Cleopatra [Cuarta ed.]

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OSKAR VON WERTHEIMER

CLEOPATRA

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Version española de

M. RODRIGUEZ RUBI

4a. EDICIÓN

EDITADO POR:

EDITORIAL DIANA, S. A. I UCOQUEMECATL, 73

MEXICO, D. F.

ESTA EDICIÓN DE 1,000 EJEMPLARES SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1963 EN LOS TALLERES DE LA EDITORIAL DIANA, S. A, TLACOQUEMÉCATL 73 - MÉXICO, D. E.

la. 2a. 3a. 4a.

Edición, Edición, Edición, Edición,

IMPRESO EN MEXICO

febrero de 1950 diciembre de 1957 julio de 1962 octubre de 1963

PRINTED IN MEXICO

PRÓLOGO

/Cleopatra, la famosa reina egipcia, ha exaltado la fan-

tasia de los hombres de todas las generaciones. Parece la verdadera y magnifica encarnación del enigma de la na­ turaleza femenina, que tanto puede iluminar toda una vida como destruirla. Aun muchos siglos después de su muerte, su fuerza de seducción se hacía sentir en los espíritus pri­ vilegiados, efecto que toda hembra no podrá menos de envidiar. Por regla general se aprecia a los hombres por sus he­ chos y a las mujeres por el amor que han sabido despertar. Cleopatra fue amada por César y por Marco Antonio, y la admiración de estos dos ilustres romanos asegura a la egipcia la de la posteridad. Se pregunta uno y con razón: ¿qué dotes debió de reunir esta mujer?, ¿qué irresistible fuerza debió de ser la suya para que el ya maduro César, uno de los mayores guerreros de todos los tiempos, come­ tiera por su causa un disparate estratégico? ¿Se puede com­ prender que, en plena guerra civil romana, sacrificara casi un año y regresara a Roma trayendo a la reina de Egipto como favorita? Aun más decisivo fué el papel que representó ésta en la vida del desenfrenado Marco Antonio, al que dominó como la reina Onfala a Hércules, de quien se envaneció de descender, que la elevó en Asia al rango de Reina de las Reinas y que se unió a ella para combatir contra Roma. El fin de los dos amantes, después de tanta gloria y esplen­ dor, es de una grandeza trágica que espanta. Cleopatra dió

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a César su único hijo, Cesarían; en él se demuestra que el descender de esclarecidos padres no siempre trae suerte, puesto que murió a los 17 años asesinado por Cayo Octavio, que reinó después con el nombre de Emperador Augusto. Éste sólo era hijo adoptivo de César, y públicamente pre­ tendió haber querido honrar la memoria de su padre ma­ tando a su único descendiente directo, pero cuya madre no tenía sangre romana. También con Antonio tuvo Cleopatra tres hijos. Es muy probable que fuese su legítimo y quinto esposo. Todo rodea su persona de un vivísimo inte­ rés, tanto para su tiempo como para los siglos posteriores. Sólo una mujer excepcional ha podido tener tina exis­ tencia tan resplandeciente. Esa vida es la expresión de su absorbente personalidad. Por eso es infaliblemente justo el juicio de la posteridad que, por tales manifestaciones, reconstruye el ser intimo de Cleopatra. En su época (en eso la sociedad de nuestras grandes capitales no es diferente de la de Roma, Atenas o Alejandría) se vió un amante en cada hombre que se acercó a la seductora reina egipcia. No pudiendo negar su genio, se hizo lo posible por menoscabar su fama; sabido es que las sospechas han sido siempre el arma con que los caracteres mezquinos han combatido a los seres superiores. A tal extremo llevaron la suspicacia sus enemigos, que hasta contaron en el número de sus aman­ tes a Herodes el Grande, rey de Judea, a quien ella trató de destruir por los más refinados medios. Al comprobar la falsedad de tales asertos, no preten­ demos defender su moral, lo que seria sencillamente ridículo. Su vida habla por si misma, y todo se explica por su genio, que comprende la concepción moral de la antigüedad, su descendencia de los fenicios, de los Ptolomeos y la especial situación política en que vivió. Sus enemigos, bien contra su voluntad, han contri­ buido, aún más que César y Antonio, a formar la aureola que rodea su nombre. No todos los conspicuos literatos la han tratado con la benevolencia que Shakespeare. Cicerón,

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que tuvo ocasión de verla algunas veces en Roma, ya la hizo objeto de su encono; claro está que después de muerto César. Probablemente la extranjera hirió la vanidad del romano, que, a ojos de éste, era el mayor crimen que se podía come­ ter, y en tiempo de los amores de Cleopatra y Antonio ya no vivía el orador, que fué muerto durante la guerra civil de Roma, lo que no deja de ser lamentable para nosotros, que hubiéramos podido saber muchas más particularidades sobre este asunto. La influencia que Cleopatra ejerció sobre Antonio, parecía confirmar todo lo malo que de ella dijo Cicerón en sus discursos y escritos. Sus campañas contra Roma hicieron que Cicerón la considerase siempre como ene­ miga mortal, y los demás escritores romanos, más o menos, siempre la han juzgado desde este punto de vista. Sin em­ bargo, y, como ha demostrado Adolf Stahr (a quien la hechicera tenía bajo su encanto, diecinueve siglos después de muerta), los poetas de su propio tiempo, como Virgilio y Horacio, la juzgaron con más consideración que los ya famosos durante el principado de Augusto, empezando por Ovidio y Propercio. También el autor de Farsalia, Lucano, que vivió hacia la mitad del primer siglo de la era cristiana, dijo de ella que fué hembra depravada y desprovista de moral y, por último, Plinio la calificó públicamente de reina de las rameras. Diríase que el odio de los literatos hacia la peligrosa enemiga de Roma, crecía en la misma proporción ascendente que el desarrollo del Imperio romano. No ha encontrado su memoria mayor comprensión en los poetas que vinieron después. Bernard Shaiv, en la con­ cepción de su obra, ha incurrido en el mismo error que Shakespeare en Julio César; esto es, el pintar tipos de su propia época. El eximio escritor se ha tomado la libertad de convertir en ingleses a todos los romanos que intervienen en su ingeniosa tragedia César y Cleopatra. Su joven reina, en vez de ser la hija de Ptolomeo XIII, es la hijita espiritual del propio Shaw, demostrando que el literato conoce tan poco a la verdadera reina de Egipto como ésta pudiera co­

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nocerle a él. Cosa muy difícil de dilucidar es el saber si el erudito egiptólogo inglés, Weigall, pertenece al número de enemigos o admiradores de nuestra heroína, pues nos la presenta bajo el aspecto de una joven dama de la buena sociedad británica, muy sensible y que, sólo en momentos de temporal exaltación, asesina a sus hermanos. Al mismo tiempo, puede otorgársele un certificado de buenas costum­ bres y, con todo esto, el personaje resulta desprovisto de interés en absoluto. Muy conocida, aunque incomprensible, es la frase de Pascal: "Si Cleopatra hubiera tenido la nariz más corta, habría sido distinto el curso de la historia universal". Las monedas que de ella poseemos, y en las que se suele idea­ lizar la efigie de todos los soberanos, nos la muestran efec­ tivamente con una nariz sobrado aguda. Sin embargo, du­ damos de que de haber tenido una perfecta nariz griega, hubiera podido tener mayor influencia sobre Antonio de la que tuvo en realidad. Justamente el odio de los escritores romanos, da buena prueba del temor que sobrecogió a Roma durante la alianza de Cleopatra con Antonio. Sólo dependió del resultado de una batalla el que los amantes, en vez de Octavio, se posesionaran del Imperio romano. Dice Anatole France, en uno de sus admirables Ensayos: "Cada vez que aquella singular reina abría los brazas, desencadenaba una guerra". F.s un brillante pensamiento, digno de un escri­ tor, cuya única falta es no estar conforme con la verdad. Lo que pasaba cada vez que Cleopatra abría los brazos al amor, es tiñe ganaba un trono, ya fuera el propio, si se lo habían usurpado, o el de otro príncipe. La capacidad de su genio la permitía satisfacer sus pasiones sin olvidar las consecuencias políticas. El presente libro es un nuevo ensayo para dar a cono­ cer la verdadera personalidad de esta gran mujer. No se asuste el lector si le parecen sobrado largas nuestras des­ cripciones sobre Alejandría, la familia de los Ptolomeos, Roma y Piolo meo XI11, el rey flautista. Así como cada

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uno de nosotros depende de su época y del medio ambiente en que se desarrollan sus fuerzas, hemos de procurar repro­ ducir una y otro para hacer comprensible la figura de la reina Cleopatra. Al final publicaremos la lista de los libros que hemos consultado para escribir éste, habiendo señalado con una estrella las obras de mayor importancia de lite­ ratura moderna. Aprovecho la ocasión que se me ofrece, para dar pú­ blico testimonio de gratitud al excelentísimo señor Canellopoulos, embajador de Grecia en Berlín, a los señores director doctor Scheffer, doctor Anthes y doctor Zippert, de la sección egipcia del Museo Municipal de Berlín, así como al señor catedrático Neugebauer, de la sección de an­ tigüedades, y al doctor Siegle, del gabinete de numismática de Berlín, por la solícita y eficaz ayuda que me han dis­ pensado en la reproducción de los grabados que acompañan a esta obra.

PRIMERA PARTE

Capítulo Primero

LA CAPITAL DE CLEOPATRA XJ os encontramos en el año 61 del último siglo anterior a la Era Cristiana, y el terreno que requiere nuestra atención es el más grandioso ejemplo del humano desarrollo: el Mediterráneo y los territorios situados en sus costas. En aquel pedazo de tierra tenían lugar los más notables aconteci­ mientos de la historia, pues desde tres siglos atrás, el poderío romano venía ensanchándose sin cesar en todo el litoral mediterráneo. Con el instinto y el conocimiento propios de un soberano pueblo de conquistadores, los romanos, al pare-: cer sin plan, pero, en verdad, con tenaz perseverancia, fue­ ron posesionándose de isla tras isla, costa tras costa y tórritorio tras territorio, por medio de sangrientas batallas/Parecía que hubiera sido creada la tierra para sufrir su yugo. El pueblo conquistador también sabía esperar y retro­ ceder cuando a ello le obligaba la necesidad, en la inteli­ gencia de que el dominio en que una vez hubieran asentado sus reales, acabaría, tarde o temprano, por ser suyo. En la época que consideramos, el poder romano, a pesar de pasa­ das derrotas y de disensiones internas, continuaba su pro­ gresivo ensanche, aunque no había llegado el período más glorioso de César. Por entonces, el nombre de Pompeyo estaba en todos los labios, y a él debió Roma el afianza­ miento y mayor lustre de su vacilante autoridad en Oriente. Según él mismo proclamaba, atrajo al dominio romano 12 millones de almas, y 1500 entre ciudades y aldeas. En ese

tiempo, las propiedades romanas no eran como lo fueron después, durante el Imperio, un territorio cerrado. A lo largo de la costa norte de África, les pertenecía solamente la tierra que rodeaba al antiguo Cartago y, desde 74 años antes de Jesucristo, Cirene. En las costas al norte de los Balcanes, en el Asia Menor, y en islas sueltas como Chipre, vivían aún pueblos y príncipes que se gloriaban de una independencia más o menos cierta. No es fácil para nuestra imaginación el acomodarse a tan remotas épocas. Generalmente cometemos la falta de querer unir los pasados siglos con el presente, y sin querer, al hablar de tiempos remotos, acuden a nuestro pensamiento las imágenes a que estamos acostumbrados. Por eso debe­ mos empezar por ejercer un severo dominio sobre nuestra fantasía, para que poco a poco se acostumbre a la extraña situación. Tratemos de olvidar cuanto actualmente sabemos de esas tierras, todo lo que en ellas se ha establecido desde el triunfo del cristianismo, tanto material como intelectual, muy principalmente los modernos inventos, tales como los ferrocarriles, líneas de vapores y la actual vida y tráfico de Estados y ciudades. Tampoco debe alterar nuestra imaginación lo que ha permanecido intacto, no obstante el poder transformador de los siglos. El mar era entonces tan profundamente azul como hoy, el firmamento no menos luminoso que ahora, el clima tan suave y benigno, y la tierra, la costa, los ríos y las montañas, poco o nada han alterado su posición, a pesar de los dos mil años transcurridos. En aquel entonces la vida en las costas mediterráneas, sólo conocía dos factores; la guerra y el tráfico. Las artes griegas y la cultura, a las que también rendía homenaje Roma, fueron una brillante consecuencia de la expedición de Alejandro a Egipto, y que, a pesar de los pueblos fron­ terizos, penetró hasta el interior de Asia, dulcificando la existencia, haciéndola más apacible y con un sentido más profundo. La cultura griega formó la vida de las altas cía-

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ses sociales, y a pesar de sus debilitadas fuerzas, prestó un admirable esplendor a aquellos rudos tiempos. Sin embargo, las dos fuerzas dominantes eran la conquista y el lucro. Entonces la guerra parecía tan natural, como hoy la juz­ gamos execrable anormalidad. Los barcos que surcaban el Mediterráneo conducían de continuo mercaderes, esclavos, mercancías o soldados, y con menos frecuencia embajadores investidos de diplomáticos poderes, sabios deseosos de visi­ tar países desconocidos y artistas llamados por un Mecenas, dispuesto a aprovecharse de su talento. No estaba exenta de peligros la travesía marítima, ni eran las tempestades lo único que amenazara a las embar­ caciones. Sobre ellas se cernía el temor a los terribles pira­ tas, ávidos de pillaje; pero después de la vigorosa batida que les dió Pompeyo en el año 67, mejoró notablemente la situa­ ción, pues antes de eso, los piratas dominaban mares y cos­ tas, como invencible potencia. El centro de sus actividades lo establecieron en Cilicia, la provincia romana del Asia Menor. Desde allí, salían para sus sangrientas expediciones, atacando a los barcos en alta mar, y haciendo razzias en islas y pueblos costeños. Las continuas discordias que divi­ dían a los romanos eran favorables a sus punibles empresas, y muchos hombres de calidad, que en las guerras civiles perdieron sus bienes, se unieron a los corsarios, como rápido medio de recobrar su riqueza. Los piratas poseían depósitos de armas y excelentes barcos ligeros, cuyo número no baja­ ría de 1000, dotados de bravas tripulaciones. Ya llevaban asoladas más de 400 ciudades y aldeas, antes de los tiempos de Pompeyo. Su poder era omnímodo sobre el Mediterrá­ neo. Fácil es de comprender lo mucho que estos incesantes robos perjudicarían a la navegación mercante, pues la teme­ ridad de los corsarios sólo era comparable a su fuerza. Vivían rodeados de un lujo bárbaro, muy semejante al de algunos decadentes e insensatos principes de la antigüedad. En mu­ chos barcos tenían mástiles dorados, velas de púrpura y remos de plata. Con esto se demuestra la mentalidad de

