Claude Lefort. La inquietud de la política [1 ed.] 9788417835392

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Claude Lefort. La inquietud de la política [1 ed.]
 9788417835392

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Pensamiento político posfundacional

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Claude Lefort: La inquietud de la política

Edgar Straehle

Edgar Straehle

Claude Lefort: La inquietud de la política

Pensamiento político posfundacional

Claude Lefort: La inquietud de la política Edgar Straehle

© Edgar Straehle, 2017 © De la presentación: Laura Llevadot, 2017 Traducido del catalán por Albert Berenguer Diseño de cubierta: Genis Carreras Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti Primera edición: octubre de 2019, Barcelona Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Avda. Tibidabo, 12, 3o 08022 Barcelona (España) Tel. 93 253 09 04 [email protected] www.gedisa.com Preimpresión: www.editorservice.net ISBN: 978-84-17835-39-2 Depósito legal: B. 18323-2019 La traducción de esta obra ha contado con una ayuda del Institut Ramón Llull

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Lengua y cultura catalanas

Impreso por Ulzama Impreso en España Printed in Spain Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

índice

Presentación. Así la llaman, pero no lo es... Laura L le v a d o t .......................................................

9

Introducción...........................................................

19

Lefort y su comprensión de la filosofía..............

33

La experiencia (política) de la lectura................

45

La inquietud de la política....................................

55

Una lectura de Maquiavelo..................................

63

La cuestión de la democracia...............................

77

Repensar el poder...................................................

87

La ilusión del poder en el totalitarism o............

95

Pensar los derechos humanos en clave política.......................................................

107

Breve biografía de Claude Lefort.........................

119

Bibliografía.............................................................

123

Presentación Así la llaman, pero no lo es... Laura Llevadot Que algunas de las consignas que se alzaron aquel mayo de 2011 impugnaban las democracias representativas tal y como las conocemos aún hoy, la clase política lo sabía bien al sentirse, quizás por primera vez en mucho tiempo, cuestionada en su raíz. Aquello que la despoli­ tización general, el jemenfoutisme, y el absentismo cre­ ciente no habían podido verbalizar, aunque se estuviera cociendo desde hacía tiempo, se hizo evidente de pronto con la inscripción insolente de aquellas voces que en las calles y plazas de ciudades aparentemente pacificadas entonaban un «no nos representan» o un «le llaman de­ mocracia, pero no lo es». El clamor de esta inscripción precaria, que quizás a estas horas ya habremos olvida­ do, dice más de lo que está en juego en el pensamiento político contemporáneo que de la antigua idea de la in­ dignación como emoción política. Porque Espinoza ya hablaba de indignación en su Tratado teológico-político como motor legítimo del cambio social, pero lo que apareció entonces como novedad radical en el espacio público fue, más bien, el cuestionamiento de las normas 9

del juego democrático. «No nos representan» decía, en primer lugar, que la representación parlamentaria no desempeña la función que se espera de ella, habla de un no sentirse representados en las decisiones que ahí se toman y que nos afectan, de que la política que pretende ser representativa siempre deja un resto lo suficiente­ mente elocuente como para impulsar su manifestación. «Le llaman democracia, pero no lo es, no lo es», apun­ taba, por otra parte, a la posibilidad de un más allá de esta democracia representativa, no tanto a su perfec­ cionamiento —la creación, por ejemplo, de un nuevo partido que represente este resto que no se siente repre­ sentado— sino a la posibilidad misma de darle la vuelta al concepto de democracia, como si el viejo concepto heredado y ya remodelado enjaulara un deseo obstina­ do. Y son, justamente, estas dos cuestiones —crítica a la representación e intento de repensar el concepto de democracia—, las que enmarcan el pensamiento polí­ tico contemporáneo que esta colección quisiera dar a conocer y hacer valer. El texto de Edgar Straehle sobre Lefort que aquí se presenta abre propiamente lo que, siguiendo a Marchart, llamamos pensamiento político posfundacional. El prefijo «pos» señala, lo sabemos, el abandono de un modo de vida y de pensamiento frente a la emergencia de algo que aún no ha encontrado nombre. La posmo­ dernidad, por ejemplo, se entendería así como aque­ lla época en la que entraron en crisis los valores de la 10

modernidad: verdad, progreso, historia, emancipación, m eta-relato..., y la entrada en una época de relativización de estas nociones que hasta entonces orientaban y fundamentaban la acción. Sin embargo, quizás sería necesario cuestionarnos lo que creemos saber allí don­ de aparece este incómodo prefijo. El «pos» de este pen­ samiento posfundacional no dice que el fundamento haya desaparecido, que hayamos perdido aquello que fundamentaba la vida política, que ya no dispongamos de un concepto de naturaleza humana, de pueblo, de clase o de nación que legitime el orden existente. Al contrario, lo que dice este «pos» es, más bien, que el fundamento no ha existido nunca, que no era sino un fantasma. Cuando Hobbes hace depender la legitimi­ dad del Estado de una comprensión de la naturaleza humana dominada por el deseo de supervivencia y el miedo, cuando sostiene que «el hombre es un lobo para el hombre», y que por este motivo es necesario un or­ den pactado que se reserve el monopolio de la violen­ cia a la cual el individuo debe renunciar para sobrevivir en sociedad, o bien cuando, al contrario, se dice que el hombre es bueno por naturaleza, pero que se necesita el pacto para realizar este don natural, se pretende con este gesto fundamentar la organización política en un principio incuestionable. Este principio, sea el que sea, no sólo no resiste el análisis sino que además es nece­ sario mostrar lo que oculta. De esto, precisamente, es de lo que se ocupa el pensamiento político posfunda­ 11

