el esplendor y el espanto del sino individual, si­ no el sencillo camino «en tropel y en manada». La m uerte en una buhardilla no es para nuestra época. D urante la cam paña en defensa de Sacco y Vanzetti —vivíamos en aquel entonces en Tzárskoie Sielo— , M an­ delstam propuso a las altas jerarquías religiosas, por m e­ diación de u n dignatario eclesiástico, que la Iglesia ta m ­ bién manifestase su repulsa ante esa ejecución. La respues­ ta no se hizo esperar: la Iglesia está dispuesta a m anifes­ tarse a favor de los condenados siempre que M andelstam se obligase a organizar una cam paña de protesta y defensa si algo semejante le ocurría a un sacerdote ruso. M andels­ tam quedó estupefacto y se confesó vencido. Esa fue una de las primeras lecciones que recibió cuando trataba de adaptarse a la realidad. Llegó la m añana del 14 de mayo. Todos ios huéspedes,

tanto los invitados como los que no lo eran, se retiraron. Los no invitados se llevaron consigo al dueño de la casa. Ajmátova y yo quedamos solas en la casa vacía que conser­ vaba las huellas deJ alboroto nocturno. Creo recordar que nos quedam os sentadas la una frente a la otra y en silen­ cio. En todo caso nó nos acostamos y no se nos ocurrió si­ quiera tom ar una taza de té. Esperábamos a que llegara la hora de salir de casa sin Jlamar la atención. Pero, ¿para qué? ¿A dónde? ¿A casa de quién? La vida continuaba... Debíamos de tener el aspecto de unas ahogadas... ¡Qué Dios m e perdone esa reminiscencia literaria! Pero en aquel entonces no pensábamos en ninguna literatura.

Reflexiones matutinas Al conocer alguna nueva detención, jamás preguntába­ mos: «¿Por qué le han detenido?». Pero como nosotros ha­ bía pocos. La gente, loca de m iedo, se hacía esa pregunta con el único fin de autoconsolarse: si eran detenidos por algo, a m í no m e llevarán, no hay ningún motivo. Se in ­ geniaban para inventar causas y justificaciones de cada de­ tención: «Es cierto, se dedicaba al contrabando», «¡Se per­ m itía cada cosa!» «Yo mismo le he oído decir..». Y tam ­ bién: «Era de esperar, tiene un carácter terrible», «Siempre tuve la impresión de que no era trigo limpio», «Es una persona totalm ente ajena a nosotros»... Y todo eso parecía suficiente motivo para la detención y el exterminio: ajeno, parlanchín, desagradable... Eran variaciones sobre un mis­ mo tem a que ya había sonado en 1917: «No es de los ;nuestros»... T anto la opinión pública como los organismos 'represivos inventaban nuevas e imaginativas variantes y echaban leña al fuego sin el cual no hay hum o. D ebido a eso nosotras proscribimos la pregunta: «¿Por qué lo han detenido?», «¿Por qué?», gritaba furiosa Ajmátova cuando alguien de nuestro entorno, contagiado por el estilo gene­ ral, hacía esa pregunta, «¿Cómo por qué? Ya es hora de saber que a la gente se la detiene por nada»... Pero cuando se llevaron a Mandelstam, tanto ella como yo nos hicimos la pregunta prohibida: ¿por qué? Para la detención de Mandelstam había, según nuestras normas

jurídicas, todos los motivos posibles. Podían habérselo lle­ vado por sus poesías, sus manifestaciones sobre la literatu­ ra o por el poem a escrito contra Stalin. Podían haberlo de­ tenido por la bofetada que dio a Tolstoi. Después de la bofetada, Tolstoi se puso a vociferar ante testigos que no dejarla que le publicaran nada en ninguna editorial, que lo echaría de Moscú... Aquel mismo día, como nos dije­ ron, Tolstoi salió para Moscú para quejarse de la ofensa al jefe de la literatura rusa: Gorki. Poco después llegó a nuestros oídos la frase: «Le enseñaremos lo que es pegar a los escritores rusos»... Esta frase se adjudicaba, sin un aso­ m o de duda, a Gorki. Ahora tratan de convencerme de que Gorki no podía haber dicho semejante cosa, que no era tal como nos lo imaginábamos. Hay una gran tendencia a presentar a Gorki como u n m ártir de! régimen stalim ano, como u n luchador por la libertad de pensam iento y los in­ telectuales. N o m e atrevo a juzgar y creo que entre Gorki y el «patrón» había gran disparidad de criterios y que lo tenían bien sujeto. Pero de ningún m odo debe deducirse de ello que Gorki haya negado su apoyo a Tolstoi contra u n escritor del tipo de M andelstam , que le resultaba pro­ fundam ente hostil y ajeno. Y para conocer la actitud de Gorki frente a la libertad de pensam iento, basta con leer sus artículos, discursos y libros. Sea como fuere, todas nuestras esperanzas se cifraban en que la detención se debiera a una venganza por la bo­ fetada que dio al «escritor ruso» Alexéi Tolstoi. Cualquiera que fuese la form a que tomase la causa, lo único que po­ día amenazarnos era el exilio y a eso no le temíamos. En aquel entonces los destierros y las deportaciones eran un fenóm eno habitual. En los años de tregua, cuando am ainaba el terror, en la primavera —habitualm ente en mayo— y tam bién en otoño solía haber muchas deten ­ ciones, sobre todo entre los intelectuales. Con estas deten­ ciones distraían la atención de los fracasos económicos de turno. En aquel entonces casi no había desapariciones sin rastro. Los desterrados escribían, regresaban u n a vez cum plido el plazo y volvían a ser deportados. Andréi Bely, con quien coincidimos en Koktebel en 1933, nos di­ jo que no acababa nunca de m andar telegramas y escribir a los amigos que regresaban del exilio. Probablem ente en los años de 1927 y 1928, la escoba barrió los círculos teo-

sóficos y en 1933 se produjo su retom o en m asa... Antes de la detención de Mandelstam había regresado Piast... Los que volvían tras haber pasado en el destierro tres o cinco años, se instalaban en pequeños pueblos que dista­ ban cien kilómetros de la capital. Ya que todos se-«iban», ¿por qué teníamos que ser más afortunados? Poco antes de la detención, al oír que M andelstam hablaba con de­ masiada libertad ante personas desconocidas, le recordé: «Estamos casi en mayo. Deberías tener más cuidado». Se encogió de hom bros: «¡Qué más da! Bueno, que nos de­ p o rten ... Q ue otros tengan m iedo, ¡a nosotros no nos im ­ porta!»... Y, en efecto, nosotros no temíamos a la depor­ tación. O tra cosa sería si hubieran descubierto la poesía dedica­ da a Stalin. En eso pensó M andelstam cuando besó a A j­ mátova antes de irse. Nadie ponía en duda que esa poesía le costaría la vida. Por ello, precisamente, observábamos con tan ta atención a los chequistas, tratando de com pren­ der lo que buscaban. El ciclo del «Lobo» no auguraba m a­ les especiales, en caso extremo podían enviarle a un cam ­ po ■ ¿Q ué form a legal tom arían esas potenciales acusaciones? Pero, ¡qué más daba! Es ridículo abordar nuestra época desde el pun to de vista del derecho rom ano, del código de Napoléon y demás disposiciones similares del pensam iento jurídico. Los organismos represivos actuaban con precisión y cautela. Tenían muchos objetivos: liquidar a los testigos capaces de recordar algo, establecer unanim idad de crite­ rios, preparar el advenim iento de un reino milenario, etc... Segaban a la gente por capas, según las categorías (la edad tam bién se tom aba en cuenta): eclesiásticos, mís­ ticos, científicos, idealistas, gente dotada de gran ingenio, rebeldes, pensadores, charlatanes, introvertidos, discutidores, personas con ideas propias en la esfera de la jurispru­ dencia, del Estado o la economía y, además, ingenieros, técnicos y agrónomos, porque había nacido el térm ino de «saboteador» que servía para explicar todos los fallos y fra­ casos. «No se ponga ese sombrero — decía Mandelstam a Borís K uzin— no debe uno destacarse, puede acabar mal». Y K uzin, en efecto, acabó mal. Pero, felizm ente, la actitud ante el sombrero cambió cuando se tom ó la deci­ sión de que los científicos soviéticos debían vestir aún me-

jor que los petimetres occidentales y K uzin, una vez cum plido el plazo reglam entario, recibió un cargo científi­ co muy decente. Lo del sombrero es una brom a, pero la cabeza bajo él predeterm inaba, en efecto, el destino. Los hombres que ejercían la profesión de exterminadores inventaron un proverbio: «Dadnos al hom bre, que la acusación ya la encontraremos». Lo oímos por prim era vez en Yalta (en 1928) en boca de Fúrmanov, el herm ano del escritor. Era u n chequista que acababa de pasarse a la cinematografía, pero, ligado a la policía secreta por su es­ posa, algo sabía de todo ello. En la pequeña pensión d o n ­ de casi todos venían para tratar su tuberculosis y Fürmanov fortalecía con el aire marino sus alterados nervios, había un «nepman» * alegre y bondadoso. Fúrmanov y él se hicieron rápidam ente amigos y ambos inventaron el juego de la «instrucción del sumario», que por su realismo les excitaba agradablem ente. Fúrmanov, ilustrando el pro­ verbio del hom bre y la acusación, interrogaba al tem bló- '■ roso «nepman» y éste se em brollaba indefectiblem ente en' la malla de las astutas y elásticas interpretaciones de cada palabra. En aquel entonces, u n círculo relativam ente p e­ queño había conocido hasta el fin, es decir, en su propia experiencia, las peculiaridades de nuestra justicia. Por esa prueba pasaron tan sólo las categorías enum eradas por mí; dicho de otro m odo, los que tenían una cabeza bajo el sombrero y los que tenían valores susceptibles de confisca­ ción y tam bién los «nepmen», es decir, los empresarios que habían creído en la nueva política económica. Por es­ te motivo nadie, a excepción de M andelstam, prestaba atención al juego del gato y el ratón que para divertirse llevaba el ex chequista. Tampoco yo m e habría dado cuenta de ello si él no m e hubiera dicho: «Escucha u n po­ co»... Tengo la impresión de que M andelstam hacía que m e fijase en todo aquello que, en su o p i n i ó n , debía recor­ dar. El juego de Fúrmanov nos dio una noción primaria sobre los procedim ientos judiciales de nuestro Estado en su etapa de formación. El procedim iento judicial se basa­ ba en la dialéctica y en la gran idea inm utable: «El que no está con nosotros, está en contra nuestra». ■ H om bres de em presa surgidos en la URSS en el período de la NEP (N ueva Política Económica) im p lan tad a por Lenin en 1921. (N. de la T.)

Ajmátova, quien desde tos primeros días observaba con inquietud el rum bo de los acontecimientos, sabía más que yo. Solas las dos en la casa devastada por el registro noc­ turno, examinábamos todas las posibilidades y hacíamos conjeturas sobre el futuro, pero, al mism o tiempo,, casi no hablábam os... «Tiene que hacer acopio de fuerzas», me dijo A jm átova... Eso significaba que debía prepararm e pa­ ra una larga espera. Era fenóm eno habitual que los dete­ nidos permaneciesen encerrados muchas semanas o meses y, a veces, más de un año, m ientras se decidía su deporta­ ción o exterminio. Así lo exigía la instrucción de la causa... Y como no pensaban renunciar a ese procedi­ m iento, registraban obstinadam ente en el papel todas sus delirantes invenciones... ¿Pensaban, acaso, que los des­ cendientes, al exam inar los archivos, lo creerían todo tan ciegamente como nuestros enloquecidos coetáneos? Pero tal vez fueran sólo manifestaciones del instinto burocráti­ co, el espíritu del chupatintas que no se alim enta de la ley, sino de los reglamentos y engulle toneladas de papel si es que pueden llamarse «reglamentos»... Para la familia del detenido el período de la espera está lleno de gestiones. En la «Cuarta prosa» M andelstam las calificó de «jugadas integrales, im ponderables.». Eran ges­ tiones encaminadas a conseguir dinero y hacer largas colas para entregar un paquete al recluso. Por la longitud de las colas sabíamos en qué m undo vivíamos. En 1934 no eran grandes. D ebía reservar mis fuerzas para recorrer todos los caminos ya hollados por otras esposas. Pero en aquella noche de mayo m e tracé otra misión y por ella he vivido y vivo. N o tenía fuerzas para modificar el destino de M an­ delstam , pero se había salvado una parte de sus manuscri­ tos, muchas cosas conservaba en mi m em oria y yo era la única que podía salvar todo eso, y por lo tanto debía cuidar de mis fuerzas. La llegada de Liova nos sacó de nuestro entum ecim ien­ to. Aquella noche, y debido a la llegada de su m adre, durm ió en casa de los Ardov, ya que en la nuestra no había sitio. Liova, sabiendo que Mandelstam se levantaba m uy tem prano, se presentó casi al alba para tom ar té en su com pañía y oyó la noticia en cuanto cruzó el um bral. Ese muchacho, ese adolescente pictórico de vida, lleno de ideas, dondequiera que aparecía en aquellos años lo

ponía todo en movimiento. La gente percibía su fuerza di­ nám ica y com prendía que estaba condenado. N uestra casa se había contam inado y era funesta para todos los propen­ sos a la infección. Por ello, al ver a Liova, experim enté un verdadero acceso de m iedo. «Márchate — le dije— , márchate a toda prisa, esta noche se han llevado a Osip». Y Liova se fue dócilm ente. Eso era lo habitual entre no­ sotros.

Segunda vuelta Despertamos a m i herm ano Evgueni con una llam ada por teléfono y m edio dorm ido aún escuchó la noticia. Como es natural no dijimos ninguna de las palabras prohibidas, tales como «detuvieron», «se llevaron», «encerraron»... H a ­ bíamos elaborado un código especial y nos com prendía­ mos perfectam ente unos a otros sin m encionar ningún nom bre. Poco después Evgueni y Emma Guershtein esta­ ban en nuestra casa. Los cuatro, uno tras otro, pero con bastante intervalo de tiem po, salimos de casa llevando bien una cesta de la compra en las manos, bien sim ple­ m ente u n fajo de manuscritos en el bolsillo. De este m odo salvamos parte del archivo. Pero un cierto instinto nos su­ girió no llevarlo todo. Más aún, todo el m ontón de pape­ les quedó en el suelo. «¡No lo toque!», m e dijo Ajmátova cuando abrí el baulito para guardar allí ese elocuente m ontón de papeles. Y la obedecí sin saber exactamente el m otivo... Confiaba tan sólo en su instinto... Aquel mismo día, cuando Ajmátova y yo regresamos a la casa después de nuestras correrías por la ciudad, llam a­ ron de nuevo a la puerta; esta vez fue una llamada hecha con bastante delicadeza y volví a franquear el paso al huésped no invitado. Era el agente de mayor graduación. Miró satisfecho los manuscritos tirados en el suelo. «¡Y no ha recogido aún!» dijo y se puso a revisarlos de nuevo. Es­ ta vez se había presentado solo, le interesaba únicam ente el pequeño baúl y en él, tan sólo los manuscritos de los poemas. La prosa ni siquiera la m iraba. Cuando mi her­ m ano Evgueni —el hom bre más reservado y silencioso del

m u n d o — se enteró del segundo registro, dijo con aire in­ quieto: «Si vuelven a presentarse, os llevarán a las dos con ellos». ¿Qué explicación cabía dar a ese segundo registro y a esa segunda confiscación? Ajmátova y yo intercambiamos una mirada: a los. soviéticos les basta para entenderse. El juez de instrucción ya tuvo tiem po, probablem ente, de examinar los papeles confiscados durante la noche —para ello no se necesitaba m ucho tiem po, ya que las poesías ocupan poco volum en— y no había encontrado lo que buscaba. H abía ordenado un segundo registro por tem or a que en el apresuram iento nocturno no hubiesen visto el manuscrito que precisaba. De esto se deducía fácilmente que la búsqueda perseguía un objetivo determ inado y que no les bastaban poesías como «El lobo», por ejemplo. Pero el manuscrito que les interesaba no estaba en el baúl. Ni yo ni M andelstam habíam os copiado ese poem a. Esta vez no me ofrecí de ayudante y las dos nos dedicamos a tomar tranquilam ente nuestro té, m irando de reojo al visitante. El agente se había presentado a los veinte m inutos jus­ tos de nuestro regreso. Por consiguiente, le habían avisa­ do. Pero, ¿quién? Podía ser un agente que viviese en la casa, cualquier vecino que hubiera recibido la orden de vi­ gilarnos o bien el «Vasia» de turno en la calle. En aquel entonces no sabíamos aún reconocer a los así llamados. La experiencia nos vino más tarde, cuando nos cansamos de ver cómo ellos, sin ocultarse lo más m ínim o, permanecían de plantón ante la casa de Ajmátova. ¿Por qué no disim u­ laban y eran tan desvergonzadamente sinceros? ¿Se debía a su mal trabajo, a su chapucería, o bien era una manera, tam bién chapucera, de am edrentarnos? T anto lo uno co­ mo lo otro probablem ente. Con todo su proceder nos decían: no os podéis ocultar de ningún m odo, os vigila­ mos, siempre estamos con vosotros. Más de una vez, algún buen amigo nuestro, de quien nada sospechábamos, lan­ zaba alguna frase haciéndonos com prender quién era y por qué nos honraba con su amistad. Esta sinceridad for­ m aba parte, probablem ente, del sistema educativo gene­ ral, ya que después de oír la frase, que nos abría tan amplios horizontes, nuestras lenguas se quedaban pegadas al paladar y permanecíamos m udos como peces. A m í, por ejem plo, solían aconsejarme con frecuencia que no llevase

encima los manuscritos de M andelstam , que olvidase el pasado, que no tratase de regresar a Moscú. «Están satis­ fechos de que viva usted en Tashkent»... decían. N o valía la pena preguntar quién estaba satisfecho, A esta pregun­ ta respondían con una sonrisa. Las insinuaciones, las frases dichas con una sonrisa y los propósitos velados m e sacaban de quicio, provocaban en m í una resistencia furiosa. ¿No sería todo la vana palabrería de un hom brecillo despre­ ciable que nada sabía y que trataba de adaptarse al estilo de las principales fuerzas de la época? H abía gran num ero de estilistas de este tipo. Pero tam bién ocurrían otras co­ sas. En aquel mismo Tashkent donde viví con Ajmátova, solíamos encontrar, al regresar a la casa, el cenicero lleno de colillas ajenas, u n libro, una revista o un periódico de procedencia ignorada, y un día descubrí en la mesa del co­ m edor una barra de labios de un color tan chillón que causaba repugnancia y, al lado, u n espejito de m ano que habían llevado allí desde la otra habitación. En los cajones y las maletas reinaba a veces tal desorden que era im po­ sible ignorarlo. ¿Dejarían estas huellas siguiendo instruc­ ciones o bien se divertían así los encargados de rebuscar en nuestras pertenencias? Se reirían alegrem ente, diciéndose: «¡Que lo vean!»... Ambas variantes son plenam ente adm i­ sibles... ¿Por qué no iban a asustarnos? Así no presum iría­ mos dem asiado... A mí, dicho sea de paso, m e asustaban m ucho menos que a Ajmátova. Por lo que se refiere a los que llamábamos «Vasi a», re­ cuerdo m uy bien a u n o, ya después de la guerra. Eran días de m ucho frío y él se calentaba dando patadas y agi­ tando los brazos al m odo de los cocheros. D urante varios días seguidos, Ajmátova y yo pasábamos avergonzadas de­ lante del danzante Vasia. Más tarde su puesto fue ocupa­ do por otro, dotado de m enos tem peram ento. Y otra vez, cuando íbam os por el patio interior de la casa, hu bo un fogonazo de magnesio detrás de nosotras: nos habían fo­ tografiado. Querían saber, por lo visto, quién visitaba a la m ujer caída en desgracia. Para entrar en ese patio interior, había que cruzar el vestíbulo del edificio principal. En la puerta que daba al patio interior había u n puesto de control. El día de la foto nos entretuvieron largo rato en la puerta. El pretexto para la retención resultaba estúpido: habían perdido la llave o algo por el estilo... Lo más pro­

bable es que el policía encargado de hacer la foto hubiera com enzado a cargar su aparato en cuanto le comunicaron que habíam os regresado. Todo esto ocurría poco antes de que se prom ulgara la resolución acerca de Zoschenko y Ajmátova *, y a m í se m e ponía carne de gallina cuando veía esas señales de atención por m i amiga. A mí, personalmente, no m e prestaban esa atención; no se dignaban vigilarme individualm ente. Alrededor de m í pululaban vulgares soplones, pero no agentes. Sólo u na vez en Tashkent, Larisa Glazunova, la hija de un des­ tacado dirigente de los organismos de seguridad, me p re ­ vino contra una de mis alum nas particulares, que m e reco­ m endó una estudiante de la facultad de Física y M atemá­ ticas: «Sólo a usted la quiere por profesora»... Larisa trope­ zó con ella casualmente en la puerta de mi casa y me explicó que esa joven trabajaba «con su papá». Tranquilicé a Larisa diciéndole que lo sabía m uy bien y desde hacía tiem po. Mi querida discípula jamás llegaba a la hora seña­ lada y procuraba sorprenderm e de improviso para excusar­ se, decirme que estaba muy ocupada y pedir que aplazase la lección... Además, tenía las mañas características de los detectives mediocres y jamás pudo evitar el seguirme con los ojos cuando me desplazaba por la habitación. No era difícil adivinar para qué necesitaba las clases, a las cuales apenas si asistía... Desenmascarada por Larisa, la agente no tardó en desaparecer y la estudiante que me la reco­ m endó como alum na, una buena chica que había caído en la red, sufría evidentem ente un dram a y siempre pro­ curaba justificarse ante mí, Pude rehuir sus explicaciones, pero recordé para siempre cómo la agente repetía sin cesar entre grandes exclamaciones: «¡Adoro a su esposo y a A j­ mátova!»... En aquel m edio a los maridos los llam aban «esposos». ¡Esposos sonaba tan bien! Y en los medios del p artido , «com pañeros»... Mas todo eso tuvo lugar más tarde; en 1934 ni siquiera habíam os inventado la palabra «Vasia» y no adivinamos quién informó al chequista de que habíamos regresado a casa. * En 1946, Zhdanov, uno de los máximos dirigentes de] Partido Co­ m unista de la URSS, criticó a varios escritores, enere ellos a Ajm átova, por su «nefasta labor literaria*. (N . de la T.)

Las cestas de la compra El agente que rebuscaba en el baúl por segunda vez revi­ sando los manuscritos no se percató siquiera de que...,, habían desaparecido los poemas de Piast, hecho que podía hacerle com prender que tam bién nosotras tuvim os tiem po de retirar lo que nos interesaba. La astucia de Ajmátova, quien m e aconsejó que no recogiera nada ni arreglara la habitación, se vio coronada por el éxito. De haberlo hecho, el chequista podía haber desconfiado. Los poemas de Piast eran muy largos; esos fueron, p re­ cisamente, los que tuvimos que sacar en las cestas de la compra. Estaban constituidos por capítulos que se llama-, ban «fragmentos». A M andelstam le gustaron, tal vez por­ que en ellos se maldecía a las esposas legítimas. Piast lla­ m aba a su esposa la «legítima» y no quería vivir con ella. Mandelstam, que se encontraba por prim era vez en una casa norm al, aunque dim inuta, intentó tam bién rebelarse contra la pesadum bre de la vida familiar y elogiaba calu­ rosam ente a Piast. Al observar su entusiasm o, le pregunté: «¿Y quién es tu 'legítim a'? ¿No seré yo por casualidad?» ¡Y pensar que tam bién nosotros podíam os haber tenido una vida corriente de corazones destrozados, escándalos y divorcios! Hay dem entes en el m undo que no saben que esa es, justam ente, la vida a la cual se debe tender con to ­ das las fuerzas ¡Qué no daría yo por u n dram a semejante! Piast m e entregó para su custodia dos poem as copiados a m ano: las m áquinas de escribir eran caras y no estaban a su alcance ni al nuestro. Era el único ejem plar en lim pio, como se decía antes. Piast no quiso creerme, pese a los es­ fuerzos que hice para convencerle, de que no podía haber encontrado peor lugar para guardarlos. Después de su des­ tierro le pareció que gozábamos de u n a morada tranquila, sólida, segura, casi una fortaleza. Al ver los «fragmentos» en m anos del agente, Mandelstam suspiró de pena: «¡Qué va a ser de Piast!». Pero entonces, y según expresión de Ajmátova, «me entró tal fuerza», que conseguí rescatar de las manos del chequista, y estuve a p u n to de rescatar para la posteridad, las maldiciones a las «legítimas» y las loas a las bellas ilegítimas, las gigantonas de Piast, pues a él le gustaban tan sólo las mujeres con talla de granaderos.

H abía llevado a nuestra casa a la últim a de sus gigantonas para que oyese los «fragmentos». ¿Habrá conservado ella sus manuscritos? Creo que no era Piast quien le interesa­ ba, sino los honorarios que él recibía entonces de las Edi­ ciones del Estado por traducir a Rabelais. Recuerdo que en aquel tiem po Piast se quejaba de los caprichos de su h i­ jastra, pero ella, según me dijeron, vive ahora muy lejos y guarda u n buen recuerdo de su extravagante padrastro. ¿No estarán en su poder los poemas de Piast salvados por mí? Antes de que M andelstam fuera detenido, recibíamos frecuentes visitas de los milicianos*. Piast había dado nuestra dirección, al registrarse en el distrito, cuando ob­ tuvo varios días de permiso para estar en Moscú con el fin de solucionar sus asuntos de trabajo literario. Se le había acabado el plazo y le instaban a que abandonase la zona prohibida. Y menos mal que no lo encontraron en casa el día del registro, cosa que habría ocurrido de no haberle asustado los milicianos. Si el «jefe» de los chequistas lo hubiera visto, se lo habría llevado juntam ente con los m a­ nuscritos. Tuvo suerte, sencillamente. Y tam bién tuvo suerte de no haber llegado con vida a la segunda oleada de las detenciones: murió en Chujlom á, zona que le esta­ ba perm itida, de cáncer, en su propia cama, o en la de un hospital. Al igual que los dramas familiares, esto era pro­ pio de una vida normal y, por consiguiente, la felicidad. Para com prenderlo había que haber soportado u n duro aprendizaje. De los manuscritos de M andelstam salvamos un pe­ queño núm ero de borradores correspondientes a diversos períodos de su vida. A partir de entonces, jamás los guar­ damos en casa. Los llevé a Voronezh en pequeños p a­ quetes a fin de reconstruir los textos y confeccionar una lista com pleta de poesías no publicadas, Fue una labor que ambos hicimos poco a poco. M andelstam cambió ra­ dicalm ente de actitud ante los manuscritos y papeles; an- tes no quería saber nada de ellos y siempre se enfadaba conmigo cuando, en vez de romperlos, los depositaba en el baúl amarillo de mi m adre, traído del extranjero. Des­

* G uardia de orden público. (N. de la T .)

pués del registro comprendió que era más fácil conservar un m anuscrito que a una persona y dejó de confiar en su m em oria que, como es sabido, desaparece al mismo tiem ­ po que el ser hum ano. Algunos de estos manuscritos se han conservado hasta hoy, pero en su mayor parte se per­ dieron durante las dos detenciones. ¿Q ué hacían en las profundidades de nuestros juzgados con los papeles que al principio llevaban en carteras y luego en sacos? Pero, ¡a qué hacer conjeturas respecto a los papeles si no sabíamos lo que hacían con la gente!... El hecho de que se hayan conservado testigos de aquella época y un puñado de m a­ nuscritos debe ser considerado como u n milagro.

Jugadas integrales No vinieron por tercera vez ni nos llevaron. Nos dedica­ mos a la ocupación habitual de aquellos que tenían a sus familiares detenidos: hacíamos gestiones. Después de re­ correr de día la ciudad, regresábamos rendidas a casa, abríamos un tarro de granos de maíz, que costaba un rublo, y esa era nuestra comida. Así estuvimos tres días. Al cuarto llegó mi madre. Había liquidado su habitación en Kiev, tras vender los pesados muebles familiares, y ve­ nía a term inar sus días con la hija y el yerno, quienes, por fin, habían conseguido u n apartam ento. Com o nadie fue a la estación para recibirla, vino irritada y ofendida. Mas esos sentim ientos desaparecieron en cuando conoció lo ocurrido. Despertó en ella su espíritu de estudiante libe­ ral, bien enterada de cómo hay que reaccionar ante ei go­ bierno y ias detenciones. Lanzó una exclamación, expresó sus ideas sobre la práctica y la teoría del bolchevismo, ins­ peccionó nuestra economía y manifestó que ya en su épo­ ca los profesores explicaban que la pelagra, habitual en Besarabia, se debía al abuso del pan de maíz. Después sa­ có dinero de un saquito que llevaba en el pecho y corrió al mercado. N uestra orfandad había term inado y nos dedica­ mos aún con mayor ím petu a nuestras gestiones. Visité a Nikolái Ivánovich Bujarin en los prim eros días. Al oír mis noticias, su rostro cambió de color y m e hizo

un sinfín de preguntas. No m e im aginaba que fuera capaz de emocionarse tanto. Recorría a gran velocidad su enor­ m e despacho y de vez en cuando se detenía ante m í para hacerme una nueva pregunta: «¿Le han concedido una en ­ trevista?». Tuve que explicarle que ya no se concedían entrevistas. Bujarin ignoraba este detalle. Como todo teó­ rico, no sabía hacer deducciones prácticas de su teoría. «¿No habrá escrito algo en un m om ento de ofuscación?» Le respondí que no, unas cuantas poesías di­ sidentes, no peores de las que él ya conocía... Le m entí. Y me siento avergonzada incluso hoy. Pero si en aquel en ­ tonces le hubiera dicho la verdad, no habríamos tenido la «tregua de Voronezh». ¿Se debe mentir? ¿Se puede m en­ tir? ¿Está justificada la m entira en «nombre de la salva­ ción»? ¡Qué bien se vive en condiciones en las que no hay necesidad de mentir! Pero, ¿hay, acaso, u n lugar así en la tierra? Desde pequeños nos han inculcado la idea de que la m entira y la hipocresía im peran por doquier. Sin m en ­ tir no habría sobrevivido en nuestra terrible época. Y me pasé m intiendo la vida entera: a los estudiantes, en el tra­ bajo, a mis buenos amigos, en quienes no confiaba m ucho y que constituían la mayoría. Pero al mismo tiem ­ po, nadie confiaba en m í: era la m entira habitual de aquel entonces, algo así como una cortesía estereotipada. Esas mentiras no me avergonzaban, peto a Bujarin lo en ­ gañé conscientemente, por frío cálculo: no podía asustar al único defensor... Y eso era distinto... Pero, ¿podría no haber m entido? Bujarin me aseguraba que por la bofetada que dio a Tolstoi no podían haberlo detenido. Yo insistía diciendo que podían haberle detenido por lo que les diera la gana. En cuanto al artículo del código, siempre se aplica el cin­ cuenta y ocho, nada podía ser más fácil. Las amenazas de Tolstoi y su frase: «Le enseñaremos lo que es pegar a los escritores rusos», produjeron en Bujarin la debida impresión, casi gemía. Ese hom bre, que conocía las cárceles zaristas y era partidario, por convicción, del terror revolucionario, debió presentir aquel día con pecu­ liar agudeza su propio futuro. D urante aquellos días de gestiones, visité con frecuencia a Bujarin. Su secretaria, Korotkova, a quien Mandelstam llam aba pequeña ardilla que roe una nuez con cada visi-

tante («Cuarta prosa»), m e recibía con una m irada entre asustada y cariñosa y corría para anunciarle m i visita. Se abría la puerta del despacho y Bujarin se precipitaba a mi encuentro: «¿Hay algo nuevo?... Tampoco yo sé nada... N adie sabe nada»... Esas fueron nuestras últim as entrevistas. D e paso hacia Voronezh desde Cherdiñ, m e acerqué de nuevo a la redac­ ción de «Izvestia». «¡Qué terribles telegramas nos enviaba usted desde Cherdiñ!», m e dijo Korotkova y desapareció por la puerta del despacho. Salió de allí casi llorando: «Nikolái Ivánovich no quiere recibirla... Dice que hay un poem a»... No volví a verle. Más tarde me contó Erenburg que Yagoda le había recitado de mem oria el poem a escri­ to por M andelstam sobre Stalin y que Bujarin, asustado, abandonó sus gestiones. Antes de que esto ocurriera, tuvo tiem po de hacer todo cuanto pudo y a él le debem os la re­ visión de la causa. En el período de las gestiones, visitar a Bujarin en la re­ dacción de «Izvestia» no me ocupaba m is de u n a hora, p e­ ro el procedim iento a seguir para gestionar algo exigía co­ rrerías constantes por la ciudad. Las esposas de los deteni­ dos —la superioridad num érica, incluso después del año 1937, ha correspondido siempre a los hom bres— apisona­ ron el camino que llevaba a la «Cruz Roja para Presos Políticos» con el fin de hablar con Peshkova. En realidad iban allí para hablar y desahogarse; gracias a ello tenían la ilusión de que hacían algo, ilusión tan necesaria en los períodos de penosa espera. La «Cruz Roja» no tenía ningu­ na influencia, pero a través de ella se podía, de vez en cuando, rem itir u n paquete al cam po, conocer la condena dictada o la ejecución llevada a cabo. En 1937 disolvieron esa extraña organización y de ese m odo liquidaron el últi­ m o vínculo entre la cárcel y el m undo exterior. Debemos tener en cuenta que la propia idea de ayuda a los presos políticos estaba en flagrante contradicción con todo nuestro régim en. ¡Cuánta gente habrá sido deportada o recluida en solitarias celdas por el m ero hecho de conocer a personas castigadas por los gobernantes! La liquidación de la «Cruz Roja para Presos Políticos» fue una m edida ló­ gica, pero a partir de entonces las familias de los deteni­ dos sólo vivían a base de rumores, parte de los cuales eran especialmente difundidos con el fin de atemorizarnos.

Peshkova dirigía la «Cruz Roja» desde el m om ento de su fundación, pero yo no fui a verla a ella., sino a su ayu­ dante Vinaver, que era un hom bre muy inteligente. La prim era pregunta que m e hizo fue: ¿qué grado tenía el agente que rebuscaba en el baúl? Aprendí entonces que cuanto más alto fuera el grado del visitante nocturno, tan ­ to más grave era la causa y más terrible el destino que es­ peraba a la víctima. Como era la prim era vez que oía esa posibilidad de adivinar el futuro, no se me ocurrió mirar los galones de los agentes en la noche del registro. Vinaver me dijo tam bién que las condiciones de vida «dentro» eran bastante decentes: había lim pieza y la comida era buena. «Seguramente m ejor que en su casa y en la mía»... N o tuve que explicar a Vinaver que más valía pasar ham bre pero estar libre y que en esa vil «civilización» car­ celaria había algo insoportablem ente siniestro. El lo sabía y lo com prendía todo sin necesidad de que yo se lo dijera. Algo más tarde m e explicó lo que nos deparaba el futuro y su predicción se cum plió: tenía una inmensa experiencia y sabía sacar conclusiones de ella. Visitaba a Vinaver como si fuese a una oficina para trabajar y siempre le informaba sobre nuestros cambios de fortuna. Y lo hacía no con el simple fin de recibir u n consejo, sino por la necesidad de estar en contacto con una de las pocas personas que no había perdido, en nuestra confusa época, la facultad de pensar racionalmente y que luchaba con tenacidad, au n ­ que inútilm ente, contra la violencia. Y Vinaver podía dar un buen consejo. Fue él quien me persuadió de que inculcara a Mandelstam la idea de mostrarse lo menos activo posible, de no pedir nada, co­ m o, por ejem plo, el traslado a otro lugar, no hacerse re­ cordar por nada, m antenerse oculto, callado, en una pa­ labra, hacerse el m uerto... «Que no circule ningún papel con vuestro nom bre... Todo con tal de que ellos se olvi­ den de vosotros»... En opinión de Vinaver ese era el único m edio de salvarse o de continuar viviendo por algún tiem ­ po. Vinaver no pudo utilizar esa receta para sí mismo: es­ tuvo a la vista todo el tiem po y desapareció en la época de Ezhov. Sobre él corrió el rum or de que llevaba una doble vida y que no era tal como creíamos. Yo no lo creo y ja­ más lo creeré. Me gustaría que la posteridad rehabilitara su nom bre. Sé que tales rumores difamatorios eran propa-

gados con frecuencia por la propia Lubianka * respecto a personas no gratas. Incluso si en sus archivos apareciesen docum entos que m ancillaran su m emoria, no podrían ser­ vir de prueba de que traicionaba a sus visitantes; incluso si hubieran convencido a Peshkova de que Vinaver estaba allí para espiarla, nosotros no debem os creerlo. No es tan difícil fabricar docum entos: la gente detenida firm aba cualquier cosa por absurda que fuese, y asustar a una vieja hablándole de provocadores y chivatos no costaba gran co­ sa... Pero, ¿cómo podrán los historiadores establecer la verdad si sobre cada gramo de ella yacen capas de m ons­ truosas mentiras? N o de prejuicios, ni errores debidos a la época, sino de mentiras conscientes y deliberadas.

La opinión pública Tam bién Ajmátova se dedicó de lleno a las llamadas ges­ tiones. Consiguió ser recibida por Enukidze, quien la es­ cuchó atentam ente y no dijo ni una sola palabra. Luego corrió a casa de Seifulina, quien llam ó inm ediatam ente a un chequista conocido. «Con tal de que no lo vuelvan loco allí — dijo el chequista— , nuestra gente es m aestra en esas cosas»... Al día siguiente comunicó a Seifulina que había hecho indagaciones y que no convenía intervenir en el asun to ... ¿Por q ué?... No hubo contestación. Seifulina se desanim ó. Nos desanim ábam os siempre cuando nos acon­ sejaban no intervenir en algún asunto y renunciábamos en el acto. He aquí otro rasgo sorprendente de nuestra vida: mis coetáneos presentaban escritos, peticiones, expresaban su opinión y actuaban tan sólo después de averiguar lo que pensaban en las «alturas». Todos sentían con dem a­ siada agudeza su impotencia para actuar en contra de todo y todos. «Estas cosas a mí no m e resultan», decía Erenburg al explicar la razón de su negativa a gestionar algunos asuntos tales como pensiones, viviendas, permiso de resi­ dencia. ¡El sólo podía pedir, pero no insistir! ¡Nada más ' Lubianka, calle en la que se encontraba el cuartel genera! de Jos or­ ganism os de seguridad y la cálce! de Moscú. (N . de la T .J ■

cómodo para ias autoridades! Se podía frenar toda m ani­ festación pública, insinuando que «arriba» eso no gustaría. Utilizaban este procedim iento tanto en las instancias in ­ term edias como superiores en su propio beneficio y cre­ aban de esta suerte asuntos intocables. Ya a mediados de la década de los años veinte, el «rumor de la opinión pública» se hace cada vez menos perceptible y deja de transformarse en acciones. Todas las causas relacionadas con detenciones eran, claro está, «intocables»; tan sólo los familiares podían interesarse por ellos, es decir, visitar a Peshkova e ir a la fiscalía. Era una excepción, y no una regla, que alguien de fuera interviniera en ese tipo de ges­ tiones y es de justicia reconocer el m érito de estas perso­ nas. En la causa de Mandelstam no valía la pena interve­ nir: habla atentado en sus poesías contra una persona de­ masiado tem ible. Por ello aprecio en sumo grado que en las gestiones del año 1934 hubiera querido tom ar parte Pasternak. Vino a vernos, a m í y a Ajmátova, y preguntó a quién debía dirigirse. Le aconsejé que hablara con Buja­ rin, porque ya sabía su opinión respecto a ello, y con Dem ián Bedny, El nom bre de D em ián Bedny no lo cité por casualidad. Por m ediación de Pasternak le recordé la promesa que me hizo en 1928. En aquel entonces, Mandelstam se enteró casualmente —se lo dijo en la calle u n conocido que lleva­ ba su mismo apellido— , que cinco em pleados de banco, viejos «especialistas» como se les calificaba entonces, esta­ ban condenados a muerte por fusilam iento, bien por mal­ versación de fondos, bien por negligencia. Inesperada­ m ente para sí mismo y para su interlocutor, y pese a la regla de no inmiscuirse en asuntos ajenos, M andelstam re­ movió Moscú y salvó a los viejos. H abla de estas gestiones en la «Cuarta prosa». Entre otras «jugadas integrales» se dirigió a D em ián Bedny. La entrevista tuvo lugar en la trastienda de «M ezhdunaiodnaia Kniga» *. D em ián era un bibliófilo apasionado, asiduo visitante de esa tienda y allí, probablem ente, se veía con sus amigos; ya en aquel en­ tonces los que vivían en el Krem lin no se atrevían a invitar a nadie. D em ián se negó categóricamente a intervenir en ' Agencia encargada de vender libros soviéticos en el extranjero. (N. de la T .)

favor de los viejos. «¿Qué le im portan a usted?», le pre­ guntó al saber que no se trataba de parientes y ni siquiera de gente conocida. Acto seguido añadió, sin embargo, que si algo le pasara a M andelstam, él intervendría sin fal­ ta. Esta promesa, no sé por qué, alegró m ucho a Mandels­ tam , aunque en aquellos tiempos estábamos firm em ente convencidos de que no «se m eterían con nosotros, no nos m atarían»... Cuando se reunió conmigo en Y alta me con­ tó esa conversación: «Pese a todo es m uy agradable... ¿Me habrá m entido?... N o lo creo»... Por este m otivo aconsejé en 1934 a Pasternak que hablase con D em ián. Pasternak lo llamó inm ediatam ente, casi el mism o día en que fueron a hacernos el segundo registro, pero D em ián, al parecer, ya sabía algo. «Ni usted, ni yo, debem os interve­ nir en este asunto», le dijo a Pasternak... ¿Sabría D em ián que se trataba de un poem a dedicado a u n hom bre de grasicntos dedos con quien ya tuvo que enfrentarse, o contestó con la habitual fórm ula soviética según la cual más vale m antenerse alejado de los apestados? Es posible tanto lo uno como lo otro... En cualquier caso, el propio Dem ián había caído ya en desgracia a causa de su amor a los libros. Tuvo la im prudencia de anotar en su diario que no le gustaba prestar libros a Stalin porque éste dejaba en las blancas hojas la im pronta de sus grasientos dedos. Su secretario decidió hacer méritos y copió para Stalin ese extracto del diario. La traición, según parece, no le fue provechosa, pero D em ián lo pasó m al y hasta tuvo que vender su biblioteca. C uando volvieron a publicar sus obras, había caducado el plazo de los quince años que marca la ley para reclamar la herencia y creo que su últi­ m o m atrim onio quedó sin legalizar; fui testigo de cómo su heredero, u n adolescente consum ido, solicitaba de Surkov, en nom bre de su padre, alguna que otra prebenda. D elante de m í, Surkov se negó categóricamente. Esa fue la últim a humillación que sufrió D em ián ya en su descen­ dencia. Pero, ¿por qué? D em ián Bedny había trabajado para el poder soviético no por m iedo sino por conciencia. ¿Cómo va a sorprenderme que a m í m e traten a patadas de vez en cuando? Yo, con toda seguridad, no merezco nada. A mediados de mayo de 1934, D em ián y Pasternak se

encontraron en una reunión organizada, probablem ente, con motivo de la creación de la Unión de Escritores So­ viéticos. D em ián se ofreció a Pasternak para llevarle a su casa y, prescindiendo del chófer, estuvo, según creo recor­ dar, dando muchas vueltas por Moscú. En aquel entonces, muchas de nuestras personalidades no tem ían aún hablar dentro de los coches; más tarde corrió el rum or de que tam bién dentro había micrófonos. D em ián le dijo a Pas­ ternak que «contra la poesía rusa disparaban sin fallar» y, entre otros nombres, mencionó a Maiakovski. En su opi­ nión, Maiakovski pereció por haberse adentrado en una esfera donde él, D em ián, se sentía como en su casa, pero que a Maiakovski le era ajena. Cuando se cansó de hablar, D em ián en vez de llevar a Pasternak a su casa, lo dejó en la calle Fúrmanov donde vivíamos Ajmátova y yo, aterrorizadas por los dos re­ gistros. En aquellos días, en el Congreso de periodistas, Baltrushaitis suplicaba a unos y otros que salvasen a M an­ delstam , conjurándoles con el nom bre de Gum iliev, que ya había m uerto. Me im agino cómo sonarían en los oídos de los ya curtidos periodistas de los años treinta esos dos nom bres, pero Baltrushaids era ciudadano de otro país y no podían imponerle la idea de «no intervenir», decirle que no «se le recomendaba» hacerlo... Baltrushaitis había presentido hacía ya m ucho qué final le esperaba a M andelstam ... A principios de la década de los años veinte (en 1921, antes de la m uerte de Gumiliev) trató de convencer a M andelstam de que se hiciese súbdito lituano, cosa posible, porque su padre había vivido un tiem po en Lituania y el propio M andelstam nació en Varsovia. Llegó, incluso, a recoger unos cuantos documentos y se los llevó a Baltrushaitis, pero luego cambió de opi­ nión: de todas formas era imposible evitar el destino y ni siquiera debía uno intentarlo... Las gestiones y el rum or levantado a raíz de la prim era detención de M andelstam, tuvieron, al parecer, cierta im ­ portancia porque las cosas no siguieron el cauce normal. Así, por lo menos, pensaba Ajmátova. En nuestras condi­ ciones, hasta esa m ínim a reacción —el ligero rum or, los cuchicheos— constituyen tam bién un fenóm eno inhabi­ tual, sorprendente. Pero si analizamos ese rum or, no se

sabe lo que se habría encontrado tras él. Debido a m i in ­ genuidad, creía que la opinión pública defendía siempre al débil contra' el fuerte, al ofendido contra el ofensor, a la víctima y no a la fiera. Me abrió los ojos Lydia Bagritskaia, mejor conocedora de la época que yo. En 1933, cuando su amigo Postupalski fue detenido, se me quejó am argam ente: «Antes todo era d istinto ... C uando se lleva­ ron a M andelstam unos estaban en contra, pero otros con­ sideraban que habían hecho bien. En cambio ahora... ¡D etienen a los suyos!» Es preciso apreciar la formulación hecha por Lydia Bagritskaia. Con espartana sinceridad expresó la ley moral básica de aquellos que debían constituir nuestra intelec­ tualidad, ¿no es, acaso, en esta capa social donde se estructura la opinión pública? La división en los «nuestros» y «los otros» —en aquel entonces eran calificados de «ele­ m entos extraños»— provenía aún de la guerra civil con su inevitable regla: «¿Quién ganará a quien?» Después de la victoria y la capitulación del enem igo, los triunfadores siempre exigen recompensas, prebendas y ventajas, m ientras que los vencidos están condenados al exterminio. Pero resulta que el derecho de pertenecer a la categoría de los «nuestros» no es ni hereditario, ni siquiera vitalicio. Por ese derecho se lleva y se ha llevado una lucha inin­ terrum pida y el «nuestro» de ayer p uede, en u n m om ento, caer en la categoría de los «otros». Más aú n, en su de­ sarrollo lógico el principio de la división en «nuestros» y «otros» trae por consecuencia que todo aquel que sufre un resbalón pasa a ser «otro» por el mero hecho de haber res­ balado. El año 1937 —y todas sus secuelas— sólo es po­ sible en u n a sociedad donde esa división ha llegado a su fase final. La nueva de la detención de alguien traía como conse­ cuencia habitual que unos se hacían más silenciosos y se encerraban todavía más en su agujero, lo cual, dicho sea de paso, no salvaba a nadie, y otros jaleaban unánim e­ m ente el hecho.. En la década de los años 40, m i amiga Sonia Vishñevskaia, al enterarse cada día de las deten ­ ciones efectuadas entre sus amigos, exclamaba horroriza­ da: «¡Por todas partes hay traidores y contrarrevoluciona­ rios!» Así correspondía decir a los que vivían mejor y tenían qué perder. Es posible que esa exclamación en­

cerrara una especie de conjuro, como, por ejem plo, «¡Va­ de, retro!»... ¡Qué otra cosa podíamos hacer sino entregar­ nos a la hechicería!..,

La entrevista Al cabo de dos semanas ocurrió un milagro, el prim ero de la lista: me llamó el juez de instrucción y me concedió una entrevista con M andelstam. Recibí el pase con inusita­ da rapidez, subí la ancha escalera de la misteriosa m an­ sión, entré en un pasillo y me detuve, según lo ordenado, ante la puerta del juez. Y, de pronto, ocurrió algo insóli­ to: por el pasillo llevaban a u n detenido. AI parecer no pensaban que en aquel santuario pudiera haber alguien de fuera. Tuve tiem po de ver que el detenido era un chi­ no alto con los ojos muy desorbitados. Sólo m e dio tiem ­ po de ver esos ojos dem entes y observar que se le caían los pantalones que él sujetaba con la m ano, Al verme, los acom pañantes se agitaron y todo el grupo desapareció de inm ediato en u n a habitación o un pasillo lateral. Pude, asimismo, si no examinar, por lo menos intuir la fisonom ía de los guardianes del interior que por su tipo diferían m ucho de los que estaban en el exterior. Fue una im presión fugaz, pero m e hizo sentir terror y u n extraño escalofrío recorrió m i espalda. A partir de entonces una sensación de frío y un leve tem blor m e informan siempre de que se aproximan hom bres de esa profesión «interior», aun antes de reconocer su form a de m irar: la cabeza per­ manece inmóvil y se mueven tan sólo los ojos para seguir­ te. Los niños copian esa mirada de los padres: la observé en los escolares y los estudiantes. A unque, dicho sea de paso, se trata de una peculiaridad profesional que en nuestro país está acentuada, como todo. Diríase que todas las personas con esa m irada detectivesca fueran alumnos aventajados que se esforzaban por dem ostrar al maestro lo bien que asimilaban sus lecciones. El chino desapareció, pero ante mí surgen constante­ m ente sus ojos cuando oigo la palabra «fusilamiento». ¿Cómo habrán perm itido ese encuentro? Según he oído

contar, «dentro» se tom an las más perfectas m edidas técni­ cas para que semejantes tropiezos no se produzcan: los p a­ sillos están divididos en sectores y u n a señalización espe­ cial inform a a los guardianes de que el paso está ocupado. Pero, ¿sabíamos, acaso, lo que allí ocurría? Vivíamos a ba­ se de rumores y tem blábam os de m iedo. El tem blor es un fenóm eno fisiológico, y nada tiene que ver con el m iedo normal. Ajmátova, sin em bargo, al oírm elo decir se enfa­ dó: «¿Que no es m iedo? ¿Qué otra cosa puede ser?» Afir­ m aba que no era nada fisiológico, sino m iedo sencilla­ m ente: u n m iedo vulgar, torturante, salvaje que la había m artirizado todos los años hasta la m uerte de Stalin. Se dejó de hablar del perfecto pertrecham iento técnico (se referían a otras muchas cosas, adem ás de la señaliza­ ción) sólo a finales de la década de los años treinta, cuan­ do se pasó al «interrogatorio simplificado». Los nuevos métodos eran tan incomprensibles y tradicionales que aca­ baron con todas las leyendas. «Ahora — comentó Ajm átova— , todo está claro, te dan el gorro con orejeras y, ¡hala, a la taiga!» Y de aquí nació su poem a: «Allá, detrás de las alambradas, en el corazón de la taiga profun­ da, llevan m i sombra al interrogatorio... *. Sigo sin saber a qué sección fui llevada para la entrevis­ ta, si a la tercera o a la cuarta, pero el juez de instrucción llevaba u n patroním ico tradicional en la literatura rusa: Jristoforóvich*. ¿Por qué no se lo habrá cam biado, traba­ jando en el sector literario? Probablem ente le gustaba esa coincidencia. A M andelstam le irritaban sobremanera se­ mejantes comparaciones, le parecía im posible mencionar en vano cualquier cosa que estuviese relacionada con el nom bre de Pushkin. En tiem pos pasados, y debido a una enferm edad mía, tuvimos que vivir dos años en Tzárskoie Sielo y, además, en el edificio del Liceo, pues allí alquila­ ban habitaciones relativam ente baratas y buenas. Eso m o­ lestaba a M andelstam en grado sum o, lo consideraba casi una profanación y aprovechando el prim er pretexto se fue de allí y nos condenó al nom adism o habitual. Así, pues, no me atreví a comentar con él ese patroním ico. La entrevista tuvo lugar en presencia de Jristoforóvich; * La aucora se refiere al patroním ico del jefe de la policía zarista en la época de Nicolás 1- (N . de la T .)

lo llamo con ese nom bre prohibido porque no recuerdo su apellido. Era un hom bre corpulento, dotado de u n a voz de inflexiones teatrales, de entonaciones secas y bruscas, como un actor del Mali Teatr; intervenía constantem ente en nuestra conversación, pero no dialogaba, sino que su­ gería y subrayaba.' Sus palabras sonaban amenazadoras y lúgubres. Sin em bargo, la estructura psicológica del ser hum ano es tal que yo, que había venido de fuera, en vez de tener m iedo, sentía asco. Pero dos semanas sin dorm ir en u n calabozo de la cárcel interna y los interrogatorios habrían modificado, sin duda, m i estado de ánim o. Cuando trajeron a M andelstam, m e di cuenta de que tenía los ojos de un dem ente, igual que el chino, y que sus pantalones resbalaban por sus caderas. «Dentro» les quitan los cinturones, los tirantes y les cortan todas las he­ billas como m edida preventiva contra el suicidio. A pesar de su demencial aspecto, M andelstam reparó enseguida en que yo llevaba otro abrigo. ¿De quién? De m i m adre... ¿Cuándo llegó? Le dije el día. «Entonces, ¿es­ tuviste en casa todo este tiempo?». Tardé en com prender el motivo de su interés por aquel estúpido abrigo, pero luego todo se m e hizo claro: le habían dicho que tam bién yo estaba detenida. El procedim iento era habitual: servía para deprim ir la psique del recluso. Allí donde la cárcel y la instrucción de la causa están rodeadas de tanto misterio como en nuestro país, donde no existe ningún control so­ cial, semejantes procedim ientos son infalibles. Exigí explicaciones al juez de instrucción, aunque la inoportunidad de toda clase de exigencias en aquel tribu­ nal era de por sí evidente. Allí se podía exigir sólo por in­ genuidad o rabia. A m í me sobraba tanto de lo uno como de lo otro. Pero, como es natural, no se m e dio ninguna respuesta directa. Pensando que nuestra separación iba a ser larga o, tal vez, eterna, M andelstam se apresuró a darme un mensaje para los de fuera. Los hábitos carcelarios están m uy de­ sarrollados entre nosotros — tanto en la gente que ha esta­ do ya en la cárcel como en los que aún no estuvieron— y sabemos utilizar la últim a oportunidad de ser oídos. M an­ delstam , en su «Conversación sobre Dante», atribuye esa necesidad a U golino... Pero esa cualidad es nuestra única­ m ente; para desarrollarla era preciso haber vivido como

nosotros. Tuve ocasión de «ser oída» varias veces y procuré utilizarla, pero mis interlocutores no entendían el subtexto , no registraban m i información. Les parecía que nuestras relaciones recién iniciadas continuarían eterna­ m ente y que ellos, sin apresurarse ni esforzarse, podrían saberlo todo. Era un error fatal por parte de ellos y mis es­ fuerzos resultaban baldíos. D urante nuestra entrevista, M andelstam se hallaba en mejor situación: yo estaba per­ fectam ente preparada para recibir información, no había necesidad de masticarme nada y ni u n a sola palabra se pronunció en balde. M andelstam m e hizo saber que e! juez de instrucción poseía el poem a sobre Stalin, en su prim era versión, con las palabras «exterminador de mujiks», en el cuarto verso: «Se oye tan sólo al m ontañés del Krem lin, asesino y exter­ m inador de mujiks». Este dato era suficiente para saber quién había inform ado a los «organismos». A conti­ nuación, se apresuró a contarm e cómo se llevaba el sum a­ rio, pero el juez le interrum pía constantem ente y trataba de aprovechar la situación creada para atem orizarm e tam ­ bién a mí. Yo trataba de extraer de la discusión toda clase de noticias para poderlas comunicar fuera. El juez había calificado el poem a de «documento contrarrevolucionario sin precedentes» y a m í de cómplice del crimen. «¿Cómo cree usted que debería haberse portado un ciudadano soviético en su lugar?», m e preguntó. Supe en­ tonces que el deber de todo ciudadano soviético que estu­ viese en m i lugar era el de informar inm ediatam ente a la policía acerca de ese poem a, ya que en caso contrarío sería reo de delito com ún... A cada tres palabras que decía, sa­ lían de su boca las palabras «crimen» y «castigo». Manifes­ tó que no me procesaban porque se había tom ado la deci­ sión de no «incoar la causa». Fue entonces cuando oí por prim era vez la fórm ula: «aislar, pero conservar» —tal era la disposición de «arriba»— , y el juez insinuó que proce­ día de lo más alto... Era la prim era m erced... La condena prevista en principio, el envío a un cam po de trabajo para la construcción del canal del Mar Blanco, fue anulada por decisión superior. El crim inal era deportado a la ciudad de C herdiñ... Y fue entonces cuando Jristoforóvich m e p ro ­ puso que lo acompañase al lugar de la deportación. Se tra­

taba de la segunda m erced, nunca oída, y yo, naturalm en­ te, accedí de inm ediato, pero hasta la fecha siento curiosi­ dad por saber qué hubiera ocurrido de haberm e yo nega­ do. ¡Qué cola se habría form ado si en 1937, por ejemplo, hubieran propuesto a todos cuantos lo deseasen acompa­ ñar a su deportado! ¡Las esposas habrían m ontado guardia en esa cola juntam ente con las am antes, las madrastras al lado de los hijastros!... A unque, tal vez, n o... La gente se m antiene firme por el mero hecho de no conocer su futuro , porque confía en que podrá evitar el destino com ún... Mientras sucumben los vecinos, los supervivientes se consuelan haciéndose la famosa pregunta: «¿Por qué le han detenido?* y revisan cuidadosam ente todos los descuidos y fallos observados en el desaparecido. Las mujeres, y ellas son las auténticas guardianas del hogar, m antienen con fuerza demoniaca la luz de la esperanza. Lilia Yájontova, al pasar por delante de Lubianka, decía en 1937: «Me siento segura m ientras se m antenga esta casa»... Con su santa fe ha prolongado, probablem ente, en vanos años la vida de su marido: más tarde el temor a ser detenido le hizo tirarse por la venta­ na. Y en 1953, una candidata a doctora en ciencias bioló­ gicas, judía y com unista fanática, trataba de mostrar a otra judía, venida de Occidente y por ello com pletam ente tras­ tornada, que a ella no podía pasarle nada siempre que *no hubiese cometido ningún delito y tuviese la conciencia tranquila»... Y una compañera de viaje, en 1957, me de­ cía que a los rehabilitados había que tratarlos con cautela, pues los ponían en libertad por motivos hum anitarios y no por ser inocentes ni m ucho menos, ya que, digan lo que digan, no hay hum o sin fuego... La causalidad y la utili­ dad son las categorías fundam entales de nuestra filosofía de consumo.