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aquellos hombres, que no sabiendo conservar los bienes ro­ bados, los derrochaban en locas fantasías. También se cuenta que en los barcos piratas reinaba el más desenfrenado liber­ tinaje; es decir, que el mar no sólo vió correr la sangre en escenas de robo y matanza, sino que también oyó la música y el chocar de los vasos de las orgías. Según parece, uno de sus característicos pasatiempos consistía en lo siguiente: cuando caían en su poder algunos prisioneros romanos, si­ mulaban profunda aflicción, por haberlos cogido, manifes­ tándose dispuestos a devolverles en el acto la libertad; man­ daban bajar la escala y, con irónica solicitud, obligaban a los cautivos a descender por ella, lo que para ellos, natural­ mente, significaba el encontrar la muerte entre las olas. También se dijo que los piratas practicaban misteriosos ritos, y a ellos se atribuye el haber ‘raído a Roma el sangriento culto de Mithra, que procedía de Persia. Tan insoportable se hizo su despotismo, que por fin el Senado encargó a Pompeyo que les hiciera la guerra en toda regla, poniendo a su disposición quinientos barcos y 120.000 hombres. Sólo necesitó cuarenta días para obtener una victoria completa. En las mismas aguas de Cilicia dió a los piratas una memo­ rable batalla, de la que sus fuerzas salieron casi ilesas. Una vez dominado el peligro más inmediato, renació el comercio marítimo. Pero aun no habían desaparecido por completo los corsarios de las aguas del mar, y de vez en cuando, algún hecho sangriento daba testimonio de su presencia. En aquella fecha no existía una navegación regular como la que ahora tenemos. Sólo se embarcaba la gente cuando algún poderoso motivo obligaba a cruzar las aguas, y los barcos eran mucho más pequeños que los actuales. Oigamos la enumeración de los más importantes bajeles: las galeras del rey Pirro, de Epiro, con siete filas de remeros; las de Alejandro el Grande, que contaban diez; ocho tenían las del más tarde rey Lisimaco, y uno de los reyes de la estirpe alejandrina llegó a tener un barco de veinticinco filas de remeros. Aun le aventajó otro soberano de la raza

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de los Ptolomeos (a la que pertenecía Cleopatra), que po­ seyó un barco dotado con cuarenta filas, yuxtapuestas, de remeros, y al cual daban impulso cuatro mil esclavos. Tam­ bién habla la historia de un bajel del tirano de Siracusa, que estaba provisto de un faro. Pero estas construcciones nava­ les se conceptuaban como verdaderas excepciones, y aun cabe la duda de si podría moverse un barco al compás de tantas filas de remos. Ya ofrecía serias dificultades el avan­ ce, cuando se trataba de que tres o cuatro barcos de reme­ ros, se movieran a compás, y fácil es de calcular lo que sucedería si éstos se multiplicaban hasta treinta o cuarenta. Es probable que la exacta traducción de las palabras biremen, tiremen y quinqueremen, no sea el número de barcos de remeros, sino las medidas de la capacidad del barco. Los mercantes eran mayores y mejor construidos que los de guerra, y esto les hacía temer las borrascas más que las batallas. La construcción era mucho más rápida que la moderna; sólo así se comprende que Escipión el Viejo, pudiera organizar una flota de 220 barcos en 45 días, y esta misma celeridad explica el que los barcos tuvieran, escasa resistencia contra las tempestades. Por regla general, los barcos navegaban a lo largo de la costa o haciendo esca­ las en las islas, sin perjuicio de tomar rumbo recto cuando así lo exigían imperiosas circunstancias. En el animado tráfico del Mediterráneo, que se des­ arrollaba desde Asia a Europa, sólo había una ciudad im­ portante en las interminables costas de África, y era Ale­ jandría, la capital de Egipto y corte de los Ptolomeos. No sólo era ésta la ciudad de mayores proporciones de la costa mediterránea, sino de toda la antigüedad, y en ella se con­ centraba el comercio de tres partes del mundo: Europa, África y Asia. A ella acudían, ávidos de conocerla, habi­ tantes de Atenas, Corinto, Efeso, Antioquía y aun de la misma Roma, que a su regreso se hacían lenguas del lujo, magnificencia y animación que allí reinaba. Supongamos que durante el mando de Ptolomeo XIII,

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padre de Cleopatra, quisiera un griego visitar Alejandría; mucho antes de llegar a su puerto le sorprendería la vista de la imponente torre luminosa de Faros, considerada como una de las siete maravillas de la antigüedad, y si durante la noche se acercaba el barco a la ciudad, los rayos de aquel potentísimo foco vendrían a saludarle a la distancia de JO kilómetros largos. En el extremo superior de la elevada torre (400 pies de altura) se robustecía el resplandor de la luz, por medio de procedimientos técnicos. Su existen­ cia era una prueba convincente del poderío económico y político de Alejandría, cuya fundación se debe a Alejandro el Grande. Mas el gigantesco farol, tenía al mismo tiempo indiscutible valor práctico. Mientras que las costas del Mediterráneo por Grecia, Sicilia, Creta, Chipre y Siria, po­ dían distinguirse por sus montañas, el terreno que rodea a la capital de Egipto es tan llano, que la orientación hacíase difícil para los barcos, sobre todo de noche. Además, en aquellas aguas abundan los escollos y peligrosos bajos; pero la luz del faro, desde muy lejos, enseñaba el camino del puerto. La torre se erguía sobre unas rocas sepultadas en el mar, en la isla de Faros, cuyo nombre se dió a la cons­ trucción, y que estaba situada al este del puerto de Alejan­ dría. Al pasar el barco cerca de la torre, el observador podría ver que ésta constaba de tres pisos y era de mármol blanco, estando a la derecha según se viene del Noroeste. El panorama que se ofrecía a los ojos del pasajero, por la parte izquierda según se entraba en el puerto, era de los que por su grandiosidad cautivan la vista; no exageraron las alabanzas los que refirieron con entusiasmo las primeras impresiones que les causó la vista de la gran ciudad. Nin­ guna de las que se extienden por las costas de Grecia o del Asia Menor, podría compararse con ella. ¿A dónde volver la vista? ¿Cuál de los palacios o templos que en incontable número reclaman nuestra atención ha de ser el primero que contemplemos? Los palacios se alinean unos al lado de otros, todos del más puro gusto griego, y construidos con deslum­

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brador mármol blanco. Algunos ostentan amplias terrazas o soberbias columnatas, adornadas con estatuas y bajorre­ lieves. Si el forastero maravillado pregunta a algún mari­ nero o campanero de viaje qué son aquellos suntuosos edi­ ficios, la respuesta será: que en el extremo izquierdo, en la península de Logia que limita el puerto por el Este, se ve en primer término el templo de la poderosa diosa egipcia Isis, y la fila de construcciones que sigue son los palacios reales, a cual más fastuoso, por ser costumbre entre los so­ beranos de la raza de los Ptolomeos, que cada uno se hiciera construir su propio palacio, por supuesto rodeado de ex­ tenso jardín. La frondosidad y artística disposición de éstos, no era inferior a la esplendidez de los edificios. Al final de la lengua de tierra hay un pequeño puerto cerrado, al que sólo tienen acceso los barcos reales. También por ese lado y hasta llegar al centro de la ciudad, se extiende la no. inte­ rrumpida ladera de palacios reales; sobre una colina, pero bastante cerca del puerto, se levanta un teatro, dedicado a Dionisio, el divino fundador de la dinastía ptolomea, que dominó el espíritu griego mejor que ninguno de los semidioses. Sigue el Mercado, henchido de gente, lo mismo que el puerto. La islita situada a la entrada de éste se llama Ante Rodas, para distinguirla de la verdadera isla de Rodas. Aquel imponente edificio es la Biblioteca, cuya fama se extiende por todo el mundo, y que encierra varios cientos de miles de volúmenes: es la mayor que existe en toda la tierra. Inmediatos están el Museo y la Escuela alejandrina. Un poco más lejos, el templo de Poseidón, y sobre este des­ lumbrador conjunto de palacios, templos y edificios pro­ fanos, descuella en el centro de la ciudad el soberbio san­ tuario del dios Pan, el alegre y siempre enamorado sátiro de los bosques; el guardián de los rebaños, y al que se con­ sidera como símbolo de la apacible Naturaleza. En el mismo pretil del muelle, los docks y los depósitos de mercancías se suceden hasta llegar a un dique al que se da el nombre de Heptastadium, porque tenía siete estadios

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(*) de largo, y pasando por el puerto, pone en contacto la ciudad con la isla de Faros. En él se ha establecido una cañería de agua, que lleva la del Nilo a los habitantes de la isla. En la misma Alejandría, otra canalización abastece varias enormes cisternas, de las que, mediante un módico censo, se provee de agua el vecindario, mientras que los ricos y poderosos tienen agua corriente en sus palacios. Siguiendo con la vista el Heptastadium, el observador va volviéndose hacia la isla, en la que al principio sólo admiró la torre luminosa. También en la primera se en­ cuentra una ciudad completa en pequeño, con templos, edificios públicos y un hermoso mercado. El Heptasta­ dium tiene en dos sitios distintos puentes que le ponen en comunicación con los otros muelles; el Eunostu, que quiere decir feliz regreso, no tiene la misma importancia que los muelles orientales, aunque también sea útil al comercio, y en sus pretiles abunden los docks y depósitos de mercan­ cías. Un canal, que atraviesa la ciudad entera, pone en comunicación el puerto y el gran lago Marea, situado al sur de Alejandría, y desde allí, formando una red de cana­ les, se extiende hasta el Nilo, estableciendo así una vía acuá­ tica directa, entre el mar y el Nilo. Mientras tanto, el barco se ha acercado al muelle para fondear. Las aguas son tan profundas que permiten acer­ carse a tierra hasta a los barcos de mayor calado. El muelle está pictórico de ruidosa animación. La capital de Egipto, no obstante los terrores que encierra, tiene 300.000 habi­ tantes libres, y si a éstos se unen los forasteros, soldados y esclavos, la cifra se elevará hasta muy cerca de un millón. Todo el comercio de Egipto por el Mediterráneo se con­ centra en la gran ciudad. En ella desembarcan los mejores productos del interior de África, Arabia, las Indias, y hasta (1)

Cada estadio comprende 168 metros.

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la China, tales como objetos preciosos, marfiles, variadas especies, frutas raras, pedrería, comestibles y vinos. También Alejandría y el Nilo se comunican por me­ dio de canales con el Mar Rojo y las ciudades que existen en la costa oriental del mencionado mar, tales como Arsinoe y Berenice, tienen que agradecer la existencia al poder de los Ptolomeos. No son únicamente mercancías lo que acude a aquel emporio de riqueza, también desembarca en sus muelles numerosa representación de todas las razas cono­ cidas que existen en el mundo. Esto, en ninguna parte es tan visible como en los muelles, verdadero punto de reu­ nión de todos los que viven con los variados trabajos que ofrece el incesante tráfico de los barcos. Allí se encuentran, en primer lugar, egipcios, y después griegos, armenios, per­ sas, árabes, sirios y nubios, que de un modo u otro se ganan la vida con más o menos esfuerzo. Se ven hasta troglo­ ditas que habitan en las cavernas de la costa del mar ará­ bigo, y chinos. Añádanse los mercenarios procedentes de todos los países Ubres: romanos, griegos, ilirios, tracianos, etcétera. Es una mezcla de razas como jamás la ha vuelts a haber. Y como en todas las épocas ha sucedido en los puertos de importancia, no faltaban en éste numerosas me­ retrices de todas las graduaciones, ansiosas de substraer el dinero a los hombres, iniciándoles al par, en los placeres de Afrodita. A través de semejante ruidosa, excitada y gesticulante multitud tienen que abrirse paso los recién venidos. Si to­ man un guía para recorrer la ciudad, lo primero que les enseñará será la ancha calle que atraviesa Alejandría en toda su extensión de Norte a Sur, cruzándose con otra, de las mismas proporciones, que se extiende de Este a Oeste. El inventor de este sistema de calles rectas, cortadas por otras en ángulo recto, es Hippodan v un filósofo y arquitecto que alcanzó la época del gra 2. rieles De la escuela de éste salió el hombre que trazó el plano para Alejandría y cuyo nombre fué Dinócrates. ¡Qué diferente es la vista

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que ofrece esta ciudad a la de Roma! Allí, las calles son en su mayoría estrechas, torcidas y sin pavimentar. Por las de Alejandría pueden circular vehículos y jinetes en todas direcciones; casi todas están empedradas, las dos vías principales miden 30 metros de ancho, y tanto el historiador Diodoro, que visitó la capital de Egipto unos sesenta años antes de Jesucristo, como el geógrafo Estrabón, que vino a ella en tiempos de Augusto, están de acuerdo al concep­ tuarla como la ciudad más hermosa y rica del mundo. Más tarde, escribe de ella un literato romano: "Tan pronto como hube pasado la Puerta del Sol (puerta del Norte o Este) quedé asombrado de la vista que ofrecía la incomparable ciudad. ¡Jamás disfrutaron mis ojos de mayor recreo!". No podía ser otra la impresión que produjera sobre todo extranjero. También en la gran avenida Norte a Sur, que con­ duce a la dársena de Alejandría, se tropieza con la misma mezcla de razas que en el puerto, con la diferencia de que en ésta ya se encuentra entre ellas a algunas personas de ¿alidad. Eran éstas macedonios, con la clámide echada so­ bre los hombros; griegos vestidos a usanza de su país con el chitón y el himatión; romanos con túnica y toga; mu­ jeres griegias vestidas con ropajes de colores, recogidos con artísticos pliegues sobre el seno, o por medio de un cinturón sobre las caderas. Los esclavos sólo vestían la sencilla ca­ misa blanca llamada chitón. Aquí, lo mismo que en otros sitios de la ciudad, cocineros ambulantes ofrecen al pueblo su mercancía, que suele ser lentejas cocidas. A uno y otro lado de la calle alíneanse palacios, edificios públicos, tem­ plos, sinagogas y columnatas, en los que se encuentran colo­ readas imágenes de ídolos griegos o egipcios. Los jardines que rodean estas construcciones están cuajados de las más preciadas flores, que prestan especial encanto a la urbe, comunicándole algo de embalsamada suavidad. Junto a los edificios públicos, empiezan a mezclarse viviendas parti­ culares, construidas en estilo griego o egipcio. La mayoría

