Cien años de "Luces": ensayos en torno a "Luces de bohemia" 9783968692524

Cien años de Luces (ensayos en torno al centenario de la publicación de "Luces de bohemia") reúne once trabajo

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Cien años de "Luces": ensayos en torno a "Luces de bohemia"
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Table of contents :
Índice
Prólogo
Introducción
I. Luces de bohemia: del esperpento a la tragedia
Apuntes valleinclanescos sobre lo trágico. Tragedia, tauromaquia y esperpento
La cueva de Zaratustra: sobre la pulsión dionisíaca en Luces de bohemia
Cien años de la publicación de Luces de bohemia en la revista España. Entre luces y sombras en la prensa
“Yo soy el dolor de un mal sueño”. La escindida identidad de Max Estrella
II. Los escritores en Luces de bohemia
“Don Benito el Garbancero”: un tópico nacido de la necesidad de rimar
Rubén Darío en Luces de bohemia: intertextualidad, cita y alusión (con una edición de “Peregrinación”)
“¡El Víctor Hugo de España!”. Alejandro Sawa: la persona tras el personaje
Algunos escritores de fin de siglo en Luces de bohemia, de Valle-Inclán
III. La recepción escénica de Luces de bohemia
Lecturas del esperpento en el tardofranquismo: la recepción de las Luces de bohemia de José Tamayo
Cinco escenificaciones de Luces de bohemia
Luces de bohemia en el escenario, cien años después
Sobre los autores

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CIEN AÑOS DE LUCES Ensayos en torno a Luces de bohemia Sergio Santiago Romero (ed.)

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 66

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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Iberoamericana • Vervuert • 2022

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Este libro ha sido publicado gracias a la ayuda del proyecto I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación PGC2018-096829-B-I, Historia del Teatro Español Universitario: última etapa (1951-1975).

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-259-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-251-7 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-252-4 (e-Book) Depósito legal: M-21491-2022 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de cubierta: Ros Ribas, Estreno del montaje de Luces de bohemia por José Tamayo en 1971. Derechos cedidos por el Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música (CDAEM). Interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

La impresión de este libro se ha realizado sobre papel certificado FSC a partir de madera procedente de bosques gestionados de forma respetuosa con el medio ambiente, socialmente beneficiosa y económicamente sostenible. Impreso en España

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Índice

Prólogo Javier Huerta Calvo/Julio Vélez-Sainz........................................ 9 Introducción Sergio Santiago Romero................................................................ 11 I. Luces de bohemia: del esperpento a la tragedia Apuntes valleinclanescos sobre lo trágico. Tragedia, tauromaquia y esperpento Javier Huerta Calvo....................................................................... 25 La cueva de Zaratustra: sobre la pulsión dionisíaca en Luces de bohemia Sergio Santiago Romero................................................................ 49 Cien años de la publicación de Luces de bohemia en la revista España. Entre luces y sombras en la prensa Ignacio Amestoy............................................................................. 73 “Yo soy el dolor de un mal sueño”. La escindida identidad de Max Estrella Eduardo Pérez-Rasilla.................................................................. 85

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II. Los escritores en Luces de bohemia “Don Benito el Garbancero”: un tópico nacido de la necesidad de rimar M.ª Ángeles Varela Olea............................................................... 115 Rubén Darío en Luces de bohemia: intertextualidad, cita y alusión (con una edición de “Peregrinación”) Julio Vélez-Sainz............................................................................ 149 “¡El Víctor Hugo de España!”. Alejandro Sawa: la persona tras el personaje Amelina Correa Ramón................................................................. 175 Algunos escritores de fin de siglo en Luces de bohemia, de Valle-Inclán José Servera Baño........................................................................... 199 III. La recepción escénica de Luces de bohemia Lecturas del esperpento en el tardofranquismo: la recepción de las Luces de bohemia de José Tamayo Diego Santos Sánchez................................................................... 221 Cinco escenificaciones de Luces de bohemia José Gabriel López-Antuñano....................................................... 255 Luces de bohemia en el escenario, cien años después César Oliva..................................................................................... 279 Sobre los autores........................................................................... 293

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Prólogo Javier Huerta Calvo Julio Vélez-Sainz Universidad Complutense de Madrid Instituto del Teatro de Madrid

El oscuro año 2020 —tan esperpéntico en tantas cosas— prometía ser un gran hito para el valleinclanismo. La conmemoración del centenario de la publicación de Luces de bohemia vendría acompañada por una profusión de homenajes, encuentros científicos y publicaciones sobre el autor y la obra. El Instituto del Teatro de Madrid, que siempre ha prestado una especial atención al dramaturgo —piénsese, sin ir más lejos, en la reciente edición de las Farsas y esperpentos (Verbum, 2021) dirigida por Sergio Santiago, editor también de este volumen—, no podía ignorar tan señalada efeméride, y se embarcó en la organización de unas jornadas de estudio en torno a la obra. El encuentro concitaría a algunos de los mayores especialistas en ValleInclán de la geografía española y se celebraría ni más ni menos que en el Teatro Español de Madrid, coliseo par excellence de nuestra ciudad, cuna de nuestro teatro y, además, el incomparable marco en que tuvo lugar la premier de Divinas palabras en 1933. La pandemia de 2020 —enemiga del ser humano y, por tanto, del teatro— llegó decidida a dar al traste con buena parte de los eventos que por aquí y acullá se

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Javier Huerta Calvo/Julio Vélez-Sainz

preparaban. Nuestro encuentro, previsto para marzo de aquel año, no fue una excepción, y hubo de ser aplazado hasta el mes de octubre, coincidiendo aproximadamente con la fecha de aparición de la última entrega de Luces de bohemia en la revista España en 1920. Las jornadas consiguieron realizarse en aquel otoño, no sin grandes dudas e incertidumbres. Se llevaron a cabo en un Madrid sumido en la durísima segunda ola de la pandemia, prácticamente sitiado por la peste, con decenas de barrios y municipios confinados. La actividad universitaria presencial llevaba medio año suspendida, y para muchos aquella sería la primera reunión científica de la era poscovid, por lo que acudimos con una mezcla de ilusión y miedo, y con los salvoconductos en ristre para poder llegar al entonces vedado centro de Madrid. Aunque gozamos de la suerte de celebrarlas en la sede prevista, con el cariñoso amparo de Natalia Menéndez, directora del Teatro Español, y de su magnífico equipo, las jornadas estuvieron presididas por el impertinente revoloteo de las mascarillas y por algunas tristes ausencias de queridos y respetables colegas que, bien no pudieron asistir, bien tuvieron que intervenir online en las jornadas. La presencia de algunos pocos alumnos —los que permitieron las restricciones de aforo— alegró sobremanera aquel encuentro que había sido impulsado por la convicción de que no podía pasar sin pena ni gloria el centenario de la que es, tal vez, la obra teatral más importante de nuestro siglo xx. La publicación en Iberoamericana Editorial Vervuert de este volumen, que aglutina buena parte de los estudios que fueron presentados en nuestro encuentro es una ocasión de celebración, pues con él queda garantizado que aquella intrincada aventura dé un fruto perenne del que podrán beneficiarse los estudiantes y estudiosos que se acerquen a Luces de bohemia en el futuro.

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Introducción Sergio Santiago Romero Universidad Carlos III de Madrid/Instituto del Teatro de Madrid

Pocas obras de nuestro teatro contemporáneo presentan una mayor complejidad que Luces de bohemia, y ello es lo que hace especialmente oportuna la aparición de un libro como este, en el que reconocidos estudiosos configuran una mirada caleidoscópica sobre una pieza cuyos rasgos más distintivos son, sin duda, la polifonía y la diversidad. A la manera de una tragedia clásica, Valle-Inclán articula su texto valiéndose de dos protagonistas —Max y Don Latino— y de un vasto coro de sombras conformado por figuras de diversa índole y extracción social. Frente al coro tradicional —una única voz pronunciada por muchos actores—, la caterva de personajes que pululan por Luces de bohemia se manifiesta en una rica jerigonza que entremezcla acentos de diversas tierras —el andaluz de Latino de Hispalis y Dorio de Gádex, el catalán de Mateo, el gallego del Marqués de Bradomín, el nicaragüense de Darío, el español afrancesado de Madama Collet—, estratos sociales —la Lotera, la Daifa, el Periodista, el Ministro— e incluso épocas, pues como bien recuerda el anarquista, el hablar de Max es “como de otros tiempos”. En la escena undécima nuestro protagonista se refiere a este sonámbulo aquelarre con una genial expresión: son, como todos los españoles, cómicos que actúan en una “trágica mojiganga”, un carru-

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sel de decadencia y fantasmagoría ancestral. El tono consabidamente elegiaco de esta obra se anticipa más de medio siglo a la Crónica de una muerte anunciada de García Márquez. Ambos textos tienen en común la delectación por relatar una tragedia presentida, pues, como he apuntado en otro lugar, Luces de bohemia es la crónica del descenso de Max a los infiernos, el relato de su muerte, el crepúsculo de una Estrella1. Pero este hálito escatológico —el pensamiento de lo liminar es, en mi opinión, la raíz más proteica de lo trágico— no podría ser esperpento sin la otra parte, la mojiganga, un término oportunamente escogido por Valle de entre el rico acervo de formas teatrales breves de nuestro Siglo de Oro. La mojiganga designa, como es sabido, una pieza bailable y en todo caso festiva con la que solía concluir el espectáculo barroco, con independencia de que la comedia representada antes hubiera sido una ligera pieza de enredo o un truculento drama de honor. La mojiganga es también límite, porque es el fin de la fiesta teatral, y nos recuerda que el componente farsesco de la vida se hace presente aún en los más descorazonadores acontecimientos. El esperpento es, por tanto, el aggiornamento de una vieja máxima lopesca: “lo trágico y lo cómico mezclado”. Debemos a un memorable artículo de Gonzalo Sobejano de 1988 una de las primeras lecturas de Luces de bohemia y del esperpento en esta clave dual2. Considera el maestro que la pieza sostiene un delicado equilibrio entre la elegía y la sátira, nombres comunes laicos para designar a los nietzscheanos Apolo y Dioniso. Ese fino ecosistema, que tal vez quedó, en el resto de los esperpentos, claramente descompensado hacia el lado dionisíaco de la sátira, convierte Luces de bohemia en la obra magistral por la que hoy ha pasado a formar parte del canon de nuestra literatura. Casi todas las piezas axiales de ese canon, y Luces de bohemia no es una excepción, vienen acompañadas de ciertas peculiaridades fi1

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Santiago Romero, Sergio (2021): “Valle-Inclán: el teatro de la trágica mojiganga”. En Ramón María del Valle-Inclán, Farsas y esperpentos. Coord. Sergio Santiago Romero, ed. Daniel Migueláñez, María Serrano y Sergio Santiago Romero. Madrid: Verbum, pp. 72 y ss. Sobejano, Gonzalo (1988): “Luces de bohemia: elegía y sátira”. En Ricardo Doménech (coord.), Ramón del Valle-Inclán. Madrid: Taurus, pp. 337-348.

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lológicas. En este caso, la principal de todas ellas es la existencia de dos versiones de la obra: la que se publicó por entregas en la revista España entre julio y octubre de 1920, y la edición en la Opera Omnia del autor, aparecida en 1924. Además de incluir un sinfín de sugestivas variantes, la edición de 1920 destaca por la omisión de tres escenas que ocuparían, en la versión definitiva, los puestos segundo, sexto y undécimo. Se trata, como buena parte de la crítica ha notado, de las tres escenas en que de un modo u otro aparece o se alude al reo anarquista. La prisión (escena II), encarcelamiento (escena VI) y muerte (escena XI) de Mateo constituyen el retablo de un calvario que sucede al fondo de la historia de Max y Don Latino, como si el viacrucis del poeta —recuérdese que la obra se articula en catorce escenas y una última que no es llamada decimoquinta con toda la intención— encontrara su correlato en el del Preso catalán. Recientemente se ha publicado una edición facsimilar de la primera versión de Luces en la editorial Sial Pigmalión (2021) cuyo editor, José María Paz Gago, afirma que en el legado Valle-Inclán/Alsina existen tempranos borradores y esquemas de la obra que confirmarían que el plan original ya estaba compuesto por catorce escenas, es decir, que las tres escenas no incluidas en 1920 estaban ya entonces planteadas y, con toda probabilidad, escritas o abocetadas3. Con todo, la afirmación de cierta parte de la crítica al apuntar a la censura de Araquistáin, director de la revista España, como explicación de esta supresión no me parece que esté plenamente apuntalada. Valle-Inclán siguió colaborando en España y, de hecho, en 1922 publicó en esta revista el breve esperpento ¿Para cuándo son las reclamaciones diplomáticas?, ni más ni menos que un homenaje a su amigo Araquistáin y a la novela de este, Las columnas de Hércules (1921), que dan nombre al protagonista de esta miniatura dramática: Herculano Cacodoro4. En el mismo año

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Paz Gago, José María (2020): “La primera edición de Luces de bohemia (1920)”. En Ramón María del Valle-Inclán, Luces de bohemia (Esperpento). Ed. José María Paz Gago. Madrid: Sial Pigmalión, pp. 9-18. Véase Aznar Soler, Manuel (1995): “Esperpento e Historia en ¿Para cuándo son las reclamaciones diplomáticas?”, en Manuel Aznar Soler y Manuel Rodríguez (eds.),

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22, además, Araquistáin publicó la famosa dedicatoria de Valle al rey Alfonso XIII a propósito de la aparición de La reina castiza. En dicha nota, Valle deseaba que el monarca no tuviera un reinado digno, en el futuro, de que otro dramaturgo escribiera sobre él una farsa sicalíptica como la realizada por nuestro autor inspirándose en su abuela Isabel II. Parece difícil sostener que el socialista Araquistáin publicara una provocación tan directa a la Corona y, sin embargo, censurase las tres escenas de Luces en que aparece el Preso anarquista. Las razones de esta supresión, sean cuales fueren, permanecen aún hoy ocultas, y, en todo caso, no supusieron el fin de la amistad ni de la colaboración de Valle con Araquistáin y con España. Es este uno de los temas capitales que sobrevuelan el libro que el lector tiene entre sus manos. Otro asunto de no menor importancia es el juego metaliterario y metaficcional que, como si de una veladura pictórica se tratase, Valle interpone entre su obra y nosotros. Luces de bohemia pone de manifiesto el talento de Valle-Inclán para concitar en un texto personajes reales —como Rubén Darío—, personajes prestados de otras obras literarias —como el Marqués de Bradomín—, un variopinto número de máscaras que son trasuntos de personajes de la época —el caso Max Estrella/Alejandro Sawa es el más destacado, pero ni mucho menos el único— e, incluso, personajes originales —Don Latino es uno de los pocos para los que no se ha encontrado correlato en la vida real—. Esta amalgama hace de Luces un bosque de referencias literarias, históricas y culturales que, como los espejos, va perdiendo claridad conforme avanzan los años. Cada vez es más difícil para lectores, e incluso para eruditos, reconocer algunos de los guiños que hace Valle al Madrid de los años 10. Quedan irremisiblemente oscurecidos, por ejemplo, muchos de los nombres enmascarados tras la poetambre modernista que acompaña a Max. Se han recuperado con seguridad algunos —Dorio de Gádex es Antonio Rey Moliné y Gálvez debe de ser Pedro Luis de Gálvez—, pero el resto, como señaló Zamora Vicente, “esconderán voces acalladas ya por los giros de la sensibilidad y por la muerte (real

Actas del I Congreso Internacional sobre Valle-Inclán y su obra, Bellaterra, 16-20 noviembre de 1992. Barcelona: Cop d’Idées, pp. 565-578.

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o en vida)”5. Por eso creo que resultan tan relevantes los trabajos incluidos aquí a propósito de la metaliteratura en la obra, pues clarifican alguno de los aspectos que sigue tristemente ensombrecido. Finalmente, la tercera problemática de Luces de bohemia es su trasvase a las tablas. Este asunto no es complejo solo en lo relativo a esta obra, sino que se trata de un fenómeno común a buena parte de la dramaturgia valleinclanesca. El difícil acomodo que el teatro de don Ramón encontró en los escenarios de su tiempo ha suscitado todo tipo de interpretaciones, incluyendo algunas de poco rigor, como aquellas que sostienen la falta de interés de Valle por estrenar o, directamente, que los textos dialogados de nuestro autor no son teatro. No es este lugar para desmontar tales hipótesis, pero sin duda las tensiones de Valle-Inclán con la industria teatral de su tiempo no se deben a la indiferencia del autor. Es una realidad que el teatro de Valle era, a la altura de 1900-1920, un teatro imposible en muchas direcciones. Al elevado número de actores —asunto más difícil de solventar ahora que entonces— se suman la incorporación de animales, grandes y múltiples espacios, y toda una serie de exigencias escenográficas y técnicas que eran insalvables en aquel momento. Hoy día, con la revolución de la biomecánica de Meyerhold y la plena asunción de los planteamientos escénicos de maestros como Gordon Craig, Appia, Brecht y muchos otros, el teatro de Valle adquiere una potencialidad dramatúrgica de la que carecía hace cien años. El teatro imposible es más bien un teatro del porvenir. A ello se suma, indubitablemente, que nuestro autor no paraba mientes a la hora de incluir contenido político, moral y sexual en sus textos, lo cual ha frustrado algunas puestas de largo tanto en épocas democráticas como en otras más oscuras. El caso de Luces de bohemia es particularmente lacerante a causa del medio siglo que separa la primera publicación del texto y su estreno comercial en España, a cargo de José Tamayo. Los avatares de Luces con la censura franquista compusieron un tortuoso periplo que finalizó aquel primero de octubre de 1970 en que el Teatro Be-

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Zamora Vicente, Alonso (1969): La realidad esperpéntica. Aproximación a Luces de bohemia. Madrid: Gredos, p. 40.

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llas Artes de Madrid pudo escuchar las palabras de Max Estrella en boca del actor Carlos Lemos. Como se ha señalado muchas veces, este estreno no es, en realidad, el primero, pues existieron los del grupo Tabanque y Akelarre en 1966, el de la Agrupación Palestra de 1968, además de algún montaje internacional6. Desde entonces, la luz de los focos no ha dejado de iluminar este texto a pesar de sus intrínsecas complejidades. El análisis de dichas propuestas escénicas constituye una parte sustancial del fenómeno Luces de bohemia, y también es prueba fehaciente de la vigencia y actualidad de esta obra. Aunque el presente libro es eco de un encuentro celebrado en Madrid entre un círculo de valleinclanistas, nos hemos esforzado por componer un volumen coherente que fuera más que una mera concatenación de estudios inconexos y que, en cambio, pudiera valer en conjunto como texto de estudio para los interesados en la obra, ya sean estudiantes o investigadores. La división tripartita que lo organiza responde también a esa voluntad unificadora, pues persigue organizar los trabajos de manera que ofrezcan una visión panorámica de Luces de bohemia, como texto, como universo de referencias literarias, y también como materia escénica. Las problemáticas antes anunciadas —el texto, las máscaras, la puesta en escena— son el hilo conductor de los tres grupos de trabajos que aquí se incluyen. La primera parte, “Luces de bohemia: del esperpento a la tragedia”, agrupa tres trabajos sobre la compleja naturaleza genérica de la obra, así como sobre las bases filosóficas que fundamentan su construcción y la de sus principales personajes. Abrimos nuestro volumen con un pórtico de excepción: la reflexión de Javier Huerta sobre la dimensión trágica de Luces de bohemia: “Apuntes valleinclanescos sobre lo trágico. Tragedia, tauromaquia y esperpento”. El trabajo explora las relaciones del esperpento con la tauromaquia; un vínculo que, al tiempo, ilustra las raíces predramáticas del género y el profundo proceso de renovación estética que supuso. El trabajo de Huerta demuestra que esta forma teatral expresionista, lejos de cerrar el camino de la tragedia para el

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Puede consultarse la cronología escénica que incluimos en nuestra edición de las Farsas y esperpentos de Valle-Inclán (Madrid: Verbum, 2021, pp. 163-177).

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teatro español, como tantas veces se ha defendido, supone la apertura de un nuevo modo de pensar este género desde la especificidad de la realidad y la tradición dramatúrgica hispánica. Una especificidad para la cual la metáfora táurica resultó inspiradora y modélica. Al mismo tiempo, la dimensión teatral de la tauromaquia se contextualiza en un marco más general que hunde sus raíces en los orígenes en las manifestaciones predramáticas medievales y alcanzan el siglo xx con figuras como Artaud, Bataille, Motherland, Cocteau y Angélica Liddell. Quien esto escribe sigue en buena medida los pasos de Huerta Calvo, al rastrear la presencia de lo dionisíaco en Luces de bohemia, o lo que es lo mismo, la huella de Nietzsche y su opera prima, El nacimiento de la tragedia. Aunque la singular influencia de Nietzsche en la obra de Valle-Inclán fue señalada ya por Gonzalo Sobejano en su imprescindible texto de 1964, Nietzsche en España, la crítica ha venido circunscribiendo la reminiscencia a la etapa galaica y modernista de Valle. Sin embargo, es en el esperpento donde se proyecta con mayor justeza el esfuerzo por alumbrar un teatro trágico en el sentido nietzscheano del término, es decir, un teatro en el que se suscita la necesidad de que exista un contrapeso carnavalesco para la apolínea dignidad trágica. El dramaturgo Ignacio Amestoy ahonda en la discusión genérica suscitada en torno a la pieza, al ocuparse de las vicisitudes de la publicación de la primera versión de la obra en la revista España. La supresión de tres escenas es el más notorio síntoma del modo en que el formato periodístico condiciona la configuración de la obra. La mirada de Amestoy, cuya trayectoria se ha caracterizado por la feliz combinación entre la labor periodística y la escénica, es valiosa, entre otras cosas, por el rico bosquejo histórico que hace a propósito de las circunstancias de publicación de Luces. Por último, esta primera parte del libro incluye un trabajo de Eduardo Pérez-Rasilla, especialista en teatro contemporáneo y autor de una de las últimas (y mejores) ediciones del texto, publicada en Bolchiro (2018). El estudio de Pérez-Rasilla, “‘Yo soy el dolor de un mal sueño’. La escindida identidad de Max Estrella”, explora, a través de un minucioso estudio filológico, cómo se construye el personaje protagonista de la tragedia, que orbita alrededor de unos campos se-

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mánticos muy específicos. Este estudio viene a confirmar la profunda coherencia interna de la obra, en la que los significantes se agolpan e interconectan para trazar una suerte de asedio expresivo a la psicología de los personajes. Los estudios de Amestoy y Pérez-Rasilla, al subrayar la intrínseca unidad de la obra, permiten avanzar en la sospecha de que las tres escenas incorporadas en 1924 debían estar, como poco, planteadas o abocetadas en 1920. En la segunda parte, “Los escritores en Luces de bohemia”, nos acercaremos a la obra en cuanto bosque de referencias literarias, pues Luces de bohemia es una catedral de libros en cuyas hornacinas se vislumbran, estilizadas, algunas de las figuras más egregias de la literatura del fin de siglo y la edad de plata. Si, como señalara Gonzalo Sobejano, la obra es el canto de cisne de la bohemia literaria, resulta esencial esclarecer el papel que ese universo intertextual desempeña en la obra. Para ello contamos con cuatro estudios de excepción, realizados por expertos en cada una de las personalidades analizadas. M.ª Ángeles Varela Olea dedica su trabajo a la figura de Galdós, que es aludido en Luces con inmisericorde sorna. Varela, que se ha ocupado largamente de la producción galdosiana, realiza un repaso de las convulsas relaciones entre Valle y el narrador canario, y ofrece una interesante y novedosa interpretación para el más sonado envite que se realiza en Luces de bohemia contra Galdós: “don Benito el Garbancero”. El profesor Julio Vélez-Sainz, que recientemente ha publicado, junto con Rocío Oviedo, la más completa biografía de Rubén Darío (Cátedra, 2021), construida sobre los riquísimos fondos del legado dariniano que custodia la Universidad Complutense, se ocupa aquí de la presencia del vate nicaragüense en Luces de bohemia, con especial atención a la espléndida escena IX. La relación de Valle-Inclán y Darío, presidida sin duda por el respeto y la admiración mutuos, no excluye la presencia de cariñosos acicates como los deslizados en Luces por el gallego. Amelina Correa, una de las mayores especialistas en la obra de Alejandro Sawa, retoma en el trabajo que aquí publicamos, “‘¡El Víctor Hugo de España!’. Alejandro Sawa: la persona tras el personaje”, algunas de las líneas maestras que han marcado su criticismo sobre el bohemio que inspiró el personaje de Max Estrella. El relato de dicho

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recorrido intelectual es también, como ilustra Correa, crónica del esfuerzo de profesores e instituciones por recuperar la figura y la obra de Sawa y destacar el interés de esta fuera de la órbita de Luces de bohemia. Sawa era ya en vida un autor oscurecido y con poca obra publicada: fue el memorable esperpento de Valle quien sembró la posibilidad de que un escritor de tanto talento no se haya sumergido irremisiblemente en las aguas del Leteo. José Servera, autor de importantes trabajos en el ámbito del valleinclanismo, entre los que destaco una magnífica guía de lectura de Luces (Monograma, 1994), se ocupa aquí de “Algunos escritores de fin de siglo en Luces de bohemia, de Valle-Inclán”, con el objetivo de arrojar nueva luz sobre ciertos autores que son aludidos, parodiados y, en fin, homenajeados en la obra. Servera divide su estudio en dos para referirse, por un lado, a los personajes del mundo literario que pueden tener una base real —Basilio de Soulinake, Don Peregrino Gay, Don Filiberto, Dorio de Gádex, etc.—, y por otro, a los escritores que son mencionados con sus nombres y apellidos reales. La tercera y última parte de nuestro trabajo se ocupa de la vida escénica de Luces de bohemia, es decir, de su pervivencia sobre las tablas, desde el estreno comercial de Tamayo —esta primera puesta es magníficamente analizada por Diego Santos en el primer trabajo de esta parte— hasta las últimas representaciones de la pieza. El profesor Santos, especialista en censura teatral franquista, no solo abunda en el proceso de autorización de la obra, que estuvo plagado de avatares, sino que combina este relato con un fino análisis de la propuesta de Tamayo y un panorama general sobre la recepción de Valle-Inclán en el tardofranquismo. Su trabajo es, indudablemente, el más completo estudio realizado sobre aquel estreno del Teatro Bellas Artes de Madrid. Las miradas de César Oliva y de José Gabriel López-Antuñano se proyectan, en sus respectivos trabajos, sobre una selección de los principales montajes de Luces de bohemia. César Oliva, cuya praxis escénica ha sostenido durante décadas un fructífero diálogo con su producción académica, pone especial acento en los primeros montajes de la obra, aquellos que tuvieron que lidiar con la censura y que tienen el valor de abrir camino al esperpento sobre las tablas, como atestiguan los primeros montajes del TEU.

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El estudio de López-Antuñano, por su parte, incide más en los últimos montajes y también en la proyección que ha tenido la pieza más allá de nuestras fronteras. Tiene, por tanto, la virtud de ser un estudio situado en un ámbito transterritorial, en terminología de Jorge Dubatti, por lo que se nutre de toda la riqueza del comparatismo teatral. Es, además, un trabajo a medio camino entre la crítica teatral y la académica, que nos permite hacernos una idea bastante ajustada sobre el devenir estético de las diferentes propuestas que se han hecho de Luces de bohemia. La obra que nos concierne es inagotable y, por ende, este libro está condenado a la insuficiencia, pues sería imposible abarcar todos los aspectos que sería necesario contemplar para ofrecer un panorama crítico completo. Su valor reside, en mi opinión, no solo en la calidad de los trabajos incluidos, debidamente evaluada por el comité editorial de Iberoamericana Vervuert, sino muy especialmente en el hecho de que abordamos Luces de bohemia como texto, como intertexto y como teatro, por lo que ofrecemos una mirada tridimensional de este texto dramático cien años después de su escritura7. No puedo cerrar estas páginas sin expresar mi más sentido agradecimiento a los profesores Javier Huerta y Julio Vélez, que me encargaron la coordinación de este libro, y a Anne Wigger, gracias a quien este volumen engrosará el catálogo de Iberoamericana Editorial Vervuert. La diligencia y cariño con que Anne y sus compañeros, especialmente Rafael Carmona, han tratado nuestro trabajo desde el principio del proceso explica por qué esta editorial es una referencia inexcusable en el hispanismo. También quiero agradecer al fotógrafo Ros Ribas la generosa autorización para reproducir en cubierta la fotografía que realizara del estreno de Tamayo, y también a Berta Muñoz, del Centro de Documentación, la solicitud de dicha autori-

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Para facilitar la consulta de las referencias que se hacen a la obra, todas las citas se hacen a través de nuestra edición, incluida en el volumen Farsas y esperpentos. Madrid: Verbum, 2021. La referencia se hará con la secuencia “Valle-Inclán 2021: página”.

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Introducción

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zación. Gracias también a Elena Moncayola, Mélanie Werder, Javier Ramírez, María Álvarez, Javier Domingo y María Serrano, el magnífico equipo del Instituto del Teatro de Madrid, que hicieron posible la materialización del encuentro que dio lugar a este libro. Y, finalmente, gracias a todos los autores que participan en él, porque cada una de sus contribuciones lo ensancha y acrecienta. ¡Cráneos, todos ellos, ciertamente previlegiados!

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Apuntes valleinclanescos sobre lo trágico. Tragedia, tauromaquia y esperpento Javier Huerta Calvo Universidad Complutense de Madrid/Instituto del Teatro de Madrid

“Amamos la vida, porque sabemos que al final del camino está la muerte, y somos como las sombras de una tragedia que solo alcanzan plenitud de belleza en aquel gesto que presagia su Destino” (Valle-Inclán 1916: 166-167).

Entre la tragedia y la farsa1 Las dos formas dramáticas de que se vale Valle-Inclán para renovar la escena de su tiempo son la tragedia y la farsa, apuestas ambas encaminadas a la reteatralización del teatro, según la afortunada expresión de

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Las referencias de Luces de bohemia y otros esperpentos se citarán, siguiendo el criterio unificador del volumen, por la edición de Sergio Santiago en Verbum (2021).

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Ramón Pérez de Ayala2. La tragedia y la farsa venían de una tradición secular y universal frente a las más recientes del drama y el sainete, de filiación realista y costumbrista respectivamente y, en el segundo caso, además, de dimensiones locales. La renovación por medio de la farsa era, sin duda, más sencilla, puesto que los modernistas/simbolistas venían coqueteando con ella desde el fin de siècle: Santiago Rusiñol, Adrià Gual y, sobre todo, Jacinto Benavente, que con su Teatro fantástico de 1892 había desplegado un fascinante mosaico de la dramática carnavalesca, con especial atención a la commedia dell’arte, la pantomima y el retablo de títeres (Huerta Calvo/Peral Vega 2001). Esta tentativa de Benavente, tan modernista como moderna, es fundamental para comprender la edad de plata de nuestro teatro, que comienza con Valle-Inclán y culmina con Federico García Lorca, pero que tiene en el autor de Los intereses creados su precursor indiscutible. La farsa, en tanto cauce genuino de lo grotesco, es en la dramaturgia valleinclaniana la forma nuclear, en torno a la cual girarán las demás. Valle sabrá darle, por otro lado, variaciones importantes, desde la simbolista de La marquesa Rosalinda a la preesperpéntica de La reina castiza y la ya plenamente expresionista de los esperpentos, a los que, de acuerdo con Montserrat Iglesias Santos, cabe considerar “como manifestaciones de la tradición de la farsa, y no como un género particular y exclusivo del autor español” (1995: 546). Y, por mi parte, añado: ni tampoco hay que tenerlos como un género particular y exclusivo del teatro español, pues con esa obsesión por sentar una idiosincrasia diferente a la de otras literaturas, se ha insistido mucho en la radical españolidad del esperpento, cuando —como con toda razón afirma Alfonso Sastre y contra las hiperbólicas afirmaciones del propio Valle-Inclán: “España es una deformación grotesca de la civilización europea”, etc.—, “lo español no posee la exclusividad del esperpento” (1956: 64). Es este un prejuicio que, tras el gran libro de Bajtín sobre Rabelais, ha quedado ya definitivamente arrumbado. El llamado realismo grotesco, que parecía tan genuinamente hispánico,

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Este trabajo tiene una deuda grande con el Archivo Digital Valle-Inclán, tan excelentemente atendido por el equipo que dirige la profesora Margarita Santos-Zas.

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del Arcipreste de Hita a Quevedo, es una corriente general en todo Occidente, de los fabliaux y Villon a Tabarin y Molière, de Chaucer a Jonson y Swift, de Sachs a Grimmelshausen, de Boccaccio a Ruzzante. Incluso, desde el punto de vista plástico, este realismo grotesco, bajo el cual se ampara la invención esperpéntica, tuvo una mayor presencia en otros países europeos que en la propia España: El Bosco, Brueghel, Balten, Hals, Teniers y tantos otros. Mayores problemas suscitaba la renovación del teatro a través de la tragedia. Volviendo a la idea de Sastre, a contrario sensu, el género trágico no es extraño a la tradición española, aunque las opiniones difieren. Entre los defensores de su existencia, Antonio Buero Vallejo, en un magistral ensayo de 1958. Entre los que la niegan, Ramón J. Sender, quien, a propósito de su admirado tocayo, afirma: “El español no es inhábil para la tragedia por pudor de su desgracia, sino por desdén de la piedad y del miedo metafísico o el pudor de los demás” (1965: 137). Terreno pantanoso este en el que, más adelante, nos adentraremos, aunque, cuando se trata de la tragedia en la modernidad, la cuestión no sea si en España hemos sido incapaces o no para su praxis, sino en general si la tragedia es posible o imposible en la cultura moderna; es decir, si permanece viva o —como quería Steiner— hace ya muchos siglos que ha finiquitado3. Lo cierto es que, a diferencia de la farsa, la tragedia carecía de ejemplos cercanos que pudieran servir de estímulo o referencia para alguien como Valle-Inclán, convencido de que era “la mayor manifestación del arte”. Había que remontarse a la tragedia afrancesada del siglo xviii, un cadáver ya entonces, y luego a la heterodoxa y revolucionaria de Lope y de Shakespeare, su autor trágico predilecto, tan presente en las falsas comedias bárbaras, donde —en palabras de Ruiz Ramón— “brilla sobre la luz de Apolo la oscuridad de Dioniso, acom-

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Mi admiración por la obra de Steiner no tiene más que un solo, pero sustantivo límite: su ignorancia casi total de las aportaciones de España al teatro universal. Que en un libro sobre la tragedia no se mencione a Lope, Tirso o Calderón; que se dediquen tres líneas a García Lorca y ninguna a Valle-Inclán o Buero Vallejo es de todo punto lamentable. Aun así, este crítico, al que tan poco interesó nuestra literatura, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, muy merecidamente, desde luego, no vaya a acusársenos de chovinismo.

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pañado del cortejo de todas las fuerzas oscuras e irracionales asociadas con el sexo, la sangre, la muerte, la violencia y la crueldad, fuerzas que hacía tiempo habían sido expulsadas de los escenarios del teatro occidental, aunque no de la historia” (1996: 132). En la obra de Valle, la batalla de Apolo y Dioniso se resuelve a favor del segundo, aunque no por ello lo apolíneo desaparece por completo, tal y como se desprende de este hermoso pasaje de La lámpara maravillosa: En la Antigüedad griega los amados de los dioses nacían bajo la estrella de un destino funesto. La fatalidad, como un viento sagrado, los arrastraba agitando sus almas, sus vestiduras y sus cabellos. Era así la fatalidad un don celeste, porque las vidas convulsas de dolor son siempre amadas. Si los héroes de la tragedia se perpetúan en nuestro recuerdo con un gesto casi divino, es por el amoroso estremecimiento con que los miramos. En la exégesis teológica de la tragedia, amor y dolor son como el símbolo de la vida humana y nunca van deshermanados. Amor sin dolor es una comprensión divina. Dolor sin amor, un círculo de Satanás. Dentro del esoterismo de la tragedia, la fatalidad es gracia teologal, tiene algo del aliento de los dioses y pone en las pasiones humanas un sentido eterno […]. Amor con dolor es el primer tránsito de la iniciación estética. La idea del Demiurgo está en la estética como en la teología, y la tragedia, toda mito y símbolo, encarna en el furor erótico la eterna voluntad del mundo. Sus héroes se nos aparecen como dioses condenados a vivir vida de hombres, tienen una humanidad que nace del dolor, y un dolor que nace del sexo (Valle-Inclán 1916: 105 y 128).

Repárese en los numerosos términos y expresiones de carácter religioso que utiliza Valle-Inclán: “viento sagrado”, “don celeste”, “gesto casi divino”, “exégesis teológica”, “gracia teologal”, en cuanto manifestaciones de la presencia de Dios en una tragedia comme il faut. Pero lo que ejemplifican sus tragedias o tragicomedias es la ausencia de Dios en medio de un mundo antiguo, desolado y en ruinas, sea en su variante rural —Comedias bárbaras, El embrujado, Divinas palabras—, sea en la urbana —Luces de bohemia—. Pecador irredento, Don Juan Manuel Montenegro nos muestra en las primeras, encabezando la tropa de pordioseros que lo sigue, que para la modernidad Dios ha muerto, vencido por el diablo, encarnado en los herederos del

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mayorazgo. Que un patético sacristán se erija en el portador de las “divinas palabras” es el ejemplo palmario de esta reducción de lo divino a términos humanos, demasiado humanos. Y algo parecido podríamos decir del peregrinaje último de Max Estrella por el Madrid bohemio a modo de una cuasiparodia del calvario.

El teatro como una forma de tauromaquia En todo caso, la ausencia de lo sagrado no invalida la tragedia contemporánea; solo la hace más problemática y acaso mucho más desesperanzada. En la indagación trágica de Valle no es Dios el protagonista interpelado sino la crueldad, presente en todo tiempo y lugar. Anticipándose a Artaud, pero yendo incluso más lejos, Valle fija su mirada en una tragedia no teatral, un espectáculo al margen de la floritura literaria, situado en los límites de lo predramático, un rito ibérico secular: la corrida de toros4. Salvo un excelente trabajo de Amparo de Juan sobre las relaciones de Valle con el mundo de la tauromaquia, no se ha dedicado gran atención a esta materia en verdad apasionante, aun cuando en los tiempos líquidos que corren sea casi anatema escribir sobre ella. Los nuevos déspotas ilustrados de este siglo xxi, más déspotas que ilustrados, han seguido el ejemplo de sus predecesores dieciochescos en su querencia a prohibir todo aquello que no sea conforme a la ideología dominante o responda a los estándares —como gusta decirse ahora— de la corrección política, abanderada primero por la universidad estadounidense y extendida ahora a todo el universo. Y así, una forma artística única en el mundo, como la fiesta de los toros, va siendo cada vez más arrinconada, con el consiguiente perjuicio a la hora de valorar su importancia en las artes plásticas5. ¿Puede explicarse 4

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Lo predramático se funde con lo posdramático. El último espectáculo de Angélica Liddell, Liebestod, estrenado en el Festival de Avignon, en julio de 2021, está construido a partir de la figura de Juan Belmonte, torero que inspiraría, como veremos en seguida, la afición de Valle-Inclán por la tauromaquia. No puedo estar más de acuerdo con Enrique Atonal, quien reflexiona así sobre estos extremismos que están recuperando, so capa de buenas intenciones, insti-

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a Picasso o a García Lorca —por mencionar dos ejemplos señeros— al margen de la tauromaquia? ¿Cómo escamotear de la poética teatral de Valle un rito al que tan jugosas alusiones hace en diversos lugares?6 La corrida de toros reunía todos los ingredientes básicos de una “tragedia real”, que era al mismo tiempo un espectáculo singular, con el torero “como autor y actor”, capaz —afirma Valle en la entrevista que pormenorizadamente comenta Amparo de Juan— de “crear una tragedia, una comedia o una farsa”. En su consideración prima naturalmente la primera, pero incluso en esta hay grados y categorías. Por un lado, los matadores que, por su forma clasicista de torear, rehúyen el riesgo, el peligro. Por el otro, aquellos que torean sin miedo a la muerte, dominados por la pulsión trágica. Entre los primeros, señala Valle a Joselito, que, como torero autor, “no quiere crear tragedia, no siente el arte de la tragedia”. Entre los segundos, a su hermano Rafael el Gallo y, por encima de todos, al gran Juan Belmonte.7

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tuciones ya tan olvidadas como la censura: “En nuestros tiempos biempensantes, en los que se intenta imponer una moral general por parte de nuevos inquisidores anónimos, la crueldad quiere desterrarse de todo espectáculo público. Se exige una sociedad vegana, sin carne, leche o miel; grupos extremistas atacan carnicerías; se prohíben las corridas de toros en nombre del respeto a los animales; se impone la anulación de circos que trabajan con animales, negando la esplendorosa teatralidad de leones, tigres, elefantes y caballos, se decide cuáles son los espectáculos que debemos ver y cuáles no, porque según esa nueva moral totalitaria, necesitamos corrección social inmediata” (Atonal 2019). Como siempre viene bien refrendar lo que uno dice con su auctoritas, vaya aquí la opinión indubitable de Ortega y Gasset sobre la importancia de los toros en la historia de España: “No puede comprender bien la historia de España desde 1650 hasta hoy quien no se haya construido con rigorosa construcción la historia de las corridas de toros en el sentido estricto del término” (Ortega y Gasset 1940: 136). A pesar de no sentir “el arte de la tragedia”, como Valle-Inclán decía, fue José Gómez Ortega, Joselito, y no su rival, Belmonte, quien ofrendaría su vida en una plaza de toros; justamente en 1920, año en que se publica Luces de bohemia, donde el autor vuelve a oponerlos en la escena última: “Don Latino. (…) ¡Don Antonio Maura estuvo a dar el pésame en la casa del Gallo! El Pollo. José Gómez, Gallito, era un astro, y murió en la plaza, toreando muy requetebién, porque ha sido el rey de la tauromaquia. Pica Lagartos. ¿Y Terremoto, u séase Juan Belmonte? El Pollo. ¡Un intelectual!” (Valle-Inclán 2021: 464-465).

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“El pasmo de Triana” respondía al modelo de héroe trágico, que en la tragedia literaria nació para ser amado y compadecido por el público. Para conseguirlo, el creador lo rodeaba “de peligros, de amenazas, de presagios”; los mismos que afloran en el trascurso de esa tragedia real que es la corrida: “Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de la tragedia y más grande es la manifestación del arte” (en Jotapé 1915: 3). Valle admiraba en Belmonte “el tránsito” que experimentaba en el ruedo: “Aquel hombre que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona” (en El Caballero Audaz 1915: 3). Obsérvese cómo en la descripción física del legendario matador Valle juega con los elementos dionisíacos y apolíneos que concurren también en el protagonista de su obra maestra, Max Estrella, que de lo grotesco pasa a lo sublime, y viceversa. En una entrevista con El Caballero Audaz encontramos esta declaración: Respecto a los toros, me entusiasman, solo que a mí me parece que el público no entiende una jota de toros, los críticos menos que el público y los toreros menos que el público y los críticos; yo creo que el único que entiende de toros es el toro; porque a lo menos embiste hoy lo mismo que hace cuatro mil años. Toda esa campaña que los escritores cursis han hecho contra las corridas de toros, me parece ridícula. A mi juicio, los toros es la única educación estética que tenemos aquí. Una fiesta de toros es lo más hermoso que se puede imaginar. La emoción, el arte, la valentía, la luz… […] ¿Hay nada más hermoso que ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía de contrarios? (en El Caballero Audaz 1915: 3).

“Armonía de contrarios”. Esa era la clave de la tauromaquia y de la propia tragedia, según Nietzsche. La proximidad del torero con la muerte es lo que convierte a la corrida en una manifestación artística tan sublime como la tragedia misma: “Quitemos a los toros la facultad de matar, y ya no hay fiesta porque no hay tragedia, no hay arte” (en Jotapé 1915: 3). La genial boutade de don Ramón, invitando a Belmonte a dejarse cornear hasta la muerte por un toro, y la no menos genial respuesta del torero —“se hará lo que se pueda, don Ramón”—, es la mayor prueba de la singularidad con que Valle

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abordaba las relaciones del teatro con la tauromaquia, hasta el punto de ver en la corrida la expresión máxima de la crueldad trágica8. Ante la grandeza de esta, los escrúpulos de los antitaurinos por la crueldad que se daba en los ruedos con el sacrificio de los toros, de los caballos y del torero, le parecían a Valle peccata minuta, propios de gente sensiblera, tal como le hace decir a su alter ego, Don Estrafalario, en Los cuernos de don Friolera: Los sentimentales que en los toros se duelen de la agonía de los caballos, son incapaces para la emoción estética de la lidia: Su sensibilidad se revela pareja de la sensibilidad equina, y por caso de cerebración inconsciente, llegan a suponer para ellos una suerte igual a la de aquellos rocines destripados. Si no supieran que guardan treinta varas de morcillas en el arca del cenar, crea usted que no se conmovían. ¿Por ventura los ha visto usted llorar cuando un barreno destripa una cantera? (Valle-Inclán 2021: 762-763).

La corrida era, en fin, la única tragedia auténtica que había llegado hasta la modernidad. El espectáculo, con sus secuelas de crueldad y muerte, rememoraba los primigenios rituales a partir de los cuales había nacido el género trágico, tal como nos ha enseñado el maestro Rodríguez Adrados. Al tragos o macho cabrío lo había sustituido el toro, y, frente a la literaturización de la tragedia convencional, la co8

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Valle-Inclán bromeó en ocasiones sobre la muerte de Belmonte por cogida de toro, como el propio Belmonte testimonia: “Don Ramón era, para mí, un ser casi sobrenatural. Se me quedaba mirando mientras se peinaba con las púas de sus dedos afilados sobre su barba descomunal, y me decía con un gran énfasis: ‘—¡Juanito, no te falta más que morir en la plaza:’ ‘—Se hará lo que se pueda, don Ramón’ —contestaba yo modestamente” (Chaves Nogales 1969: 158). Por su especial manera de torear, parecía destinado a este final. “Los técnicos del toreo dictaminaron que me mataría un toro irremisiblemente, porque como yo toreaba no se podía torear. Rafael Guerra, desde su olimpo de la calle Gondomar, me había sentenciado: ‘Darse prisa a verlo torear […], porque el que no lo vea pronto no lo ve’” (Chaves Nogales 1969: 140). Valle conoció a Belmonte, hacia 1912, en el estudio del escultor Sebastián Miranda, donde a veces se hacían funciones teatrales. En una ocasión hicieron el Tenorio: don Ramón interpretó el papel de Brígida, y Belmonte, el de don Luis Mejía.

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rrida seguía ofreciendo el valor intrínseco del género, con la muerte siempre presente. Parece como si Valle quisiera cimentar, a partir de la fiesta taurina, un teatro de la crueldad avant Artaud. Al igual que el dramaturgo francés buscó en ritos ancestrales la alternativa al denostado teatro al uso, también Valle explora el dramatismo espontáneo de las ceremonias religiosas, de las procesiones de Semana Santa y también de los toros9. Sabemos que a Artaud no le dejó indiferente el fenómeno de la corrida cuando visitó México, en 1935. Un año después publicó, ya en La Habana, un artículo titulado “La corrida de toros y los sacrificios humanos”, en el que subrayaba su naturaleza teatral: “Hay [en la corrida] el aparato del teatro. Es un drama en tres o cuatro tiempos: la presentación, la acción, la muerte. El torero juega con la muerte, y lo muestra. Ejecuta ante el toro una especie de danza de la muerte. Podría matar al toro en seguida. Juega con la espera del público, y con la impaciencia del toro” (Artaud 2019: 92-93). En cualquier caso, el acercamiento de Artaud a los toros adolece de superficialidad y hasta de frivolidad, pues que define la corrida como “una tragedia inútil” frente a la tragedia útil que suponía “la alta y refinada magia de los sacrificios humanos de los aztecas” (95). De algunos años antes data el acercamiento a los toros de otro intelectual francés, Georges Bataille, que, en uno de sus frecuentes viajes a España, tuvo la ocasión de presenciar la espeluznante cogida de Manuel Granero el 7 de mayo de 1922. El hecho de que el asta del toro le entrara a este torero por un ojo le dio motivo para escribir su célebre Histoire de l’œil (1928) y, a partir de ese sangriento lance, extraer consecuencias eróticas de la relación entre toro y torero. Sin tales digresiones, más o menos extemporáneas, publica Michel Leiris Espejo de tauromaquia (1937) y La literatura considerada como una tauromaquia (1939). En el primero vuelve sobre la analogía de la tragedia y la corrida:

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“El espíritu español es esencialmente dramático. Hay dramatismo en la religión, sintetizado en las procesiones de Semana Santa; en los toros, que es un espectáculo dramático; en el canto, en la música de los contrapuntistas españoles y en ese claroscuro de nuestras catedrales” (Martínez Cuenca 1929: 2).

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Javier Huerta Calvo En el presente estado de cosas (notable por una marcada ausencia de todo cuanto concierne a la fiesta) una institución como la corrida —que parece, en más de un aspecto, desarrollarse siguiendo un esquema análogo al de la tragedia antigua— adquiere un valor particular a consecuencia de ser la única, en nuestro mundo occidental moderno, capaz de responder a las expectativas exigibles a todo espectáculo, tanto si este se ofrece en el marco de la vida real, ante la falsa apariencia de un decorado o, incluso, sobre el suelo firme de un campo de deportes (Leiris 1981: 27).

Para Leiris, “la tauromaquia, más que un deporte, es un arte trágico en el que, a causa de la emergencia de ímpetus dionisiacos, la armonía apolínea ha quedado torcida” (1981: 51)10: una imagen que es de aplicación a la propia creación esperpéntica, en la que lo apolíneo pierde la batalla ante la fuerza de lo dionisiaco11. Otras afirmaciones de Leiris siguen la estela de las muy anteriores de Valle sobre la tragedia que representa el torero en tanto “una tragedia real, en la que derrama sangre y arriesga su propio pellejo” (Leiris 1975: 19). Con los nombres apuntados, a los que pueden agregarse otros tan ilustres como los de Henry de Montherlant o Jean Cocteau, se asegura una reflexión de primer orden sobre los toros en tiempos coincidentes con los de Valle; pensamiento al que no son ajenas las vanguardias. Es más, son estas las que, liberadas de los prejuicios noventayochistas, contemplan con una mayor originalidad la tauromaquia12. Así, por 10 Para la noción de la corrida como tragedia, Leiris se apoya en la novela de Hemingway, Death in the Afternoon (1932), otro hito de la literatura taurina de esos años. 11 Leiris menciona la corrida cómica o charlotada como una suerte de espectáculo extravagante y, para él, “repugnante” análogo a lo que, con relación a la tragedia, era la parodia (1981: 80). Pero la analogía no puede llevarse, sin los matices necesarios, al esperpento, por más que en este el componente paródico sea fundamental. 12 Con tales prejuicios, pero con el sentido trágico que a toda manifestación cultural otorgaba, ve Unamuno en el toro “una especie de Cristo irracional, una víctima propiciatoria cuya sangre nos lava de no pocos pecados de barbarie” (Unamuno 1967: 229). Y recogía también las impresiones que de la corrida extrajo Domingo Faustino Sarmiento cuando su viaje a España en 1846: “En las corridas de toros no hay las insoportables unidades de la tragedia pseudoclásica y, además, allí se muere de veras. Se muere y, sobre todo, se mata de veras” (229).

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ejemplo, Ernesto Giménez Caballero, que veía en el toro “nuestro animal sacro, nuestro animal totémico”. Este, “en su lucha con el hombre, había engendrado el mito trágico de nuestro pueblo —que diría Nietzsche— y, como consecuencia, un gran espectáculo, una terrible y colosal pantomima” (1927: 21). En todos quienes se aproximan a los toros encontramos la misma red de términos en juego: mito, rito o espectáculo, tragedia, toros y Nietzsche, como gran teorizador de la cultura griega sobre los principios apolíneo y dionisiaco. Teniendo en cuenta la dualidad nietzscheana, Bergamín saca el toreo de sus casillas nacionales: “No hay nada menos castizamente español —dice— que la lidia de un toro en la plaza cuando es ejecutada perfectamente. Nada más clásico, más románticamente clásico; y, a la inversa, apolíneo y dionisiaco a un tiempo, o sea, artístico; nada más singularmente bello y, por tanto, universal” (Bergamín 2016: 23-24). Y se vale de una expresión del mismo Nietzsche, incluida en El crepúsculo de los ídolos, a propósito del filósofo cordobés Séneca: “Séneca: oder der Toreador der Tugend”, “Séneca o el toreador de la virtud”, para ligar la suerte del “Don Tancredo”, propia del toreo burlesco, con el estoicismo. Respecto del toreo serio y de los diferentes estilos de lidiar, Bergamín difiere de Valle. Él prefiere el estilo clasicista de Joselito, frente al que juzga más personal pero más inauténtico de Belmonte, pues que “el torero que personaliza el estilo lo falsifica parodiándolo, lo imita porque no lo tiene, lo caracteriza o caricaturiza: lo niega”. Y concluye identificando su forma de torear con la técnica del esperpento: “Belmonte castizo hasta el esperpentismo más atroz y fenomenal” (47). De por entonces era también la pasión de Federico García Lorca por la corrida de toros, un espectáculo a donde acudía “el único público que no es de espectadores, sino de actores”, tal como escribió en su “Ensayo o poema sobre el toro en España” (García Lorca 2019: 265); un espectáculo que tenía en la plaza “el único sitio adonde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de la más deslumbradora belleza” (en Bagaría 1936: 639). Lo taurino está presente tanto en su poesía lírica como en la dramática. A veces tan estrechamente, que son inseparables la una de la otra. Es lo que ocurre con el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías respecto de la puesta en escena que de El caballero de

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Olmedo dirigió, un año después de la muerte del torero y amigo, con La Barraca. En la figura del toreador don Alonso encontró Lorca un ilustre antecesor literario de quien fuera gran mecenas del grupo poético del 27. El destino trágico del torero en la tragedia real de la corrida tuvo así un perfecto correlato en el del héroe de la tragedia lopiana. Pero Lorca no se limita a la mera efusión de un entusiasmo o la constatación de una analogía más o menos fundada entre tragedia y tauromaquia, sino que ve esta como inspiradora de conflictos en la disposición misma del drama. Fuera de las numerosas alusiones que al toro y su mundo encontramos en sus obras (Mariana Pineda, La zapatera prodigiosa, Bodas de sangre) el agón de la corrida, en el que la virilidad del toro contrasta con la ambigüedad del torero, le sirve al poeta para resolver algunos duelos memorables en dos de sus tragedias: Bodas de sangre y El público. Tomemos, por caso, el cuadro último del “poema trágico” y comparémoslo con el acto 2 de El público. Su motivo argumental es similar: la búsqueda, sexualmente pasional, del otro. Ante la indiferencia del marido, Yerma busca el macho que la fecunde. En El público es el Emperador quien busca también a un macho especial, el uno. El marco es distinto —una ermita cristiana en la tragedia rural, una ruina romana en la tragedia vanguardista— pero ambos casos participan de una misma atmósfera mítico-pagana, que hace posible el milagro de las uniones sexuales inopinadas. La acción brinda aún más parecidos, pues que en ambos casos se resuelve escénicamente mediante una danza ritual: en Yerma los danzantes son dos máscaras populares, Macho y Hembra. “El Macho —reza la acotación— empuña un cuerno de toro en la mano. […] La Hembra agita un collar de grandes cascabeles” (García Lorca 2019: 509); pero subraya Lorca, de nuevo en clave apolínea, que las máscaras no han de ser de ningún modo grotescas “sino de gran belleza y con un sentido de pura tierra”. Un grupo de hombres jalea el duelo, al son de palmas y música, animando al Macho a que penetre a la Hembra con el cuerno13. En

13 La identificación del Macho con el toro se da también en las palabras de la Madre de Bodas de sangre: “¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro?” (2019: 370).

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la danza de El público, la Figura de Cascabeles asume el rol pasivo, lo cual no es extraño, dado que la Hembra, en la danza heterosexual de Yerma, lleva también cascabeles.14 Símbolo culminante de Tánatos, la luna va unida también al toro, cuyos cuernos son metáfora de aquella. La reflexión es de Ángel Álvarez de Miranda (1959b: 101 y ss.), uno de los primeros estudiosos que acometió la obra lorquiana a la luz de la historia de las religiones, la mitografía y el folclore. También de los pocos que atendió al gran valor ceremonial de la corrida de toros, como reliquia del ritual trágico desaparecido: En esta España nuestra hay una vieja casta de hombres bravos: se les llama toreros y nacen con una ornamental vocación de morir. Ellos, agonistas de su juego mortal e innecesario, son ya, en este mundo sin religión ni héroes, los únicos que prolongan el sentido del rito bajo el sol, en una auténtica liturgia que tiene como coro al pueblo entero (Álvarez de Miranda 1959a: 139).

La paradoja trágica de Valle Las consideraciones tauromáquicas de Valle, en cuanto a la praxis teatral, apuntan en otra dirección. Más que a la estructura profunda del drama, como lo hemos visto en Lorca, afectan a la interpretación actoral, y al hecho mismo de la muerte en su obra capital, Luces de bohemia. Crueldad, muerte, belleza, elementos todos que confluyen en la tragedia, como máxima “manifestación del arte”, según Valle. El concepto que este tenía de la plaza de toros como el lugar en que el héroe trágico —el torero— era tanto más querido por el público cuanto más riesgo de cogida tuviera, nos permite reflexionar sobre las contradicciones entre

14 “Subo dos veces todos los días la montaña y guardo, cuando terminan mis estudios, un enorme rebaño de toros con los que tengo que luchar y vencer cada instante, no me queda tiempo para pensar si es hombre o mujer o niño, sino para ver que me gusta con un alegrísimo deseo. Yo tengo cuatrocientos toros. Con las maromas que torció mi padre los engancharemos a las rocas para partirlas y que salga un volcán” (2019: 813).

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la teoría de las tres miradas del autor sobre el personaje y la práctica de ese esperpento trágico o tragedia esperpéntica que es Luces de bohemia. Como obra excepcional que es dentro de la dramaturgia valleinclaniana y del propio teatro contemporáneo, Luces no se parece a ninguna otra obra teatral suya y, dentro del ciclo esperpéntico, es tan singular que contrasta de modo evidente con los tres esperpentos de Martes de Carnaval. Si estos, deshumanizados al límite, podrían representarse con muñecos en lugar de actores, tal como Valle insinuó en cierta ocasión, es imposible representar Luces sin actores de carne y hueso, lo cual no quiere decir que todos los personajes tengan igual estatuto de humanización. Tres de ellos escapan de la turpitudo esperpéntica: Max Estrella, el Preso y la Madre. Los tres, como ocurre con el torero en la plaza, son criaturas directamente relacionadas con la muerte: son seres para la muerte bajo apariencias distintas y, por lo tanto, realzados con la grandeza trágica. Diríase, sin embargo, que el sentido sublime de la corrida de toros, como ideal de tragedia, pierde fuerza en el esperpento. En la escena décima del esperpento el nombre de Joselito va asociado con las coplas de ciegos: La Lunares. ¿Serías tú, por un casual, el que sacó las coplas de Joselito? Max. ¡Ése soy! La Lunares. ¿De verdad? Max. De verdad. La Lunares. Dilas. Max. No las recuerdo. La Lunares. Porque no las sacaste de tu sombrerera. Sin mentira, ¿cuáles son las tuyas? Max. Las del Espartero. La Lunares. ¿Y las recuerdas? Max. Y las canto como un flamenco. La Lunares. ¡Que no eres capaz! Max. ¡Tuviera yo una guitarra! La Lunares. ¿La entiendes? Max. Para algo soy ciego (Valle-Inclán 2021: 426-427).

Y sobre estas mismas coplas dialogan Don Manolito y Don Estrafalario en el “Prólogo” de Los cuernos de don Friolera:

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Don Estrafalario. […] Ese tabanque de muñecos sobre la espalda de un viejo prosero, para mí, es más sugestivo que todo el retórico teatro español. Y no digo esto por amor a las formas populares de la literatura… ¡Ahí están las abominables coplas de Joselito! Don Manolito. A usted le gustan las del Espartero. Don Estrafalario. Todas son abominables. Don Manolito, cada cual tiene el poeta que se merece (Valle-Inclán 2021: 769-770).

En ambos diálogos, los toreros son héroes de la briba, sujetos de romances de ciegos, equiparables a los dramas de honor calderonianos, donde rige la violencia “fría y antipática”, la “furia escolástica”, muy lejos de la grandiosa crueldad de la tauromaquia. Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada. A falta de eso, tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática (Valle-Inclán 2021: 771).

Desde su configuración como carácter que, en cierto modo, emulaba una persona real —Alejandro Sawa—, Max Estrella lleva consigo un aura trágica. En una carta a Rubén Darío, escrita al poco tiempo de la muerte de Alejandro Sawa, habla de la fatalidad que se había cernido sobre el escritor maldito en sus últimos días, enloquecido y con la voluntad de suicidarse. “Tuvo el final —sentencia— de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso” (Hormigón 1989: 510). Aun cuando Valle marca sus distancias respecto de la tragedia clásica —“yo en mi nuevo género también conduzco a los personajes al destino trágico, pero me valgo para ello del gesto ridículo” (Valle-Inclán y Valle-Inclán 1994: 197)—, a lo largo de la obra pocos gestos ridículos encontramos en Max. Compárese, por caso, su actitud con la del Ministro en la escena VIII: Máximo Estrella con los brazos abiertos en cruz, la cabeza erguida, los ojos parados, trágicos en su ciega quietud, avanza como un fantasma. Su Excelencia, tripudo, repintado, mantecoso, responde con un arranque de cómico viejo, en el buen melodrama francés (Valle-Inclán 2021: 410-411).

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El Ministro muestra el “gesto manido del actor de carácter en la gran escena del reconocimiento” (411). Es decir, el personaje imita al actor típico de su época, dado al hábito de exagerar, de valerse de una “gesticulación desmesurada”, propia del “melodrama llorón, del ínfimo sainete, de la comedia ramplona” (Valle-Inclán 1928: 10). La tragedia, como el más noble de los géneros, debía ser ajena a esta práctica deleznable. La interpretación trágica moderna debía caracterizarse por “ademanes y actitudes, regidos por una expresión del rostro casi sin mudanzas” (10)15. La tragedia debía regirse por los criterios de inmutabilidad e impasibilidad, propios de la escultura: “La escuela de la tragedia son las estatuas griegas”, sentencia en una entrevista con Julio Camba (1928: 9). Un precepto apolíneo que tendría su correspondencia en la actitud del torero ante el toro, y su equivalente metafórico en el pase llamado “estatuario”. Por eso, un personaje como Max Estrella es descrito en la escena I en términos escultóricos: “su cabeza, rizada y ciega, de un gran carácter clásico-arcaico, recuerda los Hermes” (Valle-Inclán 2021: 343). “Magno ademán de estatua”, se dice en otro momento (415). Para Valle, no había actor capaz de interpretar cabalmente al héroe trágico. En cambio, el torero —Belmonte— asumía esa condición desde la verdad de su lugar en la tragedia real de la corrida. El segundo sujeto enteramente trágico es el Preso. Tras cumplir las primeras estaciones de su via crucis nocharniego, Max Estrella da con sus huesos en los calabozos del Ministerio de la Gobernación. Ni Don

15 No desaprovechó Valle ocasión para desacreditar la técnica de los cómicos españoles. El lenguaje de los dramas de Echegaray encontraba intérpretes coherentes en Ricardo Calvo o María Guerrero. En Corte de amor, hay este diálogo entre Carolina y el Duquesito: “—¡Yo no sabía que fueras tan temible!... ¿De manera que la tarde aquella, cuando me enseñaste un revólver jurando matarte, también copiabas de Echegaray? —La frase de Echegaray, el gesto de Ricardo Calvo. —Por lo visto, en la aristocracia únicamente servimos para cómicos.” (1903: 37-38). Sobre la gran actriz, cuando aún le merecía cierto respeto, afirmaba: “María Guerrero tiene un gesto tan espantoso, tan trágico, tan monstruosamente grande, que no es posible imitarla… Fernando [Díaz de Mendoza] me ha contado que, en Granada, llevó a Villaespesa entre bastidores para ver ese momento de mi obra [Voces de gesta], que Villaespesa dio un grito, se asustó y corriendo salió del teatro” (El Duende de la Colegiata 1912: 34).

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Latino, haciéndose lenguas del que llama “Víctor Hugo de España”, ni el Grupo Modernista —“chalinas flotantes, pipas apagadas, románticas greñas”— que hace coro a la tragedia del ciego iluminado, pueden impedir que Max descienda al lugar más bajo de su último paseo por el Madrid solanesco de los años veinte, su círculo más infernal. El poeta maldito —raro y admirable, hubiera dicho Rubén Darío— se encuentra allí con otro proscrito, el Preso Anarquista. Pocos diálogos tan jugosos en todo el teatro contemporáneo, nuestro y ajeno, como el que sostienen estos dos parias abocados a la muerte acerca de la situación española de entonces. Valle mezcla el ominoso ambiente germanesco —el guardián tiene “jactancia de rufo” y se expresa como tal: “Gachó, vas a salir en viaje de recreo”— con la patética conversación en la que Max y el Preso —el tiempo apremia— destripan dialécticamente el terrón maldito de España. Al demiurgo que Valle pretendía ser, desde un teatro donde las emociones brillaran por su ausencia y todo el escenario estuviera impregnado de la fría distancia que impone el juego de los actores convertidos en muñecos, la teoría no le sale bien en esta escena memorable. El poeta ciego no puede por menos de condolerse ante la tragedia que tiene ante sí y ante un hombre que lo comprende tan bien: “Parece usted hombre de luces. Su hablar es como de otros tiempos” (2021: 387). Max no puede ver la sangre que chorrea por el rostro de su interlocutor. A falta de lo que los ojos no pueden comunicar, la emoción se traduce finalmente en el acercamiento físico —“el esposado, con resignada entereza, se acerca al ciego y le toca el hombro con la barba” (390)— tras el cual, inevitablemente, antiesperpénticamente, Max llora de impotencia y de rabia. El abrazo entre estos dos grandes damnificados de la historia y de la literatura sella esta escena donde lo grotesco y cruel del esperpento ha dado paso a lo sublime y humano de la tragedia. Valle, sí, traicionándose a sí mismo, en una demostración de que la práctica escénica se resiste ante la teoría más elaborada. Y no podía ser de otra manera, pues que Max pertenece a la estirpe de los grandes héroes contemporáneos. La que se inicia con el protagonista de las Memorias de la casa muerta, de Dostoyevski, luego trasfundido en el “hombre subterráneo” de las Memorias del subsuelo, y que tiene en Kafka, Camus o Genet ilustres seguidores. Con respecto a Max Estrella, que cumple

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como un ritual este viaje a la muerte, con parada y desastrada fonda en Gobernación, Valle-Inclán hubiera podido escribir lo mismo que Dostoyevski de aquel paria —él mismo— que había conocido los penales de Siberia: Yo solo he evocado la condición trágica del hombre subterráneo, lo trágico de sus sufrimientos, de su castigo voluntario, de sus aspiraciones al ideal y de su incapacidad para alcanzarlo; yo sólo he evocado la mirada lúcida que esos miserables hunden en la fatalidad de su condición, una fatalidad tal que sería inútil reaccionar contra ella (Dostoyevski 1978: 65).