Teoría y práctica Regresé a casa con la noticia de que el juez de instrucción había presentado a Mandelstam el poem a sobre Stalin y

que él había reconocido ser su autor y que unas diez per­ sonas de su entorno inm ediato le habían oído recitarlo. Yo estaba furiosa con él por no haberlo negado todo, co­ mo corresponde a un conspirador. Pero es totalm ente im ­ posible imaginarse a M andelstam en el papel de conspira­ dor: era u n ser sincero, incapaz de todo disimulo. A de­ más, carecía en absoluto de habilidad para m entir. Por otra parte, personas expertas me han dicho que en las con­ diciones en que se lleva el sumario es preciso reconocer un m ínim o, ya que en caso contrario em pieza la «presión» y el agotado preso acaba confesando todo cuanto quieren. Además, ¡qué teníamos nosotros de conspiradores! El político, el que trabaja en la clandestinidad, el revolu­ cionario, el conspirador, son siempre hombres de una estructura especial. Pero sem ejante actividad es contraria a nuestra naturaleza. La vida, sin em bargo, nos ponía en condiciones casi semejantes a la de los carbonarios. Al e n ­ contrarnos, hablábam os en un susurro y mirábamos de reo­ jo hacia las paredes: ¿no estarán escuchando los vecinos? ¿No habrán puesto algún micrófono? C uando llegué a Moscú después de la guerra, vi que todos tenían alm oha­ dones puestos encima de los teléfonos: corrió el rum or de que habían colocado registradores en todos los teléfonos y la gente tem blaba de miedo ante el negro testigo metálico que escuchaba sus más recónditos pensam ientos. Nadie confiaba en nadie y en cada conocido veíamos a un soplón. Parecía, a veces, que todo el país estaba enfermo de m anía persecutoria. Y hasta la fecha no nos hemos cu­ rado de esa enferm edad. Por otra parte, teníam os todas las razones para sufrir de ese m al: nos parecía estar constantem ente expuestos a los rayos X. La vigilancia recíproca era el principio básico que nos regía. «No hay que tener miedo — había dicho Stalin— . Es preciso trabajar»... Los empleados llevaban su miel al director, al secretario de la organización del parti­ do y a la sección del personal. Los maestros, con ayuda del responsable de la clase, del representante sindical y del komsomol, podían sonsacar lo que les diera la gana de cualquier escolar. A los estudiantes se les encargaba vigilar al conferenciante. La cárcel y el m undo exterior estaban intercom unicados en vasta escala. En cualquier institu­ ción, sobre todo en los centros de enseñanza superior, tra­

bajaban numerosas personas que habían iniciado su carre­ ra «dentro». Su entrenam iento era tan perfecto, que ios je­ fes estaban dispuestos a promorcionarles en cualquier esfe­ ra. C uando se dedicaban al «estudio», eran estimulados am pliam ente en su labor y los dejaban con frecuencia en los centros de investigación profesional. Además de ellos, el contacto se m antenía por mediación de soplones y és­ tos, mezclados con el tropel de empleados, en nada dife­ rentes de ellos, representaban un peligro todavía mayor, cosa que casi no ocurría con los antiguos funcionarios de la policía secreta. Tal era la vida cotidiana, la existencia que llevábamos, em bellecida por la confesión nocturna del ve­ cino que nos contaba cómo fue llamado «allí», cómo lo am enazaron y qué le ofrecieron, o bien sus consejos a los amigos respecto a personas de quienes debían desconfiar. Todo esto ocurría en vasta escala, afectaba a personas que no eran objeto de vigilancia individual. Cada familia pa­ saba revista a sus conocidos, buscando entre ellos a los provocadores, soplones y traidores. Después de 1937, la gente dejó de visitarse. Y con ello, los organismos de se­ guridad alcanzaron sus fines a largo plazo. Además de reunir constante información, habían conseguido debilitar los vínculos entre la gente, fraccionar la sociedad e incluir en su círculo a numerosas personas que convocaban de vez en cuando, que alarm aban, inquietaban, obligándoles, bajo su firm a, a no revelar el secreto de sus relaciones con ellos. Y toda esa m uchedum bre de «convocados» vivía ba­ jo e! eterno temor de ser descubierta y, al igual que los funcionarios de los organismos de seguridad, estaban inte­ resadas en la estabilidad del orden establecido y la salva­ guardia de los archivos donde figuraban sus nombres. Esta forma de vida se estableció desde el comienzo, p e ­ ro M andelstam fue u no de los primeros que se hizo m ere­ cedor de vigilancia individual; su posición literaria quedó definida ya en 1923, cuando su nom bre fue borrado de la lista de colaboradores literarios de todas las revistas. Por este motivo, ya en la década de los años veinte, los chiva­ tos pululaban en torno suyo... Distinguíamos varias es­ pecies en esa tribu. Los que mejor se identificaban eran los jóvenes de aire diligente y apostura militar que ni si­ quiera fingían interés por el autor, pero que le pedían en el acto «sus últimas obras». Mandelstam, habitualm ente,

trataba de eludirlos, diciendo que no tenía ningún ejem plar disponible... Los jóvenes se ofrecían inm ediata­ m ente a copiarlo todo a m áquina: «Y tam bién a usted le daremos una copia»... Con uno de esos visitantes M andelstam regateó largo tiem po, negándose a entregarle «El lobo»... Esto ocurría en 1932... El diligente joven insistía, afirm ando que «El lobo» era am pliam ente conoci­ do. Sin haber cor.seguido el manuscrito, se presentó al día siguiente y le recitó esa poesía de mem oria. D em ostrada así la «amplia popularidad» del poem a, desaparecían sin dejar rastro. Poseían, adem ás, otra cualidad: siempre tenían prisa y jamás fingían ser visitantes sim plem ente. Creo que en sus funciones no estaba incluida la «vigilancia del entorno», es decir, de aquellos que nos visitaban. O tra especie de soplones eran ios «expertos»; se recluta­ ban con frecuencia entre personas de la misma profesión, entre compañeros de trabajo o vecinos. En las casas de ad­ m inistración local, el vecino suele ser compañero de traba­ jo. Estos se presentaban sin previa llamada telefónica, sin avisar, como granizo de verano, por así decirlo, como si fuesen de paso... Permanecían de visita largo rato, habla­ ban de temas profesionales y se dedicaban a pequeñas provocaciones. M andelstam siempre exigía que les sirviera té. «El hom bre está trabajando, hay que darle té»... Para relacionarse con nosotros, recurrían a pequeñas argucias. S. — que era tam bién B,— , se presentó por vez primera hablándonos de O riente, decía que era oriundo de Asia Central, que había estudiado en una m edersa*. Para de­ mostrar su «orientalismo» nos trajo una pequeña estatuilla de Buda, de esas que suelen venderse en las ferias. Buda le servía como testim onio de que B. — él es tam bién S.— , era u n experto en O riente y verdadero adm irador del arte. N unca pudim os aclarar la relación que había entre Buda, el m ahom etism o y la medersa. S. no aguantó m ucho tiem po, armó u n escándalo y el puesto, al parecer, quedó vacante, porque de buenas a prim eras se presentó otro vecino y para establecer contacto trajo otro Buda exacta­ m ente igual al primero. Esa vez, M andelstam se enfure­ ció: «¡Otro Buda! ¡Basta ya! Q ue inventen alguna otra co-

1 Escuela m usulm ana de enseñanza superior. (N. de la T .)

sa* y echó fuera al desafortunado sustituto. Aquella vez no le ofrecimos té. La variante tercera, que era además la más peligrosa, llevaba el nom bre de «ayudantes». Se trataba de jóvenes literatos, aspirantes a grados académicos, cuya actitud ante la poesía era de sincero entusiasm o y que sabían de m e­ moria infinidad de poesías. Su prim era visita era, casi siempre, inocente; venían a vernos con las más sanas in ­ tenciones, pero más tarde eran reclutados. Algunos de ellos confesaron sinceramente a Mandelstam (igual le ha­ bía ocurrido a Ajmátova), «que los llam aban e interroga­ ban». Después de esas confesiones solían desaparecer; otros dejaban de visitarnos de pronto, sin explicación n in ­ guna. A veces, pasados los años, me enteraba de lo ocurri­ do con ellos, es decir, que los «habían llamado». Eso fue lo ocurrido con L. Me contó su historia Ajmátova. No se atrevió a buscarla en Leningrado y la encontró casualm en­ te en Moscú. «Usted ni se imagina hasta qué punto la tienen controlada», le dijo. Era una pena que desapare­ ciese repentinam ente una persona con quien habíam os en­ tablado am istad, pero, por desgracia, lo único que podía hacer la gente honrada era desaparecer, dicho de otro m o­ do, renunciar al título de «ayudante». Los «ayudantes» son aquellos que sirven a dos dioses a la vez. N o perdían su amor por la poesía, pero recordaban que tam bién ellos eran escritores o poetas, que ya era hora de que publicasen algo, que ocuparan un puesto en la vida. Con eso los se­ ducían habitualm ente y, en efecto, el trato, la amistad o cualquier relación que fuese con Ajmátova o M andelstam no les abría ningún camino hacia la literatura; en cambio el relato sincero de cualquier conversación, por inocente que fuera, m antenida con nosotros, servía al «ayudante» para que se publicase algo suyo en las anheladas páginas de una revista. En un m om ento crítico el joven literato se rendía y com enzaba para él una doble existencia, H abía, además, los auténticos aficionados al m al, que se hallaban a gusto en la duplicidad de su existencia. Fi­ guraban entre ellos personalidades relevantes como E ., por ejem plo. Era, sin duda alguna, un personaje im portante en su terreno. Trabajaba en otro campo de acción y yo só­ lo había oído hablar de él, pero una vez, al leer el encabe­ zam iento de un artículo suyo, «Experiencias morales de la

época soviética», com prendí toda la refinada habilidad de ese hom bre. Ese artículo apareció justo en el m om ento en que se esperaba una acusación pública contra su autor; con el título y el tem a de su artículo quería demostrar a sus lectores que nada le am enazaba por ser él quien cono­ cía verdaderam ente las normas éticas de nuestra época. Sin em bargo, no pudo evitar la acusación, au nq ue se tar­ dó bastante tiem po en hacerlo. Pero no se le pu do aplicar ni u n a sanción tan m ínim a como la expulsión de la Unión de Escritores Soviéticos. N o perdió nada, ni siquiera la fi­ delidad de sus discípulos. He aquí otro rasgo característico de E.: fue el causante del destierro de su amigo Sh., pero siguió visitando y aconsejando a su m ujer... La m ujer, que ya conocía el papel desem peñado por E., tem ía no poder contener su furia: en nuestro país no se podía desenmasca­ rar a u n soplón; eso podía acarrear un cruel castigo. C uan­ do después del XX Congreso, Sh. regresó, E. lo recibió con u n a cesta de flores, abrazos y parabienes. Vivíamos entre personas que desaparecían en el más allá, en el destierro, en el campo de trabajos forzados, en el infierno y entre aquellos que los enviaban al destierro, al cam po, al más allá y al infierno. Era peligroso rela­ cionarse con personas que continuaban pensando y traba­ jando; por ello Alisa Usova tenía toda la razón cuando no dejaba que su m arido visitase a M andelstam , «No se puede ir a su casa — decía— , hay allí demasiados canallas». Pensaba que más valía no arriesgarse, quién sa­ be lo que uno podía decir en el ardor de u n a discusión li­ teraria. Su cautela, sin em bargo, no ayudó a su m arido. A su debido tiem po tam bién Usov siguió el cam ino del cam ­ po, en com pañía de los lingüistas en la «causa de los dic­ cionarios». Todos los caminos conducían allí. El viejo refrán, según el cual nadie estaba a salvo de la cárcel o de la pobreza actuaba sin fallar, y la palabra «escribir» a d ­ quirió una significación suplem entaria. U n viejo científico (Z h.) m e dijo refiriéndose a u n grupo de posgraduados, que obtenían grandes éxitos en su carrera: «Todos ellos escriben», y Shklovski afirmaba que se debía tener cuida­ do con la perrita Amka, porque había aprendido a escribir de los jóvenes ayudantes, tan atentos y corteses... Cuando trabajaba con Usova en la universidad de Tashkent no buscábamos a los soplones, porque «escribían» todos. No-

sotras nos ejercitábamos en el lenguaje de Esopo. En pre­ sencia de los posgraduados hacíamos el prim er brindis por aquellos que nos habían proporcionado una vida tan feliz, y tanto los iniciados como Jos ayudantes le daban el senti­ do adecuado... Es com pletam ente natural que los ayudantes y todos ios dem ás «escribieran», pero lo extraño es que no hubiéra­ mos perdido la costum bre de brom ear y reír. En 1938, M andelstam inventó, incluso, una m áquina para evitar las brom as, ya que eran peligrosas... Movía silenciosamente los labios, «como Jlébnikov», y mostraba con gestos que la m áquina ya la tenía en la garganta; el invento, sin em bar­ go, no dio resultados y siguió brom eando.

Preparativos y partida Tan pronto regresé, la casa se llenó de gente. Los m ari­ dos no acudieron a la casa apestada, pero enviaron a sus esposas. Las mujeres estaban menos amenazadas que los hom bres, pese a todo. Incluso en 1937, la mayoría de las mujeres fueron perseguidas a causa de sus maridos y no por ellas mismas. Por eso no había nada de extraño que los hom bres manifestaran mayor cautela que las mujeres. Además, las «guardianas del hogar» superaban en su «patriotismo» a los hom bres más precavidos,.. Yo com prendía perfectam ente la razón de la ausencia de los hom bres, pero quedé asom brada al ver ese gran número de mujeres. A los deportados los rehuían habitualm ente todos... Ajmátova no pudo contener una exclamación: «¡Cuántas bellezas!» Me dediqué a llenar las cestas, las mismas que tanto irritaban a los funcionarios de Tzékubu *, según cuenta Mandelstam en la «Cuarta prosa». Más que guardar las co­ sas, iba arrojando desordenadam ente todo cuanto caía en mis manos: pucheros, libros, ropa... M andelstam se había llevado a D ante, pero no lo exigió al ser recluido en la cel* T zékubu: organización fu n d id a en 1921 para m ejorar las condiciones d e vida de los incdcctuaJcs. (N, de la T .)

da porque le dijeron que los libros que allí entraban no volvían a salir, que eran entregados a la biblioteca «inte­ rior». Como no sabía con exactitud en qué circunstancias quedaría el libro como eterno recluso, m e llevé otra edi­ ción de D ante. H abía que acordarse de todo, no olvidar nada, ya que el traslado, y además al exilio, en nada se parece a una partida norm al con dos maletas. Lo sé muy bien, por que m e pasé la vida entera yendo de un sitio a otro con todo mi mísero ajuar. Mi m adre me entregó todo el dinero que consiguió en Kiev por la venta de los m uebles. Era, sin em bargo, una miseria, un puñado de billetes. Las mujeres se precipita­ ron en diversas direcciones para recoger dinero. Esto ocurría a los diecisiete años de existencia de nuestro régi­ m en. Diecisiete años de concienzuda educación no habían servido para nada. La gente que reunía dinero para no­ sotros y aquellos que lo daban infringían todo el código establecido en el país de relaciones con los represaliados por el poder. En los períodos de violencia y terror la gente se esconde en su cascarón y oculta sus sentim ientos, pero esos sentim ientos son indestructibles y no hay educación que acabe con ellos. Incluso si consiguen desarraigarlos en u na generación —y en nuestro país esto se ha conseguido en gran m edida— , vuelven a resurgir en la siguiente. Nos hemos convencido de ello más de una vez. La noción del bien es, probablem ente, inherente al ser hum ano y los infractores de las leyes hum anitarias deberán, tarde o tem prano, darse cuenta de ello por sí mismos o por sus h i­ jos... Ajmátova fue a casa de los Bulgakov y regresó muy emocionada por la conducta de Elena Serguéievna: se echó a llorar al conocer la nueva del destierro y vació lite­ ralm ente sus bolsillos. Sima N arbut corrió a casa de Babel, pero no regresó... Las otras, en cambio, volvían a cada m om ento con su botín y al final logramos reunir una su­ m a considerable que nos sirvió para ir a C herdiñ, de allí a Voronezh y vivir más de dos meses. La verdad es que casi en ningún sitio tuvimos que pagar los billetes, tan sólo un suplem ento en el viaje de vuelta; esta es la com odidad de^ la deportación. Ya en el vagón, M andelstam se dio cuenta de que yo disponía de dinero y preguntó que de dónde lo había sacado. Se lo expliqué. Se echó a reír: era un siste-

ma demasiado complejo de conseguir dinero para viajar. D urante toda su vida sintió vehem entes deseos de viajar fuera a donde fuera, pero no pudo hacerlo por falta de di­ nero. La sum a recolectada era m uy grande para aquel en­ tonces. Jam ás nos distinguim os por ser ricos, pero antes de la guerra nadie de nuestro m edio podía presum ir ni si­ quiera de una relativa holgura. Todos vivíamos al día. Al­ gunos escritores, «compañeros de viaje», empezaron a go­ zar de cierto bienestar ya en 1937, pero era un bienestar más bien ilusorio y se notaba sólo en comparación con el resto de la población que apenas lograba subsistir... Al térm ino del día se presentó Dligach con Dinochka. Le pedí dinero y salió a buscarlo, dejando a Dinochka en nuestra casa. Jamás volví a verlo; desapareció para siempre. No esperaba que m e diese dinero, quería saber tan sólo si iba a volver o no. Siempre tuvimos la sospecha de que era un «ayudante». Al conocer mi entrevista con M andelstam, el «ayudante» tenía que desaparecer, tem ero­ so de que su papel fuera conocido. Y eso fue lo que ocurrió. Su desaparición, sin em bargo, no puede servir de prueba total de su culpabilidad: podía haberse asustado sim plem ente... Es una posibilidad que no está excluida. A despedirm e a la estación fueron Ajmátova, el herm a­ no de M andelstam, Aleksandr, y m i herm ano Evgueni Ja ­ zin. Camino de la estación, según lo convenido con el juez instructor, me detuve en un portal de la Lubianka, el mismo que crucé aquella m añana para ver a M andelstam. El encargado de la guardia me dejó pasar y un m inuto más tarde descendió por la escalera el propio juez con la pequeña m aleta de M. en la m ano. «¿Se va usted?» «Sí, me voy»... Al despedirm e le tendí m aquinalm ente la m a­ no, olvidándom e por com pleto con quién tenía que ha­ bérmelas. Vuelvo a repetir que nosotros no éramos ni po­ pulistas, ni conspiradores, ni políticos. Nos encontramos de pronto desem peñando un papel inadecuado para no­ sotros y estuve a punto de quebrantar las nobles tradi­ ciones, estrechando la m ano a un m iem bro de la policía secreta. Pero el juez de instrucción m e libró de cometer tal infracción de la ley: el apretón de manos no se produjo. Jristoforóvich no tendía la m ano a personas como yo, es decir, a sus reos potenciales. Recibí una buena lección; la prim era lección de conciencia política dentro de las tradi­

ciones revolucionarias: a los gendarmes no se les da la m a­ no. Siento m uchísim a vergüenza de qu e el juez instructor tuviera que recordarme quién era yo y quién él. A partir de entonces jamás io olvidé. Entramos en la sala de la estación. Me dirigí a la ta­ quilla, pero m e interceptó el paso un hom bre rubio, no m uy alto, vestido de paisano —el traje no le sentaba nada bien— y en él reconocí al agente que rebuscaba en el baúl, tirando al suelo los manuscritos. Me tendió el billete y no me cobró nada. Los mozos, pero no los que contrata­ mos al principio, sino otros nuevos, cargaron con nuestro equipaje. Me dijeron que no me preocupara de nada, que lo llevarían todo directam ente al vagón. Pude darme cuenta de que los primeros mozos contratados no se acer­ caron siquiera para solicitar una propina... Tuvimos que esperar m ucho tiem po y Ajmátova se fue, pues su tren salía para Leningrado. Finalmente volvió a presentarse el rubio y libres de Jas cargas y preocupaciones propias de u n viaje, salimos al andén. Se acercó el tren; distinguí en una ventanilla el rostro de Mandelstam. Pre­ senté el billete y la revisora me ordenó que pasara al final del vagón. A mis acompañantes, es decir, a los hermanos, no los dejaron entrar. M andelstam estaba en el vagón en compañía de tres sol­ dados. Nosotros dos, juntam ente con los tres guardianes, ocupábam os todo el com partim ento destinado a seis per­ sonas, más los dos asientos laterales. El rubio que dirigía nuestra partida, el que vimos de uniform e y ahora de ci­ vil, lo había organizado todo tan irreprochablem ente co­ m o si intentase dem ostrar las maravillas de las mil y una noches califo-soviéticas. M andelstam apretaba su cara contra el cristal: «¡Es un milagro!» dijo y se pegó de nuevo a la ventanilla, pero uno de los soldados se lo im pidió: «¡Está prohibido!» A pa­ reció de nuevo el rubio y comprobó si todo estaba en or­ d en. Dio las últim as instrucciones a la revisora: m antener cerrada durante todo el tiem po del viaje la puerta que conducía a la plataform a de ese vagón, no abrirla en n in ­ gún caso y bajo ningún pretexto, no utilizar el retrete de ese lado. Se perm itía la salida, en las estaciones de parada, a u n solo guardián; los otros dos debían perm anecer siempre en el vagón. En una palabra, debían «atenerse en

todo a las instrucciones». Después de desearnos feliz viaje, el rubio se alejó, pero yo vi que se quedó en el andén has­ ta la partida del tren. Seguramente tam bién él se atenía a las instrucciones. El vagón se iba llenando gradualm ente. A la entrada del últim o com partim ento se colocó un soldado que rechazaba a los pasajeros ansiosos de hallar un sitio vacío. El vagón que no tenía plazas reservadas estaba lleno hasta los topes. M andelstam no se apartaba de la ventanilla. A los dos lados de la misma había personas que anhelaban establecer contacto entre sí, pero el cristal no dejaba pasar ningún sonido. El oído era im potente y el sentido de los gestos poco claro. Entre nosotros y aquel otro m undo se había form ado un a barrera, que todavía era de cristal, todavía transparente, pero ya im penetrable. Y el tren par­ tió en dirección a Svierdlovsk.

A l otro lado En el m ismo instante en que pisé el vagón y vi a través del cristal a los herm anos, el m undo se partió para m í en dos m itades. Todo cuanto había existido antes desapareció, se convirtió en u n recuerdo confuso, en algo que estaba al otro lado del espejo y ante m í se abría u n futuro que no quería soldarse con el pasado. N o se trata de hacer litera­ tura, sino de u n débil intento para describir el cambio de mis sentimientos; ese cambio lo habrán experim entado, probablem ente, infinidad de personas que han cruzado esa raya fatal. Este cambio se m anifestó, sobre todo, en una indiferencia absoluta hacia todo cuanto quedó atrás, ya que sentó la total seguridad de que todos habíamos entrado en la vía de un irremediable exterminio. A uno le quedaba, tal vez, una hora; a otro, una semana o quizás, un año, pero el final era idéntico. El final de todo: de los familiares, de los amigos, de Europa, de mi m adre... Me refiero, precisam ente, a Europa, porque en lo «nuevo» donde m e encontraba no existía ni asomo de ese conjunto de sentim ientos, ideas y conceptos que habían constituido hasta aquel entonces mi vida. Eran otros conceptos, otra la escala de valores...

Hacía poco aún estaba llena de inquietud por mis fam i­ liares, por todo cuanto am aba, por todo cuanto constituía mi vida. Ahora había desaparecido la inquietud y ya no sentía m iedo. Ese sentim iento fue sustituido por la p u n ­ zante conciencia de que estábamos condenados y eso ori­ ginaba la indiferencia, físicamente tangible, perceptible, terriblem ente pesada. Me di cuenta de pronto de que ya no disponía de tiem po, sino tan sólo de plazos hasta la rea­ lización de lo irremediable que nos acechaba a todos no­ sotros con nuestra Europa, con nuestro puñado de últimas ideas y sentimientos. ¿Cuándo llegaría lo irremediable? ¿Dónde? ¿Cómo ocurriría? Pero, ¡qué más d ab a!... La resistencia era inútil. Perdí el miedo a la m uerte porque había entrado en la es­ fera de la no existencia. Ante la faz de lo irremediable d e­ saparece hasta el temor. El miedo es u na luz, es la volun­ tad de vivir, la afirmación del ser. Es u n profundo senti­ m iento europeo, producto del respeto por uno mismo, por la conciencia del propio valer, de los derechos, necesi­ dades y deseos hum anos. El ser hum ano se aferra a lo suyo y tem e perderlo. El m iedo y la esperanza están íntim a­ m ente vinculados. Al perder la esperanza, perdemos tam ­ bién el m iedo: no hay motivos para temer. El toro, cuando lo llevan al m atadero, confía aún en es­ capar y pisotear a los sucios matarifes. Los otros toros no han podido enseñarle que una suerte semejante es im po­ sible y que el ganado que va al m atadero jamás regresa. Pero en la sociedad, hum ana se efectúa u n ininterrum pido cambio de experiencias y por ello jamás he oído decir que un hom bre a quien llevan al patíbulo se resista, se defienda, rom pa las barreras y escape. Los hom bres han llegado a considerar, incluso como u n acto de valor del condenado el que se niegue a que le venden los ojos. Y o prefiero al toro, su ciega furia. Prefiero al anim al obstinado que no calcula sus probabilidades de éxito con la sensatez y torpe­ za hum anas y desconoce el sucio sentim ientos de la desesperanza. . „ Más tarde m edité largamente en si debía uno aullar cuando le pegan y patean. ¿Vale más refugiarse en un sa­ tánico orgullo y responder a los verdugos con un despecti­ vo silencio? Y decidí que se debía aullar. En ese lastimero aullido que penetra de vez en cuando, y que se ignora de

dónde proviene, en los sordos calabozos, casi im pe­ netrables para el sonido, están concentrados los últimos restos de la dignidad hum ana y de la fe en la vida. En ese aullido, el hom bre deja su huella en la tierra y comunica a los demás cómo ha vivido y m uerto. Con su aullido de­ fiende su derecho a vivir, envía u n mensaje a los que es­ tán fuera, exige defensa y ayuda. Si no queda ningún otro recurso, hay que aullar. El silencio es un verdadero crimen contra el género hum ano, Pero aquella tarde, bajo la escolta de tres soldados, en un oscuro vagón a donde fui tan cóm odam ente llevada, lo perdí todo, incluso la desesperación. Hay un m om ento en que las personas cruzan un um bral y quedan como petrifi­ cadas por el asombro: entonces, ¡así es cómo vivíamos! ¡Con esa gente! ¡De eso es capaz la gente con la que vivo! ¡He aquí donde me hallo! El asombro nos paraliza de tal m odo que hasta perdem os la capacidad de aullar. ¿No se­ rá ese asombro el que precede al estupor total y, por con­ siguiente, a la pérdida de todas las m edidas y normas, de todos nuestros valores, el que se apodera de la gente cuan­ do una vez «dentro» com prenden de pronto dónde y con quién vivían y cuál es la verdadera faz de su época? Sólo por las torturas físicas y por el m iedo es imposible explicar lo que pasaba con la gente allí, lo que firm aban, lo que hacían, lo que confesaban y a quién condenaban ju n ta ­ m ente consigo. Todo eso era posible tan sólo «al otro la­ do», en un estado demencial, cuando parece que el tiem ­ po está detenido, que el m undo se ha derrum bado y que todo ya está hundido para siempre. El desmoronamiento de todas las naciones tam bién es el fin del m undo. Pero, en realidad, ¿qué me había ocurrido a mí? Si se enjuicia la situación serenam ente, ¿qué había de terrible en el traslado a una pequeña ciudad a orillas del Kama, donde, al parecer, debíam os perm anecer tres años? ¿En qué era peor Cherdiñ que Mali Yaroslavietz, Strnnin, K a­ linin, Muinak, D zham bul, Tashkent, Ulianovsk, Chita, Q ieboksar, Verei, Tarus ó Pskov que recorrí, cual nóm a­ da, después de la m uerte de Mandelstam? ¿Había, acaso, motivos para volverse loca y esperar el fin del m undo? Pues sí; había motivos. A hora, cuando he recobrado la desesperación y la capacidad de aullar, lo digo con plena seguridad y firmeza. Había y hay. Y me parece que la

magnífica organización de nuestra m archa, sin tropiezos de ninguna clase, con la parada para recoger la m aleta en Lubianka, los mozos gratuitos y el cortés rubio que nos acom pañó vestido de paisano y nos saludó, llevándose la m ano a la visera al tiem po que nos deseaba feliz viaje (na­ die a excepción de nosotros marchó al destierro de ese m o ­ do), es más terrible y repulsivo, y habla con mayor insis­ tencia del fin del m undo que los catres carcelarios, los ca­ labozos, las esposas y los groseros insultos de los gendar­ mes, verdugos y asesinos. Todo había ocurrido con suma perfección, sin el más m ínim o tropiezo, sin una sola p a ­ labra malsonante. Y ahora los dos, bajo la custodia de tres mozos campesinos — guardianes con instrucciones— éra­ mos llevados por una fuerza ignota e invencible a un lugar del este, al destierro, al aislamiento, donde, según tu ­ vieron a bien decirme, había orden de conservar a al­ guien. Y m e lo habían dicho en u n despacho am plio, lim ­ pio, donde ahora, tal vez, estuvieran interrogando al chi­ no quien, probablem ente, tam bién tenía esposa.

Lo irracional El choque con la fuerza irracional, con la inevitabilidad irracional, con el terror irracional, modificó sensiblem ente nuestra psique. Muchos de nosotros creyeron en lo inevi­ table y otros en la congruencia de todo cuanto ocurría. A todos nos invadió el sentim iento de que no había retorno. Ese sentim iento estaba condicionado por la experiencia del pasado, el presentim iento del futuro y la hipnosis del pre­ sente. Afirmo que todos nosotros, la ciudad en mayor gra­ do que el cam po, nos hallábamos próximos al letargo. Nos habían inculcado realm ente que estábamos en una nueva, era y que nuestro único deber era subordinarnos a la necesidad histórica que, dicho sea de paso, coincide con los anhelos de los mejores com batientes por Ja dicha h u ­ m ana. La propaganda del determ inism o histórico nos pri­ vó de voluntad y de la posibilidad de tener criterio pro­ pio. Nos reíamos abiertam ente de los que dudaban y completábamos la labor de la prensa, repitiendo las fór-

m uías sacramentales y los rumores de la represión de tu r­ no — ¡he aquí cómo acaba la resistencia pasiva!— y bus­ cando justificaciones a lo existente. El principal argum en­ to era la desmitificación de la historia en el tiem po y en el espacio: en todas partes ocurre siempre to m ismo, la h u ­ m anidad no ha conocido ni conoce otra cosa que la violen­ cia y la arbitrariedad: «En todos los países se fusila —me dijo el joven físico L— . ¿Que nosotros fusilamos aún más? Y qué, es el progreso»... «Com prenda, N adiezhda —tra­ taba de convencerme L. E.— , tam bién allí se está m al»... Muchos siguen sin com prender la diferencia cualitativa entre «estar mal» y nuestro «séptimo horizonte». A m ediados de la década de los años veinte, cuando ei aire se iba haciendo más pesado sobre nuestros hombros —en los períodos fatales pesaba más que el plom o— , la gente empezó de pronto a evitarse m utuam ente. Cabía explicarlo todavía por el tem or a los soplones y a las de­ nuncias; en aquel entonces no habíam os tenido tiem po aún de asustarnos de verdad. Sim plem ente, habíam os en ­ m udecido y aparecieron los primeros síntomas del letargo. ¿De qué íbamos a hablar si todo ya estaba explicado, dicho e impreso? Tan sólo los niños continuaron diciendo tonterías totalm ente hum anas y los mayores —los con­ tables y los escritores— preferían su com pañía a la de los adultos. Pero las madres, ai preparar a sus hijos para la vi­ da, les enseñaban el sagrado lenguaje de los mayores: «Mis niños — decía Zinaída Nikoláievna, la esposa de Pasternak— quieren a Stalin más que a nadie y luego a mí». Otras no iban tan lejos, pero nadie com partía sus d u ­ das con los niños: ¿para qué condenarles a la perdición? ¿Y si el niño dice algo en la escuela y hunde a toda la fa­ milia? ¿Para qué va a com prender lo que no hace falta? Más vale que viva como todos... Y los hijos crecían, com pletando el núm ero de los sumergidos en la hipnosis. «El pueblo ruso está enferm o — me dijo una am iga— , D e­ be ser curado». La enferm edad se ha hecho m uy notoria sobre todo ahora, cuando pasó la crisis y se m anifiestan ios primeros síntomas de su curación. Antes los enfermos éra­ mos nosotros, los que no habíam os perdido la capacidad de dud ar... Mijaíl Alexándrovich Zenkévich quedó m uy pronto su­ mido en ese sueño hipnótico o letargo. Esto no le im pedía

trabajar, ganar dinero, criar a sus hijos. Tal vez ese sueño le haya ayudado incluso a conservar la vida y a tener el as­ pecto de un hom bre normal y sano. Pero si se ahondaba un poco en él, saltaba a la vista que había cruzado la línea divisoria hacía ya tiem po y que no había sabido romper el cristal de la ventanilla. Zenkévich vivía consciente de que todo aquello que antaño daba sentido a su vida estaba irrem ediablem ente perdido, se había quedado al otro lado del cristal. Ese sentim iento podría transíormarse en poesía, pero el «acmeísta» núm ero seis había llegado a la firme convicción de que tam poco habría poesía, pues no existían el «Taller de los Poetas» ni las conversaciones que tanto le seducían en los años de su prim era juventud. Va­ gaba por las ruinas de su Roma, convenciéndose a sí m is­ mo y tratando de convencer a los demás de que era preci­ so rendirse lo antes posible, entregarse al cautiverio no só­ lo físico, sino tam bién intelectual. «¿‘Será posible que no comprendas —le decía a M andelstam — , que aquello ya no existe, que ahora todo es distinto?» Se refería a los problem as de la poesía, del honor y la ética con motivo de la sorpresa política de turno o los actos de violencia (los procesos, las detenciones y la colectivización)... Todo se justificaba «porque todo es distinto ahora»... Sin em bar­ go, a veces se disculpaba: he tom ado tanto brom uro, decía, que ya no recuerdo n ada... Pero de hecho no había olvidado nada y sentía un cariño m uy conmovedor por M andelstam, aunque le sorprendía su obstinación y d e­ m ente insistencia en su postura. Lo único que Zenkévich quería conservar en su nueva existencia postum a era un puñado de autógrafos: «Fíjate, Gum iliev ya no existe y no me queda ni u n a hojita suya»... se quejaba a M andelstam, al tiem po que le suplicaba un borrador. M andelstam se negaba enfadado: «Ya se prepara para mi muerte», decía. A principios de la década de los cincuenta —fue un tiem po abom inable— , encontré a Zenkévich en el patio de la Casa de G uertzen * y entabló conmigo su sem piterna cantinela sobre los autógrafos (y hacía más de quince años que no nos habíamos visto): «¿Dónde están los papeles de

‘ Sede de reunión de escritores y periodistas, fundada en Moscú en 1920. (N . de la T .)

M andelstam? Yo no m e quedé con nada, no tengo nin­ gún autógrafo suyo... ¡Si me diese usted uno al menos!»... Recordé que M andelstam no soportaba que fuese tan pedigüeño y no le di nada, pero él consiguió al­ go. Del pasado no le quedaron ni libros ni poesías, sino tan sólo borradores escritos por las manos de sus viejos ca­ maradas m uertos, como una prueba docum ental de la a n ­ tigua vida literaria. «Hasta las poesías son ahora distintas», se quejaba Zenkévich. Zenkévich fue uno de los primeros en visitar el canal del Mar Blanco y, cum pliendo el encargo, escribió un poe­ m a laudatorio en honor de los hom bres que transforma­ ban la naturaleza. Con este motivo, M andelstam le conce­ dió el derecho de llamarse Zenkévich-Canalski, al igual que en otros tiempos se añadió al apellido del explorador Semiónov el honroso de Tiañshanski. En 1937, Lajuti or­ ganizó para Mandelstam u n viaje al canal como enviado de la Unión de Escritores Soviéticos. El bienintencionado persa confiaba en que escribiría algo y de este modo salvaría la vida. De regreso, Mandelstam anotó cuidadosa­ m ente un pequeño poem a muy pulido y m e lo enseñó: «¿Quieres que se le regalemos a Zenkévich?», me pregun­ tó. Mandelstam pereció, pero el poem ita quedó con vida, sin haber cum plido su función. U n día, en Tashkent, cayó en mis manos y pedí consejo a Ajmátova sobre lo que debía hacer con él. «¿Puedo tirarlo a la estufa?», pregun­ té. «Nadeñka — me respondió Ajmátova— , Osip le conce­ dió plenos derechos a disponer de todos sus papeles sin excepción»... Era una pura m entira. Todos nosotros nos oponem os a la falsificación, destrucción de manuscritos y toda m anipulación de la herencia literaria. Para Ajmátova no era fácil dar su aprobación a lo que yo quería hacer y por ello, en nom bre de M andelstam me regaló un derecho imprevisto que él jamás m e había otorgado: destruir y guardar lo que a mí me pareciera bien. Lo hizo para librarnos del poem a sobre el canal y de él quedó en el ac­ to un puñadito de ceniza tan sólo. Si alguien conserva por casualidad una copia errabunda con ese poem a, le ruego, incluso le conjuro con el derecho que Ajmátova y yo nos adjudicamos en el poblado de Tashkent, a vencer su pasión por los autógrafos y curiosi­ dades, y arrojarlo a la estufa. U na poesía semejante podría

servir tan sólo a la comisión extranjera de la U nión de Escritores Soviéticos pata mostrar a turistas curiosas la h e­ rencia literaria de Mandelstam: mirad, ¿acaso vale la pena publicarlo? Nosotros no tenem os reparos en modificar las biografías ni las fechas de la m uerte. ¿Q uién hizo correr el rumor de que M andelstam fue asesinado por los alemanes en Voronezh? ¿Q uién fechaba todas las muertes ocurridas en los campos de trabajos forzados a comienzos de la dé­ cada de los años cuarenta? ¿Q uién edita los libros de los poetas m uertos y vivos, guardando celosamente todo lo mejor de su obra? ¿Q uién m antiene durante años en las carteras de la redacción manuscritos ya preparados para su publicación de escritores y poetas ya desaparecidos o vi­ vos? Imposible enum erarlo todo: es demasiado lo que está escondido y enterrado en escondrijos de toda clase y aún es más lo que se ha destruido. El poem ita que describía las bellezas del canal me puso tanto más furiosa porque el propio M andelstam estaba destinado a construirlo, cosa que no había ocurrido gracias a la orden de «aislar, pero conservar». El canal fue susti­ tuido en aquel entonces por el destierro a Cherdiñ, ya que en la construcción de aquellos canales no se podía conser­ var a nadie. Los lingüistas Usov y Yarjo, que eran jóvenes y fuertes, al salir en libertad no tardaron casi nada en m o­ rir, tan m inada tenían la salud después de los años pasa­ dos en el canal, y eso que apenas si trabajaron físicamen­ te. Si M andelstam hubiera ido al canal, habría m uerto en 1934 y no en 1938. El «milagro» le concedió varios años de vida. Sin em bargo, yo sigo teniendo m iedo a los «mi­ lagros» y no por ingratitud. Los «milagros» son algo propio del O riente, no apto para una conciencia occidental. Pero mi actitud hacia Zenkévich, ese rom ano voluntario que en las ruinas de su Coliseo guarda cuidadosam ente al­ gunos autógrafos de poetas asesinados, ha cambiado. Su vida m e parece ahora conmovedora y pese a la ausencia de catástrofes — no estuvo en la cárcel ni pasó ham bre— , incluso trágica. De naturaleza frágil, Zenkévich sufrió an ­ tes que otros el contagio de la peste psicológica, pero su caso no tuvo la form a aguda que padecí yo en el vagón, sino que fue crónica, incurable. La facilidad con que e n ­ ferm aban los intelectuales, ¿puede explicarse por las con­ diciones posrevolucionarias únicam ente? ¿No se ocultaban

ios prim eros microbios en Ja confusión prcrrevolucionaria, en sus búsquedas y falsas profecías? Esa enferm edad — letargo, peste, sueño hipnótico— a d ­ quiría características especiales en los que cometían terribles acciones en nom bre de la «nueva era».. Toda clase de asesinos, provocadores, chivatos, tenían un rasgo co­ m ún: jamás im aginaron que sus víctimas pudieran resuci­ tar y recobrar el uso de la palabra. Tam bién ellos creían q ue el tiem po se había petrificado, detenido y éste es el síntom a principal de la enferm edad que se describe. Nos habían convencido de que en nuestro país jamás se m odi­ ficaría nada y que el resto del m undo tendría que llegar a la etapa en que estábamos, es decir, entrar asimismo en la «nueva era» y entonces se acabarían para siempre todos los cambios. La gente que aceptó esa doctrina, trabajó honra­ dam ente en nom bre de una nueva moral que se derivaba, en fin de cuentas, del determ ínism o histórico llevado a su últim o extremo. A todo aquel a qu ien enviaban al otro m undo o al campo lo consideraban arrancado para siempre de la vida. N o se les ocurría pensar que esas sombras pudieran alzarse y dem andar a sus sepultureros. Por eso, en el período de la rehabilitación se apoderó de ellos verdadero pánico: tuvieron la impresión de que el tiem po había vuelto hacia atrás y que aquellos a quienes tildaron de «carne de campo» recobraron de pronto su nom bre y su cuerpo. El m iedo hizo presa en ellos. Aquellos días tuve ocasión de observar a una m odesta chi­ vata, vecina de Vasilisa Shklovskaia. No hacían más que citarla a la fiscalía y ella retiraba sus antiguas acusaciones, rehabilitando así a vivos y m uertos. De regreso corría al apartam ento de Vasilisa, casa que antaño tenía por misión vigilar y le contaba entrecortadam ente que ella, Dios le era testigo, jamás habla dicho nada m alo de nadie, ni de M alkin, ni de otros, y ahora, en la fiscalía, no hacía más que dar buenos informes de todos a fin de que rehabilita­ sen lo antes posible a los difuntos... Esa m ujer que jamás había tenido nada parecido a la conciencia, no pudo so­ portar aquello, sufrió un ataque y quedó paralizada. Es posible que en algún m om ento se hubiera asustado y cre­ yera en la seriedad de las revisiones y en la posibilidad de que los calumniadores y sus adeptos fuesen dem andados como reos de delitos criminales. Eso, naturalm ente, no

ocurrió, mas para ella, paralizada y sem i-dem ente, es m e­ jor así: el tiem po volvió a detenerse. En Tashkent, uno de los más destacados funcionarios de la Cheka, jubilado después del cambio y convocado de vez en cuando para una confrontación con los antiguos pena­ dos que por milagro habían sobrevivido y regresado a sus casas, no pudo soportar sem ejante prueba y se ahorcó. P u ­ de leer el borrador de la últim a carta que envió al Comité Central. Su argum entación era simple: por su inquebran­ table lealtad al partido, fue enviado a los organismos de seguridad siendo m iem bro de las juventudes comunistas; recibió por su trabajo ascensos y condecoraciones. D urante todos aquellos años no había visto a nadie a excepción de sus colaboradores y los detenidos; había trabajado de día y de noche, sin descanso, y tan sólo ahora, después de su jubilación, tuvo tiem po de m editar y com prender Jo ocurrido. Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que a lo m ejor no estuvo al servicio del pueblo, sino de un cier­ to «bonapartismo»... El suicida trataba de hacer recaer su culpa, en primer lugar, sobre los acusados que firm aban toda suerte de mentiras acerca de sus propias personas y con ello inducían a error a los jueces de instrucción y a los procuradores; luego sobre los instructores del centro que les explicaban la orden del «interrogatorio simplificado» y exigían el cum plim iento del plan y, finalm ente, sobre los delatores de fuera que por iniciativa propia inform aban a los organismos de seguridad, obligándoles a instruir causas contra numerosas personas... La conciencia de clase no les perm itía a ellos, los chequistas, ignorar sem ejante infor­ m ación... Pero lo que más decididam ente le impulsó al suicidio fue la lectura del libro «El últim o día de u n con­ denado»... * El suicida fue enterrado y al asunto se le dio carpetazo, cosa que era preciso hacer porque citaba los nom bres de los instructores del centro y de los informadores. D urante m ucho tiem po la hija del suicida estuvo lanzando rayos y centellas, anhelando vengarse de aquellos que habían causado la m uerte de su padre. Su ira estaba dirigida contra los que habían removido todo aquel infierno:

De Víctor Hugo. (N . de la T .)

«Tenían que haber pensado en la gente que trabajaba e n ­ tonces. N o fueron ellos ios que idearon todo eso, se lim i­ taban a cum plir órdenes», decía Larisa. Le habían dado ese nom bre en honor de Larisa Rcisner. A firm aba que «ella no dejaría así las cosas» y se disponía, incluso, a in ­ formar al extranjero de todo a fin de que supiesen allí có­ m o habían procedido con su padre. Le pregunté de qué pensaba quejarse: para ella era com pletam ente evidente: no se podía modificar todo tan de repente, porque eso traum atizaba a la gente. No se podía traum atizar así a la gente, a su padre y_a todos sus cam aradas.,. «¿Quién cree que la compadecerá?», le pregunté yo, pero ella no me com prendía. Ya que habían prom etido a la gente que n a­ da cambiaría, no debía permitirse ningún cambio. «Que no hubiesen detenido a nadie, pero las cosas debían haber seguido igual que antes». El tiem po detenido debía conti­ nuar como estaba. En la paralización del tiem po hay esta­ bilidad y paz; eso lo necesitan los dirigentes de nuestra época... Larisa exigía que el tiem po se detuviera de nuevo y su ruego fue atendido en cierta m edida. Los hijos de los d e­ puestos colaboradores de su padre marcharon para Moscú con el fin de aprender los nuevos m étodos, pero antes de partir llevaron flores a la tum ba del suicida. Ocuparán los puestos y los despachos viejos y siempre estarán dispuestos a la acción, siguiendo instrucciones superiores. Toda la cuestión radica en saber cómo serán ahora esas instruc­ ciones... Larisa y yo no podíamos comprendernos, pero cuando la veía pensaba siempre en por qué todos los caminos en nuestro país conducen a la perdición. ¿Cómo se debía ser para salvarse? ¿D ónde está esa m adriguera en la cual podía uno guarecerse para sobrevivir? Larisa y sus amigos excavaban tam bién su m adriguera y m etían en ella todo cuanto significaba para ellos bienestar: aparadores, lám pa­ ras, copas de cristal de toca checo, porcelanas de Kuzqetsk, telas bordadas y abanicos japoneses. Iban a Moscú no sólo para com prar muebles, sino tam bién lápidas fu n e­ rarias, porque su m adriguera tam poco era lo suficiente­ m ente profunda. Unos desaparecían por m andato de Sta­ lin y otros se suicidaban.

El tocayo U na vez en eJ vagón, tardé en com prender lo que Je pasa­ ba a M andelstam. Me recibió con entusiasm o y mi presen­ cia se le antojaba casi un milagro. Y lo era en efecto. M andelstam me dijo que durante todo ese tiem po pensó que sería fusilado: «En nuestro país se fusila por motivos más insignificantes*... Sus palabras eran, aparentem ente, muy sensatas... Jam ás habíamos dudado de que pagaría con su vida ese poem a. Vinaver, hom bre sum am ente en ­ terado y de gran experiencia, conocedor de numerosos hechos y secretos, me dijo meses más tarde, cuando pasé a verle en u n viaje que hice de Voronezh a Moscú y le leí, a ruegos suyos, el poem a dedicado a Stalin: «¿Qué quiere? H an sido muy magnánimos con él: se ha fusilado a gente por cosas menos im portantes»... Y fue entonces cuando me advirtió que no confiáramos demasiado en la gracia del jefe supremo: «Pueden cambiar de opinión tan pronto como se acalle el rum or»... «¿Y eso puede ocurrir?», pre­ gunté yo. Mi ingenuidad le asombró: «¡Ya lo creo!» —y añadió— : «Trate de que se olviden de ustedes, a lo mejor lo consigue»... El consejo de permanecer callados, silen­ ciosos, de estar «más quietos que el agua, más bajos que la hierba» no fue cum plido por nosotros. M andelstam era hom bre ruidoso y siguió siéndolo hasta su m uerte. En el vagón, m e dijo que el m agnánim o destierro por tres años dem ostraba tan sólo que el castigo se había pos­ puesto hasta m om entos más propicios, es decir, m e dijo casi lo mismo que meses más tarde repitió Vinaver. Esa afirmación no m e sorprendió en absoluto: en 1934, todos ya sabíamos algo. M andelstam afirmaba que, de todas for­ mas, no podría evitar el desenlace fatal y tenía toda la ra­ zón: u n análisis sensato de la situación nos conducía irre­ m ediablem ente a esta conclusión. Y yo m e lim itaba a asentir con la cabeza cuando él me susurraba: «¡No les creas!» N aturalm ente, ¡quién podía creerles! Esa fue, precisamente, la causa de la psicosis traumática de la cual enfermó Mandelstam en la cárcel. Pero al p rin ­ cipio, el que m e pareció loco no era M andelstam, sino el jefe de la guardia, O sip*, tocayo de M andelstam y del * O sip es una form a del nom bre de «losif*. (N , de la T .)

destinatario del poema, cuando, llevándom e aparte y d e ­ sorbitando sus bondadosos ojos de carnero, me dijo: «¡Tranquilízalo! Dile que nosotros no fusilamos por can­ ciones». ., Osip adivinó que se trataba de poesías —en el pueblo se llam an canciones— , por nuestra conversación. A su juicio se fusilaba en nuestro país a los espías, a los sabo­ teadores. En los países burgueses, por el contrario, decía Osip, no había quién se salvase; allí te m atan por cual­ quier bagatela, incluso si compones algún poem ita que no sea de su agrado... Todos nosotros, en distinto grado, creíamos como es na­ tural en todo aquello que nos hacían tragar. Los más con­ fiados eran los jóvenes: estudiantes, escritores, soldados... «Son las elecciones más justas —m e dijo en 1937 un solda­ do desmovilizado— , nos proponen y nosotros elegimos»... M andelstam como escritor tam bién picó el anzuelo y se mostró muy confiado: «Al principio eligen así, luego se irán acostum brando poco a poco y celebrarán elecciones normales»... me dijo al abandonar el distrito electoral, to ­ do asombrado de la innovación: eran las primeras y las ú l­ timas elecciones en que participaba. Incluso nosotros, y teníamos ya bastante experiencia, éramos incapaces de apreciar debidam ente todas esas transformaciones. ¿Qué se podía exigir de los jóvenes, soldados y estudiantes?... Y la vecina que en Kalinin, poco antes de la guerra, me traía la leche, m e dijo un día suspirando: «Aquí, por lo menos, nos traen algo de vez en cuando, arenques, azúcar o fceroseno. ¡Pero en esos pobres países capitalistas! ¡Allí, seguro que está uno perdido del todo!»... Los estudiantes siguen creyendo hasta la fecha que la enseñanza general obligatoria sólo es posible bajo el socialismo y que «allí» el pueblo está sum ido en la ignorancia y el atraso... En casa de Larisa, la hija del suicida de Tashkent, surgió un día durante la comida una acalorada discusión sobre si se niega en las ciudades im portantes, como Pañs o Londres, -el permiso de residencia a los pilotos inválidos una vez desmovilizados. U n caso así acababa de suceder en Tash­ kent (1959) y Larisa afirmaba que u n piloto, sobre todo si era de pruebas, tenía derecho a esa residencia. Traté de explicarles que «allí* no había, en general, ninguna nece­ sidad de permiso de residencia, pero nadie me creyó.

«Allí» todo era m ucho peor que en nuestro país, por lo tanto con relación a los permisos de residencia las dificul­ tades debían ser aún mayores... Y ,adem ás, ¡quién podía vivir sin estar registrado! ¡No tardaría en ser descubierto! Si todos nosotros creíamos en nuestros educadores y hasta los propios educadores, hechos ya un lío, em pezaban a creer en sí mismos, ¿qué tiene de particular que Osip, el jefe de nuestra escolta, los creyese? Me había llevado para el viaje u n pequeño tom o de poe­ mas de Pushkin y Osip quedó tan encantado con el rela­ to del viejo gitano que lo estuvo leyendo durante todo el viaje en voz alta a sus abúlicos camaradas. M andelstam, refiriéndose a ellos, habla de la «tribu de pushkinólogos», «jóvenes amantes de poemas de blancos dientes» que «se alfabetizan» vistiendo capotes y portando pistolas... «Fi­ jaos — decía Osip a sus compañeros— ¡Fijaos en lo que hacían los zares de Roma a los viejos! ¡Lo desterraron por sus canciones!», ...La descripción del exilio norteño de Ovidio le impresionó grandem ente. El destierro a comar­ cas como aquellas era, sin duda, algo muy cruel y Osip decidió tranquilizarnos: no nos am enazaba un exilio tan riguroso como al desterrado de Roma. Un día, al acom pa­ ñarme al excusado — siguiendo las instrucciones— , Osip se las ingenió para susurrarme que la m eta final de nuestro viaje era Cherdiñ, donde el clima era bueno, y que el primer transbordo teníam os que hacerlo en Sverdlovsk. C uando supo que el juez de instrucción ya nos había revelado el nom bre de la ciudad de nuestro destino, quedó atónito: le habían prohibido decir a dónde íbamos, ordenándole m antener en secreto el itinerario. Además, esas cosas sólo debía saberlas el jefe de la escolta. Pero Osip, que se había encariñado con nosotros, infringió la disposición y nos informó de nuestro lugar de destino... Y fue en vano: ya lo sabíamos. Sin em bargo, lo consolé: si no hubiese sido por sus ingenuas palabras, que confirma­ ban lo dicho por el juez , podría haber im aginado Dios sa­ be q u é ... ¡De todo hacían u n secreto! Este no fue el único favor que nos hizo Osip. En los n u ­ merosos transbordos que tuvimos obligaba a los otros dos guardianes a llevar nuestros bártulos, y cuando en Solokamsk nos trasladamos a un barco m e susurró al oído que tomase por m i cuenta u n camarote: «¡Así descansará tu

hom bre!...», m e dijo. N o dejó que pasaran al camarote los otros dos: se quedaron paseando por la cubierta. Le pregunté el por qué no cum plía las instrucciones, pero Osip se encogió de hom bros. Hasta aquel entonces había escoltado a delincuentes comunes y «saboteadores», con quienes había que ser muy precavido: «Pero el tuyo, ¿qué? ¡No vale la pena vigilarlo!». Pese a todas mis súpli­ cas no pude conseguir que aceptaran nada de comer: esta­ ba prohibido. Tan sólo en Cherdiñ, después de habernos entregado al com andante, los soldados dijeron: «Ahora es­ tamos libres, ¡invítanos!»... A lo largo de mi vida, además de Osip, conocí a otros dos hombres de su profesión. Uno se lim itaba a rechinar los dientes y a repetir constantem ente que no sabíamos nada, que nada comprendíam os ni sospechábamos... So­ ñaba con desmovilizarse, eso era para él una verdadera ob­ sesión y me alegré por él cuando supe que había recobra­ do su libertad. «Hasta el sovjós' es una especie de paraíso», me dijo al verm e... El otro era un ser de frente estrecha y aspecto feroz que había perdido su cargo por habérsele escapado u n criminal, ¡cargo que auguraba posi­ bilidades y era tan de su agrado! D urante años, tanto cuando estaba sobrio como bebido, maldecía a los contrarrevolucionarios, al «alemán», al «saboteador», al «fascista», al «enemigo» que había arruinado su carrera. Vivía con la esperanza de encontrar y m atar al canalla que se le había escapado. En su fuero interno, guardaba tam ­ bién rencor al poder soviético, ¿para qué tantos m iram ien­ tos con esos canallas criminales? N ada de mandarlos a los campos, sino liquidarlos, y hacía chascar expresivamente sus dedos. ...M al lo habríamos pasado si las instrucciones relativas al traslado del detenido Mandelstam hubieran sido con­ fiadas a ese hom bre y no a Osip.

* Explotaciones agrícolas estatales. (N . de la T .)

La chocolatina El prim er transbordo lo hicimos en Sverdlovsk. Estuvimos muchas horas en la estación y los guardianes no se aparta­ ron de nosotros ni un solo m om ento: ni de M andelstam ni de m í. Quise m andar un telegram a, pero estaba prohibi­ d o ... Com prar p a n ... ¡prohibido! Acercarme a un kiosko de periódicos... ¡prohibido!... Tam poco m e dejaban salir en las estaciones interm edias, ¡estaba prohibido! M andels­ tam se dio cuenta de ello enseguida: «Eso significa que tam bién tú estás detenida»... Intenté explicar a los solda­ dos que yo no estaba deportada, sino que iba por m i pro­ pia voluntad como acom pañante... «¡Está prohibido! Son las instrucciones que tenem os»... En Sverdlovsk estuvimos esperando muchas horas, des­ de la m añana hasta muy avanzada la tarde, sentados en un banco de m adera de la estación, al lado de dos centi­ nelas armados. Al menor m ovim iento nuestro — ni si­ quiera podíamos incorporamos para desentum ecer las piernas, no se nos perm itía movernos o cambiar de postura— , los soldados se ponían en guardia instantánea­ m ente y echaban m ano a la pistola... No sé por qué nos hicieron sentar frente a la sala; veíamos, incluso sin querer, el torrente hum ano que entraba y salía. Su prim e­ ra m irada se dirigía a nosotros, pero en el acto todos apar­ taban la vista. N i siquiera los chiquillos se dignaban pres­ tarnos atención... N o podíamos comer, ya que la comida estaba en la m aleta y no se nos perm itía tocarla. Tampoco podíamos beber... Osip no se atrevía a infringir las ins­ trucciones: Sverdlovsk era una estación m uy im pórtam e... A la tarde subimos al tren de vía estrecha de Sverdlovsk a Solikamsk. Subimos ai vagón de asientos reservados en el apartadero. Nos separaban de los demás pasajeros algu­ nos bancos vacíos. D urante toda la noche dos guardianes no se apartaron de nosotros y el tercero permaneció de pie junto al últim o banco vacío de donde echaba a Jos obsti­ nados viajeros que pretendían ocuparlo. En Sverdlovsk es­ tuvimos juntos el uno al Jado del otro, pero en aquel os­ curo vagón nos sentaron de frente, a ambos lados de la ventanilla. Las noches ya eran blancas y ante nuestra vista desfilaban lo bosques de los Urales, las estaciones y las co­ linas. La vía férrea atravesaba espesos bosques y Mandels-

tam no se apartó de la ventanilla en toda la noche. Era la tercera o la cuarta noche que no dorm ía. El viaje lo hicimos en vagones-y barcos repletos, pasába­ mos largas horas en espera en estaciones bulliciosas, ati­ borradas de gente, pero en ningún sitio se prestó aten­ ción a u n espectáculo tan insólito como el de un hom bre y una m ujer bajo la custodia de tres soldados. Nadie se volvía siquiera para mirarnos. ¿Estarían, acaso, habituados en los Urales a semejantes espectáculos o tem ían, sim ple­ m ente, el contagio? ¡Quién sabe!... Lo más probable es que fuera la exteriorización de una especial etiqueta so­ viética, a la cual se atiene firm em ente nuestro pueblo a lo largo de muchos decenios: si las autoridades los deportan, por algo será y yo nada tengo que ver con ello... La indi­ ferencia de la gente dolía y atorm entaba a Mandelstam: «Antes daban limosna a los presos y ahora ni siquiera los m iran»... Me susurraba al oído, con espanto, que ante los ojos de sem ejante m uchedum bre podían hacer cualquier cosa con el preso: m atarlo, despedazarlo, sin que nadie se inm utase, sin que nadie interviniese... Los espectadores se lim itarían a volverse de espaldas, para evitar un espectácu­ lo desagradable... D urante todo el viaje m e esforcé por captar alguna m irada, pero no lo conseguí... ¿Tal vez sólo en los Urales fueran tan insensibles? En 19 3 8 , viví en Strunino, a cien kilómetros y pico de Moscú; era un pueblecito textil en la línea férrea de Yaroslavl por la cual pasaban en aquel tiem po convoyes repletos de pre­ sos. Los vecinos de la dueña de la casa donde yo vivía sólo hablaban de esos convoyes. Les ofendía que les prohi­ bieran compadecerse de los presos y que no pudiesen darles pan. Un día, m i patrona se las ingenió para tirar por la ventanuca rota y enrejada del vagón una chocolatina que llevaba para su h ija... ¡Rara golosina en una mísera familia obrera! El centinela la apartó de allí con la culata, al tiem po que la llenaba de insultos, pero ella se sintió feliz todo el día: ¡pese a todo había conseguido ha'cer algo! Bien es cierto que una de las vecinas comentó con un suspiro: «¡Más vale no meterse en eso!... Te harán la vida im posible... ¡Te m andarán de comité en com ité!...» Pero mi patrona «estaba en casa», es decir, no trabajaba en ninguna parte y por eso no le tenía miedo al comité de fábrica.

¿Com prenderá alguien de las generaciones futuras lo que significaba en 1938 esa chocolatina con u n cromo in ­ fantil en el asfixiante vagón-jaula lleno de condenados? Esos hom bres para quienes el tiem po se había detenido y el espacio quedó convertido en u n calabozo, una celda, una garita, que sólo podían estar de pie en u n vagón repleto hasta los topes de mercancía hum ana m edio m uer­ ta, rechazados, olvidados, borrados de la lista de los vivos, sin nom bre, ni m ote, numerados, sellados, enviados bajo recibo a la negra inexistencia de los campos, habían recibi­ do, de pronto, el prim er mensaje, el prim ero a lo largo de muchos meses, de otro m undo, ahora prohibido para ellos: una barata chocolatina infantil que les decía que no estaban olvidados aún y que al otro lado de la cárcel aún vivía gente. Camino de Cherdiñ m e consolaba con la idea de que los austeros habitantes de los Urales tem ían, sim plem ente, mirarnos y que cada uno de ellos, de regreso en casa, contaría en u n susurro a la m adre, a la esposa, al padre, que había visto a dos personas, u n hom bre y u na m ujer, custodiados por tres soldados que los conducían a alguna parte del norte.

El salto C om prendí que M andelstam estaba enferm o desde la p ri­ mera noche, cuando vi que no dorm ía y estaba sentado en el banco, con Jas piernas cruzadas, escuchando algo muy atentam ente. «¿Oyes?», m e preguntaba cuando nuestras miradas se cruzaban. Yo prestaba oído, pero sólo oía el rítmico golpear de las ruedas y los ronquidos de los pasaje­ ros. «Tienes mal oído... nunca oyes nada». El poseía un oído realm ente excepcional y captaba los más m ínimos ru ­ mores que a m í no me llegaban; esta vez, sin embargo, no se trataba de oído. D urante todo el viaje, Mandelstam estuvo escuchando algo y, de vez en cuando, m e comunicaba, estrem eciéndo­ se, que la catástrofe se aproximaba, que había que estar en guardia para no ser sorprendidos y tener tiem po...

C om prendí que no sólo esperaba la ejecución final —yo tampoco lo dudaba— sino que pensaba que se iba a pro­ ducir de un m om ento a otro, allí mismo, durante el viaje... «¿Durante el viaje? —le pregunté yo— . ¿Piensas, seguramente, en los veintiséis com isarios?»', «¿Y por qué no? —me respondió— . ¿Crees que los nuestros no son ca­ paces de hacerlo?» Ambos sabíamos que los nuestros eran capaces de cualquier cosa... Pero M andelstam, en su locu­ ra, confiaba en «anticiparse a la m uerte», huir, escabullir­ se, y perecer, pero no a manos de los que fusilaban. Es cu­ rioso que todos nosotros, tanto los dem entes como los normales, jamás perdem os esa esperanza: el suicidio es aquel recurso que tenemos en reserva y creemos, inexpli­ cablem ente, que nunca es tarde para recurrir a él. Y, sin embargo, ¡cuánta gente que se disponía a no entregarse con vida a la policía secreta fue sorprendida en el últim o in stante!... El pensar en esa últim a solución me consoló y tranquili­ zó toda la vida y muchas veces, en diversos períodos inso­ portables de nuestra existencia, le proponía a Mandelstam el suicidarnos juntos. Mis palabras suscitaban siempre un brusco rechazo por su parte* *. Su argum ento principal era el siguiente: «¡Qué sabes tú de lo que aún puede ocurrir! La vida es u n don al que nadie tiene derecho a renunciar». Y, finalm ente, su últim o argum ento y el más convincente para mi: «¿Por qué se te ha m etido en la cabeza que de­ bes ser feliz?» Mandelstam era un ser lleno de am or por la vida que jamás buscó el infortunio, pero tampoco orientó su vida en busca de la así llam ada felicidad. Para él esas categorías no existían. Pero casi siempre me respondía con una broma: «¿Suici­ darse? ¡Imposible! ¿Qué diría Averbaj? ¡Sería un hecho li­ terario positivo!» Y m e decía tam bién: «¡No puedo vivir con una suicida profesional!»... Pensó por prim era vez en el suicidio durante su enferm edad, camino de Cherdiñ, como un recurso para evitar el fusilam iento que, a su

* La autora se refiere a los 26 comisarios bolcheviques fusilados por los ingleses en Bacú en 1921 . (N . de la T .) ' ’ El relato de G ueorgui Ivánov de que M andelstam había intentado suicidarse en Varsovia siendo m uy joven carece, a mi juicio, d e todo fu n ­ d am en to, al igual qu e otros escritos de ese m em orialista.

juicio, era inevitable. Fue entonces cuando le dije: «Muy bien si te fusilan, así te evitarán el suicidio»... Y él, ya e n ­ ferm o, en pleno delirio, obsesionado por una sola idea, se echó a reír de pronto. «Y tú siempre lo m ism o»... A partir de entonces, y debido a las circunstancias de nuestra vida, volvimos a tratar de ese tem a en reiteradas ocasiones, pero M andelstam decía: «Espera... Ahora n o ... Veremos». Y en 1937, le pidió incluso consejo a Ajmátova, pero ella le falló: «¿Sabe lo que harán entonces? C uidarán aún más a los escritores e incluso darán u n chalet a u n Leónov cual­ quiera. ¿Qué necesidad tiene de ello»... Si en aquel en­ tonces se hubiera decidido a hacerlo, se habría librado de la segunda detención y del interm inable viaje en un vagón-jaula hacia Vladivostok, al campo, al horror y a la m uerte, y yo de seguir viviendo una vez desaparecido él. Siempre me sorprende comprobar lo difícil que le resulta al ser hum ano cruzar ese fatal um bral. En la prohibición cristiana del suicidio hay algo que guarda profunda rela­ ción con la naturaleza hum ana; el hom bre no tom a esa decisión aunque su vida suele ser m ucho más terrible que la m uerte, como nos lo ha dem ostrado nuestra época. Y a mí, cuando m e quedé sola, m e sostuvo siempre la frase de Mandelstam: «¿Por qué se te ha m etido en la cabeza que debes ser feliz?» y tam bién la respuesta del arcipreste Avvakum a su desfalleciente esposa: «¿Hasta cuándo tenemos que andar aún así?» «Hasta la m ism a tum b a, esposa*, y ella se levantó y siguió caminando. Si mis anotaciones se conservan, la gente, al leerlas, podrá pensar que las escribió u n a persona enferma, hipocondríaca... La gente se habrá olvidado de todo y no creerá en ningún testim onio. ¡Cuántos en el extranjero si­ guen sin creernos incluso ahora! Y ellos son coetáneos nuestros, nos separa tan sólo el espacio y no el tiem po. Hace poco leí u n razonam iento m uy sensato no sé de quién: «Dicen que allí todos tenían m iedo. No puede ser que fueran todos, algunos lo tendrían, pero otros no»... Es racional y lógico pensar así, pero nuestra vida no era, ni m ucho menos, tan lógica. Yo nada tenía de «suicida pro­ fesional» como decía en brom a M andelstam. Muchos eran los que pensaban en ello. N o en vano la cum bre de la dram aturgia soviética fue una obra titulada «El suicida*... Así, pues, en el vagón, bajo la escolta de tres soldados,

M andelstam pensó en el suicidio por vez prim era y eso significaba en él una enferm edad. Era u n hom bre que captaba siempre los detalles más insignificantes de todo cuanto ocurría en torno suyo y su capacidad de observa­ ción era enorm e. «La atención — anotó en uno de sus borradores— es una virtud del poeta lírico. La distracción y la desidia son los subterfugios de la pereza lírica». Pues bien, camino hacia Cherdiñ, esa aguda capacidad de ob­ servación y su refinado oído se volvieron en contra suya, echando leña al fuego de su mal. En el loco bullicio de la estación y de los vagones registraba constantem ente cada m enudencia y lo refería todo a su persona. ¿No es acaso el egocentrismo el prim er indicio de las enferm edades m en ­ tales? D e todo hacía u n a sola deducción: el instante fatal estaba próximo. En Solikamsk nos hicieron subir a un camión para lle­ varnos desde la estación al embarcadero. Seguimos un ca­ m ino forestal. El camión estaba repleto de obreros. Uno de ellos, barbudo, con u n a camisa de color rojo m uy oscu­ ro y u n hacha en la m ano, le im presionó por su aspecto. «La ejecución — me susurró— será como en la época de Pedro». Pero en el barco, en el camarote individual que conseguimos gracias a O sip, Mandelstam se reía ya de sus temores y se daba clara cuenta de que se asustaba de per­ sonas que nada tenían de tem ibles, como, por ejem plo, los mujiks de Solikamsk. Se lam entaba de que le dejarían serenarse, olvidar y lo «agarrarían» cuando menos lo espe­ rase. Y así fue como sucedió, pero cuatro años más tarde. En sus ataques de locura, M andelstam com prendía lo que le esperaba, pero cuando recobraba la lucidez perdía el sentido de la realidad y se creía seguro. La gente de psi­ que sana que vivía nuestra existencia cerraba sin querer los ojos ante la realidad, para no considerarla una pesadilla. Es difícil cerrar los ojos, se requiere u n gran esfuerzo para hacerlo. Pero no ver lo que ocurre en torno tuyo no es, ni m ucho menos, un acto sim plem ente pasivo. Los soviéticos habían alcanzado u n grado m uy elevado de ceguera psíquica y eso ejercía u n efecto devastador sobre toda su estructura espiritual. Hoy día, la generación de los ciegos voluntarios va desapareciendo y la causa de ello es de lo más primitiva: la edad. Pero, ¿qué han transm itido ellos por herencia a sus descendientes?

