Civilizaciones afroasiáticas antiguas

Table of contents :
Civilizaciones afroasiáticas antiguas
Índice
1. Introducción
2. Subunidad A. El África antigua y el Egipto faraónico
2.1. Marco geográfico, cronológico, antropológico y lingüístico
2.1.1. El África boreal: historia climática reciente y neolitización
2.1.2. El antiguo Egipto: contexto geográfico y poblamiento
2.1.3. El Antiguo Egipto: lengua, escritura, fuentes y periodización
2.2. África, Egipto: epistemología, fundamentos culturales y cosmovisión
2.2.1. El África antigua
2.2.2. El Egipto faraónico
3. Subunidad B. El Creciente Fértil: civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo
3.1. Marco geográfico, cronológico, antropológico y lingüístico
3.1.1. El Creciente Fértil: historia climática reciente y neolitización
3.1.2. El Próximo Oriente Antiguo: contexto geográfico
3.1.3. El Próximo Oriente Antiguo: poblamiento, lenguas, escrituras y periodización
3.2. El Próximo Oriente Antiguo: epistemología, fundamentos culturales y cosmovisión
3.2.1. Las civilizaciones mesopotámicas
3.2.2. El pueblo de Israel, los textos bíblicos y el monoteísmo como problema histórico
4. Bibliografía
4.1. Subunidad A. El África antigua y el Egipto faraónico
4.2. Subunidad B. El Creciente Fértil: civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo

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Civilizaciones afroasiáticas antiguas Josep Cervelló Autuori Núria Torras Benezet PID_00166567

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Índice

1.

Introducción........................................................................................

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2.

Subunidad A. El África antigua y el Egipto faraónico.............

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2.1.

7

Marco geográfico, cronológico, antropológico y lingüístico ...... 2.1.1.

El África boreal: historia climática reciente y neolitización ..................................................................

2.1.2.

El antiguo Egipto: contexto geográfico y poblamiento ...................................................................

2.1.3.

3.

13

África, Egipto: epistemología, fundamentos culturales y cosmovisión .................................................................................

16

2.2.1.

El África antigua..............................................................

16

2.2.2.

El Egipto faraónico ........................................................

20

Subunidad B. El Creciente Fértil: civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo................................................................

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3.1.

30

Marco geográfico, cronológico, antropológico y lingüístico ...... 3.1.1.

El Creciente Fértil: historia climática reciente y neolitización ..................................................................

30

3.1.2.

El Próximo Oriente Antiguo: contexto geográfico ........

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3.1.3.

El Próximo Oriente Antiguo: poblamiento, lenguas, escrituras y periodización ..............................................

3.2.

4.

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El Antiguo Egipto: lengua, escritura, fuentes y periodización ..................................................................

2.2.

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El Próximo Oriente Antiguo: epistemología, fundamentos culturales y cosmovisión .............................................................

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3.2.1.

Las civilizaciones mesopotámicas ..................................

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3.2.2.

El pueblo de Israel, los textos bíblicos y el monoteísmo como problema histórico .........................

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Bibliografía..........................................................................................

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4.1.

Subunidad A. El África antigua y el Egipto faraónico .................

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4.2.

Subunidad B. El Creciente Fértil: civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo ..........................................................................

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1. Introducción

1. ¿Qué entendemos en esta asignatura por civilizaciones�afroasiáticas�antiguas? En realidad, el término afroasiático proviene de la lingüística tipológica y sirve para designar el conjunto de lenguas habladas, desde la Antigüedad hasta la actualidad, con todos los avatares históricos y los reajustes geográficos que comporta, desde la costa atlántica de África hasta Oriente Próximo y desde la costa mediterránea africana hasta el Sahel y la región de los Grandes Lagos. Podríamos decir que la familia lingüística afroasiática es al sur lo que la familia lingüística indoeuropea es al norte: ambas se empezaron a expandir geográficamente desde sus núcleos originarios y fueron configurando sus respectivos dominios lingüísticos entre el

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y el

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milenio a. C. Y ambas perduran en la

actualidad, a pesar de que están fuertemente extendidas fuera de sus antiguos dominios, una debido a la expansión de las lenguas europeas por América y Australia y la otra debido a la expansión del árabe por Asia e Indonesia. La homeland o núcleo originario de la familia lingüística afroasiática ha sido individuada en el corazón de África, en una región comprendida entre los valles bajos del Nilo Azul y del Nilo Blanco, el Kordofán y el Darfur, en el actual Sudán (sobre el núcleo originario del indoeuropeo hablaremos en la próxima unidad). Desde ahí, en sucesivas oleadas migratorias, las diferentes ramas de las lenguas afroasiáticas se fueron repartiendo por toda el África boreal y por el Oriente Próximo asiático. La rama más antigua es el antiguo egipcio, establecido en el valle bajo del río Nilo y hoy extinguido (se trata de la única rama extinguida). La más occidental es la de las lenguas bereberes, habladas en el Atlas y en el Sáhara. Las más meridionales son la de las lenguas chádicas, habladas en el Sáhara centromeridional, y la de las lenguas cushíticas, habladas en el África centro-oriental (Sudán, Etiopía, Somalia y Kenia). La más oriental es la de las lenguas semíticas, habladas desde la Mesopotamia antigua (acadio) y la franja siriopalestina (fenicio, hebreo, arameo) hasta Arabia (árabe) y Etiopía. La expansión del árabe por razones históricas (desde el siglo

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d. C.) ha

modificado sensiblemente el panorama original, pero no ha significado una alteración del dominio afroasiático; en Egipto, por ejemplo, ha supuesto la sustitución de una lengua afroasiática (el antiguo egipcio) por otra (el árabe). 2. No obstante, en esta asignatura, el término�afroasiático�es�empleado�en�un sentido�geográfico�y�cultural más que lingüístico para designar al conjunto de civilizaciones que, desde la Prehistoria terminal hasta el advenimiento del mundo helenístico, florecieron en África del norte y Asia anterior, es decir, desde el corazón del Sáhara hasta Mesopotamia, pasando por el valle del Nilo y las regiones siriopalestina y arábiga. Nos referimos a las culturas saharianas antiguas, al Egipto de los faraones, a la civilización sumerio-acadia, asiria y

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babilónica de Mesopotamia y a las civilizaciones semíticas occidentales (fenicios, hebreos y árabes antiguos). Todos estos pueblos (excepto el sumerio) hablaron lenguas afroasiáticas.

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2. Subunidad A. El África antigua y el Egipto faraónico

2.1. Marco geográfico, cronológico, antropológico y lingüístico

2.1.1. El África boreal: historia climática reciente y neolitización 3. El África boreal no ha presentado siempre el aspecto hiperárido que hoy la caracteriza. En su historia climática reciente, se pueden distinguir cinco etapas, que condicionan el proceso histórico: 4. La primera es el Hiperárido�post-ateriano (20000-10000 a. C.), un periodo de clima incluso más árido que el actual, pero frío, que coincide con la última época glacial. El clima hiperárido hace imposible la vida de seres humanos y animales y borra cualquier rastro de las precedentes culturas aterianas del Paleolítico Medio-Superior (de aquí el nombre). Sólo el Magreb y el valle del Nilo permanecen habitados. En el valle del Nilo, se desarrolla la llamada adaptación�nilótica, que se caracteriza por una movilidad de los grupos humanos cada vez más reducida y la explotación masiva de los recursos fluviales, así como por la caza selectiva del Bos primigenius, ancestro del buey doméstico, y la recolección masiva de gramíneas silvestres, ancestros de los cereales cultivados (testificada por la abundancia de piedras de molida, las más antiguas del mundo según el registro actual). Estamos, por lo tanto, en el inicio del camino hacia la neolitización. 5. La segunda etapa climática es el Gran�Húmedo�Holoceno (10000-6000 a. C.), que empezó con el advenimiento del Holoceno, cuando acabaron las glaciaciones. Al Sáhara, vuelven la humedad y la vegetación y la fauna de sabana, así como los grupos humanos. Estos últimos practican una economía�epipaleolítica de amplio espectro, que se define sobre todo por la explotación de recursos acuáticos y la recolección de gramíneas silvestres (testificada por las piedras de molida). Desde la segunda mitad del

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milenio a. C. aparece

la cerámica. Conviene señalar que se trata de la cerámica más antigua hasta ahora documentada en todo el mundo, dos milenios más precoz que la de Oriente Próximo (que aparece en el VI milenio a. C.). Mientras que en esta última región la cerámica es uno de los últimos marcadores de neolitización en aparecer, en el Sáhara es el primero: el proceso de neolitización empieza con la aparición de la cerámica, que sirve aquí para almacenar, no cereales domésticos como en Oriente Próximo, sino el producto de las amplias recolecciones de gramíneas silvestres. Desde el punto de vista espiritual, estas comunidades humanas se caracterizan por la práctica del arte�rupestre, espejo de mundos imaginarios y de actividades rituales. La temática de este primer arte son los

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gran animales salvajes, objeto de caza, representados con finalidades mágicas y simbólicas. En el último milenio de esta etapa, algunas de estas comunidades saharianas completaron ya el paso hacia una economía�neolítica�plena, con el advenimiento de la ganadería del buey doméstico, derivado del Bos primigenius autóctono. Lo que pasa en el valle del Nilo durante esta etapa no se conoce muy bien porque el registro arqueológico enmudece; parece, en todo caso, que la adaptación nilótica y el incipiente proceso de neolitización de la etapa anterior se interrumpe. Figura 1. Grabado rupestre: jirafa y trampa radial. Wadi Mathendush, Libia

Foto: R. Orcau.

6. A esta etapa húmeda, le sucede una oscilación árida: el Árido�Holoceno�Medio (6000-5000 a. C.). A pesar de que esta fase es mucho menos rigurosa que la hiperárida anterior, provoca una situación de presión ser humano-medio que probablemente es la causa de la generalización de la economía de producción (básicamente ganadería) y, por lo tanto, del modo de vida neolítico. En este momento, es cuando se generaliza también el arte rupestre sahariano-nilótico de temática pastoral, con representaciones de pastores y de grandes rebaños de bóvidos y de ovejas y cabras. Sin embargo, los grandes animales salvajes se siguen representando; la caza, en efecto, sigue siendo una práctica cultural y económica de primer orden. A finales de esta etapa (entre el 5500 y el 5000 a. C.) es cuando el valle�del�Nilo�se�neolitiza, de manera tardía con respecto al Sáhara, debido a su abundancia natural. En Egipto, en concreto, se constituyen dos�focos�de�neolitización: uno al norte, en las periferias del Delta (yacimientos de Merimda y El-Omari) y el oasis de El-Fayum, y otro al sur, en el Alto Egipto: la Cultura�Badariana. Desde un primer momento, se trata de neolíticos plenos, con trigo, cebada, buey, ovicápridos, cerámica y útiles de piedra pulida. El trigo y los ovicápridos proceden de Oriente Próximo, área con la que las culturas del norte mantienen contactos más o menos intensos. Tres importantes rasgos diferencian las culturas del norte de las del sur.

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En primer lugar, mientras que en el norte se trata de yacimientos específicos, cada uno con sus peculiaridades, que no constituyeron una civilización unitaria, en el sur, el badariano es una civilización única, con varios yacimientos homogéneos; es decir, se trata de una cultura territorial (ved las consecuencias más abajo, en el punto 28). En segundo lugar, mientras que en el norte no hay ningún vestigio de uso de metales, la badariana es una cultura calcolítica desde el comienzo, con trabajo del cobre por percusión. Y en tercer lugar, en cuanto a las prácticas funerarias, las del norte consisten en entierros cerca o dentro de la zona de hábitat, mientras que las del badariano preludian las de época faraónica, con necrópolis muy delimitadas situadas en el desierto, en el margen de la zona cultivada. A principios del IV milenio, el badariano da lugar a la Cultura�de�Nagada. Esta cultura del sur, del Alto Egipto, es la que conduce hacia la civilización faraónica sin solución de continuidad, al sobreponerse a

Figura�2.�Pintura�rupestre:�un�hombre�con un�estandarte.�Akakus,�Libia Foto: R. Orcau.

las culturas del norte. Esto tiene lugar durante la etapa llamada Predinástico (4000-3100 a. C.). 7. La cuarta etapa climática vuelve a ser benigna: el Húmedo�Neolítico�Pleno (5000-2500 a. C.). La neolitización se extiende a todo el Sáhara, el Atlas y el África mediterránea. La arqueología y sobre todo los rupestres documentan una progresiva jerarquización social y, sobre todo, la aparición de los primeros�caudillajes�protohistóricos. Mientras que en el valle del Nilo estos acabarán conduciendo a la primera monarquía histórica del continente (la de los faraones), en el Sáhara, la desertización definitiva provocará la desaparición de estas primeras instituciones políticas. 8. En efecto, a partir del 2500 a. C., coincidiendo con el Reino Antiguo egipcio, las condiciones climáticas del Sáhara se vuelven a hacer severas y empieza el último�periodo�árido, que se extiende hasta la actualidad. Las antiguas culturas neolíticas desaparecen y las pocas poblaciones humanas que permanecen en el desierto se ven forzadas a cambiar completamente sus modos de vida. Son los garamantes y los atarantes de los autores clásicos, pueblos guerreros, ancestros lejanos de los actuales bereberes y tuaregs. Estas poblaciones siguen practicando el arte rupestre, pero ahora las representaciones de pastores y de rebaños dejan paso a las de caballos, jinetes y carros, desde mediados del

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milenio a. C. Y, más tarde, a camellos y caravanas, desde los últimos siglos anteriores a la Era cristiana. El caballo y el carro se introdujeron en el Sáhara procedentes de Egipto o de la Libia mediterránea y el camello lo hizo procedente de Egipto, donde los asirios lo habían introducido en el siglo

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a.

C. Sin embargo, muchos grupos saharianos emigran hacia los grandes valles fluviales: el del Nilo, al este, y el del Níger, al oeste, así como al Sahel y al área ecuatorial. De este modo, contribuyen a mantener la unidad esencial del complejo africano antiguo, asegurada también por las rutas de caravanas, muy activas en algunas épocas. En las regiones mencionadas, van apareciendo las diferentes civilizaciones africanas de la Antigüedad, entre ellas, al este, Egipto (en el valle del Nilo egipcio; el valle del Nilo sudanés, III-II

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milenio a. C.), Kerma, Cush y Meroe (en

milenio a. C.-I milenio d. C.), Punt (en Somalia,

milenio a. C.), Axum (en Etiopía, I milenio d. C.) y al oeste, las culturas

Bibliografía Para todas estas culturas, remitimos a los libros de Cornevin, Fernández Martínez y Shaw citados en el apartado 4, dedicado a la bibliografía.