Por último, la Madre. En la escena undécima, ella no muere pero lleva la muerte consigo, el cadáver de su hijo en brazos, víctima de una bala perdida en el trascurso de una carga policial. A pesar de ser breve, su papel es equiparable al de las grandes y estremecedoras madres que encontramos en la tragedia, desde la que amamanta con sus pechos secos al hijo en Numancia a la Coraje de Brecht o la lorquiana de Bodas de sangre. El episodio ha merecido interpretaciones diversas. A Domingo Ynduráin le parecía impostado, teatral y, por tanto, falso el dolor de la Madre. Es decir, corroboraba el aserto del propio Don Latino de Hispalis, cuando ante la cadena de lamentos, exclama: “¡Hay mucho de teatro!” (Valle-Inclán 2021: 433): Mientras el dolor se expresa con gritos, con exclamaciones, resulta convincente, cuando se construyen y articulan frases tan literarias como las transcritas (“¡negros fusiles, matadme también con vuestros plomos […] ¡Que tan fría boca de nardo!”), la cosa resulta mucho menos vivida. (Ynduráin 1984: 178).

De aceptar la tesis de Ynduráin, de la que me permití discrepar cuando seguía sus enseñanzas en el doctorado de la Complutense, tendríamos que juzgar tan falsos como esta desgarradora lamentación de la Madre el planto de Pleberio, la soflama de Laurencia o el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Justamente, es el trágico Max quien, frente a la indiferencia del coro grotesco —guardias, tenderos, albañil y el propio Don Latino— reconoce la verdad trágica de la Madre, en este

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caso a través no del gesto sino de su voz: “¡Me ha estremecido esa voz trágica! […] ¡Jamás oí voz con esa cólera trágica!” (Valle-Inclán 2021: 431 y 433). Ya Antonio Buero Vallejo señaló la existencia de la mirada compasiva en el esperpento: “En los esperpentos de Valle no solo hay sarcasmo ante una tropa de culpables y de imbéciles; hay también oración ante el inocente que sufre, o ante quien fue inocente y ha dejado de serlo” (1994b: 202). Se dirá que el planto de esta Madre no difiere de otros que aparecen en la obra de Valle (recuérdense los de Voces de gesta y Divinas palabras), cargados de falsedad y teatro, pero aquí toman un cariz más sincero. Valgan como demostración de ello las declaraciones que realizara a Francisco Madrid en 1925: Recuerdo que una de las cosas que más impresión me ha producido en mi vida es una escena que presencié una tarde yendo a casa del librero Pueyo: bajaba por la calle una mujer seguida de unas vecinas. Esa mujer era una portera a la que le acababan de decir que a su hijo, jugando con unos muchachos del barrio, le habían matado. Aquella mujer no decía una palabra. Sólo gritaba. sus gritos eran la única expresión de sus sentimientos (Valle-Inclán y Valle-Inclán 1994: 277).

Y, en efecto, Max se conduele del dolor infinito de la madre, a la par que dice preferir la muerte por hambre a “haber llevado una triste velilla en la trágica mojiganga” (2021: 434). De nuevo, topamos con un término taurino: mojiganga, un espectáculo grotesco que, perdido el valor que tuvo en el Siglo de Oro, pasó a designar la modalidad más burlesca de la corrida de toros. Creemos, por tanto, que la tradicional consideración, a partir de la imagen —de rodillas, en pie, desde el aire— proporcionada por el mismo autor en la célebre entrevista a Gregorio Martínez Sierra, ha de ser corregida esencialmente, pues muestra aristas y matices que necesitan ser tenidos muy en cuenta a la hora de la puesta en escena. En este sentido, por haber sabido conciliar elementos sentimentales y grotescos, el montaje de Luces de bohemia por José Tamayo, en 1972, continúa pareciéndonos paradigmático a este respecto.

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Sobre “el retorno de lo trágico” en el siglo xx ha escrito Jean-Marie Domenach, al afirmar que “la tragedia no vuelve por el lado que se la esperaba, donde se la buscaba en vano desde hacía tiempo —el lado de los héroes y los dioses—, sino del extremo opuesto, ya que se origina esta vez en lo cómico, y precisamente en la forma más subalterna de lo cómico, en la más opuesta a la solemnidad trágica: en la farsa, la parodia” (1969: 214-215).16 Valle-Inclán, cuyo teatro desconoce, por supuesto, el crítico francés, es un ilustre representante de esa tragedia nueva, en la cual los elementos apolíneos y dionisiacos, la piedad y la crueldad, lo sublime y lo grotesco, luchan en combate desigual.

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16 De “risa trágica” habla Sergio Santiago en su tesis doctoral, Nietzsche en el nacimiento de la tragedia española contemporánea (2019: 193 y ss.).

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La cueva de Zaratustra: sobre la pulsión dionisíaca en Luces de bohemia Sergio Santiago Romero Universidad de Alcalá Instituto del Teatro de Madrid

En este capítulo bosquejaré algunas impresiones que sobre Luces de bohemia y el espíritu dionisíaco de esta obra he podido colegir al cabo de años de lectura atenta de esta pieza maestra de nuestro teatro. Las relaciones entre teatro y filosofía y, más específicamente, la recepción literaria que han tenido en España las ideas sobre la tragedia de Friedrich Nietzsche han sido el ámbito en que he centrado mi investigación durante más de un lustro. Por ello, este trabajo puede considerarse un caso de estudio particular dentro del programa de investigación más amplio que vengo desarrollando sobre la influencia de Nietzsche en la tragedia española contemporánea (2018a, 2018b, 2019). Me centraré en plantear dos cuestiones preliminares y en el análisis trágico-dionisíaco de dos escenas de Luces de bohemia. Presentaré, en primer lugar, y en prosecución de otros muchos estudiosos, a Valle-

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Inclán como un referente en lo que concierne al renacimiento español de la tragedia, es decir, como receptáculo y punto de irradiación de una genuina sabiduría trágica. En segundo lugar, plantearé que la ponderada basculación entre lo apolíneo y lo dionisíaco es parte intrínseca y fundamental de la aventura dramatúrgica del esperpento y que esto es particularmente patente en el caso de Luces de bohemia. Finalmente, me detendré en las escenas II y IX de esta obra para ejemplificar cómo articula Valle dicho equilibrio entre las dos fuerzas trágicas básicas según la filosofía nietzscheana. Quedaría pendiente un análisis en clave escénica sobre si el dionisismo del texto de Valle ha encontrado eco en las propuestas de los diferentes directores que se han acercado a Luces. Sin embargo, este volumen incluye tres magníficos trabajos sobre la recepción escénica de la obra, por lo que creo que los lectores podrán extraer de ellos las conclusiones sobre este particular que aquí, para evitar redundancias, no expondré.

Introducción: una filosofía trágica del esperpento En lo que respecta a la relación de Valle-Inclán con la tragedia, la crítica ha estado siempre dividida en dos corrientes bien diferenciadas. Por un lado, están quienes defienden que Valle pergeñó el esperpento, precisamente, como medio para lograr la descomposición del género trágico y su disolución en la farsa. No faltan, entre estos estudiosos, algunos que han explicado que este proceso antitrágico lo emprendió nuestro autor, precisamente, por su dificultad para componer auténticas tragedias. Se trata, en definitiva, de la vieja polémica sobre la falta de talento de los españoles para la tragedia; una querella que se remonta dos siglos en el tiempo y se mantiene viva en algunos sectores de la crítica. Otros, con Dru Dougherty a la cabeza, sostenemos que la tragedia fue, en efecto, la gran preocupación teatral de Valle, que no trató de disolver este género, sino más bien diseñar un modelo específico que permitiera revitalizarlo en la España contemporánea. A Valle-Inclán la tragedia le preocupó desde el origen de su producción, como atestiguan Voces de gesta, las tres Comedias bárbaras —especialmente Romance de lobos—, El embrujado y también dos tar-

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díos ejemplos de tragedias inconclusas de enorme interés, Las mujeres de Sálvora —subtitulada “Tragedia griega”— y El beato Estrellín, que es una tragedia sacramental. Un texto como Divinas palabras —cuyo subtítulo, recordemos, es “Tragicomedia de aldea”— atestigua una cierta búsqueda de una vía que permitiera hacer tragedia con los instrumentos de la farsa. Por eso no puede quitársele a quienes niegan el carácter trágico del esperpento un poco de razón, puesto que no hay duda de que Valle-Inclán persiguió una deconstrucción de la tragedia en la que finalmente cobraron un peso determinante los elementos farsescos, carnavalescos y, en definitiva, dionisíacos (Santiago Romero 2021: 63-68). En su magnífico ensayo “García Lorca ante el esperpento”, Buero Vallejo sostuvo que la reivindicación trágica de Lorca respondía precisamente a los ataques de Valle contra el género, y más específicamente contra la tragedia calderoniana. Esta interpretación bueriana ha sido generalmente aceptada por los estudiosos (Doménech 2008: 30), pues no es improbable que Lorca entendiera como un reto el dictum de Luces de bohemia: “La tragedia nuestra no es tragedia”. Ello no implica, con todo, que Valle persiguiera la destrucción de la tragedia, pues el esperpento constituye, más bien, la deconstrucción —Dougherty lo explica valiéndose del término biológico de lisis— de los elementos trágicos para rearmarlos en una nueva forma aceptable para la época contemporánea: Era preciso desmontar la tragedia, identificar las dificultades que presentaba y crear, con las pocas piezas que quedaran, formas escénicas —y novelísticas— que plasmaran lo trágico moderno. Para actualizar la tragedia, Valle la sometió a un proceso de desarticulación y reconstrucción selectiva, similar al de la estética de los collages cubistas de la época (Dougherty 2008: 481).

La hipótesis de Dougherty, que considera el esperpento como un modelo trágico, no solo desplaza el problema de la tragedia en el teatro de Valle —de la aversión por el género al anhelo por dotarle de nueva vitalidad—, sino que ofrece una interpretación al conjunto de la dramaturgia de nuestro autor: “¿Será tal vez la tragedia —con su sombra

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farsesca— el eje central en torno al que giraba el teatro del autor gallego?” (Dougherty 2008: 471). Otros autores, en cambio, consideran que “la producción trágica de Valle-Inclán aparece, pues, circunscrita a una franja cronológica de poco más de diez años” (Cabañas Vacas 1995: 154), pero esta visión perpetúa la aporía planteada por Ramón J. Sender en su famoso ensayo Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia (1965). Según la teoría de Sender, Valle-Inclán habría intentado hacer tragedias hasta 1912 —año en que publica El embrujado— y después, tras constatar su fracaso en este empeño, habría renunciado para siempre a la tragedia. De este supuesto fracaso habría nacido un nuevo género, el esperpento, que sería, desde esta óptica, hijo de semejante derrota. Sin embargo, parece difícil defender que Valle dejara de interesarse por la tragedia después de 1912, a tenor de algunos datos bastante contundentes. Cara de plata (1922), la última de las Comedias bárbaras, por ejemplo, mantiene el mismo tono que las anteriores obras —aunque con un componente esperpéntico oportunamente subrayado por la crítica—, es decir, el carácter que le llevó a Valle a llamarlas “las tragedias que yo llamo Comedias bárbaras” (Serrano Alonso 2010: 249). Tampoco es tan sencillo negar de plano la tragicidad de Luces de bohemia, y ello implica, además, negar el fondo trágico de la comedia, o la posibilidad de que elementos cómicos irrumpan en la tragedia. Pensar que Valle perdió interés por la tragedia porque no supo hacerlas impide, además, que tengamos una lectura de continuidad en la que pueda verse la dramaturgia de Valle como un camino progresivo hacia el expresionismo trágico. La hipótesis de Dougherty, por el contrario, sostiene que este camino existe como continuum y se emprende para alcanzar un modelo válido de tragedia contemporánea: Nos quedamos cortos si pensamos que el esperpento que única (o la última) solución propuesta por Valle al problema de la tragedia. ¿No respondieron a él tal vez las tempranas Comedias bárbaras (1907-1908) tan deudoras de Shakespeare? ¿No entró en la órbita de la tragedia Divinas palabras, subtitulada tragicomedia de aldea (1920)? ¿Y qué decir de los autos para siluetas y melodramas para marionetas del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (1927), agrupados, con intención, en torno a una tragedia (El embrujado)? (Dougherty 2008: 471).

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Desde esta óptica, la gestación de una tragedia contemporánea y española sería la principal preocupación dramatúrgica de Valle. Se trata de una hipótesis que reinterpreta desde una dimensión plenamente teatral el famoso pasaje de la escena duodécima de Luces de bohemia: Max. ¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te inmortalizaré en una novela! Don Latino. Una tragedia, Max. Max. La tragedia nuestra no es tragedia. Don Latino. ¡Pues algo será! Max. El Esperpento (Valle-Inclán 2021: 436).

La lectura tradicional, por ejemplo la ofrecida por Cardona y Zahareas, señala la idea de Don Latino de hacer de una tragedia una “vana pretensión”, pues “nuestro destino trágico apenas puede considerarse como una tragedia” (1970: 34). A Max le parece, en cambio, que la tragedia ya no es posible. Sin embargo, Dougherty notó con acierto que “en la idea de Max, tragedia y esperpento aparecen unidos y al mismo tiempo separados” (2008: 469). Esto apunta no a una negación, sino a una búsqueda, es decir, a la tarea de encontrar un modo de hacer posible lo trágico a pesar de la inoperatividad de los moldes viejos de la tragedia. Max no le dice a Don Latino que nuestra tragedia “no es”, es decir, que no exista. Más bien al contrario, puesto que Don Latino recuerda que “algo será” la tragedia, es decir, que algo debe de ser. La resolución de esta ecuación triple la entrega de nuevo el poeta ciego: nuestra tragedia es el esperpento. O, dicho con González del Valle, “el esperpento permite expresar el sentido trágico de la vida española” (1975: 29). Nada en esta interpretación invalida lo que después se añade sobre este nuevo género, ni las aportaciones que, al respecto, ha realizado la crítica: Goya, Quevedo, Ramón de la Cruz o Arniches son elementos decantados para ese crisol que constituye el esperpento, pero este no es, en nuestra opinión, sino un molde de tragedia grotesca, o de farsa trágica o de tragedia expresionista carnavalizada. Lo que interesa a nuestro estudio es la coincidencia, buscada o no, motivada o no, entre determinados elementos de este nuevo modelo trágico —por ejemplo, la irrupción del humor, de lo farses-

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co, del títere— y el concepto de tragedia expresionista defendido por Nietzsche. En palabras de Huerta Calvo: “La tragedia nuestra no es tragedia”, dice Valle por boca de su héroe más querido, proponiendo esa suerte de antitragedia que es el esperpento. ¿Antitragedia? No, tragedia absoluta, solo que de la Modernidad, es decir, calzada de zapatillas y no de coturnos (Huerta Calvo 2018a: 94).

En el momento en que aceptamos que la preocupación trágica era verdaderamente importante para Valle, parece sencillo admitir el interés que pudo despertar en él la opera prima de Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, una obra con una dimensión arqueológica que incorporaba un programa para el futuro: el renacimiento de la tragedia como máxima expresión del arte en su adecuada compensación de dos fuerzas complementarias: Apolo y Dioniso. De acuerdo con los datos que nos facilitó la profesora Margarita Santos Zas a partir de la copia del inventario de la biblioteca del escritor, Valle-Inclán estaba familiarizado no solo con la obra de Nietzsche, sino incluso con sus primeros comentaristas. Entre sus libros se encontraban un ejemplar de Le gai savoir en traducción de Henri Albert (Paris: Société du Mercure de France, 1901), El caso Nietzsche de Moisés Vicenzi (San José: Hermanos Trejo, 1930) y La filosofía de Nietzsche de Henri Lichtenberger (Madrid: Ginés de Carrión, 1910), uno de los textos que más influyó en los autores españoles de la llamada generación del 98. No consta, pues, ninguna edición de El nacimiento de la tragedia entre los libros de Valle, si bien es seguro que leyó este texto, pues es un hipotexto claro de La lámpara maravillosa, tal como señaló Gonzalo Sobejano en su clásico estudio, Nietzsche en España (2004: 225). En caso de tratarse de la edición castellana, hubo de ser necesariamente la traducción de Luis Jiménez García de Luna para la imprenta de Rodríguez Serra (1900 o 1901), puesto que es la única de que pudo disponer para componer La lámpara, texto publicado en 1916. La traducción francesa para Le Mercure de France, de Jean Marnold y Jacques Morland, data de 1901 y es la opción más plausible, por tratarse de la edición más conocida y manejada por los intelectua-

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les del momento. Las razones por las que no conservamos hoy en la biblioteca del escritor gallego un ejemplar de El nacimiento de la tragedia pueden ser de diversa índole. Además de los avatares que podría haber sufrido la biblioteca con el correr del tiempo, los traslados continuos de Valle, etc., no es descartable que el autor conociera el texto de Nietzsche en alguna de las bibliotecas que solía frecuentar en su juventud, muy especialmente las de Jesús Muruais, que poseía unos extraordinarios fondos, especialmente de libros franceses, y la de Torcuato Ulloa (Lavaud 1975; Lima 1997: 108). No hay duda, en cualquier caso, de que Valle-Inclán conocía la obra de Nietzsche sobre la tragedia y que, de hecho, integró en su ideario la dicotomía Apolo-Dioniso, habida cuenta de la recurrencia con que esta aparece en su obra literaria de forma oblicua, y en La lámpara de manera explícita. La lámpara maravillosa es el libro más hermético de cuantos ValleInclán escribió. Está plagado de oscuridades, veleidades secretas y referencias que hoy resultan en buena medida ininteligibles para el lector. El trabajo de Vergara (2016) arrojó cierta luz sobre las raíces nietzscheanas de este ensayo, en prosecución de las insinuaciones realizadas anteriormente por Sobejano, a saber, que La lámpara es un texto que dialoga orgánicamente con El nacimiento de la tragedia de Nietzsche. Como ya ha sido señalado por la crítica (Vergara 2016: 114), hay algo en la propia escritura de la obra que la conecta con la prosa de Nietzsche: el estilo elíptico, el gusto por el aforismo sintetizador, el carácter místico del que el filósofo hace rara gala en su primer libro, etc. Más allá de esta proximidad formal y textual, tres son los elementos de coincidencia en los que nos concentraremos brevemente: (a) el deseo de que el arte nuevo permita recuperar el esplendor del arte de la edad de oro; (b) la idea de que esa recuperación está íntimamente ligada con la música; y (c) la detección, en el terreno del arte, de dos fuerzas contrarias que compiten y que son equivalentes a los conceptos nietzscheanos de lo apolíneo y lo dionisíaco. La primera meditación de “El anillo de Giges” está dedicada, en pocas palabras, a la búsqueda del estilo propio por parte del escritor. En un determinado momento vemos a Valle enfrentándose a su reflejo. En una imagen onírica o sicodélica, nos muestra cómo una suce-

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sión de máscaras se va retirando de su cara hasta llegar a la máscara primitiva de un sátiro: Otro día, sobre la máscara de mi rostro, al mirarme en el espejo, vi modelarse cien máscaras en una sucesión precisa, hasta la edad remota en que aparecía el rostro seco, barbudo y casi negro de un hombre que se ceñía los riñones con la piel de un rebeco, que se alimentaba de miel silvestre y predicaba el amor a todas las cosas con rugidos (Valle-Inclán 2002: 1911).

A continuación, Valle nos habla de quién es su daemonium, palabra que puede entenderse en el sentido más inmediato, es decir, el del doble demoníaco, el doble malvado, del autor, o en el sentido etimológico de daemonium como δαίμων, es decir, genio o espíritu protector o, incluso, destino: Otro día logré concretar la forma de mi Daemonium. Ya lo había visto cuando niño, bajo los nogales de un campo de romerías: es un aldeano menudo, alegre y viejo, que parece modelado con la precisión realista de un bronce romano, de un pequeño Dionysos. Baila siempre en el bosque de los nogales, sobre la hierba verde, a un son cambiante, moderno y antiguo, como si en la flauta panida oyese el preludio de las canciones nuevas (Valle-Inclán 2002: 1911).

Detengámonos un momento en esta la oposición entre el Dionisoviejo y el pequeño-Dioniso, porque el afán de que lo dionisíaco regrese, condensado en ese viaje milenario de Valle frente al espejo, es análogo al anhelo nietzscheano de que regrese la tragedia dionisíaca tal como había sido conocida en Grecia. En ambos autores emerge una clara determinación de encontrar la manera de que el arte antiguo vuelva al presente o sea vertido en formas contemporáneas que lo revivan. Así, en la meditación V de “El milagro musical”, dedicada al género poético del romance, Valle señala la necesidad de recuperar el espíritu dionisíaco español para que pueda ser adecuadamente conjugado con el estilo literario que impone el presente. Se lamenta nuestro autor porque “se ha perdido el tempero jocundo y dionisíaco, la tradición de sementeras y vendimias; el grave razonar de leyes y legistas fueron los racimos de la vid latina por aquel entonces estrujados en

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el ancho lagar de Castilla” (1928). Concluye Valle-Inclán afirmando, esta vez sin ninguna clase de retórica, la necesidad de que lo nuevo y lo viejo se den la mano en el arte: Amemos la tradición, pero en su esencia, y procurando descifrarla como un enigma que guarda el secreto del Porvenir. Yo para mi ordenación tengo como precepto no ser histórico ni actual, pero saber oír la flauta griega (Valle-Inclán 2002: 1928).

La segunda de las concomitancias que hemos apreciado entre La lámpara y El nacimiento de la tragedia es la importancia que ambas obras otorgan a la música en el empeño de revitalizar el arte. Así, si Nietzsche había dedicado largas páginas al drama musical griego y a defender que la ópera de Wagner encerraba la promesa de un retorno trágico, Valle se ocupará de este asunto en su obra “El milagro musical”, conjunto de meditaciones que comparten con El nacimiento de la tragedia una idea fundamental: en la obra de arte total la verdadera comprensión no reside en las palabras, sino en el espíritu de la música. En palabras de Valle: “En las canciones del alfabeto, la luz es un medio para el conocimiento, pero la esencia que exprimen las letras, es de la música”; “la suprema belleza de las palabras solo se revela, perdido el significado, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su ideología” (1931); “adonde no llegan las palabras con sus significados, llegan las ondas con sus músicas” (1923). Además, la esencia musical de la verdadera poesía está íntimamente relacionada con su performatividad, es decir, con su capacidad de hacerse música corporal, es decir, danza: Solamente en el baile se juntan los sutiles caminos de la belleza, sonido y luz, en una suprema comprensión. La armonía del cuerpo perdura en la sucesión de movimientos por la unidad del ritmo. El baile es la más alta expresión estética, porque es la única que transporta a los ojos los números y las cesuras musicales (Valle-Inclán 2002: 1931).

Se puede objetar que esta concepción musical y coreográfica del arte, tan fuertemente ligada al modelo de tragedia dionisíaca de

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Nietzsche, no encuentra desarrollo en la propia dramaturgia valleinclanesca. En comparación con otras, como la de García Lorca, Valle no es especialmente dado a la inclusión de canciones y bailes, por más que Divinas palabras acabe con una imponente escena coral y también haya momentos musicales en algunas de sus farsas y esperpentos1. A esta objeción responde acertadamente Greenfield al indicar que, en Valle, “la música toma formas indirectas, sobre todo, la musicalidad del verso y de la prosa”; cosa muy similar, nos dice, pasa con la danza, que puede verse “más en ritmos y en el movimiento estilizado que en el baile formal” (1990: 32-33). Pero no podemos olvidar que la música es el arte dionisíaco por excelencia, de modo que es el espíritu dionisíaco el elemento común a las dos pretensiones que hasta ahora hemos analizado, a saber, el deseo de generar un arte nuevo con las calidades del antiguo, y de que esté dotado de las potencialidades únicas que confiere la música. Cuando Valle hace suya esta asociación de Dioniso con la música, idea genuinamente nietzscheana, vuelve a delatar su conocimiento del filósofo: El concepto sigue siendo obra de todas las palabras, está diluido en la estrofa, pero la emoción se concita y vive en aquellas palabras que contienen un tesoro de emociones en la simetría de sus letras. […] ¡Toda nuestra vida dionisíaca entrañada de intuiciones místicas! (Valle-Inclán 2002: 1924).

Como suele suceder con las meditaciones de La lámpara, es el aforismo de la III meditación de “El milagro musical” el que resuelve todas las dudas que podríamos albergar aún sobre el papel que tiene

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En el caso de Luces de bohemia la música está restringida al ámbito de la escena IX, la del Café Colón, donde hay un pianista y un violinista: “El compás canalla de la música, las luces en el fondo de los espejos, el vaho de humo penetrado del temblor de los arcos voltaicos cifran su diversidad en una sola expresión” (ValleInclán 2021: 414). Rubén, se nos dice, suele sentarse enfrente de los músicos. El final de la pieza tiene, según la acotación, un “aire de opereta” (Valle-Inclán 2021: 421). No parece ser casual que la música haga aparición en una de las escenas más nítidamente dionisíacas de la pieza.

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la música en el retorno de esa sombra desconocida que es Dioniso: “Solamente cuando nos perdemos por los musicales senderos de la selva panida, podemos oír los pasos y evocar la sombra del desconocido que va con nosotros” (Valle-Inclán 2002: 1924).

Luces de bohemia, entre Apolo y Dioniso Dado que Nietzsche es una de las piezas claves de la sabiduría trágica desarrollada por Valle-Inclán, es natural que muchas de sus piezas teatrales sean un magnífico ejemplo de tensión entre las formas puras de la tragedia clásica, excelsa y heroica, y las formas dionisíacas de la farsa, el carnaval, el grotesco, el entremés, el sainete, la zarzuela, etc. El esperpento puede ser leído, en este sentido, como un modelo de tragedia farsesca, o farsa trágica, en la que la nobleza de determinados personajes y acciones —pensemos en el Preso o en la Madre del niño de Luces— se ve compensada por la introducción de la deformación expresionista, no siempre cómica, pero casi siempre irónica y destructora. Ya Gonzalo Sobejano señaló con acierto que “Valle-Inclán es tal vez el escritor español en quien la dualidad Apolo-Dionisos manifiesta una pugnacidad más intensa y sostenida” (2004: 227). Y también Buero Vallejo, minucioso analista de las diferencias entre las dramaturgias de Lorca y Valle, supo apuntar que, en este último, se produce a menudo un magnífico equilibrio entre ambas dimensiones, la apolínea y la dionisíaca, de la que, en última instancia, se deriva la importancia y trascendencia de su teatro. Para Buero, Valle-Inclán es uno de los pocos autores, si no el único, que anduvo cerca de lograr un equilibrio perfecto entre lo apolíneo y lo dionisíaco: […] consciente de esa armonía de contrarios en que su obra entera reside, don Ramón creería muy en serio en la posibilidad de alcanzar plenitud trágica partiendo de lo cómico, y muy superficialmente por el contrario con su famosa “superación del dolor y de la risa” (Buero Vallejo 1994: 208).

La perspectiva de Buero es que Valle, a pesar de lo que dictaba su teoría deformante, descendía para mirar a sus personajes de pie, “y no

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solo con ternura, sino a punto, casi, de arrodillarse” (202), porque “la mirada demiúrgica que proponía era ya formidable herramienta desenmascaradora de nuestras lacras sociales y de la pequeñez que estas nos confieren” (249). En opinión de Buero, esta capacidad para hacer que los esperpentos sean algo más que farsas ligeras es la que otorga a Valle un valor literario trascendente. Prueba de ello sería La reina castiza, obra que “intenta ser un esperpento absoluto”, es decir, “pura befa deshumanizada”, y que, por ello mismo, se queda “en simple farsa” (206). Según expresa Buero en el ensayo “De rodillas, de pie, en el aire”, los conatos humanizadores que se aprecian en otras obras significan, en este sentido, que Valle “en el fondo está añorando la vuelta de una verdadera tragedia que solo él sería capaz de escribir y no los Quintero, pues vuelve a proclamar la supremacía shakespeariana” (206). El empeño de Buero es, como vemos, subrayar que los elementos apolíneos de la obra de Valle son los que le confieren su realce. Y, en la misma línea, la crítica se ha ocupado de enfatizar la importancia de todos los rasgos apolíneos que adornan —y más bien dominan— Luces de bohemia: las escenas VI y XI son los mejores ejemplos de esa mirada humanizadora —euripídea, diría Nietzsche—, pero no son las únicas: Madame Collet y Claudinita, la Lunares, y también el propio Max, al menos en algunas ocasiones, se libran de la pira cáustica del esperpento y son mirados con luces de sincero respeto. Pero ello nos podría inducir a pensar —y en esta idea han caído hasta la fecha muchas puestas en escena— que Luces de bohemia es una tragedia pura, apolínea, y que en ella no hay más esperpento que su pura enunciación teórica en la escena XII. Desde esta idea, sería Martes de Carnaval la expresión más ajustada de la farsa esperpéntica. En mi opinión, Luces es una obra más apolínea que dionisíaca, del mismo modo que las piezas de Martes de Carnaval se me antojan más dionisíacas que apolíneas; en todas estas obras aprecio elementos de las dos tonalidades, si bien nunca hilvanados con estricta simetría. Si se me pidiera opinión, afirmaría que la única obra en la que Valle alcanzó una ponderación exacta y magistral de lo apolíneo y lo dionisíaco es Divinas palabras. Pero vayamos, pues, adentrándonos en la pulsión dionisíaca de Luces, por más que esta sea algo más sutil que en el resto de los esper-

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pentos. Comencemos por lo más evidente: la atmósfera dionisíaca que sirve de trasfondo a toda la pieza, y que se enmarca en lo que yo he denominado en otros lugares el cosmos ebrio que, en general, define el teatro valleinclanesco. Se trata de una presencia estructural del alcohol, en tanto que paraíso artificial, en las obras como uno de los más señeros expedientes de desrealización y deformación. En lo relativo a Luces de bohemia, no es difícil concluir que la obra es la crónica de la borrachera más excepcional de nuestra tradición dramática. La tragedia de Máximo Estrella se desencadena, de hecho, porque Don Latino se lo lleva fuera de casa a beber. Su mujer y su hija, Claudinita, saben que las consecuencias de esa salida serán la borrachera y la pérdida del poco dinero que tienen: “¿Sabes cómo acaba todo esto? ¡En la taberna de Pica Lagartos!”, predice Claudinita al final de la primera escena (Valle-Inclán 2021: 347). Allí se dirigen Don Latino y Max tras pasar por la cueva de Zaratustra. En la escena III les sorprendemos bebiendo “dos quinces de morapio”, es decir, dos vasos de vino tinto de a 15 céntimos (Caudet 2017: 326, nota). En el trascurso de esta escena, clave para el desarrollo de la obra porque en ella Max pierde la capa, el poeta pedirá al chico de la taberna que le dé una petaca para seguir bebiendo (Valle-Inclán 2021: 361); luego, invitará a la Pisa Bien a una “copa de Rute”, anís procedente de la homónima localidad cordobesa. A estas alturas el acotador nos dice que Max “tosió cavernoso, con las barbas estremecidas, y en los ojos ciegos un vidriado triste, de alcohol y de fiebre” (363). Luego, pedirá otro vaso de vino (365). En la taberna aparece, además, el Borracho que lleva el nombre parlante de Zacarías, padre del Bautista, el que impone los nombres. Su frase reiterada —“¡Cráneo previlegiado!”— llegará a ser la que cierre la obra, lo que da buena cuenta de la importancia de este alcohólico en el discurso metateatral de Luces. Max intentará volver a casa después de haber perdido la capa —“De rodar y beber estoy muerto” (370)—, pero Don Latino le animará a progresar en este particular descenso a los infiernos. El Sereno será el primero que aluda a la borrachera de Max —“¿Habrá que darle amoniaco?”, pregunta (377)—, y los guardias los primeros que le insulten por ello: “¡Borracho! ¡Golfo!” (384). Cuando sale del Ministerio de la Gobernación, Dieguito y el Ministro le contemplan mientras se va, “oliendo a aguardiente” (412).

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Invertirá el dinero que le ha dado su amigo el Ministro en beber más, esta vez en el contexto ritual del encuentro con Rubén Darío, que es presentado como una suerte de sacerdote báquico, sentado frente a su vaso de ajenjo y con los labios húmedos (415). La conversación entre ambos se remata con un brindis sagrado, tras el cual la escena deviene en éxtasis musical, en medio de un ambiente cuasi operístico, sicodélico, cabaretero, como si por un momento se evocaran las fiestas dionisíacas en los moulins de París: Rubén. […] ¡Bebamos a la salud de un exquisito pecador! Max. ¡Bebamos! (Levanta su copa y, gustando el aroma del ajenjo, suspira y evoca el lejano cielo de París. Piano y violín atacan un aire de opereta, y la parroquia del café lleva el compás con las cucharillas en los vasos. Después de beber, los tres desterrados confunden sus voces hablando en francés. Recuerdan y proyectan las luces de la fiesta divina y mortal. ¡París! ¡Cabaretes! ¡Ilusión! Y en el ritmo de las frases, desfila con su pata coja, Papá Verlaine.) (ValleInclán 2021: 421).

En la escena duodécima, en la que Max morirá de frío “completamente borracho”, según palabras de Don Latino (Valle-Inclán 2021: 441), este último le espetará varias veces que está “curda” (437) y “carcunda” (435). Se nos llegará a decir, finalmente, que el esperpento está “en el fondo del vaso”. La atmósfera alcoholizada no finaliza con la muerte del poeta ciego: Don Latino se presenta en su velorio con “la tos clásica del tabaco y del aguardiente”, “tambaleándose” y dando evidentes muestras de hallarse en un estado alterado de conciencia (445).

Escena II: la cueva de Zaratustra Para precisar un poco mejor el papel que la filosofía trágica nietzscheana pudo tener en la configuración de Luces de bohemia, vamos a detenernos un instante en la escena segunda —recordemos que se trata de una incorporación de la edición del año 24—, en la que nuestro

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autor desliza el más nítido guiño a Nietzsche de toda su obra a través del personaje de Zaratustra, trasunto del librero Gregorio Pueyo, gran editor de la golfemia madrileña. Ya hemos tenido ocasión de vislumbrar que son escasos y velados los tributos que brindó Valle al filósofo alemán. A pesar de la indeleble huella que Nietzsche dejó en el dramaturgo gallego, rastreada detenidamente en estas páginas, don Ramón solo deslizó algunas pistas vagas que nos puedan conducir a esta influencia: algunas paráfrasis veladas en La lámpara, la ocurrencia en dos ocasiones de la palabra Dioniso y el nombre de un personaje de su obra más lograda. Tal como ha reconocido recientemente Caudet (2017: 312, nota) la onomatología del personaje de Zaratustra en Luces de bohemia, anfitrión del divertido contubernio al que asisten Max y Don Latino en la escena segunda, constituye una prueba segura de que Valle conocía Also sprach Zarathustra de primera mano. Cabe preguntarse, para comenzar, si el dramaturgo podría haber tenido noticia del profeta por vías ajenas a Nietzsche. Es cierto que el zoroastrismo es una de las corrientes filosóficas que alimentaron la teosofía. Sin embargo, las voces Zaratustra y Zoroastro son raras en nuestra lengua, según nos demuestra el Corpus Diacrónico del Español (CORDE), que no ofrece resultados para Zaratustra y solo recoge un caso de Zoroastro en un libro de astrología de 1690. El Tesoro de la lengua de Covarrubias sí recoge la entrada “Zoroastes”, que es, según dice, el “rey de los bactrianos” y “primer inventor de la arte Mágica” (Covarrubias 1611: 213v). En cualquier caso, hemos podido concluir que la ocurrencia de la palabra Zaratustra está directamente vinculada con Nietzsche, porque cualquier otra fuente a la que hubiera podido tener acceso Valle habría dado, con toda probabilidad, la lección Zoroastro, que era la usual en España2. Pero lo más importante es que la presentación que hace don Ramón de su personaje en la segunda escena de Luces de bohemia —por

2 De acuerdo con Sobejano, alguno de los primeros traductores de Nietzsche, como Luis Jiménez García de Luna, empleaba la voz Zoroastro para traducir del alemán Zarathustra (2004: 77), lo que demuestra que, efectivamente, esta voz, y no Zaratustra, era la habitual en castellano hasta la llegada del autor de Röcken.

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cierto, es la única vez en toda su obra que menciona a Zaratustra— es inequívocamente nietzscheana y, de hecho, es difícil explicar el número de coincidencias detectado sin asumir esta conexión. El personaje nietzscheano habita en una cueva (Höhle) con varios animales, aunque solo se identifica específicamente a un león y a las dos criaturas heráldicas de Zaratustra: el águila y la serpiente. Max y Don Latino llegan en Luces a la librería de Zaratustra, que también es una “cueva” en la que pululan animales: un loro, un perro, un gato, etc. No es descabellado sostener que el loro constituye la degradación esperpéntica del águila nietzscheana, y el gato lo mismo con respecto al león que también sabemos que habita en la cueva del Zaratustra nietzscheano (Nietzsche 2008: 439-440). Todo ello podría no ser más que una boutade hermenéutica si no se encontrara en la cueva del Zaratustra valleinclanesco el otro animal simbólico, la serpiente, aunque de una forma metafórica: la acotación señalada “la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente” que luce el librero (Valle-Inclán 2021: 349). Nótese, además, que el color de la piel de este Zaratustra le conecta con el personaje nietzscheano, pues es blanco amarillento —“tocino rancio”—, es decir, es ario, como buen iraní. Si a todo ello sumamos que el nombre de Don Gay podría encerrar una secreta alusión al libro nietzscheano que mejor conocía Valle, el paralelismo entre estas dos cuevas quedaría redondeado. Además, existen similitudes entre la tertulia a la que asisten Max, Don Latino, Don Gay y Zaratustra y la que el profeta del ultrahombre mantiene en la cueva con sus discípulos: el rey de la derecha, el rey de la izquierda, el viejo mago, el papa, el mendigo voluntario, la sombra, el concienzudo del espíritu, el triste adivino y el asno (Nietzsche 2008: 379). Se trata, en ambos casos, de grupos de personajes grotescos que se concitan alrededor de un Zaratustra para hablar de una nueva humanidad, porque esa es la principal materia de la que tratan también en la cueva madrileña: “Maestro, tenemos que rehacer el concepto religioso en el arquetipo del HombreDios. Hacer la Revolución Cristiana, con todas las exageraciones del Evangelio” (354). De acuerdo con Smith, este regreso al cristianismo primitivo propuesto en la escena segunda de Luces de bohemia guarda cierta relación con la religión dionisíaca, puesto que, según este crítico, Cristo es considerado por Valle el sucesor de Dioniso, y ocupa en

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la tragedia contemporánea el papel que Nietzsche había conferido al dios tracio en la antigua: Para Friedrich Nietzsche, el mito de Dioniso era una pauta esencial de la tragedia griega, así como Luces de bohemia es una recreación del mito del sucesor de Dioniso, Cristo, devorado, como él, en forma de carne y vino, y que resucitaba, como él, en la primavera (Smith, 1989: 61).

La hipótesis no es descabellada, entre otras cosas porque Nietzsche fue el primero en establecer los vínculos y disensiones entre Dioniso y el Crucificado (2005: 145).

Escena IX: “¡Eterna la Nada!” En segundo lugar, concentrémonos un instante en la escena IX, en la que Max y Don Latino se encuentran con Rubén Darío en el Café Colón. En el encuentro, Valle-Inclán muestra un evidente afán por contrastar a ambos personajes, de manera que a ratos cada uno de ellos parece el negativo deformante del otro. Dice Francisco Umbral en Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué que Darío, junto al Marqués de Bradomín, es el único personaje “respetado” en Luces de bohemia (2007: 305). Manuel Aznar, por su parte, considera que la repetición del adjetivo admirable en labios del poeta le dota de un cierto aire grotesco (2017: 304), pero nos recuerda que Valle admiró sinceramente al nicaragüense. La amistad entre ambos, teñida efectivamente de admiración mutua, fue real y queda acreditada por el hermoso soneto que Darío le dedicó a Valle en El canto errante (1907)3. Pero ello no es óbice para que, en mi opinión, Valle-Inclán se preste a presentar al vate hispanoamericano como una nítida imagen de la vanagloria, de la impostura poética y del trasnochado tono sacerdotal del simbolismo francés. Max y Don Latino vi-

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El trabajo de Julio Vélez incluido en este mismo volumen da buena cuenta de la intensa relación personal y literaria entre los dos autores.

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sitan al dios de la poesía —se habla de “su máscara de ídolo”, “gesto de ídolo”, de “tristeza vasta y enorme esculpida en los ídolos aztecas”—, o a su sumo sacerdote —se habla del “gesto sacerdotal” del poeta— en el templo sagrado del modernismo —la tertulia del café—, y lo que se van a encontrar, sentada “enfrente de los músicos”, “como un cerdo triste”, no es tanto a Rubén Darío-hombre, sino una encarnación de su poesía: pretenciosa, alambicada y cursi. En este sentido, parece que la praxis escénica ha ido por delante de la crítica, pues son muchos ya los directores que sí han visto en el personaje de Rubén una sátira del poeta atávico del modernismo, pontífice del nihilismo, sentado en su cátedra del café y bebiendo-consagrando el santo cáliz del ajenjo. La presentación de Rubén en la escena IX encierra, además, un velado guiño al soneto que el nicaragüense le dedicara a Valle. En él, Darío imagina a Valle como a un sátiro, como una escultura viva de un dios que no puede ser otro que Dioniso: Este gran don Ramón de las barbas de chivo, cuya sonrisa es la flor de su figura, parece un viejo dios, altanero y esquivo, que se animase en la frialdad de su escultura (Darío 2009: 151).

En la acotación inicial de esta escena de Luces, es Valle ahora quien habla de la sonrisa húmeda de Darío, y de su rostro de dios viejo que también se anima en la frialdad de su escultura, con lo que le atribuye a él todos los rasgos dionisíacos que el vate nicaragüense le había dedicado años atrás: Por entre sillas y mármoles llegan al rincón donde está sentado y silencioso Rubén Darío. Ante aquella aparición, el poeta siente la amargura de la vida y, con gesto egoísta de niño enfadado, cierra los ojos y bebe un sorbo de su copa de ajenjo. Finalmente, su máscara de ídolo se anima con una sonrisa cargada de humedad. El ciego se detiene ante la mesa y levanta su brazo, con magno ademán de estatua cesárea (Valle-Inclán 2021: 415; los destacados son míos).

La acotación no tiene desperdicio, más allá de la referencia encubierta al soneto. Con su “gesto egoísta de niño” Darío cierra sus

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ojos para no ver a Max, cuya presencia evidentemente le desagrada. En nuestra opinión, Max comparte con el Montenegro de las Comedias bárbaras la naturaleza dual, apolínea y dionisíaca, o lo que es lo mismo, crística y anticrística. En esta novena escena, el encuentro del poeta ciego con Rubén Darío ejemplifica con solvencia el trueque especular de características que se da en Max. Rubén es presentado como una suerte de sacerdote pagano, a punto de libar una copa de ajenjo y presto a recitar siderales versos modernistas. Por el contrario, Max es el “Nazareno melenudo, ciego palabrero” del que nos habla Smith (1989: 59). Sin embargo, cuando la conversación entre ambos avanza comprobamos que Darío defiende un cristianismo misticista rancio y amanerado, que contrasta con el cínico ateísmo de Max: Max. ¿Tú eres creyente, Rubén? Rubén. ¡Yo creo! Max. ¿En Dios? Rubén. ¡Y en el Cristo! Max. ¿Y en las llamas del Infierno? Rubén. ¡Y más todavía en las músicas del Cielo! Max. ¡Eres un farsante, Rubén! Rubén. ¡Seré un ingenuo! […] Max. Para mí, no hay nada tras la última mueca. Si hay algo, vendré a decírtelo (Valle-Inclán 2021: 419).

Así pues, a pesar de las reminiscencias cristológicas que se hacen patentes en la figura de Max, estudiadas por Smith (1989) y otros (Pérez-Rasilla 2009), en su boca escucharemos una de las más contundentes afirmaciones del nihilismo pasivo nietzscheano jamás pronunciadas por un personaje del teatro español, y eso que es breve y concisa: “Eterna la Nada” (Valle-Inclán 2021: 418). Creo que en esta escena Rubén, presentado como vate angélico, es el contrapunto apolíneo —aunque también satírico— del dionisíaco Max Estrella. Representan la misma dualidad que Valle retratara años antes en Romance de lobos, cuando Fuso Negro y Don Juan Manuel de Montenegro tienen la visión de un ángel y un demonio cavando la fosa del linajudo (Santiago Romero 2018a). Ángel y demonio, en aquella

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pieza, laboran por un objetivo común: consagrar la tragedia del hidalgo. Aquí, Rubén y Max representan los dos focos de la elipse trágica nietzscheana. Rubén, atemorizado por la muerte, rechaza las osadías escatológicas de Max, cuyo nihilismo le acerca más a Nietzsche que al poeta nicaragüense.

Conclusiones La década de 1910 fue testigo de un auténtico estallido nietzscheano entre los intelectuales españoles. Fueron muchos los que acogieron con fervor los postulados del filósofo alemán y conformaron una auténtica juventud nietzscheana, tal y como fue definida en diferentes lugares por algunos literatos sénior como Azorín y Gómez de la Serna. Fueron años de un nietzscheísmo enfebrecido y lleno de pose, definido por un iconoclasticismo superficial y ciertos mantras aprendidos en tertulias y, rara vez, leídos en mediocres traducciones francesas. Los años 20 y 30, en cambio, se caracterizaron por el aquietamiento de aquellas furibundas hordas nietzscheanas: la idolatría dio paso a una actitud más serena y sosegada, y con ella a un conocimiento más profundo del pensamiento del autor. Por ello no puede extrañar que en este período las obras que pueden considerarse escritas bajo el influjo de Nietzsche presenten una mayor madurez en lo relativo a esta presencia filosófica. Luces de bohemia, texto de frontera por excelencia de nuestro teatro, es una obra escrita en este segundo período pero ambientada en el primero: los poetas modernistas retratados en ella son aquellos nietzscheanos que en 1909 correteaban las calles de un Madrid absurdo, brillante y hambriento con ínfulas revolucionarias. “Ustedes no creen en nada”, les dice Don Filiberto en la séptima escena (Valle-Inclán 2021: 402), motejando con claridad ese nihilismo frívolo y superfluo. Frente a este nietzscheísmo de bagatela se erige el de Max Estrella y su dictum “eterna la nada”, que pone de manifiesto una profunda comprensión de determinados elementos del pensamiento de Nietzsche. Toda la obra mide con metódica exactitud la mezcla de elementos apolíneos y dionisíacos, los cuales, a diferencia de lo que se suele pen-

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sar, aparecen concentrados en determinados momentos —las escenas II y IX, aquí analizadas, pero también en la III, y X, por ejemplo— que funcionan como descargas ditirámbicas en medio del calvario del poeta ciego. Precisamente es Max, la Estrella Resplandeciente de la mágica noche bohemia, la figura en quien la dicotomía Apolo-Dioniso se manifiesta más tensionada. Asociado con determinados personajes —Zaratustra, Don Peregrino Gay, la Pisa Bien, Don Latino, Rubén Darío— y circunscrito a un ambiente decadente y alcoholizado, el dionisismo de esta obra está, como vemos, íntimamente relacionado con el ámbito nocturno, tiempo de la no-luz, del no-Apolo. Esas luces de la noche evocan los pulsos de dignidad trágica irradiados en medio de las sombras de Dioniso, señor oscuro, príncipe de la bohemia.

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Cien años de la publicación de Luces de bohemia en la revista España. Entre luces y sombras en la prensa Ignacio Amestoy Universidad Internacional de La Rioja Dramaturgo

Estamos en 2020. Hace cien años de la muerte de Benito Pérez Galdós. Y cien años de la publicación de la obra de Ramón del ValleInclán, Luces de bohemia; en donde, al pairo, y como quien no quiere la cosa, se da cuenta del óbito del autor de Electra unos meses antes. En aquel 1920, Galdós había llegado a los 76 años y Valle-Inclán a los 53. Hemos de decir que los dos autores estuvieron siempre cerca de… la prensa. En 1865, un año antes del nacimiento de Valle-Inclán, Galdós escribe en La Nación, de Pascual Madoz, sobre la Noche de San Daniel, que supuso la caída de Narváez: “¿Qué tendrá Madrid, que está tan cabizbajo y cariacontecido?”. Tras sus crónicas parlamentarias en

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el periódico Las Cortes, de Evaristo San Miguel, será decisivo su padrino periodístico, el progresista José Luis Albareda, que primero le hará director de El Debate, donde hizo y escribió de todo de forma entusiasta, nombrándole luego director de la Revista de España, de febrero del 72 a noviembre del 73; hasta que Benito se hartó de los manguitos, las correcciones y los chibaletes… Tras cambiar el percal de la redacción por la seda del gabinete de novelista, sabrá volver, oportunamente, a la prensa. En 1903, con su “Soñemos, alma, soñemos”, criticando “el amojamado esperpento de las viejas rutinas”. Y en 1909, en El País, España Nueva y El Liberal, al tiempo, cuando llama “Al pueblo español”, para que “la Nación se levante”, ante la “desaforada aventura de la guerra del Rif y las enormidades de Barcelona”, apelando a los republicanos para “levantar un fuerte muro entre España y el abismo”. La relación de Valle-Inclán con el periodismo es más continuada, interesado sobre todo por la publicación de sus obras, que primero saldrán en periódicos; luego, en libros. Así, en 1920, hace cien años, cuestión que nos ocupa, en la revista España se publica Luces de bohemia sin unas escenas, se puede pensar, censuradas. Hablamos antes de Madoz, San Miguel y Albareda, en relación con Galdós. Y hemos de hablar de Ortega y Gasset, Araquistáin y Azaña, en relación con la revista España y Valle-Inclán. La revista España vivió desde 1915 hasta 1924. Nueve años fecundos, primero dirigida por José Ortega y Gasset; más tarde, por Luis Araquistáin (del 16 al 22) y, hasta su cierre, por Manuel Azaña. Llevó como subtítulo en la mancheta el de “Semanario de la vida nacional”, y tuvo vocación de revista popular; entiéndase, una revista rigurosa, pero que pudiera llegar a un lector amplio. España había nacido de un empeño del filósofo. El 23 de marzo de 1914, Ortega pronunció su conferencia “Vieja y nueva política”. Fue el primer acto público de la Liga de Educación Política Española, creada por Ortega e intelectuales cercanos al Partido Reformista. Era una oposición frontal al mecanismo político de la Restauración. Entre las muchas acciones que se anunciaron, figuraba en primer lugar la de sacar una publicación. Fue la revista España. Y la generación del 14 se subió al barco, junto a personajes renombrados de la anterior genera-

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ción del 98: Baroja, Unamuno, Antonio Machado, Martínez Sierra, Díez Canedo, Eugenio d’Ors, Pérez de Ayala, Maeztu, Rivas Cherif, Juan Ramón y… Valle-Inclán. Ortega, tras la experiencia directiva, de poco más de un año, dejará pasar casi dos hasta que llega la botadura de su más importante proyecto editorial, el diario El Sol. Es una prolongación de España. Va a competir con los grandes: ABC, del poderoso Luca de Tena, y El Imparcial, Heraldo y El Liberal, del trust del todopoderoso Miguel Moya. Como empresario de El Liberal, Miguel Moya podría ser el Buey Apis de Luces de bohemia, verdugo de Alejandro Sawa, nuestro Max Estrella; más que García Prieto, empresario de La Prensa citado por ValleInclán, como inspirador de El Popular de la obra. Y digámoslo ya: el que una escena de Luces de bohemia se desarrolle en un periódico, en El Popular, no deja de ser un crítico homenaje de don Ramón, notable periodista, a la prensa. Sin Ortega, España sigue su andadura. Aunque deja de estar capitaneada por el filósofo…, tiene tras de sí a Luis García Bilbao, “de gesto áspero y mirada ingrata…, en defensa de su ternura”, según don Ramón, quien puso el capital inicial, 50 000 pesetas. Con el socialista Araquistáin la revista se estabiliza. Los cincuenta mil ejemplares iniciales Ortega los dejó en dieciocho mil, que Araquistáin, con su periodismo más agresivo y profesional, estabilizó en veinte mil. La clara definición izquierdista de la revista le origina algún que otro contratiempo a Araquistáin. Del 9 de agosto al 25 de octubre de 1917, la revista es suspendida por no haber respetado la censura previa impuesta por la huelga general. Araquistáin es detenido junto con García Bilbao y Corpus Barga. España será un baluarte firme en la defensa de la prensa. En 1920, en el mismo número en que se empieza a publicar en folletón Luces de bohemia, se da cuenta de la constitución de la sociedad anónima España. Con García Bilbao, Araquistáin queda al frente de la sociedad. Tras la constitución de esta, la revista volvió a ser suspendida de febrero del 21 a enero del 22. En enero del 23, antes del golpe de Primo, la dirección pasa a Azaña. Araquistáin, colega de Largo Caballero, las veía venir…

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La relación de Valle-Inclán con la prensa tiene sus orígenes en su niñez, cuando vive de cerca las peripecias de su padre como editor de algunas publicaciones en su Galicia natal. Luego, ya en Madrid, abundantes serán los contactos de Valle-Inclán con los periódicos a través del más variado tipo de colaboraciones: desde el folletón hasta el artículo o los versos. Sin olvidarnos de trabajos publicitarios, como eslóganes, que a veces eran difundidos por ¡la radio! Así, la prensa fue durante una buena parte de su vida la principal fuente de ingresos, y también de preocupaciones. Una relación de amor y odio. Dejando a un lado una colaboración inicial —en 1895— y otra ya postrera —en su difícil 1932—, las dos en Blanco y Negro, poca conexión tiene el escritor con la empresa editora de ABC, a cuyas más representativas figuras: su director, don Torcuato Luca de Tena, y su periodista más significativo, “don” Azorín, ridiculizará el dramaturgo en su sensacional esperpento ¿Para cuándo son las reclamaciones diplomáticas?, obra en la que son protagonistas los citados, convertidos, respectivamente, en Don Herculano Cocodoro, director del periódico El Abanderado de las Hurdes, y Don Serenín, su jefe de redacción. Se publica en 1922, en la revista España, ¡el 15 de julio! Alfonso XIII había viajado a Las Hurdes tres semanas antes, en olor de... propaganda, entre el 20 y el 26 de junio. Un esperpento documental, de auténtico dramaturgo-reportero. No será buena la relación de Valle-Inclán con la prensa más conservadora, a excepción de la carlista, con la que, por otra parte, tampoco colabora con asiduidad. Donde Valle-Inclán se encontrará mejor y más comprendido será, por un lado, en las revistas generales o culturales, y por otro, en las publicaciones regulares de novela corta o teatro. Así, en el primero de los casos, publicará en 1899 en La Vida Literaria, de Benavente. En La Pluma, de Azaña y Rivas Cherif, en 1920, dará a la luz Farsa y licencia de la reina castiza; en el 21, Los cuernos de don Friolera, y en el 22, Cara de plata. También en 1920, en Gráfica Ambos Mundos, La enamorada del rey. Y en Artes de la Ilustración, en 1922, Farsa y licencia de la reina castiza, en una nueva edición. En cuanto a publicaciones regulares de novela corta o teatro, en La Novela Mundial publica, en 1926, Ligazón. Auto para siluetas y, en

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1927, La hija del capitán. Esperpento; y en La Novela de Hoy, en el 29, Otra castiza de Samaria (estampas isabelinas). Con todo, más significativa es su publicación en los grandes diarios. Los coqueteos con El Liberal, de Miguel Moya, donde colaboró hasta su muerte Alejandro Sawa, no le darán más que dolores de cabeza. Es indignante el segundo premio que el periódico le otorga en 1902 por su cuento Malpocado, dejando desierto el primero; forman parte del jurado su odiado Echegaray, Eugenio Sellés y José Nogales. Tendrá más fortuna con otro de los periódicos del trust, El Imparcial, que, dirigido por Ortega Munilla, padre de don José, acogerá, gracias a los oficios del médico socialista Verdes Montenegro, un buen número de sus trabajos desde 1901 hasta 1920. Allí publica, cobrando cincuenta pesetas por pieza, entre otras creaciones, Sonata de estío, Sonata de primavera, Águila de blasón o La lámpara maravillosa. Con El Imparcial, además, marchará en 1916 al frente occidental, como enviado especial, para escribir crónicas sobre la Gran Guerra, una experiencia para él inolvidable. La media noche. Visión estelar de un momento de guerra será una de sus joyas. Un carlista en plan aliadófilo, como el rojo Araquistáin, y como su no demasiado amigo Galdós. La buena relación que tiene con José Ortega Munilla la tiene con José Ortega y Gasset. En El Sol, en 1919 (junio-julio), aparece en folletón Divinas palabras. Luego, tras la marcha de Ortega y Urgoiti del periódico, por su giro monárquico a finales de marzo del 31, El Sol querrá dar, con Manuel Aznar al frente, un aire republicano al rotativo. A las pocas semanas de haber llegado la república, ValleInclán publicará La corte de los milagros (octubre-diciembre del 31), Viva mi dueño (enero-marzo del 32) y Vísperas septembrinas (juniojulio del 32). Julio Burell también apoyó a Valle-Inclán. Burell fue articulista renombrado, un poco decimonónico para los periodistas de los años veinte. “Parece un fondo de don Julio”, un artículo de fondo..., se comentaba de su escritura un poco pesada. A Burell le encargaron, los Gasset de El Imparcial, la salida en 1904 de El Gráfico, que se adelantaba al ABC, con similares armas ilustrativas. Burell, considerado por ello creador de la prensa gráfica española, se llevó a Valle-Inclán, y más tarde puso en marcha El Mundo —del que dimitió pronto—, donde

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publicó Valle-Inclán de 1907 a 1910. Para la crítica, Julio Burell está representado en Luces de bohemia por el Ministro. Desde 1933 hasta su muerte en 1936, Ahora, de Luis Montiel, cuenta con sus colaboraciones, algunas pertenecientes a El ruedo ibérico. El azañista Chaves Nogales, redactor jefe, quiere tener al escritor junto a él para un periódico que llegará a colocarse en cabeza de la difusión. El 31 de julio de 1920, sábado, sale a la luz en España Luces de bohemia, la obra cumbre de la literatura dramática española del siglo xx. Valle-Inclán publicó en la revista España, cada sábado, hasta el 23 de octubre del mismo año 20, doce de las quince escenas que la conforman, según la definitiva publicación en libro que hizo el autor en 1924, siendo excluidas en esta ocasión de 1920 las escenas siguientes: segunda, que tiene lugar en la cueva de Zaratustra y su entorno del Pretil de los Consejos, en la que “un retén de polizontes pasa con un hombre maniatado” (Valle-Inclán 2021: 353); sexta, la del encuentro de Max Estrella con el anarquista catalán, Mateo, en el calabozo número 2, y undécima, con el “tableteo de fusilada” para “un preso que ha intentado fugarse” (433-434). Es decir, faltan las escenas del anarquista, que inequívocamente quieren reflejar a Mateo Morral —a quien Valle-Inclán conoció, y reconoció tras su muerte—, el anarquista catalán que el día de la boda de Alfonso XIII, el 31 de mayo de 1906, arrojó la bomba en el Pretil de los Consejos precisamente. Por algo indica Valle-Inclán la acción allí y no en Jacometrezo, donde estaba la librería de Pueyo, el Zaratustra verdadero. Cuando Valle-Inclán publica la obra íntegra en 1924, las escenas conocidas apenas sufren leves modificaciones: algunos cambios de palabras, cierta precisión en las acotaciones, con supresión de reiteraciones... ¡Retoques! En la primera acotación: “Hora crepuscular” por “Hora canicular”… Es decir, lo más probable es que esas tres escenas eliminadas de la edición en folletón de España estuvieran ya escritas. Si tomamos la escena segunda de la edición del 24, la de la cueva de Zaratustra, vemos que tiene una coherencia total con la primera, donde ya Max anuncia su intención de ir a pedir más dinero por los ejemplares vendidos por Don Latino al librero. El propio Don Latino propone a Max: “Max, si te presentas ahora conmigo en la tienda

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de ese granuja y le armas un escándalo, le sacas hasta dos duros. Tú tienes otro empaque” (Valle-Inclán 2021: 346). La propuesta es muy concreta: “Habría que devolver el dinero recibido”, clama el ciego Estrella. Y salen. Aunque Claudinita, la hija de Max, anuncie al final de la escena, cuando ya la pareja de bohemios ha salido, que ella ya sabe que van a acabar en la taberna de Picalagartos —escena tercera de 1924, segunda de 1920—, en la calle de la Montera. ¡Lo que sí es cierto es que antes van a la librería de Zaratustra! O sea, a la escena segunda de 1924. Luego, fracasado el intento de conseguir más dinero, pararán donde Pica Lagartos, como intuye Claudinita, ¿quizá por una anotación última de Valle-Inclán, antes de la edición en España, al saber que no se va a publicar la escena que será segunda en 1924? Entra dentro de nuestra hipótesis. Las otras dos escenas eliminadas en 1920 tienen en común con la segunda esquilmada la presencia del anarquista, siendo el correlato total casi perfecto. La escena del encuentro con el Anarquista está en su lugar, y precede a la escena de los amigos de Max en la redacción de El Popular y a la escena de Max ante su viejo amigo el Ministro. Además, en la escena anterior, Serafín el Bonito le ha mandado a Max al calabozo: “Guardias, conduzcan ustedes ese curda al número 2”. No hay duda de que Max acaba en el calabozo número dos, donde está detenido el “hombre maniatado” de la escena segunda desaparecida en 1920. Por último, que la escena undécima de 1924 tuvo que estar es indudable; es necesaria para la coronación de la fábula. Con el niño muerto, el preso muerto y el grito de la madre coraje... Del calabozo sale el Anarquista con la convicción de que lo van a pasear. ¿Cómo le suicidaron a Mateo Morral, sin juicio, por la ley de fugas, tras su detención en Torrejón por un guardia jurado, dos días después de su fechoría en el Pretil de los Consejos, desde el alto balcón de la calle Mayor 88, hoy Mayor 84? “Van a matarme... ¿Qué dirá mañana esa prensa canalla?” (Valle-Inclán 2021: 391), se preguntaba el profético Mateo al abandonar el calabozo. La historia de Mateo, desde su prendimiento hasta su fin, es una acción paralela que nos vertebra la situación político-social del momento mejor que nada. El momento no es 1920 sino 1909, cuando muere Sawa y cuando se produce

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la Semana Trágica de Barcelona, no se olvide. Aunque en el 19 comience el pistolerismo en Cataluña y el 17 no haya sido de dulce. Y Max quiere introducir la escena undécima del 24, mostrando ya su desesperación para su holocausto: “Ese muerto sabía su fin…”, “me muero de rabia…”, “Nuestra vida es un círculo dantesco…”, “Latino, […] llévame al viaducto. Te invito a regenerarte en un vuelo” (431). ¡Una escena imprescindible! Dramatúrgicamente no se puede pasar de la escena de la Lunares a la escena de la muerte de Max sin la transición catártica del viaducto. ¿Por qué la supresión de las tres escenas? ¡Precisamente esas tres escenas! ¡Cuando en el número del Primero de Mayo de España ValleInclán ha publicado un dinamitero artículo titulado “Ganarás el pan”! ¡Cuando, el 3 de septiembre del 20, en La Internacional, órgano del PSOE partidario de adherirse a la III Internacional, entrevistado por Rivas Cherif, coincidiendo con la publicación en España de la escena en la redacción de El Popular, don Ramón dice: “¿Qué debemos hacer? Arte, no. No debemos hacer arte ahora porque jugar en los tiempos que corren es inmoral, es una canallada. Hay que lograr primero una justicia social”. Se suprimen las escenas, en fin, cuando Araquistáin, en La Pluma, de Azaña y Rivas, le dedica a Valle-Inclán —el 26 de septiembre de ese 1920, al tiempo que se publican en la revista que dirige, España, partes de las escenas de La Lunares y la muerte de Max— los siguientes versos: [...] Por Oriente, otra vez el Evangelio asoma, como hace veinte siglos asomó el cristianismo, y otra vez esta tierra en su mágica redoma, funde emoción y norma, la ley el bolchevismo. [...] Vos, don Ramón, que sois el primer bolchevique y el último cristiano —que sois fuego y justeza— consentidme que nueva tan buena os comunique.