C herdiñ nos alegró por su paisaje y su aspecto general de antigua ciudad rusa. Nos llevaron a la Cheka y nos entregaron, juntam ente con los docum entos, al com an­ dante. Osip le explicó que traía un pájaro raro que se debía conservar sano y salvo. Creo que se esforzó grande­ m ente por hacérselo com prender al com andante, hom bre que por su aspecto recordaba a los policías del interior, y no exterior, que fusilaban y torturaban y que por su cruel­ dad, es decir como testigos de cosas que no se podían con­ tar, solían ser enviados lejos. Me di cuenta de los esfuerzos de Osip por las miradas curiosas y malévolas del com an­ dante y por la facilidad con que obtuve su ayuda para la hospitalización. H abitualm ente, según m e dijeron más tarde los deportados en C herdiñ, él jamás ayudaba a los que llegaban con escolta... En el hospital nos destinaron una sala vacía, m uy am plia, en la cual pusieron p erpendi­ cularm ente a la pared dos chirriantes camastros. Me había pasado cinco noches sin dorm ir, vigilando al dem ente proscrito. En el hospital, agotada por la interm i­ nable noche blanca, quedé sum ida al amanecer en un sueño inquieto, como transparente, a través del cual veía como M andelstam, con las piernas cruzadas, desabrochada la chaqueta y sentado en el vacilante camastro, escuchaba atentam ente el silencio. De pronto —lo sentí a través del sueño— , todo se desplazó: M andelstam apareció súbitam ente junto a la ventana y yo a su lado... Colgó las piernas fuera de la ven­ tana y me dio tiem po de ver cómo todo él desaparecía. El alféizar de la ventana era alto. Extendí desesperada los brazos y lo agarré por los hom bros de la chaqueta. El se desprendió de las mangas y cayó. O í el golpe de su cuerpo y u n grito... La chaqueta quedó en mis manos. G ritando corrí por el pasillo del hospital, por la escalera y salí a la calle. Las enfermeras se precipitaron tras de mí. Encontra­ mos a Mandelstam sobre u n m ontón de tierra preparada para u n macizo de flores. Yacía hecho un ovillo. En m e­ dio de insultos se lo llevaron escaleras arriba. Me insulta­ ron a m í, principalm ente, por no haberle vigilado mejor. Llegó corriendo la doctora, toda despeinada y furiosa; lo examinó rápidam ente y dijo que se había dislocado el brazo derecho, que todo lo dem ás estaba bien. Tuvo suer­ te. Se había tirado desde el segundo piso de u n viejo hos-

pical que por su altura equivalía a tres modernos, por Jo menos. Aparecieron de pronto numerosas enfermeras y m édi­ cos. ¡Sabe Dios quiénes eran! M andelstam yacía en el suelo de u n a habitación com pletam ente vacía que se lla­ m aba sala de operaciones, luchando con los hom bres que le sujetaban m ientras la doctora le encajaba el hom bro sin dejar de proferir insultos, lo que hacía las veces de aneste­ sia. El aparato de rayos X no funcionaba, ya que en la época de las noches blancas se paraba el generador en aras de la economía y el electricista se iba a descansar. Por esta razón, la doctora no se percató de que tenía rotura de h ú ­ m ero (sin desplazam iento). Esa fractura se descubrió m ucho más tarde, en Voronezh, donde tuvimos que re­ currir aJ cirujano porque eJ brazo no funcionaba, M an­ delstam estuvo m ucho tiem po tratándose y sólo en parte recobró el m ovim iento del brazo; no podía levantarlo para colgar el abrigo, por ejem plo. Eso lo hacía con la mano iz­ quierda. Después del salto nocturno, Mandelstam se apaciguó. Y así lo dijo en su poesía: «Un salto y el juicio recobré».

Cherdiñ Sin afeitar, casi cubierto el rostro por u na barba bíblica, pasó Mandelstam dos semanas en el hospital de Cherdiñ, fijando en todo u n a m irada concentrada, atenta y extraña­ m ente lúcida. Creo que jamás tuvo una mirada tan atenta y serena como en aquel período de su enferm edad. No se asustó al ver a unos m ujiks tan barbudos como él que va­ gaban por los pasillos del hospital. Según me dijo más tar­ de, le ayudó a no temerles la experiencia de Solikamsk: eran mujiks y nada malo debía esperar de ellos... Los «otros» son de un aspecto com pletam ente distinto... Los mujiks tenían unas úlceras purulentas, m al curadas y los trataban con los mismos métodos primitivos que a Man­ delstam . M antenían entre sí lentas charlas y sonreían sin cesar. En la conducta hum ana hay muchas cosas inexpli­ cables: jamás pude com prender esa m edia sonrisa. Más

sencillo era explicar Jas úlceras; el traslado en condiciones monstruosas, trabajos de increíble dureza, golpes... U na m ujer delgadita, con todo el aspecto de una revoluciona­ ria del siglo pasado, tam bién deportada, que cum plía en el hospital las funciones de encargada de la ropa —ella consideraba que había tenido una suerte extraordinaria con el trabajo— decía que estaba dispuesta a sacrificar su vida por esos m ujiks y M andelstam por esa frase com pren­ dió qué tipo de persona era. N o recuerdo el nom bre que daban allí a esos barbudos. ¿Emigrantes? ¿Desplazados? Recuerdo bien, sin embargo, que estaba prohibido llamarles antiguos kulaks. N o nos gusta llamar a las cosas por su nom bre. Los barbudos de las úlceras purulentas ha tiem po ya que reposan en sus tum bas. Jamás se les menciona en ninguna parte. ¿Tene­ mos m iedo, acaso, de rozar esas llagas? En aquel entonces, en los lejanos lugares de exilio y en los campos de trabajos forzados se conservaba todavía el espíritu de camaradería y de ayuda m utua. Fuera de allí habían acabado con ello hacía ya m ucho tiem po. Cherdiñ vivía con sus tradiciones y la encargada de la ropa se in te ­ resó vivamente por nosotros. Insistió en que comprase bo­ tas de piel para el invierno — luego sería imposible conseguirlas— y en que cultivase u n huerto para poder subsistir. A los deportados se les asignaba una pequeña parcela de tierra para el huerto, pero la habitación tenían que alquilarla. En C herdiñ, como en todas partes, había crisis de vivienda y los exiliados tenían que cobijarse en rincones. A com pañada de esa m ujer visité a u n hom bre de piernas cortas que había sabido instalarse bastante bien: por m edio de cortinas de pana separó un rincón de una habitación y construyó él mismo unos estantes que llenó de libros de Marx y Engels. Tras esas cortinas vivía con su m ujer y ambos se presentaban cada tres días en la comandancia para registrarse. M andelstam tam bién tenía que hacerlo, aunque estuviera en el hospital. Le entrega­ ron u n papel que no podía servir de certificado de resi­ dencia y cada tres días el com andante estam paba en él su sello. Los deportados de Cherdiñ tem ían que el com andan­ te se le ocurriera m andarnos a otra parte de la región. Pro­ curaban que no quedase nadie en C herdiñ, que era centro regional. «Consideran que y,axsomos demasiados aquí»...

«Pero, ¿tienen derecho a hacerlo?», pregunté yo, tras ha­ berles explicado que el lugar de residencia fijado para Mandelstam era Cherdiñ y no el distrito... «Están ustedes en sus manos y los puede enviar a donde le dé la gana. N o hace más que echar a la gente fuera de la ciudad»... A principios de la primavera había allí muchos más políticos, pero todos fueron enviados a la cam piña donde, a excepción del trabajo físico, no había posibilidad de conseguir ningún otro. «Y había entre ellos camaradas muy enfermos», m e dijo la encargada de la ropa. En las condiciones del destierro y del campo, la palabra «camara­ da» adquiría un sentido especial, que en el m undo libre se había perdido hacía m ucho tiem po ya. El marido de esa m ujer discutía constantem ente con el marxista de Jas piernas cortas que vivía tras las cortinas de pana. Eran los restos de los partidos vencidos, su periferia, y las discusiones habían comenzado ya en la clandestini­ dad zarista. Las esposas se ocupaban más bien de la economía doméstica y del trabajo que de las discusiones; era evidente que echaban mucho de menos a los hijos. Las dos parejas habían dejado a sus hijos en casa de unos p a­ rientes. «¡Qué tal les irá!», suspiraban las madres, pero no se decidían a llevarlos consigo. «Nosotros estamos conde­ nados, que vivan ellos al menos»... Im aginaban con m eri­ diana claridad su propio futuro: en caso preciso los liquidarían en el acto o bien les harían pudrirse en un campo. «Tal vez la situación mejore», dijimos en una oca­ sión al marxista. «¡Quiá! —nos respondió— . Ahora es cuando em pieza a intensificarse». N o lo creí. Pensé: es com pletam ente lógico que sean tan pesimistas con rela­ ción al futuro: su situación no es para estar optim istas... Pero no es posible que se continúe como ahora eterna­ m en te... D urante m i larga vida tuve muchas veces la sen­ sación de que habíamos llegado al límite y que pronto ocurriría eso que yo llam aba m ejoría... Nadie quiere re­ nunciar a las ilusiones. Los deportados de Cherdiñ me tranquilizaban respecto a la salud de M andelstam. «Todos salen así de allí, pero luego se recuperan»,., «¿Por qué así?», preguntaba yo, p e ­ to nadie sabía explicármelo. «¿También antes ocurría eso?» Ellos, que habían padecido en las cárceles zaristas, podrían decírmelo, explicarme de qué se trataba.,. Se li­

m itaban a decirme que antes el hecho de ser detenido no influía así en la psique, pero que no debía preocuparme; «eso» pasaba sin dejar huella... La enferm edad solía durar de dos a tres meses. Lo fundam ental era m antener la dis­ ciplina interna: no pensar en el futuro que nada bueno auguraba. Teníamos que aprovechar Cherdiñ como si fuese la últim a tregua; no esperar nada y estar dipuestos a todo. En eso radicaba el secreto del equilibrio. Me suplicaban que me resignase a nuestro destino y que no gastase m i últim o dinero en m andar telegramas. Todos los deportados, atónitos por la fantástica peripecia sufrida por ellos «dentro*, empiezan por bom bardear al gobierno con telegramas y protestas. N inguno recibió jamás una respuesta. La experiencia de mis nuevos amigos era in­ mensa: habían recorrido diversos lugares de exilio y cam ­ pos de trabajo forzado a lo largo de diez años, al principio por separado; más tarde los matrimonios lograron reunir­ se. Recuerdo al viejo G ., médico provinciano. Lo encontré a principios de la década de los años veinte en Moscú; vi­ no para «gestionar», pero no consiguió nada. «No queda nadie — me dijo— , han desterrado a todos, incluso a Milia, hasta a Koiia»... Me citaba los nombres de sus hijos y nietos adolescentes: «Jamás había ocurrido esto»... El viejo sabía que en los tiem pos de antes, cuando el hijo mayor era desterrado, cosa que ocurría con bastante frecuencia, le m andaban inm ediatam ente a los nietos. La detención del hijo no afectaba a ningún m iem bro de la familia: to ­ dos quedaban en libertad y vivían donde m ejor les parecía. El viejo fue a Moscú con el propósito de recuperar a alguno de los menores de edad, pero no consiguió nada. H ablé a mis amigos de Cherdiñ de la fórm ula: «Aislar, pero conservar», les pregunté qué podía augurarnos, ¿se atrevería el com andante a expulsarnos de la ciudad y m an­ darnos a vivir en condiciones más duras todavía? ¿No con­ seguiríamos, gracias a ella, unas condiciones de vida más fáciles, u n tratam iento médico adecuado? Ellos lo ponían en d u d a ... Muchos conocían personalm ente a los que de­ tentaban el poder, incluido Stalin. Tuvieron ocasión de tratarlos tanto en la clandestinidad zarista como en el des­ tierro. C uando les m andaron al destierro se les dijo que se lim itarían a «aislarlos* pero que procurarían «crearles las condiciones» necesarias para que pudiesen vivir y

trabajar... Esta promesa, sin em bargo, nunca se vio cum plida y las numerosas cartas y peticiones que enviaban al gobierno desaparecían sin dejar huella. El aislamiento no significaba «conservación», sino el más vulgar exterm i­ nio a la chita callando, sin testigos y en el «momento más adecuado»... E n . Jo único que podían confiar era en su propia resistencia y disciplina. Renuncia a la esperanza, espeta la m uerte y no pierdas la dignidad hum ana. C on­ servarla resultaba difícil; era preciso concentrar para ello todas las fuerzas, y eso se aprende con la experiencia y un análisis objetivo de la situación... Así nos aconsejaban h a ­ cer las personas que habían adquirido esa experiencia a n ­ tes que nosotros. Pero a nosotros nos parecía que no eran del todo objetivos en su pesimismo. Su destino les obliga­ ba a ver todo incluso involuntariam ente, con tintas dem a­ siado oscuras. ¿Podían significar, acaso, el fin los tres años de destierro en Cherdiñ? Todo se arreglaría, mejoraría la situación y la vida acabaría por vencer... El ser hum ano se aferra siempre al más m ínim o destello de esperanza; nadie quiere despedirse de las ilusiones: m i­ rar de frente la vida, la realidad, es m uy difícil. U n análi­ sis sereno y unas deducciones serenas exigen un esfuerzo realm ente sobrehum ano. Hay ciegos voluntarios, pero entre aquellos que se consideran videntes, ¿quedan, acaso, muchos que no sólo m iran sino que ven? Mejor dicho, que no deform an un poco lo que ven para conservar las ilusiones y la esperanza... ¿No será eso, quizás, lo que explica nuestra vitalidad? A mis amigos de Cherdiñ les quedaba tan sólo un obje­ tivo: conservar su dignidad hum ana. Para ello renunciaron a toda actividad: se condenaron voluntariam ente a un aislamiento total, teniendo como perspectiva su próximo fin. Se trataba, sin duda, de una especie de resistencia p a ­ siva, pero en comparación con ella la lucha que se conoce bajo este nom bre y se utilizaba en la India, es una lucha política activísima... En cierto sentido habían tom ado el camino del auto-perfeccionam iento, propuesto antaño por los «vejovtzi»* y que ellos rechazaron entonces con indig­ nación. Por otra parte, no podían hacer otra cosa. Lo úni" Seguidores de la línea ideológica de la revista «Veji» (Jalones), contraria a la preconizada por Lenin. (N . de la T.)

co que les quedaba era la posibilidad de aullar, aullidos que, por lo demás, nadie habría oído. Por verdadera casualidad llegué a conocer el destino de la encargada de ropa del hospital de C herdiñ. Fue des­ terrada a Kolyma y contó a otra leningradense, allí des­ terrada, la enferm edad de M andelstam . Después del salto, siguió esperando el fusilam iento, pero ya no pretendía sal­ varse por la huida. Pensaba que sus asesinos vendrían a una hora determ inada y los esperaba temeroso e inquieto. En la sala que ocupábamos en el hospital hab ía un gran reloj de pared. M andelstam confesó que esperaba ser eje­ cutado a las seis de la tarde y la encargada de la ropa me aconsejó que, sin ser vista, adelantase la agujas del reloj. Así lo hicimos y él no sufrió la crisis de excitación y miedo al acercarse la hora fatal. «Mira —le dije yo— , tú decías que a las seis y ya son las siete y cuarto»... Por extraño que pueda parecer, el engaño fue un éxito y los paroxismos re­ lacionados con la hora no volvieron a repetirse. La deportada de C herdiñ recordaba muy bien este hecho y se lo contó a su vecina de barraca, E. M. Taguer, escritora de Leningrado. Después de rodar veinte años por diversos campos de trabajo, E. Taguer fue rehabilitada y después del XX Congreso regresó a su ciudad natal. Le dieron u n apartam ento en la misma casa donde vivía Aj­ mátova y allí nos vimos. Y yo, que tam bién había sobrevi­ vido por casualidad y que había conservado la m emoria, reconocí en la persona que contó el episodio del reloj a m i amiga, la encargada de la ropa del hospital de Cherdiñ, La casualidad se prendía de la casualidad para que yo p u ­ diera anotar en esta hojita — ¿llegará a ser leída algún día?— que las más pesimistas previsiones de los deporta­ dos de Cherdiñ resultaron ser ciertas. Mi anónim a herm a­ na de Cherdiñ murió de pura extenuación en Kolym a... N o pude averiguar de ningún m odo la suerte de sus hijos a los cuales renunció para que «ellos, al menos, vivieran»... ¿Habrán conseguido evitar la suerte que habi­ tualm ente sufrían los hijos de los deportados y condena­ dos? ¿O bien habrán pagado tam bién ellos en cárceles y campos por sus padres, que trataron de conservar la digni­ dad hum ana? Y, finalm ente, ¿conservarían ellos, los h i­ jos, esa dignidad hum ana que tan cara costó a sus padres? Eso no lo sé y no lo sabré jamás.

Alucinaciones Paseábamos por Cherdiñ, hablábam os con la gente, dormíam os en el hospital y yo había dejado ya de-tenerle m iedo a la ventana abierta. Sólo su bra 2 o en cabestrillo me recordaba la prim era m añana (¿no sería más bien una noche blanca?) y de cómo quedó en mis manos la cha­ queta vacía. Cuando en 1 9 3 8 , los chequistas se lo llevaron de nuevo, en mis manos volvió a quedar una chaqueta vacía; en la prisa se olvidó de llevársela. Varios días de perm anencia en Cherdiñ serenaron a M andelstam; la crisis pasó, pero la enferm edad, pese a ello, continuaba. Seguía esperando la ejecución, pero su psique sufrió u n viraje que le h iio volver a la realidad. Después de lo ocurrido con el reloj m e dijo que no se podría evitar la ejecución, eso era evidente, que de todas formas no había tiem po para nada, incluso suicidarse no resultaría fácil. «Ya que en caso contrario nadie caería en sus garras»... El estado de excitación había pasado, pero las alucina­ ciones auditivas seguían atorm entándole. No las percibía como una voz interior, sino como algo im puesto desde fuera y totalm ente ajeno a él. Ya en C herdiñ, hablaba de ellas con toda objetividad, trataba de explicárselo y comprenderlo. Me decía que las voces que escuchaba no podían provenir de dentro, sino de fuera: no era su léxico. «Eso no lo podría haber dicho ni siquiera m entalm ente», tai era su argum ento en favor de la realidad de esas voces. Su capacidad de análisis le estorbaba en cierto sentido p a­ ra luchar contra esas alucinaciones. No podía creer en su origen interno pues consideraba que las alucinaciones reflejaban de algún m odo el m undo íntim o del enfermo. «¿No será algo de tu subconsciente?», le preguntaba yo. Pero él insistía tercamente que su «subconsciente» era muy distinto, que ese procedía «de fuera». «Incluso el tem or es distinto»... M andelstam se descubría tanto en sus poesías que para m í, al menos, había en él muy pocos lugares os­ curos, digo «Jugares oscuros» con toda intención porque a su m anera era un hom bre reservado y había temas que ca­ si nunca tocaba. Por ejem plo, jamás descubría el curso de sus asociaciones poéticas, no com entaba sus versos, habla-

ba con parquedad de las cosas y personas que más quería, de su m adre, por ejem plo, de P ushkin... Dicho de otro m odo, había una esfera a la cual le parecía casi u n sacrile­ gio referirse. Y en este sentido justam ente hablo de la re­ serva de su carácter. Pero no era una persona de pensa­ m ientos, sentim ientos y sensaciones reprim idos, más bien al contrario... Además, ¿vale, acaso, la pena hablar de «represiones» cuando la enferm edad es producida por una reacción m uy fuerte ante la realidad? «¿De quién es, pues, ese léxico? ¿Q uién te dice esas pa­ labras?», le preguntaba yo, pero él no podía definirlo con exactitud. Tal vez fuera de aquellos que lo llevaban por los pasillos de la cárcel interna para los interrogatorios nocturnos. A veces se hacían guiños, chascaban los dedos (gesto simbólico que significaba «liquidarlo»), al tiem po que intercam biaban algunas réplicas am enazadoras. No debemos olvidar que procuraban con toda su conducta am edrentar a los reclusos. Ellos, por decirlo así, colabora­ ban con los jueces de instrucción y eso lo sabían todos cuantos estuvieron en la cárcel interior. M andelstam recor­ daba con frecuencia la voz del hom bre que le dejó salir de las «puertas de hierro de la GPU» *. M andelstam lo llam a­ ba com andante, pero tal vez no fuera más que uno de los guardianes; no pudo ver al que lo soltó, porque se hallaba dentro de la cabina del «cuervo», com o se llam aba enton­ ces al coche celular por su color negro, pero oyó que al­ guien comprobó la docum entación en el interior antes de franquear el paso al coche; la voz, lo mismo que todo el ritual, le había producido una gran impresión. Pero lo principal fueron los discursos del juez de instrucción con su «crimen y castigo»... «Las voces — me dijo en cierta ocasión— son como una "cita seleccionada” de todo cuanto oí...». La frase «cita seleccionada» pertenece a Andréi Bely, quien decía que se representaba a cada autor no en forma de citas sueltas y exactas sino en la de lina cita «seleccionada» general, que venía a ser la quintaesencia de sus ideas y expresiones. Para com prender cómo se orientaba M andelstam en la * Los organism os d e seguridad han tenido diversos nom bres a lo largo d e los años. C heka, O S P U ,G P U , N K V D , MVD, MGB Su nom bre actual es KGB, (N . d e la T .)

realidad circundante, le pregunté sí oía las voces de los soldados de la escolta, de Osip, por ejem plo, o de los m ujiks que estaban con nosotros en el hospital. M andelstam se indignó: los de la escolta eran simples mozos campesi­ nos a quienes se les había encom endado un terrible servi­ cio, «sin comerlo ni beberlo», y a los campesinos acusados de ser «kulaks» los había tom ado por Jo que eran en la rea­ lidad, «La gente corriente no puede ni decir eso ni p en ­ sarlo». .. La «gente corriente» y aquellos que conoció «dentro» le parecían los polos opuestos. Más de una vez, tan to en C herdiñ como después, me decía: «No te puedes ni imaginar cómo son los que están allí dentro».., Pero, al mismo tiem po, establecía u na clara diferencia entre la guardia exterior y algunos jefes, que tuvo ocasión de cono­ cer en Voronezh, del aparato específico que trabajaba por las noches. Los primeros fueron elegidos de acuerdo con el tipo del m ilitar com ente, en cambio los de «dentro» eran com pletam ente distintos: «Para trabajar allí hay que tener vocación: una persona corriente no podría soportarlo»... En Cherdiñ clasificó a u na sola persona como pertenecien­ te a la categoría del «interior»: al com andante. Y en ello coincidió con la apreciación de los deportados, que nos habían prevenido de que tuviéramos cuidado en nuestro trato con el com andante y procuráramos ser poco vistos por él. «Sólo Dios sabe lo que se le puede ocurrir». Había com batido en la guerra civil. «Siempre se guía por su ins­ tinto de clase», m e dijo con terror el marxista de las pier­ nas cortas, «y eso no conduce a nada bueno; jamás se puede adivinar a qué puede impulsarlo». El pobre mancista d ependía por entero de ese hom bre, trasladado a la p e­ riferia por sus arbitrariedades. El horror instintivo que Mandelstam sentía por él estaba plenam ente justificado. M andelstam oía groseras voces masculinas que lo am e­ nazaban, que analizaban su crim en, enum erando toda suerte de castigos, que em pleaban el léxico que usaba nuestra prensa durante Jas campañas denunciadoras de Stalin, oía terribles insultos, se le reprochaba haber sido la causa de la perdición de tanta gente por haberles leído su p o em a... La voz enum eraba los nom bres de esas personas como reos de un próximo proceso y clamaba a 'la concien­ cia del que fue culpable de su perdición. Por extraño que parezca la palabra «conciencia» había dejado de usarse por

com pleto, no se em pleaba ni en periódicos ni revistas, ni en la escuela, porque su función era cum plida por el «ins­ tinto de clase» al principio y luego «por el bien del Esta­ do». Esa palabra, sin em bargo se había conservado y fun­ cionaba «dentro». A los reclusos se les am enazaba constan­ tem ente con los «remordimientos de conciencia». Kuzin contaba que cuando lo llamaron allí, exigiéndole que fuese «chivato», paia convencerlo lo am enazaron con la detención, con dificultades en el trabajo, con hacer circu­ lar rumores entre sus amigos y compañeros de que era agente secreto, pero tam bién con los torm entos de su con­ ciencia por las calamidades que acarrearía a su familia en el caso de renunciar a la propuesta de los organismos de seguridad... Esta palabra, que oía en sus alucinaciones en su contexto específico, dem ostraba a las claras que el ori­ gen de ellas había que buscarlo en los interrogatorios noc­ turnos. Mandelstam no inventó ni extrajo de las esferas os­ curas de su conciencia el «proceso» y la lista de los inculpa­ dos en la conjura contra Staün. El juez de instrucción se refirió a este tem a delante de m í, explicando que no «ini­ ciaba la causa» p or órdenes superiores únicam ente. A con­ tinuación hizo una pregunta retórica: ¿qué otra cosa puede explicar sem ejante conducta si no una conjura?... N uestra realidad superaba la imaginación más audaz y de­ m ente. ¿Cuál es, en épocas como la nuestra, la línea divisoria entre la norm alidad psíquica y la enferm edad? Tanto él como yo pensábamos en lo mismo, pero estos pensam ien­ tos excitaban su imaginación: no sólo pensaba, sino que se im aginaba el cariz que podía tom ar to d o ... A veces, en m edio de la noche, me despertaba y me decía que A jm á­ tova estaba d etenida y que en aquel m om ento la llevaban al interrogatorio. «¿Por qué lo crees?», «Me lo parece»... Paseando por C herdiñ, buscaba por los barrancos el cadá­ ver de A jm átova... Era la dem encia, natu ralm en te... Yo, en cambio, recobrada del letargo que se apoderó de m í en el vagón, me pasaba las noches sin dorm ir, tratando de adivinar quién de nuestros familiares y amigos había sido ya detenido y de qué se les acusaba... Menos m al si era de no habernos denunciado, pero podían inculparles de lo que les diera la g ana... Sería una locura, e incluso una ca­ nallada, creer al juez cuando nos dijo que «no iniciaba la

causa». Me acordaba del caso de Adalis, por ejemplo, que renunció a su marido, hom bre del todo inocente por ha­ ber creído en las palabras del juez. ¿Estaba tam bién yo enferma cuando en mis noches in­ somnes me imaginaba interrogatorios y to rtu ras.—por e n ­ tonces psicológicas, de esas que no dejan señales de tortu­ ra en el cuerpo— de todos nuestros amigos? N o, yo nada tenía de enferma: toda persona norm al en m i lugar sufriría lo mismo y tendría esos mismos pensamientos. ¿Q uién de nosotros no se ha im aginado alguna vez en el despacho del juez? ¿Q uién de nosotros, por los motivos más fútiles, no ha inventado respuestas a las preguntas que im aginaba le serían hechas? No en vano escribió A j­ mátova los siguientes versos: A llá, detrás de las alambradas, en e l corazón de la taiga p rofu nda , llevan m t sombra al interrogatorio... Mandelstam era, sin duda, hom bre de extrem ada sensi­ bilidad y muy excitable, más sujeto que otro a traum atis­ mos. Sus reacciones ante los estímulos exteriores siempre eran muy intensas. Pero, ¿hacía falta acaso tener esa sensi­ bilidad tan extrema para ser quebrantado por una vida se­ mejante? Se supone que los enfermos deben ser curados y, por consiguiente, exigí un examen médico. Pero Ja doctora, que era al mismo tiem po la directora del hospital, se negó en redondo. Sus respuestas me hicieron recordar la frase de Osip: «Está prohibido»... Yo insistía, ella evitaba hablar conmigo, me respondía de m ala manera, hasta que un día, ya cansada, me dijo: «¿Qué quiere que yo le h a ­ ga? Todos llegan de “ allí” en el mismo estado»... H abía conservado la vieja idea de que un hom bre de­ m ente no podía ser deportado y calificaba a la doctora de verdugo por su indiferencia. Pero no tardé en darme cuenta de que los barbudos mujiks Ja trataban bien. «No te metas con ella —m e dijo uno de ellos— , ¿Qué puede hacer ella? ¡Nada en realidad!»... «¿Qué tal persona es?», pregunté. «No es peor que otros», m e respondieron los barbudos. En efecto, no en todas las circunstancias se pueden poner de manifiesto altas cualidades morales. Acabé por darme cuenta de que era una doctora provin­

ciana corriente. N o había tenido suerte. Fue enviada a un sitio donde llegaban los de «allá» y por esta razón debía estar en continuo contacto con los organismos de seguri­ dad y «actuar de acuerdo con las instrucciones». Fue e n ­ tonces cuando aprendió a morderse la lengua y a no in ­ miscuirse en las disposiciones de los jefes. Se pasaba días enteros curando las purulentas llagas de los barbudos, los reñía, insultaba, pero los atendía en la m edida de sus fuerzas y a m í m e dio un buen consejo: no insistir en que M andelstam fuera enviado a consulta médica a Petm ni dejarle en ninguna clínica. «Eso se les pasa, pero si lo in­ terna, acabarán con él. Ya sabe cómo son esos sitios»... Acepté su consejo e hice bien: «eso» se les pasa en efecto... Pero m e gustaría saber cómo se llama «eso» en m edicina, por qué afecta a tal cantidad de encausados, qué condiciones hay «dentro» para que haya esa cantidad tan masiva de afectados. Vuelvo a repetir que M andelstam era una persona sum am ente excitable, propensa, tal vez, a enferm edades psíquicas, pero a m í no m e sorprendió su enferm edad, sino el hecho de que todos cuantos traté en C herdiñ me hablaban del carácter masivo de esa dolencia. Y las personas que conocían las cárceles zaristas, que nada tenían de hum anas, confirmaron mi conjetura de que los detenidos de aquel entonces se m antenían con mayor en ­ tereza y que su psique se conservaba incom parablem ente mejor. Muchos anos más tarde, en un tren que iba al este, fui com pañera de vagón de una joven doctora destinada al hospital de u n campo de trabajo. Los tiem pos ya no eran terribles, corría el año 1954 y la joven se franqueó conm i­ go: ¿Q ué podía hacer para salvarse de ir?... ¿A dónde de­ bía acudir?... Era imposible seguir soportando... «Lo peor de todo es que no se puede hacer n ada... ¿Qué pinta allí el médico? Escribimos lo que nos o rdenan... Hacemos lo q ue nos ordenan»... Ya en aquel entonces sabía con certe­ za que ningún médico era Ubre y que muchas veces se veían obligados a obrar en contra de su ética profesional cuando, por ejem plo, negaban el certificado de enferm e­ dad, de invalidez, etc. A unque, ¿para qué m encionar a los médicos? Todos nosotros hacemos sólo aquello que nos ordenan. Todos vivimos de acuerdo con las «instrucciones» y ante eso no hay que cerrar los ojos.

La profestón y la enfermedad Creo que las alucinaciones auditivas son para el poeta una especie de enferm edad profesional. C uentan muchos poetas que la poesía nace del siguien­ te m odo —eso lo dice tan to Ajmátova en el «Poema sin héroe», como M andelstam— : Suena en sus oídos una frase musical insistente, al principio inconcreta y luego precisa, pero todavía sin palabras. En más de una ocasión fui testi­ go de cómo trataba Mandelstam de librarse de esa m elodía, de escapar de e lla ... Movía la cabeza como si p u ­ diera sacudírsela de encima igual que si fuera una gota de agua que hubiera penetrado en su oído durante el baño. Pero nada podía acallarla: ni el ruido, ni la radio, ni las conversaciones m antenidas en la misma habitación. Ajmatova contaba que cuando le «llegó» el poem a antes m encionado estaba dispuesta a todo con tal de librarse de él: se puso incluso a lavar la ropa, pero no consiguió nada. En algún instante, a través de la frase musical, brotan de pronto las palabras y com ienzan entonces a moverse los labios. Supongo que entre el trabajo del compositor y el poeta hay algo de com ún, y la aparición de las palabras constituye el m om ento critico que separa esas dos formas de creación. A veces, M andelstam oía la frase musical durante el sueño, pero al despertar no recordaba los versos soñados. Yo tenía la impresión de que los versos existían antes de ser compuestos (él jamás decía «escritos». Primero los componía y luego los anotaba). Todo el proceso de la composición consiste en captar con suma atención y dar a conocer lo ya existente — la unidad armónica y racional que ellos captan no se sabe de dónde— y que van plas­ m ando poco a poco en palabras. La últim a etapa del trabajo es la expurgación de las p a­ labras casuales en la poesía, que no figuran en el armónico todo que existe antes de ser plasmado. Estas palabras ca­ suales se introducen por la prisa de tapar un hueco cuando surge el todo. Q uedan atascadas y su eliminación supone tam bién una difícil labor. En la últim a etapa se produce el proceso doloroso de escucharse a sí mismo en busca de aquella objetiva y absolutam ente exacta unidad que se 11a ­

ma poem a. En el poem a «Conserva m i palabra» el últim o epíteto puesto fue «escrupuloso» (el alquitrán del trabajo). Mandelstam decía, lam entándose, que necesitaba una d e­ finición más exacta y parca, al estilo de las de Ajmátova. «Ella es la única que sabe hacerlo»... Diríase que esperaba su ayuda. Observé en su labor poética dos «¡suspiros de liberación» y no uno. El primero cuando aparecen en la estrofa o la línea las primeras palabras y otro cuando la palabra exacta expulsa los vocablos casuales, intrusos. Entonces el proceso de escucharse a uno mismo, el proceso que abona el terre­ no para el desarreglo del oído interno, para la enferm e­ dad, se detiene. El poema se desprende de su creador, de­ ja de zum bar en su oído y atorm entarle. El poseso se sien­ te liberado. lo, la pobre vaca, consigue huir de la abeja. Si el poem a no se desprende, decía M andelstam, signi­ fica que algo en él falla o que «tiene aún algo oculto», es decir, que hay un brote fértil del que pretende salir un nuevo germen; dicho de otro m odo: el trabajo no está ter­ m inado. C uando la voz interna se acallaba, ardía en deseos de leer a alguien sus nuevas poesías. Yo no le bastaba: había asistido tan de cerca a sus búsquedas, que tenía la sensa­ ción de que tam bién yo había oído la m elodía. A veces, incluso, m e reprochaba el no haber oído algo, D urante el últim o período de Voronezh (poesías del Segundo y Ter­ cer Cuaderno) íbamos a la casa de Natasha Shtempel o bien invitábamos a Fedia M aranz, un agrónomo de aspec­ to simiesco, pero hom bre de lo más encantador y puro, cuyas esperanzas de ser violinista se vieron truncadas cuan­ do de joven sufrió un accidente en u n a m ano. H abía en Fedia aquella arm onía interna que distingue a las personas que saben escuchar música. Era la prim era vez que trataba a un poeta, pero su sentido musical lo convertía en un oyente más preparado que muchos especialistas. Diríase que la prim era lectura culm ina el proceso de creación poética y el prim er oyente viene a ser participante del mismo. Los primeros oyentes de M andelstam, a partir de la década de los años treinta, fueron Borís Serguéievich K uzin, biólogo, a quien dedicó el poem a «A la lengua alemana», y Alexandr Margulis; en realidad fue éste quien difundió las poesías de los dos primeros cuadernos. Mar-

gulis se aprendía las poesías de m em oria o bien se hacía una copia y se las recitaba a sus amigos y conocidos, cuyo núm ero era incontable. M andelstam compuso infinidad de «margulccos», poemas dedicados al propio Margulis, que debían comenzar con las palabras «El viejo Margulis» y ser obligatoriam ente aprobados por el propio destinata­ rio. Mandelstam afirm aba que el mísero viejo Margulis (que en aquel entonces no pasaba de los treinta años) alo­ jaba en su casa a un viejo todavía más mísero, a quien m antenía oculto. El propio Margulis era un auténtico hom bre-orquesta; sabía silbar las sinfonías más complica­ das. Es una pena que se hayan perdido los «marguletos» mejores que trataban de cómo el «viejo» ejecutaba en los bulevares de Moscú a Beethoven. Margulis se casó con la pianista lia Jantzin, excelente intérprete de Scriabin. Mar­ gulis am aba la poesía, la música y las novelas de aventu­ ras. Me contaron que cuando agonizaba en un campo del Extremo O rien te, contaba a los presos por delitos comunes toda clase de fantasías y aventuras y ellos, agradecidos, le traían más comida. Entre sus primeros oyentes figuraba tam bién Liova Gumiliev, que había vivido con nosotros durante el invierno de 1933-34. El comienzo del Prim er Cuaderno de Voronezh se lo leyó a Rudákov, desterrado allí juntam ente con los aristócratas de Leningrado; Rudákov, sin embargo, no tardó en regresar. Lo cierto es que todos los primeros oyentes de Mandels­ tam , a excepción de N atasha, tuvieron un sino trágico: sufrieron el destierro y la cárcel; Fedia, por ejem plo, estu­ vo preso más de un año en tiempos de Ezhov, lo soportó todo y no firmó nada, gracias a lo cual estuvo entre los afortunados que recobraron la libertad después de su caída. Salió de esa prueba destrozado y enfermo; durante la guerra volvió a ser deportado por haber nacido casual­ m ente en Viena, desde donde lo llevaron a Kiev a las tres semanas de edad. - Pensando lógicamente cabría suponer que si los prim e­ ros oyentes de Mandelstam fueron represaliados, alguna relación tenía que haber entre sus causas. Pero la verdad es que no había nada de común entre ellas. Kuzin tuvo sus «malentendidos», aun antes de que nosotros lo cono­ ciéramos, en relación con la causa de los biólogos. Fue de­

tenido la prim era vez por unas poesías satíricas que nos ocultaba concienzudam ente. Le hacían ir a unas casas par­ ticulares donde en una habitación especial, dedicada a esos menesteres tan sólo, había u n agente que reclutaba chivatos. Lo detuvieron por prim era vez en 1932 y luego, por segunda vez, el mismo día que al biólogo Vermel: ambos eran considerados neo-lamarquistas y ya habían si­ do expulsados del Instituto Timiriázev. El biólogo K uzin, el agrónom o Fedia M arantz, el hijo del fusilado general Rudákov y Liova, el hijo del poeta fu­ silado, no se conocían entre sí. Lo único común a todos ellos era su am or por la poesía. Es de suponer que ese sen­ tim iento exige aquel grado de intelectualidad que en nuestro país condenó a la m uerte o, en el m ejor de los ca­ sos, al destierro, a tanta gente. Se perm itía vivir tan sólo a los traductores. El proceso de la traducción es diam etralm ente opuesto a la creación poética, al proceso de su composición. N o me refiero, naturalm ente, al milagro de la fusión de los poe­ tas, como en el caso de Zhukovsky o A. K. Tolstoi, cuan­ do la traducción insufla un nuevo hálito en la poesía pro­ pia o cuando la poesía traducida se convertía en un factor valioso de la literatura rusa como, por ejem plo, «La novia de Corinto» de G oethe, tan adm irada por todos nosotros. Estos éxitos los obtienen tan sólo los poetas auténticos e, incluso ellos, en ratas ocasiones. La simple traducción es u n acto racional, frío, de versificación, en el cual se im itan cienos elementos del verso. Por extraño que parezca, en la traducción no existe u n todo acabado antes de su plasmación. El traductor se pone en marcha como si fuera un m otor y m ediante largos esfuerzos mecánicos provoca la m elodía que necesita utilizar. Carece de aquello q u e jo d a sévich calificó muy justam ente de «oído secreto». La tra­ ducción es un trabajo contraindicado para un poeta au tén ­ tico, trabajo que im pide, incluso, el nacim iento de la poesía. En su «Conversación sobre Dante», M andelstam habla de traductores del «sentido ya dado»; de ese m odo expresa su opinión sobre el trabajo de la traducción y sobre aquellos que utilizan la form a poética para expresar sus ideas. M andelstam los diferenciaba siempre de los au tén ti­ cos poetas. D urante u n cierto período, en nuestro país la

gente dejó de leer poesías. Ajmátova, refiriéndose a este fenóm eno, dijo: «La poesía auténtica es de tal naturaleza que quien traga u n a vez un sucedáneo queda envenena­ do para siempre». Ahora se vuelve a leer poesía y más que nunca, por la única razón de que han aprendido a dife­ renciarla de todos los productos del oficio de traductor. Y lo mismo ocurre con la palabra. U na palabra cons­ cientem ente inventada carece de capacidad vital. Así lo dem uestran todos los fracasos de la creación de palabras, ingenuo juego individualista con el don divino del hom bre: la palabra. Al conjunto fonético que se llama p a ­ labra se le adjudica u n sentido arbitrario y el resultado es una jerga barriobajera o la escoria verbal que utilizan con fines egoístas los sacerdotes, los exorcistas, los gobernantes y demás charlatanes. Com eten este sacrilegio con la p a ­ labra y la poesía para utilizarlas como la bola de cristal del hipnotizador. El engaño será descubierto tarde o tem pra­ no, pero el hom bre está siempre amenazado de caer bajo el encanto y el poder de nuevos truhanes que hacen girar su bola de cristal en otra dirección.

«D entro»

¿Q ué sucede en la cárcel interior durante la instrucción de la causa? M andelstam habló m ucho de ello conmigo en Voronezh, tratando de diferenciar las alucinaciones e ideas delirantes de los hechos. N o había perdido ni durante un instante su aguda capacidad de observación. Me convencí de ello cuando durante la entrevista me preguntó de in ­ m ediato por el abrigo que llevaba; de mi respuesta: «El abrigo es de m i madre» hizo una deducción correcta: «En­ tonces, tú no fuiste detenida»... Pero enferm o sí que lo estaba, y no todas sus observaciones y deducciones resulta­ ron ser correctas. Los dos seleccionábamos escrupulosa­ m ente los granulos de la realidad y hacerlo no resultaba fácil. Teníamos u n criterio de veracidad bastante acertado res­ pecto a sus recuerdos. D urante la entrevista, el juez de instrucción tuvo tiem po de referirse a muchas cuestiones.

Era evidente que perseguía un fin determ inado: inculcar en m i ánimo su p u n to de vista sobre todo el asunto en ge­ neral y sobre los diversos aspectos de la causa. Yo recibía, por decirlo así, explicaciones com petentes acerca del m odo de enjuiciar lo sucedido. H ubo muchas mujeres que, co­ m o A d a lis , re c ib ía n con g r a titu d se m e ja n te s explicaciones... La mayoría lo hacían impulsadas por el instinto de la autoconservación, pero algunas con toda sin­ ceridad. Así, pues, durante la entrevista yo era como una especie de disco en el cual grababan a toda velocidad su propia versión de los hechos tanto el juez como M andels­ tam , para que lo pudiese comunicar a los de fuera. El juez de instrucción trataba conscientem ente de am edrentarm e y, a través de m í, a todos cuantos hablasen después con­ m igo. Pero se equivocaba, al igual que otros dirigentes de nuestra época a quienes jamás se les había ocurrido pensar que sus víctimas pudieran recordar algo y enfocar los acon­ tecimientos no desde el p u n to de vista oficial, sino con su propia m edida. El terror y la autocracia son siempre miopes. D ebido a su extrema excitabilidad, M andelstam debió ser presa fácil, probablem ente, y no tuvo que emplear con él m étodos demasiado refinados. Lo m antuvieron en un calabozo «para dos». El juez com entó este hecho del si­ guiente modo: «La incomunicación está prohibida en nuestro país por consideraciones humanitarias». Y o sabía que eso era m entira. De haber existido esa prohibición, sería tan sólo en el papel. A lo largo de todos los períodos conocimos a personas que estuvieron incomunicadas. Pero cuando había necesidad de plazas carcelarias, esos d im in u ­ tos calabozos se llenaban hasta los topes. Oímos hablar de ello por prim era vez durante la confiscación de valores. La gente que salía de la cárcel contaba que debía permanecer de pie días enteros en calabozos destinados a u n a sola per­ sona y ahora atestados de gente. Pero, habitualm ente, el segundo camastro se utilizaba con fines especiales que antes de la detención de M andelstam en 1934 ignorá­ bam os... _ . ■ i ¡ Su vecino de calabozo lo asustaba con la inm inencia del proceso, trataba de persuadirlo de que todos sus parientes y amigos ya estaban detenidos y serían acusados, analizaba los artículos del código y le «daba consejos», por decirlo

así. De hecho lo asustaba diciéndole que lo acusarían de terrorismo, com plot, etc. Al regresar de los interrogatorios nocturnos, caía en las garras de su «vecino», quien no le dejaba descansar. Pero ese individuo era muy torpe en su trabajo y cuando le m olestaba m ucho, solía preguntarle: «¿Cómo tiene las uñas tan limpias?» El «vecino» tuvo la im prudencia de decirle que era un «veterano», que llevaba muchos meses en la cárcel, pero tenía las uñas cuidadosa­ m ente recortadas. U na m añana, ese tipo regresó algo des­ pués que él, «del interrogatorios, según dijo, pero M an­ delstam notó que olía a cebolla y no tardó en decírselo. C uando M andelstam me dijo que lo habían tenido in ­ com unicado, el juez m anifestó que, por consideraciones hum anitarias, ese tipo de reclusión estaba prohibido y me explicó que en su calabozo había otro recluso, pero que M andelstam lo «ofendía» tanto que no tuvieron más rem e­ dio que trasladarlo. «¡Qué solicitud!», apostilló M andels­ tam , y así term inó la conversación sobre ese tem a. En el prim er interrogatorio, M andelstam reconoció la paternidad de los poem as im putados, por lo cual el papel del falso preso no podía reducirse al descubrim iento de los hechos que se trata de ocultar al juez. Entre las misiones de esas personas está, sin duda, la de asustarles y fati­ garles, a fin de hacerles poco grata la vida. Antes de 1937, privaba la tortura moral, psicológica, que fue sustituida más tarde por la física, por lo más prim itivo como, por ejem plo, las palizas. Después de 1937, no volvió a hablar­ se de incomunicación, sea con chivatos o sin ellos. Tal vez las personas que en 1937 merecían la incomunicación ja­ más salieron vivas de Lubianka. M andelstam sufrió la tortura física que se em pleó siempre en nuestro país, Aplicaban, en prim er lugar, el sistema de no dejarle dorm ir. Cada noche lo llevaban al interrogatorio, que se prolongaba varias horas. La mayor parte de la noche no se dedicaba al interrogatorio pro­ piam ente dicho, sino a la espera ante la puerta del des­ pacho del juez instructor, bajo la vigilancia de los guar­ dianes. U na noche, y pese a no haber interrogatorio, lo despertaron y lo condujeron al despacho de una mujer procuradora, quien lo m antuvo a la espera muchas horas y acabó preguntándole si tenía algún motivo de queja. Lo absurdo de quejarse era tan evidente que M andelstam no

utilizó esc derecho. Lo llevaron ante ia procuradora por puro formalismo y con el fin de m antenerlo despierto la noche que el juez había elegido para descansar. Esas aves nocturnas llevaban un tren de vida salvaje, pero conseguían dorm ir, aunque a horas distintas que las per­ sonas corrientes. La tortura del sueño y el deslum brador foco de luz dirigido a los ojos son conocidos por todos cuantos han recorrido ese cam ino... D urante la entrevista, observé que M andelstam tenía los párpados inflamados y le pregunté qué le pasaba en los ojos. El juez se apresuró a responderm e, diciendo que había leído demasiado, pero no tardó en ponerse de m a­ nifiesto que no se perm itían ni libros ni papel en la celda. D urante todos los años posteriores tuvimos que estar cu­ rando sus párpados, pero no conseguimos la curación to ­ ta l... Mandelstam me aseguró que la inflamación no era debida solamente al foco, sino a un líquido m uy cáustico que le echaban en los ojos cada vez que se acercaba a la m irilla del calabozo. En Mandelstam toda inquietud se transformaba siempre en m ovim iento y al quedarse solo, se agitaría en ella como u n poseso... Me contaron que la mirilla está protegida por dos gruesos cristales y por ello es imposible que le echasen ningún líquido. Tal vez eso per­ tenezca a sus recuerdos falsos, pero, ¿es suficiente, acaso, la simple luz de un foco para causar una enferm edad tan duradera? Le daban comida salada, pero no le servían agua; este era un procedim iento habitual en Lubianka. Cuando pedía agua al centinela que estaba junto a la mirilla, lo llevaban a la celda de castigo y le ponían camisa de fuer­ za. Jam ás había visto antes una camisa de fuerza y por ello m e propuso que comprobáramos este hecho del siguiente m odo: anotó el aspecto que tenía y fuimos al hospital pa­ ra ver si la descripción coincidía. Resultó exacta. D urante la entrevista, observé que tenía las muñecas vendadas: «¿Qué te pasa en las manos?», le pregunté. Mandelstam dio la callada por respuesta, pero el juez me largó un discurso am enazador, diciendo que él había lle­ vado a la celda objetos prohibidos y qué eso estaba pena­ do p or el artículo tal y cual... Resultó que Mandelstam se había cortado las venas y que el arm a em pleada fue una hoja de afeitar. K uzin, puesto en libertad después de dos

meses de encierro gracias a la intervención de u n chequista entusiasta de la entom ología, contó a M andelstam que en esas circunstancias lo que más se echa de menos es un cuchillo o u n a hoja de afeitar. H abía leído, incluso, el m odo de disponer de una hoja de afeitar para u n caso se­ m ejante: la escondería en la suela del zapato. M andelstam convenció a un zapatero conocido para que le metiese en la suela varias hojas de afeitar. Sem ejante previsión form a­ ba parte de nuestras costumbres. A mediados de la década de los años veinte, Lozinski ya nos había enseñado un saco que tenía preparado por si acaso lo detenían. Los inge­ nieros y los miem bros de otras profesiones «amenazadas» hacían lo mismo. Lo asombroso no era el que tuvieran preparados los sacos destinados a la cárcel, sino el hecho de que eso no nos causara ninguna im presión, que nos pa­ reciera com pletam ente natural que pensasen en el futuro y que reconociéramos su m érito por hacerlo... Así era nuestra existencia diaria y la hoja de afeitar perm itió a Mandelstam abrirse las venas: desangrarse no es una m ala m anera de abandonar esta vida nuestra... La destrucción de la m ente se llevaba a cabo en Lubíanka en todos los sentidos, sistemáticamente y como nuestros organismos eran tam bién una institución b u ­ rocrática y nada se hacía sin «instrucciones», es de suponer que tam bién para ello existían instrucciones pertinentes. N ada se puede explicar por los instintos de un personal malévolo, aunque, como es natural, elegían personas ade­ cuadas; pero ese mismo personal podía ser bondadoso al día siguiente en el caso de recibir las instrucciones corres­ pondientes... Entre la gente libre circulaba el rum or de que Yagoda había m ontado laboratorios secretos con di­ versos especialistas que hacían variados experimentos a ba­ se de discos, narcóticos, hipnotism o. Com probar esos ru ­ mores resulta imposible. Era tal vez, el producto de nuestra enferm iza imaginación o de fábulas consciente­ m ente divulgadas a fin de m antenernos bien su jeto s... M andelstam oía en su calabozo una lejana voz fem eni­ na que le había parecido ser la mía. Eran quejas, lamentos y apresurados relatos. Entonces es cuando creyó que tam ­ bién yo estaba detenida, como se lo insinuó el ju e i ins­ tructor durante los interrogatorios. C uando hablábamos de ello, no sabíamos a ciencia cierta si esa voz era produc­

to de una alucinación auditiva. ¿Por qué no pu do captar las palabras? Cuando sufría alucinaciones auditivas distinguía las palabras con gran claridad; muchísimas per­ sonas que en aquellos años pasaron por la cárcel interior, habían oído las voces y los gritos de sus esposas, que luego resultó que no fueron detenidas. ¿Cabe suponer, que to­ dos padecieran de alucinaciones? Y si era así, ¿a qué se debían? Se com entaba que en los arsenales de la policía secreta había discos con voces fem eninas típicas para espo­ sas, madres, hijas, que se utilizaban para quebrantar la moral del d etenid o ... Después de que los refinados siste­ mas de tortura y los m étodos psicológicos fueron susti­ tuidos por otros m ucho más primitivos, nadie volvió a quejarse de que había oído la voz de su m ujer. Conozco asimismo procedimientos más brutales: enseñaban por una rendija a un hom bre apaleado, lleno de sangre, con u n aspecto horrible y le decían a la detenida que era su m arido o su hijo. Pero en aquella época nadie se refirió a las voces que oía a lo lejos... ¿Existirían de verdad esos discos? N o lo sé y no hay a quién preguntárselo. Como M andelstam, una vez fuera de la prisión, continuó ten ien ­ do alucinaciones, me inclino a pensar que esa voz tam bién pertenecía a las voces internas que le atorm entaron en Cherdiñ. En cam bio, hasta el día de hoy se sigue h ablan­ do de laboratorios de narcóticos. Todos esos métodos son posibles sólo allí donde la rela­ ción entre el preso y el m undo exterior queda totalm ente cortada desde el m om ento de la detención. El preso no sa­ be nada de las personas que dejó en libertad, a excepción de su firm a en el libro de las entregas, pero no todos, ni m ucho menos, tienen derecho a recibir paquetes. El p ri­ m er m edio que se em plea para influir en el preso es prohibirle todo paquete, ese últim o vínculo que le rela­ ciona con el m undo. Por eso, en una vida como la nuestra, era m ejor no tener afectos: ¡Cuánto más fuerte se siente la persona que no tiene motivos para acechar lo que dice el juez de instrucción durante el interrogatorio, o tra­ tar de adivinar en sus alusiones o silencios el destino de las personas queridas! Es m ucho más difícil quebrantar la moral de un solitario; le resulta más fácil concentrarse en sus propios intereses y m antener una línea sistemática de defensa. Pese a que la sentencia está decidida de antem a­

no, una defensa inteligente juega algún papel. Un amigo m ío logró ser más astuto que el juez instructor que, a d e­ cir verdad, era de provincias. Después de una larga resis­ tencia, accedió a firmar en su celda todas las fábulas que le adjudicaban. Le entregaron papel y escribió todo cuan­ to le exigió el juez, pero no puso su firm a al pie del escri­ to; el juez lleno de alegría, no reparó en ese detalle. Mi amigo nació con suerte, sin duda alguna, porque fue en­ tonces cuando destituyeron a Ezhov. Su causa no tuvo tiem po de llegar a las instancias superiores y logró su revi­ sión, pues la falta de la firma invalidaba sus declaraciones. Fue uno de los pocos afortunados que recobraron la liber­ tad u na vez caído Ezhov. Pero no basta con nacer con suerte; se recomienda, adem ás, no perder la cabeza y los que mejor logran hacerlo son los solitarios...

