Cervantes, monumento de la nación : problemas de identidad y cultura
 9788437634012, 8437634016

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JE SU S PEREZ M AGALLON

CERVANTES, MONUMENTO DE LA NACIÓN: PROBLEMAS DE IDENTIDAD Y CULTURA

CATEDRA

Jesús Pérez Magallón

Cervantes, monumento de la nación: problemas de identidad y cultura

CÁTEDRA CRÍTICA Y ESTUDIOS LITERARIOS

1.a edición, 2015

Ilustración de cubierta: Antonio Solá, M onum ento a M iguel d e Cervantes (1835). Plaza de las Cortes, Madrid

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© Jesús Pérez Magallón, 2015 © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2015 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 4.883-2015 I.S.B.N.: 978-84-376-3401-2

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índice A gr ad e cim ie n t o s ...................................................................................

9

.....

13

1835: un año elegido ................................................................ Monumentos, memoria, identidad nacional ...........................

14 16

Capítulo 1. Avellaneda y C ervantes o el enfrentamiento entre centro y p e r if e r ia ..................................................................

33

La recuperación de Avellaneda: estrategia del círculo letrado de la C o rte................................................................................ La edición inglesa de 1738 y el papel de Mayans .................... Lecturas tempranas de Cervantes: España, Francia e Inglaterra ... Mayans y la invención de Cervantes ........................................ Secuelas de la Vida d e M igu el d e Cervantes ..............................

36 39 55 69 78

La prim era exaltación crítica del Q uijote ......................................

90

Preliminar. Estatua en M adrid , monumento

de la nación

Capítulo 2 . C ervantes

frente a C alderón en la identidad «D iscurso» de Erauso y Z avaleta a las «C arias marruecas » de C adalso ...............................................................

nacional: del

Nasarre, defensor de Cervantes, enemigo de Lope y Calderón ... Intervenciones antirreformistas y antineoclásicas: Erauso y Zavaleta, Carrillo, M aruján .......................................................................

99

101 10 8

Cervantes en el círculo ilustrado: Aravaca, Clavijo y Fajardo ... Agustín de Montiano: a la busca del documento clave........... José de Cadalso: de la D efensa de la nación española a las Cartas

133 139

m arruecas ......................................................................................

14 7

7

Capítulo 3. La

mal llamada edición de

17 8 0 :

poder y cultura

en la exaltación ce r v a n t in a ......................................................

159

Siguiendo huellas, plasmando deseos: la proyectada edición de Ensenada ...................................................................................... El m otín contra Esquilache: cambio de coyuntura política y cultural ......................................................................................... Vicente (Gutiérrez) de los Ríos, un militar ilustrado en la Fonda de San Sebastián ......................................................................... La edición de la Real Academia Española: labor colectiva, empre­ sa minuciosa ................................................................................ Los umbrales de Vicente de los Ríos ............................................. La edición académica: monumento nacional a Cervantes, monu­ mento a la Ilu strac ió n ................................................................ Secuelas de la edición académica; el Q uijote y las ap o lo gías.....

197 205

Capítulo 4. Ilustrados, afrancesados , liberales: C ervantes en una cultura n a c io n a l ...................................................................

223

162 166 17 0 176 187

La configuración de un círculo letrado y político polifacético La pervivenda de la corriente anticervantina ............................... M artín Fernández de Navarrete, jalón crucial en la m onum en­ talización cervantina .................................................................. La novedosa percepción de José M a rch e n a.................................. Los afrancesados: las contradicciones de una élite ..................... ¿La aproximación rom ántica a D on Q uijote? ............................... Hacia la exaltación española: una convergencia n ecesaria........

237 245 249 268 281

Capítulo 5. El monumento material: la estatua de C ervantes ...

285

La erección de la estatua en 18 3 5 , preparación y a c o g id a ........ El cervantismo en la esfera pública antes del tiempo de la estatua... La estatua: excusas, justificaciones, explicaciones ....................... U na estatua, un icono, un m onum ento .......................................

285 302 310 320

Capítulo 6. C ierre:

227 231

...................

325

B ib l io g r a f ía .............................................................................................

331

Índice

351

8

los despojos de una recepción

o n o m á st ic o ................................................................................

Agradecimientos En 2006 aparecieron dos libros estrechamente relacionados con la investigación que culmina con la publicación del volumen que el lector tiene en sus manos. Me refiero a El nacim iento d el cervantis­ mo: Cervantes y el «Quijote» en el siglo XVIII, editado por Antonio Rey Hazas y Juan Ramón Muñoz Sánchez, y El «Quijote» en el Siglo de las Luces, editado por Enrique Giménez. Más recientemente todavía Francisco Cuevas Cervera defendió en 2012 su tesis doctoral en la Universidad de Cádiz. Llevaba por título «Del Quijote de Ibarra (1780) al Quijote de Hartzenbusch (1963). El cervantismo en el si­ glo XIX: catálogo comentado y estudio», en dos volúmenes y un total de 1.510 páginas. Muy amablemente su autor me proporcionó una copia en fichero pdf para que pudiera leerla y usarla para este libro por lo que le debo un agradecimiento sincero que hago público. Empiezo con estas referencias bibliográficas para que quien lee vea que se trata de un asunto al que muchas personas han dedicado su atención y eso debe ser porque alguna significación debe tener para nuestra existencia colectiva y para nuestra cultura. Este libro es el resultado de una investigación que ha sido gene­ rosamente financiada por el Social Sciences and Humanities Research Council of Canada (SSHRCC), institución a la que debo un agradecimiento sin límites, lo mismo que al país que me acogió en su frío y me dio el calor necesario para seguir con mis curiosida­ des y mis empresas intelectuales. Mi trabajo se sitúa en el entrecruce de preocupaciones exclusivamente literarias, otras de índole ideoló­ gico y político, otras de carácter histórico y unas últimas de tipo cultural en el sentido más ambicioso que esta palabra pueda alber9

gar. Sé que las humanidades ocupan —han ocupado desde hace si­ glos— un espacio marginal que algunos han despreciado olímpica­ mente. Ese proceso, desde que al parecer un joven con tres ideas pue­ de montar Facebook y hacerse multimillonario en cuestión de meses o pocos años, se ha acentuado dramáticamente. Sin embargo, me atrevo a citar las palabras del Evangelio de Mateo, 5, 13, en las que se dice: «vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará?». Y traslado la pregunta: si el mundo perdiera las humanida­ des, ¿quién lo humanizará? ¿La política? ¿Los negocios? ¿Las riquezas? ¿Las ciencias? ¿La tecnología digital? Este libro se sitúa en el mundo acogedor y cálido de las humanidades, no de las ciencias puras, no de los negocios, no de la política (pragmática), no del mundo digital. Y si el estudio de las letras —literatura, cultura— se incluye en el ámbito más amplio de las humanidades es porque su finalidad puede sinte­ tizarse así: porque en su estudio se trata de explorar los rincones e in­ tersticios del ser humano, aprender lo que tiene de específico eso que llamamos hum anidad d el ser humano, desarrollar el espíritu crítico propio de la persona, saber del individuo lo que ni las ciencias puras ni las técnicas ni las ciencias sociales llegan a poder desentrañar, aprender a entender al otro más allá de los gestos y las palabras. El objetivo de mi investigación no fue otro que el de averiguar cómo pudo ser que Cervantes se erigiera en el símbolo de una na­ ción que hacía pocos años había creído que nadie la representaba mejor que Calderón. Y hemos partido del hecho histórico de la erec­ ción de la primera estatua dedicada a un civil en la ciudad de Ma­ drid, 1835, consagrada a Cervantes. Monumento físico —en granito y bronce— pero también simbólico que no hace más que culminar todo un proceso conflictivo y problemático en el que la contraposi­ ción entre Cervantes y Fernández de Avellaneda marca la recepción del autor del Quijote desde principios del siglo x v i i i . Proceso en el que no solo se llegará a diseñar y producir una estatua, sino que pasa por dos hitos como son la monumental edición inglesa del Quijote en 1738 y la todavía más monumental edición del Quijote de la Real Academia Española en 1780. Por supuesto, nuestra intención no ha sido exclusivamente la descripción de esos monumentos materiales y físicos, sino más bien la interpretación del discurso ideológico que los acompañó. Además, nos detenemos en dos momentos de especial relevancia en el proceso que exploramos: primero, el debate sobre el teatro nacional hacia el ecuador del siglo x v iii , en el que Blas Nasarre publica las Ocho comedias y entremeses de Cervantes con un «Prólo­ go» al que responden varios autores entre quienes destaca Ignacio de 10

Loyola y Oyanguren bajo el seudónimo de Tomás de Erauso y Zavaleta; y, segundo, las conversaciones que mantiene el círculo letrado ilustrado hasta la ocupación francesa en 1808, que se prolongan con la participación de los afrancesados en la monumentalización cervantina. Y si me parece importante esta investigación es porque, tras más de un siglo de percepciones cuando menos encontradas sobre Cervantes y el Quijote, la erección de la estatua en 1835, después de los hitos monumentalizadores de la edición de Londres y de la edición académica, convierte de hecho a Cervantes en símbolo, en icono cul­ tural, en monumento de la nación, sí, pero de una nación que se ha liberado del absolutismo fernandino y está iniciando su nueva marcha democrática. Cervantes, así, se ha vuelto el símbolo de la unión demo­ crática de los españoles, el emblema de una armonía social posible entre los diversos sectores de la comunidad nacional. * * * En esta ocasión me siento especialmente obligado a dar las gra­ cias a las personas que de un modo u otro me han estimulado y/o ayudado en la realización de este trabajo. Emilie Bergman me pro­ porcionó información útil en relación a la teoría de los monumen­ tos; Michael Iarocci y Maite Zubiaurre me invitaron y permitieron exponer los primeros hallazgos de esta investigación, compartir­ los y discutirlos en un ambiente —el de la University of California (Berkeley y Los Angeles)— muy estimulante y enriquecedor. Mis gracias también a Alfredo Alvar Ezquerra por todos los materiales cervantinos de su creación que puso a mi alcance, por las charlas que hemos tenido en la plaza de las Cortes, junto a la estatua de Cervan­ tes, y por Diana y Mariana, a quienes no habría conocido sin él. A Emilio Martínez Mata, que me proporcionó los varios trabajos que le sitúan como uno de los mejores conocedores, si no el mejor, de la recepción cervantina, y quien, además, quiso contar conmigo para su proyecto «Recepción e interpretación del Quijote (1605-1800)». Alain Bègue, Guillermo Serés y Montserrat Amores, Miguel Ángel Lama, Juan Carlos Gómez Alonso y Manuel Herrero Sánchez me hicieron posible exponer y discutir en sus respectivas universidades una primera aproximación a esta materia. También quisiera dar las gracias aquí y ahora a varias personas que me ayudaron (de una manera u otra, gracias a sus conversaciones, a sus invitaciones, a sus exigencias) a avanzar en el estudio de un asunto que me parece significativo y que puede ayudar a entender procesos con­ 11

temporáneos. Esas personas son: María Luz González Mezquita, José Checa Beltrán —que me incluyó en sus proyectos «Lecturas del lega­ do literario-cultural español: canon, nacionalismo e ideología en Es­ paña, Francia e Italia (1700-1823)» y «Canon y nacionalismo: lecturas europeas del legado literario-cultural español (1788-1833)»— y Lizandro Arbeloy Alfonso, que como ayudante de investigación me ayu­ dó en una medida que él probablemente ignora. A David Gil Alzate, que leyó este texto como borrador. A Eva Velasco le debo ayudas espe­ ciales pues atendió con puntualidad y buen gesto mis peticiones a ve­ ces inoportunas, y además fue acompañante (o acompañada) perfecta para los varios lugares que hemos compartido. Y a José Jouve Martín por su infatigable conversación y amistad. Por último, a Françoise Etienvre, que leyó el borrador completo de este libro y supo hacer los comentarios que su autor necesitaba y que podía esperar de mente tan lúcida como la suya. El último nombre que aparece aquí no está vinculado con este libro específicamente ni con este proyecto de inves­ tigación, sino con toda mi vida profesional. Me refiero a Russell P. Sebold, que abandonó la tierra y la vida para instalarse entre sus li­ bros y sus escritos. Estoy seguro de que descansa en paz. Debo agradecer públicamente la labor y función de Google Books —a pesar de las críticas que ha recibido y recibe—, porque sin ellas no habría podido llevar a cabo mi investigación en el tiempo y con la facilidad (tal vez términos exagerados, pero expresivos) que el ac­ ceso a títulos y autores digitalizados por Google me ha facilitado. También me corresponde agradecer el permiso que me han faci­ litado los responsables de algunas revistas donde se ha publicado una parte de esta investigación; específicamente «Cervantes frente a Calderón en la identidad nacional: en torno al Discurso de Erauso y Zavaleta», eHumanista, 27 (2014), págs. 71-88; «Cervantes, estatua en Madrid, monumento de la nación», Anales Cervantinos; «El Qui­ jote, ¿un libro inglés? Calas en la recepción inglesa del Quijote», en el volumen que prepara José Checa Beltrán; y «Gregorio Mayans y la invención mitificadora de Cervantes», Cervantes, Bulletin o f the Cervantes Association o f America, 34.1 (2014). *

if. *

Por último, como siempre, porque siempre es la primera y la última, el alfa y omega de mi existencia, a Anny, sin cuya cercanía nada habría sido posible. Montreal, diciembre de 2014 12

Preliminar. Estatua en Madrid, monumento de la nación Hay algunos lugares comunes que uno no sabe exactamente cómo se reproducen en un ambiente sin oxígeno. En internet se encuentra la siguiente afirmación de una persona llamada Lamia Abderkaoui, de Bach. A, que, aconsejada por su profesora de inglés, María José García Martínez, escribe: «Durante dos siglos y medio España trató a Cervantes y a Don Quijote con desdén. Fue solamente en la segunda mitad del siglo xix cuando los españoles empezaron a apreciar esta obra maestra» (El Pilar, núm. 11, junio de 2006; http://www.educacion.gob.es/exterior/centros/elpilar/es/pdf/cervantes. pdf). Según Lamia, todo el mérito recayó en los ingleses, aunque la niña nunca le dijo a su profesora —o tal vez sí— que quizá había copiado literalmente lo que otro autor había escrito. Exactamente Francis Carr en Who Wrote «Don Quixote». Carr, además, cita y tra­ duce a Roger Boutet de Manvel, quien había afirmado que Inglaterra tenía a Cervantes en su corazón como si fuera suyo. «Don Quijote es ciertamente un libro no español en muchos sentidos». Llevaba así a un límite la boutade de Montesquieu a la que nos referiremos más adelante. Aguilar Piñal, tratando de aferrarse a datos aparentemente objetivos y a fin de (de)mostrar el verdadero interés que provocaba el Quijote en la Europa occidental, ha contado las ediciones del Qui­ jo te que tienen lugar a lo largo del x v i i i : 50 en Francia, 44 en Ingla­ terra y 37 en España («Cervantes» 112-113). Pero si tenemos en cuenta las diferencias demográficas entre los tres países, lo que resul­ ta evidente es que en España se sigue conservando una afición lecto­ ra del Quijote proporcionalmente más alta que en los demás países y 13

que ciertos críticos prefieren no tener en consideración. Es más, en todos los comentarios que escriben los españoles a lo largo del si­ glo xvm —e incluso del xix— se repite que el Quijote es leído por todos los sectores de la sociedad (que pueden leer). Incluso, como se sabía ya desde el siglo anterior, el libro se lee en voz alta para que lo escuchen quienes no pueden/saben leer. Podemos mencionar aquí las palabras de Paolo Cherchi al afirmar que «basta recordar la can­ tidad de ediciones, imitaciones y alusiones para darse cuenta de la inmensa popularidad que la obra disfrutó en toda Europa desde su aparición» (10). Y no solo eso, sino que si se piensa en escritos como el de Charles Sorel en 1 6 3 3 - 1 6 3 4 —que demuestra una visión crí­ tica de primera al afirmar que «las invenciones [del Quijote] no son grandes [...] su historia está llena de cosas inútiles [...] su tema es estéril [...] no son propiamente más que quimeras inútiles» (en Cherchi 1 4 - 1 5 ) — o los comentarios sueltos de Jean Chapelain, e in­ cluso los juicios inéditos de Pierre Perrault, de 1 6 7 9 , o en el libro de Edmund Gayton en 1 6 5 4 que es un continuo escarnio del Quijote, tendremos un panorama algo más ajustado a lo que fue la recepción de la obra en el siglo xvn en los centros de esa Europa «culta». Vuelvo a Cherchi porque creo que lee muy acertadamente la realidad al afirmar que las críticas negativas «son signo de su inmensa popula­ ridad» (16); lo mismo que los silencios en España que acompañan edición tras edición. Y no solo en cuanto a difusión y circulación del texto, sino que el mismo crítico afirma acertadamente: «El itinerario de la fortuna crítica de Don Quijote en España es sustancialmente idéntico al de los otros países europeos» (51). 1835: UN AÑO ELEGIDO En 1835 se erige en Madrid la primera estatua pública dedicada a Cervantes y, a la vez, el primer monumento consagrado a una fi­ gura exclusivamente civil. No es ni casualidad ni una excepcionalidad española, pues nos encontramos en un periodo abierto por la cons­ trucción e instalación en 1740 de la estatua de Shakespeare levanta­ da en el Poet s Córner de Westminster Abbey, y seguido por la de la gran fuente de Molière, entre las calles de Molière y de Richelieu, erigida en París en 1844, de modo que estamos en un proceso co­ mún al menos a estas tres naciones clave del occidente europeo, es­ tamos inmersos en la construcción europea de monumentos nacio­ nales que acompañan el avance y consolidación de las naciones y los 14

nacionalismos. Según refiere escuetamente José Presas en su Crono­ logía. el día 13 de agosto de ese 1835: «Fue colocada sobre un monu­ mento erigido en la plazuela del Estamento de procuradores la esta­ tua del inmortal D. Miguel de Cervantes». Por real orden de 27 de mayo de 1834, dada por el secretario de Despacho del Interior y trasladada a Madrid por el duque de Gor, subdelegado principal de Fomento de la provincia, se decide la erec­ ción de una estatua en homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra; es­ pecíficamente, el gobernador civil de Madrid le envía al Ayuntamiento una comunicación en que, copiando lo esencial de la real orden, lo insta a cumplirla: «Al trasladar a V. E. esta real orden para los fines que en ella se expresan, no puedo dudar que una corporación tan patriótica e ilustrada, muy lejos de oponer el más leve obstáculo a la erección de tan digno monumento, prestará la más eficaz cooperación a la celosa autoridad que por este medio se propone honrar la memoria de Cer­ vantes» (ACA 1-85-64, en el Archivo de la Villa). La escultura, diseñada por Antonio Solá, escultor neoclásico nacido en Barcelona e instala­ do en Roma, consejero y censor de la Academia de San Luca, se em­ plazó en realidad el mes de julio de 1835. Copio una descripción más o menos afortunada del monumento que se puede leer en Flickr: Figura completa del escritor en pie, realizada en bronce y con la pierna derecha ligeramente doblada, que proporciona así cierto mo­ vimiento a la estatua. El escritor va vestido al gusto de la época con calzón corto, chaquetilla abotonada bajo la que aparece la gola, cu­ bierto con una capa corta, de pliegues movidos por la parte poste­ rior y por la parte delantera cuelga del hombro izquierdo y así cubre el brazo dañado en la batalla. Sujeta con la mano derecha, un rollo de papeles, y la izquierda la apoya sobre la empuñadura de la espada, en clara alusión a su carrera militar («Cervantes: estatua»). El crítico italiano Salvador Betti, secretario perpetuo de la Aca­ demia de San Luca, escribiría en el D iario d e Roma, según recoge (y traduce) Eugenio de Ochoa en El Artista de 1 de abril de 1835 —y que reproduce parcialmente el Diario d e Avisos del 28 de junio en el apartado «Boletín. Estatua de Miguel de Cervantes»—, bajo el título de «Estatua de Miguel de Cervantes Saavedra»: «Le vemos, sí, ese es Miguel de Cervantes, bien lo dice ese su noble semblante, esa frente espaciosa, esos ojos llenos del fuego del genio, ese porte fran­ co y gallardo que bien revela el hombre de armas y de aventuras, y ese traje español siglo xvi. El, lleno de una sublime inspiración, está 15

en actitud de mudar el paso [...] En la mano derecha tiene un rollo de papeles, indicio de que es un literato; y apoya la siniestra mano en el pomo de la espada, para significar su profesión de soldado [...] Todo es vida, todo es alma juntamente y dignidad en esta estatua» (205). Poco después El Eco d el Comercio del 4 de mayo repite algunos de los detalles publicados por El Artista, concluyendo: «veamos pronto colocada su estatua con la dignidad que merecen el saber y las virtu­ des de este ilustre español, y que también exige el honor nacional». La escultura aparece firmada: «ANTONIO SOLA. BARCELONÉS / LA HIZO EN ROMA AÑO» y de la fundición «BRONCE FUNDICIÓN LUIS JOLLAGE Y GUILLERMO HOPSGARTEN PRUSIANOS». El pedestal, diseñado por el arquitecto Isidro Velázquez, está com­ puesto por un prisma cuadrangular de volúmenes macizos formado por varios cuerpos: se apoya sobre una base circular y escalonada abier­ ta en el centro de cada lado, realizada en granito. Sobre ella descansa el cuerpo principal, cuadrangular, con basa, cuerpo central y entabla­ mento, alternando piedra caliza y granito; en el elemento central se disponen cuatro lápidas en bronce, una a cada lado; la frontal y la posterior con la misma inscripción tallada, la primera en latín: «MICHAELI DE CERVANTES / SAAVEDRA / HISPANIAE SCRIPTORUM / PRINCIPI / ANNO / M.D.CCC.XXXV», y la segunda en castellano: «A MIGUEL DE CERVANTES / SAAVE­ DRA / PRINCIPE DE LOS INGENIOS / ESPAÑOLES / AÑO DE / M.D.CCC.XXXV»; en cada uno de los laterales aparecen dos escenas en bajorrelieve relacionadas con el Quijote y realizadas por José Piquer: la aventura de los leones en una de ellas y Don Quijote y Sancho dirigidos por la diosa de la locura en la otra, según la inter­ pretación de Mesonero Romanos. Los detalles de la obra fueron descritos en un encomiástico artículo publicado en el Diario de Avi­ sos el 2 8 de junio de 1 8 3 5 (Rincón Lazcano 6 4 - 6 5 ) . M

o n u m e n t o s , m e m o r i a , id e n t id a d n a c io n a l

Antes de proseguir con esa estatua y sus antecedentes podemos hacernos algunas preguntas que nos ayuden a explicar y comprender el sentido de este recorrido, de este camino y estancia que toma como razón, motivación o excusa a Cervantes. ¿Qué significa la erección de monumentos a unos personajes que —se nos dice— han dejado una determinada huella en la historia de un país? ¿Quién determina quié16

nes han sido esos personajes y por qué razón merecen un monumento? ¿Cómo se le da forma a la idea misma de monumentalizar a una figura histórica concreta? O, por usar los términos de la traducción inglesa de la obra de Françoise Choay, ¿quién inventa el monumento histórico? Acerquémonos, de momento, a lo que Alo'is Riegl, que fuera director del Museo austríaco para el arte y la industria, escribe en El culto m oderno a los monumentos, publicado en 1903: «Por monu­ mento, en el sentido más antiguo y primigenio, se entiende una obra realizada por la mano humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales (o un conjunto de estos) siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones veni­ deras. Puede tratarse de un monumento artístico o escrito, en la medida en que el acontecimiento que se pretende inmortalizar se ponga en conocimiento del que lo contempla solo con los medios expresivos de las artes plásticas o recurriendo a la ayuda de una ins­ cripción» (23). Antes que Riegl, y con una óptica completamente diferente —óptica lexicográfica—, el Tesoro de Covarrubias empe­ zaba diciendo que vulgarmente se tenía por monumento «el túmulo y aparato que se hace en toda la Iglesia Católica el jueves y viernes santo» (555), para concluir con una amplísima definición latina, pues monumento «est quid quid nos monet» (555). Más tarde, el D iccionario d e Autoridades estableció la primera definición estable del concepto de monumento: «Obra pública y patente, puesta por señal, que nos acuerda y avisa de alguna acción heroica u otra cosa singular de los tiempos pasados, como estatuas, inscripciones o se­ pulcros». Pero el DRAE añadiría oportunamente una acepción en su edición de 1925: «Obra científica, artística o literaria que se hace memorable por su mérito excepcional». Así, lo que nos advierte y recuerda es algo relacionado con las intervenciones humanas en las diferentes esferas que marcan el rumbo de la humanidad o de los ámbitos nacionales de la humanidad. Françoise Choay, basándose en la raíz latina de la voz, m onumentum y su fuente m onere (advertir, recordar), pone el acento en la naturaleza afectiva de la palabra para afirmar: «il ne s’agit pas de faire constater, de livrer une information neutre, mais d’ébranler, par émotion, une mémoire vivante» (14-15). El monumento, en ese sentido, será cualquier artefacto levantado por una comunidad «pour se remémorer ou faire remémorer à d’autres générations des personnes, des événements, des sacrifices, des rites ou des croyances» (15), con la intención, claro, de emocio­ nar a quien lo contempla. Al erigir —construir, levantar, fabricar— un monumento se plantea claramente el problema de su modo de 17

acción sobre la memoria, aunque ya se ha dicho que el elemento clave es la afectividad. No obstante, Choay señala con perspicacia que no se trata ni de un monumento cualquiera ni de un pasado cualquiera, sino que ese pasado se selecciona «dans la mesure où il peut, directement, contribuer à maintenir et préserver l’identité d’une communauté, ethnique ou religieuse, nationale, tribale ou fa­ miliale» (15). Así pues, monumento equivale a un recuerdo afectivo ligado directamente a la identidad de una comunidad y, cómo no, de la nación como forma de la misma. A partir de ahí, pues, podemos establecer para nuestros propios fines que el monumento —el nombre de la calle, la placa conme­ morativa, la estatua, el libro, la fuente-homenaje, el recuerdo cual­ quiera sea la forma que cobre— es la cosificación, la materialización de la memoria, o de un aspecto concreto de la memoria, a través de materiales y formas diversas. Es una forma más de la cultura mate­ rial de una época, que se prolonga y que, además del efecto que surta sobre los contemporáneos, puede y debe ser interpretada en el futuro. Por eso Rowlands y Tilley afirman: «Monuments and me­ morials exist as a means of fixing history. They provide stability and a degree of permanence through the collective remembering of an event, person or sacrifice around which public rites can be orga­ nized» (500). En realidad, en el caso de la primera estatua dedicada a Cervantes podemos ver lo que Pierre Nora denomina un «lieu de mémoire», puesto que «Lieux de mémoire are simple and ambi­ guous, natural and artificial, at once immediately available in con­ crete sensual experience and susceptible to the most abstract elabo­ ration» (18) o, como dice en otro lugar, el «lieu de mémoire» es allí donde tiene lugar una cristalización de la memoria (7). Nora habla de tales «lieux» en tres sentidos: material, simbólico y funcional (19), aspectos que coexisten y de los cuales me atrevería a afirmar que el simbólico es el esencial, pues sin él los demás gestos romperían su vinculación con la estatua, la escultura que reproduce el cuerpo y la vestimenta del escritor (de manera más realista o más abstracta, más clasicista o más expresionista), acompañada de elementos que po­ dríamos considerar ornamentales pero que están cargados semióticamente porque condensa afectos, valores ideológicos y políticos, actitudes ante un patrimonio cultural preciso. Según escribe Nora, «Then there are the monumental memory-sites, not to be confused with architectural sites alone. Statues or monuments to the dead, for instance, owe their meaning to their intrinsic existence; even though their location is far from arbitrary, one could justify relocating them 18

without altering their meaning» (22). El propio Nora indicaba que esos lugares de la memoria «are created by a play of memory and history, an interaction of two factors that results in their reciprocal overdetermina­ tion» (19). Y eso nos lleva a la cuestión más importante de la memoria colectiva o la memoria social (que prefiere Connerton) y que más re­ cientemente Erll ha identificado con la memoria cultural. Porque ya Choay (15) señalaba que su relación con el tiempo vivido y la memoria, o sea, su función filosófica, constituye la esencia del monumento; el resto es contingente y, por lo tanto, variable, idea que retomarán Nelson y Olin en Monuments and Memory, de 2003. Maurice Halbwachs, precursor en los estudios sobre la memo­ ria, separa tajantemente la memoria histórica de la memoria coléctiva: «Si, par mémoire historique, on entend la suite des événements dont l’histoire nationale conserve le souvenir, ce n’est pas elle, ce ne sont pas ses cadres qui représentent l’essentiel de ce que nous appe­ lons la mémoire collective» (53). Según Halbwachs, «Il ne suffit pas de reconstituer pièce à pièce l’image d’un événement passé pour obtenir un souvenir. Il faut que cette reconstruction s’opère à partir de données ou de notions communes qui se trouvent dans notre esprit aussi bien que dans ceux des autres, parce qu elles passent sans cesse de ceux-ci à celui-là et réciproquement, ce qui n’est possible que s’ils ont fait partie et continuent à faire partie d’une même so­ ciété. Ainsi seulement, on peut comprendre qu’un souvenir puisse être à la fois reconnu et reconstruit» (La mémoire, 15-16). La postu­ ra de Halbwachs, según la interpreta Nora, es que supone que hay tantas memorias como grupos, que la memoria es por naturaleza múltiple y específica-, colectiva, plural y, sin embargo, individual (9), y es una lectura que nos parece acertada. Cuando Halbwachs habla de grupos en términos sociológicos, lo primero que hay que estable­ cer es de qué grupos sociales, de qué comunidad(es) se habla al usar la expresión mem oria colectiva. Porque en su análisis sobre dicha memoria uno de los grupos a los que parece excluir Halbwachs es precisamente la nación: «Chacun de nous, en effet, est membre à la fois de plusieurs groupes, plus ou moins larges. Or, si nous fixons notre attention sur les groupes les plus larges, par exemple sur la nation, bien que notre vie et celle de nos parents ou de nos amis soient comprises dans la sienne, on ne peut dire que la nation comme telle s’intéresse aux destinées individuelles de chacun de ses membres [...] Il y a des événements nationaux qui modifient en même temps toutes les existences. Ils sont rares. Néanmoins ils peuvent offrir à tous les hommes d’un pays quelques points de repère dans le temps. 19

Mais d’ordinaire la nation est trop éloignée de l’individu pour qu’il considère l’histoire de son pays autrement que comme un cadre très large, avec lequel son histoire à lui n’a que fort peu de points de contact» (52). Sin embargo, puesto que en cierto sentido también un grupo amplio como la nación puede articular en momentos determinados su memoria, una memoria que vincula el recuerdo individual con el del grupo, podemos tratar de responder de qué nación estamos hablando al considerar que Cervantes se convierte en monumento de la nación. Diversos críticos, desde luego, han cuestionado la radical separación establecida por Halbwachs. Ya muy pronto, en la primera aportación de Halbwachs (de 1925, Les cadres sociaux d e la mémoire), Marc Bloch lo acusó de trasladar con­ ceptos de psicología individual al nivel colectivo. Más recientemen­ te, Susan A. Crane ha visto en Halbwachs elementos que permiten conectar ambos niveles de la memoria y concluye: «If history is both the past(s) and the narratives that represent pasts as historical memory in relation to present/presence, collective memory is a conceptualization that expresses a sense of the continual presence of the past» (1373). Es más, la «memoria colectiva» (que deberá considerarse figura entre comillas para implicar que no hay una sola memoria colectiva) se manifiesta —da señal de su existencia— tanto mediante aquello que desea recordar (los monumentos erigidos) como lo que no desea recordar (los monumentos nunca levantados), en otras palabras, la memoria y la contramemoria (Foucault es quien propone «faire de l’histoire une contre-mémoire»), la afirmación y la negación, la pre­ sencia y la ausencia. En relación a esa amnesia «voluntaria», Nora señala, hablando del calendario revolucionario de la Revolución Francesa, que si se ha convertido en un lugar de la memoria es pre­ cisamente por su evidente fracaso en convertirse en lo que sus creado­ res proyectaron. Motti Neiger, Oren Meyers y Eyal Zandberg (3-5) señalan cinco caracterísitcas de la memoria colectiva que parafrasea­ mos aquí: 1) La memoria colectiva es un constructo sociopolítico que no puede ser considerado evidencia auténtica de un pasado compartido, sino una versión selectiva del pasado que debe ser re­ cordada por una comunidad determinada (o más precisamente por ciertos agentes de ella) para conseguir la realización de sus objetivos; 2) La construcción de la memoria colectiva es un proceso continuo y multidireccional, de modo que los acontecimientos y creencias del presente guían nuestra lectura del pasado así como los marcos con­ ceptuales aprendidos del pasado conforman nuestra comprensión 20

del presente -—donde los autores elaboran aquí algo que Walter Benjamín había planteado en otros términos al afirmar que «Its not that what is past casts its light on what is present, or what is present its light on what is past; rather, image is that wherein what has been comes together in a flash with the now to form a constellation» (463), en tanto Maurice Halbwachs había afirmado que «le souvenir est dans une très large mesure une reconstruction du passé à l’aide de données empruntées au présent, et préparée d’ailleurs par d’autres reconstructions faites à des époques antérieures et d’où l’image d’autrefois est sortie déjà bien altérée» (46-47); o, como escribe Paul Connerton, «that our experiences of the present largely depend upon our knowledge of the past, and that our images of the past commonly serve to legitimate a present social order» (3)—; 3) La memoria colectiva es funcional y sirve tanto para establecer un ejemplo moral como para justificar sus fracasos, donde claramente incorporan la idea de que no solo se monumentalizan los éxitos, sino que también los fracasos pueden dar origen a monumentos; 4) La memoria colectiva tiene que ser concretizada, pues, siendo concepto teórico que. maneja ideales abstractos, para convertirse en algo funcional tiene que ser concretizada y materializada mediante rituales conmemorativos, monumentos, museos u otros mecanis­ mos; y 5) La memoria colectiva es irracional pero debe ser estructu­ rada según un modelo cultural familiar. Así, frente a la memoria individual (estudiada por la psicología cognitiva o ciertos campos de la neurociencia, en particular en el estudio de las redes complejas relacionadas), la memoria colectiva es, para Nora, una memoria se­ cundaria que permite compartir representaciones diversas a indivi­ duos que ocupan espacios muy distantes (cultural, económica, polí­ tica, ideológica, geográficamente). Connerton, en su fundamental obra, distingue entre la memoria inscrita y la memoria incorporada, asociando la primera con representaciones como textos o monu­ mentos, y definiendo la segunda como la que la gente se transmite entre sí mediante una interacción corporal como la que implican los rituales comunitarios. Y Erll se atiene, en su introducción a Cultural M em ory Studies, a un concepto de la memoria cultural que ella mis­ ma califica de amplio: «the interplay of present and past in socio­ cultural contexts» (2). Es necesario distinguir, por la necesidad de clarificar las cosas, entre el debate más o menos pertinente y actual sobre la memoria histórica (por llamarlo de alguna manera y referido a España en particular) —vinculado a la guerra civil y sus consecuencias, la di­ 21

versificación de memorias nacionales, la articulación de identidades diferenciadas— con lo que sucedía a principios del siglo xix en la España del momento (ya no en el imperio hispánico, ya no en lo llamado Monarquía hispánica), puesto que a comienzos de ese siglo —el XIX—, aparte del proceso de las independencias en América latina, no aparecen todavía —aunque se encuentran en proceso de génesis— los discursos nacionalistas de las llamadas naciones histó­ ricas de España (Galicia, Euskadi, Catalunya). Y es la memoria «es­ pañola» —la memoria castellanocéntrica— la que precisa de mani­ festaciones concretas que la visualicen, que la conviertan en imagen repetible, admirable, recordable, para desempeñar su función en la articulación del discurso nacionalista español. Más específicamente, como se verá en las páginas que siguen, pensamos en la memoria útil para la construcción de una nación desde la óptica, determinada por la historia, de unos sectores sociales que pretenden organizar la vida colectiva siguiendo ciertos parámetros democráticos, con lo que automática (e intencionalmente) se marginan a los grupos disiden­ tes que no compartirían semejante retórica (Rowlands y Tilley 502). Aunque somos conscientes de vivir en una época de globalización, de comunicaciones casi instantáneas, de transmisión automá­ tica de imágenes reales en tiempo real —por lo que el monumento «a progressivement perdu son importance dans les sociétés occiden­ tales et tendu à s’effacer» (Choay 15)—, en otro tiempo estatuas y monumentos en general fueron instrumentos útiles para la configu­ ración de una conciencia política y la construcción de una memoria colectiva de grupos sociales y naciones. Precisamente por el carácter fragmentario de los elementos que configuran la memoria (indivi­ dual y colectiva) James E. Young introdujo la noción de «collected memory» —tal vez traducible como memoria recogida (opuesta a la memoria colectiva)—, subrayando el carácter inherentemente frag­ mentado y fragmentario de la memoria. Por su parte, Jan Assmann desarrolla la idea de una «memoria comunicativa», variedad de la memoria colectiva basada en la comunicación diaria en una socie­ dad como la presente. Pero Assmann acepta como otra subforma de la memoria colectiva la que puede materializarse y fijarse en puntos concretos como textos o monumentos. La idea, que se emparenta con la memoria inscrita de Connerton, es fecunda porque nos lleva al texto (objeto material, libro) como parte de la memoria colectiva, idea sobre ía que volveremos más adelante. Es más, Choay apunta que «l’hégémonie mémoriale du monument ría cependant pas été menacée avant que l’imprimerie n’apporte à l’écriture une puissance 22

en la matière sans précédent» (17). Podemos leer ese comentario como la constatación de la sustitución que el relato —histórico, historiográfico o incluso ficticio— ha hecho del monumento en tanto depositario de la memoria (del recuerdo), pero también como una exaltación de la función memorialística de la imprenta y el libro que materializa la afectividad del recuerdo, objetos que dan carne a la memoria y, por lo tanto, la actualizan en su propia realidad mate­ rial. Suponer que el objeto libro niega, mata, el contenido afectivo del monumento nos parece una suposición arriesgada y poco en consonancia con la capacidad evocativa del libro, con el hecho de que el libro mismo se convierte en lugar de memoria, tanto en su realidad objetual como en la discursiva, como materialidad y como virtualidad. Nos parece, pues, que los monumentos condensan, fusionan, sintetizan, toda una serie de sensaciones individuales y de atisbos ideológicos y políticos de las élites letradas del momento que acaban cobrando un valor cualitativamente nuevo gracias a la institucionalización que formaliza sus propuestas. Al mismo tiempo, convertido en monumento, un suceso, un lugar o .un personaje del tipo que sea alcanza un nivel de representatividad que trasciende con mucho las impresiones personales de los miembros de la colectividad, aunque a la vez se convierte en representación indiscutible de la misma o, como escriben Rowlands y Tilley, los monumentos «exist in order to make us believe in the permanence of identity» (500). Representa­ ción que puede llegar a ser tan emblemática como para sintetizar filias y fobias que pueden conducir al deseo de su destrucción o al de su canonización. Hartmut Winker y otros han relacionado los mo­ numentos con lo que consideran «la continuidad cultural», aunque nos interesa aquí también señalar el carácter social, ideológica y po­ líticamente condicionado de tal continuidad mediante la identifica­ ción de sus agentes y de la intencionalidad humana (término que tomo de A. Martin Byers), explícita o implícita, que se puede dedu­ cir de ellos. Lo cierto es que las conmemoraciones y monumentos desempeñan un papel central en su relación con el proceso de cons­ trucción (invención) de concreciones de la memoria y, por tanto, de signos identitarios vinculados a la articulación de un discurso de la nación de carácter nacionalista y, en consecuencia, de construcción de la nación misma. Y ello es particularmente significativo si nos situamos en la España posterior al reinado de Fernando VIL Hay, por lo tanto, diversos elementos de la memoria cultural que contribuyen a componer lo que llamamos «identidad(es) nacional(es)», 23

idea inseparable de la articulación del nacionalismo como movi­ miento político: un conjunto de componentes fragmentarios que solo la manipulación políticoideológica permite convertir en un algo coherente. Y en ese conjunto de fragmentos podemos separar provisionalmente al menos dos tipos: unos que se refieren a lo que anteriormente se llamaba el «carácter nacional» o el «genio» de la nación y otros que aluden a los anteriores pero desde el orden sim­ bólico o metafórico. Por ejemplo, se puede decir que los españoles son altivos y valerosos, así, directamente, tratando de describir un modo de ser —el genio, el carácter— nacional; pero también se puede decir que las corridas de toros son una metáfora magnífica (o no) de los españoles, porque ahí se manifiesta el valor y la altivez española. Se puede decir que el español es católico, tradicionalista y monárquico o se puede decir que Calderón es el icono perfecto de lo que es ser español. En la monumentalización de Cervantes se abordan los dos aspectos: Cervantes como persona será modelo del ser español (valiente, arriesgado, solidario) pero, como autor que ha escrito una obra como el Quijote, también símbolo de una identidad cuya encarnadura recaerá en la criatura que él creó, don Quijote (o Sancho). Eso explica que en esta investigación nos acerquemos —a veces en apariencia indiscriminadamente— tanto a La persona física e histórica de Miguel de Cervantes como a los hijos de su ima­ ginación —como calificaba Unamuno a sus versos— don Quijote y Sancho, es decir, indirectamente a la personalidad de Cervantes como creador de mundos y seres de ficción. Ya Peter Motteux, construyendo la imagen de Cervantes a partir de su lectura del Quijote y casi excluyendo la biografía del autor, llegó a escribir en 1700: «He was a Master of all those Great and Rare Qualities, which are requir’d in an Accomplish’d Writer, a per­ fect Gentleman, and a truly good Man» (en Burton 6). Pero sería, en primer lugar, William Windham, en sus Remarks on the Proposals lately published fo r a New Translation o f «Don Quixote» (1755), quien reivindicaría todavía con más claridad —por si Motteux no hubiera sido lo bastante claro— la identificación de Cervantes con los crite­ rios de honor, valor y caballerosidad que, según algunos, había tra­ tado de censurar en el Quijote. Y todavía ese mismo año sería Tobias Smollett quien reclamaría para el novelista, en The Life o f Cervantes, la estatura de un verdadero héroe: «his life was a chain of extraor­ dinary adventures, his temper was altogether heroic, and all his actions were, without doubt, influenced by the most romantic notions of honour» (en Burton 11). Es más, si Mayans compara 24

en 1737, como veremos, a don Quijote con Aquiles, Smollett llega­ rá a sostener que individuos como Cervantes casi parece que solo pueden existir en la imaginación, «and who remind us of the charac­ ters described by Homer and Plutarch, as patriots sacrificing their lives for their country, and heroes encountering danger, not with indifference and contempt, but with all the rapture ana impetuosity of a passionate admirer» (en Burton 12). Y en ese contexto retoma las pinceladas que Mayans había trazado sobre su pobreza, las veja­ ciones y el abandono que sufrió especialmente en su vejez. La pos­ tura de Windham y Smollett la retomará Clara Reeve, como ha se­ ñalado Paolo Cherchi (28), contexto en el que también vuelve a la pobreza de Cervantes para explicar la escritura del Quijote en la cár­ cel y para comer: «Cervantes wanted bread» (en Cherchi 28). Pero sobre ese proceso ya iremos diciendo algo en el siguiente capítulo. Particularmente porque Francisco Cuevas ha señalado en su tesis doctoral con absoluta razón y sólida documentación que el proceso de mitificación de Cervantes como persona precede al del Quijote como obra y a don Quijote como personaje. No voy a extenderme aquí sobre algo que, en cierta medida, ya traté al escribir sobre la recepción calderoniana a lo largo de casi tres siglos (Pérez Magallón, Calderón). Y es la vinculación que John R. Gillis ha establecido tan claramente entre memoria e identidad (nacional). Como escribe Gillis, «The parallel lives of these two terms alert us to the fact that the notion of identity depends on the idea of memory, and vice versa. The core meaning of any individual or group identity, namely, a sense of sameness over time and space, is sustained by remembering; and what is remembered is defined by the assumed identity» (Introduction 3). En otras palabras, no hay posibilidad de construcciones nacionales sin la memoria y su mani­ pulación y, por tanto, de todos los materiales que esta puede propor­ cionar. En este caso concreto, el que nos ocupa en este libro, será la posición de Cervantes y su obra la que trataremos de seguir en su trayectoria por los meandros de la memoria nacional, encarnada en individuos concretos con nombres y apellidos, agentes mediado­ res entre la cultura, la memoria y la historia, y de su incardinación en el patrimonio cultural y su vinculación a la construcción de la nación. Pero no nos interesa la recepción hermenéutica del cer­ vantismo sino la concreción material de esa recepción, partien­ do de la estatua madrileña de 1835 y volviendo a la edición londinense del Q uijote de 1738, a la edición de las Comedias y entremeses de 1749, a la edición académica del Quijote de 1780 25

y a los usos y abusos de Cervantes y su Quijote en el proceso que conduce a la guerra de la Independencia. Varios críticos han cuestionado el uso del concepto de identidad nacional —pensemos en Roger Brubaker y Frederick Cooper en «Beyond Identity», en Richard Handler o en Jorge Orlando Melo en el artículo «Contra la identidad»—, pero nadie hasta ahora ha podido proscribirlo. Así, Tim Edensor sugiere que «national identi­ ty persists in a globalising world, and perhaps the nation remains the pre-eminent entity around which identity is shaped» (iv). Entre otras razones porque, siempre que se precisen los márgenes o límites de su empleo, sigue teniendo una utilidad indiscutible. Merece la pena repetir que la identidad nacional (lo mismo que la individual) no tiene ninguna base esencialista, que naciones e identidades na­ cionales, como escribe Foster, «are artifacts» (Foster 252). La exis­ tencia de esa comunidad imaginada que es la nación (Anderson 6; A. M. Alonso 39; Foster 252) y de una identidad nacional definida y permanente se ha convertido en un hecho que no se discute por­ que se ve como algo natural, una división estática que, al parecer, ha existido siempre: «A nation [...] becomes a natural division of the human race, endowed by God with its own character, which its ci­ tizens must, as a duty, preserve pure and inviolable» (Kedourie 58). Pero la identidad nacional es, como dijo Caro Baroja, «una activi­ dad mítica» (72). A pesar de vivir en lo que algunos autores califican de poshege­ monía, o sea, de la jouissance infrapolítica (Alberto Moreiras dixit), de un periodo en que la hegemonía muestra todas sus arrugas, sus quiebras y fisuras —de una clase o un bloque de clases a nivel de cada país, o de una nación o bloque de naciones en las relaciones internacionales—, con las consecuencias que de allí se derivan en cuanto al nacionalismo, las naciones y las identidades nacionales, el que la hegemonía parezca diluirse tras la liquidez (Bauman) de los sistemas o la inasibilidad de las redes sociales —la imprecisión de una aldea global en la que no hay «jefes» y por tanto funciona en una democracia de base— no puede entenderse como una des­ cripción fotográfica de la realidad en que vivimos. Por el contrario, es un instrumento intelectual, teórico, que permite articular una posición ideológica y política de oposición a la hegemonía domi­ nante, que no es otra que la del capitalismo mundial o sea la versión actual de lo que Lenin llamó el imperialismo, fase superior del capi­ talismo, o lo que Ernst Mandel calificó de capitalismo tardío. Re­ cientemente, Daniel Cohn-Bendit afirmaba: «Nous sentons que les 26

Etats-nations s’essoufflent» (Le Monde, 1 de febrero de 2 0 1 4 ) , a lo que Alain Finkielkraut respondía: «La nation est et restera l’habitacle de la démocratie parce que celle-ci —régime de discussion sur l’organisation du vivre ensemble— suppose une langue commune, des prémices communes, un avenir commun et un attachement à un même passé» (LeMonde, 1 de febrero de 2 0 1 4 ) . La presunta extinción de la hegemonía —y, como consecuencia, de la nación y de su posi­ ción en el panorama global— aparece vinculada a posturas políticas de una orientación u otra. En cualquier caso, no elimina la funciona­ lidad y eficacia en otro momento del pasado, particularmente en el siglo XIX, que es donde situamos el comienzo de esta indagación. Uno de los objetivos del nacionalismo es precisamente conse­ guir que los miembros de la nación sientan que pertenecen a una misma comunidad que comparte algo muy importante a pesar de todas las diferencias de clase, ideología, raza, cultura o religión que los separan. En ese sentido, el amor a la nación suscitado en el indi­ viduo por complejos mecanismos de psicología social se pone siem­ pre por encima de cualquier conflicto —real o latente— causado por las diferencias realmente existentes (Anderson 7 ; Foster 2 4 7 ) . Así, el nacionalismo puede permitir a las clases dirigentes, que fo­ mentan y manipulan tales sentimientos, conservar su papel domi­ nante en la sociedad. De ese modo, la identidad individual se ve «sustituida» —al menos en determinadas ocasiones, que suelen ser críticas para la existencia de la nación— por una identidad colectiva que no es nada más que una creación artificial que sirve para mani­ pular más fácilmente a los individuos. Estrategia esencial para crear el sentimiento de comunidad na­ cional la constituye el intento por construir una versión determina­ da del pasado histórico que el pueblo en su conjunto puede y debe compartir. Las representaciones hegemónicas del pasado de una so­ ciedad determinada —lo que podemos calificar como la historia oficial de esa sociedad— constituyen las versiones de ese pasado que sirven para mantener las relaciones de poder existentes o, como es­ cribe Connerton: «Images of the past commonly legitimate a pre­ sent social order. It is an implicit rule that participants in any social order must presuppose a shared memory» (3). Si el pasado nacional se manipula y se modifica según los propósitos de quienes tienen la autoridad para describirlo e interpretarlo, es obvio que los elemen­ tos de ese pasado que no cuadran con el proyecto que se intenta llevar a cabo serán excluidos, se tratará de reprimirlos o se borrarán tal vez dejando alguna huella. Para asegurarse de que las ideas sobre 27

el pasado que no ayudan a mantener la ideología dominante y refor­ zar la versión hegemónica de la identidad nacional no interrumpan el proceso de dicha manipulación social, tales visiones alternativas de la historia se relegan al margen de cualquier exploración historiográfica, o se reescriben de acuerdo a los intereses de la postura domi­ nante, cuando no, simplemente, se suprimen. Si tanto la memoria como el olvido son, a nivel personal, cosa del pasado, también lo son cuando en lugar del recuerdo personal se trata del recuerdo colectivo. En el primer caso solo hablamos de un cerebro individual y de una historia vivida desde el yo personal; en el segundo, de un nosotros que se relaciona con una historia social, comunitaria —lo que Ricœur si­ túa en el centro de su reflexión sobre la memoria: el «quoi?» (3) que se recuerda. Como parece ser ya un lugar común, la identidad depende de la memoria (así lo creía Agustín de Hipona, lo retomaba Calde­ rón o lo reciclaba Unamuno). Para configurar el sentimiento de na­ ción y, por tanto, construir la base emotiva, psicológica e ideológica del nacionalismo, es imprescindible insertar en la memoria indivi­ dual los elementos clave que la vinculan con una memoria colectiva creada a través de ese proceso de exclusión y manipulación interpre­ tativa de los datos. Manipulación es palabra que alude a la función intencionalmente mitificadora de la imaginación (creadora) puesta en contacto con el sueño de una nación. La formación de la idea de la nación —-se construya desde la óptica que se quiera imaginar o suponer—, por tanto, no se puede llevar a cabo sin suprimir o in­ ventar cierto tipo de historia nacional. Los mismos grupos dentro de la sociedad que tienen autoridad para fabricar e imponer su propia visión de la historia —la «ofi­ cial»— pueden manipular todas las versiones del patrimonio cultu­ ral a fin de elegir la que mejor servirá a los propósitos de la ideología dominante (de Certeau 171). En opinión de Said, la existencia de este tipo de tradición cultural le presta una validez incontrovertible al derecho de existir de una nación: «One is defined by the nation, which in turn derives its authority from a supposedly unbroken tra­ dition» (xxv). Teniendo en cuenta todos esos mecanismos fabulado­ res y mistificadores, no es posible escribir una historia —ni una historia literaria— objetiva que abarque todas las manifestaciones culturales de una determinada comunidad. Si el proyecto de crea­ ción del sentimiento de nación es una actividad que en su propio fluir y devenir inventa cierta identidad para los miembros de esa nación, es lógico que los estudios literarios se valgan también solo de los conceptos y acontecimientos que resulten útiles para la realiza­ 28

ción de ese programa. En otras palabras, la interpretación de las obras de arte, o su mera inclusión en la tradición artístico-Iiteraria, va a depender necesariamente de, primero, su utilidad para la pro­ moción del proyecto hegemónico de nación y, segundo, de los jui­ cios ya previamente formados y que dicha tradición cultural tiene que demostrar. Al mismo tiempo, lo relevante del proyecto de crea­ ción de una tradición cultural reside no tanto en el pasado como en el presente y en el futuro. Si se logra articular y perpetuar la trascen­ dencia de ciertos valores que supuestamente tienen un carácter anti­ guo y han sido asumidos y aceptados por las generaciones anterio­ res, se pueden condenar las posibles conductas rebeldes del presente que intentan poner en entredicho la validez de tales esquemas de comportamiento impuestos por la ideología dominante, es decir, por la articulación superestructural de los intereses de las clases do­ minantes. La existencia de dicho conjunto de valores es de por sí uno de los requisitos de la creación de una nación: «Nations must have a measure of common culture and a civic ideology, a set of common understandings and aspirations, sentiments and ideas that bind the population together» (Smith 11). Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta el hecho de que los agentes sociales que se en­ cargan de definir, o más bien inventar e imponer, esos valores com­ partidos por todos los miembros de la nación se encuentran en la posición de poder que les permitirá llevar a cabo cualquier tipo de modificación/falsificación del pasado histórico y cultural necesaria para justificar la imposición de dichos valores. Es preciso, sin embargo, establecer cierta matización en cuanto se habla de identidad cultural como algo opuesto a la identidad na­ cional. Porque para hablar de identidad nacional es imprescindible relacionar la conciencia del sujeto con un proyecto político-consti­ tucional más o menos preciso. Dicho proyecto presupone la necesi­ dad de darle una forma concreta a la «nación» de cuya identidad se está tratando. En otras palabras, la identidad nacional —a diferencia de la identidad cultural— está estrechamente asociada a la estructu­ ración de un estado nacional (cobre la forma que cobre) distinto y autónomo de los demás. Podría incluso decirse que, en ausencia de tales proyectos político-constitucionales concretos, la identidad na­ cional aparece íntimamente vinculada a los posibles o imaginables proyectos de ese tipo que ciertos sectores letrados elaboran discursi­ vamente (Pérez-Magallón, Construyendo 187-237). Cabe, por su­ puesto, la figura anómala de lo que en Europa se han llamado las «naciones sin estado», es decir, colectividades que son conscientes de 29

su diferencia, que creen que esa diferencia es base y razón para una separación política y constitucional, pero que, por el proceso con­ creto de articulación estatal en el que se han visto inmersas, no han llegado o no han conseguido configurar su propio estado. Pero tal situación «anómala» podría conducir a desenlaces en este momento imprevistos e imprevisibles. Hoy podemos hablar de los procesos de Escocia, Catalunya o Quebec, pero también de Koso­ vo o de Crimea. En el proceso de construcción de una tradición histórica y cul­ tural imprescindible para dotar de espesor el discurso nacionalista se destaca el uso que se hace de ciertas figuras que pertenecen a un pasado más o menos remoto y que se llegan a identificar con los valores que se quieren imponer a la sociedad —o que sirven para reforzar lo que se consideran valores «esenciales» de la misma—, convirtiéndose así en iconos culturales identitarios. Como resulta­ do, se produce lo que Renan califica como «adoración de los ante­ pasados» (203) y que representa justamente una glorificación y cier­ ta idealización de algunos representantes del pasado nacional según los planteamientos de la ideología dominante, que se vale de la ima­ gen ficticia y mitificada de dichos personajes para promover esos valores. La existencia de tales figuras refuerza el sentimiento de con­ tinuidad, que es uno de los requisitos para justificar la existencia de la nación según sostiene Benedict Anderson (195). Figuras y mitos que se convierten en iconos culturales bien anclados en el imagina­ rio colectivo. El proyecto de nación requiere necesariamente la crea­ ción de un conjunto de símbolos, prácticas e iconos que se integran al imaginario colectivo y que, al ser mencionados o simplemente aludidos —verbal, sonora o iconográficamente—, deben provocar siempre una reacción de apego sentimental a la nación y a las ideas y actitudes vinculadas con esos símbolos: National symbols, customs and ceremonies are the most p o­ tent and durable aspects o f nationalism. T h ey em body its basic concepts, m aking them visible and distinct fo r every member, com municating the tenets o f an abstract ideology in palpable, concrete terms that evoke instant em otional responses from all strata o f the com m unity (Smith 77).

Montserrat Guibernau incluye la dimensión cultural entre las que configuran la identidad nacional, pues los individuos «tend to internalize its symbols, values, beliefs and customs as forming a part 30

of themselves» (13). Como consecuencia, construir una identidad nacional implica, entre otras cosas, «the creation and spread of a set of symbols and rituals charged with the mission of reinforcing a sense of community among citizens» (Guibernau 25). Entre esos símbolos nacionales, hay personajes que emblematizan una ideolo­ gía oficial que, al asociarse con la idea de lo nacional, adquiere más fuerza y legitimidad. En ese sentido, la erección de la estatua de Cervantes en 1835, o más bien la concreción material —en el sen­ tido de convertida en materia, en la materia del monumento— de lo que representaba su imagen, es la consagración de cierto modo de ser que se «inventa» en los círculos letrados ilustrados del x v i i i y culmina en el xix, basándose en el capital cultural del escritor. Como señala Anderson, la práctica de atribuirle a las figuras más famosas de un pasado nacional glorioso ciertas ideas que se vuelven incon­ trovertibles debido al respeto incondicional que provocan esos per­ sonajes es muy común en la construcción de una comunidad imagi­ nada: «The silence of the dead was no obstacle to the exhumation of their deepest desires» (198), aunque sus más profundos deseos nos sean absolutamente desconocidos. Por supuesto, ese uso o manipu­ lación de tales figuras acaba no teniendo por qué tener una relación muy estrecha con lo que fueron, pensaron o hicieron. De ahí que, como veremos a lo largo de estas páginas, el monumento de Cervan­ tes es el resultado de todo un proceso en el que la mitificación, la (mal)interpretación de sus gestos, la lectura forzada y la invención de lo no dicho forman parte crucial del mismo. Regresaremos a la estatua de Cervantes en el capítulo 5.

C a p ít u l o 1

Avellaneda y Cervantes o el enfrentamiento entre centro y periferia Explorar los comienzos de la monumentalización cervantina, es de­ cir, retroceder desde la estatua de 1835 hasta los comienzos de la recep­ ción de Cervantes en el siglo x v ii pero, sobre todo, en el siglo x v iii , exige empezar hablando de Alonso Fernández de Avellaneda, autor del Segundo tomo d el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida (1614), o sea, la segunda parte apócrifa del Quijote cuya obra no había merecido más que una sola reimpresión a lo largo de más de todo un siglo (puede verse Alvarez Roblin en su estudio de las versiones «apócrifas» y las «auténticas» del Guzmán y del Quijote). Y me parece muy significativo este hecho, no solo del poco interés que la comunidad lectora había prestado al Avellaneda, sino porque, comparado con el número de ediciones que tiene el Quijote cervantino, y a pesar de los eclipses editoriales que sufre y que no es momento de analizar pero que claramente reafirma la afición cervantina en España, demuestra la íntima conexión que se ha establecido —por razones de toda índole y por mecanismos que trascienden la mera lectura del texto— entre el libro Don Quijote y esa comunidad en el mundo hispánico. Suponer que el Q uijote era querido y alabado en el resto de Europa —porque ahí había lecto­ res curiosos e inteligentes— mientras era despreciado y no leído en la Monarquía hispánica —donde los lectores eran ignorantes y cerriles— es cerrar los ojos ante el fenómeno de la circulación del libro y prestar atención exclusivamente a los escuetos y dispersos co33

mentarlos que algunos escritores —de mayor o menor prestigio— dejaron para la posteridad no siempre en lugares destinados a la circulación pública, lo que ha hecho proliferar lecturas sesgadas y en la mayoría de los casos anacrónicas. Y es sobre todo ceder a los pre­ juicios acumulados en todo un proceso histórico y cultural que arro­ jó la cultura española a los márgenes de la Europa moderna, como he señalado en otros lugares (véase especialmente Pérez Magallón, «Apo­ logías»; Iarocci 8-9). La ausencia de «profusas alabanzas» (Etienvre, «Lecturas» 96) al Quijote, aun siendo cierta, no es prueba de desafec­ ción hacia la obra, comprobada por su lectura regular e indiscutible; no en vano Clemencín escribe ya en el siglo xix —como lo habían escrito Cañuelo o muchos otros antes— que «no había español que no lo leyese y volviese a leerlo, pero no excitaba su particular entu­ siasmo ni sus elogios» (xxi); o ala nota costumbrista que proporcio­ na José Mor de Fuentes en su Elogio de M iguel d e Cervantes al apun­ tar: «en las mesas principales de Madrid constituye parte de la fina educación el arte de amenizar los mutuos agasajos con alusiones de­ licadas a pasos y chistes del Quijote» (xix-xx). Pero tampoco está fuera de lugar recordar que fray Juan de la Concepción, en la «Aprobación» que escribió para las Comedias y entremeses de Cervantes publicados por Nasarre en 1749 señalaba: «El único libro puramente humano, exento de la crítica más severa y celebrado universalmente aun de la nación más económica en materia de elogios [España, obviamente] es la Historia de Don Quijote» (j2). Podría serlo en todo caso —esa ausencia de alabanzas— de una carencia de instrumentos conceptuales nuevos para tratar de desve­ lar el origen de la inapelable capacidad de atracción del texto para los nacionales (y también para los extranjeros), una atracción acre­ ditada y documentada sin el menor lugar a dudas. Es más, Paolo Cherchi apunta que solo a partir de 1685-1715 Europa elaboró un discurso crítico multiforme y a menudo agudo sobre la obra maestra cervantina (10), lo cual explicaría la ausencia de escritos «críticos» anteriores, en España y fuera de ella. Pero esa idea —la presunta indiferencia o desprecio en el mundo hispánico hacia el Quijote cer­ vantino— está profundamente arraigada en nuestros especialistas en Cervantes y su recepción (o sea, en todo aquel que un día u otro se ha acercado al Quijote y el modo en que se expandió por Europa), hasta el punto que Rey Hazas y Muñoz Sánchez empiezan atribu­ yendo a Fielding una originalidad en su concepción de la novela (16-17) como poema épico-cómico en prosa—y asegurando que la dimensión internacional del Quijote se debe a que se le sitúa en «la 34

vanguardia de la literatura moderna europea al ser entendido como una nueva y original variante de la épica heroica» (18)— con ideas que, de hecho, derivan directamente de Mayans y de su lectura de Cervantes, conocidas en Inglaterra desde la edición sobre la que ha­ blaremos aquí. Sobre todo, porque ellos mismos, al hablar de Vicen­ te de los Ríos, afirman que, siguiendo las principales ideas de Ma­ yans, De los Ríos «parte de la premisa de que el texto de Cervantes es una novedosa y original variedad de la épica, ya no heroica y en verso, sino burlesca y en prosa» (56), llegando por ese camino a sostener que, al comparar a Cervantes con Homero y Virgilio, están «otorgando, en consecuencia, a Cervantes y al Quijote la dimensión de clásicos» (56). ¿Cuál es entonces la originalidad de Fielding? ¿O la de De los Ríos? Además, los mismos autores no dudan en afir­ mar que «desde Francia, el Quijote extiende su fama y su influencia al resto de Europa» (18), para luego incorporar a la atrasada y desva­ lida España, porque «como no podía ser de otro modo, España se sumó a esta apoteosis del Quijote γ de Cervantes» (18). Eso, acom­ pañado con mirada crítica de una visión del Quijote, predominante en ciertos sectores españoles, que lo contemplaban como personaje ridículo y extravagante, y la obra en su globalidad, como una sátira de costumbres, vicios, clases sociales o personajes concretos. Como si tal percepción fuese señal indiscutible de cerrilidad y atraso, y en especial de la sociedad hispánica. En el fundamental y todavía vivo libro de René Andioc Teatro y sociedad en el M adrid d el siglo xvm se dedica un buen espacio a la recepción de Cervantes. A modo de síntesis afirma Andioc: «Las definiciones que da el D iccionario de Autoridades de los términos “quijote”, “quijotada” y “quijotería” muestran que, para la mayoría de la intelectualidad ilustrada del xvm, el hidalgo de La Mancha era esencialmente un personaje ridículo, extravagante, a causa de la se­ riedad y de la obstinación con que intentaba realizar un sueño de­ satinado, insólito, anacrónico; y el libro de Cervantes, una sátira» (308; véase también López, Juan Pablo Forner 461-464). Tal idea es confirmada por A. P. Burton al escribir que Cervantes fue conocido durante la primera parte del siglo xvin por toda Europa como «the irresistible satirist» (4). Andioc relaciona esa visión ridiculizadora del personaje con «la difusión del tipo social del hidalgo, ese inadaptado amenazado ya de absorción o ya absorbido por las capas populares y, por lo tanto, campeón de los valores de una época clausurada» (308). Inmediatamente se menciona a Isla, Trigueros y Nasarre, e incluso que a Napoleón se le llamará «verdadero don Quijote de la 35

Europa» (308). Desde luego, Andioc no menciona para nada a Ma­ yans y su Vida de M iguel de Cervantes y, sobre todo, no separa esa visión del personaje de una valoración del Quijote como texto mu­ cho más complejo y rico. Es más, en esa continuidad de una lectura del Quijote como sátira, el mismo Pensador (Clavijo y Fajardo) se convertirá, como veremos, en «Quijote» para luchar por la verdad y difundir su crítica de costumbres y realidades sociales en la España de su momento. Que la obra de Cervantes era interpretada como una sátira no se presta a la menor duda, porque esa era la lectura que dominaba en toda Europa (en la Europa culta, idea que cierta narra­ tiva fundadora de la Europa moderna manipulada por las potencias hegemónicas —Francia, Inglaterra y Prusia-Alemania— parecía oponerse y enfrentarse a la España inculta). Pero desde ese punto de partida se iban incorporando rasgos interpretativos que ampliaban y desbordaban lo que pudiera haber de «limitado» en esa percepción, asunto más que discutible y que en más de un sentido es fruto de un anacronismo sistemático en el mundo de la crítica y teoría literarias. La

r e c u p e r a c ió n d e

A vellan ed a:

e s t r a t e g ia d e l c í r c u l o l e t r a d o d e l a

C orte

Y hemos de empezar con Avellaneda —sin adentrarnos en su identidad, que Martín Jiménez, siguiendo a Martín de Riquer, ha atribuido con muy buenas razones a Jerónimo de Pasamonte— por­ que el primer momento en el que nos vamos a mover tiene como protagonistas a personajes destacadísimos en la primera mitad del siglo x v i i i (aunque hoy en día prácticamente desconocidos para la mayoría). Se trata de Blas Antonio Nasarre y Ferriz, miembro de la Real Academia Española y director de la Real Biblioteca, y Agustín de Montiano y Luyando, también de la Real Academia Española, fundador de la Real Academia de la Historia y su primer director vitalicio desde 1745, así como secretario de Estado. En este momen­ to puede resultar útil para mejor ubicarnos rastrear lo que fue la red de contactos con la que Agustín de Montiano pudo contar en sus comienzos y que reforzaría y extendería a lo largo de su vida, en es­ pecial porque eso ayudará a entender el sentido de su implicación en la edición de Avellaneda. Nacido en Valladolid y huérfano de padre y madre en la niñez, su tío Francisco Montiano, ministro de la Audiencia de Aragón, se encargó de su educación en Zaragoza. Y fue ahí donde Montiano entraría en contacto con Blas Nasarre, pues 36

este sería catedrático de varias disciplinas en la Universidad de Zara­ goza hasta que se trasladó a Madrid como bibliotecario real. Francis­ co Montiano fue hecho presidente de la Audiencia de Mallorca, y ahí prosiguió la educación y florecimiento de su sobrino Agustín. En 1727 ambos se trasladaron a Madrid, donde su tío y protector ocupó varios cargos políticos. Tras la muerte de su tío se trasladó a Sevilla donde residía el rey Felipe V Llamó la atención de José Pati­ no, quien lo nombró secretario de traducción inglés-español para las negociaciones que estaban teniendo lugar en la ciudad del Betis. En 1734 se casó con María Josefa Manrique, hija del general Diego Antonio Manrique, amigo de la reina consorte, lo que facilitó que en 1735 fuera nombrado primer secretario del Despacho Universal de Estado. Su hermano Manuel de Montiano llegaría a ser teniente general de la Real Armada. En la década de los cuarenta, una de sus preocupaciones fue la protección de su sobrino Eugenio de Llaguno y Amírola, figura notable en la historiografía nacional y en la vida pública de la segunda mitad del siglo. Como se puede ver, la red en la que se mueve Montiano incluye letrados universitarios, juristas, militares y políticos, gente de las diversas élites de la Monarquía. Nada de extrañar, por tanto, el sólido respaldo que podía encontrar en sus iniciativas. Es más, en un periodo en que, como escribe François Lopez, «el rey [Felipe V] añoraba la Corte y las artes de Francia, y además estaba seducido por las de Italia» («Los Quijotes» 253), parecía natural que su interés por la cultura española se pudiera con­ siderar, más que reducido, nulo; además, al ministro José Patiño, hombre fuerte del gobierno, según López «no se le conocían aficio­ nes literarias, ya que se desentendía totalmente de cuanto tuviese relación con las artes y las letras» («Los Quijotes» 253), como demos­ traría en su desinterés olímpico por los Pensamientos literarios de Mayans. Así, en ausencia de personas del círculo más alto de la ges­ tión y control de la monarquía con intereses específicos en el ámbito cultural, las instituciones oficiales (reales academias, Biblioteca Real) o, en su momento, las privadas (Academia del Buen Gusto), venían a representar, como dice López «oficialmente [...] el mundo del sa­ ber y la erudición» («Los Quijotes» 253). Lo representan ellos, pero no son los únicos miembros de ese núcleo cortesano de letrados e intelectuales. En efecto, más adelante Vicente de los Ríos pondrá en relación la postura de Nasarre y Montiano con la de Juan Martínez Salafranca, redactor del Diario de los Literatos y parte del grupo que Mayans llamará «los diaristas», a quienes él considera sus enemigos declarados en la capital, uno de cuyos núcleos se encontraba en la 37

Biblioteca Real. En efecto, en el artículo VIII, sobre la Conversación sobre e l Diario d e los Literatos, del tomo 3 del Diario d e los Literatos d e España, publicado en 1737, Martínez Salafranca escribe (como dice y cita De los Ríos): «Avellaneda tuvo sobrada razón para creer que Cervantes no quería o no podía continuar el Quijote» (338), a lo que De los Ríos apostilla: «Si aquel sabio diarista hubiera re­ flexionado más esta censura, la hubiera omitido o moderado» (xxxiii). Pero también Luzán, que por cuestiones elementales de superviven­ cia se aproximó e integró al grupo cortesano y participó en la cam­ paña de desprestigio de Mayans y su estigmatización como notable «antiespañol» —según estudió minuciosamente Guillermo Carnero en «La defensa de España de Ignacio de Luzán y su participación en la campaña contra Gregorio Mayans»—, escribirá en sus Memorias literarias: No quiero decir que toda novela sea digna de esta censura solo por ser novela. Antes bien, pienso muy diferentemente y miro como una especie de perjuicio el destierro general de los li­ bros de caballería que logró Cervantes con las burlas de su Don Quijote. Por fin, aquellos libros inspiraban la inclinación a las ar­ mas, el valor, la intrepidez, la buena fe, el sufrimiento y el pre­ ferir la muerte a la infamia, virtudes que harán siempre mucha falta a la nación que las perdiere (citado en Etienvre, «Lecturas» 98).

Así, Luzán parece recoger la opinión de William Temple sobre la que volveremos más adelante y que achacaba a Cervantes la res­ ponsabilidad por la pérdida de los tradicionales valores de los espa­ ñoles y, en particular, de sus ejércitos. Blas Nasarre —bajo el seudónimo de Isidro Perales— se encar­ garía de preparar la edición del texto de Avellaneda y para ella escri­ be un «Juicio de esta obra», en tanto Agustín de Montiano compone una «Aprobación» justificando la publicación, que tiene lugar en 1732. Alvarez Barrientos, tomando los datos del expediente so­ bre la edición fraudulenta del Quijote de Avellaneda que se conserva en el Archivo Histórico Nacional—Consejos, legajo 51630 (12)—, ha llamado la atención sobre lo que califica de «un fondo oscuro e incluso sórdido» («El Quijote de Avellaneda» 27) en esa edición. Todo lo que presenta el crítico parece apuntar hacia el carácter ca­ sual de la edición de Avellaneda por parte de Nasarre y Montiano, más que hacia un plan intencional de la misma. En la época en que acabará apareciendo lo que fue la segunda edición de Avellaneda el impresor Francisco Medel tenía el proyecto de proceder a esa impresión, 38

basándose en un ejemplar que él mismo poseía de la edición de 1614. Con la intención de buscar asesoramiento, le prestó dicho ejemplar a Gregorio Fernández de la Fuente, presbítero, quien se lo pasó a Blas Nasarre, también presbítero y bibliotecario real. Este, sin em­ bargo, «faltando a la legalidad, confianza y buena correspondencia, lo dio a la prensa» (en Álvarez Barrientos, «El Quijote de Avellane­ da» 28). El libro, publicado al margen de Medel, llevará aprobacio­ nes y preliminares de los años 1731 y 1730, y con fecha de 1732 se puso a la venta el 13 de enero de ese año. Muerto el impresor Fran­ cisco Medel, su viuda, Manuela Rodríguez Zamorano, denuncia ante el teniente corregidor José de Pasamonte al impresor del Avella­ neda, Juan de Olivera. Y en abril de 1733 comienza el pleito. Se embargó la edición y el 11 de julio de 1736 se dicta sentencia en la que se condena al impresor Olivera a donar cien ejemplares a Ma­ nuela Rodríguez. Álvarez Barrientos supone con cautela que «las buenas relaciones de Nasarre [y de Montiano] intervendrían a favor del impresor» («El Quijote de Avellaneda» 28-29). Y como Madrid era, sí, villa y corte, pero sobre todo un mundo cerrado en el que las esferas sociales —y sociológicas— funcionaban como un pañuelo multiuso, Mayans se enteró de todo el asunto y le escribiría bastante más tarde sin tapujos a su amigo Andrés Marcos Burriel el 13 de abril de 1748, es decir, más de doce años después de la sentencia: «Nasarre no había de hablar del autor tordesillesco, porque lo hizo sabiendo que un librero quería imprimirle, se lo pidió prestado y le hizo reimprimir. Esto sí que es hurtar, y sobre esto hubo peticiones» (en Álvarez Barrientos, «El Quijote de Avellaneda» 29). La

e d ic ió n in g l e sa d e

1738

y el pape l d e

M ayans

Cuando Gregorio Mayans lleva en Madrid cuatro años como bi­ bliotecario real —o sea, cinco después de la aparición de la edición del Avellaneda—, una de sus intervenciones más significativas, si no la más trascendente, será publicar en 1737 una Vida de M iguel de Cervantes para la edición del Quijote que prepara en Inglaterra John Carteret (1690-1763), que llegaría a ser 2.° conde de Granville y 7.° señor de Sark, como obsequio para la biblioteca Merlin de la reina Carolina, esposa de Jorge II. El texto cervantino que se iba a publicar en Londres había sido depurado por el judío sefardita Pedro Pineda, según confie­ sa él mismo en el «Prólogo» a su edición de los diez libros de Fortuna de amor, de Antonio de Lofraso, donde se presenta como «el que ha revis39

to, enmendado, puesto en buen orden y corregido a Don Quijote», y con la Vida de Mayans se fundan, de hecho y magníficamente, los es­ tudios cervantinos, y no solo para los literatos españoles, sino para la comunidad letrada europea. Con toda la razón Francisco Brines llamó a Mayans en un delicado y hermoso artículo de 1975 «el primer cer­ vantista» y Paolo Cherchi sostuvo que con la Vida de Mayans la obra de Cervantes, el Quijote, tuvo su bautismo académico (94), además de haber establecido la enseñanza metodológica de la investigación erudi­ ta (examen de fuentes, documentos, ambiente cultural) (94). Y con la misma razón Francisco Cuevas afirma que, al ser la primera biografía de Cervantes, «hace que imponga un esquema de desarrollo, un esque­ leto que será la base sobre la que los biógrafos del xvm y xrx añadan, corrijan o maticen datos» (El cervantismo 1: 12). No en vano la edición de que, hablamos presenta, como bien resaltó Rachel Schmidt, la pri­ mera biografía cervantina y el primer retrato (especulativo) de Cervan­ tes. Y con acierto —en esto, porque su falta de consideración a la bi­ bliografía existente sobre Mayans es muy llamativa— Zerari Penin habla de la Vida como «œuvre symtomatique d’un courant européen de pensée et de sensibilité» (170), ya que en 1705 había aparecido la Vie de M. De M olière, de Jean-Léonor Le Gallois de Grimarest, y en 1709 la de Nicholas Rowe, Some Account o f the Life o f Mr. William Shakespeare. Sin embargo, no es solo en la biografía cervantina donde se muestra la determinante influencia mayansiana: es en la concepción misma de la obra de Cervantes y por tanto en la crítica literaria cervan­ tina donde su discurso formará parte de la conversación crítica de más de un siglo, como veremos. Que la reina Carolina era la persona para quien se pensó y eje­ cutó esa edición lo relató —no sabemos ciertamente con cuánta fiabilidad— Juan Antonio Mayans en el «Prólogo» que antepuso a Elpastor de Fílida, de Luis Gálvez de Montalvo: Carolina, reina de Inglaterra, mujer de Jorge segundo, había juntado para su entretenimiento una colección de libros de inven­ tiva, y lallamaba la biblioteca d el sabio M erlin; y habiéndosela ense­ ñado a Juan, barón de Carteret, le dijo este sabio apreciador de los escritores españoles que faltaba en ella la ficción más agradable que se había escrito en el mundo, que era la Vida d e D. Q uijote d e la M ancha, y que él quería tener el mérito de colocarla (xxxv).

La dicha biblioteca fue construida, según A.P. Burton, en Rich­ mond Park en 1735 y la reina instaló como bibliotecario a Stephen Duck (Wilkins 2: 182). 40

En su edición de la Vida de M iguel de Cervantes Saavedra Anto­ nio Mestre, además de trazar con cierta brevedad lo que había sido la trayectoria vital de Gregorio Mayans, rastrea e indaga en la red de contactos que el valenciano va tejiendo en la capital, especialmente entre los ambientes diplomáticos. Es en estos donde se va regulari­ zando la relación con Benjamin Keene, embajador británico en la Corte de Felipe V (y más tarde de Fernando VI), e intermediario entre Mayans y Carteret a propósito de la edición cervantina. No obstante, lo que encontró Mestre fue bastante limitado; él mismo lo confiesa: «Pocas noticias he podido encontrar sobre la evolución del trabajo intelectual que implicaba escribir la primera biografía del autor del Quijote» («Prólogo» x l ) . Sí localizó una carta en la que Mayans le ofrecía a Keene los ejemplares que poseía, «el primer tomo de primera impresión y el segundo de segunda, que también es muy correcta» (en Mestre, «Prólogo» x l ). El deseo de Mayans de que el libro se imprimiera en España «para que saliese correcta [la impresión]» («Prólogo» x l ) no tuvo acogida, tal vez porque Carteret quería que fuese mayormente una producción inglesa. Pero, afirma Mestre, «en agosto de 1736 sabía Bustanzo, por confesión de Keene, que estaba imprimiéndose en Londres el Quijote, aunque no en gran número de ejemplares» («Prólogo» x l ) . El hecho de que la edición estuviera destinada a la reina, el limitado número de ejemplares y el círculo tremendamente restringido de la circulación de la misma abogan contra la interpretación que adelantó Rachel Schmidt al vincular esta edición con las nociones de Habermas sobre la esfera pública (48-49) y, en particular, a suponer que una edición así, mo­ numental, pudiera estar dirigida a un público emergente y en ex­ pansión, alimentando el debate en los espacios donde el público podía discutir, los periódicos y los cafés. Bien al contrario, la edición londinense cobra todos los rasgos de la producción de un monu­ mento a la memoria de Cervantes, desde luego, pero también en honor de la reina Carolina. Unas palabras de Mayans, según Mestre, «parecen indicar que el 8 de diciembre de 1736 había terminado ya la obra» («Prólogo» x l i i i ). Mayans, en contra de lo que esperaba Carteret, hizo imprimir por su parte veinticinco ejemplares de la Vida en España antes de principios de marzo de 1737. Con perspicaz intuición, François Lopez apuntaba en 1999 una hipótesis sobre la edición londinense del Quijote: «la edición Tonson de 1737 [sic\ no se hizo para el público español, sino para agasajar y obsequiar a personajes influyentes, para congraciarse con ellos. La constante intervención del embajador inglés autoriza a pensar que 41

este asunto tuvo un carácter político» («Los Quijotes» 259). Lopez apunta que el deseo del embajador Benjamin Keene de contar con Mayans vehiculizaba un cierto interés de Inglaterra por relacionarse o presionar al poder y así facilitar una mejor alianza entre Inglaterra y España. En efecto, el desarrollo de la marina española bajo José Patiño convertía al todavía imperio hispánico en un potencial aliado para alguno de los contendientes en los conflictos entre Inglaterra y Francia que agitaban regularmente Europa. A este respecto, sin em­ bargo, habría que precisar que Keene era hechura de Robert Wal­ pole, el primer ministro que marginalizó a lord Carteret. Y eso nos lleva a preguntarnos, ¿por qué el embajador Keene, nombrado como tal gracias a Walpole, ayuda en la edición del Quijote a alguien mar­ ginado —e incluso detestado— por su protector? Y, todavía más, ¿cómo el embajador, protector a su vez de Mayans en Madrid, pudo jugar sus bazas para llegar más tarde a la destitución de Ensenada —protector temporal también de Mayans— y el ensalzamiento de Ricardo Wall? Las cartas de Carteret incluidas en The private corres­ pondence o f Sir Benjamin K eene (9, 11-12) muestran que el tono usado por aquel no es el de un amigo sino el de una persona en posición de poder que utiliza a un embajador, y un embajador que obedecía como norma a su amo «natural», Walpole, en tanto actua­ ba «diplomáticamente» en su relación con Carteret. Por otra parte, constatando que las láminas empleadas en la edición Tonson fueron reutilizadas para una edición lujosa en inglés y 1742, escribe Lopez: «Si, como imagino, la empresa del Quijote de 1738 había tenido un designio político y por tanto patriótico para los ingleses, era legítimo conciliar después el patriotismo y los negocios» («Los Quijotes» 260). Comentario sin duda acertado, aunque calificar de «patriótico» el gesto de Carteret pueda resultar excesivo, o más bien habría que restringirlo al uso de las imprentas, papeles, ilustradores y algún encua­ dernador ingleses. Pero aclaremos que, desde luego, no era Mayans el mejor intermediario para mejorar las relaciones entre los dos paí­ ses, sobre todo teniendo en cuenta su marginalidad en el mundo letrado madrileño y todavía más en la Corte borbónica. Nuestra opinión, en consecuencia, aunque relacionada con la de Lopez, va por otro camino, porque no hay que pasar por alto el he­ cho de que, en el momento en que Carteret planifica este regalo para la reina, su estrella política —había ocupado varios altos cargos con Jorge I e incluso en el comienzo del reinado de Jorge II, pues fue Lord Lieutenant (lugarteniente) para Irlanda hasta 1730— declinó abruptamente con el fortalecimiento del poder de Robert Walpole 42

en el cargo de fa cto de primer ministro. En ese sentido, Ballantyne afirma: «Walpole, in short, was determined to get rid of Carteret, and that was made perfectly evident when Carteret returned from Du­ blin to London» (163). En el momento de su regreso a Londres co­ mienza lo que Ballantyne califica de «Walpolean battle [...] faint at first, but growing strong and stronger year by year, till it became al­ most dramatic in its intensity» (163). Así, tras la resolución favorable a los reyes del incidente planteado en 1737 por el príncipe de Gales y su reclamación de mayores ingresos, la reina «was entering into communications with Carteret, and listening to his advice and argu­ ments» ( 182). Y a pesar de que Walpole expresó claramente su incom­ patibilidad con Carteret, afirmando que en modo alguno aceptaría incorporarlo al gobierno ni colaborar con él (Ballantyne 182), las rela­ ciones cobraron un giro particularmente difícil en 1737: «I am deter­ mined in no shape will I ever act with that man» (Ballantyne 182), afirmaría Walpole. Esas circunstancias empujaron a lord Carteret a elaborar obviamente una estrategia (o un detalle táctico dentro de una estrategia global) que le permitiera por todos los medios garantizar el apoyo de la reina y, por ese medio, renovar o establecer la confianza del rey, cosa que en la realidad de la historia no llegaría a suceder hasta la caída de Walpole en 1742 —aunque también esta sería de corta dura­ ción, ante el ascenso de Pelham—, acentuada a partir de la muerte de la reina Carolina el 20 de noviembre de 1737. Ese entramado de circunstancias se muestra más complejo toda­ vía porque Carteret era un notable conservador (tory), que ocupó un puesto destacado en la oposición al gobierno de Walpole en la Cá­ mara de los Lores, en tanto Walpole era el líder de los liberales (whigs), lo que a su vez explica el deseo de congraciarse con la reina, a pesar de que esta nunca dejó en la estacada al primer ministro; es más, como escribe Ballantyne, «the first illustration of her [de Caro­ lina] carefully veiled influence was the almost immediate re-establis­ hment of Walpole in all his former power» (158) e incluso afirma que la reina fue «Walpole’s firm friend at Court» (164). No solo eso, sino que en 1733, coincidiendo con las protestas de la oposición contra el Excise Bill de Walpole protagonizada por lord Stair, la rei­ na no dudó en calificar a Carteret de mentiroso y granuja (Ballan­ tyne 166). Claro que la biografía de Carteret no es tan lineal, pues en 1717 se había unido a la sección Sunderland del partido liberal y su vida estuvo llena de conspiraciones e intrigas para descolgar a Walpole e instalarse él en la confianza del monarca. La finalidad instrumental del regalo áulico que pretendía ser la edición del Qui­ 43

jo te —que se sumaría a su participación en la campaña a favor de la fundación del Hospital, empresa de caridad encabezada por la reina— estaba muy clara para el ambiente inglés de lord Carteret, aunque probablemente no para el erudito valenciano, pese a que este también se servirá del capital simbólico que encarna Cervan­ tes para satisfacer otros deseos y lograr otros objetivos como vere­ mos después. Pero sigue abierta una pregunta: ¿por qué editar el Quijote en español? No he podido demostrar ni encontrar certeza alguna sobre el conocimiento lingüístico de la reina Carolina, aunque su familia­ ridad con el francés tal vez hiciera pensar (a Carteret y/o a ella mis­ ma) que leer español era algo muy fácil y a su alcance; sin embargo, sí parece haber hablado español —subrayemos lo de hablado, por­ que, según Wilkins (2: 161), tanto él como su padre, el rey Jorge I, despreciaban la literatura y nunca abrieron un libro— su esposo, el rey Jorge II, quien participó directamente en la guerra de Sucesión: «The 1705 act also made George a naturalised British subject, and he fought as a cavalry officer against the French under the Duke of Marlborough during the War of the Spanish Succession, taking part in the British and allied victory at the Battle of Oudenarde in 1708» (http://www.24carat.co.uk/frame.php?url=georgeiibio.html). A ello se le añade el papel —inseparable de la personalidad de la rei­ na— que Carolina desempeñaba junto al rey. Según Ballantyne, «if George was a very foolish King, his wife Caroline was one of the wisest and most remarkable of Queens [...] managed George as she pleased» (158). Puede, entonces, suponerse que Carteret pen­ só en un regalo para la reina —un monumento digno de su real persona— pero que, en último término, podría leer el rey, y no ella, o tal vez ambos, si no hubiera sido por el profundo desdén del rey hacia la literatura y los literatos del que Carteret tenía que ser muy consciente. Y hay otro factor que no debemos olvidar y es que lo que tuvo una cierta significación para la recepción del Qui­ jo te y, por tanto, para la historia de la literatura y la cultura espa­ ñola fue un detalle nimio en la vida de Carteret —un animal po­ lítico donde los hubiere— y de los reyes de Inglaterra. No es ca­ sual que en la biografía de dos tomos que escribió W. H. Wilkins y publicó en 1901 no se mencione ni una sola vez a Cervantes. En el capítulo titulado «Carolina y la literatura» solo se habla de escri­ tores ingleses, aunque confiesa el autor que el inglés de la reina era imperfecto pero que en literatura francesa y alemana parecía estar mejor equipada (2: 157). 44

Detengámonos en un ejemplo sobre la funcionalidad política con que Carteret utiliza el capital cultural de Cervantes. François Lopez llama la atención sobre el hecho de que Mayans, que debía ser responsable del texto, no pudiera corregir las pruebas; o que no pu­ diera juzgar la iconografía recogida en Tas láminas de John Vanderbank. A este respecto, pensemos simplemente en el retrato de pura ficción dibujado por William Kent y que aparece en la edición de Londres (y que serviría de referencia a las siguientes imágenes de Cervantes, incluida la de la edición de la Real Academia Española). Es cierto, como afirma Schmidt, que esta imagen fija a Cervantes como soldado (las armas colgadas junto a lo que parece una ventana que da acceso a una cámara o salón) y como escritor (la mano dere­ cha con una pluma aparentemente escribiendo, aunque la mirada del hombre se pierda hacia la izquierda del primer plano, y la iz­ quierda ¿parcialmente cubierta bajo los pliegues de una capa?), constante del siglo x v iii y más allá. Según Schmidt, Mayans trató de colocar a Cervantes en lo que llama el ideal del poeta-soldado ejem­ plificado en Garcilaso, tal vez olvidando que Cervantes fue efectiva­ mente poeta y soldado, aunque, a diferencia de Garcilaso (o de Jor­ ge Manrique), no murió joven y guapo sino viejo, desdentado y tullido. Volviendo al retrato de Cervantes, si Mayans lo hubiera vis­ to, sin dudar habría dicho que esa sala que aparece a la parte supe­ rior izquierda no tenía nada de español por lo que habría que modi­ ficarla, a pesar de que parecen pasar por ahí don Quijote y Sancho. Aunque A. R Burton se fijó en esa circunstancia para comentar: «To find Cervantes thus connected with the Gothic is suggestive, though it is not clear quite what kind of connexion Kent saw» (7), también Schmidt se detiene en ese fragmento luminoso del graba­ do, señalando el carácter gótico de la bóveda, aunque sin extraer ninguna conclusión. Pero, según señala Amanda S. Meixell, esa sala representa precisam ente (e intencionalmente) la Cueva de Merlin que poseía la reina Carolina (es decir, su biblioteca), destinataria privilegiada —y yo me inclino a suponer que única— de esta mag­ nifícente edición y de sus láminas. Sin embargo, en sus contactos con los españoles Carteret mostraba una imagen prudente e incluso humilde en relación a las estampas y a la impresión; así, en la dedi­ catoria a la condesa de Montijo —que Schmidt (50-51) asume es de Mayans cuando, sin la menor duda, es de Carteret, como lo de­ muestran algunos defectos lingüísticos— le pide que excuse «las fal­ tas que en ella se hallaren, habiendo sido publicada en un país foras­ tero adonde los inventores de las estampas no podían ser enterados 45

perfectamente de los vestidos ni de otras menudencias a España per­ tenecientes» (ii). Es la misma postura que adopta Carteret en carta a Mayans de 25 de marzo de 1737: «tengo miedo que se hallarán muchas faltas en ella, y principalmente en las estampas, inventadas por forasteros incapaces de acertar en las costumbres y algunas par­ ticularidades de España» (Mestre, «Prólogo» x l iv ) . Con menos pru­ dencia pero elevada diplomacia, sin embargo, Mayans le agradecía el 15 de noviembre de 1737 la recepción de la impresión inglesa de la Vida de M iguel de Cervantes, así como las estampas que iban a ir en el Quijote, comentando: «Solo puede notarse lo que ya Y. Ex. con tanto juicio me tiene advertido, que tal vez se falte al decoro de la nación en la alusión a los trajes, como en la chimenea del cuarto de D. Quijote, en el bonete de tres esquinas y en la valona del cura, en los zapatos y sombrero de Sancho Panza, y así en otras cosas seme­ jantes que noté de paso cuando vi las estampas. Pero estas son cosas que deben disimularse a vista de tanta perfección en todo lo demás» (Mestre, «Prólogo» x lv ) . El 22 de abril de 1738 Carteret le anuncia­ ba a Mayans el envío de un ejemplar del Quijote y otro de las Vidas, de Plutarco, de las que el español acusaría recibo el 30 de junio de ese año. Es cierto lo que dice François Lopez de que el valenciano era muy consciente de que quien paga manda («Los Quijotes» 260), y al final habría aceptado la decisión (o imposición) de lord Carte­ ret, pero no sin dejar constancia de su opinión. Desgraciadamente para Carteret —aunque eso a Mayans no le tocaba ni mucho ni poco ni nada— la reina Carolina fallecería como ya he indicado el 20 de noviembre de 1737, con lo que el regalo regio perdió a su destinataria y quedó como una entrega a la historia, o al viudo, tal vez menos interesado en los planes de Carteret. Pero eso no le impi­ dió seguir adelante con un proyecto que se alargaba varios años. Uno de los encargos que Keene transmitió a Mayans de parte de Carteret fue que revisara la traducción de las «Advertencias» escritas por John Oldfield sobre las estampas incluidas en la edición del Quijote, cosa que el valenciano llevó a cabo puntualmente, como acredita su carta del 15 de noviembre de 1737 (Mestre, «Prólogo» xlv -x lv i ). Merece la pena detenerse en estas «Advertencias» ya que, como veremos, el crítico Ronald Paulson les presta una atención muy particular. Oldfield recoge desde el principio la lectura domi­ nante en Europa sobre el Quijote —y que Mayans hace suya y justi­ fica en la Vida de M iguel de Cervantes—, es decir, que el objetivo de Cervantes fue «derribar de la común estimación de los españoles todas aquellas máquinas fantásticas de libros de caballerías, cuyos 46

héroes, concebidos en unas imaginaciones fecundas, sí, pero deli­ rantes, llegaron a ser la idea del valor y trato civil; y quiso restablecer al mismo tiempo la antigua, natural y propia manera de tratar los asuntos proporcionados a una decorosa ficción» (i). Pero Oldfield tiene dos objetivos muy precisos en sus «Advertencias»; el primero es reivindicar la función autónoma del discurso articulado por las estampas, es decir, el discurso iconográfico; el segundo es una crítica demoledora de las estampas de Charles-Antoine Coypel —que proliferaban en ediciones del Quijote al menos desde 1 7 2 4 y que, según Lucía Megías, pasan por primera vez a una edición con ilustraciones en 1 7 3 2 ( 7 6 1 ) — para realzar el valor y sentido de las de Vanderbank, que son las de la edición de 1 7 3 8 . En efecto, Oldfield analiza y explica, en primer lugar, la función de la estampa del frontispicio, donde Hércules simboliza a Cervantes dirigiendo a las musas en su recuperación del Parnaso, para lo cual el sátiro —obvia representa­ ción del espíritu satírico— le otorga un garrote y una máscara (que según Schmidt representa el perfil ae don Quijote [5 2 ]), instrumen­ tos que le ayudarán a vencer a los monstruos que ocupan o rodean el monte sagrado: Gerión (de triple cuerpo), la Hidra de Lerna (ser­ piente con cinco cabezas), una figura humana al fondo, tal vez un gigante, y lo que podría ser un grifo en el plano más cercano a don­ de se encuentra el sátiro. Según Oldfield, la máscara «sirve en este lugar para manifestar el genio placentero de Miguel de Cervantes», además de simbolizar «una graciosidad satírica» (ii) que domina en especial en el Quijote. Eso le permite argumentar que, más allá de servir como adorno, pulimento de encuadernación o simple entre­ tenimiento, las estampas «pueden servir a otro fin más elevado, re­ presentando y dando luz a muchas cosas, las cuales por medio de las palabras no se pueden expresar tan perfectamente» (ii). Rachel Schmidt ha ofrecido una interpretación sugerente de la imagen ( 5 1 - 5 4 ) , que permite ir más allá de las palabras de Oldfield, porque la base de su lectura —de Schmidt— es no aceptar la literalidad autoconsciente de las afirmaciones de Cervantes (en el Quijote, aunque no solo en el primer prólogo sino también —cosa que parece olvidar la crítica— en el último capítulo de la segunda parte) ni, según Schmidt, de Mayans, aunque en realidad son opiniones de Carteret en la dedicatoria a la condesa de Montijo; y es esa confusión entre las ideas de Carteret y las de Mayans lo que no permite seguir adecuadamente las reflexio­ nes de la crítica. Al leer el frontispicio (imagen), ve lo que solo pue­ de comprenderse con el texto de Carteret (o de Oldfield, también leído de la misma manera). 47

¿Cuál es ese «otro fin más elevado» al que se refería Oldfield? Representar con el buril las pasiones y aficiones del alma permite comunicarlas con mayor destreza y gallardía que mediante la pala­ bra, esa es su tesis. Y así, el conjunto ae estampas viene a articular un discurso independiente del que el texto verbal ofrece, lo mismo que «puede en cierta manera una escrita narración lograr las ventajas de una representación dramática» (iii). Y puesto que las estampas tie­ nen como objetivo «causar un género de diversión que la naturaleza de las cosas o la imperfección ae las lenguas no permite que se logre con tanto acierto como por medio de las estampas» (iii), ese debe ser el criterio clave para escoger los asuntos que deben representarse iconográficamente. La razón central es que la estampa añada a la descripción verbal «algún nuevo deleite o luz cualquiera que sea» (iii), y no que borre o destruya «la gustosa impresión que se concibió de la misma relación» (iii). Y la ejemplificación de esa interpretación va a permitir a Oldfield llevar a cabo una crítica frontal de las estam­ pas de Coypel publicadas en un folio de lujo en 1724: un conjun­ to de 25 (aunque el total dibujado fue de 28) estampas grabadas por diferentes artesanos (Surugue père, Charles-Nicols Cochin, François Joullain, Nicolas-Henri Tardieu, Simon-François Ravenet, NicolasCharles de Silvestre, Jean-Baptiste Haussard y otros). Seis de estas fueron incluidas en el ejemplar de Cushing extrailustrado de la edi­ ción de Bowles de 1781 (Urbina y Smith). En efecto, Coypel decide dibujar estampas de la aventura de los molinos de viento y de la manada de ovejas; pero, confrontadas con la descripción verbal de la narración, «cuando se exponen a la vista causan demasiada extrañeza para que se les dé crédito» (iii), según Olfield. Eso le per­ mite comparar el diferente tipo de discurso que articulan las estam­ pas en relación, por ejemplo, al teatro, pues en este «muchos asuntos que son muy propios de una muy alta y perfecta narración no con­ viene que se manifiesten a los ojos» (iii), reformulación obvia de un principio de la estética dramática neoclásica. En consecuencia, algu­ nos episodios muy famosos no hay que convertirlos en imágenes. La conclusión está expresada en consonancia con la estética que el mis­ mo Mayans había formulado en su Vida: «Ni la ridicula especie de las acciones de nuestro héroe, o el intento del autor de burlarse por medio de ellas de semejantes extravagancias en otros libros de caba­ llerías, pueden servir de la menor excusa para violar y en alguna manera destruir toda la credibilidad y verosimilitud de tales accio­ nes» (iv). Y el ataque de Oldfield contra Coypel se concretiza: «El que dibujó, pues, las estampas francesas no solamente faltó a la elec­ 48

ción de los asuntos proporcionados a ellas, sino que, conociendo la falta de su propia elección, la hizo más culpable haciéndola más absurda» (iv) y acusa a Coypel de recurrir a lo fácil y efectista, en lugar de buscar «una proporción graciosa o expresión deleitable» (iv). Así, poniendo como ejemplo la estampa de Vanderbank sobre la cueva de Montesinos, ensalza la sutileza del dibujante y lo compara a grabados concretos de Rembrandt y de Rafael. Las estampas de Coypel, por el contrario, en lugar de llevarlo a «darles toda la dese­ mejanza y variedad que fuese posible» (v), más bien lo han hecho caer en «la enfadosa repetición de unas mismas expresiones en los semblantes y gestos de las personas que se representan» (vi), sobre todo a causa de que la palabra permite una descripción de pasiones y afectos del alma mucho más variada que la imagen. Por último, la censura de Coypel se centra en «lo que toca al momento de tiempo o punto crítico que debe elegirse para representar con el buril seme­ jantes historias» (vi) y se sirve para ello del episodio de la dueña que visita a don Quijote en el palacio de los duques. Divide el episodio en cuatro coyunturas y argumenta que la que eligió Coypel fue la peor en tanto la que ha elegido Vanderbank ha sido la mejor (véase González Moreno y Urbina). Según Ronald Paulson —cuya fiabilidad factual, digámoslo des­ de el principio, es bastante limitada pues, sin pararse en barras, afir­ ma que la primera vida de Cervantes la escribió «the Spanish ambas­ sador to England, Gregorio Mayans y Sisear» (195 n i)— se puede suponer que «Carteret’s project was under way as early as 1723; that by 1726 Vanderbank had finished his drawings and Hogarth was approached to engrave them» (46). Pero, a partir de las estampas y de la lectura que Carteret hace del Quijote, en particular de sus pa­ labras al final de la dedicatoria a la condesa de Montijo, donde afir­ ma que Cervantes «por la fertilidad de su ingenio, produjo (aunque a lo burlesco) los más seriosos [sic\, útiles y saludables efectos que pudieran imaginarse» (iv), Paulson vincula la edición con la política de los whigs por la noción de efectos saludables, aunque los posicionamientos políticos de Carteret, como ya hemos indicado, lo colo­ caran más bien en el lado de los tories. Rachel Schmidt, por su parte, reflexiona sobre el paréntesis para tratar de ver cómo Mayans —y no Carteret— tiene que componer con ese Quijote burlesco en su con­ versión de la obra en texto didáctico y educativo para poder ser ca­ nonizado desde una perspectiva neoclásica que, según Schmidt si­ guiendo a Forcione en Cervantes, Aristotle a n d the «Persiles», había sido criticada por Cervantes en el discurso del canónigo sobre el 49

teatro, yendo así contra cierto consenso crítico sobre la poética dra­ mática cervantina y, en particular, de su claro planteamiento clasicista. Es más, desde una perspectiva que no es exactamente la nues­ tra, Paulson llega a una conclusión próxima a la que aquí defende­ mos: «he [Carteret] may also have seen Cervantes in the context of his own political career» (48). Al hablar Carteret de los «saludables efectos» (traducción literal de los salutary effects que escribió en in­ glés) producidos por la obra de Cervantes, Paulson se refiere al «dis­ crediting of Spanish chivalry —which was also the one feature of Don Quixote noticed by those other staunch Whigs, Temple, Shaf­ tesbury, and Steele, who referred to the Cavalier ideal and its dege­ neration into the Restoration “rake”» (47). Así, sin que sepamos exactamente por qué Cervantes podía querer desacreditar «la caba­ llerosidad española», Paulson ve en la postura de Carteret una conti­ nuidad con la de otros destacados liberales. Estos, según el crítico, «continued to associate Don Quixote and Quixote’s madness of knighterrantry with the Jacobite-Tory nostalgia for the Cavaliers» (47). Pre­ cisemos que los «Cavaliers» eran los seguidores realistas de Jorge I y Jorge II. Sin embargo, no nos parece justificación suficiente —y sí suposición aventurada— localizar el estímulo para la edición de Carteret en «the Jacobite uprising of 1715 and the Atterbury “plot” of 1722» (47). El que los conservadores (tories), y en especial los jacobitas, tuvieran a Henry Sacherevell como un héroe al que los liberales se referían como «un Don Quijote» (Paulson 47-48) no ex­ plica ni da razón de un momento tan temprano para los planes edito­ riales de Carteret. Y, sobre todo, tampoco refuerza la idea de un compromiso ideológico de Carteret con la corriente liberal. Interpretando las «Advertencias de D. Juan Oldfield [...] sobre las estampas de esta Historia», Paulson encuentra vínculos ideológi­ cos claros con algunos principios de la Academia Francesa sobre la pintura histórica, que es lo que, según Olfield, desempeñan en el Quijote las ilustraciones que lo acompañan. Para Paulson, «By stres­ sing the dignity of the subject, he [Olfield] proposes to raise illustra­ tion from a supplementary status to the level of a high art form» (48). Generalizando esa aproximación, Carteret se alinea estéticamente, se­ gún Paulson, con el círculo de lord Burlington, «with a neoclassical program that followed the doctrine of Shaftesbury in aesthetic theory and Palladio, Inigo Jones, and Colen Campbell in practice» (48). Lord Burlington se asocia en la historia estética inglesa con el neopaladianismo del siglo x v i i i . Y, como prueba de la implicación de Carteret con ese círculo, el retrato de Cervantes que abre la edición del Qui­ 50

jo te fue dibujado por William Kent, protégé de lord Burlington (48). En una lectura algo forzada de lo que afirma Oldfield, y dando por supuesto que lo que este dice es exactamente lo que piensa Carteret, sostiene Paulson que «at bottom he has turned Don Quixote in to another batde of the Ancients and Moderns in which he associates his noble patron with Heroic Virtue battling the Walpolean vices» (49). Por otra parte, y estableciendo un vínculo con otra tradición crítica de la que no parece consciente, Paulson emparenta a Carteret (y sus estampas) con Rapin y seguidores en cuanto a descifrar un sentido en clave personal en el texto. En efecto, fijándose en la iconografía de la coraza y la armadura, Vanderbank —según Paulson— copia la imagen que Van Dyck creó de Charles I on Horseback, «presumably at the insistence of Carteret (since he had already introduced the breastplate in Quijanos study), made Quixote into a Cavalier, spe­ cifically based on the Cavalier-of-Cavaliers, Charles I, and so asso­ ciated him with the Pretender [James II] and the Cavaliers: an ar­ chaic anachronism» (49-50). En otras palabras, Paulson recicla la interpretación que desde Rapin se había establecido sobre el Quijote como crítica del duque de Lerma y que otros deslizaron hasta con­ vertirlo en crítica directa del emperador Carlos I (de España y V de Alemania), pero trasladándolo a Inglaterra y tomando como mode­ lo a Carlos I de Inglaterra. Es más, Daniel Defoe llegaría a sugerir que fue el duque de Medina Sidonia (almirante al frente de la arma­ da que debía atacar Inglaterra) el que sirvió de base para el persona­ je de Alonso Quijano (Paulson 34). Aparentemente, pues, el Quijo­ te de Carteret sería la encarnación de una política liberal utilizada contra la política liberal de Walpole. Las contradicciones de seme­ jante interpretación —además de la insustancial asimilación de una función satírica tan elemental como la apuntada por Rapin— no permiten tenerla como algo serio en su lectura de la edición inglesa del Quijote. Por otro lado, como ya hemos indicado, Mayans le ofreció al mecenas inglés los ejemplares del Quijote que tenía: una primera edi­ ción de la primera parte y una segunda edición de la segunda parte, o sea, la que hizo en Valencia y en 1616 Pedro Patricio Mey (los mismos que más adelante le ofrecerá a Hordeñana para la edición que propon­ dría Ensenada hacia el ecuador del siglo, lo que tal vez sea prueba de que nunca envió esos libros a Londres, a pesar de que él le afirma a Martínez Pingarrón el 3 de abril de 1773 que «la primera edición del tomo I del Quijote regalé a milord Carteret cuando hizo la magnífica edición de Londres», o de que tenía varios ejemplares de cada uno). 51

Según Francisco Rico, el responsable real del texto impreso en Lon­ dres, Pedro Pineda, «utilizó un ejemplar de la edición más prestigiosa en la época, la publicada por Mommarte en 1662, o, si acaso, de al­ guna de sus inmediatas herederas flamencas» («Historia» 1: c c x ii ) . El resultado textual, según Rico, fue «una libérrima revisión de la de Bruselas, 1662, a la luz de las que también allí se habían publicado entre 1607 y 1617» («Historia» 1: c c x ii ) ; en cuanto a la edición en sí, fue una edición magnífica que convirtió objetualmente el Quijote en pieza de colección, en monumento, y culturalmente, en obra clásica, pues, según lord Carteret en carta a Mayans, se trataba de «libro ori­ ginal y único en su género» (en Mestre, «Prólogo» xliv). Podemos detenernos ahora un momento para reflexionar sobre el sentido de la edición de un libro como la que acomete lord Car­ teret. Un libro, cualquier libro, no es sino la caída en letras de un discurso oral de tipo intelectual, científico o creativo. Caer es la pa­ labra clave, porque de la cultura oral se desliza a la cultura escrita (puede verse Derrida sobre ese proceso, en especial «La farmacia de Platón», pero también, por ejemplo, Paul Zumthor, La lettre et la voix). Y ahora no distinguimos entre las copias manuscritas de la antigüedad (los libros de la época), las copias manuscritas realizadas en los conventos o el salto de la imprenta e incluso la aparición de los e-book, del libro electrónico (sin alcanzar a este último, puede verse Hipólito Escolar y su Historia d el libro). Así, el libro —en un sentido que no se circunscribe a la forma actual del objeto— se constituye en vehículo de transmisión sea de cualquier tipo y forma de «conocimiento», sea de escritura creativa o literatura. Pero, al mismo tiempo o en el proceso mismo de esa transmisión y repro­ ducción, el libro es encarnadura del patrimonio de una colectividad (o de una variedad de colectividades que pueden compartir de una manera u otra, por unas razones u otras, el de otras comunidades) y, en esa misma medida, cosificación, materialización, de la memoria de esa colectividad. Es decir, forma concreta y materializada de la memoria. Memoria de una comunidad, memoria de un pueblo, me­ moria de lo que alguien querría que fuera «la humanidad», borrando por un gesto verbal la multitud de diferencias que separan a las co­ munidades. El libro, por lo tanto, no es sino una de las formas en que se materializa —cobra «carne» de materia— la cultura y la me­ moria de los pueblos. Y por ahí se vincula ontológicamente con el monumento o memorial de que hemos hablado en nuestro Prelimi­ nar. Así, forma parte de la cultura material de una época, en par­ ticular cuando nos referimos a un objeto como la edición de Lon­ 52

dres (o la edición de las Comedias y entremeses de Cervantes, o la edición del Quijote de la Real Academia Española), que se destaca por su magnificencia y, en consecuencia, por estar dirigida a un sector muy reducido y determinado de la población. Objeto excep­ cional debido a la calidad de los materiales (papel) y de las imágenes incorporadas, a lo que se añade la encuadernación destinada a cada uno de sus posibles compradores. En otras palabras, la cultura ma­ terial está determinada por la división social en clases, y algunos de los objetos más significativos que marcan una época y participan en la construcción de una memoria nacional no son sino «disfrutados» por la élite o incluso solo por algunos de sus miembros. Por otra parte, y pensando en términos que parecen más bien determinados por la aparición de la imprenta y su fulgurante desarrollo en los siglos que siguieron, el objeto libro presenta, como mínimo, una doble faceta: su encarnadura exterior —encuademación, dora­ dos en el lomo y en las cubiertas, cantoneras, apariencia general del objeto— y su construcción interior, en particular el papel general y el que se le otorga a las iluminaciones e ilustraciones, pero también los tipos de letras, el uso de capitulares y otros detalles gráficos. Pierre Nora le prestaba una particular atención a los libros de historia —solo a los libros de historia— sugiriendo (o afirmando) que «only those founded on a revision of memory or serving as its pedagogical breviaries are lieux de mémoire» (21), e incluso asegurando, median­ te una pregunta retórica, la significación de los libros de historia: «Are not every great historical work and the historical genre itself, every great event and the notion of event itself, in some sense by definition lieux de mémoire» (21). No obstante, ¿cómo no conside­ rar un lugar de memoria el libro —texto y realidad material— en el que un pueblo va reconociendo progresivamente, paulatinamente, que en él se encuentra representada o reflejada mejor en ningún otro monumento material, urbanístico o arquitectónico, adosado o no, lo que entiende o quiere imaginar como su identidad nacional, su propia historia, la política de su vida? Cuando algunos individuos afirman que el español es un Quijote o un Sancho, ¿acaso ese texto de referencia, esa parte del patrimonio cultural, no adquiere una dimensión nueva, vinculada a la memoria del pueblo y plasmada en el objeto material que lo conserva? A ello puede añadirse, sin forzar excesivamente las cosas, que cuando además el libro objeto se ofrece o presenta como una construcción magnífica, un objeto admirable, el esfuerzo por darle la dimensión monumental de que estamos ha­ blando parece indiscutible. 53

Esa realidad objetual permite la utilización de metáforas arqui­ tectónicas al hablar del libro. Escribe Patricia Saldarriaga: Various architectural constructions (literal or metaphorical) provided access to reducciones: doors, columns, ephemeral arches that were built for special occasions, architecture created using special techniques such as trompe l’o eil that conveyed imagery, or house facades and book covers. As Cummins and Rappaport point out, the terms «title page» and «frontispiece» were used interchangeably for book manuscripts in the sixteenth and seven­ teenth centuries, and this image suggested a spatial entrance that would transmit knowledge to the reader. According to these authors, the transfer either by means of a page or door places sub­ jects in a state of liminal differentiation in time and space (247). En efecto, si la arquitectura —la estatua, el patio interior, la plaza o el espacio urbano— es probablemente el mejor testimonio del deseo de monumentalizar, es decir, de grabar en el espacio habi­ table o transitable el paso del humano, la huella profunda de la memoria del sujeto, la vinculación —en primera instancia metafó­ rica— de la arquitectura con el libro señala claramente relaciones que van más allá de un sentido solo metafórico, pues el libro —con su frontispicio, su puerta (o portada) y sus cámaras interiores (sus capítulos), sus elementos de decoración (letras capitulares, estam­ pas, cabeceras y remates)— es o se constituye en sí mismo en otro tipo de monumento. Pero aquí nos acercamos a aquellos libros-objeto que, en reali­ dad, trascienden la materialidad en tanto vehículos de un determi­ nado discurso para situarse en el terreno de los que alcanzan un va­ lor particular y especial precisamente por su propia materialidad. Me refiero a lo que se han llamado ediciones monumentales, mag­ níficas, extraordinarias, excepcionales. En nuestro libro tales edicio­ nes son la inglesa de Londres de 1738 y la de la Real Academia Es­ pañola de 1780 (sobre la que volveremos más adelante). Retoma­ mos, en ese sentido, la posición crítica de Rachel Schmidt al referirse a las ediciones de Londres 1738 y de la Real Academia 1780 como ediciones monumentales de lujo que son vehículos físicos de la ca­ nonización de un texto, para una obra literaria digna de ser clásica en todos los sentidos (155). Se trata de ediciones que convocan la mirada no solo ni especialmente o exclusivamente por el título de la obra o su autor —que también—, sino por la forma y magnifi­ cencia del volumen o volúmenes que se tiene(n) entre las manos o 54

se contempla(n) a cierta distancia. El tacto y la vista, aunque tam­ bién el olor del papel y la tinta, desempeñan un papel central en la valoración y apreciación del objeto. En cierto sentido podemos en­ tender así las palabras de Rachel Schmidt cuando afirma que la edi­ ción de Londres merece ser considerada el primer monumento al autor de la novela, Cervantes (49). Porque, antes de la erección de la estatua en Madrid en 1835 a la que nos referimos en el Preliminar y sobre la que volveremos en el capítulo 5, esta edición, por su tamaño, la suntuosidad física, el papel, la encuadernación, las fundiciones de los tipos y las ilustraciones entraña una aventura para conducir a Cervantes al Parnaso (49). Y es en el rastreo de la edición de Londres encargada por Carteret donde debemos aproximarnos a la labor de Nasarre y Montiano. L e c t u r a s t e m p r a n a s d e C e r v a n t e s: E s p a ñ a , F r a n c ia e I n g l a t e r r a

Pero para ello hay que remontarse en el tiempo a la recepción tanto del Qujote cervantino como del de Avellaneda. Porque el pri­ mer desciframiento del Quijote de Cervantes desde una óptica críticoliteraria —aplicando con justicia este calificativo a las teorizacio­ nes clasicistas de los siglos xvn y x v iii — fue el de René Rapin, quien en 1675 —aunque la primera edición sin autorización del autor tuvo lugar el año anterior— y su libro Réflexions sur la poétique d ’A ristote et sur les ouvrages des poètes anciens et modernes coloca al Quijote en el género de la sátira. En clara y abierta oposición al espa­ cio que Rapin por ejemplo le dedica al Quijote (y sobre el que volve­ remos), pero sobre todo al lugar que ocupa en su reflexión sobre la poética, Francisco Rico resume la recepción española del Quijote con las siguientes palabras: En la gándara que fue el pensamiento literario español du­ rante muchos decenios del siglo x v i i , el Quijote, que se sepa, no provocó ningún comentario ni examen de una mínima sustancia. La obra y el autor recibieron, sí, algunos elogios y bastantes des­ precios; hubo Un puñado de alusiones a personajes y situaciones de la novela, y no faltaron unas cuantas imitaciones superficiales de ciertos episodios. Pero nada que conlleve un atisbo de razona­ miento o desarrolle un juicio crítico (favorable o contrario) en ningún sentido. Nada: solo menudencias, obviedades y gracietas

(Ομηού$ηιο$ 13).