cional, ya que el gesto que fundamenta nunca ha sido neutral ni inocente. La distinción que hace Lefort entre lo político y la política resulta, en este sentido, esclarecedora. La polí­ tica, entendida como el orden de las instituciones que gestionan los asuntos públicos, no agota ni representa de ningún modo lo político, es decir, la dimensión social siempre conflictiva y heterogénea que subyace a la polí­ tica oficial. Es justo, pues, que en su afán representador la política genere el fantasma de una unidad que no ha existido jamás (la nación, la soberanía, el pueblo...) o que sólo existe en la medida en que «se habla en nom­ bre de» esta heterogeneidad constitutiva. Una política honesta, que reconociera la no representatividad de este fondo conflictivo y tenso, que supiera de su falta de fun­ damento sustancial en sus acciones, sería, pues, la úni­ ca deseable. Por este motivo, Lefort insiste en poner en valor la democracia frente a todo totalitarismo, sea éste de derechas o de izquierdas. Frente a la respuesta displi­ cente de Sartre a un joven Lefort que criticaba la forma misma de partido, que consideraba que el Partido Co­ munista traicionaba al movimiento obrero puesto que hablaba en su nombre, Lefort emprendió tenaz su ca­ mino que desembocó en una defensa de la democracia frente a su crítica marxista, para la cual la democra­ cia era la forma de gobierno que satisface los intereses burgueses. Lejos de todo economicismo —perspectiva compartida por el comunismo y el capitalismo— se tra­ 12

taría de pensar lo político como fuente conflictual de todas las dimensiones de la vida y entender que sólo la democracia puede acoger su tensión. Ahora bien, si le llaman democracia y no lo es, es porque ésta ha sido re­ ducida a su dimensión representativa, la que elimina la heterogeneidad, la división, la pluralidad de lo político; es porque la democracia representativa vive del fantas­ ma de la unidad y el fundamento legítimo. El concepto posfiindacional de democracia, que Edgar Straehle con­ cibe y nos explica de forma tan precisa, designa aque­ lla forma política, la única probablemente, en la que la legitimidad no está nunca resuelta. Lejos de definir una forma de gobierno entre otras, la democracia sería la expresión de lo político que reconoce su ausencia de fundamento, que pone el vacío en su centro, que sabe que su politicidad recae en la no representatividad de lo político que, en tanto que pluralidad, no se dejará re­ ducir nunca a ninguna forma de gestión, pero que tie­ ne, en todo caso, la responsabilidad de probarlo. Es en este sentido que el concepto lefortiano de democracia combate tanto al totalitarismo como a las democracias liberales, que son las nuestras. Lo que totalitarismo y de­ mocracia representativa tienen en común es el secuestro del espacio público, la abolición de lo político. Ambas son formas de pacificación del conflicto que viven del fantasma de la unidad y que para hacerlo efectivo exigen la creación de una alteridad también fantasmal, un ene­ migo del pueblo, un otro que siempre está a punto de 13

hundir lo que se ha podido construir con tanto esfuerzo legítimo. Desde aquí quizás se entiendan muchas cosas: la paranoia de Estados Unidos contra el comunismo, y viceversa, y después contra el eje del mal en tiempos de la administración Bush. Pero, también, cosas muy pe­ queñas que matan, como el miedo de un comerciante al inmigrante, expresión minimizada de la vigilancia ex­ trema de las fronteras europeas en las que lo que se dice que se defiende es justamente esta democracia que ha reducido lo político a una mera representación y gestión administrada. Frente a la representación presuntamente legítima y la pacificación del conflicto siempre apare­ ce otro que lo asedia y al que hay que abolir. También de esto, del miedo que se apodera de nosotros, se puede aprender leyendo a Lefort. El texto de Edgar Straehle que sigue es, pues, una in­ vitación a aproximarse a este pensamiento posfundacio­ nal que ahora nos llega, por primera vez en castellano, cuando parece que ya ha pasado todo y que lo más intempestivo de aquel acontecimiento, el de una emer­ gencia de lo político que se revela contra la política, habrá sido como siempre traicionado. Y, sin embargo, esta in­ vitación a sumergirse de la mano de Lefort en la proble­ mática de la representación y de la democracia desdice, también, la máxima hegeliana que habíamos asumido de forma demasiado apresurada. «El búho de Minerva —escribió Hegel en su Filosofía del derecho— inicia su vuelo cuando cae el crepúsculo», y con esta metáfora 14

nocturna indicaba que la filosofía siempre llega tarde, que siempre comprende a

postcuando los hec

ya han acontecido. Pero también pasa exactamente lo contrario, que la filosofía llega demasiado temprano, cuando aún no se entiende ni se quiere entender, cuan­ do las condiciones de posibilidad de su comprensión no han sido dadas. Se tarda mucho tiempo en deshacer el ovillo de un pensamiento, en estar preparado para asu­ mir los desafíos a los que su escritura apunta. Sucede, como dice Nietzsche, que a una filosofía aún no le haya llegado su hora, las condiciones intelectuales y existenciales de su posible recepción: «¿Me comprendéis?, ¿me comprendéis? Dioniso contra el crucificado», escribía solitario en L a gaya ciencia. En el caso de Lefort se diría y, más en general, en el del pensamiento posfundacional al que dedicamos esta colección, que no llega tarde sino temprano. Que los hechos probablemente no ha­ brían sucedido de no haber sido preparados de alguna forma —aunque no fuésemos conscientes de ello— por el impulso antiautoritario de estas escrituras plurales y cuestionadoras. Sucede, sin embargo —y esto es lo más aterrador aunque quizás no sea culpa nuestra, sino de la educación recibida o que nos falta—, que leemos poco y que consecuentemente pensamos poco, que no estamos lo suficientemente atentos a la emergencia de nuevos marcos de comprensión que enriquecerían la acción y la mirada. Claude Lefort: La inquietud de la política quiere ser una modesta invitación a ampliar estos límites que 15

se nos imponen y que nos imponemos, a redimensionar los marcos en los que inscribimos el pensamiento y el hacer. Proferimos palabras cuyo sentido a menudo se nos escapa, creemos saber lo que decimos, pero nues­ tro decir supera con creces la intención del hablante. Luego, cuando miramos atrás armados con este nuevo utillaje descubrimos sentidos ocultos tras las palabras proferidas y las acciones realizadas, entendemos que an­ tes del decir y el hacer ya actuaba algo que no sabíamos. Algo de este orden es lo que acontece cuando leemos a Lefort, cuando le leemos por primera vez atravesado por la mirada de Edgar Straehle. De pronto, que «no nos representan», que «le llaman democracia, pero no lo es», adquieren sentidos nuevos, más exigentes, y la indigna­ ción, vieja emoción política, deja paso a una demanda más radical en la que se juega la posibilidad de pensar la política de otra manera. Vamos haciendo camino, pero un pensamiento muy nuevo empapado de experiencia nos precede. Intentar acogerlo es la tarea que aquí nos proponemos.