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neolíticas y protourbanas de Malí y Mauritania (II-I milenio a. C.), la cultura de Nok (Nigeria,

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milenio a. C.), las culturas metalúrgicas de Mauritania y

del valle del Níger (I milenio a. C.), la Mesopotamia nigeriana y la cultura de Djenne-Djeno (I milenio d. C.). 2.1.2. El antiguo Egipto: contexto geográfico y poblamiento 9. La civilización faraónica se desarrolló en el último tramo de la cuenca fluvial del río�Nilo, río que, con más de 6.000 kilómetros de longitud, nace en el corazón del continente africano y atraviesa los actuales estados de Sudán y Egipto. De hecho, el Nilo se alimenta de las aguas procedentes de dos sistemas hidrográficos diferentes: el etiópico y el de la zona de los Grandes Lagos. Del primero proviene el Nilo�Azul y del segundo, el Nilo�Blanco, que se unen a la altura de Jartum, capital de Sudán, donde forman el Nilo propiamente dicho. A lo largo de su recorrido, el río está jalonado por seis�cataratas o rápidos, cuatro de las cuales se encuentran hoy en día en territorio sudanés (tercera a sexta cataratas), otra ejerce de frontera entre Sudán y Egipto (segunda catarata) y otra más está en Egipto, a la altura de la moderna Asuán (primera catarata). El�territorio�donde�se�constituyó�y�se�desarrolló�la�civilización�egipcia�es el�tramo�del�valle�del�Nilo�comprendido�entre�la�primera�catarata�y�el�Mediterráneo. Conviene subrayar que este territorio se reducía, de hecho, a una estrecha franja de tierras fértiles a ambos lados del valle del río y en el Delta. Los desiertos, en efecto, a pesar de ser parcialmente explotados por los egipcios (caza, canteras, minas, rutas comerciales), no fueron considerados nunca propiamente como territorio del estado ni fueron habitados. Eran la frontera, la alteridad, y se asimilaban al caos. Sólo las regiones desérticas inmediatamente limítrofes con las tierras cultivadas de la orilla occidental del Nilo fueron incorporadas al cosmos egipcio porque en ellas estaban las necrópolis. Por todo esto, los egipcios denominaban su país Kemet, que quiere decir "la (tierra) negra" (es decir, fertilizada por el limo negro del Nilo), mientras que los desiertos eran Desheret, "la (tierra) roja", infértil y estéril. La primera se identificaba con Osiris, el dios de la fertilidad y de la resurrección; la segunda con Seth, el dios de la esterilidad y de la sequía. La fertilidad de las tierras de Egipto y la existencia misma del país se debían a un importante fenómeno natural que se reproducía todos los años: la�crecida�e�inundación�del�Nilo. Debido al fuerte aumento de caudal del río, motivado por las lluvias estivales en el África central y por la fundición de las nieves de las montañas etiópicas, desde finales de junio hasta finales de octubre los campos egipcios quedaban inundados; cuando las aguas se retiraban, dejaban una capa de limo, muy rico en minerales, que fertilizaba la tierra. Eso permitía lograr hasta dos y tres cosechas al año, sin peligro de agotar la tierra, porque el fenómeno se repetía año tras año. Según la crecida fuera más o menos abundante, la inundación llegaba más o menos lejos y era más o menos beneficiosa económicamente. El calendario egipcio, el más afinado de la Antigüedad, giraba en torno a este fenómeno crucial; había tres estaciones: la de la inundación (nuestro verano), la de la

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siembra (nuestro otoño/invierno) y la de la cosecha (nuestro invierno/primavera), cada una con cuatro meses de 30 días. A los 360 días resultantes se añadían 5 días más para llegar a los 365. ¡Sólo les faltaron las 6 horas! Figura 3. Primera catarata del Nilo

Foto: R. Orcau

Figura 4. Vista del valle y la meseta desértica desde el Nilo

Foto: J. M. Palet.

10. Los egipcios concibieron su país, Kemet, como la unión�de�dos�tierras (en egipcio, sema taui): el valle, es decir, el Alto�Egipto (Shemau en egipcio), al sur, y el delta, es decir, el Bajo�Egipto (Mehu en egipcio), al norte. En efecto, inmediatamente después de la unificación, proyectaron en el territorio del nuevo Estado unificado su cosmología�dualista. Según esta cosmología, profundamente arraigada en la concepción egipcia del mundo y de la vida, la perfección del cosmos depende de la dialéctica entre dos fuerzas opuestas y complementarias: el orden, personificado por el dios halcón Horus, con quien el faraón se identifica, y el caos, personificado por el dios monstruo Seth. Es decir, para hacer una realización perfecta, los egipcios identificaron su estado con el cosmos (ved la lectura 2, capítulo I) y, por cuanto el cosmos es dual, el estado se dualizó, se interpretó como la unión armónica de dos partes complementarias. En el límite entre el Alto y el Bajo Egipto surgió la ciudad de Menfis, que fue la primera capital del Egipto dinástico. La divinidad principal de Menfis era Ptah, que era reverenciado en un gran templo llamado Hut-ka-Ptah, "la Casa del Ka de Ptah". Cuando, en la Baja Época, los griegos entraron en contacto

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con los egipcios confundieron el nombre de este templo con el nombre de todo el país y en griego este último pasó a denominarse Aigyptos, Egipto. El Alto y el Bajo Egipto estaban divididos en provincias, que los griegos denominaron nomus; su número varió según las épocas, pero lo más habitual fue que hubiera 22 en el Alto Egipto y 20 en el Bajo Egipto. Las ciudades más importantes del Alto Egipto fueron Tebas (actual Luxor, capital de Egipto durante el Reino Nuevo, sede del culto a Amón y de los templos dedicados a este dios: Karnak y Luxor), Abidos (principal centro del culto a Osiris ) y Aketatón (o Tell�elAmarna, capital en tiempo de Amenhotep IV o Akenatón). Las ciudades más importantes del Bajo Egipto, además de Menfis (cuyo nomus era considerado el inicio del delta), fueron Heliópolis (al norte de Menfis, sede del culto del dios sol Re), Sais (capital de Egipto durante la Baja Época o Época Saíta) y, ya en la Época Ptolemaica, Alejandría (fundada por Alejandro de Macedonia). Figura 5. El poblado de Deir el-Medina. Luxor, orilla oeste

El poblado de Deir el-Medina, donde residían los artesanos que construyeron las tumbas del Valle de los Reyes. A la derecha, el área de hábitat, y a la izquierda, el templo. Foto: R. Orcau.

11. A unos 50 kilómetros al oeste del valle del Nilo, en el desierto occidental, un poco al sur de la latitud de Menfis, se encuentran el lago�Qarun y el oasis de�El-Fayum, también habitado por los antiguos egipcios. El lago, que en la Antigüedad era dulce y hoy es salado, se nutre de las aguas del Bahr�Yusuf, una rama del Nilo que nace al norte de la actual ciudad de Assiut, en el Egipto medio, y corre hacia el norte paralela al mismo Nilo. La fertilidad del oasis se debe, además de al Bahr Yusuf, a las aguas freáticas y a los numerosos manantiales de la zona. La antigua capital de El-Fayum era Cocodrilópolis porque allí se adoraba al dios cocodrilo Sobek. 12. Durante algunas épocas de su historia, los egipcios controlaron, directa o indirectamente, algunas regiones vecinas. Las más importantes fueron la Baja Nubia o Wawat (de la I a la II catarata del Nilo), la Alta�Nubia o Cush (de la II a la IV catarata del Nilo, incorporada a Egipto sólo durante el Reino Nuevo y donde después se constituyó una fuerte monarquía local que llegó, a su vez, a dominar Egipto durante la Baja Época: la dinastía XXV), el Sinaí (donde los egipcios iban a buscar cobre, malaquita y turquesas), los oasis� del� desierto occidental (Siwa, Bahariya, Farafra, Dajla y El Jariyá, de donde se obtenían

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productos agrícolas) y, finalmente, el Asia�anterior (franja siriopalestina, que perteneció a Egipto durante el Reino Nuevo). Además, los egipcios recibían productos procedentes del corazón del continente africano, como por ejemplo incienso, perfumes, mirra, ébano, plantas y animales exóticos, pieles de pantera, necesarios para el culto o como bienes de prestigio. Estos productos llegaban a través de las rutas del desierto o gracias a expediciones egipcias al Nilo sudanés o al país� de� Punt, situado en las costas de Eritrea o Somalia, adonde se llegaba por vía marítima. Figura 6. Poblado faraónico y poblado nubio actual en Elefantina

Foto: J.M. Palet.

13. El Egipto faraónico fue muy�homogéneo�desde�un�punto�de�vista�étnico-cultural. Las aportaciones poblacionales de sucesivos recién llegados, como por ejemplo los hicsos, los mercenarios nubios, los libios, los asirios, los persas o los griegos, fueron poco densas y poco o nada significativas culturalmente, bien porque los extranjeros se aculturaron completamente (los primeros tres grupos) bien porque actuaron como dominadores pasajeros sin más incidencia (los demás). Los egipcios eran una población africana con rasgos más mediterráneos al norte (como los antiguos habitantes del Sáhara septentrional y de la costa mediterránea, los protobereberes) y más negroides hacia el sur (como los nubios y los etíopes). Conforme se descendía del Delta al Alto Egipto, las pieles se oscurecían y los cabellos se rizaban, como, de hecho, sigue pasando en la actualidad (los árabes y los turcos tampoco han modificado drásticamente la población del país). Desde el punto de vista cultural, ya hemos visto la adscripción del Egipto faraónico al complejo africano antiguo. 2.1.3. El Antiguo Egipto: lengua, escritura, fuentes y periodización 14. Esta homogeneidad étnica tiene su correspondencia en el ámbito lingüístico. En Egipto, durante los cuatro milenios de historia faraónica y grecorromana, se habló la misma lengua, el egipcio, que pasó por sucesivas fases evolutivas. Una de estas fases, la que se habló y se escribió durante el Reino Medio y principios del Reino Nuevo, recibe el nombre de egipcio clásico porque en él se compusieron algunas de las obras más célebres de la literatura egipcia, como por ejemplo la Historia de Sinuhé, el texto más leído y copiado en las escuelas

Bibliografía Leed la Historia de Sinuhé en versión catalana directa en la obra de Castellanos, Gassó y Serrano citada en el apartado 4, dedicado a la bibliografía.

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de escribas. En el Reino Nuevo, el egipcio clásico dejó paso a un nuevo estadio lingüístico, el neoegipcio; pero, debido a su prestigio literario, el egipcio clásico se mantuvo como lengua culta para los textos áulicos y religiosos (entre ellos, el famoso Libro de los muertos). La última fase de evolución del egipcio es el copto, hablado a partir del cambio de era, ya en época romana, bizantina y árabe. Como el inicio de la fase copta coincidió con la cristianización de Egipto, la palabra copto se ha convertido en sinónimo de cristiano de Egipto y de lengua de los cristianos de Egipto, pero se trata de la última fase evolutiva de la antigua lengua de los faraones. Mientras que en época romana y bizantina, el copto era la lengua principal de Egipto y el griego (lengua oficial del Imperio romano de Oriente) era hablado prácticamente sólo en Alejandría, después de la llegada de los musulmanes, el año 640 d. C., el árabe fue ganando terreno sobre el copto siglo tras siglo hasta sustituirlo completamente como lengua hablada en el siglo

XVI.

Desde entonces, en Egipto se habla sólo el árabe, a

pesar de que en las iglesias coptas todavía se puede oír la antigua lengua de los cristianos de Egipto, convertida en lengua litúrgica. Desde el punto de vista de la adscripción lingüística, el egipcio es, como sabemos, una lengua de la familia�lingüística�afroasiática. 15. A lo largo de su historia, la lengua egipcia se escribió con cuatro�sistemas de�escritura�diferentes. Los dos más antiguos son el jeroglífico y el hierático, los primeros testigos de los cuales datan del 3300 a. C. y provienen de un entorno funerario y real (tumbas del cementerio real predinástico de Abidos), de forma que en origen tienen una función mágica y funeraria más que administrativa (a diferencia de lo que sucederá en Mesopotamia: ved el punto 39). El jeroglífico es pictográfico (es decir, los signos representan objetos de la realidad, como personas, animales, plantas, edificios u objetos) y monumental (es decir, aparece esculpido en muros o estrellas, o sea, sobre materiales duros); se utiliza básicamente para textos religiosos (míticos, rituales, funerarios) y áulicos. En cambio, el hierático es, desde el punto de vista formal, una cursiva del jeroglífico (es decir, una estilización de los pictogramas) y se escribe con estilete y tinta sobre un material blando: el papiro; es la escritura cotidiana y se usa en los documentos y en la literatura. Hasta la Baja Época, jeroglífico y hierático fueron los únicos sistemas de escritura empleados. En la Baja Época (desde el siglo

VII

a. C.) se añadió el demótico, una ulterior estilización del

hierático y, por lo tanto, derivado también, en última instancia, del jeroglífico. El demótico se usó para todo: textos reales, religiosos, literarios, administrativos, documentales y se escribió tanto sobre material duro (piedra) como sobre material blando (papiro). Como el demótico era una escritura plurifuncional, el jeroglífico y el hierático quedaron relegados a escrituras sagradas, el jeroglífico en los monumentos y el hierático sobre papiro. Y de aquí los nombres griegos de los tres sistemas: jeroglífico (hieros glypho, "signos esculpidos sagrados"), hierático (hieratikos, "sacerdotal") y demótico (demotikos, "popular, corriente"). Jeroglífico, hierático y demótico son sistemas que se caracterizan por poseer muchos tipos de signos (unos son fonéticos, es decir, representan sonidos; otros iedográficos, es decir, transcriben enteras las palabras que designan lo que los mismos signos representan, y otros son semánticos, es decir,

Figura�7.�Fachada�inscrita�con�jeroglíficos�en la�capilla�blanca�de�Senusert�I�(XII�dinastía). Karnak Foto: R. Orcau.

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aluden al significado de las palabras pero no se leen). Estos signos se combinaban entre sí para transcribir las palabras y las frases. En época clásica eran unos 750, pero en épocas posteriores llegaron a ser más de 1.000 (y hasta 4 o 5 miles en la escritura sagrada de la Época Ptolemaica). Sin embargo, en todas las épocas, los más utilizados fueron unos 150. 16. Hacia el siglo

II

d. C., apareció en Egipto un cuarto sistema de escritura,

completamente diferente de los precedentes: el copto. La escritura copta es, de hecho, el alfabeto griego enriquecido con siete signos procedentes del demótico para transcribir sonidos que el egipcio tenía pero que el griego no. En efecto, los egipcios de la época romana optaron por adoptar el alfabeto griego y escribir su lengua con una escritura extranjera pero mucho más económica (los 24 signos del alfabeto). El jeroglífico, el hierático y el demótico se dejaron de usar y cayeron en el olvido (siglos

IV-V

d. C.; la última inscripción en

jeroglíficos de fecha conocida fue esculpida el año 394 d. C. en el templo de File). El secreto de los jeroglíficos no fue recuperado hasta que, en 1822, JeanFrançois�Champollion, el padre de la egiptología, los descifró gracias a un famoso documento, la piedra�Rosetta�o�de�Rashid, en la que el mismo texto, un decreto de la época de Ptolomeo V, aparece copiado tres veces en tres escrituras diferentes (jeroglífico, demótico y griego) y dos lenguas (el texto jeroglífico y el texto demótico están en la misma lengua: el egipcio). El jeroglífico se usó también en la Alta Nubia, donde lo introdujeron los egipcios durante el Reino Nuevo y donde después dio lugar a la escritura� meroítica (propia del reino sudanés de Meroe, fuertemente egiptizado; siglos

VI

a. C.-IV d. C.).