En esferas periodísticas y políticas como las dominadas por Araquistáin y García Bilbao no se podía ignorar que Dato, recién llegado al poder en mayo, había recibido, antes de tomar el mando, por parte del capitán general de Valencia, Primo de Rivera, una recomendación

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para combatir a los anarquistas, para que “una redada, un traslado, un intento de fuga y unos tiros, resolvieran el problema”. No estaba el horno para bollos, así que mejor no publicar las escenas. ¿Quién tomó la decisión? En la decisión pudieron estar, además de Valle-Inclán, que cedería ante alguna compensación, Araquistáin y García Bilbao. Ese día salen con la Sociedad Anónima. Y quieren atraer accionistas. Y Dato quiere controlar la prensa y llevarla hacia la derecha. No es muy cuidada la presentación de Luces de bohemia en la revista España. Da la sensación de que, limado el asunto del anarquista, es una pieza correcta para todos. Para Araquistáin y para García Bilbao, sobre el papel, comienza una nueva época, y a Valle-Inclán no le importa que le pongan en la proa del movimiento obrero, y si, además, obtiene alguna compensación, mejor que mejor. ¡Pero es desastrosa la presentación de Luces de bohemia! Para empezar, se anuncia la publicación en la portada, pero en el interior no se hace ninguna presentación, ni de Valle-Inclán ni del esperpento. Serán doce escenas las que se ofrezcan, en trece entregas. Y salvo la undécima y la última, no se darán nunca completas. El no acabamiento de la escena primera hará que en las semanas posteriores exista un encabalgamiento del capítulo siguiente sobre el anterior no terminado. En las diez semanas posteriores, los lectores podrán leer exclusivamente el final de una escena y el comienzo de la siguiente. Un despropósito en la edición, desde luego. Con lo cuidado que demostró ser don Ramón… El 9 de octubre se da fin a la escena décima, y parece que se ha decidido acabar un poco más dignamente la edición de Luces de bohemia dedicando los dos números siguientes a la publicación íntegra de las dos últimas escenas. Así se hará. El 16 de octubre se publican las escenas undécima y penúltima. Al final de ellas se anota: “En el próximo número terminará el ‘Esperpento’ Luces de Bohemia”. En la portada de ese ejemplar se destaca sobre todos los temas un artículo de Luis Araquistáin: “¿Unidad o escisión del socialismo?”. La III Internacional estaba sobre el tapete… El 23 de octubre se da fin a la publicación de la obra de ValleInclán. Pero tampoco se echan cohetes. Además, el escritor —hay que

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suponerlo— hace incluir una fe de erratas, deslizadas en la entrega anterior, que nos indica un cierto malestar del gallego por no haberse cuidado mejor la publicación de su obra, como tal vez se le prometiese. Como sexto tema del sumario de portada se imprime esa semana la llamada: “Don Ramón del Valle-Inclán. / Luces de bohemia. / (fin)”. Da la sensación de que la aventura pudo terminar no todo lo felizmente que se esperaba. Pero hay que decir que a lo largo de la publicación, e inspirada por García Bilbao, se pone en marcha desde España una especie de asociación llamada “Los amigos de Valle-Inclán”. La propia revista parece querer mover la cuestión con un agit-prop no demasiado contundente entre García Bilbao y Rivas Cherif, captado para la ocasión. Pero se llega al final de la publicación de Luces de bohemia y de las buenas intenciones de Rivas Cherif y García Bilbao no queda nada. Araquistáin estaba en otra onda, menos teatral y más política. La idea que quiere poner Rivas Cherif en marcha, con ValleInclán como director, se llegaría a plasmar, fugazmente, en 1926, en el Círculo de Bellas Artes, al darse a luz El cántaro roto, con no muy felices resultados. Valle-Inclán tiene cincuenta y cuatro años ya muy trotados. Es toda una autoridad de la que unos y otros se quieren beneficiar. En el comienzo del siguiente año, 1921, el querido Alfonso Reyes —que desde el número 40 de la revista España había compartido el seudónimo de Fósforo, de la crítica de cine, con su compatriota mexicano Martín Luis Guzmán, íntimo colaborador de Azaña en la prensa—, en ese momento encargado de negocios de México, le manda un telegrama a Valle-Inclán, que está en Galicia, invitándole a asistir a las fiestas del centenario de la Independencia como huésped de honor del general Obregón. Y, claro, don Ramón allá se fue. Eso sí, después de publicar —quedó dicho— en La Pluma, entre abril y agosto, Los cuernos de don Friolera. ¿Y Galdós? Criando malvas. Pero atrás quedan momentos de confluencia y divergencia entre los dos autores. El billete que el joven Ramón manda a don Benito ofreciéndose como actor, en 1890, antes de que el duelo con el periodista Manuel Bueno le prive de su brazo y de su futuro como comediante. Queda atrás el “Manifiesto por un Teatro de Arte”, que firmaron conjuntamente, en 1908. También, la

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querella de El embrujado, en 1913, obra leída en el Ateneo, en olor de multitud, para vengarse de Galdós por no habérsela programado en el Español. Mas luego, en la Gran Guerra, don Ramón estará junto a Galdós, malgré lui, como aliadófilo, a pesar de su carlismo. Y como colofón tenemos el desaire modernista de Dorio de Gádex en la buñolería de Luces de bohemia, cuando se publica la escena, el 21 de agosto de 1920, en la revista España, ocho meses después de la muerte de don Benito el Garbancero, a propósito del sillón que ha dejado vacante en la Academia. Y no olvidemos que, entonces, Max Estrella apostilla con relación al sillón vacante: “Se lo darán a Torcuato el Aceitero”. A Luca de Tena, que se había casado con una rica señorita de Jaén; a Torcuato Luca de Tena, a don Herculano Cocodoro… Luces y sombras de la prensa, y de la bohemia.

Bibliografía Araquistáin, Luis (1920): “Italia, en 1920. A don Ramón del ValleInclán”. La Pluma, 5 de octubre, s. p. Valle-Inclán, Ramón María del (1920): Luces de bohemia (Esperpento). Edición periodística en la revista España (31/07 al 23/10). — (2021): Farsas y esperpentos. Coord. Sergio Santiago Romero, ed. Daniel Migueláñez, María Serrano y Sergio Santiago Romero. Madrid: Verbum.

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“Yo soy el dolor de un mal sueño”. La escindida identidad de Max Estrella Eduardo Pérez-Rasilla Universidad Carlos III de Madrid

No tengo intimidad porque yo sepa quién soy, sino porque soy aquel para quien nunca se agota el sentido de la pregunta ¿Quién soy?, la pregunta menos fundamental del menos fundamental de los saberes […] el saber de sí mismo, el saber acerca de la falta de saber, acerca de la falta de fundamento de la propia existencia, el saber (el sabor) de la intimidad (Pardo 1996: 51).

El personaje de Max Estrella ha sido amplia y rigurosamente estudiado en lo que afecta a los rasgos biográficos que pudieron prestarle Alejandro Sawa o el propio Valle-Inclán (Zamora Vicente 1974; Hormigón 2006; Aznar Soler 2017; Amestoy 2017; Caudet 2017), o a los elementos históricos, literarios, periodísticos e iconográficos de la época que concurren sobre su figura (Torrente Ballester 1968; Salinas

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1970; Díaz Plaja 1972; Oliva 2003; Rubio Jiménez 2006; Correa Ramón 2008; Cardona y Zahareas 2012). Por ello, me propongo examinar a Max Estrella como personaje dramático en Luces de bohemia desde una perspectiva que atienda preferentemente a su construcción dramática y textual, es decir, a la observación del modo en que Max se refiere a sí mismo y de la manera en que lo ven y se refieren a él los demás personajes. Sus palabras, sus acciones y el sentido dramático y dramatúrgico de esas palabras y acciones, pronunciadas y ejecutadas por Max y por los personajes del esperpento que con él se relacionan, constituirán el campo principal de trabajo. Este procedimiento no excluye (aunque quedará en un segundo término) la consideración de las numerosas resonancias literarias que pueden advertirse en su configuración y en su lenguaje: Dante y la Divina comedia, el Ulises de la Odisea de Homero; el Cristo de los Evangelios; el mencionado Belisario; los ciegos de la tragedia griega, Edipo o Tiresias, o los personajes de El rey Lear shakespeareano, etc., con las que puede establecerse alguna suerte de confrontación o de relación complementaria con las conclusiones extraídas del cotejo dramatúrgico y textual. También estas relaciones han sido objeto de numerosos estudios (Orringer 1964; Smith 1989; Torner 1993; Villanueva 1994; Pérez-Rasilla 2009). Tomo como punto de partida el agudo análisis de Aznar Soler, quien pone el énfasis en las contradicciones que cohabitan en la figura de Max Estrella y en el oxímoron como procedimiento constructivo de Luces de bohemia. El espectador propende a la identificación emocional con el héroe, a pesar de las miserias, las debilidades, los olvidos y los aspectos oscuros de Max Estrella, que no pueden pasar inadvertidos ni “ocultar la visión lúcida por parte del lector y del espectador” (Aznar Soler 2017: 293). Si la empatía de Max con las víctimas trágicas en las escenas VI y XI, el Preso catalán y la Madre con el niño muerto en brazos, suscita nuestra adhesión al comportamiento del personaje, la dimensión moral de Max Estrella se empequeñece en la escena VIII, cuando acepta el pago proveniente del “fondo de los Reptiles” que le ofrece el Ministro, aunque, ciertamente, reconoce, con sinceridad un tanto cínica, su condición de “canalla”, y cuando se olvida por completo del Preso catalán en esa misma escena con el Ministro que podría haberle salvado la vida (271). Tampoco alcanza la altura trágica

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en sus correrías de borracho y alborotador nocturno, en las que se nos muestra indiferente ante la suerte de los demás. Sin embargo, constata Aznar Soler, a diferencia de lo que nos ocurre con Don Latino, a Max Estrella “nos cuesta verlo como un personaje grotesco, como el personaje grotesco que la teoría del esperpento exige” (293). Tal vez porque su conducta mezquina o sus vergonzantes renuncias conviven con momentos en los que muestra alguna grandeza y en los que siente la magnitud del dolor de los otros y la soledad propia. En esta grieta que parece abrirse en el personaje, en este desajuste, podemos indagar acerca de la identidad de Max Estrella. La acotación inicial de la escena I describe a Max como “un hombre ciego”, sintagma que se repite en la línea siguiente para completar su perfil: “el hombre ciego es un hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales” (Valle-Inclán 2021: 341). La versión de 1920 lo describía como “poeta andaluz, borrachín y autor de cantares”. La imagen que de Max se ofrece en la edición de 1924 parece haber dignificado la primera estampa que mostraba la versión de 1920: se ha eliminado el denigrante adjetivo “borrachín” y los imprecisos “cantares” se han transformado en “odas y madrigales”, con su indudable resonancia clásica y, por tanto, ennoblecedora. Aunque, como ha anotado Aznar Soler, el cultivo de estos géneros, que asociamos a tradiciones poéticas anteriores, principalmente a la poesía clásica y a la lírica del Siglo de Oro, nos sugerirían la idea de un poeta extemporáneo (2017: 258259). Que es justamente lo que piensa el Preso catalán en la escena VI cuando oye hablar por primera vez a Max. Las escenas que componen Luces de bohemia nos confirmarán su ceguera y su condición de poeta, también su proclividad a lo hiperbólico, perceptible en su expresión grandilocuente y en su gestualidad impostada o en su destemplada conducta. Sin embargo, los madrigales y las odas estarán por completo ausentes y no hay indicio ninguno, ni en sus palabras ni en la percepción que los otros tienen sobre él, de su origen andaluz. Ni en el habla ni en las referencias culturales e íntimas que utiliza. Su condición de andaluz más parece una forma de semejanza con el modelo que proporciona la figura de Alejandro Sawa. Sin embargo, se subraya que Don Latino ha nacido en Sevilla (escenas VII y X). Aunque, ciertamente, nada ni nadie desmiente tampoco el origen andaluz de Max.

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La afirmación más poderosa literariamente que Max Estrella hace sobre su identidad, la más evocadora, la más sugerente y, quizás, la más inquietante, tiene lugar en la escena VI: “Yo soy el dolor de un mal sueño” (Valle-Inclán 2021: 387). Esta imagen, puede leerse como una referencia personal, pero también, y dada la situación en la que estas palabras se pronuncian, como la percepción de lo colectivo por parte de Max, es decir, como metáfora de una España adormecida, cuyas pesadillas están habitadas por los monstruos de la pintura goyesca. Resuena en estas palabras la leyenda del célebre Capricho 43 de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”, que muchos años más tarde, en 1970, utilizó Buero Vallejo para dar título a una de sus obras más emblemáticas, como es bien sabido (Buero Vallejo 2009). La lectura goyesca de esta autodefinición vendría corroborada por la célebre y contundente afirmación proferida por Max en la escena XII: “El esperpentismo lo ha inventado Goya” (437). Las relaciones estéticas entre Luces de bohemia y la pintura de Goya cuentan con algunos trabajos muy notables, como los de Rubio Jiménez (2008) o SperattiPiñero (1968), y, aunque no es este el momento para detenernos en su estudio detallado, parece pertinente subrayar las afinidades entre ambos universos estéticos —y políticos, cabría añadir—, singularmente en lo que atañe a la exploración de lo alucinado y lo onírico y al recurso a la distorsión violenta para representar la realidad inmediata. Max Estrella adquiere conciencia de sí mismo y, a un tiempo, de la España en que vive los últimos momentos de su existencia. “Yo soy el dolor de un mal sueño” sugiere lo incierto de la propia identidad, adelgazada hasta la evanescencia y percibida desde la inquietud de la pesadilla, que desfigura el terreno aparentemente firme de la vigilia. Como ha escrito José Luis Pardo, “[...] el sí mismo del ‘tenerse a sí mismo’ no es absolutamente nadie. Y por paradójico que pueda parecer, eso —el no ser absolutamente nadie y, por tanto, el no tener absolutamente nada— es mi modo de pertenencia al ser, mi modo de ser (yo)” (1996: 41; cursivas del autor). “Yo soy el dolor de un mal sueño” deja también constancia de un desencanto, de un agudo desajuste entre lo que se esperaba y lo que la vida —individual y colectiva— muestra u ofrece. Tal vez como compensación a ese dolor, las palabras de Max insinúan que ha recibido la facultad

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de ver más allá de los límites que imponen los sentidos, cualidad que reside, por la vía del oxímoron, en la ceguera que padece el personaje. Cuando en la mitología griega un dios castigaba a un mortal, otra divinidad podía ofrecerle un regalo que atenuara su desgracia. Pero, a su vez, este don tiene una contrapartida: Max es el oscuro heraldo de la muerte —de la muerte del Preso y de la suya propia— y en sus palabras enigmáticas resuena la premonición del fin próximo de los dos personajes que, por azar y durante un breve período, comparten la celda número 2. El sueño ha sido tradicionalmente considerado como una vía de acceso a un conocimiento no sujeto a la lógica de la ciencia o a la percepción sensorial de la realidad cotidiana, es decir, como forma de mostración de lo oculto. Cirlot concluye que los sueños son “una de las principales fuentes del material simbólico” (1992: 421). En el universo bíblico se le atribuyeron capacidades adivinatorias o premonitorias; desde Freud, se lo ha vinculado con el análisis introspectivo que revela los propios fantasmas interiores, ocultos al pensamiento consciente. El sueño procura inquietud o dolor, aunque, a un tiempo, proporciona un conocimiento decisivo que transformará la vida del soñador y también quizás la de quienes le rodean o se relacionan con él. Así le ocurre a Segismundo en el drama calderoniano, de algunos de cuyos versos se apropia Max Estrella en las escenas II y IV de Luces de bohemia. El contexto paródico de la primera cita, ligeramente adulterada, que reproduce el verso 17 y parte del 18 de la I Jornada de La vida es sueño: “Mal, Polonia, recibe[s] a un extranjero” (Valle-Inclán 2021: 350), no nos impide advertir el paralelismo entre la desorientación de una Rosaura arrojada a lo desconocido en plena noche y el engaño con el que comienza la dudosa derrota nocturna de Max Estrella. La segunda cita corresponde al final de la III escena de la Jornada II y deforma levemente los versos 1338-1339 (“soy un grande agradador / de todos los Segismundos”), con los que Clarín responde, adulador y taimado, al reconocimiento de Segismundo: “Tú solo en tan nuevos mundos / me has agradado” (Calderón de la Barca 1994: vv. 1336-1337). El intercambio de finezas se produce en el momento en el que Segismundo, que ha experimentado ya las delicias del pretendido sueño, comienza a sentir los efectos del desengaño que esa nueva situación va dejando sobre su ánimo. De nuevo es Max quien

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se apodera de estos versos para reivindicarse y espetarle a Dorio de Gádex en la escena IV: “Para medrar hay que ser agradador de todos los Segismundos” (Valle-Inclán 2021: 374), cuando este le propone burlescamente que se presente al sillón de la Academia que ha quedado vacante. Pero el sueño adquiere además la condición de anticipo o trasunto de la muerte —propia y ajena— y tal vez puedan advertirse en el “yo soy el dolor de un mal sueño” de Max los ecos de las palabras de Macbeth en la escena II del acto II, vv. 34-43, de la obra homónima de Shakespeare, en la que el héroe, aterrorizado, relata las voces que los guardianes pronunciaban en sueños cuando Macbeth se disponía a asesinar al rey Duncan mientras este dormía. El sueño de la muerte conduce al descenso a los infiernos, con el que cabe relacionar el periplo de Max, y que inevitablemente nos lleva a pensar en la Divina comedia de Dante. Se alude de manera genérica a la obra del poeta italiano —no se trata propiamente de una cita explícita— en dos ocasiones en la escena XI. Pero el infierno se atisba ya en la escena VI, cuando Max vive la experiencia más intensa y más real de las que ha padecido hasta el momento en esta abigarrada noche, o quizás la única experiencia verdadera tras recibir la notificación de su despido en la escena I, cuyas consecuencias lo dejan, a él y a su familia, en la miseria. Los demás episodios vividos, por estrepitosos, extravagantes o desagradables que parezcan, no dejan de resultar banales: se quedan en el flagrante, pero indirectamente consentido, engaño de Don Latino y el librero Zaratustra, en emborracharse en tabernas populares y ruidosas, en intercambiar baladronadas y supuestos golpes de ingenio con unos y otros, o en sus dudas y apuros monetarios para adquirir un décimo de lotería. Max ni siquiera se interesa por las algaradas callejeras ni por sus consecuencias. Ahora, sin embargo, en la escena VI, se topa con la realidad de la represión, la cárcel y el preludio de la muerte, que se consumará en las escenas XI y XII. Es en este contexto donde ofrece su definición más angustiada y brillante: “Yo soy el dolor de un mal sueño”, aunque paradójicamente también la más esquiva, en respuesta a la advertencia por parte del Preso catalán: “Usted no es proletario” (Valle-Inclán 2021: 387). Estas palabras del Preso abundan en lo que es una forma recurrente de caracterización de Max en Luces de bohemia: se incide en lo que Max no es, en lo nega-

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tivo de su condición. Los demás personajes y él mismo insistirán más en sus carencias, en sus defectos, en sus imposturas, que en aquello que pueda proporcionar un perfil cierto y preciso del personaje. La respuesta del Preso a la réplica de Max es: “Parece usted, hombre de luces. Su hablar, es como de otros tiempos” (387). Esta respuesta contiene una consideración admirativa y apunta una característica positiva, “hombre de luces”, es decir, hombre inteligente, sagaz y cultivado, y, precisamente por ello, presumiblemente capacitado para entender las razones del sufrimiento del Preso y la injusticia de que está siendo víctima. Pero estas palabras contienen también una nota que sugiere de nuevo la desconexión de Max con la realidad: es un hombre “de otros tiempos”. No es un proletario, no es el hombre nuevo que edificará el futuro, no participa en la construcción de la sociedad, no integra un colectivo poderoso, estigmatizado, temido y reprimido por las autoridades que velan por el orden establecido. El Preso catalán —cortés, pero inequívocamente— establece una distancia entre su prisión y la de Max. A su vez, la réplica de Max contiene la única afirmación precisa sobre su identidad pública y personal: “Yo soy un poeta ciego”, lo que, ahora sí, propicia un acercamiento y empatía del Preso catalán, quien de este modo puede considerarlo hermano en el sufrimiento y proponer una relación —personal y política— entre la inteligencia y el trabajo. Ninguno de los dos atributos del enunciado “yo soy un poeta ciego” admite objeción en principio. Este modo de definirse por parte de Max Estrella corrobora además lo dicho en la acotación inicial y en otros momentos de la obra: Max se siente orgulloso de ser poeta; “el primer poeta de España”, ha dicho en la escena IV, y ha recalcado además que es “¡El primero! ¡El primero!”, y ha presumido de escribir mejores versos que los que componen sus colegas modernistas (374). En esta misma escena se reconoce con méritos suficientes para ser académico. Reafirma su preeminencia en la escena V ante el inspector Serafín el Bonito. Y en esta escena VI reivindica su derecho como poeta a conferir un nuevo nombre a Mateo. En la escena VIII le dice pomposamente al Ministro: “me llaman poeta, vivo de hacer versos” (408). En la escena IX se arroga la facultad de nombrar heredero de su cetro poético a Rubén Darío. En la escena X se protege de las insinuaciones eróticas de la Lunares con la advertencia de que

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es “un poeta sin dinero” (421). En la escena XI, la condición de poeta es motivo del reproche que se hace a sí mismo, porque entiende que, como intelectual, tiene una mayor responsabilidad política, que no ha ejercido o no ha asumido de manera eficaz y suficiente: “¡Canallas...! ¡Todos...! ¡Y los primeros nosotros, los poetas...!” (430). Los demás han reconocido también esa condición de poeta. La Pisa Bien lo proclama públicamente en la escena III y Don Latino apostilla que es el primero de España, afirmación que repite en la escena última; en la IV, Dorio lo reconoce como poeta y como Maestro; en la V, Don Latino se refiere a él como “Gloria nacional”, como “el Víctor Hugo de España” (Valle-Inclán 2021: 384); vuelve a tratarlo como “gran poeta” en la escena VII, en la que Don Filiberto lo proclama “maestro” y lo supone poseedor de “talento” (393 y 403). Aunque ciertamente Don Latino ha de apostillar en esta misma escena que “muchos se niegan a reconocerlo” (como gran poeta) (393). El oficioso Dieguito lo llama también “maestro” (escena VIII) y añade zalamero: “A usted le quieren y le admiran en todas partes” (405), cariño y admiración que asocia a su condición de poeta. E incluso le ofrece la posibilidad de colaborar en una soñada publicación festiva que algún día impulsará. En esta misma escena, el Ministro lo apela “Genio”, concluye que “era el que más valía entre los de mi tiempo” (410 y 412) y alaba con entusiasmo sus cualidades y su imaginación poética. En el otro extremo de la escala social, la Lunares adivina su condición de poeta en la escena X, y en la escena XII lo designa como tal la Portera, cuando se encuentra su cadáver, y piensa que su estado se debe a la borrachera. Y en la escena XIV, los sepultureros se refieren a él como “hombre de pluma” y como “hombre de mérito” (455). Antes, en la escena XIII, Clarinito expresa su convicción de que “ahora todos reconoce[rá]n” su talento, afirmación a la que se suma cortésmente Pérez (448). Y en la escena VI, a la que nos estamos refiriendo, el Preso catalán lo acepta como poeta y le presupone por ello alguna capacidad de adivinación. Sin embargo, apenas tenemos constancia de la actividad poética de Max Estrella. Nunca lo vemos escribir, al contrario de lo que ocurre con Rubén Darío, a quien sorprendemos garabateando unos incipientes versos en la escena XIV. En la escena VIII Max explica al Ministro:

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“Dicto y mi mujer escribe, pero no es posible […] Tengo que dictarle letra por letra, las ideas se me desvanecen” (408-409). Y, poco antes y en la misma escena, el Ministro le dice a Max: “Apenas leo tu firma en los periódicos”, constatación de la que cabe inferir el declive de las colaboraciones de Max en la prensa (407). Don Latino, en su poco fiable intervención en la escena última, comunica que Max Estrella “nos lega una novela social que está a la altura de Los miserables”, de la que no habíamos tenido noticia en las escenas anteriores (463). En la escena I Max declina la invitación de su mujer, quien le sugiere que escriba una novela. Por otro lado, somos testigos de la apasionada y lúcida exposición de su teoría estética sobre el esperpento en la escena XII, pero nunca lo escuchamos decir sus propios versos, aunque sí recita los versos juveniles del Ministro (escena VIII) o recuerda, glosa, evoca, deforma o parodia los de otros poetas: Calderón (escenas II y IV); Campoamor-Schelling (“Todo es uno y lo mismo”, escena V); CésarSuetonio-Menandro (Alea iacta est, escena VI); Víctor Hugo (ciego “como Homero y Belisario”, escena VIII); Rubén Darío (“mezclemos el vino con las rosas de tus versos”, que remiten a Versos de otoño, escena IX); Dante (el “círculo infernal” o el “círculo dantesco” de la escena XI), a los que cabría añadir sus contrafiguras burlescas: el infierno doméstico del imaginario español o el prosaico cielo de andar por casa al que se refiere en la escena II; las descreídas invocaciones del infierno y del cielo en su conversación con Rubén en la escena IX o incluso la paródica asociación de su mujer, Madama Collet, con la Beatriz de Dante. Madama Collet habita en el “quinto cielo” (escena XII) y es “una Santa del Cielo”, aunque escribe el castellano “con una ortografía del Infierno” (escena VIII), o la tantas veces citada semejanza paródica entre el excelso poeta latino Virgilio, compañero de Dante, y el parásito Don Latino, vendedor de literatura por entregas. Así, la presencia de lo dantesco en Luces de bohemia oscila entre unas representaciones del cielo y del infierno, que resultan muy vívidas e incluso pintorescas pero que adquieren tintes irónicos o paródicos, y el hallazgo inesperado de un infierno terrible, que emerge singularmente en las escenas VI y XI, ligado a la represión policial y a la muerte. En esta escena XI Max, el poeta profesional, calla, y así escuchamos la inusitada potencia que adquiere la improvisada veta lírica de la madre a cuyo hijo han

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matado las fuerzas del orden: “¡Que me maten como a este rosal de mayo!”; “¡Negros fusiles, matadme también, con vuestros plomos!”; “¡Que tan fría, boca de nardo!” (escena XI, 433). Sus expresiones de dolor y sus increpaciones a los verdugos y, por extensión, a quienes la rodean y se muestran insensibles a su dolor, recuerdan al vibrante parlamento de Laurencia en la Fuente Ovejuna de Lope de Vega (jornada III, vv. 1717-1793). Sin embargo, puede advertirse en algunos otros parlamentos de Max Estrella cierto aliento poético. Así, Ynduráin ha anotado que el saludo que Max dedica a Rubén en la escena IX: “si menor en años, mayor en prez” (Valle-Inclán 2021: 415), es “un endecasílabo que suena a siglo de Oro o a su eco” (1973: 291). Y menudean las incursiones en territorios por los que suele, o al menos puede, discurrir la poesía: sus dos alucinaciones (escena I y escena XII), el derecho al alfabeto que se arroga en la escena VI; las referencias mitológicas (la diosa Minerva y Venus en la escena VIII; la ninfa de la escena X); etc. El Ministro elogia la fecundidad verbal que le adornó en su juventud y su ingenioso humor en el momento presente. Y Max parece tener un conocimiento preciso, o al menos presume de ello, de la poesía y los poetas de su época (Villaespesa, Rubén, los modernistas, los ultraístas, etc.), al tiempo que se siente autorizado para desdeñar o descalificar a otros, entre los que el nombre de Ibsen (escena IV) es sin duda el más ilustre, pero no el que sale peor parado. Pero el propio Max relativiza o desvirtúa su identidad como poeta cuando habla de su dedicación a la poesía como una actividad que ha sustituido a su verdadera inclinación: ser tribuno de la plebe (escena IV). Sin embargo, esta declaración intempestiva parece tener algo (o mucho) de despecho, de reacción airada, a la que le llevan su borrachera y su discusión con el siempre provocador Dorio de Gádex. O exhibe el desencanto y hasta la constatación de un error en su conversación con el Ministro en la escena VIII: “las letras no dan para comer. ¡Las letras son colorín, pingajo y hambre!” (Valle-Inclán 2021: 407). No obstante, el rasgo identitario que le proporciona el oficio de hacer versos, a pesar de que en algún momento pueda mostrarse contagiado por la borrosidad o la incertidumbre, predomina en su imagen pública, si bien su escritura se ha visto truncada por la ceguera y también,

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como ha subrayado Aznar Soler, por los excesos y los desórdenes de la vida bohemia (2017: 259). La ceguera de Max nos remite a un doble plano dramático. Por un lado, condiciona decisivamente al personaje en cuanto a su conducta, actitud, desempeño personal y profesional, movimientos, relaciones con los otros, percepción por los demás, etc. Desde esta perspectiva, la ceguera como nota constitutiva del personaje se asocia a la idea de carencia y supondría un elemento más de esa construcción en negativo del personaje. A lo largo de las escenas de Luces de bohemia tenemos ocasión de comprobar su menesterosidad y su dependencia. De manera expresa, esto sucede en las escenas I, III, IV, V, VIII, IX, X, XI y XII. En la II es víctima del engaño a que lo abocan la traición de Don Latino, la mezquindad del taimado Zaratustra y su propia invidencia (además de su inexplicable candidez). Y en la VI percibe dolorosamente su limitación para el conocimiento del otro: “Max. (…) Dame la mano. El Preso. Estoy esposado. Max. ¿Eres joven? No puedo verte” (2021: 389). Por lo demás, en la escena IV es objeto de burla o de menosprecio precisamente por su ceguera. Pero, por otro lado, cabe ver en esa ceguera el aspecto simbólico, el prestigio que en la tradición literaria y teatral adquieren algunos ilustres invidentes, poetas o personajes imaginados por ellos, como Homero, John Milton, Edipo, Tiresias o Lear, o también Belisario o el accidentalmente ciego Saulo (Hechos de los Apóstoles, 9: 1-18), renombrado Pablo (Hechos de los Apóstoles, 13: 9). Algunos son citados expresamente en Luces de bohemia (Saulo en la escena VI; Homero y Belisario en la escena VIII); los otros pueden ser entrevistos a través de la red de alusiones, asociaciones y referencias simbólicas. Por lo demás, Rubén Darío insinuaba que Sawa, cuando dictaba “a su mujer y a su hija se creía Milton o, con la frente hacia el cielo, el divino Melesigenes [Homero]” (2004: 31). Aunque, ciertamente, el relato que Max hace de sus dictados parece bastante más modesto. Es precisamente en una carta enviada a Rubén Darío donde Alejandro Sawa se compara —de manera notoriamente inmodesta y desproporcionada, pero muy elocuente— con Sófocles y Edipo: “[…] hijo de griego y descendiente de griegos mi vida no sería inferior como tema al de un Sófocles que la narrara en forma teatral, porque yo soy un Edipo abandonado en

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la mitad de un camino cualquiera que no conduce a ninguna parte” (Álvarez 1963: 64; Correa 2008: 254). No fue la única ocasión en la que Sawa se comparó con el genial tragediógrafo griego. También lo hizo en la carta remitida a Manuel Verdugo, en la que se ve a sí mismo como “un personaje de Sófocles, herido por el desamor de los hombres o roído por la morfina” (Costán Valverde 2016: 234). La ceguera es reivindicada por Max como signo de conocimiento profundo y verdadero: “El ciego se entera mejor de las cosas del mundo. Los ojos son unos ilusionados embusteros” (Valle-Inclán 2021: 409), le dice Max al Ministro en la escena VIII, palabras que recogen una larga tradición filosófica y literaria que tiene algunos de sus más remotos precedentes en la mitología y en las tragedias griegas; el ejemplo más elocuente podemos encontrarlo en el adivino Tiresias, pero también en el Edipo de Edipo en Colono de Sófocles, en Platón (p. ej., en el libro II de La República o el Estado), en la Primera Epístola de San Juan, quien se refiere a “la concupiscencia de los ojos” (I Juan 2, 16), o en san Agustín de Hipona, para quien “la vida bienaventurada no se ve con los ojos, porque no es cuerpo” (Confesiones, Libro X, capítulo XXI, epígrafe 30). En la misma obra de Valle esta corriente podría relacionarse además con el esoterismo, el interés por el neoplatonismo y la tradición pitagórica, cuya presencia se advierte en Luces de bohemia y, sobre todo, en La lámpara maravillosa. “Son de tierra los ojos y son menguadas sus certezas” (2009: 151); “¡Felices los ojos que ciegan después de haber visto, porque purifican su conocimiento de geometría y de cronología!” (158), se concluye en La lámpara maravillosa. Aunque tal vez el anhelo del quietismo de La lámpara maravillosa y las referencias teosóficas y esotéricas de Luces de bohemia hayan de leerse desde una visión irónica o comprenderse como resultado de un tratamiento paródico. Pero parece oportuno retornar a la historia del teatro, que ha proporcionado algunos de los personajes que mejor ilustran este oxímoron del ciego visionario. Así, Stefan Hertmans, en El silencio de la tragedia, considera que La ceguera de Tiresias lo dice todo: solo el ciego ve la verdad, porque los demás están cegados por el mundo que tienen ante los ojos. Así, pues, hay que distanciarse de lo que se ve como una evidencia; por decirlo de

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otro modo, adquirir una ceguera superior para aprender a experimentar la ruptura con el mundo que lleva justo al meollo de la experiencia trágica (Hertmans 2009: 56).

Si Tiresias fue cegado por Hera, quien castigó su curiosidad y su indiscreción erótica: “Hera da a entender que Tiresias ha prestado demasiada atención al acto” (Hertmans 2009: 124), Max considera en la escena VIII que su ceguera “es el regalo de Venus” (Valle-Inclán 2021: 407). Unas páginas más abajo, Hertmans sentencia: “Lear (…) solo ve, realmente, comprende, cuando está ciego”. Cabe advertir algún eco de El rey Lear en Luces de bohemia: en la escena XIII, la secuencia del aliento en el espejo recuerda al modo en que Lear quiere comprobar la muerte de Cordelia (El rey Lear, acto V, escena III). En la carta que Valle-Inclán remite a Rubén Darío tras haber llorado ante el cadáver de Sawa (la carta no está fechada, pero Hormigón supone atinadamente que fue escrita el 3 de marzo de 1909, el día de la muerte de Sawa), el dramaturgo escribe: El fracaso de todos sus intentos para publicarlo [Iluminaciones en la sombra] y una carta donde le retiraban una colaboración de sesenta pesetas que tenía en El Liberal, le volvieron loco en los últimos días. Una locura desesperada. Quería matarse. Tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso (Hormigón 2006, III: 104).

No parece abusiva la conjetura de que Valle esté pensando en el rey Lear shakespeareano cuando describe, emocionado, el final de Sawa. Un Lear que desde el acto III de la tragedia de Shakespeare va perdiendo el juicio y a quien al final del acto V le falla la vista, y apura con tanto dolor los últimos instantes de su vida que la consumación de su muerte hace decir a Kent: “Asombra lo que ha resistido / Usurpó su propia vida” (2009: 180). Pero la ceguera sobrevenida de Lear parece solaparse con la de un Gloster, su contrafigura o su espejo, a quien han arrancado los ojos precisamente por salvar la vida del rey, y ahora vaga ya ciego en busca de Dover con la voluntad de arrojarse desde sus acantilados. Y es este salto el que le sirve de referencia a Hertmans

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para hablar del “mecanismo irónico” que muestra el giro a “una conciencia trágica moderna” y para explicar cómo “el salto fracasado del cegado Gloster, que cree saltar desde el acantilado de Dover mientras que en realidad salta desde una roca insignificante, parece […] una terrible parodia del salto de Empédocles”. Así, concluye, se muestra “al héroe trágico, que es ridículo por querer ser trágico, y trágico porque es ridículo” (2009: 253). También Unamuno había escrito en un diálogo publicado en Los Lunes de El Imparcial que “lo grotesco es lo más trágico que hay” (1912: 3) o, en el capítulo XIV de Amor y pedagogía (1902), que “lo verdaderamente grande se envuelve en lo ridículo; en lo grotesco lo verdaderamente trágico” (1992: 147). Nos encontramos de nuevo ante el oxímoron al que se recurre para tratar de dar respuesta —o tal vez para renunciar a darla— al problema de los límites entre lo trágico y su reverso burlesco. Más allá de las evidentes diferencias de los contextos históricos y literarios en los que se desenvuelven las vidas —y las muertes— de Gloster y Lear y la de Max Estrella, podemos encontrar una intersección entre ellas justamente en la afinidad de lo trágico y lo ridículo, que sus creadores ubican en la ceguera que los aqueja. La ambivalencia, esta doble dimensión de la ceguera de Max (carencia-vulnerabilidad-impotencia/lucidez-grandeza-excepcionalidad) resalta su condición paradójica, y también la tensión que revela el propio personaje a lo largo de toda su trayectoria, que tantas veces se resuelve en sus actitudes hiperbólicas, ya anunciadas en la acotación inicial. La ceguera apunta hacia la condición trágica. Son personajes trágicos Edipo, Tiresias o Lear, aunque, si hemos de aceptar lo propuesto por Hertmans, en la tragedia de este último irrumpe también lo ridículo. En Saulo la ceguera es transitoria, busca una forma de ejemplaridad y adquiere un valor de redención, lo que altera radicalmente el desenlace y el sentido de su pérdida de la visión. En Max, sin embargo, como en Edipo, en Tiresias y en Gloster, la ceguera es “definitiva e irrevocable” (ValleInclán 2021: 407), no accidental como supone o desea piadosamente el Ministro (escena VIII). En todos ellos la ceguera aparece de forma sobrevenida, como le ocurre a Max Estrella, lo que permite entenderla como una consecuencia de la peripecia trágica, del cambio de fortuna, de paso del bien al mal que caracteriza al género según la preceptiva

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clásica. Y, consecuentemente, como un fin de ciclo y una apertura a las posibilidades de un conocimiento más doloroso y profundo, que conducen a los personajes a la muerte. Es justamente el campo semántico de la muerte el que aparece más representado en los diálogos y acotaciones de Luces de bohemia. Las variantes léxicas de morir (“muerte”, “muertes”, etc.) aparecen en sesenta y dos ocasiones, a las que habría que sumar los sinónimos y términos que podrían englobarse en su campo semántico (“finado”, “difunto”, “matar”, “entierro”, “sepelio”, “cementerio”, “Campo Santo”, “necrópolis”, “suicidio”), o las que se refieren a los actos violentos que causan la muerte (“matar”, “asesino”, “verdugo”, “crimen”, “suicidio”, “fusiles”, “tormento”, etc.) o los eufemismos y disfemismos: “viaje eterno”, (dar) “mulé”, “la otra ribera de la Estigia”, “fiambre”...; y las alusiones: el comienzo del “Responso a Verlaine”: “¡Padre y maestro mágico, salud!” (373). Las referencias superan así el centenar y se escuchan casi ininterrumpidamente desde el inicio de la escena primera: “pudo esperar a que me enterrasen” (341), (se abrirá la puerta) “de la muerte”, “podemos suicidarnos colectivamente” (342)... hasta la escena última. La palabra “tragedia” y sus variantes aparecen con mucha menos frecuencia: nueve veces, de las cuales, cinco se emplean en el contexto de la especulación teórica sobre el género (en boca de Max, Don Latino y Bradomín), otras tres las emplea Max en la escena XI, donde el protagonista adquiere conciencia de que la verdadera tragedia está fuera de él, en el ámbito político en el que se desenvuelve la sociedad española. Y en una ocasión el término aparece aplicado a Max en una acotación de la escena VIII: “los ojos parados, trágicos en su ciega quietud” (Valle-Inclán 2021: 410), que parecería configurar una iconografía propia de la tradición clásica. Sin embargo, esa condición trágica parece menoscabada por la situación grotesca en la que se produce: el abrazo al Ministro, “tripudo, repintado y mantecoso”, quien “responde con un arranque de cómico viejo, en el buen melodrama francés”, y con el que sella un pacto vergonzante (411). La posibilidad de la tragedia aparece una vez más deformada o desvirtuada, marcada por el oxímoron. El histrionismo de Max arrastra a los otros al terreno de la actuación o del exceso o, por el contrario, es tal vez Max quien se convierte en el actor de una sórdida representación a la que ha sido arrojado. Su

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identidad pública de poeta (que parece debilitarse en el territorio de lo privado) ha sido ubicada en el ámbito de la bohemia. El mencionado histrionismo, la extravagancia de su conducta, la pobreza en la que vive, la intemperancia, la acritud, su indolente voluntad de paseante sin rumbo, la confusión entre vida y literatura y el desmesurado consumo de alcohol configuran esta condición. Sin embargo, la palabra “bohemio” solo aparece tres veces y siempre en las acotaciones. La palabra “bohemia” aparece tres veces en los diálogos, dos de ellas en boca del Ministro, quien se refiere a Max como un “espectro de la bohemia” (Valle-Inclán 2021: 412), pero poco más tarde reprocha nostálgico a Dieguito su desconocimiento de la “ilusión y bohemia” (412). La tercera se pone en boca de Rubén Darío, para quien “es preciso huir de la bohemia” (417). Es decir, la bohemia es mostrada como algo crepuscular, trasnochado y socialmente irrelevante, algo que constituye ya un anacronismo. Tanto Aznar Soler como Hormigón han realizado lecturas muy precisas y críticas de la actitud ética que encubre esta bohemia. La “poetambre modernista” (Aznar Soler 2017: 46 y ss.) o el “señoritismo del harapo” (Hormigón 1972: 362) son denominaciones que apuntan a una falsa rebeldía, a la alienación y a un exacerbado individualismo, compatible con una camaradería de secta o de fratría. García Barrientos ha destacado la irresponsabilidad de Max como marido y como padre (2007: 163), que se concreta en una dejación de sus obligaciones familiares en favor de sus insulsas correrías con Don Latino. Tanto en el ámbito político como en el familiar esa bohemia, que el personaje de Max ejemplifica, revela su incongruencia y su frivolidad éticas, así como su insuficiencia estética. Pero, a un tiempo, este último periplo bohemio de Max supone también su punto de inflexión. Su megalomanía y su verbosidad estridente e intempestiva van a chocar con el conocimiento de su limitación y de su carencia. Así se produce la toma de conciencia de esa fractura entre su proyecto vital y una realidad histórica y política insoportable. El aspecto más relevante de la bohemia en este esperpento de Valle es el alcohol, que adquiere una abrumadora presencia en Luces de bohemia y en la trayectoria de Max. En doce de las quince escenas se hace referencia directa o indirecta al alcohol (I, II, III, IV, V, VII, VIII, IX, XI, XII, XIII, XV). Las escenas III y XV se desarrollan en

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la taberna de Picalagartos y la IX en el Café Colón. El despliegue léxico relativo al alcohol es amplio y su empleo, abundante: “alcohol”, “alcohólico”, “beber” (tres veces), “bebida” (cuatro veces), “bebecua”, “vino” (cuatro veces), “aguardiente” (cinco veces), “morapio”, “ajenjo” (dos veces), “cerveza” (dos veces), “borracho” (siete veces, sin contar la denominación del personaje homónimo), “curda” (diez veces), “briago”, “taberna”, “tabernáculo”, “ronda”, “champaña”, “Rute”, “convidar”, “cortinas”, “tintas”, “chica”, etc., a los que habría que añadir el uso metonímico de “copa” (diez veces), “vasos”, “boc” y “quinces”, o el empleo eufemístico de “iluminado” (escena VII) o de alusiones inequívocas (“la ha pescado”, en la escena XII; “la trae de alivio”), “que la duerma”, en la escena XIII, esta vez relativas a Don Latino, etc. O las referencias, en las acotaciones y en los diálogos, a los efectos del alcohol: “tartajea”, “traspiés”, “tambalearse”... Pero resulta significativo que el alcohol en Luces de bohemia no sea mostrado —acaso con la relativa excepción de lo que rodea a la figura de Rubén Darío o con la grotesca referencia a Mariano de Cavia— como favorecedor del rapto poético, como elemento vinculado a la inspiración o a la genialidad o incluso a la lucidez. Max recurre al alcohol como pretexto para la socialización (escena I, escena III), como bálsamo y como recurso para huir de la soledad o de la pena (escena VIII: “Estás pensando que soy un borracho. ¡Afortunadamente! Si no fuese un borracho ya me hubiera pegado un tiro” (408); escena IX: “me dedico a la taberna, mientras llega la muerte” (416)). Max bebe en tabernas humildes, en las que conviven lo sórdido y lo pintoresco, y en las que le fían casi indefinidamente y en las que consume bebidas baratas: el vino servido a quince céntimos el vaso. Entre las bebidas caras, que puedan asociarse a la condición aristocrática del artista, solo se menciona el champaña, y este es bebido de manera excepcional en una sola ocasión, lo que, por otro lado, suscita el rechazo y hasta el escándalo en Don Latino (escena IX). Así, el alcohol aparece marcado por la estigmatización social: la detención de Max en la escena IV, su prisión en las escenas V y VI, los consejos del prudente Don Filiberto en la escena VII, los comentarios desdeñosos de Dieguito en la escena VIII o la apreciación equivocada de la Portera en la escena XII. “Curda”, “borrachín”, “alcohólico”, “iluminado”... son algunos de los apelativos que le dedican diversos personajes a lo

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largo de la obra. Incluso su hija Claudinita, en las escenas I y XIII, advierte la relación entre Don Latino y la taberna como causa de los problemas que aquejan a su padre y con la muerte misma. En suma, la relación del personaje con el alcohol es considerada por su entorno, y previsiblemente por el lector y el espectador, como una lacra o como una causa de sus dificultades económicas y su menesterosidad social. Si la condición de poeta y de ciego de Max Estrella puede sugerir la dimensión trágica, aunque en ambas condiciones quepa advertir el oxímoron o la contradicción entre lo sublime y lo mediocre, entre la grandeza y el fracaso, las otras definiciones y descripciones que Max da de sí mismo y que los demás dan de él están caracterizadas por la negatividad. Las réplicas de Max que llevan una negación explícita o que utilizan alguna palabra de significado negativo en sí mismo son abrumadoras. En todas las escenas en las que habla Max puede encontrarse alguna forma de negación, desde la escena I hasta la XII: “no hallo editor”, “¡No puedo!” (2021: 342); “tus tratos no me convienen” (350); “Venancio, no vuelvas a compararme con Castelar. Castelar era un idiota” (365); “esa prensa miserable me boicotea”, “¡La Academia me ignora!” (374); “mi seudónimo, Mala Estrella”, “tengo el honor de no ser académico”, “cesante” (382); “¡Vivo olvidado!” (407); “para mí, no hay nada tras la última mueca!” (419); “¡Nada!” (424) (en respuesta a “¡Algo verás!”), “no tengo dinero” (427); “[…] ya no puedo gritar” (434); “no puedo levantarme”, “¡No me tengo!” (434), etc. Aunque tal vez la más desoladora sea la frase que parece escapársele en un momento de sinceridad o de autorreflexión en la escena III: “Yo nunca tuve talento. ¡He vivido siempre de un modo absurdo!”, le confiesa a Don Latino, quien apostilla: “No has tenido el talento de saber vivir” (363). Max es también negado por los otros. Desde su despido por el Buey Apis (escena I) hasta su entierro (“¡Pobre entierro ha tenido!”, testimonia el Otro Sepulturero en la escena XIV (455)). Y Manuel Aznar corrobora que el sepelio de Max ha resultado “un entierro mínimo, nada sublime ni apoteósico, sino todo lo contrario: un entierro triste y miserable” (2017: 248) y lo considera como un reverso de la apoteosis que supuso el entierro de Victor Hugo, a la cual se refiere Max cuando sufre la segunda alucinación en la escena XII. Los

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principales diarios españoles dieron cumplida cuenta de aquella apoteosis y dedicaron una profusa información a Victor Hugo desde el día posterior a su fallecimiento —el 23 de mayo de 1885— hasta el día posterior a su multitudinario entierro, que tuvo lugar el 1 de junio de 1885. Estos periódicos cuentan que el cortejo estuvo formado por unas doscientas mil personas y alrededor de dos millones de ciudadanos presenciaron el evento (Pérez-Rasilla 2018: 351-352). La alucinación de Max, que lo coloca a él mismo en la presidencia del duelo, contrasta aguda y dolorosamente con su propio sepelio, que se producirá tan solo unas horas más tarde. Don Latino consigna, en términos muy expresivos, la escasa asistencia al entierro: “¡Cuatro amigos en el cementerio! ¡Acabóse! ¡Ni una cabrona representación de la Docta Casa!” (463). El mismo Don Latino culmina una negación post mortem cuando se apropia de su décimo de lotería, su herencia literaria y hasta de su vocabulario (escena última). Entre estas escenas se producen el engaño de la escena II, a cargo de Zaratustra y Don Latino; los desdenes procaces de la Pisa Bien en la escena III; el “¡Maestro, usted tampoco se siente pueblo!” de Dorio de Gádex en la escena IV, réplica con la que niega una de las pocas afirmaciones convencidas de Max (373); “Usted no es proletario”, le dice el Preso catalán en la escena VI (387); las dificultades para el reconocimiento en la escena VIII: “Loco de verme desconocido y negado”, “quiero oírle decir que no me conoce”, “¿Y ese hombre quién es?”, “¡No me reconoces, Paco!”, “¡No me reconoces!” (406-407), o, en la misma escena, el juicio que el Ministro emite sobre su antiguo amigo: “Un hombre al que le ha faltado el resorte de la voluntad” (412), o los desprecios de Dieguito: “Mala-Estrella”, “¡Está usted loco!” (406); las negaciones de la Lunares en la escena X: “[…] no las sacaste de tu sombrerera”, “[…] no eres capaz”, “¡No me pareces bastante flamenco!” (427); la incapacidad de Don Latino para asumir cualquier responsabilidad o cualquier compromiso con Max. De ahí el “¡no te pongas estupendo!” pronunciado en dos ocasiones en la escena IX y una más en la escena XI (416-417 y 434), o las chulescas y egoístas negativas a prestarle su prenda de abrigo en la escena IV: “¡Te ha dado el delirio poético!” (370), y en la escena XII por dos veces: “¡Max, eres fantástico!” (435) y “¡Mira cómo me he quedado de un aire!” (438). En esta escena XII Don Latino ni

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siquiera puede advertir la inminencia de la muerte de Max, pese a las señales inequívocas de su estado y pese a las palabras del propio Max: “Deja esa farsa” (436), “quieres conmoverme, para luego tomarme la coleta” (438). Antes, en el comprometido trance de la escena V, ha declinado llevar hasta el final su solidaridad con Max, cuando Serafín el Bonito lo amenaza con encerrarlo a él también en el calabozo, situación que zanja con un servil: “¡Gracias, Señor Inspector!” (384). Y hasta la dispendiosa invitación a beber champaña en la escena IX es escatimada por Don Latino. En la escena XII, destinatario único de la teoría sobre el esperpento, Don Latino la considera un desvarío alcohólico de Max, se inhibe ante la lapidaria afirmación de Max cuando considera a España como una “deformación grotesca de la civilización europea” y prefiere el espejo deformante como elemento de diversión. En la escena XIII Basilio Soulinake le niega a Max hasta la condición de muerto y el cochero lo reduce a la poca respetuosa condición de “fiambre”. En la XIV, Bradomín impugna el relato que Max ha hecho de su mutuo conocimiento: “¡Qué fantasía! Max nació treinta años después de mi viaje a México” (458). No es preciso insistir en las formas de negación más abiertamente violentas y amenazantes del Sereno y del Capitán Pitito en la escena IV, de los guardias en las escenas IV, V y VI, o de Serafín el Bonito en la escena V. Y la oficiosa actitud de un Ujier en la escena VIII no deja de ser desdeñosa, a pesar de su impostada cortesía profesional. E incluso quienes parecen manifestar alguna forma de admiración, empatía, comprensión o solidaridad hacia Max Estrella lo hacen desde la presuposición explícita o implícita de su condición de marginado, de desecho social, por lo que esas expresiones de elogio, de afecto o de curiosidad no están exentas de desprecio, de ironía, de prevención o, en el mejor de los casos, de indulgencia. Así ocurre con la actitud que con él mantienen Pica Lagartos y el Chico de la Taberna (escena III), la Pisa Bien (escenas III y IV), los Modernistas (escenas IV y XIII), Don Filiberto (escena VII), el Ministro y Dieguito (escena VIII), Rubén (escena IX), la Lunares (escena X), la Portera (escenas XII y XIII), o hasta el Marqués de Bradomín (escena XIV). Por lo demás, cabría ver otras formas de negación que no son verbales, sino que tienen que ver con la composición y con las estrategias

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dramatúrgicas de la obra. Así, las dos alucinaciones de Max, en la escena I y en la escena XII, la que abre y la que cierra su presencia en Luces de bohemia, entendidas como ausencias de la realidad y como trasposiciones a otros lugares y a otros tiempos, lo que supone una disolución de su aquí y de su ahora, una imposibilidad de asumir el compromiso con su tiempo y su espacio y, complementariamente, una aguda percepción de que ese espacio y ese tiempo lo excluyen de sus límites. Mayor interés dramatúrgico aún tiene el procedimiento empleado por Valle en la escena XI. El protagonista de la obra es colocado como testigo de una escena en la que él pasa inadvertido y ninguno de los personajes que participan en la situación sobre la que se construye dicha escena reparan en Max ni, por tanto, establecen con él ninguna comunicación. Este recurso se diferencia radicalmente de la modalidad empleada en el teatro clásico mediante la que el personaje se esconde a la vista de los otros, pero no a la del espectador, para espiar lo que aquellos otros hacen o dicen. O del uso de recursos ajustados a la convención de la comedia, por los que un personaje puede desaparecer ante los ojos de los demás personajes, pero ser percibido por la mirada del espectador. En ambos casos se trata de herramientas teatrales que permiten una doble perspectiva, distinta para los personajes y los espectadores. Aquí Max Estrella es visible a los ojos de los demás personajes, pero su presencia es negada por los otros de facto. Valle anticipa así un procedimiento que se utilizará en la dramaturgia contemporánea. Piénsese, por ejemplo, en el empleo que de este procedimiento hace Sanchis Sinisterra en una obra como Los naufragios de Álvar Núñez o La herida del otro. Me permito aventurar que, en ambos textos, la presencia de un personaje no percibida por los otros sugiere una escisión histórica, un desplazamiento, un hiato entre lo personal y lo colectivo. Esa negación de la que es objeto Max, negado por los otros y negado por sí mismo, constituye una forma de exclusión social y también de autoexclusión, aunque supone además una escisión íntima que, desde la perspectiva literaria y dramática, resulta más prometedora y sugerente. La exclusión social de Max es anterior al comienzo de la acción y, como se hace evidente a lo largo de la noche, parece ser el resultado de un proceso de deterioro en el que la ceguera sobrevenida supuso, sin duda, el punto de inflexión. No obstante, en ese itinerario

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por el que el personaje se precipita hacia la marginación han intervenido también otros factores ligados al desorden de una intempestiva vida bohemia: el abuso del alcohol, la errancia, la falta de un mínimo de disciplina vital y tal vez, a juzgar por las insinuaciones del propio Max en la escena VIII, las visitas a los prostíbulos. Sin embargo, no tenemos constancia alguna de esta práctica en Luces de bohemia, a diferencia de lo que ocurre con las tres notas enunciadas anteriormente, cuya recurrencia, a lo largo de las once escenas en las que Max está presente, es abrumadora. Por el contrario, el encuentro ocasional con las dos prostitutas en la escena X nos muestra a un Max evasivo y renuente al acto sexual que le propone, o al menos le insinúa, La Lunares. Pero, en definitiva, Max nos es mostrado como un individuo arrumbado por la sociedad y esta exclusión se consuma con la carta en la que se le anuncia su despido del periódico para el que escribe. Luces de bohemia empieza inmediatamente después de la lectura de esta carta, cuyo contenido nos es glosado a los espectadores por los personajes, pues no tenemos acceso a su texto. El despido que anuncia la carta ocupa así el lugar del incidente desencadenante de la acción dramática, aunque la estructura de Luces de bohemia, como es bien sabido, responde a lo que se denomina una forma abierta, que se contrapone a la forma cerrada propia del modelo dramático tradicional, basado justamente en un encadenamiento de situaciones que obedecen a una relación de causalidad o de necesidad dramática. En cualquier caso, el despido condena a la indigencia a la familia, que vivía ya en una situación muy precaria, y a Max a tal desesperación que le hace concebir el proyecto de un suicidio familiar colectivo (escena I) y, a un tiempo, le proporciona la excusa para salir de casa con la intención de reclamar el dinero que supuestamente falta para cubrir el pago de los libros vendidos, dinero con el que, pretendidamente, se atenderá a la perentoria necesidad de que la familia cene esa noche. A nadie se le escapa, y a Claudinita menos que a nadie, que la excursión tendrá unas consecuencias muy diferentes de las que se aducen falazmente para justificarla. La huida de Max de sus obligaciones familiares consuma su caída en el abismo por el que, presumiblemente, lleva un tiempo precipitándose. Así, durante esta noche, a la evidencia de su exclusión social se agrega un proceso en el que el héroe experimenta una suerte de diso-

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ciación de los elementos que lo constituyen como tal. Si la dimensión pública de las experiencias vividas en esta ajetreada jornada confirma de manera sistemática su condición de no aceptado, el ámbito íntimo de esas experiencias nos deja ver su condición de ser escindido. Su desorientada caminata nocturna, con sus estaciones y paradas, nos permite observar la disgregación que producen la irresponsabilidad y la banalidad de su conducta bohemia, alentada siempre por el taimado Don Latino, pero también por esa carencia de voluntad propia a la que se refería, no sin alguna razón, el Ministro, por un lado, y la conciencia ética y política que Max parece ir adquiriendo a lo largo del incoherente periplo recorrido en esta aciaga noche, por otro. Esta disociación se advierte ante todo en su errancia misma, en la no consumación del viaje de retorno al hogar —Max es un Ulises que no se reencuentra con Penélope—, pese a algunas tentativas propias y ajenas de concluir el viaje cuando el regreso todavía es posible: “Condúceme a casa” (2021: 370); “De rodar y beber estoy muerto” (370); “Fernández, acompañe a usted a este caballero, y déjele en un coche” (411). La continua demora del retorno dejará al viajero ante la puerta misma de su casa sin poder franquearla y sin que su voz llegue “a ese quinto cielo” en el que habitan su mujer y su hija (439). La morada, dice Agamben citando a Heráclito, “es para el hombre, el lugar de una escisión; es lo que él no puede asir sin recibir de ello un desgarramiento y una disensión, el lugar donde no puede estar nunca verdaderamente desde el comienzo, sino que solo puede, al final, retornar” (Agamben 2003: 151; cursivas del autor). Así, la figura de Max ofrece una mezcla de contrarios que buscan una difícil armonía: errancia/voluntad de retorno, alcohol/cansancio de la bebida, indignidad/dignidad, irresponsabilidad/toma de conciencia, egoísmo/solidaridad, ceguera/lucidez, poesía/imposibilidad de la escritura, reconocimiento/negación, sobrepresencia/ausencia, trágico/grotesco, sueño/vigilia, etc. En el libro antes citado, José Luis Pardo explica que “El habla humana se caracteriza por un doblez (sentido/significado, animalidad/racionalidad) irreductible, y es esta arruga la que constituye la morada de la intimidad” (1996: 37; cursivas del autor). La imagen de la arruga como morada de la intimidad parece apropiada para acercarse a un Max Estrella que ha salido de su casa

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con un propósito fútil y con una excusa mendaz que lo arrastran a un viaje de exigua extensión espacial y escaso atractivo aparente, pero que se resuelve en un descenso a los infiernos y en un encuentro con la muerte. Anticipados ya infierno y muerte en la escena II, sus sombras y premoniciones lo acompañarán durante toda la noche, aunque se muestran de manera particular en la escena VI y se consuman en la XI. Si en la escena VI Max Estrella se ve obligado a desvelarse mediante una palabra que hasta entonces le había servido como refugio o como máscara, es en la escena XI cuando la voz de Max, que en tantos otros momentos tiende a la desmesura, a la estridencia, al ingenio inútil o al despilfarro verbal, se muestra más serena y más grave o, finalmente, se ve compelida a guardar silencio: “[...] ya no puedo gritar... ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas” (434). Esa imposibilidad de gritar lleva a Max al silencio y a ceder la palabra al otro, a la Madre con el niño muerto en brazos. Como ha escrito Agamben: “es decisivo que […] la dimensión propiamente trágica emerja como una imposibilidad de decir” (2003: 143). Por su parte Eagleton, tomando como referencia a ŽiŽek, ha explicado cómo el descenso al fondo de la condición humana de Edipo, de Lear o de Cristo, que llega a la pérdida, al despojamiento de lo propiamente humano, proporciona paradójicamente un luminoso conocimiento de lo humano (2011: 354-362). Sin embargo, Max no ha llegado, como sus modelos, a apurar al límite esa condición humana, aunque su periplo no esté exento de algún dolor. La tragedia la encuentra Max fuera de sí, en el dolor del mal sueño que lo acomete durante esta noche a la que él quiso salir o a la que fue arrastrado. De ahí su condición escindida.

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“Don Benito el Garbancero”: un tópico nacido de la necesidad de rimar M.ª Ángeles Varela Olea Universidad CEU-San Pablo (Madrid)

Quién era Pérez Galdós para Valle-Inclán A pesar del tópico desprecio de Valle-Inclán por el estilo galdosiano, el escritor gallego no solo apreció humanamente a Pérez Galdós, sino que lo hizo también literariamente: fue heredero de su interpretación de España y de su historia, de su superación literaria del Realismo y hasta del bosquejo esperpéntico de los personajes que después desarrolló. Cuando en el verano de 1920 aparece por primera vez Luces de bohemia en el semanario España y leemos aquel famoso epíteto de “garbancero” para referirse a don Benito, Galdós es el autor español de más reconocido prestigio nacional e internacional. Nadie se atrevía a disputarle el título de “gloria nacional”, y su fallecimiento unos meses antes, en enero de aquel año, había multiplicado aún más su presencia en los medios, hasta hacerla incluso abrumadora.

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El reputado catedrático y jurista internacional, ocasional crítico literario, Rafael Altamira, autor de uno de los ensayos inspiradores del 98 —su Psicología del pueblo español (1898-1902)— era un gran conocedor del panorama cultural. Así describió el clima de 1920 en el que se publican las entregas de Luces de bohemia: En estos días, no hay otro asunto posible más que el de Galdós. No lo hay, porque ningún otro puede emocionar ni interesar más a un escritor español, y porque el gran novelista cuya muerte lloramos, ahora, era, como suele decirse de algún tiempo a esta parte, un valor internacional, es decir, estimado, no solo en su patria de origen, sino en todo el mundo capaz de apreciar una obra literaria (Altamira 1921: 68).

Efectivamente, así lo vemos en la prensa: “No hay otro asunto posible”, pero menos aún —prosigue— para quienes pertenecen al mundo hispánico. El gran erudito de prestigio internacional que era ya por entonces Rafael Altamira, nacido en el mismo año 1866 en que lo hizo Ramón del Valle-Inclán, añade: Para mi generación, por ejemplo, y para algunas otras próximas a la mía, con Galdós se va toda una época. Muchos de nosotros podríamos decir como el héroe de Muger: “Es mi juventud, lo que entierran”. Nuestra juventud y nuestra adolescencia, también (Altamira 1921: 69).

Galdós ha sido compañero de toda la vida para la generación de Valle, su lectura ha sido parte del crecimiento y maduración, un fragmento de la biografía propia: pasaron modas, famas y adoraciones efímeras, “pero el culto a Galdós perduraba en nosotros y a él volvíamos siempre como a la comunicación con un amigo querido, de esos que permanecen iguales y fieles a través de las tormentas de la vida, y en cuya intimidad nos refugiamos para oír sonar de nuevo las voces amadas de nuestros momentos felices” (Altamira 1921: 70). El efecto de la muerte de quien se siente como “nuestro” hace que su obra, reflejo de nuestro espíritu, se meta “más adentro en nuestra alma” y “la pena que ello nos produce es de índole tan personal, que solo podrán comprenderla los lectores asiduos a Galdós que nos igualen en años

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o estén próximos a los nuestros” (71). Este, como vemos, es el caso de Valle-Inclán, quien, con la muerte de Galdós, vuelve en Luces de bohemia sobre los años en que empezó a tratar a su esposa y a amigos bohemios, como Alejandro Sawa en la misma tertulia de Luis Ruiz Contreras (Rubio Jiménez y Deaño Gamallo 2011: 23 y 28), y cuando, como relata Dorio de Gádex, era el “hombre-cumbre” rodeado de bohemios admiradores que ven en él a un Garcilaso, hombre de espada y pluma, de cuyas palabras se alimentan (Dorio de Gádex 1914: 10-17). Son los años en que Valle-Inclán sale pronto del café para ir a pasear con Galdós por el Retiro y proyecta adaptar para el teatro su Marianela. El Valle-Inclán cuya amistad con Alejandro Sawa, el inspirador de Max Estrella, finalizará con su triste muerte en marzo de 1909 (González Martel 2006b: 73-84). En el consenso general y en la España oficial —y esto es muy importante—, la gloria del escritor canario era indiscutible. El supuesto desapego de los noventaiochistas, que cumpliría el tópico de que las generaciones jóvenes odian a las anteriores, fue más bien menor, de matiz y no inmediato. Al poco del “Desastre”, los noventaiochistas habían reconocido en Galdós al profeta de su propia actitud, pues durante décadas sus obras habían anticipado la postura crítica y regeneracionista que a ellos mismos los definía (Varela Olea 2001, 2002). Además, el estreno en 1901 de la polémica Electra había tenido una fuerte significación sociopolítica que entusiasmó a la generación más joven. Azorín, Maeztu y Baroja quisieron que “el maestro” fuese su guía intelectual. Pío Baroja escribió entusiasmado sobre la superación galdosiana del modelo de Dickens que lo elevaba a la altura de Shakespeare, y lo llamó “vidente” capaz de erigirse en “conciencia de una multitud” (Litvak 1973: 89-93). Aunque negaba la existencia de una “generación del 98”, aceptaba que la obra galdosiana había sido el acontecimiento fundamental que los había congregado: He dicho varias veces, porque así lo creo, que para mí no es cierta la existencia de la generación de 1898. Es una opinión en contra de la de mi amigo Azorín. Si hubo algo como un grupo literario, que duró lo que un relámpago, y tuvo como acto de nacimiento con su fecha, fue el del estreno de Electra, en 1901. Entonces se intentó formar un grupo para

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constituir una redacción de una revista con el mismo título, pero el intento fracasó y no pudo llegar a tener tres personas reunidas y amigas ni a sostener la revista (Baroja 1972: 233).

