Compendio de Derecho Penal Parte General [7 ed.]
 9788491693369

Table of contents :
Prólogo a la primera edición
Nota a la 4ª edición
Nota a la 5ª Edición
Nota a la 6ª edición
Nota a la 7ª edición
Abreviaturas
Nociones básicas previas
Introducción
PRIMERA PARTE
Fundamentos del derecho penal: concepto, principios y sistema de fuentes
Lección 1
Definición, función y naturaleza del Derecho Penal
1. DEFINICIÓN DE DERECHO PENAL
2. NATURALEZA DEL DERECHO PENAL
3. EL IUS PUNIENDI
4. LA NORMA PENAL
4.1. Estructura de la norma penal
4.2. Función de la norma penal
4.3. Destinatarios de la norma penal
Lección 2
El derecho penal y otras disciplinas
1. EL DERECHO PENAL Y OTROS SECTORES DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO
1.1. Derechos constitucional y penal
1.2. Derechos procesal y penal
1.3. Derechos administrativo y penal
1.4. Derechos penitenciario y penal
2. DERECHO PENAL Y OTRAS RAMAS DEL SABER
2.1. Derecho penal y Criminología
2.2. Derecho penal y Política criminal
Lección 3
Fuentes del Derecho penal
1. INTRODUCCIÓN
2. LA LEY
3. FUENTES EXTRALEGALES DEL DERECHO PENAL
3.1. Los tratados internacionales
3.2. La costumbre
3.3. Las sentencias del TC
3.4. La analogía
3.5. La jurisprudencia
3.6. Las sentencias del TEDH
Lección 4
Derecho penal vigente en España
1. INTRODUCCIÓN
2. EL CÓDIGO PENAL DE 1995 Y SUS REFORMAS POSTERIORES
2.1. El Código Penal de 1995
2.2. Reformas posteriores
2.3. Balance crítico
3. LEGISLACIÓN COMPLEMENTARIA
Lección 5
Límites espaciales y principio de territorialidad
1. INTRODUCCIÓN
2. EL TERRITORIO ESPAÑOL
3. LUGAR DE LA COMISIÓN DEL DELITO
4. ULTRATERRITORIALIDAD O EXTRATERRITORIALIDAD DE LAS LEYES PENALES
5. EL DERECHO PENAL INTERNACIONAL
6. EXTRADICIÓN
6.1. Extradición activa
6.2. Extradición pasiva
6.3. Principios
7. LA ORDEN EUROPEA DE DETENCIÓN Y ENTREGA
8. ASILO
9. EFICACIA DE LAS CONDENAS DE LOS TRIBUNALES EXTRANJEROS
Lección 6
Principio de legalidad
1. PLANTEAMIENTO Y ORIGEN
2. SU SIGNIFICADO
3. REGULACIÓN POSITIVA
4. CONTENIDO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO A LA LEGALIDAD PENAL
5. NORMAS PENALES INCOMPLETAS Y LEYES PENALES EN BLANCO
Lección 7
La interpretación de la ley penal
1. INTRODUCCIÓN
2. CLASES
2.1. Por su origen
2.2. Por los medios empleados
2.3. Por sus efectos
3. PRINCIPIOS RECTORES
Lección 8
Límites temporales: irretroactividad y retroactividad
1. LÍMITES TEMPORALES: VIGENCIA DE LAS LEYES
2. IRRETROACTIVIDAD Y RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES PENALES
2.1. Conceptos
2.2. Situaciones
2.3. Determinación de la ley penal más favorable
2.4. Alcance de la retroactividad de las leyes penales más favorables
2.5. Ultraactividad de las leyes penales
2.6. Supuestos especiales
2.7. Tiempo de la comisión del delito
Lección 9
Principios derivados del principio de legalidad
1. PRINCIPIO DEL HECHO
2. PRINCIPIO DE OFENSIVIDAD: EXCLUSIVA PROTECCIÓN DE BIENES JURÍDICOS
3. PRINCIPIO DE CULPABILIDAD
Lección 10
Principio de proporcionalidad
1. EL PRINCIPIO GENERAL DE PROHIBICIÓN DE EXCESO
2. EL PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA Y EL CARÁCTER FRAGMENTARIO Y SUBSIDIARIO DEL DERECHO PENAL: ÚLTIMA RATIO
3. CONTENIDO CONSTITUCIONAL DEL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD
Lección 11
Principio “ne bis in ídem” y el concurso de normas
1. CONTENIDO CONSTITUCIONAL: PROCESAL Y MATERIAL
2. EL LLAMADO CONCURSO APARENTE DE LEYES PENALES
2.1. Concepto
2.2. Reglas
2.2.1. Principio de especialidad
2.2.2. Principio de subsidiariedad
2.2.3. Principio de consunción
2.2.4. Principio de subsidiariedad impropia o de alternatividad
3. TEORÍA DEL CONCURSO DE INFRACCIONES
Lección 12
Principio de presunción de inocencia
1. ENUNCIADO: PRESUNCIÓN DE INOCENCIA E IN DUBIO PRO REO
2. DESARROLLO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO Y ASPECTOS ESENCIALES
Lección 13
Otros principios penales
1. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD
2. DERECHO A LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA
3. PRINCIPIO DE RESOCIALIZACIÓN
4. EL PRINCIPIO DE HUMANIDAD DE LAS PENAS
SEGUNDA PARTE
Teoría jurídica del delito
A) Presupuestos y estructura de la teoría del delito
Lección 14
Definición de delito. Clasificación
1. DEFINICIÓN DE DELITO
2. CLASIFICACIÓN DE LOS DELITOS
Lección 15
Presupuestos y estructura de la teoría del delito
1. PRESUPUESTOS Y ESTRUCTURA DE LA TEORÍA JURÍDICA DEL DELITO
2. LA CONCEPCIÓN SIGNIFICATIVA DE LA ACCIÓN
b) Fundamentos de la responsabilidad criminal
Lección 16
Relevancia (tipicidad): el tipo de acción
1. EL CONTENIDO DEL TIPO DE ACCIÓN: PRESUPUESTOS
2. LA EXIGENCIA DE UNA ACCIÓN. LA CONDUCTA: CUESTIONES GENERALES
3. CLASIFICACIÓN DE LOS TIPOS
3.1. En atención al bien jurídico se pueden distinguir
3.2. En atención al sujeto activo se distingue entre
3.3. En atención a la conducta se habla de
3.4. En atención a la presencia de elementos subjetivos del tipo de acción se habla de (vid. la Lección 20)
3.5. En otro orden de cosas, atendiendo a la perseguibilidad, puede distinguirse entre con
Lección 17
Relevancia (tipicidad): ofensividad
1. LA ANTIJURIDICIDAD MATERIAL
2. EL DOGMA DEL BIEN JURÍDICO
3. TIPOS DE LESIÓN Y TIPOS DE PELIGRO
Lección 18
Relevancia (tipicidad) modalidades de conducta
1. INTRODUCCIÓN
2. MODALIDADES DE ACCIÓN
3. TIPOS DE OMISIÓN PURA O PROPIA
4. TIPOS DE COMISIÓN POR OMISIÓN U OMISIÓN IMPROPIA
Lección 19
Relevancia (tipicidad): acción y causalidad
1. LOS TIPOS DE RESULTADO: EL PROBLEMA DEL NEXO CAUSAL
2. TEORÍAS SOBRE LA RELACIÓN DE CAUSALIDAD
3. SUPUESTOS COMPLEJOS DE CAUSALIDAD
3.1. En general
3.2. Cinco supuestos
3.3. Reflexión final
Lección 20
Relevancia (tipicidad): acción e intención
1. TIPOS CON FINALIDAD O INTENCIONALIDAD ESPECÍFICAS (LOS ELEMENTOS SUBJETIVOS DEL TIPO)
2. SUPUESTOS CARACTERÍSTICOS
Lección 21
Relevancia (tipicidad): las fases de realización del hecho típico (iter criminis)
1. INTRODUCCIÓN: FASE INTERNA Y FASE EXTERNA
2. LOS ACTOS PREPARATORIOS PUNIBLES
2.1. Conspiración
2.2. Proposición
2.3. Provocación
2.4. Apología
3. LA TENTATIVA
3.1. Concepto
3.2. Requisitos
3.3. Ámbito de aplicación
3.4. Tentativa inidónea
4. DESISTIMIENTO Y ARREPENTIMIENTO
5. LA CONSUMACIÓN
Lección 22
Relevancia (tipicidad): los sujetos del hecho típico
1. EL SUJETO ACTIVO
2. AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN
2.1. Autor y partícipe: diferencias materiales y formales
2.2. Concepto y clases de autoría
2.3. Concepto y clases de participación
3. RÉGIMEN DE LOS DELITOS COMETIDOS POR MEDIOS DE DIFUSIÓN MECÁNICOS
4. ACTUACIONES EN NOMBRE DE OTRO
5. LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS
6. EL SUJETO PASIVO
Lección 23
La ilicitud: el dolo
1. CONCEPTO Y FUNCIÓN
2. INTENCIÓN, DOLO E IMPRUDENCIA: INSTANCIAS DE IMPUTACIÓN
3. DOLO
3.1. Concepto
3.2. Clases
Lección 24
La ilicitud: la imprudencia
1. CONCEPTO
2. RÉGIMEN LEGAL
3. DIFERENCIAS CON EL DOLO EVENTUAL
Lección 25
El reproche: la culpabilidad
1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y FUNCIÓN
2. CONTENIDO
3. LA IMPUTABILIDAD
4. EL MOMENTO DE LA IMPUTABILIDAD: ACTIONES LIBERAE IN CAUSA
Lección 26
La necesidad de pena (punibilidad)
1. CONCEPTO, FUNCIÓN Y FUNDAMENTO: EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD
2. CONTENIDO
C) supuestos de exclusión de la responsabilidad criminal
Lección 27
Defensas
1. JUSTIFICACIÓN Y EXCUSAS: PERMISOS FUERTES Y PERMISOS DÉBILES
1.1. Introducción
1.2. Permisos fuertes (causas de justificación) y permisos débiles (excusas)
2. FUNDAMENTO, NATURALEZA Y CONSECUENCIAS
3. OTRAS CUESTIONES
Lección 28
Límites de la ley penal en relación a las personas
1. INTRODUCCIÓN
2. INVIOLABILIDADES Y EXENCIONES
3. INMUNIDADES
Lección 29
Ausencia del tipo de acción y caso fortuito
1. ACCIONES IRRELEVANTES PARA EL DERECHO PENAL
2. FUERZA IRRESISTIBLE, INCONSCIENCIA Y MOVIMIENTOS REFLEJOS
3. EL CASO FORTUITO
Lección 30
El error
1. ERROR: CONCEPTO Y CLASES
2. ERROR SOBRE EL TIPO DE ACCIÓN (OBJETO DE LA VALORACIÓN). RÉGIMEN LEGAL
3. EL ERROR SOBRE LA ILICITUD O PROHIBICIÓN (ERROR SOBRE LA VALORACIÓN DEL OBJETO). LA CONCIENCIA DE LA ILICITUD DEL HECHO. RÉGIMEN LEGAL
Lección 31
Legítima defensa
1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS
2. REQUISITOS Y RÉGIMEN LEGAL
3. CASOS PROBLEMÁTICOS
Lección 32
Estado de necesidad
1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS
2. ESTADO DE NECESIDAD JUSTIFICANTE
3. ESTADO DE NECESIDAD EXCUSANTE
4. REQUISITOS Y RÉGIMEN LEGAL
Lección 33
Cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo
1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS
2. EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN DERECHO
3. EL CONSENTIMIENTO DEL OFENDIDO
4. CUMPLIMIENTO DE UN DEBER
5. EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN OFICIO
6. EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN CARGO
7. LA CUESTIÓN DE LA OBEDIENCIA DEBIDA
Lección 34
Miedo insuperable
1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS
2. RÉGIMEN LEGAL
Lección 35
Causas de inimputabilidad
1. LA INIMPUTABILIDAD: CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS
2. ENAJENACIÓN MENTAL (ANOMALÍAS O ALTERACIONES PSÍQUICAS)
3. INTOXICACIÓN
4. ALTERACIONES EN LA PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD
5. MINORÍA DE EDAD
Lección 36
Causas genéricas de exclusión de la pena
1. CONCEPTO Y FUNDAMENTO
2. LA MUERTE DEL REO
3. CUMPLIMIENTO DE LA CONDENA
4. REMISIÓN DEFINITIVA DE LA PENA SUSPENDIDA
5. EL INDULTO
6. EL PERDÓN DEL OFENDIDO
7. LA PRESCRIPCIÓN DEL DELITO
8. LA PRESCRIPCIÓN DE LA PENA O DE LA MEDIDA DE SEGURIDAD
Lección 37
Causas específicas de exclusión de la pena
1. INTRODUCCIÓN
2. LAS EXCUSAS ABSOLUTORIAS
3. LAS CONDICIONES OBJETIVAS DE PUNIBILIDAD
4. REQUISITOS DE PERSEGUIBILIDAD
TERCERA PARTE
Teoría de las consecuencias jurídicas del delito
Lección 38
Teoría de la pena
1. CONCEPTO DE PENA
2. FUNCIÓN Y FINES DE LA PENA
Lección 39
Clases de pena
1. INTRODUCCIÓN
2. CLASIFICACIÓN DE LAS PENAS POR SU NATURALEZA
3. CLASIFICACIÓN DE LAS PENAS POR SU DURACIÓN O GRAVEDAD
4. PENAS PRINCIPALES Y PENAS ACCESORIAS
5. OTRAS CLASIFICACIONES. PENAS A IMPONER A PERSONAS FÍSICAS Y A PERSONAS JURÍDICAS
6. PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD
6.1. La prisión permanente revisable
6.2. La prisión
6.3. Localización permanente
6.4. La responsabilidad penal subsidiaria por impago de multa
7. PENAS PRIVATIVAS DE OTROS DERECHOS
8. LA PENA DE MULTA
Lección 40
La aplicación de la pena
1. LA APLICACIÓN O DETERMINACIÓN DE LA PENA
2. REGLAS GENERALES
2.1. Concreción legal de la pena
2.2. Individualización judicial de la pena
2.2.1. Proceso de concreción legal de la pena
2.2.2. Individualización judicial: el arbitrio judicial
3. CÁLCULO DE LA PENA SUPERIOR E INFERIOR EN GRADO; Y CÁLCULO DE LA MITAD SUPERIOR E INFERIOR DENTRO DE UN MISMO MARCO
4. REGLAS ESPECIALES
4.1. Penalidad del concurso de infracciones
4.2. Concurso real o material
4.3. Concurso ideal
4.4. Concurso medial
4.5. Delito continuado y delito masa
4.5.1. Delito continuado (art. 74.1º CP)
4.5.2. Delito masa (art. 74,2º CP)
4.5.3. Bienes personalísimos
Lección 41
La modificación de la pena: las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal
1. INTRODUCCIÓN
2. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y FUNCIÓN
3. RÉGIMEN JURÍDICO: EFICACIA, INHERENCIA, ERROR Y COMUNICABILIDAD DE LAS CIRCUNSTANCIAS COMUNES
3.1. Eficacia de las circunstancias
3.2. Ineficacia: inherencia
3.3. Error sobre las circunstancias
3.4. Comunicabilidad de las circunstancias
4. CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES
4.1. Eximentes incompletas
4.2. Adicción
4.3. Estados pasionales
4.4. Confesión
4.5. Reparación
4.6. Dilaciones indebidas
4.7. Analógica
5. CIRCUNSTANCIAS AGRAVANTES
5.1. Alevosía
5.2. Abuso de superioridad y aprovechamiento de otras circunstancias
5.3. Precio
5.4. Motivos discriminatorios
5.5. Ensañamiento
5.6. Abuso de confianza
5.7. Prevalencia del carácter público
5.8. Reincidencia
6. CIRCUNSTANCIA MIXTA
Lección 42
La suspensión y sustitución de la pena
1. SUSPENSIÓN, SUSTITUCIÓN Y LIBERTAD CONDICIONAL
2. LA SUSPENSIÓN DE LA PENA
3. LA SUSTITUCIÓN DE LA PENA COMO MODALIDAD DE SUSPENSIÓN
4. LA LIBERTAD CONDICIONAL COMO MODALIDAD DE SUSPENSIÓN
Lección 43
La ejecución y extinción de la pena
1. REGLAS GENERALES
2. LA EJECUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD
3. LA EJECUCIÓN DE OTRAS PENAS
4. LA EXTINCIÓN DE LA PENA
5. LA CANCELACIÓN DE ANTECEDENTES PENALES
Lección 44
Otras consecuencias jurídicas del delito
1. INTRODUCCIÓN
2. LA RESPONSABILIDAD CIVIL
3. LAS COSTAS PROCESALES
4. CONSECUENCIAS ACCESORIAS
CUARTA PARTE
Peligrosidad criminal y medidas de seguridad
Lección 45
La peligrosidad criminal y medidas de seguridad
1. PELIGROSIDAD CRIMINAL
2. MEDIDAS DE SEGURIDAD
2.1. Concepto y fundamento
2.2. Principios
2.3. Ámbito de aplicación: sujetos destinatarios
2.4. Clases de medidas de seguridad
2.4.1. Medidas privativas de libertad
2.4.2. Medidas no privativas de libertad
2.5. Reglas de aplicación
2.5.1. Ejecución
2.5.2. Quebrantamiento de la medida de seguridad
QUINTA PARTE
Derecho penal de menores
Lección 46
Derecho Penal de Menores
1. INTRODUCCIÓN
2. EL DERECHO PENAL DE MENORES ESPAÑOL
2.1. Presupuestos para la aplicación de las medidas
2.1.1. Menores de 14 años
2.1.2. Mayores de 14 y menores de 18 años
2.2. Principios y garantías fundamentales
2.2.1. Principio de legalidad (arts. 1; 2; y 7 LORRPM)
2.2.2. Principio de proporcionalidad o de prohibición de exceso
2.2.3. Principios y garantías procesales
2.3. Clases de medidas
2.3.1. Medidas privativas de libertad
2.3.2. Medidas no privativas de libertad o restrictivas de derechos
2.4. Concepto, fundamento y naturaleza de las medidas
2.5. Reglas de aplicación de las medidas
2.5.1. Reglas generales
2.5.2. Modificación y suspensión de las medidas
2.6. Ejecución de las medidas
2.7. Reglas especiales para la ejecución de las medidas privativas de libertad
2.8. Responsabilidad civil
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COMPENDIO DE DERECHO PENAL PARTE GENERAL (7ª edición)

COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH María José Añón Roig

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia

Ana Cañizares Laso

Catedrática de Derecho Civil Universidad de Málaga

Jorge A. Cerdio Herrán

Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México

José Ramón Cossío Díaz

Ministro de la Suprema Corte de Justicia de México

Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot

Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

Owen M. Fiss

Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)

José Antonio García-Cruces González Catedrático de Derecho Mercantil de la UNED

Luis López Guerra

Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid

Ángel M. López y López

Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla

Marta Lorente Sariñena

Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

Javier de Lucas Martín

Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia

Víctor Moreno Catena

Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid

Francisco Muñoz Conde

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla

Angelika Nussberger

Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Catedrática de Derecho Internacional de la Universidad de Colonia (Alemania)

Héctor Olasolo Alonso

Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)

Luciano Parejo Alfonso

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid

Tomás Sala Franco

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia

Ignacio Sancho Gargallo

Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España

Tomás S. Vives Antón

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia

Ruth Zimmerling

Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)

Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

COMPENDIO DE DERECHO PENAL PARTE GENERAL (7ª edición)

ENRIQUE ORTS BERENGUER JOSÉ L. GONZÁLEZ CUSSAC Catedráticos de Derecho Penal Universidad de Valencia

Valencia, 2017

Copyright ® 2017 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com.

© Enrique Orts Berenguer José L. González Cussac

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:[email protected] www.tirant.com Librería virtual: www.tirant.es DEPÓSITO LEGAL: V ISBN: 978-84-9169-336-9 IMPRIME: Guada Impresores, S.L. MAQUETA: Tink Factoría de Color Si tiene alguna queja o sugerencia, envíenos un mail a: [email protected]. En caso de no ser atendida su sugerencia, por favor, lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicas-de-empresa nuestro Procedimiento de quejas. Responsabilidad Social Corporativa: http://www.tirant.net/Docs/RSCTirant.pdf

Índice Prólogo a la primera edición.......................................................................................... 19 Nota a la 4ª edición....................................................................................................... 21 Nota a la 5ª Edición...................................................................................................... 23 Nota a la 6ª edición....................................................................................................... 27 Nota a la 7ª edición....................................................................................................... 29 Abreviaturas.................................................................................................................. 31 Nociones básicas previas............................................................................................... 33 Introducción.................................................................................................................. 37

PRIMERA PARTE Fundamentos del derecho penal: concepto, principios y sistema de fuentes Lección 1 Definición, función y naturaleza del Derecho Penal 1. 2. 3. 4.

DEFINICIÓN DE DERECHO PENAL..................................................................... 43 NATURALEZA DEL DERECHO PENAL............................................................... 45 EL IUS PUNIENDI.................................................................................................. 45 LA NORMA PENAL................................................................................................ 46 4.1. Estructura de la norma penal........................................................................... 48 4.2. Función de la norma penal............................................................................... 49 4.3. Destinatarios de la norma penal....................................................................... 50 Lección 2 El derecho penal y otras disciplinas

1. EL DERECHO PENAL Y OTROS SECTORES DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO. 51 1.1. Derechos constitucional y penal....................................................................... 52 1.2. Derechos procesal y penal................................................................................ 53 1.3. Derechos administrativo y penal...................................................................... 54 1.4. Derechos penitenciario y penal......................................................................... 56 2. DERECHO PENAL Y OTRAS RAMAS DEL SABER.............................................. 56 2.1. Derecho penal y Criminología.......................................................................... 56 2.2. Derecho penal y Política criminal..................................................................... 57

8

Índice

Lección 3 Fuentes del Derecho penal 1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 61 2. LA LEY.................................................................................................................... 61 3. FUENTES EXTRALEGALES DEL DERECHO PENAL........................................... 62 3.1. Los tratados internacionales............................................................................. 62 3.2. La costumbre................................................................................................... 63 3.3. Las sentencias del TC....................................................................................... 63 3.4. La analogía...................................................................................................... 64 3.5. La jurisprudencia............................................................................................. 66 3.6. Las sentencias del TEDH.................................................................................. 67 Lección 4 Derecho penal vigente en España 1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 69 2. EL CÓDIGO PENAL DE 1995 Y SUS REFORMAS POSTERIORES....................... 70 2.1. El Código Penal de 1995.................................................................................. 70 2.2. Reformas posteriores........................................................................................ 76 2.3. Balance crítico.................................................................................................. 81 3. LEGISLACIÓN COMPLEMENTARIA.................................................................... 84 Lección 5 Límites espaciales y principio de territorialidad 1. 2. 3. 4. 5. 6.

7. 8. 9.

INTRODUCCIÓN................................................................................................... 89 EL TERRITORIO ESPAÑOL................................................................................... 89 LUGAR DE LA COMISIÓN DEL DELITO............................................................. 90 ULTRATERRITORIALIDAD O EXTRATERRITORIALIDAD DE LAS LEYES PENALES................................................................................................................. 91 EL DERECHO PENAL INTERNACIONAL............................................................ 98 EXTRADICIÓN....................................................................................................... 99 6.1. Extradición activa............................................................................................ 100 6.2. Extradición pasiva............................................................................................ 100 6.3. Principios......................................................................................................... 100 LA ORDEN EUROPEA DE DETENCIÓN Y ENTREGA........................................ 102 ASILO...................................................................................................................... 105 EFICACIA DE LAS CONDENAS DE LOS TRIBUNALES EXTRANJEROS............ 106 Lección 6 Principio de legalidad

1. 2. 3. 4.

PLANTEAMIENTO Y ORIGEN.............................................................................. 109 SU SIGNIFICADO.................................................................................................... 112 REGULACIÓN POSITIVA....................................................................................... 116 CONTENIDO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO A LA LEGALIDAD PENAL..................................................................................................................... 122 5. NORMAS PENALES INCOMPLETAS Y LEYES PENALES EN BLANCO............. 126

Índice

9

Lección 7 La interpretación de la ley penal 1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 129 2. CLASES.................................................................................................................... 130 2.1. Por su origen.................................................................................................... 130 2.2. Por los medios empleados................................................................................ 131 2.3. Por sus efectos.................................................................................................. 132 3. PRINCIPIOS RECTORES........................................................................................ 133 Lección 8 Límites temporales: irretroactividad y retroactividad 1. LÍMITES TEMPORALES: VIGENCIA DE LAS LEYES............................................ 137 2. IRRETROACTIVIDAD Y RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES PENALES............. 138 2.1. Conceptos........................................................................................................ 138 2.2. Situaciones....................................................................................................... 139 2.3. Determinación de la ley penal más favorable.................................................... 139 2.4. Alcance de la retroactividad de las leyes penales más favorables...................... 140 2.5. Ultraactividad de las leyes penales.................................................................... 141 2.6. Supuestos especiales......................................................................................... 141 2.7. Tiempo de la comisión del delito...................................................................... 144 Lección 9 Principios derivados del principio de legalidad 1. PRINCIPIO DEL HECHO....................................................................................... 147 2. PRINCIPIO DE OFENSIVIDAD: EXCLUSIVA PROTECCIÓN DE BIENES JURÍDICOS...................................................................................................................... 149 3. PRINCIPIO DE CULPABILIDAD............................................................................. 152 Lección 10 Principio de proporcionalidad 1. EL PRINCIPIO GENERAL DE PROHIBICIÓN DE EXCESO................................. 155 2. EL PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA Y EL CARÁCTER FRAGMENTARIO Y SUBSIDIARIO DEL DERECHO PENAL: ÚLTIMA RATIO..................... 158 3. CONTENIDO CONSTITUCIONAL DEL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD......................................................................................................................... 159 Lección 11 Principio “ne bis in ídem” y el concurso de normas 1. CONTENIDO CONSTITUCIONAL: PROCESAL Y MATERIAL........................... 161 2. EL LLAMADO CONCURSO APARENTE DE LEYES PENALES........................... 164 2.1. Concepto.......................................................................................................... 164 2.2. Reglas.............................................................................................................. 166 2.2.1. Principio de especialidad....................................................................... 166 2.2.2. Principio de subsidiariedad.................................................................... 167

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Índice

2.2.3. Principio de consunción......................................................................... 168 2.2.4. Principio de subsidiariedad impropia o de alternatividad...................... 170 3. TEORÍA DEL CONCURSO DE INFRACCIONES.................................................. 171 Lección 12 Principio de presunción de inocencia 1. ENUNCIADO: PRESUNCIÓN DE INOCENCIA E IN DUBIO PRO REO........... 175 2. DESARROLLO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO Y ASPECTOS ESENCIALES. 181 Lección 13 Otros principios penales 1. 2. 3. 4.

EL PRINCIPIO DE IGUALDAD............................................................................... 193 DERECHO A LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA.................................................. 195 PRINCIPIO DE RESOCIALIZACIÓN..................................................................... 197 EL PRINCIPIO DE HUMANIDAD DE LAS PENAS................................................ 199

SEGUNDA PARTE Teoría jurídica del delito A) Presupuestos y estructura de la teoría del delito Lección 14 Definición de delito. Clasificación 1. DEFINICIÓN DE DELITO...................................................................................... 207 2. CLASIFICACIÓN DE LOS DELITOS...................................................................... 213 Lección 15 Presupuestos y estructura de la teoría del delito 1. PRESUPUESTOS Y ESTRUCTURA DE LA TEORÍA JURÍDICA DEL DELITO...... 219 2. LA CONCEPCIÓN SIGNIFICATIVA DE LA ACCIÓN........................................... 224

B) Fundamentos de la responsabilidad criminal Lección 16 Relevancia (tipicidad): el tipo de acción 1. EL CONTENIDO DEL TIPO DE ACCIÓN: PRESUPUESTOS................................ 235 2. LA EXIGENCIA DE UNA ACCIÓN. LA CONDUCTA: CUESTIONES GENERALES. 236 3. CLASIFICACIÓN DE LOS TIPOS............................................................................ 240 3.1. En atención al bien jurídico se pueden distinguir.............................................. 240 3.2. En atención al sujeto activo se distingue entre.................................................. 241 3.3. En atención a la conducta se habla de.............................................................. 242

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3.4. En atención a la presencia de elementos subjetivos del tipo de acción se habla de (vid. la Lección 20)...................................................................................... 243 3.5. En otro orden de cosas, atendiendo a la perseguibilidad, puede distinguirse entre con................................................................................................................... 243 Lección 17 Relevancia (tipicidad): ofensividad 1. LA ANTIJURIDICIDAD MATERIAL....................................................................... 245 2. EL DOGMA DEL BIEN JURÍDICO......................................................................... 247 3. TIPOS DE LESIÓN Y TIPOS DE PELIGRO............................................................. 252 Lección 18 Relevancia (tipicidad) modalidades de conducta 1. 2. 3. 4.

INTRODUCCIÓN................................................................................................... 255 MODALIDADES DE ACCIÓN................................................................................ 256 TIPOS DE OMISIÓN PURA O PROPIA.................................................................. 257 TIPOS DE COMISIÓN POR OMISIÓN U OMISIÓN IMPROPIA.......................... 259 Lección 19 Relevancia (tipicidad): acción y causalidad

1. LOS TIPOS DE RESULTADO: EL PROBLEMA DEL NEXO CAUSAL................... 263 2. TEORÍAS SOBRE LA RELACIÓN DE CAUSALIDAD............................................ 265 3. SUPUESTOS COMPLEJOS DE CAUSALIDAD........................................................ 268 3.1. En general........................................................................................................ 268 3.2. Cinco supuestos............................................................................................... 269 3.3. Reflexión final.................................................................................................. 274 Lección 20 Relevancia (tipicidad): acción e intención 1. TIPOS CON FINALIDAD O INTENCIONALIDAD ESPECÍFICAS (LOS ELEMENTOS SUBJETIVOS DEL TIPO)................................................................................. 275 2. SUPUESTOS CARACTERÍSTICOS.......................................................................... 277 Lección 21 Relevancia (tipicidad): las fases de realización del hecho típico (iter criminis) 1. INTRODUCCIÓN: FASE INTERNA Y FASE EXTERNA....................................... 285 2. LOS ACTOS PREPARATORIOS PUNIBLES............................................................ 287 2.1. Conspiración.................................................................................................... 288 2.2. Proposición...................................................................................................... 289 2.3. Provocación..................................................................................................... 289 2.4. Apología.......................................................................................................... 290 3. LA TENTATIVA....................................................................................................... 292 3.1. Concepto.......................................................................................................... 292 3.2. Requisitos........................................................................................................ 292

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3.3. Ámbito de aplicación....................................................................................... 294 3.4. Tentativa inidónea............................................................................................ 294 4. DESISTIMIENTO Y ARREPENTIMIENTO............................................................ 296 5. LA CONSUMACIÓN............................................................................................... 298 Lección 22 Relevancia (tipicidad): los sujetos del hecho típico 1. EL SUJETO ACTIVO................................................................................................ 301 2. AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN................................................................................ 304 2.1. Autor y partícipe: diferencias materiales y formales......................................... 304 2.2. Concepto y clases de autoría............................................................................ 307 2.3. Concepto y clases de participación................................................................... 310 3. RÉGIMEN DE LOS DELITOS COMETIDOS POR MEDIOS DE DIFUSIÓN MECÁNICOS................................................................................................................ 314 4. ACTUACIONES EN NOMBRE DE OTRO............................................................. 314 5. LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS........................ 316 6. EL SUJETO PASIVO................................................................................................. 326 Lección 23 La ilicitud: el dolo 1. CONCEPTO Y FUNCIÓN....................................................................................... 329 2. INTENCIÓN, DOLO E IMPRUDENCIA: INSTANCIAS DE IMPUTACIÓN.......... 331 3. DOLO...................................................................................................................... 332 3.1. Concepto.......................................................................................................... 332 3.2. Clases............................................................................................................... 334 Lección 24 La ilicitud: la imprudencia 1. CONCEPTO............................................................................................................ 337 2. RÉGIMEN LEGAL................................................................................................... 338 3. DIFERENCIAS CON EL DOLO EVENTUAL......................................................... 341 Lección 25 El reproche: la culpabilidad 1. 2. 3. 4.

CONCEPTO, FUNDAMENTO Y FUNCIÓN.......................................................... 343 CONTENIDO.......................................................................................................... 347 LA IMPUTABILIDAD.............................................................................................. 348 EL MOMENTO DE LA IMPUTABILIDAD: ACTIONES LIBERAE IN CAUSA.... 349 Lección 26 La necesidad de pena (punibilidad)

1. CONCEPTO, FUNCIÓN Y FUNDAMENTO: EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD................................................................................................................ 351 2. CONTENIDO.......................................................................................................... 353

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C) supuestos de exclusión de la responsabilidad criminal Lección 27 Defensas 1. JUSTIFICACIÓN Y EXCUSAS: PERMISOS FUERTES Y PERMISOS DÉBILES...... 359 1.1. Introducción..................................................................................................... 359 1.2. Permisos fuertes (causas de justificación) y permisos débiles (excusas)............. 360 2. FUNDAMENTO, NATURALEZA Y CONSECUENCIAS........................................ 361 3. OTRAS CUESTIONES............................................................................................. 364 Lección 28 Límites de la ley penal en relación a las personas 1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 369 2. INVIOLABILIDADES Y EXENCIONES.................................................................. 369 3. INMUNIDADES....................................................................................................... 372 Lección 29 Ausencia del tipo de acción y caso fortuito 1. ACCIONES IRRELEVANTES PARA EL DERECHO PENAL.................................. 375 2. FUERZA IRRESISTIBLE, INCONSCIENCIA Y MOVIMIENTOS REFLEJOS........ 376 3. EL CASO FORTUITO.............................................................................................. 378 Lección 30 El error 1. ERROR: CONCEPTO Y CLASES............................................................................ 379 2. ERROR SOBRE EL TIPO DE ACCIÓN (OBJETO DE LA VALORACIÓN). RÉGIMEN LEGAL........................................................................................................... 380 3. EL ERROR SOBRE LA ILICITUD O PROHIBICIÓN (ERROR SOBRE LA VALORACIÓN DEL OBJETO). LA CONCIENCIA DE LA ILICITUD DEL HECHO. RÉGIMEN LEGAL................................................................................................... 381 Lección 31 Legítima defensa 1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS............................................ 387 2. REQUISITOS Y RÉGIMEN LEGAL......................................................................... 390 3. CASOS PROBLEMÁTICOS...................................................................................... 393 Lección 32 Estado de necesidad 1. 2. 3. 4.

CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS............................................ 395 ESTADO DE NECESIDAD JUSTIFICANTE............................................................ 396 ESTADO DE NECESIDAD EXCUSANTE................................................................ 398 REQUISITOS Y RÉGIMEN LEGAL......................................................................... 398

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Lección 33 Cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS............................................ 403 EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN DERECHO........................................................... 404 EL CONSENTIMIENTO DEL OFENDIDO............................................................ 405 CUMPLIMIENTO DE UN DEBER.......................................................................... 408 EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN OFICIO................................................................ 409 EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN CARGO................................................................ 410 LA CUESTIÓN DE LA OBEDIENCIA DEBIDA...................................................... 410 Lección 34 Miedo insuperable

1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS............................................ 413 2. RÉGIMEN LEGAL................................................................................................... 414 Lección 35 Causas de inimputabilidad 1. 2. 3. 4. 5.

LA INIMPUTABILIDAD: CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS.... 417 ENAJENACIÓN MENTAL (ANOMALÍAS O ALTERACIONES PSÍQUICAS)........ 418 INTOXICACIÓN..................................................................................................... 421 ALTERACIONES EN LA PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD.................................. 422 MINORÍA DE EDAD............................................................................................... 422 Lección 36 Causas genéricas de exclusión de la pena

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

CONCEPTO Y FUNDAMENTO............................................................................. 425 LA MUERTE DEL REO........................................................................................... 425 CUMPLIMIENTO DE LA CONDENA.................................................................... 426 REMISIÓN DEFINITIVA DE LA PENA SUSPENDIDA........................................... 426 EL INDULTO........................................................................................................... 426 EL PERDÓN DEL OFENDIDO............................................................................... 428 LA PRESCRIPCIÓN DEL DELITO.......................................................................... 429 LA PRESCRIPCIÓN DE LA PENA O DE LA MEDIDA DE SEGURIDAD.............. 434 Lección 37 Causas específicas de exclusión de la pena

1. 2. 3. 4.

INTRODUCCIÓN................................................................................................... 435 LAS EXCUSAS ABSOLUTORIAS............................................................................. 435 LAS CONDICIONES OBJETIVAS DE PUNIBILIDAD............................................. 436 REQUISITOS DE PERSEGUIBILIDAD..................................................................... 437

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TERCERA PARTE Teoría de las consecuencias jurídicas del delito Lección 38 Teoría de la pena 1. CONCEPTO DE PENA............................................................................................ 443 2. FUNCIÓN Y FINES DE LA PENA........................................................................... 444 Lección 39 Clases de pena 1. 2. 3. 4. 5.

INTRODUCCIÓN................................................................................................... 449 CLASIFICACIÓN DE LAS PENAS POR SU NATURALEZA................................... 449 CLASIFICACIÓN DE LAS PENAS POR SU DURACIÓN O GRAVEDAD.............. 451 PENAS PRINCIPALES Y PENAS ACCESORIAS...................................................... 452 OTRAS CLASIFICACIONES. PENAS A IMPONER A PERSONAS FÍSICAS Y A PERSONAS JURÍDICAS........................................................................................... 452 6. PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD....................................................................... 453 6.1. La prisión permanente revisable....................................................................... 454 6.2. La prisión......................................................................................................... 456 6.3. Localización permanente.................................................................................. 459 6.4. La responsabilidad penal subsidiaria por impago de multa.............................. 461 7. PENAS PRIVATIVAS DE OTROS DERECHOS....................................................... 463 8. LA PENA DE MULTA.............................................................................................. 469 Lección 40 La aplicación de la pena 1. LA APLICACIÓN O DETERMINACIÓN DE LA PENA......................................... 473 2. REGLAS GENERALES............................................................................................ 474 2.1. Concreción legal de la pena.............................................................................. 475 2.2. Individualización judicial de la pena................................................................. 477 2.2.1. Proceso de concreción legal de la pena.................................................. 478 2.2.2. Individualización judicial: el arbitrio judicial......................................... 479 3. CÁLCULO DE LA PENA SUPERIOR E INFERIOR EN GRADO; Y CÁLCULO DE LA MITAD SUPERIOR E INFERIOR DENTRO DE UN MISMO MARCO........... 480 4. REGLAS ESPECIALES............................................................................................. 483 4.1. Penalidad del concurso de infracciones............................................................. 483 4.2. Concurso real o material.................................................................................. 485 4.3. Concurso ideal................................................................................................. 489 4.4. Concurso medial.............................................................................................. 491 4.5. Delito continuado y delito masa....................................................................... 493 4.5.1. Delito continuado (art. 74.1º CP).......................................................... 494 4.5.2. Delito masa (art. 74,2º CP).................................................................... 496 4.5.3. Bienes personalísimos............................................................................ 498

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Lección 41 La modificación de la pena: las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal 1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 499 2. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y FUNCIÓN.......................................................... 500 3. RÉGIMEN JURÍDICO: EFICACIA, INHERENCIA, ERROR Y COMUNICABILIDAD DE LAS CIRCUNSTANCIAS COMUNES....................................................... 501 3.1. Eficacia de las circunstancias............................................................................ 501 3.2. Ineficacia: inherencia........................................................................................ 509 3.3. Error sobre las circunstancias........................................................................... 509 3.4. Comunicabilidad de las circunstancias............................................................. 510 4. CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES........................................................................ 512 4.1. Eximentes incompletas..................................................................................... 512 4.2. Adicción........................................................................................................... 514 4.3. Estados pasionales............................................................................................ 514 4.4. Confesión......................................................................................................... 515 4.5. Reparación....................................................................................................... 516 4.6. Dilaciones indebidas......................................................................................... 517 4.7. Analógica......................................................................................................... 518 5. CIRCUNSTANCIAS AGRAVANTES........................................................................ 519 5.1. Alevosía........................................................................................................... 519 5.2. Abuso de superioridad y aprovechamiento de otras circunstancias................... 520 5.3. Precio............................................................................................................... 522 5.4. Motivos discriminatorios................................................................................. 522 5.5. Ensañamiento................................................................................................... 523 5.6. Abuso de confianza.......................................................................................... 524 5.7. Prevalencia del carácter público....................................................................... 524 5.8. Reincidencia..................................................................................................... 524 6. CIRCUNSTANCIA MIXTA...................................................................................... 526 Lección 42 La suspensión y sustitución de la pena 1. 2. 3. 4.

SUSPENSIÓN, SUSTITUCIÓN Y LIBERTAD CONDICIONAL.............................. 529 LA SUSPENSIÓN DE LA PENA.............................................................................. 530 LA SUSTITUCIÓN DE LA PENA COMO MODALIDAD DE SUSPENSIÓN.......... 537 LA LIBERTAD CONDICIONAL COMO MODALIDAD DE SUSPENSIÓN........... 541 Lección 43 La ejecución y extinción de la pena

1. 2. 3. 4. 5.

REGLAS GENERALES............................................................................................ 547 LA EJECUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD.............................. 547 LA EJECUCIÓN DE OTRAS PENAS....................................................................... 552 LA EXTINCIÓN DE LA PENA............................................................................... 553 LA CANCELACIÓN DE ANTECEDENTES PENALES........................................... 553

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Lección 44 Otras consecuencias jurídicas del delito 1. 2. 3. 4.

INTRODUCCIÓN................................................................................................... 557 LA RESPONSABILIDAD CIVIL............................................................................... 557 LAS COSTAS PROCESALES.................................................................................... 561 CONSECUENCIAS ACCESORIAS.......................................................................... 561

CUARTA PARTE Peligrosidad criminal y medidas de seguridad Lección 45 La peligrosidad criminal y medidas de seguridad 1. PELIGROSIDAD CRIMINAL.................................................................................. 567 2. MEDIDAS DE SEGURIDAD.................................................................................... 568 2.1. Concepto y fundamento................................................................................... 568 2.2. Principios......................................................................................................... 569 2.3. Ámbito de aplicación: sujetos destinatarios...................................................... 572 2.4. Clases de medidas de seguridad........................................................................ 574 2.4.1. Medidas privativas de libertad............................................................... 574 2.4.2. Medidas no privativas de libertad.......................................................... 575 2.5. Reglas de aplicación......................................................................................... 577 2.5.1. Ejecución............................................................................................... 577 2.5.2. Quebrantamiento de la medida de seguridad......................................... 578

QUINTA PARTE Derecho penal de menores Lección 46 Derecho Penal de Menores 1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 581 2. EL DERECHO PENAL DE MENORES ESPAÑOL................................................. 582 2.1. Presupuestos para la aplicación de las medidas................................................ 582 2.1.1. Menores de 14 años.............................................................................. 584 2.1.2. Mayores de 14 y menores de 18 años.................................................... 585 2.2. Principios y garantías fundamentales................................................................ 586 2.2.1. Principio de legalidad (arts. 1; 2; y 7 LORRPM)................................... 586 2.2.2. Principio de proporcionalidad o de prohibición de exceso..................... 586 2.2.3. Principios y garantías procesales............................................................ 588 2.3. Clases de medidas............................................................................................ 588 2.3.1. Medidas privativas de libertad............................................................... 589 2.3.2. Medidas no privativas de libertad o restrictivas de derechos.................. 590 2.4. Concepto, fundamento y naturaleza de las medidas......................................... 592 2.5. Reglas de aplicación de las medidas................................................................. 593

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2.5.1. Reglas generales.................................................................................... 593 2.5.2. Modificación y suspensión de las medidas............................................. 595 2.6. Ejecución de las medidas.................................................................................. 595 2.7. Reglas especiales para la ejecución de las medidas privativas de libertad.......... 596 2.8. Responsabilidad civil........................................................................................ 596 Bibliografía.................................................................................................................... 599

Prólogo a la primera edición El libro que tengo el honor de presentar, escrito por mis amigos y colegas Enrique Orts Berenguer y José Luis González Cussac, es una exposición sencilla —y, sin embargo, excelente— del Derecho Penal. Tiene, no obstante, un defecto: trata de aplicar la propuesta sistemática que formulé en los Fundamentos del Sistema Penal y lo hace, ciertamente, con esmero y audacia, yendo muchas veces más allá de lo que mis anotaciones al respecto decían y abordando problemas que en ellas no estaban ni siquiera apuntados. De ahí que el defecto del libro radique en haberse apoyado en propuesta tan vacía y débil como la que formulé; pero lo compensa ampliamente el vigoroso desarrollo de que ha sido objeto, gracias al cual se logra una sistemática “homologable” donde lo que había no era exactamente eso. Agradezco, pues, a los autores un trabajo que —estoy seguro— ha de ser de gran utilidad a sus destinatarios. Valencia, 2004

T. S. Vives Antón

Catedrático de Derecho Penal Universidad de Valencia

Nota a la 4ª edición Cuando se anuncian y avecinan al parecer cambios legislativos de entidad no se está en el mejor momento para sacar a la luz una nueva edición de este Compendio. Y sin embargo nos ha parecido necesario darla a la imprenta para introducir algunos retoques, actualizar varios pasajes y subsanar errores advertidos, por los autores y por amigos, como Emiliano Borja y José Antonio Ramos que generosamente se han tomado la molestia de anotarlos para nosotros. Los autores

Nota a la 5ª Edición Cuando en 2014 dimos a la imprenta la 4ª edición de este libro (inicialmente “un manualito para albañiles”, en expresión del Prof. Muñoz Conde, en la que no había la menor connotación peyorativa para dichos profesionales ni para los autores) concluíamos la exposición de la Parte General con esta, digamos, declaración de principios: “Nuestro propósito es continuar desarrollando y profundizando en la propuesta de VIVES ANTÓN, especialmente en la reconstrucción de la teoría jurídica del delito a partir de la Ley Fundamental, auténtica Parte General del Derecho Penal. En la próxima edición de esta obra pretendemos elaborar una estructura de la citada teoría desde los presupuestos que enunciamos esquemáticamente: – Principio del hecho: teoría de la acción – Principio de legalidad (y sus derivados): teoría de la norma – Principio de culpabilidad: ilicitud (dolo e imprudencia), reproche. – Principio de proporcionalidad: necesidad de pena”. En esas estábamos, más preocupados por explicar el Derecho penal positivo, el Código penal (CP) a la postre, a la luz del espíritu, del “núcleo duro” de los Fundamentos del Sistema Penal de VIVES ANTÓN, que en unos intentos de pergeñar una sistemática paralela a las existentes, rumiando al tiempo si se modificaría o no el CP y en qué medida, cuando nuestro legislador prácticamente nos ha pillado con el paso cambiado y sin tiempo para hacer otra cosa que una extensa e imprescindible actualización forzada por los cambios legislativos sobrevenidos. Unos cambios disparatados en conjunto, difíciles de comprender si se olvida en qué contexto se han producido, por qué y por quiénes, mediata o inmediatamente, aunque no de prever. El CP de 1995, mal que bien, mejor que peor, era acorde al modelo de convivencia instaurado en la Constitución de 1978 (CE) y respetuoso con sus proclamaciones de la libertad como valor superior (art. 1) y de la dignidad de la persona y de los derechos inviolables que le son inherentes (art. 10), y con los principios de legalidad, ofensividad, proporcionalidad, presunción de inocencia y humanidad de las penas. Desde su entrada en vigor el CP ha sufrido más de treinta reformas, la mayoría en no muy buena sintonía con las anteriores declaraciones y principios. No hay palabras para describir tamaño dislate. Un texto esencial de todo ordenamiento jurídico, la “Constitución negativa” se le ha llamado, trastocado cada dos por tres, en general para desmejorarlo. ¿Razones? Electoralistas las más de las veces: en las Cortes han abundado y abundan los parlamentarios que consideran rentable electoralmente satisfacer peticiones o exigencias de ciertos sectores

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ciudadanos, de instituciones empresariales, financieras o religiosas, de medios de comunicación, que, de una u otra forma, y por unas u otras razones, reclaman mano dura con la delincuencia en general o con la que más les preocupa o afecta en particular o tiene más tirón mediático y desvía más la atención. Presiones todas ellas en las que el leitmotiv recurrente ha sido la consecución de la seguridad, no de la jurídica, que por cierto casi siempre ha salido malparada de manos del legislador, y la consiguiente e interesada creencia en la eficacia del Derecho penal para establecerla y garantizarla, para acabar con la delincuencia en suma. Nunca el Derecho penal, el Derecho penal de país alguno, ni siquiera los que no merecían la denominación de Derecho (las legislaciones alemana nazi o soviética, v. gr.) lograron exterminar la delincuencia, más bien la incrementaron artificialmente al calificar como delitos hechos, actitudes, orígenes, disidencias… que nunca podrían serlo en un Estado de Derecho. Y aun así fracasaron en su empeño. Eliminaron a muchos “enemigos”, pero no a todos. Ni siquiera consiguieron hacer realidad lo que la comisaria Ninotchka contestó al periodista que la interrogaba sobre los procesos estalinistas de masas, tras asegurar que todo iba perfectamente: “En el futuro habrá menos rusos, pero mejores”. Las sucesivas reformas han estado por lo general orientadas a la ampliación del ámbito de lo punible y al endurecimiento de las penas, hasta desembocar en la implantación de la prisión permanente revisable en 2015, y no debemos olvidar que ya antes era posible la imposición de una privación de libertad de hasta cuarenta años. Aunque de rondón se ha colado algún retoque beneficioso para los amigos. Las ansias de seguridad inevitablemente comportan restricciones de la libertad, toda vez que de forma más o menos velada se las considera incompatibles. Principios y conceptos creados para limitar el poder punitivo han acabado siendo utilizados para ampliarlo y fortalecerlo. Si tradicionalmente se enarbolaba la proporcionalidad para subrayar el carácter fragmentario y subsidiario del Derecho penal, su condición de última ratio del ordenamiento jurídico, para que hubiera un equilibrio entre la gravedad del hecho y la de su sanción; si se insistía en la idea de bien jurídico para recortar la intervención penal, si in mente se veía la infracción penal como la lesión de un bien jurídico; son muchas las voces que se alzan (y se han alzado) para reclamar más Derecho penal, mayor rigor de los castigos, que ninguna conducta que parezca reprobable o peligrosa quede sin castigo, que se sancionen penalmente acciones tenidas por algunos como inmorales aunque no lesionen bien jurídico alguno o supongan, en el mejor de los casos, una mera preparación de un posible delito; que si se quiere seguridad debe limitarse la libertad; etc. ¿Cómo compatibilizar estas “ideas” con la libertad, la dignidad y la humanidad? Si realmente lo que se ansía a toda costa es esa seguridad material y se quiere ser consecuente debe pensarse en las ventajas de aclamar cuanto antes un Estado totalitario que es, sin duda, el que ofrece mayor seguridad a quienes lo

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defienden (salvo cuando se pelean entre ellos) y se encuentran cómodos en él; e incluso ofrece seguridad a los discrepantes, a los amantes de la libertad, pues casi les garantiza que tienen muchas posibilidades de dar con sus huesos en la cárcel. Con estos antecedentes no resulta grata ni fácil la tarea que acometemos. Hemos de exponer, explicar y comentar no pocos preceptos farragosos, técnicamente desaliñados, confusos y que no reflejan la concepción del hombre que subyace en la CE; unos preceptos que para mayor desconcierto no sintonizan bien con normas vigentes del CP, no sabemos si del CP de 1995 si del CP de 2015 o sencillamente de algo que ha dejado de ser un CP para convertirse en una mera Compilación de normas a menudo mal armonizadas entre sí. Así las cosas ¿tiene sentido hacer “dogmática” (valiente palabrita) y ordenar un poco el desaguisado? Lo vamos a intentar pensando en contribuir modestamente a que quienes tengan la gentiliza de leernos puedan comprender un poco mejor la llamada Parte General del Derecho penal. Los autores

Nota a la 6ª edición La sexta edición de esta obra responde a la preocupación de los autores por hacer más asequible la comprensión de una materia tan ardua como es la Parte General del Derecho Penal. Con este objetivo hemos introducido pequeños cambios sistemáticos y estructurales, hemos incorporado epígrafes que nos parecían necesarios, hemos actualizado la bibliografía y la jurisprudencia y retocado, y creemos que mejorado, algunos puntos y el conjunto del libro. Nuestro deseo es que el esfuerzo realizado resulte útil especialmente a los alumnos que utilicen este Compendio y a todo aquel que tenga a bien leerlo. Valencia, julio de 2016

Nota a la 7ª edición En los tiempos que corren, y no damos por sentado que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, el esfuerzo intelectual no tiene ni de lejos el reconocimiento que merece, se plasme en una novela, en una composición musical, en una película, o en un libro para estudiantes, como este modesto Compendio, … No es una queja por la, en general, escasa rentabilidad económica que proporciona —casi nunca finalidad última perseguida por quienes los producen—, sino más bien del nulo aprecio que, por las creaciones en los distintos ámbitos de la cultura y del arte, siente una buena parte de la población, que sin el menor empacho se “baja” toda clase de obras a través de internet o se graba películas o canciones, hace fotocopias y vende y compra libros de esta guisa, … Hasta el punto de preguntarnos ¿vale la pena escribirlos? Y si además nos desempeñamos en el mundo del Derecho penal ¿debemos atribuirnos alguna responsabilidad, cuando vemos en clase a alumnos manejando Manuales fotocopiados, alumnos que en cierto modo son “cooperadores necesarios” de los autores de un delito del art. 270 CP? Si alguien adquiere un bancal o un apartamento en uno de esos indescriptibles bloques que circundan nuestro sufrido Mediterráneo, sabe que lo heredarán sus hijos, sus nietos, etc., y nadie discute esa propiedad, todos encuentran lógico ese paso de ascendientes a descendientes “per in saecula saeculorum”. Y ¿cuál es el mérito de comprar el bancal o el apartamento? En cambio, el fruto de uno de los trabajos más nobles y más enriquecedores para el conjunto social es menospreciado, asaltado y pirateado sin escrúpulo alguno, y, en comparación, tiene una protección legal bastante exigua y de corta duración. A todo españolito le parece muy mal que otro se apropie o disfrute de una parcela o de un piso ajenos por las bravas, pero no que lo haga del quehacer científico, cinematográfico, musical, literario, etc., de otro. Tras estas consideraciones, un amable e inesperado lector quizás se interrogue por el sentido, y si lo tiene, de esta 7ª edición. Sólo podemos contestar que la hemos sacado adelante por una mezcla de ingenuidad, de sentimiento de responsabilidad hacia la Editorial y hacia los “leyentes con letura”, tanto estudiantes como profesionales del Derecho, y un punto de moral algo desmedida. Y en ella hemos proseguido desarrollando las ideas de VIVES ANTÓN, sin llevarlas a sus últimas consecuencias por cuanto supondrían una ruptura casi total con los planteamientos y construcciones de la doctrina más consolidada, y pedagógicamente podrían ocasionar dificultades a los alumnos que nos eligen para iniciarse en el aprendizaje de la Parte General del Derecho penal por varias razones. a) Porque su comprensión no es sencilla, como no lo es la de los “Fundamentos del sistema penal”, claro que tampoco son fácilmente asequibles para el común de los mortales los filósofos que los han inspirado, Wittgenstein y Habermas sobre todo, ni lo es Kant, ni Russell, ni…, y nadie, que no sea un ignorante, cuestiona la importancia capital de los mismos.

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Nota a la 7ª edición

b) Porque hay conceptos y categorías muy asentados, que se aceptan y comparten por la mayoría de los penalistas, de difícil encaje en la concepción de VIVES, y de difícil deconstrucción, y que acaso no deban echarse por la borda de forma precipitada sin explicar muy bien todos los cambios que creemos preciso introducir, y que todavía no tenemos suficientemente delimitados. c) Porque la jurisprudencia, con titubeos, se hace eco de las doctrinas más extendidas, muchas de las cuales aquí se critican, como es el caso de la teoría de la imputación objetiva, toda vez que carece de confines. Y un giro brusco en el texto podría confundir a los estudiantes al contrastarlo con las sentencias que se comentan en clase o que ellos consultan. c) Por último, a título de ejemplo, pensemos solamente en un concepto que se repite hasta la saciedad al definir el Derecho penal, la norma penal, las funciones de uno y otra, los principios de proporcionalidad y ofensividad, etc., como es el de bien jurídico. Cuando éste deja de contemplarse como un objeto, cuando no se le remite a una imagen tan vaga como la de valor, cuando se analiza un delito tan socorrido como el de homicidio y se indaga sobre su bien jurídico protegido, de inmediato vienen a la mente no pocos “valores”, y otro tanto sucede con delitos como los de violación o contra la seguridad vial. ¿Por qué elegimos un valor y olvidamos el resto? Eso sin contar con el enorme problema de englobar en un único concepto bienes-valores tan dispares como los protegidos en el homicidio, las falsedades documentales, los delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico, contra la Administración de Justicia, contra la Constitución, etc. Por ello, preferimos concebir el bien jurídico procedimentalmente, como el conjunto de argumentos y razones que legitiman y justifican constitucionalmente la intervención del Derecho penal y el castigo que comporta. Como de inmediato se advierte, este modo de entender el bien jurídico obliga a replantearse categorías tan afianzadas como la del sujeto pasivo, la distinción entre delitos de peligro y delitos de lesión, … Y otro tanto habría que decir de más temas, como sucede con el relativo al error, muy recientemente tratado por un buen amigo, Carlos Martínez-Pérez Buján, al que tampoco hemos podido prestarle la atención debida. Esperamos hacerlo en una próxima edición, luego de profusas y peliagudas cavilaciones, con la consiguiente reformulación de los contenidos de no pocas lecciones. De momento, nos conformamos con ofrecer a nuestros lectores una versión actualizada de esta obra, con múltiples correcciones y bastantes añadidos —que hemos de agradecer, en buena medida, a Consuelo Marimón y a Inma Valeije— con la pretensión de mantenerla viva y útil. Valencia, julio de 2017 Los autores

Abreviaturas ADPCP Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales AAN Auto Audiencia Nacional AAP Auto Audiencia Provincial AJ Actualidad Jurídica AJA Actualidad Jurídica Aranzadi AP Actualidad Penal Art. Artículo ATC Auto TC ATS Auto Tribunal Supremo ATSJ Auto Tribunal Superior de Justicia BIMJ Boletín de Información del Ministerio de Justicia BOE Boletín Oficial del Estado Cap. Capítulo CC Código civil CDJ Cuadernos de Derecho Judicial CE Constitución Española de 1978 CEE Comunidad Económica Europea CEDH Convenio Europeo de Derechos Humanos CJ. Cuadernos Jurídicos CP Código penal CPC Cuadernos de Política Criminal CPM Código Penal militar DJ Documentación Jurídica DRAE Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española Ed. Edición EDJ Estudios de Derecho Judicial EPC Estudios Penales y Criminológicos FJ Fundamento Jurídico JD Jueces para la Democracia LEC Ley de Enjuiciamiento Civil LECrim. Ley de Enjuiciamiento Criminal LEP Ley de Extradición Pasiva LGT Ley General Tributaria LO Ley Orgánica LODP Ley Orgánica del Defensor del Pueblo LOGP Ley Orgánica General Penitenciaria LOPJ Ley Orgánica del Poder Judicial LOREG Ley Orgánica del Régimen Electoral general LORRPM Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores LOTC Ley Orgánica del TC LOTJ Ley Orgánica del Tribunal del Jurado LPPNA Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea NEJ Nueva Enciclopedia Jurídica. Seix ONU Organización de las Naciones Unidas PANCP Propuesta de Anteproyecto de Nuevo Código Penal de 1983 PE Parte Especial PG Parte General

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Abreviaturas

PJ Poder Judicial PLOCP Proyecto de Ley Orgánica de Código Penal de 1980 RCP Revista de Ciencias Penales RD Real Decreto RDCir. Revista de Derecho de la Circulación RDGH Revista de Derecho y Genoma Humano RDPb Revista de Derecho Público RDPC Revista de Derecho Penal y Criminología RDPP Revista de Derecho Penal y Procesal RECPC Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología REDM Revista Española de Derecho Militar REPEN Revista de Estudios Penales REP Revista de Derecho Penitenciario RFDUC Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid RGD Revista General del Derecho RGDP Revista General de Derecho Penal RGLJ Revista General de Legislación y Jurisprudencia RJCat. Revista Jurídica de Cataluña RMF Revista del Ministerio Fiscal RP Reglamento Penitenciario RPJ Revista del Poder Judicial SAN Sentencia Audiencia Nacional SAP Sentencia Audiencia Provincial STC Sentencia del TC STEDH Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos STS Sentencia del Tribunal Supremo STSJ Sentencia del Tribunal Superior de Justicia Tít. Título Tm. Tomo Vol. Volumen VV.AA. Varios autores UE Unión Europea

Nociones básicas previas Antes de iniciar la exposición y el estudio del Derecho penal nos ha parecido conveniente explicar, de forma muy elemental, el significado de términos y expresiones usados habitualmente en toda obra jurídica, términos y expresiones tales como ordenamiento jurídico, ley, precepto, norma, derecho positivo, etc., cuyo sentido puede no ser bien comprendido por quien nunca ha estudiado Derecho, lo ha estudiado de forma ocasional o ha comenzado a estudiarlo. Y no podemos dejar de advertir de las dificultades y riesgos que semejante empresa comporta, pues empeñarse en la búsqueda de nociones muy claras y sencillas de conceptos complejos lleva aparejado el peligro de caer en simplificaciones, cuando no directamente en el error. Así pues, las definiciones que siguen a continuación, se proponen con pretensiones sobre todo didácticas y, por ello, deben ser tomadas como descripciones (razonablemente) aproximadas del término definido y no como conceptos cerrados y acabados. Como primer paso, en esta tarea cabe recurrir a un símil bastante común: el Derecho comparado a un árbol de varias ramas; con arreglo al cual, el Derecho sería el árbol y cada rama una de sus partes integrantes: una, el Derecho civil; otra, el Derecho mercantil; otra, el Derecho penal; otra, el Derecho administrativo; etc., que, a su vez, pueden tener no pocas ramificaciones. Con este ejemplo se persigue poner de relieve que el Derecho es uno, un todo, por más que conste de múltiples componentes, entre los cuales debe reinar la armonía, al punto al menos de que aquel comportamiento que resulte conforme a Derecho en un sector de éste no sea tenido por antijurídico en otro. Veamos ahora algunas definiciones: Derecho: este término tiene diferentes acepciones. Unas veces se emplea para designar al conjunto de normas y principios creados o reconocidos y aceptados por el Estado, por los que se rigen las relaciones humanas; otras, su significación depende del adjetivo que lo acompaña: Derecho positivo, Derecho civil, derecho subjetivo, etc. Derecho positivo: equivale a derecho vigente en el momento en el que o del que se habla. Es el derecho creado o asumido por el poder político (el CP y la costumbre, por ejemplo). Puede utilizarse para designar a todo el Derecho o en referencia a una de sus partes (el Derecho penal, el Derecho mercantil…). Derecho objetivo: conjunto de normas jurídicas en vigor, mediante el cual se regula un determinado sector de las relaciones sociales en una comunidad. Generalmente, cuando se habla de Derecho a secas se está hablando de Derecho objetivo. En buena medida, su significación viene a coincidir con la de Derecho positivo, pero sirve para destacar la faceta de ordenación general del Derecho, como suma

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Nociones básicas previas

de las normas dirigidas a todos los ciudadanos, frente a la subjetiva a la que nos referimos a continuación. Derecho subjetivo: facultad de actuar o de exigir algo frente a los demás, que es reconocida por el derecho objetivo a la persona que se encuentra en determinada situación o en la que se dan determinadas circunstancias (por ejemplo, las derivadas del derecho de propiedad). Derecho sustantivo y Derecho adjetivo: en relación con el Derecho penal, aunque no sólo, se acostumbra a distinguir el Derecho penal sustantivo, referido a las normas que sobre todo establecen delitos y penas, del Derecho penal adjetivo, referido a las normas procesales, a las contenidas en la LECrim especialmente. Ordenamiento jurídico: la totalidad de las normas jurídicas que rigen en un Estado. Puede usarse como equivalente a Derecho o a Derecho positivo, cuando con estas expresiones se quiere aludir a aquella totalidad. Antijurídico: contrario a Derecho. Norma jurídica: regla creada o reconocida por el Estado, a través de la cual se señala cómo puede y debe actuarse en una determinada situación, cómo no debe actuarse, cómo deben ser las relaciones entre las personas en distintos sectores de la vida social, cómo deben hacerse las cosas, y qué consecuencias se siguen de su incumplimiento. Así, hay normas que regulan el matrimonio, la compraventa, la circulación de vehículos a motor, el procedimiento administrativo, etc. Se trata, por tanto, de reglas que se ocupan únicamente de encauzar comportamientos externos de las personas, no de todos, y sólo en la medida en que pueden afectar o interferir la libertad o los derechos ajenos o los intereses generales. A veces la palabra “norma” se utiliza para designar varias normas agrupadas en un mismo texto (por ejemplo, se dice que la CE, que contiene un considerable número de normas, es la norma suprema del ordenamiento jurídico español). Las normas jurídicas pueden ser creadas por los parlamentos, por el poder ejecutivo, por las administraciones públicas, por el uso reiterado, y adoptar, en consecuencia, diferentes formas; de las cuales aquí aludiremos sólo a las leyes y a los reglamentos (normas escritas dictadas por las Administraciones Públicas): – las normas tienen forma de ley, cuando provienen del Parlamento —de las Cortes Generales o de los Parlamentos autonómicos, en el caso español—, y expresan su voluntad y son aprobadas con todas las formalidades requeridas; pueden ser ordinarias y orgánicas —en el caso de las procedentes del Parlamento nacional—, caracterizándose estas segundas, entre otras cosas, por afectar al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas y por necesitar para su aprobación de la mayoría absoluta del Congreso (art. 81. CE); razones por las cuales las normas penales se alojan

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en leyes orgánicas: así el CP, en el que se encuentra el mayor número de normas penales, se denomina Ley orgánica 10/1995 del Código penal; y cuando quiere modificarse el CP ha de hacerse a través de una L.O. como la 1 y la 2/2015 por las que se modificaron no pocos artículos del mismo. – forma de decreto-ley y decreto legislativo, que tienen el mismo rango formal que la ley, pero provienen del gobierno, que los dicta, respectivamente, por razones de extraordinaria y urgente necesidad o por autorización de las Cortes (arts. 85 y 86 CE); – de decreto, especialmente, cuando provienen de los gobiernos central o autonómicos (aunque también los Ayuntamientos dictan disposiciones a las que denominan decretos); – de órdenes cuando proceden de las Comisiones delegadas del gobierno o de los ministros, por ejemplo; – y para disposiciones de otras autoridades: de bandos de una Corporación municipal; de circulares emanadas por la superioridad y dejan sentir su eficacia básicamente en el ámbito de un ministerio u otro organismo, público; etc. Como es lógico, la forma bajo la que se presenta una norma le confiere un rango mayor o menor; extremo decisivo para resolver posibles conflictos entre normas de diferente rango, de acuerdo con el art. 9.3 CE; de modo que si en una ley y en un decreto se dicen cosas opuestas debe prevalecer lo dicho en la ley, que jerárquicamente está por encima de los decretos. Por consiguiente, no deben confundirse las normas con las disposiciones que las contienen. La ley, el decreto ley, el decreto, etc., son la forma, el ropaje, bajo el que aparece una norma. La norma es la regla, que indica cómo debe procederse y qué consecuencias se derivan de no hacerlo: la Ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial, es una ley porque aparece bajo tal apariencia, reúne las formalidades exigidas y ha emanado de las Cortes; y en dicha ley hay numerosas normas que señalan que se ha de circular por la derecha y adelantar por la izquierda, que no se puede estacionar en determinados lugares, ni rebasar ciertos límites de velocidad…; y sancionan a quienes las infringen. Característica común de toda norma jurídica es la posibilidad de imponer su cumplimiento, incluso mediante la fuerza ejercitada legítimamente por la autoridad competente. Precepto es una norma positivizada, escrita: el art. 138 del CP es un precepto en el que se contiene una norma, mediante la cual se castiga a quien mata a otro. Aunque también se habla de preceptos morales, religiosos. Como puede apreciarse, la utilización que se hace en general de los términos definidos no es muy depurada, y habitualmente se emplean muchos de ellos como

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sinónimos de otros, a menudo para evitar repeticiones cacofónicas: por ejemplo, ley, norma, precepto, son voces usadas con frecuencia de forma indistinta. Conviene tener presente esta evidencia para evitar confusiones, y procurar en todo momento saber qué sentido se está asignando a una palabra.

Introducción Los autores de este libro se propusieron en su día, y siguen proponiéndoselo, ofrecer a quienes se inician en el estudio del Derecho penal una exposición de la Parte General del mismo concisa, sencilla, comprensible y solvente a la par; una exposición que cumpla dos objetivos: que pueda ser seguida sin excesiva dificultad casi por cualquier persona con una mínima formación, de una parte, y que proporcione un nivel de conocimiento de la disciplina elemental, pero riguroso, de otra. Se ha hecho, pues, con la pretensión de que sirva como punto de partida y complemento del aprendizaje; razón por la cual, aun cuando, por lo general, nos pronunciamos sobre casi todas las cuestiones problemáticas, algunas las dejamos intencionadamente abiertas, para fomentar las actitudes críticas y la participación de los alumnos en el desarrollo del curso, y, en el fondo, con ánimo de transmitirles cuán lejos resulta alcanzar la unanimidad en el ámbito del Derecho penal. Está, pensado, por tanto, especialmente para estudiantes de Derecho, de Criminología, de Ciencias de la Seguridad, tanto del ámbito público como del privado, pero también para que pueda resultar de utilidad a profesionales de las referidas ramas. De entrada, hemos creído muy oportuno explicar con brevedad y a grandes rasgos el orden en que vamos a proceder en el estudio del Derecho penal; un orden no muy distinto del seguido en cualquier manual al uso, aunque sí con alguna significativa diferencia, y las razones por las que lo hemos elegido. En concreto, hemos optado, conscientes de su dificultad, por seguir los presupuestos, la sistemática y los conceptos expuestos o sugeridos por T. S. Vives Antón, en una de las obras más originales e importantes, escrita por un penalista, no sólo español, en los últimos decenios: sus Fundamentos del sistema penal, (1ª edición,1996; 2ª edición 2010), desarrollados en trabajos posteriores del propio autor, en particular en la segunda edición de sus Fundamentos, considerablemente ampliada, y que ha sido objeto de la atención de penalistas como Francisco Muñoz Conde, Carlos Martínez-Buján Pérez, José Antonio Ramos Vázquez, Emiliano Borja Jiménez, Elena Górriz Royo, Paulo César Busato, Juan Carlos Carbonell Mateu, María Luisa Cuerda Arnau, y en las diferentes ediciones de esta obra (2004, 2008, 2010, 2014, 2015). La solidez de la base filosófica del pensamiento Vives Antón, unida a sus conocimientos jurídicos enciclopédicos, a su profunda preocupación por vivificar y robustecer las garantías del ciudadano frente al “ius puniendi” del Estado, y a su convencimiento de que toda construcción doctrinal tiene como función la crítica, la mejora y el perfeccionamiento interpretativo y aplicativo del derecho positivo, especialmente del propio, junto al rigor y profundidad con que está construida la obra, y la convicción de que es un instrumento óptimo para afrontar el conocimiento y la comprensión del Derecho penal, son las razones esenciales que nos han llevado a adoptarla como pilar de estas lecciones. Y también hemos

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Introducción

pensado en que era una oportunidad, aunque modesta, para contribuir al desarrollo y al debate técnico sobre esta nueva propuesta de aproximación al estudio del Derecho penal. Estudio que se divide, claramente, desde antiguo, en dos partes: la Parte General y la Parte Especial. En la Parte General, que es por donde ha de empezarse el aprendizaje del Derecho penal, se ubican los conceptos básicos y genéricos, conceptos instrumentales que han de comprenderse e interrelacionarse bien antes de abordar el análisis de las infracciones en particular, pues en aquéllos se encierra —o, al menos, intenta encerrarse— todo lo que éstas tienen en común o planea sobre ellas y hace posible su comprensión. Y es, justamente, al afrontar el estudio de los delitos en particular cuando se constata la solidez o endeblez de las construcciones de la Parte general. Teniendo muy presente estas ideas: – los conceptos que vamos a ir desentrañando están, casi en su totalidad, entrelazados entre sí, particularmente los relativos a la norma penal y a las categorías del delito (de la acción, en particular). De tal manera que la concepción que se sustente de la primera condiciona inexorablemente la inteligencia de las segundas; y, sobre todo, – la Constitución, los principios constitucionales de forma singular, se proyectan sobre todo el Derecho penal y, en consecuencia, han de ser el referente imprescindible que cualquier penalista ha de tener como libro de cabecera en el desempeño de su tarea, tarea que no es otra que la de procurar una mejor comprensión y explicación del Derecho positivo, para lograr una más ajustada aplicación de éste. Desde estas premisas, hemos divido el estudio de la Parte General en cinco bloques: El primero está dedicado a los fundamentos del Derecho penal, su concepto y su sistema de fuentes, en el que nos centramos, especialmente, en el análisis de los principios constitucionales del Derecho penal, de los límites espaciales de éste y de la interpretación de la ley. El segundo trata de la teoría jurídica del delito y consta de varias partes: A) Presupuestos y estructura de la teoría del delito. B) Fundamentos de la responsabilidad criminal. C) Supuestos de exclusión de la responsabilidad criminal. En el tercero nos ocupamos de la teoría de las consecuencias jurídicas del delito, de la pena y de las otras consecuencias jurídicas. En el cuarto, de la peligrosidad criminal y de las medidas de seguridad; y en el quinto, del Derecho penal de menores. El tratamiento de cada uno de los bloques reseñados se ha abordado a partir de los planteamientos de Vives Antón —a quien nunca agradeceremos suficientemente su magisterio—, preocupados, a partes iguales, por seguir su insistente

Introducción

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consejo de tomar muy en serio que la verdadera Parte General del Derecho Penal reside en la Constitución, en sus principios; en que nuestra tarea no debe consistir en rendir pleitesía ciega a la doctrina, a la dogmática, ni contribuir a darle más importancia de la que tiene, como si constituyera un fin en sí misma y no como simple instrumento que es para la mejor comprensión y aplicación del derecho positivo, con sujeción a los dictados constitucionales. No sabemos a ciencia cierta si hemos logrado nuestros propósitos, pero, desde luego, nos hemos aplicado a ello y lo hemos intentado, con el deseo de no incurrir en nuestro trabajo como juristas en lo que los franceses denominan disquisiciones “des enculeurs de mouches”, en teorizar por teorizar, en procurar por todos los medios adaptar el Derecho a teorías, mejor o peor fundadas, casi siempre importadas, para concluir con una crítica del Derecho positivo nacional, por no avenirse y amoldarse a tal o cual construcción, inicialmente concebida para resolver un problema y que puede terminar desembocando en una desmedida aspiración a resolverlo todo. Nosotros nos conformamos con contribuir, modestamente, a hacer un poco más inteligibles las normas penales a quienes tengan la amabilidad de leernos.

PRIMERA PARTE

FUNDAMENTOS DEL DERECHO PENAL: CONCEPTO, PRINCIPIOS Y SISTEMA DE FUENTES

Lección 1

Definición, función y naturaleza del Derecho Penal 1. DEFINICIÓN DE DERECHO PENAL Es usual comenzar el estudio de una rama del ordenamiento jurídico definiéndola, y raro, lograr una definición intachable, entre otras cosas, porque no hay definiciones completas y perfectas. Como máximo, podemos aspirar a realizar una descripción bastante completa y razonable de nuestro objeto de estudio, o, por mejor decir, de su contenido esencial —y aun de este, a grandes trazos—, con la finalidad de orientar al lector sobre qué es con lo que va a encontrarse. En una primera aproximación, necesaria pero trivial, advertimos que lo que se conoce generalmente como Derecho penal (deberíamos añadir, sustantivo y objetivo) es un conjunto de normas; unas normas que se encuentran en el CP y en la llamada legislación penal especial o complementaria (vid. Lección 4); y esta primera aproximación nos permite acotar, en gran medida, el campo que pretendemos definir. Dicho esto, debe tenerse en cuenta que la expresión Derecho penal se utiliza con frecuencia en tres sentidos distintos: – para designar al Derecho penal sustantivo objetivo; esto es: para designar al conjunto de normas jurídicas al que enseguida aludiremos, al definir el Derecho penal; – para designar al Derecho penal subjetivo, a la potestad de castigar derivada de las anteriores normas, que corresponde de manera casi exclusiva al Estado; potestad a la que nos referiremos desde ahora como “ius puniendi”; – para denominar a la rama del saber que se ocupa del estudio del Derecho penal sustantivo que, para los más, es una Ciencia, y para los menos, entre los que nos encontramos, un conjunto de doctrinas y teorías, fruto de la especulación, vinculadas generalmente a una corriente filosófica, no siempre bien comprendida, ni la de mayor consistencia o la más adecuada para alcanzar la mejor inteligencia posible del objeto estudiado; unas doctrinas que no siempre se construyen sobre la base de los derechos constitucionales ni del Derecho positivo nacional. Una “Ciencia” que, en manos de algunos estudiosos, se convierte en un fin en sí misma y deja de ser un instrumento para el logro de una más adecuada comprensión y una más ajustada aplicación del Derecho penal objetivo y sustantivo, y para la crítica y mejora de éste, únicos objetivos que justifican una construcción doctrinal en el ámbito del Derecho.

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Ahora bien, como enseguida habrá ocasión de ver, nos ocuparemos no sólo del CP y de algunas leyes penales especiales, sino también e inevitablemente de la CE y de otras leyes, como la LOPJ, que no están propiamente integradas en el Derecho penal. Pero, en todo caso, nos ocuparemos de normas, de normas jurídicas, pues eso es lo que contienen los textos referenciados. Y si las analizamos no nos resultará difícil observar que en la mayoría de ellas se castigan ciertos hechos (delitos) con una pena o se prevén para ellos, bajo determinadas circunstancias, medidas de seguridad. Pero, no todas las normas penales responden a este esquema (delito/pena o medida de seguridad), porque las hay que definen algo (vid. los art. 24, 25, 26, 28 CP, por ejemplo), las hay que conceden autorizaciones (art. 20 CP), las hay que establecen reglas para la aplicación de otras (arts. 61 y siguientes CP), las hay que confieren garantías al ciudadano (arts. 1 y siguientes CP), etc. De ahí la dificultad de conseguir una definición que abarque el complejo contenido del Derecho penal (y ello sin aludir siquiera al Derecho penal adjetivo o procesal). Pero, a pesar de todo, si nos paramos un poco a pensar, apreciamos que todo el vasto y complejo entramado de normas que conforman el Derecho penal, está concebido y orientado a una finalidad última y común: el castigo de determinados hechos, a fin de que no se cometan, para proteger unos específicos bienes jurídicos, unos valores reputados esenciales. Pues todas las normas que no tipifican hechos ni los castigan sólo operan a partir de la existencia de un hecho con caracteres de delito, para hacer posible que sea castigado en su caso (o para que no lo sea). Nos planteamos si determinado objeto es un documento o no lo es (art. 26) cuando hay indicios de la comisión de una falsedad documental (art. 390); si procede apreciar legítima defensa (art. 20.4º), cuando alguien ha causado la muerte de otra persona, por ejemplo (art. 138); si hay error (art. 14) cuando se cree que alguien ha realizado un hecho delictivo; etc.

De todo ello podemos deducir que el Derecho penal (objetivo y sustantivo) es una parte del ordenamiento jurídico, formado por las normas jurídicas reguladoras del poder punitivo del Estado (“ius puniendi”) en las que, mayormente, a fin de tutelar bienes jurídicos, se definen delitos para los cuales se establecen penas y medidas de seguridad.

Es fácil observar que en la noción propuesta se incluyen varios elementos: norma jurídica, “ius puniendi”, delito, bien jurídico, pena, medida de seguridad. Todos los cuales van a ser estudiados en esta y en posteriores lecciones, con arreglo a la sistemática indicada en la Introducción de esta obra.

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2. NATURALEZA DEL DERECHO PENAL Por obvio que resulte, no está de más subrayar que el Derecho penal es ante todo Derecho, es una parte del ordenamiento jurídico, como ha quedado dicho en la definición propuesta en el epígrafe anterior; y está integrado, por lo tanto, por normas jurídicas, normas de Derecho positivo. Y como también se ha apuntado, se ocupa de hechos que afectan a la libertad y a los derechos de los demás, a la coexistencia en suma, no de intenciones o comportamientos contrarios a la moral o a las buenas costumbres. En tercer lugar, el Derecho penal es Derecho público. Por debatida que resulte la distinción Derecho público-Derecho privado, es innegable que el “ius puniendi” compete al Estado y da lugar a una relación asimétrica con los ciudadanos. Por último, aunque más adelante se hablará del carácter subsidiario y fragmentario del Derecho penal (Lección 10), ello no significa que carezca de autonomía y sea un mero apéndice de otras ramas del Derecho. El Derecho penal fija sus propios presupuestos, establece qué hechos son relevantes para él, así como las consecuencias que para los mismos deben derivarse.

3. EL IUS PUNIENDI El “ius puniendi” (también llamado Derecho penal subjetivo) arranca de la CE, y deriva de manera más específica del Derecho penal (objetivo), en cuyas normas se prevén sanciones, penas y medidas de seguridad, para quienes incurren en los diferentes comportamientos descritos en las mismas. Es, por tanto, la potestad de imponer penas y medidas de seguridad a los infractores de las normas penales que las establecen.

Y esa potestad de imponer las referidas sanciones corresponde a unos órganos del Estado, a los tribunales de justicia, que son los titulares de ese poder punitivo. Es, por consiguiente, un poder instaurado y regulado por el Derecho y, como tal, sometido a los principios constitucionales que estudiaremos en Lecciones sucesivas. Podríamos, además, matizar que el “ius puniendi” lo ostenta el Estado por partida doble, o mejor triple: primero, porque a él corresponde, en sede legislativa, establecer los comportamientos prohibidos y asignarles la pena o la medida correspondiente; segundo, porque otro de sus poderes, el judicial, es el encargado de la subsunción de hechos humanos en las normas penales y la consiguiente traslación de las consecuencias dispuestas en las mismas a quienes las infringen; y tercero, porque el poder ejecutivo es, en buena medida, el encargado de la investigación de los delitos y de hacer efectivo el cumplimiento de las penas impuestas, de las privativas de libertad en especial.

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4. LA NORMA PENAL Hemos repetido que el Derecho penal está integrado por normas jurídicas (no por normas morales, religiosas o de otra índole). Y las normas jurídicas tratan, directa o indirectamente, de hechos externos, no de los pensamientos o deseos no aflorados al exterior, porque el Derecho en general “es un orden de coexistencia humana y no un sistema de salvación personal o un camino de perfección”; esto es, el Derecho tiene por finalidad lograr la convivencia pacífica y ordenada de los miembros de la comunidad en que rige; convivencia que sólo se ve afectada por conductas exteriorizadas —activas u omisivas, con resultas en la esfera de los derechos ajenos—, no por actitudes internas, y, naturalmente, no por todas las conductas exteriorizadas. Por tanto, las normas penales se ocupan, directa o indirectamente, de ciertos hechos integrados principalmente por conductas, aunque sólo de los que, se estima, atentan de manera más grave a la tranquila convivencia de los ciudadanos, por atacar a los bienes socialmente tenidos por más valiosos (como los de matar, robar o violar, v. gr., que lesionan la vida, el patrimonio y la libertad sexual, respectivamente); es decir, de aquellos comportamientos a los que el legislador, haciéndose eco del sentir general, asigna un significado delictivo, sin el cual serían penalmente irrelevantes. Hablamos de hechos, comprensivos de conducta y resultado, cuando éste se requiere, porque como se verá más adelante, a menudo la sola conducta puede carecer de importancia para el Derecho penal: la acción de disparar un arma de fuego, en principio, nada significa para el Derecho penal; significa cuando va seguida de un resultado, como la muerte de una persona. En tanto en no pocas infracciones no se precisa de resultado alguno, bastando con la sola realización de la conducta prohibida (unas injurias o unos abusos deshonestos por ejemplo). Y los hechos con significación penal, además de la conducta y del resultado en su caso, necesitan la concurrencia de ciertas condiciones, como veremos en las Lecciones 16 y ss.

Los delitos carecen de existencia fuera del ámbito normativo. Los delitos no existen en la misma forma en que existen los árboles, las montañas o las gaviotas. Con la denominación “delito” los hombres han calificado una serie de conductas muy dispares entre sí (aunque no las mismas en todas las comunidades ni en todas las épocas), incluyéndolas en normas; de tal manera que sin esa calificación y su incorporación a una norma los hechos que tenemos por delitos, como los de privar a otro de su vida o de su cartera, no pasarían de ser acciones humanas sin significación jurídica, como no la tienen teñirse el pelo de verde o usar pantalones cortos. Por otra parte, la acción conceptuada como delictiva hoy puede no ser considerada así en el futuro, mientras que algunas que hoy son ignoradas por el Derecho penal pueden adquirir la condición de delito en el futuro —la entrada en vigor del actual CP supuso, entre otras cosas, la supresión de varios delitos y la aparición de otros antes inexistentes, como los delitos societarios—, y la castigada

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en un país puede no estarlo en otro, como sucede con el adulterio, que estuvo tipificado como delito en España hasta el año 1978. En consecuencia, los hombres, a través de sus órganos representativos —de sus Parlamentos, Asambleas, Congresos, Senados, Cortes—, pueden generar nuevos delitos y eliminar otros. Para instituir un delito en una determinada sociedad basta, en principio, con que el órgano competente para ello —el poder legislativo, se llame como se llame el cuerpo que lo ejerza, en los sistemas democráticos—, de acuerdo con el procedimiento establecido (en los arts. 81 y ss. CE, en el caso español), así lo decida. Entonces dicho órgano no estará si no atribuyendo un sentido a la conducta criminalizada en una norma: esa conducta que hasta ese momento carecía de relevancia penal pasa, desde ese instante, a tener la consideración de delito, a tener un significado en el mundo jurídico. El legislador la ha dotado de un sentido que no poseía. Consiguientemente, el delito no goza de existencia autónoma, de realidad propia, no es un producto natural, sino artificial y cambiante, fruto de la creación del hombre, plasmado en una norma. Es verdad que en casi todas las épocas y en casi todas las culturas conocidas se ha coincidido en castigar una serie de comportamientos, como el consistente en causar la muerte de otro —salvo cuando ese otro es un enemigo en tiempo de guerra o un condenado a la pena capital, allí donde se ejecute, o cuando se mata en legítima defensa—, en robar, en violar, etc., pero no es menos cierto que hay muchos comportamientos criminalizados en las legislaciones de algunos países que son desconocidos en las de otros (en la actualidad, sin ir más lejos, son muchos los ordenamientos jurídicos en los que no se reprimen determinadas prácticas informáticas penadas en las naciones más desarrolladas), y que cualquier conducta castigada hoy, por muy grave que nos parezca, puede dejar de estarlo en el futuro (quienes sean aficionados a la ciencia-ficción pueden encontrar en muchas de las obras de autores como Bradbury, Clarke, Lovecraft, Assimov, Dick, etc., ejemplos sobrados de cómo podría ser un mundo futuro y de las clases de normas que podrían regir en él, como pueden encontrarse en las de Huxley y Orwell).

Pero, el legislador no puede legislar arbitrariamente, y, por lo que hace al Derecho penal, no puede crear delitos a su antojo, no puede elevar a la categoría de delito a cualquier clase de acción, carente de carga ofensiva, que no atente contra la libertad ni los valores más importantes de la comunidad, porque el Derecho no se levanta sobre el vacío ni porque sí. El “Derecho positivo comporta referencias a una legitimidad externa a él, que contantemente lo integra, y sobre la que se apoya su evolución” (Vives); el Derecho nace anclado al complejo entramado de valores e intereses que bullen en una sociedad y subyacen al pacto social; y el Derecho, desde luego, es tributario de los mismos, y cuando se aparta de ellos y los contradice deja de ser Derecho para convertirse en otra cosa. Pues bien, volviendo a la norma penal, para mejor entenderla, vamos a ocuparnos de su estructura y su función.

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4.1. Estructura de la norma penal La norma penal —podríamos decir, las normas en general— consta de un presupuesto (al que unos llaman precepto; otros, norma primaria) y una consecuencia (también llamada sanción o norma secundaria); y está estructurada de tal forma que cuando tiene lugar el primero debe seguirse la segunda. Así, cuando alguien comete un robo con violencia debe ser castigado, en principio, con pena de prisión de dos a cinco años. Cometer el robo con violencia es el presupuesto de la norma del art. 242.1º; la imposición de la pena de prisión, la consecuencia. Se insiste en la idea de que la consecuencia debe seguir al presupuesto, por cuanto en las normas se dice lo que debe hacerse, pero no se asegura que se vaya a hacer siempre: se dice que quien mata a otro debe ser castigado con pena de prisión de diez a quince años, no que todo el que mate a otro vaya a ser castigado, pues no lo será si no se le localiza ni se aportan pruebas que lo incriminen (ni tampoco si mata en legítima defensa…).

Cuando una norma presenta claramente esa estructura (presupuesto-consecuencia) se la denomina norma penal completa, e incompleta en otro caso. En realidad, todas las normas penales presentan la referida estructura y en este sentido, se dice, son completas; sin embargo, algunas parecen no tenerla: son las llamadas normas penales incompletas. Y se denominan normas penales incompletas a aquellas en las que no se recoge expresamente el presupuesto (norma primaria) o la consecuencia (norma secundaria). Ejemplos de normas penales incompletas los tenemos en los arts. 205, 237, 238 ó 252, 1º CP, en los que se halla consignado el presupuesto, pero no la consecuencia, que ha de buscarse en otros preceptos.

En puridad, todas las normas penales poseen el presupuesto y la consecuencia, de forma más o menos evidente, porque hasta en las normas en las que hay sólo un concepto puede decirse que éste es su presupuesto, pues siempre que ha de ser utilizado le subsigue una consecuencia. Y otro tanto cabe decir de las normas del libro I del CP, en las que, de una forma o de otra, hay un presupuesto y una consecuencia, aunque, por su natural subalterno, su virtualidad únicamente se hace efectiva en conexión con los preceptos del Libro II: así, en el art. 24 se contiene el concepto de funcionario público, decisivo para saber si alguien ha podido cometer un delito contra la Administración Pública, por ejemplo, formando parte del presupuesto de las normas previstas en los arts. 404 y siguientes; las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal (arts. 21, 22 y 23) cuentan con un presupuesto (el estado de arrebato, la reincidencia, etc.), y unas consecuencias marcadas en el art. 66, que sólo operan cuando se ha cometido un delito con el que resultan compatibles y en el que son apreciadas, etc.

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Mas una vez dicho todo esto, es preciso hacer una matización: las normas penales son completas en el sentido de que constan de presupuesto y consecuencia, pero ello no supone afirmar que las normas penales sean “autosuficientes”, es decir, que no precisen del auxilio de otras normas para su aplicación, porque toda norma necesita de otras para ser aplicada. Por ejemplo, en el tan repetido art. 138 tenemos una norma completa: “el que matare a otro” (presupuesto) “será castigado… con pena de prisión de diez a quince años” (consecuencia). Empero, para aplicar esa norma es imprescindible ayudarse de otras, como las establecidas en los arts. 8, 28, 55, 57, 61 y siguientes del CP, etc., así como de las pertinentes de la LECrim.

4.2. Función de la norma penal Para nosotros, conforme a la concepción significativa de la acción en la que nos basamos (vid. la Introducción y la Lección 15), las normas jurídico penales son a un tiempo decisiones del poder y determinaciones de la razón, que cumplen fundamentalmente una función de tutela de bienes jurídicos, para facilitar la convivencia pacífica en sociedad; conclusión a la que llegamos tras el desarrollo de la siguiente argumentación. Si tomamos una norma emblemática, como la del art. 138, en esencia idéntica a muchas otras en cuanto a su estructura, y la examinamos con atención, advertimos que en ella se encierran unos juicios de valor —aunque no estén formulados expresamente—; pues, de una parte, se juzga que la vida humana es un valor importante merecedor de la tutela penal, por eso se castiga a quien la destruye; y de otra, se considera inaceptable, se considera malo el hecho de matar a un semejante, pues de no ser así no se castigaría a quien lo hiciera. En otras palabras, si se castiga a quien mata a otra persona es porque se reputa nocivo e inadmisible, en general, el hecho de matar en tanto ataca un valor fundamental, un bien jurídico de la mayor relevancia para todos los ciudadanos, en cuanto individuos y en cuanto miembros del conjunto social. Y, como es obvio, al proceder así, al prohibir determinada conducta (la de matar, en el ejemplo propuesto) la norma penal protege el valor que tal conducta lesiona. Represión y prevención se articulan a tal fin. Y de igual modo, en el libro II del CP encontramos innumerables normas que responden a este esquema, normas en las que se conmina con una pena al autor de un determinado hecho: al que hurta, roba, comete apropiación indebida, incendia, conduce un vehículo con temeridad manifiesta, atenta contra la autoridad, etc., etc. Por otro lado, encontramos normas en las que se autorizan unos comportamientos (como en las del art. 20.4º y 5º, en los que también se encierran unos juicios de valor, pero positivos: se considera admisible, se permite la acción de defensa frente a una agresión ilegítima; o la causación de un mal no mayor que el que se quiere evitar cuando se actúa en estado de necesidad).

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De todo ello, se deduce con claridad que la norma penal encierra un juicio de valor, fundado en la racionalidad y en la idea de justicia, y que, en consecuencia, despliega una función valorativa: la norma penal estima dignos de la protección penal unos bienes y valora positiva o negativamente unos hechos. Cuando los valora positivamente está diciendo que realizarlos está permitido por el Derecho o que deben efectuarse, y cuando los valora negativamente, que son contrarios a Derecho. De esta forma, las normas penales realizan una función de protección de bienes jurídicos y de especificación de los comportamientos punibles, que favorece la seguridad jurídica. Dicho esto, que nos parece por completo evidente, observamos que de aquella valoración se deriva una determinación obvia (mandato o prohibición o autorización) dirigida a todos los ciudadanos, según la cual no deben incurrir en los hechos desvalorados (y que si incurren en ellos pueden ser castigados con las penas fijadas para los mismos), que deben realizar lo esperado y mandado (como ocurre en el art. 195) y que están autorizados a realizar las permitidas. E igualmente, por medio de esta determinación, se persigue la tutela de bienes jurídicos. Todo lo cual, no supone desconocer que las normas penales cumplen otras funciones, tales como las de motivar a los ciudadanos a acatarlas y a abstenerse de realizar las conductas prohibidas (lo que encierra una cierta finalidad pedagógica). Pero, no constituyen sus funciones esenciales. En última instancia, esta función favorece igualmente la tutela de bienes jurídicos: si se “enseña” a la ciudadanía a observar las normas…

4.3. Destinatarios de la norma penal Las normas penales están dirigidas al conjunto de los ciudadanos de la comunidad: ellos son sus destinatarios, puesto que sobre todos rigen, a todos obligan y en ellas se tutelan bienes jurídicos que interesan a la totalidad de la ciudadanía. Si en algún momento alguien pudo pensar que los destinatarios de las normas penales eran los encargados de aplicarlas, pronto semejante idea fue arrinconada, por errónea y por autoritaria. Los jueces son destinatarios de las normas penales en tanto que ciudadanos, ni más ni menos. Por supuesto, también los inimputables son destinatarios de las normas (vid. Lección 25), las comprendan y entiendan o no, pues mal podrían no serlo cuando para ellos están previstas las medidas de los arts. 101 y ss.

Lección 2

El derecho penal y otras disciplinas 1. EL DERECHO PENAL Y OTROS SECTORES DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO Hemos repetido que el Derecho penal forma parte del ordenamiento jurídico y está integrado por un conjunto de normas, por esta razón, debe reinar una buena armonía entre la totalidad de aquellas partes y sus respectivas normas, plasmada en la evidencia que cabe enunciar así: un mismo hecho no puede ser a un tiempo conforme y contrario a derecho.

O mejor, sobre un mismo sustrato no puede edificarse una valoración jurídica positiva y otra negativa. De modo, pues, que lo aprobado en normas de Derecho civil, v. gr., no puede ser desaprobado en normas penales; un hecho considerado ajustado a Derecho en un sector del ordenamiento no puede ser considerado opuesto a Derecho en otro. En ese contexto, en el del conjunto del ordenamiento jurídico, han de formularse estas dos afirmaciones: la contradicción del Derecho ha de valorarse de forma global, la primera; y el Derecho penal, en el contexto del ordenamiento jurídico, desempeña el papel de última ratio, de último recurso, la segunda.

Esto es: respecto de la primera, lo que es contrario a Derecho según un rama del ordenamiento jurídico es contrario a éste en su conjunto, aunque sólo genere consecuencias directas e inmediatas en aquélla rama; y, respecto de la segunda, al Derecho penal le corresponde intervenir en última instancia, cuando las medidas previstas en el resto de los Derechos resultan insuficientes, sólo por hechos que desbordan los límites tolerables y admisibles para una convivencia mínimamente ordenada, y que si no fueran reprimidos harían esta convivencia imposible (sobre este carácter del Derecho penal volveremos al hablar del principio de prohibición de exceso, en la Lección 10). Es contrario a Derecho no pagar las deudas a su vencimiento, pero ese impago solamente deja sentir sus efectos en el orden civil; como es contrario a Derecho ocasionar a otro intencionadamente unas lesiones, lo que tiene trascendencia directa sólo para el Derecho penal; aunque a menudo de un hecho sólo relevante para el Derecho penal deriva una responsabilidad civil, y pueden derivar efectos civiles, distintos de la responsabilidad civil (por ejemplo, el que mata a otro incurre en el delito de homicidio, y además no puede contraer matrimonio con el cónyuge viudo de su víctima, por disponerse así en el art. 47.3 CC).

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Por otra parte, cuando una persona incumple un contrato, se acude a las normas del Derecho civil, porque son las específicamente previstas para tales hechos y son suficientes para poner las cosas en su sitio; cuando un conductor deja su vehículo en un lugar en el que no está autorizado el estacionamiento, las normas del Derecho administrativo bastan para disuadirle y sancionarle por ello; cuando un empresario despide de forma improcedente a un trabajador, se echa mano de las disposiciones laborales prevenidas al efecto; cuando alguien construye donde no está permitido, se adoptan las medidas dispuestas en la normativa urbanística; etc. Pero, cuando una persona mata a otra, o la viola o secuestra, o le roba con violencia, o un funcionario malversa caudales públicos, no queda sino la reprobación penal y la consiguiente responsabilidad civil reparadora, pues las disposiciones civiles o administrativas ya no pueden encauzar semejantes desmanes de forma menos contundente.

Pues bien, en el marco del ordenamiento jurídico se entablan unas relaciones de unas ramas con otras, a algunas de las cuales vamos a referirnos a continuación.

1.1. Derechos constitucional y penal La CE como norma suprema del ordenamiento jurídico español exige la acomodación de éste a sus dictados, y, por tanto, también la del Derecho penal, que aparece, se ha dicho, como una Constitución negativa frente a aquélla. Resumidamente, podemos decir que en la CE se contienen proclamaciones decisivas a las que han de amoldarse las normas penales, preceptos de específica significación penal y principios limitadores del “ius puniendi”. En este sentido, se ha dicho con total acierto que una conducta infringe una norma cuando contradice no sólo el tenor literal de ésta sino también su sentido profundo, el concepto de Derecho que se materializa en ella; y que ese concepto de Derecho encuentra en la Constitución, en la CE en el caso español, una expresión “concentrada”. Desde esta inmejorable perspectiva, la infracción de una norma penal mediante la realización de una conducta —la comisión de un delito en definitiva—, requiere algo más que el enfrentamiento de la segunda con el tenor de la primera, pues: a) ha de entrañar un ataque a la idea de Derecho plasmada en la CE; b) encajar en la de delito que de ésta acoge; y c) lesionar los valores que proclama o que derivan de ella —traducidos en los bienes jurídicos tutelados en el ordenamiento penal, que, en ningún caso pueden ser opuestos a la CE o a la concepción del Derecho que sustenta—. El delito es el ataque de mayor calado que puede hacerse contra la concepción constitucional del Derecho, y por eso comporta la imposición de las sanciones más graves contempladas en el ordenamiento jurídico. Como decíamos, en la CE hay declaraciones que planean sobre el conjunto del ordenamiento jurídico y lo configuran y condicionan. Veamos algunas: en el preámbulo de la CE se lee “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad…, proclama su voluntad de… consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley…”; en el art. 1º. 1 se dice: “España se

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constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”; en el art. 9º. 3: “La Constitución garantiza el principio de legalidad… la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”; y en el art. 10.1 se declara que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad… son el fundamento del orden político y de la paz social. Por otro lado, en la CE se declaran y reconocen, explícita o implícitamente, los principios constitucionales del Derecho penal: de legalidad, de presunción de inocencia, de proporcionalidad, de culpabilidad, “ne bis in ídem”, etc. (vid. Lección 6 y siguientes). De inequívoco y explícito significado penal, son el art. 25.1 (“Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”); o el 25.2 (“Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social…”); o el art. 81 (“Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas”), que obliga al legislador a elaborar las normas penales bajo la forma de leyes orgánicas. Tampoco falta algún precepto en el que se ordena al legislador tipificar y sancionar penalmente los atentados contra determinados bienes. Así, en el art. 45.3 se dice “Para quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior —en relación con el medio ambiente—, …se establecerán sanciones penales…”; y en el 46, inciso final, “La ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio (histórico, cultural y artístico)”.

Una norma penal que contradiga abiertamente cualquiera de los principios más arriba indicados será una norma inconstitucional. Y, con carácter general, no puede olvidarse, las normas penales, como todas las pertenecientes al ordenamiento jurídico, han de ser interpretadas conforme a la CE. Por consiguiente, la relación entre CE y Derecho penal no puede ser más íntima, ni mayor la sujeción del segundo a la primera.

1.2. Derechos procesal y penal Por otra parte, la distinción entre Derecho penal sustantivo y Derecho penal procesal o adjetivo puede hacerse, a grandes trazos, subrayando que el primero nos dice qué hechos son delito —matar a otro, robar, conducir bajo la influencia de bebidas alcohólicas, etc., — y con qué penas están castigados —prisión, multa…—; y el segundo, cómo ha de procederse desde el momento en que se tiene noticia de la comisión de un delito, cómo han de hacerse la instrucción, los actos de investigación, el juicio, el pronunciamiento de la sentencia, los recursos contra

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ésta, etc. Así vemos que el Derecho procesal penal es esencial para la aplicación del Derecho penal, por cuanto ¿de qué nos serviría saber que matar es delito si no supiéramos qué hacer a continuación, si no dispusiéramos de un conjunto de normas que nos dijera qué ha de hacerse cuando una persona mata a otra? El Derecho procesal penal nos lo dice, el Derecho procesal penal que está, esencialmente, recogido en la LECrim, hace posible la aplicación del Derecho penal sustantivo. Siendo esto así resulta innecesario denunciar el desafortunado divorcio acordado en España entre lo que no son sino las dos caras de una misma moneda. El Derecho penal y el procesal penal forman un todo, hasta el punto de que el uno sin el otro carecen de sentido. Un Derecho penal sustantivo desprovisto de cauces procesales es impensable, porque resultaría absolutamente ineficaz e impracticable; un Derecho procesal desvinculado del penal sería tan absurdo como huero, un puro ejercicio de inanidad, porque no serviría para cosa alguna. El Derecho penal, pues, —los delitos tipificados—, se aplica merced al Derecho procesal, en el cual se regulan las cuestiones de competencia de jueces y tribunales que han de juzgarlos, la denuncia, la querella, la comprobación del delito y la averiguación del delincuente, las declaraciones de procesados y testigos, la detención, la prisión provisional, el juicio oral, los recursos, los procedimientos especiales, etc., etc.

En suma, mientras amplios sectores de otras disciplinas jurídicas pueden operar sin el correspondiente proceso (la contratación privada, las licencias administrativas), el derecho penal no puede “existir” al margen de un proceso. Además, hay delitos específicos en el CP contra las garantías constitucionales de inequívoco corte procesal, en los arts. 529 y ss., y relacionados con la actividad procesal, en los 446 y ss.

1.3. Derechos administrativo y penal Como es sabido, la Administración Pública está dotada de capacidad sancionadora, mediante la cual reprime hechos que atentan contra los intereses de la colectividad, y contra intereses, en apariencia propios, porque tienen que ver con su buen funcionamiento, pero que no son sino generales, en cuanto beneficia a los ciudadanos la buena Administración. Y, como es obvio, esa potestad sancionadora se ejercita a partir de la existencia de infracciones de la normativa administrativa, de ilícitos administrativos. Pues bien, desde hace mucho, se ha debatido sobre si entre el ilícito penal y el administrativo es posible establecer diferencias cualitativas o sólo cuantitativas, predominando, con razón, el segundo parecer: entre ilícito penal e ilícito administrativo y entre sanción penal y sanción administrativa únicamente existen diferencias cuantitativas: en el ordenamiento jurídico se acuñan como más graves el ilícito y la sanción penales.

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Más graves aun cuando en ocasiones una sanción administrativa resulta más onerosa que la prevista en el CP para hechos emparentados, como se advierte al comparar las penas dispuestas para varios de los delitos contra la Administración Pública con las sanciones disciplinarias contenidas en la normativa administrativa sancionadora. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, a pesar de la anomalía indicada, los ilícitos penales están reservados para los hechos de mayor entidad, y sus correspondientes penas comportan, además del castigo en sí, la secuela de los antecedentes penales y una reprobación social mayor.

Por otra parte, ambos ilícitos descansan sobre hechos que han de lesionar bienes jurídicos de relevancia pública y, aunque no siempre se exija, en la culpabilidad de su autor; y, por lo que hace a las sanciones, las administrativas y las penales comportan materialmente la misma consecuencia: la privación de un derecho (hasta el punto de que el art. 34 CP ha tenido que decir que “No se reputarán penas: …Las Multas y demás correcciones que, en uso de atribuciones gubernativas o disciplinarias, se impongan a los subordinados o administrados”, para dejar establecido que formalmente no lo son). Por último, la superior gravedad de las sanciones penales puede derivarse, al menos en parte, del art. 25.3 CE (“La Administración civil no podrá imponer sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen privación de libertad”). Si no se reputan penas las sanciones administrativas, si se las excluye expresamente del catálogo de penas del CP es porque, en el fondo, materialmente tienen bastante en común, y se las quiere dejar al margen de aquéllas. Innecesario es decir que para el ciudadano castigado, tratándose de sanciones de naturaleza económica de igual cuantía, tan gravosa es la multa que le impone un juez por la comisión de un delito como la que le impone la Administración por una infracción administrativa. Más adelante habremos de ocuparnos de la compatibilidad de sanciones penales y administrativas, al hablar del principio “ne bis in ídem” (vid. Lección 11).

Así pues, la relación entre los Derechos administrativo y penal no puede ser más estrecha, de lo que también es buena muestra la existencia de un título en el CP dedicado a los Delitos contra la Administración Pública, en el cual se reprimen las conductas más reprobables que pueden realizar los servidores públicos en el ejercicio de sus cargos (art. 404 y siguientes CP). De donde extraemos otro argumento para insistir en la distinción cuantitativa esbozada más arriba: en la legislación administrativa se sancionan disciplinariamente los hechos de menor gravedad, y en el CP los de mayor, pero unos y otros pertenecen a un mismo género, unos y otros se basan en ataques de análoga naturaleza a bienes similares, reconducibles genéricamente al interés general en el correcto funcionamiento de la Administración Pública.

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1.4. Derechos penitenciario y penal Las penas más graves contempladas en el CP y en la legislación penal especial españoles son las privativas de libertad, cuyo cumplimiento está en buena medida regulado en la LOGP y en el Reglamento penitenciario. Consiguientemente, la relación entre Derecho penal y Derecho penitenciario es manifiesta. En la ejecución de las penas privativas de libertad tiene importancia capital la exigencia expresada en el art. 25.2 CE: “…El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo —el segundo, dedicado a derechos y libertades—, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria”. Como es evidente, y se recuerda en el art. 25.2 CE, mediante la aplicación del también llamado Derecho penal de ejecución no puede sobrepasarse la aflicción intrínseca de la pena establecida en el CP y concretada en la sentencia condenatoria. De igual modo, el cumplimiento de la pena impuesta ha de sujetarse al principio proclamado en el art. 25.2 en su primera parte: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. En este sentido, aunque con algún exceso, se dice en el art. 59.2 de la LOGP que “El tratamiento (penitenciario) pretende hacer del interno una persona con la intención y la capacidad de vivir respetando la ley penal”. Con algún exceso, porque el Derecho, por medio de sus normas, no puede pretender otra cosa que lograr una acomodación de los comportamientos externos de los ciudadanos a sus mandatos, pero en absoluto remodelar las conciencias de hombres y mujeres, como puede pretender un moralista o un predicador religioso.

2. DERECHO PENAL Y OTRAS RAMAS DEL SABER 2.1. Derecho penal y Criminología Las relaciones entre Derecho penal y Criminología comenzaron con mal pie —obviamente, porque los estudiosos de uno y otra se encastillaron en actitudes inflexibles y despectivas hacia los “contrarios”—, y en el presente mantienen una convivencia pacífica pero no apasionada, tanto mejor cuanto menos sectarios y menos preocupados por acrecentar sus pequeñas parcelas de poder son quienes las profesan. Entre los iniciadores de la Criminología, fundamentalmente los italianos Lombroso, Garofalo y Ferri, a los que se engloba en la “escuela positiva”, y los autores de la “escuela clásica”, penalistas como Carmignani o Carrara, “estalló” la llamada “lucha de escuelas”, fruto de la forma radicalmente distinta que unos y otros tenían de enfocar y abordar

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el estudio del delito y del delincuente. Si para los seguidores de la escuela clásica el delito era un ente abstracto, fruto de la ley, y lo importante era la construcción de un sistema lógico capaz de explicarlo, a partir de un método deductivo, mientras la pena era pura retribución por el mal causado; para los de la escuela positiva, delito y delincuente debían ser estudiados como productos de la realidad social, por medio de un método empírico, y la pena era considerada como un instrumento de defensa social.

En la actualidad y por quienes poseen mayor formación y una mente más abierta, las relaciones entre Criminología y Derecho penal no sólo son tenidas por oportunas o beneficiosas sino por imprescindibles para la buena marcha de una y otro. Y no cabe otra opción con sindéresis. Resulta ocioso argumentar porqué Derecho penal y Criminología se necesitan mutuamente si se entiende la Criminología como “la ciencia empírica e interdisciplinaria que tiene por objeto el crimen, el delincuente, la víctima y el control social del comportamiento delictivo, y que aporta una información válida, contrastada y fiable sobre la génesis, dinámica y variables del crimen (contemplado éste como fenómeno individual y como problema social, comunitario); así como su prevención eficaz, las formas y estrategias de reacción al mismo y las técnicas de intervención positiva en el infractor” (García-Pablos). Para que el Derecho penal pueda cumplir sus funciones de protección de bienes jurídicos y de control y represión de la delincuencia precisa del auxilio de la Criminología en varios momentos: en el de trazar la política criminal más conveniente, en el de formular las normas penales y en los de su aplicación y ejecución. Un Derecho penal construido y aplicado de espaldas a la Criminología sería un Derecho legislado sin tener en cuenta la realidad sobre la que ha de operar. Una Criminología desligada del Derecho penal sería un saber irreal y sin confines, por tanto huero. El Derecho penal, en buena medida, le marca su objeto; pero, además, una Criminología que no pretendiera ser tenida en cuenta por el Derecho penal, que no pretendiera influir para que las leyes estuvieran concebidas de cara a la realidad y se aplicaran teniendo en cuenta los conocimientos que aporta, carecería de sentido.

2.2. Derecho penal y Política criminal De Política criminal se habla en relación con una parte de la Política que tiene por objeto la lucha contra la delincuencia, el diseño de las políticas públicas más adecuadas para combatirla, para reducirla; políticas con incidencia en la actividad legislativa en materia penal, en la actuación del Ministerio Fiscal, de las Fuerza y Cuerpos de Seguridad del Estado, etc., que persiguen una mejor justicia criminal. Por eso, se ha podido decir que la Política criminal es el conjunto de medidas y criterios de carácter jurídico, social, educativo, económico y de índole similar, establecidos por los poderes públicos para prevenir y reaccionar frente al

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fenómeno criminal, con el fin de mantener bajo límites tolerables los índices de criminalidad en una determinada sociedad (Borja). Naturalmente, como se apunta en la definición recogida, todo los esfuerzos que se efectúen con la finalidad indicada tienen un límite que no puede ser rebasado ni por el legislador ni por el poder ejecutivo, un límite que marca justamente el Derecho Penal, que no tiene como único objetivo la lucha contra la criminalidad para la defensa de la sociedad, sino la tutela de valores comunes, y que comporta unas garantías para toda la ciudadanía, delincuentes incluidos (es su Magna Carta). Aquí se produce una situación en cierto modo conflictiva, pues, de una parte, la Política criminal le fija límites y fines al sistema penal, y de otra, el Derecho penal le pone barreras a aquélla, de manera que las preocupaciones e intereses político-criminales no pueden desmandarse y anteponerse a los derechos fundamentales y garantías del ciudadano. Como sucede cuando en aras de la seguridad, de una cierta clase de seguridad o de la clase de seguridad que preocupa a quienes establecen una determinada Política criminal (o tienen interés o intereses en que prospere), se recortan las libertades, bajo el repetido “dogma” que puede formularse de varias maneras: “para tener más seguridad hay que limitar la libertad” o “a más libertad menos seguridad” o en parecidos términos. Es un “argumento” innoble, que llevado a sus últimas consecuencias conduce a la exaltación de los sistemas autoritarios o totalitarios, en los que, huelga decirlo, las libertades escasean y, por consiguiente, debiera imperar una seguridad absoluta. No es el caso. Donde no hay libertad sólo hay seguridad, en el sentido degradado de esta voz, para los que aplauden a los detentadores del poder y para éstos, naturalmente. En la España de la dictadura, que surgió de la Guerra Civil, los adictos al régimen se sentían muy cómodos y seguros, pero los opositores se sentían fundadamente muy inseguros. No había seguridad para ellos (o si la había era poco halagüeña: la seguridad de que corrían un alto riesgo de, por lo menos, dar con sus huesos en la cárcel). Se trataba, por tanto, de una seguridad muy, muy parcial. ¿Cómo puede compartir ese tipo de Política criminal alguien que crea en la dignidad personal y en la libertad? La libertad de la totalidad de los ciudadanos es incompatible con los totalitarismos de cualquier signo, que sólo complacen a quienes persiguen el ejercicio del poder a toda costa, de forma perdurable, para imponer las propias concepciones, a quienes les beneficia y les hace sentir cómodos y a quienes tienen alma de siervos.

Pero, la Política Criminal también es una rama del saber, cuyos aspiración y objetivo es proporcionar a los poderes legislativo y ejecutivo, sobre todo, orientación técnica, las mejores soluciones posibles, en orden a combatir y reducir la delincuencia, a partir del procesamiento de la información y de los conocimientos suministrados por la Criminología; una rama del saber que, de acuerdo con la definición antes recogida, se ocupa del estudio “del conjunto de medidas, criterios y argumentos que emplean los poderes públicos para prevenir y reaccionar frente al fenómeno criminal” (Borja). Ni que decir tiene, cuán deseable es que la Política criminal-Política y la Política criminal-rama del saber, se interrelacionen de forma constante y fluida. Los poderes públicos, legislativo y ejecutivo especialmente desarrollarán mucho mejor

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sus respectivas tareas si tienen en cuenta las aportaciones de la segunda; que, por la misma razón, debe estar en permanente comunión con la dogmática penal, para no caer ambas en la inanidad. Dicho esto, también se ha de advertir de las diferencias que median entre la llamada Ciencia del Derecho penal y la Política en sus dos vertientes, que admiten una relación estrecha pero no su mixtura: la Política criminal tiene objetivos mudables, a causa de necesidades político criminales que van surgiendo y causa de los diferentes enfoques con que se aborda el tratamiento de la criminalidad al compás de los cambios en la orientación política de los poderes públicos; y consiguientemente, la Política criminal-rama del saber ha de seguir en buena medida esos giros; mientras que los estudios de Derecho penal no tienen por qué seguir ese mismo ritmo, cuando, para ser fructíferos, necesitan de un reposado asentamiento. La realidad es que un mismo fenómeno, como es la delincuencia, es analizado y ordenado desde perspectivas y con fines específicos distintos por la Ciencia del Derecho penal, la Criminología y la Política criminal, por más que las tres persigan, en última instancia, contenerla y reducirla. Y esas diferencias de los puntos de partida y llegada marcan las que separan a unas de otras y desaconsejan mezclas mistificadoras. Buenas relaciones e intercambios constantes de ideas entre ellas, sí, pero nunca confusiones.

Lección 3

Fuentes del Derecho penal 1. INTRODUCCIÓN Se habla de fuentes del Derecho en varios sentidos. Aquí nos interesa exclusivamente centrarnos en uno, en el de fuente del Derecho como origen y creación del Derecho, como medio a través del cual se producen las normas jurídicas, las penales en concreto. Ahora bien, como en Derecho penal, en virtud del principio de legalidad (vid. Lección 6), tan sólo mediante la ley se pueden crear normas penales (pues, en materia penal, rige la reserva absoluta de ley), rápidamente ha de concluirse que la única fuente del Derecho penal es la ley.

2. LA LEY Según el art. 1 del CC: “Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho”.

Las leyes penales proceden de las Cortes Generales, son actos de éstas, expresión de su voluntad manifestada en la forma prevista en la CE (arts. 78 a 91), con capacidad de obligar a los poderes ejecutivo y judicial, así como a los ciudadanos. La razón última por la cual sólo por ley se pueden instituir delitos y penas estriba en que sólo así se garantiza que unos y otras respondan al sentir general, expresado por los representantes de todos los ciudadanos en el Parlamento, no a la voluntad de una persona, y que están previstos para todos por igual (con las únicas excepciones que veremos en la Lección 28). Una vez sentado que la ley es la única fuente del Derecho penal, conviene, no obstante, prestar alguna atención a las denominadas por algunos autores “fuentes extralegales” del Derecho penal, concretamente a – los tratados internacionales, – la costumbre, – las sentencias del TC, – la jurisprudencia, – la analogía.

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De los principios generales del Derecho no vamos a ocuparnos porque o están plasmados en algunos de los principios constitucionales o carecen de trascendencia en el ámbito penal, salvo para quienes asignan a la “adecuación social” el valor de eximentes (cuestión que será tratada en la exposición de la teoría del delito). Pero antes de tratar las fuentes extralegales, es preciso hacer una puntualización, aunque suponga adelantar contenidos de la Lección 6. Como ha quedado dicho la ley es la única fuente del Derecho penal, sólo mediante ley se pueden dictar normas en las que se establezcan delitos y las correspondientes penas o medidas de seguridad, pero como tales normas afectan al desarrollo de los derechos fundamentales, debido a que restringen la esfera de libertad de las personas (al prohibir conductas e intimar con su castigo), requieren la forma de ley orgánica, con arreglo al art. 81.1 CE. Además, si las leyes penales acarrean las mayores restricciones para la libertad y las consecuencias más duras, no es irrazonable exigir para su aprobación una suerte de “mayoría cualificada” en las Cortes.

3. FUENTES EXTRALEGALES DEL DERECHO PENAL 3.1. Los tratados internacionales “Los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno” (art. 96.1 CE; de parecido tenor es el art. 15 del CC).

Del precepto transcrito se deduce que los tratados internacionales son fuentes genéricas del Derecho en el ordenamiento jurídico español; pero eso no significa que sean sin más fuentes de producción de nuestro Derecho penal. En efecto, la vigencia del principio de legalidad, y la consiguiente reserva absoluta de ley (orgánica, prácticamente, siempre), con arreglo a la jurisprudencia constitucional imposibilita que un tratado internacional cree directamente normas incriminadoras o agravadoras de la responsabilidad criminal (indirectamente sí, si los contenidos de un tratado se incorporan a una ley orgánica). En cambio, es factible la derogación de normas y, sobre todo, la interpretación de las mismas (art. 10.2 CE) y la integración de las incompletas por un tratado internacional. En esta integración representa un papel importante el Derecho comunitario europeo (en materia de normas incompletas, leyes en blanco, normas formuladas con términos normativos). Pero, insistimos, ni los tratados ni el Derecho comunitario son fuentes de producción del Derecho penal español. Como ejemplos de tratados con relevancia penal, cabe citar el Convenio de Roma, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos

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Civiles y Políticos, que tienen enorme importancia por sí mismos y porque en el art. 10.2 CE se dice que las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los acuerdos y tratados internacionales sobre las mismas materias ratificados por España. Asimismo, tienen especial significación la Convención de Viena de 20 de diciembre de 1988 contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, la Convención única sobre estupefacientes de 1961, enmendada por protocolo de 1972; el Convenio de 21 de diciembre de 1971 y los Anexos sobre sustancias enumeradas en las listas de dicho convenio, etc.

En el contexto de los tratados internacionales ha de mencionarse una realidad que va adquiriendo mayor importancia día a día: nos referimos a la incidencia que los acuerdos, directivas, decisiones, acciones, del Parlamento y del Consejo de Ministros de la Unión europea tienen en los derechos internos de los países miembros, con la consiguiente posibilidad de eventuales conflictos, particularmente serios cuando surgen entre aquellas disposiciones y las Constituciones de cada Estado. Sin olvidar que varias de las reformas que ha sufrido el CP han venido motivadas por disposiciones comunitarias, como las que han afectado a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales en punto a la tutela de menores.

3.2. La costumbre La costumbre, en sus versiones “secundum legem” y “praeter legem”, —nunca en la “contra legem”, debido al principio de legalidad— puede contribuir a la integración de preceptos penales; carece de autoridad para crear normas penales, pero sí para complementarlas. Para complementar, por ejemplo, la eximente de obrar en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo (art. 20.7 CP), puesto que se puede obrar ejercitando un derecho fundado en una costumbre. Para que una costumbre sea fuente del Derecho deben darse dos requisitos: que exista una repetición generalizada de un uso en una comunidad y que se reitere con la convicción de que dicho uso es jurídicamente obligatorio. En otro orden de cosas, no está demás señalar que el desuso de una ley penal no comporta su derogación (las leyes sólo se derogan mediante otras leyes, con arreglo al art. 2.2 CC). Desuso que puede obedecer a diferentes razones, y no debe confundirse con la escasa o nula aplicación de una ley pensada para casos muy específicos que se producen, por fortuna, muy de tarde en tarde (el homicidio del Rey, castigado en el art. 485 CP, por ejemplo).

3.3. Las sentencias del TC No son fuente del Derecho y, en consecuencia, no pueden producir normas penales; pero, dado que las SSTC que declaran la inconstitucionalidad de una ley tienen plenos efectos frente a todos (art. 164.1 CE), cuando tal cosa ocurra, con-

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cretamente, cuando se declare inconstitucional una ley que contenga una norma penal, nos encontraremos con la supresión de ésta, por mor de una STC, supresión que impedirá que vuelva a ser aplicada no ya al supuesto que pudo motivar la declaración de inconstitucionalidad sino a cuantos puedan plantearse en el futuro (incluso puede obligar a revisar sentencias ya firmes en las que se haya condenado por el delito encontrado contrario a la CE). Por ello, estas sentencias han sido consideradas fuentes del Derecho penal de carácter negativo, porque no pueden generar normas pero sí modificar el ordenamiento penal al eliminar del mismo las normas halladas opuestas a la CE. También deben tenerse presentes las SSTC en que se declara la constitucionalidad de un precepto penal, siempre que sea interpretado de una determinada forma (vid., v.gr, la 111/1993). En general, debe tenerse presente el art. 5 de la LOPJ, en el que se dice que los jueces y tribunales interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el TC en todo tipo de procesos. Y que todo órgano judicial cuando considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la CE, planteará la cuestión ante el TC, con arreglo a lo que establece su ley orgánica.

3.4. La analogía Hay analogía (o aplicación analógica de las normas) cuando un juez se encuentra con un supuesto de hecho para el cual no hay una solución legalmente prevista y lo resuelve aplicando una norma establecida en una ley para casos semejantes al que ahora enjuicia, para casos que responden a parecido criterio valorativo. Debe tenerse presente que la analogía puede ser “legis”, si se aplica una ley concreta al caso no regulado, o “iuris”, si se extrae una norma, mejor una regla, del espíritu y sistema del conjunto del ordenamiento jurídico para resolver el problema; y también “in bonam” o “in malam partem”, según se recurra a una norma que reporte consecuencias favorables para el reo o a una que tenga para él consecuencias desfavorables. La analogía, como es obvio, tiene su origen en la existencia de una laguna, de un vacío en el ordenamiento jurídico, que se quiere colmar mediante la aplicación de la norma prevista para supuestos semejantes al falto de regulación. Ahora bien, como el principio de legalidad penal determina que no hay más hechos punibles que los expresamente tipificados en la ley, en materia penal no hay lagunas; de manera que si un hecho no está explícitamente contemplado en una ley, no es constitutivo de delito y no puede ser castigado, siendo ilícito sancionarlo por medio de una norma prevista para hechos con los que guarda algún parecido. Y, en consecuencia, si no hay lagunas la analogía está erradicada del ordenamiento punitivo, por inútil y por su consustancial inconstitucionalidad, al contradecir el reiterado principio de legalidad.

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Cuestión distinta es que se piense en la conveniencia u oportunidad de reprimir penalmente ciertos hechos, que se considere necesario criminalizar unas conductas, que se eche en falta su penalización. Pero mientras tal cosa no suceda, mientras aquellos pensamientos no se plasmen en una ley con la tipificación de las conductas reprobadas, éstas no podrán ser perseguidas por la justicia criminal (art. 4.2 CP).

Por otra parte, es preciso diferenciar la analogía de la interpretación analógica. La interpretación analógica consiste en la aplicación de una norma a supuestos semejantes a los contemplados en ella, aunque distintos, por disponerlo así la propia norma. La diferencia estriba, pues, en la existencia o no de autorización legal para ampliar el ámbito aplicativo de una norma.

Un ejemplo paradigmático de interpretación analógica lo tenemos en el número 7º del art. 21, que establece que es una circunstancia atenuante “cualquiera otra circunstancia de análoga significación que las anteriores”, gracias al cual el juez ha de considerar atenuante, y apreciar los efectos dispuestos en el art. 66, a toda circunstancia diferente de las expresadas en los seis números anteriores, que respondan a idénticos criterios valorativos. El art. 239.1 CP considera llaves falsas “las ganzúas u otros instrumentos análogos”, aquí también podría hablarse de interpretación o aplicación analógica, no favorable en este caso, pero que no constituye interpretación analógica en rigor, ya que no fundamenta ni describe por sí sola la acción punible, sino más bien una cláusula que ha de ser dotada de contenido a partir de indicaciones muy precisas del legislador (ha de tratarse de instrumentos análogos a las ganzúas). Téngase en cuenta que se trata del delito de robo con fuerza en las cosas, que requiere el apoderamiento de cosa mueble ajena, con ánimo de lucro, empleando fuerza en las cosas (una de cuyas modalidades es el uso de llaves falsas, dentro de las cuales se incluyen las ganzúas y otros instrumentos análogos).

En Derecho penal la interpretación analógica, cuando es “in bonam partem” y regulada en la ley, está permitida. No ocurre lo mismo con la analogía, en cualquiera de sus manifestaciones, por vedarla el principio de legalidad (de modo expreso, los arts. 4.2 CC y 4.1 y 2 CP y: “las leyes penales no se aplicarán a casos distinto de los comprendidos expresamente en ellas”). La aplicación de una norma a un caso que queda fuera de las previsiones de aquella, implica en Derecho penal castigar un hecho sin que exista una norma anterior que lo califique de tal; lo que equivale a la creación judicial del Derecho, algo que contradice frontalmente el principio de legalidad y el de separación de poderes y, por consiguiente, no está permitido por la CE. Por eso, el TC ha reiterado que los órganos judiciales tienen vedada la interpretación extensiva y la analogía “in malam partem” (SSTC 8/1995, 34/1996, 64/2001…).

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E igualmente, la analogía “in bonam partem”, pese a que puede tener en Derecho penal una buena imagen, está igualmente vedada si no existe una norma que la autorice, pues, por favorable que sea para el reo, su aplicación vulnera el principio de legalidad y la separación de poderes, toda vez que es el juez y no el legislador el que “crea” la norma aplicada (ver el epígrafe 3 de la Lección 6).

3.5. La jurisprudencia “La jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el TS al interpretar y aplicar la ley…” (art. 1.6 CC).

Así pues, la jurisprudencia es la doctrina creada por el TS cuando interpreta y aplica las leyes, reiteradamente, de una determinada manera. Por lo que, obviamente no es fuente del Derecho, y todavía menos del penal por vedarlo el principio de legalidad, aunque conviene retener esta idea: toda disposición penal es interpretada cada vez que se aplica, y no siempre es interpretada de la misma forma por el órgano o los órganos jurisdiccionales.

Las razones por las que los tribunales aplican de forma dispar un mismo precepto son también dispares: una veces lo hacen porque alcanzan la convicción de que la interpretación precedente debe ser dejada atrás y sustituida por una mejor; otras, porque no siendo los casos que han de resolver idénticos, quizá se sientan obligados a modular de una u otra forma el precepto que aplican; otras, por discrepar del criterio adoptado por órganos judiciales de la misma o de superior instancia; etc. Y no faltan sentencias para cuya explicación es difícil encontrar argumentos aceptables —tal sucede cuando un mismo órgano, en supuestos sustancialmente iguales, dicta, sin justificar el porqué, resoluciones distintas y, por ende, contradictorias, propiciando una posible preterición de los principios de igualdad y seguridad jurídica, o cuando tribunales diferentes hacen lo propio, o recurren a exégesis analógicas—, o simplemente no los hay, como en las dictadas a sabiendas de su injusticia, subsumibles en la prevaricación judicial. No está de más tener presente que no resulta extraño que se hable de la jurisprudencia constitucional para aludir a la doctrina sentada por el TC al interpretar las normas, o incluso que se utilice el término jurisprudencia para designar al conjunto de las resoluciones dictadas por los tribunales de justicia de los distintos órdenes.

En todo caso, la necesidad de una previa interpretación permite afirmar que las interpretaciones que jueces y tribunales hacen de las leyes se superponen a éstas y aun no creando Derecho lo modelan.

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Por otra parte, la forma en que los tribunales —el TS, en especial— entienden las leyes, tiene una importancia capital, pues la lectura hecha por aquellos condiciona y determina, en gran medida, la aplicación de las normas por parte de los tribunales inferiores, entre otras cosas porque como sus resoluciones pueden ser revisadas por los superiores, prestan enorme atención a la manera que tienen éstos de aplicar las normas. Bien entendido que la relación entre las resoluciones judiciales no es de jerarquía, salvo cuando son dictadas en un mismo proceso; esto es: la sentencia de la Sala Segunda del TS casa (o confirma) una concreta de una Audiencia, como la de la Audiencia anula (o confirma) una concreta de un Juzgado de lo penal. Pero esto no significa que el juez de lo penal haya de seguir escrupulosamente las doctrinas de su correspondiente Audiencia, ni ésta la del Supremo, aunque frecuentemente uno y otra lo hagan. Téngase en cuenta que en el sistema español el juez sólo está sometido a la ley (art. 117.1 CE), y el precedente no es vinculante, a diferencia de lo que sucede en el anglosajón.

3.6. Las sentencias del TEDH Para hacer efectivas las sentencias del TEDH, en las que declaraba la violación de algún art. del CEDH en una resolución de un Tribunal español, el TS había estimado en varias sentencias que el cauce adecuado era el recurso de revisión (arts. 954 y ss. Lecrim) en tanto no existiera previsión legal expresa al respecto. En este sentido pueden verse las SSTS de 26 de marzo y 19 de mayo de 2015. El TEDH había considerado violado el derecho a un juicio equitativo en sendas SSTS en las que se había condenado al acusado en base a pruebas que no se habían examinado durante el juicio ante el TS. La LO 7/2015 ha introducido el art. 5 bis en la LOPJ, de conformidad con el cual: “Se podrá interponer recurso de revisión ante el Tribunal Supremo contra una resolución judicial firme, con arreglo a las normas procesales de cada orden jurisdiccional, cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya declarado que dicha resolución ha sido dictada en violación de alguno de los derechos reconocidos en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales y sus Protocolos, siempre que la violación, por su naturaleza y gravedad, entrañe efectos que persistan y no puedan cesar de ningún otro modo que no sea mediante esta revisión”.

Lección 4

Derecho penal vigente en España 1. INTRODUCCIÓN Antes de exponer el Derecho penal español vigente, conviene hacer algunas consideraciones generales sobre nuestro pasado y también sobre nuestro presente; esto es, sobre el movimiento de la reforma penal. Comenzaremos por el presente, pues una gran mayoría de la literatura penal se manifiesta severamente contraria al movimiento de reforma de las tres últimas décadas. Esta actitud contrasta con la mantenida en los siglos XVIII y XIX por los juristas reformistas del movimiento codificador —inmediatamente después de la Ilustración—, convencidos que todo lo anterior era despreciable por “ruinoso”. Sin embargo, en nuestros días, frente a otro proceso histórico de profundas y vertiginosas transformaciones de toda índole, numerosos penalistas adoptan justamente la posición contraria, esto es, la de una cierta resistencia a los cambios. Así, se aferran al paradigma del “buen y viejo Derecho penal liberal”, que se alega como una especie de mito, frente al que el “nuevo” Derecho penal, el de un mundo internacionalizado y globalizado se presenta como un monstruo. Con otras palabras, nos enfrentamos a un pensamiento fuertemente asentado en nuestra literatura jurídica, casi basado en el carácter fundacional de los autores ilustrados y de sus textos legales. Pero el “buen y viejo Derecho penal liberal”, a pesar de sus indudables logros y excelencias teóricas, no sólo convivió con espantosos regímenes totalitarios o con instituciones tan contradictorias con su misma esencia como es la idea de peligrosidad, sino que en cierta forma consagró en la esfera penal, aquella célebre frase del “derecho de los ingleses”; es decir, aquél que solo regía para los más fuertes. En realidad, lo que inspiró a los ilustrados por encima de todo fue una idea política antes inexistente: la aspiración de la limitación del poder como una condición del desarrollo de la libertad. La primera pregunta en nuestros días sería si ese pensamiento ha desaparecido, y con él, aquel modelo jurídico. Otro tópico de nuestros días concibe la normativa internacional penal como una de las causas de la “expansión” de nuestros ordenamientos punitivos y como una de los rasgos característicos de nuestra era, así como del empobrecimiento técnico de nuestras leyes. Y en este sentido muchos parecen pensar en la bondad intrínseca de los sistemas penales nacionales, a la vez que alimentan una visión excesivamente autónoma e incluso independiente de los mismos. Sin embargo, un simple vistazo histórico nos debería hacer recordar las profundas raíces semejan-

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tes y comunes del Derecho Penal en Europa, antes y después de la Ilustración, ya que a pesar de las disparidades nacionales que puedan hallarse, persiste tanto una tradición jurídica como filosófica constante. Pues bien, nuestro país participó del movimiento codificador con excelentes muestras, como los Códigos Penales de 1822, 1848-1850, y 1870, dentro de un contexto de alta inestabilidad política, social y económica, en demasiados casos sometidos al ejercicio de diversas manifestaciones de violencia política. En las primeras décadas del siglo XX estas constantes se mantienen, dando lugar a diversas alternancias en el poder, entre las que podemos destacar: la Dictadura del general primo de Ribera, con la promulgación del Código Penal de 1928, con clara inspiración en los textos italianos del momento y por tanto con reminiscencias de carácter fascista. Luego, con la proclamación de la II República, y tras la aprobación de la Constitución de 1931, se promulgó el Código Penal de 1932 y la Ley de Vagos y Maleantes de 1933. A continuación, tras la Guerra Civil y el triunfo de los sublevados, se deroga prácticamente todo el sistema jurídico republicano y aparece, en el marco de la dictadura franquista, entre otras normas punitivas, el Código penal de 1944 – Este texto siguió vigente en nuestro país, aunque con importantes modificaciones, como el Texto Refundido de 1963 y el de 1973, hasta la Constitución de 1978. A destacar también en este periodo la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Con la aprobación de la Constitución, aunque se mantuvo el viejo texto, inmediatamente se introdujeron cambios sectoriales con el fin de eliminar las instituciones penales mas groseramente contrarias a la Ley Fundamental. Así, han de destacarse, entre otras, la Reforma Parcial y Urgente del Código Penal de 1983 y la Reforma de 1989. Pero en todo caso perduraba la estructura del Código Penal de 1944, hasta que finalmente se aprobó un texto completo adaptado a las nuevas realidades sociales y normativas.

2. EL CÓDIGO PENAL DE 1995 Y SUS REFORMAS POSTERIORES 2.1. El Código Penal de 1995 El 8 de noviembre de 1995, el Congreso de Diputados aprobó el Código Penal, tras una larga tramitación parlamentaria iniciada con la presentación del Proyecto de 1994. El texto se publicó en el BOE el día 23 de noviembre y entró en vigor el 24 de mayo de 1996. Pues bien, el Código Penal de 1995 supuso un cambio trascendental en nuestro ordenamiento punitivo. No debieran existir dudas a estas alturas acerca de la insostenible regulación anterior, plagada de múltiples reformas y que vivía “a espaldas o frente” a la Constitución democrática de 1978. Así pues, la necesidad

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de la reforma penal constituía un lugar común en el marco de las aspiraciones sociales españolas. Desde esta premisa, dos fueron los grandes objetivos político-criminales perseguidos por el legislador de 1995: la actualización de la ley penal a la realidad social, cultural y económica española; y, en segundo término, su adecuación a los principios y contenidos axiológicos de la Constitución. El logro de ambos objetivos exigía a su vez, el ejercicio de determinadas opciones políticas y también el recurso a ciertas medidas instrumentales. En definitiva, la asunción de criterios de carácter técnico. El Código Penal de 1995 se estructura en un Título Preliminar y en tres Libros, que a su vez se subdividen en Título, Capítulos, Secciones y artículos. El Título Preliminar se refiere a las garantías penales y a la aplicación de la ley, mientras que el Libro I contiene las disposiciones generales; ambos configuran lo que llamamos la Parte General. Por su parte, los Libros II y III disciplinan las diferentes infracciones, es decir, lo que denominamos Parte Especial; así, en el Libro II se contienen los diferentes delitos (infracciones graves y menos graves), y en el Libro III las faltas (infracciones leves). Por consiguiente, de las muchas novedades que supuso este texto, comenzaremos con destacar la relativamente novedosa clasificación tripartita de las infracciones (art. 13 en relación al art. 33), pues de facto ya había sido introducida a través de diversas leyes procesales. Entre las múltiples y profundas modificaciones, para hacerse idea de la magnitud del cambio, baste citas las siguientes: la desaparición del encubrimiento como forma de participación, que pasa ahora a situarse como un delito autónomo contra la Administración de justicia (arts. 451 a 454); las modificaciones habidas en sede de responsabilidad civil (arts. 114, compensación de culpas, 115 exigencia de motivación judicial de la cuantía, 117 responsabilidad de aseguradoras y 121 responsabilidad civil subsidiaria de las Administraciones); la nueva cláusula para las actuaciones en nombre de otro y para extender la autoría en delitos especiales en donde ciertas exigencias del tipo recaen en una persona jurídica (art. 31). Dentro ya del Libro II, en los delitos relativos a la protección de la vida, destaca la desaparición como figuras autónomas del parricidio y del infanticidio; la racionalización de las circunstancias en el asesinato; la creación de una figura de asesinato cualificado, o más bien, de un súper cualificado homicidio; la pérdida de autonomía del auxilio no cualificado al suicidio; la tímida introducción de la eutanasia pasiva; y sobre todo, una mejor proporcionalidad de las penas entre homicidio y suicidio. Y dentro de la protección de la vida e integridad prenatal son también importantes la creación de los delitos de lesiones al feto (arts. 157 y 158) y los delitos relativos a las manipulaciones genéticas y reproducción humana asistida (arts. 159 y ss.). Imprescindibles ambas tanto por las carencias históricas de nuestra legislación como por los continuos avances de la biomedicina. Tampoco es desdeñable la nueva regulación de los delitos contra las relaciones familiares (Título XII), que conforme a la mejor doctrina, han sufrido una notable reordenación y reestructuración, sobre la idea de los derechos que un individuo posee por la pertenencia a una familia.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Una de las materias donde se ha producido una muy significativa actuación, para corregir el desfase existente, es en el ámbito de la delincuencia socioeconómica. Así, desde una cierta racionalización y la introducción de mejoras técnicas en los delitos patrimoniales clásicos, hasta la profunda reforma de las insolvencias punibles (arts. 257 y ss.), pasando por propiedad intelectual e industrial (arts. 270 y ss.) y receptación y conductas afines (arts. 298 y ss.). Pero no menos significativa es la creación de los delitos societarios (arts. 290 y ss.), las estafas por medios informáticos (art. 248,2ª), delito publicitario (art. 282), ocupación pacífica de inmuebles (art. 245,2ª) o todos los delitos relativos al mercado y a los consumidores (arts. 278 y ss.). De igual forma, no pueden pasar desapercibidos los nuevos Títulos XVI (ordenación del territorio, patrimonio artístico y medio ambiente) y XVII (seguridad colectiva). Pero aquí, junto a las indudables mejoras técnicas o exigencias sociales, también deben considerarse los inconvenientes: el abuso de conceptos indeterminados, cláusulas abiertas o flexibles; casuismo; remisiones normativas y recurso a leyes penales en blanco; tipos de peligro abstracto, etc. De suerte que en la tutela de intereses difusos, supraindividuales o colectivos, la intervención del Derecho penal se muestra excesiva, o sea máxima. Y el grado más alto se alcanza, como no podría ser de otra manera, en el tráfico de drogas, donde se insiste en una tan pertinaz como ineficaz política represiva, con un sensible y gratuito endurecimiento de las penas. También debe destacarse la introducción del delito de desobediencia grave contenido en el artículo 380, pionero en lo que luego sería la gran reforma de los delitos contra la seguridad vial. De gran interés la nueva configuración de las falsedades (Título XVIII), que además del concepto legal de documento (art. 26) comporta una mejor selección de las conductas merecedoras de sanción. En este ámbito subrayar la supuesta despenalización de las falsedades documentales ideológicas cometidas por particular, esto es, se ha corregido su castigo generalizado igualándolo con la posición de funcionarios públicos y limitándola a ciertos ámbitos en donde si existe una posición de deber específico de decir la verdad. Una segunda novedad se refiere a las placas de matrícula de los vehículos de motor.

Pero fue la adecuación de la legislación penal a los valores consagrados en el texto constitucional, la que se ha reiteradamente destacado, como el objetivo central de la reforma de 1995. Y a nuestro juicio esta tarea justifica por sí sola la aprobación del nuevo Código penal. Y ello porque el tránsito del Derecho penal de un Estado autoritario al propio de un Estado social y democrático de Derecho, no puede llevarse a cabo mediante una superposición de reformas parciales. Exigía un cambio absoluto, en profundidad, sistemático y regido nítidamente por los principios, garantías y valoraciones constitucionales. Y con un reconocimiento expreso e inequívoco de los mismos. De ahí que TIEDEMANN, al sumar esta vocación constitucionalista a la escasa utilización de leyes penales especiales en nuestro ordenamiento, haya definido al texto español de 1995, como el único texto europeo reciente que merece ser conceptuado de auténtico Código. Ahora basta con recordar alguno de los aspectos más esenciales que, desde la óptica de la Constitución de 1978, ha recogido el nuevo Código Penal. Para clarificar la exposición podemos distinguir cuatro grandes ámbitos. Sin lugar a dudas, el más simbólico y a la vez de mayor transcendencia para el sistema de garantías, es el Título Preliminar. En su seno, de forma sistemática, se

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hacen explícitos los principios de legalidad (arts. 1, 2, 3, 4 y 6), proporcionalidad (art. 4,3º), culpabilidad (art. 5), y ne bis in ídem (art. 8). Del mismo modo se reconoce el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 4,4º). Fundamental en este contexto es el reconocimiento del principio de legalidad en todos sus extremos. Así, la garantía criminal (art. 1), la garantía penal (art. 2), la garantía en la ejecución (art. 3), la irretroactividad de la ley penal desfavorable (art. 2,1º) y en cierto modo la retroactividad de la ley penal más favorable (art. 2,2º). Este panorama se complementa en relación con las medidas de seguridad, con lo dispuesto en los artículos 1,2º y 6, que al introducir límites ciertos y proporcionales a su duración, ponen término a la situación de indeterminación anterior. A nuestro entender, el Título Preliminar no contempla como debiera, la proclamación de los principios de proporcionalidad y culpabilidad, que aparecen incompletamente desarrollados. Esta deficiencia sólo puede salvarse si se acepta, como sugiere VIVES ANTÓN, su derivación desde el principio de legalidad, que vendría a configurarse como principio de principios. El segundo nivel se corresponde, ya dentro del Libro I, con la teoría de la infracción. Junto a una generalizada mejora de carácter técnico, su hilo conductor se halla en alcanzar mayores cotas de seguridad jurídica. Lo cual permite vislumbrar una concepción liberal del ius puniendi. Como exponentes paradigmáticos de esta orientación pueden citarse los siguientes. La introducción de una cláusula legal para la admisión de la comisión por omisión en los delitos que consisten en la producción de un resultado. El segundo ejemplo de esta dirección lo constituye el nuevo régimen de la imprudencia. Así, el artículo 12 consagra un sistema de numerus clausus, recogiendo una constante tanto en todos nuestros anteriores proyectos, como en relación a los demás ordenamientos europeos. Quedan de este modo reforzada la exigencia de taxatividad, así como el carácter fragmentario del Derecho penal, al reconocerse la excepcionalidad de la incriminación de la modalidad imprudente. A partir de ahora o existe habilitación legal expresa para su incriminación imprudente, o ésta no será posible. La tercera manifestación de esta orientación garantista se encuentra en el iter criminis. De una primera lectura se desprenden las siguientes innovaciones: a) desaparición de la frustración, dejando a la tentativa como única forma imperfecta de ejecución (art. 16,1º); b) nula referencia a la tentativa inidónea y al delito imposible (anterior art. 52,2º); c) adopción de un sistema de numerus clausus para la incriminación de los actos preparatorios; y, d) regulación expresa del desistimiento. Una segunda lectura nos permite aventurar las siguientes conclusiones. La tentativa, junto a un elemento subjetivo, precisa de otro de naturaleza objetiva, que se centra en el principio de ejecución. Y coherentemente con este planteamiento, se recobra nuestra tradición histórica liberal, adoptándose un sistema cerrado de punición de los actos preparatorios (arts. 17 y 18). De nuevo el principio de ejecución vuelve a reaparecer como límite genérico en la

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intervención del Derecho penal. La otra gran novedad en esta materia la constituye la apología, que conforme a la doctrina del TC (STC 159/1986), exige una incitación directa para cometer el delito, configurándose así como una especie de la provocación, y no como una forma autónoma. Por fin, la novedosa regulación del desistimiento (art. 16, 2º y 3º) abarca tanto supuestos particulares como de pluralidad de sujetos. Nada sin embargo se señala en relación al desistimiento en los actos preparatorios. Otro exponente de este criterio político dentro de la teoría de la infracción, se refiere a la autoría y participación. El CP de 1995 pone fin a la vetusta idea del concurso de personas en el delito, sustituyéndola por la de autores y partícipes. De esto se deriva la configuración del encubrimiento como delito autónomo, y no como forma de participación, pues no cabe nunca ésta una vez consumado el hecho. A partir de aquí, se alza una nítida distinción, de carácter material, entre autores (art. 28, primero) y partícipes (arts. 28, segundo y 29). Aunque entre estos últimos se distingue a su vez, a los que formalmente, esto es, a afectos de penalidad, se consideran autores (art. 28, segundo) y los que formal y materialmente siguen siendo partícipes (art. 29). Pero es el artículo 30 —pues al art. 31 ya se hizo referencia—, donde el sello de una política criminal liberal alcanza su punto más álgido, con la aceptación y perfeccionamiento del sistema de responsabilidad en cascada para los delitos de imprenta. No debe olvidarse que su ideación se debe a nuestros antepasados liberales, que una vez asentados en Bélgica tras el correspondiente y habitual exilio, lo implantaron y extendieron a toda Europa. Un tercer nivel expresivo del objetivo de acomodación a la Constitución, se halla en la teoría de las consecuencias jurídicas (penas y medidas de seguridad). Sin embargo, dada su enorme transcendencia, su tratamiento se expondrá al tratar los principios penales de resocialización y humanización de las penas, así como al tratar la teoría de las consecuencias jurídicas, que abordaremos más adelante, así como dar por reproducidas exposiciones anteriores. Pero si conviene destacar aquí, la modificación relativa a la minoría de edad, que nominalmente se eleva a los dieciocho años (art, 19), plasmándose así una ya vieja y unánime aspiración de la sociedad española. Su régimen definitivo se implantó con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 5/2000, Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores. La segunda incidencia en esta materia se refiere a la tímida introducción de una perspectiva de la víctima, que principalmente se contrae a las circunstancias atenuantes (arts. 21, 3º y 4º) y a la responsabilidad civil (arts. 107 y 114). A mi juicio se ha desaprovechado una excelente ocasión para profundizar y ampliar el ordenamiento penal español en esta dirección, como ya se hace en el Derecho comparado. Por lo que se refiere a la Parte Especial (Libros II y III) también se hace manifiesto este deseo de acercamiento a los valores constitucionales. En este ámbito se

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comprueba principalmente en la protección de los derechos fundamentales, con un considerable reforzamiento y reformulación de su tutela penal. Como quiera que no es posible un análisis en profundidad, nos limitamos a enumerar los cambios más transcendentes. En primer término, merecen destacarse los relativos a la protección de la integridad moral (arts. 172 y ss.); libertad sexual (arts. 178 y ss.); intimidad e inviolabilidad del domicilio (arts. 197 y ss.), y, honor (arts. 205). Su mera lectura basta para cerciorarse de la magnitud del cambio. En otro orden de cosas, debe igualmente apuntarse la nueva estructura de la Parte Especial, que al iniciarse con la protección de los derechos fundamentales de la persona o individuo, acentúa esta inequívoca vocación política de raíz garantista y liberal. Por consiguiente, la tutela de intereses difusos, colectivos o supraindividuales, queda relegada a un segundo plano. Del mismo modo, debe acogerse positivamente la creación —siguiendo otra vez nuestra tradición liberal— de un Título cuya rúbrica es “Delitos contra la Constitución”, claramente diferenciado del Orden público (Título XXII). Dentro del primero, se ofrece una correcta tutela a las instituciones democráticas y del sistema de división de poderes. En este contexto, me parece muy significativa la cobertura dada a la inviolabilidad de las Cortes generales y a los Parlamentos autonómicos (arts. 493 y ss.), con especial referencia a la cláusula de cierre contenida en el artículo 499, y a la configuración como delito de desobediencia grave dejar de comparecer a un requerimiento de una Comisión parlamentaria de investigación o del Defensor del Pueblo (art. 502). No parece posible concluir este breve resumen, sin al menos mencionar el nuevo régimen penal de las autoridades y funcionarios públicos. El CP de 1995 ha tratado de corregir los privilegios penológicos que aun subsistían en el anterior texto, procedentes de una concepción autoritaria del Estado. Paradigmáticos en este sentido eran las hipótesis donde ante una misma conducta, el particular resultaba igual o más gravemente sancionado que el servidor público que abusaba de su poder. Pero como quiera estos últimos ocupan una especial posición en el ordenamiento jurídico, y que además en muchos casos les atribuye la condición de guardianes de la legalidad, la situación debería ser justamente la inversa. Esto es, merecerían una mayor penalidad. Para lograr este objetivo, el legislador ha recurrido, junto al tradicional elenco de delitos especiales propios de funcionarios (así Títulos XIX, XX, ó XXI) a la novedosa técnica de los delitos especiales impropios que acompañan a delitos comunes (así 167, 174, 198, 204, etc.). Cuestión distinta es que haya logrado plenamente este objetivo, y no ya porque pueda haber obviado ciertas materias, sino principalmente porque los criterios de diferenciación para poder aplicar los delitos especiales propios o los impropios, se construye generalmente sobre la compleja fórmula de obrar fuera de los casos

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permitidos por la ley y sin mediar causa por delito. Por tanto, el éxito o fracaso de este enfoque dependerá de la interpretación jurisprudencial, y en donde se sitúe la frontera efectiva entre unos y otros.

2.2. Reformas posteriores Pero el texto de 1995, como ya hemos advertido, ha sido objeto de decenas de reformas posteriores, entre las que aquí únicamente vamos a referirnos a las de mayor calado. La primera de estas sucedió en 2003, concretándose en las Leyes Orgánicas, 7, 11 y 15 de 2003, y la segunda, muy próxima en el tiempo, mediante la Ley Orgánica 5/2010. Sin embargo, entre ambas se produjeron dos modificaciones parciales de gran calado y de mayores consecuencias en la actividad ordinaria de nuestros tribunales: la LO 1/2004, de 28 diciembre, de Medidas de protección integral contra la violencia de género, y la LO 15/2007, de 30 de noviembre reforma el Código penal en materia de seguridad vial En primer término, la LO 7/2003, para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, se circunscribió al ámbito de la pena, y han de señalarse las siguientes modificaciones: introducción del llamado “periodo de seguridad” en los delitos graves (art. 36); elevación del máximo de la pena de prisión hasta cuarenta años, en casos de concurso de dos o más delitos graves de terrorismo y también en supuestos de concurso de dos o más delitos de especial gravedad (art. 76); el endurecimiento del cómputo para el disfrute de ciertos beneficios penitenciarios, la clasificación en “el tercer grado” de tratamiento y obtener la libertad condicional (art. 78); y por fin, una mayor severidad en la regulación de la libertad condicional (arts. 90 y 91). La doctrina se mostró muy crítica con esta modificación, en especial con el aumento de la pena de prisión hasta lo cuarenta años y con la restricción del disfrute de beneficios penitenciarios. Por su parte, la LO 11/2003, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros, determinó importantes cambios en las tres esferas referidas en su rúbrica. En cuanto a la primera, queda expresada en su referencia al “Plan de lucha contra la delincuencia” presentado por el Gobierno ante el Congreso el 12 de septiembre de 2002. Sus rasgos esenciales son los que siguen: conversión de la agravante de reincidencia en cualificada por el número de delitos cometidos, renaciendo así de este modo la agravante de “multirreincidencia”; profunda transformación de las reglas de concreción de la penalidad por aplicación de las circunstancias agravantes y atenuantes, con disminución del arbitrio judicial; nuevo régimen de la habitualidad: hechos anteriores aun no condenados, se castigan como un único delito (la “reiteración” en la comisión de faltas, siempre que la frecuencia sea de cuatro conductas de falta en un plazo de un año, y el montante de lo acumulado supere el mínimo exigido por el delito patrimonial correspondiente, de aplicación en infracciones de lesiones, hurto y sustracción de vehículos, arts. 147; 234 y 244). En cuanto a “violencia doméstica”, la reforma afectó fundamentalmente a los arts. 23, 147, 173, 617 y del modo que sigue: A). Se amplía el círculo de la circunstancia mixta de parentesco del art. 23: “haber sido cónyuge”; “haya estado ligada de forma estable” y al “conviviente”. Con esta ampliación se persigue extender el círculo de víctimas y agresores, así como su utilidad a los efectos de la habitualidad exigida ahora en el único delito de violencia doméstica; B) Se deroga el apartado segundo de la falta contenida en el art. 617, de modo que si la conducta se realiza dentro del círculo de personas descri-

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to en el art. 23, se castigará como delito de lesiones del art. 147,2º, siempre que en el plazo de un año haya realizado cuatro veces la acción descrita en el art. 617; C) Nueva redacción del art. 153, con mayor penalidad, incluida privación de tenencia y porte armas, para los casos de mal trato de obra habitual en el ámbito familiar; D). Reforma del art. 173 en su segundo apartado, ahora referido a los ataques a la integridad moral en el ámbito familiar. Por lo que se refiere a la “integración social de extranjeros”, bajo esta rúbrica tan sugerente, no obstante se contienen varias medidas de escasa sensibilidad con los derechos humanos, incluidos los de los inmigrantes extranjeros indocumentados, así como otras cuya justificación resulta de discutible eficacia en la lucha contra la criminalidad organizada transnacional. Veamos a continuación un breve resumen. De especial repercusión el régimen de extranjeros no residentes legalmente (arts. 89 y 108) al prescribir la sustitución de la pena de prisión inferior a seis años, por expulsión del territorio nacional. Si la pena es superior a seis años de prisión, podrá también decretarse la expulsión pero sólo tras el cumplimiento de las tres cuartas partes de la condena, o cuando el condenado alcance el tercer grado. Idéntico régimen para medidas de seguridad privativas de libertad (art. 108 CP). Igualmente a destacar algunas figuras de delincuencia sobre inmigrantes (arts. 318, 318 bis y 188) y de conformidad al acuerdo del Consejo Europeo de Tampere, se persigue combatir el tráfico ilegal de personas. Para lograrlo se procede a un aumento generalizado de las penas en esta materia y especialmente en determinados supuestos agravados por peligro para la vida o la salud, y si existe explotación sexual. Para finalizar este bloque, hay que exponer la LO 15/2003, aunque dada su formidable amplitud, más de 160 artículos afectados, también es necesaria una mera descripción de los principales cambios: 1) Duración mínima de la pena de prisión: se redujo de los seis meses vigentes desde 1995 a tres meses (art. 33), 2) Nueva frontera entre delitos graves y delitos menos graves en penas de prisión: a partir de ahora cinco años (así, se pretende armonizar con las competencias entre Juzgados de lo Penal y Audiencias Provinciales, art. 33); 3) Se suprime la pena de arresto fin de semana, “porque su aplicación práctica no ha sido satisfactoria”. Su hueco en el catálogo de “penas alternativas a las penas cortas de prisión” se trató de cubrir con la pena de prisión de tres meses, la pena de multa, los trabajos en beneficio de la comunidad, y con la nueva pena que se crea de “localización permanente” (art. 35); 4) Creación de una nueva pena: la “localización permanente”: comporta la obligación de permanecer en el domicilio u otro lugar designado por el Juez, durante el tiempo que determine; 5) Se potencia la pena de trabajos en beneficio de la comunidad, debido a su función resocializadora: aparece impuesta directamente en varias figuras delictivas y se incorpora el régimen de su cumplimiento (arts. 33 k y 49); 6) Se mejora técnicamente la regulación de la pena de alejamiento, para mayor utilidad en la prevención y represión, en especial de los delitos de violencia doméstica Así, se establecen por separado tres modalidades: prohibición de acudir y residir; prohibición de aproximarse a la víctima; y prohibición de comunicarse con la víctima (arts. 39, 40, 42, 48 y 49). 7) Una modificación de gran alcance es la que afectó a la “reiteración de las conductas delictivas”. Así, se aumenta la penalidad en el delito continuado, permitiendo la imposición de la pena superior en grado (art. 74,1º); y, el incremento de la penalidad en determinadas faltas “habituales” contra el patrimonio (v. gr. en receptación); 8) Cambios en la aplicación de la pena de multa y en las cuantías (arts. 50, 51 y 52). 9) nuevas modificaciones en las penalidad, relativas a las reglas de aplicación de las penas, incluidas las eximentes incompletas; así como de la libertad condicional y del comiso; también de las consecuencias accesorias del art. 129. Por lo que se refiere a la Parte Especial, la LO 15/2003 igualmente supuso grandes novedades. La más importante, por sus múltiples y extensas consecuencias, fue la modificación de las cuantías que determinan la frontera entre delitos y faltas, y en otros casos,

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac la frontera entre infracciones penales e infracciones administrativas. Para este cambio, en ambos grupos de casos, se tomó como regla general aplicar un incremento de aproximadamente el 33%, es decir de un tercio. De modo que pasó a establecerse en 400 euros la línea divisoria entre delitos y faltas de hurto propio e impropio, sustracción vehículo a motor, estafa, apropiación indebida, defraudaciones de energía, fluidos y análogas, alteración de lindes, daños (arts. 623, 624 y 625. Pero idéntico criterio se ha seguido también para establecer el límite entre ilícitos penales e ilícitos administrativos, lo que resulta discriminatorio, inmotivado y a la vez elocuente. Así ocurre con la nueva cuantía del delito fiscal (art. 305), que se elevó hasta los 120.000 euros. Pero igualmente transcendentes fueron las modificaciones en materia de drogas y toxicómanos; la regulación de la pornografía infantil, que de acuerdo a recomendaciones europeas, se castiga la tenencia para uso propio, y se aprovecha para un aumento de la penalidad; en propiedad intelectual e industrial, de acuerdo a la normativa europea, se adapta la tipificación y se aumenta la penalidad, la creación del delito de maltrato de animales; se Incorporan figuras relacionadas con el acceso a servicios de radio fusión sonora o televisiva, y servicios interactivos por vía electrónica y conductas de manipulación de terminales de equipos de telecomunicación; nuevo delito que castiga emitir, liberar o introducir radiaciones ionizantes en el agua, tierra o aire; modificaciones en los delitos de falsificación de moneda, adaptándose a la vigencia del euro; además, las tarjetas y cheques son considerados como medio de pago; introducción, conforme al principio de complementariedad, de todas las nuevas conductas contenidas en el Estatuto de la Corte Penal Internacional.

Hemos querido incidir en detalles de estas tres reformas por dos razones fundamentales. La primera tiene que ver con el pasado, puesto que supuso un gran giro, especialmente en materia de penalidad, con relación a aspectos nucleares introducidos por el Código Penal de 1995. No es ajeno a esta idea que las tres leyes fueran calificadas por amplios sectores de la doctrina como la contrarreforma penal de 2003. La segunda apunta al futuro, en la medida que la gran reforma penal de 2010, al margen de otras consideraciones, objetivos y finalidades, también trató de eliminar o suavizar la dureza extrema introducida por esta normativa, persiguiendo un regreso al modelo del Código penal de 1995. Sin embargo, la posterior reforma de 2015 ha incidido en la involución de la legislación criminal española. Pero antes hay que hacer referencia a dos transcendentes modificaciones de la legislación penal. Porque aunque fueron de proporciones limitadas, su impacto fue muy elevado. En primer término, se trata de LO 15/2007, por la que se modificó el Código Penal en materia de seguridad vial, que transformó completamente la descripción y enjuiciamiento de los delitos cometidos en este ámbito, protagonizando junto a otras medidas administrativas, una sustancial reducción de muertes y lesiones. Y en segundo lugar, a la LO 2/2010, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que cambió la regulación del aborto, abrazando el sistema del plazo, mayoritario en todo el espacio europeo. En cuanto a la reforma de 2010 (LO 5/2010), de extraordinaria amplitud y profundidad, nos limitaremos a significar los avances esenciales, puesto que mu-

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chas de sus disposiciones siguen siendo derecho vigente. Los más importantes se concentran en las siguientes materias: Creación de una nueva atenuante de “dilaciones indebidas”; establecimiento de un régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas más detallado y completo; la configuración de la libertad vigilada como una medida y no como una pena, además de reducir su duración y ámbito de aplicación; una mayor precisión en la definición de los criterios de interrupción del cómputo de la prescripción; limitación de la imprescriptibilidad en todos los delitos de terrorismo únicamente a los más graves; restricción de la aplicación del “periodo de seguridad” en las penas de prisión; reconversión de la localización permanente en una alternativa a las penas cortas de prisión (duración de hasta seis meses); una adecuada regulación autónoma de los delitos de tráfico de personas con finalidad de explotación sexual; corrección en la proporcionalidad de las penas en los delitos de tráfico de drogas; reordenación y nuevo modelo de los delitos de asociación ilícita, grupos y organizaciones criminales y terroristas; introducción de un delito autónomo de piratería; reforma y actualización de diversas modalidades de corrupción; y a todo ello habría que sumar mejoras técnicas o cumplimiento de compromisos internacionales en numerosas figuras delictivas (comiso, acceso ilícito a sistemas y programas informáticos, etc.); modificación o creación de nuevas figuras como tráfico de órganos; “acoso inmobiliario”; acoso laboral; libertad e indemnidad sexuales; acceso ilícito a los sistemas informáticos; genocidio y lesa humanidad.

La reforma penal de 2015 comprende la LO 1/2015, de 30 de marzo, de modificación del Código Penal y la LO 2/2015, de 30 de marzo, de modificación del Código Penal, en materia de delitos de terrorismo. Ha de completarse con referencia a la LO 4/2015, de 30 marzo, de protección de la seguridad ciudadana. Solo con estas tres menciones puede ya comprenderse que asistimos a un radical giro de la legislación punitiva española. Conlleva la modificación de más de la mitad de artículos del Código Penal. También altera la estructura del texto procedente del Código Penal de 1848, al suprimir el Libro III, relativo a las faltas. Y finalmente —para completar una perspectiva cuantitativa— porque reenumera decenas artículos, cambia y reordena rúbricas de Secciones, Capítulos y Títulos de los dos Libros subsistentes, el Primero y el Segundo. Así pues, formalmente es “otro” Código Penal. Un Código Penal, por primera vez en más de 160 años, sin faltas. Eso sí, con su sustitución por los delitos leves. Pero el radical giro es sobre todo de fondo, cualitativo, de conceptos y categorías, esto es, de ideas, de política criminal, de la misma concepción del derecho penal. Es más, por primera vez en España desde la Constitución de 1978, se han alterado los procedimientos institucionales en la tramitación y aprobación de un texto punitivo. Por todo ello, esta reforma traza una profunda línea divisora, dibuja un antes y un después en la normativa penal española.

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Para sostener estas afirmaciones es suficiente con echar una ojeada al nuevo texto, que por lo demás, es ya derecho vigente. Basta aquí citar algunas modificaciones como meros ejemplos del alcance ideológico de la reforma. En el Libro I, el test político-criminal debe poner la mira en los siguientes extremos: a) la ampliación del castigo de los actos preparatorios punibles; b) el vuelco al sistema de penas, con la introducción de la pena de prisión permanente revisable, la transformación del modelo de suspensión, sustitución y libertad condicional, el aumento de penalidad para el concurso medial, la generalización del comiso, el régimen de los antecedentes penales, y las nuevas reglas de aplicación de las penas; c) la introducción como eximente o atenuante de la posesión de “programas de cumplimiento y prevención” en la responsabilidad penal de las personas jurídicas; y d) la formulación de una nueva graduación de la imprudencia, con la aparición de la denominada “menos grave” y la desaparición de la “leve”. En cuanto al Libro II, es suficiente con citar alguna de las materias afectadas para poder calibrar la profunda huella de la reforma de 2015. Así por ejemplo, y sin pretensión alguna de exhaustividad, transforma sustancialmente figuras delictivas de alto significado: a) homicidio y asesinato con un complejo galimatías de agravaciones; b) lesiones; c) libertad sexual, entre otros cambios con la elevación de la barrera penal de indemnidad sexual a menores de 16 años (desde los 13 anteriores); d) secuestros y detenciones ilegales; e) intimidad; f) figuras vinculadas a la corrupción; g) atentados y desórdenes públicos; h) delitos de riesgo y contra la salud; i) medioambiente y patrimonio histórico; y, j) una corrección intensa de los delitos patrimoniales que incluye desde hurtos y robos, a apropiación indebida y administración desleal, concurso punible, propiedad intelectual e industrial y alcanza a los daños. Recuérdese que entre los cambios a considerar se halla la reubicación entre los tradicionales delitos graves y menos graves de los nuevos delitos leves, es decir, de las supuestamente despenalizadas faltas.

En síntesis, no es aventurado afirmar que estamos en presencia de otro Código Penal. Un nuevo texto en el que resulta difícil encontrar rastros del Código Penal de 1995. Pero además, esta reforma del Código Penal ha contado solo con el apoyo del Grupo Parlamentario Popular, que gracias a su mayoría absoluta en ambas Cámaras, ha procedido a su aprobación. Ningún consenso destacable con ninguna de las otras fuerzas políticas con representación parlamentaria. Lo demuestra el rechazo a las múltiples enmiendas presentadas por todos los demás Grupos tanto en el Congreso como en el Senado. Los grupos de oposición han votado en contra. No es esta una buena noticia para la democracia española. Una reforma de la importancia de 2015 necesita un consenso más amplio que contenga el suficiente soporte ciudadano y la pluralidad de la sociedad española, es decir, el texto punitivo como expresión del contrato social. Igualmente sorprende e inquieta que una modificación de la legislación criminal de esta envergadura se haya aprobado tras un escaso y pobre debate. En efecto, el debate ha sido escaso tanto en el parlamento como en la opinión pública, incluidos los foros profesionales. Ha sido una reforma casi clandestina, con un seguimiento muy débil en medios de comunicación, que finalmente ha sorprendido a la sociedad cuando ya estaba aprobada, publicada y a punto de entrar en vigor. A la falta de interés informativo se añade el empobrecimiento del debate parlamentario, especialmente el desarrollado en los Plenos de Congreso y Senado. En realidad, el texto, en sus diferentes versiones, ya llegó cerrado desde el Ministerio de Justicia. Los ajustes, estrictamente técnicos, se

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han producido previamente en Ponencia y Comisión. Por tanto en ausencia de luz y taquígrafos. De este modo se acentúa el sometimiento al poder ejecutivo y la paulatina, inexorable y fuerte pérdida de autonomía de los grupos parlamentarios y de las Cortes, convertido en meras correas de transmisión de la voluntad del Gobierno y de las cúpulas de los partidos políticos.

2.3. Balance crítico Desde la transición democrática y la Constitución de 1978, excepto la reforma operada por el Código penal de 1995, no ha fructificado ninguna otra de la misma amplitud y extensión, esto es, con una vocación de transformación sistemática del ordenamiento punitivo. Ahora bien, desde entonces es innegable que se han producido decenas de reformas de la legislación penal española, de diverso alcance y extensión. Son varias y conocidas las hipótesis que han tratado de explicar las razones de esta constante reforma parcial de la normativa criminal. Así ha sucedido tanto bajo el impulso de gobiernos socialistas como de gobiernos conservadores, con la aprobación de numerosas y constantes modificaciones de la legislación penal, ya mediante pequeños cambios, ya a través de importantes variaciones, como las de 1983, 1989, las tres de 2003, la de 2010, o la actual de 2015. Sin duda que muchas de estas reformas tienen sobrada justificación: cambios sociales, económicos, políticos, religiosos y culturales; adecuación al texto constitucional; exigencias de armonización europea y otras obligaciones internacionales; avances tecnológicos; nuevas realidades criminales, etc. Pero su justificación —o al menos explicación—, no elimina un cierto poso de improvisación, de presiones mediáticas, de conveniencias coyunturales, en definitiva, de la expresión que ha cobrado fortuna como “populismo punitivo”. Podríamos decir en este sentido que tanta modificación es fruto de nuestra época, de aquélla que se define como la del “pensamiento rápido”. Pero también creemos que todas estas reformas obedecen a un trasfondo ideológico en el sentido más clásico, esto es, que toca la fibra más profunda de nuestro pensamiento moral. En efecto, en este periodo tan intenso, las sociedades occidentales —y nuestro país de forma vertiginosa— han experimentado un salto de paradigma. Pero paralelamente a este cambio de paradigma, igualmente en un contexto internacional y global, el rasgo definidor de nuestro tiempo puede sintetizarse, en las ideas de globalización y nuevas tecnologías de la información y comunicación. Pues bien, la confluencia de estos y otros factores de sobra conocidos, ofrecen una perspectiva imprescindible para tratar de comprender la evolución de nuestro sistema punitivo —y obviamente del de otros Estados—, y también el más próximo encarnado en las últimas reformas de 2015. Del panorama reformista descrito se deriva una realidad con una mayor presencia del Derecho Penal, lo que significa más castigo y más represión. Es decir, un

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incremento de la intervención punitiva, el tránsito de un “Derecho penal mínimo” a un “Derecho penal máximo”; la expansión de conductas prohibidas; las formulaciones típicas con una considerable indeterminación del presupuesto; el aumento de remisiones normativas y de cláusulas pendientes de valoración; el empleo constante y creciente de diversas estructuras de adelantamiento de la intervención (delitos de peligro, omisión, imprudencia, formas de autoría, tentativa, actos preparatorias); y en general, de una estrategia legislativa tendente a configurar tipos penales que “faciliten la prueba”. A esta radiografía se ha de añadir un incremento de la severidad de la reacción punitiva. Ésta se manifiesta en varias dimensiones. La más clara es la relativa al predominio de la pena de prisión, junto a la pertinaz escasez de penas alternativas a la misma. Así, la sanción que no consiste en un largo tiempo en presidio se considera como insuficiente, como una burla a las víctimas y como un peligro para la sociedad. Por tanto existe una creciente demanda de penas de prisión de media, larga o incluso indeterminada duración. Lo que se complementa con otros mecanismos de severidad: establecimiento de “periodos de seguridad”, ideología del “cumplimiento íntegro” de las penas; inexistencia de procedimientos de revisión de las condenas; endurecimiento del régimen del concurso de infracciones; rigidez y automatismo en el proceso de aplicación de la penalidad; limitaciones en suspensión y sustitución; restricciones en libertad condicional y beneficios penitenciarios; introducción de medidas de ejecución postpenitenciaria; etc. De todos son conocidas las estadísticas criminales de España: baja criminalidad violenta; media-alta en delitos patrimoniales sin violencia e intimidación (robos con fuerza en las cosas y hurtos) y tráfico de drogas; mayor tasa de población penitenciaria de la UE; escandalosa tasa de hacinamiento en centros penitenciarios; escasa conflictividad en los mismos. Entonces, ¿por qué más y más incremento de la severidad del sistema punitivo español? No se encuentra una respuesta racional, aunque si claro, numerosas causas. Desde luego entre ellas están las ya conocidas: “clima de miedo”, “pensamiento único”; “pensamiento impecable” y que parece que carecemos, o no nos atrevemos públicamente —el célebre cálculo de la rentabilidad electoral— a defender las libertades, posibilitando una cultura y unas prácticas sustentadas en la idea de libertad y en los derechos fundamentales. Prima por consiguiente una simplista idea de la seguridad ciudadana. Resulta muy fácil ejemplificar esta tendencia, tanto en reformas anteriores como también en la presente. Recordemos la presión de las grandes multinacionales en la defensa penal de la propiedad intelectual e industrial en sus diversas manifestaciones, llegando a la contumaz persecución de los “top manta”. Lo mismo sucede con sindicatos, en constante demanda de intervención penal ante vulneración o riesgo para los derechos de los trabajadores. E igualmente en colectivos diversos: ecologistas (delitos medioambientales y urbanísticos), feministas (violencia de género, acoso sexual y prostitución), defensores de los derechos huma-

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nos (genocidio, crímenes contra la humanidad, justicia universal e imprescriptibilidad); asociaciones de consumidores y vecinales (“acoso inmobiliario”; delitos contra el mercado y los consumidores). Y desde luego esa demanda perpetua de “más severidad” sustentada en un intangible idea de seguridad. Podrían ponerse más ejemplos, entre los que en cualquier caso deben citarse los clásicos colectivos de víctimas de delitos de terrorismo o de libertad sexual (en especial sobre menores). Y en todas estas peticiones de más Derecho penal prevalece la estrategia de presentarse como víctimas del delito. Con eso parece bastar y justificar cualquier nueva y más severa intervención punitiva. Pero el Estado, bien sea a consecuencia de compromisos internacionales, o bien sea para la defensa de sus intereses, tampoco se ha quedado quieto en este constante incremento del uso del arma penal. Paradigmáticas son las reformas en el ámbito económico, financiero y fiscal, o la reforma de 2005 en materia de seguridad vial. Tamaña “huida al Derecho penal” expresa todo lo dicho anteriormente, pero quizás también manifiesta una paradoja en ocasiones inadvertida: que dentro de su funcionamiento deficiente, el sistema penal funciona mejor —o al menos así se percibe por el Estado y por los ciudadanos— que el resto de instancias de control social, públicas y privadas. Por citar solo algunos ejemplos: si los procedimientos administrativos de control, inspección y sanción administrativos no funcionan satisfactoriamente, incrementemos la intervención penal; así, en seguridad vial, fraude fiscal, sistema financiero; mercado y consumidores; tráfico mercantil y societario; disciplina urbanística; relaciones familiares, laborales, escolares, vecinales, etc. Es evidente que el recurso masivo al Derecho penal se sustenta en el convencimiento general de su eficacia, y también, obvio es, en que los otros mecanismos formales no se perciben como útiles o suficientes. Desde luego que este mal no es exclusivo de España, pero quizás en nuestro caso la patología es más aguda.

