Catecismo de la vida espiritual [1 ed.]
 8413682363, 9788413682365

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Cardenal Robert Sarah

CATECISMO DE LA VIDA ESPIRITUAL

INTRODUCCIÓN SEGUIR A CRISTO A TRAVÉS DE LOS SACRAMENTOS

«Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 5): estas palabras, que dan inicio al tiempo de Cuaresma de camino a la Pascua con la gozosa esperanza de participar de la gloria de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, bien nos pueden servir para situarnos en la senda de la vida cristiana, de la que la Cuaresma es –por decirlo de algún modo– una intensificación. La conversión, de hecho, es tarea de toda nuestra existencia. Convertirse consiste en renunciar a todas las cosas fútiles y tóxicas que nos retienen prisioneros para volvernos hacia Dios. ¿A qué debemos renunciar y dónde nos espera Él? La respuesta nos la ofrece la Escritura relatándonos cómo liberó Dios de la esclavitud al pueblo que había elegido para conducirlo a la tierra prometida.

Un camino en medio del desierto

Cuando Dios, movido por la compasión, quiso arrancar a su pueblo de la crueldad de la esclavitud y de la miseria sacándolo de Egipto, no fue para regalarle una vida cómoda y sin obstáculos, sino que lo condujo al desierto para que pasara por la experiencia de la pobreza, de la privación, de la renuncia, la soledad y el silencio, y de la lucha contra sí mismo y contra Satanás, que nos hace esclavos del mundo y de las riquezas. Es justamente en la pobreza, la privación y el silencio donde aprendemos a permanecer atentos a Dios y descubrimos la necesidad que tenemos de Él. El desierto, que aumenta en el hombre el vacío, la sed y el silencio, lo prepara para la escucha de Dios y de su Ley. El desierto es ese lugar extraordinario, alejado

del vértigo de los medios de comunicación e información, en el que se puede vivir una honda experiencia mística de encuentro con Dios que transforma y transfigura [1]. En lo más hondo de cada uno de nosotros existe un deseo más o menos consciente de escapar de ese torbellino incesante de apariencias vacías y decepcionantes en el que vivimos. El desierto es la naturaleza virgen tal y como Dios la ha creado, capaz de manifestar a Aquel que la hizo. Como señala el beato María-Eugenio del Niño Jesús, el desierto impone una dura ascesis a quien se entrega a él; pero una ascesis soberanamente eficaz, porque procede de un desasimiento absoluto. El desierto suprime en los sentidos y en las pasiones la multiplicidad de las satisfacciones que mancillan, y las impresiones que ofuscan y arrastran. Su desnudez empobrece y despoja. Su silencio aísla del mundo exterior y, al no dejar al alma más que la uniformidad de los ciclos de la naturaleza y la regularidad de la vida que esta se ha trazado, la obliga a entrar en ese mundo interior que ha venido a buscar. Esa desnudez y ese silencio no son vacío, sino pureza y simplicidad. Al alma a la que ha podido calmar, el desierto le descubre ese reflejo de la trascendencia, ese rayo de luz inmaterial de la simplicidad divina que lleva en sí mismo, esa huella luminosa de aquel que pasó por aquí «con presura» y que se mantiene en él presente por su acción. El desierto está lleno de Dios; su inmensidad y su simplicidad lo revelan, su silencio lo comunica. Se ha observado con razón, al estudiar la historia de los pueblos, que el desierto es monoteísta y que preserva de la multiplicidad de los ídolos. Observación importante, que demuestra que el desierto entrega su alma y el ser único y trascendente que le anima a quienes se dejan envolver por él y le confían su alma [2].

A los rabinos les gustaba jugar con la rima de las palabras dabar y midbar –dos términos hebreos que significan respectivamente «palabra» y «desierto»– para expresar esa doble convicción de que solo la Palabra es capaz de reverdecer el desierto, y que solo en el desierto se despliega la Palabra con toda su fuerza creadora y vivificadora. Únicamente un corazón inmenso y vacío como un desierto es capaz de acoger y albergar la Palabra de vida. En el desierto los corazones se purifican, adquieren a la vez firmeza y finura, y se disponen mejor para el encuentro personal, la escucha atenta y el diálogo íntimo con Dios. De ahí el maravilloso poema de amor y de alianza nupcial entre el Señor y su pueblo Israel que hallamos en el profeta Oseas: «Yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón» (Os 2, 1622). El desierto es un lugar de sufrimiento, de prueba, de lucha y de purificación, en el que Dios nos instala para hacernos humildes, para probarnos y conocer lo que hay en nuestro corazón (cfr. Dt 8, 2), como se purifica la plata (cfr. Zc 13, 9). El itinerario espiritual de toda vida cristiana

solvente incluye esta etapa crucial. Si –al igual que Abrahán, al igual que Moisés y que los profetas y el pueblo elegido– aceptamos emprenderla, moriremos a nosotros mismos para resucitar más vivos, llevando con nosotros los frutos del Espíritu. En la Biblia ese lugar tan sumamente árido es también el espacio sagrado donde se nos permite experimentar la fidelidad divina, la ternura de su bondadosa providencia que vela por nosotros y nos protege. Como el águila que cuida de su nidada revoloteando sobre los polluelos, así extiende Dios sus alas y nos lleva con Él (cfr. Dt 32, 10-12). Cuando nos hallamos rodeados de tentaciones; cuando –como Elías– descubrimos que no somos mejores que nuestros padres (cfr. 1 R 19, 4) y nos abruma el peso de nuestros pecados y de nuestras muchas infidelidades; cuando estamos desanimados y al límite de nuestras fuerzas en nuestra ardua y difícil marcha hacia la santidad; cuando nuestros esfuerzos por convertirnos y nuestra lucha por configurarnos con Cristo parecen estériles y no cambian nada nuestra mediocridad humana y espiritual, ¿qué podemos hacer? ¿Dónde encontrar auxilio? Como Elías, tenemos que ponernos en camino a través del desierto hasta alcanzar el monte de la Alianza que hemos ultrajado. Para proteger esa Alianza y restaurar la pureza de la fe, Elías «caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (1 R 19, 8). Moisés y el pueblo hebreo habitaron en el desierto durante cuarenta años (cfr. Nm 14, 33; Ex 16, 31-36); y Cristo se retira al desierto cuarenta días y cuarenta noches en ayuno, en soledad, en contemplación silenciosa y oración. Los profetas, y especialmente Elías y Juan Bautista, llenos de un celo ardiente por Dios, nos arrastran con el vigor de su fe y el fuego de su amor en esa larga marcha hacia la fuente de nuestra vida, de nuestra fidelidad y de nuestra verdadera identidad. Debemos avanzar, porque la vida que no crece muere. Avanzar es progresar en santidad; detenerse o retroceder significa frenar el normal desarrollo de la vida cristiana. El fuego del amor de Dios hay que alimentarlo, y un fuego solo sigue encendido si se le añaden más materiales. Si no crece, se extingue. «Si has dicho: “Es suficiente”, pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes» [3].

El trayecto liberador que nos narra el libro del Éxodo prefigura el viaje interior que todo cristiano está llamado a hacer a lo largo de su vida. Dios se toma su tiempo para conquistar nuestro corazón y prepararlo para la Nueva Alianza con Él. Ese es el itinerario que nos proponen los siete sacramentos: bautismo, confirmación, matrimonio, sacerdocio, penitencia o confesión, Eucaristía y unción de enfermos. Porque vivir los sacramentos en su significado profundo y con fe en el poder regenerador de Dios es aceptar que nos vuelva a conducir al desierto para atravesar de nuevo el Mar Rojo y renovar la Alianza con Él.

Caminar a la luz de la fe

Os propongo recorrer juntos ese camino, con la Biblia en la mano, suplicando al Señor que nos dé un corazón atento y capaz de discernir entre el bien y el mal (cfr. 1 R 3, 9), iluminados y guiados por la luz de la fe. La fe es la roca sobre la que el hombre construye lo que hay de más íntimo en su vida: su relación con Dios. Es tan necesaria como la luz para la vista. Nuestros sentidos son los mismos de día y de noche, pero de noche no somos capaces de ver porque nos falta la luz del sol. Contemplado a la luz de la fe, el mundo se presenta muy diferente de lo que es a ojos de quienes no conocen a Dios. Y esto se concreta de un modo particular en nuestra percepción del significado de la vida humana, de la diferencia y la indispensable complementariedad entre el hombre y la mujer, de la importancia del matrimonio, la familia y la educación, del sentido que le damos a la enfermedad y a la muerte, del uso que hacemos del progreso de las ciencias y la tecnología. Para el cristiano la verdadera dignidad del hombre es la que ha venido a revelarnos Cristo: nuestra vocación a convertirnos en hijos de Dios, a transfigurar desde dentro este mundo con la vista puesta en la bienaventuranza eterna; el sentido de la enfermedad es el de una purificación redentora vivida en unión con los sufrimientos de Cristo; la realidad ineludible de la muerte es ese momento maravilloso de nuestro encuentro con el Señor, cuando tendremos que rendir cuentas de nuestra vida ante un Juez a la vez justo y misericordioso.

Es, como canta la liturgia, promesa de inmortalidad, «porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma» [4]. A ojos del creyente el progreso tecnológico pierde ese poder embaucador que hace al hombre embriagarse antes de convertirlo primero en esclavo y luego en víctima de su propio dominio de la naturaleza. Con demasiada frecuencia la ciencia, hondamente corrompida, se ha convertido en instrumento de la maldad y la perversidad humanas. La fe nos conduce a la oración, a ese diálogo con Dios para el que he querido reservar un lugar destacado en este libro. El mismo Jesús nos aconseja «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1); y san Pablo, misionero incansable, exhorta así a los primeros cristianos: «Sed constantes en la oración; que ella os mantenga en vela, dando gracias a Dios» (Col 4, 2). La fe es, en definitiva, indispensable para vivir de los sacramentos, que no tienen nada de automático o de mágico. En especial la Eucaristía nos pide, en palabras del salmista, acercarnos al altar del Señor con fe y pureza de corazón: «Lavo en la inocencia mis manos, y rodeo tu altar, Señor, proclamando tu alabanza, enumerando tus maravillas. Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria» (Sal 26, 6-8). Si las comunidades cristianas se marchitan y van muriendo lentamente, es porque han perdido la fe en la presencia real de Jesús en el sacramento de la Eucaristía. Cuando los sacerdotes ofrecen indignamente el santo sacrificio de la misa, cuando entregan a Jesús Eucaristía a pecadores que no tienen ninguna intención de pedir el perdón de sus pecados ni de vivir conforme al Evangelio, vuelven a traicionar a Jesús [5]. Cuando la misa se convierte en un espectáculo, en una reunión social, en un entretenimiento en el que la actitud del sacerdote es la de un animador obligado a recurrir a su creatividad personal para generar una atmósfera interesante y atractiva, y se permite adaptaciones culturales, explicaciones y comentarios personales en lugar de dejar espacio a los gemidos inefables del Espíritu Santo presente en toda celebración eucarística, ¿qué se puede esperar de la fe de los fieles? En el corazón de la Eucaristía el sacerdote debe experimentar la fuerza incomparable de la adoración silenciosa y guardar en el corazón una oración en perfecta armonía con la oración que Jesús dirige a su Padre. Ya tenemos suficientes especialistas y doctores en ciencias eclesiásticas. Lo que por desgracia le hace falta hoy a la Iglesia son hombres de Dios, hombres de fe y sacerdotes que adoren en espíritu y en verdad.