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Y, aunque él no lo dice, tal vez nada simboliza mejor esa perci­ bida superficialidad o ese vacío, esa ausencia, que el hecho de que Gracián nunca mencione a Cervantes, y que las alusiones a su obra traten de reducirse al mínimo (véase Cherchi 51-69). Se podría aña­ dir el muy citado comentario privado de Lope al duque de Sessa: «pero ninguno [ningún poeta] tan malo como Cervantes ni tan ne­ cio que alabe el Don Quijote». Cervantes, en palabras de Tamayo de Vargas, no era sino «ingenio aunque lego, el más festivo de España» (en Cherchi 59). A pesar de que Tirso de Molina juzgó a Cervantes como el Boccaccio español y lo definió como «ejecutor acérrimo de la expulsión de andantes aventuras» (en Close 9) —donde tenemos que ver, como habrían visto críticos de cualquier otro país de la Europa occidental, la mayor exaltación que podía hacerse de un autor: compararlo a Boccaccio ni más ni menos—, la impresión dominante de lo que fue la recepción contemporánea del Quijote la formuló tres­ cientos años después Azorín: «El Quijote no fue estimado ni compren­ dido por los contemporáneos de Cervantes» (en Close 9). ¿Ni estimado ni comprendido el Quijote en España y sus virrei­ natos? Tiene razón Cherchi (62) al sostener que lo que se hace casi intolerable e innombrable es que escritores, intelectuales, artistas tan grandes como Quevedo, Lope, Góngora, Velázquez, Zurbarán o Gracián —que en la narrativa de la Europa moderna al parecer no habían aportado nada a la cultura europea— no se dieran cuenta de que la publicación del Quijote había constituido un gran aconteci­ miento literario e incluso humano. Pero quienes así sienten se olvidan de la humanidad —la baja humanidad— de todos ellos, incluido el propio Cervantes; dejan de lado los sentimientos bajos (o simplemen­ te humanos) que albergaron y en los que vivieron, compatibles con la grandeza de sus obras respectivas. Desde luego, no hay aquí nin­ gún rechazo ideológico ni ninguna identificación inconsciente entre unos y otros. Por otra parte, ¿cómo se explican entonces las nume­ rosas ediciones, los comentarios tal vez intrascendentes que prodi­ gan sin altibajos cronológicos autores de una altura intelectual sin cuestionamiento posible, las huellas indiscutibles que deja el perso­ naje en incontables lugares? ¿Solo porque la gente se reía con él? ¿Pero reír no es estimar? ¿Reír no es comprender? Nos encontramos aquí con uno de esos lugares comunes construidos probablemente con buena voluntad pero con efectos nefastos. Como concluye Anthony Close, no es que no lo estimaran ni lo comprendieran, es que lo estimaron y comprendieron de una manera diferente —me­ jor, dice Close (9)— a la de Azorín y tantos otros. 56

Por otra parte, a pesar de que Paolo Cherchi recordó otras hue­ llas cervantinas a lo largo del siglo x v i i , al menos hay que mencionar dos que nos parecen demostrar la indiscutible continuidad del vivir nacional con el Quijote, y de pensar sobre él. Una es la de un novator tan destacado como Nicolás Antonio en su Bibliotheca Hispana Nova, sobre la que volveremos después, ya que Mayans la utiliza con profusión, aunque parece como si haber incluido a Cervantes en una inmensa enciclopedia —labor pionera en el mundo eurooccidental— fuera no darle la importancia que tenía, o al menos así parecen haberlo entendido muchos españoles pues, claro, no se le dedica un texto especial a él. La segunda es menos conocida, tal vez incluso muy poco conocida: se trata de la de Francisco Santos. A este lo mencionó Cherchi aunque en una referencia que probable­ mente no daba la mejor imagen posible de la amplia lectura que San­ tos había hecho del Quijote. En efecto, Cherchi cita de Francisco Santos (69) El escándalo d el mundo (1696), donde se lee: «¡Pobre mundo, cercado de logros, mentiras, vanidades de don Quijote de la Mancha, y con más manchas que la tierra, gastando por ámbar lo que sus padres por cerote! ¡Válgate el diablo la vanidad!» (144), don­ de el Quijote es referencia clave en el ámbito de la vanidad—asimi­ lación más que discutible, sin duda, pero también, como veremos más abajo, paradigma de una vanidad que no es sino la del ser nacio­ nal—, y también de una falsedad encarnada en las manchas —juego evidente y tal vez alusión a un criptojudaísmo más que cuestiona­ ble— y en la sustitución del cerote por el ámbar, metáforas de una riqueza simulada e inexistente. Pero en las obras de Santos las alusio­ nes al Quijote son más numerosas y alcanzan una dimensión supe­ rior a la señalada; así, se le usa como paradigma de caballería en El diablo anda suelto, como autor de cartas de amor en La tarasca de parto. De más interés, sin embargo, son las presencias en El Sastre del Campillo, donde se lee: Bien haces, dijo el Sastre, tú eres hombre de entendimiento, en ti se halla el juicio, en ti reina la sabiduría, la prudencia y la luz de la razón; pues ¿para qué quiere más luz? Ya sé que no quieres ver por no ver que hay tanto malo que ver, que más vale ser ciego que tener vista para ver a don Quijote de la Mancha, más man­ chado que el mundo, blasonando de más limpio que el oro del crisol; y a Sancho Panza, preciándose de caballero sin haber salido de asno en toda su vida; unas Dulcineas del Toboso, criadas como sabe el discreto y yo, aunque tonto, que quieren que vea yo la gala y no vea que sale de adonde yo veo unas Teresas Panza que desde 57

el estropajo brincaron al estrado, porque Amadís de Gaula gusta de lo que gusta, y quieren que veamos el estrado y no veamos el estropajo tan vil y asqueroso, que aun para tacos de un alcabuz no vale, pues más vale no ver por no ver, bien haces en ser ciego (2: 67-68 [por error 98]).

Nótese el tono irónico, pues sin él nada parece entenderse. En realidad, el hablante está justificando la «ceguera» (el no ver) preci­ samente para no ver a don Quijote. Pero si nos detenemos en que el hablante se califica a sí mismo como «tonto» entonces tenemos una clave para descodificar el resto. Todo lo que se dice de Quijote hay que deconstruirlo a partir de la clave irónica. Pero también en este otro fragmento: Dicho tengo ya que entré en el mundo muriendo; ahora ten­ go de procurar salir viviendo y riyéndome de la vida, trasto triste, y breve, y perecedero: la vida no es eterna, pues rióme de lo que no es eterno, solo esta vanidad del mundo me inquieta la risa. ¡Oh, quién pudiera desterrar el sentimiento, que donde hay sen­ timiento no caben alegrías! Ven acá, don Quijote de la Mancha, esposo de doña Dulcinea del Toboso, ¿para qué has establecido en el mundo tanta vanidad, que le tienes hidrópico, hinchado? Ven acá, ¿por qué no reparas en aquellas cándidas edades, cuando la mentira aún no había sacado a luz su infame rostro, avergonza­ do desde el primer pecado? (2: 116).

¿Qué entiende aquí por vanidad el autor? La vanidad que ha establecido don Quijote es, seguramente, la que define el D icciona­ rio de Autoridades: «falta o carencia de sustancia, entidad o realidad en las cosas». Y el narrador impreca al personaje por haber estableci­ do en el mundo «tanta vanidad», hasta el punto de que ese mundo está lleno de insustancialidad, frente a la que le interroga sobre la referencia a unas edades en las que «la mentira aún no había sacado a luz su infame rostro». Sin embargo, el texto más explícito y representativo es el que proviene de El arca de N oéy campana de Belilla, publicado en Zara­ goza, sin impresor, en 1697, e incluido en el tomo IV de Obras en prosa y verso: Por aquí, amado Noé, sabrás lo que contenían los libros, to­ dos de disparates y más disparates; y así, sin preguntarte más en cuanto a estas visiones, conozco que este jinete, sobre aquel caba­ llo de tablas de ripia, es don Quijote de la Mancha, a quien hizo 58

memorable el ingenioso entendimiento de Miguel de Cervantes, pues con su primera y segunda parte de la vida venturera de este caballero manchego desterró tan fabulosas leyendas. Doyte mil parabienes de que en tu arca hayas traído en demonstración al gran manchego don Quijote. Tocó la campana y desapareció el ga­ lán de Dulcinea del Toboso (206).

Esta cita nos demuestra, como mínimo, que a finales del siglo x v ii —probablemente después de la publicación postuma de la B iblio­ theca Hispana Nova, de Nicolás Antonio (1696), aunque es difícil de confirmar porque, aunque en la portada del libro de Santos se dice «Con las licencias necesarias», no aparece ninguna licencia, ninguna aprobación, ningún texto que lleve fecha, por lo que solo tenemos el año que aparece en la portada— alguien como Francis­ co Santos sigue teniendo como referente sistemático el Quijote. Sirva, pues, que en la primera edición, en la división VI aparece el fragmento titulado «Don Quijote de la Mancha contra los libros de caballería», de donde proviene la cita copiada. Pero debe notar­ se los términos con que se habla del «ingenioso entendimiento» de Cervantes. No puede suponerse que haya aquí la menor infravaloración del alcalaíno ni mucho menos de su obra, a la que se atribu­ ye el gran éxito de desterrar las fabulosas leyendas de los libros ca­ ballerescos, criterio, como hemos visto, axial en las lecturas euro­ peas de la época y hasta mucho más tarde. Pero hay que enfatizar la presencia de don Quijote en el arca de Noé, como uno de los seres o personajes que deben ser salvados, porque ese detalle nos da probablemente la mejor medida de la valorización que Santos hace del Quijote. En un exordio digamos que algunas indagaciones minuciosas en los precedentes de esta recepción han sido las de Paolo Cherchi, ya lejana, las de Emilio Martínez Mata; las de Francisco Rico, que en el primer capítulo de su libro Quijotismos ha procedido de modo se­ mejante al de Martínez Mata (o a la inversa); y las de José Cebrián, que en «De ilustrados cervantófobos» ha rastreado la historia de la corriente anticervantina que en España se prolonga hasta entrado el siglo XIX — e incluso podría decirse que se arrastra hasta finales de ese siglo y tal vez se cierra en el aniversario de 1905—, idea la de Ce­ brián retomada por Álvarez Barrientos para argumentar la existencia de una «línea de anticervantismo» (M iguel de Cervantes 11). Asumiendo y reelaborando los rumores recogidos por Manuel de Faria e Sousa en Lusiadas de Luis d e Camoens, prín cipe de los poetas 59

de España (1639) —que Rico resume de la siguiente manera: «si un duque confía a Sancho el gobierno de la Insula Barataría es porque Cervantes quiere criticar “la errada y aun ridicula elección que gene­ ralmente se hace de sujetos para ministros”, y “en particular” para “virreyes y gobernadores de Italia”» (Quijotismos 51; véase también Pedraza Jiménez 42-43)·— el jesuíta Rapin dará por supuesto que el Quijote solo puede ser entendido como la reacción visceral y vital de Cervantes contra algún poderoso que le habría menospreciado (véa­ se Bardon 387-389). Y así, escribe Rapin: Ce grand homme, ayant été traité avec quelque mépris par le duc de Lerme, premier ministre de Philippe III, qui n’avoit nulle considération pour les sçavants, écrivit le roman de D on Quichot, qui est une satyre très fine de la nation, parce que toute la nobles­ se d’Espagne, qu’il rend ridicule par cet ouvrage, s’était entêté de chevalerie. C ’est une tradition que je tiens d’un des mes amis, qui avoit apris ce secret de Dom Lopé, à qui Cervantes avoit fait confidence de son ressentiment (205; citado por Martínez Mata, Rico, Q uijotismos [51] y otros).

Nótese, en las frases copiadas, que para Rapin el Quijote es «una sátira muy fina de la nación», no solo del duque de Lerma, sino de toda la nobleza española, ridiculizada en la novela. De ese modo se le confiere al Quijote unas pretensiones y una ambición «antinacio­ nal» que hará las delicias de numerosos escritores. A. P. Burton co­ mentó con absoluta razón, tras citar la versión inglesa de las palabras de Rapin: «This story is mostly untrue» (2). Como bien señala Mar­ tínez Mata, sin embargo y a pesar de la inverosimilitud de la opinión de Rapin, «la idea sería recogida y difundida por Europa por Louis Moréri» («La influencia» 498), aunque lo que era un comentario lateral en Rapin se convierte en verdad incontrovertible para Moré­ ri, que repite literalmente lo que dice Rapin y añade de su propia invención: «Les vers tronquez, qu’on void au commencement, té­ moignent que cette piece regardoit principalement le Duc de Lerme, car son nom y est caché avec addresse» (en Martínez Mata, «El Qui­ jo te, sátira antiespañola»). Françoise Etienvre («De Mayans a Capmany» 34, n i3) ha indicado que esa misma interpretación es la que reproduce LEncyclopédie de Diderot y D’Alembert en el tomo XIV, pág. 343, donde se copia, bajo la entrada «Roman», casi al pie de la letra lo que escribió Moréri. Según esa lectura, Cervantes en el Qui­ jo te ataca a Lerma, a toda la nobleza española y, en último término, a la nación entera. 60

Cruzando el canal de La Mancha, Francisco Rico escribe: Todo indica que fue en Inglaterra, y quizá sobre el fondo de las cambiantes fortunas de los «Cavaliers» en la guerra civil y en la restauración, donde primero se sostuvo, a finales del Seiscien­ tos, que «the H istory o f D on Quixot had ruined the Spanish Mo­ narchy»: para Sir William Temple, el autor había puesto en solfa las virtudes caballerescas, «Love and Valour», «Honor and Love», «Fighting and Loving», y era, por ende, «a great cause of the ruin o f Spain, or o f its greatness and power». Según Peter Motteux, el traductor del Q uijote en 1700, «the wonderfúll declension o f the Spanish bravery and greatness in the last century» debía imputar­ se «very much» a Cervantes por haber llevado la broma demasia­ do lejos y escarnecer no ya «Romantic Love and Errantry», sino también «Honour and Courage» (Q uijotismos 52).

Así, para Temple (que escribe en 1690) —asociado por Paulson, según se ha visto, con una posición w hig en relación al Quijote (36)— la obra de Cervantes fue «a great Cause of the ruin of Spain, or of its Greatness and Power» (en Burton 3). No obstante, Frans De Bruyn ha ubicado con perspicacia las palabras de Temple. En realidad, Temple —siguiendo el recurso retórico de Rapin— atribu­ ye esos comentarios a un español que se encuentra en Bruselas y, comenta De Bruyn, «Temple does not appear to take this anecdote altogether seriously, but it voices a reading of the novel that persis­ ted into the nineteenth century» (39). De Bruyn seguía por su parte a Paolo Cherchi, quien había incluso cuestionado que las opiniones expresadas por Temple provinieran directamente de Rapin, supo­ niendo que tal vez se habían difundido por España y sus virreinatos sin intervención francesa (21). Alguien como Edmund Burke pro­ yectó, más avanzado el siglo xvm, esa lectura del Quijote a su propia interpretación de la Revolución Francesa, que, para Burke, estaba representando la destrucción del idealismo caballeresco a manos del moderno racionalismo ilustrado (De Bruyn 39). Pero que la anéc­ dota que cuenta Temple no reflejaba una percepción dominante en los círculos letrados ingleses lo demuestra John Locke, quien en «Some Toughts Concerning Reading and Study for a Gentleman», que incluyó como apéndice de An Essay Concerning Human Under­ standing, escrito en 1690, afirma: «Or all books of fiction, I know none that equals Cervantes’s History o f Don Quixot in usefulness, pleasantry, and a constant decorum . And indeed no writings can be pleasant, which have not Nature at the bottom, and are not 61

drawn after her copy» (en De Bruyn 34). O sea que la imitación de la naturaleza —o la copia en sus exactos términos— es la causa del placer de la lectura, a lo que en el caso del Quijote se añade la utilidad y el decoro. Locke, obviamente, no ha escapado, como la mayoría de los intelectuales de su tiempo, de los conceptos clasicistas que enmarcan mentalmente la lectura y que seguirán presentes durante bastantes de­ cenios más tarde. De Bruyn señala, además, el predominio de lecturas que intentan ubicar el Quijote, lo no familiar, en el marco de lo fami­ liar, que es el teatro y en particular lo cómico y lo burlesco (John Phililips, Thomas d’Urfey y Ned Ward), que permitía distinguir la obra de Cervantes de la formalidad y seriedad del romance (34). La opinión de Temple —sostienen algunos estudiosos— fue re­ producida por Peter Motteaux en su traducción del Quijote de 1700 (Burton 3). Sin embargo, curiosamente, ni Burton ni Rico ni otros crí­ ticos recogen lo que parece recortarse como la verdadera opinión de Motteux, que este expresa rebatiendo precisamente lo que otros creen: «But that this was far from the Authors design is very evident from his many noble sentiments of Love and Honour through his Book» (A5+2v). Martínez Mata no duda en vincular esta interpretación —en la que literatura, cultura y crítica literaria se funden con historiografía social, económica y política, pues de eso están hablando Temple (en 1690) yMotteux (en 1700)— a una particular lectura que Temple hace de lo afirmado por Rapin. Es más, en el ámbito discursivo inglés lo que va a dominar es la función de Cervantes y el Quijote en la eliminación y destierro de la caballerosidad y la galantería, idea que recoge Shaftesbury al afirmar que Cervantes «destroyed the reigning taste of Gothic or Moorish chivalry» (en Paulson 32), donde es preciso detenerse en los calificativos de gótico y moro, pues anticipa algunos rasgos «orientalizadores» sobre los que volveremos más adelante. Y así, Richard Steele, en The Tatler, núm. 31, de 21 de junio de 1709, escribe con ironía:

The Spanish nation, it must be owned, were devoted to gallantry and chivalry above the rest o f the world. What a great figure does that great name, Don Quixote, make in history? How shines this glorious star in the Western world? O renowned hero! O mirror o f knighthood! Thy brandished whinyard all the world defies, And kills as sure as del Tobosas eyes. I am forced to break off abruptly, being sent for in haste, with my rule, to measure the degree of an affront, before the two gentle­ men (who are now in their breeches and pumps ready to engage behind Montague House) have made a pass. 62

Y, como recoge Martínez Mata siguiendo a Burton, en el núm. 219, del 2 de septiembre de 1710, el mismo Steele convierte ese comienzo en lo siguiente: «It has been said the History of Don Quixote utterly destroyed the spirit of gallantry in the Spanish na­ tion; and I believe we may say much more truly, that the humour of ridicule has done as much injury to the true relish of company in England» (4: 126), donde el Quijote le sirve como modelo para ex­ plicar una transformación social «semejante» en la propia Inglaterra. Por supuesto, dejando de lado la atribución al Quijote de la pérdida española de la hegemonía continental, el énfasis que ponen los autores ingleses en la desaparición de la caballerosidad española nos tendrá que llevar más abajo y en el capítulo siguiente a analizar el papel que esa caballerosidad ocupa en la percepción de la identidad nacional. En la dedicatoria de la edición londinense del Quijote de 1738 a la condesa de Montijo —María Dominga Fernández de Córdoba y Portocarrero, esposa del conde titular, el 5.° de Montijo, Cristóbal Gregorio Portocarrero y Funes de Villalpando (1692-1763), emba­ jador extraordinario en Gran Bretaña desde que llega a Londres el 5 de octubre de 1732 hasta que la deja el 5 de julio de 1735 (Ozanam 401)— el señor de Carteret parece alejarse de esa actitud dominante —muy probablemente por el texto de la Vida de M iguel de Cervantes que Mayans escribe— ya que, aceptando el origen árabe de las ficciones caballerescas, convierte indirectamente a Cervantes —por medio de su novela— en el héroe capaz de incidir en una decisión política tan trascendente como la expulsión de los moriscos, pues, dice Carteret, «un pobre soldado viejo, manco y encarcelado fue el mayor instru­ mento para la expulción [sic] de los moros de España, sin efusión de sangre, ruina de familias, ni inconveniente alguno» (iii-iv). Y no solo indirectamente, pues la formulación no puede ser más clara: «Si con verdad se pudiera decir que el que enmienda el genio de una nación y le da tales realces hace más provecho a un reino que el que extien­ de sus límites, podemos decir que Cervantes fue uno de estos hom­ bres inestimables, cuyo nombre vivirá tanto cuanto las buenas letras en el mundo subsistieren» (iv). Nótese, sin embargo, el carácter pragmático que se le atribuye al libro: enmendar el gen io de una na­ ción, que va mucho más allá de desterrar la afición a las novelas de caballerías, a la vez que anticipadamente fusiona el heroísmo del autor y e l d el personaje. Y, por encima de todo, Carteret no cuestiona en modo alguno el carácter burlesco del Quijote (iv), incluyéndolo en­ tre los «libros de humor» (ii), idea que ya había aparecido en una de 63

las cartas que le escribió directamente a Mayans el 25 de marzo de 1737, donde habla del Quijote como de «la más graciosa y agra­ dable obra de invención que jamás salió en el mundo» (en Mestre, «Prólogo» x l i v ). La línea de interpretación marcada por Temple y descendiente de la de Rapin acabaría impregnando, no obstante, las lecturas fran­ cesas posteriores. Y, así, Jean-François Peyron, en su Nouveau voyage en Espagne fa i t en 1777 et 1778, dice de Cervantes que «il avoit corrigé sa nation de son ardeur pour les grandes aventures [...] et peut-être doit-on lui reprocher d’avoir énervé ces sentiments hé­ roïques, cette énergie de caractère, cette grandeur d’âme qui distinguoient la nation Espagnole» (234). Por supuesto que ciertos niveles se irán entremezclando y produciendo resultados intelectuales com­ plejos, pero el marco general de la lectura del Quijote y, por tanto, de la función social de Cervantes, de su incidencia sobre la política de la vida nacional, estarán marcados por lo menos en los límites tem­ porales del siglo ilustrado. El papel simbólico —como el de otros— asumido por la afirmación de Montesquieu en sus Lettres persanes (1721) a propósito de que, hablando de los españoles, «Le seul de leurs livres qui soit bon est celui qui a fait voir le ridicule de tous les autres» —eso que los franceses califican de trait d ’esprit— no es más que la asimilación aparentemente intrascendente que un intelectual alcanza a articular en un contexto ficcional más que en un marco «serio», pero que se relaciona con un antiespañolismo sistemático al que tal vez no fuera ajena la influencia de su esposa, Jeanne de Lar­ tigue, de familia protestante, rica y de nobleza reciente. Refiriéndose a la edición de Londres de 1738, Francisco Rico es­ cribe y resume en Quijotismos: La primera edición que entronizaba el Q uijote en el supremo Parnaso de la literatura nació, por tanto, en Inglaterra y a impulsos de un mecenas inglés. Pero si en torno a las mismas fechas la obra estaba suscitando en España un cierto interés crítico era precisamen­ te como eco directo (también en Mayans) de las opiniones que de mucho atrás venían discutiéndose en Francia. La reciente adapta­ ción por Lesage del Q uijote de Avellaneda había llevado allí, en línea con planteamientos como los de un Pierre Perrault, a valorar a veces la continuación apócrifa por encima del original cervantino. Blas de Nasarre y Agustín de Montiano alentaron en particular el disparate, reimprimiendo en 1732 el potingue avellanesco y proclamándolo «exento de los defectos en que incurrió Cervantes», y fueron pronto premiados con la elección a la Real Academia Española (14-15). 64

Y sigue diciendo Rico: «En 1738, otro de los devotos de Avella­ neda, Diego de Torres Villarroel, definía bien la situación al señalar que “aunque (el Quijote) tiene tanto lugar en la estimación de nues­ tros nacionales [...] todavía les agrada más a los naturales de los rei­ nos extranjeros”. Es cierto: en los siglos x v i i y x v i i i , tanto las edicio­ nes inglesas como las francesas superan largamente en número a las españolas» ( Quijotismos 15), afirmación esta última sobre la que vol­ veremos más adelante. Porque lo cierto es que un enfoque muy diferente al visto hasta ahora es el que adopta Alain-René Lesage —entre otras razones, debido a su práctica centrada en la escritura de ficciones— cuando, como yendo contracorriente en relación con la aceptación general del Quijote de Cervantes, se responsabiliza de la traducción y edi­ ción del Segundo tomo d el ingenioso hidalgo Don Quixote de la M an­ cha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras, compuesto p o r el licenciado Alonso Fernández d e Avellaneda, natural de la villa d e Tordesillas, publicado en Tarragona y 1614, a cargo del librero Felipe Roberto. Según Fernández de Navarrete fue «este amor a la novedad» (fl50) lo que hizo que Lesage publicara esa traducción «con apacible y elegante estilo; y para quitar las náuseas que había de causar su insípida y desagradable lectura, se tomó la libertad de alterar el original, purificándole de muchos pasajes tor­ pes e indecentes, y añadiendo de suyo varios cuentos y episodios más estimables» (5150). Lo que dice Navarrete recoge y recicla en cierto sentido lo dicho por Vicente de los Ríos en su «Vida de M i­ guel de Cervantes», donde sostiene que «el traductor descompuso el original para componerle de nuevo, quitóle la mayor parte de las torpezas e indecencias de que abunda y le adornó con varias adicio­ nes y episodios que le mejoraron mucho y dieron algún crédito a su primer autor» (xxxii). Y De los Ríos seguía a Mayans, que había afirmado: «El año 1704 se imprimió en París una que se llama tra­ ducción de esta obra en lengua francesa, pero se observa el orden invertido, muchas cosas quitadas y muchas más añadidas, y estas han podido granjear algún crédito a su primer autor» (f65). Lo que hizo Lesage fue, en términos de la tradición española, una refun­ dición del texto avellanedesco. Y al responsabilizarse de esa publica­ ción, Lesage escribe un breve prefacio en el que trata de justificar las razones de tal empresa. Puesto que la segunda parte de Cervantes salió después que la de Avellaneda, para Lesage resulta indiscutible «juger lequel a été le copiste» (189), con las implicaciones obvias de que el copiador fue 65

Cervantes y así, de manera sutil, sugerir una falta de invención y, en términos actuales, de creatividad, que indirectamente parecen si­ tuarlo en una posición inferior a Avellaneda. Dany Roberge anota: «tout se passe comme si sa préférence allait véritablement à Avella­ neda, le romancier sans imagination» (109), y no encuentro razones para cuestionar esa preferencia. Para Lesage resulta evidente que el enfrentamiento entre ambos escritores es producto del odio que se tienen, «mais j ’ignore le sujet de leur haine, personne n’a pû m’en instruire, & Nicolas Antonio, qui a parlé de ces deux auteurs, ríen fait pas mention» (190), aunque a ese respecto puede verse hoy Martín Jiménez. Para justificar el hecho mismo de la traducción y edición de la segunda parte de Avellaneda, Lesage no tiene otra op­ ción que salir en defensa de esta, ya que, si no, su empresa quedaba desautorizada desde el principio. Su postura en favor del apócrifo se manifiesta en términos muy generales: «il me paroít qu’Avellaneda n’est point mal sorti de son entreprise» (190). Y, para articular un argumento mínimamente convincente, analiza a los dos personajes centrales. Así, afirma sobre don Quijote: «Il a fort bien soutenu le caractère de Don Quichotte. Il ne le perd point de vue; il en fait un chevalier errant, qui est toujours grave et dont toutes les paroles sont magnifiques, pompeuses et fleuries» (190). Pero es respecto a Sancho donde las opiniones de Lesage se se­ paran de lo que acabará siendo una de las lecturas canónicas de la obra cervantina. Porque, en efecto, dice Lesage: «Pour son Sancho, il faut demeurer d’accord qu’il est excellent et plus original même que celui de Cervantes» (190). Lesage destaca, en términos de aná­ lisis concreto del personaje, lo que llamaríamos la coherencia del personaje avellanedesco, ya que, según él, Sancho es un campesino que se distingue por su simpleza y que no la contradice en ningún momento. En cierto sentido, es lo que Montiano —tomando más bien las ideas de Pierre Perrault-— calificará como la verosimilitud del Sancho apócrifo: «Le caractère de l’autre Sancho [el de Cervan­ tes], dice Lesage, n est pas si uniforme: tantôt il lui échappe des traits d’ingéniosité, et tantôt il tient des discours malins, dont on voit bien qu’il sent toute la malice, qui sont quelquefois trop relevés pour un paysan et trop sensés pour un valet qui est la dupe des folles visions de son maître» (190). Lesage concluye este argumento asegurando que: «on peut dire, ce me semble, qu’il y a une différence sensible entre les deux Sancho: celui de Cervantes veut souvent faire le plai­ sant, et ne l’est pas; celui d’Avellaneda l’est presque toujours, sans vouloir l’être» (190). Y el último punto de su defensa topa con el 66

lenguaje y las diferencias atribuibles a un aragonés frente a un caste­ llano, problema que, para Lesage, carece de trascendencia porque él trabaja con una traducción: «Que l’Aragonois ne parle pas si bon Espagnol que le Castillan, que nous importe? Pourvu qu’il ait le génie aussi plaisant et qu’il nous divertisse en notre langue autant que lui» (191). La edición de Lesage, interesada desde su óptica de escritor que busca y recicla en el archivo de las letras seculares españolas del siglo anterior para encontrar materiales que nutran sus ficciones, fue re­ señada en el número XIII del Jou rn a l des Savants, de 31 de marzo de 1704, a las páginas 207-208. Según el reseñista anónimo, la obra de Avellaneda «ne fut pas mal reçue» (207) cuando se publicó en 1614, dejando en el tintero que no tuvo ninguna nueva edición a lo largo de más de un siglo, lo que demuestra una recepción más que medio­ cre. El ángulo desde el que plantea las relaciones entre Avellaneda y Cervantes se basa tanto en la publicación de la segunda parte de Avellaneda como en una lectura personal del Quijote cervantino. Opina el autor de la reseña que «Avellaneda semble avoir raison de reprendre Cervantes en plusieurs occasions, & sur tout en ce qu’il fait dire à Sancho des choses qui sont au dessus de sa portée; le San­ cho d’Avellaneda est beaucoup plus simple. Cervantes de son côté reprend judicieusement plusieurs endroits de l’Histoire d’Avellaneda, qu’il nomme l’Aragonnois, pour luy reprocher la rudesse de son stile» (208). El reseñista, como se ve, no se inclina en modo alguno por la version de Avellaneda, sino que trata de ver y resaltar la «con­ versación» que existe objetivamente entre ambas segundas partes. Lo que sí enfatiza el autor de la reseña es que, al ser una traducción, los problemas de estilo que señalaba Cervantes han desaparecido. Es más, se elogia la función de traductor/adaptador de Lesage: «On est obligé à l’Auteur du soin qu’il a pris de donner à sa traduction, un tour & des manières de parler si Françoises, qu’on n’y reconnoit plus les défauts que Cervantes trouvoit dans l’Original» (208), aunque apunta también los defectos en que parece haber caído la traducción francesa por la repetición de giros populares del francés de la época, pero con la disculpa de que se ponen sobre todo en boca de Sancho, repitiendo «qu elles y sont trop frequentes, & qu’on en est fatigué» (208). La reseña, que acaba siendo sobre todo un juicio de la traduc­ ción, se sitúa al final en un punto neutro: «Au reste, nous ne sçaurions pas dire si cette traduction est fidelle: nous n’avons point vu l’original Espagnol» (208). Como puede deducirse de estos comen­ tarios, poco aportan en cuanto a un posicionamiento a favor o en 67

contra de Cervantes o Avellaneda, por lo que la idea recurrente en la crítica del peso del artículo en el Jou rn al des Savants sobre los prota­ gonistas de este choque parece desmesurada por no decir fuera de lugar. Desde luego, se puede comparar con lo que Rachel Schmidt cita supuestamente de lo que llama el Diario de los sabios (nota 38 en páginas 197-198) y que no tiene nada que ver con lo que ahí se lee puesto que ha copiado palabras de Isidro Perales en la edición de Avellaneda. Y será, siguiendo hasta cierto punto las opiniones de Alain-René Lesage, como Nasarre y Montiano desarrollan lo que parece formar parte de una estrategia de adulación al monarca para obtener y ga­ rantizarse un apoyo institucional de la Corona sólido y estable. Des­ de el punto de vista de estos dos letrados colocados en puestos rele­ vantes del mundo cultural de la época, parecería lógico ofrecerle al rey —francés con gustos franceses— un modelo de lo que se podría entender como una plasmación del gusto francés: Lesage lo había elogiado y podía ofrecerse como ejemplar más regular que el del mismo Cervantes, aunque quizá olvidando que Felipe de Anjou ha­ bía sido uno de los continuadores del Quijote cervantino durante su educación cortesana. Paolo Cherchi sugirió con perspicacia que cuando Mayans coloca el Quijote como modelo de la lengua espa­ ñola pues, entre otras cosas, «hizo ver que la lengua española no necesita de mendigar voces extranjeras» (f 53), asocia las influencias extranjeras a la presencia francesa y, por tanto, a la revalorización del Don Quijote apócrifo (86). Álvarez Barrientos, sin embargo, ha su­ gerido «a falta de mayores comprobaciones y datos, que esa edición formara parte de la política cultural dirigida a asentar el clasicismo y la regularidad en el gusto de los hombres de letras, aspecto al que alude Montiano en su trabajo» («El Quijote de Avellaneda» 23). Si damos por buena esa lectura, ello implicaría que Nasarre y Montia­ no pretenderían socavar el capital cultural de Cervantes —al que Mayans había aludido en sus textos tempranos (véase Pérez Magallón, En torno a las ideas literarias de Mayans 224-239)— para susti­ tuirlo por el de Avellaneda. Con cierta sutileza Vicente de los Ríos escribe en su «Vida de Miguel de Cervantes» que antepone a la edi­ ción académica del Quijote: «La censura de aquel sabio bibliotecario [Nicolás Antonio] y la conducta de sus contemporáneos son un in­ dicio vehemente contra la pretendida ilustración de este siglo, en el cual ha encontrado Avellaneda unos obsequios que no pudo lograr en el suyo» (xxxiii). Es más, sin mencionar los verdaderos nombres de los responsables de la edición de Avellaneda, De los Ríos expresa 68

su consternación, pues «lo singular es que, en este siglo, y dentro de la Corte, se haya estampado y sostenido lo mismo [que Lesage], poniendo por fundamento la autoridad de los diaristas franceses» (xxxiii). Nos parece, no obstante, que el programa institucional de Nasarre y Montiano pasa sobre todo por la adulación del rey con el objetivo de reforzar sus posiciones en el círculo letrado áulico, ele­ mento que incluye el deseo de regularizar un gusto demasiado «de­ sordenado» para los supuestos gustos de la Corte. Por el contrario, Mayans aprovecha la ocasión que le ofrecen sus amistades diplomá­ ticas, en particular el confesor real, el jesuíta escocés Guillermo Clarke, y el embajador británico en Madrid Benjamin Keene. Así, sale en defensa de Cervantes, de su obra toda y de su actividad como intelectual y escritor «despreciado» por el poder y por las clases do­ minantes —dejemos de lado por el momento lo que de invención hubo en esa imagen—. Todo el episodio ha sido estudiado docu­ mentadamente por Antonio Mestre y él es nuestra referencia en la reconstrucción del mismo.

M

a yan s y l a i n v e n c ió n d e

C ervantes

En efecto, como ya hemos visto Mayans no tuvo la iniciativa en el proceso de publicación del Quijote cervantino. Esa posición la tomó lord Carteret, aunque atribuir esa iniciativa al amor del viz­ conde por la obra cervantina y a su adoración del Quijote —o a una más amplia afición a las letras clásicas y las lenguas modernas— es embellecer mucho los planes ocultos del político inglés. Muy certe­ ramente escribió François Lopez: «es legítimo suponer que el amor a las letras españolas no fue el único incentivo de quien arrostró un negocio tan poco rentable» («Los Quijotes» 257). Pero, como tam­ bién hemos insinuado algo más arriba, Mayans quiso y supo apro­ vechar el encargo para trazar una imagen crítica del estado cultural de España y, más específicamente, de sus propios conflictos con el establecimiento cultural de la Corte. En la presentación de la Vida de M iguel de Cervantes Saavedra que preparó Antonio Mestre para el sitio que le dedica a Mayans la Biblioteca Valenciana Digital, escribe el historiador: Quiero decir que don Gregorio pretendió censurar la vida intelectual española del siglo xvni. Dos textos me servirán de apoyo. Sea el primero una carta de don Gregorio a su amigo 69

Francisco de Almeida: «No espere V. S. una obra de burlas, sino una severísima sátira de estos tiempos, disfrazada entre las críticas de las obras de Cervantes» (9-III-1737). El segundo puede leerse en la misma Vida. Al intentar explicar el éxito del Quijote, Ma­ yans llama la atención sobre el hecho de que, pese a tratar un asunto ridículo y que el ámbito de lectores de la lengua ha dismi­ nuido, continúa siendo un libro tan necesario como en el mo­ mento de su aparición: «porque, después que Francia con la feliz protección de Luis XIV llegó a la cumbre del saber, empezó a descaecer y, faltando letrados semejantes a Sismondo, Bossuet, Huet y otros varones como ellos de inmortal memoria, comenzó a prevalecer el espíritu noveloso, y ha cundido de manera la afi­ ción a las fábulas que sus diarios literarios están rellenos de ellas y de Francia apenas nos vienen otros libros» (j92). Y tiene razón en lo que se deduce de esas afirmaciones mayansianas. Pero los objetivos del valenciano tendrán otras ramificacio­ nes. Una de ellas afectará decisivamente a la imagen mitificada que construirá de Cervantes como individuo históricamente existente en un contexto específico. Porque Mayans no va a dudar en proyectar sus propias circuns­ tancias existenciales a mitad de la década de 1730 sobre las de un Cervantes a principios del siglo x v ii —efectuando a veces lecturas excesivamente literales de textos como los que se encuentran en los umbrales de algunas de sus obras— hasta llegar a forjar la visión de un Cervantes empobrecido, abandonado por todos, aislado de quie­ nes debían ser sus pares intelectuales, sin apoyos de las autoridades ni de los mecenas que hubieran debido sostenerlo, víctima de un ambiente cortesano que no valoraba ni valoró a aquellos que real­ mente tenían valor, envidiado por los demás literatos: Cervantes en su tiempo; Mayans en el suyo (salvando las distancias, porque Mayans nunca pasó hambre ni vivió la pobreza que le achaca presuntamente a Cervantes). A esa idea aludió Rachel Schmidt al decir que De los Ríos, al trazar una imagen de Cervantes como ser sensible, lo presenta aliena­ do de su propio tiempo, en tanto Mayans resaltaba la falta de recono­ cimiento público de Cervantes entre sus contemporáneos como pro­ ducto del maltrato que sufrió (145). Mestre alude a otros aspectos de esa proyección mayansiana al hablar de los rasgos autobiográficos inscritos en la Vida, y escribe en el sitio ya mencionado: Su protesta contra la nobleza o quienes detentan el poder, por ejemplo. El desprecio que sufrió Cervantes por parte de los no­ bles de su tiempo, o la ignorancia de que hizo gala la monarquía 70

(minuciosamente descrita) son paralelas a las experimentadas por Mayans y que todavía estaban frescas en su memoria. Me refiero al desplante del secretario de Estado, Patino. Los cortesanos adu­ ladores son idénticos en todos los tiempos, y don Gregorio, al censurar a los coetáneos de Cervantes, intenta criticar a quienes detentaban el poder en su tiempo. Los ejemplos podían multipli­ carse: la nobleza cortesana que no pidió una pensión para Cer­ vantes o la afirmación de que en la república literaria solo son grandes los que saben, o solamente son dignos de honra aquellos que la consiguieron con sus propios méritos... se refieren directa­ mente a Cervantes, pero expresan los problemas personales de un intelectual del xviii con conciencia de su valía no reconocida.

Y no es ese el único ejemplo. Por ello Mestre se extiende refirién­ dose a otros casos: O su crítica a la sociedad española, que nunca reconoció el mérito de sus hombres de letras. Evidentemente, Cervantes es el paradigma. Nadie con sus méritos. ¡Qué desprecios sufrió! ¡Cuán­ tas dificultades, obstáculos e incomprensiones! Pero Mayans quiere, al poner el ejemplo de Cervantes, ampliar el campo de mira que alcanza también su tiempo y su propia persona: «An­ tigua, pues, y como heredada es en España esta falta de conoci­ miento y aprecio de los grandes escritores» (5 138). O la necesi­ dad de exponer los méritos propios que otros quieren mantener ocultos... Llamemos la atención sobre el hecho de que, al referir lo poco que se sabía en su momento sobre la vida de Cervantes, en «An Ac­ count of the Author» Peter A. Motteux en ningún momento habla de su pobreza, d el desprecio de la sociedad, de la envidia de los demás escri­ tores ni nada parecido. Por el contrario, Motteux pone de relieve la protección que recibió del conde de Lemos y del arzobispo de Tole­ do (iii), figuras clave en la fase final de la vida del alcalaíno. No creemos, por tanto, fuera de propósito afirmar aquí que esa imagen de Cervantes desvalido, abandonado por los poderosos, pobre y marginado —cifra del desprecio de toda una sociedad hacia sus in­ genios, intelectuales y brillantes creadores— es una invención retóri­ ca de Mayans. García Berrio constata que esa invención se vuelve «estereotipo apologético» (117) al que se aferrarán biógrafos, críticos e historiadores, y esa afirmación la veremos comprobada a lo largo de estas páginas. Pero detengámonos ahora para seguir ese proceso en el texto mayansiano. Cervantes, escribe Mayans, «viviendo fue 71

un valiente soldado, aunque muy desvalido, y escritor muy célebre, pero sin favor alguno» (fi). Ya desde el principio, pues, Mayans establece dos aspectos de la figura de Cervantes: como hombre fue un soldado valiente; como ingenio, un escritor célebre —no en vano empieza a hablar del Quijote afirmando que «esta es la obra por la cual debe medirse la grandeza del ingenio, maravillosa invención y suavidad de estilo de Miguel de Cervantes Saavedra» (f 15)—; pero a ello le añade algo que va a marcar para siempre la figura del perso­ naje: fue siempre pobre, siempre desvalido y siempre sin favor. Los datos que sirven para justificar su pobreza y desvalimiento provie­ nen de contextos poéticos y ficticios que no se pueden trasladar mecánicamente a la vida física y realmente existente del escritor. Se construye así uno de los rasgos que va a servir para identificar en lo sucesivo a Cervantes: su pobreza o miseria a lo largo y al final de su vida y la ausencia de protección y favor por parte de las élites de su tiempo que hubieran podido favorecerlo, con la imagen que a partir de ahí se construye del país. Aunque veremos en otros capítu­ los que la especie «inventada» por Mayans tendría prolífica descen­ dencia, tal vez sirva de ejemplo emblemático en este momento el modo en que Thomas Carlyle va a incorporar en su vision de Cer­ vantes dicha especie cuando le escribe a Henry Inglis el 11 de di­ ciembre de 1828, época en la que él y su esposa están leyendo el Quijote en español: «Nevertheless we shall be thro’ the first vol. of Don Quixote tomorrow night; and have liked it exceedingly. Few languages seem equal to the Spanish; few lips so melodious, in any language, as those of the old maimed Soldier; who had not, in this world, so much as a house to live in, except a Jail. Shame on us! who are we; and what do w e complain of, knowing that such things have been and are and will be!» (The N ew Letters 308). Para Carlyle, Cervantes solo tuvo una cárcel para vivir, nunca una casa. Sin em­ bargo, el mismo Mayans cita las palabras de Cervantes en la dedi­ catoria de la segunda parte del Quijote: «en Nápoles tengo al gran conde de Lemos, que sin tantos titulillos de colegios, ni retorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear» (f53). Asimismo, en la primera parte incluye: «dirigido al duque de Béjar, de cuya protección se congratuló Cervantes, en unos versos que escribió al libro de Don Quijote de la Mancha Urganda la Desconocida» (f 55). Pero para reforzar la imagen de un Cervantes pobre cita como prueba casi irrefutable el prólogo del licenciado Márquez Torres en que cuenta la anécdota tantas veces repetida: 72

Certifico con verdad que en veinte y cinco de febrero de este año de seiscientos y quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a su ilustrísima hizo el embajador de Francia que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendi­ dos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal, mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y tocando acaso en este que yo estaba cen­ surando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes cuan­ do se comenzaron a hacer lenguas encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: La Galatea, que alguno de ellos tiene casi de memoria, La Primera Parte de esta, y las Novelas. Fueron tantos sus encare­ cimientos que me ofrecí a llevarlos a que viesen al autor de ellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Pregun­ táronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y canti­ dad. Hálleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre. A que uno respondió estas formales palabras: ¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario pú­ blico? Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y, con mucha agudeza, dijo: Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo (557). La pregunta que cualquiera puede hacerse es, ¿y qué hay de ver­ dad en esa descripción de Cervantes? Y, al mismo tiempo preguntar­ se, ¿y a qué escritores en 1615 el erario público francés —o en Ingla­ terra o en alguna de las repúblicas italianas o de los principados alemanes— tenía sustentados y muy ricos? Mayans mismo suscita la duda sobre la autoría del prólogo, sugiriendo que hubiera podido escribirlo Cervantes, como amigo del licenciado, pero al mismo tiempo recuerda que el «licenciado Márquez era capellán y maestro de pajes de don Bernardo Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, inquisidor general, y Cervantes era muy favorecido del mis­ mo» (557). O sea que nadie lo tenía rico a Cervantes, pero recibía el «favor» del cardenal arzobispo de Toledo. En Covarrubias vemos que fa vorecer equivale a patrocinar y ayudar, es decir, recibir alguna ayuda económica. Y si es el propio Cervantes —bajo el nombre del licenciado Márquez— quien se describe a sí mismo como «viejo, soldado, hidalgo y pobre», sus razones tendría para dar esa imagen, no siendo la menos plausible la de justificar y reforzar la necesidad 73

de ese «favor». Mayans interpreta sus intenciones de la siguiente manera: «No fue otro su designio, sino manifestar la idea de su obra, la estimación de ella y de su autor en las naciones extrañas y su des­ valimiento en la propia» (f 57). Nótese, por otra parte, que «desvali­ miento» aquí parece aludir mucho más directamente a la falta de fama y estimación, aspecto que Mayans desarrolla aludiendo a las críticas y censuras que recibe Cervantes y su obra. Pero vuelve a su idea con otra conocida anécdota: Estaba el rey don Felipe, tercero de este nombre, en un bal­ cón de su palacio de Madrid y, espaciando la vista, observó que un estudiante, junto al río Manzanares, leía un libro y de cuando en cuando interrumpía la lección y se daba en la frente grandes palmadas, acompañadas de extraordinarios movimientos de pla­ cer y alegría. Y dijo el rey: A quel estudiante o está ju er a d e sí o lee la H istoria d e D on Quijote. Y luego se supo que la leía, porque los palaciegos suelen interesarse mucho en ganar las albricias de los aciertos de sus amos en lo que poco importa. Mas ninguno de ellos solicitó a Cervantes una moderada pensión para que con ella pudiese entretener su vida. [...] Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros y muy poco a los es­ pañoles. Aquellos le alabaron y honraron sin tasa ni medida. Estos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y públicas (556).

Cervantes, sin embargo, no recibió la protección material de ningún extranjero, y sí de algunos españoles. El que realmente reci­ bió ayuda de los extranjeros fue el propio Mayans. La escena relata­ da —una leyenda urbana más— sirve, por otra parte, para enfatizar el valor del Quijote y de su autor, ya que el rey en persona, la figura de más autoridad de la monarquía, sabe y puede atribuir la risa ex­ traordinaria al libro de Cervantes sin duda porque ya lo ha leído y lo conoce. Pero no solo eso, al comentar la relación Cervantes-Avellaneda, recuerda Mayans que Cervantes en el prólogo a su segunda parte res­ pondió al apócrifo: [...] de la amenaza que me hace que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite; que, acomodándome al en­ tremés famoso de la Perendenga, le respondo que viva el veinti­ cuatro mi Señor y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos (cuya cristiandad y liberalidad bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie). Y vívame la suma caridad de ilustrísimo de Toledo don Bernardo de Sandoval y 74

Rojas [...] Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme, en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre (?76).

Mayans, que parte de la idea —deducida de sus lecturas cervan­ tinas y/o inventada por él mismo— de que Cervantes fue abando­ nado por todos, sufrió miseria y careció de cualesquiera ayudas, quiere suponer que habla así del arzobispo «porque Cervantes halló algún consuelo en la piedad de este prelado» de modo que eso expli­ ca ciertas palabras de Avellaneda. Lo que dice Cervantes es muy claro: Lemos y el arzobispo lo protegen y patrocinan, y gracias a ellos no necesita preocuparse de lo que puedan rendir sus obras. Pero conviene tener presente que toda la Vida que escribe Mayans tiene como referente el prólogo de Avellaneda y la interpretación que ahí da el autor sobre Cervantes y todas sus obras; el texto mayansiano es en realidad una respuesta minuciosa y detallada a las palabras de Avellaneda y a las de sus promotores en el x v i i i , Nasarre y Montiano. Comentando unos versos del Viaje d el Parnaso, escribe Mayans: Miguel de Cervantes Saavedra dice en este m em orial que su pluma nunca voló por la región satírica, queriendo decir que nunca hizo libelos infamatorios. Pero esta es una sátira muy pe­ netrante que, en cualquiera pecho que no sea inhumano, excita la misericordia de ver desvalido un ingenio, de quien hizo juicio el sabio crítico Pedro Daniel Huet, que debe contarse entre los in­ genios más aventajados que ha tenido España; y conmueve al mismo tiempo la indignación contra los que, teniendo a vista su mérito, no le premiaron según debían (f 173).

Llamar m em orial este fragmento del poema responde a una lec­ tura ya preconcebida y el comentario refuerza esa idea: insiste Ma­ yans en que el ingenio de Cervantes está «desvalido» y que, a pesar de su mérito, «no le premiaron según debían», pero sin precisar qué otros patrocinadores necesitaba: ¿quién más tenía que haberlo pre­ miado? ¿No contaba con el apoyo de Lemos y del arzobispo? Y en su apoyo cita Mayans a Juan de Mariana, quien le escribe a Miguel Juan Vimbodí: «Aquí se echa menos a cada paso la cultura de las letras humanas. Como no se ofrecen por ellas premios algunos, ni tampoco honra, están abatidas miserablemente. Las que dan que 75

ganar, se estiman. Esto es lo que pasa entre nosotros. Y es que, como casi todos valoran las artes por la utilidad y ganancia, tienen por inútiles las que no reditúan» (f 173), donde de nuevo vemos apare­ cer la proyección de sus circunstancias personales contemporáneas al tiempo de Cervantes. Y vuelve a citar a Mariana: «Ningún premio hay en el reino para estas letras. Ninguna honra, que es la madre de las artes» (f 173). Pero si no había ningún tipo de premios para na­ die en el mundo de las letras, ¿qué tenía de excepcional que no los recibiera Cervantes? Eso no invalida la convicción de m erecer el tal premio. Y escribe Mayans: «Mengua del saber llamó san Pablo a las alabanzas de sí propio, pero mengua a que tal vez suele obligar la injusticia ajena» (fl7 3 ), lo que le permite a Mayans hacer una lista de quienes tuvieron que autoalabarse para enfrentar esa «injusticia ajena» y conseguir el premio merecido, y entre ellos incluye a Anto­ nio Agustín, Gerónimo de Zurita, Arias Montano, fray Luis de León, Juan de Mariana, Nicolás Antonio, Lucas Cortés... y Grego­ rio Mayans, cómo no (aunque no lo dice). Y, sobre todo, Cervantes: «Pero como no las encontraba [las alabanzas] en otros por la envidia que le tenían, les dio ocasión de tenérsela mayor, no con fin de aumentarla, sino de manifestar la satisfacción de su propia concien­ cia, refrescando la memoria de lo que había trabajado en beneficio público» (f 173, la cursiva es mía). Notemos aquí, siguiendo a Paolo Cherchi (81), que Mayans es el primero en apuntar a la envidia de los contemporáneos de Cervantes, idea de mucho éxito y probable­ mente ninguna realidad, pero inventada y firmemente establecida en la percepción de un Cervantes en el proceso de convertirse en monumento nacional. En relación a lo que entendemos como una proyección de Mayans en la figura de Cervantes, parece claro que él mismo se considera envidiado por los letrados de la Corte y atribuye a la envidia la persecución de que se siente víctima. El retrato de un Cervantes pobrísimo encuentra todavía nuevas pinceladas en Mayans: «Llegó Cervantes a tan miserable estado de pobreza que, por no tener caudal para imprimir este libro [las come­ dias y entremeses], le vendió a Juan Villarroel, a cuyas costas se impri­ mió» (f 174). Pero el razonamiento de Mayans se cae por su propio peso: si vendió el libro —todos los libros se vendían para obtener alguna remuneración contante, como lo hacía el propio Lope con sus comedias— sacó un dinero que, junto a la ayuda de sus protec­ tores, le ayudó a seguir llevando una vida que parece más que decen­ te. Y todavía insiste: «También tuvieron su oculta pero fuerte re­ prehensión los señores del tiempo de Cervantes, por no apreciar 76

como debían las obras de ingenio» (5138), aunque el mismo Cer­ vantes contradice esa afirmación de Mayans, pues en la cita que acompaña tal afirmación dice don Quijote: «Señores, y grandes, hay en España a quien puedan dirigirse, dijo el primo. No muchos, res­ pondió don Quijote. Y no porque no lo merezcan, sino que no quieren admitirlos por no obligarse a la satisfacción que parece se debe al trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo [discreta lisonja a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos] que puede suplir la falta de los demás con tantas ventajas que, si me atreviera a decirlas, quizá despertara la envidia en más de cuatro generosos pechos» (5138), para seguidamente insertar lo que era opinión de Mayans y resultado de su experiencia, no de la de Cer­ vantes: «Antigua, pues, y como heredada es en España esta falta de conocimiento y aprecio de los grandes escritores. Por eso ha habido quien fuera de ella ha buscado mecenas» (5138). No fue Cervantes quien buscó mecenas fuera de España, sino Gregorio Mayans. Krzysztof Sliwa escribe, hablando de Cervantes en 1608: «Esta­ ba pobre como lo había sido siempre» (553), pero recibe la dote de su hija, quien aparentemente posee una casa en la Red de San Luis, Cervantes se compromete como fiador solidario de un pago de 2.000 ducados, ¿qué quiere decir entonces serpobre? En otro lugar, y refi­ riéndose a la época entre 1580-1587, Sliwa escribe: «Algunos letra­ dos sugieren que Cervantes era muy pobre para abonar los libros. No consiente con esta opinión en absoluto» (385). Recientemente Emilio Martínez Mata se ha aproximado a esa invención mayansiana al calor del discurso de recepción del Premio Cervantes que An­ tonio Gamoneda leyó y en el que puso el acento sobre lo que llama la «cultura de la pobreza», concepto que le permitía meter en el mismo saco a Cervantes y a sí mismo. Martínez Mata constata que, aun aceptando que Cervantes llevó una vida ajetreada, nada de­ muestra que sufriera la pobreza que Mayans le atribuye. Señala Mar­ tínez Mata que el primero en hablar de su pobreza fue el propio Cervantes —de donde lo toma literal y acríticamente Mayans para erigirlo en rasgo central de la vida del escritor—, pero «en tono iró­ nico y sin duda interesado», como dice el crítico, pues es en el con­ texto en que va a resaltar precisamente el favor que recibe del conde de Lemos, o sea, en el prólogo de la segunda parte del Quijote. Pedraza Jiménez rebatía a Juan Carlos Rodríguez cuando este hablaba de la segunda parte del Qujote como un texto compuesto «por ham­ bre» llamando la atención sobre «la inexistencia de unas leyes mer­ cantiles que permitieran la profesionalización del novelista» (30-31), 77

ideas sin duda oportunas pero algo apartadas de las circunstancias vitales de Cervantes. Muy recientemente, El País informaba sobre el hallazgo realizado por el bibliotecario José Caballo Núñez, encarga­ do del Archivo Municipal de La Puebla de Cazalla; se trataba de varios documentos relacionados con la presencia de Cervantes en la zona. Uno de los papeles encontrados en el Archivo General de In­ dias de Sevilla fue «un libramiento de [Cristóbal de] Barros fe­ chado en noviembre de 1593 en el que ordenaba el pago de un sala­ rio de 19.200 maravedíes, “una cantidad bastante digna para la épo­ ca”, apunta el investigador, por 48 días de servicio como “comisario” de la Hacienda Real recaudando tributos en varios municipios de la provincia de Sevilla» («Hallados en Sevilla»). Ese documento aclara algo los ingresos que pudo recibir Cervantes y sobre todo desmonta la imagen de miseria que Mayans le atribuyó. En efecto, José Mon­ tero declaraba en El Faro de Vigo el día 13 de agosto de 2014 que esos documentos, y otros tal vez malinterpretados, sirven «para aca­ bar con esa imagen de que fue desvalido». Secuelas

de la

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de

M

ig u e l d e

C erv a n tes»

La invención de Mayans tuvo, sin embargo, una difusión y una aceptación general; su Vida de M iguel de Cervantes se publicó en Inglaterra, en Francia y en Alemania, pero lo más significativo es que, puesto que ayuda a trazar la imagen de un escritor excepcional y maltratado, se integró con facilidad en el imaginario que se iba construyendo de una España que despreciaba la cultura y a la que Europa nada debía en ese terreno, como acabaría formulando sinté­ ticamente Masson de Morvilliers. Y en la propia España ayudaba a degradar lo que había sido la monarquía de los Habsburgos, axiología clave en la historiografía dieciochesca que trataba de enfatizar la ruptura con los Austrias y la modernidad de los Borbones. Así, Vi­ cente de los Ríos no dudará en repetir tal invención: «Este ilustre es­ critor digno de mejor siglo [...] vivió pobre, despreciado y miserable en medio de la misma nación que ilustró en la paz con sus obras» (i). La invención, como dice Martínez Mata, se convirtió en un tópico ya ineludible. Por el contrario, el mismo crítico subraya el papel que la capacidad cervantina para afrontar la adversidad desempeñó en su existencia, algo mucho más sólido y significativo que un nivel de vida que no podía compararse con el de Lope de Vega, aunque muy pocos escritores podían acercarse al nivel de vida de Lope. A este 78

respecto, sin embargo, como han mostrado Arellano y Mata, a pesar de lo que ambos autores califican de «autohumillación» extrema del intelectual y escritor frente al nombre de su benefactor, nunca llegó Lope a «entrar en la nómina de servidores fijos de Sessa, con derecho a ración y quitación (alimento, o dietas, y salario)». Pero hay que tener presente que en la España del momento en que escribe Mayans todavía se sienten las secuelas de la guerra de Sucesión, guerra que ha enfrentado a los partidarios de Felipe de Anjou con los del archiduque Carlos de Austria. Se trata de un con­ flicto no solo nacional sino dinástico, por lo que el enfrentamiento es tanto una guerra civil como una crisis internacional. Tras la ban­ dera de los Borbones se alista el partido estuardista en la figura del mariscal de Berwick, y tras la de los Habsburgos, el partido orangista, con el duque de Marlborough, el famoso Mambrú de los decires y cantares populares. Enmascarados bajo la defensa de dos legitimi­ dades contrapuestas, los intereses coloniales, económicos y geopolíticos de Francia, Inglaterra, los Países Bajos y el Imperio austríaco se enfrentan militarmente en el escenario de la península ibérica, acon­ tecimiento histórico sobre el que la bibliografía es interminable (véase Albareda i Salvado, aunque el acento en el victimismo catalán resulte injustificado). Durante la guerra uno y otro bando utilizan los acontecimientos bélicos para desarrollar su propia campaña de­ magógica de lucha política, la cual conlleva prioritariamente una exaltación apologética del propio bando y una degradación sistemá­ tica del adversario (puede verse el antiguo estudio y antología de Teresa Pérez Picazo). Pero más importante todavía es que al finalizar el conflicto bélico tiene lugar un primer exilio de carácter político: los austracistas que pueden siguen al archiduque Carlos y escapan del nuevo rey Borbón, instalándose en lo que habían sido virreinatos europeos (Milán, Nápoles, Flandes), perdidos tras Utrecht y Rastatt. La política borbónica va a ser particularmente dura a nivel polí­ tico en Cataluña y Valencia —que habían confiado en un archidu­ que con proyectos y deudas que se esfumaron con la derrota—, donde las «libertades» peculiares (y entrecomillo la palabra para de­ jar constancia de que no debe haber confusión con las libertades llamadas democráticas, lo mismo que no hubo nunca un Estado Catalán) disfrutadas durante los Habsburgos son suprimidas con el decreto de la Nueva Planta. El centro, con Castilla a su cabeza, im­ pone unas condiciones políticas de dominación y control sobre la «rebelde» periferia mediterránea. Tal dominación se extiende desde la nueva legislación hasta los procesos específicos e individuales de 79

confiscaciones de bienes, imposibilidad de acceder a puestos y otras vías de instalación y ascenso social. Por otra parte, la incorporación al estado español (a la monarquía borbónica) le abre unas posibili­ dades de crecimiento económico, desarrollo y enriquecimiento im­ pensables en las negociaciones acometidas por el archiduque para lograr el apoyo de holandeses e ingleses (véase Herrero Sánchez). No obstante, en 1725 con el Tratado de Viena se declara definitivamen­ te cerrado el episodio de la guerra. En efecto, el artículo 9 del tratado proclama lo siguiente: «Habrá por una y otra parte perpetuo olvido, amnistía y abolición general de cuantas cosas desde el principio de la guerra ejecutaron [...] los súbditos de una y otra parte» (en León Sanz 296), de modo que se permite a todos los austracistas regresar y recuperar sus posiciones —«bienes, derechos, privilegios, honores, dignidades e inmunidades» (en León Sanz 296)— en la península. Como escribe Virginia León Sanz, la paz supone «el fin de las recla­ maciones de Carlos VI sobre el restablecimiento de las instituciones peculiares de Aragón, Valencia, Cataluña y Mallorca abolidas por los decretos de la Nueva Planta, por lo que será rechazada por mu­ chos emigrados, y el gobierno borbónico mantendrá una cierta re­ serva hacia ellos» (295). Supone, pues, una vuelta a la normalidad igualitaria al menos nominalmente. Porque Mayans, cuya familia había apoyado al archiduque Carlos, va a sufrir a lo largo de gran parte de su vida las consecuencias de esa opción políticodinástica, como han demostrado los amplios estudios de Antonio Mestre. León Sanz ya señalaba que «la restitución de los bienes de los exilia­ dos plantea problemas desde el primer momento, destaca la resis­ tencia del gobierno felipista en dar cumplimiento a ese acuerdo» (305). Y si hubo problemas en la ejecución de unos acuerdos firma­ dos por los representantes de los poderes implicados, todavía de ma­ yor duración fueron los bien asimilados prejuicios antiaustracistas y, por tanto, las dificultades de la convivencia. Por poner un ejemplo: en 1730 Mayans solicita una prebenda de la catedral de Valencia para complementar sus ingresos como catedrático de Derecho de Justiniano; pese a sus evidentes méritos intelectuales, pierde frente a un tal semianónimo doctor Arbuxech, cuya mayor virtud había sido redactar el informe contra la restitución del derecho privado foral abolido por Felipe V en 1707 después de la decisiva batalla de Almansa. Es obvio que una cosa son las declaraciones oficiales y otra la vida real. La oposición entre las obras de Avellaneda y Cervantes —y el enfrentamiento entre Nasarre-Montiano y Mayans— puede leerse, 80

pues, como la metonimia que escenifica el enfrentamiento y las di­ vergencias en el seno de la comunidad intelectual reformista españo­ la, es decir, entre los intelectuales cortesanos, partidarios decididos de la nueva dinastía borbónica, por un lado, y Mayans y sus amigos, austracistas periféricos abiertos a una Europa encarnada en este de­ bate por Inglaterra, por el otro. Ambos grupos son reformistas e ilustrados, pero sostienen opiniones que no siempre coinciden. Y más allá, en otro plano de ese espesor histórico mencionado por Clifford Geertz, en esta polémica se vislumbra la rivalidad caracterizadora de todo el siglo x v iii entre las potencias hegemónicas del momento, Francia e Inglaterra. A nivel cultural, las interpretaciones francesas de Cervantes que sirven de base al trabajo de Nasarre y Montiano no van a ir más allá de los comentarios eruditos, puerta que permite la entrada de Avellaneda por una falsilla que suprime lo verdadera­ mente diferencial respecto a Cervantes. Por el contrario, las lecturas que llevan a cabo los intelectuales y escritores ingleses van a ayudar a producir un volumen de novelas que no tiene igual en la Europa occidental, producción fundamental en lo que pudiera ser la genea­ logía de la novela europea, probablemente relacionada con la fase de desarrollo que el capitalismo tiene entonces en Inglaterra. Tal vez por esa razón para Anthony Close el interés por Cervantes se da antes en Europa —es decir, Inglaterra— que en España, donde es forzoso notar cómo se contrapone Europa a España, como si esta no formara parte de aquella, y especialmente de esa Inglaterra que se convierte por arte de birlibirloque en modelo y padrón de la nove­ lística, borrando lo que fue la novela llamada picaresca y toda la producción española. Franco Meregalli se hace eco de la idea de Close afirmando que «podemos llegar a la conclusión de que la In­ glaterra del siglo x v i i i tiene un lugar determinante en la historia general de la recepción de Cervantes» (36). Atinadamente, Paulson afirma: «As a matter of fact, the popularity of Don Quixote in England before the end of the seventeenth century has been some­ what exaggerated» (33). Tratando de aferrarse a datos aparentemen­ te objetivos, Francisco Aguilar Piñal ha contado las ediciones del Quijote que tienen lugar a lo largo del x v i i i , datos que no vamos a cuestionar aquí: 50 en Francia, 44 en Inglaterra y 37 en España («Cervantes» 112-113). Pero si tenemos en cuenta las diferencias demográficas entre los tres países, resulta más que evidente que en España se mantiene un consumo del Quijote equivalente o incluso superior al de los países comparados, consumo que ciertos críticos prefieren no tener en consideración. Es más, gracias al magnífico 81

Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español, al que se accede entre otros lugares desde el Centro de Estudios Cervantinos, se puede comprobar que, contando desde las primeras ediciones de 1605 y 1615, en la Monarquía hispánica (lo que incluye Milán, Bruselas, Lisboa —ciertos años— y Amberes) se realizan más de 70 ediciones entre 1605 y 1835, lo que, de nuevo, no anula la existen­ cia de lo que se ha calificado como eclipses en la circulación de la obra cervantina. Escribe Close que «The prefaces of Mayans y Sisear and Vicente de los Ríos are exceptions. Both refer specifically to Cervantes’s text; and the former s prologue is seminal, since it contains in germ most of the ideas that later eighteenth-century commentators embroider» (14), pero excepciones ¿a qué? ¿A lo que se imagina o supone un ab­ soluto y profundo desinterés? ¿A la supuesta preeminencia otorgada a Cervantes por Inglaterra y Francia? ¿Al hecho mismo de que es en España donde más se avanza en la lectura cervantina a lo largo del siglo xvm? Meregalli afirma que la Vida de Mayans es «un estudio crítico de toda la obra de Cervantes; un estudio que demuestra la dependencia de Mayans de los criterios neoclásicos de procedencia francesa» (37). Mucho se ha escrito ya sobre el siglo x v i i i español para desmantelar algunos de los lugares comunes que se han repeti­ do y se siguen repitiendo sobre la influencia francesa y el galicismo del discurso teórico clasicista y de las prácticas literarias en el impe­ rio hispánico. No vamos a repetir ideas ya expresadas en otros luga­ res, por mí mismo y antes por otros estudiosos (Sebold, «Contra Tos mitos»; Pérez Magallón, Teatro 13-71; Checa Beltrán). Pero a fin de desprestigiar la aportación mayansiana, Meregalli recurre a la opi­ nión de Thomas Percy, que consideró el texto mayansiano «muy soso, sin gusto y pedante» (Meregalli 37), atribuyéndole a Mayans unos juicios sobre Cervantes que nadie podrá encontrar en su obra. Digamos que los criterios hermenéuticos de Mayans no deben nada a Francia, sino al contrario, y que su originalidad es hoy día indiscu­ tible. Close había afirmado que «In an age where Enthusiasm and Sensibility were both cultivated and ridiculed, Don Quixote lent it­ self to being interpreted as the definitive, universal caricature of these attitudes —i.e. a satiric fable about their power to seduce mankind, in politics or religion or manners, from the path ofreason» (12). Frente a un Mayans que, según supone Meregalli, cree que don Quijote «es un loco, absolutamente ajeno a él, que es, quiere ser, un ser razonable» (37) —idea que no aparece en ningún lugar de la Vida de Mayans—, el crítico sostiene que «para los ingleses don 82

Quijote es un loco con ribetes de genialidad, merece compasión, porque un poco locos somos nosotros también» (37); dice que a Mayans se le escapa el juego de autoironía. Hay en los comentarios de Meregalli un sometimiento inconsciente a la hegemonía inglesa que no le permite distanciarse adecuadamente. No obstante, escri­ be: «Mayans afirma la universalidad de don Quijote, que “es hom­ bre de todos los tiempos, y verdadera idea de los que ha habido, hay y habrá”, pero no explica en qué sentido lo es» (37). Y eso recuerda indiscutiblemente lo que escribe Peter Motteux al afirmar que «Every Man has something of Don Quixote in his Humour, some darling Dulcinea of this Thoughts, that sets him very often upon mad Adventures» (en De Bruyn 40), pero lo que sugiere Motteux no es la universalidad del Quijote sino la universalidad de las moti­ vaciones para la locura. Cualquiera podría suponer que en las pala­ bras de Mayans lo que hay es una intuición íntima de la indiscutible universalidad del personaje, pero también podemos preguntarnos: ¿y qué explican los que dicen que su locura nos es simpática? Nada mucho más preciso que las intuiciones mayansianas. Acaba Mere­ galli diciendo que «el librito de Mayans fue determinante en la diná­ mica de los estudios cervantinos» (38) porque «servía como estímu­ lo a la curiosidad incluso donde se equivocaba» (38). Curiosamente, mientras cita bibliografía para apoyar sus opiniones sobre Inglaterra y el Quijote por ejemplo, ninguna bibliografía le ayuda a sostener sus ideas sobre Mayans y Cervantes. Y no porque no la hubiera. Pero es que además olvida —Meregalli y tantos otros— otros aspectos de lo que es el análisis literario que hace Mayans del Quijote. En efecto, en la «Dedicatoria» reconoce a Cervantes como «el mayor ingenio de su tiempo» (4), lo cual va más allá de lo dicho por Huet al afirmar que Cervantes «debe contarse entre los ingenios más aventajados que ha tenido España» (f 173). La invención del Quijote — «una sátira la más feliz que hasta hoy se ha escrito contra todo género de gente» (f 127), con lo que afirma y acepta que un aspecto central de la obra se encuentra en su sátira—, su disposición y su estilo son admirables —aunque señalará algunos «lunares» en los límites de la verosimilitud, los anacronismos— pero es en torno al estilo cuando Mayans afirma sin ambages que el Quijote «es uno de los mejores textos de la lengua española» (f53), todavía no el mejor, porque lo pone junto a la C elestina y el Lazarillo. Al hablar de los personajes, apunta ya lo que De los Ríos desarrollará sobre el perspectivismo cervantino; así, dice Mayans, «en don Quijote se nos representa un valiente maniático que, pareciéndole muchas cosas de 83

las que ve semejantes a las que leyó, sigue los engaños de su imagi­ nación y acomete empresas en su opinión hazañosas, en la de los de­ más disparatadas» (f 39, la cursiva es mía); además, constata la doble imagen de don Quijote, pues fuera de su manía, habla «como un hombre cuerdo, y son sus discursos muy conformes a razón» (f40). Anticipa así uno de los ángulos desde los que el suizo Johann Jacob Bodmer analizará más adelante el Quijote. En efecto, Bodmer escri­ biría en Contrastes: «Todo este contraste entre la sabiduría y la extra­ vagancia, que con tal destreza y amenidad está conducido; esta mez­ colanza de verdad, de error y de verosimilitud, de buen juicio y de extraviada imaginación, de sencillez y de gravedad, nos hace recono­ cer el flexible, agudo y sensato ingenio del autor». Pero es que además Mayans anota un certero apunte de una interpretación sim­ bólica, no tanto de los personajes humanos como de los animales, porque, para él, la escualidez de Rocinante sería «símbolo de la de­ bilidad» de don Quijote y su empresa, en tanto el rucio de Sancho, sería «jeroglífico de la simplicidad» del escudero (f38). Nadie ha va­ lorado adecuadamente esa aproximación interpretativa del Quijote, pero es un camino que conduce a lecturas posteriores, aunque Paolo Cherchi la asimiló a un determinado enfoque neoclásico, pues en esos términos cualquier personaje puede reducirse a un símbolo en cuanto cifra universal que en él se encarna (83). Pero entonces, ¿cómo dife­ renciar las lecturas simbólicas que proliferarán más tarde? Sobre Cide Hamete Benengeli, explica su invención por la implicación cervanti­ na en la crítica historiográfica, en particular en su actitud contra las falsificaciones que el marqués de Mondéjar y Nicolás Antonio habían atacado, notablemente en la Censura de historias fabulosas del segun­ do. Al mismo tiempo, el narrador (o uno de los narradores) aportará un elemento clave para la verosimilitud del texto, idea que se vincula a la valoración mayansiana de los episodios «donde los sucesos son frecuentes, nuevos y verosímiles; los razonamientos artificiosos, claros y eficaces; los enredos maravillosamente enmarañados; las salidas de ellos fáciles, naturales y, sobre todo, muy agradables» (f43). Volviendo al texto de Avellaneda, al publicarlo Nasarre escribe, bajo el seudónimo de Isidro Perales, un «Juicio de la obra» en el que, aparte de copiar algunas opiniones del prólogo de Lesage a su edi­ ción francesa, defiende el valor literario de Avellaneda. Como co­ mentaría Menéndez Pelayo en «El Quijote de Avellaneda»: Nasarre, con muy buen acuerdo, omitió su nombre en el dis­ paratado «Juicio de la obra», que va a guisa de prólogo. No tuvie­ 84

ron tan discreto aviso los aprobantes don Agustín de Montiano y Luyando y don Francisco Domingo, presbítero beneficiado de la iglesia parroquial de Aliaga, a quien, no sé por qué, consideran algunos como una segunda máscara de Nasarre. Jamás las apro­ baciones de libros, que eran documentos oficiales y autorizados, aparecen suscritos por personas imaginarias; y ha sido menester toda la cavilosidad de los críticos partidarios de la hipótesis de Aliaga y dispuestos a traer por los cabellos cuanto conduzca a su intento, para dudar de la existencia del pobre beneficiado, y atri­ buir a Nasarre el extraño honor de haberse anticipado a su conje­ tura, aunque no la publicase por prudencia (358-359).

El mismo Menéndez Pelayo llamó la atención en una nota al texto citado sobre la postura de Torres Villarroel respecto a los textos quijotescos: Antes de Nasarre, otro autor todavía más estrafalario, pero mucho más ingenioso, el Dr. don Diego de Torres Villarroel, se había fijado en el Quijote de Avellaneda que solo conocía por la traducción de Lesage y por los elogios del Diario de los sabios de París. En su libro El ermitaño y Torres, aventura curiosa en que se trata de lapiedra filosofal, se lamenta de la incuria de los españo­ les que habían dejado perder casi todos los ejemplares del Avella­ neda tan estimado por los franceses (Obras de D. Diego de Torres, tomo 6.°, edición de Madrid, 1795, pág. 32).

Sin embargo, Emilio Martínez Mata, con gran conocimiento de causa, ha matizado —por no decir rebatido— la opinión de Me­ néndez Pelayo que otros han repetido sin comprobación alguna. Según Martínez Mata —siguiendo un apunte presente ya en la Vida de Fernández de Navarrete—, en la segunda versión de El ermitaño y Torres, en el examen de la librería del ermitaño, solo se alude de paso a la traducción de Lesage del Quijote de Avellaneda, pero se centra en los elogios a Cervantes, de cuyo Quijote comenta: Ese es uno de los escritos originales de la nación — respon­ dí— . Esa obra tiene con envidia a los extranjeros; aunque tiene tanto lugar en la estimación de nuestros nacionales que no hay obra de lectura más entretenida y sabrosa, ni celebrada con más universalidad, todavía les agrada a los naturales de los reinos ex­ tranjeros aún más que a los nuestros. Es cierto que en el linaje de la epopeya ridicula no se encuentra invención que pueda igualar el donaire de esta historia, ni se pudo inventar contra las neceda­ 85

des caballerescas inventiva más agria [...] Su estilo es claro, fácil, natural, desafectado, y que lo constituye con bastante derecho entre los príncipes de nuestro lenguaje («El sentido» 1208, n4).

Cherchi había citado el mismo fragmento, pero como si se tra­ tase de un testimonio que reforzaba las opiniones de Nasarre y Montiano, cuando resulta evidente que no van en la misma direc­ ción sino todo lo contrario. Pero si Torres Villarroel expresa opinio­ nes que, aisladas y seccionadas, pueden parecer contradictorias, el caso de Feijoo es todavía más enigmático, puesto que en toda su obra simplemente no se nombra a Cervantes ni el Quijote, lo que provocó el reproche de Sarmiento, su colega benedictino y amigo (Étienvre, «Lecturas» 96), lejos del cervantismo declarado de Ma­ yans o del jesuíta Joaquín Javier de Aguirre. Las estrategias de Nasarre merecen, sin embargo, cierta aten­ ción, pues no duda en ensalzar la «gloria de la invención de Cervan­ tes» (249) para justificar sobre cimientos seguros la mayor gloria de Avellaneda, puesto que no es lo mismo inventar que proseguir la invención: «el ingenio no necesita de hacer muy grandes esfuerzos para los primeros descubrimientos, pero necesita de mayor fecundi­ dad y estudio para añadir a lo inventado, porque la materia está ya más apurada y lo que falta por descubrir está menos expuesto a los ojos» (249-250), de manera que Avellaneda demuestra mayor inge­ nio que el creador de don Quijote. En último término, y haciendo eco a la disputa entre antiguos y modernos, Nasarre se apunta a los últimos para reforzar su apoyo a Avellaneda, pues no «se han de anteponer a los que añaden a lo inventado los mismos invento­ res» (250), con lo que se legitimizan las continuaciones por encima de los textos originales (Lazarillo y tantos otros, práctica muy fre­ cuente en el Barroco). Es, desde luego, incierto que sostenga Nasarre «que la novela de Avellaneda es superior al Quijote de Cervantes», como afirma Agui­ lar Piñal (113), pero sí es cierto que hay un esfuerzo reivindicador del apócrifo, sobre todo por vías indirectas y sinuosas, que hoy pare­ ce resultar difícilmente justificable. A las palabras de Nasarre deben añadirse las de Montiano, quien en su «Aprobación» considera que, si la opinión del propio Cervantes sobre la segunda parte de Avella­ neda tiene seguidores, es «porque anda muy desvalido el buen gusto y la ignorancia de bando mayor» (237), sosteniendo que «las aven­ turas de este don Quijote son muy naturales, y que guardan la rigu­ rosa regla de la verosimilitud» (237); además, opina Montiano si­ 86

guiendo de cerca a Lesage, las gracias rústicas del Sancho avellanedeseo son mucho más naturales y mejor imitadas que las de Cervan­ tes: «En el de Cervantes no me parece fácil de conciliar la suma simpleza que descubre algunas veces con la delicada picardía que usa en otras» (237). Como ya hemos indicado más arriba, Montiano formula con otros términos lo que ya está implícito (y explícito) en Lesage y, aun antes, en Pierre Perrault. En tales planteamientos lo que destaca sobre todo es el intento de hacer encajar la continua­ ción de Avellaneda dentro del paradigma de una lectura clasicista del texto y, por extensión, del género novela, para el que buen gus­ to, regularidad, naturalidad y verosimilitud son criterios estructu­ rales en el paradigma clasicista. Cherchi defendió precisamente que la continuación de Avellaneda se ajustaba mejor a su teoría y a su programa (78), en los que la idea de imitación, que cobra en ambos una forma mecánica y dogmática (76), está inspirada según Cherchi más bien en la novela picaresca que en el estudio cervanti­ no de personajes. Rebatiendo las ideas de Nasarre pero sin nombrarlo, es decir, siguiendo la misma estrategia retórica que le atribuye a Cervantes en el Quijote, Mayans afirma: Escribir [...] con gracia pide un natural muy agudo y muy discreto, de que estaba muy ajeno el aragonés [Avellaneda]. Ni aun le tenía para inventar con alguna apariencia de verosimilitud, pues habiendo intentado continuar la historia de don Quijote, debía haber imitado el carácter de las personas que fingió Cer­ vantes, guardando siempre el decoro, que es la mayor perfección del arte (f65).

Mayans juega sutilmente con las opiniones de ambos editores y recurre a Nicolás Antonio para desmontar lo que dicen sobre Avella­ neda: «Don Nicolás Antonio juzgó que este autor no tenía genio para continuar tal obra. Esto es poco. Ni tenía genio ni ingenio para tan difícil empresa. No tenía genio porque este supone ingenio; que como decía la duquesa, que tanto honró a don Quijote, las gracias y los donaires no asientan sobre ingenios torpes» (f65). En realidad, Nicolás Antonio concibió su Bibliotheca como una obra inserta en el proceso cultural de una reivindicación del patrimonio español —militar, político, filosófico, literario— en el momento en que los novatores se sienten con la fuerza y la iniciativa para reivindicar un pasado que les permita defenderse de rivales y competidores europeos y también ayude a fecundar el rearme cultural del país. Antonio 87

incluyó, como era lógico, en su Bibliotheca Hispana Novus (apareci­ da postuma en 1696) tanto a Cervantes como a Avellaneda, este en el primer tomo y aquel en el segundo porque el orden alfabético que utilizó es algo particular: se ordenan los autores por el nombre pro­ pio en latín. Pero lo que dice de uno no tiene comparación, ni en la extensión ni en el tenor. En efecto, Cervantes tempore quo floru it usque a d nostram fe r e aetatem, scilicet ingenii praestantia & am oenita­ te, unum au t alterum habuit parem, superiorem neminem. Habla de las traducciones del Quijote en otros países de Europa y comenta específicamente del Quijote: festivissim um hominis inventum, qui no­ vum Amadisio de grege heorem ridiculum consingens, universa prisca­ rum h oc gen us inventionum , quae innum era sunt, lum ina obscura­ vit (133). En otras palabras —castellanas, aunque uno no entiende por qué Close habla del «picturesque Latin» (15) de Nicolás Anto­ nio—, para Antonio el Quijote es «la creación más divertida del hombre, pues, fingiendo un nuevo héroe ridículo de la estirpe de Amadís, oscureció todos los esplendores de las primitivas invencio­ nes de este género, que son incontables». Así, si Cervantes pudo tener algún igual a él, pero ninguno superior, de Fernández de Avellaneda escribe: continuavit, sed absque gen io illo qui principem M ichaelis Cervantes a d inventionen prom ovit & com itatus est (23). Con razón comenta Cherchi que al tejer el primer elogio entusiasta al Don Quijote subraya explícitamente el fenómeno más caracterís­ tico de la obra: su popularidad (68). Y rebate Mayans las ideas de Lesage que recicla Montiano: «Uno de los preceptos de la fábula es, o seguir la fama, o fingir las cosas de manera que convengan entre sí. Cervantes había figurado a don Quijote como caballero andante valiente, discreto y enamorado; y esa fama tenía cuando el llamado Fernández de Avellaneda se puso a continuar su historia, y en ella le pinta cobarde, necio y desamora­ do» (f88); es más, «Cervantes ideó a Sancho Panza simple, gracioso y no comedor, ni borracho; Fernández de Avellaneda, simple sí, pero no nada gracioso, comedor y borracho. Y así, ni siguió la fama, ni fingió con uniformidad» (f 88). También De los Ríos, al poner de relieve que el rasgo central del personaje de Sancho es el interés, se refiere a las opiniones de Lesage y seguidores: «Los que han objetado a Cervantes que no guardó consecuencia en las costumbres de San­ cho no penetraron la idea de este autor ni el arte con que supo variar los caracteres sin faltar a su igualdad» («Análisis» lxviii). Fitas opi­ niones caen dentro del ámbito puramente estético y por tanto per­ sonal, donde Mayans «defendió valientemente la belleza de la obra 88

cervantina en una época de la mayor incomprensión» (Mestre, «Pró­ logo» xxii), entre el reducido grupo a que nos referimos, aunque el mismo Mestre afirma en otro lugar, contradiciéndose, que «los par­ tidarios de la superioridad del Quijote cervantino eran numerosos» («Prólogo» lxiv). Mayans también rechaza directa y firmemente las elucubraciones de Rapin y de Saint-Evremond (f 144). Pero desarrolla asimismo la idea de Nicolás Antonio de que el Quijote es un «nuevo Amadís a lo ridículo» (en Riquer 262). Esa percepción —el Quijote como un libro de caballerías en clave paródica— es la que domina hasta muy avanzado el siglo x v iii (e incluso más allá). Mas por encima de los argumentos de carácter estético, Mayans aborda también el origen de las opiniones de Montiano y Nasarre. De modo parecido a como argumenta Close, Meregalli establece que la aportación esencial de España a los estudios cervantinos «fue de carácter erudito» (37), pero unas líneas más abajo sostiene que la Vida de Cervantes mayansiana es «el primer estudio crítico de toda la obra de Cervantes» (37), aunque sometido a la influencia estética de Francia, como ya hemos señalado. Así pues, a pesar de las acusa­ ciones tardías e injustificadas de Meregalli sobre el neoclasicismo afrancesado de Mayans, este utiliza su Vida de M iguel de Cervantes para apuntar al problema de una colonización cultural de origen francés vehiculizada por esos destacados jerifaltes del reformismo ilustrado cortesano. Puesto que las dos referencias evidentes para la redacción de los preliminares de Montiano y Nasarre son el Journal des Savants (ya hemos discutido la posible influencia real de la reseña ahí publicada) y Lesage, Mestre ha deducido que Mayans se opone «al afrancesamiento que predominaba entre los intelectuales espa­ ñoles. Ambiente cultural afrancesado que molestó siempre a don Gregorio, buen austracista, así como el intento de reformar la cultu­ ra nacional con la lectura de revistas extranjeras o de ensayos cuyo representante más genial era Feijoo» («Prólogo» lxvi). El equivalente de los libros de caballerías en el presente mayansiano no era otro que los diarios literarios de origen francés, fase degradada de un auge cultural que alcanzó su cima bajo Luis XIV con figuras como Bossuet o Huet y otros intelectuales, aunque también conduciría a una producción tan incomparable como la Enciclopedia. Como escribe Mestre: «Los periódicos franceses y los españoles que desean imitar­ los [...] son como los libros de caballerías en tiempo de Cervantes» («Prólogo» lxvii). De ahí que cobren sentido, según Mestre, las pala­ bras de Mayans: «Vuelva, pues, a salir don Quijote de la Mancha y desengañe un loco a muchos locos voluntarios; divierta un discreto, 89

como Cervantes, a tantos ociosos y melancólicos con la entretenida y apacible lectura de sus artificiosos y graciosísimos libros» (f 92). El objetivo y razón última de la vitalidad indeclinable de la obra radica en la estupidez cíclica del ser humano, que repetidamente abandona lo bueno para caer en la vulgaridad mediocre. Pero también por este camino Mayans se acerca a la universalidad del Quijote, puesto que del mismo modo que las novelas caballerescas han sido sustituidas por las revistas, la difusión popularizante del saber o los escritos su­ perficiales, siempre habrá algún fenómeno que justificará la presen­ cia viva del Quijote. La

p r i m e r a e x a l t a c ió n c r í t i c a d e l

« Q u i jo t e »

Según afirma Etienvre, «al final de su estudio del Quijote, Ma­ yans no se conforma con el análisis retórico de la narración noveles­ ca, sino que procura abarcar la riqueza temática de la obra, sintiendo no poder manifestar —con un “libro muy crecido” que le parece necesario— “el alma verdadera desta fingida historia” (f 143)» («De Mayans a Capmany» 34). Sin embargo, nos parece que Etienvre li­ mita —en apariencia, desde una lectura textual ajustada— lo que podría ser el significado de las palabras de Mayans. Puesto que la noción del alma verdadera del Quijote se sugiere a partir del rastreo de los diversos ámbitos temáticos en que se manifiesta la pluma sa­ tírica de Cervantes, lo máximo que se puede esperar es suponer que es en la crítica de los rasgos constitutivos de la nación donde situaba Mayans esa alma. Pero, si nos separamos un momento del contexto específico en el que aparecen esas palabras, ¿acaso la alusión a un alma verdadera del Quijote no nos está conduciendo a una percep­ ción enigmática, eso sí, de la universalidad del libro? Antes nos he­ mos referido al modo en que Meregalli cita a Mayans para des­ pués minimizar el sentido de sus palabras —como si de un español (a diferencia de un inglés o un francés) no se pudiera esperar una intuición verdaderamente profunda—. Nos referimos a lo que escri­ be en el J 127: «Don Quijote es hombre de todos tiempos y verda­ dera idea de los que ha habido, hay y habrá; y así se acomoda bien a todos tiempos y lugares». En estas palabras viene a formular Mayans una percepción del personaje que trasciende sin la menor duda lo que podrían ser descuidos o anacronismos: el personaje de don Qui­ jote es universal, es eterno, nos dice Mayans; en realidad, está soste­ niendo que el personaje supera los límites de tiempo y lugar, siendo 90

paradigma y modelo de la humanidad. Y eso solo puede asociarse —al comparar a Cervantes con Homero, pues compara a don Qui­ jote con Aquiles— a una percepción de la obra como texto clásico; esa fue la lectura de Cherchi cuando sostiene que Mayans contem­ pla el Quijote con el respeto y la admiración que se deben a un clá­ sico (80). Es más, Mayans desempeña una labor esencial —como demostró François Lopez y yo mismo elaboré en mi estudio sobre las ideas literarias de Mayans— en la configuración del concepto y contenido del Siglo de Oro. Ese concepto es figura ideológica y cul­ tural clave para entender el proceso de constitución del canon de la literatura (y de la cultura) española y, sobre todo, para entender la institucionalización de la literatura nacional, programa sobre el que volverá casi un siglo después todavía Larra. Puesto que desde la óptica de Mayans —y de quienes seguirán sus intervenciones en la configuración del canon y, al mismo tiempo, del concepto Siglo de Oro— Cervantes es figura central (aunque no única, desde lue­ go) del canon y del Siglo ae Oro, no puede haber la menor duda de que, desde su perspectiva, el autor del Quijote es ya un clásico. Pero ser un clásico no implica una lectura esotérica sino una idea clara de lo que la obra es o de cómo esta es percibida. Para Ma­ yans, el Quijote ·—como ha quedado establecido, y cuestionado, en la comunidad crítica— es «una sátira la más feliz que hasta hoy se ha escrito contra todo género de gentes» (5 127), y en el objeto de la sátira es donde Mayans aporta su grano de arena, puesto que no es la sátira de la nobleza o del valido, sino de todo género de gentes. Es más, como subrayó Françoise Etienvre en una lectura pionera («De Mayans a Capmany» 34), Mayans escapa al intento siempre impo­ sible de descifrar de lo que Moréri sugería como roman à cié; Ma­ yans rechaza abiertamente esas interpretaciones, las de Rapin y Moréri (5 144). Y, a partir de ese supuesto, se trata de aislar e identi­ ficar «los temas satíricos» (Etienvre, «De Mayans a Capmany» 34). Pero no se limita a eso la lectura mayansiana del Quijote: «Lafábula de Don Quijote de la M ancha imita la litada. Quiero decir que, si la ira es una especie de furor, yo no diferencio a Aquiles airado de Don Quijote loco. Si la Ilíada es una fábula heroica escrita en verso, la Novela de Don Quijote lo es en prosa, que la épica (como dijo el mis­ mo Cervantes) tan bien p u ed e escribirse en prosa com o en verso» (f 158). Toda la justificación teórica de la novela cervantina como épica cómica en prosa parte de nociones de poética que conducen a descifrar el Quijote como una ficción de cosas posibles que propone una idea muy perfecta de algo (ira en Homero, locura en Cervan­ 91

tes), aunque la locura no cierre, obviamente, el abanico de alusiones y sugerencias del Quijote. Mayans prosigue la teorización de la no­ vela, género nuevo que consigue articular gracias a la condensación de elementos dispares provenientes de todos los demás géneros: «El diestro inventor, como Cervantes, sabe hacer una agradable mezcla de todas estas especies de fábulas, así en lo que toca a los caracteres de las personas y costumbres como al estilo, apropiándole al sujeto de que se trata» (f 165). Y es Mayans quien llama la atención sobre lo que escribe el propio Cervantes, porque el autor de una novela (no de un cuento) puede tocar todos los registros que desee: el autor puede «mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria, que la épica [leamos la novela] también pue­ de escribirse en prosa como en verso» (f 165). Obviamente Cervan­ tes —y Mayans— están refiriéndose a lo que había escrito el Pinciano y puesto en boca de Fadrique comentando la Historia etiópica de He­ liodoro, de quien dice: «de Heliodoro no hay duda que sea poeta, y de los más finos épicos que han hasta agora escripto [...] tiene más per­ fección la épica fundada en historia que no en ficción pura» (3: 167). El Quijote es sobre todo sátira, pero es sátira vehiculizada a través de un personaje que encarna la locura y que, en su grandeza, no desdi­ ce de la ira de Aquiles en Homero. De ahí que nos parezca muy li­ mitado afirmar que Mayans da un primer paso hacia la elevación del personaje a la categoría de héroe: Mayans afirma sin ambages que don Quijote es un héroe. En otro lugar hemos desarrollado el proceso intelectual que le permite a Mayans, además de trazar una imagen de Cervantes que va a permanecer hasta nuestros días, elaborar lo que hemos llamado una teoría dieciochesca de la novela. Para Mayans, la ficción es la base de la novela, ya que si se tratase de sucesos verdaderos presenta­ dos tal y como sucedieron estaríamos ante un relato historiográfico o relación verdadera, escribe en la Vida de M iguel de Cervantes. La novela es, en sus propias palabras, una historia fingida —Pierre Perrault había definido el Quijote como «historia inventada»— que da cabida a todos los géneros y formas canonizadas por la poética clasicista. La historia fingida se opone a la historia por cuanto esta última es «una relación verdadera de las cosas singulares ya sucedidas en el tiempo en que se escribe, cuya memoria es conveniente que se conserve para vivir bien y dichosamente» (Mayans, Retórica 2: 477). Así, y remitimos a nuestro trabajo anterior, el estudio de Cervantes encamina a Mayans hacia una teorización que es sin duda pionera 92

en la época en que aparece tanto la Vida como, más adelante, la Retórica. Pero lo que más nos interesa aquí es que indirectamente Na­ sarre, al justificar a Avellaneda, se manifiesta en defensa de los libros de caballerías y, en consecuencia, de la caballerosidad española. Es­ cribe Nasarre (bajo el seudónimo de Perales): «No falta quien crea que ha perdido la juventud una enseñanza muy útil en los libros de caballerías (que son ya muy raros), por el heroicismo [sic\ a que per­ suadían la generosidad y valor que representaban con las fábulas bien imaginadas; así lo persuadía aquel sabio varón, honor de nues­ tra España, don Nicolás Antonio, que supone fácil la corrección y enmienda de tales libros, y los tiene por muy oportunos para la en­ señanza de la juventud» (251). Por tanto, dice Nasarre, no hay que condenar las novelas de caballerías de España «después de haberse criado con ellas tantos valerosos caballeros en España, que hicieron religión de imitar los bien fingidos hechos de los caballeros andan­ tes» (252). Así, Nasarre asocia la lectura de los libros de caballerías con la transmisión y aprendizaje de unos valores individuales y so­ ciales característicos de una cierta visión de la identidad nacional (pasada, obviamente, por una pertenencia de clase y determinada por una formación socioeconómica precisa): heroísmo, generosidad y valor, nociones que, junto a otras, acabarán sintetizándose en la idea de caballerosidad. Lo que parece una opinión intrascendente va a revelarse como un ataque frontal contra Cervantes y, de paso, con­ tra la nueva visión reformista (burguesa) de la identidad nacional. Mestre ha hablado con razón de «los complicados juegos de Na­ sarre» («Prólogo» Ivi). Entre otras cosas, porque el mismo Nasarre escribirá en 1749 —en el «Prólogo» que antepuso a las Ocho com e­ dias y ocho entremeses de Cervantes, sobre el que volveremos en el próximo capítulo— que el gran mérito de Cervantes con el Quijote fue curar a los enfermos de caballerías y desterrar esos libros. Pero todavía más punzante se mostró contra la imagen de los caballeros al comentar sobre Calderón: «No hace retratos, espejos, ni modelos, si no decimos que lo son de su fantasía. Es verdad que para discul­ parle quieren decir que retrata la nación, como si toda ella fuese de caballeros andantes y de hombres imaginarios» (C2r). Como resu­ me Menéndez Pelayo en su Historia d e las ideas estéticas: «Lo peor que encontraba en Calderón era haber creado un mundo ideal de caballeros andantes y de hombres imaginarios». Y, según interpreta Andioc con mucho acierto, ello «muestra perfectamente que a través del teatro calderoniano la crítica neoclásica se extiende a una mentalidad 93

históricamente definida y moralmente condenada» (Teatro 163-164). Aquí, el resultado de la lectura de los libros de caballerías ha condu­ cido a los personajes calderonianos de las comedias de capa y espada, es decir, a la personificación dramática de los valores identitarios elogiados en el «Juicio» antepuesto al Quijote de Avellaneda. Enton­ ces, ¿por qué en 1732 parecía defenderlos tal vez olvidando la rela­ ción obvia entre una caballerosidad nobiliaria, caduca y desfasada, y una versión de la nación y lo nacional en la que esa caballerosidad es esencial, en manos de los sectores más conservadores, para reivindi­ car el inmovilismo y los derechos de la nobleza frente a los de la burguesía? Volveremos a eso. Acercándonos a la Vida de M iguel d e Cervantes, a pesar de las numerosas ocasiones en que Mayans dice en su correspondencia que en su texto «ni está nombrado [Nasarre] ni Montiano» (en Mestre, «Prólogo» lix), resulta evidente, como afirma el mismo Mestre, «que los ataques a los editores del “autor tordesillesco”, aunque no apare­ cieran personalmente nombrados, no podían pasar inadvertidos» («Prólogo» lix). Es más, como ya hemos dicho, todo el texto de la Vida tiene como referencia a Avellaneda, no solo por el papel de los editores (Nasarre y Montiano), sino por los numerosos comentarios que aparecen en el prólogo al Segundo tomo del ingenioso hidalgo y que sirven a Mayans como armazón para ir rebatiéndolos y, a la vez, ar­ ticulando su propia narración de la vida de Cervantes, como en una imagen invertida en el espejo de su relato. Por eso, uno de los obje­ tivos que se propone Mayans es demostrar que la finalidad explícita de Cervantes, com batir los libros de caballerías, tiene una razón histó­ rica, sociológica y política absolutamente irrebatible. Poco importa —desde la óptica mayansiana— el que, como dicen Rey Hazas y Muñoz Sánchez, «el gusto por los libros de caballerías había decaído enormemente en favor de otros modelos narrativos más a tono con el momento, como la novela bizantina y, sobre todo, la picaresca, aunque ya desde el medio siglo del quinientos la novela pastoril se había ido haciendo con la primacía que los libros de caballerías ha­ bían disfrutado en la primera» (33). Porque el problema no era de Mayans, sino del propio Cervantes. Es posible que el valenciano no pusiera el énfasis en la relación entre la picaresca y el Quijote —aun­ que en la Retórica vincula explícitamente Celestina, Lazarillo, Guzmán y Quijote—, pero su objetivo intelectual e ideológico iba por otro camino. No obstante, Mayans no deja de aludir a los libros picarescos al hablar de las malas lecturas, lo que le permitía situar los libros de caballerías junto a la picaresca. Ámérico Castro escribió 94

que «el Quijote surgió como reacción contra el Guzmán de Alfarache» (en Rey Hazas y Muñoz Sánchez 33, n39), pero no solo contra la obra de Alemán. El texto cervantino está en conversación con la literatura en general. De ahí que frente a la lamentación de Nasarre respaldada en Nicolás Antonio, Mayans recurra a los más prestigio­ sos humanistas para justificar la necesidad de desterrar los libros de caballerías, y con ellos una representación de la realidad en la que la caballerosidad, que articula la visión del mundo de una nobleza parásita, cortesana y violenta, configura nociones identitarias y nacionales que no tienen ya cabida en la vida colectiva. Algo así debió intuir también Juan Pablo Forner cuando escribe en la Ora­ ción apologética: Habíanos venido de Francia el inepto gusto a los libros de caballerías, que tenían como embeleso a la ociosa curiosidad del vulgo ínfimo y supremo. Clama Vives contra el abuso, escúchale Cervantes, intenta la destrucción de tal peste, publica el Q uijote y ahuyenta como a las tinieblas la luz al despuntar el sol aquella insípida e insensata caterva de caballeros, despedazadores de gi­ gantes y conquistadores de reinos nunca oídos (1 6 4 -16 5 ).