En cualquier caso, la política criminal española reciente, dentro de la cual se enmarca la reforma de 2015, ha de situarse en el contexto de una tendencia internacional de marcado acento defensista, de severidad y expansión, fundamentada en las ideas de riesgo, anticipación y peligrosidad, que ha transformado el Derecho penal en los últimos veinticinco años. Esta óptica obliga a dejar de mirarnos como si siguiésemos anclados en un régimen autárquico, como una suerte de isla en el contexto mundial. Hace ya bastantes años que estamos plenamente integrados en las instituciones europeas e internacionales, lo que conlleva influencias, armonización y compromisos. Tanto para lo positivo, como también para lo negativo. Todo lo anteriormente expuesto, síntesis del proceso de reforma penal española, pudiera reducirse a una fórmula muy elocuente de las tensiones político criminales: la pugna de principios. Con la expresión pugna de principios, contenida en el Informe del CGPJ al Proyecto de CP de 1992, se condensa la tensión nacida en

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un Estado que se proclama a la vez de Derecho (liberal, garantista) y social (intervencionista). Y como es obvio, el equilibrio entre ambas orientaciones se hace sumamente difícil y delicado. Y lo es, porque en realidad esta tensión descubre la tradicional crisis del Derecho penal, agravada con el devenir del presente siglo. Esta crisis, inmanente y estructural al Derecho penal contemporáneo, es producida por el secular enfrentamiento entre las ideas de libertad frente a seguridad; garantías frente a prevención; o si se prefiere, legalidad frente a política-criminal. Es ésta una pugna constante en la historia y que con fuerza ha rebrotado en los últimos años en todos los movimientos de reforma penal habidos en Europa y América. En otras palabras, el tránsito del Derecho penal clásico al Derecho penal moderno, es decir, una “expansión” del Derecho penal originada en la disolución del concepto de acción. A partir de aquí gana protagonismo la categoría del riesgo y más aún de la “gestión de riesgos”, incluso ajenos, como fundamento del castigo. La consecuencia más apreciable es un constante adelantamiento de la incriminación, ya sea por la sustitución del binomio resultado-lesión (desvalor de resultado) por la de peligro-riesgo (desvalor de acción), como por la generalización de los llamados “delitos de posesión”.

3. LEGISLACIÓN COMPLEMENTARIA Se relacionan a continuación, sin ánimo de exhaustividad, distintas disposiciones que contienen normas penales o que tienen trascendencia en el ámbito penal, agrupadas por materias Leyes generales y procesales – Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial. – Ley de Enjuiciamiento Criminal. – Ley Orgánica 2/1979 del TC. – Ley Orgánica 5/1995, del Tribunal del Jurado. – Ley de 18 de junio de 1870, de Reglas para el ejercicio de la Gracia de indulto. – Ley Orgánica 6/1984, reguladora del procedimiento de habeas corpus. – Ley Orgánica 19/1994 de protección a testigos y peritos en causas criminales. Ultraterritorialidad, extradición y derecho de asilo – Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial. – Ley 4/1985, de extradición pasiva.

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– Ley 3/2003, sobre la orden europea de detención y entrega. – Ley 5/1984, reguladora del derecho de asilo y de la condición de refugiado. – Real Decreto 203/1995, por el que se aprueba el Reglamento de aplicación de la Ley 5/1984, reguladora del derecho de asilo y de la condición de refugiado, modificada por la Ley 9/1994. – Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora del derecho de asilo y de la protección subsidiaria. Extranjeros y condición de refugiado – Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social. – Real Decreto 2393/2004, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social. Resoluciones penales de la Unión Europea – Ley 23/2014, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea. – Ley Orgánica 7/2014, sobre intercambio de información de antecedentes penales y consideración de resoluciones judiciales penales en la Unión Europea. Legislación penitenciaria – Ley Orgánica 1/1979, General Penitenciaria. – Real Decreto 190/1996, por el que se aprueba el Reglamento Penitenciario. – Real Decreto 1201/1981, por el que se aprueba el Reglamento Penitenciario. – Real Decreto 515/2005, por el que se establecen las circunstancias de ejecución de las penas de trabajos en beneficio de la comunidad y de localización permanente, de determinadas medidas de seguridad, así como de la suspensión de la ejecución de las penas privativas de libertad. Menores – Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. – Real Decreto 1774/2004, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores.

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Contrabando – Ley Orgánica 12/1995, de represión del contrabando, modificada por LO 6/2011, de 30 de junio. – Real Decreto 1649/1998, sobre Infracciones administrativas de contrabando. Blanqueo de capitales y control de cambios – Ley 19/1993, sobre determinadas medidas de prevención del blanqueo de capitales. – Real Decreto 925/1995, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley 19/1993, sobre determinadas medidas de prevención del blanqueo de capitales. – Ley 40/1979, sobre régimen jurídico del control de cambios. – Ley 19/2003, sobre régimen jurídico de los movimientos de capitales y de las transacciones económicas con el exterior y sobre determinadas medidas de prevención del blanqueo de capitales. – Ley 10/2010 de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo (BOE 29/04/10). – Ley Orgánica 7/2012, de 27 de diciembre, por la que se modifica el la LO 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la Seguridad Social. – Real Decreto 304/2014 de 5 de mayo por el que se aprueba el Reglamento de la Ley 10/2010, de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo (BOE 5/5/14). Violencia de género – Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Ayudas a víctimas – Ley 35/1995, de ayudas y asistencia a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual. – Real Decreto 738/1997, por el que se aprueba el Reglamento de ayudas a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual. – Real Decreto 288/2003, por el que se aprueba el Reglamento de ayudas y resarcimientos a las víctimas de delitos de terrorismo. – Ley 4/2015, de 27 abril, del Estatuto de la víctima del delito.

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Investigación médica – Real decreto 2070/1999, por el que se regulan las actividades de obtención y utilización clínica de órganos humanos y la coordinación territorial en materia de donación y trasplante de órganos y tejidos. – Ley 14/2006, sobre técnicas de reproducción asistida. – Ley 14/2007, de investigación biomédica. Seguridad ciudadana – Ley Orgánica 2/1986, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. – Ley Orgánica 1/1992, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana. – Ley Orgánica 4/1997, por la que se regula la utilización de videocámaras por las fuerzas y cuerpos de seguridad en lugares públicos. – Real Decreto 596/1999, por el que se aprueba el Reglamento de desarrollo y ejecución de la Ley Orgánica 4/1997, por la que se regula la utilización de videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares públicos. – LO 4/2015, de 30 marzo, de protección de la seguridad ciudadana. Delitos electorales – Ley Orgánica 5/1985, del Régimen Electoral General. Navegación aérea y marítima – Ley Orgánica 1/1986, de Supresión de la Jurisdicción penal aeronáutica y adecuación de penas por infracciones aeronáuticas. – Ley 14/2014, de 24 julio, de navegación marítima. Corte Penal Internacional – Instrumento de Ratificación del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, hecho en Roma el 17 de julio de 1998. – Ley 18/2003, de Cooperación con la Corte Penal Internacional. – La LO 5/2014, de 17 septiembre, autoriza la ratificación de las Enmiendas al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, relativas a los crímenes de guerra y al crimen de agresión, hechas en Kampala el 10 y 11 de junio de 2010.

Lección 5

Límites espaciales y principio de territorialidad 1. INTRODUCCIÓN Las normas aprobadas por un Estado están destinadas, por lo general, a regir en el interior de las fronteras de su territorio. Esta es la regla genérica en nuestro ordenamiento (arts. 8.1 CC y 23.1 LOPJ), y conforme a ella las leyes penales españolas se aplican a hechos sucedidos en el territorio español (principio de territorialidad de la ley penal). El art. 8.1 CC dispone que “las leyes penales, las de policía y las de seguridad obligan a todos los que se hallen en territorio español”; y el art. 23.1 LOPJ, que, en el orden penal, corresponderá a la jurisdicción española el conocimiento de las causas por delitos y faltas cometidos en territorio español.

Este aserto abre dos interrogantes, a los que es obligado responder: ¿a qué llamamos territorio español?, y ¿dónde se considera cometido un delito? Ahora bien, antes de intentar contestarlos, no está de más advertir que en una buena parte de los delitos de que conocen nuestros tribunales no suelen plantearse grandes problemas en este punto, salvo quizás los de competencia jurisdiccional (vid. los arts. 14, 15 y 303 Lecrim.). Y no suelen plantearse en lo que atañe a la aplicación de la legislación penal porque, por lo general, en la delincuencia más convencional, los hechos con relevancia penal suelen producirse en territorio español, tanto en su ejecución como en su resultado. En ese ámbito, lo más “normal” es que, por ejemplo, un sujeto ataque a otro en el lugar en el que ambos se encuentran; aunque cabe imaginar supuestos más rebuscados: A, desde territorio español, dispara contra B, que se encuentra en territorio portugués. No obstante, en el mundo moderno son cada vez más frecuentes y nada difíciles de imaginar hechos delictivos ocurridos en los territorios de distintos estados. Basta pensar en los delitos de tráfico de drogas, en la trata de personas, en la criminalidad organizada en general, en los delitos cometidos por medios informáticos…

2. EL TERRITORIO ESPAÑOL El territorio español sobre el que el Estado ejerce su soberanía, comprende: – el espacio terrestre peninsular e insular, las aguas interiores, y las ciudades y territorios norteafricanos (y, cabría añadir, el subsuelo, pues si se comete un delito en el, también es de aplicación la legislación española y la competencia corresponde a su jurisdicción);

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– el mar territorial, esto es, la zona de mar adyacente a todas las costas españolas, peninsulares e insulares, en una extensión de doce millas náuticas desde la línea de bajamar escorada, en principio, (ley 10/1977); por tanto, incluye la masa de agua, su lecho y el subsuelo; – el espacio aéreo situado sobre el territorio y el mar territorial (ley 48/1960); sin alcanzar, nos atrevemos a decir, la mesosfera ni menos los espacios por los que discurren satélites artificiales y naves espaciales, porque describan una órbita que en parte discurra por la columna que puede trazarse sobre nuestros espacios terrestre y marítimo; – los buques y aeronaves españoles, según el art. 23.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). A todo hecho delictivo cometido en cualquiera de dichos espacios, que conforman el territorio nacional, le es aplicable la legislación penal española, salvo que en un tratado internacional se haya acordado otra cosa. Como aplicable es, en principio, a hechos sucedidos en barcos o aeronaves extranjeros cuando se encuentren en territorio español (con la excepción apuntada). No debe perderse de vista la posibilidad de que surjan conflictos entre dos o más Estados, cuando sus respectivas legislaciones les otorgan jurisdicción sobre un mismo hecho en atención al lugar en el que ha acontecido. Piénsese en un delito cometido a bordo de un navío español cuando navega o se encuentra fondeado en aguas de otro Estado.

3. LUGAR DE LA COMISIÓN DEL DELITO Al no disponerse de una regla jurídica que lo fije, como se hace con el tiempo en la del art. 7 CP, la doctrina ha utilizado tres teorías para determinar el lugar de la comisión del delito: la teoría de la actividad, la teoría del resultado y la teoría de la ubicuidad; que lo refieren, respectivamente, al lugar en el que se realiza la conducta, al de la producción del resultado y a ambos indistintamente. Esta última teoría es hoy seguida de forma mayoritaria, por ser la única de las tres que permite el castigo de hechos que, de otro modo, resultarían impunes (caso del paquete bomba remitido desde un país a otro, por ejemplo, si en el primero rige la teoría del resultado y en el segundo la de la actividad). En virtud de la teoría de la ubicuidad, la jurisdicción española puede aplicar nuestra legislación penal a hechos realizados, total o parcialmente en España, aunque su resultado tenga lugar en territorio extranjero, y viceversa, a hechos realizados en el extranjero, cuando su resultado ocurre aquí. En la segunda parte de esta obra, se estudiarán las diferentes clases de tipo de acción, y habrá ocasión de distinguir entre delitos de resultado y delitos de mera actividad. Ahora

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sólo interesa avanzar que no todo delito lleva aparejado un resultado material distinto de la acción realizada, pero fruto de la misma, sin que ello prejuzgue nada en punto a la aplicación de la ley penal española. Es decir, la ley penal española es aplicable a hechos realizados total o parcialmente en España o en el extranjero, se siga de ellos un resultado material o no, siempre que tengan derivaciones o consecuencias en nuestro país, y sea de aplicación alguno de los principios que se exponen a continuación.

4. ULTRATERRITORIALIDAD O EXTRATERRITORIALIDAD DE LAS LEYES PENALES Hemos visto que en materia de límites espaciales, la regla general es la de la territorialidad; sin embargo, hay importantes excepciones a esa regla, determinantes de la ultraterritorialidad de la ley penal; excepciones que han ido fraguando con la finalidad de evitar las bolsas de impunidad que se crearían a raíz de la aplicación rigurosa y exclusiva del principio de territorialidad. Así, podemos afirmar que las leyes penales españolas son aplicables a hechos acaecidos en el territorio de otro Estado, en virtud de alguno de los tres siguientes principios, regulados en la LOPJ. A) Por el principio personal o de personalidad (recogido en el art. 23.2 LOPJ), según el cual la ley penal española es aplicable a hechos cometidos en el extranjero por españoles o por extranjeros nacionalizados españoles con posterioridad a la comisión del hecho, cuando concurran los siguientes requisitos: – que el hecho sea delito según la legislación española y la del país donde se cometió; – que el agraviado o el Ministerio Fiscal denuncien o se querellen ante un tribunal español; – que el autor de los hechos no haya sido absuelto, indultado o penado por ellos en el extranjero o no haya cumplido la condena que se le impuso. Dos problemas merecen comentarse brevemente en este punto: a) ¿qué sucede cuando los hechos han acontecido en varios países, y en alguno de ellos no son constitutivos de delito y en otros, sí?; b) ¿qué sucede cuando un español es víctima de un delito en territorio de otro país? En cuanto al primer problema, cabe decir, en líneas generales, que mientras los hechos que deban ser enjuiciados puedan considerarse un mismo hecho o unos mismos hechos, un continuum, y constituyan delito en España y en uno de los países en los que se llevaron a cabo, se cumple la exigencia del art. 23.2 LOPJ; no obstante, si se trata de hechos perfectamente diferenciados, parece que sólo podrán ser perseguidos aquellos en los que se dé la doble incriminación, en España y en el país donde se ejecutaron. Y en cuanto al segundo, parece que habría de resolverse recurriendo al principio de justicia universal, pues no se contempla en

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el referido art. 23.2, ni recogido el principio de personalidad pasiva en el Ordenamiento español (STC 237/2005). B) Por el principio real o de protección (art. 23.3 LOPJ) se faculta a aplicar la ley penal española a hechos realizados fuera de España por españoles o por extranjeros que afecten a intereses relevantes para el Estado (probablemente, no muy valorados por el Estado en cuyo territorio se han realizado aquéllos). En concreto, se podrá aplicar la ley penal española a hechos que estén tipificados como delitos: a. De traición y contra la paz o la independencia del Estado. b. Contra el titular de la Corona, su Consorte, su Sucesor o el Regente. c. Rebelión y sedición. d. Falsificación de la Firma o Estampilla reales, del sello del Estado, de las firmas de los Ministros y de los sellos públicos u oficiales. e. Falsificación de moneda española y su expedición. f. Cualquier otra falsificación que perjudique directamente al crédito o intereses del Estado, e introducción o expedición de lo falsificado. g. Atentado contra autoridades o funcionarios públicos españoles. h. Los perpetrados en el ejercicio de sus funciones por funcionarios públicos españoles residentes en el extranjero y los delitos contra la Administración Pública española. i. Los relativos al control de cambios. C) Por el principio de justicia universal o de justicia mundial (art. 23.4 LOPJ), cuando los Estados competentes para ello no lo hagan, se autoriza a extender la aplicación de la ley penal española a hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional, que atenten contra intereses relevantes para la comunidad internacional, susceptibles de tipificarse, según la ley española, conforme a un listado de delitos tasados. La aplicación de este principio ha suscitado una larga e intensa polémica en los últimos años, tanto a nivel jurisdiccional como político y diplomático. Por ello, y a pesar de que la anterior redacción procediera de una reforma relativamente reciente (LO 1/2009, de 3 de noviembre), de nuevo se ha modificado por LO 1/2014, de 13 de marzo, actualmente vigente. El desencadenante final de este cambio legislativo trae causa en la persecución por la AN (varias resoluciones de noviembre de 2013) de varios miembros del Partido Comunista de la República Popular de China por presuntos delitos de genocidio en el Tíbet. Sin embargo, otros asuntos igualmente abiertos por la AN, ya habían desatado una amplia discusión.

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Baste recordar alguno de ellos para calibrar el impacto jurídico y político de la declaración de competencia por la jurisdicción española. “Caso Dictadura Argentina” (Adolfo Scilingo, AAN 4 noviembre 1998 y STS, Pleno, 4 julio 2007); “caso Dictadura Chile” (Augusto Pinochet, AAN 5 noviembre 1998); “caso Dictadura Guatemala” (Fernando Romero Lucas, AAN 13 diciembre 2000; STS 327/2003, de 25 febrero; y STC 237/2005, de 26 septiembre); “caso Falung Gong” (terrorismo en China contra los integrantes de esta secta religiosa; STS 645/2006, de 20 junio); y otros como la muerte del cámara José Couso en Irak por tropas del ejército de los EEUU; las torturas en Guantánamo, o los genocidios en el Sahara y Ruanda. Pues bien, la redacción vigente del art 23.4 y 5 de la LOPJ conforme a las reformas de 2014 y 2015, señala lo siguiente: “4. Igualmente, será competente la jurisdicción española para conocer de los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional susceptibles de tipificarse, según la ley española, como alguno de los siguientes delitos cuando se cumplan las condiciones expresadas”: a) Genocidio, lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, siempre que el procedimiento se dirija contra un español o contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España, o contra un extranjero que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas. b) Delitos de tortura y contra la integridad moral de los artículos 174 a 177 del Código Penal, cuando: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; o, 2º. la víctima tuviera nacionalidad española en el momento de comisión de los hechos y la persona a la que se impute la comisión del delito se encuentre en territorio español. c) Delitos de desaparición forzada incluidos en la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, hecha en Nueva York el 20 de diciembre de 2006, cuando: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; o, 2º. la víctima tuviera nacionalidad española en el momento de comisión de los hechos y la persona a la que se impute la comisión del delito se encuentre en territorio español. d) Delitos de piratería, terrorismo, tráfico ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, trata de seres humanos, contra los derechos de los ciudadanos extranjeros y delitos contra la seguridad de la navegación marítima que se cometan en los espacios marinos, en los supuestos previstos en los tratados ratificados por España o en actos normativos de una Organización Internacional de la que España sea parte. e) Terrorismo, siempre que concurra alguno de los siguientes supuestos: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; 2º. el procedimiento se dirija contra un extranjero que resida habitualmente o se encuentre en España o, sin reunir esos requisitos, colabore con un español, o con un extranjero que resida o se encuentre en España, para la comisión de un delito de terrorismo; 3º. el delito se haya cometido por cuenta de una persona jurídica con domicilio en España;

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac 4º. la víctima tuviera nacionalidad española en el momento de comisión de los hechos; 5º. el delito haya sido cometido para influir o condicionar de un modo ilícito la actuación de cualquier Autoridad española; 6º. el delito haya sido cometido contra una institución u organismo de la Unión Europea que tenga su sede en España; 7º. el delito haya sido cometido contra un buque o aeronave con pabellón español; o, 8º. el delito se haya cometido contra instalaciones oficiales españolas, incluyendo sus embajadas y consulados. A estos efectos, se entiende por instalación oficial española cualquier instalación permanente o temporal en la que desarrollen sus funciones públicas autoridades o funcionarios públicos españoles. f) Los delitos contenidos en el Convenio para la represión del apoderamiento ilícito de aeronaves, hecho en La Haya el 16 de diciembre de 1970, siempre que: 1º. el delito haya sido cometido por un ciudadano español; o, 2º. el delito se haya cometido contra una aeronave que navegue bajo pabellón español. g) Los delitos contenidos en el Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la aviación civil, hecho en Montreal el 23 de septiembre de 1971, y en su Protocolo complementario hecho en Montreal el 24 de febrero de 1988, en los supuestos autorizados por el mismo. h) Los delitos contenidos en el Convenio sobre la protección física de materiales nucleares hecho en Viena y Nueva York el 3 de marzo de 1980, siempre que el delito se haya cometido por un ciudadano español. i) Tráfico ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, siempre que: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; o, 2º. cuando se trate de la realización de actos de ejecución de uno de estos delitos o de constitución de un grupo u organización criminal con miras a su comisión en territorio español. j) Delitos de constitución, financiación o integración en grupo u organización criminal o delitos cometidos en el seno de los mismos, siempre que se trate de grupos u organizaciones que actúen con miras a la comisión en España de un delito que esté castigado con una pena máxima igual o superior a tres años de prisión. k) Delitos contra la libertad e indemnidad sexual cometidos sobre víctimas menores de edad, siempre que: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; 2º. el procedimiento se dirija contra ciudadano extranjero que resida habitualmente en España; 3º. el procedimiento se dirija contra una persona jurídica, empresa, organización, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que tengan su sede o domicilio social en España; o, 4º. el delito se hubiera cometido contra una víctima que, en el momento de comisión de los hechos, tuviera nacionalidad española o residencia habitual en España. l) Delitos regulados en el Convenio del Consejo de Europa de 11 de mayo de 2011 sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, siempre que: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; 2º. el procedimiento se dirija contra un extranjero que resida habitualmente en España; o, 3º. el delito se hubiera cometido contra una víctima que, en el momento de comisión de los hechos, tuviera nacionalidad española o residencia habitual en España, siempre que la persona a la que se impute la comisión del hecho delictivo se encuentre en España.

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m) Trata de seres humanos, siempre que: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; 2º. el procedimiento se dirija contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España; 3º. el procedimiento se dirija contra una persona jurídica, empresa, organización, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que tengan su sede o domicilio social en España; o, 4º. el delito se hubiera cometido contra una víctima que, en el momento de comisión de los hechos, tuviera nacionalidad española o residencia habitual en España, siempre que la persona a la que se impute la comisión del hecho delictivo se encuentre en España. n) Delitos de corrupción entre particulares o en las transacciones económicas internacionales, siempre que: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; 2º. el procedimiento se dirija contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España; 3º. el delito hubiera sido cometido por el directivo, administrador, empleado o colaborador de una empresa mercantil, o de una sociedad, asociación, fundación u organización que tenga su sede o domicilio social en España; o, 4º. el delito hubiera sido cometido por una persona jurídica, empresa, organización, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que tengan su sede o domicilio social en España. o) Delitos regulados en el Convenio del Consejo de Europa de 28 de octubre de 2011, sobre falsificación de productos médicos y delitos que supongan una amenaza para la salud pública, cuando: 1º. el procedimiento se dirija contra un español; 2º. el procedimiento se dirija contra un extranjero que resida habitualmente en España; 3º. el procedimiento se dirija contra una persona jurídica, empresa, organización, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que tengan su sede o domicilio social en España; 4º. la víctima tuviera nacionalidad española en el momento de comisión de los hechos; o, 5º. el delito se haya cometido contra una persona que tuviera residencia habitual en España en el momento de comisión de los hechos. p) Cualquier otro delito cuya persecución se imponga con carácter obligatorio por un Tratado vigente para España o por otros actos normativos de una Organización Internacional de la que España sea miembro, en los supuestos y condiciones que se determine en los mismos. Asimismo, la jurisdicción española será también competente para conocer de los delitos anteriores cometidos fuera del territorio nacional por ciudadanos extranjeros que se encontraran en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas, siempre que así lo imponga un Tratado vigente para España. 5. Los delitos a los que se refiere el apartado anterior no serán perseguibles en España en los siguientes supuestos: a) Cuando se haya iniciado un procedimiento para su investigación y enjuiciamiento en un Tribunal Internacional constituido conforme a los Tratados y Convenios en que España fuera parte. b) Cuando se haya iniciado un procedimiento para su investigación y enjuiciamiento en el Estado del lugar en que se hubieran cometido los hechos o en el Estado de nacionalidad de la persona a que se impute su comisión, siempre que:

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac 1º. la persona a la que se impute la comisión del hecho no se encontrara en territorio español; o, 2º. se hubiera iniciado un procedimiento para su extradición al país del lugar en que se hubieran cometido los hechos o de cuya nacionalidad fueran las víctimas, o para ponerlo a disposición de un Tribunal Internacional para que fuera juzgado por los mismos, salvo que la extradición no fuera autorizada. Lo dispuesto en este apartado b) no será de aplicación cuando el Estado que ejerza su jurisdicción no esté dispuesto a llevar a cabo la investigación o no pueda realmente hacerlo, y así se valore por la Sala 2ª. del Tribunal Supremo, a la que elevará exposición razonada el Juez o Tribunal. A fin de determinar si hay o no disposición a actuar en un asunto determinado, se examinará, teniendo en cuenta los principios de un proceso con las debidas garantías reconocidos por el Derecho Internacional, si se da una o varias de las siguientes circunstancias, según el caso: a) Que el juicio ya haya estado o esté en marcha o que la decisión nacional haya sido adoptada con el propósito de sustraer a la persona de que se trate de su responsabilidad penal. b) Que haya habido una demora injustificada en el juicio que, dadas las circunstancias, sea incompatible con la intención de hacer comparecer a la persona de que se trate ante la justicia. c) Que el proceso no haya sido o no esté siendo sustanciado de manera independiente o imparcial y haya sido o esté siendo sustanciado de forma en que, dadas las circunstancias, sea incompatible con la intención de hacer comparecer a la persona de que se trate ante la justicia. A fin de determinar la incapacidad para investigar o enjuiciar en un asunto determinado, se examinará si el Estado, debido al colapso total o sustancial de su administración nacional de justicia o al hecho de que carece de ella, no puede hacer comparecer al acusado, no dispone de las pruebas y los testimonios necesarios o no está por otras razones en condiciones de llevar a cabo el juicio. 6. Los delitos a los que se refieren los apartados 3 y 4 solamente serán perseguibles en España previa interposición de querella por el agraviado o por el Ministerio Fiscal.

En general, la doctrina española ya recibió muy críticamente la reforma operada por la ley orgánica 1/2009, por considerar que desvirtuaba el sentido del principio de justicia universal consagrado en el texto anterior de 1985. Pero las críticas a la nueva reforma, nuevamente encaminada a recortar la vigencia del citado principio, no solo han venido esta vez de la doctrina, sino de una serie de resoluciones de la AN, que en una interpretación muy discutible y que llevaba al absurdo en virtud de la interpretación del texto de 2014, decretó la liberación de varios sujetos acusados por narcotráfico, algunos de ellos apresados en aguas internacionales. Los recursos de la Fiscalía Especial Antidroga, argumentando que a pesar de la reforma España mantenía la jurisdicción para perseguir y enjuiciar por tráfico de drogas a los detenidos en aguas internacionales, en consideración a la vigencia de diversos Tratados Internacionales, ha dado lugar a la STS, Pleno, 592/2014, de 23 de julio, que acoge los criterios interpretativos alegados por la Fiscalía. Y lo hace con razón, pues en este caso se trata de una cuestión de competencias, en la que la firma y ratificación de diversos Tratados Internacionales por

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España obliga a sus órganos policiales y jurisdiccionales a perseguir y enjuiciar determinados delitos contenidos en aquellos (terrorismo, crimen organizado, tráfico de drogas, piratería, etc.). Sobre este principio, vid. la STS de 25 de febrero de 2003, y los votos particulares de siete de los magistrados de la Sala II, en la que se debatió la competencia de la jurisdicción española para conocer de los presuntos delitos de genocidio, terrorismo y torturas de que un grupo de ciudadanos españoles y guatemaltecos responsabilizaba a varios cargos del gobierno de este país. Sentencia que fue recurrida ante el TC que otorgó el amparo demandado en la STC 237/2005, por entender que las resoluciones de la AN y del TS vulneraban el derecho a acceder a la jurisdicción reconocido en el art. 24.1 CE, como expresión primera del derecho a la tutela efectiva de Jueces y Tribunales. Las referidas resoluciones realizaron una interpretación restrictiva del criterio de jurisdicción universal, al exigir requisitos para el acceso a la jurisdicción española que no vienen contemplados en el artículo 23.4 de la LOPJ, con lo cual incurren en una aplicación del Derecho rigorista y desproporcionada, incompatible con el necesario respeto del principio pro actione. Vid. también las SSTS de 20 de junio de 2006 y 27 de diciembre de 2007. En todo caso, la interpretación restrictiva efectuada por la referida STS de 25 de febrero, es la que ha inspirado notablemente el texto actualmente vigente desde 2014.

Así pues, desde la reforma de la LOPJ de marzo de 2014, la legislación española contiene una regulación mucho más restrictiva de la aplicación de este principio, que sin embargo, no puede extenderse a aquellos ámbitos delictivos donde España ha cedido competencia al ratificar Tratados Internacionales que le obligan a ejercer su competencia jurisdiccional para perseguir y enjuiciar esas materias criminales. En síntesis, el principio de Jurisdicción Universal se caracteriza por los siguientes elementos; a) Las jurisdicciones nacionales tendrán competencia para juzgar a los responsables por la comisión de crímenes graves de Derecho Internacional sin límites territoriales. b) Las jurisdicciones nacionales tendrán competencia para juzgar a los responsables por la comisión de crímenes graves de Derecho Internacional, sin importar que el autor no esté sujeto a su ordenamiento jurídico. c) Las jurisdicciones nacionales tendrán competencia para juzgar a los responsables por la comisión de crímenes graves de Derecho internacional, sin importar que hubiese tenido o no una esfera jurídica competencial para la protección del bien jurídico de la víctima. En realidad, el principal problema histórico ha sido siempre la interpretación del término crímenes internacionales (QUINTANO RIPOLLÉS, JIMÉNEZ DE ASUA), discusión quizás exacerbada en los últimos años (OLLÉ SESÉ; GUINOT MARTÍNEZ).

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D) Hay un cuarto principio, el de justicia supletoria, reconocido en el Derecho alemán, con arreglo al cual se puede aplicar éste a hechos cometidos en cualquier lugar cuando otro Estado no puede perseguirlos o pudiendo no está interesado en hacerlo. El ordenamiento español desconoce este principio, que se recoge en algún tratado internacional Según la STS de 27 de diciembre de 2007, los tribunales españoles son competentes para conocer de los delitos de tráfico ilegal de personas por medio de embarcaciones sin nacionalidad y aún fuera de las aguas territoriales españolas, revocando la decisión de la Audiencia Provincial de Granada que declaraba la falta de jurisdicción al considerar que el supuesto no entraba en lo dispuesto en el art. 23.4 LOPJ. El TS fundamenta el conocimiento de la causa en virtud del principio de universalidad o de justicia mundial, que amplía el ámbito de la jurisdicción española en cuanto sirve para la protección de bienes esenciales para la humanidad, reconocidos por todas las naciones civilizadas, con independencia de la nacionalidad de los partícipes y del lugar de comisión, que conjuga con el de justicia supletoria. Este principio, también denominado del Derecho penal de representación, opera en caso de inexistencia de solicitud o de no concesión de extradición, al permitir al Estado donde se encuentra el autor, con aplicación de la Ley penal, juzgarlo. El fundamento de este principio no es otro que el de la progresiva armonización de las distintas legislaciones como consecuencia de la estructura semejante de los Tratados internacionales, en cuanto vienen a diseñar unos tipos punibles e imponen normalmente a los Estados la obligación de introducirlos en sus ordenamientos jurídicos. De ahí que la incorporación de tales tipos penales en el Derecho interno permita la aplicación en su caso de la regla “aut dedere auto iudicare”, si no se concediere la extradición.

5. EL DERECHO PENAL INTERNACIONAL Es frecuente encontrar la expresión “Derecho penal internacional” para designar y englobar la ultraterritorialidad de la ley penal, la extradición y el asilo. En cambio, se habla de “Derecho internacional penal” para designar un deseado Derecho penal administrado por tribunales internacionales con la finalidad de tutelar bienes de la comunidad internacional. En esta dirección apunta el tratado suscrito en Roma en 1998 por 139 países, pero hasta la fecha no suscrito por todos (España lo suscribió en 2000), para la creación de un Tribunal penal internacional, con competencia para investigar y juzgar a individuos, no a Estados, acusados de haber cometido violaciones graves del Derecho internacional humanitario; en concreto, la Corte tiene competencia sobre los siguientes crímenes: 1) los crímenes de genocidio; 2) los crímenes de lesa humanidad; 3) los crímenes de guerra —también los cometidos en guerras internas—; y 4) los crímenes de agresión; estando incluidos los delitos de carácter sexual, como la violación, la esclavitud sexual o la prostitución forzada, o como la segregación racial, todos ellos minuciosamente detallados en los arts. 5 y siguientes del Estatuto.

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La LO 5/2014, de 17 septiembre, autoriza la ratificación de las Enmiendas al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, relativas a los crímenes de guerra y al crimen de agresión, hechas en Kampala el 10 y 11 de junio de 2010. Sin embargo, la Corte no tiene jurisdicción sobre crímenes de terrorismo, aunque las consecuencias de un acto de dicha índole pueden ser consideradas crímenes de lesa humanidad. Y tampoco podrá enjuiciar hechos acontecidos antes de la entrada en vigor del Estatuto, que tuvo lugar en julio de 2003. Y las penas máximas que podrá imponer son las de prisión de hasta treinta años, o de por vida si lo justifica la gravedad del hecho. En todo, caso no podrán imponerse penas que no estén contempladas en el Estatuto A diferencia de la Corte Internacional de Justicia, con sede también en La Haya, que se ocupa de disputas entre estados, la Corte Penal Internacional, como hemos señalado, juzga a personas, en concreto: a ciudadanos de los Estados parte, que hayan cometido uno de los crímenes previstos en el Estatuto, a cualquier ciudadano que haya incurrido en alguno de dichos crímenes en un Estado parte o a cualquiera, por la misma razón, a instancias del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Por otra parte, a lo largo de la Historia del siglo XX ha habido Tribunales internacionales para conocer de determinados hechos: los Tribunales de Nüremberg y Tokio, al término de la Segunda Guerra Mundial; o los Tribunales para juzgar crímenes contra la humanidad o de guerra cometidos en Ruanda o la antigua Yugoslavia.

6. EXTRADICIÓN Es la entrega de una persona por el Estado, en cuyo territorio se ha refugiado, al Estado que la reclama para juzgarla o hacerle cumplir la condena ya impuesta por sus tribunales.

Por ello, se habla de – extradición activa, cuando un Estado solicita a otro la entrega de una persona; – extradición pasiva, cuando el Estado solicitado entrega al solicitante la persona reclamada. Y se habla también de – re extradición: cuando un Estado que ha obtenido de otro la entrega de un individuo, lo pone a disposición de un tercer Estado con mejor derecho para juzgarlo o hacerle cumplir la pena impuesta en un juicio celebrado con anterioridad (vid. art. 20 LEP); y de

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– extradición de tránsito: cuando un Estado permite el paso por su territorio de una persona extraditada por un segundo Estado a un tercero. Por otra parte, según qué órgano tenga la competencia para concederla se distingue entre – extradición judicial, si corresponde a los tribunales de justicia; – gubernativa, si corresponde al poder ejecutivo; y – mixta, si intervienen gobierno y tribunales. Es el sistema seguido en España.

6.1. Extradición activa Se regula en los arts. 824 y siguientes de la LECrim., conforme a los cuales procede pedir la extradición de españoles que hayan delinquido en España o contra su seguridad exterior en el extranjero, y de extranjeros que deban ser juzgados en España y se encuentren en un país distinto del suyo, o cuando lo autoricen las leyes y tratados internacionales, siempre que se haya dictado auto de prisión o recaído sentencia firme; y así lo determine un tratado internacional o el principio de reciprocidad o proceda según el derecho del país al que se solicita. A quien corresponde pedir la extradición es a jueces y magistrados, bien directamente, si un tratado internacional lo autoriza, o a través del Ministerio de Justicia.

6.2. Extradición pasiva El sistema instaurado en la LEP es el mixto, como puede advertirse en este breve resumen: la extradición se solicita al Ministerio de Justicia, que la eleva al Gobierno para que decida si prosigue o no el procedimiento en vía judicial. Si el Gobierno decide que sí, corresponde a los jueces declarar la procedencia o improcedencia de la extradición. De declararse improcedente, no puede concederse; en cambio, declarada procedente, el Gobierno puede denegarla. En orden a la disciplina de las extradiciones activa y pasiva de la LECrim y de la LEP, debe tenerse muy presente en cada caso la posible existencia de un tratado internacional suscrito por España y el país de que se trate.

6.3. Principios Desde el siglo XIX, una serie de principios ha venido inspirando las legislaciones internas, como nuestra LEP, y los tratados internacionales en materia de extradición. De entre tales principios destaca por su importancia —y porque pone de manifiesto sus condicionamientos políticos— el principio de reciprocidad, re-

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cogido en los arts. 13.3 CE y 1.2 LEP, que refleja la idea de atender las solicitudes de otros Estados en atención a cómo procedan éstos ante solicitudes semejantes hechas por el español. En el art. 13.3 CE se declara que “la extradición sólo se concederá en cumplimiento de un tratado o de la ley, atendiendo al principio de reciprocidad”. Los demás principios pueden resumirse así: – el principio de legalidad, en virtud del cual sólo cabe conceder la extradición por los delitos expresamente incluidos en la ley —o no concederse por los expresamente excluidos— (arts. 13.3 CE y 1 LEP); – el principio de especialidad supone que el extraditado únicamente puede ser juzgado y condenado por los delitos en que se basó la solicitud de extradición (art. 21.1 LEP); (por ello en la SAN de 14 de diciembre de 2001 se acordó absolver al encausado del delito de estragos, por cuanto no había sido extraditado por Francia para ser enjuiciado por él, y sólo se le condenó por los de detención ilegal y utilización ilegítima de vehículo de motor ajeno);

– el principio de la doble incriminación impone que los hechos por los que se pide la extradición han de constituir delito según las legislaciones de los dos Estados, del solicitante y del solicitado (Art. 2 LEP); – los principios de denegación de la extradición por delitos leves y no perseguibles de oficio (arts. 2 y 4.2 LEP); – el principio de denegar la extradición por delitos políticos y militares (arts. 13.3 CE y 4.1º y 2º LEP); – los principios de conmutación (de la pena de muerte, si está prevista en la legislación del Estado requirente) y de no sometimiento del extraditado a penas inhumanas (art. 4.6º LEP); – el principio de no entrega del nacional ni del asilado (arts. 3.1 y 4.8º LEP); (al respecto en el Convenio del Consejo de Europa sobre extradición, de 13.12.1957, art. 6, se reconoce a toda parte contratante la facultad de denegar la extradición de nacionales; y en el mismo sentido apunta al Convenio de 27.9.1996, relativo a la extradición entre Estados miembros de la Unión Europea, y la Ley 3/2003, de 14 de marzo, sobre la orden europea de detención y entrega. Precisamente, la STC 237/2007, estimó que el órgano judicial vulneró el derecho del demandante a la tutela judicial efectiva como ciudadano español, al haber decidido su entrega a Francia para cumplir una condena, sin haberle oído, cuando era obligado hacerlo para que prestase su debido asentimiento);

– el principio de sometimiento a la jurisdicción ordinaria —y no a tribunales de excepción— (art. 4.3º);

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– el principio “non bis in ídem”, por el que no se concede la extradición por delitos ya juzgados o que se estén juzgando en España (art. 4.5º LEP). Finalmente, de conformidad con el art. 5 de la LEP, se podrá denegar la extradición cuando se sospeche fundadamente que se ha pedido para perseguir o castigar a una persona por razones de raza, ideología…; y cuando el reclamado sea menor de dieciocho años en el momento de la demanda de extradición, tenga su residencia habitual en España y se considere que la extradición puede impedir su reinserción… Pero, todavía, a todas las limitaciones expuestas, debemos añadir las derivadas de una posible vulneración de un derecho fundamental (SSTC 82 y 351/2006, por ejemplo). En este orden de cosas, la STC 140/2007 apreció la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), en relación con el derecho fundamental del art. 15 CE, en cuanto la AN respondió de forma en exceso formalista, al no satisfacer los mínimos requeridos por el canon de motivación reforzado aplicable, sin atender a las particulares circunstancias que rodeaban la situación del reclamado y a las concretas alegaciones que éste realizó (entre otras cosas alegó que si era extraditado y se le devolvía a la prisión de…, podía ser objeto de tratos degradantes y vejatorios; y aportó información para fundamentar dicha alegación). Y en diversas resoluciones ha insistido en que la queja de un recurrente sobre el grave peligro que para su vida e integridad física, o de ser sometido a torturas, supondría su entrega a las Autoridades judiciales de determinado país, precisa para activar el específico deber de tutela que corresponde a los órganos judiciales (españoles) competentes en materia de extradición, algo más que la alegación de la existencia de un riesgo, pues es preciso que ‘el temor o riesgos aducidos, sean fundados, en el sentido de mínimamente acreditados por el propio reclamado’ y, además, no bastan alusiones o alegaciones ‘genéricas’ sobre la situación del país, sino que el reclamado ha de efectuar concretas alegaciones con relación a su persona y derechos (SSTC 5/2002, 174/2003, 148 y 181/2004, 49 y 351/2006).

7. LA ORDEN EUROPEA DE DETENCIÓN Y ENTREGA En virtud de la orden europea de detención y entrega, conocida como euro orden, se modifica la extradición al menos en los países de la Unión Europea, que han desarrollado la decisión marco de 13 de junio de 2002, como es el caso de España, que lo hizo mediante la ley 3/2003. Con arreglo al art. 1 de la mencionada ley: la orden de detención europea es una resolución judicial dictada en un Estado miembro de la Unión Europea con vistas a la detención y la entrega por otro Estado miembro de una persona a la que se reclama para el ejercicio de acciones penales o para la ejecución de una pena o una medida de seguridad privativas de libertad. En la Exposición de motivos se dice que la presente Ley tiene por objeto cumplir con las obligaciones que la Decisión marco establece para los Estados miembros, consisten-

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tes en la sustitución de los procedimientos extradicionales por un nuevo procedimiento de entrega de las personas sospechosas de haber cometido algún delito o que eluden la acción de la justicia después de haber sido condenadas por sentencia firme. Este procedimiento se articula en torno a un modelo de resolución judicial unificado a escala de la Unión, la orden europea de detención y entrega, que puede ser emitida por cualquier juez o tribunal español que solicite la entrega de una persona a otro Estado miembro para el seguimiento de actuaciones penales o para el cumplimiento de una condena impuesta. De la misma forma, la autoridad judicial competente en España deberá proceder a la entrega cuando sea requerida por la autoridad judicial de otro Estado miembro. Quedando relegado el ejecutivo a un papel secundario.

En cuanto a los hechos que dan lugar a la entrega, el art. 9 dispone: 1. Cuando la orden europea hubiera sido emitida por un delito que, tal como se define en el derecho del Estado de emisión, pertenezca a una de las categorías de delitos que a continuación se relacionan, y dicho delito estuviera castigado en el Estado de emisión con una pena o una medida de seguridad privativa de libertad cuya duración máxima sea, al menos, de tres años, se acordará la entrega de la persona reclamada sin control de la doble tipificación de los hechos: a) pertenencia a organización delictiva, b) terrorismo, c) trata de seres humanos, d) explotación sexual de los niños y pornografía infantil, e) tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, f) tráfico ilícito de armas, municiones y explosivos, g) corrupción, h) fraude, incluido el que afecte a los intereses financieros de las Comunidades Europeas con arreglo al Convenio de 26 de julio de 1995, relativo a la protección de los intereses financieros de las Comunidades Europeas, i) blanqueo del producto del delito, j) falsificación de moneda, incluida la falsificación del euro, k) delitos de alta tecnología, en particular delito informático, l) delitos contra el medio ambiente, incluido el tráfico ilícito de especies animales protegidas y de especies y variedades vegetales protegidas, m) ayuda a la entrada y residencia en situación ilegal, n) homicidio voluntario, agresión con lesiones graves, o) tráfico ilícito de órganos y tejidos humanos, p) secuestro, detención ilegal y toma de rehenes, q) racismo y xenofobia,

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r) robos organizados o a mano armada, s) tráfico ilícito de bienes culturales, incluidas las antigüedades y las obras de arte, t) estafa, u) chantaje y extorsión de fondos, v) violación de derechos de propiedad industrial y falsificación de mercancías, w) falsificación de documentos administrativos y tráfico de documentos falsos, x) falsificación de medios de pago, y) tráfico ilícito de sustancias hormonales y otros factores de crecimiento, z) tráfico ilícito de materiales radiactivos o sustancias nucleares, aa) tráfico de vehículos robados, bb) violación, cc) incendio voluntario, dd) delitos incluidos en la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, ee) secuestro de aeronaves y buques, ff) sabotaje. 2. En los restantes supuestos no contemplados en el apartado anterior, siempre que estén castigados en el Estado de emisión con una pena o medida de seguridad privativa de libertad cuya duración máxima sea, al menos, de doce meses o, cuando la reclamación tuviere por objeto el cumplimiento de condena a una pena o medida de seguridad no inferior a cuatro meses de privación de libertad, la entrega podrá supeditarse al requisito de que los hechos que justifiquen la emisión de la orden europea sean constitutivos de un delito conforme a la legislación española, con independencia de los elementos constitutivos o la calificación del mismo. La orden europea es remitida directamente por la autoridad judicial que la emite a la autoridad que ha de proceder a su ejecución, sin necesidad de que intervenga la autoridad central. La entrega de la persona se efectúa tras haber seguido un procedimiento que la ley ha tomado especial cuidado en configurar como ágil y rápido. Si hay consentimiento a la entrega, la decisión ha de adoptarse en los 10 días siguientes a la prestación del consentimiento. En caso de que la persona reclamada no consienta en la entrega, la decisión se adoptará en los 60 días siguientes a la detención. Las autoridades judiciales de emisión españolas podrán dictar una orden europea en los siguientes supuestos:

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a. Con el fin de proceder al ejercicio de acciones penales, por aquellos hechos para los que la ley penal española señale una pena o una medida de seguridad privativas de libertad cuya duración máxima sea, al menos, de 12 meses. b. Con el fin de proceder al cumplimiento de una condena a una pena o una medida de seguridad no inferior a cuatro meses de privación de libertad. La STC 95/2007, en un caso en el que un ciudadano reclamado por Francia permaneció en prisión preventiva, pero su entrega fue suspendida por existir responsabilidades penales pendientes de enjuiciamiento en España, por las cuales no se había decretado prisión provisional. El TC apreció que la ley 3/2003, reguladora de la orden europea de detención y entrega, no prevé que la prisión provisional pueda prorrogarse durante el periodo de la suspensión acordada, por lo que el mantenimiento de dicha medida cautelar careció de cobertura legal y es incompatible con el contenido del derecho a la libertad personal. Puede verse la Directiva 2011/99/UE del Parlamento y del Consejo, de 13 diciembre 2011, sobre la orden europea de protección a las víctimas.

8. ASILO a) El asilo político, reconocido en el art. 13.4 CE, es la protección graciable otorgada por el Estado a extranjeros y refugiados en España, que se encuentren en determinadas circunstancias, y consiste en no entregarlos al Estado que los persigue. Está regulado en la ley 12/2009, Esta ley incorpora las directivas 2003/86/CE, del Consejo, de 22 de septiembre, sobre el derecho a la reagrupación familiar; la 2004/83/CE, del Consejo, de 29 de abril, por la que se establecen normas mínimas relativas a los requisitos para el reconocimiento y el estatuto de nacionales de terceros países o apátridas como refugiados o personas que necesitan otro tipo de protección internacional, y al contenido de la protección concedida; y la 2005/85/CE, del Consejo, de 1 de diciembre, re normas mínimas para los procedimientos que deben aplicar los Estados miembros para conceder o retirar la condición de refugiado.

El objeto de la ley es establecer los términos en que las personas nacionales de países no comunitarios y las apátridas podrán gozar en España de la protección internacional constituida por el derecho de asilo y la protección subsidiaria (art. 1). Y el derecho de asilo se define como la protección dispensada a los nacionales no comunitarios o a los apátridas a quienes se reconozca la condición de refugiado (art. 2). Y la condición de refugiado se reconoce a toda persona que, debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, opiniones políticas, pertenencia a determinado grupo social, de género u orientación sexual, se encuentra fuera del país de su nacionalidad y no puede o, a causa de dichos temores, no quiere acogerse a la protección de tal país, o al apátrida que, careciendo de nacionalidad y hallándose fuera del país donde antes tuviera su

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residencia habitual, por los mismos motivos no puede o, a causa de dichos temores, no quiere regresar a él, y no esté incurso en alguna de las causas de exclusión del artículo 8 o de las causas de denegación o revocación del artículo 9 (art. 3). El derecho a la protección subsidiaria es el dispensado a las personas de otros países y a los apátridas que, sin reunir los requisitos para obtener el asilo o ser reconocidas como refugiadas, pero respecto de las cuales se den motivos fundados para creer que si regresasen a su país de origen en el caso de los nacionales o, al de su anterior residencia habitual en el caso de los apátridas, se enfrentarían a un riesgo real de sufrir alguno de los daños graves previstos en el artículo 10 de esta Ley, y que no pueden o, a causa de dicho riesgo, no quieren, acogerse a la protección del país de que se trate, siempre que no concurra alguno de los supuestos mencionados en los artículos 11 y 12 de esta Ley (art. 4). Y daños graves. son: a) la condena a pena de muerte o el riesgo de su ejecución material; b) la tortura y los tratos inhumanos o degradantes en el país de origen del solicitante; c) las amenazas graves contra la vida o la integridad de los civiles motivadas por una violencia indiscriminada en situaciones de conflicto internacional o interno (art. 10). Asimismo la ley regula las causas de exclusión y denegación y el procedimiento. b) El asilo diplomático consiste en acoger a una persona en un edificio destinado a oficina o habitación de la representación diplomática de una nación, por razones análogas a las que propician el asilo político. A él se refieren los arts. 559, 560 y 562 de la LECrim.,

9. EFICACIA DE LAS CONDENAS DE LOS TRIBUNALES EXTRANJEROS No es inoportuno mencionar en esta sede que las sentencias de los tribunales extranjeros dejan sentir sus efectos en España, en orden a la aplicación de la agravante de reincidencia en algunos delitos, tales como la falsificación de moneda (art. 388 CP), el tráfico de drogas (art. 375 CP), los relativos a la prostitución (art. 190 CP); y para obstaculizar solicitudes de extradición por el mismo delito. Innecesario es decir que la eficacia de las condenas de tribunales extranjeros viene condicionada por la creación de registros adecuados y por la existencia de una buena y fluida colaboración entre las autoridades judiciales de los diferentes países, sin lo cual las previsiones de los arts. antes citados son inviables. La reforma del Código Penal de 2015 ha comportado un cambio muy importante en esta materia. En efecto, ahora el art. 22,8º in fine, dispone que “las condenas firmes de jueces o tribunales impuestas en otros Estados de la Unión

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Europea producirán los efectos de reincidencia salvo que el antecedente penal haya sido cancelado o pudiera serlo con arreglo al Derecho español”. Esta modificación tiene su origen en la DM 2008/675/JAI del Consejo, de 24 de julio de 2008. Por consiguiente, en el espacio europeo todas las condenas penales, a partir del 15 de agosto de 2010, pueden tener eficacia penal a través de la agravante de reincidencia. Para que así sea, se requieren una serie de requisitos contemplados en la Ley 23/2014, de 20 noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea, y en la LO 6/2014, de 29 octubre, complementaria de la anterior. La normativa europea se complementa con la Decisión 2009/316/JAI del Consejo, de 6 de abril, por la que se establece el Sistema Europeo de Información de Antecedentes Penales (ECRIS). Ha sido desarrollada en España por la LO 7/2014, de 12 noviembre, sobre intercambio de información de antecedentes penales y consideración de resoluciones judiciales penales en la Unión Europea. El organismo competente en España es el Registro Central de Penados.

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Principio de legalidad 1. PLANTEAMIENTO Y ORIGEN La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado (art. 1.2 CE). De donde, podemos deducir, que todos los poderes públicos, están consagrados en la CE, que además les marca los límites dentro de los cuales deben actuar. Por tanto, en la CE radican: el origen de los poderes públicos (de las Cortes, del poder judicial…); y los límites a su actuación. Tales límites son consecuencia de las bases sobre las que se asienta la vida en sociedad: “el contrato social”, cuya estructuración más acabada y avanzada es el Estado de Derecho. Vivimos en sociedad porque nos parece la mejor forma de vivir. Vivir en sociedad nos aporta ventajas a costa de unas limitaciones en nuestra libertad (no podemos hacer en todo momento cuanto nos apetece); limitaciones que, en gran medida, vienen impuestas por el necesario respeto a la libertad y a los bienes ajenos, y porque sin ellas no podríamos ejercer la nuestra. Esta es la idea subyacente al llamado “pacto o contrato social”, formulado entre otros por Locke y Rousseau, y que, por descontado, no implica que todo ciudadano haya de suscribir un documento, sino la aceptación implícita del mismo que certifica el vivir en una comunidad determinada. De no haber una limitación de la libertad de todos imperarían la ley del más fuerte y el caos (es casi inimaginable cómo sería la circulación de vehículos si no hubiera unas normas respetadas por todos o por la mayoría de quienes los conducen). De ahí que, conforme a la explicación del contrato social, cada ciudadano haga dejación de una parte de su libertad, a fin de conservar el resto de la misma y hacer posible la coexistencia con la de los demás, conforme a la fórmula kantiana.

Aceptado que es preferible la vida en sociedad a la salvaje o a la robinsoniana, caben diferentes formas de concebirla y organizarla. De ellas, la única respetuosa con la libertad y la dignidad de las personas es la propia del Estado de Derecho, en el que quienes gobiernan son elegidos libremente por el conjunto de los ciudadanos, las normas por las que éstos se rigen son aprobadas por sus representantes y son iguales para todos, etc. Y en un Estado de Derecho los poderes públicos existen para servir al ciudadano y, por lo tanto, han de estar sujetos a unas reglas, a unos límites que eviten que esos poderes se extralimiten y pasen de servir al ciudadano a servirse de él. Por eso, la CE proclama como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1), y que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1).

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Siendo esto así y entrañando el Derecho penal la intromisión de más calado que el Estado puede efectuar en la vida de las personas, hasta el punto de llegar a privarlas de su libertad, no sorprende que la CE imponga importantes limitaciones a esa potestad —cifrada en el “ius puniendi”— plasmadas en los principios que pasamos a estudiar. El Derecho de un país es un conjunto constituido por la totalidad de las normas jurídicas vigentes en esa comunidad. Y en la cúspide de ese conjunto se encuentra la Constitución (en los países que la tienen), que como norma suprema guarda las claves de todo el ordenamiento jurídico y deja sentir su influencia sobre todo él, sobre todas sus ramas y, por ende, también sobre el Derecho penal. En nuestro caso, como no podía ser de otra forma, los principios rectores del Derecho penal están formulados, explícita o implícitamente, en la CE; principios por medio de los cuales se marcan los límites que no pueden ser rebasados ni por el legislador cuando legisla en materia penal, ni por los jueces cuando aplican las normas penales, ni por la administración cuando investiga la comisión de hechos delictivos o ejecuta las sanciones impuestas por los órganos jurisdiccionales. Son los siguientes: – principio de legalidad; – principio de prohibición de exceso; – principio “ne bis in ídem”; – principio de presunción de inocencia; – principio de igualdad; – derecho a la tutela judicial efectiva – principio de culpabilidad; – principio de resocialización; – principio de humanidad de las penas. Estos principios, hoy comúnmente aceptados en los países democráticos, no comenzaron a informar el Derecho penal hasta finales del siglo XVIII, merced al influjo del movimiento político y filosófico conocido como la Ilustración, a los profundos cambios económicos enmarcados en la era de la industrialización y al triunfo de las revoluciones burguesas. Hasta entonces y aún en tiempos posteriores consecuencia de involuciones autoritarias, regía un Derecho penal, el del Antiguo Régimen, que podemos caracterizar con los siguientes grandes rasgos: a) Por ser un Derecho penal concebido para intimidar a los ciudadanos y, por consiguiente, con tendencia al exceso: la pena de muerte estaba prevista para muchos delitos, incluso para el hurto, en algunas legislaciones; las penas atroces eran usuales; además de las penas ordinarias, los jueces a su arbitrio podían imponer otras más severas, por razones de ejemplaridad.

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b) Por estar más al servicio del poder absoluto encarnado por los soberanos, que al de los intereses de los ciudadanos. c) Por la confusión entre religión, moral y derecho, que daba pie al castigo de hechos tenidos por inmorales o transgresores de determinados preceptos confesionales. d) Por la ausencia de garantías para el súbdito, toda vez que había una insuficiente delimitación de los hechos punibles, estaba admitida la aplicación analógica de las normas penales, la arbitrariedad judicial estaba instaurada, el tormento se empleaba como método indagatorio, etc. e) Por ser un Derecho que se aplicaba de forma desigual, en atención a la procedencia social del encausado: de forma más rigurosa para el plebeyo que para el noble. f) Por hacer extensiva la responsabilidad, al menos parcialmente, a los parientes próximos del condenado. Contra el estado de cosas que hacía posible ese Derecho penal se alzaron las voces de los ilustrados, de manera muy especial las de Montesquieu, Beccaria, Howard, Lardizábal… Ellos sentaron las bases de los principios que vamos a estudiar a continuación, que representan una conquista irrenunciable para todos los ciudadanos, no ya porque su implantación costara ríos de sangre —piénsese, por ejemplo, en la sañuda y continuada represión a la que el abyecto monarca Fernando VII sometió a los liberales de este país—, sino por cuanto suponen la afirmación de la dignidad personal, de la libertad, de la igualdad de todos ante la ley, de la seguridad jurídica… Y, desde luego, su pérdida supondría la vuelta a la tiranía como sistema y la conversión de los ciudadanos en súbditos. En efecto, porque el nuevo modelo penal, trasunto del nuevo sistema político, se levanta sobre la idea central de la libertad del individuo, lo que lógicamente conlleva la necesidad de limitación del poder, de poner fin a la existencia de poderes absolutos. Es así como se articula la célebre división de poderes: Ejecutivo (Gobierno), Legislativo y Judicial. Pero la clave de bóveda de esta ideología se construye a partir de una concepción de la ley penal que representa la verdad por antonomasia, entendida como capacidad de tomar decisiones racionales. De aquí se sigue, a su vez, la necesidad de una autoridad judicial que la aplique con pleno sometimiento a sus dictados. Es así como nace, en el sentido moderno del término, el principio de legalidad penal, que exigirá la descripción formalizada, previa y precisa —casi empírica— de los comportamientos sancionables. En consecuencia el Derecho penal se justifica por su directa relación con valores racionales contenidos en la ley, y que a su vez se acomoden a parámetros no solo de proporcionalidad de las sanciones, sino también de utilidad y humanismo. En este contexto el arbitrio judicial queda mi-

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nimizado, y se pretende crear un espacio infranqueable garantizado en la norma y en la práctica judicial. La ley supone un valor supremo, producto de la voluntad del legislador, y en el que el juez se debe limitar a aplicarlo alejado de cualquier tentación creativa. La importancia del principio de legalidad en la nueva arquitectura jurídica es capital, de suerte que el Derecho penal aparece como un modelo de coherencia interna que aspira a evitar cualquier clase de contradicciones, al levantarse sobre principios fundamentales anclados en la racionalidad y en un conjunto de valores humanistas. Este sistema se edifica en el transcurso del movimiento codificador, y es en gran medida heredero del iluminismo. Ahora bien, no podemos asomarnos a este complejo proceso histórico, que ahora llamamos Estado de Derecho, como si se tratara de una foto fija. Antes al contrario, como todo proceso histórico es dinámico, cambiante. En realidad debe distinguirse la esfera de las formulaciones ideales y teóricas, y de otra sus desarrollos y aplicaciones —múltiples, diferentes, cambiantes—, a lo largo de países y siglos. Con sus diferentes grados, imperfecciones, logros y contradicciones. En sentido estricto, pudiera decirse que el modelo completo, y el principio de legalidad como su principal herramienta, no dejan de ser un arquetipo, y por tanto nunca se han implantado en la realidad en un estado puro.

2. SU SIGNIFICADO El principio de legalidad en el ámbito penal, fue formulado inicialmente por FEUERBACH, mediante el aforismo “nullum crimen, nulla poena sine lege”, que expresa sintéticamente que toda pena debe ser consecuencia de una infracción del derecho contenida en una Ley previa. Posteriormente se ha desarrollado este enunciado ampliándolo del modo que sigue: – “Nullum crimen sine lege” o principio de legalidad criminal: sólo incurre en delito quien realiza un hecho castigado como tal previamente por la ley (garantía criminal); – “Nulla poena sine lege” o principio de legalidad penal: sólo pueden imponerse las penas establecidas por la ley con anterioridad a la ejecución del hecho (garantía penal); – “Nemo damnetur nisi per legale iudicium” o principio de legalidad procesal (garantía jurisdiccional): sólo puede imponerse una pena tras un proceso ante el juez natural, con observancia de todas las garantías establecidas legalmente; – Principio de legalidad en la ejecución: las penas y medidas habrán de ser ejecutadas de la forma prevista también en la ley (garantía de ejecución).

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Con este contenido más elaborado, el principio de legalidad incluye todas las fases en las que se desarrolla el ejercicio del ius puniendi: desde la formulación por el legislador de la infracción (delito) y de sus consecuencias (pena), hasta la investigación y enjuiciamiento de los hechos presuntamente delictivos (poder judicial) hasta su ejecución (poder ejecutivo). En paralelo a este desarrollo se debe hacer mención a la célebre distinción propuesta por BELING, entre el “tenor literal” y el “significado esencial” del principio de legalidad. Según este autor, el “tenor literal” requiere que toda la materia penal esté contenida en una ley, sustrayendo de este modo su regulación a otros instrumentos legislativos de inferior rango. De esta idea surge la exigencia de una reserva absoluta y sustancial de ley para la totalidad del Derecho penal, también denominada garantía formal del principio de legalidad. Pero para BELING este requisito no es suficiente para asegurar el contenido imprescindible del principio de legalidad, de suerte que junto a la garantía formal se precisan una serie de garantías materiales, concretadas en las a su vez llamadas garantías de tipicidad, taxatividad, y prohibición de analogía y de aplicación retroactiva de leyes penales desfavorables, que detallaremos más adelante. Por todo ello el principio de legalidad se condensa en la también conocida expresión de: lex scripta, lex praevia, y lex stricta (certa), que básicamente se corresponden, las dos primeras con la garantía formal y la tercera con la garantía material. Resume con claridad lo expuesto hasta este momento la STC 142/1999 (FJ 3 y ss.) cuando señala: “El principio de legalidad penal, como derecho fundamental de los ciudadanos, implica que la definición de los hechos que son constitutivos de delito y la concreción de las penas que corresponden a tales delitos corresponde al legislador (STC 26/1994). Los ciudadanos tienen pues derecho a que los delitos y sus correspondientes penas figuren en la ley (STC 8/1981), con el objeto de que en el logro de la paz social les sea posible adaptar su conducta para que ésta no incurra en delito ni se haga merecedora de la correspondiente pena. Legitimación del Parlamento para definir delitos y sus consecuencias jurídicas que obedece a la grave afectación de los intereses más relevantes que originan las normas penales, y, por ello, son los representantes electos del pueblo los que ostentan la función de precisar los hechos prohibidos bajo pena. De ahí que el principio de legalidad, en el ámbito penal y aun en el sancionador, se encuentra vinculado al Estado de Derecho que la Constitución enuncia (SSTC 133/1987, 111/1993, 137/1997 y 24/2004), esto es, a la autolimitación que se impone el propio Estado con el objeto de impedir la arbitrariedad o el abuso de poder, de modo que expresa su potestad punitiva a través del instrumento de la ley y sólo la ejercita en la medida en que está prevista en la ley. Correlativamente, con el principio de legalidad penal se alcanza una mayor seguridad jurídica, por cuanto permite que los ciudadanos, a partir del texto de la ley, puedan programar sus comportamientos sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previamente (SSTC 133/1987 y 120/1996). De esta manera los destinatarios de la norma saben —o tienen al menos la posibilidad de saber— que lo que no está prohibido está permitido, de conformidad con la regla general de la licitud de lo no prohibido (SSTC 101/1988 y 93/1992).

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Las SSTC 166/2012 y 10/2015 matizan que el derecho a la legalidad sancionadora comprende una doble garantía. La primera, de orden material y alcance absoluto, tanto por lo que se refiere al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrativas, refleja la especial trascendencia del principio de seguridad en dichos ámbitos limitativos de la libertad individual y se traduce en la imperiosa exigencia de predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes. La segunda, de carácter formal, se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas sanciones, por cuanto, como este Tribunal ha señalado reiteradamente, el término ‘legislación vigente’ contenido en dicho art. 25.1 es expresivo de una reserva de Ley en materia sancionadora” (entre muchas, STC 42/1987). En relación con la vertiente material de este derecho, pone de relieve “la necesidad de que la ley predetermine suficientemente las infracciones y las sanciones, así como la correspondencia entre unas y otras, no implica un automatismo tal que suponga la exclusión de todo poder de apreciación por parte de los órganos administrativos a la hora de imponer una sanción concreta”, pero en modo alguno cabe encomendar por entero tal correspondencia a la discrecionalidad judicial o administrativa, “ya que ello equivaldría a una simple habilitación en blanco a la Administración por norma legal vacía de contenido material propio” (STC 113/2002). “De lo anterior se deriva que la primera garantía que contiene el principio de legalidad es la garantía formal, cuyo significado estriba en que únicamente cabe imponer una condena por un hecho cuando existe una norma jurídica con un determinado rango (lex scripta), que prevé que tal hecho es punible y que si se realiza le corresponderá una determinada pena, pero siempre que dicha norma jurídica exista con carácter previo a la conducta que es objeto de la condena (lex praevia). En definitiva, que existe una reserva de ley para definir delitos y para amenazarlos con penas, quedando así acotadas las fuentes del Derecho en materia penal. Ahora bien, con la garantía formal que significa el imperio de la ley no basta para asegurar la previsibilidad de las consecuencias jurídicas de los propios actos, ni para garantizar que nadie pueda ser castigado por un hecho no contemplado por la ley. Pues cabe la posibilidad, históricamente comprobada, de que bien el legislador bien el juzgador desconozcan el sentido de garantía de la ley penal (ATC 72/1993) (…)”.

Por tanto, la exigencia de sujeción estricta del Juez a la ley penal forma parte del contenido esencial del principio de legalidad penal y se extiende no sólo a la interpretación de la descripción de la conducta delictiva, sino también al resto de presupuestos de la responsabilidad criminal, como por ejemplo la concurrencia de condiciones objetivas de perseguibilidad, la determinación del propio ámbito territorial de la ley penal, o la prescripción. En efecto, pues de admitirse resoluciones judiciales que condenen en supuestos donde la responsabilidad penal se ha extinguido o donde solo ha existido un acto preparatorio no sancionado, se daría la espalda a aquellos casos en que los ciudadanos son condenados allí donde la ley penal excluye expresamente su posibilidad de condena. La garantía material del principio de legalidad, la sujeción democrática al legislador del ius puniendi estatal, y la sujeción del Poder Judicial al imperio de la ley se verían burladas y desconocidas. A fin de cuentas, poco le importa al ciudadano que le condenen sin pruebas por un hecho que no ha cometido (presunción de inocencia), que le sancionen por un

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hecho no previsto en la ley como delito (garantía de tipicidad), o que le condenen en un caso en que la ley declara extinguida su responsabilidad penal (garantía de legalidad). En los tres supuestos el ciudadano estaría siendo condenado “fuera de los casos previstos por la ley” (art. 25.1 CE). Y si la sanción impuesta fuera privativa de libertad, estaría siendo privado de ella fuera de los casos y modos establecidos en la ley (art. 17.1 CE.). Por consiguiente, reducir la garantía material del principio de legalidad a la simple exigencia de predeterminación normativa de los delitos y las sanciones es tanto como desconocer toda la arquitectura del Derecho Penal. Significa incurrir en un injustificado reduccionismo que identifica la parte especial con el Derecho penal, y con ello, la descripción de supuestos típicos con la aplicabilidad de las normas penales. Es más, como ha expuesto VIVES ANTÓN, el principio de legalidad en realidad es un principio de principios, en la medida en que el resto de principios penales se derivan directamente de él. En particular los principios del hecho, de ofensividad, de culpabilidad, proporcionalidad, y de ne bis in ídem (prohibición de doble castigo). Por ello, junto al principio de presunción de inocencia, constituyen las bases del Estado de Derecho. No debe olvidarse que el principio de legalidad surge de la necesidad política esencial sobre la que se asienta la seguridad jurídica: gracias a él el ciudadano sabe qué conductas están castigadas y de qué forma y, en consecuencia, sabe qué conductas debe abstenerse de realizar, y sabe también que no realizándolas no será castigado. Sin esa seguridad, la libertad individual deviene mera ilusión, pues si se ignora qué se puede y qué no se puede hacer, se teme actuar por si al hacerlo se ejecuta una conducta prohibida o que la autoridad desea reprimir en un momento dado, con lo cual se puede acabar no actuando por si acaso. Por ello, el TC, siguiendo al TEDH, habla del derecho de los ciudadanos a que los delitos y sus penas figuren en la ley, lo que les permite programar sus comportamientos sin temor a condenas por actos no tipificados previamente y saber, o al menos tener la posibilidad de saber, que lo que no está prohibido está permitido, de conformidad con la regla general de la licitud de lo no prohibido (SSTC 93/1992, 26/1994, 120/1996, 137/1997…). El TS, por su parte, ha reiterado que el principio de legalidad supone, al menos, una triple exigencia: la existencia de una ley, que sea anterior al hecho sancionado y que describa un supuesto de hecho estrictamente determinado, “lex scripta, previa y certa” (STS de 26 de febrero de 2001).

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3. REGULACIÓN POSITIVA En la CE, de forma incompleta, en el CP y en otros textos legales se proclama el principio de legalidad y se reconocen las garantías indicadas en el epígrafe anterior. Comenzaremos por exponer sintéticamente las principales referencias normativas, tratando de destacar los aspectos más importantes de su desarrollo en el Derecho español. A) La reserva absoluta de ley (orgánica) o garantía formal (lex scripta y lex praevia) se establece en el art. 81.1 de la CE. Dado que las leyes penales implican la privación o la restricción de un derecho fundamental, y en el art. citado se dice que son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales (vid. la STC 160/1986), resulta evidente la necesidad de que aquéllas adopten la forma de éstas. La reserva absoluta de ley en materia criminal o lo que es lo mismo, que solamente por ley emanada del poder legislativo —de las Cortes, no de las Cámaras autonómicas— es posible establecer delitos y sus correspondientes penas; y que, por tanto, ni por la costumbre, ni por el poder ejecutivo —ni por el Gobierno central ni por los Gobiernos autonómicos—, ni por el poder judicial pueden crearse normas penales La reserva absoluta de ley en materia penal se afirma, entre otras, en las SSTC 25/1984, 140/1986, 118/1992, 26/1994, 195/2005); pero, una vez dicho esto, ha de añadirse que en la CE se establece la reserva absoluta de ley orgánica en el art. 81.1 para las que desarrollan derechos fundamentales y libertades públicas (o, lo que es lo mismo, que las leyes penales han de aprobarse, modificarse o derogarse por mayoría absoluta del Congreso); aunque para el TC es sólo una reserva relativa, circunscrita a las leyes que prevén la imposición de penas privativas de libertad (SSTC 140 y 160/1986, 127/1990, 24/1996, 120/1998); en cambio, se acepta que para complementar una ley penal se recurra a normas extrapenales carentes del rango de ley orgánica, incluso del de ley, como puede verse en la Lección 6, en el epígrafe dedicado a las leyes penales en blanco (SSTC 118/1992, 102/1994, 120/1998 y 24/2004). Respecto a esta doctrina conviene precisar que las penas de multa pueden convertirse en privativas de libertad (art. 53 CP), que cualquier condena penal por delito, aunque no comporte una pena privativa de libertad, genera antecedentes penales y puede agravar la pena de un nuevo delito (art. 66, 1.3ª y 5ª), implica una suerte de deshonra social y recorta las posibilidades de acción del condenado (piénsese en las penas restrictivas de derechos). Y en todo caso cualquier prohibición comporta una limitación de la libertad y, por lo tanto, poco o mucho, afecta al desarrollo de los derechos fundamentales. De manera que no parece arriesgado afirmar que toda pena afecta al desarrollo de los derechos fundamentales.

Por otra parte, el derecho a la legalidad penal opera, en primer lugar y ante todo, frente al legislador. Es la ley, en una primera instancia, la que debe garantizar que el sacrificio de los derechos de los ciudadanos sea el mínimo imprescindible y que los límites y restricciones de los mismos sean proporcionados. Por ello, en

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tanto una condena penal pueda ser razonablemente entendida como aplicación de la ley, la eventual lesión que esa aplicación pueda producir en los referidos derechos será imputable al legislador y no al Juez. (STC 136/1999). Como ejemplo de desestimación de supuestas violaciones de la legalidad y taxatividad penal; vid. la STC 64/2006 (los recurrentes por razón de su intervención en un delito contra la hacienda pública, estimaron lesionado el derecho a la legalidad penal al aplicar el tipo penal en el que se describe el delito fiscal en forma analógica “in malam partem”). El TC señala que en el proceso quedó acreditado que los recurrentes realizaron varios negocios simulados encaminados a eludir la obligación de tributar por el impuesto de donaciones “inter vivos”, no que cometieran fraude de ley, como ellos alegan. Ninguna vulneración cabe apreciar en su condena a título de autores y cómplice de un delito fiscal, pues dicha condena se basó en una irreprochable subsunción en el tipo penal de una conducta que reunía los requisitos subjetivos y objetivos contenidos en la descripción típica, como son la producción de un perjuicio para los legítimos intereses recaudatorios del Estado y el ánimo específico de ocasionar el perjuicio típico mediante una acción u omisión dolosa directamente encaminada a ello, elementos que encajan perfectamente con la presencia de un negocio simulado.

En síntesis, puede decirse que el principio de legalidad penal comporta, en primer término, el monopolio del legislador en materia penal (STC 49/1999, FJ 4). Naturalmente, del mismo modo que sólo se pueden generar normas penales por medio de una ley, sólo mediante otra ley es posible modificarlas o derogarlas. La STC 234/1997, entre otras, reitera la doctrina sobre la exigencia de que las normas penales que establezcan penas privativas de libertad estén contenidas en leyes orgánicas. Lo que no impide la existencia de leyes penales en blanco y otras técnicas de remisión normativa, que analizaremos más detalladamente en el siguiente apartado. B) Garantía material (lex stricta): tipicidad, taxatividad, irretroactividad y prohibición de analogía. El principio de legalidad está expresado, como ya dijimos de manera insuficiente —sólo acabada recurriendo al art. 81.1—, en los arts. 9.3, 25.1 y 53.1 CE, así como la prohibición de la retroactividad; y también en los arts. 1, 2, 3, 4 y 10 CP. A través de numerosas resoluciones dictadas al resolver recursos de amparo y procesos de constitucionalidad de la ley, el TC ha ido delimitando progresivamente el contenido del derecho a la legalidad sancionatoria (principio de legalidad de las infracciones y sanciones) tan parcamente recogido en el art. 25.1 CE. El precepto constitucional, en lo que nos interesa, dice literalmente: “Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”.

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Desde sus primeras resoluciones el TC señaló que con este precepto se “… da expresión general al principio de legalidad en materia sancionadora, del que se deriva que una sanción, de privación de libertad u otra, sólo procederá en los casos previstos y tipificados en normas preestablecidas y únicamente en la cuantía y extensión prevista por dichas normas” (STC 25/1984). Su proclamación se completa con lo dispuesto en el 9.3. En el art. 1 CP se dice que no será castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista como delito por ley anterior a su perpetración; y en el art. 2 que no será castigado ningún delito con pena que no se halle prevista por ley anterior a su perpetración. La garantía de tipicidad (lex certa), y la garantía de taxatividad (lex stricta) se hallan implícitas en los arts. 25,1 CE y 4.1 CP., que de acuerdo con doctrina y jurisprudencia constitucional representan dos manifestaciones del derecho a la legalidad penal. Esta diferenciación se plasma, por ejemplo, en la STC 283/2006, que siguiendo anteriores precedentes, advierte que «el aspecto material de la legalidad sancionadora contiene, según hemos señalado con anterioridad, un doble mandato. El primero, dirigido al legislador y a la potestad reglamentaria, es el de taxatividad, “según el cual han de configurarse las leyes sancionadoras llevando a cabo el ‘máximo esfuerzo posible’ (STC 62/1982) para garantizar la seguridad jurídica, es decir, para que los ciudadanos puedan conocer de antemano el ámbito de lo prohibido y prever, así, las consecuencias de sus acciones”. El segundo se dirige a los aplicadores del Derecho, en tanto en cuanto la citada garantía de predeterminación normativa de los ilícitos y de las sanciones correspondientes tiene “como precipitado y complemento la de tipicidad, que impide que el órgano sancionador actúe frente a comportamientos que se sitúan fuera de las fronteras que demarca la norma sancionadora” (SSTC 218/2005, FJ 3; 297/2005, FJ 8. Vid. también las SSTS de 20 de mayo y 1 de julio de 2013)».

La garantía de taxatividad requiere que las normas penales, además de ser creadas por una ley, han de estar formuladas de forma clara y precisa, a fin de que los hechos castigados en ellas estén delimitados al máximo, y que sus destinatarios puedan comprender con la mayor facilidad posible, cuáles son los comportamientos punibles; en este sentido, las normas penales serán tanto más exactas e inteligibles cuanto menos uso haga el legislador de términos valorativos —aunque, en ocasiones, los descriptivos pueden resultar tan o más ambiguos—, de términos imprecisos, de leyes penales en blanco, o de cláusulas abiertas. En este sentido, el TC ha mantenido que el mandato de taxatividad exige al legislador el máximo esfuerzo posible para garantizar la seguridad jurídica, que las normas han de ser concretas, precisas, claras e inteligibles, siendo sólo admisible constitucionalmente el recurso del legislador a las cláusulas normativas cuando exista una fuerte necesidad de tutela, desde la perspectiva constitucional, y sea imposible otorgarla adecuadamente en términos más precisos; y que el principio de legalidad no veda el empleo de conceptos jurídicos indeterminados, aunque su compatibilidad con el art. 25.1 CE se subordina a la posibilidad de que su concreción sea razonablemente factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia el mandato de determinación no supone que sólo resulte

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constitucionalmente admisible la redacción descriptiva y acabada en la ley penal de los supuestos penalmente ilícitos (SSTC 111/1993, 184/1995, 151 y 234/1997, 120/1998, 136/1999).

Así pues, la garantía de taxatividad de la Ley penal conlleva la exigencia de previsibilidad (STC 49/1999, FJ 5º) y la exigencia de determinación conforme al tenor literal (STC 137/1997, FJ 6 y 7). Pero la legislación penal actual evoluciona hacia una quiebra de la garantía material mediante un constante empleo de conceptos indeterminados, cláusulas abiertas, flexibles o pendientes de valoración, y con una técnica casuística en ocasiones concluida con una autorización expresa a la analogía. Es así que son muchos los preceptos en los que el presupuesto, la materia prohibida, resulta difícilmente previsible. Hasta ahora la seña de identidad de la ley penal era su precisión, su rigor, su carácter estricto. Ahora abrimos la era de la flexilegalidad. En realidad, es la consecuencia de un derecho penal construido desde la incierta categoría del riesgo, y tras el que reaparece el fantasma de la idea de peligrosidad. Desgraciadamente, un ejemplo claro de esta involución lo representa la LO 1/2015 de modificación del Código Penal español.

Otra consecuencia del principio de legalidad es que las leyes penales son irretroactivas, como regla general, salvo que resulten favorables al reo. Por su singularidad, dedicamos a esta cuestión la siguiente Lección. Baste aquí recordar lo señalado por el ATC 195/2005, al advertir que el fundamento del principio “se identifica con el del principio nullum crimen, nulla poena sine previa lege, es decir, con la garantía del ciudadano de que no será sorprendido a posteriori con una calificación de delito o con una pena no prevista o más grave que la señalada al tiempo del hecho” (STC 21/1993). De forma sintética se ha dicho, entre otras, en las SSTC 133/1987, 61/1990, que el principio de legalidad en el ámbito del derecho sancionador estatal implica, por lo menos estas tres exigencias: la existencia de una ley, que la ley sea anterior al hecho sancionado y que la ley describa un supuesto de hecho estrictamente determinado). La STC 234/2007, otorgó el amparo frente a resoluciones penales que aprobaron la liquidación de condena en causa por delito de colaboración con banda armada, toda vez que se lesionó el derecho del recurrente a la legalidad penal, por cuanto las resoluciones impugnadas aplicaron una norma penal —el art. 53.3 CP— cuya entrada en vigor fue posterior a los hechos enjuiciados por los que fue condenado el recurrente, con resultado perjudicial para éste.

Por su parte, la prohibición de la analogía ya fue expuesta en la Lección 3. Aquí es suficiente con reiterar que, de acuerdo a la jurisprudencia constitucional (por ejemplo las SSTC 75/1984, 133/1987, 89/1993, 56/1998, 174/2000, 64/2001), tanto puede apreciarse la vulneración del derecho a la legalidad sancionadora cuando se constata una aplicación extensiva o analógica de la norma a partir de la motivación de la correspondiente resolución, como cuando la ausencia de fundamentación revele que se ha producido dicha extensión. En otras palabras, se vulnera el principio de legalidad cuando el órgano judicial, en su resolución debi-

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damente motivada, extiende la aplicación del tipo sancionador a un supuesto de hecho manifiestamente ajeno al sentido de los elementos que integran el referido tipo, y cuando, prescindiendo de toda motivación, por simple decisión voluntarista, se impone la sanción sin el debido sustento (STC 138/2004). Como afirmaba la STC 75/1984 “el derecho (…) de no ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de cometerse no constituyan delito o falta según la legislación vigente (…), que es garantía de la libertad de los ciudadanos, no tolera (…) la aplicación analógica in peius de las normas penales o, dicho en otros términos, exige su aplicación rigurosa, de manera que sólo se pueda anudar la sanción prevista a conductas que reúnen todos los elementos del tipo descrito y son objetivamente perseguibles” (FJ 5.). O, en palabras de la STC 133/1987, “el principio de legalidad (…) significa un rechazo de la analogía como fuente creadora de delitos y penas, e impide, como límite a la actividad judicial, que el Juez se convierta en legislador” (FJ 4.).

En esta materia, se ha insistido por el TC, “nuestro canon de enjuiciamiento constitucional, configurado a partir de la STC 137/1997, es el siguiente: cabe hablar de aplicación analógica o extensiva in malam partem, vulneradora del principio de legalidad penal, cuando dicha aplicación carezca hasta tal punto de razonabilidad que resulte imprevisible para sus destinatarios, sea por apartamiento del tenor literal del precepto, sea por la utilización de pautas valorativas extravagantes en relación con los principios que inspiran el ordenamiento constitucional, sea por el empleo de criterios o modelos de interpretación no aceptados por la comunidad jurídica, comprobado todo ello a partir de la motivación expresada en las resoluciones recurridas (SSTC 151/1997, 225 y 232 y 236/1997, 56 y 189/1998, 25, 42 y 142/1999, 174 y 185 y 195 y 278/2000, 126 y 167/2001, 170/2002, 13/2003)”. Del derecho fundamental analizado fluye naturalmente, como una de sus vertientes, la obligación jurisdiccional, recogida por el art. 117.3 CE, de sujetarse estrictamente a los mandatos normativos del legislador penal, pues de no ser así, si mediante las técnicas habituales de interpretación (entre ellas la analogía) pudiese el Juez extender la posibilidad de sanción a conductas no previstas como delictivas en la norma, o en casos distintos de los previstos en la ley, de poco serviría el mandato legal y, con él, la garantía de seguridad jurídica que está en la base del reconocimiento constitucional del principio de legalidad de las infracciones y sanciones. Por ello el TC ha reiterado que integra el contenido del art. 25.1 CE la prohibición constitucional de la analogía in mala partem como método hermenéutico de las normas penales, así como su aplicación extensiva a supuestos no contemplados en las mismas (SSTC 89/1983, 75/1984, 159/1986, 133/1987 y 199/1987, por citar algunas de las primeras). Para que no se apliquen a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas, resulta imprescindible, antes de nada, que las leyes penales estén redactadas de forma precisa (lex stricta o certa), de forma que los comportamientos

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punibles queden bien establecidos. De no ser así, de no quedar bien delimitados los hecho castigados, no sabiendo, por tanto, a ciencia cierta qué casos están comprendidos en una ley, mal podrá saberse cuáles no lo están. Por consiguiente, para que la prohibición contenida en art. 4.1 CP pueda tener virtualidad es necesario el control de la garantía de taxatividad. Por ello, se la considera implícitamente ínsita en dicho precepto, como presupuesto inexcusable de su operatividad (vid. las SSTC 133/1987, 156/1996, 137/1997). Indudablemente una de las exigencias derivadas del principio de legalidad sancionatoria no sometida a discusión, se refiere a la exigencia de que la ley penal sea interpretada como una lex stricta. Y en este sentido se configura como mandato dirigido al juez que aplica la ley. Así se confirma en la regulación contenida en el artículo 4.1 del Código Penal de 1995, que esencialmente parece identificar la exigencia de lex stricta con la prohibición de analogía in malam partem en el ámbito del Derecho Penal, a diferencia del civil donde sí se permite (art. 2 CC). En cualquier caso, lo decisivo es que dentro de la materia punitiva está vedada la analogía y que no siempre resulta sencillo diferenciarla de la interpretación extensiva. Sin embargo, lo esencial desde el punto de vista constitucional, esto es, de la exigencia de legalidad penal, reside en la prohibición de generalizar la ley penal de una manera exagerada e inadmisible (HASSEMER). Pero establecer límites precisos no resulta sencillo, aunque las dificultades se van reduciendo por la práctica de una cultura interpretativa. Y también, como advierten COBO DEL ROSAL y VIVES ANTÓN, trazando la divisoria en atención a las posibilidades ofrecidas por el texto de la ley. De modo que cuando se rebasa el tenor literal posible, aplicando la ley a supuestos no contemplados implícita ni explícitamente en ella, se ha dejado atrás el ámbito de la interpretación extensiva para penetrar de lleno en el de la analogía. En esta dirección se inscriben precedentes de la jurisprudencia constitucional como son las SSTC 111/1993; 34/1996 y 219/1997. En consideración de lo expuesto hasta ahora y de algunos fallos del TC exponentes de ciertas vacilaciones, creemos que sería oportuno que nuestro alto tribunal proclamara nuevamente, con rotundidad y de conformidad a la jurisprudencia del TEDH, que la distinción entre aplicación extensiva y analógica, no posee transcendencia constitucional alguna, pues ambas comportan una vulneración de la garantía de tipicidad (STEDH 17/02/2005; FJ 51, en relación al art. 7 del Convenio). Para concluir este epígrafe sintetizamos la regulación legal de las cuatro garantías ya mencionadas: a) La garantía criminal está expresada en el art. 1 CP y también en el 4.2, que prohíbe a jueces y tribunales proceder sobre cualquier acción u omisión que estimen digna de represión si no está penada por la ley.

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b) De la garantía penal se ocupan los arts. 1; 2; y 10 CP. En este último precepto se resalta que son delitos las acciones y omisiones penadas por la ley. c) La garantía procesal se encuentra en el art. 3.1º CP y en los arts. 24 y 117.3 CE. En el art. 3.1º CP se dice que no podrá ejecutarse pena ni medida sino en virtud de sentencia firme dictada por el juez o tribunal competente de acuerdo con las leyes procesales; en el art. 24 CE se proclaman los derechos fundamentales de todos a la tutela judicial efectiva, a que no se produzca indefensión, al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y asistencia letrada, a recibir información sobre la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia; y en el art. 117.3 CE se dispone que el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los juzgados y tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan. d) La garantía de ejecución en los arts. 25.2º CE y 3.2º CP. En el art. 25.2 CE se declara que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzado y se reconocen una serie de derechos a los penados; y en el 3.2 CP, que no podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad en otra forma que la prescrita por la ley y reglamentos que la desarrollen, ni con otras circunstancias o accidentes que los expresados en su texto. Como en seguida se advierte y acredita por la vigencia del Reglamento penitenciario, no hay reserva de ley en materia de ejecución, a pesar de la excelente regulación contenida en la LOGP.

4. CONTENIDO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO A LA LEGALIDAD PENAL El principio de legalidad es también, desde el punto de vista técnico, un derecho fundamental de los ciudadanos, y por consiguiente susceptible de invocarse en el recurso de amparo. Sin duda esta dimensión es la que más asuntos y debates ha concitado en la jurisprudencia constitucional y ordinaria, es decir, el control constitucional en la aplicación de las leyes penales por jueces y tribunales. Mas exiguos son los asuntos en los que el TC ha enjuiciado recursos de constitucionalidad o cuestiones de constitucionalidad, es decir en aquéllos en que esencialmente la pretensión de inconstitucionalidad se articula frente a un precepto legal, y no frente a la aplicación jurisprudencial del mismo. Ello también obedece a la propia

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autorrestricción del Alto Tribunal a entrar en el fondo de los mismos, esto es, a declarar la inconstitucionalidad de las leyes penales y con ello enmendar la actuación legislativa de los representantes de la soberanía popular (cfr. LOTC 2/1979, de 30 octubre, modificada por la LO 6/2007, de 24 mayo). Ahora bien, aunque sean escasos los supuestos de recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, no puede obviarse su enorme transcendencia, especialmente política e institucional. Al efecto baste recordar dos casos que expresan por si solos esta gran repercusión. El primero contenido en la STC 53/1985, relativa al recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la despenalización parcial del aborto llevado a término por LO de 1983 (en la actualidad está pendiente de resolución el nuevo recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Partido Popular frente a la LO de Salud Sexual y Reproductiva e Interrupción Voluntaria del Embarazo de 2010). Un segundo asunto, paradigmático de cuestiones de inconstitucionalidad, puede verse en las múltiples planteadas con motivo de la LO 1/2004, de Protección Integral contra la Violencia de Género, resueltas en varias resoluciones constitucionales, siendo la primera y la que fijó su adecuación constitucional la STC 59/2008. Igualmente respecto a la excesiva apertura de la conducta del delito contenido en el art. 335 CP, de caza y pesca no autorizada, se declaró su inconstitucionalidad en la STC 101/2012. De interés igualmente la STC 235/2007, al declarar inconstitucional la conducta del “negacionismo” del genocidio (“discurso del odio”), contenida en art. 607,2º en su versión anterior a la LO 1/2015; y la STC 145/2013, sobre infracciones y sanciones administrativas

Por consiguiente, en estas líneas nos centraremos en el análisis del control constitucional, en sede de recurso de amparo, del derecho fundamental a la legalidad penal, frente a posibles lesiones ocasionadas en la aplicación de la ley por jueces y tribunales. No desconocemos que, en este ámbito —el de la interpretación y aplicación de la ley penal—, no cabe equiparar automáticamente infracción de ley con infracción de Constitución (STC 89/1983), por cuanto, correspondiendo a Jueces y Tribunales la facultad de interpretar y aplicar la ley penal sólo mediante el sistema ordinario de recursos puede pretenderse la corrección de aquellos fallos que sean meros errores interpretativos de la ley penal. Con la doctrina sentada en esta resolución, que de alguna forma expresa la doctrina constitucional en una primera etapa, el margen de control constitucional del derecho a la legalidad penal quedó muy restringido, por no decir que prácticamente no se ejerció. La STC 89/1983, declaró conforme a la CE la construcción jurisprudencial del delito continuado, al rechazar que su aplicación, a pesar de carecer entonces de soporte legal, comportara la lesión del derecho contenido en el art. 25.1 CE

Pero la anterior doctrina, tan sumamente restrictiva, no pudo sostenerse mucho tiempo, puesto que resulta obvio que en la interpretación y aplicación de la ley penal el juez ordinario también puede lesionar derechos fundamentales. Y lo pueden hacer cuando al sancionar penalmente desconocen el contenido de los

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que el TC ha denominado “derechos fundamentales materiales”. Múltiples son los ejemplos en la jurisprudencia constitucional de apreciación de esta lesión en relación con los derechos fundamentales a la libertad de expresión, a la intimidad, a la huelga, o a la libre manifestación. Pero los órganos judiciales pueden lesionar también el derecho fundamental cuando incumplen el mandato de sujeción estricta que les impone el art. 25.1 CE y anudan la sanción a un supuesto distinto del previsto por la ley. Es así, como la STC 111/1993, impulsa un avance considerable en esta materia, abriendo una segunda fase en la evolución de nuestro TC, especialmente referida a las garantías de tipicidad y taxatividad. En la misma se lee que “…el principio de legalidad penal, […] es esencialmente una concreción de diversos aspectos del Estado de Derecho en el ámbito del Derecho estatal sancionador. En este sentido se vincula ante todo con el imperio de la Ley como presupuesto de la actuación del Estado sobre los bienes jurídicos de los ciudadanos, pero también con el derecho de los ciudadanos a la seguridad (STC 62/1982, fundamento jurídico 7.), previsto en la Constitución como derecho fundamental de mayor alcance, así como la prohibición de la arbitrariedad y el derecho a la objetividad e imparcialidad del juicio de los Tribunales que garantizan los arts. 24.2 y 117.1 de la Constitución, especialmente cuando éste declara que los Jueces y Magistrados están ‘sometidos únicamente al imperio de la Ley’”.

Así pues, la sujeción estricta del Juez a la ley penal, ex art. 25,1º CE, y, al mismo tiempo, el reconocimiento de la potestad jurisdiccional de aplicación de las leyes, ex art. 117.3 CE, son dos exigencias constitucionales que conviven en nuestro sistema jurídico en delicado equilibrio. Así lo expresó este Tribunal en el ATC 83/1994, cuando reconoció que “distinguir entre lo que se mantiene dentro de los límites de la competencia judicial de libre interpretación y aplicación de la Ley penal y lo que, por el contrario, constituye una extralimitación lesiva del principio de legalidad no es tarea sencilla” (también la STC 261/2015).

Consciente de dicha dificultad, el TC, ha concretado el alcance del control que, en aplicación del art. 25.1 CE, puede ejercer sobre la aplicación de los preceptos penales efectuada por los órganos judiciales, señalando, a tal efecto, las pautas y criterios correspondientes. A partir de las determinantes SSTC 137/1997, 151/1997, 189/1998, y 42/1999, se avanza un escalón más en el control constitucional del derecho a la legalidad penal. Y así, partiendo de que no toda aplicación incorrecta, inoportuna o inadecuada de la ley penal conlleva la infracción de la Constitución, ha señalado que estaremos ante una aplicación extensiva in mala partem vedada constitucionalmente cuando “carezca de tal modo de razonabilidad que resulte imprevisible para sus destinatarios, sea por apartamiento del tenor literal del precepto, sea por la utilización de las pautas interpretativas y valorativas extravagantes en relación al ordenamiento constitucional vigente”.

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En síntesis, se trata de garantizar que los ciudadanos puedan programar sus comportamientos sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previamente (STC 133/1987).

Dos son las pautas o criterios que, en garantía del art. 25.1 CE, delimitan el alcance del control del TC en sede de amparo: el respeto judicial a las palabras de la norma y la razonabilidad de su aplicación al caso concreto; razonabilidad que se halla ausente cuando “por su soporte metodológico —una argumentación ilógica o indiscutiblemente extravagante— o axiológico —una base valorativa ajena a los criterios que informan nuestro ordenamiento constitucional— conduzcan a soluciones esencialmente opuestas a la orientación material de la norma y, por ello, imprevisibles para sus destinatarios” (SSTC 151/1997, 223/1997, 142/1999, 174/2000, 185/2000, 195/2000, 196/2011, 185/2014 y 3/2015). El TC ha señalado, por ello, que el principio constitucional recogido en el art. 25.1 CE. “…impone, por razones de seguridad jurídica y de legitimidad democrática de la intervención punitiva, no sólo la sujeción de la jurisdicción sancionadora a los dictados de las leyes que describen ilícitos e imponen sanciones, sino la sujeción estricta, impidiendo la sanción de comportamientos no previstos en la norma correspondiente, pero similares a los que sí contempla” (STC 137/1997, FJ 6, y, en igual sentido, SSTC 151/1997, 232/1997, FJ 2 y 196/2002, FJ 7).

Así pues, la tercera etapa en la evolución de la doctrina constitucional sobre las garantías de tipicidad y taxatividad, quedó fijada en las conocidas y ya citadas SSTC 137 y 151 de 1997, cuando por primera vez se perfila un test de enjuiciamiento definido, que sigue hoy siendo el estándar de aplicación (STC 57/2010) y coincidente con el formulado en la jurisprudencia europea (por todas, STEDH 17/02/2005; FJ 51). Este estándar profundiza en los criterios de enjuiciamiento de la garantía de tipicidad, trazando una nítida diferencia entre las competencias de la jurisdicción ordinaria y de la constitucional. Así, una aplicación incorrecta o discutible del tipo penal solo podrá ser objeto de revisión por los tribunales ordinarios, pero no es materia constitucional. Sin embargo, estaremos ante una lesión del derecho a la legalidad penal con transcendencia constitucional “cuando dicha aplicación carezca de tal modo de razonabilidad que resulte imprevisible para sus destinatarios, sea por apartamiento del tenor literal del precepto, sea por la utilización de las pautas interpretativas y valorativas extravagantes en relación al ordenamiento constitucional vigente”. La propia jurisprudencia especifica el criterio de control en “la verificación del respeto del tenor de los preceptos sancionadores aplicados así como de la coherencia lógica y sistemática de las pautas metodológicas y valorativas en la interpretación y aplicación de dichos preceptos”. Por consiguiente, como continúan afirmando las dos citadas resoluciones, el contenido esencial de la garantía de tipicidad, al advertir que “no sólo vulneran el principio de legalidad las resoluciones sancionadoras que se sustenten en una subsunción de los hechos ajena al significado posible de los términos de la norma aplicada. Son también constitucionalmente rechazables aquellas aplicaciones que por su soporte metodológico —una argumentación ilógica o indiscutiblemente extravagante— o axiológico —una base valorativa ajena a los criterios que informan nuestro ordenamiento constitucional— conduzcan a soluciones

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac esencialmente opuestas a la orientación material de la norma y, por ello, imprevisibles para sus destinatarios” (SSTC 137/1997, FJ 7; 151/1997, FJ 4).

En suma, siguiendo la STC 129/2008, el TC sienta un criterio de enjuiciamiento conformado en torno a tres niveles que podemos denominar con los siguientes términos: a) previsibilidad semántica, desde el que queda proscrita la analogía e interpretación extensiva in malam partem; b) previsibilidad metodológica, considerando irrazonable en estos términos una aplicación del precepto que incurra en quiebras lógicas o aplique criterios exegéticos “extravagantes”; y, c) previsibilidad axiológica, que resultará defraudada cuando la interpretación de la norma sea contraria a los valores constitucionales. Aunque el estándar de revisión de las resoluciones judiciales empleado en aplicación del art. 25,1º CE por parte del TC discurre claramente en la autocontención, al afirmarse que “la simple discrepancia con la interpretación razonada que de la legalidad ordinaria realizan los Juzgados y Tribunales integrantes del Poder Judicial, no tiene cabida en el marco objetivo del recurso de amparo, por no implicar dicha discrepancia, por sí sola, la vulneración de ningún derecho fundamental” (entre otras muchas, SSTC 165/1999, FJ 6; 198/2000, FJ 2; 170/2202, FJ 17, o 15/2008, FJ 6), no puede desconocerse que existe y que se ha aplicado en varios supuestos. Por consiguiente, la discusión no se encuentra en el estándar mismo, sino en todo caso en la mayor extensión o restricción en su aplicación a un supuesto concreto. Afirmado lo anterior, no sirve de coartada, en la imprescindible función de tutela de los derechos fundamentales, la exagerada crítica de “invasión de competencias”, tanto porque supone desconocer las competencias que la CE y la LOTC atribuyen al TC, como su propia trayectoria de autorrestricción evidencian.

En conclusión, la garantía constitucional establecida en el art. 25.1 CE impone a Jueces y Magistrados estrictas exigencias de sujeción a la ley que el juzgador penal ha de respetar: entre ellas la prohibición de la analogía y de aplicación extensiva de sus normas, la sujeción al tenor literal de las normas y la utilización de pautas interpretativas conformes al fin de la institución. Dichas exigencias se extienden a la aplicación de todas las normas penales.

5. NORMAS PENALES INCOMPLETAS Y LEYES PENALES EN BLANCO Como hemos reiterado, las normas penales solamente pueden aparecer contenidas en una ley, de ahí que desde siempre hayan suscitado quebraderos de cabeza las llamadas leyes penales en blanco (modalidad de norma penal incompleta de la que nos ocupamos en la Lección 1), y, en sentido amplio, son aquellas que contienen la consecuencia pero no todo el presupuesto, que ha de completarse por medio de otras normas. Y en sentido estricto, aquellas, cuyo presupuesto se

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encuentra en una o varias normas contenidas en una o más disposiciones de rango inferior a la ley. Buenos ejemplos de leyes penales en blanco los encontramos en los arts. 325, 326, 332, 333, 334, 348, 350, 360, 361, 362 quinquies, 363, 403, etc. En todas las normas de los arts. citados —que tienen rango de ley orgánica, que es el del CP— están perfectamente delimitadas sus consecuencias (sus respectivas penas), pero no los presupuestos, que lo están sólo de forma parcial, dado que en el art. 325 se requiere la infracción de las leyes u otras disposiciones de carácter general protectoras del medio ambiente; en el art. 348 se habla de fabricación, manipulación… de explosivos, sustancias inflamables… contraviniendo las normas de seguridad establecidas; en el 350 se alude también a la infracción de las normas de seguridad; en el 360, a incumplir las formalidades previstas en las leyes y reglamentos, etc.; con lo que, para conocer con exactitud cuál es el presupuesto de las referidas normas, resulta imprescindible acudir a otras muy variadas y de distinta procedencia, y a través de ellas averiguar cuáles son esas normas de seguridad o esas formalidades, cuya conculcación es determinante para la existencia del delito, y, en su caso, saber cuándo han sido violadas.

La utilización de leyes penales en blanco es una técnica que a veces puede estar justificada, porque evita la redacción de preceptos inacabables, condenados, además con frecuencia, a corta vida. Muy extensos, porque si se les quiere dotar del presupuesto íntegro, éste, en determinados campos, habría de resultar por fuerza muy prolijo, pues habrían de pormenorizarse las disposiciones en materia de seguridad laboral, de vertidos, de…, aludidas en el precepto de que se trate; y de corta vida, porque quedarían obsoletos cada poco, cuando el hecho descrito versara sobre materias en las que los avances tecnológicos son de tal magnitud y se suceden a un ritmo tan vivo, que generan con frecuencia posibilidades de nuevos riesgos, lo que suele llevar aparejado a menudo que se dictan nuevas disposiciones para atender las nuevas necesidades o para dar respuesta a los nuevos problemas, que al no estar contempladas en el precepto de referencia, debido a las derivaciones del principio de legalidad, no podrían ser tomadas en consideración para la aplicación de aquél, que devendría obsoleto o insuficiente y, por ende, necesitado de reformas continuadas. Pero, pese a que en ocasiones puede ser conveniente la promulgación de leyes penales en blanco, no dejan de entrañar un serio peligro para el principio de legalidad, porque a la postre la concreción del presupuesto —las más de las veces, la concreción del hecho punible— no se efectúa por la ley, y mucho menos orgánica, sino por el poder ejecutivo. Incluso, no es inusual que en ciertas materias sean propiamente empresas privadas las que fijen las reglas, con arreglo a las cuales ha de desarrollarse una determinada actividad, reglas que son asumidas por la Administración. Es de advertir que el TC ha considerado conforme con la CE las leyes penales en blanco siempre que: a) la remisión a normas de rango inferior sea expresa;

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b) esté justificada por el bien jurídico protegido en la norma; c) esta, la norma, contenga el núcleo esencial de la prohibición, de modo que la conducta quede suficientemente concretada con el necesario complemento de la disposición a la que remite, y satisfecha así la exigencia de certeza (SSTC 122/1987, 127/1990, 111/1993, 24/1996, 120/1998, 24/2004, 283/2006, 101/2012, entre otras). Y también ha admitido la posibilidad de que una ley autonómica sirva para integrar un tipo penal, siempre que haya sido dictada dentro del marco competencial de la Comunidad correspondiente, que se acomode a las garantías constitucionales dispuestas en el art. 25.1 CE y que no introduzcan divergencias irrazonables y desproporcionadas al fin perseguido respecto al régimen jurídico aplicable en otras partes del territorio nacional. Asimismo, el derecho comunitario puede ser complemento de una ley penal en blanco, bien sea originaria, bien sea derivada (STC 120/1998 y las resoluciones en ella citadas). Por el contrario, una vez aceptado que la reserva de ley en materia penal no excluye la posibilidad de que sus términos se complementen con lo dispuesto en leyes extra penales y reglamentos administrativos, el TC ha considerado inadmisible constitucionalmente la complementación de aquéllos mediante órdenes ministeriales; porque por esa vía se diluiría de tal modo la función de garantía de certeza y de seguridad jurídica de los tipos penales, que resultaría vulnerado el art. 25.1 CE (STC 24/2004). La STC 283/2006, por ejemplo, estimó que para completar la tipicidad del delito de intrusismo era correcto acudir al real decreto 127/1984: se trataba de un médico que se anunciaba como especialista en cirugía plástica y realizaba Intervenciones de esta índole sin tener el título oficial de médico especialista en cirugía plástica reparadora.

Lección 7

La interpretación de la ley penal 1. INTRODUCCIÓN Hemos visto que la ley es “stricto sensu” la única fuente directa del Derecho penal, sólo ella puede crear normas penales. Por ello, nos ha parecido oportuno detenernos a esbozar cómo se interpretan las leyes penales y a dejar constancia de cuáles son los criterios rectores en la materia. Las normas penales están alojadas en leyes formuladas de forma muy genérica —”el que matare a otro”, “El que atentare contra la libertad sexual de otra persona, utilizando violencia o intimidación”…—, pensadas no para uno sino para una generalidad de casos: para todos los que encajen en los hechos valorados en la norma (como la norma del art. 138 está pensada para todos aquellos en los que una persona da muerte a otra). Y para que las normas penales puedan ser aplicadas a casos concretos resulta imprescindible interpretar los textos legales que las contienen; esto es: descubrir el sentido objetivo de los mismos y su alcance. Sin hacerlo, mal se podrá saber si un suceso determinado es punible o no, si tiene cabida o no en un específico art. del CP. Y esta tarea interpretativa es necesaria siempre, aun cuando se trate de preceptos sumamente claros. Un precepto claro es el que castiga a quien mata a otro. Sin embargo, como ya vimos, pese a su claridad, da pie al planteamiento de muchas preguntas que no pueden ser respondidas sin una previa interpretación del art. 138, y sin conectarlo con otros preceptos del CP, preguntas como las siguientes: ¿desde cuándo existe un otro y hasta cuándo se puede matar a otro? Y si se mata en legítima defensa ¿qué ocurre? ¿Se castiga al que no mata pero ayuda a que otro mate? ¿Se castiga al que intenta matar a otro y no lo consigue? ¿Se puede matar a otro sin realizar acción alguna, por pura omisión?, etc. Todo ello sin contar con la necesidad de acudir a otras ramas del saber, como la Medicina, la Policía científica, etc., para comprender determinados fenómenos o realidades.

Hay muchas clases de interpretación, que cabe esquematizar como se expone a continuación en atención al autor, a los medios empleados y a los efectos que produce. Pero antes, resulta obligado decir, siguiendo la doctrina del TC, que toda interpretación realizada en una resolución judicial ha de satisfacer el canon de motivación y ha de ser congruente con el canon de razonabilidad argumental axiológicamente fundamentada establecido por el mencionado TC para las resoluciones de este tipo (STC 63/2005, v.gr.). Ha de tenerse presente que una aplicación arbitraria e injusta de la ley, precedida, obviamente, por una interpretación arbitraria, puede constituir un delito de prevaricación (vid. los arts. 404 y 446 CP).

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2. CLASES 2.1. Por su origen Según quien efectúa la interpretación, ésta puede ser: – auténtica, si la hace el legislador en otra o en la misma ley (como en los arts. 24, 25, 26 y 238 CP); y es vinculante; – doctrinal, cuando la realiza la doctrina, los estudiosos del Derecho; no es vinculante por fortuna, pero sí orientativa (al menos debiera serlo); – jurisprudencial, si la realizan jueces y tribunales —el TS, sobre todo—; no es vinculante ni para ellos mismos que pueden cambiar de criterio en sucesivas sentencias (conviene recordar aquí lo dicho a propósito del principio de igualdad). Es de observar que también la auténtica necesita ser interpretada, porque casi nunca resulta tan definida y concluyente como para no precisar matizaciones sobre su alcance y significado. Así, por ejemplo, no faltan dudas a la hora de decidir si determinadas actividades implican la participación en el ejercicio de funciones públicas y, consiguientemente, si quien las realiza debe ser considerado funcionario público, pese a la definición de éste proporcionada por el legislador, a efectos penales, en el art. 24 CP.

El juez, por su parte, en su interpretación de las leyes que ha de aplicar, no puede ir más allá del tenor literal posible del texto que las declara, y si lo hace rebasa sus funciones e invade las del poder legislativo, contradiciendo las exigencias dimanantes del principio de legalidad. Claro que si el legislador no se esmera al elaborar las leyes y no precisa al máximo los hechos prohibidos, si produce en definitiva leyes indeterminadas, será él quien opere a espaldas de dicho principio, y propicie que también lo haga su aplicador. En estos casos, cuando ha de aplicarse una ley indeterminada, jueces y tribunales han de proceder de la forma más rigurosa y uniforme posible. En este punto es de la mayor importancia la función que en materia de unificación de doctrina tiene encomendada el TS, si bien tropieza con una importante limitación introducida por la ley 36/1998, conforme a la cual no tienen acceso a la casación las sentencias por delitos castigados con pena inferior a cinco años; sin olvidar el carácter no vinculante que hacia el futuro tienen las resoluciones judiciales para los tribunales inferiores, a excepción de para aquéllos cuyas decisiones han sido impugnadas. Pero, dicho esto, es muy oportuno expresar la grave preocupación que produce la falta de uniformidad, de prácticas parejas, en las actuaciones y resoluciones judiciales, en detrimento de la seguridad jurídica. Es frecuente encontrarse con sentencias contradictorias, en las que se aplican criterios y soluciones distintos

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para casos sustancialmente iguales, por parte de diferentes tribunales, y no en tan raras ocasiones por parte del mismo tribunal (el TS incluido). Realidad que genera inseguridad jurídica, perplejidad y desconfianza de los ciudadanos en la Administración de Justicia, máxime cuando se encuentran con resoluciones tan descabelladas como la STS de 23 de enero de 2004, que roza la prevaricación (en ella se condenó por responsabilidad civil a once magistrados del TC porque inadmitieron una pretensión de amparo en la que se pedía la abstención de todos los magistrados, por lo que, bien podía afirmarse, estaba dirigida a un tribunal inexistente); o la STC 52/2015, en la que se mezclan a partes iguales prejuicios personales e ignorancia jurídica (al considerar vulnerado el derecho a la objeción de conciencia de un farmacéutico que no disponía ni dispensaba determinados productos y medicamentos de los que, de acuerdo con la legislación vigente, debía tener unas existencias mínimas).

2.2. Por los medios empleados En atención a éstos la interpretación puede ser – gramatical: cuando está dirigida a la averiguación del significado de las palabras, del conjunto de palabras usadas por el legislador para expresar una norma; y, como es lógico, para todas las palabras no vale el mismo criterio: unas requieren una lectura apegada a su uso habitual; otras, una lectura técnica o jurídica; (no es lo mismo interpretar el sentido de matar (art. 138 CP) que de “radiaciones ionizantes” (art. 342 CP);

– histórica: cuando trata de explicar el sentido de las normas, prestando atención al momento histórico en el que se elaboraron, a cómo fue su proceso de gestación, a cuáles fueron sus antecedentes… – sistemática: con la cual se persigue interpretar las leyes sin olvidar que forman parte de un todo, pretendidamente armónico (del CP, por ejemplo), y por tanto, que deben interpretarse de tal forma que no surjan contradicciones entre los sentidos asignados a normas pertenecientes a un mismo cuerpo legal o a una misma parte de éste; – lógica, cuando se emplean argumentos y reglas de la Lógica para interpretar las leyes; – teleológica, orientada a la determinación de la finalidad perseguida por la norma interpretada, muy en particular, a precisar el bien jurídico protegido en la misma y su “ratio legis”.

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2.3. Por sus efectos Se distingue entre interpretación – declarativa: aquella que asigna al precepto interpretado el mismo alcance que se deriva del significado usual de los términos en que está formulado; – restrictiva: si reduce dicho alcance, considerando que el precepto debe aplicarse a menos casos de los que podrían ser regulados por aquél, de acuerdo con el significado posible de las palabras empleadas en su redacción; – extensiva: si hace una lectura más laxa del precepto, haciéndolo aplicable a un mayor número de supuestos, sin rebasar el tenor literal posible del texto. Ejemplo: en el art. 379, 2º del CP se castiga a quien conduce un vehículo a motor bajo la influencia de drogas o de bebidas alcohólicas. Si al interpretar el mencionado precepto entendemos que vehículo de motor es aquel que se desplaza sobre ruedas a impulsos de la energía generada por su motor, estamos haciendo una interpretación declarativa; si entendemos que vehículos de motor son únicamente los automóviles, los camiones y los autobuses, hacemos una interpretación restrictiva; y si consideramos que también los trenes o los carros de combate o las motos de agua son vehículos a motor, estamos haciendo una interpretación extensiva.

A propósito de la interpretación extensiva, las SSTC 151/1997, 56/1998, 153/2011 dicen que la garantía de tipicidad, de aplicación estricta de las normas penales (art. 25.1 CE), prohíbe la interpretación extensiva y la analogía, siempre que se realicen en perjuicio de condenado. Y en la primera sentencia citada se ofrece un canon constitucional para la determinación de cuándo la aplicación analógica o la interpretación extensiva tienen relevancia constitucional: cuando dicha aplicación carezca de tal modo de razonabilidad que resulte imprevisible para sus destinatarios, sea por apartamiento de la literalidad del precepto, sea por la utilización de pautas interpretativas y valorativas extravagantes con relación al ordenamiento constitucional vigente. Y se matiza que el órgano judicial debe respetar el significado literal del enunciado normativo; y como el lenguaje es relativamente vago, la razonabilidad de la aplicación de la norma habrá de ser analizada desde las pautas axiológicas que informan la CE y desde modelos de argumentación aceptados por la comunidad jurídica: Y para aplicar este canon debe partirse, en principio, de la motivación contenida en las resoluciones recurridas. Por tanto, la interpretación extensiva está prohibida para el TC cuando incurre en los vicios señalados, no cuando no sobrepasa el tenor literal posible del precepto, ni cae en la arbitrariedad… A modo de resumen, puede señalarse la escasa trascendencia de la interpretación histórica, la limitada de la sistemática, y la importancia, en Derecho penal, de la gramatical y de la teleológica. Con todo, no está de más subrayar algo obvio: la interpretación de un precepto requiere comenzar por el análisis de la significación de los términos utilizados por el legislador, sin que las aportaciones que, a veces,

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ofrecen las interpretaciones sistemática e histórica sean por completo desdeñables. Por otra parte, dada la naturaleza de las leyes penales y de sus efectos, la interpretación restrictiva resulta mejor acogida que la extensiva, que también es admitida, con cautelas, siempre que no confiera al precepto interpretado una extensión superior a la que es posible llegar respetando el significado de las palabras y frases que lo exponen. Si se va más allá, si se atribuye a las proposiciones de un precepto un sentido distinto al que es posible asignarle respetando su significación, se ha sobrepasado la interpretación y se está haciendo otra cosa. Teniendo en cuenta este extremo se puede establecer la diferencia esencial entre la interpretación extensiva y la analogía, en que la primera, estrictamente entendida, supone aplicar una ley hasta donde lo permite el significado de su texto, pero sin ir más allá; mientras que la segunda comporta superar ese límite y aplicar una ley a sucesos que quedan fuera del significado posible de su texto. Por ejemplo: si se acepta que ha cometido el delito del art. 244 la persona que ha usado, sin autorización de su dueño, una bicicleta en la que se ha instalado un pequeño motor para impulsarla, se está haciendo una interpretación extensiva del referido precepto, pues se está ensanchando la noción de ciclomotor para abarcar en él también a unos artilugios que sin serlo, tienen bastantes características comunes con ellos; en cambio si se aplicaran las cualificaciones de los arts. 180.5 ó 242.3º a quien usa un libro voluminoso y pesado, encuadernado en piel, para vencer la oposición de las respectivas víctimas, se estaría haciendo una interpretación analógica, por cuanto un libro en ningún caso puede ser calificado como un arma u otro medio igualmente peligroso, por más que puede servir para golpear e incluso para causar la muerte de una persona.

La interpretación analógica en sentido estricto (vid. Lección 3), en el fondo, va, como la analogía, más allá del tenor literal posible de las palabras y proposiciones, pero por autorización legal.

3. PRINCIPIOS RECTORES La interpretación de las leyes en general ha de hacerse con sujeción a los siguientes principios, sistematizados por S. Soler: – El principio jerárquico indica que han de interpretarse las disposiciones legales de forma que no entren en contradicción con otras de rango superior; principio que en Derecho penal, a causa del de legalidad y la reserva de ley que lleva aparejada, circunscribe su eficacia a las relaciones entre las normas penales —que siempre tienen la categoría de leyes— y la CE, pudiendo formularse así: las leyes penales han de interpretarse de acuerdo con la CE, de forma concorde con el espíritu de ésta, con los valores que encierra, con los principios que contiene.

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– El principio de vigencia enseña que es preferible aquella interpretación que facilita la aplicación de un precepto vigente, que no aquella que conduce a la inaplicación del mismo, de modo pues que las leyes penales vigentes han de ser interpretadas de forma que su aplicación sea posible, siempre que no sean contrarias a la CE.

– El principio de unidad sistemática impone que la interpretación de las leyes se haga teniendo en cuenta que forman parte de un conjunto —de varios conjuntos, mejor: del ordenamiento jurídico, del cuerpo legal al que pertenecen, del título o capítulo en que están enclavados—, y que, en consecuencia han de interpretarse sin olvidar que hay muchas otras leyes, cuya vigencia ha de ser respetada, de manera, por tanto, que su aplicación no entre en contradicción con la de las restantes leyes, sino que armonice la de unas y la de otras.

Una de las contradicciones mayores que ha de evitarse es la que se produciría si se estimase antijurídico, desde el punto de vista del Derecho penal, un hecho que estuviese autorizado en otra rama del ordenamiento jurídico, pues la antijuridicidad no es sectorial, como sí lo es la tipicidad. Sin embargo, en ocasiones debe hacerse una interpretación que conduzca a la inaplicabilidad de una ley cuando sea manifiestamente contraria a la CE. Claro que, entonces, la prevalencia de la CE vendría motivada por su superior rango. – El principio dinámico responde a una realidad paladina: que las leyes entran en vigor en un momento determinado y se aplican, a menudo, durante muchos años, cuando la realidad social es distinta —a veces muy distinta— a la existente cuando la ley vio la luz (muchos arts. del CP de 1973 procedían del CP de 1848 y estuvieron en vigor hasta 1996), y por ello han de ser interpretadas teniendo en cuenta los cambios sociales habidos; por tanto, de manera distinta a cómo se interpretaban originariamente, a fin de hacer efectiva la vigencia de unas leyes que, de otro modo, devendrían inaplicables.

En este sentido apunta el art. 3.1 del CC en el que se dice “Las normas se interpretarán según el sentido propio de las palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas”. Naturalmente, el principio dinámico no puede servir de pretexto para desbordar las exigencias del principio de legalidad, y conducir al castigo de hechos no penados de manera inequívoca; pero sí para hacer una lectura más acompasada al discurrir del tiempo. Valgan como ejemplo los delitos de falsificación de documentos en el anterior CP, cuya redacción procedía en buena medida del

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CP de 1848, y rigió hasta 1996. En concreto, no podía sustentarse el mismo concepto de documento en 1850, cuando no era concebible otro documento que el escrito, que en 1990, cuando habían aparecido diferentes soportes frutos de las nuevas tecnologías, idóneos para incorporar un documento. Razón por la cual, el legislador de 1995 definió los documentos en los términos en que lo hizo en el art. 26.

Lección 8

Límites temporales: irretroactividad y retroactividad 1. LÍMITES TEMPORALES: VIGENCIA DE LAS LEYES Como regla general, las leyes penales rigen entre dos momentos: el de su entrada en vigor y el de su derogación. Por tanto, se aplican, en principio, a los hechos sucedidos entre esos dos momentos. La entrada en vigor de las leyes penales se produce una vez que el Rey las ha sancionado —esto es: ordenado su acatamiento—, promulgado —esto es: declarado su existencia— y mandado publicar (art. 91 CE), y se ha producido su completa publicación en el BOE (art. 2.1 CC). En este último precepto citado se señala, además, que las leyes entrarán en vigor a los veinte días de su completa publicación en el BOE, si en ellas no se dispone otra cosa. A ese tiempo que media entre la publicación y la entrada en vigor de la ley se le denomina “vacatio legis”, periodo que puede acortarse o alargarse, y que tiene una finalidad evidente: permitir y facilitar que los ciudadanos tengan noticia de la aparición de la nueva ley, y que los operadores jurídicos dispongan de algún tiempo para estudiarla y conocerla. Los principios de legalidad y de seguridad jurídica así lo exigen. Además, ¿de qué serviría una ley, cómo podría ser utilizada para la resolución de controversias y cómo podría ser obedecida si nadie la conociese? Naturalmente, una ley no puede ser aplicada hasta tanto no transcurra el plazo de “vacatio” fijado, para cuyo cómputo se ha de acudir al art. 5 del CC. Sin embargo, si una persona delinque durante el periodo de “vacatio” de una ley, y ésta le resulta más favorable que la vigente en ese momento, esa ley posterior será la que se le aplique (como se explica más adelante al hablar de la retroactividad de las leyes penales más favorables. Al respecto, basta recordar que a todos los que cometieron un delito mientras duró la vacatio del CP de 1995, se les aplicó éste si les resultaba más ventajoso). En cuanto a la derogación de las leyes, ésta sólo tiene lugar cuando otra ley lo dispone (art. 2.2 CC). Y esa derogación puede ser expresa —cuando en la ley de manera explícita así se dice, como en la disposición derogatoria del CP de 1995—, o tácita —cuando aparece una ley nueva que contradice lo establecido en la ley preexistente, a ella se alude en el apartado 2 de la disposición acabada de citar—. No obstante, aunque no sea propiamente una clase de derogación, las SSTC que declaran inconstitucional una ley producen el mismo efecto.

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2. IRRETROACTIVIDAD Y RETROACTIVIDAD DE LAS LEYES PENALES 2.1. Conceptos Como acabamos de ver, la regla general en esta materia es que las leyes penales solamente se aplican a los hechos acontecidos durante su periodo de vigencia — desde su entrada en vigor hasta su derogación—, no a los acontecidos antes de su entrada en vigor (irretroactividad). La irretroactividad de las leyes penales es consecuencia obligada del principio de legalidad y está proclamada en los arts. 9.3 y 25.1 CE, y 1, 2.1… CP (vid., v.gr., la STC 150/1997). Y junto a la anterior regla general coexiste esta otra, podríamos decir, excepcional: las leyes penales pueden aplicarse a hechos sucedidos antes de su entrada en vigor, cuando favorezcan al reo (retroactividad de la ley penal más favorable). Esta retroactividad de las leyes penales no entra en contradicción con el art. 9.3 CE, dado que en éste se proscribe “la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables”, no de las favorables. Y, también, se halla admitida en el art. 2.2 CP —con arreglo al cual “tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo”— y autorizada en el art. 2.3 CC. En cuanto al fundamento de una y otra, puede decirse que el de la irretroactividad genérica se encuentra en los principios de legalidad y de seguridad jurídica; y el de la retroactividad de la ley más favorable, en el principio de prohibición de exceso (vid. la STC 116/2007). En efecto, de un lado, el principio de legalidad impone, como se ha reiterado, que nadie puede ser castigado por una ley posterior a la perpetración del hecho (¿qué seguridad habría si pudiéramos ser castigados el año próximo por algo que a día de hoy no es delito?); de otro, si el principio de prohibición de exceso comporta que las normas penales (su presupuesto y su consecuencia) han de ser adecuadas, necesarias y proporcionales a los fines perseguidos de protección de bienes y de contribuir a una convivencia ordenada, y en un momento dado se decide aprobar una ley que cambia la hasta entonces vigente (y, por tanto, las normas comprendidas en esta última), por considerarla demasiado rigurosa, iría contra el principio de prohibición de exceso que continuara aplicándose la ley modificada, pues, evidentemente, ya no se la considera adecuada, necesaria ni proporcional —por eso se la cambia—, y que no se aplicara la nueva más conforme, es de suponer, con los repetidos requisitos. En las SSTS de 26 de marzo de 1997 y 13 de julio de 2001 se atribuye a razones de justicia la retroactividad de las leyes penales favorables.

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2.2. Situaciones Las leyes penales se suceden unas a otras (el CP de 1995 sucedió al de 1973, procedente del de 1944 que, a su vez, había sucedido al de 1932, etc.; la ley orgánica 11/1999 modificó las regulación de los delitos contra la libertad sexual del CP de 1995… Vid. Lección 4). En este proceso de sucesivas sucesiones se enmarcan los problemas relativos a la retroactividad y a la irretroactividad, planteándose cuatro situaciones diferentes, según cuál sea la ley más favorable de las dos que se siguen en el tiempo, con consecuencias distintas obviamente: – cuando en la ley nueva se considera delictivo un hecho que en la antigua no se castigaba, la primera no puede tener efectos retroactivos, y aplicarse a sucesos acaecidos durante la vigencia de la derogada; – si en la nueva se agravan las consecuencias previstas en la antigua o se amplía su ámbito aplicativo, tampoco la primera puede tener efectos retroactivos; y los hechos deben seguir enjuiciándose con arreglo a la vieja; – si en la nueva ley deja de considerarse delictivo un hecho penado hasta entonces, sí tiene efectos retroactivos; – si en la nueva ley se regula un hecho con menos severidad que en la precedente, igualmente tiene aquélla efectos retroactivos. A estas situaciones cabe añadir otra que se produce si las dos leyes tienen a la vez aspectos beneficiosos para el reo junto a otros perjudiciales. Cuando tal cosa suceda no pueden elegirse los aspectos favorables de una y de otra ley, prescindiendo de los desfavorables: ha de aplicarse una de las dos leyes en bloque, con lo que tiene de beneficioso y de perjudicial. Si se operase de otro modo, si el juez escogiese parte de una ley y parte de la otra, estaría componiendo una ley nueva —la formada con fragmentos de aquellas dos, diferente de cada una de ellas— tarea que sólo compete a las Cortes (STC 131/1986). Téngase en cuenta que una ley se reputará más favorable que su precedente a partir de una comparación conjunta de ambas normativas, pues habrá de valorarse no sólo cuál asigna una pena menor al delito al que estén referidas, sino también cuál restringe más el ámbito aplicativo de aquél, cuál carece de cualificaciones agravatorias o tiene menos, cuál tiene más posibilidades atenuativas, etc.

2.3. Determinación de la ley penal más favorable Hasta aquí nos hemos referido a las leyes más beneficiosas, pero sin precisar cuáles son. Con frecuencia, será fácil determinarlo, comparando la gravedad de las penas de las leyes en cuestión, gravedad que a veces se fijará atendiendo al límite mínimo de la pena de cada infracción (si en los preceptos comparados las respectivas penas tienen idéntica duración máxima, seis años por ejemplo, pero

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en uno la duración mínima es menor, dos años frente a tres del otro, aquel será el precepto menos gravoso). Pero, en ocasiones, las cosas se complican, como cuando en una y otra ley se establecen penas de distinta naturaleza (prisión en una, e inhabilitación en la otra) o en una, pese a ser nominalmente más rigurosa, están establecidos específicos beneficios que la otra no considera (como el de la redención de penas por el trabajo, propio del CP de 1973 y desconocido en el vigente). En estos casos, cuando se trata de penas heterogéneas, y en general cuando existan dudas, es el juez o tribunal que conocen de la causa quienes han de decidir cuál es la ley más favorable, tras oír al reo (art. 2.2 CP). En las disposiciones transitorias 2ª. y siguientes del CP se regulan varios extremos relativos a la necesaria revisión de sentencias, debida a la aparición del de 1995 y a su comparación con el texto anterior. Las SSTS de 26 de marzo de 1997 y de 13 de julio de 2001 se ocupan también de la determinación de la ley penal más favorable.

El TC ha negado que la retroactividad favorable forme parte del contenido esencial del principio de legalidad y, en consecuencia, no lo ha considerado susceptible de tutela a través del recurso de amparo, toda vez que el art. 9.3 CE no consagra un derecho fundamental susceptible de recurso de amparo ex art. 53.2. Por lo que la denuncia del mismo no habrá de examinarse como lesión autónoma, sino en relación con la vulneración del derecho a la libertad personal del demandante —ex art. 17.1 CE—, (STCC 32/1987, 140/1986, 99/2004, 261/2015).

2.4. Alcance de la retroactividad de las leyes penales más favorables En el art. 2.2 del CP se confiere a las leyes penales favorables efectos retroactivos que alcanzan a – los hechos pendientes de ser juzgados; – los hechos ya juzgados y sentenciados; – los hechos sentenciados, cuyo autor está cumpliendo condena. Hay un cuarto supuesto problemático y debatido: el que se suscita cuando al entrar en vigor la nueva ley más favorable, el reo ya ha cumplido la condena impuesta de acuerdo con la ley antigua. En este caso, la aplicación de la ley nueva beneficiaría al condenado en punto a antecedentes penales y a la eventual apreciación de la agravante de reincidencia. A nuestro juicio, también en estas hipótesis debe tener carácter retroactivo la ley más favorable, respecto a las cuestiones apuntadas, entre otras cosas porque sería absurdo que un juez, para estimar la agravante citada, tomara en cuenta una sentencia en la que se hubiera condenado al reo por unos hechos que la ley nueva ya no considerara delictivos, algo que equivaldría a dotar de ultraactividada la

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ley menos favorable. En este sentido apunta la disposición transitoria sexta del CP 1995. Y no parece que deba extraerse de alguna resolución aislada la idea de que la jurisprudencia rechaza esta posibilidad, como de la STS de 20 de enero de 1998, en la que se dice que la extinción de la responsabilidad criminal sólo alcanza eficacia sobre las penas no ejecutadas, pero nunca sobre la ya cumplidas o en ejecución (en concreto, en este caso, la de comiso ya cumplida); pues tal afirmación circunscribe o debe circunscribir su alcance a la incuestionable imposibilidad de extinguir lo que ya se ha extinguido.

En el caso de las leyes penales en blanco, debe tenerse presente que puede ser la ley extrapenal la que, por haber sido derogada, sustituida por otra o modificada, incida en sentido favorable o desfavorable en la norma penal que ayuda a colmar, porque amplíe o restrinja el ámbito típico, por ejemplo; en cuyo caso queda sometida a las reglas generales de irretroactividad de las normas desfavorables y de retroactividad de las favorables. En este sentido apuntan las SSTS de 6 de noviembre de 2000 y 11 de junio de 2001, en las que se afirma que la irretroactividad de las normas desfavorables y la retroactividad de las favorables alcanza tanto a las normas penales como a las administrativas que complementan el tipo.

2.5. Ultraactividad de las leyes penales La otra cara de la moneda de la aplicación retroactiva de la ley más favorable, es la ultraactividad de las leyes penales ya derogadas, pero más beneficiosas que las nuevas. En efecto, como se desprende de todo lo dicho hasta ahora, cuando aparece una ley nueva más severa que la antigua, los delitos cometidos durante la vigencia de esta última se enjuician por ella, a pesar de no estar ya en vigor por haber sido derogada y reemplazada por la nueva. Todavía es el momento en que nuestros tribunales siguen aplicando el CP de 1973, cuando sus previsiones son más propicias para el reo que las del de 1995; y más recientemente las sucesivas reformas del CP a través de las leyes orgánicas 7 (para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas), 11 y 15 de 2003, 5 de 2010, o incluso la LO 1/2015, obligan comparar precepto anterior y posterior para la determinación del más favorable (generalmente el primero).

2.6. Supuestos especiales Se plantean varios en relación con: – Las leyes penales intermedias, que son aquellas que no han estado en vigor ni cuando se cometió el delito ni cuando éste es juzgado, sino entre ambos momentos

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac (Un ejemplo lo tenemos en los delitos contra la libertad sexual, que desde la entrada en vigor del CP de 1995 ha sufrido ni se sabe cuántas reformas, por lo que es muy verosímil que una persona cometiera un delito de esta clase a finales de 2009, y fuera juzgado en 2015, cuando entre ambos momentos la regulación de aquellos delitos había sido modificada por la ley orgánica 5/2010, que sería una ley intermedia).



Pues bien, tales leyes pueden ser aplicadas cuando son las más ventajosas de las tres que se han sucedido en el tiempo.

– Las leyes temporales y de excepción, que se dictan para un periodo concreto de tiempo o a raíz de circunstancias excepcionales, no tienen efectos retroactivos, como tampoco los tienen las leyes que las sustituyen, al disponerse en el CP que los hechos cometidos bajo la vigencia de una ley temporal serán juzgados conforme a ella, salvo que se disponga otra cosa (art. 2.2). – Las leyes penales en blanco, en las que, como vimos, el presupuesto se encuentra en otra norma, cuando ésta sufre alguna modificación indirectamente modifica la ley penal, y si lo hace en sentido favorable debe apreciarse retroactivamente; innecesario es señalar que, con carácter general, la norma que complemente un elemento del tipo está sometida a la regla de la irretroactividad. En este sentido, se dice en la STS de 12 de noviembre de 2001, que el art. 3 del real decreto ley 4/2000, que suprime la necesidad de título oficial habilitante para ejercer las funciones propias de la profesión de agente de la propiedad inmobiliaria, y complementa el art. 403 CP, es de aplicación retroactiva en lo que favorezca al reo (del delito de intrusismo. – Las SSTC declaratorias de la inconstitucionalidad de leyes que pueden producir efectos retroactivos, de conformidad con el art. 40 de la LOTC. Las SSTC 150/1997 y 61/1998 estiman que en virtud del art. 25.1 CE una sentencia de amparo puede ser aplicada retroactivamente en cuanto que el efecto de declarar contraria a la CE una determinada interpretación de la norma penal se produce ex tunc.

– Las leyes procesales, en las que ha de distinguirse, según la ley nueva afecte o no a las garantías y derechos individuales: si los afecta restringiéndolos no debe tener efectos retroactivos, si los amplía, sí; y en caso de no atañer a los derechos individuales, debe aplicarse siempre la nueva. A propósito de la ley 3/2003, de orden europea de detención y entrega, se presentó una demanda de amparo por vulneración del art. 25.1 CE, considerando que dicha ley sólo debía aplicarse a órdenes emitidas con posterioridad a su entrada en vigor. La STC 293/2006 estimó que el proceso de extradición y el relativo a la euro-orden no tienen como objeto una pretensión punitiva del Estado y no rige respecto de ellos el derecho a la irretroactividad de las normas penales o administrativas sancionadoras. Y por dicha razón, la STC mencionada entendió que la posibilidad de reapertura de procedimientos ya conclusos con arreglo a la Ley de extradición pasiva, no está prohibida por el art. 9.3 CE.

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– Y en cuanto a las SSTS existe un problema de muy difícil solución: el de si los cambios jurisprudenciales en la interpretación de una norma penal deben tener o no efectos retroactivos; para el cual nos limitamos a señalar que lo más deseable es que los favorables tengan efecto retroactivo aunque, desde luego, no sea obligatorio, y los desfavorables, no (el TS para llegar a esta solución ha acudido al art. 2.2 CC en ocasiones y en otras ha estimado que una nueva interpretación de un precepto más beneficiosa para el reo debe dar lugar al recurso de revisión, como si de un hecho nuevo que probase la inocencia del condenado se tratase, en las SSTS de 13 de febrero y 2 de marzo de 1999, por ejemplo); sin ignorar cuán difícil resulta que un giro interpretativo, más riguroso, de una figura delictiva no se emplee al juzgar hechos sucedidos antes de su implantación, o uno más beneficioso, se proyecte sobre resoluciones ya firmes. En todo caso, se considera que la irretroactividad no afecta a los cambios jurisprudenciales en materia de interpretación (vid. sobre el particular la STS de 9 de junio de 2011). Un ejemplo, poco edificante, de cambio de doctrina jurisprudencial lo tenemos en la STS 197/2006, de 28 de febrero (caso Parot), en la que se efectúa una interpretación de la regla 2ª del art. 70 del CP de 1973, totalmente distinta de la que venía haciendo la jurisprudencia desde antiguo. La referida regla establecía que en el caso del condenado por una pluralidad de infracciones y de que las diversas penas no pudieran ser cumplidas de forma simultánea, “el máximo de cumplimiento de la condena del culpable no podrá exceder del triplo del tiempo por que se le impusiere la más grave de las penas en que haya incurrido, dejando de extinguir las que procedan desde que las ya impuestas cubrieren el máximum de tiempo predicho, que no podrá exceder de treinta años”. Y que “la limitación se aplicará aunque las penas se hubieran impuesto en distintos procesos si los hechos, por su conexión, pudieran haberse enjuiciado en uno solo”. Y sobre esa máximo se hacía operar los beneficios penitenciarios, como la desaparecida redención de penas por el trabajo. En la STS citada se acuerda que el recurrente “deberá cumplir las penas que se le impusieron en los distintos procesos en forma sucesiva, computándosele los beneficios penitenciarios respecto de cada una de ellas individualmente, con un máximo de ejecución de treinta años, que se extenderá hasta el año 2020”. Pues bien, el criterio general del CP de 1973 y del CP de 1995 en su versión originaria y tras ser reformado por la ley orgánica 7/2003 es el mismo en este punto: la regla es la limitación del cumplimiento a un número de años, sobre el cual han de calcularse los eventuales beneficios penitenciarios (arts. 70 del CP de 1973 y 76 del CP de 1995); y la excepción, reservada a determinados supuestos, el cálculo sobre cada una de las penas impuestas (art. 78 CP 1995). Por tanto, la nueva doctrina supone en el fondo la aplicación tácita —y retroactiva en perjuicio del reo— del art. 78 del CP de 1995, en su redacción debida a la LO 7/2003; esto es: creación judicial del derecho y no interpretación de una norma. Y esta doctrina se está aplicando desde entonces a personas por hechos cometidos con anterioridad, todavía estando en vigor el CP 1973. Finalmente, con toda razón y como ya había sido advertido por la doctrina (VIVES ANTÓN) la reciente sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Del Río v. España, ha declarado contraria a los artículos 7 (principio de legalidad penal) y 5 (legalidad de la detención) del Tratado de Roma la llamada doctrina Parot, anulándola y condenando al Estado español.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Esta materia es particularmente controvertida en situaciones de conflicto bélico, internos o internacionales, en donde se suelen denunciar la comisión de delitos de genocidio, otros contra la humanidad y crímenes de guerra. Célebres son los nacidos de la II Guerra Mundial, como por ejemplo los procesos de Nüremberg (1946), donde tribunales nombrados por los vencedores enjuiciaron a algunos de los principales jerarcas nazis; el juicio en Jerusalén a Eichmann (alto funcionario de la Oficina de Asuntos Judíos del III Reich), previamente secuestrado en Argentina por los servicios secretos israelitas (1962), o el sumario juicio militar al mariscal japonés Yamahita en Filipinas (1945). Más recientemente hemos asistido a la creación de Tribunales Penales Internacionales ad hoc en Ruanda y la ex Yugoslavia. En la actualidad gran parte de estos asuntos son enjuiciados por el Tribunal Penal Internacional (Estatuto de Roma). En todos ellos obviamente no se discute únicamente la aplicación retroactiva de leyes penales posteriores, sino también temas vinculados a la competencia territorial y jurisdiccional, obediencia debida y otras cuestiones complejas. Tampoco puede dejarse de citar el caso de los “tiradores del Muro de Berlín” (policía de fronteras de la extinta República Democrática Alemana, que cumpliendo órdenes disparaban a los ciudadanos que trataban de huir del régimen comunista saltando el Muro). Un ejemplo desgraciadamente cercano en España de aplicación retroactiva de las leyes penales lo encontramos en la Ley de Represión del Comunismo y la Masonería (1939).

2.7. Tiempo de la comisión del delito Cuestión previa a cualquier pronunciamiento sobre qué ley es la que procede aplicar, si la posterior o la anterior, es la de saber cuándo se entiende cometido el delito; y al respecto, se resuelve en el art. 7 CP que “los delitos se consideran cometidos en el momento en que el sujeto ejecuta la acción u omite el acto que estaba obligado a realizar”. Dicho momento, además de para determinar qué ley penal es la aplicable en el tiempo, es esencial para realizar el cómputo de la prescripción de los delitos, y tiene particular importancia en aquellos cuya ejecución o situación creada se prolongan en el tiempo —como la detención ilegal del art. 163 o la bigamia del 217—, o en los que aquélla no va seguida inmediatamente del resultado consumativo —como una muerte producida tiempo después de la agresión, o la carta injuriosa que tarda varios días en llegar a su destinatario—. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que la regla reproducida tiene que ver sobre todo con la sucesión de leyes, pero no, como es obvio, con la consumación de los delitos. Piénsese, además, en esta línea, que la tentativa presupone la no consumación y sin embargo se comete. Un delito de homicidio se consuma cuando el sujeto pasivo muere, por más que la acción del autor haya tenido lugar antes. Si A coloca un mina en un punto por el que pasa habitualmente B, en tanto la mina no estalle y cause la muerte de B, el homicidio no se habrá consumado. Y es a partir de ese momento cuando comienza a contar el plazo para la prescripción. Como en los delitos permanentes, comienza a partir del cese de la situación antijurídica.

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Cuando dos leyes se suceden en el tiempo, la más gravosa sólo puede aplicarse a los hechos sucedidos íntegramente después de su entrada en vigor. De manera que si una parte se ha llevado a cabo antes y otra después de la vigencia de la ley nueva, ésta solamente puede aplicarse a la segunda. Por otra parte, de haber varios autores o partícipes en un delito, como sus diferentes intervenciones no tienen porqué coincidir en el tiempo, deben entenderse realizadas cuando cada uno realiza su contribución, y se le debe aplicar la ley vigente en ese momento. Es problemática la determinación del tiempo de comisión de un delito de omisión, cuando se dispone de un lapso de tiempo para cumplir el deber de actuar. El problema se simplifica en los casos de omisión del deber de socorro, pues el delito se habrá cometido cuando se advierte la situación de desamparo de una persona y nada se hace para auxiliarla o para impetrar auxilio ajeno. Quizá la mejor solución, para la hipótesis de una sucesión de leyes durante el referido lapso, sea la de considerar cometida la omisión durante la vigencia de la ley más favorable. Por último, conviene destacar la importancia de establecer el momento de la comisión del delito en orden a la concreción de la imputabilidad del sujeto al que se atribuye un hecho delictivo, como se verá en la Lección 25.

Lección 9

Principios derivados del principio de legalidad 1. PRINCIPIO DEL HECHO En la Lección 1, al hablar de la norma penal, decíamos que el Derecho tiene por finalidad favorecer e instaurar la convivencia pacífica y ordenada de los miembros de la comunidad en que rige; convivencia que sólo se ve afectada por conductas exteriorizadas, en la medida en que sólo de ellas pueden derivar confrontaciones con derechos ajenos; pero no por actitudes internas. Por ello, las normas penales se ocupan sólo de hechos; por ello, hablamos del principio del hecho. Y cuando lo hacemos, estamos diciendo que el Derecho penal, a través de las normas que lo integran, establece delitos conminados con penas, delitos siempre referidos a hechos. De manera que el Derecho penal sólo se ocupa de hechos: sólo los hechos pueden ser penalmente castigados.

La vigencia de este principio tiene consecuencias en varios órdenes de cosas. En primer lugar, el principio del hecho es incompatible con la represión penal de actitudes internas: los pensamientos no delinquen. Los pensamientos, los deseos, las intenciones no exteriorizadas, carecen de aptitud para interferir en la libertad y demás derechos ajenos; están al margen del Derecho penal, deben estar al margen del Derecho penal. En segundo lugar, tampoco puede el Derecho penal castigar formas de ser, castigar en atención a las características personales del sujeto. Un Derecho penal así concebido sería un Derecho penal “de autor” no un Derecho penal por el acto realizado, un Derecho penal escandalosamente opuesto a las proclamaciones de la CE y del CP. Y en la CE y en el CP se proclama el principio de legalidad (vid. Lección 6), cuyo primer enunciado es “ninguna conducta (vale decir hecho) puede ser tenida por delito si la ley no la declara tal”. En concreto, el art. 25.1 CE dice que nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento; y los arts. 1 y 10 CP dicen, respectivamente: “no será castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista como delito por Ley anterior a su perpetración”; y “son delitos las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la ley”. De ahí, del principio de legalidad, deriva claramente el del hecho. Y al hecho se refieren no pocos arts. (16 y 28 CP, por ejemplo).

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Los preceptos reproducidos dejan bien sentado que el nuestro es un Derecho penal por el acto realizado, en el que solamente un hecho externo, una acción o una omisión, puede ser calificado de delito, y solamente un hecho externo puede ser castigado con una pena; el hecho externo aislado, no necesitado de aditamento alguno cabría precisar. El mero, pero definitivo, dato de que en los preceptos indicados se hable únicamente de acciones y omisiones lo pone de manifiesto de forma palmaria. Ahora bien, no cualquier clase de hecho satisface la exigencia constitucional, pues el castigo de un tipo de “hecho”, en sí mismo carente de ofensividad, pero revelador de una forma de ser vulneraría el principio del hecho. Desde luego, si una norma penal castigase las homosexualidad infringiría el principio del hecho y alguno más, porque estaría castigando una forma de ser o una preferencia en el terreno de la sexualidad, que en nada afecta a derechos y libertades de los demás. Pero, igualmente lo infringiría, si castigase la realización de actos sexuales con personas del propio sexo.

La STC 150/1991 ha subrayado que la CE consagra sin duda el principio de culpabilidad como principio estructural básico del Derecho penal, de manera que no sería constitucionalmente legítimo un derecho penal “de autor” que determinara las penas en atención a la personalidad del reo y no según la culpabilidad de éste en la comisión de los hechos (SSTC 65/1986, 14/1988 y otras). Nada tiene que ver con el Derecho penal de autor, la previsión legal de que el juez tome en consideración las circunstancias personales del delincuente a la hora de individualizar la pena (art. 66.1.6ª CP), puesto que tales circunstancias no son lo que se castiga. El castigo vendrá determinado por la realización de una acción u omisión tipificadas, y una vez declarada la culpabilidad del reo y vista la no concurrencia de circunstancias modificativas de la responsabilidad, se tendrán en cuenta las circunstancias personales de aquél (y la gravedad del hecho), para concretar la cantidad de pena que ha de imponérsele dentro de los límites de la prevista.

El principio del hecho podría ser vulnerado, además de por la inclusión en el ordenamiento punitivo de normas que reflejaran un Derecho penal de autor, por basar el castigo en hechos presuntos (que también contradiría la presunción de inocencia) o en hechos ajenos o en hechos faltos de ofensividad. En el CP de 1973 había algunos ejemplos de responsabilidad por hechos presuntos (art. 502: “se presume haber estado presente a los atentados cometidos por una cuadrilla, el malhechor que anda habitualmente en ella, salvo prueba en contrario”) y por hechos ajenos (art. 227: “cuando no puedan descubrirse sus autores, serán penados como tales los jefes principales de la rebelión o sedición”). Ejemplo de hecho falto de ofensividad fue el castigo de casos de tentativa absolutamente inidónea, durante la vigencia del CP anterior, como las condenas por tentativa de aborto, a tenor del párrafo segundo del art. 52 (“la misma regla se observará en los casos de imposibilidad de ejecución o de producción del delito”), por la realización de prácticas supuestamente abortivas en mujer no embarazada (SSTS de 30 de septiembre de 1965, 28 de marzo y 17 de junio de 1969, etc.). Otros ejemplos mucho más recientes pueden verse en las SSTS de 13 de marzo de 2000, 4 de diciembre de 2008.

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La nueva redacción del art. 166 CP conforme a la LO 1/2015 presenta serias dudas, al imponer la pena de diez a quince años, y de quince a veinte años de prisión, respectivamente, “al reo detención ilegal o secuestro que no de razón del paradero de la persona detenida”, suprimiendo la cláusula de “salvo que la haya dejado en libertad”. En efecto, el nuevo texto parece aligerar las exigencias probatorias y se desliza hacia un inconstitucional delito de sospecha (GÓRRIZ ROYO; GÓMEZ INIESTA).

Por el contrario, no implica ataque alguno al principio del hecho la tipificación y el castigo de simples omisiones, pues éstas, si bien en sí mismas, aisladamente consideradas, son nada, carecen de entidad, carecen de sustancia (no hacer algo no es lo mismo que hacer algo), ello no impide que para el Derecho penal determinadas no-acciones sean tenidas por un hecho con relevancia penal, en atención a que entrañan la infracción de un deber asentado sobre circunstancias objetivas. Y entonces el castigo gravita no sobre lo que el sujeto hace en vez de, sino por lo que deja de hacer, cuando tiene la obligación de hacerlo (como se verá en la Lección 18). El art. 195 CP castiga al que no socorre a una persona desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando puede hacerlo sin riesgo propio ni de terceros. Esto significa que para el Derecho penal, sobre toda persona que tiene la posibilidad de socorrer a otra que está desamparada y en situación de peligro grave, pesa el deber de auxilio; el Derecho espera que todo ciudadano responda ayudando a quien está en semejante trance, y castiga al que no actúa como espera. Aquí el hecho, el hecho omisivo, se erige sobre la infracción de un deber, fundado en unas circunstancias externas (la situación de desamparo y peligro en que se encuentra una persona y en la posibilidad de prestarle ayuda).

2. PRINCIPIO DE OFENSIVIDAD: EXCLUSIVA PROTECCIÓN DE BIENES JURÍDICOS Dentro del marco del ordenamiento jurídico, cuyos fines son el logro de la paz social, la ordenación de la convivencia, la salvaguarda y la distribución de derechos, valores e intereses de los miembros de la comunidad, las normas jurídicas, que conforman el Derecho penal, tienen la función de tutela de los bienes jurídicos más valiosos y constitucionalmente legítimos frente a los ataques más fuertes e intolerables que pueden sufrir (vid. Lecciones 1 y 10); y el Derecho penal, como conjunto de aquéllas normas, cumple la misma función a gran escala. Y la tantas veces citada función de tutela se lleva a cabo mediante la desvaloración de hechos, aquellos que la ley penal califica como delitos, porque menoscaban o comprometen bienes jurídicos. Se ha repetido, acabamos de hacerlo de nuevo, que el Derecho penal sólo se ocupa de hechos externos, no de deseos ni de pensamientos…Y en el apartado anterior, dedicado al principio del hecho, se ha mencionado la precisión de la ofensividad. Este principio, de ofensividad o de exclusiva protección de bienes jurídicos,

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nos dice que sólo es legítima la creación de delitos y su correlativo castigo sobre la base de la ofensa, de la lesión (o la puesta en peligro) de un bien jurídico digno de la tutela penal (que se dispensa, como ha quedado dicho, sólo para tutelar los bienes más valiosos ante los ataques más inadmisible). Por lo tanto, únicamente puede ser considerado delito aquel hecho (externo, etc.) que entraña la lesión o la puesta en peligro de un bien jurídico valioso.

Y, como es lógico, quien ha de establecer que un hecho es dañoso es la ley, que, en ningún caso, podrá otorgar la tutela penal a “bienes” que no merezcan esa consideración, que no tengan alguna suerte de entronque con la CE y, sobre todo, que sean contrarios a los valores que la CE encierra. Como tampoco podrá catalogar entre los delitos hechos vacíos de carga ofensiva o portadores de una de muy escasa entidad o que sean simplemente tenidos por inmorales. Tal proceder del legislador sería constitucionalmente ilegítimo. Pues, como ha dicho el TC, la ley penal no puede dispensar su protección a bienes jurídicos proscritos en la CE o socialmente irrelevantes, protección que, además, ha de ser necesaria y proporcionada, pues, dada la gravedad de las respuestas penales, sólo deben operar frente a conductas y para la tutela de bienes jurídicos de importancia; de modo que no se produzca un sacrificio innecesario o excesivo de los derechos, cuyo origen puede estar en una innecesaria reacción penal o por ser excesiva la cuantía o la extensión de la pena en relación con la entidad del delito (SSTC 51/1989, 136/1994, 19 y 55/1996, 161/1997, 232/1998, 136/1999). En consecuencia, podemos concluir que el Derecho penal sólo puede hacer acto de presencia, a través de sus normas, para proteger bienes jurídicos, frente a ataques intolerables. Conviene recordar que las normas penales encierran unas valoraciones, dado que, de una parte, desaprueban determinados hechos, y de otra, juzgan merecedores de protección unos valores o bienes (los atacados por lo referidos hechos).

Y de esta conclusión podemos extraer alguna más, vinculada a la anterior que reiteramos añadiendo alguna matización – la creación de un delito sin bien jurídico es contrario a la CE; – la creación de un delito para proteger un bien jurídico frente a hechos de los que puede ser protegido por otra rama del ordenamiento jurídico, es contrario a la CE; – todo hecho que contradiga una norma penal ha de lesionar al tiempo el bien jurídico tutelado en ella. El principio de ofensividad fue reconocido por el TC, no con esa denominación, desde sus sentencias, la 11/1981, y 62/1982, al declarar que las limitaciones de los derechos fundamentales sólo se justifican por la tutela de un bien jurídico.

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E innecesario es insistir en que no hay mayores limitaciones de los derechos fundamentales que las que derivan del Derecho penal. En los CP, en el nuestro por descontado, abundan en la actualidad unos delitos que no comportan la efectiva lesión de un bien, sin que ello los convierta inexorablemente en enemigos del principio de ofensividad. Son los delitos de peligro (vid. Lección 17), que hoy se consideran imprescindibles para hacer frente a los riesgos potenciales que implican numerosas actividades (tales como las relacionadas con la circulación de vehículos, con la sanidad, con las comunicaciones electrónicas, con las diferentes energías, etc.). En estos delitos se produce un adelanto de la represión: no se castiga la lesión objetiva de un bien, sino haber generado un peligro para él, un peligro que se reputa intolerable, un peligro que no es sino la probabilidad de que el daño real se produzca. Sirvan de ejemplo los delitos de conducción homicida (art. 381 CP), adulteración de alimentos (art. 364 CP), contra la seguridad e higiene en el trabajo (art. 316 CP).

De manera que, se puede decir, en los delitos de peligro existe bien jurídico, sólo que no tiene el mismo porte que el bien jurídico en los delitos de lesión; pero tampoco los bienes jurídicos de todos los delitos de lesión presentan la misma fisonomía, pues los hay con un claro sustrato material (como la vida o la integridad física) y los hay inmateriales (como el honor o la intimidad). Y conviene repetir que los delitos de peligro también tienen bien jurídico, como cualquier delito. Como lo tienen los delitos intentados, en los que el bien es puesto en peligro o resulta lesionado otro. Como cuando se dispara contra alguien con intención de causarle la muerte y sólo se le hiere.

A veces resulta difícil precisar o encontrar el bien jurídico en algunos delitos, en particular en los de peligro abstracto, incluso se llega a pensar que hay delitos en los que el bien jurídico es inexistente, salvo que se haga una interpretación de la norma que la reoriente, y le atribuya un sentido que ni el legislador quiso darle ni objetivamente tiene. Se trata de delitos próximos a la idea de infracciones de un deber o de infracciones administrativas criminalizadas, de muy difícil engarce con el principio de ofensividad y, por ende, con las exigencias constitucionales; delitos en los que la preocupación por la “seguridad” de los bienes opera en detrimento de la seguridad jurídica, constitucionalmente proclamada (art. 9.3 CE). Como ejemplos de lo dicho sirven los arts. 189 (sus definiciones de pornografía infantil, en concreto) y 384, ambos CP.

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3. PRINCIPIO DE CULPABILIDAD La norma penal, en su función de protección de bienes jurídicos, además de desvalorar los hechos que los atacan, determina al ciudadano a respetar esas valoraciones, a abstenerse de realizar las conductas castigadas. Pues bien, cuando una persona efectúa un hecho descrito en una norma penal sancionadora (mata a otro, por ejemplo, realizando así el hecho prohibido en el art. 138), hace caso omiso de la norma que valora negativamente la acción de matar (salvo que actúe de forma autorizada, en legítima defensa, v.gr.); y si, además, esa persona es adulta e imputable, y ha actuado de forma consciente y voluntaria, ha desoído el mandato, ha desatendido la advertencia de respetar la valoración contenida en la norma y de abstenerse de incurrir en la conducta castigada en ella, cuando le era posible y tenía el deber de actuar de otro modo. La STC 59/2008 resume su doctrina sentada en anteriores resoluciones, al decir que la CE consagra sin duda el principio de culpabilidad “como principio estructural básico del Derecho penal” [STC 150/1991, 44/1987, 150/1989, 246/1991), como derivación de la dignidad de la persona [STC 150/1991, y que ello comporta que la responsabilidad penal es personal, por los hechos y subjetiva: que sólo cabe imponer una pena al autor del delito por la comisión del mismo en el uso de su autonomía personal. La pena sólo puede “imponerse al sujeto responsable del ilícito penal” (STC 92/1997, 146/1994); “no sería constitucionalmente legítimo un derecho penal ‘de autor’ que determinara las penas en atención a la personalidad del reo y no según la culpabilidad de éste en la comisión de los hechos” (STC 150/1991) y no cabe “la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta diligente” del sujeto sancionado, a si concurría “dolo, culpa o negligencia grave y culpa o negligencia leve o simple negligencia” (SSTC 76/1990, 164/2005). Para a continuación añadir que en los casos cuestionados que tipifica el art. 153.1 CP el legislador haya apreciado razonablemente un desvalor añadido, porque el autor inserta su conducta en una pauta cultural generadora de gravísimos daños a sus víctimas y porque dota así a su acción de una violencia mucho mayor que la que su acto objetivamente expresa, no comporta que se esté sancionando al sujeto activo de la conducta por las agresiones cometidas por otros cónyuges varones, sino por el especial desvalor de su propia y personal conducta: por la consciente inserción de aquélla en una concreta estructura social a la que, además, él mismo, y solo él, coadyuva con su violenta acción. De ahí que las penas previstas en una norma penal sólo puedan imponerse a quienes – realicen, sin que concurra un permiso, el hecho tipificado en dicha norma (en su presupuesto); y – lo hagan de modo culpable.

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No basta, por tanto, con llevar a cabo el hecho descrito en una norma penal para que las consecuencias que previene alcancen al infractor; es necesario, además, que éste actúe culpablemente —con conciencia y voluntad de estar realizando un hecho castigado o de no estar procediendo con la debida diligencia—, y sin el amparo de un permiso. El principio de culpabilidad puede formularse en estos términos: nadie puede ser castigado por la ejecución de un hecho antijurídico si no ha obrado culpablemente.

A lo que cabe añadir ni ser castigado con una pena que rebase su culpabilidad.

De ahí que no se castiguen igual los delitos cometidos con dolo que los cometidos por imprudencia grave, especialmente cuando se trata de un mismo delito, como sucede, v.gr., con el homicidio, castigado con pena mayor en el art. 138 (homicidio doloso) que en el 142 (homicidio por imprudencia grave y menos grave). Tenemos, pues, que tan sólo se puede castigar penalmente a alguien cuando es culpable. Afirmación que nos obliga a preguntarnos por el concepto de culpabilidad, que, desde nuestra perspectiva y de manera abreviada, puede decirse, consiste en – la recriminación que se hace a una persona por haber realizado una conducta castigada en una norma penal; – recriminación que se le hace porque ha desoído la advertencia contenida en la norma, ha atacado el bien jurídico protegido en ella, y, consecuentemente, ha infringido el deber que tenía (de abstenerse de realizar la conducta prohibida, de no actuar como ha actuado; o de no haber actuado como se esperaba que actuara). Como habrá ocasión de ver en el Lección 25, si bien en la doctrina, en términos generales, se admite la existencia del principio de culpabilidad, reina el desacuerdo en punto al concepto y contenido de ésta, de la culpabilidad.

El reproche se efectúa, por tanto, en atención al hecho ejecutado por el sujeto, no por su forma de ser o de conducirse habitualmente. Es el hecho ejecutado el que da lugar al castigo. Pero la reconvención y la pena subsiguiente sólo pueden imponerse si dicho sujeto, cuando obró como lo hizo, tenía la posibilidad de acatar la indicación de la norma y de actuar conforme a ella.

Tal posibilidad únicamente puede afirmarse de una persona imputable si se toma como punto de partida la idea, según la cual el hombre dispone de ciertos márgenes de libertad, y le es posible optar entre comportarse de acuerdo con las normas o contravenirlas. Y, por ello, en cada supuesto específico, ha de comprobarse la situación y el estado del sujeto imputado (vid. Lección 25).

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Por supuesto, presuponer que el hombre es libre no significa desconocer los condicionamientos y presiones que se ciernen sobre él, de origen genético, psicológico, social, familiar…, y el influjo que ejercen en su toma de decisiones. En definitiva, nos encontramos ante dos opciones: o presuponemos la libertad o la negamos. Y si difícil es demostrar que un hombre actuó con libertad en un momento dado, o que los hombres, en general, gozan de libertad, tanto o más difícil es demostrar lo contrario, que por otra parte conduce a una notoria incoherencia: a aceptar que se impongan penas a quienes, según los defensores de esta opción, no podían actuar de modo distinto a como actuaron. ¿Cómo justificar el castigo de quien no hizo otra cosa que seguir los dictados irresistibles de una especie de ley necesaria? ¿Acaso se piensa que el paso por la prisión mejorará su disposición a acatar las normas? Pero ¿cómo cambiar lo inevitable?

El principio de culpabilidad no aparece declarado de manera explícita en la CE, pero, dado que su fundamento radica en la idea general de libertad, normalmente se entiende derivado del principio de legalidad y del principio de proporcionalidad (prohibición de exceso). Como hemos visto, la idea de culpabilidad se asocia con la idea de libertad personal y consecuentemente con la idea de responsabilidad personal por el acto injusto voluntariamente ejecutado. En el CP se especifica parcialmente en los arts. 5 y 10, al subrayarse en ellos que “no hay pena sin dolo o imprudencia”. De los citados arts., además, cabe deducir indirectamente que la culpabilidad es graduable, más o menos grave, según el sujeto haya obrado intencionadamente o no poniendo el cuidado que le era exigible; esto es: dolosa o imprudentemente (respetándose así la exigencia ya apuntada de que la gravedad de la pena no debe sobrepasar la de la culpabilidad). Mas, si se discute sobre la ubicación del principio de culpabilidad en la CE, nadie cuestiona su reconocimiento constitucional. En este sentido el TC ha subrayado que la CE consagra el reiterado principio como principio estructural básico del Derecho penal (SSTC 150/1991, 247/1993, 92/1997 —en la que se estimó infringido el principio de culpabilidad en la sentencia que en un delito de contrabando, acordó el comiso de unos vehículos propiedad de una persona que no había sido imputada—). En resumen, el contenido del principio penal de culpabilidad se plasma en dos consecuencias fundamentales: “no hay pena sin culpabilidad” y “la pena no puede sobrepasar la medida de la culpabilidad”. Es decir, no puede castigarse a nadie si no es responsable personalmente de su conducta Y segundo, la pena ha de ser proporcional al grado de responsabilidad. Desde luego también existen intentos de sustituir la idea de culpabilidad por otros presupuestos, se alega, menos indemostrables que la libertad, como el principio de necesidad de pena asociado a la idea de motivación de la norma. No obstante, como ha mostrado VIVES ANTÓN, no es imprescindible fundar la culpabilidad sobre una idea de la libertad anclada en su concepción escolástica del libre albedrío, pudiendo también extraerse de la propia teoría de la acción. Esto es, no es que la libertad sea fundamento de la culpabilidad, sino que lo es de la misma acción.

Lección 10

Principio de proporcionalidad 1. EL PRINCIPIO GENERAL DE PROHIBICIÓN DE EXCESO El principio de prohibición de exceso posee hoy una aceptación general y un amplio reconocimiento, como expresión de un modelo constitucional asociado a la idea de libertad, consustancial a la democracia. Responde a la idea de evitar una utilización inmoderada de las sanciones que conllevan una privación o una restricción de la libertad, y, consiguientemente, a la de limitar su uso a lo imprescindible; y lo imprescindible es establecerlas e imponerlas exclusivamente para proteger bienes jurídicos valiosos (como requiere el principio de ofensividad (vid. Lección 9). Asimismo, refuerza la interdicción de asignar a las normas penales la función de regir las intenciones, y, por ende, de inmiscuirse en la moralidad de los ciudadanos o de perseguir finalidades tendentes a limitar el libre desarrollo de la personalidad. De manera que tanto se incurre en exceso cuando se recurre al Derecho penal sin necesidad como cuando sus consecuencias se imponen desmedidamente. Si bien no está proclamado de manera expresa en el texto constitucional, la doctrina lo ha construido sobre un doble fundamento, integrado por los valores propios de un Estado democrático, que imponen la exigencia de restringir la intervención penal, y por la esencia misma del sistema de los derechos fundamentales. Sobre esta doble justificación, se ha deducido su rango constitucional. En este sentido, el principio de proporcionalidad obliga a ponderar los intereses en conflicto: de un lado justificando la necesidad de tutela de un bien mediante la pena, y de otro, valorando el impacto de esta limitación sobre el derecho fundamental afectado (la libertad, en todo caso). Además, su reconocimiento constitucional y consiguiente conexión con los derechos fundamentales, permite la interposición del recurso de amparo ante su posible infracción, aunque ello no significa necesariamente que constituya en sí mismo un derecho fundamental, pues siempre debe conectarse a otro valor constitucional. El TC lo ha reconocido, como al principio de ofensividad con el que está estrechamente emparentado, desde sus sentencias 11/1981 y 62/1982, en las cuales consideró indispensable la protección de un bien jurídico para que la limitación de derechos constitucionales fuera acorde con la CE. Pero, si bien se ha aceptado su rango constitucional y su vinculación con los derechos fundamentales, y admitida su defensa a través del recurso de amparo, de ello no se deduce que el principio de proporcionalidad o prohibición de exceso sea en sí mismo un derecho fundamental, porque no existe un derecho fundamental a la debida propor-

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cionalidad, cuyo incumplimiento pueda fundamentar por sí sólo una demanda de amparo (STC 65/1986). La admisión del recurso de amparo en esta materia se sustenta en la doctrina constitucional siguiente: la tutela en amparo de cualquier derecho fundamental se extiende también a todas las garantías previstas en la ley fundamental, de suerte que la lesión de aquéllas comporta la vulneración de aquel derecho fundamental. En otras palabras, el principio de proporcionalidad no es un canon de constitucionalidad autónomo y por tanto nunca puede alegarse única, aislada o independientemente. Por el contrario, conforme a la doctrina expuesta, sólo puede operar en conexión con otros preceptos constitucionales: la desproporción o el exceso punitivo podrán ser declarados inconstitucionales si conculcan el contenido de un derecho fundamental convenientemente alegado (SSTC 140/1986, 55/1996 y 161/1997). En este sentido, la existencia del principio de prohibición de exceso ha sido vinculado a varios preceptos de la CE, en particular a su art. 1, en el que se declara la libertad valor superior del ordenamiento jurídico español; indicio inequívoco de que, siendo superior, sólo podrá ser recortado o suprimido en virtud de razones de peso. En esta línea, también se han señalado los arts. 10 (reconocimiento de la dignidad personal y de los derechos inherentes), 15 (prohibición de la tortura; que, según la STC 151/1997, es uno de los contados derechos fundamentales absolutos), 17 (limitación de la detención y de la prisión preventiva). He aquí resumidamente la doctrina del TC sobre este principio. El de proporcionalidad no constituye en nuestro ordenamiento constitucional un canon de constitucionalidad autónomo. La proporcionalidad en sentido estricto y necesidad de la medida constituyen dos elementos o dos perspectivas complementarias del principio de proporcionalidad de las sanciones penales, ínsito, en supuestos como el presente, en la relación entre el art. 25.1 CE y los demás derechos fundamentales y libertades públicas, en este caso la libertad personal del art. 17 CE y las libertades de los arts. 20 y 23 CE. La desproporción entre el fin perseguido y los medios empleados para conseguirlo puede dar lugar a un enjuiciamiento desde la perspectiva constitucional cuando esa falta de proporción implica un sacrificio excesivo e innecesario de los derechos que la Constitución garantiza (SSTC 62/1982, 66/1985, 19/1988, 85/1992, 50 y 66/1995, 55/1996 y 161/1997). El juicio que procede en esta sede de amparo debe ser muy cauteloso. Se limita a verificar que la norma penal no produzca “un patente derroche inútil de coacción que convierte la norma en arbitraria y que socava los principios elementales de justicia inherentes a la dignidad de la persona y al Estado de Derecho” (STC 136/1999, caso Mesa HB; vid. también la STEDH, caso Tolstoi Miloslavsky, de 13 de julio de 1995). La jurisprudencia constitucional también ha abordado la cuestión relativa a los límites que impone el principio de proporcionalidad a la injerencia que en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión supone la sanción penal de determinadas expresiones (SSTC 23/2014, 177/2015, 112/2016). Un sacrificio innecesario o excesivo de los derechos puede producirse bien por resultar innecesaria una reacción de tipo penal o bien por ser excesiva la cuantía o extensión de la pena en relación con la entidad del delito —desproporción en sentido estricto— (SSTC 55/1996, 161/1997 y 61/1998). El juicio de proporcionalidad respecto al tratamiento legislativo de los derechos fundamentales y, en concreto, en materia penal, respecto a la cantidad y calidad de la pena

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en relación con el tipo de comportamiento incriminado, debe partir en esta sede de la potestad exclusiva del legislador para configurar los bienes penalmente protegidos, los comportamientos penalmente reprensibles, el tipo y la cuantía de las sanciones penales, y la proporción entre las conductas que pretende evitar y las penas con las que intenta conseguirlo. “Estos efectos de la pena dependen a su vez de factores tales como la gravedad del comportamiento que se pretende disuadir, las posibilidades fácticas de su detección y sanción y las percepciones sociales relativas a la adecuación entre delito y pena” (STC 55/1996 y 161/1997). Del principio general de prohibición de exceso o proporcionalidad en sentido amplio, derivan otros principios o exigencias, que no son sino concreciones de aquél.

a) El principio de adecuación, según el cual toda sanción ha de ser adecuada a la finalidad perseguida con la misma. Esto es, a la finalidad de tutelar un bien jurídico determinado. Un interés que no esté proscrito constitucionalmente o que sea socialmente irrelevante. En cuanto a la adecuación a fin, el TC ha dicho que “el juicio de proporcionalidad de la pena, prevista por la ley con carácter general, con relación a un hecho punible que es presupuesto de la misma, es de competencia del legislador” (STC 65/1989, de 22 mayo). Así pues, desde semejante presupuesto de partida, resulta extremadamente difícil que pudiera declararse inconstitucional un precepto penal desde el control de adecuación a fin. El legislador es considerado soberano para llevar a cabo esta tarea.

b) El principio de necesidad, comúnmente denominado principio de intervención mínima, que veremos en el epígrafe siguiente c) El principio de proporcionalidad en sentido estricto que está referido primordialmente a la medida de la pena; esto es, a la clase y cantidad de sanción a imponer. De acuerdo a esta premisa, se proyecta en dos planos: el primero, que el legislador al establecer delitos y sus correspondientes penas ha de buscar el equilibrio entre la entidad de éstas y la gravedad de aquellos. Segundo, que el juez ha de individualizar la pena concreta que impone al condenado conforme a la gravedad del delito cometido por éste. Ha de ponderarse la carga coactiva de la pena con el fin perseguido. Para ello deberán valorarse varios aspectos: valor del bien jurídico protegido; entidad y grado del ataque; mayor o menor reproche; y la gravedad del hecho. Se entiende reservado al legislador la ponderación de la carga coactiva de la pena y el fin perseguido (STC 65/1986, de 22 mayo). Y de nuevo la legitimación democrática del poder legislativo emerge como fundamento de esta doctrina, que entonces queda reducida a los supuestos en que se ocasione “un sacrificio excesivo del derecho fundamental que la pena restringe” (STC 161/1997, de 30 octubre). Este autocontrol aparece muy claro en una primera etapa de la jurisprudencia constitucional, pero tras la célebre STC 136/1999, de 20 julio, se abre una segunda etapa, ya anunciada en resoluciones anteriores, sobre todo al analizar las limitaciones que impone al legislador la proporcionalidad en sentido estricto; pero también al enjuiciar la idea de necesidad, con la finalidad de evaluar el sacrificio excesivo de los derechos fundamentales que puede producirse tanto por la falta de necesidad de la reacción penal, como por el exceso de la misma.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac La STC 150/1991subrayó que el juicio de proporcionalidad de la pena, prevista por la Ley con carácter general en relación a un hecho punible, es competencia del legislador, en función de los objetivos de política criminal que adopte dentro del respeto a los derechos fundamentales de la persona en un Estado social y democrático de Derecho, como el que la CE consagra en su art. 1.1. En efecto, el juicio sobre la proporcionalidad de la pena, tanto en lo que se refiere a la previsión general en relación con los hechos punibles como a su determinación en concreto en atención a los criterios y reglas que se estimen pertinentes, es competencia del legislador en el ámbito de su política criminal, siempre y cuando no exista una desproporción de tal entidad que vulnere el principio del Estado de Derecho, el valor de la justicia, la dignidad de la persona humana y el principio de culpabilidad penal derivado de ella (STC 65/1986).

2. EL PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN MÍNIMA Y EL CARÁCTER FRAGMENTARIO Y SUBSIDIARIO DEL DERECHO PENAL: ÚLTIMA RATIO Del principio general de prohibición de exceso deriva el de intervención mínima, con arreglo al cual sólo se puede recurrir a esa rama del Derecho que es el Derecho penal y, por ende, a la conminación con pena, para dispensar protección a los bienes jurídicos dignos de ella frente a los ataques más graves e intolerables (esto es lo que se llama el carácter fragmentario del Derecho penal).

Y significa asimismo que únicamente cabe recurrir al Derecho penal cuando los demás medios del arsenal jurídico, propios de las restantes ramas del ordenamiento jurídico, han resultado insuficientes para tutelar el bien o los bienes jurídicos agredidos (es el llamado carácter subsidiario del Derecho penal).

Puede decirse, pues, que ni todos los bienes jurídicos requieren de la tutela penal, ni los que la requieren la precisan en todo caso, frente a toda suerte de daño o ataque. El patrimonio individual está protegido en el CP en los arts. 234 y ss., solamente frente a determinados ataques (los considerados constitutivos de los delitos de hurto, de robo, de estafa, de apropiación indebida, etc.). Para otra clase de perjuicios o daños que pueda sufrir aquél están las previsiones del CC, la de su art. 1902, entre otras.