Un libro para seguir a Jesús a través de los siete sacramentos

Este libro querría acompañar humildemente a cuantos están decididos a responder al amor divino con una vida plena, gozosa y fecunda que culmina en la felicidad eterna de la contemplación de Dios. Nace del deseo de ayudarles a recorrer un itinerario interior de ascenso espiritual que lleva al gozo de un encuentro que cambia la vida. Estas líneas emanan de un tú a tú con el Evangelio y con la Persona de Jesucristo con el deseo de provocar en el lector ese mismo tú a tú, ayudándole a entrar en sí mismo hasta el lugar de la presencia íntima de Dios, dotando a su esfuerzo de conversión de un carácter tangible e indicándole la ruta a seguir y los medios concretos que emplear para volver a situar a Dios en el centro de nuestros principales intereses. Creo que el eclipse de Dios en nuestras sociedades posmodernas, la crisis de los valores humanos y morales fundamentales y sus repercusiones incluso en la Iglesia –en la que se constata la confusión en torno a la verdad divinamente revelada–, la pérdida del auténtico sentido de la liturgia y el desdibujamiento de la identidad sacerdotal exigen con urgencia que los fieles cuenten con un «catecismo de la vida espiritual» en forma de itinerario espiritual jalonado por los sacramentos de la Nueva Alianza. A san Juan Bautista le pregunta la muchedumbre: «¿Qué tenemos que hacer?». Una pregunta que es también la de quienes escuchan a Pedro el día de Pentecostés: «¿Qué debemos hacer?»; y que fue probablemente la pregunta que siguió a ese «¿quién eres, Señor?» de Pablo camino de Damasco, ya que Jesús le dice: «Levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer» (Hch 9, 6). Estas dos preguntas, «¿quién eres, Señor?» y «¿qué tenemos que hacer?», vuelven a surgir cada vez que escuchamos o leemos la Palabra de Dios, cada vez que Jesús viene a nuestro encuentro en los sacramentos. Las páginas que siguen nos llaman a ponernos ante Dios y ante su Palabra en un cara a cara sincero, leal, vivido en la luz y la verdad. Nos

invitan a frecuentar asiduamente la Escritura para que nos alimente e ilumine nuestra vida. La Palabra de Dios es la pauta de nuestra vida; nos señala el camino y, al mismo tiempo, es nuestro auxilio: cada vez que atravesamos cañadas oscuras (cfr. Sal 23, 4), cada vez que las dificultades oscurecen el camino de nuestra existencia, esa Palabra nos ilumina y nos indica qué hay que hacer para cumplir la santa y perfectísima voluntad de Dios. Es una palabra que permanece operante en los creyentes (1 Ts 2, 13), que penetra hasta las profundidades más íntimas de nuestro ser y nos enseña a vivir en justicia y santidad. Me gustaría que estas páginas fuesen como un eco del grito que le lanzó a Moisés el pueblo de Dios hambriento, sediento y extenuado por la marcha a través de una «tierra reseca, agostada, sin agua», privada de refugio y alimento (cfr. Sal 62, 2). Querría que suscitaran o despertasen en cada uno de nosotros una sed y un hambre insaciables de la Palabra de Dios y que, como los israelitas, reclamáramos insistentemente de nuestros obispos y de nuestros sacerdotes el acceso a ese alimento indispensable para crecer interiormente y avanzar hacia Dios, y no discursos sociopolíticos, ni cartas pastorales sobre los derechos del hombre y las democracias modernas o sobre las últimas novedades (Hch 17, 21), sino la Palabra perenne, firme y concluyente de Jesús, y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia que se derivan de ella. Y es que ha llegado ese tiempo anunciado por san Pablo en el que los hombres «no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas» (cfr. 2 Tm 4, 3-4). Eso es lo que lamentablemente ha puesto de manifiesto la voz de algunos eminentes prelados de la Iglesia católica que se alza hoy para decir públicamente que «la enseñanza actual de la Iglesia sobre la homosexualidad está equivocada», porque «la base sociológico-científica de esta enseñanza ya no es adecuada»; por eso ha llegado el momento de llevar a cabo «una revisión fundamental de la enseñanza», de modo que «la Iglesia tiene que cambiar su doctrina sobre la moral sexual». ¿Cómo es posible que, según esos obispos, el fundamento de la enseñanza de la Iglesia que es la Palabra de Dios haya sido sustituido por la sociología y la ciencia? Es como si creyeran que la sexualidad está totalmente orientada al individuo y reducida a la búsqueda del placer personal; a partir de ahí, ¿qué más da que se

satisfaga con una persona del mismo sexo...? Lo que la enseñanza moral de la Iglesia rechaza es precisamente esa reducción hedonista de la sexualidad heredada del individualismo filosófico. Considero urgente recordar a todos los pastores de la Iglesia su deber de hablar en nombre de Dios y su misión de enseñar, santificar y conducir a los fieles, no guiados por sus opiniones personales o por lo que es socialmente aceptable, sino iluminados por la Revelación divina, transmitiendo sin miedo, sin ambigüedad y sin adulteraciones un discurso claro, firme y veraz. Lo que está en juego es la unidad de la Iglesia, porque fuera de la verdad no hay unidad. «El cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará» (Mt 24, 35), dice Jesús con toda claridad. Fiémonos de su palabra por encima de cualquier otra, porque «uno solo es vuestro maestro, el Mesías» (Mt 23, 10). La historia de la Iglesia nos ofrece el testimonio de muchos cristianos que, pagándolo con su propia vida, prefirieron decir no al mundo de las tinieblas, de la perversión y la decadencia moral antes que perder el tesoro que habían descubierto en Jesús (cfr. Mt 13, 44; Flp 1, 21). De la fe recibimos la seguridad de la acción discreta pero eficaz de la gracia precisamente cuando las apariencias permiten suponer que nuestro mundo se dirige a su perdición, que la Iglesia católica va a desaparecer y que, para evitarlo, es necesario –como se deduce del extraño «camino sinodal» que se está desarrollando en Alemania– emprender una transformación radical de su constitución divina para adaptarla al mundo de hoy y reinventar el sacerdocio. También en nuestro siglo los hombres tienen derecho a esperar de los cristianos un testimonio valiente, nítido, perseverante y firme en la fe.

Tras los pasos de Cristo

Mi deseo es que este libro suscite una reflexión más honda y un itinerario espiritual renovado basado en el que se proponía en mi obra En route vers Ninive [6]. En un intento de imitar al escriba «que se ha hecho discípulo del reino de los cielos» (Mt 13, 52) y va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo, he combinado mis reflexiones de hoy con otras extraídas de cartas pastorales redactadas entre 1997 y 2001, cuando era arzobispo de Conakri, en la república de Guinea. He querido refundirlas y presentarlas como un

camino que sigue los pasos de Cristo a la luz de los sacramentos. Según el testimonio de la tradición, la vida cristiana es ante todo imitación de Cristo. Para hacernos entrar en comunión con los misterios de su propia vida, Jesús nos ha dejado los sacramentos, que son como jalones en el camino trazado por sus pasos. Los sacramentos son para nosotros –en palabras de san Josemaría Escrivá– «manantial de gracia divina, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios» [7]. Igual que el bautismo de Jesús en el Jordán inauguró su vida pública, nuestra vida cristiana comienza cuando recibimos el sacramento del bautismo (cap. 1), el primer componente de la tríada de la iniciación cristiana. Le siguen la confirmación –ese Pentecostés personal en el que cada cristiano recibe todos los dones del Espíritu Santo (cap. 2)– y la Eucaristía, sacramento supremo del Amor de Dios a toda la humanidad, en el que se entrega hasta el final a cada uno de nosotros (cap. 3). A continuación, Jesús nos deja el ejemplo de su largo retiro de oración en el desierto, concluido el cual se enfrenta a las tentaciones de Satanás, sostenido por la fuerza de la Palabra de Dios largamente meditada en soledad (cap. 4). En el ministerio que emprende después ocupa un lugar preeminente la llamada a la conversión y a la penitencia, insistiendo una y otra vez en que la sanación del cuerpo es a la vez imagen y consecuencia de la sanación del corazón que renuncia al pecado. El sacramento de la penitencia –que tanta necesidad tenemos hoy de redescubrir– nos permite experimentar ese maravilloso contacto con Jesús, Salvador nuestro, que nos levanta de nuestras caídas y cura nuestras heridas en la lucha diaria por ser fieles a nuestro bautismo (cap. 5). Cristo ha venido a llamar a los hombres a la dicha de ese amor más grande que consiste en dar la vida. Ayudados por la gracia singular que reciben, los mártires la entregan de una sola vez; los demás la entregan en el curso de toda su existencia, bien en el matrimonio (cap. 6) –ese espléndido compromiso a amarse, y a amarse el uno al otro como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella (cfr. Ef 5, 25)–, bien en la vocación sacerdotal, que consiste en entregar al Señor la vida entera para ser otro Cristo, el mismo Cristo, en medio de sus hermanos (cap. 7).

La predicación de Jesús concluye con el sacrificio de su vida que Él mismo ofrece en la cruz por obediencia al Padre y por el amor de ambos a nuestra humanidad herida, con el fin de rescatarnos del pecado. El misterio de la cruz, ardiente de amor y de una fecundidad desbordante, está llamado a reproducirse en la vida de todos los cristianos (cap. 8). Es al pie del Calvario donde nace la Iglesia santa de Dios, pura e inmaculada hasta el último día, pero cuyo misterio se despliega en la existencia de los pobres pecadores que la componen y a veces desfiguran su rostro. Cristo resucitado la envía en misión a toda la tierra para recoger la cosecha del Padre celestial con la mirada puesta en la felicidad eterna que Dios ha querido para nosotros (cap. 9). La vida cristiana, vivida tras los pasos de Cristo y alimentada por los sacramentos, es realmente ese nuevo Éxodo interior que Dios quiere recorrer con nosotros para conducirnos al monte de nuestra transfiguración en auténticos hijos e hijas de Dios en el Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Pese a sus limitaciones, estas páginas albergan la humilde ambición de mostrar cómo el itinerario cristiano emprendido en el bautismo es un camino de conversión y de transformación radical de toda nuestra vida. Querría que fueran para vosotros una ayuda importante en ese camino de profundización y de crecimiento interior que nos lleve a todos «a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 13). Acudamos a nuestra Madre Inmaculada, Medianera de todas las gracias. María es modelo luminoso de todo hombre y de toda mujer. Para crecer en santidad, entremos en el corazón de la Virgen y refugiémonos en ella, Madre del Perpetuo Socorro.

I ENTRAR EN LA VIDA POR EL BAUTISMO

La muerte y la resurrección de Jesús han transformado definitivamente la condición humana y su historia: «Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios» (2 Co 5, 17-18). Quien ha descubierto a Cristo y vislumbrado el sentido de este misterio está llamado a conformar con él toda su existencia renunciando a su anterior modo de vida y despojándose del hombre viejo «corrompido por sus apetencias seductoras»; renovado «en la mente y en el espíritu» y revestido «de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (cfr. Ef 4, 22-24). Y eso significa algo más que cambiar la dirección de la propia vida: significa considerarse «vivo para Dios en Jesucristo» (Rm 6, 11), incorporarse de manera real a la intimidad de las tres personas divinas. Esa divinización tiene que sumergirnos en el asombro y la adoración. Porque Dios nos ha hecho verdaderamente consortes divinae naturae, «partícipes de la naturaleza divina» (cfr. 2 P 1, 1-4); nos ha hecho entrar en «la plenitud total de Dios» (Ef 3, 19). De este modo lleva a plenitud nuestro ser, creado a su imagen y semejanza, llamado a la santidad y a la comunión con Él: eso es lo que ocurre en el sacramento del bautismo, en el que se cumplen las promesas hechas por Dios a lo largo del Antiguo Testamento.