Él mismo describió cómo “la mayoría de los escritores jóvenes” defendieron Electra con entusiasmo semejante al de los preparativos con que se organizó el estreno de Hernani. Aunque, pocos días después, Baroja y el propio Galdós se alejaron del uso “estridente y populachero” de la obra que rentabilizaba un cuestionable anticlericalismo (Baroja 2001: 137). El estreno de Electra —del que se dice que hizo llorar a Valle— los decidió a buscarlo en su casa y a escribirle solicitando su caudillaje en varias iniciativas. Incluso dieron el nombre de esta obra dramática a su semanario, inaugurado mes y medio después del estreno teatral con un artículo de Galdós que animaba a la juventud en la tarea regeneracionista, queriendo limitar su papel al del literato dispuesto a ser “vigía o escucha” con el “oído atento al murmullo social” (Varela Olea 2002: 126-130). En el efímero semanario Electra —salieron solo nueve números, de marzo a mayo de 1901— colaboraron Baroja, Azorín, Maeztu, Unamuno, Benavente, Juan Ramón Jiménez, Manuel Machado, Rubén Darío y el propio Valle-Inclán, quien estuvo a cargo de la sección de “Cuentos, Novelas y Teatro”. Incluso a la muerte de Galdós, en 1920, aun Azorín reconocía el gran mérito de la obra galdosiana por ser capaz de recoger lo que antes era haz disperso de sensaciones para “crear una conciencia nacional” (Azorín 1920: 2). Esa es la constante al hablar del estilo galdosiano: su renuncia a la voz propia que da paso a la de todos, no solo portavoz de una postura y un modo, sino soporte de la pluralidad de voces españolas. La lectura de su obra supone oír las voces de todo el país, lo que Rafael Chirbes describió como la “pluralidad de puntos de vista”, “las diversas hablas de los personajes”, pues su proyecto era “levantar un país literario trasunto del país real” (2013). Por su parte, Valle-Inclán había dedicado sonoros elogios a los Episodios y a varias de sus novelas. A propósito de Ángel Guerra, se había confesado asombrado por “el conocimiento que Galdós tiene de los distintos ambientes sociales, desde el sacristanesco al demagógico”. Como es general, subraya también su admirable capacidad de ver “tan

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hondo, que ha adivinado toda una época, como sucede en los Episodios”. Sin embargo, dice que, con todo, lo que más admira del escritor es “la prodigiosa facilidad que para novelar posee”. En Ángel Guerra el asunto le parece tan rico que otros habrían hallado materia suficiente no para una, sino para cuatro novelas. Eso lleva a Valle-Inclán a escribir asombrado: “¡Qué galería de admirables figuras! ¡Qué riqueza de caracteres! ¡Qué abuso de facultades creadoras!”. Igual que Pío Baroja, señala entonces su gran capacidad como realista, pero también su vanguardia e innovación en lo que llama su “realismo superior”. Destaca el profundo simbolismo del protagonista: ese revolucionario transformado en un religioso reformador social. En resumen, Galdós es para Valle “el primer novelista español”. Así pues, hemos de hablar de una profunda admiración de la que nace una firme amistad, al menos hasta 1913 (Philips 1979: 105). Por otro lado, Galdós tuvo en tanta consideración a Valle-Inclán que fue el primer escritor a quien le pidió que adaptase para el teatro la que probablemente sea su obra más querida: Marianela. Fue en 1904, justo cuando el gallego estaba terminando Flor de santidad e iniciando su Sonata de primavera. En una carta del 5 de agosto de aquel año, Valle-Inclán confiesa sus dificultades: “No crea usted que no he trabajado en Marianela, pero me contentaba poco lo hecho, y lo rompí”. Aunque en la misma carta dice haber retomado el trabajo: “Ahora vuelvo a tenerla entre manos. Creo que muy pronto le enviaré algo”. Y todavía el 3 de octubre de 1906 dice tenerla “casi terminada” (en Nuez 1986: 251-252). La Correspondencia de España llegó incluso a anunciar que esta adaptación se estrenaría “próximamente” en el Teatro de la Princesa (Hormigón 2006: 387). Quizás esta incesante actividad fue la causa de que el proyecto no pudiera convertirse en realidad, adaptación que finalmente realizarían en 1916 los hermanos Álvarez Quintero. En cualquier caso, el epistolario atestigua que, a pesar de la frustración del proyecto, el escritor canario seguía considerando a Valle-Inclán “invariable amigo” e incluso en 1909 le envía su novela El caballero encantado con una dedicatoria en que se dirige a él como su “querido amigo y maestro” (Ortiz Armengol 1986: 11). Así pues, hemos de hablar de una profunda admiración de la que nace una firme amistad incuestionable hasta 1913. En ese año se pro-

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duce el conocido incidente de El embrujado, la obra teatral de ValleInclán que Galdós aceptó para su representación en el Teatro Español, cuando era su director artístico. Sin embargo, el canario desconocía una cláusula del contrato con la empresa teatral del Español —la de Matilde Moreno y Rafael López— que les permitía rechazar las obras, como hicieron con esta. Valle-Inclán, entonces, indignado, se dirigió a quien tenía el arriendo del teatro, el Ayuntamiento, informándole por carta de las “desusadas y audaces razones” que la actriz y empresaria le había dado, y decidió airear el asunto. El 25 de febrero, Valle-Inclán leyó en el Ateneo de Madrid el primer acto de El embrujado y, de paso, se explayó comentando el incidente. El Imparcial del 26 de febrero dedica dos columnas a la cuestión y a los comentarios que el escritor gallego realizó sobre lo sucedido: Todo el relato fue hecho con energía y humorismo, alternativa y sabiamente mezclados, que son las notas características del Valle-Inclán conversador. El auditorio supo reír a ratos con sincero regocijo, y otras veces interrumpió la disertación con grandes aplausos al maravilloso ingenio del conferenciante, el cual exponía, cuanto a juicio suyo había ocurrido, con rotunda y concisa claridad, sin cuidarse de emplear eufemismos que alteraran el sentido directo que deseaba dar a sus palabras (“Valle-Inclán y El Español. La cuestión de El embrujado” 1913: 2).

Al día siguiente, de nuevo en el Ateneo, Valle-Inclán leyó los otros dos actos y recibió una gran ovación. El cruce de acusaciones entre unos y otros fue seguido entre febrero y marzo por La Tribuna, La Nación, El Liberal, El Imparcial y La Correspondencia de España (Hormigón 2006: 639). El primer actor, Francisco Fuentes, que había reservado la obra de Valle-Inclán para una representación en su beneficio, abandonó enfadado la compañía de Matilde Moreno. El más discreto Galdós, en aras de una paz que permitiera llevar a cabo su proyecto teatral de renovación, se vio obligado a admitir su extralimitación al aceptar la obra de Valle-Inclán sin haberlo consultado previamente a Matilde Moreno, la actriz y empresaria. Lo cierto es que la empresaria había temido representar una obra que aún no había leído, pues, en realidad, Galdós la había aceptado sin leerla, fiado en la alta considera-

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ción que tenía de Valle-Inclán, quien no se la había enviado a ninguno de ellos. De hecho, aunque Valle-Inclán había comenzado a publicarla en El Mundo por entregas, iniciadas en noviembre de 1912, la empresaria le advirtió por escrito de diciembre de aquel año lo dudoso de representar una obra que no conocía. El escritor no terminó El embrujado hasta finales de enero de 1913 (Ávila Arellano 1990: 25-26). Quizás en aquel distanciamiento también influyera el giro político más moderado de Benito Pérez Galdós, en dirección opuesta a la evolución de Valle-Inclán. Galdós había sido durante algo más de tres años uno de los líderes de la Conjunción Republicano-Socialista que en ese mismo 1913 se rompió. Pocos meses después del incidente del Ateneo, la prensa recoge la aproximación de Galdós al monarca en aquel verano y, al llegar el otoño, el anunciado banquete fundacional del Partido Reformista, formado tras el abandono de la coalición de los elementos liberales que la habían integrado. La prensa anunció con dos semanas de antelación el banquete y recogió el éxito que supuso (figura 1).

Figura 1. La primera página de El Liberal (6 de octubre de 1913) confirma la vuelta al liberalismo de Galdós, que abandona a los republicano-socialistas para convertirse en uno de los cuatro “ilustres caudillos” del nuevo Partido Reformista.

Y aunque, inicialmente, el escritor apoyó al nuevo partido, pero dijo querer retirarse de la política activa, lo cierto es que el 7 de enero escenificó su propia aproximación monárquica en el palco del Español en que estaba Alfonso XIII con motivo de su asistencia a la representación de su Celia en los infiernos (Varela Olea 2013). Aquel mismo

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año, en candidatura enfrentada a la de los republicanos, a la de los socialistas y a la de los liberales, fue diputado por este otro partido. La segunda época del semanario España estará propiciada por el alejamiento de su primer director, Ortega y Gasset, de Melquiades Álvarez, el presidente de este nuevo Partido Reformista. Luis Araquistáin se encargará a partir de 1916 de la dirección de España, con un tono polémico y crítico hacia la monarquía, en tanto que ese año Galdós era diputado reformista, liberal moderado y ahora accidentalista en cuanto al sistema político. El siempre polémico Valle-Inclán —que en 1921 declarará que la Revolución rusa es grandiosa y Lenin “el más grande estadista de estos tiempos” (Ríos Carratalá 2017: 1)— vivió

Figura 2. El mismo día del banquete, el 23 de octubre de 1913, la prensa saludó el nacimiento del Partido Reformista y recogió las intervenciones de sus líderes. En portada: Melquiades Álvarez, Gumersindo de Azcárate y Pérez Galdós. Tras alabar al rey, definieron su objetivo: “A la regeneración del país con la Monarquía o contra la Monarquía”. Heraldo de Madrid, 23 de octubre de 1913.

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esta época en que la prensa republicana llenó páginas con comentarios sarcásticos y caricaturas contra el líder del Partido Reformista, tildado de “lorito real” por su aproximación monárquica. La prensa republicana arremetió duramente contra quienes habían abandonado la coalición republicano-socialista, pues los consideraba traidores (figura 2). Probablemente este fue el fin del trato cercano y personal entre Galdós y Valle-Inclán. Preguntado Galdós por qué no había respondido a los ataques de Valle-Inclán, reconoció haber tenido la intención de hacerlo, pero al llegar a casa y ver la Sonata de estío, la Sonata de primavera y el Cuento de abril, y abrir las páginas de su detractor, “decidí no responder, por respeto y por admiración a mi talentoso adversario” (Philips 1979: 113). Aunque la amistad terminase, Montesinos recogió el testimonio de José Moya del Pino, ilustrador de la Opera Omnia del gallego y contertulio discípulo de sus enseñanzas artísticas, que le contó cómo la admiración de Valle-Inclán por Galdós, sin embargo, duró toda la vida. Según su testimonio, Valle-Inclán salía del café por las tardes “para ir a ver a don Benito”, que solía pasear a aquellas horas por el Retiro. Aunque estos hechos fueran probablemente algo anteriores a 1913, el pintor afirmaba que Valle fue siempre admirador del inmenso poder creador y de la nunca desmentida humanidad de Galdós (Montesinos 1954: 93-94). Efectivamente, a pesar de que ese 1913 terminó con la amistad, no lo hizo con la admiración mutua. Valle-Inclán seguiría manifestando públicamente su devoción por Galdós. La revista ilustrada Por esos mundos publicó el 1 de enero de 1915 una entrevista hecha por Juan López Núñez en la que el escritor gallego no escatima elogios a Galdós, habla otra vez de su exuberancia y de su enorme relevancia como autor dramático. Otra vez destaca, precisamente, su acertado estilo: […] Galdós ha sido el redentor de nuestro Teatro. Nadie antes que él había traído a la escena los vastos problemas que el autor de los Episodios. Realidad fue el preludio de una renovación gloriosa. Reinando Echegaray, todo era arbitrariedad, ampulosa y vana retórica. Y he aquí que surge el viejo maestro con aquellas obras, verdaderamente geniales que prepararon el renacimiento de nuestro Teatro... —¡Lo que tendría que luchar Galdós con los cómicos! —dice Valle-Inclán—. Recuerde usted Alma y

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vida, tan fresca, tan lozana, tan juvenil, tan delicada, verdaderamente escarnecida por los actores que la representaron (López Núñez 1915: 55).

No debemos olvidar que Valle-Inclán conoció muy bien los entresijos de aquella fracasada Alma y vida de Galdós, la pieza teatral que siguió a Electra y que el propio autor decía haber nacido del vago pensamiento melancólico ante la decadencia española por “incubación lírica” (Pérez Galdós 2009: 859). En aquella pieza estrenada en El Español había actuado Josefina Blanco interpretando a la Bruja Zafrana, gracias al empeño de su autor. La futura esposa de ValleInclán estaba entonces en la compañía de Matilde Moreno y a ella y a su trabajo se refirió el escritor gallego en varias cartas al canario. A pesar de lo breve de su aparición en la obra, Galdós llegó a escribir en el prólogo de su edición que su interpretación en la obra era una “esperanza de la escena española” (Rubio Jiménez y Deaño Gamallo 2011: 44). La actriz también subió a los escenarios en la siguiente pieza dramática galdosiana, donde interpretaba un pequeño papel: el de Menga, una joven vendedora que aparece en dos escenas de Mariucha. De hecho, tras el parón profesional que Josefina Blanco hizo en su carrera artística, durante los años en que el matrimonio se trasladó a Galicia, retoma su carrera, precisamente, en otra obra de Galdós, su última pieza: Santa Juana de Castilla, estrenada en el Teatro Princesa en 19181. En esta revisión del personaje histórico del título, la esposa de Valle-Inclán interpretó el papel de la Marquesa de Denia, lo que ha sido considerado “un homenaje al admirado escritor canario, que tanto empeño había tenido en otro momento en que participara en el estreno de Alma y vida” (Rubio Jiménez y Deaño Gamallo 2011: 97). Por lo ya expuesto queda claro que Valle-Inclán fue siempre admirador del escritor canario, incluso en los momentos en que personal o ideológicamente se sintió más alejado de él. Respecto a su

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Dos semanas antes del estreno fue anunciada como intérprete de El dragón de fuego de Benavente (el 19 de abril), si bien el 8 de mayo actuó en el estreno de la pieza galdosiana mencionada (Rubio Jiménez y Deaño Gamallo 2011: 97).

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estilo, ya hemos visto su admiración por el novelista, el autor de los Episodios y muy especialmente por su más criticada faceta de autor dramático. Son muchos los testimonios y datos que avalan que Valle-Inclán nunca consideró “garbancero” su estilo. Después de publicar Luces de bohemia, seguirá manifestando esa misma admiración. El 25 de enero de 1933 Lorenzo Carriba lo entrevistará para el Heraldo de Madrid (figura 3), a propósito de su cargo de director de la Academia de Bellas Artes de Roma. Con motivo del noventa aniversario del nacimiento de Galdós, Valle-Inclán se sumó a la fiesta y manifestó su deseo de hacer unas declaraciones sobre el escritor en las que nuevamente alabó, precisamente, su estilo y su natural dramático:

Figura 3. Entrevista a Valle-Inclán el 25 de enero de 1933 en la que alaba el estilo galdosiano.

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—Galdós es —dice Valle-Inclán— en algunos momentos un escritor nuevo, un creador de idioma. Señalo esa condición porque se la suelen negar. En sus comienzos hay más estructura de autor dramático que de novelista. Tenía, como todos los españoles, una mentalidad de dramaturgo. En “Doña Perfecta” se puede observar, concretamente esa diferencia. Cuando más tarde lleva esa novela al teatro la pieza gana mucho más en fondo y en forma (Carriba 1933: 1).

Galdós: contrapunto de Max Estrella en Luces de bohemia Como la crítica actual ha destacado, el primer esperpento literario del que toma Valle su modelo es el antiguo maestro galdosiano, metido a folletinista, Ido del Sagrario. Aunque no es este el único personaje esperpéntico del escritor canario, este es, además, el escritor bohemio, fracasado, miserable y enloquecido más claro precedente de Max Estrella, inspirado en Alejandro Sawa, pero ambos seres tomados de una realidad en cuya transfiguración literaria se seleccionan hechos y escenas muy galdosianos. A este personaje galdosiano, “ido de la cabeza”, lo conocimos en El doctor Centeno, como flaco y exangüe maestro de escuela, después reapareció como amanuense de las memorias del protagonista de Lo prohibido y, en Tormento, ya se había convertido en un folletinista al que el tifus le deja calenturas en la “sesera”. De novela en novela, Ido del Sagrario ha ido sufriendo una progresiva evolución a esperpento: es un mísero escritor que tiene que mantener a su prole, con una fantasía desbordada, dañada por lo que lee y escribe, que de tanto escribir sobre adulterios en sus novelas por entregas está atormentado por las imaginarias infidelidades de su esposa con un aristócrata. En su reaparición en Fortunata y Jacinta, Ido del Sagrario es descrito esperpénticamente: los años, el hambre y las penurias le han convertido en un “hombre eléctrico” que se mueve a espasmos y repite siempre la última frase que se le dice “como si la mascase, a pesar de no tener muelas”. Su descripción caricaturesca contiene ese mismo tono tragicómico que será característico de Valle-Inclán: su vestido, su artificiosa manera de hablar, sus gestos... Ido del Sagrario

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es el escritor recurrente más conocido en las novelas galdosianas y prefiguración de Max Estrella. El folletinista galdosiano expresa la tragicomedia de la historia española, que lo convierte “en apoyo grotesco de las aventuras” del narrador Tito Liviano en su última serie de Episodios nacionales. En ella queda de manifiesto lo que Montesinos llamó la “paranoia hispánica” (Gallego Roca 2015: 199). La tragedia española no es tragedia, dirá Max: “Es el esperpento” (Valle-Inclán 2021: 436). En Luces de bohemia hay mucho de la visión política y social de este Galdós, pero hay también mucho de contraste entre quien por todos era conocido como “gloria nacional” —el escritor canario— y su opuesta bohemia nacional. No en vano, en los mismos días, Valle-Inclán salía del café donde se reunía con la bohemia madrileña para pasear por el Retiro con la “gloria nacional”, Galdós. Aunque en Valle-Inclán no haya rechazo hacia Galdós, sí usa de contrapunto la visión oficial del escritor canario para perfilar su esperpento literario. Galdós en 1920 representa el triunfo literario oficial, como siempre había sido evidente en la prensa pero aún más lo fue en aquel año de 1920, con los sonoros elogios al calor de su muerte; reverso del rechazo en los periódicos de Alejandro Sawa y de Max Estrella. Galdós es la consagración académica de su miembro más venerado, en tanto que la Real Academia rechaza a los epígonos modernistas o les da socorros caritativos, como hará con Dorio de Gádex. La suscripción popular que recaudaba fondos para el triunfal escritor canario, encabezada precisamente por el rey de España, debía de estar en la mente de Valle-Inclán en ese discordante coro de sablistas literarios fracasados. En definitiva, Galdós y el triunfal recorrido fúnebre de sus restos por el centro de la capital en el mes de enero de aquel 1920 son el contrapunto absoluto al peregrinaje por las calles de Madrid del también escritor y también ciego Max Estrella. El escritor, rodeado de las “fuerzas vivas del país”, encumbrado por las instituciones, las academias, la prensa y los políticos, adquiere el carácter de símbolo de la España oficial, esperpento de una España real, por más que su primer crítico fuese paradójicamente el propio Galdós. El Galdós de Luces no es el ser humano y autor literario admirado por Valle-Inclán, sino su deformado reflejo en el espejo cóncavo.

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Como decíamos, en el año de publicación de la primera versión de Luces de bohemia y de la muerte de Galdós, el escritor canario era una figura de reconocido prestigio internacional. Su obra había sido traducida a varios idiomas y hasta tenía el entonces rarísimo privilegio de haber sido llevado al cine en España —El abuelo fue adaptada en 1916 por Ceret como la película muda La duda (Studio Films, España)—, e incluso había dado el salto a Hollywood. Aunque no consta que este detalle lo supiese ni el propio escritor, pues hasta ahora no se sabía que

Figura 4. Anuncio de la película norteamericana Beauty in Chains, “drama romántico”, que se compara con el cortometraje de 1908 El amor se ríe de los cerrajeros: un romance del siglo xviii y que dice ser la adaptación de la novela Doña Perfecta de B. Perez Goldoz [sic]. El anuncio apareció en The Moving Picture Weekly, 9 de marzo de 1918, p. 17.

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en marzo de 1918 se había estrenado en Nueva York Beauty in Chains, protagonizada por los entonces famosísimos Ella Hall y Emory Jonhson. En cualquier caso, se trataba de la adaptación cinematográfica de Doña Perfecta de Pérez Galdós, cuya novela sí constaba en España que había sido traducida a numerosos idiomas. Aunque la prensa española no habla de ello, la película tuvo distribución internacional, pues su estreno aparece en la prensa de la lejana Singapur2 (figura 4). Galdós nunca había dejado de estar de actualidad, ni siquiera en los meses anteriores a su fallecimiento el 4 de enero de 1920. A mediados de 1918, el “maestro” —como solía llamársele— con setenta y cinco años, había estrenado con éxito Santa Juana de Castilla en el Teatro Princesa. Se trata de una magnífica revisión regeneracionista del pasado español en cuya representación, como dijimos, actuó la esposa de Valle-Inclán. Muy poco antes de su fallecimiento su obra literaria sigue siendo noticia. A finales de 1919 la prensa comenta la adaptación teatral que Benavente ha hecho en el Español sobre la novela galdosiana El audaz. Pero el estado de salud del anciano escritor ciego empieza a preocupar a la prensa nacional y llega incluso a la extranjera. Su grave estado interesa a los hablantes hispanos de Los Ángeles, por lo que La Prensa de aquella ciudad recoge en octubre la noticia bajo el título “El eminente novelista español Pérez Galdós moribundo”. Pero también interesa a los lectores norteamericanos en general, puesto que el periódico neoyorkino The Sun había comunicado en octubre a sus lectores el grave estado del escritor (“Benito Pérez Galdós dying”, 20 de octubre de 1919) y, homenajeando al moribundo, el 2 de noviembre, bajo una imagen suya y otra de la casa editorial que lo publica, le dedica ocho columnas con el título “How the Pen of Galdos has Inspired as Well as Portrayed Life in Spain”. Por supuesto, tras su fallecimiento se publicarán numerosos artículos en la prensa internacional, entre los que destacan, como tes-

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Es llamativo que, sin embargo, podamos encontrar la noticia del segundo pase de la película en Singapur el 11 de noviembre de 1919, en el cine Empire de Tanjong Pagar Road, según leemos en un anuncio de la columna tercera del Malaya Tribune.

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timonio de su popularidad, las noticias sobre veladas literarias en su honor realizadas por hispanohablantes norteamericanos (figura 5).

Figura 5. El semanario España, como el resto de la prensa nacional, pone en portada el fallecimiento de Galdós y le dedica numerosos artículos. Unos meses después comienza a publicar por entregas Luces de bohemia.

Por supuesto, en España también se seguía el estado de salud del escritor. En el mismo semanario en que se publicará Luces de bohemia, en España, el último número del año se refiere al “arreglo de una de las más antiguas novelas del glorioso anciano, hecho por el drama-

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turgo de mayor autoridad en el público”. En quince cuadros, Jacinto Benavente ha presentado las escenas más importantes de la novela. Aunque, a juicio del crítico, no ha logrado dar coherencia al protagonista, Martín Muriel, quien, además, ha sido interpretado por un “descafeinado” Ricardo Calvo, nada “audaz” (Critilo 1919: 13-14). El siguiente número de España, del 1 de enero, no hace referencia al escritor, pero el siguiente, del 8, fallecido Galdós cuatro días antes, está dedicado a él. La portada es una gran foto del escritor en su casa, y en el interior, varios artículos analizan la obra galdosiana esencialmente desde la perspectiva ideológica que su director Luis Araquistáin imprime al semanario. El artículo primero de Enrique Díez Canedo, “España y Galdós”, se refiere a que su muerte se ha producido en uno de los momentos de mayor crisis del país. Recuerda al escritor comprometido y al creador de personajes inolvidables, especialmente, de Pantoja. Electra es también la obra en la que se centra Unamuno en su laudatorio artículo de la página siguiente. Me interesa destacar cómo no solamente su funeral lo había llevado a las calles, sino que esto también había sucedido con su obra, como recuerda Unamuno en “Galdós en 1901”. En este artículo narra el entusiasmo de los noventaiochistas, que lo quisieron hacer su maestro con estas palabras: “Y llegó un día en que fue aclamado públicamente, en que el grito de ‘¡Viva Galdós!’, proferido estentóreamente en la calle —¿verdad, amigo Maeztu?—, parecía el santo y seña de una revolución, ya que no de una guerra civil”. Y como hará Valle-Inclán, demostrando que esta generación no tiene en absoluto por “garbancero” el estilo galdosiano, también Unamuno coincide en concluir: Y la lengua de Galdós —que es su obra de arte suprema— fluye pausada, maciza, vasta, compacta, sin cataratas ni rompientes, sin remolinos, sin remansos, espejando los álamos y sauces de las orillas de su cauce y el cielo de otoño que le cubre. Sobre este río no hay tormentas, y bajo de él no hay temblores de tierra como ocurre en el río tempestuoso de Dostoyusqui [sic] (Unamuno 1920: 4).

En los siguientes números del semanario prosigue el eco ocasionado por la muerte y funerales de Galdós. El Congreso de los Diputados

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portugués ha votado por unanimidad una proposición en la que se hace constar su sentimiento por la pérdida del autor de los Episodios nacionales, según informa el semanario España (“La vida literaria. Galdós, Portugal y España” 1920: 13). Pero conviene que nos detengamos en la última ocasión en que el triunfante Galdós recorrió las calles de Madrid, pues parece un contrapunto inspirador del recorrido del fracasado Max Estrella en Luces de bohemia. Según recoge la prensa y vemos por los numerosísimos testimonios gráficos, la muerte, entierro y homenajes a Galdós llenaron las páginas de toda la prensa. El ministro de Instrucción Pública firmó un Real Decreto el mismo 4 de enero en el que establecía las disposiciones relativas a la conducción del cadáver y el entierro del escritor e invitó a las reales academias, universidades, Ateneo y a todas las instituciones a sumarse al duelo. El cadáver fue expuesto al público en el patio de cristales del Ayuntamiento, por donde desfilaron millares de personas a rendir su homenaje al escritor. Y después, una “compacta muchedumbre” se organizó en una inmensa comitiva fúnebre en la que no faltó nadie: la encabezaba la Guardia Municipal montada a caballo y con uniforme de gala, tras los jinetes iban los bomberos, a estos les seguía la banda municipal y, después, hasta cinco coches fúnebres que llevaban las numerosísimas coronas de flores recibidas. A continuación, iba ya el coche fúnebre solemnemente rodeado de ujieres del Ayuntamiento y, tras él, una primera presidencia del duelo con el presidente del Gobierno, Manuel Allendesalazar, junto a todos sus ministros, solemnemente ataviados de levita. Tras ellos iba una segunda presidencia compuesta por todos los representantes de Canarias en las Cortes, junto a los familiares del escritor. En una tercera presidencia desfilaban los miembros del Ayuntamiento y de la Diputación de Madrid, con sus maceros. Y después, según cuentan las crónicas y vemos en las fotografías publicadas en toda la prensa, un gentío inmenso de personalidades —ministros extranjeros, representantes de embajadas, expresidentes…— y personas de toda clase y condición. Las crónicas añaden que, una vez terminado el acto, se formó una manifestación de estudiantes universitarios que recorrió las más céntricas calles de Madrid gritando vivas a Galdós. El día seis, El Fígaro de Madrid dedicó portada y contraportada, además de varias

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imágenes del interior y dos páginas enteras, a enumerar escuetamente a quienes se sumaron a la comitiva. Detallo todos estos pormenores con la intención de señalar lo mucho de rechazo al estamento oficial que tiene la alusión al recientemente fallecido Galdós en Luces de bohemia. Los modernistas de la obra de Valle-Inclán son el reverso de la moneda: perseguidos por los “équites municipales” (Valle-Inclán, 2021: 376) que, sin embargo, de gala y con toda la magnificencia oficial encabezan la comitiva galdosiana, son los rechazados por el “cotarro académico” (374) al que pertenecía el canario al que homenajearon, viven al margen de los centros universitarios, rechazados por la prensa y por la sociedad que, por el contrario, se vuelcan a desfilar de luto, en solidaria muestra de admiración a la gloria nacional. Los vivas a Galdós por las calles tienen su reverso esperpéntico en los múltiples vivas que se profieren sarcásticamente en la obra de Valle a la Inquisición —en boca del modernista— o a “la bagatela”. Como la obra recuerda por medio de Dorio de Gádex, el marqués de Alhucemas había dicho que “todas las fuerzas vivas del país están muertas” (400). Esas fuerzas vivas eran las que habían acompañado al cortejo fúnebre de Galdós, incluido el propio marqués, Manuel García Prieto. Y como reverso esperpéntico del fastuoso entierro histórico del escritor canario, también esperpéntico remedo del conocido verso de Espronceda, Don Latino anticipa el escaso interés que ofrecerá al mundo la oscura muerte de Max con su exclamación: “¡Que haya un cadáver más, solo importa a la funeraria!” (403). Durante los siguientes meses de 1920, Galdós, su legado, su casa o los homenajes, siguieron ocupando a la prensa. Tanto es así que a finales de marzo un artículo del semanario España se detiene a comparar los funerales del escritor canario y los del uruguayo José Enrique Rodó —fallecido en 1917—. El ceremonial estuvo presidido por el presidente de la República y contó con numerosos discursos oficiales. Esto da pie a que el anónimo redactor del artículo reflexione respecto a las diferencias con la despedida que se tributó en nuestro país a Galdós, en el que, a pesar del fasto oficial que describimos, dice que lo más significativo fue, en cambio, la participación espontánea. Es decir, en el sentir de la redacción de España, las fastuosidades oficiales

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de los funerales por Galdós son la parte “despreciable” de aquel acto. En cambio, “los que el 6 de enero acompañaron en Madrid a su morada última el cadáver de Galdós, se hubieron de sentir confortados al ver que no le faltaba a nuestro gran novelista el tributo espontáneo del amor popular, el más noble de todos”.

Significado de la mención a Galdós en Luces de bohemia Visto el contexto en que Valle-Inclán escribe su obra, veamos ahora el contexto en que publicará su mención a Galdós. Será en la cuarta entrega de Luces de bohemia en España. Semanario de la vida nacional, el 21 de agosto de 1920. En el mismo número, la redacción protesta ante la situación política española y la acción represora del Gobierno ante la crisis social. Hay nuevo cambio de ministro en el “arrabal de Europa” que es España, escribe el anónimo redactor al abrir el número. La descripción de la situación española se expresa al modo esperpéntico, como si esta fuera la única manera fidedigna de retratarla. Los problemas económicos del país son un monopolio del que dan cuenta las bandadas de políticos que los reducen a migajas con las que alimentarse. Y mientras tanto, el poder moderador de tanto apetito, el rey, ha salido de la Corte para perseguir “elusivos rebecos” por los Picos de Europa. Tal es el grado de la crisis que “en España se provoca la guerra civil preventiva, respondiendo a la agitación europea”. Sin embargo, España “no estalla en revolución frente a la injusticia. La lucha civil toma una nueva forma. Es contundente protesta aislada, venganza contra el desmán autoritario”. Mientras el monarca mata rebecos y la fuerza pública mata ciudadanos en las calles, los gobernadores y agentes de la autoridad persiguen, vejan y encarcelan a los ciudadanos. Aunque hay actos individuales de valentía, la masa de ciudadanos calla porque simpatiza con el procedimiento. La lista de crímenes de la autoridad —prosigue— continúa en un sistema autocrático en el que la libertad de sus ciudadanos depende de los caprichos del Gobierno. Así, Luces de bohemia viene a ser ese “acto individual de valentía”, esa “contundente protesta aislada” y hasta la “venganza contra el desmán autoritario” en una España que no reacciona.

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Pero por esperpéntico que sea el retrato español, la situación mundial es verdaderamente alarmante, según vemos en el resto de los artículos. El avance ruso amenaza con la invasión de Polonia y se cree que EE. UU. intervendrá en México para apaciguar sus constantes guerras internas. La crónica de lo expuesto en el Congreso de la II Internacional resulta inquietante, pues, en palabras de Lenin —esa amenazadora sombra sobre quien hablan en Luces de bohemia—, una dictadura del proletariado sin terrorismo ni violencia es “el peor enemigo del proletariado”. El Congreso se distancia de la que llama “dictadura del sable de Lenin” y condena la revolución mundial, pero en los participantes sobre quienes se informa bulle ese mismo tono de revolucionarismo sangriento. En este número del semanario, la única nota internacional esperanzadora procede del afianzamiento del gremialismo inglés. Hasta en la crónica literaria hay un claro tono beligerante. Aún en el anonimato, se nos informa de la publicación del “primer manifest catalá futurista”: Contra los poetas con minúscula, de J. SalvatPapasséit, “Poetavanguardistacatalá”. Otra vez con la mirada propia del esperpento, el cronista describe desde un plano superior lo que considera un ridículo elitismo del poeta catalán, sus contradicciones y sus directrices sin dirección: la invitación a no rimar o a hacerlo, a no medir versos ni cobrar dinero, a la receta mágica e incomprensible de ser “Poetas”, pero solo serlo con mayúsculas. El vago manifiesto futurista le parece una “agresión contra Darío y Valle-Inclán” y un elogio de Maragall, contradictorio hasta en su xenofobia: “Separados, como estamos, del resto de España por nuestra cultura superior y quemante...”, escribe el futurista antes de exponer que, en Cataluña, como en el resto de España, tampoco hay poetas. En conclusión, el anónimo cronista dice preferir un verso añejo de Valle o de Darío e incluso un “avanguardista” de Salvat-Papasséit a los imaginarios poemas de ese temible poeta futurista (21 de agosto de 1920, p. 10)3. Nótese, en cualquier caso, que cuando se habla de la poesía añeja de Valle-Inclán,

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Junto a la crónica, los versos de Jorge Guillén, las reivindicaciones sufragistas de Magda Donato, el relato sobre despropósitos españoles de Gómez de la Serna y noticias sobre la poesía de Gabriela Mistral.

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hermanado a Darío, se le identifica, por tanto, con un modernismo que se da ya por finiquitado. Y en las páginas 16, 17 y 18 del mismo número aparece la cuarta entrega de Luces de bohemia, con un subtítulo en consonancia con el panorama descrito: Esperpento. Continúa la escena tercera de la obra en la que estos epígonos del modernismo adquieren el aspecto y modo de actuar de una bandada de pájaros de estruendoso piar que responde a coro con sus agudos gritos a las intervenciones de Max. Para entender la alusión galdosiana, es imprescindible tener esto en cuenta: los modernistas de la obra de Valle-Inclán son un “tropel de ruiseñores”, como corresponde a la imaginería idílica de dicha escuela, pero quedan pronto reducidos al esperpento en su comportamiento y en la concreta descripción de su “corifeo”. Su corifeo es Dorio de Gádex, “feo, burlesco y chepudo”, quien con sus brazos abiertos nos deja ver “alones sin plumas” (Valle-Inclán, 2021: 375). La escena acabará en un grotesco diálogo de burdos y estridentes pareados en que, cuanto Dorio dice, será respondido a coro por los modernistas, en versos ramplones. En el texto publicado por el semanario España leemos: Dorio de Gádex. El Enano de la Venta. Coro de Modernistas. ¡Cuenta! ¡Cuenta! ¡Cuenta! Dorio de Gádex. Paladín del Cupletismo. Coro de Modernistas. ¡Cretinismo! ¡Cretinismo! ¡Cretinismo! Dorio de Gádex. Que presume de valiente. Coro de Modernistas. ¡Miente! ¡Miente! ¡Miente! Dorio de Gádex. Y es un Tartufo Malsin. Coro de Modernistas. ¡Sin! ¡Sin! ¡Sin! Dorio de Gádex. Sin un adarme de seso. Coro de Modernistas. ¡Eso! ¡Eso! ¡Eso! Dorio de Gádex. Pues tiene hueca la bola. Coro de Modernistas. ¡Chola! ¡Chola! ¡Chola! Dorio de Gádex. Pues tiene la chola hueca. Coro de Modernistas. ¡Eureka! ¡Eureka! ¡Eureka! (Valle-Inclán 1920: 16)4.

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En la versión de 1924, Valle-Inclán modifica ligeramente el diálogo, pero conserva el sistema: “Dorio de Gádex. El Enano de la Venta. Coro de Modernistas.

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El interés de Valle en este sistema dialogal se demuestra en las leves modificaciones con que quiso perfeccionarlo en la versión de 1924, que, en cualquier caso, mantiene esa estructura en la que cada afirmación de Dorio va seguida de una respuesta a coro y triple grito rimado de los poetas modernistas. Como corresponde con el ambiente de represión descrito al abrir el número del semanario, el ripioso cantar de la bandada de pájaros modernistas será interrumpido por “la patrulla de soldados romanos”, es decir, los “équites municipales”. La escena se había iniciado cuando Max llamaba a Dorio “botarate” y, a pesar de este desprecio, el modernista lo reconocía maestro digno de estar en la Real Academia. Max, dolido por el despido del periódico en el que colaboraba, también lo está por el desdén de la Academia, pues se considera el “primer poeta de España”, “verdadero inmortal”, a diferencia de “esos cabrones del cotarro académico” (Valle-Inclán, 2021: 374). Y al grito de “¡Muera Maura!” —entonces director de la RAE—, los poetas modernistas hacían su primera intervención coral, inaugurando ya la que será la forma que hemos visto de su estruendoso piar: aquí, la triple repetición a gritos de “¡Muera! ¡Muera! ¡Muera!”. Pero la dinámica del comportamiento de estos ruiseñores desplumados aún se está organizando, todavía lo es sin la rima con que responderán luego. Esa versificación ripiosa es la que se inicia en la intervención con que se alude a Galdós: Dorio de Gádex. Precisamente ahora está vacante el sillón de don Benito el Garbancero. Máximo Estrella. Se lo darán a don Torcuato el Aceitero (Valle-Inclán 1920: 16).

¡Cuenta! ¡Cuenta! ¡Cuenta! Dorio de Gádex. Con bravatas de valiente. Coro de Modernistas. ¡Miente! ¡Miente! ¡Miente! Dorio de Gádex. Quiere gobernar la Harca. Coro de Modernistas. ¡Charca! ¡Charca! ¡Charca! Dorio de Gádex. Y es un Tartufo Malsín. Coro de Modernistas. ¡Sin! ¡Sin! ¡Sin! Dorio de Gádex. Sin un adarme de seso. Coro de Modernistas. ¡Eso! ¡Eso! ¡Eso! Dorio de Gádex. Pues tiene hueca la bola. Coro de Modernistas. ¡Chola! ¡Chola! ¡Chola! Dorio de Gádex. Pues tiene la chola hueca. Coro de Modernistas. ¡Eureka! ¡Eureka! ¡Eureka!” (Valle-Inclán 2021: 375-376).

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En la versión de 1924, la rima desaparecerá al desaparecer “don Torcuato el Aceitero”, motivo por el cual la crítica no se había fijado hasta ahora en que el calificativo “garbancero” viene forzado por la necesidad de rimarlo con “aceitero” (Valle-Inclán, 2021: 374). No es cierto que Galdós antes de esta obra fuese conocido por los noventaiochistas con dicho seudónimo: ningún testimonio lo indica así, por el contrario, hemos visto varias alabanzas al estilo galdosiano hechas por sus integrantes, incluido Valle-Inclán. En cambio, todo español de los años veinte sabía que la fortuna del fundador de Blanco y Negro y del ABC procedía de los negocios aceiteros de la familia Luca de Tena, pues sus latas amarillas de la marca Giralda estaban en la mayoría de los hogares. Quizás, incluso, el término “aceitero” podría sugerir una manía aduladora del periódico de su fundador, pero esto es lo de menos. Además de que, en su origen, el calificativo “garbancero” venga determinado por la necesidad de rimarlo con “aceitero”, está claro que el ataque frontal de estas líneas de Luces de bohemia se dirige contra la Real Academia, y la alusión a Galdós es solo un daño colateral. En la versión de 1924, el fundador del ABC es sustituido por el “sargento Basallo” (Valle-Inclán, 2021: 374), del que toda edición crítica nos informa que era un héroe nacional, cautivo durante la batalla de Annual (1921) y liberado en 1923. La prensa dedicó numerosas páginas a describir su extraordinario comportamiento durante el cautiverio, actuando como practicante de los enfermos y heridos españoles y como corresponsal de los que allí permanecieron cuando él finalmente pudo regresar a casa. Pero no se trata de un ataque antes a la prensa y ahora a los militares, como también se ha dicho, sino de que los dardos otra vez se dirigen a las arbitrariedades de la Academia. Un dato desconocido explica la introducción de este personaje en la versión definitiva: en diciembre de 1923, la Academia Española anunció la creación de un extemporáneo “Premio a la Virtud” que se concedería a quien mostrase un comportamiento heroico en situaciones difíciles como catástrofes o naufragios. Poco después de inventar el premio y unos meses antes de la publicación en 1924 de Luces de bohemia, le fue entregado al sargento Basallo, en un solemne acto académico lleno de elogios en el que Antonio Maura —el político-director de la

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Academia— felicitó afectuosamente al héroe de Axdir5. Independientemente de los no cuestionados méritos de Francisco Basallo Becerra, resulta estridente que una institución dedicada a la lengua se arrogue atribuciones de índole moral. En consonancia, lo que el personaje de Valle-Inclán comenta sarcásticamente en la versión de 1924 es que no sería de extrañar que los méritos morales fueran ahora los que le hicieran académico de la lengua. El calificativo “garbancero” vino provocado por esa necesidad de rimar calificando al protagonista del hecho histórico: la vacante que Galdós había dejado en la Academia al fallecer. Este era un suceso de inmediata actualidad cuando Valle-Inclán publicó por primera vez Luces de bohemia. En su versión de la obra de 1924 pudo sustituir a Luca de Tena, pero para mantener la crítica a la Academia no era tan sencillo eliminar la referencia al sillón vacante a causa del fallecimiento del escritor, además de que el término es suficientemente gráfico como para permanecer por mérito propio. “Garbancero” era un nombre propio más o menos frecuente para los toros de lidia, pero no un adjetivo. Es un hallazgo de Valle-Inclán, puesto que sugiere eficazmente la implícita crítica a un realismo mimético de nulo alcance imaginativo; juicio sobre el estilo galdosiano que, aunque no sea el propio, correspondería a la versión esperpéntica que la obra ofrece de los epígonos del modernismo. Es obvio que no es Valle-Inclán quien lo dice, sino su exagerado, carente de talento y, además, pasado de moda, personaje: el desplumado ruiseñor modernista, Dorio de Gádex.

5 Leemos en el ABC: “La Real Academia española ha concedido el premio a la virtud de 1923, al sargento Basallo que tan inestimables servicios prestó durante el cautiverio de los españoles en Axdir” (“Premio al sargento Basallo”: 12). Antonio Maura, quien le dedicó palabras de “felicitación y afecto”, era miembro de varias academias, como la que parece más apropiada para unos premios de índole moral, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Al año siguiente, el ABC informa de que el premio lo concederá, sin embargo, la Academia de la Historia, y lo recibirá un niño que se lanzó al Manzanares para salvar a otro que se estaba ahogando. El premio estaba dotado con 1000 pesetas.

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El Dorio de Gádex histórico y el Dorio de Gádex literario Y aun cabe otra matización fundamental, tampoco es Dorio de Gádex quien tilda de “garbancero” a Galdós, sino su transfiguración literaria. Dorio de Gádex era el pseudónimo de Antonio Rey Moliné, el escritor gaditano que había intentado vivir de la literatura y del periodismo en la bohemia madrileña. Es uno de los pocos personajes históricos en la obra de Valle-Inclán que aparece con el nombre que usaba. Como recogió González Martel, en la misma época en que el semanario España publicaba las entregas de Luces de bohemia, el histórico bohemio, y su mujer y tres hijos, vivían en la más absoluta pobreza y olvido. A lo largo de su vida el escritor pidió a la Real Academia varios Socorros de San Gaspar, la ayuda económica que concedía la institución a escritores en situación de miseria. Una de estas peticiones la realizó durante la época en que se estaba publicando por entregas Luces de bohemia: el 30 de agosto de 1920, firmando como Dorio de Gádex, pues este, dice en el escrito, es el pseudónimo que siempre ha usado. Para acreditarse como escritor ante la comisión académica arguye que ha publicado nueve libros de diversos géneros literarios, algunos de los cuales han merecido elogios de la crítica nacional e hispanoamericana, pero desde hace algún tiempo está “falto de recursos totalmente” (González Martel 2006a: 90). En los años 1921, 1922 y 1923, se sucederán nuevas peticiones económicas según los documentos publicados por González Martel, quien también da cuenta de sus constantes peregrinajes de unos a otros habitáculos junto a su mujer e hijos. Dorio de Gádex, además de escribir Lolita Acuña, Amor de reina, Princesa de fábula, entre otras novelas, era el autor de Cuentos al oído, publicitado como “libro archisicalíptico, propio para ser leído en la cama”, lo cual da cuenta del estilo cultivado. Más interesante que estas novelas eran sus impresiones literarias reunidas en De los malditos, de los divinos… En esta obra, la primera figura que describe es precisamente la de Valle-Inclán: “grito” en el “plúmbeo silencio de la literatura actual”, al que acompaña en su extenso homenaje del “bondadoso” Shelley, del “extravagante” Byron, de Walt Whitman, Chateaubriand y Oscar Wilde.

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En un tono panegírico y un estilo épico y grandilocuente cuenta cómo una noche vio por primera vez en un café a Valle-Inclán, quien le causó una honda impresión que le llevó pronto a la mayor de las admiraciones: […] al verle, guarecido bajo milanesa armadura, brusca la barba en punta sobre los encajes almágrenos de la gorguera, relucientes de su tizona los gavilanes, evoqué una vida de epopeya: la vida de aquellos hidalgos, terror de indios, flamencos herejes y audaces berberiscos (Rey Moliné 1914: 10).

Sin saber aún de quién se trataba, Dorio pregunta a un conocido quién es tan llamativo personaje, y este le desvela que se trata de Ramón María del Valle-Inclán, “príncipe de nuestros escritores y mayor, según dicen, del ejército mexicano”. Esa doble dedicación a la espada y la pluma lo eleva ante los ojos de los jóvenes como un nuevo Garcilaso capaz de acabar a la vez con un enemigo y de reunir en catorce versos su ingenio. Inmediatamente surge una admiración idolátrica que acompañó toda su vida al fracasado novelista, pues Valle-Inclán es cabecilla de los jóvenes de la bohemia madrileña: Mientras así me informaban, era yo todo ojos contemplando la romancesca imagen, bellamente fea, de varón tan insigne. Alrededor suyo había un numeroso grupo de jóvenes mal vestidos y peor calzados, pálidos bajo las merovingias melenas, tocadas por sucios fieltros haldudos. Eran todo recogimiento escuchándole: bebían sus palabras como la lluvia un campo seco... (Rey Moliné 1914: 10).

Dorio de Gádex pone en la voz “grave y sonora del maestro” diversas sentencias sobre el arte y cómo ha de ser un verdadero escritor: alguien nacido con ese don por naturaleza, que se entrega abnegado a esa ferviente religiosidad esteticista y original. Dorio de Gádex conoció personalmente a Valle-Inclán cuatro meses después, en octubre de 1908. Según cuenta, se lo presentó Ricardo Baroja en el chiscón de la calle Mesonero Romanos donde estaba la librería del editor Pueyo. Los elogios hacia él llenan numerosas páginas, pues lo considera el “hombre-cumbre” cuya conversación hace que se pierda la noción del tiempo y se olviden las preocupaciones:

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Valle-Inclán es el conversador por excelencia. Constituye su charla alimento precioso, del que jamás hartarse puede un espíritu culto. Habla de todo con mesura y tino; coloreando las frases; esculpiéndolas de la manera maga que Benvenuto hacía con gemas y metales, bajo cuyo cincel florecieron endriagos y quimeras, sátiros y ninfas, tréboles y lirios... (Rey Moliné 1914: 16-17).

Basten estos párrafos como muestra del estilo del escritor Dorio de Gádex y recuérdese que su transfiguración esperpéntica de la realidad ha de engrosar esos rasgos. En ese Dorio de Gádex literario de Luces de bohemia, no es de extrañar el calificativo de “garbancero”. Y, sin embargo, ni siquiera el Dorio de Gádex histórico admitiría como propia esa consideración sobre Galdós. Aunque no consta reacción ante la publicación por entregas de Luces de bohemia, la aparición en un solo volumen de 1924 multiplicó la angustia de quien no conseguía ya que lo publicasen y tenía que conformarse con lo que su mujer ganaba “deslomándose a diario”. Dorio de Gádex no pudo reconocerse en los vicios con que lo pinta Valle-Inclán: padre de tres hijos, no es el lujurioso fecundador de criadas que se pinta en Luces de bohemia, cuya imagen no lo beneficiará en las redacciones periodísticas a las que le gustaría volver. Tampoco favorecerá el desprecio al “cotarro académico” que la obra refleja a quien una y otra vez está solicitando los Socorros de San Gaspar que esta concede —uno de ellos, el de 1902, por cierto, firmado por Valle-Inclán (González Martel 2006a: 102)—. Según el estudioso de este bohemio, Dorio de Gádex no compartía el juicio que el personaje de Valle-Inclán con su mismo nombre había vertido sobre Galdós: ¡Don Benito el Garbancero!... A Pérez Galdós, ¿garbancero? Lo pensaría usted en alguno de sus estupendos cabreos de café por algún malinterpretado desaire que le llegase del viejo. Porque yo sé, y seguro que usted más que yo, que desde ahora, para muchos, y a la larga para casi todos, al honorable canario apenas se atreverán a escatimarle reconocimiento. ¡A cuatro años ya de su muerte! ¡Qué eficaz forma y certera visión histórica del país y su gente nos lega! (González Martel 2006a: 96).

El bohemio escritor no pudo ir a recoger la ayuda económica de 300 pesetas que la Academia le concedió en 1924. Lo hizo su viuda,

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quien, desde que Dorio de Gádex enfermara, había tenido que dejar a sus hijos al cuidado de la Beneficencia municipal para poder ir a trabajar. Dorio de Gádex murió en la indigencia y los gastos del entierro y sepultura en el cementerio tuvieron que ser “de caridad” (González Martel 2006a: 104). La muerte de Galdós para la generación de Valle-Inclán fue el fin de toda una época. Con él se iban los años de adolescencia y juventud. Como captó muy bien Rafael Altamira, con el entierro de Galdós se sepultaba aquella etapa que para el escritor gallego había sido de bohemia. Como el bohemio poeta de epitafios, Rodolfo, cuando sabe de la muerte de Mimi, su amor de juventud, Valle-Inclán siente que con el fallecimiento de Galdós se despide de una parte de su vida, de una etapa —según Mürger— imprescindible para cultivar el arte, se dice adiós a una generación olvidada “cuya miseria excita la piedad simpática”. La muerte de Galdós representaba la desaparición de toda aquella [r]aza de los obstinados soñadores, para quienes el arte es más bien una fe que un oficio; hombres entusiastas, convencidos, a quienes basta la vista de una obra maestra para causarles la fiebre, y cuyo leal corazón late con violencia ante todo lo bello, sin averiguar el nombre del maestro y de la escuela (Mürger 1907: XVI).

Según el axioma de Mürger, “la Bohemia es el examen de aptitud de la vida artística; es el prefacio de la Academia, del Hospital o de la Morgue” (1907: XVI). Mientras Galdós había logrado el reconocimiento de la Academia y hasta lo había superado en el clamor popular, Max Estrella y la bohemia madrileña en su casi totalidad —Alejandro Sawa, Dorio de Gádex…— habían acabado en el hospital o en la morgue. Las “luchas del arte” hacen que “sus soldados sean olvidados” y toda la gloria se concentre en “el nombre de sus jefes”. Por eso, ese “hombrecumbre” —en la expresión de Dorio de Gádex—, en correspondencia agradecida, pinta esa bohemia ignorada, “familia de los condenados a lo incógnito” que el retratista de la bohemia francesa había creído solo posible en París, sin saber de la variante madrileña a la que el escritor

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gallego le dedica este epitafio; porque “un solo epitafio es suficiente para veinte mil muertos” (Mürger 1907: XVIII) (figura 6).

Figura 6. “El número 8 ha fallecido”: con la muerte de Mimi se entierran la bohemia y los años de juventud de Rodolfo. Como Altamira recordó, ese es el mismo sentimiento que la generación de Valle-Inclán tuvo al enterrar a Galdós. Ilustración de Gaspar Camps de la edición española de Escenas de la bohemia de H. Mürguer (1907, tomo II, p. 217).

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Rubén Darío en Luces de bohemia: intertextualidad, cita y alusión (con una edición de “Peregrinación”)1 Julio Vélez-Sainz Universidad Complutense de Madrid Instituto del Teatro de Madrid

La amistad de Rubén y Ramón María, contertulios que se profesaban admiración mutua, es uno de los episodios más bellos y que más iluminan las luces de bohemia del convivio de fin de siglo. Mientras estuvieron en Madrid fueron amigos inseparables. Por ejemplo, re-

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Este trabajo se inserta en los objetivos investigadores del Instituto del Teatro de Madrid, del Seminario de Estudios Teatrales (930128), CARTEMAD: “Cartografía digital, conservación y difusión del patrimonio teatral del Madrid contemporáneo” (H2019/HUM-5722), convocatoria de ayudas para la realización de programas de actividades de I+D entre grupos de investigación de la Comunidad de Madrid en Ciencias Sociales y Humanidades (2019).

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cordaría años después Francisca Sánchez, amada de Rubén, que su primer encuentro vino bajo la mirada del Marqués de Bradomín2. Era una afinidad, temprana y visible, que, como sintetiza magistralmente Ricardo Gullón, estaba cimentada en cuatro rasgos: indigenismo, exotismo, erotismo y esoterismo (Gullón 1986; Paz Gago 2016: 91-97). Esta amistad tiene tres aristas fundamentales: su reconstrucción literaria, la relación entre ambas familias y la relación de apoyo profesional entre ambos escritores dentro del sistema literario del momento, tal y como la profusa documentación existente nos las muestran. En otros trabajos hemos tratado de los documentos históricos que sirven para analizar con propiedad su relación personal3. En el presente nos centraremos en la literaria, en concreto, en la reconstrucción del Rubén Darío personaje en Luces de bohemia. Esta se articula a partir de tres directrices fundamentales paralelas a lo que Gerard Genette, en su trabajo seminal sobre la “intertextualidad”, define como relación entre textos: la cita, el “plagio” (homenaje, se entiende) y la alusión. Los tres ejemplos que espigamos se refieren a la referencia a “Peregrinación”, citado directamente en Luces de bohemia, el uso indirecto que hará del prólogo dariano para Iluminaciones en la sombra, novela póstuma de Alejandro Sawa, en la construcción de Max Estrella, y la alusión a la máscara del propio Darío en la obra. Rubén Darío llevaba muerto cuatro años cuando se publicó Luces de bohemia, y aparece en dos ocasiones, en las escenas novena y decimocuarta (séptima y undécima de la versión de la revista España en 1920)4. Su presencia en la obra contribuye a ensalzar la figura de Max Estrella y, de paso, a dar lustre a la memoria de Alejandro Sawa, de

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Archivo Rubén Darío, UCM, documento sonoro 2. Me refiero, en particular, a las páginas correspondientes del capítulo “Hacia Belén la caravana pasa. París y viajes europeos. Los años de Cantos de vida y esperanza y El canto errante”, de la biografía de Rubén Darío que he confeccionado junto a Rocío Oviedo Pérez de Tudela y que se publica en 2021 en la editorial Cátedra con el título de Rubén Darío, la vida errante. El esperpento aparecerá en la revista España desde el 31 de julio al 23 de octubre del 20. Las escenas en las que aparece Darío son publicadas en los números del 18 de septiembre (VI.281, 17-18) y el 16 de octubre (VI.285, 17-18).

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quien fue amigo, pero, al igual que tantos otros referentes del esperpento, es anacrónica. Seguramente, Valle busca presentar a Rubén en contraste con el pasado. Sería algo parecido a las motivaciones por las que convirtió de partida en protagonista modelo de Luces de bohemia a Alejandro Sawa. Francisco Caudet, en su reciente edición, reconoce “la reconocida proclividad de Valle a ocuparse de temas del pasado que solía, en la mayoría de los casos, relacionar con el tiempo presente, con el tiempo en que estaba viviendo” (2019: 112). Numerosos ejemplos hay de la continuidad y contraste entre el presente de 1920 y el pasado en los que Valle reconstruye el inmenso corpus escritural dariano. Caudet localiza referencias a “Era un aire suave” (Prosas profanas, 1893), “Lo fatal” (Cantos de vida y esperanza, Los cisnes y otros poemas, 1905), “Plegaria” (Las horas fugitivas5) y el “Coloquio de los centauros” (Prosas profanas y otros poemas, 1905) (2019: 200-201 y 232-233). Hay bastantes más. Como indicamos, además, cumplen con la distinción que Genette plantea en su ensayo sobre la intertextualidad en cuanto cita y alusión. Vamos por orden. En la escena novena, escena séptima en la edición de la revista España de 1920, la aparición de Darío se produce en una reflexión en torno a la muerte, en lo que se ha denominado como una “última cena pagana”. La escena está salpimentada con referencias a la obra poética de Darío. La primera referencia de importancia a la obra de Rubén se presenta por medio de la inserción de un texto de Darío en Luces de bohemia, el que publicara con el título de “Peregrinación”. Este había sido publicado en la obra póstuma (Lira póstuma) de sus obras completas (1919). En estos versos crepusculares se detalla cómo Rubén y Bradomín participan en una peregrinación hacia Compostela en la que se adivina la muerte al fin, así como las posturas que toma cada uno de los peregrinos. En la edición de la revista España de 1920 (escena séptima) se lee:

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Las horas fugitivas es un conjunto de textos no recopilados en libro poético que forma parte de la edición “…Del chorro de la fuente”: poesías dispersas, desde el viaje a Chile 1886-1916, editado en Obras completas, V, Poesía. Madrid: Aguado, pp. 1137-1474.

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La ruta tocaba a su fin, Y en el rincón de un quicio oscuro, Nos repartimos un pan duro Con el Marqués de Bradomín (Valle-Inclán 1920, n.º 281: 17-18).

Se trata de una variante del último cuarteto nonasílabo de “Peregrinación”/“Peregrinaciones” de Rubén Darío: La ruta tenía su fin. Y dividimos un pan duro en el rincón de un quicio oscuro con el marqués de Bradomín. (vv. 59-62)6.

Como vemos, se trata de una cita directa, o, en la definición de Genette, una intertextualidad directa. Recordemos que esta es “una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efectiva de un texto en otro. Su forma más explícita y literal es la práctica tradicional de la cita (con comillas, con o sin referencia precisa)” (1962: 10). El poema había aparecido en 1919, con el título de “Peregrinaciones”, en el volumen XXI (Lira póstuma) de las obras completas darianas de la editorial Mundo Latino7. Posiblemente este título se debe a una contaminación del volumen anterior de 1917, parte XII de las obras completas de Mundo Latino, que se titula, precisamente Peregrinaciones y que recoge crónicas de viajes de Darío con unas bellas ilustraciones de Enrique Ochoa8. En la versión de las muy posteriores obras completas de Afrodisio Aguado lo encontraremos en Las horas fugitivas, sección de la colección póstuma “…Del chorro de la fuente”9 que recoge poemas entre 1896 y 1916 (1950-1955, V: 1431-1433).

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Citamos de nuestra propia edición, que situamos como apéndice final del trabajo. Se trata de un volumen encuadernado en rústica de 187 páginas con ilustraciones de Enrique Ochoa, en formato 12x18 cm. Para este magnífico ilustrador, véase el artículo de Ángela Ena (2017:169-182). Se trata de una referencia al último terceto de “Yo persigo una forma”, el poema final de la segunda edición de Prosas profanas (1901), que lee “y bajo la ventana

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Valle-Inclán hace una mención directa al poema y a su publicación, no en unas obras completas sino en una revista. Recordemos el pasaje: (Rubén se recoge estremecido, el gesto de ídolo, evocador de terrores y misterios. Max Estrella, un poco enfático, le alarga la mano. Llena los vasos Don Latino. Rubén sale de su meditación con la tristeza vasta y enorme esculpida en los ídolos aztecas.) Rubén. Veré si recuerdo una peregrinación a Compostela... Son mis últimos versos. Max. ¿Se han publicado? Si se han publicado, me los habrán leído, pero en tu boca serán nuevos. Rubén. Posiblemente no me acordaré. (Un joven que escribe en la mesa vecina, y al parecer traduce, pues tiene ante los ojos un libro abierto y cuartillas en rimero, se inclina tímidamente hacia Rubén Darío.) El joven. Maestro, donde usted no recuerde, yo podría apuntarle. Rubén. ¡Admirable! Max. ¿Dónde se han publicado? El joven. Yo los he leído manuscritos. Iban a ser publicados en una revista que murió antes de nacer. Max. ¿Sería una revista de Paco Villaespesa? El joven. Yo he sido su secretario. Don Latino. Un gran puesto. Max. Tú no tienes nada que envidiar, Latino. El joven. ¿Se acuerda usted, maestro? (Rubén asiente con un gesto sacerdotal, y tras de humedecer los labios en la copa, recita lento y cadencioso, como en sopor, y destaca su esfuerzo por distinguir de eses y cedas) (Valle-Inclán 2021: 419-420).

El joven indica que iban a ser publicados en una revista que murió antes de nacer. Hay, en efecto, una revista que recogió el poema (aunde mi Bella-Durmiente, / el sollozo continuo del chorro de la fuente y el cuello del gran cisne blanco que me interroga” (Darío 2018: 496-497). Es un topos dariano, también aparece en “Triste, muy tristemente”: “Y ese artista era yo, misterioso y gimiente, / que mezclaba mi alma al chorro de la fuente” (19501955, V: 1436-1437).

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que no es ninguna de las de Francisco Villaespesa, muy anteriores)10. Se trata nada menos que de la famosa revista La Pluma, de Manuel Azaña y Cipriano de Rivas Cherif, que lo recoge en el número 7 del 1 de diciembre de 1920 (1920: 289-292). Azaña y su amigo, y luego cuñado, Cipriano Rivas Cherif, habían vuelto a Madrid en junio de 1920. La Pluma y España son contemporáneas y Azaña colabora en ambas. En el número 1 de La Pluma figuraban como redactores José Ortega y Gasset, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala, Luis de Zulueta, Eugenio D’Ors, Gregorio Martínez Sierra y Juan Guixé y se anunciaban como colaboradores, entre otros, Francisco Acebal, José López Pinillos, Luis de Tapia, Luis Araquistáin, Manuel Azaña, Luis Bello, Jacinto Benavente, José Moreno Villa, Ramón del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno. “Peregrinación” se edita junto a otros textos de carácter español como “Chapelgorri” y “Flora” (1950-1955, V: 1321 y 1314)11. Hay una serie de variantes entre las ediciones de La Pluma y las de las obras completas de Mundo Latino (1919) y Afrodisio Aguado (1950). Estas son escasas pero significativas, y aconsejan la edición del poema completo, asunto que realizamos en anexo a este artículo. En el verso 1, “En momento crepuscular”, encontramos una aditio en las ediciones de Mundo Latino y Aguado que hace que el verso sea hi-

10 Las revistas de Villaespesa son Electra (1901), La Revista Ibérica (1902), Renacimiento Latino (1905) y La Revista Latina (1907-1908). Para este importante capítulo del modernismo español, véase Gottlieb (1995). 11 Son textos de Darío en estancias españolas. “Chapelgorri” está datado en 1905 y “Flora” en 1901, y están compuestos en Madrid. Hay una segunda revista mencionada en la escena, con muchísima bilis, La Lira Hispano-Americana, en la que don Latino dice haber coincidido con Rubén y haber sido el “redactor financiero”. La Lira Hispano-Americana es, más que posiblemente, una reconstrucción de otras revistas del modernismo en las que participó Darío, probablemente Mundial Magazine, que aparece en mayo de 1911. El redactor financiero de la revista (posible avatar, por tanto, de don Latino) era Alejandro Sux, jefe de redacción de Mundial, quien había puesto en marcha otra revista con el título de Ariel. De cualquier modo, La Lira Hispano-Americana rememora colecciones de poesía hispanoamericana como La lira de oro hispano-americana: poesías (Tip. Maguncia y Lubirana, 1864).

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permétrico. Asimismo, el verso 14 añade una “y”, aunque no varía la estructura métrica: “El perrillo que nos seguía” (v. 14). Algunas variantes modifican el sentido de la oración. Por ejemplo, al contrario de las ediciones de Mundo Latino y Aguado, la versión de La Pluma amplía la interrogación al verso 12: “¿Con Valle-Inclán y con San Roque, / adonde íbamos, Señor?” (12-13). Asimismo, en el verso 48 las ediciones de Mundo Latino y de Aguado modifican el acusativo “te” por un posesivo “tu”: “¡Oh, Dios! Para te querer y te amar.”/“para tu querer y tu amar”. Me parece significativo y más adecuado el uso del acusativo “te”, que va más en consonancia con los “versículos evangélicos” y las lamentaciones citados abiertamente en el poema como modelo. Estas son: predicaciones de San Pablo o lamentaciones de Job, de versículos evangélicos o preceptos de Salomón. ¡Oh, Dios! (vv. 5-9).

Asimismo, en el verso 58, las ediciones de Mundo Latino y Aguado omiten una exclamación diseñada para enfatizar la contraposición entre las posturas de Nietzsche y de Heine al respecto de la vida post mortem: “¡E iban por caminos distintos!” (v. 58). Ambas figuras son de importancia en la poética de Darío. Pedro Balmaceda Toro define a Rubén Darío, en su etapa de Abrojos, como “Heine, el gran poeta, el único que ha tenido el cielo entre sus brazos” (1941: 195). La alusión a Friedrich Nietzsche, por su parte, es fundamental, pues, como indica la crítica, se trata del gran ausente de la colección pivotal de semblanzas del modernismo dariano: Los raros. Recordemos que Darío publica en La Nación de Buenos Aires (lunes, 2 de abril de 1894) una crónica sobre Nietzsche que se titula precisamente “Los raros”12. La ausencia en el volumen, como señala Llopesa, se debió probablemente a la asintonía entre el agnosticismo militante de Nietzsche y el, 12 La crónica fue rescatada y publicada por Erwin K. Mapes en su antología Escritos inéditos (1938, 54-56). Sin embargo, Mapes truncó el título del texto (“Los raros. Nietzsche”) y recortó la sección final, dedicada a Multatuli.