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El pensamiento no puede ignorar su historia aparente, es necesario que se plantee el problema de la génesis de su propio sentido. Es según el sentido y la estructu­ ra intrínsecos que el mundo sensible es más viejo que el universo del pensamiento, porque el primero es visible y relativamente continuo, y el segundo, invisible y lleno de lagunas, sólo a primera vista constituye un todo y obtie­ ne su verdad a condición de apoyarse en las estructuras canónicas del otro. Maurice Merleau-Ponty Lo visible y lo invisible

Introducción En 1953, en los primeros y más calientes años de la Gue­ rra Fría, un joven prometedor y entonces desconocido pensador llamado Claude Lefort adquirió cierta noto­ riedad pública en Francia, en especial en los círculos intelectuales. Con tan sólo 29 años osó escribir para la revista

Les Tem ps M odernes, la publicación filosófica de

más renombre en aquellos momentos en Francia y aún de gran prestigio en la actualidad, un artículo con el tí­ tulo «El marxismo y Sartre» que despertó la indignación del conocido filósofo francés, una figura que en aquel momento se encontraba en la cima de su popularidad. En verdad, el artículo de Lefort no era sino una respuesta que había sido espoleada en persona por el mismo Sar­ tre y donde eran criticados los dos textos que el filósofo existencialista había publicado poco antes en Les T em ps M odernes bajo el título «Los comunistas y la paz». En estos dos artículos Sartre había m ostrado su malestar por la evolución del colectivo obrero en su país, como por ejemplo la pérdida de la anterior actitud revo­ lucionaria, sustituida por una creciente postura refor­ mista, y su progresivo alejamiento de las posiciones es­ grimidas por el Partido Comunista francés. A su juicio, este distanciamiento era un mal que se debía denunciar 19

y que era preciso combatir, y cuyos primeros damnifica­ dos eran los propios obreros. Al mismo tiempo, Sartre puso de relieve la importancia que él otorgaba al Parti­ do Comunista, al que era necesario seguir siendo fiel y que encarnaba la praxis revolucionaria. De hecho, en su artículo llegó incluso a definir este organismo como la institución que genera la unidad de clase. Sin la acción del partido, sostenía, los obreros no serían una clase real sino más bien su negación: una colección o una masa de individuos desorganizados, manipulables y faltos de auténtico potencial político. Por este motivo, argumen­ tó que la construcción de la clase era inseparable de la organización construida por el partido. Ella misma era incapaz de hacerlo por sí sola y por ello Sartre cargaba contra las concepciones espontaneístas de la lucha revo­ lucionaria. En su opinión, ésta no puede tener éxito sin la existencia de un instrumento que se encargue de este tipo de tareas políticas. Para terminar, Sartre concluye que el partido se impone a cada individuo como impe­ rativo y que consiste en una suerte de orden que hace que reine el orden (Sartre, 1964:247). En caso contrario, la descomposición de la clase sería un hecho inevitable. Frente a esta postura, el artículo de Lefort denuncia el menosprecio del texto de Sartre por la clase obrera, se posiciona en contra de su irrelevancia en el plantea­ miento de la lucha revolucionaria y, también, en con­ tra de que sea conceptualizada, en verdad cosificada, a partir de unos esquemas teóricos y abstractos alejados 20

de las experiencias y los problemas de la realidad con­ temporánea. Según él, no se pueden dejar de tener en consideración las transformaciones sociales ni definir qué es la clase desde una posición de exterioridad, al margen del contenido de las experiencias reales. Por eso, considera que no puede haber una definición objetiva del estatuto proletario sino que ésta se mezcla, podría­ mos llegar a decir que dialécticamente, con la situación subjetiva de los que responden a esta categoría histó­ rica y, por lo tanto, fluctuante. Lefort no comparte las opiniones de Sartre sobre la centralidad del partido, y aunque declara no defender una postura extrema como la del espontaneísmo, sí que se posiciona a favor de la autoorganización de los obreros. En pocas palabras: mientras que para Sartre el sujeto revolucionario es el partido, para Lefort lo son los trabajadores. De hecho, este último añade que el partido puede convertirse en una herramienta opresiva, violenta y contrarrevolucio­ naria, como el ejemplo de Stalin habría mostrado de for­ ma ciertamente extrema en la Unión Soviética, y que el camino hacia la emancipación obrera pasaba por la su­ peración de este tipo de organizaciones. Lefort acepta la función histórica que una estructura como la del partido ejerció en su momento, pero también se interroga cuál es el papel que puede jugar en el presente. Sin lugar a dudas, los posicionamientos de ambos pensadores eran opuestos y la respuesta de Sartre, qui­ zás crecido ante la impetuosidad e irreverencia de un 21

joven Lefort, no fue nada cordial ni elegante. En su ré­ plica, Sartre escribió en un tono condescendiente, inclu­ yó argumentos

a d hom inem y tachó a su interloc

de pequeño burgués, hegeliano, trotskista —cosa que, por cierto, en aquel momento ya no era— e incluso de cómplice inconsciente de empresarios y capitalistas. De todas formas, Lefort no se dejó intimidar y respondió de nuevo en un pequeño texto titulado «Sobre una res­ puesta», en el que profundizaba en sus observaciones críticas. Al poco tiempo, sin embargo, la controversia pública se apagó. Después de todo esto, la relación entre ambos pen­ sadores se rompió y Lefort dejó de escribir en Les Temps M odernes. En algunos textos posteriores, como «El totali­ tarismo sin Stalin», aún se percibe su resentimiento y Le­ fort aprovecha la ocasión para cargar las tintas contra las posturas del filósofo existencialista. No obstante, lo que podría haber sido su defenestración y su marginación de­ finitiva no supuso el final de su carrera filosófica ni tam­ poco un cambio ostensible en su carácter polémico. Lefort, nacido en 1924, todavía estaba iniciando una dilatada carrera como pensador que no concluyó hasta su muerte, en 2010. Durante este largo tiempo destacó y acabó saliendo perjudicado por la indomesti­ cable independencia de su pensamiento y por la osadía de sus propias opiniones, quien sabe si incluso temeri­ dad, que le acarreó nuevos enfrentamientos como los que tuvo con Sartre. Además, la dirección que tomó la 22