Asimismo, a partir de un grupo de signos jeroglíficos egipcios, los semitas del Sinaí crearon, durante la primera mitad del II milenio a. C., el primer�alfabeto semítico, del que derivaron todos los demás (como el hebreo, el fenicio o el árabe; ved los puntos 47 y 48). 17. La periodización de�la�historia�de�Egipto fue establecida por los egiptólogos a partir de la que, ya en la Antigüedad, había elaborado el sacerdote egipcio Manetón (siglo

III

a .C.) por encargo de los ptolomeos, gobernantes grie-

gos del país. Por desgracia, esta historia se ha perdido, y sólo nos han llegado unos breves resúmenes, que se limitan a poco más que listas reales. Manetón dividió su obra en 30�dinastías o secuencias de faraones. Estas secuencias no obedecen siempre a criterios de familia (una dinastía puede empezar con el hijo o el hermano del último rey de la dinastía anterior) ni cronológicos (en los Periodos Intermedios hay dinastías contemporáneas). Los criterios para el cambio dinástico, no siempre claros, son de orden histórico y cultural (por ejemplo, un cambio de capital o un cambio de ritual funerario real). Sin embargo, la división de Manetón en dinastías no es nueva: el sacerdote se basó en documentos anteriores, de la época faraónica, guardados en los archivos de los templos, como por ejemplo anales o listas reales. Algunos de estos documentos han llegado hasta nuestros días. Uno de los más importantes es el Canon�Real�de�Turín, un papiro con una lista completa de los faraones, desde el primero, Menes, hasta Ramsés II, bajo el cual el papiro fue confeccionado; por este documento sabemos que las subdivisiones de las listas de faraones en

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secuencias tienen su origen ya en la época faraónica (entre paréntesis señalaremos que estas listas y anales no se tienen que considerar como documentos históricos –ya sabemos que el discurso mítico niega la historia–, sino como listas de ancestros reales o como registros rituales anuales –los anales no recogen acontecimientos históricos, sino festividades y ceremonias del calendario litúrgico–; ved el punto 30). La egiptología ha retomado la división de Manetón en 30 dinastías y la ha organizado en varias etapas. Las épocas de centralización política y de plenitud del poder faraónico se denominan Reinos�(Antiguo,�Medio y Nuevo); en cambio, las épocas de fragmentación político-territorial y de debilidad de la monarquía se denominan Periodos�Intermedios (Primero,�Segundo y Tercero). Antes del Reino Antiguo está la Época�Tinita o Dinástico Arcaico y después del Tercer Periodo Intermedio, la Baja�Época. Finalmente, antes y después de las dinastías, respectivamente, encontramos el Predinástico y la Época�Grecorromana. Por milenios, el a la neolitización y al Neolítico; el tado en el Alto Egipto; el

III,

IV,

VI-V

corresponde

al Predinástico y a la formación del Es-

a las primeras dinastías (Época Tinita), al Reino

Antiguo o Edad de las Pirámides y al Primer Periodo Intermedio; el II, al Reino Medio, al Segundo Periodo Intermedio y al Reino Nuevo o época imperial (los Amenhotep, los Tutmosis y los Ramsés), y el I, al Tercer Periodo Intermedio, a la Baja Época y a la Época Ptolemaica o griega (hasta la batalla de Actium, el 30 a. C., en la que Egipto se convierte en provincia romana). Figura 8. Pirámide escalonada de Netjerkhet (III dinastía) en Saqqara vista desde las tierras de cultivo

Foto: J. Cervelló

2.2. África, Egipto: epistemología, fundamentos culturales y cosmovisión

2.2.1. El África antigua 18. El paso de la Prehistoria a la protohistoria puede hoy en día ser abordado desde África debido a los importantes cambios que se han producido en el ámbito epistemológico y al aumento espectacular de los datos arqueológicos, resultado de un interés totalmente nuevo por la prehistoria y la Historia

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Antigua de este continente. A diferencia de lo que se pensaba en un pasado no muy lejano, hoy nadie duda de que África, como cualquier otra zona del planeta, tiene su historia (ved la unidad 1): el cambio de percepción en este sentido ha creado el marco epistemológico necesario y adecuado para poder escribir esta historia recuperada. 19. ¿África antigua? ¿A qué hacen referencia estas palabras? ¿Había algo en África durante la Antigüedad? El problema no es de contenidos, puesto que es evidente, como decíamos, que hay un África antigua, sino de investigación. El África antigua tiene que ser objeto de los historiadores de la Antigüedad y de los africanistas, pero hasta hace pocos años ni los unos ni los otros la habían considerado como responsabilidad propia. Los primeros, cuando hablaban del África antigua, se referían sólo al África cartaginesa y romana, es decir, a la franja mediterránea bajo la dominación de estos pueblos, y no iban más allá en el espacio. Egipto solía ser siempre un problema aparte: por razones sobre las que volveremos más adelante, se contextualizaba, erróneamente, en el Oriente Próximo y no se integraba en una eventual África antigua porque era visto como una unidad sui géneris, como algo diferente, particular y aislado. Los africanistas, por su parte, sólo se interesaban por el África moderna y contemporánea. Así pues, límites en el espacio de los historiadores de la Antigüedad y límites en el tiempo de los africanistas: resulta que al África antigua no llegaba nunca nadie. 20. Con los cambios de percepción sobre los otros por parte de Occidente (ved la unidad 1), en las últimas tres décadas las cosas han cambiado sustancialmente: los africanistas han empezado a interesarse, y con mucha fuerza, por los procesos internos y propios de la historia africana y, claro está, han acabado por descubrir el África antigua como momento genuino de desarrollo del mundo africano; y los pre y protohistoriadores han empezado a exhumar y a analizar la riquísima información arqueológica e iconográfica que les ofrecía –y todavía les ofrece– la región sahariano-nilótica. 21. Pero centrémonos en el trabajo de los historiadores de la Antigüedad y preguntémonos: ¿por qué esa barrera espacial en el ámbito africano? Existen motivos específicamente epistemológicos y motivos que tienen que ver con la historia misma de la búsqueda. Empecemos por los primeros. La Historia Antigua es una disciplina aparecida como tal en el siglo XIX y el pensamiento de esta época ha marcado sus bases epistemológicas. El concepto base para su construcción ha sido el de civilización: la Historia Antigua era la fase en la que la humanidad pasaba de una prehistoria más o menos salvaje a la civilización. La cuna de la civilización se titulaba un famoso libro de mediados del siglo XX sobre la Mesopotamia más antigua. Ahora bien, ¿qué era una civilización? En pocas palabras, podríamos decir que una civilización se definía por la copresencia de tres factores: una tecnología bastante avanzada, un urbanismo desarrollado con una arquitectura monumental y un sistema de escritura. Este concepto de civilización ha pesado en las ciencias históricas hasta hace muy poco (V. Gordon Childe fue, a mediados del siglo

XX,

quien lo formuló por

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última vez en cuanto a la Historia Antigua). Esto ha llevado a un concepto particular de mundo antiguo que se ha mantenido por la fuerza de la tradición y por inercia y que ha costado mucho transformar. Las culturas africanas no se ajustan, muchas veces, al parámetro descrito (forjado, una vez más, desde la experiencia histórica de Occidente), de forma que hasta hace muy poco no eran consideradas como objetos posibles de estudio histórico; en nuestro caso, el África submediterránea antigua permanecía fuera de la civilización. Pero ya hemos visto (recordad la lectura "Egipto, África y la Historia" de la unidad 1) que los tres pilares sobre los que se asienta el concepto tradicional de civilización son discutibles desde las perspectivas epistemológicas actuales. El panorama de las civilizaciones varía notablemente si salimos del ámbito de la tecnología y de la escritura y nos abrimos, por ejemplo, al ámbito de las mentalidades y el arte. 22. Pero el olvido de África en la Historia Antigua se debe también, como decíamos, a la historia misma de la búsqueda. En efecto, la búsqueda arqueológica de los siglos XVIII-XIX se condujo según dos intereses exclusivos: las civilizaciones clásicas (Grecia y Roma) y el mundo bíblico. En el segundo caso, se trataba de conocer el contexto histórico y cultural de los avatares del pueblo hebreo narrados en la Biblia. Por eso, era importante conocer también las civilizaciones con las que los hebreos estuvieron en contacto. Y en este marco nacieron los estudios asiriológicos y egiptológicos. Las búsquedas en Egipto y en Oriente Próximo se multiplicaron y el volumen de conocimientos sobre las civilizaciones en cuestión aumentó espectacularmente. Eso dio lugar, por un lado, a la imagen de que el mundo antiguo extraeuropeo se reducía al mundo mediterráneo oriental y a la noción cronológica de una secuencia necesaria Oriente-Grecia-Roma y, por el otro lado, concretamente en cuanto a Egipto, a la contextualización próximo-oriental de la civilización faraónica, por cuanto no había ninguna otra posibilidad. En este panorama –huelga decirlo– el África antigua no podía encajar en ningún lugar, simplemente porque su existencia era completamente desconocida (o más bien dicho, a nadie se le ocurría que fuera posible). En los últimos años, el nuevo interés de Occidente hacia todas sus alteridades, incluida la africana, ha traído una nueva y renovada práctica arqueológica, más universal, que ha provocado que antiguos principios, axiomas y hechos dados como evidentes hayan sido cuestionados de raíz y, en muchos casos, completamente cambiados o rechazados. Así, el África antigua ha empezado a ser una realidad, una riquísima realidad si tenemos en cuenta, por ejemplo, el arte rupestre del Sáhara o las culturas nubias, etiópicas o nigerianas. Y el conocimiento de esta realidad, más los paralelismos culturales que ahora pueden establecerse, ha permitido volver a situar Egipto dentro de su obvio contexto natural y cultural: el del continente africano, por donde discurre el Nilo.

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Figura 9. Grabado rupestre: cocodrilos. Wadi Mathendush, Libia

Foto: R. Orcau.

23. La nueva contextualización cultural de Egipto en África contribuye de manera decisiva a avanzar en la comprensión de algunos aspectos esenciales de la civilización egipcia, como por ejemplo su institución central, la monarquía faraónica o diferentes aspectos de su religión o cosmovisión. Pero también ha contribuido a explicar los paralelismos iconográficos (y, por lo tanto, religiosos y mentales –porque detrás de toda representación artística, en el contexto de las culturas de discurso mítico, hay siempre un sentido simbólico, mítico o mágico–, así como etnográficos –como objetos, armas, vestidos, actitudes corporales, actividades económicas–) entre el arte de las culturas neolíticas y protohistóricas del Sáhara y el arte faraónico. En efecto, el Egipto faraónico es visto en la actualidad, no como un hecho cultural aislado, sino como una provincia más de un amplio complejo�protohistórico�sahariano-nilótico�o norteafricano. Las diferentes culturas de este complejo se parecían porque compartían un mismo sustrato�cultural. Fue H. Frankfort, en su obra Kingship and the Gods (1948; traducción española Reyes y dioses, citada en la bibliografía), quien formuló por primera vez la teoría del�sustrato�africano�de�la�civilización�egipcia: "El parecido somático y etnológico y algunos rasgos de su lenguaje unen decisivamente a los antiguos egipcios con los [actuales] pueblos de habla [afroasiática] del África oriental. Parece que la civilización faraónica surgió en este sustrato [...] del nordeste de África". Sin embargo, el complejo sahariano-nilótico tuvo una suerte desigual, ligada en gran medida a la historia climática del continente. Así, si la región nilótica vio florecer la civilización faraónica (y después también las civilizaciones nubias), gracias al oasis que representa el Nilo, las culturas protohistóricas del Sáhara acabaron por desaparecer (entre el II y el I milenio a. C.), debido a la definitiva desertización de la región. Esto truncó la maduración de procesos históricos hacia civilizaciones urbanas y, quizás, estatales, tal como la documentación actual permite evidenciar (ved el punto 7). Esta documentación, cada vez más amplia (a pesar de que todavía queda mucho por hacer), es aportada por las numerosas misiones arqueológicas (especialmente italianas, francesas y alemanas) que trabajan en los yacimientos de diferentes áreas del desierto (asentamientos neolíticos o protohistóricos, megalitos, estaciones de arte rupestre). Las novedades en el ámbito de estas búsquedas se publican puntualmente en la revista especializa-

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da Sahara (Segrate, Italia), desde el año 1988. A los paralelismos iconográficos entre el arte sahariano y el arte egipcio se dedica la primera lectura de esta unidad (ved la lectura 1, así como las obras de Cervelló y Le Quellec citadas en la bibliografía). 2.2.2. El Egipto faraónico 24. Como decíamos, las raíces sahariano-nilóticas del antiguo Egipto explican muchas de sus peculiaridades dentro del contexto de las grandes civilizaciones del mundo antiguo. Ya lo afirmaba Heródoto (Historias, II, 35): "Los egipcios [...] han desarrollado unas costumbres y unas leyes contrarias en casi todo a las de todos los otros hombres", lo que él atribuía al "clima particular" de Egipto y a su río, que "es diferente en su naturaleza de todos los demás ríos", pero que habría que explicar más bien por esta pertenencia de Egipto a un complejo cultural diferente al de las demás civilizaciones conocidas y descritas por el historiador griego (próximo-orientales y clásicas). Sin duda, como avanzábamos antes, el rasgo más definidor de la civilización egipcia, compartido por muchas culturas africanas antiguas y modernas tradicionales, es lo que el etnógrafo de principios del siglo XX, James�G.�Frazer, denominó realeza�divina. Todo en Egipto gira en torno a la figura del faraón, un auténtico catalizador de fuerzas cósmicas y sociales. Por eso, no es ningún reduccionismo hablar de la antigua civilización del Nilo como del Egipto faraónico. 25. La función principal del faraón, antes que las tareas de gobierno y militares, es la de mantener el�orden�cósmico (es decir, la Maat, la armonía universal, la verdad, la justicia, el equilibrio) y la de ejercer de intermediario�entre el�mundo�de�los�dioses�y�el�mundo�de�los�seres�humanos: a los primeros, les tiene que consagrar templos y garantizar el culto diario para que concedan armonía, abundancia y bienestar; y a los segundos, les tiene que hacer llegar este bienestar y les tiene que asegurar una vida plena y rica. Se trata, de hecho, de una relación antropológica de "do y contra do". Las tareas políticas y militares del rey se inscriben en estas funciones cósmicas: cuando el faraón gobierna, imparte justicia o asegura el mantenimiento de la red de irrigación, no hace sino extender hasta el ámbito más tangible su misión cósmica; y cuando se va a la guerra, no hace sino asumir el arquetipo del campeón del orden cósmico que lucha contra el caos (el enemigo extranjero que, en cuanto no egipcio, representa la no cultura, es decir, el desorden), razón por la cual se hace representar una y otra vez con la imagen arquetípica de la masacre del enemigo vencido. Podríamos decir que el�faraón�está�al�servicio�de�la�comunidad,�a la�que�tiene�que�garantizar�el�bienestar�y�el�desarrollo; por eso, el término egipcio que nosotros traducimos habitualmente por majestad, hem, significa, a la vez, servidor.