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de estas moradas constan de varios pisos. Fuerza es convenir en que el pueblo vive amontonado y ocupando el menor espacio posible, para no privar de extensión a los palacios reales, viviendas de los magnates palatinos y edificios pú­ blicos, que ocupan más de la tercera parte de la ciudad. Los negocios abiertos, vulgo tiendas, ocupan generalmente la planta baja de las casas, que están al mismo nivel de la calle. Ya ha llegado, por fin, el extranjero al cruce de las dos vías principales, que será embellecido con la construc­ ción de una magnífica puerta monumental. En este punto céntrico, la concurrencia es siempre muy numerosa, pues acude la muchedumbre por todas las direc­ ciones. El griego indeciso, no sabe hacia dónde encaminar sus pasos; por fin toma por la calle que divide la ciudad de Este a Oeste. Se la designa con el nombre de Ancha o Carrera, mide 30 estadios de largo y por ambos lados está bordeada de suntuosos palacios, señoriales viviendas y toda clase de hermosos edificios. Desde allí, es el mejor punto de vista para que el recién venido contemple el Paneum. Está situado en una artística meseta, a la que se sube por un camino en forma de serpentina, que conduce a la gruta dedicada al dios Pan. Desde allí, se disfruta del maravilloso panorama de la ciudad entera. Siguiendo su camino, el griego no tarda en llegar al Sema, donde está el sepulcro de Alejandro el Grande y los de los reyes Ptolomeos. Pero dejando para otra ocasión el visitar la ciudad Sagrada, dedica su atención a contem­ plar con interés el Gimnasio, que mide un estadio de largo y está rodeado por una hermosa columnata. Como en todos los gimnasios de Grecia, sólo jóvenes griegos tienen derecho a practicar en él ejercicios corporales, recibir instrucción intelectual y tomar parte en la enseñanza de la música. De ahí la durable preponderancia del espíritu griego y del sentimiento helénico de la vida. Los efebos de unos 18 años, practican desnudos los ejercicios gimnásticos, en presencia de sabios y artistas, que se regocijan con las hermosas figu­

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ras de los adolescentes, mientras que hacen a éstos pregun­ tas científicas. La columnata está adornada con estatuas de dioses, muy especialmente de Eros, Hércules y Hermes. Este sistema permite la simultánea y armónica educación del cuerpo y del alma. Rodeado de un jardín, no menos espacioso que el del Gimnasio, está el edificio que contiene el más alto tribunal del reino. Lentamente, el extranjero lleva sus pasos a otra parte de la ciudad, hacia Kha.k.otis, que así se llama el antiguo barrio egipcio. Es decir: éste era el nombre de la aldeíta que existía en este mismo sitio antes de que Alejandro fun­ dara la ciudad y por eso, recién construida ésta, se llamó al principio Alejandría-Rhakotis. Era ésta una mísera al­ dea, que, muy lejos de compartir el deseo de Alejandro, al crear un emporio en el que se reunieran los productos de tres partes del mundo, acostumbraba despedir a los im­ portunos forasteros por medio de sus guardas y pastores. La población es aquí casi exclusivamente egipcia, lo mismo que el estilo de los edificios, que, por lo miserables y poco decorativos, forman contraste con los de las otras partes de la ciudad. Por fin, el extranjero llega a Necrópolis, la ciudad de los muertos, que, siguiendo la costumbre griega, se halla inmediata a la de los vivos. Los habitantes de aquella parte de la ciudad vivían casi todos del embalsamamiento y entie­ rro de los cadáveres. Como lo primero necesitaba mucho tiempo, unos 70 días por término medio, no faltaban en el barrio posadas y hospederías en las que pudieran alojarse los parientes y amigos, para esperar las fúnebres ceremo­ nias. Los griegos y romanos, siguiendo también aquí las costumbres de su patria, quemaban o enterraban los muer­ tos, en lugar de embalsamarlos, como los egipcios. Ésta era una antigua y delicada operación que requería conocimien­ tos especiales. Venia practicándose desde hacia mil años, aunque, naturalmente, con numerosas modificaciones. An­

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tes de que se estableciera ese uso en Egipto, se contentaban con poner a los difuntos sentados, que, según la creencia egipcia, es la postura que deben tomar antes de la resu­ rrección. En Alejandría hizo escasos progresos ese arte, lo que se explica perfectamente por el largo dominio que en ella tuvieron los elementos griegos. En la capital, las momias no estaban ni con mucho preparadas con la perfección que un par de siglos antes demostraban los de Menfis o Tebas. Las diferencias entre pobres y ricos no quedaban borradas ni aun con la muerte. El cadáver de un pobre se dejaba sencillamente echado sobre sal, durante 30 ó 40 días, por ser el procedimiento más barato, pero la conservación de estas momias también es proporcionada a lo reducido del gasto. En el embalsamamiento de las personas pudientes se emplea el sodio, el asfalto y toda clase de bálsamos, hierbas y materias adherentes. Todos los cadáveres se vacían, y las entrañas e intestinos se llevan a un templo, volviendo des­ pués a colocarlos en el cuerpo. Éste, por último, se envuelve en estrechas vendas de lienzo, cuyo largo no baja de unas 400 varas. A esta costumbre debe gran parte de su impor­ tancia la industria de lienzos en Egipto. El ya embalsamado cuerpo de un pobre, se mete en una sencilla caja de palmera, en tanto que el cadáver de un hombre de posición, se coloca en lujoso ataúd de made­ ras preciosas o mármol. En los sepulcros, principalmente, es donde se demuestra la situación pecuniaria de los sobre­ vivientes, y por lo tanto, los hay muy distintos unos de otros, viéndose al Este, en los jardines de los poderosos, se­ pulturas más fastuosas que en la misma Roma. Y también aquí, en el Sudoeste, se pueden ver, bajo las rocas calcá­ reas, las tumbas subterráneas de algunos ricos. Justamente, se aproxima un entierro egipcio. El ca­ dáver descansa sobre un vehículo semejante a un trineo arrastrado por becerros. A la cabeza del fúnebre cortejo marcha un sacerdote agitando un incensario, mientras que

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otro salpica la tierra con el agua de un hisopo. En torno del ataúd gimen las plañideras, que, dando saltos, agitan el aire con unas ramas, para espantar a los demonios, y después del muerto van los parientes y amigos. El mo­ mento de enterrar el cadáver reviste muchí. solemnidad, por los antiquísimos ritos y formalidades a que va unido. Sobre todo, las mujeres se despiden del difunto de un modo verdaderamente desgarrador. Todas visten trajes de luto, que son de un azul muy claro. Pero el forastero toma la dirección del Sur, hacia el lago de Marea. Por el camino, y, además de las murallas de la ciudad, reclama su atención la vista de maravillosos templos que sumen en profunda admiración a cuantos los ven. El de Serapis, precedido de una soberbia escalinata de cien escalones, hace pensar en los misterios de esa divinidad, y exclama el griego: "¡Qué difícil es comprender la religión egipcia!”. Y más difícil aún en Alejandría, donde la complicada mito­ logía egipcia se mezcla con la griega y la romana. También los griegos, desde el tiempo en que conocieron Egipto, pusieron los nombres de sus dioses a algunas deida­ des egipcias que tenían cierta semejanza con los primeros, haciendo casi imposible el averiguar con certeza si se trata de un dios egipcio o griego. Así es posible que una Atenea sea en realidad la diosa Nesth; un dios designado con el nombre de Apolo puede que sea Horus, el hijo y vengador de Osiris; una Afrodita, la Isis; un Zeus, Ammon, y Helios, el egipcio dios del sol Ra. Pero con el curso de los tiempos y por la unión de ambas culturas, se han formado dioses mixtos, que reúnen el doble carácter griego-egipcio. A esto hay que añadir que los Ptolomeos en Egipto, igual que los Faraones, erah venerados como divinidades. Algunos de ellos tienen culto y sacerdotes propios, o bien su culto va unido al de Alejandro el Grande, al de otros Ptolomeos o al de los mismos dioses egipcios. Así vemos que Ptolomeo I, el fundador de la actual dinastía reinante, comparte el culto con Amonrasonther en Tebas, la antigua

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capital del país. La reina Arsinoe II, esposa del segundo Ptolomeo, es adorada en Fayum, provincia del alto Egipto, junto con el dios Suchos o Sobek, divinidad acuática pro­ tectora de los cocodrilos. En Alejandría existe un culto común para Isis, Serapis y los dioses Ptolomeos. Esto hace posible el que se venere al mismo tiempo a Zeus y a las reales divinidades ptolomeas. Estas uniones y mezclas de las religiones egipcia y griega, es una de las características demostraciones de la altura cultural de Egipto, y muy espe­ cialmente de Alejandría, bajo el dominio de los Ptolomeos. La influencia de las divinidades egipcias y orientales dejábase sentir con creciente intensidad en Grecia y Roma. Pero la maravillosa fantasía de los griegos, que supo perso­ nificar en sus dioses todas las fuerzas de la Naturaleza, como el combate, el amor, el fuego, el viento, el eco, etc., que pobló bosques y prados con las figuras de sus ninfas, sátiros, silenos y centauros, estaba paralizada desde el siglo tercero, desde la pérdida de la independencia del Estado y el adve­ nimiento de diversas escuelas de filosofía, según las cuales los dioses sólo eran la sombra de antiguos y poderosos reyes, o más bien alegorías, y desde que la cultura griega se exten­ dió sobre gran parte de África y Asia. Por eso el alma griega dió fácil entrada a las deidades orientales, mas ¡qué notable contraste ofrecían la libertad, optimismo y admirable ligereza de los dioses griegos con los egipcios! Los mitos y gestas egipcios, nada tienen de ale­ gre ni poético, son leyendas sombrías, multiformes, a veces profundísimas y siempre enigmáticas. De ahí que las dos religiones, por muy unidas que estén, no llegaran a fundirse nunca en una, y así como el culto de Afrodita y otros dioses griegos se extendió hasta la misma frontera etíope, así en Roma, Atenas y otras ciudades se levantaron templos a Isis, la Magna Mater de Oriente. El pueblo egipcio es por naturaleza conservador, y sus sacerdotes no escasean esfuerzos para mantenerle en ese esta­ do, asegurando con ello su dominio. Las nuevas corrientes

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religiosas no deben derrocar las antiguas, sino amalgamarse con ellas. El culto egipcio, en su origen, £ué un culto ani­ mal, que fue transformándose a medida que la superior cultura de los pueblos trajo nuevas ideas religiosas. En Gre­ cia, por el contrario, hay pocas demostraciones de que haya existido también allí el culto de los animales. De la unión de este último con el de los dioses en forma de personas, na­ cieron en Egipto los dioses monstruosos, las divinidades con cuerpo humano y cabeza de animal o al contrario, como la Esfinge, con cabeza de mujer y cuerpo de leona. Así vemos a Ammon con mezcla de carnero, a Sebak con cabeza de cocodrilo, y a la diosa Bast con medio cuerpo de gato. Sólo dos dioses fueron adorados al mismo tiempo en todo el país y eran el dios del sol, Ra, y el dios de figura humana, Osiris. Mas también el primero se transformó con el curso de los tiempos, fusionándose en la poderosa divinidad que desde larga fecha se conoce bajo el nombre de Ammon-Ra. Tiene su principal culto en Tebas y el más famoso de sus templos es el que está en el oasis del desierto líbico. Osiris es el príncipe de los muertos. La tradición dice que reinó en Egipto, prodigando a su pueblo toda clase de beneficios. Habiendo sido asesinado a traición por su her­ mano Seth, resucitó y sigue reinando al otro lado de la vida. Lo mismo que él, todos los seres humanos resucitan después de la muerte. Osiris personifica en varias formas el pensa­ miento de la resurrección, y en sus inscripciones se encuen­ tran todos los usos fúnebres y la doctrina de la inmortalidad. Los egipcios creen que al otro lado de la muerte continúa la vida y las mismas costumbres de este mundo. Quien posea extensos conocimientos de magia, que tan importante papel representa en la religión egipcia, puede conseguir ocupar en el otro mundo una elevada posición, aunque en éste sólo haya sido un pobre diablo. Serapis es igualmente un producto de las religiones griega y egipcia mezcladas, predominando en su divinidad el elemento de la última. Consta del dios Osiris y está unido

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con un toro que, en punto de celebridad, no debe andar lejos del famoso Apis de Menfis. También son egipcios los sacer­ dotes del Serapeum. Este dios es el que adoran los griegos con el nombre de Zeus o Plutón, los romanos bajo el de Júpiter y los persas como el dios del sol. Al mismo tiempo es uno de los dioses de la salud, y la multitud que constante­ mente llena el vastísimo edificio, acude a él no sólo para venerar al dios, sino para obtener la curación de achaques y dolencias. También la turba de creyentes recibía los conse­ jos y augurios del oráculo. Muchos eran los templos con que contaba Serapis en Egipto, mas ninguno de ellos podía compararse en lujo y grandiosidad al de Alejandría, y de ahí su preponderancia en la ciudad, que al igual de la de Isis, íbase extendiendo gradualmente a todos los territorios en los que dominaba la cultura griega. ¡Qué contraste ofrece el Serapeum con el Estadio, si­ tuado en sus inmediaciones! En él tienen lugar los juegos atléticos y posee un carácter esencialmente griego. Tam­ bién, lo mismo que en Grecia, se celebran frecuentes cam­ peonatos para premiar al que es más rápido en la carrera, arroja más lejos el disco o la jabalina, o queda vencedor en la lucha a brazo o puñetazos. Por último, llega el griego a la dársena de Alejandría, en el imponente lago Marea, y un nuevo mundo se abre ante sus asombrados ojos, pues sólo ahora tiene ante ellos al ver­ dadero Egipto. Aquí llegan los barcos desde el Nilo y des­ cargan sus mercancías, a menos de que no sigan hasta el puerto por el canal, siendo el movimiento y animación supe­ riores a los del muelle marino, porque Egipto exporta más géneros de los que importa. Los barcos transportan trigo y hojas de papirus, trabajadas en su mayoría en la capital, y también a veces consiste la carga en aceite, sedas, especias, oro, plata y piedras preciosas. Las artísticas alhajas y obje­ tos de adorno trabajados en Alejandría son muy celebrados, así como su cristalería y cerámica, y entre los grandes y