vida de Lefort puede ser entendida como una peculiar singladura política e intelectual que, marcada por sus decisiones y transformaciones personales, le llevaron a tomar decisiones políticas controvertidas que no siem­ pre fueron compartidas ni entendidas por quienes esta­ ban a su alrededor. Inicialmente de filiación marxista, Lefort también estuvo muy influenciado desde su adolescencia por la fenomenología que le fue trasmitida por Maurice Merleau-Ponty, profesor suyo en el lycée Carnot, cuando sólo tenía 17 años, y a quien hasta el final de su vida reconoció como su maestro y su gran referente intelec­ tual. Posteriormente, la peripecia vital de Lefort no fue lineal ni fácilmente situable en un segmento concreto del pensamiento político. Con el paso del tiempo, en buena medida debido a factores como la tendencia demasiado economicista y cerrada del marxismo dominante, fue en busca de un pensamiento propiamente filosófico y se dejó seducir por la filosofía de pensadores ajenos a la tra­ dición comunista, sobre todo por la obra de Maquiavelo, pero también por otras figuras de importancia como Alexis de Tocqueville o Hannah Arendt. Y como pasó con la autora de

La condición hum ana o con un escri

como Albert Camus, en algunos casos el contenido de sus reflexiones molestó y enfureció más a las personas que, en teoría, eran más cercanas a sus posicionamientos políticos, un hecho que ocasionó que se le quisiera situar a un lado del espectro político que no era el suyo. 23

Desde el principio, Lefort mostró rechazo por toda forma de dogmatismo. Guiado por esta actitud, se des­ marcó de las corrientes comunistas hegemónicas y muy pronto se atrevió a criticar al estalinismo como un tipo de régimen que continuaba basándose en la explota­ ción de la población y que practicaba una forma de do­ minación fundada en el poder del aparato burocrático. Imbuido de este espíritu, y aún adolescente, fue a parar al Partido Comunista Intemacionalista, de ideología trotskista, del que de todas formas decidió salir al cabo de pocos años. Cuando se dio cuenta de que la estruc­ tura trotskista, en el fondo, estaba demasiado domina­ da por las lógicas burocráticas y no hacía otra cosa más que reproducir a una escala menor lo que sus integran­ tes censuraban en público de la estructura política de la Unión Soviética, consideró que no tenía sentido seguir vinculado a esta organización. Después, Lefort tomó la decisión de fundar un nue­ vo grupo, Socialism e ou Barbarie, con la colaboración de su amigo Cornelius Castoriadis, otro joven e ilustre di­ sidente del trotskismo. En este grupo participaron futu­ ras figuras del pensamiento de la talla de Jean-Fran^ois Lyotard, Guy Debord y Gérard Genette, pero también un activista catalán y exmilitante del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) menos conocido como Albert Masó. El objetivo de este colectivo, espoleado por las ideas de una autora y activista como Rosa Luxemburg, consistía en generar un espacio verdaderamente 24

revolucionario que consiguiera escapar de las lógicas burocráticas que imperaban en los partidos políticos. Sin embargo, pronto empezó un debate dentro de Socialism e ou B a rb arie que acabaría provocando que Claude Lefort lo abandonara, primero tem poralm en­ te y luego de forma definitiva. El detonante fueron las discrepancias que se manifestaron dentro del grupo al enfocar la acción política, la transformación social y, de nuevo, como con Sartre, el papel que debía tener el par­ tido respecto al colectivo obrero. Pese a tomar una pos­ tura menos fuerte que la de Sartre, Castoriadis se situó a favor de la constitución de un nuevo partido revolucio­ nario que estuviera guiado por las reflexiones de los in ­ telectuales y que otra vez volvía a menospreciar el papel y la voluntad de los obreros. Para Lefort, en cambio, la forma de partido ya no era una demanda de los obreros y no tenía sentido intentar formar otro nuevo en aque­ llos momentos. Además, de esta forma se caía en el error de establecer una fuerte separación entre el grupo m i­ noritario de intelectuales, quienes se asignaban una ta­ rea directiva, y el resto de los militantes, quienes debían seguir las indicaciones y conclusiones de los primeros. Aunque esto se revestía de un aura independiente, ob­ jetiva y razonada, se volvía a defender un nuevo tipo de estructura asimétrica. Según Lefort, no se debía sacrifi­ car el ideal revolucionario, pero sí era preciso pensarlo y articularlo más allá de un tipo de organización envejeci­ da, inadecuada y burocrática como la del partido. En su 25

opinión, el movimiento obrero podía aspirar a una vía revolucionaria en la medida en que pudiera romper con el fetichismo del partido y volver a leer la política desde su propia experiencia. Hasta llegó a comentar en cierto momento que la forma de partido correspondía a una etapa superada de la historia. Estos episodios, explicados con más detalle y pro­ fundidad por Esteban Molina en su libro L a incierta li­ bertad, evidencian algunas de las características distin­ tivas que animan al pensamiento inicial de Lefort y que él mismo mantendrá hasta el final de su vida. Su oposi­ ción al fetichismo de partido estaba sobre todo dirigida contra todas las formas que de forma directa e indirec­ ta, consciente o inconsciente, voluntaria o involuntaria, descendían del modelo expuesto por Lenin en su texto clásico ¿Qué

h a cer? ( 1902). Además, prefigura su pos

tura crítica respecto a la rígida y asimétrica separación entre el orden de la teoría y el de la práctica, donde un colectivo se otorga el monopolio del programa que hay que llevar a cabo, su rechazo de que la política se base en la firme defensa de una verdad determinada a riesgo de menoscabar la libertad, la espontaneidad y la pluralidad, y su temor insistente a perder la conexión con una reali­ dad que, por definición, es compleja y escurridiza y que nunca se puede menospreciar ni ignorar. Con el transcurso de los años, especialmente alre­ dedor de 1970, las posiciones de Lefort se moderaron y dejó de situarse bajo la estela de la revolución. Mientras, 26