En esta misma dirección se ha pronunciado el TC, que desde un primer esbozo del principio, posteriormente fue construyendo un cuerpo de doctrina más elaborado. Así, advirtió que la ley penal no puede dispensar su protección a bienes jurídicos proscritos en la CE o socialmente irrelevantes. Protección que, además, ha de ser necesaria y proporcionada, pues, dada la gravedad de las respuestas penales, sólo deben operar frente a conductas y para la tutela de bienes jurídicos

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de importancia; de modo que no se produzca un sacrificio innecesario o excesivo de los derechos, cuyo origen puede estar en una innecesaria reacción penal o por ser excesiva la cuantía o la extensión de la pena en relación con la entidad del delito. De manera tal que la “desproporción entre el fin perseguido y los medios empleados, sólo puede dar lugar a un enjuiciamiento por este Tribunal cuando esa falta de proporción implica un sacrificio excesivo e innecesario de derechos que la Constitución garantiza”. Esta doctrina comporta un alto grado de autorrestricción del control constitucional, seguramente fundado en el principio de separación de poderes, pero en modo alguno puede interpretarse como renuncia absoluta o como el otorgamiento al legislador de una suerte de carta blanca en el uso de la pena (SSTC 51/1989, 136/1994, 19, 51 y 55/1996, 161/1997, 232/1998, 136/1999; y SSTS de 13.2.2008 y 15.11. 2011).

3. CONTENIDO CONSTITUCIONAL DEL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD Como ha quedado patente, este principio afecta a toda cuanta actividad de las Administraciones Públicas incida en los derechos constitucionales de los administrados, y sirve para valorar, ponderar y resolver conflictos entre bienes e intereses distintos. Como los que se suscitan en el desarrollo de una investigación policial, entre el interés por descubrir al responsable de un delito, encontrar pruebas que lo incriminen, etc., y los derechos fundamentales a la intimidad, al honor…

A modo de resumen, podemos decir que el principio de proporcionalidad supone dos cosas: la primera, que el legislador al establecer delitos y sus correspondientes penas ha de buscar el equilibrio entre la entidad de éstas y la gravedad de aquellos; y segunda, que el juez ha de acompasar igualmente la pena concreta que impone al condenado con la gravedad del delito cometido por éste.

Los jueces y tribunales disponen de unos márgenes relativamente amplios para la fijación de las penas que imponen a quienes condenan; unos márgenes que oscilan entre un mínimo y un máximo legalmente marcados, que permiten una mejor individualización de la pena, un mejor ajuste y equilibrio entre la gravedad del hecho y la gravedad de la pena. Para el homicidio esos márgenes, referidos a la pena de prisión, están cifrados en los diez y los quince años (art. 138); para las agresiones sexuales básicas, en uno y cinco años (art. 178); para el robo con fuerza en las cosas, en uno y tres años (art. 240.1º), etc. Y otro tanto sucede con las penas de multa y con las restrictivas de otros derechos. Entre esos límites mínimo y máximo, los jueces han de seleccionar la “cantidad” de pena más

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac adecuada y ajustada al caso. La STC 61/1998 entendió que una medida de internamiento de cuatro meses impuesta a un menor con ocasión de la comisión de una falta de hurto frustrado, era desproporcionada (a la vista del régimen legal entonces vigente en materia de menores) y que se debía mantener la estricta interpretación de lo declarado en su día por la STC 36/1991 acerca de la “imposibilidad de establecer medidas más grave o de una duración superior a la que correspondería por los mismos hechos si de un adulto se tratase”. Y la STC 54/2007 estimó que la sentencia que condenó al recurrente incurrió en incongruencia omisiva y lesionó el derecho a la tutela judicial efectiva al dejar sin resolver la alegada lesión del principio de proporcionalidad de la pena impuesta. Vid. también las esenciales SSTC 51/1996 (FJ 9) y 161/1997 (FJ 12). La STC 160/2012, de 20 septiembre, no consideró desproporcionado el cumplimiento de la mitad de la medida de internamiento para menores por delitos graves.

Una última cuestión merece ser traída a colación, en relación con el principio estudiado, siquiera sea por las afirmaciones hechas por el legislador español en la Exposición de Motivos de alguna ley orgánica de reforma del CP. Se trata de si el principio de prohibición de exceso puede invocarse fundadamente para endurecer las penas o para castigar conductas hasta el momento impunes, cuando nació justo para lo contrario. Más bien parece que el legislador no tiene un “deber general” constitucional de utilizar las sanciones penales para la debida tutela de bienes jurídicos (salvo cuando la CE de manera expresa lo demanda, como en sus arts. 45 y 46). Semejante “deber” se encuentra fuera de la lógica del control constitucional del ejercicio del poder punitivo, pues supondría, o bien la reivindicación de una suerte de principio inverso de proporcionalidad, que no existe en nuestra ley fundamental; o bien, exigirle al TC que se arrogara funciones propias y exclusivas del legislador, entrando a suplantarlo en la decisión de imponer determinada clase y cuantía de la penalidad. Sus atribuciones, muy al contrario, están limitadas a controlar que el poder punitivo estatal no recurra innecesariamente a la pena, limitando abusivamente la libertad de los ciudadanos. Este es el único sentido del test de proporcionalidad o del principio de prohibición de exceso, y no cabe, en consecuencia, invertirlo para justificar la necesidad de castigar más conductas y con mayor pena. En definitiva, ha de recordarse, lo que debe justificarse, desde la perspectiva del principio de proporcionalidad, es la necesidad de castigar penalmente una conducta, no de lo contrario, ni de la conveniencia de incrementar la represión penal. Por lo tanto, difícilmente puede admitirse la inversión de esta doctrina para transmutarla en la necesidad de castigar penalmente ciertas conductas.

Lección 11

Principio “ne bis in ídem” y el concurso de normas 1. CONTENIDO CONSTITUCIONAL: PROCESAL Y MATERIAL Este principio deja sentir sus efectos en los ámbitos del Derecho penal sustantivo y procesal, si bien se extiende a todo el Derecho sancionador. Tampoco se halla explicitado en la CE, pero el TC ha considerado que va íntimamente unido a los arts. 24 y 25 del texto fundamental (SSTC 2/1981 y 107/1989, entre otras). El principio “ne bis in ídem” prohíbe en la esfera penal que una persona sea castigada más de una vez por la misma infracción; y en la procesal, que se la juzgue más de una vez por el mismo hecho.

Obviamente, la existencia de la doble instancia no contradice la prohibición del “ne bis in ídem”. El TC ha dicho que el principio de “ne bis in ídem” se configura como un derecho fundamental del ciudadano frente a la decisión de un poder público de castigarlo por unos hechos que ya fueron objeto de sanción, como consecuencia del anterior ejercicio del ius puniendi del Estado; y que si se constata adecuadamente el doble castigo penal por un mismo hecho a un mismo sujeto y por idéntica infracción delictiva, tal actuación punitiva es contraria al art. 25.1 CE (STC 221/1997). Igualmente ha declarado constitucionalmente prohibido un doble proceso por un mismo objeto, siempre que el primer proceso haya concluido con una resolución que produzca el efecto de cosa juzgada (STC 222/1997). Y, resumidamente, ha señalado que el non bis in ídem supone que no recaiga duplicidad de sanciones —administrativa y penal— en los casos en que se aprecie la identidad del sujeto, hecho y fundamento sin existencia de una relación de supremacía especial de la Administración —relación de funcionario, servicio público, concesionario, etc.— que justificase el ejercicio del ius puniendi por los Tribunales y a su vez de la potestad sancionadora de la Administración (ver Sentencia del Tribunal de Justicia, Gran Sala, de 5 junio 2012). La sentencia del TC que establece el último canon respecto al principio de ne bis in ídem es la 2/2003, de 16 de enero de 2003, donde se plantea, entre otras cuestiones, el problema sobre la regla de preferencia de la jurisdicción penal sobre resoluciones anteriores recaídas en vía administrativa. Sin embargo, a los efectos que aquí nos interesan, el estándar general del citado derecho permanece inalterable desde la doctrina sentada en las SSTC 177/1999, de 11 de octubre y 152/2001, de 2 de julio.

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En efecto, ya la STC 159/1987 declaró que dicho principio impide que, a través de procedimientos distintos, se sancione repetidamente la misma conducta, pues “semejante posibilidad entrañaría, en efecto, una inadmisible reiteración en el ejercicio del ius puniendi del Estado e, inseparablemente, una abierta contradicción con el mismo derecho a la presunción de inocencia”, porque la coexistencia de dos procedimientos sancionadores para un determinado ilícito deja abierta la posibilidad, contraria a aquel derecho, de que unos mismos hechos, sucesiva o simultáneamente, existan y dejen de existir para los órganos del Estado (STC 77/1983). Esta dimensión procesal del principio ne bis in ídem cobra su pleno sentido a partir de su vertiente material. En efecto, si la exigencia de lex praevia y lex certa que impone el art. 25.1 CE obedece, entre otros motivos, a la necesidad de garantizar a los ciudadanos un conocimiento anticipado del contenido de la reacción punitiva o sancionadora del Estado ante la eventual comisión de un hecho ilícito, ese cometido garantista devendría inútil si ese mismo hecho, y por igual fundamento, pudiese ser objeto de una nueva sanción, lo que comportaría una punición desproporcionada de la conducta ilícita (STC 117/1999. Vid. las SSTS de 28-3 y 8.6.2017). De interés la STC 48/2007, al precisar que la garantía de no ser sometido a bis in ídem se configura como un derecho fundamental que, en su vertiente material, impide sancionar en más de una ocasión el mismo hecho con el mismo fundamento, de modo que la reiteración sancionadora constitucionalmente proscrita puede producirse mediante la sustanciación de una dualidad de procedimientos sancionadores, abstracción hecha de su naturaleza penal o administrativa, o en el seno de un único procedimiento (por todas, 154/1990, F. 3; 204/1996, F. 2; 2/2003, F. 3). Esta garantía material, vinculada a los principios de tipicidad y legalidad, tiene como finalidad evitar una reacción punitiva desproporcionada, en cuanto que un exceso punitivo hace quebrar la garantía del ciudadano de previsibilidad de las sanciones, creando una sanción ajena al juicio de proporcionalidad realizado por el legislador y materializando la imposición de una sanción no prevista legalmente (por todas, SSTC 2/2003, F. 3; 180/2004, F. 4; 188/2005, F. 1; 334/2005, F. 2; 1/2009; 77/2010).

Particular interés tiene, como ha quedado dicho, la posible concurrencia de una sanción penal y otra administrativa por idéntico hecho. Al respecto el TC ha manifestado que no cabe imponer ambas sanciones a un mismo sujeto por un mismo hecho y por igual fundamento, pero sí cabe cuando el fundamento de una y otra sanción es distinto, o cuando el sujeto se halla en relación de especial sujeción con la Administración, siempre que el fundamento de las sanciones sea diferente, que el interés jurídicamente protegido sea distinto y que la sanción sea proporcionada a esa protección (SSTC 2/1981, 77/1983, 234/1991, 48/2007). Sin embargo, en la STC 2/2003, se admite la doble sanción, por cuanto entiende que el derecho reconocido en el art. 25.1 CE en su vertiente sancionadora no prohíbe el “doble reproche aflictivo”, sino la reiteración sancionadora de los

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mismos hechos con el mismo fundamento padecida por el mismo sujeto (y en el caso por el que se planteó la demanda de amparo, el demandante había sido sancionado administrativamente por conducir un automóvil bajo los efectos de bebidas alcohólicas y con posterioridad fue condenado penalmente, pero el tribunal sentenciador que le condenó a una pena de multa y a otra de privación del carné de conducir, descontó de ambas penas el importe que había satisfecho por la multa y el tiempo que había estado privado del referido carné por la primera sanción). En el ámbito del TEDH sigue siendo un asunto muy debatido. Inicialmente se debatió si se podía integrar en el art. 6 del Convenio, lo que finalmente se descartó. Por ello se incorporó explícitamente el art. 4 mediante el Protocolo nº 7. No obstante la doctrina jurisprudencial sigue oscilando entre su entendimiento como ídem factum, o por el contrario como ídem jurídico (J. VERVAELE). En los supuestos en que son dos autoridades distintas (penal y administrativa) las que imponen las dos sanciones, consideró que no infringían el citado art. 4 (STEDH R.T. vs. Suiza, de 30 mayo 2000). Tampoco consideró violaciones del art. 4 del Convenio los supuestos de concurso formal (ideal) de delitos, caracterizados porque un único hecho se escinde en dos delitos distintos (SSTEDH Oliveira vs. Suiza, de 30 julio 1998; Goktan vs. Francia, 2 julio 2002; Gauthier vs. Francia, 24 junio 2003; y, Ongun vs. Turquía, 10 octubre 2006). Sin embargo, posteriormente ha matizado considerablemente la doctrina anterior, al exigir que en todo caso ha de respetarse el principio de proporcionalidad de la pena y de la sanción conjuntamente consideradas, posibilitando que el juez module su cuantía total y que en cualquier caso tengan un carácter confiscatorio. En esta línea ha advertido que la sanción penal por tanto no podrá tener un carácter aflictivo semejante al de la pena (SSTEDH Sergei Zolotoukhine vs. Rusia, 10 febrero de 2009; y, Grande Stevens y otros vs. Italia, 4 marzo 2014). En ambas resoluciones ha declarado que infringen el art. 4 del Protocolo 7 del Convenio, ne bis in ídem, la doble sanción de hechos idénticos y reconducibles a una única conducta., o si los hechos en sustancia son iguales. En esta misma dirección se ha pronunciado también el TJUE, en su el asunto c-617/10, de 26 febrero 2013 (Äklagaren y Hans Akerberg Fransson vs. Suecia), considerando que la doble sanción viola los arts. 50 y 51 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, si la sanción administrativa posee una naturaleza aflictiva semejante a la expresada en la pena.

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2. EL LLAMADO CONCURSO APARENTE DE LEYES PENALES Estrechamente vinculado a la prohibición constitucional de castigar dos veces el mismo hecho, se encuentra el llamado concurso aparente de leyes penales, y a su vez constituye un problema capital de la interpretación de las normas penales.

2.1. Concepto Se habla de concurso de leyes penales para designar la situación que se crea cuando de un mismo hecho, constitutivo de una sola infracción, se ocupan dos (o más) preceptos, y, aparentemente, ambos le son aplicables, aunque sólo uno lo es.

Como puede comprenderse, esta clase de concurso no guarda relación con los conflictos entre disposiciones de rango diferente que se ocupan de una misma materia o entre normas del mismo rango que se suceden en el tiempo. La primera clase de conflictos ha de resolverse en virtud del principio jerárquico (la disposición de rango superior prevalece sobre la de rango inferior, conforme al art. 9.3 CE); la segunda, de acuerdo con la regla “la ley posterior deroga a la anterior”. El conflicto del que nos ocupamos aquí es de índole valorativa y se produce cuando en varias leyes —del mismo rango y coetáneas en la vigencia—, con unos u otros matices, se contiene un juicio negativo sobre un mismo hecho; de suerte que cuando alguien ejecuta el referido hecho, parece que todas aquellas leyes pueden serle aplicadas; parece porque corresponde aplicar solamente una, pues con una queda saldado el completo desvalor del mismo. (Vid. las SSTS de 21.9.2011 y 1.2..2012). Se trata, como es fácil de advertir, de un problema vinculado al principio “ne bis in ídem” —que ha de ser demarcado frente al concurso de infracciones—, y a la interpretación de las leyes penales, pues imprescindible es haber alcanzado el sentido de las leyes en concurso, para que sea viable la apreciación de si un hecho está contemplado o no en ellas y la decisión sobre en cuál lo está de manera más acabada y completa. Consiguientemente, en virtud del reiterado principio cuando un hecho infrinja una sola norma, únicamente podrá serle aplicada esa norma y la sanción que comporte. Es decir, con arreglo al principio ne bis in ídem una misma y única infracción no puede ser castigada más de una vez; principio que se vería conculcado si un mismo hecho fuera sancionado por partida doble. Dicho esto, se imponen dos aclaraciones. La primera atañe al significado de la palabra hecho; la segunda, a explicar mediante algún ejemplo el problema central y su tenor valorativo.

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Cuando usamos la voz hecho —como ya dijimos en la Lección 1— lo hacemos para referirnos conjuntamente a la acción y al resultado descritos en una norma penal (el hecho de matar comprende la acción o la omisión dirigidas a causar la muerte de otro y el propio resultado muerte); así como a ciertas circunstancias o condiciones exigidas en el correspondiente tipo de acción. Esta exégesis tiene importantes consecuencias prácticas al aplicar la teoría del concurso. Así las cosas, un hecho como la acción de disparar un arma de fuego seguida de la muerte de una persona, está contemplado, en principio, en varias normas, que, obviamente, no pueden ser aplicadas a la par; pues habiéndose producido la muerte de una sola persona, solamente se habrá realizado un hecho punible y solamente una vez se habrá lesionado el bien jurídico protegido en las normas de los arts. 138, 139 y 142. Si el autor del disparo fuera castigado con las penas previstas para el homicidio (art. 138) y para el asesinato (art. 139), de forma inequívoca se estaría incurriendo en un “bis in ídem” prohibido. Y otro tanto puede decirse de los supuestos de hecho que giran en torno a la sustracción de una cosa mueble ajena, en tanto pueden calificarse como hurto (art. 234) o robo (arts. 237 y ss.), incluso como estafa o apropiación indebida (arts. 248 y 253). En los arts. antedichos se reprueban ataques contra el patrimonio de las personas, pero, como es obvio, no pueden aplicarse conjuntamente cada vez que alguien se apropia de un bien ajeno, responsabilizándole al tiempo como autor de un hurto, de un robo, de una estafa, etc., si no es infringiendo el principio “ne bis in ídem”; porque el desvalor que entraña el hecho de quedarse con una cosa ajena queda plenamente abarcado por cada uno de aquellos preceptos por separado, dado que ha habido una única infracción, una única lesión del bien jurídico. En los dos ejemplos traídos a colación, estamos ante sendos concursos de leyes penales, dado que en varias normas se contempla el mismo hecho (el de matar o el de apropiarse de un bien ajeno, respectivamente); sin embargo, no todas le son aplicables, sino solamente una de ellas, pues una sola abarca todo el desvalor de los respectivos hechos. La cuestión es ¿cuál? Para resolver los concursos de leyes, los concursos aparentes de leyes, existen unas reglas —en realidad una regla, la de la especialidad, con varias derivaciones—, recogidas en el art. 8 CP. Pero, antes de pasar al estudio de tales reglas o principios, procedemos a condensar lo hasta aquí expuesto, en esta proposición: el concurso que analizamos presupone la realización de un sólo hecho (excepcionalmente, de varios), cuyo total desvalor resulta contemplado en un solo precepto; de modo que por más que, en apariencia, varios puedan serle aplicables, únicamente uno debe ser tomado en consideración, pues la aplicación de sus consecuencias da respuesta plena a la lesión inferida al bien jurídico por el precitado hecho.

En el concurso de delitos, por el contrario, el desvalor del hecho (o de los hechos) no se agota con la aplicación de una ley, siendo precisa la de más de

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una para que el referido desvalor resulte plenamente abarcado, como sucede, por ejemplo, cuando una persona causa unas lesiones a una autoridad. En efecto, si en semejante caso se trajera a colación el art. 147 en solitario, sólo se estaría castigando el ataque a la integridad física, pero no el centrado en la dignidad de la función ejercida por la persona agredida; por lo que resulta obligado tener también en cuenta el art. 550. (En este sentido, se ha resaltado la lesión a uno o más bienes jurídicos, para diferenciar el concurso de leyes del de delitos, en algunas SSTS, como en las de 21 de diciembre de 1999, 29 de noviembre de 2006, 19 de mayo de 2011 y 1 de febrero de 2012).

2.2. Reglas Si el concurso se plantea cuando dos o más leyes parecen aplicables a un supuesto de hecho, pero sólo una lo es, porque su aplicación abarca el desvalor íntegro de aquél (de tal forma que si se aplicara otra se vulneraría el principio “ne bis in ídem”), se hace imprescindible establecer los criterios que permiten elegir de entre todas cuál es la aplicable; criterios que han sido recogidos, con mayor o menor fortuna, por el legislador en el art. 8 CP.

2.2.1. Principio de especialidad Este principio nada tiene que ver con la existencia de leyes penales especiales y su relación con el CP, sino que limita su campo de acción a los supuestos en que dos leyes describen y valoran un mismo hecho, pero una, la general, lo hace en términos más genéricos que la otra, la especial, en la cual se encuentran los elementos de la primera más otros que agregan algún nuevo rasgo al hecho castigado en la segunda. Conforme a este principio la ley especial prevalece sobre la general. Esto es: la ley que contempla más detalladamente, que recoge de forma más acabada, más específica y precisa el supuesto de hecho, ha de aplicarse con preferencia a la que lo contempla de forma más genérica.

Está expresado así en el número 1 del art. 8: “El precepto especial se aplicará con preferencia al general”.

Presupone, pues, la existencia de dos leyes pensadas para una misma clase de hechos, con la particularidad de que en una de ellas (en la ley A) se puntualizan más extremos, se añaden aspectos no tenidos en cuenta en la otra (en la ley B), por lo cual es mayor el número de supuestos de hecho subsumibles en la segunda (en la ley B) que en la primera (en la ley A). Valgan como ejemplos de lo dicho las relaciones entre los arts. 138-139, 178-181 y 234-237. En el art. 138 se comprende el hecho de matar a otro, sin más, y en el 139, el de matar a otro, con alevosía,

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por precio, recompensa o promesa, con ensañamiento…; en el art. 181 se castigan los atentados contra la libertad sexual, y en el 178, los atentados contra la libertad sexual practicados con violencia o con intimidación; en el art. 234 se describe el hurto como apoderamiento de cosas muebles ajenas, con ánimo de lucro, y en el 237, el robo como apoderamiento de cosas muebles ajenas con ánimo de lucro y con violencia, intimidación o fuerza en las cosas. Como puede apreciarse fácilmente, en los arts. 138, 181 y 234 se describen unos hechos coincidentes en lo esencial con los de sus correlativos arts. 139, 178 y 237, lesivos unos y otros para idénticos bienes jurídicos. Las diferencias estriban, como también se aprecia fácilmente, en que en los tres últimos arts. citados aparecen unos elementos desconocidos en los tres primeros, que concretan más el hecho punible, toda vez que para cometer asesinato se exige no sólo matar a otro, sino matarlo con alevosía, etc.; para cometer agresión sexual hace falta no sólo atentar contra la libertad sexual de otra persona, sino hacerlo con violencia o con intimidación, etc. Diferencias a partir de las cuales, puede afirmarse, los hechos castigados en los arts. 139, 178 y 237, lo están también en los arts. 138, 181 y 234, pero no a la inversa. En resumen, los preceptos contenidos en los arts. 139, 178 y 237 pueden ser considerados leyes especiales en relación con los de los arts. 138, 181 y 234, que, en este contexto, tienen la consideración de leyes generales; aquellos especifican más, son más minuciosos en la formulación de sus respectivos hechos, que éstos. En consecuencia, para el supuesto de hecho “A mata a B con alevosía” es aplicable el art. 139, la ley que mejor se adapta a semejante hecho y refleja el desvalor del mismo (de aquella conducta y de aquel resultado); esto es: la ley especial (art. 139) respecto de la del art. 138, en la que también se contempla el referido hecho, pero de manera más general. Otro tanto cabría decir a la hora de diferenciar entre los delitos de detención ilegal y coacciones, en tanto el primero no ataca la libertad genéricamente considerada sino sólo un aspecto de ella, la de movimientos, de tal modo que el delito de coacciones es el género y el de detención ilegal es un delito especial que tiene por objeto privar a una persona de la libertad de deambulación (SSTS 27.3.2006, 10.2.2009, 21.2.2012, 24.5.2017).

2.2.2. Principio de subsidiariedad La utilidad de este principio se hace palpable cuando un mismo supuesto de hecho parece subsumible en dos leyes, entre las cuales media una clase de relación, de subordinación valorativa, podríamos decir, en tanto que una de ellas, a la que llamaremos subsidiaria, únicamente es aplicable cuando la otra, a la que llamaremos principal, no lo es.

La referida relación se produce cuando expresa o tácitamente en un precepto se dice que su aplicación queda condicionada a la no aplicación de otro, como

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sucede, por ejemplo, en art. 1721º, segundo párrafo, en el que se dispone la imposición de la pena prevista en el párrafo primero en su mitad superior, “salvo que el hecho tuviera señalada mayor pena en otro precepto de este Código”; o en el art. 544 (“Son reos del delito de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión…”) o en el 556 (“los que sin estar comprendidos en el art. 550…”); asimismo, aunque no se declare en ninguno de los dos preceptos, media una relación (“tácita”) de esta especie entre los de los art. 143 y 138-139, y en su virtud sólo podrá calificarse como homicidio o asesinato la acción de matar a otro si éste otro no ha prestado su consentimiento, pues si lo ha dado es el primer precepto citado el contravenido. En los ejemplos señalados, los arts. 172, párrafo segundo, 544, 556 y 138 ó 139 sólo son aplicables si no lo son los otros arts. citados, en los respectivos casos. Como puede observarse, en el fondo, la relación entre norma principal y norma subsidiaria no se diferencia mucho de la existente entre norma general y norma especial. De ahí que la regla de solución de una y de otra tampoco sean distintas, pudiendo decirse que la de subsidiariedad es una variedad de la de especialidad. Así pues, conforme a la regla de subsidiariedad, como ya adelantamos, la ley principal prima sobre la subsidiaria, que tan sólo es aplicable cuando no lo sea aquélla.

Está expresada en el art. 8.2: “El precepto subsidiario se aplicará sólo en defecto del principal, ya se declare expresamente dicha subsidiariedad, ya sea ésta tácitamente deducible”.

2.2.3. Principio de consunción Esta regla lleva a las últimas consecuencias los requerimientos del principio “ne bis in ídem”, que están en la base del concurso de normas, pues si éste se asienta sobre la idea de vetar la duplicidad de sanciones para un mismo hecho, el de consunción lleva a proscribirla, incluso habiendo más de un hecho, cuando la integridad del comportamiento de un sujeto es susceptible de una única valoración, que engloba la total desaprobación que aquél merece. Y puede enunciarse así la norma que abarca todo el desvalor atribuido por el ordenamiento jurídico a un hecho, desplaza a la que sólo aloja una parte de dicho desvalor.

Se resuelven conforme a esta regla problemas muy variados, tales como los que surgen en el ámbito del iter criminis, cuando un mismo sujeto pasa de una fase ejecutiva a otra, o en las relaciones entre delitos simples y compuestos, o entre delitos de peligro y de lesión, así como los relativos a los actos copenados.

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Cuando A y B deciden cometer un secuestro, lo planean, lo ponen en ejecución y lo consuman, no responden por la conspiración del art. 168, por una tentativa de secuestro, al haber dado principio a la ejecución, y por el secuestro consumado penado en el art. 164, por cuanto el castigo de este último abarca todo el desvalor de las conductas de A y B. El que, con intención de matar a una persona, efectúa contra ella varios disparos, uno de los cuales le quita la vida mientras otro le causa una herida en el brazo, no va a ser condenado como autor de dos delitos, de un homicidio consumado y de un homicidio intentado en concurso ideal con unas lesiones, sino solamente de un homicidio, cuyo castigo embebe la tentativa y las lesiones. A quien entra a robar en morada ajena se le aplica la norma contenida en el art. 241.1, no las correspondientes al robo con fuerza en las cosas del art. 240 y al allanamiento de morada del art. 202, porque aquélla abarca todo el desvalor del comportamiento llevado a cabo. Al funcionario que sustrae los caudales públicos a su cargo no se le incrimina como responsable de un delito de malversación del art. 432 y un delito de hurto del art. 234, se le imputa sólo el primero, en el que ya se contempla el ataque patrimonial y el ataque a la función pública. Igualmente, el principio de consunción solventa la sucesión o la confluencia de un delito de peligro y un delito de lesión, promoviendo la represión de este último y la relegación del primero: el que conduce un vehículo de motor con temeridad manifiesta y pone en peligro la vida de otro usuario de la vía pública, al que acaba por arrollar y causar la muerte, es responsable de un homicidio por imprudencia grave (art. 142.1), no de este delito y otro del art. 381, puesto que la efectiva lesión del bien, cuya puesta en peligro también se sanciona, agota el desvalor de la conducta realizada (implicaría un “bis in ídem” el castigo por separado de la creación de un peligro para un bien y de la lesión del mismo bien). Otro tanto podríamos decir del que, estando obligado, no facilita los medios necesarios para que los trabajadores desempeñen su actividad con las medidas de seguridad e higiene adecuadas y pone en peligro grave la vida, la integridad o la salud de aquéllos (art. 316), pues si un asalariado fallece a raíz de un accidente y se comprueba que la muerte no hubiera sobrevenido de habérsele proporcionado los medios adecuados, el omitente responderá como autor de un delito de homicidio por imprudencia grave únicamente (cometido por comisión por omisión) y no por esta infracción y la del art. 316 (salvo, claro está, que se hayan puesto en peligro las vidas o la integridad de otros trabajadores, o de otros usuarios de la vía pública en el ejemplo anterior, en cuyo caso sí estaríamos ante unos concursos de delitos, no de leyes, toda vez que, por una parte, se habría lesionado efectivamente un bien jurídico —las vidas del trabajador y del conductor de otro vehículo o de un peatón— y, por otra, se habrían puesto en peligro las vidas, la salud o la integridad de otros trabajadores o de otros conductores). En los delitos de coacciones o de agresiones sexuales, las secuelas de la violencia empleada, cuando no tengan entidad suficiente para integrar un delito de

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lesiones, quedan absorbidas en el castigo de las referidas infracciones, como quedan en el robo con fuerza en las cosas los daños causados para acceder al lugar en el que aquellas se encuentran. Son actos co-penados —penados con el castigo impuesto por las coacciones o las agresiones sexuales o el robo con fuerza en las cosas—, al igual que lo es la omisión del deber de socorro subsiguiente a un homicidio doloso, que no se castiga separadamente, sino que resulta co-penada con el delito del art. 138; como lo resulta la expendición de moneda subsiguiente a su falsificación por el mismo sujeto (art. 386). En fin, el principio de consunción también decreta la absorción de ciertas circunstancias agravantes de la responsabilidad criminal (art. 22) por los preceptos que castigan un hecho al que es inherente una de las mencionadas, como sucede en el art. 139, de cuyo hecho típico forman parte las circunstancias de alevosía, precio, etc., o la prevalencia del carácter público por el sujeto en los delitos contra la Administración Pública (hipótesis a la que se refiere el art. 65). El principio comentado está recogido, con no mucho acierto, en el art. 8.3 (“El precepto penal más amplio o complejo absorberá a los que castiguen las infracciones consumidas en aquél”); con no mucho acierto porque, como hemos visto, la consunción obedece a razones valorativas, puesto que otorga la preferencia al precepto que contempla y sanciona el total desvalor del hecho, y nada tiene que ver con la mayor o menor complejidad o amplitud de un precepto de ley, más próximas a la regla de la especialidad.

2.2.4. Principio de subsidiariedad impropia o de alternatividad Así llamado, con más o menos fortuna, funciona como regla de recogida; es decir, cuando ninguno de los otros tres es aplicable, y cabe enunciarlo así en defecto de los otros tres principios, la concurrencia de dos o más normas ha de zanjarse dando la primacía a la que lleva aparejada una pena mayor.

“En defecto de los criterios anteriores, el precepto penal más grave excluirá los que castiguen el hecho con pena menor”, reza la regla 4ª del art. 8). Naturalmente, los criterios anteriores no podrán ser aplicados cuando surja un conflicto entre normas que no tengan entre ellas ni una relación de género a especie, solucionable con la aplicación de la más específica, ni de subsidiariedad, ni el desvalor de una absorba el de la otra; y entonces se opta por apreciar la que encierra mayor gravedad, en la convicción de que así se acata la valoración del hecho realizada por el legislador. Esto implica una suerte de subsidiariedad del precepto menos grave, pues su aplicación viene condicionada por la inaplicación del que lo es más. Como es fácilmente comprensible, el principio primordial en materia de concurso no es, contra lo que “prima facie” pudiera pensarse, el que impone la aplica-

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ción del precepto más severo, sino justo al revés, este principio se relega al puesto más retrasado: su virtualidad está reservada para cuando los demás no la tengan. De modo, pues, que es perfectamente posible que, por el juego de las reglas del art. 8, se prefiera la norma que implica la imposición de una pena más benévola.

3. TEORÍA DEL CONCURSO DE INFRACCIONES En este apartado desarrollamos exclusivamente la teoría del concurso de infracciones, con el fin de diferenciarla del concurso aparente de normas penales. La regulación de la penalidad aplicable a cada uno de los supuestos que nuestro CP atribuye a los diferentes hipótesis de concurso de infracciones, se examinará en su lugar correspondiente; esto es, al estudiar las reglas especiales de aplicación de la pena (Lección 40). En términos generales, y a partir de lo dispuesto en los arts. 73 y siguientes CP, puede decirse que hay concurso de delitos cuando un mismo sujeto ha violado varias veces la Ley penal, cuando un mismo sujeto ha vulnerado varios preceptos penales o varias veces el mismo precepto. Lo que implica que ha cometido varios delitos y que debe responder por todos ellos. El contenido del concurso de delitos viene así delimitado por la presencia de cuatro requisitos: a) la pluralidad de infracciones; b) la unidad o pluralidad del objeto valorado por ellas, que da lugar a las dos formas de concurso: ideal o formal (un único hecho o acción) y real o material (varios hechos o acciones); c) la unidad del sujeto; y d) la unidad de enjuiciamiento Ejemplos: a) Explosión de una bomba que causa tres muertos y seis heridos. b) Comisión de ocho hurtos por el mismo sujeto durante una semana, c) Robo de vehículo, asalto a entidad bancaria con robo y causación de lesiones a un empleado. d) Falsificación de un documento para estafar a la víctima. e) Sujeto que comete nueve agresiones sexuales en un mes.

Como han puesto de manifiesto COBO DEL ROSAL y VIVES ANTÓN, quedan por tanto fuera del ámbito del concurso de infracciones, todos aquellos supuestos en que la “pluralidad de infracciones” es meramente aparente, existiendo una única valoración jurídica. Entre ellos cabe incluir las hipótesis de consunción de los actos previos y posteriores con el delito consumado. Todas estas cuestiones han de resolverse en el seno del “concurso aparente de leyes penales” (art. 8 CP). Ya hemos estudiado los casos de concurso aparente de normas, a resolver conforme al art. 8 CP, por ejemplo, entre cohecho y omisión del deber de perseguir delitos (STS 2710-2006) o entre delito contra la ordenación del territorio del art. 319 CP y delito contra el medio ambiente del art. 325 CP (STS 29-11-2006).

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“De igual modo, no pertenecen a la teoría del concurso de infracciones, los llamados ‘delitos de varios actos’, ‘habituales’ o ‘permanentes’ o ‘continuados’ en los que una pluralidad naturalística es sin embargo contemplada por el ordenamiento jurídico con una única valoración. Tampoco corresponde analizar en este lugar, los casos de ‘delitos pluriofensivos’ y los ‘delitos complejos’, pues aun existiendo varios ataques, la ley los ha reunido en una única formulación típica (v.gr. la receptación, blanqueo de capitales, etc.)”. En cualquier caso quedan excluidos del ámbito del concurso los supuestos considerados como unidad delictiva, como los siguientes: a) Los casos de realización repetida del tipo por actos inmediatamente sucesivos (diversas expresiones injuriosas en un breve espacio de tiempo; ir tomando y trasladando en sucesivos viajes durante la misma noche las cosas situadas en un mismo lugar, etcétera). La jurisprudencia suele resolver estos supuestos acudiendo a la “teoría de la unidad natural de acción” (STS 18-12-2006), “cuando los movimientos corporales típicos se repiten dentro de un mismo espacio y de manera temporalmente estrecha” (v.gr., en delitos sexuales, falsedades). También se excluirían los supuestos de realización progresiva del tipo, entendida esta como “casos en que el sujeto se aproxima a la consumación del tipo pasando por fases anteriores ya punibles (tentativa: no se consigue matar hasta el tercer disparo, por lo que los dos primeros quedan copenados o absorbidos por el resultado muerte)”.

b) También se insiste en la necesidad de apreciar unidad delictiva en un segundo grupo de supuestos en los que aquélla está contemplada directamente por la descripción típica, de modo que convierte en unidad jurídica lo que con criterios exclusivamente naturalísticos pudiera parecer una pluralidad delictiva. Un ejemplo de estos casos de unidad típica en sentido estricto sería el de los delitos habituales, en los que la realización del hecho típico debe ser realizada mediante la ejecución de varias conductas idénticas. Este es el caso descrito en el artículo 173,2º CP (“El que habitualmente ejerza violencia…”). Igualmente los casos de “delitos habituales y delitos permanentes, como v.gr. detenciones ilegales, abandono de familia, bigamia, etc.”.

c) Un tercer grupo en el que, al menos a efectos penológicos, se considera que existe una unidad delictiva es el llamado delito continuado, regulado en el artículo 74 CP. Ejemplo: un mismo sujeto comete varios hurtos en un determinado espacio de tiempo, dando lugar a un solo delito continuado de hurto.

Hechas las anteriores exclusiones y centrándonos en el concurso de infracciones, empezaremos por referirnos a los arts. 73 y siguientes ya citados, en los que propiamente no se habla de concurso sino de reglas especiales de aplicación de

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las penas, aunque en realidad regulan la materia concursal en sentido estricto. En dichos arts. se distinguen dos clases de concursos, denominados por la doctrina real e ideal. Del concurso real se ocupa el art. 73, en el que se establece que al responsable de dos o más delitos se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas infracciones cometidas. Y en el art. 77 se alude al ideal en estos términos: cuando “un solo hecho constituya dos o más infracciones”. De modo que la clave de la distinción se encuentra en la unidad o pluralidad de hechos: el concurso ideal (unidad de hecho y pluralidad de infracciones), y el concurso real (pluralidad de hechos y pluralidad de infracciones). Hay autores que prefieren hablar de unidad de acción (concurso ideal) o de varias acciones (concurso real), en lugar de hablar de hechos. Para nosotros es necesario el entendimiento del término hecho, no en sentido puramente jurídico como “hecho típico”, pues en tal caso no sería posible el concurso ideal de delitos como la pluralidad de delitos provenientes de un único hecho, sino el sentido del sustrato de la valoración típica. De este modo, el término “hecho” abarca la totalidad del sustrato de la valoración típica, constituido por la acción más el resultado. En la medida en que “la unidad de hecho descrita por un tipo de resultado doloso se define en función de la causación (dolosa) de un resultado”, la necesidad de incorporar ese resultado al “hecho” implica que la producción dolosa de varios resultados de muerte, por ejemplo, suponga cada una de ellas un hecho distinto, lo que obligará a apreciar un concurso real tanto si se han causado mediante varios disparos como si proceden de la acción única de hacer explotar una bomba. En cambio, sí es posible apreciar un concurso ideal cuando un mismo comportamiento produce la lesión ideal de varios bienes jurídicos, pero un solo resultado material. Tal es el caso del concurso entre homicidio y atentado: “el matar a un agente de la Autoridad no puede constituir más que un solo hecho porque en este supuesto tanto la conducta como el resultado empírico son únicos, aunque se produzca la lesión (ideal) de dos bienes jurídicos distintos (la vida y la función pública)”; el concurso ideal sólo abarcaría los casos en que “un solo comportamiento puede vulnerar idealmente varios bienes jurídicos sin que para ello deba producir otros tantos resultados materiales”. Entonces sí podría decirse que, mientras en el mundo empírico tiene lugar un solo “hecho”, en la esfera ideal de su valoración jurídico-penal constituye “dos o más delitos”. El Tribunal Supremo ha mantenido una postura variable en torno a este tema. Parte de la unidad o pluralidad de acción como elemento diferencial entre el concurso ideal y el real; lo que ocurre es que al menos una corriente de sentencias introducen en este parámetro la cuestión de la voluntad: así, según esta corriente, si el sujeto ha perseguido dolosamente, con dolo directo, los distintos resultados causados con su acción, —por ejemplo, ha puesto una bomba con el objetivo de matar a A y B, cosa que efectivamente sucede—, entonces ha de apreciarse concurso real. En cambio, sostiene alguna sentencia que, si la voluntad del sujeto afecta directa y fundamentalmente a la acción, más no

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac a los resultados (lo que se identifica con el dolo eventual), entonces sólo cabe apreciar un concurso ideal (SSTS 11-2-88 y 11-6-96). Por el contrario, en otras sentencias como la del “caso de la colza” (STS de 23-4-92) se insiste en el criterio de la unidad de acción sin admitirse en ningún caso el concurso real cuando la acción es única, aunque tampoco existan varios resultados producidos de forma dolosa. Pero más recientemente el Acuerdo del Pleno no jurisdiccional de 20-1-2015, quiso unificar criterios de interpretación, partiendo de la idea de que hay delitos, como el de homicidio, que describen conductas que incorporan un resultado, real o potencial, y que para dilucidar el régimen concursal ha de tenerse en cuenta, no sólo la “acción” de matar, sino el “hecho” de matar, expresión última que incorpora en su comprensión no sólo la acción desarrollada, sino también el resultado producido o pretendido, pues si el término “acción”, indica una conducta, el de “hecho”, aglutina la conducta realizada y el resultado producido. Y cuando la acción realizada causa varios resultados estamos en presencia no de una única acción sino de tantos hechos como víctimas, o potenciales víctimas, de tantos hechos punibles como sujetos pasivos, pues sobre cada uno de ellos se desarrolla la acción y ésta no tiene la misma antijuridicidad y culpabilidad cuando la acción se desarrolla contra una o contra varias víctimas. En similares términos la STS de 19-10-2001 de octubre: “Cuando se trata de un homicidio, lo que se tiene en cuenta a los efectos del art. 77 no sería tanto la acción de matar sino el hecho de matar que comprende la acción y el resultado. Si los resultados son varios homicidios directamente queridos por el sujeto (consumados o intentados) con dolo directo, estamos en presencia de tantos hechos punibles como sujetos pasivos, tanto desde el punto de vista de la antijuridicidad, como el de la culpabilidad”. También, las SSTS de 25-2-2010 (“matar a varias personas, aunque se produce a través de una sola acción, implica diversos injustos típicos de la misma naturaleza en concurso real”); de 20-3-2013 (“unidad de hecho no es lo mismo que unidad de acción. Los tipos penales describen no solo conductas sino también resultados. El hecho de matar comprende acción y resultado y no solo acción. En el delito de homicidio ‘hecho’ en sentido penal viene constituido por la muerte de una persona, no por la acción que ocasiona esa muerte”); y la de 21-5-2014 (en los delitos dolosos hay tantos hechos como resultados en las personas víctimas y, en consecuencia, habrá tantos delitos de homicidio o asesinatos, consumados o tentativa, cuantas fuesen las personas lesionadas).

En cualquier caso la unidad o pluralidad de acciones (o de hechos) constituye el elemento diferencial de uno y otro tipo de concurso, a los que corresponden reglas penológicas diversas. Y a su vez, la unidad o pluralidad de hechos se alza como la frontera de separación entre el concurso aparente de normas penales y el concurso de infracciones. Existen numerosos casos de pluralidad de concursos, por ejemplo, un concurso real de varios delitos de robo con violencia que a su vez entran en concurso medial con un delito de detención ilegal (STS 07-03-2007).

Lección 12

Principio de presunción de inocencia 1. ENUNCIADO: PRESUNCIÓN DE INOCENCIA E IN DUBIO PRO REO Por primera vez en nuestra historia la CE de 1978 otorgó rango constitucional a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE). Al delimitar el contenido de este derecho fundamental, en virtud de la remisión que hace el art. 10.2 CE, dicha norma debe ser interpretada de conformidad con el art. 11 de la Declaración Universal de Derechos del Hombre; el art. 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos; y el art. 14.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La importancia estructural que, entre las reglas del juicio justo, tiene la presunción de inocencia deriva de su carácter de clave de bóveda de nuestro sistema de garantías. Sin presunción de inocencia no hay garantía para la libertad frente a un castigo arbitrario. Por ello la presunción de inocencia opera como principio y como derecho fundamental, reconocido en el art. 24.2 CE, con arreglo al cual toda persona tiene derecho a ser considerada no responsable de un delito, por muchos indicios que haya en su contra, hasta tanto no se demuestre su responsabilidad, más allá de toda duda razonable, en un proceso celebrado con todas las garantías. En esencia contiene cuatro prescripciones esenciales: es una regla de tratamiento extraprocesal (STC 47/2000); es una regla de juicio en el proceso (SSTC 49/1999; 94/1999; 41/1997; y 21/2000); exige la existencia de pruebas válidas (SSTC 49/1999 y 94/1999); y requiere de pruebas suficientes (SSTC 220/1998, y 136/1999). Ya a partir de la STC 31/1981, la jurisprudencia constitucional ha establecido que el derecho a la presunción de inocencia despliega su contenido en dos ámbitos diferentes: como regla de trato del ciudadano proscribe la sospecha y el trato como culpable hasta que, tras un juicio contradictorio y público, un juez imparcial haya declarado su culpabilidad; como regla de juicio, el derecho a la presunción de inocencia establece un conjunto de reglas y garantías que han de tenerse en cuenta por el Juez en la tarea de fijar los hechos que se declaran probados en el proceso penal. En esta segunda vertiente, como regla de juicio que opera al dictarse sentencia, el contenido constitucional incluye varias exigencias que se sintetizan en la existencia de prueba válida y prueba suficiente: a) una sobre la carga de la prueba, que corresponde asumir exclusivamente a la acusación; b) otra referida a la validez y legitimidad de las pruebas, que no pueden tener su origen en la vulneración de

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derechos fundamentales; c) una tercera se refiere a las condiciones de validez del debate procesal sobre las pruebas, que ha de celebrarse con inmediación, contradicción, oralidad y publicidad; y, d) por último, una regla tradicionalmente expresada con la máxima in dubio pro reo, conforme a la cual, la culpabilidad ha de ser probada de forma suficiente, esto es, “más allá de toda duda razonable”, pues si la culpabilidad no resulta establecida objetivamente “más allá de toda duda razonable” se ha de acordar la absolución del acusado. En efecto, la presunción de inocencia debe ser entendida en toda la extensión referida, puesto que la exigencia constitucional de que la culpabilidad quede probada “más allá de toda duda razonable” es el único instrumento nacido en el Estado de Derecho que protege a los ciudadanos frente a las imputaciones infundadas formuladas contra ellos; que impide también que se les castigue antes del juicio; y garantiza que tras el mismo, sólo se les imponga la pena cuando exista la certeza racional de que han cometido el delito y de que son responsables de él. Como entre otros ha señalado VIVES ANTÓN, la presunción de inocencia implica que, en una sociedad de ciudadanos libres e iguales, en que la división entre gobernantes y gobernados se difumina, corresponde una verdad racionalmente fundada, que todos, incluso el imputado o condenado, pudieran aceptar. Se trata de una verdad capaz de construir, en torno a ella, un consenso racional.

Como regla de tratamiento extraprocesal impone que todos los poderes públicos, que todos los ciudadanos y que los medios de comunicación no traten a una persona como culpable, sino que la tengan por inocente mientras no exista sentencia condenatoria. Este requerimiento también exige no anticipar condenas mediáticas ni generar “juicios paralelos”. La transcendente STC 81/1998 formuló con claridad su estándar como regla procesal o de juicio, y zanjó en gran medida el debate doctrinal sobre la relación entre la presunción de inocencia y la regla “in dubio pro reo” que, a partir de entonces, tuvo que dejar de entenderse como algo distinto a este derecho fundamental, ya que en realidad se halla integrada en la protección que a todo ciudadano otorga el art. 24.2 CE. La presunción de inocencia no es una simple proclamación o exhortación, ni un mero principio, sino una regla jurídica cuyo cumplimiento ha de quedar sometido a control jurídico ante la jurisdicción ordinaria en toda su extensión. En el FJ 3º de la citada resolución se declara que: “La presunción de inocencia, en su vertiente de regla de juicio opera, en el ámbito de la jurisdicción ordinaria, como el derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable, en virtud de pruebas que puedan considerarse de cargo y obtenidas con todas las garantías”. Con este pronunciamiento la jurisprudencia constitucional española recogía y daba contenido al derecho a obtener la revisión del fallo condenatorio que proclama el art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el artículo 2 del Protocolo 7 del CEDH.

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Es cierto que es muy difícil establecer en abstracto, sin referencia a un caso concreto, si a la vista de las pruebas practicadas la culpabilidad ha quedado probada “más allá de toda duda razonable”. Como es igualmente difícil establecer en abstracto si una duda judicial es o no razonable. Ese quantum de convencimiento es difícilmente expresable en abstracto, pero no es imposible. En todo caso requiere de una convicción muy justificada, razonada y motivada, esto es, que analice correctamente los hechos y excluya argumentadamente las dudas que se le opongan. Sólo de esta forma se satisface, a nuestro entender, la exigencia constitucional contenida en el art. 24,2º CE. Consecuentemente con lo anterior, pensamos que cualquier sistema jurídico propio de un Estado de Derecho debe posibilitar la admisión de un recurso, ante la instancia judicial ordinaria superior, para que revise si la resolución condenatoria de la primera instancia se ha dictado con vulneración del derecho a la presunción de inocencia. Por tanto, esta revisión por el órgano judicial superior ha de incluir el control sobre la racionalidad de las inferencias que justificaron la condena, sin que razones históricas o de arquitectura de los recursos de apelación o de casación puedan eludir esta exigencia constitucional. Pero lamentablemente la realidad diaria en nuestro país no es esta descrita. En efecto, porque coexisten simultáneamente en la jurisprudencia del TS dos líneas de solución contrapuestas acerca del contenido del derecho a la presunción de inocencia y del alcance del control que el TS puede ejercer sobre su debido respeto a través del recurso de casación. Según la primera línea jurisprudencial, para considerar legítima la declaración de culpabilidad hecha en la instancia basta con constatar que el razonamiento judicial exteriorizado en la Sentencia de condena en relación con los hechos imputados “no es ilógico ni arbitrario” (SSTS 553 de 18-09-2008; 28 de 26-01-2010;103 de 17-02-2011; 47 de 01-02-2011; 53 de 1002-2011; y 254 de 29-03-2011). Según la segunda línea jurisprudencial del TS, el análisis anterior no es suficiente para salvaguardar el derecho a la presunción de inocencia, dado que la hipótesis que sustenta la afirmación sobre la culpabilidad ha de ser probada “más allá de toda duda razonable”. En tal medida, la imputación fáctica sólo puede afirmarse cuando, no siendo la misma ilógica ni arbitraria, no han sido acreditadas otras hipótesis fácticas alternativas que, siendo igualmente razonables, puedan justificar la absolución. Es decir, la racionalidad lógica de la inferencia probatoria es el presupuesto que debe cumplir todo razonamiento condenatorio, pero junto con él no pueden coexistir otras inferencias razonables de signo contrario que permitan sustentar la inocencia del acusado, pues en tal situación objetiva de incerteza debe acordarse la absolución (ver en esta línea las SSTS 397 de 06-04-2006; 331 de 09-06-2008; 65 de 05-02-2009; y 22 de 26-012011, entre otras). En nuestra opinión esta segunda línea de análisis, también presente ya en la jurisprudencia del TS desde hace años aunque minoritaria, es la única compatible

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tanto con el contenido del derecho a la presunción de inocencia, tal y como ha sido definido por la doctrina del TC desde las SSTC 31/1981 y 81/1998, como con la obligación que tiene el TS de revisar, en vía de casación, si la sentencia condenatoria de instancia es respetuosa con el contenido del citado derecho fundamental. Por el contrario, la primera línea de aplicación del TS la consideramos no solo restrictiva, sino también desconocedora del contenido del derecho a la presunción de inocencia, porque según su tenor el TS no puede examinar si las hipótesis fácticas alternativas a la de condena que derivan de los indicios declarados probados son igualmente razonables y si, por ello, deberían llevar a una Sentencia absolutoria. En realidad deja de examinar el contenido del derecho a la presunción de inocencia, que no es otro que la prueba de la culpabilidad más allá de toda duda razonable, y lo sustituye por el llamado principio de preponderancia de la razonabilidad. A ello hay que sumar que al abandonar el TS en sede de recurso de casación el canon de prueba “más allá de toda duda razonable”, éste desaparece completamente en la toda la jurisdicción ordinaria. En este contexto, sobre los límites del control de presunción de inocencia en la instancia de casación, ver la STS 700/2015. La garantía del respeto a la presunción de inocencia no requiere del órgano jurisdiccional superior competente para revisar la primera condena que actualice la valoración de la prueba llevada a cabo por el juez que dictó la sentencia condenatoria. Lo que requiere es que verifique que esa valoración —íntima y libre— se haya hecho no sólo en condiciones de validez, sino también con un cierto grado de convencimiento objetivo: “más allá de toda duda razonable”. Es decir, con arreglo a un determinado estándar de certeza mediante el cual es posible constatar objetivamente que quien acusa no miente, esto es, que la prueba, siendo válida, es además suficiente para acreditar la culpabilidad del imputado. No se trata de sustituir la íntima convicción del juez o tribunal que condenó en primera instancia, sino de garantizar que esa condena no obedezca a una consideración enteramente subjetiva. Solo así es posible articular un canon que permita contrastar el grado mínimo de objetivización de la certeza. En este sentido la STC 145/2005, siguiendo a la 189/1989, estima que las inferencias ilógicas o inconsecuentes, no concluyentes, incapaces de convencer de la razonabilidad de la convicción judicial, como las excesivamente abiertas, débiles o indeterminadas, que permiten tal cantidad de conclusiones alternativas que ninguna de ellas puede darse por probada, son insuficientes para fundamentar un fallo condenatorio (vid. también, en términos parecidos, las SSTC 123/2002, 135/2003).

Por otra parte, la relación entre presunción de inocencia y legalidad, es esencial (STC 5/2000). En efecto, ya hemos expuesto que obliga al juez, a condenar a partir de pruebas de cargo, obtenidas con todas las garantías, de las que se deduzca razonablemente —más allá de toda duda razonable— conforme a las reglas de la

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lógica y la experiencia, el hecho punible en todos sus elementos y la intervención del acusado en los mismos. Pero igualmente obliga al legislador a no cimentar en presunciones la responsabilidad criminal. Como, por ejemplo, había hecho en el art. 502 del anterior CP, en el que se presumía “haber estado presente a los atentados cometidos por una cuadrilla el malhechor que anda habitualmente con ella, salvo prueba en contrario”; y como si no lo ha hecho da pábulo a pensarlo con el art. 166, reformado por la LO 1/2015, que reza así: “El reo de detención ilegal o secuestro que no dé razón del paradero de la persona detenida será castigado…”, que recuerda al delito del art. 483 del CP de 1973, en tanto puede barruntarse que la agravación de la pena responde a la sospecha de que si no se da razón del paradero es porque se ha causado la muerte de la víctima.

Dicho esto, resulta evidente la vinculación de este principio con el de legalidad, pues si éste exige que las consecuencias previstas en una norma penal recaigan solamente sobre quien ha realizado la acción prevista en ella, es ineludible que dicha acción quede suficientemente acreditada. Si no existe la acción tipificada en la norma no puede imponerse la pena con la que se conmina a no llevarla a cabo. Y si se duda sobre si existe o no la referida acción, parece igualmente que su castigo vulneraría el principio de legalidad. Nuevamente nos volvemos a encontrar con el principio “in dubio pro reo”, que como ya hemos advertido, el TC ha considerado incluido en el de presunción de inocencia (STC 145/2005; con vacilaciones en la STC 61/2005). Y esta inclusión es totalmente acertada, pues este derecho fundamental se infringiría si se condenara en ausencia de una actividad probatoria sólida que conectará con el sujeto y los hechos, “más allá de toda duda razonable”. Por cuanto si hubiera una duda racional, no podría afirmarse que se había enervado la presunción de inocencia a partir de pruebas bastantes, como ha remachado de forma reiterada el TC: primero asentando el principio de libre valoración de la prueba en el proceso penal, que corresponde efectuar a los Jueces y Tribunales por imperativo del art. 117.3 CE; y, por otro lado, al afirmar que una sentencia condenatoria ha de fundamentarse en auténticos actos de prueba, con una actividad probatoria que sea suficiente para desvirtuarla, para lo cual es necesario que la evidencia que origine su resultado lo sea tanto con respecto a la existencia del hecho punible, como en lo atinente a la participación en él del acusado (SSTC 31/1981, 109/1986, 259/1994, 68 y 68 y 189/1998, 11 y 229/1999, 87 y 209/2001…). En este contexto, corresponde al TC solamente el control externo de razonabilidad, consistente en supervisar que la actividad judicial se llevó a cabo con respeto a las reglas que forman el contenido de este derecho y que suponen, en primer lugar, que si el juez consideró probados unos hechos lo hizo porque no albergaba al respecto una duda razonable, y en segundo, que resulta asimismo razonable pensar que no albergaba dudas razonables (SSTC 26/2006, 43 y 75/2007). En este terreno, se exige que los órganos judiciales expliciten en sus resoluciones los elementos de convicción en que se apoya la declaración de los hechos probados (SSTC 340 y 262/2006, 75/2007, 172/2011).

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Este derecho a la presunción de inocencia implica que no se puede operar en Derecho penal con presunciones a la hora de legislar ni a la hora de juzgar. De igual forma comporta también que el acusado de haber cometido un delito no tiene que demostrar su inocencia, porque es la acusación —el ministerio fiscal y la acusación particular, cuando la haya— quien tiene que demostrar que lo ha cometido, mediante la aportación de pruebas de cargo que lo acrediten ante el juez o tribunal (que ha de apreciar “según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por la acusación y la defensa y lo manifestado por los mismos procesados” para dictar sentencia —art. 741 LECrim—). El TC ha reiterado que el derecho fundamental del art. 24.2 CE es aplicable a aquellos actos del poder público, sea administrativo o judicial, mediante los que se castiga la conducta de las personas definidas en la Ley como infracción del ordenamiento jurídico, lo que tiene su juego aplicativo en el proceso penal así como en el procedimiento y proceso contencioso-administrativo sancionador (por todas, SSTC 44/1983, 276/2000, 54/2003, 272/2006, 8/2017). El TEDH, por su parte, ha entendido que el ámbito de aplicación del derecho a la presunción de inocencia del art. 6.2 CEDH no se limita a los procedimientos penales pendientes, sino que se extiende, proyectando determinados efectos sobre los procesos judiciales consecutivos a la absolución definitiva del acusado en la medida en que las cuestiones planteadas en dichos procesos constituyan un corolario y un complemento de los procesos penales en cuestión en los que el demandante ostentaba la calidad de acusado(STEDH de 13 de julio de 2010).

A modo de resumen, podemos concluir que la inocencia de un acusado no ha de ser probada, que lo que ha de probarse es su culpabilidad, y que si ésta no se prueba ha de ser absuelto, lo que tampoco equivale a una declaración de inocencia, sino sólo, como hemos dicho, a que no ha sido probada su culpabilidad. Por lo demás, como regla general, sólo tienen el carácter de auténticas pruebas las practicadas en el juicio oral y son sometidas así a inmediación y contradicción (STC 217/1989), aunque excepcionalmente se admite la prueba preconstituida, siempre que se observen determinados requisitos, como la posibilidad de la contradicción, para lo cual debe proveerse al acusado de letrado. De modo que la prueba testifical puede ser incorporada al proceso como prueba anticipada, por ejemplo en los casos de imposibilidad del testigo de acudir al juicio oral por fallecimiento. E igualmente se admite el testimonio de referencia, aunque por sí solo no puede erigirse en prueba suficiente para desvirtuar la presunción de inocencia (SSTC 131/1997, 97/1999, 209/2001, en la que se citan varias sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en este sentido). Destacar que, en relación al derogado art. 623,1º CP, falta de hurto reiterado, la STC 185/2014, de 6 noviembre, exigía que para apreciar la reiteración era imprescindible que hubieran recaído condenas anteriores, sin que pudiera bastar para apreciar la reiteración la existencia de procedimientos penales abiertos. Cualquier otra interpretación vulneraba los arts. 24 y 25,1º CE.

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2. DESARROLLO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO Y ASPECTOS ESENCIALES La comprensión del desarrollo del derecho fundamental a la presunción de inocencia puede alcanzarse mediante el análisis de algunas cuestiones centrales, siguiendo especialmente la doctrina del TC, pues sin lugar a dudas la cultura de los derechos fundamentales ha llegado a la jurisprudencia ordinaria y a la sociedad española en virtud de la “jurisprudencia constitucional de amparo”. a) Extensión. Con carácter general, se entiende que el derecho a la presunción de inocencia no puede ser invocado con éxito para cubrir cada vicisitud, hecho o elemento debatido en el proceso, ni el Tribunal puede fragmentar el resultado probatorio ni averiguar qué prueba practicada es el soporte de cada hecho (STC 41/1998). Mas, la eficacia del derecho a la presunción de inocencia se proyecta sobre cualquier autoridad del Estado, no sólo la judicial STC 10/2017). b) Atestado policial. El atestado policial no ratificado en el juicio oral carece por sí sólo de valor probatorio. De modo que una condena basada únicamente en un atestado no reiterado y ratificado, normalmente mediante la declaración de los agentes de policía firmantes del mismo, vulneraría el derecho fundamental a la presunción de inocencia. El atestado tiene virtualidad probatoria propia cuando contiene datos objetivos y verificables, pues hay partes como croquis, planos, huellas, fotografías, pericias técnicas realizadas por los agentes policiales (que no pueden reproducirse en juicio como el test de alcoholemia), etc., que pueden considerarse como actividad probatoria siempre que sean incorporadas al proceso e introducidas en el juicio oral y ratificados (SSTC 303/1993, 157/1995, 173/1997, ente otras muchas). En esta misma línea, la sentencia del TEDH 2001/225, caso Telfner contra Austria, estimó que los tribunales austriacos que enjuiciaron al demandante, se basaron fundamentalmente en el informe de la policía local, que afirmaba que el demandante era el principal usuario del coche y que no estaba en su casa en la noche del accidente. Sin embargo, el TEDH no considera que estos elementos probatorios, que además no fueron corroborados a lo largo del juicio por pruebas presentadas de modo adverso, constituyeran una acusación contra el demandante que requiriese una explicación por su parte. En este contexto, el TEDH señala, en especial, que la víctima del accidente no fue capaz de identificar al conductor, ni siquiera de decir si el conductor era un hombre o una mujer, y que el Tribunal Regional, tras complementar sus investigaciones durante el procedimiento, averiguó que el coche en cuestión era también utilizado por la hermana del demandante. Al exigir al demandante que proporcionase una explicación, aun cuando no hubieran sido capaces de establecer “prima facie” un cargo convincente contra él, los Tribunales trasladaron el peso de la prueba desde la acusación a la defensa. Además, el TEDH señala que tanto el Tribunal de Distrito como el Tribunal Regional especularon sobre la posibilidad de que el demandante se hubiese encontrado bajo la influencia del alcohol lo cual, tal como ellos mismos admitieron, no tenía base en prueba alguna. Aun cuando dicha especulación no tuviera una influencia directa en el establecimiento de los elementos de la acusación que se le imputaba al demandante, contribuye a dar la impre-

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac sión de que los Tribunales tenían una idea preconcebida acerca de la culpabilidad del demandante. En consecuencia, el TEDH estimó que se había producido una violación del artículo 6.2 del Convenio.

c) Declaración del coimputado. La declaración incriminatoria del coimputado carece de consistencia plena como prueba de cargo cuando es la única prueba y no resulta mínimamente corroborada por otras pruebas. Y ello debido a las condiciones que afectan al coimputado de sometimiento a un proceso penal y en la ausencia de un deber de veracidad (no deben olvidarse los derechos a no declarar contra uno mismo y a confesarse culpable), como el que pesa sobre los testigos (SSTC 153/1997, 49 y 115/1998, 65/2003, 17, 147 y 152/2004, 55/2005). La exigencia de corroboración se concreta, por una parte, en que no ha de ser plena, sino mínima y, por otra, en que no cabe establecer qué ha de entenderse por corroboración en términos generales, más allá de que la veracidad objetiva de la declaración del coimputado ha de estar avalada por algún hecho, dato o circunstancia externa, en relación con la participación del recurrente en los hechos punibles que el órgano judicial considera probados, debiendo dejarse al análisis caso por caso la determinación de si dicha mínima corroboración se ha producido o no. Por último, este Tribunal también ha destacado que la declaración de un coimputado no puede entenderse corroborada, a estos efectos, por la declaración de otro coimputado y que los elementos cuyo carácter corroborador ha de ser valorado por este Tribunal son exclusivamente los que aparezcan expresados en las resoluciones judiciales impugnadas como fundamentos probatorios de la condena (SSTC 230/2007, 34 y 102/2008). No obstante, la STC 91/2008 establece que una coincidencia entre lo declarado por un coimputado y las circunstancias del condenado atinentes a su conducta delictiva, “configuran una realidad externa e independiente a la propia declaración del coimputado que la avalan” (en el mismo sentido, las SSTC 233/2002, 34/2006, 102/2008). d) Prueba preconstituida. Se ha aceptado como prueba de cargo la preconstiuida con todas las garantías: como la declaración hecha por un ciudadano extranjero que no podía acudir a juicio oral, en presencia del abogado de la persona imputada, que pudo formular cuantas preguntas tuvo a bien (STC 148/2005). e) Prueba de indicios. Las SSTC 174/1985, 68 y 157/1998, 124/2001, 300/2005, 111/2008, 109/2009 y 126/2011, afirman que, a falta de prueba directa de cargo también la indiciaria puede sustentar un pronunciamiento condenatorio, sin menoscabo del derecho a la presunción de inocencia, siempre que se cumplan los siguientes requisitos: 1) el hecho o los hechos base (o indicios) han de estar plenamente probados; 2) los hechos constitutivos del delito deben deducirse precisamente de estos hechos base completamente probados; 3) para que se pueda comprobar la razonabilidad de la inferencia es preciso, en primer lugar, que el órgano judicial exteriorice los hechos que están acreditados, o indicios, y sobre

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todo que explique el razonamiento o engarce lógico entre los hechos base y los hechos consecuencia; 4) y, finalmente, que este razonamiento esté asentado en las reglas del criterio humano o en las reglas de la experiencia común o, en una comprensión razonable de la realidad normalmente vivida y apreciada conforme a criterios colectivos vigentes. El control de constitucionalidad de la racionalidad y solidez de la inferencia en que se sustenta la prueba indiciaria puede efectuarse tanto desde el canon de su lógica o cohesión (de modo que será irrazonable si los indicios acreditados descartan el hecho que se hace desprender de ellos o no llevan naturalmente a él), como desde su suficiencia o calidad concluyente (no siendo, pues, razonable la inferencia cuando sea excesivamente abierta, débil o imprecisa), si bien en este último caso el Tribunal Constitucional ha de ser especialmente prudente, puesto que son los órganos judiciales quienes, en virtud del principio de inmediación, tienen un conocimiento cabal, completo y obtenido con todas las garantías del acervo probatorio. Por ello se afirma que sólo se considera vulnerado el derecho a la presunción de inocencia en este ámbito de enjuiciamiento ‘cuando la inferencia sea ilógica o tan abierta que en su seno quepa tal pluralidad de conclusiones alternativas que ninguna de ellas pueda darse por probada’

f) Recurso de revisión. También en el marco del recurso de revisión, en el que, por lo general, se reconsidera la culpabilidad de una persona a partir de la aparición de nuevos hechos o pruebas de descargo, de la desaparición de pruebas o hechos de cargo, se considera que han de observarse los cánones propios del derecho a la presunción de inocencia, y en su virtud lo que debe quedar demostrado de modo evidente e indudable es la culpabilidad y no la inocencia; de manera que el derecho exige que el órgano de revisión analice si ante las nuevas circunstancias puede seguir afirmándose que desvirtúan la presunción de inocencia más allá de toda duda razonable (STC 70/2007). g) Pruebas ilícitas. La valoración de pruebas obtenidas con vulneración de los derechos fundamentales no está proclamada en la CE, pero está prohibida por el art. 24.2 CE. La vulneración de este precepto se produce no por valorar pruebas obtenidas al margen de las garantías legales requeridas, sino al valorar las practicadas en ausencia de garantías constitucionales o las conectadas de forma antijurídica con estas; produciéndose la lesión del derecho a un proceso con todas las garantías, y también del de presunción de inocencia si la condena se ha basado exclusivamente en esas pruebas. Y las pruebas derivadas de otras constitucionalmente ilegítimas, pueden ser declaradas nulas cuando concurra una conexión de antijuridicidad (SSTC 253 y 281/2006, 49/2007). Por tanto, habrá de establecerse un nexo entre unas y otras que permita afirmar que la ilegitimidad constitucional de las primeras se extiende también a las segundas (conexión de antijuridicidad). la presencia o ausencia de este nexo constituye la ratio de la interdicción de valoración de las pruebas obtenidas a partir del conocimiento derivado de otras que vulneran un derecho fundamental.

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Antes se vino sosteniendo que para estos casos, la regla general era que todo elemento probatorio que pretenda deducirse a partir de un hecho vulnerador de un derecho fundamental se hallaba igualmente incurso en la prohibición de valoración ex art. 24.2 CE (SSTC 114/1984, 85/1994, 86/1995 y 49/1996). Pero a partir de la STC 81/1998 se fija el canon, llamado “conexión de antijuridicidad”, dotándole de un contenido netamente normativo y no meramente causal, que servirá para deslindar los supuestos en los que la primera prueba ilegítimamente obtenida arrastra también en su inconstitucionalidad a la prueba refleja, frente a aquellos otros en los que ésta podrá valorarse al no encontrarse contaminada jurídicamente por la original (vid. las SSTC 49 y 94//1999, 22/2003; y las SSTS de 3 de junio de 2002, 22 de enero, 24 de febrero de 2003, 19 de enero de 2004 y 13 de diciembre de 2005). La referida conexión queda excluida, por ejemplo, en casos de declaración autoinculpatoria de un acusado, que es independiente de los medios de prueba ilícitamente obtenidos, y goza de las garantías constitucionales de la declaración los imputados (STC 49/2007). Por otra parte, también como ejemplo, es ilícita la valoración como prueba de cargo de declaraciones testificales prestadas ante el juez de instrucción, sin la presencia del abogado del demandante de amparo, y no ratificadas en el acto del juicio oral (STC 344/2006). Hasta el momento la jurisprudencia constitucional ha perfilado la “perspectiva interna” de la conexión de antijuridicidad, sobre las siguientes bases: requiere analizar la índole y características de la vulneración del derecho fundamental en la prueba originaria, “así como su resultado, con el fin de determinar si, desde un punto de vista interno, su inconstitucionalidad se transmite o no a la prueba obtenida por derivación de aquélla” (STC 81/1998). De modo que, habrá de determinarse cuál de las garantías que integran el derecho fundamental, han sido violadas. Y en segundo lugar, verificar el resultado inmediato de la infracción, esto es, el conocimiento obtenido en virtud de la injerencia practicada inconstitucionalmente.

En conclusión, el TC exige que previa o paralelamente al análisis del nexo normativo, quede demostrada la existencia de un “nexo causal” entre ambas pruebas, esto es que unas deriven de las anteriores. En este contexto, la relación con la interceptación de las comunicaciones se ha dicho que la vulneración del art. 18,3º CE, comporta la nulidad radical e insubsanable de la prueba, así como de las derivadas. Así ocurre en casos de inexistencia de resolución judicial, carencia de motivación o la omisión de las menciones esenciales para identificar lo que ha de ser objeto de la intervención Pero para extender la nulidad a la prueba derivada de esta intervención, es preciso constatar la conexión causal entre ambas, que se trate de una lesión constitucionalmente relevante y que además, exista una conexión de ilicitud. Conforme a estos parámetros, se ha declarado la nulidad de la prueba refleja en una ocupación de drogas precedida de una intervención telefónica constitucionalmente nula (STC 86/1995). También en el registro domiciliario posterior a una interceptación de las comunicaciones nula sin que existieran otros medios probatorios (STC 167/2002), la confesión practicada bajo presión, precedida de un registro domiciliario a su vez originado en unas intervenciones telefónicas constitucionalmente ilegítimas (STS 1259/1998), etc. Por el contrario, no se apreció “conexión de antijuridicidad” con la previa interven-

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ción telefónica declarada nula y en consecuencia se aceptó la validez, en supuestos de pruebas independientes: así en casos de registros domiciliarios; informaciones de servicios policiales extranjeros; confesiones informadas, libres y voluntarias; seguimientos y vigilancia policial autónomos y declaraciones de testigos complementarias y ajenas a las escuchas (SSTC 54/1996, 171/1999, 238/1999, 138/2001, 173/2011). La doctrina jurisprudencial distingue tres niveles: a) las escuchas telefónicas que infringen la legalidad constitucional; b) las grabaciones de las conversaciones telefónicas, cuya destrucción o manipulación comporta sólo la anulación de un medio probatorio ordinario; y, c) las trascripciones telefónicas en las que la invalidez produce ineficacia probatoria y pueden subsanarse acudiendo a las cintas originales y a su audición. Es decir, que se diferencia entre los medios de investigación (escuchas) y los medios de prueba (grabación); y mientras la nulidad de los primeros puede extenderse a las pruebas reflejas al poseer entidad constitucional, en los segundos, su nulidad no contamina a las derivadas porque infringen exclusivamente la legalidad ordinaria (SSTS de 14 abril de 2000, 25 octubre de 2002, 28 febrero de 2003). Recientemente la STC 145/2014, ha declarado excluida la prueba obtenida mediante observaciones o grabaciones de las conversaciones entre detenidos a través de micrófonos instalados por la policía en los calabozos, al considerar infringido el derecho fundamental al secreto de las comunicaciones (art. 18,3º CE). En relación a esta problemática, puede verse la reciente STS 116/2017 (caso Falciani), en donde se expresa la doctrina general de la Sala Segunda en este debatido y complejo asunto.

h) Prisión preventiva. Respecto de la prisión preventiva el TC viene afirmando que es una medida cautelar cuya legitimidad constitucional, en tanto que limitativa del derecho a la libertad personal (art. 17.1 CE) de quien aún goza del derecho a la presunción de inocencia, exige, como presupuesto, la existencia de indicios racionales de la comisión de un delito por parte del sujeto activo; como objetivo, la consecución de fines constitucionalmente legítimos y congruentes con la naturaleza de la medida (riesgo de fuga, de obstrucción del normal desarrollo del proceso o de reiteración delictiva); y como objeto, que se la conciba tanto en su adopción como en su mantenimiento como una medida de aplicación excepcional, subsidiaria, provisional y proporcionada a la consecución de dichos fines (por todas, SSTC 128/1995, 66 y 146/1997, 33/1999, 47 y 138/2000, 138/2002, 35 y 152 y 179/2007). Las decisiones relativas a la adopción y mantenimiento de prisión provisional han de expresarse a través de una resolución judicial motivada, motivación que ha de ser “suficiente y razonable”, entendiendo por tal aquélla que respeta el contenido constitucionalmente garantizado del derecho a la libertad afectado, ponderando adecuadamente los intereses en juego —la libertad de la persona cuya inocencia se presume, por un lado; la realización de la administración de la justicia penal, en atención a los fines que hemos reseñado, por otro— a partir de toda la información disponible en el momento de adoptar la decisión y del entendimiento de la prisión provisional como una medida excepcional, subsidiaria y provisional. Para ello, obviamente, la resolución judicial ha de expresar cuál

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es el presupuesto de la medida y el fin constitucionalmente legítimo perseguido. Y, en relación con la constatación del peligro de fuga, se ha dicho que deberán tomarse en consideración “además de las características y la gravedad del delito imputado y de la pena con que se le amenaza, las circunstancias concretas del caso y las personales del imputado”, matizando que si bien en un primer momento la necesidad de preservar los fines constitucionalmente legítimos de la prisión provisional pueden justificar que se adopte atendiendo sólo a circunstancias objetivas como el tipo de delito y la gravedad de la pena, el transcurso del tiempo modifica el valor de este dato en la ponderación y obliga a tomar en consideración las circunstancias personales del sujeto privado de libertad y los datos del caso concreto (SSTC citadas más arriba) Por otra parte, respecto a la proximidad de la celebración del juicio oral como dato a partir del cual sustentar los riesgos que se pretenden evitar, este Tribunal ha sostenido que al tener un sentido ambivalente o no concluyente, dado que el avance del proceso puede contribuir tanto a cimentar con mayor solidez la imputación, como a debilitar los indicios de culpabilidad del acusado, el órgano judicial debe concretar las circunstancias que avalan en el caso concreto una u otra invocada por el demandante, sostuvimos que “el hecho de que la tramitación se halle avanzada y la vista próxima es en sí mismo considerado un dato ambivalente a los efectos de nuestro enjuiciamiento: es cierto que el paso del tiempo, con el avance de la instrucción y el perfilado de la imputación, puede ir dotando de solidez a ésta, lo que podría a su vez incrementar la probabilidad de una efectiva condena y, con ello, el riesgo de fuga. Sin embargo, no es menos cierto que en otras circunstancias el transcurso del tiempo puede producir efectos contrarios a los que acabamos de indicar, no sólo porque el devenir del procedimiento puede debilitar los indicios que apuntan a la culpabilidad del acusado, sino también porque, como se razonó en la STC 128/1995 con amplia cita de Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el argumento del peligro de fuga ‘se debilita por el propio paso del tiempo y la consiguiente disminución de las consecuencias punitivas que puede sufrir el preso (Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 27 de junio de 1968, caso Wemhoff; de 27 de junio de 1968, caso Neumeister; de 10 de noviembre de 1969, caso Matznetter)’”.

i) Prueba alcoholemia. En relación con la prueba de impregnación alcohólica se ha reiterado que puede dar lugar, tras ser valorada conjuntamente con otras pruebas, a la condena del conductor del vehículo, pero ni es la única prueba que puede producir esa condena, ni es una prueba imprescindible para su existencia (SSTC 145 y 148/1985, 145/1987, 22/1988, 222/1991, 24/1992, 252/1994, 111/1999, 188/2002, 2/2003, 68/2004, 137/2005, 319/2006). De manera que el derecho a la presunción de inocencia experimentaría una violación si por la acreditación únicamente de uno de los elementos del citado delito —el de que el conductor haya ingerido bebidas alcohólicas— se presumieran realizados los restantes elementos del mismo, pues el delito consiste en la conducción de un vehículo de motor bajo la influencia de bebidas alcohólicas. En la sentencia 319/2006 se declara que el acusado circulaba con el vehículo de su propiedad por una carretera cuando fue detenido y requerido para someterse a un con-

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trol preventivo de alcoholemia que arrojó un resultado de 1,16 mgr. de alcohol por litro de aire expirado en la primera y 1,17 mgr. en la segunda prueba. En el acto del juicio el recurrente reconoció que había consumido alcohol con moderación, y de la declaración de los agentes que efectuaron el control se deduce que uno no recordaba nada en cuanto a síntomas externos del acusado y el otro dio una respuesta vaga e imprecisa sobre aliento, deambulación y olor, a la que no se le dio valor probatorio alguno. El Juzgado de lo Penal concluye, por tanto, que el único hecho objetivo probado es el resultado de la prueba de alcoholemia. La constatación de tal vacío probatorio, cuya carga corresponde obviamente a la acusación, lleva a concluir que en este caso ha resultado vulnerado el derecho a la presunción de inocencia.

j) En materia de procedimiento disciplinario penitenciario, vid. las SSTC 346/2006 y 66/2007 que recogen la doctrina consolidada al respecto. k) Responsabilidad civil. En el auto del TC 347/2006, se señala que la invocación como vulnerado del derecho a la presunción de inocencia ni tan siquiera resulta procedente en este caso, toda vez que se trata de un recurso de amparo presentado por una persona jurídica a la que se ha declarado responsable civil subsidiaria y no por las personas físicas condenadas como autoras de los delitos enjuiciados, cuando la condena a título de responsabilidad civil derivada de delito no guarda relación directa con el derecho a la presunción de inocencia ya que “este concepto alude estrictamente a la comisión y autoría de un ilícito en el ámbito sancionador y no a la responsabilidad indemnizatoria subsidiaria en el ámbito civil, aunque esta responsabilidad se derive de un delito declarado en sentencia penal, porque una vez apreciada la prueba en relación con la infracción criminal, la responsabilidad civil subsidiaria se produce como consecuencia de ciertas relaciones jurídicas o de hecho con los autores del delito” (vid. en este sentido, entre otras las SSTC 72/1991, 257/1993, y 367/1993). l) Prueba del dolo. Como se verá en el estudio de la teoría jurídica del delito, resulta problemática la prueba de la intención, del dolo, así como la de los elementos subjetivos (específicos momentos intencionales exigidos en varios tipos de acción), que, por imperativo del principio de presunción de inocencia, han de quedar tan probados como los hecho imputados a un sujeto. La garantía de la presunción de inocencia exige que en un proceso penal concreto, al justificar una acusación o una condena, el dolo o los elementos subjetivos no pueden ser entendidos por el acusador ni por el Tribunal que enjuicia la acusación como un proceso mental interno, “algo” que se sitúa en el interior de la mente del acusado y cuya existencia puede ser afirmada con cualquier tipo de argumentación razonada. Pues en tal caso, no sólo su prueba más allá de toda duda razonable sería lógicamente imposible, sino que sería lógicamente estéril cualquier debate racional acerca de su concurrencia, ya que resulta obvio que el dolo no “existe” de la misma forma que “existen” los objetos materiales. Y por tanto, si es concebido como un proceso mental interno (algo que se oculta en el interior

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de la mente) no puede ser lógicamente demostrado sino afirmado y, por tanto, su existencia no puede ser rebatida, lo que abriría la puerta a la arbitrariedad. De manera que, como exigencia derivada de la presunción de inocencia y la seguridad jurídica de los ciudadanos, los aplicadores del Derecho penal han de entender que el dolo no está fuera de la acción imputada ni es algo distinto de la acción misma, de lo que ésta significa, pues la intención sólo puede ser conocida e imputada procesalmente a través de la conducta exteriorizada del acusado; lo que es tanto como decir que los indicios que permiten afirmar la existencia de dolo deben estar referidos a la conducta de los acusados, dado que sólo desde su conducta cabe inferir su intencionalidad. Dicho de otra manera, el procedimiento más racional en cuanto seguro, transparente y fiscalizable para atribuir intencionalidad a un sujeto reside en su actuación y sus manifestaciones externas El TC ha insistido en que ha de quedar suficientemente probado el elemento subjetivo del delito, si bien su prueba resulta compleja y en múltiples casos se haya de acudir a la prueba indiciaria; de manera que la prueba de cargo ha de venir referida al sustrato fáctico de todos los elementos tanto objetivos como subjetivos del tipo delictivo, pues la presunción de inocencia no consiente en ningún caso que alguno de los elementos constitutivos del delito se presuma en contra del acusado (STC 127/1990); en que solamente pueden considerarse acreditados adecuadamente los reiterados elementos subjetivos cuando hay un engarce entre los hechos directamente y la intención perseguida por el acusado con la acción, pues se deduce de una serie de datos objetivos que han posibilitado extraer el elemento subjetivo a través de un razonamiento lógico, no arbitrario y plasmado motivadamente en las resoluciones recurridas (STC 91/1999); y que “en ningún caso el derecho a la presunción de inocencia tolera que alguno de los elementos constitutivos del delito se presuma en contra del acusado, sea con una presunción iuris tantum sea con una presunción iuris et de iure” (vid., por todas, la STC 87/2001). De tal afirmación se desprende inequívocamente que no cabe condenar a una persona sin que tanto el elemento objetivo como el elemento subjetivo del delito cuya comisión se le atribuye hayan quedado suficientemente probados, por más que la prueba de este último sea dificultosa y que, en la mayoría de los casos, no quepa contar para ello más que con la existencia de prueba indiciaria (STC 8/2006).

m) Confesión. A propósito de la autoincriminación, el TC exige unas garantías: a) la libre decisión del acusado de declarar sobre los hechos que se le imputan, que permite, desde una perspectiva interna, dar por rota, jurídicamente, cualquier conexión causal con un inicial acto ilícito; b) desde una perspectiva externa, esta separación entre el acto ilícito y la voluntaria declaración por efecto de la libre decisión del acusado, atenúa, hasta su desaparición, las necesidades de tutela del derecho fundamental material que justificarían su exclusión probatoria, ya que la admisión voluntaria de los hechos no puede ser considerada un aprovechamiento de la lesión del derecho fundamental. Y ha reiterado que el criterio básico para determinar cuándo las pruebas derivadas causalmente de un acto constitucionalmente ilegítimo pueden ser valoradas y cuándo no se cifra en determinar si entre unas y otras existe una conexión de antijuridicidad (STC

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49/1999): “hemos de analizar, en primer término la índole y características de la vulneración del derecho…” materializadas en la prueba originaria, así como su resultado, con el fin de determinar si, desde un punto de vista interno, su inconstitucionalidad se transmite o no a la prueba obtenida por derivación de aquélla; pero también hemos de considerar, desde una perspectiva que pudiéramos denominar externa, las necesidades esenciales de tutela que la realidad y efectividad del derecho… exige. Estas dos perspectivas son complementarias, pues sólo si la prueba refleja resulta jurídicamente ajena a la vulneración del derecho y la prohibición de valorarla no viene exigida por las necesidades esenciales de tutela del mismo cabrá entender que su efectiva apreciación es constitucionalmente legítima, al no incidir negativamente sobre ninguno de los aspectos que configurar el contenido del derecho fundamental sustantivo (STC 11/1981).

La validez de la confesión “no puede hacerse depender de los motivos internos del confesante, sino de las condiciones externas y objetivas de su obtención”. De lo que se trata es de garantizar que una prueba como es la confesión, que por su propia naturaleza es independiente de cualquier otra circunstancia del proceso ya que su contenido es disponible por el acusado y depende únicamente de su voluntad, no responda a un acto de compulsión, inducción fraudulenta o intimidación. Estos riesgos concurren en mayor medida cuando el derecho fundamental cuya lesión se aduce es alguno de los que, al regular las condiciones en que la declaración debe ser prestada, constituyen garantías frente a la autoincriminación (declarar sin Letrado, en situación de privación de libertad, o sin previa advertencia de la posibilidad de callar), pero no es éste el supuesto que aquí abordamos (SSTC 86/1995, 161/1999). n) Testigo de referencia. La jurisprudencia y la doctrina distinguen entre el testigo directo, cuya declaración se caracteriza por su inmediación con “el hecho presenciado visual o auditivamente”, y el de referencia que ha tenido noticia del hecho por otros medios, como haber escuchado su narración a quienes efectivamente lo ejecutaron o vieron (STS de 18 de julio de 1996, entre otras muchas). La LECrim alude al testimonio de referencia en los artículos 710 (“Los testigos expresarán la razón de su dicho y, si fueren de referencia, precisarán el origen de la noticia, designando con su nombre y apellido, o con las señas con que fuere conocida, a la persona que se la hubiere comunicado”) y 813 (“No se admitirán testigos de referencia en las causas por injuria o calumnia vertidas de palabra”). El TC, por su parte, en sus SSTC 217/1989, 303/1993, 131/1997, entre otras ha reconocido la admisibilidad de esta prueba, si bien matizó que “en la generalidad de los casos la prueba de referencia es poco recomendable, pues supone eludir el oportuno debate sobre la realidad misma de los hechos y el dar valor a los dichos de personas que no han comparecido en el proceso; por lo que aconseja que, como criterio general, cuando existan testigos presenciales o que de otra manera hayan percibido directamente el hecho por probar, el órgano judicial debe oírlos directamente en vez de llamar a declarar a quienes oyeron de ellos el relato de su experiencia”. En esta línea, la STC 97/1999 otorgó el amparo porque la condena se fundaba en el testimonio del policía que detuvo al acusado, al cual el denunciante había manifestado que esa persona era la que momentos

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac antes le había agredido, pues tal testimonio de referencia era indirecto, ya que el testigo directo, convenientemente citado a juicio oral, finalmente no compareció. Así pues, la jurisprudencia (SSTC 303/1993, 35/1995 y 7/1999) no ha admitido que la prueba testifical indirecta o de referencia “por sí sola, pueda erigirse, en cualquier caso, en suficiente para desvirtuar la presunción de inocencia”, afirmando “que la prueba testifical indirecta nunca puede llegar a desplazar o a sustituir totalmente la prueba testifical directa, salvo en el caso de prueba sumarial anticipada o de imposibilidad material de comparecencia del testigo presencial a la llamada al juicio oral”. Por lo demás, el rechazo de la validez del único testimonio de referencia es la aplicación del canon hermenéutico proporcionado por el TEDH, que ha declarado contraria a lo dispuesto en el art. 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos la sustitución del testigo directo por el indirecto, sin causa legítima que justifique la inasistencia de aquél al juicio oral, por cuanto, de un lado priva al Tribunal sentenciador de la posibilidad de formarse un juicio sobre la veracidad o credibilidad del testimonio indirecto, al no poder confrontarlo con el directo, y de otro, y sobre todo, vulnera lo dispuesto en el art. 6.1 y 3 del CEDH, que consagra el derecho que al acusado asiste de interrogar a los testigos de cargo (SSTEDH en los asuntos Delta c. Francia, de 19 de diciembre de 1990; Isgro c. Italia, 19 de febrero de 1991; Asch c. Austria, de 21 de abril de 1991).

ñ) Condena sobre la base de la declaración de la víctima. La declaración de la víctima por si sola puede desvirtuar la presunción de inocencia, siempre que se practique con las debidas garantías (SSTC 201/1989, 173/1990, 229/1991, 64/1994, 195/2002…). Para que existan esas debidas garantías el TS ha perfilado varios requisitos: que el testimonio no se adviertan fisuras en el mismo, que haya una prudente valoración por el Tribunal sentenciador, con ponderación de su credibilidad en relación con todos los factores objetivos y subjetivos que concurran en la causa; credibilidad que ha de establecerse en atención a: a) la verosimilitud de las manifestaciones, fundamentada por corroboraciones periféricas de índole objetiva que avalen lo que no es sino una declaración de parte; b) a la ausencia de incredibilidad subjetiva, derivadas de las relaciones entre acusador y acusado que puedan llevar a pensar en algún móvil de resentimiento, enemistas, venganza…; c)a la persistencia en la incriminación, que ha de prolongarse en el tiempo, sin contradicciones ni ambigüedades. Así las SSTS de 13.4.1999, 10.3 y 20.4.2000, 3.4.2001, 25.9.2006, 30.4.2007, 12.2.2008, 20.3 y 27.9.2012, 30.6.2013, 18.3.2015, 20.1, 2.3 y 11.4.2016 (víctima menor de edad) entre otras muchas. Y con mayor motivo se acrecienta la cautela en relación a las noticias confidenciales (SSTS de 17.12.2007, 1.6.2009, 25.5.2010, 9.6.2016), en concreto la doctrina jurisprudencial del TEDH ha admitido la legalidad de la utilización de estas fuentes confidenciales de información policiales, siempre que se utilicen exclusivamente como medios de investigación y no tengan acceso al proceso como prueba de cargo (Sentencia Kostovski, 20.11.1989, Sentencia Windisch, 27.9.1990).

o) Derecho a un proceso con todas las garantías Según doctrina constitucional, el respeto a los principios de publicidad, inmediación y contradicción, forman parte del contenido del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías, por lo que toda condena articulada sobre pruebas personales ha de fundamentarse en una actividad probatoria, en que el

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órgano judicial las haya examinado directa y personalmente en un debate público, en el que se respete la posibilidad de contradicción (SSTC 167/2002, 60/2008, 118 y 214/2009, 30/2010, 46/2011); y que la constatación de la vulneración del contenido citado determinará también la del derecho a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE) en la medida en que la eliminación de las pruebas irregularmente valoradas deje sin sustento el relato de hechos probados que soporta la declaración de culpabilidad del acusado. Esto sucederá, por supuesto, cuando la prueba personal eliminada sea la única tomada en cuenta por la resolución impugnada, pero también cuando, a partir de la propia motivación de la Sentencia, se constate que dicha prueba era esencial para llegar a la conclusión fáctica incriminatoria, de modo que con su exclusión la inferencia en dicha conclusión devenga ilógica o no concluyente a partir de los presupuestos de la propia Sentencia (SSTC 36/2008, 30/2010, 144/2012).

Lección 13

Otros principios penales 1. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD Proclamado en el art. 14 CE, incide de forma muy compleja en el Derecho penal. Su enunciado básico prohíbe al legislador introducir sin justificación tratamientos diferenciados en las normas penales; y obligando al juez a no resolver casos idénticos de forma dispar, sin fundamentar en razones sólidas su proceder. “El TC ha considerado que los condicionamientos y límites que, en virtud del principio de igualdad, pesan sobre el legislador se cifran en una triple exigencia, pues las diferenciaciones normativas habrán de mostrar, en primer lugar, un fin discernible y legítimo, tendrán que articularse, además, en términos no inconsistentes con tal finalidad y deberán, por último, no incurrir en desproporciones manifiestas a la hora de atribuir a los diferentes grupos y categorías derechos, obligaciones o cualesquiera otras situaciones jurídicas subjetivas” (SSTC 222/1992, 155/1998, 180/2001). El principio de igualdad entraña, pues, un límite para el legislador que no puede establecer desigualdades cuando la diferencia de trato carezca de justificación objetiva y razonable (SSTC 22/1981, 59/1982, 83/1984…). Por tanto, no significa que el legislador no pueda dispensar un trato distinto a unas personas y a otras, pues puede hacerlo siempre que esa diferencia esté plenamente justificada. Y también representa un límite para el juzgador, que no puede aplicar un mismo precepto en casos iguales con notoria desigualdad, por motivaciones arbitrarias (STC 8/1981); que un mismo órgano judicial no puede modificar arbitrariamente el sentido de sus decisiones en casos sustancialmente iguales, y que cuando considere que debe variarlo ha de ofrecer para ello una fundamentación suficiente y razonable (STC 49/1982). Es necesario recordar al respecto, aun de manera resumida, que, según reiterada jurisprudencia del TC, los principios de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, que garantiza el art. 9.3 CE, impiden a los órganos judiciales que en sus resoluciones se aparten arbitrariamente de los precedentes propios, habiendo declarado este TC en numerosas resoluciones que se produce una violación del art. 14 CE, en su vertiente de derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley, cuando el mismo órgano judicial, existiendo identidad sustancial del supuesto de hecho enjuiciado, se aparta del criterio jurisprudencial mantenido en casos anteriores, sin que medie una fundamentación suficiente y razonable, que justifique la nueva postura en la interpretación y aplicación de la misma legalidad, fundamentación que no es necesario que resulte de modo expre-

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so de la propia resolución, bastando con que existan elementos que evidencien que el cambio no es fruto de una respuesta individualizada diferente de la seguida anteriormente, sino manifestación de la adopción de una nueva solución o criterio general y aplicable a los casos futuros por el órgano judicial. El TC ha fijado como requisitos para apreciar la vulneración del principio de igualdad en la aplicación de la ley: a) la acreditación de un término de comparación, porque el juicio de igualdad sólo puede hacerse sobre la comparación entre la sentencia impugnada y las decisiones precedentes del mismo órgano judicial, que en casos sustancialmente iguales haya resuelto de forma contradictoria; b) existencia de alteridad en los supuestos contrastados, es decir, la referencia a otro; c) identidad de órgano judicial, entendiendo por tal no sólo la identidad de Sala, sino también la de Sección; y d) la ausencia de toda motivación que justifique en términos generalizables el cambio de criterio (SSTC 54, 326 y 339/2006, 147/2007). Por tanto, para apreciar la existencia de una desigualdad en la aplicación de la ley se requiere la acreditación de un tertium comparationis, ya que el juicio de igualdad sólo puede realizarse sobre la comparación entre la sentencia impugnada y las precedentes dictadas por el mismo órgano judicial (SSTC 134/1991, 183/1991, 245/1994, 285/1994, 104/1996), y que hayan resuelto supuestos sustancialmente iguales de forma contradictoria (SSTC 79/1985, 27/1987, 140/1992, 141/1994, 165/1995), junto con la ausencia de toda motivación que justifique en términos generalizables el cambio de criterio. Se trata, en fin, de excluir la arbitrariedad o la inadvertencia, así como de establecer diferencias tomando en consideración no criterios generales, sino circunstancias personales o sociales de las partes que no debieran serlo (SSTC 49/1985, 120/1987, 160/1993, 192/1994, 105/1996, 96/1997, 132/1997, 188/1998 y 25/1999; 27, 54 y 339/2006). Resumidamente se ha dicho que es preciso verificar sucesivamente que las normas que incorporan la diferenciación persigue un fin legítimo, que el establecimiento de ese tratamiento diferenciado resulta adecuado para la satisfacción del citado fin y que las consecuencias que se derivan de la diferencia superan un control de proporcionalidad (SSTC 59/2008, 45/2009, 127/2009, 45/2010).

Dicho de otro modo, para que pueda hablarse de desigualdad en la aplicación de la ley se necesita que un mismo órgano judicial en supuestos sustancialmente iguales resuelva en sentido distinto, basándose para ello en criterios que supongan un voluntarismo selectivo a partir de argumentos ad personam o ad casum, es decir no fundados en criterios de alcance general (STC 132/1997). El valor constitucional de la igualdad en la aplicación de la ley protege, fundamentalmente, frente a divergencias arbitrarias de trato en resoluciones judiciales, evitando el capricho, el favoritismo, o la arbitrariedad del órgano judicial e impidiendo que no se trate a los justiciables por igual y se discrimine entre ellos. Pero ni el principio de igualdad ni su configuración como derecho subjetivo permiten asegurar un tratamiento idéntico uniforme o unificado por los distintos órganos judiciales, ya que el repetido principio ha de hacerse compatible con el principio de independencia de los mencionados órganos (STC 104/1996, por todas). Como se dijo en la STC 192/1994 “lo único censurable desde la perspectiva constitucional, y en mérito a la igualdad en la aplicación de la Ley, cuya invocación se deduce de la demanda, es la falta de motivación del cambio decisorio”.

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Por último, debe tenerse en cuenta que el derecho reconocido en el art. 14 CE es el derecho de igualdad ante la ley no contra la ley: si una persona es juzgada y condenada por un determinado delito, no puede alegar la vulneración del principio de igualdad porque otras personas que hayan cometido el mismo delito no sean también juzgadas y condenadas; esto es, por así decir, no es exigible la igualdad en la ilegalidad (STC 17/1984). La seguridad jurídica aparece inexorablemente enlazada al principio de igualdad. En este sentido, los cambios jurisprudenciales en la interpretación de un precepto penal, —cambios que son, al menos deberían ser, fruto de la necesaria evolución y avance de la jurisprudencia, que no puede permanecer permanentemente anclada (y anquilosada) en criterios de hace cien años—, representan en apariencia un descuido de la igualdad y, por ende, una violación de la seguridad. Sin embargo, son imprescindibles y sus desajustes deben resolverse en el terreno de la retroactividad de las leyes penales más favorables y de la irretroactividad de las desfavorables, con no pocas dificultades. En relación con el cuestionamiento de la constitucionalidad del art. 153.1 del CP, en la redacción dada al mismo por el art. 37 de la Ley Orgánica 1/2004, de medidas de protección integral contra la violencia de género, tanto en lo que se refiere a la protección de la vida, la integridad física, la salud, la libertad y la seguridad de las mujeres, que el legislador entiende como insuficientemente protegidos en el ámbito de las relaciones de pareja, como en lo relativo a la lucha contra la desigualdad de la mujer en dicho ámbito, que es una lacra que se imbrica con dicha lesividad, la STC 59/2008, estima palmaria la legitimidad constitucional de la finalidad de la ley, y en concreto del precepto penal ahora cuestionado, y la suficiencia al respecto de las razones aportadas por el legislador, que no merecen mayor insistencia (también la STC. La igualdad sustancial es “elemento definidor de la noción de ciudadanía” (STC 12/2008) y contra ella atenta de modo intolerable cierta forma de violencia del varón hacia la mujer que es o fue su pareja: no hay forma más grave de minusvaloración que la que se manifiesta con el uso de la violencia con la finalidad de coartar al otro su más esencial autonomía en su ámbito más personal y de negar su igual e inalienable dignidad.

2. DERECHO A LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA El art. 24.1 CE. reconoce el derecho a obtener, en todo caso, una “resolución fundada en Derecho”, como garantía frente a la arbitrariedad e irrazonabilidad en la actuación de los poderes públicos (STC 131/1990, FJ 1, entre otras). Cabe recordar que ésta es una exigencia que se conecta con la primacía de la ley (art. 117.1 CE), como factor determinante del legítimo ejercicio de la propia función jurisdiccional (STC 55/1987); y que abarca también el derecho a la ejecución de las sentencias en sus propios términos (STC 145/2006). La mencionada exigencia constitucional es exigible en todo tipo de resoluciones, cualquiera que sea la materia a que se refieran, y no puede entenderse cum-

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plida con una fundamentación cualquiera del pronunciamiento judicial. Muy al contrario, es siempre precisa una fundamentación “en Derecho”; es decir, que en la propia resolución se evidencie de modo incuestionable que su razón de ser es una aplicación razonada de las normas que se consideren adecuadas al caso. Ha de existir una expresa conexión entre la norma aplicada y la decisión judicial, de forma que aquélla sea la ratio de ésta y no sólo su aparente cobertura. Por eso la jurisprudencia constitucional ha precisado en innumerables ocasiones cuya cita es ociosa que una aplicación de la legalidad que fuese “arbitraria, manifiestamente irrazonada o irrazonable”, no podría considerarse fundada en Derecho y sería lesiva del derecho a la tutela judicial efectiva. Y es que en el ámbito de la jurisdicción constitucional de amparo no existe materia alguna que sea “de mera legalidad ordinaria”, si con ello se quiere decir que las resoluciones judiciales que se dicten sobre dicha materia están excluidas, per se, del enjuiciamiento constitucional. Si bien es cierto que existen quejas que, por su argumentación sólo pretenden imponer una determinada interpretación de la legalidad ordinaria, y por ello, dichas quejas —nunca las materias a que se refieren— pueden carecer de relevancia constitucional en sede de amparo, no lo es menos que la irrelevancia constitucional de una queja es siempre el resultado de su enjuiciamiento, nunca un prius lógico de éste asociado a la materia a que se refiera (vid. la STC 94/2014). Por tanto, la aplicación judicial de cualquier norma jurídica, y mucho más, de las que establecen y regulan la materia criminal, es susceptible de plantear un problema constitucional si no se lleva a cabo mediante una resolución debidamente fundada en Derecho, o dicho de otro modo, sólidamente anclada en la norma que aplica. En términos constitucionales únicamente puede afirmarse que determinada queja plantea una cuestión “de mera legalidad ordinaria”, una vez que la interpretación judicial efectuada supera, al menos, el test del art. 24.1 CE, es decir, cuando la cuestionada sea una interpretación de la legalidad infraconstitucional que no sea arbitraria, manifiestamente irrazonable o irrazonada. No está de más traer a colación una consolidado doctrina constitucional, reiterada en numerosas resoluciones (SSTC 197/2002, 1/2010, 197/2002, 1/2010, 126/2012; 22, 43, 88 y 184/2013, 194/2015, 12/2016), según la cual resulta contrario a un proceso con todas las garantías que un órgano judicial, conociendo a través de recurso, condene a quien había sido absuelto en la instancia o empeore su situación como consecuencia de una nueva fijación de los hechos probados que encuentre su origen en la reconsideración de pruebas cuya correcta y adecuada apreciación exija necesariamente que se practiquen en presencia del órgano judicial que las valora —como es el caso de las declaraciones de testigos, peritos y acusados, sin haber celebrado una vista pública en que se haya desarrollado con todas las garantías dicha actividad probatoria—.

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Al expresar el canon constitucional que permite afirmar la violación del derecho a la tutela judicial efectiva en materia de prescripción penal, entre otras, las SSTC 68 y 69/2001 afirmaban: “la trascendencia de los valores en juego en la aplicación del Derecho penal exige, en este ámbito, tanto la exteriorización del razonamiento por el que se estima que no concurre el supuesto previsto en la ley, como que el mismo se manifieste a través de una motivación en la que, más allá de su carácter razonado, sea posible apreciar un nexo de coherencia entre la decisión adoptada, la norma que le sirve de fundamento y los fines que justifican la institución”.

3. PRINCIPIO DE RESOCIALIZACIÓN En el art. 25.2 CE se dice que “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. En este precepto se consagra el principio de resocialización, según el cual, las penas privativas de libertad, en la medida de lo posible, han de estar inspiradas en aquellas finalidades (STC 19/1988); y por consiguiente, las penas de prisión han de ejecutarse de la forma que menos potencie sus efectos asociales y fortalezca más los socializadores. El penado tiene derecho a que su paso por un centro penitenciario no ejerza sobre él una maléfica influencia, que le impulse a seguir la carrera del crimen; al contrario, tiene derecho a que le sirva, con la ayuda del tratamiento penitenciario, para no volver a delinquir. Este principio no tiene como contrapartida un deber; es decir, el penado no está obligado a resocializarse, la resocialización no puede ni debe imponerse por la fuerza, no sólo porque las posibilidades de alcanzar dicha resocialización contra el deseo y sin la colaboración del condenado son menos que remotas, sino por suponer un atropello a la libertad y a la dignidad del ser humano. La novela de A. Burgess “La naranja mecánica” y la película de S. Kubrick sobre la misma, muestran el problema de la resocialización a ultranza.

Por otra parte, de este principio no deriva un derecho fundamental que pueda ser exigido por quien ha de cumplir una condena, sino un mandato al legislador para orientar la política penal y penitenciaria (SSTC 2/1987, 28/1988, 150/1991, 55/1996, 193/1997, 75 y 79/1998). Y, por supuesto, en el art. 25.2 CE no se dice que la reinserción y la reeducación sean las únicas finalidades legítimas de las penas privativas de libertad, ni que sean excluyentes de otras, como la prevención general y la prevención especial (vid., en este sentido, las SSTC 18/1988, 55/1996, 161/1997). Pero que este principio constitucional no constituya un derecho fundamental no significa que pueda desconocerse en la aplicación de las leyes, y menos aún cuando el legislador ha establecido, cumpliendo el mandato de la Constitución, diversos mecanismos e instituciones en la legislación penitenciaria precisamente dirigidos y dirigidas a garantizar dicha orientación resocializadora, “o al menos, no desociolizadora precisa-

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac mente facilitando la preparación de la vida en libertad a lo largo del cumplimiento de la condena” (STC 112/1996). Y llega, incluso a reconocer la posible existencia de un interés legítimo de los reclusos en la obtención del controvertido permiso penitenciario cuando en otra de sus sentencias afirma que “la existencia de un derecho subjetivo a la obtención de tales permisos, y los requisitos y condiciones de su disfrute, dependen, pues, ante todo, de los términos en que dicha institución está regulada en la legislación ordinaria. A este respecto, aunque tanto la LOGP como el Reglamento Penitenciario vigente se abstienen de calificarlo expresamente como un derecho subjetivo, parece claro que, debido a su propia previsión legal, a los internos les asiste, al menos, un interés legítimo en la obtención de dichos permisos, siempre que en ellos concurran los requisitos y demás circunstancias a que supedita su concesión” (SSTC 81/1997, 137/2000 y 23/2006 y 299/2005).

Hasta el Código Penal de 1995, nuestro modelo penal descansaba en el uso generalizado de la pena de prisión, con un ridículo arsenal de penas alternativas, un marcado modelo legalista en el proceso de aplicación de las penas, notable severidad y el anacrónico instituto de la redención de penas por el trabajo. El CP de 1995 supuso un gran cambio. Existe un acuerdo absoluto en señalar al sistema de penas y de medidas de seguridad, como la materia que más innovaciones presenta, y a la vez, comporta un más significativo avance, mejora y adecuación a las valoraciones constitucionales y a los cambios sociales. La magnitud del cambio operado por el CP de 1995 fue tal y abrió tantas y sugerentes vías interpretativas, que resulta posible hablar de un nuevo sistema de las consecuencias jurídicas. Ya entonces, los especialistas en la materia afirmaron, sin exagerar, que España había pasado de un sistema penológico decimonónico a otro que, sin alcanzar todavía a los más avanzados, se inscribía dentro una cierta normalidad dentro de los países europeos. También dentro del sistema de penas se podía ya entonces apreciar la tensión existente entre los dos polos que tradicionalmente se enfrentan en el Derecho penal: libertad y seguridad. Pero aquí, quizás con mayor propiedad debamos referirnos al conflicto entre los fines de la pena, esto es, entre prevención general y prevención especial, que constituye la esencia del principio resocializador. Y tampoco en este orden es fácil encontrar un correcto equilibrio entre ambos fines de la pena. Quizás la polémica desatada acerca del cumplimiento íntegro y cumplimiento efectivo de la pena, que acompañó y protagonizó la tramitación parlamentaria, exprese mejor que ningún otro debate, este intenso y profundo conflicto. Al final, el equilibrio se encontró en la actual fórmula del artículo 78 y en la desaparición de la redención de penas por el trabajo, sin olvidar la introducción de penas alternativas a la prisión, la ampliación y mayor flexibilidad de los sustitutivos penales, y desde luego, en la revisión generalizada de la duración de todas las penas. Sin embargo, la introducción de la pena de prisión permanente revisable por la LO 1/2015, ha provocado un intenso debate político, moral y constitucional. El mismo continúa y ya se ha presentado un recurso de inconstitucionalidad sobre la controvertida pena.

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La vigencia, alcance y sentido de este principio están íntimamente unidos a la función y fines de la pena, o si se prefiere a una concepción retributiva o preventiva del Derecho penal.

4. EL PRINCIPIO DE HUMANIDAD DE LAS PENAS Desde hace años, hay una progresiva tendencia generalizada a suavizar el rigor de las penas que se aprecia, particularmente en nuestra área socio-política, en la supresión de las penas corporales, de la pena de muerte, en la reducción de la duración de las penas, en la limitación del alcance de las mismas a lo imprescindible, en la aparición de sustitutivos de la pena tradicional. Humanización obligada en un sistema jurídico como el nuestro en el cual la dignidad de la persona se erige como uno de los pilares del orden político (art. 10 CE), y la libertad, como se ha repetido, es uno de los valores supremos del ordenamiento jurídico (art. 1 CE) y derecho fundamental proclamado en los arts. 10.1 y 17.1 CE. En este sentido, el art. 15 CE declara: “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que en ningún caso puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte” y se proclama la interdicción de la tortura y de la pena y los tratos inhumanos y degradantes; asimismo, en el art. 25.2 se dice que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad no podrán consistir en trabajos forzados, y que “El condenado a prisión que estuviere cumpliendo las mismas gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo (segundo), a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria”. Por esta razón la tortura y otros tratos degradantes e inhumanos, junto a los ataques a la integridad moral, se castigan en el Código penal y en el Código Penal militar. Pero es más, el castigo de estos comportamientos se completa y amplía en consonancia con la normativa internacional suscrita por España (principalmente, art. 5 Declaración Universal de Derechos del Hombre; art. 3 Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales; art. 7 Pacto Internacional de Derechos civiles y Políticos; Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, celebrado en Nueva York el 10 de diciembre de 1984; y, Convenio Europeo para la prevención de la Tortura y de las penas y tratos inhumanos o degradantes, celebrado en Estrasburgo el 26 de noviembre de 1987).

Una primera aproximación al principio de humanidad de las penas debe realizarse desde la idea de dignidad de la persona humana (art. 10 CE). La idea de dignidad constituye el fundamento de todos los derechos fundamentales, y seguramente de todo el sistema de garantías y libertades de un Estado de Derecho. En consecuencia, la dignidad aparece como la ultima ratio de todo el sistema constitucional.

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Una segunda aproximación puede efectuarse desde el examen de la jurisprudencia del TEDH y del TC, especialmente enlazadas con el concepto de integridad moral. Dentro del ámbito del Tribunal Europeo de Derechos Humanos puede sernos de gran utilidad, entre otras, la STEDH de 24 de diciembre de 1988 (caso Barbará, Messegué y Jabardo contra España). Uno de los motivos de condena al Estado español se fundamentó en la carencia legal que impidiera traslados de internos desde prisiones alejadas, a instancias judiciales, para después practicar actos procesales esenciales, como por ejemplo la vista oral. Esta anómala situación podría provocar, a juicio del tribunal europeo, un fuerte “stress”, cansancio, y debilidad física y psíquica en los procesados, que además de otras consecuencias procesales, atentaría a su intimidad (las SSTEDH de 25-IV-58, caso Tyrer; 18-I-78, caso Irlanda contra Reino Unido; 25-V-82, caso Campbell y Cosans; y, 7-VII-89, caso Soering). Igualmente expresiva es la STEDH Hutchinson vs. Reino Unido, 3 febrero de 2015, en un caso de torturas. Nuestra jurisprudencia constitucional se ha ocupado del tema al tratar, fundamentalmente, cuestiones relativas a la libertad sexual de los reclusos; la autorización de una intervención médica para evitar los efectos de la inanición voluntaria; y el aislamiento en celdas negras (art. 43 Ley Orgánica General Penitenciaria). Aunque también ha de citarse la STC 53/1985 de 11 de abril, sobre la despenalización parcial del delito de aborto consentido. La STC 89/1987 de 3 de junio argumenta que la negativa y consiguiente prohibición para mantener relaciones sexuales a los reclusos, no constituye un trato degradante, pues para apreciar tratos de este género es necesario que éstos “acarreen sufrimientos de una especial intensidad, o provoquen una humillación o sensación de envilecimiento que alcance un nivel determinado, distinto y superior al que suele llevar aparejada la imposición de la condena” (vid. también la STC. 65/1986) Tampoco se ha considerado como trato inhumano o degradante la alimentación forzosa para impedir la muerte voluntaria, puesto que en sí misma no está orientada a infligir padecimientos, sino a evitarlos. No existiendo en la actuación médica indicio alguno de vejación o indignidad (ver también la SSTC 137/1990 de 19 de julio, y la 150/1991 de 4 de julio, esta última en relación a una asistencia médica autorizada judicialmente). Por último, en relación al aislamiento en celdas negras, y siguiendo la doctrina del TEDH, se ha sostenido que en sí mismo no comporta un trato inhumano o degradante, si bien si puede transformarse en tal, por las condiciones de cumplimiento (alimentación, mobiliario, dimensiones de la celda, higiene, etc.) otras circunstancias, y por su duración extremadamente prolongada (STC 2/1987 de 21 de enero).

En síntesis, pues, el TC ha dicho que para tildar una pena de inhumana o de degradante es preciso que acarree sufrimientos de una especial intensidad (penas inhumanas) o provoque una humillación o sensación de envilecimiento que alcance un nivel determinado, distinto y superior al que suele llevar aparejada la simple imposición de la condena. De este modo el principio de humanidad de las penas también enlaza con el concepto constitucional de integridad moral. De nuevo este argumento cobra relevancia frente a la nueva pena de prisión permanente revisable introducida por la LO 1/2015. En resumen, si bien la jurisprudencia constitucional no fija un concepto preciso de integridad moral, si puede afirmarse que le otorga un tratamiento autónomo de otras rea-

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lidades axiológicas. Y en este contexto, hemos comprobado cómo se refiere a “sensación de envilecimiento”, o de “humillación, vejación o indignidad”. Quizás la STC 120/1990 de 27 de junio nos puede servir como paradigma de la posición del TC, al decir que el artículo 15 de la Constitución garantiza el derecho a la integridad física y moral “mediante el cual se protege la inviolabilidad de la persona, no sólo con ataques dirigidos a lesionar su cuerpo o espíritu, sino también contra toda clase de intervención que carezca del consentimiento de su titular”. En igual sentido, las SSTC 57 y 215 de 1994, señalan que la tortura y los tratos inhumanos y degradantes, “son nociones graduales de una misma escalera que en todos sus tramos denotan causación sean cuales sean los fines, de padecimientos físicos o psíquicos ilícitos e infligidos de modo vejatorio…, y con esa propia intención de vejar y doblegar la voluntad del sujeto paciente”. De suerte que, la idea de inviolabilidad de la persona aparece como idea central en esta materia.

SEGUNDA PARTE

TEORÍA JURÍDICA DEL DELITO

A) Presupuestos y estructura de la teoría del delito

Lección 14

Definición de delito. Clasificación 1. DEFINICIÓN DE DELITO Tradicionalmente se distinguen dos clases de definiciones del delito. A la primera clase pertenecen las definiciones formuladas, directa o indirectamente, por las leyes penales, por los textos penales de los distintos países. En el art. 10 del CP de 1995, en el caso de España. Pero junto a las definiciones legales, coexisten las llamadas definiciones doctrinales de delito, surgidas de las aportaciones de los diferentes autores, escuelas y tendencias científicas, elaboradas según sus diferentes perspectivas metodológicas y políticas. Así, mientras unos definen el delito desde planteamientos religiosos, éticos, sociológicos o políticos (definiciones sustantivas o materiales); otros, partiendo del derecho positivo, tratan de reflejar mediante términos técnicos, el concepto de delito vigente en una legislación determinada (definiciones formales). Desde luego no faltan tampoco, en la evolución histórica del Derecho Penal, definiciones mixtas, que combinan criterios materiales y criterios formales. Pero, desde hace ya varios años, se han impuesto las definiciones técnico-jurídicas y estrictamente formales de delito: las diferentes escuelas han renunciado al vano intento de ofrecer definiciones sustantivas o materiales, preñadas de la pretensión de forjar nociones de delito válidas para todo tiempo y para toda sociedad. En la actualidad, las definiciones de delito parten de los respectivos ordenamientos jurídicos vigentes en cada momento histórico; y, en consecuencia, se construyen o extraen de la ley. Y a causa de las similitudes culturales, políticas, sociales y económicas existentes entre la mayoría de países occidentales (europeos y americanos), y, en especial, entre latinoamericanos y europeos continentales, se aprecia una notable homogeneidad tanto de las definiciones legales como de sus respectivas definiciones doctrinales. De ahí que, en la actualidad, pueda apreciarse una casi absoluta identidad en este terreno en el marco de la cultura occidental. De manera creciente, se observan grandes coincidencias dentro de los países miembros de la Unión Europea (UE). Y este progresivo acercamiento en materia penal se explica porque también son muy análogas sus Leyes Fundamentales y, en general, sus legislaciones. Además ha de tenerse en cuenta la tendencia constante hacia la armonización de todas sus legislaciones, incluidas las penales. No obstante, es innegable la existencia de diferencias históricas y culturales de costosa solución, así como del fenómeno bautizado como euroescepticismo político-criminal. En este ámbito, debe tenerse presente que tradicionalmente la doctrina mayoritaria ha negado la existencia de un auténtico derecho penal europeo, esto es, en el senti-

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac do de un derecho penal supranacional. Y ciertamente hasta la fecha no ha existido un procedimiento por medio del cual las instituciones europeas posean poder punitivo, entendido como capacidad normativa de imponer directamente infracciones. Esta competencia está reservada exclusivamente a los Estados y éstos no han transferido ninguna competencia. Ante este obstáculo formal, las técnicas empleadas en el camino hacia un derecho penal europeo han consistido básicamente en tres: la “asimilación” de los intereses comunitarios por medio de remisiones al derecho penal estatal; la adaptación o “armonización” de las leyes penales estatales por medio de las Decisiones Marco de la UE; y, la “remisión en blanco” de las leyes penales estatales al derecho europeo. Sin embargo, la reciente evolución política y social europea está permitiendo relativizar este punto de vista. Este giro puede observarse en la reciente jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, en el desarrollo dado a los Tratados y en un incremento del uso de las competencias penales a través de la técnica de la “armonización”.

En España, la definición legal de delito se encuentra en el artículo 10 del CP: “Son delitos las acciones u omisiones dolosas o imprudentes penadas por la Ley”.

Por su parte, las diferentes definiciones doctrinales suelen coincidir en la siguiente fórmula: delito es todo hecho humano típico, antijurídico, culpable y punible.

Esta definición, como ya se ha advertido, toma como referencia el Derecho penal positivo y en concreto el citado art. 10 CP. A continuación compararemos ambas definiciones, para comprobar sus coincidencias y sus diferencias. Por tanto, cuando hablamos de delito en sentido amplio queremos decir infracción (penal), es decir, contravención, transgresión, violación, quebrantamiento o incumplimiento del Derecho. Pero no de cualquier clase de infracción, sino sólo de aquéllas que la Ley Penal determina como tales. Pues, obviamente, también existen infracciones de otra naturaleza, como son las infracciones civiles, administrativas, tributarias, mercantiles, que no constituyen delito (o sea, infracción penal). A) Acción y omisión. El CP utiliza los términos acción y omisión, que son equivalentes al vocablo hecho humano empleado en la definición doctrinal. De modo que podría hablarse de hecho activo y de hecho omisivo, pues pueden existir comportamientos humanos que infringen el Derecho y consisten en una acción positiva, en un hacer lo que está prohibido (disparar a una persona, apoderarse de dinero ajeno, falsificar una escritura pública); y también existen comportamientos humanos que infringen el Derecho y consisten en omitir o no hacer lo que se espera (omitir lo que se está obligado a hacer); esto es, en incumplir un mandato determinado de actuar para evitar un peligro (no socorrer a una persona desamparada, no impedir la comisión de un delito, no perseguir o denunciar delitos, no auxiliar a un enfermo o herido cuando se es profesional sanitario).

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La razón que explica la diferencia de términos entre la definición legal y la definición doctrinal, se encuentra exclusivamente en la necesidad de usar formas de lenguaje distintas. Así, mientras la ley debe contener expresiones claras y fácilmente comprensibles para todos los ciudadanos, la definición doctrinal, dirigida a expertos jurídicos, debe acudir a un lenguaje técnico más exacto, pero difícilmente inteligible para los legos en Derecho. En conclusión, puede afirmarse que hecho es equivalente a acción y omisión, pues los hechos humanos, o sea, los comportamientos humanos, pueden consistir en una acción o en una omisión, o con otras palabras: se puede infringir el Derecho mediante un hecho activo (acción) y también mediante un hecho omisivo (omisión). Se verá más adelante, pero, como hemos adelantado, en Derecho penal el hecho comprende la acción y el resultado, en los delitos que lo requieren: matar precisa de una acción, o de una determinada omisión en su caso, y de un resultado (la muerte de la víctima).

B) Penadas por la Ley. Con esta expresión, la fórmula legal recoge simultáneamente dos elementos de la definición doctrinal: tipicidad y antijuridicidad. Así, “penadas por la Ley” significa que no todos los comportamientos humanos, que no todas las acciones y omisiones son relevantes para el Derecho penal (como ya hemos visto en la Lección 1); que sólo son delitos aquéllas acciones y omisiones típicas, o sea, aquéllas que están penadas por la Ley. La idea de relevancia (tipicidad) expresa, pues, la exigencia del principio de legalidad, constituye una traducción técnica de la garantía criminal de seguridad jurídica. Tipicidad significa fundamentalmente relevancia (significado o interés) para el Derecho Penal de una determinada conducta.

Únicamente las conductas que, con anterioridad a su ejecución, aparecen en la Ley penal descritas y sancionadas con una pena, pueden considerarse delito. Nadie puede inventar, crear o perseguir acciones u omisiones que no sean típicas, esto es, que no estén expresamente penadas por la Ley. Dicho de otra manera: solamente el poder legislativo (Parlamento, Cortes Generales o Asamblea legislativa) que representa la soberanía popular, tiene capacidad para decidir los comportamientos que son delitos y castigarlos penalmente. Y este principio fundamental (principio de legalidad) está presente en la definición de delito bajo la expresión tipicidad. Hoy por ejemplo, en nuestro país no son delitos, porque no están penadas por la Ley, conductas tales como el adulterio, la homosexualidad, la libre afiliación política, sindical, social o religiosa; la compra y venta de anticonceptivos; la tenencia de drogas para consumo propio; la usura; la difusión de pornografía entre adultos; etc. Sin embargo, hasta hace pocos años, algunos de ellas sí estaban castigadas en el CP, pero posteriormente fueron despenalizadas, porque el Parlamento, de acuerdo con nuestra Constitución, así lo decidió en consideración a los cambios sociales, culturales y políticos propios de la transición de una dictadura a una democracia.

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Pero, adviértase, la idea de tipicidad está referida aquí de manera exclusiva al Derecho penal, donde desempeña una función de relevancia, y, ha de recordarse que el Derecho penal es sólo una parte del ordenamiento jurídico, y que, por tanto, la idea de tipicidad (función de relevancia) se refiere únicamente a la materia punitiva, pero no a la totalidad del ordenamiento. Con otras palabras, con la exigencia de tipicidad o de penadas por la Ley, sólo se señalan las conductas que interesan al Derecho penal; es decir, las conductas que son delito (infracción penal), y que, por consiguiente, deben ser castigadas con una pena o sanción criminal. De esta forma la tipicidad delimita el ámbito de conductas con trascendencia y significación penal; delimita el ámbito de actuación del Derecho Penal: los comportamientos que no sean típicos no son relevantes, no interesan al Derecho Penal, y, en consecuencia, no son delitos, ni pueden castigarse con una pena. Ahora bien, como ya hemos apuntado, hay numerosos comportamientos que quedan fuera del Derecho penal, por no ser típicos y, por ende, tampoco delictivos, pero que interesan a otras partes del Derecho. En este sentido aunque sean irrelevantes para el Derecho penal, pueden ser de interés para el Derecho privado (Civil y Mercantil) o para el Derecho público (Administrativo y Tributario) o para el Derecho laboral. Y en esos ámbitos pueden generar responsabilidades, aunque nunca penales, dando lugar a la existencia de ilícitos civiles, mercantiles, administrativos, tributarios, o laborales, con su correspondiente sanción, pero de naturaleza civil, administrativa o laboral. En definitiva, es la ley, expresión de la voluntad popular, la que en consideración al orden constitucional y a la gravedad de la conducta, determina si ésta constituye un ilícito penal, o si meramente consiste en un ilícito civil o administrativo. Estas advertencias, tendentes a trazar la separación entre infracción penal y las otras infracciones, derivan del principio de proporcionalidad (intervención mínima, y carácter fragmentario y subsidiario del Derecho penal), de suerte que no todos los comportamientos contrarios a Derecho son relevantes (típicos) para el Derecho penal. Sino que sólo interesan (poseen un significado penal) los más graves, según decida el Parlamento con arreglo a la evolución política y siempre dentro del marco constitucional. Por tanto, no todos los incumplimientos contractuales, ni todas las infracciones de tráfico, infracciones urbanísticas, infracciones medioambientales o laborales son delito, sino únicamente aquéllas que están expresamente penadas por la Ley. El resto, constituyen ilícitos civiles, ilícitos administrativos o ilícitos laborales, con sus correspondientes sanciones no penales.

De igual forma, la expresión penadas por la Ley es equivalente a la exigencia doctrinal de antijuridicidad. Y ello es así, porque únicamente están penadas por la Ley las conductas humanas que son antijurídicas, es decir, las que infringen, contravienen, violan o transgreden el Derecho. En este sentido, antijuridicidad significa contrariedad al Derecho, y expresa que una acción u omisión es contraria (infringe, viola o contraviene) la ley. Se trata, en suma, de una consecuencia

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lógica, que puede expresarse de la siguiente forma: si una conducta está penada por la ley es porque es antijurídica; y a la inversa, si una conducta es penalmente antijurídica tiene que estar penada por la ley. Y como, por otra parte, hemos visto, los principios de proporcionalidad y ofensividad condicionan el castigo de conductas a la lesión o puesta en peligro de bienes jurídicos, pues todo hecho que contradiga una norma penal ha de lesionar al tiempo el bien jurídico tutelado en ella, el concepto de antijuridicidad comporta la necesidad: – de comprobar si la conducta relevante (típica) conlleva la ofensa, daño, lesión o peligro exigido en la norma (antijuridicidad material); y – de fijar una comparación entre la conducta y el Derecho (todo el Derecho, no sólo el Derecho penal) Esta última comprobación se expresa mediante una valoración positiva o negativa de la conducta, tomando como exclusiva referencia el Derecho. Así, tras el correspondiente cotejo, se concluye si una conducta es acomodada a Derecho (es conforme, correcta, lícita) o si es contraria a Derecho (lo infringe), y entonces decimos que es antijurídica. No existe término medio. Se trata, en consecuencia, de una operación de contraste de carácter normativo, o para ser exactos, de un juicio valorativo, pues tras su verificación el juez declara si el comportamiento es o no es ajustado a Derecho (antijuridicidad formal). En términos más sencillos, diríamos que la antijuridicidad significa que el juez declara si un hecho está bien o está mal, pero siempre tomando como referencia el ordenamiento jurídico, nunca sus propias convicciones. La exigencia de antijuridicidad contenida en el artículo 10 se complementa con la referencia que en el artículo 13 del CP se hace al término “infracción”, al decir que los delitos “son infracciones”. Es decir, que infringen, contravienen, o violan la norma, y por ello mismo decimos que son contrarios a la misma; esto es, que son antijurídicos.

C) Dolosas o imprudentes. La referencia a dolosas o imprudentes contenida en la definición legal, se corresponde básicamente con la exigencia doctrinal de culpable. Y, en verdad, expresa la necesidad de que el hecho humano típico y antijurídico pueda ser atribuido o imputado a su autor, bien a título de dolo (intención) o bien a título de imprudencia (infracción del deber de cuidado o diligencia mínima). De donde, resulta la existencia, v.gr., de casos en los que una muerte se imputa al que la ha causado dolosamente (porque ha matado intencionalmente), y otros, en los que se imputa la muerte por imprudencia (por haber matado sin querer, pero a causa de un descuido inexcusable). Para que haya responsabilidad criminal no basta con que una persona cometa un hecho típico y antijurídico. Es indispensable, además, que esa persona sea responsable del mismo. Es decir, que al cometerlo haya infringido el deber de todo ciudadano de respetar las leyes y comportarse conforme a sus directivas. En este

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sentido, los conceptos de culpabilidad, responsabilidad e imputación subjetiva aparecen íntimamente unidas. Cada persona ha de responder de sus actos, y ha de responder de ellos en la medida en que sean obra suya y sean voluntarios. Pero para ello, para poder reprochar al sujeto su conducta típica y antijurídica, es necesario que tenga capacidad para saber lo que hace, para entender y dominar sus actos. Y como el Derecho no puede exigir a los ciudadanos comportamientos heroicos o de santidad, en ciertas ocasiones y bajo precisos requisitos, disculpa concretas conductas ante determinadas circunstancias. Todas estas ideas conforman la categoría clásica de culpabilidad, y aquí el juez debe determinar si la conducta antijurídica es responsabilidad de la persona, y, por tanto, si ha de responder personalmente de la misma. De ahí que se hable de reproche por el comportamiento típico y antijurídico. Pero en opinión de varios autores la definición legal resulta incompleta, pues únicamente comprende un aspecto de la culpabilidad en su configuración clásica, que es la forma de imputación (dolo o imprudencia), pero no recoge otras categorías integrantes de su contenido, como es la de imputabilidad (capacidad para entender y actuar conforme a Derecho), ni tampoco otras instancias anudadas a la idea de inexigibilidad Por ejemplo, una persona puede haber robado dolosamente dinero ajeno, pero encontrarse eximido de responsabilidad criminal por la concurrencia de un estado de necesidad (en una situación de hambre) o de miedo insuperable (ante el secuestro de un pariente), y en este sentido su conducta podría ser declarada no culpable, porque en esa situación no podía exigirse que actuara de otra forma. Y a su vez, una persona puede lesionar dolosamente a otra, y quedar exento de pena por ausencia de imputabilidad, al estar enajenado (esquizofrenia, psicosis, oligofrenia) o por ejemplo, encontrarse bajo el efecto de drogas o del síndrome de abstinencia.

En todo caso, la definición legal de delito del artículo 10 CP, ha de complementarse respecto a la exigencia doctrinal de culpable, con el contenido del artículo 5 CP, que categóricamente advierte de que “no hay pena sin dolo o imprudencia”. Lo que quizás pudiera entenderse como la voluntad del legislador de referirse de forma completa a la exigencia de culpabilidad, mediante la referencia a dolo o imprudencia. Referencias que entonces deberían entenderse en un sentido más amplio, pues de otra manera resultarían reiterativas, al repetirse en ambos preceptos. En la concepción clásica de la categoría de culpabilidad, importa advertirlo, se analizaban varias cuestiones: dolo e imprudencia, imputabilidad y exigibilidad. En cambio, en la actualidad esta categoría ha sufrido una profunda revisión, de modo que dolo e imprudencia concurre con la idea de exigibilidad. Dogmáticamente, la culpabilidad ha quedado reducida al examen de la imputabilidad entendida como capacidad de infringir la norma (vid. Lección 25). Pero todo ello no resta valor a la definición legal de delito.

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D) Punibilidad. Aunque en la definición legal no aparece explícitamente este término, se deriva inequívocamente tanto de la expresión penadas por la Ley, como por la simple idea de que delito es precisamente todo hecho amenazado con una pena, esto es, punible. Por tanto, desde un punto de vista lógico, la misma idea de delito comporta la exigencia de punibilidad, pues constituye su esencia. Incluso podría definirse como delito todo hecho humano castigado con una pena. En resumen, la punibilidad significa que, en abstracto, el hecho es susceptible de ser castigado (sometido a una pena).

Es, en consecuencia, un elemento esencial del concepto de delito. La punibilidad o necesidad en abstracto de una pena, debe luego cotejarse con la necesidad en concreto de pena, por eso es habitual la referencia a la necesidad de pena. Íntimamente conectada al principio constitucional de proporcionalidad. Dentro de la necesidad de pena se suelen estudiar las causas de extinción de la pena, como la prescripción, el indulto, la muerte del reo, etc. Así, por ejemplo, todos los homicidios son punibles (necesidad abstracta de pena), pero pueden quedar en concreto sin castigo porque concurra la prescripción, o simplemente porque haya muerto el reo.

2. CLASIFICACIÓN DE LOS DELITOS Tradicionalmente existen dos criterios para clasificar los delitos (infracciones penales). El primero atiende a la gravedad y el segundo a la naturaleza de la infracción. A) Gravedad. Históricamente, por su gravedad las infracciones penales se clasifican en tres clases: delitos graves (crímenes), delitos menos graves (delitos) y faltas (contravenciones). La gravedad del hecho se traduce en la pena, tanto en la clase como en la cantidad de la misma. Esta clasificación tripartita de las infracciones penales se remonta al derecho histórico anterior a la codificación, aunque su generalización se debe al Código Penal francés de 1791. El CP español de 1995 la recuperó, distinguiendo tres clases de infracciones penales (delitos en sentido amplio) por su diferente gravedad. Y para llevar a cabo esta distinción por su gravedad, el CP acude al criterio de la pena asignada a cada infracción. Sin embargo, la reforma introducida por la LO 1/2015, suprime el Libro III, las faltas, y en su lugar crea una tercera categoría de delitos: los leves. Así, en la actualidad, el citado artículo 13 dispone lo siguiente: – “Son delitos graves las infracciones que la Ley castiga con pena grave”

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– “Son delitos menos graves las infracciones que la Ley castiga con pena menos grave” – “Son delitos leves las infracciones que la Ley castiga con pena leve” Así pues, la penalidad que la ley señala a cada infracción, es la que sirve para graduar las infracciones en delito grave, delito menos grave y delito leve (Circular 1/2015 de la FGE). Por tanto, para saber si una infracción penal es un delito grave, un delito menos grave, o un delito leve, tendremos que comprobar la pena que en abstracto tiene asignada (la pena señalada en cada figura delictiva), y entonces averiguar si ésta es grave, menos grave o leve. Para ello basta leer el artículo 33 del CP, donde se ordenan las diferentes penas por su gravedad, esto es, por su naturaleza, contenido, efectos y duración. Pena en abstracto es pues la que cada precepto contiene, antes de ser concretada. Así, el citado artículo 33,2º CP, redactado conforme LO 1/2015, dispone que: “Son penas graves”: a) b) c) d) e) f) g) h) i) j) k)

La prisión permanente revisable. La prisión superior a cinco años. La inhabilitación absoluta. Las inhabilitaciones especiales por tiempo superior a cinco años. La suspensión de empleo o cargo público por tiempo superior a cinco años. La privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores por tiempo superior a ocho años. La privación del derecho a la tenencia y porte de armas por tiempo superior a ocho años. La privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos, por tiempo superior a cinco años. La prohibición de aproximarse a la víctima o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal, por tiempo superior a cinco años. La prohibición de comunicarse con la víctima o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal, por tiempo superior a cinco años. La privación de la patria potestad.

Son penas menos graves: a) b) c) d)

La prisión de tres meses hasta cinco años. Las inhabilitaciones especiales hasta cinco años. La suspensión de empleo o cargo público hasta cinco años. La privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores de un año y un día a ocho años. e La privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a ocho años. f Inhabilitación especial para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales y para la tenencia de animales de un año y un día a cinco años. g) La privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos, por tiempo de seis meses a cinco años. h) La prohibición de aproximarse a la víctima o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal, por tiempo de seis meses a cinco años.

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i) La prohibición de comunicarse con la víctima o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal, por tiempo de seis meses a cinco años. j) La multa de más de tres meses. k) La multa proporcional, cualquiera que fuese su cuantía, salvo lo dispuesto en el apartado 7 de este artículo. l) Los trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y un días a un año. Son penas leves: a) La privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores de tres meses a un año. b) La privación del derecho a la tenencia y porte de armas de tres meses a un año. c) Inhabilitación especial para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales y para la tenencia de animales de tres meses a un año. d) La privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos, por tiempo inferior a seis meses. e) La prohibición de aproximarse a la víctima o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal, por tiempo de un mes a menos de seis meses. f) La prohibición de comunicarse con la víctima o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez o tribunal, por tiempo de un mes a menos de seis meses. g) La multa de hasta tres meses. h) La localización permanente de un día a tres meses. i) Los trabajos en beneficio de la comunidad de uno a treinta días. En los apartados 5º y 6º se contemplan dos supuestos específicos: así, “la responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa tendrá naturaleza menos grave o leve, según la que corresponda a la pena que sustituya”. Y por su parte, el número 6º establece que: “Las penas accesorias tendrán la duración que respectivamente tenga la pena principal”.

En resumen, resulta muy sencillo determinar si una infracción penal es un delito grave, un delito menos grave o un delito leve, pues basta saber si la pena que tiene señalada es grave, menos grave o leve. Ejemplos: El homicidio doloso es un delito grave (art. 138) pues tiene señalada pena de prisión de diez a quince años, que es una pena grave; la ocupación no violenta de inmuebles (art. 245,2º) es un delito menos grave, pues se sanciona con multa de tres a seis meses, que es una pena menos grave; el hurto de objetos cuyo valor no exceda de 400 euros (art. 236,2º) es un delito leve porque se castiga con multa de uno a dos meses, que es una pena leve. Por tanto, lo importante es la conminación en abstracto de la pena (la que aparece directamente señalada en cada figura legal), y no la pena efectivamente impuesta al aplicar las diferentes reglas sobre determinación e individualización de la penalidad (v.gr. atenuantes, agravantes, etc.).

La clasificación de las infracciones penales por su gravedad, tiene importancia por dos razones: primero, porque sirve de referencia para las diversas graduaciones de la penalidad; y segundo y fundamental, porque determina la competencia procesal, esto es, el juzgado o tribunal competente para investigar, enjuiciar y eje-

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cutar el hecho objeto de la resolución; así como la clase de procedimiento penal que ha de seguirse. B) Naturaleza. Tradicionalmente, por su naturaleza las infracciones penales se clasifican en delitos comunes y delitos políticos. Para poder determinar una y otra categoría, se ha acudido a criterios objetivos (naturaleza común o política del bien protegido); a criterios subjetivos (si los móviles del autor eran de naturaleza común o política); y a criterios mixtos, que aunque de diferentes modos combinaban ambos criterios. Así, según el criterio mixto extensivo será delito político todo aquél que lesione un bien político o que persiga objetivos políticos. Mientras que el criterio mixto restrictivo requiere que concurran ambos para calificar a un delito de político. En la actualidad, los regímenes democráticos no contienen delitos políticos. En la cultura occidental se consideran delitos políticos el castigo a la libre afiliación a partidos políticos, sindicatos, confesiones, o sociedades; la libertad de expresión, información e imprenta; la libertad de enseñanza etc. En la actualidad, los sistemas democráticos consideran estas conductas derechos fundamentales de la persona consagrados en sus leyes fundamentales, pero en otros tiempos, dentro de regímenes autoritarios, sí estaban sancionados penalmente. Por tanto, un Derecho Penal democrático es incompatible con la sanción de estos derechos, y más aún, en los sistemas democráticos justamente lo que se castiga es impedir su libre ejercicio.

Pues bien, la distinción entre delitos comunes y políticos posee una gran trascendencia, y muy especialmente en materia de extradición, pues el artículo 13,3 CE dispone que “Quedan excluidos de la extradición los delitos políticos, no considerándose como tales los actos de terrorismo”. En el presente se sigue un criterio objetivo, según se desprende tanto de la Ley de Extradición (art. 4) como del Convenio Europeo para la Represión del Terrorismo (Estrasburgo, 27 enero 1977), lo que significa que si el bien atacado es de naturaleza común, el delito será considerado común, y por consiguiente, cabrá la extradición de sus autores. En este sentido, cualquier ataque contra la vida, integridad, libertad de las personas, secuestro, toma de rehenes, utilización de bombas, explosivos, cohetes o armas automáticas, se considera siempre un acto de terrorismo, y por tanto un delito común susceptible de extradición. La nueva situación internacional y la aparición de varios atentados, significó el punto de inflexión en la política internacional. Este giro se materializa en dos Convenios. El primero, el Convenio para la represión de los atentados terroristas cometidos con bombas de 1997, acude a una técnica en la que en lugar de un listado cerrado de infracciones, recurre a los instrumentos empleados por el terrorismo: los explosivos u otros medios letales. Mantiene la negativa a considerarlos delitos políticos y su sometimiento a la extradición. Más importante es el Convenio internacional para la represión de la financiación del terrorismo (ratificado por España el 1 de abril de 2002). Su finalidad es la cooperación internacional en la investigación de las estructuras organizadas de los grupos terroristas y ofrece por primera vez una definición de terrorismo, que se refiere al listado anexo y a cualquiera de los delitos comunes de muerte o lesiones (art. 2,1º).

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Las notas características de la definición son dos: estructura organizada y que la finalidad sea la intimidación de personas, poblaciones u organizaciones internacionales. Este concepto permite su aplicación tanto a supuestos de terrorismo internacional como de terrorismo doméstico. Es un antecedente de la propuesta presentada años después por la Unión Europea. Por su parte, dentro del ámbito de la Unión Europea, la Ley 3/2003 de 14 marzo, sobre Orden Europea de detención y entrega, desarrolla en España la “Decisión marco” del Consejo de Ministros de Justicia e Interior de la Unión Europea de 13 junio 2002 (DOCE L 190/1, de 17 julio 2002). Es el primer instrumento jurídico en el que se aplican los acuerdos básicos del célebre Consejo Europeo de Tampere. En efecto, el Tratado de Ámsterdam contiene un mandamiento para crear un espacio de libertad, seguridad y justicia común. En este contexto, los mecanismos tradicionales de cooperación policial deben abrir paso a nuevas fórmulas, que superando los procedimientos de extradición, consoliden el principio de reconocimiento mutuo. Así nace este nuevo procedimiento de detención y entrega de personas sospechosas de haber cometido un delito o que eludan la acción de la justicia después de haber sido condenadas. Permite que entre los Estados miembros se detenga y entreguen personas, mediante la emisión de una orden por una autoridad judicial de un Estado y resuelta directamente por la autoridad judicial de otro Estado miembro. Su esencia radica en un modelo de resolución judicial unificado a escala de la Unión Europea. Por su parte, el art. 9 contiene el listado de delitos susceptibles de este procedimiento, entre los que se encuentran los delitos de terrorismo. Recuérdese que tiene su origen inmediato en la propuesta de decisión marco del Consejo Europeo sobre la lucha antiterrorista de 14 noviembre 2001, donde se justificó su creación por la necesidad de definir las infracciones penales relacionadas con el terrorismo y también de los grupos terroristas. Igualmente se advertía de la necesidad de crear una lista de organizaciones terroristas, actualizada periódicamente. En segundo lugar, hay que destacar la definición de terrorismo contenida en la Decisión Marco de 13 junio 2002. Este texto tiene sus orígenes en dos antecedentes inmediatos, uno del Parlamento y otros del Consejo. El primero fue aprobado por el Parlamento Europeo el 5 de septiembre de 2001 como “Recomendación del Parlamento Europeo sobre el papel de la Unión Europea en la lucha contra el terrorismo”. Se contemplan un amplio elenco de propuestas: la constitución de un efectivo espacio judicial europeo en el que la extradición deje de ser necesaria; reforzar la cooperación policial y judicial; unificación de criterios para el tratamiento jurídico del terrorismo; y la adopción de medidas para luchar contra la financiación de organizaciones terroristas; medidas para reforzar la seguridad aérea; y fomentar mecanismos eficaces de coordinación de la acción global de la UE. Tras los atentados del 11 de septiembre, el Consejo Europeo, primero reunido el 21 de septiembre, aprobó posteriormente dos “Posiciones Comunes”, en el marco de la “Política Exterior y de Seguridad Común” (PESC) y un Reglamento de aplicación directa e inmediata (Reglamento nº 2580/2001), todos con fecha 27 de diciembre. De estos acuerdos nacería la orden de entrega y detención europea, la aproximación de las leyes penales de los Estados miembro, y las medidas económicas y financieras, más restrictivas y específicas, dirigidas a determinadas personas y grupos con el objetivo de mejorar la lucha antiterrorista. En efecto, ese conjunto de antecedentes desembocó en la Decisión Marco de 13 junio 2002, aprobada por el Consejo de la UE, “sobre la lucha contra el terrorismo” [2002/475/JAI, modificada por la 2008/919/Jai)]. En ella se establece una definición vinculante de terrorismo, que junto a la tradicional descripción de delitos graves, contiene la exigencia de que tales hechos se dirijan contra un Estado o que aparezca alguna de las siguientes finalidades: intimidar gravemente a una población; obligar indebidamente a poderes públicos o a organizaciones internacionales a realizar un acto o a abstenerse de

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac hacerlo; o desestabilizar gravemente o destruir las estructuras fundamentales políticas, constitucionales, económicas o sociales de un país o de una organización internacional. Estas pautas obligarán a reformas de las legislaciones nacionales, salvo las que como el caso español, ya las contengan incluso sobradamente.

La LO 2/2015 ha introducido importantes modificaciones en la regulación de los delitos de terrorismo en España. Especialmente aumentando el castigo y extendiendo las conductas delictivas a fases muy alejadas de la consumación (adoctrinamiento, reclutamiento, enaltecimiento…). Recientemente ha sido aprobada la Directiva 2017/541 del Parlamento y del Consejo UE, de 15 de marzo de 2017, que sustituye a la DM 2002/475/JAI del Consejo y modifica la Decisión 2005/6711/JAI del Consejo, en materia de delitos de terrorismo.

Lección 15

Presupuestos y estructura de la teoría del delito 1. PRESUPUESTOS Y ESTRUCTURA DE LA TEORÍA JURÍDICA DEL DELITO La estructura y el contenido del delito se derivan exactamente de los diferentes elementos que componen el concepto o definición del mismo (que vimos en la Lección 14); es decir de: acción y omisión (hecho humano), tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad y punibilidad, que, desde una concepción clásica, constituyen las categorías centrales de la teoría jurídica del delito. A continuación, y a modo de esquema, desarrollamos brevemente el contenido de cada uno de estos elementos fundamentales. No obstante, ha de advertirse que estas grandes categorías se componen a su vez de diferentes elementos, momentos o requisitos. Y todos ellos pueden ordenarse y concebirse de formas muy diversas. De ahí que, a lo largo del último siglo se haya producido una constante evolución, que, conforme a diversos presupuestos filosóficos, políticos y metodológicos, ha dado pie a múltiples teorías y concepciones, de acuerdo a cada una de las cuales se han ordenado o sistematizado de una u otra forma los diferentes elementos del delito. Por esta razón, esta parte del Derecho penal, la teoría jurídica del delito, recibe el nombre de sistemática o dogmática del delito, porque con arreglo a una serie de dogmas o presupuestos se pueden sistematizar (ordenar, exponer y estudiar) todos los elementos del delito. Esta construcción centenaria que conocemos como dogmática penal no se conforma con exponer conjuntamente todos los conocimientos sobre la materia, sino que al pretender construir un sistema, trata de estructurar la totalidad de los conocimientos en un “todo ordenado”, mostrando todas sus conexiones internas. Este concreto desarrollo metodológico se debe en gran parte a la obra de relevantes penalistas alemanes de los siglos XIX y XX, como E. Beling; von Liszt; K. Binding; M. E. Mayer, G. Radbruch; Graf zu Dohna; E. Mezger, H. Welzel; o R. Maurach. Su influencia ha sido determinante en Europa continental y en América latina, pero sin apenas incidencia en el mundo anglosajón. A ella han contribuido decisivamente penalistas de otras naciones, especialmente de Italia y España.

Así, a lo largo de las últimas décadas se ha hablado, en atención a diferentes criterios de clasificación y entendimiento de los conceptos centrales, de dogmáticas clásicas, neoclásicas, positivistas, neokantianas, causalistas, finalistas, eclécticas, funcionalistas, teleológicas, objetivistas, etc. También se han tratado de agru-

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par en concepciones ontologistas o normativistas. En cualquier caso, tenemos que subrayar que este debate no ha discurrido únicamente en relación a las categorías internas del Derecho penal, sino que en gran medida siempre ha existido una vocación y necesidad de fundamentarlas en el pensamiento filosófico. No es ocioso recordar que los problemas centrales de nuestra asignatura condensan cuestiones que a su vez son centrales en la reflexión de la filosofía política y moral: la acción, la norma, el castigo, la responsabilidad, la libertad, etc. Las grandes etapas de esta evolución de la dogmática penal pueden esquematizarse del modo que sigue. A) La teoría clásica del delito (v. Liszt; Beling). Construcción bipartita, que ordena en dos categorías el estudio del delito: injusto y culpabilidad, de modo tal que todos los componentes objetivos de la acción se integran en el primero (acción, omisión, causalidad), y todos los requisitos subjetivos en la segunda (dolo, imprudencia, imputabilidad). A su vez, acogía un concepto causal de la acción: voluntad externa y producción de un resultado perceptible por los sentidos. Fue fruto de la influencia de las ciencias naturales y de su aspiración a alcanzar verificaciones empíricas que, en cierta forma, reducían el mundo en una doble clasificación: factores objetivos externos y procesos subjetivos internos (psíquico-psicológicos). B) La teoría neoclásica del delito (E. Mezger). En realidad se trata de un ajuste o corrección de la anterior. Ello porque resultaba de todo punto insostenible, para la aplicación de algunas figuras delictivas (v. gr. delitos patrimoniales, delitos contra la libertad sexual, delitos de expresión), mantener la tajante separación entre el binomio injustoobjetivo y culpabilidad-subjetivo. Y no hubo más remedio que admitir que el tipo podía quedar delimitado en ciertas ocasiones por la concurrencia de ciertos elementos subjetivos, si bien dolo e imprudencia continuaban entendiéndose como formas de la culpabilidad. En consecuencia, la diferencia entre ambas categorías, tipo y culpabilidad, ya no podía dibujarse a partir de la separación entre lo objetivo y lo subjetivo, sino que tuvo que construirse sobre las ideas de daño social y reproche. Por otra parte, se mantuvo la concepción causal de la acción (causalismo), aunque se intentó de superar la influencia naturalista, apelando a la autonomía metodológica de las “Ciencias del espíritu” y a la existencia de valores superiores desde los que se tenía que sustentar todo el Derecho. C) La teoría final de la acción (H. Welzel). Trató de construir un nuevo sistema precisamente desde un entendimiento distinto de la acción. Para WELZEL la esencia de la acción humana es la finalidad: el ser humano anticipa medios, procedimientos y objetivos, y por consiguiente al actuar siempre persigue una finalidad. De modo que la estructura óntica de la acción es la finalidad y esta estructura lógico-objetiva procede de la realidad, del mundo del ser, por lo que la teoría del delito debe asumirla. Esta compleja concepción filosófica trató de superar el movimiento positivista, con la introducción de nociones antropológicas y prejurídicas de la acción, convertidas en la nueva base del sistema penal. Y ello supuso cambios estructurales de enorme importancia. En efecto, porque si toda acción está dirigida hacia un fin, consciente y voluntariamente, el dolo pertenece a la misma acción y consecuentemente pasa a integrarse en la tipicidad. A partir de aquí la teoría del delito comienza a distinguir entre tipo objetivo, tipo subjetivo y culpabilidad. Las críticas a este modelo se dirigen contra sus inconsistentes y superados presupuestos filosóficos, y contra sus aspectos dogmáticos. En referencia a estos últimos, presenta, de una parte, severas dificultades para explicar los delitos imprudentes, que, por definición, no son intencionales (esto es, no están predeterminados a una finalidad), y, de otra, conducen a un inevitable fundamento subjetivo del injusto.

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Las mayores influencias del finalismo se concentran quizá en su contribución al notable desarrollo de una noción normativa de la culpabilidad, así como en haber impregnado del pensamiento teleológico a la doctrina posterior. D) Teorías eclécticas y el auge de las sistemáticas funcionalistas o racional-teleológicas. Aunque en la actualidad persisten en la literatura penal exposiciones sistemáticas fielmente seguidoras del modelo neoclásico o del finalista, lo cierto es que la doctrina dominante se adscribe a un prototipo ecléctico o de síntesis de las dos anteriores. El autor paradigmático de este giro es, sin duda, ROXIN, exponente meridiano de estos ajustes. Así, en la esfera interna o sistemática del Derecho penal, la síntesis consiste esencialmente en el rechazo de la concepción ontológica de la “acción fin”, con la asunción, en cambio, de sus consecuencias sistemáticas: el traslado del dolo al tipo subjetivo; así como el mantenimiento de criterios materiales como la dañosidad o la reprochabilidad; la separación entre tipo (desvalor de acción y de resultado) y culpabilidad (actitud interna, poder actuar de otro modo, evitabilidad). Desde la perspectiva externa o de fundamentos de este sistema, en realidad, el funcionalismo carece de un modelo filosófico sólido y propio de referencia, aunque sigue descansando en nociones varias y acumuladas de los modelos filosóficos de origen. Mas, en cualquier caso, es considerable su apoyo en la corriente de pensamiento denominada funcionalismo, bien sea en su formulación más radical, estratégica o sistémica (Jakobs), o en otra más dulcificada, comúnmente denominada como funcionalismo teleológico. Construido originariamente en la fisiología y la antropología, es después trasladado a la sociología (Parsons) y con influencia en el Derecho merced a la obra de LUHMANN. En esencia, comporta una explicación funcional de la sociedad y del Derecho, que reduce la acción humana a expectativas, al desempeño de roles y a primar la noción de deber, orientándose hacia finalidades preventivo generales. En su versión radical supone un entendimiento meramente descriptivo y valorativamente neutro de la sociedad y de las normas. Ante una construcción tan vacía como peligrosa políticamente —pues puede explicar y justificar cualquier régimen—, numerosos autores acuden a diversos correctivos de orientación teleológica y valorativa. E) Teoría de la acción significativa. Ha sido formulada singularmente por VIVES ANTÓN en las dos ediciones de sus “Fundamentos del sistema penal” (Valencia 1996; 2011). No se sintetiza en este apartado, habida cuenta de que es la aquí adoptada y seguida, por lo que será expuesta con más detalle en las líneas que siguen y a lo largo de toda esta obra.

En resumen, puede decirse que los ejes de la discusión esencialmente han girado alrededor de dos ideas centrales: norma y acción. De tal manera que las concepciones que se tengan de una y de otra condicionan la configuración del resto de categorías penales; y, consecuentemente, la ignorancia, el desprecio o el entendimiento incorrecto de alguno de estos dos ejes básicos conduce a errores categoriales graves. Ello obedece, en gran medida, a que ambos son tributarios del pensamiento filosófico. Así por ejemplo, marca cualquier comprensión del Derecho penal concebir el delito como infracción de una norma entendida exclusivamente como un mandato (imperativo); doctrina que se opone a aquéllas que apelan a referencias racionales o axiológicas (como en esta obra se hace, ya desde la Lección 1). Lo mismo sucede al definir la acción, pues su comprensión como un objeto psico-físico, o como mera finalidad subjetiva, o como el significado de un sustrato, conlleva diferencias y consecuencias muy importantes.

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Pero, sin querer restar importancia a aspectos metodológicos fundamentales, ni a los logros alcanzados en estas últimas décadas por el impulso de esta metodología sistemática, de la dogmática penal, en definitiva, lo cierto es que la referida polémica ha resultado exagerada, y la propia actividad de los estudiosos ha desenfocado no pocas cuestiones centrales o traído a primer plano a algunas que distan mucho de serlo, al tiempo que ha apartado considerablemente a la disciplina del estudio de problemas más centrales, como son el examen profundo de cuestiones constitucionales esenciales: en especial de la vigencia y grado de aplicación de los derechos fundamentales y de las garantías penales (que deberían constituir la verdadera Parte General del Derecho penal), y del propio Derecho positivo. Aquí hemos preferido optar por una propuesta reciente, la referida teoría de la acción significativa, que precisamente trata de evitar las desviaciones metodológicas antes apuntadas y, sobre todo, pretende una aproximación al estudio jurídico del delito desde los derechos fundamentales y las garantías constitucionales, esto es, busca recuperar la discusión acerca de la idea de justicia. Para seguir este nuevo enfoque, hay que partir de dos presupuestos claros, si bien, debe advertirse en cualquier caso, al sustentarse el delito en una conducta humana, cualquier estructura conceptual que se proponga para su estudio sistemático, adolecerá de una inevitable circularidad. Por lo que no nos cansaremos de repetir que las estructuras, sistemáticas o esquemas que utilicemos, y que se utilizan en general, son sólo instrumentos para interpretar y aplicar las normas, importando más que su imposible perfección teórica, su sencillez para el uso y práctica por parte de los operadores y estudiosos del Derecho penal; y, desde luego, que contengan el examen de todos los requisitos necesarios para que sea aplicable una sanción penal a una persona. A) Primer presupuesto: para el Derecho, la acción y la norma no pueden ser entendidos como objetos del mundo, como pertenecientes al mundo del ser.

De lo que inevitablemente se deduce entonces que tampoco el delito es un objeto real.

Por tanto, su estudio, la dogmática, no es ninguna clase de ciencia. En este sentido, debe tenerse presente que la labor del Derecho, y por consiguiente también su estudio, se proyecta sobre el análisis de un concreto comportamiento humano. Y este estudio, como no puede ser de otra manera, lo que pretende es juzgar si aquel comportamiento es conforme o no a un conjunto de normas. A partir de ahí, el Derecho no puede ser configurado como un saber teórico (científico) sino como un saber práctico (hermenéutico), perteneciente a lo que generalmente se denominan Ciencias sociales.

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Con otras palabras, el estudio del Derecho, como el de todos los conocimientos sociales, no es y no puede ser una ciencia en sentido estricto. Y no lo es, entre otras razones, porque no puede aplicar un método experimental para su estudio, pues con los de su clase es imposible juzgar una acción, e interpretar si infringe o no la norma. Precisamente, por integrarse en las ciencias sociales y no en las experimentales, el análisis ordenado del Derecho permite un estudio circular de la materia, de suerte que se empiece donde se empiece, se termina por volver otra vez allí. Y a la vez esta naturaleza impide que la materia objeto de estudio pueda trocearse en bloques para su análisis independiente del resto. Por eso mismo se dice que el Derecho es unitario o constituye un todo. Para ilustrar esta idea, basta con insistir en que el Derecho Penal estudia un comportamiento humano desde el punto de vista exclusivo de la norma penal. Y ha de pronunciarse respecto a un comportamiento humano concreto y determinado, y ha de hacerlo exclusivamente desde un determinado conjunto de normas jurídicas. Pues bien, lo importante es analizarlo de forma completa, y no tanto el orden de los elementos analizados. Y ello porque primero, el orden no responde a una fórmula lógica, matemática o científica; segundo, porque no puede examinarse un elemento y despreciar otro, sino que es imprescindible cotejar el comportamiento concreto en su totalidad para así poder valorar su significado conforme a las normas; y tercero, porque en el fondo es indiferente comenzar su análisis por uno u otro elemento, pues su estudio necesariamente siempre deviene circular, y tendremos finalmente que analizarlos todos. Así, si comenzamos con la acción, podemos seguir con la idea de bien jurídico, con la de imputabilidad, con la de necesidad de pena y por ejemplo terminar con el sujeto. Pero igualmente podríamos comenzar con el examen de los sujetos y acabar con la acción. Sin olvidar que si se empieza por el bien jurídico no puede hacerse de espaldas a la acción, etc.

En coherencia con estos presupuestos, tampoco es sostenible la existencia de un concepto universal y ontológico de acción. No existe un modelo matemático, ni una fórmula lógica, ni cualquier clase de teoría científica experimentada y verificada, que nos permita ofrecer un concepto de acción humana válido para todas las múltiples clases de acciones que el ser humano puede emprender. Es más, las acciones no existen antes de las normas (reglas) que las definen. Como veremos más adelante, hablamos de la acción de estafar porque existe una norma que define la estafa, como hablamos de asesinato porque una norma lo define, etc. En resumen, la acción, cada acción, posee un significado determinado conforme a ciertas prácticas sociales (reglas o normas), que identifican un comportamiento humano frente a otros. Así puede decirse que la acción es el sentido o significado de un sustrato. B) Segundo presupuesto: las normas jurídicas no son exclusivamente mandatos, imperativos u órdenes, sino que también necesitan ser justificadas racionalmente para que sean válidas, dentro de un proceso de argumentación. Con otras palabras, las normas penales apelan a juicios de valor o a procesos racionales que

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la justifican, y en segundo lugar, fijan obligaciones de cumplimiento frente a todos los ciudadanos —destinatarios— (vid. Lección 1). Por ejemplo, se prohíbe matar porque la vida humana es un valor fundamental para nuestra convivencia.

A la postre, el penalista no ha de tratar de hacer ciencia formulando pretensiones de verdad, sino que ha de conformarse y centrarse en resolver problemas prácticos, enjuiciando acciones humanas a través de las normas jurídicas vigentes. A fin de cuentas, el Derecho penal no se realiza en voluminosos y sesudos estudios sino en las resoluciones judiciales. Por ello, de lo que se trata es de algo mucho más sencillo que de hacer ciencia, de lo que se trata es, ni más ni menos, de argumentar sobre la base de una serie de tópicos contenidos en las normas y conocidos gracias a nuestra experiencia. Y si esto es así, el valor central de la teoría jurídica del delito se contrae a la idea de justicia, que ha de hacerse efectiva mediante ciertas exigencias de seguridad jurídica, eficacia, utilidad y libertad. De ahí la conveniencia de estructurar el estudio del delito del modo que sigue, teniendo en cuenta que partimos de una concepción valorativa de la norma penal, entendida a la vez como imperativo y como determinación de la razón preordenada a la protección de bienes jurídicos; y de ahí también que resulte imprescindible comenzar por el estudio de las pretensiones de validez de la norma penal. Los trabajos de VIVES ANTÓN muestran la insuficiencia de la dogmática para afrontar las tareas que corresponden a la doctrina, como hemos dicho, en orden a la mejor comprensión y aplicación del derecho positivo. Y en su lugar no propone una nueva dogmática, como algo mejor y verdadero, sino más bien abandonar la dogmática; que es tanto como decir, abandonar el camino metodológico sustentado en dogmas o verdades científicas, y sustituirlo por otro camino, que, partiendo de los derechos fundamentales, busque consensos estables y bien fundados. En este sentido, la interpretación jurídica —la subsunción de un hecho en una norma—, comporta esencialmente fijar, de modo fiable, si ese comportamiento humano sigue una regla; e interpretar, establecer si sigue una regla, es una práctica, no un presupuesto lógico. Y entonces la práctica interpretativa no se deduce de nuestros conceptos previos, sino de nuestros hábitos, de nuestras costumbres, de nuestra cultura y, en definitiva, de nuestra forma de vida. Razón por la cual en esta propuesta, tanto la jurisprudencia como la doctrina, posean la misión de ofrecer usos estables y fiables, consensuados, de la interpretación.

2. LA CONCEPCIÓN SIGNIFICATIVA DE LA ACCIÓN La concepción significativa de la acción ha sido formulada por VIVES ANTÓN, siguiendo fundamentalmente el pensamiento de WITTGENSTEIN y en

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menor medida el de HABERMAS y otros autores (debería ser innecesaria la motivación de esta selección de dos de los filósofos más influyente del siglo XX y de la actualidad). Pretende trazar una nueva perspectiva de clarificación de los conceptos y significados básicos del Derecho penal. Su propuesta de análisis, inequívocamente asentada en los principios del liberalismo político, descansa sobre dos conceptos esenciales: acción y norma, unidos en su construcción por la idea fundamental de “la libertad de acción”. Los nuevos presupuestos de esta opción epistemológica son los siguientes: a) primado de la acción; b) primado del lenguaje; c) primado de la libertad. Tras un repaso crítico de la filosofía de la acción, desde la concepción de la mente de DESCARTES hasta el funcionalismo sociológico y psicológico, parte VIVES ANTÓN de un examen de la teoría de la acción comunicativa. Cuestiona el entendimiento de la acción en el Derecho penal como consecuencia de la concepción cartesiana, según la cual la acción era entendida como un hecho compuesto de un hecho físico (movimiento corporal) y de un hecho mental (la voluntad). Precisamente por la contribución de la mente era posible distinguir ontológicamente los hechos humanos de los hechos naturales y de los hechos de los animales. Pero el giro en la filosofía de la acción, del que aquí nos hacemos eco, comporta un abandono de concepciones ontológicas y un cambio en la concepción de la acción. Se renuncia a un concepto ontológico de acción, como algo que sucede, como si fuera un fenómeno físico, y para evaluar si existe una acción ya no se acude a parámetros psicofísicos, mediante el recurso a la experiencia (nuestros sentidos son sólo hipótesis del mundo). La acción ha de entenderse de forma distinta, no como lo que las personas hacen, sino como el significado de lo que hacen, es decir, como el sentido de un sustrato. Todas las acciones no son meros acontecimientos, sino que tienen un sentido (significado), y por tanto no basta con describirlas, sino que es necesario entenderlas (interpretarlas). Frente a los hechos, que pueden explicarse conforme a leyes físicas, químicas, biológicas, o matemáticas, las acciones humanas han de ser interpretadas conforme a reglas o normas. De acuerdo a estos presupuestos, tampoco existe un concepto universal y ontológico de acción. No existe un modelo matemático, ni una fórmula lógica, ni cualquier clase de teoría científica experimentada y verificada que nos permita ofrecer un concepto de acción humana válido para las diferentes clases de acciones que el ser humano puede emprender. Es más, para el Derecho penal las acciones no existen antes de las normas (reglas) que las definen. Hablamos de la acción de estafar porque existe una norma que defina la estafa. La acción, cada acción, posee un significado determinado conforme a ciertas prácticas sociales (reglas o normas) que identifican un comportamiento humano frente a otros.

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Desde este planteamiento, el primer dato a considerar ante cualquier hecho humano es el de su pertenencia o no a un tipo de acción, que determina a su vez “la apariencia de acción”. Es el punto de partida para establecer si podemos decir que existe una acción, y en segundo lugar, decidir si estamos ante una acción de la clase de acciones definidas en la norma correspondiente (v.gr. matar, lesionar, violar, robar, estafar…). Al tipo de acción pertenecen todos los elementos (objetivos y subjetivos) de la acción que cumplan una función definitoria de la clase de acción de que se trate.

Como se acaba de exponer, el concepto de conducta ha sufrido recientemente un giro trascendental. Ya no se atribuye a la conducta un papel exclusivo en la teoría del delito, ni se le asigna el desempeño de varias funciones conceptuales; tampoco se pretende construir un concepto general, anterior (prejurídico) e inmutable de conducta (como, v.gr., los conceptos o teorías clásicas de la acción: causal, final y social de acción). Todos estos empeños hoy no se consideran válidos por la doctrina mayoritaria. En esta línea, a nosotros nos parece que el primer paso que ha de darse estriba en considerar que la conducta es una condición decisiva, pero sin que nos interesen las conductas en general, ni se discuta si ha existido o no una conducta, sino que únicamente importa si la concreta conducta que en cada caso enjuiciamos, se ha realizado con las características exigidas en la ley penal. Es estéril discutir acerca de un concepto general de conducta válido para todas las posibles formas de conducta, porque en realidad sólo nos interesa en cada caso si se ha actuado en la forma descrita en la norma penal. Por todo ello hoy el concepto de conducta se resume en la idea de conducta típica porque no es posible establecer un concepto general de conducta, sino tantos conceptos de conducta como clases de conductas relevantes (típicas) hay para el Derecho penal, según las diversas características con las que son descritas normativamente.

Así pues, desde este enfoque se renuncia a creer que existen acciones como si se tratara de objetos, y que su concepto pueda formularse en una idea previa, superior y común a las normas, y capaz de agrupar a toda clase de acciones, pues no existen acciones previas a las normas, de modo que no puede decirse que exista la acción de matar, si previamente no existe una norma que define lo que es matar y al tiempo le da relevancia. Traslademos esta consideración a ejemplos deportivos. Así, no existe la acción del “jaque mate” si antes no existen las reglas del Ajedrez. Y del mismo modo, no existe la acción del “fuera de juego” sin que previamente exista una norma reglamentaria que defina lo que es el fuera de juego. Primero son las reglas (normas) las que definen qué entendemos socialmente por esta o aquélla acción. Y luego conforme a estas reglas ya podemos identificar y decir que matar es un homicidio, o que determinados comportamientos significan o poseen un sentido jurídico, social y culturalmente que llamamos

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cohecho, estafa, prevaricación, hurto, malversación, tortura, falso testimonio, atentado o desobediencia. O que atacar al Rey enemigo sin dejarle casilla libre es jaque mate, o que colocarse detrás del último defensa antes de la salida de la pelota es un fuera de juego.

En suma, la pregunta acerca de si ha existido o no una conducta humana ha de hacerse siempre en relación con un determinado tipo penal (homicidio, lesiones, falsedades, injurias, hurto). De forma que sólo si reúne todos los requisitos requeridos en la norma correspondiente tiene el significado jurídico al que llamamos delito de atentado, de desobediencia a la autoridad o de lesiones graves. Así pues, la concepción significativa de la acción, que constituye uno de los presupuestos fundamentales de esta orientación, expresa que los hechos humanos únicamente pueden comprenderse a través de las normas; esto es, que su significado existe sólo en virtud de normas, y no es previo a las mismas (por ello hablamos de tipo de acción). Para ser coherentes con los argumentos hasta aquí expuestos, parece conveniente señalar que el estudio jurídico de un hecho constitutivo de delito, debe hacerse en dos grandes fases: en la primera examinaremos todos los presupuestos necesarios para poder fundamentar la responsabilidad criminal, que se subdividen en cuatro grandes momentos, en orden sucesivo, y que podemos denominarlos como pretensiones de validez de la norma; en la segunda, que podemos denominar defensas, analizaremos las diferentes causas que excluyen la responsabilidad penal. Y utilizamos la voz “pretensiones” porque tanto el legislador al crear un delito (fase legislativa), como el juez al aplicar la ley penal (fase aplicativa), han de hacerlo dentro de un procedimiento discursivo, con argumentos que convenzan y demuestren que un hecho es relevante, ilícito, reprochable y que está necesitado de pena. El término pretensión es equivalente a “juicio de valor”, pero subrayando las exigencias de validez y racionalidad. Como decíamos, el punto de partida es la existencia de un comportamiento humano concreto y determinado. Ese comportamiento ha de ser cotejado con las normas jurídicas. Y sobre ese comportamiento concreto han de proyectarse las cuatro pretensiones de validez de la norma: el intérprete, figuradamente, ha de descomponerlo (el comportamiento) en cuatro grandes secciones, comprobando que satisface todas las exigencias de las normas vigentes aplicables para poder castigarlo. Veamos a continuación de forma sintética el esquema seguido en esta obra. A) Fundamentos de la responsabilidad criminal, que se subdivide como hemos señalado en cuatro partes: a) Relevancia (tipicidad): el tipo de acción. Dentro de esta pretensión, la primera parte estaría dedicada a estudiar el contenido del llamado tipo

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de acción o pretensión de verdad e inteligibilidad, y la segunda a verificar la pretensión de ofensividad (antijuridicidad material). Pero previamente, como se ha adelantado, ha de exponerse la concepción significativa de la acción, que constituye uno de los presupuestos fundamentales de esta sistemática y que, en síntesis, expresa que los hechos humanos únicamente pueden comprenderse a través de las normas; esto es, que su significado existe sólo en virtud de normas, y no es previo a las mismas (por ello hablamos de tipo de acción).

Dentro del tipo de acción, como presupuesto imprescindible de todo delito, debemos comenzar por comprobar si la acción examinada procede de un ser humano (hecho humano), y si esta acción humana es típica, es relevante para el Derecho penal, porque sigue la regla de conductas descritas en la norma (matar, estafar, lesionar, secuestrar, robar…). Y acto seguido, habremos de estudiar qué características ha de reunir un comportamiento para que pueda ser atribuido a un ser humano, ya que la tipicidad es esencialmente una proposición lingüística.



A continuación trataremos de fijar los requisitos indispensables para que podamos hablar de conducta, y sus modalidades, la acción y la omisión. Posteriormente, comprobaremos cómo en algunos delitos para que la conducta posea el significado requerido en la norma (para ser típica o relevante), precisa producir un resultado (v.gr., la muerte de una persona). En estos delitos resulta imprescindible demostrar que la conducta del autor ha causado el resultado muerte; y entonces nos topamos con la problemática causal (causación, imputación objetiva, causalidad). Además, como algunas acciones requieren para ser relevantes la presencia de especiales elementos subjetivos (el ánimo de lucro en los delitos patrimoniales, por ejemplo) tendremos que detenernos en el análisis de este extremo.



Después abordaremos la categoría de ofensividad (antijuridicidad material), donde se volverá sobre la noción de bien jurídico, que constituye la esencia de la antijuridicidad (en sentido material), porque constituye el fundamento para determinar si una conducta debe ser o no considerada contraria a Derecho. Si debe, por tanto, ser declarada relevante o típica. Como ya vimos en las Lecciones 1 y 8, si la función esencial del Derecho Penal es la tutela de bienes jurídicos, la idea de antijuridicidad se ha de sustentar en la desvalorización de las conductas que ataquen los bienes, valores o intereses más importantes para la convivencia. Y esta categoría de bien jurídico obliga a distinguir entre delitos de lesión y delitos de peligro, y la exigencia de que el hecho típico sea a su vez antijurídico, esto es, contrario a Derecho.

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La siguiente Lección está dedicada al examen de las fases de realización del hecho (iter criminis), partiendo de la clásica distinción entre las fases interna y externa de realización. Y ya dentro de esta última, distinguiremos entre los actos preparatorios punibles y el comienzo de ejecución del delito, para terminar diferenciando entre tentativa (intento de matar) y consumación (producción del resultado muerte), sin olvidar el llamado desistimiento voluntario (cuando el autor o los autores deciden libremente no proseguir la conducta antes de haber logrado la consumación).

La Lección que cierra este primer bloque nos lleva a examinar los sujetos del delito. Primero el sujeto activo, donde se hace necesario distinguir entre quienes son autores materiales del hecho (causan la muerte) y quienes son partícipes ayudando al autor (prestan el arma homicida). En este punto se hará referencia al novedoso modelo de responsabilidad de las personas jurídicas. Y para finalizar, atenderemos a la noción de sujeto pasivo y al papel otorgado a la víctima del delito, así como al análisis del objeto material.



En definitiva la pretensión de relevancia establece si la acción examinada pertenece a la clase de acciones descritas en la Ley como lesivas (antijuridicidad material). Por ejemplo, la acción que produce la muerte de otra persona es un comportamiento siempre relevante para el Derecho penal y a la vez lesiona el valor vida humana.