Como afirma el propio Mayans, «los [libros] que malearon más las costumbres públicas fueron los caballerescos» (f22). Es obvio que, desde la perspectiva reformista del siglo x v i i i , en la anticaballerosidad cervantina se descubre el eco de una preocupa­ ción contemporánea. Porque de esa caballerosidad excesiva y des­ mesurada ha surgido una forma de ser y una conceptualización de la misma que constituye uno de los obstáculos más serios al programa de reformas que los círculos letrados ilustrados promueven. En el énfasis puesto sobre la justicia y justificación de la lucha contra la caballerosidad que articulan los libros de caballerías se encuentra la argumentación fuerte de Mayans contra los editores de Avellane­ da, y de ahí que acumule una batería irrebatible de opiniones sólidas que vienen a reforzar las afirmaciones cervantinas sobre el motivo autoconsciente, explícito y voluntario de su obra. Por eso podemos coincidir con Paolo Cherchi cuando afirma que, puesto que Mayans ve en el Quijote una sátira, sí, pero de algunos aspectos de la civili­ dad española y europea, eso le permite instrumentalizar la historia del hidalgo y convertirla en bandera contra la España conservadora (95). Así, será el intelectual que proviene de la periferia —Mayans— el que va a encontrar en Cervantes los elementos que lo vinculan a una percepción de la identidad nacional plenamente reformista e ilustra­ 95

da, en tanto los intelectuales cortesanos van a desplazarse en esta ocasión hacia una postura marginal y fuera de las prácticas más pro­ gresistas del momento. Escribe Anthony Close que los comentaris­ tas dieciochescos españoles del Quijote (Mayans, Vicente de los Ríos y Pellicer) «reconocen correctamente que Cervantes trató de satiri­ zar un género literario —los libros de caballerías—. Pero trataron, erróneamente, de mezclar un objetivo literario con otro histórico o social» (11). Me parece evidente que el problema de Close es que, encerrado en una interpretación exclusivamente literaria y estética, no ve la dimensión real de las discusiones sobre Cervantes ni capta la trascendencia icónica que este va a llegar a alcanzar más allá del nivel literario. Pero, volvamos a la pregunta anterior. ¿Por qué Nasarre y Mon­ tiano, conspicuos reformistas, aparecen como los valedores de una posición ideológica que va en contra de la dinámica lógica de la Ilustración? La única respuesta plausible se halla en la proximidad de su círculo a las presiones de la monarquía —o a su percepción de tales presiones y a su modo de responderles— y, en consecuencia, a la estrecha dependencia en que se hallan respecto al centro del po­ der. Como sugería antes, Nasarre y Montiano encarnan y exponen una postura adulatoria hacia lo que se presumen preferencias del monarca —ideas francesas para un rey francés— a fin de lograr el apoyo que tanto a nivel personal como institucional les es impres­ cindible si quieren proseguir su labor reformista y mejorar su insta­ lación social en los círculos áulicos. Mayans, marginado en Madrid y todavía más en su tierra cuando se haya retirado a Oliva, y con varias esperanzas desvanecidas desde su llegada a la capital, toma el partido que le permite mayor libertad crítica, pero también el más arriesgado en la Corte: optar por el apoyo del embajador inglés no era la medida más prometedora si deseaba integrarse al núcleo cor­ tesano. Y como partido arriesgado, salió perdiendo a corto plazo. Sin embargo, la evolución de los protagonistas de esta polémica permite comprobar cómo se va produciendo una convergencia de intereses fundamentales en la que austracismo y borbonismo van diluyéndose para dejar en pie la imagen de una comunidad no mo­ nolítica de intelectuales reformistas. La polémica de que estamos hablando no terminaría ahí. Se prolongaría en torno a los Orígenes de la lengua española (contexto en el que se lanzará contra Mayans la acusación de antiespañol), a los Diálogos de BoLiños y Carvajal escritos por Montiano, a la Con­ versación de Plácido Veranio de Mayans, o a la desaparición de la 96

Academia Valenciana, y llegarían incluso al «Prólogo» que Nasarre escribiría para las Ocho com edias y ocho entremeses de Cervantes —al que volveremos en el próximo capítulo—, donde, doce años después de la Vida d e M iguel de Cervantes, afirma: «El don Quijo­ te es tan ridículo e imaginario que solo un fanático u otro don Quijote podrá creerlo historia» (Alv), aludiendo todavía clara­ mente a Mayans. Los rencores entre Nasarre, Montiano y Mayans perduraron lar­ go tiempo. No es de extrañar, por tanto, que el 6 de octubre de 1753 le escriba el valenciano a Agustín de Hordeñana, secretario de En­ senada: Mucho he holgado de saber que el Sr. Montiano esté en la inteligencia de quién es el autor de la carta censoria de su Virginia [Juan de Chindurza, autor de Carta al señor don Agustín de Mon­ tiano y Luyando. Escrita por don Jayme Doms, Barcelona, 1753; probablemente Lanz de Fonseca], pues así no me serán molestos los repetidos avisos de que estaba quejoso conmigo, y no debe estarlo habiéndome yo negado a las instancias de muchos, que han querido explorar mi juicio por saber que me ha perseguido en conversaciones privadas, en instigaciones hechas a espíritus maldicientes y en sátiras públicas; a todo lo cual no me he dado por entendido, no por falta de ánimo, sino porque la experiencia me ha hecho conocer que quien no tiene empleo público no pue­ de pelear, aun asistido de la razón, contra quien le tiene, sin expo­ nerse a graves pesadumbres. El genio, o fuese envidioso o indis­ creto, de Nasarre, que no quería reconocer en las letras ni iguales ni superiores, animó tal maña contra mí a ese buen caballero, que ha sido uno de mis mayores perseguidores sin haberle dado causa, ni quererla dar para no aumentarle la aversión hacia mí. Y estoy con ánimo resuelto a no deslucirle si me deja vivir quietamente. Pero en caso de ser provocado: et mihi sunt vires, et mea tela nocent [Ovidio, Heroidas: Y yo tampoco carezco de fuerza, y mis armas golpean con fuerza], Y no libraría también como de otros contra­ rios, porque cada línea sería una censura sin respuesta, reprehen­ diendo cosas de hecho.

Sin embargo, en este enfrentamiento políticocultural el perde­ dor a nivel político será Mayans, que acabará abandonando la capi­ tal de España para recluirse en su Oliva natal, lo que implica que en apariencia los vencedores serán Nasarre y Montiano. Y no es extra­ ño, pues ambos ocupaban una posición en el ambiente cultural de la Corte —y, en el caso de Montiano, no solo cultural, sino también 97

directamente política— mucho más sólida que la de Mayans. A ni­ vel cultural, por el contrario, la lectura de Mayans —y el texto que en poco tiempo redactó para la edición londinense del Quijote— será la que triunfará hasta que nuevas investigaciones y otras bús­ quedas acaben por clarificar muchos detalles biográficos sobre Cer­ vantes y otras interpretaciones de su obra. Porque la vida de la Vida de M iguel de Cervantes fue más larga que el debate que había gene­ rado. Así, en 1750 el impresor Juan de San Martín le pidió permiso a Mayans para incluir su texto en una edición que estaba preparan­ do. Mayans aceptó y le pidió que modificase el f 177 de la misma, a fin de que se adaptara a lo ahora sabido sobre la fecha de la muerte de Cervantes. Sin embargo, no se puso al día la información sobre la fecha de nacimiento del escritor alcalaíno. La razón por la que Mayans no quisiera —o pudiera— actualizar ese dato pudo tener que ver con la reacción visceral que hubiera podido provocar la sucia treta de Montiano a fin de publicar la partida de bautismo de Cer­ vantes, sin venir a cuento, en su Discurso II de las tragedias españolas, aunque es difícil asegurarlo. Mayans era persona de reacciones fuer­ tes en lo que se refería a sus actividades intelectuales y el hecho de haber sido sobrepasado con artimañas por un rival y enemigo decla­ rado como Montiano probablemente le provocó una reacción que, como historiador, no tenía ninguna justificación.

C a p ít u l o 2

Cervantes frente a Calderón en la identidad nacional: del Discurso de Erauso y Zavaleta a las Cartas marruecas de Cadalso Una intervención de Blas Nasarre, a la que ya hemos aludido marginalmente en el capítulo anterior, va a desencadenar la siguien­ te polémica, central —como hemos estudiado en nuestro Calderón. Icono cultural e identitario d el conservadurismo político (2010)— para la iconización de Calderón, pero también, y eso es lo que nos inte­ resa aquí, para darle relieve a la figura de Cervantes en contraposi­ ción a la de aquel y de esa manera avanzar en la monumentalización cervantina. En ese contexto se articulan nítidamente las posiciones últimas de la corriente o facción anticervantista. En 1749 Nasarre da a la imprenta la que sería segunda impresión de las Ocho comedias y ocho entremeses de Cervantes con un «Prólogo del que hace impri­ mir el libro». La intervención de Nasarre hay que relacionarla —sal­ vando las distancias materiales— con la de lord Carteret en el pro­ ceso monumentalizador de Cervantes. Porque lo que hace Nasarre no es sino una exaltación objetiva de la obra cervantina mediante la edición misma de sus comedias y entremeses para hacerla accesible al público español; no puede ni debe olvidarse que lo que hace Na­ sarre es llevar a cabo la primera edición del teatro cervantino des­ pués de la princeps, más de un siglo atrás, que había tenido lugar en 1615, con su muy conocido y repetido prólogo que traza la 99

«prehistoria» del teatro de la comedia. Es más, la edición de las co­ medias de Cervantes es una respuesta «nacional» a la publicación en París y 1738 de los Extraits d e plusieurs pièces du théâtre espagnol avec des réflexions, et la traduction des endroits les plus remarquables, a car­ go de Louis-Adrien Du Perron de Castera. De esa selección de frag­ mentos del teatro español lo que llamó la atención de los letrados españoles fueron los juicios que Du Perron insertó entre sus traduc­ ciones del teatro español, juicios en los que recogía opiniones no muy diferentes de las articuladas por Luzán en su Poética —para Cherchi (101), resultan en algunos aspectos incluso más maduras que las de aquel— pero que en la pluma de «un francés» servían para intensificar el proceso de amputación de la cultura hispánica del proceso de construcción de una modernidad todavía no bien confi­ gurada y, en consecuencia, para fomentar la estrategia de autodefen­ sa nacional frente a tal tipo de agresiones en el terreno cultural. Cherchi lo planteó en términos de un dilema de los neoclásicos en­ tre sus convicciones estéticoliterarias y su amor por la nación. Por otra parte, las opiniones de Nasarre —reconocido como parte del círculo reformista e ilustrado de la Corte— servirán de estímulo indiscutible a quienes, tal vez por razones no exclusiva ni especial­ mente estéticas o literarias, desean significarse contra las posturas reformistas. Y si es imprescindible hablar aquí de Nasarre es, ade­ más, porque en su «defensa» del teatro de Cervantes entra de lleno en lo que François Lopez consideró el largo enfrentamiento entre lopistas y cervantistas al que ya nos hemos referido, una enemistad que, en su nivel simbólico, trasciende en el tiempo y el espacio a los individuos que la iniciaron («Los Quijotes» 253). Tras las sugerencias de Martín de Riquer, los estudios de Martín Jiménez han permitido ofrecer sólidas razones para identificar a Avellaneda con Jerónimo de Pasamonte, como ya hemos dicho. De particular interés resulta, sin embargo, explorar la vinculación que pudiera haberse dado entre Pasamonte y Lope de Vega. En ese sentido, Martín Jiménez apunta a que tal vez ambos hubieran podido conocerse cuando el primero regresó a España a participar en las justas poéticas de 1613 que se celebraron en Zaragoza. O tal vez, de modo más realista, se conocie­ ran de oídas por las habladurías de los miembros del séquito del virrey de Nápoles, conde de Lemos. De cualquier modo, lo que Mar­ tín Jiménez pone de relieve es el hecho de que Pasamonte y Lope aparecen como los dos personajes agredidos con mayor virulencia por Cervantes en la primera parte del Quijote, y todavía más en la segunda parte de 1615. La vinculación, por tanto, entre lopistas y 100

avellanedistas se manifestará como una constante en los signos e inter­ venciones que marcan la recepción cervantina a lo largo de los años. N a sa r r e,

d e fe n so r de

C e r v a n t e s,

ENEMIGO DE LOPE Y CALDERÓN

Puesto que en el anterior capítulo se ha visto la posición de Na­ sarre (y de Montiano) en relación a la segunda parte de Avellaneda, de momento baste señalar que la defensa del teatro de Cervantes conduce a —o es precedida por— una toma de posición sobre el teatro de Lope, es decir, sobre el Arte nuevo d e hacer comedias y, por tanto, sobre todo el teatro español de la com edia nueva, la ingente producción dramática del Barroco. Y la defensa de Cervantes frente a Lope nos conduce a la defensa que Avellaneda asumió a favor de Lope y en oposición directa a Cervantes en el prólogo «Al alcalde, regidores y hidalgos de la noble villa de Argamasilla de la Mancha» que antepuso al Segundo tomo d el ingenioso hidalgo don Quijote d e la M ancha (1614). El texto de Avellaneda no es solo un ataque a Cer­ vantes —con detalles que a nuestra sensibilidad contemporánea le pueden parecer extremados y mal hallados, como la alusión a la ve­ jez, a la manquera de su mano izquierda, a la envidia, a las ganancias que no iba a tener, al encarcelamiento en Argamasilla, a la falta de amigos y a la imposibilidad de que un noble aceptara sus dedicato­ rias o le escribiera un poema—, sino que es sobre todo una defensa apasionada de Lope y de su dimensión casi universal, de su posición ya canónica avant la lettre. Tras sustentar que ambos —Avellaneda y Cervantes— «tenemos un fin que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ocio­ sa» (s. p.), confiesa que en los medios se diferencian, «pues él [Cer­ vantes] toma por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras, y la nuestra debe tanto por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpie­ za que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar» (s. p.), donde el nombre de Lope se escribe subliminalmente en letras ma­ yúsculas. Pero hay un punto que merece particular atención, y que servirá como enlace entre lo que podemos decir del Quijote (novela) y de la teoría del teatro: es que para Avellaneda «casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha» (s. p.), por lo que hablar 101

del Quijote en este contexto es lo mismo que seguir hablando de las comedias de Lope, en una asociación por contigüidad propia de la metonimia. Ese posicionamiento es esencial para comprender por qué en los enfrentamientos cíclicos entre lopistas y cervantistas en realidad se está discutiendo siem pre del teatro nacional español. Y aclaremos que por teatro nacional entendemos, sí, el teatro barro­ co, pero también el teatro clasicista y neoclásico que se construye a lo largo del siglo x v i i i y comienzos del xix, puesto que este no es sino una prolongación y renovación de aquel, es decir, la continui­ dad en la discontinuidad de una forma expresiva, de un género irrenunciable. Así, a pesar de que Nasarre había salido años antes a favor de Avellaneda (y, por lo tanto, indirectamente a favor de Lope), como hemos visto en el capítulo anterior, ahora rompe una lanza a favor de Cervantes y varias en contra de Lope y Calderón, o sea, de todo el teatro barroco. Pero veamos cuáles son los ejes que vertebran la reivindicación que lleva a cabo Nasarre del teatro cervantino. En primera instancia, su interpretación del teatro de Cervantes se pre­ senta como una argumentación paralela a la que explica el Quijote, o sea, como parodia intencional de la com edia nueva lopesca. En efecto, escribe Nasarre: [...] quiso [Cervantes] por medio de estas ocho comedias y entre­ meses, como por otros tantos don Quijotes y Sanchos que deste­ rraron los portentosos y desatinados libros de caballerías que tras­ tornaban el juicio de muchos hombres; quiso, digo, con come­ dias enmendar los errores de la comedia y purgar del mal gusto y mala moral el teatro, volviéndolo a la razón y a la autoridad de que se había descartado por complacer al ínfimo vulgo (A-Av).

Para Nasarre, el problema es que en las comedias de Cervantes «está más escondido [...] lo ridículo y vicioso que se pinta» (Av). Y que si en el Quijote el personaje «es tan ridículo y imaginario que solo un fanático u otro don Quijote podrá creerlo historia» (Av), no es así en el caso de las comedias, que efectivamente lo parecen, en particular porque, debido a la presión ejercida por Lope, Cervantes no pudo escribir las comedias que hubiera deseado. Nasarre evidentemente se atiene a una lectura del Quijote que no deja margen para la grandeza épica (o novelística) de los personajes centrales, e incluso aprovecha para desautorizar a quienes (como Mayans) han aceptado que el Quijote es una historia fingida. Algunos críticos como Talens y Spadaccini han llegado incluso a afirmar que si Lope tiene alguna in­ 102

fluencia en el teatro de Cervantes «lo es en la medida en que este último se escribe directamente contra su modelo» (45), idea que Jean Canavaggio había considerado —con cautela ausente enTalens y Spadaccini— solo aplicable a La entretenida, que se puede leer como «un cuestionamiento de las comedias de moda, con sus este­ reotipos y sus convenciones» (Cervantes 301). La afirmación de Talens y Spadaccini, como puede verse, recicla la interpretación de Blas Nasarre. Porque el razonamiento de este va a conducirle a negarle representatividad y legitimidad nacional al teatro de Lope (o Calderón), autores, dice, «ciertamente famosos, pero que no tenían poder de la nación para representarla» (A4+3), del mismo modo que, dice, «negaremos que estas comedias, por más aplaudi­ das que hayan sido del vulgo, sean las que la nación tenga por bue­ nas» (A4+3v). Y puesto que la desautorización incluye el teatro de la comedia nueva en su globalidad, Nasarre incluye en él los autos sacramenta­ les —como lo habían hecho otros intelectuales (Gutiérrez de los Ríos, Luzán)— al considerarlos «la interpretación cómica de las Sa­ gradas Escrituras, llena de alegorías y metáforas violentas, de anacro­ nismos horribles; y lo peor es, mezclando y confundiendo lo sagra­ do con lo profano» (A4+4v), planteamiento en el que la separación entre ambas esferas subyace a una concepción filosófica innovadora. También Clavijo y Fajardo verá en los autos «alegorías oscuras» y «alusiones pueriles» a los sagrados misterios de la religión (Pensa­ miento XLII 3: 401). Constituyen, pues, una degradación de las cosas sacras sin aportar instrucción o utilidad alguna al público. Pero, más allá y en referencia al teatro barroco, Nasarre sostiene que Lope y Calderón fueron los corruptores del teatro español, acusación trascendente en la que le seguiría Nicolás F. de Moratín, pero le abandonaría el hijo de este, Leandro. Esa posición fue criticada des­ de diversos ángulos y en diferentes momentos por casi todos los neoclásicos. Mayans —a título de ejemplo— escribe en carta a Burriel de 24 de abril de 1751: «Quedé admirado de los depravadí­ simos juicios que hace [Nasarre] de los cómicos españoles. Un hom­ bre que sabía algo de los preceptos del arte parece que los tenía todos olvidados cuando convenía aplicarlos» (Epistolario I I 517). Arteaga, que equipara el teatro barroco a un Potosí —mezcla de escoria y plata para abastecer a todo un continente— y elogia a los autores barrocos «por su ingeniosa invención, por la pureza y abundancia del lenguaje, por la pintura feliz y varias veces sublime de los carac­ teres, por la belleza de la versificación, por su maravillosa fecundi­ 103

dad y por otras prerrogativas», no deja de poner el acento en que «ignoraron por lo común el arte de separar lo bueno de lo malo, y de anteponer lo mejor alo bueno» (148). También lo rebatiría Pedro Estala (aunque, en el caso de este, no «de inmediato» como suponen Rey Hazas y Muñoz Sánchez [49], sino cuarenta años después). Nasarre, por otra parte, presenta también la cara positiva de Lope: «Ya se ha visto lo que Cervantes trabajó y escribió para detener el desor­ denado y caliente genio del corruptor del teatro: corruptor acompa­ ñado del río suave y blando de su dicción, de su fecundidad lozana y viciosa, pero fecundidad portentosa e increíble, y sin comparación en ningún siglo, nación e idioma» (B3v). Tener a Lope por uno de los dos grandes corruptores del teatro español no empece valorarlo como uno de los grandes escritores de su tiempo. Y si, en opinión de Nasarre, Lope se recorta como el primer corruptor del teatro español, «del segundo [Calderón], que merece tenerse por peor, solo hay que prevenir lo perjudiciales que son sus comedias [...] El artificio y afeite con que hermosea los vicios es ca­ paz sin duda de corromper los corazones de la juventud. A más de que la ingeniosidad de la maraña es casi siempre inverosímil, y la dicción elegante y fluida no corresponde por sus elevados conceptos y afectadas erudiciones a este poema [la comedia]» (B4+1). A pesar del ingenio superior de Calderón, idea en que coincide con Luzán y otros letrados reformistas, «tropezaba algunas veces con cosas inimi­ tables, pero acompañadas con otras tan poco nobles que se puede dudar si la bajeza de ellas ensalza lo sublime o si el sublime hace menos tolerable su bajeza» (C3v). Así, el segundo corruptor del tea­ tro español sintetiza lo que, a su manera y en su momento, Cervan­ tes había tratado de desterrar en los libros de caballerías, pues Cal­ derón: «No hace retratos, espejos ni modelos, si no decimos que lo son de su fantasía. Es verdad que para disculparle quieren decir que retrata la nación, como si toda ella fuese de caballeros andantes y de hombres imaginarios» (C4; la cursiva es mía). Nótese cómo Nasarre ha aislado el punto central que vincula a Cervantes —el Quijote— con Calderón, pero señalando el carácter opuesto de sus propuestas programáticas: Cervantes milita por abandonar el quijotismo caba­ lleresco —como bien resaltaba Mayans frente a la lectura que ofrecía Nasarre del texto de Avellaneda— en tanto que Calderón consolida y refuerza la caballerosidad como rasgo definidor del ser español, es decir, de la identidad nacional. Estas nociones habrá que conservar­ las en la cabeza para lo que llegará después. En contraposición a la corrupción del teatro nacional, según Nasarre, «tenemos mayor nú­ 104

mero de comedias perfectas y según arte que los franceses, italianos y ingleses juntos» (B4+2), idea que llevó a varios intelectuales a la busca de esas obras perfectas, pero, por desgracia previsible, infruc­ tuosamente. Y como esa suposición nadie pudo clemostrarla, nadie la ha tomado en serio. Sin embargo, su amigo Montiano trataría de encontrar las tragedias perfectas que ocultaba el archivo dramático español desde el siglo xvi. Y tampoco él tuvo mucho éxito, a pesar de que pudo ofrecer una lista —bastante breve— de tragedias que parecían ajustarse a los cánones clásicos. Mucho se ha dicho sobre el presunto «menosprecio» de los neoclásicos hacia el teatro del Siglo de Oro, basándose en hechos como los ataques contra los autos sacramentales —que no fueron exclusivos de los letrados y dramaturgos neoclásicos—. Pero, dejan­ do de lado el sentido no solo teatral sino también espiritual que tienen las censuras a los autos que circulan en ese tiempo y que su decadencia se remonta a fines del siglo anterior, hay en esa percep­ ción del Neoclasicismo y la Ilustración una visión sesgada y defor­ madora de lo que efectivamente argumentaron los neoclásicos y, sobre todo, una marginación consciente del lenguaje impuesto por la situación militante en que se hallaban y de la que la propuesta de Bernardo de Iriarte al conde de Aranda es muy significativa, como ha estudiado Emilio Palacios («El teatro barroco»). Desde Luzán hasta Gómez Hermosilla o Enciso Castrillón, pasando por Montiano, Ni­ colás E de Moratín, Sebastián y Latre, Arteaga o Leandro F. de Mo­ ratín, lo que se tiene es una lectura crítica pero siempre admirativa de los hallazgos y realizaciones de los autores barrocos. Leandro F. de Moratín formularía esa postura dual en La com edia nueva: No señor, menos me enfada cualquiera de nuestras comedias antiguas, por malas que sean. Están desarregladas, tienen dispa­ rates, pero aquellos disparates y aquel desarreglo son hijos del ingenio y no de la estupidez. Tienen defectos enormes, es ver­ dad; pero entre estos defectos se hallan cosas que, por vida mía, tal vez suspenden y conmueven al espectador en términos de hacerle olvidar o disculpar cuantos desaciertos han precedido. Ahora compare usted nuestros autores adocenados del día con los antiguos y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran que estotros cuando quieren hablar en razón (146).

Merece la pena comparar ahora a dos escritores, Nasarre y Esta­ la. El primero porque es sin duda el más radical enemigo del teatro 10 5

áureo, teniendo a Lope y Calderón por los corruptores indiscutibles del teatro nacional. Estala, por el contrario, porque es emblemáti­ co de una revalorización de los signos positivos (y también negati­ vos) del teatro áureosecular. Ya un poco antes que él, Urquijo había escrito que «los primeros progresos del teatro francés han nacido de haberse estos propuesto imitar al español» (27) y que nuestro teatro debe ser tenido «por el verdadero origen de los primeros dramas franceses, cómicos y trágicos» (29). Para Estala, Lope y Calderón, movidos por el deseo de agradar y divertir al público, «dieron un realce al teatro que fue el origen de todo lo bueno que hoy vemos. Toda la Europa, por confesión de Voltaire, adoptó la comedia espa­ ñola» («Discurso sobre la comedia» 28). Lope, «diga lo que diga el pedantismo y la preocupación, sacó de las mantillas nuestro teatro, ennobleció la escena, introdujo la pintura de nuestras actuales cos­ tumbres y, con la fecundidad de su invención, abrió campo a los ingenios para que formasen un teatro propio de nuestras circunstan­ cias» («Discurso sobre la comedia» 37). De ahí que siempre sepan interesar y deleitar, sobre todo en comparación, no con los malos poetastros del día, sino con «esas comedias arregladísimas y fastidio­ sísimas, que apenas nacen quedan sepultadas en perpetuo olvido» («Discurso sobre la comedia» 38), donde la comparación remite a los autores presuntamente neoclásicos pero carentes del fuego de la teatralidad. Estala apunta un comentario muy sugerente sobre el modo en que algunos de esos autores «presumen de sí que observan las reglas» («Discurso sobre la comedia» 44), lo mismo que afectan introducir en sus obras buena moral que no son más que «sermones importunos, fríos, pedantescos y miserables» («Discurso sobre la co­ media» 44). Sus argumentos se relacionan parcialmente con los de La com edia nueva. Mas lo trascendente en Estala es que para él Lope y Calderón dieron «al teatro moderno su verdadero carácter» («Dis­ curso sobre la tragedia» 37). Solo a partir del teatro español podría Corneille, imitando a Guillén de Castro, perfeccionar la tragedia moderna —inventada por los españoles—, arrinconando el fatalis­ mo y el antimonarquismo antiguos, y dando entrada a las pasiones que excitan la sensibilidad contemporánea. Pero, insiste Estala, la imitación de Corneille debe a Guillén de Castro lo esencial: el argu­ mento, el enlace de la fábula, los mejores lances y pensamientos, los principales caracteres. Paralelamente, es lo mismo que sucede con Molière y la comedia, ya que «la perfección a que ha llegado la co­ media se debe también a los ingenios españoles» («Discurso sobre la comedia» 27). Es cierto que los españoles no respetaron las unidades 10 6

de lugar y de tiempo, pero esos «defectos» —que lo eran sin comillas para Tos neoclásicos— no bastan para hacer malo un buen drama, aunque sí ofenden al que busca la imitación más exacta y perfecta posible. De todos modos, por la belleza y variedad de la invención, la riqueza de caracteres y la gracia y viveza del diálogo, «su lectura siempre será muy útil a todo hombre de genio y de buen gusto» («Discurso sobre la tragedia» 44-45). La autodefensa nacional se acopla perfectamente a la admiración y placer que sienten los neoclá­ sicos ante los autores barrocos. Puesto que su lucha se dirige princi­ palmente contra los dramaturgos contemporáneos que han desfigu­ rado las enseñanzas de aquellos, sin saber preservar sus felices hallaz­ gos ni tener el genio para perfeccionarlos, se ha conservado la impresión superficial e irresponsable de que existe ese menosprecio general e indiscriminado hacia el teatro del Siglo de Oro. El lengua­ je que emplean los neoclásicos parece reforzar semejante impresión. Nada, sin embargo, más lejos de la realidad. Y la dualidad del mis­ mo Nasarre al hablar de Lope lo demuestra sin lugar a dudas. Comenta Menéndez Pelayo en Historia de las ideas estéticas refi­ riéndose a Nasarre: Reimprimió también las comedias de Cervantes, no porque le gustasen, sino al revés, porque le parecían malas, y ni siquiera las tenía por comedias, de donde infería que Cervantes las había compuesto como parodias intencionadas del estilo y gusto de Lope de Vega. La especie es tan estrambótica que parece imposi­ ble que haya cabido en cerebro de hombre sano. Júzguese como se quiera de las comedias de Cervantes, nadie que las examine de buena fe, y que lea el prólogo en que su inmortal autor se queja tan amargamente de no encontrar actores que se las representa­ sen, y a duras penas librero que quisiera sacarlas a luz, dudará ni por un momento de que fueron escritas en serio.

Podemos recordar aquí lo que Mayans había escrito en su Vida de M iguel de Cervantes sobre dichas comedias: «Las com ed ia ste Cer­ vantes, comparadas con otras más antiguas, son mucho mejores, exceptuando siempre la de Caliste y M elibea [...] Después de Cer­ vantes se han compuesto comedias de mayor invención que las grie­ gas (porque los cómicos latinos Plauto y Terencio solo imitaron), pero de arte mucho inferior. El que dudare esto, infórmese primero de la suma dificultad que tiene el arte cómica leyendo a Aristóteles en su Poética, y, si no puede entenderla, a don Jusepe Antonio González de Salas en su eruditísima Ilustración de la Poética de Aristóteles» (f 175). 10 7

Y cita in extenso el prólogo del propio Cervantes para certificar que él había sido el que más había hecho progresar la cómica española, punto en el que no vamos a detenernos ahora. En defensa de Nasarre, sin embargo —o tal vez del propio Cervantes—, Llampillas llegaría a escribir «que la malicia de los impresores publicó con su nombre y prólogo aquellas extravagantes comedias, correspondien­ tes al depravado gusto del vulgo, suprimiendo las que verdadera­ mente eran de él o transformándolas en un todo» (en Fernández de Navarrete 5 159, 155). Defensa que consiste en negarle a Cervantes la autoría —y autoridad— de sus propias obras dramáticas. Esa es­ trategia —carente de buen sentido— no tuvo seguidores. I n t e r v e n c io n e s a n t ir r e f o r m is t a s y a n t in e o c l á s ic a s : E r a u so y Z avaleta , C a r r il l o , M a r u já n

La extremada desautorización que Nasarre lleva a cabo de Lope y Calderón —que, no debe olvidarse, se enmarca en el discurso apologético y autodefensivo de lo español, es decir, en el proceso dual de construcción consciente de una cultura nacional reformista y de vinculación a los recursos del poder para llevarla a cabo, lo que tal vez explique su virulencia— provoca una serie de intervenciones que, para Menéndez Pelayo, constituyen la «viva resistencia del espí­ ritu nacional contra la invasión de las nuevas ideas críticas» (Historia de las ideas estéticas), donde prescinde obviamente de la dimensión reformista que marca y caracteriza a estos autores pero, sobre todo, echa fuera del campo contra la realidad misma la dimensión nacio­ nal del teatro construido por los neoclásicos. Nos parece que nada tiene que ver el espíritu nacional con esa reacción, sino más bien con el espíritu antirreformista —aunque con toda probabilidad para Menéndez Pelayo ambos eran sinónimos— que se manifiesta en el dominio específico y aparentemente estético, pero que se desborda hacia aspectos de la visión de la nación y la identidad nacional, y que en este momento histórico concreto creemos se asocia también a los movimientos de la oposición a los planes y políticas reformistas de Ensenada y su círculo ilustrado. En el contexto de semejante «resis­ tencia» sobresale el marqués de la Olmeda, Ignacio de Loyola y Oyanguren Q?-1764), hábito de Santiago desde 1699, y cuyo círculo intelectual puede tal vez rastrearse por la Fama postuma delRmo. padre Juan de la Concepción (Madrid, Imprenta del Mercurio, 1754-1763) donde aparecen al menos José Joaquín Benegasí y Luján y fray Juan 108

de la Concepción. El marqués de la Olmeda era hijo de los primeros marqueses de la Olmeda, Fernando Antonio de Loyola y María Alfonsa Oyanguren, y estaba casado con Damiana del Castillo; procu­ rador general de la orden de Santiago con casas en Jácome Trenzo [sic] según el Kalendario m anual y guía de forasteros en M adrid para el año 1758. Cuenta Alvarez y Baena que el marqués participó en la distribución de los premios otorgados por la Real Academia de Be­ llas Artes de San Fernando en 1757 (399). El marqués de la Olme­ da, que también pergeñaba sus versos y los publicaba en los umbra­ les de las obras de sus amigos (como en el Panegírico de José Joaquín Benegasí y Luján), publica en 1750, bajo el seudónimo de Tomás de Erauso y Zavaleta, su Discurso crítico sobe el origen, calidad y estado presente de las comedias en España, contra el dictam en que las supone corrompidas y en fa vo r d e sus más fam osos escritores, el doctorfrey Lope Félix de Vega Carpió y don Pedro Calderón d e la Barca. Según Leopoldo Cueto en su Historia crítica de la poesía castella­ na en el siglo x v iii, el marqués de la Olmeda había formado parte de una academia matritense que tuvo efímera vida a fines del reinado de Felipe Y (264). Conviene recordar el papel que las academias desempeñan en esta época. «Independiente y paralelamente a las academias reales, que empiezan a dirigir la vida intelectual del país —como institución estatal— dentro de la política ilustrada y cen­ tralizada de los borbones, la forma especial de academia que se desa­ rrolló en el siglo x v i i continúa existiendo en el x v i i i en algunos puntos de España», escribe Tortosa Linde (9), academias, las del x v i i, muy bien estudiadas por Jeremy Robbins. En efecto, se trata de una manifestación de la vida intelectual de carácter privado, o sea, reuniones de escritores, pensadores, artistas, «promovidas y protegi­ das principalmente por nobles» (Tortosa Linde 9). Las academias, como ha resaltado Tortosa Linde, son espacios de conversación, de fiesta (13-14), ámbitos de diálogo incluso entre personas con opi­ niones y estéticas muy separadas entre sí. Es decir, elementos clave de la organización de la sociedad civil y del desarrollo de una socia­ bilidad nueva que incluso trasciende y desborda las barreras de las rígidas clases sociales y de ciertos estamentos. Aparte de la Academia del Trípode, que se reunía en Granada, en Madrid Blas Nasarre reunía una tertulia y, algo más adelante, según escribe Cotarelo y Mori en Iriarte y su época, «empezó D. Agustín de Montiano, la persona de más reputación literaria de entonces, a reunir por las noches algunos amigos en su casa» (20). Asistían a esa tertulia Lu­ zán, Ignacio de Hermosilla, Antonio Pisón [bibliotecario de Ense­ 109

nada], Luis José Velázquez [del círculo ensenadista], Felipe de Cas­ tro, Eugenio Llaguno y Amírola, Juan de Iriarte, sus sobrinos Ber­ nardo y Domingo, y también la esposa de Montiano, Josefa Manrique, y su sobrina Margarita. Algunos de ellos participarían también en la Academia del Buen Gusto, que doña Ana María Jose­ fa López de Zúñiga, bija del 11.° duque de Béjar Juan Manuel de Zúñiga, condesa de Lemos y marquesa de Sarria, hospedó en sus salo­ nes entre enero de 1749 y septiembre de 1751, y a la que asistían Montiano y Luyando, Luzán, el conde de Saldueña, el conde de Torrepalma, el marqués de Valdeflores, el duque de Béjar —Joaquín Diego López de Zúñiga, 12.° duque—, José Antonio Porcel, José Villarroel, Blas Antonio Nasarre y tal vez Juan de Iriarte y fray Juan de la Concepción. Habría sin duda otros asistentes asiduos, poe­ tas de la aristocracia literaria de la época, que cita Juan Ignacio de Luzán en las M emorias que escribió sobre su padre: el duque de Ar­ cos (Francisco Ponce de León II, muerto en 1763, 10.° duque de Arcos y 16.° duque de Nájera), el duque de Medina Sidonia (Pedro de Alcántara Pérez de Guzmán y Pacheco, 1724-1777, 14.° duque, que escribió Testamento político de España como discurso de ingreso en la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid, lo que tal vez aclare sus filias intelectuales), el marqués de Casasola (Diego Lucas Arias-Dávila Croy), el marqués de Montehermoso, el marqués de la Olmeda, Francisco Scotti (dramaturgo y académico de la RAE), Alonso Santos de León y Francisco Zamora. M .a Dolores Tortosa Linde, en un trabajo minucioso y muy cuidado, amplió la nómina de las personas asistentes al palacio de la condesa de Lemos y mar­ quesa de Sarria en la calle del Turco (hoy de Marqués de Cubas) sobre todo en cuanto a la heterogeneidad genérica de la asistencia. Así, además de los nombres mencionados, identifica personajes ya citados por Cueto como la condesa de Ablitas, Ana María Masones de Lima, hija del duque de Sotomayor y hermana de Jaime, emba­ jador español en París desde 1752, la duquesa de Santisteban, la marquesa de Estepa, Leonor de Velasco y Ayala, y la duquesa de Arcos, añadiendo el nombre de la marquesa de Castrillo, Catalina Maldonado y Ormaza. Frente a la visión de unos círculos abruma­ doramente patriarcales, la presencia femenina se destaca como un rasgo corriente en esas tertulias, en las que su protagonismo fue sin duda notable. Dado el componente de nobles que acudían a las reuniones, es lícito preguntarse qué tipo de afiliaciones políticas podían darse en esos ambientes. Y no porque creamos que hubiera una afiliación 110

monolítica o monológica sino porque más bien pensamos que ahí se recogían al menos las dos orientaciones «políticas» más notables del momento: la de quienes apoyaban a Ensenada y su política refor­ mista, y la de quienes, al amparo del duque de Huéscar, se oponían a él y trataron por todos los medios de descabalgarlo del poder; ha­ blamos de lo que cierta historiografía ha calificado de partido francés frente al partido español o castizo. Entre señalados reformistas como Luzán, Montiano, Nasarre o Velázquez, destacan aristócratas empa­ rentados entre sí, como es el caso del duque de Medina Sidonia, casado con la hermana del duque de Huéscar, enemigo frontal de Ensenada. Tortosa Linde recuerda que José Villarroel dedica dos poe­ mas a la familia de Huéscar (53), lo que podría colocarlo en su misma órbita ideológica. Pero es que la propia marquesa de Sarria se casó con Nicolás de Carvajal y Lancaster, militar, hermano del ministro José Carvajal, que no siempre se situó en el mismo bando que Ensenada. Si es difícil, casi imposible, rastrear con precisión esas afiliaciones polí­ ticas, al menos nos encontramos con que la marquesa de Estepa, Leo­ nor de Velasco y Ayala, hija del conde de Fuensalida, de quien Serra­ no y Sanz afirmaba que «componía versos» (en Tortosa Linde 52), se desmarca, en palabras de Cueto, por componer versos en honor de Juan de Maruján, poeta que intervendría en el debate entre Erauso y Zavaleta y Blas Nasarre, como veremos más abajo, y lo que la co­ locaría más bien en el ámbito cultural de los antirreformistas conser­ vadores. Por otra parte, sabemos que en el partido español o castizo se cuentan el duque de Huéscar (luego de Alba en 1755), el duque de Alburquerque (al menos en relación al motín de 1766), el conde de Valparaíso, Sebastián de Eslava y Julián de Arriaga. En ese contexto la obra de Erauso y Zavaleta aparece tras unos umbrales (o preliminares) que se inician con una dedicatoria «A la muy ilustre señora, mi señora, doña Isabel Obrien y Oconor [sic, pero en realidad Isabel O’Brien y O’Connor-Phaly, que había casa­ do con Félix de Salabert y Martínez de los Ríos, 4.° marqués de la Torrecilla y 5·° marqués de Valdeolmos], marquesa de la Torrecilla y señora de honor de la reina nuestra señora; un «Papel circular que, solicitando el examen, censura y corrección de esta obra, escribió el autor a varios sujetos doctos», un «Dictamen» de Agustín Sánchez, trinitario, un «Dictamen» de Eusebio Quintana, de los clérigos me­ nores, un «Dictamen» de José de Jesús María, agustino recoleto [cu­ riosamente, el mismo nombre que adoptaría el conde de Saldueña cuando tomara los hábitos de la orden franciscana en Bogotá, donde terminaría su vida], un «Dictamen» de Alejandro Aguado, de la or­ 111

den de San Basilio Magno, una breve «Aprobación» de Manuel de Castro y Coloma, de los clérigos reglares de San Cayetano, una todavía más breve «Censura» de fray Juan de la Concepción, carme­ lita descalzo, y un «Prólogo corto» del autor. El elenco de los autores de dictámenes muestra que Erauso ha buscado «sujetos doctos» ex­ clusivamente entre los religiosos, a pesar de que casi todos ellos re­ conocen no tener ni experiencia ni conocimiento del mundo del teatro. Mario Hernández sospechaba que bajo esos textos prelimina­ res se dibujaba «una soterrada intención destructiva» (198), inten­ ción e interpretación que no discutimos; pero nos parece que se trata además y más bien de un esfuerzo consciente por alinear un grupo consistente de adversarios destacados de las propuestas refor­ mistas. Según escribe Andioc, «el argumento “patriótico” implicaba necesariamente el religioso: nuestros censores de la comedia anti­ gua no solo son traidores a la patria, también son sapientes haeresim» (Teatro 156), de modo que poner en primer plano la religión —con los «doctos» religiosos— traslada al texto esa creencia en una labor herética: lo que se juzga no es solo ni principalmente las ideas esté­ ticas, sino sobre todo la herejía de acusar a dos destacados miembros de la colectividad católica española o, en otros términos, del patri­ monio incuestionable de la ortodoxia literaria y religiosa. Así, frente al programa de secularización de los autores novatores e ilustrados, Erauso se vuelca hacia sectores que se caracterizan por su oposición a la crítica y a la reforma. En ese sentido, lo que él cree escenificar como una defensa de la nación frente a los ataques de los franceses y de sus acólitos españoles —término con que aludo a los ilustrados y reformistas— es un ataque contra la percepción que el espíritu crítico ha llegado a articular de la situación cultural (y no solo cul­ tural) en España, pero también en cualquier otro país de Europa, es decir, contra un panorama en el que sobresalen la superstición, el oscurantismo, el retraso, el conformismo y la ignorancia, tan general en España como en Francia, Italia o Inglaterra, a pesar de las mani­ pulaciones propagandísticas tan en boga en la época. Este debate, que arranca, como hemos dicho, con la publicación en 1749 del «Prólogo» de Nasarre a las comedias y entremeses de Cervantes, se sitúa, como el lector sabrá, en el ecuador del siglo x v i i i , marcado por el poder del binomio José de Carvajal y Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, es decir, los gobernantes que acompañan los comienzos del reinado de Fernando VI. Como escri­ be Gómez Urdáñez, era «un momento de euforia política desatada por la llegada al trono de Fernando VI (1746), la esperanza del par­ 112

tido español, y por la paz de Aquisgrán (1748), que supuso el primer respiro de la Hacienda en muchos años. Había paz, dinero y proyec­ tos en que emplearlo» («Prólogo»). No obstante el empuje ilustrador de Ensenada, «las reformas, como los reformistas, tuvieron un espa­ cio escaso, breve y arriesgado, el que estaba limitado, por un lado, por las resistencias propias de un país que asumía la rutina como fatalidad desde la Decadencia, y por otro, por la “real gana”, o sea, por las reacciones de unos monarcas que, a la mínima, veían (o les hacían ver) en peligro su poder absoluto y sacralizado» (Gómez Urdáñez, «Prólogo»). La labor política y reformista de Ensenada quedaría perfectamente reflejada en su reforma de la Hacienda cas­ tellana y, en particular, en el proyecto de la única contribución, pro­ porcional a la riqueza, suprimiendo las rentas provinciales mediante la real cédula de 10 de octubre de 1749. A pesar de la meticulosidad con que se llevó a cabo todo el proceso —la elaboración del catastro dejó como resultado una documentación inencontrable en el resto de Europa—, la cédula nunca entró en vigor, aunque Carlos III pensó volver al proyecto. En ese contexto, la acción de los reformis­ tas —desde y en todos los ámbitos de su acción política, cultural o social— estaba amenazada por la intervención de quienes venían a encarnar esas «resistencias» de un país que también se creía elegido desde un pasado reciente y, por tanto, veía en peligro la encarnación de todos los elementos de diverso orden en que se manifestaba la grandeza del pasado. Fueron esas circunstancias, y la conciencia de un programa de activismo político que iba a empujar a España y su imperio hacia un futuro «mejor», lo que hizo que Ensenada buscara los puntos de apoyo que le permitirían, si no mover el mundo, como deseaba Arquímeaes, al menos ejercer el poder con la intención de mejorarlo. Así, «la clientela fue creciendo y llegó un momento en que era ya el “brazo”, la “cofradía”, la “farándula de don Zenón”, es decir, el con­ junto de servidores del estado —y del Jefe— que se reconocían par­ tidarios ensenadistas, ellos y su oposición —“el bando contrario”, dicen los pasquines—, también agrupada en torno a una jefatura: la del duque de Huéscar (de Alba desde 1755)» (Gómez Urdáñez, «Ensenada» 2). El enfrentamiento Ensenada-Huéscar (que se encar­ naría en otros nombres, como Ensenada-Carvajal, con su propio partido llamado «la cofradía» [Lynch 147]) escenificaba con nom­ bres y apellidos otra oposición: la de una aristocracia acostumbrada a ejercer el poder y un conglomerado social mucho más heterogéneo que se sentía representado por el partido de Ensenada. Según escribe 113

Gómez Urdáñez, «el partido fue el recurso de los plebeyos, hombres sin nobleza, sin título y sin dinero. El partido de los Hordeñana, Francia, Orcasitas, Banfi, Pérez Delgado, fue el instrumento político fundamental del hidalguillo medrado [.,.] que Ensenada [...] hubo de utilizar en todo: para hacer avanzar sus proyectos, pero también para protegerse (y para proteger a sus miembros)» («Prólogo»). Así pues, el enfrentamiento entre esos dos «partidos» o facciones, en acepción de la voz partido que nada tiene que ver con la contempo­ ránea, surgida a lo largo del xix, y que John Lynch define más bien como «la red de influencias y el clientelismo» (147), escenifica muy en particular la lucha entre una aristocracia y una alta nobleza dis­ puestas a pelear por el mantenimiento de sus privilegios pero, sobre todo, por impedir que otros posibles conglomerados sociales pudie­ ran sustituirlos en el control y ejercicio del poder, en la hegemonía política y social. En el otro lado encontramos al «hidalguillo medra­ do» —Zenón de Somodevilla, el «En sí nada» = Ensenada, juego que resumía la percepción atravesada que la aristocracia tenía del brillante político— que mediante su capacidad de trabajo, sus habi­ lidades para moverse en ámbitos dispares, su capacidad de negociar y aglutinar a su alrededor personas de muy diferentes procedencias, alcanza la cabeza de la monarquía con el objetivo de desarrollar un programa de reformas de corte ilustrado o, como escribe Gómez Urdáñez, para implementar «el primer programa político del despo­ tismo ilustrado español» («Ensenada» 2), aunque controlado de cer­ ca por José de Carvajal hasta el momento en que la muerte de este acabará por desencadenar su descabalgamiento de la gestión de la Monarquía. En otros términos, Ensenada encarna las aspiracio­ nes de un bloque social que desea llevar a cabo modificaciones que faciliten el progreso económico, el enriquecimiento colectivo, el for­ talecimiento de la Monarquía y su necesaria renovación. Por el con­ trario, el partido «español» o «castizo» aspira a mantener la organi­ zación política y social heredada, sin modificaciones que pudieran perturbar el ejercicio de facto del poder aristocrático. Según Domínguez Ortiz, fue la política exterior la que condujo a la caída de Ensenada, vinculada al tratado de Madrid (1750) y la posición de los jesuítas en Paraguay. En resumen, su caída no fue resultado exclusivo de la conspiración probritánica encabezada por el embajador Benjamin Keene —aunque esta tuviera también su influencia—, «fue también producto de las enemistades que acarrea todo poder excesivo» (Sociedady estado 287-288). En cualquier caso, como escribe Gonzalo Anes, la guerra de los Siete Años fue resulta­ 11 4

do «de la ineficacia de los acuerdos de Aquisgrán» (228). Claro que, frente a las maniobras de Keene, se encontraba a partir de 1752 el duque de Duras (véase Gómez Urdáñez, «El duque de Duras»), em­ bajador francés en Madrid —algo impotente ante la habilidad de Keene—, cuya misión era empujar a Fernando VI hacia una nueva alianza con Francia. Tanto los diplomáticos de las potencias eurooccidentales como los políticos españoles eran conscientes de que el escenario de la guerra se había desplazado definitivamente al Atlán­ tico y a las Américas, de modo que el inevitable enfrentamiento militar iba a ser marítimo y colonial, como simbolizaría tanto la batalla de Cartagena de Indias en 1741 con el protagonismo indis­ cutible de Blas de Lezo, como la de Trafalgar más de medio siglo después. Y si ese es en cierto sentido el mapa que presenta la distribución de fuerzas políticosociales del momento, ¿podemos arriesgarnos —como nos preguntábamos antes— a asociar ciertos posicionamientos culturales con esas fuerzas enfrentadas? Hay un problema que no podemos silenciar y tiene que ver con la ausencia de docu­ mentación específica (encontrada y consultada) que permita vincu­ lar a alguno de los personajes que hemos visto —participando en las mismas tertulias o academias, compartiendo preliminares en edicio­ nes de textos más o menos representativos— con posturas políticas concretas, firmes e indiscutibles. Podemos arriesgarnos, sí, a vincu­ lar, por ejemplo, las ideas que articula el marqués de la Olmeda —y a las que volveremos más adelante— con las actitudes de un partido que se proclama antifrancés y, en consecuencia, presuntamente proespañol por antonomasia o, al menos, más español que el otro. Lo mismo se puede decir de las ideas que proclaman Joseph de Carrillo o Juan Maruján. Porque responden a una misma o parecida percepción de la cultura en la que lo «tradicional» y lo «español» se identifican como si ese «partido» pudiera ostentar el monopolio de lo «español» en oposición a una visión de lo nacional en la que la transformación, el cambio y la reforma son elementos centrales. Por la misma razón, por lo tanto, puede decirse que Montiano, Nasarre, Luzán y otros miembros de lo que constituye aparentemente un mismo círculo letrado a primera vista homogéneo en el centro de la península se sitúan en partes opuestas del espectro político. Siguiendo una sugerencia verbal de Pedro Ruiz Pérez respecto al ovillejo de José Joaquín Benegasí y Luján titulado Panegírico de m u­ chos, envidiados de no pocos (Madrid, Joseph de Orga, 1755), que, según dicho crítico, se recorta como una contrapropuesta al canon 115

clasicista ofrecido por Luis José Velázquez en sus Orígenes de la p o e­ sía castellana (1754), se comprueba en ese texto de Benegasí una continuidad indiscutible en el enfrentamiento cultural entre un círculo de letrados reformistas y otro de escritores conservadores. En efecto, el grupo de clérigos regulares y seculares que da forma a los preliminares del Discurso sobre e l origen, calidad y estado presente de las comedias de España presenta parentescos evidentes con los paratextos de las ediciones de José Joaquín Benegasí. Así se repiten y parecen coincidir Agustín Sánchez, trinitario, Eusebio Quintana, de los clérigos menores, Alejandro Aguado, de la orden de San Basilio Magno, Manuel de Castro y Coloma, de los clérigos reglares de San Cayetano, fray Juan de la Concepción, carmelita descalzo, Juan Buedo Girón, Compañía de Jesús, Francisco Scotti Fernández de Córdoba, Alonso Liborio Santos [de León Ortiz de] y Zúñiga, Már­ quez [Infante] de Avellaneda y Joseph Enrique de Figueroa, archive­ ro del duque de Uceda. Y, más allá de esa confluencia, ese contraca­ non pone en primer plano a una nómina de escritores que abarca a Montoro, Moreto, Bocángel, Góngora, Montalbán, Benegasi, Quevedo, Lope de Vega; Herrera, Valdivielso, Solís, Ulloa, Camoens, Lupercio, Cancer, Esquilache, Pantaleón, Mendoza, Salazar, Calde­ rón, Villaviciosa, Villamediana, Rebolledo, Butrón, Madre María do Ceo, sor Juana, Silvestre e incluso fray Juan de la Concepción; nómina que choca frontalmente con las propuestas de Luzán y, en su formulación concreta centrada en la poesía lírica, con Velázquez. Por el otro lado, nos encontramos con el círculo de los intelec­ tuales reformistas de la Corte, entre quienes están Luzán, Martínez Salafranca, Juan de Santander, Juan ae Iriarte, Nasarre, Montiano, los miembros del Diario de los Literatos y sus conexiones con, por ejemplo, los benedictinos Feijoo y Sarmiento, el jesuíta Isla o el marqués de Valdeflores, Luis José Velázquez. Este último, amigo y protegido de Montiano, será pronto desde su llegada a Madrid he­ chura de Ensenada, lo cual permite situar ese círculo en los márge­ nes o en la red del partido ensenadista (reformistas). En ese contexto vemos claramente que el ovillejo de Benegasí es una respuesta direc­ ta a los Orígenes de la poesía castellana, que su autor, aconsejado por Montiano, decidió dedicar al duque de Huéscar, cabeza del partido español (conservadores) en el momento en que Ensenada se hundía bajo la conspiración angloportuguesa y española. El ataque de Erau­ so y Zavaleta, marqués de la Olmeda, contra Nasarre alinea dos bandos que prosiguen su combate intelectual en términos poéticos entre Velázquez y Benegasí. 116

La primera intervención contra Nasarre la produce al parecer Joseph Carrillo, quien escribe y publica una respuesta que ve la luz el mismo año de 1750, en realidad algo antes que el Discurso de Erauso y Zavaleta porque este menciona a aquel (5) y su dedicatoria está fechada el 21 de noviembre de 1750. Su folleto se titula La sinrazón impugnada y Beata de Lavapiés. Coloquio crítico apuntado al disparado prólogo que sirve de delantal (según nos dice su autor) a las comedias de M iguel de Cervantes (Madrid: n.l., 1750). El texto, bre­ ve, de 25 páginas numeradas, va precedido por una aprobación (sin numerar) de fray Julián Vázquez, colegial teólogo en el Colegio de San Agustín de Salamanca, fechada el 15 de enero de 1750. La apro­ bación, aparte la tópica exhibición de autoridades, nada dice sobre las opiniones de Carrillo, excepto que no hacía ninguna falta rebatir al autor del prólogo (Nasarre), suponemos que porque —en opi­ nión del fraile— él mismo se desautoriza afirmando cosas tan fuera del sentido común y el común sentir de la auténtica España, seria y profunda. Carrillo, por su parte, escenifica el coloquio crítico en una tertulia organizada por la Beata de Lavapiés y en la que participan Teresilla, Manolico el Estudiante, Valentín de la Plaza, alférez de Infantería, y el licenciado Arenas. Este es el alter ego de Nasarre, autor del prólogo a las Comedias de Cervantes que asiste a la tertulia para leerles precisamente ese prólogo que ha escrito. Todos «oyeron a Arenas (no sin notable impaciencia) las injustas imposturas con que en particular agraviaba a los ingenios que debía venerar y, en general, a toda la nación» (9). Nótese cómo los ingenios —Lope y Calderón— se transmutan por metonimia inconfesa y sin mayor explicación en la nación. Tras escuchar todo el prólogo, la Beata le dice: «cuando usted solicita dar honor a la memoria del superior ingenio de Cervantes, va contra su propio intento, pues hace odio­ sas sus obras al solicitar su aplauso por la no buena elección del medio para este fin» (10). Además de censurar otros aspectos del prólogo —incluidos al­ gunos defectos de estilo— el alférez hace eco al autor del prólogo cuando este afirma que «Cervantes escribió las ocho comedias malas con el mismo fin que la vida de Don Quijote, y que no sacó el mismo fruto» (13). Sin embargo, para Valentín de la Plaza esa idea no es cierta, y he aquí su argumentación en registro irónico: Lo cierto es que es compasión, porque aquella ficción [el

Q uijote ] trajo a España muchos bienes: el primero fue el hacer ridicula la nación para con las demás, por cuya causa se han he­ 117

cho de ella tantas traducciones, pasando por aplauso universal de la obra el conocido deseo de divulgar por el mundo aquel vitupe­ rio nuestro; el segundo fue el hacer que, por huir de la nota de la extravagancia, abandone el pundonor, cuyas ajustadas leyes la mantuvieron venerada muchos siglos; y el tercero [...] fue el hacer que el señor licenciado (tan enemigo de su patria como lo fue Cervantes) tenga autor tan recibido para corroborarnos sus doc­ trinas (13-14).

Aquí se ponen de relieve algunas de las manifestaciones anticer­ vantinas más notables (y groseras) que se escriben en el x v i i i . Por un lado, el Quijote hizo «ridicula la nación», lo que explica su amplia circulación en otros países europeos, pues la ridiculización y el vitu­ perio de España al parecer venden bien. Pero también señala cómo Cervantes abandonó el «pundonor», es decir, el principio que justi­ ficaba la caballerosidad ancestral y que, en su opinión, es la explica­ ción del «respeto» que había merecido España, o sea, el pundonor es la metáfora tras la que se enmascara la hegemonía militar, política, cultural y económica del pasado. Carrillo, en efecto, funde las figu­ ras de Nasarre y Cervantes para, tal vez yendo incluso más allá que Erauso pero anticipando in nuce lo que este va a desarrollar, acusar a Cervantes —lo mismo que a Nasarre— de «enemigo de su patria» o, en otras palabras, de antiespañol, acusación basada en que el Qui­ jo te ha servido para que la nación haya, sido ridiculizada a los ojos del mundo entero, lo que explica su «éxito», y en que el desprecio del honor castellano que —según la lectura malintencionada de Carri­ llo_impregna toda la novela cervantina —honor que había sido la base del respeto impuesto por la Monarquía hispánica en el mun­ do_se ve reforzado y compartido por el autor del «Prólogo», es decir Nasarre. Desde esa óptica, las traducciones del Quijote no son percibidas como prueba de la grandeza y universalidad e interés de la obra, sino como señal de la envidia de los extranjeros, postura que comparte sin dudarlo con Erauso. El alférez rechaza otro punto de Nasarre: «es el que este caballero diga mal de los desafíos, no porque ignoro la mejor doctrina [la de la iglesia], venerándola hu­ milde como debo, sino porque es fuerte cosa, hablando al humano estilo, que ha de llegar a sentir uno injuriado su honor y, porque no parece bien a un licenciado, se ha de quedar con la afrenta; confieso de mí que no llega mi virtud a tan heroico grado» (20). Los desafíos, como parte del discurso «caballeroso» de Calderón y de otros tantos autores, se veían incorporados a cierta percepción de la identidad nacional, a pesar de las posturas radicales de la iglesia, pero también 118

se enfrentaban a la legislación tanto de los Habsburgos como de los Borbones, que la reciclarán y renovarán en varias ocasiones, llegan­ do como mínimo hasta Larra. La Beata, para sacar a su amigo el li­ cenciado del brete en que se ha metido, recurre a la propia óptica de Nasarre en su lectura de las comedias de Cervantes; así afirma: «yo creo firmemente que el señor Arenas, así todo eso como lo demás que dice de Calderón y de Lope, lo profiere en sentido irónico, y así quiere que se entienda» (19). La ironía supuesta aquí exime al autor de la responsabilidad de sus propias opiniones. Precisamente en ese ambiente enfrentado, la significación tras­ cendente que tiene la obra de Erauso es, como hemos demostrado en otros lugares (Calderón 110-122), configurar por primera vez —en una argumentación en la que los elementos estéticos e ideoló­ gicos se entremezclan— una apropiación ideológica e ideologizada de Calderón —aunque a lo largo del Discurso y de los dictámenes los nombres de Lope y Calderón aparezcan normalmente juntos—, enlazada con su percepción de la identidad nacional desde la óptica de los sectores que se oponen a las reformas y que, en consecuencia, aparte de adscribirlos al partido español o castizo, podemos calificar sin temor a equivocarnos de antirreformistas. El común denomina­ dor de los dictámenes y el texto de Erauso no es otro que salir al rescate del «honor de la patria» (a2v), como afirma el autor. Porque las opiniones de Nasarre en su «Prólogo» constituyen una «ofensa» a Lope y Calderón, pero son, por extensión, «impiedad, ficción, ma­ levolencia y procedimiento ingrato a la gloria y fama que dieron a la nación con sus escritos, tirando a defraudarla de un honor que la tributan todas» (b2v), con lo que la ofensa trasciende los límites de una polémica literaria para convertirse en un ataque a la nación — o a lo que Erauso entiende por tal—. Por tanto, restaurar el honor de ambos dramaturgos debe redundar «en gloria de la patria» (b2+2r), dotando de una dimensión patriótica (y nacionalista) la empresa del autor. Eusebio Quintana asegura que el argumento de la obra «es el más glorioso que puede emprender un hijo en defensa de su patria» (e2+2v), y Aguado, que es «empeño honroso [...] para restaurar la robada fama de tan excelsos héroes de la nación española y genero­ sos patriotas de esa coronada villa» (h2r). Defensa de España porque «no es España hoy de la Barbaria que le atribuyen injustamente» (h2r), rechazando la percepción que los ilustrados españoles —coin­ cidiendo en las críticas de los círculos letrados ilustrados en otros países de Europa— tienen de ciertas realidades del país y que les anima en su programa de reforma. Escribe Erauso: «La nación es 119

famosa, esclarecida y respetada en cuanto lo son sus individuos; la gloria de estos es su misma gloria; y cuando se infaman, queda ella infamada y corrida» (202). La postura de defensa de la patria que Nasarre había esgrimido se desmonta —no puede solicitar la gloria de la nación quien deshonra a uno de sus hijos (152), dice Erauso, ni quien acepta, asume e interioriza las críticas extranjeras— arrojándose Erauso la representación de la única y verdadera patria, de a auténtica y legítima nación, negándole explícitamente a Nasarre que la patria le haya dado a él sus poderes: «no solo no tiene poder de la nación para defenderla, sino que le necesita muy expreso y circunstanciado para agraviarla» (201). Nótese el registro en que se expresa Erauso en lo que es un debate estético o literario. En el mismo ámbito intelectual, Agustín Sánchez establece una matización que tendrá numerosa descendencia, ya que la defensa del honor de Lope y Calderón es un proyecto que, en su opinión, debe ser aprobado por «todo buen español» (cr; la cursiva es mía), en tanto José de Jesús María hablará de que «todo español honrado» (f2r; la cursiva es mía) debe defenderlos, y Alejandro Aguado ve en Erauso «la casta de españoles legítimos» (gv). De esa manera, lo que en principio podría haberse limitado a ser una discusión sobre crite­ rios artísticos y valoraciones críticas e incluso ideológicas se desliza al enfrentamiento entre malos y buenos españoles ■ —buenos y malos, legítimos e ilegítimos, honrados y deshonrados—. Y, como si de un proceso natural se tratara, es el bando de los defensores de Lope y Calderón el que se autoinviste de la única representatividad y legiti­ midad de la España buena, legítima y honrada. En consecuencia, el campo que exprese cualquier crítica a dichos autores se sitúa auto­ máticamente en el campo de los malos, ilegítimos y deshonrados. Más adelante, el mismo fraile va desvelando cómo son esos buenos espa­ ñoles, al hablar de ellos como «discretamente católicos» (c2r), al tiempo que Calderón es «inimitable en lo cristiano cómico» (c2r), cristianizando así su obra de modo absoluto, por lo que toda crítica a Calderón y/o su obra debe interpretarse como un ataque a la reli­ gión que encarna. El objetivo parece claro: la crítica no puede abar­ car nada que se relacione con la nación o la patria y, por tanto, con la religión católica, asociación a la que ya nos hemos referido y que va a constituir un marcador afectivo recurrente en la retórica conser­ vadora. Aguado, además, repite varias veces que Lope y Calderón son «poetas cristianos», pero se extralimita al hablar de ellos como «dos honrados sacerdotes» (g2v), pasando una esponja sobre los sa­ crilegios lopescos. Para inducir subliminalmente la asociación entre

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enemigos de Calderón y herejes (paganos, gentiles, judíos), narra una anécdota entre un judío y un cristiano que le permite identificar el «Prólogo» de Nasarre a la Torre de Babel, pues en el texto de Nasarre «se mezclan muchas [lenguas], la italiana, la inglesa y la francesa» (c2v). En consecuencia, un discreto ensayito sobre el tea­ tro cervantino se transforma en obra de soberbia contra Dios. Erau­ so sugiere indirectamente el mismo tipo de asociaciones: con los molinosistas, luteranos, calvinistas y musulmanes; con judíos, gentiles y herejes (52). Así, indirectamente, se convierte a Calderón en el ico­ no indiscutible de la nación española, una nación que no admite ni integra —en contra de la realidad histórica, sociológica y política— ninguna diferencia, a ningún otro. Es más, si la oposición buen español-mal español se proclama sin ambages, el «Dictamen» se termina con una asociación nueva: el hecho de impugnar a los dos dramaturgos le hizo olvidarse «de ser español, si acaso lo es» (d2v), palabras que casi repite Erauso al decir «tengo por español al prologuista, aunque no lo sé, ni él lo manifies­ ta» (173). Jugando con la anonimía del «Prólogo» se alude a la noespañolidad de su autor, que equivale a despreciar la nación. Al refe­ rirse al autor del «Prólogo», o sea Nasarre, Erauso afirma que no lo conoce —cosa a todas luces falsa pues, según Juan Ignacio de Luzán, el marqués de la Olmeda y Nasarre tuvieron que coincidir en alguna ocasión en las reuniones de la Academia del Buen Gusto, como afirma también Tortosa Linde (36) —, «ni sé si es fraile, cura, sacris­ tán o monja; pero he oído que es sujeto grave y docto» (9); y para justificar su decisión de escribir su propio texto «sobran los estímu­ los de su literatura, viveza y nimia inclinación a todo lo perfecto y limpio de manchas en lo cristiano y político» (9), donde la palabra manchas constituye una perfecta y evidente alusión a ser judeoconverso o morisco. El mal español, por tanto, no es español, postura más radical todavía que calificarlo de antiespañol. Con aparente su­ tileza, Alejandro Aguado lo expresa al decir: «Yo quisiera que fueran españoles todos los de España; pero es desgracia de la nación que salgan de ella enemigos, cuando por derecho de naturaleza debieran ser sus defensores» (gr). Al cabo de los años, pues, un argumento utilizado por los ilustrados de la Corte contra Mayans —quien compartía con ellos muchos más elementos programáticos que Erauso— se vuelve contra ellos, pero en este caso desde posturas ideológicas y ámbitos sociales muy distintos. Según Erauso y otros autores de preliminares, es la antiespañolidad lo que explica esa fácil inscripción en sus textos de las opiniones de los «extranjeros». 121

Nasarre «conviene ai punto con el francés criterio, para decir más mal de lo que él dijo» (c2+lr), por lo que, como otros enemigos de la patria y siguiendo la misma lógica de Carrillo, da a los extranjeros «materiales para que nos hieran con nuestras reflexiones» (c2+lv). Eusebio Quintana, por su parte, va más allá, y llega a asegurar que Nasarre sigue «con ímpetu los hechos y dichos de los extranje­ ros» (e2v). Por otra parte, la teoría lopista de la comedia es «el mé­ todo español» (63) por excelencia, de lo que se deduce que el prolo­ guista y sus amigos pretenden «extinguir la usanza española y radicar la extranjera» (64). Extranjerismo y amor a las (malas) novedades que traza con precisión tanto la imagen del enemigo interior —de la quinta columna— como la de quien lo ataca. El ataque frontal contra los ilustrados y sus planteamientos neoclásicos también se articula en otros lugares. Agustín Sánchez, que empieza rebatiendo al autor del «Prólogo», desenmascara pron­ to el verdadero enemigo: «los nimiamente adictos a su crítica no quieren conocer que nos engañan, y que no solicitan nuestra gloria, cuando procuran aumentar la suya [¿la de los franceses?]» (dv). Eusebio Quintana menciona a «los críticos de España» (ev), es decir, los habituales enemigos de la grandeza española. Pero a eso se añade un criterio hermenéutico, pues a Calderón no puede comprenderlo ni un teólogo, ni un místico ni cualquier otro sabio, sostiene Erauso, ya que para entender los sentimientos, pasiones, genios y usos de su teatro «es menester práctica, aplicación y observancia repetida y exacta, que no pueden tener los que viven separados del siglo» (220), con lo que invalida él mismo los dictámenes que anteceden su texto. El adversario, por tanto, no es Nasarre; este es el chivo emisario tras el que aparecen los «censores» y «críticos» que, en lugar de elogiar acríticamente a los héroes de la nación, no hacen más que «ensan­ grentarse en sus faltas» (e2+2r). Erauso alude irónicamente al autor del «Prólogo» afirmando «que el interés que un docto tiene en la gloria de reformar costumbres y abusos es imponderable» (11; la cur­ siva es mía), del mismo modo en que doña Marcela —personaje ficticio del Discurso— se irrita ante «un sabio, filósofo, erudito y enmendador del mundo» (21). Y que el ataque no es solo contra el autor (Nasarre) lo hace obvio esta doña Marcela al referirse a los «licenciados prológales» (12), «críticos licenciados» y «mis buenos bachilleres» (25), que Erauso identifica como «parciales del prolo­ guista o muy apasionados a su doctrina teátrica» (13). De ese modo se construye ficticiamente y con una clara terminología peyorativa todo un círculo letrado que comparte las posturas de Nasarre. Erau122

so le niega a Nasarre la capacidad para comprender y juzgar la dramaturgia calderoniana, pues no puede hacerlo «un filósofo arrinco­ nado entre sus libros, embebecido con las gentílicas contiendas, máquinas y extravagancias de aquellos que tiene por maestros de incertidumbres, de las adivinaciones o, por mejor decir, de las obs­ curidades que llaman filosofía» (219-220). Nasarre se ve convertido así en un ejemplar phibsophe que simboliza a ese círculo del que forma parte. Eusebio Quintana apunta en su «Dictamen» a la relación entre las comedias de Lope y Calderón y la identidad nacional. Porque si para escribir comedias perfectas, como afirma Nasarre, se ha de atender al genio de la nación, «no sé por qué oculta este erudito el carácter de nuestra nación y patria» (e2v). Aludiendo a Saavedra Fajardo, los españoles, afirma Erauso, «son naturalmente serios, pia­ dosos, de una gravedad modesta y con agrado; repugnan las bufona­ das; son amigos de las veras; no se paran en accidentes; sondean con delicada agudeza en las cosas su profundidad y substancia; es nación magnífica y majestuosa» (e2v), refiriéndose en otro lugar a «la cau­ tela española, a su moderación y a su modestia» (e2+lr), ideas que puntualmente le sirven en su opinión de que «para enmendar las almas españolas no es medio proporcionado la risa» (e2+lr), aunque los pasajes de los graciosos lopescos y calderonianos quedan obvia­ mente justificados porque ellos encarnan el teatro auténticamente español. Alejandro Aguado interpreta la polémica como falta de pe­ netración en el asunto de las comedias y sostiene que «el español le­ gítim o en lo especulativo tiene penetración, sutileza y agudeza; y regularmente prefiere [excede, aventaja] a las demás naciones en en­ tendimiento. Y aunque en las otras dos virtudes prácticas intelectua­ les, de prudencia y arte, quieran los extranjeros abatirnos, no con­ vencerán sus razones» (g2+lv). Pero es en la «Dedicatoria» donde Erauso formula con mayor precisión la vinculación entre las come­ dias de Lope y Calderón y una percepción precisa de la identidad nacional: «En ellas se retrata con propios apacibles coloridos el genio grave, pundonoroso, ardiente, agudo, sutil, constante, fuerte y caba­ llero de toda la nación» (a2+lr). Y el referente icónico central será Calderón, pues fue él «el felicísimo autor de la primera más alta nobleza, decente y justificada del teatro español; y quien con la res­ petable nueva seriedad de su dulce delicado ingenio redimió entera­ mente la cómica de aquella escandalosa opinión que la conceptuaba ofensiva» (263-264), frase en la que se sitúa a Lope en un lugar muy diferente al que todo el Discurso parecía colocarlo y donde se incor­ 12 3

pora Erauso a la controversia sobre la licitud de las comedias de Es­ paña, por recordar el título de la famosa obra de Cotarelo y Mori. Es más, resulta inaceptable criticar a Calderón: «Culpar a Calderón [...], porque todas sus comedias son de caballeros pundonorosos y alentados, y damas nobles, al principio altivas, serias y recatadas, y después amantes, celosas y apacibles, es verdaderamente convertir la luz en sombra y la virtud en vicio» (236). Nótese cómo la cons­ trucción central de Calderón son esos caballeros pundonorosos y esas damas nobles. Lo diferencial será el juicio que tales imágenes provo­ can: de elogio para Erauso y de censura para los reformistas. Ade­ más, lo que no está incluido en esa versión imaginada de la identidad nacional —y en lo que los ilustrados pondrían el acento— es el es­ píritu crítico, la preocupación por el desarrollo de las ciencias y téc­ nicas útiles, la religiosidad no supersticiosa ni ostentosa, sino íntima y sincera, el honor como compromiso del individuo con sus deberes como ciudadano, el poder de la razón y la sensibilidad para afrontar los conflictos en lugar de la violencia pundonorosa y caballeresca, la integración de la mujer en un proyecto de reforma social, la pro­ moción de nuevas formas de relación interpersonal, el objetivo de la felicidad pública como síntesis de su visión y de su programa. Son, como resulta obvio, dos concepciones contrapuestas de la identidad nacional y, en consecuencia, de los programas políticos que la repre­ sentan. La diferencia fundamental radica en que Erauso y los antirre­ formistas pretenden basarse en valores que consideran inmóviles y permanentes, esenciales y trascendentes, en tanto que los reformistas ilustrados inscriben en su percepción del ser nacional la convicción de que nada es inmutable y el cambio puede llevarse a cabo mediante la acción conjunta del poder y los núcleos intelectuales ilustrados. Defender a Lope y Calderón en este contexto, es decir, prolon­ gar en cierto sentido la postura de Avellaneda al atacar a Cervantes por sus ataques a Lope, incluye automáticamente a Cervantes en el debate. Así, Agustín Sánchez atribuye las críticas de Nasarre a que «hecho otro don Quijote, quiso unirse esta vez con los franceses a pelear con ingenios tan gigantes, lisonjeándose allá en sus entiscarios que, una vez que consiga (pero ¿cuándo será?) destruirlos, quedará su Cervantes por primero, y así conseguirá, después de muerto, lo que el pobre no pudo conseguir estando vivo» (d2r). El tono con­ descendiente o despectivo hacia Cervantes que manifiesta Sánchez apunta uno de los hilos que desarrollará Erauso y manifiesta clara­ mente esa corriente anticervantina a que ya hemos aludido. Este juzga, en efecto, tanto la dimensión estética de su obra como su 124

significación ideológica. Así, las comedias cervantinas no se pueden leer «sin molestia del oído, y aun del entendimiento» (9); carecen de «travesura, armonía, concepto superior ni otros adornos» (9); sus expresiones «son demasiadamente sencillas, flojas y humildes» (9); sus invenciones, «propuestas con áspera flojedad y sin aquellos requi­ sitos de novedad artificiosa que las hace agradables al entendimiento y al gusto, que siempre ama con razón lo extraordinario» (10). Cer­ vantes, «ese pobre poeta», hizo lo que le permitió «su inventiva limi­ tada», dedicándose a «satirizar a los que conocía superiores» (65). Alejandro Aguado es todavía más radical al hablar de Cervantes y el Quijote, obra que, dice, «dudo haya sido muy provechosa al concep­ to que la nación se merece» (g2+lr), aludiendo a Nasarre como «apasionado de un desgraciado» (g2+lr). Idea en que abunda Erau­ so, al referirse al universal aprecio de que goza el Quijote: Aquel parto ruidoso de la traviesa fantasía de Cervantes tuvo y tiene universal aprecio que durará mientras haya hombres. No es fortuna ni honroso título de la nación, como creen muchos que a bulto le aplauden en calidad de ingenio sublime y merece­ dor de fama entre todas las naciones; porque, bien mirado, más es borrón que lustre su obra, en que hallan los extranjeros testi­ moniado el concepto que hacen de que somos ridiculamente va­ nos, tiesos, fanfarrones y preciados, con aprehensión errada, de una tan alta y seria caballerosidad que nos hace risibles (175).

Y sigue diciendo Erauso: «Retrata el Quijote la nación no com o ella es, sino como la motejan y difinen los que la emulan» (175; la cursiva es mía), es decir, Cervantes articula en el Quijote la percep­ ción que de España y los españoles tienen los enemigos de la nación. Se queja Erauso: «En todas partes cabe, porque en todas partes deleita y suena bien el vituperio y la mofa, mayormente siendo diri­ gida a quien, como España, blasona sobre falencias y justifica venta­ jas» (175-176). Las agresiones de Erauso contra el Quijote se prosi­ guen. Escribe: Ya saben los extranjeros que aquel escrito no tiene plausible ni adecuado mérito para la estimación que logra, que en su lec­ ción no se halla amenidad, erudición, enseñanza, ejemplo, ni otras partes que hacen conveniente y deleitoso un libro. Conocen que su argumento no es capaz ni suficiente blanco para emplear el juicio, viveza y discreción de un ingenio de sobresalientes ni aun de moderadas facultades, porque es seco, áspero, escabroso, 125

pobre, soñado y, al fin, dirigido a declarar al mundo la fatua vir­ tud de un loco, frenético, iluso, poseído de insustanciales fanta­ sías y aprehensiones ridiculas (176).

El Quijote, pues, no responde a la dualidad horaciana del delec­ tare et prodesse, de deleitar e instruir, como, supone Erauso, saben perfectamente «los extranjeros». Así, resumiendo, afirma Erauso: «Esta fue la magna obra del aplaudido español Cervantes; esta fue la gloria que de él recibió su patria y la constante hidalguía que la ilus­ tra» (176). Tratando, pues, de encontrar una explicación a la amplia circulación del libro, para Erauso no puede haber otra sino la cons­ piración de los enemigos de España: «Mas con todo eso no hay libro español que tanto aprecien, porque no hay otro que tanto lisonjee su gusto con el deslucimiento y estrafalaria pintura del espíritu y genio de la nación española» (176), es decir, presentar a la nación española y su identidad marcada por la ridiculez, la vanidad, la alta­ nería, la fanfarronería y una risible caballerosidad resulta la única explicación del éxito cervantino. Erauso, por tanto, imagina un modo de ser nacional magníficamente encarnado en Calderón y, contrastado con el que el Quijote articula, ve aquí un cuestionamiento radical del mismo. Y si los extranjeros lo aprecian no puede ser por otra razón que por odio hacia España —el placer de la lectu­ ra no entra en su horizonte mental ni tampoco el placer de la risa más allá de fronteras nacionales—·. Y sobre todo por odio a la poten­ cia que fue España. Como escribe José Cebrián, «Cervantes se nos muestra en la lectura cervantófoba de Zavaleta como un antiespañol a lo Montesquieu, ridiculizador de la nobleza, de la hidalguía —el caba­ llero andante no es un trasunto de Carlos V o del duque de Lerma, advertirá Mayans— y del espíritu caballeresco en su novela» (195). Afirmaciones, las de Cebrián, que exigen cierta matización, sobre todo porque Montesquieu fue más sutil que lo que dan a entender las palabras de un personaje de las Cartas persas, y maticemos que más sutil no quiere decir menos antiespañol (véase Etienvre, «Mon­ tesquieu» 67-84), aunque su antiespañolismo acabe cobrando for­ mas que difícilmente encontrarían una explicación fuera de ese pro­ ceso que hemos calificado como la amputación simbólica del mun­ do hispánico lejos de la constitución de la modernidad y sus discursos y narrativas fundacionales. Por su parte, Francisco Rico alude muy colateralmente a los comentarios de Erauso y Zavaleta sin mencionar el nombre de su autor (aunque este fuera, como ya hemos indicado, el seudónimo 126

correspondiente a Ignacio Loyola y Oyanguren, marqués de la Ol­ meda). Escribe Rico: «Una de las razones para que los “literatos” indígenas miraran el Quijote con recelo era justamente el entusias­ mo que despertaba entre los extranjeros porque lo entendían como una sátira de vicios característicamente españoles. “Esto —se deplo­ raba en 1750— no es fortuna ni honroso título de la nación”: “más es borrón que lustre”. Pero ese mismo entusiasmo tendía por otra parte a espolear el amor propio y la desazón de no haber prestado a la obra el trato distinguido que se le concedía fuera» ( Quijotismos 16). No hay que olvidar, sin embargo, que mientras escribe Erauso y Zavaleta hay otros intelectuales que siguen proclamando la superioridad de Cervantes, por lo que no se le puede dar más importancia de la que tiene, aunque tampoco quitarle la que posee. Andioc afirma con razón: «La polémica estética no es más que un aspecto de un conflicto ideológico más amplio» (Teatro 127), lo que permite situar la dimensión estética en un contexto en el que se contraponen fuerzas sociales y políticas con intereses muy distintos. Y el que esta se entreteja a veces confusamente en los diferentes es­ critos con los argumentos ideológicos no exime de analizar cómo ambos funcionan con cierta autonomía. Porque, frente a la configu­ ración del discurso teórico de los neoclásicos, los elementos estéticos que Erauso y los autores de dictámenes ponen en juego, en un re­ chazo radical de la corrupción y función corruptora de las comedias que Nasarre les atribuye, se articulan como una lectura—que se pretende fiel al espíritu de Lope— del Arte nuevo y, por tanto, como una reivindicación indirecta del posicionamiento de Avellaneda. Así, según Erauso, es principio fundador la libertad del gusto, asimi­ lado al capricho, que «ni entiende ley, ni conoce rey» (34) porque se considera fijo e inmodificable. Por otra parte, puesto que «lo infali­ ble e inmutable solo pertenece a Dios y a las verdades de su sacro­ santa ley» (53), en la teoría dramática hay que aceptar que el cambio de gusto comporte un cambio en la conceptualización sobre el tea­ tro, aunque desde Lope y Calderón parezca quejya no es admisible ni pensable ningún cam bio posterior. El teatro es diversión y empleo del ocio, de modo que «el gusto es el más fuerte legislador suyo» (56) —recurriendo a Feijoo para apoyar esa idea—. En consecuencia, «Lope y Calderón hicieron muy bien en apartarse de todas cuantas reglas incluyeron aquellas obras [antiguas] de perversa y escandalosa doctrina» (54), aunque Erauso reconoce condescendientemente que los preceptos antiguos «no contienen cosa que pueda ofender la pu­ reza de la religión cristiana ni la rectitud de costumbres» (54). El arte 127

del que tanto Habla Nasarre puede ser bueno siempre que no atro­ pelle el gusto ni aprisione el ingenio: «No negamos la bondad del arte [...] pero no es razón que, ligados a muchas de sus antojadizas leyes, atropellemos el gusto, desairemos la idea y aprisionemos el ingenio» (55). La estética dramática de Erauso se formula con una aparente concesión a sus adversarios que se desliza hacia una concepción del teatro radicalmente opuesta: «Yo estoy bien con que el arte establez­ ca preceptos, leyes y reglas de suma dificultad, de admirable y ex­ traordinario artificio y de penosa práctica; pero que sea proporcio­ nado el útil, véase el trabajo y sea patente el fruto y la conveniencia, que en tales casos las reglas son amables» (224 ). Aceptando la idea de que la comedia debe imitar a la naturaleza, la variedad de esta— y la tragicomedia como su encarnación, como bien formularía Lope— solo puede imitarse siguiendo la teoría del Arte nuevo. Lo mismo puede decirse si se la entiende como ejemplo de costumbres y espejo de la vida. La noción de ilusión dramática carece de valor, porque «aun los más lerdos y negados concurrentes de los coliseos saben, distinguen y conocen muy bien que cuanto ven sobre el tablado es fingimiento y no realidad» (235 ), por lo que ninguna teorización es necesaria sobre ese aspecto, con lo que desmonta de un papirota­ zo una de las claves de bóveda del discurso neoclásico. En la medida en que la inverosimilitud se asocia a unos preceptos que los drama­ turgos españoles han rechazado, es absurdo hablar de ello; pero Erauso sí reivindica la «apariencia de lo verdadero» (214 ) como esencial y perfectamente realizada en la comedia nueva de Lope y descendientes. Nasarre, interpretando las palabras de Lope, había argumentado que, al achacarle al gusto del vulgo la responsabilidad por el tipo de comedias que escribe, había desplazado su responsabi­ lidad individual a la de la patria en su conjunto, calificándola de poco racional y bárbara. Dicha interpretación es rechazada por Erauso en una lectura del Arte nuevo que presenta ciertas concomi­ tancias con la del reseñista de La poética en el Diario de los Literatos, pero que se distancia en cuanto asume demagógicamente la defensa de ese vulgo, que para él se convierte —contra las palabras de Lope— en do principal d el pueblo [...] lo más sano d el pueblo» (86). El factor esencial para desprestigiar las ideas de Nasarre —que en cuanto al discurso teórico-dramático descienden de Luzán y otros autores clasicistas del siglo anterior— reside en asociarlas al paganis­ mo y la gentilidad antiguas. Lope fue «el primero que en España puso las comedias en método, asignando reglas y preceptos para el 128

teatro, con útil novedad, diversión y enseñanza» (bv); Calderón ele­ vó «la cómica a un punto de perfección tan alto, que aun para el intento de imitarle no hay fuerzas en la naturaleza» (b2r). En efecto, Lope y Calderón «desestimaron u omitieron algunas de aquellas an­ cianas reglas o estilos, usando en su lugar otras licencias, que la es­ crupulosidad tiene por culpas» (b2r), donde la escrupulosidad repre­ senta a Nasarre y los neoclásicos. Como maestros que fueron, dieron nuevas reglas y abandonaron las antiguas. Desde esa canonización sin límites, todo lo que hicieron en su teatro se explica y justifica por sí mismo. La imagen de las unidades como «servidumbre injusta del ingenio» (b2+lr) no responde a ninguna exaltación del genio crea­ dor (véase Nerlich), sino que se impone como estrategia argumenta­ tiva contra los adversarios y, sobre todo, como clausura a cualquier posible cambio, es decir, como permanencia en lo y el pasado. La pretensión de universalidad que caracterízalas elaboraciones teóricoliterarias de los neoclásicos es rechazada desde su base, ya que el único arte que no tiene objeto de utilidad fija y verdadera es la có­ mica (b2+lv). En cuanto al lenguaje y estilo, para Eusebio Quintana, Calde­ rón «hizo una dicción tan elegante, tan pura, honesta e ingeniosa, con un engaste de tan subidos conceptos, que demuestran bien sa­ bía la forma de animar las pasiones y el arte de reducirlas a las leyes de la naturaleza y a la imitación más propia» (e2+lv). El «Dicta­ men» de Aguado —que se suma a la defensa de la nación, como todos los demás— presenta, sin embargo, algunos matices de inte­ rés. Primero, porque no duda en citar a Voltaire o a Feijoo en su apoyo, y recurre a los conceptos de la poética clasicista para sus ar­ gumentos, distinguiendo entre reglas accidentales y otras que deben ser esenciales —la honestidad y decencia—; segundo, porque su postura es en cierto sentido más transigente, aceptando que «no son vituperables ni las tragedias ni las comedias que con las reglas repro­ ducidas por los críticos modernos puedan representarse» (g2v), lo que, para él, implica que tampoco lo son las de Lope, y reconocién­ doles el derecho a sus adversarios de «hacer su crítica, arguyendo con racionales discursos, defendiendo por mejor otro método contrario» (g2v). El teatro de Lope y Calderón, no obstante, muestra sin la menor duda «ficción poética, invención ingeniosa, con moderación cristiana, a la que nunca faltaron» (g2+2v). Calderón, según Erauso —y en la misma vena apologética y miope del padre Guerra—, «escribió libre, sin imitar a nadie» (236), ¿sin imitar a nadie? No es de extrañar que Menéndez Pelayo, en su Historia de las ideas estéticas, 12 9

subiera el textó de Erauso a los cuernos de la luna. En efecto, para él «hay, aunque en forma ruda e indigesta, una exposición anticipada de las doctrinas que luego se llamaron románticas. Este Discurso, que, según refiere Huerta, costó la vida a Nasarre, no es una invectiva personal como de tal noticia pudiera inferirse, sino una verdadera poética dramática, desaseada y bárbara en el estilo». Si Menéndez Pelayo pudo ver en Erauso—bajo una cobertura estilística primaria y grosera— las doctrinas que luego se llamaron románticas es por­ que estaba dispuesto a verlas entre las rocas. La técnica de Menéndez Pelayo es semejante a la de Lesage en su exaltación de Avellaneda al traducirlo: no lo traduce, lo adapta. Y eso hace Menéndez Pelayo: no lo copia, lo adapta; corta aquí y allá, multiplica los puntos suspensivos y acaba cobrando aparente coherencia lo que en su origen es una argu­ mentación discontinua y una propuesta desarticulada. Pero revela muy bien el tipo de lectura al que podía prestarse el Discurso de Erauso. Nos parece, pues, que la estética viene a reforzar los criterios que explican la publicación del Discurso: del mismo modo que la identi­ dad nacional está fijada de una vez por todas, la forma que debe te­ ner el teatro —y sus posibles conceptualizaciones— también está establecida para siempre, determinada por una forma de ser que no se modifica en ninguna circunstancia. Calificar esta postura como un ideario «casticista y patriótico», según hacen Rodríguez de Ra­ mos y López González, es emplear las palabras con cierto descuido, por decir lo mínimo, ya que presuponen que el círculo de ilustrados reformistas no son patrióticos y atribuye la «casta» tan solo a una de las posibles interpretaciones de la realidad nacional. Por el contrario, para los ilustrados y neoclásicos, la sociedad puede y debe cambiar, lo mismo que el teatro debe hacerlo, influyendo en el cambio social mediante la renovación del teatro mismo. El problema es que, fren­ te a las incertidumbres e inestabilidades de la postura neoclásica ha­ cia Calderón, los antirreformistas elaboran un discurso coherente en el que la apropiación de su figura no parece dejar resquicio a sus adversarios: estética e ideológicamente, Calderón tiene que ser patri­ monio exclusivo y excluyente de quienes lo identifican con el pasa­ do, la percepción esencialista del ser nacional y la negativa al cambio —resulta emblemática la admiración y apoyo que Erauso le dedica a la Santa Inquisición, en contraposición a los comentarios, escritos o iconográficos (piénsese en Goya) de los ilustrados—. Trasladar a términos sociológicos la composición de ambos campos es, sin em­ bargo, labor que puede oscilar entre la simple generalidad o el error simple. Deducir que Calderón «representapara la mayoría el símbo­ 130

lo de cierta España considerada como eterna» (Andioc, Teatro 126; la cursiva es mía) y que para esa mayoría es símbolo «de cierta noble­ za cuyos valores siguen aún vigentes debido al prestigio que llevan consigo y también al atractivo que ejercen en los sectores no privile­ giados» (Andioc, Teatro 126) son afirmaciones demasiado generales, porque no es más que eso interpretar sociológica o ideológicamente la expresión «autor de la más alta nobleza» que utiliza Erauso sobre Calderón para referirse a lo que Bances nabía formulado como quien dio majestad a la cómica, y en este sentido Guerrero y Casado (44 y 56) simplifica y reduce la lectura de Andioc, en tanto Cherchi la sigue fielmente para explicar la reacción anticervantina de Erauso (107-113). La contraposición entre reformistas ilustrados y antirre­ formistas conservadores no es la de una mayoría de la población frente a una minoría, sino entre dos sectores minoritarios que llevan a cabo una batalla ideológica, cultural y en último término política. En este caso, por la apropiación de Calderón y su conversión en icono de una manera de imaginar la identidad nacional, pero tam­ bién, en ese mismo proceso, por la ubicación de Cervantes sea como enemigo de la nación —por haber proporcionado materiales a los extranjeros para atacar a España, postura de Erauso y sus «doctos sujetos»— o como representación de una postura crítica hacia la caballerosidad, el honor y la aristocracia que comparten los ilustra­ dos dieciochescos, tal vez alejándose de las posiciones cervantinas. Los términos fundamentales del enfrentamiento entre ambos cam­ pos quedan así establecidos. Y aunque prosiguen a lo largo del siglo, será en la famosa «querella calderoniana» de comienzos del dieci­ nueve cuando la apropiación calderoniana como icono de cierta in­ terpretación de la identidad nacional cobrará una clara significación política: Calderón y la política reaccionaria parecerán por un mo­ mento absolutamente inseparables, al tiempo que Cervantes habrá logrado situarse por encima de las divergencias políticas y habrá al­ canzado el estatus monumental que tan bien encarnará la estatua de 1835, en la que el autor del Quijote se asociará simbólicamente a la democracia naciente y al espacio que la encarna, el palacio del Congreso de los Diputados. La última intervención de corte tradicionalista enfrentada a la exaltación de Cervantes proviene de Juan Maruján y Cerón. De él escribe Leopoldo de Cueto: [...] fue un activo literato y poeta ínfimo de la era de Fernando VI y de Carlos III, muy dado a controversias literarias. Tomaba par131

. te en ellas en tono agresivo y jactancioso, y no solía el triunfo coronar sus briosos esfuerzos. Para defender su traducción de la Dido de Metastasio, atacó sañudamente al marqués de Méritos [Tomás Miconi y Cambiasso], Este empleó alternativamente las armas de la razón y las de la sátira, y puso de su parte a Campomanes, a Montiano, a Velázquez y a otros varones sesudos de la república de las letras. Pero, entre las gentes que conservaban to­ davía el gusto, aunque viciado, de la literatura de carácter nacio­ nal, Maruján pasaba por luchador diestro y vigoroso, especial­ mente en las recias polémicas que por aquel tiempo se suscitaron acerca del teatro (286). Y quizá más contundente resulte Menéndez Pelayo al afirmar: «Maruján era un coplero de ínfima laya, audaz y violentísimo, fan­ farrón y pendenciero, armado de aquel fervor de controversia que es uno de los rasgos del siglo x v i i i , como de todas las épocas de transi­ ción [...] sus aficiones y sus resabios le llevaban a la escuela nacional degenerada, en favor de la cual riñó fieras batallas, con más osadía que ciencia ni discernimiento». Si ni siquiera Cueto ni Menéndez Pelayo convierten a Maruján en un romántico avant la lettre, hay que suponer que, aparte de sus ataques antineoclásicos, pocos rasgos destacables enseñaría. Maruján, como Erauso y Zavaleta o Joseph Carrillo, entra en la conversación con Nasarre y su «Prólogo», te­ niendo como referencia, en el romance que comienza «Que quiso imitar a Lope», precisamente la rivalidad entre Lope y Cervantes. Pero la obra que enaltece a Cervantes, «aquel andante designio», ha sido cuchillo de doble filo; en efecto, por un lado «dio golpe tan fuerte / que a todos nos dejó heridos». Porque lo que ha sido ventu­ roso para el escritor ha tenido otras implicaciones para la nación: «Aplaudió España la obra, / no advirtiendo, inadvertidos, / que era del honor de España / su autor verdugo y cuchillo». Reconociendo algo que los expertos en la recepción del Quijote no parecen consi­ derar, la acogida magnífica que la obra tuvo en el mundo hispánico, el Quijote se le presenta —lo mismo que a Erauso— más que como un borrón o una mancha, como un ataque al honor nacional, ya que la obra acumula «vilipendios / de la nación repetidos, / de ridículo marcando / de España el valor temido». Y, puesto que el texto cer­ vantino ridiculiza el valor español —fuente de su grandeza pasa­ da—5ahí se encuentra de nuevo la explicación, la única explicación, de la formidable recepción del Quijote más allá de las fronteras espa­ ñolas, asumiendo la teoría de la conspiración: «Hicieron de España burla / sus amigos y enemigos. /Y esta es la causa por qué / fueron 132

tan bien recibidos / estos libros en la Europa, / reimpresos y tradu­ cidos, /y en láminas dibujados /y en los tapices tejidos, /en estatuas abultados /yen las piedras esculpidos» (en Cueto 296), donde muy hábilmente incluye otras manifestaciones de la cultura popular en la amplísima difusión del Quijote y sus personajes. Menéndez Pelayo, tal vez mirando hacia otro lado o no habiendo leído detenidamente a Nasarre, comenta en su Historia d e las ideas estéticas: «Maruján, que debía de entender de una manera harto singular el patriotismo, la emprende con el Quijote, tratándole de obra funesta, que había destruido el espíritu caballeresco de la nación, y dado armas a los extranjeros para que la vilipendiasen», aunque ya hemos visto que ese deslizamiento discursivo se origina en Rapin y formula sin con­ fusión en Temple. Y en ese contexto se recorta Menéndez Pelayo como un defensor a ultranza de Cervantes: «¡Qué defensores de Es­ paña los que comenzaban por derribar el ara del mayor ingenio na­ cional, y cuán lejanos estaban de sospechar que precisamente el Qui­ jo te tenía entre sus inmortales excelencias la de ser una protesta del buen sentido de nuestra raza contra el mundo ideal y fantástico de la caballería andante, antipático siempre al genio latino y en mal hora trasplantado a Italia y a España, que muy pronto dieron cuenta de él con blanda y risueña ironía!» (la cursiva es mía). Nótese cómo frente a la defensa del pundonor y la caballerosidad que acometen Erauso y el círculo antirreformista, Menéndez Pelayo enfatiza el buen sentido que rechaza esa caballerosidad como rasgo identitario caracterizador de la esencia patria, pero ya hablamos en otro lugar de las ambigüedades y contradicciones de las aproximaciones del santanderino. Mucho más consciente de los valores que se estaban poniendo sobre la mesa en ese debate, bien resume François Lopez que «estaba Cervantes muy mal parado y casi puesto en la picota por crimen de lesa nación» («Los Quijotes» 254). Y, a pesar de sus giros miopes en la valoración de Erauso y otros escribidores del x v i i i , no deja de ver Menéndez Pelayo la lectura ideologizada —en exceso— de esos conservadores dieciochescos. C e r v a n t e s e n e l c í r c u l o il u s t r a d o : A r a v a c a , C l a v ijo y Fa ja r d o

Paolo Cherchi enmarca todo este debate, siguiendo esencial­ mente a Andioc, en un enfrentamiento entre conservadores y refor­ mistas ilustrados, entre las dos Españas, y concluye que el debate 133

entre Nasarre y Erauso y Zavaleta concluyó a favor del segundo (109). En efecto, para Cherchi el testimonio más evidente de esa victoria son las palabras que Luzán dedica al Quijote (y sobre todo a los libros de caballerías y el espíritu caballeresco) en sus Memorias literarias de París, como hemos recordado en el capítulo anterior (citado en Cerchi 110; también en Etienvre, «Lecturas» 98). En otras palabras, Luzán comparte con los anticervantistas conservado­ res —y con Rapin y Temple— la percepción de un Cervantes que con su ficción caballeresca había incidido en la vida social —militar, política, histórica— de manera duradera. Pero que no hubo tal vic­ toria —a pesar de lo que supone Cherchi— lo demuestra él mismo al citar las palabras que Juan de Aravaca escribe en el «Dictamen» que antepone a las M emorias literarias d e París de Luzán. Poca infor­ mación he podido recoger de este Juan de Aravaca (véase Rivas Her­ nández), excepto que publicó algunas relaciones, oraciones y varias aprobaciones, y llegaría a ser miembro de la Real Academia Españo­ la entre 1767 y 1786, pero es un ejemplar notable de un círculo de religiosos letrados que manifiesta unas lecturas y una capacidad de reflexión personal muy por encima de lo esperable en función de los dibujos oscuros predominantes sobre el estado de la nación en esa época —dibujos con los que no estamos en absoluto de acuerdo, dicho sea de paso—. En efecto, Juan de Aravaca afirma en un muy largo «Dictamen» que incluye nociones de teoría literaria, de histo­ riografía y poligrafía, y otras muchas disciplinas, unos comentarios sobre Cervantes que no dejan de deberle algo a Mayans: Si el célebre Miguel de Cervantes ha recibido tantas alabanzas de todos los sabios de las naciones cultas por su ingeniosa Histo­ ria d e don Q uijote no es, como algunos ignorantes piensan, por haber compuesto una sátira del genio y de las costumbres españo­ las, sino porque supo inventar felizmente una obra en que, ade­ más de la delicadeza y novedad de los pensamientos, y de la pu­ reza del estilo con que dispone y sigue su agradable idea, acertó a juntar los caracteres más extraños que pudieron imaginarse, con­ servando en cada uno el genio, el modo, la locución y las demás circunstancias que le convienen con tanta perfección y naturali­ dad que apenas habrá libro más conducente para formar el buen gusto sobre todo ( f íjv - f f f 2 r ) .