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pesados barcos de carga se balancean graciosamente las lige­ ras embarcaciones de lujo de la gente rica. En el mismo lago existen islas en las que están situadas hermosas casas de campo rodeadas de frondosos jardines, y hasta la misma orilla del agua se extienden las cepas, que pro­ ducen un vino muy apreciado por los epicúreos, aunque no tan pesado como el de Siria. El pueblo se contenta con be­ ber el vulgar vino de la costa líbica, o la cerveza de cebada. Todo el litoral es sumamente fértil; allí crecen el arbusto del papirus y las judías egipcias; jardines y huertos se suceden en sus orillas, siendo los lugares predilectos para las excursiones de las hermosas alejandrinas y sus apuestos acompañantes. ¡Qué fácil y seductora parece la existencia de la gente bien nacida y opulenta, mientras que el pueblo y los esclavos sólo conocen los rigores de un incesante y duro trabajo! Lleno de las nuevas impresiones recibidas, nuestro ex­ tranjero retrocede tomando la dirección del Norte, para juzgar, después de la riqueza y el trabajo, el tercer elemento de la vida alejandrina, siempre interesante a los ojos del ser educado: nos referimos al Museo y a la Biblioteca. Ptolomeo I, el fundador de hecho de ambas institucio­ nes, obró en el sentido de Alejandro el Grande y hasta en el de Aristóteles, el grande amigo de los libros, al crear en la recién fundada Alejandría un hogar para la vida intelectual griega. En un principio, las colecciones de libros sólo eran privilegio de los soberanos, que los reunían en un ala de su mismo palacio. Mas-no tardaron éñ ser puestos a la dispo­ sición de los eruditos de la capital. El Museo es un centro de enseñanza científica, donde, siguiendo el ejemplo de Pla­ tón, se practica el culto de las musas, a las que está dedicado. Además del Museo y de la Biblioteca existe la Escuela alejan­ drina, a la que debe gratitud la posteridad, por haber salvado muchas obras de la literatura griega e infundido nueva savia del genio griego en el terreno de la ciencia. Las habitaciones más importantes del Museo son una

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gran sala de descanso, otra para pasear y sostener doctas di­ sertaciones y un inmenso comedor. Si el griego, cuyos pasos vamos siguiendo, es hombre instruido no dejará de poseer algunos conocimientos sobre la vida intelectual de su patria y de Egipto, desde los tiempos antiguos hasta los de la fun­ dación de la Biblioteca y del Museo, y, por consecuencia, sabrá las notables diferencias que separan a las escuelas de sabiduría griega y egipcia. En Egipto, en tiempo de los Faraones, las escuelas que gozaban de más renombre eran las de Menfis, Tebas y Heliópolis. Estando la enseñanza en manos de los sacerdotes, como es lógico, tenía ésta un carác­ ter marcadamente religioso, y allí se aprendía religión, las leyes del país, los deberes de la moral, escritura, gramática, historia, geometría, agricultura y astronomía, pero nada de lo que se consideraba en Grecia como lo más importante del saber humano; es decir, filosofía, dialéctica, lógica y metafísica. También tuvieron los griegos escuelas regentadas por sacerdotes antes del siglo quinto, pero los conocimientos que en ellas se aprendieron, tanto en la parte moral como en la científica, difirieron mucho de los obtenidos en las escuelas egipcias. En Grecia, poetas, artistas y rectores proclamaban entonces la libertad de las ciencias. Jenófanes fundó en Elea (costas occidentales de Italia) la escuela eleática y dió a conocer las teorías panteístas. Pronto se entablaron acalo­ radas polémicas sobre los temas de literatura, política y reli­ gión. Según Tales, ya en el siglo sexto antes de Jesucristo, se encuentran huellas de los más diversos temas espirituales: el materialismo, el idealismo y el monoteísmo. Se discutía sobre la existencia de los dioses y la inmortalidad de las almas. Todo esto habría sido absolutamente imposible en Egipto, pues en Alejandría los sabios estaban al servicio de los reyes. Se les daba toda clase de facilidades para entre­ garse al estudio; pero a medida que los Ptolomeos fueron perdiendo el interés por las ciencias y las artes, inicióse la decadencia en la escuela alejandrina. Los lazos que unían

al mundo intelectual helénico y egipcio, no fueron obra deliberada de reyes o sabios, sino espontánea manifestación del natural desarrollo. Los primeros reyes Ptolomeos, sintiéndose macedonios o helenos, despreciaban a los egipcios, tratándolos como va­ sallos. Si después fundaron la Biblioteca y el Museo, si atra­ jeron los más famosos sabios de Grecia a la capital, poniendo a su disposición todos los medios necesarios para sus inves­ tigaciones científicas, f ué sólo con el íntimo deseo de aumen­ tar el esplendor de Alejandría, elevando su propio dominio. En cambio, en Grecia, la filosofía, las artes y las ciencias, ocupaban altísimo lugar en el mundo helénico. Al pasear nuestro extranjero por los ámbitos del Mu­ seo, del que tantos chispazos de sabiduría llegaban a la men­ talidad griega, no podía menos de recordar a los hombres célebres que allí se distinguieron. El primer puesto corres­ ponde al peripatético Demetrio de Falera, al que se debe probablemente la idea de la fundación del Museo y la Bi­ blioteca, y que fué consejero de Artes del primer rey Ptolomeo. Después viene Filetas de Kos, notable gramático, maestro del segundo Ptolomeo (que tanta afición demostró a las artes) y autor de galantes y eróticas poesías. Sigue el filósofo Hegesias, el cual predice con tanto convencimiento el pesimismo, que desencadenó una epidemia de suicidios con Til.1; dwctPlTiaS; HRuclides, el padre de la geometría, y, por último, el filólogo y médico Herófilo, el primero que, des­ deñando prejuicios, se atrevió a seccionar un cadáver. Es de suponer que a él se debe la creación de un Instituto ana­ tómico, en el que se profundizó e hizo más extenso el cono­ cimiento de los órganos del cuerpo y sus funciones. También es preciso reconocer que el primero de los Ptolomeos no sólo fué soberano, sino también autor: escri­ bió unas extensas memorias. Bajo el reinado de Ptolomeo II, Zenodot de Éfeso consagró su vida entera a las obras de Ho­ mero, echando con ello los cimientos a las investigaciones que más tarde se hicieron sobre este genio de la poesía. Por

ESTATUA DE UNA REINA EGIPCIA (1400 a. de J. C.)

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entonces empezó también la Septuaginta, la traducción de la Biblia al griego, tarea que duró cien años. Se hizo un catálogo para la Biblioteca, estableciéndose la costumbre de comprar manuscritos a los famosos literatos. Entre los poe­ tas sobresalía Calimaco por sus epigramas y elegías, y Teócrito de Siracusa, el más alto representante de la poesía bucó­ lica griega. Descartóse, lo mismo de la vida que de la poesía, lo grande y heroico, dando la preferencia a la pintura en miniatura y a la descripción de detalles. El tercer Ptolomeo demostró suma inclinación a las ciencias, especialmente a las matemáticas. Bajo su reinado, dos siglos antes de César, se llevó a cabo una reforma del calendario, y el nombre principal de aquella época fué el de Eratóstenes, el maestro de geografía y la Cosmografía matemáticas. Midió la extensión de la tierra y levantó un plano de ella, con grados de longitud y latitud. Las luchas de la política interior que enturbiaron los tiempos siguien­ tes, hicieron, como es natural, sufrir a las artes y las ciencias. Para librarse de persecuciones, muchos sabios huyeron de Alejandría, estableciéndose en Pérgamo, Sicilia, Samos y Rodas. Estas rivalidades fueron causa de un nuevo floreci­ miento de las ciencias, principalmente, en los campos de la astronomía, geometría y geografía. Apolonio de Pérgamo, que se ocupó de la marcha del planeta y de su forma esférica, pertenecía a la escuela alejan­ drina. También tenía puntos de contacto con ella Arquímedes de Siracusa, el más genial de los matemáticos y físicos, e igualmente Hiparco, el grande astrónomo y creador de la astronomía científica, estaba en estrechas relaciones con Alejandría. Después de varias observaciones, compuso un catálogo en el que mencionaba, con oportunos esclareci­ mientos, 1.028 estrellas. El peripatético Aristarco, quien declaró que el sol y las estrellas fijas eran inmóviles, y que la tierra, sostenida sobre su propio eje, volteaba en torno del sol, daba, sin embargo, la preferencia a la escuela de Samos sobre la de Alejandría. Pero más tarde, unos cien años antes

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de Jesucristo, la escuela alejandrina recobró todo su brillo con Herón, que, después de Arquímedes, se considera como el mayor físico del mundo; en su obra Pneumática se des­ criben ochenta aparatos movidos por el aire o el vapor. La escuela alejandrina no dió ningún nuevo impulso a la filosofía griega; en ésta, como en la oratoria, no hay quien dispute el primer lugar a Atenas. La vida de Alejan­ dría, en la corte de los Ptolomeos, no estaba constituida para crear nuevos sistemas filosóficos. Tampoco surgió por en­ tonces ningún genio creador en la poesía. No puede consi­ derarse como tal a Teócrito. Precisamente en este poeta se aprecia el corruptor influjo de la prematura decadencia que se respiraba en la corte de los Ptolomeos, y que oprimió las alas de su fantasía. El que no surgiera ningún nuevo Aristóteles o Sófocles en Alejandría, debe atribuirse en prin­ cipio a las circunstancias, puesto que la gran era de avance mental en Grecia ya pertenecía al pasado. Los Ptolomeos ejercían un doble influjo sobre los es­ fuerzos de su capital. A ellos se ha de agradecer el desarrollo de una vida cultural tan rica, pero al mismo tiempo la estro­ peaban, o, mejor dicho, destruían, por su política y su dege­ neración. Hasta los más famosos sabios no se podían subs­ traer a la impresión que sobre ellos causaban los poderosísi­ mos soberane en cuya corte asentaban, cuyo pan comían, y que en el país eran adorados como dioses. El que un Ptolomeo se interesase más o menos por las artes o las ciencias reflejábase inmediatamente sobre toda la organización de la escuela alejandrina, y cuando los reyes, en el vértigo de la sensualidad y de livianos placeres perdieron toda afición a las artes y las ciencias, murió de consunción la mencionada escuela. Pero los méritos inmortales de esos soberanos con­ sisten en su interés por las obras de la cultura y artes griegas y por todas las ciencias en general. También otros príncipes, que reinaban en el antiguo reino de Alejandro, especialmente el de Pérgamo, demostraron notables aficiones intelectuales, no obstante existir sólo una biblioteca en el admirable terri-

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torio de Pérgamo, que por ningún concepto podía compa­ rarse a la de Alejandría. Bajo el mando de los primeros Ptolomeos, las autori­ dades del puerto requisaban todos los barcos que a él llega­ ban, confiscando cuantos manuscritos encontraban, para enriquecer con ellos la Biblioteca real. El que los reyes man­ daran buscar y traer todas las obras maestras de Grecia, tanto científicas como literarias; el que se preocuparan de obtener los manuscritos originales de los grandes poetas, y el que sostuvieran numerosos copistas encargados de la re­ producción de esas obras, son pruebas más que suficientes para demostrar su vivo interés por la literatura. Los pri­ meros Ptolomeos fueron verdaderos bibliófilos, y entre los timbres gloriosos de su escuela alejandrina se cuentan los trabajos de filología y la revisión y corrección de los textos. En Pérgamo, en cambio, los filólogos se ocupaban princi­ palmente del estudio de la gramática. Ahora, cuando nuestro forastero visita Alejandría, puede decirse que se ha extinguido la vida de la Escuela y el Museo, o que sólo existe en los rollos de papirus de la Biblioteca, que, junto con la filial del Serapeum, cuenta 700.000; es decir, un inapreciable tesoro de la humana sabiduría. En su camino hacia Oriente, nuestro griego tiene que pasar por el barrio judío, que comprende dos partes de la ciudad, de las cinco en que está dividida. AI llegar a la Puerta de Oriente se encuentra delante de la explanada en que se celebran los concursos hípicos y donde principia el suburbio Eleusis, lugar de refinadas diversiones, que ofrece un anticipo de las orgías y disipación que abundan en la pequeña ciudad de Canope. Un canal situado en el brazo occidental del Nilo une Eleusis con Canope y corre paralelo a la costa mediterránea. Entre el mar y este canal, sólo queda una estrecha lengua de tierra, sobre la que se extien­ den algunas fincas rústicas, y en el extremo de aquélla se alza un templo de Arsinoe.

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Canope, que dista unos 22 kilómetros de Alejandría, debe su nombre al recaudador de contribuciones de Menelao. Por ese camino, nada verá nuestro forastero que le recuerde el trabajo, el tráfico o la necesidad. Aquí es la Alejandría de los placeres, la ociosidad, el amor y los vicios. El canal está cubierto de navecillas y góndolas, en las que se baila y puede cada cual entregarse a los mayores excesos. En ambas orillas se suceden casas de campo y hosterías que invitan al placer, hasta llegar a Canope, donde la artística sensualidad helénica se une con la corrupción egipcia y el refinamiento oriental. Ésta es Alejandría, la ciudad llena de movimiento, contrastes y pasiones; el punto de reunión de muchos pue­ blos y razas que viven unos junto a otros y unos contra otros, una pintoresca mezcla de usos, costumbres y reli­ giones, en la que los pueblos no se fusionan, pero en la que el continuo contacto acaba por crear una atmósfera de vida común a todos ellos. Quien se establezca en ella, será arras­ trado por el avasallador y turbulento influjo de la ciudad. Los alejandrinos adoran sobre todos los dioses al dinero, y por ganarlo trabajan el lisiado y el ciego. El populacho romano holgazán y con gusto se deja mantener por el Estado, pero aquí todos aspiran a progresar y en ellos se observa poca de la indolencia oriental. El egipcio es traba­ jador por naturaleza, y gana su dinero como artesano, cam­ pesino u obrero, mientras que el comercio está en manos de los griegos, armenios y judíos. Ni aun los reyes desdeñan la posibilidad de ganar dinero mediante productivos nego­ cios, aun cuando les pertenecen todos los ingresos del Es­ tado, incluso las contribuciones. Cada raza lleva su propio contingente a este destino común. Los helenos, egipcios y judíos representan los primeros papeles, y los demás for­ man el coro. Más profundas aún que los contrastes entre razas y religiones, son las diferencias que separan a los ricos de los pobres. Las altas clases de la sociedad, especialmente las