Desde otro enfoque, puede decirse que la resolución de cualquier caso criminal tiene su inicio en la subsunción del hecho enjuiciado en los diferentes requisitos contenidos en el tipo penal. b) La Ilicitud (antijuridicidad formal). La acción —el tipo de acción concreto realizado y examinado— además de ser lesiva, ha de serlo de forma que contravenga la directiva de conducta contenida en la propia norma, esto es que la infrinja. Con otras palabras, la conducta lesiva tiene además que serlo porque realiza lo prohibido o porque no hace lo mandado por la norma. Y esta pretensión consta a su vez de dos grandes partes. En la primera se atiende a las instancias de imputación, examinando si en la acción relevante concurre el dolo o la imprudencia. Y en la segunda que el sujeto posee capacidad de culpabilidad (imputabilidad) y no concurre alguna causa de inimputabilidad. En nuestro Derecho existen pues dos instancias, clases o formas de atribuir el hecho a sus responsables, el dolo (intención) o la imprudencia (infracción del deber de cuidado y diligencia). Como es sabido, desde antiguo distinguimos entre quien mata a otro intencionadamente (por ejemplo para robarle), y quien produce una muerte por un descuido (por

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac ejemplo en el curso de una intervención quirúrgica o al atropellar a un peatón al dormirse conduciendo un vehículo).

c) El reproche: la culpabilidad. A la pretensión de relevancia y de ilicitud que recaen sobre la acción, sigue la pretensión de reproche que recae sobre el autor. Para poder castigar a una persona no basta con que haya realizado una acción relevante lesiva; y haberla realizado con dolo o imprudencia. Además de todo ello es imprescindible que el sujeto sea capaz de entender y comprender lo que ha hecho. Sólo así podremos reprocharle que haya infringido voluntariamente la norma, sabiendo lo que hacía. Así pues, la pretensión de reproche hace referencia a la categoría de la imputabilidad, donde precisamente se analizan el conjunto de características biológicas y psíquicas que permiten afirmar la capacidad de comprender y actuar conforme a las normas en un caso concreto. d) La necesidad de pena (punibilidad). Esta última pretensión de validez de la norma penal constituye en realidad un momento del principio constitucional de proporcionalidad. Parte de considerar que toda pena innecesaria es a la vez injusta. De ahí que la medida de la pena proporcional al hecho no sólo deba hacerse en abstracto, sino también en concreto, tomando en consideración la concurrencia de requisitos específicos para poder sancionarlo, evitando la injusticia de castigar desproporcionadamente un caso determinado. Tradicionalmente, hablaríamos de la noción de punibilidad. B) Supuestos de exclusión de la responsabilidad criminal En esta segunda parte de la teoría jurídica del delito se exponen el conjunto de causas, que por diferentes razones, eximen o excluyen la responsabilidad criminal. Comenzaremos con el análisis de los llamados por lo general “límites personales de la ley penal”, que incluyen supuestos de inviolabilidades, exenciones e inmunidades; históricamente concebidas como privilegios personales y en la actualidad como instrumentos de tutela para el ejercicio de funciones públicas. Para seguidamente ocuparnos de las hipótesis de ausencia de alguno de los requisitos del tipo de acción, tales como la ausencia de voluntariedad de la conducta, (v.gr. movimientos reflejos, sonambulismo), y los supuestos de caso fortuito, en los que el resultado lesivo acaece sin intención ni imprudencia del actor. Para pasar inmediatamente al estudio de asuntos en los que se alega error del sujeto, tanto el que recae sobre la valoración del hecho (error de tipo o error de hecho), como el que se proyecta sobre la ilicitud de la conducta (error de prohibición o error de derecho); en definitiva, si el sujeto ha actuado conociendo o pudiendo conocer la ilicitud de su acción.

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El nuevo paso estribará en el análisis, en cuatro Lecciones consecutivas, de los llamados permisos fuertes o causas de justificación de la conducta: eximentes, como la legítima defensa, el estado de necesidad justificante, el consentimiento, el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo y el cumplimiento de un deber, que autorizan a los ciudadanos a realizar conductas relevantes o típicas (o sea, a dañar bienes jurídicos), pero que bajo ciertos requisitos, no son contrarias a Derecho, no son ilícitas. Más tardes, prestaremos atención a los permisos débiles o excusas, como son el estado de necesidad excusante y el miedo insuperable, clásicamente consideradas como causas de inexigibilidad. Siguiendo con el anterior ejemplo, la acción que produce la muerte de otra persona (un disparo) hemos dicho que siempre es relevante y lesiva, sin embargo, puede no ser considerada ilícita y quedar sin castigo penal, al haberse efectuado en el ejercicio de la legítima defensa, esto es, cubierta por un permiso.

Como correlato negativo de la imputabilidad se contemplan las causas de inimputabilidad, es decir, momentos en los que el autor del delito presenta una ausencia de la capacidad de comprender y actuar en consecuencia, y que como las antes reseñadas, cuando concurren con todos los requisitos exigidos legalmente, eximen de responsabilidad penal. Entre ellas se encuentran la minoría de edad, la enajenación, las toxicomanías y las alteraciones en la percepción de la realidad. Desde antiguo se las calificado como causas de inculpabilidad. Pensemos en supuestos de robos y hurtos cometidos por menores de 14 años o por personas con sus facultades mentales gravemente alteradas. Para terminar, como la cara opuesta de la idea de necesidad de pena, estudiaremos tanto las causas genéricas de exclusión de la pena (v.gr. prescripción) como las específicas (parentesco en ciertos delitos), así como también determinados presupuestos procesales, generalmente denominados requisitos de perseguibilidad que algunos delitos requieren para poder ser enjuiciados y sancionados.

B) Fundamentos de la responsabilidad criminal

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Relevancia (tipicidad): el tipo de acción 1. EL CONTENIDO DEL TIPO DE ACCIÓN: PRESUPUESTOS Para saber si estamos o no ante un tipo de acción, lo primero que ha de hacerse es comprobar si la acción examinada procede de un ser humano (hecho humano), y si es típica, si pertenece a la clase de acciones descritas en la Ley como lesivas (vid. Lección anterior). Y es que, como hemos repetido, el Derecho penal sólo se ocupa de acciones, sólo regula y castiga acciones (humanas, obviamente). Por esta razón, no resulta inoportuno comenzar el estudio del delito por la acción. Con una reflexión previa: podríamos decir que desde siempre, quienes han tenido que bregar con normas penales, lo han hecho para resolver casos; casos cuyos núcleos eran/son una acción. Y lo han hecho con una cierta lógica, consistente en examinar la conducta de una persona, confrontarla con la tipificada en una norma, cerciorarse de que encajaba en las previsiones de ésta, que reunía todos sus elementos, y resolver lo pertinente, cada uno en su ámbito. Y no se interrogaron ni se interrogan sobre qué es la acción en abstracto, qué es acción, que es por donde ha venido empezando buena parte de la doctrina, buscando un cimiento o un componente compartido, y dando por supuesta su existencia para todos los delitos; como si la acción existiera, como si las acciones existieran con anterioridad a las normas que las disciplinan. Ni el policía, ni el fiscal, ni el juez ni el abogado efectúan semejante planteamiento. Cuando se presenta una denuncia en una comisaría, el funcionario que la recibe se preocupa de si los hechos narrados por el ciudadano pueden ser constitutivos de delito, porque “prima facies” parecen estar contemplados en una norma penal. El fiscal, antes de formular acusación alguna, igualmente examina los hechos para ver si pueden ser calificados de delito, porque son subsumibles en un tipo de acción, etc.

Y es que no existe la acción en general antes de la acción típica, lo que hay son reglas sociales, normas penales entre ellas, que otorgan un significado a determinados comportamientos, o lo que es lo mismo los interpretan, de donde surgen los diferentes tipos de acciones; en cuyo estudio vamos a centrarnos. De modo que, siguiendo a VIVES, la acción ha de concebirse como el significado social de la conducta. La acción es un sentido que, conforme a un sistema de normas, puede atribuirse a determinados comportamientos humanos.

Sin una norma previa que los defina como delitos (o como ilícitos de cualquier clase), los comportamientos humanos nada significan para el Derecho.

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Y de acción humana podemos hablar desde el momento en que quien la realiza es capaz de tener y exteriorizar intenciones, bien entendido que esas intenciones por sí solas no convierten el comportamiento en acción jurídicamente relevante. Lo que los hace relevantes es el significado que en su contexto social se les haya asignado (como el que se asigna a causar la muerte de otra persona), pues son las normas las que atribuyen un significado a los hechos humanos, ante de las normas ni hay acciones relevantes ni significados (por eso hablamos de tipo de acción). En resumidas cuentas, el primer paso siempre ha de consistir en determinar, una vez constatada la existencia de una acción humana, si esa acción es relevante, si es una acción que concuerda con un tipo de acción. Tras esta operación que permite afirmar que se está ante una apariencia de acción, hará falta una indagación posterior para concluir que ciertamente se trata de una acción con significado penal. Y, por descontado, la tarea no termina aquí, porque una vez establecida la pertenencia de la acción a un tipo de acción, será imprescindible la prueba, más allá de toda duda razonable, de que el sujeto es autor de esa acción y que ésta le es reprochable.

2. LA EXIGENCIA DE UNA ACCIÓN. LA CONDUCTA: CUESTIONES GENERALES Al Derecho penal sólo le interesan las conductas realizadas por seres humanos. Por tanto, sólo éstas pueden llegar a ser relevantes (típicas). La razón es muy simple: la misión esencial del Derecho penal es la protección de bienes jurídicos (derechos, intereses, o valores humanos); pero esta misión sólo puede realizarla frente a las conductas humanas, las únicas que puede regular, esto es, las únicas frente a las cuales puede intervenir eficazmente prohibiendo hacer algo (v.gr., prohibiendo robar, matar, falsificar) o mandando hacer algo concreto (socorrer, denunciar delitos, perseguir delitos). Porque como resulta obvio, las normas penales no pueden prohibir o mandar (regular) los acontecimientos naturales, como podría ser la prohibición de un terremoto, de una inundación, de un huracán, de una tormenta, de un alud o de un rayo. Y tampoco puede ordenar (prescribir) que llueva para evitar sequías o incendios. Por consiguiente, las muertes, lesiones, o daños procedentes o causados por fenómenos naturales no son delito, porque sencillamente quedan fuera del ámbito del Derecho penal, al no ser obra de personas. Es decir, los fenómenos naturales pueden explicarse conforme a procesos científicos, pero sería absurdo buscar responsabilidades.

En definitiva, como quiera que el Derecho penal es un conjunto de normas que regulan conductas humanas con la finalidad de tutelar bienes jurídicos, sólo le interesan las acciones y omisiones realizadas por un ser humano. Porque sólo puede regular los comportamientos humanos y alcanzar una cierta eficacia.

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Y no ha de perderse de vista que las omisiones son también conductas exteriorizadas. De manera que la exigencia de una acción no excluye del ámbito de los significados relevantes a las omisiones. El concepto de acción se integra también con las omisiones, porque aunque carezcan de entidad, aunque sean nada, en ocasiones exteriorizan una voluntad, y entonces pasan a ser conductas, y, por ello pueden ser objeto de tipificación, sólo que la omisión no se plasma en un movimiento corporal como las acciones, sino en la defraudación de una espera: el ordenamiento penal, en determinadas condiciones, espera un comportamiento del ciudadano, que al eludirlo transgrede la norma y lesiona su bien jurídico. Pero decir que al Derecho penal sólo le interesan las conductas humanas, no significa que le interesen todas las conductas realizadas por un ser humano. Y en efecto, sólo le interesan aquéllas que puedan significar un ataque a los bienes jurídicos más importantes para la colectividad. De modo que, de conformidad con su función de tutela de bienes jurídicos, el legislador, y sólo el legislador, procede a su selección. Y en este punto reside la clave de la cuestión. Porque debe tenerse claro que se trata de una decisión política, y más exactamente de una decisión de política criminal, que cambia y evoluciona a lo largo de la historia. Lo que sí podemos citar son algunos de los criterios tradicionales en los que el legislador se apoya para tomar la decisión. Así, criterios de justicia, criterios de utilidad (prevención), y criterios de oportunidad son los básicos. Ahora bien, estos criterios tienen contenidos ideológicos diferentes y pueden combinarse de formas muy diversas. En la actualidad, la política criminal que guía la legislación penal, también responde a orientaciones ideológicas. Sin embargo, el mayor avance de las sociedades occidentales en esta materia durante el pasado siglo, reside en la existencia de Leyes Fundamentales (en España la Constitución de 1978) que fijan un marco o espacio, dentro de cuyos límites el legislador ordinario puede libremente decidir, pero nunca traspasarlos (entonces el TC debería declarar inconstitucional esa norma). Estos límites, ya estudiados, son esencialmente los principios constitucionales, el sistema de garantías y los derechos fundamentales. De aquí la reiterada y estrecha vinculación y dependencia del Derecho penal respecto a la Constitución. Pues bien, dentro de este espacio acotado por la Constitución, el legislador, conforme al juego de las mayorías parlamentarias, puede decidir qué conductas humanas quiere castigar con la pena criminal. De forma que, antes que nada, determina los intereses, derechos o valores humanos (bienes jurídicos) que considera necesario proteger mediante el recurso a la pena (v.gr., la vida, la integridad, la libertad, el patrimonio, la salud pública, el medio ambiente, etc.). Y después, selecciona qué conductas humanas puede y quiere prohibir, y qué conductas quiere que se realicen. Porque tampoco puede otorgar una protección absoluta a todos los bienes jurídicos, sino exclusivamente asignar importancia a las conductas más graves, más peligrosas o más lesivas para los bienes jurídicos más importantes. De modo que una vez seleccionados los bienes jurídicos que quiere, y las conductas

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más intolerables, fija las características que el comportamiento ha de poseer para ser relevante para el Derecho penal; esto es, describe en la Ley la conducta con los requisitos necesarios para merecer la sanción penal. Estos requisitos o características que el legislador describe en la norma, y que son necesarios para que la conducta sea relevante, pueden responder a múltiples razones. Unas veces será la forma de ataque (empleo de violencia o intimidación), otras la intensidad de la lesión (la cuantía del daño causado o del beneficio económico obtenido) o del grado de peligro para el bien jurídico (riesgo para la seguridad de las personas), otras el sujeto que realice la conducta (ser autoridad o funcionario), otras las condiciones de la víctima (ser menor o incapaz), o incluso la finalidad perseguida (ánimo de injuriar), etc. Por citar algún ejemplo, el bien jurídico vida o integridad, se protege frente a cualquier clase de conducta que los ataque. Pero en cambio el patrimonio no se tutela de forma absoluta, sino que su relevancia penal dependerá de la forma de ataque (apoderamiento con violencia o intimidación, fuerza en las cosas, engaño, abuso de confianza, etc.). Lo mismo sucede con el medio ambiente, la ordenación del territorio, el patrimonio cultural, la seguridad del tráfico vial, las defraudaciones tributarias, las infracciones de los funcionarios públicos o la salud pública, en los que el Derecho penal ha de tener una intervención mínima, secundaria y subsidiaria con relación a otras ramas del ordenamiento jurídico, reservando la sanción criminal a las conductas más graves, y para ello las leyes penales establecen ciertas exigencias para su consideración como delitos.

Por consiguiente, ya estamos en condiciones de comprender el significado de tipicidad (tipo) o pretensión de relevancia: es el conjunto de características, requisitos o elementos que la norma penal precisa para que una conducta sea relevante para el Derecho penal. De suerte que si la conducta realizada no reúne todas y cada una de las características, requisitos y elementos exigidos en la norma penal, no será relevante, se calificará en consecuencia de atípica, y, por tanto, no será delito. La idea de tipicidad es la traducción dogmática (o técnico-jurídica) del principio de legalidad criminal. Por ejemplo, no será típica la conducta de prevaricar si la realiza un particular, pues la norma exige que se lleve a cabo por una autoridad o funcionario. Tampoco será típica la venta de pornografía o el exhibicionismo sexual si se realiza ante mayores, pues la ley sólo castiga su práctica ante menores o incapaces. De igual forma, no será típica la conducta de acusación y denuncia falsa si ésta no se produce ante funcionario competente para perseguir delitos. No habrá homicidio si la muerte se ocasiona a un animal. No existirá delito de allanamiento de morada si el morador permite la entrada, pues la norma requiere entrar contra la voluntad del titular del domicilio. Tampoco existirá delito de injuria si la crítica a una persona se realiza sin ánimo de atentar a su honor. Y no habrá delito fiscal si se defrauda menos de 120.000 €, porque el correspondiente precepto penal precisa que se supere dicha cantidad (art. 305).

Ahora bien, la conducta humana consiste siempre en una manifestación de voluntad. Lo que significa dos cosas: primero que la conducta humana ha de ser voluntaria, es decir, ha de ser la expresión de la voluntad del sujeto. Y en segundo lugar, para hablar de conducta humana ésta siempre ha de exteriorizarse. De ahí

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que si no reúne ambas características, no puede hablarse de conducta humana (supuestos denominados de “ausencia de comportamiento”). Suele fijarse una fecha histórica, generalmente vinculada al movimiento de la Ilustración (Revolución Francesa, Revolución e independencia norteamericana) el momento desde el cual se va construyendo un nuevo orden político, económico y jurídico, comúnmente identificado con las ideas de democracia y del Estado de Derecho. Pues bien, en el seno de los sistemas democráticos sólo es legítimo castigar penalmente los comportamientos materializados, objetivados no pertenecientes al fuero interno. Y nadie cuestiona lo contrario, es decir, que pueda castigarse el pensamiento o la mala voluntad no transformada en una acción del mundo externo sensible. Reina la unanimidad al respecto, de modo que no pueden ni deben castigarse por sí solos, los pensamientos, los procesos mentales o el fuero interno. Por tanto, no puede castigarse el designio criminal, ni siquiera aunque llegue a ser conocido por otras personas: resulta imprescindible que el sujeto llegue a realizar la conducta externa voluntaria. La voluntad o intención que no causa nada, es decir, que no es realizada, es impune (así, es un principio clásico del Derecho penal que se expresa: cogitationis poenam nemo patitur). En el seno de la teoría de la acción significativa, el tipo de acción es la categoría básica, sobre la que se construye el conjunto de la teoría del delito. El tipo de acción contiene los elementos esenciales de la acción, los que la definen y la convierten en relevante, los que le dan sentido. Elementos que cuando concurren en el comportamiento de un sujeto permiten afirmar que ese comportamiento queda dentro de la clase de acciones que el tipo de que se trate delimita. Pero el contenido del tipo de acción no se integra exclusivamente por elementos, podríamos decir, objetivos, se integra por todos los que especifican la clase de acción que es relevante para el Derecho penal. Y esa determinación en ocasiones está encomendada a momentos subjetivos, sin los cuales sería impensable la delimitación de la acción, que sería dotada de una extensión desmesurada, en flagrante contradicción con el principio de ofensividad. La acción de tomar una cosa mueble ajena carece de lesividad, pues ningún bien jurídico resulta dañado cuando alguien toma en sus manos un objeto de otra persona, y por ello no se castiga. Pero esa acción cobra relevancia cuando el referido objeto se toma con ánimo de lucro. Esa intencionalidad le da un vuelco a lo que era una acción inocua. (vid. art. 234 CP).

Ahora bien, la presencia de elementos subjetivos, junto a los objetivos, en distintos tipos de acción, no implica que en tales delitos haya dos planos distintos, interno uno y externo el otro, que nada tengan que ver entre sí (vid. Lección 20). Finalmente, interesa resaltar que los tipos de acción están formulados en proposiciones, cuyo sentido ha de fijarse a partir de los términos usados por el legislador en su redacción, y estos términos son de distintas clases, pero con una caracte-

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rística común: de una manera o de otra tienen una connotación valorativa, más o menos acusada, por cuanto todos han de ser interpretados a la luz de la finalidad de protección de la norma que los contiene, y todos requieren que el aplicador del Derecho valore si el hecho que juzga encaja en las prescripciones típicas. Los términos: a) unas veces encierran la descripción de un hecho externo (matar, causar una lesión…) o de una actitud interna (el error al que se induce a la víctima de un delito de estafa del art. 248) y se les suele denominar términos descriptivos; b) otras, requieren una valoración que el juez ha de realizar a partir del propio Derecho, bien porque en la norma aparece uno que está jurídicamente delimitado (en el art. 446.1º se menciona “delitos graves o menos graves”, términos a los que el propio CP marca los límites, al enumerar y penar las diferentes infracciones a lo largo de su articulado) o de reglas de índole social o moral (el art. 185 habla de la realización de “actos de exhibición obscena”, para cuya determinación no queda más remedio que atender a las concepciones sociales y morales imperantes en el momento; y, por último, c) hay términos que exigen una valoración en base a la experiencia o a saberes técnicos, científicos, etc. (cómo si no puede apreciarse la existencia de la alteración del genotipo, de que se habla en el art. 159; o determinarse qué es el dolo al que se refiere el art. 5 sin definirlo). Los términos indicados en b) y c) son valorativos o normativos.

3. CLASIFICACIÓN DE LOS TIPOS Los tipos de acción se clasifican por la doctrina en varios grupos en función de diferentes criterios. A continuación exponemos los principales, en el buen entendimiento de que un mismo tipo puede ser incluido en más de un grupo, como se verá.

3.1. En atención al bien jurídico se pueden distinguir A) Tipos de lesión y de peligro: – Tipos de lesión son los que requieren la efectiva lesión del bien jurídico (por ejemplo, el homicidio). Pero han de tenerse en cuenta dos cosas: que la pertenencia a esta clase no significa que sólo se realiza el delito cuando se llega a lesionar efectivamente el bien jurídico, pues la efectiva lesión es necesaria para la consumación, y cuando no llega a producirse el hecho se castiga como tentativa; y en segundo lugar, que no siempre es fácil afirmar la efectiva lesión, particularmente en relación con bienes jurídicos inmateriales (como la dignidad o la intimidad).

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– Tipos de peligro, que, a su vez, se subdividen en: – Tipos de peligro concreto: en los que se requiere la probabilidad de que el bien jurídico resulte dañado, a raíz de la realización de la conducta típica, probabilidad que ha de materializarse en la creación de una situación objetivamente peligrosa para el bien de que se trate (vid. el art. 380.1 CP, v.gr); y – Tipos de peligro abstracto: en los que se plasma una acción que, en sí misma y en no pocas ocasiones, puede estar ayuna de peligrosidad, pero es de tales características que si no se castigara podría comportar riesgos intolerables para la convivencia, y no necesita crear una situación de riesgo específico para el bien jurídico (como la tenencia de armas de fuego sin licencia del art. 564 CP). B) Tipos uniofensivos (que lesionan o ponen en peligro un bien jurídico, como el de homicidio) y pluriofensivos (que lesionan o ponen en peligro más de un bien jurídico, como el de atentado del art. 550 CP). C) Tipos de consumación normal y de consumación anticipada, según el tipo requiera la plena lesión del bien jurídico o prevea ya el castigo de actos dirigidos a producirla (vid. el art. 472 CP, por ejemplo)

3.2. En atención al sujeto activo se distingue entre A) Tipos comunes y especiales: los comunes tienen un sujeto activo indeterminado, por lo general expresado mediante “el que” o “los que” (vid. art. 138 CP, por ejemplo), y, por consiguiente, pueden ser cometidos por cualquier persona; mientras que en los especiales hay que distinguir entre: – los especiales propios o en sentido estricto, que tienen un sujeto activo diferenciado, han sido diseñados de tal suerte que el tipo o una parte sustancial del mismo solamente puede ser realizada por quien reúne determinada condición (sólo quien tiene la condición de autoridad o de funcionario puede realizar íntegramente el tipo de prevaricación o malversación de los arts. 404 y 432 CP); y – los especiales en sentido amplio o impropios en los que las características del sujeto activo determinan un castigo diferente (vid. el art. 167 CP, por ejemplo). En este grupo suelen incluirse los delitos de propia mano, difícilmente diferenciables de los especiales propios. En sentido estricto, delitos de propia mano serían aquellos cuya conducta, por la forma en que se describe en el tipo, sólo puede ser ejecutada por determinadas personas. Y como ejemplo puede traerse a colación el delito de violación del art. 429 del anterior CP, en el que se castigaba la violación de una mujer que, obvia-

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac mente, sólo podía llevar a cabo un hombre. Por el contrario, el art. 179 del CP vigente no contiene un delito de propia mano.

B) Tipos unisubjetivos, que precisan la intervención de un único sujeto, aunque pueden intervenir más (como los de hurto o robo, por ejemplo) y plurisubjetivos, que precisan varios sujetos activos (caso de la rebelión del art. 472 CP).

3.3. En atención a la conducta se habla de A) Tipos de acción, de omisión y de comisión por omisión (vid. Lección 18). B) Tipos de mera actividad, que se satisfacen con la sola realización de la acción típica (los tipos de abusos sexuales, por ejemplo); y de resultado, que requieren, además, la causación de un resultado (como el tipo de homicidio). Tres advertencias merecen apuntarse. En primer lugar, ha de señalarse que no hay acuerdo en la doctrina sobre qué debe entenderse por resultado, pues mientras para unos autores, resultado equivale a lesión del bien jurídico, para otros, es la consecuencia de la acción, consistente en una cierta modificación del mundo exterior, vinculada pero separada de la acción (de nuevo, el homicidio, sirve de ejemplo). En segundo lugar, no debe confundirse esta clasificación con otra vista anteriormente, que diferencia los tipos de lesión de los de peligro, pues no coinciden los tipos de lesión con los de resultado y los de peligro con los de mera actividad. Más bien admiten variadas combinaciones, en línea con la advertencia inicial. Y así podemos encontrarnos con tipos que al tiempo son de lesión y resultado (el inevitable homicidio); de lesión y mera actividad (la violación), de mera actividad y peligro (tenencia ilícita de armas); de peligro y resultado (el delito ecológico). Igualmente, ha de señalarse que los tipos de resultado y mera actividad pueden ser de acción y de omisión. Por último, ha de adelantarse que los tipos de mera actividad y de resultado pueden ser de acción y de omisión, como se verá más adelante.

En cualquier caso, entendemos como resultado la causación de una consecuencia distinta de la acción, de la manifestación de voluntad, por tanto, de la que aparece temporal y espacialmente separada; y por ende, como delitos de resultado, todos aquellos que, por imposición legal requieren de la producción de una tal consecuencia. Definir el resultado como lesión del bien jurídico conduce a una confusión entre delitos de lesión y de resultado, y da pie a una inadecuada, por demasiado extensa, aplicación del art. 11 CP, claramente contraria al restrictivo texto de este precepto, que se refiere con carácter exclusivo a “los delitos que consistan en la realización de un resultado”. C) Tipos instantáneos (en los que basta la realización de la acción para que la lesión del bien jurídico se entienda producida, como sucede en el homicidio) y permanentes (en los que la acción lesiva para el bien jurídico se prolonga durante un cierto tiempo; como en las detenciones ilegales). En cambio en los delitos de estado una actividad momentánea deja sentir sus efectos antijurídicos durante un tiempo más o menos duradero (caso de la bigamia, por ejemplo).

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D) Tipo de empresa es el caracterizado porque en él se equiparan tentativa y consumación. V.gr., en el art. 286 ter se castiga por igual a quienes mediante ofrecimiento, promesa o concesión de cualquier beneficio “corrompieren o intentaren corromper…”.

3.4. En atención a la presencia de elementos subjetivos del tipo de acción se habla de (vid. la Lección 20) Delitos de intención, de delitos de tendencia interna trascendente y de delitos de expresión

3.5. En otro orden de cosas, atendiendo a la perseguibilidad, puede distinguirse entre con A) infracciones perseguibles de oficio: para cuya persecución la voluntad de la víctima no desempeña papel alguno; B) infracciones no perseguibles de oficio: dentro de las cuales hay que distinguir entre infracciones no perseguibles de oficio en sentido amplio (como la hipótesis prevista en el art. 102.2 CE) e infracciones no perseguibles de oficio en sentido estricto, dentro de las que, a su vez, cabe diferenciar: – infracciones privadas o perseguibles a instancia de parte, que precisan la interposición de querella para la iniciación del proceso y reconocen eficacia al perdón del ofendido (art. 215.1 y 3 CP); – infracciones semiprivadas, que son perseguibles a raíz de denuncia del ofendido y otorgan eficacia a su perdón (art. 267, párrafos segundo y tercero, CP); – infracciones semipúblicas, que necesitan denuncia del agraviado para la incoación del proceso, pero en los que el perdón es ineficaz (art. 228 CP); – infracciones cuasi públicas propias, que requieren denuncia del ofendido o denuncia o querella del Ministerio Fiscal, con arreglo a unos criterios prefijados, y no admiten el perdón (art. 191 CP); – infracciones cuasi públicas impropias, que también exigen denuncia del ofendido o del Ministerio Fiscal, pero admiten el perdón bajo control del fiscal o del juez (art. 201 CP. Vid. ALONSO). Con carácter general, debe entenderse que donde se habla de denuncia o querella del ofendido, debería añadirse “o de su representante legal”.

Lección 17

Relevancia (tipicidad): ofensividad 1. LA ANTIJURIDICIDAD MATERIAL La antijuridicidad es una categoría indudablemente compleja y hasta en ocasiones propicia a la confusión, particularmente en lengua española. A ello contribuye su difícil delimitación con otras nociones igualmente clásicas, como tipicidad, injusto, dañosidad, ilicitud, infracción, antinormatividad o justificación. Por tanto debemos proceder con suma cautela al manejar este concepto, que en las líneas que siguen únicamente tratamos de esbozar. Con carácter general la antijuridicidad se define como contrariedad de una conducta al Derecho. A partir de aquí surgen diferentes clasificaciones y distinciones. Desde una primera perspectiva se habla, con cierta impropiedad, de antijuridicidad objetiva y antijuridicidad subjetiva. Con esta distinción en realidad se apunta al entendimiento, fundamento o naturaleza de la norma como lesión o puesta en peligro de un bien jurídico (objetivamente); y como voluntad contraria al mandato jurídico (subjetivamente). Al describir la concepción de la norma ya optamos por un fundamento objetivo (Lección 1). En cierta manera vinculado a este criterio aparecen las nociones de desvalor de resultado (la antijuridicidad requiere la lesión o puesta en peligro del bien jurídico) y de desvalor de acción (sólo es antijurídica la lesión producida por una acción desaprobada por el ordenamiento penal). En principio, quienes sustenten un entendimiento objetivo del Derecho, y de la antijuridicidad, mantendrán que el fundamento del castigo de una conducta radica en su desvalor de resultado. Por el contrario, los que conciban la norma subjetivamente, como expresión de una voluntad contraria al mandato, afirmarán que la razón última para justificar la sanción de un comportamiento se encuentra en su desvalor de acción. Sin embargo, hay autores que aunque dicen adscribirse a un concepto objetivo de la norma y de la antijuridicidad, consideran que su fundamento descansa en el mayor desvalor de acción. Más allá de argumentos sistemáticos, desde la perspectiva constitucional de un Estado de Derecho, fundamentar el recurso al castigo penal en el desvalor de acción, conduce inevitablemente a una legitimación teórica del adelantamiento de la línea de intervención punitiva, y consecuentemente, una justificación más laxa del recorte de libertades de los ciudadanos. En todo caso, no está de más reflexionar sobre si el desvalor de acción es una categoría necesaria distinta de la tipicidad, toda vez que la lesión de un bien jurídico solamente es penalmente antijurídica y punible si la conducta que la ha ocasionado es una conducta típica, subsumible en un tipo de acción.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Como tampoco lo está precisar con qué significado usamos el término “resultado”, si como alguna suerte de cambio en el mundo exterior, consecuencia de la conducta, o como lesión del bien jurídico. En esta obra se usa en el primer sentido.

Desde otro punto de vista, se ha distinguido entre antijuridicidad formal y antijuridicidad material. La antijuridicidad formal designaría la mera relación de contrariedad de un hecho con la ley; mientras que la antijuridicidad material expresaría la lesividad o dañosidad social de la conducta. Pero en puridad no puede hablarse de la una sin la otra, pues no puede afirmarse la contrariedad a Derecho de conductas que previamente no estén descritas en la ley (principio de legalidad), ni que las conductas contenidas en una norma penal no atenten a intereses de la comunidad. Por tanto, la antijuridicidad, desde esta óptica, es una sola, contiene ambos aspectos y no cabe hablar de dos especies. Sin negar la unidad conceptual de la antijuridicidad, algunos autores sugieren la distinción entre su dimensión formal, entendida como contrariedad o infracción del deber jurídico, y su contenido, relativo al daño social. Así, una conducta es formalmente antijurídica en la medida que contraviene el mandato o la prohibición normativa, y resulta materialmente antijurídica si resulta nociva para los bienes jurídicos protegidos.

Desde luego no son sinónimos antijuridicidad e injusto. La primera expresa un simple cotejo (juicio) de contraste entre un hecho y el Derecho, cuyo resultado será que éste es conforme o contrario a aquél. Por su parte, injusto se refiere al comportamiento en sí —a lo desvalorado—, de forma que se dice, por ejemplo, que este hecho de muerte es injusto. Así pues, es la conducta misma valorada antijurídicamente. Ello igualmente significa que solo puede hablarse de antijuridicidad como expresión de la relación de una conducta frente a la totalidad del Derecho, mientras que sí es posible hablar de injusto penal, injusto administrativo, injusto civil, etc.

En esta obra, preferimos utilizar el término ofensividad, en cuanto se pretende que las acciones recogidas en el tipo de acción entrañen la peligrosidad o la dañosidad que justifica su tipificación. Por tanto, la exigencia de ofensividad o lesividad se contrapone al principio de subjetividad o desobediencia. La pretensión de ofensividad —o si se prefiere, antijuridicidad material— es una pretensión sustantiva de incorrección que va asociada, inevitablemente, a la pretensión de relevancia o tipicidad, por cuanto relevantes para el Derecho penal son sólo las acciones que lesionan o ponen en peligro bienes jurídicamente protegidos. La formulación del principio de ofensividad o de exclusiva protección de bienes jurídicos ya fue expuesto en la Lección 9.

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2. EL DOGMA DEL BIEN JURÍDICO A) Concepto. El concepto de bien jurídico desempeña un papel central en el Derecho Penal, y su centralidad puede sintetizarse en esta frase: “la conducta humana solamente puede ser injusto punible si lesiona un bien jurídico” (Hassemer). Pero consecuentemente con su importancia ha sido durante décadas el centro de grandes discusiones científicas y políticas. Estas discusiones siguen siendo todavía hoy muy intensas. En la doctrina se han formulado diversas nociones de bien jurídico. Inicialmente puede hablarse de una concepción formal, que lo entendía, desprovisto de toda significación material, como pura desobediencia a las prescripciones legales y por tanto se identificaba al fin contenido en la norma. Posteriormente, para concebirlo como instrumento de tutela, aparecen las concepciones materiales, que identifican bien jurídico con derecho subjetivo, interés, valor, estado, y que generalmente añaden su repercusión social, de lo que surge la idea de daño o dañosidad social. En la actualidad pueden a su vez distinguirse estas dos grandes orientaciones, si bien con nuevas formulaciones. Así puede hablarse de concepciones teleológico-formales, que nacidas dentro de la corriente funcionalista (estratégica o moderada) contemplan la norma y las categorías de la teoría del delito (entre ellas el bien jurídico), desde las consecuencias, o sea, desde la pena: si al Derecho Penal corresponde la tutela de las funciones y expectativas sociales contenidas en las normas, el concepto de bien jurídico se identifica prácticamente con estos fines, entendiéndolo simplemente como aseguramiento de las expectativas normativas, y por tanto despojándolo de toda función de tutela y límite. Por su parte, y en sentido contrario, las nuevas formulaciones materiales se elaboran desde la perspectiva del Estado social de Derecho, tratando de recuperar la función limitativa del bien jurídico. A su vez puede distinguirse una corriente que conecta la idea de bien jurídico con los fines del ordenamiento jurídico y con la política criminal (teleológico-material), y otra tendencia que establece una conexión, más o menos estricta, con los fines plasmados en la Constitución (tesis constitucionalistas). Por último, puede hablarse de concepciones procedimentales, que luego se desarrollan. A pesar de las diversas concepciones, se ha tratado de buscar una noción lo más aceptada y básica posible de bien jurídico. Ésta parte de la idea de valor, es decir, de todo aquello que posee un valor para el ser humano, que significa, que importa o que es necesario para su vida individual o colectiva. Por tanto, la idea de valor se extiende a cualquier realidad, material o inmaterial, que posea un significado valioso para la vida en convivencia del ser humano, e incluye diversas categorías, como pueden ser los derechos subjetivos, los principios (jurídicos, políticos, sociales), personas, objetos, instituciones, intereses, entidades, potestades o poderes públicos, libertades, deberes u obligaciones, etc. De suerte que bien jurídico puede definirse como todo valor de la vida humana (bien) protegido por el Derecho (jurídico). No cabe duda de su valor pedagógico, pero no puede esconder que es un concepto hasta cierto punto vacío.

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No obstante ello, para aprovechar su utilidad pedagógica, puede decirse que esta noción permite integrar toda clase de derechos o intereses, individuales o colectivos, a los que el Derecho considera susceptibles, dignos y necesitados de tutelar mediante la amenaza de una pena criminal. Esto es, considera que su importancia social es tan elevada, que precisa garantizar su conservación recurriendo al arma más poderosa de la comunidad, y de ahí que conmine con penas la lesión o la puesta en peligro de estos valores básicos. Así, por ejemplo, se habla en Derecho penal de los siguientes bienes jurídico penales, ya sean de naturaleza individual o personal, o de naturaleza colectiva o supraindividual: Vida humana; patrimonio, propiedad y derecho de crédito; libertad sexual; libertad de movimiento; salude integridad física; vida prenatal; inviolabilidad del domicilio; honor; relaciones familiares; intimidad; orden público; integridad moral; dignidad; medio ambiente; ordenación del territorio; patrimonio histórico y cultural; orden socioeconómico; derechos de los trabajadores; administración de justicia; administración pública; hacienda pública; patrimonio de la Seguridad Social; orden público; propiedad intelectual; etc.

B) Función. En la actualidad, la importancia del bien jurídico es tal en el Derecho penal, que se habla incluso del dogma del bien jurídico. Con ello quiere decirse que esta idea representa el primer momento que el ius puniendi del Estado ha de justificar, para injerirse en la libertad de los ciudadanos. Es decir, si toda creación normativa de delitos comporta una limitación en la libertad de los individuos, el Estado ha de poder justificarla. Y precisamente la primera razón es que la conducta descrita como delito represente un daño o cuanto menos un peligro para un bien jurídico. Esta limitación al Estado, y que afecta igualmente al Poder Legislativo a la hora de crear delitos, como también al Poder Judicial en el momento de aplicar las leyes, es denominado principio de ofensividad o lesividad. Expuesto de otra forma, puede decirse que la doctrina y jurisprudencia emplean el criterio de bien jurídico en dos planos: en una dimensión político-criminal donde se discute qué bienes jurídicos son merecedores de tutela penal y trata de limitar el poder legislativo. Junto a ella coexiste la dimensión dogmática o exegética, orientada al aplicador de la norma, que primero deberá fijar el objeto tutelado.

Y constituye una manifestación del principio de legalidad penal, pues es la norma la única que fija el valor a tutelar (o sea, el bien jurídico protegido). En cierta forma refleja la máxima clásica “Salus populi suprema lex”. En este mismo sentido se ha pronunciado la jurisprudencia del TC; por ejemplo, desde las SSTC 11/1981 y 62/1982, donde se declara que toda limitación de derechos individuales mediante la amenaza de una sanción penal, ha de justificarse desde la tutela de bienes jurídicos. Por su parte, la STC 105/1988 declaró que “el Derecho penal tiene la finalidad de dotar de la necesaria protección a valores, bienes o intereses que sean constitucionalmente legítimos en un Estado de Derecho”. Son desarrollo de esta doctrina las SSTC 51/1996 (FJ 7) y 161/1997 (FJ 10).

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No obstante, el bien jurídico como concepto tradicional de la dogmática penal ha sufrido diversas críticas. Especialmente las concepciones materiales (ontológico-funcionales) y las teleológico-formales —ya analizadas en el apartado anterior—, por cuanto resultan circulares y difusas. Así, para las primeras, bien jurídico será todo aquello que represente un daño para la sociedad. Mientras que para las segundas, bien jurídico es todo lo que recibe protección del Derecho, de suerte que lo identifica con el objeto de protección. Pero en realidad, ambas poseen en común su entendimiento de la categoría de bien jurídico como un concepto unitario, general e identificado con un objeto del mundo real. Sin embargo, por las mismas razones que se ha rechazado la posibilidad de establecer un concepto general de acción, ha de descartarse la viabilidad de un concepto general de bien jurídico que incluya todos y cada uno de los bienes jurídicos tutelados por el ordenamiento jurídico. Así, las múltiples y variadas nociones a las que llamamos bien jurídico, son tan diferentes, que resulta imposible fijar o encontrar un núcleo material o formal común a todos ellos. Por ello, resulta imposible definirlo como una clase de objetos, y en consecuencia, no existe un concepto unitario de bien jurídico. Por consiguiente, no puede sustentarse un concepto material único (en términos de objeto), sino concebirlo procedimentalmente, en términos de justificación, argumentación o razonamiento. En este sentido, bien jurídico será todo aquello cuya tutela legitima el castigo. Desde una concepción procedimental se percibe con mayor claridad la verdadera función negativa de este tópico, esto es, una función de límite al legislador para que no incrimine figuras en las que no se proteja un bien jurídico; y de límite también al juez, prohibiéndole que mantenga exégesis extensivas, castigando comportamientos inocuos. Así pues, su origen y sentido en nuestro modelo constitucional es de operar como un límite al poder estatal (función negativa) y nunca entenderlo al revés. Es decir, este principio o límite no obliga a castigar (a crear delitos), ni siquiera en casos de comportamiento socialmente dañoso, pues el Estado posee otros recursos de tutela diferentes a la sanción penal. De modo que este principio constitucional no se debe invertir mudando su naturaleza y función. No obstante, hay que advertir de doctrinas que, explícita o implícitamente, abocan a una doble inversión, nítidamente constatable, que está sufriendo este tópico fundamental del Derecho penal. En efecto, se observa su trasmutación de límite del ius puniendi, a motor de interpretaciones extensivas de la norma penal. Es decir, determinadas construcciones dogmáticas convierten un límite del ius puniendi en una demanda y justificación del mismo, de modo que subvierten su función de freno para mutarlo en un acelerador de la incriminación. Así, la primera inversión consiste en argumentar que allí donde hay una lesión de un bien jurídico, ha de intervenir el Derecho penal. Se justifica diciendo que

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una vez se ha cometido un delito, el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos exige que el delito se castigue. Este entendimiento invierte el sentido del principio de ofensividad, chocando además con el de legalidad y un cabal entendimiento del principio de oportunidad. Ello es claro en los delitos de bagatela. La segunda inversión consiste en convertir el original principio de “exclusiva protección de bienes jurídicos”, en un nuevo principio de total protección de bienes jurídicos. Con ello nuestra sociedad va renunciado a la protección de su seguridad jurídica (principios, límites, garantías, derechos fundamentales y libertades frente al poder estatal), a cambio de una supuesta mayor seguridad material (la protección total de todos nuestros intereses). Este peligrosos intercambio y renuncia ciudadana ha sido con razón denominado el moderno Leviatán (DENINGER). En realidad, podría afirmarse que han contribuido a invertir su pretendida función limitadora hasta transformarlo en una suerte de acelerador de la punición. Con ello se confirma la crítica expresada entre otros por GÜNTER: la fundamentación del delito propuesta inicialmente por BIRBAUM desde la idea de bien jurídico conlleva de suyo el origen de la expansión del Derecho Penal. Esta aparente paradoja puede observarse en la evolución del fundamento del castigo, o si se prefiere, desde los hitos de la misma definición de delito: – FEUERBACH: La formulación inicial se articula desde el presupuesto de la vulneración de derechos iguales de libertad; esto es, los derechos subjetivos (Kant y SAVIGNY). El Derecho Penal pronto abandonó esta concepción. – BIRBAUM (1848): propone entender el delito como lesión de un bien jurídico, para su mejor comprensión natural (ya una crítica desde el uso del lenguaje por BINDING, como ha expuesto HASSEMER). Con este cambio de paradigma ya se puede justificar el castigo a las “infracciones de policía” (orden público; seguridad ciudadana) y también conductas contrarias a la religión y la moralidad, al poder sistematizarlas dentro de la nueva categoría como “bien común del pueblo”. En la noción de “bien” se desplaza la de derecho subjetivo individual (ni la libertad ni tampoco la legislación republicana de todos los ciudadanos). Se difumina así su carácter fundamentador, legitimador y limitador, favoreciendo la expansión del Derecho Penal del Estado ¿quién y sobre la base de qué criterios debe declararse penalmente protegido un bien? – El tercer hito vino de la mano la “Escuela de Kiel”, al concebir el delito como infracción de deberes comunitarios. Con ello lograron una separación radical entre derecho subjetivo y deber. Este paso conllevó otro muy importante, como acabar con la excepcionalidad de los deberes positivos de actuar. Así, la generalización de la idea de infracción de un deber conduce a la centralidad de la comisión por omisión. Surge el deber ético-jurídico

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general de obrar activamente y se puede desvincular a toda referencia a bienes jurídicos. La doctrina se completó con una elocuente crítica ideológica al liberalismo (SCHAFFESTEIN). – El cuarto hito en el fundamento del delito lo encontramos en el delito de omisión imprudente como paradigma del concepto de delito. Tras la Segunda Guerra Mundial, aunque se abandona esta tesis racial-comunitaria (nacional-socialismo), persiste el interés metodológico por una integración dogmática coherente de aquéllos tipos de delito con especiales modalidades de acción y especiales elementos de autoría (desvalor de acción). Así, junto a la lesión del bien aparece la infracción de la norma de conducta. La vulneración de la norma se puede interpretar también como infracción de un deber: infracción de un deber de observar la norma. El protagonismo en el desvalor de acción y ya no se debe a estructuras típicas periféricas, ni a ideológicas radicales, ni siquiera al sometimiento del individuo a los intereses de la comunidad. Ahora responde a la idea del riesgo inherente a las sociedades industriales modernas. Desde este entendimiento, la lesión del bien solo es la consecuencia adecuada o inadecuada de un riesgo incrementado por un comportamiento desaprobado. El deber general de omitir injerencias en derechos de libertad ajenos se ha transformado hoy en un deber general de cuidado. La categoría inicial de bien jurídico y por supuesto la de derecho subjetivo se difuminan. Todo ello comporta una justificación del adelantamiento de la intervención penal, sustentada en la categoría de un peligro abstracto en la misma acción: el propio uso de la libertad es peligroso. El individuo está obligado a vigilar en todo momento si su actuar previo ha generado un peligro que luego obliga a un actuar positivo para limitar los cursos causales lesivos. De esta forma el delito de omisión imprudente se erige en referencia del sistema penal actual: el Derecho penal del riesgo. Por tanto, su función consiste en ser el primer tópico de la argumentación en torno a la validez de la norma. Es decir, el bien jurídico es el primer momento en todo proceso de justificación de la injerencia penal. Es un requisito necesario pero no suficiente de la legitimidad constitucional de la intervención penal sobre la libertad general de los ciudadanos. Por consiguiente, bien jurídico es todo valor, interés o derecho digno, necesitado y susceptible de ser protegido y cuya existencia o tutela no esté proscrita constitucionalmente. Se erige así en el presupuesto del principio de proporcionalidad, de acuerdo al cual finalmente comprobaremos si la injerencia penal está justificada. Se define por tanto en términos de justificación: la necesidad de tutela de un bien jurídico legitima el castigo y se erige en un criterio esencial en la aplicación de los tipos penales.

La utilidad y coherencia del principio de ofensividad y exclusiva protección de bienes jurídicos, puede contrastarse con las teorías mantenidas acerca de la tentativa inidónea, tentativa irreal, tentativa supersticiosa, o delito imposible. En este ámbito se manejan diferentes criterios, que oscilan desde concepciones subjetivas de la tentativa, el renacido de la peligrosidad ex ante, o la clásica diferencia

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entre inidoneidad absoluta y relativa, o la contundente doctrina de la impresión. Algunos ejemplos ilustran el dilema acerca de si pueden o deben castigar o no, hipótesis como las siguientes: disparar sobre un cadáver; disparar con un arma descargada; intentar disparar con un arma encasquillada; disparar con una pistola de fogueo; disparara sobre una persona provista de chaleco antibalas; practicar maniobras abortivas inocuas; practicar maniobras abortivas sobre mujer que no está embarazada; no socorrer a una persona que ya ha fallecido en el accidente vial; el conductor que atropella a un peatón y omite el socorro pero la víctima ya está siendo auxiliada por otras personas; con ánimo de hurtar meter la mano en el bolso ajeno que está vacío; intentar matar a otro con dosis insuficientes de veneno, etc. La concepción procedimental del bien jurídico se acerca más a la sostenida en la jurisprudencia constitucional, que alude al bien jurídico como justificación del castigo. Por ello, al enjuiciar si la sanción de una conducta justifica la restricción de la libertad, no opera exclusivamente con el objeto inmediato de protección de la norma, sino que también considera otros objetos de la lesión, así como el entramado de intereses legítimos que hay detrás de la norma. Ejemplos de esta doctrina los encontramos en las SSTC 55/1996 y 136/1999 de 20 de julio. Y como afirma esta última STC, la legitimidad de la intervención penal debe comprobarse en los siguientes parámetros: “que la norma persiga la preservación de bienes o intereses que no estén constitucionalmente proscritos ni sean socialmente irrelevantes (…) y que la pena sea instrumentalmente apta para dicha persecución…, además, habrá de ser necesaria y ahora en sentido estricto, proporcionada” (FJ 23). En resumen, la dignidad de un valor, su identificación como fin de protección de un interés, constituye el presupuesto de la intervención penal. Y su justificación es un proceso racional que remite a las exigencias dimanantes de los principios de legalidad y proporcionalidad. En las concepciones dogmáticas tradicionales, y en muchas todavía imperantes, el bien jurídico desempeñaba una función nuclear, al constituir el concepto que otorgaba especificidad a cada delito. A este papel central contribuyó también su combinación con la categoría del tipo de injusto. Sin embargo, en propuesta aquí seguida, que renuncia a categorías generales, lo que fundamenta la especificidad de cada delito no es el bien jurídico, sino la acción típica que lo lesiona. En este contexto, acción típica y bien jurídico son, por así decirlo, nociones inseparables.

3. TIPOS DE LESIÓN Y TIPOS DE PELIGRO La antijuridicidad material, corolario de la pretensión de ofensividad, se integra dentro del tipo de acción en la medida que sólo son relevantes las acciones que ofenden un bien jurídico. Pero las acciones pueden ofender de forma diferente, o

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en otras palabras, existen grados diferentes de ofender un bien jurídico. En efecto, cada tipo delictivo requiere una diferente forma de atacar el valor que ampara (bien jurídico protegido). De lo que se deduce que hay diferentes formas, medidas o grados de violar la norma. Es decir, que se trata de una categoría que admite graduación. Así, los tipos penales pueden configurarse como delitos de lesión si requieren su efectivo menoscabo, o como delitos de peligro si sólo precisan la creación de un riesgo para el bien jurídico. En las concepciones clásicas, se opera con una categoría diferente, pero también muy ligada a la idea de bien jurídico: es la noción del contenido de injusto. Y entonces, si la antijuridicidad es la infracción del Derecho, puede afirmarse que el contenido de injusto de una infracción debe graduarse según la medida exigida de violación del bien jurídico protegido. La diferencia entre unos y otros se encuentra en el grado o medida en que los respectivos tipos requieren el ataque al bien jurídico protegido. De modo que en los delitos de lesión se precisa que la conducta prive, menoscabe o perjudique efectivamente el bien jurídico. Mientras que en los delitos de peligro, la consumación se verifica con la creación de un riesgo determinado para el bien jurídico. A su vez, los delitos de peligro se clasifican en peligro concreto si la conducta ha de comportar una probabilidad de producción efectiva de daño, esto es, que el objeto de tutela se haya encontrado realmente en riesgo en el caso enjuiciado. En cambio, se habla de delitos de peligro abstracto cuando la realización de una clase de conductas resulta en si misma peligrosa y, por tanto, en si misma ya está desvalorizada: el castigo es independiente del riesgo producido en el caso individual pues la peligrosidad pertenece a la acción típica. Tradicionalmente el legislador optaba por una política-criminal en la que la mayoría de los delitos adoptaban la estructura de delitos de lesión. Sin embargo, en los últimos años el legislador se ha visto arrastrado por las exigencias de las sociedades modernas, procediendo a adelantar la línea de protección con la creación de numerosos tipos de peligro. La finalidad de esta expansión del Derecho penal, y del uso intenso de esta técnica legislativa de los delitos de peligro, es aumentar la tutela de intereses individuales, (por ejemplo, la integridad de las personas) amenazados por las nuevas formas de criminalidad y las nuevas tecnologías (v.gr., delitos informáticos, manipulaciones genéticas, fraudes a los consumidores). Pero también la de ofrecer cobijo a intereses colectivos emergentes, fruto de determinadas conquistas sociales (derechos de los trabajadores, medio ambiente). En cualquier caso, la política-criminal y las opciones por una mayor o menor intervención punitiva, dependen de planteamientos estrictamente ideológicos. A título de ejemplo, puede decirse que son delitos de lesión los delitos de homicidio, contra el patrimonio, la salud e integridad, la libertad sexual, etc. Son delitos de peligro concreto el delito ecológico, o la conducción temeraria. Puede citarse como ejemplo de delito de peligro abstracto la conducción bajo la influencia de bebidas alcohólicas o

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac la tenencia ilícita de armas. En este contexto, de gran interés la técnica de tipificación empleada en la reforma de los delitos contra la seguridad vial (LO 15/2007, de 30 noviembre). En efecto, el art. 379 CP, en materia de conducción a velocidad excesiva, describe un tipo de peligro abstracto o potencial —para algunos de peligro presunto—, pues basta comprobar el exceso de velocidad para que la conducta aparezca, siempre y en todo caso, como desvalorizada. De modo que la consumación no requiere demostrar la puesta en peligro concreto de personas, ni mucho menos la causación de resultados lesivos. Por tanto, las conductas descritas de exceso de velocidad pertenecen a una clase de acciones que la ley prohíbe al considerarlas siempre peligrosas en sí mismas.

No ha de confundirse la clasificación que distingue entre delitos de lesión y de peligro, con aquella otra que distingue entre delitos de resultado y delitos de mera actividad. Se trata de clasificaciones que responden a criterios diferentes, la primera al grado de ofensa, y la segunda a la estructura de la acción típica. De modo que no cabe identificar los delitos de lesión con los delitos de resultado, ni los delitos de peligro con los delitos de mera actividad. Antes al contrario, las posibilidades de combinación de las dos clasificaciones son muy variadas, porque hay que insistir, cada una responde a pautas diversas. Por ejemplo, el homicidio es un delito de lesión y de resultado. Pero la violación es un delito de lesión y de mera actividad. La tenencia ilícita de armas es un delito de peligro y de mera actividad. Mientras que el delito ecológico es un delito de peligro y de resultado.

Lección 18

Relevancia (tipicidad) modalidades de conducta 1. INTRODUCCIÓN Hemos reiterado, quizás con exceso, que la misión del Derecho penal es la protección de bienes jurídicos, como condición indispensable para una coexistencia en paz, ordenada por el Derecho; que las normas contienen juicios de valor; y que delito es el hecho humano…, y en relación con el hecho hemos hablado de acciones y de omisiones. Pues bien, de los presupuestos insoslayables recordados se sigue como consecuencia que para cumplir la función referida, con respeto a los principios constitucionales (vid. Lecciones 6 y siguientes), el legislador ha de castigar conductas humanas voluntarias que dañen o puedan dañar gravemente un bien jurídico valioso. Y, para ello, las normas penales, en sus juicios de valor, pueden imponer prohibiciones, porque consideran inaceptables determinados hechos, o imponer deberes de actuar en determinadas circunstancias, porque lo estiman correcto; en ambos casos, para salvaguardar bienes jurídicos frente a actuaciones o frente a abstenciones. Con esto se quiere decir que al legislador le resulta indiferente que la conducta consista en una acción positiva o en una omisión. Y es que lo que en realidad importa es que se declaren relevantes (típicos) por las normas penales los comportamientos idóneos para atentar contra bienes jurídicos, con independencia de si consisten en hacer lo prohibido por la norma (acción) o en no hacer lo mandado y esperado por la norma (omisión). Todo depende, pues, de la forma en que la norma penal describa una conducta; o, lo que es lo mismo, todo depende de la formulación del tipo. Así, en unos casos el legislador habrá decidido castigar únicamente comportamientos activos, mientras que en otros la tipicidad acogerá de forma exclusiva comportamientos de omisión. E incluso existen normas en las que simultáneamente se contemplan conductas activas y conductas omisivas. La elección de una u otra alternativa siempre responde a consideraciones político-criminales, que, por lo general, se sustentan en la importancia y naturaleza del bien jurídico protegido, y en la necesidad de tutela. Y así nos encontramos con tres modalidades de conducta: – la acción; – la omisión pura o propia; y – la comisión por omisión. En definitiva, para el Derecho penal pueden ser relevantes tantos los comportamientos activos como los omisivos. De ahí que las normas penales, para desempeñar correctamente su función de tutela de bienes jurídicos, en unos casos describen (tipifican) conductas activas y en otras conductas omisivas.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac En otro orden de cosas, no está demás insistir en un punto tratado en la Lección anterior, en el epígrafe dedicado a la clasificación de los tipos. Y es que hasta ahora nos hemos referido exclusivamente a la realización de conductas, que en sí mismas ya son relevantes y, por tanto, constituyen delito; conductas que no requieren causar un resultado en sentido estricto, diferente y separable de la propia conducta (acosar sexualmente, hacer objeto de malos tratos, omitir el deber de socorro o el deber de perseguir delitos). Esta forma de describir el comportamiento típico, que no requiere la causación de un resultado posterior, da lugar, como vimos en la Lección 16, a los delitos de mera actividad, si se trata de prohibir acciones, y de delitos de omisión propia, si contienen mandatos de un actuar determinado. Ejemplos de delitos de mera actividad son los delitos contra la libertad sexual o la tenencia ilícita de armas; y de omisión propia, la omisión del deber de socorro o de asistencia sanitaria (ver SSTS 7-06-99 y 28-11-02).

Para terminar esta introducción, nos ha parecido oportuno añadir la siguiente consideración a propósito de las diferencias que median entre acción y omisión. En la exposición de la concepción significativa de la acción, se insistió en que ésta, la acción, es ulterior a la norma. No obstante, aquí queremos dar una vuelta de tuerca a este extremo, en cuanto que, se ha afirmado, hay acciones irrelevantes para el Derecho, pero sólo hay omisiones en la medida en que una norma las tipifica, acentuando así el carácter normativo de la omisión. Y al respecto, nos parece que hemos de volver al principio, insistiendo en que, es verdad, la acción tiene una base o un sustrato conductual, en tanto la omisión carece de tal sustento (aunque no faltan quienes se esmeran por hallárselo, como se comenta en el epígrafe siguiente); pero sin olvidar que, a efectos jurídicos, la acción y la omisión cobran sentido, tienen un significado merced a las normas. Sin éstas, sin que éstas les asignen un significado, carecen de relevancia, no son nada en el mundo jurídico.

2. MODALIDADES DE ACCIÓN La primera de las tres modalidades más arriba señaladas, la activa, aparece cuando la norma describe una conducta y prevé una pena para quien la ejecute. Lo que implica una prohibición (cuando castiga al que se apodera de una cosa mueble ajena con violencia, intimidación o fuerza en las cosas, prohíbe robar; cuando castiga la violación, prohíbe violar, etc.); y para infringir tales prohibiciones, el sujeto ha de realizar las respectivas conducta relevantes (típicas) mediante una acción positiva, justamente la prohibida de manera explícita en la norma (apoderarse de cosas ajenas art. 237 CP); tener acceso carnal con otra persona contra su voluntad (art. 179 CP); etc.). Ante esta realidad, bien puede decirse que en los delitos de acción el sujeto, con su comportamiento, lesiona o pone en peligro el bien jurídico, a diferencia de lo que, en general, sucede en los delitos omisivos, en los que el peligro para el bien jurídico no suele ser creado por el omitente.

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Y aquí se impone alguna precisión. La situación de peligro puede haber sido creada intencionadamente, por imprudencia o de manera fortuita por quien omite el socorro, y en los tres casos si se cierne un peligro sobre alguien que no está en condiciones de ayudarse a sí mismo, la omisión es delictiva. Pero, puede serlo por distintos títulos: a) si A, intencionadamente, crea un grave riesgo para B y éste muere, A responde a título de homicidio doloso (sin que se castigue independientemente la omisión del deber de socorro); b) si A crea un riesgo grave intencionadamente, no para hacer daño a alguien (A incendia intencionadamente un monte, convencido de que nadie va a resultar afectado), pero B (que salió a hacer senderismo) se ve afectado por la situación, y A, pudiendo, no le ayuda y B muere, A incurre en homicidio por comisión por omisión (art. 11 CP); c) si A crea por imprudencia un riesgo para B y pudiendo no le auxilia, y B muere, también aquí A responde por homicidio vía art. 11 CP; d) si el riesgo es ocasionado de manera fortuita o por imprudencia y no se socorre a quien lo necesita, se incurren en omisión del deber de socorro (art. 195.3 CP).

La mayoría de los tipos de acción tipifican comportamientos positivos de muy distinta naturaleza y morfología; comportamientos que pueden requerir un resultado o no, y que, a veces, admiten una comisión omisiva vía art. 11 CP.

3. TIPOS DE OMISIÓN PURA O PROPIA Los tipos de omisión propia giran en torno a una suerte de defraudación. En determinadas circunstancias, el ordenamiento jurídico espera del ciudadano que se comporte de una cierta forma, y para cuando éste no lo hace así, para cuando defrauda tales expectativas, prevé una sanción. Estriban, pues, en no llevar a cabo un comportamiento esperado por el ordenamiento jurídico-penal, cuando la norma contiene un mandato, que obliga al sujeto a hacer algo, que se conoce como acción esperada. En estos delitos lo relevante para la norma penal es que el sujeto obligado no haga lo mandado y esperado; es decir, omita o deje de hacer, lo que la norma específicamente le obliga (omisión del deber de socorro; denegación de asistencia sanitaria; omisión del deber de perseguir delitos; omisión del deber de denunciar delitos). De manera que son delitos cuyo sustrato “fáctico” es un no hacer. Pero su fundamentación reside en la existencia de un peligro para un bien jurídico, un peligro que no ha tenido porqué ser creado por el sujeto obligado a actuar. Generalmente, el peligro habrá sido creado por un tercero, por la propia víctima, por un accidente fortuito o por un fenómeno de la naturaleza. Lo que importa es que una persona se encuentre en situación de desamparo y peligro grave y que quien, por pura casualidad las más de las veces, puede prestarle auxilio no lo hace. De modo que lo característico de estos delitos de omisión pura es la doble confluencia de un deber genérico originado por el ordenamiento jurídico, que se plasma en una acción esperada, y la desatención de ese deber. E insistimos en la

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naturaleza genérica del deber de actuar porque nos afecta a todos: cualquiera que, por puro azar, pasa por donde se ha producido un accidente y advierte la presencia de una persona gravemente herida, debe prestarle ayuda, lógicamente, la que está en su mano prestarle, o demandar auxilio a quien está capacitado para dar la asistencia adecuada. Vid. los arts. 195 y 450 CP. Por cierto que estos dos preceptos contienen sendas cláusulas, que exoneran de responsabilidad a quien no presta la ayuda esperada cuando prestarla le supondría un riesgo para él mismo o para un tercero; cláusula posiblemente innecesaria, cuya ausencia en otros preceptos no impide que, en idénticas circunstancias de riesgo, la inacción resulte impune (vid., por ejemplo, el art. 229 CP), pues se estaría ante un estado de necesidad (art. 20.5 CP).

Se ha querido buscar un sustrato fáctico para la omisión; de hecho, se ha defendido que necesita igualmente una actividad positiva y que el comportamiento ha de definirse por notas comunes a ambas clases de delitos. La omisión, para quienes así piensan, requiere un comportamiento humano externo, constituido casi siempre por una actividad positiva, distinta de la esperada e irrelevante las más de las veces (mirar a la víctima en lugar de socorrerla, alejarse de ésta). Se estima que de esta manera se evita el absurdo de admitir la existencia de delitos faltos de un comportamiento humano. Lógicamente, desde los planteamientos de que partimos en esta exposición, tales opiniones son inconsistentes. De entrada, porque no debe confundirse el plano óntico con el valorativo. La acción y la omisión, en el plano óntico nada tienen que ver. En segundo lugar, la inacción absoluta seguramente es punible en el ámbito de la omisión de socorro, claro que siempre se podrá alegar que la pasividad total no existe porque siempre se está haciendo algo: mirar o no mirar, quedarse o alejarse y, en todo caso, respirar… Parece absurdo, pero es que, además, y esto es lo esencial, no hay norma que castigue en atención a lo que se ha hecho cuando se esperaba una determinada actuación. Lo que hacen las normas, que contienen tipos de omisión, es, precisamente, castigar la omisión, sin tomar en cuenta para nada lo que hizo el sujeto cuando debía haber obrado. Por lo tanto, ese comportamiento activo es irrelevante para el Derecho penal, y si es irrelevante, teniendo en cuenta que estamos en los pagos del Derecho penal ¿para qué nos vamos a preocupar por él, con la pretensión de evitar absurdos inexistentes? El Derecho penal tiene aquí dos formas de concebir los tipos y de castigar sus respectivas comportamientos: en los delitos de acción, el castigo se asienta sobre la acción (se castiga como homicidio la acción de causar la muerte a una persona); y en los delitos de omisión, el castigo se fundamenta sobre la omisión y sólo se castiga ésta (se castiga como omisión del deber de socorro a quien ve como otro corre peligro de morir y no le presta auxilio, pero no se le castiga por homicidio si se produce la muerte). Innecesario es volver a insistir en que lo decisivo, para que un comportamiento cualquiera adquiera relevancia, es que una norma penal le dote de significado.

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Y para el Derecho penal, para nuestro Derecho penal, hay acciones y omisiones punibles; unas y otras tienen el sentido que la correspondiente norma les atribuye. Y si desde otro sector del conocimiento se quiere cuestionar o reinterpretar lo que dicen las normas, puede hacerse con toda legitimidad, como con toda legitimidad puede dudarse de la utilidad de tales reflexiones de cara a intentar un cabal entendimiento de las normas sobre las que han recaído.

4. TIPOS DE COMISIÓN POR OMISIÓN U OMISIÓN IMPROPIA Por último, existe una tercera modalidad allí donde la norma describe simultáneamente conductas activas y omisivas. Lo que sucede siempre que la norma, al describir los comportamientos típicos, considera relevantes tanto algunas acciones como determinadas omisiones, por juzgar que unas y otras resultan lesivas para el bien jurídico protegido. Así sucede, por ejemplo, en los delitos de defraudación a la Hacienda Pública, en los que se castiga tanto la conducta de presentar una declaración falsa (acción) como no presentar la declaración (omisión) cuando se está obligado a ello. Y lo mismo sucede en otras figuras delictivas, como, por ejemplo, en homicidio, lesiones, torturas, malversación de caudales públicos o daños. Sin embargo, en otras ocasiones la norma penal, además, de prohibir u ordenar una conducta, exige la producción de un resultado. Entonces se habla de delitos de resultado cuando éste se atribuye a una acción positiva, y delitos de comisión por omisión (u omisión impropia), cuando el resultado se imputa a una omisión, esto es, a un no hacer lo ordenado. Con otras palabras, hay que diferenciar la manifestación externa de la voluntad o conducta en si misma (en sentido estricto), de la modificación o cambio del “mundo exterior” por ella causada (el resultado). Hay que distinguir, pues, entre “el producir” y “lo producido”. Así, hay que diferenciar la conducta de disparar del resultado de muerte producida (homicidio); la acción de golpear del resultado de rotura de la nariz (lesiones); el comportamiento de lanzar piedras del resultado de cristales rotos (daños). En ambos casos surge una problemática muy particular, pues ha de demostrarse que la acción u omisión típica ha causado el resultado típico. Esta cuestión se abordará en la Lección siguiente, donde analizaremos los requisitos para poder imputar el resultado a la conducta (problema del nexo o relación causal). Pero antes, debemos profundizar en la modalidad de la comisión por omisión, puesto que resulta ciertamente complejo poder imputar un resultado, (por ejemplo, una muerte) a una omisión, esto es, a un no hacer. Por ello es imprescindible diferenciar entre el deber y la “posición de deber”, que es la que determina la existencia de una omisión penalmente relevante: sin situación de espera no nace una omisión relevante para el Derecho penal.

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En verdad resulta muy sorprendente que el Derecho penal pueda imputar un resultado (v.gr., la muerte de una persona a un sujeto), por no haber actuado, es decir, por haber omitido un mandato contenido en una norma. Ciertamente nadie discute en atribuir una muerte al sujeto que ha disparado, ha golpeado, ha apuñalado o ha atropellado a otro. ¿Pero cómo es posible decir que alguien ha matado si no ha realizado ninguna de estas acciones, limitándose a omitir, a no hacer? Pues bien, para poder llegar a afirmar que alguien ha causado la muerte de otro por omisión, ha de procederse con extrema cautela y rigor, teniendo presente siempre que se trata de una modalidad absolutamente excepcional y, por tanto, que su aplicación está sumamente limitada. En este ámbito, la vigencia del principio de legalidad ha de ser continuamente recordada. La comisión por omisión puede definirse en referencia a estas tres notas esenciales. Primera, se trata de una omisión, pues lo relevante para el Derecho penal sigue siendo la conducta mandada que no se ha realizado. En consecuencia, también es fundamental la idea de la acción esperada, pues fundamental es en la omisión que el sujeto no haya hecho justamente lo mandado y esperado por el Derecho. Sin embargo, esta idea de la acción esperada se encuentra muy acentuada en la comisión por omisión, hasta el extremo de que surge de ella una categoría fundamental: la posición de garante. Significa que, en determinadas situaciones, una persona ha de garantizar con su actuación positiva, la evitación de resultados lesivos para el bien jurídico protegido. Esto es, ha de impedir que se cause un mal, y para ello ha de realizar la acción mandada en la norma (la acción esperada). La segunda nota esencial es que la omisión ha de ser equivalente a la acción, es decir, que lo que no se hizo y esperaba el ordenamiento, tenga un significado social igual a la acción positiva, (por ejemplo, de matar, lesionar, causar un aborto, etc.). La omisión ha de ser, según el texto de la ley, equivalente a la acción de matar, etc. Y la tercera característica es que si el sujeto en posición de garante efectivamente hubiera llevado a cabo la acción esperada, ésta hubiera evitado el resultado. La averiguación de este requisito comporta el recurso a un razonamiento de tipo contrafáctico. Ejemplos clásicos de comisión por omisión son los siguientes: padres que no alimentan a su hijo recién nacido, que resulta muerto; socorrista de una piscina que no socorre a un niño que se está ahogando; cónyuge que no auxilia al otro demandando ayuda tras sufrir un infarto (STS 19-07-1999).

El legislador, consciente de la necesidad de obrar con suma prudencia en esta materia, ha optado por una fórmula muy restringida en el Código Penal de 1995. De suerte que, para castigar esta modalidad compleja, en la que se imputa un resultado a un no hacer (omisión), ha seguido dos técnicas legislativas distintas.

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La primera fórmula consiste en crear figuras delictivas, en las que expresamente se castiga la comisión por omisión. Es decir, en el Código Penal existen delitos de comisión por omisión directamente configurados por el legislador. Son delitos cuya estructura típica requiere de una conducta omisiva a la que se atribuye la producción de un resultado lesivo para el bien jurídico protegido. En estos supuestos la norma ya contiene todas las características de la comisión por omisión: modalidad omisiva, posición de garante para ciertas personas y posibilidad de evitar el resultado mediante una actuación positiva. Algunos ejemplos de esta técnica legislativa son los siguientes. En el artículo 176 CP se castiga como autor de torturas, a la autoridad o funcionario que faltando a los deberes de su cargo, permita, (es decir, no impida, o sea, omita la acción de impedir) que otras personas ejecuten actos de tortura. También puede citarse el artículo 318 CP, que imputa los delitos contra los derechos de los trabajadores, a quienes en el seno de una empresa, conociendo el trato injusto, no lo hayan remediado adoptando las medidas oportunas (omiten la acción de poner fin a la explotación laboral).

La segunda técnica legislativa consiste en acudir a una cláusula general, donde se especifican los requisitos que han de darse, para que un delito de resultado que describe una conducta con verbos activos, pueda también imputarse a una omisión. Esta cláusula se encuentra en el artículo 11 CP, y contiene las exigencias ya comentadas como notas esenciales de la comisión por omisión: a) que se trate de delitos que consistan en la producción de un resultado; b) equivalencia material y formal entre la acción y la omisión; y, c) existencia de posición de garante. En la Lección 16, al hablar de los tipos de resultado, explicamos porqué nos inclinamos a definir resultado como consecuencia distinta de la manifestación de voluntad, pero consecuencia típica, consecuencia contemplada en el tipo y, por ello, limitadora del mismo. Ahora además, aquí, a los efectos del art. 11, hemos de atenernos a su tenor literal, según el cual es aplicable a delitos que consistan en la producción de un resultado, no que meramente lo produzcan. En el homicidio, la consecuencia típica es la muerte, la privación de la vida, no otro tipo de consecuencias, que en la práctica suelen ir anudadas a la primera, como son los perjuicios económicos irrogados a los herederos del sujeto pasivo, que han de resolverse vía responsabilidad civil.

La equivalencia, según el sentido del texto de la ley, ha de interpretarse asimismo muy restrictivamente, en consonancia con la finalidad del art. 11 CP, no sólo como vinculación lógica entre la omisión y el resultado, sino también como sustitución posible del verbo empleado por el legislador para definir la conducta típica, de acuerdo con el uso del lenguaje, con los “hábitos de habla especializada”, por una abstención. Sustitución que resulta posible cuando, por ejemplo, se afirma de unos padres que han matado a su hijo de pocos meses al no proporcionarle alimentos.

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En la omisión pura, como hemos visto, se castiga al sujeto a partir de un deber genérico de ayudar que el ordenamiento jurídico establece para todos; pero se le castiga por lo que ha dejado de hacer, no por el resultado que pudo evitar su intervención. Por el contrario, en la comisión por omisión el deber de actuar es específico, atañe al que ocupa una posición de garante, no a la generalidad de las personas, no a cualquiera al que le sea posible actuar y conjurar el peligro para el bien amenazado. Y el legislador ha enunciado las fuentes o causas por las que una persona queda situada en la referida posición de garantizar la salvaguarda de un bien jurídico. Estas fuentes de la posición de garante son tres: la ley, el contrato y la previa creación de una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido, mediante una acción u omisión precedente (vid. las SSTS 25-1 y 12-12-2006). Así, por ejemplo, las disposiciones legales pueden crear situaciones de garante, siendo habituales en el marco de las relaciones familiares (alimento o socorro mutuo) o en el ámbito de la función pública (las autoridades y funcionarios, en el ejercicio de sus cargos, en ocasiones se encuentran en posiciones de garante). También por contrato o negocio jurídico, una persona puede obligarse en el ejercicio de una profesión u oficio a garantizar la no producción de resultados lesivos (socorrista, guía alpino, cuidador, médicos, etc.). Por último, si alguien crea un riesgo para un bien jurídico, automáticamente asume la obligación de evitar la producción de otros resultados posteriores, siendo responsable de los mismos si omite la acción esperada de actuar para impedirlos. Así, quien enciende fuego en el bosque para comer, se sitúa en posición de garantizar que éste no se propague, debiendo actuar para sofocarlo: si no lo hace, responderá por el incendio forestal; violencia ejercida sobre una mujer y posterior pasividad ante la violación a la que fue sometida por otro acompañante (STS 15-03-2007). Pueden verse en relación al homicidio, los siguientes supuestos concretos: obligaciones entre esposos (STS 19-071999); obligación hijos con padres (STS 27-10-97; 19-01-2007); obligaciones padres con hijos, referidas a “testigos de Jehová” (SSTS 27-06-1997 y STC 154/2002 de 18 julio).

Por fuera de esas tres fuentes, parezca bien o mal, no hay forma de fundamentar el deber de actuar con incidencia en la aplicación del art. 11. Innecesario debería ser recordar que la vigencia del principio de legalidad lo impide. De la tercera, de la que nace de la creación de una ocasión de riesgo, parece que debe hacerse una lectura que recorte sus alcances y considerar que dicha creación ha de ser dolosa (aunque no dirigida a causar el resultado, pues entones ya no estaríamos ante una comisión por omisión). Como consideración final, ha de subrayarse que el omitente no incurre en responsabilidad penal cuando el resultado es inevitable. Si se acredita que la intervención del obligado a actuar no hubiese impedido el resultado no se le atribuye. Las SSTS de 27-10-1997 y 22-11-1999 han insistido en la necesidad de que el sujeto tenga posibilidad de interrumpir el hecho delictivo mediante su actuación activa (parecida, la 4-2-2005).

Lección 19

Relevancia (tipicidad): acción y causalidad 1. LOS TIPOS DE RESULTADO: EL PROBLEMA DEL NEXO CAUSAL Como ya adelantamos, en ciertos casos, a ciertas acciones se les atribuye la producción de un resultado, es decir, que el sentido o significado de la acción comporta su carácter de causa del resultado. De modo que la conexión entre un resultado material con un movimiento corporal (acción) o su ausencia (omisión), pertenece al tipo de acción, porque tanto el resultado como el movimiento corporal o su ausencia, pertenecen al núcleo de la acción típica, esto es, a su significado y a su relevancia. Por tanto, dentro del tipo de acción ha de incluirse el examen de los problemas de causalidad. Ahora bien, como destaca VIVES ANTÓN, la resolución del problema causal aparece en muchas ocasiones mal planteado en el Derecho penal. Pues al igual que no es posible formular un concepto previo, general y ontológico de acción, tampoco es posible ofrecer un concepto previo, común y ontológico de causalidad, que pudiera ser válido para todas las posibles hipótesis. En realidad aplicamos la idea de causalidad a procesos de índole muy distinta. En consecuencia no es posible unificar todos esos procesos bajo un concepto único, ni siquiera dentro del llamado concepto lógico-científico de J. S. MILL. Por consiguiente, si no existe una categoría general o género común de acción, tampoco puede existir uno general de resultado ni tampoco otro de conexión causal. Sólo existen reglas de conductas concretas, determinadas y particulares (tipos de acción) conforme a las que hay que interpretar la acción examinada (comprender su significado). Conforme a esta concepción, ya no resulta necesario tener que formular una teoría científica de la causalidad, previa, general y común a todas las acciones. Basta con fijar criterios que conforme a prácticas asentadas y prácticas nuevas, permitan saber en qué casos podemos entender un proceso determinado como acción típica relevante para el Derecho penal. Por tanto, en cada tipo de acción tendrá que comprobarse si precisa un resultado y la clase de causalidad requerida. Por ejemplo, el resultado y la causalidad contenidas en el tipo de homicidio, asesinato o aborto, no es similar al resultado y causalidad precisadas en la estafa, en la quiebra o en la receptación; y a su vez es diferente del resultado y causalidad que demandan los tipos de malversación de caudales públicos, de lesiones, etc. En relación al homicidio puede versen verse las SSTS 15-12-1965; 02-04-1998; 24-02-2000.

Así pues, en todos los delitos que requieren la producción de un resultado, tanto si describen una modalidad activa (delitos de resultado) o una modalidad omisiva (delitos de comisión por omisión), debe demostrarse que la conducta

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realizada ha causado el resultado producido. O lo que es lo mismo, en los delitos que requieren la producción de un resultado, ha de establecerse un nexo causal o relación de causalidad entre la conducta y el resultado (así ocurre en delitos como homicidio, asesinato, aborto, lesiones, daños…). Por tanto, se plantean dos cuestiones diferentes: primera, establecer conforme a qué criterios decidimos, a los efectos del Derecho penal, que una conducta es causa del resultado. Y segunda, fijar los parámetros probatorios de la citada relación de causalidad. En la práctica cotidiana, la prueba de esta relación de causalidad entre conducta y resultado, no suele ofrecer dificultades ni dudas en la mayoría de los casos. Así, por ejemplo, quien dispara a la cabeza de otro que al recibir el impacto se desploma muerto (homicidio). O cuando alguien golpea a otro reiteradamente hasta romperle tres costillas y un brazo (lesiones). O si unos jóvenes incendian un vehículo hasta quemarlo (incendio). Pues bien, en esta clase de supuestos, la prueba de la existencia del nexo causal no plantea problemas, pues resulta evidente, conforme a la experiencia general, que la conducta típica es la que ha producido el resultado. Sin embargo, también existen algunos grupos de casos, donde precisamente la existencia misma y la prueba de la relación causal se erigen en la cuestión central del proceso penal. Basta recordar en España el llamado “caso de la colza” (SSTS 12 marzo 1992 y 23 abril 1992), donde justamente lo que se discutió es si el aceite desnaturalizado fue la causa de las numerosas muertes y lesiones sufridas por miles de ciudadanos. También el más reciente relativo al contagio de hepatitis a varios pacientes de algunos hospitales de Valencia, en los que se atribuyeron los resultados de muerte y lesiones al anestesista. O en Alemania el llamado “caso de la madera”, o el “caso Contergan” donde se debatió si el consumo durante el embarazo de esta sustancia, en principio un tranquilizante, era la causa del posterior nacimiento de bebés con graves deformaciones y taras físicas. Podemos recordar otros casos problemáticos. Por ejemplo, un conductor atropella a una niña en una carretera desierta, causándole heridas leves; la recoge y la abandona en un cobertizo, muriendo al cabo de las horas desangrada. O preguntarnos si quien clava una navaja que sólo produce una herida leve, debe responder del resultado muerte acontecido en accidente de circulación durante el traslado al hospital. O pensemos en variaciones del anterior caso, cuando la muerte deriva de una impericia médica, de una infección sobrevenida de la herida, etc. En el “caso Vinader” (SAN de 17 noviembre de 1981 y STS de 29 enero 1983) se condenó a un periodista por la información publicada en “Interviú” sobre posibles objetivos de la organización terrorista ETA, algunos de los cuales posteriormente sufrieron atentados.

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2. TEORÍAS SOBRE LA RELACIÓN DE CAUSALIDAD Para solventar cualquier problema en esta materia, históricamente se han propuesto diversas teorías. Entre las mismas destacan: “la teoría de la equivalencia de las condiciones”; las “teorías individualizadoras” de la causalidad (conditio sine qua non: causa efficiens); “teorías generalizadoras” (condición adecuada); “teoría de la relevancia”; y, “teoría de la imputación objetiva”, que en la actualidad es la dominante en doctrina y jurisprudencia. Todas ellas responden al modelo consistente en formular conceptos unitarios de causalidad. Las teorías individualizadoras tratan de restringir la ilimitada imputación de resultados a la que arrastra la aplicación de la teoría de la equivalencia de condiciones, recurriendo a aislar una causa entre todas, a la que denominan conditio sine qua non o causa efficiens: sólo si la conducta del sujeto ha puesto esta causa responderá del resultado. Se abandonó por arbitraria al no permitir una verificación científica, o al menos razonable, de los criterios de selección de la causa principal. Dentro de las llamadas teorías generalizadoras, sobresale la teoría de la adecuación, según la cual causa es solo aquélla generalmente adecuada conforme a la experiencia general para producir el resultado. Surgen así los recursos al espectador objetivo y al pronóstico posterior objetivo, tratando de evitar la subjetivación del procedimiento al incluir los conocimientos del autor, adelantando cuestiones pertenecientes a la culpabilidad. Por otra parte sufrió críticas por arbitrariedad en la selección de las causas. Todas estas razones dieron lugar a la formulación de las teorías de la relevancia, que ya distinguen nítidamente dos planos a considerar: el de la causalidad, a dirimir conforme a los criterios científicos ofrecidos por la teoría de la equivalencia; y el plano de la imputación o de la responsabilidad, que debe solventarse en el ámbito jurídico de acuerdo al sentido de los tipos correspondientes. A partir de estas propuestas, posteriormente se fueron perfilando dando lugar a las modernas teorías de la imputación objetiva que analizamos más adelante.

Ahora bien, en realidad el modelo tradicional obliga a desarrollar en un doble plano dos cuestiones diferentes, tanto si existe como si no existe evidencia. Primera, ha de verificarse que existe un nexo causal o relación de causalidad entre la conducta y el resultado típico, esto es, conforme al nivel requerido en el correspondiente tipo de acción. Para ello el Derecho penal ha de recurrir en ocasiones a pruebas científicas, tecnológicas, lógicas, médicas y a la experiencia general. Tras su práctica, el juez podrá declarar que la conducta ha causado o ha contribuido a causar el resultado producido en el sentido exigido en el correspondiente tipo de acción. Esta primera operación tradicionalmente se realiza conforme a la teoría “de la equivalencia de las condiciones”, según la cual, la causa de un determinado efecto (resultado) es la totalidad de condiciones, dadas las cuales, ese efecto se produce necesariamente. Y trasladada esta teoría al Derecho penal, se formula del modo siguiente: “es causa del resultado toda condición, positiva o negativa, que suprimida in mente haría desaparecer el resultado en su aparición concreta”.

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Y segunda cuestión, una vez comprobada la existencia de una relación de causación entre conducta y resultado acorde a los parámetros científico-lógicos citados, ha de establecerse a continuación la imputación objetiva del resultado al autor de la conducta. Y esta segunda operación se desarrolla conforme a parámetros exclusivamente normativos. Es decir, si de acuerdo a criterios jurídicos o normativos (relación ideal de causalidad o imputación objetiva del resultado) y no única o exclusivamente considerando criterios ontológicos o científicos (relación material o natural de causación), puede decirse, a los efectos de castigar a una persona, que la misma ha producido un resultado. Así, el criterio de causalidad acude a un espectador objetivo, que con todos los conocimientos sociales existentes, el estado inicial de las cosas y la operatividad de leyes generales, puede predecir la ocurrencia de determinados sucesos. Mientras que la teoría de la imputación objetiva, recurre a parámetros como la adecuación (espectador objetivo), el fin de protección de la norma, o el incremento de riesgo. Veamos con un ejemplo la distinta naturaleza de ambas operaciones. Desde un punto de vista lógico-científico (teoría de la equivalencia de las condiciones), el fabricante de un arma luego utilizada para un asesinato, ha puesto una condición necesaria (una causa) para producir el resultado. Y si bien desde esta perspectiva científica resulta indiscutible la existencia del nexo causal (porque suprimida in mente su contribución, nunca se hubiera producido el resultado concreto), desde el punto de vista normativo propio del Derecho penal (tanto si recurrimos al criterio de causalidad como si lo hacemos al de imputación objetiva), no podremos nunca imputar el resultado muerte al fabricante del arma. De ahí la necesidad de distinguir las dos perspectivas de análisis del problema causal.

Ha de insistirse pues, que cuando nos planteamos el problema del nexo causal en el ámbito del Derecho penal, no sólo estamos ante una más que discutible cuestión lógico-científica, sino que fundamentalmente nos encontramos ante la necesidad de decidir en qué casos y bajo qué condiciones, imputamos o hacemos responsable a un sujeto del resultado que se deriva de su conducta. Esta doble perspectiva del problema nunca puede perderse de vista, pues de lo contrario, se confunden dos procesos de muy diferente naturaleza. Por consiguiente, según el modelo tradicional ha de responderse a las dos preguntas, que son consecutivas pero diversas. Insistamos otra vez en ellas. Primera, desde el punto de vista natural (causación o relación material de causalidad), ha de enjuiciarse si una conducta es causa de un resultado; pregunta ésta que sólo puede responderse de acuerdo a criterios científicos (teoría de la equivalencia de las condiciones). Es claro que lo que no es causa de un resultado de acuerdo a los conocimientos lógico-científicos, tampoco puede serlo a los efectos del Derecho penal. De modo que, con este primer examen de la relación de causación (o causalidad material), se descartan las conductas que científicamente no pueden considerarse causantes del resultado. Pero si la conducta analizada supera esta primera prueba, y aparece como científicamente causante

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del resultado, no significa que jurídicamente pueda ya imputarse objetivamente al autor. Aquí entra en escena el examen de esa conducta conforme a parámetros estrictamente normativos. Y de entre todas las posibles conductas que causan o contribuyen a causar un resultado desde la perspectiva científica, no todas son relevantes para el Derecho penal. Es decir, no todas permiten imputar el resultado. Aquí, los criterios jurídicos estrechan o reducen el círculo de las conductas que pueden considerarse idóneas. Para efectuar esta selección, generalmente se recurre a la teoría de la imputación objetiva, que a su vez utiliza alguno de estos tres criterios. El primero es el llamado “incremento de riesgo” que atiende a la conducta indebida del autor, de modo que si ésta aumentó la posibilidad de lesionar el bien jurídico protegido, entonces podremos imputar el resultado (v.gr., aunque el paciente estaba muy grave, la impericia del médico contribuyó a acelerar la muerte). El segundo criterio se denomina “fin de protección de la norma”, que excluye la imputación de todos los resultados producidos fuera del ámbito de protección normal o habitual para el que se dictó la norma (ejemplo, al autor de un asesinato, no se le puede imputar la muerte de la madre de la víctima, ocurrida por la impresión desatada al conocer que se trataba de su hijo). También se recurre en ocasiones, a un tercer criterio, llamado de “adecuación”, conforme al cual, sólo se considera causa del resultado, aquella condición generalmente adecuada conforme a la experiencia general para producir el resultado. De suerte que, el juez (como si fuera un espectador objetivo), ha de situarse en el lugar del autor y en el momento de realizar la conducta, y provisto de todos los conocimientos existentes en la sociedad, valorar si el resultado se hubiera derivado generalmente de la conducta. En este caso, se imputará el resultado al autor. El TS ha declarado que es la teoría de la imputación objetiva a través de la cual debe explicarse la relación que ha de existir entre la acción y el resultado típico. Esta construcción parte de la constatación de una causalidad natural entre la acción y el resultado, constatación que se realiza a partir de la teoría de la relevancia, comprobando la existencia de una relación natural entre la acción y el resultado. Esta constatación es el límite mínimo, pero insuficiente para la determinación de la atribución del resultado a la acción, por lo que conforme a estos postulados, comprobada la misma causalidad material, la imputación del resultado requiere, además, verificar: a) si la acción del autor ha creado un peligro jurídicamente desaprobado para la producción del resultado; b) si el resultado producido por dicha acción es la realización del mismo peligro (jurídicamente desaprobado) creado por la acción. Caso de faltar algunos de estos dos condicionantes complementarios de la causalidad natural, se eliminaría la tipicidad de la conducta y, por consiguiente, su relevancia para el derecho penal (SSTS 19-10-2000, 16-10-2002, 10-11-2003. 14-4-2005, 25-1-2006, 19-1-2016).

En la actualidad, la teoría de la imputación objetiva ha dejado de ser una simple explicación de la relación de causalidad, para convertirse en una teoría del tipo penal. Semejante mutación demuestra que el problema causal estaba mal

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planteado, y que debe disolverse, es decir, resolverse dentro de cada tipo de acción desde parámetros normativos. Los antecedentes de esta doctrina se remontan a las teorías medievales de la imputación y sus primeras formulaciones modernas se deben a Larenz y Hönig, aunque la actual exposición corresponde en gran parte a Roxin. En sus trabajos encontramos la recepción de esta vieja idea de la imputación, su origen como criterio normativo limitador de la aplicación de la teoría de la equivalencia de las condiciones en los delitos de resultado, y su expansión hasta transformarse en una explicación total del tipo, cuando no de todo el Derecho penal.

En cualquier caso, lo esencial desde la óptica de la investigación criminal reside en recopilar y conservar la mayor parte de los indicios que después puedan constituir la prueba.

3. SUPUESTOS COMPLEJOS DE CAUSALIDAD 3.1. En general Ya hemos advertido que en la mayoría de los casos la prueba de la causalidad es sencilla, por obvia conforme a la prueba obtenida conforme al criterio general de la experiencia. Sin embargo, existen otros supuestos de muy compleja demostración. Estos grupos problemáticos se suelen distinguir en los siguientes supuestos: causalidad hipotética; causalidad cumulativa; causalidad adelantada; causalidad estadística; causalidad compleja; cursos causales irregulares; interrupción del curso causal. En los supuestos de causalidad hipotética se discuten los casos en los que el autor alega que aunque él no hubiera ejecutado el hecho, el resultado se hubiera producido igualmente, esto es, que otro actor lo habría causado. Tampoco suelen aceptarse como fuera de la causalidad, las hipótesis de causalidad estadística o procesos anómalos o inusuales de nexo causal, como por ejemplo la muerte causada a un hemofílico al herirlo levemente. Relacionados con esta cuestión-discusión sobre la aplicación del criterio que trata de determinar la relevancia típica que, en el momento de la imputación objetiva, tiene el comportamiento de la víctima en situaciones que son calificadas como de autopuesta en peligro o de exposición voluntaria a un peligro que proviene de la acción de otro, tal y como expresamente las denomina la jurisprudencia (ver STS 17 de septiembre de 1999). En cualquier caso, la consideración de la conducta de la víctima como un problema de tipicidad a resolver sistemáticamente en el ámbito de la teoría de la imputación objetiva constituye hoy una opinión compartida en la doctrina y que poco a poco parece que se va abriendo paso también en la jurisprudencia, en detrimento de otras soluciones que hasta ahora

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venía utilizando para solventar dicho problema. Así, por ejemplo, en la STS de 17 de julio de 1990 que resuelve el conocido “caso de la botella”. Parece, pues, que el carácter innovador debe cifrarse en dos aspectos. De una parte, en la aplicación de ciertos criterios propuestos por la doctrina para tratar de determinar la relevancia típica de la actuación de la víctima en el marco de la imputación objetiva del resultado producido en combinación con la conducta del autor (autopuesta en peligro, exposición voluntaria al peligro que proviene de la acción de otro). Y por otra parte, en el correlativo abandono de las soluciones que tradicionalmente venía otorgando el TS a los casos en los que la víctima participa de alguna manera en la producción del resultado (que principalmente consistía en acudir a su “teoría de la concurrencia de culpas”; pero también en otras ocasiones recurría a la idea de interrupción del curso causal o a la falta de previsibilidad del autor provocadas por la intervención de la víctima). Como ejemplo de la problemática apuntada, resulta de interés el caso enjuiciado en la STS de 17 de septiembre de 1999, que puede resumirse del siguiente modo: Tuvo lugar una discusión entre dos personas, que posteriormente derivó en una pelea al propinarle Francisco Manuel un tortazo a Federico, como consecuencia de un comentario que había efectuado, tirándolo al suelo. Éste se levantó y cogió una silla de plástico de la terraza, momento en que también la asió Francisco Manuel, llevando a cabo un forcejeo entre los dos, cayendo este último al suelo a causa del fragor de la pelea, y sufriendo como consecuencia de la caída una fractura subcapital del hombro derecho. Pues bien, se plantea qué trascendencia tiene que el lesionado fuera quien inició la pelea y consiguientemente se puso en peligro agrediendo a Federico, (es decir, la conducta previa de la víctima). Pueden verse también las SSTS 15-03-99; 17-09-99 y 26-02-00).

Asimismo se aceptan los supuestos de causalidad alternativa o cumulativa, en los que varios sujetos, independientemente, ponen condiciones diferentes para producir el resultado. Por último, en la actualidad se discute si el proceso causal se interrumpe por la actuación dolosa o imprudente de un tercero, de modo que habiendo comenzado un individuo a causar lesiones, otro distinto, independientemente, produce la muerte de la víctima. La cuestión es si es posible imputar la muerte al primer agresor, o si por el contrario, la actuación subsiguiente del tercero, rompe el inicial curso causal (prohibición de regreso).

3.2. Cinco supuestos La doctrina se ha ocupado, entre otros, de cinco supuestos que comentamos a continuación con el propósito de contribuir a una mejor comprensión de la cuestión-discusión, particularmente en lo que hace al dato de la evitabilidad del resultado: si el resultado se hubiera producido en cualquier caso ¿lo ha causado la conducta del sujeto, debe ser éste responsabilizado? (vid. por todos, Gimbernat).

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a) Varias trabajadoras fallecieron tras manipular pelos de cabras chinas adquiridos por su empresa para fabricar cepillos, que no fueron tratados previamente para eliminarles ciertas bacterias o bacilos. Los expertos dijeron que eran la causa de las muertes, pero agregaron que aunque se hubieran sometido los pelos al tratamiento previsto al efecto, las bacterias habrían sobrevivido y las muertes se hubieran producido igualmente (¿una certeza cuestionable?). b) Un médico administró a un paciente cocaína en lugar de novocaína. Se estableció que la administración de cocaína causó la muerte del enfermo; no obstante, también se estableció que aunque se le hubiera aplicado novocaína la muerte habría acontecido igualmente porque el paciente sufría una especie de atrofia glandular. c) Una enfermera dio a una niña una dosis de 0,4 mg. de un determinado fármaco, cuando lo procedente, según protocolo, era comenzar la segunda tanda por 0,1 mg. La niña murió, pero, según los expertos, si se le hubiera administrado 0,1 mg., probablemente hubiera sucedido otro tanto. d) El conductor de un camión al adelantar a un ciclista ebrio pasó a 0,75 cm. de la bicicleta y no a 150 cm., como estaba reglamentado, y el ciclista, supuestamente asustado al ver al camión adelantándole, sin haberle oído acercarse, dio un brusco giro al manillar y se precipitó contra el camión, muriendo en el acto. e) Un camión embistió por detrás a un ciclomotor, causando la muerte de la chica que, antirreglamentariamente, viajaba en la parte trasera. ¿Pudo influir en el accidente que la chica viajara antirreglamentariamente? ¿Si no hubiera viajado el accidente no se habría ocasionado o se habría producido de igual forma? El punto de partida para intentar resolverlos o para arrojar alguna luz al menos, una vez acreditado que se han producido una o más muertes en cada uno de ellos, es centrarnos en el art. 138, que castiga al que mata a otro, e interrogarnos sobre si en estos cinco casos alguien ha matado a otro. ¿Han matado el dueño de la fábrica de cepillos, el médico, la enfermera y los conductores de los dos camiones? Y si han matado ¿lo han hecho dolosa o imprudentemente? ¿Son penalmente responsables? ¿Qué respondería un juez prudente y preparado, teniendo a la vista las correspondientes pericias realizadas por expertos? Desde luego no se dejaría engatusar por ninguna teoría, aceptaría que el incremento del riesgo es un dato que merece ser tenido en cuenta, o mejor se centraría en la creación de un riesgo y tomaría en cuenta el fin de protección de la norma, etc., pero ante todo se atendría a lo establecido en el CP y trataría de interpretarlo de la forma más ajustada y de conformidad con los principios constitucionales. Y si en algún momento le resultara de utilidad alguno de los criterios de la teoría de la imputación objetiva, lo utilizaría y sanseacabó, porque no se trata de la religión verdadera de la que uno no puede desprenderse a conveniencia, es simplemente un instrumento que se usa cuando sirve para una mejor resolución de los problemas.

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1. De todos los casos el menos dudoso es el último, el 5: si el camión embistió por detrás al ciclomotor es innegable que su conductor mató a la chica. Realizó una acción que a los ojos de cualquiera, con arreglo a la común experiencia, es idónea para causar el resultado que produjo. Que la chica no debería haber ido en el ciclomotor no añade nada, salvo lo obvio: si no hubiera viajado en él, el camión no la habría golpeado (ni habría golpeado al ciclomotor y a su conductor si éste se hubiera quedado en su casa…). Hay un homicidio claro ¿doloso o imprudente? Eso no podemos saberlo. Parece que se estimó imprudente; pudo haber dolo eventual… El camionero realizó una acción apta para matar a otro, hay un nexo evidente entre la primera y la muerte, y hablar de incremento de riesgo no parece necesario ni tener sentido alguno (ni los seguidores de la teoría de la imputación objetiva se lo plantearían, entendemos); como tampoco lo tiene preguntarse si el impacto no se hubiera verificado sin la pasajera, pues su presencia no supone aportación alguna al hecho, ni quita ni pone: el impacto se habría producido con o sin la chica en el sillín (a lo sumo, su cuerpo algo debió aminorar el golpe que de otro modo habría recibido su compañero). 2. El del ciclista ebrio presenta un poco más de complejidad, en parte por las manifestaciones del perito, no sabemos si bien fundadas (¿cómo pudo saber que el ciclista se asustó; que no se percató de que le alcanzaba el camión, en tiempos en que estos artilugios eran tremendamente ruidosos, el del ciclista no producía ruido alguno que amortiguara el del vehículo pesado y las calzadas no estaban tratadas para disminuir el derivado de la rodadura de los automóviles? ¿Fue el perito el que creó el problema?). Sin duda, la muerte tuvo lugar a causa de la colisión de bicicleta y camión. Pero ¿el conductor del segundo mató al de la primera? De acuerdo con lo que sabemos, fue el ciclista quien efectuó un giro que hizo que la bicicleta se estampara contra el camión; no fue éste el que se precipitó contra aquélla. Las cuestiones estriban en determinar si el adelantamiento, dejando un espacio de 75 cm., ha causado el accidente (y si se hubieran dejado 150 ¿lo habría habido?); y si al adelantar en esas condiciones el camionero mató al ciclista. ¿Es una hipótesis idéntica a la del conductor homicida? El conductor homicida a menudo no mata personalmente a los ocupantes de otro vehículo, pero fuerza a quien lo conduce a realizar una maniobra elusiva inesperada y arriesgada que acaba en accidente mortal; sin embargo, todos diremos que ha habido uno o más homicidios con dolo eventual. ¿El camionero ha forzado al ciclista a realizar una maniobra elusiva arriesgada? Parece que no, parece razonable entender que el ciclista en estado de ebriedad intensa precipitó su bicicleta debajo del camión. ¿Puede hablarse de un homicidio imprudente? Hay una infracción administrativa innegable, fue una imprudencia en sentido genérico el adelantamiento a tan escasa distancia —aunque en los tiempos del accidente los camiones no desarrollaban las velocidades de los actuales—, y hay una persona muerta. Es probable que ante un hecho de tanta gravedad se sienta la necesidad de culpar a alguien. Una

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necesidad quizás moralizante. No sabemos, nunca lo podremos saber, si el ciclista hubiera vivido muchos años más si el conductor del camión se hubiera alejado otros 75 cm. al rebasarle. Así las cosas, nos inclinamos a favor de la absolución del conductor del camión, al estimar que no ha matado al ocupante de la bicicleta, ante la duda razonable que el hecho nos genera, claro es, en base al derecho a la presunción de inocencia. Naturalmente, no hacemos otra cosa que emitir un juicio de valor que, a la postre, es lo que acaba haciendo el juez tras un razonamiento. No disponemos en Derecho de nada parecido a una fórmula que al aplicarla al caso nos dé la solución correcta ni de una teoría que haga lo propio (conviene que lo recordemos).

3. Los pelos de cabra china son otro cantar. Tres trabajadoras murieron tras haberlos manipulado, sin que hubieran sido sometidos a un cierto tratamiento de desinfección. ¿Las mató el empresario que les proporcionó un material contaminado? Matarlas, lo que se dice matarlas, las mataron los susodichos bacilos, el empresario sería una suerte de autor mediato (¿lo correcto es decir: le mató la bala, le mató el puñal, le mató el arsénico, etc.? Es claro: una cosa es el plano fáctico y otra el normativo al que pertenece la responsabilidad. En el fáctico concretamos quién actúa, quién utiliza un medio específico, quien causa materialmente un cierto resultado sirviéndose de medios adecuados… En el normativo, responsabilizamos a alguien por ese resultado siempre que haya supuesto la lesión de un bien jurídico o su puesta en peligro y haya realizado una conducta subsumible en un tipo de acción. El empresario puso en manos de las operarias un material peligroso. Hasta aquí nos movemos en terrenos fácticos. Ahora hemos de interrogarnos: ¿el empresario era conocedor de ese peligro? ¿Se le pueden reprochar esas muertes? Al parecer sabía que los pelos precisaban de un tratamiento que no se había practicado y que su manejo entrañaba un riesgo para la salud cuando ordenó a sus trabajadoras que los colocaran en los cepillos. Tal vez supiera que el riesgo era mortal o que podía serlo o tal vez no, tal vez sabía que el tratamiento era ineficaz. Por otra parte, los expertos afirmaron que, con tratamiento o sin él, el resultado habría sido el mismo. ¿Esto significa que el resultado era inevitable y, por tanto, no debe cargarse a las espaldas del empresario? ¿Hasta qué punto unos expertos pueden hacer tamaña aserción? ¿Debe ser tomada al pie de la letra, al punto de basar en ella una decisión judicial que implica la absolución o la condena de una persona? Aceptemos que el empresario conocía la peligrosidad de los pelos y la necesidad de desinfectarlos. De conformidad con el CP el empresario habría incurrido en un delito del art. 316, que como todo delito de peligro queda absorbido por el de lesión cuando éste se materializa (art. 8.3 CP, salvo que el peligro se haya proyectado además sobre otras personas). Pero ¿mató a las trabajadoras? Aquí no deben pesar las simpatías o antipatías por uno y otras. Pensamos que sí, que las mató por imprudencia rayana con el dolo eventual. Le constaba, si es que le

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constaba, que los pelos estaban infectados, que no habían sido desinfectados, que encerraban un riesgo, y pese a ello hizo que las empleadas los usaran. Si la desinfección hubiera sido efectiva o no es un mero juicio de pronóstico, de resultado incomprobable (ignoramos si otras operarias estuvieron en contacto con los dichosos pelos y no les ocurrió nada). En definitiva, el dueño de la empresa estaba informado de los riesgos que para la salud entrañaba el manejo de los pelos. Aunque si no tenía constancia de cuán contagiosos eran… 4. El médico que administró cocaína en lugar de novocaína ¿mató al paciente? En primer término es obligado conocer si la intervención era necesaria para la vida y salud del enfermo, y si a quienes la practicaron les constaba su atrofia glandular. Si la intervención era imprescindible o muy aconsejable, se conocían las insuficiencias del enfermo y, no obstante, se asumió el riesgo por parte de éste y del equipo médico por considerarlo lo mejor para el primero, cabría pensar en un hecho no fortuito, pero sí ayuno de dolo y de imprudencia, si no fuera por el error de inyectar cocaína en lugar de novocaína. Supongamos que sí, que todos eran conscientes de la necesidad y de lo arriesgado de la operación y de la aplicación de la anestesia y que se obtuvo el correspondiente consentimiento informado. Por equivocación se le administra al enfermo cocaína, cuando lo procedente era administrarle novocaína, y fallece. Cualquiera calificaría lo sucedido como un homicidio por imprudencia. La inyección ha matado. Ahora aparece el perito y asegura que la novocaína le hubiera matado también. ¿Hasta qué punto debemos creerle al cien por cien? ¿Puede jurarse con absoluta seguridad que el paciente hubiera muerto tras recibir la novocaína? Lo que sí puede es que la cocaína, que no procedía, proporcionó trabajo al forense. Si, en efecto, el resultado iba a ser el mismo, el uso de cocaína no debería propiciar una condena por homicidio imprudente. Y sin embargo, nos inclinamos por la condena porque sabemos qué causó la muerte: la cocaína pinchada por error; y sólo presumimos que la novocaína la hubiera causado asimismo. 5. La actuación de la enfermera que da una dosis de 0,4 mg., cuando lo procedente, según protocolo, era comenzar la segunda tanda por 0,1 mg., nos conduce a idéntica solución: homicidio imprudente. Acaso reiniciar la vacunación con 0,1 hubiera desembocado en el mismo final, pero lo ignoramos, mientras que hay constancia de que la dosis de 0,4 resultó letal. Y, podríamos añadir, más daño deben hacer 0,4 que 0,1 mgs. Realmente la inevitabilidad sólo puede afirmarse en situaciones algo extremas, lo que no es obstáculo para mantener como postulado de principio que lo inevitable no es reprochable. Lo que se hubiera producido pese a la conducta diligentísima del sujeto no le es achacable penalmente. El fundamento de esta conclusión es

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doble: uno derivado del razonar lógico, indispensable en Derecho, otro del principio constitucional de culpabilidad. Un comportamiento ni doloso ni imprudente, absolutamente diligente, no puede ser constitutivo de delito (arts. 5 y 10 CP); y si el comportamiento es descuidado pero el resultado se hubiera producido en cualquier caso, tampoco, toda vez que el resultado no estaría conectado a la conducta del sujeto sino que dependería de fuerzas no controladas por él.

3.3. Reflexión final En la ciudad de Baltimore (EEUU) hubo una epidemia de sífilis. En un año, entre 1995 y 1996, aumentó en un 500 por 100 el número de niños nacidos con síntomas de sífilis. ¿Cuál fue la causa de que el número de afectados se disparara? Según un centro de prevención de enfermedades fue el consumo del crack, que potencia de forma notable el riesgo de transmisión de virus como el de la sífilis. Y como para adquirir la droga mucha gente acudía a barrios depauperados de la ciudad, en los que se concentraban las enfermedades infecciosas, se incrementaban las posibilidades de contagio de infecciones en sus barrios de residencia habitual. En cambio, para el experto en enfermedades de transmisión sexual de una prestigiosa universidad, el origen había de buscarse en el deterioro de los servicios de asistencia médica en las barriadas más pobres, cuando el Ayuntamiento decidió recortar presupuestos: el personal se redujo drásticamente, tanto el sanitario como el dedicado a divulgar programas de prevención, y las personas atendidas bajaron de 36.000 a 21.000. Por último, un eminente epidemiólogo echó las culpas a las transformaciones producidas en los barrios más deprimidos de la ciudad, donde se centraba el problema de la sífilis. La demolición de dos enormes edificios de protección oficial, en los que se alojaban cientos de familias, que estaban funcionando como focos de delincuencia y enfermedades infecciosas, y el abandono de viviendas muy deterioradas, también de protección oficial, hizo que las personas que habitaban en esas zonas deprimidas, pobres, probablemente consumidoras de drogas y sexualmente promiscuas, se fueron a vivir a otras y se llevaran consigo la sífilis y sus conductas sexuales (M. Gladwell, The Tipping point). ¿Cuál fue la causa de esa epidemia? ¿La pobreza, la ignorancia, la miseria, la desatención de las autoridades, las malas costumbres y vicios…, los causantes de la pobreza…? Terminamos recordando a uno de los pensadores más agudos de cualquier siglo: “A mí me parece que… la razón por la que la física ha dejado de buscar las causas es que no existen en realidad. La ley de causalidad, creo yo, como tantas otras cosas que aceptan los filósofos, es una reliquia del pasado, que sobrevive, como la monarquía, sólo porque se supone erróneamente que no es dañina” (Bertrand Russell).

Lección 20

Relevancia (tipicidad): acción e intención 1. TIPOS CON FINALIDAD O INTENCIONALIDAD ESPECÍFICAS (LOS ELEMENTOS SUBJETIVOS DEL TIPO) Existen conductas que solamente importan al Derecho penal, si se llevan a cabo con alguna finalidad o intencionalidad específicas; y, como consecuencia, si se realizan sin ese especial ánimo, son jurídicamente irrelevantes, no poseen el significado necesario para crear un riesgo o para dañar el bien jurídico protegido. Cuando el legislador, describe estas conductas en la norma, lo hace mencionando expresamente la referencia anímica o intencional (o utilizando términos que de manera necesaria la entrañan), sin la cual la conducta deviene irrelevante. Estas referencias al ánimo, a la intención o a la finalidad con la que ha de actuar el sujeto, pertenecen al tipo de acción, pues su carencia priva al comportamiento de significado; determina que nada signifique para el Derecho penal. De ahí que a este conjunto de referencias subjetivas intencionales o anímicas se les llame tradicionalmente “elementos subjetivos del tipo”. Y su incorporación a algunos tipos de acción no es caprichosa, por cuanto hay clases de acciones que mal podrían definirse sin ellos. Mas, una vez dicho esto, es imprescindible advertir que estos elementos no deben confundirse con el dolo (del que se habla en la Lección 23). La intención (el dolo), a diferencia de los elementos subjetivos, no está incluida en el tipo de acción. Como acabamos de decir, hay ciertas clases de acciones que no pueden definirse o comprenderse sin la referencia a determinados momentos subjetivos. En estos casos, la acción típica contiene necesariamente estas referencias subjetivas y, por tanto, el tipo de acción se define con referencia a esos momentos de la acción. Su acreditación no se llevará a cabo conforme a una imposible prueba de representaciones, creencias o voliciones mentales, sino de acuerdo a su sentido exteriorizado; esto es, con arreglo a las competencias del autor y las características públicas y externas de la acción. Desde la perspectiva aquí adoptada, los elementos subjetivos del tipo configuran lo que VIVES ANTÓN llama intencionalidad objetiva, que pertenece a la acción misma, desempeñando un papel definitorio de esa clase de acciones. En cambio, el dolo se identifica con la intencionalidad subjetiva, que no desempeña un papel definitorio de la clase de acción, pero cumple la función de posibilitar el enjuiciamiento de la conducta del autor. Y ello porque al igual que ocurre con el significado de las palabras, el significado de la acción, que se atribuye jurídicamente a ciertos movimientos corporales o a la ausencia de éstos, tiende a objetivarse; esto es, a definirse con independencia de la concreta intención subjetiva del autor.

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Por supuesto, sólo cabe hablar de elementos subjetivos del tipo si el correspondiente tipo de acción los contiene. Su fundamento y necesidad puede guardar relación con la ofensividad, aunque también con el reproche e incluso con la mayor o menor necesidad de pena. Se configuran, en consecuencia, como elementos de la descripción legal de la acción. El Código Penal vigente contiene múltiples delitos descritos con elementos subjetivos, entre los que destacan por su trascendencia los delitos contra el patrimonio, donde “el ánimo de lucro” (de apropiación o de enriquecimiento) es fundamental para determinar si una conducta es o no constitutiva de delito. Y por ello esta clase de elementos subjetivos se denominan “de intención”. También puede decirse lo mismo en el delito de falso testimonio, que castiga precisamente la discordancia entre lo que el sujeto relata y lo que realmente sabe. En este caso, esta clase de elementos subjetivos reciben el nombre de “expresión”. Son igualmente característicos los delitos contra el honor, pues tanto injurias como calumnias se encuentran descritas con el elemento subjetivo del animus iniuriandi, sin el cual la conducta es irrelevante para el Derecho penal. Es decir, el sujeto ha de perseguir lesionar el honor y atentar contra la dignidad de la víctima. Finalmente, con relación a los delitos descritos con elementos subjetivos, ha de tenerse presente que jamás pueden realizarse por imprudencia, que, como es obvio, resulta incompatible con la presencia de estos elementos anímicos. Así, por ejemplo, no es posible cometer hurto ni robo (que requieren ánimo de lucro), imprudentemente, pues o existe ánimo de apoderamiento o no existe. No cabe el apoderamiento relevante por negligencia o por descuido. Es imaginable que, por error, una persona guarde en su bolsillo un objeto ajeno, por creerlo propio. Si, descubierto el error, lo devuelve a su dueño no ha habido ánimo de lucro, y si decide quedárselo para sí, hay ánimo de lucro, y, claro está, hurto.

Esta configuración puramente normativa de la intencionalidad objetiva y subjetiva (elementos subjetivos y dolo), posee la mayor importancia en orden al aseguramiento de las garantías constitucionales. En especial las referentes a la presunción de inocencia y, por consiguiente, apunta sustanciales cambios en orden a la prueba de los elementos subjetivos. En este sentido es básica la STC 68/1998, que concede el amparo a los recurrentes, condenados por un delito de prevaricación, al considerar vulnerada la presunción de inocencia por ser insuficiente la prueba del dolo obtenida en el correspondiente juicio de inferencia (vid. también las SSTC 127/1990, 93/1994, 171/2000, 137/2002, 257/2005, etc.), en las que se insiste en la necesidad de que la prueba de cargo se refiera al sustrato fáctico de todos los “elementos objetivos del delito y a los elementos subjetivos del tipo en cuanto sean determinantes de la culpabilidad”. (De interés las SSTS 07-05-2008, muy especialmente su voto particular, 26-9-2001, 23-1-2006, 21-1 y 28-4-2008, 30-1-2009, 15.12.2016).

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2. SUPUESTOS CARACTERÍSTICOS a) Algunos de los delitos contra la libertad sexual suelen clasificarse dentro de los delitos de tendencia o de tendencia interna trascendente, en tanto se aprecia en ellos un elemento subjetivo (el ánimo libidinoso). Desde luego, es difícilmente imaginable una conducta subsumible en los delitos de agresiones o de abusos sexuales en la que falte el deseo voluptuoso. Pero de ahí no se deduce sin más que los mencionados delitos, en su totalidad, contengan un elemento subjetivo. Su existencia, como es obvio, depende de la configuración dada a los diferentes tipos de acción. Y si nos paramos a analizar cada uno de ellos, observamos dos realidades palpables: que no se requiere en ninguno, de manera explícita, un elemento subjetivo en el actuar del sujeto activo, y que, de haber alguno, habría de ser inherente a las acciones penalmente relevantes. Una palmada en el trasero, los abrazos y besos de jugadores al celebrar un gol, no constituyen un atentado a la libertad sexual del goleador, pues no existe el ánimo libidinoso requerido en el tipo correspondiente. Lo mismo sucede con los abrazos y besos entre familiares. Por ejemplo ver SSTS 07-05-98 y 22-12-98.

Y si examinamos la formulación de los tipos de acción de las agresiones y los abusos sexuales, vemos que, en las figuras cualificadas, la acción sexual está delimitada al venir referida al acceso carnal por vía vaginal, anal y bucal, y a la introducción de objetos y miembros corporales por las dos primeras vías citadas, mientras que en las respectivas figuras básicas hay unas referencias genéricas a agresiones y abusos sexuales y a atentados contra la libertad sexual; de todo lo cual se infiere, de forma indubitada, la necesidad de que la conducta constitutiva de delito tenga naturaleza inequívoca y objetivamente sexual. Pero hay una diferencia palpable entre unas y otras clases de acciones, porque las primeras (las de las figuras cualificadas), además de estar tasadas, sólo tienen un significado posible, en tanto que las segundas, justo por no estar explicitadas, pueden tener significados distintos, en función del designio que las alienta. En efecto, la cópula, la introducción de objetos o miembros corporales difícilmente pueden ser entendidas de otra forma que como conductas sexuales; y, por consiguiente, quienes las realizan no precisan proceder con un ánimo específico —razón por la que la ley no lo exige—. Se trata, en suma, de acciones a las que se les asigna social y jurídicamente un significado (sexual), al margen de los motivos de quien las ejecuta. Por el contrario, en las figuras básicas, sobre todo en los abusos sexuales, de las distintas clases de acciones que tienen cabida en ellas, a las que, en principio, la generalidad de las personas en nuestra sociedad coincidiría en atribuirles carácter sexual, algunas pueden resultar equívocas y otras no siéndolo carecen de relevancia penal. Pensemos, en determinados actos médicos, por ejemplo, que comportan la exploración y palpación de zonas íntimas del cuerpo de una persona. ¿Diremos que esa exploración será o no delictiva en función del ánimo con que proceda el

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médico? Nos parece que la pregunta ha de ser respondida negativamente, porque la subsunción de una conducta en el tipo de abusos del art. 181 CP depende, no de la tendencia con la que actúe el sanitario, sino de las maniobras que realiza; porque si éstas se ajustan a la lex artis, están indicadas para la clase de exploración o actuación que se está llevando a cabo y hay motivos para efectuarlas, en ningún caso pueden ser etiquetadas como constitutivas de una acción sexual (no se les atribuye socialmente ese significado). Y si no es una acción sexual, ni pertenece a las contempladas en los tipos de acción de abusos sexuales, ni importa cuáles sean las miras del sanitario que la efectúa. Consecuentemente, si un médico, durante una intervención técnicamente impecable, justificada y válidamente consentida, experimentara excitación y goce sexual, pero en ningún momento fuera más allá de lo que la praxis o los protocolos clínicos marcan o aconsejan, su conducta no encajaría en un tipo de acción de abusos sexuales. Si nos fijamos ahora en las intervenciones de actores en obras o espectáculos en los que han de simular o ejecutar actos de carácter sexual, nos encontramos con unas situaciones, en cierto modo, semejantes a las anteriores. Los actores que interpretan un papel o realizan una actuación como los apuntados y lo hacen voluntariamente, en tanto se atengan a lo pactado y acordado, no incurren en un delito de abusos o de agresiones sexuales, por la elemental razón de que no están atentando contra la libertad sexual de nadie, por más que participen en una conducta manifiestamente sexual. Poco importa que alguno de los intérpretes encuentre placer en ello, incluso que desee en cada sesión llegar a las escenas sexualmente más explícita cuanto antes y disfrute en ellas. Si se “atiene al guión”, si no incurre en exceso alguno, si hay consentimiento por parte de los intervinientes, el eventual disfrute erótico no tiene trascendencia penal alguna. Por tanto, como se trata de hechos clara o fingidamente sexuales, libremente asumidos por quienes participan en ellos, no hay una acción con significado penal, y resulta ociosa la búsqueda de un elemento subjetivo, cuyo sustrato podría darse sin ulteriores consecuencias; pues, bien podría ocurrir, como se ha dicho más arriba, que alguno de los partícipes buscara o encontrara placer sexual en su actuación, pese a lo cual, seguiríamos estando ante una acción penalmente neutra. Finalmente, hay ocasiones en las que se producen contactos corporales entre personas, que afectan a una zona erógena del cuerpo de otro, que pueden tener acomodo en los abusos o en las agresiones sexuales, en atención a si esconden o no un propósito lujurioso, por cuanto que pueden tomarse también como gestos de afecto, de broma, de burla, etc., siempre, claro está, que tengan entidad bastante como para constituir un atentado contra la libertad sexual, aunque entonces podría resultar prescindible el elemento anímico, porque la conducta practicada, por su naturaleza, tendría relevancia penal por sí misma. De ahí que sea necesario conjugar la entraña de la acción con la intencionalidad del sujeto. Piénsese en los intensos contactos físicos que se producen entre los jugadores de un equipo

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de fútbol, cuando uno de ellos consigue un gol decisivo; o en el padre que, tras bañar a su hija de pocos años, le fricciona el cuerpo desnudo para extender sobre él una crema hidratante; o en ciertas novatadas perpetradas en colegios mayores, en cuerpos militares, en una tuna, etc. En resumidas cuentas, en los tipos de acción que contemplan conductas palmariamente sexuales, no se exige una especial finalidad en el sujeto activo, sino que basta la realización de aquéllas para cumplir las exigencias típicas. Por lo general, dichas conductas se ejecutarán para satisfacer un deseo venéreo, al que pueden yuxtaponerse móviles de distinto signo, que, aun siendo los determinantes en la toma de decisión del sujeto, no alteran la subsunción de la acción ejecutada en el correspondiente tipo de acción. En cambio, en esas otras conductas que pueden ser tildadas de lascivas o no, en función de las circunstancias que las rodean y de la intencionalidad objetiva del que las realiza, es obvia la presencia ineludible de esta última. b) Dentro de los denominados delitos de intención, en bastantes de los delitos contra el patrimonio, se exige expresamente que el sujeto proceda con ánimo de lucro. De tal manera que, en ausencia de esta intencionalidad objetiva, la conducta de tomar una cosa mueble ajena es legítima. El que toma una prenda de ropa o una joya para ver cómo le sienta, realiza una acción sin relevancia penal, que sólo adquiere cuando va seguida de un claro acto de incorporación de dichos objetos a la propia esfera patrimonial. Y aquí, de forma más patente que en los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, se aprecia cómo el momento subjetivo, la intencionalidad objetiva, está en la acción, cuando el sujeto huye con la chaqueta o el reloj puestos, por ejemplo. Sin que tal constatación implique negar que, en su interioridad, el sujeto haya resuelto quedarse la chaqueta o el reloj para sí, después de un más o menos dilatado proceso de reflexión, de haber sopesado los pros y los contras, de haber luchado contra los dictados de su conciencia, etc. Sólo que no puede interesar y afectar más que a quien tiene acceso a esa interioridad, vedada para todos los demás. Por ejemplo, vid., entre otras, la STS 10-3-00.

Y si fijamos la atención en las falsedades, en las documentales o en la falsificación de moneda, enseguida advertimos que las acciones de elaborar un documento o unos billetes a imitación de los genuinos, por sí solas, carecen de relevancia para el Derecho penal; relevancia que únicamente adquieren cuando su autor tiene la intención de incorporar los objetos así confeccionados a los respectivos tráficos, jurídico o monetario. Y es en la acción de poner en circulación uno u otros donde se detecta el elemento subjetivo requerido en los artículos 386 y 390 y siguientes del CP.

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También en las injurias, respecto de las cuales se ha discutido si pertenecen a los delitos de intención o a los de tendencia, es necesario que la acción o la expresión tengan calado bastante para lesionar el honor, al tiempo que han de ejecutarse o proferirse con ánimo de producir tal lesión. De forma que la sola intencionalidad, el solo animus injuriandi, por intenso que sea, no acierta a fundamentar el delito del art. 208 CP. No es igual insultar a una persona con ánimo de injuriarlo faltando a su honor, que hacerlo simplemente con la intención de gastarle una broma en una reunión familiar. Ver STS 14-6-97.

En cuanto al delito de tortura (art. 174.1 CP), como también es palpable, cabe decir que, en él, la intención de obtener una confesión, aparece como un elemento subjetivo del tipo de acción, al punto de que, como en los demás delitos comentados, su ausencia determinará la inexistencia del de torturas (salvo que se persiga castigar a la víctima), y la correlativa apreciación de un delito contra la integridad moral y/o de lesiones. c) Otro tanto cabe decir sobre los delitos de expresión. En los delitos de calumnia y de falso testimonio se castiga la discordancia entre lo que se dice y lo que se sabe o se cree. Lo manifestado cobra relevancia penal por estar en desacuerdo con lo registrado en la conciencia del sujeto, que es el momento subjetivo en donde reside el elemento subjetivo del tipo de acción. El testigo que se equivoca en la descripción del presunto asesino no comete falso testimonio, porque por la escasa iluminación confundió el color de sus ropas. Pero sí comete este delito, el testigo que reconociendo la marca y color del vehículo causante de un atropello, conscientemente declara haber visto otra marca y otro color. Por ejemplo ver STS 3-4-98.

d) Ahora bien, si en los delitos de intención, en el hurto, como ejemplo paradigmático, es, por lo general, relativamente sencilla la verificación de la prueba del ánimo de lucro, en los delitos de expresión citados y en los de tendencia interna trascendente, semejante tarea se complica de manera considerable. En casos de hurto, cuando el sujeto pone el bien mueble ajeno fuera del alcance de su titular o de su legítimo poseedor, su acción de llevarse o esconder o entregar a otro la cosa, encierra el elemento subjetivo propio de dicho delito de una forma bastante evidente. No sucede lo mismo en los abusos sexuales y en la calumnia o el falso testimonio. Todavía en los primeros, la clase de tocamientos realizados, su duración, intensidad, la parte del cuerpo sobre la que han recaído, las expresiones y reacciones del agente, etc., que igualmente alojan el ánimo lascivo, facilitan la comprobación de éste; pero en las calumnias y en el falso testimonio las dificultades aumentan notablemente.

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e) Aunque, en rigor, no se trata de supuestos característicos, hemos de mencionar aquí la presencia de elementos subjetivos en los actos preparatorios punibles (proposición, conspiración y provocación) y en la tentativa, dado que, en todos los casos citados, los actos externos preparatorios o de ejecución cobran significado en la medida en que les subyace un ánimo de cometer el delito preparado o intentado, en ausencia del cual ni los unos ni los otros tendrían relevancia para el Derecho penal. Vistos todos estos supuestos, ha de plantearse una cuestión central atinente a los elementos subjetivos del tipo de acción, también al dolo, que no es sino la de la prueba de unos y otro; prueba insoslayable porque la impone el principio de presunción de inocencia. A propósito del cual y en relación con los elementos subjetivos, el TC ha declarado que, desde la perspectiva del control externo que le corresponde, ha de llegarse a la conclusión de que los elementos utilizados por la Sala sentenciadora como cauces de inferencia de la culpabilidad de los recurrentes en amparo no evidencian, en el presente caso, una coherencia lógica y razonable (STC 63/1993), que permita su utilización como prueba indiciaria; y, por tanto, no son suficientes para desvirtuar el derecho a la presunción de inocencia (STC 68/1998); que, por consiguiente, ha de quedar suficientemente probado el elemento subjetivo del delito, si bien su prueba resulta compleja y en múltiples casos se haya de acudir a la prueba indiciaria; de manera que la prueba de cargo ha de venir referida al sustrato fáctico de todos los elementos tanto objetivos como subjetivos del tipo delictivo, pues la presunción de inocencia no consiente, en ningún caso, que alguno de los elementos constitutivos del delito se presuma en contra del acusado (STC 127/1990); que solamente pueden considerarse acreditados adecuadamente los reiterados elementos subjetivos cuando hay un engarce entre los hechos directamente y la intención perseguida por el acusado con la acción, pues se deduce de una serie de datos objetivos que han posibilitado extraer el elemento subjetivo a través de un razonamiento lógico, no arbitrario y plasmado motivadamente en las resoluciones recurridas (STC 91/1999); y que “en ningún caso el derecho a la presunción de inocencia tolera que alguno de los elementos constitutivos del delito se presuma en contra del acusado, sea con una presunción iuris tantum sea con una presunción iuris et de iure” (vid., por todas, la STC 87/2001). De tal afirmación se desprende, innegablemente, que no cabe condenar a una persona sin que tanto el elemento objetivo como el elemento subjetivo del delito, cuya comisión se le atribuye, hayan quedado suficientemente probados, por más que la prueba de este último sea dificultosa y que, en la mayoría de los casos, no quepa contar para ello más que con la existencia de prueba indiciaria (STC 8/2006). Así pues, conforme a esta doctrina del TC, podría decirse que los elementos subjetivos han de derivarse de elementos que están en la acción del sujeto. Ahora bien, que haya de ser probado el elemento subjetivo de un tipo de acción,

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sobre dicho presupuesto, no significa que haya de demostrarse la existencia de un objeto, ni que haya de detectarse y comprobarse empíricamente el proceso psicológico desarrollado en el interior del autor de la acción; sino que la eventual intención ha de acreditarse sobre la base de los hechos externos, sin olvidar que éstos sólo tienen sentido y son relevantes para el Derecho penal, en la medida en que existen y se aceptan unas reglas previas, gracias a las cuales aquéllos tienen un significado. Y este proceder es, desde luego, conteste con las exigencias del principio de presunción de inocencia, pues no obliga a una inmersión imposible en la mente del sujeto, a la búsqueda de un archivo en el que estén consignadas sus intenciones —su intencionalidad en el día y la hora en que realizó la acción, lo que sabía y lo que quería—; comprobación psicológica impracticable, que, a la postre, remite a una especie de presunción de culpabilidad, puesto que se cimenta sobre una inferencia que no es sino un mero juicio de probabilidad, y, por ende, próximo a la arbitrariedad, lejos no ya de una certeza inalcanzable, sino de una fundamentación asentada sobre cánones objetivos y racionales. El derecho a la presunción de inocencia no exige la demostración de la verdad absoluta, sino de la culpabilidad del imputado más allá de toda duda razonable, de la verdad procesal, en definitiva. No se trata de deducir lo que pasó por la mente de una persona a partir de lo que hizo —empresa difícil de armonizar con las exigencias dimanantes de la presunción de inocencia—, sino de fijar la intencionalidad con la que procedió, mediante la confrontación de la acción realizada por ella, interpretada de conformidad con las reglas sociales, con las normas jurídico penales, teniendo muy presente en todo ese proceso lo que sabía, las competencias y las técnicas y conocimientos que dicha persona dominaba (extremo que, en gran medida, en vista de su comportamiento, es posible inferir y establecer) y lo que quería. Desde ese momento, y sólo desde ese momento, estaremos en condiciones de apreciar y evaluar las intenciones del sujeto contenidas en su acción, como un “compromiso” con su quehacer y con la lesión o puesta en peligro del bien jurídico de que se trate (vid. las SSTS de 9-10-2007, 27-2-2008, 13-5-20. 14-4-2011. En el caso de las calumnias y del falso testimonio, la prueba de que el autor de la imputación era consciente de la falsedad de la misma ha de hacerse, inevitablemente, a partir de la acción de aquél, complementada con el sustrato fáctico que brindan los hechos, los testimonios, etc. Como reflexiones finales, se han de subrayar, en primer lugar, la imperiosa necesidad de asegurarse de que en el tipo de acción que se quiere interpretar está ínsito un elemento subjetivo; pues, tras una apariencia susceptible de inducir a error, un examen detenido del tipo puede desvelar que no hay tal, que, en efecto, no es más que una apariencia, como hemos visto sucede en algunos de los delitos contra la libertad y la indemnidad sexuales. De otra parte, ha de evitarse la confusión entre intención subjetiva (dolo) e intención objetiva (propia de los elementos subjetivos del tipo de acción), pues mientras la primera viene

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a comprobar si la conducta, en principio relevante, infringe la prohibición de la norma u omite lo preceptuado en ella, así como la intención del autor; la segunda cumple, de acuerdo con Vives, una función definitoria de la acción. En tercer lugar, no está de más insistir en que los tipos de acción con un elemento subjetivo sólo concuerdan con la comisión dolosa. Por último, este es un enfoque que aspira a ser por completo respetuoso con los principios constitucionales y a estar inspirado en ellos, con los nucleares —los de legalidad y presunción de inocencia—, de manera muy especial.

Lección 21

Relevancia (tipicidad): las fases de realización del hecho típico (iter criminis) 1. INTRODUCCIÓN: FASE INTERNA Y FASE EXTERNA Cualquier hecho humano puede descomponerse en diversas fases. Por ejemplo, una jugada de balonmano transcurre en varias secuencias: un jugador piensa una jugada, después la marca a sus compañeros, y la inicia pasando la pelota a otro jugador, que tira y marca el gol. Pues exactamente igual ocurre con la clase de hechos humanos que llamamos delitos; toda vez que, de forma más o menos acentuada, también su concreta ejecución discurre por etapas. Y cada una de ellas posee un significado distinto y, por fuerza, un tratamiento punitivo diferente. Según esto, un delito no nace de la nada, sino que discurre a través de un proceso en el que se distinguen diversas fases. Es decir, la realización de cualquier hecho delictivo recorre un camino más o menos largo según cada caso. Este camino, proceso o sucesión de etapas recibe el nombre de iter criminis. Comienza desde que alguien alumbra la decisión de cometer un hecho delictivo; continúa con su preparación; después con el comienzo de la ejecución; sigue con el desarrollo de los actos ejecutivos; luego con la conclusión de los mismos; y por fin, en su caso, con la producción del resultado típico, e incluso puede hablarse de la terminación y del agotamiento del delito. En estas líneas es necesario describir todas las posibles fases, pero no sin advertir que, en la realidad, no siempre se verifican todas; en ocasiones sí, mientras que en otras el hecho queda inconcluso, estancado en alguna de las fases iniciales o intermedias descritas. Es así como aparecen en Derecho penal los conceptos de actos preparatorios, tentativa, desistimiento y, en su caso, consumación. Comencemos, pues, a analizar cada una de estas posibilidades. Tradicionalmente, se distinguen dos grandes fases de realización del hecho criminal. La primera, que recibe el nombre de fase interna, está integrada por todos los momentos internos en los que se va formando la voluntad criminal. Estos momentos son la ideación, la deliberación y la resolución criminal, la decisión, en suma, de cometer el hecho delictivo. Sin embargo, todos estos momentos integrantes de la fase interna son, por sí mismos, completamente irrelevantes para el Derecho penal. Y son irrelevantes porque, como ya vimos con anterioridad, el pensamiento a secas no es punible, para su castigo es absolutamente imprescindible la exteriorización de la voluntad, pues para que exista un hecho humano, ha de haberse manifestado o exteriorizado la voluntad criminal, cosa que no sucede

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en esta fase interna (vid. Lección 9). De ahí que esta fase sea impune, pues al no existir exteriorización de la conducta, no hay peligro alguno para un bien jurídico, y sin, al menos peligro abstracto para un bien, la intervención penal es ilegítima (vid. principio de ofensividad). Constituye una esfera de intimidad vedada al Derecho penal, sin contar, por otra parte, con que resulta imposible demostrar su existencia si no aflora en una acción. “El pensamiento no delinque”, “los pensamientos no pagan aduanas”, son aforismos empleados para expresar la intrascendencia de la fase interna para el Derecho (bien entendido que “alguna” tiene, cuando la voluntad de delinquir se muestra al exterior, como vimos al estudiar los elementos subjetivos del tipo de acción y veremos al estudiar el dolo).

Es la segunda fase, la llamada fase externa, la que resulta de interés para el Derecho penal, porque en ella anida una voluntad criminal, intención, resolución o propósito de cometer un hecho delictivo, que ya ha sido exteriorizada o manifestada. Entonces, sólo entonces, pude ser conocida o percibida por los demás (exigencia que concuerda con la concepción significativa de la acción, como puede verse en la Lección 15). Pues bien, desde este instante el Derecho penal ya puede castigar esa conducta, aunque eso no equivale a que deba castigarla siempre y en todo caso. Aquí es donde entran en juego las decisiones de política criminal, en base a las cuales el legislador estima conveniente o no su incriminación. Y en esta fase externa aparece otra frontera esencial, otro salto cualitativo entre los diferentes pasos de la realización del hecho típico. Esta nueva frontera se sitúa en el inicio de la ejecución del hecho, hasta el punto de que establece un antes y un después en la fase externa: el antes viene constituido por todos los actos que únicamente constituyen la actividad preparatoria del delito; y el después, por aquellos actos que ya entrañan la ejecución (el inicio, al menos) del correspondiente delito, por actos que realizan total o parcialmente la conducta típica descrita en la ley penal (actos de matar en un homicidio; actos de apoderamiento en un robo). Naturalmente para poder determinar si un acto ha de calificarse como acto preparatorio o como acto ejecutivo, sólo tenemos un criterio válido, que es acudir a la descripción típica, a la norma legal que define las características de la acción, para comprobar en la correspondiente figura delictiva cómo está descrita la conducta típica, y así decidir si este o aquel acto comporta una ejecución o desarrollo de la misma, o sí por el contrario únicamente suponen su preparación. Todo dependerá de la conducta típica, esto es, del verbo empleado y de las demás características del tipo de acción correspondiente. Por ejemplo, si Javier propone a Toni matar entre ambos a Alberto, no han comenzado a ejecutar la acción de matar, sino que únicamente están preparando su comisión mediante una voluntad ya exteriorizada. En cambio, cuando Rafael apunta con su arma con intención de disparar y matar a Jorge, ya ha comenzado a realizar la conducta típica de matar (y a incrementar el riesgo para el bien jurídico). Vid. las SSTS de 4 y 18-2-2005.

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Los actos previos, por más que revelen una voluntad de delinquir, se estiman impunes, salvo que tengan cabida en los actos preparatorios punibles (vid. las SSTS de 7-4 y 2311-2006). Las SSTS 20-12-1999, 19-3-2004, 7-2-2007, 16-3-2012 y 19-5-2016, entre otras, con algún exceso de preocupación dogmática, se ocupan de la delimitación entre la ejecución y la preparación, entre lo punible y lo no punible, apuntando los siguientes requisitos para afirmar que la ejecución del delito se ha iniciado: a) actos exteriores reveladores, de modo claro, de la voluntad de delinquir; b) proximidad espacio-temporal respecto de lo que, en el plan del autor, habría de suponer la consumación del delito; c) actuación unívoca y próxima en el tiempo y en el espacio de tal forma que su progresión natural conduzca a la consumación. Y en las SSTS de 17-7-2003 y 3-3-2011 se trató la misma demarcación en relación con la vigilancia sobre la víctima realizada por miembros de la organización terrorista ETA (vid. también la STS de 4-11-2015).

2. LOS ACTOS PREPARATORIOS PUNIBLES Llegados a este punto, ya podemos definir los actos preparatorios, diciendo que por actos preparatorios hay que entender toda actividad externa (voluntad manifestada) que está orientada a facilitar la realización ulterior de un delito. Mientras que actos ejecutivos son aquellos que suponen el inicio, principio o comienzo de la realización de la conducta típica correspondiente (se trata en definitiva de actos consumativos). Así pues, el comienzo de la ejecución fija una segunda diferencia esencial dentro de las fases de realización del hecho delictivo. Diferencia fundamentada en el distinto grado de peligro que una y otra representan para el bien jurídico protegido. Y esta diferencia se traduce en un distinto sistema de castigo de una y otra clase de actos, pues mientras los actos ejecutivos se castigan siempre, los actos preparatorios sólo se castigan excepcionalmente. Pero téngase en cuenta que el concepto jurídico de actos preparatorios, no coincide con el entendimiento común o vulgar de preparación de un delito, y se trata, como inmediatamente comprobaremos, de un concepto estrictamente normativo. En realidad, la decisión de castigar siempre y respecto a cualquier delito los actos preparatorios, o por el contrario castigarlos sólo excepcionalmente en delitos graves, es una decisión política. Por eso mismo constituye una excelente referencia para evaluar la ideología de determinado ordenamiento penal, por cuanto en los modelos autoritarios se instaura el castigo indiscriminado de aquéllos, y en los sistemas liberales se opta por su sanción con carácter excepcional.

El modelo liberal es el seguido en la actualidad en la inmensa mayoría de los países europeos y americanos. También en el Código Penal español de 1995. En sus artículos 17 y 18 se regulan los actos preparatorios y su castigo. En primer lugar sólo se definen tres clases de actos preparatorios, pues únicamente éstos merecen la sanción penal. Y en segundo lugar, ni siquiera se castigan éstos siempre,

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respecto a cualquier delito, sino sólo cuando existe un precepto en el Código Penal donde expresamente se dice que respecto a un delito o grupo de delitos deben castigarse los actos preparatorios. Sigue pues el Código Penal español un sistema de numerus clausus o de incriminación tasada de los mismos. Y lo hace castigando los actos preparatorios únicamente con relación a determinados delitos: los más graves, los que tutelan los bienes de superior jerarquía y valor social, o los que por su naturaleza especial pueden resultar amenazados con la mera preparación. En estos casos está justificado el adelantamiento de la protección. Así, por ejemplo, en el Código Penal español de 1995, se castigan expresamente los actos preparatorios con relación a los siguientes delitos: homicidio y asesinato (art. 141); lesiones (art. 151); detenciones ilegales y secuestros (art. 168); en robo, extorsión, estafa o apropiación indebida (art. 269); en receptación y legitimación o blanqueo de capitales (304); en delitos contra la salud pública (art. 373); en delito de rebelión (art. 477); delitos contra la Corona (art. 488); delito de sedición (art. 548); atentados contra la autoridad y sus agentes (art. 553); delitos de terrorismo (art. 578); delitos de traición (art. 585); y delitos contra la comunidad internacional (art. 615). En estos preceptos se determina la pena a imponer, que generalmente fluctúa entre la rebaja en uno o dos grados de la pena que correspondería si el delito se hubiese consumado. Fuera de estos casos, donde expresamente se castigan, los actos preparatorios son impunes.

El Código Penal español define tres clases de actos preparatorios punibles: la conspiración, la proposición y la provocación para delinquir.

2.1. Conspiración La conspiración para delinquir se define en el artículo 17,1 CP, y existe “cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución de un delito y resuelven ejecutarlo”.

Se trata, pues, de un pacto de coautoría (Lección 22). La definición legal exige tres requisitos: a) concurrencia de dos o más personas (STS 12-6-2002); b) pacto, acuerdo o concierto de voluntades de todos ellos para llevar a cabo el delito o pactum scaeleris (STS 9-3-1998); c) decisión o resolución por parte de cada uno de ellos de cometer un hecho delictivo concreto (STS 18-6-2002); Cuando se dan estas notas puede hablarse de una voluntad común exteriorizada (STS 07-05-2007). Sin que sea necesario que se inicie la realización del delito, pero sí que se constate la existencia de un lapso de tiempo relevante entre el acuerdo y la realización, para poder apreciar una mínima firmeza de la resolución criminal (SSTS 16-12-1998; 18-10-2000). La conspiración no ha de confundirse con el delito de “asociación ilícita para cometer un delito” del art. 515,1º CP, que tiene

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unos rasgos de institucionalidad, deducidos de la existencia de una organización y una superior permanencia. En tanto, la conspiración no posee tales notas, pues queda completa con que dos personas se convengan para cometer un único delito. Ejemplo: Andrés, Fernando y Francisco se reúnen y acuerdan cometer un delito de robo, planificando el lugar, día y hora, así como los medios para entrar en el inmueble y los objetos que esperan sustraer. También encontramos un supuesto específico de conspiración sancionado en el art. 373 CP, cuando cinco personas se reúnen para planificar el desembarco de drogas en la costa española (STS 7-2-2007).

2.2. Proposición El segundo acto preparatorio punible es la proposición, que viene definida en el artículo 17,2º del CP, cuya redacción original del Código Penal de 1995 ha sido modificada por la LO 1/2015, diciendo que “existe proposición cuando el que ha resuelto cometer un delito invita a otra u otras personas a participar en él”.

De modo que la proposición requiere que un sujeto, el que propone, ya posea la resolución de cometer un hecho delictivo concreto. Este primer requisito no ha cambiado desde 1995. Pero sí el segundo, que originariamente requería que la invitación al otro u otros consistiera en una invitación para ejecutar el delito, es decir, para realizarlo junto con el proponente, todos como coautores (SSTS 21-03-1986, 25-7-2003, 22-9-2006, 24-3-2014). Sin embargo, el nuevo texto de 2015 ha sustituido “ejecutarlo” por “participar en él”. Con ello amplía considerablemente el ámbito de este acto preparatorio, pues ahora ya no sólo se castiga la invitación para co-ejecutar (co-autoría), sino también la invitación a participar en un hecho delictivo. Por tanto, desde la reforma las dos clases de invitación constituyen un acto preparatorio punible de proposición. La invitación, en todo caso, además, ha de ser precisa, concreta, persuasiva, convincente, y que puede no ser aceptada (SSTS de 23-11-2006 y 2-6-2016). Francisco, que ya ha tomado la decisión de darle una paliza a Ángel, propone a sus amigos Manuel y Vicente que entre los tres golpeen a la víctima hasta darle un escarmiento. También, si Juan, que ha decidido robar él solo en una casa, propone a Miguel que le deje su motocicleta para poder escapar más rápidamente.

2.3. Provocación La tercera clase de acto preparatorio punible es la provocación, definida en el artículo 18,1º CP al decir que “existe provocación cuando directamente se incita por medio de la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante, que facilite la publicidad, o ante una concurrencia de personas, a la perpetración de un delito”.

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Los requisitos de la provocación son los siguientes: a) existencia de una incitación directa de una persona, mediante actos dirigidos a que otro u otros se decidan a cometer un delito (el provocador, a diferencia del proponente —proposición— no tiene la intención de cometer el delito, pretende que sean otros los que lo realicen); b) necesidad de que la provocación se realice a través de un medio que dé publicidad a la incitación; c) la provocación ha de dirigirse a la realización de uno o varios hechos delictivos concretos, no siendo suficiente una invitación genérica a delinquir; y d) que la incitación posea una mínima virtualidad para persuadir o convencer a los incitados (STS 21-03-1986; 13-11-1998). Por ejemplo, el Alcalde de Villablanca invita, durante una alocución en la emisora local, a que todos los vecinos detengan y conduzcan al polideportivo municipal, a cualquier extranjero que encuentren en el pueblo. Pues bien, aunque nadie le hiciera caso, la conducta ya debería castigarse como provocación al delito de detención ilegal (art. 168 CP). Y si algunos vecinos secundaran la invitación del Alcalde, éste entonces sería castigado como inductor. No sería provocación si esta misma actividad la lleva a cabo el Alcalde en privado en una conversación con dos amigos, siempre que luego ninguno de los dos realice la conducta, pues si alguno le hace caso y actúa, el Alcalde podría ser castigado, en su caso, como inductor. “Ha de diferenciarse entre la provocación a cometer delitos y el llamado delito provocado, generalmente vinculado a operaciones policiales encubiertas donde el agente realiza tareas de información (STS 25-06-2007). La STEDH de 1-3-2011, recogiendo anteriores resoluciones, recordaba que ha tenido lugar una incitación por parte de la policía cuando los agentes implicados no se limitan a investigar actividades delictivas de una manera pasiva, sino que ejercen una influencia tal sobre el sujeto que le incitan a cometer un delito que, sin esa influencia, no hubiera cometido, con el objeto de averiguar el delito, esto es, aportar pruebas y poder iniciar un proceso; y añade que el interés público no podría justificar la utilización de datos obtenidos tras una provocación policial”, pues tal forma de operar es susceptible de privar definitivamente al acusado de su derecho a un proceso equitativo.

Si la provocación va seguida de la realización del hecho delictivo por parte de alguna persona, al provocador se le castigará como inductor de acuerdo con el art. 18.2º CP (vid. Lección 22). En relación con las tres modalidades de actos preparatorios merecen destacarse dos extremos, uno ya apuntado: que sólo son punibles cuando expresamente lo prevé la ley (arts. 17.3 y 18.2), en relación con determinados delitos (el art. 141, por ejemplo); y que las tres han de ser mínimamente idóneas para la ejecución del delito “preparado”, siquiera sea porque la tentativa, que implica un paso adelante, requiere esa idoneidad, como se verá a continuación.

2.4. Apología En el artículo 18.2 del CP se regula la apología como una forma o clase de provocación, en estos términos

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“es apología, a los efectos de este Código, la exposición, ante una concurrencia de personas o por cualquier medio de difusión, de ideas o doctrinas que ensalcen el crimen o enaltezcan a su autor. La apología sólo será delictiva como forma de provocación y si por su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito”.

Lógicamente, al ser considerada como una forma de la provocación ha de reunir todos y cada uno de los requisitos de ésta. Lo único que cambia es la forma de provocar para que otros cometan un delito, pues aquí consiste en una incitación directa mediante la defensa del delito o de los delincuentes, ante una concurrencia de personas (SSTS 29-11-1997; 04-07-2001). Ignacio, al concluir una manifestación autorizada (legal), toma la palabra y públicamente elogia y defiende a varios condenados por asesinato de policías, considerando la necesidad de seguir actuando de este modo, y de hacerlo inmediatamente con los policías que vigilan el desarrollo de la manifestación. No obstante esta regulación genérica de la apología, existen preceptos especiales en el Libro Segundo del CP, que vienen a desvirtuar este entendimiento estricto de la misma, extendiendo su castigo hasta extremos que chocan con el derecho fundamental a la libertad de expresión. Así sucede en los casos definidos en los arts. 510,1ºy; 578 (redactados ambos conforme LO 1/2015). Precisamente el art. 510,1º c) reitera la conducta anteriormente descrita en el antiguo art. 607,2º, consistente en negar o enaltecer los delitos de genocidio, a pesar de su inconstitucionalidad parcial declarada por la STC 235/2007, de 7 noviembre. La sanción en estos dos preceptos se refiere a conductas, por ejemplo, de enaltecimiento del terrorismo (STS 26-02-2007; no obstante véase la STC 159/1986 de 12 diciembre, caso Diario Egin). Pero también incluye el castigo al denominado “discurso del odio”, lo que sin duda incide, además de en la libertad de expresión, en la libertad ideológica. La diferenciación entre apología y enaltecimiento se ha fijado en que la primera supone una invitación directa a cometer un delito concreto, en tanto el segundo es una forma de apología caracterizada por su carácter genérico y sin constituir una provocación ni directa ni indirecta a cometer un delito (SSTS 1-4 y 15-4-2013).

Con carácter general, ha de reiterarse, todos los actos preparatorios requieren la concurrencia de un elemento subjetivo doble: la voluntad de conspirar, proponer o provocar, de una parte, y, además, la voluntad de que se realice el concreto delito o delitos que se están preparando. Hasta aquí llega el ámbito de los actos preparatorios punibles, y a partir de este momento, si hay una progresión hacia la consumación, si el sujeto sigue adelante en su designio criminal, comienzan a realizarse los actos ejecutivos en los que el sujeto o sujetos ya dan inicio a la ejecución o realización del correspondiente delito, de forma que practican alguno o todos los actos de la conducta típica respectiva. Y una vez da comienzo la ejecución del hecho delictivo, éste puede quedar en fase de tentativa si no se alcanza el resultado o si no se realizan todos los actos ejecutivos necesarios (se trata entonces de una forma imperfecta de realización del hecho); o bien quedar definitivamente consumado si se produce el resultado

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típico (en los delitos de resultado) o si se realizan todos los actos ejecutivos típicos (en los delitos de mera actividad). A continuación se estudian la tentativa y la consumación.

3. LA TENTATIVA 3.1. Concepto La tentativa es un conato de delito, podríamos decir. Supone que el sujeto ha iniciado la ejecución del delito, pero no ha alcanzado la consumación. Históricamente primero fue predominante la concepción objetiva de la tentativa, que destacaba como aspecto predominante de la misma la puesta en peligro que comporta para el bien protegido. Con posterioridad, esta concepción fue desplazada en amplios sectores de la doctrina por una perspectiva eminentemente subjetiva, para la cual la razón fundamental de la represión de la tentativa residía en la “voluntad contraria al Derecho” exteriorizada en la acción. En la actualidad prevalecen las concepciones eclécticas o mixtas que combinan con diferente acento ambas tendencias o requisitos. El Código Penal español define la tentativa en el artículo 16,1: “Hay tentativa cuando el sujeto da principio a la ejecución del delito directamente por hechos exteriores, practicando todos o parte de los actos que objetivamente deberían producir el resultado, y, sin embargo, éste no se produce por causas independientes de la voluntad del autor”.

De este concepto legal pueden extraerse las notas esenciales de esta fase de realización del hecho que llamamos tentativa y que constituye una forma imperfecta de realización del hecho criminal.

3.2. Requisitos La primera nota esencial de la tentativa viene constituida por el llamado elemento objetivo de la tentativa, consistente en dar comienzo a la ejecución; es decir, en intentar llevar a cabo el delito (STS 29-01-2002). La tentativa implica el principio de la ejecución del hecho delictivo. Por tanto, la tentativa o, lo que es lo mismo, el intentar la consumación del delito, va más allá de la ideación, la deliberación y la resolución (fase interna) y también va más allá de la preparación del delito. Intentar (tentativa) es equivalente a comenzar a ejecutar mediante actos consumativos o realizar la conducta típica correspondiente pero sin que se produzca el resultado típico (ATS 9-6-2005 y SSTS 19-3-2004, 7-2-2007, 4-12-2008, 2-12-2009).

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Comete tentativa de homicidio quien intenta matar a otra persona, es decir, quien realiza actos de matar (que es la conducta típica del homicidio y del asesinato), como, por ejemplo, disparar un arma de fuego apuntando a la cabeza de la víctima, clavar en zonas vitales una navaja; echar veneno en la comida; colocar un explosivo adherido a los bajos del automóvil, etc. Todas estas conductas pueden ser calificadas como tentativa de homicidio o asesinato, pues concurre el elemento objetivo de la misma. Si, además, concurre el elemento subjetivo (voluntad) y la no producción del resultado debido a causas ajenas a la voluntad del autor, definitivamente habrá de calificarse como una tentativa conforme al artículo 16 con relación a los artículos 138, 139 ó 140 del CP.

En segundo lugar, la tentativa precisa de un elemento subjetivo, que al igual que en los actos preparatorios, exige una voluntad de llevar a cabo los actos ejecutivos realizados y, además, también ha de abarcar como finalidad la realización total, o sea, la consumación, del hecho delictivo concreto (SSTS 16-03-1998; 1011-2004). Respecto a los ejemplos antes expuestos, el elemento subjetivo requiere que el sujeto quiera disparar, quiera clavar el arma blanca, quiera envenenar o quiera la explosión, y además, en todos ellos quiera que tales actos produzcan el resultado muerte.

Existe una tercera característica de la tentativa, que es la “no consumación del delito”. Y la no consumación del delito ha de estar originada, ser consecuencia o deberse a causas independientes de la voluntad del autor. Porque como acabamos de afirmar al estudiar el elemento subjetivo, el sujeto quiere llegar hasta el final (consumación), pero, sin embargo, ésta no se produce por causas ajenas, externas e independientes de la voluntad del autor. Por esta razón, la tentativa es una forma imperfecta de realización del hecho, puesto que no alcanza la finalidad perseguida en todo delito que es su consumación (STS 29-01-2002). Ahora bien, la no producción del resultado que caracteriza a la tentativa implica fundamentalmente que el intento ha fracasado, bien porque no se completa la ejecución (tentativa inacabada); o bien porque aunque se haya completado la ejecución el resultado no se ha producido (tentativa acabada). Pero en ambos casos, la consumación no se produce por causas distintas y ajenas a la voluntad del autor. Ya que si es el propio autor quien evita la producción del resultado, entonces nos encontramos ante el desistimiento voluntario que estudiaremos a continuación. Ejemplos de tentativa serán los antes citados, cuando el sujeto que dispara queriendo matar, no alcanza su objetivo porque la víctima se aparta, o porque le alcanza sólo en un brazo, o porque alguien lo sujeta, o porque alguien le desvía la trayectoria, o simplemente porque yerra el disparo por su mala puntería. También existirá tentativa de homicidio si no consigue clavar la navaja al apartarse la víctima, o al conseguir detener el brazo, o porque un tercero lo desarma, o porque sólo consigue herirlo. En el caso del veneno, habrá tentativa si el sujeto pasivo no toma el plato envenenado, o porque después de tomarlo los médicos salvan su vida suministrándole un antídoto. Y en el supuesto del explosivo, habrá tentativa si el artefacto no explota por un defecto del detonador o porque aunque explote no logra acabar con la vida de la víctima.

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3.3. Ámbito de aplicación Por otra parte, en principio es posible la comisión en grado de tentativa en toda clase de delitos. Sin embargo, existen algunas excepciones. En primer lugar, en los llamados “delitos de emprendimiento” (“tipos de empresa”) donde la consumación y la tentativa se unifican en determinadas figuras legales. Y en segundo lugar, conceptualmente resulta muy difícil apreciarla en los delitos imprudentes, en los delitos de omisión propia y en los auténticos delitos cualificados por el resultado. De acuerdo a la tradición codificada española, el original texto de 1995, que contenía en el Libro II, las Faltas (infracciones leves), sólo se castigaba la tentativa de las faltas contra las personas y el patrimonio, siendo impune en las demás (art. 15.2 CP, ahora derogado). Sin embargo, la reforma operada por la LO 1/2015, ha suprimido formalmente las faltas, aunque en realidad las ha transformado en delitos leves, y con ello ha generalizado la sanción de la tentativa a todos ellos.

Es importante destacar que el Código Penal de 1995 ya no recoge la frustración (una histórica forma imperfecta de ejecución), limitándose exclusivamente a castigar la tentativa como única forma imperfecta de realización del hecho delictivo. Sin embargo, por otra parte, la tentativa se castiga conforme a lo dispuesto en el artículo 62, que obliga a reducir la pena en un grado y faculta a reducirla en dos grados respecto a la señalada para el delito consumado, atendiendo “al peligro inherente al intento y al grado de ejecución alcanzado”. Esta posible diferencia de penalidad y los criterios legales en que ha de fundamentarse, posibilitan la diferenciación entre “tentativa acabada” y “tentativa inacabada”. Por consiguiente se contemplan dos niveles de desarrollo en la ejecución delictiva: uno en el que el autor ya ha realizado todo cuanto se requiere según su plan para la consumación, pero el resultado no se produce por causas independientes de su voluntad; y, otro en el que el sujeto activo no ha dado término todavía a su plan (SSTS 20-12-1999; 16-07-2004; 12-2-2009, 29-4-2013). Así, por ejemplo, en el caso de una tentativa de homicidio, como la pena señalada al homicidio consumado es de prisión de diez a quince años (art. 138) la pena por tentativa será prisión de cinco a diez años (descenso en un grado) o prisión de dos años y seis meses a cinco años (descenso en dos grados).

3.4. Tentativa inidónea Por último, existe una polémica acerca de si han de castigarse o no los llamados supuestos de tentativa inidónea, tentativa irreal y delito imposible. Es decir, aquéllos casos en los que los medios utilizados son insuficientes para lograr el resultado (el arma está descargada; la pistola es de fogueo), o bien se trata de medios supersticiosos (intentar matar a alguien mediante un conjuro) o incluso porque ya no existe bien jurídico protegido (se dispara sobre alguien que ya está muerto).

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Con el Código Penal de 1995, que acentúa la definición objetiva de tentativa y a la vez elimina toda referencia al castigo de esta clase de supuestos, se reduce y restringe considerablemente su consideración como tentativa. Toda vez que se resalta en la definición legal la necesidad de que se realicen actos “que objetivamente deberían producir el resultado”. De suerte que, sólo cuando los actos ejecutivos realizados comporten visos de materialización, con el consiguiente mínimo de peligro para el bien jurídicamente protegido, sólo cuando resulten idóneos, por lo tanto, aunque sea potencialmente, podrán castigarse como tentativa. De forma que ha de diferenciarse entre dos clases de tentativas inidóneas: la aquejada de inidoneidad absoluta, que será impune; y aquella que presente una inidoneidad relativa, que sí deberá castigarse. Y es que el castigo de la tentativa requiere, aunque los actos no comporten un peligro concreto, si al menos un peligro abstracto o potencial para el bien jurídico protegido (SSTS 13-04-2006, 12-03-2013), por imponerlos así los principios de prohibición de exceso y de ofensividad. En conclusión, la doctrina dominante entiende que la “tentativa relativamente inidónea” forma parte del concepto de tentativa y por consiguiente es punible. Y, a su vez, excluye el castigo de la “tentativa absolutamente inidónea” al quedar fuera del concepto legal de tentativa. En realidad, una vez más, el castigo de la tentativa inidónea es producto de una decisión político-criminal que corresponde tomar al legislador al definir la tentativa (así la STS de 22.10.2015). La jurisprudencia reclama al menos la presencia de “actos racionalmente aptos para ocasionar el resultado”. Por eso cuando los medios empleados para cometer el delito son “genéricamente” aptos para ocasionar el resultado o poner en peligro el bien tutelado, pero no lo son en el caso concreto, existe una idoneidad relativa que permite apreciar la tentativa. Y por el contrario, cuando los medios utilizados para cometer el delito no podrían ocasionar el resultado “en ningún caso”, ni tampoco poner en peligro el bien protegido, no se puede apreciar tentativa por integrar un supuesto de inidoneidad absoluta que es atípica. Esto ocurre en los casos de “tentativa irreal o imaginaria”, en los llamados “delitos putativos”, y en “los delitos absolutamente imposibles por inexistencia de objeto” (STS 21-06-1999). Así, por ejemplo, respectivamente: el intento de causar un aborto con infusiones de manzanilla; el sujeto cree erróneamente que el objeto comprado proviene de un delito, en la receptación; o el intento de causar el aborto a una mujer que no está embarazada (SSTS 21-06-1999; 02-06-2000; 05-12-2000. Vid. también las SSTS de 8-4 y 26-4-2012). Hay múltiples casos reales en nuestra jurisprudencia. Por ejemplo, no socorrer a la víctima de un accidente, aunque luego se comprueba que murió en el acto; tratar de causarse un aborto mediante lavados con jabón; o intentar abortar cuando en realidad la mujer no estaba embarazada; no socorrer a la víctima de un atropello porque ya estaba siendo atendida por otras personas; disparar con ánimo de matar contra alguien que en realidad ya estaba muerto, o que ya no estaba dentro del vehículo aparcado. (Vid., entre otras, las SSTS de 28-1-2005, 7-2-2007, 4-12-2008). Por último, cabe plantearse si es compatible la tentativa con los actos preparatorios punibles. ¿Puede darse una tentativa de conspiración? Dos personas se conciertan para ejecutar un delito, pero resuelven no ejecutarlo o no resuelven ejecutarlo. Estimamos

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac que no. Si la punición de un acto preparatorio ya supone adelantar la intervención penal para la protección de un bien, el castigo de la “tentativa” de un acto preparatorio resulta excesivo y entra en confrontación con la prohibición de exceso (vid. la STS 16-3-2012).

4. DESISTIMIENTO Y ARREPENTIMIENTO El desistimiento voluntario del autor de consumar el hecho no hace desaparecer la peligrosidad de su conducta, pero sí evidencia la falta de necesidad de castigarlo en concreto. Aquí reside el fundamento de la impunidad del desistimiento voluntario. La jurisprudencia habla de “premio” en estos casos, casos que responden a razones político-criminales y también porque al manifestar “un propósito criminal no intenso”, la pena no se presenta como algo necesario ni desde la perspectiva de la prevención general ni desde la perspectiva de la prevención especial (SSTS 10-7-1999; 15-2-2002; 13-4-2006, 15-12-2008, 30-10-2012). Históricamente se explicó a partir de la teoría del “puente de oro”, según la cual el legislador no debía cortar la retirada del autor, castigando siempre y en todo caso su intento, a pesar de haber renunciado voluntariamente a consumarlo. Se justificaba de este modo como una suerte de estímulo para abandonar la tentativa antes de su consumación.

En el Derecho español, a diferencia de otros modelos, el desistimiento voluntario siempre se ha considerado como un supuesto de exclusión de la tentativa, pues el concepto de ésta siempre precisaba, como elemento negativo, la ausencia de desistimiento voluntario. La novedad en esta materia del Código Penal español de 1995, consiste en la regulación expresa del desistimiento y del arrepentimiento. Así, los apartados segundo y tercero del artículo 16 dan respuesta al fenómeno del desistimiento o del arrepentimiento voluntario del autor para consumar el delito. El artículo 16,2º del CP señala que: “Quedará exento de responsabilidad penal por el delito intentado quien evite voluntariamente la consumación del delito, bien desistiendo de la ejecución ya iniciada, bien impidiendo la producción del resultado, sin perjuicio de la responsabilidad en que pudiera haber incurrido por los actos ejecutados, si éstos fueran ya constitutivos de otro delito”.

Es decir, el Código Penal distingue dos supuestos, que son el desistimiento y el arrepentimiento. En el primero, nos encontramos ante supuestos de tentativa inacabada (no se han realizado todos los actos ejecutivos) porque el sujeto decide no acabar de ejecutar el hecho (desistimiento). En el segundo, en casos de tentativa acabada (el sujeto ya ha practicado todos los actos ejecutivos necesarios), pero decide evitar la producción del resultado (arrepentimiento). Así lo entiende también la jurisprudencia (SSTS 26-03-1999; 13-11-2006).

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En ambos supuestos se requiere de dos elementos esenciales. Primero, la voluntariedad, es decir, que la decisión de desistir o de arrepentirse sea libre y espontánea, sin que venga impuesta la decisión por la dificultad, o por el miedo a ser detenido y castigado. Y si no se consuma por la concurrencia de obstáculos insuperables o meramente relativos, se reputará involuntario y por ende ineficaz, castigándose entonces como tentativa (STS 9-3-1999; 17-9-2001, 23-1-2009). Y segundo, que se evite la consumación del delito, mediante la omisión de actos necesarios o la realización de actos que impidan el resultado, pero siempre que sean de carácter definitivo (STS de 25-6-1999; 17-5-2002, 26-4-2012). En resumen, se precisa un elemento subjetivo o voluntad de salvar al bien jurídico, y un elemento objetivo o actividad inmediata de salvación del bien jurídico, positiva, eficaz y completa (STS 9-2-2017). Ejemplo de desistimiento, el sujeto quiere herir a la víctima con un arma de fuego larga; cuando ya la tiene encañonada dispara sin alcanzarla y ante el riesgo de causarle la muerte o herir a terceros, desiste de seguir disparando. También cuando el autor desiste de secuestrar a la víctima que le ofrece dinero y grita (STS de 10-07-1999). No sería aplicable el desistimiento, cuando el autor dejó de robar porque no pudo abrir el cajón donde se guardaba el dinero (STS de 26-11-1997) o porque no encontró bienes en el establecimiento (STS de 28-05-1999). Tampoco en un intento de homicidio cuando simula ayudar a la víctima al ser descubierto por los vecinos (STS de 16-07-1998). Igualmente no se aprecia si el autor desiste a consecuencia de la resistencia de la víctima (STS de 25-02-1999), o porque a pesar de esperarla emboscado en el lugar de tránsito habitual, finalmente ésta no acudió (STS de 16-12-1998).

El artículo 16,2º CP también hace referencia a casos donde aunque el sujeto desista o se arrepienta, los actos ya practicados constituyen delito. Estos supuestos reciben el nombre de tentativa cualificada, y se solucionan con la impunidad respecto del delito que se inicia pero del que se desiste (no existe consumación), pero castigando por el otro delito ya consumado. Por ejemplo, Andrés que quiere matar a Juan, dispara su arma alcanzándole en una pierna y causándole heridas. Herido Juan en el suelo y sin poder huir, queda indefenso, pero Andrés se arrepiente y voluntariamente decide no consumar el asesinato. Por tanto, impunidad por arrepentimiento voluntario del delito de asesinato, pero castigo por delito de lesiones (tentativa cualificada). Igualmente, en caso de entrada con fuerza en las cosas en una empresa con intención de robar, pero ante el riesgo de ser descubierto, y con plena libertad, el sujeto abandona su intento, habrá impunidad por el robo desistido, y castigo por un delito leve (antes una falta de daños) de daños en la propiedad al forzar la puerta (STS de 25-6-1999; también 16-12-2002).

Por su parte, en el artículo 16,3º CP se contiene una regulación específica del desistimiento y del arrepentimiento para hipótesis de varios autores o partícipes. Es decir, cuando son varias las personas que intervienen en la comisión de un delito, y unos desisten o se arrepienten, mientras que otros no lo hacen. Aquí el criterio esencial descansa en la actitud personal de cada uno de los codelincuentes. Así, el artículo 16,3º del CP dispone:

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac “Cuando en un hecho intervengan varios sujetos, quedarán exentos de responsabilidad penal aquél o aquéllos que desistan de la ejecución ya iniciada, e impidan o intenten impedir, seria, firme y decididamente, la consumación, sin perjuicio de la responsabilidad en que pudieran haber incurrido por los actos ejecutados, si éstos fueren ya constitutivos de otro delito”. Así, Andrés y Fernando se proponen robar a Francisco. Para ello lo sujetan con fuerza, le intimidan con sendas navajas, y ante su resistencia le hieren de gravedad en el abdomen. Andrés se apodera de todos los objetos de valor de la víctima, dándose a la fuga. Por el contrario, Fernando preocupado por la evolución de las heridas, desiste de robar y demanda auxilio. Andrés será responsable de un delito de robo y de otro de lesiones consumados; y Fernando, responderá por lesiones consumadas, pero no del delito de robo 16 (STS de 12-1998). Obviamente, el arrepentimiento ulterior, tras la consumación sólo propicia la aplicación d los números 4 ó 5 del art. 21.

5. LA CONSUMACIÓN La consumación es la realización de la totalidad de los elementos del tipo de acción. Consumar equivale a la plena realización del tipo. Distinto de la consumación es el agotamiento que se corresponde con el logro del objetivo perseguido por el autor, y que no desempeña papel alguno. Ahora bien, en los delitos de mera actividad y de omisión propia, la consumación existe desde el momento en que se realiza toda la conducta o se deja de hacer el comportamiento prescrito, sin necesidad evidentemente de la causación de un resultado, pues éste no es requerido por el tipo. Basta, pues, para la consumación, la simple realización de la actividad típica prohibida o la no realización de la actividad esperada (omisión). Así, el delito de violación se consuma con la penetración sexual mediante violencia o intimidación, sin necesidad de que se produzca un resultado (lesiones, muerte, embarazo). De igual forma, el delito de omisión del deber de socorro se consuma desde el momento en que alguien deja de socorrer a la persona desamparada y en peligro manifiesto y grave, sin que se exija que ésta sufra otros males (muerte, lesiones, etc.).

Por el contrario, en los delitos de resultado y en los de comisión por omisión, la consumación exige, además de la realización completa de la conducta activa u omisiva típica, la producción del resultado también típico. En el delito de aborto la consumación precisa la destrucción o muerte del feto. Y un homicidio en comisión por omisión requiere que la omisión haya determinado la muerte. La consumación es compleja en ciertos delitos. Por ejemplo en los delitos contra la Hacienda Pública. En ellos la consumación se verifica en dos momentos: primero, en la realización del acto fraudulento (cobro en negro o “B”), y segundo, en la fecha que expira el plazo legal voluntario para realizar el pago del tributo correspondiente (así, el IRPF el 30 de junio; el IVA el 31 de enero; y el impuesto de sociedades el 31 de julio, todos ellos del año siguiente al del devengo).

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Por otra parte, hay delitos en los que la consumación se produce de manera instantánea, denominados “delitos instantáneos”. Mientras que en otros, puede distinguirse entre un inicio y una finalización de la consumación, por cuanto ésta se prolonga en el tiempo, es una consumación continua; y en estos delitos es muy importante distinguir ambos momentos para poder fijar la competencia de los tribunales y la participación de otras personas. Es el caso de los llamados delitos permanentes, en los que la actividad lesiva se prolonga durante un cierto tiempo (vid. Lección 16). Y aunque diferentes, también presentan esta dificultad los denominados delitos de estado, en los que una acción instantánea crea una situación ilícita de duración prolongada. Esto ocurre, por ejemplo, en el delito de detenciones ilegales, pues la consumación se inicia desde el instante en que se priva de libertad a la víctima, pero no finaliza hasta que se pone en libertad. De modo que, si está secuestrado durante dos meses, durante todo este tiempo el delito sigue consumándose. También sucede en el delito de bigamia, pues la consumación se inicia desde el momento en que se contrae el segundo matrimonio y continúa mientras no se disuelve.

Por último, debe tenerse en cuenta que, como dispone el artículo 61 CP, cuando la ley establece una pena, se entiende que es la prevista para el autor del delito correspondiente en grado de consumación. Pero que si la realización queda en fase de tentativa, la pena que ha de imponerse, la inferior en uno o dos grados (art. 62 CP), se obtiene a partir de la señalada en la figura legal correspondiente, que es la referida al delito consumado. Excepto en los casos en los que la ley, expresamente, castiga la tentativa de manera específica, o también cuando castiga con la misma pena la tentativa y la consumación (en los llamados “tipos de empresa”). Un ejemplo de tentativa especialmente castigada la encontramos en el art. 464 (delito de rebelión); y un ejemplo de castigo semejante de la tentativa y de la consumación lo hallamos en el art. 416 (delito de cohecho).

La determinación exacta de la fecha de consumación es esencial para el inicio del cómputo del plazo de prescripción del delito correspondiente.

Lección 22

Relevancia (tipicidad): los sujetos del hecho típico 1. EL SUJETO ACTIVO Al analizar tanto el concepto de acción, como en la misma definición de delito, ya se advirtió que al Derecho penal únicamente le interesan conductas humanas. Por consiguiente, toda conducta humana está, como es obvio, realizada por una persona humana. De modo que las normas penales, al describir las conductas relevantes (típicas) para el Derecho penal, lo hacen necesariamente refiriéndose al sujeto activo de las mismas, pues no puede hablarse de conducta humana sin un sujeto que la realice. De ahí que, bien puede decirse, el concepto de sujeto activo viene predeterminado por la idea de capacidad de acción. En efecto, ambas categorías, acción y sujeto activo, se hallan profundamente unidas, hasta tal punto que se condicionan una a la otra de forma decisiva. Así, según se describa en la norma una determinada conducta, condicionará los sujetos que pueden realizarla. Y a la inversa, la norma al describir los sujetos activos también puede delimitar las conductas relevantes, pues sólo importarán las acciones cometidas por determinada clase de sujetos que posean unas características predeterminadas. De suerte que, la descripción en la norma del sujeto activo, delimita el ámbito de personas que pueden realizar la conducta; esto es, delimita quienes pueden ser los autores materiales. De manera que el sujeto activo es un elemento más del tipo de acción, es el sujeto de la proposición que lo define; forma parte del mundo normativo no del real, al que pertenecen los autores. Pues bien, esta vinculación entre ambas, originada en la forma en que la norma penal describe la conducta y el sujeto activo, da pie a una importante clasificación de los tipos penales. Esta clasificación comporta que unas conductas podrán ser realizadas por cualquier persona, mientras que otras conductas sólo podrán ser realizadas por aquéllas que reúnan las características exigidas al describir la conducta o al describir el sujeto activo. En este último caso, el círculo de posibles autores materiales se cierra y circunscribe a las personas que posean las características requeridas en la norma, y sólo a ellas. Es pues la norma penal la que al definir la conducta del modo que estime oportuno, condiciona el sujeto activo de la misma. Si la ley define como delito la conducta de conducir vehículos, ya está condicionando el ámbito del sujeto activo de esta conducta, pues sólo podrán serlo quienes efectivamente conduzcan, esto es, los conductores (quienes accionen los mandos del vehículo). O al definir el delito de prevaricación judicial requiere que sea “Juez o Magistrado”, luego quien no posea esa condición nunca podrá ni ser autor ni cometer la conducta de prevaricación.