En realidad, Aravaca está rebatiendo ya a Erauso, campeón en España a esas alturas de esa lectura paranoica y simplificadora a la que alude el autor. Y, por la misma lógica, está desplazándose de esa 13 4

lectura para centrarse más bien en aspectos estéticos, estilísticos y literarios. Entiende Cherchi que las opiniones de Aravaca «pasaron sin que se les prestase atención» (113), pero nos parece que, por el contrario, revelaban un estado de opinión que no era exclusivamen­ te individual. En último término, además, es como suponer que nadie prestó atención a las M emorias literarias de Luzán. Es cierto, sin embargo, que no hay ninguna respuesta fuerte de los reformistas más significados que participarán directamente algo más tarde en el debate sobre el teatro nacional, me refiero a Nicolás Fernández de Moratín, que muestra un silencio casi absoluto sobre Cervantes —al menos en términos explícitos—, y a José Clavijo y Fajardo. En el caso de Moratín, es remarcable el silencio que guarda en cuanto a la discusión que parece querer entablar Erauso y Zavaleta. Pero, por otra parte, como sostiene David T. Gies, «Cervantes is never far from Moratins mind» (Nicolas 102). Y así es, pues las resonancias de lecturas cervantinas proliferan en sus escritos (pueden verse tanto nuestra edición de su Teatro completo como la de todos sus escritos en Los Moratines, tomo 1). Pero sigue resonando la pregunta: ¿por qué no dice nada en respuesta a los comentarios de Erauso? ¿Por qué no emi­ te ninguna opinión sobre Cervantes y el Quijote? Tal vez porque, por un lado y en el espacio del teatro, no puede apoyar a Nasarre en su lectura de las comedias cervantinas; por el otro, resulta evidente que el tema del momento, la preocupación mayor de los letrados reformistas, es la reforma del teatro, aunque los intereses de Nicolás Fernández de Moratín cubran un abanico bastante amplio, al menos mucho más que solamente el teatro. No obstante, el autor de El Pensador (que se publica entre 1763 y 1767) sí adopta una firme actitud procervantina, en la que asimila las nociones clave de crítica literaria que se han ido construyendo a lo largo del siglo. Por una parte, desde la óptica de Clavijo, el Quijote funciona como modelo de «sátira lícita y laudable», es decir, «la que sin nombrar personas impugna solamente los vicios» (IV, 46,108), con lo que sigue a Rapin y al mismo tiempo se distancia de él. Por otra, Clavijo afronta dos aspectos que en algunos autores se entremezclan: la intención de censurar los libros de caballerías con el deseo de desterrarlos y lo que se ha interpretado como la denuncia de lo ridículo de la nación. La cita que traemos es larga, pero se justifica su presencia aquí: Para reformar el espíritu de caballería, bebido de los Amadises y sus semejantes que reinaba en España, salió a luz el inmortal Don Quijote; y hay también quien diga que con las extravagan­ 135

cias del Héroe Manchego descubrió Cervantes a los extranjeros lo ridículo de su nación. Pero sobre que una nación tan dilatada como la de los españoles es un com ún tan multiplicado que no puede hacer veces de p a rticu la r contra quien fuera injuriosa y no lícita la sátira, hay otra razón a mi ver no menos sólida que especiosa, y es esta: Murmura el extranjero, censura el nacional (como Cervantes o el Pensador), pero en aquel es malignidad lo que en estos, amor a la patria. No censura el Pensador lo que ya no ha notado en sus invectivas el extranjero, y así no publica defectos que ya no son notorios, sino procura corregirlos para que no los satirice más el extranjero (IV, 46, 115-116).

En relación al Quijote, pues, el Pensador reafirma su programa de intervención en la esfera pública, que no es otro que el de incidir en la realidad nacional para corregir defectos o modificar prácticas y, de ese modo, evitar la censura que proviene del exterior. Y es desde esa actitud de exaltación del Quijote como sátira de los defectos de la nación, desde la que el Pensador asume una identidad ficticia que proviene de Cervantes, pues el autor va a ser un «don Quijote litera­ rio» que va a «querer enderezar entuertos de costumbres viciadas, de mal gusto en el estudio de las artes y tantas otras cosas» (III, 39, 356). Nada hay de negativo —de ridículo o de extravagante— en la iden­ tificación del Pensador con el héroe de Cervantes; por el contrario, es precisamente porque don Quijote presenta rasgos admirables y universales por lo que el Pensador puede colocar bajo su protección la labor típicamente reformista de criticar vicios y procurar modifi­ car el gusto nacional desde una perspectiva identitaria que se escapa del marco establecido por la imagen de la caballerosidad aristocrá­ tica, postura que se prolongará, como mínimo, hasta los Caprichos de Goya. Es, sin embargo, también evidente que no todos los defensores del antiguo teatro español (del teatro clásico, del teatro barroco) comparten la misma valoración sobre Cervantes. Así, Juan Cristóbal Romea y Tapia, a diferencia de Erauso, señala en el discurso sépti­ mo: «luego me ocurrió que nuestro Cervantes desterró los libros de caballería sin más que pintar un caballero andante, copiando en él todos los desvarios y tonterías que estaban esparcidas en la purrielería de los demás, formando tal armonía de monstruosidades que será la admiración de los siglos, sin que nunca se pueda admirar bastantemente cómo por atajos y emboscadas llegó a la cumbre de la perfección, dejándose en la falda los miserables trofeos que le es­ 136

timularon a tomar la pluma» (204). En conversación con Clavijo, sin embargo, escribe en el discurso primero: «Tuve mis intentonas de tomar el tono de diarista y hablador juicioso, y como otro don Quijote, andarme deshaciendo entuertos y probando aventuras; pero hallé que esta plaza estaba ya tomada» (9), aludiendo muy di­ rectamente al Pensador, con quien podría competir en la función crítica y social que Clavijo se proponía, pero desde una óptica pro­ bablemente opuesta. Y para cerrar su volumen, en el discurso un­ décimo, en los versos finales escribe: «Haré que no consigan las bengalas / el truán, el tahúr, el mimo, el paje, / como haya quien sepulte los entuertos /y cada vicio tenga otro Cervantes» (354). Así pues, las posturas de Erauso y otros antirreformistas no encuentran acogida en Romea y Tapia. Notemos cómo la visión de un Cervantes que destruye algo esencial a la nación y a su identidad se aferra a los valores que se quieren presentar asociados a la caballería: heroísmo, valentía, valor, generosidad; en una palabra, caballerosidad. No es casual que dece­ nios más tarde, al escribir su crítica de la comedia Prim er prueba de valor de Aragón y Cataluña en Constantinople, Santos Diez González ataque el «carácter bravo de los nuestros, que formaba en aquellos siglos un sistema de ferocidad y barbarie, del que resultó el espíritu caballeresco que supo desterrar Cervantes con su Don Quijote» (en Andioc, Teatro 309). Andioc deduce sensata y agudamente que «a lo que sobre todo se atiende entonces al referirse a la novela cervantina es a la crítica de los libros de caballería y, a través de ella, a la de la m entalidad caballeresca, del ideal heroico, en una época en que, pre­ cisamente, la realeza se esfuerza por luchar en muchos campos con­ tra la supervivencia de la mentalidad aristocrática tradicional» (309). Señalemos de paso que no era solamente la realeza la que se enfren­ taba a la mentalidad aristocrática tradicional sino, sobre todo, la burguesía en su ascenso político y social. Y en un breve texto desen­ terrado por Aguilar Piñal («Un comentario inédito del Quijote») Cándido M. Trigueros reafirma ante la Real Academia Sevillana de Buenas Letras en mayo de 1761 —en torno al tema de «Cuál obra deberá tenerse por más perfecta en su línea, si el Telémaco o el Don Quijote», sobre el que al parecer también iba a intervenir Vicente de los Ríos— la lectura que años atrás Mayans había ofrecido de la obra. Tras una introducción en que se muestra claramente a favor de los modernos sin desmerecer a los antiguos, empieza reconociendo que el Quijote es un «poema en prosa» (313), compara a Cervantes con Homero (314); a diferencia de Fénelon, que no es original, 137

Cervantes «es el fundador de su casa, no reconoce antecesor y [...] tiene la gloria de inventor de sus famosas aventuras» (315), es «in­ ventor del suyo [de su género de decir]» (315), hasta el punto de que Cervantes «jamás peca por elevación ni jamás se hace ridículo por bajeza, hasta guardar un perfecto equilibrio de estilo aun en los asuntos más triviales y pedestres» (316 ); además, «Cervantes ridicu­ liza, pisa, aniquila, deshace cuanto es manía caballeresca, ufanía y ridículo punto de honor, que era su fin» (315). Aunque destaca el registro oratorio del texto, Trigueros ve en la ínsula Barataría que «no son los hombres ideas vagas y fantásticas, son como los que ve­ mos y conocemos; se retratan con los mismos coloridos con que ellos se han vestido, se visten y se vestirán» (315), es decir, pone de relieve la representación realista de sus personajes. Y resalta en la obra que en ella «hay todo el orden de que obra es capaz; este con­ siste en el buen modo, en la naturalidad, en la verosimilitud, en el enlace de lo antecedente con lo subsiguiente» (317). En resumen, el Quijote es entre las obras profanas y en su género «la más perfecta de cuantas obras se han escrito» (318). En efecto, ahí se puede sinteti­ zar con precisión una lectura ilustrada del Quijote cervantino. Pero precisamente por tratarse de una lectura ilustrada, no parece dema­ siado especulativo atribuir a los adversarios de tales lecturas, Erauso y Zavaleta, Carrillo y Maruján, la asunción de posiciones políticas vinculadas a los adversarios del reformismo ilustrado de Ensenada. Como escribe John Lynch: «Fue entonces cuando la España borbó­ nica se convirtió en un estado intervencionista, desafiando viejos prejuicios, lo que llevó a los tradicionalistas a denunciar a Ensenada como un burócrata intruso que malgastaba grandes sumas de dinero público» ( 148). Si Ensenada encarnaba la modernidad ilustrada, la oposición cultural de Erauso y Zavaleta va a erigir a Lope y Calde­ rón en los verdaderos modernos en cuanto encarnan la esencia de la nación, una esencia que no se debe trastornar sino, por el contrario, conservar y preservar. En ese sentido no deja de llamar la atención cómo, hacia la mis­ ma época en que Clavijo y Fajardo está publicando El Pensador, el gaditano Francisco Nieto Molina va a dar a luz dos textos que pare­ cen enlazar con las posiciones de Erauso, Carrillo y Maruján. Me refiero a los escritos publicados por Rafael Bonilla Cerezo, Discurso en defensa d e las com edias d efrey Lope Félix de Vega Carpió y en contra d el «Prólogo crítico» que se lee en el prim er tomo de las de M iguel de Cervantes Saavedra (1768) y Los críticos de M adrid: en defensa de las comedias antiguas y en contra de las modernas (1768). Como escribe 13 8

Bonilla Cerezo, «el Discurso del gaditano se particulariza como un bosquejo en miniatura del rubricado por Erauso; trufándolo, a modo de centón, con las observaciones de otros teóricos ilustra­ dos» (331). Aunque Nieto Molina enriquece el arsenal de referen­ cias y autoridades en comparación con Erauso, lo cierto es que, aparte el confesado y recurrente gongorismo del autor, no hay gran­ des diferencias ni aportaciones sustanciales con respecto al debate teatral. Y menos todavía en cuanto al tema que aquí nos ocupa, la monumentalización de Cervantes. Pero sí acredita —en el ámbito teatral— la perduración anticervantina, que va acompañada por un silencio sospechoso respecto al Cervantes prosista. A g u s t ín

de

M

o n t ia n o :

a l a b u s c a d e l d o c u m e n t o cla v e

En todo este episodio uno de los aspectos que llaman la aten­ ción fue puesto de relieve por José Cebrián y tiene que ver con el cambio de postura de Montiano: «Pero ¿qué le ha pasado a Montia­ no para que en 1753, a poco de la muerte de Nasarre, aluda al “in­ signe” Cervantes y lo llame “gloria de la nación y envidia de las ex­ trañas”?» (195), aludiendo a los comentarios de Montiano (Discur­ so 118). Porque no solo había participado, como hemos visto en el capítulo anterior, en lo que quiso ser una exaltación del Quijote de Avellaneda en oposición al de Cervantes, sino que en el Discurso so­ bre las tragedias españolas, de 1750, ni siquiera lo menciona. Resulta algo sorprendente que, junto a la desautorización absoluta a que Menéndez Pelayo somete a Nasarre, se encuentre una suerte de dis­ culpa en lo que respecta a Montiano. En efecto, comienza uno de los párrafos de su Historia de las ideas estéticas: «No debemos juzgar con tanta dureza a D. Agustín de Montiano y Luyando, docto escri­ tor vallisoletano, fundador y primer director de la Real Academia de la Historia y hombre de reconocida erudición y mérito en varias disciplinas, aunque de fantasía pobre y yerta». Intencionadamente —o porque quiso ignorarlo por las razones secretas que pudiera te­ ner— no vincula a Montiano con la edición de Avellaneda y, sobre todo, lo exculpa del pecado de menospreciar la literatura nacional. Pero acerquémonos al puente de interés que une a Montiano con Cervantes. Desde luego, nada tuvo que ver con un amor repentino por las aventuras de don Quijote y Sancho, a las que pareció insen­ sible desde que escribió el juicio de la segunda parte de Avellaneda, 139

pero sí con un amor más profundo y vinculado a su profesión ínti­ ma la de historiador, el de la búsqueda del dato, del documento que pudiera a c re d ita r fehacientemente algo relacionado con el autor del Q u ijo te. Parece resultar obvio que el proceso de monumentali­ zación de Cervantes no podía progresar —sobre todo, teniendo en cuenta el papel que la persona física del escritor desempeñaba en ese proceso, que también constituye la h ero iz a ció n del mismo— en ausencia de datos cruciales de su existencia: el lugar de nacimiento entre otros. Ya hemos mencionado que, del mismo modo que Nasarre sos­ tenía que en España había numerosas comedias «perfectas» —desde una óptica clasicista—, aunque él desgraciadamente no había con­ seguido encontrarlas, Montiano por su parte había rastreado la evo­ lución de la tragedia española para demostrar sin lugar a dudas que la práctica del modo trágico de corte clasicista había estado presente en la literatura española desde siglos atrás. Por ese camino parece darse cuenta de que no había mencionado a Cervantes entre los autores de tragedias: «He reparado también [...] que no cité por autor de ellas al insigne Miguel de Cervantes Saavedra, gloria de la nación y envidia de las extrañas. Don Gregorio Mayans y Sisear, que nos dio su Vida en la impresión que se hizo en Londres del famoso Don Quijote d e la M ancha y que corre repetida en el Haya en 1744, sien­ ta que compuso algunas que fu eron bien recibidas; y el pasaje de donde lo dedujo es el propio que extendí yo a otro propósito en mi jrimer discurso» (Discurso I I 8-9), donde como de pasada se percibe a rivalidad latente frente a Mayans. La mención de Cervantes, que e permite ligar la presencia de este entre los autores de tragedias con a noticia «que ha debido el público al Rmo. Fr. Martín Sarmiento, de que fue Alcalá de Henares la verdadera patria de este gran hom­ bre» (Discurso I I 9), confiesa, «me ha puesto en el camino de verifi­ car de forma su nacimiento que no queda ya arbitrio para la duda» (Discurso 7/11-12). Así, de modo completamente imprevisto, inclu­ ye a la página 10, en la nota 7 de ese Discurso II, copia de la partida de bautismo de Cervantes. Y de esa manera se entrelaza la crítica li­ teraria, la creación artística, la historia literaria, la indagación biblio­ gráfica erudita y la investigación documental biográfica, campo este último en el que se van a concentrar algunos esfuerzos en los años que siguen. Pero vayamos algo más adelante. Pocos datos disper­ sos sobre la vida de Cervantes se acumulan: la noticia de su matri­ monio y el detalle del día de su muerte. Porque, como escribe Francisco Cuevas, «el verdadero salto cuantitativo se produce 140

en 1778, con el Ensayo d e una biblioteca de traductores españoles» (El cervantismo 1: 14). En efecto, será Pellicer y Saforcada quien escriba en ese Ensayo una larga nota en el apartado que titula «Noticias para la vida de Miguel de Cervantes Saavedra» con la misma falta de lógica con la que Montiano había incluido la partida de bautismo de Cervantes en un texto sobre la tragedia. Escribe Pellicer y Saforcada: Recorriendo algunos libros de la Real Biblioteca, encontré casualmente una relación [...] y entre las primeras partidas leí esta: «Miguel de Cervantes, de edad de 30 años, natural de Alca­ lá de Henares». Tratando de este hallazgo con don Bernardo Iriar­ te [...] me dijo que su tío don Juan de Iriarte, bien conocido de la república literaria por su erudición greco-latina, había descubier­ to muchos años antes por igual casualidad esta misma relación en la referida Real Biblioteca, y que comunicando la especie de Cer­ vantes con el erudito padre maestro Sarmiento, acudió este a la Historia y topografía de Argel, de Fr. Diego de Haedo, publicada el año de 1612, y con efecto vio confirmada en ella la noticia de ser Alcalá la patria del autor de Don Quijote. Don Agustín de Montiano y Luyando, literato muy recomendable, atribuye este descubrimiento en el Discurso II sobre las tragedias españolas, pág. 9, al mencionado P. Sarmiento; y este mismo benedictino se le apropia expresamente a sí en su Noticia de la verdadera patria de Cervantes y conjetura sobre la Insula Barataría M. S. [manuscri­ to]. Pero a estas especies se opone el informe de don Bernardo Iriarte. En conclusión de aquí resultó que, esparcida la voz de la patria de Cervantes, desearon algunos eruditos verla comprobada con su fe de bautismo. Don Manuel Martínez Pingarrón, biblio­ tecario que fue de S. M., escribió a su amigo el doctor D. Santia­ go Gómez Falcón, abad de Alcalá que murió el año de 1770, dándole la comisión de buscarla en los libros de alguna parroquia de aquella ciudad, y después de haber hecho varias diligencias en la Magistral de San Justo y Pastor, la encontró finalmente en la parroquia de Santa María, y es la misma que, certificada por el doc­ tor D. Sebastián García y Calvo, cura de ella, a 18 de julio de 1752, se pondrá al fin de estas «Noticias» con los demás documentos que la autorizan. Advierte también Falcón que, avisado alguno de las diligencias que él hacía, o estimulado de alguna persona de Madrid, sacó la misma partida de bautismo de Cervantes poco después que se le dio a él la certificación mencionada, y que en obsequio del interesado se usó la cortesía de poner la fecha con algunos días de antelación. El doctor Falcón parece ignoraba, como lo ignoramos también nosotros, el nombre de este curioso. 141

El referido señor Montiano publicó en la obra ya citada, pág. 10, una partida de bautismo de Cervantes, cuya certificación dada por el mismo doctor Calvo tiene la fecha de 19 de junio de 1752 (143-144).

Seguidamente, Pellicer incluye los documentos que menciona a lo largo de esa nota, que ocupan las páginas 186-198. Parece traslu­ cirse ae esta intervención tardía de Pellicer y de Bernardo de Iriarte un afán de protagonismo que no puede ser ajeno en modo alguno al enfrentamiento entre Juan de Iriarte y Mayans sobre el que volvere­ mos más adelante. Montiano se enteró probablemente del lugar de nacimiento de Cervantes por el librero Francisco Manuel de Mena, a quien Juan de Iriarte, bibliotecario real, le había pedido que divulgase la noticia —hallada por él en la ya mencionada Relación de cautivos de la Real Biblioteca— entre los círculos letrados de la capital. El interés des­ pertado por la Vida d e M iguel d e Cervantes Saavedra, de Mayans, y su insistencia en localizar los documentos que acreditaran el lugar de nacimiento y de muerte del autor alcalaíno incitaron a otros intelec­ tuales a seguir ese mismo camino. Así, Martín Sarmiento puede confirmar el hallazgo de Iriarte con el texto de Diego de Haedo. Montiano logra una copia de la partida de bautismo de Cervantes y la inserta en esa nota a pie de página. José Luis Pensado, reflexionan­ do sobre estas divergencias, concluye que en la relación de Bernardo de Iriarte «se aprecian una serie de inexactitudes que la hace sospe­ chosa» (en Rey Hazas y Muñoz Sánchez 22-23). Concluyen Rey Hazas y Muñoz Sánchez: «Así pues, y a falta de otros datos más ri­ gurosos, parece que fue el padre Sarmiento quien se adelantó a Iriar­ te en el hallazgo de lugar de nacimiento de Miguel de Cervantes, y no al revés, como piensan buena parte de los cervantistas y sostuvo Saforcada [o sea, Pellicer]» (23). En efecto, Martín Sarmiento va a aportar su grano de arena a esta tensión prolongada al escribir sus Noticias sobre la verdadera patria (Alcalá) de El M iguel de Cervantes Saavedra, escritas en 1761 y publicadas por primera vez en 1898. Por eso, más que su (manu) escrito, fue su contacto personal con los núcleos intelectuales de la Corte el que le permitió ser vía de transmisión de algunas ideas, presunciones y posicionamientos, ya que, si no, es incomprensible que en 1753 Montiano pueda asegurar que es Sarmiento quien ha sostenido que fue Alcalá la patria de Cervantes. Asimismo, Cox in­ forma de que John Bowle, editor del Quijote en Salisbury, Ingla142

terra, 1781, con anotaciones extensas, «had a copy of Sarmientos manuscript in his library» (18). En efecto, el mismo Bowle escribe en el «Prólogo del editor»: «Poco antes de navidad del año 1778 por medio de un amigo vino a mis manos la manuscrita Noticia de la ver­ dadera patria (Alcalá) de El Miguel de Cervantes, estropeado de Lepan­ te por el Rmo. Pe. Mro. Fr. Martín Sarmiento, benedictino» (iii). Eso demuestra que la circulación de las ideas, opiniones y hallazgos de Sarmiento trascendieron con mucho los límites de su celda y de sus contertulios directos. Por eso, concluir como hace Françoise Etienvre que entre la Vida de M iguel de Cervantes que escribe Mayans y la de Juan Antonio Pellicer transcurren cuatro decenios («Lecturas» 80) modifica mínima e involuntariamente la realidad. La labor de Sar­ miento es crucial, y este ha concluido sus Noticias ya en 1761, como lo es —en este sentido— la de Montiano, que ha publicado la par­ tida de bautismo de Cervantes en 1753, e incluso la de Vicente Gutiérrez de los Ríos que está trabajando en su Vida y en el Análisis desde 1773 o incluso antes. Esos datos se suman, además, al interés sostenido de Mayans y de sus amistades en la capital. Incluso po­ dríamos afirmar —volviendo a la función de animador cultural de Sarmiento— que Bowle se concentra en llevar a cabo el programa esbozado por el benedictino, quien había escrito: [...] no sería mal recibido el que algún curioso se dedicase a co­ mentar la Historia de don Quijote con notas literales. No piense en eso el que no leyere antes a Amadís y a otros libros semejantes. En caso, se debe formar un glosario de las voces más difíciles que usa Cervantes. De las voces facultativas de los libros de caballería, de las expresiones concordantes con las de Amadís, etc. Y otras curiosidades de este género. Dirá alguno que será cosa ridicula un Don Quijote con comento. Digo que más ridicula cosa será leerle sin entenderle (136). Se propone así un programa de trabajo filológico que completa­ rá Bowle y alcanzará su cima en anos recientes con la edición de Francisco Rico. Y si llamamos la atención sobre este proceso es por­ que forma parte directa de lo que llamamos la monumentalización cervantina. Más específicamente, la posición de Sarmiento se desta­ ca en dos aspectos complementarios: por un lado, el claro y firme cervantismo del benedictino le lleva a ser probablemente el primero en sugerir abiertamente la erección de una estatua de mármol en Alcalá de Henares para celebrar a Cervantes, hijo destacadísimo de la ciudad. De paso, lo compara a Erasmo, que ya había tenido su 143

estatua en Roterdam, aunque esta se erigiera ya en el siglo xvi y se rehiciera en 1622. Por otro lado, Sarmiento es testigo y actor de lo c u id a d o so que se tenía que ser para mantener un cierto equilibrio entre convicciones personales y relaciones con los círculos de poder. Así, pese a que Nasarre y Montiano habían sido los primeros létrados que habían roto una lanza a favor de la superioridad de Avellaneda, Sarmiento le achaca toda la responsabilidad tanto de la edición del Quijote tordesillesco como de las comedias de Cervantes a un anónimo (sabiendo que era Nasarre sin la menor duda), a la vez que exime a Montiano de cualquier implicación en esas intervenciones «anticer­ vantinas». La razón de ese juego de bolillos es clara: Montiano fue quien publicó por primera vez la partida de bautismo de Cervantes como ya hemos dicho, y, además de su posición de poder en la Real Academia de la Historia y otras instituciones, Sarmiento le debía agradecimiento por haber sido quien le proporcionó copias de las partidas de bautismo del auténtico Cervantes y del otro Cervantes nacido en Alcázar de San Juan. Así pues, las relaciones entre Sarmien­ to y Montiano en las décadas del 50 y del 60 muestran cómo se ar­ ticula claramente el deseo de asociar a los «personajes ilustres» de la esfera cultural con los estímulos patrióticos y nacionalistas del país. Rey Hazas y Muñoz Sánchez concluyen con buen criterio que el siglo x v iii «promovió la incansable búsqueda de documentos que iluminasen los acontecimientos que jalonan el vivir cervantino y que desembocarían en la fundamental biografía de Martín Fernán­ dez de Navarrete, la más importante hasta entonces y, por su rigor documental, base de los estudios biográficos modernos» (35). Por­ que, desde que se publicó la partida de defunción por Nasarre en el «Prólogo del que hace imprimir el libro» (1749), el gran desafío era confirmar documentalmente su nacimiento. Y ese dato fue aporta­ do por Montiano en el proceso que hemos tratado de sintetizar. La pregunta, sin embargo, sigue siendo: ¿qué interés, y de qué tipo, podía tener Montiano, personaje indiscutible del mundo cultural y político español de la época, en un dato como ese? No hay que olvi­ dar que Montiano había participado en la fundación de la Real Aca­ demia de la Historia y que había cometido el ligero desliz en 1732 de haber argumentado a favor de la segunda parte de Avellaneda frente a Cervantes. Lo que pudiéramos calificar de «prestigio profe­ sional» u «orgullo como historiador» estaba en juego en el asunto de la fecha de nacimiento de Cervantes. Según Antonio Mestre, quien localizó efectivamente la partida de bautismo de Cervantes fue el bibliotecario Martínez Pingarrón, ami144

go de Mayans y por encargo de este («Mayans y las raíces»). El biblio­ tecario le escribe a Mayans el 9 de junio de 1752: «Estando en casa de Mena días pasados, encontré con un amigo mío que estaba apuntan­ do lo que va en el papelito adjunto, y yo lo anoté para enviarlo a Vmd. Fuime al Escorial y no he podido enviarlo hasta ahora. Me alegraré que sirva. Lea Vmd. todo el capítulo de donde esta cláusula está to­ mada y haga su combinación, y si fuere menester pediré yo al abad de Alcalá, que es muy amigo mío, y antiguo y erudito, que me envíe una certificación de la fe de bautismo de Cervantes». A insistencias de Mayans, Martínez Pingarrón le confiesa el 24 de junio que va a pedir la partida de bautismo. Y de paso le insiste que debe mirar el libro de Haedo, «pues, aunque Dn. Nicolás Antonio no le elogie, en lo que yo he visto de él no me ha parecido mal; trae los hechos, nombra los sujetos y no es libro obvio». Y, por fin, el 29 de julio del mismo año, le escribe alborozado a Mayans: «Mi dueño y amigo: tenemos a Mi­ guel de Cervantes hijo de Alcalá de Henares, co m o Vmd. verá por la copia de la certificación del cura de Santa María de aquella villa, digo ciudad, con inserción de la partida de bautismo, cuyo original he puesto en esta Real Biblioteca, con la carta del abad, Dn. Santiago Gómez Falcón, de que también remito copia. Falcón es mi amigo antiguo y por mi ruego ha hecho esta diligencia». Sin embargo, el 10 de febrero de 1753 —más de seis meses después— el bibliotecario informa a su amigo en Oliva: «Dn. Agus­ tín de Montiano va a imprimir la segunda parte de su Virginia, y pondrá (supongo) una segunda parte de su discurso sobre las trage­ dias. Sé que en esta obra publica la fe de bautismo de Cervantes y el maestro que tuvo en Madrid. Se hace hallador de la fe de bautismo. El bibliotecario mayor [Juan de Santander] y yo estamos algo que­ mados de esto, pues a mí se me debe, después de la noticia que trae Haedo, la cual publicó el P. Sarmiento». Algo después —aunque la carta aparece sin fecha— le comunica a Mayans la publicación del libro de Montiano: «Montiano ha dado al público ya su segundo Discurso sobre las tragedias, acompañado de otra tragedia intitulada Ataúlfo; me lo dijo, días pasados, que me entregará un ejemplar para Vmd.; el cual irá con los demás libros si me le entrega. En el Discur­ so habla de Vmd. y de Cervantes y pone la partida de bautismo». Como ha escrito Pedro Alvarez de Miranda, Es este, como se sabe, asunto harto enredado. El descubri­ miento de una pista que condujera a Alcalá de Henares como patria de Cervantes pudo hacerlo don Juan de Iriarte, al encon­ 145

trar casualmente el nombre del autor del Quijote en una relación impresa de cautivos rescatados en Argel, descubrimiento que transmitiría enseguida a fray Martín Sarmiento [...] o bien direc­ tamente el benedictino en la Historia y topografía de Argel de Hae­ do. Sarmiento lo habría comunicado al librero Mena, encargán­ dole «que esparciese esa noticia de que Alcalá era la patria de Cervantes en la Real Biblioteca y en otros congresos de literatos», para animar a que alguien buscara la partida de bautismo.

Lo curioso es que nadie hubiera prestado atención a la informa­ ción que aparece en el libro de Haedo, por lo que no puede decirse que fuera un éxito de lectura. No obstante, el interés de Mayans —y de su amigo Martínez Pingarrón— no se termina ahí. El 5 de julio de 1755 el bibliotecario le dice a su amigo que le envía copia de la partida de bautismo, por si acaso, de la partida de entierro y las no­ ticias sobre la partida de matrimonio que le comunica el cura de Esquivias. Los documentos esenciales de la vida de Cervantes han sido localizados, aunque no publicados, por quienes han protagoni­ zado todo este episodio de investigación policiaco-biográfica. Juan Antonio Mayans —años después de que su hermano Gre­ gorio hubiera fallecido— le escribe a Antonio Sancha el 5 de abril de 1785, cuando el impresor está preparando una nueva edición del Quijote: Oigo que Vm. tiene la idea de dar al público una edición de la Historia de D. Quijote correspondiente a las que Vm. nos ha comunicado de las otras obras de Cervantes. El favor que Vm. ha hecho siempre a mi buen hermano y señor me hace esperar que Vm. conservará la Vida que escribió para la impresión de Londres. El Exmo. Sr. marqués de la Ensenada pensó hacer una que fuese émula de aquella y el primer paso que dio fue hacer que D. Agustín de Hordeñana le escribiese para que la Vida saliese aumentada y mejorada, cuya propuesta aceptó y se puso a recoger materiales, porque tiraba a que la Vida causase tanta novedad en la segunda formación como en la primera, y lo hubiera consegui­ do. No llegó el caso de atender estos apuntamientos, porque se desvaneció la edición que se meditaba. Quería dejar la Vida como la había escrito y que se pusiesen por adiciones en sus lugares las noticias de nuevo recogidas y observadas, lo que ahora sería pre­ ciso, si se hubiesen de publicar estos conatos postumos, por haber tantas ediciones de ella y estar traducida en francés y en alemán. Acerca de lo que se ha publicado por D. Juan Antonio Pellicer y D. Vicente de los Ríos no se debe entrar en competencias sobre 146

sus descubrimientos, aunque se ponga de añadidura la Barataría del P. Sarmiento. Con el nombre de D. Manuel Martínez Pingarrón manifiestan a impulsos de quién se hacían. Bástale a m i

herm ano haber abierto e l cam ino para todo e l asunto.

J o sé a las

C a d a lso : d e la « D e fe n sa « C artas m a r r u e c a s»

de

d e l a n a c ió n e s p a ñ o l a »

A los comentarios de Erauso sobre Cervantes —que constituyen sin la menor duda una prolongación radicalizada de la corriente anticervantina iniciada por Nasarre y Montiano en España— no le respondería ninguno de los más nombrados intelectuales reformis­ tas, excepto en los lugares que hemos visto antes. Aunque habrán pasado algunos años, sí tendría algo que decir Cadalso, cuya orien­ tación apologética es parte integrante de su patriotismo y de su par­ ticipación en la articulación del discurso nacionalista, quien se ali­ nea con los anticervantistas en un momento dado, pero también, podríamos atrevernos a decir que más tarde (como si el tiempo ex­ plicara un cambio que, muy probablemente, nunca se produjo, sino que fueron posturas coexistentes en la mente del escritor) apunta algunas ideas que trascienden la interpretación del Quijote como sátira de la nación para leer en el texto cervantino más bien una percepción de la nación y su identidad, y contemplando indirecta­ mente la necesidad de monumentalizar al escritor. Su alineamiento apologético nos exige revisitar la posición que Cadalso articula en su Defensa de la nación española contra la carta persiana LXXVIII de Montesquieu, tal vez escrita hacia finales de la década de 1760. Ca­ dalso plantea con nitidez indiscutible que el texto de Montesquieu constituye un conjunto de «calumnias indecorosas» que ajan «el es­ plendor de una nación gloriosa», por lo que la carta LXXVIII se convierte en «terrible ejemplar de las extravagancias que caben en el corazón humano». Para Cadalso, lo mismo que para otros españoles que leyeran la citada carta—publicada, no se olvide, en 1721— , era evidente que Montesquieu, como tantos otros, «habló de esta pe­ nínsula sin el menor conocimiento de su historia, religión, leyes, costumbre y naturaleza». Pero eso no invalida que el autor considere la intervención pública de Montesquieu como un «agravio» que le obliga a reaccionar para «defender la patria», una defensa que se ar­ ticula a partir de la afirmación contundente de que «yo soy católico y español», y que utiliza los mismos instrumentos retóricos que el 147

ofensor: la sátira, la crítica, la ironía, la mofa. Pero Cadalso establece uña clara distinción entre Montesquieu y el pueblo o la nación francesa, a la que no pretende ofender ni identificar con el individuo. Prosigue una descripción histórica de España en la que Cadalso sintetiza la construcción de la nación española a lo largo de los siglos. No por azar, al referirse a la posición de España a comienzos del siglo XVIII, escribe: «Era nuestra desgracia que los franceses no eran ni podían ser nuestros panegiristas»: constatación simple y verdad ele­ mental en el contexto geopolítico del momento. Puesto que la carta de Montesquieu recoge y recorre varios tópi' eos sobre el carácter nacional, la Defensa cadalsiana va a seguir el mismo camino. Empezamos con la gravedad—que para Cadalso es concepto siempre relativo— y que según Montesquieu se refleja en el uso por los españoles de anteojos y bigotes. Ello le permite a Ca­ dalso asumir como rasgo identitario una versión de la gravedad que identifica con «nuestra formalidad, modestia, piedad y odio a todo lo superfluo» (nota 4.a), equipara el papel de los anteojos al de las lorgnettes de los «superficiales sabios» franceses y acepta que los bigo­ tes de hombres ilustres como el Gran Capitán, el duque de Alba, don Alvaro de Bazán y otros eran «muy graves y respetables», pero —y aquí introduce por primera vez el cambio en las costumbres que no es sino un cambio en los rasgos que se pueden acumular en la descripción de una identidad nacional— ahora los españoles no lle­ van bigotes: «nos los hemos cortado por parecemos a ellos [los fran­ ceses]» (nota 4.a). De la gravedad Montesquieu se desliza a la sober­ bia y Cadalso acepta esa inferencia. Para Montesquieu, esa vanidad —que atribuye indiferentemente a españoles y portugueses, es decir, a los ibéricos— se concretiza en la vanidad de ser cristianos viejos (en Europa) y de ser hombres blancos (en América). Y es en torno a la vanidad donde Cadalso elabora con más detalle su percepción de la identidad nacional: «La fidelidad a nuestro soberano, el escrúpulo en punto de honor, la firmeza en Ja religión de nuestros abuelos, la realidad en nuestras palabras y otras prendas semejantes son caracte­ rísticas de los habitantes de esta península [...] un poco de desidia y superstición [...] son nuestros defectos nacionales» (nota 8.a). Por lo tanto, deduce Cadalso, «la vanidad de nuestro vulgo sobre lo de hombre blanco y cristiano viejo no es tan vacía de fundamento como la pinta el señor presidente de Montesquieu» (nota 8.a). Mon­ tesquieu aborda la vagancia desde diferentes perspectivas: orgullo «del color verdiblanco de su tez cuando se sienta a la puerta de su casa con los brazos cruzados en alguna ciudad del reino de México», 148

donde la política colonialista se mezcla con el prejuicio inscrito en la imaginada no-modernidad del mundo hispánico, que da paso a que esa persona «tan perfecta no trabajaría por todos los tesoros del mundo, y jamás se determinaría a desdorar la dignidad de su tez por una industria vil y mecánica», que el que es dueño de una espada larga «ya no trabaja más» porque «la nobleza se adquiere en la silla» ya que los españoles son «enemigos invencibles del trabajo». La mitomanía estereotípica del sureño (que incluye a los hispanos de América) perezoso, enemigo del trabajo por unas razones u otras, se confiesa ya de modo consolidado, se incorporará indefectiblemente a la retórica antiespañola y permanecerá inmutable en el imaginario de un Norte convencido de su superioridad. Cadalso, sin embargo, a pesar de que en la nota 11.a sugiere que se debe despreciar la opi­ nión de Montesquieu, rebate el lugar común: «El que trabaja en las minas, el que purifica el metal, el que lo acuña, el que lo comercia, el que lo trae a España, todos trabajan acerbamente», dice en la nota 10.a. Respecto a la vinculación entre honor, nobleza y pereza, afirma Cadalso: «No hay en todo el mundo nobles cuyos abuelos hayan fundado sus casas a costa de más sangre y hazañas [...] La guerra ha sido la cuna en que se ha criado nuestra nobleza española [...] Omito siete siglos y medio de guerras continuas con los moros» (nota 12.a). Y, por último: «Establézcanse estímulos para las artes y premio para las ciencias y verán las academias de Francia si somos invencibles enemigos del trabajo» (nota 13.a). Montesquieu no se para en barras para enlazar un estereotipo tras otro, y ahora le toca el turno a la imagen del español enamorado, celoso y devoto. Si­ guiendo algunas invenciones sugerentes de Madame dAulnoy, dice Montesquieu que los españoles «siempre están enamorados», que rondan bajo el balcón de la dama, que toleran que las mujeres «lle­ ven el pecno descubierto» pero no permiten que muestren los talo­ nes o la punta de los pies y que gastan cortesías que en Francia «pa­ recerían fuera de lugar». Para Cadalso, «los españoles somos muy propensos al amor por nuestro clima y por el atractivo de nuestras mujeres» (nota 13.a). En los tiempos en que se rondaba junto a las rejas eran frecuentes los desafíos «que no se acababan au prem ier sang, sino con la última gota de sangre». Pero esas costumbres pasa­ ron y ya «no hay para qué andarse por balcones» (nota 14.a). Y la significación del cambio incide directamente también en este rasgo identitario: «Cuando los españoles se vestían a la española, la muje­ res se vestían con modestia y no enseñaban pies ni pechos. Ahora se visten como en París» (nota 16.a). En cuanto a las cortesías que cho149

carian en Francia, Cadalso no puede dar crédito a la especie, pues París es escenario privilegiado de «exterioridades, cortesías, reveren­ cias, abrazos, besos, apretones de mano, encogiduras de cuerpo, pos­ turas de Arlequín, expresiones lisonjeras, cumplidos extremados, acciones de rendimiento afectadas, gestos estudiados e intolerable adulación en el trato familiar» (nota 18.a), por lo que el comentario de Montesquieu suena a vulgar falseamiento. Es sin duda pensando en la devoción española —y la concomi­ tante superstición, que subyace al comentario del francés— lo que explica que Montesquieu afirme: «Los españoles que la Inquisición no quema son tan afectos a ella que sería chasco quitársela». Una implicación que parece obvia es que la Inquisición ocupa un espacio central en la vida nacional y por tanto en su identidad: o se es vícti­ ma de ella —en su percepción, víctima equivale a ser quemado, porque el desconocimiento de los procesos inquisitoriales no parece merecer ningún exordio— o se es apasionado de ella, no parece ha­ ber medias tintas. Y Cadalso trata de matizar: «Según ellos [los fran­ ceses, no solo el señor Montesquieu], es un tribunal sangriento, inhumano, avariento, fraudulento, que manda prender, sentenciar y quemar al primero que pasa por la calle sin delito, juicio ni necesitar más autoridad que la que le da el fanatismo». Por el contrario, la realidad es algo muy diferente. «Según lo que vemos, es un tribunal que vigila sobre que no domine en España más que una fe, y por tanto quita todos los inmensos infortunios que han producido en otras partes la diversidad de religiones, y serían mucho más temibles en España. Está subordinada al monarca, sin cuyo consentimiento no pueden ejecutarse las sentencias capitales, y no permite la lectura de ciertos libros sino a los sujetos de conocida erudición, virtud y juicio» (nota 20.a). La lógica de su argumentación empuja a Cadalso a presentar las guerras de religión en Francia —aunque podría haber incluido las represiones religiosas en otros lugares de esa Europa que se autoinvestirá con la narrativa de una modernidad excluyente—, la noche de San Bartolomé, los asesinatos masivos en esas guerras y los notabilísimos casos que el país vecino ha ofrecido durante mu­ chos años como ejemplos de fanatismo religioso y criminal. «Esos monstruos y sus semejantes no son ni franceses ni españoles, sino una nación de bárbaros llamados fanáticos, y es una calumnia indig­ na de una noble pluma hacer caer sobre toda una nación los excesos de unos pocos hombres que ha habido en todas partes» (nota 20.a). Para Montesquieu es la devoción —que sería equivalente a la su­ perstición— la que debería ser perseguida por un tribunal semejan150

te a la Inquisición, idea que comparte Cadalso, aunque discrepando de la consideración que subyace el comentario de Montesquieu, es decir, que los españoles son supersticiosos en general, consciente como era de que la superstición proliferaba igualmente en el país de Montesquieu. Este añadirá dos aspectos más: la ignorancia, pues, a pesar de todos los descubrimientos en el nuevo mundo, desconocen el viejo continente —probable alusión a otro tópico: que los espa­ ñoles no viajaban, a diferencia de los otros pueblos europeos (es decir, franceses, ingleses y, excepcionalmente, italianos)— y la p o ­ breza de sus tierras, ya que en ellas «no encuentra más que campos arruinados y países desiertos», afirmación que Cadalso rebate men­ cionando simplemente la riqueza de Cataluña, de la fértil Andalu­ cía, de la huerta murciana y valenciana, de la agricultura de Castilla la Vieja o de las riberas de Aragón. Pero será en el ámbito del Ingenio donde Cadalso va a acercarse al texto cervantino. Escribe Montesquieu: «Tal vez se hallará ingenio y juicio en los españoles, pero no se han de buscar en sus libros», lo cual, conociendo el saqueo a que autores franceses sometieron el archivo creativo del mundo hispánico ■ —para mejorarlo, obviamen­ te—, haría reír hasta llorar. La única respuesta de Cadalso es que la ignorancia solo puede producir delirios. Las bibliotecas españolas, dice el francés, solo cuentan con novelas y obras escolásticas. Cadal­ so se toma la molestia —destinada al fracaso, evidentemente— de afirmar que en España hay excelentes historiadores, dulcísimos e ingeniosísimos poetas, juiciosos políticos, excelentes críticos. Y con­ cluye negándole a los franceses autoridad para juzgar las letras en España, «según la superficialidad de las obras que hoy publican» (nota 23.a), idea que coincide con la opinión que de la cultura fran­ cesa manifiestan Mayans y otros letrados españoles en varios lugares. Y así llega a la muy conocida afirmación sobre Cervantes: «El único libro bueno que tienen es el que ridiculiza a todos los otros». Cadal­ so empieza clarificando lo que podría no estar tan claro según la formulación de Montesquieu: «Sin duda habla aquí de la obra de Cervantes contra la andante caballería» para rebatir inmediatamente semejante lectura: «El D. Quijote no ridiculiza todos nuestros autores, sino los de caballería y algunos poetas» (nota 24.a). Cherchi recorda­ ba que Cadalso volvería resumida y apretadamente a esa reacción contra Montesquieu en Los eruditos a la violeta, específicamente en la «Carta de un viajante a la violeta a su catedrático», donde escribe: «Ni tal libro es el solo bueno, ni ridiculiza todos los restantes. Solo se critican en él los de la caballería andante y algunas come­ 151

dias» (124). En ese contexto Cadalso parece sumarse a la postura de algunos anticervantistas que atribuyen el éxito del Quijote fuera del ámbito hispánico a lo que algunos individuos de los círculos letra­ dos franceses e ingleses han convertido en una crítica directa y sin matices de la nación. Así, escribe Cadalso: «Esta obra tiene mucha aceptación en Francia, no tanto por el verdadero mérito que tiene, sino porque parece chocar contra todas nuestras costumbres» (nota 24.a), es decir, porque ha sido leída como una sátira de las costumbres espa­ ñolas y por tanto como escrito contra España, aspecto que halaga la vanidad nacional francesa. Cadalso asume como eje de su postura lo que fue la intencionalidad autoconsciente indiscutible de Cervantes: «Esta obra nos quitó sin duda la ridicula manía de la caballería an­ dante, y esto verdaderamente es mérito», escribe Cadalso, y François Lopez juzga que «el elogio aquí tributado a Cervantes no puede ser más tibio ni regateado» («Los Quijotes» 248), aunque no nos lo pa­ rece así. Entre otras razones porque Cadalso reprocha no prestar atención al «verdadero mérito» del Quijote·, aspecto al que volverá en otro momento. Sin embargo, ahí no se terminan las implicaciones de la obra: «pero esto nos entibió mucho en materias de honor, y en este caso bien han perdido las señoras a quienes se trataba con respe­ to y de quienes se hablaba con el mayor decoro» (nota 24.a). Cadalso no llega a considerar el Quijote, en los términos de Erauso que ya hemos visto, como una mancha para la nación. Pero sí capta unos efectos obviamente nocivos provocados por su lectura: el entibiamiento en materias de honor, cuyas víctimas más inmediatas han sido las mujeres en su relación con los hombres (hidalgos, nobles). Según escribe Françoise Etienvre, esta interpretación cadalsiana es «menos parcial [...] que la de los tradicionalistas y que en algo se acerca a la de los reformistas, que ponderan el valor benéfico de la sátira cervantina, apreciándola como una lucha contra un falso con­ cepto del honor y, a nivel más general, contra todas las manifestacio­ nes de lo irracional, lo mismo en la literatura que en la sociedad» («De Mayans a Capmany» 36). Lo que viene a simbolizar Cadalso, desde la perspectiva de Etienvre, es que, al leer el Quijote como texto crítico, «ha dejado de leerse como obra de diversión, como burla» («De Mayans a Capmany» 36). François Lopez, sin embargo, insis­ tiendo en que aquí la voz hablante no está enmascarada por editores, amigos, personajes o ecos ajenos, Cadalso directamente parece con­ cluir que «por haber combatido una inclinación muy española que podía haberse subsanado de muy otro modo, hizo desaparecer el Quijote el rasgo sobresaliente de la nación» («Los Quijotes» 248), es 152

decir, el punto de honor. Y, como bien subraya Lopez, no es asunto baladí. Pero llama la atención sobre la vinculación —algo enigmáti­ ca, hay que confesarlo— entre el honor y la galantería, pese a que ambas forman un binomio bien asentado en la literatura barroca y, en particular, en el teatro calderoniano. El problema, nos parece, se sitúa en una identificación mecánica entre el honor y sus manifesta­ ciones más significativas: la violencia nobiliaria de los duelos y desa­ fíos, pero que no coinciden con el honor y la galantería. Porque, como hemos visto antes, «el escrúpulo en punto de honor» es uno de los rasgos identitarios de los que se enorgullece el hablante en esta Defensa. Por esa razón, Lopez se pregunta: «¿de dónde puede proce­ der la especie recogida por Cadalso ae que el Quijote atentó en cier­ to modo contra una concepción nacional del honor?» («Los Quijo­ tes» 2 49 ). Y es cierto, porque si el Quijote pone el énfasis en algo es precisamente en la indesmayable galantería del héroe. El rastreo de Lopez pone en relación la rivalidad nunca resuelta entre Lope y Cer­ vantes en el origen posible de la especie. Particularmente, porque uno de los mayores defectos del Quijote, según Avellaneda, era la ofensa allí exhibida contra Lope. En otros términos, para Lopez re­ sulta evidente que «la identificación del espíritu caballeresco con el genio nacional [...] cobra en el comentario de Cadalso una impor­ tancia primordial» («Los Quijotes» 2 4 9 ). Françoise Etienvre regresa a este punto para enlazarlo a otras ideas expresadas algo más tarde por Vicente de los Ríos en su «Análisis del Quijote», como veremos en el capítulo siguiente, donde no separa «el espíritu de caballería» del «galanteo» (De los Ríos f2 0 5 ) , por lo que la degradación de uno conduce a la del otro. Es más, según Etienvre, De los Ríos opina que «nunca Cervantes dio a pensar que la perversión del es­ píritu caballeresco era propia de España y de los españoles, como lo reconoce —argumento supremo— el mismo Avellaneda (f 178)» («Lecturas» 100Ί01). De los Ríos rebate la especie difundida de que «el Quijote destruyó las ideas del honor y extinguió el fuego marcial que ardía como en su propia esfera en los corazones guerre­ ros de los invencibles españoles» (f 186), pero aquí responde más bien a Temple y otros ingleses. Y los actos de Cervantes lo acreditan, mezclando ficción y realidad, personaje y persona, novela y realidad. En esa construcción de la persona de Cervantes, escribe De los Ríos que Cervantes estaba dispuesto a luchar «por la religión, por la pa­ tria y por el soberano» ( j 198), como si de un buen oficial ilustrado se tratara, cuando Cervantes no fue ni oficial ni ilustrado. Con razón comenta Etienvre que De los Ríos «presta al novelista 153

preocupaciones cívico-morales típicamente ilustradas» («Lecturas» 101), Y es normal al leer el Quijote como un texto que se propone «la corrección de las costumbres en general, y no solamente el desterrar los libros de caballería» (j253), idea que prolonga la propuesta de Mayans. La postura de Cadalso en la Defensa de la nación española, que parece aproximarse a la corriente anticervantina hasta el punto de que François Lopez llega a comparar las frases de Cadalso —en la Defensa nunca publicada, recordémoslo— con los versos de Maru­ ján que ya hemos visto, para afirmar: «salvando la distancia que hay entre unos versos indigentes y una prosa elegante, es, en sustancia, lo mismo» («Los Quijotes» 254), se modifica sin embargo en la re­ dacción de las Cartas marruecas (1772-1774). En primer lugar, por­ que en la carta LXXXIII afirma sin ambages que Cervantes es «autor de una de las pocas obras originales que hay en el mundo» (206) —espacio en el que también aa cabida a la imagen mitificada por Mayans sobre la persona de Cervantes como «infeliz» que «pasó su vida parte en el hospital, parte en la cárcel y parte en las filas de una compañía como soldado raso» (206)—, pero es que en la carta LXI de las Cartas marruecas escribe Cadalso: «En esta nación hay un li­ bro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gusta­ do sin duda; pero no deja de mortificarme la sospecha de que el sen­ tido literal es uno, y el verdadero es otro m uy diferente. Ninguna obra necesita más que esta el diccionario de Ñuño [...] lo que hay debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias p ro ­ fundas e importantes» (146, la cursiva es mía). François Lopez, con sagacidad, se pregunta sobre la primera frase citada: «¿No significa esto que dicho libro más aplausos ha merecido y merece fuera que en España? ¿No es este un eco de la fama de antiespañol que le col­ garon [a Cervantes]?» («Los Quijotes» 262), aunque no debe olvidar­ se que quien eso dice es Gazel, un marroquí. Pero conociendo las estrategias narrativas de Cadalso también puede verse como la toma de un ángulo particularmente chocante para aproximarse a lo que realmente le importa. Lo nuevo de Cadalso, sin embargo, es lo que sigue, «ese misterioso sentido no literal, otro, diferente» («Los Quijotes» 262), como dice López. ¿A qué se refería el coronel José de Cadalso con esas palabras? ¿En qué sentido —metafórico o simbó­ lico, o sea, verdadero, pues no literal— pensaba al escribir estas lí­ neas? ¿Qué materias profundas e importantes veía él en el Quijote y que habían escapado a la lectura de quienes aplaudían o habían aplaudido el libro, en España o fuera de ella? ¿Qué significado per­ 154

cibía en la obra de Cervantes? Es la misma pregunta que podría hacerse cuando Mayans escribe que le parece necesario escribir un libro muy crecido sobre «el alma verdadera de esta fingida historia» (138), como ya hemos visto. Para Françoise Etienvre, hacia la déca­ da de los sesenta los círculos letrados españoles, «al interrogarse so­ bre el alcance satírico de esta “fin gid a historia” a través de una polé­ mica que no les permite descubrir su “alma verdadera”, los literatos españoles dan con el alma de España» («De Mayans a Capmany» 36). Y, aunque detiene su atención en las palabras de Cadalso, concluye con una renuncia explícita a la especulación (o a la interpretación); «ni en esta carta ni en otras páginas del escritor se encuentra la más mínima indicación sobre cualquier interpretación que permitiera descubrir el sentido oculto de la novela. Contentémonos, pues, con apuntar la probable intuición, sin atribuirle a este comentario más perspicacia de la que tal vez tenía» («De Mayans a Capmany» 38). Rachel Schmidt, ignorando lo escrito por mí mismo en 1995 en un trabajo sobre Afán de Ribera y Cadalso, y algún estudio de Etienvre, afirma que la frase de este ha escapado a muchos estudiosos que han escrito sobre la recepción del Q uijote en el xvm, y que la dicha frase se refiere a los diversos debates que rodean la figura de Cer­ vantes en la época, situándola en relación a las apologías (que no surgen hasta después de 1782) (126). François Lopez sí se aventu­ ra en la suposición y escribe: «nos toca suponer que la ve como un libro sobre el desengaño, en que él vierte todas sus amarguras y sus desilusiones» («Los Quijotes» 262). Nosotros también nos aventu­ ramos por el camino de la especulación razonada, aunque en otra dirección. Una ayuda para avanzar en esa especulación puede tal vez en­ contrarse en la «Introducción» que antecede al texto de las Cartas. Ahí escribe su autor: «Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos...» (3). Asumir que el Quijote cons­ tituye una crítica de «algunas viciosas costumbres de nuestros abue­ los» retoma con palabras distintas la lectura consagrada por Mayans. ¿Podía pensar en ese contenido crítico al redactar su Carta LXI? Tal vez. Pero, ¿no formaba parte esa visión crítica de la sociedad de su tiempo de la interpretación del Quijote ya aceptada en el xvm? Bas­ ta recordar lo que había escrito Mayans en Vida de M iguel d e Cer­ vantes: se trata de «una sátira la más feliz que hasta hoy se ha escrito contra todo género de gentes» ( j l2 7), sobre lo que ya hemos habla­ do en el capítulo anterior. La respuesta, por tanto, quizá venga me­ 155

jor por otro camino: ¿Qué sentido tiene la propia obra de Cadalso en que se contienen las líneas citadas? ¿Qué son las Cartas marrue­ cas? Por tanto, la pregunta inmediata que se impone es: ¿cómo inter­ preta Cadalso el Quijote para poder afirmar eso? Puesto que el propio Cadalso no nos ofrece ninguna respuesta fuerte y directa, ningún comentario posterior que permita apuntar hacia una idea precisa de su pensamiento, lo único que queda es partir de lo que son las Cartas marruecas para trazar el camino segui­ do por Cadalso para llegar a su afirmación. Porque es plausible su­ poner que, ya que él ha penetrado el llamémosle secreto del Quijote, ese conocimiento debe encontrarse en la base misma de la redacción y composición de las Cartas. El «editor» del texto —que asegura haberle venido a las manos—, autor de la «Introducción», lo afirma con toda claridad: «yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a luz un papel, que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado que hay en el mundo, cual es la crítica de una nación» (9); y aún antes había sostenido: «Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día y cual lo ha sido» (7). Pero to­ davía antes había dicho: «Me he animado a publicarlas por cuanto en ellas no se trata de religión ni de gobierno» (4). Crítica de la na­ ción, sin duda; crítica-reflexión sobre el carácter nacional sin entrar en religión o gobierno, obvio. Así pues, según confesión explícita del «editor» del texto —que es tan parecido a Cadalso como si fuera él mismo— la consideración crítica del carácter de la nación —o de lo que nosotros nos atreveríamos a llamar la identidad nacional— es el objetivo que se aborda en el texto publicado. Aparte de lo que otros críticos han aportado ya en cuanto al análisis ideológico de las Cartas marruecas, creo que la presencia de Cervantes puede indicarse también en otra dirección. Si la lectura que del Quijote hace Cadalso capta, como intuyo, la dualidad entre lo sublime y lo vulgar —esa dualidad que se plasma en los dos per­ sonajes principales—, nada podría concretarse mejor en su obra que la oposición entre la valoración que hace de lo sustancial —lo subli­ me— y lo accidental —lo vulgar—. Esa dualidad —o los dos térmi­ nos de una tensión dialéctica que dejará abierta una posible síntesis al modo cervantino: el futuro— se refleja en varias contraposiciones presentes a lo largo del texto: cosmopolitismo-nacionalismo, ilustra­ ción-tradición, imparcialidad-subjetividad, pasado-presente, España-Europa y, muy especialmente, en otra oposición que no se ha subrayado debidamente, Castilla-España. Las Cartas marruecas lla­ man la atención por su densidad filosófica, política e ideológica, lo 156

que la convierten en una de las obras pioneras y esenciales en la historia de nuestro pensamiento. Pero ¿por qué elegir una forma ficticia en lugar de un tratado? Intuyendo unas «materias profundas e importantes» que en otro momento se refieren a la articulación y descripción del carácter nacional, Cadalso se distancia de las inter­ pretaciones y lecturas dominantes, y a la vez se está invistiendo de una percepción diferente; la firmeza con que se emite la opinión transmite una sensación de conocimiento firme y secreto. Pero, en el contexto en que Ñuño Núñez habla de haber inten­ tado escribir una historia heroica de España —idea que nos condu­ ce asimismo a las Vidas de españoles célebres de Quintana—, había escrito Cadalso en la XVI de las Cartas marruecas: «¡Cuán glorioso proyecto sería el de levantar estatuas, monumentos y columnas a estos varones, colocarlos en los parajes más públicos de la villa capi­ tal con un corto elogio de cada uno, citando la historia de sus haza­ ñas! ¡Qué mejor adorno para la corte! ¡Qué estímulo para nuestra juventud, que se criaría desde su niñez a vista de unas cenizas tan venerables! A semejantes ardides debió Roma en mucha parte el dominio del orbe» (59-60). Nótese, en su relación con lo que deci­ mos aquí, la asociación que establece Cadalso entre la exaltación monumental de determinados varones —es decir, de la conversión de ciertos fragmentos de la ciudad en museo urbano— y la posible o deseable conservación de una hegemonía política en vías de desapa­ recer. Enlazamos así con el comienzo de nuestra jornada tras las huellas que conducen a la primera estatua consagrada a Cervantes. Pues parece evidente que para Cadalso no hubiera sido ninguna empresa descabellada la de, entre esos españoles heroicos, incluir el nombre de Cervantes y hacerle objeto del reconocimiento público que hubiera representado la estatua que merecía.

C a p ít u l o 3

La mal llamada edición de 1780: poder y cultura en la exaltación cervantina La significación de la primera edición oficial del Quijote en Es­ paña ha sido leída por Alvarez Barrientos (M iguel de Cervantes 13) como un paso en la monumentalización de Cervantes. Y eso es cier­ to, sin lugar a dudas. En realidad, sin embargo, quien afirmó con contundencia el carácter de esta edición fue Rachel Schmidt al escri­ bir que fue monumental en un sentido explícitamente metafórico: erigía la obra de un fundador de la literatura española como monu­ mento nacional (140). Es más, esta edición hecha de lo mejor y por los mejores, era físicamente un monumento totalmente español al autor (140). Lo que pretendo aquí es argumentar cómo la prepara­ ción y producción de un objeto aparentemente intrascendente —un libro al fin y al cabo— se integra en un discurso que adelanta aspectos clave del nacionalismo español (y, por tanto, castellanocéntrico), al tiempo que forma parte de la monumentalización de Cer­ vantes —convirtiéndolo a él en monumento de la nación— y aca­ bará produciendo un monumento nacional en memoria del autor del Quijote. Pero esta edición del Quijote se recorta, en una primera instancia, como la demostración del papel que desempeña la lectura y cómo l@s lector@s participan directamente en la creación de un ideal imaginado de la nación. El libro —en este caso la obra de Cer­ vantes— refleja, como afirma Tania Gentic en otro contexto, «the impossibility of a critical understanding of nation as imaginary. This is not only because [...] the rhetorical construction of nation con15 9

trasts with the historical materiality of the daily practices [...], but also because it signals the rupture between memory, both individual and collective, and imagination, which the book presents as the foundations of a shared construction of nation» (298). Siguiendo a Ernest Gellner, y particularmente su visión del nacionalismo como una práctica que emerge de la disyunción entre, por un lado, una noción política del estado concordante con la nación y, por el otro, de su imperfecta realización, Gentic llega a la conclusión de que «multiple nationalisms can coexist within a space that values the idea of nation even when politically or materially it is not achie­ vable» (298). En efecto, un libro o una estatua, monumentos mate­ riales que remiten a una realidad inmaterial, pueden demostrar o ser la prueba fehaciente de que en la idea de nación caben diversas for­ mas de entender el nacionalismo y, por ende, la identidad nacional. Pero lo verdaderamente significativo es el hecho de que la creación del libro incide en el proceso de creación de un público, con el que el libro-objeto (y su autor, y su editor, y el autor de sus preliminares) interviene en una relación dialéctica que va modificándolo (al pú­ blico) a la vez que se modifica (el editor). Como escribe Michael Warner, «The making of publics is the metapragmatic work newly taken up by every text in every reading» (12). Trasladando las re­ flexiones de Gentic a la publicación del Q uijote en 1781, puede decirse que esta «reveals its relationship to the construction of multiple national publics and counterpublics. It promotes an on­ tological notion of individually imagined nationhood on the one hand, and, in its transition to a more complex imaginary cons­ truction of national subjectivity, an ideological imposition of sub­ ject on the other» (299). En ese marco, la implicación institucio­ nal, que acarrea una implicación estética, ética, ideológica y polí­ tica, se dibuja como parte de un programa de construcción de un público: el de los ciudadanos respetables —léase una burguesía en desarrollo— que confían en la monarquía y sus gobiernos ilustra­ dos para la restauración nacional y su progreso. Frente a ese pro­ grama funcionan las iniciativas «privadas», de algunos mecenas aristocráticos, que fomentan, al margen de las instituciones, una cultura «desordenada» en la que no se perfilan adecuadamente ni las diferentes clases sociales, ni sus valores específicos, ni el papel que les corresponde en la vida social y pública. Si tenemos presente lo que se ha visto en los capítulos ante­ riores sobre la condensación o fusión de lo que llamamos anticer­ vantismo, se verá claramente que el hecho mismo de que una 16 0

institución como la Real Academia Española tomara la decisión de publicar bajo sus auspicios la obra de Cervantes significaba ya una firme toma de posición en los debates que habían precedido dicha decisión a lo largo del siglo. En efecto, editar el Q uijote ponía sobre la mesa un posicionamiento institucional, político e ideológico frente a la opción de Avellaneda que Montiano y Na­ sarre —miembros muy prominentes del círculo letrado cortesano y de sus instituciones-— habían tratado de promocionar a co­ mienzos del siglo. Así, lo que para unos lectores en ese momento encarnaba la mejor visión de la nación ha cedido el paso a la per­ cepción opuesta, que en aquel momento defendió Mayans y en este momento asumía plenamente la institución académica. Pero desde otra óptica también podemos enfatizar el papel de la edi­ ción académica. Siguiendo a Gérard Genette, Andrea Del Lungo sostiene, hablando del paratexto: «Le caractère essentiellement non figé du paratexte implique que celui-ci n’engage pas unique­ ment la responsabilité de l’auteur ou de l’éditeur, mais aussi de la critique qui y trouve l’espace privilégié d’un jugement, et souvent d’un jugement de valeur qui consacre l’œuvre et la monumenta­ lise» (402). En efecto, los umbrales y específicamente el paratexto abre unas posibilidades inauditas a la crítica para convertir el tex­ to en monumento. Señalado ya el carácter magnífico y magnifí­ cente de la edición, es decir, de su identidad monumental o del objeto monumental, los umbrales o paratexto pueden incidir di­ rectamente en esa función o, por el contrario, tratar de minimi­ zarla. Patrick Marot señala, entre las diversas funciones de esos liminares, la que llama «fonction monumentale». En efecto, por una parte los textos liminares «ont tout d’abord vocation à ériger en monument l’œuvre qu’ils accompagnent (on parlera alors de fonction monumentalisante, plus que proprement monumen­ tale)» (24). Por otra parte, los materiales del paratexto, «Les seuils (préface, portrait moral, iconographique) forment a cet égard un véritable système instituant ou fondateur» (25). Nada de esto es superfluo si tenemos en consideración que la magnífica y monu­ mental edición de la Real Academia Española, con los textos de la Academia y de Vicente de los Ríos, incorpora los umbrales — el paratexto— más significativos que presentan las ediciones quijo­ tescas al menos desde la de Londres. Y, como veremos en las pá­ ginas que siguen, son umbrales monumentalizadores de una fun­ ción patriótica y nacionalista que coincide con un programa re­ formista ilustrado. 161

S ig u ie n d o h u e l l a s , p l a s m a n d o d e s e o s : LA PROYECTADA EDICION DE ENSENADA

Pero la edición propuesta por Vicente de los Ríos no surge de la nada. La cultura rechaza el vacío y se mantiene en sus concreciones diversas sin solución de continuidad. Los cambios económicos, so­ ciales, técnicos, científicos y políticos van creando el caldo de cultivo en el que condensan diferentes formaciones culturales. Y la figura llamada Ilustración alcanza una cierta madurez en la época que esta­ mos visitando. Antonio Mestre encontró en el epistolario mayansiano pruebas de que el marqués de la Ensenada, por medio de su se­ cretario Agustín de Hordeñana, trató de contar con Mayans para preparar una edición magnífica, comparable si no superior a la que en 1738 había realizado lord Carteret en Inglaterra como obsequio para la reina Carolina, y sobre la que ya hemos hablado en el capí­ tulo primero. Y, al igual que el inglés, Ensenada quería contar con la Vida d e M iguel d e Cervantes que Mayans había escrito para la edi­ ción inglesa, pero en una versión actualizada, puesta al día. Lo que merece destacarse es el ambiente en que Ensenada ■ —es decir, el poder político de la monarquía— toma la iniciativa. Porque es casi el punto álgido de la búsqueda de la partida de bautismo de Cervan­ tes, es decir, es el momento en que la opinión pública, los círculos letrados y políticos de la Corte, siguen con interés la investigación sobre la vida del autor del Quijote. Las cartas que intercambian Ma­ yans y Martínez Pingarrón a ese respecto ocupan junio y julio de 1752, pero se extienden hasta que Montiano publica su Discurso IIsobre las tragedias, donde incluye la mencionada partida, como ya hemos vis­ to en el capítulo anterior. Es precisamente en ese contexto cuando Hordeñana le escribe a Mayans el 30 de septiembre de 1752: No es de admirar que yo busque a Vm. desde esta Corte, cuando lo hizo desde la de Londres milord Carteret, informado de la exquisita erudición de Vm. Lo particular es que sea con igual motivo y para el propio fin. El caso es que se desea reimpri­ mir por subscripción la célebre obra de Dn. Q uijote de forma que la letra, papel, láminas y demás circunstancias de la impresión no ceda a la de Londres y aun la aventaje si fuere posible. Ha de lle­ var, como esta, a la cabeza, la vida de su autor, Cervantes; y aun­ que la que compuso Vm. es digna del lugar que ocupa, se quisie162

ra saliese ahora con más perfección, retocándola Vm. y añadien­ do o quitando en ella lo que tuviere por conveniente, según le dictasen sus nuevas lucubraciones y noticias posteriormente ad­ quiridas. También convendría que la obra saliese más correcta y más conforme al original que en las últimas ediciones; para esto se harán aquí las posibles diligencias, pero asegurándose más el lo­ gro con las luces que puede Vm. suministrar, quiere se soliciten el espíritu superior que promueve este intento, como otros muchos útilísimos al estado.

Mayans le responde el 7 de octubre del mismo año: En confirmación de esa verdad, estoy prontísimo a reformar la Vida que escribí d e M igu el d e Cervantes de Saavedra, para que sea más digna de ponerse como una especie de prólogo en la nueva impresión de las obras de D. Quijote de la Mancha. Esto puede hacerse de dos maneras, o quitando y añadiendo algo a la vida ya impresa, observando el mismo método de escribir según el gusto de los eruditos de hoy, inclinados a la historia literaria y a que en ella se representen copiados a la letra los testimonios que se alegan, particularmente de los libros raros o exquisitos; o bien haciendo un compendio de ella que, suponiendo ya publicadas las pruebas de las noticias literarias en la primera impresión, que privadamente se hizo en Madrid y después se repitió en la de Londres y otras cuatro más, sea más espiritosa y elocuente, por­ que con multitud de citas no puede serlo. Si V S. elige lo prime­ ro, dígame qué quiere que se borre y omita, y procuraré después añadir algo, como la patria natural de Cervantes, que fue Alcalá de Henares, y tal cual cosa más. Si lo segundo — que para mani­ festar mejor mi obsequiosa voluntad me parece más propio— V. S. me lo significará y pondré mano a la obra. Por lo que toca a la H istoria d e D. Quijote, puedo servir a V. S. con el primer tomo de la primera impresión del año 1605 que se publicó sin láminas. Las de Londres tienen algunas imperfecciones que desdicen de los usos de España, como bonetes de tres esquinas, zapatos de punta cortada y otras cosas semejantes. El Sr. conde de Cervellón me ha mostrado en Valencia otra impresión que se ha hecho en Italia con láminas muy buenas, si bien las vi de paso. El gusto de V. S. es tan exquisito que yo no me atrevo a añadir otra cosa, porque V. S. sabrá pensar y mandar lo mejor. Solamente repito que, si V. S. elige que se abrevie la vida de Cervantes, quizá será su lectura algo más agradable al Excmo. Sr. marqués de la Ense­ nada, a quien la presentaré enmendada antes por V. S., pues de esta suerte aseguraré el acierto.

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Y la carta de Mayans recibe la respuesta de Hordeñana el 25 de noviembre del mismo año: Conviene el Excmo. Sr. marqués, mi jefe, en que Vm. la re­ toque o forme de ella un compendio, que contenga lo substancial de lo ya publicado y de lo que nuevamente se haya descubierto, y sirva a perfeccionar la idea de aquel grande hombre. Será muy útil para nuestro intento el primer tomo, que Vm. indica de la Historia de Dn. Quixote, impresa el año de 1605, pues es natural que se conforme más con su original por su próxima edición. Si supiésemos dónde se hallaría el segundo tomo, sería cabal nuestra satisfacción. Se hará la diligencia para dar con él, y espero de Vm. alguna luz sobre esto.

Mayans responde el 2 de diciembre a las preguntas del secretario del marqués sobre su alejamiento de la Corte y otras cuestiones pro dom o sua, pero también retoma el tema del Quijote: Entre tanto digo que abreviaré y mejoraré la Vida de Cervan­ tes, y desde luego suplico a V S. que me diga si podré enviar por el correo, o si esperaré ocasión de otro portador, el primer tomo que publicó Cervantes, año 1605, en cuatro. Y en cuanto al se­ gundo, debo decir que su autor le dio a luz el año 1615, y no sé quién le tenga. Pero puedo ofrecer a V. S. un tomito en ocho de la segunda impresión hecha en Valencia por Pedro Patricio Mey, y la tengo por muy fiel, si bien le faltan algunas pocas hojas.

A la aceptación por Hordeñana de lo que propone Mayans, este vuelve a escribirle el 23 de diciembre: Juntamente con esta carta recibirá V S. el primer tomo de la Vida de D. Quijote de la primera impresión y el segundo de la se­ gunda. El conde de Granvile [sic\ me escribió que la célebre im­ presión de Londres del año 1738 se hizo a vista de la primera, y ciertamente es más correcta que muchas de las que se han publi­ cado en España. Hordeñana acusa recibo el 30 de diciembre de los envíos de Mayans: Muy Sr. mío. He recibido con la carta de Vm. de 23 de este mes los dos tomos que en ella se citan de la Historia de Dn. Quixote, que servirán de texto para la proyectada reimpresión, no 164

sin reconocerlos y cotejarlos antes, para evitar en lo posible hasta el menor defecto de ella.

No sin mucho conocimiento de causa y cierta suspicacia, Anto­ nio Mestre supone que la por nacer Vida de M iguel de Cervantes re­ formada y actualizada fue el cebo que empleó Ensenada «para atraer a Mayans» («Valores literarios» 236) para que colaborara en la pre­ paración del nuevo concordato con Roma. Para Mayans eso signifi­ caba que otras actividades se volvían prioritarias. Lo cierto es que, «apenas firmado el concordato entre Roma y Madrid en marzo de 1753, Ensenada se olvidó del Quijote y de Cervantes, y apremió al erudito a que redactara las Observaciones a l concordato de 1753» («Valores literarios» 236), que el valenciano escribe de inmediato. Y Mayans, que sabe leer las prioridades de su corresponsal —y a través de él, de su amo, o sea, el marqués de la Ensenada— se con­ centra en esas actividades, que tal vez incluso le interesaban más a él mismo. Por ejemplo, su propia Retórica, en la que está trabajando en esos meses, pasa a un segundo plano. Sin embargo, el nombre de Cervantes no vuelve a aparecer en la correspondencia con Hordeñana, quien fallecerá, según le escribe a Mayans Francisco Pérez Bayer, el 25 de mayo de 1765. Como ya hemos dicho, Montiano —que se mueve en las esferas del poder en la capital— consigue publicar la partida de bautismo de Cervantes y así lavar en cierta medida la man­ cha anticervantina que había significado su implicación directa en la edición de Avellaneda. La iniciativa de Ensenada —destituido en 1754— quedó en agua de borrajas, de modo que lo que se apuntaba como una prime­ ra y firme colaboración entre Mayans, miembro destacado de la élite letrada, aunque periférico y por tanto marginal, y el poder po­ lítico, encarnado aquí en el secretario de Estado, que es consciente de la función pública —política y nacional— de la cultura en todas sus manifestaciones, no va a producir el resultado que promete (bien es cierto que produce otros, pero fuera de nuestro interés ahora). Así, la propuesta de Ensenada no se concretará en nada. Y habrá que esperar hasta los años setenta, ya con Carlos III en el trono, para que la idea vuelva a florecer. Si lo que parecía deseo de Ensenada se perdió en el limbo de las iniciativas frustradas fue debido en último término a la defenestración del ministro como resultado de la cons­ piración palaciega urdida entre el duque de Huéscar, Ricardo Wall, el embajador inglés Benjamin Keene y el embajador portugués. Y si hay que esperar hasta Carlos III —y, más específicamente, hasta la 165

década de 1770 y ministros como Grimaldi y Floridablanca— es porque por el medio ha tenido lugar uno de los acontecimientos más perturbadores de la época: el motín de 1766 o motín de Esqui­ lache (motín contra Esquilache, como lo llama Olaechea). E l m o t ín c o n t r a E sq u il a c h e : CAMBIO DE COYUNTURA POLÍTICA Y CULTURAL

La caída de Ensenada, como acabamos de decir, fue resultado del movimiento cortesano por el que había estado empujando el llamado partido español o castizo encabezado por el duque de Huéscar y parte de la aristocracia española en colaboración con Inglaterra y Portugal. Doce años más tarde, el motín de Esquilache fue la nue­ va representación de una farsa semejante o de la misma farsa: el empuje de la vieja aristocracia opuesta a las reformas de corte ilus­ trado, en este caso ejecutadas inicialmente por los ministros «italia­ nos» de Carlos III —lo que añade al motín un nivel especial, pero también repetido, de xenofobia—, con el fin de preservar unos pri­ vilegios ligeramente amenazados pero, en especial, por su alejamien­ to del control directo del poder. Aunque una vez en él —como ya había demostrado Huéscar tras la caída de Ensenada— fueran inca­ paces de proponer ni de llevar a cabo un programa de gobierno al­ ternativo y, más específicamente, porque el rey decidió que quienes debían gestionar el gobierno de la Monarquía no debían ser los aris­ tócratas, sino profesionales de origen más modesto, manteistas y miembros de una burocracia togada. En 1766 la aristocracia acaba asumiendo, sin que nadie se lo pida desde luego, la representación política y el encabezamiento de una agitación social y popular —ya no solo un ruido de sables palaciego— contra el ministro Esquilache, para la que cuenta con el apoyo y la retórica de los pulpitos je­ suítas. Notemos que lo que diferencia el motín de 1766, que empie­ za en Madrid y luego se reproduce en otros lugares, de la defenestra­ ción de Ensenada —aunque no puede ser casualidad que como resultado del motín también sea desterrado Ensenada en 1766— es la participación de otros sectores sociales, es decir, la ampliación sociológica del escenario en que se representa la farsa. En efecto, la carestía del pan, la subida de «los precios del carbón, del aceite, del tocino, del jabón» (Anes 238) había caldeado un ambiente en el que la libertad de comercio del grano agravaba la situación y el bando sobre capas y sombreros acabó encendiendo el fuego; de modo que 16 6

el alboroto popular saltó irrefrenable, y probablemente antes incluso de que los sectores privilegiados se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, es muy significativo del sentido de la mo­ vilización el hecho de que el decreto de Esquiladle del 20 de marzo de 1766 estuviera «enmarcado en un programa de renovación urba­ na y de imposición de la ley en Madrid» (Lynch 235), es decir, se integraba en la política de reformas acometida por los gobernantes de Carlos III, lo que ayuda a comprender el sentido clara y abierta­ mente antirreformista del movimiento contra Esquilache. En efecto, los días antes de Semana Santa se cuelgan pasquines y hay agitadores que se mueven por las zonas más públicas. Sobre la movilización del pueblo se desplazan entre bambalinas las diferentes facciones o «partidos» que pretenden sacar ventaja de la situación: de nuevo el partido «español» al que se atribuye como portavoz al duque de Alba: Fernando de Silva y Alvarez de Toledo, 12.° du­ que de Alba (entre 1755 y 1776); frente a ese partido, el llamado de los «ensenadistas», según Domínguez Ortiz, «muy ligados a los je­ suítas» (Sociedady estado 310) y a los colegiales. Una amalgama tan extraña que las contradicciones se perciben inmediatamente. Porque en realidad quienes acabaron beneficiándose de la crisis social que en Madrid cobró formas específicas de movilización política y agita­ ción popular —pero que se manifestó igualmente en otras numero­ sas ciudades y poblaciones de la península, lo que llevó a Rafael Olaechea a escribir que «esta violenta algarada no deberá ser estudia­ da, en adelante, como si se tratara de un acontecimiento aislado y particular, sino [...] en conexión inseparable con los motines ocurridos a continuación, casi simultánea, en ciento y tantas localidades de la península» (2)— fue un sector concreto de la nobleza aliada a la coro­ na: precisamente aquel sector que tenía claro un programa de refor­ mas que garantizara, por una parte, el mantenimiento de la monar­ quía y, por el otro, introdujera los cambios que facilitaran una mejor ubicación en la realidad cambiante de la época. Así, a pesar del pre­ sunto protagonismo del duque de Alba y de sus difundidas aspira­ ciones a ejercer el poder en sustitución de los italianos, sería el conde de Aranda —del llamado «partido aragonés»— quien saltaría al proscenio de la vida política, acompañado, eso sí, por Manuel de Roda y Arrieta —hechura de Alba— y Pedro Rodríguez de Campomanes, que pronto daría cabida a otra figura de los decenios finales del siglo: Floridablanca. En otras palabras, la ausencia de otros sec­ tores dispuestos a luchar contra la monarquía y el orden económico y social establecido hizo posible que solo quienes representaban a la 167

nobleza —alta y baja, colegial y manteista— con intereses en las reformas ilustradas se abrieran paso hasta los altos escalones del po­ der. En lo que algunos de esos sectores coincidían —incluido Alba— era en el deseo de desembarazarse de los jesuítas. La omnipresencia de Alba no es casual, pues su ansia de poder le acompañó toda su existencia, también para demostrar su impotencia e incapacidad para marcar el curso de la historia nacional. El exjesuita Luengo, a quien cita José Andrés Gallego, escribiría: «Este duque, por decirlo en una palabra, es el principal autor dentro de España del destierro de los jésuites y de todos los males que se han visto en la Monarquía de dieciséis años a esta parte, empezando desde la ruina del célebre marqués de la Ensenada». La corona y los gobernantes, ante el espectáculo de saber a los amotinados «totalmente dueños de la capital» (Domínguez Ortiz, Sociedad y estado 308) y apropiándose de gran cantidad de arma­ mento, sucumbieron a un pánico extremo. Cedieron en primera instancia a las exigencias de las masas amotinadas —exilio de Esqui­ lache, cese de ministros extranjeros, bajada de los precios y anula­ ción del bando sobre sombreros y capas, abolición de la guardia va­ lona, a lo que se sumaría, tras la huida del rey y sus ministros a Aranjuez, el regreso del monarca y un perdón general—, pero esas cesiones no fueron duraderas (excepto el perdón, que sí fue mante­ nido). Porque lo que parecía un levantamiento popular «espontá­ neo», un motín de subsistencias, se comprobó no haberlo sido y, en consecuencia, se trató de averiguar quiénes habían sido los respon­ sables del levantamiento. Lo cierto es que tanto Aranda como los documentos oficiales que publicó el gobierno cuando se calmaron las aguas —que no tardaron mucho— atribuyen el protagonismo y la responsabilidad inicial de los disturbios al pueblo, al que «la pie­ dad del rey quiso perdonar [...] por no haber cabeza conocida del tumulto» (en Andioc, Teatro 286), o sea, estilo Fuenteovejuna. Se­ gún cita John Lynch, el embajador inglés no creía en absoluto en lo «espontáneo» sino que más bien, como resume el historiador, «fue una insurrección organizada con unos objetivos específicos» (237). Se creó una comisión presidida por Aranda para que averiguara e identificara a los responsables. Campomanes se encargó de la inves­ tigación que dio como resultado la Pesquisa secreta, en la que se iden­ tificaba a los jesuítas (a la Compañía de Jesús) como culpables del alboroto. De la tal Pesquisa se desprendería la pragmática de expul­ sión de 27 de febrero de 1767. Los jesuítas como institución —que individuos aislados parece comprobado que sí se implicaron directa16 8

mente en el motín— se convirtieron así en el chivo expiatorio de toda una serie de causas y circunstancias en la que seguramente no desempeñaron el papel principal. Como escribe René Andioc, pues­ to que la corona no podía castigar a toda la aristocracia implicada en el motín, ni a toda la iglesia con actitudes antigubernamentales, el castigo «había de recaer muy pronto sobre la orden religiosa aristo­ crática por excelencia cuya actividad se oponía al deseo de indepen­ dencia de la corona respecto a la curia romana» (Teatro 287). A nivel casi simbólico respecto a la nobleza, al obispo de Cartagena, Diego de Rojas, se le privó de la presidencia del Consejo de Castilla, se desterró, como ya se ha dicho, al marqués de Ensenada y se habló de las amenazas recibidas por el duque ae Híjar. Poco castigo —y pla­ gado de contradicciones— para una aristocracia insumisa que segui­ rá dando señales de vida bastante tiempo todavía. Pero uno de los efectos indisputables de la crisis expresada por el motín fue la sensación generalizada de conflicto social y desmembra­ miento colectivo. Si la expulsión de los jesuítas permitió la cohesión de un cierto grupo de poder, abrió otra crisis: la de todo el sistema educativo. Visto desde otro ángulo, la expulsión constituyó un paso en el proceso de laicización y secularización de la educación —a pesar de que en lo inmediato la Compañía de Jesús sería sustituida por otras órdenes religiosas—, por lo que se tuvieron que movilizar los recursos intelectuales y profesionales existentes para construir una alternativa a la desaparición de la Compañía de Jesús. Sin embargo, la impresión de crisis y desmembramiento subyace a una serie de medidas y actitu­ des que van a tratar de reforzar y consolidar el sentimiento de perte­ nencia a una nación que, para solidificar su articulación, debe mostrar sin dudas sentirse orgullosa de sí misma. Porque lo que parece cues­ tionarse es precisamente la unidad de la nación, unidad sociológica pero también territorial y geográfica. De ahí la insistencia que desde Nicolás Fernández de Moratín hasta López de Ayala —miembros de la tertulia de la Fonda de San Sebastián, como también Vicente de los Ríos— ponen en elementos clave de un discurso de corte nacional y nacionalista, a la vez que patriótico y exaltador de la nación, todo ello en estrecha coincidencia programática con políticos, gobernantes y miembros de las élites sociales. Andioc resaltó que en Hormesinda Moratín «no escatima los elogios a las prendas eminentes de la nobleza “goda”» (Teatro 384). Sostiene Andioc que Hormesinda y Guzmán e l Bueno, así como otras tragedias de Cadalso o Jovellanos, son obras «cuyos héroes simboli­ zan las virtudes de España frente a la opresión extranjera [...] o plan­ 169

tean el problema de las relaciones entre la nobleza y el monarca, y responden así, en 1760 y sobre todo después de 1766, a una inquie­ tud por la reconciliación nacional y por la movilización de las ener­ gías con miras a un resurgimiento» («Los teatros» 110). El problema está en explorar qué interés tenían el gobierno por un lado y los in­ telectuales ilustrados por otro en tratar la opresión extranjera y la independencia nacional, o la decadencia y la regeneración, dando por supuesto, como da dicho crítico, que las relaciones entre noble­ za y monarca se explican por el motín de Esquilache. Constatar esa exaltación, sin embargo, no la explica. Y lo esencial es preguntarse por qué se regresa a ese mito fundacional casi en el último cuarto del siglo x v i i i . En relación con la refundación nacional que los Borbones pretenden llevar a cabo, ningún icono mejor que Pelayo, quien mítica y metafóricamente arranca «de cero» para construir la patria «española» en su proceso de lucha contra la ocupación musulmana, lo que permite saltar por encima de otros iconos tan representativos como él pero mucho más problemáticos desde el punto de vista de la reinterpretación ilustrada de la historia. Por otro lado, aquí es absolu­ tamente necesario recordar que el motín de Esquilache representa no solo un resquebrajamiento de las relaciones entre el rey y la nobleza, sino un verdadero momento de fragmentación nacional. A partir de esa conmoción, que pone en cuestión la realidad misma de la unidad nacional, el retorno al mito fundacional encarnado en la figura de Pelayo permite, desde el punto de vista de intelectuales ilustrados como Moratín o Jovellanos, regresar idealmente, es decir literaria­ mente, a unos orígenes comunes y, como consecuencia, a una historia compartida; historia de la que se desprenden o en la que se encarnan aspectos tanto étnicos como culturales y políticos que constituyen lo que debe entenderse como realidad indiscutible de la identidad y uni­ dad nacionales, o la formulación ficticia de una comunidad imagina­ da. En el mismo contexto ideológico se sitúa, sin duda, la Numancia destruida, de López de Ayala. Y, como veremos, es en ese mismo con­ texto en el que se sitúa la iniciativa de Vicente de los Ríos. V ic e n t e (G u t ié r r e z ) d e l o s Ríos, UN MILITAR ILUSTRADO EN LA FONDA DE SAN SEBASTIAN

Aunque se suele dar por supuesto que solo fuera de la Monar­ quía hispánica (es decir, en Francia, Flandes e Inglaterra) se produ­ cían ediciones de alta calidad del Quijote —por otra parte, en núme­ 170

ro limitado—, lo cierto es que, al menos, hay que señalar, como hace Alfredo Alvar, la edición de Ibarra, de 1771, en cuatro tomos, edición «de excepcional calidad» en palabras del historiador. Esa edi­ ción, entre otras características, además de llevar la Vida de M iguel de Cervantes, de Gregorio Mayans, va «corregida e ilustrada con va­ rias láminas finas» dibujadas por José Camarón Boronat y grabadas por Manuel Monforte y Asensi. Escribe José Manuel Lucía Megías: En 1771 sale a la luz de las oficinas del gran impresor Joaquín Ibarra una edición del Q uijote costeada por la Real Compañía de Impresores y Libreros del Reino. Para su realización no se escati­ maron costes, ni de papel, ni de tipos, ni de letras iniciales; pero los dibujos de los grabados, que se encargaron al artista José Ca­ marón, fueron realizados siguiendo el modelo iconográfico de las ilustraciones de la edición de Bruselas de 1662 [las de Bouttats], o de sus continuas reediciones («El Q uijote ilustrado»),

Pero François Lopez había llamado también la atención sobre el cambio que se produce en la práctica de las impresiones cervantinas a partir de 1771: «Siguió imprimiéndose sin primor el Quijote en España, hasta que con Ibarra en 1771, Sancha en 1777 y la edición de la Real Academia Española, también impresa por Ibarra, en 1780, saliese ya la obra de su purgatorio y se viese, por fin a buen recaudo después de tantos trabajos e inclemencias, Cervantes en la gloria» («Los Quijotes» 261). Por su parte, Rachel Schmidt, concentrándose en las ilustraciones o estampas, ha puesto de relieve que la edición de 1771 prosigue una percepción de la obra entendida como obra burlesca (138), dinámica que en España romperá, según la misma autora, la edición de la Real Academia Española. Lo que tal vez no subrayan bastante quienes han comentado la edición de Ibarra de 1771 es que hay una diferencia esencial con la de Londres, 1738, y es el formato: en esta hablamos de un folio; en aquella, de un octavo. Y el tamaño es un factor en absoluto desdeñable cuando hablamos del objeto libro como monumento, es decir, de objeto marcado por la magnificencia y grandiosidad. Pero el proceso concreto que sigue esa edición monumental —nos referimos a la de la Real Academia— parece comenzar, al margen o en contra de los intentos explícitos y ya antiguos de Ense­ nada, con la presencia en la Academia del militar Vicente de los Ríos (1732-1779), que había ingresado en el cuerpo de Dragones y pasa­ do al de Artillería, en el que ascendió a capitán con el grado de te­ niente coronel (Cotarelo 170n). Estudió en la Universidad de Sevi171

lia y más tarde pasó a Cádiz a estudiar matemáticas en la Academia de Artillería de Tierra (Sánchez 200). Preparó la edición de las Eró­ ticas de Villegas con una vida del autor que se publicó en 1774, en dos tomos en octavo. De los Ríos, que era miembro de la Real Aca­ demia de la Historia, de la Sevillana de Buenas Letras y socio de la Real Sociedad Económica Matritense, fue aceptado como académi­ co honorario de la Española el 19 de enero de 1773 y tomó posesión el 2 de febrero del mismo año. Pero hay que llamar la atención tam­ bién sobre un dato que nos parece esencial y al que ya nos hemos referido: Vicente de los Ríos frecuentaba la tertulia de la Fonda de San Sebastián (Gies, Nicolás 35), donde se encuentra en relación con Nicolás Fernández de Moratín, José Cadalso, Tomás de Iriarte, Ignacio López de Ayala, Pietro Napoli Signorelli, Giovanni Battista Conti, Casimiro Gómez Ortega, Ignacio Bernascone, Francisco Cerda y Rico, Juan Bautista Muñoz, José de Guevara (secretario de la Real Academia de la Historia) y otros intelectuales del momento, es decir, el círculo letrado más activo y brillante de la capital y su vida cultural. Y, por otro lado, forma parte de una de las ramas de los Gutiérrez de los Ríos —hijo natural y luego legitimado del 2.° marqués de las Escalonias, Francisco José de los Ríos, y de Teresa de Salve o Galve—, cuya rama central nutre a los condes y luego du­ ques de Fernán-Núñez. En resumen, nos encontramos ante la figura de un aristócrata militar y estudioso de la lengua y la literatura na­ cional. Ahora bien, ¿cómo leer esa información? Pues suponiendo plausiblemente que Vicente de los Ríos estaba familiarizado con los funcionamientos de las instituciones de cultura desde su juventud, los veinte años e incluso antes. ¿Podría ignorar —¿quizá por haber nacido en Córdoba?— lo que habían sido intríngulis detrás de la edición de Avellaneda y de la participación de Mayans en la edición de Londres y 1738? Es difícil de creer. Sin embargo, llama la aten­ ción que al hablar de esa edición avellanedesca solo aluda a Isidro Perales (cxliii), seudónimo (o nombre de pluma) para la ocasión de Blas Nasarre, y desde luego no mencione en absoluto a Montiano. Casi un mes después de tomar posesión, el 1 de marzo de 1773, según anota el Libro 13 de acuerdos de la Real Academia Española: «Hizo presente el Sr. Ríos tenía adelantado con alguna novedad el elogio de Miguel de Cervantes y pidió que la Academia le permitie­ se leerle en ella, así para corregir con sus advertencias lo que era he­ cho como para el acierto de lo que falta hasta su conclusión, y la Academia vino en que el Sr. Ríos trajese a la próxima junta el traba­ jo hecho». Según escribe Tomás Antonio Sánchez en el «Elogio» que 172

le dedicó tras su muerte, había leído en la Real Academia de la His­ toria «la vida que había escrito de M iguel de Cervantes» (199; véase Vidart 93), lo que hace suponer bien un error en cuanto a la Acade­ mia en que leyó sus apuntes, bien una segunda lectura en la RAE. En consecuencia, comienza a leer su escrito el 9 de marzo y lo con­ cluye el 11 del mismo mes. Aunque ese Libro 13 de acuerdos no anota ninguna discusión en particular, sí establece lo siguiente: [...] y habiendo parecido a la Academia de singular mérito este trabajo, propuso el Sr. Angulo sería de honor de la Academia y de mucho crédito a la Nación hacer una impresión correcta y mag­ nífica de D on Quijote, que es la principal y más perfecta obra de Cervantes, añadido el trabajo del Sr. Ríos, porque servirá para des­ cubrir las perfecciones de esta obra y para ilustrar varios pasajes de la vida del autor; que la edición se haga en papel de Marquilla y en tomos en 4.° con láminas inventadas para la propiedad de los ropa­ jes y abiertas por los mejores profesores de la Academia de San Fernando, y con los demás adornos correspondientes para que en todas sus partes tenga esta edición la perfección posible, respecto de que siendo muchas las que se han publicado del Quijote, no hay ninguna buena ni tolerable. Y habiendo parecido bien lo pro­ puesto, acordó la Academia que el mismo Sr. Angulo lo haga presente de orden de ella al Sr. Grimaldi, solicitando por su me­ dio el permiso del rey para esta impresión.

Nótese que en este momento del proceso todavía la Academia no parece tener claro el carácter magnífico de la edición, sobre todo porque al hablar de tomos en 4.° parecen lejos del modelo estableci­ do por la edición de Londres. Asistieron a la junta en que se tomó esta decisión Francisco Antonio Angulo, que actuó como presidente en ausencia del titular, el duque de Alba; el marqués de la Regalía, D. Gaspar de Montoya, D. Felipe Samaniego, D. Tomás Sánchez, el P Juan de Aravaca, D. Joseph Vela, D. Pedro de Silva, D. Manuel de Lardizábal, D. Vicente de los Ríos (honorario) y Juan de Trigue­ ros, secretario. Además, en esa junta se hace al Sr. Vicente de los Ríos académico supernumerario «por su frecuente asistencia y bien cono­ cido mérito». Y pocos días después se leyó en la junta del 16 de marzo la res­ puesta de Grimaldi, secretario de Estado hasta 1776: «Ha merecido la mayor aceptación y aplauso al rey el pensamiento de imprimir la Historia de don Quijote tan correcta y magníficamente como V. S. me expresa en su papel del 12 con la vida de Miguel de Cervantes y el 173

Juicio de sus obras, escritas con gusto, crítica y copia de observacio­ nes y noticias raras por el erudito académico y hábil oficial D. Vi­ cente de los Ríos». Según el escrito que recibe la Academia, el minis­ tro Grimaldi señalaba que el rey estaba muy contento de las labores de la Academia, en especial porque extendía sus actividades «a asun­ tos que, aunque nada ajenos de aquel, no la ocuparían ciertamente si para ello no la estuviese siempre estimulando el deseo de contri­ buir en más de una manera al lustre literario de la nación». En con­ secuencia, la Academia trató acto seguido «de las disposiciones y providencias que conviene tomar para hacer la impresión del Don Quijote en los términos que la Academia lo ha ofrecido al rey». La intervención del rey por medio de su ministro pone claramente el énfasis en la trascendencia que para la construcción de la nación tienen las labores de la Real Academia Española, es decir, en la sig­ nificación que la cultura ocupa en el funcionamiento del estado y en la vida social. Asimismo, se pone de relieve el intento de construir algo más que un simple libro; se trata, según los detalles que se anotan sobre la edición, de un verdadero monumento nacional, monumen­ to de la nación a uno de sus «héroes» en el ámbito de la cultura. Es lógico, pues, que esa licencia de S. M. sea la que aparece en la edi­ ción académica, fechada efectivamente el 14 de marzo de 1773. Que las noticias en el círculo intelectual eran secreto de polichi­ nela queda al descubierto por el hecho mismo de que, cuando la Real Academia Española empieza a elaborar el proyecto de la magna edición del Quijote, Martínez Pingarrón le escribe a Mayans el 30 de marzo de 1773 para informarle de esos planes de la Academia. Y hay que preguntarse, con toda legitimidad y del mismo modo que tal vez se lo preguntarían Mayans o sus amigos, ¿por qué la Academia prefiere confiar el trabajo de redacción de la vida de Cervantes y el análisis de la obra a un militar vocacionalmente tal vez interesado por las letras, pero un aficionado sin la menor duda, en lugar de a alguien como Mayans, que todavía seguía activo en el mundo inte­ lectual y que tenía al menos las credenciales de haber escrito la pri­ mera biografía cervantina que se había publicado una y otra vez en las ediciones inglesas, españolas y de otros lugares de Europa? La única respuesta plausible es que es muy posible que la Academia no hubiera olvidado las tensas relaciones que tuvo hacía ya muchos años con el intelectual valenciano —en los círculos intelectuales y artísticos nada nunca se olvida— y que, en consecuencia, prefiriera darle una oportunidad al artillero antes que al profesional de la cultura. 174

Pero Mayans, por su parte, tampoco ha olvidado, Y en la corres­ pondencia con Martínez Pingarrón expresa clara y contenidamente la rabia que le produce haber sido postergado y marginado en esta empresa. Así, le escribe a su amigo el 3 de abril de 1773: «Deje Vmd. que impriman la que hacen, que después quedarán burlados con la nueva impresión que haré», reacción infantil si se quiere y sobre todo porque parece un farol, porque Mayans nunca realizará ninguna edición del texto cervantino. Un lector podría sorprenderse de semejante reacción más de treinta años después de haber escrito y publicado su Vida de M iguel de Cervantes Saavedra, pero el interés de Mayans no solo por la vida sino por la obra cervantina parece haberse mantenido intacto a lo largo de los años, estimulado sin duda por la función que esa obra había desempeñado en sus conflic­ tos con el círculo letrado cortesano. En la que me parece haber sido más reciente aportación de An­ tonio Mestre al tema, el historiador copia una carta de Mayans a Agustín Sales de 6 de marzo de 1758 —o sea, después de que se haya desvanecido la posible edición patrocinada por Ensenada— en la que escribe: [...] tengo otras cien cosas (no aumento el número) y muchas más que añadiré con novedad a la Vida de Cervantes, que escribí deprisa y reveré despacio, para lo cual tiene mi hermano un extra­ ño aparato [...] Y añadiré esta noticia con otras que el mismo autor dijo de sí y nadie las ha entendido, y Vm. las verá cuando venga, y después todas en público cuando yo estaré desocupado para añadir la Vida de Cervantes con muchas curiosidades litera­ rias muy singulares («Valores literarios» 236-237).