Morir y resucitar con Cristo

El bautismo es el sacramento que nos introduce en la vida cristiana. Nos hace hijos de Dios. Nos incorpora de manera visible a la Iglesia, la santa y

gran familia de Dios, para que podamos recibir de modo válido y fecundo los demás sacramentos y participar con fruto en el culto cristiano, siempre y cuando un pecado grave no nos haga perder la gracia recibida en el bautismo; en ese caso, aún nos queda la marca indeleble de los hijos de Dios que nos permite acudir al confesonario para recibir su perdón y volver a acoger dentro de nosotros al Señor en el sacramento de la Eucaristía. Todos estos dones los recibimos en el bautismo, el sacramento por el que somos alcanzados, tocados por la obra de la Redención. El rito del agua, llevado a cabo bien por inmersión, bien derramando un poco de agua sobre la cabeza del catecúmeno, sepulta de manera simbólica al bautizado en la muerte de Cristo para hacerle participar de su resurrección. Por eso el bautismo es una inmersión en el misterio pascual, un paso como el de los hebreos por el Mar Rojo cuando salieron de Egipto hacia la tierra de la Alianza. Así lo explicaba Orígenes: En el paso del río Jordán, el arca de la alianza guiaba al pueblo de Dios. Los sacerdotes y levitas que la llevaban se pararon en el Jordán, y las aguas, como en señal de reverencia a los sacerdotes que la llevaban, detuvieron su curso y se amontonaron a distancia, para que el pueblo de Dios pudiera pasar impunemente. (...) No pienses que aquellas hazañas son meros hechos pasados y que nada tienen que ver contigo, que los escuchas ahora: en ti se realiza su místico significado. En efecto, tú, que acabas de abandonar las tinieblas de la idolatría y deseas ser instruido en la ley divina, eres como si acabaras de salir de la esclavitud de Egipto. Al ser agregado al número de los catecúmenos y al comenzar a someterte a las prescripciones de la Iglesia, has atravesado el mar Rojo y, como en aquellas etapas del desierto, te dedicas cada día a escuchar la ley de Dios y a contemplar la gloria del Señor, reflejada en el rostro de Moisés. Cuando llegues a la mística fuente del bautismo y seas iniciado en los venerables y magníficos sacramentos, por obra de los sacerdotes y levitas, parados como en el Jordán, los cuales conocen aquellos sacramentos en cuanto es posible conocerlos, entonces también tú, por ministerio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y entrarás en la tierra prometida [1].

Es en esa Pascua cuando –dice san Ambrosio– Cristo abre para todos los hombres las fuentes del bautismo: Considera dónde eres bautizado, de dónde viene el bautismo: de la cruz de Cristo, de la muerte de Cristo. Ahí está todo el misterio: Él padeció por ti. En Él eres rescatado, en Él eres salvado [2].

La participación en la muerte y en la resurrección de Jesús nos convierte en hijos en el Hijo. Así es como la tradición de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, ha interpretado la doctrina de san Pablo: el hombre nuevo o el hombre interior engendrado en el bautizado por el Espíritu Santo no es otro que el Hijo de Dios, cuya imagen en el hombre ha recuperado su gloria original. Retomando la expresión que emplean san Efrén el Sirio y

santa Catalina de Siena, en el alma del bautizado se lleva a cabo un «injerto esencial» del Hijo de Dios, de manera que la vida que vivimos es la propia vida de Jesús. Porque, como dice san Pablo, si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado (Rm 6, 5-6).

Es más, estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Ga 2, 19-20).

¡Qué hondo debe ser el agradecimiento del cristiano por la realidad de ese misterio que actúa en él! Es el Hijo de Dios quien muere y resucita, y somos nosotros quienes recibimos gratuitamente los frutos de su sacrificio. Así lo explica una antigua catequesis de la Iglesia de Jerusalén dirigida a los nuevos bautizados: Fuisteis conducidos a la sagrada piscina bautismal, del mismo modo que Cristo fue llevado desde la cruz al sepulcro preparado. Y se os preguntó a cada uno personalmente si creíais en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y, después de haber hecho esta saludable profesión de fe, fuisteis sumergidos por tres veces en el agua, y otras tantas sacados de ella; y con ello significasteis de un modo simbólico los tres días que estuvo Cristo en el sepulcro (...). ¡Oh nuevo e inaudito género de cosas! No hemos muerto ni hemos sido sepultados físicamente ni hemos resucitado después de ser crucificados en el sentido material de estas palabras, sino que hemos llevado a cabo unas acciones que eran imagen e imitación de estas cosas, obteniendo con ello una salvación real y verdadera. Cristo verdaderamente fue crucificado, fue sepultado y resucitó; y todo esto se nos ha dado a nosotros como un don gratuito, para que, siendo por la imitación partícipes de sus dolores, adquiramos, de un modo real, nuestra salvación. ¡Oh exuberante amor para con los hombres! Cristo recibió los clavos en sus inmaculados pies y manos, y experimentó el dolor; y a mí, sin dolor ni esfuerzo alguno, se me da gratuitamente la salvación por la comunicación de sus dolores [3].

El bautismo es una obra trinitaria

Esta inmersión en la muerte y la resurrección de Jesús, que injerta nuestra vida en la suya, nos pone en contacto con las tres Personas divinas. En la institución del bautismo Jesús pronuncia estas palabras: Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28, 19-20).

Benedicto XVI quiso que nos fijáramos en la expresión «bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»: La elección de la palabra «en el nombre del Padre» en el texto griego es muy importante: el Señor dice «eis» y no «en», es decir, no «en nombre» de la Trinidad, como nosotros decimos que un viceprefecto habla «en nombre» del prefecto, o un embajador habla «en nombre» del Gobierno. No; dice: «eis to onoma», o sea, una inmersión en el nombre de la Trinidad, ser insertados en el nombre de la Trinidad, una interpenetración del ser de Dios y de nuestro ser, un ser inmerso en el Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como en el matrimonio, por ejemplo, dos personas llegan a ser una carne, convirtiéndose en una nueva y única realidad, con un nuevo y único nombre.

Benedicto XVI prosigue recordando cómo Dios se llama a sí mismo «el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Mt 22, 31-32; cfr. Ex 3, 12-15) y explica cómo incorpora a esas tres personas dentro de su nombre, de manera que se convierten en el nombre de Dios. Así vemos que quien está en el nombre de Dios, quien está inmerso en Dios, está vivo, porque Dios –dice el Señor– «no es un Dios de muertos, sino de vivos»; y si es Dios de estos, es Dios de vivos; los vivos están vivos porque están en la memoria, en la vida de Dios. Y precisamente esto sucede con nuestro Bautismo: somos injertados en el nombre de Dios, de forma que pertenecemos a este nombre y su nombre se transforma en nuestro nombre, y también nosotros, con nuestro testimonio –como los tres del Antiguo Testamento [Abrahán, Isaac y Jacob]–, podremos ser testigos de Dios, signo de quién es este Dios [4].

Por lo tanto, recibir el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo significa unirse a Dios, compartir su existencia, sumergirse en su propia vida. Este aspecto trinitario del bautismo se pone de manifiesto de un modo particular en la escena evangélica del bautismo de Jesús en las aguas del Jordán, cuando se abren los cielos y el Espíritu de Dios desciende como una paloma y se posa sobre Él: «Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”» (Mt 3, 17). Aquí toda la Trinidad santa manifiesta su presencia y su acción. El bautismo de Jesús nos enseña que, a través del sacramento del bautismo que reciben sus discípulos, Dios quiere prolongar en cada uno de nosotros la Encarnación de su Hijo amado. Por medio del bautismo, Dios, Padre nuestro, ha tomado

posesión de nuestra vida, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. «Dios nuestro Salvador (...) nos salvó por el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos, en esperanza, herederos de la vida eterna» (Tt 3, 5-7). A partir de ese momento el bautizado vive plena e íntimamente unido a Cristo en virtud de la sangre de la alianza eterna (cfr. Hb 13, 20), llevado y animado por el Espíritu Santo (Rm 8, 14). Esta es la respuesta definitiva que recibimos a la pregunta ineludible acerca del sentido de la existencia humana; una respuesta contenida en un aforismo clásico de los Padres de la Iglesia que encontramos por primera vez hacia el año 200 de la pluma de san Ireneo, obispo de Lyon: Deus homo factus est ut homo fieret Deus, «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios». El bautismo que nos sumerge en la Sagrada Trinidad es una divinización en el Hijo único: a través de la humanidad de Cristo, Dios ha hallado el modo de hacernos consortes divinae naturae, «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4). En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, se encuentra la plenitud de la gracia, y «de su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia» (Jn 1, 16). Según una imagen habitual de los Padres, sucede con nosotros lo que le sucede al hierro que, una vez introducido en la fragua, se convierte enteramente en fuego. El bautismo nos hace ver que la divinización es el sentido último de la existencia humana: algo que a primera vista puede parecernos exagerado, cuando no presuntuoso. ¿No está en el origen del pecado original el deseo de hacerse igual a Dios? Es verdad. Pero el pecado original consistió en pretender convertirse en lo que Dios es empleando las propias fuerzas. El bautismo, en cambio, que destruye en nosotros las consecuencias del primer pecado, es la acogida humilde y agradecida de ese don inaudito de la divinización, obra de la Santísima Trinidad en nosotros. La prohibición de tocar el fruto del árbol del paraíso terrenal no significa que Dios se niegue a incorporar al hombre a su intimidad divina, sino que el hombre tiene que recibir lo que Dios quiere darle en lugar de apoderarse de ello. Nuestra divinización consiste en una participación: es decir, nosotros no seremos eternamente Dios como Dios es Dios, infinitos y absolutos, cosa que es imposible, pero sí viviremos de la misma vida que Él. Jesús dijo a los fariseos: «¿No está

escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses”? (...). Y no puede fallar la Escritura» (Jn 10, 34-35). Aunque esta capacidad de recibir la vida misma de Dios está inscrita en nuestra naturaleza, desarrollarla escapa a nuestras propias fuerzas. Y, cuando el hombre comprende que está hecho para ver a Dios y, al mismo tiempo, que la infinita distancia entre la criatura y el Creador no se lo permite, se apodera de él el sentimiento del absurdo de la vida, que lo disuade de buscar a Dios. No obstante, la Encarnación reaviva la esperanza: el hecho de que el Verbo de Dios haya querido asumir la naturaleza humana en la unidad de su Persona demuestra claramente que el hombre sí puede unirse a Dios [5]. ¡Cuánto gozo! ¡Qué privilegio! ¡Qué gracia inaudita la de ser bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo! Y, al mismo tiempo, ¡qué responsabilidad tan formidable y aterradora! Recibir el bautismo no es solamente un acontecimiento gozoso y liberador: aceptar con la ayuda de la gracia divina el reto de vivir conforme a la fe en medio de un mundo hostil a Dios y al Evangelio es también una decisión trascendental y una inmensa responsabilidad. Es, en definitiva, aceptar la cruz, el sufrimiento y la muerte en nombre de Jesús para resucitar con Él. Por eso nos dice san Pedro que el bautismo «no es purificación de una mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia, por la resurrección de Jesucristo, el cual fue al cielo, está sentado a la derecha de Dios» (1 P 3, 21-23).