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mujeres, llevan un lujo inaudito, y derrochan enormes su­ mas en su atavío. La púrpura es su color favorito, pero a las fiestas y al teatro acuden vestidas de blanco y cargadas de broches, pendientes y otros costosos adornos. Las ale­ jandrinas se arrebolan y empolvan por costumbre, aventa­ jando en el empleo y conocimientos de cosméticos a las más expertas romanas. La suculencia en las comidas no reconoce límites y son innumerales las mujeres que se con­ sagran al culto de la diosa del amor, desde las vulgares me­ retrices hasta las tocadoras de flauta, bailarinas y hetairas. De todas las ciudades griegas, sólo Corinto aventajó a la capital de Egipto en el desenfrenado desarrollo de los vicios, y de ahí proviene la conocida frase de: "No todos podemos ir a Corinto”. Mas, ¡qué espantoso es el aspecto de la miseria junto a esa riqueza y esplendor! Los que no pueden mantener a sus hijos, los abandonan sencillamente y la criatura pasa a ser esclava de quien la recoge. Las mujeres desvalidas venden sus hijos a los tratantes en carne humana. Esto ex­ plica el que haya en Alejandría clases enteras poseídas por el más negro pesimismo, y entre los judíos son muchos los que tienen una ascética concepción de la vida. De todos estos contrastes proviene la intranquila agresividad que ac­ tualmente predomina entre el pueblo de Alejandría, que en gran parte es trabajador, pero amigo de disfrutar, y si no tiene espíritu guerrero, no carece de cierta acometividad. Por el motivo más fútil surge en plena calle una disputa que las más de las veces degenera en sangrienta refriega. Las clases más bajas son las más fanáticas, sobre todo en Egipto, y el que mata sin querer a uno de los animales teni­ dos por sagrados, será irremisiblemente asesinado. Ya se ve lo poco que el espíritu helénico ha penetrado en las masas. Al mismo tiempo los alejandrinos ansian nuevos placeres y sensaciones desconocidas; no sólo se divierten los ricos, tam­ bién abundan en la ciudad las hosterías y lugares de recreo para el pueblo. Tampoco está éste excluido de las grandes

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diversiones; en el hipódromo o el teatro se le reservan los sitios más alejados del espectáculo. "Pero cuando penetran en el hipódromo o en el teatro” —se dice de ellos— "parece que sufren los efectos de un invisible veneno allí escondido; olvidan todo lo demás, hacen y dicen lo que mejor les pa­ rece, sin importarles el resto, y lo peor es que estando inte­ resadísimos por ver y oír cuanto allí pasa, ni oyen ni ven. La agitación es general, incluso entre las mujeres y niños”. No sólo las clases pudientes hablan de los sensacionales festejos; éstos perduran en boca del pueblo durante días y días. Cuando logra tomar parte en una fiesta pública, tal como el cumpleaños del rey, el aniversario de Arsinoe o la fiesta de las botellas, en la que cada cual ha de llevarse su comida y bebida, pónese de manifiesto la turbulencia de carácter del vecindario. Como un alud invade éste la parte de la ciudad reservada al rey, apretujándose en las calles con peligro de la vida. Todos gustan de las fiestas, desde el monarca hasta el último remero. Al final de su largo vagar por la ciudad y sus alre­ dedores, el recién llegado de Grecia dirige los pasos hacia Sema, que sólo contempló muy someramente al pasar.* Allí están las tumbas de Alejandro el Grande y de Ptolomeo. Tal vez otros edificios sean más suntuosos, pero éste es un venerable símbolo de la ciudad. El sarcófago en que primero fué encerrado el cuerpo del formidable guerrero, era de oro puro, mas, habiendo sido robado, se substituyó por otro de metal dorado. No menos singular que la ciudad, es su fundador. Cuando Alejandro subió al trono (336 años antes de la era cristiana) llamó a su lado a cuantos desterró su padre Filipo, a causa de la fidelidad que le guardaron, y entre éstos se contaba Ptolomeo, hijo de Lagos. Es probable que procediera aquél de la pequeña nobleza macedonia, y sir­ viera como paje en la corte del rey Filipo. Tenía once años más que Alejandro y después perteneció a la guardia de

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corps, encargada de custodiar la real persona, y a la que se confiaba las más arduas misiones militares. Tres años después, el bizarro caudillo macedonio de­ rrotó a los persas en Issus, y tornando hacia Siria y Fenicia, se posesionó de Damasco, entregándose a él las ciudades del Mediterráneo, con excepción de Tiro, que resistió siete meses. Después de conquistado, cruzó Palestina, tomando a Gaza, y ocupó Egipto sin resistencia. Pronto se dió cuenta de que era un país fácil de gobernar, siempre que rindiera homenaje a sus dioses y conservara sus privilegios a los sacerdotes. Uno de sus vastos planes consistía en dar a las recién conquistadas provincias un fuerte punto de apoyo, unién­ dolas de ese modo con el Mediterráneo y Grecia, a fin de dejar en segundo término la política de las ciudades del interior y, sobre todo, de Menfis. Es de suponer que ya fuera su idea hacer de Alejandría la capital de su futuro reino, que debía comprender no sólo Asia, sino también Arabia y las tierras alrededor de la cuenca mediterránea. Naturalmente, esta ciudad, como casi todas las 70 que fun­ dó durante su expedición, había de llevar su nombre. En tan solemne momento no faltó un favorable augurio: al trazar el constructor la línea del perímetro de la futura ciudad, como se le acabara la arena, hubo de emplear harina, lo que se consideró como infalible señal de riqueza y pros­ peridad en el desarrollo de aquélla. La obra de Alejandro ya fué un hecho al concebir el pensamiento de fundar una gran ciudad griega en la em­ bocadura del Nilo y pudo tranquilamente confiar la ejecu­ ción de la idea a otras manos, pues él anhelaba proseguir su camino, conquistar Persia y hacerse dueño de Asia. Mas antes de dar principio a tan vasta empresa, el héroe se diri­ gió desde la recién fundada Alejandría, por la costa, hacia el Este, al templo de Júpiter-Ammon, situado en el de­ sierto líbico. El saber que antes, Perseo y Hércules, habían hecho esta peregrinación, le animó a emprenderla. El culto

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de Ammon disfrutaba, desde mucho tiempo atrás, gran fama en toda Grecia. No es inverosímil el suponer que los sacerdotes de Tebas hicieran la promesa al soberano de proclamarle hijo del dios si visitaba su principal templo. Dice la leyenda que Alejandro y sus acompañantes se extra­ viaron en el desierto, pero pudieron salvarse gracias a la lluvia y a dos cuervos (otros lo atribuyen a dos serpientes) que les enseñaron el camino. Llegados ante el templo, sólo al monarca se consintió penetrar en él con las ropas que llevaba; los demás debie­ ron cambiar de vestiduras y quedarse a la puerta para escu­ char el oráculo. Éste no se manifestaba, como el de Delfos» por medio de palabras, sino con signos, pero en aquella oca­ sión, con palabras claras y precisas, declaró que Alejandro era hijo del propio Júpiter-Ammon. Después de este me­ morable acontecimiento, el rey escribió a su madre como la persona más indicada para resolver esta cuestión del pa­ sado. En aquel tiempo, no faltaron oráculos en Grecia que confirmaron el origen divino del conquistador, prediciendo su victoria sobre los persas, así como la muerte de Darío. En la primavera del año 331 dió principio la gran campaña. Al grandioso pensamiento del conquistador que aspira a dilatar sus dominios, iba unido el hermoso sueño de extender la cultura griega hasta el corazón de Asia, lo­ grando así realizar la unión de Oriente y Occidente. No sólo se dedicaba Alejandro a batallas o trabajos culturales, también tenia tiempo para festines y amores. ¿Amengua quiz; la gloria del rey el que, de vez en cuando, celebrara sus triunfos? Aquel genio divino veía el misterio de la vida, no sólo en los combates, sino también en la embria­ guez. En Alejandro existían impulsos dionisíacc*’, junto a la sabiduría de un hombre de Estado. En Susa echó el rey los cimientos de su nueva monar­ quía oriental, y allí le sorprendió la muerte a los 28 años de edad, mientras combinaba nuevos y gigantescos proyec­ tos. Es incalculable lo que habría llegado a hacer si su vida

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hubiera sido más dilatada. Tal vez hubiérase interpuesto en el camino de Roma, haciendo imposible su avance. ¿Lle­ garían hasta ahí sus sueños de ambición? . . . ¿Habría lle­ gado al límite de lo que le está permitido alcanzar a un hombre? Su muerte fue tan repentina que no le dió tiempo de nombrar sucesor; el reino estaba fundado, pero el rey había desaparecido. Sin Alejandro no era posible el dominio uni­ versal. ¿Quién habría de regir el Reino? Para contestar a esta pregunta reuniéronse los jefes y, durante el consejo, Ptolomeo tomó la palabra y fué el único que inmediata­ mente propuso la división del reino. Es decir: él había se­ guido paso a paso las conquistas de Alejandro sin que, ni en su mente ni en su alma, hallara eco la desmedida afición de aquél por lo inconmensurable. En el debate de los amigos y consejeros del caudillo, tuvo la palabra decisiva la suave y oculta fuerza de la mu­ jer, que es la que sólo puede dar herederos al hombre. Mas ¿cuál sería el legítimo? Barsina, la hija del sátrapa que Alejandro se llevó a Issus, le había dado un hijo llamado Heracles, con el que actualmente moraba en Pérgamo. Sólo Alejandro no reconoció la legalidad de esta unión. Además Roxana, hija del príncipe Oxyartes y llamada la Perla de Oriente, de quien el rey estuvo ardientemente enamorado, hallábase encinta, y aun pasarían algunos meses hasta que diera a luz. Pero ¿sería un varón lo que naciera? Aun vivía en Babilonia un hermanastro de Alejandro, cuyo nombre era Arideus, que su padre tuvo con una concubina. Esta mujer tenía en su favor el haber nacido en Tesalia: es decir, que no era una vulgar oriental. El joven babilonio era de entendimiento anormalmente corto, y, sin embargo, salió vencedor del empeñado debate, siendo proclamado rey con el nombre de Filipo II, con uno de los jefes de Alejandro, Perdicas, como administrador del reino. En Babilonia habíase decidido que el cadáver de Ale­ jandro recibiera sepultura en el mismo templo de su padre

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oficial Júpiter-Ammon, y el magnate a quien se encomendó la dirección del solemnísimo y fúnebre cortejo, tenía por nombre Arabeus. Al final del año 321 ó principios del siguiente, púsose en movimiento la brillante comitivá y, pasando por Damasco, se dirigió a Egipto. Ptolomeo, a la cabeza de su ejército salió a su encuentro hasta Siria. Esta fué la última expedición de Alejandro, desde la capital del monstruoso reino, cuya desmembración ya había empezado, a Alejandría. Aun estaba el cadáver en tierras de Asia, y ya había empezado una encarnizada guerra entre los jefes militares, y el Administrador. Según parece, Perdicas envió emisarios que alcanzaron la comitiva, mandando a Arabeus que se detuviera, pues él había decidido que el cadáver de Alejan­ dro fuera enterrado en Aega, Macedonia. Como esto no sucedió, y el fúnebre cortejo llegó a Egipto, preciso es admi­ tir que Arabeus y Ptolomeo tenían algún pacto secreto. Ello fué que Ptolomeo I o su hijo Ptolomeo II, trajeron el cadá­ ver a Alejandría, pero sin realizar el primer propósito de llevarlo hasta el templo de Júpiter-Ammon en el desierto líbico. ¿Qué había sido mientras tanto de los herederos direc­ tos del héroe fallecido? La madre de Alejandro el Grande, Olimpia, mandó asesinar al pusilánime Filipo II y a su espo­ sa, dando este doble crimen lugar a que el hijo postumo del gran caudillo y de Roxana, fuera ascendido al trono con el nombre de Alejandro II. En 311, el sátrapa que regentaba la parte europea del reino asesinó a Roxana y Alejandro II, sin que este hecho produjera ninguna conmoción popular. Dos años después también sucumbió Heracles, el último vástago de Alejandro. Así quedó extinguida la dinastía macedónica. El genio de Alejandro se desmembró en Estados independientes, que durante cierto tiempo fueron teatro de incesantes combates, pero en los que la cultura griega encontró nuevo hogar. Tales eran los múltiples pensamientos que se atropella-

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Dan en la mente de nuestro griego, mientras contemplaba cón respeto la tumba de Alejandro. Mas, aunque la raza del conquistador se hubiera acabado, su espíritu sigue animando su qbra de coloso. El puerto y la ciudad entera, ¿no paten­ tizan el genio de su fundador? Sí; Alejandría era admi­ rable y digna de la fama del gran rey. Ahora, sobre todo; cuando el sol empieza a sepultarse en el mar, y al despedirse envuelve a la ciudad en los esplendorosos torrentes de su luz, el aspecto que ofrece aquélla es el de un sueño fantás­ tico. Los rayos del sol poniente tiñen de púrpura los tem­ plos, palacios y casas; los barcos del puerto, los maravillosos jardines de las moradas reales, el Paneum que corona la ciu­ dad, todo se muestra cubierto por la intensa luz de un dora­ do rojizo. El que en estos instantes mire a la poderosa y her­ mosísima ciudad que tantas miserias encierra, y cuyos sobe­ ranos se distinguieron en todos los tiempos por su crueldad, perversos vicios y sombrías historias de familia, podría creer que aquella extraña coloración no era un efecto natural del sol poniente, sino el reflejo de la vertida sangre.