La tenacidad con que sigue trabajando en esa empresa y su dis­ posición a completarla vuelven a manifestarse en cartas a C. C. Pluer de 30 de agosto de 1760 y a Diego de Morales Villamayor de 27 de abril de 1761: «Y así, siempre queda cierto lo que dije, y debo añadir lo que no sabía yo ni los que me reprehenden, a quienes aún queda por saber más de 200 cosas de Cervantes, que ignorarán hasta que yo se las cuente» («Valores literarios» 239). En el mismo trabajo Mestre describe los Apuntamientos que debían servir para la actuali­ zación de la Vida: «Se trata [...] de las notas y apuntes —varios cen­ tenares— que los hermanos Mayans habían ido reuniendo a lo largo de los años con el fin de completar la biografía cervantina publicada en 1737» («Valores literarios» 237). Pero es entre esos apuntes que se encuentran dos documentos que prueban sin la menor duda el ver­ 175

dadero interés mayansiano: una Geografía de la vida y hechos d el in­ genioso hidalgo don Quijote de la M ancha y un Itinerario d el ingenio­ so hidalgo don Quijote de la M ancha («Valores literarios» 238-239). Esos materiales, sin embargo, no verían la luz ni enriquecerían nin­ guna publicación cervantina. La e d ic ió n d e l a R e a l A c a d e m ia E s p a ñ o l a : LABOR COLECTIVA, EMPRESA MINUCIOSA

Si hemos dicho la «mal llamada edición de 1780» —hecho al que apuntaba discretamente Emilio Lledó al recordar que es en 1781 cuando Jovellanos ingresa como supernumerario a la Academia, para apostillar: «año en que, en realidad, sale a la luz la gran edición del Quijote» (18)— es porque, como escribe Francisco Rico, lo que hizo la Real Academia fue «sacar, con fech a de 1780, cuatro esplén­ didos volúmenes en folio menor, que Ibarra comenzó a imprimir en 1777, con los hermosos tipos fundidos a d hoc que todavía hoy llevan su nombre, y sobre papel fabricado especialmente en Borgonyá del Terri por Josep Llorens» («Historia» 1: ccxiv; la cursiva es mía). Digamos, para completar las palabras de Rico, que Ibarra term inó de imprimir la obra (el cuarto tomo) en 1781. El 9 de marzo de 1780 se lee en los libros de Acuerdos: «El Sr. Murillo presentó las capillas [pliegos sueltos] de todo el tomo 4 del Quijote». Asimismo, el 23 de enero de 1781 Lardizábal afirma: «presentó dos muestras para la impresión que ha resuelto hacer la Academia del Quijote en cuarto y cuatro tomos». Pese a lo dicho por Lardizábal, el tamaño de la edi­ ción no fue en cuarto, sino en folio menor, lo que significa una di­ ferencia de entre cuatro y siete centímetros. Por último, como se puede leer en el libro 14 de Acuerdos de la Real Academia, a fecha de 27 de febrero de 1781, «El Sr. Montoya dio cuenta de haber pre­ sentado al rey y demás personas reales, en nombre de la Academia, la obra de Don Quijote, y que S. M. se había dignado de recibirla con mucho aprecio, habiéndole manifestado en los elogios que hizo de ella y haberla hecho ver por los embajadores de las cortes extran­ jeras que asistieron aquel día a la Corte». Sabemos, pues, que 1780 fue una fecha «inventada», pues los cuatro tomos del Quijote no es­ taban impresos todavía, específicamente el cuarto tomo. Digamos también que esa era práctica común y, de hecho, ha seguido siéndo­ lo hasta ahora, y tal vez seguirá siéndolo mientras existan impresio­ nes en papel. 17 6

A lo largo de los siete años que transcurrieron hasta ver culmi­ nada la iniciativa sugerida por el militar Vicente de los Ríos, la Aca­ demia fue dejando constancia de las discusiones que tuvieron lugar y de las decisiones que fue tomando. Para llevar a cabo el proyecto, los académicos tuvieron que responder a diversas preguntas. Por ejemplo, ¿qué tipo de letra emplear?, ¿qué tipo de papel?, ¿qué ilus­ traciones?, ¿cuántos tomos?, ¿qué tamaño?, ¿qué preliminares o um­ brales (por tomar la expresión de Gérard Genette)? Y, por encima de todo, ¿qué texto y cómo depurarlo si necesario fuere? Respecto al texto, el hecho de que la Academia decidiera que su responsabilidad estuviera a cargo de un triunvirato —«una diputa­ ción de tres sujetos», según el libro de la Academia— compuesto por Manuel de Lardizábal, Vicente de los Ríos e Ignacio Hermosilla (25 de mayo de 1773), les permitió tomar decisiones que, según la opinión de Francisco Rico: «supone una mutación radical en la his­ toria de la obra» («Historia» 1: ccxiv), puesto que en realidad se basaron no en la princeps (de 1604 aunque con fecha del año si­ guiente), sino en la reimpresión corregida de 1605; en cuanto a la segunda parte, la Academia se basó en la edición de Robles de 1615, confrontada con la de Valencia y 1616, a cargo de Pedro Patricio Mey. Además, según consta en el libro 14 de Acuerdos, el día 20 de enero de 1778: «El Sr. Murillo trajo un tomo de la 2.a parte de la obra de Don Quijote, impreso en Valencia el año de 1617 para que con él se pueda suplir el defecto de algunas hojas que tiene el tomo que ha servido para arreglar y corregir el texto de la edición que está haciendo la Academia». En síntesis, «la Academia ofrecía un Quijote incomparablemente mejor que cualquiera de los que corrían enton­ ces (princeps incluidas) y, como fuera, indicaba las pautas correctas para editarlo en adelante» (Rico, «Historia» 1: ccxv). Y no solo eso, sino que la Academia tomó una decisión aparentemente intrascen­ dente pero altamente simbólica y textualmente intachable: devolver al Quijote el título que había llevado en las primeras impresiones; en especial, abandonar el título inventado para la impresión de Monmarte de 1662, Vida y hechos d el ingenioso caballero don Quijote d e la M ancha —más en consonancia, y por razones comprensibles, con los títulos de novelas picarescas—, por el más ajustado de El ingenio­ so hidalgo don Q uijote d e la M ancha. A partir del 15 de febrero de 1777 (en una reunión extraordinaria que tiene lugar el sábado) se planifica la distribución entre académicos para la lectura de las pruebas en reuniones extraordinarias, de la que queda constancia a partir del 22 de marzo. Así, el 10 de abril de 1777: «Se acordó que 17 7

se empiece la impresión de Dn. Quijote, y para correr con ella y corregir las pruebas nombró S. E. a los Sres. Silva, Lardizábal, Murillo y Guevara». Muy pronto la Academia se planteó otras cuestiones relaciona­ das con esta magnífica impresión. Como afirman Blas y Matilla, en efecto, «De la Academia partieron directrices no solo relativas a la estructura orgánica de la obra y su contenido, sino también a aspec­ tos materiales» (77). Y el 1 de abril de 1773 «se eligieron los grados de letra que en ella se han de usar en esta forma: para la obra, la le­ tra de Texto, para la Dedicatoria y el Prólogo, la Parangona; para los Prolegómenos, la Atanasia, y para las pruebas de la Vida de Cervan­ tes y notas que lleve la obra, la letra Entredós (o Entiedos)». Y pues­ to que las clases de letra y fundiciones presentadas por Ibarra eran defectuosas, «acordó que los señores Angulo y Sánchez soliciten a nombre de la Academia, con el Sr. Don Juan de Santander, biblio­ tecario mayor del rey e individuo de esta Academia, permita que de las matrices que tiene la Real Biblioteca pueda hacerse una fundi­ ción de las letras elegidas por los oficiales de la misma biblioteca dirigidos por Dn. Jerónimo Gil para que así se consiga en esta parte toda la perfección posible». El 1 de febrero de 1777 «se trajeron muestras para la nueva edición de Don Quijote: la una con espacios y la otra sin ellos, ambas muestras dispuestas por el impresor Dn. Joaquín de Ybarra con la fundición de la Real Biblioteca hecha por Dn. Jerónimo Gil, y se eligió la que no tiene espacios porque pareció proporcionada y de mejor vista» (libro 14 de Acuerdos). Al cabo de poco tiempo, en realidad el 1 de junio de 1778, la Academia nom­ bra a Ibarra su impresor y le despacha título (libro 14 de Acuerdos). Según Alfredo Alvar, «se diseñó un cuerpo de letra nuevo, el “Ibarra”, que obviamente nunca antes se había utilizado: se fundieron todos los tipos (la historia de los cuerpos de letra es una fascinante discipli­ na de la historia del libro y de la cultura). El diseñador fue Jerónimo Antonio Gil, personaje de vibrante carrera profesional en España y Méjico, donde murió». También Blas y Matilla ponen de relieve «el excelente oficio» de Gil, «abridor de los punzones y matrices con los que se fundieron los tipos para la edición académica» (78), así como «la competente gestión de Juan de Santander, bibliotecario mayor de la Real Biblioteca, impulsor del más activo obrador de fundición establecido en el reinado de Carlos III» (78). Como se afirma en el «Prólogo de la Academia», «el papel se mandó hacer en Cataluña, en la fábrica de Josep Llorens» (vil). En efecto, Alfredo Alvar matiza que «se fabricó papel ex profeso para esta 17 8

edición: no se compraron resmas almacenadas en Genova, como era lo habitual, o en el monasterio de El Paular (cerca de Madrid) como se hizo en 1605, sino que se encargó la confección específica». Como hemos señalado, según Rico el papel acabó encargándose a Josep Llorens en Borgonyá del Terri, región en donde la industria papele­ ra estaba bien arraigada. El 25 de mayo de 1773 consta en el Libro 13 de acuerdos, que de los 66 sucesos propuestos para ser tema de las ilustraciones, el triunvirato de sujetos encargados elige 33; el 15 de junio se decide ir adelante con esos 33 episodios, como los más a propósito para esto y que expresan con más vive­ za y propiedad el carácter de Dn. Quijote y de Sancho Panza; propusimos para grabadores de estas 33 láminas a Dn. Manuel Salvador Carmona, Dn. Jerónimo Gil, Dn. Francisco Montaner y Dn. Joaquín Ballester, dando ocho a cada uno, a excepción de Gil, quien ha de grabar también el frontispicio de la impresión; para los dibujos propusimos a Fernando Selma por ser el mejor y por estar desocupado, dándole los asuntos por escrito con toda individualidad, estudiados en la misma obra.

A esas decisiones se añade «que los retratos de Dn. Quijote, de Sancho y de las demás figuras se han de sacar igualmente de las pin­ turas que hace Cervantes; y que los trajes se arreglen en todo a los que se usaron en los siglos 15 y 16», dice el secretario de la Acade­ mia. Nótese el interés de los académicos por elegir a los mejores di­ bujantes, pero también su preocupación por una representación lo más ajustada posible a las costumbres de la época de Cervantes. Como subrayan Blas y Matilla, la Academia «redactó unas precisas instrucciones que sirvieron de guía a los artistas para la elabora­ ción de sus dibujos» (80), pero también esa «guía», las instruccio­ nes, «evidencian la escasa libertad que se les concedió a la hora de concebir su obra y el férreo control que la Academia ejerció» (80). La asociación con la Real Academia de Bellas Artes de San Fernan­ do quedó claramente establecida al decidir la Academia que las estampas fueran dibujadas «por los mejores profesores de la Aca­ demia de San Fernando». Curiosamente, no se aceptó la lámina propuesta por Francisco de Goya, que presentó un grabado que ilustraba la Aventura del rebuzno; el dibujante y pintor aragonés años después —creemos que en el ámbito creativo y técnico del conjunto de los Disparates— realizará un grabado con una imagen del hidalgo manchego leyendo libros de caballerías y sugiriendo 179

que aparecen delirios en su mente. Pero a esto volveremos en el ca­ pítulo siguiente. La Academia prestó especial atención a la reproducción de la imagen del propio Cervantes, intervención fundamental para la exal­ tación y heroización del escritor. Para ello pidió la colaboración del conde del Águila, que se suponía tenía un retrato de Cervantes rea­ lizado por Alonso del Arco, el sordillo de Pereda (discípulo de Anto­ nio de Pereda y autor/inventor de un retrato de Cervantes tan falso como la falsedad misma), que había participado junto a Claudio Coello y otros en las decoraciones efímeras montadas con motivo de la entrada en Madrid de la primera esposa de Carlos II, María Luisa de Orleans. El conde aceptó prestarlo y la Academia decidió el 7 de octubre de 1773 darle las gracias (y la Academia hace al conde del Águila académico honorario el 2 de noviembre por sus prendas y su generosidad al prestar el dicho retrato). No obstante, la imagen de Cervantes que dibujó José del Castillo —y que se incluyó en la edi­ ción académica— parece obviamente que ha tomado como base la que William Kent había inventado y realizado para la edición de Carteret, que al parecer no tiene ninguna referencia real. Ha modi­ ficado radicalmente la ubicación del escritor: allí sentado, escribien­ do, con las armas colgadas junto al marco de una ventana que da al salón por el que pasean don Quijote y Sancho; aquí un busto en el que el rostro se orienta casi tres cuartos hacia la derecha, inserto en un círculo de madera y todo rodeado de un marco de arquitectura monumental (véase Schmidt 140-141); bajo la imagen de Cervan­ tes aparece la pluma y el tintero, así como un libro abierto, la lira, la máscara ¿cómica? y la trompeta de la fama; muy discretamente per­ manece la espada propia del poeta-soldado (a pesar de que Schmidt no la ha visto [141]). Así, desaparecen detalles muy propios de la edición londinense y se pone el acento en el autor como hombre de letras clásico. Y como el parecido con el dibujo de Kent era tan lla­ mativo, la Academia presentó el retrato atribuido a Alonso del Arco y la estampa de William Kent a Antonio González y Andrés de la Calleja, pintores de Cámara de S. M. y directores de pintura de la Aca­ demia de San Fernando. Ambos escribieron y enviaron un informe en el que atribuían el cuadro a algún pintor de la escuela de Vicencio Carducho y Eugenio Cajés, aunque la Academia no pareció muy satisfecha con sus conclusiones. En realidad, en el Catálogo de la exposición d e iconografía cervantina celebrada en mayo de 1942, pu­ blicado por Juan Givanel Mas, se afirma que todo ese montaje es falso y ridículo (16-20). 180

Numerosos detalles económicos se refieren, en los libros de la Academia, a los gastos que implicó la producción de las láminas que debían ilustrar la edición del Quijote. Entre otros, se incluye a José del Castillo (que realizaría 7 ilustraciones), que no había sido nom­ brado para la confección de las láminas (10 de mayo de 1774) y se establece el precio para las láminas de Salvador Carmona, 50 doblones sencil os de a 60 reales de vellón (13 de octubre de 1774). El 9 de mayo de 1775, la Academia ve la fundición de letra para Don Quijote realizada por Jerónimo Gil, y se espera a que Ibarra la acepte para pagarle los 40 doblones apalabrados (decisión que se toma el 22 de agosto de 1775). Las láminas y los dibujos van llegando a cuentagotas a la Academia a lo largo de los meses y años. A partir del 12 de marzo de 1776 se empiezan a recibir en las reuniones académicas las láminas que se van produciendo. Pongamos un ejem­ plo. En esa fecha se recibe la primera de Salvador Carmona, la «lá­ mina de la locura de Dn. Quijote» (por la que le pagan tres mil reales de vellón). Pero en su siguiente reunión, la Academia «encargó al Sr. Lardizábal que manifieste a Dn. Manuel Salvador [Carmona] que espera ponga en las láminas sucesivas para el Dn. Quijote todo el esmero que en la primera que hizo del retrato de Cervantes, como se le encargó por acuerdo de 13 de octubre de 1774, y por haber parecido que la que presentó el día 12 de este mes no se halla igual­ mente trabajada que aquella». El pintor no estuvo de acuerdo con los comentarios de la Academia, y esta, en reunión de 21 de marzo del mismo 1776, decidió que, si no le gustaba la próxima lámina, no se le encargaría ningún otro dibujo. Castillo reclama que se le pague más por sus dibujos, exactamente 20 doblones por cada dibujo. Como ha entregado ocho, se acepta pagarle la cantidad demanda­ da pero que no haga más (20 de junio y 2 de julio de 1776). En esta situación se decide que Silva y Hermosilla pidan ayuda a la Academia de San Fernando para que se hagan las láminas a la ma­ yor brevedad y perfección, y sin más gastos que los arreglados (4 de julio de 1776). Según Alfredo Alvar, «se hizo un ingente esfuerzo iconográfico tanto en las imágenes que ilustraban los episodios de la azarosa vida de don Quijote, sino también en los elementos decorativos que se usaron con profusión y especial cuidado». Y sigue diciendo el ilustre historiador: «Ahora bien, el tiempo que pasa, el dinero, alguna di­ sensión o la muerte de alguno de los promotores fueron nuevos obstáculos. De las 67 láminas previstas, solo salieron 32, no obstan­ te dibujadas por los más eminentes maestros del momento y graba­ 181

das por los mejores artesanos. Se contó con las directrices de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para que designara a los más indicados. La Academia de Bellas Artes cooperó hasta 1780 en que solicitó, incluso, no aparecer ni en el prólogo de la obra». Y to­ davía más, después del incidente sobre el dibujo de Cervantes, las cosas cambiaron; escribe Alvar: Aquel hecho marcó una segunda fase de dibujos para la edi­ ción. Entonces se contó con muchos más: Antonio Carnicero haría diecinueve escenas, pero colaboraron también en esa segun­ da etapa otros pintores y dibujantes de la misma generación, como Bernardo Barranco, con dos dibujos, José Brúñete, Grego­ rio Ferro y Jerónimo Antonio Gil, con uno cada uno, mientras que el arquitecto Juan Pedro Arnal realizó el frontispicio para los volúmenes III y IV A Tomás López y a Vicente de los Ríos se encargaron el mapa de los viajes de don Quijote y de La Mancha Los dibujos se pasaron a los grabadores. José Joaquín Fabregat realizó siete (uno de ellos sobre dibujo de Goya, el de la Aven­ tura del rebuzno. No se conserva el dibujo original y, además, no se incluyó en la edición y no sabe por qué. Goya a lo largo de su vida reflexionó mucho más sobre hombres y... burros); Francisco Muntaner seis; otros siete Fernando Selma; cinco Joaquín Ballester; tres Manuel Salvador Carmona; dos de Juan Barceló; otros dos Pascual Moles y uno de Jerónimo Antonio Gil, más el fron­ tispicio para los dos últimos tomos, obra de Juan de la Cruz (Alvar; puede verse Santiago Páez; también Blas y Matilla, 79-88).

Rachel Schmidt, tras revisar la bibliografía sobre las desavenen­ cias entre la Real Academia Española y la Real Academia de San Fernando —o más bien entre el secretario de la segunda, Antonio Ponz, y el secretario de la primera, Manuel de Lardizábal-— conclu­ ye que las ilustraciones de la edición académica empiezan a ofrecer una nueva interpretación de don Quijote y Sancho como personajes complejos en relación uno con otro, en lugar de como tipos satíricos que funcionaban como figuras alegóricas de la locura y del interés material (151), siguiendo en ese sentido la orientación marcada por la interpretación de Vicente de los Ríos en su «Análisis», al que Schmidt atribuye un nuevo concepto de la verosimilitud psicológi­ ca y una comprensión sentimental de la locura. Sin embargo, la va­ loración que la propia Academia hizo de las ilustraciones fue muy diferente de la que había expresado John Oldfield en la de Londres y 1738, y sobre la que nos hemos detenido en el capítulo primero. 182

En efecto, en el «Prólogo de la Academia» se afirma: «Pudieran ha­ berse omitido las estampas, cabeceras y remates, sin que por eso faltase ninguna cosa esencial a la obra. Pero la Academia, sin dete­ nerse en los crecidos gastos que era necesario hacer, ha querido que no la faltasen tampoco estos adornos en obsequio del público, y con el objeto de contribuir al mismo tiempo por su parte a dar ocupa­ ción a los profesores de las artes» (vil). Así, según la Academia, las estampas son superfluas y, aparte de adornar el libro, sirven para dar trabajo a los dibujantes y pintores de la Academia de San Fernando. Entonces, ¿por qué esa insistencia desde el principio en contar con ilustraciones nuevas? A algo así aludía Grimaldi en la licencia de S. M. al escribir que este concedía la licencia para reimprimir la obra «gloria del ingenio español y precioso depósito de la propiedad y energía del idioma castellano», significación de la lengua que ha sido destacada por Blas y Matilla con palabras de Sempere: «Las costum­ bres de los pueblos dependen en gran parte del estilo bueno o malo con que se explican los pensamiento» (76 ). Y continuaba el minis­ tro: «Yo, como tan parcial de ambos, tan empeñado en la mayor perfección de nuestra Imprenta y en la digna ocupación de los so­ bresalientes profesores de las artes, no debo ocultar a V. S. la com­ placencia que me resulta» (s. p.). Empresa de utilidad pública en el sentido más material e inmediato —trabajo para dibujantes y pinto­ res, empleo para los impresores—, pero ninguna significación parti­ cular para el lenguaje iconográfico de las estampas. En cuanto a los asuntos de las láminas, el criterio de la Academia afirma: «se han escogido las aventuras más principales, cuidando de representarlas en aquel punto o acción que las distingue y caracteriza más» (vm). Así, una de las razones que justifican las estampas es precisamente que «tuviesen también el mérito de la propiedad de los trajes» (vm), para lo cual «se han tomado en el Real Palacio nuevo y en el del Buen Retiro de varias pinturas y retratos del tiempo en que supone Cervantes haber existido los personajes de su fábula. Las armas y armadura de don Quijote se han dibujado por los origi­ nales del mismo tiempo que existen en la armería del rey nuestro señor» (vm). Ya hemos visto que se decidió muy pronto (el 1 de abril de 1773) que fueran 4 tomos en 4.°, pero hubo que decidir cómo dividir la obra, y el 22 de abril los académicos optaron por mayoría que se dividiera «en primera y segunda parte, y cada una en los capítulos que hoy tienen, sin poner otras partes ni libros [...] Y también se acordó que los versos se escriban como versos, sin embargo de que 183

en las primeras ediciones estén como prosa». Sin embargo, al final —ignoramos en qué momento se modificó la decisión sobre el ta­ maño, o tal vez tuvo lugar como un deslizamiento imperceptible— se imprimieron cuatro tomos en folio menor. «Del Ibarra se hicie­ ron reediciones en 1782, 1787 y 1819» (Alvar). El libro 13 de Acuerdos recoge para el 21 de marzo de 1776: «El Sr. Ríos leyó la vida de Cervantes que ha compuesto para que se ponga en la nueva edición de Don Quijote. La Academia la oyó con mucho gusto, y el Sr. Ríos volvió a recogerla, ofreciendo presentar después el manuscrito de su letra para que se proceda a su examen; y para el mismo fin ofreció también presentar cuanto antes las prue­ bas de otra vida y el juicio de las obras del autor en que está traba­ jando». En efecto, el 28 de marzo De los Ríos entrega la vida de Cer­ vantes. Fernando Magallón, que debe actuar como secretario, nom­ bra como revisores al padre Aravaca, a Ignacio Hermosilla, a Lardizábal y a Trigueros. Pero más adelante, el 1 de febrero de 1777, se acordó «se ponga la dedicatoria y un prólogo: la vida de Cervantes compuesta por el Sr. Ríos a nombre del mismo. Los principios que se publicaron en las primeras ediciones del Dn. Quijote y que se omita imprimir por la Academia en el primer tomo la disertación que estaba acordada» (libro 14 de Acuerdos). No se sabe exactamen­ te a qué disertación se refieren porque no se ha mencionado en ningún otro lugar. Una nota marginal establece: «En junta del 15 de febrero se acordó que no haya dedicatoria». El 11 de febrero de 1777: «El Sr. Ríos leyó unas observaciones y noticias sobre la patria de Cervantes, relativas a la vida que ha escrito de este autor» (libro 14 de Acuerdos). Para Vicente de los Ríos, sin embargo, llevar su empresa a feliz puerto no fue una balsa de aceite. En efecto, el 6 de marzo de 1777 en el libro 14 de Acuerdos se lee: «Se vio una carta del Sr. Ríos [ño está en su expediente personal ni en otro lugar] con motivo de ha­ berle dicho que la Academia había acordado [no consta tampoco] no se imprima el juicio que formó del Don Quijote y obras de Cer­ vantes. El Sr. Ríos, recordando que se había resuelto antes imprimir dicho juicio, y así se había expresado en la orden del rey cuando permitió la nueva edición de Dn. Quijote, halla que, para proceder en consecuencia, no se debe omitir dicho juicio». Según Blas y Matilla, «la legislación libraria de [la] época ilustrada otorgaba a quien emprendía una reedición crítica la consideración de coautor de la obra, con todas las prerrogativas derivadas de la autoría» (76); en este caso, le tocaría compartir los derechos con la Academia. Y para 184

dichos autores eso explica la insistencia de De los Ríos: «De ahí su resistencia, apelando incluso a la resolución del rey» (76). La Acade­ mia, para tratar de este punto con el debido conocimiento, después de haber conferenciado sobre ello, acordó «se examine en otra junta». Y el 15 de mayo: «Acordó la Academia que se responda al Sr. Ríos que concluya el juicio de las obras de Cervantes, de que está encargado, y, concluido, le remita a la Academia para que, pasando por la censura regular y aprobado que sea, se imprima con la obra de Don Quijote, como se acordó al principio [...] También se acordó que la edición del Quijote se haga en nombre de la Academia, sin embargo de haberse acordado antes lo contrario». El 15 de julio de 1777 envía el Sr. Ríos «el mapa del país de los viajes de Don Quijote». De los Ríos tenía poderes muy sólidos: la licencia de S. M. afirmaba, efectivamente, que el rey aceptaba la idea de imprimir el Quijote «tan correcta y magníficamente como V. S. me expresa en su papel del 12 , con la Vida de Miguel de Cervantes y el Juicio de sus obras, escritos con gusto, crítica y copia de observaciones y noticias por el erudito académico y hábil oficial don Vicente de los Ríos». No quedan huellas escritas de las discusiones que debieron conducir a la Academia (en ausencia del interesado) a decidir no incluir el Juicio de De los Ríos. Sin embargo, dejaron algún indicio en el «Pró­ logo de la Academia», donde se lee: «aunque la Academia no adopta como propias sus opiniones ni toma partido contra ellas, conocien­ do, sin embargo, que está escrito con buen gusto, selecta erudición y mucho juicio, ha juzgado que era digno de publicarse» (x i i ). Las tensiones y enfrentamientos que se esconden tras esas palabras refle­ jan, fundamentalmente, discrepancias de carácter interpretativo y estético, pero no hay ningún detalle de las mismas y ahora no es momento de aventurarnos por ese camino. Por otra parte, también parecen apuntar en dirección del público en el que se está pensando a la hora de llevar a cabo la publicación. Unas líneas más abajo se escribe en el citado «Prólogo»: «que sin este auxilio [el Análisis] so­ lamente los podrán conocer [los primores del Quijote] los que ten­ gan bastante instrucción en las letras humanas, de cuya clase no son ciertam ente la mayor parte de los que leen e l Quijote» (x i i ). Aquí se manifiesta claramente una de las tensiones en que se mueve toda la empresa de editar magníficamente el Quijote, problema que no te­ nía, desde luego, el barón Carteret, y es la siguiente: ¿se publica para un público letrado y, en consecuencia, interesado en los umbrales apuntados (vida, análisis, mapa, documentos que acreditan la vera­ cidad de las noticias sobre el autor) o, teniendo en cuenta que el 185

Quijote es tenido por lectura popular —«fábula popular» (lxxv) la llamará el mismo De los Ríos— se imprime para abastecer la posible demanda popular del título? ¿Cómo hacer compatible, entonces, tener la obra como «uno de los mejores textos y modelos de ella [pureza, elegancia y cultura del lenguaje]» (i) y, al mismo tiempo, lectura popular? ¿Cómo unificar la posible «demanda popular» y el precio al que se podría adquirir la magnífica edición académica? ¿A qué público, en último término, se dirige esta impresión, finan­ ciada por la Monarquía pero en manos de una empresa privada? O, en otras palabras, ¿en qué nación se está pensando al tomar de­ cisiones aparentemente limitadas al ámbito de la impresión? Las ambivalencias de la edición se reflejan en las dudas sobre publicar o no el «Análisis» de De los Ríos, pero también en el hecho de que, al parecer, incluir el texto de De los Ríos implicaba renunciar a acome­ ter una edición anotada. Así, al hablar de que podían haberse puesto muchas notas, concluye el «Prólogo»: «Pero este material trabajo solo serviría para satisfacer la curiosidad de algunos [...] sin que esto contribuyese ni a la mejor inteligencia de la fabula del Quijote ni al conocimiento de su artificio» (viii). En consecuencia, se abandona­ ron las notas y se optó por el (Análisis». Lo que podemos entender como una decisión política e institucional de construir, o reforzar la construcción, de un público —y de una nación— siguiendo los parámetros del programa ilustrado y reformista. El 9 de marzo de 1780 el secretario de la Academia afirma: «También leí el prólogo que se ha de poner en la edición del Qui­ jo te en nombre de la Academia, quien, habiéndolo aprobado, acordó que se ponga conforme está». Asimismo, el 2 de mayo del ' mismo año, el Sr. Murillo «presentó el mapa que ha hecho D. Tomás López para poner en la obra del Quijote, y la Academia acordó que se le diesen a López 60 doblones por dicho mapa y dibujo». En cualquier caso, según afirman Blas y Matilla, la edición académica «combinó magistralmente la romana del texto con la itálica de los preliminares, los versos intercalados en la narración y los epígrafes de capítulos» (78); es más: «La meditada proporción entre la caja y los espacios en blanco, la secuencialidad de las ilustraciones a página entera y la esmerada ornamentación mediante capitulares decorativas, cabeceras y remates confieren al libro un alto valor objetual» (78-79). Así, el resultado material fue un monumento a Cervantes, sí, monumento librado de una magnificencia sin pre­ cedentes, pero también a los artesanos y artistas que participaron en el proyecto. 186

LOS UMBRALES DE VlCENTE DE LOS RÍOS

Según Rey Hazas y Muñoz Sánchez, el «Análisis» de Vicente de los Ríos es «la monografía más importante y más influyente que sobre la inmortal novela se realizó en el siglo x v i i i , aunque es una continuación del trabajo efectuado por Mayans y Sisear en la medi­ da en que se erige sobre las deducciones fundamentales sustentadas por el sabio de Oliva» (56). El estudio de De los Ríos «parte de la premisa de que el texto de Cervantes es una novedosa y original variedad de la épica, ya no heroica y en verso sino burlesca y en prosa» (56), idea germinal de Mayans que otros muchos van a asu­ mir, inscribir y desarrollar. En concreto, De los Ríos se atiene a la contraposición entre fábulas heroicas y fábulas burlescas para darle la preeminencia de aquellas a Homero (seguido de Virgilio) y de estas a Cervantes (xliii). Según De los Ríos, Cervantes «se contentó con retratarles [a los hombres] al natural sus defectos, tirando al centro del corazón humano las líneas de su instrucción, y adornán­ dola con todas las gracias que podían hacerla amable, provechosa y suave» (xliv). Al conceptualizar así la fábula burlesca, es imposible dejar de preguntarse: ¿y cuál es la diferencia entre ella y la comedia.? No fue casual, desde luego, que Avellaneda —como hemos visto— sostuviera que en realidad la historia de don Quijote de Cervantes no era sino otra comedia, sobre todo desde el principio clasicista de que el poem a es la forma literaria fundacional. Es fundamental, sin embargo, la reivindicación que lleva a cabo De los Ríos del ridículo, pues si la admiración actúa en los poemas épicos para mover al lec­ tor —y dejamos ahora de lado las nociones primarias de Aristó­ teles—, en las fábulas burlescas es la risa la que mueve, por lo que «la acción ridicula del Quijote interesa a toda la humanidad como la heroica de la Ilíada» (li). Así, la risa y lo ridículo se sitúan al mismo nivel que la admiración y lo serio —incluso que la purgación de las pasiones y la catarsis—, hasta el extremo de situar lo ridículo en el ámbito de lo sublime (siguiendo a Longino), pues «el verdadero sublime es aquel a quien no podemos resistir, cuya impresión es casi eterna en nuestra memoria y agrada universalmente a todos» (xciv). Y, citando a Saint-Evremond, concluye que «esta finura y delicadeza es el sublime de la fábula o discurso burlesco» (xciv). Con acierto Frans De Bruyn argumenta, en relación al «Préfacé» que Richard Owen Cambridge antepuso en 1751 a The Scribleriad: An Heroic 187

Poem, que, del mismo modo que se ha considerado que la exaltación romántica de don Quijote como héroe santo constituye la gran di­ visión en la historia de la recepción del Quijote, se puede sostener que «the gentrification of the laughter evoked by the novel, along with the revaluation of the generic sources of that laughter, is the decisive moment, for this renovation is what makes possible the res­ pectful views of Don Quixote that follow» (37-38). Porque, dice De Bruyn, «the great triumph of Don Quixote [...] is the deadpan pro­ priety with which its ridicule is deployed» (38), lo que permitió a los críticos del xviii abandonar lo payasesco de la novela y reivindicar su seriedad. Es más, donde se manifiesta la originalidad excepcional y el mérito universal de Cervantes es en la capacidad que muestra para, en el contexto de una situación seria y admirable, sacar «de improviso, y como por una especie de magia, una ridiculez donosí­ sima, oportuna y naturalmente deducida de aquellos objetos tan distantes» (De los Ríos xciii). Tal vez ese énfasis en la risa no le per­ mite al editor abrir la posibilidad de una reacción ambivalente en el lector, pues al parecer los hechos de don Quijote solo dan que reírV los demás con su locura (lvii). Pero, al tratarse de una fábula burles­ ca sin precedente conocido, «tiene la singularidad de haber sido sacada toda de la imaginación de Cervantes [...] Cervantes [tomó] lo ridículo de su fábula de las manos de la naturaleza; de ella sola sacó la acción del Quijote» (lxiii), de donde solo puede deducirse que, para De los Ríos, Cervantes se erige como el escritor más origi­ nal, sin modelo ni comparación posible. Al establecer como supuesto básico esa idea de la comparación legítima entre Cervantes y Homero —formulada en Mayans—-, se otorga al Quijote objetivamente —explícita o implícitamente— «la dimensión de clásico» (Rey Hazas y Muñoz Sánchez 56), por lo que, como repetirá más tarde Schelling, el Quijote es comparable a la Ilíada, aunque la obra de Homero fue modelo para los antiguos y la de Cervantes lo es para los modernos. Otra contraposición que claramente formuló Mayans entre don Quijote —y Rocinante— y Sancho —y su rucio— conduce a De ios Ríos a enfatizar el hecho de que Cervantes «se aleja del mundo fabuloso para aproximarse a lo cotidiano» (Rey Hazas y Muñoz Sánchez 58); en realidad, el mundo fabuloso permanece en la imaginación del personaje, pero no en la narración de sus desvíos ni en la de su relación con el mun­ do que le rodea. De los Ríos establece que «el Quijote no solo es universal e imperecedero como el de la épica clásica —idea implíci­ ta en el análisis de Mayans—, sino que es inclusive superior. Esta 188

supremacía radica en la novedad de la inventio cervantina» (Rey Ha­ zas y Muñoz Sánchez 58). De los Ríos se apoya en otro de los ejes analíticos de Mayans: que el Quijote es una sátira moralizante, y ello le lleva a afirmar que «el principal fin de Cervantes no fue divertir y entretener a sus lectores, como vulgarmente se cree. Valióse de este medio como de un lenitivo para templar la delicada sátira que hizo de las costumbres de su tiempo» (c). A partir de ahí y del hecho de que el asunto de la obra no es otro que la locura de don Quijote, Cervantes se aleja de la monología típica del libro de caballerías porque «la estructura del Quijote es completamente diferente y mu­ cho más compleja y abarcadora» (Rey Hazas y Muñoz Sánchez 60). De los Ríos llama la atención sobre la perspectiva dual que establece el discurso textual: por un lado, la del personaje central y, por el otro, la de los demás personajes y el lector (narrador y lector). Edward C. Riley analizaría que esa dualidad no es estable a lo largo de toda la narración, sino que evoluciona en tres fases diferentes (183-194), pero el principio estratégico ya estaba formulado. Sigue De los Ríos a Mayans en otro eje de análisis: el Quijote como instrumento autoconsciente en Cervantes para, siguiendo el diagnóstico de varios humanistas, tratar de desterrar los libros de caballerías por su nefasta influencia social, en los lectores y, particu­ larmente, en la juventud; en consecuencia, la obra es una sátira ge­ neral, pues no se limitó Cervantes a «impugnar los vicios caballeres­ cos, sino que, de paso y según le venía la ocasión, reprendió casi todos los defectos» de su época (cxxiii-cxxxvi); así, sostiene De los Ríos «que la corrección de las costumbres en general, y no solamen­ te desterrar los libros de caballería, fue el objeto que se propuso Cervantes» (cxxx). Entre el conjunto de costumbres que De los Ríos observa como objeto de la sátira cervantina merece la pena detener­ se en el papel que otorga a la educación, pues durante la crianza se aprenden las falsas ideas, los prejuicios o preocupaciones, que mar­ can para siempre a los individuos. En consonancia con el programa ilustrado y el papel que la educación juega en él, De los Ríos afirma que la educación «es la principal fuente de la felicidad o infelicidad de los hombres y de los estados» (cxxiv), pues «no ignoraba [¿Cer­ vantes?, ¿don Quijote?] que para la felicidad completa de un estado es necesario que la buena crianza sea general y que el pueblo se críe sin aquellas preocupaciones y resabios que le separan de las ocupa­ ciones en que deben emplearse, o le estorban los adelantamientos que pudiera lograr» (cxxiv-cxxv). La educación es vía imprescindible hacia la felicidad social y el éxito individual. Cervantes, como De los 18 9

Ríos —y tantos otros ilustrados— «estaba libre de las preocupacio­ nes de su siglo» (cxxvi). Y en este dominio articula el editor de la edición académica un discurso más detallado pero muy semejante al que Mayans había esbozado in nuce cuarenta años antes. Me refiero específicamente al «fin principal» del Quijote —expresado por Cervantes en su prólogo y también en las palabras casi finales del protagonista— es decir, «la corrección de un vicio solo, pero de un vicio arraigado y altamente impreso en el vulgo, que estaba infatuado con el falso pundonor de la caballería andante» (xlviii). La finalidad por tanto no es otra que desterrar, más que la lectura de unos libros que, como se sabe, ape­ nas se leían ya por entonces, lo que desde la óptica ilustrada era un prejuicio inscrito en la mentalidad vulgar. Sin embargo, ese prejuicio no es privativo o exclusivo del vulgo. Excepto que se aplique la mis­ ma precisión que establece Cervantes y cita De los Ríos: «No penséis que yo llamo vulgo solamente a la gente plebeya y humilde, que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo» (cxxiv), criterio intelectual que compar­ te con numerosos escritores y que arranca tal vez de Vives. Y no es azar que, refiriéndose a la difusión por Europa del espíritu de la ca­ ballería y del galanteo, todos adoptaran esos principios, «pero singu­ larmente los nobles» (exvi). Se llega así a lo que parece verdadero objetivo de Cervantes según De los Ríos: corregir el vicio de la m en­ talidad caballeresca en la nobleza. Dentro de la comprensión del Quijote como sátira de las cos­ tumbres de su tiempo, entonces, «su principal objeto es la correc­ ción de los vicios caballerescos» (c), pues Cervantes se recorta como individuo «celoso del bien de los hombres y en especial de los de su nación» (c). En efecto, la caballerosidad extravagante —o las «extra­ vagancias caballerescas» (c-ci)— que está en la base de lo que el vulgo contempla como acciones heroicas se opone «directamente a la religión y a las leyes» (ci); así, la tal caballerosidad viene a encarnar una visión de la nación que se destaca en la figura de don Quijote por el «necio y porfiado tesón con que se empeña siempre en soste­ ner y llevar a cabo todos los abusos caballerescos» (ci). Quienes pen­ saban ser —o eran— caballeros «se creían exentos de la autoridad de las leyes, superiores a los magistrados y obligados a cubrir con su sombra y protección a todos los delincuentes y facinerosos. Por este raro capricho llegó la caballería a trastornar los pactos fundamenta­ les de la sociedad y a contagiar e inficionar con una generosidad falsa y aparente la parte más noble y más distinguida de la nación» (ci). 190

La caballerosidad, por tanto, sintetiza un tipo de conducta social que es la negación del programa reformista que promueven los ilus­ trados —entre los que, obviamente, se incluye a Cervantes— ya que el objetivo del Quijote γ de su autor, compartiendo anacrónicamen­ te el mismo programa ilustrado, no es otro que «arrancar de raíz un vicio tan general y nocivo» (ci). No obstante, la postura de De los Ríos se mueve en un territorio ambivalente; por un lado, parece que era el vulgo quien había asumido e interiorizado los prejuicios aso­ ciados a la extravagante caballerosidad; por el otro, los verdaderos actores de dicha caballerosidad eran los caballeros, es decir, la noble­ za. De ahí que clarifique que nunca será extravagante «la protección de la nobleza para con los afligidos y menesterosos, siempre que se gobierne por las leyes de la equidad y la prudencia, y que anteceda el previo e indispensable conocimiento de los hechos y de las perso­ nas. Pero no era así la que inspiraba a los nobles el espíritu caballe­ resco» (cii). El vicio que Cervantes conocía muy bien era «propio de la vanidad caballeresca» (cii). Y ese vicio, que caracteriza una percep­ ción muy concreta de la nación y su identidad, la articulada por ciertos sectores conservadores, ha sido ridiculizado irreversiblemen­ te por Cervantes. No obstante, eso no tiene nada que ver con algunas de las lectu­ ras que, especialmente en Inglaterra a finales del siglo anterior como hemos visto en el capítulo primero, habían tratado de identificar la crítica cervantina con algún defecto peculiar de los españoles exclusi­ vamente o incluso de algún personaje español de renombre. Así, De los Ríos rebate la opinión que «han seguido varios autores extranje­ ros, que conforme a la debilidad del espíritu humano, han abrazado con gusto la ocasión de pintar ridiculamente la gravedad española» (ciii), pero el autor arguye con razón que «el espíritu caballeresco era común a toda Europa» (ciii). En ese sentido, es revelador detenerse en la teorización que hace De los Ríos sobre la relación entre las fá­ bulas heroica y burlesca y lo que llama el interés de religión, el inte­ rés de nación y el interés de humanidad. Porque, según él, en las fábulas burlescas la religión del héroe se mira con indiferencia y el interés de nación obra de modo inverso al de las heroicas. Así, «la [acción] de don Quijote interesó menos a los españoles que a los extranjeros, y menos a los manchegos que al resto de la nación. La razón es obvia, porque todos los hombres nos atribuimos parte de la gloria de los que nos pertenecen y procuramos evitar lo ridículo de ellos que se nos puede atribuir» (lii). Y más adelante alude directa­ mente a las ideas expuestas por William Temple: «han querido infe­ 191

rir varios extranjeros, y aun algunos españoles, que el Quijote destru­ yó las ideas del honor y extinguió el fuego marcial que ardía en los corazones guerreros de los invencibles españoles» (cix), pero eso no es así, y la prueba la ofrece la experiencia del propio Cervantes. De ese modo, el personaje literario (Quijote, posible destructor del ho­ nor y la marcialidad española) es contrastado con el personaje histó­ rico, encarnación del valor español, pero sabiendo «que el verdadero valor nace de la razón, y que no merece el nombre de valiente el que no gobierna sus acciones con la invariable regla de la justicia» (cix). Frente a la defensa que algunos autores hacen al afirmar que «el espíri­ tu caballeresco era útil para mantener la honradez en los nobles, el valor en los militares y el pundonor en las damas» (cix) —alusión tal vez a Luzán y a Cadalso—, De los Ríos replica que las novelas de ca­ ballerías «destruían el verdadero concepto de la honradez y de las obli­ gaciones características de los nobles, que desfiguraban la idea del va­ lor, torciéndole a lo injusto y haciéndole degenerar en temeridad re­ prensible; y, finalmente, que al paso que colocaban el pundonor de las damas en puras exterioridades, franqueaban la puerta para la disolu­ ción más abominable» (cix). Y si la caballería podía desempeñar un papel positivo en los tiempos del gobierno feudal, Cervantes «escribió en un siglo en que [...] había en ellas leyes que prohibían estos desór­ denes, magistrados que cuidaban de la observancia de estas leyes y de proteger a los oprimidos, y finalmente monarcas a quienes apelar de los agravios que pudiesen hacer los mismos magistrados» (ex), donde De los Ríos proyecta otra vez lo que considera sus condiciones con­ temporáneas al tiempo de Cervantes. El aspecto que no puede soslayar De los Ríos es lo que podríamos llamar la lectura contemporánea del texto cervantino, es decir, qué y a quiénes representa esa caballerosidad extravagante en el presente del editor y de la edición. Y si ese sintagma —caballerosidad extravagante— alude a quienes manifestaban «un empeño continuo en impedir el curso de la justicia y sustraerse a su poder, con otros excesos contrarios a la religión, a las leyes y a la tran­ quilidad pública» (cv), De los Ríos está yéndose más allá de los espa­ ñoles y europeos de los siglos xv y xvi, porque esas son actitudes que quieren caracterizar a los españoles —su identidad— según la percep­ ción esencialista que expresan intelectuales y escritores de su propia época (e incluso de otras posteriores). Piénsese que la heroína de Ceci­ lia y Dorsdn despotrica contra quienes «preocupados de ideas góticas y caballerescas» no pueden comprender la virtud y se encierran en «un orgullo necio, destituido de otro apoyo que el que le da el fantástico lustre de la sangre» (en Andioc, Teatro 486). 192

Podemos detenernos en un detalle. En los libros caballerescos el héroe parte en una búsqueda (quête, quest) que le lleva de aventura en aventura, le hace multiplicar los duelos, defender a unos y otras, en fin, dar pruebas constantes de su valor personal que tal vez merezca el galardón final. Sobre ello comenta De los Ríos: «Antes que em­ plear el esfuerzo en el servicio y defensa de la patria, quiere adquirir nombre con aventuras injustas y perjudiciales. Si este es el espíritu que echan menos los impugnadores clel Quijote, desde luego les con­ cederemos que Cervantes pretendió extinguirle» (cxii). En realidad, alude el editor a los duelos y desafíos, marco en el que querían acre­ ditarse de valientes los nobles, escenario de la violencia nobiliaria y aristocrática, en lugar de hacerlo en las campañas militares de la na­ ción. El ámbito del verdadero valor, «su natural esfera [...] es la guerra» (cxii), dice De los Ríos, de modo que los desafíos y duelos han disminuido «por las sabias providencias de los soberanos de la casa de Borbón» (cxii), olvidando u ocultando las tomadas por los reyes de la casa de Austria y la persistencia de prácticas violentas en su propio tiempo (baste ver El delincuente honrado, de Jovellanos). Lo importante aquí es que, según el programa ilustrado, la violencia nobiliaria solo tiene un marco adecuado y es el ejército de la nación y sus acciones en la guerra. Porque el verdadero valor es el que se guía por la idea de que la vida «se debe ofrecer gustosamente en sacrificio por la religión, por la patria y por el soberano» (cxiv-cxv). En lo que atestiguará un claro cambio de mentalidad, hacia 1837 Charles Didier escribirá en Une année en Espagne: Seulement une question délicate reste à résoudre, un doute à éclaircir. C ’est de savoir si la réaction de Cervantès [contra los li­ bros de caballerías] n’a pas été trop forte; si, en arrachant violem­ ment du coeur de sa patrie ce vieux levain chevaleresque, qui avait sa poésie et sa grandeur, il ne l’a pas jetée d’un excès dans l’autre et précipitée dans le grossier égoïsme, dans les intérêts cu­ pides et matériels où ont croupi depuis, l’une après l’autre, tant de générations, La chevalerie était un fleuve dévié qu’il ne fallait peut-être pas tarir, mais seulement diriger vers un nouveau but (citado en Ortas Durand 88).

Desde su perspectiva, en primer lugar, el espíritu caballeresco tenía obvios aspectos positivos (idea que compartían Luzán y Cadal­ so, por citar un par de nombres), pero sobre todo es que su desapa­ rición —asumiendo, como tantos otros, la responsabilidad de Cervantes en ella (formulada por Byron de modo conciso e incom193

parable en el canto XIII de su Don Juan: «Cervantes smiled Spains chivalry away; / A single laugh demolish’d the right arm / Of his own country; seldom since that day / Has Spain had heroes») y aceptando que la misma tuvo efectos de gran trascendencia a nivel colectivo— ha permitido el reforzamiento del aburguesamiento de la sociedad; nótese el modo en qué describe Didier los valores con­ temporáneos: «grossier égoïsme», «intérêts cupides et matériels». En realidad, lo que está trasladando —en una época tan distante de la de Cervantes como de la de Vicente de los Ríos— es la oposición entre poesía y prosa al terreno de la caballerosidad y el aburgue­ samiento, ángulo algo diferente al que articularán algunos autores románticos, como veremos más adelante. Muy acertadamente, Rey Hazas y Muñoz Sánchez escriben: «Vicente de los Ríos, doscientos años antes que Edward C. Riley y Stephen Gilman nos hablasen, desde una perspectiva dispar, de la diferencia existente entre el rom ance y la novela realista moderna, nos advierte de que Cervantes no solo conocía la diferencia entre estas dos modalidades de la prosa de ficción, sino de que, en función de la locura de don Quijote, había encajado un rom ance caballeresco en el seno de una novela realista» (62). Y así es, porque De los Ríos desarrolla esa dualidad en varios lugares y en relación a diversos mo­ tivos (lvi-lvii); en concreto escribe: «aquellos hechos que, vistos como son en sí, hacen ridículo y digno de risa a don Quijote, aque­ llos mismos, mirados con el lente de la locura de este héroe, le repre­ sentan como un caballero valiente y afortunado» (lvii). Pero De los Ríos se acerca a otro punto central de la novela, el papel del prota­ gonista. Y es que en el Quijote «la acción depende siempre de la ac­ tuación de don Quijote o, lo que es lo mismo, de su locura, lo cual significa que el personaje es dueño de sus actos, a pesar de su enaje­ nación, lo que convierte el texto en la narración de una vida que, por su talante burlesco, es cotidiana» (Rey Hazas y Muñoz Sánchez 63). Así, puede constatarse cómo el personaje se considera a sí mismo como «el protagonista heroico de un romance caballeresco, mientras que para el lector no es más que un personaje cotidiano, ridículo en su actuación» (Rey Hazas y Muñoz Sánchez 63). Las perspectivas en la novela no son solo dos, sino que se expanden y ramifican. Don Quijote depende de su locura, pero esta no le impide captar la reali­ dad cuando no afecta a su «manía»; otros personajes se mantienen congruentes con su percepción; otros oscilan y parecen adaptar as­ pectos de la percepción «maníaca» de don Quijote; el lector también oscila entre el sentimiento de ridículo que vive vicariamente a través 194

del personaje y la empatia afectiva que le acerca a él. Lo significativo, sin embargo, es, como afirmaría Juan Carlos Rodríguez, que la no­ vela narra el discurrir «de la vida cotidiana de un yo concreto» (en Rey Hazas y Muñoz Sánchez 72). Poco importa lo que haga ese yo concreto, en lo esencial Cervantes sigue los hallazgos de la novela autobioficcional. Dicen Rey Hazas y Muñoz Sánchez que la inter­ pretación de De los Ríos «preludia la lectura romántica del Quijote en la medida en que este héroe burlesco cobra dignidad heroica merced a su constante empeño» (63). Pero hay que insistir en que Cervantes construye a ese personaje desde unas premisas que salen del realismo picaresco: Alonso Quijano o Quijada es una represen­ tación próxima a cualquier lector de cualquier tiempo, con sus cotidianeidades bien establecidas, de las que solo lo extrae la locura, lo que para los románticos será la imaginación. Esa presentación según una retórica representacional típicamente realista se extiende a todos los personajes, pero destaca muy particularmente en don Quijote pues, como escriben Rey Hazas y Muñoz Sánchez, «Cervantes se las ingenia para pintar con verosimilitud aquello que es imposible» (67). Basándose en una lectura cronológica de los sucesos del Q uijote —es decir, una lectura que tiene como referente el calendario y el reloj— De los Ríos llega a la conclusión de que la narración se alar­ ga unos ciento sesenta y cinco días, desde el 12 de julio de un año hasta el 8 de enero del siguiente, pero el relato demuestra una y otra vez que no se ajusta a tal esquema cronológico. Eso le induce al editor a concluir o que la obra está basada temporalmente en una inverosimilitud constante o que Cervantes ha llenado su texto de imprecisiones a causa de los descuidos o desaliños compositivos. Pero, a distancia y diferencia de Mayans, defiende la contempora­ neidad de la narración con la época de Cervantes, lo que anula la mayor parte de lo que el valenciano consideraba anacronismos. Ciríaco Morón Arroyo señaló que al escribir Cervantes todavía no se había incorporado en la narración el tiempo histórico, por lo que «en el Quijote no hay tiempo, sino tempo; no hay número y medida conceptual del movimiento, sino movimiento y vida en ejercicio» (Nuevas m editaciones 261). Anthony Close —como re­ cuerdan Rey Hazas y Muñoz Sánchez (73)— destacó del «Análisis» de De los Ríos el modo en que pone de relieve «la dicotomía entre ilusión y realidad en que se funda la acción de la novela». En reali­ dad, esa dicotomía servirá de base, ya desde otras premisas concep­ tuales, a lo que Schelling calificará como el conflicto entre lo real y lo ideal. 195

El «Análisis» de Vicente de los Ríos —estudiado como teoría literaria con mucha acuidad por García Berrio—, según sostiene con conocimiento y razón Françoise Etienvre, se inspira en el estudio innovador de don Gregorio [Mayans], aunque no aparece su nombre salvo cuando se expresa — en muy contadas ocasiones— alguna que otra discrepancia. La ocasión en que más explícito es se relaciona con la crítica que expresa contra la opinión mayansiana sobre los anacronismos cervanti­ nos. Ahí lo califica de «un sabio tan conocido en la Europa y un sujeto que examinó con diligencia y juicio el Q uijote» (cxxxviicxxxviii). Esta advertencia no resta mérito alguno a un ensayo que prolonga y profundiza el esfuerzo de Mayans para aden­ trarse en el texto de Cervantes y estudiarlo con precisión («Lec­ turas» 87).

Desde una percepción algo diferente, Rey Hazas y Muñoz s/nchez -—aparte de considerar, después de haber hablado de Mayans y su fundamental Vida d e M iguel d e Cervantes, a Bowle como «el primer cervantista de la historia» (54), ¿tal vez porque era inglés?— el «Análisis» de De los Ríos «rinde un caluroso homenaje a don Gregorio Mayans y Sisear, si bien es cierto que más de forma implí­ cita que explícita» (56), o sea, que no hay ni reconocimiento ni homenaje caluroso. Y aquí volvemos a algo que ya hemos sugerido: ¿por qué De los Ríos parece ocultar el papel fundacional de Ma­ yans en un campo en el que él entra casi por la puerta de atrás y en gran medida por sus relaciones familiares? ¿Acaso no sabía el capi­ tán artillero que Mayans seguía vivo y que quizá nadie como él hubiera estado capacitado para llevar a cabo esa empresa? ¿Qué se decía de Mayans y su trabajo en las reuniones de la tertulia de la Fonda de San Sebastián o en otros foros a los que acudía el militar humanista? Es, por tanto, muy acertado el modo en que Etienvre se refiere a De los Ríos: «discípulo inconfeso de Mayans» («Lectu­ ras» 87). En cualquier caso, y a pesar de los elementos del análisis que pudieran resultar algo farragosos e incluso —para el lector ac­ tual— innecesarios, como la insistencia por emparentar el Quijote con la épica antigua y, en concreto, las figuras de Homero y Cer­ vantes, en el texto de De los Ríos se aprecia «la novedad y la inteli­ gencia de los análisis, trátese de la comprensión de la perspectiva dual, tan fundamental en el Quijote, de las causas del placer que procura la lectura de la novela o del detallado examen del estilo jocoso» (Etienvre, «Lecturas» 87). En síntesis, lo cierto es que el 196

discípulo «había superado al maestro» (Étienvre, «Lecturas» 87). Con razón, el «Análisis» es juzgado por Rey Hazas y Muñoz Sán­ chez como «la monografía más importante y más influyente» (56) que se hizo sobe el Quijote en el siglo x v i i i . Pero Vicente de los Ríos no llegó a ver concluida la empresa que él mismo puso en movimiento y que protagonizó en gran medida. El 8 de junio de 1779 Lardizábal escribe: «Hice presente que el día 2 del corriente falleció el Sr. D. Vicente de los Ríos, académico de número». Et voilà tout. Y su trabajo fue copiado y robado. En la traducción que publicó Florian de La Galatea en 1783 «puso al frente de ella una vida del ilustre novelista español, que no era más ni menos que un extracto, muy acertadamente hecho, de la Vida de M iguel de Cervantes Saavedra escrita por nuestro Ríos» (Vidart 93). Sic transit gloria mundi. La e d ic ió n a c a d é m ic a : m o n u m e n t o MONUMENTO A LA ILUSTRACIÓN

n a c io n a l a

C e rv a n tes,

Como ha escrito Alfredo Alvar Ezquerra, «La edición de Ibarra fue una gran obra institucional, auspiciada por la Corona (Carlos III), apoyada por el ministro Grimaldi, financiada por la Real Academia Española. Cuando se empezó a trabajar en el proyecto (1773), en España se vivía con intensidad la búsqueda de la autoexaltación nacional, el renacimiento de los momentos más gloriosos de los si­ glos xvi y XVII y la exhibición al mundo de aquel gran pasado, la capacidad de realizar enormes proezas técnicas y reivindicar el papel nacional en la cultura europea». Porque, en efecto, el siglo x v i i i y más intensa, aunque no más apasionadamente, su segunda mitad llevan a cabo un proceso acentuado de nacionalización de la cultura. Y para ello es imprescindible la colaboración entre la élite letrada y el poder político. Por otra parte, la élite letrada adquiere en este siglo un carácter institucional —que, a pesar de todo, no abarca a la tota­ lidad de los círculos intelectuales del país— gracias a la función que desempeñan las academias, y no solo las Reales Academias, sino también las que se fundan y actúan por la iniciativa privada de mu­ jeres y hombres pertenecientes a la élite del país. En consonancia con esa actitud, De los Ríos concluye su «Vida de Miguel de Cer­ vantes» reafirmando que su obra no tiene otro objeto «que un desin­ teresado y honesto amor a la patria» (xlii). Francisco Rico escribe en Quijotismos: 197

Los académicos comenzaron y concluyeron la tarea en com­ petencia con dos ediciones inglesas: confesadamente, «la costosa y magnífica hecha en Londres»; a las calladas, la que John Bowle preparaba «con todos los honores de un autor clásico», y señala­ damente con abundancia de apostillas para «interpretar y facilitar la inteligencia de los pasajes obscuros». La apuesta londinense la ganaron gracias al valioso prólogo de Vicente de los Ríos, a la nota­ ble depuración a que sometieron el texto de la novela y sobre todo a la espléndida tipografía con que la vistió Joaquín Ibarra. El otro propósito no se sintieron con fuerzas para acometerlo y ce­ dieron a Bowle, modesto pastor de una iglesia rural, la palma de ser el primero en publicar un Q uijote anotado (Salisbury, 1781), con más de trescientas sabias páginas de escolios que en muchos casos nadie ha llevado más allá de donde él los dejó (17).

Así, «En 1780, el Quijote de la Academia, que venía a sancionar el dictamen de un público español vastísimo y de los mejores “apa­ sionados” y estudiosos del resto de Europa, era también una apolo­ gía “por la España y su mérito literario”» ( Quijotismos 18). La vincu­ lación entre la edición del Q uijote de «1780» y el proceso de las apologías estimulado por el gobierno con la implicación directa de varios destacados intelectuales del momento aparece expresada aquí con claridad y es opinión con la que coincidimos matizadamente, y a esa relación volveremos más adelante. Lo cierto es que la primera persona decidida a tratar el Quijote como un texto «especial» es Bowle. En su carta al Dr. Thomas Percy escribe: «Desde que empecé a profundizar en el texto de Don Quijote tuve la convicción de que habría que considerar a este gran autor como a un clásico, y de que le trataría como a tal» (en Rey Hazas y Muñoz Sánchez 53-54). Todas las deducciones sobre los comentarios anteriores de Charles Perrault y la implicación de que el Quijote era tenido por clásico no dejan de ser suposiciones y, por tanto, interpretaciones sutiles de palabras que se prestan a múltiples lecturas. Lo primero que destaca en el «Prólo­ go del editor» que Bowle incluye en el volumen 3 de su edición del Quijote es su justificación, que acompaña la afirmación frontal del tipo de edición que nos ofrece: «Parecerá sin duda a muchos en el orbe literario una empresa muy extraña el intento de un inglés no solamente en idear cuanto en acabar y sacar a luz una edición clásica de un escritor español, y de una historia tan célebre como la de Don Quijote de la Mancha, obra de tan insigne varón que se ha granjeado el aplauso universal» (i). Y, además, Bowle deja constancia de la re­ acción que su empresa suscitó en quienes podemos llamar los cer­ 198

vantistas españoles. Así, Mayans comentó que «tenía vergüenza por su nación en ver semejante empresa ejecutada por un extranjero» (en Bowle xii); Pellicer le proporcionó sus escritos y le manifestó el interés pero también la desconfianza inicial al ver esa empresa en manos de un extranjero, aunque finalmente comprobó que nadie mejor que Bowle para llevarla a cabo. Por último, Casimiro Gómez Ortega escribió el 13 de febrero de 1777: «Ha parecido aquí grande­ mente el prospectus de la nueva edición por nuestro Rev. Bowle, y lisonjeado el gusto de todos los eruditos, y singularmente de la Aca­ demia de la Lengua Castellana, la idea original de imprimir la obra de Cervantes con todos los honores de un autor clásico» (en Bowle xiii). Como recordábamos en el capítulo anterior, Sarmiento había co­ mentado: «Dirá alguno que será cosa ridicula un Don Quijote con comento. Digo que más ridicula cosa será leerle sin entenderle» (136; en Cherchi 117), ideas que sin duda reforzaron la decisión de Bowle, puesto que sabemos que el manuscrito del benedictino llegó a sus manos, como hemos visto antes. En su caso no hay lugar a duda: para él, el Quijote merece ser tratado como un clásico porque, desde su punto de vista como lector, está más allá de los condicio­ nantes de tiempo y espacio, trasciende esos condicionantes y será, por tanto, libro para todos los tiempos. Ahora bien, ¿qué sentido podemos atribuir no tanto a la edición de Vicente de los Ríos en sí como a los preliminares que instala en este monumento nacional? La empresa del capitán artillero es, sobre todo, de tipo nacionalista y patriótico, ya lo hemos dicho. Pero, al mismo tiempo, es militante a favor de las reformas ilustradas, lo que comporta una respuesta directa a quienes asumen la posición anti­ cervantista, y en particular a quienes habían tenido como centro al marqués de la Olmeda en la década de los cincuenta. Siguiendo a Françoise Etienvre, «vemos a Cervantes transformarse en un autén­ tico moralista ilustrado avant la lettre» («De Mayans a Capmany» 43). Es más, De los Ríos aporta a la mitología cervantina algo que Ma­ yans no había mencionado y sobre lo que Cherchi llamó la aten­ ción: la idea de que el Quijote fue concebido en la cárcel de Argamasilla de Alba, a lo que se sumó la suposición de que Cervantes hubie­ ra escrito el Buscapié (128). Digamos, sin embargo, que esa lectura «ilustrada» que Etienvre defendió con excelentes razones había sido formulada en el siglo x v i i i no en los mismos términos, desde luego— por Edward Clarke y sus Letters C oncerning the Spanish Nation (1763), donde el autor exclamaba: «Poor Miguel Cervantes underwent many severe sufferings in combating those triple mons­ —

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ters, prejudice, ignorance, and superstition» (en Burton 13), e inclu­ so Jean-Jacques A. Bertrand resumía el Quijote como «le. premier acte de la guerre de la raison contra les préjugés et les fantômes du passé» (u). Verlo como un luchador contra los prejuicios, la ignoran­ cia y la superstición (desde la óptica del siglo x v iii ) quiere decir verlo como una encarnación antes de su tiempo de la mentalidad ilustrada. Y, siguiendo esa percepción de Cervantes, también Bourgoing, en su Nouveau voyage en Espagne, lo tendría por un «philo­ sophe enjoué [...] qui, sous Fenveloppe de la plaisanterie, a donné de si sages leçons aux hommes et aux concitoyens» (citado en Ortas Durand 83). Específicamente, lo que sí hace De los Ríos es expresar su oposición a las posturas de los anticervantistas: «Si es este el espí­ ritu que echan de menos los impugnadores del Quijote, desde luego les concederemos que Cervantes pretendió extinguirle» (§193), dice refiriéndose al espíritu caballeresco que lamentan haber visto peijder por culpa de la obra cervantina. Paolo Cherchi —tras un repaso de los rasgos que el «Análisis» de De los Ríos encuentra en el Quijote— argumenta que el autor ve en Cervantes la encarnación de un pro­ grama contra el mal gusto, el irracionalismo que nutre el quijotis­ mo, sinónimo de capricho (139), recordando que ese quijotismo se asocia a los conservadores anticervantinos. Así, según Cherchi, De los Ríos convierte a Cervantes «en un ilustrado ante litteram, y el Don Quijote en un manifiesto neoclásico, en un código del absolu­ tismo ilustrado» (139) en particular porque, en la exaltación ilustra­ da del valor de la ley frente a los valores antisociales de la violencia aristocrática y su falso concepto del honor, Cervantes se recorta «como un ilustrado que supo indicar que el honor y la nobleza del pueblo español descansan en la ley» (139). Y si Cherchi concluye que en la Ilustración española no hay espacio para el sentimentalis­ mo —¿y las Noches lúgubres, y la poesía de Meléndez Valdés, y la de Cienfuegos, y ...? (véase Sebold, Trayectoria)—, lo que explica que no haya margen para una lectura sentimental del Quijote, Rachel Schmidt, además de esa imagen de ilustrado avant la lettre, le añade la de «sentimentalista» o sentimental —quizá más bien sensible, ya que es la sensibilidad el rasgo que marca la Ilustración, que la acom­ paña y que se acentuará en los autores que van hacia el romanticis­ mo— basándose en los ojos del retrato de Cervantes (142) y en lo que considera triunfos sentimentales del espíritu sobre el mundo físico (143). Es más, Francisco Cuevas ha puesto de relieve que, desde la perspectiva clasicista con que contempla y analiza la obra de Cervantes, «embarga al apasionado académico una ciega idolatría 200

por Cervantes que tiene mucho de romántico» (El cervantismo 2 ) y, de modo inverso, en pleno «apasionamiento» romántico Clemencín seguirá contemplando la literatura desde la perspectiva clasicista. Joaquín Alvarez Barrientos llama la atención sobre el hecho de que Vicente de los Ríos «es uno de los que inicia el proceso de con­ versión de Cervantes en referente moral» («El Quijote de Avellane­ da» 31). En realidad, sin embargo, se convierte en concreción carnal y espiritual de un heroísmo que incluye el valor militar, pero tam­ bién y sobre todo la valentía para afrontar una existencia plagada de trampas e ingratitudes. Ya en la «Vida» que antepone a la edición de que estamos hablando —y que para Cherchi constituye el segun­ do bautismo académico de Cervantes— De los Ríos escribe: «Este ilustre escritor, digno de mejor siglo y acreedor a todas las recom­ pensas debidas al valor, a la virtud y al talento, vivió pobre, despre­ ciado y miserable en medio de la misma nación que ilustró en la paz con sus obras, y a cuyas victorias había contribuido con su sangre en la guerra, y murió sin lograr después la fama postuma que merecía. Destino infeliz y singular aun entre los grandes hombres desgracia­ dos» (i). Y en el «Análisis» Cervantes es situado junto a Homero: «Ambos fueron poco estimados en sus patrias, anduvieron errantes y miserables toda su vida, y después han sido objeto de la admira­ ción y del aplauso de los hombres sabios en todas las edades, países y naciones» (xliv). No solo en vida sufrió un destino infeliz, sino que tras fallecer no alcanzó justicia su memoria. De ahí la significación de la edición de Londres, pues de su primera biografía es Cervantes deudor «a la solicitud de una de las naciones sabias de Europa» (ii). De los Ríos da por supuesta la pobreza del autor, pero la explica —siguiendo un topos muy clásico que el mismo Cervantes había recogido en su Viaje d el Parnaso (V, w. 329-330)— de un modo algo diferente: «esta inclinación tan temprana y vehemente a la poe­ sía y libros de entretenimiento, fue también el verdadero origen de la estrechez y pobreza en que vivió siempre Cervantes» (iv). Pero la primera señal de su grandeza personal la daría en Lepanto. Es más, la esclavitud —en la que se levanta la crueldad de su amo hasta lími­ tes míticos— le proporciona los medios para sobresalir entre los demás: «Su ánimo heroico, encorvado bajo el yugo de una esclavi­ tud tan violenta, pugnó con mayor vigor y con doblado esfuerzo para escaparse de su opresión» (vii). En tales circunstancias se pone de relieve una generosidad casi sin límites, «intrepidez y nobleza de ánimo» (ix), junto a «valor y constancia» (ix) que van trazando un retrato moral sobresaliente, al que se le añade la pretensión de tomar 201

la ciudad de Argel para acabar con la amenaza de la piratería, es de­ cir, un heroísmo rayano en la simple locura. Y no solo en De los Ríos, sino que también en Pellicer se presenta, en términos de Alva­ rez Barrientos, «la lectura moral del personaje» («El Quijote de Ave­ llaneda» 33). Pero Cervantes es modelo de heroísmo porque no se limita a ser ejemplo de valor en la guerra, de constancia en la lucha por su libertad, de orgullo por su gloria como soldado, sino porque ha sabido que el valor verdadero «nace de la razón» (cix), de modo que el heroísmo cervantino mimetiza también los valores ilustrados. A pesar de la pobreza impenitente motivada por la afición a la poe­ sía, supone De los Ríos natural que encontrase «algún empleo o comisión proporcionada para mantenerse con más comodidad que la que podía esperar de sus escritos» (xiii). Contradictoriamente afir­ ma De los Ríos que, al tratar de publicar la primera parte del Quijo­ te, «no fue la falta de medios la principal causa que le indujo a buscar tan ilustre mecenas, sino el conocimiento que tenía del carácter de su obra» (xv). Ese Cervantes pobre, anciano y retirado solo parece dejar paso a la imagen de un sabio, aunque su subsistencia, dice De los Ríos, «la debió a la generosidad del conde de Lemos y del arzo­ bispo de Toledo» (xix), quienes «se dedicaron voluntariamente a fa­ vorecerle, ampararle y socorrerle» (xx), mecenas que merecen recor­ darse como modelos dignos de ser imitados. Lo curioso —lo contra­ dictorio— es que en la época en que disfruta de la protección de esos proceres, De los Ríos habla de «la desdichada situación de Cer­ vantes [...] su extrema miseria y la injusticia con que le trataban los que, por su carácter y destino, estaban obligados a discernir el méri­ to y premiarle» (xxiv). Decimos «contradictorio» porque, a diferen­ cia de Mayans, que proyectaba conscientemente su situación perso­ nal en la de Cervantes, no es el mismo caso el de De los Ríos, por lo que al reciclar las posturas mayansianas parece como si le faltara el convencimiento íntimo que las justificara. Así, creemos que Francis­ co Cuevas tiene toda la razón al asegurar: «El camino para la inter­ pretación romántica, decimonónica, idealista, del Quijote y del con­ junto de las obras de Cervantes pasa por el de la interpretación ro­ mántica de su propio autor» (El cervantismo 1: 12). Y si todos esos rasgos van a trazar el perfil personal de Cervantes, su imagen intelectual (o creativa) encuentra en De los Ríos expresio­ nes semejantes: «un ingenio original, un talento sublime y grande» (xvii) ante el que sus contemporáneos no supieron hacer otra cosa que despreciarle y abandonarle. Y ese desprecio acaba formulándose como la existencia de «los enemigos del buen gusto» que hicieron 202

que pareciera «que el Quijote se había escrito en medio de una na­ ción enemiga de las musas» (xviii). Tal vez, pero, ¿quiénes eran esos contemporáneos? ¿Lope, Quevedo, Góngora? ¿Y por qué razón ellos tenían que admirar a un escritor que no era ni más ni mejor que ellos mismos? De los Ríos, como otros comentaristas muy a posterio­ ri, parecen olvidar el ambiente de celos, envidias y rencores que ca­ racteriza los círculos letrados de todas partes y tiempos. La conse­ cuencia es que, al publicarse la primera parte del Quijote, «uno de los monumentos literarios más apreciables de nuestra nación fue mirado desde luego por ella con la mayor indiferencia» (xvii), tema que ya hemos comentado en el capítulo primero. En cualquier caso, «el Quijote solo basta para colocarle en la clase de aquellos hombres grandes que producen rara vez los siglos» (xxxvii). Como colofón de todo el proceso de restauración de la imagen de Cervantes y de exal­ tación monumentalizadora de su propia figura personal, De los Ríos escribe: «En su entierro no quedó lápida, inscripción ni memoria alguna que le distinguiese» (§115); y un poco más adelante: «Si hu­ biera florecido este ilustre español en Atenas o en Roma, le hubieran erigido estatuas» (§123). Se confiesa así la proclamación de una fal­ ta nacional, de un duelo no asumido, de un recuerdo nunca articu­ lado. Y esa idea será ya recurrente en los escritores que se acerquen a Cervantes en el futuro, según veremos todavía más adelante. Después de lo que hemos visto en el capítulo primero, no es casual que Avellaneda se convirtiera en un referente en el proceso de construc­ ción de la persona de Cervantes como modelo heroico. De los Ríos escribe: «El paralelo entre el prólogo de Avellaneda y el de Cervantes manifiesta la ventaja que este le hacía en honradez y nobleza de ánimo, así como el cotejo de las dos obras hace patente la preferencia de su ingenio» (xxxi). Es más, lo que parece sorprender a De los Ríos —como si fuera ajeno a lo que habían sido las tensiones y enfrenta­ mientos entre Mayans y el círculo letrado cortesano— es que a alguien se le hubiera ocurrido publicar la continuación apócrifa de Avellaneda: «Lo singular es que en este siglo y dentro de la Corte se haya estampado y sostenido lo mismo, poniendo por fundamento la autoridad de los diaristas franceses» (xxxiii), donde llama la atención el uso de diaristas por alguien que no era ni Mayans ni su círculo de amistades. Ya muy avanzado el siglo xix, Luis Vidart volverá a poner el acento en el sentido patriótico del trabajo de Vicente de los Ríos: Diríase que el ardiente patriotismo de Daoiz y Velarde, que escribió con sangre heroica la primera página de nuestra gloriosa 203

guerra de la Independencia, se anidaba ya en el pecho de D. Vi­ cente de los Ríos y le impulsaba a defender la honra de las letras castellanas que torpemente querían amenguar los afrancesados neo-clásicos que, a pesar de haber nacido en España, con frecuen­ cia olvidaban el nombre y los merecimientos de nuestros grandes poetas y prosistas para rendir culto idolátrico a la fastuosa y cor­ tesana literatura transpirenaica del tiempo de Luis XIV que Fran­ cia presentaba como el más acabado modelo de la posible perfec­ ción en las obras del ingenio humano (96).

Inmerso en un discurso conservador que ya hemos visto en el capítulo segundo, la vinculación que establece Vidart entre Cervan­ tes —en manos de Vicente de los Ríos— y Daoiz y Velarde, oficiales de artillería que se levantaron contra los franceses en mayo de 1808, remite inconscientemente a un patriotismo visceral que no es origi­ nal del escritor tardodecimonónico. Un discurso que olvida el carác­ ter neoclásico del propio De los Ríos y las campañas de ilustrados y neoclásicos por la restauración de las letras españolas. Ya en La Re­ vista Española, a fecha de 13 de enero de 1835, y hablando de los nombres de las calles, se propone cambiar los de algunas (Válgame Dios y otras) por «los de algunos hombres ilustres como Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, que o nacieron o murieron en ellas; de al­ gunos monarcas que embellecieron la capital, como Felipe II, Felipe V, Carlos III, Fernando VII, o de algunos héroes memorables en los fastos nacionales como Daoiz y Velarde y otros». Y al parecer la proximidad entre los héroes del dos de mayo y el príncipe de los ingenios españoles se manifestó también en las manos del escultor de la imagen de Cervantes, como veremos en el capítulo quinto, puesto que el mismo Antonio Solá se encargó del grupo de Daoiz y Velarde que se encuentra en Madrid en la plaza del Dos de mayo. Por mecanismos semiconscientes propios de una psicología de ma­ sas avant la lettre, se pone en clara relación el patriotismo guerrero contra los franceses (y los afrancesados, a quienes se priva de nacio­ nalidad, como veremos en el siguiente capítulo), la exaltación indis­ criminada de ciertas figuras históricas y el panteón todavía por cons­ truir de los nombres imborrables de las letras y las artes. Pero tam­ bién José de Zorrilla\ en Apoteosis de don Pedro Calderón de la Barca escribirá: «¿No hay aquí gloria? Sin que mucho tarde / Calderón y Cervantes lo dirán. / ¿No hay libertad? Daoiz y Velarde / a daros un mentís despertarán. / Eso dice la España postergada, / eso la fama anunciará veloz: / díselo tú, Reposo de la nada / a esos que duermen sin oír mi voz» (71-78). La asociación, pues, entre autores ¡cónicos 204

como Calderón y Cervantes y los héroes de la insurrección española contra los franceses en mayo de 1808 está consolidada. Pero no se limita a eso Zorrilla. Cervantes es uno de los personajes de esta obra de un acto. Y ahí la Crítica—otro personaje de corte alegórico en la pieza— le espeta al autor del Quijote: «Cervantes, la misma tierra / que ahora estatuas te da / miserable y calumniado / te vio morir sin piedad» (377-380). A lo cual Cervantes responde: «Basta ya; / mi patria es grande y no puede / ni confundir ni olvidar» (382-384), dando por acabado el duelo, aceptando el homenaje y preconizando la preservación de la memoria. Por otra parte, Zorrilla elaboró en el poema «La estatua de Cervantes» todo un proceso psicológicometafórico que le permitió pasar de la imagen física que se podía contemplar en la plaza de las Cortes —con una reja alrededor de la estatua que desapareció posteriormente— a la dimensión simbólica del personaje, identificado por Zorrilla, en términos de la retórica romántica, con el poeta. S e c u e l a s d e l a e d ic ió n a c a d é m ic a ; « Q u i jo t e » y l a s a p o l o g ía s

el

La aparición de la edición de la Real Academia Española volvió a colocar el Quijote en el mapa de las reflexiones que movilizan al círculo letrado de la Corte. Y uno de los intelectuales que aborda esa reflexión es el Censor, Luis Cañuelo, quien escribe en el número 65 (1781): «Es menester mucho ingenio y mucha reflexión para que a uno le parezca mal lo que siempre ha visto practicar y aprobar a to­ dos [...] Y para que uno solo llegue a desimpresionar a la multitud es preciso que tenga toda la viveza, toda la gracia, todo el arte de un Cervantes, esto es, que sea uno de aquellos hombres que la naturale­ za no produce sino después de muchos siglos» (290). Así, el autor de El Censor se incluye entre quienes ven en el Quijote la herramienta que permitió cambiar las costumbres de su tiempo, es decir, a través de la sátira y el humor, desterrar la lectura de los libros de caballerías. La potencia de la letra impresa y de la literatura —a la que se atribu­ ye un poder transformador de la sociedad y sus costumbres— es lo que subyace a esa lectura, ya desde el tiempo de Cervantes. En el número 80 (de 1785) volverá a escribir Cañuelo sobre Cervantes, atribuyéndole el texto a un Patricio Franco y dando cabida a las aportaciones y posicionamientos de De los Ríos en su «Análisis». Pero el número que está plenamente dedicado a una interpretación 205

que podríamos llamar «operativa» del Quijote es el 6 8 , que se publi­ có a principios de 1784. Comienza en un tono que rápidamente se intuye irónico al criticar a Vicente de los Ríos en su «Análisis» por­ que el Censor confiesa no perdonarle a Cervantes el que su obra se burle de «una locura como la de este héroe fabuloso» (2). El punto clave es la descripción que hace Cañuelo de la locura de don Quijo­ te y, en comparación con ella, surge la pregunta: «¿No había acaso otras locuras sin comparación más perjudiciales y más comunes que hacer ridiculas?» (2 ). Nótese que la interpretación que subyáce es: el Quijote se proponía ridiculizar, mediante la sátira —«vuelvo a decir y diré mil veces que un loco tal era a fe mía más digno de un pane­ gírico que de una sátira» (3)—, no tanto los libros de caballerías, como muy específicamente la locura que genera la identificación del héroe con los protagonistas de esos libros. De ese planteamiento sé deduce claramente que el punto central será cómo define la locura de don Quijote. Para el Censor, don Quijote es un loco que se creía obligado a enderezar toda suerte de tuertos, desfacer todo género de agravios, amparar huérfanos y doncellas, dar so­ corro y ayuda a toda suerte de necesitados y menesterosos; un loco que, para cumplir con estas obligaciones, deja su casa, aban­ dona su comodidad, desprecia toda suerte de trabajos y fatigas, arrostra los mayores peligros y la muerte misma; un loco, hidalgo o caballero, bien hablado con todo el mundo, casto hasta no po­ der serlo más y de un juicio recto (fuera aparte de su manía), de unas luces claras y de una más que mediana instrucción; un loco, pero al fin un hombre veraz, íntegro, lleno de probidad y de hon­ radez, incapaz de decir ni hacer cosa que en su concepto fuese una vileza, amante de la gloria, sobrio en la abundancia, liberal en la pobreza, valiente en todas ocasiones, compasivo, misericordio­ so, agradecido con todos; en una palabra, un hombre cabal y perfecto, a excepción de aquel trastorno que su imaginación pa­ decía (2-3).

Cañuelo parece deslizarse a una postura semejante a la de Cadal­ so: «Poco me falta para exclamar que bien hayan amén los libros de caballerías si, aun a pesar de trastornar la cabeza de sus lectores, po­ dían no obstante infundirles el amor a tantas virtudes sociales como resplandecían en don Quijote» (3). He subrayado la expresión vir­ tudes sociales porque, a diferencia de opiniones como las que hemos visto de Blas Nasarre a propósito de la caballerosidad e incluso de lo 206

enigmático de las palabras de Cadalso, lo que resalta Cañuelo no es una virtud exclusivamente individual —y por tanto de corte aristo­ crático—, sino los rasgos de conducta social que hacen de don Qui­ jote un personaje ejemplar. Don Quijote le sirve para confrontar una locura que él encuentra admirable con las locuras contemporá­ neas: pisaverdes, eruditos a la violeta o semieruditos, abusadores de jóvenes y damas. En consecuencia, el Censor se constituye a sí mis­ mo en una encarnación contemporánea de don Quijote: [...] el Censor es, y lo tiene a mucha honra, muy semejante a un don Quijote del mundo filosófico, que corre por todos los países en demanda de las aventuras, procurando desfacer errores de todo género y enderezar tuertos y sinrazones de toda especie [...] He aquí su manía. Intento verdaderamente loco, ya por la corte­ dad de sus fuerzas, ya por la debilidad de sus armas (10).

Caballero andante, el Censor, que adora a una Dulcinea que es la Verdad, por la que está dispuesto a sufrir toda clase de adversida­ des, aunque sabe que cuenta con la protección «de un muy sabio y muy poderoso, que no por vía de encantamiento, sino muy real y muy efectivamente le ha favorecido hasta aquí» (18-19), lo que le permi­ te al nuevo Quijote que es el Censor una tercera (y última) salida, aludiendo tal vez, según Rey Hazas y Muñoz Sánchez, a la interven­ ción de Floridablanca a favor de la publicación (74). Como afirman dichos críticos, el Quijote se recorta como modelo ético para el Cen­ sor (74). La única diferencia entre el don Quijote ficticio y el Censor como don Quijote es que, según reconoce Cañuelo, «el valor del primero jamás se vio descaecer ni en un punto, pero el segundo no las tiene hoy todas consigo» (18). Constata, pues, Cañuelo un rasgo caracterizador del personaje cervantino que trasciende la locura y la cordura, la manía y la racionalidad, pues la constancia en sus empre­ sas —a pesar de los momentos de eclipse y duda— está fuera de todo cuestionamiento. Rachel Schmidt supone «that an Enlighten­ ment journalist would identify himself positively with Don Quixo­ te, the exemplar of foolishness and deluded zealotry, must have startled his readers» (173), pero las bases de su identificación con don Quijote se sitúan claramente en el programa reformista e ilus­ trado, por lo que sus lectores, una parte de su público —el proclive al reformismo ilustrado—, una parte de la nación, no debieron te­ ner mayor dificultad para comprender la valoración que implicaba el posicionamiento de Cañuelo. 207

La obra editorial de Vicente de los Ríos tuvo una continuación en la edición de Pellicer Saforcada, que se sale fuera de los esfuerzos monumentalizadores ya que la suya no pretende producir el objeto magnífico y magnifícente de Londres o Madrid. Porque quien en 1778, como vimos en el capítulo anterior, se había apresurado a incluir en el Ensayo de una biblioteca d e traductores españoles toda una serie de documentos sobre Cervantes a fin de, hasta cierto punto, adelantar­ se a Vicente de los Ríos y su edición académica, decide o tiene que aguardar más de quince años para publicar en 1797-1798 su propia edición del Quijote. Como escribe Françoise Etienvre, «es posible que la protección de Godoy, a quien iba dedicada la obra, le ayuda­ ra a realizar su sueño» («Lecturas» 90-91), lo que hace suponer que no había encontrado ese tipo de protección bajo anteriores gobier­ nos ilustrados. La misma crítica llama la atención sobre los proble­ mas materiales que tuvo que sortear la edición, a cargo de Gabriel de Sancha, y que Pellicer le cuenta a Juan Antonio Mayans: «Hace días se hubiera dado fin a esta impresión si no se hubieran padecido lar­ gas dilaciones ya por falta de papel de marca mayor, ya de vitelas [...] fue necesario recurrir a París, de donde van viniendo a pausas, caras pero excelentes» (en Etienvre, «Lecturas» 91). Para el texto, Pellicer supone que la edición madrileña de 1608 es la más correcta porque ha sido corregida personalmente por Cervantes, actitud en que tal vez le influyó directamente John Bowle, con quien mantuvo contac­ tos a partir de 1778. Parte de la novedad de esta edición serán las estampas «encar­ gadas a dibujantes y grabadores de renombre (Navarro, Camarón, Ximeno, Paret, Duflos), que admiten sin dificultad la comparación con las que adornaban las ediciones académicas» (Etienvre, «Lectu­ ras» 91). En cuanto al «Discurso preliminar», solo el flV se dedica al comentario estilístico y literario, «comentario poco logrado, con­ fuso y que reproduce a menudo las ideas de Ríos, cuyo nombre aparece mencionado repetidas veces» (Etienvre, «Lecturas» 91-92). Y en el segundo texto preliminar, la «Vida», apunta sugerencias que entran en las paradójicas curiosidades cervantinas que todavía tie­ nen vida: entre ellas la del famoso Buscapié, texto «de Cervantes» en el que este habría hecho accesible la clave para comprender las alu­ siones ocultas —esoterismo redivivo— en el Quijote, texto por el que De los Ríos se había interesado y que, según Pellicer, nunca ha existido. Por último, la edición de Pellicer, a diferencia de la de De los Ríos, sí presenta la elaboración de notas nuevas, confesando su deuda a los editores ingleses y particularmente a Bowle. Añade 208

Pellicer un mapa de las salidas de don Quijote dibujado por Manuel Antonio Rodríguez. La edición de Pellicer, por tanto, es la primera que marca el camino de las ediciones cuidadas textualmente, intro­ ducidas por textos significativos y acompañadas de una anotación útil y amplia,^ además de materiales complementarios clarificado­ res. Destaca Etienvre el hecho de que comentadores y lectores del Quijote hayan mostrado una «propensión a querer arraigar a toda fuerza la novela en la realidad» («Lecturas» 94), aludiendo a comen­ tarios de Pellicer y a intentos de clarificación por parte de Juan An­ tonio Mayans —quien, administrador de los papeles de su herma­ no, conservaba un legajo de Apuntamientos para añadir en sus lugares respectivos a la «Vida de Cervantes», sobre los que habla Antonio Mestre («Valores literarios» 237-239) y en los que hay clarificaciones «reales» sobre lugares de la novela y otros materiales complementa­ rios—, pero eso tiene mucho que ver con el nacimiento en el ámbi­ to español de textos que parecen representaciones más directas de la realidad, y en especial de las novelas autobiográficas ficticias —eso que se ha llamado picaresca—, porque estimulan en el lector una sensación de veracidad y proximidad que le impulsa a querer iden­ tificar en su realidad lo que ha construido la realidad ficticia. El poco conocido señor Mariano Rementería y Fica, sobre quien hablare­ mos en el capítulo quinto, comentaba en 1834: «La fiierza de ima­ ginación con que está compuesto [el Quijote] ha llegado a dar exis­ tencia real a sus personajes ideales, siendo infinitas las personas que creen que don Quijote y Sancho fueron hombres verdaderos» (27). La tendencia que menciona Etienvre, curiosamente, parece más vincu­ lada al realismo decimonónico que al cervantismo, y sin embargo ambas se entrelazan y comunican. Porque el problema no es si la realidad que representa Cervantes es más o menos real en función de lo que sabemos de ese momento histórico, sino que el principio desde el que se juzga una obra literaria (o artística en general) es su relación con la realidad representada. Francisco Cuevas afirma que ya en el caso de Mayans late «un problema de teoría literaria crucial: la obra de arte, mimesis de la realidad, ha de depender de referentes reales» (El cervantismo 1: 2 1 ); o tal vez no. Como puede verse, el asunto suscitado trasciende el objetivo de este libro. La edición de Pellicer, sin embargo, también se inscribe en el movimiento patriótico que tan bien encarnaba la edición académi­ ca, aunque se eche de menos una vocación monumentalizadora como la de aquella. Le escribía Pellicer en carta a Juan Antonio Ma­ yans en abril de 1798: «Cervantes honra tanto a nuestra España que 209

es acreedor a las investigaciones literarias de todos los eruditos para su mayor ilustración e inteligencia de propios y extraños» (J. A. Ma­ yans, Cartas 11). Con esas palabras, según Françoise Etienvre, da «un carácter patriótico a los estudios hechos y por hacer acerca de la obra cervantina» («Lecturas» 95). Pero Paolo Cherchi había señala­ do en la labor de De los Ríos una dimensión trascendente para los años que seguirán: de ese modo —sugería Cherchi— se respondía apologéticamente a las interpretaciones extranjeras de la novela cer­ vantina (140). A partir de ese momento, por tanto, el Quijote, rena­ cido ilustrado y neoclásico, será un instrumento de lucha y solo marginalmente objeto de polémica (140). Otro eje de desarrollo del cervantismo grandemente estimulado por la edición académica es el del desarrollo de la historiografía lite­ raria y, en consecuencia, del papel que Cervantes ocupa en ellas. Ésa influencia brilla significativamente en la labor historiográfica de los jesuítas expulsos y, en particular, en Xavier Llampillas (Quinziaño, «Cervantes y el Quijote» 53-56). En ese contexto debemos visitar obligatoriamente a Juan Andrés, que en 1782 empieza a publicar en Parma D ell’o rigine, progressi e stato attuale d ’o gni letteratura,,que sería traducida al castellano por su hermano Carlos y publicada en Madrid con un cierto desfase; el primer tomo de la obra se publica en Madrid en 1784. El tomo 4, que sale en castellano en 1787, es en el que Andrés se detiene a comentar novelas y romances. Las pri­ meras se refieren a lo que en italiano se llama novella, o sea, cuen­ tos largos, novelas cortas; los segundos, a lo que nosotros enten­ demos más bien como novelas, ficciones narrativas. Ahí habla Andrés sobre los libros de caballerías; y ahí se acerca al Quijote, obra «graciosísima [...] en la que puso en ridículo las extravagan­ cias y necedades que con tanto placer se leían en los libros de ca­ ballerías» (489). Si Capmany pondrá más adelante el acento en la riqueza lingüística y en la gala del lenguaje, Andrés destaca diver­ sos niveles de la obra: La fecundidad y gentileza de imaginación, la naturalidad y verdad de las narraciones y de las descripciones, la elegancia y ame­ nidad del estilo, y el fino gusto y sano juicio de Cervantes han sabido formar de un complejo de extravagantes necedades un li­ bro noble y deleitable que ha sido recibido con aplauso tan uni­ versal de todas las naciones, que D on Q uijote se ve representado por todas partes en prosa y en verso, en estampas, en cuadros, en telas, en tapices y de todos modos, llegando a ser más conocido un pobre hidalgo de la Mancha, enloquecido por la lectura de los 210

libros de caballerías, que los capitanes griegos y troyanos, ilustres por tantas batallas y celebrados en los inmortales cantos de Ho­ mero y de Virgilio (489-490).

Para Andrés, la mayor virtud del Quijote fue desterrar el gusto por los libros de caballerías (490, 529). Es más, el gran mérito lite­ rario de Cervantes radica en las novelas ejemplares, no en el Quijote: «con la producción de sus novelas extinguió el esplendor de todas las otras» (529), proponiendo que «se tengan por una obra clásica y magistral en su género» (533). Clasicismo ya indiscutible —aunque para Andrés eso se justifique por las Novelas ejemplares más que por el Quijote y a pesar de las vueltas y revueltas que veremos en el próxi­ mo capítulo— y canonización consagrada por la multiplicidad de vías por las que la imagen de don Quijote se reproduce ya sin pre­ tensión de individualidad, casi como en una benjaminiana época de la reproductibilidad técnica. Una monumentalización que está al margen del monumento y que se generaliza por la presencia del autor y la obra en las historias literarias del momento, asociadas a la reivindicación apologética de la cultura española como aportación irrenunciable de una moderna cultura europea en proceso de narrativización. Ya hemos dicho que la publicación del Quijote por la Real Aca­ demia de la Lengua se enmarca en el proceso de constitución de una cultura nacional en la que ciertos iconos deben ocupar el espacio de representación de la nación de la manera más unificadora posible, aunque de hecho representan una o alguna de las naciones posibles. Las reacciones nacionalistas, sin embargo, recibirán un impulso ins­ titucional inesperado y provocarán unas respuestas muy diversas ante la insidiosa pregunta de Masson de Morvilliers con la subsi­ guiente reacción apologética. Tiene razón Julián Marías cuando afir­ ma: «Entre todas las críticas acumuladas sobre España por parte de extranjeros durante el siglo x v i i i , hay dos que tuvieron resonancias excepcionales» (23). Se refiere, obviamente, a las de Montesquieu y Masson. Sobre Montesquieu ya hemos visto en el capítulo anterior la reacción de Cadalso, y no me voy a detener demasiado en Masson de Morvilliers, cuyo «mensaje» antiespañol se caracteriza, sobre todo, por su falta de originalidad, es decir, por haber sido capaz de reciclar todo lo que otros compatriotas suyos habían ido diciendo a lo largo de los años, a lo largo de casi un siglo. Lo interesante —lo trascendente— es que en ese contexto brota la formulación sintética más precisa del papel que se le ve y se le da a España en la génesis del 211

hiperrelato de ia Europa moderna: «Mais que doit-on à l’Espagne? Et depuis deux siècles, depuis quatre, depuis dix, qu’a-t-elle fait pour l’Europe?» (en García Cárcel 158). Pero no se detiene ahí Masson en su euforia retórica, y creo que poco interés se ha mostrado por esta parte del retrato que traza de la cultura española y del mun­ do hispánico. La posición de España ya no pertenece a Europa, ni siquiera al nivel de Rusia o Polonia. En efecto, «Elle ressemble aujourd’hui à ces colonies faibles et malheureuses, qui ont besoin sans cesse du bras protecteur de la métropole» (en García Cárcel 1 5 8 -15 9 ), idea sugerida por Montesquieu en L’Esprit des lois. España se ha con­ vertido simbólicamente en una colonia por su estado de menor edad —«peuple enfant» lo llama (en Lopez, Juan Pablo Forner 3 5 3 )—t— , por su ausencia de cultura y civilización, de modo que todo, absolu­ tamente todo, tiene que proporcionársele desde la metrópoli. Y si éso se piensa y dice de España, no es precisa gran imaginación para su­ poner lo que se piensa y dice de su imperio. Pero esa parte conefcta con las políticas neoimperialistas de la época, que tratan de desacre­ ditar definitivamente a España como gestora de un poder paraXel que —según sus rivales— nunca estuvo preparada, a diferencia dé sus potenciales sustituías. Que a esas alturas España hubiera sido capaz de gestionar y preservar su imperio a lo largo de más de dos siglos no tiene ninguna importancia para sus adversarios. Me parece más discu­ tible, sin embargo, deducir de ahí lo que recientemente Alberto Me­ dina ha llamado la «orientalización» de España «que continuará a lo largo del siglo siguiente» (33). La amputación de España de la moder­ nidad racionalista y empírica no alcanza a su identificación plena con un África vista como la encarnación misma del atraso, y ese es el án­ gulo desde el que se sitúa M.a Carmen Iglesias al poner entre comillas el «oriental» del título de su artículo. Evidentemente, la resonancia de los comentarios de Masson no fue probablemente más allá de los españoles que leyeron el artículo en el volumen de la Encyclopédie méthodique. Por eso es esencial re­ tener una idea: Masson no hace más que sintetizar y bordar las ideas que intelectuales de verdadera envergadura y prestigio habían ido diciendo a lo largo del siglo. Una de las repercusiones del artículo de Masson es, al margen de toda la literatura apologética que se produ­ ce en España y otros lugares, el debate que tiene lugar —y sobre el que Matthey ha llamado muy acertadamente la atención— entre intelectuales españoles que se posicionan a favor o en contra de las opiniones vertidas por Masson. Porque ese debate forma parte de las numerosísimas intervenciones efectuadas a lo largo del siglo x v iii 212

por los intelectuales españoles en relación estrecha con la nación y la identidad nacional. En cierto sentido, ese es el objetivo de Antonio Feros al afirmar: «I am interested in understanding in what senses these critiques, and Spanish responses, helped Spaniards to define themselves, their history, their culture and ultimately their cha­ racter» (6 ). Porque esas críticas incidieron sin la menor duda no solo en los textos de los apologistas (y antiapologistas), sino en la vida cultural nacional de los años que siguieron. La amputación simbóli­ ca del mundo hispánico en ese relato de la modernidad «resolvía el problema España» de las nuevas potencias hegemónicas, por tomar prestada una expresión de Alexandre Cioranescu en Le masque et le visage. Y su incidencia quedó grabada ya indeleblemente con imáge­ nes que se renovarían parcialmente en la iconografía romántica. Así, no es de extrañar que en la representación de los miembros de la Unión Europea en una portada de The Economist, de 14-20 de sep­ tiembre de 2013, todos los países aparezcan identificados por mo­ numentos arquitectónicos —metonimia obvia de pueblos con cul­ tura, civilizados—, excepto España, que es un toro arrodillado con sus cuatro banderillas bien clavadas. A pesar de que algún crítico relaciona directamente la edición de la Real Academia Española y el movimiento políticocultural desen­ cadenado por la publicación del artículo «Espagne» de Nicolas Masson de Morvilliers, y ya hemos visto los comentarios de Francisco Rico al respecto, la verdad es que lo que fueron las diversas apologías de la cultura española tienen lugar después —y bastante después— de haber aparecido esta edición del Quijote. Eso no quiere decir que no haya un hilo intelectual que conduce de un gesto monumentalizador, nacionalista y patriótico, hasta las reacciones provocadas en los círculos letrados —en un sentido y en el otro— por las palabras de Masson, cuya operatividad histórica radicaría en la más amplia autorreflexión sobre la identidad nacional, la nación, la cultura de la nación y su posición en el relato de la modernidad. En el tiempo de las apologías una figura destaca por encima de las demás en su rela­ ción con Cervantes y no es otra que Juan Pablo Forner, de quien Gilbert Smith afirmaría que fue el defensor más leal de Cervantes en las guerras literarias y personales del fin de siglo (103). Y en efecto así fue. Particularmente, por la relación intelectual entre Forner y Gregorio Mayans, como bien demostró François Lopez (Juan Pablo Forner 80-208), ya que el tío de Forner fue el médico Andrés Piquer, corresponsal y «amigo» de Mayans. Es lógico, pues, que en la Ora­ ción apologética Forner se acoja al Quijote claramente en dos ocasio213

nes; así, escribe: «Para mí, entre el Quijote de Cervantes y el M undo de Descartes, o el Optimismo de Leibniz no hay más diferencia que la de reconocer en la novela del español infinitamente mayor méri­ to que en las fábulas filosóficas del francés y del alemán; porque sien­ do ficciones diversas solo por la materia, la cual no constituye el mérito de las fábulas, en el Quijote logró el mundo el desengaño de muchas preocupaciones que mantenía con prejuicio suyo; pero las fábulas filosóficas han sido siempre el escándalo de la razón» (65). Y, más adelante, vuelve a acudir a la novela cervantina: «Habíanos venido de Francia el inepto gusto a los libros de caballería, que te­ nían como en embeleso a la ociosa curiosidad del vulgo infimo y supremo. Clama Vives contra el abuso; escúchale Cervantes; intenta la destrucción de tal peste; publica el Quijote, y ahuyenta a las tinie­ blas de la luz al despuntar el sol aquella insípida e insensata caterva de caballeros, despedazadores de gigantes y conquistadores de reinos nunca oídos» (164-165). Aquí se mezclan dos elementos cruciáles en la percepción forneriana de la filosofía y la historia literaria. Como comentó Lizandro Arbolay Alfonso en una ponencia presen­ tada al congreso de Victoria de la Asociación Canadiense de His­ panistas en 2013: «En ningún momento defiende Forner el mérito puramente literario (ya sea metafórico o estilístico) de la obra de Cervantes [...] La virtud que subraya Forner es su utilidad, supe­ rior a otras “ficciones europeas” escritas por Descartes, Leibniz, y Newton». La segunda cita entronca con la historia literaria y, en particular, con la intervención de Mayans en la Vida d e M iguel de Cervantes Saavedra, pues es ahí donde se articula por primera vez una contextualización ideológica y cultural del sentido explícito y autoconsciente que Cervantes quiso darle a su Quijote. (Desde lue­ go, aquí dejamos de lado si el «Prólogo» y el final de la segunda parte están escritos en tono zumbón y burlesco o, por el contrario, pretendían expresar la intencionalidad cervantina, asunto que ya he­ mos abordado en el capítulo primero.) El papel que el Quijote des­ empeña en la apología forneriana, pues, está determinado por el marco hermenéutico que él mismo establece para la cultura euro­ pea. Puesto que el criterio clave para interpretar esa cultura es la utilidad que ha podido procurar a los países y sus pueblos, el gran héroe intelectual de Forner será Juan Luis Vives —icono cultural también para Mayans, responsable de una magna edición diecio­ chesca de la obra de Vives—, que encarna un modo de ser español más próximo a Sancho Panza que a don Quijote. Pero la novela de Cervantes va a funcionar en su argumentación como prueba eviden214

te de esa vision de la identidad nacional, pues no es el personaje de don Quijote el que muestra las virtudes de una nación, sino Cervan­ tes en su modo de saber hacer de una novela un instrumento útil y, a la vez, genial. Porque para valorar y captar la percepción forneriana de Cervantes hay que volver a las Exequias d e la lengua española, donde había mostrado sus perfiles; especialmente, al convertirlo en uno de los héroes que lideran la defensa de la lengua castellana. Según señalaba François Lopez, el discurso CXIII de El Censor había constituido un virulento ataque contra todos los apologistas de España, venidos y por venir, habiendo llegado incluso a excusar a Masson en el discurso CX (Juan P abb Forner 388). La posición del Censor, en realidad, como la de otros letrados que se oponen y en­ frentan a la política oficial de responder a los comentarios de Masson mediante la articulación de una apología contundente de la cultura nacional española, es una variante del abanico en que se abren las posturas ilustradas y reformistas como reacción ante lo que podemos calificar de agresiones imperialistas en la dinámica de es­ cribir el hiperrelato de la modernidad europea. En este caso concre­ to, pueden verse como extrapolación y asimilación de los juicios críticos emitidos desde fuera de la península como parte del discurso ilustrado que circula en la Europa occidental sobre España. Desde luego que no se trata aquí de descubrir cuál de esas variantes es más patriótica o nacionalista; en realidad todas lo son y el objetivo que las unifica no es otro que el de elaborar un discurso que permita afrontar las reformas que necesita el país y que son inseparables de un análisis crítico del mismo. Las diferencias empiezan a manifestar­ se cuando se profundiza en ese análisis o se proponen vías específicas para llevar a cabo las reformas. Antonio Borrego, a quien López (Juan Pablo Forner 462) ubica en la órbita del partido aragonés dirigido por Aranda, en su respues­ ta contra Forner —las Cartas de un español residente en París a su hermano residente en M adrid sobre la «Oración apologética por la Esp a ñ a ysu mérito literario» (1788)—, toca, cómo no, el Quijote. Y escri­ be: «La manía caballeresca de sus tiempos fue un vicio que por ven­ tura convenía moderar; quitolo con su Don Quijote; no mejoró nuestras cosas, las pervirtió. En lugar de este vicio que, como varo­ nil, contribuía siquiera para la seguridad del estado, se sustituyeron los mujeriles que no contribuyeron sino para afeminarlo» (112-113). Llamemos la atención sobre el juicio tan marcado según el género que le permite juzgar que deconstruir la caballerosidad nobiliaria equivale a la feminización de las costumbres nacionales. Para Borre215

go, esa afirmación no es invento personal, sino que se trata de un «hecho testificado por todos los escritores que han hablado de nues­ tras costumbres después de Cervantes» (113), aunque cita a Quevedo exclusivamente. Y vuelve a plantear el tema de los efectos prácti­ cos (útiles o inútiles) de la obra de Cervantes: «¿o destruyó el Don Quijote el espíritu caballeresco que afectaba a la sazón a la nobleza o no? Si no, nada más se debe a Cervantes que el de entretenernos, contra lo que dice Forner; y si lo destruyó, ¿qué virtudes o vicios llenaron el hueco que dejó aquel espíritu? ¿Puede citar ningunas virtudes? ¿Puede citar otros vicios que los mujeriles que llamó? Lue­ go he aquí el desengaño que logró el mundo con su Don Quijote, que [por] cierto no me parece para tan ponderado como a Forner» (113-114). Sobre las palabras de Borrego escribe Cherchi que, redu­ ciendo el Don Quijote a un libro de puro entretenimiento, la España ilustrada, representada por el autor de las Cartas, parece habei;/renunciado a una de sus más firmes conquistas y ¡parece haber abraza­ do en parte las tesis que la España conservadora había ya rechazado! (153). El problema es que cartografiar los debates culturales de la España ilustrada en conservadores y progresistas o derechas e iz­ quierdas —llamar a Juan Andrés «jesuíta de izquierdas (si se puede decir)» (144) es algo bastante problemático y a veces completamen­ te estéril— no solo reproduce un esquema ya empleado sino que, excepto que se identifique lo mejor posible y con los mayores deta­ lles disponibles, es de poca ayuda para el lector. Lo que acredita el posicionamiento de Borrego es que en el seno del círculo ilustrado hay percepciones contrapuestas sobre Cervantes, el valor del Quijote y la función social que tuvo su publicación en la sociedad de su tiem­ po. Y podemos añadir que, efectivamente, Borrego parece apuntarse a las posturas ya vistas de Luzán y Cadalso, pero con una diferencia puramente retórica formulada claramente al preguntar (y pregun­ tarse) si Cervantes realmente destruyó el espíritu caballeresco. En el mismo contexto histórico se incluye a García de la Huerta y su Lección crítica (1785). Rey Hazas y Muñoz Sánchez afirman que es en base a una mentalidad aristocrática y tradicional —opi­ nión absorbida acríticamente de la interpretación asentada por René Andioc muchos años atrás— como se explica «la antipatía de García de la Huerta respecto a la obra y a su autor» (19), es decir, al Quijo­ te y a Cervantes, y lo sitúan a la cabeza de una oposición extremada­ mente dura durante muchos años; en realidad, reciclan dichos autores las opiniones de Andioc sobre las que vuelvo un poco más adelante. Françoise Etienvre escribe sobre García de la Huerta que en su Lec­ 216

ción crítica ofrece un compendio de las acusaciones vertidas contra el Quijote durante medio siglo («Lecturas» 99). Nos parece, sin em­ bargo, que el núcleo de la Lección crítica no es un ataque al Quijote; es un ataque a Cervantes p o r sus ataques a Lope y, en consecuencia, por la razón de los mismos, el teatro y la envidia de Cervantes. La Lección crítica responde y trata de desmontar las opiniones de Cer­ vantes —tal y como son articuladas en la primera parte del Quijo­ te— sobre el teatro de Lope: ese es el centro del texto, justificado en parte porque Forner se había acogido a la autoridad de, Cervantes para emitir sus juicios sobre el Teatro español de Huerta. Así, la Lec­ ción crítica concierne sobre todo al fenómeno teatral, aproximación entre la prosa cervantina y el teatro barroco que ya hemos visto en capítulos anteriores. Explicando y desarrollando la idea de que Cer­ vantes sufría del vicio de la envidia —idea que no es suya, sino que adopta de Mayans—, Huerta retoma y prolonga lo que ya había afirmado con contundencia Nieto Molina en su Discurso en defensa de las comedias de frey Lope Félix de Vega: «Fuerte es la envidia; no perdona a lo mínimo ni tributa veneraciones a lo excelso» (en Bonilla Cerezo 351), dice sobre Cervantes en su relación con Lope; y tam­ bién se anticipaba a opiniones críticas muy posteriores (véase Close, Cervantes y la m entalidad cóm ica 106); pero, sobre todo, incidía en un enfoque que poco a poco iba a ser absolutamente rechazado por quienes identificaban la monumentalización de Cervantes con, como dice Francisco Cuevas, el «deseo de ocultar los “puntos oscu­ ros” de su biografía, como lo hacen Aribau o Quintana» (El cervan­ tismo 1 : 25), de modo que no se iba a aceptar que la persona histó­ rica de Cervantes hubiera podido sufrir vicios tan impresentables pero tan comunes y humanos como la envidia, aunque esta fuera «envidia literaria» (xxx), como claramente escribe Huerta. Así, García de la Huerta establece que la obra «de la Vida y he­ chos de Don Quijote es un Satiricon completo» (xxx), jugando sin duda con lo que era una percepción repetida desde Rapin al tener el Quijote como modelo de sátira —Forner, por su parte, no dudará en llamar a Voltaire Criticón (Reflexiones 7 8 )—. No obstante, la genera­ lización que extrae Huerta sobre la vinculación entre «crítico, satírico y envidioso» (xxxi) será uno de los puntos por los que Forner atacará en sus Reflexiones la postura de Huerta. A este respecto sigue Huerta: «contentándome por ahora con remitirme al prólogo de la Segunda parte d el Quijote de Avellaneda, en la que franca y palatinamente le da en rostro con este defecto [la envidia], de que Cervantes se pro­ curó sincerar en el prólogo de la Segunda parte suya, bien que tan 217

tibia e incongruentemente que deja en toda su fuerza la acrimina­ ción, justa o injusta, de Avellaneda» (xxxi). Huerta cita del prólogo de Avellaneda que ya hemos visto en el capítulo primero: «Si bien en los medios nos diferenciamos, pues él [Cervantes] tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones extranjeras y la nuestra le debe tanto [a Lope] por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar» (xxxiv). Huerta se sutna al equipo de los lopistas sin dudarlo —lo mismo que Avellaneda-!—, y desde ahí apunta un pase que no es más que el que ya habían he­ cho otros: ahí Cervantes se pasó. Sin embargo, lo único que dice Huerta del Quijote no puede entenderse como una crítica más de lo que lo fue la Vida de Mayans al señalar sus anacronismos y otros yerros. Escribe García de la Huerta: «y aunque el Don Quijote es acaso la obra única en que se hallan defectos que no se perdonan a ningún autor de su clase, cual es el olvido del robo del asno de Sancho y otros muchos, siempre será la primera en su orden, del mismo modo que nuestras comedias lo serán para los inteligentes, a pesar de tal cual defecto que se halla en ellas» (xl, n i). La prim era en su orden, expresión lo suficientemente enigmática como para permitir una variedad de lecturas, pero también manifestación obvia de la admi­ ración de Huerta hacia ese texto cervantino, del que solo resultan inaceptables los ataques a Lope y el teatro nacional. Porque si el Qui­ jo te es la primera en su orden, también lo son las comedias españolas en el suyo, sin tener que aceptar las críticas neoclásicas que habían «como borrado» en su discurso teórico-poético esa parte del patri­ monio nacional, en particular en la formulación de Nasarre, el más radical de entre ellos. Pero el hecho central es que Huerta no es un enem igo del Quijote; es un enemigo de las posturas «teórico-clasicistas» de Cervantes en relación con el teatro de la época, tan en con­ tradicción con la mayor parte de su producción dramática conserva­ da y de la de Lope y seguidores. Por tanto, convertir a García de la Huerta en adversario intransigente del Quijote es, nos parece, un desliz historiográfico que no compartimos. En ese partido se sitúan los comentarios de René Andioc al dar por supuesto que García de la Huerta siente una antipatía incuestionable hacia el Quijote debido a que la visión dominante entre los ilustrados sobre la novela cervan­ tina era que constituía un ataque a la mentalidad caballeresca y al 218

ideal heroico de una época en que la Corona trata de modificar al­ gunos rasgos de la mentalidad aristocrática tradicional (Andioc, Tea­ tro 309). Sin embargo, aunque esa opinión pueda deducirse de cier­ tos aspectos de lo que dice García de la Huerta, también hay que constatar que su reconocimiento de la excepcionalidad del Quijote está dicha con sus propias palabras: la prim era en su orden. Podría­ mos con más interés regresar a lo que hemos apuntado en otro lugar, siguiendo a López, sobre la asociación lopistas-proavellanedistas y cervantistas-antilopistas. Y, de nuevo, deducir que, si se es avellanedista, no se puede ser procervantista. Pero en este caso las palabras de Huerta no parecen permitir tal deducción, precisamente por la nítida separación que él establece entre el Quijote y las opiniones de Cervantes sobre el teatro barroco. En sus Reflexiones Forner se acerca a Cervantes desde una pers­ pectiva que parece desbordar las posturas que él mismo había expre­ sado con anterioridad —y digo expresado en el sentido de hechas explícitas, no dadas a entender o implicar como es el caso de las Exequias—, sobre todo al afirmar: «Si algunos hombres tiene Espa­ ña de quienes se puede gloriar que no se los opondrá superiores ninguna otra nación de Europa son Cervantes y Vives» (37), donde Cervantes asciende de categoría hasta equipararse a Vives, quien, como sabemos, se recorta en el panteón forneriano como la figura central de la cultura europea de su tiempo, como afirma en ese mis­ mo texto al llamarlo «el padre de la restauración de las letras en Europa y el hombre de mayor juicio que ha conocido tal vez la pro­ fesión de la literatura» (31). En su argumentarlo, sin embargo, hay un error lógico, pues la envidia de que hablan Avellaneda y García de la Huerta no es de los autores de libros caballerescos, sino de la envidia literaria de Lope, que explica los ataques cervantinos contra el estado presente de las comedias. No obstante, dejemos constancia de que para Forner se llama Quijote «a cualquiera que, sin gran motivo, tiene gran vanidad y aspira a la superioridad en todo» (43). Y, sobre todo, que Forner ataca de hecho a «el ruin y despreciable Avellaneda cuando, disputándole a Cervantes la gloria del Quijote, sin venir al caso y con impudencia intolerable, le motejó de manco» (46). Y todavía lo formula con mayor claridad: «Escritor que se ha hecho a la parte del verdaderamente ruin Avellaneda para injuriar al mayor de nuestros ingenios con expresiones cuales no se usarían peores para desacreditar al hombre más despreciable de la república es bien poco temible. Su misma causa le desacredita» (51-52). Pero, como impone la Lección crítica de Huerta, al final Forner tiene que 219

mostrarse defensor de una poética dramática de corte clasicista a fin de apoyar los posicionamientos cervantinos a ese respecto —al me­ nos en sentido teórico— en el Quijote. Por ello, se apoya en Llampillas para enfrentarse a Huerta y sostener que hubo en Italia come­ dias «más puntuales en guardar las leyes dramáticas que las monstruo­ sas de Lope» (Reflexiones! X-lX). Es más, afirma Forner: «confesemos con ingenuidad que la puntual observancia de las leyes del arte de escribirlas ha andado siempre un poco escasa entre nosotros» (81). Y la defensa final de Cervantes tiene qué recaer en el terreno de la crítica dramática: «Cervantes, criticando con razón a Lope, no lo 'ha­ cía porque envidiase las comedias monstruosas de este, sino porque su estrella fue la de reformador, y nació solo para destruir los abusos que sustentan a veces la necedad, el antojo desatinado y el estragado gusto» (106), «Cervantes no fue envidioso de Lope» (107). Y vol­ viendo a las palabras de Cervantes en el «Prólogo» de la segunda parte, donde se reconoce envidioso pero de la envidia buena, es de­ cir, de la emulación, Forner se esfuerza por clarificar ese sentido de la voz envidia para justificar y eximir a Cervantes de la acusación avellanédica. Confiesa, pues, Forner que Cervantes era émulo, no envidioso, de Lope (138). Y en ese marco construye Forner una vi­ sión de Cervantes en la que se funde la mitificación personal y la veneración literaria, siguiendo las huellas de Mayans, al describirlo como «un soldado que unió en grado eminente el valor a la sabidu­ ría, quedando inútil en una batalla para el ejercicio de las armas, hizo, sin recompensa alguna, más provecho a los hombres en las tareas de su ocio que aquellos mismos poderosos que le desaten­ dían» (106-107). Forner participa también a su manera en la recepción de la edi­ ción académica dedicándole un párrafo en el que vincula dicha edición a las opiniones de García de la Huerta: [...] después de haber empleado la Academia Española sus rentas en ilustrar debidamente el Q uijote y recomendar con espléndida y muy justa magnificencia el singular mérito de Cervantes, nos viene ahora don Vicente Huerta, uno de sus individuos, proban­ do que el tal Cervantes fue un envidioso, satírico, denigrador, autor de injustas invectivas, que escribió el Q uijote atento a los despiques personales, que en su obra hay defectos que no se per­ donan a ningún escritor de su clase, que incurrió en pueriles con­ tradicciones e inconsecuencias, escribió con ligereza y falsedad, y qué se yo que otras bellas cualidades con que un académico espa­ ñol nos da a entender, así, como quien no hace nada, que todo el 220

trabajo de su Academia en la magnífica demostración con que ha honrado por fin al único español a quien han honrado todas las naciones de Europa, ha recaído en substancia sobre una obra maldiciente, nacida de la envidia de un satírico maligno, mordaz e infamador... (144-145).