Qué cambio debe obrar el bautismo en mi vida

El bautismo nos renueva y nos transforma en lo más hondo de nuestro ser. «Ser cristiano –decía san Josemaría Escrivá– no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios» [6]. El bautismo, la confirmación y la Eucaristía no tienen sentido si no llevan a una unión íntima con la Persona de nuestro Señor Jesucristo. Estar inscrito en los registros de la parroquia, llevar un nombre cristiano sin vivir el bautismo, participar en los ritos sin trasladarlos a la vida, vivir sin un

contacto personal con Jesús, no comprometerse a una verdadera amistad con Dios es hacer vano y estéril nuestro cristianismo. El bautismo es una inmersión purificadora en la sangre de Cristo. Pero aceptar esta purificación, junto con el don inmenso de la filiación divina, significa aceptar también que a partir de ese momento la brújula de mi existencia es la voluntad del Padre. Precisamente por eso el bautismo de Jesús constituye un ejemplo para nosotros: de hecho, Él no necesita ser purificado. San Juan Bautista exhorta a quienes acuden a bautizarse a abandonar el pecado para emprender una nueva vida. Entonces, ¿qué va a buscar Jesús al Jordán si Él no tiene pecado? «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3, 14-15). La justicia que viene a cumplir –señala Benedicto XVI– es la perfecta fidelidad a la voluntad de salvación del Padre, que pide a Jesús que se haga solidario con nuestra humanidad pecadora: En este gesto Jesús anticipa la cruz, da inicio a su actividad ocupando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, cumpliendo la voluntad del Padre. Recogiéndose en oración, Jesús muestra la íntima relación con el Padre que está en el cielo, experimenta su paternidad, capta la belleza exigente de su amor, y en el diálogo con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan desde el cielo (cfr. Lc 3, 22) está la referencia anticipada al misterio pascual, a la cruz y a la resurrección. La voz divina lo define «mi Hijo, el amado», refiriéndose a Isaac, el hijo amado que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según el mandato de Dios (cfr. Gn 22, 1-14). Jesús no es solo el Hijo de David descendiente mesiánico regio, o el Siervo en quien Dios se complace, sino también el Hijo unigénito, el amado, semejante a Isaac, que Dios Padre dona para la salvación del mundo [7].

El bautismo es una vida recibida

La primera consecuencia que tiene el bautismo en nuestra vida, y en la que me gustaría insistir aquí, es que esa vida nueva y divina que se nos da con el bautismo es una vida recibida. Nadie puede hacerse cristiano simplemente porque así lo decide. Indudablemente, no puede faltar el compromiso personal de seguir a Cristo; ahora bien, como explica san Pablo, es Dios quien obra ese cambio profundo: «Es Dios quien activa en nosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor» (Flp 2, 13). Y, mientras construimos nuestra vida cristiana, en el transcurso de nuestra

lucha contra el pecado, lo decisivo no es nuestra combatividad moral, sino – retomando la expresión de un comentarista de san Pablo– «la obra de Dios en la que participa el compromiso de nuestra fe» [8]. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26), está llamado desde el principio a participar plenamente de la vida divina. Eso es lo que lo caracteriza en lo más hondo, más allá de lo que puedan decir las ciencias humanas. Por sí solo es incapaz de divinizarse, de salvar el abismo infinito que separa a la criatura del Creador. Es Dios quien salva ese abismo al asumir nuestra naturaleza humana, al aceptar la muerte para reparar lo que de esa naturaleza el hombre había destruido irremediablemente y al entregarnos el bautismo para que podamos participar de ese misterio y disfrutar sus beneficios. Lo que el hombre tiene que hacer es acoger el don gratuito de Dios. No soy yo, por lo tanto, quien me hago cristiano a mí mismo, sino que es Dios quien me llama a ello; y yo, cogido de su mano e iluminado por Él, me convierto en cristiano con mi consentimiento a la acción divina. No se trata de una especie de autorrealización o autosublimación de mis capacidades. Todo sucede con un consentimiento humilde y con una acogida llena de gratitud: algo totalmente distinto de la voluntad de poder de la ciencia contemporánea, que querría hacer al hombre capaz de crearse a sí mismo a su antojo y escapar de sus límites y de su destino mortal. La actitud que recomienda san Pablo es muy diferente: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (Rm 12, 2). La conversión de san Pablo y de san Agustín ilustran de modo admirable el triunfo de la acción de Dios en nosotros. El primero, de camino a Damasco, es derribado por una luz procedente del cielo que lo envuelve con su claridad: Cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?». Dijo él: «¿Quién eres, Señor?». Respondió: «Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer». Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano hasta Damasco (Hch 9, 4-8).

En un abrir y cerrar de ojos, Dios lo transforma de perseguidor de los cristianos en fervoroso e intrépido apóstol de Cristo. A Saulo, tan conocido y respetado en Israel, formado a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley (Hch 22, 3), mejor conocedor del judaísmo que la mayoría de sus contemporáneos y distinguido por su encarnizada defensa de las tradiciones de su pueblo (Ga 1, 11-14), Dios lo arroja de su caballo, lo tira brutalmente al suelo, le priva de la vista y lo envía a buscar la luz junto a un hombre muy inferior a él en cultura y en conocimientos bíblicos. En repetidas ocasiones Pablo menciona el episodio de su conversión, del que extrae esta conclusión: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Co 15, 10). A Pablo lo deslumbra el «Sol de Justicia», lo doma y lo toma de la mano para guiarlo por el camino. Sin ser tan espectacular, la conversión de san Agustín comienza también con un deslumbramiento inicial irresistible que más adelante él mismo evocará maravillado, considerando la gratuidad de ese don que no ha hecho nada por merecer: ¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» [9].

Dar la espalda a la muerte para recibir la vida de Dios

Esta aceptación del inaudito privilegio que me es concedido solo es pasiva en apariencia, pues implica cierta renuncia en la que se perfila ya el misterio de la cruz. Sí, cuando me dejo quemar por el fuego del Espíritu, cuando muero a mi pecado, a mi pretensión de autonomía e independencia, entonces me convierto realmente en cristiano. Esta renuncia fundamental conlleva otras: lo que las liturgias bautismales llamaron desde muy pronto

«renunciar a Satanás, a todas sus seducciones y a todas sus pompas». En los primeros siglos del cristianismo las «pompas de Satanás» eran ante todo los grandes espectáculos sangrientos en los que la muerte, la crueldad y la violencia habían pasado a ser una diversión. Recordemos los espectáculos organizados en el Coliseo, donde los hombres se veían obligados a enfrentarse a animales feroces para acabar devorados y descuartizados por las fieras hambrientas; recordemos a los gladiadores, cuyos sangrientos combates concluían con la muerte. En tiempos de Nerón prendían fuego a la gente para que, como antorchas encendidas, iluminaran la ciudad de Roma. Entre el pueblo romano la perversión de la alegría, del placer, del verdadero sentido de la vida había convertido la crueldad y la violencia en un entretenimiento, en un juego divertido. Los cristianos tenían que renunciar a esta aparente promesa de una vida opulenta y a todo su libertinaje y su culto al placer; tenían que decir «no» a esta presunta cultura de la felicidad que no era en realidad sino una anticultura de la muerte. Más allá de su significado histórico original, las palabras «pompas de Satanás» pretendían expresar y hacer referencia a un modo de vida en el que se prescinde de la realidad para optar por las meras apariencias, las emociones y el sentimiento: un modo de vida en el que se ignora a Dios, en el que se han corrompido la verdadera naturaleza del hombre y sus valores fundamentales. También en nuestros días tenemos que decir «no» al cientificismo ateo que, en nombre del progreso, está destruyendo a la humanidad; «no» a una cultura de la muerte predominante, a la perversión de las costumbres; «no» a la anticultura que se alimenta de la injusticia, del desprecio al otro, de la difamación, de la mentira, y se manifiesta en una sexualidad convertida en mera satisfacción de los instintos, en una diversión exenta de responsabilidad que tiene como corolario la «cosificación» y comercialización del cuerpo de la mujer, del hombre y del niño. Hemos de rechazar decididamente esas falsas promesas de felicidad y volvernos hacia Jesucristo, fuente de toda felicidad verdadera, camino, verdad y vida, y decirle: «¡Sí, a partir de ahora soy tuyo!»; decirle «un “sí” al vencedor de la muerte, un “sí” a la vida en el tiempo y en la eternidad» [10]. En un mundo dominado por la cultura de la muerte, ser bautizado significa escapar de la atmósfera asfixiante creada por los enemigos de Dios y fruto de la destrucción sistemática de nuestra humanidad, de cualquier moral y de cualquier religión, de la familia, del matrimonio y de las sagradas relaciones

de paternidad, maternidad y filiación. Esta cultura no busca el bien del hombre: solo genera confusión, inseguridad y desarraigo. Se trata de una evolución mortal que a día de hoy cuenta con el sólido apoyo de los medios de comunicación social. Como tantos otros inventos, dichos medios pueden ser, según el uso que se les dé, lo mejor o lo peor. El futuro de la civilización se halla en manos de quienes son sus dueños y los inspiran, ejerciendo un poder decisivo sobre la formación del juicio y constantemente tentados de manipular la opinión pública. Los medios de comunicación tienen la capacidad de ofrecer contenidos sumamente instructivos que configuren la perspectiva cultural e incluso espiritual. Y, sin embargo, ¡cuánta mediocridad, qué distorsión de la verdad, qué cultura de la mentira! ¡Cuánto odio, cuánto encarnizamiento para acabar con tal o cual personaje molesto y sembrar en las mentes la confusión y la ruina del prestigio! Esas técnicas que manipulan a la opinión pública se han utilizado y se siguen utilizando para promover la ideología de género, la destrucción del matrimonio y de la familia, la eutanasia, las uniones homosexuales, el «matrimonio para todos». Los medios puestos a disposición del fomento de esa cultura contra natura y contra Dios son inmensos, y gozan de un importante apoyo político perfectamente organizado. Para enfrentarnos a adversarios tan bien armados hemos de revestirnos de la armadura de Dios de la que habla san Pablo, simbolizada por las vestiduras blancas y el cirio encendido del día de nuestro bautismo: Buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas (Ef 6, 10-13).

Este combate para no dejarnos corromper por el mundo que nos rodea es también un combate interior contra el pecado que nos ronda. En Jesús Dios ha destruido definitivamente el pecado y la muerte, y ha hecho brotar la vida. Por medio del bautismo que nos hace participar de este misterio morimos al pecado, somos sepultados con Él y resucitados para vivir con Él una vida nueva (cfr. Rm 6, 1-11). Pero eso tiene que traducirse en un

entrenamiento diario de todo nuestro ser que nos lleva a morir por Cristo para vivir con Él (cfr. 1 Co 15, 31). Libramos una dura batalla contra Satanás y contra el pecado: «Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe» (1 P 5, 8-9). Esforcémonos seriamente, con la gracia de Dios, en destruir definitivamente en lo más hondo de nuestro ser las obras de la carne: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo» (Ga 5, 19-21). Como dice san León Magno, si bien lo que nos hace hombres nuevos es principalmente el baño de regeneración, sin embargo, como nos es también necesaria a todos la cotidiana renovación contra la herrumbre de nuestra condición mortal, y nadie hay que no tenga el deber de afanarse continuamente por una mayor perfección, es necesario un esfuerzo por parte de todos para que el día de nuestra redención nos halle a todos renovados [11].

La victoria que nos ha obtenido la resurrección de Cristo –nos dice san Pablo– no es una invitación a descansar y a gozar tranquilamente del tiempo presente: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él» (Col 3, 1-4). La fe se vive siempre en un combate cotidiano que nos lleva a sufrir y a morir con Jesús: «Por obra de Dios (...) se os ha concedido, gracias a Cristo, no solo el don de creer en él, sino también el de sufrir por él» (Flp 1, 2829).