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Cuando la descripción de la conducta y del sujeto activo no precisa ninguna característica determinada para ser autor material de la misma, nos encontramos ante delitos (tipos) comunes, es decir, que pueden ser realizados por cualquier persona humana. Desde luego, la mayoría de los delitos son tipos comunes, es decir, están descritos de forma que cualquiera puede llevar a cabo la conducta típica y, por tanto, ser autor material. Por ejemplo, homicidio, asesinato, aborto, lesiones, amenazas, coacciones, robo, hurto, estafa, extorsión, daños, incendios, atentados, etc. Todas estas conductas pueden ser cometidas, esto es, sus autores materiales, pueden ser cualquier persona, pues cualquiera puede matar, lesionar, causar un aborto, amenazar, coaccionar, robar, hurtar, estafar, destrozar, incendiar, etc. No se necesita ninguna característica determinada para ser autor. Y no se necesita precisamente porque la conducta típica puede realizarla cualquier persona. Generalmente en los delitos comunes el sujeto activo viene descrito mediante la fórmula “El que”; “los que”; “al que”, etc.

Pero en otras ocasiones, la norma penal condiciona las personas que pueden ser autores materiales de la conducta típica, y lo hace exigiendo determinadas características, sin las cuales, ese delito en concreto no podrá apreciarse. Y no podrá apreciarse por alguna de estas tres razones: En primer lugar, porque la conducta sencillamente es irrelevante cuando la realiza una persona no comprendida en la fórmula legal, es decir, que no posea las características exigidas para el sujeto activo. En segundo término, porque la conducta tal como está descrita en la ley, sólo puede ser realizada por personas que posean ciertas cualidades o características. Y tercero, porque si la persona que lo realiza no posee los requisitos requeridos, se aplicará entonces otro delito diferente y, por tanto, una pena distinta. Pues bien, todos estos tipos penales que no pueden ser cometidos por cualquier persona, sino únicamente por aquéllas que reúnan los requisitos normativamente precisados, reciben el nombre genérico de delitos especiales. Todos ellos tienen en común, que los autores materiales exclusivamente pueden ser quienes reúnan las características o cualidades requeridas en la ley. Esta peculiaridad restringe y condiciona las clases de autoría en todos estos tipos, sobre todo en casos de autoría mediata y coautoría. Sin embargo, pueden a su vez distinguirse varias clases de los mismos, esto es, varias formas de configurar normativamente el sujeto activo. En primer lugar, aparecen los delitos especiales en sentido estricto, que son aquéllos en los que para la realización de su injusto se requiere necesariamente la concurrencia de una determinada cualidad personal. De modo que, las peculiaridades personales exigidas pertenecen a la misma esencia del delito, esto es, pertenecen al núcleo del mismo del tipo de acción. En este sentido puede afirmarse que la clase de acción descrita en el tipo condiciona la autoría.

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Por ejemplo, son delitos especiales en sentido estricto, todos aquéllos que sólo pueden ser realizados por funcionarios públicos (v.gr., torturas, prevaricación, malversación, tráfico de influencias, fraudes y exacciones ilegales, actividades prohibidas, etc.); o aquéllos que sólo pueden realizarse por personas unidas por parentesco con la víctima (así, abandono de familia, impago de pensiones, etc.). Es decir, se trata de delitos cuya esencia descansa precisamente en la condición de la persona que los realiza. Así, en los delitos de funcionarios públicos su misma esencia reside precisamente en que sean funcionarios públicos sus autores, y no tiene sentido decir que los comete un particular. De igual forma, carece de sentido hablar de delito de abandono de familia entre personas que no son familia.

En segundo lugar, debemos referirnos a los delitos especiales en sentido amplio o impropio. En ellos, las particularidades de carácter personal contenidas en la norma no pertenecen al tipo de acción (esto es, no pertenecen por así decirlo a la esencia del delito), y su no concurrencia en el autor, determina únicamente un cambio del delito aplicable y de su penalidad. Pero el tipo de acción (la esencia del delito) sigue siendo exactamente la misma. Con otras palabras, existe un tipo común que pude ser realizado por cualquier persona, pero si ésta posee las características requeridas en la norma, se apreciará un tipo cualificado o un tipo privilegiado. En el Código Penal de 1995 son muchos los supuestos en los que se acude a esta técnica legislativa. Así, por ejemplo, los delitos de detenciones ilegales, contra la intimidad y de allanamiento de morada, que puede cometer cualquier persona, si son realizados por autoridad o funcionario público, éstos responden con una agravación o cualificación de la pena (arts. 167, 198 y 204). Lo mismo sucede en los delitos contra la libertad sexual, que aunque en principio pueden ser cometidos por cualquier persona, son agravados si son cometidos por familiares de la víctima (arts. 180,4º; 181,5º y 182,2º). En todos estos casos la esencia de los delitos es idéntica con independencia de la persona que los realice (privación de libertad o atentado a la libertad sexual), pero se considera de mayor gravedad si quien los comete posee una cualidad personal determinada, que justamente tendría que suponer que esa persona debería cuidar y defender con mayor intensidad el bien atacado.

Y en tercer lugar, encontramos los llamados delitos de propia mano, en los que la misma naturaleza de la conducta delictiva condiciona quienes pueden ser sujetos activos del delito, bien porque exigen un contacto corporal, o bien porque requieren una realización personal de la conducta. Suelen citarse como ejemplo de delitos de propia mano, algunas figuras de delitos contra la libertad sexual, los delitos de bigamia, los delitos de conducción temeraria, y los de conducción bajo la influencia de drogas tóxicas o bebidas alcohólicas. ¿Cómo calificaríamos el hecho de obligar a otro mediante intimidación a conducir de manera temeraria?

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2. AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN 2.1. Autor y partícipe: diferencias materiales y formales Cuando hablamos de autoría y participación nos situamos en el plano de la concreta realización de un hecho delictivo. Es entonces cuando nos preguntamos qué persona o personas han cometido este hecho determinado, y en qué medida ha contribuido cada uno a su realización en la específica forma en que se ha llevado a cabo. No se trata de una pregunta en abstracto, sino que se analiza ya una determinada y precisa comisión delictiva. Es en este momento, y no antes, cuando se decide la clase de responsabilidad criminal que corresponde a cada uno de los que intervienen en el hecho. En realidad, hablamos de autoría en sentidos muy diversos. Pero en el más elemental y básico de todos ellos, la autoría se refiere a la acción. De modo que, la autoría responde a la pregunta de quién realizó la acción típica.

Pues bien, existe un concepto doctrinal de autor, muy extendido en varios sistemas, pero no en todos, según el cual autor en sentido estricto es sólo la persona que realiza de manera directa la conducta y el delito, por consiguiente, aparece como su propio hecho, pudiéndose afirmar que el “delito es obra suya”. Junto al autor en sentido estricto puede haber otra u otras personas que colaboran con éste en su comisión, pero lo hacen de una manera indirecta, por lo que el hecho típico aparece como algo ajeno —la acción no les pertenece como algo propio—, no la dominan ni la controlan siendo su contribución accesoria, esto es, no principal. Es así como nace en Derecho penal la distinción entre autor y partícipe. La diferencia entre unos y otros se edifica sobre criterios materiales, y es independiente de la clase de responsabilidad criminal que la ley decida atribuirles (criterio formal). Igual sucede en otras facetas de las relaciones sociales. Por ejemplo sólo llamamos autor de una melodía a su compositor, y no a sus diferentes intérpretes. De la misma forma denominamos autor de una obra literaria a quien la escribe, no a los documentalistas, ni a los tipógrafos, ni tampoco a los traductores y editores.

Esta materia viene regulada en los artículos 27, 28 y 29 del CP de 1995. En este texto desapareció el encubrimiento como una forma de participación, pasando a ser tipificada como un delito autónomo contra la Administración de Justicia (art. 451 CP). El artículo 27 dice que “son responsables criminalmente de los delitos los autores y los cómplices”. Este precepto requiere una breve explicación. Un hecho delictivo puede ser realizado por una sola persona, pero también por dos o más. Entonces, en caso de concurrencia de varias personas o de pluralidad de sujetos, surge la necesidad, y a la vez el problema, de determinar la contribución personalizada de cada uno de ellos al hecho criminal. Pues es obvio, que

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no todos llevan a cabo necesariamente los mismos actos, ni despliegan la misma actividad, y, por tanto, la importancia de su conducta no es la misma. Por ello, el Derecho penal debe distinguir la clase de aportación de cada uno de los que intervienen en la realización de un hecho. Además, no debe olvidarse que la responsabilidad criminal es siempre personal, lo que exige que se precise y pruebe lo que cada uno ha realizado en concreto. Pensemos en los siguientes ejemplos: en un robo, una persona puede haber observado la vivienda, sus características y los horarios de sus moradores; otro es quien ha entrado y sustraído el dinero; mientras que un tercero vigilaba desde el exterior. En otro supuesto podemos imaginar a un traficante de drogas que utiliza menores para su venta en la calle. En un tercer caso, en un delito de violación, dos personas agarran e inmovilizan mediante violencia a la víctima, mientras un tercero la penetra. Y finalmente, en una riña, varios agresores golpean al sujeto pasivo, pero antes de huir uno de ellos le asesta dos puñaladas que le causan la muerte.

Pues bien, de los ejemplos citados se infiere que hay personas que realizan la conducta principal (típica) y otros que simplemente le ayudan. Así, en palabras de la jurisprudencia, autor en sentido material y directo es la persona que ejecuta total o parcialmente el hecho típico (STS 24-01-1998), o simplemente, es el que realiza la acción típica (STS 17-03-2005). De modo que es titular de la acción y tiene dominio del hecho (SSTS 19-10-1999; 25-03-2004). Por el contrario, el partícipe lleva a cabo una aportación secundaria, auxiliar o accesoria que sigue a la conducta principal del autor, mediante la realización de actos no ejecutivos, anteriores o simultáneos (STS 16-09-1999). Por tanto, respecto de la participación rige el principio de accesoriedad, para un sector de la doctrina entendida en un sentido máximo (la responsabilidad del partícipe incluye todos los presupuestos del delito cometidos por el autor) o limitado (el partícipe sólo responde de los presupuestos del tipo de acción). Recurriendo de nuevo a un ejemplo deportivo, decimos que autor de un gol es el último jugador que ha impulsado la pelota dentro de la portería y no decimos que es autor del gol el compañero que le ha dado la asistencia, sino que únicamente decimos de éste último que ha participado en la jugada. Así podríamos remontarnos hasta otros jugadores que también han participado en la misma desde el inicio; uno sacando de banda, otro engañando al defensa; y otro pasando al compañero que da el último pase. Y cada uno de los jugadores que intervienen con diferentes acciones u omisiones en la jugada, merecen una consideración diferente en función de su distinta contribución al gol marcado. En efecto, a uno lo llamaremos autor del gol y a los otros partícipes del gol.

De igual manera que analizamos una jugada deportiva, tenemos que hacerlo, trasladando estas simples consideraciones a la comisión de un hecho delictivo. Ya en el ámbito del Derecho penal, aunque existen teorías doctrinales e interpretaciones jurisprudenciales que niegan esta diferencia, mayoritariamente se acepta como una cuestión de principio, la distinción entre los que son autores y los que

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son partícipes. Y la diferencia entre quienes son autores y quienes son partícipes se construye desde criterios estrictamente materiales (aunque también normativos) Estos criterios materiales se asientan en la diferente naturaleza de los actos realizados. Así, la persona que realiza la conducta delictiva directamente, de forma que aparezca como su propio hecho, diremos que es autor. Es decir, quien mata, quien falsifica billetes, quien conduce temerariamente. Y no son autores sino partícipes, quienes prestan el arma homicida, quienes proporcionan el papel, o quienes acompañan y estimulan al conductor temerario. En efecto, también existen “teorías negativas”, que desde diversas perspectivas niegan la diferencia entre autor y partícipe. Así ocurre cuando se defiende un concepto extensivo de autor, que desde la “teoría de la equivalencia de las condiciones”, considera autor a toda persona que haya puesto una condición del resultado típico. Lo mismo puede decirse de las tesis de la asociación criminal que contemplan el delito como un fenómeno unitario de naturaleza asociativa. Y también se niega la diferencia entre autor y partícipe desde la doctrina del acuerdo previo, según la cual, el previo concierto entre varias personas supone que todos responden como autores, con independencia de cuál haya sido la efectiva contribución de cada uno de ellos en la realización del hecho. Un ámbito muy característico de estas construcciones extensivas lo encontramos en los delitos de tráfico de drogas (art. 368 CP), en los que la jurisprudencia considera autores a todos los que realizan un comportamiento que suponga una aportación causal a la actividad de los autores en sentido estricto. De modo que, salvo limitadas excepciones, cualquier clase de facilitación o favorecimiento del delito, que usualmente integraría conductas de complicidad, se integran en las actividades propias de la autoría. Así, por ejemplo, avisar a la esposa que vendía drogas en el domicilio común ante la presencia de la policía, se califica de autoría, y no de complicidad (SSTS 22-01-2007; 20-04-2007).

Por el contrario, son dominantes las “teorías positivas”, que consideran posible distinguir entre contribuciones principales e independientes (autoría) y contribuciones accesorias y dependientes (participación). Dentro de estas se distinguen, las “teorías objetivas”, que son las mayoritarias, las “teorías subjetivas” (el autor posee un interés o un dolo diferente al del partícipe), y las “teorías mixtas”, que combinan ambos aspectos. A su vez, las “teorías objetivas” pueden subdividirse en “teorías objetivo-materiales” y “teorías objetivo-formales”. Las primeras establecen la diferencia entre autor y partícipe según el valor sustancial de cada contribución, siendo su máximo exponente la moderna teoría del dominio del hecho. Por su parte, las segundas fijan la diferencia entre autoría y participación de acuerdo a la descripción típica, esto es, conforme a criterios normativos, de modo que autor sólo será quien realiza algún acto ejecutivo de la conducta típica descrita en la correspondiente figura legal.

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2.2. Concepto y clases de autoría Ya hemos adelantado que, aunque hablamos de autoría en varios sentidos, en el más elemental y básico, la autoría se refiere a la acción. Así, al preguntarnos por la autoría, tratamos de responder a la pregunta de quién realizó la acción típica. Por consiguiente, esta pregunta remite al significado de la acción típica descrita en cada tipo de acción. Desde este entendimiento de la acción y consecuentemente de la autoría, la primera labor del intérprete es determinar de qué comportamiento se trata y de quién lo hace. Sólo después de esta operación, será posible atribuir la responsabilidad a cada uno de los intervinientes. Es por ello que entendemos que, las mayoritarias teorías sobre la autoría, configuradas en las ideas de dominio del hecho, competencia e infracción de un deber, adelantan, confunden o sustituyen la pregunta básica de quién realizó la acción, por la de quién realizó el injusto, esto es, quién es el principal responsable del hecho (vid. las SSTS de 27-12-2012, 24-5-2013; y 16.4 y 12.7.2014, 2.3.2017, en la que se dice que quienes dominan en forma conjunta el hecho —dominio funcional del hecho—, deben responder como coautores). El ejemplo propuesto por VIVES ANTÓN aclara lo antes expuesto. “El que mata en legítima defensa no es autor del homicidio; pero esto, que sin duda es así, olvida que, a la pregunta de si ha matado no podemos en ningún modo, contestar que no. De modo que, quien mata en legítima defensa es quien realiza la acción de matar, aunque, desde luego, no es responsable de la muerte, porque no comete el delito de homicidio”.

Analicemos ahora la regulación vigente en nuestro ordenamiento jurídico. El artículo 28, apartado primero del CP señala textualmente que “son autores quienes realizan el hecho por si solos, conjuntamente o por medio de otro del que se sirven como instrumento”. Por tanto, en Derecho español (art. 28, primero CP), autor es aquélla persona que realiza directamente todo o parte del hecho delictivo, es decir, quien realiza algún acto ejecutivo descrito en la conducta típica respectiva. En definitiva, para decidir quién o quiénes son autores de un hecho delictivo concreto, debemos relacionar el concepto legal de autor del artículo 28 del CP con la respectiva conducta típica descrita en la figura delictiva de la Parte Especial (SSTS 17-3-2005, 8-10-2013). A pesar de la polémica existente en Alemania acerca de la autoría en los delitos imprudentes, lo cierto es que doctrina y jurisprudencia españolas, siguiendo nuestro texto legal, consideran que siendo el hecho típico el mismo, serán igualmente autores quienes lo realicen dolosamente que quienes lo cometan imprudentemente, cuando esta última modalidad esté expresamente sancionada en el CP (art. 12). Así, por ejemplo, en el delito de homicidio, autor será quien realice directamente actos de matar, como disparar, apuñalar, activar un explosivo, envenenar, etc. Pero también será considerado autor quien cause una muerte imprudente por atropello o por un error quirúrgico. En un delito de robo, autor será quien realice directamente actos de

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac apoderamiento de bienes muebles ajenos. En los delitos contra la libertad sexual, autor será quien directamente abuse o ataque sexualmente a otra persona.

Ahora bien, como expresa el citado art. 28, primero, pueden distinguirse varias clases de autoría (ver SSTS 8-6-1999, 25-9-2012). a) En primer término encontramos la autoría única inmediata, que no ofrece problemas específicos, pues su concepto se desprende literalmente del art. 28 (“realizan el hecho por si solos”) y se refiere a los casos de un autor único que realiza directamente el hecho delictivo, es decir, que solamente una persona comete el hecho en calidad de autor. El autor directo realiza la acción típica, mediante actos ejecutivos típicos (SSTS 20-11-2001, 8-10-2013). Por ejemplo, un individuo dispara contra otro causándole la muerte. Es autor único de un homicidio, con independencia que existan o no partícipes que le ayuden, pero en concepto de autor, sólo él es el responsable criminal.

No ofrece problemas particulares en los delitos imprudentes, en los de omisión, ni en los delitos especiales. b) El art. 28, primero contempla una segunda modalidad de autoría, denominada coautoría, al decir que son autores quienes realizan el hecho “conjuntamente”. Se refiere a los supuestos donde dos o más personas, puestas de acuerdo, realizan colectivamente el hecho; es decir, que cada una de ellas ejecuta parcialmente el hecho delictivo, pero actuando en común. Para que pueda hablarse de coautoría, es necesario pues, que concurran dos requisitos: uno objetivo, consistente en la co-ejecución del hecho, y otro subjetivo, que es el acuerdo de voluntades entre todos ellos (SSTS 21-01-2000; 3-7-2006). La coautoría es, por tanto, la realización conjunta del hecho, lo que implica que cada coautor lleva a cabo una aportación objetiva y causal, eficazmente dirigida a la consecución del fin común. No es necesario que cada autor ejecute por si mismo todos los actos materiales integrantes del tipo, pues a la realización del mismo se llega por la agregación de las diversas aportaciones según un plan conjunto (SSTS 25-3-2000, 21-3-2013). Requiere pues, una aportación esencial de cada coautor, conforme a un acuerdo previo (SSTS 28-5-2001; 25-3-2004, 1710-2012, 8-10-2013). Por ejemplo, tres personas se ponen de acuerdo para secuestrar a la hija de un empresario: Así, los tres la acechan, la detienen introduciéndola en un vehículo, y por la fuerza la trasladan a una vivienda preparada al efecto. Entre los tres se reparten las funciones de vigilancia de la víctima durante el tiempo en que dure el secuestro. Así se expresa la jurisprudencia al decir que “son coautores quienes codominan funcionalmente el hecho que se subsume en la conducta típica, y ese dominio funcional de cada coautor se manifiesta en el papel que le corresponde en la división del trabajo, derivado de la decisión conjunta de ejecutar el hecho delictivo” (STS 20-12-1999).

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Existen varios supuestos complejos. El primero referido a un “exceso en la ejecución”, en el que uno de los coautores se excede de lo inicialmente acordado; exceso que no debe ser imputado al resto (STS 24-03-1998). En segundo lugar hay que referirse a la “coautoría aditiva”, existente cuando varias personas de común acuerdo realizan al mismo tiempo la acción ejecutiva, pero sólo alguna o algunas de las acciones producen el resultado (STS 24-09-1997). Este supuesto debe diferenciarse de la llamada “participación sucesiva o adhesiva”, en la que alguien ya ha dado comienzo a la ejecución del hecho, y posteriormente intervienen otros ratificando lo ya realizado o ensamblando su actividad con la del primero para lograr la consumación (STS 22-12-1998, 25-9-2012, 8-10-2013). Cuando varios sujetos agreden a la misma víctima, la condición de autor sólo se dará en quienes realicen actos objetiva y funcionalmente idóneos para menoscabar el bien jurídico (según las SSTS 17-10-2012, 28-2-3013). Tampoco es sencilla la solución en casos de pluralidad de hechos y de personas. Por ejemplo, dos individuos, puestos de acuerdo, agreden sexualmente a una joven, de forma que mientras uno (A) la sujeta e intimida, el otro (B) la penetra; y luego repiten la acción a la inversa; esto es, mientras B sujeta e intimida a la víctima, A la penetra. Se discute si cada uno de ellos responde por un delito de agresión sexual en calidad de autor y por otro en calidad de cooperador necesario; o bien, si responden ambos como coautores de dos delitos de agresión sexual (SSTS 16-02-2006 y 16-03-2007). No es posible articular la coautoría en delitos especiales entre el autor idóneo (intraneus), en el que sí concurren los requisitos exigidos en el tipo, y el tercero inidóneo (extraneus), en el que no se dan las exigencias precisadas por el tipo (SSTS 9-7-2007, 6-10-2008). Es posible entre varios autores idóneos, como por ejemplo en la decisión colegiada adoptada en un órgano administrativo por sus integrantes, todos funcionarios públicos, en un delito de prevaricación urbanística. Complejo resulta también el juego de la coautoría en los delitos de omisión, en particular en los de omisión propia, habida cuenta que cada omitente en realidad omite la acción esperada por el ordenamiento jurídico, y consecuentemente es autor de “su omisión” (vid. STS 29-11-2011). c) La tercera y última modalidad de autoría se denomina autoría mediata, y también de forma expresa se regula en el art. 28, primero CP, al decir que son autores quienes ejecutan el hecho “por medio de otro del que se sirven como instrumento”. El autor mediato, también llamado el hombre de atrás, realiza la conducta como propia y, por tanto, es autor principal, pues en realidad utiliza a un tercero para cometer el hecho. De modo que la esencia de la autoría mediata es la instrumentalización del ejecutor material. Generalmente esta instrumentalización se lleva a cabo mediante el engaño del sujeto instrumentalizado que le conduce a

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un error; mediante el uso de violencia; o mediante la intimidación (vid. las SSTS 17-7-2008, 5-12-2012). Por tanto, autor es quien se sirve del instrumento, al que manipula, para que aquél ejecute materialmente el hecho (ATS 10-02-2005, y STS 5-12-2012). Un problema distinto es el enjuiciamiento de la responsabilidad criminal de la persona instrumentalizada. Mientras que en unos casos sí se apreciará, aunque sea atenuada o quede exenta de ella; en otros no será posible, según jurisprudencia, pues en realidad sus movimientos corporales no se podrán considerar voluntarios y consecuentemente se declarará un supuesto de ausencia de acción (STS 26-04-1994). Ejemplos de autoría mediata: un adulto, engaña a un menor para que entregue drogas a otra persona, haciéndole creer que transporta medicinas; varios malhechores, mediante amenazas, violencia e intimidación, obligan a que el director de una oficina bancaria se apodere del contenido de las cajas fuertes y se las entregue al día siguiente (podría haber un concurso de robo, por autoría mediata, con coacciones o lesiones, las sufridas por el director, por autoría inmediata); el sobrino de un anciano enfermo, con ánimo de matarlo, sustituye las pastillas para dormir por otras que causan un paro cardiaco, las deja en la mesita de noche y la cuidadora nocturna, creyendo que son las adecuadas, las suministra desencadenando la muerte del anciano. Generalmente el instrumento actúa bajo error o en estado de necesidad.

Tampoco es posible articular la autoría mediata en delitos especiales entre el autor idóneo (intraneus), en el que si concurren los requisitos exigidos en el tipo e instrumentaliza al tercero inidóneo (extraneus), en el que no se dan las exigencias precisadas por el tipo. Tampoco cabe a la inversa, autor inidóneo que mediatiza al sujeto idóneo. En la doctrina se discute la admisión de esta modalidad de autoría en los tipos de conducta determinada y en los delitos de omisión.

2.3. Concepto y clases de participación Junto a la autoría los textos legales contemplan la participación. Son partícipes las personas que no realizan directamente el hecho. Es decir, no ejecutan o realizan actos consumativos del mismo, sino que contribuyen, colaboran o ayudan a que el autor o autores lo realicen. De modo que conceptualmente la participación no es una conducta principal, sino accesoria, de forma que el hecho delictivo no aparece como propio sino como algo ajeno al partícipe. De forma gráfica puede decirse que mientras el autor tiene el dominio del hecho delictivo, el partícipe es absolutamente accesorio, dependiendo siempre de la decisión del autor. Por ello, puede existir un hecho criminal sin partícipes, pues basta con la existencia de un autor. Pero nunca puede darse un delito sin autor. De aquí que nunca pueda castigarse a los partícipes si no existe un autor.

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Sobre esta última afirmación ha de precisarse que una cosa es que exista un autor del hecho, y otra muy distinta que se conozca al autor. Lo que se exige es que exista autor, y no que se conozca su identidad concreta. Por ejemplo, se sabe que un hombre no identificado, causó la muerte de la víctima y luego se dio a la fuga, que los agentes de la autoridad lograron detener al cómplice. Luego este último podrá ser juzgado por complicidad en un homicidio consumado. Desde luego es posible la participación omisiva, es decir, cooperar con el autor mediante la no realización de actos que le son debidos (v. gr., el vigilante que no cierra la puerta y colabora así con los autores del robo).

No es posible la participación imprudente en el delito realizado por el autor, porque la participación siempre requiere del elemento subjetivo de querer ayudar a cometer el delito. Más discutible es si puede admitirse la participación en un delito imprudente. En el Código Penal español existen tres clases de partícipes: inductores, cooperadores necesarios y cómplices. Antes de definirlos es preciso insistir en que en los tres casos se trata, desde el punto de vista material, de actos de participación, es decir, de conductas accesorias. Ahora bien, aunque se trate de conductas materialmente accesorias, algunas de ellas tienen tal trascendencia para el hecho delictivo, que la ley les confiere un significado especial, mientras que a otras, de inferior importancia, les otorga un alcance lógicamente inferior. En efecto, por fundadas razones político-criminales, a los inductores y a los cooperadores necesarios se les castiga con la misma pena que a los autores materiales (art. 28, apartado segundo); mientras que a los cómplices se les castiga con la pena inferior a la señalada a los autores materiales (art. 29 en relación al art. 63 CP). La inducción y la cooperación necesaria merecen más castigo que la complicidad, porque aunque las tres sean materialmente actos de participación, las dos primeras contribuyen al hecho principal de un modo tan significativo, con tal intensidad y trascendencia, que valorativamente merecen una pena idéntica a la que se impone al autor. Y el fundamento de esta decisión reside en que sin la contribución del inductor o del cooperador necesario, el autor no hubiera realizado el delito. La equiparación de penas a estos partícipes descansa en su decisiva colaboración, que esencialmente es de naturaleza moral, forjando o reforzando la motivación a delinquir del autor, con tal fuerza, que sin la misma aquél no hubiese delinquido. a) Como decíamos, la inducción es la primera forma de participación, y por su especial significado se castiga con idéntica pena que la señalada al autor. En efecto, el artículo 28, segundo a) CP, castiga “a los que inducen directamente a otros” a cometer un delito.

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La inducción consiste en determinar, persuadir, instigar, influir o mover a otra persona para que realice un hecho criminal. Supone hacer nacer en otra persona la voluntad criminal que no tenía. Los medios para inducir son indeterminados, pudiendo ser la intimidación, el mandato, el consejo o cualquier otro medio eficaz para crear en el autor la voluntad delictiva (ATS 11-05-2001, SSTS 30-12-2009, 19-12-2012). La inducción ha de reunir varios requisitos: ser anterior al hecho; ser directa (ejercida sobre persona determinada y encaminada a la comisión de un hecho determinado); ser eficaz (con entidad suficiente para mover la voluntad de la persona inducida). El inductor, por su parte, ha de tener intención de inducir e intención de que el autor cometa el hecho (basta el dolo eventual); y por último, es necesario que el inducido comience a ejecutar el hecho (tentativa) o que consume el delito (SSTS 22-03-2000; 22-03-2002; 27-12-2004, 16-10-2009, 28-1-2010). También se ha hablado de una relación de causalidad entre los actos del inductor y los del inducido, extremo que sólo puede dilucidarse en cada caso concreto (STC 105/1983). Y se ha admitido la inducción en los delitos especiales (STS 30-4-2003) En tanto la tentativa de inducción puede castigarse como proposición (STS 2-12-2008). Un empresario acreedor, cansado de esperar sin éxito el pago de sus créditos, contrata a dos profesionales por 3.000 €, para que le den una paliza al deudor: el empresario será el inductor y los dos profesionales coautores de un delito de lesiones. Caso común de inducción es el que instiga a otro para que dispare, haciéndolo este último (STS 2203-2002); el particular que influye en el funcionario para que éste, policía municipal, falsifique un atestado (STS 14-02-2001). Suele apreciarse en casos de delito provocado, en donde una persona, por lo general agente de la autoridad, incita a una persona, que inicialmente no tenía ese propósito, a cometer un delito, para después detenerlo (STS 05-10-2004).

b) La segunda forma de participación es la cooperación necesaria, que debido a su especial trascendencia también se castiga con la misma pena que la señalada al autor. Así, en el artículo 28 segundo b) CP se contempla la cooperación necesaria, al decir “los que cooperan con un acto sin el cual no se habría ejecutado”. Por tanto, se castiga con la misma pena que al autor, a los partícipes que contribuyen de tal modo con su colaboración, que sin la misma los autores no habrían podido ejecutar el hecho. Supone una ayuda cualificada al autor principal (SSTS 21-02-2001, 10-11-2011, 25-6-2013), esto es, una intervención en el proceso de ejecución del delito que suponga una aportación indispensable, conforme a la dinámica objetiva del hecho (STS 28-03-2001). Se precisan dos elementos: acuerdo de voluntades y una contribución, activa u omisiva, pero siempre eficaz y trascendente (STS 29-03-2000; 24-04-2006, 5-3-2007). En este sentido, la contribución, para ser calificada de necesaria ha de medirse en el caso concreto, y atendiendo fundamentalmente al apoyo moral o a la contri-

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bución motivacional ofrecida al autor. En la práctica resulta extraordinariamente complejo diferenciarla de la complicidad, y la misma jurisprudencia muestra grandes vacilaciones, recurriendo a diversas teorías (STS 18-05-2006). Y se ha admite la cooperación con dolo eventual (STSS 19-7-2007, 17-7-2008). Por ejemplo, en unos casos acude a la teoría de la conditio sine qua non, que consiste en suprimir mentalmente la aportación y entonces comprobar si la ejecución igualmente se hubiese efectuado (SSTS 05-06-1998; 06-06-2005). Pero en otros supuestos se utiliza la teoría de los bienes escasos, que es la más utilizada, que toma en consideración la escasez de medios existentes, la remoción de obstáculos, que la aportación sea difícilmente reemplazada o que se trate de aportaciones necesarias o causales para el resultado (SSTS 4-3-1999, 3-11-2010). Incluso en ocasiones la jurisprudencia busca la solución en la teoría del dominio del hecho, si la persona que interviene tiene la posibilidad de impedir el delito al retirar su contribución (SSTS 15-10-1998; 18-05-2006, 17-7-2008, 5-12-2012, 25-6-2013). En muchos casos la jurisprudencia ha calificado como cooperación necesaria al que vigila en el coche mientras los otros roban una entidad bancaria; también a quien suministra información precisa para que otros cometan un homicidio; o a la persona que facilita su domicilio para preparar el crimen y luego para ocultar a los autores; e incluso a quien presta dinero a otro para que este adquiera sustancias estupefacientes para luego venderlas, o simplemente presta su casa para guardar la droga (STS 23-07-1999).

A propósito de la inducción y la cooperación necesaria ha de traerse a colación el art. 65.3º CP, en el que se prevé la posibilidad de imponer la pena inferior en uno o dos grados al inductor o al cooperador en quienes no concurran las condiciones, cualidades o relaciones que fundamenten la culpabilidad del autor. c) Por fin, el artículo 29 CP contiene la llamada complicidad simple o no necesaria, al señalar “los que no hallándose comprendidos en el artículo anterior, cooperan a la ejecución del hecho con actos anteriores o simultáneos”. Como forma de participación, consiste en una contribución al hecho dominado y ejecutado por el autor material. Se contribuye a un hecho ajeno. La contribución se concreta en la realización de actos de colaboración anteriores o simultáneos a la ejecución del delito, y que se trate de “actos no ejecutivos” (SSTS 17-6-2002; 20-9-2005). La jurisprudencia la define como una participación accidental y secundaria, ya sea activa u omisiva, tanto material como de índole moral, y que no resulte imprescindible. Precisa también de un elemento subjetivo integrado por la conciencia de la ilicitud y por la voluntad de contribuir eficazmente a la conducta del autor (SSTS 16-9-1999; 8-11-1999; 6-6-2005; 21-12-2005, 18-2-2010, 25-62013). En cualquier caso, el auxilio posterior a la ejecución del delito nunca puede constituir una forma de participación (STS 277/2015).

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Ejemplos: prestar el coche a otro para que cometa un robo; dejar la pistola al autor de unas amenazas; facilitar víveres y munición a los autores del homicidio o las características y sistemas de seguridad para un robo en una entidad bancaria (STS 18-10-2000); acompañar a otro al lugar donde se trafica con drogas, “favorecimiento del favorecedor” (STS 3-7-2002); ocultar una pequeña cantidad de droga de otro (STS 09-10-2000). Un supuesto de complicidad omisiva se apreció en quien primero intimidó y luego observó pasivamente como otro mataba a la víctima (STS 13-10-1999); y también en la madre que presenció sin actuar como de su hija de seis años abusaba sexualmente el hombre al que estaba sentimentalmente unida (STS 9-10-2000). Recientemente se ha enjuiciado conforme a las tres clases de participación, según los casos, a asesores legales, financieros o fiscales en delitos económicos, particularmente en los delitos fiscales y de blanqueo de capitales. En este contexto, de interés la STS 374/2017 (caso Messi).

3. RÉGIMEN DE LOS DELITOS COMETIDOS POR MEDIOS DE DIFUSIÓN MECÁNICOS Ha de tenerse presente que en el artículo 30 del Código Penal se contienen reglas específicas para establecer la responsabilidad criminal en los delitos cometidos por medios de difusión mecánicos. Generalmente se aplicará en casos de delitos de injurias, calumnias, amenazas, revelación de secretos cometidos en prensa escrita (o por medio de la imprenta), televisión, radio, etc. El sistema seguido en este precepto se conoce como “responsabilidad en cascada”, pues establece diferentes grupos escalonados, de modo que sólo si no se puede castigar a los mencionados en el primer grupo, se pasa a los del siguiente, y así sucesivamente. Ahora bien, no puede ser interpretado como un modelo de responsabilidad sin culpabilidad u objetiva, pues dentro de cada escalón, cada uno de los sujetos deberá haber actuado individualmente realizando actos de autoría o inducción relevantes conforme al tipo correspondiente. Así sucedió con la imputación al director de un diario en el que se publicó un artículo sin firma (STS 14-10-1998).

En estos delitos no responden criminalmente los cómplices ni quienes los hubieren favorecido personal o realmente.

4. ACTUACIONES EN NOMBRE DE OTRO En este contexto se presenta el problema de las actuaciones en nombre de otro, esto es de la determinación de la responsabilidad penal en el marco de la representación, diferenciando entre el representante y el representado al realizar

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una actividad o negocio calificado de delictivo. En el ordenamiento español estas cuestiones se resuelven a través del art. 31 CP. Por consiguiente, bajo esta expresión se contemplan no solo los supuestos de actuaciones en nombre de personas jurídicas, sino también los de actuación de una persona física en nombre de otra persona física. Sin embargo, el problema más arduo se plantea fundamentalmente en el seno de los delitos especiales, puesto que la condición o cualidad requerida en el tipo concurre en la sociedad, pero no en las personas físicas que actúan en su nombre. De ahí la necesidad conforme a las exigencias del principio de legalidad, de crear una fórmula que permita imputar el tipo a los que actúan en nombre y representación de la sociedad. Esta es precisamente la función que desempeña el art. 31 CP, que requiere que el sujeto activo actúe como “administrador de hecho o de derecho” de la sociedad. Por su importancia, reproducimos el artículo 31 CP, que señala: “El que actúe como administrador de hecho o de derecho de una persona jurídica, o en nombre o representación legal o voluntaria de otro, responderá personalmente, aunque no concurran en él las condiciones, cualidades o relaciones que la correspondiente figura de delito requiera para poder ser sujeto activo del mismo, si tales circunstancias se dan en la entidad o persona en cuyo nombre o representación obre”.

La aplicación del art. 31 CP es frecuente en delitos de quiebra, alzamiento de bienes (frustración de la ejecución), o de defraudación a la Hacienda Pública, en los que aunque la deudora es la sociedad, las decisiones que llevan a la misma a la situación de insolvencia o de ocultar bienes, es tomada por los administradores. Y ellos serán los que respondan en calidad de autores (SSTS 18-12-2000; 30-62005). El término “administrador de derecho” no ofrece problemas interpretativos, pues designa a toda persona que formalmente, esto es, jurídicamente actúa como tal en el ámbito societario. Las dificultades surgen con la expresión “administrador de hecho”, fórmula con la que el legislador de 1995 ha querido evitar paraísos de impunidad. Una primera acepción abarcaría todas las situaciones jurídicas o fácticas de administración que no impliquen una administración de derecho. En definitiva, todos aquellos que por definición, no poseen facultades formales para actuar en nombre de otro, y sin embargo son capaces de obligarlo y de tomar decisiones. Lo esencial conceptualmente es su actuación fáctica y no formal. Desde este entendimiento, contiene situaciones muy heterogéneas. Así, alude a los que dolosamente buscan el ejercicio del poder social en la sombra mediante la interposición de testaferros o de “sociedades pantalla” (“doctrina del levantamiento del velo”), hasta situaciones jurídicas no formalizadas o “fronterizas”. Estas últimas son muy complejas en ciertos casos. No obstante, podrían citarse como ejemplos de actuaciones como administradores de hecho, la de los directores generales y gerentes no estatutarios; apoderados; administradores de derecho de bienes sociales pero no de la sociedad;

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac administradores de sociedades no inscritas (esto es, “en formación”); administradores nombrados con algún vicio que determine su nulidad; administradores nombrados provisionalmente; la actuación de testaferros; administradores todavía no nombrados, etc. (SSTS 26-01-2007, 5-7-2012).

No obstante, ha de tenerse en cuenta que la mera pertenencia a las categorías de administrador de hecho o de derecho no determina automáticamente la responsabilidad penal, sino que ha de procederse al examen de los criterios de imputación dentro de la estructura de la empresa. Para ello, generalmente se distingue entre los llamados delitos de dominio y los delitos de infracción de un deber. Debiéndose examinar cuestiones como la distribución del trabajo; la organización vertical u horizontal; delimitación de competencias; nivel de información; etc. En cualquier caso ha de tenerse presente que el art. 31 CP no establece una forma de responsabilidad objetiva contraria al principio de culpabilidad (SSTS 14-101999, 5-7-2012). Por último, particularmente complejos son los supuestos en los que debe imputarse la autoría en una decisión adoptada en un órgano colegiado. Como regla general, solo podrá atribuirse la autoría a quienes hayan respaldado la decisión (generalmente a través del voto), y excluirse a los que se hayan opuesto o estuviesen ausentes.

5. LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS Tradicionalmente la responsabilidad penal de las personas jurídicas se negaba (societas delinquere et punire non potest), alegándose que no poseen capacidad de acción, capacidad de culpabilidad, o capacidad de sufrir penas. De ahí que los sistemas clásicos sólo castigaban como autores de los delitos a las personas físicas. Sin embargo, a lo largo del siglo XX la tendencia se fue invirtiendo, debido a la necesidad de castigar los delitos socioeconómicos y financieros (delincuencia de cuello blanco), la criminalidad organizada, y también por razones de legalidad, sobre todo, a causa de los problemas planteados en los delitos especiales cometidos en el marco de sociedades o por sus representantes legales. Hay que recordar que más del 80% de los delitos socioeconómicos se cometen a través de empresas. Al menos ésta ha sido siempre la justificación oficial. Basta con recordar los escandalosos fraudes en EEUU en la primera década del s. XXI, de WORLCOM (107 billones $); ENRON (63’3 billones $); ADELPHIA (24’4 billones $); GLOBAL CROSSING (25’5 billones $), a los que habría que sumar los europeos y más en particular los españoles (v.gr. la salida a Bolsa de BANKIA en 2011). Todos esto casos evidenciaron el fracaso del modelo llamado de “autorregulación”, y la decidida opción por la intervención penal por vía del

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establecimiento de una responsabilidad criminal de las sociedades, junto a importantes ajustes en figuras delictivas específicas. El caso ARTHUR ANDERSEN es considerado un punto de inflexión en esta materia. Condenada en la jurisdicción federal EEUU en primera instancia (Houston, 16 junio 2002) por obstrucción a la justicia, y destrucción y alteración de documentos a una multa de 500 $ provocó un daño insuperable en su reputación corporativa que le llevó a la disolución. De nada sirvió su posterior absolución por el Tribunal Supremo el 31 de mayo de 2005. Hoy, entre otros, los asuntos de SIEMENS y VOLKSWAGEN acaparan el interés a nivel internacional.

Por todas estas razones volvió con fuerza a debatirse la conveniencia de castigar directamente a las propias personas jurídicas, y el debate sigue en parte abierto. Sin embargo, la tendencia en el panorama internacional es ahora claramente favorable a establecer modelos de responsabilidad penal de las sociedades, sobre todo en los EEUU de América, en Canadá y en el Espacio Económico Europeo. Algunos ejemplos ilustran sobradamente esta línea político-criminal: Holanda (1976); EEUU; Reino Unido, Noruega e Irlanda (1991); Islandia (1993); Francia (1994); Finlandia (1995); Eslovenia y Dinamarca (1996); Estonia (1998); Bélgica (1999); Suiza y Polonia (2003); Portugal (2007). A ello hay que sumar numerosos acuerdos en el espacio europeo: la recomendación 18/88, de 20 de octubre, del Comité de Ministros de los Estados Miembros del Consejo de Europa; Convenio de Cibercriminalidad de Budapest de 2001 del Consejo de Europa; Convenio de protección de los intereses financieros de la Unión Europea de 1995; así como diversas Decisiones Marco de la Unión Europea: DM 2005/222/JAI (ataques a sistemas informáticos); DM 2005/667/JAI (contaminación de buques); DM 204/757/JAI (tráfico de drogas); DM 2004/68/JAI (explotación sexual y pornografía infantil), entre otras muchas. También ejerce una gran presión fáctica la OCDE sobre todos sus Estados miembros con el fin de que las empresas se doten de programas de cumplimiento penal y así eviten la comisión de delitos en sus actividades.

En realidad en el Derecho comparado pueden distinguirse dos grandes modelos de responsabilidad de las sociedades. El primero, establece una responsabilidad administrativa de las personas jurídicas. Este es el caso de Alemania, y parcialmente de Italia, que lo hace pero aplicando las sanciones por la jurisdicción penal. Un segundo modelo ha optado por establecer responsabilidad criminal de las personas jurídicas. A su vez, éste se subdivide en dos sub-modelos teóricos: a) aquéllos que han elegido la imputación directa, propia y autónoma —esto es, no vinculada a la actuación de las personas físicas que actúan en el marco societario—, sustentado en la idea de la autorregulación, y que acude al “criterio del defecto de organización” o de control; y b) aquéllos otros que siguen un criterio de responsabilidad derivada o de transferencia, esto es, que la actuación de determinadas personas físicas que actúan en nombre de la sociedad “contaminan” a ésta y le trasladan la responsabilidad penal bajo ciertos criterios de imputación. Éste último es el seguido en las legislaciones europeas continentales, entre ellas por la reciente española, y mayoritariamente en el derecho angloamericano. En

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realidad, no existe ningún ordenamiento jurídico de referencia que haya implando un modelo completo de responsabilidad directa y autónoma. Por el contrario, todos, con matices y excepciones limitadas, siguen la técnica de responsabilidad derivada o modelo vicarial. No obstante, este sistema de responsabilidad penal derivada o vicarial de las personas jurídicas, convive con los ya estudiados instrumentos legales de solución de las actuaciones en nombre de otro, en particular, de la representación de las personas jurídicas en delitos especiales. Conforme a esta cuestión, se continúa castigando criminalmente sólo a las personas físicas que actúan como administradores o representantes de las mismas. Otras legislaciones han introducido medios legales para castigar indirectamente a las personas jurídicas, partiendo de la idea de que en realidad, su voluntad no se diferencia de la de sus administradores. De ahí que la solución adoptada sea, en primer lugar, posibilitar la sanción penal a los administradores de las sociedades o a los que actúan en nombre de otras personas, cuando hayan sido los representantes los que tomaron las decisiones delictivas. En el CP español anterior a la reforma de 2010 este era el caso del art. 31. El modelo se complementaba, desde 1995, con unas “medidas accesorias” que permitían disolver una sociedad, paralizar o suspender su actividad, o intervenir su administración (anterior arts. 128 y 129 CP). Sobre la naturaleza jurídica de estas últimas surgió una interesante discusión, pues aunque formalmente recibían el nombre de medidas, para un sector de la doctrina en realidad se trataba de auténticas penas impuestas a las propias sociedades. Por otra parte, en realidad configuraba un sistema de responsabilidad penal accesoria de las personas jurídicas, que implicaba la previa responsabilidad penal principal de la persona física y de ahí, luego, transferirla a la empresa. Un ejemplo de modelo puro de responsabilidad penal directa de las sociedades puede verse en la reciente Ley Anticorrupción británica (The Bibery Act de 2010).

Así pues, la LO 5/2010 supuso un cambio transcendental del modelo español, en el que se apuesta sin matices por seguir la tendencia internacional dominante, al establecer la responsabilidad penal derivada de las personas jurídicas. Sin embargo, si apenas tiempo para comprobar su eficacia, la LO 1/2015 ha vuelto a modificarlo. Para comprender el nuevo modelo de responsabilidad penal de las personas jurídicas introducido por la reforma de 2010 y modificado por la de 2015, conviene distinguir estos tres planos diferentes: A) Se mantiene el art. 31, si bien con la derogación del perturbador apartado segundo, para resolver los problemas de imputación en los delitos especiales, en los cuales la condición o calidad requerida en el tipo concurren en la sociedad, pero no en las personas físicas que actúan en su nombre. Esta cuestión ya la analizamos en el apartado anterior. B) Introduce un novedoso sistema de responsabilidad penal de las personas jurídicas en el art. 31 bis, con unos criterios autónomos de imputación, clases de penas propias y reglas específicas de aplicación de estas penas.

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C) Mantiene el catálogo de medidas accesorias de los arts. 128 y 129 para los supuestos de actuaciones delictivas cometidos a través de empresas, organizaciones, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas, que por carecer de “personalidad jurídica”, no estén comprendidas en el art. 31 bis CP. A) Nuevo modelo de responsabilidad penal derivada de las personas jurídicas (art. 31 bis CP) La LO 5/2010 apostó por la tendencia dominante en el contexto internacional, así como por incorporar la normativa europea que expresamente cita la Exposición de Motivos y a la que hemos hecho referencia anteriormente. Refuerza esta evolución la reforma de 2015. El régimen jurídico se establece en los siguientes preceptos del Código Penal, conforme a la redacción introducida por la LO 1/2015: – art. 31 bis, modificado profundamente por la reforma de 2015. Así, cambia los criterios de transferencia y los sujetos individuales cuya actuación delictiva contamina y transfiere la responsabilidad a la persona jurídica. Afecta al contenido de la noción de “debido control”, cuya infracción constituye uno de los elementos que permiten valorar la responsabilidad penal de una persona jurídica. Íntimamente vinculado a estas dos modificaciones, se describen las características de los “modelos de organización y control”, cuyo cumplimiento puede exonerar, o atenuar, la responsabilidad penal de la sociedad. – art. 31 ter reproduce literalmente los apartados 2º y 3º del texto de 2010, relativo a reglas de perseguibilidad, que permite que el procedimiento penal continúe en paralelo para establecer la responsabilidad penal de las personas físicas y de la persona jurídica. – art. 31 quater también mantiene idéntica redacción del apartado 4º del art. 31 bis original, relativo a las circunstancias atenuantes específicas de la responsabilidad penal de las sociedades. – art. 31 quinquies, contiene las entidades o sociedades que no son responsables penalmente. Por ejemplo, el Estado y las Administraciones Públicas están excluidas. Sin embargo, ya la LO 7/2012, en relación a los partidos políticos y sindicatos, los ha declarado sujetos a responsabilidad penal. Y tras la reforma de 2015 también extiende la responsabilidad criminal a las Sociedades Mercantiles Estatales. – art. 33,7º penas imponibles a las personas jurídicas; – art. 52 forma de imponer la pena de multa; – art. 66 bis determinación de la pena aplicable; – art. 116,3 responsabilidad civil; – art. 130, supuestos de transformación y fusión de sociedades.

El sistema de este precepto establece con claridad la responsabilidad penal derivada y coprincipal de la persona jurídica, junto a la responsabilidad penal de la persona física (modelo vicarial). Pero a diferencia del modelo anterior a 2010,

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para condenar a la persona jurídica ya no se precisa una previa declaración de culpabilidad de las personas físicas, de suerte que ambas corren independientemente y en paralelo (vid. la STS de 13-6-2016). En efecto, pues el art. 31 ter 1º, contempla la posibilidad de que se impongan penas por un mismo hecho a ambas personas, jurídica y física, y que se castigue a la sociedad aunque “la concreta persona física responsable no haya sido individualizada o no haya sido posible dirigir el procedimiento contra ella”. Es más, la ruptura entre ambas esferas de responsabilidad penal se confirma con lo dispuesto en el art. 31 ter 2º, al afirmar que la concurrencia de circunstancias atenuantes o eximentes en la persona física no excluye ni modifica la responsabilidad penal de la persona jurídica. El presupuesto para que pueda declararse la responsabilidad penal de la persona jurídica se desarrolla conforme a dos posibles alternativas de imputación (art. 31 bis 1º), que se denominan hechos de conexión: a) El primer hecho de conexión nace de la previa realización de un hecho delictivo, cometido “en nombre o por cuenta” y “en beneficio directo o indirecto” de la persona jurídica, por parte de alguna de las siguientes personas físicas: a) representantes legales; b) que, actuando individualmente o dentro de un órgano colegiado, estén autorizados a tomar decisiones en nombre de la sociedad (antes denominados administradores de derecho); c) u ostenten facultades de organización y control de la misma (antes denominados administradores de hecho). Aquí el criterio de imputación descansa en la atribución de poder de representación legal o en el de la capacidad para adoptar decisiones en nombre de la sociedad y de control en su funcionamiento. Es decir, se articula el primer instrumento de impregnación, conexión o transferencia de la responsabilidad criminal a la sociedad por el poder formal o material ejercido por personas físicas que la representan y actúan por su cuenta y beneficio social (representantes, administradores y dirigentes). b) El segundo hecho de conexión se origina en la previa comisión de un hecho delictivo cometido en el ejercicio de actividades sociales y por cuenta y en beneficio directo o indirecto de la sociedad, perpetrado por personas físicas sometidas a la autoridad de las personas físicas mencionadas en el apartado anterior, y siempre que la comisión del delito por el subordinado haya podido realizarse porque estos últimos han “infringido gravemente los deberes de supervisión, vigilancia y control de su actividad, atendidas las concretas circunstancias del caso”. Esta segunda alternativa construye la imputación penal, para algunos autores, sobre en el conocido criterio del “defecto de organización” o de “autocontrol” y para otros se acerca al concepto civil de “culpa in vigilando o in eligendo”. A nuestro juicio esto no es así, como también expuso detalladamente la Circular de la Fiscalía General del Estado 1/2011 (en relación al texto de 2010) y ahora mantiene la Circular de la Fiscalía General del Estado 1/2016 respecto al texto

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vigente. En efecto, porque el texto legal no habla de “falta de control o de defecto de organización”, sino que exige que los subordinados hayan realizado una acción típica permitida, dolosa o imprudentemente, por sus superiores. Es decir, que en el caso concreto los responsables de la empresa no han ejercido el control debido conforme al ordenamiento jurídico, no conforme a sus “códigos internos de buen gobierno”. Lo determinante en Derecho penal no es si la empresa está mejor o peor organizada, sino si se ha realizado la acción típica por unos sujetos subordinados en connivencia con los superiores. c) Desde luego esta problemática plantea los límites de la admisión de la imputación a los superiores a través de la comisión por omisión y del “autor detrás del autor”, de difícil encaje en el sistema positivo español. Desgraciadamente, hasta ahora, estas cuestiones se han resuelto en la práctica de una forma burda. d) Sin embargo, la LO 1/2015 ha introducido en el art. 31 bis la eximente o atenuante de la responsabilidad penal de la persona jurídica, consistente en que la sociedad se haya dotado y desarrollado un “modelo de organización y prevención” (programas de cumplimiento penal). Pero el texto distingue las exigencias según tres criterios. Conforme al primero (art. 31 bis 2º), la exención en el primer nivel de transferencia (representantes y administradores). Requisitos: que el órgano de administración societaria haya adoptado el programa antes de la comisión del delito (requisito temporal); que el programa contemple expresamente como actividad de riesgo un delito de la misma naturaleza que el cometido (requisito de identidad formal); y tercero, que el programa pueda verificarse que ha evitado o reducido significativamente el riesgo de comisión de delitos (requisito de idoneidad material). Además precisa que la supervisión se haya encargado a un órgano específico con poderes autónomos; que el delito se haya cometido eludiendo fraudulentamente los modelos de prevención; que los órganos sociales hayan actuado con la diligencia debida (sin omisión o ejercicio insuficiente supervisión, control y vigilancia). Se puede apreciar como atenuante: acreditación parcial (idoneidad material insuficiente: modelo inadecuado). De acuerdo al segundo, el art. 31 bis 3º contempla separadamente la aplicación de la exención en caso de “sociedades de pequeñas dimensiones”. En estos supuestos se permite que la 2ª condición sea asumida por el órgano de administración. Y en tercer término, art. 31 bis 4º dispone la aplicación de la eximente en supuestos de contaminación originados en delitos cometidos por subordinados. Los requisitos temporal y de identidad formal son exactamente iguales. Cambia el de idoneidad material (verificación ex ante eficacia del programa), que aquí solo requiere que el modelo sea adecuado para prevenir (suficiente, apto). También puede aplicarse como atenuante: solo acreditación parcial (modelo inadecuado).

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Además, el apartado 5º del art. 31 bis detalla, a nivel reglamentario, los requisitos esenciales que ha de poseer un “programa de cumplimiento” para que pueda ser considerado penalmente eficaz (eximente o atenuante de la responsabilidad penal de la sociedad). A continuación se enumeran resumidamente las seis condiciones para evaluar la idoneidad o adecuación del modelo a su finalidad preventiva, exigidas en el art. 31 bis 5º CP. Hay que tener presente que el modelo debe ser demostrable. 1. El primer requisito prescribe que los modelos “Identificarán las actividades en cuyo ámbito puedan ser cometidos los delitos que deben ser prevenidos”. Requiere la identificación de los riesgos y medidas para neutralizarlos. A título indicativo, los criterios que se recogen en las diferentes guías y directrices promulgadas en los EEUU de América para valorar la efectividad de un programa de cumplimiento en el curso de un procedimiento penal, pueden resumirse en los que siguen: compromiso al más alto nivel; políticas y normas por escrito; examen periódico de riesgos; supervisión adecuada e independencia; formación y orientación; información e investigación interna; aplicación y disciplina; relaciones con terceros; controles y pruebas; y, monitorización de reincidencia. 2. El segundo requisito exige que los modelos “Establecerán los protocolos o procedimientos que concreten el proceso de formación de la voluntad de la persona jurídica, de adopción de decisiones y de ejecución de las mismas con relación a aquéllos”. Precisa documentar todos los trámites internos seguidos en los procedimientos de preparación, discusión y toma de acuerdos societarios, así como de formalización, comunicación y puesta en práctica. 3. El tercer requisito señala que los modelos “Dispondrán de modelos de gestión de los recursos financieros adecuados para impedir la comisión de los delitos que deben ser prevenidos”. Se trata de una condición de muy difícil valoración para un juez penal. Son múltiples los factores que debe tomar en consideración para verificar su cumplimiento: tamaño, estructura, facturación, balances, número y cualificación de los empleados, naturaleza de la actividad… Pero en materia penal será determinante la dotación de recursos específicos para evitar la comisión de los delitos advertidos como factor de riesgo en el propio modelo. 4. El cuarto requisito precisa que los modelos “Impondrán la obligación de informar de posibles riesgos e incumplimientos al organismo encargado de vigilar el funcionamiento y observancia del modelo de prevención”. El cumplimiento de esta obligación exige dotarse de sistemas de comunicación regular entre empleados, órganos de administración y el órgano especialmente encargado de la supervisión. 5. El quinto requisito determina que los modelos “Establecerán un sistema disciplinario que sancione adecuadamente el incumplimiento de las medidas que establezca el modelo”. Esta condición precisa del establecimiento por escrito de normas internas que prescriban claramente las obligaciones de cada empleado y directivo, y las consecuencias de su incumplimiento. Esta normativa debería plasmarse contractualmente. Generalmente esta normativa interna recibe el nombre de “códigos de conducta”. 6. Y el sexto requisito dice que: “Realizarán una verificación periódica del modelo y de su eventual modificación cuando se pongan de manifiesto infracciones relevantes de sus disposiciones, o cuando se produzcan cambios en la organización, en la estructura de control o en la actividad desarrollada que los hagan necesarios”. El acatamiento de este último requisito conlleva con carácter previo disponer de herramientas para el seguimiento del modelo y de un análisis de los supuestos de riesgo detectados, así como de las medidas observadas para evitar su comisión. De otra parte el precepto si expresa

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algunos indicadores que obligan a la sociedad a revisar su modelo. Desde luego así deberá hacerse en los casos donde la compañía ha realizado actividades de riesgo delictivo y sobre todo si ha participado en operaciones susceptibles de ser delictivas.

En todo caso, con este nuevo modelo se traslada al Derecho Penal la completa separación jurídica entre la persona jurídica y las personas físicas que la componen, de forma que nos encontramos ante sujetos de derecho completamente distintos. No obstante, es necesario matizar que continua siendo necesaria la comisión de una acción por una persona física como referencia de la imputación penal (modelo vicarial). Sin embargo, ello no obsta para que el legislador español haya trasladado a nuestro ordenamiento el mecanismo reflejado en la normativa europea, que comporta un criterio de transferencia de responsabilidad para los supuestos en que el delito es llevado a cabo por quienes ostentan poder societario, o por los subordinados a consecuencia de la falta de control ejercido sobre ellos por los órganos sociales en circunstancias determinadas. Esta opción legislativa parece discurrir a pesar de los dos grandes obstáculos dogmáticos tradicionalmente esgrimidos: el primero referido a la falta de capacidad de acción de las sociedades; y, el segundo a su carencia de capacidad de culpabilidad. En relación al primero, podría decirse que las personas jurídicas son sujetos de Derecho porque el ordenamiento jurídico les atribuye tal estatus. En efecto, pues se les considera sujetos jurídicos plenamente independientes de las personas físicas y su voluntad, formada a través de procedimientos legales o estatutarios, es así reconocida y posee plenos efectos jurídicos. Pero esta afirmación no significa que pueda decirse que las personas jurídicas actúan o que cometan el delito exactamente igual que una persona física. En realidad, conforme al sistema legal español esta pregunta resulta innecesaria, puesto que éste no lo exige en modo alguno en el art. 31 bis. El tenor literal del precepto literalmente señala que “serán penalmente responsables: a) De los delitos cometidos en nombre o por cuenta de las mismas, y en beneficio directo o indirecto, por sus representantes legales o por aquellos que actuando individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están autorizados para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control dentro de la misma”. Es decir, no precisa que las personas jurídicas cometan el delito. Lo que hace es consagrar un sistema “vicarial”, en el cual, bajo ciertas condiciones, traslada también la responsabilidad penal a la persona jurídica por la conducta cometida por determinadas personas físicas. Y lo mismo sucede con el segundo criterio de transferencia o hecho de conexión: quien comete el delito es la persona física de un subordinado, no la persona jurídica.

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De modo que, en este modelo, tendrá que demostrarse, más allá de automatismos y presunciones, la realización personal del hecho y la individualización de la responsabilidad de cada persona física, y dos, verificar si se cumplen los criterios de transferencia de la responsabilidad penal a la persona jurídica. Respecto al segundo problema, la superación de las concepciones morales y psicológicas de la culpabilidad, con un progresivo entendimiento en términos normativos, tendente a comprobar la infracción de un deber jurídicamente al sujeto en las circunstancias en que cometió el hecho, son perfectamente aplicables a las personas jurídicas, siempre claro, que se respeten los postulados básicos de los principios de presunción de inocencia y de culpabilidad, esto es, de personalidad de las penas y de responsabilidad individual (interdicción de la responsabilidad objetiva y por hecho de otro). El modelo español se complementa con las siguientes características esenciales. En primer lugar, el art. 31 quater, que contiene un catálogo específico de circunstancias atenuantes. Todas ellas operan ex post facttum al hecho cometido y se hallan conectadas a criterios de arrepentimiento y colaboración procesal. Esquemáticamente son las siguientes: confesión ante las autoridades; colaboración con la investigación de los hechos; reparación o disminución del daño ocasionado; creación con anterioridad al juicio de mecanismos de control para evitar en el futuro la comisión de nuevos delitos; y, por último se incluye una atenuante analógica. En segundo lugar, el art. 31 quinquies excluye de este precepto, es decir, no permite atribuir responsabilidad penal, “al Estado, a las Administraciones Públicas territoriales e institucionales, a los Organismos Reguladores, las Agencias y Entidades Públicas Empresariales, a las organizaciones internacionales de derecho público, ni a aquellas otras que ejerzan potestades públicas de soberanía o administrativas”. La exclusión del Estado y de las Administraciones públicas parece totalmente razonable. Hay que advertir que la LO 7/2012, de 27 de diciembre, por la que se modificó el Código Penal “en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la Seguridad Social”, modificó la original redacción de 2010. Así, conforme a esta de 2012, se incluyó a los partidos políticos y sindicatos dentro del régimen general de responsabilidad de las personas jurídicas. Es decir, han dejado de estar excluidos o exentos de la aplicación del art. 31 bis. Sin duda se trata de una materia muy discutida, habida cuenta que partidos y sindicatos poseen regímenes establecidos en normativas específicas. Pero es el apartado 2º del nuevo artículo 31 quinquies el que contiene novedades exclusivas de la reforma de 2015. Las mismas se concentran en las denominadas “Sociedades mercantiles estatales que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general”. Estas sociedades públicas presentan a partir de ahora un régimen especial y complejo.

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En tercer lugar, el art. 33,7º contiene el catálogo específico de penas a imponer a las personas jurídicas, y por su parte, el art. 66 bis las reglas también específicas para determinar las penas en este ámbito (ver Lección 14). Por último, señalar que el nuevo modelo incorporado al Código Penal español, disciplina un sistema tasado de delitos en los que se admite la responsabilidad criminal de las personas jurídicas. Este sistema de numerus clausus se materializa en el Libro II, en el que en cada ámbito delictivo es necesario que conste una cláusula expresa para habilitar la responsabilidad criminal de las personas jurídicas. La enumeración de estas autorizaciones se concentra en las siguientes figuras delictivas: tráfico de órganos (art 156 bis); trata de seres humanos (art. 177 bis); prostitución (art. 189 bis); acceso ilícito a sistemas informáticos (art. 197,3º); estafa (art. 251 bis); insolvencias (art. 261 bis); daños informáticos (art. 264,4º); delitos relativos al mercado y consumidores y corrupción entre particulares (art. 288); receptación y blanqueo de capitales (art. 302,2); delitos contra la Hacienda Pública y Seguridad Social (art. 310 bis); delitos contra los derechos de los trabajadores (art. 318 bis 4º); delitos contra la ordenación del territorio (art. 319,4º); delitos contra el medio ambiente (arts. 327 y 328,6º); vertido de radiaciones ionizantes (art. 343,3º); explosivos (art. 348,3º); tráfico de drogas (art. 369 bis); falsificación de tarjetas de crédito y débito y cheques de viaje (art. 399 bis); cohecho (art. 427,2º); tráfico de influencias (art. 430); corrupción de funcionarios públicos extranjeros (art. 445,2º); organizaciones y grupos criminales (art. 570 quater); y, financiación del terrorismo (art. 576 bis 3º).

La novedad de este nuevo modelo obliga a estar atentos para que su aplicación sea conforme con los derechos fundamentales, en especial los relativos a presunción de inocencia y ne bis in ídem. Puede verse al respecto la STS 598/2012, de 5 julio, pionera en la aplicación de este precepto. Sin embargo, la primera resolución en aplicar el texto de 2015 es la STS 154/2016, de 29 febrero, que tras la polémica interna y externa desatada, ha sido matizada por la STS 221/2016, de 16 de marzo. B) Responsabilidad penal de entidades o agrupaciones de personas “carentes de personalidad jurídica”. El sistema español se completa, como ya se ha advertido y se expondrá en su lugar correspondiente más detalladamente (ver Lección 44), con los arts. 128 y 129, que contienen un catálogo de “consecuencias accesorias” para castigar a aquellas “agrupaciones de personas”, entidades, sociedades u organizaciones que no poseen personalidad jurídica y por consiguiente no pueden sancionarse conforme al modelo estipulado en el art. 31 bis CP. No obstante, no queda completamente delimitada el ámbito de aplicación del art. 31 bis y del art. 129, al menos en el sentido de comportar círculos totalmente secantes. La responsabilidad de los miembros de órganos colegiados, por las decisiones de éstos, vendrá vinculada a que hayan mostrado su acuerdo o desacuerdo con las mismas.

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6. EL SUJETO PASIVO Tradicionalmente, se ha considerado que sujeto pasivo del delito es el titular del bien jurídico protegido, o más exactamente, el titular del bien jurídico lesionado o puesto en peligro. Es un concepto distinto del sujeto pasivo de la acción, que es la persona sobre la que recae la conducta típica. En muchos casos coinciden, pero esta coincidencia de personas no siempre es así. Desde la perspectiva de una concepción procedimental del bien jurídico, el sujeto pasivo aparece como la persona física o jurídica directamente afectada por el delito, y que sufre un daño físico, moral o patrimonial. Junto al sujeto pasivo existe la noción clásica de objeto material, que es la persona o cosa sobre la que recae la conducta típica. Generalmente se identifica con el objeto de la acción. Viene a complementar al llamado objeto formal, que es el bien jurídico. En la actualidad el objeto material desempeña una función ínfima en la teoría del delito (históricamente el corpus delicti desempeñó un papel esencial), pues su lugar esencial ha sido precisamente ocupado por el concepto de bien jurídico. Ha de tenerse en cuenta que estos conceptos no equivalen exactamente a la noción procesal de perjudicado. Por ejemplo, en un homicidio coinciden el titular del bien jurídico (la vida), y la persona sobre la que recae la conducta de matar (objeto material). Pero en un robo no siempre; así la entidad bancaria es la propietaria del dinero transportado, pero la conducta del robo recae sobre los agentes privados que la custodian (sujetos pasivos de la acción), siendo el dinero robado el objeto material y el patrimonio o propiedad el bien jurídico protegido. Sujeto pasivo pueden ser tanto personas físicas como personas jurídicas. Entre estas últimas, destacan el Estado o toda clase de sociedades mercantiles, civiles o públicas y otros colectivos. De interés la STS 26-04-2007 en relación al sujeto pasivo en los delitos contra el medio ambiente). Distinto es el llamado sujeto pasivo masa, que es una construcción legal (art. 74,2º CP), para agrupar en un sólo proceso a varios sujetos pasivos individuales, víctimas de idénticos delitos patrimoniales, cometidos por los mismos autores a lo largo del tiempo y en diferentes lugares. Por ejemplo, en estafas cometidas en la venta de viviendas a múltiples perjudicados; o en robos en varios domicilios. Últimamente ha cobrado gran fuerza la idea de la víctima del delito, llegándose a hablar de la victimología y de la victimodogmática. Lo que fundamentalmente se quiere subrayar es que el Derecho penal tradicionalmente se ha centrado en estudiar el delito y al delincuente, descuidando la atención a la víctima. Por ello ahora se ha tratado justamente de otorgar a la víctima una función destacada tanto en el proceso

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penal como en el Derecho penal sustantivo. En esta dirección se inscribe la reciente Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la Víctima del Delito. Por estas razones, en la legislación vigente, su opinión o decisión sea importante o incluso determinante, por ejemplo, a efectos de suspensión o sustitución de la pena del condenado; en el régimen de la responsabilidad civil derivada del delito (indemnizaciones); en la creación y aplicación de atenuantes para el infractor que trata de reparar o disminuir el daño ocasionado; y desde luego, en el establecimiento de toda una serie de mecanismos procesales que garantizan su presencia activa en el proceso penal. Sin embargo, recientemente se observa un protagonismo excesivo de ciertos colectivos de víctimas, y lo aún más grave, un uso de su condición con el fin de lograr ventajas jurídicas en el marco de un proceso penal o como motor de las reformas penales, siempre entonces con un objetivo de mayor endurecimiento. Así, una utilización política y mediática de las víctimas en unos casos, y en otras, el abuso de su estatuto de víctima, perturban gravemente nuestro modelo constitucional y rescatan el arcaico paradigma de la “venganza privada” como eje del Derecho Penal. Si a esta situación unimos la manipulación constante de algunos medios de comunicación, rescatando el morbo, provocando reacciones viscerales y creando alarma social, se configura un sombrío panorama políticocriminal.

Lección 23

La ilicitud: el dolo 1. CONCEPTO Y FUNCIÓN Una vez analizada la pretensión de relevancia (tipicidad), la norma penal contiene una segunda pretensión de validez: la pretensión de ilicitud. En esta segunda pretensión, tiene que valorarse si la acción, además de ser una acción relevante y ofensiva para el bien jurídico protegido (pretensión de relevancia), supone una realización de lo prohibido (conducta positiva) o en una no realización de lo mandado (omisión). En resumen, en la pretensión de ilicitud se ha de comprobar si la intención del autor, al realizar una acción ofensiva relevante (típica), infringe la norma o, si se prefiere, si la conducta lesiva lo es porque realiza lo prohibido o porque no hace lo mandado por la norma. Un concepto sencillo y clásico de ilicitud es su entendimiento como lo no autorizado por el Derecho, lo que infringe sus mandatos u obligaciones. En este sentido algunos autores emplean la categoría de antijuridicidad formal en el sentido de antinormatividad o infracción del deber.

En otras palabras, la acción además de ser lesiva, ha de serlo de forma que contravenga la directiva de conducta contenida en la propia norma. De modo que deben verificarse las formas en que el sujeto infringe el deber jurídico. Tradicionalmente se contemplan dos instancias de imputación, examinando si en la acción relevante concurre una forma de infracción del deber que llamamos dolo o alternativamente la clase de infracción es la que denominamos imprudencia. En nuestro Derecho también existen estas dos instancias, clases o formas de atribuir el hecho a sus responsables: el dolo (intención) o la imprudencia (infracción del deber de cuidado y diligencia). En este momento habrá de determinarse si existió error acerca de la valoración del hecho por parte del sujeto y también los supuestos de caso fortuito, en los que el resultado lesivo acaece sin intención ni negligencia del actor. De ahí que en la mayoría de sistemáticas de la teoría del delito ambos aspectos se estudien a continuación. Aquí, como ya se dijo, hemos optado por otro sistema de exposición, en el que se estudian conjuntamente todas las causas de enervación de la responsabilidad criminal, independientemente de su fundamento y naturaleza. Desde el mismo prisma, a continuación, suele estudiarse la concurrencia en este ámbito, de causas eximentes de la responsabilidad penal. Porque aunque en principio toda acción relevante es ilícita, por ello mismo, puede en ocasiones quedar excluida esta ilicitud por la concurrencia de permisos o autorizaciones, también denominados causas de justificación, excusas o causas de inexigibilidad, según los diferentes supuestos. De nuevo hemos de insistir en que nosotros, por razones pedagógicas fundamentalmente, hemos optado por agrupar todas las causas de exclusión de la responsabilidad penal.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Ahora bien, en caso de seguir una exposición sistemática ortodoxa, debería aquí incluirse, a continuación el análisis de los llamados permisos fuertes o causas de justificación de la conducta, es decir, de aquéllas eximentes, como la legítima defensa, el estado de necesidad justificante, el consentimiento y el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo y el cumplimiento de un deber, que autorizan a los ciudadanos a realizar conductas relevantes o típicas (o sea, a atacar bienes jurídicos), que bajo ciertos requisitos, no son contrarias a Derecho, esto es, no son ilícitas. Y después, tendremos que prestar atención a los permisos débiles, causas de inexigibilidad o excusas, como son el estado de necesidad excusante y el miedo insuperable.

Ya vimos como en su concepción tradicional la antijuridicidad expresa una relación de contradicción entre una determinada forma de realización de un tipo penal y la totalidad del Ordenamiento Jurídico. En otras palabras, antijuridicidad significa la contrariedad de un hecho típico con el Derecho en su conjunto. Es decir, que una conducta infringe el Derecho. En definitiva, la antijuridicidad es la violación del Derecho. Ahora bien, la antijuridicidad puede entenderse de diferentes formas. Importa especialmente la distinción entre antijuridicidad formal y antijuridicidad material. Como hemos señalado con anterioridad, a los efectos que aquí nos interesan, se entiende por antijuridicidad formal la mera infracción del deber o directiva de conducta contenido en la norma (antinormatividad). Mientras que por antijuridicidad material se entiende la contradicción de un hecho con el interés social protegido por la norma (lesividad, ofensividad, dañosidad). Siguiendo este esquema, como se expuso en la Lección 15, en las sistemáticas neoclásicas, dolo e imprudencia eran concebidas como formas de culpabilidad: es decir, formaban parte del juicio de reproche. Pero posteriormente, a consecuencia de la “doctrina final”, y las sistemáticas hoy dominantes, se traslada a lo que denominan “tipo subjetivo”. En la propuesta de VIVES ANTÓN aquí seguida, la intención subjetiva (dolo o imprudencia) no integra el tipo de acción, porque no cumplen una función conceptual o definitoria de la clase de acción correspondiente. Y tampoco integra el juicio de reproche en qué consiste la culpabilidad, pues al concebirse la norma como directiva de conducta, constituye una forma de infracción de la misma, incardinándose en la categoría de ilicitud o infracción del deber (antijuridicidad formal como antinormatividad). Recuérdese la diferenciación entre intencionalidad objetiva e intencionalidad subjetiva. La primera es inseparable de la misma noción de acción, pues nadie puede hacer algo intencionadamente en sentido objetivo, porque la intencionalidad objetiva no es un modo de actuar, sino el sentido de lo que se hace (así, en el ejemplo conocido, cuando levanto el brazo, casi nunca intento levantar el brazo). En cambio, la intencionalidad subjetiva expresa actitudes del sujeto hacia la norma y hacia las consecuencias de su acción. Es así posible distinguirse entre una actitud de compromiso con las consecuencias y resultados, así como con la

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infracción normativa (acción dolosa), y una actitud de menor compromiso pero que infringe el deber mínimo de diligencia y cuidado (actitud imprudente). En todo caso, hay intención de actuar, tanto en las conductas dolosas como en las imprudentes.

2. INTENCIÓN, DOLO E IMPRUDENCIA: INSTANCIAS DE IMPUTACIÓN Dentro de la pretensión de ilicitud la intención que se examina es la intención subjetiva, referida a la atribución o imputación concreta de intención al sujeto que ha realizado la acción. No desempeña una función definitoria de la acción, sino que exclusivamente posibilita enjuiciar la conducta, permitiendo atribuirle o no un compromiso con la acción ofensiva realizada. Para determinar si una acción concreta es o no intencional, debemos atender exclusivamente a si en la acción ejecutada se pone o no de manifiesto un compromiso de actuar del sujeto. La intención se comprueba con parámetros normativos, y no puede establecerse conforme a inverificables procesos mentales (como proceso psicológico), ni identificarse con los deseos o los propósitos del autor. Por tanto, para poder imputar una intención al autor de la acción, debemos acudir a las reglas sociales que identifican y reconocen las intenciones, y en segundo lugar a la relación entre el autor y la acción (significado de sus actos, competencias que posee, etc.). La máxima latina quod non est in actis non est in mundo expresa bien esta idea.

Dolo e imprudencia son, en el modelo clásico de Derecho penal, las dos formas de imputar o atribuir el hecho antijurídico al sujeto, ya se conciban dentro de la culpabilidad o del tipo subjetivo. Así se deduce de los arts. 5 y 10 del Código Penal español. Del primero al decir que “no hay pena sin dolo o imprudencia”; y del segundo al incluir ambos términos en el concepto legal de delito. La diferencia esencial entre una y otra forma de atribución radica en que, mientras en la atribución dolosa el autor muestra un compromiso con la acción y el resultado (ha querido realizar el hecho injusto). En la atribución imprudente, el sujeto muestra una ausencia de compromiso con el resultado, pero también una ausencia de compromiso normativo exigido de evitar el resultado (falta de cuidado en la acción): no ha querido realizar el hecho, pero, sin embargo, se ha producido por su descuido, desatención e imprevisión, cuando podía y debía haberlo evitado. Ha de distinguirse entre la intención, que fundamenta la atribución de responsabilidad penal, y el deseo o el propósito del autor, que son irrelevantes a efectos de articular la responsabilidad. Es indiferente el deseo o el propósito que

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persiguiera con la conducta, lo único que cuenta es la intención con que actuó, su compromiso con la acción realizada. En resumen, no hay acción sin intencionalidad subjetiva, esto es, sin expresión de actitudes. Dolo e imprudencia son por tanto actitudes hacia determinadas consecuencias y también hacia la norma que las valora (objeto de protección). Por ejemplo, ha de enjuiciarse la actitud de un sujeto al conducir un vehículo con mayor o menor respeto hacia la vida de los otros; la diligencia del abogado al custodiar los documentos del cliente; etc.

3. DOLO 3.1. Concepto El dolo supone conocimiento y voluntad (intención) de realizar el hecho injusto. Por tanto, una persona actúa dolosamente cuando conoce lo que está haciendo y además, quiere hacerlo. El dolo, en su concepto vulgar, es saber lo que se hace y hacer lo que se quiere. En consecuencia, tradicionalmente el dolo consta de dos elementos: el elemento intelectual, que se refiere al conocimiento del hecho; y el elemento volitivo, pues una vez que el sujeto sabe lo que hace, tiene que quererlo, o sea, ha de actuar intencionalmente, aceptando las consecuencias que se deriven de su conducta. En la actualidad el dolo se define, mayoritariamente, conforme a parámetros estrictamente normativos, alejándose cada vez más de inútiles intentos de concebirlo en términos psicológicos (nexo psicológico). La prueba del dolo en el proceso penal confirma esta nueva orientación, pues su concurrencia resulta imposible de demostrar a través de la prueba directa, en la medida que la conciencia, voluntad o intención de una persona no son perceptibles sensorialmente: el dolo no es un objeto que se halla en la mente del criminal y por tanto no queda grabado en el cerebro como el negativo de una fotografía: el dolo sólo puede determinarse mediante la prueba indiciaria, es decir, que necesariamente debe deducirse mediante un juicio de inferencia de la conducta exteriorizada. Frente a una concepción tradicional del dolo que lo entendía como un proceso psicológico, se alzan nuevas concepciones de naturaleza normativa. En esta línea VIVES ANTÓN propone su entendimiento como compromiso. De suerte que para averiguar si hay en un sujeto una intención concreta, tendremos que examinar las reglas sociales y jurídicas que definen su acción (por ejemplo matar) y ponerlas en relación con las competencias del autor (las técnicas que domina). Sólo de esta forma podremos determinar lo que efectivamente sabía, esto es, lo que podía ser capaz de entender, si dominaba una técnica. Ha de tenerse en cuenta que el dolo no puede demostrarse entrando en la mente del autor y viendo su intención.

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Únicamente es posible juzgarle por sus manifestaciones externas y sólo a partir de éstas podemos averiguar los conocimientos del autor, las técnicas que dominaba, lo que podía y no podía prever o calcular, y es entonces cuando podremos captar sus intenciones expresadas en la acción. El entendimiento normativo del dolo también se proyecta en el elemento volitivo, de modo que el querer del autor no se identifica con sus deseos, sino que reside en la acción misma. Si por tanto la voluntad se expresa en el mismo actuar del sujeto, ya no se puede explicar cómo proceso natural (psicológico), sino en términos normativos, como un compromiso con la acción, y en consecuencia con un compromiso con la lesión del bien jurídico protegido. De interés, entre otras, la STC 68/1998 y la STS 07-05-2008. Insistimos más en esta propuesta de VIVES ANTÓN para su mejor comprensión. Comencemos exponiendo sus conclusiones al respecto, especialmente referidas al tradicionalmente denominado elemento intelectual del dolo. La primera de ellas es rechazar el entendimiento del dolo desde la idea de un proceso mental (el saber cómo proceso interno) y en consecuencia la reivindicación del carácter público del saber. La segunda, la dudosa corrección gramatical (lógica) de las preguntas acerca del dolo: “Porque esas preguntas inquieren qué es el dolo o cómo se prueba el dolo, dando por sentado que el dolo es algo: si hay acciones dolosas y otras que no lo son debe haber algo que tengan en común”. Por ello, no deja de ser confuso llamar dolosas a ciertas clases de acciones, porque con esta denominación ya estamos afirmando algo muy discutible: “que las acciones, como tales, sean algo más allá de constituir el significado de lo único que hacemos, que es mover de uno u otro modo el cuerpo o dejarlo en reposo ¿cómo podría haber algo —el dolo— que tuvieran en común las acciones u omisiones que no son nada?”. Si se acepta como válida esta tesis, entonces las conclusiones para el Derecho penal sustantivo y procesal serían trascendentes: a) el dolo no podría conceptuarse como algo, esto es, como un objeto ni como cualquier especie de proceso interno o psicológico; b) el dolo tampoco estaría fuera de la acción, ni sería algo distinto de la acción misma, de su significado; c) consecuentemente, no se podría conocer la intención del autor sino a través de lo exteriorizado (carácter público del saber); d) y en cuanto a su prueba, no cabría acudir a los indicios de algo distinto de la acción, sino que lo que habría de demostrarse es la acción misma y desde ella inferir la intencionalidad.

En cualquier caso, el “conocimiento de los hechos” requerido por el dolo, precisa de un conocimiento actual del autor, es decir, que ha de probarse que el sujeto tuvo ese conocimiento en el momento de la acción. No basta en consecuencia el conocimiento posterior ni el conocimiento potencial (pudo o debió conocer). La exigencia de conocimiento actual se erige en una barrera nítida de diferencia entre dolo e imprudencia, pues en ésta basta con el conocimiento potencial. La categoría de la ignorancia deliberada como forma dolosa ha venido aplicándose progresivamente, tanto por influencia de ciertas concepciones del dolo de raíz germánica como también por su peculiar uso en los sistemas angloamericanos (N. OXMAN). Una aproximación conceptual sería la de “ceguera consciente frente a los hechos constitutivos de la infracción penal”. Definida así, se situaría en una zona gris o intermedia entre la imputación dolosa y la imprudente (FLETCHER). Sin embargo, en la jurisprudencia española va ganando aceptación la

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tesis doctrinal que entiende el dolo como una relación de conocimiento/desconocimiento del riesgo jurídicamente desaprobado que conlleva la realización de una acción típica. De aquí que la tesis de la ignorancia deliberada como modalidad de dolo eventual se estime especialmente en delitos de peligro, de mera actividad y de omisión (propia e impropia), y en figuras de tráfico de drogas y delitos económicos. En general, pueden verse las SSTS 7-3-2011, 16-12-2013. Así por ejemplo, en los delitos de blanqueo de capitales, la jurisprudencia afirma que no es posible alegar el desconocimiento de la procedencia ilegal de los bienes, calificando de dolo eventual si existió representación del sujeto considerando la posible procedencia delictiva del dinero y actuando pese a ello (STS 27-1-2009).

Por otra parte, el contenido del “conocimiento de los hechos” se proyecta sobre todas las características, circunstancias y términos del tipo o figura legal, ya sean fácticos o normativos. Esto incluye, cuando es necesario, tanto la representación actual del curso causal como del resultado, así como el conocimiento de términos típicos normativos, en los que el sujeto ha de hacer una valoración para conocer el significado del hecho. Pero este conocimiento de la significación del hecho no ha de confundirse con el conocimiento de la significación antijurídica del hecho, pues aquí se exige conocer el hecho en cuanto tal, con su sentido y significado social, pero todavía sin exigir una valoración jurídica global sobre el mismo. El contenido del “conocimiento actual del hecho” se circunscribe a todos los términos del tipo, y sólo a ellos. Pero entonces han de descartarse todos los que no pertenecen al tipo, y por consiguiente no es necesario que el sujeto los conociera en el momento de realizar la acción. Generalmente se descartan, por no considerarse pertenecientes al tipo, los presupuestos procesales, los requisitos de perseguibilidad, y las condiciones objetivas de punibilidad.

3.2. Clases Ahora bien, siguiendo una perspectiva clásica, las diferentes gradaciones de la intención (voluntad), o según otros de la representación (conocimiento), permitían hablar de las diferentes clases de dolo. En efecto, desde esta tendencia, la voluntad o compromiso del sujeto respecto al hecho puede perfectamente graduarse. Así pues, se diferencia entre dolo directo y dolo eventual. Existe dolo directo cuando de forma consciente y querida, la intención del sujeto se dirige directamente al resultado propuesto, bien como un fin o bien asumiendo el resultado como una consecuencia necesaria del acto. Por tanto, es posible dentro del dolo directo diferenciar a su vez, entre dos clases. En primer término, un dolo directo de primer grado cuando la intención del sujeto se dirige directamente al resultado, y las consecuencias de su acción son perseguidas como un fin (querido es lo que el autor ha perseguido como meta).

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Y en segundo término, el llamado dolo de segundo grado, también denominado dolo de consecuencias necesarias, en el que el autor se representa como necesarias las consecuencias de su actuar y las acepta (querido es lo que el autor ha aceptado como consecuencia necesaria de su conducta). Históricamente el dolo se concebía como “dolos malus” (conocimiento del hecho y conocimiento de su significación antijurídica), pero desde la irrupción del finalismo comenzó a entenderse como “dolo natural” (conocimiento del hecho). De suerte que el contenido del dolo se limita a la exigencia del conocimiento del hecho (su reverso es el error sobre el tipo), mientras que el conocimiento sobre la ilicitud se relega a su examen posterior, dentro de la culpabilidad (error sobre la prohibición). Recientemente también se ha reabierto la polémica entre la “teoría de la voluntad” y la “teoría de la representación”. Las diferentes posiciones influyen en la concepción del error, de las causas de justificación, y de las diferencias entre dolo eventual e imprudencia (culpa consciente). Sin embargo puede afirmarse que hoy prevalecen concepciones eclécticas.

Por su parte, el dolo eventual existe cuando el autor se representa como probables las consecuencias de su comportamiento y, no obstante, decide actuar asumiéndolas (querido es lo que el autor ha asumido. Vid. las SSTS de 23-10 y 18-12 de 2012, 1-4-2013). En ocasiones resulta muy complejo diferenciarlo de la imprudencia (en especial de la llamada culpa consciente o con representación). En la Lección siguiente se analizarán los criterios de diferenciación existentes. En muchas ocasiones para referirse al dolo directo se utilizan expresiones como “de propósito”, “intencionadamente”, “con malicia”, etc. Así pues, dolo directo de primer grado se da cuando alguien quiere matar y mata; o quiere dañar una cosa y la daña. Mientras que habrá dolo directo de segundo grado cuando alguien quiere asustar a su anterior esposa y para ello coloca un explosivo en su casa, aceptando la consecuencia de su muerte si explota cuando ella esté en su interior. En el dolo eventual el autor asume el riesgo derivado de su conducta, o acepta el riesgo del resultado. Así, se ha considerado la existencia de dolo eventual de matar en los siguientes casos, aunque los acusados declarasen que no tenían intención de causar la muerte, pues no resultaba razonable según la lógica y la experiencia general negar su existencia: disparo a corta distancia a zonas vitales; maltrato a un bebé de dos meses; incendio de un edificio sabiendo que había personas en su interior; lanzamiento de un artefacto explosivo contra un coche de policía; ataque con cuchillo de grandes dimensiones que se clava en zona vital; policía que dispara a la altura de la cabeza del conductor al que persigue.

Ha de tenerse presente que el dolo eventual es equiparable al dolo directo a efectos de penalidad, y según la jurisprudencia merecen la misma valoración y reproche penal, pues en ambos casos se menosprecia por igual el bien jurídico protegido. Para finalizar es indispensable referirnos a la cuestión de la prueba del dolo, pues esta discusión sirve también para mejor comprender las diferentes concepciones sobre esta categoría y sus carencias. Para ello es menester combinar determinadas concepciones del dolo con su forma de prueba, y a la vez examinar su respectiva conformidad con

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac el derecho fundamental a la presunción de inocencia, para finalmente fijar diferencias con lo aquí postulado. A modo de esquema, fundamentalmente han de destacarse las tendencias jurisprudenciales que, tributarias de elaboraciones doctrinales originarias de la dogmática alemana, se agrupan en tres grandes direcciones: a) la prueba del dolo según la teoría de la voluntad, que acude al criterio del “consentimiento o aprobación” (tributarias de las célebres fórmulas de FRANK) o bien a la doctrina del “sentimiento o de la indiferencia” (auspiciadas por ENGUISCH); b) la prueba conforme al criterio puro del conocimiento —el dolo como conciencia—, aplicando la teoría de la “probabilidad o de la representación” (paradigmática la obra de SCHMIDHÄUSER); y, c) la prueba del dolo desde el criterio ecléctico o mixto, en la actualidad dominante, que partiendo de una noción de dolo como asunción de la probabilidad del resultado, han propiciado diferentes criterios: “tomar en serio” y “conformarse con el resultado” (FRISCH); “la decisión contraria al bien jurídico” (ROXIN; HASEMER); control de la fuente de peligro (HERZOG) o incluso se contenta con la mera percepción cognitiva del peligro de la conducta (JAKOBS). En la actualidad se observa una tendencia hacia una suerte de normativización del concepto de dolo, que sin embargo, no logra liberarse plenamente de alguna clase de referencia, explícita o implícita, a los omnipresentes procesos psíquicos.

Por consiguiente no se trata de demostrar la existencia de un objeto, el dolo comprendido como un proceso psicológico, sino de acudir a criterios de valoración. De la misma forma que no puede hablarse de acciones previas a reglas, tampoco puede hablarse de intenciones previas a reglas. Son las reglas que rigen la práctica de una acción las que determinan su sentido y las que permiten interpretarlas como intencionales. En síntesis podría recuperarse la máxima dolus in re ipsa, que condensa el siguiente pensamiento: a) el sentido de la intención ha de determinarse a partir del hecho externo, y no al revés (el sentido del hecho externo conforme a la intención); y, b) los hechos externos sólo tienen sentido en cuanto referidos a un conjunto de reglas previas que les confieren un significado. Aunque inscrita en una línea jurisprudencial minoritaria, vale la pena transcribir una argumentación de la expresiva STS 266/2006, de 7 marzo: “Cuando se hace uso de la prueba de indicios para averiguar, entre otros objetos posibles de esta clase de prueba, cuál fue el ánimo de una persona al delinquir, en el relato de hechos probados deben aparecer los hechos básicos utilizados para tal prueba, no siendo necesario incluir en los mismos la conclusión a la que se llega como consecuencia del uso de tales hechos básicos. En el presente caso no era necesario incluir en ese relato cuál fue la intención del sujeto activo de la infracción penal. Puede reservarse tal expresión para el correspondiente razonamiento posterior destinado a argumentar sobre este elemento que casi siempre requiere esta modalidad de prueba para llegar a conocer qué ánimo presidió la conducta criminal del autor del hecho. Tal inclusión no era necesaria, ciertamente, pero tampoco cabe decir que el uso de afirmaciones de esta clase en los hechos probados se encuentren prohibidas por nuestras Leyes procesales”.

Lección 24

La ilicitud: la imprudencia 1. CONCEPTO Se trata de la segunda y menos grave de las dos formas de atribución o imputación, puesto que la imprudencia se define negativamente con relación al dolo. En este sentido se dice que actúa imprudentemente quien lo hace sin intención (ausencia de compromiso con el resultado típico). Además, la imprudencia siempre se ha definido desde parámetros puramente normativos. En la actualidad se afirma que en la imprudencia el sujeto no ha querido realizar el hecho, pero, sin embargo, éste se ha producido por su descuido y falta de diligencia, pudiendo y debiendo haberlo evitado. En la atribución imprudente, el sujeto muestra una ausencia de compromiso con el resultado, pero también una ausencia de compromiso normativo exigido de evitar el resultado (falta de cuidado en la acción): no ha querido realizar el hecho, pero, sin embargo, se ha producido por su descuido y desatención e imprevisión, de modo que podía y debía haberlo evitado. La esencia de la imprudencia es, junto a la ausencia de compromiso con el resultado (falta de intención o dolo), la infracción de un deber específico de cuidado. Deber de cuidado que se corresponde con el actuar diligente, a determinar conforme a la experiencia común, las normas socio-culturales y la normativa vigente, que prescriben una actuación conforme a las mismas para conjurar los peligros derivados de la conducta. La imprudencia comporta la infracción de las más elementales reglas de cautela o de diligencia exigible al hombre prudente y consciente en el marco de una determinada actividad. Es decir, existe también como segundo elemento, la ausencia con el compromiso normativo exigido de evitar el resultado (infracción del deber de cuidado). Ya se ha dicho que dentro de una concepción clásica, la imprudencia es la segunda forma de culpabilidad. Es decir, una de las tradicionales formas de imputar subjetivamente el hecho antijurídico al autor. Y en otras concepciones surgidas a partir del finalismo se sitúa dentro del tipo subjetivo: tipo imprudente de acción, o delito imprudente.

Además, de este dato negativo (ausencia de intención o compromiso con el resultado), es común definir la imprudencia en referencia a la infracción del deber de cuidado, que aunque puede medirse conforme al parámetro del cuidado normalmente exigible al hombre medio, lo realmente decisivo es el análisis del deber subjetivo exigible a un individuo determinado ante unas circunstancias concretas. Por tanto, lo determinante para decidir si alguien ha infringido el deber de cuidado es confrontar sus conocimientos, capacidades y demás circunstancias personales

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en el supuesto examinado. Así pues, se trata de un concepto puramente normativo donde ha de valorarse conforme a cada persona y en cada caso concreto, si el resultado de su conducta era previsible y evitable; esto es, si podía haberlo previsto y evitado si hubiera actuado diligentemente, tal y como obliga el Derecho. La evolución de la imprudencia es también muy interesante. Procede de la responsabilidad aquiliana (extra-contractual) del Derecho civil clásico, que la desarrolla desde el parámetro del hombre medio, es decir, se origina en criterios sociales del deber ser, en prescripciones ex ante del comportamiento debido conforme a pautas y reglas sociales. Por consiguiente se trata de normas “cautelares” que tratan de evitar “comportamientos defectuosos”. Sin embargo, su acomodo en derecho penal siempre ha presentado problemas en sede de tipicidad, taxatividad y legalidad, puesto que no siempre está exactamente prescrito el comportamiento debido o el que se debe evitar. La tendencia ha seguido agudizando el problema, puesto que en la actualidad la imprudencia no se enjuicia solo conforme al criterio del “acto defectuoso que se debía evitar”, sino también de acuerdo al “defecto cognitivo”, esto es, de conocimiento o entendimiento del autor de unas competencias, usos o normas. Así pues, la medición de la infracción del deber de cuidado, esencia de la imprudencia, ya no toma como referencia una regla de conducta genérica, sino que la norma cautelar se transforma en “modal”; es decir, indica cómo hay que actuar, qué debe hacer el ciudadano para actuar correctamente.

En resumen, la imprudencia se define conforme a las siguientes notas: a) ausencia de intención; b) infracción del deber subjetivo (personal) de cuidado, que incluye el examen sobre la previsibilidad del riesgo y del resultado (deber de advertir el peligro y de prevenir el resultado); c) y el análisis de la evitabilidad de la producción del resultado si el sujeto hubiese obrado conforme al deber de cuidado. En resumen, el sujeto infringe un deber de cuidado, y como consecuencia ocasiona un resultado que debía y podía haberse previsto y evitado actuando conforme a Derecho. (Vid. las SSTS de 1-4, 8-2 y 28-6-2013) Recuérdese que la imprudencia no se castiga si no se produce un resultado lesivo (v.gr., muerte, aborto, lesiones, daños, etc.). Ejemplos característicos de delitos cometidos por imprudencia, son las muertes, lesiones o daños ocasionados con motivo de: la conducción de vehículos de motor; de las llamadas imprudencias médicas o sanitarias, de las acaecidas en el ámbito laboral, o durante la práctica de ciertas actividades de riesgo como la caza o el montañismo.

2. RÉGIMEN LEGAL El Código Penal español de 1995 ha introducido un importante cambio en la regulación de la imprudencia, pues según dispone el art. 12 CP, sólo se castiga la modalidad imprudente cuando expresamente lo señala la Ley. De modo que, cuando una determinada conducta no contiene una previsión específica que sanciona la imprudencia, ésta queda impune (conforme al principio de intervención mínima). Esto significa que los preceptos penales en su mayoría sólo castigan la

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modalidad dolosa, y únicamente como excepción se castiga penalmente la imprudencia (sistema de incriminación de numerus clausus). Por ejemplo, y sin pretensiones de exhaustividad, se castiga la imprudencia en los delitos de homicidio (art. 142); aborto (art. 146); lesiones (art. 152); lesiones al feto (art. 158); daños (art. 267) o prevaricación judicial (art. 447). Naturalmente existen muchos delitos en los que no se castiga la modalidad imprudente, por la sencilla razón de que resulta muy difícil concebir su realización sin intención, como, por ejemplo, el falso testimonio, las coacciones, las amenazas, las detenciones ilegales, los robos, los hurtos, las estafas, las apropiaciones indebidas, los delitos sexuales, las injurias, las calumnias, etc. Muy ligado a ello se encuentra la presencia de elementos subjetivos del tipo, que obviamente resultan incompatibles con la comisión imprudente (sin intención) de ese hecho.

Ha de observarse que el Código Penal de 1995 utiliza exclusivamente el término imprudencia, abandonando el uso del vocablo culpa. No obstante, se trata de nociones totalmente equivalentes. En cuanto a las clases de imprudencia, en la doctrina se realizan múltiples clasificaciones, siendo la más importante la que distingue entre culpa consciente o con representación y culpa inconsciente o sin representación, según que el sujeto se represente o no como posible el resultado producido. Sin embargo, el texto legal, desde 2015, sólo diferencia entre imprudencia grave, imprudencia menos grave e imprudencia leve, que parte del criterio de la mayor o menor gravedad de la infracción del deber de cuidado. Así, la imprudencia grave equivaldría a la inobservancia del deber de diligencia más elemental, mientras que la imprudencia leve tomaría como parámetro la diligencia del “hombre medio”, aunque en realidad se utiliza como una especie de cláusula residual. Sin embargo, incierta es la novedosa categoría de imprudencia menos grave, en la que todavía nos existe acuerdo doctrinal ni jurisprudencial. Una primera tesis la entiende referida a la imprudencia leve, de forma que conformaría una tipología intermedia en la que se integrarían los supuestos de mayor intensidad que hasta la reforma se calificaban de leve. Y ésta última contendría ahora solo los casos de imprudencia de menor entidad. Pero una segunda tesis procede del modo opuesto. Así, entiende que la imprudencia menos grave comprende ahora los supuestos de menor entidad que hasta entonces integraban la imprudencia grave. De acuerdo a una interpretación conforme al tenor literal de los arts. 12,1º y 152,1º CP, parece tener más asidero legal la primera de las opciones (en este mismo sentido Dictamen 2/2016 Fiscalía de la Sala coordinadora de Seguridad Vial). Puede hablarse en consecuencia de un estándar externo (objetivo) y otro interno (subjetivo). El primero toma como referencia del descuido la actuación de un hombre razonable. Mientras que el segundo, atiende al criterio de la “buena fe” del acusado.

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Muy importante es la llamada imprudencia profesional, en la que quien lleva a cabo un cierta actividad ocasiona un resultado lesivo al infringir la normativa reguladora de la profesión, el oficio o la actividad de que se trate, y las precauciones más elementales que sus respectivas prácticas requieren. De modo que, las personas que desarrollan una tarea reglada, deben poseer unos conocimientos propios y específicos, obtenidos de su titulación y de su experiencia. Por ello, la negligencia o impericia profesional suele plantearse en colectivos como los integrados por ejercientes de la medicina y la cirugía, de la arquitectura y en general de la construcción, de la conducción de vehículos, de la abogacía, de la función pública, etc. El TS ha considerado que cuando se producen varios resultados causados por una misma conducta imprudente ha de apreciarse un concurso ideal (SSTS 16-42001, 12-6-2011). Nos parece cuestionable: si a causa del imprudente comportamiento de un sujeto fallecen cinco personas, creemos que debe apreciarse un concurso real de cinco homicidios del art. 142.1. En el modelo anglosajón (Common Law), entre el dolo (intention) y la imprudencia (neglegence), se sitúa una categoría intermedia, llamada Recklessnes, menos grave que el dolo pero más grave que la imprudencia, y generalmente es entendida como “la decisión consciente de correr un riesgo sustancial e injustificado”. Significa consciente desprecio o riesgo consciente en el momento de actuar. No obstante, en la cultura jurídica anglosajona se emplean múltiples términos vinculados a nuestro concepto de dolo, y a veces con diferentes sentidos. Al respecto cabe recordar los más importantes: “mens rea”; “willful misconduct”; “actual malice”; “express malice”; “specific intent”. Como acabamos de exponer, en los sistemas jurídicos europeos continentales, la imputación subjetiva o ilicitud se establece exclusivamente sobre dos grandes instancias: dolo e imprudencia. Así, el dolo contiene dos elementos: un aspecto cognitivo (igual que en el common law); y, un elemento volitivo desconocido en el common law para el knowledge (conocimiento). En el Derecho penal continental el dolo es un nivel de imputación que no sólo se utiliza para los supuestos de propósito o de conocimiento, sino que, también, incluye casos que en los sistemas jurídicos angloamericanos del Derecho penal se denominan recklessness, que acogerían supuestos fronterizos entre dolo eventual e imprudencia grave. Por su parte, como regla general, los sistemas jurídicos angloamericanos establecen que, antes que un acusado pueda ser condenado por un delito la acusación ha de acreditar más allá de toda duda razonable, que el acto u omisión prohibido (actus reus) coincidió al momento de su realización con la descripción legal (tipicidad) y, también, con un “estado mental de culpabilidad” (mens rea).

En síntesis, el sistema continental europeo sigue un modelo bipartito: a) Imputación subjetiva ordinaria: dolo o intención; que incluye el dolo de consecuencias necesarias; el dolo eventual, y la ignorancia deliberada o indiferencia; y, b) Imputación subjetiva extraordinaria: imprudencia. Por su parte, el sistema angloamericano mantiene un modelo tripartito: a) Imputación subjetiva ordinaria: intención o propósito (intent); b) Conocimiento e ignorancia deliberada (knowngly y willfull bildness); Desconsideración (Recklessness); y, c) Imputación subjetiva extraordinaria: negligencia (N. OXMAN).

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3. DIFERENCIAS CON EL DOLO EVENTUAL Una cuestión central, ya anunciada al estudiar el dolo, es la relativa al examen de los criterios existentes para diferenciar el dolo eventual y la imprudencia grave. Es decir, en qué casos una conducta ha de imputarse y castigarse como dolosa, o por el contrario se estima que no ha existido intención, debiendo entonces calificarse de imprudencia grave. Especialmente problemáticos son los casos donde el sujeto se representa el resultado como posible y aunque no lo persigue, este se produce porque un exceso de confianza (fáciles de imaginar son múltiples supuestos relacionados con la conducción de vehículos o con el manejo de armas). Pues bien, para trazar la diferencia entre la responsabilidad dolosa y la imprudencia, se utilizan en la jurisprudencia varias teorías. Destacan la teoría del consentimiento o aceptación del resultado por el sujeto (dolo eventual); y la teoría de la probabilidad que castiga dolosamente si el agente incrementó el riesgo o las probabilidades de ocasionar el resultado. Ha de advertirse que por lo general la jurisprudencia acude a una concepción ecléctica, en la que combina elementos de probabilidad y actitudes de consentimiento. No obstante, desde el conocido “caso de la colza” (STS 22-04-1992), se ha ido abriendo paso una orientación mayoritaria hacia las teorías de la probabilidad (STS 22-11-2006, 6-2 y 8-3-2013, 29.1 y 11.2.2014, 11.2 y 12.6.2015). En la doctrina se manejan múltiples criterios, si bien pueden reconducirse a las dos grandes concepciones: teoría del conocimiento y teoría de la probabilidad. Dentro de la primera, además de sus formulaciones clásicas, encontramos variantes como “teoría del consentimiento o aprobación” y “teoría del sentimiento o de la indiferencia”. Dentro de las segundas hay que distinguir aquéllas que insisten en la idea de la “representación”, frente aquellas otras que lo hacen sobre el criterio de “probabilidad”. No obstante, en la actualidad prevalecen las concepciones eclécticas del dolo, y por tanto desde su entendimiento como “tomar en serio y conformarse con el resultado”, o bien como “decisión en contra del bien jurídico”, construyen la frontera entre dolo eventual y culpa, que en cualquier caso sigue siendo una suerte de “zona gris”. Así por ejemplo, en la STS 19-10-2006 se enjuicia un caso de blanqueo de capitales que plantea la denominada “ignorancia deliberada” (willful blindes.). Para ilustrar esta dificultad de delimitación entre ambas categorías, puede analizarse el supuesto real, en el que el agresor lanza a distancia un vaso de cristal contra la cara de la víctima, causándole deformidad y pérdida de visión en un ojo (art. 150 CP). Así, mientras en primera instancia se imputaron ambos resultados a título de imprudencia, en la segunda instancia se apreció un concurso ideal entre un delito de lesiones con dolo eventual (el resultado deformidad parece claro que era previsible), en concurso ideal con un delito de lesiones imprudentes, al considerar que no era previsible el resultado de pérdida de visión (STS 29-03-2007; ver también STS 25-09-2006).

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Podría decirse que tradicionalmente los supuestos de probabilidad de causar el resultado eran calificados como dolo eventual, mientras que si se afirmaba solo la posibilidad de producción del evento, se enjuiciaban como imprudencia. Sin embargo, en la actualidad existe una fuerte tendencia hacia la objetivación del dolo de acuerdo con el criterio del riesgo previo. De acuerdo con esta tesis, se atribuirá el resultado como doloso si un “hombre medio”, ex ante, hubiera considerado que la acción u omisión comportaban un “riesgo razonable” de ocasionar el resultado. Sin embargo, la aplicación de este criterio en casos de tentativa, esto es, de comienzo de realización de la conducta pero de no producción del resultado, presenta serias paradojas. Los siguientes ejemplos ilustran este debate entre calificar los hechos como dolosos o imprudentes, y añadiendo a todos ellos la variable de si el delito se consuma o el delito queda en grado de tentativa. Un empresario, contraviniendo la normativa administrativa, no actualiza o ni siquiera dispone de las medidas de seguridad adecuadas para evitar accidentes a sus trabajadores. Unos jóvenes, por diversión, lanzan piedras a los vehículos que circulan por una autopista desde el puente que la cruza.

Ya señalamos al estudiar la autoría y la participación, que no resulta posible la imputación imprudente de los partícipes, pues es incompatible con el elemento subjetivo requerido por la participación (conocimiento y voluntad de colaborar con el hecho criminal que realiza el autor). Más discutible, en doctrina y jurisprudencia, es la admisión de la participación imprudente en el delito doloso cometido por otro.

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El reproche: la culpabilidad 1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y FUNCIÓN Una conducta de la que pueda predicarse que es un hecho humano típico y antijurídico, que encaja perfectamente en un tipo de acción, todavía no es una conducta que haya de ser castigada de manera inexorable. Lo será si además es culpable. Y para que sea culpable es imprescindible que sea reprochable, que se le pueda reprochar jurídicamente a su autor por haber cometido una acción ilícita, pese a que, desde la perspectiva del Derecho penal, le era exigible obrar de otro modo. En efecto, de conformidad con el presupuesto de la libertad de acción y, de forma consecuente, con la teoría de la norma aquí sustentada, que les atribuye un doble carácter, como decisiones de poder (directivas de conducta, mandatos) y también como determinaciones de la razón (proceso de argumentación racional), aparece la pretensión de reproche o juicio de culpabilidad. El Derecho penal así concebido, un Derecho penal de la culpabilidad, y no hay otro concorde con los postulados del Estado de Derecho —el nuestro lo está—, planea y se proyecta sobre acciones que pudieron no realizarse y sus consecuencias; pero no sobre resultados sin más. No se responsabiliza a una persona por el resultado causado, sino por lo que ha hecho y pudo evitar, por el resultado que pudo impedir, no por el fortuito, inevitable o imprevisible. Cuando en un ordenamiento jurídico en general y en el penal en particular se adopta el de culpabilidad como principio esencial del sistema, la imposición de penas queda reservada de manera exclusiva para actos realizados culpablemente. De donde se desprende la inviabilidad del castigo de resultados típicos y lesivos pero no reprochables; la proscripción del versari in re illicita (criterio antiguo, con arreglo al cual, quien actúa ilícitamente responde de todas las consecuencias que puedan derivarse de su conducta, sean queridas o no queridas, previsibles o no previsibles). Igualmente, la vigencia del principio de culpabilidad se opone al uso de la pena con únicos fines preventivos y ejemplarizantes; así como al castigo, no en base a lo que el sujeto ha hecho, sino a la peligrosidad que se aprecia en él, por su forma de ser, por su conducción de vida. Y porque solamente pueden castigarse hechos realizados, se dice que la culpabilidad está anclada en el pasado (en algo que ha sucedido).

La culpabilidad posee una extraordinaria importancia en el Derecho penal, y constituye uno de sus conceptos clásicos. Opera como una pretensión de validez de la norma penal, como uno de los elementos esenciales del concepto de delito (vid. Lección 14); e, igualmente, como principio fundamental de la legislación penal y límite básico para exigir responsabilidad penal a los ciudadanos, para poder imputar subjetivamente un hecho delictivo a un ciudadano (vid. Lección 9).

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El principio de culpabilidad es reconocido por doctrina y jurisprudencia, aunque no posee una proclamación expresa de rango constitucional. Sin embargo, como quiera que su fundamento radica en la idea general de libertad, normalmente se entiende contenido de los principios de legalidad y de proporcionalidad (prohibición de exceso) o derivado de ellos. La idea de culpabilidad se asocia con la de libertad personal y, por ello, con la de responsabilidad personal por el acto injusto voluntariamente ejecutado. En el Código Penal de 1995 se proclama aunque de forma incompleta, en el artículo 5 (“no hay pena sin dolo o imprudencia”) y en el artículo10 (en cuya definición legal de delito, reitera la exigencia de dolo o imprudencia). El contenido del principio de culpabilidad comporta como corolario (lo vimos en la Lección 9) que – no hay pena sin culpabilidad; y que – la pena no puede sobrepasar la medida de la culpabilidad. Lo que significa lisa y llanamente, primero, que nadie puede ser castigado si no es personalmente responsable de su conducta; y, segundo, que la pena ha de estar equilibrada con el grado de responsabilidad. Razón por la cual, el homicidio doloso se castiga con más severidad que el homicidio imprudente, v.gr. (vid. los arts. 139 y 142 CP). Como es evidente, ya lo hemos indicado, todas estas afirmaciones pueden hacerse en tanto se admite la existencia de acciones libres, no sujetas fatalmente a leyes necesarias. Desde luego, existen intentos de reemplazar la culpabilidad por otros presupuestos, menos indemostrables, se alega, que la libertad, como el principio de necesidad de pena asociado a la idea de motivación de la norma. Se denuncia la imposibilidad de comprobar el libre albedrío (entendido escolásticamente) del autor en el momento de actuar, y se sustituye por la capacidad de los destinatarios de la norma para motivarse ante sus mandatos, pero sin aclarar cómo se demuestra esa capacidad en el momento en el que sujeto actuó. Tradicionalmente, se distingue entre un concepto formal de culpabilidad y un concepto material de culpabilidad. El concepto formal de culpabilidad comprende todas las características del ánimo o intención, que un determinado ordenamiento jurídico requiere para imputar subjetivamente una conducta a una persona (en nuestro caso tendría que extraerse del CP). El concepto material, por su parte, se configura en general sobre diferentes bases: éticas, de prevención (fines de la pena; vid. Lección 38), de la actitud interna jurídicamente desaprobada, o de la idea de libertad individual. Como es notorio, el concepto material de culpabilidad apela al fundamento en base al cual declaramos a una persona responsable de un hecho, que puede coincidir con el fundamento que se le asigna en la legislación. En última instancia, cabe afirmar que se trata de un concepto plenamente asentado en nuestra tradición cultural, que ha llegado a formar parte de nuestro modelo de convivencia.

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Hoy son dominantes las construcciones elaboradas a partir de consideraciones preventivas, que fundamentan la culpabilidad en la idea de motivación, si bien pueden distinguirse a su vez las tesis estrictas (puramente preventivas), y las tesis mixtas, que, generalmente, dentro de orientaciones teleológicas, de tutela de bienes jurídicos, combinan las nociones de prevención y de garantías (humanidad, igualdad, etc.).

En cualquier caso, la esencia de la idea de culpabilidad es puramente normativa, pues expresa el reproche que el Derecho hace a una persona por haber infringido las normas jurídicas. En este sentido la culpabilidad consiste fundamentalmente en la infracción de las obligaciones personales impuestas por el Derecho. Y de forma muy especial, se refiere a la transgresión del deber de cumplir las normas (directiva de conducta), en cuanto normas objetivas que imponen el respeto a los valores que protegen (determinaciones de la razón). En consecuencia, la culpabilidad que aquí estudiamos es culpabilidad jurídica, y no una culpabilidad moral, ni ética, ni religiosa, ni política. La culpabilidad en Derecho penal es culpabilidad por el acto aislado, y se reprocha al individuo exclusivamente el haber infringido una norma jurídica. O lo que es lo mismo, se le imputa la comisión de un hecho delictivo, haciéndole personalmente responsable del ataque típico y antijurídico llevado a cabo contra un bien jurídico protegido. Y esa atribución de responsabilidad, como hemos dicho, se hace —sólo puede hacerse—, porque el sujeto pudo obrar de modo distinto a como lo hizo, porque pudo acomodar su comportamiento a la prescripción de la norma: no realizar lo que hizo o realizar lo que debió realizar y no realizó. Otra forma de enfrentar el problema, en base a otras presuposiciones, se desliza sobre un planteamiento simplista hasta desembocar en una solución absurda y difícilmente compatible con la también presupuesta dignidad de la persona. Una vez tomada la decisión de castigar a quienes infringen las normas penales, caben dos posiciones: a) empecinarse en la imposibilidad de demostrar que el hombre es libre, que lo era cuando actuó, y colocar en su lugar la capacidad de motivación o algo por el estilo (igualmente indemostrable); o b) presuponer que las personas pueden hacer algo distinto de lo que hacen. Sin olvidar que nos movemos en el mundo del Derecho, de los valores, de los juicios de valor, y no en el mundo de los objetos y las leyes naturales. Por otra parte, hoy más que nunca debe insistirse en el repudio de concepciones moralistas de la culpabilidad, o de configuraciones de la misma en las cuales lo que se reprocha es la forma de ser de la persona, su carácter, o su modo de vida. Merece el mayor de los rechazos la llamada culpabilidad de autor: aquélla que no se fundamenta en el hecho antijurídico, sino en la personalidad del autor. De ahí que el fundamento de la culpabilidad en un robo no deba buscarse en si el autor vivía desordenadamente, o era una persona antisocial, que despreciaba las leyes, sino exclusivamente en si es responsable de un apoderamiento ilícito.

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Las construcciones de la culpabilidad sustentadas en los rasgos o perfiles personales, y no en la responsabilidad por el concreto acto ilícito realizado, traen a la memoria tristes acontecimientos históricos, caracterizados por la exclusión de personas en razón de su pertenencia a un colectivo considerado de riesgo (a una raza o etnia), por su orientación sexual, por su ideología política o religiosa, por su condición social, nacionalidad, etc. Desgraciadamente, esta tendencia todavía se esconde hoy en ciertas interpretaciones, propuestas e iniciativas políticas. No menos grave y preocupante para la libertad es la pervivencia, más o menos soterrada de concepciones o lecturas éticas de la culpabilidad o la entrada de pensamientos intrusos en las categorías centrales del Derecho penal, la culpabilidad entre ellas. Y nunca habrá exceso en insistir en las diferencias que median entre Derecho y Moral, en que el Derecho es una cosa y la Moral otra. Y esto hay que tenerlo presente en todo tiempo y lugar, en todos y cada uno de los elementos del Derecho penal, en la culpabilidad ya que estamos en ella, en cuyos pagos hay algún riesgo de confusión, cuando la racionalidad cede ante los prejuicios doctrinales o morales. La culpabilidad, hemos repetido, es reproche por un hecho aislado, no un juicio sobre la persona de su autor, sino sobre sus actos (naturalmente, típicos), y es un reproche jurídico-penal por el hecho que ha lesionado o puesto en peligro un bien jurídico protegido por el Derecho penal. Por eso, tampoco cabe reproche jurídico alguno por las intenciones no salidas a la luz, por inmorales que sean, por dañinas que llegaran a ser puestas en práctica. Las intenciones, como los pensamientos, no delinquen, por más que no falten “creyentes” empeñados en castigarlas en vía de tentativa inidónea, por ejemplo. Para la Moral, la culpabilidad se asienta sobre el comportamiento desajustado a las creencias íntimas, por lo que es culpable el que actúa de forma distinta a como cree que debería actuar, en consecuencia, en contra de sus creencia y convicciones (que pueden ser harto cuestionables, por cierto). Este enfoque en nada atañe al Derecho penal, salvo, a lo sumo, en situaciones límite, en que puede dudarse sobre la oportunidad de aplicar los arts. 14 ó 20.1 CP. Como es palpable, está latente aquí el añejo conflicto entre legalidad y conciencia, que, desde Antígona se solventa con la asunción de la propia responsabilidad. Ciertamente, el conflicto no presenta la misma coloración planteado en un régimen autoritario que en un régimen democrático. En éste, las normas son elaboradas por los legítimos representantes de la ciudadanía, por ésta en definitiva; y cuando no gustan siempre queda el recurso de cambiarlas. Pero, mientras despliegan su fuerza de obligar, su infracción voluntaria origina la culpabilidad jurídica, tal vez no la moral, pero, la jurídica, por descontado. Y muy malo sería para la democracia (y para la convivencia en libertad) forzar una especie de solapamiento o de confusión entre ambas clases de culpabilidad, que conduciría inevitablemente a la exención de responsabilidad para cualquier infractor por convicción y a una desmesurada extensión de la objeción de conciencia, más allá de su espacio natural.

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Al respecto, la STC 161/1987 dijo que “la objeción de conciencia con carácter general, es decir, el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar su cumplimiento contrario a las propias convicciones, no está reconocido ni cabe imaginar que lo estuviera en nuestro Derecho o en Derecho alguno, pues significaría la negación misma de la idea del Estado. Lo que puede ocurrir es que sea admitida excepcionalmente respecto a un deber concreto. Y esto es lo que hizo el constituyente español (art. 30.2 CE)… Debe, pues, considerarse el derecho a la objeción de conciencia a la prestación del servicio militar obligatorio como un derecho autónomo, cuya conexión a la libertad ideológica no impidió al constituyente configurarlo en la forma que estimó oportuna…”

Fundada en un entendimiento de la culpabilidad por el acto, la pretensión de reproche o juicio de culpabilidad, se estructura en dos grandes partes, ambas necesarias para poder atribuir y reprochar al sujeto el hecho ilícito. En primer lugar aparece la exigencia de la imputabilidad (la capacidad de entender y valorar las conductas y su significado jurídico); y correlativamente su negación, donde se analizan las causas de inimputabilidad, justamente los supuestos en donde no existe esa capacidad. Y en segundo término, se requiere la conciencia de la ilicitud, determinando si el sujeto obró sabiendo que su conducta era contraria a las normas, o actuó pudiendo conocer que lo era. El reverso de esta exigencia se encuentra en el error sobre la prohibición. En el que se examinan los supuestos en los que el sujeto realizó el hecho bajo un conocimiento equivocado acerca de su significado ilícito, esto es, pensó erróneamente que no era contrario a Derecho. Es cierto que existen otras concepciones teóricas de la culpabilidad, incluso las que niegan su existencia. Pero es mayoritaria la opinión de su validez y necesidad, si bien el estudio de sus diferentes elementos o estadios no se estructure según el modelo clásico.

2. CONTENIDO El contenido de la pretensión de reproche o juicio de culpabilidad consta, como acabamos de advertir, de dos partes: a) en la primera, llamada imputabilidad, debe comprobarse que el autor tenía capacidad de reproche: esto es, de entender y comprender lo que hacía, lo cual no sucede cuando concurre alguna de las causas que al efecto define la ley, y entonces hablamos de inimputabilidad, y en consecuencia no podemos reprochar al sujeto su conducta; b) en la segunda parte, denominada conciencia de la ilicitud, verificamos si el agente conocía o pudo haber conocido que su comportamiento era contrario a Derecho; esta conciencia no existirá cuando se aprecie un error sobre la prohibición, es decir, en los casos en que el sujeto pensara equivocadamente que su acción era conforme a la norma.

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3. LA IMPUTABILIDAD Imputar etimológicamente significa atribuir, por tanto, imputabilidad hace referencia al conjunto de características necesarias para poder atribuir a una persona el hecho típico y antijurídico cometido por ella. Así, por pura lógica, si la culpabilidad consiste en un reproche al individuo por haber infringido el Derecho, antes que nada debemos saber si es imputable; es decir, si esa persona, en el momento de la comisión del hecho, reunía las condiciones exigidas para poder reprochárselo, puesto que le era posible y tenía el deber de actuar de otro modo. En términos generales, la imputabilidad se define como capacidad de entender, valorar y actuar consecuentemente. Por tanto, en primer lugar requiere la capacidad de entender y valorar la naturaleza e ilicitud del hecho realizado. En segundo término precisa también la capacidad de poder actuar según esa apreciación, valoración o comprensión. Así pues, hace referencia a las capacidades físicas, biológicas, psíquicas y psicosociales de una persona en el momento de cometer el hecho. La imputabilidad no es pues equivalente a la capacidad de acción, sino a la capacidad de comprender lo que se está haciendo, a la capacidad entender que la conducta es contraria a Derecho, y finalmente, de poder dominar o controlar su conducta. Razón por la cual es capacidad de culpabilidad —sin imputabilidad no hay culpabilidad— y parte integrante de la misma. Un menor de edad penal, posee desde luego capacidad de acción, y por ejemplo puede matar; sin embargo, el ordenamiento jurídico lo considera incapaz de infringir la norma debido a su falta de madurez. Lo mismo podría decirse en supuestos de severas y graves enfermedades psíquicas.

El Código Penal español no define expresamente la imputabilidad, sino que lo hace indirectamente en su art. 20, al enumerar las causas de inimputabilidad. Expresado con otras palabras, el concepto de imputabilidad ha de obtenerse a la inversa, al deducirlo de las causas en las que expresamente la ley señala que no existe responsabilidad por falta de capacidad de reproche. De modo que si una persona no puede incluirse en uno de los supuestos descritos en el art. 20 CP, entonces legalmente se le considera capaz de entender y valorar el significado antijurídico de su conducta y de poder actuar en consecuencia; es decir, será tenido por imputable, y podrá responder penalmente de su conducta ilícita. Como veremos en el apartado siguiente, las causas de inimputabilidad o falta de capacidad de entender y valorar el hecho, se recogen en el art. 20 CP y son tres: enajenación mental; actuación bajo efectos de drogas o alcohol; y alteraciones de la percepción de la realidad. A estas habría que añadir los supuestos de minoría de edad según se desprende del art. 19 CP y de la Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor (LO 5/2000, de 12 enero, reformada por LO 8/2006, de 4 diciembre).

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4. EL MOMENTO DE LA IMPUTABILIDAD: ACTIONES LIBERAE IN CAUSA Muy importante resulta determinar cuál es el momento de la imputabilidad, o por mejor decir, en qué instante ha de medirse la capacidad de entender y valorar la ilicitud de la conducta. La regla general es muy simple: el momento determinante es el tiempo en que se exterioriza la voluntad criminal, el momento en el que se realiza el delito; si en ese instante tenía capacidad será imputable; y si no la tenía, será declarado inimputable. Es, por tanto, independiente de que antes de la comisión no la tuviera, pero luego, en el momento de realizar el hecho sí; o que después de su comisión con plenas facultades, entrara, por ejemplo, en situación de enajenación mental. En alguna hipótesis puede, en cierta medida, admitirse la excepción de esta regla general, en tanto es imaginable que una persona realice un acción en estado de inimputabilidad y que recupere la imputabilidad antes de que se siga un resultado lesivo: A, en estado de embriaguez profunda, toma un cable y ata cada uno de sus extremos a los troncos de dos árboles que se encuentran a ambos lados de una carretera. Cuando se disipan los efectos del alcohol, A se da cuenta del riesgo que entraña el cable para cualquiera que circule por esa carretera y decide dejar el cable tal cual. Si el conductor de una motocicleta resultara gravemente herido al impactar contra un obstáculo imprevisible, como es el cable, a A se le reprocharían las lesiones, a título de dolo (y podría discutirse si el delito se ha cometido mediante una acción o si se está ante una comisión por omisión).

No obstante, hay que tener en cuenta las llamadas actio liberae in causa, es decir, aquellos casos en los que el sujeto busca intencionada o imprudentemente una situación transitoria de inimputabilidad para cometer el delito. Por ejemplo, consume drogas y alcohol para una vez en estado de intoxicación, matar a su enemigo. En estos casos, como expresamente se dispone en el art. 20 del Código Penal, al sujeto se le considera plenamente responsable, pues hay imputabilidad ya que en realidad comenzó a realizar el hecho desde el momento en que comenzó a beber para luego matar. Es decir, sí se considera imputable porque el sujeto se instrumentaliza a sí mismo en un flagrante fraude de ley, y en realidad comienza a ejecutar el delito desde el mismo instante en que trata de eludir su responsabilidad: justamente en ese momento comenzó a planificar y a ejecutar la muerte. Y en ese momento sí tenía capacidad plena y precisamente por ello buscó ampararse fraudulentamente en una eximente. Y esta solución propuesta para las actiones liberae in causa dolosas, porque se ha buscado el estado de inimputabilidad de propósito, es predicable de las actiones liberae in causa imprudentes, en cuanto también en ellas hay un inicio de la ejecución en un momento en el que el sujeto era imputable. A fin de cuentas, el art. 20.1, párrafo segundo, y el 20.2 CP incluyen la frase “o hubiera (hubiese) previsto o debido prever su comisión”, que inequívocamente acoge la imprudencia como forma de anular la exención de la responsabilidad criminal.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Por ejemplo, un sujeto que ha decidido matar a otra persona y antes de ejecutar su propósito consume drogas tóxicas, para así alegar que en el momento en que consumó el crimen no sabía lo que hacía (vid. las SSTS de 25 de febrero y 17 de julio de 2002 y de 13 de mayo de 2004) o se embriaga conscientemente aunque sin ánimo de delinquir (STS de 23 de marzo de 2005).

Lección 26

La necesidad de pena (punibilidad) 1. CONCEPTO, FUNCIÓN Y FUNDAMENTO: EL PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD Con la concurrencia de un hecho típico, antijurídico y culpable puede afirmarse la existencia de un delito con todos sus elementos esenciales. Sin embargo, en ciertos casos, para que pueda castigarse un hecho como delito se requiere la presencia de ciertos requisitos adicionales. Con otras palabras, la constancia de las pretensiones de relevancia, ilicitud y reproche, agotan el contenido material de la infracción, pero todavía resta por comprobar una última pretensión de validez de la norma penal, denominada por VIVES ANTÓN “pretensión de necesidad de pena”, que considera como un momento del principio constitucional de proporcionalidad, pero que debe valorarse en el caso concreto. Es decir, una vez acreditada la relevancia, ilicitud y reproche de un comportamiento, pueden concurrir ciertas causas que conviertan en innecesaria la imposición de la pena en el caso concreto. En consecuencia, el citado principio de proporcionalidad desempeña una doble función en la teoría jurídica del delito: primero juega un papel esencial para fijar la necesidad de pena en abstracto en el seno de cada una de las pretensiones de contenido material (relevancia, ilicitud y reproche); y, segundo, posteriormente configura una categoría autónoma o pretensión de validez de la norma, en la que se trata de examinar si en el caso concreto la pena que corresponde imponer supera también el “juicio de proporcionalidad”, y resulta ser idónea, necesaria y proporcional. Esta construcción encaja con la evolución de la jurisprudencia constitucional, pues ya desde la STC 62/1982 de 15 octubre, se afirma que la exigencia de “necesidad de pena” opera tanto sobre el plano de la conminación penal abstracta, como sobre el plano de la imposición concreta de la pena. Como ya se expuso más ampliamente (vid. Lección 10), el principio de proporcionalidad es básico en el moderno Derecho Penal, como la propia jurisprudencia constitucional se ha encargado de reiterar. Precisamente a partir de la STC 66/1995 de 8 mayo, ha mantenido que el “juicio de proporcionalidad” consta de tres requisitos: idoneidad, necesidad y proporcionalidad. Al efecto también resulta de interés el denominado “test de razonabilidad” genérico y específico, que desde el argumento o prius lógico, toma en consideración la relación de los “medios-fines”; que el fundamento o razón de la norma no contradice ningún valor constitucional; que no existe un exceso manifiesto del rigor de la pena al introducir un sacrificio idóneo, innecesario y desproporcionado de un derecho fundamental; que el sacrificio de las libertad o de otro derecho fundamental persi-

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ga la preservación de intereses constitucionalmente proscritos o socialmente irrelevantes; y por último el juego de la regla de la preferencia de “alternativa menos gravosa”. La pretensión de necesidad de pena viene a coincidir con una “nueva” categoría que recibe diversos nombres, como punibilidad, penalidad, o merecimiento y necesidad de pena. Justamente, la falta de acuerdo sobre su denominación ilustra sobradamente del debate que la rodea. No sólo resultan poco claros su origen, alcance y significado, sino que incluso se discute su concepto, contenido y, sobre todo, su ubicación sistemática dentro o fuera de la estructura del delito. En cualquier caso, se trata de una temática de creciente interés y, en términos generales, vinculada a la idea de utilidad. Según la definición doctrinal clásica, el delito es un hecho humano típico, antijurídico, culpable y punible. Cuando un hecho es típico, injusto y culpable no resta, en principio, sino aplicar una pena. La referencia a la punibilidad, aparece en este contexto como una exigencia lógica en la idea misma de delito, pues un delito sin punibilidad, un delito no punible, carece de sentido. Pero desde un plano diferente, el del caso concreto, el análisis cambia completamente, pues un delito sin pena es perfectamente posible en el marco de un Ordenamiento jurídico. En efecto, en ocasiones, la realización de una acción relevante, ilícita y reprochable (típica, antijurídica y culpable), aun siendo punible, no será efectivamente castigada. Para ello, resultará imprescindible que así se exprese y concretamente se determine. Los vocablos punible y punibilidad hacen referencia a la pena como consecuencia jurídica necesaria para la noción de delito, ya que, sin duda, puede darse un delito sin pena, pero es absurdo que se hable de delito, como hecho jurídico abstractamente considerado, sin consecuencia jurídica prevista por la norma.

La punibilidad, penalidad o merecimiento y necesidad de pena, se identifica con la posibilidad legal de pena. Aparece como una nota conceptual del delito. Pero el delito es prefecto con la mera afirmación abstracta de su necesidad de pena (punibilidad), al margen de su concreta y real punición. En conclusión, una vez afirmada la existencia en abstracto de necesidad de pena, puesto que la acción es relevante, ilícita y reprochable, tiene que comprobarse seguidamente si también existe necesidad de imponer en concreto una pena. Pero en nuestro sistema es sólo la ley la que de manera expresa contempla estas causas específicas de ausencia de necesidad de pena. Nuestro Derecho no permite a los Jueces y Tribunales considerar libremente la oportunidad de imponer la pena en función de criterios de conveniencia. Por el contrario, los casos en los que un hecho típico, antijurídico, culpable y punible no va a ser castigado se encuentran tasados por la ley. Sin embargo, cuando el juzgador considere que no debería castigarse una concreta acción, pero si la razón por la que ha llegado a esta convicción no está contemplada en la ley, tiene la obligación de aplicar la pena, para a continuación poner en marcha el mecanismo excepcional contemplado en el art. 4,3º CP.

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El delito existirá, siendo abstractamente punible, aunque en un supuesto específico no resulte penado por la concurrencia de alguna de las causas legalmente tasadas, que expresan la ausencia de necesidad de castigar en concreto esa acción ilícita. Las mencionadas causas, muy variadas y discutidas por la doctrina, inclusive en punto a su pertenencia a esta categoría, suelen clasificarse en varios grupos: a) las excusas absolutorias (v.gr., el parentesco del art. 268; la regularización voluntaria con la Hacienda Pública o la Seguridad Social de los arts. 305,4º; 307,3º; y, 308.4; revelar a tiempo la rebelión, 480 CP); b) las condiciones objetivas de punibilidad, allí donde las mismas resulten legalmente exigidas (se cita como ejemplo que haya recaído sentencia condenatoria en el delito de falso testimonio del art. 458,2º CP); y c) también constituyen supuestos de ausencia de pena alguna de las causas de extinción de la responsabilidad criminal establecidas en el artículo 130 CP (prescripción; indulto; perdón del ofendido). Teóricamente todas estas causas deben distinguirse de las llamadas condiciones de procedibilidad o perseguibilidad, pues suele alegrase que éstas no condicionan la existencia del delito, sino sólo su persecución, constituyendo meros “obstáculos procesales”: impiden el proceso pero no la existencia del delito (se citan al respecto los arts. 191,1º; 287,1º, 296,1º). También las causas de “suspensión y sustitución de la pena” presentan rasgos comunes y desde luego comparten su fundamento último asentado en el principio de proporcionalidad. Sin embargo, poseen un régimen jurídico diferente debido a su distinta naturaleza y función (vid. los arts. 80 a 87, y, 88 y 89 CP).

2. CONTENIDO Las causas legales que determinan la ausencia de necesidad de imponer una pena en concreto se estudian de forma particularizada en le Lección 37. Las agrupamos conforme a un criterio de generalidad o especialidad; esto es, en función de si su ámbito de vigencia es general, extensible a toda clase de infracciones, y, por consiguiente, si se encuentra descrito en la Parte General; o si por el contrario aparece especificado en una figura legal determinada, y, por tanto, se ubica dentro de la Parte Especial. No obstante, existen otros posibles criterios de clasificación, entre los que cabe destacar el que distingue entre “causas personales de exclusión de la pena” y “causas de levantamiento o supresión de la pena”. Las primeras concurren ya en el momento de la acción, mientras que las segundas se producen con posterioridad a la comisión de la conducta ilícita.

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En todo caso, ahora vamos a hacer unas breves consideraciones, casi reconsideraciones, de los principios constitucionales ya tratados en la primera parte de este Compendio, en cuanto a su incidencia en la pena y en cómo la condicionan. Hablar de necesidad de pena y de merecimiento de pena tiene pleno sentido cuando se parte de la vigencia del principio de proporcionalidad y sus derivaciones, plasmadas en los caracteres subsidiario y fragmentario del Derecho penal, y del principio de legalidad y su secuela, el principio de ofensividad. Solamente a partir de ellos y en su virtud cobra entidad el aforismo “nulla poena sine necessitate”, y la pena es constitucionalmente admisible como último recurso, tanto en lo que se refiere a la conminación genérica y abstracta como en el castigo concreto. Dicho con otras palabras, únicamente es legítima la pena, en abstracto y en concreto, para castigar hechos que lesionan o ponen en peligro bienes jurídicos valiosos, cuando, por la forma y gravedad del ataque sufrido por éstos, el resto del ordenamiento jurídico resulta insuficiente, y en la medida en que el castigo sea socialmente útil y equilibrado respecto de la trascendencia del hecho. Y, para cuando no lo sea, existe la previsión de las causas que estudiaremos más adelante y, en su defecto, la cláusula del art. 4.3 CP. Nunca se repetirá bastante que la libertad, uno de los valores supremos del ordenamiento jurídico, de acuerdo con el art. 1.1 CE, sólo puede verse limitada en tanto con ello se dé protección a valores que lo precisan y lo merecen. Y no es fácil alcanzar una mayor concreción en relación con estos dos principios, que, en realidad, pueden reconducirse a uno de dos caras. De nuevo ha de recordarse que las normas penales son determinaciones de la razón, por medio de las cuales se pretende, en última instancia, el logro de una convivencia pacífica y ordenada, que deben contemplar, de manera exclusiva, comportamientos que obstaculizan esa convivencia, porque suponen una agresión para valores considerados socialmente valiosos, y ser aplicadas a hechos específicos que verdaderamente son acreedores a la respuesta penal, por cuanto las demás que previene el ordenamiento jurídico se han visto desbordadas. Y siempre que el castigo sirva a la reiterada finalidad de tutela. En esta línea son compartibles las ideas de HASSEMER, cuando define el merecimiento de pena como el juicio sobre si determinada clase de comportamientos que afectan a determinado bien jurídico deben o no ser penalmente castigados, en atención a la gravedad de lo ataque, el valor del bien, etc. Y que para inclinarse en una dirección u otra, el legislador ha de atender no sólo a criterios de justicia, sino también de utilidad y oportunidad social. Con lo que hace acto de presencia, como no podía ser de otro modo, la Política Criminal. Mas, de inmediato, ha de hacerse una importante matización: si es innecesaria o inútil, en abstracto y en el supuesto concreto, la pena es injusta, y, en un caso y en otro, ni debiera figurar en el Código ni ser impuesta al sujeto; pero utilidad y

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oportunidad, recuérdese, no constituyen por sí solas fundamento bastante para justificar la existencia de la pena, pues, como ya sabemos, una pena sólo obtiene el certificado de legitimidad constitucional cuando está sometida al conjunto de principios que la CE establece o reconoce explícita o implícitamente. Cuando la pena sea injusta habrá de recurrirse a las causas y reglas de las que ya se has hablado y, sobre todo, habrá de denunciarse su confrontación con la libertad, toda vez que implicará un recorte de ésta si justificación alguna.

C) Supuestos de exclusión de la responsabilidad criminal

Lección 27

Defensas 1. JUSTIFICACIÓN Y EXCUSAS: PERMISOS FUERTES Y PERMISOS DÉBILES 1.1. Introducción En la pretensión de ilicitud, en la antijuridicidad formal, se ha de comprobar si la intención del autor al realizar una acción ofensiva relevante, infringió la norma, por cuanto la conducta lesiva tiene que serlo porque realiza lo prohibido o porque no hace lo mandado por la norma. Y aunque, en principio, toda acción relevante es por ello mismo ilícita, puede, en ocasiones, quedar excluida la ilicitud por la concurrencia de permisos o autorizaciones. En efecto, existen supuestos en los que la ilicitud queda excluida por la concurrencia de causas eximentes (leyes permisivas), que en unos casos conceden un derecho o permiso fuerte (causas de justificación), y en otros, simplemente, toleran la acción, otorgando un permiso débil (excusas). Aunque, en realidad, entre ambas clases de permisos no existe una diferencia material u ontológica, dado que el fundamento de unas y otras puede ser idéntico, y se apoya en la idea misma de regulación de la libertad que compete al Derecho (que en unos casos considera suficiente con otorgar una excusa y en otros en cambio precisa atribuir un derecho), y, por lo que a su regulación positiva hace, el art. 20 no establece distingos, y a todas las engloba entre las causas que eximen de responsabilidad, si bien el art. 118 sí lo hace (vid. Lección 44). Una cuestión muy controvertida y de gran trascendencia, es la relativa a la especificación, en determinadas casos, de cuándo se está ante la ausencia un elemento del delito o, por el contrario, ante un permiso, es decir, ante una eximente. Esto sucede, por ejemplo, con el consentimiento, tanto en delitos contra el patrimonio como en delitos contra la libertad sexual o la intimidad y veremos más adelante (vid. Lección 33).

Los permisos, las eximentes, son producto de lo que H.L.A. HART denominó reglas “elusivas” de la responsabilidad. Su concurrencia no niega las premisas fácticas y normativas (relevancia y ofensa) de un hecho; al contrario, es compatible con la existencia del delito, pero, pese a ello, los permisos descartan la responsabilidad penal. Y en lo atinente a su fundamentación, se ha cifrado en las siguientes razones, aportadas por una doctrina nada coincidente: a) en la idea del “mal menor” (supremacía de un interés colectivo); b) en el principio del derecho individual; c) en la misma idea de Derecho y la necesidad de su reafirmación; d) en la apelación a consideraciones utilitaristas (ponderación de intereses); e) en la libertad general de acción.

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1.2. Permisos fuertes (causas de justificación) y permisos débiles (excusas) La concurrencia de permisos no supone una negación de la antijuridicidad material (ofensividad), sino, exclusivamente, la eliminación de la antijuridicidad formal; o, si se prefiere. la anulación de la ilicitud de una acción, por lo demás, relevante y ofensiva. De modo que no compensa, ni excluye, ni siquiera aminora la ofensa producida, el daño causado, pues, la ofensa, la antijuridicidad material, permanece, es la misma. Por ejemplo, en la legítima defensa, la muerte ocasionada al agresor sigue constituyendo un mal, una ofensa, una lesión de un bien jurídico valioso, como es el derecho a la vida. Consecuentemente, la exención de responsabilidad del que se defiende, no puede fundamentarse en la inexistencia de la muerte del agresor, ni, menos todavía, en la invocación del superior valor de una vida sobre el de la otra, deducida de la idea de ponderación de concretos intereses materiales en juego. Antes estas evidencias, la última razón que nos queda para justificar la exención de responsabilidad quizás sea, solamente pueda ser, la idea del permiso: el ordenamiento jurídico decide conceder una especial trascendencia a ciertas situaciones, en el marco de su función general de configuración de la libertad general de los ciudadanos; y, en esta línea, no considera ilícitas ciertas acciones ofensivas, porque estima más importante no restringir la libertad de acción bajo determinadas circunstancias, que la defensa a ultranza de los bienes jurídicos tutelados en las distintas normas penales (sin olvidar que la libertad es un bien jurídico más que valioso). Y, en estos supuestos, o bien crea un derecho a actuar mediante la técnica de otorgar un permiso fuerte (justificación); o bien tolera o excusa la acción, mediante la concesión de un permiso débil (excusa). Según una concepción tradicional, el Derecho es un todo unitario del que el Derecho penal es sólo una parte, y en la vida humana existen situaciones de conflicto de intereses, en los que para salvar uno de ellos es inevitable dañar al otro. Al no existir otra solución, había que elegir entre una y otra vida. Y el Derecho opta por la del agredido ilegítimamente. El fundamento de la justificación reside desde este planteamiento, en la idea del conflicto de intereses. De modo que surge un conflicto entre dos bienes jurídicos, el tutelado en el correspondiente tipo penal y otro que trae causa en otro precepto legal. Y este conflicto únicamente puede resolverse a favor del interés superior. Cuando este interés superior es el contenido en otro precepto, obliga necesariamente a salvarlo en detrimento del interés protegido en el tipo penal. En definitiva, para salvar el bien superior es imprescindible sacrificar el bien de rango inferior. De ahí que, precisamente, se llamaran causas de justificación los supuestos de conflicto, en donde se ejercita, mediante una conducta típica, un derecho preponderante en detrimento de otro inferior. El criterio del interés preponderante para un sector doctrinal permite explicar todos los casos de justificación, mientras que para otro sector no es suficiente, resultando necesario recurrir a otros principios (v.gr. la ausencia de interés en el caso del consentimiento). El problema, y no trivial, es el de explicar cómo es posible que una vida sea más valiosa que otra, en el caso de la legítima defensa. Claro está que se pueden aportar razones para fundamentarla, pero entre ellas no parece fácil incluir la de que una vida tenga más valor que otra.

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En cualquier caso téngase presente que existen diversos criterios doctrinales para agrupar las diferentes eximentes contempladas en la ley. Por ejemplo, se discute cuales son causas de justificación y cuáles de inculpabilidad o excusas; la delimitación de las eximentes, en ciertos casos (v.gr. el consentimiento) con las causas de exclusión del tipo; en otras concepciones se diferencia entre causas de exclusión del injusto penal y causas de justificación en sentido estricto; por fin, también hay que mencionar, sólo mencionar, la llamada teoría de los elementos negativos del tipo.

Pues bien, en ciertos casos, el ordenamiento jurídico contempla como adecuados a Derecho determinados comportamientos típicos que lesionan o ponen en peligro bienes jurídicos. En estos casos no hay contrariedad al Derecho, no son ilícitos, y reciben el nombre de permisos, construyéndose como supuestos de ausencia de antijuridicidad formal. Y esta ausencia de antijuridicidad formal acontece cuando concurre una causa de justificación o una excusa. Un caso extremo es el derecho a la vida, pues el ordenamiento autoriza con ciertos requisitos a salvar la vida del agredido aún a costa de sacrificar la propia vida del agresor; esta causa de justificación se conoce como legítima defensa. Así, puede decirse que la conducta de matar al agresor es típica y lesiva (dañina), pero no ilícita (formalmente antijurídica), porque en última instancia resulta autorizada por el ordenamiento jurídico (justificación). Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que la existencia de permisos que otorgan derechos, así como el ejercicio legítimo de los mismos, o de permisos que toleran y excusan conductas, proviene del ordenamiento jurídico en su conjunto. De modo que las causas de justificación y las excusas no surgen únicamente del Derecho penal, sino que generalmente traen causa de normas del Derecho privado, del Derecho administrativo y, muy especialmente, de la Constitución. Basten como ejemplos los conflictos más habituales entre tipos penales y los derechos fundamentales (entre conductas típicas de los delitos contra el honor y la invocación del derecho a la libertad de expresión e información, v.gr.). O el conflicto entre otros derechos fundamentales y el ejercicio de deberes públicos o el ejercicio legítimo de profesiones y cargos públicos (derecho al honor, intimidad, libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, entran en conflicto con los deberes impuestos a autoridades y funcionarios en el marco de un proceso penal para el esclarecimiento de los hechos). En este contexto ha de situarse también el secreto profesional de funcionarios, abogados o médicos frente a la obligación de declarar como testigos.

2. FUNDAMENTO, NATURALEZA Y CONSECUENCIAS Antes de llevar a cabo el estudio particularizado de los permisos fuertes (de las causas de justificación) y de los permisos débiles (excusas) existentes en el Derecho español, determinantes de la ausencia de ilicitud (antijuridicidad formal), pese a haberse realizado una conducta típica y producido la lesión de un bien jurídico, eso sí,

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siempre que haya discurrido conforme a los cauces y requisitos exigidos legalmente (ejercicio legítimo), han de tratarse varias cuestiones comunes a todas ellas. Las causas de justificación (permisos fuertes) se hallan tasadas en nuestro ordenamiento jurídico, pudiendo operar a través de la legítima defensa, del estado de necesidad y del ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo o del cumplimiento de un deber. Todas ellas encuentran expreso acomodo en el art. 20 CP, dentro de las llamadas eximentes de la responsabilidad criminal, como las excusas, también reguladas en el art. 20.5º y 6º. Y unas y otras, como ha quedado dicho, producen el mismo efecto: eximen de responsabilidad al sujeto que actúa a su amparo. El art. 20 declara exentos de responsabilidad criminal a todos los que se encuentran en algunas de las situaciones que agrupa. Entonces ¿qué importancia tiene distinguir los permisos fuertes de los débiles? La verdad es que, si bien todas las causas del art. 20 eximen de responsabilidad, algunas “eximen” más que otras, por decirlo así. Como diferencias prácticas entre las causas de justificación y las simples excusas, tradicionalmente se suelen citar las siguientes, pero siempre operando desde la perspectiva de configurarse las primeras como derechos: a) quien ejerce un derecho no comete nunca un acto ilícito, por lo que nadie puede alegar frente a él una agresión ilegítima e invocar que se encuentra en situación de legítima defensa; mientras que, al contrario, sí puede alegarse defensa propia por ejemplo ante el ataque de un menor o de un inimputable; b) los que colaboran con quien ejerce un derecho no responden tampoco criminalmente como partícipes o coautores (ciudadanos que colaboran con la policía a detener a un sospechoso; amigos de la víctima que le ayudan a defenderse); pero sí responden penalmente quienes colaboran con el que está excusado (el menor de edad está exento de pena, pero no el mayor que coopera en el robo; el enajenado queda eximido de responsabilidad por las lesiones causadas, pero no su hermano imputable que sujeta a la víctima); c) generalmente, el ejercicio de un derecho no genera responsabilidad civil; sin embargo siempre nace de los daños causados por la conducta excusada. Así el art. 118 CP dispone que la exención de responsabilidad criminal declarada, en los números 1º, 2º, 3º, 5º y 6º del art. 20 CP, no comprende la de la responsabilidad civil. Podemos decir que cuando se tiene la cobertura de un permiso fuerte (de una causa de justificación), se tiene derecho a proceder de la forma en que la ley autoriza, aunque ello suponga lesionar un bien jurídico para salvar al que se encuentra en peligro o para cumplir un deber o ejercitar un derecho, oficio o cargo, siempre legítimamente. Y ese derecho impone a los demás el deber de soportar dicho ejercicio y no oponerse a él. Algo que no acontece con las excusas.

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El que sufre una agresión ilegítima tiene derecho a defenderse de su agresor, pero, éste, a su vez, no puede alegar que se defiende legítimamente de la violencia que su agredido aplica, pues el agresor inicial no es objeto de una agresión ilícita sino lícita. En cambio, quien es atacado por un inimputable (aquejado de una grave alteración psíquica o de una intensa intoxicación etílica… y, por tanto, irresponsable), puede invocar legítima defensa frente a ese ataque que sí es ilegítimo. En este sentido, acertadamente, la STS de 28 de febrero de 2005 dice que no cabe legítima defensa frente a la legítima defensa.

Con lo dicho, queda implícitamente planteado el problema ya apuntado de la naturaleza y el fundamento de los permisos, que, a la postre, comportan la exención de la responsabilidad criminal para quien ha lesionado un bien jurídico tutelado por el Derecho penal; exención que sólo puede fundarse en el beneficio de otro no menos valioso, que, de alguna manera, compense la impunidad del que causó el daño. Algo que resulta muy evidente, por ejemplo, en el caso de necesidad caracterizado por la causación de un mal menor que el evitado; pero no tanto cuando los valores en liza son idénticos (dos vidas humanas) o heterogéneos (el honor y la Administración de Justicia). Sólo la libertad, la regulación de la misma que corresponde al Derecho, permite una fundamentación cabal de los permisos fuertes. La doctrina y la jurisprudencia han recurrido a la idea de que la necesidad de la defensa se justifica porque afirma la vigencia del ordenamiento jurídico, frente a la agresión a un bien jurídico, cuando los mecanismos sociales de defensa no han podido intervenir, y por ello se autoriza al ciudadano para que defienda el ordenamiento (SSTS de 9 de diciembre de 1999 y 1 de abril de 2004).

Tradicionalmente, dentro de esquemas neoclásicos del delito, se recurría a la idea de exigibilidad, que a su vez procede de la concepción normativa de la culpabilidad. Y la exigibilidad en consecuencia aparece como la esencia misma de la idea del deber de actuar conforme a lo prescrito en las normas jurídicas. De modo que la exigibilidad se funda en la posibilidad de llevar a cabo el comportamiento adecuado a Derecho; y en caso de infringir este deber, pudiendo haberlo cumplido, nace el reproche. Ahora bien, en esta concepción, las ideas de posibilidad de actuar y exigibilidad de hacerlo no son exactamente iguales, puesto que el Derecho no es un orden de virtud ética o religiosa, sino únicamente un orden de coexistencia pacífica. De suerte que no siempre que alguien pudo actuar conforme a Derecho, y no lo hizo, se le puede exigir otra conducta, y, por tanto, tampoco cabrá reprocharle no haberlo hecho. Con otras palabras, el Ordenamiento Jurídico, excepcionalmente, contempla expresamente supuestos en donde no quiere obligar a los ciudadanos, mediante la amenaza del castigo penal, a comportamientos heroicos, y en consecuencia aunque el sujeto pudo actuar conforme a Derecho, no lo hizo porque sencillamente resultaba excesivamente gravoso, y en esas circunstancias no es adecuado imponer una pena. Aparecieron así las llamadas causas de inexigibilidad, en las que el

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Derecho renuncia a exigir, bajo ciertos requisitos, un comportamiento conforme a las normas, y, por tanto, lo excusa, eximiéndole del castigo. No obstante, también se admite que la idea de exigibilidad configure en ciertos supuestos auténticas causas de justificación, operando en un momento anterior (v.gr., las indicaciones en el delito de aborto). Un último problema, y no precisamente de segundo orden, sino central, común a todos los permisos ha de ser al menos enunciado. Es el relativo a la determinación de sobre quién recae la carga de la prueba y hasta qué extremo ha de ser probado. Puede ocurrir que la acusación alegue falta de consentimiento de la víctima en un abuso sexual, por ejemplo; pero también puede suceder que sea la defensa la que alegue la concurrencia de consentimiento por parte de la víctima. Y este debate acerca de a quién corresponde la carga de la prueba, se extiende a todos los permisos: ¿ha de probar la defensa el alegato de legítima defensa en un homicidio, demostrando que existió agresión ilegítima?; o, por el contrario, ¿debe la acusación demostrar que hubo un homicidio sin la concurrencia de legítima defensa? Y otro tanto ocurre en las demás causas de exención: estado necesidad, ejercicio de un derecho, enajenación mental, etc. La eximente de legítima defensa o la eximente incompleta han de estar tan probadas como el hecho mismo. La prueba que las acredite corresponde proponerla a la defensa. Probada la muerte intencionada de una persona, causada por el acusado, es éste el que debe demostrar que su comportamiento estaba amparado por el art. 20.4 (STS de 22 de febrero de 2005).

3. OTRAS CUESTIONES La doctrina se ha planteado tres cuestiones a propósito de las causas de justificación en general que pasamos a comentar: concurso de causas, error sobre la existencia de justificación y necesidad o no de un elemento subjetivo. a) Concurso de causas: cuando en un hecho que reúne todos los elementos de un tipo de acción concurre más de una causa de justificación o permiso fuerte. A primera vista no parece un problema sino un sólido fundamento para excluir la responsabilidad criminal, por partida doble. Afanarse en determinar cuál es la aplicable nos resulta algo estéril, salvo en lo tocante a responsabilidad civil (vid. art. 118 CP): si concurren dos con todos y cada uno de sus requisitos legales pueden apreciarse las dos (aquí, como es obvio, no hay “bis in ídem”, no hay castigo reiterado) o una, es indistinto, puesto que el resultado es el mismo: exclusión de la responsabilidad criminal, tanto del autor del hecho como del cooperador. Si una aparece con todos los requisitos y la otra no, se aprecia la primera. Si ninguna de las dos los reúne, puede haber una o dos eximentes incompletas (art. 21.1) con los efectos prevenidos en el art. 68, una o dos atenuantes por analogía (art. 21.7ª) o nada.

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Si un funcionario de policía va a detener a una persona por orden judicial y dicha persona le agrede ¿debe apreciarse el número 4 ó el número 7 del art. 20 CP? Es una pregunta verosímil aunque quizás mal formulada. Ante todo ha de constatarse si confluyen los requisitos legales de las dos, pues de lo contrario carece de sentido el interrogante. Y si confluyen, además de la apreciación conjunta indicada en el párrafo anterior, cabe diferenciar que cada una se proyecta sobre ámbitos distintos: la legítima defensa se asienta sobre la agresión ilegítima que puede poner en peligro no sólo el cumplimiento de la función encomendada sino la vida e integridad del funcionario y, justamente, para salvar estos bienes se autoriza el empleo de la violencia que puede provocar al agresor la muerte o unas lesiones. El cumplimiento del deber autoriza al funcionario a privar de libertad al detenido y a emplear los medios coactivos necesarios, pero no a causarle la muerte o unas lesiones. Una resistencia desesperada de aquél, no constitutiva de agresión contra el funcionario, puede justificar una intervención extremada, pero nunca la muerte del perseguido: disparar a matar a quien huye raramente puede estar justificado, aunque quizás pueda estarlo abrir fuego contra el terrorista que escapa con la carga que pretende hacer estallar o contra quien ha secuestrado a una persona a la que quiere matar o causar un grave daño, en tanto mientras subsiste el peligro para la vida de otras personas subsiste la agresión ilegítima base de la defensa legítima.

El TS ha apreciado la compatibilidad de las eximentes de legítima defensa y cumplimiento de un deber (STS 29-11-1999). En última instancia, siempre debe fijarse la atención en la configuración legal de las causas de exención y no en las clasificaciones doctrinales al uso, y recordar que el CP se ocupa en sus arts. 8 y 73 y siguientes de los denominados por la doctrina concursos de normas y de infracciones —en los que siempre hay, al menos en apariencia, más de un delito en danza—, y no dedica precepto alguno al eventual concurso de causas de exención de la responsabilidad, por parecerle superfluo, mientras que sí lo hace respecto de las circunstancias modificativas en el art. 66. Si una causa de justificación aparece en compañía de una excusa, tampoco vemos inconveniente en apreciar las dos, aunque de la segunda no tiene porqué beneficiarse un eventual cómplice. b) Desconocimiento de la existencia del presupuesto o de los requisitos de la justificación como cuando: a) “A” con ánimo de matar dispara contra “B”, ignorando que éste está a punto de disparar contra la esposa de “A” o contra el propio “A”; b) “A” para matar a “B” le retira la sonda por la que se le administran los medicamentos que precisa, pero al proceder así le salva la vida, porque por error le estaban suministrando un potente preparado de glucosa siendo así que “B” padece una diabetes severa; c) “A” salva la vida de “B” sin pretenderlo cuando penetra en la morada de éste para invadir su intimidad y apropiarse de su dinero y sus objetos valiosos, porque al abrir la puerta facilita que se desvanezca el gas acumulado en el interior de aquella a causa de un escape inadvertido; d) “A”, funcionario de policía, detiene a “B” por motivos personales sin saber que hay una mandato judicial de detención contra el citado “B”…

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En todos los supuestos “A” quiere cometer un delito, pero, sin pretenderlo, salva una vida o cumple con su deber. La cuestión estriba en que en todos ellos “A” desconocía que un bien jurídico estuviera en peligro o que estaba obligado a hacer lo que hizo. Con lo cual resulta que ignoraba la existencia de los presupuestos esenciales de los números 4, 5 y 7 del art. 20, y no obraba para defenderse ni para salvar un bien ni para cumplir con su deber. Mas, puesto que ha salvado un bien valioso o cumplido con su deber ¿le es aplicable la correspondiente causa de exención, teniendo en cuenta que como no ha procedido con ánimo de defender o poner a salvo un bien ni de cumplir con su deber, se echa en falta el elemento subjetivo de justificación? c) Si se estima necesaria la presencia de un elemento subjetivo de justificación en la legítima defensa, en el estado de necesidad y en el cumplimiento de un deber, cuando falta, caben varias soluciones propuestas por la doctrina, particularmente en lo que hace a la legítima defensa: calificar como tentativa inidónea el hecho, sea por entender que el resultado está justificado y pervive sólo el desvalor de acción, sea porque se considera de imposible realización el tipo objetivo, o a apreciar la eximente incompleta de legítima defensa o una atenuante por analogía (art. 21.1 y 7). A nuestro juicio, y no sólo por considerar innecesarias las categorías desvalor de resultado-desvalor de acción, tipo objetivo-tipo-subjetivo, la segunda propuesta es más compartible que la primera, aunque no es satisfactoria al cien por cien. De entrada, a partir del art. 16, hablar de tentativa cuando se ha matado a una persona a la que se quería matar y se ha actuado de forma idónea para lograrlo es cuanto menos paradójico, pues no puede afirmarse con sindéresis que el sujeto “A” haya practicado todos los actos que objetivamente deberían producir el resultado y que éste no se ha producido por causas independientes de la voluntad del autor. “A” ha hecho lo que quería hacer, convencido de estar cometiendo un delito e ignorando que estaba actuando de forma jurídicamente correcta. Una eximente incompleta de legítima defensa, de estado de necesidad o de cumplimiento de un deber no deja de tener sentido, pues en el supuesto a) hay agresión ilegítima no provocada y racionalidad del medio empleado para impedirla o repelerla, sólo que “A” no actúa para defenderse o defender a su esposa de un ataque que desconoce; en b) y en c) hay dos personas en riesgo de morir a las que “A” salva sin pretenderlo; y en d) A cumple el mandato judicial del que no tiene noticia. Esto es, en los cuatro supuestos “A” lleva a cabo un comportamiento autorizado cuando cree estar delinquiendo, o lo que es lo mismo, en todos los casos falta, como dijimos, el elemento subjetivo que se estima necesario para la aplicación de la eximente. ¿Puede entonces afirmarse que en las cuatro hipótesis antedichas el sujeto “A” no ha incurrido en responsabilidad penal porque, pese a no saberlo, le amparaba una causa de justificación que vaciaba de ilicitud las cuatro acciones? “A” quería matar, allanar el domicilio y detener de manera ilegal; y mató, allanó y detuvo.

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Realizó, por tanto, conductas penadas por la ley, pero ¿estaba autorizado a proceder como lo hizo? ¿Lo estaba al menos parcialmente? Creemos que tal autorización existe pero no le alcanza al faltar el reiterado elemento subjetivo y que es dudosa la apreciación de una eximente incompleta por la carencia de un elemento esencial, como es el de actuar para defender, para salvar un bien o para cumplir un deber. Así las cosas, quizás no sea mala idea cambiar de perspectiva y repreguntarnos si en lugar de ante una precaria justificación no estaremos ante un delito putativo o imaginario, ante un error inverso, que se produce cuando alguien realiza un hecho creyéndolo erróneamente merecedor de pena. Como es obvio, cuando tal cosa acontece ese alguien no puede ser castigado, toda vez que lo impide el principio de legalidad: si su conducta no está penada por la ley no es relevante para el Derecho penal y no es acreedora de pena alguna. Dicho esto ¿hay un hecho punible cuando concurre una causa de justificación aunque el sujeto lo ignore? ¿Se le puede exigir a éste responsabilidad criminal por haber realizado una acción típica con intención de delinquir, pero que ha resultado una acción salvadora para un bien jurídico valioso y estaba jurídicamente autorizada? Cuando un inimputable que no es consciente de serlo comete un hecho delictivo ¿incurre en responsabilidad criminal? ¿Estamos, en suma, ante un delito putativo, ante un delito inexistente? Antes de armar una respuesta convincente es muy oportuno recordar que Derecho y Moral discurren por planos diferentes y paralelos; que el Derecho se ocupa de ordenar la convivencia y, en consecuencia, sólo de hechos, de hechos que obstaculizan aquélla por cuanto suponen ataques a bienes jurídicos valiosos, y no de las intenciones, los deseos, los motivos, etc. Y castigar a “A” porque no buscaba defender a su esposa o a sí mismo, o para salvar a “B”, etc., ¿no es un modo de penar las intenciones, que denota cierta confusión entre Derecho y Moral? Por otro lado ¿los resultados de los comportamientos de “A” son socialmente provechosos? Porque a la postre, en el mundo del Derecho cuenta lo que favorece y es bueno para la coexistencia, y en el del Derecho penal, lo que atañe a los bienes jurídicos tutelados. Y sucede que en todos los casos “A” ha salvado un bien de un peligro real o ha cumplido un mandato legítimo. Como es archisabido, la responsabilidad criminal se genera cuando una persona mayor de edad y plenamente imputable comete una acción o una omisión penadas por la ley, con dolo o imprudencia, sin el abrigo de una causa de exclusión de la responsabilidad. En los casos reiterados “A” es imputable, mayor de edad, quiere realizar acciones penadas por la ley de forma dolosa, pero su conducta está amparada por una causa de justificación ¿Es esencial para esa persona conocer la existencia de esta última? Para apreciar la exención prevenida en los números 4, 5 ó 7 del art. 20, desde luego. ¿Para que la responsabilidad quede descartada? Es más dudoso.

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Si hemos enfocado correctamente el problema, nos encontramos ante esta disyuntiva: condenar a “A” o absolverle, y nos parece más razonable lo segundo, pues por más que lo ignorara se condujo conforme a Derecho, fueran cuales fueran sus intenciones, y porque creemos en el carácter fragmentario y subsidiario del Derecho penal y que éste discurre por vías distintas que la Moral. Ciertamente, esta solución no concuerda con la seguida por buena parte de la doctrina y la jurisprudencia (vid. Lección 31), pero la encontramos más acorde con los planteamientos aquí defendidos, y no vemos un obstáculo insalvable en la redacción de los números 4 (obrar en defensa…), 5 (en estado de necesidad) y 7 (obrar en cumplimiento de un deber), pues en los tres la preposición “en” no indica por fuerza una imprescindible voluntad defensiva o salvadora de un bien, ya que también es indicativa del contexto en que ocurre algo, como la situación de peligro para un bien jurídico.

Lección 28

Límites de la ley penal en relación a las personas 1. INTRODUCCIÓN Todos los ciudadanos somos iguales ante la ley (art. 14 CE), y por ende estamos sometidos por igual a las leyes penales. No obstante, ciertas personas, por razón del cargo que ocupan o de la función que desempeñan, reciben un trato diferente, reconocido por la propia Constitución, concretado en las llamadas inviolabilidades e inmunidades.

2. INVIOLABILIDADES Y EXENCIONES Las inviolabilidades, junto a las inmunidades, las exenciones y los fueros, constituyen los llamados límites personales a la ley penal. En nuestro ordenamiento alcanzan a diversas personas en razón del cargo que desempeñan, desde los parlamentarios, hasta al jefe del Estado, pasando por magistrados del TC, Defensor del pueblo y sus Adjuntos, personal diplomático extranjero, y una interminable lista de otros funcionarios de diversa naturaleza, especialmente los integrantes del poder judicial. Se trata de un conjunto de prerrogativas, privilegios o garantías que presentan una multitud de problemas ya desde sus orígenes, y no solo en el ámbito del Derecho penal, sino también, de un modo directo, afectan al Derecho constitucional y al Derecho procesal. De ahí que en esta materia se discute casi todo, desde los conceptos, fundamento, naturaleza, ámbito, límites, hasta su misma necesidad en los sistemas democráticos actuales. Es inviolable la persona a la que no se le puede exigir responsabilidad criminal, por todos o por algunos delitos. De acuerdo con la CE y el resto del ordenamiento positivo español: – es inviolable la persona del Rey (art. 56.3), siendo responsables de los actos del mismo quienes los refrenden: el Presidente del Gobierno o los Ministros (arts. 64.1 y 2 CE); – son inviolables los diputados y senadores por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones (art. 71.1 CE), sin que se les pueda exigir responsabilidad por ellas tras cesar en sus cargos; – los magistrados del TC por las opiniones que emitan en el ejercicio de sus funciones (art. 22 LOTC);

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– el Defensor del Pueblo y sus adjuntos gozan asimismo de inviolabilidad por las opiniones vertidas y los actos realizados en el ejercicio de sus competencias (art. 6 LODP). A diferencia de lo sucedido en relación a la inmunidad, existe un alto grado de acuerdo en elogiar el correcto y preciso desarrollo que el TC ha llevado a cabo de la inviolabilidad, coincidiendo a la vez con la doctrina constitucional mayoritaria, tanto española como extranjera. No obstante ha de advertirse que sus pronunciamientos se proyectan básicamente sobre la llamada inviolabilidad parlamentaria, habida cuenta del escaso número de casos habido en los otros tres grupos. El concepto, contenido y naturaleza de la inviolabilidad parlamentaria nos puede servir de guía para el entendimiento de las otras tres clases de inviolabilidades existentes en Derecho español. Se configura como un privilegio de naturaleza sustantiva, que en modo alguno puede concebirse como un privilegio personal o un derecho personal, sino que se conceden “como derechos reflejados de los que goza el parlamentario en su condición de miembro de la Cámara legislativa y que sólo se justifican en cuanto son condiciones de posibilidad del funcionamiento eficaz y libre de la institución” (STC 9/1990 de 18 enero). En suma, se vienen configurando como privilegios o prerrogativas funcionales (ATC 147/1982 de 22 abril) adscritas a una finalidad objetiva. De suerte que, como categóricamente señala el ATC 526/1986 de 18 de junio, “no es un privilegio personal que transforme los desayunos del Ritz en actos parlamentarios, sino solo un reflejo del que goza como miembro de la institución”. De lo que naturalmente se infiere que no son disponibles, esto es, que el parlamentario no puede renunciar a estas garantías. De otra parte, la justificación o fundamento último se halla íntimamente ligado a su finalidad. En efecto, puesto que se afirma que el interés a cuyo servicio se encuentra establecida la inviolabilidad es la libre discusión y decisión parlamentaria, garantizando la “freedom for speech” genéricamente reconocida en los diferentes sistemas constitucionales. Desde esta perspectiva “se orienta a la preservación de un ámbito cualificado de libertad en la crítica y en la decisión sin el cual el ejercicio de las funciones parlamentarias podría resultar mediatizado y frustrado, por ello el proceso de libre formación de voluntad del órgano”. De ahí que esta garantía posea un carácter perpetuo, cubriendo al parlamentario incluso una vez cesado su mandato. La inviolabilidad de los parlamentarios en sus orígenes (el “Bill of Rigths” británico, en especial) se estableció para protegerlos de previsibles intentos de los monarcas por acallarlos. En la actualidad, la inviolabilidad tiene un objetivo claro: proteger la función legislativa, eliminar interferencias de los otros poderes en las tareas de los miembros de las cámaras y permitir que éstos puedan expresarse con absoluta libertad).

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En definitiva, y como parece claro, la inviolabilidad se justificaría por la necesidad de impedir la intromisión de los otros poderes públicos o de intereses particulares, en el transcurso del procedimiento de formación de voluntad del poder legislativo, así como de su exteriorización mediante la opinión y el voto, permitiendo una absoluta libertad de expresión, crítica, discusión y decisión, exclusivamente sometida al control de constitucionalidad y a la potestad disciplinaria de las propias Cámaras. A nuestro entender, la inviolabilidad trata de garantizar la independencia del poder legislativo, y a la vez expresa la supremacía o preponderancia del parlamento como depositario de la soberanía popular y como poder legítimo, fundamental y cuasi exclusivo en la creación del Derecho Como es sabido, la inviolabilidad parlamentaria encuentra asiento expreso en el artículo 71,1º de la CE, al señalar: “Los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones”. Junto a este precepto, y al margen de lo dispuesto por los diferentes Estatutos de Autonomía para los miembros de sus respectivas Asambleas legislativas, debe hacerse mención al artículo 10 del Reglamento del Congreso de los Diputados, que dispone: “Los Diputados gozarán de inviolabilidad, aún después de haber cesado su mandato, por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones”. Por su parte, el artículo 21 del Reglamento del Senado dice: “Los Senadores gozarán, aun después de haber cesado en su mandato, de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en actos parlamentarios y por los votos emitidos en el ejercicio de su cargo”.

Más controvertida es la inviolabilidad del Rey, puesto que posee una naturaleza absoluta. En efecto, puesto que el art. 56,3 CE proclama rotundamente que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Sin duda podría tratar de justificarse esta extensión de inviolabilidad a todos los actos públicos del Monarca, esto es, a todos aquéllos realizados en el ejercicio de sus funciones como Jefe del Estado. A esta explicación contribuye lo dispuesto en el art. 64 CE: “los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes”, y a continuación advierte que “de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”. Este régimen jurídico excepcional se correspondería con el entendimiento constitucional de sus funciones, meramente representativas o institucionales, y nunca decisorias. De ahí que respondan los que las refrendan, esto es, las que materialmente las adoptan. Pero más discutible es que la inviolabilidad sea absoluta hasta alcanzar y cubrir sus actos privados. Su fundamento ha querido verse en la necesidad de preservar al Rey de interferencias en su labor institucional y blindarlo como árbitro supremo de los poderes del Estado. La inviolabilidad de los Magistrados del TC (art. 22 LOTC) abarca exclusivamente “las opiniones” expresadas en el ejercicio de sus funciones, lo que debe entenderse que les excluye de poder ser enjuiciados criminalmente por el contenido de sus resoluciones. Este régimen traería causa de sus altas funciones constitu-

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cionales, como supremo intérprete de la ley fundamental, y consecuentemente con funciones de legislador negativo. Volvemos a recordar aquí la bochornosa y cuasi delictiva STS de 23 de enero de 2004.

Por último, el art. 6 de la LODP contiene otra inviolabilidad acotada a los actos realizados en el ejercicio de funciones públicas. Así, el Defensor del Pueblo y sus Adjuntos no responderán penalmente por el contenido de sus informes. Una característica importante de la inviolabilidad es impedir que pueda exigirse responsabilidad penal al que ha disfrutado de ella, tras cesar en su cargo. Otra, que al otorgarse por razón de la función, se confiere sólo a quien la ejerce, por lo que poseen una naturaleza de causa personal de exclusión de la pena, que no alcanza a los eventuales cómplices de la persona que goza de la misma. Procesalmente deben operar ad limine lo que conlleva que comprobada su existencia, debe inmediatamente cerrarse el procedimiento. Esta es una diferencia fundamental con las causas de justificación o permisos fuertes, que sí deben debatirse en el juicio. Más próximas a las inviolabilidades están las exenciones reconocidas genéricamente en el art. 21.2 LOPJ e integradas por las Convenciones de Viena de 1961 y 1963, merced a las cuales no puede exigirse responsabilidad criminal a los Jefes de Estado extranjeros, ni a los funcionarios diplomáticos extranjeros ni a sus familias.