Jristoforóvich El juez de instrucción en el sum ario de M andelstam , el fa­ moso Jristoforóvich, era una persona no falta de esnobis­ mo; parecía sentir cierto placer por su misión de am edren­ tar y quebrantar la m ente. Procuraba dem ostrar con todo su aspecto, forma de mirar y entonación que el reo era u n a nulidad, una bestia despreciable, un detritus del gé­ nero hum ano. «¿Por qué se engalla tanto?, ¿De qué pre­ sume?», nos habríam os preguntado de tropezar con él en una situación normal, pero durante los interrogatorios nocturnos el individuo debe sentirse anonadado por esa m irada o, por lo menos, darse plena cuenta de su propia im potencia. Tenía toda la actitud de un hom bre de raza superior, que desprecia la debilidad física y los miserables prejuicios intelectuales. D em ostraba ese aserto su bien entrenada apostura y hasta yo, que no estaba asustada, sentí durante la entrevista cómo iba dism inuyendo gra­ dualm ente bajo su m irada. Pero ya entonces intuía que todos esos Jristoforóviches, Sifgridos, descendientes de los superhom bres no soportan ninguna prueba y pierden to ­ talm ente la cabeza al encontrarse en nuestra situación. Son magníficos tan sólo ante el indefenso y saben despe­

dazar perfectam ente a la víctima de turno caída en su ce­ po. El esnobismo del juez instructor no se lim itaba a su m o­ do de portarse; se perm itía, a veces, salidas de clase supe­ rior, con regusto a salones literarios. La prim era genera­ ción de chequistas jóvenes, reemplazada y aniquilada en 1 9 3 7 , se distinguía por sus gustos m odernos, m uy refina­ dos, y su debilidad por la literatura, tam bién de m oda na­ turalm ente. En m i presencia le dijo a M andelstam que a un poeta le convenía conocer la sensación del miedo: «Usted m ism o m e dijo que favorece !a inspiración»; así, pues, «recibirá usted en su más com pleta m edida esta estim u­ lante sensación»... Ambos nos dimos cuenta que Jristoforóvich usaba el futuro —recibirá— y no el pasado: reci­ bió. ¿En qué salones literarios se habría inspirado el juez instructor para usar ese léxico? T anto M andelstam como yo tuvimos la m ism a im pre­ sión con respecto a Jristoforóvich; él lo expresó del si­ guiente m odo: «Ese Jristoforóvich lo tiene todo cabeza abajo y vuelto al revés». Los chequistas eran, en efecto, un destacam ento de vanguardia de «hombres nuevos» que so­ m etieron todos los valores hum anos habituales a una radi­ cal y sobrehum ana revisión. Fueron sustituidos por hombres de u n tipo físico totalm ente distinto que carecían, en general, de todo valor, revisado o no. El procedim iento básico em pleado por el juez para asustar a M andelstam resultó ser de lo más primitivo: le citaba un nom bre cualquiera, el m ío, el de Ajmátova o el de su herm ano Evgueni y le decía que habíamos hecho declaraciones... M andelstam trataba de averiguar si las personas mencionadas estaban detenidas; el juez no se lo negaba, pero tampoco lo afirmaba. Sin embargo, y como sin querer, le hacía entender que «ya los tenemos», para m om entos después negar sus propias palabras. «Yo no le dije eso». La ignorancia en estos casos es siempre destructi­ va para el reo y sólo es posible en nuestras condiciones de reclusión. Jristoforóvich, al jugar al ratón y a! gato con M andelstam, insinuándole tan sólo que sus familiares y amigos estaban detenidos por su culpa, llevaba la instruc­ ción desde u n nivel muy alto ya qu e, habitualm ente, se solía manifestar al detenido, sin necesidad de jugar a na­ da, que todos estaban ya detenidos, aniquilados, interro­

gados y fusilados... Y luego, ya m etido en la celda, averi­ gua si eso es verdad o m entira... El juez de instrucción, «especialista en literatura*, alar­ deaba constantem ente de su excelente información; nos daba a entender que nos conocía a todos y que sabía al dedillo «nuestros asuntos». Procuraba hacernos creer que todos nuestros amigos lo visitaban y que para él eran bien sabidos nuestros más secretos entresijos. A muchos no los nom braba por sus nom bres, sino que se valía de algún in ­ dicio característico; «el bigamo», «el expulsado», a una de las mujeres que nos visitaba, «la teatralera»... Estos tres apodos los utilizó delante de mí durante la entrevista, p e­ ro M andelstam me contó que tenía sobrenom bre para otros muchos. Con ello, además de mostrarnos lo bien en­ terado que estaba, conseguía otra cosa: los agentes de la policía secreta nunca son designados por sus nombres ver­ daderos, sino por apodos. Al nom brar a esas personas por sus apodos, echaba sobre ellos como u na sombra. Es muy característico el hecho de que el suicida de Tashkent, se­ gún su hija, tam bién «conocía a todos e inventaba apodos para cada uno».., A M andelstam los motes no le im pre­ sionaban en absoluto: com prendía lo que el juez instruc­ tor trataba de conseguir con ello. M andelstam afirm aba que el juez en su trabajo era un burócrata rutinario y esquemático. Nuestra jurisprudencia presuponía que cada clase e incluso cada determ inada ca­ p a social se caracterizaba por su «forma de hablar». Se dice que las fuerzas científicas de Lubianka habían confec­ cionado listas interm inables de esas conversaciones de clase y a base de ellas trataba el juez instructor de «pescar» a M andelstam: «Dijo usted a Fulano de Tal que le gustaría más vivir en París que en Moscú»... Consideraban que M andelstam, como escritor burgués e ideólogo de las cia­ ses a extinguir, tenía que anhelar el retorno al seno de esas clases. El hipotético interlocutor se bautizaba con el prim er nom bre que se les ocurría, pero debía ser obligato­ riam ente un nom bre muy extendido, como Petrov o Ivanov o, en caso de necesidad, G uinzburg o Rabinóvich. El procesado, que hacía las veces de cobaya, solía estremecer­ se y revisar convulsivamente a todos los Petrov o Rabinó­ vich a quienes podía haber confiado su recóndito anhelo de ir al extranjero. Según nuestra jurisprudencia, semejan-

te deseo, si no u n delito total, supone una circunstancia agravante que, a veces, puede costar cara y ser castigada por cualquier artículo del código. El deseo de ir a París re­ vela, en todo caso, la clase a la cual pertenece el reo y este hecho, en nuestra sociedad sin clases, tiene su im portan­ cia... A este tipo de preguntas esquemáticas pertenece la siguiente: «¿Se quejó usted a Fulanito de que antes de la Revolución ganaba escribiendo más que ahora?» Como es natural, Mandelstam no picaba en ese cebo. El procedi­ m iento era, indudablem ente, tosco, pero ellos no precisa­ ban de grandes refinam ientos. ¿Para q ué?... «Dadnos al hom bre, que la acusación ya la encontrarem os...» Jristoforóvich llevaba el sumario como si preparase un «proceso», cosa que mencionó durante la entrevista: «He­ mos decidido no incoar la causa», etc... De acuerdo con lo habitual en nuestro país, había m aterial más que suficien­ te para el «sumario» y esto habría sido m ucho más pro­ bable que lo sucedido. Jristoforóvich exigía que se le explicase cada palabra del poem a que se juzgaba. Lo que más le interesaba era conocer el motivo que le impulsó a escribirlo. La respuesta de M andelstam le dejó estupefac­ to: le dijo que odiaba el fascismo más que nada. Esta respuesta se le escapó involuntariam ente sin duda, ya que no pensaba confesarse con el juez, pero cuando se lo dijo todo le daba lo m ism o, había renunciado ya a to ­ d o ... El juez instructor lanzaba rayos y centellas, como le correspondía hacer, gritaba y exigía que Mandelstam le explicase dónde veía el fascismo en nuestro país, esta frase la repitió delante de m í durante la entrevista, pero, ¡cosa sorprendente!, se contentó con una respuesta evasiva y no trató de precisar nada. M andelstam intentó persuadirme de que en toda la conducta del juez había cierta am bi­ güedad y que a pesar de su tono feroz y de sus amenazas se notaba su odio por Stalin. N o lo creí, pero cuando en 1938 supimos que tam bién él había sido fusilado, nos quedam os muy pensativos. Tal vez Mandelstam percibió algo que un hom bre sensato y sereno no hubiera descu­ bierto; u n a persona sensata y serena está siempre esclavi­ zada por ideas preconcebidas. Es difícil imaginar que el todopoderoso Yagoda con su tem ible aparato hubiera claudicado sin lucha alguna ante Stalin. En 1934, cuando se instruía el sumario contra Mandelstam por sus poemas,

era ya generalm ente sabido que Vyshinski hacía labor de zapa contra Yagoda. D ebido a nuestra increíble ceguera — ¡he aquí el poder de las ideas preconcebidas!— captá­ bamos con interés los rumores acerca de la pugna entre el fiscal y el jefe de la policía secreta, pensando que Vyshins­ ki, como jurista profesional, acabaría con la autocracia y el terror de los tribunales secretos. Y eso lo pensábamos no­ sotros, que ya sabíamos por los procesos de los años veinte lo que se podía esperar de Vyshinski... En todo caso, para los partidarios de Yagoda, en particular para Jristoforó­ vich, era evidente que la victoria de Vyshinski no les sería beneficiosa y ellos, naturalm ente, com prendían qué tortu­ ras y escarnios tendrían que soportar antes de sucumbir. C uando dos grupos se disputan el derecho a disponer sin ningún control de la vida y la m uerte de sus conciudada­ nos, todos los vencidos están condenados a la extinción, y tal vez M andelstam hubiera descubierto de verdad los ocultos sentim ientos de su férreo ju e z . Pero la sorprenden­ te particularidad de aquella época era que todos esos nuevos personajes, los que m ataban y acabaron por ser m atados, no reconocían más que su propio derecho a p e n ­ sar y a juzgar. C ualquiera de ellos habría reído a carcajadas si supiera que el hom bre a quien se le caían los pantalones y que carecía de toda entonación teatral, aquel mismo hom bre que era llevado bajo custodia a la presencia de ellos a cualquier hora del día y de la noche, no dudaba, pese a todo, de su derecho a escribir librem ente. Parece que a Yagoda le gustó tanto el poem a, que se ío aprendió de m em oria (fue él quien se lo recitó a Bujarin cuando ya es­ tábam os en Cherdiñ), pero habría acabado con toda la li­ teratura, la pasada, la presente y la futura, de haberlo considerado conveniente para su persona. Para estos asombrosos tipos hum anos la sangre era Jo mismo que el agua. Todos podían ser reemplazados a excepción deJ so­ berano vencedor. El sentido de la vida hum ana radica en la utilidad que presta al soberano y a su camarilla. Los h á­ biles agitadores que ayudaban a inculcar en el pueblo el entusiasm o por el soberano merecen ser mejor pagados que la restante chusma. Tam bién se puede favorecer en ocasiones a algún amigo personal. El papel de H arun Al Raschid y sus trucos gustaban a todos, pero nuestros sobe­

ranos no perm itían que nadie se inmiscuyera en sus asun­ tos y tuviese su propia opinión. D esde ese punto de vista, la poesía de Mandelstam se consideraba como un auténti­ co crimen: era la usurpación del derecho de las autorida­ des a la palabra y al pensam iento. Para los enemigos de Stalin, al igual que para su camarilla, esa sorprendente se­ guridad pasó a integrar sus cuerpos y almas: el derecho a opinar se determ ina y seguirá determ inándose por la posi­ ción jurídica, la categoría y el rango. Hace m uy poco Sur­ kov m e explicaba cuál era el fallo de la novela de Paster­ nak: Zhivago no tenía derecho a enjuiciar nuestra reali­ dad. N o le habíam os concedido ese derecho. Jristoforóvich no podía reconocer que Mandelstam tuviera ese derecho. El propio hecho de escribir poesías era calificado por Jristoforóvich de «acción» y las poesías de «documento». D urante la entrevista m e hizo saber que jamás había visto un «documento» tan monstruoso e increíble. Mandelstam reconoció que había leído ese poem a a ciertas personas, en total a once, incluyéndome a m í, a dos herm anos, el mío y el suyo, y a Ajmátova. El juez trataba de sonsacarle esos nombres uno por u n o , citando a las personas que frecuen­ taban nuestra casa y pudim os darnos cuenta de que estaba realm ente bien inform ado de nuestro entorno inm ediato. M andelstam m e dio los nombres que figuraban en el su­ mario a fin de que pudiese prevenir a todos. N inguno de ellos sufrió persecución alguna, pero el susto fue mayúscu­ lo. No cito esa lista para que nadie tenga la tentación de buscar entre ellos al traidor. El juez se interesó por cono­ cer la reacción de cada uno de ellos ante el poem a, M an­ delstam afirmó que todos le rogaron que olvidase esos ver­ sos y que no se expusiera él a la perdición ni expusiera a nadie por esa causa. Además de esos once, habían oído el poem a otras siete u ocho personas, pero el juez no citó sus nom bres y por ello no figuraron en el sumario. No se m encionó, por ejem plo, ni a Pasternak ni a Shklovski. M andelstam firmó las actas sin leerlas, cosa que le estu­ ve reprochando todos aquellos años. El juez tam bién se lo recriminó delante de mí. «Probablem ente confía en usted», le dije iracunda... Y sigo pensando que en ese sentido podía confiar en el juez: la acusación, teniendo en cuenta nuestras condiciones, estaba más que justificada, había suficientes datos para diez personas y por ello no

haría ninguna falta inventar algo complem entario. Mandelstam observó que al principio dé la instrucción el juez se m ostraba mucho más agresivo que al final de la m isma. Dejó incluso de calificar como acto terrorista el hecho de haber escrito un poem a contra Stalin y de am e­ nazarle con el fusilam iento. Al principio, hablaba de eje­ cutar no sólo al autor sino tam bién a «todos sus cómplices*, es decir, a las personas que lo habían oído. C om entando esa suavización, decidimos que se debía a la orden de «conservar». N o vi al juez instructor en la prim e­ ra fase —la am enazadora— , y me pareció terriblem ente agresivo durante Ja entrevista. Pero así es la profesión y, seguram ente, no sólo en nuestro país. El juez se interesó tam bién por la actitud de M andels­ tam ante el poder soviético y él Je contestó que estaba dis­ puesto a colaborar con cualquier institución soviética a ex­ cepción de la Cheka. No lo dijo por valentía o bravucone­ ría, sino por su total incapacidad de m aniobrar. Tengo la impresión de que esa excesiva incapacidad constituyó un enigm a para el juez, enigm a que no fue capaz de des­ cifrar, U na tal manifestación y hecha, además, en su des­ pacho, se la podía explicar tan sólo por estupidez, pero no había tenido ocasión de tratar a estúpidos semejantes; tenía un aire evidentem ente perplejo cuando citó esa res­ puesta durante la entrevista. Mandelstam y yo recordamos ese episodio cuando Ezhov estaba en pleno apogeo y se publicó en «Pravda» un artículo de Marieta Shaguinián en el cual contaba cómo los reos se confiaban gustosos a sus jueces y «colaboraban con ellos» durante los interrogato­ rios... Eso, en opinión de Shaguinián, se debía al gran sentim iento de responsabilidad propio del hom bre soviéti­ co... N o sé si Shaguinián escribió ese artículo por su pro­ p ia voluntad o ateniéndose a las «instrucciones», pero sea como fuere, no conviene olvidarlo. En su caída y barbarie los escritores superaron a todos. Todavía en 1934, Ajmátova y yo nos enteram os de lo que contaba el escritor Pavlepko: por curiosidad aceptó la invi­ tación de un amigo suyo, juez de instrucción encargado del sumario de Mandelstam, y asistió a un interrogatorio nocturno. Se había escondido, bien en un armario, bien entre unas hojas de puerta doble. En el despacho del juez vi varias puertas iguales, demasiadas para una sola habita­

ción. Luego nos explicaron que algunas dan paso a unos armarios fingidos y otras sirven de salida de emergencia. La arquitectura m oderna, científicamente pensada, de se­ m ejantes edificios tiene por misión la de proteger y garan­ tizar la vida del juez instructor que la arriesga en la lucha por el orden jurídico contra el reo, en el caso de que in ­ tente escapar o atacar a un Jristoforóvich. Pavlenko contaba que M andelstam, durante el interro­ gatorio, tenía u n aspecto lastimero y confuso, que se le caían los pantalones — no hacía más que sujetárselos— , que contestaba intem pestivam ente, que ni una sola de sus respuestas era clara y precisa, que decía cosas absurdas, se movía nerviosamente, daba saltos como u n pez en la sar­ tén , etc., etc... La opinión pública en nuestro país se tra­ bajaba para que defendiese al fuerte contra el débil, pero lo hecho por Pavlenko supera todo lo imaginable. N ingún Bulgarin * se habría atrevido a tanto. Además, en el círculo de la literatura oficial, de la cual form aba parte Pavlenko, habían olvidado por completo que al reo sólo se le podía acusar de dar testimonios falsos para complacer a los superiores y salvar la propia piel, pero no de tener m iedo y estar confuso. ¿Por qué debem os ser tan valientes para soportar todos los horrores de las cárceles y los cam ­ pos del siglo X X ? ¿Caer cantando en los barrancos y las fo ­ sas com unes?... ¿Asfixiarnos valientem ente en las cámaras de gas?... ¿Viajar con u n a sonrisa en los labios en vagones-jaulas?... ¿Mantener conversaciones de salón con los jueces acerca del papel del m iedo en la creación poéti­ ca?... ¿O bien manifestar deseos de escribir poesías en es­ tados de furia e indignación?... Pero el miedo que es compañero de la creación poética nada tiene de com ún con el miedo ante la policía secreta. Cuando aparece e! tem or prim itivo ante la violencia, la destrucción y el terror, desaparece el otro m iedo, el temor misterioso ante la propia existencia. De ello habló con fre­ cuencia M andelstam: con la revolución, que ante nuestros ojos vertió torrentes de sangre, desapareció ese m iedo.

' Fadéi Bulgarin (1789-1859), escritor y agente de la policía ¿arista. (N . d e la T .)

Quién tiene la culpa La prim era pregunta que le hizo el juez de instrucción fue la siguiente: «¿Por qué cree que le han detenido?» Des­ pués de una respuesta evasiva, el juez le propuso que re­ cordase las poesías que podían haber servido de motivo para el arresto. M andelstam recitó sucesivamente «El lobo», «La vieja Crimea» y «La vivienda», confiando que se contentaría con eso: cualquiera de esas poesías sería sufi­ ciente para enviar a la cárcel a su autor. El juez instructor no conocía ni «La vieja Crimea» ni «La vivienda» y los ano­ tó inm ediatam ente. M andelstam le recitó «La vivienda» suprim iendo ocho versos y de esa form a apareció en la lis­ ta de Tarasenkov, A continuación el juez sacó de una car­ peta una hoja, describió el poem a dedicado a Stalin y leyó varias estrofas. M andelstam reconoció ser el autor. El juez exigió que le recitara el poem a. Después de escucharlo, observó que la prim era estrofa de su copia era diferente y leyó su variante: «Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies, nuestras palabras no se oyen a diez pasos. Se oye tan sólo al m ontañés del K rem lin, asesino y devorador de raujiks». M andelstam le explicó que se trataba de la prim era variante. El juez le hizo copiar de nuevo el poem a y se guardó el autógrafo en su carpeta. M andelstam vio la copia que le presentó el juez, pero no podía recordar si la tuvo en sus manos y si había leído con sus propios ojos lo escrito allí. Estaba tan aturdido en aquellos instantes que no recordaba nada. Por ello queda sin resolver el problem a de cómo fue rem itido el poem a a la policía secreta, si por entero o por partes y tam bién si estaba correctamente copiado. Entre las personas que habían oído el poem a, muchos podían haber retenido esos dieciséis versos desde la prim e­ ra lectura, incluso habiéndoselo oído sólo una vez. Re­ cuerdan fácilmente los versos sobre todo las personas que los escriben, pero en este caso son casi siempre inevitables ligeras deformaciones, sustituciones de palabras, om i­ siones... Si Mandelstam hubiera descubierto esas deform a­ ciones habría podido asegurar que el poema fue dado a los organismos de seguridad por un hom bre que lo había oído y no copiado, y salvar de esa responsabilidad a la

única persona a quien se perm itió copiarlo en su prim era variante. Pero no tuvo la suficiente sangre fría para hacer esta verificación. Era fácil decidir en fechas posteriores, es­ tando ya en Voronezh, qué se debía haber hecho y cómo tenía uno que haberse portado. Ahora suelo oír con bas­ tante frecuencia diversos relatos de cómo personas valero­ sas daban cien vueltas a los jueces instructores y se las hacían pasar m oradas... ¿No sería el fruto de posteriores reflexiones respecto a lo que se debía haber hecho y cómo tenía uno que haberse portado? La indiferencia de Mandelstam tenía otra explicación: no deseaba en m odo alguno desenmascarar al traidor y no estaba nada seguro de tener tiem po para ello. Vivíamos en un m undo donde «todos eran llamados allí», para dar in ­ formación sobre nuestras ideas y sentimientos. Convoca­ ban a mujeres, guapas y feas, designando distintas fu n ­ ciones a unas y otras, tentándolas con recompensas tam ­ bién distintas. Llevaban a personas con biografías com pro­ metidas, aquejadas de taras morales; a unos los asustaban diciéndoles que eran hijos de altos dignatarios del régi­ m en anterior, de banqueros u oficiales; a otros les prom etían protección y m ercedes... Se aprovechaban de personas que tem ían perder su puesto o de los que soña­ ban con hacer carrera y tam bién de aquellos que nada querían ni nada tem ían, y de los que estaban dispuestos a to do... Al convocarlos no sólo perseguían la información: nada liga tanto a la gente como el crim en com partido. Cuanto mayor sea el núm ero de personas com prometidas, manchadas, implicadas, cuantos más chivatos, traidores y delatores, tanto más partidarios habrá de que el régimen dure milenios. Y cuando todos saben que eso existe, que lo «llaman a uno allí», la gente pierde la capacidad de co­ municarse, los vínculos entre las personas se debilitan, ca­ da uno se m ete en su rincón y se calla. En eso radica, pre­ cisamente, la inapreciable ventaja de las autoridades. H abían apelado a los sentimientos filiales de Kuzin: «Su madre no sobrevivirá si lo detenem os»... El respondió que deseaba la muerte de su madre y su interlocutor quedó estupefacto ante sem ejante insensibilidad. Fue ese mismo quien lo am enazó con hacer correr el rum or de que «estaba reclutado y así no podría mirar de frente a nadie»...

El pintor B., hom bre sin tacha, querido por todos no­ sotros, acudía siempre con retraso a sus llamadas. N adie se atrevía a faltar, aunque no se trataba de convocatorias ofi­ ciales; las más de las veces lo hacían p or teléfono, como en las obras de Kafka. Ellos le reprochaban su tardanza y él respondía: «Siempre m e quedo dorm ido, cuando me espe­ ra algo desagradable»... A una am iga mía, todavía en la década de los años veinte, cuando era joven y bella, la perseguían por ia calle, fingiendo que se trataba de u n rap to ... ¡Qué cosas no hacían!... En general no citaban a la gente en Lubianka, sino en apartam entos dedicados especialmente a ello. A Jos que se negaban a colaborar, Jos m antenían allí largo rato, horas enteras, proponiéndoles que lo «pensaran». No hacían ningún secreto de Ja llamada; servía de im portantísim o eslabón en el sistema de am edrentam iento y contribuía, asimismo, a la comprobación de los sentim ientos cívicos del ciudadano... Tom aban nota de los obstinados y veni­ da la ocasión se lo hacían pagar. Los que accedían veían facilitada su carrera profesional y en casos de reducción de plantilla o depuración podían contar con la benevolencia de la sección del personal. Siempre había gente a quien llamar: iban creciendo las nuevas generaciones. Cada generación reaccionaba a su m odo ante la pro­ puesta de colaborar con la policía secreta. Los pertenecien­ tes a la generación mayor sufrían por haber accedido a fir­ mar, por m iedo, su compromiso de m antener en secreto la conversación. De mis conocidos tan sólo Zoschenko se ne­ gó a firmar ese docum ento. Las generaciones siguientes ni siquiera com prendían qué tenía de reprobable ese compromiso. Se defendían de otra m anera com pletam ente distinta: «Si llegara a saber algo, yo mismo vendría a d e­ círselo, pero yo nada podré saber porque a excepción de mi trabajo no voy a ninguna parte»... Esos relatos proce­ den de personas que se negaron a «colaborar»... A todas las cosas se les daba ese nom b re... Pero, ¿qué porcentaje se negaba? Es im posible calcularlo. D ebem os pensar que su núm ero aum entaba cuando dism inuía el terror. A de­ más de aquellos a quienes «obligaban a colaborar», había tropeles de voluntarios. Todas las instituciones estaban plagadas de denuncias; se convirtieron en un a verdadera calam idad. En vísperas del XX Congreso yo m ism a oí có­

m o el Instituto Pedagógico de Chuvashia, m i lugar de tra­ bajo, suplicaba a los profesores que dejasen de escribir de­ nuncias y les prevenía de qu e, en general, las cartas anóni­ mas no se leerían. ¿Sería eso verdad? No acabo de creerlo... D ebido a esas «convocatorias» se produjeron dos tipos de enferm edad: unos veían soplones en cualquier persona y otros tem ían que les tomasen por tales. Hace m uy poco todavía, u n poeta se lam entaba de no tener poesías de M andelstam; m e ofrecí a darle u n a copia de ellas, pero él se horrorizó, ¡no iría yo a pensar que trataba de conseguir esa copia para m andarla a Lubíanka! Cuando ofrecí a Sh. darle algunas copias de poesías, consideró un deber suyo contarme que lo «convocaban allí» y lo m artirizaban ha­ ciéndole diversas preguntas. En 1934, cuando M andelstam ya estaba en Voronezh, se presentó en casa N ., todo som­ brío y preocupado: «Dígame, ¿verdad que no cree que fui yo?». H abía venido para saber si lo considerábamos cul­ pable de la detención. El ni siquiera había oído el poema incrim inado y era, además, u n buen amigo. Se lo dije y el hom bre respiró tranquilo. C uando oíamos que una persona se expresaba con de­ m asiada libertad, solíamos interrum pirle: «¡Por Dios! ¿Qué está diciendo? ¿Por quién van a tom arle si le oyen hablar de esta manera?». A nosotros nos trataban de con­ vencer que no viéramos a nadie. Misha Zenkévich, por ejem plo, m e aconsejaba que dejase entrar sólo a las perso­ nas que conocía de toda la vida, pero le repuse con toda razón que hasta esas personas podían convertirse en algo diferente de lo que habían sido a lo largo de su existencia. Así vivíamos y por eso somos distintos a todos. U na vida así se paga m uy caro. Todos estamos afectados psíquicam ente, somos ligeram ente anormales. No estamos enfermos, pero tampoco del todo sanos: somos descon­ fiados, suspicaces, nos cuesta trabajo hablar y padecemos un sospechoso optim ism o infantil. Personas así, como nos­ otros, ¿pueden servir acaso de testigos? N o debem os olvi­ dar que en el program a de exterminio se presuponía la supresión de testigos.

El ayudante Las «Estancias» de los «Cuadernos de Vornezh» tuvieron su origen en el siguiente hecho: un tal Dligach había p u b li­ cado, en una de las revistas más im portantes, un poem a en el cual aseguraba que le bastaban para conocer al ene­ migo de clase los simples sones de su lira. En ese poema m encionaba «El cantar de las huestes de Igor», A Dligach lo conocimos en Kíev, a mediados de la dé­ cada de los años veinte, cuando un grupo de jóvenes pe­ riodistas atontaron a tal p u n to al estúpido redactor del p e ­ riódico local, que consintió en publicar varios artículos de M andelstam. En la capital ya era imposible hacerlo. La es­ posa de Dligach, u n a rubita transparente de esas que siempre emocionaban a M andelstam , había estudiado en el mismo liceo que yo. Vivíamos cerca de mis padres y en mis visitas a Kíev los veía con frecuencia. Años después, Dligach apareció en Moscú, en la redacción del «Moskovski Komsomol», donde tam bién trabajaba M andelstam. N o prosperaba en el trabajo ya que los moscovitas relega­ ban al provinciano. Un día, Dligach se presentó radiante en nuestra casa, ¡Por fin le había sonreído la suene! En­ contró una carta, perdida por uno de los dirigentes del p e­ riódico, enem igo suyo. Era la típica carta de un muchacho del campo que había ido a la capital para abrirse camino. M andaba saludos a los familiares, amigos, conocidos y ve­ cinos. Hacía saber a su m adre que los jefes le tenían apre­ cio y le estim ulaban, gracias a Dios, en su trabajo, que no quedaría sin em pleo ni se vería privado de su protección y que, con el tiem po, se colocaría aún mejor, sería recom­ pensado, le darían u n a habitación y entonces llevaría con él a algún herm ano para que tam bién él se abriese camino en la vida. La carta era com pletam ente hum ana y hablaba en ella de sus intereses personales, pero como periodista respon­ sable y komsomol *, no tenía derecho a escribir así. A de­ más, el joven m encionaba a Dios y eso estaba prohibido a los jefes del komsomol. Incluso locuciones verbales como «gracias a Dios» se consideraban manifestación de religiosi■ M iem bro de las Juventudes C om unistas. (N . d e 1* T .)

dad. Era evidente que el joven llevaba una doble existen­ cia y hablaba en dos idiomas diferentes. ¿En qué m om en­ to se pasa del idiom a oficial, burocrático y altam ente ideo­ lógico al familiar? El más prestigioso de nuestros dram a­ turgos soñaba con escribir una obra de teatro sobre ese b i­ lingüism o y ese m om ento crítico. Pero él pertenecía a la generación de Jos mayores y no logró realizar su propósito. Ardía en deseos de hacerlo y siempre preguntaba: «¿Cuándo ocurre? ¿En la calle o ya en la casa?»... Bastan­ tes años después, abordó ese tem a otro escritor, m ucho más joven, al describir la sesión de un soviet rural. En ese relato, los mujiks pasaban al idiom a oficial en cuanto so­ naba la cam panilla del presidente que daba comienzo a la sesión. Dligach se disponía a utilizar su hallazgo, la carta del bilingüe ideólogo del periódico del komsomol, para de­ senmascarar a su enemigo ante sus superiores. H abía veni­ do a casa para presumir de su buena suerte y enseñó la carta a M andelstam, Este se la arrancó de las manos y la ti­ ró a la estufa. La conducta de Dligach era típica para aquella época, finales de la década de los años veinte y comienzos de los años treinta. En su lucha por la pureza ideológica, Jos je­ fes fom entaban por todos los medios a los «valerosos de­ nunciadores» que «sin m iram iento de las categorías» ponían al descubierto los «vestigios» y restos de la vieja psicología entre sus compañeros de trabajo. Las reputa­ ciones estallaban como pom pas de jabón y los denuncian­ tes subían puestos en el escalafón burocrático. Cada diri­ gente ascendido en aquella época había recurrido a ese procedim iento, aunque sólo fuera una vez, es decir, para desenmascarar a su jefe. Ya que, de otro m odo, ¿cómo iba a ocupar su puesto? La carta podía ser de gran utilidad para Dligach, pero, con gran sorpresa nuestra, los argu­ mentos de Mandelstam hicieron m ella en él y nos abando­ nó triste, pero no enfadado, aunque sus esperanzas de un futuro mejor se quem aron en nuestra estufa. A unque, tal vez, estuviera enfadado, porque tardam os varios años en volverlo a ver depués de eso. Dligach reapareció cuando ya vivíamos en el pasaje Fúrmanov, en el invierno de 1933-34. Lo trajo Dinochka, a quien Yájontov nos había dejado en herencia: era una

actriz m enuda, extravagante, pero m uy agradable. H abla­ mos de la carta: Dligach dio las gracias a M andelstam por haberle im pedido cometer una villanía. Se ganó fácilmen­ te nuestra confianza: la vieja historia quedó olvidada... ¡Hacían tantas cosas los jóvenes de aquel entonces! ¡No se les podía estar reprochando toda la vida un solo error!... En 1933, Dligach frecuentaba tam bién a Bezymcnski: procuraba solucionar por mediación suya cuestiones de su trabajo como periodista. No se cansaba de recomendarnos que le pidiésemos consejo sobre diversos asuntos, M an­ delstam seguía indignado aún por lo ocurrido con Sarguidzhan y T olstói... Casi en vísperas de la detención, Dligach procuró convencerle de que hablase con una pro­ curadora am iga de Bezymenski y le contase la historia de la bofetada a Tolstói. No sé el significado de esa insisten­ cia, pero sé que Mandelstam leyó a Dligach el poem a de­ dicado a Stalin. Al día siguiente de la detención, m uy tem prano, nos llamó por teléfono Bezymenski. Le expliqué, metafórica­ m ente como es natural —ese idiom a nos era com prensi­ ble— , lo ocurrido aquella noche. Bezymenski lanzó un silbido y colgó. N unca nos había llam ado ni antes ni des­ pués de la detención. ¿Qué le contó Dligach sobre Man­ delstam ? ¿Sabía, tal vez, que iban a detenerlo y llamó pa­ ra comprobar? Pero, ¿por quién podía haberse enterado? ¿Q uién lo sabía? Fue Yagoda quien firmó la orden y había pasado muy poco tiem po desde que se lo llevaron, apenas un par de horas, para que se hubiera esparcido el rum or. ¿Por qué nos llamó? La últim a vez que vi a Dligach fue en nuestra casa del pasaje de Fútm anov el día de la entrevista en el despacho del juez de instrucción. Acababa de regresar y Dligach m archó en busca del dinero que yo le pedí; no regresó. C uando D inochka fue a Voronezh para vernos, Dligach le armó un escándalo mayúsculo, exigiéndole que renunciase a sus propósitos. Dinochka se indignó y rom pieron sus re­ laciones. Ya en Voronezh, D inochka nos contó llena de asombro el histerismo de su am ado y la ruptura de sus re­ laciones, que habían durado varios años. Después de la guerra, oí decir que Dligach se había ahorcado. Supongo que fue por el m iedo a la cam paña contra los «cosmopoli­ tas». Dligach no se distinguía por su valor.

M andelstam no buscaba al traidor. Decía que él mismo tenía la culpa de todo; en nuestros días no se podía tentar a la gente. N o en vano Brodski — esc mismo que en la noche del arresto permaneció sentado en el sillón— le había pedido una vez que no le leyera poesías peligrosas, ya que tendría que informar de ellas... «Si no fue Dligach sería otro», decía con sorprendente indiferencia. Fui yo quien le dio la lata con Dligach; tenía grandes deseos de echar la culpa de lo ocurrido a ese insignificante persona­ je, porque todas las demás variantes resultaban insopor­ tables. Era m ucho más fácil calumniar a Dligach que sos­ pechar de una persona íntegra a quien considerábamos amiga. Y, sin embargo, no estoy segura de que él fuera el delator. D urante el sumario, no se mencionó para nada el nom bre de Dligach. Tal vez preservaron al agente, pero cabe suponer otra cosa; los chivatos que nos visitaban no habían visto a Dligach en nuestra casa, porque habitual­ m ente nos visitaba de día con Dinochka, ya que por las tardes ella trabajaba en el teatro y, además, no se sentía a gusto entre nuestros amigos y prefería vernos a solas. Los chivatos inform aban siempre a la policía de todos los visi­ tantes: el proyector no se dirigía contra una sola persona, sino contra todo el entorno. Y en nuestro caso, Jristoforó­ vich conocía a casi todos cuantos nos visitaban. Por otra parte, ¿sería capaz Dligach de recordar de oído los dieciséis versos? Jamás le oí repetir ninguna poesía oída. Mandelstam recitó el «Poema a Stalin» una sola vez en su presencia y, en contra de su costum bre, delante de otra persona, el pintor T. El nom bre de ese pintor no salió a relucir durante el sumario. Pero no pudim os precisar lo más fundam ental: ¿qué variante oyó Dligach: con las pa­ labras «devorador de mujiks» o sin ellas? Lo más probable es que fuera sin ellas. El pintor T. nos visitaba raras veces: se presentó poco antes de la detención, cuando la primera variante fue desechada por com pleto. La única persona a quien M andelstam perm itió copiar el poem a poseía la p ri­ mera variante, pero ese hom bre, a juzgar por la trayectoria de su vida entera, está fuera de toda sospecha. ¿Le habrá robado alguien ese poem a? Esta suposición no carece de verosimilitud, mas yo creo que los caminos de circulación entre cada casa y la policía eran m ucho más primitivos.

La conducta de Dligach después de ia detención podía explicarse por cobardía o por el m iedo de ser considerado un soplón, m iedo que se había convertido en una enfer­ m edad. Teniendo en cuenta su biografía, ese era el papel que le iba m ejor, pero lo horrible del caso es que se d ed i­ caban a ello personas de las cuales no cabía esperarlo en m odo alguno. ¡Cuánta gente honorable, señoras y jóvenes de familias muy respetables, había en esa profesión! N a­ die podía dudar de ellos, eran personas inteligentes, am i­ gas de las ciencias y del arte, que se ganaban la estima ge­ neral, y tam bién la confianza de todos, por sus conversa­ ciones elevadas y sensibles. Y esas personas eran mucho más apropiadas para ese papel que el obtuso Dligach. Pe­ ro al fin y al cabo, ¡allá ellos! N o eran más que míseros insectos a los que correspondió vivir en una época terrible. ¿Acaso el ser hum ano es realm ente responsable de sus ac­ tos? Su conducta, su carácter, todo él, depende de la épo­ ca en que vive; ella es la que atenaza al individuo con dos dedos y exprime de él aquella gota de bondad o maldad que precisa. H abía, además, otro problem a: ¿cuándo se enteró la policía de la existencia del poema? Mandelstam lo escribió en el otoño de 1933 y la detención se produjo en mayo de 1934. Quizás después de la bofetada de Toístóí, las au to ­ ridades hubieran intensificado la vigilancia, interrogando de nuevo a sus agentes, y conocieran entonces la existencia del poem a. Me parece im probable que lo hubieran relega­ do al olvido durante más de m edio año. A mi juicio es in ­ concebible... Dligach em pezó a frecuentarnos relativa­ m ente tarde, a m ediados del invierno, y se ganó nuestra confianza en primavera. Y la últim a cuestión: ¿Soy culpable de no haber echado de casa a todos los amigos y conocidos? ¿De no haberm e quedado a solas con M andelstam como hizo la mayoría de mis coetáneas, buenas esposas y madres? Mi culpa queda atenuada por el hecho de que él, pese a todo, se habría escabullido de m i vigilancia y, habría leído el poem a inad­ misible —y desde nuestro punto de vista todos son inad­ misibles— al prim ero que hubiese encontrado. El régimen de autocontrol y autofreno no eran para él.

Sobre la naturaleza del milagro Vinaver, que solía ir con bastante frecuencia a Lubianka, fue el primero en saber que algo extraño ocurría en la causa de M andelstam: «Hay un am biente especial, cuchichean, van de u n lado a otro»... Lo ocurrido fue que se recibió inesperadam ente la orden de revisar la causa y dictar nueva condena: «Menos doce»*. Todo ello ocurrió con velocidad nunca vista: creo que en la revisión no se tardó más de un día o unas horas. Esa misma velocidad testim oniaba u n milagro. C uando en lo alto se apretaba un botón, la m áquina burocrática se m ostraba asombrosa­ m ente flexible. C uanto más fuerte es la centralización, más im pre­ sionante resulta el milagro. Nos alegrábamos de los m i­ lagros y los acogíamos con credulidad oriental, digna, tal vez, de la m ostrada en su tiem po por la plebe asiría. H abían pasado a form ar parte de nuestra existencia coti­ diana. ¿Quién de nosotros no ha escrito cartas a las instan­ cias superiores, al nom bre más metálico**? Y una carta así es siempre u n a petición de milagro. Ingentes m ontañas de cartas, en el caso de que se conserven, constituyen un verdadero tesoro para el historiador. En ellas se ha plasma­ do la vida de nuestra época en grado m ucho mayor que en todas las demás formas escritas, porque hablan de ofensas, daños, golpes, tram pas y fosas. Sin em bargo, pa­ ra analizarlas y extraer de toda esa morralla verbal p e ­ queñas partículas de verdad sería preciso realizar un traba­ jo titánico. No debem os olvidar que al escribir nos atenía­ mos a un cierto estilo y hacíamos gala de una refinada cor­ tesía soviética: hablábam os de nuestras desgracias con el lenguaje de los editoriales periodísticos. Pero basta con lanzar u n a ojeada a esas m ontañas de cartas dirigidas a las «alturas» para constatar sin error que había una necesidad vital de milagros o, dicho de otro m odo, que resultaba imposible vivir sin ellos. No debe olvidarse, em pero, que incluso si el milagro se realizaba, a los que escribían les es■ Esta condena significaba q u e el reo podía vivir donde quería a ex­ cepción d e 12 unidades. (N . de la T .) " El nom bre de Stalin deriva de *stal», acero en ruso. (N . de la T.)

peraba u n a amarga desilusión. Los dem andantes no esta­ ban preparados para ello, aunque la sabiduría popular siempre haya afirmado que el milagro no es más que un chispazo m om entáneo que no produce ningún resultado. ¿Q ué le queda a uno una vez realizados los tres deseos, como en los cuentos de hadas? ¿En qué se convierte al amanecer el oro que por la noche entrega el cojo? U na oblea de barro, un puñadito de polvo... Una vida feliz es la que no precisa de milagros. Lo ocurrido con M andelstam dio principio a una serie de historias maravillosas, transm itidas de boca en boca, sobre los milagros que se producían en las alturas como el trueno y la bienaventurada torm enta, suponiendo que la torm enta pued a ser bienaventurada... Pero el milagro nos salvó y nos concedió el don de tres anos de vida en Voro­ nezh. ¿Cómo se puede vivir sin milagros? ¡Im posible!... Mi herm ano Evgueni nos comunicó telegráficamente la conm utación de la condena. Enseñamos el telegram a al com andante, quien se lim itó a encogerse de hombros: «Lenta va la to rtu g a... pero algún día llegará...». Y nos re ­ cordó que ya era hora de que abandonáram os el hospital y consiguiéramos vivienda para el invierno: «Comprueben bien las rendijas. Aquí el invierno es muy duro». El telegrama oficial llegó al día siguiente. El com andan­ te, quizás, hubiera tardado algo en comunicárnoslo, pero aún antes de que él se presentara en la oficina, nos lo di­ jeron dos jóvenes: la telegrafista y la secretaria, con quienes M andelstam solía bromear y charlar. Fuimos a la oficina y estuvimos esperando al «patrón* largo rato. Leyó el telegram a delante de nosotros, pero no acababa de creerlo: «¿No serán sus parientes los que lo han escrito?... ¡Cómo voy a saberlo!». D urante dos o tres días no nos de­ jó marchar —cosa que nos causó bastante in q u ietu d — hasta que por fin recibió la confirmación de Moscú de que el telegrama era, en efecto, oficial y no enviado por los in­ geniosos parientes del deportado que había recibido bajo su guarda. Entonces nos llamó y nos propuso que eligiéra­ mos la ciudad del exilio. Teníamos que resolverlo de in ­ m ediato, en eso insistía el com andante, ya que en el te ­ legrama no se decía que podíamos pensarlo. «¡Sin dem o­ ra!», nos dijo y en presencia suya elegimos la ciudad. No conocíamos la provincia, no teníamos parientes en ningu­

na parte a excepción de las doce ciudades prohibidas y su periferia, tam bién prohibida. M andelstam recordó, de pronto, que el biólogo Leonov, de la universidad de Tash­ kent, le había hablado bien de Voronezh, de donde era oriundo. El padre de Leonov era médico de la cárcel. «Quién sabe, a lo mejor necesitamos u n médico en la cár­ cel», dijo, y elegimos Voronezh. El com andante nos firmó Jos papeles. Estaba a tal p u n to conmocionado por el curso de los acontecimientos, es decir, por la rapidez con que se revisó la causa, que se mostró de una am abilidad insólita: nos proporcionó u n carromato oficial para trasladar nuestras cosas al embarcadero. N o habríamos podido con­ seguir caballos por nuestra propia cuenta, ya que la re­ ciente colectivización acabó con todos los particulares. En el últim o instante, el com andante nos deseó toda suerte de bienes; nos debía haber considerado, probablem ente, como de los «suyos», ya que fue uno de los primeros testi­ gos del milagro venido desde «arriba»... Con la encargada de la ropa, en cam bio, las cosas ocurrieron al revés: perdió toda confianza en nosotros. ¡Qué clase de gente seriamos para que nos tratasen así! Tal era el m udo reproche que leí en sus ojos. Com o es n a­ tural, ella ni dudó siquiera de que M andelstam tenía enormes méritos ante «ellos», ya que si no fuera así, jamás lo habrían soltado de entre sus garras, pues nunca sueltan al que apresan una vez. La experiencia de esa m ujer era más profunda que la nuestra y en la gente de nuestro país se había desarrollado un egocentrismo extraño, pero muy comprensible: confiaban tan sólo en su propia experien­ cia. M andelstam deportado era de los «suyos», pero tres años más tarde sabía por experiencia propia que no todo proscrito podía incluirse en la categoría de los «suyos» y que tam bién delante de ellos había que tener muy sujeta la lengua. M andelstam am nistiado repentinam ente —para u n deportado en Cherdiñ, Voronezh es u n paraíso— se transform ó para ella en un ser extraño y sospechoso, Su­ pongo que los exiliados en Cherdiñ habrán repasado más de una vez su memoria, después de nuestra marcha, tra­ tando de recordar si dijeron algo peligroso delante de no­ sotros y discutiendo si no fuimos enviados allí adrede para averiguar sus ocultos pensamientos y secretos. No podía sentirme ofendida por ello, porque de estar yo en su lu ­

gar, habría sentido lo mismo. La perdida de la confianza recíproca es el prim er indicio de la quiebra de la sociedad bajo una dictadura de nuestro tipo y esto es, precisamen­ te, lo que trataban de conseguir nuestros dirigentes. T am bién para m í la encargada de la ropa era «ajena» y no com prendía muchas de las cosas que ella me decía. Te­ nemos unas ideas jurídicas tan deformadas, nos hallamos en u n estado tan salvaje y contem plamos el m undo con ojos can dem entes que entre los que «saben» y los que «todavía no saben» no puede haber, de hecho, ningún contacto. En aquel año memorable ya em pezaba a com prender algo, pero no lo suficiente. La encargada de la ropa aseguraba que todos los ailí desterrados lo habían sido ilegalm ente. Ella, por ejem plo, cuando la detuvieron, estaba totalm ente apartada de su partido y se dedicaba a su trabajo particular, « ¡y ellos lo sabían!». Pero yo, que era una salvaje o que m e había convertido en tal por todo cuanto me habían inculcado, no com prendía sus argu­ m entos. Si ella misma reconoce su pertenencia a un parti­ do vencido, ¿por qué se queja de estar desterrada? De acuerdo con nuestras normas, así debe ser... En aquel en ­ tonces yo pensaba así. «Nuestras normas», suponía yo en­ tonces, son crueles, terribles, pero la realidad era así y un poder fuerte no podía tolerar adversarios evidentes, au n ­ que no activos, y potencialm ente peligrosos. N o era muy sensible a la propaganda oficial, pero tam bién a m í acaba­ ron por inculcarme ideas jurídicas salvajes. N arbut, por ejem plo, resultó ser un discípulo más capaz de asimilar las normas del nuevo derecho. Desde su p u nto de vista, la deportación de M andelstam era inevitable; «El Estado tiene que defenderse, ¿no comprendes que no puede ser de otra m anera?»... N o le objetaba nada. N o valía la pena discutir y demostrar que un poem a no leído en público ni publicado equivalía a un pensam iento y que a nadie se le podía deportar por ello. Sólo la propia desgracia nos abría los ojos y nos hacía ser algo sem ejante a personas. Pero aún así se tardaba tiem po en .asimilar la lección. U n buen día tuvimos m iedo del caos y todos anhelamos de pronto u n poder fuerte, una m ano poderosa que en­ cauzara ios revueltos torrentes hum anos. Tal vez ese tem or sea el más estable de nuestros sentim ientos: no lo hemos superado todavía y se transm ite por herencia. Cada uno

de nosotros —tanto los viejos que han visto la revolución, como los jóvenes que aún no saben nada— se imagina que será la prim era víctima de la enfurecida m uch^í dum bre. Al oír el eterno estribillo de «Nosotros serem6s los primeros en ser colgados de los postes», recuerdo las palabras de G uertzen' sobre los intelectuales; decía que tenían tanto m iedo al pueblo que preferían seguir encade­ nados con tal de que al pueblo no le quitaran las atadur£LS' Nosotros queríamos rectificar el curso de la histori* acabar con tos baches en el camino para que no hubie^ nada imprevisto y todo se desarrollase de forma suave ] uniform e. Y ese anhelo preparó psicológicamente la apari­ ción de sabios capaces de señalarnos el camino a seguir. Y como había sabios, no nos atrevimos a obrar por nosotros mismos sin directivas y esperamos indicaciones precisas y recetas exactas. Y puesto que ni yo, ni tú, ni él, somos ca­ paces de confeccionar una mejor lista de recetas, tenemos que dar las gracias por la que nos sum inistran desde arri­ ba. Sólo podem os atrevernos a pedir consejo en algún que otro caso particular, por ejemplo, ¿pueden recurrir los ar­ tistas a diferentes estilos para el cum plim iento de un en­ cargo social? Nos gustaría m ucho... Ciegos como éramos, fuimos nosotros mismos los que defendim os la unanim i­ dad de criterios, ya que en cada divergencia, en cada opi­ nión particular, veíamos aparecer de nuevo la anarquía y el indescriptible caos. Y nosotros mismos contribuim os, con nuestro silencio o nuestra aprobación, a que el poder fuerte cobrase bríos y se hiciese más poderoso para defen­ derse de sus detractores: u n a m ujer encargada de la ropa en u n hospital, un poeta, un charlatán. Y así vivíamos, así cultivábamos nuestra inferioridad hasta que nos convencimos en nuestra propia piel de lo frágil que era el bienestar. Tan sólo en nuestra propia piel, porque no confiábamos en la experiencia ajena. Era­ mos, en efecto, seres inferiores y no se nos pueden exigir responsabilidades. Y sólo nos salvan los milagros.

Hacia Voronezh Nos hicieron entrega de los docum entos con el sello de la institución más influyente de la URSS y tuvimos el de­ recho de adquirir los billetes en la taquilla del ejército. Era una ventaja increíble en aquel tiem po, ya que todas las estaciones y embarcaderos estaban atestados de una m uchedum bre oscura y som bría que se pasaba semanas enteras esperando ante las taquillas de venta de billetes. Era una m ultitu d hosca que le recordaba a uno las épocas de migración de los pueblos o la evacuación... En el em ­ barcadero de Perm se disponían familias enteras sobre sa­ cos, trapos, junto a los baúles de m adera, ornados de tos­ cos dibujos laqueados; a veces form aban tribus o clanes de personas andrajosas, de rostros ennegrecidos. Ju n to a la ri­ bera, en hoyos cavados en la arena, había carbones encen­ didos: allí cocinaban las gachas para los niños. Los adultos masticaban cortezas de pan que llevaban de reserva en los sacos: el pan seguía racionado. El proceso de expropiación de los kulaks* había movido a ingentes masas hum anas que recorrían el país en busca de un lugar m ejor, sin dejar de suspirar por sus abandonadas isbas. Pero, en realidad, no se podía hablar de expropiación de ios kulaks; hacía tiem po ya que fueron deportados y asentados en sus lugares de destino. Los de ahora eran gentes de la periferia que aguijoneados por el temor habían abandonado sus lares y vagaban por todo el país; se dirigían a cualquier parte con tal de alejarse de su aldea n atal... Hemos conocido muchas migraciones forzosas y algunas voluntarias de pueblos: la guerra civil, el ham bre en las regiones del Volga y de Ucrania, la expropiación de los kulaks, la evacuación. Hasta el comienzo mismo de la guerra, las estaciones estaban aún abarrotadas de campesi­ nos que habían abandonado sus lugares natales, Después de la guerra, la gente volvió a moverse, pero no en ese n ú ­ mero, en busca de pan y trabajo. Toda fam ilia que conta­ ba con algún hom bre ansiaba llegar allí donde, según ru ­ m ores, habían pan y dem anda de m ano de obra. A veces

' C am pesino acom odado. (N. de la T.)

el traslado se h a d a organizadam ente, es decir, por contra­ to previo. Pero en cuanto la gente se convencía de que lo nuevo no era m ejor que lo dejado, m archaba a otra parte o regresaba a sus lares. Todo traslado forzoso — de clases o nacionalidades— provocaba oleadas de emigrantes volun­ tarios. Los niños y los viejos morían como moscas. Las migraciones forzosas son algo absolutam ente nuevo que nos trajo et siglo XX. ¿O quizás se rem onten a los conquistadores egipcios y asirlos? Vi trenes repletos de hom bres barbudos de Ucrania y K ubañ, luego vagones de ganado precintados que se dirigían al lejano O riente lle­ nos de exiliados, luego trenes con alemanes del Volga, con tártaros, polacos, estonianos... Y de nuevo vagones-jaula con deportados. Circulaban siempre, algunas veces con mayor frecuencia, otras con m enor... De un m odo algo distinto salieron los aristócratas de Leningrado. Fue la se­ gunda migración masiva, que siguió al proceso de expro­ piación de los kulaks. En 1935, Ajmátova y yo fuimos a la estación de Paveletsk para acompañar a una frágil mujer que iba destinada a Sarátov — como residencia perm anen­ te — en compañía de tres hijos pequeños. El permiso de residencia no se lo dieron en la ciudad, naturalm ente, si­ no en la región. ¡Eran tan indefensos que bien podían vi­ vir allí!... En la estación encontramos el cuadro habitual en estos casos: no había posibilidad de dar u n paso, todo estaba lleno hasta más no poder, pero la gente no se sen­ taba sobre sacos, sino sobre maletas y pequeños baúles de aspecto bastante bueno todavía, en los cuales aún perdu­ raban algunas etiquetas extranjeras. Mientras nos abríamos paso hacia el andén, fuim os constantem ente detenidas por viejas conocidas de Ajmátova: nietas de decembristas, an­ tiguas damas y mujeres corrientes. «¡No sabía yo que tenía tantas aristócratas conocidas!», com entó Ajmátova. Tania Grigorieva, la esposa del herm ano m enor de M andelstam, u n a bolchevique sin partido, com entó con u n m ohín des­ deñoso: «¿A qué viene tan ta indignación? ¿Por qué habría de cargar Leningrado con ellos?». Leí en cierta ocasión que en la historia de cada pueblo hay u n período en el cual la gente «vaga en cuerpo^ y espíritu». Es la época de la juventud d^I pueblo, el perío­ do creador de su historia, que se extiende a lo largo de muchos siglos y hace avanzar su cultura. Tam bién no­

sotros somos vagabundos. ¿Dará nuestro vagabundeo el fruto del que hablaba el pensador? Lo hemos pasado muy m al, para conservar la fe en esos frutos. Sin em bargo, no podría negarlo. Todo el pueblo, desde arriba hasta abajo, aprendió algo, aunque, al mismo tiem po, destruyó su cul­ tura y volvió al estado salvaje. Creo, sin embargo, que lo aprendido es algo muy esencial. Desde Cherdiñ a Kazan fuimos en dos barcos, y el transbordo en Perm resultó bastante laborioso. Tuvimos que esperar el barco casi veinticuatro horas. No nos deja­ ron ir al hotel porque M andelstam no tenía pasaporte: se lo habían retirado en el m om ento de la detención. Ese pa­ saporte es un privilegio del habitante urbano; en el campo no lo tiene n ad ie, así que los «paletos» no pueden ni soñar con un hotel, lo mismo que los ciudadanos caídos en desgracia, aunque en los hoteles nunca hay sitio ni si­ quiera para los ciudadanos corrientes. N o pudim os sentarnos en el embarcadero a causa de la masa de emigrantes voluntarios. D eam bulam os el día en­ tero por la ciudad hasta caer rendidos en los bancos de un anémico jardín público; la palidez de los afortunados n i­ ños de la ciudad nos tenía muy sorprendidos. Recordamos la sorpresa que nos producía a veces el color pajizo de la piel de los niños moscovitas; era el inicio de un período de penuria. La últim a vez que lo observamos fue en 1930, cuando regresamos de Armenia. Acababan de subir los precios y poco después se introdujo la cartilla de raciona­ m iento. Moscú pagaba las consecuencias del proceso de expropiación de los kulaks. Cuando salimos, la capital se había recobrado ya, pero Perm seguía im presionando por su aspecto. Comimos en un restaurante, pero de prisa y de mala m anera, ya que al lado de cada mesita se form aban co­ las; la ciudad carecía de productos y en los restaurantes se conseguía algún que otro sucedáneo de comida. Paralelamente con el cansancio, la excitación de M an­ delstam iba en aum ento y yo tem ía u n a recaída. Los viajes — uno con escolta y el otro sin ella— agudizaban su enfer­ m edad. Por la noche —seguíamos vagando por las ca­ lles— se em peñó en acudir a la ventanilla de guardia del M inisterio de Seguridad para «tratar de su asunto»... El encargado de la guardia lo echó de allí: «¡Lárgate!... ¡To­ dos los días tenem os a tipos como tú dando la lata!»...

Mandelstam se recobró súbitam ente: «¡Esta m aldita venta­ nilla atrae como u n imán!», m e dijo y volvimos al em bar­ cadero. Al referirse a ese período de tiem po, Ajmátova lo definió como «relativamente vegetariano», pero el «imán» ya atraía todos los pensamientos. D udo que existiera una persona que no pensara en interrogatorios, juicios, sum a­ rios y fusilam ientos... Tal vez entre los muy jóvenes h u ­ biera seres tan felices.,.. El barco llegó de noche. Después de recibir los billetes en la taquilla destinada al ejército, no nos sentimos des­ terrados, sino hijos predilectos de la tem ible institución; nos abrimos paso entre la tum ultuosa m uchedum bre y su­ bimos casi los primeros por la escala. La gente nos miraba con envidia y hostilidad. Al pueblo no le gustan los privi­ legios y, como es natural, la m uchedum bre del embarca­ dero de Perm ignoraba cuánto nos había costado la grata posibilidad de adquirir los billetes en una taquilla espe­ cial. En nuestra época el odio por los privilegiados ad­ quirió especial agudeza, porque hasta u n pedazo de pan solía ser, a veces, un privilegio. De los primeros cuarenta años, tuvimos cartillas de racionam iento por lo menos diez y ni siquiera el suministro de pan era por igual; había gente que no recibía nada; otros, poco y los terceros lo tenían con exceso. «Estamos pasando ham bre — me dijo mi herm ano cuando regresamos de A rm enia— . Pero aho­ ra todo es distinto. H an clasificado a la gente por catego­ rías y cada persona pasa ham bre o come de acuerdo con su rango. Se le suministra exactamente aquello que merece»... U n joven físico — lo que voy a contar sucedió después de la guerra— dejó sorprendida a su suegra con la siguiente frase cuando estaba comiendo un filete sum i­ nistrado por la distribuidora de su suegro: «Está muy rico y, además, es tanto más agradable comerlo porque otros no lo tienen»... La gente presum ía de las raciones de su sum inistro, de sus derechos y privilegios, pero ocultaba su cuantía a aquellos que las tenían inferiores. Por una ironía del destino obtuvim os aquella vez el privilegio de adquirir los billetes en la más «puta» de todas las taquillas privile­ giadas, y esto suscitó la envidia general. Pero nuestro as­ pecto distaba m ucho de ser privilegiado y por ello la irrita­ ción aún era mayor. U n «jefecillo», es decir, aquel que en caso preciso puede dar una torta, impone siempre a

nuestra m uchedum bre y contra ello nada puede hacerse... En cam bio, el personal del barco nos atendió perfecta­ m ente durante toda la travesía: sabían de m em oria que los primeros en subir la escala eran siempre personas dig­ nas de ese privilegio: tan «importantes» que ni siquiera daban propina... Ocupamos un camarote de dos camas, paseamos por la cubierta, nos bañam os... En fin, que el viaje lo hicimos como auténticos turistas. Fue precisamente en aquellos días de navegación cuando ia enferm edad de Mandelstam hizo crisis. Q uedé incluso sorprendida del poco tiem po que necesitó para recuperarse: tres días de tranquilidad y repo­ so. Se apaciguó inm ediatam ente, dorm ía bien, leía a Pushkin, hablaba, con absoluta norm alidad. Incluso me dejó adm irada por todo un raudal de brillantes metáforas comparativas respecto a los «constructores de milagros», dem ostrándom e que los juicios de analogía al uso entre nosotros no resistían ninguna crítica. Era la prim era vez que hablaba de ese tem a en aquellas últimas semanas, ol­ vidado de sí mismo y de la posibilidad de ser aniquilado. C om prendí entonces que había superado su enferm edad. N o en vano Em m a G uershtein le llamaba Ave Fénix, el ave que después de quem ada renace de sus propias ceni­ zas. Las alucinaciones auditivas, los ataques de m iedo, la excitación y la percepción egocéntrica de la realidad no volvieron a producirse; en todo caso aprendió a dom inar por sí solo las ligeras recaídas. Pero la enferm edad no esta­ ba curada, sin embargo; en el barco sólo hizo crisis. Hasta muy avanzado el otoño siguió m uy excitado, se cansaba m uy pronto; el cansancio era habitual en él porque, en proporción, tenía un corazón pequeño y aquel verano se había debilitado m ucho. Además, observé en él una sensi­ bilidad enferm iza que no le era propia y una extraña apatía intelectual. Empezó a leer inm ediatam ente, pero evitaba todo ejercicio activo, y ni siquiera hojeaba a D an­ te. Tal vez su retorno a la norm alidad fuera más lento porque en Voronezh tuvo que enfrentarse a nuevas cala­ midades. Primero enfermé yo de tifus, que atrapé segura­ m ente en cualquier estación o embarcadero. Las calamida­ des populares siempre van acompañadas de tifus, y en nuestro país el tifus ha sido endém ico hasta muy reciente­ m ente. En los hospitales se falsea la estadística y se susti-

tuye el nom bre de la enferm edad por una cifra; la gente no padece de tifus, sino de la enferm edad núm ero 5 ó ó. No recuerdo la cifra exacta... Tam bién de eso hacían secreto de Estado, para que los enemigos del socialismo no supiesen que estábamos enfermos. Después del tifus, fui a Moscú y pesqué la disentería. Tam bién esta enferm edad se ocultaba y se catalogaba con u n núm ero. Me llevaron por segunda vez a las barracas de infecciosos y m e trataron al m odo antiguo. Los bactericidas no habían llegado aún a las barracas. Vishñevski cayó enferm o por la misma fecha y por eso conocí la existencia de nuevos medicamentos ca­ paces de acelerar considerablem ente la curación. Pero las medicinas tam bién se distribuían de acuerdo con las jerar­ quías. Un día m e quejé de ello delante de un dignatario ya jubilado, diciendo que todos necesitaban estas cosas... «¿Cómo todos?» — me contestó el dignatario— . «¿Usted pretende que a m í m e curen lo m ism o que a cualquier m ujer de la limpieza?». La persona que así me respondió era bondadosa y muy decente, pero ¿quién puede ser cuerdo en u n país donde se luchaba así contra el igualita­ rismo? A unque a M andelstam y a mí nos correspondía ser tra­ tados de acuerdo con la categoría inferior, ambos nos cu­ ramos y se inició para nosotros la «tregua» de Voronezh que había de durar tres años.