Entrar en la familia de Dios

Si a partir de ese momento vivimos realmente de una vida divina, y si realmente se trata de la vida divina, Dios ya no puede seguir siendo una tesis objeto de debate («¿existe una divinidad?»), de especulación o de textos eruditos. Si a partir de ese momento estamos en Dios y Dios está en

nosotros, lo único que hay que hacer, con mucha humildad, con toda sencillez y transparencia, es dejar que esa presencia se manifieste en nuestra vida. «Entonces sabréis –dice Jesús a sus discípulos– que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. (...) El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 20-23). El lugar preeminente que Dios ocupa en nuestra existencia, la primacía que merece en nuestro corazón son consecuencia inmediata del bautismo. Y esta intimidad con Dios nos introduce en la familia de la Iglesia. Por medio del bautismo nos sacan de nuestro aislamiento y nos sumergen en la comunión con los demás en Dios. A través del bautismo, que nos hace hijos de Dios, recibimos hermanos y hermanas en Jesucristo a cuyo lado creceremos en la vida de Dios, en el seno de una familia guiada por pastores que, con su ejemplo, nos enseñan a profundizar y a vivir plenamente esa vida divina. Por eso recibir el bautismo no es un acto solitario, sino la inserción en la comunidad del Cuerpo místico de Cristo junto con todos aquellos llamados a vivir eternamente en compañía de la Sagrada Trinidad y con quienes han alcanzado esa vida eterna. La inmersión bautismal nos sumerge ya en la inmortalidad, nos hace vivir para siempre. Es una primera etapa en la resurrección que se nos ha prometido.

La grandeza y la necesidad del bautismo

Después de contemplar la realidad del bautismo como una vida nueva recibida de Dios que nos arranca de la esclavitud del pecado, nos introduce en la Iglesia y nos concede la fuerza para vivir como cristianos en medio de un mundo corrompido, ¡qué tristeza ver cómo algunas familias cristianas retrasan el bautismo de sus hijos! Como recordaba san Josemaría Escrivá, «deciden sin el menor escrúpulo retardar el bautismo de los recién nacidos, privándoles –con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad– de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original» [12].

A veces ese retraso responde al deseo de celebrar una ceremonia «comunitaria» en la que participen varios niños, como si Dios tuviera necesidad de algo así para establecer su morada en el alma de cada uno de ellos. Quienes fomentan esta práctica pastoral, tanto si son depositarios de alguna autoridad como si se la arrogan, instilan en el pueblo de Dios la tibieza en la fe y el relativismo doctrinal. Habría que preguntarse si realmente creen que la pertenencia a la Iglesia y a Cristo que conlleva el bautismo es necesaria para la salvación como único medio del que dispone la Iglesia para borrar el pecado original, obstáculo para la gracia santificante y la amistad con Dios... Últimamente, en el contexto de la crisis sanitaria mundial, a veces hemos podido leer –escrito incluso por algunas plumas episcopales– que durante el periodo de confinamiento era conveniente posponer los bautizos, en contra del mandato de la Iglesia de bautizar sine mora, sin demora [13]. ¿Qué es lo que pretenden proteger decisiones y sugerencias como estas: la vida sobrenatural de los niños o las condiciones higiénicas de la reunión familiar que sigue a la ceremonia y que muchos consideran lo esencial del bautismo? Por eso exhorto a todos los padres cristianos, en nombre de Jesucristo, a bautizar a sus hijos en los días siguientes a su nacimiento. ¡Que Dios tome lo antes posible posesión de su alma antes de que Satanás venga a habitar en ella, la separe de Dios y arruine su inocencia! No disuadan los sacerdotes a las familias de bautizar a sus hijos exigiendo excesivas garantías de la fe de los padres y de su compromiso a darles una educación cristiana. Es cierto que el Código de Derecho Canónico establece «que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica». No obstante, a la hora de juzgar el fundamento de esa esperanza, no olvidemos que quien da la fe y la hace crecer es Dios a través de la Iglesia. Por eso, cuando en el rito del bautismo se preguntaba a los padres: «¿Qué pedís a la Iglesia de Dios para vuestro hijo?», ellos contestaban: «¡La Fe!». Es una lástima que se haya cambiado una respuesta tan trascendental que incluía el compromiso de toda la Iglesia. No neguemos el bautismo a los niños: sería como dejarlos en las tinieblas del paganismo, «destinados a la ira, como los demás» (Ef 2, 3), y esclavos de Satanás.

II EL PENTECOSTÉS INTERIOR

El lugar del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia

El Espíritu Santo está en la entraña de la vida de la Iglesia. Ya en el Antiguo Testamento hablaba a través de los profetas para iluminar, instruir, guiar y dotar de sentido a la historia política, social y religiosa del pueblo de Israel. Sobre Moisés reposaba el Espíritu: «El Señor bajó en la Nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. En cuanto se posó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar» (Nm 11, 25). Se suele decir que el Espíritu Santo ha sido en Occidente el Gran Desconocido. Es cierto que, como dicen las palabras de Credo, recibe con el Padre y el Hijo «la misma adoración y gloria»; pero se habla poco de Él. Sin duda, la razón estriba en que el Espíritu Santo es, de la Trinidad, quien actúa bajo la forma del amor y no de la inteligencia; y cuesta más expresar mediante palabras y conceptos lo que concierne al amor que lo que concierne a la inteligencia. El Hijo se ha encarnado y ha venido a habitar entre nosotros, nos ha hablado, lo hemos visto y tocado; mientras que a la Iglesia se le ha prometido el Espíritu Santo como un fuego, como un soplo, como su alma invisible e inasible. Es el silencio por antonomasia: no habla en nombre propio. Las Sagradas Escrituras recogen lo que el Padre y el Hijo hablan a los hombres. El Padre y el Hijo hablan entre ellos. Jesús es la Palabra misma, el Verbo de Dios. Es quien revela al Padre. Su misión consiste en hablar, enseñar y revelar. El Espíritu, en cambio, calla. «No hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará

lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 13). El reproche de dejar al Espíritu en la sombra que la Iglesia de Oriente ha dirigido desde siempre a la de Occidente ha tenido al menos el mérito de provocar un despertar teológico durante el Concilio Vaticano II. Es significativo que el hincapié en la importancia atribuida a la tercera Persona de la Santísima Trinidad vaya acompañado de una reflexión más honda acerca del misterio de la Iglesia, uno de los grandes temas del Vaticano II. De hecho, es dentro de ese misterio donde el Espíritu Santo se vuelve para nosotros algo más visible y perceptible, porque en lo que obra y en lo que hace realidad en y para la Iglesia vislumbramos lo que es. En los años siguientes al Concilio el don del Espíritu Santo se convirtió en protagonista de una vibrante experiencia cristiana entre los fieles gracias a la proliferación de numerosos movimientos espirituales reunidos bajo el término «renovación carismática».

El alma de la Iglesia

Es el Espíritu Santo quien multiplica todos los dones de la Iglesia. La santifica. Es su alma y su corazón, y es también el alma de nuestra alma. Sin Él nos vemos privados de toda energía, de toda vida, de todo vínculo con el Dios Trinidad. Por eso nos dice Jesús: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Al Espíritu Santo se le menciona repetidamente durante la celebración eucarística para que santifique al pueblo de Dios y todas las cosas, para que venga a llevar a cabo la transustanciación, es decir, la conversión de la sustancia del pan y del vino en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En todas las liturgias eucarísticas está presente la epíclesis de uno u otro modo. Por otra parte, su acción es fundamental en la celebración de cualquier sacramento. Es Él quien fecunda las aguas del bautismo para que los

neófitos queden purificados de todo pecado y sumergidos en la vida divina. Por medio del Espíritu Santo el creyente se convierte en hijo de Dios y hermano de Jesucristo. En la confirmación es Él quien, con la imposición de las manos y la unción del santo crisma, reviste al cristiano con la fuerza divina y lo convierte en todas partes en el buen olor de Cristo (Flp 4, 18). Es a Él a quien se invoca para que sane a los enfermos. Es también Él quien santifica la unión de los esposos en el matrimonio y los conserva en el amor mutuo y la fidelidad. Es Él quien consagra a los obispos y a los sacerdotes para hacerlos partícipes del sacerdocio de Cristo. A través de la unción del santo crisma los configura con Cristo, de manera que se convierten en cristos, es decir, en «ungidos». Querría detenerme unos instantes en la maravillosa acción del Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación. Cuando alguien pide al sacerdote el perdón de sus pecados, es Dios Padre, en virtud de la muerte y la resurrección de su Hijo, quien concede libre y generosamente su perdón al pecador arrepentido. ¿Y de qué otro modo lo concede si no es haciendo descender a su Espíritu Santo sobre esa persona? Como el sol disipa las tinieblas de la noche, así el Espíritu Santo, con su presencia, hace desaparecer en nosotros la opacidad del pecado y nos comunica el gozo y la fuerza para amar como ama Dios. La liturgia contiene fórmulas maravillosas, espléndidas y sorprendentes, como la oración sobre las ofrendas del sábado de la séptima semana del Tiempo pascual: «Que la venida del Espíritu Santo nos prepare, Señor, a participar fructuosamente en tus sacramentos, porque él es el perdón de los pecados. Por Jesucristo nuestro Señor...». Esta referencia al Espíritu Santo como «el perdón de los pecados» se inspira en el salmo 51, 11-13, así como en la descripción del profeta Ezequiel: el Espíritu Santo revive lo que está muerto, resucita los huesos completamente secos (Ez 37, 1). Al infundir su soplo en lo que estaba muerto y sin esperanza de recobrar la vida, el Espíritu Santo es el principio de una radical renovación interior. Es, por lo tanto, el Espíritu Santo quien da vida a la Iglesia. Pero, del mismo modo que la Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace a la Eucaristía, sin la fe que nos transmite la Iglesia, sin los sacramentos que nos da no podemos recibir el Espíritu Santo ni sus dones. La Iglesia nos permite vivir en el Espíritu Santo. Siempre me impresiona lo intensa y lo sobreabundante que tiene que ser la acción del Espíritu Santo cuando el

sacerdote renueva el sacrificio del Calvario durante la celebración de la santa misa en nuestros altares. ¡Cuántos tesoros de gracia se derraman sobre los países y las diócesis donde son muchos los sacerdotes que celebran dignamente la Eucaristía! Sí, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, y conviene recordarlo cuando surge la tentación de juzgarla basándose en la debilidad y los límites de los hombres que la constituyen y la gobiernan. No amar a la Iglesia, no confiar en ella, no tener reparos en poner en evidencia solamente sus imperfecciones, los inmensos pecados y las miserias humanas de quienes la representan, juzgarla desde fuera: todo ello es incoherente con la fe cristiana y equivale a dudar del Espíritu Santo. Significa combatir a la Iglesia y contribuir a su destrucción, porque al obrar así nos estamos negando a considerarnos y sentirnos uno de sus hijos.

Revelador del misterio de Cristo

Además de alma de la Iglesia, el Espíritu Santo es también su Doctor; es quien revela el misterio de Cristo. Sin ese conocimiento lleno de amor el cristiano corre el peligro de dejarse invadir por la indiferencia, la tibieza, el relativismo moral y religioso, y de limitar su horizonte a las cosas de este mundo. ¿De dónde sacará la energía para combatir por su fe, para dar testimonio de Cristo delante de todos los hombres, para estar siempre dispuesto a «dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza? (cfr. 1 P 3, 15)»? Es Dios mismo, «que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (cfr. 1 Tm 6, 13-16), quien se revela y nos da a conocer su misterio. Esta revelación no es algo objeto de curiosidad intelectual, ni una especie de respuesta abstracta a la pregunta filosófica de «¿quién es Dios?». Esa revelación afecta y determina el sentido de nuestra vida, nuestra vocación de hombres. Lo que dota de sentido a nuestra existencia es la relación personal e íntima que hemos de tener con Dios, una relación que culmina en la comunión de vida. Para que esa relación se desarrolle en nosotros tenemos que comprometernos de verdad, con nuestra

inteligencia y nuestro corazón, a conocer, comprender y profundizar cada vez más en el misterio de Cristo: El misterio de Cristo (...) no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas (...). A mí, el más insignificante de los santos, se me ha dado la gracia de anunciar a los gentiles la riqueza insondable de Cristo; e iluminar la realización del misterio Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra, pidiéndole que os conceda, según la riqueza de su gloria, ser robustecidos por medio de su Espíritu en vuestro hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios (Ef 3, 5-19).