Según Cherchi, la posición de Forner, comparada con la de Gar­ cía de la Huerta, representa la nueva modalidad de la ideología con­ servadora (158), en tanto la de aquel queda como un residuo de otros tiempos (158). Pero, deteniéndose en otros comentarios de García de la Huerta sobre Masson, Lopez contrapone el nacionalismo de Forner al chovinismo de Huerta (Juan Pablo Forner 459). Y afirma Cherchi que a partir de Forner será frecuente la sinonimia de cultu­ ra española y «quijotismo» en las numerosas interpretaciones que culminarán en el penoso diagnóstico que Unamuno pronunciará sobre la realidad óntica de España y su obra maestra (159). A esa interpretación esencialista y trascendente, se opondrá un Quijote como símbolo de la España laica: desde Benjumea hasta Castro, Don Quijote será un palimpsesto de las aspiraciones liberales que en España nunca han muerto (159). Por lo tanto, en las discusiones que alrededor de las apologías circulan hacia la década de 1780 se antici­ pan intervenciones intelectuales que aparecerán a finales del xix y principios del xx, cuando Cervantes y el Quijote se habrán adaptado a los dos márgenes del espectro político. Al mismo tiempo, la mo­ numentalización cervantina ha dado otro paso de gigante.

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C a p ít u l o 4

Ilustrados, afrancesados, liberales: Cervantes en una cultura nacional A pesar del protagonismo indiscutible del gobierno que en 1835 había hecho erigir la primera estatua a Miguel de Cervantes como hemos visto en el Preliminar y sobre el que volveremos en el capítu­ lo siguiente —en concreto, Martínez de la Rosa y su sucesor el con­ de de Toreno—, a aquel se le había adelantado la administración de José I, pues había sido el gobierno josefino el primero en proponer semejante medida, exactamente la erección de un monumento en honor de Cervantes. Las formas en que diferentes autores aluden a esta iniciativa muestran desencuentros abismales en el modo de ab­ sorber los datos de la historia. Rincón Lazcano recurre a Fernández de los Ríos para recuperar un par de documentos que nos parecen fundamentales para ubicar adecuadamente la monumentalización de Cervantes con la que hemos comenzado este libro. En efecto, en su Guía de M adrid (de 1876), bajo la entrada «Estatua de Cervan­ tes», incluye Fernández de los Ríos, en primer lugar, el decreto de 21 de junio de 1810 por el que José I mandaba trasladar los restos de los mayores literatos y artistas desde los conventos suprimidos a las iglesias principales; en consecuencia, los restos de Cervantes —a pe­ sar de ignorarse efectivamente dónde se encontraban— debían pasar de las Trinitarias a San Isidro el Real (194). Rincón Lazcano co­ pia el decreto íntegramente: 223

Don José Napoleón, por la gracia de Dios y de la Constitu­ ción del estado rey de las Españas y de las Indias, deseando hon­ rar la memoria de los españoles ilustres en letras o de bien acredi­ tada celebridad en las bellas artes, y que los monumentos de su gloria no se pierdan ni se olviden; visto el informe de nuestro ministro de lo Interior, hemos decretado y decretamos lo siguien­ te: Artículo 1.°. En todo el reino se conservarán los monumentos sepulcrales de los hombres ilustres, insignes en letras o de gran celebridad en las bellas artes; Art. 2.°. Los sepulcros, lápidas o bustos de los hombres célebres que se hallen en monasterios o conventos suprimidos se trasladarán a la iglesia principal o ca­ tedral donde la hubiere; Art. 3.°. En esta capital las cenizas de Miguel de Cervantes, que yacen en el convento de las Trinitarias, las del escultor Gaspar Becerra, que están en la Vitoria, el sepul­ cro de Saavedra [Fajardo], que se halla en Recoletos, el del histo­ riador de México Solís, en San Bernardo, el de D. Jorge Juan, en San Martín, se trasladarán a San Isidro el Real; Art. 4.°. El cadá­ ver y sepulcro de Hernán Cortés, que está en Castillejo del Cam­ po, en tierra de Sevilla, se trasladará a la catedral de dicha ciudad; Art. 5.°. Se formarán ÿ circularán indicaciones de aquellos varo­ nes insignes cuyas memorias merecen consagrarse a la posteridad; Art. 6.°. Nuestros ministros del Interior y Negocios Eclesiásticos quedan encargados de la ejecución del presente decreto.— Fir­ mado: Yo el Rey.— Por S. M., su ministro secretario de Esta­ do.— Firmado: Mariano Luis de Urquijo (Prontuario, tomo II).

Pero Fernández de los Ríos se refiere también a Vicente Barran­ tes, quien había descubierto en el Archivo de Alcalá un expediente que incluye el siguiente antedecreto: Don José Napoleón, por la gracia de Dios y de la Constitu­ ción del estado rey de las Españas y de las Indias: Visto el infor­ me de nuestro ministro del Interior, hemos decretado y decre­ tamos lo siguiente: Art. 1.°. Se erigirá a Miguel de Cervantes Saavedra un monumento en el sitio que ocupaba la casa en que murió; Art. 2.°. El artista que presentare el mejor modelo de este monumento quedará encargado de su ejecución; Art. 3.°. El cuerpo académico a cuyo cargo estuviese cuidar de los ade­ lantamiento de la cultura y lengua española entenderá siempre en las ediciones de las obras de Cervantes que, como propiedad del autor, serán perpetuamente destinadas a conservar este y otros monumentos que se erigieren en su memoria; Art. 4.°. Nuestro ministro del Interior queda encargado de la ejecución del presente decreto (71). 224

Con mucha razón Fernández de los Ríos iniciaba su texto sobre la estatua de Cervantes afirmando: «Tiempo es ya de hacer plena justicia a José Bonaparte y de restituirle la gloria de las reformas y mejoras que inició: pasó la ocasión de llamarle el tuerto Pepe Botellas, aunque, como dice Larra, “tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino”; pasó también el de las adulaciones a Fernando VII, y forzoso es confesar que la idea de honrar con un monumento la memoria del príncipe de los ingenios españoles se debe a José I» (194). Afortunadamente, para nuestra mejor comprensión —que no jui­ cio— de esa fase de nuestra historia contamos ahora con las obras de Mercader Riba y de Moreno Alonso, que ayudan mucho a matizar los juicios sobre un rey por muchas razones malquerido. Hay un detalle, sin embargo, que ninguno de los autores que han abordado este episodio parece haber retenido: me refiero a la identidad del ministro del Interior en el momento en que se le pre­ senta a José I la propuesta de construir un monumento a Cervantes. A lo largo de 1810 hay tres personas que parecen ocupar provisio­ nalmente el ministerio, pero a nosotros nos parece muy plausible (a falta de una exploración archivística completa que permita com­ probarlo) que ese ministro fue Francisco de Cabarrus, aun siendo conscientes de que este fallecería el 27 de abril de ese mismo ano de 1810. Entre otras razones, debido a que su interés por Cervantes había aparecido inscrito explícitamente en sus escritos. Porque, en efecto, en la cuarta de sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicid ad pú b lica (escritas entre 1792 y 1793, aunque publicadas en 1808 por primera vez), escribía Cabarrús: «reina en todas partes el silencio de la indiferencia o de la ingratitud y conserva aún su primitiva tosquedad la losa que cubre las cenizas del inmortal Cervantes» (176). Metáfora llamativa, a pe­ sar de poco original, porque las cenizas del cadáver de Cervantes se conservaban discretamente en el convento de las Trinitarias, aunque nadie supiera a ciencia cierta dónde exactamente. Muy reciente­ mente (febrero de 2014), Rafael Fraguas informaba en El País de que la Dirección General del Patrimonio de la Comunidad de Ma­ drid había autorizado la búsqueda mediante los medios tecnológi­ cos más actuales de los restos de Cervantes en ese convento. En sus propias palabras, la Comunidad «se ha aprestado a autorizar la bús­ queda, y también la exhumación y nueva sepultura en el mismo ámbito del escritor alcalaíno, siempre y cuando las técnicas indaga­ torias introducidas en la clausura monacal —“técnicas no agresivas”, precisa una fuente municipal— permitan descubrir sus restos entre 225

los nueve enterramientos que, según se cree, alberga el subsuelo de la primitiva iglesia conventual». El 9 de junio de 2014 se informaba en el mismo periódico de que el equipo de georradar utilizado por la empresa de Luis Avial había localizado cuatro zonas con restos óseos en el convento, noticia que de momento nada descubre sobre Cervantes. Por tanto, volviendo a Cabarrús, no solo primitiva tos­ quedad, sino desconocimiento público sobre el yacimiento concreto de los huesos del inmortal Cervantes. La admiración de Cabarrús por Cervantes y su modo de vincular los restos del escritor a la losa que los cubre conduce inmediatamente a la conversión imaginaria de esos restos físicos en losa simbólica, en encarnación material de la supresión de un fragmento de memoria histórica. Pero volviendo a rastrear el nombre del ministro del Interior en 1 8 1 0 , sabemos con bastante certeza que quien ocupó el puesto como ministro titular desde finales de 1 8 0 9 fue don José Martínez Hervás, marqués de la Almenara (Gil Novales), con quien Moratín, una vez fuera de España en 1 8 1 7 , mantendría relaciones regulares y amistosas: le envía recuerdos y llega a decir de él que es «amigo de confianza» (el 2 4 de febrero de 1 8 1 8 , Los Moratines 1: 13 7 2 ), cuya defensa ante las acusaciones de afrancesamiento lee y elogia —«me ha parecido modesta, clarísima, convincente y triunfante»— el 20 de enero de 18 2 1 (Los Moratines 1: 14 0 0 ) y a quien confiesa deberle «devoción y gratitud» el 17 de febrero de 1823 (Los Moratines 1: 1482). Diversos gestos al frente del Ministerio del Interior demuestran la sensibilidad del marqués de la Almenara hacia la cultura, entre ellos el nombramiento como jefes de división del botánico Francisco An­ tonio Zea y del arabista José Antonio Conde; asimismo, más adelan­ te sería jefe de división en el mismo Ministerio José Marchena (Mer­ cader 2: 1 2 6 -13 2 ). En otras palabras, y teniendo en cuenta que es difícil de creer que al rey pudiera ocurrírsele la idea de erigir un mo­ numento a Cervantes —sobre todo debido a sus múltiples ocupa­ ciones—, es muy probable que esa iniciativa surgiera de alguien de su entorno como Almenara, rodeado tanto en su Ministerio como en su vida anterior de letrados reformistas y escritores ilustrados. La actitud de Cabarrús y del gobierno josefino —que se verá truncada definitivamente a nivel político e institucional con el retorno de Fernando VII y su inmediata supresión de todos los cambios que se habían acometido bajo José I—, lleva a un cierto desenlace las pro­ puestas programáticas del círculo letrado ilustrado de la Corte. Se­ gún Alvarez Barrientos, todo eso «formaba parte de la política pro­ pagandística del rey José, pero también de aquella política iniciada 226

e n e l x v i i i d e s t in a d a a d o ta r a l a n a c ió n d e s ím b o lo s id e n tif ic a d o r e s » (M iguel d e Cervantes 24), in t e r p r e t a c ió n c o n la q u e c o in c id im o s p le ­ n a m e n te .

La

c o n f ig u r a c ió n d e u n c í r c u l o l e t r a d o

y p o l ít i c o p o l if a c é t ic o

Lo que podríamos calificar como el grupo de presión que va marcando las pautas que conduciráh a la decisión política relativa al monumento cervantino —o sea, el círculo de letrados con aspira­ ciones a una incidencia directa en la gestión política del país— se va construyendo a lo largo de los años. Y la sugerencia de Cabarrús que veíamos antes se ve precedida, entre otras intervenciones, por la abierta censura que Antonio de Capmany dirige, por la posible am­ bigüedad de sus opiniones, a quienes reclaman un monumento para Cervantes. Así, en el «Discurso preliminar» al Teatro histórico-crítico d e la elocuencia española (1786) escribe: «¿Quién sabe si los mismos que tanto se lamentan hoy de la ingratitud de la patria porque no tiene levantadas estatuas al autor del Quijote no ayudarían con sus manos o consejos a derribárselas si viviera en nuestros tiempos?» (4: 421). Nótese la alusión a quienes «se lamentan hoy de la ingrati­ tud de la patria porque no tiene levantadas estatuas al autor del Quijote» porque eso nos ofrece indirectamente una noticia que las referencias individuales no permiten cuantificar, y es que esa insatis­ facción por no haber monumentalizado a Cervantes abarca a un grupo más o menos significativo del círculo letrado, o, en otras pa­ labras, que la interiorización de la culpabilidad por el desagradeci­ miento nacional abarca a un sector notable de ese círculo. Pero esta actitud parece dibujar en Capmany una postura anticervantina (Vidart [96] lo incluye entre quienes desprecian al «gran autor» que fue Cervantes). Sin embargo, ahí no se termina la posición de Capmany con respecto a Cervantes. Por el contrario, Capmany sale, en primer lugar, en defensa de todos aquellos que criticaron al autor del Quijote en su época: ¿Era por ventura, se pregunta, la nación española en el reina­ do de Felipe III algún pueblo de cafres que no sintieran lo fino, lo discreto, lo delicado y lo gracioso de la fábula del Q uijote? Los lectores de aquella edad conocían mejor que nosotros las alusio­ nes y argumentos de aquella sátira, la fuerza del gracejo, las sales 227

de los dichos, la propiedad de los refranes y los primores y pureza de la lengua castellana. La edad que produjo aquel extraordinario talento producía jueces capaces de pesar el mérito de las obras de Cervantes; pero eran jueces apasionados, malos jueces, no por ignorancia, sino por la rivalidad y envidia que despertaban la vis­ ta del autor y el ruido de sus aplausos (4: 421).

Como puede verse aquí, la postura de Capmany no tiene \nada que ver con el anticervantismo que aparece en otros autores (ante­ riores y posteriores); es más, claramente asume la invención mayansiana sobre la envidia de los escritores de su tiempo, a pesar, de en­ contrar explicaciones plausibles sobre una rivalidad que no admite todavía las jerarquías que acabará estableciendo la historia. En su caso —de Capmany—, parece que se muestra anticervantino, pero es para enfatizar todavía más la admiración que quiere justificar por el autor del Quijote. Puesto que su obra trata sobre la elocuencia, se supone que debe concentrarse en el lenguaje. Y es en ese dominio donde va a exaltar la obra de Cervantes a niveles difícilmente com­ parables a otros intelectuales de la época. No entra Capmany a debatir la calidad o valores del Quijote, lo que aporta o no aporta; tampoco se mete en interpretaciones tras­ cendentes o simbólicas; y aún menos discute los detalles rastreados por varios eruditos sobre los nimios detalles de su vida. Es más, es­ cribe muy críticamente contra todo el movimiento «biograficista» que ha recorrido el siglo x v iii desde que Mayans escribiera una Vida de M iguel de Cervantes en la que, careciendo de documentos, había tenido que deducirlo todo de los textos cervantinos, y lo hace como si estuviera fuera del juego que constituye el establecimiento de los detalles biográficos del héroe en vías de construcción. Y, probable­ mente porque conoce el lado oscuro de todo ese movimiento —los golpes bajos, los ocultamientos, las pretensiones de prioridad—, Capmany se muestra radical en sus pronunciamientos: «Yo no sé qué otra cosa importe saberse acerca de la vida de un autor de nove­ las y de comedias después de poseer todos sus escritos enteros y originales si no se pretende formar un diario desde la hora que salió del vientre de su madre hasta el punto que entró en el de la tierra [...] La memoria de Cervantes vivirá eternamente mientras haya prensas que impriman y ojos que lean» (4: 425-426). Primero, digamos que su postura recoge y elabora la de Sarmiento, quien había escrito y dicho: «¿Qué importará que Cervantes naciese aquí o allí?» (Noti­ cia 133), y eso a pesar de su insistencia en lograr identificar ese lugar de nacimiento, como acredita en el mismo texto. Y lo segundo es 228

que ^ esa actitud responderá atrincheradamente Juan Antonio Pelli­ cer al afirmar: «Estas que parecerían despreciables menudencias si se tratase de algún escritor de mérito común y vulgar, son dignas de aprecio y de la curiosidad pública tratándose de un autor del mérito y de la jerarquía literaria del de la Historia d e don Quijote» (CCI), actitud en la que parece resonar como un eco la que John Bowle había adoptado en su «Letter to Dr. Percy» en la que reivindicaba sus propios esfuerzos —y las horas de trabajo concomitantes— para explicar y anotar el texto de Cervantes. Tampoco se preocupa Capmany sobre la posición que debería ocupar la fábula del Ingenioso hidalgo por la novedad del asunto, puesto que su objetivo en el Teatro es «la parte del lenguaje castella­ no y calidades de su variado estilo» (4: 427). No es por casualidad que Françoise Etienvre llama la atención sobre las ideas de Vicente de los Ríos que Capmany inscribe sin mencionarlo en su análisis del Quijote («De Mayans a Capmany» 45; Rhétorique 222). A modo de inciso, Capmany deja claro que no son «los extranjeros» quienes en mejor condición están para juzgar a ese nivel, puesto que el mérito del estilo y del lenguaje solo pueden juzgarlo los nativos. Resumien­ do lo que es su experiencia con el lenguaje cervantino en el Qujiote, escribe Capmany: «tiene la más pura, la más donosa, la más galana y la más castiza locución, y por quien deben los extranjeros aprender ia lengua castellana, y los naturales, estudiarla» (4: 434). Françoise Etienvre ha subrayado —siguiendo a François Lopez— el hecho de que Capmany exalta el espíritu popular como encarnación del espí­ ritu nacional, puesto que «Personne encore, me semble-t’il, n’avait eu l’idée, ni l’audace, de faire de Cervantès et de Quevedo la plus brillante incarnation du génie populaire» (Rhétorique 2 00 ). De ese modo, Cervantes se convierte en figura canónica por la riqueza de su lenguaje castellano, óptica limitada pero elegida por Capmany para su obra y vía por la que, pese a sus reservas, viene a coincidir con quienes reclaman la monumentalización cervantina. ¿Cómo se puede entonces afirmar, como haría Luis Vidart más tarde, que Cap­ many se contaba entre quienes despreciaban a Cervantes? Hacia 1798, Agustín García de Arrieta publica un «Discurso preliminar» que precede El espíritu d el Telémaco donde escribe: «Se le mira [al Telémaco] cuando más por un gran número de personas como una excelente novela, digna de compararse con la de nuestro Quijote; mas no por eso logra ser tan leída como esta, cuando debie­ ra serlo mucho más, a proporción de las mucho mayores utilidades que trae consigo su lectura» (xiii-xiv); de modo que, para el autor, la 229

fama y difusión del Quijote parece injustificada —por su «inutili­ dad»— lo mismo que es injustificada la poca fama y difusión del Telémaco. Lo que pudiéramos llamar anticervantismo de García de Arrieta —de modo muy limitado, pues no en vano escribiría más tarde El espíritu d e M iguel de Cervantes Saavedra (1814), donde afir­ maría que el Quijote es «la primera entre todas las novelas heroicómicas o burlescas» (6 )— se manifiesta en términos de la" posible utilidad de la novela cervantina en oposición a la de Fénelon. Y si García de Arrieta se asociará por su traducción de la obra de Batteux al grupo de los moratinistas, por esas circunstancias de la existencia sería José Antonio Melón, el íntimo amigo de Moratín, quien le encargaría a Manuel José de Quintana —que sería rival, cabeza de su propio grupo y adversario del «grupo de Moratín»— un prefacio para una edición del Quijote que tuvo lugar en 1797, en 16.° y seis volúmenes, o sea, una edición casi de bolsillo. Lo más destacable de la «Noticia de la vida y de las obras de Cervantes» es el énfasis que pone Quintana, por un lado, en el Quijote como producto del genio individual, del «don divino del genio» (xxxi); por el otro, y vincula­ do a lo anterior, por la absoluta originalidad de la obra: «No, el Quijote no tuvo modelo y carece hasta ahora de imitadores: es una obra que presenta todos los caracteres de la originalidad y del genio; es un poema divino a cuya ejecución presidieron las gracias y las musas» (xxiv). Nótese aquí, en primer lugar, que el Quijote es obra divina, lo que la vincula a una inspiración tal vez de tipo místico —idea que veremos volver a resonar más adelante—; y en segundo lugar, que califica la obra como poem a, idea que, por un lado, reto­ ma el clasicismo mayansiano —poema épico— y, por el otro, anti­ cipa la visión romántica de que toda la obra de Cervantes es poesía, como veremos en el siguiente capítulo. Y ello es más destacable por­ que, al hablar del Persiles, por ejemplo, brotan los instrumentos ana­ líticos que utiliza Quintana y que no son diferentes de los de De los Ríos o incluso de los de Mayans: imitación —aceptable que Persiles imita a Heliodoro— , verosimilitud, unidad y fin moral (x x x iii ) . Por otra parte, Quintana recupera toda una serie de «mitos» —inventa­ dos por Mayans— sobre la falta de protección de Cervantes, sobre la incomprensión del Quijote en su tiempo —que justifica la exis­ tencia del Buscapié, texto inexistente que provocaría la gloria de Cer­ vantes y la envidia de los demás escritores de su época—, el heroís­ mo del Cervantes herido en la mano «que estropeada por toda su vida fue testimonio de su valor y de la ingratitud de la patria» (xi); la pobreza de su familia —explicada por haber tenido que pagar su 230

rescate (χιιι)— y el desinterés general por su persona: «Sus funerales fueron oscuros y pobres, como lo había sido su vida. Mandóse enterrar en la iglesia de la monjas trinitarias; y hoy día, confundida su tumba con las otras, no puede distinguirse el sitio donde debería escribirse: Aquí yace el autor del Quijote» (xxxv). Cuando revisó su texto para publicarlo aproximadamente en 1857 añadió, entre otras cosas, unos comentarios sobre las actitudes de biógrafos anteriores señalando el hecho de haber sido Cervantes individuo de la orden Tercera de San Francisco, y finaliza sus palabras así: «¿Qué nos hace pues a nosotros que Cervantes fuese o no congregante del oratorio de la calle del Olivar ni tercero franciscano? Sus escritos ciertamente no lo son». Una lectura en que ya se anticipan otras tendencias her­ menéuticas posteriores determinadas por una toma de posición po­ lítica, en particular la de Américo Castro y su visión —contra toda la realidad— de un Cervantes renacentista y, por tanto, nada contrarreformista ni barroco, presunción imprescindible para asociarlo con unos posicionamientos ideológicos y políticos ajenos al autor del Quijote. La

p e r v iv e n c ia d e l a c o r r ie n t e a n t ic e r v a n t in a

No obstante, no es esta época tampoco de una homogeneidad absoluta en cuanto a la valoración de Cervantes y el Quijote, a pesar de acercarnos al momento inicial de la monumentalización cervan­ tina. Lo que hemos llamado, siguiendo a Álvarez de Barrientos, la corriente anticervantina (más que cervantófoba, como la califica José Cebrián) se prolonga con ejemplares notables. El primero es el de Nicolás Pérez, el Setabiense, que publica suA nti-Q uijote en 1805, curiosamente en el segundo centenario de la publicación de la pri­ mera parte del Quijote cervantino. Nicolás Pérez insiste en los erro­ res y olvidos de Cervantes pero, sobre todo, es que, como dice Ál­ varez Barrientos, se alinea «con los que preferían a Avellaneda» («El Q uijote de Avellaneda» 34). Según había escrito tiempo atrás Françoise Etienvre, Pérez no duda en «declarar su preferencia por el Quijote de Avellaneda» («Lecturas» 102), lo que nos permite enlazar de nuevo con la visión de François Lopez sobre la identificación entre anticervantismo y prolopismo, un prolopismo pasado necesa­ riamente por la defensa que de él hace Avellaneda en su «Prólogo». El texto de Nicolás Pérez hace que Pellicer reaccione en el M em orial Literario y en el Diario de Madrid, aunque acabará publicando en 231

volumen aparte su contestación a los comentarios de Pérez. Y Jovellanos, en Bellver, escribe unos versos titulados «Respuesta al mensa­ je de don Quijote por un amigo del Setabiense», reacción irónica y poética en romance al artículo titulado «Mensaje de D. Quijote al Anti-Quijote», publicado en el Diario d e M adrid el 7 de septiembre de 1805. De dicho romance solo parecen haberse salvado los cuatro primeros versos, memorizados por Ceán en sus M emorias (véase Jovellanos, Obras 349-350). El mismo Jovellanos, en otro registro muy diferente, había afirmado en 1792 en carta a Bernardo Alonso, autor de la Historia d el distinguido y noble caballero asturiano D. Pelayo Infanzón de la Vega: «Sea lo que fuere del mérito de Cervantes, es preciso reconocer que su modelo es inimitable. La acción del Qui­ jo te reúne en sí circunstancias tan precisas, tan oportunas, tan con­ venientes a la nueva especie de poemas con que él enriqueció la lite­ ratura, que no es fácil ni acaso posible hallar obra tan acomodada. Así, Ave laneda, con talento muy inferior a Cervantes, escribió una parte del Quijote con un aplauso que duraría todavía si el sublime talento de Cervantes, desenvuelto asombrosamente en la continua­ ción de su obra, no la hubiera ofuscado y deslucido» («Juicio críti­ co» 143). Llama la atención que Jovellanos haya inscrito en su co­ mentario al menos tres ejes centrales que provienen, como en tantas otras ocasiones, de Mayans: el Quijote como una forma de poema —poema épico cómico en prosa—, el inferior ingenio de Avellane­ da en comparación con el que Cervantes manifiesta en las dos par­ tes de la obra (a pesar de que, por su tono, Jovellanos reconoce una calidad destacable en el texto avellanedesco); y, por último, la superio­ ridad indiscutible de la segunda parte cervantina. Y, todavía más allá, Jovellanos retoma otra crítica de Mayans: el que Cervantes supusiera a don Quijote «como existente en la misma época en que escribió su acción» («Juicio crítico» 144), defecto notabilísimo de su ficción. Como sostiene Francisco Cuevas, «El ataque [contra Nicolás Pérez] no lo es por su contenido, sino por el simple hecho de haber tenido la osadía de arremeter contra Cervantes, figura que, desde finales del xvtii, se estaba construyendo como estandarte de la na­ ción frente al extranjero, y cuya biografía se estaba cargando de un conjunto de connotaciones positivas, patrióticas, religiosas y huma­ nas» (El cervantismo 1: 69). Sin embargo, las críticas al texto cervan­ tino y a Cervantes mismo se seguirán manteniendo, a pesar de que es cierto que cada vez más se van reduciendo sus manifestaciones o se van convirtiendo en notas a pie de página, sin ocupar los titulares. Pero lo más significativo tal vez de la división que se da entre los 232

círculos letrados tiene que ver con el hecho de que en el año del se­ gundo centenario el Quijote que se publica es precisamente el de Avellaneda, con los ya antiguos preliminares de Nasarre y Montiano. «El editor, aunque parecer querer la objetividad, se inclina por la autoridad de Montiano e “Isidro Perales”» (Alvarez Barrientos, «El Quijote de Avellaneda» 34). Con razón sostiene el mismo crítico que este gesto «parece un paso más de la tendencia anticervantina que acompañó el Quijote desde su publicación» («El Quijote de Ave­ llaneda» 34). La pregunta que se impone, y que se relaciona con lo que ya hemos comentado sobre la interpretación de François Lopez al vincular los enfrentamientos Lope-Cervantes con el anticervantis­ mo posterior, es ¿hasta qué punto se puede hablar efectivamente de una continuidad? Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene esa continuidad a comienzos del siglo xrx? Y la respuesta se establece por sí misma: es la continuidad de quienes colocaban en el lugar más alto del pan­ teón literario nacional a Lope de Vega frente a quienes colocaban a Cervantes. Detrás de esa diferencia, la preeminencia otorgada al tea­ tro barroco y su pretendida exaltación «acrítica» de los valores nacio­ nales en oposición a la narrativa crítica y en cierto sentido «antina­ cional» de Cervantes. Como respuesta al provocador título de Nicolás Pérez, Antonio Eximeno publica en 1806 su Apología de M iguel de Cervantes sobre los yerros que le han notado en el «Quijote». Según propone Etienvre, lo que Eximeno reprocha a De los Ríos —de quien había sido com­ pañero en el Real Colegio de Artillería de Segovia; en realidad, Exi­ meno había sido jefe de estudios del colegio en 1763— es «haberse dejado influir por Mayans» («Lecturas» 101), a quien califica de «protomusaraño y censor universal de la literatura española [...] eru­ dito sin genio, mal avenido con las musas, que apostillando, criti­ cando, corrigiendo y adicionando este y el otro autor, viajó por va­ rias provincias de la república literaria a ancas ajenas» (Eximeno 14). El texto de Eximeno es, por encima de todo, un ataque sistemático contra Mayans, lo que vuelve a reavivar el fantasma del erudito va­ lenciano y nos empuja a preguntarnos, ¿por qué razón saca todas sus armas Eximeno contra Mayans tantos años después de su Vida de M iguel de Cervantes?Ta\ vez sea útil recordar que Eximeno era valen­ ciano y jesuíta, aunque fuese expulsado como todos sus hermanos de religión y abandonara la Compañía de Jesús para instalarse en Roma y cambiar su carrera de matemático por el estudio de la mú­ sica. Las razones de su enemistad con Mayans, al margen del an­ tijesuitismo intelectual e institucional que este siempre manifestó 233

—y dejando de lado sus amistades jesuíticas personales—, se nos escapan. Rey Hazas y Muñoz Sánchez escriben que Eximeno «no se contentó con defenestrar a don Gregorio [Mayans], sino que, ade­ más y principalmente, arremetió con sarcástica crudeza contra De los Ríos» (75). Puesto que el centro del texto de Eximeno es «defen­ der» a Cervantes de la «acusación» de haber deslizado errores, ana­ cronismos o cualesquiera otros defectos, se concentra en rebatir to­ dos los casos que señala De los Ríos en su desarrollo —y discu­ sión— de la postura mayansiana a ese respecto. Para Rey Hazas y Muñoz Sánchez, lo destacado del texto de Eximeno es que «prevale­ cerá por encima de todo la defensa del genio creador del autor ante las reglas que coartan la libertad» (78), lectura que no se ajusta ni a lo que escribe Eximeno ni a los términos conceptuales en que se debatía todavía en ese momento, y que desde luego podría ajustarse mucho mejor a lo que han escrito otros autores, Quintana entre ellos. Y la prueba más palpable la ofrece el propio autor al recurrir a una distinción entre la fábula «puramente histórica» (la del Quijote) y la «histórico-cómica», nociones que se sitúan en un marco interpretaritvo claramente neoclásico en el que la cuestión del «genio» no se plantea en modo alguno a la manera romántica. Eximeno no acepta que nadie pueda cuestionar las elecciones lingüísticas, narrativas o estructurales del autor del Quijote. Es así de sencillo. Con lo cual se llega a lo que podríamos llamar una postura fanática de adoración acrítica de la obra cervantina, tan absurda como algunas otras, pero tal vez bien emparentada con ese proceso monumentalizador —que significa unificador y armonizador de diferencias que habrán de subsumirse en el nuevo concepto «democrático» de nación— que culminará en la estatua madrileña de 1835. Alvarez Barrientos considera que la confrontación entre Cer­ vantes y Avellaneda fue utilizada para reforzar la posición e imagen de Cervantes, hasta el punto de que «cada vez más, era entendido [Cervantes] como representante de la naciente conciencia nacional» («El Quijote de Avellaneda» 35). El problema es que el crítico no aporta testimonios o documentos que acrediten esa afirmación, que sin embargo parece intuitivamente muy sugerente. Escribe el mis­ mo autor: «Avellaneda, a su pesar, colaboró en el proceso para con­ vertir a su enemigo en el “escritor nacional” por excelencia que hoy es» («El Quijote de Avellaneda» 35). Porque, en efecto, unos y otros, a favor o en contra, ayudaron a hacer de Cervantes «un héroe de las letras y de la vida, y de su obra un referente ineludible y mundial» («El Quijote de Avellaneda» 35). Como escribe Etienvre, «Al fin, el 234

( f i j ó t e se había granjeado el aprecio de la mayoría de los literatos españoles que transformaron una novela, leída por el vulgo, en obra clásica asumiendo —con notables excepciones— su carácter de sím­ bolo nacional» («Lecturas» 103). Conciencia nacional no la vemos en Eximeno. Sin embargo, al tratar de rebatir las censuras —litera­ rias, no lo olvidemos— que tanto Mayans como De los Ríos habían manifestado al escribir sobre Cervantes y el Quijote, sí actúa en una dirección mitificadora y acrítica: Cervantes es genial, su obra es in­ comparable, el Quijote no tiene —no puede tener— ningún defec­ to, postura que nos recuerda las palabras de Francisco Cuevas que hemos mencionado más arriba. El segundo texto abiertamente anticervantino será el de Valen­ tín de Foronda —que también se incorporará al Ministerio del In­ terior bajo José I—, quien publica en Filadelfia (aunque localizado falsamente en Londres) en 1807 sus Observaciones sobre algunos p u n ­ tos de la obra de «Don Quijote», constituidas por once cartas fechadas en 1799, aunque la carta I lleva fecha del 2 de julio de 1793. En la página web dedicada a la recepción del Quijote en Navarra se afirma lo siguiente: «Foronda no hacía sino recoger la opinión general que la obra de Cervantes merecía entre los ilustrados de finales del x v i i i , tal y como el segundo marqués de la Olmeda, el madrileño de as­ cendencia guipuzcoana Ignacio Loyola y Oyanguren, lo expresara en su conocido Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presen­ te de las comedias de España, que publicó bajo el seudónimo de Tomás Erauso y Zavaleta en Madrid en 1750» (http://centros.educación. navarra.es/iesozizu/antigua/revista_digital/avalle/quijotenavarra.htm). Esos comentarios contienen tantos errores que lo mejor sería sim­ plemente borrarlos. Porque Erauso y Zavaleta no representa la opi­ nión de los ilustrados de finales del x v i i i , ya que, en primer lugar, el señor marqués de la Olmeda falleció el 27 de noviembre de 1764; en segundo lugar, hubo toda una corriente de exaltación de Cervantes que culminaría en el reconocimiento institucional de la edición magna del Quijote a cargo de la Real Academia Española; y por úl­ timo, porque el número de ediciones y por tanto de lectores de Cervantes no hizo sino aumentar a lo largo del siglo. Señalaré, ade­ más, que en esa página se atribuye a Foronda expresiones que no aparecen en su escrito y que pertenecen de pleno derecho a Erauso y Zavaleta. Valentín de Foronda, el autor de las Observaciones —oculto bajo unas enigmáticas T. E.—, afirma ya desde la carta I: «creo que su lectura [la del Quijote] es mucho más perjudicial que ú til para u n jo ­

in

ven, que en vez de tener a su lado un maestro que le vaya haciendo notar sus defectos, la emprende persuadido a que, siendo la enciclo­ pedia de las perfecciones, debe copiarla al pie de la letra» ( 1 ). Y'cuan­ do se trata de justificar esa afirmación, T. E. ofrece la siguiente justificación: [...] hay muchas cosas soeces, groseras, asquerosas y, p o r consiguiente, contrarias a l decoro y a l buen gusto; m uchas incorrecciones d e estilo, defectos gram aticales monstruosos, varias locuciones ásperas, m al tor­ neadas y duras, frases oscuras, redundancias fastidiosas, repeticiones empalagosas d e palabras, retruecanillos, sonsonetes y equivoquillos pueriles, conjunciones violentas y arrastradas, y un m olesto uso d e pronom bres qu e no sirven sino d e ha cer perezoso y arrastrado e l estilo, de modo que los primores de que está dotada la obra se hallan confundidos entre defectos muy notables (2). Lo que llama la atención desde el frontispicio de estas Observa­ ciones es que su autor se sitúa en contraposición de quienes llama «los ponderado res, los panegiristas de Cervantes» (2 ). Sin embargo, T. E. deja claro que no se quiere oponer a «si Cervantes es acreedor a la estimación pública y a las letras, de lo que no dudo» (2). En otras palabras, y no es azar malintencionado, recordar que el texto se incia con una definición de la figura elenco en la lógica, o sea, con el esta­ blecimiento de que se trata de argumentar lo que se establece, no de desviarse hacia lo que no se afirma, T. E., sin negar las virtudes y valores del Quijote, pretende sostener que la obra tiene defectos de tal magnitud que no la hacen aconsejable para la educación lin­ güística de un joven. Y Foronda afirma sin rubor que «yo bien sé que el consentimiento general está en favor d el todo de la obra de Don Quijote» (3), por lo que se sabe solo en su intervención anti­ quijotesca. Tras presentar algunos casos de expresiones soeces, se pregunta el autor: «¿es posible que guste de ellos todo el mundo, como supone el analizador del Quijote Ríos?» (7), con lo que parece identificar al adversario contra el que dirige sus Observaciones: no es, por tanto, contra Cervantes ni el Quijote contra quien escribe Foronda, sino contra la edición de Vicente de los Ríos. Y, en efecto, que la lectura de Foronda es un ataque a parte del «Análisis» de De los Ríos lo vuelve a demostrar más adelante, donde, después de haber copiado una serie de fragmentos del Quijote que se caracterizan por tocar en registros diversos el tema de la sexualidad y el uso del cuerpo, afir­ ma: «Con todo, el analizador del Quijote, el Sr. Ríos, nos asegura 236

(pág. 142, tomo I de su ánalis [í/c]) que Cervantes sazonó el Quijote con todas las gracias de su estilo, sin desdorarle con bufonadas ni chocarrerías. En la pág. 141 nos dice que hasta ahora no se ha encon­ trado en el Quijote término ni expresión que no sea noble y decorosa, sin embargo de que su estilo ha sido examinado a la luz de dos siglos y juzgado por oídos sabios, circunspectos e inteligentes. Yo no soy de este dictamen» (13). En pocas palabras, la pretensión de Foronda —a diferencia de la postura de Nicolás Pérez— es reivindicar la posibilidad —hoy diríamos el derecho— de criticar el estilo de Cer­ vantes: «no nos obstinemos en conservar sobre nuestros ojos la ven­ da que nos impide ver las faltas de la obra de Don Quijote» (31). Foronda cuestiona sin vacilar la consideración de Cervantes como maestro indiscutible de la lengua española, idea de De los Ríos pero también de Quintana, Capmany, Sarmiento, Mayans y de tantos otros. Puntualmente, Foronda recoge una idea de Lesage —-repro­ ducida por Montiano— sobre la falta de verosimilitud en la caracte­ rización de Sancho, que «ya es sabio, ya ignorante, ya discreto, ya un simplón» (71) e incluso en la de don Quijote (72). Por lo tanto, puede el lector preguntarse hasta qué punto Foronda forma parte realmente de esa corriente anticervantina de la que venimos hablan­ do. Lo que reivindica Foronda es el derecho a recurrir al análisis crítico, a la reflexión pormenorizada, a la lectura subjetiva y personal de los textos para alcanzar conclusiones que puedan sostenerse y no dejarse imponer opiniones respaldadas por una autoridad institu­ cional con la que identifica la edición de Vicente de los Ríos. M a r t ín F e r n á n d e z d e N a v a r r e t e , JALÓN CRUCIAL EN LA MONUMENTALIZACIÓN CERVANTINA

Pero la actuación del gobierno iosefino —como olvidada y borrada de la existencia nacional por los intereses dinásticos borbó­ nicos y por la restauración del absolutismo real— dará paso también a la continuación de las labores cervantinas llevadas a cabo por Pellicer, prolongándose en Martín Fernández de Navarrete (1765-1844). Este, educado en la más acendrada cosmovisión ilustrada en el Se­ minario de Nobles de Vergara, pasó a la Marina, donde llevó a cabo labores más relacionadas con la historia de la Armada que con la práctica militar directa. Colaboró marginalmente con el gobierno de José I y poco tardó en apartarse de la vida pública. Como escribe Jesús Cañedo, tuvo una brillante carrera «salvo en el desgraciado 237

periodo de 1808 a 1820, en que padece su ecuanimidad en medio de la mezquindad de las pasiones» (243). Sin embargo, a partir de 1824, siempre estuvo cerca y/o dentro de las instituciones culturales Apa­ ñólas hasta su muerte en 1844, habiendo sido nombrado procer del reino en 1834 y, como consecuencia, habiendo participado en el estamento de proceres de las Cortes. Todas aquellas personas que se han acercado a la recepción de Cervantes en la época convienen en que la Vida que de Cervantes escribe Fernández de Navarrete en 1819 es sin duda la que mejor recoge todos los datos y documentos que se han ido exhumando a lo largo del siglo x v i i i . A nosotros no nos interesa ahora tanto el avance en la documentación de los datos concretos de la biografía de Cervantes cuanto el modo en que su obra —y en particular el Quijote— va siendo utilizada y manipula­ da como capital cultural en una u otra dirección. En ese sentido, Navarrete no se distingue sustancialmente de lo que podríamos ca­ lificar como la línea Mayans-De los Ríos en la interpretación de la obra cervantina. Porque tampoco Pellicer se distancia tanto como a él le habría gustado. Diferencias puntuales en aspectos muy puntua­ les, eso sí, pero ninguna apertura hacia terrenos desconocidos o aventuras intelectuales ajenas a su formación y sensibilidad. Diga­ mos muy sintéticamente que Navarrete acepta la función social del Quijote tal y como la formulara Cervantes: desterrar los libros de caballerías, y su discurso satírico: «la variedad y naturaleza de las aventuras, episodios e incidencias de la fábula ofrecían tan espacioso campo para criticar y reprender los vicios y preocupaciones más co­ munes en la sociedad» (J109, 105-106). Navarrete nos ofrece, a partir de los numerosos documentos analizados, una visión que se presenta algo más matizada —aunque no la cuestione en absoluto— sobre una de las invenciones mayansianas de más larga vida: nos referimos a la imagen de un Cervantes pobre, marginado, abandonado de toda protección por los mecenas de la época, desvalido y casi indigente. Así, comienza afirmando: Causa admiración ciertamente que Cervantes, el mayor inge­ nio de su siglo, cuyos servicios militares en las campañas más gloriosas de su tiempo fueron sellados con honrosas heridas y ci­ catrices, y recomendados por los más insignes caudillos; cuyos trabajos y arriesgadas empresas en el cautiverio le hicieron respe­ tar aun de los mismos bárbaros; cuyas obras y producciones lite­ rarias en la paz y en el retiro han sido y serán la gloria de su nación y las delicias del género humano; Cervantes, valiente e intrépido militar en las batallas, arrestado y generoso entre prisio238

nes y cadenas, ameno, sabio y útil como literato, no pudiese des­ pertar la atención de sus contemporáneos viviendo en medio de ellos pobre y necesitado, y muriendo oscura y miserablemente (5-6; la cursiva es mía). Navarrete nos permite percibir las presiones económicas que pe­ saban sobre Cervantes. La dedicación al teatro servía o tenía como objetivo proporcionarse «algún recurso para socorrer su necesidad y mantener a su familia» (f77,74), pero «veíase agobiado con las obli­ gaciones que trae consigo el matrimonio y la manutención de sus hermanas e hija; advertía desatendidos sus méritos y servicios sin haber obtenido ninguna recompensa y se miraba con más de cua­ renta años de edad y estropeado de la mano izquierda» (j77, 74). No obstante, documenta que Cervantes recibió del poder nom­ bramientos como comisario dependiendo de la contaduría mayor. Antonio de Guevara fue nombrado proveedor general de las arma­ das y flotas de Indias. «Uno de los comisarios que con este objeto nombró [Antonio de] Guevara fue Miguel de Cervantes, quien des­ de luego presentó por fiadores, a 12 de junio del mismo año [1588] ante el escribano Pedro Gómez, al licenciado Juan Nava Cabeza de Vaca y a Luis Marmolejo, vecinos de aquella ciudad [Sevilla]» (f7 7 ,74); y algo después: «Cervantes, obligado de su pobreza, abrazó aquella ocupación tan precaria y subalterna, mirándola sin embargo como escala para mayores ascensos o como más proporcionada para inqui­ rir las vacantes de los empleos de Indias» (§78, 75; la cursiva es mía). De esas palabras parece deducirse que Cervantes tenía como un de­ recho innato a «algo grande» como si sus contemporáneos pudieran anticipar lo que iba a ser de Cervantes al cabo de unos siglos. Pidió en 1590 un oficio en Indias de los que estaban vacantes: contaduría del nuevo reino de Granada, la de las galeras de Cartagena, el go­ bierno de la provincia de Soconusco en Guatemala y el corregimien­ to de la ciudad de La Paz (fl78, 76). Le contestaron que pidiera algo por acá para que se le hiciese merced. Dice Navarrete: «pudiéramos presumir [...] que no supo conservarlas [las comisiones posteriores] o proporcionarse con ellas un acomodo estable y conforme a su ca­ lidad a causa de las persecuciones ocasionadas por alguna impru­ dencia suya» (f78, 76), donde la «pobreza» cervantina podría expli­ carse por algo diferente a enemistades, ingratitudes o cegueras, y sí por una personalidad conflictiva. Siguió como comisario del pro­ veedor Pedro de Isunza en los años 1591 y 1592, con tres ayudan­ tes (Nicolás Benito, Antonio Caballero y Diego López Delgadillo). 239

En 1598 se le pagaron tres mil reales de vellón. Trabaja para la con­ taduría mayor de S. M. y se encarga de recaudar las tercias y alcabalas que se debían en Granada a la Real Hacienda, más de dos millones quinientos mil maravedís. En Sevilla «también se ocupó en Varias agencias de negocios de personas ilustres y calificadas» (f93, 90). Y cultivó «la amistad y compañía de los sabios y literatos de mayor crédito que en ella [Sevilla] residía al mismo tiempo» (f94; 92): Francisco Pacheco, Juan de Jáuregui, ¿Fernando de Herrera, muerto en 1597? Siguió dependiendo de la contaduría mayor en 1603, cuando aparecen menciones a cantidades que debería haber entrega­ do y al parecer no entregó. Navarrete sintetiza los siguientes años de Cervantes: «debió su tranquilidad al convencimiento de su con­ ducta pura y generosa; y su subsistencia a los frutos de su aplica­ ción y de su ingenio, y a las justas consideraciones que tuvieron de su mérito y de sus desgracias algunos amigos y personajes ilustres» (597, 94-95). La vida de Cervantes se encuentra en un cruce de caminos mar­ cado por la presencia del duque de Lerma como valido de Felipe III. Por lo tanto, hay circunstancias que no se aplican exclusivamente a Miguel de Cervantes, sino que caracterizan una época, la del favori­ to Lerma. «De aquí nació que el mérito, el talento y la virtud fueron desatendidos, no sin censura y sentimiento de los buenos [...] Ni era menor el desdén y abandono con que se miraban las letras y los sa­ bios que las cultivaban con tanta gloria y utilidad de la nación: olvi­ do y falta de protección, cuyas malas consecuencias no disimularon entonces mismo ni la severidad de Juan de Mariana y de Bartolomé Leonardo de Argensola, ni el celo de Cristóbal de Mesa y de Cervan­ tes, ni los buenos deseos de otros insignes escritores» (5 1 0 0 , 98). Cervantes, como otros escritores, intelectuales y letrados de su tiem­ po, se vio marginado por Lerma, que tenía una agenda muy precisa para el ejercicio de su poder (véase Alvar Ezquerra, El duque de Ler­ ma). ¿Habló Cervantes con Lerma en alguna ocasión? El caso es que no recibió ningún favor de la camarilla lermesca. «Con tan mezqui­ nos arbitrios y el favor que después pudo granjearse por medio de sus amigos de otros protectores más justos e ilustrados, vivió Cer­ vantes el resto de su vida, aunque pobre y oscuramente, en medio del fausto y pompa de los magnates y proceres de la nación» (5 1 0 1 , 99 ). A pesar de toda su «pobreza, oscuridad y marginación», doña An­ drea declaró con motivo de la muerte de Gaspar de Ezpeleta que su hermano era «hombre que escribía y trataba negocios» (5 1 16 , 11 5 ). Y que Simon Mendez, portugués (tal vez financiero) «le había pedi­ 240

do que fuese al reino de Toledo a hacer ciertas fianzas para las rentas que había tomado» ( f 11 6 , 1 1 5 -1 1 6 ) . ¿Qué quería decir con eso de que trataba negocios? ¿En qué actividades financieras andaba metido Cervantes casi al final de sus días? Lo único claro y cierto es que el escritor desempeñó actividades que le permitieron vivir y mantener a su familia, e incluso algo más. Cervantes logró algo que otros no consiguieron: la protección del conde de Lemos y del arzobispo de Toledo. La de Lemos, a él como a otros (Cristóbal de Mesa, Cristóbal Suárez de Figueroa), afectó positivamente al escritor: «se tranquilizó su ánimo [...] al ex­ perimentar Cervantes las liberalidades de su mecenas, quedando al pa­ recer satisfecho de la conducta y proceder de sus amigos» (5 1 2 6 ,1 2 2 ) . Recuerda Navarrete que la situación de Cervantes no era exclusiva: «Muchos son los escritores de aquel siglo que se lamentan de esta falta de protección con que el gobierno miraba a los hombres de mérito» ( f l 6 9 , 168). Por otra parte, «es fácil conjeturar que las mez­ quinas pasiones que exaltaron la cólera de Avellaneda, cundieron también entre otros literatos, celosos de que obtuviese Cervantes tanto aprecio del público por sus obras y de sus ilustres protectores la preferencia, las distinciones y beneficios que ellos procuraban afa­ nosamente, y acaso no con éxito tan favorable» (? 1 7 6 , 178). ¿En­ tonces? ¿Abandonado y pobre o favorecido y con distinciones y be­ neficios que provocaban la envidia de otros escritores? Precisamente por lo que nos parece una tensión entre la imagen ya en su tiempo lexicalizada de un Cervantes pobre y marginado y los datos que en­ cuentra y demuestran que dispuso de recursos y contó con el mece­ nazgo generoso de personas como Lemos y Sandoval, Navarrete se ve obligado a afirmar: «Justo será conservar siempre con amor y ve­ neración la memoria de unos proceres que tanto se esmeraron y distinguieron en socorrer y amparar al ingenio más sobresaliente y desvalido de su siglo» (f 17 9 , 182); pero no solo por lo que hicie­ ron por Cervantes, sino también por erigirse en modelos para su propia época. El cardenal «señaló una pensión a Vicente Espinel y otra igual a Miguel de Cervantes» (5 180, 184). No es casualidad que recoja, hasta cierto punto, la actitud de John Bowle en la dedi­ catoria de su edición, donde escribe en inglés: «It was the peculiar happiness of Cervantes to have had the Patronage of two eminent Grandees of his country to his history of Don Quixote at the different periods of its publication». Y no solo eso; en el «Prólogo del editor» reitera Bowle su postura, que no deja espacio para la imagen del Cervantes «pobre»: «El conde [de Lemos], que desde España se ha­ 241

bía declarado favorecedor de él, le continuaba desde Nápoles su pro­ tección; por otra parte, el cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, le señaló también una pensión para que tolerase con menos incomodidad las molestias de la vejez. Tenía también amigos, de los muchos que él granjeó en el discurso de su vida más con su amable condición que con su ingenio singular, los cuales ejercitaban con él la liberalidad» (viii). Por lo tanto, lo que hace Cervantes en el Viaje d el Parnaso parece más una impostura literaria que una realidad cotidiana. O tal vez, como han hecho otros escritores, se ha leído literalmente lo que no es sino el topos literario que asociaba la poesía a la pobreza, sin mayores matices. Sin embargo, esos tópicos sobre Cervantes iban a mostrar que tenían una muerte difícil. Así, Alberto Lista en la nueva época de El Censor los retoma sin ninguna reserva. El 7 de octubre de 1820, en el núm. 10, se da acogida al mito ya de un Cervantes pobre, maltra­ tado y abandonado de todos. Incluyéndolo en la relación que inclu­ ye a Homero, Milton, Camoens, Ovidio y el Tasso, se refiere a «el descuido con que nuestros ascendientes dejaron vivir y morir en la miseria al célebre Cervantes» (74). Y vuelve al asunto en el núm. 15, del 11 de noviembre de 1820, esta vez abordándolo desde una pers­ pectiva más práctica, más cotidiana, si puede decirse así: «Y por úl­ timo el inmortal Cervantes [...] vivió tan pobre y tan humillado que en los dos años últimos de su vida tuvo que habitar cuatro diferen­ tes casuchas, de las cuales le iban despidiendo sucesivamente por desahucio» (228). Recoge, asimismo, en el núm. 30, del 24 de febre­ ro de 1821, la común interpretación de que el Quijote, por su estilo satírico y ridículo, consiguió desterrar los libros de caballerías, pero relacionándolo con la educación del presente: «Si Cervantes hubiera escrito en estilo serio, todavía se enseñaría a leer en nuestras escuelas por los libros de caballerías» (477). Pero quizá lo más novedoso en el enfoque de Lista sea la valoración de los derechos de autor que hubieran correspondido a los herederos de Cervantes. En efecto, en el núm. 15, del 11 de noviembre de 1820 escribe: Entretanto reflexionemos un poco sobre el inmenso caudal que debieran percibir sus herederos si las injustas leyes de aquel tiempo no les hubiesen privado de su herencia. Por fortuna tene­ mos algunos datos seguros para hacer un cálculo arreglado valién­ donos de las excelentes noticias que, por encargo de la Academia Española, ha recogido don Martín Fernández de Navarrete [....] Según ellas, consta que se hicieron en vida de Cervantes ocho impresiones de la primera parte del Q uijote y cinco de la segunda. 242

De estas no tenemos nada que decir, porque Cervantes vendió sus privilegios a diferentes libreros, como se suele decir, por un pedazo de pan. Pero, después de muerto Cervantes, cuenta el se­ ñor Navarrete cuarenta y tres ediciones completas de toda la obra, y muchas de ellas dice que fueron repetidas. Suponiendo que cada una no haya dejado más utilidad que veinte mil reales, resultará una suma de 43.000 duros en que han sido defraudados los herederos del escritor más célebre que ha habido en España (228-229).

La razón de mover estos argumentos es porque la pobreza ha extinguido la familia de Cervantes por las injustas leyes que privaron a sus herederos de los derechos. Pero la posición de Lista se relaciona sobre todo con el desarrollo legislativo de la propiedad intelectual o los derechos de autor. Fernando VII derogó tanto los decretos de José I como las regulaciones de las Cortes de Cádiz sobre ese tema. Cuando escribe Lista España se encuentra en el Trienio Liberal y en esas circunstancias se aprobará la ley Calatrava en 1823, ley que también sería derogada por Fernando VII en su regreso al poder absoluto. Pero la argumentación de Lista va en apoyo de una legis­ lación necesaria para consolidar la profesionalización del escritor, artista e intelectual. En el proceso de hacer de Cervantes un monumento de la na­ ción también se ha debatido lo que pudo ser su educación. El hecho es que, tras la formulación por Tamayo de Vargas al definir a Cer­ vantes como ingenio lego —es decir, escritor sin formación (univer­ sitaria), lo cual nos habla de una visión jerarquizada e instituciona­ lizada del saber y por tanto de su relación con el poder como ya estudió Foucault hace tiempo—, algunos estudiosos han tratado de justificar los muchísimos conocimientos que podía tener el autor del Quijote. Navarrete —tal vez aventurándose por territorios espe­ culativos muy peligrosos— asegura que frecuentó a los escritores italianos y a los antiguos, y cuestiona, ya desde un presente distinto, la sobrevaloración del paso por las aulas universitarias: «Pero calida­ des tan eminentes se miraban ya con desdén en su tiempo por los que creían que para ser sabio era preciso haber obtenido las borlas de una universidad o cursado en ella el estudio de las llamadas faculta­ des mayores» (31). Sin embargo, hay que recordar que John Bowle, sin inventarse historietas inexistentes, había reivindicado la enorme cultura de Cervantes. Constata Bowle: «Son muy pocos los que sa­ ben la dilatada erudición de Cervantes. Las acotaciones de los auto­ res clásicos mostrarán que fue él cursado en las escuelas» (ii). Y en 243

gran medida su anotación y comento tienen como objetivo demos­ trar esa «dilatada erudición». j Para Navarrete no hay ninguna duda de que el texto cohtiene «aquellos esenciales requisitos de invención, de filosofía y de gracias originales que han hecho al Quijote un libro clásico entre todas las naciones cultas de estos últimos siglos» (f 176, 179). Libro clásico sin paliativos, sin reservas; y su autor, «el mayor ingenio de la nación» (5 I 4 O, 138). Reafirma Navarrete «la originalidad inimitable de la invención, del artificio y encanto de la fábula del Quijote» (5 109, 107), por lo que critica a Voltaire (por decir que es como el Orlando de Ariosto), a De los Ríos (por decir que quiso imitar a Homero) o a Pellicer (por decir que no a Homero, sino el Asno de oro) (f 109, 106). Cervantes pudo leer a esos autores —y más todavía— e incluso tal vez imitarlos, pero sin seguir exclusivamente a ninguno de ellos. Logró Cervantes desterrar los libros de caballerías «como inútiles y perjudiciales, y sustituir a su lectura desaliñada otra llena de gracia y urbanidad, de erudición y enseñanza, de doctrina y moralidad; uniendo discretamente la utilidad y el deleite, en cuya acertada combinación consiste la perfección de las obras de ingenio según el precepto de Horacio» (fl0 9 , 108); de ese modo, el Quijote se pre­ senta como el modelo ejemplar e ideal de la literatura neoclásica. A Navarrete, sin embargo, no se le escapa uno de los aspectos que marcan el cervantismo del dieciocho y diecinueve: el reconoci­ miento, lo que hemos llamado la monumentalización del gran hombre, del hombre ilustre y célebre: Otros escritores ilustres, aunque desgraciados y perseguidos durante su vida, han logrado después de su muerte aquellos ho­ nores que debieron tributarse a sus personas [...] Solo Cervantes parece haber sido exceptuado hasta de tan estéril consideración y

sufragio postumo. Su funeral fu e pobre y oscuro; ninguna lápida ni inscripción ha conservado la memoria del lugar en que yace, ni en los tiempos posteriores, en que las letras y las artes han prodigado sus bellezas a la lisonja y al poder, y acaso al crimen y a la iniqui­ dad, ha habido quien intente honrar las cenizas de aquel varón in­ signe con un sencillo y decoroso mausoleo (§190, 195-196; la cursiva es mía).

Lo que reclama aquí Navarrete es precisamente lo que había propuesto el gobierno josefino: honrar las cenizas de Cervantes eri­ giéndole el monumento que la nación le debe para así completar efectivamente el duelo que la nación no ha hecho por él. 244

L a n o v e d o s a p e r c e p c i ó n d e J osé M a r c h e n a

En 1820 publica en Burdeos José Marchena sus Lecciones de f i ­ losofía m oral y elocuencia en dos tomos. La amplia antología es pre­ cedida de un «Discurso preliminar acerca de la historia literaria de España y de la relación de sus vicisitudes con las vicisitudes políti­ cas» en el que Marchena repasa la historia toda de la literatura espa­ ñola. De su persona, bien estudiada por Juan Francisco Fuentes, es preciso destacar que, habiéndose exiliado en Francia desde 1792, regresó a España con el advenimiento de José I, lo que revela sin ambages un compromiso incuestionable con la Ilustración, la polí­ tica napoleónica y el afán de transformar la sociedad de su tiempo. Es más, su participación en el Ministerio del Interior lo marcó como uno de los numerosos intelectuales afrancesados que vio en José I la mejor opción para salir del atasco nacional. Abandonó la península con la derrota de los franceses volviendo a instalarse en Francia, desde donde conspiró para lograr la reinstauración de la Constitu­ ción de 1812, y regresó a España tras el pronunciamiento de Riego, aunque murió demasiado pronto como para poder dejar una huella en ese Trienio Liberal, pero sí vivió lo suficiente como para apoyar abiertamente a los liberales exaltados. Del mismo modo que para otros autores que vemos en este ca­ pítulo, para Marchena, al acercarse al Quijote, su referencia constan­ te es la edición de Vicente de los Ríos. Nada ayuda en este acerca­ miento ni Juan Francisco Fuentes ni Rinaldo Froldi ni Álvarez Barrientos («José Marchena»). Y si esa edición es su referente lo es por dos razones: una, por el «Análisis» que incluye; la otra —y tal vez más importante— por el carácter institucional de la edición y, por tanto, por la autoridad que acarrea el hecho mismo de haber sido editada por la Real Academia Española. El punto central que separa a Marchena de De los Ríos es que para él —Marchena— el Quijote no es ni será un poema épico puesto que nos encontramos ante «la primera de las novelas modernas» (x l v i i ), primera novela moderna y obra que vale «por una biblioteca entera» (x l v i i ). No es casual que en un texto —el «Discurso preliminar»— que Juan Francisco Fuen­ tes considera responder a una visión de la cultura española como «fruto del despotismo político imperante desde el siglo xvi y de la extravagancia —a veces genial— de algunos autores» (275), la obra de Cervantes se erija en excepción y faro indiscutible. Y aunque no 245

se detiene en intentar conceptualizar lo que entiende por novela, lo cierto es que si algo no es el Quijote es un poema épico. Malinterpreta así lo que había escrito De los Ríos, que había comparado el Quijote —fábula burlesca— con la litada o la Eneida —fábulas épi­ cas—, pero nunca había afirmado que la obra de Cervantes fuera un poema épico tout court. Pero sí trata Marchena de describir el Qui­ jote, y lo hace así: Es la admirable novela del caballero manchego una serie de aventuras, fundadas todas en la manía del héroe de resucitar la antigua andante caballería [...] y de aquí procede una perenne vena de chistes que pueden llamarse de situación [...] Y esta es la razón porque una no corta parte de las gracias de Don Quijote se traslada a todas las lenguas y porque todas las versiones mueven a risa (xlviii-xlix). Así encuentra Marchena una explicación plausible de la indiscu­ tible universalidad del Quijote: la traductibilidad del texto y, sobre todo, de la multitud de chistes de situación. Y si el Quijote es una novela, «considerado como héroe de novela, nunca otro más intere­ sante que don Quijote se ha presentado en la escena» (x l i x ). Según Marchena, el ingenioso hidalgo es «un hombre enojado hasta la más violenta irritación con la humana perversidad, prendado hasta los más estáticos raptos de la virtud y la ideal belleza, y a quien su admi­ rable y generoso entusiasmo persuade que le ha dotado el destino de una fuerza y un poder casi sobrenatural para socorrer menesterosos, amparar doncellas, enmendar sinrazones y restituir a la tierra el siglo de oro y el reino de Astrea» (x l i x - l ). Subrayemos las expresiones que emplea Marchena: enojado con la humana perversidad y prendado de la virtud y la ideal belleza. Para Marchena, es irrefutable que la novela implica la negación de la presunta unidad de acción atribuible —desde los supuestos teóricos clasicistas— a la epopeya o poe­ ma épico y en absoluto esperable en una novela. El carácter de un héroe de novela solo se puede representar «en situaciones totalmente diversas, y para esto era indispensable que fueran sus aventuras tan varias como inconexas» (li). Cervantes, al componer la primera par­ te de la novela, no tenía ningún plan para la segunda. Y esa falta de plan, que sería intolerable en una epopeya, «deja de serlo en una novela de tal naturaleza que su principal valor [...] en la variedad y aun incoherencia de acontecimientos y lances se cifra» (l i i i ). Acepta Marchena que Cervantes se parece a Homero, en espe­ cial porque sus comentaristas han encontrado muchas cosas excepto 246

las que encierra. La disertación de De los Ríos es «pesada y fastidio­ sa» (xlviii), y se pregunta Marchena: «¿Quién se figurará que la Academia Española toda entera haya adoptado tan solemne adefesio y puesto al frente de su magnífica edición de esta obra esta bellísima producción?» (xlviii ). Y si Marchena machaca una y otra vez contra la atribuida afirmación a De los Ríos de que el Quijote es un poema épico, insistiendo en que se trata de una novela y, aunque no lo diga con esas palabras, la poética es completamente diferente, en especial respecto al héroe, las aventuras o episodios que componen la narra­ ción y la unidad de acción, es por la autoridad que lo respalda. En efecto, explica Marchena, «como le dio implícitamente su asenso la Academia Española, y que puede tanto con los más de los lectores la autoridad, se hace forzoso rebatir una idea que, una vez admitida, estorba que sean apreciadas en lo que realmente valen las inestima­ bles dotes de esta obra inmortal» (lii). La posición de Marchena, por tanto, es una postura antiinstitucional por encima de todo, una postura antiautoridad; lo que realmente rechaza no es solo o tanto la labor de De los Ríos como el hecho de que la autoridad académica lo haya respaldado y, por tanto, autorizado. La implicación personal de Marchena en su relación con el Qui­ jo te la manifiesta claramente: «El desprendimiento de todo interés personal jamás en ningún actor de novela ha llegado hasta el punto que en Don Quijote, y para gloria eterna de su historiador jamás ha sido tan verosímil» (l i ). E s más, podríamos atrevernos a suponer que, en la descripción que nos ofrece Marchena sobre el ingenioso hidalgo, se proyectan rasgos que tal vez quisiera el escritor (Marche­ na) poseer en sí mismo, o incluso rasgos que sin la menor duda lo caracterizan a él como personaje histórico. El lector proyecta su ima­ gen deseada, imaginada o soñada en un personaje al que interpreta según sus deseos: «Lo que nunca padece la menor alteración en don Quijote es la invariable excelencia de su alma, su invariable amor de la justicia, su generoso ánimo, sagrario de todas las virtudes sin fla­ queza, la actividad de una beneficiencia sin tasa, procedente [...] de la obligación en que con verdad se cree constituido de consagrar todas sus facultades y su vida entera en beneficio del linaje humano y del reino de la justicia y la virtud en la tierra» (liv ). ¿Estamos vien­ do a don Quijote o una imagen embellecida del personaje literario, convertido por Marchena en luchador impenitente por la justicia, de modo inalterable y constante batallando por la virtu d —ilustrada y revolucionaria— en la tierra, y por tanto en la España que lucha con sus demonios? Además, Marchena se opone frontalmente a las 247

interpretaciones de Lesage y seguidores españoles en su preferencia por el Sancho de Avellaneda. Para Marchena, el texto de este no es más que una «malhadada producción» (l i i i ), y esa postura lo vincu­ la fácilmente con los cervantistas y, por tanto, antilopistas que he­ mos visto en otros capítulos. Marchena, que, según documenta Juan Francisco Fuentes, ya en 1787 se preguntaba en El Observador, en postura enfrentada a los apologistas: «Si se exceptúa la obra del Qui­ jote, ¿qué cosa perfecta podremos presentar a los extranjeros?» (275), ofrece una lectura en la que la posición monumental de Cervantes no se presta a discusión. Precisamente por la independencia de los criterios de Marchena y por romper en cierto sentido la visión gene­ ral que Anthony Close ofrece del enfoque romántico y su cronolo­ gía, aunque acepta que ideas románticas sobre el Quijote circularon en España antes de ¡1856! (48), argumenta a favor de un José Mar­ chena que no es español. Antes que nada, señalemos que su posición es completamente opuesta a la que adopta, por ejemplo, Paolo Cherchi, que no duda en incluir a los jesuítas expulsos en su trata­ miento de la recepción cervantina: porque ellos se convirtieron en Italia en una especie de vanguardia cultural española en el campo europeo y porque como pertenecientes a la cultura española los sin­ tieron siempre los mismos ilustrados (141), de modo que ni siquiera escribir en italiano los borra de la cultura española. Pero Close no mira con los mismos ojos. En efecto, «Si miramos ju era d e España —dice Close— Marchena ofrece la primera interpretación román­ ticamente idealizada del personaje de don Quijote» (48, n2; la cur­ siva es mía), pero «El Marchena [es] un republicano exiliado en Francia» (48, n2), lo cual, obviamente, lo convierte en no español. Así, sus ideas no pueden contarse como recepción española, a pesar de que Marchena acudió a participar en el gobierno de José I y de que tras el pronunciamiento de Riego volvió a España; a pesar de que sus Lecciones defilosofia m oral y elocuencia fueron escritas en español y publicadas en Burdeos para un público de españoles; a pesar, en úl­ timo término, de que ni siquiera Menéndez Pelayo cuestionó la es­ pañolidad del abate. Pero, a fin de que cuadren las cuentas, a veces hay que dar unos golpecitos por aquí y otros por allá, con la mano o con el martillo. Y añadamos lo que había escrito Menéndez Pelayo en la Historia d e los heterodoxos españoles sobre ese «Discurso preli­ minar»: «La resonancia del tal discurso fue grandísima, sobre todo en la escuela hispalense» (lib. VI, cap. 3). Y uno se atreve a supo­ ner que incluso más allá de la escuela hispalense. Es más, Menén­ dez Pelayo se detiene brevemente en las opiniones de Marchena 248

sobre el Quijote: «De vez en cuando centellean algunas intuiciones felices, algunos rasgos críticos de primer orden; tal es el juicio del Quijote» (lib. VI, cap. 3). Los a f r a n c e s a d o s : l a s c o n t r a d ic c io n e s d e u n a é l it e

El ambiente letrado e intelectual sobre el que estamos hablando ha recibido una etiqueta muy precisa —y no poco discutible y dis­ cutida— en las diversas historiografías nacionales. Merece, pues, la pena detenerse en el papel de los afrancesados en ese complejo pro­ ceso que conduce a la articulación de una cultura nacional, es decir, de una cultura que es consciente de pertenecer y formar parte de la formación de una nación en el sentido moderno de la palabra. Y lo merece por el papel que en un momento determinado desempeñan en todo ese proceso las personalidades célebres en el mundo de las letras y las artes. Probablemente sirva acercarse a esa problemática tomando un caso ejemplar de lo que «el fenómeno» de los afrance­ sados implica. Así pues, por razones que fácilmente comprenderá quien conozca nuestra trayectoria intelectual y académica, eligire­ mos a Leandro Fernández de Moratín porque, a la vez que mantiene su autonomía como intelectual y escritor, participa —sin excusas ni justificaciones— en el círculo de Godoy primero y en la administra­ ción de José I después, al igual que algunos de sus íntimos amigos y otros letrados que optan por el nuevo rey. Y, como todos ellos —ex­ cepto quienes fallecen en el camino— será represaliado y acabará en el exilio. Volverá con el Trienio Liberal y volverá a alejarse de una España absolutista que ya no es la suya. Por otra parte, en el ámbito cultural, la posición de Moratín es emblemática, pues se manifiesta sin ambages en un apoyo público a Godoy y, más tarde, en su perte­ nencia al grupo afrancesado, precisamente porque se le sitúa como cabeza de un colectivo al que se enfrenta Quintana, patriota de los «de verdad» y víctima al parecer de sus adversarios estético-literariopolíticos. Que él —Quintana— también hubiera ensalzado al prín­ cipe de la Paz (como recuerda La Parra) no le impidió convertirse a tiempo al bando de los «buenos». Emilio La Parra habla de la clien­ tela agrupada alrededor de Godoy «mediante el sistema de nombra­ mientos y de concesión de gracias y favores» («De la disputa» 257) como un grupo de «godoyistas» entre quienes se cuentan «Moratín y un activo grupo de ilustrados: Eugenio Llaguno, Forner, Estala, 249

Melón, Meléndez Valdés, Estanislao de Lugo, etc.» («De la disputa» 257). Una de las características de este grupo es, precisamente, que no ocultan sus querencias. Y su existencia nos envía al proceso de consolidación de la esfera pública, por un lado, y del campo lite­ rario y artístico, por el otro. No obstante, antes de llegar al reinado de José I es preciso dete­ nerse.en Godoy, porque, después de los quince años de gobierno de Floridablanca y el interregno de Aranda en 1792, el ascenso al poder de Manuel de Godoy significó un cambio indiscutible en la gestión de los asuntos públicos. Por primera vez no se trataba de un manteista capacitado, de un aristócrata con redes de apoyos, de un extranjero cuya fidelidad se había comprobado en episodios anteriores; como dice John Lynch, «Godoy no contaba con una base de poder» (346); probablemente su ascenso solo pueda parecerse al de Fernando de Valenzuela con la reina regente Mariana de Austria —caído en ene­ ro de 1677—, pues desde una cierta oscuridad familiar y social aca­ bó ocupando de hecho el puesto de valido real o primer ministro si se quiere. La diferencia es que, al margen de las habladurías sobre Mariana y Valenzuela, en el caso de Godoy y la reina ciertos rumores parecen servir para explicar la protección que recibió de los reyes, o al menos ese es el chisme que circuló, se difundió y acabó convir­ tiéndose en «realidad» para muchos españoles de la época y más allá, a pesar de que lady Holland —como cita Lynch— llegó a la conclusión de que era «imposible afirmar con certeza cuáles son los lazos que existen entre la reina y él» (347). Pero también hay que resaltar lo que con tino señaló John Lynch: «Los acontecimientos, y no una relación amorosa, determinaron el ascenso de Godoy. Los acontecimientos habían dado origen a un mundo nuevo que exigía una nueva política y una nueva persona que no estuviera identifica­ da con el pasado» (344). O, como escribe La Parra, tras las tensiones y enfrentamientos entre golillas (Floridablanca) y aragoneses (Aran­ da), «en noviembre de 1792 el monarca decidió entregar el poder a una persona ajena a ambas facciones» (M anuel Godoy 257). En esas circunstancias Godoy —tan aislado y solitario como los propios re­ yes, por lo que estos tuvieron que (o pudieron) «comprar» una leal­ tad que se dirigía más a las personas que a la política— pudo contar con la burocracia covachuelista porque coincidieron sus intereses (Lynch 346). No nos interesa aquí todo lo que pudo ser la política que llevó a cabo Godoy, aunque nos parece que la síntesis que ofrece John Lynch es válida: «Godoy sustentaba ideas políticas conservado­ ras, haciendo gala de una deferencia ocasional hacia el absolutismo 250

reformado, y se veía personificando el equilibrio entre la monarquía extremista y la revolución liberal» (348). Otro aspecto que merece comentario se refiere a la muy problemática dinámica de alianzas que siguió Godoy, y que estaba en el centro de cualquier gestión política de la época. Resulta relativamente fácil juzgar desde el pre­ sente —o en su tiempo, con un partido claramente tomado— cuál hubiera sido la mejor elección. Lo que algunos historiadores olvidan (o parecen querer olvidar) es que el imperio hispánico seguía Siendo una pieza que tanto franceses como ingleses querían cobrar, de una manera u otra, y que España no podía proteger por sí misma frente a los ataques de ambos rivales. Aliarse con unos implicaba enfrentar­ se a los otros o a la inversa. No había escapatoria. John Lynch se atreve a afirmar que una política de neutralidad habría permitido reforzar los recursos españoles y hacer que los de Inglaterra y Francia se agotaran (350). Pura fantasía. Lo mismo que suponer que hu­ biera sido mejor aliarse a Inglaterra que a Francia. «La renovada alianza con Francia constituyó una catástrofe para España» (354), dice Lynch, ¿y qué hubiera pasado si la alianza se hubiera estable­ cido con Inglaterra? Otro desastre, otra catástrofe. No por fatalis­ mo, sino porque España no disponía en ese momento de los recur­ sos que le hubieran posibilitado una política firme de rearme, re­ forzamiento militar, político y económico, y en consecuencia de erigirse de nuevo en potencia frente a Inglaterra y Francia. En cual­ quier situación dependía de una u otra. Porque tanto una como otra pretendían, por un lado, contar con el posible apoyo español; por el otro, destruir sus limitados recursos navales y militares en general para facilitar su propio control de las vías y territorios ul­ tramarinos. El saqueo del imperio español llevaba años en proceso y ninguna potencia estaba por la labor de «hacer favores» o ayudar a la otra. Nos interesa, sí, resaltar que, a nivel cultural, acentuó el cambio de orientación que Aranda había tomado tras la prolongada gestión de Floridablanca (La Parra, M anuel Godoy 165); en especial, romper con el cordón sanitario que este había decidido para tratar de evitar el contagio de la Revolución Francesa. Godoy prolongó y ahondó las orientaciones arandinas: se apoyó a la prensa periódica, se funda­ ron nuevos órganos de opinión y se la liberó de una censura casi asfixiante. Con razón escribe Richard Herr que con Godoy «los pe­ riódicos en realidad reflejaban la reaparición de la discusión pública de todos los temas» (294). Además, Godoy apoyó las mejoras y pro­ gresos de la educación superior, facilitando la creación de nuevas 25 1

escuelas de cosmografía, la Escuela de Veterinaria, la Escuela Supe­ rior de Medicina en Madrid, y otras ciencias, y facilitando los viajes al exterior de estudiantes prometedores. Hizo posible la creación del Jardín Botánico de Sanlúcar, del Observatorio Astronómico, la Es­ cuela de Sordomudos, el Instituto Pestalozziano, los cuerpos de In­ genieros Cosmógrafos y de Ingenieros de Caminos. También es cierto que el 31 de julio de 1794 se aprobaba una real orden que «suprimió todas las cátedras de derecho público y de derecho natural y de gentes» (Herr 310), pero Emilio La Parra ha matizado con muy buen criterio la dimensión real de semejante medida (Manuel Godoy 176-177') y, ba­ sándose en el estudio de Martínez Neira, ha demostrado que «se suprimieron las cátedras de derecho natural, pero no su enseñanza, pues esta continuó en las ahora denominadas cátedras de filosofía moral, de ética o de teología moral» (M anuel Godoy 177). Por otra parte, Godoy supo rodearse de uno de los grupos letrados más bri­ llantes de la época: Eugenio Llaguno y Amírola, sobrino de Montiano y Luyando, Juan Pablo Forner, Leandro Fernández de Moratín, Meléndez Valdés, Pedro Estala, Juan Antonio Melón y Juan Na­ varrete. Godoy «era foco de atención y de esperanza por parte de un grupo de jóvenes intelectuales» (Lynch 346), y a la larga actuó como mecenas de numerosos intelectuales y artistas ilustrados, entre quie­ nes destacan obviamente los nombres de Forner, Meléndez Valdés o Francisco de Goya, aunque la lista de pretendientes que asistía a su camarilla fuera mucho más numerosa y algunos renegaran de ese Gracias a Paula Demerson conocemos algo más de cerca lo que fue el círculo que rodeó a María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo, y que tuvo una influencia evidente sobre la gestión política de Godoy. La actitud de Godoy ha sido resumida así por La Parra: «atendió muchas de las propuestas de los ilustrados e impulsó las instituciones científicas y culturales heredadas, y creó otras nuevas, alentó la creación literaria y la producción científica, facilitó el resurgimiento de la prensa tras el funesto periodo inme­ diato anterior, adoptó algunas medidas de carácter social inspiradas en el espíritu utilitarista y filantrópico, propició la libertad económi­ ca, desarrolló en materia eclesiástica una política claramente regalista y trató de limitar la actividad de la Inquisición, amparando a muchos perseguidos por ella» (M anuel Godoy 178). La historiografía —liberal en un sentido, conservador en otro— no quiso encontrar­ le ningún valor al gobierno de Godoy, y su figura se ha deformado en las perspectivas encontradas que lo han observado. Para la histo­ 252

riografía liberal, Godoy no fue sino otra forma de absolutismo; para la conservadora, el guardia de corps no tenía ni la autoridad ni la legitimidad para ejercer el poder, pero sobre todo es que lo ejerció con un «programa» reformista que no podía ser aceptable. Y, ade­ más, era él quien gobernaba cuando tuvo lugar el motín de Aranjuez y toda la crisis de la monarquía borbónica española. Uno o una puede, desde luego, preguntarse con pleno derecho qué legitimidad quedaba en la España de 1808 tras los motines de El Escorial y de Aranjuez, y de las abdicaciones de Bayona (Carr 79-119). Un número notable de letrados que se habían distinguido por sus posturas y escritos reformistas e ilustrados, Moratín entre ellos, si­ guió el parecer del arzobispo Félix Amat, que no hacía sino constatar algo que en ese momento era mucho más evidente de lo que lo ha­ bía sido en la Inglaterra que decapitó a Carlos I, o en la Francia que ejecutó a Luis XVI. En España, la familia real, sometida a una doble presión, la popular y la napoleónica, dio un espectáculo bochornoso en el que tanto Carlos IV como Fernando VII mostraron su catadu­ ra moral, es decir, su obvia disposición a venderle la patria al pode­ roso Napoleón, quien no dudó en colocar en el trono español a su hermano José (véase Mercader Riba). Era un paso más —simbólico y de poder— del auge de la Francia revolucionaria (o más bien termidoriana) como potencia europea. La resistencia popular, que cier­ ta corriente identifica con el comienzo de una revolución nacional (Carr 81; Juliá 21-22), no fue sino el movimiento de conservación y protección de la dinastía reinante pero, sobre todo, de los valores que se podían identificar con lo más casposo y rastrero de una tradi­ ción y una historia. Como analiza Manuel Sacristán al estudiar los escritos de Marx sobre esa España: «las Cortes de Cádiz no dispusie­ ron ya de posibilidades revolucionarias; encerradas en un último rincón del territorio, las Cortes eran solo “la España ideal”, mientras “la España real” se encontraba en las convulsiones de la guerra o estaba ya sometida por el invasor [...] “En el momento de las Cortes, España estaba dividida en dos partes. En la Isla del León, ideas sin acción; en el resto de España, acción sin ideas”». El enfrentamiento que la historiografía nacionalista llamaría guerra de la Independencia constituyó, entre otras cosas, un enfrentamiento internacional (entre Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias imperiales del momento; suyos fueron los dos Ejércitos que libraron las principales batallas en la Penín­ sula) y una guerra civil (pues hubo españoles en los dos bandos). 253

Pero tuvo mucho también de reacción xenófoba, antifrancesa, que conectaba con la francofobia heredada de la Monarquía de los Austrias y, específicamente, de las resistencias al reformismo ilustrado del siglo anterior; de pugna partidista entre godoístas y fernandinos (protagonistas, estos últimos, de muchas de las su­ blevaciones que se presentaron como «antifrancesas» a finales de mayo de 1808); de cruzada anturevolucionaria, que reactivaba las prédicas de la guerra de 1793-1795 contra nuestros ateos y regicidas vecinos; de explosión localista, plasmada en las diver­ sas juntas rebeldes (cuya unificación en una Central y Suprema no fue nada fácil); de protesta social popular (contra los godoís­ tas, que solían coincidir [con] los «afrancesados» y, no por ca­ sualidad, con los potentados del lugar), etcétera» (Álvarez Jun­ co, «Las deformaciones»).

Tratar de desentrañar la complejidad de ese conflicto ha ocupa­ do miles de páginas, por lo que no vamos a entrar en ese asunto ahora. Desde una muy discutible óptica, lejana en el tiempo y marcada por imperativos categóricos de orden moral, nada justificaba aban­ donar la fidelidad al rey de España. Pero, ¿por qué a Fernando en vez de a Carlos, o al revés? Para quienes vivieron ese momento la cosa no era tan fácil, y aceptar a un nuevo rey nombrado por Napoleón tenía todas las apariencias de legalidad, excepto para una iglesia temerosa de que medidas radicales acabaran con sus privilegios ancestrales. Como escribe Jean-René Aymes, si los afrancesados «se rallient au roi Joseph, c’est, en partie, pour ne pas légaliser le coup de force d’Aranjuez; la racaille, le “vulgo” a intronisé Ferdinand: son pouvoir porte un vice rédhibitoire» (55). El obispo Amat, teorizando con cierta elegancia una realidad cutre y perdularia, había escrito que «Dios es quien da y quita los reinos y los imperios, y quien los trans­ fiere de una persona a otra, de una familia a otra familia y de una nación a otra nación o pueblo» (citado en Juretschke 46). Moratín, en el «Prólogo» a su fallida edición de Fray Gerundio de Campazas, alude a la situación de su momento hablando de «los altos designios de su providencia, que da y quita los cetros» (Los Moratines2\ 1364), y en 1810 retoma esa idea en un soneto donde escribe: «el rayo de la guerra / rompa y trastorne llaves y corona» (10-11). Frente a la Es­ paña resistente contra la ocupación francesa, quienes confían en que el nuevo régimen lleve a cabo las reformas y transformaciones toda­ vía pendientes pertenecen a la España legal, determinada en su for­ ma por los trapícheos de los Borbones con Napoleón. Y esos que 254

permanecieron en la legalidad de la letra son quienes pasaron a la historia como afrancesados. Pero ¿qué fiieron los afrancesados? El problema afrontado por Artola en su momento (1953) y por Juretschke después (1962) en su estudio de ese círculo letrado es que, al hablar de ilustrados, se está utilizando un calificativo de carácter intelectual en tanto que al hablar de liberales, absolutistas o conservadores se están empleando adjetivos políticos. Bajo el de afrancesados se mezcla todo y todo cahe. En ese sentido, lo afirmado por Méndez Bejarano en 1912 y Suárez en 1950 respecto a la continuidad política que se da entre ilustrados, josefinistas y constitucionalistas gaditanos vino a ser cuestionado por Artola y reafirmado más tarde por Juretschke. Pero la continuidad ideológica, cultural y política —desde nuestro punto de vista, una realidad que no se presta a discusión— no anula una diferencia radical entre los individuos concretos: el posicionamiento institucional en relación al rey impuesto por Napoleón. Y esa es la diferencia que sirvió de base a historiógrafos y políticos posteriores para excluir definitivamente de la historia buena (conservadora o liberal) a los afrancesados, es decir, a quienes sirvieron, de un modo u otro, a José I. Desde luego, tanto el absolutismo fernandino como el conservadurismo decimonónico utilizaron a profusión el posible colaboracionismo con el invasor —simbolizado en la voz afrancesa­ do— como arma arrojadiza contra sus adversarios políticos. Entre quienes atacaron a los afrancesados se contaban varios personajes que en otro tiempo habían sido tenidos por «profranceses» (o afran­ cesados), estilo Antonio de Capmany, Quintana o el reconvertido Jovellanos. Julián Marías supo plantear con agudeza el dilema al que tuvie­ ron que hacer frente los ilustrados, todavía no escindidos según sus adscripciones políticas. Escribe Marías: La situación de los «ilustrados» apenas tenía solución ade­ cuada: si abrazaban la causa de la independencia nacional [o sea, enfrentarse con las armas a los invasores], esto los llevaba a una cooperación con fuerzas que lo que primariamente querían era la resistencia a las innovaciones de Francia, el mantenimien­ to del antiguo régimen en sus formas más reaccionarias [...] Pero, por otra parte, si querían salvar las innovaciones y la liber­ tad, la tentación inmediata era la cooperación con los invaso­ res, su aceptación por lo menos, y ello implicaba una abdica­ ción de la dignidad nacional y de su propia independencia (136-137).

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Desde luego, como ya hemos dicho, esa «dignidad nacional» no había salido muy bien parada de las abdicaciones de Bayona, aun­ que también puede atribuirse un sentido esencialista y trascendente a la idea de la dign idad nacional que debía revelarse intuitivamen­ te a cualquier «verdadero» español. Pero lo que me parece más signi­ ficativo de ese grupo social es que no ha sido ubicado in-between o sea entre unos grupos y otros, no se halla al margen de un grupo hegemónico y de otro marginal, sino que ha sido instalado imagina­ riamente fuera de cualquier grupo, en la periferia del conjunto de la colectividad nacional. En efecto, la derecha, el conservadurismo po­ lítico, los tendrá siempre como un conjunto de traidores a los valo­ res eternos e inmutables de la nación, emparentándolos subliminal o abiertamente con cualquier forma de liberalismo progresista; la izquierda, el progresismo, los verá siempre como unos traidores al proceso democratizador independiente del país, asociados al absolu­ tismo. Así, ser afrancesado es estar fuera de todo, es no tener ningún amarre en ningún sector social, es haber perdido cualquier posibili­ dad de formar una parte aceptable y asumible de la historia. Desde luego, la historiografía es resbaladiza y manipulable, por lo que uno lee sin rubor textos sobre Goya en los que se corre un «estúpido velo» sobre su afrancesamiento, lo mismo que el anatemizador titu­ lar de los afrancesados, Menéndez y Pelayo, no tiene reparo en silen­ ciar el afrancesamiento de Martínez Marina (Juretschke 268). O Car­ los Seco Serrano se esfuerza en demostrar que Martín Fernández de Navarrete, que fue director de los Reales Estudios de San Isidro bajo José I, «simplemente se inhibe de la lucha, se reduce a ser un “ciuda­ dano pacífico”» (xxix), e incluso lo encubre: «Utilizando una termi­ nología de última hora [1954], podríamos decir que Navarrete, sin ser un colaboracionista, está bastante lejos de ser un miembro de la resistencia. Posiblemente porque ve en la contienda, ante todo, lo que tiene de guerra civil» (xxix). Es más, se ocultan las «bajas» moti­ vaciones —si es que se puede calificar así el instinto de superviven­ cia— que llevaron a Goya a pintar en 1814 los dos cuadros sobre la insurrección de mayo de 1808, por encargo y con el claro fin de embellecer su imagen como verdadero patriota (y no hablamos de los Desastres de la guerra y sus motivaciones intrínsecas). Gérard Dufour, saliendo en defensa de Moratín, escribe: «De hecho, a no ser por su participación en la Comisión encargada de examinar las obras dramáticas originales o traducidas de que haya de componerse el repertorio, que fue creada por decreto del 31 de diciembre de 1810, y en la que participaron también Juan Meléndez Valdés, Vicente 256

González Arnao, Pedro Estala, José Antonio Conde, Tomás García Suelto y Ramón Moreno, su implicación política durante el reinado del Intruso había sido más bien nula» (270). Lo curioso es que en un reciente y muy interesante libro (por otras razones), a la vez que se califica a Moratín de cínico y acomodaticio, se habla de la postura «un tanto ambigua» de Goya, ¿ambigua? Y la formula así: «Por su ideología y su amistad con los intelectuales, estaba de parte de José. Pero por la crueldad de la guerra, estaba con el pueblo» (Moreno Alonso 245). ¿Quiere eso decir que los demás ilustrados —insensi­ bles y obscenamente perversos— no «estaban con el pueblo» sino que disfrutaban con su sufrimiento? ¿Y con qué pueblo estaba Goya? ¿Y contra qué pueblo estaban «los demás» afrancesados? Eso hace pensar en una película franquista como la Agustina d e Aragón de Juan de Orduña, donde los afrancesados son malos y crueles hasta que descubren que la bondad está del lado de... Fernando VII. Gui­ llermo Carnero ha atribuido esa marginación de los afrancesados al hecho de que todas las corrientes antifernandinas coinciden en «el pacto con la monarquía borbónica» (Los orígenes 165), de ahí «la marginación unánime de los afrancesados, sin futuro político aun cuando tolerados, por haber admitido la conservación de la monar­ quía como institución al margen de la fidelidad dinástica» (Los orí­ genes 165). Un estudio detallado de los afrancesados, que incluye listas de nombres y puestos ocupados, así como orientaciones y tra­ yectorias, lo ofrece Juan López Tabar (2001). Después de la victoria/derrota de Bailén, desde la óptica de José y, sobre todo, de su hermano Napoleón, era evidente que se imponía un control militar sobre toda la península (Mercader 1: 74). Pero Napoleón también tenía una clara conciencia de que era necesario reforzar el apoyo de los sectores ilustrados del país, los únicos que podrían apoyarlos, para lo cual, una vez en Madrid el 6 de noviem­ bre de 1808, se propuso estabilizar la situación y proceder a tomar medidas políticas. Así, en diciembre del mismo año empieza la aprobación de lo que Mercader ha llamado «los ocho decretos del emperador» (1: 83): el primero declaraba enemigos de Francia y de España a ciertos aristócratas que habían roto su juramento al nuevo rey (José I): los duques del Infantado, de Híjar, de Medinaceli, de Osuna, al marqués de Santa Cruz, a los condes de Fernán-Núñez y de Altamira, al príncipe de Castel-Franco, al exministro Cevallos y al obispo de Santander; el segundo destituía a los miembros del Consejo de Castilla; el tercero declaraba la organización inmediata del Tribunal de Reposición, creado por el Estatuto de Bayona; el 257

cuarto suprimía la Inquisición; el quinto prohibía que ningún indi­ viduo poseyera más de una encomienda; el sexto reducía los conven­ tos; el séptimo abolía todos los derechos feudales y el octavo hacía desaparecer las aduanas interiores (Mercader 1: 83). Después de la batalla de Talavera (julio-agosto de 1809) José I decreta la desapari­ ción de todos los consejos del antiguo régimen (Ordenes, Indias, Marina, Guerra, Hacienda), así como las juntas de Correos, Comer­ cio y Moneda; anula todos los títulos de la grandeza de España; renueva las condiciones para satisfacer los títulos de la deuda del estado; exige un nombramiento específico para los empleados de la administración civil y judicial del reino; en decreto del 18 de agosto «declaraba suprimidos y disueltas todas las órdenes regulares mona­ cales, mendicantes y clericales [...] Todos los bienes monacales, en consecuencia, quedarían aplicados a la nación» (Mercader 1: 123), anticipando la desamortización de Mendizábal. ¿Acaso no veían muchos ilustrados en esa política la realización de lo que habían es­ perado y deseado de un Carlos III o un Godoy? Tarde ya en su vida, Mesonero Romanos juzga en sus M emorias de un setentón el reinado de José I. Contemplando los Prontuarios de la legislación josefina, y recordando a los notables intelectuales ilus­ trados que formaban parte del gobierno (Urquijo, Azanza, Ofarril, Cabarrús, Mazarredo, el marqués de Almenara y Piñuela), para Me­ sonero queda claro que se trata del «desenvolvimiento lógico del programa liberal iniciado por Napoleón en su manifiesto y decretos de Chamartín» (74). El programa de José contenía «las disposicio­ nes y los hechos que después habían de discutir y adoptar las Cortes de Cádiz» (74) y los decretos de José suprimían, además de la Inqui­ sición y el Consejo de Castilla, los derechos señoriales, las aduanas interiores, el Voto de Santiago, el Consejo de la Mesta, los fueros y juzgados privativos, las comunidades regulares de hombres en general, el tormento y la pena de muerte en horca, y la de baquetas en el ejér­ cito. Mandábase establecer una nueva y más lógica división terri­ torial [...] se creaba la Guardia Cívica, tímido ensayo, pero ensayo al fin, de la Milicia Nacional; se daba nueva forma a los sistemas de Beneficencia y de Instrucción Pública, declarándolos exentos en sus bienes de la desamortización; se creaba un colegio de niñas huérfanas, un conservatorio de Artes y un taller de Optica. Se am­ pliaba el Jardín Botánico con la huerta de San Jerónimo; se man­ daba crear en Madrid la Bolsa y Tribunal de Comercio [...] Se disponía asimismo la creación de un Museo Nacional, donde ha­ 258

bían de colocarse las pinturas de los célebres autores que adorna­ ban los palacios reales y las iglesias de los conventos suprimi­ dos [...] promulgábase también un buen reglamento de teatros, mandándose colocar en los de Madrid los bustos de Lope y Cal­ derón, Moreto y Guillén de Castro [...] y dispuso abrir una infor­ mación científica, compuesta de los médicos Morejón y Arrieta, y del arquitecto don Silvestre Pérez, para buscar en la iglesia de las Trinitarias los restos de Cervantes, mandando colocar su estatua en la plaza de Alcalá de Henares (75-76).

Además, suprimió los entierros en las iglesias, ejecutando así un deseo de Carlos III. Como resume Gérard Dufour: «Nunca en tan poco tiempo se habían adoptado tantas reformas susceptibles de cambiar en profundidad la sociedad española» (275). El mismo Mesonero llega a la conclusión de que las propuestas de José I marcaban el camino hacia una modernización del país, lo que explica «que muchos hombres ilustrados, seducidos por estas y preo­ cupados también con la casi imposibilidad de la resistencia, se incli­ nasen a este lado de las banderas militantes [...] que, si disentían de los patriotas refugiados en Cádiz sobre la posibilidad del triunfo de las armas nacionales, no les quedaban a la zaga en sentimientos de libe­ ralismo y de progreso» (77). Mesonero es muy cuidadoso en la elec­ ción de su vocabulario, porque tampoco les quedaban a la zaga en sentimientos de patriotismo y amor a la nación. En el «Prólogo» al nonato Fray Gerundio, de 1811, expone Moratín con claridad las es­ peranzas que en él y otros como él había despertado el reinado de José I, hablando de «una extraordinaria revolución [que] va a mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos ci­ mientos de la razón, de la justicia y del poder» (Los Moratines 2: 1364). Algunos historiadores han sacado de su marco tal afirmación, porque ese modo de describir el régimen josefino se relaciona con el papel de la religión, pues «en esta conmoción política muchos ministros del señor, desconociendo los altos designios de su providencia [...] han asegurado desde la cátedra de la verdad que una mudanza de dinastía era un conflicto de la religión» (Los Moratines 2: 1364). En otras pa­ labras, las esperanzas suscitadas por José I se enfrentan a la oposición de una clerecía nada ilustrada por obras como la que ejemplifica Isla, una clerecía que está mintiendo descaradamente y utilizando su in­ fluencia ideológica para atizar las bajas pasiones del pueblo pobre en contra de un régimen avanzado e ilustrado. Porque el mismo Toreno reconocería que «la réaction populaire anti-française a bien été d’ordre sentimental» (Aymes 45). La última nota del Auto de f e expresa no 259

tanto la admiración de Moratín hacia Napoleón como hacia un acto muy concreto del emperador: Si de hoy en adelante hemos de carecer de estos devotos y entretenidos espectáculos, la culpa tiene el gran caudillo que al frente de cincuenta mil hombres acabó en Chamartín con las bárbaras leyes que dictó la ignorancia en oprobio de la humani­ dad y de la razón. En Uclés, Medellin, Almortacid, Ocaña y Tarragona [victorias francesas] se refrendó el decreto imperial [suprimiendo la Inquisición]; y todo ha sido menester para des­ terrar de una nación obstinada e ilusa tan absurdas opiniones, tan inicuos tribunales, tan groseras y feroces costumbres (Los M oratines 2: 1305).