No matarás De entre todas las formas de exterm inio de que dispone el Estado, M andelstam odiaba sobre todo la pena de m uerte o la «medida suprema» como la clasificábamos pudorosa­ m ente. N o es casual, por tanto, que en su delirio hablase con tem or del fusilam iento. Reaccionaba con tranquilidad ante el destierro, la deportación y otras formas de conver­ tir al ser hum ano en polvo del campo: «Tú y yo a eso no le tenem os miedo», me dijo, pero la sola/idea de la ejecu­ ción le hacía tem blar. En varias ocasiones nos enteramos por la prensa del fusilam iento de diversas personas; en las ciudades se fijaban a veces comunicados especiales con es­

te motivo. Estando en Armenia, Jcímos el com unicado del fusilamiento de Bliunkin (a no ser que se tratase de Konrad), fijado en todos los postes y paredes, Mandelstam y Kuzin regresaron al hotel impresionados y enferm os... A los dos les resultaba insoportable la sola idea de la pena de m uerte; para ellos no sólo simbolizaba toda violencia, sino que se la im aginaban en forma m uy concreta y pal­ pable. Para una m ente fem enina racional resultaba menos perceptible y por ello los traslados en masa, Jos campos de trabajos forzados, las cárceles y demás m étodos de escarnio hum ano eran aún más odiados por m í que la m uerte in ­ m ediata. Para M andelstam , no era así y su prim er conflic­ to con el Estado, «demasiado joven» en aquel entonces, se produjo por su actitud ante la pena de m uerte. La historia del conflicto entre M andelstam y Bliumkin se conoce por el relato que de él hizo G ueorgui Ivánov, relato inexacto que él conoció indirectam ente y hermoseó. Erenburg, que fue testigo de uno de los ataques de Blium kin a M andels­ tam —al verlo Bliumkin le amenazaba siempre con la pis­ tola— , habla de ello... Tam bién yo fui testigo de una de esas escenas. Ocurrió en 1919- Mandelstam y yo estábamos en el bal­ cón de u n segundo piso del hotel C ontinental de Kíev cuando de pronto vimos una cabalgata que avanzaba rápi­ dam ente por la am plia avenida de Nikoláiev, compuesta por un jinete con una «burka» * negra al que seguía una escolta a caballo. Al acercarse, el jinete de la «burka» negra levantó la cabeza y, al vernos, viró bruscamente su m ontura y extendió en nuestra dirección la m ano con el revólver. M andelstam se echó hacia atrás, pero, en el acto, se inclinó sobre la barandilla y saludó al jinete con la m a­ no. La cabalgata llegó a nuestro nivel, pero la m ano que nos am enazaba con el revólver se había escondido debajo de la «burka». Todo eso no duró más de un segundo... Una vez, estando en el Cáucaso, presencié un crimen: el conductor de u n tranvía, sin detenerse, m ató de un tiro a u n lim piabotas parado en la calle principal. Se trataba de u n a venganza de sangre. Toda la escena con Blium kin se desarrolló del m ismo m odo, pero no culm inó con un dis­ paro; la venganza no llegó a realizarse. Los jinetes dobla' C apote de fieltro típico def Cáucaso. (N , de la T.)

ron la calle y se dirigieron a Lipki, donde se hallaba la se­ de de la Cheka. El jinete de la «burka» era B lium kin, el hom bre que había m atado de un tiro a Mirbaj, «el em bajador del em ­ perador». Se dirigía, probablem ente, a la Cheka, su lugar de trabajo. Le habían encargado, según habíamos oído decir, una misión sum am ente im portante y secreta rela­ cionada con la lucha contra el espionaje. La «burka» y la cabalgata eran, seguram ente, el tributo a los gustos de ese misterioso personaje. Pero no acabo de com prender cómo se aunaba semejante exhibición con el secreto de su actividad. Tuve ocasión de conocer a BÜumkin antes que a M an­ delstam . Yo había vivido en cierta época con su m ujer en una dim inuta aldea ucraniana en la cual se ocultaban, entre un grupo de jóvenes pintores y periodistas, algunas personas perseguidas por Petliura. Después de la llegada de los rojos, la esposa de Bliumkin se presentó inopinada­ m ente en m i casa y m e dio u n salvoconducto a mi nom bre, en el cual se protegía mi casa y mis bienes. «¿Pa­ ra qué es?», le pregunté asombrada. «Hay que proteger a los intelectuales», m e respondió. De la misma manera las mujeres de las milicias obreras, disfrazadas de monjas, re­ partían iconos por las casas judías el 18 de octubre de 1905, con la esperanza de que eso les salvaría de los «po­ groms». Mi padre no presentó en ninguna ocasión de re ­ gistro o confiscación ese docum ento de salvaguardia, ex­ tendido, además, a mi nom bre, que en aquel entonces só­ lo tenía 18 años. Pues b ien, de boca de esa m ujer, que trataba de salvar a los intelectuales de esa form a tan inge­ nua, y de sus amigos, oí hablar profusam ente del asesino de Mirbaj y lo vi varias veces de paso: aparecía y desaparecía siempre repentinam ente, con aire de conspira­ dor. La semejanza entre la venganza de sangre y la escena del balcón no era casual. Blium kin había jurado vengarse de M andelstam y más de una vez se había lanzado contra él, blandiendo el revólver, pero jatríás llegó a disparar. M andelstam consideraba que sus amenazas eran gratuitas, debidas al gusto que sentía por los efectos m elodram áti­ cos. «De quererlo en serio, me habría m atado hace tiem ­ po. ¿Q ué le cuesta disparar?», decía, pero cada vez se

encogía involuntariam ente cuando Bliumkin sacaba su re­ vólver,,. Ese juego term inó en 1926 cuando M andelstam, al dejarme en el Cáucaso y regresar a Moscú, se encontró por casualidad en el mismo vagón que Bliumkin. Este, al ver a su «enemigo», desabrochó dem ostrativam ente la fu n ­ da, guardó la pistola en la m aleta y le tendió la m ano. Se pasaron todo el camino charlando pacíficamente. Poco tiem po después, supimos que lo habían fusilado. El problem a con Bliumkin comenzó, precisam ente, por una cuestión de fusilam iento. G ueorgui Ivánov, ateniéndose al gusto de lectores poco exigentes, adornó esa historia de tal m anera que acabó perdiendo todo sentido. La gente res­ petable, sin embargo, sigue citando su versión sin hacer ningún caso de su falta de lógica. La causa de que esto ocurra se debe a lo aislados que estamos unos de otros. Poco antes de que hubiera surgido entre ellos el conflic­ to, Bliumkin propuso a M andelstam que colaborase en una nueva institución que estaba a punto de organizarse y a la cual predecía un gran futuro. En opinión de Blium­ kin, esa institución marcaría la época y acabaría por con­ centrar todo el poder, M andelstam , asustado, se negó a colaborar, aunque en aquel entonces nadie sabía cuál iba a ser el carácter específico de la nueva institución. A él le bastaba con saber que sería una institución poderosa para apartarse de ella lo antes posible. H uía como un chiquillo de todo contacto con las autoridades. En 1918 llegó a Moscú en el tren gubernam ental y vivió algunos días en el Kremlin, en el apartam ento de Gorbunov. U na m añana, en el com edor com ún a donde fue para desayunar, el anti­ guo lacayo del palacio, que se quedó para atender al go­ bierno revolucionario y no había perdido sus maneras ser­ viles y obsequiosas, le comunicó que Trotski, en persona, «saldría a tom ar café». M andelstam agarró su abrigo y salió corriendo, sacrificando la única posibilidad de comer en la ham brienta ciudad. N o podía explicar de ningún modo el im pulso que le hizo huir. «¡Yo qué sé!... Para no desayu­ nar con él»... U n caso análogo le sucedió con Chicherin, cuando lo llam aron para hablar con él respecto a u n traba­ jo en el Comisariado de Asuntos Exteriores. Lo recibió Chicherin y le propuso que como prueba, pusiese en fran­ cés un telegram a del gobierno y salió, dejándolo solo. Mandelstam aprovechó la ocasión para marcharse, sin in-

tentar siquiera cum plir el encargo. «¿Por qué te fuiste?», le preguntaba yo; por toda respuesta, se encogía de hombros. Si en lugar de Chicherin hubiera hablado con él algún funcionario de poca categoría, se habría quedado y trabajaría en el Comisariado, pero prefería mantenerse alejado de la gente investida de autoridad... Tal vez ese instintivo, casi inconsciente, rechazo de las autoridades le salvara de muchos caminos falsos y funestos que se le ofre­ cían en aquella época cuando ni hasta gente ya form ada com prendía nada. ¿Cómo habría sido su destino de haber ingresado en el Comisariado de Asuntos Exteriores o en la «nueva institución» a la cual le invitaba Bliumkin con tan­ ta insistencia? . M andelstam com prendió por prim era vez las funciones de esa «nueva institución» durante su conflicto con Blium ­ kin. Este se produjo en el Café de los Poetas de Moscú y es la única verdad en el relato de G ueorgui Ivánov. Pero Bliumkin no acudía a ese café en form a de u n tem ible chequista en busca de la víctima de turno, como escriben en O ccidente,'sino como un visitante deseado. Estaba pró­ ximo a los círculos gubernam entales y éste es u n factor que se aprecia grandem ente en los m edios literarios. El in ­ cidente con M andelstam se produjo unos días antes del asesinato de Mirbaj. La propia fecha en que esto ocurrió dem uestra que el térm ino de «chequista» no significaba nada. La Cheka acababa de ser organizada y antes de ella el terror y los fusilamientos estaban a cargo de otras orga­ nizaciones, creo que de los tribunales militares. En su con­ versación con B lium kin, M andelstam debió de com pren­ der en qué consistían las funciones de la «nueva institu­ ción» a la cual le invitaban a participar. Según nos contó M andelstam, Bliumkin em pezó a jac­ tarse delante de él de que tenía en sus manos la vida o la m uerte de numerosas personas y que se disponía a fusilar a u n «intelectualillo» detenido por la «nueva institución». Era m oda en aquellos años el burlarse de los .«enclenques intelectuales» y permanecer indiferentes ante los fusila­ mientos; Bliumkin no sólo seguía los dictados de esa m o­ da, sino que era uno de sus iniciadores y propagandistas. El detenido era un historiador de arte, un conde húngaro o polaco, a quien M andelstam no conocía. Al contarme esa historia en Kícv, no recordaba ni el apellido ni la na­

cionalidad del hom bre a quien defendió. Tampoco se dig­ nó recordar el apellido de los cinco viejos a quienes salvó de ser fusilados en 1928. Hoy día resulta fácil establecer la personalidad del conde por los materiales que publicó la Cheka; en su inform e con motivo del asesinato de M irbaj, Dzerzhinski mencionó que había oído hablar de Biiumkin ... Las jactancias de Blium kin, afirm ando que «daría el p a ­ saporte» al intelectualillo que se dedicaba a la Historia del Arte, enfureció a otro enclenque intelectual, M andelstam, quien declaró que no se lo perm itiría. Blium kin replicó diciendo que no toleraría que Mandelstam se inmiscuyera en «sus asuntos* y que ie pegaría u n tiro si intentaba «me­ ter las narices» en eso... D urante la prim era disputa, creo que Bliumkin llegó a amenazarle con el revólver. Me han dicho que solía hacerlo con sorprendente ligereza, incluso en su vida privada. Según los relatos hechos en el extran­ jero, Mandelstam, en un alarde de habilidad, se las inge­ nió para arrancarle de las manos la orden de arresto y la rom pió... Pero, ¿de qué orden podía tratarse? El histo­ riador ya estaba encerrado en Lubianka, por consiguiente la orden de arresto hacía ya tiem po que figuraba en el su­ mario y no podía estar en manos de B lium kin.,. Ademas, un acto así carecía de todo sentido: cualquier docum ento puede renovarse... Conociendo el tem peram ento de M an­ delstam , adm ito de buen grado que fuera capaz de arran­ car la orden de manos de Blium kin y rom perla, pero ja­ más se habría lim itado a ello. Eso no era lo habitual en él. Significaría que, asustado por las amenazas de Bliumkin, daba marcha atrás y para su propia satisfacción organizaba un pequeño escándalo. En este caso, toda esa historia valdría la pena de ser recordada como una ilustración de la decadencia de nuestras costumbres. Mas este asunto tuvo su continuación. Al salir del café, M andelstam fue directam ente a la casa de Larisa Reisner y armó tal protesta que Raskólnikov, el marido de Larisa, llamó a Dzerzhinski y consiguió que re­ cibiese a su mujer y a M andelstam. En el informe que se publicó se dice que a la cita acudió el propio Raskólnikov, pero no es cierto. Con M andelstam fue su m ujer. Creo que no había fuerza en el m undo que obligara a Raskólni­ kov a ir a la Cheka por u n motivo sem ejante y menos con

M andelstam, por quien no sentía ninguna simpatía. Las aficiones literarias de Larisa le irritaron siempre. El resto del informe es bastante exacto: Dzerzhinski es­ cuchó a M andelstam, pidió el sum ario de la causa, lo aceptó como fiador y ordenó que pusieran en libertad al historiador. N o sé si esta orden fue cum plida o no. Man­ delstam creía que sí, pero años más tarde y en una si­ tuación similar, supo que después de la orden dada por Dzerzhinski, en presencia suya, el detenido no fue puesto en lib ertad ... En 1918, ni se le ocurrió siquiera comprobar si la promesa del alto dignatario se cum plió o no. Pero había oído decir, no recuerdo a quién, que el conde fue puesto en libertad y había regresado a su patria. Además, la conducta posterior de B lium kin ta m b ié n lo dem ostraba... Dzerzhinski se interesó por el propio Bliumkin y pre­ guntó a Larisa por él; ella no sabía en realidad nada sobre él, pero habló m ucho y con gran falta de tacto, de lo cual se me quejó después M andelstam. Larisa se distinguía por ello... En todo casó su locuacidad no perjudicó a Blium ­ kin, ni atrajo la atención hacia su persona; las quejas de M andelstam sobre sus maneras terroristas frente a los dete­ nidos fueron, como era de esperar, la voz que clama en el desierto. Si en aquel entonces hubieran prestado atención a Blium kin, el famoso asesinato del em bajador alemán podía haberse evitado, pero eso no sucedió. Bliumkin lle­ vó a cabo su plan sin el más m ínim o im pedim ento. Dzerzhinski recordó la visita de M andelstam sólo después del asesinato de Mirbaj y lo utilizó en su inform e con el exclusivo propósito de dem ostrar que estaba inform ado. Incluso olvidó quién estaba con él durante aquella visita. Después del asesinato de Mirbaj, Bliumkin fue apartado del trabajo durante u n cierto tiem po, pero no tardó en regresar, perm aneciendo en el mismo hasta su ejecución. ¿Por qué, entonces, no se vengó Blium kin de M andels­ tam , como am enazaba, por haberse inmiscuido en sus asuntos y haber triunfado incluso? Bliumkin, en opinión de M andelstam, era u n ser terrible, pero nada tenía de prim itivo; afirm aba que Blium kin jamás pensó en m a­ tarlo: lo atacó varias veces, pero siempre perm itía que lo desarmaran los que estaban presentes en esas escenas y en Kíev él mismo guardó el revólver... Al esgrimir el arma,

Blium kin, furioso y vociferante como un poseso, tendía tributo a su tem peram ento y su am or por causar im pre­ sión: era por naturaleza u n terrorista im petuoso y frenéti­ co, al estilo de los de antes de la revolución. Cabía plantearse otta cuestión: ¿cómo arm onizar la re­ pulsiva jactancia de Blium kin con respecto a los asesinatos y su desprecio p o r los «intelectualillos», destinados al sacri­ ficio, con la actividad de su esposa, que procuraba salvar, de u n m odo ingenuo pero sincero, a los intelectuales? Es posible tam bién que m i conocida de la aldea ucraniana fuera tan sólo una «esposa casual» de Bliumkin, como era frecuente en aquel m edio, y no com partiera, ni m ucho m enos, sus opiniones... Pero con hom bres de la formación de Bliumkin jamás se podía tener la seguridad de que la apariencia correspondía a la realidad, a la esencia de la persona; hay gente dispuesta a suponer que su actividad encerraba u n plan oculto y que con sus repulsivas charlas respecto de los fusilam ientos de los «intelectualillos en ­ clenques» trataba de suscitar la desconfianza hacia la «nueva institución», donde trabajaba como representante de los socialistas de izquierda. En este caso, la reacción de M andelstam era la que él trataba justam ente de conseguir y por ello no se produjo la venganza... Todo eso podría aclararlo sólo un historiador que estudiara esa extraña épo­ ca y a ese sorprendente personaje. A m i juicio, no existía ningún segundo plan oculto y los chiquillos que en aquel entonces hacían la historia se distinguían por una crueldad e inconsciencia infantiles. ¿Por qué es más fácil convertir en asesinos a los más jóve­ nes? ¿Por qué precisamente los jóvenes tienen ese criminal desprecio por la vida hum ana? Esto se hace particularm en­ te visible en épocas fatales cuando corre la sangre y el ase­ sinato se convierte en fenóm eno cotidiano. Nos azuzaban como si fuéramos perros contra la gente, y la jauría, la in ­ sensata jauría aullante, lam ía las manos del cazador. La actitud antropófaga se extendía como u n a plaga conta­ giosa. Yo m ism a experim enté un ligero acceso de ese m al, pero tuve la suerte de topar con u n médico hábil. En Kíev, en el estudio de Ekster, u n am igo de paso, no re­ cuerdo si era Roshal o C herniak, leyó unas coplas de Maiakovski relativas a cómo ahogaban a los oficiales en el canal de Moika, en Retrogrado. La copla me hizo gracia y

m e cché a reír, pero Erenburg m e atacó con furia; m e riñó tanto, que hasta la fecha siento respeto por él a causa de ello y tam bién por m í misma, ya que la caprichosa chi­ quilla que era yo entonces supo escucharle dócilmente y aprender la lección para toda la vida. Esto ocurrió antes de que conociera a Mandelstam y él ya no tuvo que curarme de accesos de antropofagia y explicarme el motivo que le im pulsó a interceder por el conde. Esto es, precisam ente, lo que casi nadie com prende en nuestro país y muchos hasta la fecha m e siguen pregun­ tando la razón de la conducta de M andelstam, es decir, por qué intercedió por una persona desconocida en una época en la cual se fusilaba a diestro y siniestro. Se com prende la intercesión por u no de los «suyos»: pariente, amigo, chófer, secretaria... Incluso en vida de Stalin se h a d an estas gestiones. Pero cuando no hay interés perso­ nal, u no no debe inmiscuirse. La gente que vive en régi­ m en dictatorial no tarda en sentirse com pletam ente im po­ tente. La idea de la propia y total im potencia se adueña m uy pronto de los hombres que viven bajo una dictadura y en ella encuentran el consuelo y la justificación a su pa­ sividad. «¿Acaso lo que yo diga im pedirá los fusilam ien­ tos?... ¡Eso no depende de m í!... ¡Quién me va a hacer caso!»... Así hablaban los mejores de entre nosotros y la costum bre de m edir nuestras propias fuerzas trajo por consecuencia que todo David que trataba de atacar a Go­ liat con las manos vacías provocaba únicam ente la perple­ jidad y el encogim iento de hombros. En esa situación se halló Pasternak cuando en u n período destiem po peligro­ sísimo se negó a firm ar una carta colectiva de escritores que aprobaban el fusilam iento de turno de los «enemigos del pueblo»... He aquí el por qué los Goliat exterm inaban con tan ta facilidad a ios últim os David. Escogimos todos el camino más fácil: callábamos en la confianza de que no nos m atarían a nosotros sino, al veci­ no. No sabíamos siquiera quién entre nosotros m ataba y quién se salvaba sim plem ente, gracias a su silencio.

La mujer de la revolución rusa «Debemos crear el tipo de la m ujer revolucionaria rusa», dijo Larisa Reisner aquella única vez que la visitamos des­ pués de nuestro regreso del Afganistán. «La Revolución Francesa creó un tipo de m ujer y nosotros debem os tener el nuestro». Eso no significa que Larisa se dispusiera a escribir una novela sobre las mujeres de la revolución tusa; pretendía únicam ente crear el prototipo y ser ella quien lo representase. Para eso cruzaba los frentes, iba a Alemania y A fganistán. A partir de 1917, halló su camino en la vi­ da, ayudada por las tradiciones familiares. El profesor Reisner, cuando estaba en Tomski ya se había acercado a los bolcheviques y Larisa se encontró en el campo de los vencedores. D urante nuestra visita, Larisa nos contó infinidad de historias y se traslucía en ellas la m ism a ligereza con que Bliumkin blandía su revólver y su m ism a afición por los efectos espectaculares. Para construir el «tipo femenino», Larisa utilizó un material parecido al de Blium kin. No se parecía en nada a quienes suspiraban a hurtadillas en su alm ohada, quejándose de su im potencia: en su medio florecía el culto a la fuerza. Desde lo más rem oto de los siglos, el derecho a utilizar la fuerza se justificaba por el bien del pueblo: hay que tranquilizar al pueblo, hay que dar de comer ál pueblo, preservarlo de todos los m ales... Larisa desdeñaba semejante argumentación e, incluso, había desterrado de su léxico la palabra «pueblo». En ella veía los viejos prejuicios de los intelectuales. El filo de su ira y énfasis denunciador iba dirigido contra la intelec­ tualidad. Berdiaiev se equivocaba al creer que fue el pueblo quien acabó con la intelectualidad, el mismo pueblo en bien del cual se sacrificó en otros tiem pos. Los intelectuales se destruyeron a sí mismos, aniquilando en sí m ism os, como hacía Larisa, todo aquello que contradecía el culto de la fuerza. D urante aquella visita, Larisa dijo de paso que se había traicionado a sí misma, al acompañar a M andelstam en su visita a Dzerzhinski: «¿Qué necesidad tenía de salvar a ese conde? ¡Todos son espías!»... Y con cierta coquetería se me quejó de M andelstam: «Me atacó de tal m odo que ni

tiem po me dio de reflexionar y así m e vi m etida en ese lío»... En efecto, ¿por qué había accedido, en contra de sus convicciones, a interceder por un «intelectualillo» des­ conocido? M andelstam consideraba que Larisa quiso de­ mostrarle lo influyente que era y alardear de su proxim i­ dad a los medios gubernam entales. A m i juicio, cumplió sim plem ente u n capricho de M andelstam , a quien estaba dispuesta a m im ar de todas formas por sus poesías. Larisa no pudo superar su amor por la poesía, aunque hacerlo form aba parte de su programa. El amor por la poesía no coincidía en absoluto con la imagen de la m ujer de la re­ volución rusa creada en su imaginación. D urante los p ri­ meros años de la revolución había muchos am antes de la poesía en el campo de los vencedores. ¿Cómo com pagina­ ban ese am or con su moral de salvajes: «Si yo m ato está bien; si m e m atan a m í, está mal»? Larisa, además de am ar la poesía, confiaba en secreto en su eficacia, y para ella la única mancha oscura en los an a­ les de la revolución era el fusilam iento de Gumiliev. C uando esto sucedió, ella vivía en Afganistán y pensaba que de estar en Moscú habría intervenido a tiem po para evitar la ejecución. D urante la visita, trató nuevam ente de este tem a y fuim os testigos del nacim iento de un a leyen­ da: la del telegram a de Lenin ordenando que no se cumpliese la ejecución. A quella tarde, Larisa nos presentó una versión nueva de esa leyenda. La m adre de Larisa, al saber lo que se disponían a hacer en Leningrado, se dirigió al Kremlin y convenció a Lenin de que m andase el te­ legrama. Hoy día ese papel de intermediario'~se le adjudi­ ca a Gorki; dicen que fue él quien se puso en contacto con Lenin... Pero ninguna de las dos versiones correspon­ de a la realidad. En ausencia de Larisa, visitamos varias ve­ ces a sus padres y su m adre se lam entaba ante nosotros de no haber concedido im portancia a la detención de G um i­ liev y no haberse entrevistado con Lenin, tal vez hubiera conseguido algo... A Gorki se le pidió, en efecto, que in­ tercediera... Fue a verlo O tzup. Gorki no sentía ningún aprecio por Gum iliev, pero prom etió que haría gestiones. Sin em bargo, no cumplió su promesa. El veredicto fue dictado con increíble pro ntitud y su ejecución se hizo pública inm ediatam ente. A Gorki ni le dio tiem po a in i­ ciar sus gestiones... C uando empezamos a oír emotivas

versiones respecto al telegrama, M andelstam solía recordar el nacimiento de esa leyenda en la habitación de Larisa. Antes de su regreso de Afganistán, no circulaban estos ru ­ mores y todos sabían que a Lenin no le im portaba nada u n poeta de quien jamás había oído hablar,. Pero, ¿por qué en nuestro país, donde se vertió tan ta sangre, es tan duradera esa leyenda? A cada paso me encuentro con per­ sonas que llegan a jurar que el tal telegram a aparece publicado en un tom o de las obras completas de Lenin o bien que permanece intacto en un archivo. Esta leyenda llegó hasta los oídos del escritor de los pantalones estrechos, el que lleva una cajita con caramelos en un bol­ sillo. Me prom etió, incluso, enseñar el tom o donde él, con sus propios ojos, leyó esc telegram a, pero no cumplió esa promesa. El m ito inventado por Larisa para encubrir su propia debilidad continuará viviendo largo tiem po aún en nuestro país. Larisa tuvo menos suerte con la im agen de la m ujer de la revolución rusa que con el m ito del telegrama. Esto se debe, quizás, a que pertenecía más al campo de los vence­ dores que al campo de los luchadores. M andelstam me contó que Raskólnikov y Larisa vivían en el ham briento Moscú con auténtico lujo: en un palacete, con criados, una mesa espléndidam ente servida, etc... En eso se distin­ guían de los bolcheviques de la vieja generación, quienes conservaron durante m ucho tiem po hábitos m uy m odes­ tos. Larisa y su marido hallaron una justificación adecuada a su manera de vivir: construimos un Estado nuevo, somos necesarios, nuestra actividad es creadora y, por ello, sería una hipocresía renunciar a lo que siempre corresponde a las personas que ostentan el poder. Larisa fue u na adelan­ tada a su tiem po y, desde el principio aprendió a com batir el igualitarismo, que aún no se conocía bajo ese nom bre. Recuerdo que M andelstam m e contó la siguiente histo­ ria sobre Larisa: al comienzo mismo de la revolución fue preciso detener a unos militares, creo que se trataba de al­ m irantes (entonces se les llamaba especialistas militares). Los Raskólnikov se prestaron a ayudar: invitaron a los al­ mirantes a una cena en su casa; éstos se presentaron proce­ dentes del frente o de otras ciudades. Larisa, excelente anñtriona, agasajó espléndidam ente a sus invitados y los chequistas les sorprendieron a todos, sentados tranquila-

m ente ante la mesa y sin disparar un solo tiro. Se trataba de una operación realm ente peligrosa, que se desarrollé perfectam ente gracias a la habilidad con que supo Larisaj tenderles una tram pa... Larisa era capaz de muchas cosas, pero tengo la p lip a seguridad — y no sé por qu é— que de haber estado ® a en Moscú cuando detuvieron a Gum iliev, habría c o n l£ guido sacarle de la cárcel y si en el período de la detención de Mandelstam aún se hubiera hallado con vida, y en po­ sesión de influencias, habría hecho todo lo posible por sal­ varlo. A unque de nada se puede estar seguro: la vida cam­ bia a la gente. Las relaciones entre Larisa y M andelstam eran muy amistosas. Ella quiso llevárselo a Afganistán, pero se opu­ so Raskólnikov. La visitamos cuando ya había dejado a Raskólnikov, pero nuestras relaciones terminaron con esa visita: M andelstam se sentía muy lejos de la m ujer de la revolución rusa. Lamentó su m uerte y u na vez, ya en 1937, m e dijo que Larisa tuvo mucha suerte: había m uer­ to a tiem po. En aquel año infinidad de personas de su m edio fueron exterminadas. Raskólnikov era u n elem ento extraño en todos los senti­ dos. En cierta ocasión bom bardeó literalm ente a Mandels­ tam con sus telegramas: fue cuando ocupó el puesto que dejó Voronski como redactor de «Krásnaia N ovt (Noveda­ des Rojas). Resulta extraño, pero los escritores que p u b li­ caba Voronski, los así llamados «compañeros de viaje», boicoteaban la revista y a su nuevo re d a c tó trq u e sin n in ­ gún m iram iento ocupó el sillón del creador de la revista, destituido repentinam ente. Raskólnikov estaba tan necesi­ tado de m atetial que acudió incluso a Mandelstam. Con m otivo de esos telegramas, Mandelstam comentó: «Me da lo m ism o quién sea el director, Voronski o Raskólnikov: n inguno de ellos publicará nada mío»... Los «compañeros de viaje» olvidaron pronto a su primer protector y no vol­ vieron a reaccionar ante el cambio del redactor-jefe. Man­ delstam se habría quedado con su «Rumor del Tiempo» en las manos si en una editorial particular no clausurada todavía, «Vremia» (El Tiem po), no estuviese trabajando G ueorgui Blok. Todos aquellos que conoció Larisa cuando era todavía la hija del profesor Reisner, cuando editaba una pequeña re-

vista absurda, visitaba a los poetas y les lela sus primeros poemas ridículos y tam bién luego cuando intentó ser la «mujer de la revolución rusa», habían perecido prem atura­ m ente. Era bella con la pesada y maciza belleza alemana. En la clínica del Kremlim , donde m urió, la cuidaba su m adre, que se suicidó inm ediatam ente después de la m uerte de su hija. Estábamos tan poco acostumbrados a una m uerte por enferm edad, que no acabo de creer que un tifus corriente haya podido llevarse a una m ujer tan llena de vida y belleza. Contradictoria y desenfrenada, p a­ gó con su tem prana m uerte todos sus pecados. A veces me inclino a pensar que fue ella misma la que inventó toda la historia de los almirantes para adornar con un asesinato su imagen de «mujer de la revolución rusa». La gente que construía lo nuevo se esforzaba frenéticam ente por d e­ mostrar que todas las leyes, como la de «no matarás*, por ejem plo, eran pura hipocresía y m entira. Esa m ism a Larisa fue la que visitó u n día a Ajmátova en la época del ham bre y quedó horrorizada al ver en qué miseria vivía. A los pocos días volvió a presentarse con un fardo lleno de ropa y un saco con productos conseguido por m edio de cupones. N o debem os olvidar que conseguir un cupón en aquellos tiem pos era tan difícil como sacar a un preso de la cárcel.

Correas de transmisión El milagro es u n fenóm eno que consta de dos etapas: la prim era consiste en hacer llegar la carta o la petición al destinatario, que se halla fuera de los límites accesibles. D e no hacerlo así, la carta seguiría el camino burocrático habitual que no ofrece ninguna posibilidad de milagro. Hay millones de cartas, pero los milagros se pueden contar en los dedos de una m ano. En' este sentido no cabe ni hablar siquiera de igualitarismo. La prim era etapa es in ­ dispensable. Los telegramas enviados a los que detentaban el poder se habrían perdido irrem isiblem ente, como me predijo la encargada de la ropa en C herdiñ, de no haber enviado co-

pías a B ujarin... Mi consejera de Cherdiñ no tomó en con­ sideración ese detalle, pero de hecho renía toda la razón. Bujarin era igual de impulsivo que Mandelstam. No se preguntó a sí mismo: «¿Y qué tengo yo que ver con ese conde?», ni se puso tampoco a m edir sus fuerzas: «A ver si consigo resolver esas cosas»... En vez de ello, se sentó ante su mesa y escribió a Stalin. Lo hecho por Bujarin se sale por com pleto de las normas de conducta adm itidas entre nosotros. En aquel entonces ya no quedaban en nuestro país hom bres capaces de estas acciones impulsivas: habían tenido tiem po de reeducarlos o exterminarlos. En 1930, en una pequeña casa de reposo de Sujum i, destinada a muy altos dignatarios, y a la cual fuimos en ­ viados por un descuido de Lakoba, la esposa de Ezhov en­ tabló conversación conmigo: «A nosotros nos visita Pilniak», m e dijo, «¿A casa de quién van ustedes?». Comenté indignada esa conversación con M andelstam , pero él me tranquilizó: «Todos van a casa de alguien. Al parecer no se puede vivir de otro modo. Tam bién nosotros “ visita­ m os” a Bujarin». «Visitábamos» a Bujarin desde el año 1922 cuando Mandelstam hacía gestiones en favor de su herm ano Ev­ gueni, a quien habían detenido. M andelstam debe a Bu­ jarin todos los claros en su borrascosa existencia. Su libro de poem as del año 1928 jamás habría visto la luz sin la ac­ tiva intervención de Bujarin, que consiguió ganarse para ello el apoyo de Kírov. El viaje a A rm enia, la casa, los su­ m inistros, los contratos para ediciones posteriores, que p e ­ se a no ser realizados eran abonados, cosa muy esencial ya que a M andelstam no le adm itían en ningún trabajo, todo eso era obra de Bujarin. Su últim o regalo fue el traslado de Cherdiñ a Voronezh. En la década de los años treinta, Bujarin se quejaba ya de no tener «correas de transmisión». Perdía influencia y, de hecho, se hallaba m uy aislado. Jam ás negaba su ayuda a M andelstam y se atorm entaba pensando a quién acudir, por m ediación de quién actuar. Y en el cénit de su gloria, a finales de la década de los años veinte, ese hom bre que apenas si había alcanzado los cuarenta años y se hallaba en el mismísimo centro del movimiento com unista m undial, que llegaba al edificio gris, visitado por representantes de todas las razas y nacionalidades, en u n automóvil negro

escoltado por tres o cuatro coches iguales donde viajaban sus guardaespaldas, decía cosas en las cuales ya se vislum braba el futuro. U n día, M andelstam se enteró casualmente de la inm i­ nente ejecución de cinco ancianos y lleno de ciega furia corría por todo Moscú exigiendo la derogación' de la sen­ tencia. Todos se lim itaban a encogerse de hom bros y se dirigió entonces a Bujarin, la única persona que sabía es­ cuchar los argum entos sin preguntar: « ¿ Y a usted qué le importa?». Como alegato final contra esa ejecución, Man­ delstam envió a Bujarin su últim o libro editado, «Poemas», con u n a dedicatoria: En este libro cada verso habla en contra de lo que ustedes se disponen a hacer... No pongo esta frase entre comillas, porque no la recuerdo textualm ente, sino tan sólo su sentido. La sentencia fue derogada y Bujarin se lo comunicó con un telegrama a Yalta, a donde M andelstam, agotados todos sus argum en­ tos, fue para reunirse conmigo. Al principio, Bujarin trató de protegerse contra sus presiones: en cierta ocasión había dicho: «Nosotros, los bolcheviques, miramos estas cosas con sencillez: cada u no de nosotros sabe que tam bién a él puede sucederle. No se puede asegurar nada»... Y para ilustrar sus palabras, nos contó que un grupo de komso­ moles de Sochi acababa de ser pasado por las armas acusa­ do de corrupción... M andelstam recordó esas palabras d u ­ rante el proceso de Bujarin. ¿Desde qué lado esperaba el golpe ese bolchevique que no podía asegurar nada? ¿Tendría m iedo de que resucita­ ran los vencidos enemigos o bien intuía que la torm enta vendría por parte de los suyos? Sólo podíamos hacer con­ jeturas: a una pregunta directa, ei hom bre de la barba ro­ jiza nos habría respondido con una brom a. En 1928, en un despacho donde convergían los hilos de los grandiosos logros del siglo XX, dos hombres condena­ dos hablaban de la pena de m uerte. Ambos cam inaban hacia su perdición, pero por caminos distintos; Mandels­ tam seguía creyendo que el «juram ento excelso al cuarto estamento» le obligaba a reconocer la realidad soviética, todo «¡a excepción de la pena de muerte!». La doctrina de G uertzen sobre «prioritas dignitatis» le había preparado para adm itir las innovaciones; esta doctrina supuso en su tiem po una fuerte zapa para las ideas de la soberanía p o ­

pular. «¿Que significa la mayoría mecánica?», decía, tra­ tando de justificar la renuncia a las formas democráticas de gobierno... N o debemos olvidar, además, que la idea de educar al pueblo tam bién pertenece a Guertzen, au n ­ que él lo suavizó con la fórm ula siguiente: «por el camino de las leyes y las instituciones». ¿No radicará en ello el error inicial de nuestra época y de cada uno de nosotros? ¿Qué necesidad tiene el pueblo de que lo eduquen? ¡Qué satánico orgullo se necesita para imponerse por educador! Tan sólo en Rusia la aspiración de instruir al pueblo fue sustituida por la consigna de educarlo. Y el propio M an­ delstam , convertido en objeto de educación, fue uno de los primeros en rebelarse contra su esencia y sus métodos. El camino de Bujarin fue totalm ente distinto. Se dio clara cuenta de que el nuevo m undo en cuya edificación tom ó tan activa parte era terriblem ente distinto al imagi­ nado. La vida no se atenía a los esquemas, pero estos fueron declarados intangibles y estaba prohibido comparar los designios con las realidades. El determ inism o teórico había originado, como era de esperar, dirigentes prácticos, nunca vistos, que prohibieron audazm ente todo estudio de la realidad: ¿para qué socavar los cimientos y suscitar dudas superfluas si la historia, de todas formas, nos con­ ducirá al objetivo previsto? Cuando los sacerdotes están li­ gados por la caución solidaria, los reprobos no pueden es­ perar misericordia alguna. Bujarin no renegaba de nada, pero presentía ya que no podría evitar el foso a donde le conduciría la du d a o la amarga necesidad de llamar algu­ na vez las cosas por su propio nom bre. En cierta ocasión M andelstam se le quejó de que en las Ediciones del Estado no se percibía un «sano am biente so­ viético*. «¿Y qué am biente hay en otras instituciones?», le preguntó Bujarin. «¡Lo mismo que en un buen basurero! ¡Hieden!»... «Usted no sabe hasta qué punto le hacen a uno la vida imposible», le dijo M andelstam en otra oca­ sión. «¡Que no lo sé!», exclamó Bujarin y se echó a reír a la par que su secretario y amigo. La regla fundam ental de la época era no ver la realidad. Los gobernantes debían operar solamente con las catego­ rías de lo deseable, y subidos en sus torres de marfil — eran ellos tos que allí estaban y no nosotros— con­ tem plar con benevolencia el pulular de las masas. El

hom bre que sabía que de los ladrillos del futuro no se podía construir el presente, se reconciliaba de antem ano con el inevitable final y el exterm inio. Y, en realidad, ¿qué otra cosa podía hacer? Todos estábamos preparados para este final. M andelstam , al despedirse de Ajmátova en el invierno de 1937-38, le dijo: «Estoy preparado para m o ­ rir». Esta frase, en sus más diversas variantes, la oí decir a decenas de personas. «Estoy preparado para todo», m e di­ jo Erenburg al despedirse de mí en el pasillo. Vivíamos la etapa del proceso a los médicos y de la lucha contra el cos­ mopolitismo*, y su turno se aproximaba. Una época seguía a otra y siempre estábamos dispuestos a todo. Gracias a Bujarin, M andelstam vio con sus propios ojos las primeras manifestaciones de lo «nuevo» que surgían ante nuestra vista, y supo con bastante antelación de d ó n ­ de habría que esperar la torm enta. En 1922, cuando d e tu ­ vieron a Evgueni, recurrió por prim era vez a Bujarin. Fuimos a verlo al hotel M etropol. Bujarin llamó inm e­ diatam ente a Dzerzkinski y le pidió que recibiera a Man­ delstam . La entrevista tuvo lugar a la m añana siguiente. Era la segunda vez que entraba en la institución a la cual había pronosticado Bliumkin un futuro tan grandioso, y pudo comparar el período del terror revolucionario con el de la formación de u n Estado de nuevo tipo. Dzerzhinski no había renunciado aún al viejo estilo. Recibió sencilla­ m ente a M andelstam y le propuso que saliera fiador de su herm ano. Esta propuesta, a decir verdad, fue sugerida por Bujarin. Dzerzhinski descolgó el auricular del teléfono y dio las disposiciones pertinentes al juez. A la m añana si­ guiente, M andelstam visitó al juez y salió de allí muy impresionado. El juez llevaba uniform e y le acom pañaban dos guardaespaldas. «He recibido la disposición — le co­ m unicó— , pero no podemos aceptarlo como fiador de su hermano». La causa de la negativa era la siguiente: «Será muy violento para nosotros tener que detenerlo si su her­ m ano comete un nuevo delito»... De esto se deducía que ya había u n delito. «Un nuevo delito», dijo Maldelstam de

' En 1952 un g ru po de médicos del K rem lin, judíos en su mayoría, fue acusado d e tratar de envenenar a ¡os dirigentes soviéticos. Tras la m u ette de Stalin fueron liberados. C osm opolita tía un eufem ism o por •judío».

regreso a casa. «¿A base de qué lo habrán fabricado?». No sentíamos ninguna confianza y tem íam os que pudieran implicar a Evgueni en alguna causa. Se nos ocurrió pensar que la disposición dada por Dzerzhinski habla sido hecha én un tono que no obligaba al juez a nada. La forma de la negativa era todavía bastante am able, a usted no lo detendríam os, venían a decir, pero el am bien­ te general, toda esa pom posidad de la guardia armada, el aire misterioso y la intim idación «si comete u n nuevo deli­ to», tenían resonancias nuevas. Las fuerzas a las que dio vida la generación anterior se salían de los límites señala­ dos. De esta m anera iba m adurando nuestro futuro que en nada se parecía al terror rojo de los primeros días de la revolución. Se elaboraba, incluso, una fraseología nueva: estatal. Por m uy terrible que fuera el terror de los prim e­ ros días, no puede compararse con el planificado y masivo exterminio al que el poderoso Estado de «nuevo tipo» con­ dena a sus súbditos de acuerdo con las leyes, instruc­ ciones, disposiciones y aclaraciones em anadas de jurados, secretariados, asambleas y, sim plem ente, desde «arriba». Bujarin al enterarse del recibimiento hecho por el juez, se enfureció. Su reacción fue tan violenta que n o s d e jó sorprendidos. Dos días más tarde vino a vernos para decir­ nos que no había ningún delito, «ni viejo ni nuevo», y que Evgueni sería puesto en libertad dentro de dos días. Estos días suplementarios se necesitan para concluir el su­ mario sobre un delito no cometido. ¿Qué explicación cabe dar a la reacción de Bujarin? Tam bién él era partidario del terror, ¿por qué, entonces, se indignaba? H abían detenido a un jovenzuelo para ha­ cer un escarmiento entre los estudiantes, no le am enazaba ni el fusilam iento, era un asunto de lo más corriente... ¿Qué le había pasado entonces a Bujarin? ¿No habría in­ tuido tam bién él eso «nuevo» que se cernía amenazador sobre todos nosotros? ¿No habría recordado la escoba m á­ gica descrita por G oethe que llevaba el agua por orden del discípulo del mago? ¿Habría com prendido que ni él, ni sus compañeros, conseguirían frenar las fuerzas que des­ pertaron, al igual que no pudo detener la escoba el pobre discípulo del mago? N o, lo más probable, quizás, fue que Bujarin se hubiera indignado sim plem ente de que un sar­ noso juez de instrucción m etiera sus narices en algo que

no le incum bía y no cum pliera las disposiciones de los su­ periores en jerarquía. La m áquina, habría pensado, no es­ tá a p u n to todavía y funciona con altibajos. Bujarin fue siempre hom bre de gran tem peram ento, de reacciones rá­ pidas y violentas, pero su indignación la expresaba de di­ versos modos en las diversas épocas. Hasta el año 1928, exclamaba: «¡Idiotas!», y agarraba el auricular del teléfo­ no. Pero a partir del año treinta, fruncía el ceño y decía: «Hay que pensar a quién podem os acudir»... El viaje a Ar­ m enia lo organizó él por mediación de Mólotov, así como la pensión que recibió por sus «servicios a la literatura ru ­ sa» y teniendo en cuenta la im posibilidad de utilizar «a dicho escritor en la literatura soviética». Esta fórm ula respondía en cierto m odo a la realidad y sospechábamos que su autor era Bujarin. En el caso de Ajmátova, sin em ­ bargo, no se les ocurrió nada mejor que concederle una pensión por vejez, aunque no tenía entonces ni treinta y cinco años. La «anciana» recibía setenta rublos de pensión: el Estado le aseguraba el tabaco y las cerillas. A principios de la década de Jos años treinta, Bujarin, en busca de las «correas de transmisión», pensaba siempre en Gorki, en «Maximich», como él le llamaba; habló con él acerca de la situación de M andelstam: de que no p u b li­ caban nada suyo en ninguna parte ni le daban trabajo. M andelstam trató de convencerle de que por m ediación de Gorki no conseguiría nada. Incluso le contamos la vieja historia de los pantalones: a través de Georgia, M andels­ tam regresó de Crim ea, ocupada entonces por W ranguel, fue detenido dos veces y llegó a Leningrado m edio m uerto y sin ropa ninguna de abrigo... En aquellos años la ropa no se vendía: se recibía por cupones exclusivamente. La ropa con destino a los escritores se distribuía con el visto bueno de Gorki. Cuando le pidieron un jersey y unos pantalones para M andelstam , Gorki le negó los pantalones y dijo: «Ya se las arreglará»* Hasta aquel entonces no había dejado a nadie sin pantalones y muchos escritores, que más tarde fueron «compañeros de viaje», recuerdan la solicitud paternal de Gorki. Los pantalones son una pe­ quenez, pero dem uestran la hostilidad de Gorki hacia el representante de una tendencia literaria que le era ajena; se trataba de «intelectualillos enclenques», que convenía conservar sólo en el caso de que poseyeran una sum a con­

siderable de conocimientos científicos. Igual que muchos hom bres de biografías similares, Gorki apreciaba los cono­ cimientos y los estim aba cuantitativam ente: cuantos más, m ejor... Bujarin no le hizo caso y decidió tantear el terre­ no. Poco después, nos dijo: «No hay que dirigirse a Maxim ich»... Pese a m i insistencia, no conseguí averiguar el por q u é... D urante el registro del año 1934, se incautaron todas las notas que nos escribió Bujarin, con su letra ligeramen­ te ondulada y ornadas con citas latinas: ruego que me dis­ culpen, no les puedo recibir ahora; volens-nolens tengo que verles a la hora fijada por la secretaria... N o lo consi­ deren como u n a manifestación de burocracia, es que de otra forma no tendría tiem po para hacerlo to d o ... ¿Le vendría bien m añana a las nueve de la m añana?... Tendrá preparado el pase... Si no le viene bien, tal vez m e pueda proponer usted alguna otra hora... Mucho daría ahora por poder hablar una vez más con Korotkova, la secretaria-ardilla de la «Cuarta prosa» y con­ certar con ella una entrevista con Bujarin, poder verlo y decirle todo cuanto no tuvimos tiem po de contarle... Tal vez llamara de nuevo por teléfono interurbano a Kúov pa­ ra preguntarle qué pasa en Leningrado, «¿por qué no publicáis a M andelstam ?... Hace ya tiem po que la edición está prevista en el plan y la vais aplazando de año en añ o ... „Y han pasado ya veinticinco años desde que M an­ delstam m urió...*. El destino no es una misteriosa fuerza externa, sino un derivado, m atem áticam ente calculable, de la energía in ­ terna del hom bre y de la tendencia fundam ental de la época, aunque en nuestro tiem po muchas biografías de mártires fueron cortadas por un mismo monstruoso patrón estándar. Pero ellos dos, Bujarin y M andelstam, portado­ res de la energía interna, determ inaron por sí mismos sus relaciones con su época.

La patria del jilguero A M andelstam le retiraron el pasaporte cuando lo d e tu ­ vieron. El único docum ento que tenía al llegar a Voro-

nezh era u n papelito expedido por la GPU de Cherdiñ, gracias al cual podíamos adquirir los billetes en las ta ­ quillas destinadas al ejército. M andelstam hizo entrega de ese papelito en una ventanilla especial de la pisoteada an ­ tesala de la GPU y recibió u n nuevo salvoconducto, gra­ cias al cual se le perm itía residir provisionalm ente en Vorone 2h , es decir, unas cuantas semanas. Se paseó con ese salvoconducto mientras se aclaraba si podía perm anecer en la ciudad o había que m andarle a la provincia. Además, nuestros tutores no sabían qué variedad de exilio se le debía aplicar. Habías m uchas variedades, pero yo conozco dos variantes fundam entales: con adscripción y sin ella. En el prim er caso, el deportado debe presentarse regular­ m ente ante u n a ventanilla de esta misma antesala. En C herdiñ, debía presentarse cada tres días. En una deporta­ ción sin presentación obligada, tam bién hay sus variantes: en algunos casos se Je perm ite viajar a la región, en otros se le prohíbe. En otoño, la policía llamó a M andelstam y se le concedió un pasaporte para residir en Voronezh. La variedad del exilio resultó ser la menos severa. ¡Tenía pa­ saporte! Fue entonces cuando supimos que la posesión del pasaporte constituye un gran privilegio: no todos lo mere­ cen. O b tener un pasaporte supone u n gran acontecimiento en la vida del deportado, le hace sentir la ilusión de que tiene derechos civiles. N uestro prim er año de vida en Vo­ ronezh se distinguió por constantes visitas a las milicias para conseguir un papelito que se llam aba «pasaporte pro­ visional». D urante siete u ocho meses nos hicieron entrega de ese docum ento provisional, que sólo tenía un mes de validez. U na semana antes de que finalizase el plazo, M andelstam em pezaba a recoger los certificados precisos para el canje: de la adm inistración de la casa, testificando que no era un vagabundo, sino que constaba en el registro de la susodicha casa, de la GPU y, finalm ente, de su lugar de trabajo. Las relaciones con la GPU eran evidentes a to­ do p u n to , pero el últim o certificado constituía la piedra de toque. ¿De dónde obtenerlo? Al principio tuvimos que m endigarlo en la sección local de la U nión de Escritores; resultaba m uy complicado conseguirlo. Los dirigentes de la U nión nos lo hubieran dado de m uy buena gana, pero no se atrevían y algunos de ellos analizaban con auténtico

miedo su derecho a poner el sello en su hojita de papel: ¡Y si era u n mal escritor! Recurrían no sé a quién para o b ­ tener u n a sanción aprobatoria y poder atestiguar que M andelstam se dedicaba, en efecto, a la literatura. Siempre se iniciaba ese proceso con cuchicheos, miradas hoscas, correrías... U na vez obtenida la sanción, los escri­ tores de Voronezh sonreían: estaban contentos de que las cosas se hubieran arreglado satisfactoriam ente... Vivíamos en una época todavía inocente, vegetariana... Como m ínim o había que ir dos veces para recibir cual­ quier certificado: primero se solicitaba y, después, se reco­ gía. Era frecuente el retraso en la entrega del mismo: «To­ davía no está»... Estos certificados se entregaban al jefe del negociado de los pasaportes de las milicias. H abía siempre una larga cola de gente para verlo. Dos o tres días más tarde, M andelstam volvía a presentarse, hacía de nuevo cola y recibía el pasaporte provisional de turno; al día siguiente iba a registrar ese nuevo docum ento y hacía otra larga cola ante la ventanilla de la señorita que lo re­ gistraba. Esa señorita resultó tener buenos sentim ientos y, sin causa aparente, lo tom ó bajo su protección: sin hacer caso de las quejas de los adm inistradores de viviendas-co­ munales que hacían cola provistos de gruesos libros bajo el brazo con la relación de los inquilinos —anotaban en esos libros todos cuantos vivían en ja casa y los que partían , llam aba a M andelstam a la ventanilla y le aceptaba el p a ­ saporte, que le devolvía al día siguiente con el preciado sello del registro, liberándolo así de la cola. ^ En el verano del año 1935 nos hicieron la m uy señalada merced de concederle un pasaporte válido para tres meses. Esto facilitó sobremanera nuestra vida, tanto más cuanto que las colas, después de la operación de limpieza de Leningrado, habían aum entado considerablem ente. Los afortunados que habían tenido la suerte de ser destina­ dos a Voronezh se enfrentaban con la ardua tarea de la obtención del pasaporte. D urante el cambio general de pa­ saportes, M andelstam se hizo de pronto acreedor a un pasaporte auténtico para tres años. ^ Los pueblos que carecen de pasaporte jamás podrán com prender qué cúm ulo de distracciones puede propor­ cionar ese mágico libreto. En los días en que su nuevo pa­ saporte constituía una maravillosa novedad, llegó a Voro-

nezh, como u n don del misericordioso destino, el actor Jájontov para dar unas representaciones. Con él, precisa* m ente, se ejercitaba M andelstam en Moscú en la lectura de la cartilla de racionam iento del excelente almacén des­ tinado a los escritores. Ahora leían el texto de los pasapor­ tes y, a decir verdad, sonaba menos divertido. En la car­ tilla de racionamiento, leían a coro y en solitario los nom bres de los cupones: leche, leche, leche... queso, car­ n e ... Pero cuando Jájontov leía el texto del pasaporte, so­ naban en su voz entonaciones amenazadoras y significati­ vas: motivo de la entrega... por q uién ... señas particula­ res... visado, visado, visado. La cartilla de racionamiento estaba relacionada con la literatura que se nos ofrecía en revistas y ediciones del Estado, y al abrir las páginas de «Novi Mir» (Nuevo M undo) o «Krásnaia Nov», M andels­ tam decía: «Hoy tenemos en existencia a Gladkov, Zenkévich o Fadéiev»,.. Y con ese doble sentido se vio reflejada en un poema: «Leo cartillas de racionam iento, escucho discursos de esparto»... La lectura del pasaporte se plasmó igualm ente en otro poem a: «Aprieto en el puño la ya borrosa fecha de nacim iento, y en tropel y en m anada, su­ surro con labios exangües: nací en la noche del dos al tres de enero en el inseguro año de m ü novecientos y uno y los siglos me rodean con sus llamas»... La segunda diversión — tam bién del tipo de «una higa en el bolsillo»— tenía lugar en el escenario. Jájontov pre­ sentaba u n m ontaje bajo el título: «Los poetas viajan» y leía fragm entos del «Viaje a Erzrum», de Pushkin, y a Maiakovski, de los cuales se deducía que los poetas p ueden viajar al extranjero sólo bajo el poder soviético. El público perm anecía totalm ente indiferente: nadie sos­ pechaba siquiera que existiera la posibilidad de viajar al extranjero: «¡Ya no saben ni qué pedir!», com entaban ios oyentes con indolencia, al térm ino de la incomprensible representación. Jájontov, para animarse, tenía que recurrir a diversos trucos y bromas. Había incluido en su recital un extracto del «Pasaporte soviético» de Maiakovski y extra­ yendo el suyo del bolsillo, lo agitaba en el aire, m irando fijam ente a Mandelstam quien, a su vez, sacaba el suyo —am ado y nuevo— mientras intercam biaban miradas de com prensión... Las autoridades no habrían tolerado seme­ jantes bromas, pero como nada se decía en las instruc-

cíones respecto a eso, no io habían previsto. Además, con el pasaporte en la mano se podían hacer augurios. Por cuanto todo cambio general de pasaportes viene a ser una especie de depuración, realizada en secre­ to , no me atrevía a cambiarlo en Moscú y lo hice en Voro­ nezh. Por este motivo, perdí el derecho a residir en la ca­ pital, derecho que recobré aJ cabo de veintiocho años. A unque, en realidad, no tenía ninguna posibilidad de conseguir u n pasaporte moscovita. ¿De dónde habría saca­ do el certificado de trabajo? ¿De qué m odo podría expli­ car dónde se encontraba el dueño de la casa en la cual yo habitaba? ¿Cómo explicaría las relaciones existentes entre ambos y quién respondía por quién? U na vez recibidos los dos pasaportes nuevecitos de Voronezh, observamos que teníamos la m ism a serie, es decir, que las letras que ante­ ceden al núm ero eran las mismas. Se consideraba que esas letras pertenecían a un cifrado secreto de la policía y de­ term inaban la categoría a que pertenecía el individuo: si era libre, deportado, con antecedentes, etc... «¡Ahora sí que te han pescado definitivamente!» dijo M andelstam exam inando las series y los números. Amigos optimistas nos tranquilizaban diciendo que no era a m í a quien habían pescado, sino que se olvidaron de que M andelstam era un deportado y no hicieron en su pasaporte la marca correspondiente. Nuestro convencim iento de que todos los ciudadanos estaban numerados y fichados de acuerdo con su categoría era tan firme, que ni dudam os siquiera del significado de esos números y letras. Años después de su m uerte supe definitivam ente que las series no significaban nada a excepción del orden num érico y que mis atem ori­ zados conciudadanos superan en su imaginación incluso a la GPU y a las milicias. El haber perdido mi pasaporte moscovita no nos afectó gran cosa. «Si regreso yo — decía M andelstam— , a ti tendrán que registrarte. Y mientras yo no vuelva, a ti, de todas formas, no te dejarán regresar». En efecto, en 1938 me echaron de la capital y más tarde conseguí u n permiso de residencia por un mes o dos para un trabajo de investi­ gación científica. Finalm ente, Surkov me propuso que regresase: «Ya está bien de vivir desterrada». Dejé el tra­ bajo y marché a Moscú para hacerme cargo de la habita­ ción que m e había destinado la U nión de Escritores. D u ­

rante seis meses me tuvieron esperando y, finalm ente, Surkov m e dijo que no recibiría ni la habitación ni el per­ miso de residencia: «Dicen que se marchó de Moscú por su propia voluntad» y que, además, él no tenía tiem po de hablar de m í con sus com pañeros... Por fin ahora, en 1964, se m e concedió el perm iso de residencia. Tam bién es cierto que mucha gente hizo gestiones en m i favor, escribió y suplicó... ¿O se deberá tal vez a que una revista insensata decidió publicar algunos poem as de M andels­ tam? Sea como fuere, eso significa que él ha vuelto a Moscú. D urante treinta y dos años ninguna estrofa de sus poesías fue publicada, y han pasado veinticinco años de su m uerte y treinta desde su prim era detención. El tener un verdadero pasaporte supuso un gran alivio. Las pesadas gestiones ya descritas no sólo nos quitaban tiem po, sino que iban acompañadas de constante in­ quietud y vanas conjeturas: lo darán, no lo darán (m e re­ fiero al tiem po en que sólo tenía pasaporte provisional). Tanto en la sala de espera de la GPU, como en las m ili­ cias, se oían siempre las mismas conversaciones: unos se quejaban al hom bre de la ventanilla que les había negado el permiso de residencia, otros suplicaban que se les per­ mitiese registrarse... El hom bre de la ventanilla se lim ita­ ba a extender la m ano para recoger la solicitud y com uni­ caba la negativa. Las personas que no recibían el permiso de residencia en la ciudad m archaban a la provincia, don­ de era imposible encontrar trabajo y las condiciones de vi­ da resultaban insoportables. Y nosotros, juntam ente con toda esa m uchedum bre, recorríamos diversas oficinas en busca de los certificados, íbam os a las milicias, tem iendo siempre que por aquella ve 2 las cosas no nos saliesen bien y nos viéramos obligados a ir no se sabe dónde ni para q ué. «Aprieto en el puño la ya borrosa fecha de nacim ien­ to, y en tropel y en m anada*... Al leer esa poesía a Mijoels, Mandelstam sacó el pasaporte y lo apretó en su p u ñ o ...

Médicos y enfermedades Al llegar a Voronezh, nos perm itieron vivir en el hotel. Nuestros vigilantes habían decidido, seguram ente, perm i-

tir a la gente que no tenía pasaporte alojarse en el hotel ai llegar a sus lugares de residencia. N o nos dieron habita­ ción, sino u n a cama en la habitación de los hom bres y otra en la destinada a las mujeres. Vivíamos en distintos -pisos y yo me pasaba el día corriendo por las escaleras, porque m e preocupaba el estado de salud de Mandelstam. Pero cada día m e costaba más trabajo subir la escalera: días después tuve fiebre y com prendí que me había conta­ giado de tifus en algún lugar del viaje. Creo que el co­ m ienzo del tifus no puede confundirse con ninguna otra enferm edad, por lo menos con ninguna gripe. Declararse enferm a significaba permanecer en un hospital durante varias semanas, en una barraca de infecciosos, y de mi imaginación no se borraba la visión de cómo se tiró Man­ delstam por la ventana. Le oculte mi fiebre —que era bas­ tante alta— y seguí subiendo por las escaleras, suplicándo­ le constantem ente que fuéramos a ver a un psiquiatra. «Ya que estás tan em peñada», me dijo u n día, y Raimos. El mismo describió con detalle el curso de su enferm edad y nada pude añadir. En aquellos días su m ente era lúcida y objetiva al máximo. Se quejó al médico de que padecía de alucinaciones cuando estaba cansado; casi siempre en el m om ento de dormirse. Pero ahora, le dijo, com prendía la naturaleza de las «voces» y había aprendido a detenerlas con u n esfuerzo de voluntad. En el hotel, sin em bargo, muchos factores molestos le im pedían combatir la enfer­ m edad: había m ucho ruido y de día resaltaba imposible descansar... Lo más desagradable era que se cerrasen las puertas, aunque él sabía perfectam ente que se cerraban por dentro y no por fuera... La cárcel seguía anclada en nuestra conciencia. Vasilisa Shklovskaia tampoco puede soportar las puertas cerradas. ¿No será porque en su juventud estuvo presa m ucho tiem ­ po y sabe por experiencia propia lo que significa estar en­ cerrada? Incluso personas que no sufrieron pena de prisión se han sentido afectadas por estas asociaciones. Cuando año y medio más tarde, Jájontov se hospedó en aquel ho­ tel, observó inm ediatam ente el chirrido de las llaves en las cerraduras: «¡Oh!», exclamó cuando salimos de su habita­ ción y cerramos la puerta. «El sonido es distinto», Je tran­ quilizó M andelstam. Se habían com prendido perfecta­ m ente. Por ello precisamente defiende en sus poesías con

tanta vehemencia el derecho «a respirar y a abrir las p u er­ tas», ese derecho que él tem ía perder. El psiquiatra lo trató con cautela: no debemos olvidar que en cada persona todos veíamos a un chivato y entre los represaliados había muchos, porque las personas que sufren un traum a psíquico pierden con frecuencia la capa­ cidad de resistir. Después de oír su relato nos dijo, sin em bargo, que entre los «sujetos psicoastenicos» que habían estado en la cárcel se daban con frecuencia seme­ jantes «complejos»... Le hablé de m i enferm edad y Mandelstam com prendió de lo que se trataba: se asustó terriblem ente. Pregunté al doctor si no convendría ingresarle en una clínica durante m i enferm edad. El médico m e aseguró con toda firmeza que se le podía dejar en libertad, que ya no se observaban secuelas de la psicosis traum ática. Nos dijo tam bién que entre los deportados a Voronezh había observado con fre­ cuencia estados similares a los descritos por M andelstam. Esto solía producirse al cabo de varias semanas o, incluso, días de la detención. La enferm edad cura siempre y no d e ­ ja huellas. Esta vez fue él y no yo quien le preguntó el motivo de qu e la gente enferm ara al cabo de estar unos días en la cárcel interna y antes pasaban largos años en fortalezas y salían sanos. El médico se lim itó a encogerse de hombros. Pero, ¿de verdad salían sanos? Tal vez toda cárcel pro­ duce enferm edades psíquicas, sin hablar ya de traumas. ¿No será algo específico de nuestras cárceles? ¿O sucede quizá que nuestra psique ya está alterada, antes de la d e ­ tención, a causa de presentim ientos, temores y reflexiones sobre «temas carcelarios»? En nuestro país nadie se interesa por ese tem a y en el extranjero lo desconocen por comple­ to porque sabemos guardar nuestros pequeños secretos del m undo exterior. H e oído contar que alguien publicó recientem ente sus m emorias sobre la vida en un campo de trabajo. El autor de estas memorias —un extranjero— estaba sorprendido de la cantidad de enfermos m entales entre los reclusos. D urante su estancia en el país había vivido en condiciones especiales y no conocía la realidad soviética, m ejor dicho, tenía de ella una idea muy superficial. Hace la deducción de que en nuestro país no se tratan ciertas enferm edades.

es decir, las psíquicas, y que los enfermos que por culpa de su enferm edad com eten faltas en el trabajo, infringen la disciplina, etc., son enviados a los campos. En efecto, nuestro porcentaje de personas em ocionalmente inestables es enorm e. Creo que entre los delincuentes, condenados ahora por actos de gam berrismo y pequeños hurtos, m uchos son psicópatas o psicoasténicos graves. Son recluidos durante varios años por haber violentado la puerta de algún almacén para robar varios litros de vodka, pero al recobrar la libertad, no tardan en volver a la cárcel y al cam po, esta vez por bastantes años, acusados de deli­ tos semejantes al primero. En vida de Stalin se les hacía menos caso y pocas veces se les enviaba al cam po, en cam­ bio a ios otros los enviaban en m asa... Pero sigue descono­ ciéndose el motivo de que los intelectuales y, en general, las personas sensibles y nerviosas, reaccionen tan vivamen­ te ante su detención y padezcan con frecuencia de m iste­ riosos traumas psíquicos, que se curan rápidam ente y no dejan secuelas. ¿Dónde habían enferm ado las personas que ese autor extranjero vio, en la cárcel o cuando estaban libres? ¿Quiénes eran, chiquillos que robaron para em ­ borracharse o ciudadanos pacíficos? ¿Eran enfermos psicó­ patas o padecían del famoso traum atism o psíquico? Todas estas cuestiones siguen sin resolver no sólo para los extran­ jeros, sino tam bién para nosotros. Y no podrem os resol­ verlas hasta que no analicemos en voz alta nuestro pasado, presente y futuro. M andelstam volvió a la consulta psiquiátrica cuando yo salí del hospital, pero esta vez habló con un gran espe­ cialista que había llegado a Moscú en visita de inspección. Fue a verle por iniciativa propia, para contarle la historia de su enferm edad y averiguar si no se trataba de alguna lesión orgánica. Le dije que ya antes había tenido ideas fi­ jas, en el período, por ejem plo, de sus conflictos con las organizaciones literarias, cuando no podía pensar en otra cosa. Además —y esto es la pura verdad— era en exceso sensible ante cualquier traum a... Estas características, dicho sea de paso, las había observado yo en los dos her­ m anos de M andelstam , que eran com pletam ente distintos a el, pero tam bién extrem adam ente sensibles, pues convertían en ideas fijas cada hecho biográfico que Ies re­ sultaba penoso...

El psiquiatra de Moscú hizo algo sorprendente: le invitó a recorrer con él las salas. Al term inar el recorrido le pre­ g untó si había notado algún parecido entre lo que le ocurría a él y los pacientes de la clínica. ¿En qué categoría se incluiría él a sí mismo: debilidad senil, esquizofrenia, histerism o?... El doctor y el paciente se separaron como amigos. Al día siguiente, y sin decirle nada, fui a ver al psi­ quiatra. Tenía m iedo de que el terrible espectáculo que nos había mostrado el día anterior se convirtiera en un traum a nuevo. El doctor m e tranquilizó. Me dijo que lo había hecho conscientem ente porque la vista de los enfer­ mos le haría reconocer las cosas y así se libraría con mayor facilidad de los dolorosos recuerdos de la enferm edad p a ­ sada. Por lo que se refiere a la excitabilidad nerviosa y su vulnerabilidad a los traum atism os, el doctor no vio en ello n ingún síntom a patológico especial: los traumas habían si­ do bastante graves y lo único que se podía desear es que no hubiera tantos en nuestra v id a... «Se trata de u n sujeto fácilmente excitable y de extrem a sensibilidad»... Y así era en efecto. Me sorprendía Ja facilidad con que se burlaba de su en­ ferm edad y la rapidez con que desgajó de su vida ese tro­ zo lleno de alucinaciones y delirios: «Nadeñka», m e dijo unos meses después de nuestra llegada a Voronezh, irrita­ do por una com ida deficiente, «no puedo comer esta por­ quería, ahora no estoy loco»... La única secuela, a mi juicio, de la enferm edad, era el deseo que m anifestaba de vez en cuando de adm itir la realidad y hallarle alguna justificación. Le ocurría súbita­ m ente e iba siempre acom pañado de u n estado nervioso, como si en aquellos m om entos estuviera bajo los efectos de una hipnosis. Decía entonces que quería estar con to­ dos y tem ía quedarse al m argen de la revolución, dejar de ver, por m iopía, todo cuanto de grandioso se realizaba an­ te nuestros ojos... D ebo confesar que ese sentim iento era com partido por muchos coetáneos nuestros y que había entre ellos personas muy dignas, como Pasternak, por ejemplo. Mi herm ano Evgueni decía que no fue ni el m iedo ni el soborno —aunque hubo bastante tanto de lo uno como de lo otro— lo que jugó un papel decisivo en la domesticación de la intelectualidad, sino la palabra «revom

lución», a la cual nadie quería renunciar. Con esa palabra no sólo sometía ciudades, sino tam bién a muchos millones de seres. Esa palabra poseía una fuerza tan grandiosa que no se com prende siquiera la necesidad de las autoridades de tener cárceles e im poner la pena de m uerte. A fortunadam ente, Mandelstam no padecía con frecuen­ cia esos arrebatos de patriotismo. U na vez recobrado, él mismo los calificaba de locuras. Pero es interesante señalar que entre la gente dedicada al arte, la completa negación de lo existente conducía al silencio. El acatam iento total tenía consecuencias funestas para el trabajo, lo hacía insig­ nificante; sólo eran fructíferas las dudas que, por desgra­ cia, estaban perseguidas por las autoridades . El simple amor a la vida im pulsaba tam bién el acata­ m iento de la realidad. Mandelstam no tenía ningún apego al m artirio, pero había que pagar u n precio demasiado ca­ ro por el derecho a vivir. C uando se decidió a efectuar el prim er pago, ya era demasiado tarde. Por lo que se refiere a m í, fui llevada a una barraca Teservada a los enfermos de tifus. El médico-jefe se detuvo u n día jun to a mi cama y le dijo a u n inspector que m i es­ tado era grave y que «figuraba en Jas listas de los organis­ mos de seguridad». Pensé que esa conversación era pro­ ducto de mi delirio, pero ese mismo médico-jefe, que re­ sultó ser un buen amigo (era herm ano de Fedia el agróno­ m o) m e confirmó, una vez ya curada, que él lo había dicho. Más tarde, durante mis peregrinaciones por la U nión Soviética, se m e hizo saber en varias ocasiones, tan ­ to por agentes m anifiestos, como secretos, de la policía, es decir, por las secciones de personal y los «chivatos», que «figuraba en las listas de Moscú». No sé lo que esto pueda significar. Para com prenderlo es preciso estudiar la estruc­ tura de los organismos en cuyas listas «figuro» por razones que desconozco. Me parece m ucho más agradable no figu­ rar en las listas de nadie, pero no sé cómo conseguirlo. Me gustaría saber si todos «figuran» o sólo los elegidos... La doctora de la sala, u n a m ujer m uy agradable, me contó que su marido, agrónom o, estaba a p u n to de cum plir su condena; se «fue» con otros intelectuales rura­ les acusado de envenenar los pozos. No se trata de algo que yo invento ahora, ni de u n fruto de m i imaginación, sino de un hecho real. U na vez curada, empecé a hacer

viajes a Moscú y ella m e daba paquetes para que los en ­ viara desde la capital. En aquellos años, los paquetes de víveres sólo se adm itían en Moscú, ahora, en cam bio, hay que m andarlos desde los centros regionales. Emma G uershtein se pasó muchos años viajando a no sé qué fan­ tásticos pueblos para llevar los pesados paquetes que A j­ m átova enviaba a su hijo Liova, C uando el «envenenador de los pozos» regresó a su casa, u na vez cum plida su condena, fuim os invitados a festejar el acontecim iento. Bebimos vino dulce en su honor y él, radiante de alegría, cantó con su voz de barítono atenora­ do diversas romanzas. En 1937, volvió a ser detenido... Me atendió m ucho la enferm era N iura. Su m arido, em ­ pleado en u n m olino, sacó un día un puñado de harina para su ham brienta fam ilia y fue condenado a cinco años por decreto. Las enfermeras comían con voracidad Jos res­ tos de comida que dejaban los enfermos de tifus y disen­ teria. Nos contaban sus penas y su miseria. Salí del hospital con la cabeza pelada y M andelstam me llam aba «presidiaría».