Esta exhortación de san Pablo nos propone todo un programa de vida interior y contemplativa, de trabajo y de esfuerzo por un conocimiento mayor del misterio del Amor. El conocimiento del misterio de Dios y de Cristo solo se extrae de las Sagradas Escrituras con la luz del Espíritu Santo. Los evangelios se refieren al Espíritu Santo como el Poder de Dios que desciende sobre Jesús y permanece en Él, la fuerza (dynamis) «de la que Dios Padre provee al Hijo para su actividad terrena» [1]. Después de descender sobre Él en forma de paloma, Jesús lo envía a sus discípulos bajo la apariencia sensible de un viento y unas lenguas de fuego para iluminar las enseñanzas del Maestro (Jn 14, 26; 16, 13-15), y para concederles la audacia y la fuerza que los lleva a anunciar el Evangelio hasta el confín de la tierra (Hch 1, 8). En nosotros el Espíritu Santo da testimonio de las verdades de la fe, ora en nuestros corazones y clama desde lo más hondo: «¡Abba, Padre!» (Ga 4, 6; Rm 8, 15). Es el Paráclito, es decir, el abogado e intercesor que respalda sólidamente el ministerio de los apóstoles, los arrastra desde dentro y los ilumina acerca de la voluntad de Dios. «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...»: así comienzan las actas del primer concilio de la historia de la Iglesia (Hch 15, 28). El Espíritu nos guía hacia el Padre recordándonos y haciéndonos conocer todo lo que el Hijo ha enseñado. Porque el misterio de Dios es también un misterio de paternidad: Dios es un Padre lleno de amor, es misericordia, es ternura y bondad. Es para el hombre camino, verdad y vida. Basta con alzar la mirada y contemplar el corazón traspasado de su Hijo colgado en la cruz para conocer al Padre. El Hijo expira y derrama sobre nosotros todo el amor

del Padre por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado para hacernos vivir la vida de Dios y edificar la Iglesia: Yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado. También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Sabiduría, sí, hablamos entre los perfectos; pero una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino que, como está escrito: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. Pues ¿quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios. Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos (1 Co 2, 1-12).

No retrasar la confirmación

El sacramento de la confirmación es el sacramento del Espíritu Santo. Se trata de una etapa decisiva para abrirse a la acción del Espíritu, que es a la vez transmisión de la luz, infusión del impulso misionero y don de la fuerza interior del amor; es esa energía inagotable que nos conduce al bien que Dios permite a los hombres obrar en este mundo por medio de su gracia. En la confirmación recibimos en plenitud la efusión del Espíritu que recibieron los apóstoles el día de Pentecostés para hacernos crecer en la fe y en el amor de Dios, y llevarnos hasta la verdad plena. La Confirmación confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal: nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir «Abbá, Padre» (Rm 8, 15); nos une más firmemente a Cristo; aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo; hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia (cfr. LG 11); nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz [2].

Desde el Nuevo Testamento la venida del Espíritu Santo se asocia al gesto apostólico de la imposición de manos. Es muy conveniente recibir el sacramento de la confirmación lo antes posible durante la infancia, como es

costumbre en las Iglesias ortodoxas. La presencia del Espíritu Santo en el corazón del niño impide a Satanás ocuparlo e instalarse en él. Favorece el desarrollo de una relación con Jesús auténticamente personal e íntima. El niño que crece acompañado del Espíritu Santo adquiere una madurez cristiana más sólida y segura. No esperemos a que nuestras sociedades materialistas y privadas de Dios malogren y corrompan en lo más hondo el espíritu de los jóvenes para invitarles a recibir el don inefable del Espíritu Santo en el sacramento de la confirmación. Como nos advierte Jesús, después del bautismo, que borra del alma cualquier mancha, «cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y, al no encontrarlo, dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio» (Lc 11, 24-26). Hemos de preparar cuidadosamente la recepción de este sacramento. El hecho de que tantos jóvenes se descuelguen de la práctica religiosa nada más recibir la confirmación debe alertarnos de la necesidad de una catequesis más sólida y más profunda, como la que prepara a los niños para la primera comunión, en línea con el espíritu del decreto Quam Singulari del papa san Pío X. El Espíritu Santo es santificador. Es el Espíritu de la verdad, el Espíritu creador. Llena los corazones de los fieles del fuego de su amor. Es la alegría y el consuelo de los fieles. El Veni, Sancte Spiritus añade que es el dispensador de las gracias, luz de los corazones, huésped de nuestra alma, descanso de nuestro esfuerzo y consuelo de nuestras lágrimas. Lava las manchas, sana las heridas, infunde calor en el frío, repara los errores y conduce a los hombres a puerto. Esta es nuestra fe en el Espíritu. De ahí la importancia de recibir el sacramento de la confirmación lo antes posible para que desde nuestros primeros años el Espíritu sea huésped de nuestra alma y nos llene con su presencia.

El dinamismo interior de la misión

«Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rm 8, 16-17): una certeza que es comunicativa y nos empuja a la evangelización. En los Hechos de los Apóstoles aparece descrito con frecuencia como una fuerza que inunda tanto a los apóstoles y a los discípulos de Cristo como a los gentiles abiertos al Evangelio (Hch 10, 4447). La fuerza del Espíritu empuja a recorrer el mundo entero para evangelizar a todos los que la han recibido en los sacramentos del bautismo y la confirmación. El Espíritu hace hablar y hace actuar. De Él proceden el empuje y el impulso misioneros. Es Él quien envía a Saulo y a Bernabé a tierras lejanas para llevar el Evangelio a las naciones paganas y revelarles el misterio de Jesucristo, Hijo de Dios. Es Él quien abre los corazones de los hombres y los prepara para recibir a Jesús. Está presente y activo en la entraña del anuncio del Evangelio. Es el principal agente de la evangelización. Concede la audacia, el coraje y el arrojo misioneros (cfr. Hch 4, 31). Ese ardor misionero y esa fuerza evangelizadora tienen por destinatarios a todos los confirmados, pero no en todos ellos se traducen forzosamente en discursos o en iniciativas espectaculares. El Espíritu concede sus carismas como quiere. Para muchos cristianos el impulso misionero recibido en la confirmación se traducirá de modo discreto, pero sumamente eficaz, en el poder silencioso del testimonio diario y el ejemplo de una vida de trabajo minucioso, del espíritu de servicio, de una caridad incansable, de la búsqueda de la verdad. El Espíritu les soplará las respuestas a las preguntas que su entorno no dejará de formularles acerca de la razón de su equilibrio y de su alegría interior, y ellos tendrán la gracia para explicar que son felices porque son cristianos. Este apostolado de todos los días que san Josemaría llamaba el «apostolado de amistad y confidencia» suele contarse entre los más eficaces.

Un sacramento para iniciarse en la vida interior

La confirmación, que refuerza y expresa sacramentalmente la recepción del Espíritu Santo en nuestras almas, nos invita a encontrar a Dios en el fondo de nuestro corazón, a conocer a ese Espíritu misterioso y dejarnos penetrar por Él. Sí, el Espíritu Santo es inaprehensible y activo, como el viento del que toma su nombre. Por eso Jesús transmite el Espíritu Santo soplando sobre los apóstoles (Jn 20, 22) para que permanezca en ellos como una fuerza interior. A veces se le compara con un manantial: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”. Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39). El Espíritu, soplo de vida y fuente de vida, habita en nosotros, aunque nosotros no seamos capaces de aprehenderlo. Por eso para muchos cristianos el Espíritu Santo sigue siendo el «Dios desconocido», como queda recogido en el título del libro del padre Victor Dillard, muerto en el campo de concentración de Dachau en 1944. El texto va precedido por una oración espléndida, que es como una súplica, un grito dirigido al Espíritu Santo pidiéndole que se deje conocer, atrapar, tocar, e incluso que nos descubra su rostro, tan intenso es nuestro deseo de contemplarle. Señor, haced que vea... No sé ni siquiera cómo llamaros, cómo decir: Espíritu Santo o Santo Espíritu... Trato de cogeros, de aislaros dentro de la divinidad en la que estoy inmerso. Pero la mano extendida no agarra nada y, sin darme cuenta, voy cayendo de rodillas delante del Padre, o inclinándome hacia mi Cristo interior, más familiar. Mi cuerpo se detiene. Los sentidos reclaman su ración de imágenes para permitirle al alma volar hacia vos. Y vos no le dais más que extraños alimentos materiales: una paloma, lenguas de fuego, el viento. Nada hay en esto que permita la cálida intimidad de una oración entre dos, humana, familiar. Es que estáis demasiado cerca de mí. Yo necesitaría un poco de distancia para miraros, delimitaros y delimitarme yo también frente a vos, satisfacer mi necesidad de contornos nítidos para entender nuestra unión [3].

Esta oración expresa a la perfección lo difícil que le resulta al cristiano imaginar la originalidad de la persona divina del Espíritu Santo. En palabras de un teólogo, el Espíritu no es alguien con quien podamos tratar frente a frente; es alguien que habita en nuestro interior, que hace que anide en nosotros el don mismo de Dios, nos inspira, nos hace hablar y actuar según Dios. Es aquel a quien puede referirse por excelencia la célebre fórmula de san Agustín, cuando dice de Dios: es en mí «más íntimo que mi propia intimidad, y superior a lo más alto que hay en mí». (...) Es, en lo más profundo de nosotros mismos, el que inspira nuestra

libertad y la alivia del peso del pecado sin violentarla jamás. Es, en definitiva, como dice san Pablo, quien da vida a nuestra oración [4].

El hecho de que por lo general la oración de los primeros siglos, que sigue el modelo de la de san Pablo, se dirija al Padre por medio de Jesucristo es un reflejo de esta dificultad. En el cristianismo primitivo aún no se ha extendido la invocación directa al Espíritu Santo: se implora su venida como un don, pero sin dirigirse a Él en segunda persona. Solo se le suele rezar y glorificar asociado a las otras Personas. Las primeras oraciones de la Iglesia que tienen por destinatario directo al Espíritu, como el Veni Creator del siglo IX y el Veni Sancte Spiritus del siglo XII, son relativamente tardías. No obstante, el Espíritu Santo nunca está ausente de la oración de la Iglesia ni de la intimidad con Dios que buscamos en la oración personal. Recibe nuestro amor y nuestra adoración al mismo tiempo que el Padre y el Hijo. Y hemos de buscarle y pedirle ayuda para avanzar en la vida interior, esa vida que nos prepara para la Vida eterna. «El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad (...); el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). El Espíritu habita en nosotros y nos hace templo de Dios: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros» (1 Co 3, 16-17). Habita en el corazón de los fieles como habita en la Iglesia. Porque «en la Iglesia se ha depositado nuestra comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo (...). Donde está la Iglesia ahí se encuentra el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia y toda la gracia, ya que el Espíritu es la verdad» [5], dice san Ireneo. La curiosa definición del Espíritu como «nuestra comunión con Cristo» es reveladora de su singularidad. «No es alguien a quien se pueda tener frente a frente en la confesión y en la relación, como el Hijo; es quien nos permite estar en comunión con el Hijo, es decir, es nuestra relación con Él. Habita en nosotros por gracia, como habita en el Hijo por naturaleza» [6], y nos sitúa en una relación íntima y personal con Cristo, en una honda comunión de amor con Cristo. Recibir el sacramento de la confirmación es una invitación apremiante a descubrir la vida interior y una ayuda poderosa para sumergirnos en ese misterio de la oración que consiste en hacerse presente para el Amigo

invisible ofreciéndole nuestro corazón y nuestra vida, y a todos los que amamos, el mundo entero y todos sus sufrimientos. El sacramento de la confirmación debería encender en nuestras almas el fuego de esa vida interior. ¿Quién puede permanecer ajeno a Dios que viene a establecer su morada en nosotros, que se vuelve más íntimo a nosotros que nosotros mismos? Con la confirmación recibimos esa presencia interior de un modo estable y pleno. De ahí la necesidad de preparar la recepción de este sacramento con el aprendizaje de una oración silenciosa y personal, de un diálogo íntimo con el Huésped interior. Es el momento idóneo para adquirir el hábito del recogimiento y la oración. Esta iniciación debería formar parte importante de esa preparación. El cristiano confirmado debe poder ofrecer cada acto de cada instante de su vida (cfr. Rm 12, 1), convertir su vida en una liturgia interior y silenciosa de adoración, uniendo sus pruebas y sus sufrimientos al sacrificio de Cristo. Los Padres del Concilio Vaticano II se refieren de un modo muy concreto a este sacerdocio espiritual: Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz [7].