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a pesar de todo, espíritu creyente de Rubén Darío que, durante estos años, si bien se siente lleno de un anticlericalismo activo y un deseo de soltar todas las amarras del mundo antiguo (religión inclusa) para enfrentarse a la modernidad, no coincide con el rechazo del filósofo alemán (2002: 47-63). Heine, en cambio, puede perfectamente representar una ferviente religiosidad. Como cuenta el hispanista Johannes Fastenrath en La Walhalla, un libro que bien podía haber leído Darío, pocas horas antes de morir en París, Heine dijo: “Dios me perdonará: es su oficio” (526). En Luces de bohemia, Darío aparece representado, pese a todo, como un ferviente creyente: Max. ¿Tú eres creyente, Rubén? Rubén. ¡Yo creo! Max. ¿En Dios? Rubén. ¡Y en el Cristo! Max. ¿Y en las llamas del Infierno? Rubén. ¡Y más todavía en las músicas del Cielo! Max. ¡Eres un farsante, Rubén! Rubén. ¡Seré un ingenuo! Max. ¿No estás posando? Rubén. ¡No! Max. Para mí, no hay nada tras la última mueca. Si hay algo, vendré a decírtelo. Rubén. ¡Calla, Max, no quebrantemos los humanos sellos! (Valle-Inclán 2021: 419).

Valle, que conocía muy bien a Rubén, sin duda sabía del último giro místico en el final de su vida, cuando abiertamente reniega del gnosticismo masónico y de la teosofía (creencias ambas tratadas con mucha ironía en esta misma escena) y abraza una noción ortodoxa de la doctrina católica. ¿Cómo obtuvo Valle acceso a “Peregrinación”? Es interesante, en este sentido, que la versión de Valle altere el orden de los versos 60 y 61 de la publicada en 1919 (y de la que tenemos en la versión de La Pluma). En primer lugar, la alteración sugiere que Valle-Inclán cita de memoria. De igual modo, el cambio de versos podría indicar el conocimiento de primera mano de un texto, es decir, ser una marca de co-

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pista. No parece que se trate de un cambio producido en las imprentas de la revista España, puesto que sería refrendado en la versión definitiva de 1924. El hecho de que Valle insista en que se trata de un texto que se toma de una revista recalca la posibilidad de que Valle tenga en sus manos la versión de “Peregrinación” que iban a publicar en La Pluma en diciembre del 20. Recordemos que don Ramón era colaborador habitual de la misma y que publica muchas de sus obras en ella. Farsa y licencia de la reina castiza aparece en los números 3, 4 y 5; Los cuernos de don Friolera, en los números 11, 12, 13, 14, 15, y Cara de plata, en los números 26 al 31. De hecho, la revista llega a dedicar un número homenaje completo a Valle, el 32, en el que participan los más señeros colaboradores de entonces. El propio Manuel Azaña realizará un trabajo titulado “El secreto de Valle-Inclán” en el número 32 (1923: 82-89). La inserción del subtexto dariano en Luces de bohemia sirve para recalcar el ambiente de hedonismo y supersticioso temor a la muerte. Recordemos que en la escena novena Rubén le dice a Max: “Max, amemos la vida, y mientras podamos olvidemos a la Dama de Luto” (Valle-Inclán 2021: 416). Es un claro homenaje necrofílico y metaliterario. La “peregrinación” compostelana de Darío es, a la par, la reconstrucción de una escena folclórica y una representación de la imagen de la vida como viaje, del homo viator medieval. La metáfora es especialmente adecuada si tenemos en cuenta las errabundas vidas de los protagonistas indirectos: Darío, Valle-Inclán y Sawa. La metáfora del camino de la vida se utiliza para presentar una doble alternativa: mientras los peregrinos llegan a la catedral dorada que se encuentra al final de la vereda, pueden escoger los caminos del agnosticismo de Nietzsche o de la conversión final de Heine. En sus años finales, sin duda, Darío se acercará a la postura de Heine, prueba de ello son sus magníficos poemas religiosos de la etapa que denominamos el “giro místico”. Este giro es fundamental para el contexto de la mayoría de los poemas religiosos de Poema del otoño (1911), Canto a la Argentina (1914) e, incluso, de “Pax” (1916)13. Mientras tanto, los peregrinos,

13 Por ejemplo, véanse las menciones a “La Cartuja”, texto escrito en el invierno de 1913 y publicado en Caras y Caretas en 1914. El ambiente monacal del

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el propio Darío y Bradomín comparten un trozo de pan en espera de la llegada del punto final. La misma dinámica necrofílica se establece en la segunda relación intertextual entre otro escrito de Darío y Luces de bohemia, el prólogo a Iluminaciones en la sombra, que Valle utiliza para conformar el personaje de Max. En este caso se trata de una alusión abierta y reconocible para ambos autores. Hay absoluto consenso crítico alrededor de que Sawa sirvió como modelo de Estrella. Darío realizó un prólogo a la última novela de Sawa, Iluminaciones en la sombra, por mediación de Valle-Inclán. Varias de las características del esperpento se entrevén en el prólogo, donde Darío destaca que Sawa era un gran actor natural: “Aunque no sé que nunca haya pisado las tablas. Con su dicción y sus gestos pudo haber imperado por las máscaras; pero aquel romántico sonoro no representó sino la propia tragicomedia de su vida” (1910: 9). Darío describe su abanico dramático, Sawa pasaría de ser un joven galán a: Luego, gris de años, a la entrada de la vejez, fue barba trágico, que como en el verso del Hugo que adorara en su juventud, “fue ciego como Hornero y como Belisario”, engañado por el destino, pobre, pudiendo haber sido rico, lamentando, ya tarde, el tiempo perdido para la dicha y para la tranquilidad de los días postreros. Escribe él en una de sus últimas páginas, o no escribe, dicta: “Vino el duende que era embajador de la dicha” (Darío 1910: 10).

No puede el lector de Luces de bohemia soslayar el tremendo parecido que tiene la descripción que hace Darío en su prólogo con las características físicas y morales más importantes de Max Estrella. antiguo palacio cartujano debió de impresionar profundamente a Darío: “A los que en su existencia solitaria / con la locura de la cruz, y al vuelo / místicamente azul de la plegaria, / fueron a Dios en busca de consuelo […] fueron para ellos minas de diamantes que cavan los mineros serafines, / a la luz de los cirios parpadeantes / y al son de las campanas de maitines” (2018: 747-750). Otros poemas del giro incluyen “Los tres reyes magos” o “La rosa niña”, que aparecen en Canto a la Argentina (1914). Para este giro místico, véase Vélez-Sainz y Oviedo Pérez de Tudela 2021.

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Valle-Inclán pintará a su difunto amigo de una manera muy parecida. De hecho, muchos de los adjetivos que utiliza Darío aparecerán repetidos en el esperpento. En la escena octava, en la conversación que tiene el Ministro con Max cuando este le pregunta: “¿Pero estás ciego?”, el bohemio responde: “Como Homero y como Belisario” (ValleInclán 2021: 407), es decir, con los mismos términos que Rubén. De manera muy significativa, la descripción póstuma que hace Darío de Sawa está teñida de referencias al mundo del teatro. Sawa tiene “una sonrisa a la par semidulce y semiirónica”, era “gallardamente teatral” y una suerte de Yorick hamletiano, “Poor Alex!” (9). La alusión (que es a su vez un eco) a Hamlet (V.1) se repetirá en Luces de bohemia en la escena XIV, momento del enterramiento de Max Estrella, cuando Rubén y el Marqués de Bradomín se acercan a la tumba. La acotación lee: “Las sombras negras de los sepultureros —al hombro las asadas lucientes—, se acercan por la calle de tumbas. Se acercan”: El Marqués. ¿Serán filósofos, como los de Ofelia? Rubén. ¿Ha conocido usted alguna Ofelia, Marqués? El Marqués. En la edad del pavo todas las niñas son Ofelias. Era muy pava aquella criatura, querido Rubén. ¡Y el príncipe, como todos los príncipes, un babieca! Rubén. ¿No ama usted al divino William? El Marqués. En el tiempo de mis veleidades literarias, lo elegí por maestro. ¡Es admirable! Con un filósofo tímido y una niña boba en fuerza de inocencia, ha realizado el prodigio de crear la más bella tragedia. Querido Rubén, Hamlet y Ofelia, en nuestra dramática española, serían dos tipos regocijados. ¡Un tímido y una niña boba! ¡Lo que hubieran hecho los gloriosos hermanos Quintero! Rubén. Todos tenemos algo de Hamletos. El Marqués. Usted, que aún galantea. Yo, con mi carga de años, estoy más próximo a ser la calavera de Yorik (Valle-Inclán 2021: 458-459).

Valle-Inclán reconstruye la semblanza literaria que Rubén le dedica a Alejandro Sawa y la amplía a partir de toda su cosmogonía shakespeareana. Se trata, en la definición de Genette, de una “alusión”, es decir, de “un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite necesariamente tal o cual

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de sus inflexiones, no perceptible de otro modo” (1962: 10), de modo que se establece un diálogo (bakhtiniano si queremos) entre ambos en una pluralidad de voces superpuestas, de tal forma que los enunciados dependen unos de otros. Al igual que Sawa fuera el Yorick de Darío, ahora el Marqués de Bradomín pasa a ser su propio Yorick en una reconstrucción en la que Darío queda como Hamlet. Se trata de un gran ejemplo de traslación esperpéntica: los protagonistas de una de las tragedias más importantes del acervo universal, Hamlet y Ofelia, serían, tras el espejo deformante de la realidad dramática “española” y, por lo tanto, deformante y grotesca, “dos tipos regocijados”, es decir, dos meros tipos teatrales. El del tímido y la niña boba (como los figurones y bobas del teatro clásico español). Los “gloriosos” hermanos Álvarez Quintero hubieran realizado un magnífico sainete. Significativamente, en este momento, Bradomín utiliza la coletilla “admirable” que le atribuye hasta en seis ocasiones a Darío. La tercera referencia intertextual es, de nuevo, una alusión (en la terminología de Palimpsestos), en este caso, a las máscaras de Darío. La presentación de Rubén en la escena novena tiene las características de las semblanzas, caretas y bustos con las que los escritores del modernismo solían referirse unos a otros. Recordemos la situación. Max invita a Don Latino y a Rubén a un convite con versos del nicaragüense, quien aparece reconstruido con una serie de rasgos especialmente marcados: su gusto por el ajenjo (ginebra), su rostro de “cerdo triste” (2021: 415), de ídolo pagano y sus manierismos al hablar; se destacan su muletilla “admirable” (seguramente dicha a la francesa) y su seseo. Con estos rasgos posiblemente se pretende presentar un personaje, una máscara teatral reconocible por el público. La dura referencia al “cerdo triste” que hace Don Latino de Hispalis rememora las referencias de Pío Baroja, quien en Silvestre paradox representa a Rubén como un “poeta notable, hombre callado, cara de cerdo triste”. Con las salidas de Pérez del Corral se entusiasmaba: “¡Admirable! ¡Admirable! —Decía a cada paso” (1947: 79-80)14. Hasta seis veces llama el

14 Como recuerda Manuel Gil Alfonso: “Aún en labios del desvergonzado granuja, suena duramente tal presentación del poeta. Pero no es la primera vez que la he-

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personaje Rubén Darío “admirable” a Max Estrella en un claro eco de su propia admiración por el nicaragüense. Valle, en sus acotaciones, incide en la “máscara de ídolo” que se anima con una sonrisa “cargada de humedad” (2021: 415). La máscara dariana puede perfectamente ser un homenaje al propio Darío, que recordemos que es uno de los principales autores de “máscaras literarias” del fin de siglo. La máscara teatral tiene una función importante en la poética de Darío. Por ejemplo, se usa en la Canción de carnaval que formara parte de Prosas profanas (1896) y fuera publicado en La vida literaria (Madrid, 1896): Musa, la máscara apresta, ensaya un aire jovial y goza y ríe en la fiesta del Carnaval. […] Ríe en la danza que gira, muestra la pierna rosada y suene, como una lira, tu carcajada. Y lleve la rauda brisa, sonora, argentina, fresca, la victoria de tu risa funambulesca! (Darío 1901: 69-71).

Además, se trata de uno de los modelos escriturales fundamentales de la prosa de Darío. Recordemos que uno de los cinco volúmenes de las obras completas de Darío en la editorial de Aguado recoge, precisamente, “Semblanzas”, donde se incluyen artículos en prensa del nicaragüense (fundamentalmente de La Nación, pero también de otros muchos periódicos). Aquí aparecen retratos, máscaras y semblanzas de todas las etapas de su vida errante: Retratos (1886-1891) (a Ricardo Palma, Narciso Tondreau, entre otros), Fotografías instantáneas (a Julio de Arellano, Zambrana), A. de Gilbert. Biografía de Pedro de

mos leído: la había empleado Baroja, apuntando malévolamente al propio Rubén. No en boca de un personaje, sino en pluma de narrador, y casi 20 años antes” (42).

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Balmaceda (1889), Todo al vuelo (1912) (donde se reúnen ensayos sobre Rueda, o Moréas), Algunos juicios (donde se incluye uno sobre Valle), Semblanzas (1912), que se dividen en “Semblanzas españolas” (Unamuno, Benavente, Pérez de Ayala…), “Semblanzas americanas” (Roberto Payró, Amado Nervo…), “Semblanzas extranjeras” (Richepin, Maeterlink, Wells, José Leonard), y Cabezas (1916), que, a su vez, se dividen en “Cabezas” de “Pensadores y artistas” (como las de Menéndez Pelayo, José Enrique Rodó…), “Políticos” (las de Alfonso XIII, Cánovas del Castillo, Castelar) y “Novelas y novelistas” (la de Galdós). Uno de los textos mayores de la prosa dariana, Los raros (1896) (ya mencionado), que tiene una reciente edición de Ricardo de la Fuente Ballesteros y Juan Pascual Gay, es una colección de máscaras. El texto base de Los raros es el Livre des masques de Vallotton y Rémy de Gourmont (1896), en un ejemplo de plástica y literatura, donde se registran las inclinaciones literarias de los modernos: sofisticación, erotismo, cosmopolitismo, uso constante de la sinestesia, devoción por la belleza plástica parnasiana, imaginería, musicalidad, imprecisión simbolista y reclamo decadente. Las ilustraciones de Julio Ruelas, el artista gráfico más destacado de la revista, se integraron a la composición de estas máscaras (Pineda Franco 1993: 411). Como indica Liliana Weinberg al respecto de las caretas de Los raros, Darío contribuyó a consolidar y difundir la tradición de las máscaras, medallones, retratos y cabezas modernistas, perfiles y siluetas literarios “amonedados” de artistas y escritores que constituyen un sistema de “economía paralela”, pues máscaras, retratos y medallones se presentan como una moneda que no tiene precio en el mercado aunque sí un valor de intercambio simbólico que le permite circular entre “los buenos entendedores” del arte y la literatura, fortaleciendo así el sistema del don que rige en un campo literario que comienza, por esos años, a reconfigurarse en asociación al valor antimercantil del arte puro (2016: 153-171). Muchos de los textos darianos se pueden leer en estos términos15. Las máscaras, semblanzas y bustos que los modernistas se dedican

15 ¿Cómo no acordarse ahora del clásico de Ángel Rama, Las máscaras democráticas del Modernismo?

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unos a otros presentan una intricada red relacional en la que establecen relaciones personales en función de su influencia dentro del campo literario. Como vemos claramente con un libro pivotal como Los raros, pero también con el resto de textos de “rostros”, se trata de un canon personal en el que se inserta a unos y otros autores a partir de la apetencia personal. La presencia (o falta de la misma) de una persona dentro de las colecciones es, claro, una señal tanto de su intimidad con el escritor como de su canonicidad dentro del nuevo campo cultural del modernismo. Recordemos, asimismo, que estas semblanzas no se publican primero en conjunto, sino como crónicas en periódicos y revistas de gran tirada, lo que indica su impacto cultural y editorial. Es así como se entiende la máscara que Rubén hizo de Ramón en “Algunas notas sobre Valle-Inclán”. Entreverada en su semblanza sobre Valle se puede observar la primera impresión que tuvo del mismo: Este es uno de los que quieren “epater” al burgués, me dije. Sombrerón de alas anchas, barbas monjiles, gesto militar, palabras estupefacientes, maneras de aristo. […] Él me pudo decir entonces: “Hombre de América que vienes aquí para ver España: mira en mí algo de lo queda de lo más nacional, tópico y poético. Yo soy un Conquistador, y además, otras cosas. Mi sombrero de anchas alas te dice de mis cariños y andares en las tierras de México” (Darío 1950-1955, II: 575).

No acaban aquí las múltiples alabanzas que proferirá Rubén a don Ramón en su “Máscara” como crítico literario. Destacan su prosa: Sonatas, Femeninas, Epitalamio, Cenizas, y su teatro, por supuesto: las Comedias bárbaras, que llega a comparar con Shakespeare, lo que Darío denomina las novelas carlistas y, también, su poesía: “Su libro pequeño y lindo de versos está lleno de tan supremas cosas” (19501955, II: 583). Quizá el mejor resumen lo ofrezca en el soneto que le dedica: Para el Sr. D. Ramón del Valle-Inclán Este gran don Ramón de las barbas de chivo, cuya sonrisa es la flor de su figura, parece un viejo dios, altanero y esquivo, que se animase en la frialdad de su escultura.

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El cobre de sus ojos por instantes fulgura y da una llama roja tras un ramo de olivo. Tengo la sensación de que siento y que vivo a su lado una vida más intensa y más dura. Este gran don Ramón del Valle-Inclán me inquieta, y a través del zodíaco de mis versos actuales se me esfuma en radiosas visiones de poeta, o se me rompe en un fracaso de cristales. Yo le he visto arrancarse del pecho la saeta que se lanzan los siete pecados capitales (Darío 1950-1955, II: 578; 2018: 683-684).

Este soneto aparecerá recogido en El canto errante (1907), cuya impresión tendrá en Valle-Inclán uno de sus protagonistas. También será fundamental otro sentido del sintagma “máscara”, en este caso como máscara mortuoria. La muerte de Darío fue, como la de Sawa, muy dura. Tuvo lugar el 6 de febrero de 1916 en León, Nicaragua, en una casa “deshabitada y sucia [que] se ha tomado porque queda frente a la de la familia Castro. Se trata de una ‘improvisada alcoba’, un cuarto sin cielo raso, consuelo de ladrillos de barro, envejecido y sucio, de paredes desnudas de todo adorno” (Torres 1966: 499). Rubén pasó a tener de manera casi inmediata la máscara de ídolo índico que destacara Valle-Inclán. Es posible que Valle-Inclán, en la resurrección de su amigo, utilice una referencia necrofílica y algo macabra: la grave máscara mortuoria del vate. Recordemos que la muerte de Darío tuvo elementos necrofílicos obvios. Ocurrió poco después del eclipse solar del 3 de febrero, que sería asociado a ella (505). Moriría a las diez y cuarto de la noche del 6 de febrero de 1916. A la agonía siguió una suerte de ritual macabro, inducido por la doctrina de la frenología, bien descrito por los biógrafos de Darío: El toque de las campanas es el parte oficial de la iglesia para la feligresía, y los 21 cañonazos de la fortaleza de Acosasco es el oficial del estado. El joven artista Alejandro Torrealba rompe la cuerda del “Ingersol” [el reloj de pared], te quedas para siempre marcando las 10:15 minutos, y su hermano Octavio copia con su diestro lápiz la efigie del moribundo. Otro artista, José López, imprime la mascarilla en yeso (Torres 1966: 505).

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Era tradición rescatar para la posteridad el rostro de los hombres ilustres. Es el caso de la pieza en yeso que revela los detalles físicos. Hay varias de estas efigies distribuidas por el mundo. Por ejemplo, tenemos una máscara mortuoria de Rubén Darío, copia Nº. 3 de la original, tomada la noche del 6 de febrero de 1916, un obsequio de hace 55 años de la Universidad de Nicaragua a la Universidad de San Carlos de Guatemala, en 1961. La máscara mortuoria del poeta, periodista y diplomático nicaragüense, entregada en 1930 por la embajada de su país al ateneo cuando Gregorio Marañón era su presidente, es una de las piezas más destacadas de esta exposición, que durante dos semanas mostrará también primeras ediciones de varios de sus libros pertenecientes a los fondos de la biblioteca de la entidad16. A la mascarilla seguirá una autopsia con mucho detalle que acabará con el cerebro de Darío en la cárcel. Un busto de Darío, este sí hecho en vida del autor, formó parte de las crónicas que daban noticias de su muerte. El Heraldo de Madrid se hace eco a tres días de su fallecimiento con una noticia en varias columnas en la que destaca cómo queda su familia e incluso el testamento a su hijo “Güicho”. La esposa, doña Francisca Sánchez, y el hijo de Rubén Darío, de ocho años, están en Madrid, hospedados en la calle de Alcalá, núm. 6, domicilio de su hermano político, el señor Huertas Hervás. Dicha señora supo de la muerte de esposo por noticias publicadas en la prensa. En la reconstrucción de su máscara dariana, Valle-Inclán posiblemente se hace eco de las semblanzas póstumas, las cuales fueron fundamentales. He aquí el modelo que, más que posiblemente, tendría Valle en mente. Por ejemplo, Alfonso Maseras se hace eco del Darío personaje en su semblanza mortuoria: Era alto y recio, corpulento. Caminaba con lentitud, con parsimonia, con majestad, y su voz era queda y mesurada como si viniera ritmándose desde muy hondo. Su voz conmovía. Y su mirar también: su mirar enigmático, que era la única expresión de su rostro. Había, en verdad, algo de impasible en sus facciones gruesas y mofletudas, en su papada rala, en sus

16 Hay otro ejemplo en la pieza en yeso que revela los detalles físicos y que se encuentra en el Seminario Archivo Rubén Darío de la Complutense.

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labios informes y en su nariz achatada; en su frente, alta, luminosa, despejada, azotada por tantos vientos, también se asentaba la impasibilidad; y toda la vida de aquel rostro se concentraba en su mirar, un mirar lleno de fantasmas y de lejanías (Maseras 1916: 276).

La reconstrucción de Valle del muerto Darío tiene mucho de esta profunda admiración por la impasibilidad de su rostro, su carácter “índico”, “meditabundo”, “profundo”. Otros testimonios póstumos inciden en algunos de los elementos del Darío personaje. Roberto J. Payró le retrata en “Rubén Darío”, dentro del libro Siluetas, de 1931: “Rubén Darío era no sólo un gran artista, desde lo íntimo del alma, sino también un hombre bueno, casi estaría por decir una naturaleza angelical. No se le conoce una perfidia —y pérfidos fueron con él muchos amigos—, no envidió a nadie, él que era de tantos envidiado” (1931: 13). Por su parte, Lugones lo evocaba en su recordado discurso fúnebre de 1916: Llevaba entonces barbado el rostro de cálida palidez, la cual dilatábase como soñando en la marmórea culminación de la frente. El cabello crespo y negrísimo, que nunca se infló en melena, iba regular sin compostura. Los ojos faunescos encendíase de alegre franqueza que fácilmente oblicuaba en chispa irónica; pero su mirada era, sobre todo, fraternal. La ancha nariz, la ruda boca, repetían la máscara “verleniana”. Durante sus momentos de distracción, invadíale una placidez monacal. El talante del poeta era de una elegancia varonil. Su tronco recio, su andar, reposado. Todo en él mostraba una virilidad casi brutal, salvo las manos bellísimas que parecían de jazmín (Lugones 1916: 23).

Es inevitable pensar en la acotación valleinclanesca final de la escena IX, en la que se produce un necrofílico brindis: Levanta su copa, y gustando el aroma del ajenjo, suspira y evoca el cielo lejano de París. Piano y violín atacan un aire de opereta, y la parroquia del café lleva el compás con las cucharillas en los vasos. Después de beber, los tres desterrados confunden sus voces hablando en francés. Recuerdan y proyectan las luces de la fiesta divina y mortal. ¡París! ¡Caba-

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Rubén Darío en Luces de bohemia 167 retes! ¡Ilusión! Y en el ritmo de las frases, desfila, con su pata coja, Papá Verlaine (Valle-Inclán 2021: 421).

En la descripción de Payró, el propio Darío se convierte en el “Papá Verlaine” de Valle. También la aparición de Rubén Darío en la escena XIV responde, indudablemente, a un impulso necrológico. Frente a la tumba de Max Estrella/Alejandro Sawa se encuentran el más conocido avatar de don Ramón, el Marqués de Bradomín, y Rubén, descrito como “índico y profundo”. Cuatro años después de su muerte, Rubén vuelve a la vida en un cementerio con unas palabras que invitan a una lectura alegórica: “¡Es pavorosamente significativo, que al cabo de tantos años nos hayamos encontrado en un cementerio!” (Valle-Inclán 2021: 456). Sigue a esto una discusión entre el Marqués y Rubén sobre si el término adecuado es el de cementerio, necrópolis o camposanto. Para Bradomín el adecuado es este último, pues “adquiere una significación distinta nuestro encuentro, querido Rubén” (456). Cementerio tiene una frialdad “triste y horrible, como estudiar gramática” (457). Necrópolis es una pedantería académica y, para Rubén, “el fin de todo, dice lo irreparable y lo horrible, el perecer sin esperanza en el cuarto de un hotel” (457). Camposanto, que Valle-Inclán escribe sin guion, es decir, campo, por un lado, y santo, por el otro, tiene para Rubén “una lámpara” y para el mar que es una “cúpula dorada. Bajo ella resuena religiosamente, el terrible clarín extraordinario” (457). Es decir, se reconstruyen los versos de “Peregrinación” que había citado anteriormente Valle, donde aparecen “las torres de la catedral” (v. 35), una visión dorada que se describe con mucho detalle: Y jamás habíamos visto envuelto en oro y albor emperador de aire y de mar, que aquel Señor Jesucristo sobre la custodia del Sol, ¡Oh, Dios! para te querer y te amar (vv. 42-48).

Es decir, el camposanto que mencionan Rubén y el Marqués reconstruye de nuevo el poema inicial a partir del cual trabaja Valle en

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homenaje a sus amigos muertos (Sawa y Darío). El “alba de oro” del modernismo (tan querida y mencionada por Darío) será mencionada una vez más para reconstruir el viaje transmigratorio del alma. El “clarín” extraordinario de los ángeles anuncia la ascensión al mundo divino, a la inmortalidad teosófica, si uno quiere, pero también, indudablemente, al cielo de los cristianos. En breve, una reconstrucción fehaciente de la relación que mantuvieron Ramón María del Valle-Inclán y Rubén Darío, además de incluir necesariamente un rastreo por el amplio archivo documental de ambos, donde se combinan cuestiones profesionales y personales, ha de tener en cuenta el profundo homenaje que hace ValleInclán de su amigo. La segunda vida de Darío en Luces de bohemia parte de la reconstrucción de las semblanzas y máscaras que él mismo ayudara a formular como método de relación literaria, son fundamentales la revisitación a textos que unen a ambos autores, como el conocido “Peregrinación” de Darío, o el prólogo a Iluminaciones en la sombra de Alejandro Sawa. Los textos fuente son entreverados en un nuevo contexto celebratorio y necrofílico a partir del cual se reconstruyen las imágenes del Marqués de Bradomín (como avatar de Valle), de la “máscara” de Darío y de Max Estrella/Alejandro Sawa, en una revisitación que sirve para resucitar literariamente a los amigos fenecidos. En estas líneas, imbricadas a la par en teosofía y paganismo y en un cristianismo ortodoxo, es fundamental la recuperación que hace Valle de los textos de Darío y sus alusiones a la persona. “Peregrinación” y el prólogo a Iluminaciones en la sombra sirven para enmarcar al Rubén persona y su relación con Valle en un sentido homenaje. Se trata de un impulso necrofílico, abiertamente teatral, en el que Valle-Inclán rinde un último homenaje al amigo caído bajo aquellas lámparas de las luces de bohemia que hace poco cumplieron cien.

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Anexo “Peregrinación” (ed. La Pluma) I En17 momento crepuscular pensé cantar una canción en que toda la esencia mía se exprimiría por mi voz:

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predicaciones de San Pablo o lamentaciones de Job, de18 versículos evangélicos o preceptos de Salomón. ¡Oh, Dios!

5

¿Hacia qué vaga Compostela iba yo en peregrinación? ¿Con Valle-Inclán y con San Roque19, adonde íbamos, Señor? ¿Y el perrillo que nos seguía20, no sería, acaso, un león?

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Íbamos siguiendo una vasta muchedumbre de todos los puntos del mundo, que llegaba a la gran peregrinación.

17 18 19 20

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Mundo Latino, Aguado: un. ad. Aguado: y. Mundo Latino, Aguado: Con Valle-Inclán o con San Roque. Mundo Latino: El perrillo, om.

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Era una noche negra, negra, porque se había muerto el Sol: nos entendíamos con gestos porque había muerto la voz. Reinaba en todo una espantosa y profunda desolación. ¡Oh, Dios! ¿Y adónde íbamos aquellos de aquella larga procesión; donde no se hablaba ni oía, ni se sentía la impresión de estar en la vida carnal y sí en el reinado del ¡ay! Y en la perpetuidad del ¡oh!? ¡Oh, Dios! Las torres de la catedral aparecieron. Las divinas horas de la mañana pura, las sedas de la madrugada saludaron nuestra llegada con campanas y golondrinas. ¡Oh, Dios! Y jamás habíamos visto envuelto en21 oro y albor emperador de aire y de mar, que aquel Señor Jesucristo

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21 Aguado: ad. más.

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sobre la custodia del Sol, ¡Oh, Dios! para te querer y te amar22. Visión fue de los peregrinos, mas brotaron todas las flores en roca dura y campo magro; y por los prodigios divinos, tuvimos pájaros cantores cantando el verso del milagro.23

50

Por la calle de los difuntos vi a Nietzsche y Heine en sangre tintos; parecían que estaban juntos ¡e iban por caminos distintos24!

55 [292)

*** La ruta tenía su fin. Y dividimos un pan duro en el rincón de un quicio oscuro con el marqués de Bradomín.

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22 Mundo Latino, Aguado: para tu querer y tu amar. 23 Se introduce salto de sección en Mundo Latino y en Aguado (III). 24 Mundo Latino, Aguado: ¡! om.

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“¡El Víctor Hugo de España!”. Alejandro Sawa: la persona tras el personaje Amelina Correa Ramón Universidad de Granada

Lo cierto es que él siempre vivió en leyenda [...]. La literatura vivida, que le fue tan funesta, tuvo, sin embargo, para él consuelos sedativos. Jamás dudó de la supremacía de su talento [...]. Y cuando le llegó la terrible dolencia que le dejó ciego, tened por seguro que al dictar a su mujer o a su hija se creía Milton o, con la frente hacia el cielo, el divino Melesígenes [...]. Meses antes de expirar escribió tanteando, a pedido de un periodista que le visitara, esta frase: “Recuerdo de un hombre cuyas pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar fijamente a lo infinito” (Darío 1977: 70-73).

Con estas palabras el por entonces más que consagrado poeta Rubén Darío se referiría al infortunado Alejandro Sawa en el prólogo que escribió en 1910, movido sin duda por sincero afecto, pero también por un más que cierto sentimiento de culpabilidad debido al mezquino

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comportamiento que tuvo con quien había sido su introductor en el Barrio Latino de París (Correa Ramón 2008: 171-173), para su obra cumbre, el póstumo “diario de esperanzas y tribulaciones” (Hormigón 2006: 104) —como lo definiera el propio Ramón del Valle-Inclán— que fue Iluminaciones en la sombra1. Alejandro Sawa... Un nombre que me ha acompañado y que ha formado indisolublemente parte de mi vida —profesional y personal— desde las últimas tres décadas. Pero si vuelvo la vista atrás... ¿cuándo fue la primera vez que escuché su nombre? Creo que una buena parte de las personas de mi generación tuvimos un contacto inicial —y en mi caso creo que también iniciático— con Sawa, ese “hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales”, cuando, cursando en la adolescencia los estudios de COU —Curso de Orientación Universitaria— en la rama de Letras, tuvimos como

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En cuanto al título de la obra más importante de Alejandro Sawa, y, sin duda, recordando las palabras al respecto del propio Valle-Inclán, “lo mejor que ha escrito” (Hormigón 2006: 104), es decir, Iluminaciones en la sombra, con toda probabilidad, fue elegido siguiendo dos modelos franceses que espiritualmente le serían muy cercanos, como son su admiradísimo Victor Hugo, autor en 1840 de una obra titulada Les Rayons et les Ombres, “una obra lírica donde las luces presentes en el título hacen alusión a las que porta el poeta en un mundo de sombras” (Correa Ramón 2008: 230). Por lo demás, tras su larga estancia en París, plenamente integrado en los círculos artísticos del Barrio Latino, sería casi imposible que Sawa no conociera las transformadoras Les Iluminations (1886), de las que Arthur Rimbaud había hecho depositario a su maestro y amante Paul Verlaine, con quien Sawa mantuvo una estrecha relación. Sería muy interesante, sin duda, llevar a cabo un estudio acerca del binomio sombra/luz en la obra (y en la vida) sawiana, puesto que la dialéctica que establecen y mantienen resulta extremadamente fructífera. Por lo demás, cabría reflexionar acerca de lo frecuentemente que aparecen el término “sombra” y sus derivados en títulos de obras literarias de la época en el contexto del modernismo y la literatura finisecular. En este sentido, se pueden recordar, sin ánimo ni mucho menos de inventario exhaustivo, ejemplos como los conjuntos de relatos Vidas sombrías (1900), de Pío Baroja o Sombras de vida (1903), de Melchor Almagro San Martín, con prólogo de Ramón del Valle-Inclán; o, precisamente del mismo año que Iluminaciones en la sombra, el poemario La sombra de una infanta (1910), de Isaac Muñoz; o el conjunto de relatos Sombras. Cuentos psíquicos (1910), de Ángeles Vicente.

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una de las lecturas obligatorias precisamente la obra cuyo centenario ahora celebramos, si bien, en su versión definitiva, la de 1924, es decir, la valleinclaniana Luces de bohemia. Al acometer el estudio de un texto de huella tan imborrable, escuché por primera vez ese nombre: Alejandro Sawa. Aunque ya por entonces yo tenía clara mi vocación, y sabía con la intuición más firme que quería ser profesora de Literatura en la universidad y dedicarme sobre todo a la investigación, lo que Juan Ramón Jiménez hubiera definido sin duda alguna como “el trabajo gustoso”, aún no tenía idea de que el lúcido y desdichado bohemio iba a convertirse muy pronto en uno de mis autores tutelares, y que acabaría desempeñando un papel tan decisivo y constante en mi trayectoria. Pero cuando unos pocos años después, ya durante el penúltimo curso de carrera, me fue concedida una Beca de Iniciación a la Investigación para desarrollar lo que entonces era la tesina o tesis de licenciatura, mi director, Andrés Soria Olmedo, sabedor de mi interés por la literatura de entresiglos y mi pasión por rescatar esos nombres que la historia literaria pareciera haber relegado al olvido, volvió a mencionarme el nombre de Alejandro Sawa y me recomendó el acercamiento a su obra a través, precisamente, de Iluminaciones en la sombra, que leí, con absoluta fascinación, en la detallada edición que había llevado a cabo en 1977 Iris M. Zavala (quien nos ha dejado, por cierto, mientras conmemorábamos el centenario de la primera versión de Luces de bohemia, víctima precisamente de la pandemia de la COVID-19 que ya para siempre quedará asociada en nuestro imaginario al año 2020. Por tanto, vaya para ella desde aquí mi homenaje y recuerdo). Lo elegí, en efecto, como tema central de mi tesina2, y a partir de ahí su nombre se entretejería ya de tal manera en mi trayectoria que ha sido mi compañero fiel hasta el presente día, habiendo constituido uno de los principales objetos de mi investigación. En estos años he sacado a la luz una biografía del legendario bohemio, que no podía por menos que llevar el título de Alejandro Sawa, luces de bohemia;

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Que posteriormente daría lugar a la primera de mis publicaciones sobre Sawa (Correa Ramón 1993).

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y, muy consciente de que un escritor solo alcanza sentido a través de sus obras literarias, he editado varias de ellas, intentado en la medida de mis posibilidades sacarlas del olvido y acercarlas al lector actual. Así fueron viendo la luz La sima de Igúzquiza e Historia de una reina (Sawa 2011) o Crimen legal (Sawa 2012). Si hace unos instantes he mencionado a Iris Zavala, no puedo dejar de recordar en este momento a una imprescindible figura del mundo del teatro como Gerardo Vera, fallecido en septiembre de 2020, igualmente a causa de la COVID-19, con setenta y tres años. Mi recuerdo de él, tan devoto siempre de Valle-Inclán, está indisolublemente unido al de Sawa, pues siendo director del Centro Dramático Nacional, cuando en 2008 obtuve el Premio Antonio Domínguez Ortiz con mi citada biografía, él la presentó en Madrid en noviembre de ese mismo año en la Sala Margarita Xirgu del propio Teatro María Guerrero. Fue un acto cálido, hermoso, emocionantísimo. Y siempre guardaré para mí los delicados detalles que Gerardo tuvo, no ya solo conmigo, sino con la anciana y entrañable Carmen Calleja Roveta, viuda del nieto de Sawa3, que acudió al acto desde la residencia en que se encontraba

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Tuve la fortuna de conocer a Carmen Calleja en el verano de 1989, en su antiguo piso de la calle Magallanes, abierto siempre con extrema hospitalidad a estudiosos e investigadores, y donde con tanto cuidado y tanto amor conservó el precioso legado familiar que tan solo dejó cuando, sintiéndose ya mayor y con los achaques propios de la edad, decidió trasladarse a una residencia de ancianos, preocupándose entonces de darle al mismo el destino que creyó más idóneo para su salvaguarda. Pero dejemos que sea ella misma quien se exprese: “¡Las vueltas que da la vida! Nunca pude pensar, cuando era joven, que un día llegaría a ser la única heredera, nieta por matrimonio con uno de sus dos únicos descendientes, del célebre escritor bohemio Alejandro Sawa. Una persona valiosísima, merecedora de haber tenido unas posibilidades más dignas para vivir, sobre todo en sus últimos tiempos, por ser de una inteligencia excepcional, aunque lamentablemente mal aprovechada dado su carácter y las circunstancias sociales y políticas de la España de su tiempo. Fue un bohemio cien por cien. Tuve la gran suerte de casarme con su nieto, Fernando López, una persona sencilla y buena, que llenó por completo mi vida con su hombría de bien y total dedicación hacia mí. Nos casamos en 1948, y hemos convivido 36 años completamente felices a pesar de las muchas contrariedades que surgen en la vida; pero fueron superadas por nuestro cariño y comprensión. No tuvimos hijos, lo que ha sido triste para mí,

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internada. Aún la recuerdo, sentada en la primera fila, con los ojos llenos de lágrimas de la emoción... Lágrimas de genuina emoción que volvieron a repetirse pocos meses después, en la primavera de 2009, cuando se conmemoraba, por tanto, el centenario de la muerte desdichada y tan prematura de Sawa, quien no había cumplido aún los cuarenta y siete años cuando la Parca segó inmisericorde su vida. Pero con ocasión del centenario tuvo lugar uno de los momentos especialmente gratificantes vividos por mí en relación con la figura de quien fuera por honores propios rey de la bohemia. Sucede que, por una de esas increíbles coincidencias del destino, Alejandro Sawa había nacido en la misma calle sevillana4 del antiguo y céntrico barrio de la Magdalena —correspondiente con población de un nivel socioeconómico medio o medio/alto, según reflejan los datos poblacionales del censo (Correa Ramón 2008: 32)—, la de San Pedro Mártir5, en que lo haría pocos después su amigo Manuel Machado, quien habría de dedicarle el que es ya inmortal epitafio: A Alejandro Sawa (Epitafio) Jamás hombre más nacido para el placer, fue al dolor más derecho.

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porque ahora soy una persona, mayor, en soledad” (Calleja Roveta y González Martel 2011). Recordemos que, en la medida en que la crítica ha considerado al personaje de Don Latino una especie de contrafigura del propio Max Estrella, el origen sevillano de Alejandro Sawa justificaría igualmente el antropónimo de su desdoblamiento oscuro, quien afirma explícitamente: “...Soy Latino por mi nacimiento en la bética Hispalis” (Valle-Inclán 2021: 396). Hijo de Alejandro Sawa Gutiérrez y de María Rosa Martínez Almorín, Alejandro, tercero de los cinco hijos que tendría el matrimonio, habría de nacer el 15 de marzo de 1862 en el número 26 de la calle San Pedro Mártir, siendo bautizado tres días después en la Real Iglesia de Santa María Magdalena, un templo histórico en el que, además, cabría al neófito la gloria de compartir la pila bautismal en que en 1618 había sido cristianado el pintor Bartolomé Esteban Murillo (Correa Ramón 2008: 29-34).

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Jamás ninguno ha caído con facha de vencedor tan deshecho. Y es que él se daba a perder como muchos a ganar. Y su vida, por la falta de querer y sobra de regalar, fue perdida. Es el morir y olvidar mejor que amar y vivir. Y más mérito el dejar que el conseguir (Machado, 1909).

Pero mientras que una hermosa placa de cerámica recordaba a los transeúntes desde largo tiempo atrás el feliz nacimiento del mayor de los hermanos Machado6, la huella del natalicio sawiano en el lugar había pasado por completo desapercibida (Correa 2012-2013: 5-38). Afortunadamente, el centenario de 2009 nos proporcionó la ocasión de proceder a un sencillo pero precioso acto de justicia poética, cuando la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía colocó, el 22 de mayo de ese año, una placa gemela de la machadiana (figura 1), en la que se puede leer:

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En concreto, en el entonces n.º 20 de la calle, habiéndose colocado la placa —en la casa que actualmente ocupa el n.º 2, esquina con la calle Bailén— por parte del Ayuntamiento de Sevilla en 1974, con motivo del centenario del nacimiento de Manuel Machado. Curiosamente, en esa misma calle nacerían el también escritor Rafael de León (1908-1982), autor de las letras de algunas de las más célebres coplas españolas, así como el pintor Gonzalo Bilbao (1860-1938), recordando sus nombres sendas placas a lo largo de la calle. De hecho, lo llamativo de tal concentración de “genio artístico” en tan reducido espacio hace proclamar al periodista Eduardo Mestre Nadal: “En el centro de Sevilla hay calles cortas y estrechas que sorprenden al viandante. En San Pedro Mártir, que tiene algo más de cien metros, han nacido Manuel Machado, Rafael de León, Gonzalo Bilbao y Alejandro Sawa. Una vía con un encanto telúrico digna de estudio” (2020).

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En esta calle de San Pedro Mártir y en la casa n.º 26 antiguo nació el día 15 de marzo de 1862 el escritor bohemio Alejandro Sawa a quien su buen amigo Manuel Machado, que le tiende hoy la mano desde el inicio de esta misma calle, dedicó este sentido epitafio: “Jamás hombre más nacido para el placer fue al dolor más derecho”. La Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía le dedica este homenaje en el centenario de su fallecimiento (3-III-2009)7.

Figura 1. Placa cerámica en la calle de San Pedro Mártir (Sevilla) en recuerdo del nacimiento, en su n.º 26, de Alejandro Sawa, colocada el 22 de mayo de 2009 con motivo de la conmemoración del centenario de su muerte. (Fotografía: archivo personal de Amelina Correa Ramón).

Al acto de inauguración asistieron diversas autoridades, como se puede comprobar en la fotografía que acompaña a este texto (figura 2). 7

Aunque el centenario de su muerte se cumplía, en efecto, el 3 de marzo de 2009, el acto de inauguración tuvo lugar el día 22 de mayo de ese año.

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Figura 2. Fotografía del acto de inauguración de la placa cerámica en recuerdo del nacimiento de Alejandro Sawa. De izquierda a derecha: Bernardo Bueno (delegado provincial de Cultura de la Junta de Andalucía), Rafaela Valenzuela (directora general del Libro de Andalucía), Carmen Calleja (viuda de Fernando López-Sawa), Amelina Correa Ramón, Maribel Montaño (concejala de Cultura del Ayuntamiento de Sevilla), y Jesús Vigorra (periodista cultural que intervino con unas palabras en el acto). 22 de mayo de 2009. (Fotografía: archivo personal de Amelina Correa Ramón).

En el centro, junto a mí, y muy emocionada, la heredera y custodia del legado de Alejandro Sawa, doña Carmen Calleja, viuda de Fernando López-Sawa, uno de los dos únicos nietos que tendría el escritor, aunque por desgracia ninguno de los dos alcanzaría descendencia. Quiero recordarla aquí con gratitud y cariño, ahora que hace ya cinco años que dejó este mundo, tras haber luchado durante décadas por mantener viva la memoria del abuelo de su esposo y por

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cuidar amorosamente de un legado familiar valiosísimo8, que incluye documentos importantes para la historia literaria, como manuscritos de Rubén Darío, de Valle-Inclán, de Paul Verlaine, etc., pero tam-

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Aunque Carmen Calleja conversó conmigo a lo largo de los años en numerosas ocasiones acerca de dicho legado y de lo que suponía para ella, es preferible reproducir aquí sus propias palabras al respecto del mismo, y de cómo llega a sus manos a través de las dos mujeres más importantes en la vida de Alejandro Sawa, como fueron su amante —y abnegada— compañera, Jeanne, y su hija Elena: “El archivo que con tanto interés hemos custodiado mi marido y yo, fue legado recibido principalmente de manos de la propia Jeanne Poirier. Conocí a Jeanne, “Mamaella” para sus nietos, en Francia. Fuimos varias veces a visitarla. Para ella, nuestras temporadas a su lado supusieron siempre un auténtico acontecimiento. [...] era: expresiva, sincera, con una simpatía arrolladora y un gran sentido del humor. Del mucho aprecio que me tomó me queda al alcance de la mano el regalo de sus últimos “tesoros”: una negra mantilla española de encaje —la luce en su retrato de 1906— y un minúsculo medallón de broche, con un retrato de juventud. Y a su hija Elena, ¡la bella adolescente Helena, la de los cuatro versos autógrafos de Rubén Darío al resguardo en los papeles de Sawa!, la traté, poco, antes de conocer a mi marido, en casa de amigos comunes, los Zalamea, que vivían en el mismo edificio de la madrileña calle Ponzano. Fue recién terminada la Guerra Civil y la pobre estaba deshecha moralmente debido a las tragedias sucedidas en la familia, que había permanecido en la capital. Al poco, en 1941, murió. Gracias a estas dos mujeres de la vida de Alejandro Sawa, de Jeanne Poirier y de Elena Rosa Sawa Poirier, de París y Auxerre, y de Madrid, se han conservado los papeles familiares y de ellas, directamente, nos viene esta documentación que poseo. Aparte de la que ella misma, en nuestros tres viajes en la década de 1950, nos entregó amorosamente, lo principal, nos lo devolvió la familia francesa cuando murió Jeanne en 1960 en Auxerre” (Calleja Roveta y González Martel 2011). Al retirarse Carmen Calleja a la residencia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la madrileña calle Áncora, cerca de la estación de Atocha, donde pasó sus últimos años de vida, tuvo la preocupación de que este precioso legado quedara en un lugar donde pudiera conservarse adecuadamente y seguir estando al servicio de estudiosos e investigadores. De este modo, con la ayuda de Juan Manuel González Martel, finalmente fue a parar a la Residencia de Estudiantes. Allí se conserva, en efecto, ese bello retrato de Jeanne Poirier ataviada con la mantilla negra al que alude Carmen Calleja, un retrato a lápiz y carboncillo de Antonio González Gallego, sin fechar, pero datado, tal como ella recuerda, en 1906. En el cuadernillo interior de ilustraciones incluido en mi libro citado (Correa Ramón 2008: s. p.) se reproduce dicho retrato, mediante el oportuno permiso de la Residencia de Estudiantes.

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bién objetos pertenecientes a la más estricta intimidad familiar, que llegan incluso a sobrecoger el ánimo, como ese mechón del cabello de Alejandro que su viuda cortó en el lecho de muerte. O el retrato post mortem que una mano anónima dibujó, siguiendo las costumbres funerarias de la época. Esas lágrimas en los emocionados ojos de la siempre generosa y cordial (en el más etimológico y noble sentido del término) Carmen Calleja, y el recuerdo al pobre lecho de muerte en que tuvo su penúltimo descanso el desgraciado bohemio, antes de ser llevado al cementerio en un ataúd miserable y a una tumba de tercera, remiten en mi memoria, como no podía ser de otra manera, a la compasiva carta que su buen amigo Ramón del Valle-Inclán escribiría atribulado a la salida del velatorio del propio Sawa, dirigida a Rubén Darío, quien profesaba un supersticioso terror a la muerte, y por tanto, no asistió, excusando su presencia en una nota que envió a la viuda, manifestando: “No voy a su casa, porque no quiero ir donde está Ella” (Correa Ramón 2008: 259). En la breve pero esencial carta de Valle, como puso por primera vez de manifiesto Alonso Zamora Vicente, se encuentran la génesis de Luces de bohemia y el origen germinal de uno de sus personajes más geniales: el Max Estrella que la protagoniza: Querido Darío: Vengo a verle después de haber estado en casa de nuestro pobre Alejandro Sawa. He llorado delante del muerto, por él, por mí y por todos los pobres poetas. Yo no puedo hacer nada, usted tampoco, pero si nos juntamos unos cuantos algo podríamos hacer. Alejandro deja un libro inédito. Lo mejor que ha escrito. Un diario de esperanzas y tribulaciones. El fracaso de todos sus intentos para publicarlo y una carta donde le retiraban la colaboración de sesenta pesetas que tenía en El Liberal, le volvieron loco en sus últimos días. Una locura9

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Con la especial clarividencia que se manifiesta en buena parte de su obra final, el propio Sawa pareciera ya anticipar esa futura pérdida final de la razón que, a consecuencia de la encefalitis (según certificación facultativa) (Correa Ramón 2008: 256), lo asaltó en sus últimos días: “Prefiero el hambre al insomnio, porque prefiero la muerte a la locura. Yo sé que la demencia aguarda al otro extremo

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desesperada. Quería matarse10. Tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso (en Hormigón 2006: 104).

Ese “final de un rey de tragedia” inspirará a Valle-Inclán para construir, años después, su magistral personaje de Max Estrella sobre la figura real de Alejandro Sawa, la persona, por tanto, tras el personaje. No es solo la similitud en el trágico final, sino que, como es ya bien sabido, existe toda una serie de innegables semejanzas, comenzando por la reminiscencia que el propio hipocorístico, Max, trae del apelativo que recibía habitualmente en el ámbito cercano Sawa, es decir, Alex. Siguiendo luego con la fascinación por París y la añoranza de sus años dorados; la convivencia con una compañera francesa, y su única hija, Jeanne Poirier y su hija Helena, en el caso de Sawa, metamorfoseadas en Madama Collet y Claudinita, en Luces de bohemia; el escalofriante episodio del clavo que hiere la sien del difunto en su lecho de muerte; la estrecha relación que mantuvo Sawa con Rubén Darío y con el propio Valle hace que ambos —este último con su alter ego del Marqués de Bradomín— aparezcan en la obra dramática como asistentes al entierro; los personajes cercanos encubiertos bajo nombres en clave: Zaratustra sería el célebre librero y editor modernista Gregorio Pueyo11; Basilio Soulinake sería Ernesto Bark; Gay Peregrino encubriría a Ciro Bayo, etc.

de las noches sin sueño y sin ensueño, al final de la negra carretera en que se pisa un polvo de cuenca hullera, en que el aire se solidifica, en que el silencio se oye y en que la pesadilla ocupa la plaza del pensamiento” (Sawa 1977: 148). 10 Esta alusión a un posible deseo de suicidio por parte de Alejandro Sawa que se encuentra en la carta valleinclaniana halla, como es sabido, también su reflejo en la escena primera de Luces de bohemia, cuando Max Estrella parece plantear a su compañera la huida de una realidad crecientemente angustiosa por medio de “cuatro perras de carbón” para “hacer el viaje eterno” (Valle-Inclán 2021: 342). El tema ha sido tratado de manera monográfica por Rocío Santiago Nogales, quien recuerda el insistente testimonio de Ernesto Bark en favor de la teoría del suicidio (2017: 97-116). 11 La importantísima figura del librero y editor Gregorio Pueyo, que se oculta tras la máscara del valleinclaniano Zaratustra y que resultó fundamental para la cultura de nuestra edad de plata, fue recuperada en 2010 por su bisnieto, Miguel

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Multitud de detalles más que han sido suficientemente puestos de relieve en numerosos estudios a lo largo de los años. Pero me voy a detener aquí tan solo en algunos rasgos muy fundamentales, comenzando por el que encabeza el título de la presente ponencia, es decir, “¡El Víctor Hugo de España!” (Valle-Inclán 2021: 384). Se trata, como bien sabe todo conocedor de Luces de bohemia, de las palabras que profiere Don Latino de Hispalis en defensa acalorada de Max Estrella cuando, en la escena quinta, el personaje de Serafín el Bonito ordena a los guardias que lo lleven al calabozo por desorden público. Palabras que no resultan casuales, pues es seguro que Valle-Inclán conocería de sobra el fervor que por el autor de Nuestra Señora de París caracterizó siempre a Alejandro Sawa12 (Correa Ramón 2012). La relación de admiración que el escritor sevillano sentía hacia el francés desde su más temprana adolescencia, cuando comenzó a ser su apasionado lector, era sobradamente conocida en el mundillo literario, estando de hecho el nombre de Sawa unido indisolublemente al de Hugo, incluso por leyendas y mixtificaciones. Hasta el año de su nacimiento resulta ser huguiano, puesto que Alex nació en 1862, un año enormemente simbólico puesto que ese año vio la luz la inmortal obra de Victor Hugo Los miserables. La pasión de Sawa por el autor francés se manifiesta explícitamente en su propia obra de creación,

Ángel Buil Pueyo, quien logra rescatar prácticamente desde la nada no solo la biografía de Pueyo, sino también, de manera muy exhaustiva, el riquísimo y muy amplio catálogo de las publicaciones que llevó a cabo, con abundante reproducción de ilustraciones de cubiertas editoriales y de fotografías de autores de la época (Buil Pueyo 2010). 12 “Lo que Sawa sintió por Victor Hugo, va más allá de la admiración y puede calificarse casi de veneración. Su influencia se aprecia prácticamente en cada una de sus obras literarias, incluso en sus momentos de más profunda adscripción al naturalismo radical, hasta el punto de que en el ‘Apéndice’ que escribe para su tremendista novela Crimen legal el líder de dicho movimiento naturalista, Eduardo López Bago, acusa veladamente a Sawa de permanecer vinculado al romanticismo social que el escritor francés representa, como adorador del ‘SolHugo’” (Correa Ramón 2012-2013: 7-8). La cita procede del “Apéndice. Análisis de la novela titulada Crimen legal”, escrita para la segunda de las novelas naturalistas que publicara el sevillano en 1886 (López Bago 2012: 217).

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donde se aprecian numerosas huellas. Además, entusiasta y apasionado, viajó en su primera juventud a París con la sola intención de peregrinar a la casa de Victor Hugo, como si de un santuario se tratara, y así lo recordaría con fervor muchos años más tarde: Bonanzas harto breves de mi vida, trocadas poco después en rabiosos equinoccios, me pusieron a presencia, apenas adolescente, del poeta que, como Carlomagno, mereció ser llamado “Emperador de la barba florida”. Su casa era como una catedral, la catedral del Arte, y su calle como una vía sagrada. Y París, por radicar en su seno tal templo y por alentar en él tal hombre, como una Meca, adonde, en largas y piadosas caravanas, iban los creyentes mondiales [sic] (Sawa 1901).

Luego tendría lugar la desatinada anécdota del supuesto beso de Hugo, según la cual el bohemio sevillano no se habría vuelto jamás a lavar la cara con tal de no borrar el rastro de su admirado vate, puesta en circulación por el vitriólico Luis Bonafoux, que no en vano era conocido como la víbora de Asnières —como, de hecho, se tituló el libro que dedicó a su figura José Fernando Dicenta (1974)—. Pero este presunto lance, difundido una y otra vez en las obras del período, a menudo con intención claramente calumniadora, enojaba profundamente a Alejandro Sawa, quien se esforzó en desmentirlo por activa y por pasiva, sin lograr borrar no ya el legendario rastro de Hugo, sino la maledicencia de tan espuria leyenda (Correa Ramón 2008: 74-76). Por supuesto, no quiero dejar de comentar también un rasgo muy significativo que comparten Max Estrella y la persona tras su personaje, como es la ceguera. El destino de Alejandro Sawa, de origen griego —su abuelo emigró desde su Esmirna natal a Andalucía a comienzos del siglo xix— parecía estar marcado por una suerte de fatum trágico, o de ananké, por utilizar una terminología de filiación romántica tan ligada a su admirado Victor Hugo13. Así, las desdichas de sus últimos

13 De hecho, se puede recordar que, aunque presente en otras obras de Victor Hugo, probablemente la más significativa sea Nuestra Señora de París, que comienza precisamente con estas palabras: “Cuando visitaba, o mejor dicho cuando huroneaba, hace algunos años, el autor de este libro, la catedral de Nuestra

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años se agravan notablemente en 1906 cuando pierde la vista, y desde ahí se irá precipitando hacia el abismo, hacia ese final de rey de tragedia al que aludía Valle en su carta: Quiero dejar dicho, sin perisologías declamatorias, que al final de mi largo camino de pasión me aguarda la ceguera material, y que ya no sé de los faustos de la luz sino lo que mis recuerdos me cuentan: exagerado en todo y víctima de los dioses malos, yo soy quizás un pecador cuyas pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar frente a frente a lo Infinito (Sawa 1977: 219-220).

Es verdad que la historia de la literatura ofrece una abundante nómina de poetas ciegos14 desde el legendario Homero a Milton15 —nombres ambos que menciona Rubén Darío en el texto con que se iniciaba el presente artículo—, pasando por ilustres del siglo xix español como Juan Valera o Benito Pérez Galdós —de quien se ha conmemorado precisamente el centenario de su muerte al mismo tiempo Señora de París, descubrió, en un oscuro rincón de una de sus torres, esta palabra grabada a mano en la pared: ‘ANÁΓKH” (2008: 7), inscripción que, como se verá en el curso de la novela, lleva a cabo en su desesperación el sacerdote Claudio Frollo. En cuanto al propio Sawa, revela con claridad el significado que para él posee el término: “Ananké. Ese es el nombre plebeyo del Dios de todos los continentes. ¿Qué importan las combinaciones silábicas? Dios, Jehová, Alah, Zeus, se llaman en nuestra lengua moderna Fatalidad” (1977: 190). 14 Curiosamente, parecen haber existido en mayor número en las letras árabes, según explica en un documentado artículo Josefina Veglison Elías de Molins: “En numerosas culturas ha habido importantes literatos ciegos; sin embargo, la acusada prevalencia de la ceguera en toda la geografía árabe hace que el número de poetas invidentes en esta cultura sea, en proporción, muy elevado, hasta el extremo de que al-Safadī (s. xiv) elaboró un diccionario biográfico para recoger la memoria literaria de ciegos ilustres, el Nakt al-himyān fī-nukat al-‘umyān. Grandes figuras de nuestros días lo son también; es el caso de Tāhā Husayn (18891973), padre de la Nahda egipcia y forjador de la novela, o el poeta yemení ‘Abd Allāh al-Baradūnī (1929-1999), quienes contrajeron la ceguera en la infancia como secuela de una viruela mal curada” (2013: 172). 15 A algunos de ellos los evocará en su obra el propio Sawa, incluyendo al “hombre singular” que fue Thomas de Quincey, a quien el sevillano retrata “ciego, pero con un lucero ardiéndole bajo el cráneo” (1977: 196).

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que el de Luces de bohemia—. Pero incluso se puede evocar el caso de James Joyce, quien sufría de etapas recurrentes de pérdidas de la visión durante su etapa creativamente más fecunda. Y cómo no recordar en este caso a Jorge Luis Borges, quien en su conferencia/ensayo titulado “La ceguera” llegó a escribir: “Para la tarea del artista, la ceguera no es del todo una desdicha: puede ser un instrumento” (1980). Si no exactamente un instrumento, bien es verdad que el trasunto literario en que nos centramos, el Max Estrella valleinclaniano, personificará el tópico universal del ciego capaz de percibir más allá de los sentidos corporales, y en esto también sigue de cerca a un dolorosamente lúcido Sawa. Por eso, en la escena sexta de Luces de bohemia, el Preso catalán manifestará con vehemencia a Max Estrella: “Tiene usted luces que no todos tienen” (Valle-Inclán 2021: 387). Esa lucidez amarga que demuestra Max Estrella con el Preso anarquista, llamado significativamente Mateo, es la misma que Alejandro Sawa había demostrado durante toda su vida en su denuncia de arbitrariedades e injusticias, fustigando a una sociedad indigna, instalada en la hipocresía moral. Se caracterizará por ser una pluma insobornable, hasta el punto de que, en una ocasión, leyéndole unos artículos suyos inéditos al líder del naturalismo radical, Eduardo López Bago, este, sorprendido, le dice: “Pero ¿nada de eso se ha publicado?”, a lo que Sawa responderá: “Muy poco [...]; los periódicos se asustan de algo que hay en mis escritos, y que yo no quiero tachar” (López Bago 2012: 235). El periodista Francisco Macein, perteneciente al grupo de la revista Germinal y colaborador de la libertaria La Revista Blanca, lo definiría tajante: No lo veréis pasar la mano por el lomo del poderoso. Pasará por todas las penalidades antes que llegar a la adulación. Valiente en la exposición de sus teorías, fustiga con dureza cruel los vicios sociales y tiene cerradas por eso las columnas de los diarios. Si su pluma tuviese dientes, mordería (Macein 1899: 398-400).

Tampoco quiso tachar nunca nada en sus novelas, inconformista y vehemente por naturaleza, por lo que, de hecho, sus obras fueron

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incluidas en las listas de libros prohibidos casi desde un primer momento, denunciado en su época por autores como el jesuita Pablo Ladrón de Guevara —radicado por entonces en Bogotá (Colombia)—, en su tendencioso libro Novelistas buenos y malos, editado por primera vez en 1910, pero cuyo éxito lo llevó a conocer sucesivas ediciones: Contemporáneo, sumamente impío, bajo y deshonesto. Entre otras novelas, cuyos títulos omitimos, escribió una (que no figura en el catálogo de Victoriano Suárez, tan abundante en inmundicias), de portada indecente (edición Lezcano16), de prólogo irritante por las circunstancias y perverso por las ideas, de mucha deshonestidad en el decurso de la obra y de un final desastroso (Ladrón de Guevara 1911: 396).

Igual sucede en el caso del franciscano fray Amado de C. Burguera y Serrano, quien en su obra Lecturas nocivas y lecturas útiles clasifica directamente a Alejandro Sawa entre “los autores que insultan las buenas costumbres” (Burguera 1910: 134), sumándolo por tanto de manera explícita en las “Prohibiciones” (135). De esta manera, de hecho, lo cataloga: “Este novelista, por demás erótico, pretende hacer evidente la irresponsabilidad de los seres perturba-

16 Aunque la novela a la que se refiere, La mujer de todo el mundo, data de 1885, su éxito entre el público motivó diversas reediciones, varias de ellas en la barcelonesa editorial Lezcano (que mudó su domicilio varias veces en el curso de pocos años: Calle Provenza, 63; Calle Mallorca, 199; etc.). Probablemente en 1911 puede datarse la edición concreta a la que se refiere Pablo Ladrón de Guevara en su crítica, puesto que la cubierta reproduce una bella litografía que muestra el busto de una mujer desnuda cuyos senos aparecen sugerentemente insinuados entre ramos de flores (Correa Ramón 2008: 102). Posteriormente, la misma editorial incluiría el título en su “Biblioteca del Amor”, que recogía novelas subidas de tono, optándose en este caso como ilustración de portada por el dibujo de una elegante pareja ataviada de fiesta, que evoca el mundo sensual y cosmopolita en que se mueven sus protagonistas. La contraportada de esta novela (que no lleva datación de fecha alguna, pero puede situarse en torno a la década de los años veinte) recoge los títulos publicados hasta el momento por la colección, destacando que la inmensa mayoría de ellos corresponden al escritor riojano Manuel Ibo Alfaro (Sawa 192?: contraportada).

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dos en sus entusiasmos pasionales por las leyes de la naturaleza ¿? [sic]” (176). Pero lo más sorprendente de todo es que, trascurrido más de un siglo y una década desde su fallecimiento, Alejandro Sawa continúa formando parte de la nómina de autores vetados desde el punto de vista de la moral tradicional, puesto que, aunque el Index librorum prohibitorum et expurgatorum dejó de renovarse en 1966, todavía subsiste un sucedáneo en el Índice de libros prohibidos que elabora el Opus Dei para los miembros de esta organización religiosa, accesible en internet. En la última edición disponible hecha pública, que data de 2003 e incluye un total de 60 325 títulos, tanto españoles como extranjeros, catalogados con una numeración que va desde el inocente 1: “Libros que pueden leer todos, incluso niños, por ejemplo, Heidi, Marco, algunos cuentos de los hermanos Grimm, todos los libros de los miembros de la Obra...”, hasta la máxima calificación moral que indica el 6, “Lectura prohibida. Para leerlos se necesita el permiso del Padre (Prelado)” (Índice de libros prohibidos, 2003), podemos observar con estupefacción que Alejandro Sawa sigue figurando como un autor conceptuado como sumamente peligroso, puesto que sus libros aparecen catalogados en el máximo nivel de lectura perniciosa17. Sin embargo, lo cierto es que en ese “Madrid absurdo, brillante y hambriento” (Valle-Inclán 2021: 339) en que Valle-Inclán ambienta su genial obra dramática, en ese Madrid que contempló la pasión y muerte de Sawa, a pesar de su vehemente rebeldía y su iconoclastia, se distinguió siempre por su ardiente amor al Arte y a la Belleza, que dieron sentido a su vida incluso en los momentos más duros. De hecho, Ramón Gómez de la Serna afirmó que Alejandro Sawa “No naufragaba en medio de todo, porque llevaba 17 Aunque conviene aclarar que las únicas obras de Sawa que se tienen en cuenta son aquellas que cuentan con edición reciente, y que, por tanto, resultan accesibles al público general. De entre estas, catalogadas como ha quedado dicho con la máxima puntuación de 6, se escaparía la tercera de sus novelas, Declaración de un vencido, que parece mostrarse algo menos grave a juicio del censor, al concedérsele un 5.