El propietario ofendido Al salir del hospital, Mandelstam m e llevó a su «casa» y no al hotel. D urante esc tiem po había conseguido aJquilar para nosotros una terraza encristalada en un ruinoso hotelito que pertenecía al m ejor cocinero de la ciudad. La casa seguía siendo de su propiedad particular en razón a los méritos de su dueño, que trabajaba de jefe de cocina en u n restaurante «reservado» para los más altos cargos. Con este motivo, M andelstam m e dijo que, por fin, sabríamos qué era eso de «reservado»... Cuando en 19 33 estuvimos en Crim ea, no nos dejaron entrar, ni en Sebastopol ni en Fcodosia, en ningún restaurante, alegando que eran «reserva­ dos», En la A ntigua Crimea había, incluso, una peluque­ ría reservada. Pero el cocinero no nos contó nada. Era un viejo enferm o, inapetente, poco amigo de bromas, siempre cansado, que vivía en una de las habitaciones de su antiguo hotel; en las restantes se alojaban los inquilinos

que h ad a tiem po ya no pagaban más que lo reglam enta­ do. Como propietario, el cocinero debía hacer las repara­ ciones a su costa y durante el verano alquilaba la terraza a fin de reunir los fondos necesarios para ello. Su máxima ilusión era que la casa fuera declarada en ruinas o se apro­ piasen de ella, pero era poco probable que algún soviet sensato quisiera encargarse de sem ejante ruina. El último! propietario se desesperaba, se arruinaba, pero no perdía la esperanza de ser u n inquilino más de su propia casa, des­ tinada, por fin, a la demolición por las autoridades com­ petentes. En 1954, Voronezh era una ciudad sombría y ham brienta. Los campesinos huidos del koljós y los kulaks expropiados, pero no deportados aún, pedían limosna por las calles. Se situaban junto a las panaderías y tendían la m ano. Se habían comido ya, por lo visto, todas las reser­ vas de cortezas traídas en los sacos desde su aldea natal. En la casa del cocinero vivía u n viejo llam ado M ítrofan; el ham bre crónica lo había convertido en un ser medio-salvaje. El viejo soñaba con trabajar, aunque fuera de guarda nocturno, pero nadie lo contrataba. A tribuía todos sus fracasos al nom bre que llevaba: «Como m e llamo Mítrofan, creen que soy del clero y no m e admiten». En el centro de la ciudad se alzaba el sem iderruido tem plo de San Mitrofan y el viejo, probablem ente, tenía razón. C uando nos trasladamos a la casa alquilada para el invier­ no, Mitrofan se ahorcó. Con nuestra marcha perdió sus ú l­ tim os haberes: nos había ayudado a encontrar habitación. Traía a unas viejas que se dedicaban a poner en contacto a los dueños de camas, rincones y habitaciones disponibles con los potenciales inquilinos. Teníamos que buscar aloja­ m iento en casuchas agrietadas que seguían siendo de pro­ piedad particular y entre aquellos que alquilaban una par­ te de su vivienda oficial. Hacer esto últim o se consideraba ilegal: especulación de vivienda. Los dueños de la vivienda y los presuntos inquilinos se odiaban de antem ano. Los inquilinos anhelaban reñir lo antes posible con su «patrón» y dejar de pagarle un alquiler que superaba en veinte veces al oficial. Y los dueños de las casas, después de reparar el tejado o las puertas con el dinero obtenido por el alquiler, se percataban de pronto que habían vendi­ do su prim ogenitura por un plato de lentejas y se asusta-

ban al pensar que los inquilinos se quedarían para siempre con ellos. El alquiler de la habitación solía tener este desenlace: el inquilino, una vez registrado en la vi­ vienda y pagado el alquiler durante varios meses, se ponía de acuerdo con el adm inistrador de la casa —habitual­ m ente esto ocurría previo «unto*— y recibía el derecho le­ gal a la habitación. Así ocurría en las casas comunales, pe­ ro en las de propiedad privada, el inquilino se negaba sim plem ente a marcharse y no había posibilidad de echarlo apelando a los tribunales; el inquilino dejaba de pagar. La mayoría de la gente conseguía de esta manera la vivienda y el permiso de residencia. Era, por decirlo así, una nueva y natural redistribución de la superficie habita­ da. Este procedim iento resultaba más eficaz que la expro­ piación de la superficie sobrante y su nueva distribución, pero iba acompañado de dramas, escándalos y montañas de denuncias con ayuda de las cuales tanto los dueños de las casas como los inquilinos aspiraban a liberarse los unos de los otros. Hoy día esas relaciones se han regularizado y no se producen conflictos porque las habitaciones se al­ quilan sin exigir el permiso de residencia; el inquilino en esta situación no puede aspirar a nada. El único motivo de riña es la denuncia de algún vecino de que hay alguien que vive sin permiso de residencia; las autoridades, sin em bargo, hacen la vista gorda en estos casos: los tiempos han cambiado. En Voronezh, los dueños de las casas adm itían gustosa­ m ente a los deportados- Sobre ellos pesaba siempre la am enaza de ser reexpedidos a lugares más lejanos y en ca­ so de conflictos ei propietario podía contribuir a su reex­ pedición. Por esta razón recibimos muchas propuestas, y M andelstam se pasaba los días de habitación en habita­ ción por toda suerte de perdidas callejas. Sin embargo, tardam os bastante tiem po en m udarnos, porque en todas partes solicitaban el pago por anticipado de un año. En la terraza ya se helaba el agua cuando fui a Moscú en busca de trabajo y conseguí una traducción con asombrosa facili­ dad: Luppol había oído hablar del «milagro» y estaba con­ vencido de que podía porporcionarnos trabajo sin correr grandes riesgos. Además, lo hizo de muy buena gana. El anticipo recibido por la traducción lo entregamos al dueño de la casita situada en las afueras de la ciudad, quien se

contentó con recibir el pago de seis meses de alquiler por adelantado. Cada viaje a la ciudad, que teníam os que ha­ cer con m ucha frecuencia a causa de los certificados, el cambio de pasaporte, la búsqueda de trabajo, era una ver­ dadera tortura para Mandelstam: las interm inables esperas en las paradas de los tranvías, los racimos hum anos colga­ dos de sus puertas, los apretujones... Antes de la guerra, el transporte urbano estaba en pésimo estado en todas partes, incluso en Moscú. En aquel invierno conocimos el furor de los vientos esteparios: la gente que ha sufrido un naufragio es particularm ente sensible al frío. Nos conven­ cimos de ello en los sucesivos períodos de ham bre y mise­ ria, que se repetían regularm ente al cabo de varios años de guerras y deportaciones. Poco después supimos que el dueño de la casa donde nos instalamos, de profesión agrónomo, calzado con gran­ des botas de cuero, nos adm itió con la esperanza de cono­ cer a personas interesantes: «Pensé que vendrían a visi­ tarles escritores, como Kóchetova o Zadonski, que- juntos bailaríamos la ru m b an se nos quejaba el dueño de la casa. Desilusionado, «tomó sus medidas»: irrumpía en nuestra habitación cuando estaban de visita nuestros amigos Kaletzki y Rudakov, tam bién deportados y carentes de pasa­ porte, y exigía que Je enseñasen sus documentos: «Ustedes están celebrando aquí una reunión y yo, como dueño de la casa, soy el responsable»... Lo echábamos de la h abita­ ción y él, al encontrarse a solas conmigo, suspiraba triste­ m ente y se lam entaba: «Si al menos le visitara alguien que valiese la pena®.,. N o podía devolvernos el dinero del an­ ticipo y no tuvimos más remedio que vivir allí los meses pagados. M andelstam lo tom aba en broma: los deportados siempre han sufrido a causa de los propietarios, esa era la tradición. Antes iban a la policía para quejarse, ahora van a la GPU; nuestro agrónom o se lim itaba a amenazarnos, pero, al parecer, «no escribía», «ni iba» a ninguna parte. Y esto era de apreciar... La siguiente habitación, que ocupamos desde abril de 1935 hasta febrero de 1936, se hallaba en el centro, en una antigua pensión, donde se congregaba toda suerte de chusma. H ubo varias redadas nocturnas: la policía buscaba destiladores clandestinos de vodka. N uestra vecina, una prostituta jovencísima, adoraba a M andelstam porque la

saludaba en la calle; venía siempre a nuestra habitación con un cubo para lavar el suelo y no quería cobrar nada por m ucho que insistiéramos: «Lo hago por amistad*... Venía a quejarse de la vida una vieja judía que criaba a tres nietos. El patrón se obstinaba en echarla y escribía, a donde correspondía, acusándola de prostitución. La vieja se justificaba con la edad («¿Quién querría una así?») y con las dim ensiones de la habitación, en la cual los nietos dorm ían am ontonados. Era una suerte para nosotros que los delatores escri­ biesen lo que se les ocurría, sin cuidarse en absoluto de la verosimilitud de la acusación que, hasta 1937, se exigía, pese a todo. Esta situación se prolongó hasta que apare­ cieron en la prensa unos artículos recom endando que se inform ara a las autoridades de las conversaciones que m antenían los vecinos. La delación pone de manifiesto, sobre todo, el nivel del delator, revela los vuelos de su im aginación. N uestro segundo patrón de Voronezh ocu­ paba el escalón inferior de esa escala. Ü na vez nos llam a­ ron del MGB (Ministerio de Seguridad Estatal), nos m ostraron una denuncia hecha contra nosotros y nos pro­ pusieron que la refutáramos por escrito. La denuncia decía que recibimos por la noche Ja visita de un tipo sospechoso y que se oyeron disparos provenientes de nuestra hab ita­ ción. La prim era parte de la denuncia podía pasar, pero la segunda lo echó todo a perder. El visitante nocturno era Jájontov, cuyas representaciones estaban anunciadas en carteles por toda la ciudad, y él confirmó que había estado con nosotros hasta el amanecer. Así acabó todo el asunto. El propio hecho de que nos llam aran con motivo de la denuncia, dem ostraba que no habían pensado en u tili­ zarla. Lo mismo ocurrió conm igo, posteriorm ente a 1937 (Ezhov ya no estaba y el terror había dism inuido). Un día me llam aron a la sección de la GPU, adjunta a las milicias de Moscú, donde yo, después de la m uerte de Mandels­ tam , había conseguido u n permiso provisional de residen­ cia en m i propia casa y m e exigieron explicaciones. A quella vez la denuncia resultó ser bastante calificada: se decía en ella que en mis habitaciones se m antenían con­ versaciones contrarrevolucionarias y se hacían reuniones. La única persona que me visitó fue Pasternak, Vino a ver­ m e al enterarse de la m uerte de M andelstam. A excepción

de él, nadie se atrevía a visitarme, cosa que expliqué al que m e interrogaba. El asunto acabó en nada, es decir, m e propusieron sim plem ente que abandonara la capital antes de que finalizara el plazo del permiso provisional. Esta vez la dueña de la casa era yo y m e echaba de ella un inquilino tem poral, instalado allí por la U nión de Escrito­ res con la anuencia de Stavski. El inquilino se tildaba de escritor y decía, a veces, que su rango equivalía al de ge­ neral. Se llama Kostyriev. Cuando después del XX Congreso se disponían a darm e vivienda en Moscú, me llam aron a la U nión de Escritores y m e preguntaron cómo perdí la vivienda. Les hablé de Kostyriev. Ilin, em pleado de la U nión, buscó m ucho tiem po ese nom bre en las listas de escritores, mas no logró encontrarlo. El que Kostyriev fuera general o escritor no tiene im portancia: en su propó­ sito de conseguir vivienda actuaba según la norm a estable­ cida. En nuestro país, «escribían» las capas más diversas de la sociedad. Creo que Kostyriev intentó dejar su trabajo en la policía secreta y pasar a ser literato, pero no lo consi­ guió. La época en que se instaló en mi casa fu f_ u n período de transición en la doble actividad y en la duali­ dad de misiones. El dueño de la casa de Voronezh, que oía disparos por la noche, no consideraba vergonzosa su actividad episto­ lar. Sentíase, probablem ente, m iem bro útil de la so­ ciedad, u n guardián del orden. No era fácil com prender en qué consistía su trabajo. N o hablaba de ello y nosotros preferíamos no preguntarle nada. Se calificaba de «agente» y hacía frecuentes viajes al campo por «asuntos de la colec­ tivización». En todo caso era un peón insignificante, pero incluso ellos eran producto de cuidadosa selección. La esposa del agente, una m ujer muy joven, casi una niña, que él «tomó por esposa» para librarla del pesado si­ no de u n a fam ilia de kulaks expropiada, alquiló Ja habita­ ción sin saberlo él, durante una de sus largas ausencias «por asuntos de la colectivización». Ella se trasladó a la co­ cina, que era una habitación de paso, y el dinero recibido por el alquiler se lo envió a su familia. El marido se en­ contró de pronto con unos inquilinos y sin ningún benefi­ cio. La esposa, aunque «salvada» por ese caballero, lo tenía bien sujeto. A juzgar por sus conversaciones, ella sabía de él alguna cosa que ni siquiera en aquella época cruel le

sería perdonada. Delante de él y a sus espaldas le llam aba con el nom bre tradicional de Herodes y cuando lo insulta­ ba a más y mejor, él se lim itaba a encogerse cobardem en­ te. Sin em bargo, no podía soportar la presencia de los in ­ quilinos y trataba de fastidiarnos en la m edida de sus fuerzas. Entraba en nuestra habitación sujetando por el rabo algún ratón vivo, que pululaban por doquier en la casa. Correcto, atildado al estilo m ilitar, nos saludaba des­ de el um bral y decía: «¡Me perm ite que lo fría?» y se en­ cam inaba directam ente al hornillo eléctrico de espiral. Despreciaba el hornillo, que consideraba como un capricho de intelectuales, una costumbre burguesa que to ­ do honrado ciudadano soviético debía com batir igual que a los kulaks. Rudákov o Kaletzki, que no salían de nuestra casa, defendían al ratón y el dueño de la casa, al encontrar resistencia, se batía vergonzosamente en retirada, pues era m uy cobarde. Desde la habitación vecina le oíamos bro­ m ear sobre los nervios de los intelectuales: «¡Ya verán el susto que les voy a dar! ¡Freiré un gato!»... Lo más curioso del caso es que no bebía y realizaba todos sus trucos en es­ tado de absoluta sobriedad. Su núm ero predilecto era el dei ratón. Cuando M andelstam fue al sanatorio de Tambov, el «agente* echó fuera todas nuestras cosas, que recogió y conservó la p rostituta... Al regresar, M andelstam no sabía dónde meterse y pasaba el tiem po en la redacción del pe­ riódico, situada en la casa vecina. Desde allí llamaron a la desconocida institución donde trabajaba nuestro patrón, devorador de ratones y agente. Por la tarde se presentó inopinadam ente en la redacción y dijo: «Regresen, me han ordenado que no escandalíce»; comprendim os enton­ ces la ventaja de vivir en la casa de u n colaborador de la institución donde reina la disciplina militar. A partir de entonces, el agente fue una m alva... C uando alquilamos u n a nueva habitación y abandonam os su casa, él mismo nos ayudó a colocar nuestras cosas en el coche y estuvo a pu n to de persignarse de alegría. ¡Quién iba a creer que el victorioso inquilino no iba a quedarse ya para siempre! Me contaron que del siguiente inquilino se liberó en 1937, pero no gozó m ucho tiem po de su vivienda: fue trasladado al trabajo interno de u n campo. D urante los tres años de perm anencia en Voronezh

cambiamos cinco veces de casa, contando la terraza. Des­ pués de la casa del «agente», nos trasladamos a una espléndida casa nueva, donde vivía una joven viuda. Al­ quiló de golpe dos habitaciones: una a nosotros y otra a un joven periodista llamado Dunaievski, quien fue el or­ ganizador de nuestro traslado. Ella nos había aceptado con el único fin de «rehacer su vida», pero él no tenía la m enor intención de casarse con ella. C uando quiso inten­ tarlo de nuevo, tuvimos que marchar para dejar el sitio a un novio potencial. Nuestra últim a habitación, en una ca­ sita dim inuta incrustada en la tierra, resultó ser un paraíso. Pertenecía a una m odista que trabajaba en el tea­ tro y fue el sueño de un pasado ya perdido para siempre, el prem io por todas las penalidades sufridas. A unque M andelstam reaccionaba serenam ente ante todas las contrariedades relacionadas con las viviendas, en casa de la m odista revivió. La m odista era una m ujer corriente, sencilla y bondado­ sa. Vivía con su m adre, a quien llam aba abuela, y su hijo Vadik, un chiquillo como todos los chiquillos. Su marido, zapatero, había m uerto hacía unos años y los actorésT~a quienes rem endaba el calzado, colocaron a la viuda en el teatro para que pudiese sostener a su familia. Le habían conseguido una pensión para el hijo; el m arido había sido comunista. Vivían, como es de suponer, a base de patatas y de algunas gallinas que la abuela guardaba en el coberti­ zo. Los doscientos rublos de la habitación suponían un considerable ingreso en su presupuesto. En su casa solían alojarse algunos actores y era muy conocida entre ellos por su bondad. A causa de ello nos instalaron en su casa y allí respiramos a gusto. A ntaño había m ucha gente bondadosa. D iré incluso más, hasta los malos se fingían buenos porque eso era lo d eb id o... De aquí la hipocresía y falsedad, los grandes de­ fectos del pasado, denunciados por el realismo crítico de finales del siglo XIX. El resultado de esas denuncias fue sorprendente: las personas bondadosas desaparecieron. Hemos de tener en cuenta que la bondad no es sólo una cualidad innata, sino que debe cultivarse y esto se hace cuando hay dem anda de ella. La bondad era para nosotros una cualidad pasada de m oda, en vías de extinción y la persona de buen corazón una especie de m am ut. Todo

cuanto nos enseñaba la época, la expropiación de los ku­ laks, la lucha de clases, las denuncias y la búsqueda de motivos ocultos en cada acto, educaba cualquier clase de sentim ientos, pero no la bondad. La bondad, igual que la benevolencia, había que bus­ carlas en lugares perdidos, sordos a la llam ada d e la época. U nicamente las gentes pasivas conservaban estas cualida­ des legadas por los antepasados. U n «humanismo» al revés se m anifestaba en todo y en cada uno. En esa casa vivíamos tranquilam ente, como personas, y hasta olvidamos que no teníam os vivienda propia. En mis viajes posteriores por la URSS, en coche de caballos, en tranvías o automóviles por las enormes ciudades del país, solía mirar con asombro las ventanas de las casas que des­ filaban delante de mi vista: ¿Por qué no podía considerar como m ía ninguna de ellas? Tenía sueños absurdos: veía pasillos enormes como calles techadas con puertas a ambos lados, esperaba que las puertas se abrieran de un m om en­ to a otro y yo escogería un a habitación. A veces descubría que tras las puertas vivían mis parientes m uertos hacía tiem po. Entonces m e enfadaba: ¿Ah, estáis aquí todos juntos?, ¿por qué yo estoy sola? ¿Q ué Freud se atrevería a interpretar estos sueños como un complejo de inhibición de la libido, por el complejo de Edipo u otras m onstruosi­ dades semejantes? Alguien dijo que los ciudadanos soviéticos no precisan construirse casas propias: tienen derecho a exigir que el Estado les proporcione viviendas gratuitas... Pero, ¿a quién exigírsela? Incluso en sueños no sabía qué hacer y me despertaba antes del feliz m om ento de recibir, por fin, el docum ento que m e otorgaba la vivienda y el per­ miso de residencia. En Voronezh aún tenía la ilusión de ser dueña de u n a casa, conseguida con esfuerzo, única en su género. Ahora ya no tengo ilusiones y conozco las le­ yes, según las cuales a nada tengo derecho. ¿Y cuántos hay como yo? No crean, por favor, que soy una excepción. N uestro nom bre es legión. Las generaciones futuras no com prenderán el significado que la palabra «superficie habitable* ha representado en nuestra vida. Por ella y a causa de ella se han cometido no pocos crímenes. La gente está ligada a su «superficie» y ni siquiera se les ocurre pensar, ni soñando, en abandonarla.

¿Quién es capaz de abandonar la entrañable, am ada y va­ liosa habitación de una casa comunal de doce metros y m edio de extensión? En nuestro país no existen locos de esta especie y la «superficie» se deja en herencia como los castillos patrim oniales, los palacetes y las fincas. Esposos que se odian, suegras y yernos, hijos e hijas adultos, an ti­ guas sirvientas que se aferran al cartucho próximo a la co­ cina, están encadenados de por vida a su «superficie» y no p u ed en separarse de ella. En casos de boda y divorcio, el prim er problem a que se plantea es el de la vivienda. H e oído hablar de nobles caballeros que se van de la casa y dejan la habitación a su m ujer, he oído hablar de novias con buena vivienda y de novios que buscaban novias así... Mujeres intelectuales se com praban un a pelliza guateada y se colocaban de asistentas en las residencias de estudiantes donde se les destinaba u n cuchitril. Y allí se quedaban aguantando años enteros las maldiciones de los adm i­ nistradores del inm ueble y la am enaza de ser puestas en la calle. En esas residencias comunales tam bién vivían los profesores y tam bién aguantaban el m al trato de los adm i­ nistradores. Yo misma pude haberm e aferrado a alguna de esas residencias y escuchar hasta el alba, encerrada en m i habitación, las canciones y los bailes de los alegres es­ tudiantes que frecuentem ente no disponen de cama pro­ pia y por ello duerm en de dos en dos. De la «superficie» depende tam bién el perm iso de resi­ dencia: si lo pierdes en tu ciudad, no conseguirás volver a ella en toda tu vida. Y , sin embargo, para la inm ensa m a­ yoría de la gente la propiedad de la casa resultó ser una verdadera tram pa. Las nubes se cernían sobre sus cabezas, habían desaparecido ya en torno suyo amigos y com pañe­ ros de trabajo (decíamos: los proyectiles caen cerca), pero los propietarios de la «superficie» seguían en sus sitios en espera de que vinieran a buscarlos. En su espera, se conso­ laban con la esperanza de que podrían evitar ese cáliz; de esa form a defendían su cuchitril, el así llam ado aparta­ m ento; si éste, además, era individual y en casa nueva, entonces, su semejanza con una tram pa era todavía m a­ yor: las casas nuevas tienen sólo una salida: carecen de es­ calera de servicio. No conocí más que a un a sola m ujer sensata que durante la expulsión de los aristócratas de Leningrado hizo su equipaje y huyó precipitadam ente a pro­

vincias, consetvando así lim pio su pasaporte y liberándose de numerosas calamidades. Mi falta de vivienda m e salvó de ser detenida. Conseguí la vivienda una sola vez; fue en 1 9 3 3 , cuando gracias a la presión de Bujarin nos dieron u n palom ar en el 5.° piso de una casa destinada a los escritores. Seis meses después, M andelstam fue detenido, pero conservamos la casa. Mate Zalka, presionado por los escritores, fue a MGB en su cali­ dad de adm inistrador de la casa para pedir que le perm i­ tiesen desalojar de la vivienda de un escritor deportado a u n a vieja, mi m adre, y utilizarla para un escritor au tén ti­ cam ente soviético. Pero el milagro continuaba vigente y no se lo perm itieron, rogándole que comunicase a los escritores que anhelaban «superficie habitable» que no había que ser más papistas que el papa. La conservación de la casa nos hizo concebir la esperanza de que a M an­ delstam le sería perm itido regresar a Moscú; sin embargo, cuando les hizo falta nos la quitaron, echándom e a mí, dicho sea de paso, aunque no figuraba como exiliada. Pe­ ro si m e hubiera quedado en la casa de Moscú, junto al escritor-general Kostyriev, mis huesos se habrían podrido hace tiem po en la fosa com ún de algún cam po., Después de su segunda detención, cuando yo vagabundeaba sin vi­ vienda ni derecho de residencia, vinieron a buscarme a m i últim a vivienda conocida, la de Kalinin, pero ya no esta­ ba allí. No podía conservar esa habitación en u n a casa particular, costaba dem asiado cara.!. No hubo celada para m í y acabaron por olvidarme. Gracias a mi exis­ tencia nóm ada conservé la vida y las poesías de M an­ delstam . Pero, ¿qué habría pasado si la bondadosa m odista de Voronezh tuviese después de nosotros, es decir, en el vera­ no de 1937, un inquilino que dejase de pagarle y una vez obtenido el derecho legal a la habitación alquilada se h u ­ biera quedado a vivir allí? ¿Habría procedido como todos? Es decir, ¿lo denunciaría a I05 organismos de seguridad, diciendo que celebraba reuniones clandestinas y m antenía conversaciones contrarrevolucionarias?... Y que ella, como dueña de la casa, se consideraba en el deber... ¿O bien renunciaría hum ildem ente a ese pequeño suplem ento que le perm itía vivir algo mejor con su m adre y su hijo? Lo único que sé de ella es que su casita sin porche quedó

destruida durante la guerra y en su lugar se alzó algo com pletam ente distinto.

El dinero Desde el p u n to de vista material, vivimos en Voronezh, al principio, mejor que nunca. Las Ediciones Literarias del Estado, atónitas por el m ilagro, nos dieron traducciones, Evgueni, mi herm ano, llegó a decir incluso que Moscú se había hermoseado tras el incendio. Traduje rápidam ente una novela pésima e inm ediatam ente firmé otro contrato. Pero en el invierno de 1934-35, los que nos proporciona­ ban trabajo sufrieron las consecuencias de su bondad. Me llam aron a Moscú para que «conociese los nuevos métodos de la traducción». En aquel entonces el redactor-jefe era Startzev. Alabó los nuevos «métodos» y el encargado de la sección consiguió con habilidad que yo les hiciese entrega del libro que debía traducir; alegó como pretexto que debía revisarlo por si convenía acortarlo un ta n to ... No volví a ver el libro y poco después se publicó traducido por otra persona. Nos abonaron unos pliegos más de una traducción de M aupassant, previstos en el antiguo contra­ to, y con ello finalizó la afluencia de dinero desde Moscú. En busca de trabajo, M andelstam escribió infinitas soli­ citudes y acudió muchas veces a la U nión de Escritores lo­ cal. El problem a del trabajo era una «cuestión de princi­ pio», según la expresión en boga en aquellos tiempos. Es­ to quería decir que esperaban indicaciones de «arriba», y era la U nión de Escritores quien las pedía, es decir, el ne­ gociado del que dependía M andelstam. N i él ni yo o b tu ­ vimos nunca u n trabajo sin u na espera y u n cuchicheo previo. Incluso en 1955, conseguí trabajo en Cheboksari tan sólo después de que Surkov fue no sé a dónde para obtener la autorización, y en m i presencia llamó al m i­ nistro de Instrucción Pública comunicándole el resultado de sus conversaciones. Pero en 1934, ninguna institución habría dado trabajo a un deportado sin una disposición de «arriba». De esta forma los dirigentes de las diversas insti­ tuciones evitaban la responsabilidad de tener en la plan­ tilla a un ciudadano de categoría «inferior». En los perío-

dos de «vigilancia revolucionaria», ninguna referencia a permisos o autorizaciones anteriores de «arriba» servían de ayuda, tanto más cuanto que estas autorizaciones jamás se daban por escrito: alguien asentía con la cabeza, alguien mascullaba «bueno» por teléfono, alguien, en el mejor de los casos, decía: «Decidan ustedes mismos; nosotros no nos oponem os»... Pero en el expediente no quedaba n in ­ guna huella de ese m ovimiento de cabeza, ni de ese far­ fullar por teléfono y, a veces, los responsables pagaban muy caro la presencia de «elementos ajenos» en sus insti­ tuciones. Fuimos tantos años «elementos ajenos» que conocíamos a la perfección ese mecanismo. A lo largo de los años experimentó ciertas modificaciones, pero el poder del Estado sobre el individuo adquiría formas cada vez más precisas. D urante los ocho años transcurridos desde el XX Congreso, la situación cambió sensiblemente: advino una nueva época, Pero yo me refiero a la época de Stalin, y las etapas que recorrió M andelstam ilustran el proceso de sojuzgam iento de la literatura. Lo mismo ocurrió en otras esferas, claro que de m anera algo distinta, pero en el fon­ do era igual. En 1 9 2 2 , cuando regresamos de Georgia, todas las revis­ tas incluyeron el nom bre de Mandelstam en las listas de sus colaboradores, pero resultaba cada vez más difícil que publicasen sus poesías. Como ejem plo tenem os a Voronski que rechazaba todo cuanto se le ofrecía: «¿Qué puedo h a­ cer yo?», se quejaba Serguéi Klychkov, entonces secretario de la redacción. «Dice que no son actuales»... En 1923, el nom bre de M andelstam fue borrado de golpe de todas las listas de colaboradores. N o podía ser casual, pues seme­ jante unanim idad de toda la prensa era imposible. Es más probable suponer que en el verano se hubiera celebrado alguna reunión ideológica, iniciándose en la literatura el proceso de diferenciación entre los «nuestros» y los «otros». En el invierno de 1923-24, cuando Bujarin era el redactorjefe de la revista «Frozhektor» (El Proyector), le dijo a M andelstam: «No puedo publicar sus poesías. Haga tra­ ducciones»... Al principio, esa limitación inicial se refería al parecer a la prensa periódica, ya que el libro de poemas «Segundo cuaderno», contratado en 1922, se publicó en 1923. Dos años más tarde, sin em bargo, N arbut, que era el director de ZIF, le repitió lo mismo que dijo Bujarin:

«No puedo publicar nada tuyo, pero te daré todas las tra­ ducciones que quieras». En aquel entonces, todos cuantos querían com entaban que M andelstam había dejado la poesía para pasarse a las traducciones. Esto fue repetido por la revista «Nakanuñe» (Vísperas), que se publicaba en el extranjero, y M andelstam se disgustó mucho. En gene­ ral, la situación ya era bastante difícil en aquel entonces. «Se m e perm ite traducir tan sólo», se quejaba. Pero tam ­ poco resultaba fácil conseguir traducciones. Existía, como es natural, la competencia y, además, jamás figuró en la categoría de aquellos a quienes estaba ordenado «asegurar el trabajo». A partir de la segunda m itad de la década de los años veinte, costaba cada vez mayor esfuerzo que le dieran u n a traducción. Se le discutía el mero derecho de ganar para vivir. N o consiguió nada con sus libros para n i­ ños, «Los globos» y «El tranvía», que Marshak estropeó considerablem ente. El único reducto eran las pocas y m í­ seras editoriales particulares que existían todavía. Consi­ guió publicar algunos artículos en provincias (Kíev) y en pequeñas revistas de teatro. En aquel entonces la prohibi­ ción no era to tal, había tan sólo limitaciones y la «reco­ mendación» de tener en cuenta la «actualidad»... La nueva etapa, la lucha por la «pureza de la línea ideológica» se inició con la publicación de u n artículo de Stalin en la re­ vista «Bollshevik» (El Bolchevique), en el cual ordenaba que no se publicase nada que no fuese adecuado (1930). En aquel tiem po yo trabajaba en la revista ZKP (Por una Educación Com unista) y po r las conversaciones m anteni­ das en la redacción com prendí que se había acabado el pe­ ríodo de las escaramuzas y se pasaba a una ofensiva plani­ ficada. N o obstante, en la prensa se publicaron aún varias poesías suyas, pero a causa del «Viaje a Armenia», que se publicó en «Zviezda» (La Estrella), fue destituido su redactor-jefe Cesar Volpe, quien, por otra parte, sabía a lo que se exponía. El lazo se iba cerrando paulatinam ente. T anto M andelstam como Ajmátova fueron los primeros que sintieron en su propia piel lo que significaba la época staliniana, pero poco a poco lo fueron sintiendo todos. Pa­ ra muchos ese avasallamiento de la literatura rusa fue muy beneficioso. Incluso ahora les encantaría retornar a los tiem pos de antes y luchan por sus posiciones y por la con­ servación de las viejas prohibiciones.

En el exilio no cabía ni soñar con publicar algo, nos quedam os sin traducciones y el nom bre mismo de Man­ delstam dejó de mencionarse. Apareció de pasada durante todos aquellos años en artículos denigratorios. Hoy día no está prohibido nom brarlo, pero por inercia no se p ronun­ cia su nom bre y en los círculos de Kochetov sigue suscitan­ do furias. A Erenburg le atacaban más que nada por unas palabras que dijo sobre Tzvetáieva y M andelstam. En el invierno de 1936-37 se acabó toda posibilidad de ganar dinero. No conseguí trabajo hasta 1939, cuando se hizo saber que las esposas de los detenidos seguían teniendo derecho a él; sin em bargo, en los períodos de «vigilancia revolucionaria» me echaban siempre. Como todas las posi­ bilidades de trabajar se hallaban concentradas en manos del Estado, lo único que nos quedaba por hacer era «aullar bajo las murallas del Kremlin». En aquel entonces los m e­ dios privados de existencia en nuestro país — que hoy día ya no existen— se reducían a los siguientes: cultivar un huerto en la parcela donde estaba la casa propia, tener una vaca allí mismo, aunque el heno era propiedad del Estado, trabajar clandestinam ente como modista, mientras no apareciera el inspector de finanzas, o como mecanógra­ fa, que se hallaba en el mism o caso que la anterior, con la particularidad de que las m áquinas de escribir costaban m uy caras antes de la guerra y, finalm ente, la mendici­ dad, que no resultaba rentable porque el dinero lo poseían tan sólo los fieles servidores del Estado y ellos no iban a comprometerse relacionándose con los repudiados. Entre todos estos medios recurrimos, mientras nos fue po­ sible, al «aullido», es decir, tratábam os de hallar una «so­ lución de principio» para el problem a. Mandelstam se d e­ dicó a ello en Voronezh y yo m e fui a Moscú y hablé, m ientras m e fue perm itido, con los dirigentes de la Unión de Escritores: Marchenko, Scherbakov y otros... Todos ellos se mostraban im penetrables y no respondían a nin­ guna de mis preguntas, pero consultaban con alguien de «arriba». , En el prim er invierno de su destierro, Mandelstam fue privado de su pensión personal. Traté de conseguir que se ia devolviesen, persuadiendo a Scherbakov de que como los «servicios prestados a la literatura rusa» no se pueden anular, tam poco la pensión podía ser anulada. Mi inge­

niosidad no causó ningún efecto en el alto dignatario que era Scherbakov. «¿De qué servicios a la literatura rusa cabe hablar si precisam ente por sus obras fue deportado?», me respondió. Yo, como todos nosotros, había perdido por com pleto la noción de las normas jurídicas y m e gustaría saber si se puede privar de u na pensión, igual si es por ve­ jez, años de trabajo, académica o personal, a una persona que fue condenada a u n cierto período de tiem po pero sin perder sus derechos cívicos. No es casual que haya motejado a Scherbakov de alto dignatario. Incluso el tipo físico de nuestros dirigentes cam biaba con los años. Hasta mediados de la década de los años veinte, había por todas partes antiguos m ilitantes de la época clandestina, rodeados de la correspondiente juventud. Eran bruscos, seguros de su indiscutible razón y m uy amigos de discutir y d riia c e r propaganda; solían ser groseros. Tenían algo de seminaristas y de Pisariev. Ellos fueron los prototipos de los primeros años de la revolu­ ción. Fueron sustituidos gradualm ente por hombres ru ­ bios, de cabezas redondas que lucían bordadas camisas ukranianas, de maneras familiares, desenfadadas, risueñas y totalm ente artificiosas; les gustaba brom ear y alardeaban de su tosquedad. Luego vinieron los diplomáticos silen­ ciosos, que valoraban a precio de oro cada palabra suya, que no decían nada de más, que no prom etían nada, pero querían dar la impresión de que tenían peso e influencia. U no de los prim eros dignatarios de este tipo fue Scherba­ kov. Cuando fui a verle por prim era vez, ambos perm ane­ cimos callados varios m inutos. Yo quería que fuera él quien rom piera el silencio, pero no conseguí nada, porque el dignatario ofrecía a la dem andante la posibilidad de ex­ poner su ruego... Le planteé el problem a de la publica­ ción de las obras de M andelstam aunque sabía de antem a­ no que todos mis intentos estaban condenados al más com pleto de los fracasos. Me explicó que el único criterio a que se atenía para publicar obras literarias era su cali­ dad; las poesías de M andelstam, al parecer, no pasaban esa prueba y por ello no se publicaban. Lo mismo m e re­ pitió M archenko, aunque con entonación menos lograda. Scherbakov se animó un a sola vez en el transcurso de nuestra conversación. Fue cuando me preguntó: «¿Qué escribe ahora?». Le dije que escribía sobre el K am a... No

me oyó bien, le pareció que decía «sobre el partisano»*. «¿Sobre el partisano?», preguntó casi sonriente, pero la sonrisa desapareció en el acto cuando se percató que se trataba del río Kama. «¿Por qué sobre el río?», preguntó; le parecía absurdo. La m om entánea animación de Scherbakov nos hizo suponer que esperaban que escribiese odas elogiosas, panegíricos y se asom braban de que no lo h i­ ciese. Se decidió a hacerlo en 1937, pero en aquel enton­ ces nada se tom aba en consideración. Pese a todo, conseguimos abrir una brecha en el m uro y nuestros esfuerzos m ancom unados se vieron coronados por cierto éxito: le dieron trabajo en el teatro local. O cupaba el puesto de encargado de la parte literaria, pero no tenía ni la más m ínim a noción de lo que debía hacer. De hecho se lim itaba a charlar con los actores y ellos lo querían. Además, ganaba algo gracias a la emisora local que acaba­ ba de inaugurarse. Esta clase de trabajo anónim o se consi­ deraba admisible incluso para los deportados, aunque sólo en períodos de calma, cuando no aparecían en la prensa las palabras «vigilancia revolucionaria». Ambos prepara­ mos varias emisiones para la radio: «La juventud de G oe­ the», «Guliiver» en versión para n iños... Mandelstam escribía frecuentem ente los programas para los conciertos, en particular para «Orfeo y Eurídice» de Gluck. Se alegró cuando oyó por los altavoces de la radio, un día que iba por la calle, su relato sobre Eurídice... Hizo igualm ente una versión libre de romanzas italianas para una contralto, tam bién desterrada. A pesar de ese período afortunado para nosotros, resul­ taba difícil vivir en Voronezh. En el teatro cobraba 300 rublos, que se destinaban a pagar la habitación (nuestros cuchitriles nos costaban de 200 a 300 rublos) y en ci­ garrillos. En la radio cobrábamos de 200 a 300 rublos y yo, a veces, tenía que hacer unos artículos críticos para el periódico y responder a las «preguntas espontáneas» de los lectores. Todo ello nos aseguraba un a módica pitanza: una tortilla para comer, té y m antequilla. U na lata de conservas de pescado era todo un «banquete». Hacíamos sopa de coles y, a veces, no podíamos resistir la tentación

• «Partisano» significa guerrillero en ruso. (N. de la T.)

y comprábamos una botella de vino de Georgia. Conseguíamos, adem ás, dar de comer a Rudakov, a quien su m ujer enviaba cincuenta rublos al mes, cantidad que le llegaba para pagar tan sólo la cama. En aquel año — fue cuando vivimos en la casa del «agente»— raras veces conseguíamos estar solos: recibíamos la visita de los acto­ res, de los músicos que llegaban de gira a Voronezh, una de las pocas ciudades provinciales que contaba con orques­ ta sinfónica propia. Todos los artistas en gira por el país la visitaban. M andelstam no se lim itaba a ir a los conciertos; asistía tam bién a los ensayos, le interesaba ver cómo trabajaban con la orquesta los directores, cada uno a su m anera. Fue entonces cuando pensó escribir__algo en prosa sobre los di­ rectores, pero no realizó su propósito: le faltó tiempo. C uando Lev G uinzburg y su hom ónim o Grigori venían a dar conciertos, pasaban mucho tiem po con nosotros y los banquetes se diversificaban con compotas en conserva que a ellos tanto les gustaban. Maria Veniamínovna Y údina consiguió especialmente unos conciertos en Voronezh para ver a M andelstam y tocó mucho para él. Una vez que no estábamos en casa —habíamos ido al cam po— vino a ver­ nos el cantante Migai y lam entam os m ucho no haberle visto. Todas estas visitas eran grandes acontecimientos en nuestra vida. M andelstam era u n ser sociable y no sabía vi­ vir sin gente... Nuestra ventura acabó en el otoño de 1936, cuando regresamos de Zadonsk. El comité de radio local fue supri­ m ido porque todas las transmisiones quedaron centraliza­ das, el teatro cesó en su actividad y no había más trabajo para el periódico. Todo se hundió de golpe. M andelstam después de haber pasado revista a todas las formas priva­ das de vivir, dijo: «La vaca», y nos pusimos a soñar con la vaca; pero Juego supimos que tam bién necesitábamos he­ no. Por dura que fuera la vida en la tem porada qué califico de venturosa, la tregua de Voronezh fue u n a dicha inaudita. A Mandelstam le gustó m ucho la ciudad en sí misma. Le encantaba todo cuanto recordara el lím ite, la frontera, y le agradaba saber que Voronezh fue la periferia de Pedro el G rande, donde el zar construyó la flotilla de Azov. Percibía en la ciudad el líbre espíritu de las avanza­

das regiones periféricas y le gustaba oír el habla rusa del sur, que no era la ucraniana todavía. Y por eso, en sus poesías, los pitidos de las locomotoras em pezaron a hablar en ucraniano. La frontera idiomática pasaba algo al sur de Voronezh y las campesinas regateaban con acento ucra­ niano... En la aldea Nikólskoie, M andelstam anotó el an ­ tiguo nom bre de varias calles conservadas en la memoria de sus habitantes, aunque ahora se llam aban de otra m a­ nera. La gente de ese pueblo se enorgullecía de descender de los delincuentes y fugados de la época de Pedro el G rande; las calles llevaban el nom bre de sus delitos: Pasa­ je de los Asesinos, calle de los Cuatreros, de los Falsifica­ dores... Las libretas de M andelstam con esas anotaciones se perdieron durante la segunda detención y yo olvide las palabras del ruso antiguo que con tanta facilidad p ronun­ ciaban los habitantes de Nikólskoie. Pertenecían a la secta religiosa de Jos «saltarines» y com ponían poemas religiosos en los cuales hablaban de sus fracasados vuelos al cielo. Poco antes de nuestra llegada sucedió en la aldea un dra­ ma: se había designado el día del vuelo y firm em ente con­ vencidos de que al día siguiente ya no estarían en la tierra, repartieron todos sus bienes entre los vecinos que no tenían alas. U na vez repuestos de la caída, corrieron a retirar sus dones de la víspera y se entabló u n terrible com bate. Los poemas más recientes que llegamos a cono­ cer relataban cómo el saltarín se despedía de su colmena predilecta antes de regalarla. M andelstam recordaba esos poem as de m em oria y los recitaba en ocasiones: el saltarín no quería volar al cielo, le gustaba la tierra donde tenía la colm ena, la casa, la m ujer, los hijos... D urante el invierno, Voronezh era un vasto y compacto campo de hielo siempre resbaladizo, como dice Ajmátova en su poem a: «De cristales de roca que piso tím idam ente»,.. N i siquiera en las grandes ciudades, que nos estaban prohibidas, seguían existiendo los porteros provistos de palas y arena. M andelstam no temía ni al viento ni al hielo. A veces lá ciudad le encantaba, pero la mayor parte del tiem po la maldecía y anhelaba escaparse. Le atorm entaba estar encadenado a u n lugar fijo como si estuviese tras unas puertas cerradas. «Por naturaleza soy un hom bre que espera», decía, «y encima me m andan a Voronezh para que pase esperando todo el tiem po»... En

efecto, nuestra vida se reducía a una espera constante: es­ perábam os dinero. Ja respuesta a un a carta o a una solici­ tu d , u n gesto m agnánim o o la salvación... Pero nunca conocí a una persona que viviese con tanta avidez el pre­ sente como 61. Percibía casi físicamente la dim ensión del tiem po, de cada m inuto de esta vida. En ese sentido era la más compJeta antítesis de Berdiaev, quien decía que ja­ ra ás'pu do resignarse al tiem po y que toda angustia expre­ saba la nostalgia de la eternidad. Creo que para todo artis­ ta la eternidad se hace perceptible en cada instante que existe y transcurre, instante que él detendría encantado para hacerlo aún más perceptible. La nostalgia del artista no es producida por el anhelo de la eternidad, sino por la pérdida tem poral del sentim iento de que cada segundo tiene volum en, es ubérrim o, esta lleno de sentido y equivale, por sí mismo, a cualquier eternidad. En la an­ gustia, como es natural, se originaba el sentim iento del futuro y M andelstam se convertía en el hom bre «que espe­ ra». En Voronezh estos dos rasgos se desplegaron al máxi­ m o y en sus m om entos de angustia anhelaba huir a donde fuera, pero no podía, pues estaba fuertem ente amarrado al lugar. Tal vez fuera como u n pájaro que no soporta la jaula y por ello se pasaba todo el día recogiendo no sé qué certificados para que le perm itieran ir unos días a Moscú a fin de operarse de amígdalas {jamás padeció de anginas), para seguir u n tratam iento o para «solucionar sus asuntos literarios», olvidando por com pleto que no tenía ningún asunto literario — no podía tenerlos. Como era de esperar, no le dieron permiso para hacer el viaje. Ajmátova y Pasternak, impresionados por sus lam entos, visitaron incluso a K atanian para pedirle su traslado a cualquier otra ciudad. Pero tam bién esto le fue negado. El despacho de K atanian, abierto a todo visitante, sólo existía para reco­ ger las solicitudes que siempre recibían una negativa. De esta form a, M andelstam permaneció los tres años en Voro­ nezh y sólo en una ocasión cruzó las fronteras de la región perm itida: fue a u n sanatorio de Tambov, del cual se fugó casi en seguida. Por la provincia de Voronezh viajó varias veces enviado por el periódico, y estuvimos en una casa de campo de Zadonsk. Conseguimos ir a Zadonsk gracias a los quinientos rublos que Pasternak le dio para nosotros a Ajmátova, a los cuales ellas añadió otros quinientos suyos.

Nos sentim os millonarios y pasamos en Zadonsk seis se­ manas enteras. Nuestros vagabundeos cesaron en el verano del año 1936 cuando en Zadonsk oímos anunciar por radio la in ­ minencia de nuevos procesos y el advenim iento de una nueva etapa en nuestra vida. Se acercaba el año 1937. En aquel entonces Mandelstam ya estaba gravemente enfer­ mo. Los médicos no podían o no querían diagnosticar su enferm edad. Los ataques que sufría guardaban semejanza con la angina de pecho. Respiraba con dificultad, pero continuaba trabajando. A decir verdad, quem aba su vida y hacía bien. Si hubiera sido u n hom bre físicamente fuer­ te ¡cuánto inútil dolor hubiera tenido que soportar! Se extendía ante nosotros un camino espantoso y ya sabíamos que la única salvación era la m uerte. A la gente de la generación de M andelstam, e incluso de la m ía, na­ da bueno les auguraba el futuro. Pero él no hubiera llega­ do con vida ni siquiera a la relativa bonanza del período posstaliniano, que Ajmátova y yo consideramos auténtica­ m ente feliz. Lo com prendí con toda claridad a finales de la década de los años cuarenta y comienzos de los cincuen­ ta, cuando la mayor parte de los que regresaron de los campos, u n a vez cum plida la condena — y entre ellos había muchos que estuvieron en los frentes de la gue­ rra— , volvieron a ser deportados. «Mandelstam hizo bien en morirse enseguida», m e dijo el periodista Kazarnovski, que se encontró con él en un campo de tránsito y pasó luego diez años en Kolyma. ¿Po­ dríamos haber imaginado algo semejante cuando estába­ mos en Voronezh? Tam bién nosotros, probablem ente, creíamos que lo peor había pasado ya... Mejor dicho, tra­ tábam os de no ahondar en el futuro, al igual que hacían otros condenados. Nos preparábamos gradualm ente a m o­ rir, alargando y ensanchando cada m in uto , para que su gusto nos quedase en los labios, porque Voronezh Aie un milagro y u n m ilagro nos llevó allí.

Las fuentes del milagro En su carta a Stalin, Bujarin añadió una posdata en la cual decía que Pasternak fue a verle m uy inquieto por la d e­ tención de Mandelstam. Bujarin, evidentem ente, necesita­ ba añadir esa posdata para indicar así la reacción de la opinión pública. De acuerdo con nuestras normas había quépersonificarla. Se puede decir que Fulano está preocu­ pado, pero no se puede mencionar siquiera el descontento de todo un grupo, de los intelectuales, por ejem plo, o de los círculos literarios... N ingún grupo de nuestro país tiene derecho a tener opinión propia ante un aconteci­ m iento cualquiera. En estos asuntos existen finísimas gra­ daciones que sólo com prenden los que han estado en nuestro pellejo. Bujarin supo observar todas las normas del juego para asegurar el éxito a su gestión. Y esa posda­ ta explica el motivo de que Stalin eligiera a Pasternak y no a otro para su llam ada telefónica. La conversación tuvo lugar a finales de junio, cuando la causa ya había sido revisada. Pasternak divulgó am plia­ m ente esa conversación. Aquel mismo día visitó a Erenburg, que estaba en M oscú... Pero, por causas que ignoro, no dijo ni una sola palabra a las personas interesadas, es decir a m í, o a Evgueni o a Ajmátova. Bien es cierto que llamó aquel m ismo día a Evgueni, que ya conocía la revi­ sión de la causa, y le aseguró que todo iría bien, pero se lim itó a esa aseveración. Evgueni consideró sus palabras como un propósito optim ista y no les concedió mayor im ­ portancia. Conocí la llam ada de Stalin varios meses más tarde, cuando después de pasar el tifus y la disentería, h i­ ce por segunda vez el viaje de Voronezh a Moscú. En una conversación casual, Shengueli preguntó si habíamos oído hablar de la llam ada de Stalin a Pasternak y si esos rum o­ res eran ciertos... Shengueli no d udaba que todas esas conversaciones fueran fruto de la ociosa imaginación de Pasternak, ya que éste nada nos había comunicado. Pese a todo decidí ir a la casa de Pasternak: no hay hum o sin fuego, como se dice, y m ucho menos de esa categoría... El relato de Shengueli fue confirmado hasta el más m ínim o detalle. Pasternak, al transm itirm e su conversación con Stalin, em pleaba el lenguaje directo, es decir, se rem eda­ ba a sí mismo y a su interlocutor. Shengueli m e había d a­

do la misma versión: es indudable que Pasternak se la contó a todos del m ismo m odo y esa variante exacta fue la que se expandió por todo Moscú. Reproduzco textualm en­ te su relato. Pasternak fue requerido al teléfono y se le advirtió quién era el que llam aba. D esde las primeras palabras, Pasternak em pezó a quejarse de que oía m al, porque hablaba desde u n a vivienda com unal y en el pasillo había niños que hacían ruido. En aquellos tiempos esta queja no equivalía aún al ruego de que se mejorasen en form a de m ilagro las condiciones de vivienda. Es que en aquel en­ tonces, Pasternak iniciaba cada conversación con sem ejan­ tes quejas. Ajmátova y yo nos preguntábam os quedam en­ te la una a la otra cada vez que Pasternak nos llamaba: «¿Habló de la casa?». Pasternak habló con Stalin como lo hacía con todos nosotros. Stalin comunicó a Pasternak que la causa contra M an­ delstam se estaba revisando y que todo iría bien. Luego le hizo u n reproche inesperado: ¿Por qué no se dirigió Pas­ ternak a las organizaciones de escritores o «a m í mismo» y no hizo gestiones en favor de M andelstam? «Si yo fuera poeta y u n amigo mío poeta se encontrara en dificultades, escalaría muros con tal de ayudarle»... Pasternak le respondió: «Las organizaciones de escritores no se ocupan de esos asuntos desde el año 1927 y si yo no hubiera hecho gestiones, lo más probable es que usted no supiera nada»... Luego Pasternak añadió algo a propósito de la palabra «amigo», en su deseo de precisar sus rela­ ciones con M andelstam , que no correspondían, natural­ m en te, al concepto de am istad. Esta precisión concordaba perfectam ente con el estilo de Pasternak y nada tenía que ver con el asunto. Stalin le interrum pió con la siguiente pregunta: «Pero él es u n gran poeta, un gran poeta, ¿no?». Pasternak le repuso: «Pero si no se trata de eso...». «¿De q ué, entonces?», repuso Stalin. Pasternak le dijo que le gustaría verle para hablar con él. «¿De qué?». «De la vi­ da y de la muerte», respondió Pasternak. Stalin colgó el auricular. Pasternak intentó comunicar con él otra vez, pe­ ro le contestó el secretario. Stalin no se acercó más al telé­ fono. Pasternak preguntó al secretario si podía hablar de esa conversación o si debía m antenerla en secreto. Inespe­ radam ente le anim aron a divulgarla: no debía hacerse n in ­

gún secreto de ella... El propio interlocutor deseaba, evi­ dentem ente, una am plia difusión. El milagro deja de ser, milagro si no produce admiración. Al igual que no he nom brado a la única persona que anotó el poem a a Stalin porque lo considero inocente de la delación y el arresto, no cito tampoco la única réplica de Pasternak qu e, de ser conocida, podría esgrimirse q contra suya. Se trata de una réplica de hecho inocente, pe ro que denota el egocentrismo y la suficiencia de su autor. Para nosotros que lo conocemos bien, esa réplica nos pare­ ce algo cómica únicam ente. Ahora es evidente para todos lo que valía el milagro staliniano, pero a Pasternak le cupo el honor no sólo de di­ vulgarlo, sino el de escuchar tam bién el sermón. El objeti­ vo del milagro se había alcanzado: la atención pasó de la víctima al bienhechor, del proscrito al milagrero. El signo asombroso de aquel tiem po era que nadie de los que co­ m entaban el milagro se preguntaban por qué hacía Stalin esa excepción con los poetas y juzgaba necesario que esca­ lasen muros para salvar a un amigo caído en desgracia, mientras que él, con toda tranquilidad enviaba a la m uer­ te a sus propios amigos y camaradas. En ello no había pensado ni siquiera Pasternak y cuando yo se lo dije, se sintió algo incóm odo. Mis coetáneos aceptaron con toda seriedad las didácticas palabras de Stalin respecto a la am istad de los poetas y se extasiaban ante el soberano que había dem ostrado tal ardor y tem peram ento, Pero M an­ delstam y yo no podíam os olvidar a Lominadze a quien, para ejecutarle, habían hecho salir de Tiflis cuando Man­ delstam trataba con él la form a de quedarse allí para tra­ bajar en los archivos. Y , además de Lom inadze, a todos aquellos que perdieron la vida en aquel entonces. No fueron pocos, pero en nuestro país se em peñan obstinada­ m ente en llevar la cuenta a partir del año 1937, fecha en la cual Stalin, según dicen, sufrió u n gran cambio y em pe­ zó a exterminar a todos. El propio Pasternak quedó descontento de su conversa­ ción con Stalin y se quejó a muchos de no haber sabido aprovechar la ocasión para conseguir una entrevista. T am ­ bién a mí se me quejó... De M andelstam no se preocupa­ ba, porque creyó ciegam ente en las palabras de su interlo­ cutor de que todo iría bien. Esto le hacía percibir con m a­

yor agudeza su propio fracaso. Pasternak, al igual que m uchas personas de nuestro país, sentía un interés patoló­ gico por el recluso del Kremlin. O pino que Pasternak tuvo suerte de que esa entrevista tan anhelada no hubiera teni­ do lugar, pero en aquel m om ento había aún muchas cosas que no comprendíamos y otras muchas que ignorábamos. Y en ello radica el segundo rasgo sorprendente de nuestra época, i Cómo se explica que los ilimitados soberanos del país, que prom etían organizar el paraíso terrenal en la tierra, costase lo que costase, cegasen a tal p u nto a sus contemporáneos? Hoy día nadie puede dudar que en el choque de dos poetas con el soberano, tanto el prestigio moral como el sentido histórico y la razón pertenecían a los poetas. Pasternak, sin embargo, sufría penosam ente por su fracaso y m e confesó, incluso, que después de ello tardó m ucho tiem po en poder escribir poesías. Esto sería comprensible si Pasternak hubiese querido palpar por sí m ism o las llagas de la época. Como se sabe, lo hizo más tarde, pero no necesitó para ello ningún encuentro con los detentadores del poder. O pino, sin embargo, que Paster­ nak en aquel entonces creía que en su interlocutor se en ­ carnaba la época, la historia y el futuro y quería, sim ple­ m ente, ver de cerca aquel milagro vivo y palpitante. En la actualidad se propala el rum or de que Pasternak estaba tan asustado durante su conversación con Stalin que renegó de M andelstam, Poco antes de que Pasternak cayera enferm o, lo encontré en la calle y m e habló de esos rumores. Le propuse que juntos anotáram os la conversa­ ción, pero él no quiso hacerlo. Tal vez los acontecimientos habían tom ado tal giro que el pasado le im portaba poco. ¿Qué se le puede reprochar a Pasternak, sobre todo si tom amos en consideración que Stalin le comunicó de in ­ m ediato que la causa iba a ser revisada? En las versiones actuales se dice que Stalin exigió que Pasternak saliese fiador de M andelstam y que él se negó. N ada de eso es verdad y ni siquiera se habló de un fiador. C uando M andelstam conoció al detalle esa conversa­ ción, quedó muy contento de Pasternak, en especial de su frase relativa a las organizaciones de escritores que «no se dedican a ello desde el año 1927»... «Le dio u na informa­ ción exacta», comentó risueño. Le disgustó el propio hecho de la conversación: «¿Por qué habrán mezclado a

Pasternak en eso? Yo solo debo resolverlo, él nada tiene que ver»... Decía tam bién: «Tiene toda la razón, no se trata de si soy u n gran p o eta... ¿Por qué teme tanto Stalin a los grandes poetas? D ebe de ser supersticioso y tem er el m al de ojo». Y tam bién: «El poem ita debió de impresionar­ le si tanto interés tiene en que se conozca su clemencia». Y, dicho sea de paso, ¿cómo habría term inado todo si Pasternak hubiese elogiado a M andelstam y lo hubiese ca­ lificado de gran poeta? A lo mejor le hubieran acoquina­ do como a Mijoels o, en todo caso, habrían adoptado m e­ didas más drásticas para destruir sus manuscritos. Estoy convencida de que se han conservado gracias, sobre todo, a los constantes denuestos de sus coetáneos, tanto de ios simbolistas como del LEF*, que lo calificaban de ex poeta, ex esteta y a su poesía de caduca... Considerando que Mandelstam estaba acabado y h undido, que pertenecía, como suele decirse, al «día de ayer», no se molestaron gran cosa en buscar sus manuscritos y destruir sus huellas. Se li­ m itaron a quem ar lo que cayó en sus manos. Si hubieran tenido mejor opinión de la herencia poética de M andels­ tam , ni yo ni las poesías habrían sobrevivido. H ubo un tiem po en que esto se llamaba «dispersar las cenizas al viento». La versión que se expandió por el extranjero respecto a la conversación con Stalin carece de todo fundam ento. Se dice que M andelstam , estando en casa de Pasternak, leyó ante él y ante gente extraña su poem a y que al pobre «Pasternak no hacían más que llevarlo al Kremlin y to rtu ­ rarlo». .. Cada palabra de esta versión dem uestra u n desco­ nocim iento total de nuestra vida... A unque, ¿quién tiene la suficiente imaginación para hacerse una idea real de hasta qué p unto estábamos sojuzgados? N adie se atrevía a decir una sola palabra sobre Stalin y m ucho menos a leer un poem a semejante en «casa ajena»... Ir a una casa ajena y leer delante de los invitados un poem a contra Stalin, lo podía hacer u n provocador únicam ente, y ni siquiera al­ guien así se habría atrevido. Además, jamás llevaban a na­ die al Kremlin para interrogarle; era el lugar destinado a las recepciones de gala y a la entrega de las condecora■ LEF: Frente de izquierda, agrupación de poetas futuristas, opuestos a los sim bolistas. (N . d e la T .)

ciones. Para los interrogatorios existía Lubianka, a donde Pasternak no fue llevado por causa de M andelstam. No se le puede com padecer por su conversación con Stalin: eso no le perjudicó en absoluto. Por otra parte, nosotros no íbam os a la casa de Pasternak y él nos visitaba en raras ocasiones. Estas relaciones nos bastaban.

Los antípodas En cierto sentido M andelstam y Pasternak eran antípodas, pero los antípodas están situados en puntos opuestos de u n m ismo espacio: se p ueden unir con una línea. Poseen rasgos y definiciones comunes. Coexisten. N inguno de ellos, pongam os por caso, habría podido ser antípoda de Fedin, O shanin o Blagói. Dos poemas de M andelstam vienen a ser como una res­ puesta a Pasternak: uno a cierta poesía y otro a la conver­ sación inacabada con Stalin. Hablaré prim ero de este últi­ m o, es decir, del que se refiere a la casa. D eben su apari­ ción a unas palabras casi casuales de Pasternak, U n día se presentó en nuestra casa del pasaje Fúrmanov para ver qué tal nos habían instalado. Al despedirse se entretuvo h ablando largo rato en el pasillo. «Bueno, pues ahora que ya tiene casa, puede escribir poesías», dijo al fin, despi­ diéndose. «¿Has oído lo que dijo?». M andelstam estaba furioso... No soportaba las quejas sobre las circunstancias exteriores — malas condiciones de vivienda, falta de comodidades, de dinero— que im piden el ttabajo. Según su íntim o con­ vencim iento nada puede im pedirle al artista hacer lo que debe y viceversa, el bienestar no puede servir de estímulo para el trabajo. N o es que él rehuyera el bienestar ni que se opusiera a tenerlo... Pero en torno nuestro ios escritores m antenían u n a lucha frenética por u n a vida confortable y la vivienda se consideraba el mayor de los premios. Algo más tarde, em pezaron a conceder tam bién casas de campo por m éritos. Las palabras de Pasternak dieron en la diana. M andelstam maldijo la casa y propuso que la devolviéra­ mos a quienes estaba destinada: los honrados traidores, pintores figurativos y demás arribistas.