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Figura 10. Vista del Valle del Nilo desde la meseta desértica

En primer término, el Ramesseum o templo funerario de Ramsés II. Foto: R. Orcau

26. Todo esto, el faraón egipcio lo puede hacer en virtud de su propia esencia. A diferencia de los reyes mesopotámicos, el�rey�de�Egipto�es�un�dios, como en las realezas divinas africanas, pero esto no nos debe confundir. No se trata de un dios omnipotente e intangible, como podríamos pensar de entrada por comparación con el concepto de Dios de nuestra tradición judeocristiana. Tenemos que partir, obviamente, del concepto egipcio de dios. Los dioses egipcios son seres naturales, identificados con los procesos de la naturaleza y condicionados por éstos. Así como hay un dios chacal (Anubis), vinculado con el tránsito hacia el más allá; un dios ibis (Thoth), relacionado con la sabiduría, la escritura y los poderes que gobiernan el mundo; una diosa vaca (Hathor), que amamanta y da vida, así hay un dios ser humano, el faraón, que ejerce de intermediario entre los dioses y la humanidad. Como los demás dioses, el rey tiene su función, relacionada con su esencia natural, la de ser humano. El denominador común de todas estas criaturas es su poder de intervención en el cosmos y su condición sagrada (arquetípica) y sobrehumana. Por eso, el faraón egipcio no es un tirano arbitrario. Es un catalizador cósmico, un ente a través del cual se produce la unión entre las esferas trascendente e inmanente del universo, un tipo de cuerpo fetiche cargado de sacralidad, como dicen los africanistas que estudian la realeza divina africana. Y para cumplir con éxito su función, el rey se tiene que mantener puro, impoluto, separado de cualquier fuente de contagio de impurezas. Por ese motivo, el faraón�egipcio,�como�los reyes�divinos�africanos,�estaba�sometido�a�severas�limitaciones,�prohibiciones�y�regulaciones�de�su�vida�diaria�personal�y�pública, tal como nos explica, sorprendido, Diodoro�de�Sicilia:

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"La vida de los reyes de los egipcios no era como la de los demás hombres que ejercen un poder autocrático y actúan según les parece, sin tener que rendir cuentas, sino que todos sus actos estaban regulados por prescripciones fijadas en las leyes, no sólo sus actos de carácter administrativo, sino también aquellos que tenían que ver con la manera como ocupaban el tiempo cotidiano y con los alimentos que comían. [...] Y las horas tanto del día como de la noche las pasaban de acuerdo con un plan; y a las horas establecidas era absolutamente obligado por parte del rey que hiciera lo que las leyes estipulaban y no lo que a él le pareciera mejor. [...] Porque había un tiempo señalado no sólo por sus audiencias y juicios, sino también por sus paseos, baños y estancias con su esposa y, en una palabra, por cada acto de su vida. Y existía para los reyes la prescripción que consumieran alimentos selectos: comían sólo carne de ternera y de pato y bebían tan sólo una cantidad establecida de vino". Diodoro de Sicilia. Biblioteca de la historia, I, 70.

27. En términos mitológicos, la doctrina egipcia�de�la�realeza se personifica en dos grandes divinidades: Horus, el dios halcón, que es la figura mitológica del rey�vivo, en la plenitud de su poder, y Osiris, el dios muerto y resucitado, que es la figura mitológica del rey�difunto y resucitado en el más allá, así como de todos los ancestros de la realeza. En el mito, como es sabido, Horus es el hijo de Osiris, el primer rey, y de Isis, su esposa; Isis lo concibió cuando Osiris ya estaba muerto, mediante su magia. En efecto, Osiris es, en realidad, un típico dios de origen neolítico que muere, como los que hemos estudiado en la unidad 2, un dios que es asesinado en el principio de los tiempos y de cuyo cuerpo brotan las plantas alimenticias (en este caso, la cebada, con la que el dios se identifica). A veces, se le representa tumbado y momificado (muerte), con la corona (rey) y con espigas que le salen del cuerpo (cebada). Es, por lo tanto, una divinidad de la fertilidad y de la abundancia, identificado con el rey en virtud que este sigue distribuyendo bienestar después de muerto desde el más allá. Horus es, en cambio, un dios enérgico y poderoso y a él se asocia el rey vivo en cuanto que potente gobernante de Egipto y del mundo. El�binomio�Osiris-Horus�expresa�el�principio�de�la�legitimidad�dinástica: todo rey sucesor es Horus y es, por lo tanto, hijo legítimo del predecesor difunto, que es Osiris. Huelga decir que éste es el arquetipo y que esto era lo que importaba para los egipcios, más allá de si el rey sucesor era o no hijo carnal del rey predecesor (en muchos casos no lo fue): la realidad de los egipcios es la realidad trascendente, no nuestra realidad inmanente. Figura 12. Imagen de Osiris momificado, dios de la fertilidad y la resurrección de cuyo cuerpo brotan espigas de cebada

Font: J. Vandier, Le papyrus Jumilhac, París, 1961

Figura�11.�Estatua�de�Ramsés�II�con�la�corona azul�y�el�cetro.�Museo�egipcio�de�Turín Foto: N. Torras.

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28. En términos políticos, el antiguo Egipto se organizó, ya desde los orígenes de la monarquía en el Alto Egipto predinástico, como un Estado�monárquico territorial, es decir, constituido no por un casco urbano central y su territorio, sino por un territorio más o menos extenso que comprendía varios cascos urbanos, todo él bajo la autoridad central del rey. Esto distingue profundamente las concepciones políticas originales de los egipcios y las de los mesopotámicos, también creadores de Estados tempranos. Estos últimos, en efecto, se organizaron de entrada en ciudades-Estado y hasta finales del III milenio a. C. – cuando los egipcios ya llevaban un milenio de organización estatal territorial– no crearon el primer Estado territorial (ved el punto 52). Pero, en realidad, en el Egipto predinástico coexistieron estos dos modelos políticos diferentes: el territorial, propio, como hemos dicho, de la realeza del Alto Egipto, y el urbano, propio de las ciudades del Bajo Egipto o Delta. El primer proceso de unificación del país, que condujo al inicio del Dinástico (primera dinastía), fue llevado a cabo por esta realeza predinástica del Alto Egipto (hacia el 3100 a. C.), que impuso su concepción política. Por eso, en los milenios siguientes, cada vez que la monarquía se debilitó y el Estado se fragmentó (Periodos Intermedios), las ciudades del Delta recuperaron su autonomía, mientras que el Alto Egipto se dividió en principados territoriales, paso previo de una nueva unificación del mismo Alto Egipto, primero, y de todo el país, después. Todos los�procesos�de�unificación�de�Egipto,�tanto�el�original�como�los�que�tuvieron�lugar�después�de�cada�Periodo�Intermedio,�empezaron�por�el�sur, porque�del�sur�era�originaria�la�cultura�política�del�Estado�territorial�unificado. Por cuanto, al inicio, como decíamos, fue el Alto Egipto el que conquistó el Delta y unificó el país, fue la doctrina de la territorialidad y de la centralización la que se convirtió en la doctrina del Estado faraónico. 29. En cuanto a la cosmovisión�de�los�egipcios, ya los clásicos consideraban que se trataba del pueblo más religioso del mundo. Y en efecto, en su literatura religiosa y áulica y en su iconografía es donde tenemos algunos de los ejemplos más puros y sofisticados de lo que hemos denominado discurso mítico. Para�los�egipcios,�todas�las�acciones�y�todos�los�objetos�reales,�sagrados, dignos�de�ser�recordados,�tuvieron�lugar�o�fueron�creados�en�el�principio de�los�tiempos,�en�el�momento�de�la�cosmogonía,�que�ellos�denominaban sep�tepy,�la�primera�vez. Mientras que es posible la biografía de un funcionario porque es un ser profano, inmanente, no es imaginable la biografía de un faraón, porque el faraón es Horus y la biografía de Horus es muy conocida: la vida del dios transcurrió en el tiempo primordial, forma parte del orden trascendente del mundo y está recogido en el mito, que es el registro narrativo de los hechos primordiales, sagrados y ontológicamente significativos. Todo lo que es significativo lo es porque remite a acciones desarrolladas por los dioses en el momento de la creación. Una batalla sólo tiene sentido si es la actualización de la antigua lucha del orden contra el caos, si evoca la victoria de Horus (el rey) sobre Seth (los enemigos de Egipto). Por eso, en la iconografía bélica del Reino Nuevo es el faraón quien se enfrenta, solo, a los ejércitos extranjeros y los aniquila. Y por eso también, en todas las épocas, la actividad militar y las victorias de los reyes se iconografían con el conocido motivo del faraón que se

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dispone a sacrificar con su maza al enemigo vencido y arrodillado. No se trata de ninguna fotografía de una realidad factual; se trata del significado de los hechos, de su sentido real. El discurso mítico de Egipto, quizás más que el de cualquiera otro pueblo de la Antigüedad, niega la historia, en el sentido eliadiano de la expresión: todo acontecimiento histórico importante es reconducido a un arquetipo trascendente, de forma que se anula lo que tiene de específico, de singular, que es precisamente lo que para nosotros le confiere valor. 30. De aquí viene la enorme dificultad con la que se encuentra el historiador del antiguo Egipto cuando trabaja con las fuentes escritas e iconográficas que los egipcios nos han dejado. No es que de estas fuentes no se puedan deducir hechos y, sobre todo, coyunturas históricas, es que estas�fuentes�no�tienen ninguna�intencionalidad�ni�función�histórica,�en�nuestro�sentido�del�término,�de�forma�que�el�historiador�no�tiene�que�olvidar�que�tiene�que�traducir�de�un�discurso�al�otro�aquello�que�los�egipcios�expresan. Los egipcios no concebían una sucesión cronológica de hechos singulares del pasado, sino que creían en una sucesión de actualizaciones de arquetipos primordiales; para nosotros hay un tiempo lineal y un avance, para ellos hay un tiempo primordial y un constante regreso a éste porque es esto lo que confiere significado a los hechos y a la misma vida humana y cósmica. Por eso, los egipcios no podían concebir un registro de los hechos del pasado en un sentido histórico. Cuando hacen listas de reyes o anales, lo que hacen son listas de ancestros (como todas las culturas de discurso mítico) o registros de ceremonias, ritos o actos reales estereotipados. Los peores errores de la hermenéutica histórica se han producido precisamente cuando los textos y las imágenes de los egipcios se han interpretado literalmente, como si ellos y nosotros habláramos el mismo lenguaje ontológico. Desde los años setenta y ochenta, los investigadores han alertado sobre este problema y hoy los métodos de los egiptólogos se han afinado mucho: el número de fuentes históricas se ha reducido drásticamente, pero la calidad de las interpretaciones y de las reconstrucciones ha aumentado también de manera muy significativa. Todo esto permite entender qué se quiere decir cuando se habla del conservadurismo egipcio o de la rigidez de los cánones y de las temáticas artísticas o de la repetición de motivos. No�se�trata de�falta�de�imaginación�o�de�falta�de�libertad�en�la�expresión;�es�que�se�está expresando�una�ontología�completamente�opuesta�a�la�nuestra,�donde�lo que�cuenta�son�las�repeticiones�y�las�constantes�actualizaciones�de�lo�que es�realmente�significativo�y�no�la�especificidad�de�cada�situación. Allí donde querríamos hechos y datos tenemos repeticiones de arquetipos; allí donde pediríamos detalles singulares encontramos tópicos literarios e iconográficos repetidos una y otra vez; incluso allí donde parece que el discurso se haga más factual (anales de las campañas asiáticas de Tutmosis III; relato de la batalla de Qadesh, vencida por Ramsés II; textos alusivos a la victoria naval de Ramsés III sobre los Pueblos del Mar), los estereotipos y la finalidad no historiográfica de la narración hacen difícil discernir lo que es histórico de lo que no lo es (y puesto que citamos Qadesh, señalamos que la pretensión de victoria de Ram-

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sés II en una batalla donde no hubo un claro vencedor no es propaganda, sino arquetipo). A las concepciones egipcias sobre el tiempo y el poder (faraónico), está dedicada la segunda lectura de esta unidad (ved la lectura 2). Figura 13. Fachada del templo de Ramsés II en Abu Simbel

Templo excavado en la roca que fue trasladado en los años sesenta con motivo de la construcción de la gran presa de Assuan. Foto: R. Orcau.

31. Hasta aquí nos hemos referido a la doctrina del poder y a los arquetipos temporales. Sin embargo, como sabemos, en las civilizaciones de discurso mítico también son determinantes los arquetipos espaciales. En el pensamiento egipcio antiguo, paralelamente a la geografía profana de la administración, existió una geografía�sagrada�y�perenne,�cuya�representación�fue�grabada sobre�los�muros�de�los�templos�de�todo�el�país. Esta topografía sagrada se representaba mediante series de genios que personificaban cada una de las regiones de Egipto, con sus canales, terrenos agrícolas y territorios pantanosos. A menudo, las series geográficas iban encabezadas por el faraón que, en cuanto garante del orden cósmico, ofrecía el territorio del Alto y el Bajo Egipto a la divinidad principal del templo. Para un egipcio, esta geografía sagrada era la forma consagrada del país, aquella que, legada por los ancestros, era ritualmente la más eficaz. No obstante, a medida que la civilización egipcia avanzaba en el tiempo, la separación entre la tradición sagrada y la subdivisión real del territorio aumentaba cada vez más. Al menos ya a partir del Reino Medio (2000-1700 a. C.), ambas realidades geográficas (la sagrada y la profana) conocieron evoluciones diferentes. Si la geografía profana era efímera y mutable, la geografía sagrada era arquetípica y no tenía en cuenta las modificaciones territoriales del país producto de los cambios políticos, económicos e incluso religiosos.

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Figura 14. Detalle de procesión geográfica en la sala hipóstila interior del templo de Seti I en Abidos

Foto: N. Torras.

32. ¿Por qué los sacerdotes representaban esta geografía sagrada en los muros de los templos? Para responder a esta cuestión primero hay que comprender el papel del templo en cuanto construcción simbólica. En el pensamiento egipcio antiguo, el templo simboliza el lugar de emergencia del mundo en el sep tepy (la Primera Vez, el Tiempo Primordial). El�núcleo�del�templo,�el�santuario,�se instala�simbólicamente�sobre�el�cerro�primordial�y�el�edificio�al�completo�se�vuelve�la�imagen�misma�del�cosmos�organizado,�un�microcosmos. Por eso, la decoración del techo reproduce el cielo, pintado con estrellas o recorrido por pájaros con las alas desplegadas y constelaciones estelares en forma de zodiaco. En los arquitrabes se reproducen el recorrido solar y el ciclo lunar. El basamento, en cambio, representa la tierra de Egipto, con las series geográficas simbolizando las regiones en perfecto orden y armonía. Otras veces en los basamentos encontramos simplemente representadas las plantas de los humedales. Dentro de la sala hipóstila, las columnas en forma de cañas de papiro con la flor abierta o cerrada evocan la imagen de una tierra rica en vegetación y fecunda, surgida del túmulo primordial. El espacio entre el cielo y la tierra es concebido como la suma de cuatro regiones espaciales, que hacen referencia a los cuatro puntos cardinales. Por este motivo, la decoración de un tema determinado –como puede ser el recorrido cotidiano del sol– puede estar repartida sobre cuatro muros diferentes que forman, en medio, lo que se denomina un cuadrado cósmico.

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Figura 15. Segunda sala hipóstila del templo de Seti I en Abidos

Foto: N. Torras.

33. ¿Y cuál era la función del templo y de su decoración para el conjunto de la sociedad egipcia? De entrada, hay que descartar toda comparación con una iglesia cristiana o con una mezquita musulmana: el templo egipcio no es un lugar de reunión de los fieles para rezar o escuchar sermones. El templo egipcio es, antes que nada, un edificio funcional (de acuerdo con el concepto de funcionalidad del discurso mítico), consagrado a la actividad más esencial de la vida terrestre: el mantenimiento de la creación. En la cosmovisión de los egipcios, las fuerzas oscuras del caos habían precedido la aparición del universo organizado. Una vez repelidas hacia el exterior de este universo organizado, alrededor de su perímetro, continuaban amenazando este orden. Los dioses conservaban la existencia de este frágil universo ordenado. Estos dioses, que aparecen en todo el universo bajo multiplicidad de formas, estaban también presentes sobre la tierra en sus residencias: los templos. El�papel�de�este�edificio�y�el�de�su�personal�era�el�de�preservar�la�estatua�divina�de�toda�fuerza�maligna,�alimentarla�y�mantenerla�en�perfecto�estado�para�que�la�divinidad�que�residía�en�ella�pudiera�realizar�su�tarea�de�mantenimiento�del universo�ordenado. El egiptólogo Ph. Derchain considera el templo egipcio como una especie de machine à faire marcher le monde, una central donde el ser humano, representado por el faraón, podía actuar sobre las energías por medio de los dioses, que son los que las ostentan.