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el salvavidas de su entusiasmo literario” (1959: 40). Tan fuertes resultarían sus convicciones, que “imbuyó en Valle-Inclán la idea de que en la miseria pura con atisbos de lo poético hay algo muy grande que no tiene que ser secundado ni por el acierto ni por el éxito” (1959: 41). Existe un testimonio especialmente impactante de un muy joven Rafael Cansinos Assens, que fue a conocerlo en morada tan humilde —“Un guardillón con ventano angosto” (Valle-Inclán 2021: 341), en palabras de Valle—, en la que hasta la ropa del escritor había sido empeñada (y recordemos en este punto que, al comienzo de Luces de bohemia, se aguarda a Don Latino de Hispalis que ha ido por encargo de Max Estrella a vender por estricta necesidad un lote de libros). Al llegar Cansinos Assens, Alejandro se encontraba en la cama, cubierto con una sábana, que le otorgaba, en opinión del impresionadísimo joven, la apostura noble de un césar romano18. Su entusiasmo a pesar de la pobreza, de la ceguera, de la enfermedad, resulta tan magnético y cautivador que el joven pierde la noción del tiempo y se queda escuchándolo hasta la madrugada: C’est la boheme..., el signo del genio, de los elegidos, de los infaustamente privilegiados... [...] Es preferible no tener pantalones a no tener talento [...]. Lo importante es la obra, y la obra no debe prostituirse ni venderse... Pasemos miseria, seamos incomprendidos..., vejados, zaheridos, pero tengamos siempre la ambición de hacer una obra grande, pura, sincera..., sin transigir con el vulgo, [...] viviendo para los mejores, los artistas, y manteniendo en alto esta antorcha encendida en los fuegos de la vieja Hélade... (Cansinos Assens 1982, I: 72).

Es la bohemia, en efecto. Y sus protagonistas se consideran una minoría selecta, elegida. Recordemos el significativo verso de Manuel Machado en su poema “Adelfos”: “De mi alta aristocracia dudar ja-

18 La cita exacta es la siguiente: “Estaba en calzoncillos y se cubría con la sábana de la cama, donde sin duda estaba echado antes de llegar yo. Y en aquel pergeño, mostraba el gesto arrogante de un césar. Sus rasgos de estatua clásica contribuían a la impresión” (Cansinos Assens 1982, I: 68).

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más se pudo” (2000: 119), apelando al origen etimológico de áristos, “el mejor”. Aristocracia, sí, pero no alude a la nobleza de sangre, a la nobleza heredada, sino a la más elevada y selecta aristocracia espiritual. Sin embargo, esa esencia bohemia que las palabras de Sawa rezuman, esa creencia en el Arte por el Arte, en la Belleza como un culto y la Literatura como una religión, esa minoritaria y marginal aristocracia espiritual, lleva consigo aparejada una faceta de la bohemia mucho más trágica, que queda bien puesta de manifiesto en la escena tercera de la obra valleinclaniana cuyo centenario conmemoramos aquí: Max. Yo nunca tuve talento. ¡He vivido siempre de un modo absurdo! Don Latino. No has tenido el talento de saber vivir Max. Mañana me muero, y mi mujer y mi hija se quedan haciendo cruces en la boca (Valle-Inclán 2021: 363).

El talento de saber vivir. Sí, en efecto, la bohemia se caracteriza constitucionalmente por su carencia absoluta de sentido práctico. El pragmatismo, el orden, la más elemental organización se asocian en la mentalidad del artista finisecular con la ideología burguesa que tanto detestan. Se podrían recordar aquí miles de anécdotas que ponen de manifiesto esta carencia absoluta de sentido práctico, algunas de ellas que me fueron incluso relatadas oralmente por la viuda del nieto del malogrado escritor. Vistas desde la distancia, se trata de narraciones atrayentes y sugestivas, que nos dibujan a un personaje fascinante. Algunas nos emocionan y otras, incluso, nos pueden llegar a hacer reír. Pero lo cierto es que, si pensamos en ellas no como en episodios literarios de un personaje, sino como en lances desafortunados de una vida vivida con pasión absoluta por una Belleza ideal, pero carentes de las más elementales raíces terrenas, de los pilares más básicos para una mera subsistencia material, de ellos y de sus familias, comprendemos el dolor que, en el fondo, se encierra tras ellas. Quizás por ese motivo, ese ciego capaz de ver más allá nos deja en su obra cumbre, la póstuma Iluminaciones en la sombra, una reflexión lapidaria acerca de las oportunidades desaprovechadas y su incapacidad manifiesta para encontrar la felicidad:

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Vino el duende que era embajador de la Dicha. Yo estaba ocupado en cosas inútiles, pero que me placían momentáneamente… —Ven luego —le dije. Y mi vida, desde entonces, ha transcurrido aguardando desesperadamente al emisario, que no se ha vuelto a presentar jamás (Sawa 1970: 147).

Tal vez se trate, en buena medida, de un desolado sentimiento epocal, puesto que nos recuerda irremisiblemente a unos conocidos versos de Antonio Machado: Pregunté a la tarde de abril que moría: ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa? La tarde de abril sonrió: La alegría pasó por tu puerta —y luego, sombría: Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa19 (Machado 1989: 459).

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19 Aunque hoy conocemos este poema por su número, XLIII, y su primer verso, “Era una mañana y abril sonreía”, perteneciente a Soledades, galerías y otros poemas (1907), fue titulado inicialmente por su autor “Mai piú” (es decir, “Nunca más” en italiano) y dedicado al incansable promotor del modernismo que fuera Francisco Villaespesa, se incluyó en Soledades (1903).

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Burguera Serrano, P. Fray Amado de C. (1910): Lecturas nocivas y lecturas útiles. Calificación moral de autores nacionales y extranjeros que han escrito de Literatura y Catolicismo social. Valencia: Doménech y Taroncher Imp. Calleja Roveta, Carmen y González Martel, Juan Manuel (2011): “El hilo último de la memoria de los Sawa-Poirier: Carmen Calleja”. Magazine Modernista. Revista Digital para los Curiosos del Modernismo, 16. Disponible en: (Consulta: 09/03/2020). Cansinos Assens, Rafael (1982): La novela de un literato, I. Madrid: Alianza. Correa Ramón, Amelina (1993): Alejandro Sawa y el naturalismo literario. Granada: Universidad de Granada. — (2008): Alejandro Sawa, luces de bohemia. Sevilla: Fundación José Manuel Lara. — (2012): “Alejandro Sawa y la leyenda francesa: de Victor Hugo a Verlaine”. Les Cahiers du Littoral (Unité de Recherche sur l’histoire sur l’histoire, les langues, les littératures, et l’interculturel/Centre d’Études et de Recherche sur les Civilisations et les Littératures Européennes, Boulogne sur Mer) I, 14, pp. 3-17. — (2012-2013): “De una calle poética, un año emblemático y la caída de una estrella fugaz: sobre los orígenes sevillanos de Alejandro Sawa, en el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento”. Journal of Hispanic Modernism, 3-4, pp. 5-38. Disponible en: (Consulta: 09/03/2020). Darío, Rubén (1977): “Alejandro Sawa”. En Alejandro Sawa, Iluminaciones en la sombra. Madrid: Alhambra. Dicenta, José Fernando (1974): La Víbora de Asnières (Luis Bonafoux). Madrid: CVS. Gómez de la Serna, Ramón (1959): Don Ramón María del ValleInclán. Madrid: Espasa-Calpe. Hormigón, Juan Antonio (ed.) (2006): Valle-Inclán. Biografía cronológica y epistolario, III: Epistolario. Madrid: Asociación de Directores de Escena de España.

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Algunos escritores de fin de siglo en Luces de bohemia, de Valle-Inclán José Servera Baño Universitat de les Illes Balears

Fernández Montesinos, en 1970, distinguió dos épocas o etapas en la obra literaria de don Ramón —tal vez se obvia con cierta ligereza un notable e importante período de transición, entre 1911 y 1918 (Servera 2008)—, y posteriormente la crítica valleinclaniana ha insistido en señalar que la inspiración o fuente libresca es una característica fundamental de su primera producción modernista, que se configuró de múltiples modos. Así, por ejemplo, se revelaban modelos o influencias en las Sonatas e incluso toda una serie de reflexiones sobre el arte y la literatura, también se hallaron ejemplos de inspiración en obras de otros autores, subtextos, citas y guiños literarios, alusiones a personajes ficticios o a escritores, que convierten la creación de Valle en una exhibición metaliteraria. Todo ello se fue señalando y, sin duda, Zamora Vicente apuró mucho la cuestión, entre otros, en Las Sonatas de Valle-Inclán (1955), en su canónico libro La realidad esperpéntica

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(1969) y en su edición de Luces de bohemia (1973). En estos dos últimos libros don Alonso demostró que lo que parecía ser exclusivo de su primera etapa, más artística y de cuidado formal, es decir, esas alusiones al mundo de la literatura propias del modernismo, se extendieron a las obras de mayor preocupación o compromiso social, al esperpento, donde don Ramón, sin perder su extraordinario dominio del lenguaje y todas sus técnicas, que le permitían la consecución de la belleza, se centraba más en otras cuestiones de mayor calado humano y que se inician en poesía con La pipa de Kif (1919), en teatro con Luces de bohemia (1920) y en la narrativa con Tirano Banderas (1926). Esas fuentes y procedimientos librescos no desaparecieron ni disminuyeron a partir de 1919-1920, al contrario, permanecieron, así persiste el culto a la literaturización. Al respecto, apunta Zamora Vicente: “El modernista ha de recurrir siempre a un modelo, a una muleta de prestigio. Pues bien, al acercarnos a Luces de bohemia, nos asalta por todas partes esta presencia de la literatura, en citas, en recuerdos, en alusiones simuladas, en nombres concretos” (1983: 65-66). Al hilo de lo expuesto, Valle-Inclán menciona, entre otros personajes, a sus amigos, colegas o compañeros escritores del momento, algunos a los que no debió conocer en persona, y los convierte en personajes literarios. Por ello, entre otras muchas cosas, Luces de bohemia es un libro para una minoría entonces muy familiarizada con lo que en él se relata y se describe, lectores que, sin duda, podían percatarse de esas alusiones, de esas referencias a personas conocidas en el ámbito cultural de la nación. De ahí que la bibliografía valleinclaniana haya señalado algunas anécdotas sobre personas que se vieron reflejadas, retratadas en alguno de los personajes que aparecían en la obra teatral, como se verá más adelante. Aunque, lógicamente, Luces no solo tuvo este tipo de lectores, por supuesto que su alcance y recepción fueron mucho mayores. Así, pues, bastantes rasgos de los personajes que aparecen en la obra están inspirados en seres reales, incluso alguno lleva su propio o mismo nombre, pero no son exactamente ellos, son una materia inspiradora, tal como Iglesias Feijoo escribe: “Una cosa son las personas que tuvieron vida en la realidad española y madrileña de entonces y otra los personajes de la obra, aunque asuman algunas característi-

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cas más o menos significativas, que en todo caso se amalgaman con otras inventadas para construir los seres de ficción” (2017: LXXIV). Asimismo, en general, si exceptuamos al paria catalán, la Lunares, el niño baleado y su madre, tal vez alguno más, muy pocos personajes son vistos de modo compasivo y, por el contrario, son sometidos a un proceso de degradación, característico del esperpento y que no es cuestión ahora pertinente, pero que al menos se ha de tener en cuenta que esas personas, que se vieron reflejadas en la obra, repararon en el matiz grotesco, irónico, cómico, etc., que suponía el tratamiento de su personalidad en Luces de bohemia, de ahí que se suscitaran actitudes y acciones desagradables para don Ramón. Es una obviedad que determinadas personas, que ya habían fallecido cuando aparece su figura en la obra, nada pudieron expresar y, entre los vivos, algunos no se sintieron aludidos o ignoraron el posible parecido, o simplemente no se manifestaron al respecto, pero sí hubo quien se molestó. Apenas se ha leído Luces de bohemia, lógicamente, se percibe la configuración del protagonista, Max Estrella, que, por una parte, posee no pocos rasgos y circunstancias vitales del escritor Alejandro Sawa (1862-1909) y también algún rasgo que recuerda al propio Valle-Inclán, pero dada la gran cantidad de páginas que ha ocupado la figura de Max en la crítica valleinclaniana, no vamos a abordarlo, como tampoco abordaremos, por el mismo motivo, el personaje de Rubén Darío (1867-1916) que aparece en la obra. Los dos escritores, ya fallecidos cuando se publica Luces, tuvieron entre ellos unas relaciones literarias muy diversas, y por otra parte, se puede afirmar que Valle fue amigo de ambos. Además de Max-Sawa y Darío, la relación de personajes con un referente histórico conocido es notoria y aún más si a ello se añade la mera cita de personalidades populares o célebres que, si bien no son personajes, son figuras literarias o culturales de la época que se citan en la obra y, en consecuencia, abundan en lo que antes planteábamos: Luces de bohemia es una obra teatral en la que un lector de la época podía reconocer a unos personajes o citas de personalidades que conocía a través de los medios de comunicación, especialmente periódicos, revistas, el mundo cultural, etc., pues en la obra “hay una intencionada indeterminación temporal, ya que se alude a una serie

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de acontecimientos sucedidos en nuestro país entre principios de siglo y 1924” (Servera 1994: 33).

Personajes con posible base histórica Así pues, hallamos algunos personajes que estuvieron inspirados en personas reales, personajes históricos. Entre ellos, Basilio Soulinake está inspirado en Ernesto Bark (1858-1922), que había nacido en Laiuse (entonces Rusia, ahora Estonia) y cuyo acento extranjero, del este de Europa, se asimiló entre sus amigos y conocidos al ruso; sobre él, Zamora Vicente (1983: 36-39) ofrece toda una serie de informaciones que, entre otras cuestiones, nos indican su ideología anarquista, pues publicaba folletos y libros donde aparecían citados Bakunin, Kropotkin, etc., y colaboraba en las revistas modernistas: “Autor de muchos libros de política social y ocasionalmente novelista” (Phillips 1985: 349). Bark se reconoció en el personaje valleinclanesco, por lo que arremetió a bastonazos contra nuestro autor según algún crítico, en la calle de Alcalá, y para otros no pasó de alzar y amenazar con el bastón. Así, Alberca afirma que “antes de morir, Bark hizo unas declaraciones en las que confesó que le había molestado sobremanera que Valle-Inclán le hubiese ridiculizado en esta obra” (2015: 402). En Luces su físico responde al de “un hombre alto, abotonado, escueto, grandes barbas rojas de judío anarquista y ojos envidiosos, bajo el testuz de bisonte obstinado” (Valle-Inclán 2021: 448). Iglesias considera que “el retrato es muy parecido al personaje real […]. Fue amigo de Sawa y escribió un breve libro, La santa bohemia” (2017: LXXXV); descripción de las noches de cafés, buñolerías, alcohol y poco dinero. Valle parece utilizar este personaje, extranjero, que habla incorrectamente el español, aunque era profesor de idiomas y escritor políglota, como burla y parodia de la ciencia alemana, que gozaba entonces de gran reconocimiento, pero “desde el inicio se expresó y escribía en un castellano no académico, pero sí bastante correcto” (Santonja 1999: 8). Por el contrario, aparece en La lámpara maravillosa de una forma muy distinta, pero también como Soulinake, y en La corte de Estella (1910) como Pedro Soulinake. Bark se estableció en España en 1884.

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Coincidió con Sawa no solo en Madrid, sino también en París. La participación de Bark en el velatorio de Sawa se literaturiza en El árbol de la ciencia (1911), de Baroja. Y Sawa, entre otras cosas, afirmaba de él que “fue un gran exagerado del pensamiento en acción” (1977: 214) y también que “Ernesto Bark, que lleva una llama por pelos en la cabeza, y cuyos ojos árticos lanzan miradas de fuego que ignoran las más ardientes pupilas meridionales” (213). Sin embargo, su obra muestra a un autor bien informado, que conocía bien la realidad que le tocó vivir y que luchó por mejorar las condiciones de vida de sus contemporáneos, en especial de la clase obrera. Bark se definió como nihilista y “socialista positivo” (1999: 47), de ahí que, entre otras muchas cuestiones, abogase por una reforma radical de la enseñanza, por el feminismo, por leyes de protección de las clases trabajadoras, por crear la Oficina del Trabajo (auténticas bolsas de trabajo) y por el método de la estadística social, que es la base, para Bark, de la sociología, y que evita “las torpezas y crímenes de los Gobiernos monárquicos” (47). En fin, afirmaciones de este talante muestran un hombre avanzado a su tiempo: El estado social de ahora es un caos de locas competencias y un despilfarro de energías que urge reformar por la reorganización científica de la sociedad sobre la base de la colectivización municipal y nacional de los servicios públicos de transportes, de aguas, gas, electricidad, etc.; de cooperativas de producción y consumo de los artículos de primera necesidad y de la paz social entre el capital y el trabajo por la participación en los beneficios, que acaba con las huelgas y duplica la producción en beneficio del productor y del capitalista (Bark 1999: 40).

Por lo tanto, Bark sabía distinguir la verdadera, honesta y crítica bohemia, “cuya bandera es Arte, Verdad y Libertad” (Bark 1999: 15), de la llamada “golfemia”. Así, propone: “Los pintores, actores y periodistas deben pasar por la criba de una Comisión purificadora para que la Bohemia no se confunda con la Golfemia” (29). La santa bohemia es una obra curiosa, pero, sin duda, Estadística social, llena de datos y de consideraciones de mayor alcance que la anterior, es la obra que muestra al escritor Bark más profundo y analítico, tal vez un

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tanto paternalista, rasgo habitual en este primer momento del anarcosocialismo en busca de la hermandad y la justicia universal, pero las numerosas autoridades citadas y los números ofrecidos revelan un buen conocedor de los males de su época: “Para remediar los males que hoy afligen a todas las clases sociales no existe otro remedio que una completa reorganización del régimen agrario, industrial y comercial de la sociedad” (69). Don Peregrino Gay, como ha señalado la crítica en general, se inspira en Ciro Bayo (1859-1939), descrito por Emilio Carrere en Madrid cómico: “ecuánime, alto y magro, con ojos oscuros y zahoríes, y nariz encendida de bebedor…” (Zamora 1983: 32). Un poco mayor que don Ramón, había nacido en 1859; contaba con numerosos libros de viajes: El peregrino entretenido (1910), y tal vez la obra más famosa de su producción es Lazarillo español. Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso (1911), o El peregrino en Indias (en el corazón de la América del Sur) (1911); según Hormigón (2007: 637) estuvo en Bolivia en 1892 y en 1906 publicó un Vocabulario de provincialismos argentinos y bolivianos (Bayo 1906), que don Ramón tal vez conoció, dado que era amigo del escritor y así lo afirma en una carta a Luis Ruiz Contreras: “Yo me acogeré al asilo Cervantes. Allí tengo un amigo: don Ciro Bayo” (Hormigón 2006: 430). Bayo también escribió un Vocabulario criollo-español sudamericano (1910), entre otras obras de cuestiones filológicas. Valle optó por darle el nombre de Peregrino al personaje, dada su fama de viajero audaz y el matiz irónico por la repetición de la palabra en las obras de Bayo. Una vez más, Zamora Vicente (1983: 32-33) da las claves del personaje histórico y su reflejo en Luces de bohemia. Dorio de Gádex fue una persona real, llamada Antonio Rey Moliné (Cádiz, 1887-1924), que pudo haber conocido la primera edición de Luces de bohemia, publicada en 1920 por entregas. Pero Rey falleció de tuberculosis el 23 de septiembre de 1924, es decir, un poco después de que saliera a la luz la edición definitiva del 30 de junio de 1924. Antonio Rey utilizaba el seudónimo de Dorio de Gádex y admiraba a Valle, al que dedica la primera semblanza de su libro De los malditos, de los divinos (1914) (Iglesias 2017: LXXXIV). Paradójicamente, la imagen que don Ramón da de él no es muy halagüeña:

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“feo, burlesco y chepudo, abre los brazos, que son como alones sin pluma” (Valle-Inclán 2021: 375). Considerado uno de los escritores bohemios de la época, fue habitualmente descrito como tantos otros por sus compañeros y colegas, dada la comunidad de escritores e intelectuales que convivían en el Madrid de cruce de siglos. Así, su figura llamó la atención de Zamacois, en sus memorias, Un hombre que se va (1964), donde afirma que Antonio Rey se hacía pasar por hijo de Valle, episodio reproducido por Zamora Vicente (1983: 40-41). También es citado por el escritor peruano Felipe Sassone en La rueda de mi fortuna, donde afirma que Llamábase Antonio Rey Moliné, y firmaba con el seudónimo de Dorio de Gádex. […] Era muy expeditivo en sus juicios literarios, casi siempre osados, tras de los cuales, si se los rebatían con fuerza o con desdén, acababa llorando a lágrima viva […] Me compadecía de él, tan feo, endeble y desvalido […] pero era pintoresco, locuaz y disparatado con gracia (Hormigón 2006: 428).

También Zamora Vicente ofrece amplia información sobre él basándose en el ya citado libro de Sassone, que cuenta como Villaespesa describe su rostro blanquinoso que “tenía color de leche vomitada” (Zamora 1983: 41 n.). Habría que destacar las críticas a sus textos por fusilar a Boccaccio o copiar a D’Annunzio, a Anatole France, etc. Así, en Luces de bohemia se le hace decir frases famosas: “¡Padre y maestro mágico, salud!”, de Darío; “¡Polvo eres y en polvo te convertirás!”, tal vez un eco de ese proceder. Hormigón señala: “Pasó los últimos años padeciendo, junto a su mujer y sus hijos, una miseria extremada. Recibiría poco después una ayuda de 300 pesetas de la Fundación San Gaspar que cobró su viuda” (2007: 262). Entre los modernistas, llamados en la obra “epígonos del Parnaso modernista”, que alborotan en la redacción del diario, se esconden poetas y escritores secundarios que aparecían con frecuencia en los periódicos de la época (ABC, Blanco y Negro, España, El Imparcial, etc.). Eran, como escribe Valle-Inclán, “pipas, chalinas, melenas del modernismo” (2021: 382), la bohemia o la golfemia, según otros, que vivían la noche madrileña. Así, en la obra hay un tal Gálvez que es el apellido de un

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escritor real, Pedro Luis de Gálvez (1882-1940). No dice frase alguna, además de encontrarse en la lista inicial de los dramatis personae aparece en una de las acotaciones de la escena IV. Prototipo de bohemio, se encuentra citado en el poema “Espectros de bohemios” del único poemario de Baroja, Canciones del suburbio (1944). Su vida fue muy agitada; así, entre otras muchas cuestiones, se afirma que fue hijo de un general carlista, pero acabó siendo anarquista. Apunta Luis Iglesias que “existen anécdotas que lo dibujan como un aventurero experto en dar el sablazo, aunque alguna, que pudiera ser cierta, alcanza grados extremos en lo macabro, cuando visitaba los cafés con su bebé muerto dentro de una caja para recoger fondos para el entierro, según contó Baroja” (2017: LXXXIV). La anécdota la escribió Baroja en La caverna del humorismo: Pedro Luis de Gálvez cuenta a todo el que le quiere oír cómo llevó a enterrar a un hijo suyo muerto, metido en una caja de pasas, y las cosas que le ocurrieron. En Madrid había hace tiempo un sablista que tenía muchas mujeres y muchos hijos, y cuando se le moría alguno, lo cogía debajo de la capa, y al primer conocido le decía: “Mire usted lo que me pasa. Se me ha muerto el hijo; no tengo para enterrarlo”, y enseñaba el chiquillo muerto (Baroja 1999: 828-829).

Gálvez atribuyó esta mentira a Emilio Carrere. Es el esperpento hecho realidad o la realidad esperpéntica. Tuvo fama de sablista consumado y en este sentido llegó a escribir un tratado, El sable. Arte y modos de sablear. Durante la Guerra Civil protegió en su casa a escritores reaccionarios como Ricardo León y salvó la vida a Ricardo Zamora, guardameta internacional, y alertó a escritores como Cristóbal de Castro, Emilio Carrere, etc. No optó por exiliarse a pesar de los consejos de sus amigos, pues argumentaba con razón que no había cometido delito alguno, pero fue delatado por supuestos hechos que no vienen al caso y, olvidado por muchos a los que ayudó, fue condenado y fusilado el 20 de abril de 1940. Solo Ricardo León y Ricardo Zamora intentaron intervenir, pero ya fue tarde1. 1

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Véanse sobre su biografía Francisco Rivas (2014) y también Rafael Cansinos Assens (1925).

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Fue un poeta original y de calidad que se relacionó en los años veinte con el grupo Ultra y participó en la revista Grecia. Asimismo, fue adquiriendo fama de bohemio y poeta maldito. Hay que destacar, entre su obra, los poemarios Negro y azul (1929)2 y Sonetos de la guerra (1938)3, con títulos tan significativos como “Durruti”, “Antonio Machado”, “García Lorca”; y sirva de muestra de su estética el soneto “Velatorio”: En el telón oscuro de la casa cerrada, un balcón, a la noche de par en par abierto, y al fondo, por las luces de cera iluminada, la alcoba en que ya pudren las entrañas del muerto. Ni un rumor en la calle ni en la casa un gemido. Como llanto, la niebla resbala sobre el muro. El sereno, al cobijo de la puerta dormido, sostiene entre los dientes el chicote de un puro. Llega con paso tardo, de mala gana el día —Ceniza, azul cobalto, rosa y oro de sol— Abejea en la casa doliente salmodia… Redoblan los tacones de una golfa en la acera. El sereno despierta y apaga un farol. A lo lejos, el canto de la humilde churrera (VV. AA. 1982: 184).

El resto de los modernistas tienen nombres que en sí mismos no indican nada: así Mínguez, tal vez el dibujante que cita Joaquín del ValleInclán (2015: 61); Pérez, aunque es muy poco probable, ¿podría ser Pedro Pérez Balanzátegui?, citado por Ernesto Bark en La santa bohemia en esa nómina de noventa literatos bohemios y desconocidos, del que solo se sabe, por ahora, que “fue detenido a principios del siglo xx, por jugar a las cartas con los amigos” (Campos-Cacho 2018-2019: 26).

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En 1996, con ese mismo título, Negro y azul, en Granada, el editor Francisco Rivas reúne sus poesías completas en la editorial Comares. No en balde sus poemas han sido incluidos por Antonio Fernández Molina en su Antología de la poesía modernista (VV. AA. 1982: 183-185). También por Víctor Fuente en Poesía bohemia española (VV. AA. 1999: 37, 74, 87-88, 164, 174, 185-186, 195-196, 202, 219-220, 267-270, 282-286).

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Puede suponerse cierto tono burlesco en el personaje llamado Lucio Vero, que fue un emperador romano, pero no tiene mucho sentido que se refiera a él; es más probable que tras ese personaje se esconda Celso Lucio y López (1865-1915), escritor, dramaturgo y periodista español, que compuso algunas parodias literarias y colaboró, entre otros, con Arniches. Se sabe que don Ramón tuvo algún conocimiento de este escritor, pues Mariano de Cavia, en “Aleluyas del año nuevo” (El Imparcial, 01/01/1903), escribió: “Valle-Inclán y Celso Lucio/se pelan el occipucio”, versos que también se ofrecen en Alberca (2015: 171) y en Joaquín del Valle-Inclán (2015: 86). Otros personajes en el grupo modernista son Rafael de los Vélez, que tal vez es referencia a un famoso fraile capuchino de la época de Fernando VII, muy reaccionario, autor de Preservativo contra la irreligión (1812) o de la Apología del Altar y el Trono (1818) (Iglesias 2017: LXXXV). Y no es iluso pensar que Clarinito se refiere a Leopoldo Alas, Clarín (1853-1901), dado el poco aprecio que se tenían, lo que se puede comprobar por las cartas que don Ramón le envió y que no fueron contestadas directamente, solo por medio de “paliques” (Hormigón 2006: 34-39). Esa animadversión se debió a la crítica negativa que Clarín hizo del primer libro de relatos de Valle, el cual contestó con ironía en “La generala”, cuento que forma parte de Corte de amor: “El hermoso ayudante, como era asturiano, era también algo crítico” (Valle-Inclán 1922: 259). Don Ramón debió pensar que Clarín había nacido en Asturias u Oviedo, ya que su vida trascurría allí, pero había nacido en Zamora y me parece incuestionable que Valle quería dejar para la posteridad esta pequeña pulla hacia don Leopoldo, broma un tanto fuera de lugar en cuanto que Clarín hacía ya muchos años que había fallecido. Uno de los personajes, Don Filiberto, al que Zamora Vicente (1980: 77) asocia, por algunos rasgos, a Mario Roso de Luna (18721931), interviene con frases que se relacionan con el mundo del esoterismo y gnosticismo que Roso de Luna, también traductor de Blavatsky, había cultivado y dado a conocer en España. Así, algunas frases de esta índole: “Si estuviesen ustedes iniciados en la noble doctrina del karma”, o la intervención de Don Latino dirigiéndose a Don Filiberto: “Latino, en lectura cabalística, se resuelve en una de las palabras

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mágicas: Onital. Usted, don Filiberto, también toca algo en el maginismo y la cábala” (Valle-Inclán 2021: 396), se encuentran en esa línea de manifestar, por parte de los personajes, su adhesión y conocimiento del ocultismo. Estos motivos de gusto esotérico abundan a lo largo de la producción literaria de Valle. En Luces algunos personajes se pronuncian sobre la cuestión: es el caso de Don Gay, el propio Max Estrella y Don Latino, pero sobresale el entusiasmo de las afirmaciones de Don Filiberto. Don Ramón mantuvo un trato amistoso con Roso de Luna, que en ocasiones acudía a la tertulia del Nuevo Levante. Sirva de curiosidad que en la novela de Ramón J. Sender, El verdugo afable (1952), se narra un encuentro entre Roso de Luna y Valle-Inclán, donde este le pregunta sobre la localización de un tesoro. El personaje literario de Don Filiberto, como se verá, cita a algunos escritores de la época que muestran, una vez más, la importancia que adquiere el ambiente de la bohemia literaria, aunque también se refiera a alguna primera figura que no se encuentra en ese entorno. El Ministro de la Gobernación que recibe a Max Estrella parece ser Julio Burell (1859-1919), “periodista amigo de los intelectuales, el que nombró a Valle-Inclán profesor de Estética de la Escuela de Bellas Artes, en 1916” (Zamora 1983: 35), y amigo de don Ramón. Además, se le ha considerado el creador de la prensa gráfica en España (Zamora 1980: 92). Propietario y director de El Mundo, también en sus comienzos estuvo en Los Lunes de El Imparcial. En varias ocasiones fue ministro y era hombre de letras que se relacionó con los escritores, entre otros citado por Azorín (Campos 1964: 23 y 52) y también por Sawa: “Pienso en el gran escritor que es. Pienso en el gran hombre mundano que es” (1977: 149). Iglesias (2020: 98-99) realiza una observación sobre los cambios habidos entre las ediciones de 1920 y 1924 sobre los nombres; así, en 1920 Max le llama Manolo, en alusión a Manuel García Prieto, que ocupó el cargo entre marzo y noviembre de 1918; y luego, en 1924, lo cambia por Paco, refiriéndose a Francisco Bergamín (posesión 05/05/1920 hasta 01/09/1920), padre del escritor José Bergamín. Este canje parece responder a una voluntad de aproximarse al presente, a un reconocimiento más fácil de la actualidad, aunque en esas caleidoscópicas sombras de la realidad ni Manolo ni Paco remiten a Julio Burell.

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Alusiones a escritores de la época Como ya se ha anunciado, Don Filiberto, en una de sus intervenciones en la escena VII, cita a varios escritores secundarios y a Miguel de Unamuno. Respecto de los primeros, afirma: “Don Filiberto. […] Con Silvela he discreteado en un banquete, cuando me premiaron en los Juegos Florales de Málaga la Bella. Narciso Díaz aún recordaba poco hace aquel torneo en una crónica de El Heraldo” (Valle-Inclán 2021: 395). Francisco Silvela (1843-1905) fue un político conservador, que llegó a presidir el Consejo de Ministros en un par de ocasiones, pero también periodista y un escritor valorado en la época, además de miembro de la Real Academia Española. El apodo de “Cursivela” que en ocasiones circuló se debe a su opúsculo satírico, La fiscalía o el arte de distinguir a los cursis de los que no lo son (1868) (Zamora 1980: 76). Otro de los personajes citados es Narciso Díaz de Escovar (1860-1935), abogado, político y escritor muy famoso en su tiempo, que practicó casi todos los géneros literarios. Colaboró en El Heraldo de Madrid. También fue amigo de Sawa (Iglesias 2015: 62) y los críticos que lo citan suelen destacar los más de doscientos premios literarios conseguidos (Zamora 1983: 102). En la escena VII se presenta la redacción de El Popular, donde se produce un diálogo entre los jóvenes poetas y Don Filiberto, el periodista consagrado, y se menciona entre frases a Cavestany: “Cavestany, el gran poeta, un coplero”. Es Juan Antonio Cavestany (1861-1924), escritor y político sevillano criticado como poeta ripioso por los jóvenes literatos y considerado por la prensa en general un dramaturgo cursilón. Su discurso de ingreso en la RAE se tituló “La copla popular” (Iglesias 2015: 68). La ironía valleinclaniana en boca del personaje es evidente. Zamora Vicente indica que, en Gedeón (revista satírica cuyo título significa ‘destrucción’), se escribió: “En el tren de correos de La Coruña ha regresado a Madrid el Sr. Cavestany. [...] Los ripios ocupaban tres furgones de cola” (Zamora 1983: 125). Clarín, en uno de sus paliques, afirma: “Pero, el Sr. Cavestany, ¿es siquiera bachiller?” (1900: 514); y en otro: “Pero lo mejor es hablar claro… y pedir la

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cabeza de Cavestany, así como suena. La cabeza lírico-dramática, por supuesto” (1901: 3). Lógicamente, tanto Manuel Alberca (2015: 277) como Joaquín del Valle-Inclán (2015: 137) afirman que Valle despreciaba a Cavestany. Otro académico, Mariano de Cavia (1855-1920), también periodista, había fallecido poco antes de la publicación por entregas de Luces de bohemia. Apunta Zamora Vicente que “la fama de su afán por la bebida era universal” (1980: 56). El personaje en la obra responde, según las consideraciones generales de la crítica de la época, a lo que se pensaba era un proceder habitual de su persona: Un guardia. ¡Ni que se llamase este curda Don Mariano de Cavia! ¡Ese sí que es cabeza! ¡Y cuanto más curda, mejor lo saca! El otro guardia. ¡Por veces también se pone pelma! (Valle-Inclán 2021: 379).

Sin embargo, Cavia, en varias ocasiones, elogió la literatura de don Ramón. Y Ernesto Bark lo incluía como principal de la bohemia: “Los verdaderos leaders de la Bohemia española serían, además de las sombras de Alejandro Sawa, Manolo Paso y Rafael Delorme, los poetas inspirados Joaquín Dicenta, Emilio Carrère [sic], Edmundo González Blanco, Mariano de Cavia, Villaespesa y el admirable Antonio Palomero” (1999: 31). Sawa cuenta cómo Rubén Darío le anuncia que Cavia se está muriendo: “Ayer una carta de Rubén Darío —‘Mariano de Cavia se muere, se está muriendo. Vamos a verle’—” (1977: 101-102). Sin embargo, ya que este fragmento apareció en Helios, en noviembre de 1903 (1903: 436-437), queda claro que don Mariano no solo no falleció sino que sobrevivió tanto a Sawa como a Darío. En la edición de 1920, hay una alusión a otro académico, Torcuato Luca de Tena (Sevilla, 1861-1929): Dorio de Gádex. Precisamente ahora está vacante el sillón de Don Benito el Garbancero. Max. Se lo darán a don Torcuato el Aceitero (Valle-Inclán 1920: 16).

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La primera alusión a Pérez Galdós, mediante el vocablo “garbancero”, era un lugar común en la época; y lo de aceitero “parece ir dirigido a este complejo estado circunstancial (…) y también a la resonancia del apellido en la industria aceitera de Sevilla” (Zamora 1983: 116 n). Respecto a Miguel de Unamuno (1864-1936), se establece un diálogo entre Don Filiberto y Dorio de Gádex: Don Filiberto. En España podrá faltar el pan, pero el ingenio y el buen humor no se acaban. Dorio de Gádex. ¿Sabe usted quién es nuestro primer humorista, don Filiberto? Don Filiberto. Ustedes los iconoclastas dirán, quizá, que don Miguel de Unamuno. Dorio de Gádex. ¡No, señor! El primer humorista es don Alfonso XIII. Don Filiberto. Tiene la viveza madrileña y borbónica (Valle-Inclán 2021: 398).

Aunque en la obra de Unamuno hay ciertas notas de humor, no es una de sus características habituales; Valle también aludiría al vasco en Martes de Carnaval: “Usted no es filósofo y no tiene derecho a responderme con pedanterías. Usted no es más que hereje, como don Miguel de Unamuno” (Valle-Inclán 1990: 122). En la escena IX Max Estrella cita a Francisco Villaespesa: El joven. Yo los he leído manuscritos. Iban a ser publicados en una revista que murió antes de nacer. Max. ¿Sería una revista de Paco Villaespesa? (Valle-Inclán 2021: 420).

Parece que Villaespesa fue mal visto por algunos escritores en diversas obras como, por ejemplo, por Zamacois, por Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas (1913) y por Cansinos Assens en La novela de un literato: hombres, ideas, efemérides, anécdotas (1985). Por otra parte, Francisco Villaespesa (1877-1936), famoso autor modernista, fue muy conocido por su gran actividad, no en balde Federico de Onís afirmaba: “Villaespesa, por su entusiasmo desorbitado, su exaltación subjetiva y su vida bohemia era el ejemplo vivo del neo-

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rromanticismo decadente del fin de siglo. Su casa era el centro de reunión de los adeptos a la nueva estética” (1937: 276). Y, en efecto, tenía fama de hacer grandes proyectos, entre ellos la publicación de nuevas revistas que o bien no veían la luz o tenían una vida muy corta. Algunos de los escritores de la época reciben una pequeña reprimenda metafórica, que significa cierta crítica a lo que representa la literatura de tales autores. Así, en la escena que supone una parodia de Hamlet, les dirige a los hermanos Quintero, Serafín (1871-1938) y Joaquín (1873-1944) una puya: “Querido Rubén, Hamlet y Ofelia, en nuestra dramática española serían dos tipos regocijados. ¡Un tímido y una niña boba! ¡Lo que hubieran hecho los gloriosos hermanos Quintero!” (Valle-Inclán 2021: 459). La ironía reside en ese gloriosos en absoluto definidor de la consideración de los Quintero, aunque tuvieron extraordinaria fama. Aquí puede entenderse la fuerza o vis cómica de los saineteros, capaces de convertir cualquier grave o solemne asunto en motivo de chanza, pero a su vez hay cierto resabio o consideración despectiva en ese proceder. De igual forma se alude a Benito Pérez Galdós, y hay que tener presente que cuando se publican las Sonatas (1902-1905) aún está triunfando el realismo, un realismo tardío en el que Galdós tenía lógicamente un papel primordial: Clarinito. Maestro, nosotros los jóvenes impondremos la candidatura de usted para un sillón de la Academia. Dorio de Gádex. Precisamente ahora está vacante el sillón de Don Benito el Garbancero (Valle-Inclán 2021: 374).

Don Benito había fallecido ocho meses antes de publicarse por entregas Luces de bohemia, su sillón en la Academia había quedado vacante. Valle apreciaba la obra de Galdós y así lo demostraría más adelante creando unos peculiares y, en cierto modo, alternativos aunque inconclusos “Episodios nacionales”, El ruedo ibérico. Ese apodo despectivo, “garbancero” —sobrenombre habitual de Galdós entre los jóvenes intelectuales y escritores críticos con la literatura reconocida de la época— se lo da un modernista, antirrealista, Dorio de Gádex,

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que representa la nueva literatura y toma el adjetivo del “agarbanzamiento agudo de la vida española que acuñó Unamuno y repitieron muchos” (Iglesias 2017: 39). Muchos de los personajes de Luces de bohemia que fueron observados en ese Madrid austriaco formaban parte del transitar cotidiano en unos ambientes y en un mundo muy particular pero reconocible, cotidiano y doloroso. No es de extrañar que unos años más tarde Pío Baroja, en el poema “Espectros de bohemios” de Canciones del suburbio (1944), a base de citar a las personas reales dibujara, sin apenas inspiración poética, esa bohemia: Cuando el mísero escritor despierta al día temprano en el hospital inmundo donde yace abandonado, una serie de visiones se apodera de su ánimo, que en ocasiones le alegran y otras más le dan espanto. […] Ahí está Joaquín Dicenta con Palomero y con Paso. Luego aparecen los Sawas, el Manuel y el Alejandro, el uno un seudo Daudet, el otro un farsante mago. […] También pasa Ernesto Bark, letón revolucionario, y cruza la calle Ancha de prisa don Ciro Bayo. […] Poitevin, el oficial, se revela partidario de la Europa pacifista y canta su ditirambo, mientras Gálvez, Pedro Luis, extravagante y satánico,

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no sabe si es anarquista. o un golfo desventurado (Baroja 1984: 171-173).

No puede esperarse mucho del Baroja versificador, ni siquiera de sus opiniones sobre las personas que como personajes literarios aparecieron en Luces de bohemia; sirva su retahíla de citas para percibir que esas sombras de figuras en su recuerdo convivieron, pues la descalificación barojiana no da para más. Todos estos personajes transformados en el proceso literario recuerdan a las personas que los inspiraron, sin duda con el sello de la visión deformadora del esperpento, y tras cualquier esperpento se halla la referencia a un suceder histórico, que remite a una realidad reconocible que puede causar dolor, rabia, desencanto por la amplia visión de la sociedad española de la época: desde las altas esferas del poder hasta el mundo de los sectores marginales de la sociedad. Tras ello también se halla la técnica que planteábamos al principio, técnica propia de su primera literatura, modernista, la literaturización de la realidad, el culto a lo libresco. Así, al hilo de ello los personajes literarios y las sombras de sus referentes históricos en Luces de bohemia son un componente más de esa inagotable fuente de inspiración de don Ramón, el mundo de la literatura, en este caso los protagonistas del universo español literario.

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Lecturas del esperpento en el tardofranquismo: la recepción de las Luces de bohemia de José Tamayo Diego Santos Sánchez Universidad Complutense de Madrid Instituto del Teatro de Madrid

Luces de bohemia ocupa hoy una posición central en los corpus de la literatura y el teatro españoles y su presencia en las tablas da cuenta de esa relevancia. Sin embargo, la historia escénica del texto de ValleInclán no ha estado exenta de problemas, partiendo del hecho de que tardó décadas en ver la luz tras su publicación en la España prerrepublicana. La muerte de Valle en enero de 1936 le ahorraba al gallego la vivencia de la Guerra Civil y del subsiguiente régimen de Franco, cuya larga vigencia y cuya anormal deriva estética, con la literatura y el teatro, además de las otras formas de producción artística, sometidas a los vaivenes de la censura, determinarían una problemática llegada de la literatura dramática de Valle-Inclán a los teatros y, con ello, al públi-

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co. Partiendo de consideraciones previas sobre las miradas del primer franquismo sobre la obra de Valle-Inclán, este trabajo desentraña las implicaciones estéticas e ideológicas del esperpento en el tardofranquismo a través del estudio de la recepción del montaje de Luces de bohemia llevado a cabo por José Tamayo en 1970/1971.

Primeras miradas franquistas sobre Valle-Inclán El proyecto estético del nuevo régimen oscilaba entre la pretendida modernidad domesticada de los sectores más intelectuales de Falange y la enmienda a la totalidad de la vanguardia, amparada por el más tradicionalista franquismo de base. En este contexto, la recuperación de la pretendida generación del 98 responde a una estrategia perpetrada por el primero de estos sectores, acaso epitomizado por Laín Entralgo y su La generación del 98. Esta operación de rescate, en su rastreo a través de la tradición de referentes con que trazar las líneas maestras de la nueva España franquista, señalaba el dolor por España y la reflexión sobre sus esencias castellanas de los autores finiseculares como valores a recuperar. Sin embargo, Valle-Inclán se presentaba como una figura problemática cuyo esteticismo contrastaba con la ideología menos disfrazada en resortes poéticos de los otros miembros del grupo y, al mismo tiempo, su controvertida figura presentaba aristas de difícil asimilación para los discursos de los vencedores de la Guerra Civil. Juan Rodríguez (1995) da debida cuenta de cómo el sistema literario del franquismo lleva a cabo un proceso de blanqueamiento de una figura llena, sin embargo, de pliegues y recodos tanto ideológicos como estéticos. Así, Rodríguez ilustra este proceso a través de publicaciones en la prensa del primer franquismo, donde asistimos a la conjunción de varias estrategias. La primera de ellas es la literaturización y folclorización de la extravagancia de Valle-Inclán, que se atenúa con ayuda de las declaraciones de su viuda y su hijo, donde aparece como un padre, ciudadano y burgués ejemplar, así como con la inestimable colaboración del decano de los dramaturgos, Jacinto Benavente, con palabras como estas en el prólogo a las Obras completas (1944) del gallego:

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Por mí diré que, con haberle visto muchas veces en trances de bravura, no sería éste el perfil más acusado de su persona cuando hoy en mis recuerdos apenas sí los percibo. En cambio, intenso el recuerdo como realidad presente, veo y oigo al gran señor de noble continencia, cortesano galán entre aristocráticas damas, conversador amenísimo, razonable y certero en sus juicios, gustoso de bromas y chanzas, comprensivo con los desdichados y sólo airado y despectivo entre pedantes y soplados (en Rodríguez 1995: 33).

Se trataba de embridar la figura de Valle-Inclán y de hacerla asumible para un nuevo régimen de márgenes muy estrechos por los que ahora, en lecturas post mortem, había que hacerle transitar. Las estrategias para conseguirlo pasaban por las comparaciones con Don Quijote, por el ensalzamiento de su militarismo, por el descafeinamiento de su galleguismo, por el ahondamiento en sus vínculos con el tradicionalismo y el carlismo y, sobre todo, por el deliberado olvido de algunos episodios de su vida. Esto se traducía también en una recuperación parcial de su literatura, concentrada en su primera estética, menos problemática que los esperpentos, que en el mejor de los casos se desplazaban al margen y, en el peor, se obviaban. De este modo, como señala Juan Rodríguez, se privilegiaba una lectura en clave estética que “permitía evitar prudentemente los aspectos más conflictivos de su obra, eludir los contenidos molestos” (1995: 48): la amabilidad de la etapa modernista eclipsaba los esperpentos, incardinados en unas coordenadas vanguardistas que el mayoritario franquismo tradicionalista había convertido en anatema estético. Además de la prensa, son varias las fuentes documentales que permiten rastrear esta problemática recuperación de la figura de ValleInclán durante el primer franquismo. La censura de publicación de su obra es un recurso privilegiado para conocer cómo el régimen conceptuaba la obra literaria del gallego. En su trabajo sobre el período 1939-1955, el mismo Juan Rodríguez (2002) ofrece un repaso por las vicisitudes de los textos para llegar a la imprenta. En los juicios de los censores se observa también la doble vía de interpretación estética mencionada más arriba: la de la Falange más intelectual y la de los sectores más tradicionalistas. Así, no es extraño encontrar justificaciones

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para algunos de los excesos de Valle-Inclán en los sectores más intelectuales: Leopoldo Panero opinaba, a la hora de autorizar la publicación de sus obras en la colección Opera Omnia, que “la eficacia expresiva y la calidad estética superan con mucho a su contenido ideal o moral, de modo que sus obras se salvan siempre y ganan altura y hondura gracias al milagro poético de su palabra”, lo que determinaría que “Valle-Inclán vence cualquiera de los peligros que aparentemente le acechan, gracias siempre al egregio temblor estético de su palabra, que le convierte, a tan corto plazo de su muerte, en un clásico de nuestras letras” (Expediente 6-704, “Obras de don Ramón del Valle-Inclán”; en Rodríguez 2002: s. p.). Esta lectura benévola llevaba aparejada, sin embargo, una operación de adelgazamiento del proyecto estético del esperpento, para el que Panero trazaba la siguiente lectura: “Quizás sean los Esperpentos lo más personal y genuino de la obra valleinclanesca. Por su índole íntima ofrecen estas producciones un desgarro popular y un acre tono expresivo, cercano al de nuestra picaresca, un latido realista, artísticamente exagerado, que tiene raíces muy hondas en la tradición clásica española” (Expediente 6-704, “Obras de don Ramón del Valle-Inclán”; en Rodríguez 2002: s. p.). Esta lectura, que salva el esperpento como epígono de la tradición realista “clásica española”, no solo convierte la obra de Valle-Inclán en heredera de la tradición nacional, sino que la enajena de su linaje vanguardista, que es estético y, a ojos del régimen, incómodamente ideológico. Resulta, no obstante, evidente que este tipo de lecturas, que salvan al Valle-Inclán más heterodoxo a través de la merma en su idiosincrasia, contrastan con las del franquismo más tradicionalista. En 1952, uno de los censores eclesiásticos elaboraba un informe general de todas las obras del gallego en el que se destacaba los ataques al Dogma, a la Iglesia, a sus ministros, a la moral e incluso al régimen y sus instituciones, lo que le permitía al censor hablar en los siguientes términos: Toda la obra de Valle-Inclán abunda en conceptos antirreligiosos y rara es la página donde no hay alguna expresión cínica o volteriana. Abundan también las ideas antinacionales y de desdén hacia la tradición española. Por otra parte, toda la obra se desenvuelve en un ambiente de sensualidad que llega a veces a límites de gran crudeza. Por todo ello

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creo que en obras separadas y al alcance del público en general no deben ser autorizadas las obras de este escritor, pues las considero francamente perniciosas para la inmensa mayoría de los lectores (Expediente 1265-52, “Informe general de todas las obras”; en Rodríguez 2002: s. p.).

Esta misma sería también la línea editorial de la revista Ecclesia, entonces guía espiritual de una gran mayoría de españoles e impartidora de una censura eclesiástica más férrea aún que la administrativa. Abellán ha analizado la catalogación que la revista llevó a cabo de las distintas obras del gallego en lo que se define como una “crítica religioso-literaria” (Abellán 1992: 56); en sus páginas, Luces de bohemia, por comenzar a atender el que ha de ser el objeto de estudio de este trabajo, se presentaba como una obra inmoral porque ofrecía un reflejo de la canalla bohemia, enemiga sin duda del orden y la moralidad de los sectores más católicos del régimen, y porque hacía al autor comulgar con las luchas anarquistas que representaba en su obra (55). Los ejemplos anteriores ejemplifican las dos vías de recepción de la figura de Valle-Inclán y, más en concreto, del esperpento por parte del régimen e ilustran, de alguna manera, dos interpretaciones estéticas divergentes de las que acabaría imponiéndose la más tradicionalista. No obstante, con el paso de los años, las nuevas demandas de la sociedad, los cambios emprendidos en las políticas culturales (fundamentalmente la supuesta apertura auspiciada por Fraga Iribarne) y la evolución propia de los sistemas literario y teatral permitirían que fuese ganando fuerza la demanda de montajes de textos del gallego. Esa demanda enfrentaría serias dificultades, pero poco a poco iría poniendo en cuestión las lecturas imperantes sobre la obra de Valle-Inclán como paso previo para proponer otras menos complacientes con la agenda cultural del franquismo. Esta tarea pasaba ineludiblemente por la imperiosa necesidad de explicitar sobre el escenario la literatura dramática del autor, después de años de clamorosa ausencia. Al fallecer la viuda de Valle-Inclán, su hijo Carlos del Valle-Inclán se convertía en el administrador de su herencia y llevaba a cabo las tareas necesarias para que los textos llegasen a las tablas, privilegiando en especial al director José Tamayo (Rubio Jiménez 2011: s. p.). Los diversos montajes acometidos desde los años cincuenta permitirían que al comienzo de la

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década de los setenta Valle-Inclán hubiese dejado de ser coto exclusivo de universitarios e intelectuales y se hubiese convertido ya en un autor recuperado para el público más generalista.

La recuperación escénica de Valle-Inclán en el tardofranquismo Juan Pablo Heras (2006)1 propone una periodización que marca las diversas etapas de esta labor de recuperación escénica. Primeramente, desde 1950 y hasta 1961, los estrenos de la obra de Valle-Inclán se reducen a marginales puestas en escena por grupos universitarios y de cámara en un circuito ajeno al ámbito comercial, dominado por el paradigma de Benavente. En estos años, el argumentario para el desdén del teatro del gallego contaba con una doble vertiente: si bien por un lado se blandía su antiteatralidad, por otro se le seguía asociando con el bando de los derrotados (2006: 121). La segunda época que propone Heras para este recorrido arranca en 1961. Ese año tuvo lugar el estreno de Divinas palabras a cargo del propio Tamayo, a partir del que puede hablarse del renacimiento de la obra de Valle-Inclán gracias a su consolidación en el teatro universitario y a los primeros intentos de directores de categoría por montar sus textos en el ámbito del teatro comercial. Habrá, no obstante, que llegar al tardofranquismo para hablar de una consolidación y una recuperación plenas. Esto ocurrió en la tercera etapa, que comenzaba con el estreno de Águila de blasón en 1966, en los Teatros Nacionales y a cargo de un director de la talla de Adolfo Marsillach, con motivo del centenario del autor. Esta fase de recuperación, que se articula en una doble matriz de reconocimiento pleno de su dramaturgia en el sistema teatral español y, al mismo tiempo, de reapropiación de su figura por parte del régimen de Franco, Heras la da por concluida en 1971 con el montaje de Luces de bohemia, de nuevo a cargo de José Tamayo (117). El hecho de que

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Este trabajo, al igual que el de Rubio Jiménez (2011), incluye una excelente bibliografía sobre los estrenos de obras de Valle-Inclán durante el régimen de Franco.

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este montaje de Luces de bohemia cierre el proceso de recuperación descrito por Heras da la medida de la trascendencia de dicho estreno en los años del tardofranquismo. El discurso oficial sobre el esperpento que había contribuido a proscribirlo hasta bien entrada la década de 1960 era el de su irrepresentabilidad. Incluso aún en la versión de 1968, Torrente Ballester afirmaba en su Teatro español contemporáneo que “Luces de bohemia es teatro como podía ser una novela”, ya que la obra “carece de forma dramática interna, y nada de lo que allí sucede es poéticamente necesario” (1968: 112). Esta clave interpretativa, que marcaba un posicionamiento estético al reducir el esperpento a teatro para ser leído, hacía también lo propio con otro de índole claramente ideológica: se dificultaba el acceso inmediato y colectivo del público a una obra heterodoxa y trufada de un marcado contenido social; no en vano, “las caricaturas dramáticas de Luces de bohemia, leídas, son menos corrosivas” (115). El desdén de Torrente con respecto al esperpento pasaba por una comparación con el teatro de Benavente: las críticas lanzadas por don Jacinto eran admitidas por la sociedad porque partían de sus propios supuestos; las de Luces de bohemia, sin embargo, partían de supuestos inadmitidos y, por ello, le negaba Torrente a la obra recorrido escénico y determinaba su confinamiento estrictamente literario: “Se pudo permitir al ilustre escritor y extravagante ciudadano que extravagase también teatralmente, a condición de que su teatro fuera leído por un público tan escaso como el de sus novelas” (115). De este modo, se observa en esta lectura cómo, bajo el argumento de la irrepresentabilidad del esperpento, se articula un doble eje discursivo: el ideológico (una crítica social demasiado cruda…) y el estético (…que exige, por tanto, descafeinar el artefacto teatral reduciéndolo a mera lectura). En efecto, y como ha notado Emilie Mouthon, este debate sobre la irrepresentabilidad del teatro de Valle-Inclán se insertaba de lleno en la polémica desatada en 1960 entre Sastre y Buero: las implicaciones tanto estéticas como ideológicas del imposibilismo (2009: 84)2.

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Un debate tan central en el caso de Valle-Inclán que acabaría siendo glosado incluso en el propio programa de mano del estreno de Luces de bohemia (Llovet 1971).

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A finales de la década de 1960 se producía un cambio de paradigma teatral cuyas resonancias se dejaron sentir en el doble eje estético/ ideológico de la práctica escénica: se comenzaba a otorgar gran valor a las formas imposibilistas y sus nuevos lenguajes se adoptaban como una forma de resistencia al régimen franquista. La irrupción de nuevas teatralidades que tuvo lugar en esos años determinaba una inevitable mirada a las vanguardias históricas, que no solo suponían un amplio abanico de recursos formales, sino que además eran especialmente tentadoras para la disidencia por constituir el anatema estético del franquismo. En ellas encontraban los nuevos dramaturgos fórmulas que, como lo ritual, lo ceremonial o lo grotesco, les permitían alejarse, por un lado, de las configuraciones dramáticas de corte más aristotélico y, por otro, del manido camino de los realismos. Estas nuevas estéticas calaban en los epígonos de la generación realista, donde se observa una tendencia a la deformación grotesca y la esperpentización que conlleva una lógica reivindicación del teatro de Valle-Inclán como modelo expresivo. Esta reivindicación de una figura indisociablemente vinculada a la cultura de la Segunda República contribuía a problematizar, cuando no a dinamitar, el ya manido argumento de la irrepresentabilidad del teatro de Valle-Inclán. Si bien este discurso recaló en la praxis dramatúrgica de los autores menos complacientes con el régimen, igualmente importante es su irrupción en la crítica teatral más letrada, que postulaba abiertamente la necesidad de recuperar el teatro del gallego. Un extraordinario ejemplo de esa reivindicación es el número que la revista Ínsula dedica a Valle-Inclán en 1966, en el centenario de su nacimiento (VV. AA. 1966a). Desde sus páginas se clamaba por una revisión profunda de su teatro y algunos de los artículos demandaban que esa recuperación se diese ya no únicamente en términos estéticos, sino también ideológicos. El trabajo más destacado en este sentido es el de De Quinto, que lamenta que una ocasión tan propicia para la recuperación de Valle-Inclán como su centenario se materialice mayoritariamente en actos académicos y no en estrenos, más allá del de Águila de blasón, que el crítico ni siquiera consideraba una pieza especialmente representativa del teatro del gallego. En aquellas líneas se atacaba con vehemencia el “garbancerismo” de la vida escénica española, al que se achacaba la ya manida lectura limitante del

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teatro de Valle-Inclán: que no resistía a la representación y se veía, por tanto, abocado a la página impresa. De este modo, reivindicando la teatralidad de los textos teatrales del gallego, De Quinto buscaba desmontar esta lectura, convertida en dogma historiográfico y en última responsable de que el esperpento hubiese quedado proscrito. Repartía el crítico, además, la responsabilidad de esta situación tanto a las imposiciones de la censura, “que hacen poco menos que imposible la representación de un teatro crítico de la realidad española”, como a los distintos agentes del hecho teatral: “empresarios, directores y actores, y también la crítica y el público, andan todavía sometidos a las modas y dictados del naturalismo más grosero y no acaban de entender la dramaturgia de Valle” (1966: 23). Lo más destacable de la valoración de De Quinto es que trasciende la cuestión de la irrepresentabilidad y, por tanto, lo meramente estético: “Valle-Inclán aún atemoriza a nuestros timoratos círculos intelectuales y artísticos, oficiales y privados. Porque la de Valle es una figura —una obra— desconcertante y rebelde, inclasificable para la crítica e inadmisible para el reaccionarismo estético e ideológico, que todavía preside la vida española toda” (1966: 23). Este miedo de la crítica, incapaz de dar con las claves de la poética del gallego, escondía para De Quinto un miedo mucho más profundo: el de tener que admitir “las raíces ideológicas de donde proviene tal poética” (23). En efecto, De Quinto denunciaba que los estudios sobre el teatro de Valle-Inclán habían venido privilegiando hasta el momento al homo estético sobre el homo político y reivindicaba precisamente la necesidad de un “estudio estético-ideológico” que permitiera una nueva lectura de la obra de Valle-Inclán. Esa lectura, inevitablemente, estaba llamada a explicitar el que era el miedo de la censura y del aparato cultural franquista: que tras la alambicada poética del esperpento se escondía una vehemente crítica social en las antípodas ideológicas de los discursos oficiales del régimen. En efecto, de Quinto reivindicaba explicitar en escena aquello que Torrente Ballester había propuesto silenciar en la página. En esta lectura, el tránsito estético de Valle-Inclán del modernismo al esperpento respondía a una deriva ideológica más profunda: “¿No encuentra una clara correspondencia con la transformación ideológica experimentada que le lleva desde el carlismo militante a la expresa

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simpatía por el bolchevismo? ¿No se han producido dichos cambios estéticos e ideológicos de consuno como consecuencia directa de una trágica toma de conciencia del escritor con la realidad española?” (De Quinto 1966: 23). Tras argumentar que el carlismo del autor se había visto modificado tras su experiencia en las trincheras francesas, así como gracias a su seguimiento de las revoluciones rusa y mexicana, De Quinto señalaba la coherencia que subyacía a los vaivenes ideológicos del gallego: “Un desprecio por las formas liberales” (24). Ello determinaría que “Valle-Inclán [fu]es[e], en sus últimos años, sin olvido de las exigencias estéticas, un escritor deliberadamente social, que ha cobrado conciencia de la realidad española y monta su poética sobre la necesidad de expresarla” (24). Esta lectura de la dramaturgia de Valle-Inclán en clave social es representativa de la beligerancia de una parte nada desdeñable del sector teatral de la época, que busca nuevas formas de expresión con que vehicular nuevos mensajes de cariz social. El teatro de Valle-Inclán se convertía, a ojos de muchos de estos agentes teatrales, en la mejor herramienta con que llevar a cabo ese proyecto. Esta reivindicación se traducirá, por tanto, en múltiples intentos de representar el teatro del autor, lo que a su vez generará una enorme contradicción en el seno de los aparatos culturales del régimen, conscientes tácitamente de que, escondida tras el alambicamiento formal, subyacía en el esperpento esa veta social. Comenzaba, por tanto, el procesamiento censor de la obra de Valle-Inclán, no exento de problemas y vicisitudes, pero tras el que poco a poco los textos del gallego llegaban a la escena3. Los años cincuenta y primeros sesenta habían visto la autorización, generalmente para funciones únicas en régimen de teatro de cámara, para muchas obras del autor; sin embargo, sería a partir de la segunda mitad de los sesenta cuando llegarían las propuestas más problemáticas y con más supresiones, por venir de la mano de compañías comerciales o de los teatros públicos e ir, por tanto, dirigidas a públicos mucho más amplios (Muñoz Cáliz 2011: s. p.). De entre esas iniciativas cabe destacar

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Un estudio muy detallado de los procesos censores del teatro de Valle-Inclán es el de Berta Muñoz Cáliz (2011).

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la ya mencionada de José Tamayo, que había llevado a cabo con sus Divinas palabras “la primera referencia seria de la historia escénica de Valle-Inclán en la segunda mitad del siglo xx”, marcando el principio del proceso de rehabilitación del autor gallego (Oliva 2006: 2). Estos estrenos se producían en el contexto de cambios profundos en la España de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, que hicieron posible una gran efervescencia cultural en la que Valle “ha[bía] pasado de ser un olvidado para el teatro a una referencia indispensable para la escena española del siglo xx y parte indispensable de los repertorios tanto de los teatros nacionales como de las grandes compañías” (Heras 2006: 133). Ese momento era, a todas luces, el propicio para el estreno de Luces de bohemia. Había, sin embargo, que sortear los obstáculos planteados por la censura. Lo cierto es que el camino parecía allanado por los múltiples estrenos previos de textos de ValleInclán. Tamayo era, después de su experiencia con Divinas palabras, consciente de la necesidad de llevar Luces de bohemia al escenario, pero el proceso de autorización de la gran obra de Valle-Inclán generó muchos reparos en el seno de la censura, consciente de las implicaciones tanto estéticas como ideológicas que conllevaba actualizar el esperpento en la España del tardofranquismo. El teatro de Valle-Inclán había comenzado su proceso de institucionalización y el Estado, a través de la censura, tenía que lograr un difícil equilibro conjugando los riesgos de la autorización —permitir que una obra comprometida llegase a públicos cada vez más amplios— con los de la prohibición —generar una sensación de totalitarismo que la agenda impulsada por Fraga pretendía desmontar—. De este modo, la autorización para el montaje respondía a una doble matriz: la imposibilidad de autorizar un teatro crítico y la necesidad de generar una falsa sensación de normalidad cultural. Luces de bohemia iba, por tanto, a ser la prueba de fuego en el proceso de recuperación y normalización del teatro de Valle-Inclán.