La vida según el Espíritu implica la escucha y la docilidad al Maestro interior. El sacerdocio espiritual de todos los bautizados lleva consigo un clima de silencio y de amor.

Oración final Oh Espíritu Santo, Alma de mi alma, yo Te adoro. Ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame. Instituye mi alma en la verdad (...) Oh, Tú que procedes del Padre y del Hijo. Yo Te consagro este día (...). Hoy yo deseo vivir en Tu presencia, atento a Tus inspiraciones y en obediencia a Tu voz. Oh, Espíritu Santo, ven hacia mi vida

a través de la Virgen María, renuévame, vivifícame, santifícame [8].

III LA EUCARISTÍA Y LA LITURGIA

Mientras dura el éxodo, Dios camina por el desierto en medio de su pueblo, anunciando así su presencia sacramental en medio de su Iglesia de edad en edad. ¡Qué seguridad tan inmensa nos da la presencia permanente de Dios entre nosotros! Cuando nos asaltan el miedo y las tentaciones, basta confiar en Él e implorarle para que acuda en nuestro auxilio. Dios marcha delante de nosotros despejándonos el camino: en la Palabra está en medio de nosotros y penetra en nosotros en el sacramento de la Eucaristía, en una unión que san Hilario de Poitiers ensalzaba en estos términos: Si es verdad que la Palabra se hizo carne, también lo es que en el sagrado alimento recibimos a la Palabra hecha carne; por eso hemos de estar convencidos que permanece en nosotros de un modo connatural aquel que, al nacer como hombre, no solo tomó de manera inseparable la naturaleza de nuestra carne, sino que también mezcló, en el sacramento que nos comunica su carne, la naturaleza de esta carne con la naturaleza de la eternidad. De este modo somos todos una sola cosa, ya que el Padre está en Cristo, y Cristo en nosotros [1].

Presente para que lo recibamos

En la Eucaristía, no obstante, lo esencial no es la mera presencia de Cristo bajo las especies del pan y el vino. Cristo no está ahí por el simple hecho de estar. Está ahí para dársenos en alimento de modo que la unión entre Él y nosotros sea lo más plena posible. La razón de ser de la presencia del Señor en este sacramento es la acogida que busca en nuestra propia presencia como creyentes. El sacramento de la Eucaristía es una presencia que se ofrece y que espera ser recibida en un encuentro personal con el Señor para habitar nuestras vidas y orientar nuestras elecciones. Así la presencia sacramental bajo las especies del pan y del vino se convierte de

verdad en una presencia de vida, en una alianza, porque toda alianza conlleva reciprocidad. Eso no significa en absoluto que la presencia de Cristo sea algo subjetivo o esté totalmente sujeta a mi fe personal o a mis disposiciones interiores. Junto con toda la Iglesia, creemos firmemente y sin sombra de duda que, a través de la transustanciación, es decir, de la conversión de toda la sustancia del pan y el vino en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Jesús está verdadera, real y sustancialmente presente en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad. Está ahí, vivo y glorioso, enteramente, Dios y hombre [2]. Retomando las palabras de santo Tomás de Aquino, que en este sacramento está el verdadero cuerpo de Cristo y su sangre, no lo pueden verificar los sentidos, sino la sola fe, que se funda en la autoridad divina. Por lo que acerca de las palabras de Lc 22, 19: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros», dice san Cirilo: «No dudes de que esto sea verdad, sino recibe con fe las palabras del Salvador, ya que, siendo la verdad, no miente» [3].

Esta fe humilde y tan firme inspiró a santo Tomás himnos litúrgicos en honor del Santísimo Sacramento como el Pange lingua o el Adoro te devote, que la Iglesia sigue cantando hoy en día: Adoro te devote, latens Deitas, Te adoro con devoción, Dios escondido, Quae sub his figuris vere latitas: oculto verdaderamente bajo estas apariencias. Tibi se cor meum totum subjicit, A Ti se somete mi corazón por completo, Quia te contemplans, totum deficit. y se rinde totalmente al contemplarte. Visus, tactus, gustus in te fallitur, Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; Sed auditu solo tuto creditur: pero basta el oído para creer con firmeza; Credo quidquid dixit Dei Filius, creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: Nil hoc verbo veritatis verius. nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.

La presencia real de Cristo en la Eucaristía es la presencia de quien ha entregado su vida para adentrarse en la vida de los suyos. Hemos de acogerla en la fe y en el amor, con una adoración contemplativa,

asombrados ante la majestad de ese Dios hecho hombre que se oculta humildemente en la hostia inmaculada.

Un misterio de unión Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí (Jn 6, 55-57).

El ferviente deseo de Dios consiste en unirse a todos los hombres en el amor y hacerlos partícipes de su propia vida: según las palabras de san Ireneo que hemos citado antes, «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios». Esa divinización de nuestra humanidad está inscrita dentro de una alianza de amor. El tema de la alianza constituye el hilo conductor de toda la Biblia, desde la alianza con Noé (Gn 9, 17), con Abrahán (Gn 17) y con Moisés (Ex 19-24) y desde la Nueva Alianza anunciada por los profetas (Jr 31, 31-34; Ez 16, 60-63), hasta Jesucristo, que consagra el «cáliz de la Alianza nueva y eterna» (1 Co 11, 23-27) y se entrega como alimento para expresar plenamente cuál es la unión que busca. La Alianza no es una unión jurídica, sino una unión de amor. (...) Dios crea la humanidad para desposarla y la desposa encarnándose, desposar en el sentido más fuerte, es decir, no formar más que una sola carne con ella. Dios quiere ser con la humanidad una sola carne, este es el fondo de la cuestión. Sabemos que el deseo profundo del amor conyugal no se detiene en el abrazo de dos cuerpos que permanecen exteriores el uno al otro. (...) Cada uno no quiere subsistir más que para dejarse consumar por el otro, transformándose en cierto modo en su alimento, carne de su carne. El simbolismo del beso es elocuente, es el comienzo del gesto de comer. (...) Se querría comer al otro y dejarse comer por él para ser carne de su carne [4]. En la Eucaristía Dios desposa realmente nuestra humanidad con el deseo de que nos unamos a Él lo más plenamente posible, como el esposo se une a

la esposa. De ahí que los Padres apliquen al Verbo encarnado la mención del salmista al esposo que sale de la alcoba nupcial: Por eso, como el esposo que sale de su alcoba, descendió el Señor hasta la tierra para unirse, mediante la encarnación, con la Iglesia, que había de congregarse de entre los gentiles, a la cual dio sus arras y su dote: las arras, cuando Dios se unió con el hombre; la dote, cuando se inmoló por su salvación. Por arras entendemos la redención actual, y por dote, la vida eterna [5].

Acoger esa presencia en la comunión

Jesús se da en alimento para que la vida divina que hemos heredado en el bautismo se desarrolle y alcance su plenitud. Sin Jesús Eucaristía no podemos vivir. Así nos lo dice en repetidas ocasiones el mismo Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Acercarse a comulgar es un acto íntimo de amor y de abandono confiado en Dios, que viene a sanarnos y a alimentarnos con su presencia. A Dios no le asusta ni le repugna nuestra miseria. Pero solo quien tiene el sincero deseo de recibir su misericordia y quien demuestra de modo concreto ese deseo con sus opciones de vida puede acercarse a recibirle en ese sacramento de amor. Los fieles deben recordar la realidad de lo que reciben: Cada comunión es un abrazo, un abrazo cruento; es la cruz que se abre y [cada comulgante] dice: «¡No! No es posible... ¡Yo no, Jesús!». Solo los santos podrían acercarse a este misterio sin temblor y, sin embargo, se sienten más abrumados que nadie por la cercanía de tanto amor. Los demás se presentan con su falta de comprensión, con sus distracciones, su cortedad de miras, su frialdad, su tibieza. «Descienden del Calvario conversando de sus cosas...» [6].

Desde la Antigüedad hasta nuestros días no ha existido ningún mártir, ningún obispo, ningún sacerdote ni fiel cristiano que no haya extraído su fuerza de la Eucaristía. De hecho, como dice el prefacio del Jueves Santo, en la comunión la carne inmolada por nosotros nos fortalece, la sangre derramada por nosotros que bebemos nos purifica. «Por el amor que sintió hacia nosotros –comenta san Clemente de Roma– Jesucristo nuestro Señor dio su sangre por nosotros por la voluntad de Dios, y su carne por nuestra carne, y su vida por nuestras vidas» [7]. En el combate diario que se libra en nuestros corazones, para esa larga y ardua marcha por el desierto que es la

existencia humana, para la gran batalla entre la ciudad de Dios y la de Satanás, necesitamos el maná, el pan de los ángeles.

La absoluta necesidad de la Eucaristía

La Eucaristía es una necesidad básica, una necesidad vital. La consecuencia lógica del bautismo es una intensa vida sacramental y eucarística. Un cristiano sin sacramentos y sin Eucaristía es un cadáver ambulante. Como decían los mártires de Abitene (en la actual Túnez), sine Dominico non possumus: «Nosotros los cristianos no podemos vivir sin la Eucaristía». Detenidos por los guardias del emperador Diocleciano, fueron interrogados por el procónsul Anulino. Uno de ellos, Saturnino de nombre, respondió: «Hemos celebrado la Cena del Señor sin temor alguno, porque no podemos prescindir de ella: es nuestra ley». Y cuando el funcionario imperial pregunta al propietario de la casa por qué no prohibió la entrada a los demás, oye esta respuesta: «¡No podía hacerlo! Sin la Cena del Señor no podemos vivir» [8]. Acto seguido fueron ejecutados. Sí, ¡sin el Cuerpo y la Sangre del Señor los cristianos no podemos vivir! Cuando se prohibieron terminantemente sus asambleas, nuestros hermanos de los primeros siglos demostraron su coraje y aceptaron la muerte a cambio de asistir a la Eucaristía dominical. Sin la presencia de Jesús-Eucaristía el mundo está condenado a la barbarie, a la decadencia y a la muerte. Ningún gobierno, ninguna autoridad eclesiástica puede prohibir legítimamente la celebración de la Eucaristía. El cierre reciente de las iglesias en muchos países pretextando motivos sanitarios no es el primer intento por parte de los poderes públicos de asfixiar y destruir definitivamente la Iglesia de Dios, ni de conculcar el derecho fundamental de los hombres a honrar a Dios y ofrecerle el culto que le es debido. En El espíritu de la liturgia el cardenal Ratzinger subraya que uno de los motivos de la salida de Egipto del pueblo de Israel fue precisamente la práctica del culto: «Deja partir a mi pueblo, para que me dé culto en el desierto» (Ex 7, 16). La larga «negociación» entre Moisés y el faraón que recoge el libro del Éxodo concierne precisamente a la libertad de culto, cuyo ordenamiento