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Figura 16. Vista general del templo de Medinet-Habu, Luxor, orilla oeste

Foto: R.Orcau.

34. La estatua del templo es sagrada y, por lo tanto, inaccesible, excepto para un reducido número de sacerdotes ritualistas, que pueden acercarse bajo determinadas condiciones de pureza. La arquitectura misma del templo refleja esta idea. El templo con su perímetro sagrado, el temenos, está rodeado por una alta muralla que lo aísla del territorio profano y marca la frontera entre el exterior y el interior, lo impuro y lo puro. A medida que se avanza hacia el interior, el suelo del templo se eleva, el techo baja, la dimensión de las salas y cámaras se reduce y la luz disminuye hasta la oscuridad. La parte más sagrada del templo (la set uret o gran sede) se coloca al final de un trayecto que se aleja del exterior por medio de siete barreras y pasajes situados en el eje longitudinal del conjunto arquitectónico. A partir de la Baja Época (primer milenio a. C.), a la separación axial se añadirá un principio de encapsulamiento, que hará que cada espacio exterior englobe uno más interior, en una disposición en círculos concéntricos al estilo de las muñecas rusas. En el templo de Edfú (Época Ptolemaica, 323-30 a. C.), hay cinco zonas concéntricas que rodean el santo de los santos, al mismo tiempo que también vemos los siete pasajes axiales. Todas estas precauciones se justifican ampliamente puesto que el corazón del templo, la set uret, es el punto donde la densidad de lo sagrado es máxima, donde se concentra toda la energía divina que anima la estatua, a la vez efigie y esencia de la divinidad. 35. Más allá de una manifestación piadosa o de una acción de gracias, un faraón erigía un templo a una divinidad con el fin de que ésta estuviera presente sobre la tierra de Egipto gracias a su obra arquitectural. Para poder funcionar, el templo tenía que ser habitado por la divinidad a la que se destinaba. Tanto la estatua como la decoración de las paredes del templo, una vez ritualmente activadas, se convertían en apoyos susceptibles de ser investidos por la energía vital divina. El propio templo, considerado como un todo, recibía el ritual de apertura de la boca (es decir, el ritual mediante el cual se insuflaba la vida a los féretros de los difuntos y a las estatuas) y se convertía en la encarnación del dios que residía en él. La estatua del santuario, sus ornamentos o emblemas, cada una de las salas, capillas, columnas y puertas del templo, las figuras en

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los relieves de las paredes, la barca sagrada, el mobiliario y el templo todo entero eran llamados a despertarse de su sueño. Teniendo presente esta manera de pensar de los antiguos egipcios se comprenden mejor las palabras de este fragmento de un papiro funerario de finales del Reino Nuevo que, refiriéndose al demiurgo (dios creador), dice: "Cuando tu aspecto visible viene a la tierra, lo que está grabado se vuelve carne". A los templos egipcios se dedica la tercera lectura de esta unidad (ved la lectura 3).

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3. Subunidad B. El Creciente Fértil: civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo

3.1. Marco geográfico, cronológico, antropológico y lingüístico

3.1.1. El Creciente Fértil: historia climática reciente y neolitización 36. Entendemos por Creciente�Fértil la región, en forma de gran media luna, que se extiende desde el golfo Pérsico hasta el golfo de Áqaba y que está regada por las cuencas fluviales de cuatro ríos principales: el Tigris y el Éufrates, al este, y el Orontes y el Jordán, al oeste. Los primeros dos delimitan lo que los griegos denominaron Mesopotamia, es decir, "(país) entre ríos", mientras que los dos últimos forman el eje de la franja�siriopalestina. Las tierras situadas en la curva al sur del Creciente son desérticas, puesto que se trata del extremo norte del desierto arábigo. Las tierras situadas en el arco al norte del Creciente son montañosas; de este a oeste se suceden la meseta iraní (montes Zagros), las altas montañas de Armenia (con el monte Ararat) y los macizos anatólicos (Pont, Taurus). El relieve llega a los 3.500 y 4.500 metros a los extremos oeste y este de este arco y sobrepasa los 5.000 metros en la parte central (el Ararat mide 5.137 metros) donde, además, se encuentran los tres grandes lagos de Van, Urmía y Sevan. En estas montañas es donde nacen el Tigris, el Éufrates y sus afluentes, responsables de la fertilidad de la región mesopotámica. Hay que tener en cuenta que, si no fuera por las aguas de estos ríos, la mayor parte de las tierras mesopotámicas serían extremadamente áridas. En contraste, en la franja siriopalestina, que constituye, de hecho, el extremo norte de la gran falla del Rift que corta África desde el mar Rojo hasta Sudáfrica, es donde se encuentra la depresión más profunda del mundo: el mar Muerto, a 395 metros por debajo del nivel del mar. Así pues, como se puede ver, el Creciente Fértil es un área geográfica de grandes contrastes. A diferencia de lo que sucede en el valle del Nilo, esto implica adaptaciones humanas muy diversas y cambiantes. 37. Desde el paso del Pleistoceno al Holoceno (entre el 10000 y el 8000 a. C.), el clima de Oriente Próximo es prácticamente como el de hoy, de forma que toda la secuencia histórica se incluye dentro de la interglacial actual. Sin embargo, en esta época se han producido varias oscilaciones climáticas que han hecho variar la cantidad de precipitación y la temperatura media. Esto ha afectado especialmente a algunas zonas semiáridas, como las tierras limítrofes del desierto arábigo en la región de Transjordania y Siria interior, que en algunos periodos se han aridizado más y han obligado a las poblaciones humanas a desplazarse hacia zonas más habitables. Ésta es la causa, por ejemplo, de los movimientos migratorios de los amorreos (a principios del

II

milenio)

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y de los arameos (a principios del I milenio) que, originarios de estas tierras semiáridas, se extendieron por Mesopotamia y determinaron la historia (ved los puntos 45 y 50). Pero los cambios más determinantes en el medio fueron provocados por la misma acción humana, a causa, por un lado, de la tala masiva de árboles para la obtención de espacios de cultivo y de pasto y, por el otro lado, de la deforestación de bosques de árboles altos para la construcción (como los famosos cedros del Líbano). El proceso se inició ya desde el Neolítico y continuó durante la Edad del Bronce (III-II milenios) y sobre todo en la Edad del Hierro (I milenio). La pérdida de superficie boscosa es muy considerable, si se comparan los mapas actuales con los que reconstruyen la cubierta original del inicio del Holoceno. Todo esto ha provocado la aridización o el afloramiento del subsuelo rocoso (debido al lavado del suelo por carencia de protección ante las precipitaciones), según las zonas. La obtención de madera de construcción ha sido uno de los motivos tradicionales de expansión de los imperios mesopotámicos (especialmente el asirio en la Edad del Hierro) hacia las montañas iraníes, armenias y libanesas. 38. El Creciente Fértil es una de las regiones de la tierra donde el proceso�de neolitización fue más antiguo. De hecho, hasta hace pocos años, era considerado el único foco de neolitización del Viejo Mundo perimediterráneo. Hoy sabemos que hubo varios focos primarios, que procedieron a ritmos diferentes, pero el de Oriente Próximo no deja de ser uno de los más importantes y, sobre todo, mejor conocidos. A diferencia de lo que sucedió en el Sáhara (ved el punto 5), en� Oriente� Próximo,� primero� apareció� la� economía� de producción�(agricultura�y�ganadería)�y�más�tarde�la�cerámica. En la zona de Palestina hubo una fase previa a la neolitización muy documentada (hacia el 10500 a. C.). Se trata del llamado natufiense, una cultura mesolítica caracterizada por una clara sedentarización (con poblados estables y arquitectura de piedra), por la recolección en masa de gramíneas todavía en estado salvaje (documentada por la abundancia de piedras de molida) y por la caza selectiva de las especies animales después domesticadas. A partir del IX milenio a. C. tenemos las primeras evidencias de domesticación animal�y�vegetal en la zona de las montañas Zagros, en Iraq (Zawi Chemi, Shanidar, Jarmo) y en la franja siriopalestina (Jericó en Palestina, Beidha en Jordania, Mureybet en Siria). Las principales especies domesticadas son el perro, el cerdo, la cabra, la oveja y el buey, entre los animales, y el trigo, la cebada y las legumbres (guisantes, lentejas, garbanzos y habas), entre las plantas. De éstas, los ancestros salvajes de la cabra, la oveja y el trigo se encuentran sólo en Oriente Próximo, de forma que fueron domesticados allí y, a continuación, exportados hacia otros focos de neolitización, como los africanos. Los ancestros salvajes del resto de animales y plantas, en cambio, tienen una distribución más amplia, que incluye África y Europa, y algunos de ellos fueron domesticados en más de un foco primario de neolitización (ved los puntos 5 y 6). Este primer neolítico sin cerámica recibe el nombre de Neolítico�Precerámico�(PPN:�Pre-Pottery�Neolithic). Hacia el 6000 a. C., la cerámica empieza a hacer su aparición por todo Oriente Próximo, desde Anatolia hasta Irán pasando por Siria y Palestina. Desde ahora, las diferentes culturas se definirán a partir de los estilos cerámicos. La más

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importante de estas culturas es la de Tell�Halaf, que recibe el nombre de este yacimiento sirio pero se extiende desde Siria hasta la Alta Mesopotamia. Data del IV-V milenio y es ya una cultura calcolítica (objetos de cobre nativo batido y perlas y colgantes de oro), protourbana (poblados con casas de piedra, de planta redonda o rectangular) y con un sofisticado culto a la fertilidad, como atestiguan las imágenes femeninas en cerámica policromada. 39. En este periodo, empieza la colonización�de�las�llanuras�aluviales�de�la Baja�Mesopotamia. Grupos humanos procedentes de las regiones montañosas del norte y pertenecientes a la cultura de Tell Halaf construyen sus poblados en sectores ligeramente elevados por encima del nivel de los aluviones, protegidos de las inundaciones de los ríos y empiezan a fijar nuevas tierras mediante la construcción de canales y de cuencas de drenaje y a explotar el riquísimo potencial agrícola de la región. Estamos a caballo entre el

V

y el

IV

milenio a. C., en la fase cultural conocida como El�Obeid, que se caracteriza por una agricultura intensiva, por la aparición de una verdadera metalurgia, así como del turno de ceramista y por la construcción con adobe. Los santuarios se edifican ya sobre terrazas, preludiando los futuros zigurats. Durante la fase siguiente, o fase de Uruk (3400-3100 a. C.), los asentamientos aumentan significativamente en medida y complejidad, surge la arquitectura monumental y la sociedad se diversifica y se jerarquiza con la aparición de tareas especializadas. Estamos ante lo que el arqueólogo V. Gordon Childe denominó revolución urbana. Pero la característica más importante de la fase cultural de Uruk es la aparición�de�la�escritura, hacia el año 3250 a. C. Se trata de una escritura pictográfica (los signos son imágenes y transcriben las palabras que designan lo que representan), sobre tablillas de arcilla, que reproduce cifras y nombres de productos y tiene, por lo tanto, una finalidad esencialmente contable. Durante la fase siguiente, denominada de Djemdet�Nasr (3100-2900 a. C.), la cultura bajomesopotámica se irradia hacia Elam y hacia la Alta Mesopotamia. La escritura, que recoge sobre todo actos y balances de los templos, se hace más compleja, puesto que empieza a adaptarse a las necesidades de la fonética y de la gramática (accidentes gramaticales), concretamente de la lengua sumeria. En efecto, estas fases culturales pueden ser consideradas protosumerias. Con la fase de Djemdet Nasr se acaba el Neolítico-Calcolítico y se inicia el llamado Predinástico, una etapa ya histórica en Mesopotamia (porque ya tenemos documentos escritos).

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Figura 17. Zigurat de Choga Zambil, II milenio a. C., Irán

Foto: F. Masó.

3.1.2. El Próximo Oriente Antiguo: contexto geográfico 40. Como hemos visto, la rama oriental del Creciente Fértil corresponde a la región delimitada por el Tigris y el Éufrates: Mesopotamia, que se encuentra en los actuales Iraq y nordeste de Siria. El Tigris (Idiglat en acadio y Dikhlah en árabe) y el Éufrates (Purattu en acadio y Al-Furat en árabe) nacen en las altas montañas de la Anatolia oriental. Se nutren en especial de las aguas procedentes de la fusión de las nieves, de forma que sus caudales son más copiosos en la primavera y el verano. Son ríos impetuosos, con cataratas y rápidos, que provocan inundaciones violentas, bruscas, irregulares y perjudiciales para las cosechas, muy diferentes, por ejemplo, de la inundación progresiva del Nilo en Egipto. Así, desde los tiempos más remotos, los habitantes de Mesopotamia se vieron obligados a construir canales y diques para equilibrar el nivel de las aguas y apaciguar la violencia. Hoy, el Tigris y el Éufrates se unen en la ciudad de Al-Qurna para formar el río Shatt el-Arab y desembocar en el golfo Pérsico. Sin embargo, en tiempos antiguos, la línea de costa del golfo estaba mucho más al norte, de forma que los dos ríos desembocaban directamente en el mar y ciudades como Ur, Eridu o Lagash, cuyos vestigios hoy en día están en pleno desierto, se encontraban al borde de la costa. La fertilidad de Mesopotamia se debe también a los afluentes de los dos ríos principales: el Diyala, el Zab inferior y el Zab superior, que desembocan por el este en la cuenca media y alta del Tigris, y el Khabur, que desemboca también por el este en la cuenca alta de la Éufrates y riega toda la parte central del norte de Mesopotamia. 41. El territorio mesopotámico se subdivide en dos grandes áreas, separadas por un acercamiento de las cuencas fluviales del Tigris y el Éufrates en su curso medio. Al sur, está la Baja�Mesopotamia, subdividida, a su vez, en el país�de Sumer o país�del�Mar, cerca el mar, y el país�de�Acad, al norte del anterior, alrededor del acercamiento de los dos ríos. Al norte, se extiende la Alta�Mesopotamia, entre los valles altos de los ríos, territorio plano al sur pero ya montañoso al norte. El país de Acad y, por extensión, toda la Baja Mesopotamia están, desde el

II

milenio, bajo el radio de acción de la ciudad de Babilonia,

que surgió junto a la ciudad de Acad y le tomó el relevo. Por eso, este territorio se conoce también, a partir del

II

milenio, como Babilonia. Las ciudades más

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importantes de la Baja Mesopotamia son Ur,�Uruk,�Eridu,�Lagash,�Umma, Nippur,�Kish,�Acad�y�Babilonia. Los principales centros de la Alta Mesopotamia son Assur y Nínive, es decir, las ciudades asirias, sobre el Tigris, y Mari, sobre el Éufrates. La región de Assur y Nínive constituye el núcleo originario de los asirios. Así, si bien tanto los babilonios como los asirios dominaron alternadamente toda Mesopotamia entre el II y la primera mitad del I milenio a. C., los primeros eran originarios de la Baja Mesopotamia y los segundos de la Alta Mesopotamia. 42. Alrededor de Mesopotamia hubo otras regiones históricamente importantes. Al este de la Baja Mesopotamia se encontraba el país�de�Elam, con capital en Susa y regado por los ríos Karún y Kerkha. En los montes Zagros se establecieron Media y los persas, pueblos indoeuropeos, el segundo de los cuales llegó a dominar todo el Próximo Oriente entre los siglos VI y IV a. C. (Imperio Persa Aqueménida, con capital en Persépolis, en el actual Irán) Al norte de Mesopotamia, en las cuencas lacustres del Van, el Urmia y el Sevan, se desarrolló el reino de Urartu. El Kurdistán fue el territorio nuclear del reino de Mitani, mientras que en las mesetas de la Anatolia central surgió el imperio de los hititas, pueblo de estirpe y de lengua indoeuropea pero que adoptó varios rasgos culturales mitanis y mesopotamios (como por ejemplo varios mitos y leyendas y la escritura cuneiforme). 43. La rama occidental del Creciente Fértil corresponde a la franja siriopalestina, regada por las cuencas de los ríos Orontes (al norte) y Jordán (al sur). El segundo, después de cruzar el lago Tiberiades o mar de Galilea, desemboca en el mar Muerto, rico en sal y asfalto. La región de Siria ocupa el norte de esta franja y se extiende entre el curso alto del Éufrates y el valle del Orontes. Aquí surgieron ciudades tan importantes como por ejemplo Ebla,� Alepo y Mari (desde el III milenio a. C.). La región de Palestina se extiende entre el valle del Jordán y el mar Mediterráneo, y los centros urbanos más destacados fueron Samaria, al norte, y Jerusalén, al sur, capitales respectivamente de los reinos hebreos�de�Israel�y�de�Judá (ya en el I milenio a. C.). En el desierto al sur del mar Muerto floreció Petra, capital de los nabateos, de estirpe árabe (entre el siglo IV a. C. y el siglo II d. C.).