Las vicisitudes de Luces de bohemia con la censura La primera solicitud para representar la obra es de 1957 y tiene como objetivo estrenar la obra en una única sesión de cámara en el Teatro

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de la Comedia de Madrid. Las implicaciones morales y políticas del texto abogaron por una prohibición sin ambages: “Muchos y algunos de calibre son los inconvenientes morales de esta comedia. Pero […] no son solamente de índole moral, sino que existen otros muchos de carácter político-social” (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.4). Tras presentarse una nueva versión, fueron varios los cortes que se le impusieron para que el texto pudiese autorizarse, como se ha indicado, para una única sesión de teatro de cámara. Quizá lo más relevante del informe, que ilustra los miedos del régimen frente a Luces de bohemia, sean las palabras en las que parecen deslindar la realidad que Valle-Inclán critica en su texto de la realidad de la España de aquel momento: “En lo político, la obra responde a una situación tan concreta, incluso con nombres propios, que se sale de nuestro tiempo […]” (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.). En un contexto donde el teatro de corte histórico comenzaba a proponer críticas soslayadas al régimen de Franco, la censura mostraba enormes recelos ante la posibilidad de que la acidez de Valle-Inclán se interpretase en clave de presente. La ausencia de Luces de bohemia de las tablas españolas comenzaba a ser tan clamorosa que Ricardo Doménech recreaba en la revista Primer Acto, en 1961, un estreno imaginario de la obra para denunciar cómo la censura le seguía poniendo trabas al estreno de una de las obras clave de la literatura dramática del siglo xx (Doménech 1961: 17). Relacionado o no con este ejercicio de ficción, lo cierto es que la primera autorización concedida para la obra en régimen comercial, es decir, para un público potencialmente mucho más amplio que el de los teatros de cámara y ensayo, tendría lugar el año siguiente, en 1962, cuando se expidió para la compañía de José Osuna en el Teatro Goya de Madrid. La autorización se producía, no obstante, con cortes. Encontraban inadmisibles los censores una “sucesión de motivos polémicos —hoy fuera de toda actualidad y por ello de posible peligrosidad política— con la nota adversa de un exceso dialéctico que

4 Berta Muñoz Cáliz (2011) transcribe en su trabajo todos los expedientes de censura de Luces de bohemia, que se refieren en este trabajo a través del suyo, y no de los originales, custodiados en el Archivo General de la Administración.

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hace inevitables supresiones parciales, incluso de dos cuadros —6.º y 10.º—, en los cuales los reparos aludidos se hacen evidente” (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.); se trataba, respectivamente, de los cuadros del Preso catalán y de la escena de las prostitutas. Se vuelve a constatar cómo la censura insiste en el hecho de que la obra recrea un momento ya pasado y que en modo alguno muestra una situación presente, lo que habla de nuevo del miedo a la lectura contemporaneizadora de Luces de bohemia en la España de Franco. Sea como fuere, lo cierto es que el número de cortes impuesto determinó que la obra quedase tan mutilada que el hijo del autor se negó a que se representase en esas circunstancias. Así las cosas, se produjo la desgraciada situación de que la obra veía la luz antes en París, en 1963, que en España (Santos Zas 2006). La ausencia se hacía, por tanto, clamorosa. José Tamayo decide tomar cartas en el asunto y en 1967 registra una solicitud a manos de su compañía, Lope de Vega, para montar la obra en los Festivales de España, patrocinados por el propio Ministerio de Información y Turismo. La obra acabaría cayendo del repertorio de dicho evento y el expediente quedaría en suspenso por la opinión negativa del director general de Cinematografía y Teatro, José María García Escudero, sobre el texto y la inconveniencia de subvencionar su puesta en escena con dinero público (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.). Luces de bohemia, la joya de la corona del teatro de Valle-Inclán, tenía la oposición frontal del Estado al tiempo que se convertía en el objeto del deseo de buena parte de los directores de escena. Así las cosas, Tamayo decidió obviar la vía pública y embarcarse en un montaje propio de cariz comercial. Como cabía esperar, los recelos del director general siguieron siendo los mismos, tal y como revela una carta al propio Fraga Iribarne: Hay, sin embargo, una escena que tiene características especiales y es la escena sexta en los calabozos de la Dirección General de Seguridad con el diálogo entre el protagonista de la obra y un preso anarquista al que después aplican la ley de fugas. Aun cuando en su montaje se debe reproducir exactamente el ambiente y la época en que la acción se desarrolla, la posibilidad que no se puede descartar de determinadas reacciones en el público, me aconseja someter a tu consideración dicha escena que podría

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autorizarse con los cortes que figuran en el texto, o prohibirse en su totalidad (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.).

Se sigue observando, por tanto, el miedo del régimen a esa hipotética lectura en clave contemporánea que se viene mencionando, especialmente en el caso de la escena del anarquista catalán preso. En este marco de cautela, atrapada entre el recelo por aprobar una obra corrosiva, pero consciente de las implicaciones de prohibir a un autor que ya se había estrenado en los Teatros Nacionales, la censura llevó a cabo una nueva lectura del texto. En ella se optó por suprimir la escena del Preso catalán, la de mayor peligro potencial para el propio régimen, y se llevaron a cabo otros cortes “por referirse a personas determinadas en forma insultante o algunas expresiones verbales poco apropiadas para ser dichas en voz alta en un escenario, aunque procedan de una pluma tan genial” (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.). El saldo era una autorización más restrictiva aún que la de 1962; tras ella, Tamayo daría, junto al heredero de Valle-Inclán, una larga e infructuosa batalla que mereció únicamente el silencio administrativo. En la oficialidad, la obra de Valle-Inclán era exclusivamente hija de su tiempo: en el discurso historiográfico trazado por Torrente Ballester, por ejemplo, sus escenas estaban “buscadas adrede para reflejar en ellas una situación histórica en sus aspectos más periodísticos […] todo al hilo de la vida literaria en el Madrid de 1920” (1968: 113) y, por tanto, la obra mostraba una disconformidad con una situación histórica concreta y con las causas que la determinaban, excluyendo así potenciales lecturas en clave contemporaneizadora. Sin embargo, lo cierto es que los dictámenes de la censura, de circulación interna, reflejan precisamente el miedo ante la posible actualización. De alguna forma, el elefante estaba en la sala, pero nadie se atrevía a mencionarlo. Los propios directores de escena del momento parecen mostrarse también cautos en sus declaraciones al respecto. Preguntados, con motivo de su centenario, sobre si el teatro de Valle-Inclán poseía aún plena vigencia para el espectador español de entonces, José Luis Alonso, Trino Trives, Adolfo Marsillach, Ricardo Salvat y Alberto González Vergel contestaban en clave estrictamente estética, sin hacer referencia alguna al potencial contemporaneizador de obras como Luces de bo-

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hemia. Maria Aurèlia Capmany fue la única del grupo en ir algo más allá: “creo que posee plena vigencia […] porque la circunstancia que Valle-Inclán denuncia es todavía, desgraciadamente, la nuestra” (en VV. AA. 1966b: 23). Mientras la situación seguía atascada y la compañía de Tamayo veía frustrada su aspiración para una autorización en régimen comercial, lo cierto es que los teatros independientes, acogidos a una legislación más permisiva en virtud de lo limitado de su público potencial, lograban el tan ansiado estreno: primero se produjo el del grupo Akelarre en Bilbao, en 1966; después vendrían el del TEU de Sevilla, ese mismo año, y el del grupo Palestra, en 1968, en Sabadell (Mouthon 2009: 86-87). Por su parte, Tamayo no desistía y volvía a la carga en 1970 con nuevos argumentos a favor de la autorización: además de la calidad del texto y de su emplazamiento en un marco temporal determinado (1920), blandía incluso amenazas de no volver a participar en las Campañas Nacionales de Teatro del Ministerio si su propuesta no se consideraba. La obra fue dictaminada de nuevo y parece que las amenazas de Tamayo, que se había convertido ya en una de las personalidades del teatro más influyentes de la España franquista, surtieron efecto, ya que, de modo un tanto abrupto, Luces de bohemia pasaba a convertirse en un “clásico” que no se podía someter a cortes: “Personalmente, me parece algo así como una herejía suprimir una sola palabra del por excelencia esperpento de Valle-Inclán, en 1970”; “No por beatería literaria sino por auténtica devoción al mejor decir y hacer, no suprimiría ni una tilde” (en Muñoz Cáliz 2011: s. p.), manifestaban los censores apenas dos años después de un durísimo dictamen. De este modo la obra se autorizaba para régimen comercial, por primera vez, sin cortes, pero con el requisito de visar el ensayo general; es decir, de que dos funcionarios acudiesen a dicho ensayo para garantizar un “absoluto rigor histórico” que situase la acción en el Madrid de los años veinte con el fin de evitar cualquier alteración, textual o escénica, que permitiese ver en el calabozo donde se encontraba el anarquista una celda franquista. El estreno tuvo finalmente lugar en el Teatro Principal de Valencia el 1 de octubre de aquel mismo 1970, dentro de la Campaña Nacional de Teatro del Ministerio de Información y Turismo y a manos de la

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compañía Lope de Vega, que después emprendería una amplia gira por provincias que se vería cancelada en las tres capitales vascas y Pamplona al hilo del Proceso de Burgos. Aquel primer estreno en régimen comercial despertó un enorme interés en la prensa, si bien esto no consiguió traducirse en éxito de público, si atendemos a las palabras de José Monleón (1970: 26). El propio Tamayo relataba en una entrevista a Carmen Montaner las vicisitudes de la obra con la censura y hacía público lo que ya muestran blanco sobre negro los propios expedientes: que “tal vez su resistencia estaba en suponer que la España del Madrid absurdo, brillante y hambriento de los años veinte pudiera ser identificada por alguien con la España de hoy” (en Montaner 1970: 27); el miedo del régimen frente a Luces de bohemia parecía, por tanto, conjurado. La obra siguió su curso hasta llegar, un año después, a la capital. Así las cosas, el verdadero estreno, el de Valencia, quedaba absolutamente eclipsado por la que se consideró la verdadera puesta de largo de estas Luces de bohemia: el estreno el 1 de octubre de 1971 en el Teatro Bellas Artes de Madrid, abriendo el II Festival Internacional de Teatro organizado por la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos (es decir, por el propio Ministerio de Información y Turismo) con el apoyo del Ayuntamiento de la capital y del Instituto Internacional del Teatro. El estreno coincidía, además, con el XXV aniversario de la compañía Lope de Vega, que con este montaje abandonaba su itinerancia para instalarse en el Teatro Bellas Artes de la capital.

Una lectura estética La expectación ante este estreno fue máxima. Las reseñas críticas en la prensa fueron abundantes y nos dan idea, junto con la documentación gráfica, de la idiosincrasia del espectáculo: un montaje articulado en torno a los juegos lumínicos, la música y una sucesión de decorados en tela5. Abundan en ellas las descripciones y las alabanzas al escaso deco-

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No es la finalidad de este trabajo reproducir las características principales del montaje, que ha sido ampliamente descrito en las reseñas de prensa, así como en

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rado, a los telones expresionistas de Burgos, “decorados sucintos y de gran intensidad plástica” (Corbalán 1971: s. p.), que alternaban con el uso de transparencias y que parecieron funcionar excelentemente en conjunción con la luz, proponiendo una escena de gran fuerza plástica que lo fiaba todo al blanco, el negro y el sepia. Aquel planteamiento escénico generaba una estética que llevó a los críticos a plantear constantes referencias a Goya. Por otra parte, las alabanzas a la música de Antón García Abril, que lograba deformaciones alucinadas del chotis o el tañido de las campanas, son también destacadas, así como lo son las que se hacen al elenco de actores y actrices. Las reseñas obviaban, acaso por desconocerlas, las puestas en escena previas del texto en el circuito de cámara, se enmarañaban en explicaciones a veces confusas sobre la naturaleza del esperpento y se felicitaban de que Luces de bohemia hubiese llegado a su destino natural, el teatro, lamentando que hasta entonces hubiese gozado de mucha más presencia en el ámbito académico que sobre las tablas (García Pavón 1971: s. p.). Las consideraciones estéticas de la crítica periodística son de un enorme interés para comprender cómo se recibió en el tardofranquismo la versión que Tamayo había hecho del esperpento por antonomasia de Valle-Inclán. El propio montaje le había fiado mucho a la propia definición de esperpento: la representación comenzaba con una voz en off que traía, “como curiosa apostilla didáctica del director”, las palabras con que Max Estrella define el esperpento en la escena XII (Oliva 2003: 168). Así, además de las consabidas y abundantes reflexiones sobre la naturaleza misma del esperpento, los críticos de prensa intentan ubicar el montaje de Tamayo en sus coordenadas estéticas con juicios divergentes pero que dicen mucho tanto de su ceguera estética como del propio montaje. Arcadio Baquero, de Actualidad Española, se refería al esperpento como “el arquetipo dramático del

otros textos académicos (Mouthon 2009); se procederá, más bien, a analizar el modo en que esa puesta en escena fue digerida y asimilada a nivel estético por la prensa. Del mismo modo, se traerán a colación únicamente las críticas de prensa más relevantes; una compilación más exhaustiva de las mismas puede encontrarse en Álvaro (1972).

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98”, que definía como “el teatro más nuevo y más al día que se representa en Madrid. El teatro que quisieran escribir —probablemente— los más atrevidos, audaces e innovadores autores de nuestro tiempo” (1971: s. p.), quizá consciente del predicamento de Valle-Inclán entre los dramaturgos jóvenes de la época. Por su lado, José María Claver, de Ya, hablaba de la obra como una “visión espeluznante” (1971: 46), sin ahondar mucho más en el encasillamiento estético del esperpento. A partir de aquí, las interpretaciones arrojan valoraciones de gran interés. Lo más sorprendente son las críticas que intentan mostrar esta versión de Luces de bohemia como una manifestación más de los realismos. Así, desde Informaciones se afirmaba encontrar en Luces “una variante de los Episodios nacionales” con resabios literarios modernistas que podían devaluar la crítica y el carácter revulsivo de aquella sociedad (Corbalán 1971: s. p.). Además, según esta lectura, los personajes oscilarían entre “un toque realista” y “su tendencia guiñolesca, aspaventosa y desquiciada” (1971: s. p.). Coincide este dictamen con el de Alfredo Marqueríe, para quien el trabajo de Emilio Burgos en figurines y decorados conseguía “una medida exacta entre el realismo y la fantasmagoría” (1971: s. p.). Por último, el crítico de Dígame hablaba de “realismo llevado hasta sus últimos límites” (Galindo 1971: s. p.). Estas lecturas deslegitiman el esperpento como discurso idiosincrático e insertan Luces de bohemia en la tradición de los realismos, convenientemente aderezada con otros guiños a la tradición, como la acidez de Quevedo. Así, este tipo de crítica lleva a cabo una reapropiación del género, descafeinándolo en el mejor de los casos y desnaturalizándolo en el peor, para hacerlo asumible por las coordenadas estéticas del momento; algo que, años atrás, ya había hecho Leopoldo Panero. Sin embargo, si bien esta lectura rezuma un conservadurismo formal que puede proceder tanto de la ceguera estética como de la necesidad de amoldar el artefacto de Tamayo a los parcos parámetros la crítica periodística, lo cierto es que hay un segundo tipo de lecturas que perciben en el montaje una naturaleza estética bien distinta. Las reseñas de este segundo grupo proponen también una desnaturalización del esperpento a través de un nuevo registro. García Pavón hablaba también de “drama realista”, pero a este le superponía una nueva veta que será también la de una buena parte de los críticos:

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la del sainete (1971: s. p.). De hecho, Luces de bohemia se entiende desde esta lectura como “el gran sainete de la generación del noventa y ocho” (1971: s. p.). Esta devaluación del lenguaje del esperpento no es en modo alguno inocua, sino que conduce a justificar “muchas generalizaciones condenativas o exultativas, de tipo social y político” como “un recurso estético y no, como alguien pueda pensar, un alegato ideológico formal” (1971: s. p.). El sainete permitía, en efecto, restarle a la crítica carga ideológica para hacerla reposar exclusivamente en el terreno de lo formal. En esta misma línea, la reseña de El Alcázar descartaba que el montaje contemplase “exageraciones” que generarían “deformaciones que no serían adecuadas”, ya que la obra “no es ni más ni menos que un curso realista” y, a pesar de ser el esperpento “nada de lo que acontece a través de las palabras de los personajes tiene nada de deformación grotesca” (Díez-Crespo 1971: s. p.). Así las cosas, Luces quedaba reducida al “sainetajo de la vida española de 1920” (1971: s. p.). El crítico reducía de este modo lo que de esperpéntico tiene la obra a las “chuflas” y “rechiflas” del texto, a su dramatismo, su miseria, su alegría y su altanería, pero no consideraba que la expresión literaria se viese deformada. Lo esperpéntico era, desde esta lectura, más lo que la obra representaba que no la forma en que lo hacía; la realidad tematizada y no el lenguaje con que se tematizaba. De este modo, Luces de bohemia no tendría “muñecos de carne y hueso, sino personajes sacados real y verdaderamente de la sociedad española”, “vistos ante un espejo absolutamente normal. Lo grotesco y lo deformado es el ambiente en que viven” (1971: s. p.). Esta lectura, que desgrana el potencial esperpéntico de Valle para reducirlo a los cajones del realismo y el sainete, domestica el texto a nivel estético, lo hace digerible para la sociedad del tardofranquismo, al tiempo que vuelca su única condena contra la realidad que representa, que no habría pasado, entonces, por ningún espejo deformador. Por último, Carlos Luis Álvarez proponía en Arriba una lectura propia. Para él, Valle-Inclán “pasa[ba] de la tradición como estética a la estética del nihilismo” (1971: 14) como forma de compromiso con la realidad, a pesar de que, a ojos del crítico, este propósito no se conseguía; su interpretación era más bien que Valle-Inclán solucionaba la tensión dramática mediante “el exabrupto anarcoide, el após-

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trofe llameante e inútil. En medio de una orgía sarcástica […] Valle se hunde con sus personajes en una pasión absolutamente irracional” (14). Esa pasión le habría llevado a dejar traslucir sus dejes anarquistas y sus críticas a Maura, convenientemente censuradas por el crítico de Arriba, que también se empeñaba en demostrar su aprecio por la obra. Sin embargo, lo más interesante de la lectura de Álvarez es su advertencia de los peligros de “desvalleinclanizar la escenografía valleinclanesca”, ya que su crítica al montaje se centraba en que “no traduce el barroquismo intrínseco del esperpento. Hay una tendencia […] a la abstracción, a la poetización, a la creación de espacios fuera del tiempo” (14) sin que se consiga reproducir la densa atmósfera de las Luces de bohemia de Valle-Inclán. Así las cosas, mientras que unos críticos tachaban el montaje de realista y otros le atribuían la etiqueta de sainetesco, una tercera lectura lo encontraba “desvalleinclanizado”. De este modo, y pese a las alabanzas generalizadas, el encuadramiento estético del montaje de Tamayo resulta, desde las interpretaciones que arroja la crítica teatral en prensa, ambiguo: la puesta en escena se aproximaba a distintas coordenadas estéticas sin decantarse claramente por ninguna de ellas, al tiempo que se cuestionaba su configuración esperpéntica por ser poco valleinclanesca. Se hace necesario, en este punto, formular una pregunta: ¿eran todas estas interpretaciones —la realista, la sainetesca y la desvalleinclanizada— cosecha de los críticos o estaba el propio Tamayo posibilitándolas? La pista a este embrollo está quizás en las palabras con que el propio Tamayo se defendía en una entrevista realizada en Primer Acto, varias semanas después del estreno, de los ataques a la confusión estética de su montaje: “Cargar la puesta en escena sobre el esperpento hubiera [sic] sido traicionar a Valle-Inclán. Yo no he tenido una intención preconcebida al hacer rozar el sainete y el esperpento. Valle-Inclán lo escribió así. No se ha cargado la mano ni sobre lo uno ni sobre lo otro” (en Coterillo 1971: 22). Tamayo se amparaba en una supuesta configuración híbrida en el texto de Valle-Inclán, que él se habría limitado a trasladar a la escena. Sin embargo, subyace a su discurso una idea: que habría descafeinado el texto para poder llevar el esperpento a un público más amplio, optando por la estética del sainete, más popular y arraigada en

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el gran público. De hecho, días antes del estreno de Madrid, el propio autor había manifestado que el éxito, durante la gira por provincias, había sido mayor en las ciudades con Universidad, aludiendo a la presencia del público universitario (en Reigosa 1971: s. p.). Así las cosas, tras el estreno acababa reconociendo Tamayo, ante la ambivalencia estética de las críticas, que Quizá pudiera, para un público universitario, cargarse las tintas sobre el esperpento, realizar un espectáculo más duro, más deforme y más crítico, pero nuestro trabajo está pensado para un público mayoritario, que sería incapaz de captarlo y de asimilarlo, en consecuencia. Pienso que esa otra línea de Valle-Inclán, la del sainete, es perfectamente útil como mecanismo de distanciamiento al estilo de como lo quería Brecht, como freno y constatación sociológica. Repito que nuestro montaje se sitúa en la línea justa que pide el texto (en Coterillo 1971: 22).

En efecto, la crítica señaló que el montaje funcionaba en cuanto que “el texto […] está sobre el escenario y es perfectamente admitido por un público de nivel medio” (Pérez de Olaguer 1971: 63). Luces de bohemia se había hecho accesible, pero Tamayo no explicitaba de forma clara en qué había consistido el proceso estético que lo había permitido. De todo este embrollo se deducen dos ideas fundamentales. La primera es que la crítica, que carecía de patrones para encuadrar estéticamente el esperpento, lleva a cabo lecturas ambivalentes y en ocasiones dispares del montaje de Tamayo. La segunda es que el propio Tamayo confiesa a posteriori y entre líneas que su voluntad de llegar a un público amplio le había llevado a mermar elementos específicamente esperpénticos en beneficio de otros que, si bien desnaturalizaban el lenguaje de Valle, le restaban hermetismo y lo hacían más viable para un montaje en régimen comercial. Cabe preguntarse si esa depuración no era la causante del desconcierto de los críticos, si bien es cierto que, en general, abundaba en el oficio la ceguera estética, especialmente ante un género aún inédito en las tablas. En cualquier caso, llama la atención, al hilo de la adaptación de Luces de bohemia para el gran público, cómo, a modo de captatio benevolentiae, el programa de mano del montaje ya adelantaba que “quizá existan

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otras fórmulas. Quizá no deba decirse de ésta que sea la mejor. Pero sí puede asegurarse que es, por lo menos, la más empeñada, la más valiente y la más difícil” (Llovet 1971).

Una lectura ideológica Como De Quinto había apuntado unos años antes del estreno, la lectura ideológica que subyacía al esperpento era inevitable para reivindicar a Valle-Inclán. Si sería la crítica más académica la que le prestaría atención a estos aspectos, lo cierto es que lo ideológico se filtró también en las reseñas del estreno de Tamayo. Las posiciones fueron, además, heterogéneas: desde las más complacientes a las que denostaban abiertamente al autor. Dentro del primer bloque, Pérez de Olaguer se felicitaba en el diario Mundo por este “descubrimiento” de Valle-Inclán, que tenía lugar “poco a poco —a medida que determinadas estructuras lo permiten” (1971: 63). Las menciones en que se responsabilizaba a la censura de esta tardanza llegaron a ser más explícitas, como la que se halla, sorprendentemente, en ABC y cuyo autor, Ángel Laborda, lamentaba los más de cuarenta años de retraso del estreno que, al menos, seguía Laborda, daría por bien empleados si hubiesen servido “para hacer reflexionar a los amigos de prohibir, a los recelosos de todo, en la inútil ridiculez de su esfuerzo” (1971: 80). En una tónica bien distinta se pronunciaba, dos días después, el mismo periódico: “Bertolt Brecht, con todos sus cantos de protesta, con toda su didáctica épica y marxista, es un chico de escolanía al lado de Valle-Inclán” (López Sancho 1971: 75). La comparación con el autor alemán, uno de los estandartes del comunismo internacional, incardina a Valle-Inclán en un linaje claramente hostil al franquismo y señala los enormes recelos que el autor seguía planteándole a nivel ideológico a un nada desdeñable sector del mundo teatral. Las alusiones a una hipotética lectura contemporaneizadora del montaje, aquella que tanto recelo había hecho albergar en el seno de la censura, no fueron en modo alguno predominantes, pero lograron hacerse hueco entre las reseñas. José María Claver se preguntaba, por ejemplo: “¿Estamos curados o no estamos curados de ese espanto? Esa

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España ya no es esta España, ciertamente. Sed non tantum, o séase pero no del todo. Aún puede —aún debe dar— mucho de sí ejemplarmente esa cercana visión espeluznante” (1971: 46), y Elías Gómez Picazo hacía lo propio: “Oyendo Luces de bohemia se entiende bien el hecho de que haya tardado cincuenta años en ser estrenada. Pero ¿acaso no están vigentes y son universalmente válidas muchas de sus acusaciones?” (1971: s. p.). Estas dos suponen las alusiones más claras que se han podido rastrear a este potencial actualizador de la obra de Valle-Inclán que, aun así, queda desdibujada en forma de preguntas retóricas. Parece, por tanto, que la crítica mostraba recelo a postular sin ambages la lectura contemporaneizadora como clave interpretativa. Los términos en que se expresaba José Monleón, por otra parte, resultan vagos, ya que pueden referirse tanto a una interpelación estética del montaje de Tamayo como a su capacidad de servir de espejo a la España del momento: la versión del granadino suponía “un ejemplo tan claro de lo que debiera ser una constante del teatro: la incidencia del espectáculo sobre la realidad, su valor como instrumento de análisis de nuestra vida y no-vida de cada día” (en Álvaro 1972: 309). Hubo, por el contrario, lecturas que invalidaban de forma explícita una posible lectura contemporaneizadora. Un tanto crípticas y alejadas de toda vehemencia, las palabras de Laín Entralgo en La Gaceta Ilustrada ni siquiera hacen mención al estreno de Tamayo, sino que se dirigen directamente al texto de Valle-Inclán, frente al que se proponen dos posibles posiciones: la primera, que definía como “he ahí a la España de entonces”, era para él cómoda y complaciente, egoísta y parcial, en cuanto que mostraba una parte de la realidad de la España de la época, al tiempo que obviaba la de Ramón y Cajal, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Marañón o Galdós; sin embargo, la lectura que él denominaba “he ahí la España de siempre”, es decir, la contemporaneizadora, le planteaba otra forma de comodidad: la de la dejadez y el abandono, que consideraba muy ajena al propio Valle-Inclán (en Álvaro 1972: 307-308). De este modo, sin que quedase muy clara cuál era su posición, si es que escogía alguna de las dos, Laín Entralgo descartaba la lectura en clave de presente. Muy vehemente fue, en contrapartida, la reseña del diario falangista Arriba. En ella, el crítico Jesús Suevos fundamentaba la crueldad

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de la obra, que parecía sorprender a muchos espectadores, en el hecho de que Luces de bohemia pretendía ser la caricatura de una época determinada. Suevos se complacía de que “aquella triste España” sirviese de advertencia a los españoles de “la España ascendente de 1971”, “porque fue contra aquel pelele manteado por traficantes y currinches, contra el que se alzó el pueblo en armas el 18 de Julio [sic] de 1936. […] El 18 de Julio fue, en definitiva, un 14 de abril nacionalizado y actualizado: limpio del polvo y la paja de las supersticiones y lugares comunes del siglo xix que lo envilecieron y malograron en 1931” (1971: s. p.). Así, incardinando esta obra en su comprensión franquista del devenir nacional, Suevos no solo invalidaba la lectura contemporaneizadora, sino que advertía en su contra: “Algunos pillines que parecen regocijarse mucho viendo la obra de Valle-Inclán con las ridiculeces y bobadas de las autoridades y defensores del ‘orden establecido’ del Madrid de 1920, no parecen darse cuenta de que no resulta menos ridícula y boba lo que podríamos llamar ‘la oposición’” (1971: s. p.): el Anarquista catalán, Don Latino, Gay o Soulinake. El hecho de que Valle critique a todos los sectores de la sociedad, por ser “de una imparcialidad impresionante”, le permitía equiparar, en una lectura teleológica de la historia muy propia del franquismo, 1920 con el periodo de la República, cuyas clases rectoras compartían nihilismo con los intelectuales de Luces de bohemia, para advertir: “Por eso, los pillines que tanto se solazan con las inverecundias valleinclanescas harán muy bien en no recaer en las ideas y las fórmulas políticas que hicieron posible aquel inmenso disparate del que Luces de bohemia es la caricatura” (1971: s. p.). El articulista de Arriba le daba, de este modo, ágilmente la vuelta a la tortilla: no solo invalidaba la lectura en clave cotemporaneizadora, sino que convertía la obra de Valle-Inclán en un espejo en que mirarse para demonizar y evitar repetir épocas que, como la Segunda República, los medios oficiales del régimen pretendían erradicar de la memoria. Así las cosas, la mayor parte de las críticas evitaban hacer una lectura en clave de presente, las que lo hacían eran tímidas y las más vehementes advertían contra ella. La posición de Tamayo en este embrollo resulta, quizá, iluminadora, no solo por lo que dice, sino por la evolución de su discurso. El día del estreno, en una entrevista a ABC,

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el director se mostraba sorprendentemente lacónico al ser preguntado de manera más que vaga al respecto: “—¿Considera vigente el texto valleinclanesco respecto a la sociedad actual? —Sí, mucho” (en Laborda 1971: 80). Tamayo prefería evitar el debate y optaba por la brevedad, así como por una deliberada ambigüedad (que esa vigencia fuese estética y no necesariamente social), habida especial cuenta del condicionamiento que la censura había puesto como condición sine qua non para el estreno: que Luces de bohemia hablase, sin ambigüedades, del Madrid de 1920. Sin embargo, esta cautela evolucionó hacia un planteamiento aún tibio pero ya menos complaciente algunas semanas después, superados los temores del momento crítico del estreno. En el mes de noviembre, en una entrevista publicada en Primer Acto —y, por tanto, con un público potencialmente mucho más restringido que el de ABC—, se le preguntaba si consideraba que la obra de Valle-Inclán tuviese un alcance mayor que el meramente histórico de su momento. A ello, el director contestaba, de un modo más detenido y abierto que semanas atrás, que sí: que la obra contaba con “un alcance superior al propiamente histórico y restringido” y que, por no conocer los acontecimientos particulares a que Valle aludía en su texto, el público “hac[ía] esa especie de transferencia a la situación actual. Una transferencia que yo no creo que sea ilícita”, ya que “del texto de Luces de Bohemia […] se desprende […] una lección para nuestro momento presente. Eso es una de las características del esperpento, y eso es también lo que el público aplaude apasionadamente cada día en el Bellas Artes” (en Coterillo 1971: 23). De este modo, como también había sucedido al abordar la configuración estética de su montaje, Tamayo incurría en contradicciones al hablar de sus implicaciones ideológicas: la cautela, más que probablemente dirigida a evitar un enfrentamiento con la censura, se convertía tras el estreno en una leve pátina crítica muy seguramente destinada a combatir el marchamo de director complaciente con el régimen. En esta línea, el entrevistador traía también a colación el supuesto oportunismo de que, es de suponer, se le había acusado con motivo de este estreno; aunque, por otra parte, esto no era en modo alguno una novedad, sino algo que había acompañado a Tamayo a lo largo de

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su carrera. Coterillo le planteaba al director cómo su puesta en escena formulaba un equilibrio imposible por poner la vista simultáneamente “en el arte, en la minoría silenciosa irritada, en la mayoría silenciosa complaciente, y en la taquilla” (Coterillo 1971: 23). Esa prestidigitación que permitía a Tamayo complacer a todos sin molestar a nadie era, en efecto, una acusación de la que el director venía defendiéndose desde muy atrás. Esa costumbre debió de ser la que le permitió responder distinguiendo entre oportunidad y oportunismo, para lo que citaba a un autor francés estrenado durante la ocupación alemana: “Hay que saber decir con palabras permitidas, los sentimientos prohibidos” (en Coterillo 1971: 23). De este modo, se ubicaba Tamayo en una suerte de genealogía de artistas condenados a expresarse en los límites de una ortodoxia dictatorial y, al tiempo que eso le otorgaba la legitimidad del disidente, lograba una exquisita, posibilista y muy rentable adecuación a esos estrechos límites: la obra se convirtió en un gran éxito de público que la llevó superar la barrera de las 400 funciones.

¿Apropiación franquista y/o democratización de Valle-Inclán? A pesar de la diversidad de posiciones mostrada en las páginas anteriores, lo cierto es que las reseñas de la prensa diaria celebraron mayoritaria y efusivamente el montaje de Tamayo. Pero esta postura no fue en modo alguno un universal. En los medios más académicos aparecieron desde el comienzo visiones tremendamente críticas. Ínsula, donde De Quinto había clamado años antes por la recuperación de Valle-Inclán, daba ahora voz a quienes sentían que esa recuperación no había llegado; bien al contrario, se denunciaba la domesticación de un discurso que habría podido ser de Bakunin en otro que emulaba la voz de una beata. A. Fernández Santos firmaba la crítica, que planteaba una enmienda a la totalidad del montaje del director granadino: Luces de Bohemia, puro teatro, fue escrita hace casi cincuenta años, y durante ese tiempo se le ha negado el derecho a existir como teatro. Fi-

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nalmente ha sido representada por la compañía de José Tamayo […] Pero sigue sin existir como teatro, pues tal y como está montada por Tamayo, esta insobornable obra es un puro soborno, un triunfo de la domesticidad: Bakunin recitado con acento de beata (Fernández Santos 1971: 27).

El concepto de “domesticidad” irrumpe en un discurso extraordinariamente crítico que establece claves diametralmente opuestas a las encontradas en las reseñas de prensa. Muy en la línea de lo propuesto años antes por De Quinto, Fernández Santos imbricaba en su crítica tanto las implicaciones estéticas como ideológicas del montaje de Tamayo. Por un lado, una “obra escrita en rojo y negro, [era] representada en naranja y gris” y Tamayo, “nuestro mejor montador de zarzuelas, reduc[ía] la bomba [trágica que es Max Estrella] al redil del sainete”; por otro, el poeta-paria cuya hambre “duerme bajo la violencia y la opresión, la muerte, real o imaginada”, “está representado por Tamayo con la lógica de un burguesito atildado”, por lo que “Luces de Bohemia, obra llena de vida y de amarga alegría […] representada por Tamayo, no es feroz, ni infinitamente triste: es patética como un drama benaventino” (1971: 27). El balance era devastador: se había representado “un feroz esperpento libertario con la imaginería de un serial de hermanita San Sulpicio” (27). Con el tiempo, las críticas negativas del montaje irían cobrando un cariz cada vez menos coyuntural y mucho más profundo. En 1976, años después del estreno de Tamayo y con España saliendo del marasmo franquista, la aún joven revista Pipirijaina reflexionaba sobre el potencial de los textos dramáticos de Valle-Inclán, a los que les confería “una vigencia tal que serían explosivos en manos de aquellos que no pretenden hacer del teatro una pieza de museo, sino una forma artística de intervención en el presente. ¿Se quiere algo más actual que el esperpento?” (E.P. 1976: 45). Estas palabras parecen dar voz a un sector del mundo teatral, el más innovador en lo formal y contestatario en lo ideológico, que consideraba que las puestas en escena de Valle-Inclán no habían conseguido interpelar a la sociedad desde la radicalidad prevista por el autor gallego y anhelada unos años antes desde posturas como la de De Quinto, ya que la verdadera esencia del teatro de Valle-Inclán parecía seguir custodiada detrás de “unas

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vallas, fronteras y aduanas para atravesar las cuales se necesita Dios y ayuda” (45). Un impedimento fundamental para llegar a dicha esencia y llevar a cabo esas puestas en escena más cercanas a la propuesta de Valle-Inclán era, denuncia Pipirijaina, la actitud de los herederos del autor, que no confiaban en directores del ámbito del teatro independiente, sino que le habían concedido la batuta del proceso de recuperación a directores orientados a lo comercial. La jugada resultaba dolorosa en términos estéticos: se lamenta el artículo de que se veten formas experimentales de montar a ValleInclán al tiempo que se privilegian otras, las autorizadas por la familia, que traicionan el verdadero espíritu de Valle, con lo que, tantos años después de la escritura de sus obras, aún no se había dado con la fórmula exacta de cómo montarlas. El artículo, que hace también extensiva la reclamación a la familia de Lorca, ponía la figura de Tamayo en la diana: “¡No nos faltaba más que echarle una mano a la censura oficial, como si no se bastase por sí misma! Que Nuria Espert, Víctor García, Tamayo, y quien sea continúen montando a Lorca y Valle. No proponemos, críticas aparte, sustituir un tribunal censorial por otro” (45), manifestaba Pipirijaina, estableciendo ya en 1976 una vehemente vinculación entre Tamayo y el aparato censor; y abogando también por el libre acceso de toda la profesión a textos que deberían ser patrimonio colectivo y no monopolio de unos pocos. Y es que otro de los argumentos del texto es que las implicaciones ideológicas de restringir las obras de Valle-Inclán al ámbito comercial eran también devastadoras: los montajes complacientes habían permitido una operación de reapropiación y rentabilización del teatro de Valle por parte de “la España oficial”, que era precisamente quien con más empeño había intentado mantener en silencio su obra. Por decirlo de otra forma, se denunciaba que el teatro comercial le hubiese regalado a Franco el teatro de Valle-Inclán. Aunque van en la misma dirección, las implicaciones de esta crítica, menos inmediata y más madura, son de mucho mayor calado que las esbozadas, años antes, por un vehemente Fernández Santos. Esa misma línea interpretativa, con oscilaciones en la intensidad, se mantiene hasta el día de hoy, esgrimiendo aún un concepto que aparecía ya en el discurso de Fernández Santos: el de domesticación. En un

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número monográfico dedicado a Valle-Inclán durante el franquismo, Rubio Jiménez apuntaba cómo “Tamayo […] ofreció versiones edulcoradas y pactadas que suscitaban comentarios poco complacientes en la crítica más avisada” (2011: s. p.); en efecto, la crítica periodística de la época, en su multiplicidad de lecturas estéticas, había señalado de manera intuitiva, con etiquetas poco precisas, una falta de coherencia estética de la que el propio Tamayo, a la luz de sus justificaciones, parecía ser plenamente consciente; sin embargo, la crítica “más avisada”, con Ínsula a la cabeza, había sido explícitamente demoledora con el montaje. Continúa Rubio Jiménez denunciando que estas versiones “edulcoradas y pactadas” cuadraron en el “intento de ‘domesticación’” del esperpento por parte del franquismo durante los sesenta y los setenta. Aznar Soler también habla de domesticación del esperpento en los años sesenta y setenta y se refiere al director granadino como “el domador encargado de tan grotesca empresa” (1990: 10). Como ya había denunciado Pipirijaina en 1976, el franquismo conseguía al mismo tiempo desnaturalizar la obra de Valle-Inclán y apropiársela, domesticándola para sus estrechos márgenes estéticos e ideológicos en un hábil ejercicio de propaganda cultural. En el otro polo, acaso Mouthon sea la única voz que apuesta por una interpretación abiertamente benévola, según la cual el montaje de Tamayo “abrió una grieta en los pilares del franquismo: el espectáculo redimensionó el potencial esperpéntico, actualizó la dimensión ética de la obra teatral y fomentó las premisas de una conciencia reflexiva” (2009: 96). Lo cierto es que existen hoy pocas lecturas que no problematicen en términos estéticos e ideológicos la labor de Tamayo con Luces de bohemia. Muchas de ellas, manteniendo esa perspectiva crítica, ponen el foco en los aspectos positivos del trabajo de Tamayo. César Oliva reflexiona, por ejemplo, sobre las dos velocidades a las que fue sometido el teatro de Valle-Inclán durante aquellos años: Con esta puesta en escena, el teatro comercial había asumido, con todos los riesgos, a un Valle-Inclán complejo, cuya programación suponía ya un inicial punto de interés. Mientras, el no profesional, a través de los teatros universitarios sobre todo, continuaba ofreciendo miradas alternativas, más agresivas e intolerantes, en las que lo esperpéntico tuviera más

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que ver con la visión sistemáticamente deformada de la realidad política que se presenta (Oliva 2006: 4).

Es decir: el Valle-Inclán más auténtico, por más esperpéntico, habría podido llegar a ser gracias a las formas de teatro más alternativas, que trabajaban para llegarle a un público más selecto. El mérito de un director comercial como Tamayo, no obstante, habría sido el de acercar a Valle-Inclán al gran público. En esta misma línea, para Anxo Buin la aportación de Tamayo consistió en haber llevado a Valle-Inclán a las tablas en un espíritu “divulgador”, “haber creído que había llegado la hora de Valle-Inclán, un autor que Tamayo quiso convertir en popular o accesible para el gran público” (2011: s. p.). Esta operación conllevaba, necesariamente, un riesgo estético: Tamayo practicaba un tipo de lectura anclado en la letra, aparentemente respetuoso con el texto-origen, trivializador de sus complejidades en beneficio, piensa él, del público. La trivialización es también simplificación, y eso implica, en el caso de la adaptación de un dramaturgo como Valle-Inclán, la eliminación de cualquier síntoma de hermetismo u opacidad, la limitación de su riqueza plurisignificativa y la privilegización de aquellos elementos que facilitan la ausencia de ruido en la comunicación con el público (Buin 2011: s. p.).

Este proceso de desesperpentización, que puede parafrasearse con términos ya empleados, como domesticación, en el mejor de los casos, o desnaturalización, en el peor, sería la consecuencia necesaria de democratizar el teatro de Valle-Inclán. La merma en el ADN estético de Luces de bohemia, como se ha visto, había resultado en una marcada desorientación en las críticas de prensa, que proponían lecturas divergentes no exentas de peligros historiográficos: la adscripción del esperpento a las categorías asumibles de realismo o de sainete. Hay que notar, sin embargo, que esta falta de guía estética para desgranar la complejidad del esperpento la había denunciado ya Ricardo Salvat en 1966: “El error gravísimo de las jóvenes generaciones teatrales de signo realista ha sido olvidar la gran riqueza del teatro de Valle y no haber seguido ampliando los muchos caminos que él abrió. En vez

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de volver con tanta insistencia al sainete se debía continuar por los caminos del esperpento” (en VV. AA. 1966b). Los montajes comerciales, con el de Tamayo a la cabeza, no solo no habían conseguido arrojar luz sobre esta confusión, sino que podrían haber contribuido a fosilizarla. Este argumento subyace al lamento de Pipirijaina: una década después de la advertencia de Salvat, seguía sin haberse desvelado la verdadera naturaleza de Luces de bohemia y, con ella, del esperpento. Cabe, por tanto, blandir que esa domesticación/desnaturalización del esperpento en su actualización escénica habría dificultado su correcta comprensión, con las consecuencias historiográficas que ello entrañaba: no solo se lo sustraía de las tan temidas vanguardias, sino que además se naturalizaban lecturas estéticas más amables para el régimen franquista: por un lado, el realismo se planteaba como un modo de articular la realidad más inocuo y, además, anclado al momento de la enunciación, lo que contribuía a invalidar las temidas lecturas en clave contemporaneizadora; por otro, lo sainetesco atenuaba la crítica social en el Madrid absurdo, brillante y hambriento de ValleInclán. La vía intermedia de Tamayo, su esperpento, ma non troppo, tomaba una pizca de cada lenguaje escénico y conseguía matar varios pájaros de un único tiro: le llegaba al gran público y generaba una gran recaudación; satisfacía a la crítica más generalista; le posibilitaba al director poder presumir de falta de complacencia con el régimen, por recuperar a una de las figuras claves de la cultura republicana; y le permitía al régimen apropiarse de una figura tan temida como necesaria para legitimarse culturalmente. De este modo, Tamayo llevaba a cabo una gran labor de prestidigitación con un ojo puesto en el poder y el otro en la taquilla. Recuperando el discurso de De Quinto, que reivindicaba lo estético y lo ideológico como categorías necesarias para abordar a Valle-Inclán, podría decirse que a Tamayo no le quedaron ojos para atender debidamente ni lo uno ni lo otro. Él, no obstante, habría matizado esa afirmación, como tímidamente hizo en las entrevistas posteriores al estreno. En definitiva, y por ponerlo en términos más acordes con la historiografía teatral del momento, Tamayo planteó con sus Luces de bohemia un malabarístico ejercicio de posibilismo ideológico, estético y, sobre todo, comercial.

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Cinco escenificaciones de Luces de bohemia José Gabriel López-Antuñano Universidad Internacional de La Rioja Instituto del Teatro de Madrid

En 1961, Ricardo Doménech escribe con tono irónico en Primer Acto: “Con Luces de bohemia, de Ramón del Valle-Inclán, ha debutado el Teatro Popular Español en su nuevo coliseo, recientemente terminado. Esto constituye por todos los conceptos un extraordinario, un fabuloso acontecimiento”. Prosigue, en su artículo El estreno imaginario de Luces de bohemia, comentando las excelencias de la grandiosa sede del TPE (Teatro Popular Español) y concluye: “Este espectáculo representará a España en el Festival de Teatro de las Naciones en París. Y en París pondrá su pica, ofreciendo al mundo una imagen digna y fidedigna del espíritu ibérico: un espíritu tumultuoso y contradictorio” (1961: 17). Se trataba de la reacción de Doménech al ostracismo escénico de un magnífico texto teatral, escrito cuarenta y un años atrás. Sin embargo, lo que no podía imaginar es que semejante fabulación constituía una premonición, acertada en parte, pues dos años después, en 1963, el Théâtre National Populaire con dirección de Jean Vilar lo

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estrenaría en el Palais Chaillot de la capital francesa. Un 21 de marzo, para ser más exactos, Lumières de Bohème sube a escena dirigida por George Wilson, que a su vez interpretó el papel de Max Estrella, con Lucien Raimbourg en Don Latino. A este estreno le sigue otra puesta en escena en Toulouse (Francia), el 19 de enero de 1964, a cargo de José Martín Elizondo con los Amigos del Teatro Español. Fuera de España, Luces de bohemia se estrena en Buenos Aíres (1967) por la compañía Teatro Municipal General San Martín, dirigida por Pedro Escudero; en 1967, se representa en el Reino Unido, por la compañía Oxford Theatre Group, dirigida por Nic Renton; y en 1974 en Kiel (Alemania), la compañía Bühne der Stadt de Kiel estrena Lichter der Bohème, con dirección de Dieter Reibe. La presentación en España se dilata hasta 1966, año en el que Joaquín Arbide, con la compañía Tabanque (Teatro Universitario de Sevilla), acomete el estreno en la capital hispalense. Meses después, ya en 1967, la revista Primer Acto recoge en un suelto noticias de este estreno y otro en Bilbao, por Akelarre, con Luis Iturri al frente de la compañía. Se lee: “Importa señalar la dignidad de ambas representaciones y, sobre todo, su purificadora repercusión sobre el público”. La nota concluye con un interrogante: “¿Cuándo se estrenará en el ámbito de nuestro teatro profesional?” (Domenech 1961: 17). En 1968, Ramón Ribalta, con la Agrupación Palestra de Arte Dramático, acomete la presentación escénica de Luces de bohemia en Barcelona. Todavía en el campo aficionado. En el teatro profesional, José Tamayo, a la altura de 1965, requiere la pertinente autorización para estrenarla. La censura le responde a la primera solicitud con 900 palabras tachadas, que se reducen en sucesivos expedientes hasta 600, pero siempre con escenas suprimidas con un denominador común: la eliminación de la escena sexta (el diálogo en el calabozo entre Max Estrella y el Preso). El director del Teatro Bellas Artes no ceja en su empeño hasta conseguir el permiso del ministro de Información, Alfredo Sánchez Bella, en 1970, sin mutilación alguna1. José

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Las censuras del texto de Tamayo se debieron al propio director y fueron mínimas: “La versión (es) íntegra excepto dos palabras que yo mismo he quitado

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Tamayo declaraba poco después del estreno: “El hecho de que hoy esté en escena se debe a la constancia con la que he insistido, a los recursos que he interpuesto y, en especial, al interés y las gestiones realizadas por el hijo del escritor, Carlos del Valle-Inclán” (Pérez Coterillo 1971: 20). El estreno tuvo lugar en el Teatro Principal de Valencia, el 1 de octubre de 1970, con José María Rodero y Agustín González, Max Estrella y Don Latino, respectivamente. Las críticas hablan con unanimidad de la honestidad intelectual del director, del ritmo y la acertada interpretación, pero no coinciden en la aceptación popular porque, mientras que Oleza menciona el éxito de público en Primer Acto (1971: 8), un suelto en la misma revista sin firma se pronuncia en sentido contrario: “Informaciones posteriores y directas nos han hablado de la escasa asistencia de público”; y cambiando de asunto, agrega sobre la crítica puritana: “Nos han dicho que ha llegado alguna carta de protesta a Madrid por la crudeza de la obra”. La gira previa a la presentación en Madrid resultó azarosa, con suspensiones por motivos políticos (recuerden que en 1970 el proceso de Burgos ocupaba las primeras páginas de los periódicos) en Bilbao, San Sebastián, Vitoria y Pamplona. Asimismo, Joan Sagarra escribió en El País en 1984: “Cuando vi Luces de bohemia en Barcelona (en referencia al montaje de Tamayo) la escena del preso fue censurada”. Eduardo Alonso, director de escena y expresidente de la ADE, me comentó hace tiempo que la representación a la que él asistió durante la gira de la compañía contenía la escena sexta y yo recuerdo haberla visto en Madrid. ¿Se trata de una supresión en el paso de Luces de bohemia por Barcelona? No tengo respuesta. El 1 de octubre de 1971 se presentó en el Teatro Bellas Artes de Madrid, con Carlos Lemos en sustitución de Rodero, y a esta me referiré más adelante. No pretendo reseñar todos los estrenos acontecidos desde la muerte del general Franco hasta nuestros días, porque el objeto de esta ponencia aborda otras cuestiones, pero sí quería aportar datos cuantitativos: entre 1975 y 2019 se realizan, al menos, 18 estrenos, once en

porque podrían provocar inmediatas reacciones en el público que distraerían del interés general de la obra” (Pérez Coterillo, 1971: 18).

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el extranjero: en dos ocasiones en Polonia, Argentina y Brasil, y una vez en Italia, Alemania, Inglaterra, Uruguay y México. Esta última dirigida por José Tamayo. Para terminar con la estadística, anotar que Tamayo estrenó Luces de bohemia en cuatro ocasiones: la ya mencionada en 1970, reposiciones en 1976 y 1996 en España, y en 1977 en México. Antes de centrarme en las dificultades que presenta este esperpento de Valle-Inclán para los directores, creo de justicia comentar con brevedad el desagravio a Luces de bohemia de la mano de Lluís Pasqual en 1984. En este año se estrenó la coproducción del Centro Dramático Nacional con elenco español en el Teatro Odeon, sede del Théâtre de l’Europe de Paris, un 11 de febrero. Pocos días después recaló en el Teatre Municipal de Girona, para girar con posterioridad por Barcelona, Zaragoza, Valencia y Murcia, entre otras capitales españolas, hasta su puesta de largo madrileña en el Teatro María Guerrero, el 11 de febrero de 1984. La coproducción, el estreno internacional y nacional, así como la gira se encaminó a la puesta en valor de Luces de bohemia y su autor, Valle-Inclán, aunque se olvidaran la figura de Tamayo y la de José Luis Alonso Mañes, uno de los creadores que más apostaron por Valle en tiempos difíciles. El Ministerio de Cultura español no escatimó en gastos y para ello basta con repasar la ficha artística. Concluida esta contextualización, dedicaré el resto del artículo a glosar las dificultades que presenta este esperpento de Valle-Inclán a los directores; o, expresado de otra manera, por qué se representa tan poco este texto en escena cuando, al decir de Helena Pimenta, “Luces de bohemia debería ponerse sobre los escenarios al menos una vez al año porque siempre tiene público” (en Palacios y M. Valderas 2011: 295). Para reflexionar sobre esta cuestión, comentaré cinco propuestas que he visto en España: la de José Tamayo en 1971 (cito el año de presentación en Madrid), Lluís Pasqual (1984), Helena Pimenta (2002), Lluís Homar (2012) y Alfredo Sanzol (2018). Siento dejar fuera las escenificaciones de Carlos Martín con Teatro del Temple de Zaragoza (2007); Oriol Broggi con La Perla en coproducción con el Festival Grec (2011); la más reciente de Alfonso Zurro con Teatro Clásico de Sevilla (2019); y alguna otra que se me escapará.

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Las dificultades o retos que presenta este texto para un director de escena son los siguientes: a) en pasado, los problemas con la censura; b) la presencia del texto en el imaginario de muchos espectadores; c) el núcleo de convicción dramática a escoger y, ligado a esta cuestión, desde qué perspectiva contarlo sobre la escena; d) cómo afrontar la narratividad escénica para cohesionar el fragmentarismo de las quince escenas; e) de qué manera encarar el dramaturgismo de este texto; f ) cómo resolver las acotaciones escénicas de Valle; g) qué tratamiento dar al esperpento; h) cómo abordar el problema interpretativo; i) y por último, de qué manera resolver los dos finales que plantea Valle en muchas de sus obras, en continuación con una tradición del teatro del Siglo de Oro. Expondré una idea acerca del segundo de los puntos enunciados, para después acometer el comentario de las cinco escenificaciones señaladas en respuesta a los retos que acabo de plantear. Luces de bohemia, por ser lectura obligatoria en el bachillerato y objeto de estudio y comentario en universidades y escuelas artísticas, está presente en el imaginario de un amplio número de espectadores que presencian alguna de las propuestas escénicas. Todos tenemos en la cabeza cómo montar la obra o recordamos una escenificación anterior, de manera que el horizonte de expectativa de cada espectador entrará en colisión con la puesta en escena del director. Solo si esta resulta desbordante, arrasará el montaje elaborado en la imaginación o guardado en la memoria. Pero además de este problema, no menor, existe otro al que se refería Helena Pimenta en una conferencia, que transcribo: La sorpresa inicial con la que me encontré el primer día de ensayo fue que todo el equipo había estudiado mucho, tenían en su poder una excesiva cantidad de datos; esto generó como conclusión que Luces de bohemia está absolutamente estudiada en los libros, pero no escénicamente; tanta vorágine de información, tantos elementos pre-aprendidos de los personajes paralizó el proceso. Existían demasiados juicios de valor sobre personajes ficticios como Don Latino y reales como Rubén Darío, y sobre lo que debía ser Luces de bohemia (en Palacios y M. Valderas 2011: 292).

¿Por qué es inconveniente esta sobredosis informativa? Por su naturaleza literaria y no teatral; porque se ahonda mucho en el modernis-

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mo o en los movimientos sociales de Cataluña, pero poco en cuestiones esenciales de naturaleza teatral como los conflictos, los objetivos de cada personaje o el estilo interpretativo. En una palabra, aunque la información y contextualización es obligada antes de acometer una puesta en escena, el exceso ahoga la traslación del texto al escenario.

1971, José Tamayo A título personal, comentaré la curiosidad con la que asistí a ver las Luces de bohemia de Tamayo en 19712: ¿cómo resolvería las dificultades que me había planteado la lectura del texto y trasladaría escénicamente el esperpento, planteado en otras obras y definido en la escena XII? Ambas cuestiones crearon en mí una fuerte expectativa. No tomé notas, como sí lo hice de las otras cuatro representaciones objeto de este artículo, pero recuerdo que salí impresionado. Ahora, al preparar este trabajo, me vienen fragmentariamente algunas ideas que no se me han borrado pese al medio siglo trascurrido. En el haber anoto la hilazón de las quince escenas, la presencia de elementos corpóreos y realistas sobre el escenario, telones de fondo que tanto gustaban a Tamayo, de raigambre expresionista, y una iluminación variada y mimada hasta el detalle, como era marca de la casa. Esta permitía abundar en los contrastes —zonas de luz y de penumbras— y dibujo de las siluetas de los personajes que creaban una atmósfera alejada del realismo y se complementaban con los telones, incidiendo más en el viaje interior que en aquel otro por las calles de Madrid de Max Estrella y Don Latino. Intuyo que Tamayo quería leer la obra desde la cabeza de Max y narrar desde esta perspectiva más que tender puentes de analogía con la realidad de la España franquis2

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Elenco de actores en el Teatro Bellas Artes de Madrid: Carlos Lemos, Agustín González, Mary González, Pedro del Río, Julio Monje, Vicente Fuentes, Antonio Soto, María Jesús Sirvent, Margarita Calahorra, Felipe Ruiz de Lara, Narciso Ojeda, José Antonio Correa, Anastasio de la Fuente, Jesús Lanuza, David Matamoros, Julio Ferrio, Santiago Beltrán, Manuel Gallardo, María Álvarez, Merche Duval, Antonio Pérez Bavood, Luis Lasala y Basilio Saulinake.

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ta, que sirvieran para la reflexión y la crítica de los espectadores. Los dos actores principales (Lemos y González) pretendían abandonar el realismo interpretativo con una gestualidad y entonación exageradas (¿acaso excesivas?) que se deslizaban hacia un tono farsesco: era el camino encontrado para interpretar el esperpento. Asimismo, dentro de los recuerdos positivos, destacan la composición escénica y el movimiento de actores en las escenas de muchos personajes. Menos acertada me pareció (o ahora el recuerdo me surge así) la interpretación de los personajes secundarios, en un claro código realista-naturalista, que me extrañó entonces. Faltaba unidad interpretativa. No recuerdo que ilustrara las acotaciones de Valle, ni que le constriñeran. El estreno en España de Luces de bohemia, cincuenta años después de su publicación en fascículos semanales en la revista España3, considerado hoy, se decanta más hacia la recuperación y el homenaje que hacia el compromiso político, aunque el hecho de la escenificación ya lo fuera por sí mismo.

1984, Lluís Pasqual Como ya he apuntado, en la escenificación de Lluís Pasqual no se escatimaron recursos que el director, todavía influenciado por Strehler y ayudado por Fabià Puigserver, utilizó para elaborar un montaje donde la sensorialidad plástica fue uno de los aspectos más destacados4. Pas3 4

Publicada en una primera versión por entregas semanales entre el 31 de julio y el 23 de octubre de 1920 en el semanario España. Escenografía y vestuario: Fabià Puigserver. Música: Eddy Guerín. Reparto: José María Rodero, Carlos Lucena, Montserrat Carulla, Nuria Gallardo, Manuel Alexandre, Paco Casares, Ayax Gallardo, Xandra Toral, Enrique Navarro, Alberto Delgado, Francisco Algora, Vicky Lagos, Félix Rotaeta, Joan Ferrer, José Hervás, Sebastián Laferia, Ricardo Moya, Manuel de Benito, Paco Pena, Enric Benavent, Juan Jesús Valverde, Víctor Fuentes, Cesáreo Estébanez, Julián Argudo, Vicente Cuesta, Juan Gea, Pedro del Río, Chema Muñoz, Pepe Segura, Juan José Otegui, Carlos Mendi, Ana María Ventura, Ana Cuadrado, María Jesús Lara, Rosario García-Ortega, Pepa Valiente, Ana Frau, Francisco Merino, Helio Pedregal y Laura Navarrete.

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qual siguió con bastante fidelidad el texto original. Solo se observa el acortamiento de algunos parlamentos extensos y el salto de algunos diálogos reiterativos en el original. La mayor transgresión consistió en el cambio de lugar y reconstrucción textual de la escena última: esta no ocurre en la taberna de Pica Lagartos, sino en el cementerio, como continuación de la escena precedente. Pese a este cambio el final no se altera en lo esencial. Objetó estas leves alteraciones textuales Domingo Ynduráin, en una doble crítica en los números 204 y 205 de Primer Acto. El comentario denota que llevaba en su cabeza la propuesta escénica, y que el texto del dramaturgo es intocable; con estos presupuestos escribe: “Pasqual hace trampa, [pues] se inventa una obra en la que, efectivamente, el público lo pasa muy bien y se divierte mucho. Monta una función exitosa y francamente buena que sería ejemplar si no fuera porque está manejando un texto verdaderamente genial que no se puede mutilar o modificar impunemente” (1984: 49). Una crítica académica. Acerca de la escenificación, comentaré en primer término los aspectos positivos. La progresión, con un tempo ritmo creciente hasta la escena decimotercera, la siguiente a la muerte de Max Estrella, cuestión esta achacable tanto al director como a la estructura de Luces de bohemia. Este tempo lo consigue, más que por la organicidad de los actores, discutible en algunos de ellos, mediante cuatro procedimientos: a) la solución escenográfica, una sucesión de telones de gasa, implantados a diferente altura y próximos al ciclorama, que permitía acotar los diferentes espacios marcados para el desarrollo de las escenas, de modo que estas se sucedían con rápidas transiciones, pues los objetos de referencia para ambientar el lugar los colocaban los actores durante la escena anterior o al comenzar la siguiente; b) iluminación lateral, mezclada con la concentrada y tenue luz cenital en algunos momentos, que permitía, además de la acotación de áreas de actuación, introducir una atmósfera expresionista, antesala del esperpento; c) rápida transición de escenas, hasta lo que podría denominarse el fundido cinematográfico, apoyado en el espacio sonoro: música, emisión de sonidos o voces de los propios actores que preparaban acústicamente al espectador y le apercibían de la nueva localización, todo ello antes o mientras la luz entraba cambiando el lugar, al tiem-

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po que los personajes entraban en acción; d) y el cuarto elemento, se jugaba mediante los movimientos o acciones de los personajes que no intervenían en el diálogo principal y, sin embargo, se encontraban en escena. Este último recurso rompía cualquier situación de estatismo en las múltiples escenas escritas por Valle-Inclán con muchos personajes, que interpretan sin apenas decir palabra: la escena estaba viva, pero Pasqual ni ensuciaba el núcleo central de la acción dramática preponderante, ni detenía el tempo de la progresión escénica, porque movimientos y acciones secundarias se producían de modo simultáneo, que no sucesivo, y a otro ritmo, más lento. En esta misma dirección destacaba el equilibrio y la correcta disposición de los actores en las composiciones grupales, que favorecía la plasticidad del espectáculo. Pasqual dispuso a los intérpretes en semicírculos o bien los colocó en diferentes planos según la actividad y protagonismo en cada escena; asimismo, jugaba con elegancia las diagonales, así como las asimetrías en la disposición de los actores sobre el escenario, y acertaba al componer o descomponer las agrupaciones. Estos movimientos corales se realizaban con sencillez, orden, elegancia y cierta imprevisibilidad para los espectadores, al tiempo que focalizaba con claridad el centro de atención de la actividad escénica (miradas concurrentes en uno o varios focos de modo alternativo) tanto para los intérpretes como para el público. Se apreciaba el buen oficio de director de espectáculos líricos. De esta forma, consiguió hilvanar la narratividad mediante Max Estrella y Don Latino, sin que se observara desconexión entre escenas; de otra parte, la brusca detención y cambio de tempo en las tres últimas escenas permitían un subrayado trágico para el final. Resolvía con acierto la estrategia de los dos finales de Valle-Inclán. La segunda de las cualidades apuntaba a la belleza plástica, repleta de significación en la propuesta escénica: el suelo, capaz de recoger diferentes tonalidades y reflejar las sombras de los personajes (en gama de blancos y negros), la cuidada y tamizada iluminación, el ciclorama con sus cálidas y variadas tonalidades, el atinado juego de claroscuros, la textura conseguida mediante la sucesión de los telones de gasa ligeramente traslúcidos en algunos momentos de la representación. Se apreciaba el buen gusto de Fabià Puigserver; se percibían, ya lo

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he advertido al comenzar el comentario de estas Luces, resonancias de Giorgio Strehler que impactaban visualmente en el espectador. La sinestesia plástica y el tempo creaban estos aguafuertes, que podría firmar Goya, con una indudable fuerza plástica (“El esperpentismo lo ha inventado Goya” (Valle-Inclán 2021: 437)). La iluminación, además, poseía en todo momento un sentido dramatúrgico. Asentado sobre estos pilares: la narratividad y comprensión de la historia; la movilidad de cada escena; y la impactante belleza plástica, Pasqual propuso un espectáculo brillante y claro, aunque no redondo por la interpretación y la dirección de actores. A esta cuestión se añaden el tratamiento del esperpento y la solución para las acotaciones, dos temas de difícil concreción escénica y siempre discutibles, que bien merecerían una reflexión de los directores de escena y dramaturgistas. Comienzo por el aspecto menos acertado, en mi opinión: la interpretación. Pasqual concretó la deformación del esperpento más en la superficie que en la línea de acción de los personajes o en el arco de actuación de los principales. El director exageró deliberadamente la dicción y, en ocasiones, la gestualidad y proxemia, rasgos que pueden servir para acercarse al esperpento si el actor entiende el porqué de esta amplificación, inscrita en la connotación teatral del esperpento y su consecuente traslación escénica. El problema radicó en que, al no comprender la motivación de esta directriz ni la significación y la opinión de Valle sobre algunos personajes (Max Estrella, Don Latino, Dorio de Gádex, Serafín el Bonito, Don Filiberto, Rubén Darío), los intérpretes cayeron en la sobreactuación, más marcada en Rodero, que en su exageración arrastraba a algunos actores, aunque muchos espectadores gozaron con este tipo de actuación, muy del gusto del público madrileño que aplaude cuanto denostaba el propio Valle: “A cada grito, una ovación” (Dougherty, 1982: 171). La sobreactuación invoca lo antiguo, lo falso o lo impostado, y se contrapone con ese espíritu de ruptura que sobrevuela en la obra dramática de Valle-Inclán, que exige unos personajes más estilizados y desprendidos de los clichés de la escena realista de su tiempo. La sobreactuación lleva aparejada, además del artificio, la superficialidad interpretativa e introduce, por el contrario, un tono

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farsesco que chirría en algunas escenas, pues transforma la ironía en carcajada y obliga a que la mirada del espectador se detenga sobre lo concreto sin permitir los niveles de abstracción que Valle-Inclán reclamaba. El arco del personaje (el cómo es y cómo se comporta) que lo hace más creíble y próximo se encuentra en el texto, pero necesita ser incorporado a la interpretación. En Luces de bohemia, los dos personajes principales, Max Estrella y Don Latino (los demás son arquetipos esbozados en mayor o menor medida, tal vez con la excepción de Madama Collet), en la escenificación de Pasqual interpretados por Rodero y Lucena, caminaban por senderos distintos: frente a la impostación del primero se oponía la matización y credibilidad del segundo. Joan Sagarra, en un artículo publicado en El País de 1984, transcribió una conversación con Pasqual sobre el montaje y la concepción del esperpento. El director afirmó: “Mira, yo creo que eso del esperpento es una idea, una teoría literaria”. Declaración que el crítico glosa: “No había duda de que la pregunta le fastidiaba, que eso del esperpento suponía para él un engorro. Para él lo que contaba era el texto de Valle y la teoría, la del esperpento, le importaba un bledo”. Pasqual no pudo ser más claro, siempre lo es cuando habla porque lo hace sin remilgos, y se apreciaba en la propuesta, pues lo que le interesó al director fue contar la historia (la narratividad) en un contexto de aguafuerte y deformación, pero sin entretenerse en la construcción de personajes o tipos según las palabras definitorias de Max Estrella en la escena duodécima: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada” (Valle-Inclán 2021: 437). La dirección de actores, ya lo he afirmado, se asentaba en la imitación del naturalismo con las exageraciones mencionadas en dicción, gestualidad y proxemia. Otro extremo que obvia Pasqual se refiere a la omisión de las acotaciones de Valle-Inclán. Entiéndase esta afirmación sin el menor ánimo de crítica, pues en contra de la opinión de Ynduráin y Amorós, vertida en una crítica en Diario 16 (1984), creo en la autonomía del director en su creación escénica y en la transformación del texto literario en texto dramático primero, escénico después. No me extenderé en la

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explicación de la dificultad que representa la traslación escénica en su literalidad o, mejor, su imposibilidad con un tratamiento realista. Pero apunto: ¿Valle reproducía en las acotaciones la realidad o, bien, en su deformación y fantasía, proponía un tratamiento expresionista y deformado del entorno y un modo de reflejar mediante la metonimia, la sinécdoque, el simbolismo y el juego de signos, ambientes generales o estados de ánimo, comportamientos o actitudes de los personajes? No es lugar para abordar esta cuestión, pero en cualquier caso Pasqual solo utilizó las acotaciones para definir lugares, apoyándose para ello en un realismo apuntado con elementos de utilería que acompañaban algunas escenas. En mi opinión, eran más dignos de crítica dos aspectos del espectáculo: el vestuario costumbrista, diseñado en función del conjunto plástico y el núcleo de convicción dramática, es decir, el qué quiere contar el director. En este último sentido, la propuesta de Pasqual me pareció algo superficial, pues solo intentaba trasladar al escenario los usos y costumbres del Madrid de inicios del siglo xx, aprovechando el itinerario errante de Max Estrella y Don Latino. Se trató de una elección, pero ¿el texto no sugiere modos de interpretar la realidad a través del arte —“transformar con matemática perfecta de espejo cóncavo las normas clásicas” (Valle-Inclán 2021: 438)— u ofrecer una visión de España, “deformación grotesca de la civilización europea” (37)? ¿Podían a partir de estos u otros temas construirse otros puentes de analogía que sirvieran para hablar de la sociedad de los ochenta? Dejo estas y otras preguntas en el aire para que cada uno pueda formulárselas, intentando no establecer juicios de valor.