sus críticas contra el inmovilismo, la rigidez y la miopía de la izquierda marxista oficial no dejaron de repetirse. Entre otras cosas, les reprochaba que no querían enten­ der y que no se atrevían a profundizar en el estudio del concepto de totalitarismo, que para él constituía el fenó­ meno fundamental de nuestros tiempos y un problema histórico capital que no sólo afectaba a un hecho pasa­ do, como al ya vencido nazismo alemán. A excepción de otro autor incómodo en Francia, como Raymond Aron, y sobre todo de la inclasificable Arendt, Lefort recrimi­ naba que la izquierda francesa evitaba deliberadamente la palabra «totalitarismo» y que, prisionera en una suer­ te de servidumbre voluntaria a nivel intelectual, se ne­ gaba a utilizarla para describir el tipo de gobierno que en aquel momento mandaba en la Unión Soviética. Esta izquierda, vinculada directa o indirectamente al Partido Comunista, prefería interpretar el totalitarismo simple­ mente como un rostro o un instrumento más del capital, el cual constituía su principal preocupación, cuya aten­ ción derivaba en la postergación de los otros temas y en colocar éstos en una posición secundaria. De esta manera, se olvidaba la especificidad del tota­ litarismo, así como las numerosas consecuencias histórico-políticas que su advenimiento desencadenaba, pero también se ponía de relieve qué tipo de relación tenían estos pensadores con los hechos históricos. Entre otras cosas, esta posición hipócrita servía para no condenar a los regímenes comunistas de la Europa del Este y de 27

la Unión Soviética, en aquel momento bajo el gobierno de Nikita Jrushchov (1958-1964) y de Leonid Brézhnev (1964-1982), y para no querer equiparar, como más o menos hizo Arendt en

Los orígenes del

totalitarismo de signo nazi y el estalinista. Se trata de una cuestión que el mismo Lefort había denunciado el año 1948, en el contexto del conocido como caso Kravchenko, en el informe crítico de la Unión Soviética que él había redactado para Les Temps M odernes y que no recibió el apoyo de la revista. Como no podía integrarse en su marco de pensa­ miento y de la filosofía de la historia de corte marxista, el totalitarismo pasaba a ser entendido desde otras categorías propias y se convertía en la manifestación más virulenta y funesta de un fenómeno más global, que en este caso era el capitalismo. Éste se convertía así en la piedra de toque a partir de la cual interpretar todos los datos de la historia y, por tanto, todo análisis que quisiera dedicar una especial atención al totalitarismo era fácilmente recibido con sospecha, escepticismo e incomodidad, y en muchos casos se lo consideraba un concepto propio de pensadores alineados con la dere­ cha. Con más razón aún si el autor, como sucedió con Lefort, prefería centrarse en el estudio del totalitarismo comunista, el existente en aquella época, y no en el na­ cionalsocialista. Más adelante, estos temores parecieron confirmarse con la fulgurante aparición durante la dé­ cada de los años setenta de un conjunto de pensadores 28

(como Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann) que adquirieron una gran repercusión mediática y recibie­ ron el nombre de les nouveauxphilosophes. Una de las críticas más duras de Lefort a la izquierda marxista era que ésta había dejado de pensar en térmi­ nos políticos. Por culpa de sus prejuicios epistemológi­ cos e interpretativos, y en muchos casos por no saber o no querer resolver su relación con el oscuro pasado del comunismo oficial, esta izquierda se había quedado aprisionada dentro de un marxismo ortodoxo que acu­ saba características problemáticas, como su tendencia a un economicismo excesivo, el carácter supuestamente objetivo de sus afirmaciones o la defensa de una filosofía de la historia cerrada, pretendidamente predictiva e irrefutable, que en verdad resultaba ser una mitología de la historia. Según Lefort, por culpa del uso que se ha­ cía de esta ficticia filosofía de la historia se desplazaba la política a un lugar secundario y se suprimía el carácter de acontecimiento de la historia, su dimensión radical­ mente contingente y variable. Por este motivo, se ha querido dividir la biografía de Lefort en dos etapas distintas, una primera más militan­ te y revolucionaria y una segunda caracterizada por una vertiente más moderada y teórica, comprometida con una forma política como la democracia. Mientras que la primera estaría dominada por su lectura de la obra de Marx, la segunda lo estaría por su singular interpreta­ ción de Maquiavelo. Una de las muestras más palpables 29

y peor recibidas de este giro se percibiría en su acerca­ miento, ciertamente articulado de una forma muy es­ pecial y personal, a algunas tesis del liberalismo y de un pensador como el ya citado Tocqueville. Sin embargo, querer clasificar y encasillar a un autor como Lefort es un error. Si por algo sobresalió a nivel público es por una ambigüedad no buscada que estaba motivada por su ca­ rácter indócil e independiente. Por esta razón, entre los que podríamos considerar como sus discípulos más co­ nocidos encontramos a pensadores tan dispares entre sí como Pierre Rosanvallon, Marcel Gauchet, Alain Caillé o el recientemente tallecido Miguel Abensour. Por otra parte, cabe añadir que hay importantes elementos de continuidad entre estas dos fases de la biografía de Lefort. Por ejemplo, las convicciones que le hicieron cortar de muy joven con el trotskismo y el comunismo oficiales ya dejaban entrever una reivindi­ cación de la política que continúa latiendo con mucha fuerza en sus escritos más tardíos. Más que renunciar a un ideal como el de la revolución, Lefort pasó a dedicar atención a los peligros que ésta puede esconder en su interior, algo de lo que ya era muy consciente en sus pri­ meros escritos y que ya condicionó el peculiar itinerario de su biografía política. Como veremos más adelante, su acercamiento «liberal» a la cuestión de los derechos hu­ manos, que también se puede interpretar desde el mar­ co de una corriente distinta como la del republicanismo, se inspira asimismo en este principio. 30

Otro elemento im portante de continuidad se en­ cuentra en las temáticas de sus escritos. Por ejemplo, al final de su vida Lefort siguió insistiendo en la im portan­ cia del fenómeno totalitario. Ahora bien, en su libro L a com plicación, publicado en 1999, cambiará algunos de sus blancos y discutirá con las posiciones oportunistas que, poco después de la caída del muro de Berlín, pa­ saron a ver el comunismo como una especie de breve paréntesis o de fenómeno ya cerrado, es decir resuelto, de la historia. Lefort dirige sus críticas contra las tesis de su amigo Fran^ois Furet y también de M artin Malia, ambos historiadores, por el hecho de haber identificado el com unism o con una ilusión y una utopía respectiva­ mente. De esta manera, como antes había sucedido con la izquierda comunista, Lefort denuncia que de nuevo no se capta la complejidad del totalitarismo y se m e­ nosprecia su relevancia en la política. En este libro, de hecho, aún saldrá en defensa de Marx y se opondrá a Furet por querer responsabilizar a su pensamiento de los males causados por el comunismo real del siglo XX. Según Lefort, en cambio, el problema no fue tanto M arx como el marxismo y, como casi medio siglo antes, vuel­ ve a dirigir sus críticas contra Lenin. Este último no ha­ bría seguido sino manipulado la filosofía del autor de El C a p ita l De todas formas, de su creciente proximidad con Arendt, Tocqueville o Maquiavelo no hay que de­ ducir una suerte de olvido o condena de Marx. Más que con el pensador alemán, a quien siempre tuvo en gran 31

consideración, sus desencuentros se dieron con quienes hablaron en su nombre.