Asimismo, Moratín proporciona en el citado «Prólogo» a Fray Gerundio otra expresión de confianza en la España legal y de crítica a la de la resistencia: «Cayó el trono cuya seguridad pensó establecer­ se en la miseria pública; la nación [o sea, la resistencia], engañada por sus magistrados, por sus escritores, por sus grandes, por sus cau­ dillos, por los ministros del templo, ha combatido con el tesón que la caracteriza contra su propia felicidad. A pesar de todos sus equi­ vocados esfuerzos, existirá en ella la religión, habrá leyes y patria, florecerán las ciencias, y su cultura la hará poderosa; no será un de­ lito censurar errores funestos a la sociedad» (Los Moratines 2: 1365). El movimiento de resistencia contra José I y las tropas francesas, que tendrá como objetivos «le maintien de l’intégrité du territoire et pour le rétablissement de la dynastie» (Aymes, 47), va a basarse en falsificaciones tales como el embellecimiento de un Fernando con­ vertido en víctima y de unas amenazas hipotéticas contra la religión católica (véase La Parra, «De la disputa»). Como bien ha señalado Jean-René Aymes, los primeros llamamientos a la resistencia «se si­ tuent doctrinalement aux antipodes de la pensée liberale» y «sous le signe de la réhabilitation de l’absolutisme royal» (49). En suma, lo que Moratín cree que justifica el régimen josefino es la supresión de la Inquisición y el consiguiente florecimiento de la cultura, así como el carácter racional, ilustrado y justo del rey. Juretschke juzga, hablando de Juan A ntonio Llórente, que «como muchos otros, entre ellos M oratín, por ejemplo, tampoco tuvo más tarde el valor suficiente para responder de sus ideas y de sus actos, y, al contrario que O ’Farril o Azanza, trata de justificarse con fintas y trampas» (2 1 1 -1 2 ). Es posible que Llórente se justifica­ ra con fintas y trampas, aunque el juicio moral de Juretschke no es 260

el más sólido para valorar actitudes políticas; lo cierto es que Mora­ tín, desde luego, no escribió ninguna autodefensa apologética (como tampoco lo hicieron personajes de la talla de Ranz Romanillos o Martínez Marina), pero dejó suficientes huellas en sus escritos pos­ teriores como para que estuviera clara su postura. Recuérdese que en la nota que puso al poema «En lenguaje ÿ verso antiguo» que dedicó a Godoy Moratín asume plenamente el papel que el favorito jugó en su vida: «Distinguió a Moratín entre los humanistas que florecían entonces y continuamente lo estimulaba a escribir [...] Error, sin duda, pero no el más grande de los que pudo cometer durante su gobierno» (Los Moratines 2: 797). Quien escribe algo así no puede ser acusado de no haber tenido el valor de responder de sus ideas y de sus actos. Otra cosa es que Moratín nunca sintiera ni creyera haber recibido ningún favor del gobierno josefino. Y todavía menos que hubiera prestado un apoyo particularmente destacado a José I. Más significativo todavía es el comentario que puso a su soneto a Meléndez Valdés. Escribe: La facilidad con que España se desprende de los hijos que más la ilustran, y la indiferencia con que ve su pérdida, manifiestan de­ masiado el atraso a que la han reducido tres siglos de opresión reli­ giosa y política. Los nombres de Jovellanos, Antillón, García Suel­ to, Sánchez Barbero, Mociño, Meléndez, Conde, Muñoz (por no hablar de los que existen), son otras tantas acusaciones contra los

gobiernos absoluto y constitucional, monárquico y filosófico, liberal y servil, que de algunos años a esta parte han dirigido alternativamen­ te la administración pública. Cuando acosadas las armas francesas de todas partes abandonaron nuestro suelo y desapareció el usurpa­ dor que se llamó rey y se estableció una constitución que se llamó liberal y benéfica [la de Cádiz], Meléndez y otros muchos (instrui­ dos ya por los ensayos que habían precedido) huyeron de los cala­ bozos y los puñales que amenazaban su existencia [...] Cayó la cons­ titución, ocupó el trono segunda vez el soberano, todo se mudó menos el espíritu de proscripción que parece que nos es genial; los que habían emigrado continuaron en su destierro, sufriendo todo el desamparo y las aflicciones de una dolorosa y larga y no merecida persecución (LosMoratines 2: 1735; la cursiva es mía).

Aquí queda claro lo que ya había afirmado en Viaje a Italia: no hay ninguna forma de organización política que por sí misma ga­ rantice el buen gobierno. Los errores de liberales, absolutistas, cons­ titucionales y serviles se suceden sin que Moratín parezca deducir de ellos una toma de postura firme en favor de ninguno de ellos. 261

Escribe Guillermo de Torre que los afrancesados fueron «fieles a sus conciencias exigentes, arriesgándose a difíciles discrepancias» (345) y que eran «patriotas ideológicos que anteponían sus convic­ ciones al interés aparente de la nación y prefiguran así, en cierto modo, un tipo humano muy repetido luego en las guerras de este siglo» (346). Interés aparente, que no esencial. Mantenerse en esa soledad de las convicciones explica su estar fuera de la historia, aun­ que sean tema de historiografía. Moratín vio en José I la posibilidad pragmática de avanzar en la causa de la felicidad pública —esa no­ ción tan dieciochesca—, pero la experiencia del josefinismo (tanto como la posterior de Fernando VII) le convenció de que no había nada ni nadie en quien confiar. De ahí sus convicciones previas a la invasión, su josefinismo tibio e incierto y su escepticismo tardío. Pero en ese mismo prólogo destinado a una nonata edición del Fray Gerundio de Campazas, escribía Moratín: «Con una novela consiguió Cervantes lo que intentó; con otra quiso el padre Isla corregir la oratoria del pulpito; y si hubiera de darse la preferencia en razón de la importancia del objeto, el mismo Cervantes cedería el lugar a su digno imitador. Pero (con paz sea dicho de los que tan justamente aprecian el mérito del padre Isla) el ingenio de Cervantes no sufre rivalidad: cuantos han querido seguir el rumbo por donde él se hizo tan famoso o se han perdido o se han quedado muy atrás. Solo está en el lugar que ocupa, como en los suyos Homero, Ariosto y Molière» (Los Moratines 2: 1360). La valoración que de Cervantes hace Moratín no se presta a confusión. Pero no es una postura nue­ va; ya en La derrota d e los pedantes, ante el ataque de los poetastros, escribe Moratín: «Quevedo y Cervantes, ¡mi querido Cervantes!, están heridos y se han retirado de los puestos que guardaban» (Los Moratines 2: 1230). En esa exclamación, «¡mi querido Cervantes!», se resume toda la admiración, amor y reconocimiento de una gran­ deza superior a lo accesible que Moratín siente hacia Cervantes. Y su asimilación de la invención mitificada y mitificadora de Mayans también aparece inscrita en la obra de Moratín, pues en las Notas para La com edia nueva que dejó manuscritas —y que Dowling pri­ mero y el autor de este libro después publicaron— escribía Leandro: «Porque la posteridad, siempre justa, no ha perdonado todavía a la Corte insensible que dejó perecer en un hospital a Camoens y a la que supo y no quiso aliviar la no merecida pobreza de Cervantes» (Los M oratines 2: 168). Andioc recoge las opiniones de Moratín, que afirma que la in­ tención de Cervantes fue «ilustrar a su nación, hacerla detestar lo 262

que antes admiraba, poner en ridículo las desatadas fábulas de los libros caballerescos» (en Teatro 309); y a Diez González, que se ma­ nifiesta opuesto al «carácter bravo de los nuestros, que formaba en aquellos siglos un sistema de ferocidad y barbarie, del que resultó el espíritu caballeresco, que supo desterrar Cervantes con su Don Qui­ jote» (en Teatro 309). Y concluye muy acertadamente que «a lo que sobre todo se atiende entonces, al referirse a la novela cervantina, es a la crítica de los libros de caballería y, a través de ella, a la de la m en­ talidad caballeresca, del ideal heroico» (Teatro 309). La exaltación ya vista de Marchena, el interés de Cabarrús o la postura de Fernández de Navarrete son prueba evidente del ambiente intelectual y estético que domina entre los afrancesados y, de paso, del papel que Cervan­ tes ocupa en sus percepciones y reflexiones. Gérard Dufour sostenía que, en el segundo reinado de José I, tras la vuelta de Vitoria, los que siguieron a su servicio «pusieron todo el énfasis en estos dos ejes de la política josefina: la referencia constante al “pacto social” entre la nación y el soberano que suponía la Constitución de Bayona, y la labor reformista del gobierno» (273). Un espacio particular entre los afrancesados lo ocupa sin duda Goya, porque siendo como fue un ilustrado, del círculo de Godoy, pintor de cámara con Carlos IV y Femando VII, así como bajo José I —y por tanto afrancesado sin la menor excusa—, acusado por la Inquisición tras el retorno de Fernando VII, exiliado al final de su larga vida, también él está asociado a la vida de Cervantes y del Qui­ jote. Y no se trata de una asociación cualquiera. En la imagen de don Quijote podríamos sintetizar la trayectoria de Goya (al menos como grabador). Como se sabe y hemos visto en el capítulo anterior, y resume Lucía Megías en el blog del IV Centenario del Quijote, A Goya le tocó ilustrar el episodio de la Aventura del rebuz­ no. Junto con el encargo le hicieron llegar una hoja con las ins­ trucciones precisas para su representación: «Se figurará en un campo un escuadrón de gentes, unos a pie y algunos a caballo...», que Goya siguió al pie de la letra; no era cuestión que cometiera un error en la siempre resbaladiza Corte madrileña. Entregó pun­ tualmente su dibujo, cobró, como el resto de los pintores, 900 reales, y a los pocos meses Fabregat grabó su dibujo en una es­ pléndida estampa. Sin embargo, por razones que nadie ha expli­ cado — y que Goya probablemente no pudo ni imaginar y aún menos aceptar sin algún exabrupto— esa imagen, esa estampa, no fue incluida en la edición de la Real Academia Española. Es cierto que Goya siguió «más o menos» al pie de la letra las ins263

tracciones, lo cual da como resultado una lámina bien hecha, clara, sobre un asunto que no plantea mayores dudas ni proble­ mas. La organización de su material ha sido descrita así por Schmidt: una pirámide estable, formada por las figuras de don Quijote, montado y enfadado, a la izquierda; el campesino a pie que golpea con un palo a Sancho y lo descabalga del Rucio a la derecha, y los aldeanos del pueblo del Rebuzno montados y en­ marcados por el estandarte del pueblo (175).

Ahí se ve a don Quijote sobre Rocinante con su lanza y su adar­ ga, situado a la izquierda del espacio, acosando a un grupo de aldea­ nos entre los que destaca, al margen derecho del primer plano, un asno del que parece estar cayendo Sancho Panza, golpeado por un al­ deano rival. Al fondo destaca un par de caballos y un estandarte que muestra la imagen de otro asno. Tras ellos se vislumbra una columna de villanos, es decir, gente del pueblo del Rebuzno. Schmidt recuer­ da que Mengs aconsejaba la composición triangular (o piramidal) para crear una formación de figuras establecida con solidez (175). Pese a la bondad y calidad del dibujo y de la impresión, nada par­ ticular destaca en él. Obra bien cumplida, encargo realizado a satis­ facción del cliente. Preguntarse por las razones del posible interés de Goya por ese asunto es salir por peteneras. Porque a Goya se le en­ cargó este asunto y él obedeció a su cliente. Nada más. Como afir­ man Blas y Matilla, «el Goya de la década de 1770 era un artista tan sumiso y respetuoso de las imposiciones como cualquiera de sus compañeros» (84). Otra cosa es el interés que nunca disminuyó por Don Quijote. En modo alguno puede afirmarse —y demostrar— que el pintor pretendía satirizar la locura de los aldeanos implicados en la rivalidad a causa del rebuzno. Claro que la situación es ridicu­ la, pero esa era la óptica de Cervantes y así la presenta, no la de Goya, que es un mandado. Schmidt ha especulado sobre las razones que pudieron justificar la exclusión de la estampa de Goya de la famosa edición. Supone que tal vez fue por el uso de un contenido carnavalesco, demasiado atrevido para la estética neoclásica conservadora (177); o tal vez que los personajes fueran presentados como víctimas de la locura de otros y no de ellos mismos, base de la voz del pueblo sobre don Quijote, que este era el loco y los demás los cuerdos. La realidad puede resultar bastante más prosaica. Si se lee con detenimiento lo que esperaba la Academia, es decir, sus instrucciones para la compo­ sición de la estampa (véase Santiago Páez 378), comprobamos que Goya se ha saltado bastantes de ellas; en concreto, los aldeanos de­ 264

berían ir armados «con lanzas, ballestas, arcabuces, alabardas, picas y rodelas, uno tendrá un tambor y otro una trompeta», pero Goya ha mostrado solo algunas lanzas y una trompeta; la Academia exigía: «se dejarán ver dos o tres estandartes» y Goya pintó solo uno, el más significativo sin duda; Sancho, decía la Academia, estará sobre el Rucio [...] Sancho tendrá las manos puestas en las narices y la boca abierta en acción de rebuznar y tras él estará uno de los del escuadrón a caballo dándole un fuerte palo por las espaldas. La acción de Sancho será mantenerse con la boca abierta, la una mano puesta en las nari­ ces, la otra en el aire, y el cuerpo ladeado como que va a caer del Rucio, al modo de un hombre que estando haciendo alguna cosa le cogen descuidado y repentinamente le dan un golpe tan fuerte que le obliga a caer en el suelo con tanta prontitud y violencia que se conserva al caer casi la misma postura y acción que tenía al tiempo de recibir el golpe;

aceptemos que entender y dar forma a lo que pedía la Academia era poco menos que imposible, pero lo último que nos sugiere la estam­ pa es que Sancho esté rebuznando. Cayéndose, parece echarse la mano izquierda a la cara, y el aldeano que lo golpea no va a caballo. Por último, «los que están junto a D. Quijote estarán en ademán de encararle las lanzas, arcabuces y otros le estarán tirando pedradas, de suerte que se vean algunas piedras cerca de D. Quijote»: nada de eso ha sido recogido por Goya. A este no le faltaba razón para sim­ plificar la composición, pues lo que pretendía la Academia hubiera producido un mazacote infumable sin visibilidad alguna de la aven­ tura representada. Otros dibujantes también se saltaron algunas ins­ trucciones (Blas y Matilla 80-81), aero probablemente no tantas como Goya. Y ahí se encuentra tal vez a explicación de su ausencia: la dé­ sobediencia flagrante de algunas fi las instrucciones académicas. Algo muy distinto sucede con la otra aproximación de Goya a Don Quijote; me refiero a su «disparate» del Quijote leyendo, cuya historia es ya propia de una novela de investigación, y nos atrevemos a calificarlo de disparate y no de capricho, porque este dibujo es de la época de los Disparates, sin la menor duda. Por la técnica y por ciertos detalles en la construcción de las figuras. Escribe en el mismo blog citado antes Lucía Megías: El British Museum de Londres conserva un dibujo original de Goya, que se data entre 1817 y 1820. Allí aparece Alonso 265

Quijano como lector de libros de caballerías; sentado en una po­ bre mesa, con su espada presta para ser blandida; bajo la atenta mirada de su galgo corredor, el hidalgo manchego parece hacer un alto en su lectura, y señalando una línea de su libro de caba­ llerías, casi nos mira a los ojos mientras en sus labios cerrados permanece la frase: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me que­ jo de la vuestra fermosura». Una verdadera oración. Sobre su cabeza, sobre su imaginación se agolpan los recuerdos de personajes y de aventuras que le convertirán en un personaje de ficción dentro de un libro de caballerías de entretenimiento (cuando en realidad no es más que un personaje de ficción en el mejor libro de caballerías de todos los tiempos, el (Quijotej. Y allí las princesas ceden el protagonismo a los encantadores y demás monstruos que pueblan la imaginación de nuestro personaje. Pri­ mer y último dibujo de una nueva serie de grabados: «Visiones del Quijote» que, a imagen y semejanza de sus caprichos, había ideado Goya al final de su vida. La Biblioteca Municipal Cardenal Cisneros conserva una li­ tografía, realizada por Braquemont a partir de este dibujo, y que fue publicada en la parisina Gazette des Beaux-Arts, en 1860, acom­ pañando a un artículo de D. Valentín Calderera.

Aquí todo es nuevo, todo es Goya, todo es sugerente y mágico, encantador y desasosegante. El centro de la imagen, algo desplazado a la izquierda, lo ocupa don Quijote sentado sobre una silla de estilo castellano, las piernas en posición algo forzada, con una de ellas apoyando la rodilla en el suelo, la espada como si se sostuviera sobre el lateral delantero de la silla, pero, como bien señaló Schmidt, no hay ningún punto de contacto entre el puño de la espada y la silla (178), aunque no vemos el borde de ningún escudo en ningún lugar (como sugería Schmidt). También es cierto que no se ve el apoyabrazos donde se supone que don Quijote está apoyando el suyo. Tal vez sea cierto que «The laws of rationally illusionistic pictorial depiction are suspended, even as they appear to be mimicked» (178), como dice Schmidt, pero también puede tratarse de un dibujo in­ acabado, razón por la que Goya nunca lo imprimió. La mesa parece baja y sobre ella varios in-folios sirven de apoyo al que tiene abierto el personaje, en el que un dedo apunta a una línea concreta. Un podenco bastante famélico —el galgo corredor decía Lucía Megías— ocupa el centro delantero de la escena, casi situado bajo la mesa. Sin embargo, no es él el que atrae la mirada, que se va en pri­ mera instancia al hombre que lee, vestido de casa, con un pelo extra­ 266

ño de textura semejante a la de otras figuras de los disparates, quizá como si una descarga eléctrica se lo hubiera levantado todo él, o como si llevara un gorro de estar por casa. Su mirada, intensa y profunda, se dirige —muy goyescamente-^ a quien lo contempla. Y el nivel de disparate se manifiesta en el conjunto de figuras que ocupan el fon­ do de la estampa, todas ellas al parecer volando. Esas figuras cierta­ mente amenazadoras —la cabeza de un jabalí o de un lobo, dos humanos, hombre y mujer, él con corona, una cara tan expresionis­ ta como las de los viejos comiendo, otra figura, casi sobre la cabeza de don Quijote, que no se podría asegurar es humana por la oreja visible, pero sí con hábitos religiosos—■parecen dar vida al mundo imaginario —obsesivo, demente— del personaje. Givanel Mas supuso que es­ tas imágenes eran personajes de la novela (los duques en la esquina superior derecha), pero la identificación es difícil, como dice Schmidt, por la fluidez de sus formas grotescas (180). Schmidt habla de un pene erecto en la figura como duende de la parte superior izquierda (lo mismo que habla de la nariz fálica de don Quijote y del mismo tipo de nariz en «Rara penitencia»), lo que la hace vincularla a un sátiro semejante al dél capricho 56 «Subir y bajar». Y una vez esta­ blecido que es un sátiro según la estudiosa, eso le permite añadir una interpretación complementaria de la locura de don Quijote como «sexually motivated as well as literarily rooted» (180). Poniendo en relación este grabado con el capricho «Sueño de la razón», Gassier y Wilson concluyen que «les deux compositions en effet montrent Fauteur assailli par les créatures de ses rêves et de ses visions» (Vie et oeuvre de Goya 376; citado por Schmidt 181), y Gassier señala que en esta imagen de don Quijote se subvierte la tradición iconográfica hasta el punto en que la lectura ilustrada converge con la romántica (Schmidt 180-181). Nada que ver esta estampa con la presentada para la edición académica de 1780. Este es el mundo de los caprichos y los dispara­ tes, el mundo de la imaginación desbridada que coexiste con la rea­ lidad viva de cualquier individuo o sujeto. Convertido en icono gráfico, don Quijote acoge la realidad y la ficción, lo real y lo «ideal», lo cotidiano y lo onírico. Schmidt afirma que la manera de Goya (y del impresor Braquemont) «echoes the transgression of the boun­ dary between the real and the imagined presented by the fantastic creatures of Don Quixotes imagination» (178). José Camón Aznar sostiene que «Goya no califica. Consigna en breve síntesis las anor­ malidades y los demonios que palpitan en la rabia de los hombres y en las insinuaciones de la mujer, eludiendo a veces hasta su simpatía 267

por los sacrificados» (477). Y lo distancia de Hogarth —porque Goya no tiene intenciones morales— y de Gross —porque Goya no aspira a una subversión social—-, con lo que Goya se queda como un pintor que muestra cosas sin intención ninguna. Sería probable­ mente el primer caso de la historia. Y supone, de paso, negarle al pintor aragonés su militancia activa en el reformismo ilustrado, en el liberalismo constitucionalista de Cádiz (véase Soubeyroux, que sostiene lo contrario). Lo que no quiere decir que sus propuestas se limitaran a ese activismo, pues la dinámica de su pintura lo llevó mucho más allá de dicho programa. Para Rachel Schmidt, la postu­ ra de Ilie al afirmar que Goya sustituye «cognition through dream in the place of cognition through waking reality, sensorial or otherwise» (citado en Schmidt 175) complica la interpretación de Goya por su posición liminal. Lo que sucede, en primer término, es que la opi­ nion de Ilie no es más que eso, una opinion a mi modo de ver en absoluto convincente; en segundo lugar, es que la idea de que entre ilustración/neoclasicismo y romanticismo hay ruptura es una idea falsa. El desafío para cualquier crític@ es discernir cómo y dónde se producen las quiebras y brota lo diferente. Por eso, calificar a Goya como «Janus-faced artist» (Schmidt 175) es no percibir esa dinámi­ ca cultural y estética que impide dualidades radicales sobre entida­ des inmutables. ¿La a p r o x i m a c i ó n r o m á n t i c a a « D o n Q u i j o t e » ?

Y así nos acercamos a lo que Anthony Close calificó en 1977 —con enorme éxito entre la crítica y el mundo académico— como «the romantic approach to Don Quixote». Una aproximación, la ro­ mántica, que Close sintetiza en tres grandes rasgos: a) la idealización del héroe y la negación de la intención satírica de la novela; b) la creencia de que la obra es simbólica y que su simbolismo expresa ideas sobre la relación entre el espíritu humano y la realidad o sobre la naturaleza de la historia de España; y c) la interpretación de tal simbolismo y de la obra en general como reflejo de la ideología, es­ tética y sensibilidad de la era moderna (Romantic 1). El estudio de Close fue sin duda una aportación importantísima a la comprensión y conocimiento del proceso cultural de la recepción cervantina en el siglo XIX, entre otras razones por las que él mismo expone (Roman­ tic 3) y que yo resumiría como una notable indagación en la historia de las ideas. Pero lo primero que hay que decir es que su autor dejó 268

de lado algo que ahora nos parece fundamental: el papel de la geopo­ lítica en la dinámica de los procesos culturales. Porque ese enfoque romántico —articulado por algunos intelectuales alemanes, por otros ingleses e incluso italianos, pero al parecer completamente ausentes los españoles— no aparece de la nada ni se expande como un cham­ piñón salvaje por entre los pensamientos y visiones de los círculos letrados y más allá. La espontaneidad no desempeña casi ningún papel y lo que sí muestra y enseña su eficacia es el poder y las rela­ ciones que se establecen a su calor. El estudio de Michael Iarocci Properties o f M odernity, en especial su capítulo primero, «From the Narratives of Modernity to Spanish Romanticism» (1-52), ayuda —más allá de las lecturas de Derek Flitter o Philip W. Silver— a reubicar el sentido y papel del romanticismo español en el contexto de una modernidad «europea» que, entre otros logros, consiguió amputar la cultura española de la genealogía y del hiperrelato de la Europa moderna. Mas para conferir a su interpretación una cohe­ rencia incuestionable Close recurre una y otra vez a lo que califica de «excepciones» —aceptadas acráticamente por los académicos espa­ ñoles—: lo son Mayans y Vicente de los Ríos, en cierto sentido; lo es Marchena en otro; lo es Pablo Piferrer y lo son tantos otros. Ya Rachel Schmidt argumentó a favor de una sensibilidad que no es exclusivamente neoclásica, sino mucho más cercana a la que luego se conocerá como romántica, en su lectura de las estampas e ilustra­ ciones que acompañan las ediciones dieciochescas del Quijote. Por­ que hay una doble ausencia en el libro de Close: la que ya hemos señalado —es decir, la función que la cultura desempeña en la geopolítica de la época— y la que se acaba de sugerir: una concep­ ción teleológica —muy hegeliana ella— que acepta como un hecho la ruptura entre el neoclasicismo y el romanticismo. Los numerosos trabajos escritos y publicados —baste mencionar a Russell P. Sebold y su Trayectoria d el romanticismo— que contradicen esa ruptura y demuestran la continuidad cultural simplemente se ignoran. Y no solo eso. Carmen Rivero Iglesias (23-29) ha demostrado que la lectura idealizada que Close restringe a los Schlegel y autores posteriores se da en otros escritores alemanes del segundo tercio del siglo ilustrado, es decir, antes de los Schlegel. Pero Francisco Cuevas ha ido más allá hasta cuestionar lo que es conclusión de Close, que esa interpretación romántica se convierte en la dominante; escribe Cuevas: «Y de hecho, la interpretación del Quijote vinculada a los Schlegel, Tieck, Schelling y sus coetáneos que funcionan como cau­ ces de difusión (Bouterwek, Sismondi) no será la lectura hegemónica 269

de la obra de Cervantes hasta la segunda mitad del siglo xdc, si es que lo fiie alguna vez» (El cervantismo 1: 85; la cursiva es mía). Porque, como bien señala el mismo estudioso, la crítica decimonónica, sobre todo española, «puso en tela de juicio aquellas lecturas, incluso ridi­ culizó los abstractos metafísicos asociados a los personajes en térmi­ nos polares» (El cervantismo 1: 85), para llegar a una afirmación que nos parece muy clarificadora: «el mayor impacto que tuvo la crítica teórica del xix sobre la obra de Cervantes fue, precisamente, la inca­ pacidad de resolver los interrogantes del Quijote, la evasión del plan­ teamiento de algunos de ellos, o el ofrecimiento de resoluciones irreconciliables. Este mosaico es, pues, la verdadera interpretación romántica del Quijote» (El cervantismo 1: 53). Pero veamos lo que se presenta como la nueva percepción del Quijote y de Cervantes a finales del siglo xix. La posición de Frie­ drich W. Schlegel en la articulación de una nueva lectura de la lite­ ratura europea occidental se revela a todas luces como central, eso nos parece innegable. En cierto sentido, puede aceptarse lo que dice Bertrand en su importante libro sobre Cervantes y el romanticismo alemán: «Frédéric Schlegel a été le chef véritable de l’école roman­ tique» (87). Y no solo «jefe de la escuela» sino, sobre todo, forjador de algunas ideas clave para verbalizar una nueva historiografía cultu­ ral de occidente. Nociones como el «arte romántico» o la creación como poesía, cruciales en esta nueva discursivización de la cultura, son suyas. La evolución que conduce a Schlegel hasta considerar a Cervantes como el representante más típico de la poesía española, como el poeta nacional —lo mismo que Shakespeare lo es de la in­ glesa— ha sido rastreada en detalle por Bertrand (87-121). Porque la poesía del Quijote, su poesía moderna en oposición a la clásica antigua, radica en su estilo (Bertrand 95). Más importante todavía es que Schlegel situó la obra total de Cervantes en el ámbito de la poesía, sin aceptar amputaciones o divisiones, de modo que el Qui­ jo te entra en esa categoría, noción que algunos historiadores parecen dejar de lado. Para Schlegel, Cervantes al igual que Shakespeare era «un grand artiste, très conscient, très averti des besoins et des limites de son art; et c’est par là qu’il est tout à fait moderne, et poète ro­ mantique», escribe Bertrand (105). No obstante, según el mismo crítico, «Sur le Don Quichotte, Schlegel n’a jamais dit sa pensée pro­ fonde» (Bertrand 101), aunque nunca dudó sobre la prioridad que tenía entre los libros románticos. En la Historia de la literatura anti­ gua y m oderna (lo que se tituló en su traducción española como Lecturas sobre la historia de la literatura, antigua y m oderna) escribe 270

Friedrich W Schlegel: «La novela de Cervantes merece su celebridad y la admiración de todas las naciones de la Europa, cuyo objeto forma hace ya dos siglos, no solo por la nobleza del estilo y por lo perfecto de su exposición; no solo porque, de todas las obras del espíritu, es la más rica de invención y de genio, sino aun porque es un cuadro animado y enteramente épico de la vida y del carácter de los españoles» (105). Nótese, pues, cómo pone de relieve algo típi­ camente romántico —el papel del genio, aunque asociado a un con­ cepto muy clasicista, la invención— y algo mucho más «clásico»: la perfecta representación de la vida en el país, en la España de la épo­ ca; idea que, desde luego, puede relacionarse con una visión de la nación española y su identidad que se está construyendo en este periodo. Y prosigue: «Así, se equivocan en gran manera los que no miran en la novela de Cervantes más que la sátira y quieren prescin­ dir de la poesía. Sin duda esta poesía no es siempre enteramente del gusto de las demás naciones, porque tiene un carácter enteramente español. Pero cualquiera que sepa colocarse en ese espíritu y com­ prenderlo hallará que lo chistoso y lo grave, el ingenio y la poesía, están reunidos del modo más feliz en ese rico cuadro de la vida, por cuya razón uno no recibe su valor sino del otro» (105). Sus palabras, como se ve, no anulan el carácter de sátira, sino que afirman que hay algo más. Al señalar con énfasis la gravedad de la novela cervantina, es más, llegando a afirmar que es una «poésie grave et même tragi­ que» (Bertrand 101), una gravedad casi trágica a la que le acompa­ ña, según Schlegel, una sensación de «très profonde profondeur» (Bertrand 101), abre las puertas para esa lectura dramática, triste y llorosa incluso, de la obra, una lectura que formulará con absoluta y determinante claridad Sismondi —-a pesar de que la idea se le achaca por sistema, y por vagancia, a Dostoyevski, que no hizo sino repetir lo dicho por Sismondi—. No creo que esa vía interpretativa la abra Clara Reeve, como supone Paolo Cherchi, al interpretar muy forzadamente los adjetivos «respectable» y «amiable» que la escritora le dedica a don Quijote (Cherchi 29). En efecto, reconociendo ade­ más que otros habían apuntado ese mismo pensamiento, escribe Sismondi: «L’on sent déjà pourquoi quelques personnes ont consi­ déré Don Quichotte comme le livre le plus triste que ait jamais été écrit» (340), opinion que matizará Byron unos años después al decir en su Don Juan: «Of all tales ’tis the saddest —and more sad / because it makes us smile» (canto VIII, estrofa 9). Es decir, una tristeza tris­ tísima porque provoca la risa. Y que Heine retomará para, en primer lugar, contextualizar la escritura del Quijote en una época particular, 271

pues «Cervantes fue hijo de la escuela que hasta idealizaba poética­ mente la obediencia incondicional al soberano, Y este soberano fue rey de España en una época en la que Su Majestad brillaba en el mundo entero. El simple soldado se sentía envuelto en los rayos lu­ minosos de aquella majestad y sacrificaba gustosamente stf libertad individual p o r la satisfacción d el orgullo nacional castellano» (la cursi­ va es mía); y si el Quijote es una obra tristísima, también es una sá­ tira que ayudó a derrocar las novelas de caballería; «Pero a l escribir una sátira, que acababa con las viejas novelas, nos ofrecía el paradigm a de un nuevo arte poético, que llamamos novela moderna. Es así como actúan siempre los grandes poetas; al destruir lo viejo, fundan al mismo tiempo algo nuevo» (la cursiva es mía). El Quijote, dice Schlegel, «derrama un brillo particular sobre la literatura española, y con justo título se ensoberbecen los españoles de una novela tan esencialm ente nacional, ya que ninguna literatura posee una obra semejante; novela que pudiera compararse casi con un poema épico, porque es el cuadro más rico de la vida, de las cos­ tumbres y del genio de la nación, y que, a los ojos de muchas perso­ nas, lo es verdaderamente, si bien de un género particular y nuevo» (106; la cursiva es mía). Representación admirable de la realidad nacional, comparable a una epopeya pero en un género nuevo: ideas que hemos visto en autores anteriores. Ya Herder había llamado la atención en 1793 sobre la contradicción entre la ruina de los libros de caballerías y el hecho de que su vencedor hubiera sido el espejo mismo de todos los caballeros y de todos los libros de caballerías (Bertrand 80), pero también a Herder se le debe —o se le atribu­ ye— la idea de que el arte no hace sino manifestar el espíritu de un pueblo, su Volkgeist, idea que reciclan y sistematizan los Schlegel y toda su descendencia. Pero también Mayans había apuntado la rela­ ción entre Cervantes y la épica, y entre la sátira y las costumbres de la nación. Y Alejandro Malaspina había dicho de él que era un «ído­ lo nacional» (citado en Cuevas, El cervantismo 1: 29). La grandeza de Cervantes no radica ahí, sino en «être la voix de sa nation, d’exprimer toute son époque» (Bertrand 80). El crítico alemán intu­ ye una profunda dualidad en el Quijote, semejante a la de Goethe en el Wilhelm Meister o a la de Shakespeare en Hamlet, aunque ni ahondó en ese hallazgo ni avanzó en una lectura simbólica del mismo. Su hermano Wilhelm Schlegel le dedicó seis sonetos en los que aborda varios aspectos de Cervantes y su obra. En uno de ellos seña­ la que en el Q uijote se enfrentan y se unen las dos grandes fuerzas de la vida: la prosa personificada por Sancho y la poesía noblemente 272

representada por don Quijote (Bertrand 131), donde se apunta ya con claridad una de las oposiciones que va a caracterizar durante mucho tiempo la simbología de la novela cervantina, la de la reali­ dad y el ideal, realismo e idealismo, que desarrollará Schelling y que retomará literalmente Sismondi. Cervantes, según Wilhelm, lleva a cabo la fusión entre lo romántico y lo paródico. Así, su hermano Friedrich escribe: «Cuando [la épica moderna] alcanza la grandeza es por la fusión con la parodia» (Bertrand 131, n3). Wilhelm, por su parte, defiende con más firmeza que otros la unidad del Quijote al afirmar: «dans le vrai roman, tout est épisode ou rien» (Bertrand 135). Por lo que la conclusion refuerza una imagen de Cervantes, genio y espíritu romántico, que muestra en la novela su conciencia y su ca­ pacidad para organizado todo, No obstante, la posición de Cervan­ tes como poeta total cederá espacio ante la aparición en el escenario mental de Wilhelm de la poesía de Calderón, como hemos estudia­ do en otro lugar. Daniel Eisenberg recordó muy apropiadamente que Ludwig Tieck (uno de los traductores del Quijote al alemán) escribió —en sus Kritische Schrifien ( 1848)-— que Don Quijote es «sin duda el único libro en el que se ha elevado a verdadera obra de arte el hu­ mor, el placer, la burla, la seriedad y la parodia, la poesía y el ingenio, las más grandes aventuras imaginarias y las realidades más duras de la vida» (citado en Eisenberg). Tal vez resulte cómodo y fácil resu­ mir las opiniones de un autor, sobre todo cuando vienen a decir lo que uno desea. Pero ello implica no solo falsear la percepción que el autor ha mostrado sobre algo, sino también ocultar posicionamientos que permitirían una visión algo más matizada. Porque el mismo Tieck (de joven) emite opiniones que revelan una clarísima falta de compren­ sión de lo que está leyendo en el Quijote (véase Bertrand 164-165). Cervantes, sin embargo, aparecerá junto a Goethe, Shakespeare y Dante como los maestros del arte nuevo (Bertrand 177), incomprendidos por los terrícolas igual que por los pontífices del Aufklarung. Por otra parte, al igual que Wilhelm Schlegel, también Tieck su­ cumbirá al «romanticismo» de Calderón (Bertrand 186). Bertrand resume así la relación entre Tieck y Cervantes: «Il voit, comme les Schlegel, en Cervantès un artiste, un vrai poète, grave et profond, noble et hautain [...] il déclare le Don Quichotte parfaitement et irrémédiablement mystérieux» (187). Los planteamientos de los Schlegel tendrán un desarrollo bri­ llante y una continuidad exaltadora en Friedrich Schelling, quien en 1802-1803 presenta sus lecturas sobre La filosofía d el arte, lectu273

ras que repite en 1804-1805 y 1805-1806, y que serán publicadas por primera vez en las Sàmmtliche Werke de 1861. Quiere es9 decir que las lecturas debieron circular desde muy pronto e influir a su círculo alemán y la red de contactos que habían establecido. Y ahí sostiene Schelling: «No es mucho afirmar que hasta ahora solo ha habido dos novelas, a saber, Don Quijote de Cervantes y Wilhelm M eister de Goethe, la primera pertenece a la nación más espléndida y la segunda, a la más sólida» (234), prosiguiendo así la vinculación que establecía Friedrich Schlegel entre la novela moderna de Goethe y la romántica de Cervantes. «Uno solo necesita pensar en Don Qui­ jo te para ver las implicaciones del concepto de una mitología creada por el genio de un individuo. Don Quijote y Sancho Panza son personas mitológicas que atraviesan toda la tierra educada, lo mismo que la historia de los molinos de viento y otras son verdaderas sagas mitológicas» (234). O, como había afirmado al comienzo todavía con más contundencia: «Estamos tratando con mitos eternos» (74). Su aportación, la marca distintiva que Schelling va a dejar en su lectura del Quijote, tiene que ver con una interpretación simbólica que se volverá en algo irrenunciable para numerosos lectores: «Lo que en la concepción limitada de un espíritu inferior habría pareci­ do entenderse solo como la sátira de una cierta locura, este poeta lo ha transformado, por medio de la más afortunada de las invencio­ nes, en la imagen de la vida más universal, significativa y picaresca [...] El tema del conjunto es la lucha entre lo real y lo ideal» (234; la cursiva es mía). Schelling no anula en absoluto una visión del Qui­ jo te como sátira, y tampoco lo había hecho poco antes Lichtenberg en sus Aforismos, donde escribía, al parecer contra los Stürmer: «Nuestra época sería excelente para un Cervantes; los tiempos están, pero Cervantes no. Están los locos, falta la férula». Sin duda, Schelling encontró una de las fórmulas que se volvería lugar común en la visión romántica del Quijote: la lucha entre lo real y lo ideal, idea a la que volvería, entre otros, Borges en una conferencia dada en la Universi­ dad de Texas, Austin, pero para añadir su cuestionamiento personal, al afirmar: «podemos decir que es un conflicto entre los sueños y la rea­ lidad. Esta afirmación es, por supuesto, errónea, ya que no hay causa para que consideremos que un sueño es menos real que el contenido del diario de hoy o que las cosas registradas en el diario de hoy». Y prosigue Schelling: «Por consiguiente, la novela de Cervante está basada en un protagonista extremadamente imperfecto, en rea­ lidad un protagonista ridículo, y que sin embargo es a la vez de tan noble naturaleza y —en tanto no se toca el punto— despliega un 274

entendimiento tan superior que ninguna crueldad puede herirlo» (234). La obra de Cervantes, a diferencia de la de Goethe, se alimen­ ta de un ámbito cultural, étnico y climatológico muy particular: El terreno en el que tiene lugar la obra recoge en ese momen­ to todos los principios románticos vivos en Europa y los combinó con el esplendor de la vida gregaria. En éso el español se encontró en condiciones mil veces más favorables que el poeta alemán. Tenía pastores viviendo en los campos libres, una nobleza caba­ lleresca, el pueblo de los moros, la cercana costa de Africa, el respaldo de los acontecimientos de la época y de las campañas contra los piratas y, por último, una nación en la que la poesía es popular [...] Sin embargo, el poeta permite que sus ocurrencias deliciosas evolucionen desde acontecimientos que no son nacio­ nales, sino más bien completamente universales, como el en­ cuentro con los esclavos en galeras, el autor de marionetas y un león en una jaula [...] El amor, por otra parte, siempre aparece en los excepcionales alrededores románticos que encontró en su tiempo, y la novela en su totalidad tiene lugar bajo un cielo abier­ to y al aire cálido de su propio clima y en medio del subido color sureño (235). En nuestro estudio sobre Calderón hemos reflexionado, siguien­ do la revisión de Iarocci respecto al romanticismo español, sobre el sentido que la recuperación de España y su cultura representa en los núcleos letrados alemanes de finales del xviii y comienzos del xrx, es decir, en lo que se conoce como el romanticismo alemán. JeanJacques Achille Bertrand sintetiza el movimiento de búsqueda de autores y países marginados en la historia alemana anterior al Aufklárung señalando que se orientan hacia el Mediterráneo: «L’Espagne surtout, si curieusement orientale, appelle tous les rêves de merveilleux et d’aventureuse folie; et c’est encore Cervantès qui offre de cette Espagne romanesque le tableau le plus saisissant et le plus authentique» (204). Porque, en efecto, el sur le ofrece a un norte que se considera moderno y desarrollado la vision próxima de un «orientalismo» cercano y compartible, o sea, no tan «oriental». Por primera vez, dice Bertrand, se estudia a Cervantes «non pas uniquement en lui-même, mais dans ses rapports avec ses contem­ porains et sa nation. On observe ainsi que les traits de son génie sont proprement espagnols, et qu’il personnifie tout lexvie siècle» (205). Pero la nación de que habla Bertrand no es la nación española cons­ truida en un proceso largo y conflictivo de hibridaciones, mezclas y 275

/ convivencias más que problemáticas, pero eje insustituible en'ía edi­ ficación de la Europa moderna. Para Schelling —lo mismo que para Wordsworth, como veremos^ don Quijote —y España— se recor­ ta como la representación de un pueblo, de un país, que no es como el norte, cuna —y tumba— de la modernidad. En síntesis, la cons­ trucción que hemos visto hasta aquí del héroe en la vida real y del ingenio incomparable en la literaria fue retomada por los románti­ cos alemanes: «ils admirèrent en lui le soldat de Lépante et d’Alger en même temps que le poète et le philosophe» (Bertrand 206). Las nociones que parecen surgir como de un crisol intelectual en Alemania van a recibir dos grandes espaldarazos que facilitarán su difusión por la Europa occidental: las historias literarias de Friedrich Bouterwek (1804 para el volumen sobre España) y Simonde de Sismondi (1813). Bouterwek retendrá de la crítica dieciochesca la fun­ ción de la risa —«comic novel» la llama (339)—, de la sátira y la instrucción moral (334-335), así como el hondo conocimiento cer­ vantino de la naturaleza humana. No obstante, matiza o califica la finalidad satírica de la obra: «But it is impossible to form a more mistaken notion of this work than to consider it merely as a satire, intended by the author to ridicule the absurd passion for reading old romances of chivalry» (334), donde destaca, no el rechazo o la negación de la sátira, sino el intento de lim itar el sentido de la obra a su función satírica. Recordemos, sin embargo, que esa es la posi­ ción misma de Mayans ya en 1737. Asimismo, Bouterwek afirma, reconociendo que es opinión compartida con otros, que don Quijo­ te «is the immortal representative of all men of exalted imagination, who carry the noblest enthusiasm to a pitch of folly» (333). Y, enla­ zando con opiniones también anteriores —concretamente, Mayans en su Retórica— vincula el Quijote con el Lazarillo. Pero Bouterwek pone el énfasis en la originalidad de la novela, como ya habían he­ cho Llampillas, Quintana y otros, originalidad demostrada «by no romance of a similar kind having previously existed» (334); de ahí que tenga al Quijote como «classic model of the modern romance or novel» (338), fundiendo en uno lo que habían sido dos modos de novelar: el romance, o narrativa de aventuras, y la novela de base cercana a la realidad. La postura del ginebrino Sismondi —cuya obra se publica casi diez años más tarde— preserva, como casi todos los autores —en contra de la opinión de Close— la visión de Don Quijote como una sátira, pues en ninguna lengua «la satire n’a été plus fine et plus en­ jouée en même temps, et une invention plus heureuse» (357), ya 276

que el Q uijote es «une satire écrite sans amertume» (342). Una sá­ tira que se explica porque los libros de caballería habían falseado el espíritu de la nación y habían corrompido el gusto (343-344). Man­ tiene, asimismo, el énfasis en el carácter cómico del libro, pero pre­ cisamente por la conciencia que tiene de ello, de «tout ce qu’il y a de risible dans l’héroïsme du chevalier, dans la terreur de l’écuyer» (358), pero también de que el personaje central es «un homme ac­ compli, et qui cependant est l’objet constant du ridicule» (360), es por lo que parece excusarse al decir que «ne nous fournira donc que des réflexions sérieuses» (358). Pero el eje central de su análisis se basa en las contraposiciones, que en primer término se encarnan en la que opone el caballero a su escudero, pero que se desplaza en di­ rección simbólica: «L’invention fondamentale de Don Quichotte c’est le contraste éternel entre l’esprit poétique et celui de la prose. L’imagination, la sensibilité, toutes les qualités généreuses tendent à l’exaltation de Don Quichotte» (359), o como dice algo después: «rien ne contraste davantage que la poésie et la prose, l’imagination toute romanesque et les détails les plus triviaux de la vie, l’héroïsme et le gran appétit du héros» (360). Por eso su lectura no puede ajus­ tarse a ningún criterio estrictamente romántico, porque del mismo modo que señala esa contraposición sostiene la burla de ese contras­ te: «La poésie et la prose sont donc également tournées en dérision: si l’enthousiasme est joué dans Don Quichotte, l’égoïsme l’est à son tour dans Sancho Panza» (340). Los rasgos del personaje —la entre­ ga continua al heroísmo, las ilusiones de la virtud— representan el tema de la «haute poésie» (359), que no es otra cosa sino «le cuite des sentiments désintéressés» (359). Reformulando lo que había es­ crito De los Ríos, sostiene Sismondi que «le même caractère qui est admirable, pris d’un point de vue élevé, est risible, considéré de la terre» (359-360), es decir, la doble perspectiva de la que hablaba el autor del «Análisis» ya en 1780. Y, como hemos dicho antes, Sis­ mondi acuña la expresión canónica del Quijote como libro triste: «le livre le plus triste qui ait jamais été écrit [...] la morale du livre est en effet profondément triste» (340), pues lo que Cervantes nos muestra —fijémonos en una lectura de nuevo simbólica— es «la vanité de la grandeur d’âme, et l’illusion de l’héroïsme» (340). Pero, escapando de la mitologización del personaje, Sismondi capta perfectamente que lo que nos está diciendo el libro es que «un certain degré d’héroïsme n’est pas seulement préjudiciable à celui qui le nourrit en lui [...] mais qu’il est également dangereux pour la société» (342). Y, saltando por encima de la mitificación romántica de la imagina277

ción, Sismondi apunta que la imaginación sin relación con la reali­ dad —como la que se encarna en los libros de caballerías— es algo banal (345). De nuevo Sismondi refuerza el sentido satírico y censor de Don Quijote: «C’était donc un but utile et patriotique dans Cervan­ tes, que celui de montrer, comme il l’a fait par Don Quichotte, l’abus des livres de chevalerie, et de couvrir de ridicule tous ces romans» (348). Como es frecuente en otros autores, y específicamente en William Windham, quien ya en un folleto en 1755 había llamado la atención sobre la identificación entre Cervantes y los valores de honor, valor, caballerosidad que aparentemente satirizaba o censura­ ba en su personaje —idea sugerida en Motteux como hemos visto en el capítulo primero—, Sismondi prolonga la especulación sobre la personalidad de Cervantes sosteniendo que había «une sorte de chevalerie errante dans le caractère de Cervantes» (342) y que su afán de gloria lo había empujado a actuar de modo factualmente he­ roico, incluso para «porter sur sa propre personne un monument du plus grand fait d’armes de la chrétienté» (342). Y, reinterpretando la relación entre el Quijote y la nación que lo alimentó, para Sismondi la cuestión no radica en si es una novela nacional o no, sino en que gracias a Cervantes «l’Espagne nous a été dévoilée [...] et nous con­ naissons mieux cette nation originale par Don Quichotte, que par les récits et les observations du voyageur le plus scrupuleux» (350-351). No son solo los alemanes quienes ubican la cultura española en un nuevo espacio hermenéutico. William Wordsworth incluyó a don Quijote en su Preludio, libro 5, poema que empezó en 1798, prácticamente acabó hacia 1805, sobre el que trabajó toda su vida, pero que no se difundió hasta su publicación postuma en 1850 (hoy Wikipedia ofrece las versiones de 1799 y 1805). Sin embargo, la presencia de lo que se ha llamado «el sueño del árabe» —escrito probablemente hacia febrero-marzo de 1894 (Simonsen 136) y que abarca especialmente los versos 60-148— no aporta nada innovador a la interpretación del Quijote; aporta, según la crítica, a la poética lírica romántica del autor. Por supuesto, revela una lectura honda y una indiscutible interiorización del texto cervantino. El «sueño del árabe» ha suscitado numerosísimos comentarios, pero la mayoría de ellos giran en torno a la teoría poética de Wordsworth o, como es­ cribe Francisco Cuevas, «es una forma de potenciar la facultad de la imaginación sobre la razón, que se dan por igual en Cervantes como autor de tan sublime obra y en don Quijote, como protagonista y a la vez creador de un mundo ficticio» (El cervantismo 1: 519). Anthony Close había escrito que en los versos 140-152 Wordsworth 278

«epitomises the meditative power and transcendental longings of Mans spiritual self» (52). O sea, si la imaginación es central y don Quijote su arquetipo (Close 53), la opinion de Wordsworth, como las de Ortega, Unamuno y Madariaga —dice Close—, «have taken Don Quixote as the incarnation of the imaginative stance towards existence» (53). Siguiendo a Jonathan Bishop, Douglas B. Wilson interpreta el Preludio como un autoanálisis parecido al de Freud aunque Wordsworth procede «more indirectly, working through memory as well as trances, reveries, and dreams» (168). Pero lo que nos interesa aquí, al calor de lo que comentábamos antes sobre esa España «orientalizada» que atrae a los alemanes, es señalar en estos versos de Wordsworth que la representación que hace el poeta inglés de la encarnación de don Quijote —ese semiQuijote— no es ni más ni menos que la de un árabe, de alguna tribu beduina, por lo que algún crítico habla del «Arab Quixote» (Jacobus 623) y Douglas B. Wilson reconoce que Wordsworth libremente «merges [Don Quixote] with the Arab» (169). Ya Edward Dudley señalaba como algo sorprendente en el Preludio la aparición súbita e inesperada de un árabe (1099). Asimismo, Dudley pone de relieve que las palabras de Wordsworth expresan «the Romantic view of madness as a form of divine truth» (1100), además de mostrar el ideal romántico de la búsqueda (la quête de la novela cortés), el intento noble de alcanzar lo imposible. En último término, «Wordsworth’s Arab/Quijote, half mathematitian, half poet, is an incarnation of the two fundamental thrusts of genius, science and poetry, and he is the new Romantic saint of human yearning for fulfillment through art and culture» (Dudley 1104). No obstante, la afirmación de Jacobus cobra sutiles matices porque el árabe es el caballero don Quijote, sí, pero no solo encarnación de uno u otro, sino síntesis de ambos, caballero y árabe. Según Jacobus, esa figura «is an extreme type of the poet himself, at work of his unending, backward-looking, recuperative task» (619). Por razones que se me escapan, Jacobus ve al poeta como convirtién­ dose en una especie de Sancho Panza que comparte las fantasías de su amo. El poeta está soñando y el sueño tiene sus propias leyes. La pregunta que en el marco de este estudio debe plantearse es: ¿por qué el poeta romántico inglés se sueña a sí mismo como un Quijote que en realidad es un árabe y a la vez el caballero? ¿Por qué no el caballero y un vikingo, por ejemplo? Dudley afirma que «the Arab figure [...] suggests Cide Hamete» (1103), y es una posibilidad sin duda, pero tal vez no sea suficiente para explicar la elección del árabe como don Quijote. 279

/ En la edición de las obras de Wordsworth en FreeFictioi/B org aparece la siguiente nota, de finales del siglo χιχ: Mr. A. J. Duffield, the translator o f D on Quixote, wrote me the following letter on Wordsworth and Cervantes, which I transcribe in full. «So far as I can learn Wordsworth had not read any critical work on D on Quixote before he wrote the fifth book o f The Pre­ lude, [a] nor for that matter had any criticism o f the master-piece of Cervantes then appeared. Yet Wordsworth, “by patient exercise O f study and hard thought”, has given us not only a most poeti­ cal insight into the real nature o f the “Illustrious Hidalgo o f La Mancha”; he has shown us that it was a nature compacted o f the madman and the poet, and this in language so appropriate, that the consideration o f it cannot fail to give pleasure to all who have found a reason for weighing Wordsworths words [...] “The uncouth shape” is o f course the Don himself, the “dro­ medary” is Rozinante, and the “Arab” doubtless is Cid Hamete Benengeli. [...] Very truly yours, A. J. Duffield».

Parece evidente que Mr Duffield tal vez comprendiera el Quijo­ te lo suficiente incluso como para poder traducirlo, pero no ha com­ prendido a su compatriota Wordsworth. Porque es imposible que el árabe sea alguien distinto de don Quijote: la uncouth shape y el Arab son la misma persona. Y eso demuestra una visión de Cervantes y el Quijote típica del norte de Europa, ese mismo norte que va a escribir el relato de la modernidad europea para autoconstruirse como pro­ tagonista exclusivo y excluyente de la misma. Kelly Grovier ha titulado su artículo «Dream Walker: A Word­ sworth Mystery Solved» porque ha dado una respuesta a nuestra pregunta: el poeta ha hecho árabe a esta figura onírica porque el pasaje «is a coded tribute to a friend from Wordsworths days as a young radical in Revolutionary France: a figure who, however im­ probable it may seem, was an authentic traveller across the Arabian wastes [...] That individual was John “Walking” Stewart» (157). Lo que no responde Grovier es por qué hacer a ese semiQuijote árabe beduino, pues no es lo mismo un inglés recorriendo tierras árabes —recordemos a Lawrence de Arabia— que un árabe convertido imaginariamente en don Quijote. Creo, como ya he señalado, que estamos en un momento de la «orientalización» parcial de España —facilitada, desde luego, por los juegos cervantinos sobre los ára­ bes, la historiografía, Cide Hamete Benegeli, etc.—, que se verá acentuada conforme avance la búsqueda del exotismo «oriental» en 280

la España del romanticismo, proceso que culminará con la exalta­ ción «europea» de Carmen (véase Serrano; González Troyano 51-64; Charnon-Deutsch 45-86). Nada revela mejor la percepción que tal vez se hacían los lectores del norte del Quijote. Y de su autor, obvia­ mente. H a c ia l a e x a l t a c ió n e s p a ñ o l a : UNA CONVERGENCIA NECESARIA

Sí, no hay ninguna duda de que los autores románticos de la Europa occidental ponen un acento muy particular en su lectura del Quijote, de Cervantes y de don Quijote, aunque aceptar como pro­ pone Close que esa es la visión que domina en toda la región parece cuando menos arriesgado por no decir falaz; pero, puesto que uno de los ángulos de la investigación que aquí concluye ha sido el pro­ ceso que lleva a Cervantes a ser la encarnación de la nación, monu­ mento nacional y valor compartible por todas las corrientes ideoló­ gicas y políticas, se ha impuesto colateralmente la relación entre ese proceso y el que conduce a la iconización de Calderón como imagen conservadora de la identidad nacional y de lo que es ser español; así, el verdadero desafío radica en averiguar cómo se llega a convertir el Quijote γ a su autor en símbolo no incompatible o contrapuesto con Calderón, pero sí aceptable como única imagen de la nación. Y ello nos obliga a volver a la querella calderoniana. Nicolás Bohl de Faber, uno de sus protagonistas, no parece haber mostrado ninguna afición particularmente destacada hacia la obra de Cervantes, aunque, si­ guiendo la corriente que a través de la revista. Athenaeum los Schlegel iban difundiendo desde Alemania, es fácil suponer, como hace Carol Tully, que Bohl de Faber asumía las positivas referencias que se ha­ cían de Cervantes (77). Interesado sin duda en los romances popu­ lares y, en general, en el teatro español, su correspondencia —con su hermano Julius en particular— demuestra que se preocupa por ad­ quirir las últimas ediciones del Quijote (Tully 422, 498). Sin embargo, vale sin duda la pena llamar la atención sobre un comentario que apunta Frasquita Larrea, la esposa de Bohl de Faber, en un manuscrito conservado en Yiena, publicado por Antonio Orozco Acuaviva (334-335), y sobre el que llamó la atención Gui­ llermo Carnero en su estudio sobre Los orígenes d el romanticismo reaccionario español: el matrimonio B ohl de Faber (1978). Ahí citaba Carnero (y corregía la versión publicada con anterioridad) el escrito 281

titulado «Contestación a un alemán que decía que “ni aun los ale­ manes sabían apreciar debidamente al Don Q uijote’’». Como Frasquita y su marido constituyen un jalón crucial en el proceso de iconización calderoniana —como he argumentado en mi libro Cal­ derón, icono cultural e identitario d el conservadurismo político, publi­ cado en esta misma editorial (181-214)— es revelador lo que escri­ be ella sobre Cervantes. En efecto, en una nota que está fechada en Cádiz el 20 de abril de 1817 apunta: No es el Don Quijote, por cierto, una obra satírica y antipa­ triótica, como lo pretenden los franceses; ni una obra destructora de los principios caballerescos, como lo pregonan los ingleses; ni una obra meramente útil [corrección de Carnero] y chistosa, como lo pronuncian algunos españoles del día: es una revelación hecha a Cervantes en algún momento sublime de su vida. ¿Cuál de los sentimientos más grandes del alma no se haya excitado con la lectura del Don Quijote? El carácter de esta noble víctima de un noble entusiasmo, ¿no es de la más trágica belleza? La compasión que inspiran sus ridiculas aventuras, contrastadas con la seriedad de su alma, ¿no es un amor, aquel amor que es el sello de la divi­ nidad en nosotros? Su desprendimiento, su verdad, su sencillez, unidas a un entendimiento superior, ¿no causan aquella admira­ ción que es la facultad que recibimos del cielo para facilitarnos el camino de la perfección? Su generosidad, su confianza, su man­ sedumbre, ¿no enternecen como imagen de la bondad infinita? Y aun los extravíos de la razón, ¿no nos conmueven como si vié­ semos la violencia de las olas arrastrar el decreto del Omnipoten­ te que les dijo: «Hasta aquí y no más»? (14). Si Calderón inscribía y describía, según Frasquita y su marido Nicolás Bohl de Faber, lo que era la esencia del ser español en su representación de la caballerosidad típicamente española, Cervantes se sitúa —compatiblemente— en un escalón diferente (podríamos decir, por el lenguaje que utiliza Frasquita, que en un escalón supe­ rior). Cervantes es presentado aquí como una encarnación del mis­ ticismo castellano y el Quijote como resultado de una revelación divina. No debe ser casualidad que Quintana hubiera hablado del Quijote como de «un poema divino». Frasquita nos habla precisa­ mente de un cam ino de perfección en la lectura del Quijote, tal vez en su dimensión mística; expresión que, como se sabe, recuperaría Pío Baroja para titular una de sus novelas. Pero al poner de relieve los sentimientos sublimes que provoca la lectura y al ir más allá de lo risible para enfatizar la «trágica belleza» de la novela cervantina, 282

Frasquita incorpora las interpretaciones más recientes del momento (desconocida y por tanto abandonada por Close). No solo eso, con una capacidad de síntesis admirable, descarta las lecturas acumula­ das a lo largo de más de un siglo: francesas, inglesas y españolas. Y así da cabida a una visión que, por encima de todo, anula las in­ compatibilidades que tan bien encarnaron en Calderón. Desde lue­ go, Frasquita tenía al menos el antecedente de Coleridge, quien ha­ bía escrito: «We can scarcely avoid considering Cervantes and Cal­ derón as in some sort characteristic of the nation that produced them» (en Cuevas, El cervantismo 2: 876). Porque, si en 1835 es factible y realizable la conversion del príncipe de los ingenios en pétrea encarnadura, si la estatua que le rinde un homenaje nacional es posible en ese momento, es precisamente porque ya no se ve una contraposición entre el españolismo indiscutible de Calderón y el atribuido —y ya superado— antipatriotismo de Cervantes, anta­ gonismo protagonizado por miembros del círculo letrado con posi­ ciones políticas muy variadas. Sin duda, mucho camino se había recorrido, sobre todo a partir de la edición nacional de la Real Aca­ demia Española de 1780, pero los enfrentamientos ideológicos que subyacían a la contraposición Calderón-Cervantes seguían vivos. De ahí que la postura de Frasquita, haciendo conciliables ambas fi­ guras a la vez que asimilando y desarrollando las lecturas románti­ cas, permita —dada la posición igualmente intransigente de quienes se oponen a Calderón— que Cervantes se convierta en la única personalidad de la esfera de la cultura capaz de unificar proposiciones y posicionamientos enfrentados en la política y en las demás esferas de la vida social. No hay que olvidar, por otra parte, que en 1835 el sec­ tor más furibundamente reaccionario se encontraba en el bando de los carlistas, la facción, ajenos y apartados de la capital nacional. Así, Cervantes se convertía en punto de encuentro de unos sectores con­ servadores más dispuestos a la negociación y la transigencia, y unos sectores progresistas preparados a ciertas renuncias con el objetivo de una posible armonía social y política. Ese proceso es el que cul­ mina simbólicamente en la erección de la estatua en 1835.

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C a p ít u l o 5

El monumento material: la estatua de Cervantes Como señalábamos en nuestro Preliminar, el año de 1835 fue el elegido para levantar la primera estatua dedicada al autor del Quijo­ te. Vamos a adentrarnos ahora en los vericuetos que llevaron a esa decisión y al acto simbólico de su realización. L a e r e c c ió n d e l a e st a t u a PREPARACIÓN Y ACOGIDA

en

1835,

Volviendo al momento histórico en que se erige la primera esta­ tua de un civil en la villa de Madrid, un lector curioso o un observa­ dor sin prejuicios pero con cierta cultura historiográfica podría su­ poner que fue a la muerte de Fernando VII cuando se pudo hacer posible el reconocimiento público de un espíritu como el de Cer­ vantes, lo cual ya conllevaría una interpretación sobre ese «espíritu», pues lo vincularía a un liberalismo incompatible con el absolutismo fernandino proyectándole ya al escritor un posicionamiento político no solo discutible sino magníficamente anacrónico. Pero, sobre todo, podría relacionarlo con los movimientos que tienen lugar ha­ cia 1832 cuando, coincidiendo con una grave enfermedad del rey, la regente (su esposa María Cristina) inicia un acercamiento hacíalos libe­ rales y concede una amnistía a los exiliados el 3 de noviembre de 1832. Y ese lector o lectora tal vez no se equivocaría en semejante intui285

ción. Mas, junto a esa imagen algo embellecida de los cambios que se producen al morir el rey e incluso un poco antes, no hay que ol­ vidar que la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 desencadenó también el comienzo de la primera guerra carlista, es decir, el aglutinamiento de los sectores más reaccionarios en torno a Carlos María Isidro y en enfrentamiento abierto con el trono, es decir, una de las fases (u otra de las fases) más significadas de la vio­ lencia nacional entre concepciones opuestas del país y su posible ordenamiento. Así, en efecto, como escribe Tuñón de Lara: «Martí­ nez de la Rosa concibe por entonces su estatuto real que María Cris­ tina firma en Aranjuez el 10 de abril de 1834» (La España 1: 104). O, como entiende Miguel Artola, «el conflicto armado entre isabelinos y carlistas determina a la reina María Cristina a realizar una rápida transformación del régimen para dar satisfacción a las aspira­ ciones de los liberales, única fuerza capaz de mantener los derechos de su hija Isabel al trono» (La burguesía 183). El estatuto real no es ni mucho menos una constitución, sino una carta otorgada, y, según sostiene Tuñón de Lara, «significa el intento por parte de la nobleza de mantener su hegemonía política» (La España 1: 105). Establecía la dicha carta unas Cortes divididas en dos cámaras o estamentos, una de procuradores elegidos por sufragio censitario e indirecto y otra de proceres compuesta por «grandes de España, títulos de Cas­ tilla, arzobispos y obispos, propietarios territoriales o de fábricas con una renta anual superior a 60.000 reales» (La España 1: 105); una carta otorgada que presentaba algunos parecidos con la carta otorga­ da en Francia en 1814 al advenimiento de la restauración borbóni­ ca. Pero en la española, en realidad, más que la hegemonía de la nobleza, se trataba de articular y consolidar la hegemonía de las clases poseedoras, incluida la burguesía, pues no era un detalle sin importancia el que la renta mínima para poder ser elegido a la cáma­ ra de procuradores fuera de 12.000 reales. La reunión de los dos estamentos tuvo lugar el 24 de julio de 1834. Pero Martínez de la Rosa abandonaría la presidencia del Consejo el 7 de junio de 1835, ocupando ese oficio el conde de Toreno. Y si bien es cierto que du­ rante esos meses ha estallado la primera guerra carlista —que se alargará varios años—, también lo es, como afirma Tuñón de Lara, que «la regencia de María Cristina es la época en que España entra en la normalidad constitucional, confirmada por el fracaso del car­ lismo. A partir de 1834, la cuestión política no se plantea entre constitucionalistas y absolutistas [...] sino entre progresistas y mode­ rados» (La España 1: 128). Podemos, pues, afirmar que la exaltación 286

monumentalizadora de Cervantes tiene lugar en ese marco políticoconstitucional en el que se reinstaura un régimen democrático que coincide con el enfrentamiento abierto y militar entre isabelinos y carlistas, y que conducirá, en último análisis, a la derrota de los carlistas, sinónimo, repetimos, de las posturas más reaccionarias en el país. Pero se encuentran alusiones en las crónicas del momento esti­ muladas por la estatua cervantina que pueden ayudarnos a reforzar la sensación de que se dio alguna relación (consciente o inconscien­ te, voluntaria o puramente casual) entre la erección de la estatua y la nueva «democracia» que se inauguraba en el país, y mis comillas no pretenden infravalorar en absoluto lo que fue el camino normal de España en la construcción de su democracia (véase Fusi y Palafox, España: 1808-1996). En efecto, en el suplemento al número 16 de El Español, de fecha 16 de noviembre de 1835, aparece un repor­ taje sobre la «Solemne apertura de las Cortes» y se transcribe el dis­ curso del trono leído por María Cristina. Al final de la tercera co­ lumna de la página se lee lo siguiente: Levantóse la reina gobernadora concluido este importante acto, y se retiró S. M. conversando con el señor Mendizábal con la mayor familiaridad, manifestando en su semblante la satisfac­ ción de que se hallaba poseída su alma. Nuevos y repetidos vivas

resonaron alrededor de la estatua de Cervantes a la salida de S. M., que en el mismo orden se marchó a palacio poco después de las tres. Ni el más leve desorden ha turbado la tranquilidad de este día, que será memorable en los anales de la libertad española (la cursiva es mía).

Nótese cómo el periodista que narra la escena asocia, nada invo­ luntariamente con toda probabilidad, la imagen en bronce de Cer­ vantes con la apertura de las Cortes y con la libertad nacional. Pero no solo eso, pues sigue comentando el cronista: «Ha reinado la ma­ yor tranquilidad y decoro, y la mayor fraternidad y armonía entre la tropa que ha asistido a la formación». Así, monarquía constitucio­ nal, armonía nacional —ejemplificada en el ejército— y Cervantes se vinculan en un breve fragmento de la noticia. Tal vez merezca la pena detenerse además en algunas ideas del discurso del trono pro­ nunciado ese día, porque, en efecto, la regente afirmó: «De la leal­ tad, patriotismo y sabiduría que os distinguen espero los más felices resultados. El gobierno representativo es el que más conviene a la civilización actual; mi intento es que esta nación, tan digna de ser 287

libre y feliz, goce las libertades que emanan de aquel régimen, uni­ das al orden público, condición necesaria de toda sociedad huma­ na». La regente, por tanto, aparece como defensora incondicional del régimen constitucional. Y aunque todavía no se había cons­ truido, como hemos dicho, el palacio de las Cortes, fue en ese lu­ gar donde se reunieron los estamentos que las constituían. De ese modo, la imagen de Cervantes contemplaba desde la frialdad de su bronce los primeros pasos de la democracia que se estaba cons­ truyendo en esos momentos, desde luego ignorante de los avatares que sufriría esa democracia a lo largo de todo el tiempo que le se­ paraba del presente (incapaz de anticipar los movimientos del ge­ neral Pavía en 1874 o del teniente coronel Tejero en 1981, por no mencionar al general Primo de Rivera o al también general Franco y sus largas listas de acólitos). Dos años después la regente volvió a discursear a las Cortes y el periodista de El Español escribe 20 de noviembre de 1737, núm. 749: «Alrededor de la estatua de Cer­ vantes afluían multitud de carruajes de los altos funcionarios pú­ blicos; embajadores y diplomáticos; militares de superior grado y señoras lujosas y elegantemente engalanadas que se dirigían al Congreso, cuyas tribunas ocupaban mientras que se aproximaba la hora señalada para la augusta ceremonia» (3). En esta ocasión, pues, la discreta y humilde estatua se ve rodeada por las manifes­ taciones más ostentosas de las diferencias sociales. No se menciona a los anónimos viandantes o a los mirones de turno; el periódico se fija en las élites, en su presencia y en su imagen. Lo verdadera­ mente fundamental del momento fundacional que se está vivien­ do hacia 1835 lo ha resumido Josep Fontana al decir en una entre­ vista: «En 1835, en las Cortes de Madrid, se afirma que lo que debe hacer España es convertirse en nación, porque hasta ese mo­ mento no lo ha sido nunca». No obstante, la significación histórica acaba perdiéndose para los contemporáneos, que viven y sufren los asedios de la realidad. En consecuencia, al cabo de tres años de la instalación de la estatua, El Eco d el Comercio del 11 de julio de 1838, núm. 1531, insertaba esta nota: «A Cervantes lo dejamos morirse de hambre, pero después de haber él pasado a mejor vida le hemos hecho el apreciabilísimo favor de colmarle de elogios y además le hemos levantado una estatua donde Dios sabe para que aun después de muerto tenga de qué reírse, que fue lo único que tuvo en vida» (3). El reportero demuestra ha­ ber asimilado muy bien algunas de las invenciones que marcan la biografía de Cervantes y, al mismo tiempo, una actitud crítica que 288

no excluye el lugar mismo elegido para ubicar el testimonio de la nación en su reconocimiento al escritor. Pero al césar lo que es del césar. Cuando publica Mesonero Ro­ manos El antiguo M adrid en 1861, bajo el epígrafe «Calle y casa de Cervantes» incluye una nota en la que remite a su artículo «La casa de Cervantes», incluido en La Revista Española el 23 de abril de 1833 e incorporado después a Escenas matritenses. Según Mesonero, ese ar­ tículo —en el que el periodista conversa con un inglés llamado Ro­ berto Welford, el cual se escandaliza del diferente trato que reciben su Shakespeare en Inglaterra y nuestro Cervantes en España— «lla­ mó la atención del monarca Fernando VII, quien, guiado de un alto sentimiento de patriotismo y secundado por el celo y la ilustración del difunto comisario de Cruzada don Manuel Fernández Varela, dispuso por una real orden publicada en la Gaceta a los pocos días “que se hiciesen proposiciones al dueño de la casa para adquirirla el estado y destinarla a algún establecimiento literario”» (208n). En realidad, el propietario del solar, «un honrado almacenista de car­ bón, llamado N. Franco» (Memorias de un setentón 103) se negó porque sabía que en ella «había vivido el famoso don Quijote de la Mancha, de quien era muy apasionado» (103). Nótese la admirable confusión del almacenista, que atribuye a don Quijote existencia real e ignora el nombre de quien lo había creado, postura que haría las delicias de Unamuno, Borges o Vila-Matas. Para el señor Franco, el ingenioso caballero había habitado lo que era su casa, y nada po­ día honrarla más que esa ficticia anécdota, anécdota que habla cla­ ramente del proceso que estamos explorando en estas páginas. Pedro Felipe Monlau describe así el monumento que se fijaría en lo que había sido la casa de Cervantes: «Fernando VII [...] dispu­ so que se colocara en alto relieve el busto de Cervantes, ejecutado por el escultor D. Esteban de Agreda [director de la Real Academia de San Fernando], en un medallón de mármol de Carrara adornado con trofeos poéticos, militares y de cautividad, y debajo una lápida de mármol de Granada con esta inscripción en letras de oro: Aquí vivió y m urió M iguel de Cervantes Saavedra, cuyo ingenio admira el mundo. Falleció en MDCXVI» (366). Tal placa se conserva todavía y puede contemplarse en la calle de Cervantes precisamente, muy cer­ ca de su cruce con la del León. Finalmente, Mesonero «se complace en recordar aquí la parte que le cupo en esta magnánima disposición del rey don Fernando VII» (208n). La intervención del comisario de Cruzada exige una explicación, porque Manuel Fernández Varela no era un funcionario —un covachuelista— más. Orador sagrado y 289

mecenas nacido en Ferrol el 21 de septiembre de 1772, era hijo de un oficial de la Armada y cursó filosofía en el convento franciscano de San Antonio. En 1796 ingresó en el Colegio de Fonseca de San­ tiago de Compostela y poco después lució su capacidad oratoria, ya que en 1798 predicó el panegírico del fundador Fonseca con motivo de las fiestas celebradas en su honor. Ya sacerdote en Sada (1803), el rey —Carlos IV, no se olvide— lo nombró prior de Cova y canóni­ go deán de Lugo en 1807. En Madrid fue elevado al cargo de comi­ sario general de la Cruzada en 1824, y al año siguiente se le nombró arcediano. Perteneció a la Academia de la Historia como correspon­ diente desde 1802 y fue viceprotector de la de Bellas Artes de San Fernando, en donde se exhibe un retrato suyo realizado por el prolífico pintor y académico Vicente López. Fernández Varela, enton­ ces, formaba parte del círculo artístico de la Corte, lo que explica su intervención en la monumentalización cervantina. Por lo tanto, es cierto que el monarca participó, aunque muy limitadamente, en el proceso políticocultural que conduciría a la articulación de un na­ cionalismo en el que las figuras civiles ocupaban algún espacio en el imaginario colectivo. Es curioso, sin embargo, que Mesonero le atri­ buya a Fernando VII la orden de instalar la estatua de Cervantes en el espacio que dejó la demolición del convento de Santa Catalina: «al designar el cual [ese sitio] el difunto monarca, estaba bien lejos de pensar que la colocaba a las puertas del futuro palacio del Con­ greso de los Diputados» (El antiguo 216). Curioso porque, como hemos visto, esa orden ya no vino de él, cadaverizado hacía algún tiempo, sino de su viuda. Francisco Rico recordaba en Quijotismos que en la revista Cartas Españolas se había publicado en 1832 una noticia titulada «Estatua de Cervantes» y de la que no era autor Mesonero Romanos, sino un tal A. G. D. De V. Y. No se trata de dudar sobre el hecho de que la influencia de Mesonero pudiera ser determinante para la placa de que acabamos de hablar, pero al parecer quien propuso públicamen­ te la necesidad de erigir una estatua a Cervantes fue este «anónimo» personaje oculto tras las iniciales copiadas. Y no es un personaje anónimo porque David T. Gies (Agustín Durán 123) se había referi­ do a este artículo en su libro sobre Durán, pues, en efecto, fue Agus­ tín Durán y de Vicente Yáñez —según Gies— el autor de dicha noticia. En efecto, en el tomo IV de las Cartas Españolas, cuader­ no 42 publicado el 8 de marzo de 1832, Durán, en un tono que por encima de todo resaltaba su patriotismo personal y manifestaba su admiración por un rey al que consideraba protector y benéfico en 290

«cuanto puede acrecentar el brillo y ensalzar las glorias del país» (289), y después de mencionar las esculturas dedicadas a la defensa de Zaragoza y a Daoiz y Velarde, retoma algunos de los estereotipos 7 a fijados sobre Cervantes: «Los contemporáneos lo ultrajaron 7 de­ jaron morir en la oscuridad o acaso en la miseria; su fama europea es hija de sus obras 7 talento 7, por desgracia, hasta el día sus compa­ triotas han hecho para ella menos que los extraños» (290). Así, traza un retrato apretado del escritor: «el que descuella entre todos por su amor patriótico, el que perdió una mano en la batalla de Lepanto, el superior en ingenio a cuantos son 7 han sido» (290) para lamentar que «este coloso, digo de talento, valor 7 virtud, apenas halla en su país un retrato perecedero que nos recuerde su fisonomía. ¡Fatal ol­ vido!» (290). Y llega a su objetivo: «¿Pero acaso el inmortal de Cer­ vantes necesita otro monumento que el que a sí mismo levantó en el Quijote? No, ciertamente. Mas su país debiera asociarse a su nombre levantándole una estatua [...] Cervantes fue el honor de la patria, la patria debe tributarle su gratitud» (290). Y es Durán quien le propo­ ne al re7 que se vincule a la providencia pues el nombre «del augusto Fernando, unido al de Cervantes, llegará sin duda a la posteridad» (290). Lejos 7 a de las presiones que rodearon al autor del Quijote, participando en la monumentalización de Cervantes, el re/ tributa­ rá un elogio al ingenio del escritor, a sus esfuerzos 7 trabajos 7 a «la magnífica obra del Quijote» (291). Y supone Durán: «Solo se 07 e el eco de la Europa aclamando entusiasmado: Cervantes es digno d e una estatua, y entre los monarcas sob Fernando es digno d e levantársela» (291). Tal vez no por azar Durán menciona el cincel de Solá, con quien dice haber hablado «7 me manifestó cuán grato le sería ocu­ parse de este proyecto» (291 n i), para acabar en un estado onírico que le permite visualizar o imaginar lo que sería — 7 no fue— la estatua de Cervantes: Ya me parece que, animado el mármol o el bronce, me retra­ tan la actitud, la interesante y espiritual fisonomía del autor del Q uijote en aquel momento de inspiración donde robó el fuego sagrado y concibió la sublime idea, admiración de la Europa, ante la cual desaparecieron las ilusiones de la ignorancia y se ostenta­ ron limpias, puras y sin mancha la filosofía y el arte. En los labios entreabiertos, en la elevación del pecho, en la noble apostura del héroe esculpido, creo percibir el vuelo fantástico de su imagina­ ción, que sin esfuerzo ni violencia deja caer desde la pluma al pa­ pel, como un copioso pero apacible manantial sus cristalinas aguas, las fáciles pero profundas ideas que creaba el ingenio (291). 291

Dejando de lado los nuevos elogios al monarca —«Si todo esto es un sueño que halaga mi fantasía, este sueño es harto lisonjero y probable, pues se funda en una realidad, en el generoso y noble co­ razón de nuestro monarca y en su anhelo y solicitud por la prospe­ ridad y gloria del país a quien gobierna y protege» (291)— nótese en qué basa aquí Durán su valoración del Quijote: en haber hecho desaparecer la ignorancia y ser manifestación pura de la filosofía y el arte. En la misma revista pero en el tomo V, publicado en junio de 1832, se insertaba otra nota firmada por El Amante de las Bellas Artes en la que simplemente matizaba la identidad del escultor que debiera encargarse de la dicha estatua. Para este comunicante, la persona que debiera elegirse era Esteban de Agreda, «cuyo delicado cincel ha tributado ya un homenaje a la memoria del autor del Quijote, en una obra que, aun cuando fuese la única que hubiese salido de sus manos, bastaría para inmortalizar a quien la ejecutó» (353). Se in­ forma ahí de una escultura dedicada a Cervantes de la que nadie parece haber dado señal ni yo he podido ver. Desde luego, no a un nivel ni siquiera comparable al de la estatua de 1835. El Amante de las Bellas Artes lo explica por la modestia del escultor —director también de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando— «compañera inseparable del verdadero mérito» (353), la modestia, claro. De esa obra de Esteban de Agreda la única alusión que he podido encontrar se halla en el Catálogo de las pinturas y estatuas que se conservan en la Real Academia de San Fernando, página 58, donde se lee: «Busto del célebre Miguel de Cervantes Saavedra, de tamaño natural, por don Esteban de Agreda, director de esta Real Acade­ mia». Y como ese Catálogo fue publicado en la imprenta de Ibarra en el año de 1829, resulta evidente que el busto fue varios años anterior a la estatua. ¿Fue destruido dicho busto en alguno de los incontables incidentes violentos de nuestra historia? ¿Desapareció y fue a parar a la casa de algún privilegiado que lo conservó y lo transmitió a sus descendientes? No sabemos. Pero acercándonos a la estatua de 1835, el 10 de mayo de 1833 se publicaba en La Revista Española la real orden que sigue, firmada por el ministro de Fomento en el gobierno de transición de Cea Bermúdez, Narciso Heredia y Begines de los Ríos, conde de Ofalia: Cuando llegó a noticia del rey nuestro señor que se estaba demoliendo por hallarse ruinosa la casa del núm. 20 de la calle de Francos de esta Corte, en que tuvo su modesta habitación el cé292

lebre Miguel de Cervantes Saavedra, que tanto honor y lustre ha dado a su patria, se sirvió S. M. prevenirme que por medio de V S. se hiciesen proposiciones al dueño de ella para que, adquiriéndo­ la el gobierno, se reedificase y destinase a algún establecimiento literario. Pero, habiendo manifestado V S. que aquel tenía repug­ nancia a enajenarla y queriendo S. M., por una parte, que sea respetada la propiedad particular y, por otra, que quede a lo me­ nos en dicha casa y a la vista del público un recuerdo permanente de haber sido la morada de aquel grande hombre, ha tenido por conveniente resolver que en la fachada de la referida casa y en el paraje que parezca más a propósito se coloque el busto de Miguel de Cervantes de que está encargado D. Esteban de Agreda, direc­ tor de la Real Academia de San Fernando, con una lápida de mármol y la correspondiente inscripción en letras de bronce. El comisario general de Cruzada, viceprotector de la misma acade­ mia, D. Manuel Fernández Varela, animado de su celo por el fomento de las artes y por las glorias de su patria, se ha apresura­ do a proponer a S. M. que de los fondos que se hallan bajo su dirección, y de la parte de ellos que está destinada a auxiliar a los artistas, se haga el gasto necesario para llevar a efecto este pensa­ miento, lo que S. M. se ha dignado aprobar. Y de real orden lo comunico a V S. para que tenga su debido cumplimiento, po­ niéndose V. S. de acuerdo con el expresado comisario general, viceprotector de la Academia, a quien lo traslado en esta fecha, y con el dueño de la casa, que ha dado para ello su consentimiento. Dios guarde a V. S. muchos años. Madrid, 4 de mayo de 1833. = Ofalia. =Sr. Corregidor de esta villa (553). Según matizaría Mariano Rementería (48), el comisario general de Cruzada eligió para la ejecución del busto a Francisco Elias, es­ cultor académico, y no a Agreda. Ese movimiento en Madrid provocó la reacción inmediata en el municipio de Alcalá de Henares, de modo que la misma revista pu­ blicaba el 7 de junio de 1833 un bando dirigido a esa población en el que se leía: Deseando vuestro Ayuntamiento dar un testimonio público de su admiración y respeto a la memoria de Miguel de Cervantes Saavedra, ha acordado erigirle una estatua que recuerde de conti­ nuo a todos el pueblo privilegiado que vio su nacimiento. La apatía hacia este genio singular sería vergonzosa e indigna de esta ciudad y de su ilustre establecimiento literario cuando otro pue­ blo vecino [se refiere a Madrid], no tan estrechamente ligado a español tan ilustre, le consagra a la voz del monarca el tributo de 293

su homenaje [...] Una suscripción voluntaria unida al fondo con que el Ayuntamiento se dispone a traer a la plaza Real la fuen­ te que hoy causa no poco estorbo a la salida y entrada de la calle de Libreros proporciona la favorable coyuntura de ampliar este proyecto, haciéndole extensivo a levantar la estatua en medio de la fuente y a la vista de la parroquia en que el inmortal autor del Quijote recibió las aguas del bautismo. El Ayuntamiento [...] quiere así evitar el borrón con que una indiferencia absoluta mancharía la historia de este pueblo esclarecido. Alcalá de Hena­ res, 26 de mayo de 1833 (619).

Esa misma noticia sería recogida por el Diario de Avisos del 11 de junio del mismo año. Y a pesar de anunciarse la suscripción en números posteriores, al parecer la iniciativa no tuvo ni la acogida ni el éxito deseado. La población no se sintió muy emocionada por el asunto. Y, al calor de estos movimientos de opinión, el D iario d e Avi­ sos anunciaba el 20 de octubre de 1834 la publicación del siguien­ te libro: Honores tributados a la memoria de Miguel de Cervantes Saave­ dra en la capital de España en el primer año del reinado de Isabel II y vida de aquel célebre militar y escritor, por D. Mariano de Rementería y Fica. Vindicar a nuestra nación de la nota de ingrati­ tud hacia uno de sus hijos que más lustre le han dado, presentar a Cervantes bajo el aspecto de héroe y amante de la libertad y las glorias de su patria, y hacer más general la noticia de su interesan­ te vida es el objeto de esta obrita, que se halla venal en la librería de la viuda de Cruz, frente a las covachuelas de San Felipe el Real, a 2 rs. (498).

El libro fue publicado en Madrid por la Imprenta de Ortega en 1834. Ya en el texto del anuncio llama la atención el enfoque que el autor ha tomado: colocar la presencia de Cervantes en el centro del reinado de Isabel II, un año después de la muerte de Fernan­ do VII, y ensalzar al escritor como «héroe y amante de la libertad y las glorias de su patria». En el comienzo de su libro escribe Rementería y Fica: Esta consideración [el desconocimiento de la vida de Cervan­ tes] , el estímulo poderoso que en las faustas circunstancias actua­ les anima al más indiferente hacia el engrandecimiento de su pa­ tria, viendo vindicado, por decirlo así, su honor y laureado en la 294

capital de España a un sabio y a un guerrero que el orbe nos en­ vidia, y el entusiasmo que constantemente nos ha acompañado por la memoria del jamás bastante conocido Cervantes, juzgamos suficiente excusa del que puede llamarse atrevimiento (4).

Las faustas circunstancias de 1834 se contraponen a lo que más adelante califica como «las calamitosas circunstancias de esta nación, que empezando desde el año de 1814 ha lanzado de su seno en di­ ferentes épocas a tantos hijos víctimas de las funestas escisiones po­ líticas» (44), donde la alusión a las restauraciones de Fernando VII con el intervalo del Trienio Liberal no puede ser más clara, y los con­ secuentes movimientos de diáspora resultan señalados sin el menor asomo de duda. En la narración de la vida de Cervantes, el periodista Mariano de Rementería y Fica (1786-1841, sobre el que puede verse Esco­ bar) pone el énfasis en la construcción de la imagen del escritor como héroe, como individuo heroico, un heroísmo nunca valorado por sus compatriotas: «la herida que le inutilizó para toda su vida la mano izquierda testifica su valor y serenidad, al mismo tiempo que señala la ingratitud de la patria» (9 ); tras haber sido apresado, «no pudo acobardarle el carácter feroz del renegado ni ser parte su cruel­ dad para que dejase de poner por obra cuantos medios su fecunda imaginación y el amor de la libertad le sugerían para salir de la escla­ vitud» (12-13); en Argel, frente a la traición, «comparece ante el terrible Azán, confiesa el hecho, carga sobre sí toda la culpa, defien­ de a sus compañeros y se ofrece él solo al castigo para salvarlos a todos» (15). Modelo heroico indiscutible, pues, su regreso con su amor sin mayores consecuencias no puede atribuirse más «que al respeto que generalmente inspiraba su nobleza y magnanimidad» (16). La motivación de Cervantes no podía ser más sublime: «¡La gloria de su patria, la fortuna de sus compañeros de infortunio, la libertad de los mares, la emancipación en fin de toda la Europa!» (16). Cer­ vantes, por tanto, llega a perder su nombre individual para conver­ tirse en «el héroe» por antonomasia: «pasó el héroe a una situación incomparablemente peor que la que acababa de salir» (17): «Mode­ lo de cuantos son perseguidos por la desdicha, dio una sabia lección» (18-19), donde se intuye la proyección del autor Rementería sobre la imagen construida de Cervantes, como ya hemos visto en otros autores. Y, una vez rescatado y vuelto a España, ¿qué encontró?: «No una cívica corona, tan altamente merecida por sus servicios y pade­ cimientos; no una colocación que le pusiese a cubierto de ulteriores 295

injurias por su estrella; ni siquiera quien le tributase la admiración que recabó de los mismos bárbaros» (2 0 ), amplificación retórica de las escuetas palabras con que otros habían mitificado antes el trato que recibió en la península y que hemos visto en capítulos anteriores. Atribuyendo la invención del Quijote a su encierro en Argamasilla, como había hecho De los Ríos, escribe: «Allí dio el golpe mortal al mal gusto de su siglo y a los vicios que eran forzosa consecuencia de la extravagante lectura de los libros caballerescos que, inundando la Europa, corrompían la moral, estragaban las costumbres y, con un disparatado romanticismo, iban a oponer un muro impenetrable a las luces, cuyos fulgores rayaban en su penetrante espíritu» (24-25), pues, en realidad, el Quijote es «poema y juntamente delicada sá­ tira» (25), es «original y clásico sin semejanza alguna sino con sí mismo» (26) y «llenó el vacío que sin él hubiera sido espantoso en los anales literarios de nuestra nación» (26). Importa resaltar aquí cómo el periodista Rementería y Fica parece haber asimilado algu­ nas nociones generadas en el ambiente romántico europeo a la vez que inscribe algunas de las críticas surgidas en los círculos ilustra­ dos del exterior sobre la «pobreza cultural» de España (véase Pérez Magallón, «Apologías»). En sus últimos años de vida, dice Remen­ tería, «fueron sus protectores pocos y no le socorrieron con aquella liberalidad que le sustrajese a la pobreza» (33). Su excepcionalidad se vuelve a plantear al acercarse el relato de su muerte. Y describe a Cervantes así: Militar valiente, arrostró los mayores peligros; patriota enar­ decido, concibió y emprendió un proyecto temerario para quien no tuviese su intrepidez; escritor ingenioso, erigió un monumen­ to inmortal a la lengua castellana y sembró la más pura moral en sus escritos [...] héroe cristiano en fin, no tan solo sobrellevó con magnanimidad sus no interrumpidos infortunios, sino que res­ petó la religión y amó a sus mismos émulos y detractores (38-39).

Como síntesis de una vida que se resume como modelo de la ingra­ titud de los demás y personaje marcado por un destino fatal, «tan desdichado [fue] en muerte como en vida» (39). El presente, sin embargo, se prepara para cambiar ese destino, pues aunque parecía «que Cervantes, desconocido en vida, estuviese condenado también a no salir de su oscuro e ignorado sepulcro» (45), afortunadamente ha sido desmentido. «Estaba [...] reservado al reinado de la segunda Isabel —y no, como sostenía Mesonero 296

Romanos, al de Fernando VII— el premio del valor, la recompensa del ingenio y el desagravio de dos siglos de un inconcebible olvido de la nación española hacia la persona del tan célebre cuanto desdi­ chado Miguel» (45-46). En consecuencia, el día mismo en que una soberana amable pasaba revista en nom­ bre de su hija a las valientes tropas de la Corte; el mismo día que un pueblo, embriagado de regocijo, escuchaba la sanción de sus libertades y aclamaba al paladín de su libertad, se descubrió sobre la casa referida de la calle de Francos, esquina a la de León, un medallón de mármol de Carrara que representaba la ima­ gen de Cervantes en algo relieve sobre un cuadrilongo de pie­ dra berroqueña, adornado con trofeos poéticos, militares y de cautividad (49), coincidiendo con «la voz aclamadora de aquel día, resonando las dulces palabras de libertad, valor y fidelidad» (50), de modo que «el héroe de Argel y de Lepanto» se había levantado «para ser testigo de que en sus descendientes no había degenerado ninguna de aquellas sublimes cualidades que constituyeron su carácter todo español y que ya no quedarían sepultados más en oprobioso olvido en su pa­ tria el talento y la virtud» (50). Nótese cómo se asocia ideológica­ mente la monumentalización cervantina con la idea esencialista de una identidad nacional que ha permanecido inalterable e inalterada a lo largo de los siglos. El concepto que aquí se manifiesta es lo que permite unir al Cervantes heroico y modélico con la reina Isabel —por su compromiso con la democracia— y su disposición a la exaltación del escritor. Así, un primer monumento a Cervantes ve­ nía a hacer coincidir «este apoteosis con la solemnidad cívica» (51). Y confirma Rementería que Fernández Varela había contratado dos años antes —es decir, en 1832— con Antonio Solà «una estatua de Cervantes en bronce» (51). Estos datos nos hablan de unos círculos letrados, políticos y cortesanos que se mueven paralelamente y con­ figuran una red de relaciones y contactos que actúa a favor de la exaltación cervantina. En consecuencia, la asociación entre la mo­ numentalización de Cervantes y el establecimiento de las libertades tras el régimen absolutista de Fernando VII acoge en Rementería una nueva perspectiva: Hubiera deseado el señor comisario, a ser posible, erigirla so­ bre su pedestal en el mismo día 24 del corriente julio, en que van a instalarse ambas cámaras y se celebran los de la excelsa Cristina; 297

pero, aunque probablemente no llegará para este memorable día, siempre será en aquel sitio un estímulo de patriotismo, un recuerdo de gloria, un testimonio irrefragable de los principios del reinado de Isabel II y de la época gloriosa que se abre a los españoles bajo los auspicios de su augusta madre, la reina gobernadora (52-53).

No obstante, la implicación de algunos proceres del Madrid de la época fue motivo de algunos rifirrafes en la esfera pública. Euge­ nio de Ochoa, al copiar y traducir a Salvatore Betti, quien afirma­ ba que la estatua «fue encomendada por el difunto rey D. Fernan­ do VII» (205), añade una nota en la que escribe: «Y en esto ha pa­ decido equivocación el articulista romano: quien encargó esta estatua al Sr. Solá con la aprobación del rey fue el difunto comisario general de Cruzada, Excmo. Sr. D. Manuel Fernández Varela» (205, n i). Pero tres meses más tarde los redactores insertan un artículo comu­ nicado escrito por Javier Losada que viene a poner las cosas en su sitio: «El articulista romano no padeció equivocación ninguna, y sí el articulista madrileño en su nota» (98), sostiene Losada. Y clarifica los subterráneos del encargo: Cuando vino el Sr. Solá a esta capital a traer su tan conocido y apreciado grupo de Daoiz y Velarde, el difunto duque de San Fernando [Joaquín José Melgarejo y Saurín], a cuya casa vino a hospedarse, le manifestó lo empeñado que estaba en que no vol­ viese a Roma sin llevar el encargo de la estatua de Cervantes, de quien era el duque admirador entusiasta, y de la que ya le había hablado en Roma en el año 25, que fue cuando conoció al Sr. Solá. A este fin trató el duque de pedir permiso a S. M. para abrir una suscripción entre la grandeza que llenase aquel objeto, y se presentó al efecto al Sr. D. Fernando VII, contestándole S. M. que él mismo la mandaría hacer a su nombre. Entonces se pasa­ ron las órdenes para que de los fondos de Cruzada le fuesen faci­ litados al Sr. Solá los que hubiese menester para la ejecución de su obra; y he aquí toda la parte que el antiguo y difunto Sr. comisa­ rio don Manuel Fernández Valera ha tenido en la hermosa esta­ tua, que con tanto gusto contemplamos los indignos apreciado­ res del genio inmortal de aquel célebre escritor, adornando uno de los principales sitios de esta capital, adonde tanta falta hacen monumentos por este estilo (98-99).

Y, en elogio de Solá, añade que el escultor, «llevado también de su pasión al ingenio de Cervantes ofreció hacer gratis un busto de este y una lápida de mármol con una inscripción para ser colocados en­ 298

cima de la puerta de la casa de aquel, y a donde después se puso el bajorrelieve y lápida que hoy vemos» (99 ). Sin embargo, algo más adelante Ochoa inserta en el apartado «Bellas artes» un comentario sobre Fernández Varela como ardiente protector de las bellas artes «en estos últimos tiempos» (133). Es más, incluye en el número una estampa con el proyecto que envió desde Roma Antonio Solá «para un cenotafio en honor del poeta Meléndez Valdés, proyecto que, por haber fallecido el Sr. Varela, no se llevó a ejecución, como a muchos buenos proyectos acontece en nuestro país» (133). Y aprovecha para romper una lanza a favor de la monumentalización ae los grandes héroes de la vida civil: «Tene­ mos arquitectos y escultores; tenemos grandes hombres a quienes erigir monumentos, como acaba de hacerse con Cervantes, ¿por qué no se hace lo mismo con Calderón, por ejemplo? Algunos dirán que porque no hay dinero, y nosotros probaremos que porque no hay gusto» (133). No solo Cervantes y Calderón, sino también Meléndez Valdés y Jovellanos, proyectos que espera «se llevarán a ejecución para gloria de nuestra época y del que tenga la dicha de asociar su nombre a esta empresa artística, ya sea el gobierno, ya sea una socie­ dad de artistas o aficionados» (133). Regresado recientemente desde París, Ochoa desborda el carácter unincador y armonizador de la nación que se le atribuye a Cervantes, pues al incluir a Calderón junto a Jovellanos y Meléndez Valdés, lo que está proponiendo Ochoa va mucho más allá del valor simbólico que encarna el autor del Quijote. Lo que sugiere Ochoa es una exaltación del patrimonio cultural español sin límites ideológicos o políticos, es decir, un patri­ monio que sirviera como base para articular una nación que ya ha­ bía perdido la mayor parte de su imperio y, por lo tanto, estaba empujada a volver a fundarse a sí misma, pero ese programa no tuvo la acogida esperada. Y es más curioso todavía el comentario de Mesonero Romanos al que nos hemos referido más arriba sobre la relación entre Fernan­ do VII y la instalación de la estatua, porque la ubicación frente al Congreso de los Diputados no pudo ser sino resultado de un azar o producto de una casualidad. Sobre todo, porque el palacio en que se instalaría el Congreso, como ya hemos indicado, no se terminó has­ ta 1850. La primera ubicación de la estatua una vez en España fue el patio del Palacio de la Cruzada en la plaza del Duque de Nájera, pero fue trasladada de ahí en julio de 1835 a su ubicación actual, en la plaza de las Cortes; se eligió este lugar por estar cercano a la zona donde pasó Cervantes sus últimos años. Algún tiempo más tarde, el 299

articulista del Semanario Pintoresco, en 30 de octubre de 1836, discu­ tía el espacio urbano elegido para la colocación de la estatua: «Tam­ poco hay oportunidad en colocar a Cervantes en frente del cuerpo egislativo, siendo a nuestro entender más oportuno en aquel lugar a estatua de Jovellanos, el primer político de nuestra España» (253). La de Cervantes, según el autor, debería haberse colocado en la pla­ za de Antón Martín, frente a la calle del León, porque file en esta última calle donde había vivido el escritor. Acreditaba así el perio­ dista que no todo el mundo captaba o valoraba de la misma mane­ ra las posibles significaciones simbólicas de gestos aparentemente banales, pero cargados de una semántica profunda en el imaginario de la población y de sus comunidades letradas. Y, muy especial­ mente, se marginaban las posibles significaciones de tales gestos en los programas políticos e ideológicos de construcción de la nación. Porque si bien Jovellanos era, ciertamente, más p o lítico y juriscon­ sulto que Cervantes, también había estado más implicado en una fase conflictiva de la historia nacional, fase que algunos tratarían de borrar de la propia existencia del país y en sus narrativas historiográficas. La vida de la estatua, como vamos diciendo, fue seguida con interés por la esfera pública de la época, y así, dando acogida a los rumores sobre la instalación de la estatua y ante la evidente cons­ trucción de lo que debería ser el pedestal para la misma, inserta este comentario el Correo de Damas el 7 de febrero de 1835: «¡Cervantes inmortal!», decía ayer estirando las cejas un hom­ bre seco y avellanado en la plazuela del Estamento de Procurado­ res, «¡Cervantes inmortal!, al fin te erige un monumento de gloria la generación presente, la generación de la justicia»... — «La gene­ ración de los cim ientos», contestó un hombrecillo de mala traza; «cimiento para Cervantes, cimiento para las víctimas del dos de mayo, cimiento para la galería de la plaza de Oriente, cimiento para la capilla Real y, sobre todo, el fam oso cim iento»...

El tono irónico de la noticia salta a la vista. Al mismo asunto dedica un suelto El Artista de 1 de abril del mismo año: Mucho sentimos que no se coloque la estatua de Cervantes sobre el elegante pedestal cuyo dibujo envió de Roma el mismo Sr. Sola. Y lo sentimos tanto más cuanto el que se está erigiendo en la plaza del Estamento para aquel objeto nos parece pasable­ mente malo. El Sr. Solá calculó muy bien sus dimensiones, y es 300

sabido que el efecto de una estatua depende en gran manera de la altura a que está colocada (12),

postura crítica que reproduce La Revista Española el 7 de julio 1835. El Artista inserta otro suelto en que anuncia: «Por cartas de Roma sabemos que está ya concluida y expuesta al público la estatua del inmortal Cervantes [...] Solo se espera la salida de algún buque para transportar a Barcelona esta preciosa estatua, destinada a figu­ rar en la plazuela de Sta. Catalina, frente al Estamento de Sres. procu­ radores» (108). j. El 1 de abril de 1835, antes de que llegue a Madrid la escultura desde Roma, Eugenio de Ochoa, además de traducir algunos frag­ mentos del artículo publicado por Salvatore Betti en el Diario de Roma sobre la estatua de Solá al que ya nos hemos referido, comen­ ta: «Dentro de poco poseerá la villa de Madrid la estatua en bronce de aquel hombre sublime con quien fue tan ingrata, de aquel que falleció en su seno cubierto de gloria y de miseria, y a quien ahora, después de dos siglos, herida de un arrepentimiento tardío, erige un tributo de amor y veneración!!.... En fin, más vale tarde que nunca» (205). La asimilación e inscripción de los «mitos» de la pobreza de Cervantes —idea que repite al hablar de Lope y concluir: «en Espa­ ña, en Madrid, en la misma calle donde vivía Lope en merecida opulencia moría Cervantes miserablemente» (163)— y de la ingra­ titud de la patria están formulados perfectamente. En realidad, la patria —la nación—, como el individuo, y desde una perspectiva muy judeocristiana, debe purgar la culpa de sus errores, o sea, arre­ pentirse y ofrendarle al escritor el homenaje que hubiera merecido en vida. El Eco d el Comercio del 14 de junio informa: Ha llegado a esta corte la estatua pedestre del inmortal Cer­ vantes y se halla ya en la comisaría general de Cruzada [...] El monumento donde debe colocarse, plazuela del Estamento de procuradores, estaba parado aguardando que viniese esta bella pieza de escultura, de que ha dado su descripción El Artista. Pen­ samos que ahora continuará la obra sin interrupción para que cuanto antes veamos tributado este nuevo homenaje al escritor de los escritores castellanos.

Suelto casi idéntico publica La Revista Española del 16 de junio entre las «Noticias sueltas nacionales». Por último, la misma revista incluye esta breve noticia el 14 de agosto de 1835: «Esta tarde he­ mos tenido el gusto de ver la estatua del inmortal Cervantes coloca­ 301

da sobre el monumento erigido en plazuela del Estamento de seño­ res procuradores». Nótese que en estos recortes de prensa se habla del monumento en el sentido literal del pedestal. Y que ya está en su lugar el monumento. Con el paso del tiempo y los cambios de toda índole que tuvie­ ron lugar en la capital, hubo varias discusiones sobre su emplaza­ miento e incluso se pensó donarlo a algún otro municipio de la provincia. Esa idea revela en sí misma —como otras que ya hemos mencionado— que ciertos sectores sociales no percibían en la esta­ tua los valores simbólicos que tal vez otros sí habían visto en el tiem­ po de la carta otorgada. En octubre de 1849 —recordemos que Es­ paña está gobernada por los moderados de Narváez y que está por terminar la segunda guerra carlista—, al terminarse las obras de la fachada principal del Congreso de los Diputados y con motivo de colocar la escalinata, se solicitó trasladar la estatua a la plaza del An­ gel, como consta en una resolución municipal sobre la «Traslación de la estatua de Cervantes y arranque de árboles de la plaza de este nombre [Santa Catalina]» (ACA 1-48-68), para que el ámbito urba­ no quedara con más desahogo; el arquitecto municipal J. Sánchez Pescador presentó un presupuesto para el desmontaje que ascendía a un total de 18.700 reales, pero este finalmente no se llevó a efecto por falta de fondos. En síntesis, por tanto, no podemos hablar de intencionalidad en cuanto a la posición de la estatua de Cervantes frente al Congreso de los Diputados, ámbito en que se materializa física, arquitectónica y urbanísticamente la voluntad popular a tra­ vés del espacio en que se reúnen sus representantes elegidos, pero sí del simbolismo indiscutible de esa ubicación. Porque podríamos aventuramos a suponer que una intencionalidad «inconsciente» guio a quienes decidieron instalar la estatua de Cervantes, el monu­ mento al icono que permitía fundir en un solo gesto cultura, demo­ cracia e identidad nacional, al margen de las divisiones y enfrenta­ mientos que se prolongarían a lo largo de los decenios siguientes. El c e r v a n t i s m o e n l a e s f e r a p ú b l i c a ANTES DEL TIEMPO DE LA ESTATUA

Hemos tratado de situar la posición del monumento y el marco de opinión en que se erigió, así como el significado cultural de se­ mejante intervención urbana y artística alrededor y en los tiempos que siguieron. Pero en los años que preceden a ese acontecimiento, 302

que podemos calificar de fundacional, la presencia, la reactualiza­ ción más bien, de Cervantes y el Quijote había recibido un notable empuje. Porque en 1832 nos encontramos, entre otras cosas, con la representación de la obra de Ventura de la Vega —y la reseña que Mariano José de Larra publica en La Revista Española el 26 de di­ ciembre de ese año con el título de «Primera representación del dra­ ma episódico, nuevo, original, en tres actos, titulado Don Quijote de la M ancha en Sierra M orena escrito por don Ventura de la Vega»—. En ella Larra nos informa de dos cosas que podrían no tener ningu­ na relación entre sí. La primera tiene que ver con la reacción del público y el estado de opinión que suscita Cervantes, su Quijote y la «adaptación» que ha hecho Ventura de la Vega. Escribe Larra: El retrato del inmortal autor del Q uijote se manifestó entre nubes a nuestra vista asombrada, y esta ha sido la primera vez que se ha creído al talento en nuestra patria digno de una especie de apoteosis. Los aplausos al gran poeta han conmovido la sala; los españoles han tributado el debido homenaje a su primer ingenio; palomas y coronas de laurel fueron arrojadas a la escena, y en medio del alborozo y del entusiasmo, los madrileños, a quienes se recordó que un rey acababa de mandar erigir en medio de su corte un monumento al autor del Ingenioso Hidalgo, mezclaron con los aplausos al hombre grandes vivas de gratitud al rey justo. Con lágrimas de gozo recordamos circunstancia tan feliz; no per­ damos las esperanzas de que un pueblo que conserva aún en tan alto grado su antiguo orgullo nacional vuelva a producir héroes y poetas.