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Figura 18. Escena del asedio de Laquish (reino de Judá) por parte de los asirios

Bajorrelieve procedente del palacio de Senaquerib (Nínive), British Museum. Foto: F. Masó.

44. En la periferia del Creciente Fértil occidental, concretamente en la costa mediterránea de los actuales Líbano y Siria, se constituyó, ya desde el

III

mi-

lenio a. C., un elemento cultural diferenciado: los fenicios. Fenicia es una estrecha franja de tierra entre las montañas del Líbano y el Mediterráneo. Las montañas eran ricas en coníferas (los cedros del Líbano), uno de los principales productos del comercio fenicio desde los orígenes. Se distinguen dos etapas en la historia fenicia: una primera etapa protofenicia, entre el III y el II milenio a. C., con centros como Biblos y Ugarit, y una etapa propiamente fenicia, que corresponde al I milenio a. C., con centros como Biblos, Sidón y Tiro. Los fenicios de esta última etapa se denominaron a sí mismos cananeos (a partir del nombre de la región a la que pertenecía la costa fenicia: Canaán) o sidonios (a partir del nombre de Sidón). Serían los griegos quienes los denominaron, como conjunto cultural, Phoinikes (fenicios), a partir del nombre del preciado tejido de color púrpura que los propios fenicios manufacturaban y comercializaban. Al sur de los fenicios, en la costa mediterránea de la actual Palestina, vivieron en el I milenio a. C. los filisteos, pueblo de origen exterior y no semítico pero instalado en la franja de Gaza y semitizado, que luchó contra los hebreos por el predominio sobre la tierra de Canaán. El nombre de Palestina parece derivar del de los filisteos. 3.1.3. El Próximo Oriente Antiguo: poblamiento, lenguas, escrituras y periodización 45. En cuanto a la cuestión étnica y lingüística, la población original de Mesopotamia (III milenio a. C.) estaba formada por dos elementos étnicos: los sumerios, que no eran ni semitas ni indoeuropeos, cuyo origen y estirpe permanece desconocido (lo más probable es que se trate de los pobladores autóctonos de la región, al menos al inicio de la época histórica), y los acadios, que eran semitas y procedían del oeste. Los primeros dominaban el sur de la Baja Mesopotamia (país de Sumer) y los segundos, el norte de la Baja Mesopotamia, en la región donde los dos ríos se acercan (país de Acad) y la Alta

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Mesopotamia. Los sumerios hablaban el sumerio, una lengua no afroasiática ni indoeuropea, mientras que los acadios hablaban el acadio, una lengua semítica oriental y, por lo tanto, del tronco lingüístico afroasiático. A pesar de esta diversidad etnicolingüística, sumerios y acadios compartieron una civilización única y muy homogénea, aunque de fuerte impronta sumeria (los acadios fueron aculturados por los sumerios). Sin embargo, el elemento poblacional semítico se vio sucesivamente reforzado por la llegada de nuevas oleadas migratorias procedentes de Siria: los amorreos, a principios del

II

milenio a.

C., y los arameos�y�caldeos, a principios del I milenio a. C. Los primeros se aculturaron completamente, tanto en cuanto a la lengua (el acadio) como en cuanto a la religión y la civilización. Además, hicieron retroceder el elemento sumerio hasta aislarlo: la lengua sumeria se dejó de hablar y quedó sólo como lengua de cultura. En cambio, el acadio se convirtió en la lengua internacional de Oriente Próximo: la correspondencia entre los reyes mesopotámicos y los faraones egipcios de la dinastía XVIII se hizo en acadio (tablillas de Amarna). El acadio del II milenio a. C. se divide en dos dialectos: el babilonio (en la Baja Mesopotamia) y el asirio (en la Alta Mesopotamia). Los arameos y caldeos, en cambio, se aculturaron en cuanto a la civilización pero no en cuanto a la lengua: el arameo sustituyó al acadio como lengua hablada y se convirtió en la lengua franca de todo Oriente Próximo. El acadio fue relegado, a su vez, al ámbito áulico, literario y cultual. Finalmente, cuando a mediados del I milenio a. C. los persas conquistaron Mesopotamia y todo Oriente Próximo, impusieron su lengua indoeuropea como lengua de Estado. 46. El sumerio y el acadio se escribieron, en un primer momento (hacia el 3250 a. C.), con una escritura pictográfica (jeroglíficos sumerios, empleados por las dos lenguas). Los signos representaban objetos de la realidad (como los jeroglíficos egipcios) y se dibujaban con un estilete puntiagudo encima de tablillas de arcilla cruda que después se cocía. Sin embargo, a partir de mediados del

III

milenio, los signos pictográficos fueron estilizados, perdieron su carác-

ter figurativo y pasaron a ser escritos basados en incisiones en forma de cuña (en latín, cuneus), de ahí el nombre de escritura�cuneiforme. El cuneiforme se usó para escribir, primero, el sumerio y el acadio y, más tarde, también los dos dialectos acadios, el asirio y el babilonio, así como lenguas no mesopotámicas como por ejemplo el hitita y el persa (ambas indoeuropeas). 47. La población de la franja siriopalestina estaba formada en su gran mayoría por semitas que hablaban lenguas de la rama semítica occidental de la familia afroasiática, como el eblaíta (III-II milenio a. C.), el amorreo y el ugarítico (II milenio a. C.), el hebreo, el fenicio, el arameo y el nabateo, este último una lengua árabe preislámica (I milenio a. C.). A los semitas occidentales se debe la invención�de�la�escritura�alfabética. En efecto, el alfabeto fue ideado por las poblaciones semíticas del Sinaí que estaban al servicio de los faraones egipcios del Reino Medio y del Segundo Periodo Intermedio, durante la primera mitad del II milenio a. C. (en concreto, hacia el 1800 a. C.). Estas poblaciones trabajaban en la explotación de las minas de cobre y de turquesa de la región y estaban en contacto muy directo con los egipcios y su civilización. Además,

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rendían culto a Balat, diosa semítica identificada con la egipcia Hathor, señora de los desiertos y de las regiones mineras. Para poder grabar dedicatorias a la divinidad en sus exvotos, como hacían los egipcios, pero en su propia lengua, estos semitas sinaíticos recurrieron a un sistema ingenioso: escogieron unos cuantos signos jeroglíficos egipcios, los desposeyeron de su valor escripturario original (en el sistema jeroglífico) y los usaron para transcribir, cada uno de ellos, el primer sonido de la palabra semítica que designaba lo que el signo representaba. Por ejemplo, el signo egipcio del agua (

) sirvió para la

M porque agua en semítico occidental se decía mem, con [m] inicial. De este modo, fueron aislados una quincena de signos que, unidos a otros creados directamente por los semitas sin modelo egipcio, sumaron un total de una veintena de letras que transcribían cada uno de los sonidos consonánticos de la lengua semítica del Sinaí (todos los alfabetos semíticos transcriben sólo las consonantes). Esta primera escritura alfabética se conoce con el nombre de protosinaítica y se utiliza para escribir siempre secuencias muy breves. 48. A partir del siglo XVI a. C., la incipiente escritura alfabética se difundió –de manera muy tímida por la presión de los grandes sistemas escripturarios egipcio y mesopotámico– por varios lugares de la franja palestina, siempre para hacer inscripciones muy breves. Hablamos entonces de escritura protocananea. Entre los siglos XV y XII, la ciudad protofenicia de Ugarit hizo suya la idea del alfabeto pero prescindió de los signos de origen sinaítico y creó unos signos nuevos, esta vez inspirados en el cuneiforme mesopotámico. Los textos en alfabeto�ugarítico, los primeros textos alfabéticos extensos, están escritos, en efecto, sobre tablillas de arcilla. En Ugarit es donde, por primera vez, los signos alfabéticos recibieron un orden fijo y convencional de enumeración, que después heredarían los alfabetos fenicio y griego (aleph, bet, guimel, dalet...; alfa, beta, gamma, delta...). Sin embargo, el alfabeto de Ugarit desaparece cuando la ciudad es destruida debido a la acción de los Pueblos del Mar (siglo

XII

a. C.).

A partir del siglo X a. C., los fenicios toman el testigo de la escritura alfabética. Por necesidades administrativas y comerciales, e inspirándose en los alfabetos semíticos más antiguos, crean el alfabeto�fenicio. La importancia crucial del alfabeto fenicio es que los griegos lo adoptaron y lo adaptaron (por ejemplo, introduciendo las vocales) y que, por lo tanto, es el precedente inmediato de los alfabetos�griego�y�latino (este último derivado, a su vez, del griego). Así es como, por ejemplo, del signo jeroglífico del agua que veíamos más arriba deriva directamente nuestra M. Del alfabeto fenicio derivan también los alfabetos hebreo�antiguo�y�arameo y, de este último, el hebreo�moderno y el nabateo o protoárabe. Del nabateo, finalmente, deriva el árabe. Por lo tanto, tal como se puede ver, todas las escrituras alfabéticas del Mediterráneo y Oriente proceden, en última instancia, de la escritura fenicia. 49. En cuanto a la periodización�de�la�historia�del�Próximo�Oriente�Antiguo, el principal problema, como explica M. Liverani (El antiguo Oriente, Barcelona: Crítica, 1995), radica en el hecho de que arqueólogos e historiadores usan sistemas cronológicos diferentes, los primeros a partir de las dataciones de los yacimientos y de los artefactos arqueológicos y los segundos a partir de

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las fechas que los textos atribuyen –explícita o implícitamente– a los acontecimientos. Sin embargo, a causa de la complejidad de la historia de la región (pueblos y culturas diversos y cambiantes, migraciones, invasiones), la periodización arqueológica se ha impuesto como marco cronológico general. Así, hablamos de un Neolítico (IX-V milenio a. C.), un Calcolítico (V-IV milenio a. C.), una Edad del Bronce (dividida en Antiguo, Medio y Tardío,

III-II

milenio

a. C.) y una Edad del Hierro (I milenio a. C.). Si el Neolítico supone, como hemos visto, la introducción de la economía de producción, el Calcolítico es el tiempo al que el arqueólogo V. Gordon Childe denominó la "revolución urbana", es decir, el nacimiento de las ciudades-Estado en Mesopotamia y Siria. Las edades del Bronce y del Hierro son las épocas en las que se desarrollaron propiamente las civilizaciones mesopotámicas y siriopalestinas. El

III

milenio

a. C. (Edad�del�Bronce�Antiguo) es el periodo de la civilización sumero-acadia en Mesopotamia y de los primeros reinos (Ebla) y ciudades protofenicias (Biblos) en la franja siriopalestina. El II milenio a. C. (Edad�del�Bronce�Medio y�Tardío) es la primera época de la civilización asirio-babilónica en Mesopotamia, del reino de Mitani en el Kurdistán y del imperio hitita en Anatolia, así como del segundo reino de Ebla, del dominio egipcio y del reino de Ugarit en la franja siriopalestina. Finalmente, la primera mitad del I milenio a. C. (Edad del�Hierro) es la segunda época de la civilización asirio-babilónica en Mesopotamia, del reino de Urartu y de los reinos neohititas en las montañas armenias y en Anatolia respectivamente, así como del mundo fenicio, hebreo y filisteo en la franja siriopalestina. A partir del 550 a. C., todo el Próximo Oriente, desde Anatolia hasta Mesopotamia pasando por la franja siriopalestina se unifica políticamente bajo los imperios persa aqueménida, primero, y macedonio, después. A la muerte de Alejandro de Macedonia (323 a. C.) empieza la Época Helenística y se acaba propiamente la historia del Próximo Oriente Antiguo. 50. Las transiciones del Bronce Antiguo al Bronce Medio (inicio del II milenio a. C.) y del Bronce Tardío al Hierro (fin del II milenio a. C.) están marcadas por importantes movimientos poblacionales. La primera, por las migraciones de los amorreos, responsables de la primera formación de los reinos de Asiria, en la Alta Mesopotamia, y de Babilonia, en la Baja Mesopotamia. La transición del Bronce Tardío al Hierro fue mucho más compleja e implicó migraciones y destrucciones a gran escala. El proceso se inició hacia el siglo

XII

a. C. con

la llegada de los pueblos�del�mar, como los denominan las fuentes egipcias contemporáneas. De hecho, se trata de un amplio movimiento migratorio que empieza en Europa e involucra a todo Oriente Próximo. En efecto, en Europa tiene lugar en este momento una nueva oleada migratoria de pueblos de estirpe indoeuropea a partir de las estepas eurasiáticas, una parte de los cuales irrumpen en la península Balcánica y avanzan hasta el Mediterráneo oriental, desplazando las poblaciones que encuentran a su paso. Provocan la desaparición de la civilización micénica en Grecia, del mismo imperio hitita en Anatolia, que es borrado de la historia, así como del reino de Ugarit en Siria. Avanzan después hacia Egipto, pero son vencidos y definitivamente dispersados por los faraones Mineptah (hijo de Ramsés II) y Ramsés III. Algunos se instalan en las costas del Mediterráneo oriental y central: los libu y los mashauash en Libia;

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los peleset o filisteos en Palestina; los shardana y los shakalash en Cerdeña y Sicilia, respectivamente. El movimiento, por lo tanto, repercute en todo el Mediterráneo oriental y central. Si los pueblos del mar afectan al oeste de Oriente Próximo, otra migración, la de los arameos y los caldeos, afecta al este. En efecto, al inicio del I milenio a. C., estos grupos, procedentes nuevamente del desierto sirio, se extienden por toda Mesopotamia. Los caldeos se establecen concretamente en la Baja Mesopotamia, es decir, en el territorio de Babilonia, mientras que el resto de grupos arameos se distribuye por el resto de la región. Como las fuentes clásicas y bíblicas que hablan de Mesopotamia son, como mucho, de mediados del I milenio a. C., en ellas los babilonios son designados también como caldeos. Como sabemos, el arameo se impone como lengua hablada en todo Oriente Próximo, en sustitución del acadio, y muy pronto pasa a ser escrito mediante un sistema alfabético derivado del fenicio. A pesar de estos movimientos poblacionales, escribe M. Liverani: "Desde el punto de vista antropológico, cuando los datos disponibles son suficientes para hacer cuantificaciones en diacronía, lo que más sorprende es la estabilidad del poblamiento, que perdura hasta nuestros días. [...] Las «invasiones» y las «migraciones» [...] tenían que ser, en términos generales, de escasa entidad numérica, con una influencia marginal en el patrimonio genético, de forma que el tipo antropológico dominante tenía que reabsorberlas con facilidad. La importancia y eficacia de los hechos migratorios son mucho más culturales que genéticas, lo cual tiene fácil explicación si quienes se desplazan son sectores escogidos (militares, técnicos, religiosos, etc.) muy activos en los terrenos cultural y político, pero irrelevantes en número comparados con la mayoría silenciosa e inmóvil de la población agropastoral de base". M. Liverani (1995). El antiguo Oriente. Barcelona: Crítica.