Capítulo II

LOS ANTEPASADOS DE LA REINA T os Ptolomeos, si se les da el nombre de Ptolomeo I, o lagidas, si se les designa según Lago, padre de aquél, quedaron dueños de Egipto al desmoronarse el reino de Ale­ jandro el Grande. El primero de los Ptolomeos, rigió en primer lugar como sátrapa en nombre de Filipo II, y des­ pués, en el del menor, Alejandro II, no tomando el título de rey hasta el año 304. Según los datos, el carácter del fundador de la dinastía, debió de ser prudente y mesurado, pero, en los momentos críticos, enérgico y valiente; para juzgar de la robustez de su constitución, basta saber que rigió hasta los 82 años, y aun vivió otros dos más. Su ma­ nera de juzgar las cosas con serena clarividencia, se pone de manifiesto en el hecho de que tanto por interés hacia el desarrollo de su reino, como por consolidar la dinastía, en­ tregó en vida el mando en manos de su hijo, a fin de que éste se pusiera al corriente en el arte de reinar mientras aún vivía el padre. La nueva creación no debía resentirse por haber un hueco entre sus monarcas. Lo que dicen algunos acerca de que el rey, después de su abdicación, sirvió en la guardia de su hijo, no pasa de ser pura leyenda. Probablemente procede de tan errónea fuente como la que pretende presentar a Ptolomeo bajo la forma de simple soldado. Si las cuestiones políticas embar­ garon la atención de éste durante la mayor parte de su reinado, tampoco le faltó tiempo para entregarse a estudios

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culturales, como lo demuestra la fundación de la Biblioteca. Según su parecer, la filosofía y la poesía eran indispensables en un Estado, y hasta sus degenerados sucesores le miraron con veneración. Él dirigió la política exterior del país, hasta el siglo segundo, en el que se presentó un nuevo factor: Roma, cuyo influjo iba gradualmente haciéndose más inten­ so. Al morir dejó un Estado floreciente, en el que una acertada administración había logrado consolidar por com­ pleto la situación financiera. El origen griego de los Ptolomeos hacía que en los pri­ meros reyes de esta dinastía, la sensibilidad y las fuerzas activas de la vida no estuvieran tan monstruosamente atro­ fiadas como llegaron a estarlo en sus sucesores. Sus instin­ tos estaban domados por la conciencia del deber, la fuerza de voluntad y las responsabilidades de su altísimo cargo. El matrimonio de Ptolomeo I con Artactana, la hija del sátrapa Artabaces, que tuvo lugar en el año 324, sólo fue una imposición de Alejandro el Grande, y perdió toda su significación e importancia política al empezar la des­ membración del reino y posesionarse Ptolomeo de Egipto. Antes de eso, ya había sucedido a Alejandro en el favor de una famosa hetaira ateniense que se llamó Tais. Se da por cierto que esta mujer, después de un festín en el que embria­ gó a Alejandro, le excitó a que pegara fuego a Persépolis, el inmenso palacio real de Darío; es decir, que no contentán­ dose con incendiar el corazón del joven monarca, deseó ver convertida en hoguera la morada de un rey. Tal dice la leyenda, pero la verdad ha de ser más austera y concreta, aunque menos pintoresca. Sabido es que Alejandro no co­ nocía freno en sus embriagueces, pero cabe suponer que la supuesta destrucción de ese edificio no fuera más que un símbolo, para dar a entender el total derrumbamiento del último rey de la dinastía aqueménida. Es muy posible que Tais, ilustrada y célebre hetaira, como lo fueron Friné, Lamia y Lais, llegara a ser la esposa legítima de Ptolomeo I. Ello es que tuvo de él dos hijos y



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una hija que se casó con Eunosto, rey de Chipre, quien pro/ bablemente dió su nombre al muelle occidental de Alejan­ dría. Más tarde, encontramos a Ptolomeo casado con Eurídice, la hija del entonces sátrapa Antipater. Ésta había traído de su patria, Macedonia, una dama de compañía lla­ mada Berenice, que, poco después, se convirtió en la favo­ rita del rey, y luego en su esposa. También ella estuvo antes casada con otro, pero ya era viuda al trasladarse a Egipto, con sus hijos, para los que Ptolomeo fué un verdadero padre. Esta Berenice ha sido la madre de la dinastía ptolomea, pues, aunque existía un hijo de Eurídice, que tenía derechos de prioridad al trono, Ptolomeo I dispuso que la corona pasara al hijo que tuvo con Berenice. Como ésta supo conservar el favor del monarca, vióse agasajada y servida por los mis­ mos que trataron despreciativamente a Eurídice. Las cró­ nicas de la época llegan a indicar que Berenice era hermana de Ptolomeo. Por razón de Estado, entregó el rey egipcio una hija suya y de Berenice, llamada Arsinoe, al rey Lisimaco de Tracia y Macedonia, y por los mismos motivos^ su hijo, el después Ptolomeo II, tomó por esposa a una hija de ese mis­ mo Lisimaco, cuyo nombre era también Arsinoe. Al morir Ptolomeo I en 283, su sucesor aprestóse a continuar la obra del fundador. Ptolomeo II ha pasado a la posteridad con el renombre de amante de su hermana, aunque esto probablemente sólo se dijese de él un siglo después de su muerte. En textos e inscripciones, se le prodigaron las más exageradas alabanzas. Sin embargo, en medio de su grandeza, ya se observaron en él ciertas señales, aunque no de las peores, de la degeneración que acabó con su dinastía. Ptolomeo II era más aficionado a las artes que su padre. Pero bajo el brillante manto del esplendor y de la fama, ya brotaban la corrupción, los vicios y los crímenes. En el cuadro griego empezaban a mezclarse trazos orientales, que extendían su influencia a la vida y a la política. Los gérmenes, que tal vez existieron ya en los

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tiempos de Alejandro el Grande, se desarrollaron luego con exuberancia y rapidez. Empezó a dejarse sentir la prepon­ derancia de las mujeres, que llegó al grado máximo con Cleopatra. Estas manifestaciones eran contrarias a la tra­ dición griega, que niega a la mujer toda participación en la vida pública, y sólo la reconoce como expendedora de placeres, o madre, encargada de la educación de sus hijos y administrar la casa. Precisamente en este modo de colo­ carse las mujeres en primer término, se ve la influencia de las costumbres egipcias, en las que tenía la mujer más inde­ pendencia que en las griegas. Después de la muerte de Ptolomeo I, su hijo mayor, Ptolomeo llamado Keraunos, que quiere decir rayo, cuya madre fué Eurídice, huyó a tierras del rey Lisimaco. Allí encontró a dos hermanas, Lisandra, hija también de Pto­ lomeo I y Eurídice, casada con Agatocles, hija de Lisimaco, y Arsinoe, la hija de Ptolomeo I, que fué esposa del mismo Lisimaco. Esta última, una ptolomea de pura raza, ya reu­ nía todas las grandiosas y horribles cualidades que hicieron célebres a las mujeres de esa familia. Era hembra de mucho talento, lujuriosa y desprovista en absoluto de escrúpulos. No sólo nos cuenta la historia que tenía mal corazón, sino que padecía del estómago, y es indudable que poseía un entendimiento poco común. Manejaba a su anciano esposo a su capricho, y la sola idea de que al morir Lisimaco, su hijo Agatocles sería su sucesor, hacía hervir la cólera en su pecho. Esto significaría el fin de su dominio y esa pers­ pectiva le parecía intolerable. Era necesario deshacerse del importuno hijastro y con este fin levantó la calumnia de que el heredero trataba de atentar contra la vida de su padre. Lisimaco sentenció a su hijo a muerte, pero demorando la ejecución, lo que dió causa a la violenta Arsinoe para inten­ tar envenenarle, frustrándose su propósito. Entonces, Pto­ lomeo Keraunos dió muerte a Agatocles, quedando oculta por el pronto su participación en el hecho. Lisandra, ya viuda, huyó con sus hijos acompañada por el que era a la

enterándose de cuanto le importaba, y a la vuelta expidió la orden de que le mataran en el acto. La mezquindad de su alma se trasluce en la envidia que le inspiraban los triun­ fos ajenos. Ya sabemos la mala voluntad que tuvo a Cice­ rón, y en las lides políticas muchas veces se mostró sobrado malicioso.

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C Ti E O !• A T It A

Como vemos, en el carácter de l’ompeyo «• coitíun den las buenas y las malas cualidades. Tampoco |»>-.t 1.1, m mucho menos, la genial fuerza dpor la generosi­ dad de su testamento. Recordó a la muchedumbre los ho­ nores con que le colmó, así como el juramento de los sena­ dores, de librarle de todo peligro, y con disimulo dejó recaer toda la culpa sobre Casio, Bruto y sus secuaces. De ahí al ataque directo no había más que un paso, y lo dió, lamen­ tando con desgarrador acento el inmerecido fin del grande hombre, víctima de su propia nobleza y de la inaudita cruel-

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dad de sus enemigos, “como os lo demuestra esta destrozada túnica, llena de manchas de sangre, que vestía el Imperator en el instante de su asesinato”. Las últimas palabras dél orador quedaron ahogadas por la indignación del pueblo, que estalló con la imponderable fuerza de asoladora tor­ menta. De súbito habíanse dado cuenta de la bondad y grandeza de César, así como de su trágico fin. Lo que no comprendió ninguno de los oyentes, es que de nuevo se le engañaba, abusando de su buena fe; que mientras Antonio alababa a César, lo hacía para favorecerse a sí propio, y mientras celebraba el pasado, preparábase su porvenir. Al excitar a las masas contra los asesinos, pensaba menos en vengar al muerto que en desembarazarse de sus molestos matadores, atemorizando de paso al Senado. Nadie pensaba ya en llevar el cadáver a la hoguera del Campo de Marte. Unos gritaban que teniendo César hono­ res divinos, el sitio en que se le debía quemar era el Templo de Júpiter Capitolino; otros replicaban que su cadáver no debía salir de la ciudad, y algunos proponían como lugar más a propósito para la cremación, el mismo sitio en que fué asesinado. De pronto, unos cuantos hombres, quizá soldados, se abalanzaron al lecho mortuorio, pegándole fuego. La vista de las llamas convirtió en frenético delirio la exaltación popular. La muchedumbre, enloquecida, hizo pedazos ta­ blados, bancos, hasta los sillones del tribunal, para alimentar el fuego. Los actores rasgaron sus ricos ropajes, arroján­ dolos a las llamas; los veteranos tiraron sus armas, las mu­ jeres sus joyas y adornos, y los muchachos los amuletos que llevaban hasta vestir la varonil toga. Las llamas toma­ ron imponente incremento, hasta el punto de alcanzar a las vecinas casas. Las turbas, excitadas quizá por los agentes de Antonio, o movidos por su propia exaltación, intentaron asaltar las casas de Casio y Bruto, mas éstos, oportunamente avisados, pudieron rechazar la agresión. Víctima inocente de las iras

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populares fue el Tribuno Helvio Cinna, acérrimo cesariano, que murió despedazado por la muchedumbre, a causa de la semejanza de nombre, que hizo se le confundiera con el pretor Cornelio Cinna, cuya conducta fue tan vergonzo­ samente desleal para el dictador. Así continuaron las masas, sin más guía que la sobre­ excitación de sus pasiones. En el Foro, sobre el mismo sitio en que fue quemado el cadáver de César, alzóse como por arte de encanto un altar dominado por recia columna de macedónico mármol y veinte pies de altura, de la que col­ gaba la siguiente inscripción: "Al Padre de la Patria”. Pro­ bablemente, el oculto atitor de esta obra sería también Antonio. Más sincero y sin estar inspirado por otros motivos, fué el duelo de los pueblos extranjeros anexionados, que veían en César un excelso protector y amigo. Sobre todo los judíos, a los que el dictador había permitido la libfe práctica de su culto y que, a petición del muerto, obtu­ vieron del Senado el título da amigos y aliados, acudieron mucas noches al lugar en que ardió la fúnebre pira, para poblar el aire con sus lamentos y cantos mortuorios. Antonio, que había esperado verse libre de los conju­ rados por medio del furor popular, y poder asumir el mando supremo, en vista de que no obtuvo lo que deseaba, cambió de táctica, y renegando políticamente de César, presentó un proyecto de ley en el que se proscribía para siempre la dictadura. Esto hizo exclamar a Cicerón que la imagen de César quedaba cubierta de oprobio. En cuanto al Senado, aprobó el proyecto, expresando su gratitud por unanimidad. Además autorizó Antonio el regreso del joven Sexto Pompeyo, y a un cierto Herófilo, que se decía nieto de Mario y trataba de excitar al populacho, lo metió en la cárcel, mandando que le ahorcaran en ella. Al mismo tiempo, en secreto y con invisible energía, iba reforzando su poder, para presentarse como heredero del muerto.

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El nieto de la hermana de César, Cayo Octavio, que vivía en Apolonia, Iliria, esperando tener la edad para in­ gresar en el ejército de su tío-abuelo, recibió la triste nueva unos diez días después de perpetrado el asesinato, es decir, sobre el 25 de marzo. Los conjurados, muy contra su vo­ luntad y designios, con su crimen abrieron prematuramente al mozo de 19 años, el camino de su gloriosa carrera. Aun cuando en el testamento sólo figuraba como hijo adoptivo y heredero de su fortuna particular, Octavio se apoyó en esta circunstancia, cual si ya estuviera constituida la monarquía hereditaria, para pretender lo que ningún romano había osado en los siglos que mediaban entre la caída de Tarquino y la dictadura de César. Con firmeza extraordinaria y poco en relación con su extremada juventud, Octavio asió el cabo que le tendía la suerte, dispuesto a no dejarlo escapar. A pesar de los múltiples peligros que ofrecía su em­ presa, por muy incierta que fuera la situación, desoyendo los consejos de su madre y padrastro para que desistiera de aspirar al poder, y aunque consciente de que cada paso, o la más leve falta, podía conducirle a su perdición, atre­ vióse el joven a presentar la batalla, y a principios de abril desembarcó en el pequeño puerto de Lupia, cerca de Bríndisi, Es muy posible que la noticia de la llegada de Octavio, reconocido por todos como hijo adoptivo de César, impul­ sara a Cleopatra a huir de Roma con Cesarión. Tanto la reflexión como el instinto, debieron advertir a la reina que en aquel joven tendría su más mortal enemigo. Justamente porque Cesarión era heredero directo del muerto, y él solo por adopción, amenazaba al primero un inminente peligro. No obstante la fuga, Cesarión no escapó a su destino, que se cumplió 14 años más tarde. Antes o durante el viaje, Cleopatra hizo matar a su esposo y hermano, Ptolomeo XV, que a la sazón contaba M años de edad. Ya no le hacía falta; al contrario, podría ser un estorbo. En su propio país, sería utilizado por el

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partido enemigo, que se opusiera a toda futura alianza con Roma. El hijo de César, era para ella la mejor prenda de un brillante porvenir. Esto demuestra el fondo de previ­ sión que encerraba el carácter de Cleopatra, así como la parte que le tocaba de la legendaria crueldad de su familia. Habíanse desvanecido los sueños de dominación uni­ versal junto con César. La muerte del héroe produjo segu­ ramente en la reina sentimientos muy distintos que en Calpurnia, quien sólo lloraba la pérdida del esposo. Cleopatra sentía la desaparición del hombre que asentó en sus sienes la corona de Egipto y que la reservó una parte en sus gigan­ tescos planes. No debió de estar exenta de peligros la permanencia de Cleopatra en Roma, durante los meses que siguieron a la muerte de César, pero nada se sabe de positivo acerca de si realmente se vió amenazada, de si tuvo que ocultarse de sus enemigos, o si sostenía alguna clase de relaciones con Marco Antonio. Los escritores de la antigüedad no ofrecen ningún dato sobre este punto y tampoco llega a nosotros el eco de los últimos suspiros del joven Ptolomeo XV. A mediados de abril salió Cleopatra de Roma, con tan silencioso misterio como ruidosa pompa acompañó dos años antes a su llegada, y tan incierto y confuso como su propia historia era el actual destino del Imperio romano y del mundo entero. En los primeros días de abril, Bruto y Casio, amena­ zados por los partidarios de César, tuvieron que huir a sus propiedades cercanas a Roma. A mediados del mismo mes, Décimo Bruto se refugió en su provincia de la alta Italia, en donde tenía tres legiones a su disposición. De las seis legiones que César tenía preparadas para empezar la cam­ paña contra los partos, Antonio se apropió cinco, bajo pre­ texto de una supuesta amenaza de los bárbaros, empren­ diendo después un viaje por la baja Italia, para ganarse la voluntad de los antiguos veteranos de César, y repartir par­ celas de tierra entre sus propios soldados.