3. INMUNIDADES La inmunidad de los parlamentarios está declarada en el art. 71.2 CE —a ella se refieren los arts. 13 del Reglamento del Congreso y 22 del Reglamento del Senado— y consiste en que durante su mandato, los diputados y los senadores sólo pueden ser detenidos en caso de delito flagrante y no pueden ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva (conocida como suplicatorio). También la inmunidad se establece para proteger la actividad parlamentaria, evitando que el proceso penal se instrumentalice con el fin de apartar o intimidar a los parlamentarios del ejercicio de sus funciones, o de perseguirlos por su ideología. Ahora bien, la inmunidad está concebida con tal amplitud que puede producir consecuencias indeseables (como impedir que un parlamentario sea procesado por un delito grave, por completo ajeno a su actuación como senador o diputado; que se empleen raseros diferentes con los miembros del partido mayoritario y con los de los partidos minoritarios). Para salvarlas, el TC ha subrayado

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que la inmunidad tiene por objeto tutelar el funcionamiento de las Cámaras frente al posible uso del proceso penal en su contra y no para la protección de los parlamentarios. Y en consecuencia, ha añadido que las Cámaras deben conceder la autorización para proceder contra uno de sus miembros, salvo que se aprecie en la acusación un intento de alterar el funcionamiento o la composición de aquéllas (SSTC 9/1985 y 9/1990). La STC 206/1992, estimó el recurso de amparo interpuesto por el Presidente del Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria y el Consejo de Gobierno de la Comunidad contra el Acuerdo del Pleno del Senado por el que se deniega la autorización para decretar el procesamiento de un Senador, en virtud de querellas presentadas por los recurrentes por presuntos delitos de injurias graves. Según el TC, se ha vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva de los recurrentes por la insuficiente motivación del Acuerdo que deniega el suplicatorio.

A propósito de la inmunidad de los parlamentarios autonómicos vid. la STC 36/1981. Pese a alguna resolución del TS (auto de 28 de septiembre de 1989) a favor de considerar que si se deniega la autorización de la Cámara correspondiente procede el sobreseimiento libre y ya no es posible reabrir el proceso cuando el parlamentario concluye su mandato, parece más conforme con el sentido de la inmunidad, tal como la concibe el TC, entender que luego del cese, aquél si puede ser procesado. De hecho, en el texto del art. 71.2 CE se limita la duración de la inmunidad: “durante el periodo de su mandato”, se dice. De una inmunidad limitada a la prohibición de que sean detenidos, salvo caso de delito flagrante, disfrutan los parlamentarios autonómicos (así se lo reconoce el art. 500 CP y muchos de los Estatutos de Autonomía), el Defensor del Pueblo y sus adjuntos (art. 6 LODP) y los jueces y magistrados (art. 398 LOPJ). Distintos de las inmunidades son los fueros especiales, en virtud de los cuales la eventual responsabilidad criminal de quienes ocupan determinados cargos se exige ante el TS o ante los Tribunales Superiores de Justicia de la correspondiente Comunidad Autónoma. Es el caso del Presidente del Gobierno, de los Ministros (art. 102 CE), de Diputados, Senadores y de Diputados autonómicos y de los miembros de los Gobiernos autonómicos.

Lección 29

Ausencia del tipo de acción y caso fortuito 1. ACCIONES IRRELEVANTES PARA EL DERECHO PENAL Como ya se ha explicado, el primer dato a considerar entre los presupuestos de la responsabilidad criminal es la pertenencia a un tipo de acción. Es el punto de partida para establecer si podemos decir que existe una acción, y en segundo lugar, decidir si estamos ante una acción de la clase de acciones definidas en la norma correspondiente (v.gr. matar, lesionar, violar, robar, estafar…). Al tipo de acción pertenecen todos los presupuestos de la acción que cumplan una función definitoria de la clase de acción de que se trate. El tipo de acción fija las características que el comportamiento ha de poseer para ser relevante para el Derecho penal, esto es, describe en la Ley la conducta con los requisitos necesarios para merecer la sanción penal. Estos requisitos o características que el legislador describe en la norma, y que son necesarios para que la conducta sea relevante, pueden responder a múltiples razones. Unas veces será la forma de ataque (empleo de violencia o intimidación), otras la intensidad de la lesión (la cuantía del daño causado o del beneficio económico obtenido) o del grado de peligro para el bien jurídico (riesgo para la seguridad de las personas), otras el sujeto que realice la conducta (ser autoridad o funcionario), otras las condiciones de la víctima (ser menor o incapaz), o incluso la finalidad perseguida (ánimo de injuriar); la necesidad de probar una relación causal entre conducta y resultado; etc.

Debemos recordar el significado de tipo de acción (tipicidad): es el conjunto de características, requisitos o elementos que la norma penal precisa para que una conducta sea relevante para el Derecho penal. De suerte que si la conducta realizada no reúne todas y cada una de las características, requisitos y elementos exigidos en la norma penal, no será relevante, se calificará en consecuencia de atípica, y, por tanto, no será delito. La idea de tipicidad es la traducción dogmática (o técnico-jurídica) del principio de legalidad criminal. Recordemos que, por ejemplo, no será típica la conducta de prevaricar si la realiza un particular, pues la norma exige que se lleve a cabo por una autoridad o funcionario. Tampoco será típica la venta de pornografía o el exhibicionismo sexual si se realiza ante mayores, pues la ley sólo castiga su práctica ante menores o incapaces. De igual forma, no será típica la conducta de acusación y denuncia falsa si ésta no se produce ante funcionario competente para perseguir delitos. No habrá homicidio si la muerte se ocasiona a un animal. No existirá delito de allanamiento de morada si el morador permite la entrada, pues la norma requiere entrar contra la voluntad del titular del domicilio. Tampoco existirá delito de injuria si la crítica a una persona se realiza sin ánimo de atentar a su honor. Y no habrá delito fiscal si se defrauda menos de ciento veinte mil euros, porque el correspondiente precepto penal precisa que se supere dicha cantidad.

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Por tanto, no será relevante (típica) una acción, si falta cualquier requisito expreso o tácito exigido en el correspondiente tipo de acción: cualquier característica de la acción, del sujeto activo o pasivo, de la relación de causalidad, de elementos subjetivos, etc. y naturalmente de la pretensión de ofensividad, esto es, si la acción no comporta la lesión o puesta en peligro exigida en el tipo de acción. Entonces hablaremos de “ausencia del tipo de acción”, y la conducta al no ser relevante (típica) tampoco puede ser constitutiva de delito. En todo caso, todos ellos han de diferenciarse de los supuestos en que concurre una causa de exclusión de la ilicitud (antijuridicidad formal), en donde la conducta (acción) si es jurídicamente relevante pero concurren circunstancias materiales de justificación o de excusa de la conducta, que excluyen la llamada pretensión de ilicitud. En consecuencia, hay que diferenciar los casos de “ausencia de tipo de acción” en los que se excluye la relevancia de la conducta; y los casos de acciones relevantes (típicas) que al estar justificadas o excusadas excluyen la pretensión de ilicitud. En sistemáticas tradicionales los casos de ausencia de tipo de acción, reciben generalmente el nombre de “causas de atipicidad”, o “causas de exclusión del tipo indiciario”; mientras que en otras concepciones se abraza la denominada “teoría de los elementos negativos del tipo”.

A continuación examinamos una serie de casos de ausencia de tipo de acción, ligados a la falta de intencionalidad objetiva (voluntariedad) de la misma o a supuestos de comportamientos de animales (no humanos).

2. FUERZA IRRESISTIBLE, INCONSCIENCIA Y MOVIMIENTOS REFLEJOS Como ya se advirtió, no existe conducta humana reprochable si ésta no es expresión de la voluntad del sujeto y, además, está exteriorizada. Por tanto, si falta alguna de estas dos características no existirá una conducta humana relevante para el Derecho penal, y diremos que no existe conducta a los efectos del Derecho penal. Es decir, que los movimientos corporales examinados no son un comportamiento humano voluntario, y, por tanto, son atípicos. Dejamos al margen ahora, pues ya fueron abordados, los comportamientos no humanos (animales o naturales) que nunca pueden ser considerados acciones humanas. Nos centramos pues, en los más problemáticos relativos a acciones humanas sin intencionalidad objetiva o voluntariedad. En la actualidad existe un interesante debate acerca de las ideas de voluntariedad, libertad, culpabilidad, imputabilidad y peligrosidad, analizadas desde los avances logrados por la neurociencia. Sin embargo, aunque el debate esté siendo fructífero, estas investigaciones no han provocado hasta el momento un cambio de paradigma de estas categorías jurídicas.

Los supuestos clásicos de ausencia de comportamiento por falta de voluntariedad, se refieren a casos de fuerza irresistible, inconsciencia y actos reflejos.

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La fuerza irresistible determina la ausencia de comportamiento voluntario, por cuan una tercera persona violenta al sujeto, mediante el empleo de una fuerza física irresistible (vis física absoluta). Pero para excluir el comportamiento del sujeto es necesaria una determinada cantidad de fuerza del tercero. Por ello, la jurisprudencia mayoritaria requiere que la fuerza del tercero suprima o anule la voluntad, u obligue a delinquir al sujeto que realiza la conducta. En estos casos, autor será el tercero que practica la fuerza (supuestos llamados de autoría mediata). Ejemplos: 1. Pedro empuja fuertemente a Juan, que al caer aplasta a un bebé causándole la muerte. 2. Conductor de tranvía que al circular por una calle en pendiente, sufre un corte de fluido eléctrico, que le impide controlar el tranvía, arrollando a varios peatones y vehículos. 3. Jacinto y David sujetan e impiden por la fuerza que Pablo socorra a su hermano que se está ahogando. 4. Andrés conduce a la fuerza la mano de Paula para que estampe su firma en un documento.

La fuerza irresistible ha de diferenciarse de la llamada intimidación moral, que no incide sobre el cuerpo sino sobre la mente (proceso de motivación), por lo que no excluye la conducta, que es voluntaria, sino la libertad de decisión. Por tanto, si existirá conducta, pero no la posibilidad de reprochar, exigir o imputar esa conducta. De modo que la intimidación o amenaza deberá ser considerada, en su caso, conforme al tratamiento de las eximentes, (por ejemplo, conforme a la de miedo insuperable del art. 20,6º CP). La inconsciencia también determina la ausencia de comportamiento voluntario. Los supuestos característicos son el hipnotismo, el sueño (sonambulismo) y la embriaguez letárgica. Ahora bien, para excluir la conducta ha de faltar por completo la voluntad, pues de otro modo, si existe voluntad aunque sea disminuida, existiría una conducta que dará lugar a responsabilidad penal generalmente a través de la imprudencia (falta de intencionalidad). Recientemente se ha cuestionado esta tesis de la ausencia de voluntariedad de la acción en supuestos de sonambulismo e hipnosis, pues aunque inconsciente, el sonámbulo o el hipnotizado actúa (pasea, abre la puerta, enciende la luz, bebe, se apodera o daña cosas ajenas…). En la jurisprudencia norteamericana se cita un caso concurrente aunque no idéntico: si un conductor se duerme, desde el momento que está dormido generalmente deja de conducir. VIVES ANTÓN propone reconducir estas hipótesis al trastorno mental transitorio, ante la dudosa exclusión de la acción, y desde la básica distinción entre acción y responsabilidad (una cosa es realizar la acción de matar y otra ser responsable penalmente de ella).

Y la tercera causa de ausencia de conducta voluntaria, se encuentra en los llamados actos o movimientos reflejos, en los que no existe voluntad puesto que el comportamiento se realiza sin intervención de la conciencia, y que responde a un estímulo fisiológico-corporal, mediante el cual pasa de un centro sensorial a un centro motor que desencadena el movimiento. Por su importancia merecen ser destacados los casos de “paralización momentánea” a causa de una impresión

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física (v.gr., deslumbramiento) o psíquica. En estos casos se habla de movimientos reflejos con transformación subcortical (inconsciente). Generalmente se citan, por ejemplo, ciertos ataques convulsivos que pueden causar daños. No se consideran actos reflejos las llamadas “reacciones primarias”, entre las que se encuentran los actos en corto circuito y las reacciones explosivas. Aquí ha de incluirse el llamado actuar impulsivo, porque en el mismo también existe un proceso anímico. En estos supuestos, por tanto, si existe un comportamiento voluntario, si bien podrán tenerse tomarse en consideración otras causas de atenuación o exención de la pena que estudiaremos más adelante, fundamentalmente en el seno de la culpabilidad (imputación subjetiva). Parecida ha de ser la solución para los mecanismos profundos hipobúlicos e hiponoicos dentro del ámbito de la histeria.

3. EL CASO FORTUITO El caso fortuito se define como la producción de un resultado lesivo por mero accidente, sin dolo ni imprudencia. De acuerdo con esta definición, el Código Penal de 1995 no contiene una regulación expresa del mismo. Y no la contiene porque no es necesaria, ya que se deduce directamente del art. 5, cuando afirma que “no hay pena sin dolo o imprudencia”; y también del art. 10, que al definir el delito requiere que exista dolo o imprudencia. De suerte que si alguien causa un resultado sin dolo y sin imprudencia, no puede haber responsabilidad penal, porque no hay ni intención ni infracción del deber de cuidado, por lo que es imposible imputar o atribuir el hecho al sujeto. Se configura así como un supuesto peculiar de ausencia de ilicitud, ya que el autor no infringe el contenido directivo de la norma. Los requisitos exigidos por la jurisprudencia son los siguientes: a) objetivo, consistente en la producción de un hecho por mero accidente; b) subjetivo, no ha de haber ni dolo ni imprudencia; y c) imprevisibilidad, pues el evento no hubiera podido preverse por cualquier persona con capacidad psíquica normal (STS 1608-1998). El concepto de fortuito según la jurisprudencia es todo aquello que no puede preverse (STS 06-10-1984, 16-7-1998), y en consecuencia ni se realiza intencionadamente, ni tampoco se infringe el deber de cuidado, puesto que no existe previsibilidad del resultado (STS 24-02-1986). Así, por ejemplo, furgón destinado a la recogida de basuras, que circulando por una calle de pronunciada pendiente, pierde inesperadamente el líquido de frenos, y tras todos los intentos desesperados del conductor para detenerlo, aunque avisó a sus compañeros, finalmente colisionó contra un muro, causando la muerte de uno de ellos (STS 31-05-1982).

A destacar, que existen numerosos supuestos de caso fortuito vinculados precisamente a casos de error objetivamente inevitable, a los que haremos referencia en la siguiente Lección.

Lección 30

El error 1. ERROR: CONCEPTO Y CLASES El error es una falsa representación de la realidad o un desconocimiento de la misma por ausencia de su correcta representación. Así, a los efectos del Derecho penal se considera error tanto el juicio inexacto sobre un elemento esencial de la infracción, esto es, una falsa o equivocada representación o suposición del mismo; como también el desconocimiento de que concurre dicho elemento. Por ello se afirma que error e ignorancia son equivalentes. Igualmente se equivoca quien mantiene relaciones sexuales con una menor de edad porque cree que es mayor, como aquél que también mantiene relaciones con una menor y ni siquiera se representa que lo sea.

Así pues, el error ha de definirse como el conocimiento equivocado, y, por tanto, supone un conocimiento falso. Decimos que existe error cuando una persona actúa bajo una creencia que no se corresponde con la realidad. De modo que se realiza una conducta con un conocimiento inexacto o falso. Se distingue entre el error de tipo (o sobre el hecho) y el error sobre la prohibición (o sobre el conocimiento de la significación antijurídica del hecho). El error sobre el tipo supone el conocimiento equivocado acerca de cualquier requisito integrante del tipo de acción. Y en consecuencia excluye el dolo, pues entonces el sujeto no sabía o no pudo calcular exactamente las consecuencias de su acción, de modo que también existe una ausencia de compromiso con la acción (o con alguno de sus componentes). Por el contrario, el error sobre la prohibición consiste en un conocimiento equivocado acerca de la ilicitud de su conducta, que no excluye el dolo (la intención o compromiso con la acción), sino la exigencia de conocimiento de la significación antijurídica de la acción, es decir, que al actuar no sabe que lo que está haciendo está prohibido y en consecuencia anula la exigencia de conciencia de la ilicitud. El conocimiento de la significación antijurídica es un elemento autónomo respecto al dolo y se analizará dentro de otra pretensión de validez de la norma (en concreto de la pretensión de reproche o culpabilidad). Ahora bien, la distinción entre una y otra clase de error no es siempre ni sencilla ni pacífica. Porque el error puede recaer sobre diversas materias que poseen o puede tener un tratamiento distinto. Así, tradicionalmente se distingue si el error recae sobre elementos fácticos del tipo (error sobre la edad de la víctima o sobre el objeto, dispara sobre un muñeco pero alcanza a una persona); sobre términos normativos del tipo (error sobre la condición de autoridad o funcionario público; o sobre la disolución del anterior matrimonio en el delito de bigamia); sobre presupuestos fácticos de una causa de justificación (cree falsamente que está siendo o va a ser agredido); sobre la misma norma

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac de justificación (creencia falsa de obrar en ejercicio legítimo de un derecho); sobre los presupuestos fácticos de una excusa (error sobre la situación de necesidad); sobre las propias normas excusantes (error sobre el alcance del síndrome de abstinencia); el error sobre el consentimiento en los delitos sexuales (STS 03-05-2007).

El error, sus clases y efectos está regulado en el art. 14 del CP de 1995. Contiene tres apartados: en el primero se contiene el régimen del error sobre el tipo; en el segundo apartado el error sobre alguna circunstancia agravante; y en el tercero el error de prohibición.

2. ERROR SOBRE EL TIPO DE ACCIÓN (OBJETO DE LA VALORACIÓN). RÉGIMEN LEGAL El error como hemos advertido está regulado en el art. 14 del CP de 1995, que consta de tres apartados. En el primer apartado se disciplina el error que afecta a cualquier elemento integrante del hecho. A esta clase de error tradicionalmente se le llamó error de hecho, y en la actualidad suele denominarse como error sobre el tipo. En estos casos el autor cree equivocadamente que no concurren en su conducta alguno de los elementos del tipo de acción, cuando en verdad sí concurren. Pero a su vez el texto legal distingue dos grados de error con diferentes consecuencias jurídicas: invencible y vencible. En el primer caso, cuando el error se declara como invencible quedará exento de pena. Invencible será aquel error que el sujeto no pudo superar, es decir, que en las circunstancias concretas del supuesto resultó inevitable, en el sentido de que el Derecho no podía exigirle que tuviera un conocimiento exacto de la realidad. De forma diversa, cuando se estima que el error es vencible se castigará, en su caso, como imprudente, —es decir, si ese concreto delito tiene prevista la modalidad imprudente— y si no existe una figura imprudente, quedará impune. La calificación de error vencible sigue los mismos parámetros anteriormente expuestos; esto es, viene a determinar si en el caso concreto al autor le era exigible un mayor esfuerzo que hubiera evitado su representación equivocada de la realidad. Para determinar la existencia misma de error, y si éste es vencible o invencible, el juez ha de valorar, en cada caso, la clase de infracción a la que va referido el error, las condiciones psicológicas y culturales del sujeto, y la capacidad de conocimiento del agente. Respecto a su prueba, no basta simplemente alegarlo, sino que ha de quedar probado como el hecho mismo (v.gr. las SSTS de 23-12-1998, 4-10-2003, 16-2-2006, 26-6-2008, 21-2-2011, 12-5-2012). Existe error de tipo, por ejemplo, cuando el autor dispara sobre lo que cree que es un animal, cuando en realidad es un compañero de caza. O cuando alguien dispara, y yerra el tiro alcanzando a un paseante. Y en general, esta clase de error puede afectar

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a cualquier elemento descriptivo o normativo de los tipos penales, como puede ser un documento, la edad de la víctima, la propiedad de la cosa, la cuantía o valor de lo defraudado, la existencia de autorización administrativa, etc.

No obstante, existen errores irrelevantes y errores relevantes. Por ejemplo es un error irrelevante que el sujeto, al cometer el hecho, se equivoque acerca de la competencia territorial del juez que le ha de enjuiciar (error sobre el lugar donde se realiza). Sin embargo, sí lo es el error que afecta a la relevancia de la conducta o a su antijuridicidad, como sucede en casos de falsa representación del curso causal; error en el golpe (aberratio ictus); error in persona o error in objecto. El error en el golpe o aberratio ictus es consecuencia de una falta de acierto en la dirección del ataque, bien por falta de puntería o porque se interpone un tercero, siendo irrelevante la identidad en el bien jurídico. El error será relevante cuando el resultado corresponda a un tipo diferente del que perseguía el autor (SSTS 7-2-2002, 1-12-2006). El error in persona es diferente al anterior, pues aquí el sujeto activo queriendo matar a “A” se equivoca y mata a “B” (STS 10-04-2003, 18-2-2010). Suele ser irrelevante, pues el ordenamiento prohíbe matar a cualquier otra persona. En el apartado segundo del art. 14 CP se disciplina el error sobre una circunstancia o cualquier otro elemento de agravación de un delito. En estos supuestos, la existencia del error determina que no se aprecie la respectiva causa de agravación, pero naturalmente subsiste la imputación por la figura básica. Por ejemplo, el autor no sabía que la víctima fuese funcionario público; que el cuadro robado tuviese un alto valor histórico; que la víctima fuese menor de edad; que el agraviado era su pariente. No obstante, en las SSTS 3-12 y 28-6-2002, ha dicho que el error de prohibición sólo es aplicable cuando se desconoce la ilicitud penal de la conducta, pero no por desconocerse la aplicación a la misma de un precepto agravatorio de un tipo penal.

Hay que subrayar la coincidencia en muchos casos entre hipótesis de caso fortuito, error objetivamente inevitable (creencia razonable) y consentimiento presunto.

3. EL ERROR SOBRE LA ILICITUD O PROHIBICIÓN (ERROR SOBRE LA VALORACIÓN DEL OBJETO). LA CONCIENCIA DE LA ILICITUD DEL HECHO. RÉGIMEN LEGAL Después de comprobar que el sujeto es capaz de reproche, esto es, que es imputable, debe procederse a examinar la conciencia de la ilicitud, determinando si obró sabiendo que su conducta era contraria a las normas, o al menos actuó

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pudiendo conocer que lo era. El reverso de esta exigencia se encuentra en el error sobre la prohibición, donde se agrupan los supuestos en los que el sujeto realizó el hecho bajo un conocimiento equivocado acerca de su significado ilícito, es decir, pensó erróneamente que la conducta no era contraria a Derecho. Dentro de la conciencia de la ilicitud no basta con demostrar que el autor conocía el hecho y su significado social, sino que aquí se trata de mostrar que también conocía su ilicitud, su significado antijurídico, que en su conjunto era contrario a Derecho. Se identifica con el conocimiento de la significación antijurídica de la conducta, donde el agente debe representarse que su comportamiento está desvalorizado, es ilícito e infringe las normas. Ahora bien, no debe entenderse como exigencia de una interpretación de su significado jurídico, propia de los expertos juristas. Simplemente precisa lo que comúnmente se llama “valoración del autor en la esfera del profano”, que discurre paralela a la valoración legal, bastando con que se sepa que el hecho es contrario a la norma y se halla desaprobado por la misma. Lo que en el lenguaje coloquial formulamos como el elemental conocimiento entre lo que está bien y lo que está mal. La conciencia de la ilicitud requiere pues de una valoración global sobre la significación jurídica de la conducta, determinando en definitiva lo que está prohibido y lo que está permitido. La conciencia de la ilicitud admite tanto un conocimiento actual como un conocimiento potencial acerca del significado contrario a las normas de la conducta. Pero siempre de modo que pueda decirse que el sujeto actuó conociendo o pudiendo haber conocido la significación antijurídica de su comportamiento. Hay casos donde el autor ya sabe en el momento de la comisión que la acción está prohibida. Esto sucede generalmente en supuestos donde se actúa dolosamente. Sin embargo, existen otros supuestos donde en el instante de actuar el sujeto no se representa que lo hace de forma contraria a las normas; pero sin embargo si debía haberlo sabido, teniendo la obligación de conocerlo y en consecuencia resulta posible exigirle y reprochable su comportamiento. Esta estructura es más habitual en hipótesis de imprudencia, y especialmente en la llamada “culpa inconsciente o sin representación”. Ello no comporta tener que castigar como si lo hubiera sabido en el momento de actuar, lo que no sabía, aunque debiera haberlo sabido. Nos referimos a los conocidos supuestos de “ceguera jurídica” y otros análogos.

El régimen legal del error de prohibición, esto es, el reverso de la conciencia de la ilicitud, se encuentra regulado en el tercer apartado del artículo 14 del CP de 1995. En este precepto se contiene el error sobre la significación antijurídica de la conducta, ahora denominado error sobre la prohibición y tradicionalmente llamado error de Derecho. En esta clase de error el autor cree que su conducta es conforme a Derecho, cuando en realidad no lo es. Es decir, cree equivocadamente que su comportamiento no es delito, pero en verdad si lo es. En estos supuestos, a tenor de lo dispuesto en el artículo 14,3º del CP, si el error es invencible la conducta es impune y queda exonerado de responsabilidad penal. Pero si el error

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era vencible, entonces se impondrá la pena señalada en el delito correspondiente rebajada en uno o dos grados. De nuevo debe leerse vencible e invencible en términos de evitable e inevitable, en consideración a si era posible exigirle o no al sujeto que hubiera superado su falsa representación de la realidad. Ahora bien, recuérdese que el principio general descansa sobre la regla que la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento, por lo que la aplicación del error de prohibición posee un carácter excepcional (STS 20-3-2001) y la ignorancia siempre ha de ser probada por quien la alega (STS 14-9-2001). Se plantean ejemplos de posibles errores sobre la prohibición, tanto cuando el sujeto cree que la conducta que realiza no es delito, v.gr., tenencia de armas; contrabando; etc. (error directo); como también cuando el sujeto cree que su actuación está amparada en una causa de justificación, v.gr., legítima defensa putativa, o sea, cuando alguien cree que tiene derecho a defenderse, o está ejercitando un derecho o cumpliendo un cargo (error indirecto). Muy debatidos son los casos en donde el error recae en el presupuesto fáctico de una causa de justificación; por ejemplo, el sujeto cree erróneamente que va a ser agredido, cuando en realidad no es así, y entonces lesiona al hipotético agresor pensando equivocadamente que se está defendiendo. La solución a estos casos dependerá de la teoría que se acoja, distinguiéndose entre “teorías del dolo” y “teorías de la culpabilidad”. La frontera entre unas y otras radica en la distinta posición sistemática otorgada a la conciencia de la ilicitud. Así, las “teorías del dolo”, que entienden que la conciencia de la ilicitud pertenece al elemento intelectual del dolo, afirman consecuentemente que el error de prohibición incide sobre éste excluyéndolo (el dolo es concebido como dolus malus). Por el contrario, quienes sostienen que la conciencia de la ilicitud es un elemento autónomo de la culpabilidad y no perteneciente al dolo (el dolo es definido como dolo natural), cuando existe un error sobre la prohibición consideran lógicamente que el dolo queda intacto y sólo afecta a la culpabilidad. A su vez, dentro de las “teorías del dolo” se distingue la “teoría estricta” de la llamada “teoría limitada del dolo”. En la primera, si existe error sobre la prohibición no habrá dolo, si el error fue invencible, admitiendo solamente en su caso la imprudencia si el error fue vencible; de aquí que cobre sentido hablar de supuestos de “imprudencia jurídica”. Mientras que en la segunda teoría, en ciertos casos, como son los de “ceguera jurídica” u “hostilidad al Derecho”, aunque el conocimiento sobre la ilicitud no sea actual sino meramente potencial, se sostiene que han de castigarse a título doloso. Esta doctrina ha sido sometida a crítica, pues se sostiene en una excepcionalidad no razonada suficientemente. Algo parecido ocurre dentro de las “teorías de la culpabilidad”, que se dividen en la “teoría estricta” y en la “teoría moderada o limitada”. Teniendo en común que el error sobre la prohibición no excluye el dolo, sino en todo caso la culpabilidad, se apartan fundamentalmente en el tratamiento del error sobre los presupuestos fácticos de una causa de justificación. Así, para la primera teoría estos casos deben recibir idéntico tratamiento dentro de las reglas generales del error de prohibición. Por el contrario, la segunda teoría sostiene que deben resolverse dentro de las reglas del error de tipo. Pero junto a las razones alegadas en cada una de estas teorías, la solución al problema del tratamiento del error sobre el presupuesto fáctico de las causas de justificación, en el sentido de apreciar el error de tipo o el error sobre la prohibición, debe tomar en consideración también la distinción entre “el objeto de la valoración” y la “valoración del objeto”; examinar si esta clase de error afecta a la valoración jurídico-penal global del hecho;

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac evaluar las consideraciones materiales formuladas desde el principio de culpabilidad o desde una “perspectiva orientada a sus consecuencias”; confirmar si junto a las diferencias valorativas también concurren diferencias fácticas, entre un homicidio justificado y un homicidio cometido bajo un error sobre la existencia de la misma agresión.

El error invencible de prohibición puede apreciarse tanto cuando el autor no ha tenido la posibilidad de conocer la ilicitud, como también cuando no ha podido conocerla a pesar de haber empleado su capacidad para ello. En cualquier caso la jurisprudencia precisa que el sujeto haya tenido por lo menos una representación de la posibilidad de que su acción no era ilícita (ATS 23-06-1999). Requiere pues, una falsa representación de la antijuridicidad. Por ello se descarta su apreciación en los siguientes casos: el autor desconoce la concreta norma infringida pero sabe que la acción es ilícita; cuando piensa que está castigado con una pena más leve o distinta de la que imaginaba (multa en lugar de prisión); cuando actúa a pesar de tener dudas acerca de su licitud o ilicitud; cuando tiene la seguridad de estar obrando mal; cuando tiene conciencia de la probabilidad de que su comportamiento es incorrecto; si se tiene un conocimiento genérico de que lo que se hace está prohibido; cuando la infracción posee una ilicitud notoriamente evidente que todo el mundo sabe que está prohibida (SSTS 27-6-2000, 3-12-2002, 18-5-2004, 12-2 y 23-11-2006, 21-5-2012, 16-5-2013, 19.10.2016, 4.5.2017). Sobre este extremo es interesante recoger la distinción que efectúa la jurisprudencia entre “delitos naturales” y “delitos formales”. Los primeros sancionan conductas que lesionan normas éticas con sede en la conciencia de cada sujeto (acciones mala in se). Los segundos castigan comportamientos cuyo fundamento reside en muchas ocasiones en criterios de oportunidad jurídica, política o social (acciones mala quia prohibita). Pues bien, sólo sobre estos últimos, en opinión de la jurisprudencia, es posible apreciar un error sobre la prohibición (STS 10-12-1998). Curiosamente esta es una distinción muy común en la literatura jurídica anglosajona. Pueden verse casos de denegación por los especiales conocimientos profesionales del sujeto en abogados (STS 24-1-2000); policías en grabaciones telefónicas sin autorización judicial (STS 22-3-2001). En otros casos de profesionales, por ejemplo de médicos en delito de aborto, en ocasiones se aprecia error vencible (SSTS 3-1-2000; 19-7-2001).

Ahora bien, téngase presente que la conciencia de la antijuridicidad, que es el reverso del error sobre la ilicitud o prohibición, no requiere de un conocimiento técnico-jurídico sobre el hecho, sino que basta con un conocimiento vulgar o genérico. Es decir, no es necesario que el autor sepa exactamente qué tipo en concreto está realizando, siendo suficiente con que sepa, como profano, que lo que está haciendo es contrario al Derecho. Es decir, no es necesario que el sujeto conozca exactamente que está realizando un hurto o un robo, sino que basta con que conozca que nadie puede apropiarse de cosas ajenas. Así pues, en este supuesto nunca podría apreciarse un error sobre la prohibición. La apreciación del error ha de tener presentes las circunstancias del caso concreto, las condiciones culturales, psicológicas, y jurídicas del sujeto, así como

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las posibilidades de recibir instrucciones, asesoramiento y de acudir a medios que permitan conocer la trascendencia jurídica de los hechos (STS 23-06-1999). A partir de estas premisas debe determinarse si existió error, y en tal caso si fue “invencible” o “vencible”, conforme al esfuerzo exigible al autor para haber podido superar la equivocación en ese caso concreto, evitando a su vez el resultado lesivo. Por ello, el conocimiento de que se actúa ilícitamente pero no delictivamente constituye un mero error de subsunción irrelevante para enervar la responsabilidad penal (STS de 24-1-2000). Por ejemplo, no se apreció error de prohibición a un funcionario que alegaba que creía que actuaba conforme a Derecho, al interceptar las comunicaciones telefónicas de particulares sin autorización judicial (STS 26-9-2006). La carga de la prueba recae, a juicio de la jurisprudencia, en la parte que alega el error; luego quien lo aduce tiene que probarlo (SSTS 4-3-2010, 18-10-2012).

Lección 31

Legítima defensa 1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS La legítima defensa o defensa necesaria constituye una situación excepcional y específica de necesidad individual, en la que la salvaguarda del interés amenazado, requiere del sujeto amenazado o de su auxiliante, intervenir en la esfera de bienes tutelados del agresor. El presupuesto conceptual básico de la situación de defensa es el de la agresión ilegítima. Pero siendo la agresión ilegítima la que fundamenta la situación de defensa, no constituye su único requisito. Así, con independencia de su particular regulación, la mayoría de los sistemas legales occidentales actuales, condicionan su aplicación a otros requisitos igualmente imprescindibles: que la defensa requerida sea necesaria y proporcional para evitar la agresión; que el sujeto actúe con intención de repeler la agresión (elemento subjetivo de justificación); y que la situación de defensa no haya sido originada por la provocación suficiente del defensor (BALDÓ LAVILLA). En efecto, cuando hablamos de defensa es lógicamente inevitable presuponer un ataque: solo se defiende el que es atacado. Conceptualmente no hay defensa sin ataque previo. La noción de defensa siempre es reactiva: se desencadena como consecuencia de una acción antecedente y próxima. Por ello, íntimamente conectado a este presupuesto conceptual y lógico, aparece la exigencia de inminencia. Es decir, que existe un tiempo para defenderse, precisamente aquel lapso en el que se materializa la agresión; de forma que quedan excluidas las reacciones preventivas (anteriores al ataque y generadas en un pronóstico de futuro) y las demasiado tardías, posteriores a la consumación de la agresión, que comúnmente se denominan venganza o represalia. En ambos casos nunca hay defensa. Igualmente imprescindibles para la aplicación de la eximente son los requisitos de necesidad y proporcionalidad, aunque son diferentes. La necesidad considera la existencia de otros medios defensivos menos graves u onerosos. En cambio la proporcionalidad de la defensa apela a la ponderación de los intereses en conflicto, de una parte los del agresor, y de otra los del defensor. Así, al examinar la necesidad, puede ser suficiente para defenderse mostrar el arma, disparar al aire o incluso huir (el polémico deber de elusión de la agresión). En este contexto podemos encontrarnos con defensas absolutamente y con hipótesis complejas de concurrencia de múltiples medios de defensa alternativos. Cuando medimos la proporcionalidad debemos hacer un balance entre el daño ocasionado al agresor para repeler el ataque y la lesión probable que pudiera haber producido el mismo, de modo que el primero no resulte excesivo, esto es, desproporcionado. Esta

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exigencia nos recuerda que los derechos del agresor son también relevantes para el Derecho y no pueden ser totalmente desconsiderados. También en esta materia podemos encontrarnos con defensas absolutamente desproporcionadas. Sin duda esta es una de las cuestiones más polémicas y se resuelve de diferente modo conforme a las diversas tradiciones jurídicas. Una de ella afirma que ningún ciudadano tiene que retroceder ante una agresión ilegítima de otro y es por tanto la propia idea y supervivencia del Derecho la que consagra y requiere el uso de la fuerza para defenderse ante cualquier ataque a sus derechos, por pequeños que sean éstos. Por ejemplo, en un caso concreto, puede ser necesario el recurso a fuerza mortal para defenderse de un hurto, pues no existe otro medio de defensa, pero sin embargo jurídicamente podría considerarse desproporcionado, en la medida que es excesivo sacrificar la vida de una persona para evitar un menoscabo de la propiedad.

Las anteriores exigencias constituyen lo que generalmente se denominan requisitos objetivos de la legítima defensa. Junto a ellos todos los modelos occidentales añaden un elemento subjetivo: el sujeto que se defiende ha de conocer la agresión y actuar con intención de repelerla (vid. las SSTS 21-8-2002, 5-6-2007). El entendimiento de este elemento también deviene polémico, ya que algunos autores lo ensanchan hasta hacer depender de él la vigencia de los requisitos objetivos. Esta tendencia se conoce como subjetivación de la eximente, hasta el punto de borrar la diferencia entre legítima defensa real (el ataque es cierto) y legítima defensa putativa (el ataque es irreal, solo existe una creencia falsa o errónea). Son paradigmáticos los supuestos del que cree que obra en defensa propia porque está siendo atacado, cuando en realidad no existe agresión (defensa putativa, agresión irreal); y el que actúa maliciosamente matando a otro sin saber en ese momento que la víctima iba a atacarlo. La determinación de en qué casos y condiciones la creencia del sujeto que cree defenderse es razonable, es uno de los criterios empleados para solventar algunas de estas hipótesis (vid. las SSTS 15-4 y 13-10-2005).

Esta eximente ha tenido un origen y desarrollo diferente en los modelos anglosajones, en los germánicos y en los latinos; sus distintas denominaciones expresan estas particularidades culturales. En los primeros se denomina defensa propia, estando muy vinculada a la supremacía de la vida y restringida la defensa de otros bienes distintos, e incluso la defensa de terceros. En el Derecho alemán, fuertemente influido por la doctrina kantiana, se utiliza el término defensa necesaria y está abierta a la protección de otros derechos diferentes a la vida. Por su parte en la tradición de los sistemas latinos, se suele hablar de legítima defensa, conectándola a la idea de la autonomía individual y por consiguiente extendiendo su aplicación a derechos diferentes de la vida e integridad (FLETCHER). La actual eximente de legítima defensa tiene su origen en la antigua forma de defensa propia denominada se defendendo, que presentaba generalmente un régimen más próxi-

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mo a las excusas que a la justificación. Operaba solo cuando el sujeto, inmerso en una pelea, primero se retiraba haciendo todo lo posible para evitar el uso de la fuerza. Sólo entonces se tomaba en consideración y permitía eludir la pena de muerte por homicidio.

Sentado lo anterior, procede ahora determinar su fundamento y naturaleza. Aunque en principio toda acción relevante es por ello mismo ilícita, puede en ocasiones quedar excluida la ilicitud por la concurrencia de permisos o autorizaciones. En efecto, existen supuestos en los que la ilicitud queda excluida por la concurrencia de causas eximentes (leyes permisivas), que en unos casos conceden un derecho o permiso fuerte (causas de justificación), y en otros simplemente toleran la acción, otorgando un permiso débil (excusas). Pero entre ambas clases de permisos no existe una diferencia material u ontológica, puesto que el fundamento puede ser idéntico, sino que descansa en la idea misma de regulación de la libertad que compete al Derecho. Así, las causas de justificación o permisos fuertes determinan la ausencia de ilicitud (antijuridicidad formal o antinormatividad). Esto es, los casos en los que aunque se haya realizado una conducta típica, se permite o autoriza la lesión ocasionada, mediante la técnica de otorgar un derecho de actuar. Eso sí, siempre que haya discurrido conforme a los cauces y requisitos exigidos legalmente (ejercicio legítimo). Las causas de justificación (permisos fuertes) se hallan tasadas en nuestro ordenamiento jurídico y entre ellas se encuentra la legítima defensa, en el art. 20 CP, dentro de las llamadas eximentes de la responsabilidad criminal. Como ya hemos observado al analizar sus requisitos conceptuales, se discute si su fundamento radica en la exigencia de que el ordenamiento jurídico no puede tolerar agresiones ilícitas (prevalencia y supremacía del Derecho), mientras que otros lo sitúan en la necesidad de autoprotección, es decir, en el principio del derecho individual y de la supervivencia (STS 26-10-2005). En cuanto a sus consecuencias, la legítima defensa, en cuanto causa de justificación o permiso fuerte, posee un régimen diferente al de las simples excusas, en la medida en que las primeras, como vimos en la Lección 27, pueden considerarse como ejercicio de derechos. Por fin, la legítima defensa integra un sistema de causas de justificación, que como todo sistema puede presentar diversas cuestiones de coordinación y superposición. Es en este contexto donde surge la concurrencia o concurso entre causas de justificación y el denominado “efecto oclusivo” de las normas justificantes. El supuesto de agresión de un inimputable constituye uno de los casos más significativos de conflicto entre causas de inimputabilidad y de justificación (no falta quien lo planteas entre legítima defensa y estado de necesidad). Un ejemplo de posible efecto oclusivo lo podemos hallar entre las norma generales del estado de necesidad y las específicas reguladoras de la interrupción voluntaria del embarazo (llamadas por un sector de la doctrina causas específicas de justificación).

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En todo caso la legítima defensa en auxilio de terceros presenta dos cuestiones de interés. Por una parte, determinar si la facultad de salvaguarda de intereses ajenos es dependiente o autónoma, algo que será decisivo para resolver supuestos de ejercicio de la defensa por el tercero contra la voluntad del agredido. Y segundo, precisar en qué hipótesis el auxilio de terceros constituye una facultad disponible o por el contrario el acto de salvaguarda viene impuesto por el Derecho bajo responsabilidad penal por omisión.

2. REQUISITOS Y RÉGIMEN LEGAL La eximente de legítima defensa está regulada en el art. 20,4º del CP español de 1995. Si concurren todos los requisitos exigidos opera como una causa de justificación que exime totalmente de la responsabilidad penal. Pero también puede aplicarse como eximente incompleta, esto es, como una atenuante cualificada (art. 21,1º con relación al art. 68 CP), cuando falta alguno de los requisitos no esenciales requeridos en el precepto y entonces determina una atenuación cualificada de la pena (STS 5-10-2016). Se acepta tanto la legítima defensa propia como la de terceros. Es decir, que se puede alegar legítima defensa por el mismo sujeto agredido que se defiende de una agresión (defensa propia). Pero también se puede invocar legítima defensa en casos en que el defensor acude a defender a un tercero que está siendo agredido (defensa de terceros). Ahora bien, tanto si se trata de defensa propia como si se trata de defensa de un tercero, el art. 20,4º CP exige la concurrencia de tres requisitos esenciales para poder apreciar la eximente. Estos requisitos son los siguientes: a) agresión ilegítima; b) la necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión; y, c) la falta de provocación suficiente por parte del defensor. A continuación se analizan por separado. A) Según la jurisprudencia, la agresión ilegítima es un requisito esencial, tanto para la eximente completa como para la incompleta (SSTS 9-2-2006, 26-4-2010, 10-7-2012). Consiste en un ataque actual, inminente, real, directo, injusto, inmotivado e imprevisto. Ha de ser un ataque real que suponga un peligro real y objetivo con potencialidad de dañar un bien jurídico. En principio cualquier bien jurídico personal es susceptible de ser atacado y, por consiguiente, de ser defendido (vida, integridad, libertad sexual, libertad de movimientos, intimidad, honor, propiedad, domicilio, etc.). Se excluyen las actividades simplemente amenazadoras cuando no van acompañadas de la racional convicción de un peligro real e inmediato (STS 2610-2005). La agresión ha de proceder de un acto humano. Y ha de ser ilegítima, es decir, constituir un acto injustificado e injusto (así SSTS 29-12-1997; 29-1-1998; 104-2000; 17-10-2001; 23-2-2010; 10-7-2012, 6-3-2013, 11-11-2016).

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En caso de defensa de los bienes, existe agresión ilegítima cuando el agresor ha dado comienzo a un delito y los pone en peligro grave de deterioro o pérdida inminente (STS 14-11-1998). No existirá legítima defensa por falta del requisito comentado, en los siguientes supuestos: cuando se repele una vez que la agresión ya ha concluido (STS 1812-2001); en casos de riña mutuamente aceptada (SSTS 11-11-2002; 3-7-2006, 29-11-2012, 31-10-2013); por meros insultos o amenazas; ante petición de explicaciones, o imprecaciones verbales o de gestos equívocos sin peligro real (STS 295-2013); por la negativa a entregar algo; o incluso ante la negativa de retirar un vehículo aparcado. Muy complejas son las hipótesis de error acerca de la agresión (llamados legítima defensa putativa), a los que deben aplicarse las reglas del error (art. 14 CP), salvo cuando se trata de errores evidentes. Nos referimos a casos donde el sujeto cree erróneamente que alguien le va agredir, y entonces, creyendo que se está defendiendo dispara sobre el supuesto agresor (SSTS 16-5-2002, 184-2006). Es problemática la situación creada cuando alguien se encuentra en peligro real y grave a causa de un comportamiento quizás imprudente o antirreglamentario pero no realizado ni con ánimo ni con conciencia de agredir a nadie: un policía observa como por un tramo de acera desierta y muy estrecha circula a elevada velocidad un ciclista que lleva unos cascos puestos, con la mirada fija en el suelo, que le impiden oir, y como un niño sale del portal de su casa jugando con una pelota, y que el primero inevitablemente va a atropellar al crío a doblar la esquina; otro policía ve como un camión está haciendo marcha atrás y va a aplastar a un coche mal estacionado, al que el conductor no puede ver, en cuyo interior una persona está hablando por su teléfono móvil. Si el primer policía dispara contra el ciclista y evita el atropello, y el segundo, contra el conductor del camión ¿han obrado en legítima defensa?

B) La necesidad de la defensa es el segundo requisito esencial y ha de concurrir siempre, tanto para apreciar la eximente completa como incompleta (SSTS 2610-2005, 28-3-12, 8-5-2013). Para que pueda hablarse de defensa ha de existir previamente una agresión actual, que es justamente la que desata la necesidad de repelerla. Si no existe agresión actual, no hay situación de defensa. Nuevamente hay que recordar los casos de error, donde se produce una apreciación equivocada acerca de la existencia de un peligro inminente (defensa putativa). Para apreciar el error éste ha de ser plenamente racional y fundado (SSTS 10-12-2004, 1310.2005, 18-4-2006). En todo caso, requiere una valoración objetiva sobre la necesidad de defensa; esta valoración ha de efectuarse desde una perspectiva ex ante situándonos en la posición del que se defiende, que incluye el análisis de todas las circunstancias concurrentes (SSTS 17-09-1998; 24-09-2004, 16-12-2009, 6-3-2013). Para la jurisprudencia existe necesidad de defensa si, por ejemplo, se trata de dos agresores armados, aunque luego fueran armas de fogueo, al tiempo que gritaba que lo iban a matar. Y no existe necesidad de defensa, no apreciando la eximente, si el agredido

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac inicialmente, una vez desarmado el agresor, comienza o sigue golpeándole (SSTS 12-052004; 27-03-2006).

En todo caso, requiere una valoración desde módulos objetivos: paridad entre el bien atacado y el afectado por la reacción defensiva; la proporcionalidad del medio o instrumento utilizado, y el empleo o uso del mismo; el mayor o menor desvalimiento de la víctima; la perturbación anímica del que se defiende. También ha de tenerse en consideración la posibilidad de huir o retroceder y la existencia de alternativas defensivas menos gravosas (SSTS 09-12-1999; 23-01-1998; 3001-1998; 05-04-2002). En principio todos los bienes son defendibles, salvo que se trate de lesiones insignificantes. Ello incluye desde la vida e integridad, hasta el honor y otros derechos subjetivos (STS 26-10-2006). También aquí son de gran complejidad los casos de error sobre la existencia de un peligro inminente que justifique la reacción defensiva. Desde luego no puede apreciarse la eximente en casos de agresión ya finalizada o ya detenida por el agredido o por terceros. Estos supuestos, denominados casos de “exceso extensivo” de defensa pueden acogerse, muy excepcionalmente, a la eximente incompleta, y en otras ocasiones ser cubiertos por el error y por el miedo insuperable (SSTS 18-12-2003; 23-122004). Junto a la necesidad de la defensa, ha de exigirse la racionalidad o proporcionalidad del medio empleado para repelerla. Se trata de una difícil valoración que supone un criterio flexible de proporcionalidad, también efectuado desde una perspectiva ex ante, y considerando la situación en que se encuentra cada sujeto. Así, ha de evaluarse la existencia de otras alternativas de defensa menos gravosa; la paridad ha de efectuarse entre la entidad del ataque y de la defensa; la diferencia de edad y corpulencia; la semejanza objetiva de armas e instrumentos; el uso que se haga de los mismos; el estado anímico del que se defiende; posibilidad de dirigir el disparo a una zona corporal menos vulnerable (SSTS 27-03-2006, 1612-2009, 12-12-2011). Hay proporcionalidad entre el ataque con un palo de grandes dimensiones y con un clavo en la punta, empleado de forma letal, y el disparo con arma de fuego. No existe proporcionalidad objetiva, entre el ataque con un palo de billar partido por la mitad y el uso de una navaja de once centímetros.

La jurisprudencia siempre exige un ánimo de defensa, que constituye el elemento subjetivo de la causa de justificación (SSTS 23-01-1998; 17-10-2001; 1611-2002; 12-05-2004). Otro argumento para excluir la aplicación de la eximente es la existencia de un ánimo de venganza, o en casos de riñas mutuamente aceptadas (vid. las SSTS 10-12-2007, 31-10-2013).

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C) El tercer requisito es la falta de provocación suficiente del que se defiende: No se trata de valorar si la conducta del agresor es o no una provocación suficiente; sino si el que se defiende previamente había provocado la conducta del agresor con actos que determinaron necesariamente su ataque. Se entiende suficiente la provocación que a la mayor parte de las personas hubiera conducido a una reacción agresiva. También se suele distinguir también entre “provocación” y “dar motivo u ocasión, y generalmente se exige que la provocación sea dolosa” (SSTS 16-2-1998; 18-12-2001; 5-6-2002; 23-12-2004). No se apreció la legítima defensa en el caso de una riña entre dos grupos, pues no existió provocación suficiente si luego uno de los grupos atacó a uno sólo de los miembros del otro.

La jurisprudencia ha reiterado que la eximente, tanto completa como incompleta, ha de quedar tan probada como el hecho mismo y corresponde al acusado su acreditación (STS 22-2-2005).

3. CASOS PROBLEMÁTICOS A) A, con ánimo de matar, dispara su arma contra B, que extrae la suya para defenderse. A arrebata un niño a su madre y se escuda tras él. ¿Qué debe hacer B? ¿No disparar porque puede alcanzar al niño? ¿Disparar contra B aunque el niño pueda resultar herido? Consideraciones éticas al margen, nos parece que jurídicamente B está legitimado para disparar porque concurren todos los requisitos de la legítima defensa y no le es exigible que se deje matar. Ciertamente, deberá procurar que el niño no resulte herido pero tiene derecho a defenderse. Tal vez pueda pensarse que A actúa en legítima defensa frente a B, y caso de lesionar al niño en estado de necesidad de sacrificar un bien para salvar otro, toda vez que el niño no le ha agredido. Sería un conflicto entre bienes de igual valor, que sólo daría pie a una excusa. A nuestro juicio, la necesidad de salvar un bien, necesidad que siempre existe en los supuestos de legítima defensa, no debe prevalecer ante la existencia de una agresión ilegítima, no provocada como en el caso comentado, al menos en lo que hace a B. B) El siguiente no es otro que un replanteamiento del atentado contra la Torres Gemelas de Nueva York: unos terroristas secuestran un avión, en el que viajan, además de la tripulación, doscientos sesenta pasajeros, con el propósito de estrellarlo contra un gran rascacielos. Si lo consiguen, morirán todos los ocupantes del avión y varios miles de personas que se encuentran en el edificio. Para impedir el atentado sólo hay una solución: derribar el avión (causando la muerte de todos

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los que se hallan en su interior). Al presidente de los Estados Unidos es a quien corresponde tomar la decisión. ¿Debe ordenar que se lance un misil para abatir el avión? A bote pronto se nos ocurren varias respuestas: a) sí, porque así se salvarán más personas de las que de otro modo perecerán; b) no, porque no tiene derecho a ordenar el sacrificio de los viajeros y los tripulantes.; c) sí, porque él no ordena el lanzamiento de un misil para matar al pasaje, sino para salvar la vida de los ocupantes del rascacielos, a quien quiere eliminar es a los terroristas que controlan el avión; d) no, porque al matar a los terroristas también mata a los pasajeros. Y caben más. Pero planteemos el problema desde la perspectiva de nuestro CP. El presidente de los EEUU se encuentra ante un estado de necesidad o ante una agresión ilegítima de la que debe defender a los ciudadanos. En un primer momento cabría pensar en un estado de necesidad con unos bienes en conflicto, que debiera saldarse con el sacrificio del menor (las vidas de los ocupantes del avión), aunque no deja de ofrecer dudas que una vida sea más valiosa que otra. Con todo es razonable considerar que debe salvarse el mayor número de vidas posible. Ahora bien, estimamos que hablar de estado de necesidad no es el enfoque correcto. De nuevo nos hallamos ante una agresión ilegítima, no provocada y frente a la que se emplea un medio racionalmente necesario. Los asaltantes del avión han agredido a la tripulación y al pasaje, y a continuación intentan agredir a los ocupantes del rascacielos y a las personas que circulan por las calles adyacentes. El presidente al dar la orden de disparar está obrando en defensa de todas las personas que van a ser atacadas, está ejerciendo el derecho de defensa de las vidas de todas ellas, pagando un alto precio pero inevitable. Sin olvidar que los viajeros están condenados a morir de todos modos tan pronto el avión se estrelle. Como se ha preguntado VIVES: ¿perdonaría el pueblo de cualquier país a su presidente si éste permitiera que un avión derribara un enorme edificio y causara la muerte de varios miles de personas, tripulación y pasaje incluidos?

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Estado de necesidad 1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS De estado de necesidad se habla en Derecho penal para identificar la situación en la que sobre un bien jurídico se cierne un grave peligro, que únicamente puede ser conjurado a costa de sacrificar bienes ajenos; estamos, pues, ante un conflicto de bienes. Como ejemplos, podemos citar el añejo de la “tabla de Carnéades” (dos náufragos, A y B, nadan hacia una tabla que sólo puede mantener a flote a uno de ellos. A consigue llegar a la tabla primero, y B, que va a ahogarse, empuja a A lejos de la tabla y éste se ahoga); o el del incendio del local en el que se celebra una fiesta con numerosos asistentes, que para escapar de las llamas pasan unos por encima de otros o apartan a los que tienen delante para salir cuanto antes; o el de la persona que sustrae comida para alimentar a sus hijos, cuando no tiene con qué alimentarles; o el de la madre que introduce en un centro penitenciario dosis de la sustancia a la que su hijo interno es adicto; etc.

Se trata de una figura sumamente problemática, en la que se entrecruzan problemas jurídicos y éticos, sobre la que la doctrina ha debatido y sigue haciéndolo acerca de su fundamento, su justificación y su naturaleza. Por su interés, en relación con estas cuestiones, recogemos resumidamente a continuación el caso de la “Mignonette”: en 1884, varios marinos ingleses, supervivientes de un naufragio, permanecieron en un bote veinte días, sin apenas alimentos ni agua, ni avistar tierra ni barco que les auxiliase. Tras no pocas deliberaciones, convencidos de que si continuaban más tiempo sin comer morirían inexorablemente todos, decidieron que la única forma de salvar sus vidas era la de sacrificar a uno de ellos. Todos, excepto la víctima, estuvieron de acuerdo en que el más joven debía ser el elegido, y lo fue. Los demás se alimentaron del joven durante cuatro días, y al cuarto fueron recogidos por un barco, en grave estado de extenuación. El tribunal inglés que juzgó los hechos narrados dijo que: “no es justo decir que hay una necesidad incondicional e ilimitada de conservar la propia vida”… “Si hablando, en general, conservar la vida es un deber, puede ser un deber más evidente y más alto sacrificarla”; y habló también del terrible peligro que resultaría de reconocer el principio (de necesidad, en este caso), porque ¿quién debe ser el juez acerca de esa clase de necesidad? ¿Con qué medida debe estimarse el valor relativo de las distintas vidas de hombres? ¿Debe estribar en la fuerza corporal, en la inteligencia o en otra cosa? Es claro que este principio abandona a aquellos para quienes es ventajoso el acto de determinar la necesidad que debe justificarles para quitar premeditadamente otra vida y salvar la propia. En este caso el elegido fue el más débil. ¿Era más necesario matarle a él que a otro de los adultos? La respuesta tiene que ser: no. No se puede admitir que en la negativa a considerar la tentación como excusa para un crimen se olvide cuán terrible ha sido esa tentación, qué tremendos sufrimientos y cuán difícil es en tal procedimiento penal mantener recto el juicio y pura la manera de pensar… Un hombre no tiene derecho a declarar la tentación como una excusa, porque él mismo habría cedido a ella… Y concluyó

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac que los acusados habían cometido un asesinato premeditado, puesto que los hechos establecidos en el veredicto no ofrecían ninguna justificación legal.

Sobre el fundamento del estado de necesidad, hay dos posiciones principales en la actualidad: a) la de quienes sostienen que todos los casos de necesidad tienen naturaleza de causa de justificación (o permiso fuerte), en razón de la ponderación de intereses; b) la mayoritaria en la doctrina y la jurisprudencia, que distingue en función de los bienes jurídicos en litigio o de los males causados, según se trate de bienes de distinto o de igual valor: – cuando el conflicto surge entre bienes de valor distinto, se está ante una causa de justificación, basada en el principio del interés preponderante, que se salda dando preferencia al más valioso y con el sacrificio del de menos valor; y – cuando de bienes del mismo valor se trata, ninguno de los dos tiene preferencia sobre el otro y se está ante una excusa (permiso débil, causa de inculpabilidad). El TS ha dicho textualmente que el estado de necesidad es justificante cuando el conflicto se entabla entre bienes desiguales, sacrificándose el bien inferior en beneficio del interés preponderante; y es exculpante cuando el conflicto se da entre bienes de igual valor, porque el derecho no puede exigir actitudes heroicas (SSTS 24-11-1997; 2-102002; 3-2-2003, 12-05-2004, 10-2-2005, 18-10-2013).

El CP, en su art. 20.5º, regula el estado de necesidad justificante y excusante, y les fija idénticos requisitos. La diferencia entre ambos, claro está, estriba en que en el primero el mal causado ha de ser menor que el evitado, y en el segundo, no ha de ser mayor (pero, no superior, lo que equivale a, como máximo, igual). Lógicamente, los males de que habla el precepto comentado, han de entenderse como menoscabos para bienes jurídicos. No es insignificante el problema de determinar qué bien es más valioso cuando de bienes dispares se trata. Naturalmente, cuando uno de ellos es la vida de un ser humano y el otro, un bien mueble, por ejemplo, la solución es sencilla; pero, pueden plantearse colisiones menos claras, que no se resuelven totalmente acudiendo a la comparación de las penas previstas en el CP para los respectivos ataques. Preferible parece el recurso a la CE.

2. ESTADO DE NECESIDAD JUSTIFICANTE Como acabamos de decir, generalmente, se admite por doctrina y jurisprudencia que el estado de necesidad es una causa de justificación cuando el conflicto se plantea entre bienes desiguales, que se traduce en el sacrificio del bien de inferior valor. Y de su regulación positiva se ocupa el art. 20.5º CP, como causa de exención de la responsabilidad criminal que es, aunque además de eximente completa

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(impunidad), puede operar como eximente incompleta, con la consiguiente atenuación extraordinaria de la penalidad (arts. 21.1º y 68 CP). El precepto dice: “El que, en estado de necesidad, para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra persona o infrinja un deber, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1º. Que el mal causado no sea mayor que el que se trata de evitar. 2º. Que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionalmente por el sujeto. 3º. Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse”.

El estado de necesidad es siempre una situación límite y excepcional, que han de ponderar los jueces en cada caso (SSTS de 20-5-1999, 24-1-2000). Según constante jurisprudencia, la apreciación de la eximente precisa que la realización de la conducta típica sea la única forma de salvar un bien jurídico (STS de 2-10-2002). De lo contrario, cuando el conflicto de bienes pueda ser resuelto por otra vía menos gravosa, habrá faltado la necesidad, y con ello la posibilidad de aplicar la eximente. Desde luego, no cabe alegar estado de necesidad en casos de legítima defensa del agresor frente al que se defiende (STS de 21-6-1999). Se considera justificado quien para salvar la salud ante una situación extrema de hambre, hurta pequeñas cantidades de alimento. O quien para salvar la vida de unos niños en peligro a causa de un incendio allana la morada ajena. En cambio, si se trata de bienes de la misma entidad, sólo se apreciaría como causa de inculpabilidad o excusa, pero no como causa de justificación (salvar la propiedad del necesitado sacrificando la propiedad de un tercero). Generalmente no se estima cuando se acude al tráfico de drogas para lograr dinero para evitar un mal (STS 10-09-2002, ni tampoco puede asimilarse la precariedad económica con el estado de necesidad (STS 26-04-2002); tampoco el miedo a sufrir un arresto (STS 14-11-2003).

En síntesis, los requisitos del estado de necesidad son los siguientes: a) la existencia de un mal inminente y grave, que ponga en peligro manifiesto un bien jurídico propio o ajeno (al igual que en la legítima defensa, cabe el estado de necesidad propio y el de tercero); b) necesidad de lesionar un bien jurídico ajeno con el fin de evitar el peligro; c) que se hayan agotado todos los recursos existentes para solucionar el conflicto antes de proceder antijurídicamente, habiendo sido imposible poner remedio por vías lícitas; d) que el mal que se trate de evitar no sea mayor que el que se causa, lo que exige siempre una ponderación judicial de los intereses en conflicto; e) el mal ha de ser actual, absoluto, real, efectivo, grave, inminente, injusto e ilegítimo; f) el peligro ha de afectar a bienes básicos del sujeto o de su familia (v.gr., alimento, vestidos, vivienda, asistencia médica); g) que el sujeto necesitado no haya provocado intencionalmente (dolosamente) la situación de necesidad; y, h) que el necesitado no tenga, por razón de su cargo u oficio, la obligación de asumir o sufrir los efectos del mal (SSTS 26-3-1998; 1012-1999; 15-4-2002; 14-6-2002; 12-5-2004; 10-02-2005; 15-11-2011; 18-10 y 16-12-2013; 14-7-2016).

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3. ESTADO DE NECESIDAD EXCUSANTE Ya hemos visto el estado de necesidad como permiso fuerte o causa de justificación, y que también puede estimarse como una excusa o permiso débil, cuando los bienes en conflicto son de la misma naturaleza, entidad, rango o jerarquía; de modo que el necesitado para salvar su bien amenazado, lesiona el bien ajeno. Pues bien, en estos casos de igualdad entre los intereses en conflicto, el Derecho no justifica la conducta porque no se salva el superior (como si ocurre en la justificación), pero si excusa o disculpa la conducta, al entender que no era exigible al necesitado obligarle a que soportara la pérdida de su bien en peligro. Recuérdese que el Derecho no puede exigir conductas heroicas a los ciudadanos y por consiguiente debe tolerar la comisión de conductas relevantes, pero que no son consideradas ilícitas. Por ejemplo, se plantea su estimación al agricultor que para evitar la sequía de su huerta, se apropia del agua que correspondía a su vecino. O quien para evitar que el incendio llegue a sus árboles, tala los del vecino. Siempre se produce un conflicto entre bienes iguales, en este caso la propiedad.

Así pues, la diferencia entre el estado de necesidad justificante y el estado de necesidad excusante, se encuentra exclusivamente en la diferente entidad de los bienes en conflicto: en el primero el necesitado salva un interés superior en detrimento de otro inferior; mientras que en el segundo, los bienes son equivalentes, salvando uno igual que el que se sacrifica. Por lo demás, está regulado también en el art. 20,5º del CP, y para su estimación deben concurrir los mismos requisitos.

4. REQUISITOS Y RÉGIMEN LEGAL Como hemos expuesto más arriba, para que el estado de necesidad exima de responsabilidad han de concurrir unos requisitos que pasamos a comentar. a) Existencia de una verdadera situación de necesidad. Si falta no es posible hablar de estado de necesidad; y la habrá cuando dos bienes (o un bien y un deber) entren en un conflicto de tal índole que la supervivencia de uno dependa del sacrificio del otro. Esto implica, como también hemos expuesto, la presencia de un mal grave, que ponga en peligro manifiesto un bien jurídico propio o ajeno. Esta exigencia comporta que el conflicto y la situación han de ser reales, y han de serlo desde una perspectiva objetiva; y, en consecuencia, deja fuera de la exención los supuestos de estado de necesidad putativo, imaginario o, simplemente, egoístamente subjetivo. Si una persona cree que hay un conflicto entre dos bienes, en el que uno de ellos puede perecer, cuando no se cierne el menor peligro sobre ninguno de los dos, se

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podrá hablar si se quiere de estado de necesidad putativo, pero como es manifiesto ni hay situación de necesidad ni base, por tanto, para apreciar una causa eximente que se basa en la realidad de la repetida situación. Otra cosa es que pueda ser aplicable al pseudo-necesitado el art. 14 CP. Y si el putativo no se contempla en el art. 20.5º, con mayor motivo queda excluido de su ámbito el “estado de necesidad” fruto de la valoración subjetiva de una persona. b) Vinculados al anterior, aparecen estos otros requisitos, que son en realidad corolarios inevitables del presupuesto insoslayable antes comentado: el mal para el bien amenazado ha de ser actual, absoluto, real, efectivo, grave, inminente, injusto e ilegítimo. Si no fuera así, no podría hablarse de estado de necesidad. Como tampoco podría, en rigor, si el estado de necesidad no afectara a bienes básicos. SSTS de 6-7-1999, 24-1-2000, 14-6-2002, 19-6-2008.

c) La apreciación de la eximente exige la presencia de un elemento subjetivo, en opinión generalizada (vid. el epígrafe 3 de la Lección 27): la persona que la invoca ha de saber que se encuentra en estado de necesidad, ha de ser consciente del riesgo que pende sobre un bien y ha de actuar para alejarlo. Así se desprende de la redacción del número 5º del art. 20: “para evitar…” Bien entendido que el precepto no ordena ni requiere la evitación, sino sólo que se procure evitar, que se actúe con ese propósito. En varias resoluciones el TS se ha planteado la dificultad de apreciar la eximente cuando el sujeto ha actuado por móviles distintos a los de salvar el bien jurídico (SSTS de 26-1 y 13-9-1999, 24-1-2000, 14-6-2002, 19-6.2008).

d) La necesidad de lesionar un bien jurídico ajeno (o de infringir un deber) con el fin de evitar el peligro, presupone, como ya se ha dicho, que exista tal peligro y que la única forma de conjurarlo sea mediante el ataque a un bien ajeno (o la infracción de un deber). SSTS 1-10-1999, 24-1-2000, 14-6-2002.

e) Que se hayan agotado todos los recursos existentes para solucionar el conflicto antes de proceder antijurídicamente, habiendo sido imposible poner remedio por vías lícitas; pues el agente no pudo disponer de otros medios viables y menos perjudiciales para impedir el mal mayor. STS de 27-4-1998, 24-1-2000, 2-2-2010.

f) Que el mal que se trate de evitar no sea menor que el que se causa, lo que exige siempre una ponderación judicial preponderantemente objetiva de los intereses en conflicto. Ponderación que habrá de hacerse en consideración al valor de los bienes en conflicto y a la gravedad del peligro que amenaza al que se quiere

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salvar. Dicho con otras palabras: que el bien que se salva sea de mayor entidad que el bien sacrificado. En sus dos versiones, el estado de necesidad tiene un tope infranqueable: en ningún caso se puede causar un mal mayor que el que se pretende evitar. Y por mal ha de entenderse tanto la lesión de un bien jurídico como su puesta en grave peligro SSTS 23-1 y 23-6-2003 y 21-1-2010.

g) Aunque en el art. 20.5º no se hace mención expresa a este extremo, nos parece que es un requisito más y necesario para la aplicación de la eximente, porque pertenece a su esencia: los medios empleados por el sujeto han de ser adecuados para alcanzar el fin perseguido, para salvar al bien jurídico en peligro. Como requiere de modo expreso el art. 34 del CP alemán que, tras definir el estado de necesidad justificante, concluye diciendo: sin embargo, esto rige sólo en tanto que el hecho sea un medio adecuado para evitar el peligro.

h) Que el sujeto necesitado no haya provocado intencionalmente (dolosamente) la situación de necesidad. Este requisito implica la no aplicación de la eximente cuando con dolo directo o eventual se ha creado el riesgo para el bien jurídico, pero la exclusión no comprende los casos en que la situación de necesidad es fruto de la imprudencia. Cuando así ocurra surgen serias dudas sobre cómo proceder. En principio, parece que la exención de responsabilidad no puede abarcar a la acción imprudente previa a la aparición del estado de necesidad. Pero ¿y a la posterior? Pensemos en el conductor de un vehículo a motor que conduce temerariamente, poniendo en concreto peligro la vida de otros usuarios del espacio por el que transita (art. 380.1 CP), que, en un momento dado, se ve en la precisión de optar entre arrollar a un peatón, que cruza reglamentariamente por un paso destinado al uso, o invadir el carril de sentido contrario y empotrarse contra un coche que circula por su mano con respeto a las normas establecidas. Y pensemos que elige la segunda opción y con ello causa la muerte del conductor del vehículo. Desde luego ha cometido el delito contra la seguridad vial, pero ¿y el de homicidio? ¿Queda cubierto por el art. 20.5º? Parece razonable entender que, al menos, ha cometido un homicidio por imprudencia grave y debe responder penalmente por él. La exención, por otra parte, cubre al que auxilia a la persona que ha sido puesta en peligro por una acción intencional de un tercero. i) Que el necesitado no tenga, por razón de su cargo u oficio, la obligación de asumir o sufrir los efectos del mal. Naturalmente, este requisito se refiere a obligaciones jurídicas, a que el Derecho imponga a determinadas personas el deber de arrostrar ciertos peligros: el policía no puede alegar que no va a detener al

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delincuente buscado por la justicia porque es peligroso; el médico de la Seguridad Social no puede escudarse en lo contagiosa que es la enfermedad que aqueja a un paciente para no atenderlo; el bombero no puede negarse a ir a apagar un incendio porque encierra peligro, etc. En todos estos casos, el ordenamiento jurídico impone un deber atendiendo a intereses sociales, pero solamente en tanto estos puedan cumplirse, pues no se pide un sacrificio inútil, de pura apariencia (como el tópico de obligar al capitán a hundirse en el mar con su barco). En general, vid. las SSTS 26-3-1998; 10-12-1999; 15-4 y 14-06-2002; 12-5-2003, 12-5-2004; 10-02, 8-3 y 28-3-2005; 8-2-2006, 18-10-2013.

La apreciación de la eximente incompleta (art. 21.1) requiere la realidad, la inminencia, la gravedad del mal y la imposibilidad de remediar la situación de necesidad por vías lícitas (SSTS 24-1-2000, 29-3-2012).

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Cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo 1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS Según el art. 20,7º, está exento de responsabilidad criminal “el que obre en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”.

Este precepto contiene tres eximentes diferentes, aunque todas nacen del mismo principio general: el ejercicio legítimo de un derecho, el cumplimiento de un deber y el ejercicio de un oficio o cargo. El principio del que arrancan no puede ser más ostensible y emana, a su vez, de la sólida idea de que el ordenamiento jurídico conforma un todo unitario y armónico, entre cuyas partes no puede, no debe, haber discordancias, como hemos reiterado. Lo que se traduce en que un hecho no puede ser a un tiempo acorde y desacorde jurídicamente. Y ha sido redactado como una norma abierta, que, mediante una remisión normativa, abre la justificación a otras fuentes del Derecho distintas del Derecho penal, por una razón muy simple: como en otras ramas del ordenamiento (en Derecho administrativo, en Derecho civil, en Derecho tributario) se contienen derechos y obligaciones que, ejercitadas legítimamente y dentro de ciertas circunstancias, autorizan a sus titulares a realizar conductas típicas, que lesionan bienes de terceros, el art. 20,7º no podía sino reflejar esta realidad y declarar exento de responsabilidad penal a todo el que cumple un deber o ejerce un derecho o un oficio legítimamente; un deber, un derecho o un oficio que impone, reconoce o para el que faculta el conjunto del ordenamiento jurídico. El resultado ha sido que el art. 20.7º contiene una cláusula general de justificación, indicativa de que en nuestro ordenamiento jurídico las causas de justificación no conforman un sistema cerrado, sino abierto, ya que permite acoger en su tenor a cualquier derecho o deber procedente de otras normas del Derecho. Queda consagrado, pues, de esta forma un principio obvio: quien obra conforme a Derecho nunca puede comportarse antijurídicamente (SSTS de 20-06-2005, 28-12-2006, que califican en precepto de cláusula de cierre del sistema jurídico). Las tres causas poseen en común la exigencia de que su ejercicio sea legítimo. Es decir, que sea conforme a Derecho en su conjunto, y conforme a Derecho es un oficio o un derecho cuya fuente es la costumbre, siempre que no sea contrario a la ley. Por tanto, el derecho, el deber o el oficio han de discurrir por los cauces legales

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y los medios empleados para su cumplimiento o ejercicio han de ser jurídicamente idóneos. Y cuando no lo son, cuando hay un ejercicio ilegítimo, no sólo no entra en juego la eximente sino que se puede estar incurriendo en un ilícito penal, como el que previene el art. 455 CP (realización arbitraria del propio derecho). Por ejemplo, el acreedor tiene derecho de crédito (a cobrar lo que le debe) sobre el deudor, pero ello no le autoriza a hacerlo de cualquier forma, sino dentro de los cauces jurídicos previstos. Así, no puede intimidar al deudor, ni usar violencia contra su familia, ni robar o hurtar sus bienes. Todos tenemos derecho de manifestación, pero para que el ejercicio de este derecho sea legítimo, ha de haberse obtenido autorización gubernativa y discurrir conforme a la misma. En esta línea abunda la jurisprudencia, insistiendo en la legitimidad del ejercicio (SSTS de 5-11-2002, 2-11-2004).

2. EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN DERECHO Como es obvio, y ha quedado dicho, quien ejerce legítimamente un derecho reconocido en el ordenamiento jurídico, no puede a la vez infringir una norma penal y ser sancionado por ello (STS 13-05-1999). No es posible pasar revista siquiera a la cantidad de derechos que el ordenamiento jurídico reconoce, para analizar los problemas que su respectivo ejercicio puede suscitar. Nos limitaremos a mencionar con brevedad algunas cuestiones, empezando por el ejercicio de derechos constitucionales, como los de libertad de expresión e información, que pueden conllevar una intromisión en la intimidad de otras personas o un ataque para su honor, sin que se incurra por ello en el delito del art. 205 CP, por ejemplo. En numerosas SSTC se ha tratado del contenido, límites y requisitos del ejercicio de las libertades de información y expresión (107/1988, 42/1995, 51/1997, 297/2000, 160/2003, 139/2007, 29/2009, 6-3-2013, entre muchas otras).

Algo parecido puede decirse del ejercicio de los derechos de huelga, manifestación y reunión, asociación, que pueden comportar limitaciones a la libertad ajena, sin por ello desembocar en la comisión del delito de coacciones del art. 172,1º CP). Ahora bien, el normal funcionamiento de un sistema jurídico debe impedir que el proceso penal se convierta en el lugar preferente para enjuiciar el ejercicio legítimo de derechos constitucionales. Ello no obsta para que, en supuestos excepcionales, y aunque posean cierta regularidad, sea necesario acudir a esta vía para dirimir el conflicto. Igualmente, puede ser traído a colación el llamado derecho de corrección de padres y tutores sobre sus hijos y tutelados. Padres y tutores pueden corregir razonable y moderadamente a unos y otros, en beneficio de los mismos, aunque este derecho/deber paulatinamente se ha venido limitando considerablemente.

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Esta autorización implica que los padres no incurren en el delito de detenciones ilegales si mandan al hijo castigado a su habitación o le prohíben salir el sábado por la tarde; o en el de amenazas o coacciones si le impiden hacer algo indebido o le obligan a hacer algo que debe hacer o es razonable que haga y se niega; o en el de injurias, si le riñen e increpan con cierta vehemencia, etc. El apartado más inquietante en el marco de derecho de corrección tiene que ver con los golpes que los padres pueden propinar a sus hijos, sin incurrir en delito. Y, hay que decirlo, no existe una línea divisoria nítida entre lo permitido y lo prohibido. Sólo el buen sentido nos indica lo que es aceptable y lo que no, en un terreno en el que toda cautela es poca. Por último, damos cuenta de cómo, en supuestos excepcionales, está previsto el derecho de retención y compensación en el ámbito del Derecho civil (vid., por ejemplo, los arts. 522, 1600, 1780 CC). Son requisitos para su apreciación, la preexistencia indudable del derecho; que el ejercicio sea calificado como legítimo, sin que puedan quedar amparadas extralimitaciones ni abusos, y que concurra una adecuada proporcionalidad entre el derecho ejercido y el resultado lesivo originado (STS 05-11-2002). También cobran importancia los supuestos de ejercicio de un derecho o el cumplimiento de un deber nacido del ejercicio de un oficio, como los relativos a la profesión de abogado, médico o periodista (secreto profesional, intromisiones en el honor e intimidad de terceros mediante intervenciones telefónicas o registros domiciliarios, determinadas intervenciones quirúrgicas y tratamientos médicos). Así la STS 26-10-1995.

3. EL CONSENTIMIENTO DEL OFENDIDO El consentimiento del ofendido no está explícitamente regulado, con efectos genéricos, en el CP; sin embargo, desempeña un papel, corto podríamos decir, en orden a dejar sin castigo conductas que de otro modo serían punibles. En concreto, se refieren al consentimiento varios arts. del CP, referidos a delitos específicos, como los arts. 145, 155, 156, 181, 202 y 234, entre otros, que exigen que el sujeto actúe sin el consentimiento del sujeto pasivo. Pero, con carácter general, el consentimiento también cumple la función de exonerar de responsabilidad penal, pese a no estar incluido en apariencia entre las causas del art. 20; en apariencia, porque no es disparatado afirmar que una forma legítima de ejercitar un derecho es o, mejor, puede ser, justamente, renunciar a él. Esta constatación nos lleva a formular la siguiente distinción: en determinados delitos, el consentimiento del ofendido —válidamente prestado— pone de relieve su desinterés por un bien jurídico, y, en consecuencia, convierte en atípicas conductas que sin él cumplirían todos los elementos del tipo de acción; en otros, en los que no se alude ni de lejos al consentimiento, éste autoriza al sujeto a realizar

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un comportamiento que tiene relevancia penal, de manera que opera como un permiso fuerte (por estar enraizado en el número 7º del art. 20). En este segundo supuesto, hay un cierto conflicto entre la tutela del bien jurídico, que el ordenamiento punitivo establece, y la libertad de decisión del titular del bien que renuncia a él, que se salda, cuando puede hacerse, otorgando prioridad a la autonomía de la voluntad del sujeto. Si una persona toma para sí un objeto abandonado por su propietario en un contenedor de basura, es evidente que realiza una conducta sin significado penal, que carece de lesividad, puesto que el titular del bien ha renunciado al mismo (vid. art. 234 CP). En cambio, cuando una persona consiente en que otra la injurie y humille, la lesión para el bien jurídico existe, pero se trata de una acción permitida y sin efectos penales en tanto que el titular del bien ha aceptado dicha situación (vid. el art. 208 CP).

Hemos advertido de la escasa virtualidad del consentimiento como causa de justificación (vinculada, lo repetimos, al art. 20.7º CP), pero sin explicar por qué. Aunque en un primer momento podría pensarse que el consentimiento posee una eficacia considerable en Derecho penal, para exonerar de responsabilidad a los autores de múltiples hechos, la verdad es que no hay tal, por varias razones. En primer lugar, no ha de perderse de vista el carácter público del Derecho penal, que impide su “privatización”, que las víctimas dispongan del mismo a su antojo. Pero es que, por otra parte, en el CP se protegen no pocos bienes jurídicos de titularidad colectiva o comunitaria, en los cuales el consentimiento de una persona, por más que resulte afectada por los hechos, es irrelevante. Y, además, hay bienes de titularidad individual sobre los que el Derecho no reconoce una plena disponibilidad y, por consiguiente, en ellos el consentimiento es intrascendente. Es indiferente que una persona consienta en que otra realice vertidos que dañen el medio ambiente (art. 325 CP) o que practique una conducción temeraria que ponga en peligro la seguridad vial (art. 380 CP) o que se dedique al tráfico de drogas (art. 368 CP). Como también lo es que una persona autorice a otra a que le cause la muerte (art. 143.3 CP), aunque suponga una minoración de la pena prevista para el homicidio (art. 138 CP). En los tres casos se comete el respectivo delito, con o sin consentimiento.

Por otra parte, tampoco es eficaz el consentimiento en ocasiones cuando se concede en perjuicio de tercero, como prevé el art. 289 sobre la sustracción de cosas propia a su utilidad social o cultural. Así pues, podemos concluir diciendo que el consentimiento del ofendido únicamente exime de responsabilidad al ofensor, cuando el primero tiene plena disponibilidad sobre el bien lesionado y nada se opone a su renuncia. Cabe pensar en el deudor que, para impedir que su acreedor cobre su crédito, se desprende de bienes, por el procedimiento de dejarlos tirados en condición de res nullius. Realmente, el que recoja esas cosas abandonadas no incurre en responsabilidad penal, pero es más que dudoso que puedan integrarse legítimamente a su patrimonio.

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En gran medida, la atención de la doctrina, en punto al consentimiento, se ha centrado preferentemente en su papel en el campo de las lesiones. En particular, a este problema se refieren los arts. 155 y 156 CP, en los cuales, por un lado, como regla general, se reconoce la atenuación de la pena si se ha causado con el consentimiento, por lo que no posee una eficacia plena. Así, el art. 155 prevé una atenuación de la pena, en uno o dos grados, para el causante de lesiones cuando media el consentimiento del ofendido. Sin embargo, a continuación, excepcionalmente, se le confiere eficacia para eximir de responsabilidad, en los supuestos de trasplante de órganos efectuado con arreglo a lo dispuesto en la Ley, esterilizaciones y cirugía transexual realizadas por facultativo; con una especial referencia a la esterilización de menores de edad o personas “que carezcan absolutamente de aptitud para prestarlo” personas incapacitadas que adolezcan de grave deficiencia psíquica (art. 156). Como es lógico, para que el consentimiento opere como causa de atipicidad o de justificación, es imprescindible que haya sido prestado de forma válida, consciente, libre, espontánea y expresa en los supuestos previstos en los arts. 155 y 156 (no se considera válido el otorgado por un menor o una persona con discapacidad necesitada de especial protección). En otros casos, no es necesario que el consentimiento haya sido manifestado de forma directa al sujeto que realiza la acción. El que encuentra diferentes piezas de un ordenador en el contenedor de la basura, ignora quién las depositó allí, y, por supuesto, no ha sido informado personalmente por el depositante, pero razonablemente puede considerar con fundamento que es una cosa sin dueño, que cualquiera pueda tomar para sí.

Merece la pena dedicar alguna atención al problema de las lesiones en el ámbito deportivo, en particular a si la exención para la responsabilidad de su causante radica en el consentimiento del lesionado. Y nos parece dudoso, nos parece dudoso porque no vemos claro que quien participa en la práctica de un deporte consienta en que un contrincante le lesione. Es cierto que existen muchas clases de deportes, y en algunos el “juego” consiste en golpear al contrario y, a ser posible, dejarle fuera de combate. Pero quien participa en un partido de futbol ¿acepta que un jugador del otro equipo le lesione? Quién sube a un ring para entablar un combate de boxeo ¿acepta que su rival le lesione? Parece que ningún futbolista en sus cabales acepta de buen grado una lesión, que ningún boxeador quiere recibir puñetazos (de hecho, los boxeadores se esmeran en esquivarlos). De manera que, es problemático mantener a ultranza la existencia de un consentimiento a ser lesionado. Y no habiendo consentimiento, mal puede invocarse para fundamentar una eximente. Otra cosa es la aceptación del riesgo de sufrir una lesión (como lo acepta quien se sube a un vehículo de motor y emprende un viaje, y nadie dirá que el conductor o sus acompañantes han consentido en morir o resultar heridos en un accidente,

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porque sabían que las probabilidades de tenerlo eran más o menos elevadas). Y, por descontado, todavía menos podrá aducirse el consentimiento cuando la lesión se haya producido de forma intencionada y antirreglamentaria, extremo que impediría hablar de legítimo ejercicio de un derecho u oficio, que es la eximente que se nos antoja más apropiada en estos pagos, para eximir de responsabilidad por las lesiones producidas en el desarrollo de un partido o combate, siempre que se dé el requisito esencial de la legitimidad en su ejercicio.

4. CUMPLIMIENTO DE UN DEBER Como dijimos al comienzo, esta causa de exención de la responsabilidad criminal responde a una idea incuestionable: quien actúa en cumplimiento de un deber jurídicamente impuesto no puede estar realizando a la vez un acto contrario a Derecho y, menos aún, delictivo. Sería una incoherencia inaceptable del sistema jurídico, por ejemplo, imponer a quien ha sido testigo de unos hechos la obligación de prestar declaración y acto seguido procesarle por un delito contra el honor, por cuanto sus manifestaciones han perjudicado el honor de un imputado. Si el Estatuto del Ministerio Fiscal y la LECRIM obligan a los Fiscales a acusar, esto es, a imputar delitos a personas contra las que existan indicios racionales, nadie podrá decir que cometen un delito de calumnias (imputar falsamente un delito o la acusación y denuncia falsa), puesto que la Ley les obliga a ello.

Particular atención merecen los relativos a la actuación de los agentes de la autoridad. Pensemos en el agente de policía que practica una detención, o entra en un domicilio, o registra a un sospechoso, y en general todos los casos donde se emplea violencia o coacción con la finalidad de preservar el orden público y en los que pueden producirse privaciones de libertad, de la intimidad, lesiones a la integridad o incluso la muerte de un ciudadano. Pues bien, la doctrina general sentada en esta materia por la jurisprudencia, ha señalado que la eximente es aplicable a los agentes de la autoridad en misión de garantizar el orden jurídico y de servir a la paz colectiva, cuando la actuación es necesaria para evitar un daño grave, inmediato e irreparable (STS 21-09-1999; 2-11-2004, 9-10-2007). Pero ello no significa que se conceda a los mismos una facultad absoluta, sino que muy al contrario se trata de una facultad sometida a los cauces habituales propios del cargo y a las circunstancias concretas concurrentes. De ahí que para apreciar la eximente deban concurrir los siguientes requisitos: la intervención siempre ha de ser necesaria, oportuna, proporcional y congruente; y la actuación no puede desbordar los límites establecidos reglamentariamente (SSTS 12-12-1996; 18-092001; 19-1 y 31-1-2005, 21-1 y 5-6-2013). Una enumeración más detallada de los requisitos puede resumirse del modo siguiente: a) que el sujeto activo sea autoridad, funcionario público o agente de la

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autoridad, y que tenga competencia para el uso de medios violentos en el ejercicio de sus funciones (no procede si se trata de vigilantes privados); b) que la actuación se haya producido dentro del ejercicio de sus funciones, y en cualquier caso hay que ponderar el riesgo y el deber de intervención en todo tiempo y lugar; c) que exista cierto grado de resistencia o de actitud peligrosa de la víctima; d) que sea necesario el uso de la violencia (necesidad en abstracto), es decir, que sin el empleo de violencia no le hubiera sido posible cumplir con la obligación de su cargo (precisa de un juicio ex ante de ponderación); e) que la violencia o coacción concreta utilizada sea la menor posible para la finalidad perseguida, esto es, que se use el medio menos peligroso y menos lesivo posible, en atención a las circunstancias concretas concurrentes (necesidad en concreto que requiere de un juicio ex post. Vid la STS 21-4-2013). La valoración de los anteriores requisitos corresponde efectuarlo a los jueces, y requiere fundamentalmente un juicio de proporcionalidad, donde, además, de enjuiciar la necesidad abstracta y concreta del uso de violencia, deberá efectuarse una ponderación racional de los intereses en conflicto, la especial preparación de los policías, la concreta utilización de las armas, si se trata de supuestos graves o leves, etc. También puede apreciarse la eximente incompleta si falta alguno de los requisitos no esenciales antes descritos. Por ejemplo, si existe necesidad en abstracto del uso de la violencia pero no concurre la necesidad en concreto. E igualmente es posible aplicar las reglas del error en casos de inexistencia de necesidad o de error sobre la proporcionalidad concreta. En cambio, si ha existido un uso excesivo de fuerza desaparece la causa de justificación, tanto como eximente completa como incompleta (SSTS 16-1-1998, 20-5-2008, 6-3-2013). Ejemplos: No concurre la eximente porque no existe necesidad en abstracto del uso de la fuerza para detener a un ciudadano que se encontraba sentado en la calle, en actitud pasiva, esperando a su esposa, causándole lesiones. Tampoco concurre cuando la policía usa violencia para detener a un ciudadano porque se negó a colaborar y a identificarse, al no existir razón alguna para ello según el art. 20 de la Ley Seguridad Ciudadana. Otros supuestos frecuentes son los relativos al agente provocador o al agente infiltrado del art. 282 bis LECrim (policía disfrazado de prostituta que ofrece o solicita servicios sexuales; policía que vende o compra droga), y las “entregas vigiladas”, generalmente de sustancias tóxicas, estupefacientes o psicotrópicas, conforme al art. 282 bis LECrim (STS 14 enero 2004).

5. EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN OFICIO Hay profesiones y oficios, jurídicamente regulados, en cuyo desempeño se realizan acciones que de otro modo tendrían alojamiento en un tipo de acción y

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que pueden vulnerar derechos ajenos. Basta pensar en profesiones como las de abogado o la de médico. Cuando un abogado ejerce legítimamente su profesión, en defensa de los intereses de su cliente, hace afirmaciones que, sin la cobertura que le proporciona la abogacía, caerían de lleno en el seno de las injurias o las calumnias. A la libertad de expresión de los abogados en el ejercicio de su profesión se refieren las SSTC 157/1996, 299/2006, 145/2007, entre otras muchas.

Y otro tanto puede decirse de las intervenciones quirúrgicas, que, fuera de su lícito contexto, el de la sanidad y con sujeción a la lex artis, guardan un cierto parecido con las lesiones. También en este epígrafe podríamos tratar las lesiones deportivas, pero ya lo hicimos al hablar del consentimiento del ofendido.

6. EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN CARGO Como en los supuestos anteriores, es de elemental lógica la previsión de una justificación para las posibles lesiones ocasionadas a bienes jurídicos por quien ejerce de modo legítimo un cargo reconocido por el ordenamiento jurídico. El art. 20.7º parece pensado para cargos públicos, pero al no especificar más puede concluirse que abarca las actividades de cargos que no lo sean, por más que en la práctica los problemas se plantean en relación con los primeros (vid. las SSTS de 21-9-1999,15-1-2003, 12-7-2006). La exigencia común de un ejercicio legítimo, en el caso del cargo, se traduce en la necesidad de que concurran dos requisitos: el competencial, porque es imprescindible que la posible lesión sea consecuencia del cumplimiento de una función para la que se es competente; y el relativo a la observancia de las formalidades legales en el ejercicio de la función (vid. la Ley de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común, arts. 51 y ss., en particular).

7. LA CUESTIÓN DE LA OBEDIENCIA DEBIDA En el CP de 1973 figuraba la obediencia debida entre las circunstancias que eximían de la responsabilidad criminal, y que por alguna doctrina era considerada una causa de justificación. El art. 8.12., declaraba exento de responsabilidad a “el que obra en virtud de obediencia debida”. Por suerte, el CP de 1995 no la ha incluido en el catálogo de causas del art. 20. Es, era, una circunstancia de horrible faz, muy querida y alegada por quienes han hecho atrocidades a lo largo

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de la Historia para justificar sus actos: “me limité a cumplir órdenes de mis superiores”, “tenía la obligación de acatar puntualmente las órdenes de mis jefes”. So pretexto de la obediencia debida se ha torturado, asesinado, violado y hecho desaparecer a miles de personas en todas las latitudes. No puede sorprender, pues, que sea muy querida por los tiranos y sus fieles seguidores, y, singularmente, por personas de talante muy autoritario. ¿Qué queda en la actualidad de la obediencia debida en nuestro ordenamiento? Nada, en realidad, salvo algún vestigio fruto de una, a nuestro juicio, inadecuada interpretación del art. 410 CP. Genéricamente, podemos decir que funcionarios públicos y autoridades (vid. art. 24 CP) tienen que cumplir las órdenes impartidas por sus superiores jerárquicos o por la autoridad judicial (vid. CE, art. 103, y la legislación sobre la función pública); obligación que les viene impuesta por el ordenamiento jurídico en general, reforzado por el CP que, por una parte, en su art. 20.7 exime de responsabilidad criminal a quien actúa en cumplimiento de un deber y en el ejercicio del cargo, y, por otra, castiga a “las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior…” (art. 410.1. CP). El problema se plantea a partir de lo dispuesto en el número 2 del art. citado, que dice: “No obstante lo dispuesto en el apartado anterior, no incurrirán en responsabilidad criminal las autoridades o funcionarios por no dar cumplimiento a un mandato que constituya una infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto de Ley o de cualquier otra disposición general”.

De acuerdo con una interpretación bastante generalizada, cuando la orden no es clara, manifiesta y terminantemente ilegal, y ha sido impartida por quien tiene competencia en abstracto para darla, a alguien que está jerárquicamente subordinado al primero, que es asimismo competente para ejecutar el acto ordenado, siempre que la orden esté revestida de las formalidades legales; en estos casos, el funcionario debe acatar lo mandado y si desobedece incurre en el delito del art. 410.1º. Semejante conclusión no puede ser más paradójica: hay mandatos que pueden ser antijurídicos y, sin embargo, han de ser obedecidos so riesgo de cometer un delito. Como ha argumentado VIVES ANTÓN, en un Estado democrático como el nuestro toda autoridad procede de la Ley, toda cuanta actividad y función realiza quien ostenta autoridad tiene cobertura legal, y si sus mandatos tienen fuerza de obligar es porque la Ley se la otorga. Y si esto es así ¿cómo puede el principio de autoridad tener primacía sobre la Ley, de quien procede y que le avala?

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Cuando una autoridad, un juez, un funcionario público dan una orden claramente ilegal, su incumplimiento es lisa y llanamente atípico. Si el funcionario de un juzgado se niega a violar a una persona detenida, pese a que el juez le ha ordenado que lo haga, su desobediencia no es que esté justificada en atención a que el mandato que ha recibido es manifiestamente ilegal, es que es atípica, porque no hay deber de obediencia infringido de forma justificada, simplemente no hay deber de obediencia, más bien hay el deber de desobedecer. Y donde no hay lesión de un bien jurídico no hace falta justificación alguna.

Y cuando el mandato no sea ilegal de manera clara, manifiesta y terminante, pero lo sea, ha de diferenciarse: a) si el funcionario no cumple el mandato, o bien está a cubierto por el cumplimiento de un deber, toda vez que el acatamiento de las leyes prevalece sobre el deber de acatar órdenes de la superioridad, o bien lo está por el estado de necesidad, pues el mal representado por el cumplimiento de un mandato ilegal siempre será mayor que el derivado de su incumplimiento); y b) si lo cumple, incurrirá en responsabilidad (una prevaricación, tal vez, una detención ilegal, una intromisión en la intimidad, etc.), si le consta que, pese a su apariencia, el mandato es ilegal, pues no puede haber justificación posible para el incumplimiento de la ley, para su vulneración en aras del principio de autoridad, entre otras cosas porque no hay bien jurídico alguno (¿el principio de autoridad para cometer tropelías?); y si no le consta, si tiene dudas, puede ampararse en el error (art. 14). En todo caso, no vemos que existan, y nos horrorizaría que existieran, en nuestro ordenamiento mandatos antijurídicos obligatorios.

Lección 34

Miedo insuperable 1. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS Históricamente los Código Penales españoles contienen una regulación independiente y propia de la eximente denominada “miedo insuperable”. Por el contrario, en la mayoría de los ordenamientos penales europeos no se contempla una eximente autónoma de miedo insuperable. Por tanto, la discusión teórica y práctica que genera una regulación autónoma del miedo insuperable como la española, no se produce en los mismos términos en otros sistemas legislativos. Pero ello no significa que carezca de significación jurídica. Sucede sin embargo que los supuestos que en España se pueden resolver aplicando esta causa específica, en otros modelos se soluciona por su subsunción en el ámbito de aplicación de la eximente de estado de necesidad. Esto es, se extiende a conflictos que no son de similar naturaleza a los comprendidos en el estado de necesidad que quedan expresamente fuera de su cobertura legal por la inferior entidad del bien salvado. Sin embargo, la específica regulación española del miedo insuperable ofrece un ámbito más amplio que el propio del estado de necesidad, pues también permite que ésta eximente opere en supuestos que no tienen cabida en otras causas de exención de la responsabilidad criminal. Así puede suceder frente a expedientes de exceso intensivo en la legítima defensa que no se pueden reconducir al error, pues el exceso es consciente pero precisamente debido al miedo. También ocurre en situaciones de violencia material que, sin eliminar por completo la voluntad moral, poseen graves efectos intimidatorios y antes del CP de 1995 se solventaban con la estimación de la eximente de “fuerza irresistible”, en la actualidad no prevista en el texto legal (por ejemplo en respuesta frente a amenazas). E incluso sectores de la doctrina española acuden al miedo insuperable para solucionar casos de estado de necesidad putativos (CUERDA ARNAU). Como se desprende de la serie de casos a los que es susceptible de aplicación esta eximente, su naturaleza y fundamento estriba en la categoría de inexigibilidad. La idea de exigibilidad procede de la concepción normativa de la culpabilidad, y en consecuencia aparece como la esencia misma de la idea del deber de actuar conforme a lo prescrito en las normas jurídicas. De modo que la exigibilidad se funda en la posibilidad de llevar a cabo el comportamiento adecuado a Derecho; es decir, de haber infringido el deber contenido en la norma pudiendo haberlo cumplido. Ahora bien, en esta concepción, las ideas de posibilidad de actuar y exigibilidad de hacerlo no son exactamente simétricas, puesto que el Derecho no es un orden de virtud ética, sino únicamente un orden de coexistencia pacífica. De

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suerte que no siempre que alguien pudo actuar conforme a Derecho, y no lo hizo, se le puede y debe exigir otra conducta. Así pues, los sistemas legales, excepcionalmente, contemplan cláusulas de escape, de compasión o de tolerancia, mediante las cuales se excusa a los ciudadanos de comportamientos ajustados a Derecho, y que aunque el sujeto pudo actuar conforme a la norma, no lo hizo porque sencillamente resultaba excesivamente gravoso, y en esas circunstancias no se considera adecuado imponer una pena. Pero la idea de inexigibilidad no se apoya en la condición anormal del sujeto, sino en la excepcionalidad de la situación, que precisamente convierte en normal la actuación en semejantes circunstancias. Por ello puede modularse acudiendo al criterio de lo exigible al hombre medio en las mismas circunstancias en las que se comportó el autor. Conviene recordar que la teoría de la no exigibilidad se desarrolló en Alemania precisamente en plena crisis económica por la extrema inflación monetaria, como vía de solución en la jurisdicción penal de casos motivados por la penuria económica y que conllevaba situaciones personales de extrema dificultad.

En este contexto y con este fundamento, nacieron las llamadas causas de inexigibilidad, en las que el Derecho renuncia a exigir, bajo ciertos requisitos, un comportamiento conforme a las normas, y, por tanto, lo excusa, eximiéndole del castigo. Se configuran de este modo como permisos débiles, anudados a la idea de inexigibilidad de la conducta conforme a Derecho, y claramente diferenciadas de las causas de justificación. Es, en definitiva, una excusa, como decíamos en la Lección 15).

2. RÉGIMEN LEGAL El miedo insuperable se halla regulado en el art. 20,6º del CP, al decir que está exento de responsabilidad criminal “el que obra impulsado por miedo insuperable”. La jurisprudencia española no ha desarrollado de forma completamente satisfactoria su encaje como causa de inexigibilidad. En efecto, porque según la misma, esta eximente hunde sus raíces en el instinto de conservación, y, por tanto, prima el aspecto subjetivo conectado a la reacción psicológica que cada sujeto sufre de manera personalísima y que en ocasiones puede objetivarse (SSTS 31-31998, 19-6-2008, 4-10-2011). Para la jurisprudencia, la estimación de la eximente depende de una doble concurrencia de presupuestos: 1º) los fácticos y 2º) los valorativos. Fácticos: a) la presencia de un mal que coloque al sujeto en una situación de temor invencible determinante de la anulación de la voluntad del sujeto;

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b) que dicho miedo esté inspirado en un hecho efectivo, real y acreditado; incluso inminente; c) que el miedo sea insuperable, esto es, invencible, en el sentido de que no sea controlable o dominable por el común de las personas con pautas generales de los hombres, huyendo de las situaciones extremas relativas a los casos de sujetos valerosos o temerarios y de personas miedosas o pusilánimes; y d) que el miedo sea el único móvil de la acción. También sigue precisando, aunque ahora sin base legal, que el temor anuncie un mal igual o mayor que el causado (SSTS 29-1-1998; 26-4-1999; 24-7-2001; 30-9-2002; 11-04-2002; 6-10-2011; 27-6-2012, 25-2-2015, 29-3-2016). El presupuesto valorativo, vinculado al concepto de no superabilidad, exige que no se valore la reacción de manera negativa, sino que suscite comprensión por adecuada a lo que se estima normal en una persona que no sea de aquellas especialmente obligadas a reaccionar ante esa amenaza del mal. Por ejemplo, podría aplicarse esta eximente a los familiares y otras personas que actúan como intermediarios para hacer efectivo el pago del rescate exigido por una organización terrorista, para tratar de lograr la liberación del secuestrado (ver STS de 17 noviembre de 1994 y STC 54/1996 sobre el caso de la Hoz Uranga; STS de 5 diciembre en el caso Elosúa y Arrátibel; y, STS de 27 junio 1994 en el caso Reizábal). Se aprecia la eximente de miedo insuperable a un trabajador extranjero requerido a cometer un delito por sugerencia de sus superiores en la empresa, pero que inmediatamente después denuncia los hechos (STS 16-2-2006).

Por esta peculiar configuración del miedo insuperable, esta eximente presenta algunas dificultades para diferenciarla de ciertas causas de inimputabilidad, al poner la jurisprudencia mayoritaria el acento en el aspecto psicológico del miedo (SSTS 18-10-1993, 8-3-1995, 20-9-2011). Pero salvada esta confusión, en donde aparecen serias dificultades de diferenciación es con el estado de necesidad, por lo que resulta imprescindible una interpretación precisa de ambas, con el fin de concebirlos como supuestos autónomos e independientes de exención de la responsabilidad. Así pues, el miedo insuperable se ha de entender como una solución alternativa al estado de necesidad, que cobija supuestos en donde no se puede apreciar una auténtica situación de necesidad. En efecto, cuando esto sucede falta un auténtico conflicto objetivo e inevitable, y en consecuencia no puede nunca aplicarse el estado de necesidad. Es a partir de aquí donde comienza a jugar verdaderamente la eximente de miedo insuperable, esto es, más allá de los límites legales del estado de necesidad. Varias series de hipótesis ilustran esta perspectiva. En primer término, aquéllos en los que el mal temido carece completamente de realidad, existiendo sólo en la conciencia del miedoso, y en consecuencia el mal nunca se podrá producir y la

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respuesta será siempre innecesaria (estado de necesidad putativo). En segundo lugar, surgen supuestos donde la materialización del mal depende completamente de la voluntad de un tercero y no de un proceso ineluctable, de forma que si el tercero decide no hacer efectiva la amenaza, tampoco existirá el mal ni siquiera en abstracto, luego tampoco cabe acudir al estado de necesidad. En tercer término, cuando la gravedad de males en conflicto no tiene cabida en el estado de necesidad, que exige que sean de igual entidad, o que el salvado sea de mayor jerarquía que el sacrificado. Un supuesto para el debate es el conocido “caso GOETZ”: el 22 de diciembre de 1984 un ciudadano blanco llamado así, viajaba en el metro de Nueva York, y ante la petición de dinero algo insolente de cuatro jóvenes de color, sintiéndose amenazado, respondió con varios disparos que hirieron gravemente a dos de ellos. A valorar también desde la perspectiva de una legítima defensa putativa.

De las diferencias entre eximente completa e incompleta se ocupan las SSTS 4-3-2011 y 21-2-2013, subrayando entre ellas la posibilidad de un comportamiento distinto.

Lección 35

Causas de inimputabilidad 1. LA INIMPUTABILIDAD: CONCEPTO, FUNDAMENTO Y CONSECUENCIAS La imputabilidad fue estudiada en la Lección 25, ahora debemos estudiar su ausencia. Y si entonces decíamos, con la mirada puesta en el art. 20 CP, en sus tres primeras causas, y en el art. 19 también CP, que era imputable la persona que, al tiempo de realizar el hecho típico y antijurídico, era capaz de comprender su ilicitud y de actuar conforme a esa comprensión; ahora diremos que es inimputable quien es incapaz de comprender la ilicitud de su hecho y/o de comportarse de forma consecuente, y, por lo tanto, mal puede ser objeto del reproche en que la culpabilidad consiste. Inimputabilidad es, por consiguiente, la falta de imputabilidad, de capacidad para comprender el sentido ilícito del hecho realizado y ajustar la conducta a un tal conocimiento. Y no está de más advertir, de recordar mejor, que entre la imputabilidad y la inimputabilidad absolutas hay tramos intermedios, razón más que sobrada para que nuestro legislador, desde siempre, haya escalonado la exigencia de responsabilidad criminal, desde la exención plena, proclamada en el art. 20, hasta la responsabilidad también plena, pasando por la exención incompleta (del art. 21.1º, con los efectos prevenidos en el art. 68 CP) y la atenuación por analogía del art. 21.7º, con los efectos de las reglas 1ª y 2ª del art. 66 CP. La causas de inimputabilidad en cuanto eximentes se regulan junto a los permisos que enervan la ilicitud (ya sea como causas de justificación o como excusas). Pero aunque se encuentren en el mismo lugar del texto legal, su naturaleza y fundamento son completamente distintos. Recuérdese que los permisos, fuertes (causas de justificación) o débiles (excusas) eliminan la ilicitud o antijuridicidad formal de la conducta, puesto que se fundamentan en la idea del interés preponderante en casos de conflicto de bienes y de inexigibilidad. Por el contrario, las causas de inimputabilidad sólo excluyen el reproche en qué consiste el juicio de culpabilidad, pero el hecho sigue siendo típico y antijurídico, lo cual tiene importantes consecuencias; por ejemplo, en materia de responsabilidad civil, de participación de terceros, etc. Por ejemplo, aunque el ataque de un enajenado sea inculpable (a él no se le podrá imponer una pena porque es inimputable), si podrá castigarse al tercero que le deja el arma o le ayuda en el ataque. Además, generará responsabilidad civil. Y desde luego su ataque es injusto (constituye agresión ilegítima), por lo que el agredido podrá defenderse legítimamente.

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En el ordenamiento jurídico español existen cuatro causas de inimputabilidad, es decir, de ausencia de capacidad de entender y valorar el hecho injusto y de actuar conforme a esta valoración. Tres se encuentran recogidas en el art. 20 del Código Penal y si se aprecian como eximentes completas impiden la aplicación de cualquier pena, pero abren la posibilidad de aplicar las medidas de seguridad previstas en los arts. 95 y siguientes del mismo texto legal. Junto a estas tres causas eximentes, aparece la minoría de edad, a la que se refiere el art. 19 del Código Penal y que desarrolla la Ley Orgánica de Responsabilidad Penal del Menor. Analicemos sucintamente cada una de estas cuatro causas de inimputabilidad.

2. ENAJENACIÓN MENTAL (ANOMALÍAS O ALTERACIONES PSÍQUICAS) Se contiene en el art. 20,1º. CP para los casos de existencia de una causa patológica del psiquismo, expresada en términos muy amplios como cualquier clase de anomalía o alteración psíquica, siempre que como consecuencia de esta base patológica se produzca la imposibilidad de comprender la ilicitud del hecho o de obrar conforme a esa comprensión. Así pues, se configura con una doble exigencia mixta, de una parte de naturaleza biológico-psicológica y de otra, de naturaleza psíquico-normativa. De nuevo, ha de recordarse que la capacidad de culpabilidad (imputabilidad) tiene un doble presupuesto: por un lado, la existencia de ciertos estados psíquicos, y, por otro, la de cierta capacidad de autoconducción (motivación) del autor. Y la carencia de alguno de los dos determina la inculpabilidad (SSTS de 13-02-1999; 27-04-2000; 18-07-2002; 18-04-2006; 3-2-2009; 27-122012). Para su estimación, corresponde desarrollar una tarea valorativa al juez, sobre los informes técnicos y médicos emitidos por los peritos (vid. las SSTS 16-11-2011 y 18-12-2012, sobre las funciones de peritos y jueces). Se ha de comprobar la existencia de una enfermedad, aunque no entendida exclusivamente en términos médico-psiquiátricos, sino fundamentalmente en su sentido biológico-psicológico y con relación a la forma en que su afecta a las capacidades intelectivas y volitivas del sujeto (a comprender la ilicitud del hecho y actuar en consecuencia). De ahí que, en esencia, se trate de una decisión jurídica que sólo puede tomar el juez (STS de 25-02-2005, 18-1-2012). Se trata de un problema casi insoluble, que cabe exponer de la siguiente forma: el legislador (los legisladores en general), sabedor de la existencia de enfermedades psíquicas, entiende que han de aparecer de alguna forma en los textos legales, a fin de que los tribunales puedan valorarlas a la hora de dictar sentencia. Y cada legislador, mejor o peor asesorado, elige una fórmula para expresar esta idea: no

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debe caer el peso de la ley sobre quien no obró de forma consciente y libre. En nuestro CP anterior, estaban declarados exentos de responsabilidad “el enajenado y el que se halla en situación de trastorno mental transitorio (art. 8.1º); en el actual la fórmula es, lo hemos reiterado”: “el que al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o alteración psíquica, no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión”.

Esto es lo que dice la ley, y lo dice porque el legislador así lo ha querido. A partir de ese momento, con una fórmula o con otra, cuando un juez ha tenido que decidir o tiene que resolver sobre si reprocha o no una acción a quien la ha realizado, indefectiblemente, desde tiempo inmemorial, se ha dirigido a frenópatas, forenses, psiquiatras, psicólogos, pidiéndoles que le informaran sobre si la persona sentada en el banquillo, era o no responsable, era o no imputable, sabía o no lo que hacía, distinguía o no entre el bien y el mal… Y parece que los profesionales de tales ministerios se esmeraron en responder a tales demandas, cuando bien podían responder que ellos no habían hecho ni informado esa ley, y que ignoraban lo que el legislador quería decir o pretendía con ella, que ni siquiera el utilizado para redactar el precepto era su lenguaje (así lo hacía notar J. Mengual Llull/Isa Trolec). Pero lo cierto es que nuestros tribunales, que son, lo reiteramos, los que han de decidir si una persona es o no imputable, siguen recurriendo a profesionales de la psicología y la psiquiatría para recabar sus dictámenes sobre el particular. Y no está de más hacer una breve alusión a lo mudables y variables que pueden resultar las categorías utilizadas en Psiquiatría y Psicología, como lo atestigua el examen de las sucesivas ediciones del DSM y las clasificaciones de la OMS, ni entrar en las discrepancias entre muchos de los grandes expertos en estas materias y sus seguidores (basta pensar en Freud, Lacan, Skinner, Szasz, Bettelheim, etc., etc.). Razón que abona la cautela con la que suelen proceder nuestros jueces a la hora de acordar si el imputado es o no imputable. Al perito corresponde ilustrar al juez sobre la existencia o inexistencia de una base de anomalía o alteración psíquica, mientras que al juez corresponde apreciar, apoyándose en otros hechos que se prueben, la afectación en los aspectos cognoscitivos o volitivos de la conducta del acusado (SSTS de 22-10-1998, 17-4-2002, 11-10-2005, 17-7-2008, 3-2-2009, 28-1-2011, 18 y 27-12-2012).

Entre las enfermedades que más habitualmente han propiciado la apreciación de la eximente, se encuentran las psicosis (endógenas, exógenas, y la maniacodepresiva, de cuyo concepto y características se ocupan las SSTS de 28-9-1998, 4-6 y 18-10-1999, 11-3-2003, 5-12-2005); la esquizofrenia (STS de 16-11-2004, 29-9-2005, 1-2-2012); la oligofrenia (SSTS de 31-7-1998, 25-4-2002, 20-7-2006, 18-11-2008); la paranoia (SSTS 22-4-2003, 19-7-2011); la toxifrenia (sobre todo por consumo de heroína) y el alcoholismo (SSTS de 5-12-2005, 19 y 26-7-2006,

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25-4-2007, 13-11-2008, 27.1.2010, 28-6-2013); psicopatía o trastorno de la personalidad (SSTS de 19-1-2000, 4-11-2002, 3-5-2006, 17-11-2008, 2-11-2011, 18-1-2012); en ocasiones la epilepsia (SSTS de 18-3-1999, 27-2-2006), y también debe hacerse referencia a supuestos de neurosis (SSTS de 24-5-1999, 25-102004), ludopatía (SSTS 15-5-2012 y 4-12-2013); y paidofilia (SSTS de 9-6-1999, 28-2-2003, 18-6-2004, 29-12-2009). Y en general deben tenerse en cuenta los llamados “trastornos mentales transitorios” que aunque traen causa de las citadas enfermedades o anomalías, poseen una duración limitada en el tiempo. En todos los supuestos, ha de evaluarse la intensidad, los efectos o incidencias en la imputabilidad, su duración, y la forma de aparición. Ninguna de estas enfermedades, adicciones o situaciones determina automática y directamente la apreciación de la eximente, pues no basta con que haya una enfermedad mental (STS de 03-022005, 18-4-2006, 3-2-2009). Del resultado de esta evaluación, el juez decidirá si ha lugar o no a la apreciación de la eximente completa (art. 20), de la eximente incompleta (art. 21,1º con relación al art. 68), a una atenuante analógica (art. 21,6º) o a no apreciar ninguna consecuencia en la penalidad, porque la enfermedad no haya afectado a sus capacidades. Así, para apreciar la eximente completa se precisa la anulación de las capacidades referidas o cuanto menos una disminución muy importante de estas capacidades. Mientras que para estimar la eximente incompleta, será necesario que se afecte con bastante intensidad o que cause una grave disminución de sus capacidades (SSTS de 16-11-2005, 18-1-2012). Suele diferenciarse la alteración psíquica del trastorno mental transitorio atendiendo a la corta duración de éste y a su desaparición sin dejar secuelas (SSTS de 16-10-1998, 9-2-2004, 3-12-2008, 19-7-2011). Supone éste una perturbación de intensidad psíquica idéntica a la de la enajenación exigiéndose: una brusca aparición; irrupción en la mente del sujeto con pérdida de facultades intelectivas o volitivas o ambas; breve duración; curación sin secuelas; y que no sea autoprovocado con propósito de sus actos ilícitos (STS 3-4-2017). Cuando la situación de enajenación o de trastorno mental transitorio ha sido buscada intencionalmente por el sujeto, o debió haber previsto la comisión del delito, se excluye su apreciación conforme a la doctrina ya analizada de las actiones liberae in causa (vid. Lección 25); donde se vio que para fijar el momento de la imputabilidad, se entiende iniciada la ejecución desde el instante en que el sujeto se instrumentaliza a sí mismo para cometer la infracción (STS 09-12-1999). Como ya se ha dicho, la apreciación de la eximente completa podrá comportar la imposición de medidas de seguridad, siempre que además se declare la existencia de peligrosidad criminal (consultar respectivamente arts. 101 y 95 CP). En todo caso, nuestra jurisprudencia mantiene que la carga de la prueba de la existencia de una alteración psíquica recae sobre quien la alega, y que ha de estar tan demostrada como el hecho mismo que se imputa (SSTS de 8-2-2002, 29-122003, 25-11-2004, 23-3-2006, 29-10-2008).

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3. INTOXICACIÓN La intoxicación plena por consumo de drogas o alcohol está contenida en el art. 20,2º del CP, que señala textualmente que está exento de responsabilidad criminal, “el que al tiempo de cometer la infracción penal se halle en estado de intoxicación plena por el consumo de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras que produzcan efectos análogos, siempre que no haya sido buscado con el propósito de cometerla o no se hubiese previsto o debido prever su comisión, o se halle bajo la influencia de un síndrome de abstinencia, a causa de su dependencia de tales sustancias, que le impida comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión”. Como se puede observar, la estructura es exactamente igual a la anterior, pues se requiere primero un estado de toxicomanía o alcoholismo, y que como consecuencia del mismo quede anulada (eximente incompleta) o afectada gravemente (eximente incompleta) la capacidad de comprensión y motivación del autor (SSTS 21-092000; 17-07-2002; 14-2-2003, 05-12-2005, 20-11-2008). En casos de toxicomanías, la jurisprudencia precisa los siguientes requisitos: primero, que el drogadicto se encuentre en un estado de intoxicación derivado del previo consumo de drogas, y actúe bajo su influencia directa o indirecta en caso del síndrome de abstinencia. Segundo, que como consecuencia de este consumo quede anulada por completo la voluntad e inteligencia del sujeto. En cuanto al síndrome de abstinencia debe diferenciarse de la simple crisis de ansiedad (SSTS 24-11-1997; 04-03-2002; 20-06-2002, 03-10-2005, 02-03-2006, 21-2-2013, en la que se analiza el concepto de droga). Respecto de la embriaguez, se exige que el consumo de cualquier bebida alcohólica determine una anulación de la voluntad e inteligencia del sujeto, ya que el simple alcoholismo crónico no causa ninguna alteración de la capacidad de comprender y de actuar (SSTS 10-05-1999; 27-04-2000; 21-09-2000; 22-03-2005; 19-7-2013). En ambos casos, y al igual que la anterior eximente, podrá apreciarse como eximente completa, como eximente incompleta o como simple circunstancia atenuante, según los criterios de graduación ya expuestos: anulación o afectación severa; afectación importante; y simple aminoración de las facultades. Junto a ella, la jurisprudencia distingue entre embriaguez plena y fortuita (eximente completa); embriaguez fortuita pero no plena con afectación seria y profunda de las facultades (eximente incompleta); embriaguez no habitual ni provocada para delinquir (atenuante art. 21,2º CP); y queda la atenuante análoga significación para la embriaguez productora de una leve afectación de las facultades (STS de 05-122005, 19-7-2013). Si se aprecia como eximente completa, podrán imponerse medidas de seguridad siempre que se aprecie, además, peligrosidad criminal del sujeto (arts. 96 y

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siguientes CP). También puede optarse por este régimen en casos de eximentes incompletas. También aquí debe aplicarse la doctrina de las actiones liberae in causa, que afecta al criterio de determinación del momento de la imputabilidad.

4. ALTERACIONES EN LA PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD La eximente de alteraciones en la percepción de la realidad, se contiene en el art. 20,3º del CP, y textualmente señala que está exento de responsabilidad criminal, “el que, por sufrir alteraciones en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, tenga alterada gravemente la conciencia de la realidad”. En opinión de la jurisprudencia, esta eximente supone una falta de comunicación con el mundo externo, que determina graves carencias para desenvolverse u orientarse moralmente en la convivencia con los demás ciudadanos. Es decir, una situación de incomunicación sufrida con el entorno social desde el nacimiento o desde la infancia, como consecuencia de una alteración perceptiva producida por un defecto sensorial o por excepcionales circunstancias ambientales, que limitan el proceso de socialización del individuo (STS 20-09-1999; 6-2-2001; 7-3-2007). Suele plantearse en casos de sordomudez, ceguera, y anomalías cerebrales. Siempre claro está, que determinen la falta de comprensión del hecho antijurídico. De gran interés la STS 16-11-2006 que aprecia esta eximente en un supuesto de falta de socialización debida a condiciones de desigualdad.

También aquí, en función de la intensidad puede provocar la apreciación de la eximente completa, de la eximente incompleta (art. 21,1º)o de una circunstancia atenuante (art. 21,5º). Así mismo, permite la imposición de medidas de seguridad cuando exista, además, peligrosidad criminal.

5. MINORÍA DE EDAD El art. 19 del CP señala que los menores de dieciocho años no “serán responsables criminalmente con arreglo a este Código”. Esta nueva disposición no significa que los menores de dieciocho años sean completamente inimputables, o que queden exonerados de toda sanción penal, sino que muy al contrario dice que no serán responsables conforme a las reglas del Código Penal; sin embargo implícitamente afirma que sí serán responsables conforme a otra ley. Esta otra ley es en concreto la Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor (LO 5/2000 de 12 de enero; reformada parcialmente para delitos de terrorismo y otros delitos graves por las LO 7 y 8/2000, y modificada más

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recientemente por la LO 8/2006, de 4 diciembre). La misma establece un proceso penal para los menores de dieciocho años y mayores de catorce años, que cometan cualquier hecho delictivo. Por tanto, si son imputables para el Derecho penal en su conjunto, aunque no conforme al CP. En efecto la responsabilidad de los menores se determina conforme a reglas procesales y materiales diferentes. Esta nueva norma establece, además, un catálogo especial de medidas a imponer a los menores infractores, así como las reglas de aplicación y ejecución de las mismas (vid. infra Lección 46). El art. 69 CP permitía inicialmente enviar a la jurisdicción de menores (14 a 18 años) el enjuiciamiento de delitos cometidos por jóvenes con edad comprendida entre 18 y 21 años. En el art. 4 de la LO Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, en su versión original, se fijaban los criterios y condiciones para ello. Pero esta posibilidad quedó suspendida temporalmente —su entrada en vigor se estableció a los dos años de la reforma del año 2001—, sin embargo, la reforma de 2006 la derogó definitivamente (SSTS 4-6-2007; 13-6-2007). Pero aunque el Código Penal no fije una minoría de edad penal absoluta, si lo hace la citada Ley de Responsabilidad Penal del Menor, que señala que sólo es aplicable a los mayores de catorce años: De modo que claramente se desprende que los menores de catorce años sí son absolutamente inimputables, puesto que nunca pueden ser responsables penalmente de sus actos (únicamente pueden ser sometidos a medidas civiles y administrativas). Así pues, por debajo de esta edad, la legislación española establece que no se posee capacidad de comprender y valorar la ilicitud, ni de actuar conforme a ella. Y esta es una declaración legal que no admite prueba en contrario. No obstante, la discusión respecto a la edad mínima no está cerrada completamente en el debate político criminal, pues, desde diversos colectivos, se reclama su rebaja hasta los 12 ó 13 años, mientras se ha “subido” la edad sexual para consentir válidamente a los 16. Es como considerar a las personas de doce o de trece años menos inimputables a la hora de exigírseles responsabilidad criminal por la comisión de un delito y a los mayores de 16, más inimputables para desempeñarse autónomamente en el terreno sexual.

Lección 36

Causas genéricas de exclusión de la pena 1. CONCEPTO Y FUNDAMENTO Además de los supuestos de extinción de la responsabilidad criminal previstos en el artículo 130 CP, pueden citarse como causas genéricas el “desistimiento voluntario en la tentativa” (art. 16,2º CP), y las “inviolabilidades”, tanto del Jefe del Estado, como las de los parlamentarios, Magistrados del TC y el Defensor del Pueblo y sus Adjuntos, todas ellas ya analizadas. Ahora nos centraremos en las causas genéricas de extinción de la pena, contenidas en el art. 130 CP, cuyo contenido contempla las siguientes siete causas de extinción de la responsabilidad criminal: A) por la muerte del reo; B) por el cumplimiento de la condena; C) Remisión definitiva de la pena suspendida; D) por el indulto; E) por el perdón del ofendido; F) por la prescripción del delito; y G) por la prescripción de la pena. La mayoría de estas causas encuentran su fundamento en la ausencia de necesidad de imponer en concreto una pena, aunque luego cada una de ellas responda a razones particulares. Su redacción ha sido modificada sucesivamente por las reformas operadas por las leyes orgánicas 15/2003, 5/2010 y 1/2015. A diferencia de las causas de exención de la responsabilidad criminal, en las que no existe responsabilidad penal por faltar un elemento esencial del concepto de delito, las causas de extinción de la responsabilidad parten de la existencia de todos los elementos propios del delito. Pero, a pesar de ello, el Estado renuncia a la sanción por razón de la ausencia de necesidad de pena en concreto. Ahora bien, debe quedar claro que la extinción de la responsabilidad criminal no lleva paralela necesariamente la extinción de la responsabilidad civil. En relación con las causas de extinción del artículo 130 CP, únicamente haremos una breve referencia a las mismas.

2. LA MUERTE DEL REO La responsabilidad criminal es personal y no puede trasladarse a terceros, estando vedada la “responsabilidad por hecho de otro”. Tampoco es posible extender la responsabilidad criminal a los difuntos. Su fundamento es obvio y reside en el principio de personalidad de las penas. Por tanto, con la muerte del reo se extingue totalmente la posibilidad de imponer en concreto una pena (art. 130,1º CP). No sucede igual con la responsabilidad civil derivada del delito, que sigue las reglas generales del Derecho Civil.

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3. CUMPLIMIENTO DE LA CONDENA Como también resulta obvio, el cumplimiento de la pena extingue la responsabilidad penal (art. 130,2º CP). No obstante, en las penas de prisión, la libertad condicional no comporta la extinción de la pena. Igual sucede en los supuestos de suspensión de la ejecución de la pena, por lo menos hasta trascurrido el plazo de suspensión y obtenida la remisión definitiva (art. 87 CP), salvo ahora lo ya dispuesto expresamente en la causa siguiente. Con el cumplimiento de la condena queda naturalmente extinguida la responsabilidad criminal, cesando el ejercicio de la potestad punitiva del Estado. No obstante, debe advertirse la persistencia de ciertos efectos por la existencia en nuestro sistema de la agravante de reincidencia, así como de la medida de libertad vigilada (vid. Lección 45).

4. REMISIÓN DEFINITIVA DE LA PENA SUSPENDIDA El transcurso del plazo de suspensión de la ejecución de las penas privativas de libertad, conlleva en ocasiones la remisión completa de la pena (art 87 CP). De modo que, transcurrido el plazo de suspensión sin haber vuelto a delinquir y habiendo cumplido en su caso las obligaciones o reglas de conducta impuestas, el órgano judicial competente libera de cumplir la pena suspendida y la declara extinguida (art. 130,3º CP). No obstante, al igual que el caso del cumplimiento de la pena, persisten los antecedentes penales a efectos de reincidencia.

5. EL INDULTO Históricamente, el indulto aparece junto con la amnistía como una manifestación del “derecho de gracia” que, como reminiscencia de tiempos pasados en los que el ius puniendi lo ostentaba el soberano, subsiste hasta nuestros días. En cierta forma pugna con el principio de separación de poderes en la medida que corresponde su ejercicio al Poder Ejecutivo y no al Poder Judicial. Sea como fuere sigue operando como una causa de extinción de la pena (art. 130,4º CP), que consagra la renuncia a castigar del Estado por razones de conveniencia política y utilidad. Desde el punto de vista político-criminal, el derecho de gracia puede ser utilizado como medio para conseguir la rehabilitación del condenado, corregir errores judiciales o templar el excesivo rigor de las penas legalmente impuestas. Sin embargo, en la práctica sigue siendo, por su propia naturaleza, una zona oscura que se utiliza en ocasiones por simples razones coyunturales o esconde la tan manida “razón de Estado”.

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El derecho de gracia se formaliza en la amnistía y en el indulto, que puede ser “general” y “particular”. La doctrina siempre se ha mostrado muy crítica con la amnistía y con el indulto general, al considerarlos quiebras del principio de legalidad criminal y penal. Por estas razones, la Constitución Española, para evitar indeseables abusos, prohíbe en su art. 62, i), los indultos generales, quedando como única institución del antiguo derecho de gracia el indulto particular. Se halla regulado por la Ley de 18 de junio de 1870, modificada por Ley 1/1988, de 14 de enero y desarrollada en el Real Decreto 1879/1994 de 16 septiembre. Por consiguiente, la regulación constitucional del derecho de gracia se circunscribe al indulto particular, que corresponde ejercerlo al Rey, con arreglo a la ley. La concesión del indulto, que es irrevocable, es competencia exclusiva del Consejo de Ministros. A su vez, en el art. 102,3º CE, queda vedada toda posibilidad de conceder el indulto para los supuestos descritos de responsabilidad criminal del Presidente y demás miembros del Gobierno. Nada dice la Constitución acerca de la amnistía. Para un importante sector doctrinal el silencio posibilita su existencia, si bien con un carácter excepcional que debería ser regulado en una ley especial a tal efecto. No obstante, para otros autores, la prohibición expresa del indulto general conlleva también la prohibición de la amnistía: parece claro que si se prohíben los indultos generales, por las mismas razones debe rechazarse la posibilidad de acudir a la amnistía. En efecto, ambas manifestaciones pretéritas del derecho de gracia no son fácilmente compatibles con el Estado de Derecho, pues suponen un ejercicio arbitrario del poder, que choca frontalmente con el principio de legalidad penal y coloca a la víctima de los delitos amnistiados en una difícil situación (STS 27-2-2012).

La concesión de un indulto presupone que el sujeto ha sido previamente condenado por sentencia firme por la comisión de un delito (la STS 31-3-2004 ha subrayado que la gracia del indulto recae sobre la pena y no sobre el delito). Es posible otorgar el indulto incluso antes del comienzo de la ejecución de la pena, o una vez ya iniciado su cumplimiento habiéndose cumplido ya una parte, y que éste afecte entonces sólo al resto de la misma. Por otro lado, el indulto puede alcanzar a la totalidad de la pena o penas impuestas en la sentencia (en cuyo caso hablamos de indulto total). Pero también puede afectar sólo a alguna pena de entre las impuestas o a parte de alguna de las penas impuestas (indulto parcial). Puede solicitarse respecto a cualquier clase de penas y por cualquier delito, a excepción de lo dispuesto en el art. 102,3º CE. La solicitud se tramita a través del Ministerio de Justicia. El indulto puede ser solicitado por el penado, sus parientes o por cualquier otra persona en su nombre. También puede pedirlo el mismo Tribunal sentenciador. Así, el art. 4.3º CP, partiendo de que los Jueces y Tribunales se encuentran sujetos a las normas y no pueden hacer otra cosa que aplicarlas rigurosamente, prevé que puedan dirigirse al Gobierno para pedir un indulto cuando estimen que de la

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aplicación de la ley resulta penada una conducta que no debiera serlo, o cuando entiendan que la pena que se han visto legalmente obligados a imponer es excesiva. En estos casos, si el órgano judicial aprecia fundadamente que el comienzo de la ejecución puede vulnerar el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas, puede acordar la suspensión de la ejecución mientras se decide la solicitud de indulto (art. 4,4º CP; ver Consulta Fiscalía General del Estado 1/94, de 19 julio)

6. EL PERDÓN DEL OFENDIDO En los delitos privados, el Estado renuncia al poder punitivo, y concede al ofendido una suerte de “derecho de gracia” privada mediante el perdón (art. 130,5º CP). Ha de insistirse que sólo es posible en el ámbito de los delitos privados, precisamente porque el bien lesionado es estrictamente personal y por tanto disponible enteramente por su titular (v.gr. el honor, art. 215 CP). En cualquier caso, esta facultad debe ejercerse de forma expresa y antes de dictarse la sentencia. El perdón del ofendido extingue la responsabilidad penal cuando la ley así lo prevea y siempre bajo ciertos requisitos. En efecto, históricamente el perdón del ofendido gozaba de un mayor ámbito de aplicación. Pero conforme a las actuales tendencias político-criminales, el CP de 1995 no sólo limitó su esfera de operatividad, sino que también por primera vez reguló expresamente su procedimiento. Y este cambio es acorde con su fundamento, vinculado a la naturaleza del bien jurídico protegido, en los supuestos en que el titular goza de plena disponibilidad sobre el mismo. El ejemplo característico se encuentra en los delitos contra el honor, bien por excelencia disponible por su titular. Así, el régimen actual únicamente otorga eficacia extintiva al perdón del ofendido en los casos previstos expresamente en el Código Penal. De modo que si un delito o grupo de delitos no posee una cláusula expresa en este sentido, el perdón es irrelevante a efectos de la extinción de la responsabilidad criminal. Y tras la reforma de 2015 se extiende la eficacia extintiva del perdón a los delitos leves. Por ejemplo, se contiene una cláusula con eficacia extintiva del perdón del ofendido en los siguientes delitos: art. 201,3º (descubrimiento y revelación de secretos entre particulares); art. 215,3º (calumnias e injurias); art. 267 tercer párrafo (daños por imprudencia), etc. De ahí que en este sistema de numerus clausus sea innecesario advertir explícitamente que no posee eficacia en los delitos contra la libertad sexual, tal como hace el art. 191,2º CP, quizás para subrayar el cambio con respecto a regulaciones anteriores.

La redacción vigente del art. 130,5º (así desde LO 15/2003), limita a su vez su eficacia en el tiempo. Ahora ha de otorgarse “antes de que se haya dictado sentencia”, luego es válido a lo largo de todo el procedimiento, pero siempre antes de pronunciarse la sentencia. Por otra parte, el perdón habrá de ser otorgado de

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forma expresa. A tal efecto, con anterioridad a dictarse la sentencia, el Juez o Tribunal sentenciador oirá al ofendido por el delito (SSTS 13-5-1989 y 16-2-2001). Sin embargo, existe un régimen especial en los delitos contra menores o persona con discapacidad necesitada de especial protección. Aquí, los Jueces o Tribunales, oído el Ministerio Fiscal, podrán rechazar la eficacia del perdón otorgado por los representantes de aquéllos, ordenando la continuación del procedimiento, con intervención del Ministerio Fiscal, o el cumplimiento de la condena. En estos casos, para rechazar el perdón a que se refiere el párrafo anterior, el Juez o Tribunal deberá oír nuevamente al representante del menor o persona con discapacidad necesitada de especial protección. Esta excepcionalidad se justifica en la tutela especial que requieren menores e incapaces, habida cuenta de los posibles pactos abusivos que entre las partes pueden cometerse en esta materia.

7. LA PRESCRIPCIÓN DEL DELITO Al igual que en el Derecho civil, de donde procede, la prescripción supone que el transcurso de un tiempo determinado impide al Estado poder valorar penalmente unos determinados hechos y atribuir responsabilidad penal por los mismos. Es decir, con el paso del tiempo el Estado pierde el interés en castigar un hecho, y en consecuencia renuncia al ejercicio del poder punitivo. En resumen, consiste en la extinción de la pena impuesta o que se puede imponer por el transcurso del tiempo, debido a la falta de interés en castigar en esos casos (art. 130,6º CP). No existe un fundamento unitario, citándose entre otros: el debilitamiento de la pretensión punitiva puesto que el transcurso del tiempo debilita las razones para su castigo; los cambios que el tiempo opera en la personalidad del infractor, con la consiguiente posibilidad de desaparición de la peligrosidad; la atenuación de la alarma social y la innecesaridad de la prevención general; la ineficacia del castigo, pues el transcurso del tiempo imposibilita la realización de los fines de la pena; la negación del principio de inmediatez y celeridad de la justicia penal; la ausencia de necesidad de pena; las dificultades de prueba surgidas con el transcurso del tiempo; la necesidad de eliminar las incertidumbres en las relaciones jurídicas y el aquietamiento de la convivencia social; el principio de seguridad jurídica recogido en el art. 9,3º CE (ATC 27/1983, y luego en SSTC 152/1987; 157/1990; 194/1990; 301/1994, etc. y STS 18-02-1995, 19-11-2003, 13-6-2007, 10-6-2013, 20-4-2016). La confluencia de todas estas razones justificó que en la STS 23 de junio de 1993, y muchas posteriores que de ella son aplicación, se planteara la conveniencia, en caso de retrasos en el enjuiciamiento, de resolver vía indulto el exceso de pena, o apreciar una atenuación proporcionada al retraso, aun cuando no se hubiera llegado a apreciar la prescripción del hecho por sucesivas interrupciones.

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También se discute su naturaleza sustantiva o procesal. La doctrina penal se inclina por afirmar su naturaleza material lo que comporta consecuencias prácticas en orden al momento procesal para su alegación y a efectos de retroactividad e irretroactividad. En esta misma línea se ha venido pronunciando la jurisprudencia (desde STS 10-02-1989; ATS 20-04-1994 y STS 25-04-1994, 17-5-2011, 10-62013). En este sentido resulta ilustrativa la evolución de la jurisprudencia constitucional, que en un primer momento fue muy restrictiva sobre el alcance del control en el recurso de amparo (v.gr. STC 152/1987), para luego admitir que sólo quedaba fuera del mismo, por considerar la prescripción como una cuestión de “legalidad ordinaria” una vez constatado que la resolución judicial impugnada está “debidamente fundamentada”, es “razonada y fundada”, “no arbitraria”, “no irrazonable”, o “que no carece de fundamento” (SSTC 12/1991 y 301/1994). Finalmente, consciente el TC de que las normas de prescripción son “normas penales materiales”, aunque no definan conductas sancionables y de que de su interpretación depende la aplicación del ius puniendi del Estado, ha acentuado el control sobre la aplicación judicial de la prescripción, exigiendo una mayor sujeción del Juez a la ley (así SSTC 64, 65,66, 68, 69 y 70/2001, de 17 marzo). Se trata pues de un “canon reforzado” a través de los arts. 24,1º y 25,1º CE.

Respecto a su naturaleza sustantiva o de naturaleza jurídico-material también se ha pronunciado la jurisprudencia del Tribunal Supremo (SSTS 10-02-1989; 2004-1994, 25-04-1995, 6-5-2004, 13-6-2007). Así lo confirman las resoluciones dictadas en esta materia por el TC (SSTC 63/2005 y 29/2008). La prescripción de los delitos se encuentra regulada en el art. 131 CP, ahora reformado por la LO 1/2015, donde se establecen unos plazos tanto más prolongados cuanto más grave ha sido el delito cometido. Las principales reglas que hemos de considerar son: el aumento de delitos imprescriptibles (ahora también, junto a genocidio y lesa humanidad, terrorismo con resultado de muerte); los 20 años para los delitos más graves; el plazo de quince o diez años para otros delitos graves; el plazo de cinco años para el resto de delitos graves y menos graves; un año de plazo para los delitos leves y los delitos de injurias y calumnias. Merece destacarse la regla 4, específica para los concursos de infracciones y las infracciones conexas. El texto continúa sin precisar el significado de la expresión “pena señalada”, que la mayoría de la doctrina interpreta equivalente al marco penal correspondiente a la infracción, según sea consumada o intentada y a la forma de participación, sin tomar en consideración las circunstancias genéricas, pero sí los tipos cualificados o privilegiados. Por su parte, en el art, 132,1º se contiene el cómputo de los plazos previstos en el artículo precedente. La regla general es que el comienzo del término se inicia desde el día en que se haya cometido la infracción punible, esto es, desde que esté consumado. En los delitos imprudentes se entiende no desde el momento de reali-

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zar la conducta sino desde el instante de producirse el resultado (STS 1-6-1999). Por su parte, en los delitos de omisión, por ejemplo de no presentación de la declaración a la Hacienda Pública, desde el fin del plazo fijado reglamentariamente para cumplir la obligación (STS 26-7-1999). Sin embargo, también se establecen legalmente ciertas reglas especiales para supuestos complejos. Así, en los casos de delito continuado el plazo se computa desde el día en que se realizó la última infracción. Por su parte, en el delito permanente desde que se eliminó la situación ilícita. Y por lo que se refiere a las infracciones que requieren habitualidad, desde que cesó la conducta. Cuando la víctima fuere menor de edad, en ciertos delitos, como la tentativa de homicidio y en los delitos de aborto no consentido, lesiones, contra la libertad, de torturas y contra la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, la intimidad, el derecho a la propia imagen y la inviolabilidad del domicilio, los términos se computarán desde el día en que ésta haya alcanzado la mayoría de la edad, y si falleciere antes de alcanzarla, a partir de la fecha del fallecimiento. Por otro lado, la doctrina jurisprudencial precisa que los hechos perseguidos penalmente constituyen delito, a efectos de iniciar el cómputo de la prescripción, según la calificación que hayan realizado definitivamente los órganos jurisdiccionales, y no conforme a la pretendida en algún momento por las partes procesales (STS 26-1-2007).

Igualmente compleja, a la vez que polémica, resulta la determinación de los supuestos en que queda interrumpido el plazo de la prescripción, de ahí la profunda reforma operada en esta materia por la LO 5/2010. La interrupción del plazo de prescripción requería, conforme al texto anterior, y según la línea mayoritaria jurisprudencial, la existencia de actos procesales de contenido sustancial, no siendo suficientes las diligencias inocuas (SSTS16-12-1998; 4-3-1999; 1-12-1999; 25-01-2000; y SSTC 301/1994 y 69/2001). Tradicionalmente se exigía una resolución judicial declarando la admisión a trámite de la querella o denuncia, pero una resolución ha roto ésta consolidada jurisprudencia estimando suficiente la mera interposición de una querella defectuosa (STS 14-3-2003). Sorprendía que en esta materia tan sensible para la seguridad jurídica coexistieran dos interpretaciones jurisprudenciales antagónicas. Para poner fin a tamaña inseguridad, la jurisprudencia constitucional dictó dos resoluciones (SSTC 63/2005, de 14 marzo y 29/2008, de 20 febrero) declarando que la citada interpretación del término “procedimiento” infringía el derecho fundamental a una resolución fundada en Derecho (art. 24,2 CE), pues rebasaba el tenor literal posible del texto y por tanto se deslizaba a una interpretación arbitraria del citado precepto penal, Normalmente se admite que interrumpen la prescripción del delito los siguientes actos: en general las resoluciones que ofrecen un contenido sustancial propio de la puesta en marcha del procedimiento, reveladoras de que la investigación o el trámite procesal avanza superando la inactividad (STS 12-2-1999); y en particular, la declaración como imputado, la imputación realizada por el perjudicado; la petición de suplicatorio. No poseen virtualidad para interrumpir las diligencias inocuas o que no afecten al procedimiento. No obstante, subsisten graves problemas de inseguridad jurídica en esta materia, por diversidad de doctrinas jurisprudenciales.

En otro orden de cosas, hasta fechas muy recientes también era pacífica la doctrina jurisprudencial acerca de la interpretación de la expresión “procedimiento

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dirigido contra el culpable”, modificado en 2010, que aunque no exigía que el imputado fuese nominalmente identificado, cuanto menos sí requería que apareciera perfectamente definido, o al menos fuera posible identificarlo de otro modo (entre otras muchas, ver SSTS 16-12-1997; 3-7-1998; 11-12-1998; 29-7-1999). Esto es, el término culpable se entendía en sentido amplio, no en sentido estricto, en consideración a la fase del procedimiento respectivo, siendo aplicable a la condición de imputado, acusado, inculpado, procesado, etc. (STS 29-7-1998). Desde luego no basta con una denuncia contra personas desconocidas sin saberse quién pueda ser el culpable (STS 31-10-1997). No obstante, con la STS de 29-7-1998 (caso GAL), se quebró esta doctrina debilitando bruscamente estas exigencias de mínima concreción de los imputados. Tradicionalmente no se consideraba suficiente para interrumpir el plazo de la prescripción la denuncia o querella contra personas totalmente desconocidas (STS 31-10-1997; vid. la 24-10-2013). En efecto, se puede decir que sobre la concreta interpretación de cuando se considera que “el procedimiento se dirige contra el culpable” existen dos corrientes doctrinales, que han tenido su reflejo en la jurisprudencia del TS: a) La primera de ellas entiende que no cabe pensar que la querella o denuncia sean actos procesales mediante los cuales se pueda dirigir el procedimiento contra el culpable y por tanto aptos para interrumpir la prescripción. Dentro de esta tendencia, basta para operar la interrupción una resolución judicial que recaiga sobre tal denuncia o querella. E incluso existe otra línea interpretativa más rígida que exige un acto formal de imputación, procesamiento o cuanto menos una simple citación del sospechoso para ser oído; b) la segunda corriente interpretativa entiende que la denuncia y querella con que pueden iniciarse los procesos penales forman parte del procedimiento. Si en dichos escritos aparecen ya datos suficientes para identificar a los presuntos culpables de la infracción correspondiente, hay que decir que desde ese momento ya se dirige el procedimiento contra el culpable a efectos de la interrupción de la prescripción, sin que sea necesario, para tal interrupción, resolución alguna de admisión a trámite. Resulta sorprendente que en un tema de esta trascendencia para los derechos y garantías fundamentales, la doctrina del Tribunal Supremo sea contradictoria, acogiendo una u otra doctrina. Así, tradicional y mayoritariamente acoge la primera, obviamente respetuosa con el tenor literal y con la tradición de la institución. Así se pronuncian entre otras las SSTS 5-09-1997; 3-12-1998; 04-03-1999; 01-12-1999). Avalando quizás esta tesis, la STC 69/01, de 17 marzo 2001 (Pleno) parece exigir en efecto la existencia de un procedimiento y determina conexión entre este procedimiento y quien después resulte condenado. Sin embargo, en diversos sentido, tanto al interpretar laxamente el término “procedimiento” (entendiendo que basta una denuncia o querella incluso defectuosa, así incluso la STS 14-03-2003), como también al interpretar “que se dirija contra el culpable” (en especial en supuestos de delitos cometidos en el seno de una colectividad organizada, v.gr. STS 29-07-1998), algunas resoluciones han asumido la segunda exégesis (entre otras STS 05-02-2003).

Pues bien, para tratar de cerrar este estado de inseguridad jurídica, la LO 5/2010, modificó sustancialmente el régimen anterior. La reforma operada por la LO 1/2015 mantiene en lo sustancial aquella redacción, con el siguiente texto del art. 132,2º CP:

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“La prescripción se interrumpirá, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra la persona indiciariamente responsable del delito o falta, comenzando a correr de nuevo desde que se paralice el procedimiento o termine sin condena de acuerdo con las reglas siguientes: 1ª. Se entenderá dirigido el procedimiento contra una persona determinada desde el momento en que, al incoar la causa o con posterioridad, se dicte resolución judicial motivada en la que se le atribuya su presunta participación en un hecho que pueda ser constitutivo de delito. 2ª. No obstante lo anterior, la presentación de querella o la denuncia formulada ante un órgano judicial, en la que se atribuya a una persona determinada su presunta participación en un hecho que pueda ser constitutivo de delito, suspenderá el cómputo de la prescripción por un plazo máximo de seis mese, a contar desde la misma fecha de presentación de la querella o de formulación de la denuncia. Si dentro de dicho plazo se dicta contra el querellado o denunciado, o contra cualquier otra persona implicada en los hechos, alguna de las resoluciones judiciales mencionadas en la regla 1ª, la interrupción de la prescripción se entenderá retroactivamente producida, a todos los efectos, en la fecha de presentación de la querella o denuncia. Por el contrario, el cómputo del término de prescripción continuará desde la fecha de presentación de la querella o denuncia si, dentro del plazo de seis meses, recae resolución judicial firme de inadmisión a trámite de la querella o denuncia o por la que se acuerde no dirigir el procedimiento contra la persona querellada o denunciada. La continuación del cómputo se producirá también si, dentro de dichos plazos, el Juez de Instrucción no adoptara ninguna de las resoluciones previstas en este artículo. 3ª. A los efectos de este artículo, la persona contra la que se dirige el procedimiento deberá quedar suficientemente determinada en la resolución judicial, ya sea mediante su identificación directa o mediante datos que permitan concretar posteriormente dicha identificación en el seno de la organización o grupo de personas a quienes se atribuya el hecho”.

Los cambios más significativos de la nueva regulación, que parte de diferenciar entre interrupción y suspensión del cómputo del plazo de prescripción, son los siguientes: a) la presentación de querella o denuncia ante un órgano judicial, suspenderá el cómputo de la prescripción por un plazo máximo de seis meses, a contar desde la misma fecha de la presentación; b) si dentro de este plazo se dicta contra el querellado, denunciado o cualquier otra persona, una resolución judicial motivada atribuyéndole su presunta participación en los hechos, la interrupción de la prescripción se retrotrae, a todos los efectos, a la fecha de la presentación de la querella o denuncia; c) pero si dentro del plazo respectivo de seis, se dicta resolución judicial firme de inadmisión a trámite de la querella o denuncia o resolución por la que se acuerde no seguir el procedimiento contra la persona querellada o denunciada, el cómputo del término de la prescripción continuará corriendo desde la fecha de presentación de la querella o denuncia; y, d) la continuación del cómputo se producirá también, si dentro del plazo de seis o dos meses, el juez no adopta ninguna de las resoluciones previstas en el precepto.

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8. LA PRESCRIPCIÓN DE LA PENA O DE LA MEDIDA DE SEGURIDAD La doctrina sobre prescripción de los delitos es de plena aplicación a la prescripción de la pena, ya que comparten idéntica naturaleza, fundamento y finalidad (así STS 01-12-1999). Aquí la prescripción de la pena supone el transcurso de un plazo determinado de tiempo desde la imposición de la pena, o tras una interrupción de su cumplimiento, sin que se cumpla la pena (art. 130,7º CP). El art. 133 establece los plazos de prescripción según la gravedad de la pena, siempre ajustados a lo dispuesto en el art. 33. Así, los plazos de prescripción de las penas impuestas en sentencia firme es el siguiente: A) las penas de prisión de más de 20 años prescriben a los 30 años; B) las de prisión de 15 o más años sin que excedan de 20, prescriben a los 25 años; C) las penas de inhabilitación de más de 10 años y las penas de prisión de más de 10 años y menos de 15, prescriben a los 20 años; D) las penas de inhabilitación de más de seis años y que no excedan de 10, y las penas de prisión de más de cinco y que no excedan de 10, prescriben a los 10 años; E) las demás penas graves prescriben a los 10 años; F) las penas menos graves prescriben a los 5 años; G) las penas leves prescriben al año. Por su parte, las penas impuestas por delitos de lesa humanidad y de genocidio y por los delitos contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, no prescriben en ningún caso.

En el art. 134 CP se fijan los términos de prescripción de las penas, advirtiéndose que el tiempo de la prescripción se computará desde la fecha de la sentencia firme, o desde la fecha del quebrantamiento de la condena, si ésta ya hubiera comenzado a cumplirse (STS 20-07-2000). Por consiguiente, la pena de referencia es la impuesta en la sentencia firme. En caso de concurrencia de varias penas, ha de analizarse el plazo de prescripción por separado de cada una de las impuestas (STS 29-03-2001). En consecuencia, a los efectos de la prescripción, no interesa lo que suceda desde la firmeza de la sentencia o desde la fuga hasta que vuelva a ser capturado. Ahora bien, en ciertos supuestos si es posible la interrupción del plazo de prescripción. Así, el art. 134,2º CP declara que el plazo de prescripción de la pena quedará en suspenso, tanto durante el periodo de suspensión de la ejecución de la pena, como también durante el cumplimiento de otras penas si resulta aplicable lo dispuesto en el art. 75 CP (imposibilidad de cumplimiento simultáneo de dos o más penas). Algunas resoluciones ya aplicaban este criterio admitiendo la interrupción del plazo de prescripción durante el plazo de suspensión de la pena, y generalmente se admite durante el periodo de suspensión de la ejecución por haber solicitado el indulto (STS 01-12-1999).

Los plazos de prescripción de las medidas de seguridad se contienen el art. 135 CP, así como el régimen de su cómputo, similar al establecido para las penas.

Lección 37

Causas específicas de exclusión de la pena 1. INTRODUCCIÓN Entre las causas específicas de exclusión de la pena, podemos distinguir dos grandes grupos: A) las excusas absolutorias y, B) las condiciones objetivas de punibilidad. Junto a estas dos aparecen un variable número de supuestos, muy discutidos en la doctrina, y que en todo caso deben ser objeto de estudio en la Parte Especial. A título de ejemplo pueden citarse muchos supuestos, aunque ha de advertirse que no existe acuerdo acerca de su naturaleza, ni siquiera acerca de si son auténticas causas específicas de exclusión de la pena, lo que evidencia la disparidad de criterios existentes. Han sido agrupados de la siguiente forma: causas vinculadas al parentesco (encubrimiento, delitos patrimoniales y bigamia); circunstancias vinculadas en comportamientos posteriores a la comisión del hecho (desistimiento; evitación de la propagación del incendio forestal; en delitos de rebelión y sedición; sentencia y auto de sobreseimiento en delito de acusación y denuncia falsa; causas vinculadas al tratamiento penal de un hecho en otro Estado (art. 23,2º LOPJ, doble incriminación); prerrogativas a favor del personas por el ejercicio de altos cargos (inviolabilidades); etc.

2. LAS EXCUSAS ABSOLUTORIAS Constituyen supuestos de delito punible no penado, en los que el legislador ha considerado conveniente no castigar el delito en el caso concreto, pese a que en abstracto, existía un hecho relevante, ilícito y reprochable. Se trata por lo general de causas vinculadas a la persona del autor, que no trascienden a los demás participantes en el delito. Son causas personales y específicas de exclusión de la pena. Por tanto, la presencia de una excusa absolutoria no afecta al concepto de delito, ya que concurre un hecho relevante, ilícito y reprochable. El delito existe y en abstracto está necesitado de pena, es punible, pero precisamente porque interfieren en el proceso de concreción y aplicación de la pena, el hecho no va a ser penado puesto que en el supuesto examinado no resulta necesario. En nuestro Código Penal se consideran excusas absolutorias, entre otras, las siguientes: la del art. 268.1º, con arreglo al cual, el parentesco entre autor y víctima, en los delitos patrimoniales no violentos, exime de responsabilidad, y responde a la consideración político criminal de no criminalizar actos efectuados “en el seno de grupos familiares unidos por fuertes lazos de sangre” (SSTS de 5-3-2003, 24-4-2007, 22-5-2013);

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac la del art. 480.1º CP, por la que se declara exento de pena al implicado en un delito de rebelión que lo revelare a tiempo de poder evitar sus consecuencias; las de los artículos 305.4, 307.3 y 308.4, que declaran exento de responsabilidad penal al que regularice su situación tributaria o ante la Seguridad Social o reintegre las cantidades recibidas en concepto de subvención pública, siempre que ello se haga antes de que se le notifique la iniciación de una inspección o de que se haya interpuesto denuncia o querella (vid. las SSTS de 28-11 y 30-4-2003, 20-1-2006). También se habla de semi-causas allí donde en lugar de extinguir la responsabilidad, simplemente la disminuye; suelen citarse los casos de tráfico de drogas (art. 376) y terrorismo (art. 579 bis 3º).

3. LAS CONDICIONES OBJETIVAS DE PUNIBILIDAD Integran una confusa categoría jurídica cuyo entendimiento varía en función de las distintas posiciones mantenidas en la doctrina científica. Una aproximación a las mismas las define como hechos futuros e inciertos (condiciones), independientes de la voluntad del autor (objetivas) que determinan la punición o la mayor o menor punición de la conducta típica, ilícita, y culpable. No desempeñan, por tanto, una función estructural en la noción del delito, ya que la infracción está completa con independencia de su concurrencia. A tenor de lo dicho, las condiciones pueden fundamentar el castigo o cualificarlo, según si su concurrencia condiciona la imposición de la pena o simplemente comportan su agravación. Generalmente, se considera que no afectan a las categorías materiales de la infracción, sino que se apoyan en consideraciones políticocriminales o de necesidad de pena. También se suele distinguir entre las propias condiciones objetivas, que restringen la punibilidad, de modo que su inexistencia determinaría siempre el castigo del hecho; y de otro lado se habla de las impropias condiciones objetivas, que permiten sancionar un hecho que nunca sería punible en su ausencia. Un ejemplo de condición objetiva de punibilidad lo constituiría la exigencia de que los primeramente responsables, en los delitos cometidos por medio de imprenta, no puedan ser perseguidos por motivo distinto de la extinción de la responsabilidad penal, incluso la declaración de rebeldía o la residencia fuera de España (artículo 30.3 CP). También se citan el art. 606,2º, en relación a los arts. 606.1 y 605, en el delito de rebelión con la exigencia de reciprocidad para castigar atentados a los Jefes de Estado extranjeros; la necesidad de sentencia o auto de sobreseimiento para proceder por el delito de acusación y denuncia falsa (art. 456,2º); así como que se dicte sentencia condenatoria a consecuencia del falso testimonio (art. 458.2). Pues, se dice, el dictado de sentencia o auto de sobreseimiento o de sentencia condenatoria es un hecho futuro e incierto, que no depende de la voluntad del sujeto.

De cualquier forma, debemos tener clara su posición sistemática al margen de la causalidad y de la culpabilidad, no teniendo que ser abarcadas por el dolo del autor. Tampoco deben confundirse con otros institutos de naturaleza estric-

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tamente procesal, a pesar de hallarse descritos en el articulado del Código Penal. En concreto nos referimos a los denominados requisitos de procedibilidad o perseguibilidad.

4. REQUISITOS DE PERSEGUIBILIDAD Los llamados requisitos de procedibilidad o perseguibilidad son exigencias procesales que no afectan a la existencia del delito, sino tan sólo a la posibilidad de su persecución procesal. Son ejemplos de condiciones de procedibilidad previstas en el Código Penal la exigencia de querella del ofendido para la persecución de los delitos contra el honor de los particulares y la denuncia que se requiere para perseguir determinados delitos, (por ejemplo, los sexuales). La distinción entre los delitos perseguibles de oficio y los mal llamados delitos privados, depende de que su persecución esté condicionada o no a un acto de parte. En efecto, en algunos delitos, normalmente por la levedad de la infracción o por su escasa trascendencia social, la facultad de iniciar el proceso penal queda restringida al ofendido y a un número reducido de personas legitimadas (representantes legales o Ministerio Fiscal). En tales casos nos encontramos ante delitos perseguibles a instancia de parte. Un ejemplo de tales infracciones lo encontramos en los delitos de calumnia o injurias (artículo 215 CP). También en los delitos contra la libertad sexual, según dispone al efecto el artículo 191 CP. Tampoco puede perseguirse de oficio el delito de descubrimiento y revelación de secretos previsto en el art. 197 CP. Por el contrario, su persecución queda condicionada, con carácter general, a la previa denuncia de la persona agraviada o de su representante legal.

Frente a tales infracciones, existen otros delitos cuya persecución no está supeditada a la previa actuación de parte, sino que, de forma distinta, pueden perseguirse de oficio, por lo que se denominan “delitos públicos”. Esta es la regla general de nuestro sistema. Sin embargo, también en este ámbito encontramos delitos cuya persecución está sometida a ciertos requisitos, en ocasiones debido al carácter fragmentario y secundario que el derecho penal ostenta. Así sucede en algunos delitos patrimoniales, por ejemplo las insolvencias, en los que no puede iniciarse el proceso penal sin antes haberse iniciado un procedimiento concursal en la jurisdicción mercantil.

TERCERA PARTE

TEORÍA DE LAS CONSECUENCIAS JURÍDICAS DEL DELITO

El estudio de sus consecuencias jurídicas del delito incluye: a) la teoría de la pena; b) la imposición de otras consecuencias jurídicas del delito, entre las que cabe destacar las consecuencias accesorias y la responsabilidad civil derivada del delito; c) y por último las medidas de seguridad. Hay que advertir que la teoría de las consecuencias jurídicas del delito tradicionalmente ha sido objeto de una elaboración menos desarrollada, por su supuesta menor importancia, que la otorgada a la teoría del delito. Sin embargo, esta tendencia ha venido siendo corregida paulatinamente en las últimas décadas. Como con acierto se ha dicho, hasta entonces venía siendo una especie de “muro de las lamentaciones de los penalistas” (HASSEMER). En efecto, no se puede desconocer que la imposición de la pena constituye el punto culminante del ejercicio de la potestad punitiva del Estado. Y en este sentido con la aplicación de la consecuencia jurídica correspondiente al delito cometido, se confirma la vigencia del Derecho frente al delincuente y frente al resto de los ciudadanos.

Lección 38

Teoría de la pena 1. CONCEPTO DE PENA La pena es la consecuencia jurídica del delito por excelencia. Junto a la medida de seguridad, que estudiaremos más adelante, la pena es el instrumento central del que se sirve el Estado para de una parte sancionar, y de otra parte tratar de evitar las conductas que atentan más gravemente contra los intereses fundamentales de los ciudadanos y de la sociedad. Desde un punto de vista material, la pena es un mal, en el sentido que consiste en una privación o restricción de los derechos del delincuente. Y más exactamente es la consecuencia jurídica del delito. Se ha dicho que la pena tiene una existencia universal, pues toda sociedad y en todo tiempo la ha conocido, si bien con diversas formulaciones: como venganza privada o de sangre; en su versión proporcional de talión (ojo por ojo y diente por diente); o ya revestida de las formalidades del Estado como reacción pública para asegurar la convivencia y como reacción al delito. Desde luego existen multitud de definiciones materiales de pena, y no únicamente en el seno del Derecho sino también en otros campos científicos (filosofía, sociología, etc.). En la actualidad, su concepto se traza desde la concurrencia de cinco características: a) La pena consiste necesariamente en la imposición de un mal al delincuente, esto es, supone la privación o restricción de un derecho fundamental; b) la pena, como mal o privación de un derecho, se impone a causa de la previa violación de la ley, y en este sentido es su consecuencia jurídica; c) la pena se impone exclusivamente a la persona o personas responsables de la violación de la ley; d) debe ser impuesta y administrada por las autoridades fijadas en la ley y tras un proceso legal; e) la imposición de la pena expresa la reprobación y reproche por la violación de la ley, por lo que se inflige como un castigo, y en este sentido, conceptualmente la pena es retribución por el mal cometido. Hay que añadir que la pena está sometida a los siguientes principios. En primer término, al principio de legalidad penal: la pena ha de estar prevista por la ley como consecuencia de un comportamiento previamente determinado como delito. B) En segundo lugar, al principio de legalidad procesal (garantía jurisdiccional):

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la pena ha de ser impuesta por el órgano jurisdiccional competente dentro de un proceso legal. Y en tercer término, al principio de legalidad en la ejecución: no puede ejecutarse pena alguna sino en la forma prevista en la ley Por último ha de advertirse que, desde un punto de vista material, la pena no se distinguiría de otras sanciones contenidas en el ordenamiento jurídico. Así sucede por ejemplo con las sanciones administrativa, que también consisten en privación o limitación de derechos. En efecto, materialmente, una multa administrativa es idéntica a una multa penal, impuesta como consecuencia de un delito. La diferencia entre ambas clases de sanciones es, por lo tanto, meramente formal: la pena es el resultado de la comisión de un hecho previamente tipificado por la ley penal como delito (art. 2.1 CP), impuesta por los Jueces y Tribunales del orden penal tras el correspondiente proceso penal con todas las garantías. Por consiguiente, aunque ambas sanciones puedan ser de idéntico contenido, la diferencia se encuentra en la norma que las recoges y en el órgano competente para imponerla. En este sentido, el art. 34 CP, excluye el carácter punitivo, esto es, no considera penas: 1) la detención, prisión preventiva y demás medidas cautelares de naturaleza penal. 2) Las multas y demás correcciones que, en uso de sus atribuciones gubernativas o disciplinarias, se impongan a los subordinados o administrados. 3) Por último, tampoco se reputarán penas las privaciones de derechos y las sanciones reparadoras que establezcan las leyes civiles o administrativas.

2. FUNCIÓN Y FINES DE LA PENA Pero el concepto de pena no explica la naturaleza de la misma, ni tampoco su fundamento, funciones y fines. En realidad, desde siempre se ha tratado de explicar, tanto desde el derecho como desde la filosofía, la cuestión relativa al por qué se castiga y para qué se castiga. Pero para poder responder a estos interrogantes acerca de la justificación y el sentido de la pena, es preciso diferenciar dos cuestiones distintas: la primera hace referencia a la justificación de la pena y la segunda a la función y fines de la pena. A lo largo de la historia se ha justificado la pena desde tres grandes concepciones: teorías absolutas (retribución), teorías relativas (prevención) y teorías eclécticas o mixtas. En realidad este gran debate puede explicarse en torno a tres ideas fundamentales que, combinadas de diversa forma, han servido a la doctrina para intentar responder a los referidos interrogantes. Estas tres ideas son: la retribución, la prevención general y la prevención especial. A) Las teorías absolutas justifican la pena a partir de la idea de retribución y rechazan cualquier fundamento utilitarista. La violación del derecho ha de ser re-

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tribuida con un castigo. La pena se concibe como una necesidad ética. Las formulaciones de autores de la talla de KANT y HEGEL han sido las más influyentes. También las explicaciones de la pena como castigo, venganza o “solidaridad con las víctimas” entran en este grupo. B) Las teorías relativas justifican la pena por su utilidad, es decir, por los objetivos preventivos que se persiguen con su imposición. Presentan múltiples formulaciones que varían según si se apoyan en la prevención general o en la prevención especial y también por sus diferentes concepciones de la idea misma de prevención. a) Prevención general. Así, puede justificarse la pena sólo desde la idea de prevención general al considerar que la utilidad y necesidad de la pena descansa en su finalidad de intimidación o amenaza (“coacción psicológica”) a la generalidad de los ciudadanos (prevención general intimidatoria o negativa) o en su finalidad de reforzar los valores de la norma fomentando su cumplimiento por la sociedad (prevención general integradora o positiva). En esta tendencia pueden citarse autores como BENTHAM o FEUERBACH. b) Prevención especial. También puede justificarse la pena sobre la idea de prevención especial, considerando que su justificación reside en la utilidad que despliega sobre el delincuente, bien a través de su aseguramiento, intimidación o resocialización. Suele citarse a Von LISZT como uno de sus máximos exponentes. C) Teorías mixtas o eclécticas. Hoy son mayoritarias y conocidas como teorías de la unión o unificadoras, combinan todos los criterios citados, tratando de llegar a una conciliación o compromiso. Estas nuevas teorías, aunque pusieron término al periodo llamado de “guerra de escuelas”, no acaban de satisfacer a ninguna de las dos tendencias extremas que inevitablemente siguen alimentando la discusión. Rechazan tanto una concepción puramente retributiva sin finalidad, como también una justificación meramente utilitaria que sin límite alguno podría llegar a ser desproporcionada. De esta forma suelen acudir a la idea retributiva como punto de partida y luego combinan los criterios de prevención general y prevención especial en los diferentes planos que atraviesa la pena: legislativo (conminación abstracta), judicial (concreción o individualización) y ejecución. Además de la mayoría de la doctrina española, destacan las matizadas propuestas de autores como MERKEL, ROXIN o SCHMIDHÁUSER. Agudamente y con sentido común WITTGENSTEIN se preguntaba: “¿Por qué castigamos a los delincuentes?: ¿es por un deseo de venganza? ¿Es para impedir la repetición del delito? Y así sucesivamente. La verdad es que no hay una única razón. El castigo de los delincuentes es una institución. Personas diversas apoyan esto por razones diversas en casos diversos y en momentos diversos. Algunos lo apoyan por un deseo de venganza, otros quizá por un deseo de justicia, otros por un deseo de impedir la repetición del delito, y así sucesivamente. Y así se aplican las penas”.

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Generalmente, cuando se habla de la función de la pena, se hace referencia a sus distintas finalidades, distinguiéndose entre una finalidad retributiva, de realización de la justicia por medio del castigo, otra de prevención general o evitación de la comisión de nuevos delitos por parte de la generalidad de los ciudadanos, y otra de prevención especial, de evitación de la comisión de nuevos delitos por parte del infractor. Sin embargo, es más exacto reservar el término función de la pena para aludir a la finalidad última e ideal para la que la pena se impone. Y consecuentemente, se deja la denominación de fines para aquellos objetivos reales e inmediatos a los que la pena se dirige para cumplir su función. Desde esta perspectiva, debemos afirmar que la función de la pena no es la realización de la Justicia por medio del castigo. Este cometido corresponde a la moral, a la ética o a la religión, pero no al Derecho, que debe limitarse a ordenar la convivencia externa de los ciudadanos del modo menos gravoso posible para sus derechos y libertados. Así, aunque conceptualmente la pena es retribución, o sea, una clase de precio que se paga por el delito cometido, ello no significa como consecuencia inevitable que su función, su fin esencial, sea la retribución sin más. En efecto, la función primordial de la pena es la tutela jurídica, esto es, la protección de los bienes e intereses cuyo pacífico disfrute ha de garantizar el Derecho. Sin la pena la convivencia humana en la sociedad sería imposible. Los fines a través de los cuales la pena consigue el cumplimiento de su función, se hallan constituidos por la prevención general y especial. Prevención general y especial que, aun constituyendo las finalidades empíricas de la pena, no la justifican por sí solas. Por el contrario, la justificación de la pena por su utilidad, solamente puede tener lugar dentro de los límites dimanantes del principio de proporcionalidad, como justa retribución del injusto culpable. Por tanto, en la función de tutela jurídica habrán de radicarse tanto el fundamento justificativo de la pena como los límites de esa justificación. De manera que si la idea de tutela conduce a la justificación del castigo por su utilidad, la necesidad de que la misma sea jurídica exige que no pueda obtenerse a cualquier precio, sino únicamente dentro de los límites dimanantes del principio de prohibición del exceso o proporcionalidad en sentido amplio. En definitiva, la justificación de la pena descansa en un doble fundamento: la utilidad dentro de los límites contenidos en la noción de justicia distributiva característica del Estado de Derecho. Por consiguiente, la función de tutela jurídica que corresponde a la pena, exige que la retribución, prevención general y especial sean componentes necesarios sobre los que asentar su justificación, debiendo estar presentes, aunque en distinta medida, en cada una de las fases de vida de ésta (teoría mixta de la justificación del castigo).

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Por último, es imprescindible subrayar la referencia expresa que nuestra Constitución hace de la finalidad de las penas privativas de libertad. En efecto, El art. 25.2 CE establece que “las penas y medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Esta mención constitucional de los fines reeducadores y de reinserción social, propias de la prevención especial positiva, constituye el origen de un amplio debate doctrinal en torno a la posición que cabe atribuir a dichas finalidades en el marco de la teoría de la pena, a partir de la declaración constitucional. A juicio del TC este precepto ha de interpretarse en el sentido que toda pena de prisión ha de perseguir necesariamente, pero no exclusivamente, la finalidad de resocialización del delincuente. Así, el TC, se ha manifestado a favor de la compatibilidad de los distintos fines en nuestro ordenamiento. Así lo admite claramente en la Sentencia 150/91, de 29 de julio, cuando señala lo siguiente: “Tampoco la CE erige a la prevención especial como única finalidad de la pena; antes al contrario, el art. 25.2 no se opone a que otros objetivos, entre ellos la prevención general, constituyan, asimismo, una finalidad legítima de la pena… En primer término, el art. 25.2 no resuelve sobre la cuestión referida al mayor o menor ajustamiento de los posible fines de la pena al sistema de valores de la CE ni, desde luego, de entre los posibles —prevención general; prevención especial; retribución, reinserción etc.—, ha optado por una concreta función de la pena en el Derecho penal. Como este Tribunal ha afirmado en otras ocasiones, el art. 25.2 CE contiene un mandato dirigido al legislador penitenciario y a la Administración por él creada para orientar la ejecución de las penas privativas de libertad, pero no establece que la reeducación y la reinserción social sean las únicas finalidades legítimas de las penas privativas de libertad”. Por lo tanto, según el TC, el art. 25.2 sólo obliga a orientar el sistema de ejecución de penas a la reeducación y reinserción, como uno de los fines de las penas privativas de libertad. Pero ello no significa que la resocialización constituya la función de la pena o que deba considerarse como finalidad única. Es importante destacar que la evolución general de los sistemas penales contemporáneos ha venido presidida por una tendencia de humanización, iniciada paradigmáticamente con la obra de BECCARIA. Así mismo, la “ideología del tratamiento”, anudada al principio resocializador, de gran predicamento durante muchas décadas del siglo XX, se encuentra hoy en retroceso. E igual sucede con el movimiento de humanización del sistema penal, hoy cuestionado por el renacimiento de reacciones vindicativas.

Lección 39

Clases de pena 1. INTRODUCCIÓN Las penas contenidas en el Código Penal español, pueden clasificarse atendiendo a diferentes criterios: naturaleza, gravedad, al carácter principal o accesorio de las mismas, y por último, a otros criterios. Por razón de su naturaleza, es decir, según el derecho del condenado que se ve afectado, el art. 32 CP distingue entre penas privativas de libertad, penas privativas de otros derechos y penas de multa. En segundo lugar, el mismo precepto distingue las penas que se imponen con carácter principal de aquéllas otras de carácter accesorio. La tercera clasificación legal se contiene en el art. 33 CP, en el que las penas se clasifican en graves, menos graves y leves. El artículo 33 contiene el catálogo de penas existentes en el Código Penal, así como la clasificación de las penas en función de su naturaleza y duración. Tras las dos últimas grandes reformas del Código Penal, este precepto incorpora las penas a imponer a las personas jurídicas (LO 5/2010) y la polémica pena de prisión permanente revisable (LO 1/2015).

2. CLASIFICACIÓN DE LAS PENAS POR SU NATURALEZA Por su naturaleza las penas se clasifican en consideración al derecho del condenado que privan o restringen. Como quiera que en nuestro ordenamiento están constitucionalmente prohibidas la pena capital (de muerte) y las penas aflictivas o corporales (art. 15 CE), únicamente existen tres grandes grupos de penas: las penas privativas de libertad; las penas privativas o restrictivas de otros derechos; y las penas pecuniarias (multa). Desde la citada reforma de 2015, se distinguen en puridad cuatro clases de penas privativas de libertad: la pena de prisión permanente revisable; la pena de prisión; la pena localización permanente; y la responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa (arresto sustitutorio). En cualquier caso, todas ellas tienen en común su afectación a la libertad ambulatoria. Naturalmente ahora ya no existe mención alguna a la pena de arresto fin de semana, y en efecto, tanto el art. 33 CP como el art. 35 CP suprimieron desde 2003 cualquier referencia a la misma. Había sido introducida en España por el CP de 1995. Hay que la-

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac mentar esta desaparición, que obedece exclusivamente a la incapacidad gubernamental de organizarla. Así, hay que señalar que se encuentra totalmente consolidada en la mayoría de ordenamientos occidentales y ofrece una alternativa de primer orden a las penas cortas de privación de libertad, evitando la desocialización de los condenados y otros efectos dañinos de las penas de prisión de corta duración, en supuestos de delitos menos graves y leves. En su lugar se introdujo la llamada pena de localización permanente. En realidad ésta última es muy similar a la histórica pena de arresto domiciliario o a la de arresto con cumplimiento en depósitos municipales y/o policiales, y posee un ámbito de aplicación, y por consiguiente de eficacia, muy reducido como pena alternativa a la pena de prisión.

En cuanto a las penas privativas o restrictivas de otros derechos, pueden distinguirse, conforme a los arts. 33 y 39 CP, las siguientes: – inhabilitación absoluta; – inhabilitaciones especiales; – suspensión de empleo o cargo público; – privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores; – privación del derecho a la tenencia y porte de armas; – privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos; – prohibición de aproximarse a la víctima o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez; – prohibición de comunicarse con la víctima o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el juez; – privación de la patria potestad; y, – trabajos en beneficio de la comunidad. La reforma de 2015 ha añadido a estos dos preceptos la inhabilitación especial para el ejercicio de profesión, oficio o comercio que tenga relación con los animales; inhabilitación especial para tenencia de animales, y de otra parte ha suprimido del catálogo la pena de pérdida de la posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y del derecho a gozar de beneficios o incentivos fiscales o de la Seguridad Social, que se incluyó en 2010. La reforma de 2010, incorporó un catálogo de penas a imponer directamente a las personas jurídicas (art. 33,7º). Por último, dentro de las penas pecuniarias se contempla la pena de multa (art. 50 CP), tanto si se trata de pena de multa fijada conforme a la técnica de “días-multa” (multa por cuotas), como si se trata de la denominada “multa proporcional”.