3.2. El Próximo Oriente Antiguo: epistemología, fundamentos culturales y cosmovisión

3.2.1. Las civilizaciones mesopotámicas 51. A pesar de los rasgos comunes entre Egipto y Mesopotamia, como por ejemplo una sofisticada economía de producción basada en la agricultura y la ganadería o la aparición del Estado y de la escritura en un momento parecido, egipcios�y�mesopotamios�crearon�civilizaciones�profundamente�diferentes. 52. Así, en cuanto al Estado, mientras que en Egipto la noción de Estado territorial y, por lo tanto, de unificación aparece desde un primer momento (finales del IV milenio a. C.) y se convierte en el rasgo definidor de la monarquía faraónica, en Mesopotamia la noción política original es la de ciudad-Estado y hasta finales del

III

milenio a. C., con Sargón de Acad, no aparecen las ten-

dencias�universalistas que dan lugar al primer Estado territorial. Por otro lado, en Egipto, territorialidad estatal no implica una noción de universalismo, sino de cosmización: el Estado no tiene que alcanzarlo todo, como quiere el universalismo mesopotámico, sino que tiene que coincidir con el cosmos ordenado, es decir, con el valle del Nilo egipcio, mientras que el caos, es decir, los países extranjeros, quedan fuera. Esto explica que en Egipto, el imperialis-

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mo haya sido un hecho limitado tanto en el espacio como en el tiempo. El universalismo mesopotámico fue heredado por los persas y, a través de éstos, pasó a los macedonios (Alejandro) y a los romanos. 53. En cuanto a la persona�del�soberano, tanto en Egipto como en Mesopotamia éste es el intermediario entre los dioses y los seres humanos y el encargado de mantener el orden cósmico, pero mientras�que�el�faraón�egipcio�es un�dios,�el�rey�mesopotámico�es,�como�reza�un�título�sumerio,�un�gran hombre. Esto comporta que las concepciones y la literatura que surgen alrededor del faraón sean teológicas y arquetípicas, mientras que las que surgen alrededor del rey mesopotámico sean heroicas y más coyunturales. Asimismo, de ahí sale el diverso comportamiento ontológico de una y otra civilización al respecto: la vida del faraón es la vida de Horus y Osiris, es un mito, mientras que la vida del rey mesopotámico, a pesar de responder a arquetipos heroicos, se deja penetrar más por la historia. Por eso, la analística mesopotámica es mucho más importante que la egipcia y conocemos muchos más datos de las biografías de los reyes asirios y babilonios que de los faraones egipcios. Podríamos decir que el discurso mítico mesopotámico, en virtud del carácter no divino del monarca, sustrae este último de la rigidez de un modelo arquetípico inmutable, como es una divinidad. Evidentemente todo esto tiene su traducción social en el hecho de que, mientras que el egipcio contempla el cosmos como algo inmutable, estable y seguro, el mesopotámico lo contempla como algo más sujeto al capricho de las circunstancias. Ahí radica la diferencia entre el optimismo egipcio y el pesimismo mesopotámico, patente en la literatura y en la cosmovisión. Las concepciones sobre la realeza no son, naturalmente, sino la punta de un iceberg cultural. La mentalidad mesopotámica prepara la de otra importante civilización del Creciente Fértil: la hebrea que, por primera vez, concebirá una historia sagrada, términos antitéticos desde un punto de vista, por ejemplo, egipcio. 54. Y en cuanto a la escritura, mientras que la egipcia nace con una finalidad mágico-funeraria y en estrecha relación con el rey (ved el punto 15), la mesopotámica�nace�con�una�finalidad�administrativa�y�contable�y�en�el ámbito�del�templo�y�de�su�economía. El carácter sagrado y mágico de los jeroglíficos (por el poder de la imagen) hará que sean un sistema de escritura que se mantenga vivo a lo largo de toda la historia del antiguo Egipto, desde el IV milenio a. C. hasta el I milenio d. C. En cambio, el carácter más utilitario de la escritura mesopotámica hará que muy pronto, ya desde el

III

milenio a.

C., los pictogramas o jeroglíficos sumerios se transformen en signos�cuneiformes: la imagen deja paso al convencionalismo de los trazos en forma de cuña (cunei). También son diferentes los apoyos y los procedimientos escripturarios: mientras que los egipcios escriben sobre piedra (inscripciones) o sobre papiro y lo hacen, respectivamente, esculpiendo o con pincel y tinta, los mesopotamios escriben sobre tablillas de arcilla blanda, después cocidas, imprimiendo con un estilete duro los pequeños trazos en forma de cuña que componen los signos. Los procesos de formación y evolución de los dos sistemas escripturarios son completamente independientes. Los hallazgos de los últimos años en

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el cementerio real predinástico de Abidos, en el Alto Egipto, documentan la incipiencia del sistema jeroglífico y se remontan a los 3300-3250 años a. C. Los primeros textos de Uruk, en la Baja Mesopotamia, son contemporáneos o algo más recientes que los egipcios, puesto que datan del 3250 a. C. A pesar de la casi contemporaneidad de los dos fenómenos, los contextos y los modos de creación de las dos escrituras, las necesidades que las motivaron y su misma estructura interna difieren completamente y responden a procesos autónomos. 55. Finalmente, si la historia de Egipto, debido a la protección natural del país, es una historia poco accidentada desde el punto de vista étnico-cultural, Mesopotamia es un verdadero cruce de naciones y grupos poblacionales diferentes. Aun así, la�cultura�mesopotámica�se�mantuvo�tan�homogénea�como�la egipcia�a�lo�largo�de�sus�cuatro�milenios�de�historia. De hecho, los�rasgos definidores�de�la�cultura�mesopotámica�quedaron�establecidos�en�el�inicio sumero-acadio durante el

III

milenio a. C. Para ser más exactos, tendríamos

que decir que son características esencialmente sumerias y que los acadios las hicieron suyas debido a la simbiosis cultural que los unió a los sumerios. Los recién llegados, tanto semíticos (amorreos, arameos y caldeos), como no semíticos (casitas), que se fueron instalando en Mesopotamia, fueron arrinconando el elemento lingüístico sumerio, pero adoptaron siempre la cultura del país y se aculturaron completamente. Por eso, la literatura y las creencias religiosas de los orígenes se transmitieron sin alteraciones sustanciales, siglo tras siglo y por obra de una u otra nación, hasta el final de la historia mesopotámica. La versión más completa de la Epopeya de Gilgamesh, poema cuyo origen es sumerio y se remonta al

III

milenio a. C., procede de la biblioteca de Asurba-

nipal en Nínive, que data del siglo VII a. C. La cultura mesopotámica se irradió también fuera de Mesopotamia: el reino de Ebla, en Siria, y el imperio de los hititas, en Anatolia, adoptaron la escritura cuneiforme, adaptada a sus respectivas lenguas (semítica la primera e indoeuropea la segunda) e hicieron suya la literatura mesopotámica; poseemos un buen número de tablillas hititas con fragmentos del Gilgamesh. El reino de Ugarit creó su alfabeto, uno de los más antiguos, basándose en signos escritos en cuneiforme. La cultura mesopotámica empezó a retroceder sólo en la segunda mitad del I milenio a. C. con la conquista persa y, sobre todo, con la helenización que siguió a la conquista de Alejandro. 56. La primera lectura correspondiente a esta unidad (ved la lectura 4) está dedicada a tres aspectos del mundo mesopotámico: el�poder�y�la�guerra,�la cultura�literaria�y�religiosa�y�las�concepciones�del�espacio. Sobre el segundo de estos aspectos, hay que destacar que la mesopotámica es una de las grandes civilizaciones literarias de la Antigüedad, que ha producido, entre otros, textos tan importantes como la Epopeya de Gilgamesh o el Enuma Elish o Poema de la Creación. Algunos motivos literarios mesopotámicos, como el del diluvio, incorporado al Gilgamesh, fueron transmitidos a la literatura bíblica (Génesis, 6, 5-8, 22), que los readaptó a su especificidad teológica y, a través de ésta, forman parte de nuestra propia tradición cultural.

Bibliografía Leed la Epopeya de Gilgamesh y el Enuma Elish o Poema de la Creación en versión española o catalana directa en las obras de Sanmartín y de Feliu y Millet citadas en la bibliografía.

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57. En cuanto a las concepciones�del�espacio, vimos en la unidad 2 y hemos visto en la subunidad A de esta unidad 3 cómo en las culturas de discurso mítico el hábitat humano, en el sentido más amplio –ciudades, aldeas–, pero también en el más concreto –templos, palacios, casas–, reproduce el cosmos, está�hecho�a�imagen�del�cosmos. Es, de hecho, un microcosmos reflejo de la estructura ordenada del universo entero, una síntesis de éste. La ciudad reproduce el universo y, a la vez, es su centro. La sacralidad la confiere también, en efecto, el hecho de ser un centro�del�mundo: ciudades, edificios, palacios, zigurats y pirámides se identifican con el eje del mundo (axis mundi), el arquetipo por excelencia porque es el punto de origen de la creación. Este eje es visto normalmente como una montaña sagrada, con la que todas estas construcciones se identifican (no sólo zigurats y pirámides, que ya son por sí mismos verdaderas montañas, sino también palacios y ciudades, que reciben nombres que los asimilan a cumbres que se elevan hacia el cielo). La montaña sagrada es el punto de contacto de las tres esferas ontológicas: el cielo, la tierra y el mundo subterráneo, es decir, entre dioses, humanos (vivos) y difuntos; en definitiva, entre eternidad, vida y muerte. Éste es el significado de los zigurats o de las pirámides. Son las montañas donde el sacerdote, en el primer caso, o el rey difunto, en el segundo caso, pueden acceder al contacto con las otras dimensiones: el sacerdote puede hablar con los dioses; el rey puede acceder a su más allá celeste eterno. Muchas ciudades antiguas de sociedades integradas se construyen en torno a un lugar sagrado, alrededor de este centro del mundo (como templo, pirámide o zigurat), para participar de su trascendencia, y se desarrollan o se estructuran urbanísticamente a partir de él. Babilonia, con su torre de Babel, es un buen ejemplo. Figura 19. Las pirámides de Keops, Kefren y Micerino en Giza, vistas desde las tierras de cultivo

Bibliografía Sobre la problemática de la montaña sagrada, ved el capítulo I de: M.�Eliade (1972). El mito del eterno retorno. Madrid: Alianza.

Foto: J. Cervelló.

58. Efectivamente, en el centro de la ciudad de Babilonia se encontraba el templo dedicado a Marduk, el dios principal de la ciudad. Justo al norte del templo estaba Etemenanki, el zigurat de Marduk, la torre de Babel bíblica. Ya en la época sumeria se consideraba que la ciudad de Babilonia era el reflejo de un prototipo ultraterrenal que le sirvió de modelo. La ciudad neobabilónica (siglos

VII-VI

a. C.) era de planta rectangular según un eje este-oeste y sus

ángulos coincidían con los puntos cardinales. Estaba rodeada de una doble muralla con nueve puertas de acceso, cada una de ellas bajo la protección de

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una divinidad. En el interior, las calles seguían una disposición ortogonal. El palacio de Nabucodonosor, con sus famosos jardines colgantes, se encontraba aproximadamente en mitad del lado norte de la muralla, limitado por el Éufrates al oeste y la avenida de las procesiones al este. Esta avenida, la principal de la ciudad, marcaba un segundo eje norte-sur, más o menos paralelo al río. Observando tanto la planta de la ciudad de Babilonia como otras ciudades mesopotámicas, como por ejemplo la de la capital artificial asiria Dur Sharrukin, nos damos cuenta de que en civilizaciones plenamente urbanas de discurso mítico puede existir un urbanismo complejo que genera unas formas similares a las que encontraremos posteriormente en las ciudades griegas de trazado regular de tipo hipodámico y, por supuesto, en las ciudades romanas (volveremos sobre estas cuestiones en la unidad 4). Previamente, en Egipto, conocemos la existencia de retículas tanto en la organización de algunas villas (como por ejemplo Kahun) como en la del mismo territorio irrigado (el signo jeroglífico para nomus o provincia era un rectángulo reticulado que representaba la tierra surcada por canales). La cuadrícula o la ortogonalidad para ordenar el espacio, tan características, como veremos, de las ciudades griegas y romanas, no son, pues, modelos exclusivos de las civilizaciones de discurso lógico. Ahora bien, mientras que en las culturas clásicas el urbanismo obedece a un discurso racional, planificador y funcional, en la antigua Mesopotamia la ordenación urbana responde a modelos o a disposiciones arquetípicos y cósmicos. Los filósofos griegos del siglo

V

a. C. que teorizaron sobre las formas

más adecuadas para las ciudades se inspiraron en buena medida en los modelos urbanos mesopotámicos y muy especialmente en la ciudad de Babilonia, aunque sus finalidades fueron muy diferentes. En efecto, en virtud del discurso lógico los griegos reinterpretaron completamente el modelo ortogonal, lo recategorizaron y, mientras que egipcios y babilonios habían visto la plasmación armónica de un orden trascendente y ritual, griegos y romanos le concedieron un valor intrínseco y funcional. Es decir, la forma es similar, pero el significado es muy diferente según la ontología. 3.2.2. El pueblo de Israel, los textos bíblicos y el monoteísmo como problema histórico 59. Entre los semitas occidentales del I milenio a. C. destaca muy especialmente el pueblo�de�Israel, creador del primer monoteísmo con continuidad de la historia (en el antiguo Egipto ya había habido una experiencia monoteísta, pero sin continuidad: la del faraón Amenhotep IV o Akenatón, en el siglo XIV a. C.). Desde la perspectiva de nuestra propia civilización, la cultura de Israel es especialmente importante porque se trata de una de las raíces de Occidente. La civilización occidental tiene, en efecto, cuatro raíces directas: 1) La cultura de Israel y la tradición monoteísta judaica, a las que dedicamos este subapartado.