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En Roma continuaban los combates callejeros, que hicieron perder su puesto de cónsul a Dolabela. Por el Sur y pasando por Ñapóles, acercábase al joven Octavio a la capital. Por todas partes el fantasma de la guerra presen­ tábase en el romano Imperio, mientras que a bordo de un barco, la reina de Egipto y su hijo surcaban las azules ondas del Mediterráneo, con rumbo a su patria.

SEGUNDA PARTE

Capítulo VI

MARCO ANTONIO

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nombre de Marco Antonio comprende la segunda e importante etapa de la vida de Cleopatra. Estos dos seres dominaron pronto la escena, con todas las manifesta­ ciones de su desordenada pasión. Sus almas y caracteres son cual manantiales de los que incesantemente brotan nuevos elementos, aunque no tan puros como el agua que corre entre las peñas. Más bien son comparables al cráter de un volcán, que arroja pedruscos y produce hirviente lava. Los acontecimientos de este período histórico, suce­ dieron en su mayor parte fuera de Italia. Atenas, Éfeso, en el Asia Menor; Antioquia, en Siria y Alejandría, son los nombres de las ciudades que encontraremos con mayor frecuencia, mientras que pocas veces trazará nuestra pluma el nombre de Roma; pero aunque no se la nombre, se siente la oculta impresión de su decisiva influencia, y por último queda como vencedor definitivo aquel calculador, frío y tortuoso Cayo Octavio, que siempre fue leal a Roma, y perece Marco Antonio, que se entregó en brazos de Cleo­ patra y de Egipto. ¿Fue verdaderamente el haber renegado de Roma, do­ minado por los encantos de una hembra, lo que le llevó a su trágico fin? Sea como quiera, el espectáculo que se nos ofrece es de imponderable grandeza. Altamente singulares son las circunstancias cuyo desarrollo tuvo por resultado

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la ida de Antonio a Asia y la constitución de la base de su alianza con Cleopatra. Aun es más admirable la influencia que alternativa­ mente ejercían estos dos caracteres uno sobre el otro y, si por último perecieron, los años que pasaron juntos ofrecen bastantes momentos de fiestas, placeres, deseos satisfechos y apasionados vestigios para compensar lo trágico del fin. Quizá fuera una ventaja para Cleopatra el asesinato de César, pues en los últimos y grandiosos planes del dic­ tador no le reservó éste ningún papel de importancia. Tal es al menos la impresión que se saca de la lectura de su testamento, pero tampoco hay ninguna prueba que permita afirmar el enfriamiento de aquellas relaciones. Lo cierto es que la reina logró salir ilesa del caos que siguió al funesto 15 de marzo. Muchas fueron las veces que en el curso de su vida supo evitar las catástrofes, hasta que el Destino fué más poderoso que ella. También el hijo de César llegó con toda felicidad a Alejandría. Tres años más tarde, la Roma de Antonio ofreció a la ambiciosa egip­ cia ocasión de alcanzar nuevo poder. El desarrollo de los acontecimientos quiso que Anto­ nio, después de vencer a los asesinos de César en la batalla de Filipos, fuera hacia Oriente, mientras que Octavio re­ gresaba a Roma. Pudieron suceder las cosas de otro modo, y aunque Cleopatra hubiera logrado atraerse a Octavio, jamás le habría dominado tan completamente como a Mar­ co Antonio. La buena estrella de Cleopatra quiso que fuera éste el que hiciera rumbo a Asia. La maestría y el cálculo, sin excluir la gracia con que supo ella aprovechar esta feliz circunstancia, demuestran la magnitud de su genio. Lo mismo que en el caso de César, no se sabe qué admirar más, si lo favorable del momento o la habilidad de ella para aprovecharlo; en una palabra, la íntima unión de la suerte con el cálculo, la maravillosa compenetración de los hechos con las cualidades personales, pues toda la base en que se apoyaba el poder de la reina, no era más que un sentí-

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miento: el amor que inspiraba a Antonio, o quizá la impres­ cindible necesidad que de ella tenía éste. Sobre esa pasión creció la política, a ella debió Cleopatra el engrandecimiento de su reino, los territorios que fueron regalados a sus hijos y hasta su trono y su propia vida. Este sentimiento era para ella productiva tierra que regaba con su donosura, haciendo todos sus esfuerzos para que la cosecha fuera copiosa, consciente de que si dejaba de producir, se derrumbaría todo el castillo de sus espe­ ranzas. Era preciso conservar a toda costa el amor de Antonio y lo consiguió durante años enteros, contra todo un mundo de enemigos políticos, contra el ilimitado poder del nom­ bre romano, contra dos mujeres legítimas, contra los con­ sejos de la amistad y tal vez contra el mismo Antonio. Seguramente no necesitó la seductora egipcia recurrir a los últimos recursos de sus encantos femeniles, ni apelar a des­ conocidos refinamientos en el amor, tratándose de un hom­ bre tan sensual como Antonio y a quien tanto gustaban las mujeres. No se sabe qué admirar más en Cleopatra, si su capacidad femenina que la permitió dominar por tanto tiempo a un hombre en cuyas manos estaba el poder, o su fuerza de voluntad al poner todas sus artes al servicio de una idea; a saber: la reconstrucción del reino egipcio, tal y como lo poseyeron sus gloriosos antepasados, y también, acaso, el llegar a ser dueña de Roma. Aun sin esta potencia de ambición, es Cleopatra un ser excepcional por la finura de sus instintos femeninos, por su irresistible poder de seducción, su profundo cono­ cimiento de la naturaleza del hombre y su clarísima inte­ ligencia. Sus fines políticos también la revelan como mu­ jer extraordinaria, y justamente la grandeza de su figura consiste en la perfecta unión de estas dos fases de su ca­ rácter: el cálculo político y las pasiones de mujer. Desde los tiempos de Aníbal, sólo el gran Mitrídates, rey del Ponto, y ella, se habían atrevido a amenazar seria­

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mente el poder de Roma. Cleopatra no poseía cuantiosos ejércitos, ni tenía un reino poderoso detrás de ella, siendo sus únicas armas su genio y su oro, y, sin embargo, Roma la temía y todos allí temblaban al pensar en sus diabóli­ cos encantos, que habían encadenado sucesivamente a sus dos principales prohombres. Como en otro tiempo el grito de "¡Aníbal está a las puertas de Roma!” horrorizó a todos los habitantes de la ciudad eterna, no menos se asustaron éstos al saber que la hechicera no sólo estaba a sus puertas, sino que vivía en la misma Roma. Desde que se alió con Antonio, temían que un día u otro se posesionara del Capitolio. Por la vio­ lencia del odio que la profesaban los romanos, se puede deducir el miedo que inspiraba en Roma. Pero sepamos quién era el hombre que le servía de base para desarrollar su ambición. ¿Cuál era su carácter? ¿Cómo había vivido antes de aliarse con Cleopatra? An­ tonio, hasta la muerte de César, desempeñó los cargos de cuestor, tribuno, augur, coronel de caballería y cónsul. Su rápida elevación se debió, a pesar de todas sus cualida­ des, al favor de César. El que éste fuera asesinado cuando Marco Antonio ya poseía el poder y la categoría de cón­ sul, es la circunstancia a que debe el papel que representa en la Historia. Siendo cuestor en el año 56 y tribuno en el 49, prestó valiosos servicios a la causa de César, pero de todos sus actos no trascendió la menor idea de indepen­ dencia política. Desempeñaba con acierto las funciones que le eran encomendadas, pero siempre quedaba lo con­ trario de lo que se entiende por un hombre de Estado, y nos parece inútil añadir que no tenía ningún ascendiente sobre el dictador, ni profesaba opinión concreta sobre la existencia del Estado romano, ni sobre las reformas o me­ didas necesarias para su prosperidad. Marco Antonio, aunque hijo de su época, se distinguió de los demás romanos de alta posición, en que se ocupaba mucho menos de seguir los mandamientos del Estado que

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los de su propia naturaleza. Para él, lo primero era el yo, la propia persona, y el Estado, el pueblo y el Imperio en­ tero, no eran más que posibilidades para asegurarse la vida, quedando ajeno a sus mandatos y deberes. En cierto modo era un precursor de los Césares que vinieron después y que sólo veían en su vasto imperio un medio para satisfacer sus monstruosas necesidades personales. Se puede decir que Antonio era un individualista, esto es, un hombre que estaba en contradicción con las teorías del mundo antiguo. No reconocía más ley que su propia voluntad, tanto cuando se mostraba ambicioso y cruel, como en las ocasiones en que le convenía aparentar con­ descendencia y bondad. Si se sometió a otra voluntad, es porque ésta era más fuerte que la suya y los encantos fe­ meninos ejercían sobre él decisiva influencia. Como hom­ bre, podemos comprenderle mejor que a muchos de sus más notables contemporáneos, justamente porque estaba desprovisto del concepto del Estado que tenían los romanos. La conducta de Antonio nos autoriza a sospechar que a pesar de deber a César cuanto era, no tuvo ni un solo instante de dolor sincero por su muerte. Es más que pro­ bable que en el quince de marzo, al correr disfrazado desde el Campo de Marte hasta Roma, junto con el te­ mor por su vida, aceleraba sus pasos el convencimiento de que lo ocurrido le dejaba el camino libre para alcanzar el poder absoluto. Casi cada romano de calidad en aquel tiempo tenía tomada su posición en pro o en contra de la República, al menos en su interior, pues no siempre era procedente el exteriorizar las opiniones. Sólo en Antonio no encontramos ni la más leve sombra de principios. Para él la cuestión se reducía a la táctica de ascender pronto y dejaba los problemas sociales para que se rompieran la cabeza con ellos César o Cicerón. Su astucia y hábil táctica, aunque no bastaban para gobernar un reino, se pusieron de manifiesto en el período que siguió a la muerte de César, logrando engañar al Se­

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nado y a los asesinos y triunfar sobre ambos. Pero no hay que achacar todos sus manejos a malas cualidades de su carácter, como hacía Cicerón. La primera de aquéllas, era su extraordinaria vitali­ dad. Su exuberancia de vida no le permitía punto de re­ poso, porque nunca se satisfacía ni se cansaba. La vida^ sólo tenía valor para él, si cada día, a cada hora, le pro- 1 porcionaba placeres que absorbía con física voluptuosidad. Si en Atenas o en Alejandría asistió a la conferencia de un retórico o sustuvo larga conversación con un filó­ sofo, lo hizo, a menos de que fuera imposición de Cleopatra, por mostrarse a la altura de las circunstancias, o dar la idea de una cultivada mentalidad, pero en el fon­ do tales cosas le eran indiferentes, por no decir que le aburrían. Así se comprende su especial posición frente a tres hombres de caracteres tan completamente opuestos como César, Cicerón y Bruto. Cicerón, al comparar a Antonio con el Dictador, declara que la única semejanza entre am­ bos es la ambición del poder. "César —dice Cicerón— tenía talento, juicio, memo­ ria, educación científica, reflexión y laboriosidad, cualida­ des de las que Marco Antonio carece por completo”. Lo que para Cicerón suponía la literatura, para Bruto la filosofía y para César las artes, la política, la estrategia u otros placeres intelectuales, para Antonio lo era la lo­ cura del momento, bien sea entre la embriaguez del vino o en los brazos de una mujer. Era imperioso mandato de su pictórica naturaleza el luchar con la vida en una es­ fera homogénea, aspirándola a plenos pulmones y corrien­ do detrás para sujetarla entre sus brazos. Para él la vida estaba en las batallas, en los campa­ mentos, entre los bulliciosos pasatiempos con soldados, có­ micos y rameras, y después de haberse divertido y disfru­ tado diez veces más que sus compañeros, durante varias horas, si no dormía el pesado sueño de la embriaguez, que­

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dábase tan insaciado como antes y dispuesto a empezar de nuevo el juego. En la moral, los escrúpulos, la reserva y las conside­ raciones, suelen ser la máscara de la impotencia. La más pura moralidad, no es a veces más que inmoral y senil debilidad. La desmesurada fuerza vital de Antonio barría todos los escrúpulos, como la tempestad las hojas secas que arremolina el aire. No cabe duda de que Antonio era un pecador, pero no por cálculo, aburrimiento u odio a la vida por haber­ le hecho defectuoso, o por depravada afición al mal; no era un repugnante canalla como Dolabela, sino un peca­ dor por exuberante amor a la vida, de la que sólo conocía las menos nobles fases. Sus cualidades dominantes se dieron a conocer desde muy temprano. Apenas adolescente, ya se entregaba a los mayores excesos, y como descendía de muy pobre casa, hacíase pagar sus amorosos servicios, tanto por hembras como por varones. Por entonces se encontró con Curión el joven, que más tarde entró al servicio de César y que era tan desenfrenado como Antonio, pero superior a .éste en entendimiento. Las relaciones de los dos mancebos (no olvidemos que estamos en Roma, donde el amor entre igua­ les sexos, si no tan corriente como en Grecia, no dejaba de existir con cierta frecuencia) dieron lugar a grandes escándalos. El padre de Curión, llamado Cayo Escribonio Cu­ rión, prohibió repetidamente la entrada en su casa a Mar­ co Antonio, a quien consideraba como corruptor de su hijo. Pero en tanto que los servidores vigilaban la puerta para negarle el paso si se presentaba, él, amparado por las sombras de la noche, "empujado por la lujuria y atraído por la recompensa”, trepaba al tejado, entrando por la ventana en busca del amigo. Entre los dos muchachos no sólo se trataba de amor, sino también de dinero. Curión salió fiador de su joven