2002, Helena Pimenta Acudí al estreno de las Luces de bohemia de Helena Pimenta en el Centro de Artes Escénicas de Salamanca, uno de los espacios escénicos más inhóspitos para la representación teatral por sus dimensiones, la concepción de la platea y el primer piso, la distancia entre escenario y espectadores, y la mala acústica (incluso dentro del propio escenario los actores tienen dificultad para escucharse entre sí). Más adelante,

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durante la primavera de 2003, el espectáculo se presentó en el Teatro Albéniz de Madrid y realizó una amplia gira por España con más de ciento cincuenta representaciones5. La directora fue muy rigurosa con el texto. Lo respetó sin que existieran o se apreciaran cambios en la recepción. Carla Matteini, dramaturgista de estas Luces, ayudó a Pimenta a dar un sentido exacto a palabras y expresiones castizas. La propuesta destaca por la claridad expositiva del núcleo de convicción dramática. La directora tenía claro qué quería contar y esta cuestión se trasladaba con determinación a los espectadores. No se perdía por el vericueto de las quince escenas, sino que los diferentes ambientes, presididos por el personaje dominante y representativo de un estamento social (el Ministro, el Preso, el redactor-jefe de un periódico, la prostituta, etc.) dominaban el lugar que visitaban Max Estrella y Don Latino, ofreciendo desde la perspectiva del lúcido dolor del primero una visión crítica de la España del arranque del siglo xx, deformada por el esperpento. Esta crítica se equiparaba, sin actualizaciones innecesarias pero con claras analogías, con la situación de España en el arranque del nuevo milenio. Pimenta aplicó el espejo de la deformación para censurar, como lo hizo Valle en boca de Max Estrella, una sociedad sórdida, represiva, injusta, cercenadora de derechos, donde el poder dominante en cada esfera se impone sobre la persona del protagonista y de su alter ego. Políticos, periodistas, empresarios, el rey, las fuerzas del orden, los poderes culturales, la historia de España, etc., estaban en la diana de la censura de Valle y en la de Pimenta, en el segundo caso con el ejemplo en el ayer y la vista puesta en el hoy del arranque de siglo xxi. Además, la directora acertaba al cambiar la mirada externa de Max, predominante en las diez primeras escenas, para fijar esta sobre el mundo interior del protagonista a partir de la escena undécima (“En una calle del Madrid 5 Dramaturgia: Carla Matteini. Dirección: Helena Pimenta. Escenografía: José Tomé y Susana de Uña. Vestuario: Elisa Sanz y Maika Chamorro. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Espacio sonoro: Eduardo Vasco. Intérpretes: Ramón Barea, Ana Wagener, Pilar Gómez, Cesáreo Estébanez, Fernando Ransanz, Javier Román, Jorge Basanta, Mariano Peña, Ester Bellver, Miguel Cubero, Juan Polanco, Roberto Mori, Gerardo Quintana, Ione Irazabal y Juanjo Pérez Yuste.

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austriaco” (Valle-Inclán, 2021: 430)). A partir de esta escena, Max Estrella sufre un desgarro interior por el estado de la sociedad española, que le aboca a la muerte en el final de la escena duodécima. Este cambio se apoyaba en la proyección del sexto vídeo, donde la calle del Madrid de los Austrias se trasladaba a París en la mente alucinada de Max Estrella. Estas escenas finales permitían completar la analogía entre pasado y presente. El fragmentarismo de Luces de bohemia lo solucionaba con el hilván de la presencia externa y perpleja de Max Estrella y con la dramaturgia del espacio escénico. El rectángulo cerrado por bastidores y foro, con ángulos rectos formados en la conjunción de las paredes, o de estas con el suelo, estaba realizado con lamas de madera con junturas no selladas, que permitían una inquietante entrada de luz. El espacio escénico imponía por su verticalidad, oprimía por su carácter cerrado, ofrecía un cierto extrañamiento por la entrada de la luz por las rendijas y recordaba una cuba de vino, bajo cuyos efluvios camina dolorido hacia la muerte el protagonista, acompañado por Don Latino. La utilería, introducida en escena por los propios intérpretes, el vestuario de época y adecuado para cada ambiente y, sobre todo, una luz que acotaba creando atmósferas diferentes, marcaban los espacios previstos en las acotaciones sin que la directora se preocupara de reproducirlos miméticamente. El espacio sonoro (chotis, música parisina, Falla y algunos ritmos más) ayudaba asimismo en la creación de atmósferas. El espacio resultaba más inquietante y frío que bello (se trata de un comentario, no de una censura), pese a la calidez de la madera, acaso por la magnitud del espacio vacío del escenario y porque los intérpretes se resistían a ocupar el área central. Al menos esa sensación tuve en el estreno y es la que conservo en mi memoria. De este modo, por ejemplo, la muerte de Max Estrella se producía junto al foro, la taberna de Pica Lagartos (escena tercera) se diseñaba con barras de bar en las tres paredes del escenario, etc., dejando un excesivo espacio sin ocupar en el centro. Asimismo, la luz que poseía la función dramatúrgica comentada, en ocasiones abusaba del claroscuro y dejaba en sombras a algunos personajes. Contabilicé hasta seis grabaciones de vídeo que ilustraban más que dramatizar u ofrecer nuevas perspectivas, con excepción de la sexta,

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ya mencionada, que servía para anunciar al espectador el cambio de perspectiva de Max Estrella. Con todo lo dicho, el inteligente diseño del espacio, la luz y lo sonoro, a veces, quedaba manchado por algunos desajustes. No obstante, la narratividad escénica se resolvió con solvencia, así como la siempre difícil transición de la escena décima a la undécima y los falsos finales de Valle-Inclán, el que se produce en la escena duodécima y el definitivo en la escena última, la decimoquinta. Un reto no siempre valorado en las escenificaciones de Luces de bohemia estriba en cómo ejecutar la dirección de actores, por la dificultad que entraña la reducción de los cincuenta y cinco personajes más los figurantes que propone Valle-Inclán a un número razonable en los tiempos que corren6. Pimenta recurrió a un amplio elenco de quince actores. El problema no reside en cómo doblar personajes, sino en cómo dotarlos de unos rasgos externos específicos para caracterizar cada tipo que representan; las intervenciones son breves, condensadas y cargadas de intencionalidad y significación para construir la escena, y muy matizadas tanto por su caracterización externa (vestuario y maquillaje), la cinética y el habla. Por aquí se resentía esta propuesta, aunque lo intentaba. No todos los actores secundarios respondieron y, por ejemplo, los diferentes niveles lingüísticos (el castizo madrileño, el caló, el habla vulgar, el refinado pedante, las construcciones sintácticas de los extranjeros, etc.) no siempre encontraron una adecuada respuesta locutiva interpretativa. Tampoco resultaba convincente la construcción tipológica a partir de la gestualidad. Estos desequilibrios eran perceptibles, así como la exageración, un recurso para resolver algunas escenas. Sin embargo, el mayor reparo que cabe oponer a esta propuesta se centra, en mi opinión, en la vacilante y tópica interpretación de Max Estrella, un personaje siempre complicado por ese deambular borracho por las calles de Madrid. Acaso la interpretación del com-

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El número de actores para interpretar a los cincuenta y cinco actores en estas producciones comentadas fueron: veintitrés en la de Tamayo (privada), cuarenta en la de Pasqual (pública), quince en la de Pimenta (privada con ayudas públicas), diecinueve en la de Homar (pública) y dieciséis en la de Sanzol (pública).

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portamiento y habla de una persona beoda sea uno de los retos más complicados para un actor, porque debe transmitir ese aire achispado o enajenado, pero sin perturbar la prosodia y deslizarse hacia triviales conductas. Ramón Barea, como ya les ocurriera a Lemos y Rodero, exageró y deshumanizó al personaje. Por el contrario, Cesáreo Estébanez, Don Latino, construyó un personaje humano, próximo y empático con los espectadores. Es posible o, al menos, así lo pienso, que el compañero de Max Estrella posea una mayor versatilidad, que ayuda su representación, y presente menos dificultades para el actor. La linealidad y la alucinación del protagonista empujan a una interpretación externa, cuando el actor no ahonda en el alma dolorida del poeta modernista ante las diferentes circunstancias que se le presentan en su deambular errante. No obstante, pese a estas objeciones señaladas, la escenificación de Helena Pimenta resultó sólida y convincente. Acertó a penetrar en el mundo de Valle y mostrar una forma de abordar el esperpento. Además, debe anotarse que esta producción se ejecutó desde el ámbito privado, con ayudas públicas, que afectan a un menor presupuesto y que exigen del director de escena una mayor inventiva y cualificación, pues las posibles carencias no las tapa el concurso de mayores recursos técnicos.

2012, Lluís Homar Una monumental escenografía, dos grandes paredes de libros, a derecha e izquierda del espectador, y un suelo adoquinado o de lomos de libros sirven de metáfora escénica para acompañar el recorrido de Max Estrella y Don Latino “desde un guardillón con ventano angosto” (Valle-Inclán 2021: 341) hasta el cementerio. Una pasarela en el foro, por donde circulan los actores de un lado al otro del escenario, y escotillones que se levantan para la salida y entrada de los intérpretes, son un par de guiños para romper el solemne espacio escénico. En este marco libresco, Xavier Albertí, autor de la versión y dramaturgia, respeta el texto casi en su integridad. Al respecto, el director, Lluís Homar, afirmó que solo suprimió siete palabras de una extensa réplica.

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Con estas declaraciones previas al estreno, Homar rendía tributo a la obra de Valle y advertía sobre la reverencial literalidad de la propuesta. La escenificación se ajustaba a estos patrones. Asimismo, se sigue bien la peripecia por las calles de Madrid mediante la narratividad escénica. Para subrayar la literalidad y como manifestación admirativa por el texto, motor de esta propuesta escénica, se proyectaban algunas frases de las acotaciones sobre una pantalla en el foro. Sin embargo, los extractos de las acotaciones contrastaban con cuanto ocurría sobre el escenario. Un exceso de respeto o, acaso, un ocurrente tributo, que producía una perceptible y extraña disonancia. Los diecinueve actores del elenco7 dicen con claridad, con mayor o menor acierto, cuestión que abordaré más adelante, y construyen algunos de los tipos requeridos para el desarrollo de la acción dramática. Los personajes principales presentan las dos caras de la moneda: bien elegidos por el director, Gonzalo de Castro tardaba mucho en entrar en Max, sin conseguirlo hasta que no se adentró en “la calle del Madrid austriaco” (escena undécima). Dice más que interpreta, con voz clara y tono grave en el comienzo de las frases, pero sin mantenerlo hasta el final, con la consiguiente pérdida de información por la caída tonal. Homar lo define como un quijote de principio de siglo —la caracterización de su barba subrayaba el parecido cervantino— y Gonzalo de Castro lo encorseta en este registro: no vive ni el dramatismo con el Preso, ni la indignación en la redacción del periódico, ni situación alguna a la que le enfrentan las diez primeras escenas. Este envaramiento se rompe cuando el texto de Valle-Inclán abandona el periplo y se centra más en el drama personal de Max Estrella. Los

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Dramaturgia: Xavier Albertí. Dirección escénica: Lluís Homar. Ayudantes de dirección: Raúl Fuertes y Adriana Roffi. Escenografía y vestuario: Lluc Castells. Música: Xavier Albertí. Iluminación: Albert Faura. Sonido: Roc Mateu. Movimiento escénico: Óscar Valsecchi. Caracterización: Cécile Kretschmar. Intérpretes: Fernando Albizu, Enric Benavent, Jorge Bosch, Ángel Burgos, Jorge Calvo, Gonzalo de Castro, Javi Coll, Mariana Cordero, Gonzalo Cunill, José Ángel Egido, Rubén de Eguía, Sergio Gómez, Adrián Lamana, Jorge Merino, Nerea Moreno, Isabel Ordaz, Luis Prado, Miguel Rellán y Marina Salas. Estreno: 20 de enero de 2012 en el Teatro María Guerrero de Madrid.

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problemas de dicción se arrastraban, pero el actor se encontraba más a gusto en un código cercano al psicologismo, que es el más frecuentado por él. Enric Benavent optaba por una interpretación más esperpéntica desde el primer momento. Se mueve en este registro, sin adentrarse en los abundantes matices de Don Latino, impidiendo mediante este estereotipo el contraste con Max, sin percibir que de este modo se reforzaba la monotonía de la propuesta escénica. Quizás extrañe que la escenificación que más mimó el texto de Luces de bohemia pesara en la recepción del espectador. La explicación se encuentra en que la palabra de Valle-Inclán es compleja y orgánica. Compleja en cuanto culta (¿cuántos comprenden todas las palabras que dicen en este u otros montajes, o bien quiénes se acercan a la lectura?); y orgánica, con la capacidad para distribuir a través del cuerpo del actor la energía necesaria para que este ejecute acciones de forma natural, si se entiende el texto. Sin embargo, esta se encontraba contenida en la interpretación de Max Estrella y uniformada en Don Latino, al igual que en personajes secundarios. Esta circunstancia se traducía en falta de energía y un ritmo lento, que pesaba conforme la escenificación avanzaba, aunque cambiara la celeridad elocutiva o se transformara la gestualidad. El tempo, la velocidad de ejecución del ritmo asimismo se frenaban, de modo que la progresión de la propuesta no fluía y algunas escenas se dilataban en exceso. Acaso este inconveniente, un comentario bastante unánime, se debió al reverente respeto por la palabra que, cuando se la protege en exceso, se impide que se convierta en acción, la esencia del teatro. Homar y Albertí, quizás conscientes de este problema, incluyeron música ejecutada en directo (cuplés, mazurcas y algunos otros ritmos con cadencias decadentes) con una significación dramatúrgica de apoyo al texto; y algunos “divertimentos” muy en línea con otros trabajos del segundo, que gusta sorprender gratamente con transgresiones que rompen la narración escénica sin aportar gran cosa a la misma, aunque algunos espectadores las rían, aplaudan y las inscriban en la (falsa) modernidad escénica. En Luces de bohemia: el travestir a los poetas modernistas en una escena devaluaba su interés y valor crítico, la salida por sorpresa, desde los escotillones, de algunos personajes de supuestos infiernos, sorprendía sin significar, y la caída de libros

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para ver la vivienda de Max Estrella producía una gratuita perplejidad. Acciones innecesarias y rompedoras de la perspectiva de la narración escénica. Como sucede en las escenificaciones comentadas, la necesidad de doblar papeles lleva a grandes interpretaciones de la mayoría de los actores en alguno de sus tipos, alternadas con otras que solo alcanzan la nota de correctas. Esta desigualdad se percibe en exceso y el espectador observa que las piezas (los personajes) no se engranan en el universo dramático de la escena. Si Homar no salió airoso en la presentación homogénea del retablo interpretativo, acertó en la composición y movimiento de las escenas corales, cuando el escenario se puebla de personajes: la colocación, distribución y proxemia de los grupos fueron adecuadas, evitando toda suerte de estatismo, al tiempo que facilitaban la lectura de cada escena con las ideas, contenidas en acotaciones y didascalias. La plástica resultó definida y significante, muy apoyada en una amplia gama cromática; por el contrario, la iluminación, desigual, conseguía el esbozo de aguafuertes goyescos de impacto, alternándose con un abuso tenebrista que empastaba colores, impedía el juego de los contrastes y dificultaba la visión de los rostros o de personajes en segundo plano. Se colige que, con este tipo de luz, se pretendiera presentar una España oscura y aliviar el peso de las dos grandes paredes de libros que, caso de haber tenido más luz, hubieran pesado y “oprimido” el espacio escénico. Como se desprende de lo escrito, aciertos muchos, pero faltaba el arte de la composición del director de escena para ensamblar todos los elementos en la escenificación, a fin de conseguir un funcionamiento armónico. Por último, señalar de esta propuesta bien intencionada, correcta y admirativa del texto de Luces de bohemia, el enfoque en el tratamiento del esperpento. Homar no realizó una lectura homogénea bajo este prisma, aunque acudió a la deformación del espejo cóncavo en algunas escenas para señalar la absurda e incoherente vida en la España de principios de siglo xx, mostrando el contraste entre la dignidad del cargo y los comportamientos de los personajes. Asimismo, y de manera más accidental, no acertó con en el vestuario estrafalario de algunos personajes.

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2018, Alfredo Sanzol La otra cara de la moneda del montaje comentado y presentado en el mismo escenario seis años después la encarnó Alfredo Sanzol8. El director se arriesgó a realizar una lectura personal tanto del texto como del espacio y la interpretación. Este punto de partida resulta loable cuando se acomete una puesta en escena de un texto conocido por muchos espectadores, que se han aproximado a él mediante la lectura o bien que lo conocen tras asistir a representaciones precedentes. El trabajo dramaturgístico llevó a Sanzol a mostrar una propuesta novedosa sin suprimir la fuerza dramática y la censura social de ValleInclán. Sin embrago, vaciló entre dos extremos: priorizar la tragedia de España con analogías evidentes a la situación contemporánea, mediante personajes y situaciones de la obra de Valle, o bien ahondar en el estudio de Max Estrella y Don Latino. Fijar la mirada, concretar la perspectiva sobre uno u otro de los temas enunciados exige un planteamiento coherente en la narratividad escénica, que —en palabras de Brecht— es la modalidad de lectura que permite encadenar el discurso escénico y dotar de unidad a la escenificación. La narratividad aboca a la elección de un único punto de vista para la enunciación del texto escénico (que no literario), de manera que se desarrolle un sistema orgánico, completo y complejo dentro de una estructura dramática donde todos los elementos (texto, personajes, escenografía, vestuario, iluminación) se integran en el discurso, intelectual y sinestésico a un tiempo, del director de escena. La cuestión de la narratividad se refiere al cómo contar la fábula: ¿desde los personajes?, ¿desde el encadenamiento de situaciones que articulan la fábula?, ¿desde una concepción estética?... 8

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Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar. Música y sonido: Fernando Velázquez. Iluminación: Pedro Yagüe. Caracterización: Chema Noci. Intérpretes: Chema Adeva, Jorge Bedoya, Josean Bengoetxea, Juan Codina, Paloma Córdoba, Lourdes García, Paula Iwasaki, Jorge Kent, Ascen López, Jesús Noguero, Paco Ochoa, Natalie Pinot, Gon Ramos, Kevin de la Rosa, Guillermo Serrano y Ángel Ruiz. Estreno: 4 de octubre de 2018 en el Teatro María Guerrero de Madrid.

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A mi modo de ver, Sanzol no adoptó una decisión narrativa escénica, acaso porque el núcleo de convicción dramático tampoco estaba claro; expresado de otro modo, porque el qué contar obedecía más a la intuición plástica, forjada en su imaginario y en relación con escenas, que a un discurso racional y sinestésico a un tiempo. De este modo, unas veces predominaba la perspectiva del autor dramático, que encadena una serie de situaciones que transitan Max Estrella y Don Latino; otras, el comportamiento y la reacción humana de Max Estrella ante las injusticias que se le presentan; unas terceras primaba la fuerza estética de una imagen, descontextualizada del contenido. La no adopción de un punto de vista coherente le impidió armar un discurso global para la acción y la interacción de sistemas escénicos, por lo que se resentía la relación entre los diferentes elementos de la escenificación. La carencia de un sistema orgánico para la representación, que conlleva la falta de armonía, puede ocultarse o pasar desapercibida cuando uno o varios de los elementos, por ejemplo, escenografía y vestuario, se imponen y captan la atención del espectador. Esto ocurría en Luces de bohemia de Sanzol: con la espectacularidad de los espejos, que descendían del telar, iluminándose y recogiendo imágenes de algunos personajes en solitario, en grupo, o reflejando una imagen de familia con los espectadores; con la belleza de la palabra en algunos momentos; o la plasmación de la visión deformada del esperpento en otros. En suma, la contundencia aislada de una imagen o una situación dramática cegaba, al tiempo que ocultaba la cohesión del sistema orgánico, consecuencia de la narratividad. Por este motivo, sobre la brillante propuesta de Sanzol se proyectaban sombras: algunos tiempos muertos al cambiar la perspectiva de la narración, sin el debido ensamblaje. El dibujo de movimiento en el espacio por los desplazamientos de los actores, inmotivado, en ocasiones, en busca de un impactante efecto visual; otras cambiando el sentido orgánico a causa de la exigencia de una determinada acción, propuesta por el director y no consecuencia de la organicidad del personaje (el actor que debía colocarse en un determinado punto para el reflejo especular); la dilación del tempo por el parón que suponía sacar al escenario los espejos sobre plataformas móviles; la prolongación de situaciones en algunas escenas, por el predominio de un código esté-

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tico sobre el sentido de la fábula; la no resolución de las tres últimas escenas de Luces de bohemia, anticlimáticas, que ralentizaban el desenlace final. Además de estas cuestiones derivadas de la narratividad, la intervención textual no resultó uniforme: algunos textos añadidos que denotaban el cambio de autor e innecesarios subrayados, más en línea con una actualización de Luces de bohemia que con una contemporaneización, que se consigue más con el trazado de puentes de analogía que con una escritura evidente de temas relacionados con el presente. Por otra parte, no siempre se logró una buena resolución de aspectos técnicos por problemas mecánicos. No obstante estas cuestiones, la propuesta de Sanzol logró epatar por lo visual, sensorial y fuerza de lo plástico, ocultando virtudes y problemas menos perceptibles para el público. Uno de los mayores aciertos se concreta en el estudio de Max Estrella con la intención de aportar su propia mirada. Me interesó la humanización de Max Estrella, superando el estereotipo, para hallar otros rasgos y conferirle más humanidad, alejándose de clichés interpretativos presentes en el imaginario del espectador. Sanzol transformaba a Max Estrella en un personaje de carne y hueso con contradicciones internas y contrastes externos; dudas, incertidumbres y, sobre todo, fragilidad, mayor conforme la acción avanzaba. Esto le permitía acometer su recorrido con dramatismo en algunas escenas, altruismo en otras, vacilación en unas terceras. Juan Codina, al ahondar y mostrar al hombre y no al estereotipo, quita esa falsa retórica que ha ocultado a otros Max Estrella. Su camino hacia la muerte es desgraciado, pero sin estridencias ni artificios. Lástima que el recorrido existencial de Max se interrumpiera por la preponderancia de las situaciones corales o los efectos estéticos ya indicados: por exceso de quietud, en una palabra. Sensu contrario, Don Latino (Chema Adeva), rico en matices en el texto, se estereotipa: tras su caracterización, forjada en la escena primera, solo se ve la ayuda interesada a su compañero, sin compasión ni incertidumbre. Como ya he señalado en las anteriores propuestas, tampoco Sanzol resolvió el problema de aunar códigos interpretativos de los personajes secundarios, donde cada actor con sus recursos creaba el tipo, con mayor o menor acierto. Propuesta escénica, en conjunto, con luces y sombras,

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pero en la que Sanzol se atrevió a romper con anteriores puestas en escena, sin condicionamientos por pasados clichés estandarizados. En resumen, Luces de bohemia es un texto rico y complejo —me atrevería a decir que desbordante— que requiere madurez y tomas de decisiones por parte de los directores para resolver las cuestiones que apuntaba en el comienzo de mi intervención. A su vez, necesita de procesos de producción más dilatados en el tiempo, por la exigencia de comprender y ensamblar elementos de diversa procedencia, lo que obliga a mayores repartos (los cuarenta intérpretes de Pasqual eran un buen número) y exige una dirección detallista de actores, no solo de los principales y los secundarios, sino también de los que se podrían llamar “pequeñas partes”, porque al definir y delimitar su función, la proximidad al esperpento a través del friso de personajes será más acertada, sin conformarse con moverlos en el espacio, lo que no es poco. A su vez, y trascurrido un siglo desde la edición en España, se hace necesaria una propuesta escénica que conjugue respeto y contemporaneidad. Luces de bohemia es un texto clásico, pero todo clásico necesita dialogar con el público.

Bibliografía Amorós, Andrés (1984): “Luces de bohemia”. Diario 16, 28 oct, s. p. Doménech, Ricardo (1961): “El estreno imaginario de Luces de bohemia”. Primer Acto, 28, p. 17. Dougherty, Dru (1982): Un Valle-Inclán olvidado: entrevistas y conferencias. Madrid: Espiral. Oleza, Joan (1971): “Valle, Brecht y Camus”. Primer Acto, 128, pp. 8-9. Palacios, Diego y M. Valderas, Jara (2011): “La puesta en escena de Luces de bohemia de Helena Pimenta”. ADE-TEATRO, 137, pp. 292-295. Pérez Coterillo, Moisés (1971): “El texto más hermoso en veinticinco años de director”. Primer Acto, 139, pp. 20-23. Sagarra, Joan (1984): “¡Cráneo previligiado!”. El País (edición de Cataluña), 1 mar. Disponible en: (Consulta: 05/07/2022). Valle-Inclán, Ramón María del (1982): Luces de bohemia. Madrid: Espasa-Calpe. — (2021): Farsas y esperpentos Coord. Sergio Santiago Romero, ed. Daniel Migueláñez, María Serrano y Sergio Santiago Romero. Madrid: Verbum. Ynduráin, Domingo (1984). “Luces de bohemia”. Primer Acto, 205, pp. 44-49.

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Luces de bohemia en el escenario, cien años después César Oliva Universidad de Murcia

Si a alguien le quedaba alguna duda, parece evidente que es importante la celebración de los centenarios, al menos, por cuatro motivos: 1) se revisan obras de los creadores en cuestión; 2) se intentan aportar nuevas miradas sobre materias ya estudiadas; 3) concurren datos que ayudan a un mejor conocimiento del homenajeado, y 4) se formaliza la contribución que este ha supuesto para la historia de la cultura. Todo esto se va a producir al entrar en los innumerables territorios que supone la obra dramática de Valle-Inclán, en general, y Luces de bohemia en particular1. Como quiera que siempre, o casi siempre, he entrado en la obra de don Ramón desde la perspectiva de la práctica

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Recordemos que no solo estamos en el centenario de Luces de bohemia. También Farsa y licencia de la reina castiza y Farsa italiana de la enamorada del rey se publicaron en 1920.

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escénica, no va a ser hoy menos, cuando, además, trabajo sobre la puesta en escena de dicho texto, estudiando los problemas de dramaturgia que supone. No han sido pocas las ocasiones en las que he estudiado el teatro de Valle, pues, digamos que casi por azar, uno de mis primeros montajes fue Farsa y licencia de la reina castiza (1967). Después he hecho otros sobre obras de don Ramón2 que me han llevado a leerlo desde la perspectiva del escenario. Eso al menos es lo que he intentado. No es fácil penetrar de esa manera en los textos dramáticos de Valle-Inclán, no solo por su complicación, que también, sino porque nos encontramos con la paradoja de que hay serias sospechas de que el autor, al escribir para el teatro, no siempre tuvo presente la posibilidad de su representación. Su universo dramático fue más allá de los límites de que disponía la escena de su época: tres actos, tiempo de duración que oscilaba entre las dos horas y dos horas y media, escasos decorados, generalmente pintados sobre telas o papeles que había que tensar, y un dramatis personae elaborado según la jerarquía de las compañías. No es que fueran inconvenientes insalvables para dramaturgos avezados, sino que suponían unas reglas del juego que don Ramón siguió… hasta que dejó de hacerlo. En un período en torno a 1920, escribió obras teatrales dentro del canon, junto a otras fuera del canon. Pondremos un ejemplo. Sin salirnos de ese año, 1920, Valle escribe textos representables, como Farsa italiana de la enamorada del rey, y textos de mayor dificultad de montaje: Luces de bohemia. Es de sobra conocido que Valle-Inclán buscó el estreno desde sus primeros escarceos literarios. Tenemos información no solo de obras, sino de gestiones para que fueran representadas por compañías más o menos relevantes. Su matrimonio con la actriz Josefina Blanco, en 1907, elevaría el número de intentos para estrenar, pues pudo convivir con intérpretes que, a su vez, eran empresarios de compañía. Esa parte de su biografía nos dice que, a pesar de conseguir figurar en las

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Las galas del difunto (1969), La cabeza del Bautista (1973), Los cuernos de don Friolera (1980), Divinas palabras (1983). Farsa y licencia, estrenada como se indica en 1967, la monté de nuevo en 1973, incluso hubo una tercera versión, en 1986.

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carteleras, no logró situarse al mismo nivel que los autores que por entonces gozaban del favor del público. Hemos insistido en ese punto en otras ocasiones, y no es caso de repetirse. Valle, en vida, no fue autor de taquilla, a pesar de las buenas críticas y el enorme respeto que despertaba en los medios intelectuales. Tampoco es difícil comprobar cómo sus primeros textos teatrales tienen una estructura que los hace fáciles de representar en la escena tradicional. Su apego a los tres actos es similar al de los colegas de su tiempo. Sin embargo, hay ejemplos tempranos que nos llevan a dudar sobre su tendencia a la estructura convencional: las Comedias bárbaras. Las dos primeras las publica en 1907 y 1908, años en los que, cuando escribía teatro, seguía reglas propias de la escritura teatral tradicional. Parece claro que la abundancia de decorados, personajes y tiempo de la representación aleja la posibilidad de que Águila de blasón y Romance de lobos fueran pensadas para la escena. Evidentemente esto es discutible, ya que ahí está el extraordinario poder dramático de ambos textos. Pero una cosa es la dramaticidad de una obra y otra el que sea un drama. Una historia puede ser contada y contener un enorme poder dramático sin tener que ser vista sobre un escenario. A nadie se le escapa que don Ramón escribió siempre o casi siempre sub specie theatri, como definió Pérez de Ayala. Pero eso no quiere decir que sean obras escritas para el teatro. Tirano Banderas o las novelas de El ruedo ibérico son ejemplos rotundos. Sin embargo, hay un hecho que demuestra que el autor distinguía muy bien entre una novela y una obra con posibilidad de ser representada. Cuando se le pidió, o cuando creía que se le podía pedir, llevar a la escena Romances de lobos, él mismo realizó una dramaturgia de su propia obra, cortando y pegando como hace cualquier adaptador. Margarita Santos y yo estudiamos este caso (2010: 57-107) gracias a un ejemplar de esta Comedia bárbara (Madrid: Gregorio Pueyo Editor, 1908), en el que, de puño y letra, el autor corrigió la obra para que pudiera ser montada, cosa que finalmente, por los datos que tenemos, no se hizo. Sí se había representado poco antes (2 de marzo de 1907) Águila de blasón, en Barcelona, por la compañía de Francisco García Ortega. Pero tuvo tan poco éxito que no solo no se hizo más, sino que el autor, alentado por la posibilidad de representar Romance de lobos, se aprestó a adaptarla él mismo para la escena. Por ello se ve claramente en sus

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anotaciones su deseo de reducir el texto y cambiar la nomenclatura de jornadas por actos y de escenas por cuadros. Sin embargo, poco después don Ramón estrenó La cabeza del dragón (1909) y Cuento de abril (1910), ambos textos escritos dentro del canon, a pesar de sus intentos de modernidad. El primero, en seis escenas; el segundo, en tres más un preludio. En cualquier caso, con estos datos en la mano, si acercamos la lupa a los textos propiamente dichos, es en el entorno de 1920 cuando se producen las primeras apariciones serias de un nuevo modelo teatral valleinclaniano. Por entonces escribe Divinas palabras (1919), que, a pesar de su división en cuadros y tres jornadas, encierra todo un itinerario dramático ejemplar, además de una gradación de personajes en importancia (de protagonistas a meros figurantes) que la hacen perfectamente representable. Pese a ello, no se llevó a la escena hasta catorce años después3. También Farsa y licencia de la reina castiza, publicada en 1920 en la revista La Pluma, propone las tópicas tres jornadas, sigue las unidades clásicas de acción, espacio y tiempo, pero su brevedad y la escasa importancia de los personajes principales justifican de sobra que tampoco fuera estrenada cuando se escribió. Como en el caso anterior, esperó a ser representada once años después4 en un teatro de segunda fila, en junio (es decir, fuera de temporada) y con no demasiado éxito de público. También en 1920 publica Luces de bohemia en la revista España, primera edición con doce escenas que sería ampliada cuatro años después con tres más, hasta alcanzar las quince definitivas. Tanto el uso de las acotaciones como la abundancia de espacios y el enorme número de personajes hacen dudar de la viabilidad de su representación. Quizás por ello tardó cincuenta años en estrenarse5, aunque en Francia se

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16 de noviembre de 1933, Teatro Español de Madrid, Compañía de Margarita Xirgú, dirigida por Cipriano de Rivas Cherif. 3 de junio de 1931, Teatro Muñoz Seca, Compañía de Irene López Heredia, dirigida, al parecer, por el propio autor y el actor Mariano Asquerino. 1 de octubre de 1970, Teatro Principal de Valencia, Compañía Lope de Vega dirigida por José Tamayo, con José María Rodero y Agustín González en los papeles principales.

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hiciera antes6. La estructura de la obra y sus características formales nos llevan a dudar de las intenciones de Valle de escribirla pensando en el teatro. Más bien nos inclinamos a pensar que la publicación fragmentada en una revista como España le permitía cobrar por capítulos, es decir, regularmente, sin tener que estar atento a la veleidad del estreno teatral. Es más, desengañado como estaba entonces con el mundo de la escena, casi podríamos aventurar que le daba lo mismo. Pero esto merece demostrarse con el fin de poder confirmar, o no, este apriorismo sobre la discutible (pero muy original) teatralidad de sus últimos textos, jamás exentos de un muy alto sentido dramático. Parece un contrasentido, pero no lo es. Para ello vamos a repasar los tres elementos principales que se dan en un texto teatral, aplicándolos directamente a Luces de bohemia.

Las acotaciones A ningún lector de teatro, género complejo para la tarea de leer, dada la objetividad con que se intentan presentar todos y cada uno de los personajes, se le escapa la depurada estilización de las acotaciones en la obra de Valle-Inclán. Sorprenden porque sus textos van mucho más lejos de la simple función hermenéutica que supone indicar a los actores (sobre todo a los actores), cómo son los personajes y qué tienen que hacer a cada momento. Las didascalias aparecen en la historia del teatro cuando el drama se hace más complicado, cuando hay variedad de decorados, y surge la necesidad de aclarar cómo son y qué representan unos personajes cargados de complejos significados. El Romanticismo activa el deseo de los poetas de indicar cómo quieren que se representen sus textos. El Romanticismo y también el Realismo. Es cuando el oficio de regisseur evoluciona hacia el director de escena. También a ellos iban destinadas las acotaciones, para que supieran qué y cómo lo tenían que hacer. No es casual que los autores de principios

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21 de marzo de 1963, Palais de Chaillot de París, dirigida e interpretada por George Wilson.

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del siglo xx dirigieran ellos mismos sus obras, o las leyeran el primer día, para indicar cómo querían que se interpretaran. Los autores dramáticos, pues, lo que buscan con las acotaciones es situar la acción y ofrecer un perfil externo de los personajes. Es como si no se fiaran de los actores, normalmente encasillados en sus papeles, e intentaran ofrecer matices que pudieran ser apreciados por el espectador. Valle, sin embargo, utiliza las acotaciones como herramienta estética que supera las iniciales y simples intenciones prácticas. Por ello, cuando el texto es en verso, hace las acotaciones en verso, y con la misma intención crítica que la de describir decorados y presentar personajes. Si leemos las acotaciones de La marquesa Rosalinda o de Farsa y licencia de la reina castiza lo comprendemos inmediatamente. Pero es que hasta las didascalias de las dos primeras Comedias bárbaras van más allá de la mera función dramática. Como si de una novela se tratara, rompen no solo la cuarta pared, sino que describen espacios que se superponen o que se continúan. En el artículo citado, en la nota 2 damos ejemplos de esto. Este procedimiento estético, que nace desde los primeros dramas domésticos de Valle-Inclán, llega en todo su esplendor a los esperpentos. El primero de ellos, Luces de bohemia, sitúa la acción en una pluralidad de espacios, describe personajes con especial complacencia en el detalle de sus taras físicas, capta no solo los colores sino también los olores, y, más aún, define el espíritu que sobrevuela a lo largo del texto. Por consiguiente, las acotaciones en Luces de bohemia, y en el resto de obras del autor gallego, son algo más que meros apoyos explicativos, como suele ocurrir en la mayoría de los textos contemporáneos. De alguna manera, constituyen una declaración de principios.

Desarrollo de la acción En puridad, Luces de bohemia es una obra de entidad casi aristotélica: trascurre en poco más de 24 horas (desde la tarde de un día a la noche del siguiente), en la misma ciudad (y casi en el mismo barrio), siendo la acción dramática única: un paseo del poeta Máximo Estrella por

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Madrid, su velatorio y entierro. Al contrario de lo que sucede en la mayoría de los dramas de la época, en donde el decorado recibe la acción, aquí es la acción la que busca el decorado; mejor dicho, los decorados. Algo así sucedía en el Siglo de Oro, ya que, al no utilizar más escenografía que simples referencias metonímicas (en el mejor de los casos, maceta por jardín; silla por interior; rampa por montaña; cruz por iglesia, etc.), la acción discurría con absoluta libertad por el escenario del corral. En este esperpento, como decimos, la historia trascurre por la diversidad de sus acontecimientos. Empieza en casa de Max Estrella, escena primera, donde vemos el mísero medio en el que pasa su vida: “Guardillón con ventano agosto” (Valle-Inclán 2021: 341). De allí, como anuncia Claudinita, irán a “la taberna de Pica Lagartos”. Sin embargo, en la versión de 1924 intercala una nueva escena, la segunda: el lugar en el que Don Latino ha empeñado los libros de Max. Ambos acuden allí con la intención de conseguir más dinero: es la cueva de Zaratustra, “rimeros de libros hacen escombros y cubren las paredes” (348). Merece la pena subrayar en este punto la importancia que el autor da no solo a lo que pasa en escena, sino a lo que ocurre fuera de ella. Aquí, con la salida de un “chico pelón montado en una caña, con una bandera”, se indica el alboroto de la calle, con “retén de polizontes” (353). Este efecto se presenta en otras escenas, como en la siguiente, la tercera, en la taberna de Pica Lagartos: “Mostrador de cinc: Zaguán oscuro con mesas y banquillos” (359), en donde lo que sucede fuera influye para que algunos personajes salgan y se unan a la algarabía. En la cuarta aparece un detalle interesante: como si de un travelling se tratara, arranca en un lugar y continúa por otro, como si se pudiera cambiar de decorado sobre la marcha, cosa absolutamente imposible en esos años. Empieza “por una calle enarenada y solitaria. Faroles rotos, cerradas todas, ventanas y puertas” (369). Por las acotaciones vemos que la Niña Pisa Bien está “bajo un farol con su pregón de golfa madrileña”. Cerca se encuentra el exterior de la Buñolería, de donde saldrán los Modernistas. Después de una especie de baile burlesco, llega “por una calle traviesa” la patrulla de “soldados Romanos” (376). Por supuesto que todo podría suceder en un único decorado (telón pintado), pero en este no cabrían los distintos ángulos desde

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donde el autor describe la escena. La quinta sucede en el “zaguán del Ministerio de la Gobernación. Estantería con legajos. Bancos al filo de la pared. Mesa con carpetas de badana mugrienta. Aire de cueva” (381). Es adonde llega apresado Max Estrella, para ser llevado a una celda. Allí trascurre una nueva escena incorporada en la edición de 1924, la sexta. La didascalia no puede ser más concluyente: “El calabozo. Sótano mal alumbrado por una candileja” (386). Como se sabe, candileja es una “línea de luces en el proscenio del teatro”. ¿Alude, pues, al escenario? ¿Se trata simplemente de un guiño estilístico? Pasa después a la escena séptima, que nos lleva a “la redacción de El Popular. Sala baja con piso de baldosas. En el centro, una mesa larga y negra, rodeada de sillas vacías” (392). Se narra aquí el encuentro de Don Latino y los Modernistas con el redactor jefe del periódico, al que instan a que solicite de la autoridad la puesta en libertad de Max Estrella. Escena paralela a la que acaba de suceder en la celda, y que acaba con una “pantomima de cabeceos, apartes y gritos” (403), por la que advertimos que Don Filiberto, el redactor-jefe, habla con alguien del Ministerio de Gobernación. Dice que la orden de poner al poeta en libertad está hecha. Curiosamente, en la escena siguiente, la octava, sí que oímos al interlocutor del periodista, el secretario particular del Ministro. Es la otra cara de la situación escénica, en un nuevo decorado: “Malos cuadros, lujo aparente y provinciano. La estancia tiene un recuerdo partido por medio de oficina y sala de círculo de timba” (404). Un poco más adelante, el propio Ministro sale de su despacho para continuar la acción hasta el final de la escena, con el mutis de Max Estrella. No hay más novedad que un balcón hacia el que, equivocado, va el poeta ciego creyendo que es la salida. La siguiente escena, la novena, trascurre en el lógico lugar a donde acuden dos pobres, a uno de los cuales acaban de dar una buena cantidad de billetes: “Un Café (el Colón) que prolongan empañados espejos. Divanes rojos. El mostrador en el fondo […] Tiene piano y violín” (414). En esta acotación se indica ya el deseo del autor de no seguir las reglas pictóricas del momento. No solo insiste en la presencia de arcos voltaicos para la iluminación, sino que “en su fondo, con una geometría absurda, extravaga el Café” (414). Parece clara la huida del realismo del momento. Quizás sea por no andar lejos las alusiones

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a aquel París de principio de siglo que recuerda el texto. Tras el encuentro con Rubén Darío, los protagonistas se internan en un “paseo con jardines” (422), complejo entramado de ramajes, lilas y luna, que forman sombras clandestinas. Es la escena décima. Allí se encuentran con dos prostitutas, quedando como fondo una “patrulla de caballería” (428). Después de este episodio, Valle introduce una nueva escena en su edición de 1924, la undécima, para ver el deambular de estos héroes tan poco clásicos y llevarlos por “una calle del Madrid austríaco. Las tapias de un convento. Un casón de nobles. Las luces de una taberna” (430). Cuatro años después de la primera edición siente la necesidad de introducir una escena propia de tragedia: la de la muerte de un niño, que aparece en brazos de su madre, ambos rodeados de un auténtico coro de reproches y justificaciones a la violencia de la policía a partes iguales. Se acerca el final del poeta, que no el de la obra: está en una “rinconada en costanilla y una iglesia barroca por fondo”(435), con la luna de fondo, aunque se anuncia el amanecer. Max Estrella ya no puede más y, junto a su compañero, se sienta “en el quicio de una puerta” (435). Allí expone su teoría estética, que no puede ser otra que la del autor: la famosa alusión a los espejos del callejón del Gato, junto a una manera mucho más literaria que teatral de exponer el sentido y forma del esperpento. Cuando la torre de la iglesia da cinco campanadas, Max se tumba allí para morir. Por eso la escena siguiente, la decimotercera, es el “velorio en un sotabanco” (444). Volvemos por primera vez en la obra a un decorado ya utilizado: la casa del poeta en donde comenzó todo. Por eso no se necesita añadir nada más a aquella descripción que una caja “de pino sin labrar ni pintar” (444). Tras la cual, la historia prosigue en el pertinente cementerio, escena decimocuarta. Es la tarde siguiente. Y vemos allí “muros de lápidas” y dos sepultureros que “apisonan la tierra de una fosa” (455). Es la despedida que le dan al muerto dos viejos amigos: Rubén Darío y el Marqués de Bradomín. Rompe la convicción del teatro el que vayan estos “paseando y dialogando” (456) por una calle de lápidas. Como en otras escenas, es difícil creer estar en la perspectiva única del espectador teatral. Una acotación consecutiva dice que siguen caminando hasta llegar a la puerta con su “verja negra” (461). La escena última supone un nuevo regreso a otro lugar ya utilizado en el texto: la ta-

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berna de Pica Lagartos, lugar elegido por el autor para concluir. No se repiten detalles; tan solo recuerda de ella su lobreguez, marcada por el “temblor de acetileno” (463). Pero es el mismo tugurio que vimos en la escena tercera. Allí celebra el ingrato Don Latino el producto del robo de la cartera de su amigo Max cuando acababa de morir. Y allí, como en la tragedia antigua, el espectador se entera del suicidio de la esposa e hija del poeta mediante un mensajero, esta vez, una vieja que “vende periódicos” (469) y que lleva la noticia escrita hasta ese lugar. Resumiendo, podemos decir que Luces de bohemia dispone de trece decorados distintos; solo dos se repiten en otras tantas escenas. Además, hay varias de ellas (cuarta, décima, undécima, decimosegunda y decimocuarta) en donde es difícil advertir un único decorado, pues el autor nos lleva a diferentes lugares de un mismo entorno. Demasiada complicación para una puesta en escena convencional. La primera vez que se representó, cincuenta años después de su edición de 1920, se utilizaron procedimientos de iluminación que permitían decorados tan sintéticos como expresivos, dejando a los contraluces el énfasis de los cambios de escena. Después de aquel estreno, los sucesivos montajes han insistido en la pluralidad de espacios y en la rapidez de transmutarlos.

Los personajes La suma de personajes, siguiendo el dramatis personae que incluye el autor al principio de la obra, arroja la cifra de cincuenta y tres. Además de ellos, especifica el acompañamiento o figuración así: “Turbas, guardias, perros, gatos, un loro”. Está claro que el autor no pudo tener en cuenta los límites de las compañías de su época, que además se regían por unos patrones muy determinados. Por supuesto que en el teatro existe el procedimiento del doblete, por el cual un actor puede interpretar diversos personajes, y que esta sería la receta que cualquier productor ejercería, como hizo José Tamayo en su estreno de 1970, a pesar de lo cual alcanzó la veintena de intérpretes en escena. Realmente son dos los protagonistas masculinos, los cuales aparecen en la mayoría de las escenas. Max en todas, menos en la séptima

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(periódico) y desde la decimotercera hasta el final, ya que muere en la decimosegunda. Don Latino en todas, menos en la sexta (calabozo) y decimocuarta (cementerio). Después de ellos hay casi una veintena de personajes que tienen una escena (Zaratustra, Don Gay, el Rey de Portugal, Pitito, Serafín el Bonito, un Preso, Don Filiberto, el Ministro, Dieguito, una Vieja y la Lunares, la Madre del Niño Muerto, Basilio Soulinake, dos Sepultureros, el Marqués de Bradomín y el Pollo del Pay-Pay), seis con dos (Madama Collet, Claudinita, Pica Lagartos, un Borracho, el Chico de la Taberna y Rubén Darío); y uno que aparece en tres: Enriqueta la Pisa Bien. El resto, muy amplio, tienen apenas unas cuantas frases.

Luces de bohemia, una suma de nuevas aportaciones Como hemos visto, el primer esperpento de Valle-Inclán presenta bastantes caracteres que invitan a pensar en la posibilidad de que fuera escrito sin que el autor tuviera como principal intención el estreno. Lo que no quiere decir que no sea un drama y que no se pueda representar como tal. Hemos descrito los elementos más significativos del texto, que suponen rupturas ciertas del lenguaje teatral habitual en el año en que fue redactada. Quizás la primera gran innovación sea la pluralidad de espacios, derivada de la pluralidad de escenas en que se divide. Si siguiéramos el canon realista propio del momento, se trataría de hacer casi un decorado para cada una de las escenas que se representen. Se puede comprobar, además, que tales escenas tienen una medida muy parecida: no las hay brevísimas o larguísimas; diríase que están pensadas para que su duración sea similar. De esa manera, Valle-Inclán logra que la acción dramática fluya de manera natural en ese paseo nocturno de los dos protagonistas, con un ritmo diríamos que cinematográfico, como no pocos críticos le han atribuido. Esa continua mudanza de escenas requiere montajes dinámicos que eviten el consabido “cambio de decorado”. Todos los directores que la han hecho han empleado cambios de luz más o menos complejos, más una serie de elementos metonímicos que sugerían por una parte un todo (dos pilas de libros

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para la cueva de Zaratustra; mesa larga para la redacción del periódico; dos o tres veladores para el Café Colón, un banco de jardín para la escena de las prostitutas, etc.). En cuanto al reparto, no es en el número en donde se hallan los principales problemas, sino en encontrar una compañía en la que la primera actriz quiera hacer un personaje que apenas si tiene papel, y un primer actor con el conflicto de elegir entre Max Estrella, que muere media hora antes del último telón, y Latino de Hispalis, que sí permanece en escena hasta el final. Sin embargo, aquel representa la dignidad y este, la indignidad, cosa que ningún primer actor quiere encarnar. En los siguientes esperpentos poco o nada le importó a Valle-Inclán hacer depender sus textos del ego de los intérpretes españoles. El propio José María Rodero me confesó en alguna ocasión que lo lógico sería que la obra acabara con la muerte de Max Estrella. Una última condición que sitúa en un terreno dudosamente escénico Luces de bohemia es la relativa a la presencia de animales como intérpretes de la obra. Es de todo punto imposible sacar a uno de ellos a escena para repetir justamente lo que se le ha enseñado (y ensayado). Salvo que se trate de perros, ningún director de escena se fiará de esa posibilidad. Pero Valle-Inclán llega a situarlos en el propio dramatis personae, como si fueran responsables de algunas partes del texto. Ya que no es cuestión de hacer recuento pormenorizado de todos los momentos en los que salen animales, baste con decir que, en la escena segunda de Luces de bohemia, en la cueva de Zaratustra, hacen la tertulia “el gato, el loro, el can y el librero” (2021: 348). Al final de la didascalia interviene un roedor, no enumerado antes, y con una acción precisa: “Un ratón saca el hocico intrigante por un agujero” (349). No será la última vez en la que un ratón intervenga en una obra teatral de Valle-Inclán. Y no son elementos pasivos o escenográficos; forman parte de la acción. Así, el Loro tendrá su correspondiente texto con un: “¡Viva España!” (349). O el perro, el Can en el reparto, dirá como si fuera un personaje más: “¡Guau!” (349). No se trata de precisar si un loro puede expresar una cosa o un perro otra. Claro que podrían hacerlo. Pero lo que Valle-Inclán intenta, y consigue, es violentar las leyes de la puesta en escena con intervenciones que, cuanto menos, siembran la duda.

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Bibliografía Santos Zas, Margarita y Oliva, César (2010): “Romance de lobos, un proyecto dramatúrgico inédito de Valle-Inclán”. Anuario ValleInclán, 35, 3, pp. 57-107. Valle-Inclán, Ramón María del (2021): Farsas y esperpentos. Coord. Sergio Santiago Romero, ed. Daniel Migueláñez, María Serrano y Sergio Santiago Romero. Madrid: Verbum.

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Sobre los autores

Ignacio Amestoy. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra y doctor en Estudios Teatrales por la Universidad Complutense de Madrid, es, además, dramaturgo, periodista, docente y gestor. Como autor, pertenece a la generación de la Transición. Ha estrenado y editado una treintena de obras y ha recibido el Premio Nacional de Literatura Dramática en 2002; el Premio Lope de Vega en 1981 y 2001; el Premio Espinosa y Cortina de la Academia en 1987, y el Premio Mesonero Romanos, por La Noche de Max Estrella en 1999. Estudió Actuación y Dirección en el TEM, con Narros, Layton y R. Doménech, y ha sido profesor titular de Literatura Dramática y director de la Real Escuela Superior de Arte Dramático. Como periodista, se ha desempeñado como redactor jefe, subdirector y director adjunto de Diario16, como cronista de Madrid en El Mundo, y entrevistador en El Español. En la gestión fue director adjunto del Teatro Español, y dirigió Veranos de la Villa, el Centro Cultural de la Villa y el Festival de Otoño. Actualmente es secretario general del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Amelina Correa Ramón. Catedrática de Literatura Española en la Universidad de Granada y miembro de la Academia de Buenas Letras de dicha ciudad. Ha publicado numerosos estudios centrados en la recuperación del patrimonio literario olvidado o al margen del canon

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oficial, así como en la literatura escrita por mujeres. Es de destacar su obra Alejandro Sawa, luces de bohemia (Fundación José Manuel Lara, 2008), que recibió el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografía y que alcanzaría en pocos meses una segunda edición. Dentro de su interés hacia el periodo de la Edad de Plata, el nombre de Alejandro Sawa ha sido una constante en su trayectoria investigadora desde hace tres décadas: en 1993 publica su primer estudio, Alejandro Sawa y el naturalismo literario (Universidad de Granada, 1991), al que han seguido la ya mencionada biografía y diversas ediciones de las obras de creación del escritor sevillano, como La sima de Igúzquiza, Historia de una reina (Valdemar, 2011) o Crimen legal (Renacimiento, 2012), además de otros textos, así como estudios monográficos sobre diversos aspectos sawianos incluidos en revistas científicas y volúmenes colectivos. Javier Huerta Calvo. Licenciado y doctor por la Universidad Complutense de Madrid con sendos Premios Extraordinarios. Fue catedrático de Literatura Española en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universiteit van Amsterdam y en la actualidad lo es en el Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la UCM. Es fundador y ha sido director del Instituto del Teatro de Madrid durante diez años. Ha dirigido treinta y cuatro tesis doctorales, más de cincuenta tesinas de licenciatura, trabajos de investigación de doctorado y trabajos de fin de máster. Ha dirigido la Historia del teatro español en dos volúmenes (Gredos, 2003), y la Historia del teatro breve en España (Iberoamericana Vervuert, 2008). Ha editado los Entremeses, de Cervantes (EDAF, 2007), el Teatro fantástico, de Benavente (Espasa, 2001), la Obra dramática completa, de Juan Gutiérrez Gili (Residencia de Estudiantes, 2005) —estas dos en colaboración—, además de El puente, de Carlos Gorostiza (Cátedra, 2014), y El público, de Federico García Lorca (Espasa, 2017). Otra de sus líneas de investigación está dirigida a la poesía contemporánea, con varios libros y artículos sobre Gerardo Diego, Luis Cernuda, Rafael Morales, Antonio Colinas y Leopoldo María Panero. Asimismo, es responsable de la edición crítica de la Obra completa de Leopoldo Panero, y ha editado En lo oscuro, del mismo autor (Cátedra, 2012).

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Sobre los autores

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José Gabriel López-Antuñano. Director y profesor del máster universitario de Estudios Avanzados de Teatro en la Universidad Internacional de la Rioja, es además profesor en el máster universitario de Teatro y Artes Escénicas de la Universidad Complutense de Madrid. Es miembro de la Internacional Association of Theatre Critics, de la Asociación de Directores de Escena de España, del Instituto del Teatro de Madrid de la UCM y de la Academia de Artes Escénicas. Ejerce de crítico teatral en diversas revistas especializadas y colabora en la sección de teatro de ABCD (suplemento de cultura de ABC) y de Artes&Letras. Castilla y León. Ocupó el cargo de director de Artes Escénicas de la Fundación Siglo de la Junta de Castilla y León desde 2002 hasta 2004. Ha organizado los siguientes cursos para directores de escena, actores o gestores: De formación y reciclaje en el sector de las artes escénicas en Castilla y León (1995), Artes escénicas (1996), Espectador y escena (1997), Dirección escénica (1998), El oficio del actor III (1999), Dirección escénica II (1999), Artes escénicas (2000), todos ellos promovidos por la Consejería de Cultura de la Junta de Castilla y León y financiados por el Fondo Social Europeo. César Oliva. Doctor en Filología Románica, dramaturgo, fundador del Teatro Universitario de Murcia y primer director del Festival de Teatro Clásico de Almagro. Su trabajo ha girado en torno al teatro del siglo xx. Profesor en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad de Murcia, ha impartido también cursos en instituciones extranjeras, como la Berkeley University, la Université d’Aix-enProvence, la Leeds University, el Middlebury College (Vermont), la Universitè de Pau y la Universidad de Buenos Aires. Ha sido director del Teatro Universitario de Murcia (1967-1975), director del Centro Nacional de Documentación Teatral del Ministerio de Cultura (1979-1980), director del Festival Internacional de Teatro de Almagro (1983-1985), vicerrector de Extensión Universitaria de la Universidad de Murcia (1994-1998), director del Festival Internacional de Teatro y Música Medieval de Elche (1996-2005), miembro del Consejo del Teatro del Ministerio de Cultura (2006-2009) y, desde 2011, director artístico del Teatro Circo Murcia. Ha recibido el Premio Nacional de Teatro Universitario (1968), el Premio Nacional de Teatro

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(1971), la Medalla de la Asociación de Directores de Escena (2003), el Premio Leandro Fernández de Moratín para Estudios Teatrales y el Premio Max al Teatro Aficionado por su labor al frente del Aula de Teatro de la Universidad de Murcia (2015). Eduardo Pérez-Rasilla. Licenciado en Filología Románica y doctor en Filología Hispánica, desde 2002 es profesor titular de Literatura Española en la Universidad Carlos III de Madrid. Anteriormente ejerció la docencia en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (de cuya junta directiva formó parte durante varios años), y en diferentes institutos de enseñanza secundaria en la especialidad de Lengua y Literatura Españolas. En la Universidad Carlos III de Madrid, ha sido subdirector del Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura durante dos años y vicerrector adjunto de cursos de Humanidades durante cuatro años. Además, ha ejercido ocasionalmente la docencia en másteres impartidos en la Universidad de Vigo y en la Universidad Complutense de Madrid, así como cursos o seminarios organizados por diferentes universidades españolas y extranjeras (Verona, Colonia, Pau, Cluj Napoca, Oporto, Panamá, Valencia, Salamanca, etc.). Su labor investigadora se centra en el teatro, principalmente en el teatro español contemporáneo, aunque se ha ocupado también del teatro del Siglo de Oro y el teatro del siglo xix, así como del teatro extranjero contemporáneo. Sus trabajos han procurado atender al texto literario dramático, pero también a la escenificación de los textos, a la recepción de esas escenificaciones y a las implicaciones políticas, sociales y culturales de la actividad teatral. Ha trabajado también en ámbitos relacionados con la gestión teatral y con la crítica escénica, así como con la teoría teatral y la noción de representación. Sergio Santiago Romero. Doctor en Estudios Teatrales por la Universidad Complutense de Madrid con Mención Internacional (sobresaliente cum laude). Graduado en Español (Lengua y Literatura) y con máster en Estudios Literarios por la misma universidad, obtuvo el Premio Extraordinario de Grado, el Premio Nacional de Fin de Carrera y el Premio Extraordinario de Doctorado. Actualmente es profesor ayu-

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Sobre los autores

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dante doctor en la Universidad de Alcalá. Ha sido profesor en el máster de Estudios Avanzados de Teatro de la Universidad Internacional de la Rioja, investigador FPU en el Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la UCM e investigador Juan de la Cierva en la Universidad Carlos III de Madrid. Editor de los Cantos del ofrecimiento, de Juan Panero (CEAMM, 2017) y coeditor del Teatro completo, de García Lorca (Verbum, 2019) y de las Farsas y esperpentos, de Valle-Inclán (Verbum, 2021), posee diversas publicaciones en las que ha estudiado la influencia de Nietzsche en el teatro y la poesía españoles del siglo xx. Ha realizado estancias de investigación en la Universidad de Buenos Aires (Instituto de Artes del Espectáculo) y en la Università degli Studi Roma Tre. Ha sido invitado como profesor visitante a la Univerzita Karlova v Praze, la Universität Wien, la Sapienza-Università di Roma, la universidad Eotvos Loránd de Budapest, la Universidad Nacional y Kapodistríaca de Atenas, la Københavns Universitet y la HumboldtUniversität zu Berlin. Diego Santos Sánchez. Profesor en el Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense de Madrid. Tras doctorarse en la Universidad de Alcalá, ejerció como investigador y docente en las universidades de Harvard, Durham, Autònoma de Barcelona, Humboldt-zu Berlin y Alcalá. Sus publicaciones giran en torno al teatro español del siglo xx: ha trabajado el teatro de Fernando Arrabal (El teatro pánico de Fernando Arrabal; Tamesis, 2014) y en los últimos años se ha enfocado en el estudio del impacto del franquismo en el teatro español, que estudia fundamentalmente a través de la censura teatral, el exilio republicano de 1939 y el Teatro Español Universitario. Entre sus últimas publicaciones cabe destacar los volúmenes editados Poéticas y cánones literarios bajo el franquismo (con Fernando Larraz; Iberoamericana Vervuert, 2021) y Un teatro anómalo. Ortodoxias y heterodoxias teatrales bajo el franquismo (Iberoamericana Vervuert, 2021). En la actualidad es secretario académico de Talía. Revista de Estudios Teatrales y del Instituto del Teatro de Madrid de la UCM. José Servera Baño. Licenciado en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona y doctor por la Universitat de les Illes Balears

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con la tesis La poesía de Valle-Inclán (cum laude y Premio Extraordinario de Doctorado). Actualmente es catedrático de la UIB. Entre sus diferentes líneas de investigación, destacan las aportaciones sobre Ramón del Valle-Inclán, pues ha publicado varias ediciones sobre algunas de sus obras, como Corte de amor (Círculo de Lectores, 1991), Cuento de abril/Voces de gesta (Círculo de Lectores, 1991) o Claves líricas (Espasa-Calpe, 1995), la fijación textual de diversas versiones de algunos poemas, además de numerosos artículos en revistas de prestigio. Del siglo xx ha tratado autores tan distintos como Rubén Darío, Alejandro Sawa y algunos integrantes de la generación del 27 (José Moreno Villa, León Felipe, Jorge Guillén, Pedro Salinas), entre otros. Ha abordado el estudio de la figura literaria de la mujer fatal en la poesía modernista y el decadentismo en algunos autores del fin de siglo xix y principios del xx. Ha impartido docencia fuera de España en la University of Illinois at Chicago, en la Universidad de La Habana, en la Universidad de Oriente (Santiago de Cuba), en la Universidad de Guanajuato, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de Ciudad de México, en la Università degli Studi di Torino, etc. M.ª Ángeles Varela Olea. Doctora en Filología Hispánica y titular de Literatura Española Contemporánea, es profesora de la Universidad San Pablo-CEU de Madrid. Como investigadora ha estado vinculada a varias universidades de España, Portugal y Estados Unidos y ha recibido los premios Pérez Galdós en el año 2000 y el Ángel Herrera en 2017. Ha dedicado numerosos estudios a la reinterpretación política contemporánea de obras y autores de los Siglos de Oro, especialmente de la obra cervantina (Don Quijote, mitologema nacional; Sial Pigmalión, 2005). Asimismo, destacan sus estudios dedicados a Galdós y a la novela y novelistas del Realismo, así como a autores teatrales del siglo xx como Benavente, Lorca o Valle-Inclán. Cabe destacar su reciente recuperación de las obras teatrales censuradas u olvidadas de Julián Ayesta (Obras de teatro. Piezas estrenadas, inéditas y prohibidas; Academia del Hispanismo, 2019). Actualmente es secretaria académica de los Cuadernos para la Investigación de la Literatura Hispánica, de la FUE.

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Sobre los autores

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Julio Vélez-Sainz. Doctor por la University of Chicago (2002) y por la Universidad de Salamanca (2008), es profesor titular de la Universidad Complutense de Madrid, director del Instituto de Teatro de Madrid de la UCM y codirector del Seminario de Estudios Teatrales. Anteriormente, disfrutó de un contrato Ramón y Cajal en la UCM y fue profesor asistente en la University of Massachusetts Amhers (2002-2008). Ha realizado visitas en Brown, Georgia (EE. UU.), Toulouse Le-Mirail (Francia), Ambato (Ecuador) y Neuchâtel (Suiza). Sus publicaciones incluyen seis monografías, cinco ediciones críticas y más de cien artículos, capítulos de libros y reseñas en español e inglés sobre autores clásicos y contemporáneos. Ha dirigido varios proyectos regionales, nacionales e internacionales. Sus libros más reciente son “El rey planeta”: suerte de una divisa en el entramado encomiástico en torno a Felipe IV (Iberoamericana Vervuert, 2017) y la biografía de Rubén Darío, realizada en colaboración con Rocío Oviedo, Rubén Darío: la vida errante (Cátedra, 2021).

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