32

Lefort y su comprensión de la filosofía Claude Lefort empieza su escrito

cuestión de la d e­

m ocracia con una declaración rotunda que expresa uno de los propósitos que ilumina su biografía intelectual. Como enuncia en una breve sentencia, el objetivo del trabajo que presenta es contribuir e incitar a una res­ tauración de la filosofía política (Lefort, 1986: 17), que es lo que exploraremos a lo largo de las páginas de este libro. Ahora bien, en primer lugar hay que añadir que la concepción lefortiana de la filosofía política, en la que la propia elección de los términos ya resulta sorpren­ dente, es bastante particular. De entrada, él defiende que su tarea está guiada por el deseo de entender qué quiere decir que los seres humanos vivan en sociedad y, como ya ocurría con los antiguos griegos, esto supone un es­ tudio de las distintas formas de sociedad o de politeia. No obstante, en Lefort encontramos una persistencia y no disimulada resistencia a reducir la política al análisis de conceptos abstractos y alejados de la realidad, y hasta el final de su vida se manifestó en contra de lo que él llamaba «la quimera de un pensamiento puro» (Lefort, 2005:24). En todo momento, ya desde su lejana polémi­ 33

ca con Sartre, se desmarcó de las perspectivas filosóficas demasiado impregnadas de metafísica y que se afirman con un carácter absoluto, al margen de toda refutación histórica. Además, hay que recordar que Lefort también enfa­ tiza la incertidumbre y la indeterminación que acompa­ ñan de forma inherente a la política. Según él, la política nunca se puede determ inar ni fijar del todo, no puede encontrar nada parecido a una solución definitiva. En lugar de un

ser,la política se caracteriza por un continuo

e impenitente devenir, por un conflicto y una pluralidad que impiden un abordaje exclusivamente abstracto de la cuestión. Lefort defendió que el filósofo no se puede sustraer a las demandas del acontecimiento y que debe dejarse tocar por el mismo (1978b: 60). En realidad, ar­ gumenta, es el propio acontecimiento el que proporcio­ na la materia y la experiencia del pensamiento, el que, debido a su carácter imprevisible y rompedor, le sumi­ nistra aquello aún no pensado que puede hacer estre­ mecer lo pensado. De ahí que en sus reflexiones brille su sensibilidad por la historia. Esto no significa que el pensamiento, y en particular el político, se deba abandonar a una postura radicalmen­ te empirista o historicista. Que los hechos de la historia sean imprescindibles al pensar la política no significa que debamos encerrarnos en ellos, en la pura particula­ ridad. Según Lefort (1978b: 63), cada vez hay que poner a prueba lo particular, hacer propias las cuestiones de la 34

propia época, dejarse conducir hasta las últimas pregun­ tas y así reencontrarse con los antiguos problemas de la filosofía. Además, para hacerlo no podemos olvidar las contribuciones que se han producido con anteriori­ dad. Y es que cuando uno decide ignorar la tradición y no quiere descubrir el fondo de verdad que se esconde en su experiencia, la distancia que toma respecto a los filósofos del pasado se muestra ilusoria, ya que en reali­ dad no ha dejado de explotar su herencia en silencio. Así pues, por más que intentemos situarnos en una supuesta posición de originalidad, no podemos deshacernos de lo que ya se había dicho. Para terminar, concluye Lefort, también cuando se intenta hacer una filosofía política abstracta, forjada con una pretensión universal, eterna y alejada de la particularidad histórica, lo que se hace es olvidar lo que una persona ha tomado y aprendido de la experiencia propia. Por este motivo, su posición filo­ sófica se mantiene conectada con las experiencias reales y renuncia a toda forma, ya sea abierta o camuflada, de objetivismo (Lefort, 1986: 20). Esto explica que Lefort no acaricie el propósito de elaborar una suerte de filosofía política dotada de un ca­ rácter teórico y universal. En cambio, reconoce el carác­ ter insondable de la realidad y la inexistencia de un or­ den cognoscible del ser o de una naturaleza objetiva. Por ello, rehúye de especulaciones abstractas y no se esfuerza en construir ningún sistema filosófico. Frente a una fi­ losofía surgida predominantemente de una perspectiva 35

teórica, el pensamiento de Lefort se embarca en un pro­ yecto que desde cierto punto de vista se podría valorar como más modesto y mundano. Plantea una ontología política que, por el hecho de ser política, reivindica el estatuto de las apariencias. La cuestión de las aparien­ cias, como también sucede en la obra de Merleau-Ponty y en la de Arendt, adquiere aquí una importancia capital en su esquema de pensamiento. Esta posición es lo que permite explicar que la histo­ ria se convierta en una fuente indispensable para Lefort y que reflexione constantemente desde los episodios y hechos concretos. Por eso mismo, también se acercó a otras disciplinas

a priori no tan afectadas por el e

de actitud teórica como la sociología y la antropología. Esta última le resultó de especial interés porque, como evidenciaron los trabajos de su amigo Pierre Clastres —como el conocido L a sociedad contra el estado—, las culturas llamadas primitivas también deben ser pensa­ das como plenamente políticas y no pueden ser consi­ deradas como si no tuvieran historia. En este sentido, su gesto puede ser interpretado como uno análogo al de «volver a las cosas mismas» (

zu den Sachen

selbst), el lema clásico de la fenomenología acuñado por Edmund Husserl, que en este caso supone un retorno a la política misma y a los hechos en los que ésta se ma­ nifiesta. Esto explica que Lefort acostumbre a escribir textos que más bien podrían ser entendidos como una especie de observaciones o reflexiones dispersas sobre 36

asuntos coyunturales, algunas de ellas inacabadas. Q ui­ zás por esto, salvo en los casos de libros como bre de