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amigo en una deuda que ascendía a cerca de seis millones de sestercios, y al acercarse el día del pago, ninguno de los dos rapaces disponía de los necesarios fondos. Desespera­ do Curión, se dirigió a Cicerón y, arrojándose a sus pies, le suplicó llorando que interviniera con su padre para que pagara la suma, pero al mismo tiempo declaró que si des­ terraban a Antonio él también se marcharía, por no poder separarse del amigo querido. La intervención del famoso orador, hizo que se arre­ glara el asunto. Cayo Escribonio Curión pagó la deuda aceptada por su hijo, mas puso definitivo término a las relaciones entre los dos muchachos. Pocos años después hízose Marco amigo del menos­ preciado Clodio, retoño de aristocrática estirpe y tan liber­ tino como Antonio, y no anduvo descaminado Cicerón al calificar a aquél de “antorcha causante de incendios”. Cuando a Antonio, por culpa de sus deudas y mala fama, le faltó hasta el terreno que pisar en Roma, se fué por algún tiempo a Grecia y allí se dedicó a la gimnasia como preparación a la carrera militar, a la que pensaba dedicarse. También estudió algo de retórica, eligiendo el estilo llamado asiático, muy en boga entonces, aunque poco apreciado por los verdaderos oradores. Consistía aquél en tratar de convencer al auditorio aturdiéndole con exage­ radas imágenes y ampulosas frases. Antonio conservó toda su vida este género de oratoria, muy en consonancia con su carácter. Empezó su carrera militar ofreciendo sus servicios a Gabinio cuando éste era gobernador de Siria; peleó en Judea, contra el levantamiento de los judíos, y contra Arquelao, el segundo esposo de la reina Berenice, cuando el regreso de Ptolomeo XIII a Alejandría, alcanzando el grado de comandante de caballería. Impidió que Auletes, ya en la ciudad fronteriza de Pelusio, hiciera espantosa carnicería entre sus contrarios. Se dice que en Siria y antes de la aventura de Alejandría, disfrutó de la hospitalidad de Ar-

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quelao, habiéndose portado muy dignamente, lo que le valió después muchos amigos en Alejandría. Desde Oriente pasó Antonio a las Galias, a ponerse a las órdenes de César, estando entonces tan pobre, que ni aun poseío domicilio fijo en Roma; reducíase su propiedad a una casita de campo en Bayas, que más bien era de los acreedores que suya. Su intimidad con César abrió ancho campo a su ca­ rrera. Ya en el año 49, siendo tribuno popular durante la permanencia de César en España, se entregó Antonio a la más desenfrenada vida. Siendo un alto dignatario, recorrió el país acompañado de estrafalaria comitiva. Pre­ cedían el vehículo en que él viajaba varios lictores agitan­ do ramos de laurel, la comediante Citeris iba conducida en una litera y detrás un carro lleno de faranduleros, arpis­ tas y meretrices. En cambió demostró Antonio su valor temerario y sangre fría ante el peligro, encargándose de llevar a Cé­ sar (que entonces preparaba su lucha contra Pompeyo) las tropas de refuerzo que llegaron con oportunidad. Tan atrevida empresa, pues no faltó mucho para que toda la flota de Antonio se hundiera en las embravecidas olas, au­ mentó extraordinariamente su fama de militar esforzado, llegándose a decir que, después de César, era el mejor sol­ dado de todo el ejército. También se distinguió mucho en Farsalia, y cuando César, después de la persecución de Pompeyo, pasó casi un año en Egipto, quedó Antonio como lugarteniente del dictador, encargado de la administración y gobierno de Roma e Italia. Allí demostró visiblemente que no poseía el golpe de vista, ni la firmeza y reflexión necesarias para el desempeño de tan altas funciones, sin contar con que sus asuntos personales no le dejaban tiempo para ocupar­ se de los del Estado. Al regresar él desde Tesalia a Italia, ya le aguardaba con lucido acompañamiento la comedianta

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Citeris, a la que Antonio paseó en todos sus viajes, sin pre­ ocuparse de la dignidad de su cargo. Durante estas expediciones, se permitió los mayores excesos y los más locos pasatiempos, que causaron verda­ dero escándalo entre los sencillos campesinos. En los lugares que más agradaban a Antonio, que te­ nía predilección por las orillas de los lagos o los ríos, se montaban tiendas de campaña y, algunas horas después, ya se servían opíparos festines, remojados con selectos vi­ nos, que se bebían en copas de oro. En la turbulencia de su desenfrenada vida, llegó hasta hacer que tiraran leones de su coche, como recuerdo de que descendía de Hércules, y para molestar a las familias de rigurosas costumbres mo­ rales, alojaba en sus viviendas a comediantas y bailarinas. En Roma llevaba una vida por demás escandalosa, re­ corriendo las calles por las noches, en unión de rufianes y mujerzuelas perdidas. Gustaba de tomar parte en las bodas y fiestas de cómicas y faranduleros, es decir, de gentuza cuya compañía no era digna de que la compar­ tiera un romano de calidad y mucho menos un funcionario tan elevado. Esta disipada existencia le costaba enormes sumas, que gastaba sin preocuparse en lo más mínimo de dónde pro­ cedía el dinero, así es que, al morir César, sus deudas as­ cendían a 40 millones de sestercios. Entre sus amigos, los comediantes Hipias y Sergio eran los más íntimos y los que ejercían sobre él mayor influen­ cia. En una ocasión, y tras de una noche de insensata orgía en casa del primero, fuése Antonio directamente al Foro, para cumplir los deberes de su alto cargo, y apenas se sentó en el solio oficial, para administrar justicia, em­ pezó a sentir las naturales consecuencias de la embriaguez y uno de sus amigos hubo de extender ante él la toga, para atenuar, en lo posible, el repugnante espectáculo. Nos pa­ rece difícil de describir el efecto que tan desagradable inci­ dente causaría en los ciudadanos.

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Como muestra de su justicia, diremos que devolvió todos sus derechos a un conocido jugador de dados que fue condenado a perderlos por haber jugado públicamente en el mismo mercado. Mas como Antonio debía dinero a Licinio Dentícula, que así se llamaba el jugador, le pareció que éste era el medio más cómodo de pagar su deuda. No por su licenciosa vida, sino por su falta de interés y comprensión en las cuestiones políticas, cayó Antonio en desgracia de César cuando éste volvió a Italia, y así pasó dos años, hasta el 4 5 en que regresó de la guerra en España. Es posible que con esto quisiera el Imperator de­ jarle sentir su fuerza, recordándole que estaba bajo sus órdenes. Durante el tiempo que duró la tirantez de relaciones entre ambos prohombres, ocurrió un incidente que en aquellos tiempos debió de parecer tan tragicómico cual nos lo parece a nosotros. César, al volver del Asia Menor, sacó a pública subasta la casa y dependencias que perte­ necieron a Pompeyo, mas por respeto al difunto hombre de Estado, no se presentó ningún postor. Antonio fué el único a quien pareció de perlas la oportunidad para apro­ piarse la magnífica finca de Pompeyo, convencido de que la eficaz ayuda que prestó en varias ocasiones a César ha­ ría que éste renunciara a cobrar el precio de la subasta. Sin más ceremonias se metió en la casa, acompañado por la turba de cómicos, bailarinas y demás gente malean­ te que siempre le rodeaba, y nada tiene de sorprendente que se acabara pronto el repuesto de vinos, que desapare­ cieron los valiosos objetos de plata labrada y que se ensucia­ ran de la manera más innoble los hermosos tapices y ricas pieles; hasta los cobertores de púrpura del difunto dueño de la casa, fueron llevados a las buhardas de los esclavos. Durante todo el día reinó desenfrenada francachela en la morada del muerto general, y lo que Antonio no regaló a su gente, fué robado por ésta. Mas equivocóse el libertino respecto a las intenciones

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de César, que exigió severamente el estipulado precio. An­ tonio mostróse muy ofendido e indignado por tal proceder. Reprochó al dictador su ingratitud y el querer disfrutar solo de los provechos obtenidos en las campañas, pero Cé­ sar mantúvose firme y Antonio, ciego de enojo, no tuvo más remedio, para obtener el precio de la finca, que vol­ ver a subastar ésta. Pero un tercero que tenía las mismas aspiraciones a la hermosa propiedad, presentó oposición a la subasta, sin contar con que los destrozos y desperfectos sufridos en tan corto espacio de tiempo, disminuían con­ siderablemente el valor del inmueble. Entra en los límites de lo verosímil que, entonces, dada la desesperada situa­ ción de Antonio, pensase éste en hacer asesinar a César. Por último, atendiendo a sus apremiantes súplicas, el Im­ perator le concedió un plazo, y como poco después salió para la campaña de España, quedóse Antonio tranquila­ mente en su mal adquirida finca. Al volver César de España, reconciliáronse los dos antiguos amigos, pero como detalle típico para juzgar a Antonio y a su época, diremos que poco antes, Trebonio, uno de los mejores generales de César, concibió el plan de asesinar a su jefe, y sondeó el ánimo de Marco en este sentido. Antonio no accedió a prestar su cooperación, pero tampoco dijo nada a César, lo que demostraba que él no quería tomar parte en el crimen, mas no encontraba mal el que lo perpetraran otros. Las gestiones de Antonio como cónsul fueron ajus­ tadas en un todo a la voluntad del dictador. Su natura­ leza, domada y oprimida por la de César, sólo se mani­ festó en toda su impetuosidad cuando, después de asesi­ nado aquél, asumió el poder absoluto. Entonces se reveló su ambición por apoderarse del mando, y en mucha mayor escala aún su insaciable afán por disfrutar de la vida. No dejó de tener cierta influencia sobre el carácter de Antonio su corta permanencia en Oriente, pero ya reunía en su naturaleza todas las condiciones necesarias para ser

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un perfecto soberano oriental, y la suerte le colocó en el lugar para el que había sido creado, cuando por último le puso a la cabeza de un gran pueblo de Oriente. El uso que hizo de los papeles y del dinero de César, y del poder que éstos le dieron, es cosa que no ha tenido ejemplo en toda la historia romana. Lo de menos fué el que pagara sus deudas personales con el tesoro del Estado; tampoco tiene importancia el que regalara gruesas sumas de dinero a los hombres que le habían servido, o que le podrían servir. Tales hechos se consideraban como cosa corriente en las luchas políticas de la antigua Roma. Lo que ya entra en lo inaudito, es el que obligara a Faberio, escribiente de César, a falsificar órdenes del muerto, de modo que se promulgaron disposiciones y proyectos con el nombre de César en los que éste jamás había pensado. Antonio, faltando a los más elementales principios de la honradez, aprovechóse de la circunstancia de estar muer­ to César y vivo su escribiente, y de tener en su casa los documentos y testamento de César, que Calpurnia con har­ ta candidez le confió. En casa del desaprensivo Antonio podían comprarse todos los títulos y dignidades que exis­ tían en el Imperio romano. Todo lo daba por dinero, con tal de encontrar compradores. La entonces esposa de Antonio, Fulvia, aventajaba, si es posible, a su marido en avaricia y falta de escrúpulos. Ella, que antes fué esposa de Clodio, se casó con Marco Antonio al divorciarse éste de Antonia, que fué su segun­ da mujer, pero sus relaciones ya debían datar de mucho antes. Era tan ambiciosa como desafecta a las tareas do­ mésticas, se ocupaba mucho de política y entendía el ma­ nejo de los negocios productivos. Con razón se llamaba a su casa “el mercado”, donde se compraban terrenos, ciu­ dades enteras, privilegios y concesiones. ¡Y todas estas dis­ posiciones se tomaban en nombre de César! El estilo en las manos del escribiente, no tenía más voluntad que el mismo escribiente en manos de Antonio. Aun no había

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existido un romano que así dispusiera de los derechos del Estado. El embajador del rey Dejorato de Galacia, hizo a An­ tonio la proposición, en nombre de su soberano, de ceder a éste la Armenia Menor, mediante el pago de 10 millo­ nes de sestercios. Era éste un territorio del que, durante las guerras civiles, habíase apropiado el rey Farnaces del Bosforo. Después de ocuparlo César (47), no se lo devol­ vió a Dejorato, por haber combatido éste junto a Pompeyo en Farsalia, y se lo confió a otro soberano del Asia Me­ nor. Antonio prestóse a entrar en negociaciones, pero luego se descubrió que Dejorato, sin tener conocimiento del enta­ blado negocio en Roma, tan pronto como supo de la muer­ te de César apoderóse de la Armenia Menor. Los senadores que nombró Antonio, en apariencia por órdenes postumas de César, fueron irónicamente llamados por el pueblo Caronidas por haber sido Carón el que trajo sus nombramientos desde el otro mundo. Bien decía Ci­ cerón al proclamar "que se resucitaba a un muerto para conceder derecho de ciudadanía no sólo a algunos indivi­ duos, sino a provincias y naciones enteras, y se utilizaba la misma voluntad para hacer que desaparecieran las ren­ tas e ingresos del Estado”. Los procedimientos de Antonio causaban tanto más escándalo, cuanto que verdaderas leyes de César, como era la que limitaba a dos años la estancia de los cónsules en la misma provincia, se alteró para lo sucesivo, prolongando la estancia consular a cinco años. Lo mismo hizo con otras disposiciones del difunto Dictador que contrariaban sus in­ tereses. Nadie trató con tan poco respeto la herencia de César como aquel que empleaba su nombre para cubrir toda su política. Antonio hizo borrar este glorioso nombre de los sitios en que estaba grabado en bronce y lo dió por válido en los falsificados documentos. Todo esto lo sabían los políticos y senadores, y el mismo Antonio no ignoraba que sus fal­

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sedades no engañaban a nadie que tuviera un poco de expe­ riencia. Mas este conocimiento no le impedía seguir abu­ sando del nombre de César. En esta colosal estafa había cierta fantástica grandiodad, muy en consonancia con el carácter de Antonio, que en medio de ese tejido de falsedades, se hallaba en su pro­ pio elemento. Para continuar derrochando dinero, asegurá­ base fuentes de ingresos a costa del Estado, imponiendo contribuciones e impuestos a las provincias, sin más ley que su capricho, y como si el reino entero fuera su propia casa, lo recorría con sus compañeros de libertinaje, sintién­ dose feliz en todas partes. A los parásitos de su séquito regaló terrenos de los bienes del Estado. A su médico le dió una finca de 750 hectáreas de extensión, y otra, poco más pequeña, a su maestro de oratoria. Esta vida de agitación y turbulencia, no estorbaba al disipado Antonio para calcular con sangre fría los peli­ gros de su posición. Se rodeó de una guardia, compuesta en su mayoría de sirios armados de arcos, con la que se presentaba en todas partes y aterrorizaba al Senado, y al confirmarle éste el derecho de crearse una guardia perso­ nal, organizó, sobre la base de la ya existente, una tropa de más de 6.000 hombres en la que abundaban los centu­ riones que habían empezado su carrera bajo el mando de César. Recorrió Italia de un lado a otro para atraerse a los veteranos del difunto Imperator y repartió también tie­ rras de labrar entre sus propios soldados. A dos de sus compañeros de orgías, llamados Tirón y Mustela, los puso al frente de partidas armadas, con las que coartaba la opi­ nión pública. Al presentarse Antonio en la sesión que cele­ braba el Senado el l9 de julio del 44 acompañado por su formidable guardia, los senadores huyeron despavoridos, creyendo llegada su última hora. Fuera de Roma su conducta no era menos incalifica­ ble. Con su habitual acompañamiento, se presentó de im­ proviso en la casa de campo de Marco Varrón, el sabio a