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2) El legado social y mítico de los pueblos indoeuropeos de la pre y protohistoria y de la Edad Media, que estudiaremos en las unidades 4 y 5. 3) La tradición clásica grecolatina, con sus lenguas y escrituras, el discurso lógico-filosófico, la historia y las ciencias. Éste es el eje vertebrador de nuestra civilización. Le dedicaremos el módulo "Civilizaciones europeas antiguas". 4) El cristianismo. Así pues, con el estudio del pueblo de Israel entramos en la línea histórica que conduce hacia nuestra propia civilización, de tradición judeocristiana. 60. El principal problema al que se enfrenta el historiador del antiguo Israel (o de los antiguos hebreos) es el de las fuentes. En efecto, es bien sabido que hay dos grandes tipos de fuentes para el estudio de este pueblo: las bíblicas y las extrabíblicas�(arqueológicas,�epigráficas,�textos�sobre�Israel�de�otras civilizaciones). La gran cuestión es hasta qué punto los libros bíblicos llamados históricos (porque narran la historia del pueblo escogido) pueden ser considerados como auténticas fuentes histórico-factuales, es decir, hasta qué punto narran acontecimientos o situaciones realmente sucedidos. Y eso está directamente relacionado con otra importante cuestión que podríamos considerar epistemológica y vivencial porque afecta a la vida y creencias de los historiadores. En efecto, si ningún tema histórico es neutral o aséptico para el historiador (lo vimos en la unidad 1), éste lo es menos todavía, precisamente porque, como hemos dicho, estamos ya dentro del proceso histórico que conduce directamente hacia nuestro mundo actual y lo estamos en el ámbito de las ideas personales y de las creencias íntimas. No tratarán del mismo modo el tema de Israel un historiador creyente que uno no creyente. Así pues, sobre la cuestión de las fuentes hay dos posiciones enfrentadas, a menudo directamente vinculadas a la condición de creyentes o laicos, o de judíos o no judíos, de cristianos o no cristianos, de los historiadores. 61. Así, una parte de los historiadores del antiguo Israel, siguiendo la tradición establecida por los primeros biblistas del siglo XIX que quisieron probar cómo "la Biblia tenía razón", creen en la sustancial veracidad del relato bíblico en términos histórico-factuales. Reconocen que, en la versión que nosotros conocemos, es un texto tardío (postexílico), pero piensan que retoma y fija escripturariamente tradiciones muy anteriores, algunas muy antiguas. Así, una vez expurgado de elementos claramente legendarios (como por ejemplo los primeros episodios del Génesis) y narrativo-doctrinales (como por ejemplo las intervenciones de Yahvé), el relato bíblico es, según estos autores, esencialmente histórico y, por lo tanto, susceptible de ser utilizado como fuente histórica, más fiable cuanto más se avanza en el tiempo.

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Figura 20. El muro de las lamentaciones, Jerusalén

Foto: J. Cervelló.

62. En el extremo opuesto se sitúa la posición hipercrítica de historiadores como N. P. Lemche o Th. L. Thompson. Según estos autores, el relato bíblico es teológico y doctrinal, y lo es en su totalidad, como conjunto, y por definición, de acuerdo con la cosmovisión de discurso sagrado del pueblo de Israel. Esto no quiere decir que el relato, para las épocas más recientes, no pueda incorporar episodios o referencias históricas, pero, si lo hace, es porque estos episodios se adecuan a los arquetipos teológicos, los explican, los reproducen una vez más, de forma que están al servicio del discurso teológico y no tienen ninguna intencionalidad histórica. Esto, obviamente, hace que estos hechos aparezcan adecuados a este discurso teológico y que, por lo tanto, a pesar de que el historiador, con una muy paciente tarea exegética, pueda usarlos como fuentes, tiene que tener siempre en cuenta este carácter cualitativamente diferente. (Digamos, entre paréntesis, que no se trata, ni mucho menos, de que los hebreos falsificaran los datos por intereses espurios, sino que estamos una vez más ante dos ontologías, dos concepciones de la realidad, opuestas: una, la de ellos, arquetípica y sagrada; la otra, la nuestra, empírica y laica; cada una funciona honestamente, pero según su concepción de verdad.) Entonces, ¿cómo comprobar la eventual veracidad de algunos episodios bíblicos? Lemche y Thompson responden taxativamente: sólo cuando hay otras fuentes, extrabíblicas, de carácter arqueológico, epigráfico, iconográfico o literario (textos de otros pueblos que hablan del mismo hecho) podemos considerar la historicidad de un episodio bíblico. Para ellos no vale el argumento de sus detractores, según el cual, si no se toman en consideración las fuentes bíblicas, prácticamente no hay datos para escribir la historia de Israel. Muy al contrario, si es así, quiere decir precisamente que las fuentes bíblicas han sido muy magnificadas por los historiadores porque hablan de grandes gestas que no han dejado testigos fuera del propio relato bíblico (que responde, como queda dicho, a otra intencionalidad). Para estos historiadores, sólo es posible rastrear episodios históricos en la Biblia a partir de la monarquía dividida, es decir, a partir de la existencia en Canaán de dos entidades políticas hebreas separadas: el reino de Israel, al norte, con capital en Samaria, y el reino de Judá, al sur, con capital en Jerusalén (a partir del siglo

VIII

a. C.). No hay ningún testigo de ningún tipo

que permita corroborar la existencia histórica del supuesto reino unificado de Saúl, David y Salomón, ni de la edad de los jueces, ni de la de los patriarcas, ni

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del éxodo. Sólo habla la Biblia de estos temas. ¿Es creíble que un reino, descrito por el relato bíblico como tan extenso, poderoso y esplendoroso como el de Saúl, David y sobre todo Salomón, no haya dejado absolutamente ningún testigo epigráfico ni iconográfico, cuando de los reyes de la posterior monarquía dividida, mucho menos esplendorosa a ojos del relato bíblico, sí nos han llegado? Para estos autores, la supuesta monarquía unificada es una construcción teológica, de carácter estructural, hecha para comprender la realidad histórica de tiempos muy posteriores: los de los asmoneos (siglos II-I a. C.), único momento de la historia de Israel en el que los hebreos contaron realmente con un estado propio, unificado e independiente. Si bajo esta construcción hay algún tipo de realidad histórica, ésta no es cognoscible por las fuentes extrabíblicas (que no hablan) ni deducible de las fuentes bíblicas. Para Lemche y Thompson, el texto bíblico que conocemos es todo él una obra muy tardía, de época asmonea, y refleja la realidad política, social y, sobre todo, cultural y teológica de este periodo, a pesar de que, aquí y allá, puede hacer alusión a hechos históricos transmitidos por la tradición y puestos al servicio del discurso teológico. Sólo cuando estos hechos son contrastables extrabíblicamente, pueden ser tomados en consideración. Es muy importante tener en cuenta que estos historiadores se declaran laicos, mientras que los defensores de la tradición historicista se declaran siempre, en mayor o menor medida, creyentes. Sobre estos planteamientos hipercríticos trata el texto de E. O. Pfoh que tenéis como lectura de esta subunidad (ved la lectura 6). 63. Finalmente, entre estas dos posiciones irreconciliables hay un pequeño grupo de autores que, aun decantándose más por una o por la otra, se muestran menos extremos. Uno de ellos es, por ejemplo, M. Liverani, autor de una de las lecturas que proponemos en esta subunidad (ved la lectura 5). También para él los textos bíblicos, sobre todo los más antiguos, se tienen que interpretar, no como un relato histórico, sino fundamentalmente doctrinal. Son obra tardía, a pesar de que no tanto como postulan los historiadores de la escuela hipercrítica: para Liverani, datan esencialmente del regreso del exilio de Babilonia, a mediados del

I

milenio a. C., y reflejan las condiciones sociales y

económicas del momento de la redacción, condiciones que se proyectan hacia atrás en el tiempo con finalidades etiológicas y de integración del presente en el pasado fundador. Entre los escritos bíblicos, hay, según Liverani, un cuerpo de textos exclusivamente doctrinales, literarios y legendarios (primera parte del Génesis, Éxodo, libros poéticos y sapienciales, entre otros); otro de textos tradicionales que reflejan, no tanto hechos como realidades culturales e instituciones antiguas (de los tiempos que describen), aunque han sido muy rehechos en tiempos más recientes (exilio) y, por lo tanto, están adecuados a las necesidades y a las realidades culturales de los refactores (se trata de los libros de los patriarcas, de los jueces, de los reyes, de los profetas); y otro de textos claramente exílicos y postexílicos, contemporáneos (o casi) de los hechos que narran y, por lo tanto, más útiles como fuentes históricas (Macabeos).

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64. La segunda cuestión crucial sobre la que hay que reflexionar en relación con Israel es la de sus concepciones�sobre�el�tiempo�y�el�pasado, puesto que los hebreos, con su monoteísmo, introducen una novedad sustancial con respecto a las cosmovisiones de discurso mítico tradicionales. De hecho, para ser más exactos, tendríamos que hablar de tres (y no de dos) ontologías�diferentes:�el�discurso�mítico,�el�discurso�lógico�y�el�discurso�de�los�monoteísmos. En las cosmovisiones de discurso mítico, los dioses creadores –normalmente hay más de uno porque hay varias tradiciones cosmogónicas– no son increados, sino que aparecen en un momento dado y tienen la misión de comenzar el proceso de creación, generando otros dioses que lo continúan y quedando incorporados después en el cosmos como las otras criaturas. Se trata, en efecto, como sabemos, de cosmovisiones integradas. En los monoteísmos, en cambio, el Dios único y creador es eterno, es decir, existe desde antes de la creación (Génesis 1, 1-2), que es su obra personal y objetiva, distinta y separada de él mismo. La realidad está, pues, clasificada en, como mínimo, tres categorías muy diferenciadas y relacionadas en rígida jerarquía: Dios, el ser humano y la naturaleza. El acto de creación es un acto puntual e irrepetible, al que no se puede volver nunca porque sólo Dios podría hacerlo. Por eso, los actos de los seres humanos no responden a actos cosmogónicos primordiales, sino que son también únicos e irrepetibles: son actos en el tiempo lineal. El ser humano cuenta con el libre albedrío concedido por Dios para actuar según su capacidad de decisión y su ética. Es decir, para actuar como individualidad, como singularidad. 65. Así, el discurso mítico y el discurso de los monoteísmos tienen en común una ontología trascendente: la realidad se encuentra en esferas situadas más allá del mundo sensible e inmanente en el que se desarrolla la parte física de la vida humana, como son el tiempo primordial y la dimensión de los arquetipos, en el primer caso, y la voluntad de Dios, en el segundo. Para el discurso lógico, en cambio, el mundo sensible es un mundo real por sí mismo. Por otro lado, el discurso de los monoteísmos y el discurso lógico tienen en común, frente al discurso mítico, la singularización de los acontecimientos y de las actuaciones humanas y la valorización de éstos por ellos mismos, es decir, la historización y la linealización del tiempo (para los hebreos, lo que hicieron Abraham o Moisés es irrepetible y singular, marca el destino y la realidad de su comunidad y no reconduce a ningún modelo primordial, sino que tiene sentido precisamente porque se hizo como se hizo y cuando se hizo). El acontecimiento adquiere ahora una dimensión real por su valor intrínseco. En Israel, un símbolo como el del faraón masacrando al enemigo vencido, repetido una y otra vez, no sería comprendido: del arquetipo se pasa a la actuación singular. Pero, en virtud de la primera oposición, la de los hebreos será una historia sagrada, en el sentido de una historia querida por Dios, hierofanía del mismo Dios, que a través de ella se revela al pueblo, y voluntad de Dios. Los hechos, por lo tanto, no son realidades independientes e inmanentes, sino ligadas a la esfera trascendente. La historia responde, en definitiva, a un designio divino, no en la morfología y en la dirección de los hechos –porque la decisión del ser humano también cuenta–, sino en la esencia y en el sentido último, y desde

Bibliografía Sobre todas estas cuestiones, nada sencillas, os volvemos a remitir al libro: M.�Eliade (1972). El mito del eterno retorno (especialmente el capítulo IV). Madrid: Alianza.

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esta perspectiva es también arquetípica. La historia del discurso lógico es, en cambio, completamente profana: los hechos son lo que son sin que intervenga ningún tipo de causalidad trascendente. 66. Lo que conviene subrayar es el hecho de que el� universo� del� discurso hebreo�sigue�siendo�un�universo�de�discurso�sagrado,�religioso,�es�decir, profundamente�opuesto,�en�sus�intenciones�y�en�su�ontología,�al�discurso lógico�e�histórico�de�la�academia�y�la�ciencia�occidentales (pero no –atención– del fiel cristiano). Por eso, hay que ser muy conscientes de la distancia que separa sus textos de nuestra ontología académica y de los diferentes presupuestos de unos y otra. Los textos bíblicos no tienen una finalidad histórica, sino doctrinal. Si los usamos como fuentes históricas tiene que ser con mucha prudencia y después de una severa tarea de contrastación con otras fuentes y de exegesis de los mismos textos. Aquí es donde las dos problemáticas examinadas se reencuentran: la problemática y la polémica de las fuentes bíblicas deriva precisamente del carácter desplazado (en términos de Eliade) de los textos en cuestión, del hecho de que estos textos discurren en un plan, mientras que nuestra tarea de búsqueda discurre, por definición, en otro plan. Los autores más conscientes de este hecho toman las posiciones más críticas frente a la historicidad de la Biblia; los que son menos conscientes o no consideran esta cuestión tan relevante (siguiendo la tradición historiográfica decimonónica, que no se planteaba esta problemática, en parte porque se sentía heredera directa de la espiritualidad hebrea y en parte porque le carecía la perspectiva de la alteridad que sólo recientemente se ha introducido en los estudios históricos) hacen interpretaciones más literales de los libros bíblicos. No nos equivocamos: la Biblia es una fuente histórica de primer orden, pero no de historia de los acontecimientos, política, militar y social, sino de historia de la cultura, de las mentalidades, del imaginario colectivo y de la espiritualidad del pueblo de Israel, como mínimo postexílico. Por lo tanto, es útil para hacer historia, pero la otra historia, la de las ideas y los tiempos largos. 67. En cuanto a las concepciones�sobre�el�espacio, en este ámbito el pensamiento hebreo se mantiene plenamente arquetípico. Si la pirámide egipcia y el zigurat mesopotámico son centros del mundo simbólicos, la roca del templo de Jerusalén no lo es menos. El templo de Jerusalén se edificó en el cerro más alto de la región que ocupa la ciudad: el monte Moria. La Jerusalén más antigua se extendió a los pies del monte Moria, hacia el sur, en la colina llamada del Ophel. Según la Biblia, el rey Salomón, hijo del rey David, al ampliar y embellecer la capital de su poderoso reino, incorporó el Moria y construyó el templo para conservar el arca de la Alianza que su padre había traído a Jerusalén. La roca de la cumbre del monte Moria era sagrada porque era allí donde Abraham, obedeciendo al Señor, se había preparado para sacrificar a su hijo Isaac, hasta que un ángel lo había detenido. Ya en el pasado, el tabernáculo móvil del arca de la Alianza se había construido según un modelo trascendente, revelado por Dios a Moisés: "Y [los hijos de Israel] me harán un santuario, para que Yo pueda residir en medio de ellos. Lo haréis igual que el modelo que os voy a mostrar del tabernáculo y de todas sus vasijas [...]. Tened cuidado en hacerlo

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según el modelo que se te ha mostrado en la montaña [del Sinaí]" (Éxodo, 25, 8-9 y 40). Cuando Salomón construye el templo, lo hace también siguiendo un modelo sobrenatural, que Dios había mostrado a su padre David: "David dio a Salomón, su hijo, el modelo del pórtico, el modelo del templo y de sus cámaras de los tesoros, y cámaras altas y cámaras interiores, y de la cámara del propiciatorio; y el proyecto de todo lo que le había venido al pensamiento por el espíritu [...]. Todo esto era en un escrito de mano de Yahvé, según el cual [David] entendió todos los trabajos del proyecto" (1 Crónicas, 28, 11-19). Y así, Salomón proclamó: "Me has dicho que edificara un templo en tu montaña santa y un altar sacrificial en la ciudad que te hace de habitáculo, imitando la tienda santa que preparaste desde un principio" (Sabiduría, 9, 8). Por lo tanto, como se ve, la realidad y la sacralidad del templo de Jerusalén derivan del hecho de que se trata de la reproducción exacta de un modelo cósmico o revelado por Dios. Figura 21. Reconstrucción del templo de Jerusalén según la maqueta del Holyland Hotel, en Jerusalén

Foto: J. Cervelló.

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