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3. CLASIFICACIÓN DE LAS PENAS POR SU DURACIÓN O GRAVEDAD Por su duración, es decir, por su gravedad, las penas se dividen en tres clases: graves; menos graves; y leves. De modo que al combinar el criterio de su naturaleza, cada clase de pena (prisión, inhabilitación, multa…), con un segundo criterio en consideración a los diferentes grados, medidas, cantidades, o duración de las mismas (por ejemplo, prisión por más de cinco años) el Código Penal las clasifica en graves, menos graves y leves. Precisamente en este aspecto relativo a su clasificación, el art. 33 CP sufrió importantes modificaciones tras la reforma de 2003. En especial al fijar la frontera entre penas graves y penas menos graves, puesto que se han incrementado significativamente los límites de la mayoría de ellas, con lo que al elevarse el mínimo de las penas graves, se ha aumentado considerablemente el margen de las penas menos graves. Así ha sucedido con las penas de prisión y privativas de derechos. Por su parte, las reformas de 2010 y la de 2015, también han añadido importantes modificaciones. En resumen, el art. 33,2º describe las penas graves; el art. 33,3º enumera las penas menos graves; y, el art. 33,4º detalla las penas leves. A título de ejemplos, pero muy significativos: – la pena de prisión superior a cinco años se considera siempre pena grave; y la pena de prisión de tres meses a cinco años se considera pena menos grave; – la pena de inhabilitación absoluta siempre es pena grave; – las penas de inhabilitación por tiempo superior a cinco años se consideran penas graves; y las penas de inhabilitación inferiores a cinco años son penas menos graves; – Las penas privativas de derechos superiores a ocho años son penas graves; de un año y un día hasta ocho años son penas menos graves; y de tres meses a un año son penas leves; – La pena de multa de más de tres meses es pena menos grave; y la multa hasta tres meses es pena leve. En el art. 33,5º se advierte que la pena de responsabilidad penal subsidiaria por impago de multa “tendrá naturaleza menos grave o leve según corresponda a la pena que sustituya”. Tras la reforma de 2010, el art. 33,7º incorpora un catálogo de penas a imponer a las personas jurídicas, que esquemáticamente son: a) Multa por cuotas o proporcional. b) Disolución de la persona jurídica. c) Suspensión de sus actividades.

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d) Clausura de sus locales y establecimientos. e) Prohibición de realizar en el futuro las actividades en cuyo ejercicio se haya cometido, favorecido o encubierto el delito. f) Inhabilitación para obtener subvenciones y ayudas públicas, para contratar con el sector público y para gozar de beneficios e incentivos fiscales o de la Seguridad Social. g) Intervención judicial.

4. PENAS PRINCIPALES Y PENAS ACCESORIAS Son penas principales las que aparecen impuestas específicamente en un delito y no dependen de otras para su imposición. Por el contrario son penas accesorias aquellas que no están previstas específicamente para el delito concreto, sino que dependen de la imposición de una pena principal. Por ello se denominan accesorias, porque acompañan a otras penas y su duración depende de éstas. De ahí que el apartado 6 del art. 33 CP, advierta que las penas accesorias tendrán la duración que respectivamente tenga la pena principal, “excepto lo que dispongan expresamente otros preceptos de este Código”. La regulación de las penas accesorias se encuentra en los arts. 54 a 57 CP. Por ejemplo, según reza el art. 55, todo delito castigado con pena principal igual o superior a diez años, llevará consigo como pena accesoria la inhabilitación absoluta durante el tiempo de la condena.

5. OTRAS CLASIFICACIONES. PENAS A IMPONER A PERSONAS FÍSICAS Y A PERSONAS JURÍDICAS Desde la LO 5/2010, podría distinguirse entre las penas a imponer a las personas físicas, y ahora las que se pueden imponer a las personas jurídicas. También puede distinguirse entre penas originarias y penas sustitutivas, cuando la pena inicialmente impuesta (por ejemplo prisión), es sustituida por otra (por ejemplo multa). Igualmente se diferencia entre penas únicas, penas cumulativas y penas alternativas o mixtas. Así, en unos casos un precepto contiene sólo una pena (pena única), en otros, para un solo delito, obliga a imponer dos o más penas principales, por ejemplo prisión y multa (penas cumulativas o complejas) y en otros da la posibilidad de elegir al juez entre dos penas diferentes, ejemplo entre prisión o multa (penas alternativas o mixtas).

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A partir de aquí, estudiaremos las distintas clases de pena dentro de la categoría más importante de la clasificación legal, esto es, aquélla que distingue según el tipo de derecho o bien jurídico del que se ve privado el condenado: la libertad, otros derechos o su patrimonio.

6. PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD Las penas privativas de libertad pueden definirse como la pérdida de libertad ambulatoria mediante el internamiento en un establecimiento penitenciario durante el tiempo determinado previamente por una sentencia judicial, ejecutada según la legislación vigente y orientada a la resocialización. En la actualidad, siguen siendo el instrumento represivo más utilizado y más grave que posee el ordenamiento para hacer frente a la delincuencia. Durante el “Antiguo Régimen” se ejecutaban masiva e inhumanamente, hasta que le movimiento nacido de la Ilustración, gracias al ya mencionado principio de humanización, atenuó sus bárbaras formas de ejecución. Y aunque se haya hablado de “un universal fracaso histórico”, sigue siendo incuestionable su papel central dentro del sistema penal. No obstante, dentro de lo que se conoce como “estrategias diferenciales”, se ha tratado de ofrecer alternativas a la pena de prisión. De ahí que constituya una tendencia consolidada en los sistemas de Derecho comparado, evitar la imposición de penas privativas de libertad de corta duración, por entenderse que el ingreso en prisión por un breve período de tiempo supone en realidad un factor criminógeno, que favorece la desocialización del sujeto en lugar de su socialización. Tampoco resulta adecuada la imposición de penas privativas de libertad excesivamente largas, respecto de las cuales se destaca el efecto destructor de la personalidad del interno que conlleva su imposición. Junto a este inconveniente inmediatamente cabe preguntarse si las penas de prisión de larga duración persiguen verdaderamente la resocialización del condenado, o más bien persiguen otras finalidades, que como la inocuización (prevención especial negativa) se encuentran en la actualidad detrás de iniciativas de reforma legislativa y de nuevas tendencias jurisprudenciales. En nuestro texto punitivo la clasificación de las penas privativas de libertad se ha simplificado de forma considerable, frente a la complejidad de que hacía gala el código anterior. Por ello, el Código de 1995 simplificó el catálogo de las distintas penas privativas de libertad, dividiéndolas en tres grupos: la prisión, los arrestos de fin de semana y la prisión que se impone subsidiariamente por el impago de la multa a que ha sido condenado en primer lugar. Sin embargo, la reforma de 2003 (LO 15/2003) modificó el artículo 35, que describe las penas privativas de libertad existentes en el Código Penal. Tras la reforma sigue habiendo tres clases de penas privativas de libertad, pero no son las mismas que antes. Así, permane-

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cen la pena de prisión y la responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa. Pero desaparece la pena de arresto fin de semana y en su lugar se crea la pena de localización permanente. En relación a la desaparición de la pena de arresto fin de semana hay que mostrar nuestra crítica, pues se trata de una sanción con gran predicamento y tradición en otros ordenamientos, que opera como alternativa a las penas cortas de prisión. Su escasa vigencia en nuestro país, ya que fue creada en 1995, no ha permitido valorar su eficacia en el segmento de los delitos menos graves y leves. En realidad su desaparición se debe a la incapacidad de la administración para organizar su ejecución y a las políticas de gasto público mínimo, que alimentadas por el descrédito, han permitido al Gobierno buscar la implantación de otra sanción con gasto cero. Su tradición y contrastada eficacia en ordenamientos europeos y americanos convierte en más inexplicable todavía esta desatinada reforma de 2003.

Sin embargo el radical giro se ha producido en la LO 1/2015 con la introducción en España, por primera vez en nuestra historia moderna, de una pena de cadena perpetua, bajo el eufemismo de prisión permanente revisable.

6.1. La prisión permanente revisable La LO 1/2015 introduce esta pena dentro las penas privativas de libertad (art. 35) y la califica siempre como pena grave (art. 33,2º). Así pues podemos definirla como una pena privativa de libertad, grave, excepcional, por tiempo indeterminado y con un régimen específico de acceso a permisos de salida, al tercer grado y a la suspensión condicional, esto es, a la posibilidad de revisión. La pena inferior es la pena de prisión de 20 a 30 años (art. 70,4). En efecto se configura como una pena privativa de libertad por un tiempo indeterminado e indefinido, que no está formada por un mínimo y un máximo. Ahora bien, el texto elabora un complejo sistema de revisión, donde establece una serie de requisitos que de cumplirse, permiten decretar la suspensión condicional del resto del tiempo. El proceso de revisión corresponde al mismo tribunal sentenciador (arts. 36; 78 bis y 92 CP). Supuestos de aplicación preceptiva: – Asesinato cualificado (art. 140). – Homicidio del jefe del Estado o del heredero, Jefe de Estado extranjero (arts. 485 y 605). – Formas más graves de delitos de genocidio (art. 607,1,1ª) y lesa humanidad (art. 607 bis 2,1º). – Delitos de terrorismo (art. 573 bis). Los requisitos para que el proceso de revisión se pueda conceder la suspensión condicional son los siguientes:

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– Tiempos mínimos legales de cumplimiento: regla general 25 años (art. 92,1). Reglas especiales en concurso de infracciones (art. 78 bis 2 y 3): 30 años [art. 78 bis 1 c)]; 28 años [terrorismo art. 78 bis 1 a) y b)]; y de 35 años [terrorismo art. 78 bis 1 c)]. Exige verificación, al menos cada 2 años (art. 92,4) a partir del cumplimiento del mínimo. – Clasificado en el Tercer Grado. Para que el reo pueda ser clasificado previamente al tercer grado, se precisa a su vez que cumpla estos dos requisitos. Primero, requisito subjetivo, consistente en un “pronóstico individualizado y favorable de reinserción social”. Lo fija el tribunal sentenciador, no el Centro Directivo a propuesta de la Junta de Tratamiento del Centro Penitenciario. Y segundo, requisito objetivo-cronológico, consistente en haber cumplido efectivamente un tiempo mínimo (periodo de seguridad). Así, la regla general, por un solo delito será de 15 años. En caso de delitos de terrorismo haber cumplido 20 años. Y en supuestos de concurso de delitos lo dispuesto en el art. 78 bis. – Valoración de otros indicadores en procedimiento oral contradictorio. – Exigencia de requisitos específicos si se trata de delitos de terrorismo. Por lo expuesto, la pena de prisión permanente revisable no contempla un auténtico régimen de suspensión condicional. Y ello, porque a diferencia del régimen común de la suspensión, en este caso la concede el tribunal sentenciador y no el Juez de Vigilancia Penitenciaria (regla general): porque tampoco se puede aplicar el requisito genérico de cumplimiento de las ¾ partes de la condena, sino un sistema de plazos fijos autónomos; porque tampoco exige el pago de la responsabilidad civil. En realidad configura un mecanismo de revisión cuya finalidad no es la excarcelación anticipada, sino permitirla con condiciones, que de no cumplirse, conducen a una pena vitalicia. Una vez expuesto el régimen jurídico es posible plantearse cuestiones como su constitucionalidad, necesidad y tradición. A nuestro juicio esta pena difícilmente puede compatibilizarse con el contenido esencial del art. 25,2 CE, el mandato de resocialización. Ello porque aunque el reo pueda estar resocializado con anterioridad a los plazos fijos marcados en el texto, y al ser estos tan elevados, su expectativa quedaría lesionada. Y desde luego en caso de que no se cumplan los requisitos el condenado sufrirá privación de libertad de por vida. En este caso, como magistralmente ha expuesto VIVES ANTÓN, el problema de constitucionalidad se desplaza a las exigencias dimanantes de la idea de dignidad de la persona humana (art. 10 CE). Por su parte, en el contexto europeo, como expone la jurisprudencia reciente del TEDH (Hutchinson vs RU, de 3 febrero 2015) en relación al art. 3 CEDH, esta

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clase de penas son constitucionalmente aceptables siempre que se establezca un mecanismo de revisión, con unos requisitos legales previos vinculados al comportamiento del reo y a sus progresos en la rehabilitación para acceder efectivamente a la libertad condicional. Por consiguiente, las claves de su enjuiciamiento serán las exigencias de previsibilidad del régimen de revisión y viabilidad de obtener efectivamente la libertad. Ciertamente en el derecho comparado europeo se contemplan penas que nominalmente son cadenas perpetuas. Sin embargo, en todos ellos los plazos de revisión son mucho más breves y los requisitos más previsibles (por ejemplo, en Francia revisión a los18 años; en Alemania a los 15 años). Desde la óptica de la necesidad la introducción de esta pena no tiene ninguna explicación. Las cifras de criminalidad grave siguen siendo en España de las más bajas de Europa, y por tanto del mundo; no ha habido un aumento de la criminalidad grave ni se aprecia tendencia alguna en esta dirección en los últimos años; y nos encontramos, por fortuna, con las cifras más bajas de delitos graves de terrorismo de los últimos treinta años. Por otro lado, es una pena ajena a nuestra tradición. Hasta paradójicamente no se encontraba entre el catálogo de penas del Código Penal de la dictadura franquista. Por todo lo expuesto la introducción de la pena de prisión permanente en España en 2015 no obedece a criterios racionales de política-criminal.

6.2. La prisión Supone el confinamiento del sujeto por un período de tiempo continuado en un centro penitenciario. El art. 36,2 CP dispone que la pena de prisión tiene una duración mínima de tres meses y una máxima de 20 años, salvo las excepciones dispuestas por el Código. Aunque se trata de una pena que debería gozar de una estabilidad legal, desde el texto original de 1995 ha sido profundamente modificada en 2003; 2010 y 2015. El párrafo segundo del art. 36, 2º se crea una suerte de “periodo de seguridad” para las penas de prisión superiores a cinco años. Así, cuando la pena de prisión impuesta en la sentencia sea superior a cinco años, es decir una pena grave, la clasificación del condenado en el tercer grado de tratamiento penitenciario dependerá de la facultad discrecional del juez o tribunal sentenciador, que determinará si podrá o no realizarse, hasta que al menos haya cumplido la mitad de la pena impuesta. En la redacción original de 2003 no existía tal facultad discrecional, sino que se obligaba al juez o tribunal a imponer el periodo de seguridad. Sin embargo, la reforma de 2010, consciente de los efectos perversos y de la injustificable alteración del sistema penitenciario de individualización científica (arts.

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59,1º; 61,1º; 63; 72,1º y 3º; y, 72,4º LOGP), optó por la flexibilización de este régimen excepcional. Por consiguiente, cuando el juez sentenciador decreta una pena de prisión que por su duración se califica de grave (superior a cinco años), podrá acordar esta decisión, por la que se imposibilita al condenado a obtener el beneficio penitenciario consistente en el tercer grado o régimen abierto, hasta que haya cumplido al menos la mitad de la pena de prisión. Sin embargo, en el siguiente párrafo el periodo de seguridad se establece de forma imperativa para determinados grupos de delitos: a) Delitos referentes a organizaciones y grupos terroristas y delitos de terrorismo del Capítulo VII del Título XXII del Libro II de este Código; b) Delitos cometidos en el seno de una organización o grupo criminal; c) Delitos del artículo 183; y, d) Delitos del Capítulo V del Título VIII del Libro II de este Código, cuando la víctima sea menor de trece años. Por ejemplo, si la sentencia condena a una pena de seis años, el condenado primero tendrá que cumplir tres años, y sólo entonces tendrá posibilidad de solicitar la progresión al tercer grado de tratamiento penitenciario. Si la sentencia condena a ocho años, tendrá que cumplir cuatro; si condena a doce, primero deberá cumplir seis años, y así sucesivamente.

Se establece en este párrafo una novedosa y discutible restricción de los derechos del condenado a obtener un beneficio penitenciario tan esencial como la progresión al régimen abierto, básico desde la perspectiva del principio constitucional de resocialización y reeducación, que constituye la finalidad esencial de las penas privativas de libertad (art. 25,2º CE). Pero además esta restricción se fundamenta exclusivamente en el dato de la gravedad de la pena, desconociendo el criterio fundamental para limitar el acceso al tercer grado que es la peligrosidad criminal, y en consecuencia el pronóstico favorable o desfavorable de reinserción. Afortunadamente la reforma de 2010 corrigió, salvo para los delitos contenidos en el catálogo, el carácter obligatorio e imperativo, sustituyendo en el primer párrafo la expresión “no podrá”, por la de “podrá”. De manera que el juez ahora posee una facultad discrecional, superándose así la fórmula imperativa y automática vinculada al simple dato de la penalidad superior a cinco años. Aunque en realidad, se trata de una disposición que limita las competencias del Juez de Vigilancia Penitenciaria, único competente para decidir acerca del tratamiento penitenciario, y no del juez sentenciador. Esta interferencia en las competencias del Juez de Vigilancia, contemplada en el Código Penal y no en la Ley Orgánica General Penitenciaria, resulta igualmente desafortunada. Sin embargo, en el párrafo segundo se permite al Juez de Vigilancia aplicar el régimen general de cumplimiento de las penas de prisión, siempre que concurran múltiples requisitos. Primero, previo pronóstico individualizado y favorable de reinserción social, en el que valorará, en su caso, las circunstancias personales

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del reo y la evolución del tratamiento reeducador. Segundo, es preceptivo oír la opinión del Ministerio Fiscal, de Instituciones Penitenciarias y de las demás partes procesales, aunque parece que nos son desde luego vinculantes, especialmente cuando los informes sean negativos. Tercero, siempre y en todo caso, se excluyen de esta posibilidad de aplicación del régimen general u ordinario, los condenados por los delitos contenidos en el catálogo especial del párrafo último. La LO 1/2015 añade un apartado 3 al art. 36 en el que permite al tribunal o al juez de vigilancia penitenciaria, acordar la progresión a tercer grado por razones humanitarias, oídos el Ministerio Fiscal, Instituciones Penitenciarias y las demás partes. Por lo que se refiere al límite mínimo de tres meses, cabe una pena inferior en dos casos: a) como consecuencia de la disminución en grado de la pena que el delito lleve aparejada en abstracto, por concurrir causas de degradación de la pena, como tentativa, complicidad, eximentes incompletas, etc.; b) cuando la privación de libertad se imponga como subsidiaria por el impago de la multa a la que el sujeto ha sido condenado en primer lugar. No obstante, las penas inferiores a tres meses de prisión, serán sustituidas por disposición del art. 71.2º, por las de multa, trabajo en beneficio de la comunidad o localización permanente, que permiten al sujeto continuar con su vida normal, evitando los efectos desocializadores de las penas cortas de prisión. Por otro lado, estas penas inferiores a tres meses de prisión pueden ser también suspendidas si concurren los requisitos del art. 81, (mecanismo de suspensión del que nos ocuparemos más adelante). En cuanto al límite máximo no hay cambios en esta norma, que sigue fijando un máximo de veinte años, pero como en la misma se advierte “salvo lo que excepcionalmente dispongan otros preceptos del presente Código”. Y en efecto, aunque el límite máximo genérico sigue siendo el de 20 años, existen varias excepciones que permiten rebasarlo. Estas excepciones se encuentran tanto en el Libro II (parte especial), como en el Libro I (parte general). Así, existen figuras delictivas que por sí mismas ya castigan con una pena de prisión superior a los 20 años (por ejemplo homicidio cualificado del art. 138,2º; asesinato cualificado del arts. 140; terrorismo del art. 572; rebelión del art. 473; o ciertos delitos contra la Corona, como el art. 485). Pero también existen reglas de aplicación de la pena generales (Libro I) que permiten superar el límite de los 20 años. En particular la regulación del llamado concurso real o material de delitos del art. 76, que ahora autoriza a imponer penas de prisión de hasta 25, 30 y 40 años (desde la reforma de 2003). Originariamente el Código Penal de 1995 establecía el máximo en 30 años; en 2003 se incrementó hasta los 40 años; y en 2015, hasta la prisión permanente revisable.

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En resumen, la nueva redacción del art. 36,2º señala un mínimo de tres meses de prisión y un máximo genérico de 20 años, salvo las excepciones previstas en otros preceptos que autoricen superar esta cantidad, con un tope de 40 años, y lo dispuesto para la pena de prisión permanente revisable. Para finalizar, ha de advertirse que aunque nominalmente en el vigente Código las penas privativas de libertad son, en general, más bajas que en el anterior, la impresión de benignidad no es siempre real. Baste con pensar que el Código anterior preveía un beneficio penitenciario esencial: la reducción de penas por el trabajo (cada dos días de trabajo quitaban un día de condena, o uno por uno excepcionalmente). Beneficio que se aplicaba de forma prácticamente automática y que implicaba una reducción fáctica de las penas en más de un tercio de su duración. Al desaparecer este beneficio en el Código actual, el resultado es que el cumplimiento efectivo de las penas va a ser mayor en muchos casos. Y ello, a pesar de que las distintas figuras delictivas tengan asignadas penas de menor duración.

Para terminar con lo que se refiere a la pena de prisión, cabe mencionar que nuestro Derecho prevé un sistema de cumplimiento o ejecución progresiva (LOGP).

6.3. Localización permanente La misma configuración de esta pena genera serias dudas sobre su eficacia preventiva, significativamente en cuanto a la prevención general. Esta carencia se acentúa en la praxis al cumplirse en el propio domicilio del condenado y sin control policial. Aunque algún sector doctrinal destaca su eficacia preventivo especial, ésta también resulta discutible en la práctica. En efecto, porque posee nulo carácter intimidatorio y además se impone a delincuentes primarios que no precisan de reinserción social. En realidad, no deja de representar el renacimiento de la vieja pena de arresto domiciliario. Ya se ha advertido que los cambios introducidos en el art. 37 por la LO/15 de 2003 fueron radicales, puesto que lo vació totalmente de contenido al eliminar la pena de arresto fin de semana, sustituyéndola ahora por una sanción completamente nueva: la localización permanente. Este cambio no tiene justificación alguna. En primer lugar, porque la pena de arresto fin semana es uno de los instrumentos más usuales de sanción de delitos leves y menos graves en otros ordenamientos, operando como una eficaz alternativa de las penas cortas de prisión, e igualmente también interviene como forma sustitutiva de las penas cortas de prisión. En segundo lugar, porque su aireado fracaso no lo es de la pena en sí, sino del Gobierno en particular y de la Administración de Justicia en general, que ni han aportado los medios materiales y personales necesarios, ni han sido capaces de organizar su régimen de cumplimiento. De modo que con algunos recursos, un poco de organización y un mínimo de voluntad, esta pena introducida en 1995 hubiera funcionado como lo hace en los demás países. Pero la unión del conservadurismo, la indolencia, las políticas de gasto público cero y del pensamiento ultra en política criminal que impregna todas

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac estas reformas de 2003, sustentados en la idea de más y más prisión, han acabado con uno de los intentos de modernizar nuestro sistema de penas.

Pues bien, el despropósito de esta reforma se inicia con el nombre dado a esta pena. Así, conceptualmente no se acomoda al contenido que tradicionalmente se le asigna en la doctrina y en el Derecho comparado, pues normalmente “localización permanente” hace referencia a instrumentos de control electrónico del condenado, mientras que aquí se ha construido como privativa de libertad. Y por último, presenta inconvenientes en orden a su eficacia, habida cuenta que se ha construido a imagen y semejanza de la antigua pena de arresto domiciliario o de arresto en depósitos municipales, eliminada del Código Penal de 1995 por las extraordinarias dificultades que su control representaba para la autoridad y sus agentes, en especial para las administraciones locales. Pero la reforma de 2010 supuso un notable aumento de su ámbito de aplicación, pues ahora tiene una duración de hasta seis meses (en lugar del tope de 12 días estipulado en la redacción anterior). Su cumplimiento obliga al penado a permanecer en su domicilio o en lugar determinado fijado por el Juez en sentencia o posteriormente en auto motivado. El cumplimiento tendrá lugar en el domicilio del reo, obligándole a permanecer en el mismo. Alternativamente podrá cumplirse en cualquier otro “lugar determinado fijado por el juez en la sentencia”, salvo lo dispuesto ahora para su cumplimiento en centros penitenciarios cuando sea contemplada como pena principal. Igualmente, conforme al nuevo apartado 4º, para garantizar el cumplimiento efectivo, el Juez o Tribunal podrá acordar la utilización de medios mecánicos o electrónicos que permitan la localización del reo. De aquí la advertencia antes anunciada acerca del renacimiento del arcaico arresto domiciliario y del arresto en depósitos municipales. Por tanto, junto al domicilio del condenado, el texto de la ley habilita de forma absolutamente indeterminada otros lugares de cumplimiento a discrecionalidad del juez. Entre ellos, es de suponer que lo habitual será recurrir a comisarías, depósitos municipales e incluso centros penitenciarios. Otra característica de esta pena es la posibilidad de que el juez sentenciador decrete su cumplimiento durante sábados y domingos, o sea durante los fines de semana, siempre que lo solicite el reo y “las circunstancias lo aconsejen”, una vez “oído” el Ministerio Fiscal. Y no debe pasar desapercibido que el incumplimiento de esta pena obliga al juez sentenciador a deducir testimonio conforme al art. 468, es decir, a la persecución del incumplimiento como delito de quebrantamiento de condena. La reforma de 2010, en la medida que amplió el ámbito de aplicación de la localización permanente, convirtiéndola en una tímida alternativa a la pena corta

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de prisión, merece una valoración positiva. Desde la reforma de 2015 ya no es pena menos grave, sino exclusivamente pena leve (art. 33), con una duración de uno a tres meses (art. 33,4º), por lo que la referencia al máximo de seis meses obedece a un descuido del legislador. La pena de localización permanente, de acuerdo a la redacción vigente del art. 37, presenta dos alternativas de aplicación. Primera, como modalidad de responsabilidad penal subsidiaria por impago de multa (art. 53,1º). Segunda, como pena principal y originaria. Sin embargo, tras la reforma de 2015 ha perdido toda función como pena sustitutiva. En los casos en los que la localización permanente esté prevista como pena principal, atendiendo a la reiteración en la comisión de la infracción y siempre que así lo disponga expresamente el concreto precepto aplicable, el Juez podrá acordar en sentencia que la pena de localización permanente se cumpla los sábados, domingos y días festivos en el centro penitenciario más próximo al domicilio del penado. Sobre el quebrantamiento de esta pena puede verse la Consulta 1/2016 de la FGE.

6.4. La responsabilidad penal subsidiaria por impago de multa Es una pena privativa de libertad, conocida también como arresto sustitutorio, prevista para los casos de impago de una pena de multa. En realidad opera como una sustitución inversa: si el condenado a multa no satisface voluntariamente su obligación, bajo ciertas circunstancias, se sustituye esta pena de multa, por su ingreso en prisión. En el art. 53 CP, en sus cinco apartados, se regula la responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa. El número 1 consta de dos párrafos. En el primero se permite imponer la pena de prisión en los supuestos de impago de la de multa. Para ello se crea un mecanismo de equivalencia de un día de prisión por cada dos cuotas no satisfechas. Y si se trata de impago de multa en delitos leves, se permite aplicar en su lugar la pena de localización permanente. Por tanto, si el impago de la multa sucede en delitos, graves o menos graves, siempre se sustituirá, en todo caso, por pena de prisión. El apartado segundo se refiere a supuestos relativos a la multa proporcional. En cuanto al apartado tercero, establece un límite que imposibilita aplicar esta sustitución cuando ya existe otra condena con pena de prisión superior a cinco años. De suerte que si el condenado ya tiene una pena de prisión superior a 5 años, aun en caso de impago de la multa, ésta no puede sustituirse por prisión.

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El apartado cuarto continúa disponiendo que el cumplimiento de la responsabilidad personal subsidiaria extingue la pena, incluida obviamente la obligación de pagar la multa, “aunque mejore la situación económica del penado”. El quinto apartado permite que los jueces y tribunales acuerden un pago fraccionado de la pena de multa impuesta a personas jurídicas, si la ejecución de la misma pusiera en peligro de supervivencia a la sociedad. La responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa, es como se ha dicho, un supuesto de pena privativa de libertad, regulada en el artículo 53 CP. Este tipo de pena ha sido desde siempre objeto de gran polémica doctrinal, insistiéndose, incluso, en su supuesta inconstitucionalidad. De hecho, se planteó cuestión de inconstitucionalidad respecto del artículo que regulaba este tema en el Código anterior, de forma muy parecida al actual. En este caso, el TC resolvió a favor de la constitucionalidad en Sentencia 19/1988, de 16 de febrero. Los aspectos fundamentales del régimen jurídico concreto de esta pena privativa de libertad son los siguientes: a) Su imposición no es automática, quedando reservada al supuesto en que la persona no satisfaga, voluntariamente o por vía de apremio, la multa que se le ha impuesto. b) Su cómputo debe ajustarse a lo dispuesto en el art. 53.1: un día de privación de libertad por cada dos cuotas diarias no satisfechas.

Así, por ejemplo, a una condena de multa de ocho meses, le corresponderá, caso de impago, una privación de libertad subsidiaria de 120 días.

c) Su cumplimiento puede adaptarse al régimen de la pena de localización permanente (sólo para delitos leves) o de trabajos en beneficio de la comunidad (ver STC 234/2007, de 5 noviembre). d) El CP no indica el límite máximo de duración de esta prisión subsidiaria, pero el mismo se deduce de la duración máxima de la multa; dado que ésta no puede sobrepasar los 24 meses, parece que la pena por impago no podrá exceder del año. En este mismo sentido se ha pronunciado la STS 10-6-2013. e) En los casos en los que la multa impagada no hubiera sido establecida de acuerdo con el sistema de días-multa, sino según el sistema de multa proporcional, el Código no da un criterio de conversión, dejando al arbitrio del juez el establecimiento de la duración de la privación de libertad subsidiaria. En todo caso deberá respetarse el límite máximo de un año, pudiendo igualmente acordarse su cumplimiento mediante trabajos en beneficio de la comunidad. f) La responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa no puede imponerse a sujetos condenados a pena privativa de libertad de más de cinco

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años (vid. la STS de 18-7-2012). Es decir, que si, además, de la multa el sujeto ha sido condenado a una prisión superior a cinco años, el impago de la multa no da lugar a la privación de libertad. Se entiende que este precepto responde a razones humanitarias, al deseo de no acumular más privación de libertad por razón de insolvencia a un sujeto al que ya le ha sido impuesta una pena considerable de prisión. En varias SSTS se ha concluido que el límite de cinco años no debe operar para la suma de las penas privativas de libertad impuestas por distintos delitos en una misma sentencia (12-12-2008, 24-9-2009, 14-2-2012).

Por último, y como no podía ser menos y se ha adelantado, el Código establece que el cumplimiento de esta responsabilidad subsidiaria extingue la obligación del pago de la multa, aunque posteriormente el sujeto mejorara económicamente y estuviera en una situación en la que fuera posible el pago.

7. PENAS PRIVATIVAS DE OTROS DERECHOS Continuando con el estudio de las clases de penas según su naturaleza (art. 32 CP) corresponde ahora ocuparse de las penas privativas de otros derechos, esto es, de las penas que privan o restringen derechos distintos al derecho fundamental a la libertad. Estas penas están recogidas en el art. 39 CP, que sólo ha sufrido cambios de redacción en las reformas de 2003, mientras que en la reforma de 2010 se ha añadido la privación de la patria potestad y en la de 2015 la inhabilitación especial para tenencia de animales. Nos encontramos ante un conjunto de penas heterogéneas, que el Código Penal agrupa en su art. 40, y que tienen en común el suponer la privación de algún derecho distinto de la libertad o el patrimonio, y desde luego diferente de la afectación a los derechos a la vida y salud del condenado. Tras la reforma de 2003, el art. 40 CP ha sufrido varias modificaciones Los cambios habidos en este precepto son de una parte formales y de otra parte materiales. En cuanto a los formales, debe advertirse que mientras antes se componía de un único apartado, ahora se estructura en cinco. Sin embargo, su contenido es similar puesto que sigue disciplinando la duración de todas las penas privativas de derechos; es decir, de todas las relacionadas en el art. 39. Por lo que se refiere a los cambios materiales, estos afectan a la duración de algunas de estas penas, como ya advertimos al analizar la nueva redacción del art. 33. Así queda la nueva estructura del precepto y la duración total de cada una de las penas privativas de derechos, con independencia de si son graves, menos graves o leves. Es decir, se fijan el mínimo y el máximo de duración de las mismas.

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A) La inhabilitación. La pena de inhabilitación puede ser absoluta o especial. La inhabilitación absoluta produce sobre el condenado dos efectos: la privación definitiva de todos los honores, empleos y cargos públicos que tuviere el penado, aunque fueren electivos; la incapacidad para obtener los mismos o cualesquiera otros empleos, cargos u honores, así como la de ser elegido para cargo público, durante el tiempo de la condena (artículo 41 CP). En el art. 40,1º CP se fija su duración: de seis a veinte años. El primer efecto, la privación de cargo y honores significa la pérdida de la condición de funcionario, esto es, la expulsión del cuerpo y escala a la que pertenecía funcionarial ya sea de las administraciones central, autonómica o local (por ejemplo juez, como en la STS 9-2-2012, fiscal, catedrático, abogado del Estado, técnico de la administración civil, policía nacional, médico forense, coronel, secretario ayuntamiento, etc…). Obviamente este primer efecto solo alcanza al condenado que ya posee la condición de funcionario público. El segundo efecto alcanza a condenados que sean funcionarios y a particulares que no lo sean, pues impide acceder a un cargo público hasta el cumplimiento de la condena. Ambos efectos son cumulativos.

Junto a ella, el Código regula también la inhabilitación especial, que puede ser a su vez de varios tipos. Las penas de inhabilitación especial tendrán una duración de tres meses a veinte años (art. 40,1º CP). a) Inhabilitación especial para empleo o cargo público, “aunque sean electivos” (art. 42). Sólo se diferencia de la inhabilitación absoluta en que no se refiere a todo empleo o cargo público, sino únicamente a un cargo o empleo determinado, que tiene que venir especificado en la sentencia. Por ejemplo, concejal de urbanismo condenado por delito de prevaricación específica contra ordenación del territorio (art. 320) castigado con pena de inhabilitación especial para desempeñar funciones públicas en el ámbito de la administración local; que si es funcionario docente o sanitario, no le impedirá regresar a estas funciones. En esta línea, las SSTS 10-12-2008 y 19-9-2012 entienden que el contenido de la inhabilitación ha de conectarse con la función raíz, con la actividad que está en el origen del delito.

b) Inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo, es decir, para el derecho a ser elegido para cargos públicos durante el tiempo que dure la condena (art. 44). c) Inhabilitación especial para profesión, oficio, industria o comercio o cualquier otro derecho, que priva al penado de la facultad de ejercerlos durante el tiempo de la condena. El art. 45 exige que la inhabilitación para la concreta profesión u oficio se motive en la sentencia, lo que la doctrina y la jurisprudencia entienden como necesidad de que exista una conexión entre el delito cometido y la profesión para la que se inhabilita.

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Por ejemplo, inhabilitación especial para ejercicio de la cirugía; arquitectura; etc. A propósito de la referencia a cualquier otro derecho vid. la STS 29-11-2004.

d) Inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guardia o acogimiento (art. 46 CP). Esta pena tiene dos tipos de efectos: priva al penado de los derechos inherentes a la patria potestad y extingue los derechos de tutela, curatela, guarda o acogimiento e imposibilita un nuevo nombramiento para los mismos durante el tiempo de la condena. Se regula en el art. 46. Las variaciones efectuadas por la LO 15/2003 y por la LO 5/2010 se hallan en el añadido final, que advierte sus efectos de privación o extinción del derecho correspondiente, que podrá acordarse respecto de todos o sólo respecto de alguno de los menores que estén a cargo del penado. La decisión corresponde al juez en consideración a las circunstancias del caso. Sin embargo, la privación del de la patria potestad implica la pérdida de su titularidad (lo que la diferencia de la pena de inhabilitación especial, con una duración determinada temporalmente), pero subsisten los derechos de los que sea titular el hijo respecto del penado. Así, por ejemplo, en unos casos la comisión del delito conllevará que el reo quede inhabilitado de estos derechos sobre todos sus hijos, aunque la acción delictiva solo haya recaído sobre alguno de ellos. Por el contrario, en otros supuestos, la inhabilitación sólo se extenderá respecto a alguno de los menores, mientras que continuará víctimas del delito, la clase de delito cometido, el riesgo para los que no hayan sido todavía víctimas, etc. Ejemplo: art. 192.3º CP que prevé la posibilidad de que el Juez o Tribunal imponga, razonadamente, además, de la pena prevista en el párrafo 1º., la pena de inhabilitación especial para el ejercicio de los derechos de la patria potestad, tutela, curatela, guarda, empleo o cargo público o ejercicio de la profesión u oficio, por tiempo de seis meses a seis años.

e) Inhabilitación especial para custodia de animales. Introducida en la reforma de 2015. Configurada como pena menos grave en art. 33,3 f) y como pena leve en art. 33,4 c), su contenido se halla en art. 45 y comporta la prohibición de ocuparse, cuidar o tener bajo su dominio animales. Desde luego la prohibición no parece que alcance también a la convivencia con animales. Tampoco la ejecución de la pena puede entenderse como obligación de transmitirlos y hasta es discutible que impida adquirir otros. Esta pena está prevista para los supuestos de los arts. 337 y 337 bis CP. B) La suspensión de empleo o cargo público. Está prevista en el art. 43 CP que dispone que esta pena priva al penado del ejercicio de un concreto empleo o cargo público durante el tiempo que dura la condena. Por tanto, se diferencia de la inhabilitación en que ésta siempre tiene un carácter definitivo, que

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implica una pérdida de la condición de autoridad o funcionario, mientras que aquí se dispone una mera suspensión de su ejercicio, de modo que el condenado pueda reintegrarse al servicio una vez transcurrido el tiempo de la condena, puesto que no pierde su condición de servidor público. La pena de suspensión de empleo o cargo público tiene una duración de tres meses a seis años (art. 40,1º CP). C) Privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores. Esta pena, prevista en el artículo 47 del Código Penal, afecta tanto a quien tiene permiso de conducir, privándole del mismo, como a quien no lo tiene, impidiéndole obtenerlo durante el tiempo de la condena. Su duración es de tres meses a diez años (art. 40,2º CP), Tras la reforma operada por LO 15/2007, de 30 noviembre, en los delitos contra la seguridad vial, cuando la pena impuesta lo fuera por un tiempo superior a los dos años, comportará la pérdida de vigencia del permiso o licencia que habilita para la conducción. D) Privación del derecho a la tenencia y porte de armas (art. 47.2 CP). Inhabilita al condenado, durante el tiempo de la condena, a la posesión y uso de armas de cualquier clase y para cualquier cometido (autodefensa, caza, tiro olímpico, etc.). Su duración es también de tres meses a diez años y se fija en la sentencia (art. 40,2º CP). E) Privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos. Según la disposición contenida en el art. 48 CP esta pena impide al condenado volver al lugar de comisión del delito o al de residencia de la víctima o sus familiares, si fueran distintos. Si el penado tiene su residencia en estos lugares, se le obliga a establecerla en otro distinto. Se trata de una pena dirigida a proteger los intereses de las víctimas de determinados delitos. El art. 57 CP prevé los delitos con respecto a los cuales puede imponerse, pero, se amplía tanto su ámbito que, en determinados casos, (por ejemplo, cuando se trate de víctimas de delitos contra el orden socioeconómico), llega a perder su sentido. Tendrá una duración de hasta diez años (art. 40,3º CP).

Se articula desde la reforma de 2015 una posible excepción en casos de declaración de discapacidad intelectual o que tenga su causa en un trastorno mental (art. 48,1º CP).

F) La prohibición de aproximarse a la víctima, o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez o Tribunal. Tiene una duración mínima de un mes y máxima de diez años (art. 40,3º CP). Hace referencia a que la imposición de esta pena posee consecuencias en orden al régimen de visitas acordado en el proceso civil, respecto a los hijos del condenado. Así, respecto a los hijos, la pena de prohibición de aproximarse comporta la suspensión del régimen de visitas, comunicación y estancia acordada a

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favor del reo, hasta que no haya cumplido esta pena. A primera vista, se trata de una consecuencia obvia, pues si se impone la pena de prohibición de aproximarse a los hijos, no tendría sentido que se mantuviese el régimen civil de visitas, comunicaciones, ni mucho menos el de estancia con ellos. Ahora bien, la duda surge cuando se plantea la posibilidad de extender esta consecuencia, a los supuestos en que la pena de prohibición de aproximarse no haya recaído directamente en relación a los hijos, sino respecto al otro cónyuge o a otro familiar. Por fin, en el apartado cuarto, se señala que para el control de estas penas, el juez podrá ordenar que se realice a través de medios electrónicos que lo permitan. H) La prohibición de comunicarse con la víctima, o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez o Tribunal. Posee idéntico régimen que la anterior, si bien aquí la prohibición recae sobre cualquier clase o modalidad de comunicación (presencial, telefónica, telemática). Se regula en el art. 48,3º CP. I) Los trabajos en beneficio de la comunidad. Con este tipo de penas se trata de evitar los inconvenientes de las penas privativas de libertad, a la vez que se pretende obtener un efecto resocializador poniendo en contacto al delincuente con los intereses públicos. Pero para cumplir su función de pena alternativa a la pena de prisión, el ordenamiento jurídico debe regularlas no solo como sustitutivos sino también como pena principal.

Por su naturaleza reparadora debe ser socialmente útil, orientada a la reparación de daños a la sociedad y de asistencia a las víctimas.

Han de excluirse labores con finalidad lucrativa o las dirigidas a satisfacer directamente a las víctimas del delito. Sus efectos se regulan en el artículo 49 CP así como los aspectos esenciales de su ejecución. Del mismo se extraen sus principales características. A) No pueden imponerse sin consentimiento del penado. Normalmente se entiende que ello se deriva de la prohibición de los trabajos forzados establecida por el art. 25 CE. Este carácter voluntario impide su imposición originaria en relación con delitos concretos (porque entonces obviamente tendría carácter obligatorio). Por tanto, sólo puede imponerse como sustitutiva de la pena inicialmente impuesta si el penado consiente en ella. B) Son trabajos no remunerados. C) Se trata de actividades de utilidad pública, facilitadas por la Administración, que puede establecer convenios al efecto, (por ejemplo, con una ONG). De ahí que la doctrina insista en que el buen funcionamiento de esta nueva pena vaya a depender en gran medida de la agilidad de la Administración en este sentido. D) No puede superar las ocho horas diarias de trabajo, no atentará nunca contra la dignidad del penado y éste gozará de la protección dispensada a los penados por la legislación

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penitenciaria en materia de Seguridad Social. Desde la reforma de 2002 se fija en jornadas/días, sin embargo, en el resto de Europa y el texto original de 1995 se establecía en horas de trabajo. E) No se supeditará nunca a intereses económicos. F) Su ejecución será controlada por el Juez de Vigilancia Penitenciaria, que podrá requerir informes sobre el desempeño del trabajo. G) Su duración será de un día a un año (art. 40,4º CP).

No es sencillo determinar cuál es el derecho del penado que esta pena priva o restringe. En puridad no restringe facultades al penado sino que más bien establece una obligación de “un hacer”. En este sentido se aproxima a la naturaleza de la medida reparadora del art. 84 CP.

La LO/15 2003 modificó este régimen en el sentido siguiente. La primera novedad afecta a las actividades a desarrollar, que desde entonces precisa que pueden consistir en “labores de reparación de los delitos causados o de apoyo o asistencia a las víctimas”, siempre que sean de similar naturaleza al delito cometido. Por ejemplo ello puede ser de gran interés en delitos contra la seguridad del tráfico, delitos de riesgo, tráfico de drogas, incendios, delitos medioambientales o contra la fauna y flora, donde podrán resultar de gran utilidad los trabajos sociales del condenado. Ha de criticarse que en la práctica finalmente se concreten en mera asistencia a talleres o programas educativos o formativos.



Por su parte, la LO 5/2010, añadió que también podrán consistir en “la participación del penado en talleres o programas formativos o de reeducación, laborales, culturales, de educación vial, sexual y otros similares”. De esta forma se viene a dar cobertura legal que, en relación a los delitos contra la seguridad vial, contiene el art. 6,4º del RD 515/2005, de 6 de mayo. Con ello se potencia la función resocializadora de esta pena, lo que merece una valoración positiva. El régimen de esta pena se ha de diferenciar respecto de las medidas que se pueden imponer en el marco de la suspensión y sustitución de las penas (retribución, consentimiento, supervisión, incumplimiento).

Sin embargo, la modificación de mayor calado es la relativa al régimen de incumplimiento de esta pena. Pues mientras el texto original acudía a una fórmula abierta, diciendo que las demás circunstancias de su ejecución se fijarán reglamentariamente y que era de aplicación supletoria la Ley penitenciaria, la nueva redacción de este precepto es mucho más detallada. Sin embargo, persiste una insuficiente regulación de las condiciones del incumplimiento (art. 49,6º CP).

Por ejemplo, para empezar, obliga a los servicios sociales penitenciarios, tras las averiguaciones necesarias, a comunicar al Juez de Vigilancia cualquier incidencia relevante de la ejecución de esta pena. Y continúa con la obligación de comunicar al juez, siempre y en todo caso, alguna de las siguientes incidencias: a) la ausencia del trabajo durante al menos dos jornadas, si ello

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supone un rechazo al cumplimiento de la pena; b) cuando el rendimiento laboral es menor del mínimo exigible, a pesar de los requerimientos del responsable del lugar de trabajo; c) si el penado incumple o se opone de forma reiterada y manifiesta a las instrucciones dadas por el responsable del trabajo en lo relativo al desarrollo del mismo; y d) cualquier otra razón por la que el responsable del trabajo se negara a mantenerlo en el centro.

Pues bien, recabada la información, el Juez de Vigilancia lo valorará, decretando su continuación en el mismo centro, su traslado a otro, o bien entendiendo que el penado ha incumplido la pena. En este último caso, deducirá testimonio para proceder conforme al art. 468 por delito de quebrantamiento de condena. En cualquier caso, el catálogo de circunstancias es sumamente vago e impreciso, en especial la indeterminada causa del apartado d), que unido a la total discrecionalidad judicial, aumenta intolerablemente la inseguridad del condenado. En realidad, esta regulación no es propia de una ley, y menos de un Código, siendo materia estrictamente reglamentaria.



En el apartado séptimo y último, se especifica que las ausencias justificadas al trabajo social no se consideran incumplimiento. Ahora bien, tampoco se computan a los efectos de la liquidación de la pena, de lo que se deduce que deberá recuperarlas.

J) Pérdida de la posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y del derecho a gozar de beneficios o incentivos fiscales o de la Seguridad Social. La LO 5/2010 introdujo esta nueva pena en el catálogo del art. 33,3, pero sin embargo no viene recogida en el repertorio de penas privativas de derechos del art. 39 en el texto de 2015, ni tampoco se determina su duración máxima ni mínima en el art. 40, ni tampoco sus efectos. Ya antes se reconducía a la inhabilitación especial, por lo que su aplicación no debe plantear problemas, ya que su duración vendrá fijada en el precepto concreto que la contemple, y sus efectos pueden determinarse de conformidad al art. 45.

8. LA PENA DE MULTA La pena de multa, tras la reforma de 2010, puede imponerse tanto a personas físicas como a personas jurídicas, presentando ciertas diferencias respecto a unas y otras. La multa es la única sanción pecuniaria del Código Penal. El art. 50.1 la define diciendo que “la pena de multa consistirá en la imposición al condenado de una sanción pecuniaria”. Desde el punto de vista de la frecuencia de su imposición, la pena de multa ha experimentado una fuerte expansión desde el siglo XIX. Ello es en parte consecuencia de la desaparición progresiva de las penas cortas privativas

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de libertad y se explica dentro de la tendencia de humanización del sistema penal. Desde el CP de 1995, se ha implantado el sistema de “días-multa” como regla general (art. 50,2º CP), salvo excepciones expresas muy restringidas en que se aplica la multa proporcional (art. 52 CP). La pena de multa en general, y muy especialmente el sistema de “días-multa”, presenta claras ventajas sobre las penas de prisión de corta duración, como instrumento de castigo de infracciones leves y menos graves. Así, no tiene los efectos estigmatizadores de la prisión, ni desconecta al penado de su entorno social, lo que la hace especialmente apropiada para delincuentes de carácter ocasional o no necesitados de resocialización. También se aduce a su favor el hecho de que supone un perjuicio fácilmente reparable en caso de error judicial. Además, conlleva un ingreso y no un gasto para el Estado. Junto a ello se indica igualmente que, a pesar de no afectar a un bien tan personalísimo como es la libertad, conserva su carácter intimidatorio y eficacia preventiva al menos en una amplia gama de infracciones. Desde las reformas de 2003 ya se introdujeron varias modificaciones. Así, la extensión mínima de la pena de multa, es de 10 días. Y la extensión máxima, para personas físicas, sigue estando en los dos años. Pero en el caso de personas jurídicas, la multa tendrá una duración máxima de cinco años. El apartado 4º establece la cuota diaria, que ahora se fija en euros y al alza respecto a la normativa anterior. En efecto, la cuota diaria tendrá un mínimo de 2 y un máximo de 400 euros para las personas físicas. Sin embargo, para las personas jurídicas, la cuota diaria tendrá un mínimo de 30 y un máximo de 5.000 euros (LO 5/2010). El resto del apartado continúa igual, siendo relativo al cómputo de la duración de la pena cuando se fije en meses o años, que se entenderá de 30 y 360 días respectivamente. El apartado 5º no sufre variación alguna, en orden a los criterios para fijar primero la extensión de la pena de multa y luego la discrecionalidad para determinar la cuota diaria. Por fin, el apartado 6º si sufrió importantes cambios, pues la redacción anterior se limitaba a decir que el juez establecería en la sentencia el tiempo y la forma de pago de la multa. Sin embargo, ahora, la nueva redacción es mucho más exigente. Primero porque el tribunal, siempre que sea por causa justificada, podrá autorizar el pago de la multa en un plazo “que no exceda de dos años desde la firmeza de la sentencia”. Eso sí, dentro de este plazo puede exigir el pago en una sola vez o en varios plazos. Ahora bien, el impago de dos plazos “determinará el vencimiento de los restantes”. El art. 51 contiene reglas para resolver los casos donde tras la sentencia el condenado a la pena de multa sufre algún giro en su situación económica. Entonces se permite al juez a que, tras las pertinentes averiguaciones, reduzca el importe de

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las cuotas. Así, la redacción anterior hablaba expresamente de que el condenado “empeorare su fortuna” lo que permitía que el juez pudiera “reducir” el importe de las cuotas. Sin embargo, la nueva redacción emplea el más amplio término de “variase” la situación económica del penado, reforzada la ambigüedad con el podrá “modificar”, tanto los plazos como las cuotas. Con esta mutación de los términos, parece que el legislador ha querido llegar hasta permitir el extremo contrario: esto es, que si el reo mejora de fortuna, el juez también podrá “modificar” al alza el importe de las cuotas. Desde luego el tenor literal del precepto si lo permite. Y obsérvese además, que ahora el nuevo apartado tercero del artículo siguiente, en el que si se habla expresamente de si tras la sentencia “empeorase” la situación económica del reo, el juez podrá reducir el importe de las cuotas, pero siempre dentro de los límites marcados por la ley, o también autorizar su pago en los plazos que se determinen. El art. 52 regula el sistema excepcional de la pena de multa proporcional, tanto para personas físicas como para personas jurídicas. Así, el apartado primero, que destaca este carácter excepcional, presenta idéntico texto. Por su parte, el segundo apartado mantiene el mismo contenido si bien con una redacción parcialmente diferente. En él se ofrecen los criterios para determinar la cuantía de la multa proporcional. La novedad se halla en el apartado tercero, que en realidad viene a reproducir parte del contenido del anterior art. 51. En efecto, como ya advertimos, si después de la sentencia “empeorase” la situación económica del reo, el juez podrá reducir el importe de las cuotas, pero siempre dentro de los límites marcados por la ley, o también autorizar su pago en los plazos que se determinen. Por lo que se refiere al sistema excepcional de la multa proporcional, únicamente debemos matizar que consiste en una multa determinada con arreglo a múltiplos, divisores o tantos por ciento que se aplican sobre una magnitud concreta. Por ejemplo, la ganancia obtenida por el delito o el perjuicio causado por el mismo. Este tipo de multa podemos verla, entre otros, en los arts. 285, 369, 370 in fine, 386,1º, etcétera.

En el caso de imposición de pena de multa proporcional para persona jurídica, en proporción al beneficio obtenido o facilitado, al perjuicio causado, al valor del objeto, o a la cantidad defraudada o indebidamente obtenida, de no ser posible el cálculo en base a tales conceptos, el Juez o Tribunal motivará la imposibilidad de proceder a tal cálculo y las multas previstas se sustituirán por las siguientes: a) Multa de dos a cinco años, si el delito cometido por la persona física tiene prevista una pena de prisión de más de cinco años; b) Multa de uno a tres años, si el delito cometido por la persona física tiene prevista una pena de prisión de más de dos años no incluida en el inciso anterior; c) Multa de seis meses a dos años, en el resto de los casos (LO 5/2010).

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Por tanto, en nuestro Código Penal la multa se impone conforme al sistema de días-multa, también conocido como sistema escandinavo, constituyendo la multa proporcional la excepción al régimen general. En lo que respecta a su ejecución, es decir, la forma concreta de llevarse a cabo el pago, el Código deja plena libertad al Tribunal sentenciador, que será el que determinará el tiempo y forma del pago. Así, puede pagarse de una sola vez todo el importe (que se obtiene, como se ha dicho, de multiplicar el número de cuotas o días por el importe de cada una), o puede el Tribunal a su arbitrio fijar plazos, (por ejemplo, el último día del mes). Respecto a personas jurídicas, el art. 53,5º contempla también la posibilidad del fraccionamiento del pago, en los casos de probable peligro para la supervivencia de la misma, del mantenimiento de los puestos de trabajo o cuando lo aconseje el interés general. Por último, sólo resta señalar que la pena de multa puede imponerse como pena originaria, fijada por la ley para un delito de la Parte Especial, o como pena sustitutiva de las privativas de libertad si se cumplen las circunstancias que posibilitan el juego de la suspensión-sustitución.

Lección 40

La aplicación de la pena 1. LA APLICACIÓN O DETERMINACIÓN DE LA PENA Con el artículo 61 inicia el Código Penal el capítulo destinado a fijar las reglas de aplicación de la pena, expresión esta que tiene aquí el significado de determinación y no de ejecución de la pena. En este ámbito de la aplicación de la pena, históricamente pugnan dos tendencias contradictorias: de una parte las exigencias dimanantes del principio de legalidad (concreción, certeza, taxatividad), y de otra las nacidas en torno al principio de proporcionalidad, tendentes a acomodar lo más exactamente posible la pena al hecho concreto y al delincuente en particular. Es decir, de una parte el legislador debe describir en la ley la clase y cantidad de pena lo más exactamente posible (legalidad); y de otra, es el juzgador el que ha de poseer amplias facultades discrecionales para poder acomodar la pena a las condiciones concretas del caso y del autor (proporcionalidad). Nuestros textos de 1848 y 1870 se decantaron claramente hacia la primera opción, acogiendo un modelo en exceso legalista de la determinación de la pena. Si bien el Código Penal de 1944 suavizó algunos extremos de esta férrea “simetría penal”, ampliando el arbitrio judicial, si bien mantuvo las esencias del exacerbado sistema legalista heredado del siglo anterior. A lo largo de este proceso evolutivo, el Código Penal de 1995 representa sin duda alguna un importante cambio. Porque sin apartarse un ápice de una escrupulosa sujeción al principio de legalidad, abandona por completo el arcaico sistema de las escalas, marcos y grados de la pena, acogiendo uno mucho más simplificado y en donde el arbitrio judicial cobra un mayor protagonismo. Este incremento de la discrecionalidad judicial se debe principalmente al estrechamiento de los marcos penales tanto en la parte especial como en la general, hasta entonces en exceso amplios, que posibilita una mayor individualización judicial de la pena. Sin embargo, las modificaciones habidas a los largo de 2003 ya provocaron un cierto retroceso en esta línea, como luego comprobaremos más detenidamente, en especial al analizar las reglas del art. 66 CP. Por lo demás, el texto de 1995 conserva las dos grandes fases en las que tradicionalmente el Código Penal divide el proceso de determinación de la pena: reglas generales y reglas especiales. Estas últimas son las concernientes a la determinación de la pena en los concursos de infracciones. Puede exponerse del modo siguiente:

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2. REGLAS GENERALES Como hemos avanzado, en el ámbito de la aplicación de la pena pugnan dos exigencias contradictorias: de un lado, los requerimientos de concreción y certeza dimanantes del principio de legalidad y, de otro, la necesidad de adaptar la pena al hecho delictivo concreto y al delincuente particular, tanto por razones de utilidad y conveniencia como por imperativos de justicia. En nuestro ordenamiento se instaura un sistema de determinación legal de la pena, mediante el establecimiento de márgenes dentro de los cuales el juzgador debe adecuar la pena a las circunstancias concretas del hecho y del autor. El rigor legalista existente en la materia no impide, sin embargo, una cierta flexibilización de las exigencias derivadas del principio de legalidad, a través de la concesión de determinados márgenes de arbitrio limitado, que permitan la máxima adaptación de la pena a las circunstancias del hecho y del sujeto particular. Podemos hablar de un legalismo flexible, sin que ello signifique, necesariamente, detrimento de las garantías formales y materiales inherentes al mismo. Es perfectamente compatible el respeto y realización de la función garantista del principio de legalidad en la determinación y aplicación de la pena, y la concesión, al tiempo, de márgenes de arbitrio (siempre razonado) para conseguir una mejor individualización de la pena en el caso concreto. La manera de conseguirlo exigía la reforma con detenimiento del régimen anterior de medición de la pena. Por ello el sistema del Código actual se sostiene sobre marcos penales más estrechos que impiden que el arbitrio judicial entre en contradicción con las exigencias materiales del principio de legalidad. De esta manera, se mantiene el sistema de penas relativamente determinadas a través de la fijación legal de un marco punitivo dentro de cuyos límites, superior e inferior, y sobre la base de reglas y criterios legislativos, el juez ha de determinar motivadamente la pena adecuada al caso particular (STS 10-04-2007). El problema, por tanto, es de límites. Límites en el establecimiento de los marcos penales y límites en las facultades del juez para realizar la individualización de la pena. Limitación, coordinación (legislativa, judicial y científica) y posibilidad de revisión de la concreta decisión judicial, según las reglas, criterios y principios previamente establecidos por el legislador, constituyen, por tanto, los pilares esenciales sobre los que debe edificarse todo sistema de determinación de la pena. Exigencias que claramente se aprecian en el Código vigente y que contribuyen, sin duda, a un incremento notable de la eficacia material del principio de legalidad. En definitiva, nuestro sistema de determinación de la pena se desarrolla en varias fases, a saber: concreción legal de la pena e individualización judicial. Veamos cada una de ellas. Inmediatamente después analizaremos el cálculo de la pena superior e inferior, y de la mitad superior e inferior de la pena.

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2.1. Concreción legal de la pena Esta fase consta a su vez de dos partes. En la primera se procede a la fijación del marco legal abstracto o genérico que parte de la pena señalada en la figura del delito correspondiente, a la que luego se añaden los cambios por aplicación de subtipos cualificados o atenuados (pena tipo o pena base del delito), y concluye con las reglas relativas a consumación y tentativa, y autoría y participación de los artículos 62, 63 y 64 (pena en función del grado de ejecución y de las personas responsables). En la segunda operación de esta primera fase, se procede a la fijación de un marco penal concreto mediante el juego de circunstancias atenuantes o agravantes genéricas (según las disposiciones contenidas en los artículos 65, 66 y 68 CP). Por último, sobre éste operará posteriormente la individualización judicial, que se realiza en una segunda fase. El mecanismo es el siguiente: 1. Nos situamos en la figura correspondiente de la Parte Especial, que señalará la pena aplicable al supuesto de hecho. Ésta puede ser única (ej. el homicidio —art. 138,1º CP—) o conjunta, ya sea acumulativa (art 330, prisión de uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses), o ya sea alternativa (art. 332,1º, prisión de seis meses a dos años o multa de ocho a veinticuatro meses). A continuación deben realizarse, en su caso, las operaciones necesarias si concurren subtipos privilegiados (atenuados) o cualificados (agravados). Por ejemplo el art. 164 en relación al art. 163 CP. 2. Sobre la pena prevista en el precepto o preceptos correspondientes de la Parte Especial, aplicamos las reglas generales establecidas en los artículos 61 y siguientes del Código Penal, cuyo contenido podemos resumir de la forma que a continuación señalamos. a) La pena abstracta fijada en el precepto de la Parte Especial es la que corresponde al autor del delito consumado; es decir, la pena del precepto se prevé para un delito que ha alcanzado su nivel máximo de ejecución y para un sujeto que ha participado en el mismo como autor (art. 61). Este constituye el punto de partida para cualquier operación posterior (pena tipo o pena base). b) A partir del marco fijado para el delito consumado, atendiendo al grado de ejecución del delito (iter criminis), el artículo 62 CP prevé la posibilidad de bajar la pena en uno o en dos grados en supuestos de tentativa. En cualquier caso, lo jueces y tribunales están obligados a bajar al menos un grado la penalidad (STS 15-0-2005). c) Sobre el resultado de la operación anterior, analizamos el grado de participación del sujeto, aplicando la regla establecida en el artículo 63 del Código penal. En concreto, a tenor del citado precepto, al cómplice de un delito consumado o intentado se impondrá la pena inferior en un grado a la fijada por la Ley para los autores del mismo delito.

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Tras la reforma de 2010, hay que tomar en consideración lo dispuesto en el art. 65,3º CP, que permite la rebaja de la pena en un grado al inductor y al cooperador necesario, en ciertos supuestos de delitos especiales, o de circunstancias especiales (ver apartado 3.4 de la Lección siguiente). d) Posteriormente, sobre el marco resultante de la operación antedicha, aplicamos las reglas establecidas para las circunstancias modificativas genéricas (arts. 21, 22 y 23 CP). El efecto general de estas circunstancias modificativas de la responsabilidad es, como su nombre indica, la modificación de la pena, en su mitad superior o inferior, dentro del marco abstracto previamente fijado. Sin embargo, la reforma del CP de 2003 incrementó notablemente los efectos extraordinarios de algunas circunstancias. En este sentido, el art. 66 regula la eficacia de las circunstancias, y mientras en el apartado primero, sus numerales 1º, 3º y 6º establecen los efectos de las atenuantes y agravantes genéricas de eficacia normal, ahora los numerales 2º, 4º, 5º y 7º permiten aplicar la pena superior o inferior en grado, con lo que se otorga a las circunstancias una eficacia extraordinaria. Históricamente, y así lo estipulaba el texto original de 1995, esta excepcionalidad ya existía en la antigua regla 4ª del artículo 66, ahora numeral 2ª del apartado 1º, que prevé los efectos de la concurrencia de dos o más atenuantes genéricas o de una atenuante muy cualificada. En este caso, así como el establecido en el art. 68 CP para las llamadas eximentes incompletas, se posibilita una eficacia extraordinaria de las circunstancias atenuantes que permite imponer la pena inferior en uno o dos grados a la señalada por la Ley, aplicándola en la extensión que estimen pertinente, según la entidad y número de dichas circunstancias. Pero tras la reforma de 2003, esta posibilidad de eficacia extraordinaria se extiende también a las circunstancias agravantes. Así, en la regla 4ª si concurren dos o más agravantes y no se aprecia ninguna atenuante se podrá imponer la pena superior en grado. La misma eficacia establece el apartado 5º en supuestos de multirreincidencia. Por último, el apartado 7º al regular hipótesis de concurrencia de atenuantes y agravantes, permite imponer la pena inferior en grado a la señalada en la Ley si “persiste un fundamento cualificado de atenuación”. La LO 5/2010, al introducir en el art. 31 bis la responsabilidad penal de las personas jurídicas, crea un modelo específico de determinación de las penas a estas sociedades en el art. 66 bis CP. Así, con este objetivo, añade un nuevo art. 66 bis, en el que se establecen las siguientes características específicas. Reenvía al régimen general examinado la aplicación de las penas impuestas a las personas jurídicas conforme a lo dispuesto en las reglas 1ª. a 4ª. y 6ª. a 8ª. del primer número del artículo 66, y añade las siguientes: Primera, en los supuestos en los que vengan establecidas por las disposiciones del Libro II, para decidir sobre la imposición y la extensión de las penas previstas en las letras b) a g) del apartado 7 del artículo 33 habrá de tenerse en cuenta: a) Su necesidad para prevenir la continuidad

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de la actividad delictiva o de sus efectos; b) Sus consecuencias económicas y sociales, y especialmente los efectos para los trabajadores; y, c) El puesto que en la estructura de la persona jurídica ocupa la persona física u órgano que incumplió el deber de control. Segunda, cuando las penas previstas en las letras c) a g) del apartado 7 del artículo 33 se impongan con una duración limitada, ésta no podrá exceder la duración máxima de la pena privativa de libertad prevista para el caso de que el delito fuera cometido por persona física. Para la imposición de las sanciones previstas en las letras c) a g) por un plazo superior a dos años será necesario que se dé alguna de las dos circunstancias siguientes: a) Que la persona jurídica sea reincidente; b) Que la persona jurídica se utilice instrumentalmente para la comisión de ilícitos penales. Se entenderá que se está ante este último supuesto siempre que la actividad legal de la persona jurídica sea menos relevante que su actividad ilegal. Para la imposición con carácter permanente de las sanciones previstas en las letras b) y e), y para la imposición por un plazo superior a cinco años de las previstas en las letras e) y f) del apartado 7 del artículo 33, será necesario que se dé alguna de las dos circunstancias siguientes: a) que se esté ante el supuesto de hecho previsto en la regla 5ª. del primer número del artículo 66; b) que la persona jurídica se utilice instrumentalmente para la comisión de ilícitos penales. Se entenderá que se está ante este último supuesto siempre que la actividad legal de la persona jurídica sea menos relevante que su actividad ilegal. Finalizada esta operación procedemos al análisis de la segunda fase de determinación de la pena.

2.2. Individualización judicial de la pena Sobre la concreción legal resultante de la fase anterior, el juez, tomando en consideración una serie de circunstancias no previstas por la ley y susceptibles de generalización, que expresan la mayor o menor gravedad del hecho y las condiciones personales del sujeto, individualiza, desde consideraciones de prevención general y especial, la específica sanción aplicable al delincuente particular. Así pues, reservamos la denominación de individualización para la última fase del proceso de determinación de la pena, en la que el juzgador, atendiendo al cúmulo de circunstancias personales y en el marco, más o menos flexible, de la gravedad del hecho, individualiza la sanción aplicable al delincuente particular. Por tanto, son dos los criterios que deben guiar la tarea individualizadora del juzgador en el proceso de adaptación de la pena al caso concreto y al individuo: la gravedad del hecho, que se basa en la retribución proporcional al injusto culpable, orientada por criterios de prevención general, y las circunstancias personales del sujeto (vid. art. 66.1º,6ª). Ejemplo: El delito de impago de pensiones reconocidas por resolución judicial a favor de los hijos o del cónyuge en procesos de separación o divorcio se consuma desde el momento en que aquellas se dejan de pagar durante dos meses consecutivos o cuatro no consecutivos (art. 227 CP). La pena prevista en abstracto es de prisión de tres meses a un año o multa de seis a 24 meses.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Supuesto: Un sujeto, pese a poseer considerables recursos económicos para ello, dejó de satisfacer tales prestaciones durante dos años aunque era conocedor de la angustiosa situación en que vivía su ex esposa y el hijo de ambos y había sido requerido al pago en múltiples ocasiones con anterioridad a la presentación de la querella.

En tal hipótesis no concurren circunstancias modificativas de las previstas en los arts. 21 ó 22. Sin embargo, es obvio que hay otros elementos que autorizan —e, incluso, aconsejan— imponer la pena en el límite máximo de la mitad superior: el hecho de que el impago se haya prolongado durante tanto tiempo, el pleno conocimiento por el sujeto activo de la estrechez en que se encontraban los sujetos pasivos, así como la saneada situación económica del obligado. Esas razones servirían de motivación suficiente para imponer, conforme a la regla 6ª del art. 66,1º, v.gr., la pena de prisión de un año o la multa de veinticuatro meses, máximo fijado en la figura legal.

2.2.1. Proceso de concreción legal de la pena A) Fijación del marco legal abstracto o genérico Viene determinado fundamentalmente por la pena señalada a la figura del delito en la parte especial, según un criterio de proporcionalidad de la pena respecto al injusto del hecho y la culpabilidad, establecido en atención a consideraciones de justicia, orientadas casi exclusivamente por fines de prevención general. Sin embargo, la determinación del marco legal abstracto no se fija siempre atendiendo únicamente a la pena señalada en la figura delictiva, sino que en ocasiones requiere efectuar algunas operaciones también tasadas legalmente. Obsérvese que la pena contenida en la figura delictiva lo es para el autor del delito consumado (art. 61). A partir de este supuesto, el legislador, mediante el uso de una técnica abreviada, crea auténticas causas de extensión de la pena para los casos de tentativa (art. 62) y complicidad (art. 63). A este respecto, se ha producido una importante simplificación del proceso con el nuevo texto, habida cuenta de la desaparición de la frustración, del encubrimiento como forma de participación y de la tentativa imposible. Al mismo tiempo ha de tenerse presente la novedosa regulación de la imprudencia (art. 12) y de los actos preparativos punibles, conspiración, proposición y provocación (arts. 17 y 18), que sólo se castigan cuando expresamente lo disponga la Ley. Pero excepcionalmente el marco penal abstracto también puede modificarse por la concurrencia de circunstancias específicas que operan sobre la figura básica, atenuándose o agravándola, o también por la concurrencia de subtipos privilegiados (atenuados) o de subtipos cualificados (agravados). De igual modo, también algunas circunstancias atenuantes genéricas poseen en ocasiones una virtualidad

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extraordinaria, así las eximentes incompletas (art. 68), la concurrencia de varias atenuantes o una sola muy cualificada (art. 66, 1, 2ª y 7º) y ahora también de la agravante de multireincidencia (art. 66,1º,5ª). Todas ellas comportan una eficacia extraordinaria sobre la penalidad. Por último, han de tenerse presentes las reglas de determinación de la pena derivadas de la aplicación del concurso real e ideal de delitos y muy especialmente los límites máximos de cumplimiento contemplados en el artículo 77, así como del delito continuado y delito masa (art. 74). B) Determinación del marco penológico en el caso concreto Una vez formado el marco legal abstracto conforme a las reglas antes analizadas, y únicamente tras la aplicación de éstas, que en ocasiones permiten imponer la pena en la extensión que se considere oportuna con exclusión de las reglas del artículo 66, operan las circunstancias atenuantes y agravantes genéricas de eficacia ordinaria, que modifican la pena, determinando la imposición de la misma en su mitad inferior o superior, conforme a las reglas del artículo 66.

2.2.2. Individualización judicial: el arbitrio judicial Por último surge la auténtica individualización judicial de la pena, en la cual el Juez o Tribunal toma en consideración una serie de circunstancias no siempre previstas expresamente en la Ley, susceptibles de generalización, que afectan “al mal causado por la infracción” y a las “circunstancias personales del reo” (art. 4, 2º) que sirve de referente indirecto en este ámbito). Deben ser valoradas uniformemente según imperativo del principio de igualdad. Ahora bien, el sistema español otorga una mayor incidencia a este proceso, en los supuestos de ausencia de circunstancias modificativas genéricas (art. 66, 1º, 6ª) donde los jueces se guiarán según “las circunstancias personales del delincuente” y “la mayor o menor gravedad del hecho” recorriendo toda la extensión de la pena. La jurisprudencia viene entendiendo estas cláusulas que remiten al arbitrio judicial como potestades o facultades discrecionales de naturaleza absoluta, y en consecuencia no revisables en instancias judiciales superiores (por todas, STS. 20 de marzo 1986). Sin embargo, la doctrina unánimemente las considera como facultades discrecionales relativas, que si no se ajustan a determinados parámetros recogidos en la Ley, o no generalizables, pueden ser revocadas. En otro caso, más que arbitrio se configurarían como un poder ilimitado, esto es, como arbitrariedad. Para finalizar este epígrafe, dedicado al análisis de las reglas generales de determinación de la pena, debemos proceder a la explicación del modo de efectuar los aumentos y disminuciones de grado previstos en el Código Penal, (por ejemplo, en los supuestos del artículo 62 CP) y la forma de calcular la mitad superior e inferior dentro de un marco penal establecido.

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3. CÁLCULO DE LA PENA SUPERIOR E INFERIOR EN GRADO; Y CÁLCULO DE LA MITAD SUPERIOR E INFERIOR DENTRO DE UN MISMO MARCO Para finalizar este epígrafe, dedicado al análisis de las reglas generales de determinación de la pena, debemos proceder a la explicación del modo de efectuar los aumentos y disminuciones de grado previstos en el Código Penal (por ejemplo, en los supuestos del artículo 62 CP) y la forma de calcular la mitad superior e inferior dentro de un marco penal establecido. A) Determinación de la pena superior e inferior en grado El mecanismo para calcular la pena superior e inferior en grado se refleja en el artículo 70 del Código Penal. El cálculo ha de efectuarse del modo que sigue. Dispone el art. 70,1º, 1ª que “La pena superior en grado se formará partiendo de la cifra máxima señalada por la Ley para el delito de que se trate y aumentando a ésta la mitad de su cuantía, constituyendo la suma resultante su límite máximo”. Así, el límite mínimo de la “nueva pena” se obtendrá incrementando un día al máximo señalado para la “anterior vieja”, mientras que el máximo resulta de la suma de la mitad de la cuantía. Por ejemplo, la pena superior en grado a la pena de 2 a 4 años de prisión será la siguiente: de 4 años y un día a 6 años.

Por su parte, el citado art. 70,1º,2ª declara que “La pena inferior en grado se formará partiendo de la cifra mínima señalada por la Ley para el delito de que se trate y deduciendo de ésta la mitad de su cuantía, constituyendo el resultado de tal deducción su límite mínimo. El límite máximo de la pena inferior en grado será el mínimo de la pena señalada por la Ley para el delito de que se trate, reducido en un día” Por ejemplo, la pena inferior en un grado a la pena de prisión de 1 a 3 años, será la pena de 6 meses a 11 meses y 29 días de prisión.

A los efectos anteriores, tanto el día como el día-multa se consideran indivisibles (art. 70,2º). Sigue el art. 70,3º señalando que “Cuando, en la aplicación de la regla establecida en el subapartado 1º. del apartado 1 de este artículo, la pena superior en grado exceda de los límites máximos fijados a cada pena en este Código, se considerarán como inmediatamente superiores…” las penas expresamente señaladas en el art. 71,3º CP.

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Por su parte el artículo 71 del Código Penal establece reglas penológicas para efectuar la operación de determinar la pena inferior en grado. Para ello, los Jueces o Tribunales no quedarán limitados por las cuantías mínimas señaladas en la Ley a cada clase de pena, sino que podrán reducirlas en la forma que resulte de la aplicación de la regla correspondiente. Por consiguiente, conforme al texto vigente, los efectos de acumulación de causas de degradación de la pena no tienen un límite infranqueable. No obstante, el apartado segundo de este art. 71, señala expresamente que cuando por aplicación de las reglas anteriores proceda imponer una pena de prisión inferior a tres meses, ésta será en todo caso sustituida por multa, trabajos en beneficio de la comunidad o localización permanente, aunque no esté prevista expresamente esta operación en la ley. La conversión tendrá una equivalencia de un día de prisión por dos cuotas de multa; un día de prisión por una jornada de trabajo comunitarios; y un día de prisión por un día de localización permanente. Ejemplos: El art. 164 CP castiga el secuestro de una persona imponiendo alguna condición con la pena de prisión de 6 a 10 años. Ahora bien, el mismo precepto, en relación al art. 163, señala que, si el secuestro hubiere durado más de quince días se impondrá la pena superior en grado, y que si se hubiere dado libertad al detenido dentro de los tres primeros días sin haber conseguido lo que se pretendía, se impondrá la pena inferior en grado. Como se observa, dentro de la misma figura conviven diferentes tipos cuya pena hay que hallar a partir de la que tiene señalada el tipo básico. Pena superior en grado: Supuesto: Pena para el caso de que el secuestro haya durado más de quince días: superior en grado a la de prisión de 6 a 10 años. Calculamos la pena superior en grado de la forma siguiente: Tomamos el límite superior, 10 años, y lo dividimos por la mitad. El resultado de la división, 5 años, se suma a los 10 años que constituían el máximo de la pena base (10 +.5 = 15). Esta nueva cifra, 15 años, constituirá el límite máximo de la pena superior en grado. Mientras que el límite mínimo es el antiguo límite máximo (10 años), al que añadimos un día. En consecuencia la “nueva pena” tendrá el siguiente marco legal: de 10 años y un día, a 15 años de prisión. Pena inferior en grado Supuesto: Pena para el caso de que el secuestro haya durado menos de tres días: inferior en grado a la de prisión de 6 a 10 años. Calculamos la pena inferior en grado de la forma siguiente: Tomamos como punto de partida el mínimo de la pena base: Dividimos el mínimo (6 años) por la mitad y el resultado de la división, 3 años, se resta al mínimo (6-3= 3 años) inicialmente considerado. Esta nueva cifra, 3 años, constituirá el límite inferior de la pena inferior en grado, que irá de 3 a 5 años, 11 meses y 30 días de prisión. Otro ejemplo de fijación del grado inferior. El art 143.4 permite una atenuación de la pena en uno o dos grados en los casos de eutanasia: así, el homicidio solicitado tiene una pena de 6 a 10 años (143,3º). Suponiendo que la conducta se ha realizado en circunstancias de eutanasia, vamos a determinar el grado inferior: Se toma el límite mínimo, 6, y se divide por la mitad, que son 3. Se resta (6-3 = 3). Queda una pena de 3 a 5 años, 11 meses y 30 días. Si la conducta era tan cualificada que

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac se opta por disminuir en dos grados (como permite el artículo 143.4), se vuelve a realizar la misma operación sobre el primer grado ya rebajado. Así, se toma el grado inferior de 3 a 6 y se rebaja a su vez en grado. Se toma el límite mínimo 3, se divide por la mitad, 1.5, y se resta (3-1.5 = 1.5): de modo que la pena inferior en dos grados, respecto de la inicial o pena base de 6 a 10 años, será de 1 año y seis meses a 2 años, 11 meses y 30 días.

B) Determinación de la mitad superior o inferior Esta operación no aparece explicada en el Código Penal, realizándose por pura lógica. El mecanismo es el siguiente: Sumamos el límite mínimo y el máximo de la pena base, por ejemplo, sobre una pena de 10 a 15 años de prisión, 10+15= 25 años. Esta cifra la dividimos por dos, 25:2= 12 años y 6 meses de prisión, resultando la mediana de la pena inicial de 10 a 15 años. Tomando como punto de partida esta mediana o punto medio, tendremos una mitad inferior, de 10 a 12 años y 6 meses, y otra mitad superior, de 12 años y 6 meses a 15 años de prisión. Ejemplo: El siguiente ejemplo tiene la pretensión se servir para explicar con más detalle las dos operaciones a que venimos haciendo referencia, pues habrá de procederse tanto a determinar la pena inferior en grado, cuanto a fijar ésta en la mitad, inferior o superior, que corresponda atendidas las circunstancias. Supuesto: Sujeto que ha intervenido como cómplice en un delito de homicidio consumado (art. 138,1º) con la agravante de disfraz (arts. 22.2ª y 66,1º,3ª).

Según lo dicho, hay que comenzar por determinar la pena que corresponde al grado de participación (cómplice): pena inferior en grado a la fijada por la ley al autor, que es de 10 a 15 años de prisión. En este caso, la pena resultante va de 5 a 9 años, 11 meses y 30 días de prisión. A continuación, entran en juego las circunstancias. En esta hipótesis, concurre una agravante, por lo que, a tenor de lo dispuesto en el art. 66.1º,3ª es obligado imponerla en su mitad superior, esto es, de 7 años y seis meses a 9 años, 11 meses y 30 días de prisión. Por último, hay que tener en cuenta otras reglas complementarias de determinación de la pena. Así, en el art. 13,4, se dispone que cuando la pena por su extensión pueda incluirse tanto en el catálogo de pena leve como en el de pena menos grave, se considerará a todos los efectos como pena leve. Y a su vez, indica que cuando la pena por su extensión pueda incluirse tanto en el catálogo de pena grave como en el de pena menos grave, se considerará pena grave. De otro lado, el art. 66,2º, dispone explícitamente que en el caso de delitos leves y de delitos imprudentes, los jueces y tribunales no estarán obligados a aplicar las reglas del art. 66,1º. Por consiguiente, es ambos casos otorga facultades de arbitrio judicial muy amplias.

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4. REGLAS ESPECIALES Bajo el epígrafe de “reglas especiales”, el CP dedica varios preceptos a regular los supuestos de pluralidad de infracciones. Es decir, contempla las reglas penológicas para solucionar los supuestos en que un sujeto ha infringido varios preceptos legales. Nace así el llamado concurso de infracciones o concurso de delitos.

4.1. Penalidad del concurso de infracciones Dentro del examen del principio de ne bis in ídem ya estudiamos la teoría del concurso de infracciones, por lo que allí nos remitimos. Aquí trataremos exclusivamente la aplicación de las reglas penológicas a las diferentes hipótesis concursales que disciplina nuestro CP: El Código Penal no contiene ninguna referencia expresa al concurso de infracciones. Sin embargo, dentro del capítulo dedicado a la “aplicación de las penas”, y en su sección segunda, “reglas especiales”, los artículos 73, 75, 76 y 77 regulan la materia concursal en sentido estricto. A ellos hay que añadir el artículo 74 (delito continuado); el artículo 78 (excepción al art. 76 para el cómputo de beneficio penitenciario y libertad condicional); el art. 78 bis para supuestos concursales en donde se aplique al menos una pena de prisión permanente revisable; y art. 79. En el artículo 73 se contiene la regla general: “al responsable de dos o más delitos se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas infracciones”, es decir, fija la regla del cumplimiento simultáneo de todas las penas impuestas. De modo que la regla general responde al principio de la “acumulación material”. Y cuando ello no es posible, porque las diversas penas no permiten su cumplimiento simultáneo, el art. 75 establece la regla del “cumplimiento sucesivo”, comenzando por el cumplimiento de la más grave y continuando con las restantes. Por ejemplo, si es posible el cumplimiento simultáneo de las penas de prisión con penas de multa o inhabilitación. Sin embargo no es posible el cumplimiento simultáneo de dos penas de prisión, pues entonces su efecto sería ilusorio. Sin embargo, a partir de ésta se formulan varias excepciones, por muy distintas causas. La primera viene establecida en el artículo 76, que regula casos de “concurso real”, cuando fija determinados límites en el cumplimiento simultáneo o sucesivo de las penas que le correspondan por las diversas infracciones: el límite se sitúa en la prohibición de exceder del triple de la pena más grave, o por el tiempo máximo de 20 años (art. 76,1) que excepcionalmente puede llegar a los 25, 30 ó 40 años [art. 76,1 a), b), c) y d)], que responden al principio de “acumulación jurídica”.

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A su vez, recuérdese que el nuevo artículo 78 se erige como una excepción parcial al artículo 76. Es decir, como una excepción a la excepción. Y de igual modo cabe interpretarse “el delito continuado” (art. 74). Además, una segunda excepción se aplica a los supuestos en que “un solo hecho constituya dos o más infracciones (‘concurso ideal’), o cuando una de ellas sea medio necesario para cometer la otra” (‘concurso medial’), recogidos en el artículo 77”. En el primer caso, concurso ideal, “se aplicará en su mitad superior la pena prevista para la infracción más grave”, que responde al principio de “exasperación”, sin que pueda exceder la suma del castigo de todas las infracciones por separado (art. 77,2º). Por el contrario, en el segundo supuesto, el denominado concurso medial (art. 77,3º), desde la reforma de 2015 se aparta de la regla anterior, para incorporar una nueva y extraña respuesta penológica: se aplicará la pena superior a la de la infracción más grave, hasta la suma de las que le hubiera correspondido a todas las cometidas por separado (límite máximo). De esta forma se construye un nuevo marco penal específico para supuestos de concurso medial, dando lugar a lo que se denomina pena síntesis. Por consiguiente, no ha cambiado el concepto ni los requisitos de ambas modalidades concursales, únicamente ahora presentan dos respuestas penológicas diferentes. En conclusión, el principio del que parte nuestra regulación positiva viene consagrado en el artículo 73: y es el cumplimiento simultáneo de todas las penas impuestas, si ello es posible por su naturaleza y efectos. Cuando no es posible, entrará en juego el artículo 75: se cumplirán sucesivamente, siguiendo el orden de su respectiva gravedad. A ambas hay que aplicar las excepciones ya advertidas del concurso real, concurso ideal y medial, y delito continuado. En cualquier caso, el art. 76 CP dispone que las reglas penológicas propias del concurso real, en concreto, los criterios limitativos de la acumulación material de penas, puedan aplicarse a supuestos enjuiciados en procesos distintos siempre que exista conexión entre ellos. La jurisprudencia ha utilizado tres criterios posibles de conexión: conexión procesal; conexión material y conexión temporal. En realidad, todas las posibilidades de conexión para la acumulación deberían regirse por la llamada conexión procesal, cuya regulación se encuentra en el art. 17 LECrim. Sin embargo, la jurisprudencia extiende las posibilidades de acumulación y por tanto de aplicación de las reglas penológicas del concurso material, con la aplicación de los otros dos criterios, mediante una interpretación extensiva a favor del reo. Esta es hasta ahora, la interpretación dominante en la jurisprudencia, conocida como “conexión por analogía”. En los últimos años ha ido

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restringiendo el criterio hasta abrazar el denominado criterio laxo de “conexidad temporal” (por ejemplo en la SSTS 27 noviembre 2011; 4 marzo 2015). El momento para fijar límite temporal en el que se cierra el plazo de posible acumulación (dies a quo) es la fecha que se dictó la sentencia y no la fecha en la que adquirió firmeza (Acuerdo del Pleno de la Sala Segunda del TS de 29 noviembre 2005). No obstante la jurisprudencia no ha aplicado siempre un criterio uniforme: así, en unos casos ha seguido el criterio citado de la fecha de la sentencia; en otros en de la firmeza; y en otros el de la celebración del juicio oral (STS 6 octubre 2008). La reforma de 2015 ha acogida esta versión restrictiva en el art. 76,2º, que por tanto comporta una limitación de la conexidad para acumulación de penas impuestas en diferentes procesos. Ahora, la condición de enjuiciamiento unitario se extiende solo a hechos cometidos antes de la fecha del que fueron enjuiciados los primeros delitos objeto de la acumulación. Esta tesis ya era defendida por algunos autores, que exigen, además, que no haya recaído sentencia sobre ninguno de ellos. Posteriormente, veremos, sin embargo, que la necesidad de enjuiciamiento unitario, como requisito conceptual del concurso resulta discutible. En efecto, el criterio original del TS, basado en una interpretación a favor del reo, extendía la aplicación de las reglas penológicas del concurso real, a delitos enjuiciados en distintos procesos, haciendo prevalecer la conexión temporal sobre la conexión estrictamente procesal. Dentro de esta interpretación, son irrelevantes las fechas de enjuiciamiento, siempre que exista al menos la posibilidad hipotética de un enjuiciamiento en un solo proceso. El límite a esta acumulación se sitúa respecto a hechos anteriores ya sentenciados y a hechos posteriores a la última sentencia refundida (SSTS 28-09-1998; 03-02-2000; 28-03-2000; 26-02-2007). Una vez delimitado negativamente el campo del concurso de delitos, resulta necesario diferenciar entre sí los dos supuestos esenciales de concurso, el real y el ideal. Después se analiza el tratamiento del delito continuado (art. 77 CP).

4.2. Concurso real o material El concurso real se aprecia cuando una pluralidad de hechos da lugar a una pluralidad de delitos. La regulación legal de tales supuestos se establece en los artículos 73, 75 y 76. Ahora, desde 2015, también hay que añadir el art. 78 bis para supuestos de concurso en el que se aprecie al menos una pena de prisión permanente revisable. El criterio de partida para la determinación de la pena a imponer es el de acumulación material de las penas, es decir, la suma de las mismas (arts. 73 y 75

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CP). No obstante, la mayoría de supuestos de pluralidad de hechos e infracciones, o sea, de concurso real, se solventan con la aplicación de las reglas penológicas contenidas en el art. 76 CP, bien por su aplicación directa, bien por su aplicación indirecta a través de la llamada conexión por analogía (STS 25-01-2001; 03-012003). En realidad, el art. 76 opera como norma especial frente al art. 75 (STS 29 octubre 2007) con fundamento en los principios de humanización de las penas y de resocialización (STS 16 octubre 2014). En efecto, las reglas penológicas de este precepto atemperan el principio de acumulación material producto de la suma de todas las penas, mediante el juego de dos límites al cumplimiento efectivo de las condenas, consagrando en su lugar el principio de la acumulación jurídica (STS 27-09-2000). Pero la acumulación de las penas debe cumplir dos requisitos: que esta acumulación sea temporalmente posible y que la acumulación ofrezca un resultado penológico más favorable que la simple suma de penas a imponer (SSTS 27 noviembre 2011; 21 marzo 2013). Estos dos límites operan sucesivamente, uno tras otro. En primer lugar, el tiempo de cumplimiento efectivo no podrá superar el triple de la duración de la pena más grave de las que se le hayan impuesto. Y, en segundo lugar, no podrá rebasarse el límite de los 20 años de prisión. Respecto al primer límite, la referencia a la pena más grave es entendida como la pena concreta impuesta a cada delito integrante del concurso y no a la condena total establecida en la sentencia (SSTS 28 febrero 2006; 18 diciembre 2013). En relación al segundo límite, como regla general se establece en 20 años, pero excepcionalmente puede superarse en cuatro supuestos: a) puede llegar a los 25 años cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos y alguno de ellos esté castigado con una pena de hasta veinte años; b) puede llegar a los 30 años, cuando haya sido condenado por dos o más delitos y alguno de ellos tenga una pena superior a los veinte años; c) puede llegar a 40 años, cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos, y al menos dos de ellos estén castigados por ley con penas superiores a 20 años; y d) también puede llegar a 40 años cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos de terrorismo (sección segunda del cap. V del Tít. XXII) y alguno de ellos esté castigado por ley con pena superior a 20 años. Tampoco hay acuerdo en la jurisprudencia para determinar cual es la pena de referencia para desde ella determinar el máximo de cumplimiento. En unas resoluciones se resuelve a favor de la pena en abstracto al delito cometido, o en cambio, desde la pena inferior por aplicación de las reglas de tentativa y participación (SSTS 11 marzo 2004; 15 febrero 2006). El Acuerdo del Pleno de la Sala Segunda del TS de 19 diciembre 2012 optó por considerar la pena de referencia desde el grado de consumación alcanzado por el delito

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En todos estos casos, el precepto establece que se declararán extinguidas “las penas que procedan desde que las ya impuestas cubran dicho máximo”. Ejemplo: un sujeto es condenado por seis homicidios (art. 138,1º que sanciona con pena de prisión de 10 a 15 años) en concurso real a 10 años cada uno; la suma de todas las penas sería de 60 años, que es lo que se le impone en la sentencia (acumulación material); el triple de la más grave 10, será de 30 años; pero como esta cifra (30 años) supera el límite máximo de 20 años establecido en el artículo 76.1 in fine, operará automáticamente el límite de 20 años. Así, en el fallo de la sentencia se condenará a una pena de prisión de 20 años, declarándose el resto de las penas extinguidas.

Este régimen jurídico se complementa con la regla del art. 78. En suma, lo que se pretende es que si el sujeto se ha beneficiado ampliamente de las reglas del art 76, se limite la posibilidad de disfrute de la libertad condicional, permisos de salida, clasificación del tercer grado y de otros beneficios penitenciarios. Y eso se consigue, simplemente, estableciendo que los cálculos necesarios para la concesión de la libertad condicional se hagan, no sobre la cantidad de pena que resulte de la aplicación del artículo 76, sino sobre la condena total que inicialmente se le impuso en la sentencia. Esta restricción es obligatoria (art. 78,2º) en todos los supuestos excepcionales del art. 76, 1 a), b), c) y d). Las restricciones son mayores en caso de delitos de terrorismo (art. 78, 3º). En el primer ejemplo anterior, el sujeto tenía en principio una pena de 60 años por seis homicidios, que se reducía a 20 años de cumplimiento efectivo según la previsión del artículo 76. Comoquiera que el tiempo de cumplimiento efectivo es inferior a la mitad de la suma total de las penas impuestas (30 años), de conformidad con la disposición del artículo 78, el Juez o Tribunal, pueden acordar motivadamente que el requisito temporal para acceder a la libertad condicional, tercer grado, permiso de salida y otros beneficios penitenciarios, se compute no sobre los 20 años de cumplimiento efectivo, sino sobre los 60 inicialmente impuestos. Así, como las tres cuartas partes de esta condena (60 años) son 45 años, es imposible que el sujeto disfrute de la libertad condicional (STS 06-02-2001).

En esta materia, la STS 197/2006, de 28 febrero (caso H. Parot, originada en la Providencia de la AN de 16 marzo 2006) constituye un ejemplo manifiesto y paradigmático de conculcación del derecho a la legalidad penal, tanto por lo que se refiere a la prohibición de retroactividad en perjuicio del reo como de la exigencia de sumisión de los jueces a la ley. En este sentido, el cambio sorpresivo de doctrina jurisprudencial comporta un alargamiento del tiempo de privación de libertad del condenado por terrorismo con una grave infracción del derecho a la legalidad penal. De nuevo nos encontramos ante un caso con gran resonancia mediática causante de una notable indignación popular. Esto puede explicar el drástico cambio jurisprudencial. En el FJ Cuarto se articula una reinterpretación de los criterios de aplicación de la redención de penas por el trabajo en el concurso real de delitos. Se rechaza el cómputo sobre la pena de 30 años resultante de la acumulación jurídica. Ahora se sustituye por un

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cálculo sobre cada una de las penas impuestas, en un cumplimiento sucesivo. De modo que, ante varias condenas superiores a 20 años o más, los diferentes descuentos parciales por redención, no podrán impedir que la suma de los tiempos no redimidos supere el límite legal de cumplimiento. Esto implica que se cumplirá efectivamente el máximo (antes 30 años, ahora 40). Obviamente esta doctrina no solo es aplicable a este caso, ni únicamente a delitos de terrorismo u otros graves, sino que puede extenderse a todos los casos similares enjuiciados conforme al CP 1973. Para lograr este objetivo se fuerza la interpretación, de modo que pena y condena se entienden como términos diferentes, de suerte que el límite es a la condena, no a cada una de las penas impuestas. Se trata de explicar asegurando que con esta exégesis no se crea una “pena nueva” en el concurso real. Nada se dice sin embargo en la argumentación del TS de la compatibilidad con los derechos fundamentales consagrados en los arts. 15 y 25,2 (derecho a la libertad y derecho a la resocialización), ni a los contenidos en los arts. 24,1º y 25,1 CE (derecho a la tutela judicial efectiva y derecho a la legalidad penal, que incluye la prohibición de aplicación retroactiva de las leyes penales desfavorables al reo). Pues bien, pese a que el Pleno del TC español no estimó el amparo de los recurrentes (STC 40/2012, de 29 marzo), decisión verdaderamente incomprensible para cualquier jurista, la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Del Río vs. España, de 21 octubre) declaró contraria a los artículos 7 (principio de legalidad penal) y 5 (legalidad de la detención) del Tratado de Roma, la llamada doctrina Parot. El Acuerdo del Pleno de la Sala Segunda del TS de 12 noviembre de 2013 tuvo que establecer criterios para corregir las sentencias ya en ejecución, que habían aplicado la doctrina anulada por el TEDH.

La nueva redacción del art. 78, relativa al llamado cumplimiento íntegro de las penas, regresa al criterio discrecional y potestativo, no obligatorio, para que los jueces y tribunales puedan aplicar las reglas restrictivas aquí contenidas. Por el contrario, s son preceptivas su aplicación en supuestos de delitos cometidos por grupos y organizaciones criminales. Por su parte, el art. 78 bis, introducido en la reforma de 2015, fija los límites de cumplimiento mínimo en concurso material de delito, en los que al menos uno de ellos tenga señalada pena de prisión permanente revisable. En realidad establece un régimen específico, extraordinariamente severo, que limita el acceso al tercer grado.

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4.3. Concurso ideal Podemos señalar que el concurso ideal supone una unidad de hecho y una pluralidad de infracciones. Desde el entendimiento del término hecho en sentido amplio, como manifestación de voluntad, curso causal y resultado material, podemos señalar que el concurso ideal supone una unidad de hecho y una pluralidad de infracciones. Este sería el criterio diferencial entre el concurso real e ideal de delitos (SSTS 15 febrero 2012; 20 marzo 2013). Así, la jurisprudencia ha estimado que en los delitos dolosos la frontera entre el concurso real y el concurso ideal está determinada por el número de resultados producidos, y ello con independencia de que hayan sido generados por una única acción. Por tanto, la pluralidad de resultados lesivos, siempre que hayan sido abarcados por el dolo del autor, integran un concurso material de infracciones (SSTS 20 marzo 2013; 21 mayo 2014). La jurisprudencia española ha discurrido por una atormentada discusión acerca de la diferencia entre un concepto naturalístico de acción frente a un concepto normativo de acción. Esta última en realidad incorpora como diferencia la unidad o pluralidad de resultados dolosos (la evolución de criterios puede verse en las SSTS 26 febrero 2007; 26 abril 2013; 30 septiembre 2014).

El ejemplo clásico de concurso ideal de delitos es el representado por el sujeto que resiste gravemente a la autoridad, cuando se hallare en el ejercicio de sus funciones, causándole lesiones importantes. En tal caso, nos encontramos ante un solo hecho (un solo resultado material) constitutivo de dos infracciones (delito de lesiones y delito de atentado). La jurisprudencia suele apreciar concurso ideal entre el delito de estafa y los delitos de falsedad en documentos públicos, oficiales o de comercio, mientras que estima un concurso aparente de normas, a resolver conforme al art. 8 CP, a favor del delito de estafa cuando la falsedad recae en documentos privados (STS 10-11-2006). La doctrina habla de concurso ideal homogéneo cuando los delitos cometidos a través del mismo hecho son iguales, mientras que será heterogéneo cuando los delitos sean distintos (STS 4 marzo 2002). Cierto sector doctrinal entiende que el concurso ideal homogéneo no tendría cabida en nuestro sistema. Tal conclusión se desprendería del propio art. 77 CP, el cual al establecer la pena del concurso ideal parte de la pena señalada para el delito más grave, lo que no es posible en el caso de que las infracciones sean las mismas. Según esta doctrina la redacción del precepto podría interpretarse como una señal de que el legislador no ha querido dar cabida a los concursos ideales homogéneos. Esta es la solución originaria de la jurisprudencia (STS 24 noviembre 1999). No obstante, ver la STS 127/2011, de 23 diciembre, que aprecia un concurso ideal entre un delito doloso de lesiones y otro delito de lesiones imprudentes.

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El mayor problema que plantea esta regla del art. 77 se refiere a la determinación de cuál es la infracción más grave. Fundamentalmente se discute si la comparación de las penas a tal efecto debe realizarse tomando los marcos abstractos fijados por el tipo correspondiente o, por el contrario, partiendo de las penas concretas correspondientes a cada infracción una vez aplicadas las reglas generales de determinación, esto es, una vez apreciadas las circunstancias modificativas. Algunos autores, abogan por una solución intermedia, consistente en comparar las penas una vez realizadas las variaciones de grado que correspondan, pero sin concretarla en su mitad superior o inferior; y ello porque, al establecer el art. 77 que la pena de la infracción más grave se impondrá en su mitad superior, se entiende que el legislador ha querido establecer la comparación antes de que se realice dicha división. También se discute a qué se refiere el precepto cuando habla de las “penas que correspondería imponer penando las infracciones por separado”, pues no queda claro si el cálculo debe realizarse en función de los máximos permitidos por los marcos penales o según las penas que habría impuesto efectivamente el Tribunal. Generalmente, se suelen aplicar estas reglas: a) el concurso ideal puede estimarse en supuestos de concurrencia entre delitos dolosos y delitos imprudentes; b) se excluye en casos de penas heterogéneas; c) si las infracciones en concurrencia poseen penas exactamente iguales, basta con seleccionar cualquiera de ellas; d) el art. 77,2º se refiere a “la infracción más grave”, no a la pena más grave; e) operaciones a realizar: primero se cotejan las penas de las infracciones en concurso y se elige la pena más grave, esto es, la pena concreta ya con circunstancias; dos, una vez seleccionada la pena más grave se vuelve a dejarla en abstracto; tercero, a continuación se exaspera (mitad superior); y por último, sobre la pena ya exasperada se aplican todas las circunstancias modificativas concurrentes. El régimen penológico del concurso ideal se recoge en el artículo 77 CP a cuyo tenor, en el caso de que un solo hecho constituya dos o más infracciones (…) se aplicará en su mitad superior la pena prevista para la infracción más grave, sin que pueda exceder de la que represente la suma de las que correspondería aplicar si se penaran separadamente las infracciones. Ahora bien, continúa señalando este precepto que “Cuando la pena así computada exceda de este límite, se sancionarán las infracciones por separado”. Ejemplos art. 77,1º. Primer ejemplo: concurso ideal entre un delito con pena de prisión de 2 a 4 años con atenuante ordinaria de arrepentimiento y otro delito con pena de prisión de 1 año y seis meses a 3 años con agravante de abuso de confianza. Operaciones: A) comparar penas ya concretadas: pena de 2 a 4 que individualizamos en 2 años; y segundo delito, pena 1 años y seis meses a 3, que individualizamos en 2 años y seis meses; así pues, seleccionamos esta última. B) La pena elegida la volvemos a dejar en abstracto, sin circunstancias: de 1 año y seis meses a 3 años. C) Esta pena seleccionada la exasperamos en su mitad superior, o sea, prisión de 2 años y tres meses hasta 3 años. D) Sobre la pena electa exasperada aplicamos todas las circunstancias concurrentes, la

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atenuante y la agravante, que en este ejemplo nos permite recorrer toda esta extensión, esto es, desde 2 años y tres meses hasta 3 años. E) Que no exceda de la suma de las dos penas por separado. Así, 2 años, más, 2 años y seis meses, suman 4 años y seis meses. Luego no excede en todo caso del máximo de 3 años.

4.4. Concurso medial Existe concurso medial cuando uno de los delitos sea medio necesario para cometer el otro. Su régimen jurídico, esto es penológico, desde la reforma de 2015, ya no coincide con el establecido en el artículo 77,2º para los supuestos de concurso ideal. Ahora, la nueva regla penológica del art. 77,3º para el concurso medial, resulta mucho más severa. Así, se aplicará la pena superior a la de la infracción más grave (que no es lo mismo que la pena superior en grado). Por consiguiente, esta nueva regla penológica obliga a formar un marco penal que oscila desde día de la pena más grave ya individualizada (límite mínimo), hasta la suma de las que le hubiera correspondido a todas las cometidas por separado (límite máximo). Después, una vez formada esta nueva pena, llamada pena síntesis, existen dos posiciones. Una primera, que sugiere que dentro de este marco, se aplican de nuevo las reglas del art. 66, con lo que provocaría un doble efecto del citado precepto (GUARDIOLA LAGO). Conforme a la segunda, asumida por la Circular 4/2015 de la FGE, en la operación de individualización final, ya no se volverían a aplicar las reglas del art. 66,1º, sino únicamente los criterios generales de la individualización judicial: circunstancias personales del delincuente y mayor o menor gravedad del hecho (art. 66,1º,6ª). El TS ha estimado que el nuevo régimen punitivo del concurso medial consiste en una pena de nuevo cuño que se extiende desde una pena superior a la que habría correspondido en el caso concreto por la infracción más grave, como límite mínimo, hasta la suma de las penas concretas que habrían sido impuestas separadamente por cada uno de los delitos, como límite máximo. El límite mínimo no se refiere a la pena “superior en grado” de la establecida legalmente para el delito más grave, lo que elevaría excesivamente la penalidad y no responde a la literalidad de lo expresado por el legislador, sino a una pena superior a la que habría correspondido, en el caso concreto, por la infracción más grave. Es decir, si una vez determinada la infracción más grave y concretada la pena tomando en consideración las circunstancias y los factores de individualización, se estima que correspondería, por ejemplo, la pena de cinco años de prisión, la pena mínima del concurso sería la de cinco años y un día. El límite máximo de la pena procedente para el concurso no podrá exceder de la “suma de las penas concretas que hubieran sido impuestas separadamente para cada delito”. Es preciso determinar la pena en concreto del delito menos grave, teniendo en cuenta, como en el caso anterior, las circunstancias concurrentes. Dentro de dicho marco se aplicarán los criterios expresados en el art 66 CP, pero, ya no deberíamos tenerlas en cuenta como reglas dosimétricas del artículo 66 CP, porque ya se han utilizado en la determinación del marco punitivo y, caso de hacerlo, se incurriría en un “bis in ídem” prohibido en el art. 67 CP.; deben tomarse en cuenta los criterios generales del art 66, pero no las reglas específicas, que ya han incrementado

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac el límite mínimo del concurso por la apreciación de una agravante, que no puede ser aplicada de nuevo (SSTS 30-12-2015 y 17.1.2017). Por su parte, conforme al criterio sentado en la Circular de la FGE 4/2015, para determinar la pena aplicable al concurso medial se recurre a una pena híbrida que se forma con las penas de las infracciones concurrentes, con unos límites cuantitativos comprendidos entre un mínimo (la prevista para el delito más grave, umbral que habrá de ser excedido en la concreción final) y un máximo (la suma de las penas concretas que se hubieran impuesto a los delitos de haberse castigado por separado, límite que no podrá ser sobrepasado). Una vez establecido el mínimo y el máximo, este marco cuantitativo constituirá una nueva pena, a la que habrán de aplicarse los criterios del art. 66, como mecanismo final de individualización a fin de abarcar el desvalor total del complejo concursa!

El problema que plantea es determinar si en realidad, el concurso medial constituye un caso de concurso ideal o más bien de concurso real. La doctrina mayoritaria se inclina por su entendimiento como un supuesto de concurso real, pero que hasta 2015 históricamente recibía el mismo tratamiento penológico que el concurso ideal por sus particularidades. Para llegar a esta conclusión se acude, entre otros, el siguiente argumento: si se tratara de un supuesto de unidad de hecho su mención expresa sería totalmente superflua y, por tanto, contraria al principio de vigencia. Es decir, en realidad no se trata de un auténtico concurso ideal presidido por la exigencia de unidad de hecho, sino que justamente el concurso medial precisa una pluralidad fáctica, esto es, concurren dos hechos perfectamente distintos, pero interconectados en una relación teleológica de medio a fin. En efecto, la peculiaridad del concurso medial radica en que no se trata de que una ulterior finalidad delictiva atenúe la pena de una infracción, sino de que la dirección final de la voluntad, en un sentido único, cuya realización pasa por el empleo de los medios necesarios para llevarlo a cabo, daba lugar a una consideración unitaria del actuar a efectos penológicos. Sin embargo, se trata de una figura compuesta por diversos hechos delictivos (pluralidad fáctica) en la que uno o varios hechos son medio necesario para cometer otro delito diferente (SSTS 25 septiembre 2008; 30 septiembre 2014) La jurisprudencia siempre ha interpretado el concurso medial en el sentido de que la exigencia legal de que uno de ellos sea medio necesario para la comisión del otro, no se satisface con la mera existencia de ese nexo de conexión medio-fin en la mente, la voluntad, la conveniencia del autor o la facilidad que represente su comisión. Esto es, la calificación de la clase de concurso no puede depender de la decisión del sujeto activo, sino de criterios objetivos. Por ello se exige una conexión objetiva que se deduce de la exigencia de “necesidad” o de “medio necesario” establecida por el Código Penal (STS 13-04-2007 en relación a delitos de prostitución y con carácter general SSTS 28 febrero 2009; 11 abril 2014, 229-2015, 22-2-2017).

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Esta doctrina sirve de base al TS para negar el concurso medial, por ejemplo, en casos de atraco utilizando un vehículo a motor sustraído o un arma de fuego sin licencia; entre robos y detenciones ilegales; entre cohecho y el delito causa; entre homicidio y tenencia ilícita de armas; entre detención ilegal y lesiones; o entre detención ilegal y agresión sexual. Ello porque por mucho que pudiera existir la relación de medio a fin en el propósito del agente, falta el nexo de necesidad exigido por el Código. Por el contrario, si aprecia concurso medial entre allanamiento de morada y agresión sexual; entre falsedad en documento mercantil y estafa. Pero no entre falsedad en documento privado y estafa.

Por tanto, el problema principal del concurso medial es la estimación de cuándo una infracción es “medio necesario” para cometer la otra. La doctrina se inclina por el enjuiciamiento de la necesidad en el caso concreto, de modo que habrá concurso medial cuando en el caso concreto enjuiciado el delito no hubiera podido cometerse sin el otro. En este sentido debe apreciarse la inseparabilidad entre el delito-medio y el delito-fin, de forma que pueda decirse que el segundo delito, atendidas las circunstancias en el que fueron cometidos, nunca hubiera podido cometerse en ausencia del delito precedente (SSTS 6 mayo 2004; 25 septiembre 2008; 30 septiembre 2014). Desde luego se exige que el dolo del sujeto activo abarque la comisión de ambos delitos. Ejemplo: el sujeto realiza una falsedad en documento público como medio necesario de un posterior delito de estafa. Una variable habitual: apoderamiento falso en una notaría extranjera, para posteriormente venta de inmueble en escritura pública (STS 24 febrero 2015). La jurisprudencia ofrece tres soluciones para las llamadas conexiones mediales encadenados: a) aplicación del art. 77,3º tantas veces como concursos mediales existan; b) aplicar una sola vez las reglas del concurso medial; y c) aplicación independiente de las reglas del concurso medial y del concurso real por este orden (STS 3 septiembre 2014 para un concurso entre delitos de prevaricación, malversación y falsedad documental).

4.5. Delito continuado y delito masa Esta institución plantea múltiples problemas en los cuales no es posible detenerse aquí. No obstante, es necesario apuntar algunas cuestiones básicas. Generalmente se entiende por “delito continuado” la comisión por el mismo sujeto de una pluralidad de infracciones, que en virtud de la concurrencia de determinados requisitos, se sustrae a las reglas del concurso de infracciones, y es contemplada unitariamente por el Derecho, como un único delito. Ante todo, “el delito continuado” constituye un límite o excepción a la aplicación del “concurso real de delitos homogéneos”. La jurisprudencia española comenzó a estimarlo sin la más mínima cobertura legal (v.gr. STS. 10 febrero 1960; 18 octubre 1974; 28 marzo 1978, etc.). Se incurrió por tanto en una flagrante vulneración del principio de legalidad penal, me-

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diante una “analogía in malam partem”, puesto que la suavización de las reglas concursales provocó con esta construcción supra legal un endurecimiento de las penas. No lo entendió así, curiosamente, la jurisprudencia constitucional (STC. 89/83 de 2 noviembre). La LO 8/1983 de 25 de junio consagró esta elaboración analógica de la jurisprudencia española, introduciendo en el Código Penal el artículo 69 bis (ver SSTS 6 abril 1989 y 30 abril 2013). Y a pesar del cada vez mayor rechazo doctrinal que suscita este texto, el Código Penal de 1995 reprodujo aquel precepto en el art. 74, si bien aumentando la penalidad posible y el arbitrio judicial. La reforma operada por la LO 15/2003 volvió a permitir un aumento de la penalidad en su apartado primero y ha introducido ciertos cambios en el apartado tercero. Se estructura en tres párrafos. En el apartado primero del art. 74 se establecen los requisitos generales para la estimación del “delito continuado”. En el apartado segundo, se regula, como una especie del primero, el llamado “delito masa” con un régimen penológico especial y sólo aplicable a los delitos contra el patrimonio. Y en el tercer y último párrafo se exceptúa expresamente la apreciación de la continuidad delictiva a las “ofensas a bienes estrictamente personales”. Existen figuras delictivas que por su descripción típica, presentan serias dudas para poder estimar esta construcción. Así, por ejemplo, se discute si es posible apreciar la continuidad delictiva entre varios delitos de defraudación a la Hacienda Pública (STS 06-10-2006), o en los delitos de tráfico de drogas puesto que emplea el plural “actos de cultivo, elaboración o tráfico” (STS 28-09-2006).

4.5.1. Delito continuado (art. 74.1º CP) Suele justificarse en razones de justicia material o político-criminales (STS 2306-2005). Nace de una pluralidad de acciones que aisladamente contempladas son susceptibles de calificarse como delitos independientes, pero que desde una perspectiva de la “antijuricidad material” se presentan como una infracción unitaria. Sin embargo, a juicio de la jurisprudencia, esta construcción no está destinada a operar como una excepción a las reglas concursales en beneficio del reo. Y ello porque se trata de una verdadera “realidad jurídica” que permite construir un proceso unitario sobre esta pluralidad de acciones (STS 7 octubre 2014). En la actualidad existe un cierto acuerdo entre doctrina y jurisprudencia en la exigencia de los requisitos que han de concurrir para apreciar el “delito continuado” (SSTS 10-07-2002; 10-05-2006; 21-06-2006; 7 octubre 2014). 1. Que se haya actuado en ejercicio de un plan preconcebido o aprovechando idéntica ocasión. La jurisprudencia habla de “dolo unitario”, equivalente a un dolo global, en el sentido que ha de responder a una unidad de reso-

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lución y de propósito criminal. Junto a esta suerte de culpabilidad homogénea, el texto también permite el “aprovechamiento de idéntica ocasión”, esto es, un “dolo continuado” en el que se aprovechan diferentes ocasiones de idéntica estructura (STS 5 octubre 2000; 23 febrero 2010; 19 julio 2012; 12 enero 2013). 2. Pluralidad de acciones u omisiones. Se exige una pluralidad de hechos, de modo que se excluye su tratamiento de las reglas del concurso real, sobre la idea que constituyen una “unidad delictiva”. Ya advertimos de las dificultades para calificar los llamados supuestos de “unidad natural de acción”, generalmente excluidos de esta clase de concurso (21-06-2006). 3. Que infrinjan el mismo precepto penal o preceptos de igual o semejante naturaleza (homogeneidad normativa). Esta exigencia de semejanza o analogía no se refiere a “figuras delictivas” sino a tipos penales, esto es, se formula en un sentido material, sobre la idea del bien jurídico protegido (v.gr. entre robos y hurtos). 4. Homogeneidad de la técnica comisiva. Se precisa cierta uniformidad o cuanto menos similitud de las técnicas operativas o de las modalidades de comisión del los delitos. 5. Identidad del sujeto activo. El dolo unitario requiere un mismo sujeto activo. Pero esto no significa que se precise identidad de sujeto pasivo, ni unidad espacial y temporal; sólo se exige identidad del sujeto activo. 6. Conexidad temporal de los actos. La pluralidad de acciones deben haber sido realizadas en un plazo de tiempo acotado y reducido (STS 5 noviembre 2008). La jurisprudencia más reciente excluye la aplicación del delito continuado en ciertas figuras delictivas, como por ejemplo el delito de blanqueo de capitales. Con independencia que esta exclusión sea o no correcta, llama la atención el razonamiento seguido, ciertamente artificioso y escasamente sólido. Así, en la STS 487/2014, de 9 junio (caso “Pantoja”), llega a esta conclusión desde la distinción entre “unidad de acción en sentido natural”; “unidad natural de acción” (inmediatez de los actos); y “unidad típica de acción”. Así pues, la unidad natural de acción excluye la aplicación del delito continuado. Para la jurisprudencia existirá unidad natural de acción cuando concurran los siguientes requisitos: un único acto de voluntad; vinculación temporal y espacial entre todos los diferentes actos; y desde una perspectiva normativa los diferentes actos debe ser posible subsumirlos en la misma tipología delictiva (SSTS 4 junio 2012; 7 octubre 2014). Pero en otras resoluciones se acude al criterio de la existencia de una sola víctima o a la percepción del fenómeno delictivo por un tercero no interviniente. Como se observa, se trata en realidad de idénticos criterios que

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los utilizados para apreciar el delito continuado, de modo que no constituyen una herramienta exegética sólida para efectuar tan artificiosa diferenciación. Ver los ejemplos de una sucesión de puñetazos; reiteración de actos agresivos de la libertad sexual a idéntica víctima; estampar dos formas falsas en el mismo documento; suscripción de varios documentos en una misma ocasión (STS 12 julio 2013).

También se exceptúa de la aplicación del delito continuado los tipos que incluyen conceptos globales o contienen una descripción de verbos típicos plurales. Por ejemplo, los diferentes actos de cultivo, elaboración o tráfico en el art. 368 CP (STS 9 junio 2014). La regla penológica general está contenida en el art. 74,1º: al autor de un delito continuado se le impondrá la pena de la infracción más grave en su mitad superior, pudiendo llegar hasta la mitad inferior de la pena superior en grado. En consecuencia, aunque se mantiene el principio de exasperación de la pena, la reforma de 2003 ha aumentado la penalidad de esta figura. Ejemplo: sujeto condenado como autor de un delito continuado de falsedades de los arts. 392 y 395 CP. En tal caso, es obligado imponer la pena de la infracción más grave (art. 392) en su mitad superior: hay que partir, pues, de la pena de prisión de seis meses a tres años y multa de seis a doce meses. Conforme al Acuerdo de Pleno de la Sala Segunda del TS de 30 octubre 2007, está prohibida una doble valoración del perjuicio económico total causado por el delito, lo que no aplica en supuestos de tipos cualificados o agravados.

4.5.2. Delito masa (art. 74,2º CP) Suele justificarse en la necesidad de acomodar la penalidad no sobre criterios de gravedad, sino de la proporcionalidad del perjuicio económico en ciertos delitos patrimoniales (1 octubre 2005). Pero ni esta justificación ni sus resultados son aceptables (así, críticamente, STS 21 marzo 2013). Se entiende como una modalidad agravada y específica del delito continuado (STS 10 junio 2014). Tres son los requisitos esenciales que la jurisprudencia exige para apreciar el llamado delito masa (SSTS 07 junio 2006; 09 febrero 2006; 17 mayo 2011). 1. Que se trate de delitos contra el patrimonio. Dentro de esta expresión se contienen también los delitos contra el orden socioeconómico. 2. Generalidad de personas. En la ideación unitaria del sujeto activo se representa al sujeto pasivo como una colectividad de personas, no vinculadas entre sí por una relación jurídica, aunque relacionadas por circunstancias episódicas o de intereses. Se trata por tanto de fraudes colectivos, en las que el sujeto pasivo busca causar un perjuicio económico a un grupo de personas indeterminadas inicialmente (SSTS 16 diciembre 2010; 10 junio 2014).

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3. Que el hecho revista notoria gravedad. Se requiere que el daño patrimonial sea considerable desde un punto de vista cuantitativo. Para calcularlo deben sumarse todos los perjuicios causados a cada una de las víctimas. Es un concepto indeterminado que la jurisprudencia ha tratado de fijar recurriendo a criterios a su vez muy genéricos (SSTS 3 noviembre 2010; 10 junio 2014). Cuando se tratare de infracciones contra el patrimonio, el art. 74,2º establece dos reglas que suscitan múltiples dudas interpretativas. La primera de las citadas reglas dice que en tales infracciones “se impondrá la pena teniendo en cuenta el perjuicio total causado” y no se impone conforme a la regla general del delito o la pena más grave. Sin embargo, no queda claro si tal regla es independiente de la señalada en el primer párrafo o independiente de ella. Es decir, son posibles, al menos, estas dos interpretaciones: 1) que también en las infracciones contra el patrimonio es obligado, en primer lugar, imponer la pena de la infracción más grave exasperada (art. 74.1) y luego individualizarla atendiendo al perjuicio total causado; y 2) que la regla del art. 74.2 es autónoma y que, por tanto, no es obligado imponer la pena de la infracción más grave exasperada, sino que se puede recorrer todo el marco de la pena señalada para la infracción más grave e imponerla en la extensión que se estime conveniente atendiendo al perjuicio total causado (así SSTS 8-7-2002, 11-7-2002, 27-6-2002, 02-03-2005). Obsérvese que mantener una u otra interpretación conlleva consecuencias bien distintas. Ejemplo: El delito de estafa del art. 250 se castiga con una pena de prisión de 1 a 6 años, además de multa de seis a doce. Supuesto: delito continuado de estafa. Si se asume la primera de las interpretaciones citadas la pena de prisión resultante irá de 3 años y 6 meses a 6 años (mitas superior), o bien de 6 años y un día a 7 años y 6 meses de prisión (pena superior en grado en su mitad inferior). Por el contrario, si se asume la segunda de las interpretaciones citadas la pena de prisión puede imponerse desde un año de prisión, con lo que el mínimo imponible es considerablemente inferior al que resulta de aceptar la primera opción.

La segunda regla prevista para infracciones continuadas contra el patrimonio obliga a imponer motivadamente la pena superior en uno o dos grados si el hecho revistiere notoria gravedad y hubiera perjudicado a una generalidad de personas (el llamado delito masa), lo que suscita muchos problemas cuando en la figura por la que se condena ya se contiene un subtipo agravado en función del perjuicio o del número de afectados. Por lo demás, se mantienen las demás diferencias entre ambos párrafos. En el primero el juego de las circunstancias operará sólo dentro de la mitad superior de la pena más grave, no facultando a los Tribunales de las reglas generales sobre la aplicación de las mismas. En cambio, en el “delito masa” podrán imponer la pena superior en uno o dos grados “en toda su extensión”, lo que parece una autorización a desvincularse de las reglas del artículo 66, aunque no obliga a no

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tomarlas como referencia. En todo caso, la concurrencia de alguna circunstancia agravante o atenuante habrá de aplicarse a todo el hecho continuado, esto es, a la pena determinada conforme a las reglas contenidas en uno de los dos párrafos (STS. 24 noviembre 1990). Como ya se ha dicho, en el “delito masa”, circunscrito exclusivamente a los delitos patrimoniales, el “perjuicio total” determinará la pena básica con lo que debe operar el Tribunal, para aumentar en uno o dos grados la pena (STS. 16 septiembre 1991). Ahora bien, el aumento en uno o dos grados, así como su extensión, deben ponderarse fundamentalmente en consideración a dos criterios establecidos legalmente: la existencia de notoria gravedad y si se ha perjudicado a una generalidad de personas. El primero se mide con criterios totalmente objetivos y no por la cualidad de las víctimas o su potencial económico. Ambos criterios son además requisitos fundamentales para la estimación del “delito masa” (SSTS. 8 junio 1989; 10 junio 2014). En la STS 3 noviembre 2010, que aplica el citado Acuerdo de Pleno de la Sala Segunda del TS de 7 octubre 2007, se estima compatible la aplicación de una estafa agravada por su notoria gravedad con la aplicación de la regla penológica del art. 74,2

4.5.3. Bienes personalísimos Por lo que se refiere al apartado tercero, sigue exceptuando la aplicación de los dos apartados anteriores las ofensas a bienes personalísimos, salvo que se trate de delitos contra el honor o contra libertad e indemnidad sexual. En estas dos familias de delitos si es posible apreciar un delito continuado contra el honor o contra la libertad sexual. La novedad radica precisamente en que esta excepción sólo será posible si los ataques contra el honor o la libertad sexual recaen sobre el “mismo sujeto pasivo”. Es decir, que únicamente podrá apreciarse un delito continuado contra el honor o contra la libertad sexual, si el sujeto pasivo es el mismo en todos ellos. En otros casos, si existe diversidad de sujetos pasivos, no podrá en consecuencia aplicarse un delito continuado, teniendo que resolverse la pluralidad de infracciones conforme a las reglas concursales generales (SSTS 22 septiembre 2005; 30 abril 2013). En supuestos de infraccione que simultáneamente atacan a bienes personales y a bienes no personales (v. gr. robo con violencia), la jurisprudencia atiende al criterio del “bien jurídico dominante” (STS 22 junio 2010).

Lección 41

La modificación de la pena: las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal 1. INTRODUCCIÓN En el ámbito de la aplicación de la pena pugnan dos exigencias contradictorias: de un lado, los requerimientos de concreción y certeza dimanantes del principio de legalidad y, de otro, la necesidad de adaptar la pena al hecho delictivo concreto y al delincuente particular, tanto por razones de utilidad y conveniencia como por imperativos de justicia. Esta necesidad se plantea en cualquier modelo de derecho penal. En nuestro CP se instaura un sistema de determinación legal de la pena, mediante el establecimiento de márgenes dentro de los cuales el juzgador debe adecuar la pena a las circunstancias concretas del hecho y del autor. El rigor legalista existente en la materia no impide, sin embargo, una cierta flexibilización de las exigencias derivadas del principio de legalidad, a través de la concesión de determinados márgenes de arbitrio limitado, que permitan la máxima adaptación de la pena a las circunstancias del hecho y del sujeto particular. Podemos hablar de un legalismo flexible, sin que ello signifique, necesariamente, detrimento de las garantías formales y materiales inherentes al mismo. Es perfectamente compatible el respeto y realización de la función garantista del principio de legalidad en la determinación y aplicación de la pena, y la concesión, al mismo tiempo, de márgenes de arbitrio (siempre razonado) para conseguir una mejor individualización de la pena en el caso concreto. Por ello el sistema del CP se sostiene sobre marcos penales relativamente estrechos que impiden que el arbitrio judicial entre en contradicción con las exigencias materiales del principio de legalidad. De esta manera, se mantiene el sistema de penas relativamente determinadas a través de la fijación legal de un marco punitivo dentro de cuyos límites, superior e inferior, y sobre la base de reglas y criterios legislativos, el juez ha de determinar motivadamente la pena exacta y adecuada al caso particular (vid. los arts. 78.2 y 81.1). El problema, por tanto, es de límites. Límites en el establecimiento de los marcos penales y límites en las facultades del juez para realizar la individualización de la pena. Limitación, coordinación y posibilidad de revisión de la concreta decisión judicial, según las reglas, criterios y principios previamente establecidos por el legislador, constituyen, por tanto, los pilares esenciales sobre los que debe edificarse todo sistema de determinación de la pena. Exigencias que se aprecian en el CP

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y que contribuyen, sin duda, a un incremento notable de la eficacia material del principio de legalidad. En definitiva, el sistema español de determinación de la pena está pensado, como ya analizamos, desde un triple presupuesto, esto es requiere tres fases u operaciones sucesivas: a) determinación legal abstracta de la pena, que lleva a cabo la propia ley al establecer en cada figura delictiva de la parte especial, una pena entre un límite máximo y un mínimo; se completa con las operaciones relativas a autoría y participación (iter criminis) y de consumación y tentativa (arts. 61 a 64); b) determinación legal concreta de la pena, pues una vez establecido el marco penal (límite máximo y mínimo), el juez en consideración de las circunstancias genéricas (arts. 21, 22 y 23 CP), señala la extensión o concreción de la pena; esto es, la fija en su mitad inferior o en su mitad superior; c) individualización judicial de la pena, aquí el juez de acuerdo a la “gravedad del hecho” y a la “personalidad del delincuente”, y a la concurrencia, compensación y naturaleza de las circunstancias, fija la pena exacta, individualizada. Por consiguiente, en el modelo español, las circunstancias genéricas, descritas en un catálogo contenido en los arts. 21, 22 y 23 CP, sirven precisamente para desempeñar esta función. Precisamente la función y el régimen jurídico que poseen es lo que diferencia las circunstancias genéricas, de las llamadas específicas o especiales. Así, las circunstancias específicas o especiales aparecen descritas en una figura delictiva de la parte especial y en ella despliegan unos efectos completamente distintos. En realidad el criterio que las diferencia responde exclusivamente a la técnica legislativa empleada. Ejemplos de circunstancias especiales o específicas las encontramos en el asesinato (art. 139), con la alevosía, precio, recompensa o Ejemplo, si un sujeto es juzgado por un delito, tepromesa y el ensañamiento.

2. CONCEPTO, FUNDAMENTO Y FUNCIÓN Tradicionalmente las circunstancias genéricas o comunes, esto es, las que se encuentran descritas en la Parte General (Libro I del CP), se definen como elementos o accidentes del delito, esto es, como elementos no esenciales del delito, puesto que éste puede existir con independencia de la concurrencia de las circunstancias. Por ello mismo, el concepto de circunstancia viene en realidad determinado por la función que desempeñan. Y en este sentido ya se ha adelantado que su única función, es servir de criterio legal al juez para concretar la pena dentro del marco previamente determinado. Es decir, despliegan su eficacia en lo que tradicionalmente se conoce como “marco penal concreto”, determinando el “grado” a imponer. En este sentido las circuns-

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tancias son instrumentos legales de medición de la pena, es decir, son causas de modificación de la pena. Esta es su finalidad y sentido en nuestro modelo legal. Coherentemente con este planteamiento, las circunstancias genéricas o comunes, no inciden directa y esencialmente sobre los elementos esenciales de la infracción, sino que inciden en la mayor o menor gravedad del hecho. Por consiguiente su fundamento descansa en la mayor o menor necesidad de tutela que a su vez remite a la mayor o menor necesidad de pena. Así pues, su fundamento las vincula directamente con el principio constitucional de proporcionalidad.

3. RÉGIMEN JURÍDICO: EFICACIA, INHERENCIA, ERROR Y COMUNICABILIDAD DE LAS CIRCUNSTANCIAS COMUNES El estudio del régimen de las circunstancias comunes o genéricas ha de comenzar por su eficacia, esto es, por los efectos que tiene sobre la penalidad, ya que se trata de circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal. A continuación se analizan otras cuestiones como la ineficacia de las circunstancias (inherencia), error sobre las circunstancias y el problema de si pueden y en qué casos, comunicarse o transmitirse a otros copartícipes.

3.1. Eficacia de las circunstancias La eficacia de las circunstancias modificativas se contiene en los arts. 66 y 68 CP. Sin embargo, tras el sencillo sistema introducido por el CP 1995, las reformas de 2003, en especial la llevada a cabo por la LO 11/2003, además de configurar un sistema muy complejo, ha provocado enormes cambios. La regla general sigue otorgándoles unos efectos ordinarios, consistentes en determinar si la pena abstracta (pena contenida en la figura legal más las variaciones posibles por el juego de los artículos 62, 63 y 64) se aplica en su mitad inferior o en su mitad superior. Por consiguiente, en el modelo español, las circunstancias genéricas (a diferencia de las específicas de una figura delictiva de la parte especial), poseen como única función, servir de criterio legal al juez para concretar la pena dentro del marco previamente determinado. Es decir, despliegan su eficacia en lo que tradicionalmente se conoce como “marco penal concreto”, determinando el “grado” a imponer. Así pues, otorgar una eficacia distinta a las circunstancias genéricas constituye siempre una excepción, pues en cierta forma supone su desnaturalización. En efecto, conceder a una simple circunstancia eficacia extraordinaria, en el sentido de rebasar el límite máximo o mínimo de la pena abstracta legalmente establecida, desnaturaliza a una simple “circunstancia” del delito, por naturaleza accesoria,

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transformándola en algo esencial, puesto que esencial es su efecto sobre la pena. En este sentido, se le haría equivalente con las llamadas “circunstancias especiales”, con los denominados subtipos agravados o con tipos cualificados, provocando una gran confusión de categorías y de técnicas legislativas. Pero sobre todo, se provocaría un artificial cambio de la penalidad prevista por la ley. Por ejemplo, no es ni debe ser igual (dentro de nuestro modelo) la alevosía como agravante genérica que como circunstancia especial del asesinato; ni el prevalimiento del carácter público del culpable en un hurto, que el abuso de función de un juez al dictar sentencia (prevaricación); ni de cualquier agravante del art. 22 con las “agravaciones” de la estafa, apropiación indebida o hurto. Cada una de estas categorías, posee una naturaleza diversa, una función específica y consecuentemente una eficacia sobre la pena también distinta. Esta idea, coherente con el modelo español de determinación de la pena, sólo acepta una excepción históricamente consolidada, y lo hace en materia de circunstancias atenuantes. Así, las eximentes incompletas y la minoría de edad (antes naturalmente de la LORRPM) poseían, por disposición legal expresa, una eficacia extraordinaria. Pero si se repara en su naturaleza y fundamento, se observa que en ambos casos están próximas o inciden en categorías esenciales de la infracción. Esta cercanía es lo que explica indiscutiblemente sus excepcionales efectos penológicos. Y el segundo grupo, al amparo de la anterior regla cuarta del art. 66, descansa o bien en idénticas razones a las anteriores (generalmente menor imputabilidad, culpabilidad o motivación) en caso de atenuantes muy cualificadas, o sea, de intensidad superior a la ordinaria; y el segundo grupo en caso de concurrencia de varias atenuantes (más de dos o dos o más), que permiten explicar en la menor necesidad y merecimiento de pena la atenuación extraordinaria. De suerte que, en materia de circunstancias atenuantes, el régimen excepcional posee sólidos fundamentos y a la vez se encuentra consagrado en nuestra tradición jurídica. Ahora bien, la LO 11/2003 presenta como una de sus novedades atribuir también una eficacia extraordinaria a las circunstancias agravantes comunes, es decir, permite rebasar el marco penal en ciertos casos, determinando la pena superior en grado. Pero esta reforma no es adecuada, ni política ni técnicamente, por varias razones. Primera, porque rompe el modelo histórico de determinación de la pena, al permitir que dos o más agravantes superen el límite legal establecido en la figura legal (pena legal abstracta). Desnaturaliza las circunstancias y las confunde con subtipos agravados. Así por ejemplo, una figura básica con dos agravantes podría resultar más castigada que su figura agravada sin agravantes genéricas (v.gr. en hurto, estafa, daños, apropiación indebida, drogas, medio ambiente, etc.). Segunda razón, porque además de estos efectos, ¿cuál es el fundamento dogmático o político criminal que justifica este salto cualitativo de la pena? Ha de pensarse que conforme a esta regla se impondrá una “nueva pena”.

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Y existe una tercera razón que cuestiona esta reforma. Desde la gran reforma urgente y parcial de 1983, se ha dicho que existían dos grandes diferencias entre atenuantes y agravantes: una, que las primeras se regulaban con un sistema de “numerus apertus”: como así lo confirma la existencia de la atenuante analógica; mientras que las segundas, las agravantes, constituían obviamente un sistema de “numerus clausus”. Y segunda gran diferencia, que mientras la eficacia de las atenuantes permitía rebasar el límite inferior de la pena, este efecto penológico extraordinario nunca podían hacerlo las agravantes en relación con el límite máximo de la pena abstracta. La doble diferencia de tratamiento entre atenuantes y agravantes se razonaba tanto en consideraciones de legalidad como de proporcionalidad (necesidad): se puede justificar una rebaja del marco legal, pero nunca un aumento. No obstante, históricamente sólo una agravante ha tenido eficacia extraordinaria, y justamente ha sido la reincidencia. Pero sólo en los CP de 1928, 1932 y 1944. En la reforma de 1983 se puso fin a este régimen excepcional, volviéndose al modelo clásico vigente hasta esta última modificación legal. Pues bien, entre otras modificaciones, el nuevo art. 66 permite en dos supuestos que las agravantes determinen la imposición de la pena superior en grado. Pero además, en general, puede afirmarse que la reforma de 2003 comporta una mayor complejidad del sistema y un recorte de la discrecionalidad judicial en materia de aplicación de la pena. Por último, añade otro defecto más, al desconectar estas reglas del proceso de determinación de la pena en los delitos imprudentes. La estructura del art. 66 se ha vuelto mucho más compleja, pues frente a la simplicidad de las cuatro reglas anteriores, ahora consta de dos apartados, pero el primero contiene ocho reglas de determinación de la pena. Como hemos adelantado, la reforma busca restringir la discrecionalidad judicial en esta materia, tratando de automatizar la aplicación de la pena. Antes de introducirnos en las ocho reglas del apartado primero, conviene destacar que en el nuevo apartado segundo regresa a la desconexión de estas reglas en los delitos imprudentes. En estos, por tanto, el juez tiene absoluta discrecionalidad para imponer la pena en la extensión que estime oportuno, sin quedar sujeto al juego de atenuantes y agravantes. Es en el único aspecto que la reforma concede mayor arbitrio judicial. En cualquier caso, según constante jurisprudencia, los jueces y tribunales tienen la obligación específica de motivar la pena impuesta. Con ello se subraya que también este ámbito de la determinación de la pena, está sujeto a Derecho, y por consiguiente es susceptible de ser impugnada y controlada vía recursos (SSTC 57/2003; 75/2007; 21/2008; y, SSTS 22 noviembre 2004; 26 diciembre 2014; ATS 33 julio 2006). Más debatido e inseguro resulta precisar las consecuencias de la ausencia de motivación (SSTS 25 octubre 2007; 18 febrero 2010; 14 noviembre 2014).

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Pues bien, en el apartado primero se contienen ahora nada más y nada menos que ocho reglas, que en consideración al número y clase de las circunstancias atenuantes y agravantes concurrentes, determina una eficacia sobre la pena. Analicemos una a una estas ocho reglas. Regla Primera. Entra en juego únicamente cuando concurre una sola atenuante, obligando al juez a aplicar necesariamente la pena en su mitad inferior. Subrayar que opera cuando concurre una atenuante, sólo una, y no concurren ninguna agravante. Regla Segunda. Se aprecia cuando concurre uno de los dos presupuestos positivos en régimen de alternatividad y siempre que se dé el presupuesto negativo. En efecto, se prevén dos presupuestos positivos alternativos. Uno, concurrencia de “dos o más atenuantes”, o bien, concurrencia de “una o varias (atenuantes) muy cualificadas. Y dos, el presupuesto negativo, aplicable a ambos, que es la exigencia de que ‘no concurra agravante alguna’. Aquí radica la primera diferencia con la regla equivalente del texto reformado, que no impedía aplicar el régimen excepcional en materia de atenuantes múltiples o de una sola muy cualificada aunque apreciara alguna agravante”. “Aunque la ley no definía lo que ha de entenderse por ‘muy cualificada’, esta expresión tradicionalmente se entiende que las circunstancias así declaradas, han de expresar ‘una intensidad superior a la normal de la respectiva atenuante’. La jurisprudencia reconoce que su apreciación como tal no es un hecho sin más, sino que requiere un juicio de valor (SSTS. 28 enero 1985; 2 diciembre 1988; 7 octubre 2008). También se ha acudido para su definición al expediente de la mayor intensidad ‘a la que tiene un valor doble a la de cualquiera de ellas’ añadiendo que, todas las atenuantes enumeradas en los arts. 9 y 11 del Código Penal (hoy 21 y 23) pueden merecer esa calificación, con la excepción de las 1 y 3 del art. 9…” (STS. 17 junio 1988, entre otras muchas), porque éstas ya han sido consideradas privilegiadas por la propia ley. Por consiguiente pueden darse dos posibilidades: concurrencia de dos o más atenuantes y ninguna agravante; y segunda posibilidad, concurrencia de una o más atenuantes cualificadas y ninguna agravante. Pues bien, cuando se conjugan una de estas dos posibilidades, el juez necesariamente aplicará la pena inferior en un grado y potestativamente podrá reducirlo en dos grados. La decisión entre rebajar uno o dos grados la pena señalada en la ley, la tomará el juez en consideración al número y entidad de las atenuantes (ATS 826/2012, de 3 mayo). Ahora bien, ha de tenerse en cuenta la nueva regla octava, que señala la desvinculación de todas estas reglas cuando el juez ha tomado la decisión de rebajar un grado la clase de pena. Es decir, quien puede lo más puede lo menos. También aquí encontramos otra diferencia con la regla equivalente del sistema de 1995, pues aquél usaba la expresión “podrán”, mientras ahora utiliza el vocablo “aplicarán”.

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Regla tercera. Cuando concurre solo una o dos circunstancias agravantes, aplicarán la pena prevista en su mitad superior. Obsérvese como explícitamente se requiere la concurrencia de “una o dos” agravantes, pero implícitamente se requieren tres requisitos más: a) han de ser una o dos agravantes, pero ninguna más, pues en ese caso ya sería posible aplicar la regla cuarta; b) ninguna de estas dos agravantes puede ser la reincidencia “cualificada”; c) no puede concurrir ninguna circunstancia atenuante. En efecto, también se llega a esta conclusión desde una interpretación sistemática del art. 66 al completo. Así, si concurren más de dos agravantes podría aplicarse, aunque no necesariamente, la regla cuarta; y si se aprecia la reincidencia “cualificada”, entonces entrará obligatoriamente en juego la regla quinta. Por consiguiente, la regla tercera obliga a imponer la pena prevista en su mitad superior, cuando se aprecia una o dos agravantes y ninguna atenuante. Regla Cuarta. Tampoco esta nueva regla tiene precedentes en el Código Penal de 1995. Permite aplicar la pena superior en grado a la establecida en la ley, pero sólo en su mitad inferior. Por consiguiente la concurrencia de tres o más agravantes sin que concurra atenuante alguna, goza ahora de una eficacia extraordinaria sobre la pena, llegando a poderse superar el límite máximo de la clase de pena y una vez dentro del nuevo marco punitivo, imponerla dentro de la mitad inferior. En síntesis, el precepto precisa de dos presupuestos para poderse aplicar esta extraordinaria consecuencia penológica: primero, que concurran más de dos agravantes comunes, esto es, que sean un mínimo de tres; y segundo, que no concurra ninguna circunstancia atenuante. En este caso la ley no obliga al juez a aplicar la eficacia extraordinaria sobre la pena siempre que concurran ambos presupuestos, sino que al contrario se limita a utilizar el término podrán. Con ello otorga al juzgador una facultad discrecional de libre decisión. Por tanto, es posible que en un supuesto de concurrencia de tres o más agravantes y ninguna atenuante, decida no aplicar esta regla extraordinaria, quedando entonces obligado necesariamente a apreciar la regla cuarta. O sea, la pena en su mitad superior si concurren más de dos agravantes y ninguna atenuante. De esta forma, parece que la regla cuarta viene a ser una suerte de norma especial y subsidiaria respecto a la regla tercera. Ahora bien, si alguna de estas agravantes es la “reincidencia cualificada”, surge un concurso de normas con la regla quinta. Regla Quinta. No tiene equivalencia en el texto de 1995, viniendo en realidad a resucitar la vieja agravante de multireincidencia, que ya había sido derogada en 1983. Pues bien, ahora reaparece otra vez una agravante con efectos extraordinarios sobre la penalidad, ya que permite imponer la pena superior en grado a la prevista en la ley, pudiéndola aplicar en toda su extensión (mitad inferior y mitad superior). Para ello deberán valorar los dos criterios ofrecidos por la ley: el número de condenas anteriores y la gravedad del nuevo delito.

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Pero para poder aplicar tan severa medida, es necesario que concurran cuatro requisitos: primero, que se aprecie la agravante de reincidencia (art. 22,8). Segundo, que concurra con la siguiente “cualificación”: que el culpable al delinquir, hubiera sido condenado, al menos, por “tres delitos comprendidos en el mismo Título”. Tercero, que todos los delitos, precedentes y el nuevo, “sean de la misma naturaleza”. Y, cuarto, que no se computarán los antecedentes penales cancelados (STS 13 octubre 2011). Quedan abiertos de nuevo los varios problemas interpretativos, e incluso de constitucionalidad, de esta debatida agravante (ver las conocidas y pioneras resoluciones al respecto: STC 150/1991 y STS 6-4-1990). En cualquier caso, la concurrencia de tres o más agravantes de reincidencia no obliga al juez a aplicar la penalidad aquí prevista, pues emplea la expresión podrán, con lo que configura una potestad discrecional pero no imperativa. Ahora bien, la regla quinta es especial no sólo por su extraordinaria eficacia en la pena, sino también por el ambiguo juego de interferencias con todas las demás reglas. Ello es así, porque si el juez decide aplicarla, prevalece sobre la tercera y la cuarta, también destinadas a las agravantes. Pero también hay que considerar su posible aplicación aunque concurran circunstancias atenuantes, incluso por encima de lo dispuesto en la regla séptima, destinada a hipótesis de concurrencia de atenuantes y agravantes. Regla sexta. Se contiene aquí el supuesto de no concurrencia ni de atenuantes ni de agravantes. En estos casos, los jueces y tribunales individualizarán la pena imponiendo la señalada para la Ley en la extensión adecuada a “las circunstancias personales del delincuente y a la mayor o menor gravedad del hecho, razonándolo en la sentencia”. Por consiguiente, si no se aprecian circunstancias agravantes ni tampoco atenuantes, se confiere al juzgador la posibilidad de imponer la pena en su mitad superior o inferior, y en la extensión que crean oportuno conforme a los dos criterios fijados taxativamente en la Ley. Estos dos criterios son los ya tradicionales: mayor o menor gravedad del hecho y las circunstancias personales del delincuente. En opinión de nuestra jurisprudencia “la gravedad del hecho” hace referencia al desvalor de la conducta en relación con el bien jurídico protegido y “la personalidad del delincuente” representa una apreciación muy compleja integrada por elementos psicológicos desde una proyección social (STS. 14 noviembre 1986, 3 octubre 1989 y 27 febrero 1992). Es evidente que esta regla se refiere exclusivamente a la no concurrencia de circunstancias comunes. En estos casos, se podrá aplicar la pena legal abstracta en su mitad superior o inferior, y en la extensión que consideren oportuna. Se mantiene en esta reforma la regulación original de 1995, que confirió una mayor libertad al juzgador. Con esta medida se pretende conceder un más elevado papel

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a la individualización judicial de la pena. De ahí la obligatoriedad de razonarlo en la sentencia conforme a los dos parámetros legalmente establecidos, que aunque ahora no sea expresa, se deriva de otros preceptos legales y constitucionales (STC 170/2004). Regla Séptima. Cuando concurran circunstancias agravantes y atenuantes comunes resulta aplicable esta nueva regla, que ahora establece un régimen diferente a los supuestos de no concurrencia de atenuantes ni agravantes. Por razones obvias queda totalmente descartada la compensación de circunstancias comunes con “circunstancias específicas o especiales”. Por tanto esta disposición se refiere exclusivamente a las primeras. Pues bien, la nueva regla que permite valorar conjuntamente circunstancias atenuantes y agravantes, presenta tres posibilidades. Primera, que tras la valoración y compensación racional, persista un “fundamento cualificado de atenuación”: entonces aplicarán, preceptivamente, la pena inferior en grado. Segunda, la hipótesis contraria, que después de la valoración y compensación racional, se mantenga un “fundamento cualificado de agravación”: entonces aplicarán, preceptivamente, la pena en su mitad superior (no la pena superior en grado). Y tercero, parece que existe una tercera posibilidad; esto es, que ni persista un fundamento cualificado de atenuación ni tampoco un fundamento cualificado de agravación: entonces cabría la posibilidad de imponer la pena en su mitad inferior. Justamente la única magnitud que no determina expresamente el precepto y que además queda como zona intermedia entre las dos explícitamente previstas. En otro orden de cosas, para poder proceder a la compensación entre unas y otras deben darse varios presupuestos: que las circunstancias concurrentes no sean incompatibles (así STS 29 enero 1988), y que no concurra una eximente incompleta, porque entonces, por disposición expresa del artículo 68 los Tribunales no podrán compensar ésta, y además sólo quedarán parcialmente vinculados a las reglas de este artículo para fijar la extensión de la pena, pues también tendrán que considerar con idéntico valor “el número y la entidad de los requisitos que falten o concurran, las circunstancias personales del autor, y en su caso, el resto de las circunstancias personales del autor, y en su caso, el resto de las circunstancias atenuantes y agravantes” (art. 68). Tradicionalmente se decía que si una de las atenuantes concurrentes es valorada como muy cualificada, ésta no podrá compensarse con ninguna agravante, pues todas ellas poseen eficacia ordinaria (así STS. 31 mayo 1989). Sin embargo esto ya no es del todo cierto, pues ahora la reincidencia cualificada también posee una eficacia extraordinaria. Regla Octava. También se trata de una regla completamente nueva y sin precedente alguno, vigente desde la desafortunada reforma de 2003. Dispone que cuando los jueces o tribunales “apliquen la pena inferior en más de un grado podrán hacerlo en toda su extensión”. Responde al viejo criterio de “quien puede lo más,

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puede lo menos”. Con otras palabras, si la ley permite al juez modificar la clase de pena, llegando a imponer la pena inferior en grado, no tiene sentido limitarlo legalmente entonces a que la imponga en su mitad superior o inferior. De modo que en los supuestos de atenuantes cualificadas, concurrencia de varias atenuantes o persistencia tras la compensación de un fundamento cualificado de atenuación, no tiene sentido que el juzgador, después de imponer la pena inferior, quede luego otra vez atado a los márgenes impuestos en otras reglas del propio art. 66. Por último, el apartado segundo del art. 66 señala que en los delitos imprudentes, y a partir de la reforma de 2015, también de los delitos leves, los jueces y tribunales aplicarán las penas según su prudente arbitrio, sin sujetarse a las reglas descritas en el apartado primero. Por su parte, el art. 68 también fue modificado por LO 15/2003 de 25 noviembre. Nuevamente nos encontramos ante un supuesto excepcional y extraordinario en orden a la eficacia penológica en materia de circunstancias atenuantes. En efecto, el artículo 68 permite imponer la pena inferior en uno o dos grados a la señalada por la ley, esto es, las llamadas eximentes incompletas poseen una eficacia extraordinaria sobre la pena que permite rebajar la pena en uno o dos grados a la señalada en la ley. Se trata en consecuencia de la atenuante descrita en el art. 21,1º CP. Pues bien, la nueva redacción presenta dos cambios de la mayor trascendencia (ver Consulta 1/1997 de la 19 febrero de la FGE). El primero cambio se centra en el regreso al modelo anterior a 1995, puesto que diferencia éste, ya no habla de que “podrán imponer” la pena inferior en uno o dos grados, sino que ahora acude otra vez a la expresión “impondrán la pena inferior en uno o dos grados”. Es decir, ha dejado de ser discrecional la posibilidad de reducir un grado, para volver a ser obligatoria la rebaja al menos en un grado, y continúa siendo potestativa la reducción del segundo grado. Al respecto basta recordar que hasta la fecha de 1995, doctrina y jurisprudencia consideraban obligatoria la rebaja (STS 5-10-1991). A partir de este instante la voluntad de la ley parece clara en el sentido de negar también discrecionalidad a los jueces en esta materia, al considerar legalmente que una eximente incompleta siempre posee efectos extraordinarios, y consecuentemente está obligado a imponer, cuanto menos, la pena inferior en grado. La segunda novedad ya ha sido parcialmente anunciada y trae causa directa en esta doble naturaleza reglada y discrecional del precepto. Así, tanto si los jueces optan por proceder a la rebaja en uno o como en dos grados, quedan ahora completamente vinculados de las reglas comunes sobre extensión de la pena, recogidas en el art. 66. Esta era la orientación de la jurisprudencia dominante (v.gr. STS 27-09-1990 y 27-09-1991; en contra ver STS 28-02-1992, que se pronuncia por la completa desvinculación de aquél precepto). De esta forma, los criterios contenidos en el art. 68, relativos “al número y la entidad de los requisitos que falten

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o concurran, y las circunstancias personales del autor”, deberá ser atendido para decidir si la rebaja es en uno o en dos grados. Pero la extensión o concreción de la pena tendrá que realizarse conforme a las reglas generales del art. 66. En cualquier caso, como ya se ha dicho por la doctrina en innumerables ocasiones, todas las operaciones discrecionales practicadas por los jueces, deberán ser susceptibles de control por el órgano superior competente, mediante el oportuno recurso. Ahora esta obligación se contiene en el art. 72.

3.2. Ineficacia: inherencia En el art. 67 se recogen dos supuestos de ineficacia de las circunstancias comunas: que las circunstancias ya hayan sido descritas o sancionadas en la infracción o bien que sean de tal manera inherentes al delito que sin su concurrencia no podría cometerse. La jurisprudencia ha recogido esta exigencia al advertir reiteradamente que de un mismo hecho no pueden derivarse dos circunstancias distintas, ya sean agravantes o atenuantes (SSTS 11 octubre 1990; 25 enero 2002). En realidad, la primera causa de ineficacia deriva directamente del principio de ne bis in ídem, es decir de la prohibición de castigar dos veces el mismo hecho. Ejemplo característico lo encontramos en la circunstancia de alevosía, pues si ya ha sido valorada como elemento integrante del delito de asesinato (art. 139,1º CP), luego no podremos volver a valorarla como circunstancia genérica del art. 22,1º. Otro ejemplo lo encontramos en la circunstancia del carácter público del culpable, que no podrá apreciarse como agravante común en los delitos en los que se requiere ser funcionario público para ser autor. O el parentesco en los delitos de violencia de doméstica (STS 28-12-2005).

El segundo inciso hace referencia a los casos en los que las circunstancias son de tal manera inherentes o necesarias al delito que sin su concurrencia no podría cometerse. Comporta una regla de “inherencia tácita” en los supuestos en que una determinada figura delictiva, a pesar que expresamente no lo mencione, no puede ser realizada sin el concurso de una circunstancia. Ejemplo, el abuso de confianza en los delitos de deslealtad profesional o en los delitos de agresiones sexuales incestuosas.

3.3. Error sobre las circunstancias Se encuentra regulado en el art. 14, 2º CP, que se refiere al error sobre una circunstancia o cualquier otro elemento de agravación de un delito. En estos supuestos, la existencia del error determina que no se aprecie la respectiva causa de agravación, pero naturalmente subsiste la imputación por la figura básica. Expresamente se refiere a las circunstancias agravantes, quedando el interrogante de si es posible su aplicación a alguna atenuante.

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Por ejemplo, el autor no sabía que la víctima fuese funcionario público; que el cuadro robado tuviese un alto valor histórico; que la víctima fuese menor de edad; que el agraviado era su pariente.

3.4. Comunicabilidad de las circunstancias Viene regulado en el art. 65 CP, modificado por LO 15/2003. Este precepto sigue conteniendo el régimen de la comunicabilidad o transmisión de las circunstancias agravantes y atenuantes entre los diferentes autores y partícipes en un delito. Tradicionalmente se ha distinguido entre las circunstancias de naturaleza personal y las circunstancias relativas a la ejecución material del hecho o en los medios empleados para realizarla. El régimen de las primeras se contiene en el apartado primero, que ha sido modificado. Por su parte, el régimen de las segundas, contenido en el apartado segundo, no ha sufrido variación alguna. Sin embargo, al añadirse el nuevo apartado tercero, parece en principio que se modifica la regulación de las primeras, las de naturaleza personal, pero no queda tan claro lo que a partir de ahora suceda con las segundas. Es más, ni tan siquiera queda claro si el apartado tercero afecta a las circunstancias modificativas. Porque también podría entenderse que en realidad vienen a incidir en otros requisitos de las diferentes figuras de delito, por lo que entonces no supondrían cambio alguno de los dos apartados anteriores. Es decir, no variarían el régimen de comunicabilidad de las circunstancias, sino que introducirían una regla análoga para otros requisitos típicos. Tratemos de analizarlo a continuación. En el apartado primero se sustituyen las expresiones “que consistan en la disposición moral del delincuente, en sus relaciones particulares con el ofendido o en otra causa personal”, por una fórmula única más simple, que trata de contener a todas. Así, ahora se habla de las circunstancias agravantes o atenuantes que “consistan en cualquier causa de naturaleza personal”. Nada pues parece añadir o restar la nueva dicción del apartado primero. Por consiguiente, tampoco ahora podrán transmitirse a otros autores o partícipes las circunstancias personales (STS 26-07-2006). Suelen calificarse como circunstancias personales el arrebato u obcecación; drogadicción; embriaguez y trastorno mental; reincidencia. Por ejemplo, si un autor es reincidente, pariente, ebrio, toxicómano, arrepentido, o está bajo una situación de arrebato u obcecación, ninguna de estas circunstancias podrá agravar o atenuar la pena de otro autor o partícipe. No pueden comunicarse o transmitirse a los demás partícipes en el delito.

Por su parte, el apartado segundo, que no ha sufrido cambios, sigue admitiendo que una atenuante o agravante se comunique o transmita a otros autores o

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partícipes, si esta consiste en la ejecución material o en los medios empleados para realizar el delito, siempre que tuvieran “conocimiento”. Éste ha de ser real y efectivo. Generalmente se califican de circunstancias objetivas la alevosía, el disfraz y el abuso de superioridad (SSTS 26 octubre 2009; 6 mayo 2010). Así por ejemplo, si los otros autores conocen, y por consiguiente aceptan, cometer el hecho con alevosía, o con abuso de superioridad o con disfraz, si podrá agravarse igualmente su pena, pues estas circunstancias si son comunicables. Característico es el conocimiento previo de que se iban a usar armas o instrumentos peligrosos, lo que determina la aplicación de la alevosía a todos los intervinientes (STS 13-05-2005).

El apartado tercero, que contiene reglas específicas para fijar la penalidad del extraneus, es el que representa una gran novedad en nuestro modelo y plantea múltiples problemas. De nuevo nos encontramos ante otra copia del modelo germánico. En primer lugar, su ámbito objetivo de aplicación parece distinto. En efecto así es, puesto que los primeros dos apartados se refieren exclusivamente a la comunicabilidad de las circunstancias agravantes y atenuantes, mientras que en este se habla de “condiciones, cualidades o relaciones personales”. Términos todos ellos diferentes al concepto de circunstancia genérica o común (o sea, las comprendidas en los arts. 21,22 y 23); e incluso diferente también al concepto de circunstancia específica o especial (esto es, la que opera sólo en alguna figura de delito). Pero igualmente se trata de términos de contenido y extensión más amplios que el propio de las circunstancias modificativas. Y aún falta otra diferencia, pues no basta con la existencia de una “condición, cualidad o relación personal”, sino que el texto requiere que éstas “fundamentan la culpabilidad del autor”. De modo que la ley abandona al criterio del intérprete la decisión, teniendo que discernir entre las causas personales que fundamentan la culpabilidad de aquellas otras que no la fundamentan. Entre estas últimas se encuentran no sólo las que fundamentan el injusto o el merecimiento y necesidad de pena, sino también las que aun afectando a la culpabilidad, no llegan a fundamentarla, sino simplemente a afectarla. Entre las “condiciones, cualidades o relaciones personales que fundamentan la culpabilidad del autor”, encontramos numerosas y variopintas situaciones desparramadas a lo largo de la Parte Especial, susceptibles de integrar esta etérea categoría. Así por ejemplo las circunstancias de precio recompensa y promesa, o de ensañamiento en el asesinato; las relaciones de parentesco en múltiples tipos agravados de delitos contra la libertad sexual; la condición de jefe o dirigente; la pertenencia a una estructura organizada, en los delitos de tráfico de drogas. Pero también podría ser posible la aplicación de esta regla en los varios grupos de delitos especiales, como en delitos de funcionarios, insolvencias, relaciones familiares, seguridad del tráfico, etc. Posiblemente sea este ámbito donde el legislador, abducido por ciertas corrientes dogmáticas, ha pensado en aplicar el apartado tercero. Esta tesis la confirma el examen del requisito subjetivo de esta nueva regla.

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Así es, puesto que la nueva regla de comunicabilidad creada en este apartado tercero, únicamente puede operar cuando se trata de “el inductor o cooperador necesario”. De modo que la condición, cualidad o relación personal que fundamenta la culpabilidad del autor (v.gr. ser funcionario, pariente, deudor, conductor, etc.), concurren sólo en él, pero no concurren en el inductor o cooperador necesario. Pues bien, en estos supuestos, la causa personal determina el marco de penalidad para todos los autores y partícipes. Ahora sin embargo, se permitirá al juez rebajar un grado la pena (pena inferior en grado a la señalada en la ley). Hay que subrayar que esta regla no impide la comunicabilidad, sino únicamente posibilita una rebaja de la pena. Y lo hace sólo para inductores y cooperadores necesarios. Justamente quienes materialmente son partícipes, pero formalmente se les considera autores; o sea, se les impone la misma pena que al autor material y directo del hecho (art. 28). Esta regla penológica no juega en relación a los cómplices. En resumen, se trata de una desafortunada modificación que pretende imponer una concepción dogmática minoritaria, desfasada y no consensuada, que afecta a la tradicional concepción de la llamada “unidad del título de imputación”. Desde luego no afecta a las circunstancias comunes, que mantienen su régimen clásico consagrado en los dos primeros apartados. Por tanto, su ámbito de aplicación habrá de buscarse en las circunstancias especiales y sobre todo en los delitos especiales. La jurisprudencia mayoritaria la entiende como una facultad extraordinaria de atenuación y facultativa (SSTS 08-06-2006; 13-07-2006). Así, por ejemplo, tendría que pensarse que si en el autor material de un asesinato concurre la agravante especial de precio, pero no lo hace en el cooperador necesario; a éste último se les castigará con la pena del asesinato pero rebajada en un grado. Si se trata de una prevaricación, donde el autor necesariamente es funcionario, pero el inductor no, a éste se le castigará con la pena del autor pero aplicada en el grado inferior.

4. CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES A continuación se exponen resumidamente las circunstancias atenuantes contenidas en el art. 21 del CP, que son ahora siete. Constituyen un sistema abierto al incluirse la atenuante de análoga significación.

4.1. Eximentes incompletas La primera causa de atenuación trae causa en el artículo anterior, que recoge las eximentes. Dispone que son circunstancias atenuantes “Las expresadas en el capítulo anterior, cuando no concurrieren todos los requisitos necesarios para eximir de responsabilidad criminal en sus respectivos casos”. De modo que cuando una eximente carece de alguno de sus requisitos para apreciarse completamente,

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puede transformarse por esta vía en una atenuante. Y recuérdese que por virtud de lo dispuesto en el art. 68 poseen una eficacia extraordinaria sobre la penalidad, al permitir rebajar la pena en uno o dos grados. En principio todas las eximentes son susceptibles de poder transformarse en atenuantes. Ahora bien, no basta para ello con que falte alguno de sus requisitos. Su apreciación no es automática. Por el contrario la jurisprudencia exige para su apreciación que aunque falte alguno de sus requisitos existan los esenciales. De modo que habrá una eximente incompleta cuando concurran los elementos esenciales de la eximente y falte alguno no esencial. Esta diferenciación entre requisitos esenciales y no esenciales depende de cada una de las eximentes (STS 08-09-2005). a) Anomalías o alteración psíquica. La jurisprudencia establece una graduación de la enfermedad mental. Si anula totalmente la conciencia o voluntad se aprecia como eximente. Si no impide pero dificulta la comprensión o actuar conforme a la norma se aprecia como eximente incompleta. Y si únicamente determina una menor intensidad de la imputabilidad se aplica como atenuante analógica de eficacia ordinaria. Así se aprecia como eximente incompleta en casos de psicosis con retraso mental leve; psicosis maniacodepresiva; esquizofrenia paranoide; oligofrenias, en especial borderlíneos etc. (SSTS 27 diciembre 2005; 26 junio 2012; 2 julio 2014). b) Intoxicación plena por consumo de bebidas alcohólicas o drogas o influencia del síndrome de abstinencia. Ha de poseer una intensidad suficiente que afecte a la capacidad de comprensión de la ilicitud. Se aprecia como eximente incompleta en casos de intoxicación semiplena, consumo continuado o drogadicción crónica, continuada, habitual (STS 05-12-2006). Pero no basta con una grave adicción, ni si provoca una ligera merma de la capacidad. Obviamente nunca se aprecia si el estado de intoxicación fue buscado para cometer el delito (STS 20-04-2005). c) Alteraciones en la percepción de la realidad. Criterio general: ha de ponderarse el grado de intensidad de la alteración, aquí referido al elemento biológicotemporal (STS 06-02-2001). Consiste en un defecto del sujeto que le impide interpretar correctamente los datos suministrados por los sentidos. Requiere un elemento normativo-valorativo relativo a la alteración de la conciencia y un elemento biológico-temporal desde la infancia o desde el nacimiento. No constituye una cláusula de cierre del sistema o subsidiaria de las dos anteriores (SSTS 24 febrero 1999; 16 noviembre 2006; 24 marzo 2011). d) Legítima defensa. Para apreciarse como eximente completa e incompleta es imprescindible la existencia de una agresión ilegítima. Por tanto, si falta la necesidad de defenderse no se puede estimar. Si se puede apreciar, según los casos, el exceso defensivo, requisito de proporcionalidad (cuchillo frente a

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tenedor, arma de fuego frente a ataque manual) o la falta de provocación (SSTS 30 enero 2006; 23 septiembre 2011). e) Estado de necesidad. Es imprescindible el requisito de la necesidad, esto es, el conflicto entre bienes, pudiendo faltar los otros requisitos (SSTS 8 marzo 2005 y 12 mayo 2008). f) Miedo insuperable. La jurisprudencia exige al menos que el sujeto haya sentido una sensación de miedo determinado por un hecho real, efectivo y probado, es decir, al menos la concurrencia de unos elementos objetivos que ejercieran presión (STS 29-06-2006). g) Cumplimiento de un deber o ejercicio de un derecho. En todo caso se requiere la existencia de un deber o de un derecho legítimo. La falta de proporcionalidad en el ejercicio si puede determinar la apreciación de la eximente incompleta (STS 31-01-2005).

4.2. Adicción “La de actuar el culpable a causa de una grave adicción a las sustancias mencionadas en el número 2º del artículo anterior” (art. 21,2º).

La jurisprudencia exige dos requisitos básicos: que haya una grave adicción del sujeto a las sustancias mencionadas y que esta grave adicción sea la causa del actuar delictivo. Generalmente la frontera entre esta atenuante y la eximente es que aquí basta con probar la grave adicción, sin necesidad de demostrar la afectación de las capacidades del culpable. Lo fundamental es la relevancia motivacional de la adicción, a diferencia de la eximente del art. 20,2º CP y de la atenuante del art. 21,1ª CP sustentadas en la afectación de las facultades (STS 02-05-2006). Pero la sola condición de consumidor no justifica la atenuante (STS 26-7-2004). Por ejemplo se reputa grave la adicción a la heroína y a los opiáceos por sus efectos devastadores. No es suficiente la drogadicción, hay que mostrar la adicción a productos muy nocivos, prolongada en el tiempo y con altas dosis de consumo.

4.3. Estados pasionales “La de obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato u obcecación u otro estado pasional de semejante entidad” (art. 21,3º).

Con esta técnica juntando casuística, se describen diversos supuestos en que la imputabilidad del sujeto se puede ver afectada por disturbios emocionales. El límite superior se encuentra en la eximente de trastorno mental transitorio, mientras que el límite inferior, irrelevante a efectos atenuantes, se encuentra en el simple acaloramiento o el leve aturdimiento del ánimo (SSTS 2-7-2014; 25-2-2015).

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En opinión de la jurisprudencia, la cláusula de cierre, que permite apreciar con el mismo efecto otros estados pasionales diferentes, resta trascendencia a la diferencia entre el arrebato y la obcecación, pero ello no quiere decir que puedan alegarse conjunta y simultáneamente, pues se trata de estados pasionales distintos (STS 12-12-2006). El arrebato se describe como la reacción momentánea que se experimenta ante estímulos poderosos que provocan una honda perturbación del espíritu, ofusca la inteligencia y determinan a la voluntad a obrar irreflexivamente. Esto es, como “una especie de conmoción psíquica de furor”, con una fuerte carga emocional (STS 0207-1988). Se caracteriza por lo repentino o súbito de la transmutación psíquica. Por su parte la obcecación se define como una situación emocional duradera de ofuscación o turbación del ánimo, que oscurece la capacidad intelectiva y volitiva del agente y por ello actúa mermado en sus facultades. Requiere la existencia previa de estímulos o causas poderosas, no repudiables por las pautas de convivencia social, y generalmente procedentes de la víctima. A diferencia de la obcecación en su persistencia y prolongación temporal. La diferencia principal entre arrebato y obcecación se encuentra en que la primera aparece de una manera repentina o súbita y es fugaz, mientras que la segunda se caracteriza por la persistencia prolongada de la explosión pasional (STS 10-10-1997). Se suele aplicar en ciertos casos de celotipia, pero no se aprecia en reacciones coléricas (SSTS 07-12-2005; 12-12-2006). La jurisprudencia entiende que es incompatible con la eximente de miedo insuperable. En cuanto a sus requisitos, la jurisprudencia se exige la existencia de estímulos o causas, generalmente procedentes de la víctima, que puedan ser calificados como poderosos y suficientes para explicar en alguna medida la reacción del sujeto, con lo que quedan excluidos los estímulos nimios ante los que cualquier persona media reaccionaría con normalidad; la proporcionalidad que debe existir entre el estímulo y la alteración de la conciencia y de la voluntad que acompaña a la acción; de modo que a una reacción absolutamente discordante por notorio exceso con el hecho motivador, no cabe aplicarle la atenuación (SSTS 6-10-2000, 13-22002, 10-12-2009, 23-2-2010, 11-01 y 6.4.2107).

4.4. Confesión “La de haber procedido el culpable, antes de conocer que el procedimiento judicial se dirige contra él, a confesar la infracción a las autoridades” art. (21,4º).

La atenuante despliega sus efectos una vez consumado el delito, por lo que su fundamento reside claramente en razones pragmáticas o político-criminales

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anudadas a su colaboración con la Administración de Justicia (SSTS 14 febrero 2006; 28 mayo 2014). Se requiere la confesión de una persona que reconoce su participación en una actividad delictiva. Es indiferente la forma en que esta declaración se realice, oral, escrita, en persona, a través de un tercero, por correo, por teléfono, etc. También son indiferentes los motivos del culpable, así como si lo hace por propia iniciativa o inducido por otra persona. En la actualidad se conceptúa como una circunstancia eminentemente objetiva, caracterizada por el simple ánimo del sujeto de colaborar con las autoridades competentes, es decir, de colaborar con los fines de la norma. De este modo, ha sido despojada de su pasado moralista, en el que se acentuaba el carácter subjetivo de constricción y pesar (STS 31-03-2006). Por otra parte, lo decisivo no es la fecha de apertura del procedimiento, sino el conocimiento que el culpable tenga de ello. La confesión ha de realizarse ante la autoridad, que ha de ser entendida en sentido más amplio que el contenido en el art. 24 CP. No se precisa el arrepentimiento, pero si la veracidad de la confesión, así como que sea sustancial. No cabe en delitos flagrantes (STS 30-06-2005). Se discute si la confesión ha de ser mantenida a lo largo de todo el procedimiento penal, o por el contrario, que sólo cuenta la inmediatamente efectuad tras cometer el delito, siendo independiente que después, y dentro del ejercicio del derecho de defensa, se cambie (SSTS 25 enero 2000; 16 abril 2003; 1 marzo 2011). Se aprecia cuando el culpable confiesa con anterioridad a la actuación policial y judicial. Es inoperante tras la detención (STS 11-12-2009, 27-1-2010, 23-52013, 8.2.2017).

4.5. Reparación “La de haber procedido el culpable a reparar el daño ocasionado a la víctima, o disminuir sus efectos, en cualquier momento del procedimiento y con anterioridad a la celebración del acto del juicio oral” (art. 21,5º).

Comparte cierta semejanza con la atenuante anterior, pues además de operar tras la consumación (ex post facto), también posee un fundamento políticocriminal; si bien aquí, vinculado a la protección de la víctima, y en parte como reconocimiento del mal causado e indicio de un alejamiento del delito, facilitando el pronóstico favorable de reinserción. En cualquier caso, su fundamento no ha de buscarse en el interés privado del perjudicado de obtener reparación civil, sino en el interés general, de toda la comunidad, de tutela de las víctimas (STS 17-01-2005), facilitando la reparación y la conciliación (SSTS 2 junio 2005; 2 julio 2012).

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La jurisprudencia requiere la consignación antes de la celebración del juicio oral, si bien en ocasiones aplica la atenuante analógica cuando se realiza con posterioridad al plenario (STS 02-06-2005). Por reparación se entiende el restablecimiento de la situación alterada con el delito. En cambio la disminución comporta únicamente una reducción de los efectos del delito, que no ha de ser completa, pero si significativa y mostrar que el culpable ha realizado el mayor esfuerzo que le era posible (SSTS 10-10-2008; 9-6-2009; 2-7-2012 y 20-3-2013). Se admite en casos de devolución del dinero, explicaciones detalladas del modo de actuar, e incluso excepcionalmente en casos de reparación simbólica (STS 1701-2005). No se admite generalmente en supuestos de devolución parcial de lo sustraído o resarcimiento con cantidades mínimas, ni basta con la consignación en el Juzgado de la fianza. Se discute si es aceptable la reparación parcial. Para valorar la relevancia de la reparación, especialmente de la parcial, habrá de tenerse en cuenta su relevancia objetiva en función de las características del hecho delictivo, del daño ocasionado y de las circunstancias del autor y de la víctima (SSTS 13 mayo 2004; 10 febrero 2014; 3-4-2017). Se considera que es muy difícil, o incluso imposible, en los delitos de peligro. Igualmente se suele rechazar en las infracciones en las que no se puede concretar la víctima del delito que sea beneficiaria del acto reparador (v.gr. en delito de tráfico de drogas). Pero si cabe la reparación tanto de daños materiales como de daños morales. De aquí que, aunque el ámbito propio de aplicación de la atenuante sean los delitos patrimoniales, nada impide extenderlo a delitos personales en los que es posible establecer indemnizaciones (STS 07-06-2006).

4.6. Dilaciones indebidas “La dilación extraordinaria e indebida en la tramitación del procedimiento siempre que no sea atribuible al propio inculpado y que no guarde relación con la complejidad de la causa”.

Esta atenuante fue introducida en la reforma operada por la LO 5/2010. En realidad se trata de legalizar una aplicación jurisprudencial que comenzó a plasmarse a partir de 1991 y fue respaldada por el Acuerdo de Pleno no jurisdiccional del TS de 21 de mayo de 1999. En efecto, en los últimos años se había construido una atenuante de “dilaciones indebidas” cuando se constatan demoras relevantes y atendiendo a los siguientes criterios: naturaleza y circunstancias del litigio y singularmente a su complejidad; los márgenes ordinarios de duración de los pleitos de idéntica

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naturaleza; la conducta correcta del demandante, de forma que no se le pueda imputar el retraso; el interés que en el proceso arriesgue el demandante y consecuencias que de la demora se siguen a los litigantes; y, la actuación del órgano judicial, considerando los medios de que dispone (SSTS 09-10-2006; 11-12-2006; 28 enero 2010). La STS de 1-3-2011 fue la primera en aplicar la atenuante una vez ya reconocida expresamente en el art. 21 CP. Obviamente la jurisprudencia ha seguido exigiendo idénticos criterios (SSTS 30-12-2013, (11-12-2009, 27-1-2010, 8.2.2017). En realidad, la nueva atenuante incorpora tres de estos criterios: que la dilación sea “indebida y extraordinaria”, que se trata de un concepto jurídico indeterminado pero muy elaborado jurisprudencialmente (STS 20 julio 2005); que no sea atribuible al inculpado, como sucede en supuestos de rebeldía, renuncia a abogado o procurador, solicitud de extradición, diligencias para localizar al acusado (SSTS 29 septiembre 2005; 10 febrero 2006; 28 enero 2010); y que sea desproporcionada con la complejidad de la causa, requisito redundante ya contenido en el primero con la expresión “extraordinaria” y vinculado a la complejidad de la causa (STS 26 diciembre 2008). Con la legalización de esta creación judicial, parece consagrarse la lentitud de los procedimientos. Debe tenerse presente que las dilaciones indebidas y extraordinarias constituyen una vulneración del derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 24,2 CE; ver STC 5/1985 de 23 enero), reconocido igualmente en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 6,1, “plazo no razonable: ver STEDH 15-07-1982, caso Eckle vs. Alemania; STEDH 28-10-2003, caso López Solé vs. España; STEDH 15 marzo 2016, Menéndez García y Álvarez González vs. España)”.

4.7. Analógica “Cualquier otra circunstancia de análoga significación que las anteriores” (art. 21,7º).

La existencia de esta atenuante analógica consagra un modelo abierto del catálogo de las atenuantes, desempeñando una función de recogida. La análoga significación no se refiere a los requisitos o presupuestos de las anteriores circunstancias, sino al reconocimiento de situaciones que supongan una idéntico sentido informador de todas las atenuantes, e incluso deducirse de la totalidad del ordenamiento jurídico. Generalmente se habla de un fundamento sustentado en la menor culpabilidad del sujeto. El juicio de analogía no entraña una semejanza plena, bastando un sentido similar o compartir la idea genérica con la atenuante con la que se compara. No es necesaria una similitud absoluta entre la atenuante analógica y la que sirve de referencia, bastando una semejanza no morfológica

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sino axiológica (SSTS 6 abril 2005; 24 junio 2014), pero ello no ha de entenderse como la admisión de atenuantes incompletas (STS 18-03-2005). Se distinguen supuestos de analogía específica y de analogía genérica (STS 4 octubre 2014). Es muy usual apreciarla en relación a anomalías o alteraciones psíquicas de cierta intensidad (epilepsias, depresiones, ludopatía, retraso mental leve, inmadurez, dificultades para controlar impulsos sexuales), con alteraciones en la percepción (sordera de nacimiento), toxicomanías (síndrome leve de abstinencia, escasa incidencia sobre voluntad), embriaguez (euforia inicial, disminución leve capacidad), estado necesidad, confesión (confesión posterior pero que facilitó el esclarecimiento del delito, delación de otros copartícipes), reparación del daño (terrorista que abandona actividades ilícitas; parentesco (relación hijo y compañero de la madre). Puede apreciarse como muy cualificada incluso en relación a eximentes incompletas (STS 26-01-2005).