hom ­

m ásyL a com plicación y su tesis sobre Maquiavelo,

sus escritos sean obras bastante breves y más pensadas como artículos. En esta relación con los hechos históricos se per­ cibe la huella de Merleau-Ponty y de Hannah Arendt. Del fenomenólogo francés recuerda la frase que escribió al principio de su libro L as aventuras de la dialéctica: «Puestos a prueba por los acontecimientos, nos familia­ rizamos con lo que nos resulta inaceptable, y es la inter­ pretación de esta experiencia la que se convierte en tesis y filosofía» (Merleau-Ponty, 1955: 9). Por su parte, de la pensadora judía retiene una frase fundamental que ella escribió en el prefacio a Entre p asad o y fu tu ro: «Creo que el pensar como tal nace a partir de la experiencia de los acontecimientos de nuestra vida y debe quedar ligado a ellos como los únicos referentes a los que puede adherirse» (Arendt, 1961: 14). En este sentido, en unas líneas que se pueden aplicar a él mismo, Lefort explica que «pensar no significa moverse en lo y a p en sad o, sino volver a empezar y, más concretamente, volver a em p e­ zar pon ien do el pensam ien to a p ru eba del acon tecim ien ­ to» (1986:61). Al fin y al cabo no es más que una actitud lógica, dada la variación y contingencia de la historia, debido a la cual esta última no deja de ser una fuente inagotable de acontecimientos imprevisibles. El pensar, por tanto, no se puede encerrar en sí mismo, en los lí­ 37

mites de una especulación abstracta, sino que debe salir a hacer frente a aquello que irrumpe de forma insólita y que debe ser comprendido. El acercamiento de Claude Lefort a la política nunca resulta ni directo ni frontal. Este recurso mencionando a los hechos —y, como veremos, también a determina­ dos autores de la historia del pensamiento—, manifiesta su creencia en la imposibilidad de poder encarar la ontología política de forma directa o inmediata, partien­ do de una reflexión que tenga un carácter puramente abstracto y teórico. En este punto se basa de nuevo en las reflexiones de Merleau-Ponty y en la discrepancia de este último con Martin Heidegger. Según el pensador francés no podemos llegar al ser de forma directa. Sólo podemos hacerlo mediante elementos intermediarios, los entes, que son los que nos dan testimonio de él. El ser, como máximo, lo podemos encontrar en estado la­ tente y nunca de forma pura. Por eso no se manifiesta en sí o por sí mismo, sino mediante estos otros entes. Aquí es donde encuentra sentido la frase de Mer­ leau-Ponty que capta la atención de Lefort y que él re­ produce en reiteradas ocasiones: «El ser es lo que exige de nosotros creación para que de él podamos obtener experiencia» (Merleau-Ponty, 1945: 10). Esta frase es crucial porque, según Lefort, supone una ruptura con la sentencia de Husserl que afirma que el comienzo «es la pura y, por así decir, muda experiencia que hay que llevar a la expresión pura de su propio sentido» (Hus38

serl, 1963: 77). Frente a esto, Merleau-Ponty no entien­ de el ser como una realidad positiva ni considera que su sentido se pueda alcanzar de forma completa; al contra­ rio, considera que toda reducción fenomenológica nun­ ca puede ser trascendental ni perfecta ya que siempre deja elementos restantes que no pueden ser captados. En otros términos, el acceso al ser siempre se produce de forma imperfecta, incompleta y a condición de recono­ cer la existencia de una alteridad ulterior e irreductible (Lefort, 1978b: 112). Toda forma de aproximación al ser supone, a la vez, una falta o una ausencia, que algo se nos escapa necesariamente en cualquier acto de conoci­ miento. El ser nunca puede ser entendido de forma ple­ na y definitiva y siempre exige ser repensado. Además, M erleau-Ponty profundiza en cóm o se produce la expresión de este ser, que no puede serlo de una forma pasiva ni pura, como una traducción perfecta ni como si fuera una cosa que se encuentra simplemente delante de nosotros, sino que no puede dejar de ser crea­ dora de sentido. Esto revela que detrás de este acto de conocimiento se requiere un rol activo en nosotros mis­ mos, los lectores, observadores o espectadores de esos hechos, que nos lleva hacia la experiencia. La experien­ cia en sí misma es muda y no puede hablar o explicarse por sí misma. Somos nosotros quienes, interrogándo­ la y abordándola, debemos verbalizarla e iniciamos un proceso que no es perfecto ni tiene un carácter objetivo, y que en verdad nunca puede concluir. Que siempre y 39

de forma inevitable queden elementos restantes e inaprehensibles en toda reducción implica la aceptación de un proceso que no puede alcanzar en ningún momento un estatuto definitivo ni puede abandonar su carácter interrogativo; que con rigor, en la filosofía no se pueda hablar nunca de una solución. Continuando en esta línea, Lefort considera que en el acto de comprensión de la política se produce un he­ cho parecido, y en su pensamiento, en lo que él llama una ontología indirecta, encontramos una prelación o una prioridad del aparecer sobre el ser. Lefort, por eso, dirige su atención hacia estos elementos de mediación o de expresión, ya sean acontecimientos del presente o del pasado, ya sean las reflexiones de otros autores an­ teriores a nosotros que nos ayudan a orientarnos y a encontrarnos con lo que buscamos. De modo que de­ bemos apoyarnos en informaciones o referencias que nos sirven como señales o como medios para captar aquello que queremos comprender y que, al mismo mo­ mento, no se pueden librar de su carácter imperfecto e incompleto, ya que sólo consisten en fenómenos parti­ culares que no representan exactamente lo que en ellos buscamos. En otras palabras, ninguna mirada, por muy inteligente, profunda o acertada que sea, puede disipar la opacidad de la vida social y ésta nos emplaza ante la perenne exigencia de un desciframiento interminable. Para profundizar en la perspectiva de Lefort puede ser interesante tener en cuenta la analogía que él hace 40