Al maldecir la casa, M andelstam no preconizaba la vida errabunda, expresaba sim plem ente su horror por el pago que se nos exigía. N ada se recibía de balde: ni viviendas, ni casas de cam po, ni dinero... Pasternak, en su novela, menciona tam bién la «vivien­ da» o, mejor dicho, la mesa de despacho, para que el ser pensante pueda trabajar en ella. Pasternak no podía prescindir''de la mesa: era u n hom bre que escribía. M andels­ tam com ponía sus poesías sobre la marcha y luego se sen­ taba u n m om ento y las anotaba. Incluso en sus métodos de trabajo eran antípodas. Es poco probable que M andels­ tam hubiera defendido el especial derecho del escritor a u na mesa de trabajo cuando el pueblo entero estaba priva­ do de todos los derechos. La segunda poesía relacionada con Pasternak com enza­ ba: «Fuera es de noche, m iente el señor...». Es una res­ puesta a las estrofas de Pasternak donde dice: «La rima no es una sucesión de estrofas, es el núm ero de guardarropa, el billete para un lugar junto a las colum nas»... En estas estrofas se ve claramente la arquitectura de la G ran Sala del Conservatorio a donde nos dejaban pasar aunque no tuviéramos billetes. Es un símbolo de la privilegiada posi­ ción social del poeta. M andelstam en sus poesías renunció al puesto junto a las columnas. En su actitud ante el bienestar, ante la adm isión de la realidad de su tiem po, M andelstam está m ucho más cerca de Tzvetáieva que de Pasternak, pero este rechazo en la obra de Tzvetáieva tiene u n carácter más abstracto. El conflicto de Mandels­ tam se produce con u n a época determ inada y él precisó con bastante exactitud sus rasgos y sus cuentas con ella. En cierta ocasión, todavía en 1927, le dije a Pasternak: «Tenga cuidado, ellos le prohijarán..,». Me recordó esas palabras en más de una ocasión, y la últim a vez treinta años más tarde, cuando el «Doctor Zhivago» había sido publicado ya en el extranjero. La prim era vez que habla­ mos de ello fue durante una conversación sobre M andels­ tam , y él com entó que él era u n fenóm eno típicam ente moscovita, una persona sedentaria, fam iliar... Por su na­ turaleza moscovita se hacía comprensible a los prohombres de nuestra literatura y ellos estaban dispuestos a adm i­ tirlo, aunque la ruptura sería inevitable de todas formas; ellos habían em prendido un camino que él, Pasternak, no

podría seguir. M andelstam , en cam bio, eta un nóm ada, u n ser errante, del que se apartan hasta los muros de las casas moscovitas. Luego m e di cuenta de que con relación a M andelstam las cosas eran distintas y que lo convertían deliberadam ente en nóm ada. Por Jo que se refiere a Pasternak, yo no pretendía ser Casandra, ni m ucho menos, sino que había tropezado con Ja realidad un poco antes que é l... Lo mismo que la deportada de C herdiñ que se me adelantó con su experiencia. Me d i cuenta, sin em bar­ go, de que tarde o tem prano, todos acaban por ver, pero muchos ocultan que han recobrado la vista. En uno de nuestros últim os encuentros, Pasternak me recordó mis palabras respecto a la inevitabilidad de la ruptura. El destino de estos dos hom bres, igual que la mariposa en la crisálida, se ocultaba en su estructura espiritual. A m ­ bos estaban condenados por la Jiteratura oficial, pero Pas­ ternak buscó hasta un cierto tiem po la form a de aproxi­ marse a ella; M andelstam, en cam bio, trataba de huir de ella. Pasternak, en su afán de conseguir una estabilidad, principalm ente m aterial, sabía perfectam ente que el cam i­ no hacia el bienestar era a través de la literatura. Jam ás sa­ lió de ese círculo y nunca lo rehuyó. El doctor Zhivago más que médico es poeta y no fue Pasternak quien se apartó de la literatura, sino Zhivago y tan sólo lo hizo cuando se dio cuenta de que la ruptura era inevitable. En su juventud, Pasternak reflexionó largam ente sobre Ja form a de literatura que le proporcionaría Ja estabilidad anhelada. En una carta a M andelstam le comunicaba, incluso, que se disponía a ser redactor profesional. Es evi­ den te que se trataba de u n a fantasía del jovencísimo Pas­ ternak, aún inm aduro. Pero los planes fantásticos de Man­ delstam y Pasternak son asom brosam ente diferentes. Man­ delstam renegó de la literatura y del trabajo durante toda su vida, bien fuera una traducción, u na redacción o una asam blea en la Casa de G uertzen para hacer una declara­ ción exigida por la época. Pasternak se hallaba en poder de una fuerza centrífuga y M andelstam de u na centrípeta. Y la literatura les trataba de form a correspondiente; al principio fue benevolente con Pasternak y trató de ani­ quilar a M andelstam desde el prim er m om ento: «Tampo­ co Pasternak es de los nuestros —m e dijo en cierta ocasión Fadéiev, hojeando las poesías de M andelstam — , sin em-

bargo está más cerca y en algo nos podem os entender...», Fadéiev era entonces redactor-jefe de «Krásnaia Nov» y M andelstam era ya poeta prohibido. Fui yo a llevarle los poem as, porque él estaba enferm o. Son los mismos que ahora form an parte del «Primer cuaderno* de Voronezh. Fadéiev no se fijó en «El lobo» ni en el ciclo de ese nom bre. Le interesó tan sólo u n pequeño poem a de ocho estrofas': «Sobre papel oficial verjurado, la noche tragó es­ pinosos gobios —cantan las estrellas— los pajaritos b u ­ rócratas escriben y escriben sus inform es *. Si deseos sien­ ten de parpadear, p u eden una solicitud presentar, y siempre se renueva la autorización para centellear, escribir y pudrirse»... M andelstam m e dio ese poem a satírico por hacer una travesura: «¿Por qué escribe «rapport» con dos pes?», m e preguntó Fadéiev, pero en seguida com prendió que provenía de la palabra RAPP **... Me devolvió las poesías con un m ovim iento de cabeza: «Con Pasternak es más fácil, habla de la naturaleza». Pero no sólo se trataba de la tem ática de los poem as y ni siquiera de la poesía propiam ente dicha, sino de que Pasternak tenía ciertos puntos de contacto con la literatura tradicional y a través de ella con la RAPP, y M andelstam no los tenía. Pasternak anhelaba la am istad y M andelstam renunciaba a ella. No vale la pena de preguntarse quién de los dos tenía razón. Es u n planteam iento falso de la cuestión. Pero lo asombroso es que ambos, al final de su existencia, h i­ cieron algo en contradicción con toda su vida anterior: Pasternak escribiendo y editando una novela en el extran­ jero se orientó hacia la ruptura total y M andelstam ya esta­ ba dispuesto a un compromiso, pero resultó demasiado tarde. En su caso se trató en realidad de una tentativa de salvación justo en el m om ento en que ya tenía la soga en el cuello, pero es un intento que existió. En diferente si­ tuación se hallaba Ajmátova. Hacían presión sobre ella m anteniendo como rehén a su hijo Liova. Si no fuera por eso, los así llamados poem as «positivos» jamás hubieran aparecido a la luz del día... ■ Ju eg o de palabras intraducibie; en ruso «informe* es T ü p o T t t con una sola «p*. • * RAPP: Asociación Rusa d e Escritores Proletarios, organizada en 1925.

En u n a sola cosa fue consecuente Pasternak a lo largo de toda su vida: en su actitud frente a los intelectuales o, m ejor dicho, hacía aquellos intelectuales cuya form a de existencia pacífica y confortable fue destruida después de la revolución. En realidad, Pasternak permanece indife­ rente ante los procesos internos que se producen entre los intelectuales, tom ados en su conjunto; los profesores de universidad, por ejem plo, son gente aburrida, de ideas chatas, indignas de la amistad de Zhivago. La vida fam i­ liar de Zhivago queda destrozada y el autor culpa de ello al pueblo am otinado. A Pasternak le gustaría erigir un m uro defensivo en forma de Estado entre los intelectuales y el pueblo. Pero, ¿quién era el misterioso herm ano m e­ nor de Zhivago, ese hom bre de aspecto aristocrático y ojos oblicuos que aparecía siempre como un genio del bien tra ­ yendo productos, dinero, buenos consejos, «protección» y ayuda? «El misterio de su poder no quedó resuelto», dice Pasternak. No obstante, su vínculo con los vencedores y con el Estado resulta patente a lo largo de toda la novela y la ayuda que le presta a su herm ano pertenece a la catego­ ría de los «milagros estatales» para los cuales se precisan te ­ léfonos, correas de transmisión y las comisiones creadas por iniciativa de Gorki para mejorar las condiciones de vi­ da de los científicos. Ocupa una posición tan alta que pro­ m ete a su herm ano mandarle al extranjero y hacer que regrese a Moscú su fam ilia exiliada en París, Pasternak sabía perfectam ente quién de los dirigentes estaba en con­ diciones de hacer todo eso a principios de la década de los años treinta. Si Zhivago no hubiera m uerto, su herm ano le habría proporcionado el «billete» para un puesto junto a las columnas. Esta esperanza en el Estado y en sus m i­ lagros nada tenía que ver con M andelstam. El com prendió muy pronto lo que significaba para la gente el nuevo Esta­ do y no confiaba en su protección. Creía que «el pueblo, como juez, juzgaría». Tam bién dijo: «¡Asciendes hacia años sórdidos, oh sol, oh pueblo, oh juez!». Tam bién yo comparto esta fe y sé que el puqblo em ite su juicio incluso cuando calla. Bajo el apellido de G uinz, representó Pasternak al co­ misario Linde, asesinado por los soldados en el frente. Pa­ ra el escritor su m uerte es u na venganza contra los hom bres que no sabiendo dirigir ni frenar a la masa solda-

desea como los oficiales cosacos, habían sublevado al p u eblo ... M andelstam conocía bien a Linde; para caracte­ rizar su actitud ante esa m uerte basta con citar las siguien­ tes estrofas: «Para bendecirle, ai lejano infierno Rusia des­ cenderá con suave paso»... En su artículo sobre «Hamlet», Pasternak dice que la tragedia de H am let no radicaba en su falta de voluntad, sino en eLhecho de que al com eter u n acto im pulsado por su deber filial, pierde la herencia que le pertenece por de­ recho, es decir, ese mismo «billete junto a las columnas». Moscú pertenecía a Pasternak desde su nacimiento. En cierto m om ento le pudo parecer que renunciaba a su patrim onio, pero esto no sucedió y no lo perdió. Marina Tzvétaieva tam bién llegó a Moscú como heredera legítima y fue aceptada como le correspondía. Mas toda herencia era ajena a su naturaleza y Tzvetáieva renunció efectiva­ m ente a ella tan pronto como adquirió su propia voz en la poesía. De u n m odo totalm ente distinto adm itieron a los acmeístas: Ajmátova, G umiliev y M andelstam. Ellos eran portadores de algo que suscitaba ciego furor en ambos grupos literarios. Los recibieron con hostilidad tanto Viacheslav Ivanov con todo su entorno como los medios próximos a Gorki. Con Gumiliev eso no ocurrió de pron­ to, sino tan sólo después de su prim er libro acmeísta, «El cielo ajeno». Por eso la lucha contra ellos se ha llevado siempre a m uerte y con mayor violencia que contra otros poetas. M andelstam decía siempre que ios bolcheviques cuidaban tan sólo de aquellos que les fueron entregados en m ano por los simbolistas. Con Jos acmeístas esto no su­ cedió. En la época soviética tanto los de LEF como eJ resto de los simbolistas atacaban por igual a los últim os acmeís­ tas: Ajmátova y M andelstam . Esta lucha tom aba a veces formas cómicas como, por ejemplo, los artículos de Briusov en los cuales ensalzaba a los «neo-acmeístas» y a su jefe M andelstam , incluyendo entre sus discípulos a to ­ dos cuantos le daba la gana a fin de desacreditar esta es­ cuela. Más divertidas resultaban aún las escaramuzas per­ sonales entre Briusov y M andelstam. U n día Briusov lo lla­ m ó a su despacho y estuvo elogiando largo rato sus versos, citando a Makavéiski, u n poeta de Kíev que abusaba en sus poesías del latín. En otra ocasión, al distribuir las ra­ ciones para ios intelectuales, Briusov insistió en que a

M andelstam se le diera una ración de segunda categoría, fingiendo haberle confundido con un abogado del mismo apellido. Estas eran diversiones al estilo de la prim era dé­ cada del siglo XX: pero Briusov jamás recurrió a la discri­ m inación política. De eso se ocupaba la organización de LEF, que era más joven. Por lo que se refiere a M andelstam , ansiaba ser recono­ cido por los simbolistas y los de LEF, sobre todo por Verjovski y Kirsánov, pero no lo consiguió... Ambos se m antenían firmes en sus posiciones y todos ios amigos de M andelstam se burlaban de él por su total fracaso.

Dos voces Según A ndréi Bely, el ensayo es u n a form a muy am plia que abarca absolutam ente todo lo que no está marcado con el ignominioso sello de la novela costumbrista y, en general, de la llam ada literatura. «Desde ese p u n to de vis­ ta», le dijo M andelstam , «‘La conversación sobre D ante’ es tam bién un ensayo». Andrei Bely lo confirmó. Conocimos a Bely en Koktebel en el año 1933. Los dos hom bres se tenían simpatía, pero la m ujer de Bely, recor­ dando probablem ente las viejas discordias y los artículos de M andelstam se oponía abiertam ente a toda aproxima­ ción. Es probable que conociera la actitud desfavorable de M andelstam hacía la antroposofía y la teosofía, cosa que no sólo le convertía en persona ajena, sino incluso hostil. Pese a todo se veían, aunque a escondidas, y hablaban gustosam ente. En aquellos días había escrito Mandelstam su «Conversación sobre Dante», y se lo leía a Bely. D iscutían con ardor y Bely se refería constantem ente a su trabajo sobre Gogol que en aquel entonces no estaba ter­ m inado aún. Vasilisa Shklóvskaia m e dijo un día que de todas las personas que había conocido, Bely fue el que mayor im presión le había causado. Y la com prendo. Parecía tras­ pasado de luz. Jam ás vi a otra persona dotada de semejan­ te lum inosidad. N o sé si era debido a sus ojos o a su p en ­ sam iento en constante ebullición, pero el hecho es que

transm itía a todo el que se le aproximaba una vibración intelectual... Su presencia, su m irada, su voz enriquecían el pensam iento, aceleraban la m ente. La impresión que tengo de él es de algo milagroso, de un vendaval m ate­ rializado, de algo incorpóreo, de una carga eléctrica... Era un hom bre que ya cam inaba hacia su final, que recogía guijarros en la plaza de Koktebel y las hojas otoñales para format-~eon ellas complicados dibujos, un hom bre que pa­ seaba protegido por u n paraguas negro en com pañía de su m ujer, m enuda, inteligente, antaño bonita, que despre­ ciaba a todos los no iniciados en su complejo m undo antroposófico. Los simbolistas eran los grandes seductores y captadores de almas hum anas. Y Bely, al igual que otros, había ten­ dido sus redes. U n día m e apresó a m í y durante mucho tiem po me estuvo hablando de la teoría del verso, expues­ ta en su libro «Sobre el simbolismo». M andelstam le dijo, riendo, que todos nosotros y, en particular yo, habíamos leído su obra y en ella nos educamos. Se trataba, natural­ m ente, de u n a exageración, pero yo no objeté nada, por­ que Bely, a quien consideramos excesivamente m im ado y rodeado de una adoración casi religiosa, se alegró de pron­ to al saber que contaba con una lectora más. Probable­ m ente tam bién se sentía solo en aquellos años, se notaba rechazado y carente de lectores. El destino de sus adm ira­ dores y amigos era muy amargo: los despedía constante­ m ente al destierro y recibía a los que regresaban de él, una vez cum plido el plazo. A él no le m olestaban, pero en torno suyo lo barrían todo. Cuando se llevaban a su m ujer —y eso sucedió más de una vez— se debatía y gri­ taba de furia. «¿Por qué se la llevan a ella y no a mí?», se nos quejaba aquel verano. Poco antes de nuestro en ­ cuentro la tuvieron detenida varias semanas en Lubianka. Esto le enfurecía y acortó sensiblemente su vida. La últim a gota que colmó la m edida de su desesperación y envenenó su conciencia fue el prólogo que escribió Kaménev en su libro sobre Gogol, Este prólogo dem ostraba que por muchos cambios que se produzcan en las relaciones inter­ nas del partido, no se perm itirá de todas fofmas el libre desarrollo del pensam iento. Cualquiera que sea el giro de los acontecimientos, la idea de que es preciso educar y tu ­ telar la m ente seguirá siendo el fundam ento de los funda­

m emos. A quí tenéis, nos decía, el camino real y si lo h e ­ mos abierto para vosotros, ¿para qué vais a buscar los ca­ minos vecinales?... ¡A qué fantasear si os hemos plantea­ do las más correctas tareas y de antem ano hem os fijado su resolución!... Nuestros tutores jamás se equivocaban ni. tenían dudas en ninguna esfera de su actividad. Por el em brión sabían determ inar con audacia cuál sería el fruto y de aquí sólo hay u n paso para decretar el exterminio de inútiles em briones, ideas, vastagos... Y ellos lo hacen y, además, m uy fructuosam ente... El propio Bely tenía la ín tim a certeza de que su pensa­ m iento no era accesible, que resultaba difícil, áspero. De aquí que su m anera de hablar fuera com pletam ente dis­ tin ta que la de Pasternak. Bely envolvía a su interlocutor, lo conquistaba lentam ente, convenciéndole y encantándo­ le. Tenía unas entonaciones suplicantes, tím idas; se nota­ ba en ellas inseguridad en el oyente, el tem or de no ser com prendido, de no ser oído, la necesidad de conquistar su confianza y atención. Pasternak, en cambio, se lim itaba a regar su sonrisa y sus palabras. Ensordecía con su voz de bajo con ta n ta se­ guridad como si de antem ano supiese que el terreno ya es­ taba abonado para Ja comprensión. No trataba de conven­ cer como BeJy, no discutía como M andelstam, sino que zum baba eufórico y confiado, perm itiendo que todos lo escuchasen y admirasen. D iñase que ejecutaba un solo de ópera, considerando que Moscú, que le pertenecía desde su infancia, había preparado ya u n auditorio m aduro, do­ tado, además, de oído e inteligencia, enam orado por obli­ gación de su voz. Tomaba en consideración, hasta un cier­ to p u n to , a un auditorio y procuraba no disgustarlo en na­ da. Pero él necesitaba de un auditorio y no de interlocuto­ res: a éstos los evitaba. Bely, por el contrario, necesitaba temas que despertasen la m ente, a gente que en su pre­ sencia comenzase a pensar y a buscar. Pregunté a Man­ delstam : «¿Cuál de esos dos estilos es el tuyo?». Me res­ pondió: «Claro que el de Bely». Pero no era cierto. Le irri­ taban por igual el auditorio, los discípulos y los adm irado­ res. Sentía deseos insaciables de relacionarse con personas como él, cosa que de año en año resultaba cada vez más difícil. En nuestra sociedad se producía u n proceso de m i­

metismo intelectual: todas las voces e ideas se inspiraban en el m odelo oficial.

El camino funesto La m uerte de u n artista no es una casualidad, sino el ú lti­ m o acto creador que como u n haz de rayos ilum ina toda su vida. Mandelstam lo comprendió muy pronto, en la época en que escribió su artículo sobre la muerte de Skriabin. ¿Por qué se asombran de que los poetas prevean con tan ta clarividencia su destino y sepan qué m uerte les espera? El final y la m uerte son elem entos de la estructura de la vida, potentísim os, a los que se subordina todo lo de­ más. N o hay en ello ningún determ inism o, sino que debe considerarse, más bien, como una libre manifestación de la voluntad. M andelstam condujo su vida de m odo autori­ tario hacia el final que le acechaba, a la form a de m uerte más extendida en nuestro país, «en tropel y en manada». En el invierno de 1932-33, durante una velada literaria en la redacción de «Litieratúrnaia Gazieta» (La Gaceta Litera­ ria), en la cual se leían poesías de M andelstam, Markish lo com prendió todo de pronto y le dijo: «Usted m ismo se lle­ va de la m ano hacia el patíbulo»... Se trataba de una pa­ ráfrasis de unas estrofas suyas en u n a variante del poema: «Yo mism o m e llevaba de la m ano por la calle...». M andelstam, en su poesía, hablaba constantem ente de esa form a de m uerte, pero nadie se daba cuenta de ello, igual que no se dieron cuenta de las palabras de Maiakovs­ ki sobre el suicidio. Sin embargo, la gente que se disponía a m orir intentaba, en el último m om ento, aplazar el fin inevitable. Cerraban los ojos, fingían haberse escondido, haciendo ver que podían seguir viviendo: buscaban aloja­ m iento, compraban zapatos resistentes y se volvían de es­ paldas al foso ya abierto. Lo m ismo hizo M andelstam al escribir el poem a sobre Stalin. Ese poem a lo escribió a finales del proceso de expro­ piación de los kulaks, entre «La vieja Crimea» y «La vivien­ da». ¿H ubo algún estímulo psicológico para la creación de ese poema? Probablem ente hubo varios o muchos y no

u no sólo. Cada u no de ellos habrá participado en cierto m odo en aquello que el juez calificó de «acción» y que al principio del sum ario figuraba como «acto terrorista». El prim er estím ulo sería, probablem ente, el de «no puedo callar». La generación de nuestros padtes solía pro­ nunciar con frecuencia esa frase. Nosotros no la repetíamos siguiendo a nuestros padres, pero, como se ve, hay u n a gota que rebosa la copa. En 1933 habíam os avan­ zado m ucho en nuestro conocimiento de la realidad. El stalinismo se hab ía m anifestado ya en una empresa masi­ va: el de la expropiación de los kulaks y, en particular, en la organización de la literatura. D urante el verano estuvimos en la Vieja Crimea y en las poesías de M andelstam aparecen por vez prim era palabras indicativas de que había visto las recientes huellas de ese proceso de expropiación: las terribles sombras de Ukrania y K ubañ, los campesinos ham brientos... En la prim era va­ riante del poem a de Stalin, se le califica de asesino y devorador de mujiks. En aquel entonces todos pensaban así y Jo decían, en voz baja, naturalm ente; ese poem a no se anticipó a su tiem po, se adelantó tan sólo a la conciencia de los círculos dirigentes y de aquellos que estaban a su servicio. La segunda premisa para la creación del poem a fue la conciencia de la propia condenación. Y a era tarde para es­ conderse como «el gorro en la manga». Sus poesías de la década de los años treinta ya circulaban de m ano en m a­ no. En «Pravda» se publicó un editorial denigratorio, sin firm a, en el cual se calificaba el «Viaje a Armenia» de «prosa lacayuna». Y a no se trataba de una advertencia, si­ no de un ajuste de cuentas. Antes de ello, m e habló el redactor-jefe de Goslit (Ediciones Literarias del Estado), quien me «aconsejó» que M andelstam renunciase de inm e­ diato y públicam ente al «Viaje a Armenia» para no tener q ue arrepentirse, según m e dijo... Todas las advertencias en forma de amenazas y consejos ya habían sido hechas (Gronski y Gúsiev), pero Mandelstam lo desdeñó todo. El fin se aproximaba. No recuerdo nada más terrible que el invierno de 193334 en Ja nueva y única vivienda en m i vida. Pared por m e­ dio sonaba la guitarra hawaiana de Kirsánov, por los tubos de ventilación nos llegaba el aroma de las comidas de los

escritores y de los insecticidas, no teníamos dinero ni nada que comer, y por las tardes recibíamos numerosos visitan­ tes, la m itad de los cuales eran enviados ex profeso. El fin podía llegar en form a de exterminio rápido o lento. M an­ delstam , como persona, prefirió el rápido, Prefería morir a m anos de los organismos represivos y no de las organiza­ ciones de escritores que llevaban la iniciativa de su exter­ minio.. M andelstam, lo mismo que Ajm átova, no adm itía la forma habitual de suicidio. Y, sin em bargo, todo le im ­ pulsaba a ello: la soledad, el aislam iento, el tiem po, que en aquel entonces trabajaba en contra nuestra. La soledad no es la falta de amigos y conocidos, hay siempre suficien­ tes, sino el hecho de vivir en una sociedad que no oye las advertencias y continúa cam inando con los ojos cerrados por el terrible camino del parricidio, arrastrando en pos de sí a todos y a cada uno. No era casual que M andelstam hubiera llamado Casandra a Ajmátova. En situación seme­ jante no sólo se hallaban los poetas. Los hombres de la ge­ neración anterior a la nuestra presentían el futuro , pero sus voces se habían perdido, se habían acallado. Antes del triunfo de lo «nuevo» habían tenido tiem po ya de hablar de su ética, ideología, intolerancia y de sus deformados conceptos jurídicos. Era la voz que clam aba en el desierto... Y cada día comprendíam os con mayor claridad que hablar con la lengua cortada era cada vez más difícil. Al elegir su form a de morir, M andelstam utilizó una sorprendente peculiaridad de nuestros dirigentes: su exce­ sivo, casi supersticioso, respeto por la poesía: «De qué te quejas», me decía, «éste es el único país que respeta la poesía: m atan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso».,. Un día, viendo los retratos de nuestros dirigentes ex­ puestos en los escaparates de las tiendas, M andelstam me dijo que de lo único que tenía m iedo era de las manos hum anas. Los dedos grasicntos que figuran en el poem a a Stalin son, sin duda, un a reminiscencia de la historia de D em ián Bedni. N o en vano éste, lleno de tem or, había aconsejado a Pasternak que se abstuviese de intervenir en el asunto M andelstam. En el retrato de Mólotov se fijó en que su cuello, que asomaba por encima de la camisa, era

muy delgado y la cabeza que lo coronaba, m uy pequeña, «Parece un gato», dijo m ostrándom e el retrato. Los primeros oyentes del poem a dedicado a Stalin quedaron horrorizados y le suplicaban que lo olvidase. Además, la evidencia de su verdad reducía ante los oyen­ tes coetáneos el m érito de la poesía. En estos últim os años observo una reacción más sensible. Alguno suele pregun­ tarm e cómo es posible que ya en 1934 hubiera Mandels­ tam com prendido todo. ¿No estaría equivocada la fecha? Se trata de personas que han adm itido la versión oficial de que todo iba bien antes de Ezhov y qu e, en realidad, el período de Ezhov tam poco fue tan malo. Lo que pasó es que Stalin, ya después de la guerra, de viejo, perdió la ra­ zón y causó grandes daños... A unque esta versión ya re­ sulta caduca y la verdad em pieza por abrirse paulatina­ m ente paso. Sin em bargo, seguimos idealizando la década de los años veinte, a la cual añadimos algunos de la déca­ d a del treinta. Es una idea muy arraigada entre nosotros. Las viejas generaciones desaparecieron sin haber tenido tiem po de decir nada. Los viejos de hoy día, incluso los que han estado en los campos, siguen hablando de su florida juventud, interrum pida por la detención únicam ente. ¿Qué pensarán nuestros nietos si todos nos vamos en silencio? Entre los que oyeron el poem a he podido establecer tres opiniones distintas. Kuzin creía que M andelstam no tenía derecho a escribirlo porque su actitud general ante la revo­ lución era positiva. Le acusaba de no ser consecuente: si has aceptado la revolución, adm ite a su dirigente y no te quejes... Este razonam iento no carecía de una cierta lógica rigorista. Pero no acabo de entender cómo K uzin, que am aba la poesía y la prosa de M andelstam, que conocía de m em oria, lo haya olvidado a la vejez, llegando incluso a escribirle a Morozov que jamás había leído «El viaje a Ar­ menia», que no se había percatado del desdoblam iento de M andelstam y de su inestabilidad. La gente, por lo que se ve, com prende con dificultad las manifestaciones ocultas o ligeram ente veladas. Necesita que todo sea a las claras. A veces creo que M andelstam se decidió a manifestarse con tan ta claridad porque estaba cansado de la sordera de sus oyentes, que no dejaban de repetir: ¡Qué bella poesía!, pero, ¿qué tiene que ver con la política? ¿Por qué no la publican?

A Erenburg no le gusta el poem a sobre Stalin. Lo califi­ ca de «versitos», con gran espanto de la encantadora y de­ licada Liuba, que no sabía q u e en nuestro m edio no existía en general otro epíteto para la poesía. «Escucha este versito», decía M andelstam, «¿qué te parece? ¿No está mal, verdad?»... Erenburg tiene toda la razón al calificar ese poem a de obra m enor y poco representativa en Ja obra poética 'de-M andelstam . Pero sea cual fuere la calidad de ese poem a, ¿puede considerarse accidental en la obra del poeta si fue la causa de su terrible fin? Ese poem a representa u n gesto, una ac­ ción y desde m i p u n to de vista es una consecuencia lógica de toda la vida y creación de Mandelstam, Es indiscutible, asimismo, que hay en este poem a ciertos elementos de adaptación a la m entalidad del lector; el poeta que jamás se esforzaba por ser com prendido, que consideraba a todo lector e interlocutor suyo igual a él y que por eso jamás simplificaba sus ideas ni las presentaba en form a mastica­ da, hizo precisamente ese poem a accesible, directo y fácil de com prender. Por otra parte, se preocupó de que no p u ­ diera servir de m edio primitivo para la propaganda política; de ello me habló incluso: «Eso no me incum be»... Dicho de otro m odo, escribió el poem a para un círculo de lectores más amplio que el habitual, aunque sabía que en el m om ento en que lo escribía no podía te ­ ner lectores. Creo que no quiso abandonar la vida sin d e ­ jar u n claro testim onio de todo cuanto sucedía ante nuestra vísta. La actitud de Pasternak ante el poem a fue igualm ente hostil.. Me llenó de reproches —M andelstam ya estaba en V oronezh— , de los cuales recordé el siguiente: «¡Cómo pudo escribir ese poem a él, que es judío!». Sigo sin com prender hasta la fecha el curso de semejante razona­ m iento y en aquella ocasión propuse a Pasternak que leye­ se una vez más el poem a, para que m e indicase concreta­ m ente qué había en él de inadecuado para u n judío, pero él se negó horrorizado. La actitud de estos primeros oyentes del poem a me hacía recordar el relato de G uertzen acerca de su conversa­ ción con Schepkin, quien fue a Londres para pedirle que dejase de publicar «Kolokol* (La Cam pana) porque los jó­ venes eran detenidos por leerlo... Por suerte nadie fue de-

tenido por haber escuchado el poema. Además, el propio M andelstam no era, ni m ucho menos, u n escritor político y sus funciones sociales nada tenían de com ún con las de G u ertzen... Pero, en realidad, ¿dónde está el lím ite? ¿En qué m edida debe uno proteger y cuidar a sus conciudada­ nos? C uando se trata de los coetáneos de G uertzen, no deja de sorprenderm e la actitud de Schepkin: ¿Cómo se puede proteger así a la gente? No se Ies puede m antener entre algodones... En cuanto a mis contem poráneos, la verdad es que no quisiera exponerles al peligro; más vale que vivan en paz y se adapten a estos tiempos tan difíci­ les: si Dios quiere, todo pasará y más adelante ya veremos... La vida acabará por triunfar y todo volverá a su cauce... ¡Para que despertar a los que duerm en, si creo que algún día ellos mismos se despertarán! N o sé si tengo o no razón, pero yo, como todos, estoy contam inada por el instinto y la sum isión... U na sola cosa m e resulta evidente: la poesía de M an­ delstam se adelantó a su tiem po y el terreno no estaba preparado en el m om ento de su aparición. Aún se recluta­ ban partidarios del régim en y se oían las sinceras voces de los adeptos seguros de que el futuro les pertenecía y que el reino m ilenario no acabaría nunca. Los restantes —su núm ero tal vez fiiera mayor que el de los adeptos— , se li­ m itaban a cuchichear suspirando. N adie oía sus voces, porque nadie las necesitaba. La estrofa «Nuestras palabras a diez pasos no se oyen» expresa con gran exactitud la si­ tuación en aquellos años. Esas «palabras» se consideraban viejas, caducas, pertenecientes a u n pasado que no podía volver... Los adeptos no sólo creían en su triunfante fu tu ­ ro, sino tam bién en que eran los portadores de una vida feliz para la hum anidad y sus concepciones del m undo no carecían de un a peculiar congruencia y arm onía, que re­ sultaban sum am ente tentadoras. La época anterior había aspirado ya a esta integridad, a la posibilidad de obtener de u n a sola idea todas las explicaciones para el m undo m aterial y el hum ano y armonizarlo codo con un solo y único esfuerzo. Por esta razón, la gente cerraba los ojos de tan buen grado y seguía al jefe, prohibiéndole comparar la teoría con la práctica y sopesar las consecuencias de sus actos. Por esta razón, se perdía sistemáticam ente el senti­ do de la realidad; y, sin embargo, para hallar el error teó­

rico inicial era im prescindible recuperar ese sentido. Pasará m ucho tiem po todavía hasta el día en que calculemos lo que nos ha costado ese error teórico y comprobemos si es verdad que «la tierra nos ha costado una docena de cielos»... Pero por el precio de diez cielos, ¿nos hemos hecho dueños de la tierra?

La capitulación M andelstam tuvo u n largo período de silencio; estuvo sin escribir versos más de cinco años, desde 1926 hasta 1930, pero siguió escribiendo prosa. Lo mismo le ocurrió a Aj­ m átova. Tam bién ella permaneció silenciosa algún tiem ­ po. En Pasternak, este período se prolongó sus buenos diez años. «Algo debía de haber en el aire», dijo Ajmátova; y, en efecto, algo había en el aire, tal vez el comienzo del letargo general, del cual no hemos acabado de salir hasta el día de hoy... ¿Puede considerarse casual que tres poetas en activo h u ­ bieran enm udecido durante un cierto tiempo? Las diferen­ cias en las posiciones iniciales de los tres no cam bian en esencia la cuestión y, para recuperar la voz, cada uno de ellos tuvo que determ inar su lugar en el m undo que se iba creando ante nuestros ojos y m ostrar, m ediante su pro­ pio destino, el lugar que en él correspondía al hom bre. Mandelstam fue el prim ero que enm udeció... Se debió sin duda a que el proceso de su autodeterm inación se pro­ ducía con mayor agudeza: sus relaciones con la época se convirtieron en la principal fuerza m otriz de su vida y poesía. Por su carácter —«su índole no era angelical»— M andelstam, en vez de atenuar, acentuaba más bien todas las contradicciones. A mediados de la década de los años veinte, dejó de escribir versos. ¿Q ué había, pues, en el aire de aquel tiem po que lo asfixiaba y lo hacía enm ude­ cer? * ' En esta Época com enzó la enferm edad cardiaca de M andelstam y sus graves crascornos respiratorios. Mi herm ano Evgueni decía q u e m ás que enferm edad profesional, se trataba, de u n a enferm edad de «lase». Con-

A juzgar p o r los signos exteriores, hemos vivido más de u n a época en esos cuarenta años. U n historiador puede es­ tablecer fácilm ente varios períodos dentro de los cuales hay diversas etapas, que no sólo parecen diferentes, sino incluso contradictorias, aunque yo estoy convencida que se deducían lógicamente una de otra. Desaparecía a cada ins­ tante la capa superior y cam biaba incluso el aspecto físico de los dirigentes. De pronto nos dim os cuenta de la des­ aparición de los «morenos» que fueron sustituidos por los «rubios», que, a su vez, no tardaron en desaparecer. Y a la par de esos cambios, se m odificaba todo el estilo de la vi­ da y de gobierno. Sin em bargo, hay algo que unifica esos períodos. Los hom bres que afirm aban que el m otor de la historia era la «base», o sea, el factor económico, d e­ mostraron con toda su práctica que la historia es el de­ sarrollo y la encarnación de una idea. Esta idea ha form a­ do la conciencia de generaciones enteras, ha reclutado par­ tidarios, se ha extendido, conquistado las m entes, creando formas de vida estatal y social, triunfando, pero poco a poco acabó por caducar y desaparecer. Cuando en 1921, cam ino de Tiflis, visitamos en Bacü a Viacheslav Ivanov nos dijo que había abandonado Moscú para ocultarse en la soledad de Bacú porque «las ideas habían dejado de go­ bernar al mundo» y que él estaba convencido de ello. ¿Qué cultos de Dionisio sobreentendía por ideas Viacheslav Ivanov, maestro y profeta en la década de los años diez, si no se dio cuenta que en el período de nuestra conversación la idea ya había tenido tiem po de conquistar enormes espacios y y cantidades inmensas de gente no sólo en nuestro país, sino tam bién en el extranje­ ro? Era la idea de que existe u n a indudable verdad científica y que los hom bres pueden dom inarla; al domi-

firm an esta suposición las circunstancias en q u e se produjo el prim er a ta­ q u e , ocurrido a m ediados de la década de los años veinte. Vino a visitar­ nos Marshak y estuvo explicando largam ente y con em oción lo que era la poesía; d efendía la línea oficial, llena de sentim entalism o. Com o siem pre, Marshak hablaba con emoci&n, con voz conm ovida y tem blo­ rosa. Era u n gran captador de alm as, de los débiles y de los dirigentes. M andelstam no discutía: no p odía compararse con Marshak- Pero de p ro nto no p ud o soportar más: le pareció oír d e repente el toque de un co rnetín q u e in terrum pió las dulces disquisiciones de M arshak y sufrid el p rim er acceso de angina de pecho. (N . de la A .)

narla, son capaces de prever el futuro y modificar a su an­ tojo el curso de la historia, introduciendo en él un princi­ pio racional. De aquí la autoridad de los que poseen esta verdad: prioritas dignitatis, A esta religión, los adeptos la calificaban m odestam ente de ciencia; convierte al hom bre revestido de autoridad en Dios. H an elaborado su credo y su moral: la hemos conocido en acción. En los años veinte m ucha gente recordaba de qué m odo venció el cristianis­ m o y auguraba, por analogía, un reino m ilenario a la nueva religión. Los más concienzudos llevaban la analogía aún más lejos; al enum erar los crímenes históricos de la Iglesia, la Inquisición, por ejemplo, decían que no había podido modificar la esencia del cristianismo... Y para to-¡ dos era evidente la superioridad de la nueva idea, q u e : prom etía el paraíso en la tierra en vez de la recompensa celestial. Pero lo más curioso era la ausencia total de dudas y una fe absoluta en la verdad conquistada por la ciencia. «¿Y qué pasará si no es así y en el futuro lo consideran de forma diferente?», pregunté a Averbaj. Hablábamos de uno de sus juicios literarios. Me dijo: «He oído decir que M andelstam regresó de Crimea y que ha publicado un m al poem a...». Me interesó su opinión; me explicó enton­ ces que M andelstam no enfocaba las cuestiones desde el p u n to de vista de clase y, al poco, añadió: no existe nin­ guna cultura ni arte en general: hay arte burgués y arte proletario y lo mismo cabe decir con relación a la cultura... N o existe nada eterno y los valores están condi­ cionados únicam ente por la clase. No sentía ningún repa­ ro en considerar que sus valores de clase eran, pese a todo, eternos. Por cuanto la victoria del proletariado inicia una época nueva de eterna duración, los valores que Averbaj establece para la clase a la cual sirve, tam bién lo son. Q uedó sinceram ente sorprendido de mis dudas ante sus apreciaciones, pues él dom inaba el único m étodo científico que hacían infalibles sus juicios: lo que él con­ denaba estaba condenado por los siglos de los siglos. To­ das estas verdades las aprendí de pie en la plataform a de u n tranvía. A M andelstam, a quien conté esa conversa­ ción, le entusiasm ó la grandeza lapidaria de Averbaj, quien creía honradam ente en su verdad y se em briagaba con la original elocuencia de sus lucubraciones lógicas. T o­ do eso ocurría en 1930 y Mandelstam ya podía adm irar los

resultados de las concepciones de Averbaj. En aquel e n ­ tonces había recobrado ya la voz y su libertad interior. La década de los años veinte term inó con sus dudas e inhibi­ ciones y podía escuchar, como si estuviera fuera, los «dis­ cursos de esparto» y no tomarlos muy a pecho. Averbaj fue uno de los personajes más típicos en la pri­ m era década de la revolución. Así pensaban, razonaban y decían todos los adeptos de la nueva religión en todas las esferas de la vida. En sus discursos había un ím petu juve­ nil: les encantaba aleccionar y aturdir. Asumieron la m i­ sión de derribar los ídolos, es decir, los viejos conceptos de valores y el tiem po trabajaba para ellos, por lo cual nadie se percataba de la tosquedad de las herrramientas que uti­ lizaban. El grito «¿Por qué hem os luchado?» resonó a comienzos de ia década de los años veinte, pero se acalló inm ediata­ m ente. El pueblo no había enm udecido aún, sino que callaba, en espera de vivir y prosperar. Los intelectuales, aprovechando el ocio, se dedicaron a la revisión de valo­ res: fue el período de la capitulación masiva. De hecho seguían el cam ino trazado por los derrocadores del perío­ do prerrevolucionario y sus continuadores del tipo de Averbaj, pero, como es natural, procuraban evitar los extremismos y la grosera inflexibíüdad de la vanguardia. Encabezaban a los capituladores hombres de treinta años que habían conocido la guerra. Ellos conducían a los jóve­ nes. En aquellos años, por lo general, los personajes acti­ vos tenían entre los treinta y los cuarenta años de edad. Los de más edad, caso de estar con vida, se apartaban en silencio. Cada capitulación tenía por premisa que lo «viejo» debía ceder plaza a lo «nuevo* y el que se aferraba a lo «viejo», se quedaría con u n palm o de narices. Esta concepción era fruto de la teoría del progreso y tam bién del determ inism o histórico de la nueva religión. Los capi­ tuladores socavaban todos los viejos conceptos, por el m e­ ro hecho de que eran viejos y, por consiguiente, habían caducado. Para la inm ensa mayoría de los neófitos no existía ya ningún valor ni verdad ni ley, a excepción de los que se necesitaban en aquel entonces y que para mayor com odidad se calificaban «de clase». La moral cristiana se identificaba fácilmente con la moral burguesa y ju ntam en­ te con ella el antiguo precepto: «No matarás». Todo pare-

cía una ficción. ¿La libertad? ¿Y dónde la habéis visto?... Jam ás h u b o ni habrá libertad... El arte y tanto más la lite­ ratura no hacían sino cum plir el encargo de su clase y de aquí se deducía claramente que el escritor debía ponerse, con pleno conocimiento de causa, al servicio de un nuevo cliente... Desaparecieron del lenguaje numerosas palabras tales como honor, conciencia, etc. N o resultaba tan difícil desacreditar esos conceptos cuando se conoce la forma de hacerlo. Un hecho muy característico de aquellos años es que to ­ do concepto se m anipulaba en su form a más pura, es de­ cir, absolutam ente abstracta, sin tener ninguna cuenta de su naturaleza social, hum ana y terrenal. De ese modo re­ sultaba más fácil acabar con ellos: no hay nada más fácil, por ejem plo, que dem ostrar que en ninguna parte del m undo existe la libertad de prensa y declarar a conti­ nuación que en vez de consolarse con los sucedáneos con que se consuelan los míseros liberales, mas vale renunciar con valerosa sinceridad a todo intento de libertad. Estos esquemas resultaban convincentes porque las m entes in­ maduras no conocían en aquel entonces los matices de los conceptos ni de las definiciones. El m iedo de quedarse aislados y al margen del m ovi­ m iento general era la prem isa psicológica que im pulsaba a la capitulación, así como la necesidad de una concepción íntegra del m undo, orgánica, adaptable a todos los aspec­ tos de la vida y tam bién la fe en la eternidad de la victoria y de los vencedores. Pero lo principal es que los propios capituladores nada tenían que ofrecer. Esa asombrosa va­ ciedad la expresó, tal vez m ejor que nadie, Shklovski en su m alhadado libro «Zoo», donde ruega con lágrimas en los ojos a los vencedores que le tom en bajo su tutela. No sabría decir si eran míseros por sí mismos o bien si fueron la guerra y las trincheras las que provocaron una reacción tan am arga, pero el caso es que la sensación de debilidad y la necesidad de protección eran sentidas m uy vivamente. Sólo aquel que com partía esos sentim ientos con otros, podía considerarse hom bre de su tiem po. «En cuestiones relacionadas con la literatura, son ellos los que nos deben preguntar a nosotros y no nosotros a ellos», dijo M andelstam , en la redacción de «Pribói» (Ma­ rejada), negándose a firm ar u n a petición colectiva de

escritores porque se basaba en las disposiciones del Comité C entral sobre la literatura. Se trataba de defender a un crítico de los ataques de RAPP: se le acusaba de haber escrito una crítica sobre una novela de Liashko, sin haberla term inado de leer. Los escritores recurrían a las alturas p a­ ra pedir al Com ité Central su intervención a fin de que cesara la persecución contra el crítico. C itaban la disposi­ ción en que se proponía acabar con la guerra literaria — entonces se calificaban de pendencias— y em prender m ano a m ano el trabajo a fin de cum plir todos juntos y a la perfección la tarea marcada por el partido. En la redacción, como siempre, había m uchas personas, que rodearon a M andelstam. El motivo de su negativa, co­ m o pudim os observar, había suscitado la más sincera perplejidad. Para los presentes, lo dicho p or Mandelstam sonaba como u n a antigualla sacada de viejos baúles, un signo de atraso. No cabe dudar de la sinceridad de su in­ com prensión: recuerdo la cara de sorpresa de Kaverin, que recogía las firmas. Tam bién para él Mandelstam era un ser extravagante pasado de m oda, que no com prendía su épo­ ca ni sus tendencias fundam entales. C uando Ajmátova y M andelstam tenían algo más de treinta años, los conside­ raban sinceram ente como viejos. Pero ocurrió que ambos em pezaron a rejuvenecer gradualm ente en la conciencia de la gente, m ientras que las posiciones de los partidarios de lo «nuevo» caducaban de forma visible c irremediable. El niño del cuento de A ndersen dijo que el rey estaba desnudo, lo dijo en el m om ento oportuno, ni tem prano ni tarde. Antes que él, lo habían dicho otros, probable­ m ente, pero nadie los escuchaba. M andelstam, en cam­ bio, dijo muchas cosas antes de tiem po y en m om entos en que toda opinión normal parecía irrem ediablem ente anti­ cuada y reprobable. N o había sitio para el que no partici­ paba en el coro general. El coro general lo acallaba todo y sonaba, efectivamente, con gran potencia. Hoy día mucha gente quisiera unir la década de los años veinte con el día de hoy y resucitar la unidad voluntaria que existía en aquellos días. Los hom bres de aquella década hoy en vida tratan de inculcar con todas sus fuerzas a las nuevas gene­ raciones que en aquel entonces existió u n inusitado flore­ cim iento — ¡la ciencia, la literatura, el arte!— y que si to­ do hubiese seguido por el camino marcado, nos

habríamos encum brado ya a las más altas cimas de la vida. Los supervivientes de LEF, los colaboradores de Tairov, Meyerhold y Vajtangov, los estudiantes y profesores del Instituto de Filosofía y Literatura y del Instituto Zubov, los profesores salidos del Instituto de Profesores Rojos, los marxistas y los formalistas expulsados de todas partes, to ­ dos aquellos' que tenían treinta años en la década de los veinte, siguen invocando el retorno a esa época, invitan a em prender de nuevo, «sin tolerar ya ninguna desviación», el camino que se iniciaba entonces. Dicho de otro m odo, no adm iten su responsabilidad por lo ocurrido después. Peto, ¿es cierto eso? Fueron precisamente los hombres de la década del veinte los que destruyeron los valores y hallaron fórmulas que aún hoy son imprescindibles: un Estado joven, una experiencia nunca vista, no se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos... C ada ejecución se justificaba diciendo que se estaba construyendo u n m undo donde no habría violencia y todos los sacrificios eran pocos para esa «nueva sociedad» sin precedentes. N adie se perca­ tó de que el fin comenzaba a justificar los medios y luego, como siempre ocurre en estos casos, había desaparecido gradualm ente. Y fueron precisam ente esos hombres de la década de los años veinte los que empezaron a separar cuidadosam ente a las ovejas de los machos cabríos, a los «nuestros» de los «otros», a los partidarios de lo «nuevo» de aquellos que no habían olvidado aún las reglas más ele­ mentales de la convivencia. Los vencedores tendrían que haberse sorprendido de la facilidad con que obtuvieron la victoria, pero la aceptaron como algo que les era debido, porque creían en su tazón. Ellos traían la dicha del género h u m an o ... Pero sus exi­ gencias frente a los capituladores aum entaban gradual­ m ente. Lo dem uestra la rápida desaparición de la palabra «compañeros de viaje», sustituida por el epíteto «bolchevi­ que sin partido», y más tarde «fiel hijo de la patria que am a apasionadam ente a su pueblo y sirve con abnegación al gobierno y al partido». Y así se estabilizó. La m em oria hum ana está organizada de tal m odo que conserva de los hechos u n a vaga reminiscencia y su leyen­ da, pero no el acontecim iento propiam ente dicho. Para extraer los hechos, es preciso destruir con m ano dura la le­ yenda y para ello debe precisarse ante todo en qué círculos

nació. Los suspiros idílicos respecto a la década de los años veinte son el resultado de la leyenda creada por los capituladores de treinta años, que por casualidad siguen vivos, y sus hermanos menores. Pero en realidad la década de los años veinte fue u n período que sentó las premisas de nuestro futuro: dialéctica casuística, desmitiflcación de va­ lores, voluntad de subordinación y unanim idad de crite­ rios. Los más fuertes de entre los demoledores perdieron la vida, pero antes tuvieron tiem po de abonar el terreno para el futuro. En los años veinte, nuestros organismos de represión iban acum ulando fuerzas, pero ya actuaban. Los hom bres de treinta años predicaban insistentem ente su credo. Convenciendo y, más tarde, am edrentando, lleva­ ron tras sí a ingentes m uchedum bres de la época si­ guiente, en la cual dejaron de oírse ya las voces indivi­ duales. En nuestro país no existe, ni puede existir, u n instituto que estudie la opinión pública, pero es precisamente la opinión pública la que señala todo el ferm ento que acaba por transformarse en proceso psicológico. Los organismos de represión cum plían en parte las funciones de ese insti­ tuto. En los años veinte llegaron incluso a sondear ligera­ m ente los medios sociales para ver qué pensaban; existían para ello cuadros especiales de informadores. Más tarde se decidió que la opinión pública coincidía con la estatal y el papel de los inform adores se redujo a los casos de diver­ gencia, de los cuales hacían deducciones administrativas planificadas. Después de 1937, los sondeos perdieron defi­ nitivam ente todo significado debido al carácter masivo de las m edidas «profilácticas» y la opinión pública fue plena­ m ente nacionalizada. Pero en la época de los veinte, jugábam os aún con fuego y no comprendíam os nada. Apenas si tuvo tiem po M andelstam de decirme: «¿Qué más puedes querer? No se m eterán con nosotros, no nos matarán», cuando llegó la prim era golondrina del futuro. A Tzárskoie Sielo vino a visitarnos Vsevolod Rozhdiestvenski, tan sonrosado como siem pre. Vino para decirnos que el juez de instrucción (él acababa de salir de una breve reclusión) se había interesa­ do m ucho por M andelstam. Rozhdiestvenski se negó cate­ góricam ente a contarnos lo que le habían preguntado con relación a M andelstam, «Di mi palabra y desde pequeño

m e han enseñado que se debe cum plir...». Mandelstam despachó a ese niño m odelo y más tarde recapacitamos que lo habían enviado para intim idarnos y recordar a M andelstam que no le perdían de vista. Más tarde esto volvió a repetirse en reiteradas ocasiones. En su «Conversa­ ción sobre Dante», M andelstam no se olvidó de mencionar la recíproca penetración — él lo calificaba de difusión— entre la cárcel y ehm undo exterior, y que a los gobernado­ res les convenía que los gobernados se asustaran unos a otros con terribles relatos carcelarios. Rozhdiestvenski cum plió bien su misión, pero inexplicablemente se olvidó de m encionarlo en sus memorias. En cambio obligó a Mandelstam a razonar sobre la poesía en el estilo conven­ cional de los parnasianos y acmeístas, adjudicándole ideas y sentencias propias de u n esteta inventado por los críticos soviéticos. A Mandelstam le seguirán atribuyendo muchas conversaciones estúpidas. El m ejor criterio de veracidad de esas conversaciones son los artículos que él escribió. Muchos de ellos son su voz viva en la polémica y en la ex­ posición. Sus coetáneos no estaban a su altura y ellos en sus memorias deform aban sus pensam ientos voluntaria o involuntariam ente. Sobre todo le com prendían mal los que vivieron la década de los veinte llenos de fe, cuando se ataban todos los cabos; los hombres se influían unos a otros, predicando la nueva religión, al tiem po que destruían los antiguos valores y desbrozaban el camino h a­ cia el futuro.

Revisión de valores M andelstam no creía en el reino milenario de lo nuevo y no había llegado a la revolución con las manos vacías. Su carga era pesada. Por una parte se trataba de la cultura judeo-crisdana, según dijeron sus desconocidos amigos y, por otra, la revolución con letra mayúscula, la fe en su fuerza salvadora y de renovación, la justicia social, ei cuar­ to estam ento y G uertzen. C uando yo lo conocí, había d e­ jado ya de leer a G uertzen, pero él fue, sin duda, uno de los que más influyeron en su vida. En toda su obra se

hallan huellas de su influencia, en «El rum or del Tiempo», en su horror ante el lenguaje am biguo, en el cuento del cachorro de león que levanta su paca inflam ada y se queja de la espina ante la indiferente m uchedum bre (esa espina será más tarde el hueso atascado en la m áquina de escribir), en las traducciones de Barbíer y en la in­ terpretación de la función del arte. «La poesía es como el poder» le dijo en Voronezh a Ajmátova y ella asintió, inclinando su largo cuello. Deportados, enfermos, míseros, no querían renunciar a su p o d er... Mandelstam se com portaba como si tuviese poder y eso excitaba aún más a los que ansiaban destruirle. Para ellos el poder eran los cañones, los organismos represivos, la posibilidad de distribuir por cupones todo, incluida la gloria, y encargar sus retratos a los pintores. Pero M andelstam insistía terca­ m ente en lo suyo: si por la poesía m atan, eso significa que se le rinde el debido respeto, eso significa que se la tem e y, por lo tanto, es poder... Es imposible imaginarse una carga peor que la de M an­ delstam . Cabía predecir de antem ano que estaba condena­ do y que en este m undo no hallaría su lugar. Tratar de justificar los acontecimientos, invocando el nom bre de G uertzen, es una tarea irrealizable. En vez de justificación se im ponía por fuerza la acusación. Pero G uertzen se re­ servó el derecho de partir y perm anecer altivamente solita­ rio; Mandelstam no aceptó ese derecho. El camino para él no era el de alejarse de los hom bres, sino ir hacia ellos, no se sentía como una persona que estuviese por encima de la m uchedum bre, sino uno más entre ella. Todo aislamiento le estaba prohibido y en ello, probablem ente, se m anifes­ taba su cultura judeo-cristiana. Muchos de mis contem po­ ráneos que aceptaron la revolución han sufrido un duro conflicto psicológico. Su vida oscilaba entre una realidad que debía ser condenada y el principio que exigía la justi­ ficación de lo existente. Tan pronto cerraban los ojos ante la realidad para elegir sin dificultades las justificaciones precisas, como los abrían de nuevo y entonces se percata­ ban otra vez de la realidad. Muchos de ellos pasaron toda su existencia esperando la revolución, pero cuando la vieron en la vida cotidiana se asustaron y la negaron. H abía tam bién otros, los que tenían m iedo de su propio m iedo y tem ían no ver el bosque por culpa de los

árboles... Entre ellos estaba M andelstam ,., Al no distin­ guir en él u n claro espíritu revolucionario, sus «bien inten­ cionados amigos» simplificaron su vida y privaron de con­ tenido una de las tendencias fundam entales de su pensa­ m iento. Si hubiese carecido de espíritu revolucionario, no tendría que ahondar en el curso de los acontecimientos ni aplicarles el criterio de valores. La negación com pleta daba fuerzas para vivir y m aniobrar. Pero eso no fue el caso de Mandelstam: vivió la existencia de los hom bres de su tiem po y la llevó a su lógico desenlace. Sus poesías de los años veinte dem uestran que M an­ delstam no puso en duda que con el triunfo de la revolu­ ción llegaría una nueva era: «La frágil cronología de nuestra era está llegando a su final»... D e ios viejos tiem ­ pos sólo quedó un son, aunque «ha desaparecido el m oti­ vo de ese son» y, finalm ente, habla del siglo como de una fiera de roto espinazo, que m ira las huellas de sus patas... En todas esas poesías se enjuicia en form a abierta o velada su propia situación en la nueva vida: yeso en la sangre, el hijo enferm o del siglo... Se incluye tam bién aquí el hom bre de doble cara en su «Oda a la pizarra»: «Hombre de dos caras y alm a doble»'. . . Estas confesiones se en­ cuentran en toda su obra, diríase que brotan en contra de su deseo, están llenas de reticencias y aparecen en el con­ texto más inesperado, como por ejemplo: «el reseco añadi­ do de panes ya horneados»... M andelstam jamás facilitaba al lector la comprensión de sus versos, no coqueteaba con su auditorio; para com prender, había que conocerlo...

■ En los poem as d e la década de los años treinta hay manifestaciones tan p ronto directas, como conscientem ente veladas. Un día se nos pre­ sentó en Voronezh u n «am ante de la poesía» de tip o sem i-m ilitar, uno d e esos q u e ahora calificamos de «crítico de arte de paisano», pero algo más tosco, y se interesó largam ente por saber el significado q u e tenía la estrofa: «Una ola sucede a otra, rom piendo la cresta de la que le sigue»... «¿No se referirá a los planes quinquenales?». M andelstam se paseaba por la habitación y preg u ntaba sorprendido: «¿Piensa usted?»... «¿Qué va­ mos a hacer», le p reg u n té yo después, «si en todo van a buscar u n senti­ do oculto?». «Asombrarnos», m e respondió. N o siempre m e daba cuenta del oculto sentido de sus poem as y M andelstam , sabiendo q u e podía ser d eten id a, no com entaba sus poesías: u n a sorpresa sincera podía, si no sal­ var, al m enos aligerar el destino. La idiotez y la incom prensión más abso­ lutas servían en nuestro país de m agnífico biom bo. (N . de la A .)