5. CIRCUNSTANCIAS AGRAVANTES Vienen recogidas en el art. 22 CP en sus ocho apartados. A diferencia de las circunstancias atenuantes, están descritas de modo tasado, esto es, en un sistema cerrado que no admite la creación de agravantes analógicas.

5.1. Alevosía “Ejecutar el hecho con alevosía”.

La definición legal de esta agravante se contiene en el (art. 22,1º CP: “Hay alevosía cuando el culpable comete cualquiera de los delitos contra las personas empleando en la ejecución medios, modos o formas que tiendan directa o especialmente a asegurarla, sin el riesgo que para su persona pudiera proceder de la defensa por parte del ofendido”. Se trata de una agravante de larga tradición histórica. En nuestro ordenamiento persiste hoy, tanto como circunstancia agravante genérica (art. 22,1º CP), y como circunstancia especial que transforma el homicidio en asesinato (art. 139,1º CP). Esta dualidad comporta a la vez un distinto régimen jurídico, si bien comparte concepto legal y fundamento. En este lugar estudiamos la alevosía como circunstancia atenuante genérica. La indefensión o anulación de la capacidad defensiva de la víctima constituyen su fundamento más aceptado en doctrina y jurisprudencia (STS 01-06-2006). Se precisan los siguientes requisitos: a) elemento normativo, al estar referida su aplicación exclusivamente a los delitos contra las personas (vida, integridad);

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b) elemento objetivo, consistente en los medios, modos o formas empleadas en la ejecución del delito con la finalidad de eliminar la capacidad de defensa de la víctima; c) elemento subjetivo, en cuanto que esos medios o formas han de ser conocidos y queridos por el agresor, o que al menos los haya aprovechado de ellos; d) elemento teleológico, que en el caso se compruebe que, en efecto, se produjo una situación real de indefensión (SSTS 7.11.2002, 15-02-2005: 03-05-2006; 19 julio 2011, 6.4.2017). A su vez, se distinguen varias clases de alevosía. Primera, alevosía proditoria o traicionera, concebida como trampa, acechanza, traición, emboscada o celada. Segunda, alevosía sorpresiva, consistente en un ataque súbito, inopinado, repentino, imprevisto, fulgurante, que no permite a la víctima reaccionar ni eludir el ataque. Tercera, alevosía por desvalimiento, en la que se aprovecha el atacante de una situación de indefensión de la víctima: por ejemplo, sobre niños de corta edad, ancianos, personas privadas de razón o sentido, gravemente enfermo, o persona dormida (STS 28-1-2005; 17 septiembre 2010). Por ejemplo, se considera alevoso el disparo sorpresivo con arma de fuego aunque se realizara de frente; ataque con arma blanca nada más abrir la puerta la víctima; empleo de incendio; ataque violento de un grupo de personas; agresión por la espalda con arma blanca.

Es compatible con embriaguez, toxicomanías, arrebato y otras situaciones de perturbación psíquica (Acuerdo Pleno Sala Segunda TS 28 mayo 2000). Se discute su compatibilidad con la circunstancia agravante de aprovechamiento del lugar, tiempo o auxilio: la jurisprudencia mayoritaria la acepta (STS 08-03-2007). Por otra parte, aunque tradicionalmente se declaraba incompatible con el dolo eventual, hoy la jurisprudencia mayoritaria lo acepta (STS 24-05-2007). La STC 150/1991 estimó que el juicio sobre la proporcionalidad de la pena, tanto en lo que se refiere a la previsión general en relación con los hechos punibles como a su determinación en concreto en atención a los criterios y reglas que se estimen pertinentes, es competencia del legislador en el ámbito de su política criminal, siempre y cuando no exista una desproporción de tal entidad que vulnere el principio del Estado de Derecho, el valor de la justicia, la dignidad de la persona humana y el principio de culpabilidad penal derivado de ella (STC 65/1986); lo que no cabe extraer, en todo caso y necesariamente, de la apreciación de la circunstancia agravante de reincidencia, ya que ésta ha de ser tenida en cuenta por los Tribunales únicamente dentro de unos límites fijados por cada tipo penal concreto y su respectiva sanción: es decir, para determinar el grado de imposición de la pena y, dentro de los límites de cada grado, la extensión de la pena. Por tanto, no cabe apreciar, desde esta perspectiva, la inconstitucionalidad del art. 10.15 CP.

5.2. Abuso de superioridad y aprovechamiento de otras circunstancias “Ejecutar el hecho mediante disfraz, con abuso de superioridad o aprovechamiento de las circunstancias de lugar, tiempo o auxilio de otras personas que debiliten la defensa del ofendido o faciliten la impunidad del delincuente” (art. 22,2º).

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Se reagrupan en este apartado la mayoría de circunstancias cuasi-alevosas, es decir, aquéllas que se fundamentan en una disminución de la capacidad defensiva de la víctima, así como en las mayores facilidades para cometer el hecho y de lograr la impunidad. Dentro de este grupo destacan las siguientes. Disfraz. Se define como el empleo de todo medio eficaz para ocultar o desfigurar el rostro o la apariencia externa de una persona con la finalidad de no ser reconocida. Ha de ser buscado a propósito o aprovecharse de ello. Es necesario que se use en el momento de comisión del delito, no después. Se aplica aunque no se logre el propósito de no ser identificado (SSTS 25 enero 2005; 27 febrero 2014; 2 de marzo de 2017). Ejemplos: taparse la cara con un pañuelo bufanda, media o casco.

Abuso de superioridad. Es similar a la alevosía hasta el punto que suele llamarse “alevosía menor”. Se diferencian en que la alevosía comporta la eliminación o anulación de la capacidad de defensa de la víctima, esto es, su indefensión, por el contrario el abuso de superioridad sólo comporta su debilitamiento o reducción. Existe por tanto cuando la defensa de la víctima quede ostensiblemente debilitada por la superioridad personal, instrumental o medial del agresor, que por ello obtiene una mayor facilidad para cometer el delito. La jurisprudencia se ha pronunciado reiteradamente a favor de la homogeneidad, desde la perspectiva del principio acusatorio, entre las agravantes de alevosía y abuso de superioridad (SSTS de 18.10.2007, 28.09.2015, 02.04.2017). Los requisitos son los siguientes: Existencia de una situación objetiva de superioridad o desequilibrio de fuerzas; que esta situación de superioridad disminuya notablemente la capacidad de defensa de la víctima; que el agresor conozca esa situación y se aproveche de ella; que esa situación de superioridad no sea inherente al delito (SSTS 27-04-2006; 30-03-2006). Se aprecia: patadas en la cabeza a la víctima que está en el suelo; ataque con arma; agresión de dos personas; atropello con automóvil; agresión de dos policías a un detenido.

Aprovechamiento de las circunstancias de lugar y tiempo. En general suponen una ampliación de las históricas agravantes de despoblado y nocturnidad. Su fundamento es la mayor facilidad de comisión o el debilitamiento de la defensa del ofendido. Deben ser buscadas de propósito o al menos aprovecharse intencionadamente de estas circunstancias. El despoblado se aprecia en lugares solitarios, aislados o cuando la víctima se encuentra en situación de desamparo (STS 07-02-2006) y en el aprovechamiento de la noche para cometer ciertos delitos con mayor facilidad (SSTS 09-04-2002; 28-05-2004; 14 mayo 2010, 02-03-2017).

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Auxilio de otras personas. El término auxilio ha de entenderse en sentido técnico como equivalente a cooperación, esto es, que las otras personas tengan una participación activa e intimidante. Ha de producirse durante la ejecución, no después. No se requiere que las otras personas vayan armadas.

5.3. Precio “Ejecutar el hecho mediante precio, recompensa o promesa” (art. 22,3º).

Además de cómo circunstancia agravante genérica, también está descrita como una de las agravantes especiales del delito de asesinato (art. 139 CP). La agravante entra en juego porque la actividad delictiva está motivada o influida por la percepción de un beneficio económico. Es decir, cuando la ejecución del hecho está causada por la promesa, recompensa o precio, que actúa como principal motor de la comisión delictiva (SSTS 10-04-2003; 10-12-2004, 2-032016). No se aplica cuando la muerte de la víctima genera un enriquecimiento necesario. El precio o recompensa, así como otras condiciones, ha de ser fijado previamente a la comisión del delito (STS 12 marzo 2012). Aunque en algún sector doctrinal se discute, la jurisprudencia generalmente la aprecia tanto en el sujeto que comete el delito (mandatario), como en aquel que ofrece la dádiva (mandante), esto es, tanto al autor como al inductor (SSTS 1103-2003; 10-12-2004). Ejemplo, se ofrece dinero para matar o dar una paliza a un adversario.

5.4. Motivos discriminatorios “Cometer el delito por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo u orientación o identidad sexual, razones de género, la enfermedad que padezca o su discapacidad” (art. 22,4º).

Se agrupan en esta causa de agravación diversas actitudes de discriminación, que se encuentran en abierta contradicción con el sistema de valores democráticos y constitucionalmente protegidos. Se discute si su fundamento reside en la ofensa adicional a estos valores, o por el contrario se halla en el móvil abyecto que llevó al sujeto a actuar (STS 22 abril 2010). Para ser aplicada esta circunstancia precisa que el sujeto cometa el delito precisamente por los motivos de discriminación expresamente mencionados en el precepto. Por lo que será necesario probar no solo el hecho delictivo de que se trate, sino también la condición de la víctima y además la intencionalidad, y esto es una

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injerencia o juicio de valor que debe ser motivado (art. 120.3 CE; SSTS 4.7.2012, 27.12.2013, 4.5.2015). Y la interpretación de lo que ha de entenderse por motivo no es sencilla: para unos radica en el aspecto intelectual, para otros en el aspecto impulsivo, mientras que otros conjugan ambos. Por ejemplo, en el caso de una paliza a un indigente sin techo, al no acreditarse otros matices, no se consideró que el móvil fuera uno de los especificados (STS 09-11-2006). En cambio no considera suficientes los insultos machistas (STS 24 septiembre 2014).

La LO 5/2010 modificó la redacción, introduciendo una referencia expresa a la “identidad sexual”, en referencia a la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral relativa al sexo de las personas. A su vez la reforma de 2015 ha añadido la discriminación por “razones de género”. Además, ha diferenciado nominalmente la enfermedad de la “discapacidad”, de acuerdo al concepto legal de esta última (Ley 41/2003, de 18 noviembre, de protección patrimonial de las personas con discapacidad).

5.5. Ensañamiento “Aumentar deliberada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a ésta padecimientos innecesarios para la ejecución del delito” (art. 22,5º).

Aquí se describe como circunstancia agravante genérica, mientras que en términos muy similares, se contiene como agravación específica del delito de asesinato (art. 139 CP). Los requisitos para su apreciación son los siguientes. Primero, que en la acción delictiva se haya causado a la víctima padecimientos innecesarios para la ejecución del delito. Pero el aumento del sufrimiento ha de afectar al mal propio del delito, no a otros males que por sí mismos constituyan otros delitos. Ha de tratarse por tanto de una extensión objetiva de los males inherentes al delito. Segundo, el exceso de mal padecido a la víctima ha de aumentar su sufrimiento, ya consista en dolor físico como psíquico. Y tercero, que este aumento innecesario del sufrimiento haya sido buscado deliberadamente por el sujeto activo, mostrando un comportamiento cruel, inhumano, o perverso (SSTS 24-02-2005; 28-01-2011, 22-02-2016 y 06-04-2017). Así pues, se precisa el deseo de causar sufrimientos adicionales a la víctima, una cierta frialdad en la ejecución, un deleite metódico y perverso en el dolor ajeno. Por ejemplo, incisiones en el rostro y en otras partes del cuerpo previas a la causación de la muerte (STS 05-12-2006).

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5.6. Abuso de confianza “Obrar con abuso de confianza” (art. 22,6º).

Su fundamento generalmente se sitúa en la mayor facilidad de comisión, debido a la relajación y no sospecha que le infunde el sujeto. En consecuencia, se justifica en la mayor debilidad de la víctima para defender sus bienes. El elemento nuclear es la existencia de una relación de confianza entre sujeto activo y pasivo, ya consista en parentesco, amistad, vecindad, servicio, dependencia, laboral o profesional. En definitiva se extiende a relaciones de esperanza o lealtad entre personas. Además requiere el aprovechamiento consciente de esa relación para obtener una ventaja en la realización del delito (STS 28-06-2005, 4-06-2014, 1407-2016).

5.7. Prevalencia del carácter público “Prevalerse del carácter público que tenga el culpable” (art. 22,7º).

El fundamento de la agravación no se fundamenta en el abuso de la función pública, sino en el abuso de la condición de funcionario público. En efecto, el sujeto, que es funcionario, se aprovecha de esta condición para, que de este modo cometer más fácilmente el delito. Por consiguiente los requisitos básicos son dos: ser funcionario público de acuerdo al concepto contenido en el art. 24 CP, y segundo, aprovecharse de las ventajas que esa condición le otorgan en la comisión de cualquier delito común (SSTS 02-10-2006; 13-09-2012; 23 y 29-03-2017). Por ejemplo, dos policías se aprovechan de esa condición para que las víctimas les dejen entrar en su domicilio, a las que luego asesinaron (STS 14-02-1998).

5.8. Reincidencia “Ser reincidente. Hay reincidencia cuando, al delinquir, el culpable haya sido condenado ejecutoriamente por un delito comprendido en el mismo Título de este Código, siempre que sea de la misma naturaleza. A los efectos de este número no se computarán los antecedentes penales cancelados o que debieran serlo, ni los que correspondan a delitos leves” (art. 22,8º).

La reincidencia es una causa de agravación muy discutida. Ya antes de la Constitución de 1978 se cuestionaba su fundamento, para unos en la mayor culpabilidad, para otros en un mayor injusto del hecho, mientras que otros hablaban de un incremento de la peligrosidad criminal del sujeto. De ahí que se haya dicho que su fundamento responde a la necesidad de una mayor represión penal por

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razones de prevención especial. Así, se sanciona con una pena más grave a quien, por la repetición de hechos delictivos de la misma clase, revela una inclinación a cometerlos (STS 23-07-1999). Pero la mayoría no justificaba su existencia, a pesar de reconocer que la reincidencia expresa cuanto menos una actitud de rebeldía y desprecio por el Derecho. Tras la aprobación de la ley fundamental se alzaron opiniones que apuntaban su inconstitucionalidad, bien por ser contraria al principio de culpabilidad, proporcionalidad, ne bis in ídem, o presunción de inocencia. En este contexto, acogiendo ciertas tesis doctrinales, la STS de 29 abril 1990, luego seguida por otras varias, abrió una línea jurisprudencial que descartaba el carácter automático de su aplicación. Esta interpretación, plagada de problemas, no es mayoritaria, y aunque trató de paliar los efectos de una agravación que nadie defiende, vino a confirmar su vigencia. Confirmación ratificada por la STC 150/1991, que aunque insistiendo en la consagración constitucional del principio de culpabilidad, declaró conforme a la Constitución a la agravante de reincidencia; y matizada por la STC 80/92, en cuanto que la resolución estimatoria de la agravante, sin que consten en la causa los requisitos para obtener la rehabilitación y cancelación, lesiona el derecho fundamental a obtener la tutela judicial efectiva. En muy parecidos términos ya se había pronunciado el TC alemán en sentencia de 16 enero 1979. Los requisitos de la agravante son los siguientes. Primero, comisión de un nuevo delito, que ha de entenderse, por expresa referencia legal, solo a los “delitos graves y menos graves”, porque excluye explícitamente a los “delitos leves” (anteriormente denominados “faltas”). Determina esta exigencia el momento temporal para los demás requisitos de la agravante, es decir, deben concurrir en el instante que se comete el nuevo delito al que se aplica la reincidencia. Segundo, que al tiempo de delinquir hubiera sido “ejecutoriamente condenado”, lo que se interpreta como la existencia de una sentencia firme de condena, no que el sujeto la haya cumplido. Tercero, que la condena lo sea por un delito comprendido en el mismo Título del Código, siempre que sea de la misma naturaleza. Con esta fórmula restringida, se exige una homogeneidad delictiva, descartándose la llamada reincidencia genérica, la reiteración y la reincidencia basada en leyes especiales. Por tanto se reduce a que la anterior condena sea por un delito comprendido en el mismo Título del Código que el nuevo delito, y además, que sean de la misma naturaleza, esto es, que ataquen al mismo bien jurídico y se constate una identidad de los tipos (SSTS 22-11-2011, 04-07-2014, 11-06.2015).

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Por ejemplo, aunque están comprendidos en el mismo Título, se ha descartado su aplicación por falta de homogeneidad en estos casos: entre robo violento y robo de uso no violento; entre robo y estafa; entre homicidio y lesiones; entre alzamiento de bienes y apropiación indebida (STS 13-12-2006). Por el contrario si se ha estimado entre robo con violencia y robo con fuerza en las cosas; robo o hurto con robo o hurto de uso. Ver la Consulta de la Fiscalía General del Estado 9/97 de 29 de octubre.

Cuarto y último requisito, que los antecedentes penales no hayan sido cancelados ni debieran serlo según lo dispuesto en el art. 136 CP. Por tanto no contarán las anteriores condenas ya canceladas o que debieron ser canceladas. La jurisprudencia atribuye la carga de la prueba a la acusación y en caso de duda el cómputo ha de favorecer al acusado (STS 30 septiembre 2014). En cuanto a los efectos de la reincidencia, son los genéricos de cualquier agravante, salvo en los casos de multirreincidencia descritos en la regla 5ª del art. 66,1º que la convierten en una agravación de efectos extraordinarios. Por otra parte, provoca efectos directos en materia de suspensión de la pena (arts. 80,2º,1ª; y, 86,1º a) CP). La reforma de 2015 ha añadido que “las condenas firmes de jueces o tribunales impuestas en otros Estados de la Unión Europea producirán los efectos de reincidencia salvo que el antecedente penal haya sido cancelado o pudiera serlo conforme al Derecho español”. Esta reforma procede de la DM 2008/675/JAI del Consejo, de 24 julio. Se complementa con la DM 2009/316/JAI del Consejo de 6 abril: Sistema Europeo de Información de Antecedentes Penales (ECRIS). Nuestro ordenamiento se completa, a estos efectos, con la LO 7/2014 de 12 noviembre, sobre intercambio de información de antecedentes penales y consideración de resoluciones judiciales penales en la UE; y con la Ley 23/2014 de 20 noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la UE; y con la LO 6/2014 de 29 octubre, que modificó (competencia) la LOPJ de 1985.

6. CIRCUNSTANCIA MIXTA Viene contenida en el art. 23 CP con la siguiente redacción dada por LO 11/2003: “Es circunstancia que puede atenuar o agravar la responsabilidad según la naturaleza, los motivos y los efectos del delito, ser o haber sido el agraviado cónyuge o persona que esté o haya estado ligado de forma estable por análoga relación de afectividad, o ser ascendiente, descendiente o hermano por naturaleza o adopción del ofensor o de su cónyuge o conviviente”. Precisamente recibe el nombre de “circunstancia mixta” porque según los casos, las relaciones de afectividad descritas pueden atenuar o agravar la penalidad. Históricamente se limitaba a

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recoger vínculos de parentesco entre autor y víctima, pero progresivamente han ido siendo ampliados a otras relaciones afectivas. La referencia a naturaleza ha de entenderse referida a la clase de infracción perpetrada, considerando especialmente el bien jurídico atacado. El término motivos equivale a los móviles que impulsaron al sujeto. Y en cuanto a la expresión efectos apunta no al resultado, sino a las consecuencias de toda especie generadas por la infracción. Dos son los requisitos exigidos por la jurisprudencia: existencia objetiva de la relación parental o análoga y un aspecto subjetivo relativo a la persistencia de la afectividad; aunque también se ha aludido a lazos, ciertamente rotos como tales, pero en cierta medida subsistentes en alguno de sus efectos, en tanto otorgan una situación de ventaja frente a la víctima (SSTS 18-11-2004 y 27-6-2016). No se suele apreciar en casos de provocación de los hechos por el ofendido, desaparición de la relación de afectividad entre las personas ligadas por los vínculos citados, y cuando el sujeto obró sin ser consciente de la existencia de estos vínculos personales. Si se aprecia la afectividad en supuestos de mantenimiento de relaciones sexuales, convivencia pese a las disputas frecuentes, o convivencia irregular.

Lección 42

La suspensión y sustitución de la pena 1. SUSPENSIÓN, SUSTITUCIÓN Y LIBERTAD CONDICIONAL Hasta la reforma de 2015 el ordenamiento jurídico español contenía un tratamiento diferenciado de dos problemas bien diferentes. Así, en primer lugar, la normativa disponía de los instrumentos legales para no ingresar en prisión como alternativa a las penas cortas de prisión. Estos instrumentos legales eran la suspensión y la sustitución de la ejecución de la pena de prisión. Y en segundo término, la otra cuestión es la referente a los recursos legales disponibles para afrontar, en su caso, la excarcelación anticipada al final de la condena en toda clase de penas privativas de libertad. A este recurso normativo se le llama libertad condicional. Por tanto, se trata de dos problemas distintos que requieren un tratamiento normativo también distinto. Por un lado deben articularse soluciones legales a las penas de prisión de corta duración (suspensión y sustitución). De otro, conforme a la evolución del tratamiento penitenciario, durante la ejecución de cualquier pena de prisión, es menester articular formas de cumplimiento en libertad pero bajo control (libertad condicional). En varias ocasiones hemos aludido a la crisis de la pena de prisión, y singularmente de las de corta duración. En concreto, destacábamos los perniciosos efectos de las penas privativas de libertad de corta duración. Sus efectos desocializadores e, incluso, criminógenos sobre el delincuente exigían el establecimiento de medidas alternativas a las penas cortas privativas de libertad. Esta orientación preventivo especiales llevó al establecimiento de dos instituciones específicas en nuestro Código Penal, la de suspensión y la sustitución de las penas privativas de libertad, claramente orientadas a evitar el ingreso en prisión del sujeto, si se cumplen las condiciones exigidas para su aplicación. De este modo, el legislador fundamenta constitucionalmente estas dos instituciones, pues aunque el art. 25,2º CE no contiene un auténtico derecho subjetivo a la resocialización, si que establece un claro principio que abarca a todo el sistema de penas y muy significativamente la ejecución de las penas y toda la política penitenciaria (así SSTC 19/1988 y 209/1993). El sistema español optó, conforme a nuestra tradición, por la suspensión de la ejecución de la pena, y no por el de suspensión del fallo (probation). Junto a la suspensión se recogía un conjunto de mecanismos para sustituir, conforme a criterios tasados de equivalencia, penas cortas de prisión por otra clase de penas. En relación a la libertad condicional, existe cierta polémica doctrinal en cuanto a la verdadera naturaleza de la institución. La LOGP la califica como el último grado del sistema de individualización científica (art. 72.1). Por su parte, el Có-

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digo Penal la regula dentro del capítulo dedicado a las “formas sustitutivas de la ejecución de las penas privativas de libertad y de la libertad condicional”, junto a la suspensión de la ejecución y la sustitución de las penas privativas de libertad. De ahí que la doctrina se divida entre los que consideran la libertad condicional como una fase más de la ejecución de la pena y los que la sitúan como institución cercana a la sustitución de la ejecución. En cualquier caso, se trata de una forma de cumplir la condena, que el Código Penal regula en un lugar erróneo junto a las formas sustitutivas, con las que nada tiene que ver. Con la libertad condicional se persigue no sólo evitar la desocialización del condenado, sino permitir que cumpla en libertad el tiempo restante de condena, pero sometido al control y vigilancia de la Administración Penitenciaria y con la tutela del Juez de Vigilancia Penitenciaria. Pues bien, la reforma de 2015 ha optado por unificar definitivamente las tres instituciones, agrupándolas y configurando sustitución y libertad condicional como modalidades de suspensión de la ejecución. Con esta opción, naturalmente importada de la tradición germánica, muy diferente de la nuestra, más severa y más pobre técnicamente. Con esta absurda decisión política, se mina el elogiado sistema español de individualización científica plasmado en la LOGP, eliminando de facto el tercer grado de cumplimiento.

2. LA SUSPENSIÓN DE LA PENA El CP español, dentro del Capítulo dedicado a “Las formas sustitutivas de la ejecución de las penas privativas de libertad y de la libertad condicional”, dedica su Sección Primera a la “suspensión de la ejecución de las penas privativas de libertad” (arts. 80 a 87 CP). La expresión sustitutivos penales debe entenderse, dentro del sistema del derecho penal, a determinadas alternativas a la ejecución de la pena privativa de libertad de corta duración. Pues bien, la suspensión de la ejecución de las penas privativas de libertad, aparece regulada en los arts. 80 a 87 del CP como alternativa eficaz para el logro de finalidades resocializadoras y de reinserción social del delincuente. Conceptualmente comporta dejar en suspenso el cumplimiento de las penas privativas de libertad impuestas en sentencia firme, al delincuente primario autor de un delito menos grave, si el Juez o tribunal sentenciador valoran como improbable que en el futuro vuelva a cometer nuevos delitos. Por tanto, desde el fundamento constitucional de la resocialización como finalidad de las penas privativas de libertad, y valorando la idea de la peligrosidad criminal, la aplicación de la suspensión depende de una serie de requisitos establecidos por la ley, cuyo cumplimiento permite suspender el ingreso en prisión de un sujeto ya condenado.

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El régimen jurídico básico de la suspensión es el siguiente. – Contenido. Pueden suspenderse en principio todas las penas privativas de libertad, lo que en teoría incluye a las penas de prisión, localización permanente y responsabilidad personal subsidiaria por impago de multa. Desde luego la suspensión de la pena no incluye a la responsabilidad civil (art. 80,3º). – Plazo de suspensión. El plazo de duración de la suspensión se mantiene durante un lapso de tiempo que puede ir desde tres meses a cinco años. Pasado el tiempo de suspensión fijado por el juez, si se han cumplido las condiciones fijadas, la condena de prisión inicial se considera definitivamente extinguida. Si, por el contrario, se revoca la suspensión, la pena suspendida pasa a ser ejecutada. En cuanto al plazo de suspensión, es decir, el tiempo que la condena va a estar suspendida, el 81 CP establece que será de 2 a 5 años para las penas privativas de libertad no superiores a dos años, y de 3 meses a 1 año para las penas leves. Excepcionalmente, en supuestos de toxicomanías el plazo será de 3 a 5 años

Los criterios para fijar el plazo ya no son específicos, sino los comunes para conceder la suspensión.

– Competencia. Corresponde al Juez o Tribunal sentenciador, que previa audiencia de todas las partes (así ya STC 222/2007 de 8 octubre FJ 2º), lo acordará en la sentencia, sin necesidad que ésta sea firme. Solo excepcionalmente lo podrá acordar mediante auto posterior, cuando al momento de dictar la sentencia todavía no se conozcan las circunstancias a valorar (art. 82,1º CP).

El inicio del cómputo del plazo de suspensión es desde la fecha de la resolución que lo acuerda, y no desde el de la notificación (STC 251/2005 de 10 octubre FJ 6º). No se computará el tiempo en rebeldía (art. 82,2º).

Pero sin duda una de las características esenciales de esta institución es la gran discrecionalidad judicial que rodea su concesión. Y ello por dos razones: en primer lugar, porque el juez tiene libertad en cuanto a la decisión misma sobre la suspensión, pudiendo concederla o no aunque se cumplan los requisitos objetivos fijados en el Código Penal, pero nunca al contrario, es decir si no se cumplen los requisitos mínimos exigidos por la ley; y, en segundo lugar, porque ostenta un amplio margen de autonomía para determinar el tiempo de su duración y la imposición de condiciones. Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones señaladas, esto es, la discrecionalidad que rodea la decisión suspensoria, debemos señalar que nos encontramos ante un supuesto de arbitrio limitado, ya que la decisión debe ajustarse, fundamentalmente, a un criterio de valoración establecido

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por el legislador para guiar al juez. Éste no es otro que el de la peligrosidad criminal del sujeto, el de la probabilidad de que vuelva a cometer delitos en el futuro. En realidad, la consideración de este tipo de circunstancias por parte de los tribunales inicialmente fue bastante escasa, puesto que la suspensión solía concederse de forma prácticamente automática cuando concurrían los requisitos legales. No obstante esta tendencia ha ido cambiando paulatinamente y en ciertos casos, especialmente los sometidos al escrutinio de la opinión pública, algunas decisiones judiciales se sostienen más bien en criterios de alarma social. – Requisitos de la suspensión. Se encuentran recogidos en el art. 80,2º del Código Penal. Son los siguientes: a) El condenado ha de haber delinquido por primera vez, es decir, no puede ser reincidente (delincuente primario). De todos modos, el Código precisa que a estos efectos no se tienen en cuenta las condenas por delitos imprudentes, ni por delitos leves, ni tampoco los antecedentes penales que hayan sido cancelados o que debieran serlo con arreglo a las normas de cancelación contenidas en el propio texto penal. Igualmente se considera que sólo ha delinquido en el sentido del precepto, quien ya ha sido condenado por sentencia firme. La doctrina mayoritaria, respecto a los textos anteriores, sostenía que tampoco se computaban a efectos de reincidencia la previa comisión de faltas, de acuerdo a una interpretación gramatical, en la medida en que se entiende el término delinquir en el sentido estricto de cometer delitos y no faltas. Ejemplo, si un sujeto es juzgado por un delito, teniendo pendiente una causa sobre la que no ha recaído sentencia firme, podría suspendérsele la condena impuesta, pero la suspensión terminaría (y tendría que ingresar en prisión) si se publicase la sentencia firme del otro delito.

b) Que la condena impuesta no sea superior a dos años de privación de libertad. Incluye tanto la pena única no superior a dos años, como también la suma de varias penas que no sea superior a dos años. Es igualmente indiferente que esa suma proceda de penas impuestas en el mismo procedimiento como si han sido impuestas en procesos diferentes. En el cómputo no se incluye la derivada del impago de multa. c) Que se hayan satisfecho las responsabilidades civiles derivadas del delito, y se haya hecho efectivo el decomiso acordado en sentencia conforme al art. 127 CP. Pero este requisito se entenderá cumplido cuando el penado, conforme a su capacidad económica, asuma un compromiso de pago y sea razonable esperar su cumplimiento. El incumplimiento determina la revocación automática de la suspensión (art. 86,1º b); c) y d) CP), aunque no sea grave ni reiterada conforme a los arts. 83 y 84 CP.

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Con la nueva regulación de 2015, los jueces y tribunales solo podrán acordar la suspensión si se cumplen los tres anteriores requisitos. A partir de aquí, si se cumplen los tres, pueden concederla, pero no están obligados a acordarla automáticamente (facultad discrecional). Pues bien, para efectuar este juicio, el art. 80,1º ofrece unos parámetros que son los que deben orientar la decisión judicial. Estos son los siguientes: circunstancias del delito cometido; circunstancias personales del reo; antecedentes; conducta posterior (esfuerzo para reparar); circunstancias familiares y sociales; efectos que quepa esperar de la suspensión y del cumplimiento de las medidas. En definitiva, la resolución, que deberá ser siempre motivada, al valorar todos estos parámetros debe estimar que la ejecución de la pena no es necesaria para evitar la comisión de futuros delitos por el reo. Por tanto, en verdad efectúa un pronóstico de criminalidad futura. Excepciones. El Código prevé ahora tres supuestos excepcionales en los que la suspensión podrá concederse a pesar del incumplimiento de los requisitos generales establecidos para su concesión. Estos casos se regulan en los apartados 3º, 4º y 5º del artículo 80 CP. El primer supuesto se refiere a “reos no habituales”, que aunque no cumplan los requisitos 1º (delincuentes primarios) y 2º (pena prisión no superior a dos años), sus circunstancias personales, la naturaleza del hecho, su conducta, y en especial el esfuerzo por reparar el hecho, así lo aconsejen. En todo caso se establece como límite que las penas de prisión individualmente no excedan de 2 años. Se trata de una cláusula que amplía considerablemente la discrecionalidad judicial en materia de suspensión, sin embargo, se condiciona a la reparación y a la indemnización según sus posibilidades, al cumplimiento del compromiso de pago y a la imposición de alguna de las medidas contenidas en el art. 84 CP. La segunda excepción alcanza a condenados con “enfermedad muy grave” y permite a los Jueces y Tribunales sentenciadores a otorgar la suspensión de cualquier pena impuesta sin sujeción a requisito alguno en el caso de que el penado esté aquejado de una enfermedad muy grave con padecimientos incurables, salvo que en el momento de la comisión del delito tuviera ya otra pena suspendida por el mismo motivo (art. 80,4º CP). Respecto a esta excepción, debemos criticar el inciso final del artículo 80.4, ya que conforme al mismo no se aplicaría la excepción cuando en el momento de la suspensión el sujeto ya tuviera suspendida otra condena por el mismo motivo; es decir, que tendría que ingresar en prisión si hubiera disfrutado una previa suspensión por enfermedad. Algunos autores critican la excesiva rigidez de la disposición, que puede pecar de inhumana en la medida en que implica que el sujeto pase los últimos días de su vida en prisión. El tercer supuesto excepcional está referido a “toxicómanos” y viene regulado en el art. 80,5º CP. Así, aun cuando no concurran las condiciones 1ª. y 2ª. previs-

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tas en el art. 80,2º, el juez o tribunal, con audiencia de las partes, podrá acordar la suspensión de la ejecución de las penas privativas de libertad no superiores a cinco años de los penados que hubiesen cometido el hecho delictivo a causa de su dependencia de las sustancias señaladas en el número 2º. del artículo 20, siempre que “se certifique suficientemente, por centro o servicio público o privado debidamente acreditado u homologado, que el condenado se encuentra deshabituado o sometido a tratamiento para tal fin en el momento de decidir sobre la suspensión”. La LO 15/2003 ha elevado a cinco años las penas susceptibles de suspensión y ha eliminado la exigencia de no ser reo habitual. En todos los supuestos de delitos perseguibles a instancia de parte, el juez o tribunal tendrá que oír a la parte antes de decidir sobre la suspensión de la pena (art. 80,6º CP). – Condiciones de la suspensión. Durante los plazos de suspensión, que dependen de sí son penas leves (la suspensión puede durar de tres meses a un año); y tratándose de penas privativas de libertad que no sean superiores a dos años la duración de la misma puede ir de 2 a 5 años (art. 81), el juez o tribunal puede imponer ciertas condiciones. Así pues, el Juez o Tribunal sentenciador, si lo estima necesario, podrá también condicionar la suspensión al cumplimiento de las obligaciones o deberes que señale, siempre que no resulten desproporcionados. Dentro del art. 83,1º CP podemos distinguir entre prohibiciones y deberes, expuestos con el numeral que les corresponde del art. 83,1º: 1ª. Prohibición de aproximarse a la víctima, familiares u otras personas, a sus domicilios u otros. No se establece ninguna distancia ni criterio para establecerla. 2ª. Prohibición de establecer contacto con personas determinadas 3ª. Mantener su lugar de residencia 4ª. Prohibición de residir o acudir a un lugar determinado 5ª. Comparecer personalmente con la periodicidad que se determine ante el Juzgado o Tribunal, o Servicio de la Administración que éstos señalen, 6ª. Participar en programas formativos, laborales, culturales, de educación vial, sexual, de defensa del medio ambiente, de protección de los animales y otros similares 7ª. Participar en programas de deshabituación de alcohol o drogas, o de tratamiento de otros comportamientos adictivos 8ª. Prohibición de conducir vehículos a motor

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9ª. Cumplir los demás deberes que el Juez o Tribunal estime convenientes para la rehabilitación social del penado, previa conformidad de éste, siempre que no atenten contra su dignidad como persona. Ahora bien, si se trata de delitos de violencia de género arts. 153 y 173 CP, se condicionará en todo caso la suspensión al cumplimiento de las obligaciones y deberes indicados en las reglas 1ª, 4ª y 6ª del artículo anterior (art. 83,2º). En otro orden de cosas, el apartado tercero del art 83 dispone que la imposición de las obligaciones y deberes indicados en las reglas 1ª, 2ª, 3ª y 4ª del artículo anterior debe ser comunicada a las Fuerzas y Cuerpos de seguridad del Estado para que vigilen su cumplimiento. Por lo que respecta al control del cumplimiento de las prohibiciones y obligaciones contenidas en las reglas 6ª, 7ª y 8ª, corresponderá a los servicios de gestión de penas y medidas alternativas de la Administración Penitenciaria. La posibilidad de que el Juez o Tribunal impongan al condenado, si lo consideran conveniente, el cumplimiento de una o varias de las obligaciones y deberes enumerados en el art. 83 CP no debe entenderse atribuyendo a los deberes carácter punitivo, sino desde su comprensión como medidas que se orientan, según la doctrina, a asegurar la resocialización del delincuente. Desde 2015, conforme al art. 84, los jueces y tribunales poseen amplias facultades discrecionales para modificar las medidas impuestas, alzarlas o sustituirlas por otras prohibiciones o deberes, a la vista de la evolución de su cumplimiento y eficacia con el objetivo propuesto., – Consecuencias del quebrantamiento de las condiciones de la suspensión. Revocación. Las consecuencias del incumplimiento varían dependiendo de varias circunstancias (art. 86). Así, en primer lugar, si el sujeto vuelve a delinquir durante el plazo de suspensión, y el nuevo delito cometido pone de manifiesto la frustración de las expectativas que justificaron la suspensión de la ejecución de la pena. Insistir en que ahora no es automática la revocación ante la comisión de un nuevo delito, pues el texto obliga a efectuar este juicio de idoneidad (art. 86,1º a) CP). La inmediata consecuencia es que se revoca la suspensión de la condena, se ordena el cumplimiento de la pena suspendida (ha de ingresar en prisión) y se inscriben los antecedentes en el registro. Se trata de una consecuencia obligada, que no admite excepción (art. 86,1º CP). Es importante tener en cuenta que respecto de los sujetos dependientes de las drogas, alcohol, psicotrópicos o análogos, se produce la misma consecuencia revocatoria. Efecto que tiene lugar no sólo si delinquen, sino también si abandonan el tratamiento de deshabituación o si recaen en el consumo de las sustancias antedichas. De todos modos, con respecto a estos delincuentes cabe una excepción

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que no se da en los demás casos; aunque hayan delinquido o abandonado el tratamiento, el art. 87,2º permite que el Juez o Tribunal, oídos los informes correspondientes, estime necesaria la continuación del tratamiento, prorrogando el plazo de suspensión un máximo de dos años. En segundo lugar, el incumplimiento de las obligaciones o deberes de conducta impuestos por el juzgador, presenta un régimen más flexible, pues la consecuencia no es la revocación inmediata de la suspensión. En efecto, conforme al art. 86,1º b), la revocación se decretará cuando el incumplimiento lo sea de “forma grave o reiterada”, o se sustraiga al control de los servicios de gestión de penas y medidas. La tercera causa para ordenar la revocación de la suspensión reside en el incumplimiento de forma grave o reiterada de las condiciones impuestas conforme al art. 84 (sustitutivos). Y la cuarta causa de revocación consiste en facilitar información inexacta o insuficiente sobre bienes y objetos, o el incumplimiento de los compromisos de pago de la responsabilidad civil (art. 589 Ley Enjuiciamiento Civil). Ahora bien, en estos casos en que el incumplimiento de las prohibiciones, deberes o condiciones no fuera grave o reiterado, el juez o tribunal puede decretar dos alternativas: a) imponer nuevas o sustituir las impuestas inicialmente por otras; b) prorrogar el plazo de suspensión, que en ningún caso podrá exceder de la mitad de la duración del que se hubiera fijado inicialmente. Los apartados 3º y 4º respectivamente del art. 86, regulan los gastos ocasionados, así necesidad de que la revocación de la suspensión se realice después de oír a todas las partes, salvo supuestos excepcionales de reiteración delictiva, riesgo de fuga o necesidades de protección de la víctima. Cumplimiento. Si el condenado con pena suspendida no cometiera un nuevo delito “que ponga de manifiesto que la expectativa en la que se fundaba la decisión de suspensión adoptada ya no puede ser mantenida” durante el plazo señalado, y en su caso observa las reglas de conducta impuestas, el juez o tribunal acordará la remisión de la pena, que no computará como antecedente penal (art. 87,1º CP). Con la nueva redacción de 2015, ya no se exige “no haber delinquido” durante el plazo de suspensión, sino que se utiliza una expresión más flexible y que requiere un juicio de idoneidad del juez. En efecto, porque para revocar la suspensión no basta con cometer cualquier delito, sino que el cometido ha de “poner de manifiesto que la expectativa en la que se fundaba la decisión de suspensión adoptada ya no puede ser mantenida”. En resumen, si se comete un nuevo delito durante el plazo de suspensión, queda a juicio del juez determinar si afecta o no al pronóstico de resocialización. Sobre el contenido del precepto trascrito, únicamente queremos matizar la condición relativa a que el sujeto no vuelva a delinquir durante el plazo fijado

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por el Juez o Tribunal. Cierto sector doctrinal entiende que la interpretación del término delinquir debe realizarse en el mismo sentido del artículo 80,2º,1ª, esto es, sin tomar en consideración los delitos imprudentes ni tampoco los cancelados. Finalmente debe señalarse que, en el caso concreto de los sujetos que hubieren delinquido como consecuencia de su dependencia a las sustancias descritas en el número 2º. del artículo 20 CP, además de no poder delinquir durante el tiempo de la condena, y del cumplimiento de los demás deberes que el juez decidiera eventualmente imponer, no pueden abandonar el programa de deshabituación. Los lugares de tratamiento están obligados a remitir a los tribunales informes sobre el desarrollo, abandono o finalización del mismo.

3. LA SUSTITUCIÓN DE LA PENA COMO MODALIDAD DE SUSPENSIÓN La sustitución consiste esencialmente en cambiar una pena de prisión de corta duración por otra pena distinta carente de estos efectos desocializadores. Así, por ejemplo, en los diferentes modelos de derecho comparado, se puede sustituir una pena de prisión por otra pena alternativa, como penas de arresto fin de semana, trabajos en beneficio de la comunidad, multa u otra clase de penas. La sustitución se efectúa mediante un modelo de equivalencia que convierte días, meses o años de prisión en fines de semana, jornadas de trabajo, o sumas de dinero. La reforma de 2015 regula la sustitución como una modalidad de suspensión. El régimen jurídico se encuentra en los artículos 84 y 89 CP. El primero de ellos establece el régimen general de sustitución y el segundo un supuesto especial para penados extranjeros. En el sistema español, desde 1995 hasta 2003, las penas sustitutivas eran el arresto fin de semana y la multa. Luego, con la desaparición del arresto fin de semana en la reforma de 2003, junto a la pena de multa sólo operaba la pena de trabajos en beneficio de la comunidad. La reforma de 2010 confirió a la localización permanente un mayor protagonismo en este ámbito como pena sustitutiva. Pero todo lo anterior ha vuelto a modificarse en la LO 1/2015. Como queda patente, demasiados cambios en una materia tan sensible y requerida de estabilidad normativa. En texto vigente configura la sustitución como una modalidad de suspensión condicionada al cumplimiento de prestaciones o medidas (art. 84). La primera derivada de esta nueva configuración, es que los requisitos y condiciones para la suspensión son las mismas que las analizadas antes para la suspensión en sentido estricto (art. 80 CP). Ahora bien, lo que el Código Penal denomina “prestaciones” son en realidad penas, e incluye la multa y los trabajos en beneficio de la comunidad. Pero la

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reforma de 2015 no solo posibilita la sustitución de la originaria pena de prisión por una pena alternativa de multa o trabajos comunitarios (prestaciones), sino que ahora también permite la suspensión condicionada al cumplimiento de otras “medidas” que no son formal ni materialmente penas. Esta posibilidad es la gran novedad de la reforma 2015, al posibilitar la suspensión de la pena de prisión condicionada al cumplimiento del acuerdo de mediación (art. 84,1º,1ª). Y también contiene dos modalidades de sustitución en sentido estricto, esto es, de suspensión condicionada al cumplimiento de otras penas, que el texto denomina “prestaciones”. Así, en primer término la suspensión condicionada al pago de una multa. En este caso la conversión es de dos cuotas de multa por cada día de prisión suspendida (sustituida). Ofrece una mayor discrecionalidad judicial, aunque establece un límite máximo de dos tercios de su duración (art. 84,1º,2ª). La segunda modalidad de sustitución en sentido estricto, es la suspensión de la pena de prisión condicionada al cumplimiento de la pena alternativa (prestación) de trabajo en beneficio de la comunidad (TBC), conforme a la conversión de un día de prisión por una jornada de trabajo comunitario. Se establece como limitación que no supere dos terceras partes (art. 84,1º,3ª). Por último, el art. 84,2, contiene un régimen específico para casos de penas de prisión impuestas en delitos de violencia sobre la mujer. Ahora, además de habilitar la suspensión condicionada al cumplimiento de las penas alternativas de trabajos comunitarios y localización permanente, también, con ciertos requisitos, permite la sustitución por pena de multa Ha de diferenciarse claramente entre penas sustituidas y penas sustitutivas, que son las que se imponen en el lugar de las primeras y el Código llama ahora “prestaciones”. Como ya se ha señalado, al regularse la sustitución como una modalidad de suspensión que se condiciona al cumplimiento de prestaciones (penas) o medidas (mediación), el régimen jurídico es el mismo en cuanto requisitos, competencia, momento de la sustitución, sometimiento a prohibiciones y deberes La sustitución siempre tiene que hacerse antes de que se ejecute la pena, en la misma sentencia o posteriormente en auto motivado. Así, una vez ha comenzado el cumplimiento de la pena de prisión no se puede interrumpir, sustituyéndola por multa o trabajos sociales. En el supuesto de quebrantamiento o incumplimiento en todo o en parte de la pena sustitutiva, se ordenará la ejecución y cumplimiento de la pena de prisión inicialmente impuesta, descontando, en su caso, la parte del tiempo que se haya cumplido de la pena sustitutiva, de acuerdo con las reglas de conversión respectivamente establecidas en los apartados precedentes (art. 84,1º c) CP). El incumpli-

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miento de la pena sustitutiva da lugar a que se vuelva a imponer la pena sustituida. La conversión se realizará con los mismos módulos de la sustitución, pero a la inversa. Lógicamente, cuando se vuelva a imponer la pena inicial se tendrá que descontar lo que ya se ha cumplido a través de la pena sustitutiva (Art. 86,3º CP). El texto vigente plantea algunas dudas que antes estaban expresamente resueltas. En concreto, si persiste la imposibilidad de sustituir penas que sean sustitutivas de otras (prohibición expresa que las penas sustitutivas puedan ser a su vez sustituidas). Por ejemplo, si una pena de prisión ha sido sustituida por multa, se plantea si ésta se tiene que cumplir y ya no puede ser a su vez sustituida por trabajos en beneficio de la comunidad. En el art. 308 bis se disciplina un régimen particular para la suspensión en los delitos contra la Hacienda Pública, la Seguridad Social y fraude subvenciones. Presenta requisitos adicionales y específicos para garantizar el pago: requisitos del art. 80; que haya pagado deuda o reintegrado bienes, o bien, el penado asuma el compromiso conforme a sus capacidades. Se deniega esta posibilidad si ha facilitado información inexacta o insuficiente.

Expulsión extranjeros (art. 89 CP). Existe un régimen excepcional de sustitución de las penas de prisión impuestas a “ciudadanos extranjeros” por su expulsión del territorio español. Así en ciertos casos y bajo ciertas condiciones, se sustituye la pena de prisión por la expulsión del territorio español del extranjero condenado. Esta fórmula, muy criticada por su descarnado pragmatismo, así como por su discutible limitación de garantías constitucionales, presenta a su vez una constante modificación legal desde 1995, pasando por la LO 11/2003, que a su vez traía causa en el Plan de lucha contra la delincuencia presentada por el Gobierno ante el Congreso de los Diputados el 12 de septiembre de 2002. Por encima de cualquier otra consideración, la finalidad de aquella reforma era garantizar la observancia de la legislación administrativa, que consagraba la expulsión para todo extranjero que se encontrara irregularmente en España (art. 53 LO 4/2000, reformada por la LO 8/2000. A pesar de la ingente crítica doctrinal y jurisprudencial al automatismo de aquella fórmula, la reforma de 2010 sólo la corrigió muy tímidamente. Ahora, la LO 1/2015 vuelve a impulsar una notable modificación de esta sensible materia (al respecto puede consultarse la Circular 7/2015 de la FGE). El primer cambio es que conforme al texto anterior solo podía aplicarse la expulsión como sustitución de las penas de prisión, a “ciudadanos extranjeros sin residencia legal en España”. Sin embargo ahora el precepto solo habla de “extranjeros”, lo que comporta una considerable expansión. En efecto, pues este nuevo término incluye no solo a los extranjeros sin residencia legal, sino también a otras categorías jurídicas de extranjeros, como son los “extranjeros con residencia legal” e igualmente alcanza a los “ciudadanos de otros Estados miembros de la Unión Europea”.

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Ahora bien, se precisan unos requisitos específicos para la expulsión de ciudadanos de la Unión Europea: que represente una amenaza grave para el orden público o la seguridad ciudadana, atendidas las circunstancias y gravedad del delito, antecedentes y circunstancias personales (Directiva 2004/38/CEE y art. 89,4º in fine CP). Igualmente, el art. 89,4º “in fine” recoge criterios especiales para poder decretar la expulsión a ciudadanos extranjeros que hayan residido los diez años anteriores en España. En todas las decisiones judiciales de expulsión es preceptivo a atender las circunstancias particulares del hecho y en especial al arraigo del condenado en España (art. 8 CEDH). El texto legal fija un límite general a la expulsión al señalar que ésta no se adoptará “cuando resulte desproporcionada” (art. 89,4). A partir de aquí, pueden considerarse varios presupuestos. Como regla general se estipula la sustitución del cumplimiento de la pena de prisión por la expulsión, a extranjeros condenados a penas de prisión que superen un año. Y excepcionalmente, en consideración a la defensa del “orden jurídico” y para “restablecer la confianza en la vigencia de la norma infringida”, el juez o tribunal puede decretar que se cumpla una parte de la condena, que no será superior a dos tercios de su extensión, y después, la sustitución del resto de la pena por la expulsión (art. 89,1º). Los dos criterios expresados en la norma, tanto en este como en el siguiente apartado son significativamente indeterminados, flexibles y muy abiertos. El segundo, “restablecer la confianza en la vigencia de la norma infringida”, ajeno absolutamente a nuestra tradición jurídica y además refuerza una concepción de prevención general de esta medida de difícil armonía con parámetros que atienden al arraigo y circunstancias personales del reo. Cohenestar ambas tendencias expresamente recogidas en la norma resulta vital para determinar si realmente el art. 89 mantiene el carácter potestativa u obligatorio de esta medida. Como regla general el art. 89,3º establece que la expulsión ha de acordarse en la sentencia, y solo excepcionalmente, adquirida firmeza, en auto posterior. Ambos pueden ser recurrida por el extranjero (consultar STC 236/2007). Se distingue otro presupuesto cuando se impone una pena de prisión de más de cinco años, o varias que excedan esta duración. En estas hipótesis el juez o tribunal podrá acordar la ejecución de todo o parte de la pena, si así resulta necesario para la defensa del orden público y restablecer la confianza en la vigencia de la norma infringida. Cumplida esa parte necesaria de la pena, acceda al tercer grado o a la libertad condicional, se decretará la expulsión por el tiempo restante. También se puede decretar durante la ejecución. Una vez acordada la expulsión, el extranjero no podrá regresar a España en un plazo de cinco a diez años contados desde la fecha de su expulsión, ni antes

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de que la pena haya prescrito (art. 89,5º). Igualmente la expulsión comporta el archivo de todos los procedimientos administrativos pendientes con objeto de obtener autorización de residencia o permiso de trabajo (art. 89,6º). Ahora bien, el extranjero que quebrantara una decisión judicial de expulsión con prohibición expresa de regresar al territorio español, sufrirá una de estas dos consecuencias: a) el cumplimiento de la pena sustituida, salvo que considere el juez que no es necesario desde la perspectiva de defensa del orden público; o, b) si fuese sorprendido en la frontera, será expulsado por la autoridad gubernativa, y comenzará a computarse de nuevo el plazo de prohibición de entrada (art. 89,7º). Mientras se estudia la aplicación de la medida de expulsión, si el extranjero ha quedado en libertad, el juez podrá autorizar su ingreso en un centro de internamiento de extranjeros (art. 89, 8º). Conforme al apartado 9º de este precepto, la medida de expulsión de extranjeros nunca puede acordarse si se trata de delitos comprendidos en los arts. 177 bis (trata de personas); 312; 313; ; y 318 bis CP (delitos contra los derechos de los trabajadores). El listado de delitos que imposibilitan la expulsión debería ampliarse a todos aquellos que de alguna forma integran la noción de criminalidad organizada. Las razones son obvias, pues posee efectos criminógenos: el sujeto integrante de una de estas organizaciones delinque en España y es expulsado para que vuelva a seguir integrado y operativo en estas redes. Se ha discutido la naturaleza jurídica de esta medida de expulsión, pues desde luego formalmente no es una pena, ya que no se encuentra en el catálogo del art. 33 CP. Más bien parece ser una sanción administrativa pero ejecutada por la jurisdicción penal. También se ha cuestionado su constitucionalidad por posibilitar la restricción de garantías fundamentales.

4. LA LIBERTAD CONDICIONAL COMO MODALIDAD DE SUSPENSIÓN Hasta la reforma del CP operada por LO 1/2015, la libertad condicional se consideraba como el último grado del sistema penitenciario, y ciertamente regulada de forma dispersa en nuestro ordenamiento. La ordenación esencial se encuentra contenida en el Código Penal, aunque también es objeto de tratamiento en la LOGP y en el RP. Se persigue no sólo evitar la desocialización del condenado al permanecer más tiempo privado de libertad, sino permitir que cumpla en libertad el tiempo restante de condena, pero sometido al control y vigilancia de la Administración Penitenciaria y con la tutela del Juez de Vigilancia Penitenciaria.

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Respecto a la inicial armonía entre su comprensión conforme a la LOGP y al texto original del CP de 1995, las posteriores reformas de este último texto por La LO 7/2003, y en menor medida por la LO 15/2003, modificaron sustancialmente su régimen. Pero el giro radical, alejándose de nuestra tradición y del ejemplar modelo de individualización introducido por la LOGP, se ha producido con la citada reforma de 2015. La misma es otro ejemplo nítido de los grupos germanófilos, que sin sentido ni razón, copian instituciones foráneas que, además de disfuncionales y desconocidas, en este caso son menos acertadas tanto desde la perspectiva técnico-jurídica como político-criminal. Siempre se ha discutido su naturaleza de derecho subjetivo del condenado o por el contrario su configuración como beneficio penitenciario. En cualquier caso, se trata de una forma de cumplir la condena, que el Código Penal regula en un lugar erróneo junto a las formas sustitutivas, con las que nada tiene que ver. La reforma de 2015, lejos de corregir este error sistemático, incurre en uno de mayor calado al configurar la liberta condicional como una modalidad de suspensión de la ejecución de la pena. Con esta injustificada decisión, se pone fin, como hemos advertido, al elogiado modelo español de la individualización científica, en el que la libertad condicional era el tercer grado de cumplimiento. En realidad siempre ha existido cierta polémica doctrinal en cuanto a la verdadera naturaleza de la institución. La LOGP la califica como el último grado del sistema de individualización científica (art. 72.1). Por su parte, el Código Penal ya hemos advertido que la regula dentro del capítulo dedicado a las “formas sustitutivas de la ejecución de las penas privativas de libertad”, junto a la suspensión de la ejecución y la sustitución de las penas privativas de libertad. De ahí que la doctrina se divida entre los que consideran la libertad condicional como una fase más de la ejecución de la pena y los que la sitúan como institución cercana a la sustitución de la ejecución. La versión radical de esta postura es la recogida ahora por el art. 90 CP. En cualquier caso, lo cierto es que ahora, más que nunca, su régimen jurídico es dispar en uno y otro texto legal, razón por la cual debemos detenernos en su examen con cierto detalle. En el CP la libertad condicional viene regulada en los arts. 90, 91 y 92, (el art 93 ha sido dejado sin contenido por la LO 1/2015). Conforme a la reforma de 2015 la libertad condicional deja de ser una forma de cumplimiento (individualización científica como modelo de ejecución penitenciaria) y pasa a ser regulada como una modalidad de suspensión. A nuestro juicio esta decisión provoca una confusión de su naturaleza, fundamento y fines. La consecuencia en caso de revocación, conforme al nuevo régimen, y a diferencia del anterior, es que no computa el tiempo transcurrido en libertad condicional en caso de revocación de la misma. Así se desprende del tenor del art. 90,5º, al señalar que en los casos de suspensión

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de la ejecución del resto de la pena y concesión de la libertad condicional, se aplicarán las demás normas contenidas en los arts. 83, 86 y 87 CP. La libertad condicional opera en el caso de que el sujeto estuviera condenado a una pena privativa de libertad. Sobre este particular, debemos señalar que, ciertamente, no operaba antes de su derogación respecto de los arrestos de fin de semana (donde el penado no es clasificado en grados), pero sí lo hace en el supuesto de prisión, impuesta como responsabilidad subsidiaria por impago de multa. Puede denegarse si el reo ha ofrecido información inexacta o insuficiente sobre el paradero de sus bienes. También la podrá denegar el Juez de Vigilancia Penitenciaria si ha eludido el cumplimiento de responsabilidades pecuniarias o reparación del daño en delitos previstos en el Título XIX CP. Los requisitos para su concesión se prevén en el artículo 90, que ahora contiene hasta seis modalidades diferentes de libertad condicional. 1) Requisitos libertad condicional ordinaria (art. 90,1º). Mantiene los 3 clásicos: a) Para su concesión, el sujeto debe encontrarse en el tercer grado del tratamiento penitenciario, en un establecimiento de régimen abierto La exigencia de este requisito supone una cierta garantía de que el interno no va a cometer un nuevo delito, por cuanto el tercer grado se ha concedido después de la observación de su evolución, que ha resultado favorable. En cualquier caso, debemos tener en cuenta que la exigencia del tercer grado excluye la posibilidad de obtener la libertad condicional en relación con los presos meramente preventivos, que no son clasificados en grado al no encontrarse todavía en fase de cumplimiento de la condena. b) La concesión de la libertad condicional se condiciona en segundo lugar al previo cumplimiento de las tres cuartas partes de la condena. A este respecto hemos de realizar algunas observaciones: 1) Se entiende cumplida no sólo aquella parte del cumplimiento efectivo, sino también la porción que haya sido extinguida, por ejemplo, como consecuencia de la concesión de un indulto parcial. 2) El art. 52 del RP dispone que cuando el penado se encuentre cumpliendo dos o más condenas, (por ejemplo, una de tres años más otra de cinco años por otro delito) se aplica el principio de unidad de ejecución, es decir, a efectos del cumplimiento de las tres cuartas partes de la condena se computa la suma de las condenas impuestas como si fuera una sola. 3) El último cuarto de condena que al sujeto le queda por cumplir es el que se cumple en régimen de libertad condicional, y pasado el tiempo correspondiente (sin que el sujeto delinca), la condena se extingue definitivamente.

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c) El último requisito de la libertad condicional es que se haya observado buena conducta y exista un pronóstico individualizado y favorable de reinserción social del sujeto, conforme al art. 67 de la LOGP. Estos informes son elaborados por el equipo técnico del centro, aunque el Juez de Vigilancia Penitenciaria, que es quien concede la libertad condicional, puede recabar los informes de los expertos que estime convenientes (art. 90.1.3º CP).

Ahora bien, no se entiende cumplido el requisito anterior, si el penado no ha satisfecho la responsabilidad civil subsidiaria de acuerdo a los criterios contenidos en el art. 72,5º y 6º de la LOGP.

La reforma ha eliminado la exigencia de pronóstico individualizado y favorable de reinserción. Ofrece varios criterios que el Juez de Vigilancia Penitenciaria deberá valorar: personalidad, antecedentes, circunstancias del delito, conducta durante el cumplimiento, circunstancias familiares y sociales y efectos que quepa esperar de la suspensión del tiempo restante de cumplimiento. 2) Requisitos libertad condicional anticipada por actividades laborales, culturales u ocupacionales (art. 90,2º). Contiene un régimen más favorable siempre que: haya extinguido dos terceras partes de la condena y haya desarrollado actividades laborales, culturales u ocupacionales, de las que se derive una modificación relevante y favorable con su actividad delictiva previa. El resto de requisitos del art. 90,1º, excepto el cumplimiento de tres cuartas partes de la condena. 3) Requisitos libertad condicional anticipada por actividades laborales, culturales u ocupacionales continuadas y participación en programas de reparación (art. 90,2º in fine). Exige el cumplimiento de los dos primeros requisitos descritos en el apartado 2º del art. 90, el Juez de Vigilancia Penitenciaria podrá decretar un adelantamiento de 90 días por cada año cumplido, una vez cumplida la mitad de la condena, si el penado ha desarrollado “continuamente” las actividades descritas en el párrafo anterior. 4) Requisitos libertad condicional anticipada a delincuentes primarios (art. 90,3º): reclusos que se encuentren cumplimiento su primera condena de prisión (delincuentes primarios) y además que la condena no supere los tres años de prisión; que hayan extinguido la mitad de la condena; que acredite los demás requisitos del apartado primero (salvo la extinción de las tres cuartas partes de la condena). 5) Requisitos libertad condicional anticipada para mayores de 70 años y enfermos muy graves (art. 91). Se dejan de considerar imprescindibles todos los requisitos relacionados la extinción de una parte de la condena.

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6) Se excepciona del régimen común a los condenados por delitos de terrorismo o por delitos cometidos en el seno de organizaciones criminales. En estos casos sólo se entenderá que existe pronóstico favorable de reinserción social cuando: el penado muestre signos inequívocos de haber abandonado los fines y medios de la actividad terrorista; y además haya colaborado con las autoridades de alguna de las siguientes maneras: impidiendo la producción de otros delitos; atenuando los efectos de su delito; colaborando en la identificación, captura y procesamiento de otros responsables. Esto último podrá acreditarse mediante una declaración expresa de repudio de las actividades y del abandono de la violencia, así como de perdón a las víctimas. Igualmente deberá acompañarse por informe técnico que acrediten que realmente el penado está desvinculado de asociaciones criminales (art. 90,8º). Las modalidades anticipadas de los apartados 2º y 3º del art. 90 no se aplicarán nunca a los condenados por delitos comprendidos en el capítulo VII del Título XXII o por delitos cometidos en el seno de organizaciones. Los Jueces de Vigilancia Penitenciaria, una vez acordada la libertad condicional, se someten a las mismas reglas que la suspensión. De ahí las posibilidades de modificación y revocación. La regla general del plazo es la misma, si bien en la modalidad de suspensión de la ejecución de la pena pendiente, el plazo será justamente este, el del tiempo que queda por cumplir (art. 80,6). Debemos referirnos a la existencia del supuesto de limitación de la libertad condicional y de los beneficios penitenciarios en caso de condenas de larga duración, previsto en el artículo 78 CP. Su estudio fue abordado en el tema anterior, razón por la cual a él nos remitimos para el análisis de su problemática. A este respecto, únicamente queremos señalar que la aplicación de la limitación establecida en el artículo 78 CP no es siempre obligatoria, previendo el propio Código la posibilidad de aplicar el régimen general de cumplimiento salvo en los casos de delitos muy graves. De cualquier forma, conviene tener presente que, si el Juez o Tribunal acordara la aplicación del régimen excepcional del artículo 78, cabe la revocación del acuerdo cuando el Juez de Vigilancia Penitenciaria, valorando, en su caso, las circunstancias personales del reo, la evolución del tratamiento reeducador y el pronóstico de reinserción social, acuerde razonadamente, oído el Ministerio Fiscal, la aplicación del régimen general de cumplimiento (artículo 78.3º CP). Para finalizar, el art. 92 regula los requisitos para alcanzar la libertad condicional en los casos que se cumpla pena de prisión permanente revisable. Se aplican los requisitos comunes, excepto que no requiere buena conducta pero si pronóstico favorable de reinserción.

Lección 43

La ejecución y extinción de la pena 1. REGLAS GENERALES Generalmente suele distinguirse en la ejecución penal entre dos ámbitos diferentes: la ejecución procesal y la ejecución material. La llamada ejecución procesal se ocupa de las condiciones y presupuestos de la ejecución de la resolución judicial, así como de las cuestiones relacionadas con el órgano judicial competente. Por su parte, la ejecución material comprende las normas que ordenan la realización, modificación y extinción de la pretensión punitiva estatal; es decir, contiene las normas materiales de ejecución de las penas. Desde el punto de vista material, la singularidad de las penas privativas de libertad y la enorme complejidad que presentan en esta fase de ejecución, con gran variedad de normas y de intervención de varios órganos administrativos y judiciales, les confiere una dimensión cualitativamente diferente a la ejecución del resto de las penas, que justifica un tratamiento específico de la misma.

2. LA EJECUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD La importancia fundamental de las penas privativas de libertad, así como su complejidad justifica la existencia de un cuerpo de normas que se ocupe de regular su ejecución. Este cuerpo de normas suele recibir en otros países el nombre de “Derecho de ejecución penal”, pero en el nuestro tradicionalmente se conoce como “Derecho penitenciario”. Comprende el conjunto de normas que regulan la ejecución de las penas y medidas privativas de libertad. El Derecho Penitenciario español, se caracterizó históricamente por su dispersión normativa, hasta que finalmente fue aprobada la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) el 26 de septiembre de 1979. En este texto se reúne sistemáticamente toda la legislación, quedando ordenada en los siguientes Títulos: establecimientos penitenciarios (I); régimen penitenciario (II); medios materiales (III); asistencia post-penitenciaria (IV); Juez de Vigilancia penitenciaria (V); y, funcionarios (VI). Pero obviamente hay aspectos que no aborda la Ley, quedando a lo dispuesto en la norma reglamentaria. Así, el primer Reglamento fue aprobado por RD 1201/1981 de mayo, luego reformado sustancialmente por el Reglamento Penitenciario RD 190/1996 de 9 febrero. Igualmente debe hacerse mención a otro Reglamento básico en materia de ejecución de las penas de trabajo en beneficio de la comunidad y de la ahora derogada pena de arresto fin de semana (RD 690/1996, de 26 abril).

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En esta materia, posee una especial y esencial trascendencia el contenido del artículo 25 de la Constitución Española, ya que el mismo ha de regir la totalidad de las actuaciones que se realicen en materia de ejecución de penas privativas de libertad, destacando la orientación resocializadora de todas las penas o medidas privativas de libertad. El artículo 25.2 CE, dispone lo siguiente: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados. El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, en sentido de la pena y la ley penitenciaria. En todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”. En esta misma línea se expresa el art. 1 de la LOGP. También debemos subrayar la vigencia de las garantías derivadas del principio de legalidad en el ámbito de ejecución de la pena. Así lo proclama expresamente el art. 3.2 CP al señalar que “tampoco podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad en otra forma que la prescrita por la Ley y reglamentos que la desarrollan”. Esta misma previsión se establece, igualmente, en art. 2 LOGP, a cuyo tenor “la actividad penitenciaria se desarrollará con las garantías y dentro de los límites establecidos por la Ley, los reglamentos y las sentencias judiciales”. Al respecto interesa resaltar la existencia de cierta tensión entre el principio de legalidad y la tendencia autorreguladora de la Administración, por vía reglamentaria. En este sentido, debemos señalar que, aun siendo cierto que nos hallamos en un campo en el que necesariamente ha de reconocerse cierta potestad normativa a la Administración, no debe olvidarse que la restricción de los derechos fundamentales se encuentra reservada a Ley Orgánica. Por ello, la función del Juez de Vigilancia Penitenciaria resulta crucial en esta materia Pues bien, sentado lo anterior, ya podemos exponer alguna de las características de nuestro derecho en materia de ejecución de la pena privativa de libertad. Nuestro sistema penitenciario se inserta en el marco de los denominados sistemas progresivos, cuya principal característica radica en la disminución de la intensidad de la pena como consecuencia de la conducta y comportamiento del recluso durante el proceso de ejecución. En este proceso se contemplan distintas etapas que van desde el aislamiento celular hasta la libertad condicional. De este modo, el recluso tiene en su mano la posibilidad de ir consiguiendo mejoras en su régimen carcelario con su trabajo y buena conducta. Este sistema se reconoce en el artículo 72 LOGP, cuando señala que “las penas privativas de libertad se ejecutarán según el sistema de individualización científica, separado en grados, el último de los cuales será el de libertad condicional, conforme determina el Código Penal”.

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Antes de proseguir resulta de interés recordar ciertos aspectos de la evolución del sistema penal. Para comenzar, hay que tener en cuenta que el encierro de los delincuentes no se consideró una pena (sanción) hasta el siglo XVIII, pues con anterioridad se concebía exclusivamente como una medida cautelar o de aseguramiento del proceso penal, nunca como castigo, pues en ese largo periodo histórico se empleaban solamente la pena de muerte, las penas corporales y las penas pecuniarias. Fue a partir de entonces, vinculado al valor del cuerpo humano como fuerza de trabajo, en pleno despegue del capitalismo moderno (revolución industrial), como la pena de prisión comenzó a desplazar a la pena de muerte y a las penas corporales. Nacen así las prisiones, y con ellas la necesidad de organizarlas, dando lugar a los modelos o sistemas penitenciarios. Pues bien, junto al sistema progresivo, seguido ahora en gran parte de las legislaciones de nuestro ámbito cultural, también existen otros modelos. Los otros más importantes históricamente fueron estos dos. En primer término, el llamado modelo “pensilvánico o filadélfico”, atribuido al grupo religiosos de los cuáqueros, en el que la ejecución de la pena de prisión se fundamenta en el aislamiento celular, sin visitas, ni trabajo, con la orientación penitenciaria sostenida sobre la meditación y la oración. El otro gran sistema fue el de “Auburn”, que partiendo del anterior pero ante la escasez de la mano de obra, se caracteriza por el aislamiento celular nocturno y el trabajo común diurno. Dejando de momento el análisis de la libertad condicional, debemos señalar que nuestro sistema se caracteriza por su separación en grados. Grados a los que se asigna un determinado régimen y, también, en principio, un concreto establecimiento penitenciario. En efecto, el sistema progresivo o de “individualización científica” se fundamenta en la fragmentación de la ejecución en varias etapas o periodos, en cada una de las cuales, progresivamente, se van otorgando al recluso mayores ventajas y beneficios. En términos generales, al margen de desarrollos particulares, este sistema se divide en los siguientes periodos: a) aislamiento para observar y clasificar al preso; b) vida en común con actividades formativas; c) fase de “pre-libertad” en la que se conceden “permisos de salida”; d) periodo de libertad condicional o bajo palabra. En concreto, nuestra legislación recoge las reglas que a continuación se exponen resumidas. Atendiendo a la estrecha vinculación existente entre los grados y las clases de establecimientos penitenciarios, se explican simultáneamente. Si bien es necesario precisar antes que los establecimientos que vamos a mencionar son los que llamamos de cumplimiento, por contraposición a aquellos otros que sólo acogen a presos preventivos. A) El primer grado es la clasificación que corresponde a los presos de extrema peligrosidad. Los condenados clasificados en primer grado cumplen la pena en establecimientos de régimen cerrado, caracterizados por una restricción rigurosa de las actividades de los internos.

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Enrique Orts Berenguer - José L. González Cussac Por ejemplo, pasan más tiempo en las celdas que los reclusos adscritos a un establecimiento de régimen abierto, se someten a un mayor control y vigilancia, etc.

B) El segundo grado es el régimen más común de ejecución de la pena. Se cumple en establecimientos de régimen ordinario, regidos por los principios de seguridad, orden y disciplina. Régimen que se aplica igualmente en los establecimientos de preventivos y a todos los condenados que no hayan podido ser clasificados. C) El tercer grado implica que al sujeto se le aplican las normas del régimen abierto. El cumplimiento del tercer grado se realiza en los establecimientos de régimen abierto, que pueden ser de tres tipos (art. 80 RP). Este régimen se caracteriza, además de por una mayor flexibilidad de las normas internas, (por ejemplo, en materia de vigilancia y control), por el hecho de constituir una etapa de semilibertad, en la que se conceden permisos de salida para realizar actividades laborales, familiares, formativas, de tratamiento o de cualquier otro tipo, que faciliten la integración social del interno. Las salidas son planeadas y reguladas por la Junta de Tratamiento, que también se ocupa de regular de modo individualizado las salidas de fin de semana que en este régimen se pueden conceder (artículos 80 a 88 del RP). En realidad, el art. 7 LOGP distingue tres grandes clases de establecimientos penitenciarios: establecimientos de preventivos; establecimientos de cumplimiento; y, establecimientos especiales. A su vez, los establecimientos de cumplimiento se dividen en: régimen cerrado; régimen ordinario; régimen abierto; centros mixtos; departamentos para jóvenes. Por su parte, los establecimientos especiales se subdividen en hospitales, centros psiquiátricos y centros de rehabilitación social. En cualquier caso, debemos tener presente que aunque lo previsto en la LOGP es que cada régimen se cumpla en un determinado tipo de establecimiento, la realidad es muy distinta, pues debido a necesidades económicas esta pretensión no puede llevarse a la práctica, compatibilizándose, normalmente, distintos regímenes en un mismo centro o establecimiento, aunque con división en secciones según el tipo de régimen de que se trate. En lo que se refiere al modo de clasificación del interno en uno u otro grado, que es lo que va a determinar el régimen aplicable, nuestro sistema aúna observaciones referidas al tiempo de condena que lleva cumplido el recluso con otras relativas a su evolución, tratamiento y personalidad. A este segundo tipo de consideraciones son a las que nos referimos cuando hablamos de la individualización científica, que aparece como consecuencia de un examen personalizado de la evolución del sujeto. Los criterios rectores de la clasificación se encuentran en el art. 63 LOGP: “para la individualización del tratamiento, tras la adecuada observación de cada penado, se realizará su clasificación, destinándose al establecimiento cuyo régimen

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sea más adecuado al tratamiento que se le haya señalado y, en su caso, al grupo o sección más idóneo dentro de aquél. La clasificación debe tomar en cuenta no sólo la personalidad y el historial individual, familiar, social y delictivo del interno, sino también la duración de la pena y medidas penales en su caso, el medio al que probablemente retornará y los recursos, facilidades y dificultades existentes en cada caso y momento para el buen éxito del tratamiento”. El grado puede experimentar una regresión, según el art. 65.3, si se aprecia una evolución desfavorable de su personalidad. El art. 65 establece también la necesidad de estudio individualizado de los internos cada seis meses, para reconsiderar su anterior clasificación. Es importante, igualmente, tener en cuenta que no es necesario pasar por los grados anteriores para ser clasificado en uno de ellos. Sobre este particular, el art. 72 LOGP establece que “siempre que de la observación y clasificación correspondiente de un interno resulte estar en condiciones para ello, podrá ser situado inicialmente en el grado superior, salvo el de libertad condicional, sin tener que pasar necesariamente por los que le preceden, añadiendo el número 4 del citado precepto que en ningún caso se mantendrá a un interno en un grado inferior cuando por la evolución de su tratamiento se haga merecedor de su progresión”. Ahora, no obstante, ha de tenerse presente la nueva regulación prevista en el art. 36 del CP, así como la modificación de la libertad condicional. Es importante destacar que la legislación penitenciaria también prevé los llamados beneficios penitenciarios, aunque en la actualidad sólo se conservan dos que comporten un acortamiento del tiempo efectivo de internamiento: el adelantamiento de la libertad condicional y el indulto particular (art. 202 RP). Son competencia del Juez de Vigilancia Penitenciaria (art. 46 LOGP). El cumplimiento total de la pena de prisión extingue la responsabilidad criminal, dando lugar en el Derecho Penitenciario al licenciamiento definitivo, que comporta el cese de las medidas de vigilancia si el condenado estaba disfrutando de libertad condicional, o si no lo estaba, da lugar a la excarcelación. Así, el Director del establecimiento penitenciario formula la propuesta de libertad definitiva al Tribunal sentenciador, conforme a la liquidación de condena practicada en la sentencia (art. 24 RP). En la reforma de 2010 se contiene una nueva redacción de la disposición reguladora del abono de la prisión preventiva (art. 58,1º), con el fin de resolver cierta discrepancia jurisprudencial recaída en asuntos donde un mismo sujeto estaba pendiente de diferentes procesos (STC 57/2008 y STS 10 diciembre 2009). Por último, en relación a la ejecución de la nueva pena de “localización permanente”, únicamente puede recordarse lo dispuesto en el art. 37 CP: obliga al penado a permanecer en su domicilio o en lugar determinado fijado por el juez; el cumplimiento, por regla general será continuado, pero se permite también su cumplimiento durante fines de semana a solicitud del condenado y oído el Minis-

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terio Público. Ahora bien, como ya se expuso, la LO 5/2010, permite que el juez acuerde, en determinados supuestos, su cumplimiento en centro penitenciario. Igualmente contiene referencia expresa a la posibilidad de que el control de su cumplimiento se realice a través de medios electrónicos (ver RD 515/2005).

3. LA EJECUCIÓN DE OTRAS PENAS En cuanto a la ejecución de las penas privativas de derechos y de la pena de multa, al no plantear problemas especiales, podemos remitirnos a lo ya expuesto al definir sus efectos, pues en realidad ahí radica su régimen de cumplimiento. Únicamente precisan un breve apunte la ejecución de las penas de alejamiento y la pena de trabajos en beneficio de la comunidad. La pena de alejamiento contemplada en el modificado art. 57 CP, posee naturaleza de pena accesoria y generalmente su imposición queda a discrecionalidad del juez sentenciador, salvo en los casos de violencia doméstica, en que es obligatoria. Sin embargo, la principal novedad en este ámbito es que el nuevo art. 57,1º CP consagra por una parte su cumplimiento simultáneo con la pena de prisión a la que acompaña, pero siendo siempre la duración de la pena accesoria de alejamiento superior a la duración de la pena de prisión. El objetivo de este régimen es no convertir en ilusoria la pena accesoria y evitar el acercamiento a la víctima no sólo durante los permisos de salida o libertad condicional, sino también durante un periodo posterior al cumplimiento de la pena de prisión. Curiosamente nada se dice en relación a la pena de localización permanente. En cuanto a la pena de trabajos en beneficio de la comunidad, recordar que el régimen esencial de su cumplimiento se contiene en el art. 49 CP, y requiere siempre el consentimiento del penado. En cualquier caso nunca ha de confundirse con los trabajos penitenciarios contemplados en la LOGP (arts. 26) y en el RP (art. 132). Sin embargo, su ejecución se desarrollará ahora bajo el control del Juez de Vigilancia Penitenciaria, requiriendo a las administraciones públicas informes de las actividades de interés público desarrolladas por el condenado. Generalmente será precisa la existencia de convenios específicos de colaboración entre las administraciones implicadas (v.gr. el firmado el 19 mayo 1997 entre el Ministerio del Interior y la Federación Española de Municipios y Provincias), aunque son posibles otras hipótesis nacidas de la iniciativa privada. Por último, el régimen de incumplimiento se prevé ahora también en el art. 49, 6º y 7º CP, que incorpora parcialmente lo dispuesto antes en los arts. 8 y 9 del RD 690/1996.

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4. LA EXTINCIÓN DE LA PENA Los supuestos de extinción de la responsabilidad criminal no nacen por la ausencia de algún elemento del delito, incluida la idea genérica de punibilidad. En realidad, las llamadas causas de extinción de la pena se originan en una nueva renuncia del Estado a ejercitar la potestad punitiva. Su fundamento se sitúa en razones político-criminales, de justicia material, y con mejor sustento en consideraciones de necesidad de pena vinculadas al principio constitucional de proporcionalidad. Precisamente por ello ya fueron estudiadas dentro de la pretensión de necesidad de pena (punibilidad), como causas genéricas, por lo que nos remitimos a ese lugar. A diferencia de las causas de exención de la responsabilidad criminal, en las que no existe responsabilidad penal por faltar un elemento esencial del concepto de delito, las causas de extinción de la responsabilidad parten de la existencia de todos los elementos propios del delito. Sin embargo, a pesar de ello, el Estado renuncia al ejercicio el ius puniendi. En cualquier caso, debe quedar claro que la extinción de la responsabilidad penal no supone automáticamente la paralela extinción de la responsabilidad civil.

5. LA CANCELACIÓN DE ANTECEDENTES PENALES Históricamente se hablaba de rehabilitación del penado, que tenía por objeto reponer al condenado en todos los derechos privados por la condena o a consecuencia de ella. Pero en la actualidad, desde el CP de 1995, desaparece el caduco término rehabilitación, pues en realidad, esta institución ya había quedado unificada con la cancelación de antecedentes penales desde el CP de 1928. Así pues, ahora aparece regulada en los arts. 136 y 137 CP, bajo la rúbrica de la “cancelación de los antecedentes delictivos”, y junto al efecto de anular la inscripción de la condena en el Registro Central de Penados (RD 95/2009 de 6 febrero), también anula otros posibles efectos penales. En cuanto a su naturaleza jurídica, se encuentra configurada como un derecho subjetivo del penado. La cuestión fundamental es que las sentencias condenatorias, además de imponer de imponer una o varias penas principales y accesorias, también produce otra serie de efectos no previstos expresamente en la sentencia. Entre estos otros efectos jurídicos diferentes a las penas, previstos tanto en él la legislación penal como en otras normas, destacan los siguientes: aplicación de la agravante de reincidencia; obtención de la suspensión de la ejecución de la pena impuesta por un hecho posterior; para la revocación de la libertad condicional; para la posibilidad de calificar al autor como delincuente habitual (art. 94 CP); incapacidad para participar en determinados concursos públicos o ejercer determinadas profesio-

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nes; restricciones en el ejercicio de actividades que precisen permiso o licencia de organismos públicos. Existe una importante polémica acerca de la constitucionalidad de los efectos penales. A la luz del tenor del art. 25,2º CE, se deduce que los derechos del condenado únicamente pueden ser limitados por la sentencia condenatoria, por el sentido de la pena, y si está cumpliendo una pena de prisión, por la LOGP. Cualquier otra restricción de sus derechos, incluida la que afecta a su honor por el mantenimiento de los efectos de una condena, debe estar fundado en una causa constitucionalmente legítima. En este sentido, estos otros efectos son manifestaciones de los antecedentes penales, que tras la sentencia firme, mediante nota autorizada remitida directamente, son inscritos en el Registro Central de Penados (art. 252 LECrim). Los mismos perduran durante un determinado tiempo hasta después de cumplida la pena o extinguida de otra forma la responsabilidad criminal. Pues bien, para poder cancelar los antecedentes penales y todos estos efectos, el art. 136 CP establece un presupuesto, un procedimiento y unos requisitos. Respecto al presupuesto para poder proceder a la cancelación, es imprescindible que los condenados hayan extinguido su responsabilidad penal. Ello remite a las causas de extinción, pero dada su diferente naturaleza, pues unas comportan la previa condena y otras no, hay que diferenciar dos grupos. En primer lugar, aquellas causas de extinción que comportan la cancelación absoluta y directa de todos los efectos, al no precisar la existencia de una condena previa (muerte del reo, perdón del ofendido, prescripción del delito). Y en segundo lugar, las que si precisan de un procedimiento para la cancelación de antecedentes penales en sentido estricto, puesto que son consecuencia de una condena (indulto, cumplimiento de la pena, remisión de la pena suspendida y prescripción de la pena). En cuanto al procedimiento, tradicionalmente podía ser iniciado a instancia del interesado, de oficio por la Administración, o por orden del Juez o Tribunal (RD 2012/1983 de 28 julio). La reforma de 2015 simplifica los trámites, suprime referencia dos vías de instancia: de parte o de oficio y elimina la llamada cancelación judicial. Por lo que se refiere a los requisitos, son los siguientes: haber trascurrido sin delinquir el culpable los siguientes plazos: seis meses para las penas leves; dos años para las penas que no excedan de doce meses y las impuestas por delitos imprudentes; tres años para las restantes penas menos graves inferiores a tres años; cinco años para las restantes penas menos graves iguales o superiores a tres años; y, diez años para las penas graves. La pena de referencia es la efectivamente impuesta en la sentencia (STS 06-042001). Por su parte, para el cómputo de los plazos el dies a quo es el siguiente al

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día en que se extingue la condena (STS 05-03-2001), y si no consta se toma como día inicial la fecha de la firmeza de la sentencia (STS 23-02-2001). Hay que advertir que el art. 136,4º CP proclama el carácter reservado de los antecedentes, al advertir que las inscripciones en el Registro “no serán públicas”. Existen no obstante, dos excepciones que permiten emitir certificaciones: en los casos previstos en la ley y cuando lo soliciten Jueces o Tribunales. Respecto a la primera excepción hay que señalar que no existe ninguna ley que regule estos supuestos excepcionales, si bien en la práctica, con apoyo en una vieja norma reglamentaria, los particulares siguen solicitando certificaciones negativas.

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Otras consecuencias jurídicas del delito 1. INTRODUCCIÓN De la comisión de un hecho delictivo no sólo se deriva la responsabilidad penal, sino también la denominada responsabilidad civil ex delicto. La naturaleza de una y otra forma de responsabilidad no es equivalente. Así, mientras que con la pena el sujeto culpable responde frente al Estado, en concepto de organización social suprema, con la responsabilidad civil se pretende, a grandes rasgos, reparar o compensar los efectos que el delito ha tenido sobre la víctima y sobre los perjudicados por el mismo. Lo mismo ocurre con las costas procesales, que no es propiamente una institución específica del Derecho penal. En general, contiene una parte de los gastos del proceso que recaen sobre las partes procesales. No obstante, tanto la responsabilidad civil derivada del delito como las costas procesales pueden estimarse consecuencias más o menos directas del delito, de tal forma que su naturaleza, civil o procesal, no impide que por razones pragmáticas su regulación se contenga en el Código Penal. Por último, en este bloque estudiaremos otras consecuencias jurídicas que conlleva el delito, especialmente las contenidas en los arts. 127 (comiso) y 129 del CP (medidas aplicables a entes carentes de personalidad jurídica).

2. LA RESPONSABILIDAD CIVIL En algún momento de la historia la naturaleza penal o civil de este tipo de responsabilidad fue tema controvertido, pero hoy, a tenor de lo dispuesto en el artículo 1092 del Código civil, su naturaleza no penal, es decir, su naturaleza civil, está fuera de toda duda. En este sentido, el art. 1089 del Código Civil dispone que “las obligaciones nacen de la Ley, de los contratos y cuasicontratos y de los actos y omisiones ilícitos o en los que intervenga cualquier género de culpa o negligencia”. Como ya se ha señalado, por motivos pragmáticos de origen histórico su regulan en el Código Penal, actualmente en los arts. 109 a 121. Así, el art. 109 señala que la ejecución de un hecho descrito por la Ley como delito “obliga a reparar, en los términos previstos en las Leyes, los daños y perjuicios por él causados”. De aquí que con carácter previo es menester diferenciar entre daños y perjuicios, entendiendo los primeros los causados a las cosas, y por los segundos los restantes males ocasionados por la infracción penal.

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La jurisprudencia exige que los perjuicios queden probados por quien los alega, pues la indemnización civil ha de operar sobre realidades y no respecto a hipótesis, futuros perjuicios, o simples supuestos posibles pero inseguros (STS 1605-1998). Igualmente ha tratado de establecer qué personas pueden considerarse perjudicadas por el delito, lo que deviene cuestión esencial para determinar el actor civil en caso de aseguradoras (SSTS 24-02-2005 y 01-03-2007; 4 noviembre 2008; 18 octubre 2011). Véase también la Instrucción 2/91, de 9 abril de la Fiscalía General del Estado sobre indemnizaciones por daños derivados de los accidentes de circulación, así como la Instrucción de este mismo órgano 8/91 de 8 noviembre sobre notificación a las personas que no han sido parte en el proceso penal. Con arreglo al artículo 110 del Código Penal, la responsabilidad civil derivada del delito comprende: a) la restitución; b) la reparación del daño y c) la indemnización de perjuicios materiales y morales. Esta enumeración tiene carácter gradual y escalonado. De modo que lo primordial en la restitución de los efectos del delito y, únicamente cuando la misma no sea posible, o cuando las cosas recuperadas hayan sufrido demérito o deterioro, con la consiguiente devaluación, procederá la reparación del daño o la indemnización de los perjuicios, siendo desatinado fijar daños y perjuicios cuando los efectos del delito se hayan recuperado o restituido sin tara o depreciación apreciables (STS de 13 de octubre de 1990). De este modo, resulta claro que el orden de prelación del artículo 110 CP reviste carácter preceptivo para el juzgador, no para las partes, dado el carácter privado de la institución, sin que pueda decretarse la indemnización si la restitución resultara posible. En cualquier caso la regulación legal obliga a delimitar los supuestos que establece. La restitución es el concepto más claro, aunque no es aplicable a todos los delitos, puesto que se refiere a la devolución del mismo bien, siempre que sea posible, con abono de los deterioros y menoscabos que el juzgador determine (art. 111.1 CP). “La restitución tendrá lugar aunque el bien se halle en poder de tercero y éste lo haya adquirido legalmente y de buena fe, dejando a salvo su derecho de repetición contra quien corresponda y, en su caso, el de ser indemnizado por el responsable civil del delito”.

Esta disposición no es aplicable cuando el tercero haya adquirido el bien en la forma y con los requisitos establecidos por las Leyes para hacerlo irreivindicable. En este último caso, la restitución se transforma en indemnización, al igual que sucede, parcialmente, en el supuesto de restitución de la cosa deteriorada o menoscabada.

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El único límite a la restitución y a la consiguiente declaración de nulidad de actos y contratos, se encuentra en los arts. 85, 86, 324 y 545 del Código de Comercio para las cosas muebles, y en el art. 34 de la Ley Hipotecaria para las cosas inmuebles (STS 12-05-1997). La reparación del daño podrá consistir en obligaciones de dar, de hacer o de no hacer que el Juez o Tribunal establecerá atendiendo a la naturaleza de aquél y a las condiciones personales y patrimoniales del culpable, determinando si han de ser cumplidas por él mismo o pueden ser ejecutadas a su costa (art. 112 CP). Es el juzgador quien debe valorar discrecionalmente el daño ocasionado, conforme a su naturaleza y a las condiciones personales y patrimoniales del culpable. La indemnización de perjuicios materiales y morales comprenderá no sólo los que se hubieren causado al agraviado, sino también los que se hubieren irrogado a sus familiares o a terceros (Artículo 113). A este respecto, al incluirse los perjuicios materiales dentro de la indemnización, puede producirse confusión con la reparación del daño. El criterio de distinción parece que puede articularse entendiendo como daños los causados en las cosas y como perjuicios los restantes males producidos por el delito. A su vez, los perjuicios pueden consistir tanto en el “daño emergente” como en el “lucro cesante” (STS 26 mayo 2010). Así se pronuncia generalmente la jurisprudencia, al señalar que el daño es el menoscabo real de las cosas, mientras que el perjuicio es el menoscabo económico derivado de este daño (STS 06-05-1999). El problema real de la indemnización de los perjuicios se concreta en los de carácter moral, cuya evaluación no siempre resulta clara, pero que deberá realizarse atendiendo a las circunstancias del caso y a la gravedad de la lesión producida, sin que parezca oportuno el establecimiento de criterios rígidos de carácter general. Ahora bien la jurisprudencia suele diferenciar entre el daño moral en sentido estricto (dolor moral) y el daño moral indirectamente económico, que aminora la actividad personal y debilita la capacidad para generar riqueza (SSTS 20-102006; 02-01-2007; 15 febrero 2012). En efecto, la jurisprudencia define ampliamente el daño moral en sentido estricto, como el precio del dolor, esto es, el sufrimiento, el pesar, la amargura y la tristeza que el delito puede originar a la víctima o a sus allegados (STS 1605-1998). No es necesario que el dolor o daño moral en general se haya tenido que concretar en alteraciones patológicas o psicológicas. Así, por ejemplo se ha admitido como tal el estrés producido a funcionarios de prisiones por una larga detención ilegal de los internos, o el sufrimiento debido a una futura intervención quirúrgica (SSTS 30-11-1998 y 21-04-1999). Respecto al baremo y criterios de valoración, ha de atenderse a lo solicitado por la acusación y a las circunstancias personales acreditadas del ofendido (SSTS 17-11-1997; 20-10-2006). La indemnización por daños morales se extiende además de al ofendido, a sus familiares,

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que no hay que confundir con sus herederos, y a las personas vinculadas por una relación análoga de afectividad (STS 19-12-1997). En cuanto a las personas responsables civilmente, lo serán todas aquellas declaradas criminalmente responsables. En este sentido se habla de una responsabilidad civil directa para todos los responsables penales, cualquiera que sea su título de participación en el delito (arts. 109 y 116). Sin embargo, no toda comisión de una infracción penal genera responsabilidad civil, pues para ello es preciso que al daño penal siga un daño civil. Y esto no ocurre en todas las infracciones penales. Así, por ejemplo, en algunos delitos de peligro y en los de omisión propia, tradicionalmente la jurisprudencia ha entendido que, por su propia naturaleza, no se ocasionan daños civiles. Pero junto a la responsabilidad civil directa, el Código Penal también regula la responsabilidad civil subsidiaria. En el art. 120 se contempla la regla general, que contiene dos grandes grupos: el primero, que declara responsables civiles subsidiarios a los que de algún modo han tenido culpa o negligencia (padres o tutores, o empresarios respecto a sus empleados), y un segundo grupo fundado en una actuación que ha incrementado el riesgo. También existen varios supuestos especiales: casos de pluralidad de responsables penales, que son responsables solidarios entre ellos, y subsidiarios respecto a los demás (art. 116 CP); responsabilidad de las aseguradoras (art. 117). En este ámbito existe muy abundante jurisprudencia que abarca cuestiones tan dispares como los supuestos y amplitud de la cobertura (STS 04-12-1998); seguro obligatorio; acción directa contra el asegurador (04-07-1997); responsabilidad supletoria del Consorcio de Compensación de Seguros (STS04-121997); derecho de repetición (STS 28-05-1999); de entidades bancarias (SSTS 22-03-2007; 30-04-2007); de la empresa (STS 04-06-2007); del Estado y Comunidad Autónoma (SSTS 30-05-2007; 08-01-2007); de otros colectivos (STS 22-11-2006). Generalmente la exención de responsabilidad criminal comporta también la exoneración de la responsabilidad civil. Pero los arts. 118 y 119 contienen las siguientes excepciones, en las que a pesar de la exención de responsabilidad penal si nace una responsabilidad civil: trastorno mental (art. 20,1 CP); intoxicación plena (art. 20,2º CP); alteración de la percepción (art. 20,32º CP); estado de necesidad (art. 20,5º CP); miedo insuperable (art. 20,6º CP); error invencible (art. 14 CP). También existen normas especiales, en el art. 122 CP, para aquéllos que se hubieran enriquecido sin causa, esto es, que sin participar en el delito hubieran obtenido algún beneficio del mismo (STS 21-12-1999).

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3. LAS COSTAS PROCESALES Sobre esta institución nos limitaremos a señalar que no constituyen una sanción penal o administrativa, sino que se trata de una contraprestación por los gastos originados por el proceso a la víctima, nacidos de una actuación temeraria o de mala fe del acusado. Posee una naturaleza esencialmente procesal, civil y reparadora. No obstante, se discute su constitucionalidad en supuestos de insolvencia. Se regula en los arts. 123 y 124 del Código Penal. Artículo 123. Las costas procesales se entienden impuestas por la Ley a los criminalmente responsables de todo delito. Artículo 124. Las costas comprenderán los derechos e indemnizaciones ocasionadas en las actuaciones judiciales e incluirán siempre los honorarios de la acusación particular en los delitos sólo perseguibles a instancia de parte.

Por último, hay que advertir que en el art. 125 CP se establece un orden de preferencia en el pago de responsabilidades pecuniarias: primero, reparación del daño e indemnización; segundo, indemnización al Estado por los gastos de la causa; tercero, costas del acusador particular o privado; cuarto, las demás costas procesales; y, quinto, la multa.

4. CONSECUENCIAS ACCESORIAS En el Título V del Libro I, el Código Penal de 1995, siguiendo una tendencia generalizada en otros textos europeos, incluye un conjunto de reacciones jurídicas, distintas de las penas y de las medidas de seguridad, que agrupa bajo la rúbrica de “consecuencias accesorias”. Así, en primer lugar se contiene el comiso de los efectos e instrumentos del delito y de las ganancias (arts. 127 y 128) y una serie de medidas aplicables directamente a entes sin personalidad jurídica, asociaciones y organizaciones delictivas (art. 129). Junto a estas consecuencias accesorias de carácter general, en el Libro II, también se contienen ciertas consecuencias accesorias para determinados delitos. Por ejemplo en los delitos contra la Hacienda Pública (arts. 305,1º in fine y 308,3º CP). Es muy polémica la atribución de una naturaleza jurídica concreta a estas “consecuencias accesorias”. Desde luego, en el plano formal y terminológico no se trata de auténticas penas o de medidas de seguridad. Sin embargo, desde un punto de vista material, comportan idénticas restricciones de derechos y bienes, y son impuestas en un proceso penal por Jueces y Tribunales. Por ello un sector de la doctrina las califica de penas sui generis. En cambio, para otro sector no son penas y ni siquiera sanciones, pues goza cada una de ellas de un fundamento y finalidad particular, ya desde el principio genérico de prohibición del enriquecimiento ilícito, hasta manifestaciones del poder coercitivo del Estado.

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Por lo que se refiere al comiso, ya fue modificado por LO 15/2003, destinado a evitar que la comisión de un delito pueda producir el más mínimo enriquecimiento en sus responsables. El comiso incluye la confiscación de los efectos y bienes, medios e instrumentos del delito; el comiso de las ganancias; y el comiso del valor equivalente, que recae sobre otros bienes del culpable cuando no puede alcanzarse el comiso de los bienes señalados en los apartados anteriores. En realidad, se ha afirmado que el comiso no posee una naturaleza penal, sino civil, fundada en la prohibición del enriquecimiento injusto. Sin embargo, la normativa europea contra la criminalidad organizada ha obligado a que los Estados miembros reformen sus leyes internas extendiendo tanto el concepto material como rebajando las garantías procesales, que inevitablemente rayan la inconstitucionalidad. Generalmente se requiere para su imposición la previa condena por un delito que lleve aparejada la imposición de una pena y la demostración que las ganancias proceden precisamente de la comisión de un delito (STC 151/2002, de 15 julio, y STS 29-07-2002). Pero ésta es la noción clásica de comiso, que en las regulación vigente, como hemos advertido, se extiende considerablemente. La regulación legal del decomiso en nuestro país se contiene en los arts. 127 y 128 CP, y su redacción actual procede de la LO 1/2015, aunque desde el CP de 1995 ya había sido modificado por la LO 15/2003 y por la LO 5/2010. De nuevo nos enfrentamos a una materia altamente inestable. De interés la Circular 1/2005, de 31 marzo de la Fiscalía General del Estado. La LO 5/2010 ya modificó sustancialmente esta consecuencia de conformidad a la obligación de incorporar completamente al ordenamiento español la Decisión Marco 2005/212/JAI del Consejo, de 24 febrero de 2005, al CP, especialmente en la problemática materia relativa al “comiso ampliado”. La reforma de 2015 ha supuesto otro importante cambio. E incluso casi siempre, la incorporación de la normativa europea de naturaleza penal a nuestro derecho se lleva a cabo más allá de lo exigido en aquélla. Algunas modalidades de comiso especiales, pueden resumirse del modo siguiente. Decomiso ampliado, recogido en el art, 127 bis y con origen en la DM 2005/212/JAI, del Consejo). Permite extender la confiscación a bienes no procedentes directamente de la actividad delictiva objeto de la condena, sino de actividades anteriores. Para ello es preciso proceder mediante un catálogo de indicios objetivos y la no acreditación del origen lícito (SSTC 219 y 220 3 julio 2006; Acuerdo Pleno Sala 2 TS de 5 octubre 1998). El problema es que se trata de un Catálogo abierto de indicios. La regulación vigente pasa de la excepcionalidad a la generalización y además ha ampliado el listado de delitos que habilitan su aplicación (patrimonio y orden socioeconómico)

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Otro supuesto especial es el llamado decomiso sin sentencia condenatoria (art. 127 ter). Es decir, posibilita decretar el comiso sobre bienes respecto a los que no ha recaído sentencia condenatoria, esto es, no se ha declarado judicialmente que proceden de una actividad delictiva. También encontramos el denominado decomiso de bienes de terceros (art. 127 quater). Extiende el decomiso a bienes en propiedad o posesión de terceros, salvo a terceros adquirido de buena fe. Mantiene un régimen distinto entre efectos y ganancias. Claramente se articula desde una presunción legal y además colisiona con el delito de blanqueo de capitales. Otra singularidad la constituye el decomiso por actividad delictiva continuada (art. 127 quinquies). Requiere que la condena recaiga en alguno de los delitos explicitados; contiene un concepto legal de actividad delictiva continuada previamente condenada; y formula una noción de “indicios fundados” de que una parte relevante del patrimonio procede de una actividad delictiva previa. Se complementa con la aplicación de las presunciones legales descritas en el art. 127 sexies. Esta regulación tan singular del comiso, se complementa con una serie de disposiciones tendentes a asegurar la ejecución efectiva del mismo (art. 127 septies). Solo afecta a los bienes de los criminalmente responsables, pero no de los terceros. También aquí se articula otra previsión similar al comiso por valor equivalente (art. 127,3). El art. 127 octies procede a la generalización de las medidas anteriormente solo previstas para blanqueo y tráfico drogas. Estas medidas permiten el embargo cautelar; la realización anticipada o utilización provisional de los bienes (conforme a lo dispuesto en el art. 367 LECrim); y decidir el destino de los bienes acordada por resolución firme Respecto a los supuestos agravados por realización en grupos y organizaciones criminales, recordar el concepto de organización dispuesto en el texto español. También resulta de interés la definición contenida en la Acción Común 98/733/ JAI, de 21 de diciembre de 1998. También en cumplimiento de esta Decisión Marco, que obliga a imponer el comiso respecto de cualquier delito castigado con pena privativa de libertad superior a un año, el art. 127,2º lo extiende a los delitos imprudentes, si bien de forma facultativa. En cuanto a las medidas contenidas en el art. 129, la LO 5/2010 introdujo importantes cambios, que traen causa en el nuevo modelo de responsabilidad penal de las personas jurídicas del art. 31 bis. De modo que ahora, las consecuencias accesorias aquí descritas sólo podrán aplicarse a delitos “cometidos en el seno, con la colaboración, a través o por medio de empresas, organizaciones, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que, por carecer de personalidad jurídica, no estén comprendidas en el art. 31 bis de este Código”. Requiere como presupuesto que estén previstas expresamente en los delitos

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correspondientes; que se trate de agrupaciones “sin personalidad jurídica”, y en cierta forma, servirán de criterios de atribución los mismo que se utilizan en el citado art. 31 bis, es decir, que un representante de la misma haya actuado en nombre o por cuenta de la misma o bien, por personas sujetas a deberes de control o supervisión con ausencia o deficiente ejercicio de los mismos. Así sucede por ejemplo en los delitos de blanqueo de capitales (art. 302), tráfico de drogas (art. 369), falsificación de moneda (art. 386). La imposición de las medidas es discrecional, tras audiencia al ministerio Fiscal y a los responsables de las entidades, y ha de estar motivada, pues como señala el apartado tercero del precepto, su imposición estará orientada a prevenir la continuidad delictiva y los efectos de la misma. Las medidas en particular son las contenidas en el art. 33,7º (entre la c a la g inclusive), es decir, las mismas que pueden imponerse a las propias personas jurídicas, excepto la multa y la disolución. Son las siguientes: a) suspensión de las actividades de la entidad, que no puede superar los cinco años; b) clausura de sus locales o establecimientos, que no podrá exceder de cinco años; c) prohibición de realizar las actividades en cuyo ejercicio se haya cometido, favorecido o encubierto el delito; que puede ser definitiva o temporal, en cuyo caso tendrá una duración máxima de quince años; d) inhabilitación para obtener subvenciones y ayudas públicas, para contratar con el sector público y para gozar de beneficios e incentivos fiscales o de la Seguridad Social; y, e) intervención judicial de la empresa, que supone el nombramiento de administradores por el órgano judicial y que no podrá superar los cinco años (AAN 26-07-1999). Por último, el art. 129 bis prevé la toma de muestras biológicas en el caso de condenados por la comisión de un delito grave contra la vida, la integridad de las personas, la libertad, la libertad o indemnidad sexual, de terrorismo, o cualquier otro delito grave que conlleve un riesgo grave para la vida, la salud o la integridad física de las personas, cuando de las circunstancias del hecho, antecedentes, valoración de su personalidad, o de otra información disponible pueda valorarse que existe un peligro relevante de reiteración delictiva. El juez o tribunal podrá acordar la toma de muestras biológicas de su persona y la realización de análisis para la obtención de identificadores de ADN e inscripción de los mismos en la base de datos policial. Únicamente podrán llevarse a cabo los análisis necesarios para obtener los identificadores que proporcionen, exclusivamente, información genética reveladora de la identidad de la persona y de su sexo. Si el afectado se opusiera a la recogida de las muestras, podrá imponerse su ejecución forzosa mediante el recurso a las medidas coactivas mínimas indispensables para su ejecución, que deberán ser en todo caso proporcionadas a las circunstancias del caso y respetuosas con su dignidad (vid. VALEIJE).

CUARTA PARTE

PELIGROSIDAD CRIMINAL Y MEDIDAS DE SEGURIDAD

Lección 45

La peligrosidad criminal y medidas de seguridad 1. PELIGROSIDAD CRIMINAL La idea de peligrosidad criminal aparece en el moderno Derecho penal, vinculada a la función preventiva, que junto a la represiva, ejerce tradicionalmente. Así, junto al binomio delito-pena, va tomando cuerpo en el pensamiento penal el binomio estado peligroso-medida de seguridad. No obstante ser aceptado en el plano teórico, su implantación en los ordenamientos positivos en convivencia con las penas, ha sido muy compleja, dando lugar a diversos sistemas, que analizamos a continuación. El sistema monista propugna la utilización de las penas o la utilización de las medidas de seguridad, pero no admite su utilización conjunta, puesto que afirma que materialmente son idénticas. Pero en realidad esta teoría confunde ambas, y sobre todo sus distintos fundamentos y finalidades, siendo político-criminalmente insostenible. El sistema dualista o de “doble vía”, nace precisamente para superar esta confusión y desde la convicción de la necesaria utilización conjunta de penas y medidas, las primeras ancladas en la idea de delito y culpabilidad, y las segundas en la de peligrosidad y prevención. Sin embargo, su excesiva rigidez en la diferenciación entre unas y otras, y la preferencia en la ejecución a favor de la pena, presenta también importantes problemas. Como compromiso de solución nació el sistema vicarial, que partiendo de la diferencia de fundamentos entre penas y medidas, admite que durante la ejecución de la pena pueda ser sustituida por una medida de seguridad, en ciertos casos. Aquí el mayor inconveniente es el poder discrecional que se otorga a los jueces para tomar una u otra decisión. Por último, como variante de la anterior surge el sistema de la vía única, que permite con gran flexibilidad el intercambio entre penas y medidas privativas de libertad durante la fase de ejecución. Este es el modelo seguido en Alemania y también en España desde el Código Penal de 1995. En cuanto a la noción de peligrosidad criminal hay que advertir que en realidad se trata de un auténtico juicio de futuro sobre la probabilidad de delinquir de una persona. Naturalmente este juicio sólo corresponde efectuarlo a un juez o tribunal, aunque se trate simplemente de un pronóstico. Porque no ha de olvidarse que este pronóstico o juicio de futuro sobre la posible comisión de delitos, condiciona la posible imposición de medidas de seguridad. Para limitar tantas

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incertidumbres, la legislación española limita la posibilidad de imponer medidas a supuestos en que el sujeto ya haya cometido previamente un hecho delictivo (art. 6,1º CP). En este sentido se acoge un modelo exclusivo de peligrosidad criminal y de medidas de seguridad postdelictuales, rechazándose en consecuencia modelos de peligrosidad social y de medidas de seguridad predelictuales, es decir, no se puede imponer una medida sin que el sujeto haya delinquido anteriormente. Aunque la decisión acerca del pronóstico futuro de peligrosidad corresponde en exclusiva al poder judicial, lo lógico es que se soliciten informes criminológicos sobre la concreta persona.

2. MEDIDAS DE SEGURIDAD 2.1. Concepto y fundamento Como ya se ha advertido, aunque hasta ahora nos hemos venido ocupando de la pena como consecuencia jurídica del delito, nuestro sistema punitivo dispone de otro instrumento fundamental para luchar contra el delito, denominado medida de seguridad. El hecho de que el ordenamiento combine ambos instrumentos conduce a hablar de un Derecho penal dualista, pues, junto a la pena, se aplican otras sanciones de distinta naturaleza. También expusimos que la pena es un mal, una privación de derechos con la que se amenaza a los sujetos para el caso de que cometan un delito. Mal que se asocia directamente a la comisión del delito como su consecuencia jurídica, y que presupone la culpabilidad del sujeto que lo comete, entendida como la capacidad de comprender el injusto del hecho y de comportarse de acuerdo con esta comprensión. La medida de seguridad, en cambio, no consiste en la amenaza de un mal frente a la comisión de un delito, sino que conceptualmente es una forma de tratamiento dirigido a que el sujeto peligroso no delinca en el futuro. Puede decirse, por tanto, que mientras la pena se impone por un delito cometido, como consecuencia jurídica de éste, la medida de seguridad es la consecuencia jurídica de la peligrosidad criminal de un sujeto, al que se le inflige tal medida como medio para evitar la futura comisión delictiva. El concepto central de la medida de seguridad es, por tanto, el de peligrosidad. Esta idea puede definirse como el juicio pronóstico que afirma la probabilidad de que un determinado sujeto cometa delitos en el futuro. Por eso, conceptualmente, la medida de seguridad no depende, a diferencia de la pena, de la comisión de un delito. De hecho, las normas que han regulado las medidas en nuestro Derecho se han caracterizado durante mucho tiempo por imponer las llamadas medidas de seguridad predelictuales; así lo hacían tanto la Ley de Vagos y Maleantes de 1933

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como la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Es decir, bastaba con que el sujeto se encontrara incurso en lo que se consideraba un estado peligroso (llegaron a incluirse estados como la homosexualidad, la prostitución, el ser vago habitual) para imponerle una medida de seguridad. No era necesario que el sujeto hubiera cometido delito alguno. Además, en puridad no se trataba de una peligrosidad criminal, sino puramente social, es decir, de sujetos considerados socialmente repudiables. A partir de la promulgación de la Constitución, gran parte de la doctrina consideró que las medidas predelictuales eran inconstitucionales, fundamentalmente con el argumento de que los presupuestos que podían dar lugar a su imposición suponían una total inseguridad jurídica contraria al principio de legalidad. Así, varias sentencias del TC resolvieron recursos de amparo en este sentido (SSTC 23/1986, de 14 de febrero; 21/1987, de 19 de febrero y 131/1987 de 20 de julio). Por eso, el Código de 1995 admite únicamente las medidas de seguridad postdelictuales. De manera que sólo puede imponerse una medida si el sujeto previamente ha realizado un acto tipificado como delito. De cualquier forma, conviene tener presente que la medida no se impone como reacción ante el delito cometido ni para castigarlo. Su razón de ser es evitar que se cometan delitos en el futuro. Ahora bien, el presupuesto para poder comprobar la peligrosidad futura de un sujeto queda condicionada necesariamente a la previa comisión de un delito (STS 14-03-2002). La exigencia de la previa comisión delictiva se encuentra en el art. 6.1 CP: “Las medidas de seguridad se fundamentan en la peligrosidad criminal del sujeto al que se imponga, exteriorizada en la comisión de un hecho previsto como delito”. Idea fundamental que se repite en el art. 95.1, donde se establecen los presupuestos necesarios para la aplicación de alguna de las medidas de seguridad legalmente establecidas. En concreto, el artículo 95 CP dispone “que las medidas de seguridad se aplicarán por el Juez o Tribunal, previos los informes que estime convenientes, a las personas que se encuentren en los supuestos previstos en el capítulo siguiente de este Código, siempre que concurran estas circunstancias: 1ª. Que el sujeto haya cometido un hecho previsto como delito. 2ª. Que del hecho y de las circunstancias personales del sujeto pueda deducirse un pronóstico de comportamiento futuro que revele la probabilidad de comisión de nuevos delitos”.

2.2. Principios En el Código de 1995 se aprecia una clara preocupación garantista en el campo de las medidas de seguridad. El propio Título Preliminar del CP que lleva por

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rúbrica “De las garantías penales y de la aplicación de la ley penal”, menciona repetidamente las medidas de seguridad. La vigencia del principio de legalidad se extiende expresamente a las medidas de seguridad. Así, el art. 1.2 CP manifiesta que las medidas de seguridad sólo podrán aplicarse cuando concurran los presupuestos establecidos previamente por la Ley. Por su parte, el art. 2.1 CP consagra para las mismas una de las expresiones de su contenido esencial: la prohibición de la retroactividad. El art. 3 CP extiende a las medidas de seguridad las garantías de jurisdiccional y de ejecución. En concreto, el artículo 3 CP establece “que no podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad sino en virtud de sentencia firme dictada por el Juez o Tribunal competente, de acuerdo con las leyes procesales. 2. Tampoco podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad en otra forma que la prescrita por la Ley y reglamentos que la desarrollan, ni con otras circunstancias o accidentes que los expresados en su texto. La ejecución de la pena o de la medida de seguridad se realizará bajo el control de los Jueces y Tribunales competentes”. En este sentido garantista, la STC 8/2006 concluyó que la resolución impugnada vulneraba los derechos de la recurrente a un proceso con todas las garantías y a la presunción de inocencia en relación con los delitos de favorecimiento de la prostitución de una persona menor de edad y contra los derechos de los trabajadores por los que fue condenada. El órgano de apelación condenó realizando una distinta valoración tanto del permiso de residencia de una de las extranjeras que trabajaba en el local arrendado por la actora, cuya autenticidad fue puesta en duda por el órgano “a quo”, así como de ciertos testimonios —informes periciales, prueba documental y testifical— todo ello sin la debida inmediación. Asimismo condenó a la recurrente sin existir prueba de cargo alguna que acreditase la concurrencia de uno de los elementos objetivos del delito que tipifica el art. 312,2 CP, toda vez que de la simple posibilidad de calificar de laboral la relación existente entre la condenada y las mujeres que prestaban servicios en el local que aquélla había arrendado no cabía derivar automáticamente la comisión por su parte del mismo. También rige el principio de proporcionalidad en materia de medidas de seguridad, que no pueden exceder del límite de lo necesario para prevenir la peligrosidad del autor, ni resultar más gravosas ni de mayor duración que la pena abstractamente aplicable al hecho cometido (arts. 6,1º; 95,2º; y 102,3º CP). Por ejemplo, se impone una medida de internamiento en centro psiquiátrico orientada a paliar los factores de peligrosidad del sujeto inimputable, en principio podría parecer adecuada su imposición por tiempo indeterminado, hasta la desaparición de la causa de su aplicación. Sin embargo, el legislador, consciente de que las medidas de seguridad ostentan un contenido aflictivo materialmente igual al de las penas, ha decidido limitar su duración máxima en relación a la du-

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ración máxima de la pena prevista para el delito cometido. En este sentido, el art. 6.2 CP establece que “las medidas de seguridad no pueden resultar más gravosas que la pena abstractamente aplicable al hecho cometido, ni exceder el límite de lo necesario para prevenir la peligrosidad del autor”. La idea rectora es, entonces, que no puede hacerse de peor condición al sujeto peligroso que al culpable, lo que ocurriría si la medida pudiera durar más tiempo que la pena a imponer en caso de haber sido plenamente imputable. Por tanto, el límite máximo de duración está fijado por la ley a través de la pena máxima imponible para el delito cometido, que precisamente se ha tomado como demostración de la peligrosidad del sujeto. Frente al mismo, y de forma distinta, el límite mínimo es indeterminado, de forma tal que tan pronto se cumpla el propósito de la medida, desapareciendo la peligrosidad del sujeto, ésta debe cesar. A la duración máxima de la medida, que debe ser especificada en la sentencia, se refieren los arts. 101 a 104 CP en relación con las medidas de seguridad privativas de libertad. Su contenido es el siguiente: Artículo 101. 1. “Al sujeto que sea declarado exento de responsabilidad criminal conforme al número 1º. del artículo 20, se le podrá aplicar, si fuere necesaria, la medida de internamiento para tratamiento médico o educación especial en un establecimiento adecuado al tipo de anomalía o alteración psíquica que se aprecie, o cualquier otra de las medidas previstas en el apartado 3 del artículo 96. El internamiento no podrá exceder del tiempo que habría durado la pena privativa de libertad, si hubiera sido declarado responsable el sujeto, y a tal efecto el Juez o Tribunal fijará en la sentencia ese límite máximo. 2. El sometido a esta medida no podrá abandonar el establecimiento sin autorización del Juez o Tribunal sentenciador, de conformidad con lo previsto en el artículo 97 de este Código”. Artículo 102. 1. A los exentos de responsabilidad penal conforme al número 2º. del artículo 20 se les aplicará, si fuere necesaria, la medida de internamiento en centro de deshabituación público, o privado debidamente acreditado u homologado, o cualquiera otra de las medidas previstas en el apartado 3 del artículo 96. El internamiento no podrá exceder del tiempo que habría durado la pena privativa de libertad, si el sujeto hubiere sido declarado responsable, y a tal efecto el Juez o Tribunal fijará ese límite máximo en la sentencia. 2. El sometido a esta medida no podrá abandonar el establecimiento sin autorización del Juez o Tribunal sentenciador de conformidad con lo previsto en el artículo 97 de este Código. Artículo 103. 1. A los que fueren declarados exentos de responsabilidad conforme al número 3º. del artículo 20, se les podrá aplicar, si fuere necesaria, la medida de internamiento en un centro educativo especial o cualquier otra de las medidas previstas en el apartado tercero del artículo 96. El internamiento no po-

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drá exceder del tiempo que habría durado la pena privativa de libertad, si el sujeto hubiera sido declarado responsable y, a tal efecto, el Juez o Tribunal fijará en la sentencia ese límite máximo. 2. El sometido a esta medida no podrá abandonar el establecimiento sin autorización del Juez o Tribunal sentenciador de conformidad con lo previsto en el artículo 97 de este Código. 3. En este supuesto, la propuesta a que se refiere el artículo 97 de este Código deberá hacerse al terminar cada curso o grado de enseñanza. Artículo 104.1 “En los supuestos de eximente incompleta en relación con los números 1º., 2º. y 3º. del artículo 20, el Juez o Tribunal podrá imponer, además de la pena correspondiente, las medidas previstas en los artículos 101, 102 y 103. No obstante, la medida de internamiento sólo será aplicable cuando la pena impuesta sea privativa de libertad y su duración no podrá exceder de la pena prevista por el Código para el delito. Para su aplicación se observará lo dispuesto en el artículo 99. 2. Cuando se aplique una medida de internamiento de las previstas en el apartado anterior o en los artículos 101, 102, y 103, el juez o tribunal sentenciador comunicará al Ministerio Fiscal, con suficiente antelación, la proximidad de su vencimiento, a efectos de lo previsto por la disposición adicional primera de este Código”. Por otra parte, esta idea de no hacer de peor condición al sujeto inimputable o semiimputable peligroso, que al que ha cometido el delito con plena culpabilidad, encuentra otra expresión en el art. 95.2, donde se establece que una medida de seguridad privativa de libertad sólo puede imponerse cuando el hecho cometido tuviese prevista una pena también privativa de libertad, es decir, prisión o localización permanente.

2.3. Ámbito de aplicación: sujetos destinatarios El Código Penal de 1995 supuso un cambio determinante en este modelo, en el que las medidas de seguridad, originalmente, sólo se podían imponer a dos clases de sujetos: a) a los declarados inimputables (art. 95); y, b) a los declarados semiinimputables (art. 99); sin embargo, la LO 5/2010, con la introducción de la medida de “libertad vigilada”, añade una tercera categoría: c) a los declarados imputables en ciertos delitos tras el cumplimiento de su condena (art. 106,2). A) A los declarados inimputables en la propia sentencia que les juzgara por el delito cometido. El fundamento de su imposición es claro. Al carecer de culpabilidad, a estos sujetos no se les puede imponer una pena, pues su hecho no es un delito en términos jurídicos, porque falta un elemento de éste; por eso se habla de un hecho previsto como delito. Sin embargo, si de la comisión del hecho tipificado como delito se puede extraer un juicio de peligrosidad de cara al futuro, se les puede imponer una medida de seguridad.

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En este sentido el ATC 83/1994 acordó inadmitir el recurso de amparo, y considerar que no se había producido una extralimitación lesiva del derecho a la legalidad penal al aplicar la medida de internamiento al demandante, enajenado mental, una vez declarado judicialmente autor inimputable de un hecho castigado como falta. Según el TC, el estado de peligrosidad del enfermo hacia el resto de su comunidad es lo que legitima esta intervención, ya que, en ciertas ocasiones, la comisión de un delito de escasa gravedad, e incluso una falta, como sucede en el presente caso, puede ser sintomático, por sí solo, de una relevante peligrosidad del autor determinante del internamiento judicial. B) A los declarados semiimputables, esto es, con capacidad de culpabilidad disminuida, pero no totalmente excluida. En estos casos se impone la pena correspondiente y, además, si se realiza un juicio pronóstico de peligrosidad, se podrá imponer la medida de seguridad, dentro de un sistema muy flexible que admite varias posibilidades: imponer sólo pena; imponer sólo medida de seguridad; imponer ambas, comenzando por el cumplimiento de la medida y continuando luego, en su caso, con el resto de la pena. El tiempo cumplido de la medida se abonará del pendiente de cumplimiento de la pena (arts. 97 y 99 CP). Ahora bien, la aplicación de la medida en estos casos debe partir de la constatación de una peligrosidad que no pueda eliminarse con la ejecución de la pena, que también debe orientarse a la resocialización. Juicio de peligrosidad que realizará el juzgador, en atención, dice el art. 95, a los informes que estime convenientes. C) En efecto, la reforma de 2010 añade una tercera categoría de personas a las que se les puede imponer una medida de seguridad. Se trata de aquéllas declaradas culpables y con plena capacidad de imputabilidad, que tras el cumplimiento de su condena, sigue subsistiendo pronóstico de peligrosidad o si se prefiere, necesidad de establecer obligaciones o prohibiciones tendentes a proteger a la víctima. Este nuevo régimen es facultativo con posibilidad de imponer libertad vigilada de hasta cinco años, salvo en los delitos en que expresamente se obliga a imponerla y que puede llegar hasta los diez años. En la actualidad, estos están limitados a los delitos contra la libertad e indemnidad sexual y a los delitos de terrorismo. De este modo se incorpora al ordenamiento español un tercer presupuesto para la imposición conjunta de penas y medidas de seguridad (art. 106,2º). La clave de esta reforma es introducir en derecho español alguna medida de “ejecución postpenitenciaria” como las diferentes ya existentes en otros países europeos, que aquí ha sido la “libertad vigilada”. Muestra de la importancia que en Europa reciben esta clases de consecuencias es la Decisión Marco 2008/947/JAI del Consejo, de 27 noviembre, relativa a la aplicación del principio de reconocimiento mutuo de sentencias o resoluciones de libertad vigilada con miras a la vigilancia de las medidas de libertad vigilada y las penas sustitutivas.

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2.4. Clases de medidas de seguridad En nuestro sistema contamos con medidas privativas y no privativas de libertad.

2.4.1. Medidas privativas de libertad Sólo pueden imponerse si el hecho cometido lleva también aparejada pena privativa de libertad. Por otra parte, cada uno de los cuatro artículos que las regulan (arts. 101 a 104 CP) insiste en que el internamiento no podrá durar más de lo que hubiera durado la pena privativa de libertad, siendo el juez quien tendrá que fijar en la sentencia el límite máximo de cumplimiento. En todos los preceptos reguladores de esta clase de medidas se especifica, además, que su imposición se supedita a la necesidad de la misma. Es decir, que aunque se haya apreciado cierta peligrosidad, ésta puede no revestir la entidad suficiente para determinar privación de libertad, siendo más proporcionada la imposición de alguna otra medida no privativa de este derecho. Las medidas privativas de libertad son las siguientes: a) Internamiento en centro psiquiátrico. Sólo resulta aplicable, según el art. 101 CP, a los sujetos que han cometido un hecho previsto como delito por el que hayan sido absueltos por la causa de inimputabilidad prevista en el art. 20.1 CP, es decir, por sufrir anomalía o alteración psíquica que no le permitiera comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión.

El Código no ha resuelto expresamente la controversia más importante que venía planteándose ya durante la vigencia del texto punitivo anterior en torno a estos internamientos, esto es, la relativa a dónde tienen que ejecutarse estas medidas, en los psiquiátricos penitenciarios, según ordenan normalmente los tribunales, o en los hospitales psiquiátricos ordinarios, como reclama parte de la doctrina, considerando que los penitenciarios son demasiado similares a las prisiones, y no ofrecen las condiciones necesarias para el adecuado tratamiento.

En la actualidad, el nuevo RP de 1996 deja bastante claro que los psiquiátricos penitenciarios son el establecimiento para el cumplimiento de las medidas de seguridad de este tipo, aunque, en honor a la verdad, debemos señalar que en el nuevo Reglamento se configuran de forma mucho más suave, alejándose del régimen disciplinario y coercitivo propio de la prisión. b) Internamiento en un centro de deshabituación, público o privado, debidamente acreditado y homologado. Según el art. 102, se impondrá a los sujetos que hubieren cometido un hecho tipificado como delito, siendo declarados exentos de responsabilidad criminal en virtud de la eximente 2ª. del art. 20 CP. Es decir, por haber cometido el hecho en estado de plena intoxicación

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por la ingestión de alcohol o por el consumo de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas. También se comprenden en el supuesto los casos de realización del hecho durante el síndrome de abstinencia, provocado por la dependencia de estas sustancias. c) Internamiento en un centro educativo especial. Esta medida se impone a los sujetos que hubiesen sido absueltos de responsabilidad por el hecho cometido en virtud de la circunstancia eximente del art. 20.3. Esto es, por padecer una grave alteración en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, que provoque una alteración grave en la conciencia de la realidad. Se trata de un internamiento de carácter únicamente educativo y terapéutico. En todos los casos analizados, el sujeto ha sido declarado exento de responsabilidad por inimputable. Sin embargo, puede suceder que alguna de estas causas concurra de forma incompleta (semiinimputables). En tal situación, el ordenamiento considera al sujeto parcialmente imputable, aplicando una pena menor. Esta circunstancia también se encuentra prevista en el art. 104 CP que, partiendo de la existencia de un juicio de peligrosidad, permite al Tribunal que pueda imponer la medida privativa de libertad, además de la pena correspondiente (siempre que esta última ostente, igualmente, carácter privativo de libertad). De hacerlo así, el Código señala en su art. 99 su orden de cumplimiento. En concreto establece “que en el caso de concurrencia de penas y medidas de seguridad privativas de libertad, el Juez o Tribunal ordenará el cumplimiento de la medida, que se abonará para el de la pena. Una vez alzada la medida de seguridad, el Juez o Tribunal podrá, si con la ejecución de la pena se pusieran en peligro los efectos conseguidos a través de aquélla, suspender el cumplimiento del resto de la pena por un plazo no superior a la duración de la misma, o aplicar alguna de las medidas previstas en el artículo 105”. Esta regla constituye la esencia de lo que tradicionalmente se denomina sistema vicarial de vía única. A tenor del contenido del artículo 99 resulta claro que el Código permite distintas posibilidades para el supuesto de conjunta imposición de pena y medida de seguridad, además de la señalada. En efecto, permite, igualmente, que una vez alzada la medida de seguridad, el Juez o Tribunal, si con la ejecución de la pena se pusieran en peligro los efectos conseguidos a través de la medida, acuerde suspender el cumplimiento del resto de la pena (por un plazo no superior a la duración de la misma) o aplicar alguna de las medidas previstas en el art. 105.

2.4.2. Medidas no privativas de libertad Con la reforma de 2010, estas medidas se recogen en los arts. 96, 105 y 106. En este punto nuestro Código resulta criticable, porque lo que se dice en el art. 96

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con carácter general sobre las medidas no privativas de libertad no coincide plenamente con el desarrollo que de las mismas se hace en el artículo 105 CP, si bien ahora la introducción de la medida de “libertad vigilada” ha servido justamente para simplificar el catálogo de medidas de seguridad no privativas de libertad, al quedar englobadas varias de las anteriores en la nueva. En el nuevo art. 96,3º, se describen las clases de medidas de seguridad no privativas de libertad: 1ª) La inhabilitación profesional; 2ª.) La expulsión del territorio nacional de extranjeros no residentes legalmente en España; 3ª.) La libertad vigilada; 4ª.) La custodia familiar; 5ª.) La privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores; y, 6ª.) La privación del derecho a la tenencia y porte de armas. En cualquier caso, el reformado art. 105 distingue entre medidas que pueden durar un máximo de cinco años: libertad vigilada y custodia familiar; y aquéllas que pueden imponerse por un tiempo de hasta diez años: libertad vigilada, cuando expresamente lo disponga este Código; la privación del derecho a la tenencia y porte de armas; y, la privación del derecho a conducir vehículos a motor y ciclomotores. Ahora el novedoso art. 106 regula la “libertad vigilada”, que como se ha dicho, agrupa ahora un gran catálogo de medidas no privativas de libertad. Dice así: “1. La libertad vigilada consistirá en el sometimiento del condenado a control judicial a través del cumplimiento por su parte de alguna o algunas de las siguientes medidas: a) La obligación de estar siempre localizable mediante aparatos electrónicos que permitan su seguimiento permanente. b) La obligación de presentarse periódicamente en el lugar que el Juez o Tribunal establezca. c) La de comunicar inmediatamente, en el plazo máximo y por el medio que el Juez o Tribunal señale a tal efecto, cada cambio del lugar de residencia o del lugar o puesto de trabajo. d) La prohibición de ausentarse del lugar donde resida o de un determinado territorio sin autorización del Juez o Tribunal. e) La prohibición de aproximarse a la víctima, o a aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez o Tribunal. f) La prohibición de comunicarse con la víctima, o con aquellos de sus familiares u otras personas que determine el Juez o Tribunal. g) La prohibición de acudir a determinados territorios, lugares o establecimientos. h) La prohibición de residir en determinados lugares. i) La prohibición de desempeñar determinadas actividades que puedan ofrecerle o facilitarle la ocasión para cometer hechos delictivos de similar naturaleza. j) La obligación de participar en programas formativos, laborales, culturales, de educación sexual u otros similares. k) La obligación de seguir tratamiento médico externo, o de someterse a un control médico periódico”.

Por su parte, el art. 107 permite la inhabilitación profesional cuando el sujeto hubiera cometido el delito con abuso de tal profesión u oficio y se advierta el peli-

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gro de que vuelva a cometerlo. El contenido de la medida coincide con la pena de inhabilitación, precisando el artículo que la medida se impondrá en los casos en los que por exención de responsabilidad no se hubiera podido imponer la pena. Al igual que las medidas privativas de libertad, las no privativas se impondrán a sujetos inimputables o semiimputables, cuando la pena asociada al delito cometido no fuera privativa de libertad. En caso de que sí lo fuera, el juez puede optar, según el grado de peligrosidad del sujeto, por imponer las medidas privativas de libertad o las que no lo son. No obstante, a este régimen tradicional, hay que sumar ahora el vinculado a la “libertad vigilada”, cuya imposición no precisa la declaración de inimputabilidad o semiinimputabilidad, y comprende un catálogo de obligaciones y prohibiciones.

2.5. Reglas de aplicación 2.5.1. Ejecución Al mencionar los principios que rigen las medidas de seguridad, dijimos que éstas tienen una duración máxima fijada en la sentencia, por referencia a la pena abstractamente aplicable al delito cometido. Sin embargo, también dijimos que el art. 6 CP establecía que la medida no puede exceder del límite necesario para prevenir la peligrosidad del autor, y es lo cierto que la misma es un estado que puede ir evolucionando a lo largo del tiempo de cumplimiento de la medida. A partir de estos límites, el sistema español contiene un régimen muy flexible, con varias y sucesivas posibilidades de modificar la clase y el tiempo de las medidas impuestas. Esta idea es desarrollada por los arts. 97 y 98, ligeramente retocados por la LO 5/2005 al introducir la “libertad vigilada”, que, consecuentemente, prevé la obligación de revisar periódicamente la necesidad o no de mantener la medida, según haya desaparecido o subsista el presupuesto de la peligrosidad. En concreto, el precepto exige, tratándose de una medida privativa de libertad, que los Jueces de Vigilancia Penitenciaria eleven anualmente al Juez o Tribunal sentenciador una propuesta al respecto. Para atender adecuadamente a la diversidad de situaciones que pueden plantearse, el Código ha establecido un sistema flexible de alternativas por las que puede optar el Tribunal a propuesta del Juez de Vigilancia Penitenciaria: a) mantener la ejecución de la medida; b) decretar el cese de la misma si ha desaparecido la peligrosidad criminal del sujeto, lo que ocurrirá cuando se haya curado de la anomalía psíquica o problema en la percepción, o cuando se haya desintoxicado, siendo la decisión de cese de la medida irreversible; c) sustituir una medida por otra que se estime más adecuada; d) suspender el resto de la medida que queda por ejecutar, en caso de evolución favorable, pero sin remisión total de la peligrosidad. En tal caso, la suspensión se condicionará a que el sujeto no delinca en el plazo fijado, que coincide con el que le queda por cumplir).

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2.5.2. Quebrantamiento de la medida de seguridad Por último, el art. 100 CP prevé el incumplimiento de las medidas de seguridad, distinguiendo al efecto, según se trate de medidas privativas de libertad o no. Si retrata de quebrantamiento de una medida de seguridad de internamiento, el juez decretará el reingreso del sujeto en el mismo centro. Si se trata del quebrantamiento de otra clase de medidas, el juez podrá acordar la sustitución de la medida quebrantada por la de internamiento si ésta estuviese contemplada para el supuesto concreto y si fuese necesario. En ambos casos levantará testimonio del quebrantamiento. En el caso de incumplimiento de la “libertad vigilada”, el juez podrá modificar las obligaciones o prohibiciones impuestas, pero si el incumplimiento es “reiterado” o “grave”, abrirá diligencias previas por delito de quebrantamiento de condena (art. 100).

QUINTA PARTE

DERECHO PENAL DE MENORES

Lección 46

Derecho Penal de Menores 1. INTRODUCCIÓN El tratamiento de la responsabilidad penal de los menores y jóvenes ha sufrido un gran cambio con la aprobación de la LO 5/2000 de 12 de enero, Reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, y por la reforma parcial introducida por la LO 7/2000 de 22 de diciembre. Ha vuelto a ser modificada por LO 8/2006 de 4 diciembre. Esta novedosa legislación trae causa en una vieja aspiración políticocriminal partidaria de igualar la edad civil y política con la mayoría de edad penal, plasmada en el art. 19 del CP 1995, que declara que los menores de 18 años “no serán responsables criminalmente conforme a este Código. Cuando un menor de dicha edad cometa un hecho delictivo podrá ser responsable con arreglo a lo dispuesto en la ley que regule la responsabilidad penal del menor”. La LORRPM es esencialmente una ley procesal, pues contiene escasas disposiciones de carácter sustantivo. No se trataba desde luego de redactar un Código Penal de menores, con un catálogo autónomo de infracciones. Pero quizás se ha optado por el extremo contrario, con un texto que contiene escasas disposiciones penales sustantivas. Porque con este modelo de mínimos, lo que en realidad se construye es un sistema no muy diferente del Derecho Penal de adultos, cuando la finalidad real era dibujar un régimen específico adaptado a las especiales características de personalidad y grado de madurez, presentes en la minoría de edad. En realidad, las diferencias entre el Derecho Penal de adultos y el Derecho Penal de menores, sólo se encuentran en el sistema de consecuencias jurídicas, y poco más, sin contener reglas específicas de autoría y participación, tentativa, desistimiento, actos preparatorios, error (especialmente el error sobre la ilicitud), imprudencia, comisión por omisión, eximentes y circunstancias modificativas, por citar únicamente las ausencias más graves y llamativas. La reciente reforma operada por LO 8/2006 de 4 diciembre, ha comportado los siguientes esenciales cambios: a) generalización de que la acusación particular actúe en todo el procedimiento como parte procesal junto al Ministerio Público, al que antes estaba reservada exclusivamente esta función; b) endurecimiento del sistema de medidas, tanto de la duración de algunas medidas como también por la extensión de la medida de internamiento cerrado; c) régimen de cumplimiento una vez alcanzada la mayoría de edad penal; d) supresión definitiva del tramo del llamado Derecho penal juvenil (18 a 21 años); e) cambios en reglas concursales; y, f) medidas cautelares.

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2. EL DERECHO PENAL DE MENORES ESPAÑOL 2.1. Presupuestos para la aplicación de las medidas Lo que aquí llamamos presupuestos, es lo que la LORRPM, en su art. 5, con una terminología un tanto confusa, califica de “Bases de la responsabilidad de los menores”. A) En primer término podemos hablar de un presupuesto que fija el ámbito de aplicación objetivo; de suerte que las medidas únicamente podrán aplicarse a un menor, “por la comisión de hechos tipificados como delito o falta”; esto es, de un comportamiento típico, antijurídico, culpable y punible, que venga así calificado en el Código Penal o en las Leyes penales especiales (art. 1,1 LORRPM). En síntesis, se hace referencia a la necesidad de infringir una norma. Y además, requiere la no concurrencia de las causas exención o extinción de la responsabilidad criminal (art. 5,1 LORRPM), salvo lo relativo a las eximentes contempladas en los tres primeros apartados del art. 20 del CP (ver art. 5,2 y art. 7,1 d) y e), LORRPM, que permite la imposición de medidas exclusivamente terapéuticas). Por eso se ha dicho que el presupuesto objetivo descansa en una doble exigencia: la naturaleza del hecho (que sea constitutivo de delito) y además, que sea culpable, al requerir que no concurran las eximentes anudadas a la idea de inimputabilidad. Así pues, el art. 5,1 LORRPM viene a complementar, o si se prefiere a aclarar, una obviedad, pues no tendría sentido que los menores fueran responsables criminalmente de hechos no delictivos, como consecuencia de la concurrencia de causas eximentes o de causas de extinción de la responsabilidad criminal, que si operan en el Derecho Penal de adultos. De modo que los apartados 1º y 2º del art. 5 LORRPM han de leerse en sus justos términos, puesto que no dicen lo mismo, ni tampoco condicionan de igual forma el presupuesto objetivo de aplicación de las medidas. En realidad, el art. 5,2 LORRPM ya contiene desde su inicio una expresa advertencia, al comenzar diciendo “No obstante lo anterior”; es decir, aunque no concurran todos los requisitos para que el hecho sea delito o falta, podrán imponerse medidas terapéuticas. De suerte que para poder imponer alguna medida a los menores inimputables (a causa de enajenación mental, toxicomanías o alteraciones en la percepción de la realidad), como no se encuentran dentro del presupuesto objetivo definido en el art. 1,1 LORRPM (y repetido a contrario en el art. 5,1), es imprescindible habilitar una autorización para imponerles alguna medida, que desde luego no posee —o al menos puede no poseer necesariamente—, ni el mismo fundamento ni la misma naturaleza que las previstas para menores imputables. Todo lo anterior nos conduce a sostener que la imposición de medidas a menores inimputables, ha de hacerse con carácter excepcional, y sólo cuando además

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de haber cometido un hecho delictivo y declarado la inimputabilidad, se aprecie peligrosidad criminal. Pero es más, todavía tendríamos que recordar que la determinación de la peligrosidad criminal de un menor, ha de obedecer a criterios objetivos, apoyados en informes sobre su personalidad, madurez, formación, situación familiar; sometiendo a contradicción cualquier pericia practicada al respecto, y motivando suficientemente cualquier decisión adoptada. Nada dice la LORRPM acerca de los supuestos de seminimputabilidad (estimación de una eximente incompleta en relación a los arts. 21,1º y 20, 1º, 2º y 3º del CP). Y nada dice tampoco acerca de criterios de proporcionalidad para estos casos —si para casos de inimputabilidad o eximente completa, según art. (art. 9,5 LORRPM)—, como los contemplados en los arts. 6 y 95,2 del CP. Respecto a la primera cuestión, nada se opone para trasladar el llamado sistema vicarial a los menores infractores, y en cualquier caso parece que el interés del menor, criterio central en la LORRPM, lo requiere de manera indubitada. De modo que parece conveniente aplicar primero las medidas terapéuticas del art. 7 d) y e), y esperar la evolución del menor para decidir si es necesario imponer después medidas aflictivas. Nuevamente el carácter supletorio del CP, en este caso de sus arts. 104 (eximentes incompletas) y 99 (concurrencia de medidas y penas; en este caso de medidas aflictivas) así lo impone. Respecto a la segunda duda, el art. 6 del CP es de aplicación directa por encontrarse en el Título Preliminar (art. 9 CP). Por tanto, las medidas de seguridad impuestas a menores inimputables o semiinimputables, no podrán resultar ni más gravosas ni de mayor duración que la pena abstractamente aplicable al hecho cometido (primer límite de proporcionalidad); y tampoco podrán exceder del límite de lo necesario para prevenir la peligrosidad del autor, de modo que desaparecida ésta, deberá alzarse inmediatamente aquélla (segundo límite de proporcionalidad). Y esta idea se reitera en los arts. 95 y 97 del CP y queda reforzada en el límite genérico de proporcionalidad que la propia LORRPM contiene en su art. 8, párrafo segundo. Ahora, tras la reforma de 2006, el art. 9,5 LORRPM dispone expresamente, que en los caso del art. 5,2 (eximentes de inimputabilidad), sólo podrán aplicarse las medidas previstas en el art. 7,1, letras d) y e) de esta misma Ley. B) En segundo lugar, podemos hablar de un presupuesto (o base) que determina el ámbito de aplicación subjetivo: este es claro, pues incluye a los “mayores de 14 y menores 18 años” (art. 1, 1º LORRPM). Como ya hemos avanzado, tras la reforma introducida por la LO 8/2006, se suprime la posibilidad de extender la aplicación de esta ley a la franja de 18 a 21. De esta forma, nuestro Ordenamiento jurídico viene a confirmar una asentada tendencia internacional, en la que se acostumbra a escalonar la responsabilidad penal de los menores. Aunque en el modelo español, la fijación de las diferentes etapas o escalas se ha efectuado atendiendo casi exclusivamente a un criterio puramente cronológico como es la edad. Esto es,

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que tanto el CP como la LORRPM atribuyen un régimen jurídico diferenciado a los menores, en consideración a su fecha de nacimiento. Pues bien, las diferentes escalas que según este criterio rigen en nuestro actual derecho positivo son las siguientes:

2.1.1. Menores de 14 años Los menores de esta edad son absolutamente inimputables a los efectos del Derecho Penal, según se desprende tanto del CP como de la LORRPM. Y esta idea queda reflejada inequívocamente en el tenor literal del art. 3 LORRPM., al señalar que “cuando el autor de los hechos mencionados en los artículos anteriores sea menor de catorce años, no se le exigirá responsabilidad con arreglo a la presente Ley, sino que se le aplicará lo dispuesto en las normas sobre protección de menores previstas en el Código Civil y demás disposiciones vigentes”. Por tanto, si no se puede exigir responsabilidad conforme a esta Ley, menos aún conforme al CP, según se desprende de su art. 19, al proclamar que “los menores de dieciocho años no serán responsables criminalmente con arreglo a este Código”. De lo que inmediatamente se deduce la irresponsabilidad de los menores de catorce años. Por ello puede afirmarse la persistencia de una causa de inimputabilidad, con fundamento en la edad del sujeto, a los efectos del Derecho Penal. Y en este sentido, sigue nuestro Ordenamiento apoyándose en un criterio puramente cronológico, que no admite prueba en contrario (iure et de iure), ni a favor ni en contra, acerca de la valoración y exploración del menor sobre sus capacidades intelectuales y volitivas, grado de madurez, situación de desarrollo de la personalidad, periodo de formación, o cualquier criterio de orden biológico, tendente a destruir la citada exclusión de imputación subjetiva. Y este criterio puramente cronológico se lleva hasta su última expresión en la jurisprudencia, que en este y en todos los demás supuestos de determinación del momento de cumplimiento de la edad, no aplica el art. 315 del Código Civil, sino que apoyándose en las máximas de la verdad material y pro reo (o favor rei), acude como parámetro a la hora del nacimiento que resulte de la inscripción en el Registro civil. Así, la línea mayoritaria de la jurisprudencia entiende que se cumple el mandato de tomar en consideración la edad real, y no la ficción civil de considerar que el día del nacimiento se computa como día completo. Y para ello, tendrá entonces que computarse de momento a momento, o sea, desde la hora exacta de nacimiento del día y año correspondiente. De suerte pues, que se cotejará este dato con la hora y día de la comisión del correspondiente hecho delictivo. Este entendimiento del cómputo de la edad parece ser también el asumido en el propio art. 5,3º LORRPM.

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2.1.2. Mayores de 14 y menores de 18 años Constituye el tramo de edad sobre el que se proyecta la nueva regulación contenida en la LORRPM. A las personas comprendidas en este marco cronológico la propia LORRPM les reserva el nombre de menores en sentido estricto. Ahora, tras la reseñada reforma de 2006 los mayores de 18 y menores de 21 responden conforme a la legislación sustantiva y procesal de adultos. En el texto original de la LORRPM, derivado del art. 19 CP, a los comprendidos entre 18 y 21 años les calificaba de jóvenes. Si bien advertía que cuando se refiera “genéricamente al menor o a menores, se entenderá que lo hace a todos los incluidos en su ámbito de aplicación”. Es decir, que podría decirse que existía un concepto legal estricto de menores (los mayores de 14 y menores de 18 años), y un concepto amplio de menores (los mayores de 14 y menores de 21 años). Y esta diferencia se apoyaba en que mientras todos los menores en sentido estricto eran siempre y sólo responsables conforme a esta Ley, los menores en sentido amplio, es decir, los jóvenes, no siempre, no necesariamente y no exclusivamente respondían criminalmente con arreglo a esta norma, pues también podrán hacerlo de acuerdo al CP. Pero la necesidad de plasmar en la ley las diferencias existentes a lo largo del proceso de formación y madurez de los menores, se traduce también en el establecimiento, en ocasiones, de dos escalas en la banda de los menores en sentido estricto. Así, incluso dentro del marco comprendido entre los 14 y los 18 años, la LORRPM distingue a su vez entre dos etapas: la comprendida entre los 14 y los 16 años; y la comprendida entre los 16 y los 18 años. Esta es una distinción menos nítida. Y en efecto, las diferencias entre ambos periodos existen, pero únicamente alcanzan para fijar los límites máximos de duración de las medidas, más tenues en el primer grupo que en el segundo [v.gr. art 10,1 a)]. En conclusión, puede decirse que la LORRPM distingue dos grupos de menores: los menores de 14 años (art. 3 LORRPM) y los menores en sentido estricto (de 14 a 18 años). El criterio de distinción entre los grupos se sustenta no en la edad biológica, ni en pruebas de madurez o personalidad, sino exclusivamente en la edad cronológica. Por todo ello no puede afirmarse que ha desaparecido la eximente de minoría de edad, sino que ésta se ha rebajado hasta los menores de 14 años, de los que sí cabe sostener que son inimputables. Lo que en consecuencia obliga a considerar a los mayores de 14 como sujetos imputables, aunque sometidos a un régimen específico de responsabilidad criminal. Entonces, en relación al alcance de la Reforma de 2000, habrá que decir que si supone un tratamiento menos favorable, en la medida que extiende la intervención del Derecho penal a edades a las que antes no llegaba.

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Por último, no resuelve expresamente la LORRPM los problemas de conexidad, y en particular los relativos a la comisión de varios hechos delictivos, por la misma persona y con unidad de dolo, pero con diferentes edades.

2.2. Principios y garantías fundamentales 2.2.1. Principio de legalidad (arts. 1; 2; y 7 LORRPM) Toda restricción de derechos tiene como presupuesto la previa comisión de un hecho antijurídico previsto como delito o falta en la legislación penal. En ningún caso podrá fundamentarse la limitación de derechos en consideraciones puramente preventivas, desligadas de un hecho delictivo previo (garantía criminal del principio de legalidad). Por consiguiente, toda restricción de los derechos de los menores deberá estar predeterminadas por la Ley tanto en su clase como en su duración. En consecuencia, sólo podrán imponerse las medidas contenidas en la presente Ley, y en los marcos en ella establecidos (garantía penal del principio de legalidad). Su naturaleza sancionadora obliga así mismo a que las medidas sean impuestas, tras el debido proceso, por un juez natural predeterminado por la Ley. En este caso, por los Jueces de Menores y por los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas, salvo lo dispuesto ahora en materia de delitos de terrorismo, que atribuye la competencia a la Audiencia Nacional (garantía jurisdiccional del principio de legalidad). Y naturalmente, exige la cuarta garantía derivada del principio de legalidad en materia penal: Que la ejecución de las medidas se desarrolle conforme a los cauces previstos en la Ley y sometidos al control judicial.

2.2.2. Principio de proporcionalidad o de prohibición de exceso Las medidas que se adopten de entre las previstas en la Ley, deberán ser adecuadas al fin perseguido, que no es otro que la protección de bienes jurídicos siempre en interés del menor. Pero el fin último perseguido, ya no es la “protección del menor” (LO 1/1996). Hay pues que desterrar la confusa, perturbadora y peligrosa concepción de las medidas como instrumentos destinados a la tutela del menor, por cuanto, al desvincularlas de la protección de bienes jurídicos, se corre el grave riesgo de justificar la adopción de medidas tendentes a la corrección del carácter, de la conducción o forma de vida, o simplemente de castigar a menores “antisociales”.

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Así mismo, será preciso que las medidas adoptadas sean necesarias al fin antes citado, lo que permite cuestionar que sea el “internamiento” el único y último recurso existente. Lo dicho adquiere especial importancia a la luz de lo dispuesto en la Convención de Derechos del Niño, cuyo art. 37 dispone expresamente que la privación de libertad se utilizará como último recurso y por el periodo más breve posible. Todo ello no viene sino a recordar la vigencia también en este ámbito del principio de intervención mínima, que confirma el art. 9 de la propia LORRPM, que por citar un ejemplo, prohíbe la imposición de la medida de internamiento en régimen cerrado para los casos de comisión de faltas (art. 9,19) o de delitos imprudentes (art. 9,6). En tercer lugar, las medidas adoptadas deberán ser proporcionadas a la gravedad del hecho y a la peligrosidad del autor. De aquí que, por ejemplo, en las faltas sólo pueda imponerse amonestación, permanencia de hasta cuatro fines de semana, prestaciones en beneficio de la comunidad hasta cincuenta horas, o privación del permiso de conducir u otras licencias administrativas (art. 9,1). En todo caso, el contenido aflictivo de las medidas no podrá ser superior al que correspondería a ese mismo hecho de haber sido realizado por un adulto o mayor de edad (art. 8). De modo que, el ordenamiento jurídico no puede, con el pretexto de proteger al menor, hacerlos de peor condición que a quienes no lo son, y que además pueden ser subjetivamente imputables. Por otra parte, la peligrosidad, por si misma, no permite alterar esa relación de proporcionalidad entre la medida y el hecho delictivo, y entre la medida y la pena que correspondería imponer si fuera un adulto. Lo que autoriza exclusivamente la idea de peligrosidad es justamente a lo contrario; esto es, a renunciar a la imposición de la medida, o a sustituirla por otra menos gravosa, porque desde el instante en que no existe peligrosidad, la medida o la medida más gravosa dejan de ser necesarias. Desde esta perspectiva, debe valorarse positivamente la posibilidad de suspender la ejecución del fallo (art. 40) o la revisión de las medidas impuestas. A lo largo del texto legal también pueden encontrarse otras manifestaciones del principio de proporcionalidad, mediante la fórmula de oportunidad reglada. Así por ejemplo, el desistimiento en la incoación por delitos menos graves sin violencia ni intimidación (art. 18). Y también el sobreseimiento por conciliación (art. 19). Ambas instituciones venían requeridas por las llamadas “reglas de Beijing” (regla 6,1) y que correlativamente, para poder ser realmente efectivas precisaban limitar el acceso al proceso penal de la acusación particular. No obstante, a la vista de experiencias habidas en otros países, debe advertirse del peligro de huida de procesos formalizados (así el proceso penal), sancionando administrativamente a menores que jamás lo hubieran sido dentro de un procedimiento penal.

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Ha de subrayarse que los límites examinados, surgidos del principio de proporcionalidad, también han de extenderse en la adopción de medidas cautelares (arts. 28 y 29 LORRPM). Aunque también acude en este caso a criterios tan espurios como el relativo a la alarma social.

2.2.3. Principios y garantías procesales Respecto a las garantías procesales basta con enunciar las más básicas. Así, pueden destacarse las siguientes: A) Al Juez ordinario predeterminado por la Ley. B) El menor será informado en términos que le resulten comprensibles de los hechos que se le atribuyen, así como de los derechos que le asisten. C) El menor tendrá derecho a ser asistido por Abogado, que le será nombrado de oficio si no lo designan sus representantes legales, desde el momento de la imputación. Sin embargo, el sistema no deja de ser un tanto artificioso, pues lo designa el Secretario una vez recibido el parte de incoación, pese a que ya resultaría necesario desde la detención (art. 17) o aún antes si se decidiera adoptar contra él alguna medida cautelar privativa de libertad. D) El menor no podrá ser obligado a confesarse autor de los hechos, ni a declarar contra sí mismo. E) Se reconoce el derecho del menor a un proceso contradictorio en condiciones de igualdad. F) Derecho a la presunción de inocencia, en tanto no exista prueba que pueda ser considerada de cargo, de acuerdo con las reglas procesales vigentes (STC 211/1993, de 28 junio). También se ha ocupado la STC 13/2006 TC del derecho a la defensa con respecto a la garantía procesal al derecho a la última palabra. La Sala afirma que esta garantía referida a procesos penales en los que los imputados son mayores de edad, debe proyectarse igualmente cuando se trata de menores, dada la necesidad de aplicar a este tipo de infractores todas las garantías que se derivan del respeto de los derechos constitucionales. Y con arreglo a ello concedió el amparo frente a resoluciones que condenaron a un menor por la comisión de un delito de robo con fuerza en casa habitada, aun cuando no haya sido solicitada expresamente por el recurrente, pues la viva voz del acusado es un elemento personalísimo y esencial para su defensa en juicio.

2.3. Clases de medidas Tanto la denominación de medidas, como el nombre dado a alguna de ellas (por ejemplo las denominadas como internamiento, asistencia a un centro de día, o permanencia fin de semana) no dejan de representar un cierto eufemismo, que desde luego no puede ocultar su auténtica naturaleza sancionadora. Bien es cierto que unas se asemejan más a una auténtica pena, pues su carga aflictiva resulta sobresaliente; mientras que otras se aproximan mas a la naturaleza de las medidas, bien de seguridad, bien educativas o terapéuticas, precisamente por su contenido fundamentalmente asistencial.

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Las diferentes clases de medidas se encuentran establecidas en el art. 7 de la LORRPM, y en términos generales pueden clasificarse por su naturaleza, en medidas privativas de libertad y medidas no privativas de libertad o medidas restrictivas de derechos. Aquí únicamente perseguimos un recordatorio elemental de las mismas.

2.3.1. Medidas privativas de libertad A) Internamiento Consiste en la privación o limitación de la libertad de movimientos o ambulatoria. Pueden distinguirse cuatro clases de internamiento: en régimen cerrado; en régimen semiabierto; en régimen abierto; y, el internamiento terapéutico (requiere consentimiento del menor cuando se trata de sometimiento a tratamiento de deshabituación). La duración del internamiento viene fijado del siguiente modo: el límite máximo viene referido al límite máximo señalado de la pena señalada en el CP al correspondiente hecho delictivo. Dentro de este límite genérico, la regla general fija un límite máximo de dos años. Excepcionalmente se podrá imponer hasta seis años, lo que normalmente sucederá por aplicación de los arts. 10 y 15; entonces el Juez de Menores será quien tome la decisión. Sin embargo, la Disposición Adicional Cuarta de la LO 7/2000 de 22 diciembre, que modificó el CP y la presente LORRPM, fundamentalmente en materia de delitos de terrorismo, permite imponer la medida de internamiento en centro cerrado por un tiempo superior. Igualmente la reforma introducida por la LO 8/2006 autoriza la elevación de este máximo. Así, si se trata de delitos de terrorismo (arts. 571 a 580 CP) o de los delitos castigados en el CP en los arts. 138, 139, 179 y 180, podrá llegar hasta los ocho años (a los que se pueden añadir hasta cinco de libertad vigilada), siempre que se trate de mayores de dieciséis años (si se trata de menores de catorce o quince años, el internamiento podrá llegar a cinco años, más libertad vigilada de otros tres). Esta posibilidad se extiende a cualquier otra infracción castigada en las leyes penales con pena de prisión igual o superior a quince años (art. 10,2 LORRPM). No obstante, ha de tenerse presente el art. 11, pluralidad de infracciones, que permite llegar hasta los diez años de internamiento para los menores de 16 y 17 años, y de has seis años para los de 14 y 15 años. De otra parte, en el art. 7,2 se dice que las medidas de internamiento constarán de dos periodos: el primero se cumplirá en el centro correspondiente; y el segundo se llevará a cabo en régimen de libertad vigilada.

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B) Permanencia fin de semana A pesar del eufemismo es sustancialmente equivalente a la pena de arresto fin de semana. Cada permanencia tendrá una duración máxima de 36 horas. Puede cumplirse en el domicilio habitual o en un centro acreditado. Curiosamente, y a diferencia de lo que se preveía en el anterior art. 37,2 CP para la pena de arresto fin de semana, tiene que cumplirse necesariamente durante el fin de semana, esto es, desde la tarde del viernes hasta la tarde del domingo. No existe opción, en principio, para su cumplimiento en otros días de la semana. Puede plantear problemas para los mayores de 16 años cuando éstos tengan una ocupación. Su cumplimiento no debe interferir las tareas socio-educativas impuestas por el Juez. Y su duración máxima será de ocho fines de semana (art. 9.3), salvo para mayores de dieciséis años por delitos cometidos con violencia o intimidación, en que podrá llegar hasta los dieciséis fines de semana (art. 9.4).

2.3.2. Medidas no privativas de libertad o restrictivas de derechos A) Tratamiento ambulatorio Obliga a seguir un determinado tratamiento, asistiendo a un centro designado, con la periodicidad requerida por los facultativos. Puede imponerse sola o como complemento de cualquier otra medida prevista en este artículo. Si el interesado rechaza seguir un tratamiento de deshabituación, el Juez habrá de aplicarle otra medida. B) Asistencia a un centro de día Los sometidos a esta medida siguen residiendo en su domicilio. Obliga a acudir a un centro, “plenamente integrado en la comunidad”, a realizar actividades de apoyo. C) Libertad vigilada Seguimiento de la persona sometida a esta medida y obligación de su asistir a centro formativo, escuela o lugar de trabajo. Su finalidad es ayudar a superar los factores que determinaron la comisión de la infracción respectiva. También obliga a seguir las pautas socioeducativas fijadas y acudir a las entrevistas con los profesionales designados. Existe la posibilidad de imponer alguna o varias de las “reglas de conducta” descritas en el art. 7,1 h) de la LORRPM. Su duración máxima es de cinco años (art. 10). En realidad, se aplica como complemento de la medida de internamiento, por tanto se trata de un híbrido entre una medida autónoma y un segundo periodo de la medida de internamiento. En consecuencia, también puede verse como un híbrido entre la libertad vigilada en sentido estricto y la libertad asistida, cuyas virtudes superan en mucho a las de libertad vigilada.

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D) Convivencia con otra persona, familia o grupo educativo Dentro del límite máximo genérico (dos años), su duración la establece el Juez. Su finalidad es orientar al menor en su proceso de resocialización. E) Prestaciones en beneficio de la comunidad Ha de ser consentida por el menor. Consiste en realizar actividades de interés social, no remuneradas, en beneficio de personas en situación de precariedad. La actividad debe guardar relación con el delito cometido. No podrá exceder de cien horas (art. 9,3). F) Realización de tareas socio-educativas No puede realizarse con internamiento o libertad vigilada. Actividades específicas de contenido educativo, dirigidas a incrementar su competencia social. G) Amonestación Se lleva a cabo por el Juez de Menores, y consiste en la “reprensión de la persona”. Está orientada a la comprensión del menor de la gravedad del hecho realizada y sus consecuencias. H) Privación de permisos y licencias Contenido: permiso de conducir ciclomotores o vehículos a motor, o del derecho a obtenerlo; licencias administrativas para caza o para el uso de cualquier tipo de armas. Puede imponerse como medida accesoria si el hecho se cometió utilizando ciclomotores, vehículos o armas. I) Inhabilitación absoluta La LO 7/2000 de 22 diciembre, modificó el CP y la presente LORRPM, creó ex novo esta medida en su artículo segundo, inciso primero. Así, añade una nueva letra “n)” al apartado 1 del art. 7. El contenido de la misma puede describirse como la privación de todos los honores, empleos y cargos públicos, aunque sean electivos y la incapacidad para obtener los mismos o cualesquiera otros honores, cargos o empleos públicos y la de ser de ser elegido para cargo público, durante el tiempo de la medida. Excepcionalmente, en caso de delitos de terrorismo, esta medida podrá tener una duración “por un tiempo superior entre cuatro y quince años al de la duración de la medida de internamiento”.

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2.4. Concepto, fundamento y naturaleza de las medidas LANDROVE DÍAZ ha explicado adecuadamente la naturaleza de las medidas contenidas en la LORRPM. Para el citado autor su naturaleza es formalmente penal y materialmente sancionadora-educativa. Sin embargo, a continuación califica esta idea como “ingenuo fraude de etiquetas”, pues se trata de verdaderas penas juveniles, derivadas de la responsabilidad de menores por la comisión de hechos constitutivos de una infracción penal. Cuestión diferente es que en su aplicación y justificación primen intereses o finalidades de prevención especial, y se diluyan otras del Derecho Penal de adultos. Pero en este contexto no pueden ignorarse efectos de prevención general. Y en efecto, desgraciadamente las medidas contenidas en la LORRPM también poseen una naturaleza claramente aflictiva, que conceptualmente las equipara a las penas: el impacto sobre los derechos fundamentales de los menores así lo corrobora. La cuestión acerca de si los menores son o no responsables criminalmente de sus actos, cobró un giro trascendental a partir de la STC 36/1991 de 14 de febrero, en la que se asegura que los menores son responsables porque poseen capacidad de infringir una norma. Y aunque la tesis sostenida en la citada STC confunde, como ya advirtiera VIVES ANTÓN, la capacidad de acción con la capacidad de infringir la norma, lo cierto es que fue abriéndose camino hasta hacerse dominante. Desde entonces, parece existir acuerdo acerca de la existencia de responsabilidad, esto es, de la necesidad de reaccionarse penalmente. Lo único que se discute es cuánto o cómo ha de reaccionarse. Y también aquí el acuerdo parece muy amplio: ha de reaccionarse de forma diferente a la desplegada en el marco del Derecho Penal de adultos. En conclusión, debe insistirse en la analogía conceptual y de fundamento entre las medidas previstas en la LORRPM y las penas contenidas en el CP. Cuestión distinta y que no hay que mezclar ni confundir, es que la finalidad perseguida con las medidas sea exclusivamente de contenido preventivo especial. Mientras que en la imposición de las penas, esta finalidad, según constante jurisprudencia del TC, no es la única aunque si sea imprescindible o esencial. Ciertamente es esta una diferencia con gran trascendencia, que no puede perderse de vista nunca, y muy especialmente en el ámbito de aplicación de las medidas. Y esto comporta varias consecuencias que vinculan al Juez de Menores: Primera, que deberá elegir la clase de medida que mejor se acomode a este fin; segunda, que deberá ajustar su duración a las necesidades de reeducación del menor; y tercera, que igualmente operará como criterio central para suspender y sustituir las medidas ya impuestas. Y naturalmente tiene la obligación de explicitarlas y razonarlas en sus sentencias, pues si no lo hace, o no se ajusta a este fin, o hay incongruencia, tendrá que ser revisada la decisión. E idénticas limitaciones operan para las demás partes del proceso de menores, y de forma muy especial para el Ministerio Público.

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2.5. Reglas de aplicación de las medidas 2.5.1. Reglas generales Los criterios de elección de la o las medidas, así como de solicitud de imposición, vinculan a todos los que intervienen en el proceso (art. 7.3). El juez tiene libertad o discrecionalidad para la elección de la medida o medidas a imponer, siempre de acuerdo al principio rector fijado en la Ley. Este sistema favorece la individualización de la medida de acuerdo a las necesidades del menor. Este sistema de libre elección, es decir de arbitrio judicial, se aparta notoriamente de nuestro modelo tradicional de determinación de penas, muy atado y sometido a parámetros de legalidad estricta. El criterio o principio rector es siempre “el interés del menor” (fijado por los especialistas integrantes del Equipo Técnico), según la edad y circunstancias. De ahí que incluso pueda archivarse el expediente. Por tanto, como ya se ha advertido, prevalece una orientación de prevención especial. Por esta razón, en la LORRPM se intenta evitar toda referencia a la gravedad del hecho y a la culpabilidad del autor, como criterios de determinación y elección de las medidas. No obstante, no se ha conseguido desterrar completamente tales criterios: así, por ejemplo, lo hace en el art. 9,1º al remitir a los límites establecidos en el CP; e implícitamente sigue considerando la mayor o menor culpabilidad, y la gravedad del hecho en el art. 9,1 (para casos de falta); 9.2 (gravedad del delito, empleo de violencia o intimidación, o realización en grupo, condiciona la aplicación de la medida de internamiento en régimen cerrado); 9.4 (límites a la imprudencia) y art. 10, (que combina diferentes edades y delitos de “extrema gravedad”). Estas excepciones a la regla general se avienen mal con lo dispuesto en el CDN (la medida de internamiento como último recurso), y a su vez pueden producir situaciones paradójicas. La vigencia en todo el procedimiento del principio acusatorio (art. 8) parece fuera de toda duda. De suerte que el Juez no podrá imponer una medida que suponga una mayor restricción de derechos, ni por un tiempo superior, a la medida solicitada por el Ministerio Fiscal o por la acusación particular. El límite contenido en el art. 8 LORRPM, es equivalente al fijado en el art. 6 del CP en relación a las medidas de seguridad: la duración de las medidas no podrá exceder del tiempo que hubiera durado la pena privativa de libertad en caso de haberse realizado el hecho por un adulto. Según lo dispuesto expresamente en los artículos 7.3 y 13, pueden imponerse varias conjuntamente. En concreto se acoge un sistema de concurrencia, que referido a la concurrencia de penas y medidas de seguridad recibe el nombre de sistema vicarial. Así, al igual que sucede en el CP, se puede hacer frente a casos de

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semiinimputabilidad, adoptando varias mediadas cuya finalidad y fundamento no es exactamente idéntico. En cualquier caso, ha de tenerse presente que, la elección, duración o modificación de la o de las medidas impuestas, siempre ha de ser razonado, es decir motivado, por el Juez en la sentencia. La LORRPM carece de un régimen especial en materia autoría y participación, tentativa, error, eximentes, y circunstancias modificativas (atenuantes y agravantes). Por tanto, ha de acudirse a las reglas generales del CP que poseen carácter supletorio. Muy problemática resulta, en todo caso, la operatividad de la circunstancia agravante de reincidencia, especialmente porque su fundamento preventivo no se acomoda bien con el fin rector de la LORRPM. Por su parte, la “reparación” posee unos efectos distintos en esta Ley (art. 19), que la que goza en el art. 21,5 CP, puesto que aquí posibilita incluso el sobreseimiento del expediente. Sin lugar a dudas, la regulación del concurso de infracciones constituye un núcleo de la mayor importancia. En este ámbito la LORRPM si contiene especialidades en relación a lo dispuesto en el CP, en concreto en los arts. 11, 12 y 13, que conforme a la reforma operada por la LO 8/2006, establece un régimen de amplia discrecionalidad judicial y máxima flexibilidad. En relación a la prescripción, se fija un régimen especial en el art. 15 de la LORRPM, tanto para la prescripción de los hechos, como para la prescripción de las medidas. En efecto, en cuanto a la prescripción de los hechos delictivos, rigen los siguientes plazos: a) para delitos tipificados en los arts. 138, 139, 179, 180 y 571 a 580 CP o cualquier otro sancionado en el CP con pena de prisión igual o superior a quince años, el mismo plazo contenido en el CP; b) a los cinco años para cualquier otro delito grave sancionado con pena superior a diez años; c) a los tres años para cualquier otro delito grave; d) para los delitos menos graves, plazo de prescripción de un año; e) para las faltas, plazo de tres meses. En cuanto a la prescripción de las medidas, el art. 15º LORRPM contiene reglas completamente autónomas a las fijadas en el CP. Así, se disciplinan tres reglas. Primera, las medidas que tengan un plazo superior a los dos años, prescriben a los tres años. Segunda, las restantes medidas (es decir, con plazo hasta dos años) prescriben a los dos años. Y tercera, las medidas de amonestación, prestaciones en beneficio de la comunidad y el arresto con tareas de fin de semana, siempre prescriben en un año. En relación al cómputo deben aplicarse las reglas generales establecidas en el art. 132 del CP.

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2.5.2. Modificación y suspensión de las medidas Por modificación, en el marco de esta Ley, se entiende desde la sustitución hasta la cancelación de cualquier medida impuesta. La regla general es la flexibilidad, pero siempre limitada esta facultad discrecional por el criterio central: el interés del menor. La LORRPM contempla dos hipótesis, una en el art. 13, al que denomina en sentido estricto modificación y otra en el art. 51 que llama sustitución. No queda suficientemente clara la diferencia entre ambas, ni por tanto la razón de la doble regulación. Ciertamente la única diferencia estriba en que la llamada modificación (art. 13) puede apreciarse antes del comienzo de la ejecución de la medida; mientras que la denominada sustitución (art. 51,2º), opera una vez ya iniciada la ejecución. En todo caso, no existe un régimen de revisión periódica obligatorio. Nuevamente la Disposición Adicional 4ª de la LO 7/2000 y el art. 10 LORRPM, establecen severos límites en esta materia (a los arts. 13, 40 y 51,1º), pues sólo podrán estimarse la modificación, suspensión o sustitución, una vez trascurrido la mitad del tiempo de la medida impuesta. En el art. 40 se regula la suspensión, que al igual que en el sistema del CP, consiste en la suspensión de la ejecución del fallo, y no en la suspensión del fallo. Curiosamente no es más flexible que lo dispuesto en el art. 80 CP, pues también limita su aplicación hasta medidas que no superen los dos años, y ello teniendo en cuenta que la duración de las penas es más larga que la de las medidas. Por el contrario no contiene una norma equivalente al art. 87 CP, que amplía hasta tres años en casos de drogodependencia. Y finalmente, introduce una condición muy peligrosa y ambigua: la actitud y disposición del menor. Ha de decirse también, que el plazo de suspensión será de dos años, y que ha de acordarse en la misma sentencia o en auto. El citado art. 40 LORRPM fija las condiciones, así como las consecuencias del incumplimiento.

2.6. Ejecución de las medidas La primera cuestión a mencionar, debe ser que esta norma consagra expresamente el principio de legalidad en la ejecución (art. 43 LORRPM), esto es, el control jurisdiccional por parte del Juez de Menores que dictó la medida. En efecto, este es el competente (art. 44). La competencia administrativa en la ejecución se atribuye a las Comunidades Autónomas (art. 45). Las entidades dependientes de éstas, deberán abrir un expediente personal a cada menor sometido a una medida (art. 48), y emitir Informes sobre la ejecución al Juez de Menores y al Ministerio Público (art. 49). El comienzo de la ejecución se fija en el momento de la firmeza de la sentencia y de la aprobación del programa de ejecución (art. 46).

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Ejecución de varias medidas. En caso de imposición de varias medidas, la regla general es su cumplimiento simultáneo, que corresponderá ordenar al Juez que dictó la última sentencia firme (art. 47.1). Cuando el cumplimiento simultáneo no fuera posible, el art. 47.2 dispone de cinco reglas para ordenar su ejecución. Supuestos: medidas de internamiento son preferentes; no obstante, preferencia absoluta de la medida de internamiento terapéutico; la medida de libertad vigilada sucede siempre a la de internamiento en régimen cerrado; si concurren varias medidas de idéntica naturaleza, se cumplirán por orden cronológico; y el cumplimiento de la mayoría de edad o posterior condena conforme al CP, comporta en principio, la preferencia de las medidas y luego de las penas, salvo excepción por delitos graves. El quebrantamiento de la ejecución se contiene en el art. 50 LORRPM. Se establecen consecuencias diferentes si el quebrantamiento recae sobre una medida privativa de libertad o sobre una medida restrictiva de derechos.

2.7. Reglas especiales para la ejecución de las medidas privativas de libertad La ejecución o cumplimiento se llevará a cabo en Centros especiales, creados conforme a esta Ley (art. 54). Se proclama, nuevamente, el principio de resocialización del menor (art. 55). Los derechos de los menores internados se reflejan en el art. 56. Y los deberes de los menores internados en el art. 57. Y la información y reclamaciones en el art. 58. Las medidas de vigilancia y seguridad en el art. 59. Y el régimen disciplinario (art. 60) es muy semejante al contenido en la LOGP, por lo que siguen existiendo dudas acerca de la vulneración del principio de legalidad, pues la LORPM establece las sanciones, pero remite a disposiciones complementarias la determinación de las conductas (ver SSTC 101/87 y 42/87). Por último, señalar que según dispone el art. 14 LORRPM, aunque el menor alcance la mayoría de edad, en principio seguirá el cumplimiento de la medida conforme a esta Ley. No obstante esta regla general, se contempla la excepción para la medida de internamiento, que posibilita que el Juez de Menores, oído el Ministerio Fiscal, podrá ordenar que su cumplimiento se lleve a cabo en un Centro Penitenciario de adultos, conforme al régimen previsto en la LOGP

2.8. Responsabilidad civil Corresponde ejercer la acción civil al Ministerio Fiscal, salvo que el perjudicado renuncie, la ejercite en el plazo de un mes desde que se le notifique la apertura de pieza separada, o haga reserva para ejercitarla en el orden civil (art. 61.1). Se tramita en pieza separada (art. 61.2).

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Establece una responsabilidad solidaria del menor de dieciocho años declarado responsable, con sus padres, tutores, acogedores y guardadores legales o de hecho, por este orden, por los daños y perjuicios ocasionados. Existe la posibilidad de moderar la responsabilidad de éstos cuando por dolo o negligencia no hayan favorecido el hecho delictivo. Pero este régimen plantea numerosas cuestiones dudosas, al configurar un sistema complejo, en el que no se sabe muy bien si existe una responsabilidad directa o solidaria, mancomunada o subsidiaria. Por otra parte, la extensión de la responsabilidad civil se fija por remisión al CP (art. 62). Mientras que en el caso de la responsabilidad civil de los aseguradores (art. 63) se les declara responsables civiles directos hasta el límite de la indemnización legalmente establecida o convencionalmente pactada. En cuanto a las reglas de procedimiento están previstas en el art. 64.

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