con la visión. Para entender en qué consiste ésta, e in­ terrogar nuestra propia mirada, no podemos retirarnos completamente hacia una posición objetiva, sin ningún resto de subjetividad, dejando de mirar y de tener en cuenta lo que ven los ojos. La experiencia de la visión queda así marcada por una conjunción de lo que apare­ ce y vemos con aquello desde donde miramos, una di­ visión de la experiencia que no podemos desligar y que olvidamos en nuestra cotidianidad. Ambos elementos se limitan, pero a la vez también se necesitan mutua­ mente y dependen el uno del otro. Así mismo, cuando miramos hacia fuera no dejamos de volver en cierto sentido a nosotros mismos. Siempre pervive, de forma ineludible, un elemento nuestro por el hecho de que nosotros formamos parte de la experiencia de la visión. Toda mirada, en definitiva, designa la experiencia de un partage, un compartir que evidencia la interdependen­ cia de lo exterior y lo interior, lo objetivo y lo subjetivo. La visión sólo es posible porque cada uno de los dos po­ los requiere y alimenta al otro (Lefort, 1978b: 134). La aspiración a la pura visibilidad, una sin ningún tipo de restricción, no es más que una utopía que en realidad conduciría a la ausencia total de visión. Al fin y al cabo, esta limitación es su condición de posibilidad. Por eso, la visión nunca puede abandonar el campo de la interro­ gación, nunca deja de ver o de percibir cosas nuevas, y nunca puede estar completamente segura de sí misma. Cada nueva mirada abre la posibilidad de mostrar cosas 41

nuevas o detalles adicionales que habían escapado a mi­ radas anteriores. Todo ello hace que sea bastante difícil hablar de una filosofía singular de Claude Lefort, como si en sus textos se pudiera encontrar un edificio coherente. Él no escribe tanto desde una supuesta razón como desde una mirada atenta, paciente y escrutadora. Una mirada, hay que de­ cir, consciente de sus limitaciones, que evita el exceso de teoría, y que en muchos momentos podríamos cali­ ficar de rara, que no termina esclareciendo desde dónde habla o dónde se sitúa exactamente y que puede resultar desorientadora para el lector. Por todo ello, a Lefort no le gusta verse como un filósofo en el sentido clásico de la palabra y reiteradamente se manifestó contrario a tener que situarse dentro de una escuela determinada. En di­ versos momentos, prefirió presentarse como pensador o como una especie de ensayista en el sentido original del término: una persona que hace intentos repetidos de explicar algo que no cesa de escurrírsele entre los dedos, que reconoce las limitaciones de las aproximaciones teóricas y que no siente la obligación de tener que con­ cordar con lo que había afirmado antes. Su coherencia se encuentra más en la actitud vital que él mantuvo res­ pecto a los acontecimientos de cada momento que en el conjunto de reflexiones que inevitablemente dialogan con los hechos cambiantes de la historia. A fin de cuen­ tas, el pensamiento nunca puede abandonar el carácter interrogativo. 42

Por esa razón, el pensador Oliver M archart lo ha considerado un pensador posfundacional. Es decir, como uno de aquellos pensadores que declaran la impo­ sibilidad de apelar a una filosofía primera, o a un prin­ cipio absoluto, desde donde construir el resto de sus afirmaciones filosóficas, o que cuestionan y desconfían de aquellos modelos que se apoyan en la ilusión de un fundamento firme y concreto. Ahora bien, el objetivo no sería tanto renunciar por completo a este fundamen­ to como poner de relieve su precariedad inherente, su inevitable contingencia y fragilidad. En lugar de supri­ mir el fundamento, sigue diciendo Oliver Marchart, lo que se lleva a término es una interrogación constante de las figuras metafísicas fundacionales como, por ejemplo, la totalidad, la universalidad o la esencia. Por extensión, esto supone poner en duda ideas capitales de la moder­ nidad, en algunos casos defendidas acríticamente y ele­ vadas a la categoría de mito, como pueden ser la razón, el progreso, la humanidad, la verdad o una supuesta noción del bien. La cuestión reside en que esta actitud de desconfianza e interrogación lleva a un redescubri­ miento y a una reivindicación del componente político de la historia. Una vez que somos conscientes de la falta de solidez de todo aquello que nos rodea y de su carác­ ter no necesario, de que todo lo antes incuestionable se convierte en problemático y objeto de debate, constata­ mos la importancia que adquieren las preguntas, dudas, disputas y conflictos que circulan en el seno de la so­ 43

ciedad. Desde esta perspectiva, nuestro presente aparece bajo una mirada bien distinta y bien impregnada de un carácter interrogativo, controvertible y político.

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La experiencia (política) de la lectura De la misma forma que podemos considerar a Claude Lefort un profundo observador y analista de los aconte­ cimientos de la historia, también hay que entender que su pensamiento deriva en buena medida de la lectura y la interpretación productiva que él hizo de otros autores del pasado. Ahora bien, hay que añadir de entrada que lo que él entiende por lectura es algo bastante particu­ lar, en parte debido a la influencia de las reflexiones de un filósofo como Leo Strauss sobre esta cuestión y de su libro La persecución y el arte de escribir. De hecho, las lecturas de Lefort constituyen una suerte de género fi­ losófico en sentido propio y muchos de sus textos, que en apariencia no se presentan más que como ejercicios de lectura de otros pensadores, son aprovechados como espacios en los que intercalar, de forma directa o indi­ recta, de forma más abierta o más disimulada, sus pro­ pias reflexiones. La lectura se convierte así en el punto de partida privilegiado que le sirve para iniciar, inspirar y desarrollar nuevos pensamientos. A la vez, consiste en un acto de reconocimiento y de gratitud, la manifesta­ ción de un deber filosófico hacia algún autor o autora, donde a la vez se camufla la originalidad de sus contri­ buciones. 45

La experiencia de la lectura de Lefort tiene como protagonista principal la obra de Maquiavelo, a quien dedicó su voluminosa y sugestiva tesis de Estado —pu­ blicada sintomáticamente en castellano como M aquia­ velo. Lecturas de lo político y en francés como Le travail de l’oeuvre, M achiavel—. En este estudio del pensador florentino encontramos plasmado en la práctica cómo se desarrolla este complejo proceso de lectura. No obstan­ te, no hay que olvidar que la actividad lectora de Lefort se concretó así mismo en torno a los escritos de otras fi­ guras intelectuales de referencia que, como él, se habían destacado por situarse en un fructífero diálogo con los hechos históricos. Pensemos, por ejemplo, en pensadores ya mencionados en este libro como Karl Marx, Alexis de Tocqueville, Hannah Arendt o Maurice Merleau-Ponty, pero también en historiadores pretéritos como Edgar Quinet y Jules Michelet o los más actuales Ernst Kantorowicz y Fran