Aquí Larra está incluyendo —en una reseña crítica— varios ele­ mentos que participan directamente en la monumentalización cer­ vantina: un talento civil —artístico, literario— merece por «primera vez» su exaltación y apoteosis, de modo que los españoles —conti­ güidad metonímica con el público del coliseo— le han tributado un homenaje. Pero también se menciona el monumento mismo, aun­ que tenemos la certeza de que no puede ser el que nos ha servido para iniciar estas páginas: se les recuerda a los españoles asistentes a la representación que se acaba de m andar erigir un monumento —no sabemos cuál, ¿la placa en la que fuera casa de Cervantes?— que consagra públicamente al autor del Quijote como hombre céle­ bre que merece un homenaje pétreo —o broncíneo—. Y el texto de Larra plantea un problema si pensamos que Mesonero atribuía a su artículo —publicado en 1833— la decisión real de homenajear a 303

Cervantes. ¿A qué monumento se refiere Larra entonces? Asimismo, Larra asocia el mérito del hombre de letras —poeta— al de los hé­ roes —militares y políticos— con lo que sociedad político-militar y sociedad civil se ven unidas en las palabras del articulista. Por últi­ mo, Larra vincula el orgullo nacional, manifestado en la admiración sin equívocos del gran escritor, con la recuperación del poder de la nación basado en la conjunción de héroes y poetas. Notemos, sin embargo, que en ese año es cuando tiene lugar, por enfermedad del rey, la aproximación de María Cristina a ciertos sectores liberales, por lo que la exaltación de Larra puede vincularse especulativamen­ te a esa nueva situación, provisional, bien es cierto, pero que se con­ solidará al año siguiente con la muerte del rey. La segunda cita atañe mucho más directamente a la percepción que tiene Larra de la figura de don Quijote. Escribe Larra: «La ter­ cera y principal [razón de la dificultad que afronta Vega] es el con­ torno aéreo, pero colosal, que ha sabido dar Cervantes a su héroe; cada cual tiene en su imaginación un tipo particular de don Quijote y Sancho, una idea fantástica, un bello ideal en el género, a que la realidad jamás podrá llegar». Aquí tenemos ya una interpretación del personaje que se encuentra muy lejos de la que había dominado a lo largo del x v iii e incluso de los escritos románticos fundacionales —los Schlegel, Schelling, Sismondi—. Es sorprendente que Pedro Provencio diga sobre Larra que «su devoción por Cervantes no pro­ cede tanto de la relectura que los románticos hicieron de nuestro novelista cuanto de la correspondencia que Fígaro detecta entre la lengua que emplea y la sabiduría lingüística cervantina» (20), por­ que, aunque es cierto que Larra toma como referencia a Cervantes a nivel de la lengua, también lo toma como intelectual que se habría visto sometido a las mismas exigencias que el propio Larra en su tiempo, o sea que, con toda probabilidad, Cervantes habría tenido que ser en el siglo xix periodista como Larra, del mismo modo que para Azorín la imagen más elevada de un autor coincidía con la profesión que él mismo ostentaba en cierta época de su vida, o sea, periodista. Pero ahí no se limita la apropiación que Larra hace de Cervantes. Pues en esa visión de don Quijote, que, como hemos dicho, va mucho más allá de la dieciochesca y está sin duda empa­ rentada con las lecturas románticas, en esos adjetivos con que descri­ be la personalidad de don Quijote, «aéreo pero colosal», se transmite una penetración en profundidad y una percepción extremadamente subjetiva del personaje. Y esa no es la única visión que Larra nos da de don Quijote. En «Representación de la comedia nueva de don 304

Manuel Eduardo Gorostiza titulada Contigo pan y cebolla» Larra es­ cribe: «Pero acordémonos de que Cervantes, para huir de la inve­ rosimilitud que de la exageración debía resultar, hizo loco realmente y enfermo a su héroe, y una enfermedad no es un carácter» (303). De esa manera parece explicarse mejor ese sentido aéreo, ya que lo que ha creado Cervantes no es un carácter, sino algo que se ubica en otra esfera. Probablemente, Larra quizá piense en esa locura que se vuelve una verdad divina y emparenta al poeta con el loco y el dios. En el ambiente cervantino que estamos tratando de reconstruir, y cuyo espesor nos parece esencial para comprender las decisiones y gestos que conducen a la monumentalización del autor del Quijote, nos encontramos con un hecho mayor que merece su espacio. Un año después de la reseña de Larra, y el mismo en que Mesonero Romanos escribía sobre la casa de Cervantes, publicaba su trabajo de investigación Diego Clemencín y Viñas, quien en 1833 daba a luz el primer volumen de su edición comentada (o sea, anotada) del Quijote —que es el que aquí nos interesa—, edición que tardó seis años en completar los seis volúmenes de que constaba, y de cuyos dos últimos se encargaron sus hijos a partir de los apuntes que había dejado el padre. Clemencín fue un convencido ilustrado y liberal que se comprometió con quienes se enfrentaron a los franceses y apoyó las Cortes de Cádiz; el regreso de Fernando VII le privó de sus responsabilidades públicas hasta que el Trienio Liberal lo volvió a implicar en la función política. Tras el nuevo triunfo del absolutismo fernandino fue desterrado a Murcia pero regresó a la capital en 1827. Al morir el rey se le nombró bibliotecario mayor hasta su falleci­ miento en 1834 —habiendo sido nombrado procer del reino y se­ cretario del estamento de proceres— a causa de la epidemia de cóle­ ra que barrió Madrid. Significado por sus inclinaciones liberales, Clemencín —de modo parecido a como lo hizo Rementería y Fica— concluye su «Prólogo al comentario» estableciendo una íntima relación entre las circunstancias (supuestas) de la redacción del Quijote y las del locus de su propia anotación: «Una cárcel dio nacimiento al Quijote y un retiro forzado, efecto de trastornos y de infortunios, lo ha dado a su comentario. En esta como en otras ocasiones se ha verificado lo que un antiguo dijo de las letras, que sirven de adorno en la prosperidad y de refugio y consuelo en la desgracia» (xxxix). Los trastornos e in­ fortunios aluden, obviamente, a las restauraciones del absolutismo fernandino de que fue víctima, frente a las que el estoicismo cicero­ 305

niano sirve como escudo. En términos generales, puede afirmarse que el «Prólogo al comentario» de Clemencín no hace sino desarro­ llar algunos aspectos puntuales ya adelantados por Mayans y, en gran medida, elaborados por De los Ríos y Pellicer. Frente a las lec­ turas que se quedan con un Quijote exclusivamente «de entreteni­ miento», Clemencín afirma taxativo: «es un libro moral de los más notables que ha producido el ingenio humano. En él, bajo el velo de una ficción alegre y festiva, se propuso su autor ridiculizar y corregir, entre otros defectos comunes, la desmedida y perjudicial afición a la lectura de libros caballerescos, que en su tiempo era general en Es­ paña» (v). En otras palabras, lo que Clemencín define como un libro m oral es su versión de lo que ya había dicho Mayans hacía casi un siglo. Como afirma Cuevas: «El clasicismo de su análisis, ya en el primer tercio del siglo xix, es patente en las fuentes que maneja» (801), es decir, fuentes que han perdido en cierto sentido su actua­ lidad; esa idea la complementa Cuevas al sostener que Clemencín utiliza para hablar de la novela «conceptos retóricos de que la crítica está prescindiendo» (801). En efecto, Clemencín conceptualiza su lectura del Quijote desde los supuestos clasicistas articulados canóni­ camente por Mayans en 1737; en consecuencia, desarrolla Clemen­ cín otro aspecto apuntado por este: que en la época de Cervantes los libros de caballerías eran los de más perniciosos efectos, es decir, partiendo de una determinada concepción de la funcionalidad del libro, se le atribuye a cierto tipo de libros una incidencia en la edu­ cación y vida social especialmente destacable. Al situar la acción de las novelas de caballerías entre el fin de la civilización y el comienzo de la misma, o sea, en plena anarquía aristocrática feudal, el caballe­ ro andante se recorta como «una persona que, embrazando su escu­ do y empuñando su lanza, se dedica a correr el mundo buscando ocasiones en que ofrecer su esfuerzo y su sangre en defensa del me­ nesteroso y del débil» (viii). En oposición a lo que hubiera podido ser «el bello ideal del caballero andante que debiera haber servido de tipo a los coronistas» (ix), analiza y desmenuza la retórica de los li­ bros caballerescos para demostrar su «maldad» (ix-x). Publicados sobre todo en los siglos xv y xvi, escribe Clemencín, «época ya en que los adelantamientos de la civilización y los beneficios de la autoridad pública sólidamente establecida por todas partes presen­ taban más claramente con su contraste lo inverosímil y lo ridículo de la profesión de los caballeros andantes» (x), se trata de libros que narraban «unas historias imposibles en todos tiempos» (x-xi). Desarro­ llando, pues, los apuntes de Mayans sobre el carácter nefasto de los 306

libros de caballerías, idea clave en Juan Luis Vives y otros huma­ nistas que habían citado Mayans y sus seguidores —confesos o inconfesos— en apoyo de la intencionalidad autorial expresada por el propio Cervantes, afirma Clemencín que los jóvenes apren­ dían en ellos amores adúlteros, competencias de mozuelos que trastornaban el mundo, obediencia ciega a caprichos femeniles, venganzas atro­ ces de pequeñas injurias, desprecio del orden social, máximas de violencia, fiestas de un lujo desbaratado y loco, pinturas y des­ cripciones de escenas lúbricas; y los libros de caballerías llegaron a ser tan perjudiciales a las costumbres como insufribles a la razón y al buen gusto (xi).

Menciona, siguiendo a sus predecesores, los nombres de Luis Vives, Alejo Vanegas, Diego Gracián, Melchor Cano, fray Luis de Granada y Benito Arias Montano. Añade Clemencín leyes de Carlos V prohibiendo la impresión y distribución de los libros de caballerías en América para acabar de redondear el expediente de la intenciona­ lidad autoconsciente de Cervantes. Clemencín, cómo no, acoge y alimenta generosamente la ima­ gen mítica inventada por Mayans del Cervantes pobre y desvalido: «Un hombre oscuro y desvalido, sin más medios ni auxilios que su ingenio y su pluma, se atrevió a acometer una empresa a que no habían podido dar cabo los esfuerzos de los sabios ni las leyes» (xvi), resaltando así el heroísmo cervantino surgido en la pobreza y el ais­ lamiento social. Clemencín parece querer afirmar el vacío en el que se instala el Quijote, pero para ello tiene que atacar una de las apor­ taciones fundamentales de Mayans seguida por Vicente de los Ríos: la relación del surgimiento de la novela con la degradación de la épica —no olvidemos que ese será uno de los puntos clave de Lukács—. Así, escribe Clemencín, «Cervantes, al escribir su Quijo­ te, entraba en una carrera enteramente nueva y desconocida. Halló el molde de su héroe en la naturaleza hermoseada por su fecunda y fértil imaginación; creó un nuevo género de composición para el que no había reglas establecidas, y no siguió otras que las que le su­ gería naturalmente y sin esfuerzo su propio discurso» (xxiii). Contra Mayans y De los Ríos, establece Clemencín: «De Cervantes puede decirse lo mismo que Veleyo Patérculo dijo de Homero: ni tuvo antes a quien copiar; ni después ha tenido quien le copie; y este es el único paralelo que cabe entre el poeta griego y el fabulista castella­ no» (xxiii), sosteniendo la absoluta originalidad de la obra cervanti­ 307

na. Según Clemencín, Cervantes no siguió ninguna regla porque, como había sucedido en la antigüedad, los poetas fueron antes que los teóricos —Homero antes que Aristóteles—, siendo las reglas producto de la reflexión filosófica sobre la experiencia práctica de los escritores, proceso del que Aristóteles funcionaría como paradigma; así, «las composiciones de género nuevo más deben juzgarse por el efecto que produce su lectura que por su comparación con otras de géneros anteriores, cuyas reglas no son enteramente aplicables al nuevo» (xxiv). Para Clemencín, el Quijote es una «fábula satíricofestiva [...] para el entretenimiento y enseñanza de quien la lee» (xxvi), y se pregunta el crítico cuáles son los cánones que deben regir ese género, pues desde luego no pueden ser ni los de la lírica, ni los de la dramática, ni los de la épica, ni los de la historia. Al parecer, la única regla es que los incidentes «se subordinen a una acción princi­ pal y, reforzando su importancia, mantengan la curiosidad y el pla­ cer» (xxvi), noción evidentemente clásica y parte del bagaje concep­ tual e interpretativo del clasicismo. Pero Clemencín va a retomar el análisis y presentación de los descuidos cervantinos —como los llamaba Mayans— para afirmar que Cervantes, a su parecer, no escribió el Quijote tras largas y pro­ fundas meditaciones, sino más bien siguiendo una estrategia de im­ provisación continua, pues «todo muestra que no procedió con su­ jeción a plan alguno formado de antemano [...] Cervantes obró menos por reflexión que por instinto; apenas daba importancia y atención a lo que escribía, que solo así puede explicarse la reunión de tantas bellezas con tanta incorrección y tantas distracciones» (xxvii). Según Clemencín, Cervantes «pintó en D. Quijote de la Mancha lo ridículo del caballero andante, y en su escudero Sancho lo ridículo de los que apreciaban y daban valor a las monstruosidades caballe­ rescas» (xx). Basándose en De los Ríos, subraya la dualidad del per­ sonaje principal y su consistencia ya que su carácter se mantiene desde el principio hasta el fin: Si divierte y hace reír por los extravíos de su celebro, interesa al mismo tiempo por las inclinaciones y bondad de su corazón. Cervantes reunió hábilmente las dos circunstancias en su prota­ gonista. Un héroe solamente ridículo hubiera podido divertir, pero no interesar; Cervantes logró uno y otro, juntando en un mismo sujeto las extravagancias del caballero de la Triste Figura con las honradas y virtuosas prendas de Alonso Quijano el Bue­ no; se ríen las ocurrencias del primero y no se puede menos de amar al segundo (xxxii). 308

Clemencín da acogida y recicla la idea difundida por William Temple —que ya hemos visto— y es «que lo fuerte del remedio produjo ya el exceso contrario, y que la irrisión que hizo nuestro autor de los libros comunes de la caballería andante contribuyó a debilitar las ideas y máximas del antiguo pundonor castellano» (xx-xxi). En síntesis, al juzgar globalmente la obra según los mismos paráme­ tros aplicados por Mayans y De los Ríos, concluye Clemencín, en aplicación de los criterios mismos de Foronda, o sea, la libertad del espíritu crítico ante cualquier obra literaria: La invención es admirable, tan original en sí como oportuna en su aplicación y proporcionada a su objeto; el estilo, variado convenientemente y acomodado a las circunstancias de tiempo, lugar y personas; el lenguaje, a veces descuidado, pero con pocas excepciones puro y castizo. Las ideas no siempre están bien coordi­ nadas entre sí: hay olvidos, distracciones, inconsecuencias. La mo­ ral, buena en lo general, aunque con algunas sombras, raras a la verdad, de una u otra imagen o expresión menos decente (xxxii).

Pero no se aleja Clemencín de lo sostenido por sus predecesores al afirmar que el objeto moral de su libro era «hacer despreciables y desterrar los de la caballería andante» (xxviii). Y a su manera, es de­ cir, a la manera de quienes le habían precedido, juzga Clemencín que el Quijote habría «alcanzado mayores quilates de perfección» si Cervantes hubiera puesto «más estudio y esmero en los pormenores relativos a la disposición de la fábula y mayor corrección y lima en el lenguaje» (xxviii), lo que le sitúa en la tendencia de quienes con­ sideraban el Quijote como obra perfectible. Las excusas de Cervantes respecto a las novelas insertas en la primera parte «manifiestan que no tenía ideas científicas sobre el arte de escribir ni había meditado mucho sobre el asunto» (xxix). En breve, ingenio lego siguiendo a Tamayo de Vargas, idea que ya había sido rebatida por Fernández de Navarrete con argumentos no siempre demostrables. Coincide Cle­ mencín con los anacronismos ya mencionados por Mayans y De los Ríos (unos y/u otros): «son inexcusables las faltas que se observan en el Quijote contra la cronología» (xxx). Su juicio de Mayans y Pellicer es que «aunque amantes y beneméritos del Quijote, manifestaron que no le entendían» (xxxvii, la cursiva es mía). Desde luego, no es aquí momento ni lugar para discutir la afirmación final, porque suponer que había una sola manera de entender el Quijote iría en contra del texto mismo y de toda la evolución de la crítica y la teoría literarias que se han ocupado de la obra cervantina. 309

Según Clemencín, Vicente de los Ríos, «escritor cultísimo, se mostró jefe y cabeza de esta escuela de adoradores del Quijote en el “Análisis” que dispuso para que se publicase al frente de la edición hecha por la Academia Española el año de 1780» (xii). Acepta los elogios de De los Ríos, pero matiza: «no puede menos de reconocer­ se que [Cervantes] escribió su fábula con una negligencia y desaliño que parece inexplicable» (xxii), para anticipar más adelante: «acaso los amantes indiscretos de la gloria nacional, en que tiene tanta par­ te la de Cervantes, me acusarán de indiferente y aun de contrario a ella, pero serán injustos. La verdad sincera y serena debe distribuir los elogios y las censuras» (xxxiv). Se sitúa Clemencín en un contex­ to intelectual y políticocultural en el que parecen enfrentarse la rei­ vindicación monumentalizadora de Cervantes como parte de un legado cultural que debe incorporarse al proceso de construcción de la nación, lo que exigiría la exaltación mitificadora sin fallas, y el espíritu crítico que siempre debe caracterizar la lectura y el juicio de la literatura. De ahí que trate de situar su edición —la edición de un autor y texto clásicos— en una perspectiva objetivizadora y por tan­ to no sometida a la exigencia de una aprobación sin límites de la obra cervantina. Charles Bradford, citando a George Ticknor, escri­ be sobre el comentario de Clemencín: «Está escrito con buen gusto y sana crítica en lo relativo al mérito de Cervantes, mostrándose el autor libre de aquella ciega idolatría que distingue a D. Vicente de los Ríos y a la edición de la Academia» (x). Lo que no se escapa a la formulación de Clemencín es la reivindicación abierta y sin amba­ ges del carácter clásico del texto cervantino, que impone y exige una edición anotada, al estilo de la de Bowle pero efectuada por un na­ tivo de lengua castellana: «En resolución, el Ingenioso hidalgo don Quijote de Ja M ancha carece hasta ahora de un comentario seguido y completo, como lo reclama su calidad de libro clásico, reconocido como tal en la república de las letras, apreciado por todas las nacio­ nes cultas y traducido en todos sus idiomas» (xxxvii), y ese es el vacío que quiere venir a llenar el propio Clemencín con su edición. La

e sta tu a : e x c u s a s , ju s t if ic a c io n e s , e x pl ic a c io n e s

Algunos años después, el señor Salvatore Betti, autor de un suel­ to en el Diario de Roma que ya hemos mencionado, escribía en esa ocasión, tal y como lo reproduce el Semanario Pintoresco Español, núm. 31, del 30 de octubre de 1836: «Nadie merecía como Cervan310

tes que España le tributase ese honor, pues fue casi el fundador de su noble literatura, como lo prueban el Quijote y las novelas, modelo de lenguaje, vivacidad y cultura» (249). Es posible que para un ita­ liano Cervantes «fundara» la literatura española, pero el tema no se resuelve fácilmente con afirmaciones tajantes y los rechazos de se­ mejante postura son imaginables. Sin embargo, en sus palabras la justificación de la estatua, las razones de la monumentalización, es­ tán brevemente articuladas, aunque de modo incompleto. Porque Cervantes merecía esa estatua no solo por ser pieza clave —no fun­ dacional— en la cultura española y porque llegaría a ser reconocido como parte imprescindible del patrimonio cultural de la humani­ dad (occidental), sino también —y a eso no alude Betti— por haber sido un modelo individual de conducta y una encarnación inmejo­ rable del ser español. Recoge Betti la idea —mitificada, embellecida, inventada, como ya hemos apuntado y mostrado— de que Cervan­ tes, como Dante y Camoens, «en la pobreza y desgracia se Ies pareció mucho» (250), con lo que el autor del Quijote entra en un panteón habitado por seres excepcionales que, entre otras cosas, comparten el carácter icónico e identitario en sus respectivas naciones. El ar­ ticulista del Semanario Pintoresco, que publica las palabras de Betti y las comenta, cuestiona entonces la elección del escultor Solá en cuanto a la representación del escritor, comparando su efigie con la de Shakespeare, Erasmo, Newton o Rousseau, en las que percibe «más analogía y verdad, sin que el ánimo del espectador pueda un momento dudar de ser aquellas imágenes de célebres por sus escri­ tos» (251), pero el problema de partida era la ausencia de ningún retrato fiable de Cervantes. Sintonizando con las posturas de Betti y del articulista, Enrique Gil y Carrasco se aproxima a otros ocupan­ tes del panteón «universal» (es decir, europeo y occidental): Cervantes y Shakespeare vivieron por el mismo tiempo, mu­ rieron en el mismo mes, y quizá en el mismo día. El primero empujaba la sociedad a una época positiva, de razón y prosaica; el segundo aparecía como un bárbaro que quisiese hacer retroceder los tiempos y volver a los hombres al caos tenebroso de la edad media. Ambos pasaron pobres, desconocidos y menospreciados. ¿La hermandad del genio no podría traducirse por la hermandad en la desgracia? (22-23).

Aquí, como por mimesis o por extensión, se recorta una imagen de Shakespeare muy próxima a la de Cervantes, ambos unidos por una pobreza y desgracia que se eleva a rasgo identificador del genio. 31 1

Por el contrario, para el articulista del Semanario Pintoresco, la de Cervantes «presenta más bien la idea de un guerrero [...] Y si bien los altos hechos de su valor reconcilian fácilmente el ánimo con esta idea, no puede prescindirse de buscar en aquella figura a l autor d el Quijote aun más bien que al manco de Lepanto y a l cautivo de Argel» (252). Lo que aquí se quiere presentar como una contraposición o una incompatibilidad está en la base misma de la monumentaliza­ ción cervantina: es un escritor célebre —el mayor de los españoles— y también es un héroe como soldado y cautivo. «De todos modos —escribe el articulista—, este testimonio de consideración pública tributado a Cervantes es en nuestro país único en su especie, y me­ recía muy bien abrir este honroso camino el hombre inmortal a quien España debe su primer blasón literario» (253). No mucho después de la erección de la estatua que nos ha dado pie al comienzo de este libro y de este capítulo, en 1836 exactamen­ te, Mor de Fuentes publica un Elogio de M iguel de Cervantes Saave­ dra. Su liberalismo le había llevado bastantes años antes a escribir un panegírico a Napoleón, a estar a favor de la Constitución de Cádiz y participar en la defensa de Zaragoza contra los franceses; el regreso de Fernando VII lo sobrellevó moviéndose entre Monzón, Zaragoza y Madrid; después del Trienio Liberal —en la nueva instauración absolutista— se trasladó a Toulouse de donde regresó en 1826 para instalarse en Monzón, su pueblo natal. Viajó a París en 1833 y su estancia se prolongó varios meses, hasta que regresó de nuevo a Monzón, donde moriría en 1848. El Elogio de Mor de Fuentes con­ sagra sin resquicio a duda la construcción dual de Cervantes como, por un lado, persona física heroica; por el otro, ingenio singular y excepcional, o sea, genio incomparable en lo que para Mor es su única producción realmente extraordinaria, el Quijote. La exaltación de la persona física llamada Miguel de Cervantes arranca desde el principio, de quien subraya «sublimidad de ingenio y de heroís­ mo» (i). Por eso no duda en llamarlo «héroe-autor» (ii), encontran­ do así la formulación precisa de una síntesis fundamental. En Le­ panto no actuó como un buen soldado, no, fue mucho más allá de eso: «pidió que se le destinase a uno de los parajes más arriesgados, y peleó con tan denodado ardimiento que [...] descolló entre los compañeros de una galera cuya tripulación por sí sola mató qui­ nientos turcos y tomó el estandarte real de Egipto: peregrina proe­ za» (ii-iii). En el viaje de Nápoles hacia España, atacados por tres bajeles argelinos, «sobresalió la valentía de Cervantes» (iii). Cautivo, destaca por su tenacidad y constancia: «Horrorizan los padecimien­ 312

tos mortales y perpetuos de todo un Cervantes, encenagado en la inmunda servidumbre de un monstruo africano» (iv). Pero en ese contexto, «el espíritu sobrehumano de Cervantes, señoreándose, como el numen hacedor sobre el caos, ideó el arrojo de incendiar la ciudad, apoderarse de sus muros y tremolar el pendón de Castilla en las encumbradas almenas de la fortaleza» (v; la cursiva es mía). En consecuencia, «triunfó gloriosamente en combates navales y terres­ tres [...] héroe de mar y tierra» (vi); en pocas palabras, se trata de «nuestro héroe escritor» (vii). Dejemos de lado la veracidad, por no decir la verdad, de estos episodios y esa conductas, porque lo dig­ no de señalar no es su veracidad, sino la representación que lleva a cabo Mor de Fuentes de un individuo cuya realidad existencial —per­ mítasenos— se reduce a la voluntad heroica. Y nótese que no esta­ mos hablando aquí de un ser de ficción, de un personaje literario, sino del individuo, del ser físico e histórico, cuyas señas de identidad las indagaciones anteriores han logrado establecer fielmente. El otro componente del heroísmo propio de la persona histórica que fue Cervantes —y que también va a servir como proyección de la propias dificultades económicas que sufrirá Mor de Fuentes, pues no es azar que en el gran personaje se proyecten sistemáticamente las circunstancias del sujeto que se le acerca— es la pobreza, marginación y abandono que sufrió el mayor escritor español de la época. Para empezar, la condición de camarero del cardenal Aquaviva con que se fuera a Italia la califica Mor —al margen de la ignorancia que revela— de «clase harto desairada» (ii), probablemente para antici­ par la pobreza tópica del escritor. Y, en efecto, la pobreza aparece por doquier: «ya en el interior de su mezquino albergue, menospreciado e insultado por sirvientes y por acreedores implacables» (liii), donde se percibe más bien la imaginación creadora de Mor que lo que pu­ diera ser la realidad de Cervantes; entre otras cosas, porque tan he­ roica persona es difícil que aceptara resignadamente el menosprecio y el insulto (puestos a encontrar la coherencia del personaje). Pero la exaltación de Cervantes le lleva a imaginar una realidad en la que los apoyos de sus mecenas pierden casi su significación: Ríos se puso muy de intento a solemnizar y encumbrar los rasgos tardíos de dignación y lástima que le dispensaron a largos plazos el arzobispo Sandoval y el conde de Lemos; y el mismo interesado no les escaseó las muestras de su entrañable agradeci­ miento. Pero ¿qué serían estos auxilios cuando nunca llegaron a formalizarle una pensioncilla ni a colocarle en alguna de sus ofi313

ciñas o dependencias? Mientras el empobrecedor y despoblador de la nación, el idiota y cobarde Lerma, con sus allegados baladíes y codiciosos rebosaba de opulencia [...] el ingenio de los ingenios [...] yacía exánime sobre humilde lecho, y en el rincón mohoso de un lóbrego, batallando día y noche con la extrema indigencia (liii-liv).

La visión de Mor no solo resulta miope ante lo que fue la pro­ tección que recibió Cervantes, sino que peca de otro detalle que brota de su proyección retrospectiva, ya que para el español del xix parece que no había otra forma de apoyar a un artista o creador sino con una pensioncilla o un empleo en alguna oficina o dependencia en las covachuelas de la administración pública, inexistentes o muy limitadas en tiempos de Cervantes. La pobreza de este se ha conver­ tido en el imaginativo Mor en «la extrema indigencia», es decir, ha llegado al límite extremo que nadie antes que él se había atrevido a inventar. Mor quiere hacemos imaginar a un Cervantes atravesando unas hambrunas y miserias de las que nadie había hablado nunca antes. Mas no fue solo la pobreza material, fue sobre todo la incom­ prensión, el desvalimiento y la marginación de que fue víctima, «ya que la bárbara ceguedad de los contemporáneos no se dignó ensal­ zarle a su legítimo predicamento, colocándolo en un cargo eminen­ te y trascendental en galardón de sus exquisitas prendas y para sumo blasón y grandiosa ventaja de la nación y de la humanidad» (vii), donde de nuevo el reconocimiento del «genio» se mide en «un cargo eminente» y el fracaso de la nación parece revelar las insatisfacciones del propio Mor. En cuanto a la construcción de la imagen del genio incompara­ ble, el proceso que sigue Mor de Fuentes no deja de ser paradójico. En efecto, según confiesa al comienzo del Elogio, su objetivo es «ava­ lorar hasta en sus íntimos quilates las peregrinas excelencias del sin par Quijote, manifestando al propio tiempo con candorosa equidad los lunares más o menos reparables que lo desdoran, o por lo menos a trechos lo desaíran» (i). En otras palabras, exaltación sí, pero sin ocultar los «lunares», o sea de nuevo lo que Mayans llamaba «descui­ dos», enfoque ya seguido por De los Ríos, Pellicer y Clemencín. Pero no basta con eso. En realidad, Mor de Fuentes se manifiesta como el juez más crítico que encuentra el resto de la producción cervantina en su totalidad: La Galatea es un desastre caótico y en el que Cervantes «desquició tan forzadamente [...] la adecuada pro­ sa, que le era naturalísima, cuanto parece ajena de la misma pluma 314

que luego dio a luz la norma y texto castizo y perene del legítimo y elegante castellano» (viii). Sin embargo, a pesar del desprecio, La Galatea es la obra que le permite inscribir un suelto muy propio de su militanda liberal, de sus decepciones con el absolutismo y de su propia vida heroica. Habla de la cuesta Zulema —que según Mor sale en La Galatea, equivocándose, pues en realidad lo es en el Quijote— para decir «que fue teatro de una de las acciones más esclarecidas de los Empecinados a las órdenes de aquel heroico e infatigable caudillo asesinado después tan fiera y desalmadamente por sus forajidos paisanos, cuyas descargas victoriosas se dejaron oír desde el Nuevo Baztán, donde casualmente nos hallábamos algunos amigos» (ix). No cree Mor que Cervantes estuviera dotado para la poesía, y los poemas que son estados de cuentas de la poesía de la época (el «Canto de Calíope» y el Viaje d el Parnaso) le parecen detestables, mayoritariamente por la carga de adulación y por el prosaísmo del verso. De las Novelas ejemplares valora la riqueza de caracteres, las situaciones pintorescas y las alusiones a hecho reales —o positivos, como él los llama—, «pero también es certísimo que Cervantes ati­ nó poco a manejar los afectos, recargando descompbsadamente los ímpetus de sus personajes, al modo que en las novelas pegadizas al Quijote» (xiv-xv). Le parece que esas novelas «de no mediar su escla­ recido nombre, yacerían años ha anegadas en el piélago novelesco que ha diluviado ya en Francia, ya en Alemania, y ante todo en In­ glaterra, donde Richardson, Fielding y el recién difunto Scott (infi­ nitamente mejor poeta que prosista) han cuajado por sí solos de fá­ bulas difusísimas y chacharonas el orbe literario» (xv). Y en cuanto al Persiles, «viene a ser en punto a novelas lo que en astronomía el absurdo sistema de Tolomeo, embolismo de embolismos» (xv); so­ bre el estilo constata la hinchazón insufrible y en cuanto a la historia «es absurda e inverosímil en los sucesos principales [...] los caracteres son absolutamente desencajados y estrambóticos, y a ningunas luces interesantes» (xvi), de ahí que lo califique como «aborto» (xvi). Es sin duda el primer «cervantista» que destruye críticamente todo lo que no es el Quijote. ¿Y de este qué tiene que decir en su desempeño como exaltador de Cervantes? Un juicio global parece resumirse en las palabras que siguen: «En un lugar de la Mancha... Con estas dos o tres palabritas [seis en realidad] se alza el telón para representar la comedia más original, más chistosa, más amena y más trascendental: el parto más desco­ llante de la imaginación humana» (xvii). Mor de Fuentes pone, 315

pues, el énfasis en el carácter cóm ico de la obra; también, sin embar­ go, pone de relieve la tenacidad del personaje, la perseverancia en el esfuerzo, la integridad en sus valores o sueños: D. Quijote, en medio de tanto escarnio amarguísimo [el es­ crutinio de la librería] y a pesar de sus excesivos padecimientos cor­ porales, jamás se apoca ni se abate, ni mucho menos se envilece; antes bien sus rasgos incesantes de entereza heroica y de sencillez pundonorosa causan cierta veneración y excitan el cariño en los pechos sensibles (xxi).

Y, respecto a Sancho, sus comentarios son del mismo tipo: «Sancho es a un mismo tiempo credulísimo y recelosísimo, y este viso ambi­ guo y descollante, perpetuamente contrapuesto, es una de las subli­ midades eminentes de la historia, y en la que hasta ahora no creo se hubiese hecho el debido alto» (xxi). Mas volviendo al texto como obra de risa, afirma o repite Mor que el Quijote es «una obra burlesca» (xxvii), por lo que resulta in­ discutible que «Cervantes merece el privativo dictado de Fundador del verdadero chiste, de Civilizador de la Europa en esta parte tan trascendental de la sociabilidad» (xxxiv-xxxv). Precisamente por la extrema importancia que confiere al chiste, o sea a un cierto tipo de humor, «vivimos persuadidos a que un solo rasgo agudo y chistoso arguye más chispa de ingenio que veinte pasos patéticos de oratoria y aun de poesía; y aquel timbre campea por excelencia en el divino Quijote» (xxxv), manifestando así la guía interpretativa que lo rige. Pero la risa no es incompatible con la función social de la literatura: «En cuanto a la moral, toda la obra rebosa de la rectitud más inflexi­ ble y del pundonor más acendrado, y estos impulsos heroicos se es­ tampan hondamente hasta en los refranes interminables de Sancho» (xli). Pero como ha afirmado al comienzo que iba a reparar en los «lunares» que desaíran la obra, menciona la inverosimilitud de algu­ nas aventuras, como la de los molinos de viento y otras, la mala poesía de Cervantes, aquí o allá, los episodios inconexos, el que no se ajuste al principio de que «las artes todas deben a la verdad retra­ tar la naturaleza, mas no en su tosquedad comunísima, sino en cier­ ta forma selecta y perfeccionada» (xliv) —principio clasicista que ya estaba en Luzán, en Winckclman y en Arteaga— y, por último, en el estilo «hay a veces, en cuanto a la forma gramatical y de las cláu­ sulas harto desaliño y casi abandono» (xlv). Rechaza Mor —tal vez siguiendo ya a Clemencín— que haya ninguna relación entre el Quijote y el resto de la literatura, es decir, 316

reafirma la originalidad absoluta del texto. «El Quijote ni tiene ni tendrá semejante; es único en su especie» (xxviii). Y concluye: «Afir­ mo, pues, sin rebozo ni rodeo, que en punto a combinación adecua­ da y a disposición artística la trama del Quijote se aventaja y sobre­ pone en gran manera a cuantas fábulas poéticas y prosaicas, antiguas y modernas, en crecidísimo número han llegado a mis manos» (xxviii), pues el Quijote presenta «la fábula más consumada y perfecta que jamás ideó la humana fantasía» (xxxi) y constituye «el parto a todas luces más portentoso, la obra maestra, la gala esplendorosa del inge­ nio humano» (xxxiii). Vemos, pues, que, pese a todas las críticas al resto de la producción cervantina, la exaltación del Quijote es abso­ luta, incluso al incluir los «defectos» que le atribuye. Pero Mor quie­ re que su reivindicación del Quijote choque con la de De los Ríos: «Uno de los que más rematadamente deliraron sobre la materia fue D. Vicente de los Ríos en su titulado “Análisis del Q uijote”. Maniá­ tico por Homero, como otros infinitos, en la Ilíada se cifraban para él todos los géneros de excelencia accesibles al ingenio humano» (xxv); y desmontando la argumentación de De los Ríos —o tal vez ense­ ñando su lectura rápida de la misma—, se pregunta: «¿qué punto ni qué asomo puede caber entre una obra formalísima, y en fin un poema épico, y un escrito satírico, burlesco, prosaico, esencial y pri­ vativamente castellano y por consiguiente ajenísimo de las costum­ bres griegas?» (xxvi). Desde luego, reivindicar la originalidad absolu­ ta implica romper los vínculos del Quijote con cualquier género o autor del pasado, idea que podía fermentar en los círculos en que el romanticismo iba expandiéndose, pero imposible e inviable en la órbita del clasicismo dieciochesco. Sin embargo, para Mor es indis­ cutible la familiaridad de Cervantes con la literatura antigua, espa­ ñola e italiana, «y esta prenda se hace tanto más de extrañar por la situación desairada y sombría del escritor» (xli). Es decir, sin deberle nada en absoluto a nadie, conocía lo que habían escrito otros, cir­ cunstancia difícil de hacer compatible con la presunta miseria, marginación y aislamiento que le atribuye el propio Mor a Cervantes en su tiempo (véase Aguilar Piñal, «¿Quién escribió el Quijote?»). Sin mencionar ni a Sarmiento, ni a Bowle ni a Clemencín, se manifiesta en contra de los comentarios y anotaciones del Quijote: El Q uijote requiere en el día ciertas notillas brevísimas y, por decirlo así, volanderas, que expliquen algunas expresiones, usan­ zas y particularidades ya generalmente desconocidas [...] pero todo este conjunto deberá abultar a lo sumo de seis a ocho pági317

nas y no más, pues el pararse a desmenuzar y desjugar por átomos la obra entera no solo es infructuoso sino perjudicial para el in­ tento de encarecerla (xxxv). ¿Es acaso el Quijote un clásico y debe tratársele como tal o solo un libro maravilloso para hacer reír al lector? Podríamos relacionar aquí las opiniones de Mor con el marco interpretativo que sugiere François Lopez al hablar de la prolongada contienda entre lopistas (y/o avellanedistas) y cervantistas («Los Quijotes» 253) —y sobre el que ya nos hemos expresado con ante­ rioridad—, porque Mor de Fuentes, que se manifiesta —a diferen­ cia de Mayans o Nasarre— en contra de todo el teatro de Cervantes, justifica su crítica por la vinculación de la dramaturgia cervantina con la poética lopista, o sea, porque Cervantes no constituye ningu­ na excepción a la hegemonía paradigmática del teatro lopesco. Sos­ tiene Mor de Fuentes que las comedias que Cervantes elogia en el capítulo 48 de la primera parte «resultan luego tan inmorales, tan monstruosas y tan fútiles como todas las de Lope y secuaces» (xiii). Vemos, pues, que no es Cervantes el verdadero objeto de la crítica, sino la estética de Lope, elemento que vincula claramente a Mor con las posiciones programáticas del neoclasicismo, incluido García de la Huerta. El gran trágico para Mor no está entre los franceses, aun­ que es discípulo de ellos, y no es otro que Alfieri. Para Mor de Fuen­ tes «el desamar el Quijote arguye no tan solo idiotez empedernida, sino una especie de lisiadura intelectual, una nulidad física, un des­ concierto de organización» (xlviii). Lo cual le conduce a Avellaneda, cuya segunda parte liquida con una rapidez inusitada: supone que lee un fragmento y comenta: «este es un idiota, exclamé, que tras­ trueca los estilos y equivoca el lenguaje rastrero y soez con el sencillo y natural» (1). Todos los que lo escuchan están de acuerdo y el libro vuelve a ocultarse en una estantería. Contra las ideas difundidas por William Temple y seguidores a propósito de los curiosos efectos que un discurso ficticio y noveles­ co pudo tener sobre la realidad de los ejércitos, la geopolítica y las relaciones interimperialistas —opiniones que hemos visto en el ca­ pítulo primero—, escribe Mor de Fuentes: «No faltan cavilosos que imputan al Quijote el efecto imaginario de acobardar y afemi­ nar la nación, antes tan guerrera y formidable... Mi ínclito amigo Velarde, su digno compañero Daoiz, el ínclito D. Mariano Alva­ rez, con sus inmortales ahijados los defensores de Gerona, tan su­ periores todos a cuanto se ha visto en lo moderno, están a voz de 318

pregón desmintiendo esa calumnia execrable de cobardía y afemi­ nación» (xli-xlii). Nótese que, por otro camino, también aquí Cer­ vantes se asocia a dos de los héroes incontables de la resistencia antifrancesa a partir de 1808. «Este desvarío corre parejas con los que acerca de nosotros menudean en escritos extranjeros, no sien­ do de los menos absurdos el de Rousseau, que atribuye a la barba­ rie insensata de los toros la conservación de cierta pujanza en la nación española» (xlii), aludiendo alas Considérations sur le gou ver­ nem ent efe Pologne, cap. III. Tampoco acepta la interpretación del Q uijote como roman à cié, por lo que escribe: «no se alcanza la precisión u oportunidad de estimular su lectura y aprecio con un folleto intitulado el Buscapié, de cuya existencia se ha dudado, pero sin razón, puesto que un corresponsal de Ríos, llamado RuizDíaz, sujeto al parecer fidedigno, asegura haberlo leído» (1). Como el tal Ruiz-Díaz dice que había consultado el ejemplar del conde de Saceda, Mor busca en su biblioteca y dice que ahí no está ni consta que haya estado. Su conclusión es que eso cuestiona razona­ blemente la fiabilidad del tal Ruiz-Díaz. Mor de Fuentes es consciente de la necesaria e incluso inaplaza­ ble monumentalización que exige la figura a la que ha dedicado su Elogio; por ello escribe: Se propuso hace años que a la calle de Francos se pusiese el nombre de Cervantes, y que se apellidasen también así Alcalá y el Henares, providencia que acarrearía el gran costo de una p lu ­ mada. Se deseó igualmente que se abriese una suscripción general en toda Europa, diligencia que solo en Londres produciría millo­ nes, resultado sumo y glorioso beneficio a la nación de que se erigiese, no una estatua, sino un monumento suntuosísimo; pero a pesar de estos entrañables y entusiásticos clamores, no se ha elevado otro mausoleo que el fantástico o aéreo que se le tributa, al fin de la Poética, por un autor desvalido, sin más estímulo que su idolatría ni más ambición que el interés de la justicia y del honor nacional (liv).

Entristecido por la prolongada desconsideración de que sigue cre­ yendo víctima a Cervantes, concluye su Elogio con estas breves, me­ lancólicas, acerbas palabras: «Ignórase el paradero de sus cenizas» (lvi), punto en el que ya nos hemos detenido en el capítulo anterior. Probablemente por su distancia física de la capital es por lo que pa­ rece haber recibido ciertas informaciones con algún retraso. Así, en las notas que siguen al texto del Elogio escribe: 319

Por fin se ha colocado una estatua en la casa que habitó Cer­ vantes. El gran poeta inglés, el autor de la composición lírica más eminente que se conoce en ningún idioma (el Festín d e Alejan­ dro), no tiene en el Panteón Real de Westminster más inscripción que esta: DRYDEN. Así también, la estatua de nuestro ínclito escritor debía tener al pie: CERVANTES, y nada más, o a lo sumo: MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. Pero no fin ca a h í o p u n to principalmente, sino en la añadidura, parche o pego­ te que se le ha sobrepuesto o acompañado: A QUIEN ADMIRA EL MUNDO. [...] Parece que la calle de Francos se llamará ya en lo sucesivo de Cervantes, pero Alcalá de Henares, con su río, de­ ben también tomar el nombre de su esclarecido ensalzador (lviii).

U na

estatu a , u n ic o n o , u n m o n u m e n t o

En un libro que ya h em os citado varias veces, Quijotismos, Fran­ cisco Rico comentaba: El punto que nos choca hoy es la inobservancia poco menos que total del centenario del nacimiento, en 1847: apenas sonó algún suspirillo lírico. Pero, sencillamente, ios centenarios, que para ese año con tanto éxito se habían prodigado en países cerca­ nos, no eran noción de curso corriente en España, ni habían cun­ dido «la afición y [...] la costumbre de dar cierto culto a los héroes celebrando magníficas fiestas seculares», que todavía en 1888 un ministerio de Sagasta señalaba como recientes.

Y sin duda tiene razón, pero ese año se va más allá d el lím ite que nos hemos fijado como punto de partida para este viaje. Lo curioso es que nadie pareciera mencionar que el año de la famosa estatua de Cervantes — 1835— era en realidad el año del segundo centenario de la muerte de Lope de Vega y, al parecer, nadie quiso acordarse de él para celebrarlo, circunstancia que nos parece más significativa in­ cluso que no celebrar el nacimiento de Cervantes unos años des­ pués. Por supuesto que la explicación de Rico, que los centenarios «no eran noción de uso corriente en España», podría servir para justificar la ausencia de Lope en el año 1835. Sin embargo, también podríamos aventurarnos a sugerir que, llevando a su consumación el enfrentamiento larvado o público en tre lopistas y cervantistas, si Cervantes podía convertirse en el personaje icónico para representar una determinada manera de querer imaginar la España que estaba construyéndose tras la muerte de Fernando VII y el arranque de una 320

democracia esperanzadora, Lope podía encarnar la imagen de la Es­ paña que en ese mismo momento histórico no se quería recordar, e incluso se quería borrar de una memoria colectiva que trataba de recorrer una ruta diferente. Es más, la exaltación cervantina en el año que hubiera debido ser de exaltación lopesca escribe con mayús­ culas el rechazo de Lope por los círculos letrados como inaceptable símbolo del teatro español o del modo de ser español; por el contra­ rio, se establece como monumento indiscutible a Cervantes, síntesis de lo mejor que puede decirse de la literatura española y del ser es­ pañol. Y lo cierto es que será el gobierno de Martínez de la Rosa, con la regente María Cristina tras la muerte del rey absoluto y absolutis­ ta Fernando VII, en 1835, el que retoma esa corriente exaltadora para erigir efectivamente el monumento a Cervantes, reivindicán­ dolo así como parte de una refundación nacional sobre la base de un liberalismo moderado que hiciera olvidar los desmanes autoritarios del reinado anterior. Recuérdese, además, que coincidiendo con el siguiente centenario de la muerte de Lope, ya consolidada la posi­ ción icónica de Cervantes, la Real Academia Española acometerá la restauración de la casa donde viviera el Fénix de los Ingenios, ofre­ ciéndole a nivel institucional una magra consolación. Haciendo abstracción de la realidad dinámica del monumento, la estatua de Cervantes, Carlos Reyero escribiría: «es significativo que fuera elegida para ese lugar una figura histórica gloriosa del pa­ sado nacional que no suscitaba controversias, como si en ella residie­ ra el alma de la nación, en el momento que acababa de promulgarse el estatuto real» («Monumentalizar» 45). Por un lado, podemos aceptar esa lectura metafórica de la estatua, pues, en efecto, es como si en ella se encarnara el alma de la nación, ya no dividida sino en proceso de unificación armoniosa. Por el otro lado, ¿es cierto que Cervantes no suscitaba controversias? Con esas palabras se articula un modo de borrar toda una historia en la que, precisamente, lo que destaca es la controversia, como hemos podido demostrar. Y ya hace años Paolo Cherchi había constatado, ante lo que en ese momento era un vacío sobre la recepción cervantina en el siglo x v i i i , que esa laguna era tanto más grave si se piensa que en ese siglo se encadena­ ron violentas polémicas sobre el valor del Quijote, en el cual se quie­ re cifrar, no menos que en el teatro barroco, la realidad histórica de España (10), violentas polémicas en las que ya nos hemos detenido. Pero tal vez debamos recordar que al año siguiente a la inauguración de la estatua de Cervantes, en agosto de 1836, tuvo lugar el motín de los sargentos de La Granja, que desencadenó todo un proceso que 32 1

conduciría a la aprobación por las Cortes Constituyentes de la Constitución de 1837, resultado de la negociación y acuerdo entre liberales progresistas y moderados. El triunfo de los progresistas po­ sibilitó la aprobación de una serie de leyes que Miguel Artola no duda en calificar como «revolucionarias» (La burguesía 196), pero que en realidad «no hicieron más que restablecer disposiciones ante­ riores de las Cortes de Cádiz o de las del Trienio» (196). Como es­ cribe Paloma Díaz Fernández, la plasmación del liberalismo está vinculada a la constitucionalización del sistema y la promulgación de la Constitución de 1837 (74). En efecto, según Artola, «el nuevo texto constitucional supone la aceptación por parte de los progresis­ tas de la tesis doctrinaria que confiere a la corona el poder modera­ dor» (197). Y no solo eso. Los progresistas renuncian por ejemplo al unicameralismo para aceptar una cámara alta, aunque impongan limitaciones en la elección de los senadores. Asimismo, la modifica­ ción de la ley electoral hizo que tuviera lugar «una decisiva ampliación del nivel de participación, que pasa del 0,15 por 100 del estatuto real al 2,2 por 1000 para alcanzar tres años después el 3,9 por 100 y llegar en 1843 al 4,32 por 100» (Díaz Fernández 197). Se trata, pues, de un verdadero acuerdo nacional, pese a que la Constitución presentara los rasgos restrictivos propios de otras constituciones eu­ ropeas y, sobre todo, que encarnara la renuncia por parte de los progresistas al modelo doceañista que había alimentado durante dé­ cadas su programa político y las esperanzas de ciertos sectores socia­ les. Según Calvo Maturana, «los liberales se proponen acabar con la España de los exiliados. El principal objetivo de la ley era, evidente­ mente, honrar a los reprimidos por Fernando VII, pero el espíritu de la misma iba más allá» (284). Sintetizando mucho la función de la Constitución de 1837, sostiene Andrés de Blas: «define un orden liberal, urbano y burgués y [...] establece el marco para la moderni­ zación económico-social del país» (en Rojo). Más próximo a nuestros intereses aquí, Calvo Maturana recuer­ da en su estudio «Moratín y Godoy en la gestión liberal de la me­ moria histórica española» algunas medidas que acabarían siendo aprobadas por la ley de recompensas nacionales promulgada el 6 de noviembre de 1837, entre ellas el artículo 3.°: «Se establecerá en la iglesia del que fue convento de San Francisco el Grande de esta cor­ te un Panteón Nacional, al que se trasladarán con la mayor pompa posible los restos de los españoles ilustres a quienes cincuenta años al menos después de su muerte consideren las Cortes dignos de este honor» (285), discutido en la sesión de 23 de junio de 1837. Sin 322

entrar a discutir ese periodo vacío de cincuenta años, para Calvo Maturana, de tal sesión «se desprende una intención evidente de establecer un culto laico a los prohombres patrios» (285) y, reco­ giendo la opinión de Carolyn P. Boyd, capta que se trataba «de un programa de pedagogía cívica concebido para estructurar y transmi­ tir una memoria colectiva del pasado nacional [...] un espacio públi­ co dedicado al culto de los ancestros nacionales» (citado en Calvo Maturana 285). El proyecto siguió por los meandros de la política del tiempo y se escindió entre la propuesta de un panteón de perso­ najes liberales y otro, auspiciado por Alfonso XIII y próximo a la basílica de Atocha, para exaltar el imaginario monárquico. Así, como escribe Boyd y recoge Calvo Maturana, «los dos panteones —el de San Francisco el Grande y el de Atocha— encarnaron la lucha entre progresistas y conservadores para moldear el destino y el carácter de la nación» (299).

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C apítulo 6

Cierre: los despojos de una recepción No es casual que cuando se encontró el arcón de plomo intacto y sellado —la cápsula del tiempo, la llamaron, al dar la noticia el 12 de diciembre de 2009— bajo la estatua de Cervantes, instalada en 1835 —y sobre la que hemos hablado ya en este libro—, en su interior se hallaran, entre otras cosas, cuatro volúmenes de la edición del Quijote de 1819, edición de la Real Academia Española publica­ da por la Imprenta Real en cuatro volúmenes en octavo y con estam­ pas. Como se escribió en su momento, lo que había en la llamada «cápsula del tiempo» era lo siguiente: D iario d e Avisos de Madrid de 1834, que envuelve un libro calendario manual y guías de forasteros para el año 1834 (Im­ prenta Real).— Cuatro tomos de El Q uijote del año 1819 (Edi­ ción de la Imprenta Real y de la Real Academia).— Estatuto Real para las Cortes del Reino.— Libro de la vida del General Mina.—Un manuscrito envuelto en papel de trapo.— Libro de la vida de Cervantes.— Ocho pequeños paquetes envueltos en papel.— Dos libros envueltos y lacrados.— Papel enrollado con textura de trapo que envuelve seis láminas del año 1831 con diversos retra­ tos, entre ellos de Isabel II niña y de don Manuel Fernández Va­ rela, que fue el mecenas que costeó el monumento.— Periódicos de la Gaceta de Madrid.

La vida de la estatua, del monumento nacional, se prolonga así a través de incidentes que podrían situarse en una novela de intriga 325

e incluso policíaca. Pero también confirmaba un proceso de recepción que, si bien hoy no parece plantear especiales animadversiones, sí las había suscitado tiempo atrás como se ha podido ver en este libro. Hablando sobre Isaac Peral, Alvarez Junco se acoge a Cervantes, «otra encarnación de la nación» (Mater 580), como una sombra que planeaba sobre él. Peral, hombre de sueños y tal vez de delirios, po­ día haberse amparado en la figura de don Quijote más que en la de su creador. Pero es también Alvarez Junco quien llama la atención sobre el centenario de 1905 —tricentenario de la publicación de la primera parte del Quijote— y en particular sobre el sentido de ar­ monización nacional que parecía encarnar en su figura: En 1905, todos, jóvenes y viejos, conservadores y radicales, coincidieron en homenajear a Cervantes, al cumplirse el tercer centenario de la aparición de El Q uijote; Cervantes era el símbolo político perfecto, porque su obra admitía todas las interpretacio­ nes: desde la nacional-católica de Alejandro Pidal a la nietzscheana de Navarro Tomás, pasando por la racionalista de Ramón y Cajal, la antiburguesa de Azorín o la meramente «entretenida» de Valera (M ater 590).

Así, la figura de Cervantes —con su apertura, es decir, con la fle­ xibilidad hermenéutica que ofrece para ser leída de una manera u otra, desde una perspectiva políticoideológica u otra— puede convertirse en símbolo inmejorable para una nación que está he­ cha y marcada por la fragmentación social. Y no solo social, sino también —a estas alturas— entre las diversas naciones de la pe­ nínsula. Sin embargo, en este momento en que cerramos nuestro viaje puede ayudarnos a reconocer el camino que recorrió la recepción cervantina desde ser el autor de un libro divertido, de burlas, paro­ dia de un género ya no tan en boga en sus días, hasta ser el creador de uno de los personajes imborrables del imaginario humano, per­ sonaje tierno y reprobable, admirable y lastimoso, brillante y peno­ so. Una de las cosas que más nos sorprenden hoy día es que los contemporáneos de Cervantes, gente que admiramos y a quienes les atribuimos unos valores muy nuestros —sensibilidad, creatividad, ingenio, conocimiento del ser humano—, parecieran de madera ante lo que ofrece el Quijote o simplemente pasaran olímpicamente ante lo que pudiera ser su trascendencia. Ya hemos dicho que el hecho mismo de que Gracián no mencione nunca directamente a Cervantes y muy pocas veces se refiera a su inmortal obra —inmor­ 326

tal para nosotros, no para Gracián, obviamente— tiene el efecto de un pedruscazo en nuestra conciencia cultural e histórica. Es más, el que ese Gracián afirmara en El criticón que escribir un libro para burlarse de los libros de caballería «había sido querer sacar del mun­ do una necedad con otra mayor» (en Martínez Mata, «El sentido oculto» 1201) lleva inscrita en sí una valoración del Quijote que, lamentablemente, es de incomprensión íntima y menosprecio abier­ to. Pero, entonces, ¿cómo se va abriendo el camino que conducirá a una valoración distinta de la obra cervantina? Los elementos disper­ sos de una respuesta se encuentran en las páginas que anteceden a este capítulo. En el mundo cultural francés se acogen los comentarios de dos personas. La primera es la de Charles Saint-Evremond, quien en una carta privada dirigida al mariscal de Créqui en 1671 afirma: De tous le livres que j ’ai jamais lus, Don Quichotte est celui que j’aimerais le mieux avoir fait; il n’y en a point, à mon avis, qui puisse contribuer davantage à nous former un bon goût sur toutes les choses. J’admire comme dans la bouche du plus gran fou de la terre, Cervantès a trouvé le moyen de se fair connaître l’homme le plus entendu et le plus grand connaisseur qui se puisse imaginer. J ’admire la diversité de ses caractères, qui sont les plus recherchés du monde pour les espèces, et dans leurs espèces les plus naturels (en Lopez, «Los Quijotes» 262).

Pero antes había recordado el mismo crítico otro comentario digno de atención. Esta vez, de Charles Perrault, quien en su diálogo tercero, comparando obras de antigüedad y obras modernas, hace que diga el Abbé: Mais nous avons des Romans qui plaisent par d’autres en­ droits & auquels l’Antiquité n’a rien de la mesme nature qu’elle puisse opposer, c’est le don Guichot & le Roman Comique, & toutes les nouvelles des excellens Auteurs de ces deux livres, il y a dans ces ouvrages un sel plus fin & plus piquant que tout celuy d’Athenes. Il s’y trouve une image admirable des moeurs, &C un certain ridicule ingenieux qui fait à tous momens la chose du monde la plus difficile, qui est de faire rire un honneste homme du fond du coeur & malgré qu’il en ait; non seulement l’Imagination en est remplie d’idees agreables; mais la Raison même y est frappée para des contretemps si imprévus, si bizarres & si sensez tout ensemble, qu’il n’y a point de gravité qui puisse tenir contre (en Lopez, «Los Quijotes» 303-304). 327

François Lopez comenta al Calor de la primera cita —aunque relacionándola con la segunda—: «Sería de interés conocer a partir de cuándo esta nueva representación del Quijote como obra grave y profunda, capaz de colmar todas las aspiraciones creadoras de un escritor, vino a sumarse, a superponerse a la que tradicionalmente vetlía haciendo de la novela una obra cómica bien ejecutada» («Los Quijotes» 262). Pregunta inteligente y oportuna, sin duda. Pero no hay que perder de vista qüe las opiniones de Saint-Evremond fueron formuladas en una correspondencia privada que no se publicaría sino bastante más tarde. Y las de Charles Perrault abren el paso a la aceptación de un género que no había tenido cabida en las poéticas clásicas y clasicistas; pero no habla muy bien de Su sensibilidad el igualar el Quijote al Román com iqué de Scarron. Emilio Martínez Mata aporta otra perspectiva, localizada esta vez en Inglaterra. Según sostiene Martínez Mata, «la superación de la idea del Quijote cómo una obra de entretenimiento, o con un propósito satírico únicamente, está vinculada [...] a la percepción de diferentes niveles de lectura, a la sugerencia de una interpretación trascendente [...] el de suponer un contenido simbólico que expresa ideas profundas, es decir, ideas acerca de la vida y de los hombres» («El sentido» 1205). La base de su acercamiento a la recepción espe­ cífica en Inglaterra parte de una suposición muy sugerente: que el florecimiento novelístico en ese país, y la influencia del Quijote en sus principales cultivadores, aunque no solo en ellos, «no podría explicarse si se percibiera como una obra meramente cómica o satí­ rica» («El sentido» 1205)* A fin de encontrar una vía de aproxima­ ción a ese filón nutricio de novelistas como Fielding, Smollett, Lennox o Sterne, Martínez Mata se acerca a la traducción y prelimi­ nares de Peter A. Motteux, en cuya traducción «empiezan a manifes­ tarse con claridad los signos de una interpretación que sobrepasa lo cómico o lo satírico» («El sentido» 1206). Intencionalmente se suele olvidar que Edmund Gayton había escrito en 1654 un texto de casi 300 páginas titulado Pleasant Notes Upon Don Quixote y que, como escribe J. A. G. Ardila, «el libro de Gayton es el primer análi­ sis crítico del Quijote. De haberse ajustado a la realidad de la novela cervantina, a Gayton se le consideraría actualmente el padre del cer­ vantismo. Por el contrario, su contumaz escarnio de don Quijote le ha valido un rosario de reproches» (36). En otras palabras, en Ingla­ terra el Quijote fue recibido con una variedad de perspectivas seme­ jante a la que tuvo en Francia o en España. Por lo que suponer que solo en Francia o en Inglaterra podía darse el enfoque adecuado o la 328

actitud sana y correcta no deja de seguir proyectando las alargadas sombras del imperialismo cultural hasta nuestros días. Pero las interpretaciones extremadas de algunos ingleses conti­ nuaron con John Ruskin, quien escribió en sus Lectures on Architec­ ture an d Painting (1853) : and if you were to ask me who o f all powerful and popular writers in the cause o f error had wrought most harm to their race, I should hesitate in rep ly whether to name Voltaire, or Byron, or the last most ingenious and most venomous of the degraded phi­ losophers o f Germany [Schopenhauer] or rather Cervantes, for he cast scorn upon the holiest principles o f humanity —he, o f all men, most helped forward the terrible change in the soldiers of Europe, from the spirit o f Bayard to the spirit o f Bonaparte [Na­ poleón], helped to change loyalty into license, protection into plunder, truth into treachery, chivalry into selfishness; and, since his time, the purest impulses and the noblest purposes have per­ haps been oftener stayed by the devil, under the name of Quixo­ tism, than under any other base name or false allegation.

Así, después de que Temple dijera que el Quijote había provocado la ruina de los ejércitos y del imperio hispánico, Ruskin amplía y gene­ raliza esa idea para responsabilizar a Cervantes de una epidemia de mayores dimensiones sociales y geográficas; obviamente, era fácil acusar a un español —a un individuo del Sur que tan poco amaba— de los peores desastres imaginables. Huella más que notable es la que deja Cervantes en una figura de incuestionable trascendencia para la humanidad: Carlos Marx. A este respecto escribió Manuel Sacristán, a quien copio extensamente: Los gustos literarios de Marx eran, como es sabido, sólidos hasta rozar lo convencional. «Igual que a mis hermanas — recor­ daba su hija Eleanor— , me leyó todo Homero, los Nibelungos, Gudrun, D on Q uijote y Las m il y una noches. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa». Y Lafargue cuenta en sus Recuerdos p erso ­ nales sobre Marx que los novelistas preferidos de este eran Cer­ vantes y Balzac. [...] Don Quijote es un personaje que se presta obviamente a la comprensión de Marx. Este alude frecuentemente al hidalgo, y en varios registros, recogiendo su excentricidad anacrónica, re­ cordando accidentes de su carácter y de su vida, y también apli­ cándole la clave completa de la concepción marxiana de la histo­ ria de Europa: como se desprende de su crítica del Franz von 329

Sickingen de Lassalle, Marx entiende que la excentricidad patética de D on Q uijote se debe a que, para que una lucha como la suya, dirigida contra los poderes injustos de su época, tuviera alguna buena perspectiva, necesitaba «apelar [...] a las ciudades y a los cam­ pesinos, es decir, precisamente a las clases cuyo desarrollo significa la negación de la caballería» (Carta a Lassalle del 19-4-1859). [...] La última alusión de Marx a don Quijote tiene otro tono: Marx [...] escribe a Engels, el 1 de marzo de 1882, que vive «insomne, inapetente, con mucha tos, algo perplejo, no sin sufrir de vez en cuando accesos de una profunda melancolía, como el gran don Quijote». La alusión lo es sin duda al caballero cuerdo y mori­ bundo para el que ya en los nidos de antaño no había pájaros hogaño; y se puede añadir a los varios indicios de la final frustra­ ción de Marx.

Y para cerrar este recorrido —siempre provisional, siempre borra­ dor como decía Borges siguiendo a Alfonso Reyes— me gustaría recordar unas palabras que anotó Dostoyevski en su Diario de un escritor: «En el mundo entero no hay nada más profundo y más poderoso que Don Quijote. Más aún, Don Quijote es la última y suprema palabra del pensamiento humano, la más amarga ironía que el hombre puede expresar» (117). Sobre ese supuesto, ¿cómo no se va a seguir leyendo el Quijote y van a seguir escribiéndose cientos y miles de artículos y libros sobre Cervantes? Desde luego, no hemos entrado en toda esta trayectoria en la duda suscitada por Francisco Aguilar Piñal sobre la autoría del Quijote, es decir, sobre lo que él argumenta como la imposible autoría de Cervantes. Pero, a partir de Dostoyevski, también podemos preguntar, sugiriendo una proble­ mática irresoluble, la de las humanidades y su futuro: ¿y qué le importará al mundo —en especial al mundo que busca el enrique­ cimiento repentino gracias a las nuevas tecnologías o a los mecanis­ mos bancarios, empresariales o bursátiles— «la última y suprema palabra del pensamiento humano, la más amarga ironía que el hom­ bre puede expresar»? ¿Tal vez nada?

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índice onomástico Abderkaoui, Lamia, 13 Ablitas, condesa de, Ana María Maso­ nes de Lima, 110 Agreda, Esteban de, 289, 292, 293 Aguado, Alejandro, 111, 116, 119, 120, 121, 123, 125, 129 Aguila, conde de, Miguel de Espinosa y Tello de Guzmán, 180 Aguilar Piñal, Francisco, 13, 81, 86, 137, 317, 330 Aguirre, Joaquín Javier, 86 Agustín de Hipona, 28 Agustín, Antonio, 76 Alba, duque de, Fernando de Silva, véa­ se también Huéscar, duque de, 167168, 173 Albareda i Salvadó, Joaquim, 79 Alburquerque, duque de, 111 Alemán, Mateo, 95 Alfieri, Vittorio, 318 Alfonso XIII de España, 323 Almeida, Francisco de, 70 Almenara, marqués de la, José Martí­ nez Hervás, 226, 258 Alonso, Ana Maria, 26 Alonso, Bernardo, 232 Altamira, conde de, Vicente Joaquín Osorio de Moscoso, 257 Alvar Ezquerra, Alfredo, 171, 178, 181-182,183,197,240 Alvarez, Mariano, 318

Álvarez Barrientos, Joaquín, 38, 39, 59, 68, 159, 201-202, 226, 231, 233, , 234,245 Alvarez de Miranda, Pedro, 145 Alvarez Junco, José, 254, 326 Álvarez Mendizábal, Juan, 258, 287 Alvarez Roblin, Daniel, 33 Álvarez y Baena, Josef Antonio, 109 Amat, Félix, 253, 254 Anderson, Benedict, 26, 27, 30, 31 Andioc, René, 35, 36, 93, 112, 127, 131, 133, 137, 168, 169, 192, 216, 218, 219, 262 Andrés, Juan, 210-211, 216 Andrés, Carlos, 210 Andrés Gallego, José, 168, Anes, Gonzalo, 114, 166 Angulo, Francisco Antonio, 173, 178 Antillón, Isidoro de, 261 Antonio, Nicolás, 57, 59, 66, 68, 76, 84, 87-88, 89, 93, 95, 145 Aranda, conde de, Pedro Pablo Abarca de Bolea, 105, 167, 168, 215, 250, 251 Aravaca, Juan de, 133-135, 173, 184 Arbolay Alfonso, Lizandro, 214 Arbuxech, doctor, 80 Arco, Alonso de, sordillo de Pereda, 180 Arcos, duque de, Francisco Ponce de León, 110 351

Arcos, duquesa de, 110 Ardila, J. A. G„ 328 Arellano, Ignacio, 79 Arias Montano, Benito, 76, 307 Aribau, Buenaventura Carlos, 217 Ariosto, Ludovico, 244, 262 Aristóteles, 107, 187, 208 Arnal, Juan Pedro, 182 Arquímedes, 113 Arriaga, Julián de, 111 Arrieta, véase García Arrieta, Eugenio Arteaga, Esteban de, 103, 105, 316 Artola, Miguel, 255, 286, 322 Assman, Jan, 22 Atterbury, Francis, 50 Avellaneda, véase Fernández de Avella­ neda Avial, Luis, 226 Aymes, Jean-René, 254, 259, 260 Azán Bajá, 295 Azanza, Miguel José de, 258, 260 Azorín, José Martínez Ruiz, 56, 304, 326 Ballantyne, Archibald, 42, 43, 44 Ballestet, Joaquín, 179,182 Balzac, Honoré de, 329 Bances Candamo, Francisco, 131 Barceló, Juan, 182 Bardon, Maurice, 60 Baroja, Pío, 282 Barranco, Bernardo, 182 Barrantes, Vicente, 224 Barros, Cristóbal de, 78 Batteux, Charles, 230 Bauman, Zygmunt, 26 Becerra, Gaspar, 224 Benegasí y Luján, José Joaquín, 108, 109, 115-116, Benito, Nicolás, 239 Benjumea, véase Díaz de Benjumea Bernascone, Ignacio, 172 Bertrand, Jean-Jacques A., 200, 270, 272, 273, 275, 276 Berwick, duque de, James Fitz-James, 79 Betti, Salvatore, 15, 298, 301, 310-311 Bishop, Jonathan, 279 Blas, Andrés de, 322 Blas, Javier, 178, 179, 182, 183, 184, 186, 264, 265 352

Bloch, Marc, 20 Boccaccio, Giovanni, 56 Bocángel, Gabriel, 116 Bodmer, Johann Jacob, 84 Bôhl de Faber, Julius, 281 Bôhl de Faber, Nicolás, 281, 282 Boiardo, Matteo Maria, 329 Bonilla Cerezo, Rafael, 138-139, 217 Borges, Jorge Luis, 274, 289, 330 Borrego, Antonio, 215-216 Bossuet, Jacques-Bénigne, 70, 89 Bourgóing, Jean-François de, 200 Bouterwek, Friedrich, 269, 276 Boutet de Manvel, Roger, 13 Bowle, John, 142-143, 196, 198, 199, 208, 229, 241, 243, 310, 317 Boyd, Carolyn P., 323 Bradford, Cnarles, 310 Braquemond, Félix, 266 Brines, Francisco, 40 Brubaker, Roger, 26 Brúñete, José, 182 Buedo Girón, Juan, 116 Burke, Edmund, 61 Burlington, conde de, Richard Boyle, 50, 51 Burriel, Andrés Marcos, 39, 103 Burton, A. P., 24, 25, 35, 40, 45, 60, 61, 62, 63, 200 Bustanzo, Giuseppe Ottavio, 4 l Butrón y Mójica, José, 116 Byers, A. Martin, 23 Byron, lord, George Gordon Byron, 193, 271,329 Caballero, Antonio, 239 Caballo Núñez, José, 78 Cabarrus, Francisco de, 225-227, 258, 263 Cadalso, José de, 99, 147-157-226, 169, 172, 192, 193, 206-207, 211, 216 Cajés, Eugenio, 180 Calderera, Valentín, 266 Calderón de la Barca, Pedro, 24, 28, 93, 99, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 108, 109,116, 117, 118, 119, 120, 121, 122,123, 124, 127, 129, 130, 131, 138,204, 205, 259, 273, 275, 281,282, 283, 299

Calleja, Andrés de la, 180 Calvo Maturana, Antonio, 322, 323 Camarón Boronat, José, 171, 208 Cambridge, Richard Owen, 187 Camoens, Luis de, 59, 116, 242, 262, 311 Camón Aznar, José, 267 Campbell, Colen, 50 Campomanes, véase Rodríguez de Campomanes Canavaggio, Jean, 103 Cancer, Jerónimo, 116 Cano, Melchor, 307 Cañedo, Jesús, 237 Cañuelo, véase García de Cañuelo Capmany y Montpalau, Antonio, 210, 227-229, 255 Carducho, Vicencio, 180 Carlos VI de Austria, archiduque Car­ los, 79, 80 Carlos I de España, 51, 126, 307 Carlos I de Inglaterra, 51, 253 Carlos II de España, 180 Carlos III de España, 113, 131, 165, 166, 167, 178, 197, 204, 258, 259 Carlos IV de España, 253, 254, 263, 290 Carlos María Isidro de Borbón, 286 Carlyle, Thomas, 72 Carnero, Guillermo, 38, 257, 281-282 Carnicero, Antonio, 182 Caro Baroja, Julio, 26 Carolina de Brandeburgo, reina de In­ glaterra, 39 ,4 0, 43, 4 4 ,4 6 ,1 6 2 Carr, Francis, 13 Carr, Raymond, 253 Carrillo, Joseph, 108, 115, 117-119, 122, 132, 138 Carteret, John, conde de Granville, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 49, 5 0 ,5 1 ,5 2 ,5 5 ,6 3 , 69, 99,162, 180, 185 Carvajal y Lancaster, José, 111, 112, 113, 114 Carvajal y Lancaster, Nicolás, 111 Casasola, marqués de, Diego Lucas Arias-Dávila, 110 Castel-Franco, príncipe de, 257 Castillo, Damiana del, 109 Castillo, José del, 180, 181

Castrillo, marquesa de, Catalina Mal­ donado y Ormaza, 110 Castro, Américo, 95, 221, 231 Castro, Felipe de, 110 Castro y Bellvis, Guillén de, 106, 259 Castro y Coloma, Manuel de, 112,116 Cea Bermudez, Francisco, 292 Ceán Bermúdez, José Agustín, 232 Cebrián, José, 59, 126, 139, 231 Cerda y Rico, Francisco, 172 Cervantes, Miguel de, 144 Cervellón, conde de, Antonio Osorio de Guzmán, 163 Cevallos Gurra, Pedro, 257 Chapelain, Jean, 14 Charnon-Deutsch, Lou, 281 Checa Beltrán, José, 82 Cherchi, Paolo, 14, 25, 34, 40, 56, 57, 59, 61, 68, 76, 84, 86, 87, 88, 91, 95, 100, 131, 133, 134-135, 151, 199, 200, 201, 210, 216, 221, 248, 271, 321 Choay, Françoise, 17, 18, 19, 22 Clarke, Guillermo, 69 Clarke, Edward, 199 Clavijo y Fajardo, José, 36, 103, 133, 135-136,137,138 Clemencín y Viñas, Diego, 34, 201, 305-310, 314, 316, 317 Close, Anthony, 56, 81, 82, 88, 89, 96, 195, 217, 248, 268-270, 276, 278279, 281,283 Coello, Claudio, 180 Cohn-Bendit, Daniel, 26 Coleridge, Samuel Taylor, 283 Conde, José Antonio, 226, 257, 261 Connerton, Paul, 19, 21, 27 Conti, Giovanni Battista, 172 Cooper, Frederic, 26 Corneille, Pierre, 106 Cortés, Hernán, 224 Cortés, Juan Lucas, 76 Cotarelo y Mori, Emilio, 109, 124, 171 Covarrubias, Sebastián de, 17, 73 Cox, R. Merrit, 142 Coypel, Charles-Antoine, 47, 48, 49 Crane, Susan A., 20 Créqui (o Créquy), marqués de, 327 Cueto, Leopoldo Augusto de, marqués de Valmar, 109, 131-132, 133 353

Cuevas Cervera, Francisco, 25, 40, 140, 200, 202, 209, 217, 232, 235, 269-270, 278, 283, 306 Cummins, Tom, 54 D’Alembert, Jean-Baptiste le Rond, 60 Dante Alighieri, 273, 311 Daoiz, Luis, 203-204, 291, 298, 318 De Bruyn, Frans, 61, 62, 83, 187-188 De Certeau, Michel, 28 De Torre, Guillermo, 262 Defoe, Daniel, 51 Del Lungo, Andrea, 161 Demerson, Paula, 252 Derrida, Jacques, 52 Descartes, René, 214 Díaz de Benjumea, Nicolás, 221 Díaz Fernández, Paloma, 322 Diderot, Denis, 60 Didier, Charles, 193-194 Diez González, Santos, 137, 263 Domingo, Francisco, 85 Domínguez Ortiz, Antonio, 114, 167, 168 Dostoyevski, Fiódor, 271, 330 Dowling, John, 262 Dryden, John, 320 Duck, Stephen, 40 Dudley, Edward, 279 DufField, Alexander James, 280 Duflos, Pierre, 208 Dufour, Gérard, 256, 259, 263 Du Perron de Castera, Louis-Adrien,

100 Durán, Agustín, 290-292 Duras, duque de, Emmanuel-Félicité de Durfort, 115 D’Urfey, Thomas, 62 Edensor, Tim, 26 Eisenberg, Daniel, 273 Elias, Francisco, 293 Empecinado, Juan Martín Díaz, el, 315 Enciso Castrillón, Félix, 105 Engels, Friedrich, 330 Ensenada, marqués de, Zenón de Somodevilla, 42, 51, 97, 108, 109, 111, 112-115, 116, 138, 146, 162165, 166, 168, 169, 171, 175 Erasmo de Roterdam, 143, 311 354

Erauso y Zavaleta, Tomás de, 99, 108133, 134, 135-137, 138-139, 147, 152,199, 235 Erll, Astrid, 19, 21 Escalonias, marqués de las, Francisco José Gutiérrez de los Ríos, 172 Escobar, José, 295 Eslava, Sebastián de, 111 Espinel, Vicente, 241 Espoz y Mina, Francisco, 325 Esquilache, marqués de, Leopoldo de Gregorio, 166-170 Esquilache, príncipe de, Francisco de Borja y Aragón, 116 Estala, Pedro, 104, 105-107, 249, 252, 257 Estepa, marquesa de, Leonor de Velas­ co y Ayala, 110, 111, Étienvre, Françoise, 34, 38, 60, 86, 90, 91, 126, 143, 152-153, 155, 196, 199, 208, 209, 210, 216-217, 229, 231, 233, 234 Eximeno, Antonio, 233-235, Ezpeleta, Gaspar de, 240 Fabregat, José Joaquín, 182, 263 Faria e Sousa, Manuel, 59 Feijoo, Benito Jerónimo, 86, 89, 116, 127, 129 Felipe II de España, 204 Felipe III de España, 60, 74, 227, 240 Felipe V de España, 37, 41, 68, 79, 80, 109, 204 Fénelon, François, 137, 230 Fernán Núñez, conde de, Carlos Gu­ tiérrez de los Ríos, 257 Fernández de Avellaneda, Alonso, 33, 36, 38, 39, 55, 64, 65-69, 74, 75, 80, 81, 84, 85, 86, 87, 88, 94, 95, 101, 104, 124, 127, 130, 139, 144, 153, 161, 165, 172, 187, 203, 217-218, 219, 231,232,233,234, 241,248,318 Fernández de la Fuente, Gregorio, 39 Fernández de los Ríos, Ángel, 223-225 Fernández de Moratín, Leandro, 103, 105, 226, 230, 249-263, 322 Fernández de Moratín, Nicolás, 103, 105, 135, 169, 170, 172 Fernández de Navarrete, Martín, 65, 85, 108,144,237-244, 256, 263, 309

Fernández Varela, Manuel, 289-290, 293,297, 298, 299, 325 Fernando VI de España, 41, 112, 115, 131, Fernando VII de España, 23, 204, 225, 226, 243, 253, 254, 257, 260, 262, 263, 285, 286, 289, 290, 291, 294, 295, 297, 298, 299, 305, 312, 320, 321, 322 Feros, Antonio, 213 Ferro, Gregorio, 182 Fielding, Henry, 34, 35, 315, 328 Figueroa, Joseph Enrique, 116 Finkielkraut, Alain, 27 Flitter, Derek, 269 Florian, Jean-Pierre Claris de, 197 Floridablanca, conde de, José Moñino y Redondo, 166,167, 207,250, 251 Fontana, Josep, 288 Forcione, Alban Κ., 49 Forner, Juan Pablo, 95, 212, 213-220, 249, 252 Foronda, Valentín de, 235-237, 309 Foster, Robert J., 26, 27 Foucault, Michel, 20, 243 Fraguas, Rafael, 225 Franco, N., 289 Freud, Sigmund, 279 Froldi, Rinaldo, 245 Fuensalida, conde de, 111 Fuentes, Juan Francisco, 245, 248 Fusi, Juan Pablo, 287 Galve (o Salve), Teresa de, 172 Gálvez de Montalvo, Luis, 40 Gamoneda, Antonio, 77 García Berrio, Antonio, 71, 196 García Cárcel, Ricardo, 212 García Arrieta, Agustín, 229-230 García Arrieta, Eugenio, 259 García de Canuelo, Luis María, 34, 205-207 García de la Huerta, Vicente, 130,216221,318 García Martínez, María José, 13 García Suelto, Tomás, 257, 261 García y Calvo, Sebastián, 141 Gassier, Pierre, 267 Gayton, Edmund, 14, 328 Geertz, Clifford, 81

Gellner, Ernest, 159 Genette, Gérard, 161, 177 Gentic, Tania, 159-160 Gies, David T., 135, 172, 290 Gil, Jerónimo Antonio, 178, 179, 181, 182 Gil Novales, Alberto, 226 Gil y Carrasco, Enrique, 311 Gillis, John R., 25 Gilman, Stephen, 194 Givanel Mas, Juan, 180, 267 Godoy, Manuel, 208, 249, 250-253, 258, 261, 263, 322 Goethe, Johann Wolfgang von, 272, 273, 274, 275, Gómez, Pedro, 239 Gómez Falcon, Santiago, 141, 145 Gómez Hermosilla, José M., 105 Gómez Ortega, Casimiro, 172, 199 Gómez Urdáñez, José Luis, 112-114, 115 Góngora y Argote, Luis de, 56, 116, 203 González, Antonio, 180 González Arnao, Vicente, 257 González de Salas, Jusepe, 107 González Moreno, Fernando, 49 González Troyano, Alberto, 281 Gor, duque de, Mauricio Nicolás Alva­ rez Bohorques, 15 Gorostiza, Manuel Eduardo, 305 Goya, Francisco de, 130, 136, 179, 182, 252, 256,257, 263-268 Gracián, Baltasar, 56, 326-327 Gracián, Diego, 307 Grimaldi y Pallavicini, Jerónimo Pablo, 166, 173, 174, 183, 197 Gross, grabador, 268 Grovier, Kelly, 280 Guerra y Ribera, Manuel, 129 Guerrero y Casado, Alfonso, 131, Guevara, Antonio de, 239 Guevara, José de, 172, 178 Guibernau, Montserrat, 30, 31 Gutiérrez de los Ríos, Francisco, conde de Fernán Núñez, 103 Habermas, Jürgen, 41 Haedo, Diego de, 141-142, 145, 146 Halbwachs, Maurice, 19, 21 355

Handler, Richard, 26 Heine, Heinrich, 271-272 Heliodoro, 92, 230 Herder, Johann Gottfried, 272 Hermosilla, Ignacio de, 109, 177, 181, 184 Hernández, Mario, 112 Hernández Morejón, Antonio, 259 Herr, Richard, 251, 252 Herrera, Fernando de, 116, 240 Herrero Sánchez, Manuel, 80 Híjar, duque de, 169, 257 Hogarth, William, 49, 268 Holland, lady, Elizabeth Fox, 250 Homero, 35, 91-92, 137, 187, 188, 196, 201, 211, 242, 244, 246, 262, 307-308, 317, 329 Hopsgarten, Guillermo, 16 Hordeñana, Agustín de, 51, 97, 114, 146, 162-165 Huéscar, duque de, Fernando de Silva, luego duque de Alba, 111, 113, 116, 165-166 Huet, Pierre-Daniel, 70, 75, 83, 89 Hurtado de Mendoza, Diego de, 116 Iarocci, Michael, 34, 269, 273 Ibarra, Joaquin, 171, 176, 178, 181, 184, 197, 198 Iglesias, M .a Carmen, 212 Ilie, Paul M ., 268 Infantado, duque de, Pedro de Alcánta­ ra Alvarez de Toledo, 257 Inglis, Henry, 72 Iriarte, Bernardo de, 105, 110, 141142 Iriarte, Domingo de, 110 Iriarte, Juan de, 110, 116, 141-142, 145 Iriarte, Tomás de, 172 Isabel II de España, 286, 294, 296, 297, 298, 325 Isla, José Francisco de, 35, 116, 262 Isunza, Pedro de, 239 Jacobus, Mary, 279 Jáuregui, Juan de, 240 Jollage, Luis, 16 Jones, Inigo, 50 Jorge I de Inglaterra, 42, 44, 50 356

Jorge II de Inglaterra, 39, 40, 42, 44, 50,51 José I de España, 223-227, 235, 237, 243, 245, 248, 249, 250, 253, 254, 255, 256, 257, 258, 259, 260, 261, 262, 263 José de Jesús Maria, 111, 120, Jovellanos, Gaspar Melchor de, 169, 170, 176, 193, 232, 255, 261, 299, 300 Juan, Jorge, 224 Juan de la Concepción, fray, 34, 108, 110, 112, 116 Juana Inés de la Cruz, 116 Juliá, Santos, 253 Juretschke, Hans, 254, 255, 256, 260 Kedourie, Elli, 26 Keene, Benjamín, 41, 42, 46, 69, 114, 115, 165 Kent, William, 45, 51, 180 La Parra, Emilio, 249, 250, 252, 260 Lafargue, Paul, 329 Lardizábal y Uribe, Manuel de, 173, 176, 177, 178, 181, 182, 184, 197 Larra, Mariano José de, 91, 119, 225, 303-305 Larrea, Francisca, 281-283 Lassalle, Ferdinand, 330 Lawrence de Arabia, 280 Le Gallois de Grimarest, Jean-Léonor, 40 Leibniz, Gottfried Wilhelm von, 214 Lemos, conde de, Pedro Fernández de Castro, 71, 73, 74, 75, 202, 241, 313 Lenin, Vladimir Ilich Ulianov, 26 Lennox, Charlotte, 328 León Sanz, Virginia, 80 Leonardo de Argensola, Lupercio, 116 Leonardo de Argensola, Bartolomé, 240 Lerma, duque de, Francisco Gómez de Sandoval, 51, 60, 126, 240, 314 Lesage, Alain-René, 64, 65-69, 84, 85, 87, 88, 89, 130, 237, 248 Lezo y Olavarrieta, Blas de, 115 Lichtenberg, Georg Christoph, 274 Lista, Alberto, 242-243

Llaguno y Amírola, Eugenio de, 37, María Cristina de las Dos Sicilias, 285, 110, 249, 252 286, 287, 288, 297, 304, 321 Llampillas, Francisco Javier, 108, 210, María de Ceo, 116 220, 276 Mariana de Austria, 250 Llorens, Josep, 176, 178, 179 Mariana, Juan de, 75-76, 240 Llórente, Juan Antonio, 260 Marías, Julián, 211, 255 Lledó, Emilio, 176 Marlborough, duque de, John Chur­ Locke, John, 61-62 chill, 44, 79 Lofraso, Antonio de, 39 Marmolejo, Luis, 239 Longino, 187 Marot, Patrick, 161 Lopez, François, 3 5 ,3 7 ,4 1 ,4 2 ,4 5 ,4 6 , Márquez Infante de Avellaneda, Pedro, 69, 91, 100, 133, 152-153, 154, 116 155, 171, 212, 213, 215, 219, 221, Márquez Torres, Francisco, 72-73 2 2 9 ,2 3 1 ,2 3 3 ,3 1 8 , 327-328 Martín Jiménez, Alfonso, 36, 66, 100 López, Tomás, 182, 186 Martínez de la Rosa, Francisco, 223, López, Vicente, 290 286, 321 López de Ayala, Ignacio, 169, 170, 172 Martínez Marina, Francisco, 256, 260 López de Zúñiga, Ana María Josefa, Martínez Mata, Emilio, 59, 60, 62, 63, condesa de Lemos y marquesa de 77, 78, 85, 327, 328 Sarria, 110, 111 Martínez Neira, Manuel, 252 López de Zúñiga, Joaquín Diego, du­ Martínez Pingarrón, Manuel, 51, 141, que de Béjar, 110 144-145,146,147, 162,174-175 López Delgadillo, Diego, 239-240 Martínez Salafranca, Juan, 37, 38, 116 López González, Angélica, 130 Maruján y Cerón, Juan, 108,111, 115, López Tabar, Juan, 257 131-133, 138, 154 Losada, Javier, 298 Marx, Carlos, 253, 329-330 Lucía Megías, José Manuel, 47, 171, Marx, Eleanor, 329 263, 265, 266 Masson de Morvilliers, Nicolas, 211Luengo, Manuel, 168 213,215, 221 Lugo, Estanislao de, 250 Mata Indurain, Carlos, 79 Luis XIV de Francia, 70, 89, 204 Mateos Murillo, Antonio, 176, 177, Luis XVI de Francia, 253 178, 186 Luis de León, fray, 76 Matilla, José Manuel, 178, 179, 182, Luis de Granada, fray, 307 183,184, 186, 264, 265 Lúkacs, Georg, 307 Matthey, Christine, 212 Luzán, Ignacio de, 38, 100, 103, 104, Mayans y Sisear, Gregorio, 24, 25, 35, 105, 109, 110, 111, 115, 116, 128, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 45, 46, 134-135, 192, 193, 216, 316 47, 48, 49, 51, 52, 57, 63, 64, 65, Luzán, Juan Ignacio de, 110, 121 68, 6 9 -9 8 ,1 0 3 ,1 0 4 ,1 0 7 ,1 2 1 , 126, Lynch, John, 113, 114, 138, 167, 168, 134, 137, 140, 142, 143, 144-145, 250, 251,252 146, 154, 155, 161, 162-165, 171, 172, 174-175, 187, 188, 189, 190, Madariaga, Salvador de, 279 195, 196, 199, 202, 203, 209, 213, Magallón, Fernando, 184 214, 216, 218, 220, 228, 230, 232, Malaspina, Alejandro, 272 233-235, 237, 238, 262, 269, 272, Mandel, Ernst, 26 276, 306-307, 308, 309, 314, 318 Manrique, Diego Antonio, 37 Mayans y Sisear, Juan Antonio, 40, Manrique, Jorge, 45 146, 175, 208, 209-210 Manrique, María Josefa, 37, 110 Mazarredo Salazar, José de, 258 Marchena, José, 226, 245-249, 263, 269 Medel, Francisco, 38, 39 357

Medina, Alberto, 212 Medina Sidonia, duque de, Alonso Pé­ rez de Guzmán, 51 Medina Sidonia, duque de, Pedro de Al­ cántara Pérez de Guzmán, 110, 111 Medinaceli, duque de, Luis Joaquín Fernández de Córdoba, 257 Meixell, Amanda S., 45 Meléndez Valdés, Juan, 250, 252, 256, 261, 299 Melón, José Antonio, 230, 250, 252 Mena, Francisco Manuel de, 142, 145, 146 Méndez, Simón, 240 Méndez Bejarano, Mario, 255 Mendizábal, véase Alvarez Mendizábal, Juan Menéndez Pelayo, Marcelino, 84, 85, 93, 107, 108, 129-130, 132, 133, 139, 248, 256 Mengs, Anton Raphael, 264 Mercader Riba, Juan, 225, 226, 253, 257, 258 Meregalli, Franco, 81-83, 89, 90 Méritos, marqués de, Tomás Miconi y Cambiasso, 132 Mesa, Cristóbal de, 240, 241, Mesonero Romanos, Ramón de, 16, 258-259, 289, 290, 296-297, 299, 303, 305 Mestre, Antonio, 41, 46, 52, 64, 69, 70, 71, 80, 89, 93, 94, 144, 162, 165, 175, 209 Metastasio, Pietro Antonio Domenico Trapassi, 132 Mey, Pedro Patricio, 51, 164, 177 Meyers, Oren, 20 Milton, John, 242 Mina, general, véase Espoz y Mina, Fran­ cisco Mociño, José Mariano, 261 Moles, Pascual, 182 Moliere, Jean Baptiste Poquelin, 14, 106, 262 Mondéjar, marqués de, Gaspar Ibáñez de Segovia, 84 Monforte y Asensi, Manuel, 171 Monlau, Pedro Felipe, 289 Montehermoso, marqués de, Francisco Javier Aguirre, 110 358

Montaner, Francisco, 179 Montero Reguera, José, 78 Montesquieu, barón de, Charles-Louis de Secondât, 13, 64, 126, 147-151,

211,212 Montiano, Francisco, 36, 37 Montiano y Luyando, Agustín, 36, 37, 38, 39, 55, 64, 66, 68, 69, 75, 80, 81, 85, 86, 87, 88, 89, 94, 96, 97, 98, 101, 105, 109, 110, 111, 115, 116, 132, 139-147, 161, 162, 165, 172, 233, 252 Montiano y Luyando, Manuel, 37 Montijo, conde de, Cristóbal Portocarrero y Funes, 63 Montijo, condesa de, María Dominga Fernández de Córdoba, 45, 63 Montijo, condesa de, M aría Francisca de Sales Portocarrero, 252 Mor de Fuentes, José, 34, 312-320 Morales Villamayor, Diego de, 175 Moreiras, Alberto, 26 Morejón, véase Hernández Morejón, Antonio Moreno, Ramón, 257 Moreno Alonso, Manuel, 225, 257 Moréri, Louis, 60, 91 Moreto y Cavana, Agustín de, 105, 116, 259 Morón Arroyo, Ciríaco, 195 Motteux, Peter, 24, 61, 62, 83, 328 Muntaner, Francisco, 182 Muñoz, Juan Bautista, 172 Muñoz, Tomás, 261 Muñoz Sánchez, Juan Ramón, 34, 94, 95, 104, 142, 144, 187, 188, 189, 194, 195, 196, 197, 198, 207, 216, 234 Murillo, señor, véase Mateos Murillo, Antonio Napoleón Bonaparte, 35, 253, 254, 255, 257, 258, 260,312, 329 Napoli Signorelli, Pietro, 172 Narváez y Campos, Ramón María, 302 Nasarre y Ferriz, Blas Antonio, 34, 35, 37, 38, 39, 55, 64, 68, 69, 75, 80, 81, 84, 85, 86, 87, 89, 93, 94, 95, 96, 97, 99-139, 140, 144, 147, 161, 172, 206,218, 232,318

Nava Cabeza de Vaca, Juan, 239 Navarrete, Juan, 252 Navarro, Agustín, 208 Navarro Tomás, Tomás, 326 Neiger, Motti, 20 Nelson, Robert N., 19 Newton, Isaac, 214, 311 Nieto Molina, Francisco, 138-139, 217 Nora, Pierre, 18, 19, 21, 53 O’Bryen y O’Connor-Phay, Isabel, 111 Ochoa, Eugenio de, 15, 298, 299, 301 Ofalia, conde de, Narciso Heredia y Begines de los Rios, 292-293 O’Farril, Gonzalo, 258, 260 Olaechea, Rafael, 166, 167 Oldfield, John, 46 ,4 7 , 48, 50, 51, 182 Olin, Margaret, 19 Olivera, Juan de, 39 Olmeda, marqués de la, Fernando An­ tonio de Loyola, 109 Olmeda, marqués de la, Ignacio de Lo­ yola y Oyanguren, véase Erauso y Zavaleta Orduña, Juan de, 257 Orlando Meló, Jorge, 26 Orleans, María Luisa de, 180 Orozco Acuaviva, Antonio, 281 Ortas Durand, Ester, 193, 200 Ortega y Gasset, José, 279 Osuna, duque de, Francisco de Borja Téllez-Girón, 257 Ovidio, 242 Oyanguren, María Alfonsa, 109 Ozanam, Didier, 63 Pacheco, Francisco, 240 Palacios, Emilio, 105 Palafox, Jordi, 287 Palladio, Andrea, 50 Pantaleón de Ribera, Anastasio, 116 Paret y Alcázar, Luis, 208 Pasamonte, Jerónimo de, 36, 100 Pasamonte, José de, 39 Patérculo, Cayo Veleyo, 307 Patiño, José, 37, 42, 71 Paulson, Ronald, 46, 49, 50, 51, 61, 62, 81 Pedraza Jiménez, Felipe, 60, 77

Pelayo, 170 Pelham, Henry, 43 Pellicer Saforcada, Juan Antonio, 96, 141-142, 143, 146, 199, 202, 208209, 229, 231-232, 237, 238, 244, 306, 314 Pensado, José Luis, 142 Peral, Isaac, 326 Perales, Isidro, véase Nasarre y Ferriz Percy, Thomas, 82, 198, 229 Pereda, Antonio de, 180 Pérez, Nicolás, el Setabiense, 231-233, 237 Pérez, Silvestre, 259 Pérez Bayer, Francisco, 165 Pérez de Montalbán, Juan, 116 Pérez de Montoro, José, 116 Pérez Magallón, Jesús, 25, 29, 34, 68, 82, 296 Pérez Picazo, Teresa, 79 Perrault, Pierre, 14, 64, 66, 87, 92 Perraul, Charles, 198, 327-328 Peyron, Jean-François, 64 Philips, John, 62 Pidal, Alejandro, 326 Piferrer, Pablo, 269 Pinciano, Alonso López, 92 Pineda, Pedro, 39, 52 Piñuela, Sebastián, 258 Piquer, Andrés, 213 Piquer, José, 16 Pisón, Antonio, 109 Plauto, 107 Pluer, Charles Christopher, 175 Ponz, Antonio, 182 Poreel, José Antonio, 110 Presas, José, 15 Provencio, Pedro, 304 Quevedo y Villegas, Francisco, 56, 116, 203,204 ,21 6,229 , 262 Quintana, Eusebio, 111, 116, 119, 122, 123, 129 Quintana, Manuel Josef, 157, 217, 230-231, 234, 237, 249, 255, 276, 282 Rafael Sanzio, 49 Ramón y Cajal, Santiago, 326 Ranz Romanillos, Antonio, 261, 359

Rapin, René, 51» 55, 60, 61, 64, 89, 9 1 ,1 3 3 ,1 3 4 ,1 3 5 ,2 1 7 Rappaport, Joanne, 54 Rebolledo, Bernardino de, 116 Reeve, Clara, 25, 271 Regalia, marqués de la, Gaspar de Mon­ toya, 173,176 Rembrandt Harmenszoon van Rijn, 49 Rementería y Fica, Mariano, 209, 293, 294-298, 305 Renan, Ernest, 30 Rey Hazas, Antonio, 34, 94, 95, 104, 142, 144, 187, 188, 189, 194, 195, 1 9 6,197 ,19 8, 207, 216, 234 Reyero, Carlos, 321 Reyes, Alfonso, 330 Rico, Francisco, 52, 55, 59, 60, 61, 62, 64, 65, 126-127, 143, 176, 177, 179, 197, 213, 290, 320 Ricceur, Paul, 28 Richardson, Samuel, 315 Riegl, Alois, 17 Riego y Núñez, Rafael del, 245, 248 Rincón Lazcano, José, 16, 223 Ríos, Vicente (Gutiérrez) de los, 35, 37, 38, 65, 68, 70, 78, 82, 83, 88, 96, 137, 143, 146, 153, 161-162, 169, 170-205, 206, 208, 210, 230, 233-235, 236-237, 238, 244, 245, 246, 247, 269, 277, 296, 306, 307, 308, 3 0 9 ,3 1 0 ,3 1 3 ,3 1 4 ,3 1 7 Riley, Edward C., 189, 194 Riquer, Martín de, 36, 89, 100 Rivas Hernández, Ascensión, 134 Rivero Iglesias, Carmen, 269 Robbins, Jeremy, 109 Roberge, Dany, 66 Roberto, Felipe, 65 Roda y Arrieta, Manuel de, 167 Rodríguez, Juan Carlos, 77, 195 Rodríguez, Manuel Antonio, 209 Rodríguez de Campomanes, Pedro, 132, 167,168 Rodríguez de Ramon, Alberto, 130 Rodríguez Zamorano, Manuela, 39 Rojas, Diego de, obispo de Cartagena, 169 Rojas Zorrilla, Francisco de, 105 Rojo, José Andrés, 322 Romea y Tapia, José Cristóbal, 136-137 360

Rousseau, Jean-Jacques, 311, 319 Rowe, Nicholas, 40 Rowlands, Michael, 18, 22, 23 Ruiz-Díaz, Antonio, 319 Ruiz Pérez, Pedro, 115 Ruskin, John, 329 Saavedra Fajardo, Diego de, 123, 224 Saceda, conde de, 319 Sacherevell, Henry, 50 Sacristán, Manuel, 253, 329-330 Sagasta, Práxedes Mateo, 320 Said, Edward, 28 Saint-Évremond, Charles de, 89, 187, 327-328 Salazar y Torres, Agustín, 116 Saldarriaga, Patricia, 54 Saldueña, conde de, 110, 111 Sales, Agustín de, 175 Salvador Carmona, Manuel, 179, 181, 182 Samaniego, Felipe, 173 San Fernando, duque de, Joaquín José Melgarejo y Saurín, 298 San Martín, Juan, 98 Sancha, Antonio, 146,171 Sancha, Gabriel, 208 Sánchez, Agustín, 111, 116, 120, 122, 124 Sánchez, Tomás Antonio, 172, 173, 178 Sánchez Barbero, Francisco, 261 Sánchez Pescador, Juan José, 302 Sandoval y Rojas, Bernardo, véase Tole­ do, arzobispo de Santa Cruz, marqués de, José Gabriel de Silva, 257 Santander, Juan de, 116, 145, 178 Santander, obispo de, Rafael Menéndez de Luarca, 257 Santiago Páez, Elena, 182, 264 Sandsteban, duquesa de, 110 Santos, Francisco, 57-59 Santos de León, Alonso Liborio, 110, 116 Sarmiento, Martín, 86, 116, 140, 141144, 145, 146, 147, 199, 228, 237, 317 Scarron, Paul, 328 Schelling, Friedrich W! J., 188, 195, 269, 273-276, 304

Schlegel, Friedrich W., 269, 270-271, 272, 273, 274, 281, 304 Schlegel, Wilhelm, 269, 272-273, 281, 304 Schmidt, Rachel, 40, 41, 45, 47, 49, 54, 55, 68, 70, 155, 159, 171, 180, 182, 200, 207, 264,266-268, 269 Schopenhauer, Arthur, 329 Scott, Walter, 315 Scotti Fernández de Córdoba, Francis­ co, 110, 116 Sebastián y Latre, Tomás, 105 Sebold, Russell R, 82, 200, 269 Seco Serrano, Carlos, 256 Selma, Fernando, 179, 182 Sempere y Guarinos, Juan, 183 Serrano, Carlos, 281 Serrano y Sanz, Manuel, 111, Sessa, duque de, Luis Fernández de Cór­ doba, 56, 79 Shaftesbury, conde de, Anthony AshleyCooper, 50, 62 Shakespeare, William, 14, 270, 272, 273 311 329 Silva, Pedrode, 173, 178, 181 Silver, Philip W, 269 Silvestre, Gregorio, 116 Simonsen, Peter, 278, Sismondi, Jean-Charles Léonard Simonde de, 269, 271, 273, 276-278, 304 Sliwa, Krzysztof, 77 Smith, Anthony, 29, 30 Smith, Gilbert, 213 Smith, Steven E., 48 Smollett, Tobias, 24, 25, 328 Solá, Antonio, 15, 204, 291, 297, 298, 299, 300, 301,311 Solis, Antonio de, 105, 116, 224 Sorel, Charles, 14 Sotomayor, duque de, 110 Soubeyroux, Jacques, 268 Spadaccini, Nicholas, 102-103 Stair, conde de, John Darlymple, 43 Steele, Richard, 50, 62, 63 Sterne, Laurence, 328 Stewart, John «Walking», 280 Suárez, Federico, 255 Suárez de Figueroa, Cristóbal, 241

Talens, Jenaro, 102-103, Tamayo de Vargas, Tomás, 56, 243, 309 Tasso, Torquato, 242 Temple, W illiam , 38, 50, 61, 62, 64, 133, 134, 153, 191, 309, 319, 329 Terencio, 107 Ticknor, George, 310 Tieck, Johann Ludwig, 269, 273 Tilley, Christopher, 18, 22, 23 Tirso de Molina, 56 Toledo, arzobispo de, Bernardo Sandov a ly Rojas, 7 1 ,7 3 ,7 4 ,7 5 ,2 0 2 ,2 4 1 , 242, 313 Tolomeo, Claudio, 315 Toreno, conde de, José M .a Queipo de Llano, 223, 259, 286 Torrecilla, marqués de, Félix de Salabert y Martínez de los Ríos, 111 Torrepalma, conde de, Gabriel Alvarez de Toledo, 110 Torres Villarroel, Diego, 65, 85-86 Tortosa Linde, María Dolores, 109111 , 121

Trigueros, Cándido M aría, 35, 137138 Trigueros, Juan de, 173, 184 Tully, Carol, 281 Tuñón de Lara, Manuel, 286 Ulloa, Luis de, 116 Unamuno, Miguel de, 24, 28, 221, 279, 289 Urbina, Eduardo, 48, 49 Urquijo, Mariano Luis de, 106,224,258 Valdivielso, José de, 116 Valenzuela, Fernando de, 250 Valera, Juan, 326 Valparaíso, duque de, 111 Van Dyck, Anton, 51 Vanderbank, John, 45, 47, 49, 51 Vanegas, Alejo, 307 Vázquez, fray Julián, 117 Vega, Garcilaso de la, 45 Vega, Ventura de la, 303-304 Vega y Carpió, Félix Lope de, 56, 7879, 100, 101, 102, 103, 104, 106, 107, 108, 109, 116, 117, 119, 361

12 0,123 , 124, 127, 128-129, 132, 138, 153, 203, 204, 217, 218, 219, 220, 233, 259, 301, 318, 320-321 Vela, Joseph, 173 Velarde, Pedro, 203-204, 291, 298, 318 Velázquez, Diego, 56 Velázquez, Luis José, marqués de Valdeflores, 110, 111, 116, 132 Velázquez, Isidro, 16, Vidart, Luis, 173, 197, 203-204, 227, 229 Vila-Matas, Enrique, 289 Villarroel, Juan, 76 Villarroel, José, 110, 111 Villaviciosa, José de, 116 Villegas, Esteban de, 172 Vimbodí, Miguel Juan, 75 Virgilio Marón, Publio, 35, 187, 211 Vives, Juan Luis, 95, 190, 214, 219, 307 Voltaire, François-Marie Arouet, 106, 129, 217, 244, 329

362

Wall, Ricardo, 42, 165 Walpole, Robert, 4 2 ,4 3 Ward, Ned, 62 Warner, Michael, 160 Wilkins, W. H., 40, 44 Wilson, Douglas B., 279 Wilson, Juliet, 267 Winckelmann, Johann Joachin, 316 Windham, William, 24, 278 Winker, Hartmut, 22 Wordsworth, William, 276, 278-281 Ximeno, Rafael, 208 Young, James E., 22 Zamora, Francisco, 110 Zandberg, Eyal, 20 Zea, Francisco Antonio, 226 Zerari Penin, Maria, 40 Zorrilla, José de, 204-205 Zumthor, Paul, 52 Zurbarán, Francisco de, 56 Zurita, Gerónimo de, 76