En las poesías de esc período, predice la inm inente m u ­ dez: «Los labios hum anos guardan la forma de la últim a palabra dicha*. Esa estrofa fue la que dio motivo para que dijeran que «se repetía a sí m ism o»... Pero los inventores de esa fórmula — Brik, Tarasénkov— no profundizaban en su poem a, sino que se lim itaban a golpearlo de plano. Todos los medios les parecían buenos en su lucha. En la casa de Brik, donde se reunían los literatos y los colabora­ dores de Brik, incluido Agranov, se dedicaban a sondear la opinión pública y a llenar los primeros expedientes: ya en 1922, tanto Ajmátova como M andelstam fueron califi­ cados de «emigrados del interior». Esto determ inó en gran m anera su destino y tal vez fue Brik quien em pleó por vez prim era procedim ientos no literarios en la lucha literaria. Sin em bargo, quiero señalar la diferencia entre Brik y otros detractores del tipo de Tarasénkov, por ejem plo, a quien Mandelstam llam aba «el ángel caído». Era un bello adolescente, ávido lector de poem as, dispuesto a cumplir el «encargo social» de acabar con la poesía y, sin embargo, coleccionaba concienzudam ente en manuscritos todas las poesías a cuya publicación se oponía con tanta energía. Eso lo diferenciaba de Lelevich, por ejem plo, que ardía en odio hacia la poesía por ser «burguesa», en su opinión. La posición de Brik era com pletam ente distinta. Inteligente como era, com prendió desde el prim er m om ento qué corrientes literarias gozarían de la patente estatal y precisa­ m ente por esa patente luchó con un núm ero infinito de competidores. La lucha era ardua y h ubo un tiem po en que pareció que él iba a vencer. Se agrupaban en torno suyo muchos partidarios, se ganaba a la juventud de in­ m ediato; en los círculos del partido contaba con poderosos protectores, sobre todo entre los chequistas que se las d a­ ban de estetas. M aniobraba con energía y por su cuenta y riesgo, pero acabaron venciendo A verbaj, que apareció en escena bastante más tarde, y su RAPP. Averbaj venció gra­ cias a sus ideas tomadas de Pisariev, tan amadas por la in­ telectualidad media desde la-infancia. Con la caída de la RAPP, acabó todo asomo de lucha literaria. Los num ero­ sos grupos, que se disputaban m utuam ente la patente li­ teraria, actuaban por medios exclusivamente políticos. Brik, en sus ataques a A jmátova y M andelstam , no recurría a la denuncia política, propiam ente dicha; le inte-

tesaba tan sólo privarlos de los lectores jóvenes, vehem en­ tes partidarios de lo «nuevo», y lo consiguió durante mucho tiem po: tanto Ajmátova como M andelstam qued a­ ron aislados. Los últimos mohicanos de LEF, que hoy día tienen sesenta años pasados, continúan glorificando la dé­ cada de los años veinte y se asombran de que los jóvenes lectores hayan/escapado a su influencia. Tal vez la década de los años veinte fuera la época más difícil en la vida de M andelstam. Jam ás habló antes ni después —aunque la vida más tarde fue mucho más terri­ ble— con tan ta amargura de su situación en el m undo. En sus primeras poesías, llenas de angustia juvenil y melancolía, jamás le había abandonado la esperanza de una victoria futura y la conciencia de su propia fuerza: «Siento la am plitud de mis alas». En la década de los años veinte, por el contrario, hablaba constantem ente de su e n ­ ferm edad, de su imperfección y, en fin de cuentas, de su inferioridad. Como resultado, casi llegó a confundirse con Parnok ‘ , con virtiéndolo en una especie de doble suyo. De sus poem as se deduce cuál era la causa de su enferm edad y su imperfección. Así expresaba sus primeras dudas res­ pecto a la revolución: «¿A quién vas a matar aún , a quién exaltarás, qué nueva m entira inventarás?»... El hom bre de doble faz es aquel que in tenta unir «las vértebras de dos siglos» y no se atreve a revisar sus valores. Mandelstam abordó la revisión de valores con sum o cuidado, pero le pagó su tributo, pese a todo. Quiso de­ term inar, en prim er lugar, su postura ante el «viejo m u n ­ do». H abló de eso en «El rum or del Tiempo», en «El sello egipcio» y en el poem a «Con el m undo soberano mi rela­ ción fue la de u n niño». A unque este poem a fue escrito en los años treinta, por sus ideas y sentim ientos pertenece a la década de los veinte. M andelstam califica de infantil su relación con el m undo soberano, pero carga en su cuen­ ta numerosas ofensas, incluso las inferidas al adolescente por las bellas de entonces, «las delicadas europeas»... La revisión adoptó las formas más duras en tres o cuatro artículos literarios publicados por las revistas «Russkoie Iskusstvo» (El arte ruso), «Rossia» (Rusia) y un periódico ves­ pertino dc Kíev: en 1926, la prensa de la capital, así como * Personaje de «El sello egipcio» d ( M andelstam . {N. de la T .)

las revistas, quedaron totalm ente cerradas para él, pero en provincias todavía podía filtrarse... En estos artículos se percibe el deseo de hablar a todo precio y se hace un tím i­ do intento de tom ar parte en la vida, reconociendo y aprobando algo y renunciando tam bién a algo. M andels­ tam intenta, incluso, hallar justificaciones a ciertos prosis­ tas coetáneos suyos, los llamados «compañeros de viaje», aunque se daba clara cuenta de que él no podía seguir su camino. En dos artículos que publicó «Russkoie Iskusstvo» ataca a Ajmátova, lo que tam bién representa una conce­ sión a la época. Un año anees de que apareciesen esos artículos en la revista, M andelstam había publicado otro en u n periódico de Jarkov en el cual afirm aba que Ajmá­ tova bebía en las fuentes de la prosa rusa y aun antes, en u na crítica no publicada del «Almanaque de las Musas» escribía que «esa m ujer pobrem ente vestida, pero de m a­ jestuoso aspecto» sería un tim bre de gloria para Rusia. En 1937, en respuesta a las preguntas de los escritores de Vo­ ronezh (le habían obligado a dar una conferencia sobre los acmeístas y esperaban «denuncias»), dijo refiriéndose a A j­ m átova y a Gumiliev: «No reniego ni de los muertos ni de los vivos». Algo semejante respondió a los escritores de Leningrado durante su velada en la «Casa de la Prensa». Dicho de otro m odo: jamás negaba sus vínculos con esos poetas, sobre todo con Ajmátova; su intento de renunciar al acmeísmo del año 1922 se debió a los feroces ataques contra el acmeísmo, acusado por su falta de actualidad, espíritu burgués, etc., etc... Mandelstam quedó «solo en todos los caminos» y no resistió. Estaba realm ente deso­ rientado: no es tan sencillo luchar solo contra todos y contra su época. En cierta m edida cada uno de nosotros, al encontrarse en una encrucijada de caminos, siente la tentación de unirse a la m uchedum bre que sabe a dónde va. El poder de la «opinión pública» es inmenso; oponerse a ella resulta m ucho más difícil de lo que se cree y cada período de tiem po deja su im pronta en el individuo. El tiem po se esforzaba pot separar a M andelstam de A jm áto­ va, que era su única aliada posible. Sin embargo, oponer­ se dos contra todos no es más fácil, ni m ucho menos, que cuando se está solo y él trató de separarse de ella, pero no tardó en recobrarse. Ya en 1927, cuando preparaba un vo­ lum en de artículos, desechó uno de ellos publicado en

«Russkoíe Iskusstvo», y de otro retiró sus ataques contra ella. Renunció asimismo a los artículos que publicó en el periódico de Kíev y en «Rossia», calificándolos de «ca­ suales» en el prólogo que escribió para ese libro. Conside­ raba que el período en que escribió estos artículos fue el peor de su vida. Al condenar así el período decadente com prendido entre 1922 y 1926, M andelstam no se perca­ tó de que tam bién en él había muchos factores positivo^ de su pertenencia exclusiva, sobre todo su intento de com­ batir el estancamiento general que aparece en varios de sus artículos. Tal vez lo más característico para el período de la revi­ sión de valores sea la actitud del propio M andelstam a n te | el artículo que escribió a la m uerte de Skriabin. Expuso en ; él sus ideas sobre el arte cristiano, es decir, su auténtico credo. Es en este artículo, precisam ente, donde dice que la m uerte de un artista no es el fin, sino el últim o acto creador. Por cuanto él mismo eligió su m uerte, «en tropel y en manada», no se trataba de palabras vacuas. Este texto no fue publicado en ninguna parte. Mandels­ tam lo leyó en forma de conferencia en una asociación de Petersburgo, no recuerdo si filosófica o teosófica. Las reuniones se celebraban en u n hotel particular y u n día se presentó allí el corneta Savin, conocido aventurero; colocó una mesita en el descansillo de la escalera y se puso a cobrar la entrada al salón. Más tarde intervino en los de­ bates y habló del diablo ruso que se diferencia de todos los dem ás por su astucia, espíritu práctico e ingenioso... Mandelstam asistía de vez en cuando a las reuniones de esa sociedad e hizo amistad con Kablukov, que era uno de sus organizadores. Ese hom bre, ya mayor, se m ostraba muy atento con M andelstam, poeta incipiente en aquel entonces. Compré hace poco el libro de M andelstam, «La piedra*', que perteneció a Kablukov y en el cual había co­ piado con su propia m ano autógrafos y diversas poesías de Mandelstam, así como sus variantes. Fue tam bién K ablu­ kov quien le pidió el manuscrito de la conferencia sobre Skriabin. En 1921, estando nosotros en el Cáucaso, murió Kablukov y su archivo se entregó a la Biblioteca Pública de Leningrado. M andelstam lam entaba m ucho la pérdida del m anuscrito de la conferencia sobre Skriabin: «Era lo más im portante de todo cuanto escribí... y se ha

perd id o... no tengo suerte...». En los años veinte, e n ­ contré algunas hojas sueltas del borrador en el baúl del padre de M andelstam. Se alegró m ucho, pero su actitud ante ese texto era am bigua: por un lado quería conser­ varlo, pero en el período de la «revisión de valores» estuvo tentado de revisar tam bién sus manifestaciones en ese tex­ to. En los borradores de «El sello egipcio» aparece un pasa­ je en el cual se burla de Parnok, que se dispone a p ro n u n ­ ciar u n a conferencia en «el salón de m adam e Perieplietnik»... Es una clara alusión a su conferencia sobre Skriabin, En el texto definitivo, prom ete tan sólo expulsar a Parnok de «los aristocráticos salones de Ja música y la historia», los plebeyos nada tienen que hacer allí, no d e ­ ben ir «ataviados con señoriales abrigos de piel que a su condición no corresponde...». El tem a del plebeyo y del aristocrático Petersburgo se repite incesantem ente. Es muy probable q u e, habiendo tropezado con los elegantes de Petersburgo en su juventud, recordara que él no era de aquel m edio. En particular, acababa de leer el relato de Makovski sobre la visita de su m adre a la revista «Apolon» y esto le había disgustado sobremanera. Makovski había representado a la m adre de M andelstam como u na estúpi­ d a comerciante judía. Lo hizo, probablem ente, para con­ seguir mayor efecto desde el p u n to de vista periodístico y reforzar el contraste: un niño genial en un a familia vul­ gar. Pero la m adre de M andelstam, profesora de música, que había inculcado en su hijo el amor por la música clá­ sica, fue una m ujer m uy cultivada; dio buena educación a sus hijos y era totalm ente incapaz de hablar de ese modo tan prim itivo que describe Makovski. Es un ejemplo de la actitud despectiva y señorial que le im pulsó a afirmar su calidad de «plebeyo». M andelstam había definido su ac­ titu d ante el «mundo soberano» y en «El sello egipcio» ha­ ce rem ontar su genealogía y la de Parnok a la clase de Jos «plebeyos». Algo sem ejante existe en la «Conversación sobre Dante», cuando relata cómo el dulcísimo padre Vir­ gilio im pide a cada instante que D ante, confuso y desma­ ñado, cometa alguna torpeza... Pero aquí no se trata de ajustar las cuentas con el viejo m undo: ante nuestros ojos había surgido u n nuevo m undo de soberanos comparado con el cual el viejo resultaba un pobre aficionado. Esta prim era revisión de valores le ayudó a encontrar su puesto

en el m undo nuevo. Volvió a proclamarse, esta vez en sus poemas, como plebeyo. «Las botas deterioradas de los ple­ beyos no han pateado para que yo ahora los traicione». Pero, ¿qué le quedaba a u n plebeyo soviético más que un puñadito de cultura judeo-cristiana? M andelstam conservó ese puñadito juntam ente con las hojas de la conferencia sobre Skriabin. En cambio, a otro plebeyo, al herm ano de Parnok, Alexandr Guertzovich, le niega el derecho a la música: «Todo acabó, Alexandr Guertzovich, acabó ya ha­ ce m ucho, déjalo, Alexandr Guertzovich, ¡a qué seguir! ¡Da lo m ism o!...». . Sus intentos de reconciliarse con la época resultaron baldíos. Se exigía muchísimo más de los capituladores. Además, M andelstam conversaba con la revolución y no con lo «nuevo» que surgía, no con el m undo soberano de tipo especial en el que nos encontramos de pronto. Sus explicaciones carecían de destinatario en nuestra realidad. El coro de adeptos de la nueva religión y del nuevo Esta­ do, que utilizaba el lenguaje revolucionario entre las m a­ sas, no quería saber nada del nuevo intelectual plebeyo con sus dudas y vacilaciones. Para los adeptos y los com pa­ ñeros de viaje era ya evidente: «Toda la cuestión estriba en saber para quién será el pastel». M andelstam oía decir por doquier: «¡Debe com prender dónde vive!», «¿Qué más quiere?», pero él continuaba relacionándolo todo con el «cuarto estamento»: «¿Cómo podré abandonar a la m ale­ dicencia infam e... el juram ento maravilloso al cuarto esta­ m ento?...». Tal vez, asustado por el desenfreno de los adeptos, haya declarado en esa poesía su fidelidad a lo que ellos ya habían traicionado. Pensando precisamente en ellos, había elegido y traducido el poema de Augusto Barbier, titulado La Curée (La jauría). ... Et tous, comme ouvriers que I’on m et á la tache Fouillent ses flanes á plein m useau, Et de l'ongle et des dents travaillent sans reláche, ■ Car chacun en veut un morceau; Car il fau t au chenil que chacun d'eux revienne Avec u n os á dem i rongé, Et que, trouvant au seuil son orgueilleuse chienne, jalouse et le poil allongé II luí m ontre sa gueule encore rouge et que grogne

Son os dans les dents arrété, Et luí crie, en jetan t son quartier de charogne: Voici ma p art de royauté! El poem a de Barbier fue traducido en 1923 y en 1933 vuelve a surgir el tem a del padre de familia eh la poesía dedicada a la vivienda: «Algún honrado traidor, filtrado como la sal en las depuraciones, un buen padre de fam i­ lia...». El poem a de Barbier fue traducido en verano, y en invierno del mismo año apareció el juram ento al «cuarto estamento». Me parece que no fue casual el que lo aco­ gieran tan fríam ente aquellos de quienes dependía la distribución de los bienes. ¿No habrá dejado M andelstam de escribir por haber perdido el sentim iento de que tenía razón a causa de to ­ das sus dudas y vacilaciones? Cuando escribía en prosa, determ inaba su puesto en la vida, confirm aba su posición, hallaba el suelo bajo sus pies. «Aquí estoy, y no puedo hacer otra cosa...». Los versos acudían a él, cuando se hallaba seguro de tener razón y de que la posición elegida era justa. En uno de sus primeros artículos, «Sobre el in ­ terlocutor», M andelstam hablaba ya de la «preciosa cons­ ciencia de la justa razón poética». Es de suponer que esa consciencia era para él la premisa y la condición de su quehacer poético; de no ser así, no habría podido preci­ sarlo con tanta lucidez al comienzo mismo de su activi­ dad , ya que sólo tenía veintidós años cuando escribió ese artículo. Al aceptar la realidad, M andelstam no podía d e ­ jar de condenar sus dudas; al prestar oído al coro general de adeptos de lo «nuevo», no podía dejar de asombrarse ante su solitaria postura; al ser denostado por los simbolis­ tas, los de LEF, RAPP y dem ás grupos, que apoyaban incondicionalm ente lo existente, no podía dejat de sentirse «reseco añadido de panes ya horneados». La consciencia de la razón es incom patible con todos estos sentim ientos de inferioridad. Tam bién es cierto que hubo siempre lectores que lo defendían a capa y espada y lo adm iraban incondicionalm cnte, pero él se apartaba involuntariam ente de ellos. A unque parezca extraño estaba cada vez más des­ contento de sus lectores. Creo que tam bién a ellos los incluía en los «resecos añadidos» y confiaba en que en al­ guna parte había hom bres auténticam ente nuevos. En los

años veinte no se percataba aún de que esos «hombres nuevos», tan vocingleros y audaces a prim era vista, experi­ m entaban una metamorfosis clásica: se petrificaban, fenó­ m eno natural cuando se pierde aquello-qúe convierte al hom bre en hom bre, es decir, la noción de los valores. La liberación le llegó por la prosa; esta vez fue «La cuar­ ta prosa». Se trata de u n nom bre familiar, porque es la cuarta por su núm ero, incluidos los artículos, pero existía tam bién una asociación de ideas con la clase en que p en ­ saba y con Roma, porque nuestra Roma* tam bién fue la cuarta. Esta prosa le abrió el camino a la poesía, determ i­ nó su lugar en la realidad y le devolvió el sentim iento de que tenía razón. En «La cuarta prosa», M andelstam califica a nuestra tierra de sangrienta, maldice la literatura oficial, se arranca el disfraz literario y tiende de nuevo su m ano al intelectual plebeyo, «al komsomol más viejo de entre Jos komsomoles, Akaki Akakievich»*"... En un m om ento de peligro, destruimos el prim er capítulo, que trataba de nuestro socialismo. Las raíces de «La cuarta prosa» son biográficas. El asunto de Eulenspiegel** * con sus ramificaciones (que habría acabado m ucho ames si M andelstam no lo hubiera atiza­ do) le obligó a ver la realidad de frente. El am biente de las instituciones soviéticas, como observó justam ente Bujarin, recordaba en efecto un buen basurero... D urante «aquel asunto», tuvimos la im presión de asistir a la pro­ yección de un film sobre la literatura al servicio de «lo nuevo», sobre la burocracia con su inaudito aparato (tuvi­ mos que hablar incluso con Shkiriatov), sobre el burocra­ tismo de la prensa con sus Zaslavski, sobre el komsomol, en cuyo periódico trabajó M andelstam casi u n año después de haber roto con las organizaciones de los escritores, etc., etc... Casí dos años invertidos en querellas produjeron el ciento por uno: «El hijo enferm o del siglo» com prendió, de pronto, que el sano era él. C uando volvió a la poesía,

■ En el siglo x v j i , Moscú fue llam ada la Tercera Rom a. (N . de la T . ) ■' Personaje del relato de Gogol *El capote», prototipo del hum ilde plebeyo. (N . de h T .) ' * ' En 1928, M andelstam fue acusado de plagio por haber om itido el nom bre del traductor d e Til! Eulenspiegcl, obra q u e él revisó. (N . de la T.)

no h abía nada en ella que recordara el tem a del «reseco añadido de panes ya horneados». Era la voz del intelectual plebeyo que sabe por qué está solo y aprecia su soledad. Mandelstam m adura y se convierte en «testigo». El senti­ m iento de inferioridad desaparece como u n sueño. D uran­ te el prim er periodo de las persecuciones contra él, hasta mayo de 1934, se em plearon métodos que nada tenían que ver con la política o la literatura. Era, por decirlo así, un a reacción espontánea de los propios escritores, apoya­ dos desde «arriba». «No pueden hacerme nada como poe­ ta», decía, «y m uerden mis pantorrillas de traductor»... Tal ver ese in tento de «rebajarle» fue lo que le ayudó a enderezarse. Resulta curioso, pero tam bién Mandelstam com prendió la realidad gracias a su experiencia personal. Dicho más burdam ente, los soviéticos apreciaban su ce­ guera y consentían en reconocer la realidad únicam ente en su propia piel. La campañas masivas, tales como la expro­ piación, el terror en la época de Ezhov, todo lo hecho des­ pués de la guerra, contribuyeron a que muchos recobrasen la vista. M andelstam fue de los que la recuperaron tem prano, pero no era, ni m ucho menos, uno de los pri­ meros. M andelstam sabía de siempre que sus ideas estaban en contradicción con su tiem po, que «iba a contrapelo del m undo», pero después de «La cuarta prosa» eso ya no le asustaba. En la «Conversación sobre Dante» y en su poema «Canzona» no habló por casualidad de la vista especial de las aves de rapiña y de los muertos de «La Divina Com e­ dia» de D ante: no distinguen los objetos de cerca, pero son capaces de ver a enorm e distancia; ciegos para el pre­ sente, pueden prever el futuro. Su prosa, como siempre, com pleta e ilum ina su poesía. Volvió a los versos cuando regresamos de Arm enia y nos detuvimos en Tiflis. El film seguía proyectándose: Lominadze pereció ante nuestros ojos. En sus últim os días se había mostrado muy bien dipuesto hacia Mandelstam. H abía recibido un telegram a de Gúsiev, del Comité Central, con la orden de ayudar a Mandelstam a instalarse en Tiflis y sentía grandes deseos de hacerlo, pero en eso lo reclamaron de Moscú y ya no regresó. Todos los periódicos llenaron de maldiciones a la facción enemiga de Lomínadze y Syruov. Tal era nuestro destino: cada persona con

quien M andelstam podía hablar, p ereda irrem isiblem en­ te. Eso significaba que un intelectual plebeyo de nuevo cuño no tenía sitio en el nuevo m undo soberano. Y dicho sea de paso, tan pronto como estalló el dram a de Lominadze, a quien M andelstam visitó tres o cuatro veces en el comité regional del partido, observamos que nos seguían fuéramos a donde fuéramos. Probablem ente la policía lo­ cal decidió vigilar por si acaso, al extraño visitante del dig­ natario caído en desgracia. Com prendim os entonces que nada teníamos que hacer en Tiflis y regresamos rápida­ m ente a Moscú. Cuando contamos ji_frúsiev (fue él quien nos recomendó a Lominadze) que estuvimos vigilados, nos escuchó con rostro pétreo. Solamente los funcionarios so­ viéticos sabían tom ar una expresión semejante. Con ella querían decir: ¿Cómo puedo yo saber las razones de vuestra visita a u n enemigo del pueblo y qué motivos tenían los camaradas georgianos para vigilaros?... Ya en­ tonces no costaba nada involucrar a una persona casual en una causa ajena y por ello Gúsiev se puso la careta pétrea. Lo mismo habría hecho Mólotov que, a ruegos de Bujarin, encargó a Gúsiev que organizase nuestro viaje a Sujumi y a Armenia. Gúsiev se dirigió a los secretarios locales del Com ité Central del partido con el ruego de que nos aten­ diesen y ayudasen. Y se dirigió a u n hom bre destinado a perecer poco después. Esto podía haber sido tam bién causa de perdición para M andelstam, pero no tuvo conse­ cuencias. N o le acusaron de nada y podían haberlo hecho. Por consiguiente, tuvimos suerte. Pero en aquel entonces no lo com prendíamos aún y nos reíamos de la máscara pétrea de Gúsiev. Con el episodio de Lom inadze, Gúsiev dejó de tutelarnos, pero no puedo decir que en manos de M andelstam quedó sólo, como en la leyenda, un a oblea de barro: en Armenia volvió la inspiración poética y co­ menzó un nuevo período de vida.



El trabajo

En 1930 com prendí por prim era vez cómo nacen los ver­ sos. Antes sólo sabía que se había producido u n milagro:

había surgido algo que anteriorm ente no existía. Al p rin ­ cipio, desde 19 19 hasta 1926, no sospechaba siquiera que M andelstam trabajaba; m e sorprendía verlo tan tenso, concentrado, renunciando a toda conversación y escapan* dose a la calle, al patio, al jardín... Más tarde com prendí de lo que se trataba, pero no profundicé en ello. Cuando acabó el período del silencio, o sea, a partir de 1930, me convertí en testigo involuntario de sus trabajo. Y todo se me hizo particularm ente evidente en Voro­ nezh. La vida en u n a habitación alquilada, mejor dicho, en u n cuchitril, madriguera o saco de dorm ir, o como se llam e, solos los dos, sin testigos de fuera, una vida deses­ peradam ente elem ental, sin base alguna, m e perm itió ob­ servar con todo detalle su form a de trabajar. Al componer sus poesías, Mandelstam jamás se ocultaba de la gente. Decía que si el trabajo estaba en marcha, nada podía im ­ pedirlo. Vasilisa Shklóvskaia, de quien era m uy amigo, m e contó que en 1921, cuando eran vecinos — vivían en la Casa de las Artes de Leningrado— M andelstam la visitaba con frecuencia para calentarse jun to a su pequeña estufa de hierro. A veces se tum baba en el diván y se tapaba el oído con una alm ohada para no oír las conversaciones en la superpoblada habitación. Estaba com poniendo u n poe­ m a y no encontrándose a gusto solo, se iba a la casa de Vasilisa.., El poem a sobre el Angel Mary surgió en el M u­ seo Zoológico donde fuim os para ver a K uzin, conservador del mism o, y a beber en su com pañía un a botella de vino georgiano traída en secreto juntam ente con algunos entre­ meses en la cartera de un científico. Estábamos sentados en torno a la mesa pero M andelstam, infringiendo el ri­ tual de la bebida, daba grandes zancadas por el enorme despacho. Com ponía sus poem as m entalm ente, como siempre. Y en el m ism o museo lo anoté bajo su dictado. Una vez casado, se hizo, en general, terriblem ente perezo­ so y siempre procuraba dictarm e, en vez de anotarlos él mismo. En Voronezh su trabajo se me hizo del todo evidente. En ninguna de las habitaciones que alquilam os había ni siquiera u n pasillo, ni cocina donde pudiera refugiarse en el caso de querer estar solo. Tampoco en Moscú vivíamos dem asiado bien, pero allí, al menos, yo tenía el recurso de visitar a alguien para dejarle solo u n par de horas. En Vo-

ronczh no tenía a dónde ir; d único remedio era helarme en la calle, pero durante los tres años que pasamos allí, los inviernos fueron muy rigurosos. Pues bien, cuando el poe­ m a llegaba a su m adurez, yo, compadecida de la pobre fiera enjaulada, hacía cuanto podía: m e dejaba caer en la cama y fingía dormir. AI percatarse de ello, él mismo me rogaba a veces que me fuera «a dormir» u n poco o, por lo menos, que m e volviese de espaldas a él. El últim o año de nuestra estancia en Voronezh, en la casita que no tenía «porche», el aislamiento llegó al máxi­ mo. Nuestra vida trascurría entre aquella m adriguera y la central telefónica que estaba a dos pasos de nuestra casa. De allí telefoneábamos a m i herm ano. A quel invierno, dos personas, Vishñevski y Shklovski, le entregaban cien rublos cada uno al mes que m i herm ano nos enviaba; ellos tenían m iedo de m andarlo. En nuestra vida todo era terrible. Con ese dinero pagábam os la habitación, que nos costaba justam ente doscientos rublos al mes. Nuestras ga­ nancias se habían acabado. N i en Moscú ni en Voronezh querían darnos trabajo a ninguno de los dos: la vigilancia estaba a la orden del día. Los conocidos m iraban para otto lado al vernos en la calle o fingían no reconocernos. Esa era tam bién una manifestación de vigilancia habitual en nuestro país. Tan sólo los actores se perm itían infringir esas reglas generales: sonreían y se acercaban a saludarnos incluso en las calles más céntricas. Esto se explica, tal vez, por el hecho de que los teatros fueran menos diezmados que otras instituciones. A nuestra casa iban tan sólo N a­ tasha Shtem pel y Fedia, pero ambos trabajaban y apenas si tenían tiem po libre. Natasha nos contó que su m adre le advirtió de las consecuencias que podía acarrearle nuestra am istad... Ella decidió ocultarle sus visitas, pero su madre le dijo en una ocasión: ¿Por qué te ocultas? Sé a dónde vas. Mi deber es prevenirte y el tuyo, decidir. Invítalos a casa... A partir de entonces visitamos a Natasha con fre­ cuencia y su m adre se esforzaba por agasajarnos con todo cuanto tenía. Hacía tiem po que se había separado de su m arido, antiguo mariscal de la nobleza, y daba clases, a) principio en u na escuela secundaria y luego en la escuela prim aria, para sacar adelante a sus dos hijos. María Ivanovna, m ujer modesta, inteligente, optim ista y com pren­ siva, fue la única persona de Voronezh que nos abrió las

puertas de su casa. Todas las restantes estaban cerradas a cal y canto para nosotros. Eramos los parias, los intocables de la sociedad socialista. Todo auguraba un rápido final y M andelstam procuraba aprovechar sus últim os días. U n solo sentim iento le em ­ bargaba: había que apresurarse, si no lo detendrían y no podría term inar de decir lo que quería. A veces le suplica­ ba que descansase, que saliese a pasear, que durmiese, p e­ ro él se im pacientaba: no puedo, tengo el tiem po justo, debo apresurarm e... Los poemas brotaban seguidos, en gran núm ero. T raba­ jaba en varias cosas a la vez. Me pedía con frecuencia que anotara dos o tres poem as que acababa de com poner. No podía detenerse: «Com préndem e, de otro m odo no tendré tiem po...». Se trataba, naturalm ente, de u n presentim iento sereno de la inm inencia de la catástrofe, pero yo no lo veía con tanta claridad como él. A m í no m e lo decía claramente, pero en sus cartas a Moscú, a donde fui aquel invierno en dos ocasiones para conseguir dinero, a veces parecía insi­ nuar algo; sin em bargo, daba marcha atrás inm ediatam en­ te y hacía ver que se trataba de las dificultades corrientes. Quizás él mismo tratase de alejar esas ideas de su m ente, pero yo creo que m e tenía lástima y procuraba no am ar­ garme los últim os días de nuestra vida común. Todo aquel año se dio m ucha prisa. Se apresuraba cons­ tantem ente y a causa de ello su disnea era cada vez más torturante: la respiración se le hacía irregular, se le altera­ ba el pulso y los labios se le ponían azules. Las crisis se producían sobre todo en la calle. En el últim o año de nuestra estancia en Voronezh, no podía salir solo. Y en casa se sentía tranquilo y yo permanecía a su lado. Y así estábamos el uno enfrente del otro: yo m iraba sin hablar sus labios susurrantes y él, recuperando el tiem po perdi­ do , se apresuraba a decir sus últim as palabras. Una vez anotados los versos de turno, M andelstam con­ taba las estrofas y m e com unicaba los honorarios que per­ cibiría de acuerdo con la tarifa superior: no aceptaría que se le pagase por otra inferior. Muy raras veces, cuando el poem a no acababa de gustarle, proponía que lo adm i­ tiesen como de «segunda categoría» o sea, más barato, co­ mo hacía Sologub que clasificaba las poesías por categorías

con sus precios correspondientes. U na vez calculados nuestros ingresos del día, marchábamos en busca de dine­ ro para comprar té, pan y huevos para comer. El dinero nos lo daban los actores, los tipógrafos y, alguna que otra vez, ciertos profesores; uno de ellos era amigo de N atasha. G eneralm ente, concertábamos la cita con nuestros bene­ factores en alguna calle lateral, poco frecuentada de día, y conservando todas las reglas de la conspiración pasábamos sin apresurarnos los unos junto a los otros, recogiendo al pasar el sobre con la dádiva. Solíamos ir a la im prenta pa­ ra visitar a los tipógrafos cuando~no teníam os ninguna cita concertada de antem ano. M andelstam hizo am istad con ellos en el verano del año 1935, cuando vivíamos en Ja ca­ sa del exterm inador de ratones que estaba ju nto a la im prenta y la redacción del periódico. Iba a buscarlos para leerles alguna poesía recién com puesta, sobre todo si la había acabado de noche cuando tan sólo él y ellos no dorm ían. Los tipógrafos lo recibían am istosamente, pero los juicios de los más jóvenes se parecían a los juicios de la «Litieraturnaia Gazieta»; en cambio los mayores les hacían callar. En nuestros períodos calamitosos, los viejos solían retener a M andelstam unos instantes hablándole de diver­ sas cosas, m ientras que uno de ellos corría a la tienda. Luego le hacían entrega de u n paquete. Recibían un sala­ rio mísero y probablem ente apenas si tenían lo suficiente, pero consideraban que no se «podía abandonar a un com­ pañero caído en desgracia en estos tiem pos...». De camino pasábamos por Correos y m andábam os las poesías a las redacciones de las revistas moscovitas. Sólo u na vez recibimos respuesta: la redacción de «Znamení» (Banderas) a donde habíamos enviado el poema «El solda­ do desconocido» nos comunicaba que las guerras solían ser justas e injustas y que el pacifismo por sí mismo no merecía aprobación. Pero nuestra vida era tal, que incluso esa respuesta burocrática nos pareció una buena señal: ¡pese a todo alguien nos había respondido y hablaba con nosotros! El poem a respecto a la sombra que vaga entre la gente «calentándose con su vino y su cielo» se m andó, co­ m o excepción, a Leningrado y no a Moscú, probablem ente a «Zviezda» (La Estrella). Entre las copias que corren de m ano en m ano hoy día suelo encontrar a veces poemas y

variantes perdidos que proceden de los envíos hechos a las redacciones. Los colaboradores solían hurtar las hojas con las poesías prohibidas y así se difundían entre los lectores. El periodista Kazarnovski, que coincidió con Mandelstam en el campo de tránsito, m e contó que acusaban a M andelstam de propagar sus poem as por las redacciones de las revistas; las autoridades calificaban el hecho con una palabra condenatoria. Pero ¡poco im porta el motivo de la acusación! El sumario de M andelstam constaba de dos hojitas tan sólo; vi ese expediente en la fiscalía cuando m e inform aron de su rehabilitación por la segunda causa incoada. Me hubiera gustado leer lo que allí estaba escrito y aún más, publicarlo sin ninguna modificación y sin n in ­ gún comentario.

Murmullos y susurros Lo que voy a contar ocurrió en 1932. Regresaba a casa des­ de la redacción de la revista ZKP, dando un rodeo por estrechos callejones. En aquel entonces vivíamos en Tverskoi Builvar. D e pronto divisé a M andelstam sentado en el porche de u n semi derruido hotelito; tenía la cabeza vuel­ ta de tal m odo que su barbilla casi le rozaba el hom bro. Con la m ano derecha hacía girar un bastón y con la iz­ quierda, para guardar el equilibrio, se apoyaba en un pel­ daño de piedra. Me vio de inm ediato, se levantó de un salto y juntos nos dirigimos a la casa. M andelstam sentía siempre la necesidad de moverse cuando com ponía sus versos. Se paseaba por la habitación de arriba abajo —desgraciadamente siempre vivimos en cuchitriles que no perm itían gran am plitud de movim ien­ tos— , corría constantem ente al patio, al jardín, al bule­ var, vagaba por las calles. El día en que lo vi en el porche, se había sentado sim plem ente para descansar, cansado de vagar por las calles. En aquél entonces trabajaba en la se­ gunda p an e de su libro «Sobre la poesía rusa». Para M andelstam , la poesía y el m ovim iento guardaban estrecha relación. En su «Conversación sobre Dante» pre­ g unta cuántas suelas desgastó Alíghieri m ientras escribió

su «Divina Comedia». Esa idea de la poesía y el movi­ m iento la repite en sus poemas sobre Tiflis, que guarda en su m em oria «la gastada majestad» de las suelas del poeta forastero. N o es sim plem ente el tem a de la miseria —las suelas, como es natural, las teníamos siempre gastadas— , sino tam bién de la poesía. Sólo en dos ocasiones lo vi com poner sin moverse. La prim era vez fue en Kíev, e n J a casa de mis padres, donde pasamos las navidades de 1 9 Í 3 ; permaneció varios días sin moverse junto a una estufa de hierro, llam ándonos de vez en cuando a m í o a m i herm ana Ania, para anotar las estrofas del poem a titulado «Primero de enero de 1924». Y tam bién en Voronezh, cuando se acostó de día para descansar: en aquel período estaba terriblem ente cansado por el trabajo. Pero los versos zum baban en su cabeza y no podía librarse de ellos. De este modo nació el poem a dedicado a la contralto al final del «Segundo cuaderno de Voronezh». Hacía poco que había escuchado cantar por radio a Marian Anderson y en la víspera visitó a otra can­ tante exiliada de Leningrado; para ella hizo una versión libre de algunas canciones napolitanas para que pudiese actuar por la radio, donde ambos en aquel entonces gana­ ban algo de dineto. Corrimos a casa de ella al saber que su m arido, que acababa de pasar cinco anos en un campo y había sido autorizado a vivir en Voronezh, fue detenido de nuevo. En aquel entonces no habíamos oído hablar de las segundas detenciones y no sabíamos lo que significa­ ban. La cantante estaba acostada. La gente que sufre una conmoción se acuesta siempre. Mi m adre, que como doc­ tora fue movilizada en ayuda de los campesinos de la re­ gión del Volga durante u n período de ham bre anterior a la revolución, contaba que la gente en todas las casas esta­ ba acostada, sin moverse, incluso en los lugares donde había pan y no se observaban síntomas de extenuación por ham bre. Em m a, profesora del Instituto Pedagógico de C hita, fue enviada a trabajar a u n koljos juntam ente con los estudiantes. Al regresar, comentó con asombro que to­ dos los koljosianos estaban acostados. Los estudiantes hacían y hacen lo mismo en sus residencias colectivas; los em pleados se acuestan al regresar del trabajo. Todos lo h a ­ cemos. Tam bién yo m e pasé acostada toda la vida... La cantante trazaba febrilm ente sus planes para el futu-

ro. ¡Cómo nos invade esa fiebre en los m om entos fatales de las m uertes, las detenciones, las convocatorias policiales y demás catástrofes:! ¿No será ese delirio febril el que nos ayuda a soportar cosas inconcebibles para el ser hum ano, tales como la m uerte de alguien querido o su detención en las cárceles del siglo XX? He aquí lo que nos decía la cantante: es imposible que lo hayan enviado de nuevo al campo, lo acaban de poner en libertad. Sin du d a lo deportarían a algún otro lugar pero eso no im portaba... le era igual... Ella lo seguiría y cantaría... D aba lo mismo donde cantar, en Leningrado, Ishim, Voronezh o Irguíz... Se podía cantar en cualquier parte, en cualquier aldea si­ beriana... Ella cantaría y como pago le darían harina y cocería p a n ... Y lo comerían junto s... Su m arido no regresó, pues se publicó no sé qué decre­ to , ordenando detener por segunda vez a todos cuantos ya habían merecido ese honor. Fue entonces o en 1950, no recuerdo bien, cuando se ordenó que todos aquellos que estuvieron en los campos quedaran desterrados para siem pre... La cantante tam bién desapareció, no sabemos si fue enviada a cantar o a talar árboles... M andelstam decía que en el poem a dedicado a la can­ tante de la voz grave se habían fundido dos imágenes: la de la m ujer de Leningrado y la de Marian Anderson. El día en que compuso ese poem a, no adiviné que estaba trabajando porque yacía tan silencioso como un ratón. La agitación era el prim er indicio de que trabajaba; el segun­ do, el movimiento de sus labios. En una de sus poesías d i­ ce que ese movimiento no se lo pueden q uitar y que seguiría moviéndolos incluso bajo tierra. Y eso fue lo que ocurrió. Los labios son el arma de producción de un poeta, ya que trabaja con su voz. El m urm ullo de los labios que tra­ bajan asemeja al flautista y al poeta. Si M andelstam no hubiera tenido la experiencia del movimiento de los la­ bios, no habría podido escribir su poem a del flautista — «con su sonoto m u rm ullo... que recuerda el susurro de los labios...»— , ni podría haber dicho de la flauta que es im posible convertirla en palabra. Se refiere al m om ento cuando se percibe el sonido en los oídos, los labios em ­ piezan a moverse y buscan dolorosam ente las primeras p a­ labras...

El flautista era tam bién amigo nuestro. Se llamaba Sch­ wab. Era alem án y tem blaba por su única flauta que un viejo com pañero de conservatorio le había enviado desde Alem ania. Lo visitábamos de vez en cuando y él sacaba a su prisionera del estuche y alegraba a M andelstam tocando a Bach, Schubert y otros clá los artistas que grandem ente. venían de gira a Voronezh «Schwab es un artista auténtico», decían los dos Guinzburg. U n día, después del trabajo — lo que cuento ocurrió antes de los «terribles acontecimientos» y cuando M andels­ tam trabajaba todavía— , subimos al anfiteatro para oír un concierto sinfónico. Desde arriba se veía perfectam ente to­ da la orquesta como si estuviera en la palm a de la mano; de pronto descubrimos que en lugar de Schwab había otro flautista. Me incliné hacia M andelstam: «¡Mira!». Los qué estaban a nuestro lado sisearon, exigiendo silencio, pera seguimos cuchicheando. «¿Será posible que lo hayan dete­ nido?*, susurró M andelstam y aprovechando el entreacto corrió a los bastidores. N uestra suposición se confirmó. N o sé la razón, pero este tipo de suposiciones se confirmaban siempre en nuestra vida. Nos volvimos supersticiosos y teníamos m iedo de exponerlas, ¡podíamos llamar a la m a­ la suerte!... Según supimos después, Schwab fue acusado de espionaje y condenado a cinco años de reclusión en un campo de delincuentes comunes, próximo a Voronezh. Allí acabó sus días; ya era viejo y tenía, adem ás, una flauta... M andelstam se preguntaba constantem ente si la habría llevado consigo o tuvo m iedo de los ladrones con quienes convivía en la barraca... Si se la llevó, tocaría por las noches para otros condenados... Así nació el poema «La Flauta Griega», en el cual hablaba de los sones de la flauta, del amargo sino del viejo flautista y del prim er es­ p an to ante el «comienzo de los terribles acontecimientos». H abla en ese poem a del m urm ullo de los labios «que recuerdan». ¿Acaso los labios de los flautistas son los ú n i­ cos que saben de antem ano lo que han de decir? En el proceso de la creación poética hay como una evocación de algo que jamás había sido dicho aún. ¿Qué significado tiene la búsqueda de «la palabra perdida»? «Perdí la pa­ labra que quise decir, la ciega golondrina regresará al pa­ lacio de las sombras». Para m í es u n intento de recordar lo no existente todavía. Hay aquí la concentración precisa

que nos ayuda a buscar lo olvidado, que se ilum ina de pronto en nuestra conciencia. D urante la prim era etapa, tos labios se mueven silenciosamente, luego aparece el m urm ullo. La música interna se revela en palabras. El re­ cuerdo aparece como en una placa fotográfica. No es una casualidad que M andelstam odiara el dualis­ mo, es decir, las conversaciones sobre la forma y el conte­ nido, tan de m oda entre nosotros y tan cómodas para el cliente: para u n contenido oficial se exigía siempre una bella form a... Precisamente por esa división en forma y contenido, M andelstam se ganó de inm ediato la antipatía de los escritores armenios. En una de sus primeras entre­ vistas con ellos, atacó la fórmula: «Nacionalista por su for­ m a y socialista por el contenido», aplicada a la cultura, a la literatura, etc., sin saber siquiera a quién* pertenecían esas palabras... Así, pues, hasta en Arm enia nos queda­ mos solos. Su íntim o convencimiento de que la forma y el contenido son indisolubles procedía, al parecer, del propio proceso del trabajo poético. La poesía se originaba gracias a un im pulso único y la m elodía que sonaba en el oído encerraba aquello que llamamos contenido. En la «Con­ versación sobte Dante», Mandelstam compara la forma con u na «esponja» de la que se exprime el «contenido». Si la esponja está seca y no contiene nada, no se podrá expri­ m ir nada de ella. El camino contrario consiste en elegir la form a que corresponde a un contenido dado de antem a­ no, y ese camino lo m aldijo M andelstam en la obra ya ci­ tada; a la gente que seguía semejante m étodo la calificaba de «traductores de un sentido prefabricado». Erenburg explicó delante de m í a Slutzki que M andels­ tam estropeaba sus poesías por las muchas «correcciones fonéticas» que introducía en ellas. Jam ás observé nada de eso. Las variantes y las «correcciones» son cosas cualitativa­ m ente distintas. Cuando M andelstam decía: «somos los portadores del sentido» sabía que la palabra encierra siempre una información, es decir, tiene sentido. Creo que las correcciones son características de los traductores cuando intentan expresar de la m ejor manera una idea ya dada; las correcciones fonéticas, en cambio, sirven para embellecer. U na variante es cuando se suprime lo que “ StaJín,

sobra o, bien, se «separa» algo que pasa a formar parte de una diferente unidad. El poeta se abre paso hacia un trozo de arm onía total que se oculta en lo más secreto de su conciencia, arrojando lo superfluo y falso que le impide .ver aquello que yo califico el todo ya existente. La creación poética es u n a dura y agotadora labor, que exige enorme tensión y concentración/interior. Cuando el poeta trabaja, nada puede im pedir el sonido de la voz in ­ terior que debe tener, probablem ente, imperiosa fuerza. Por eso no creo a Maiakovski cuando dice que ha pisado la garganta de su canción. ¿Cómo lo hizo? Mi extraña expe­ riencia — la experiencia de u n testigo de la creación poéti­ ca— m e dice que es imposible dom ar, ahogar ni am orda­ zar «eso». Se trata de u n a de las más elevadas manifesta­ ciones del hom bre, el portador de las armonías universa­ les, y no puede ser ninguna otra cosa. El trabajo del poeta tiene carácter social y plasma la vi­ da hum ana porque e! portador de la arm onía es hom bre y vive entre los hombres cuyo destino comparte. No habla «por ellos», sino con ellos, no se separa de ellos y en ellos reside su verdad. El impulso inicial de esa plasmación armónica —con los hombres y entre ellos— me h a sorprendido siempre por su carácter categórico. No se puede ni fingir, ni estimular. Por desgracia para aquel a quien califican de poeta. Y com prendo las quejas de Shevchenko (M andelstam hizo que m e fijara en ellas) acerca de la obsesión que sentía por la poesía, que sólo le causaba males y le im pedía dedicarse a la p in tu ra, para él una fuente de placer. Este impulso deja de funcionar cuando se agota el m aterial, o sea, cuando se debilita la relación del poeta con el m undo y los hom bres, cuando deja de oírlos y vivir con ellos. ¿No será en esa relación con la gente donde el poeta adquiere el sentim iento de su razón, sin el cual no hay poesía? El im pulso deja de actuar cuando el poeta m uere, aunque sus labios continúan moviéndose, porque han quedado en sus poemas. Y , dicho sea de paso, ¿qué tonto ha dicho que los poetas declaman m al sus poesías, que las estro­ pean? ¿Qué com prende de poesía? Los versos viven su auténtica vida tan sólo en la voz del poeta y la voz del poeta continúa viviendo en ellos para siempre. He vivido tam bién en com pañía de Ajmátova. Pero su

creación poética no se m anifestaba tan abiertam ente como en Mandelstam y no siempre com prendía que trabajaba. En todas sus manifestaciones era m ucho más reservada y com edida que M andelstam. Su valor com pletam ente asombroso, casi ascético, tan raro en una m ujer, me sor­ prendía siempre. N i siquiera a sus labios Ies perm itía m o­ verse con la sinceridad con que lo hacía M andelstam. Me parece que cuando ella com ponía u n poema sus labios se com prim ían y la boca tom aba u n rictus aún más amargo. M andelstam m e decía, cuando yo no la conocía aún, y lo ha repetido después muchas veces, que m irando sus labios se podía oír su voz, que su poesía estaba hecha de su voz y era inseparable de ella. Decía que los contemporáneos que la habían oído eran más afortunados que las genera­ ciones futuras que no la oirán. Esa voz con las mismas en­ tonaciones que tenía en la juventud y en ios años m ad u ­ ros, y con idéntica profundidad, que u n to adm iraba M andelstam , ha sido m agníficamente reproducida por Nika hace m uy poco. Si el disco se conserva, mis palabras se­ rán confirmadas objetivam ente. M andelstam había observado algunos gestos característi­ cos de Ajmátova y siempre m e preguntaba, después de haber estado juntos, si me fijé en cómo había estirado el cuello, movido la cabeza y tensado los labios para decir, al parecer, «no». El repetía ese gesto y quedaba m uy extraña­ do de que yo no lo recordara tan bien como él. En las va­ riantes de «El lobo» descubrí la existencia de una boca que dice «no», pero no se trataba de una boca de m ujer, sino de alguien que rem edaba el gesto de Ajmátova. La amis­ tad de esos dos seres tan terriblem ente desgraciados, que duró toda su vida, fue, quizás, la única recompensa por la amarga existencia que les tocó vivir. En la vejez, la vida de Ajmátova ha mejorado y ella le saca todo su provecho. Pe­ ro sus poesías no se han publicado, el pasado no se puede borrar y si no fuera por su capacidad de vivir el presente, que parece inherente a los poetas, por lo menos a ellos dos, es poco probable que pudiera sentirse tan bien como se siente ahora.

El libro y el cuaderno «Lleva usted u n libro dentro», dijo Charentz ai oír los poe­ mas sobre Armenia. Esto ocurría en Tiflis: en Erivan no se habría atrevido a visitarnos. A M andelstam le alegraron las palabras de Charentz. «Quién sabe, a lo mejor setá de verdad u n libro»... Años después, llevé a Pasternak unos poemas suyos escritos en Voronezh y m e habló de pronto del «milagro de la formación del libro»..^M e dijo que en su vida le había ocurrido una sola vez, cuando escribió «Mi herm ana, la vida»... Conté esa conversación a Man­ delstam . «¿Entonces un libro no puede componerse sólo de poemas?», le pregunté y él se lim itó a reír. La dinámica de las diversas obras que nacen obedece a leyes tan estrictas como el orden de las estrofas en una poesía, pero los signos exteriores dc esas leyes son menos evidentes. Si se tratase de una form a externa única, como la de un poem a, por ejem plo, sería visible para todos, pe­ ro el hilo interno de las poesías líricas no es tan percep­ tible. Y, sin em bargo, lo que dice M andelstam sobre la «percepción estereométrica» del poeta («Conversación sobre Dante») se refiere tam bién a las poesías líricas en su conjunto reunidas en el así llamado «libro». El nacim iento de u n libro se produce, probablem ente, de distinta forma en cada forma de poeta. Algunos sitúan las poesías relacionadas entre sí en orden cronológico; otros, como A nnenski, por ejem plo, agrupan poemas escritos en distintas épocas y Pasternak hace divisiones in­ ternas en sus libros en los cuales incluía poem as escritos en diversos m om entos, pero en u n m ismo período. Mandels­ tam pertenece al primer tipo; sus poem as brotaban en torrente m ientras duraba la inspiración. Una vez restable­ cida la cronología, com ponía la obra en general. «Tristia» se editó sin estar él presente y por ello este principio gene­ ral se vio infringido. Restablecer la cronología de las obras de Mandelstam es difícil, y no sólo porque muchos poem as no están fecha­ dos. Incluso cuando lo están, las propias fechas suelen ser inexactas pues fijan el m om ento en que la poesía se escri­ be, pero no el comienzo o el final del trabajo. Creo que el comienzo puede determ inarse sólo si se trata de u n frío

proceso de versificación. ¿Podía saber, acaso, Mandelstam lo que iba a escribir y, en general, Jo que saldría de sus m urm ullos cuando em pezaba a prestar oído al zum bido de la abeja? La segunda dificultad radica en saber deter­ m inar qué m om ento es el decisivo para cada poesía, ¿su comienzo o su final? Y esto es tanto más im portante por­ que en el proceso de creación no se halla un solo poem a, sino varios a la vez. Muchas veces el propio M andelstam no sabía establecer con precisión el orden general a que debía atenerse su obra; dudaba, por ejemplo, cómo distribuir el «ciclo lobu­ no» y las poesías de la m itad del «Segundo cuaderno de Voronezh». Eso no tuvo tiem po de acabarlo. En cambio preparó en vida su división en «cuadernos» a fin de prepa­ rar su edición. Me han preguntado muchas veces la razón de este nom bre de «cuadernos». Su origen es puram ente familiar. Los poem as com prendidos entre los años 1930­ 1937 se anotaron en Voronezh, ya que los manuscritos de los años 1930-34 fueron requisados y no se nos devol­ vieron. Para anotar las poesías conseguimos, y no sin tra­ bajo, unos cuadernos escolares corrientes; era imposible obtener papel decente. El prim er grupo está constituido por lo que ahora titula «Primer cuaderno de Voronezh*. Luego tuvimos que recordar y anotar las poesías de los años 1930-34, es decir, los «Nuevos poemas». Fue el pro­ pio M andelstam quien determ inó el comienzo y el final de los dos cuadernos que formaron los «Nuevos poemas». U n «Cuaderno» constituye evidentem ente una parte del libro. En otoño de 1936, cuando se acumularon bastantes poemas, M andelstam , por propia iniciativa, me pidió que le consiguiese otro cuaderno, aunque en los anteriores había todavía sitio. Fue el «Segundo cuaderno de Voro­ nezh». Entre el «Segundo» y el «Tercer cuaderno» no hay casi ningún intervalo de tiem po, pero en el «Tercero» se nota el comienzo de algo nuevo. Los poemas del «Tercer cuaderno» no son una continuación del im pulso anterior, ya agotado. Si existieran m étodos exactos de análisis poéti­ co, podría demostrarse que cada cuaderno agota un d e ­ term inado tem a de inspiración. Pero esto se nota a simple vista. La palabra «libro» va un id a en nuestra m ente a la idea

de su im presión: u n libro presupone cierto form ato y una determ inada cantidad de líneas previstas por las necesida­ des tipográficas. Para u n «cuaderno» no existe ninguna regla y no se le pueden aplicar raseros matemáticos. El co­ mienzo y el final del «cuaderno» se determ ina por la u n i­ dad de la inspiración que dio vida a poemas íntim am ente relacionados entre sí. El «cuaderno» es tam bién un «libro», en el sentido en que lo com prenden Charentz, Pasternak y M andelstam, con la única diferencia de que no ha de preocuparse por las conveniencias de la impresión tipográ­ fica que exige cierto volumen y composición, a veces incluso artifical. Mas la propia palabra «cuaderno» es com pletam ente casual y se debe a nuestra constante pen u ­ ria de papel. Tiene el inconveniente de“ sér demasiado concreta, cosa que es desagradable y, además, recuerda por asociación el «Cuaderno de notas» de Schumann. Tiene a su favor la tradición familiar y manuscrita que ad­ quiere enorme importancia por la form a en que nos h i­ cieron retroceder a la era anterior a G utenberg. En sus años de juventud, M andelstam em pleaba el vo­ cablo «libro» en el sentido de «etapa». En 1919 pensaba que sería el autor de un solo libro; luego se dio cuenta de que había diferencias entre «Piedra» y lo que más tarde se tituló «Tristia». Ese título, dicho sea de paso, se debe a Kuzm in en ausencia de M andelstam. «Tristia» contiene poemas reunidos al azar: un puñado de manuscritos de­ sordenados que el editor publicó en el extranjero sin cono­ cimiento del autor. El «Segundo libro» fue m utilado por la censura, pero recibió ese nom bre porque M andelstam com prendió su error respecto al único libro que estaba destinado a escribir, Tardó en darse cuenta de que «Pie­ dra», escrita antes de la revolución, había acabado y co­ m enzaba u n nuevo libro: el de la guerra, el presentim ien­ to y la llegada de la revolución. «Nuevos poemas» es un libro en el cual reconoce su posición como desclasado, y los «Cuadernos de Voronezh» son el libro del exilio y de la inm inencia del fin, Al píe de cada poesía que yo recopié en Voronezh, M andelstam ponía la fecha y la letra «V». «¿Para qué?», le preguntaba yo. «Pues... porque sí...», me contestaba. Diríase que marcaba todas esas hojitas, pero se han conservado muy pocas: nos esperaba el año 1937.

El ciclo En el concepto de «etapa» se incluye una determ inada vi­ sión del m undo. Refleja el desarrollo del propio individuo y éste, a m edida que se desarrolla, modifica su actitud a n ­ te el m undo y la poesía. «Tristia» es la obra que corres­ ponde a la espera de la revolución y al primer conocimien­ to de la misma, m ientras que «Nuevos poemas* sucede a la «Cuarta prosa» que marca el fin de su período de silen­ cio. D entro de cada etapa puede haber libros diferentes. Creo que los «Nuevos poemas» y los «Cuadernos de Voro­ nezh», dos libros entre los cuales se produce la detención y el exilio, constituyen una sola etapa. En uno de ellos hay dos partes y en el otro tres, que se llaman «cuadernos». Dicho de otro m odo, el «libro» para Mandelstam es un período biográfico y el «cuaderno» una división poética determ inada por la unidad de lo tratado y del impulso creador. El «ciclo» es una subdivisión m enor. En el «Primer cuaderno» de los «Nuevos poemas» destaca, por ejemplo, el ciclo «lobuno» o el dc los presidiarios, y tam bién el ar­ m enio. Sin em bargo, la propia «Armenia» no es, en reali­ dad , un ciclo sino una selección de poemas. Mandelstam tiene dos selecciones así: «Armenia» y «Octavas». Tan sólo en esos libros infringió la cronología y, por consiguiente, su carácter de diario lírico tan propio, por ejem plo, de los «Cuadernos de Voronezh», pero oculto en los primeros períodos, cuando Mandelstam hacía una selección rigurosa y destruía gran núm ero de poesías inm aduras. En el «Segundo cuaderno de Voronezh» el prim er ciclo com ienza por «El silbato» y el otro con el poema «La leva­ dura del m undo». En cada uno de ellos hay una poesía que da origen a las demás. N o es la primera y su elabora­ ción suele ser más larga. En algunos ciclos, las poesías se suceden como los eslabones de una cadena, pero en otros form an una m adeja y todos derivan de una sola, que es la m atriz. ' N o resulta difícil demostrar que «El lobo» dio origen a todo ese ciclo de los presidiarios, porque se han conserva­ do sus borradores. Las poesías que tienen un origen co­ m ún resultan, a veces, tan diferentes que, a prim era vista.

parece que no guardan ninguna relación entre sí; en el proceso de] trabajo han desaparecido las palabras y las estrofas que las relacionaban. En general, el trabajo que se hace con un ciclo recuerda ai de una jardinera cuando se­ para los vastagos de las yemas para que éstas se desarrollen independientem ente. En el ciclo «lobuno» la últim a estrofa, «a m í me matará uno igual a mí», fue la últim a, aunque en ella se encierra la clave de todo el ciclo: El origen de este ciclo hay que buscarlo en las canciones de los presidiarios rusos. A M an­ delstam esas eran las únicas canciones populares que le gustaban. En el poem a «El marinero» habla de la canción: «canta el m arinero su áspera canción», y en las variantes de «El lobo» dice; «y alguien canta imperioso» y «el tiem po canta entre las ruinas» y tam bién, «al oír aquella voz, em ­ puñaré el hacha y la canción term inaré por él».., Man­ delstam m enciona raras veces la canción. En el últim o período, además de los borradores de «El lobo» y «El m ari­ nero», aparece tan sólo en la «Pequeña canción abjazíana»: «canto cuando remojada está la garganta, seca el alma, húm edos los ojos en su debida m edida y no tiene m i con­ ciencia m alicia...». En los primeros dos casos los versos y la canción no se identifican y eso era algo que M andelstam no toleraba. Al abrir el últim o núm ero de «Zviezda», se adm iraba siempre de que los poetas soviéticos, sobre todo los de Leningrado, hablasen constantem ente de su juven­ tud y de que cantaban. Llegó a contar, incluso, en una ocasión cuántas veces se m encionaban en la revista estos atributos del poeta soviético. El núm ero resultó ser bas­ tante considerable. Por los borradores de «El lobo» se puede determ inar có­ mo nació este ciclo. Sus diversas variantes constituyeron u n poem a independiente titulado «La m entira»... Los poe­ mas «Aleksandr Guertzovich» y «Las charreteras» constitu­ yen en cierto modo la periferia del ciclo, La palabra shuba* [abrigo de piel] es su vínculo exterior de unión. En «Las charreteras» se trata de u n señorial abrigo de piel y en «Aleksandr Guertzovich» es «abrigo de cuervo colga-

‘ Shuba, en ruso, pu ed e significar raneo u n elegante abrigo de piel, com o u n a pelliza o una zam arra, {N. de la T .)

do de una percha». Ambos poemas están relacionados con la «cálida shuba de las estepas siberianas»... La sbuba es una de las imágenes que más se repiten en su obra. Apa­ rece ya en «Piedra»: los porteros con sus pesadas pelli­ zas, la mujer con su elegante abrigo de piel y el Angel con su dorada zamarra de piel de corderillo... La prim era obra que M andelstam escribió en prosa, que se perdió en la editorial de la herm ana de Rakovski en Jarkov, se llama tShuba». Finalm ente, en «El rum or del Tiempo» hay una estrofa que dice: «y con shuba señorial que a su rango no corresponde»; en la «Cuarta prosa> tam bién habla de la «shuba literaria» que arranca de sus hom bros y pisotea. La «shuba» representa la estabilidad, son los fríos rusos, la posición social a !a cual no puede aspirar un intelectual plebeyo. La «shuba» que tigura en «Las charreteras» está rela­ cionada con u n divertido episodio. A finales de los años veinte, una dam a muy bien relacionada, que más tarde pereció, se quejó a Em m a Guershtein de que M andelstam siempre le había parecido extranjero, que no podía olvidar el espléndido abrigo de piel que lucía por Moscú a princi­ pios de la N E P... Q uedam os atónitos. Compramos ese abrigo de piel en el mercado de Jarkov a un mísero sacris­ tán y se trataba de u na vieja shuba de piel de castor, llena de calvas, de color rojizo, que se cruzaba como una sorana. .. El viejo sacristán la vendía para comprar pan. M an­ delstam adquirió esa lujosa prenda al regresar del Cáucaso para no helarse en rvioscú. Ese prim er abrigo «literario» de piei, «la shuba señorial que a su rango no corresponde», fue cedida a Prishvin, que dormía en una residencia co­ m unal, para que la usara como colchón. Un día, su infier­ nillo de petróleo explotó y usó la shuba para apagar las llamas, con los cual los últimos pelos del rojizo castor quedaron carbonizados y a Mandelstam no le quedó ni el consuelo de pisotearla.., Un abrigo de piel no correspondía a su rango... Con los abrigos de piel siempre teníamos complica­ ciones. Un día conseguimos dinero y quisimos comprar una vulgar pelliza soviética en unos grandes almacenes, pero las únicas que tenían eran de piel de perro. M andels­ tam no quiso ser un traidor a la noble raza canina y prefi­ rió pasar frío. Hasta el últim o año de su vida usó un abri­

go ligero, pese a nuestros constantes viajes en trenes sin calefacción. Shklovski no lo pudo soportar y nos dijo un día: «Tiene todo el aspecto de alguien que ha viajado en trenes de mercancías. Hay que conseguir una shuba...*. Vasilisa recordó que Andrónikov tenía una vieja shuba de Shklovski. La usaba cuando se abtía camino en la vida, pero ahora ya le correspondía algo más señorial. Hicieron venir a Andrónikov ju ntam ente con la shuba y con muchas ceremonias enfundaron en ella a M andelstam, Nos prestó u n gran servicio durante el inviernp pasado eri Kalinin. M andelstam fue detenido en la primavera y no la llevó consigo: pesaba demasiado. La shuba se quedó en Moscú y él se helaba con su abrigo amarillo de cuero, re­ galado tam bién por alguien en el últim o año de su desgraciada vida errante a ciento cinco kilómetros de Moscú. En el ciclo de «El lobo» se presiente el exilio: los bos­ ques siberianos, las tarimas, los leños... El tem a de ere ciclo es la m adera: tajos, pinos, ataúdes, teas, los bosques siberianos... Los epítetos de este ciclo, en particular la pa­ labra «rugoso», «áspero», pertenecen a ese mismo género. Antes de «El lobo», el ciclo se había iniciado con las ca­ denas de las puertas, los incendios y las heladas de Petersburgo, el afilado cuchillo en la hogaza de pan, en la sen­ sación de que «vivir en Petersburgo es como dorm ir en un ataúd», en la necesidad de correr lo antes posible a la esta­ ción «donde nadie pueda encontrarnos»... Este ciclo expre­ sa su descasam iento, su sentim iento de herm ano rep u ­ diado... Mucho más tarde leí en u n libro de Baudoin que el térm ino «hermano» no indicaba inicialmente el grado de parentesco, sino sim plem ente el de «adm itido en la tri­ bu»... En la tribu de la literatura soviética, Mandelstam no fue adm itido, y hasta la «shuba» del sacristán en sus hom bros testim oniaba su ideología burguesa... Y ese ciclo, además, es el de quien dice «no» y de aquellos que siguen al «negro pueblo que a sí mismo se gobierna». Son reminiscencias de la revolución de 1917, de los golpes en las puertas, del negro pueblo que asalta «palacios...». Del armazón de m adera de «El lobo» estos temas se ge­ neralizan en todo el cuaderno. El intento de hallar una se­ gunda patria en Armenia fracasó. Obligado a regresar a la capital —«regresé, no, lee m ejor, fui obligado a volver a la

Moscú budista»— , Mandelstam determ inó el tugar que debía ocupar. Y su determinación resultó ser bastante cer­ tera. En el poem a «Después de la asfixia» se perfilan dos as­ pectos. El prim ero es la sorpresa al ver una tierra nueva, «chernoziom», la tierra negra, y una vez recobrado de la sorpresa, comienza a recordar cómo llegó allí, y esto dio nacim iento a las poesías que corresponden a nuestra estan­ cia en Chcrdiñ. En ambos ciclos de ese cuaderno, cada nuevo poema surgía a partir de algún fértil vastago del anterior. Estas asociaciones tom aron carta de naturaleza en las poesías de aquella época. M andelstam menciona con frecuencia, tanto en sus poemas como en la prosa, la cárcel. Las expresiones: «lo m etieron», «está dentro», «lo soltaron», «lo cogieron» adquirieron un significado nuevo en el idiom a ruso y esto dem uestra hasta qué pu n to llenaba nuestra vida el tema de la cárcel. Mandelstam calificaba de difusión esa interrelación de la cárcel y el m undo exte­ rior, tan necesaria a los gobernantes para am edrentar a ios gobernados. Quiero term inar mis disquisiciones sobre este tema con una pequeña escena que tuvo lugar en 1937. En el centro de Moscú se alza un edificio en el cual convivían escritores y chequistas. No sé cómo llegaron allí los chequistas, quizás recibieran las viviendas de los detenidos de algún otro negociado que com partía la casa con los escrito­ res. El caso es que allí vivían, y los escritores estaban en contacto con ellos. Cierto día un chequista borracho a quien su m ujer echó de la casa, se dedicó a escandalizar en el descansillo de la escalera: en su borrachera recordaba cómo había interrogado y pegado a un compañero y vertía tardías lágrimas de arrepentim iento. Llamé a su casa, conseguí hablar con su m ujer y la obligué a que le dejara entrar, explicándole que podía pasarlo muy m al a causa de sus palabras de borracho... Pues bien, al patio de esa casa llegaron unos cantantes callejeros. Sensibles a las d e­ m andas de aquella época, entonaron las mejores canciones clásicas de los presidiarios: de Siberia, Baikal, del ham pa.. Todos los balcones se llenaron de gente, a excepción de los escritores, naturalm ente. Coreaban las canciones, les ti­ raban dinero. Eso duró una media hora, hasta que uno de

los vecinos, mejor preparado ideológicamente, descendió para echarlos fuera. Pero tuvieron tiem po de avisarles y desaparecieron rápidam ente. Mandelstam y yo estábamos en uno de esos balcones y tam bién les tiramos dinero, rin­ diendo hom enaje al folklore ruso. Ossia el joven, como llaman ahora a Yosif Brodski, desterrado por parasitismo, m ejot dicho, por sus poesías, porque la vida se repite aun­ que bajo otras formas, dijo recientem ente a Ajmátova que Pasternak no tenía ninguna relación con el folklore. ¿Puede ser eso? Creo que una de las cuestiones que se de­ ben tener en cuenta al estudiar una obra póética es, preci­ sam ente, su relación con el folklore. En la obra poética de M andelstam resalta de inm ediato el folklore del presidio: se lo sugería la vida y está en la superficie. Pero esa no es su única relación con el rico folklore ruso y europeo. N a­ die puede evitar su influjo. El problema reside en la for­ ma en que se asimila individualm ente en la poesía m oder­ na.

Brotes gemelos M andelstam compuso lentam ente y con dificultad el poe­ m a «La región de las aguas negras»; tardó muchos días y se quejaba de que «algo» casi perceptible y muy im portan­ te no quería llegar. Era la últim a estrofa que estaba m ad u ­ rando y llegó la últim a, cosa que no siempre ocurre. M andelstam de pie ju nto a la mesa, de espaldas a mí, anotaba algo. «Ven, m ira lo que tengo...». Me alegré de que hubiese acabado con las aguas negras; así saldríamos de paseo. Estaba tan harta ya de ese poema como del ma­ pa de la región de Voronezh colgado de una pared de la estación telefónica, en el cual se encendían unas bombillas indicando con qué lugares había com unicado. Pero me es­ peraba una desilusión: en el papelito que me tendió leí: «Etapas de un convoy lejano». «Espera, que no es todo», dijo y anotó: «Como tardío regalo, percibo el invierno...». «¡Estás loco! — exclamé indignada— . Así no saldremos nunca. Vamos al mercado o m e voy sola...». Fuimos al mercado juntos, estaba a dos pasos de la casa:

vendimos no recuerdo qué y compramos algo. Creo recor­ dar que aquel día vendimos una chaqueta gris de una burda tela muy fuerte. «Con chaquetas así va uno a la cár­ cel*, nos dijo el comprador, un mujik de ciudad listo y picaro. «Tiene razón —le respondió M andelstam— , pero como ya estuve, ahora no hay peligro...». El m ujik sonrió y nos dio lo que pedim os. Nos dimos un banquete, es de­ cir, compramos un trozo más de carne, o salchichón, si es que existía entonces. Es difícil recordar lo que nos daban de comer en Jas diferentes épocas, pero siempre existía un «plato del día» y todos lo comíamos. En la actualidad, pa­ ra Moscú es el salchichón cocido. Creo recordar que en aquel entonces nos surtían de gallinas esqueléticas y las conservas se consideraban como un lujo. H ubo un período de faisanes y palomas congelados, pero duró poco tiem po. El bacalao se m antuvo más. Tam bién es cierto que a pro­ vincias no llegaba casi nunca ningún «plato del día» pero, en cambio, sabían apreciar el pan diario. Casi aquel m ism o día surgió la estrofa de la tetera nocturna y dos poem itas, derivados de las aguas ne­ gras, fueron ligeram ente retocados. En las «Etapas del convoy lejano» quedó plasm ado el paisaje que se divisaba desde las ventanas del sanatorio de Tambov y de ahí la palabra «palacete». N o vivíamos en palacetes, sino donde cuadraba, preferentem ente en míseras casuchas. C om pren­ do de qué form a el poem a «como tardío regalo percibo el invierno» le ayudó a encontrar la últim a estrofa de las «aguas negras». Le proporcionaron la estrofa: «la estepa sin invierno está desnuda». Esa poesía puso de manifiesto la peculiaridad de la época del año: todo permanecía inm ó­ vil en espera de) retrasado invierno. La naturaleza espera­ ba al invierno y la gente en diciem bre de 1936 ya sabía lo que les traía el venidero año 1937. Para ello no se precisa­ ba poseer ningún olfato histórico: tuvieron tiem po de ad ­ vertirnos por radio, todavía en el verano, de los procesos que se avecinaban. Refiriéndose a la tierra de Voronezh, M andelstam escribió: «¿Dóndé estoy?