pertenece exclusivamente a Dios y no puede ser objeto de ningún compromiso [9]. Son demasiados los cristianos convencidos de que, para ir con los tiempos y tomar parte activa en ellos, tienen que dejar a un lado la fe –que pertenece solamente a la esfera privada– y su relación con Dios, que tan a menudo oyen enjuiciar como una huida de sus responsabilidades personales y una manera cobarde de dejar el mundo abandonado a su triste suerte. De ahí la pasividad con que algunos países en su día cristianos han aceptado la banalización de la fe y de la práctica religiosa, como por desgracia ha demostrado el modo en que tantos gobiernos han sido capaces de privar a los creyentes, por motivos sanitarios, de celebrar digna, solemne y comunitariamente los grandes misterios de su fe. La gente se ha sometido sin ninguna resistencia a unas disposiciones que ignoran a Dios. Nuestras sociedades tienen pánico a la muerte. Nos dicen que la vida es el bien más preciado y que hay que protegerla a toda costa. Pero ¿vivir es solamente conservar la vida? ¿Qué significa una supervivencia en cuya defensa hemos de aceptar cualquier sacrificio? ¿No hemos llegado a un punto en que, paradójicamente, para no perder la vida hay que dejar de vivir: de desplazarse, de conversar, de ayudarse mutuamente, de mostrar el rostro y la sonrisa, de estrecharse la mano o de besarse, de rezar juntos? ¿En nombre de qué supervivencia debemos renunciar a entrar en la casa de Dios para rendirle un culto digno de Él y para recibir la Eucaristía, fuente de vida, «medicina de inmortalidad» –como la llamaban los Padres–? ¿De qué vale lo que nos queda de vida si ni siquiera podemos acompañar en la muerte a nuestros ancianos ni darles consuelo? Ninguna autoridad humana, gubernamental o eclesial puede arrogarse el derecho de impedir a Dios reunir a sus hijos, de impedir la expresión de la fe por medio del culto divino. Por supuesto que hemos de tomar todas las precauciones higiénicas necesarias en tiempos de pandemia, pero no hasta el punto de eliminar en nosotros cualquier manifestación exterior de la caridad o de renunciar a la Eucaristía, fuente de vida, presencia de Dios en medio de nosotros, medio por el que se aplica la Redención tanto a los fieles asistentes como a todos los muertos y vivos. Sin dejar de tomar las precauciones necesarias para evitar el contagio, los obispos, los sacerdotes y los fieles deberían oponerse con todas sus fuerzas a unas leyes de

seguridad sanitaria que no respetan ni a Dios ni la libertad de culto, y que son leyes más mortales que el coronavirus. La prohibición de asistir a la misa dominical es para los católicos una experiencia dolorosísima, ya que la Eucaristía es realmente la vida de su vida. De la misma manera que no hay Eucaristía sin la Iglesia, tampoco hay Iglesia sin la Eucaristía. Prohibir o impedir la celebración solemne de la liturgia, reducir de un modo absurdo el número de asistentes equivale a practicar la eutanasia a los cristianos retirándoles su fuente de vida: JesúsEucaristía. En la carta apostólica Dies Domini sobre la santificación del domingo, san Juan Pablo II recordaba el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han cumplido siempre con el precepto dominical en situaciones de peligro y persecución, desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días. La Constitución del Concilio Vaticano II sobre la sagrada liturgia insiste en la importancia del domingo: La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón «día del Señor» o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 P 1, 3). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo [10].

Cierto es que san Pablo nos recomienda «someternos a los gobernantes y a las autoridades» (cfr. Tt 3, 1-2). Y san Pedro nos dice: «Someteos por causa del Señor a toda criatura humana, lo mismo al rey, como soberano, que a los gobernadores, que son como enviados por él para castigo de los malhechores y aprobación, en cambio, de los que hacen el bien» (1 P 2, 1314). Pero cuando las instituciones humanas prohíben predicar el nombre de Jesús porque esa predicación es contraria a sus ideas, o cuando las autoridades restringen la práctica de nuestra fe relegando a Dios al último lugar, Pedro y Juan replican: «¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 19-20). Por respeto a nuestras obligaciones con Dios y por la supervivencia del testimonio cristiano a cualquier precio, resistámonos pacífica pero enérgicamente a la prohibición de las asambleas eucarísticas. Se trata –como decía san Ignacio

de Antioquía a los efesios– de una batalla contra Satanás: «Esforzaos en reuniros frecuentemente para la acción de gracias y para la gloria de Dios. Pues cuando os reunís con frecuencia las fuerzas de Satanás son destruidas, y su ruina se hace por la concordia de vuestra fe». La misa es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana, porque es la presencia renovada del sacrificio que nos ha merecido participar de la vida de Dios. Cada celebración eucarística, incluso la que se celebra en soledad, se ofrece por el mundo entero y lo acerca misteriosamente a Dios. Todas las buenas obras juntas –decía el cura de Ars– no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios. El martirio, que es el sacrificio que el hombre hace a Dios de su vida, tampoco puede compararse en nada a la Misa, que es el Sacrificio que Dios hace al hombre de su Cuerpo y de su Sangre [11].

Disposiciones para recibir la Eucaristía

Sin la Eucaristía los cristianos no podemos vivir. No obstante, la Eucaristía solo se convierte en fuente de vida para quienes se acercan a ella con las disposiciones debidas. San Pablo se muestra tajante acerca de este punto: «Quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Así pues, que cada cual se examine, y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo [del Señor] come y bebe su condenación» (1 Co 11, 27-29). Remitiéndose a la mención que hace Jesús a los hebreos en el desierto dice san Agustín: «“Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron”, no porque el maná era malo, sino porque lo comieron mal» [12]. Para recibir el Cuerpo de Cristo la primera buena disposición es la fe en su presencia real en la Eucaristía. De hecho, los sacramentos no tienen nada de automático ni de mágico, y la Eucaristía solo produce sus efectos en quienes se acercan a ella con una fe grande y sincera. Una fe que, lejos de consistir en un conocimiento académico o teórico, en una noción concreta de Dios, nace ante todo de la adhesión a Cristo por amor. Es un acto del corazón por el que –como dice san Agustín– entramos en comunión con el

Cuerpo y la Sangre de Cristo para saborear ese alimento dentro de nuestra alma y ser vivificados por él: ¿Qué desea el alma más fuertemente que la verdad? ¿De qué debe tener ávida la garganta, por qué debe desear que dentro esté sano el paladar con que juzgar la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad, la eternidad? [13].

Por la fe, prosigue san Agustín, comemos a Aquel que nos alimenta: a Cristo, verdadero pan de vida: «Comer el pan vivo es esto: creer en él. Quien cree lo come; es cebado invisiblemente porque renace invisiblemente. Dentro es bebé, dentro es nuevo; donde se renueva, allí se sacia» [14]. Esta comparación entre el acto de creer y el de comer expresa la intensa relación entre Cristo y el creyente por medio de la fe. Pero tanto en el caso de la fe como en el de la Eucaristía no somos nosotros quienes asimilamos el Pan de vida, a Cristo, sino que es Él quien nos asimila a nosotros y nos hace semejantes a Él. Vivimos, pero ya no somos nosotros quienes vivimos: es Él quien vive en nosotros (cfr. Ga 2, 20). La fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía debe ir acompañada de una voluntad sincera y efectiva de configurar nuestra vida conforme a lo que creemos. La acogida no surge de la Eucaristía de forma súbita o espontánea: es inseparable de la calidad de vida que precede a la celebración. ¿Cómo vamos a incorporarnos dignamente a la celebración del misterio eucarístico si estamos constantemente inmersos en el ruido, la agitación y el activismo frenético y descontrolado de las cosas de este mundo? Es sumamente difícil participar de verdad en la Eucaristía si nuestra vida es mediocre y está entorpecida por la rutina y la tibieza, o habitada por la agresividad, el odio, el rencor o una orgullosa pretensión de superioridad sobre los demás: «Todo aquel que recibe [la Eucaristía] manteniendo en el corazón odio contra su prójimo, hace violencia al Cuerpo del Salvador» [15], dice san Agustín. Y, según Bossuet, «quienes comen tal pan no litigan entre sí, porque los muchos somos un único pan, un único cuerpo» [16]. Es el mismo Jesús quien nos advierte: «Si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Si no, nuestra ofrenda no significa ni vale absolutamente nada. De hecho, hundimos aún más los clavos en las manos y los pies de Jesús, volvemos a traspasar su corazón con una lanza de odio, porque

ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales [17].

Dejarse transformar: la obediencia de la fe

La Eucaristía es el memorial del Señor. En la Biblia la «memoria» ocupa un lugar predominante: a lo largo de toda la historia sagrada Dios «recuerda» su alianza y sus promesas (cfr. Sal 105, 8; 73, 1-2; 106, 43-46; Ex 2, 24; Lv 26, 42); y al hombre se le invita a recordar los beneficios y las maravillas de Dios. Se trata –más allá de un mero recuerdo mental– de una actualización real de lo que se consumó en el pasado: no hay que volver a atravesar el Mar Rojo, pero se le pide a Dios que muestre la misma fidelidad que mostró a la generación que cruzó el Mar Rojo en seco; y a los fieles se les exhorta a adoptar la actitud y las disposiciones interiores que tuvo entonces el pueblo de Israel. Dios recuerda y entonces actúa, despliega el poder de su Amor, manifiesta su misericordia y concede su perdón. Así es como la Eucaristía revela la omnipotencia del amor de Dios: no un poder abrumador, dominante, un poder arbitrario que desde lo alto del cielo decide lo que le place, aunque sea irracional o imposible, sino el poder del amor que no se deja vencer por la exacerbación del mal, un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta morir por aquellos a quienes se ama. Es así como Dios recuerda su Alianza. Y para que, a su vez, el hombre también recuerde, esto es lo que hace Jesús: Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió, lo dio a los discípulos y les dijo: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: «Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 26-28).

Y concluye así: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24). Hacer memoria del misterio de la redención en la Eucaristía es responder a él con fe, con amor y con acción de gracias; es consentir y ratificar la Alianza. Esa

respuesta va más allá de la sumisión a los preceptos de una ley moral abstracta. Es la «obediencia de la fe» (cfr. Rm 1, 5; 16, 26), es decir, adoptar de forma concreta una conducta impregnada de la Palabra de Dios y reflejar esa presencia con toda la existencia. Obedecer es recordar con obras concretas que Dios me ha manifestado su amor de un modo inefable y, en comunión con ese acto de Dios, hacer por los demás lo que Él ha hecho por mí. Es entrar en la obediencia del Hijo de Dios, que nos ha dejado un modelo que poder seguir (cfr. 1 P 2, 21). Jesús ha obedecido al Padre revelándolo tal cual es: un Dios de amor, de misericordia y de perdón. Y lo ha revelado así a través de sus palabras y sus obras, tomando la condición de esclavo y haciéndose obediente hasta la muerte en la cruz (cfr. Flp 2, 6, 8): hasta ahí tenía que llegar su obediencia para revelar a Dios tal cual es [18]. La obediencia de la fe es el camino de la imitación de Cristo. Porque Él es misericordia, somos nosotros misericordiosos. Porque Él es Adorador del Padre, queremos nosotros ser verdaderos adoradores «que adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así» (Jn 4, 23). Porque Jesús se arrodilló a los pies de los apóstoles en señal de humildad y de amor, hemos de ponernos nosotros gozosamente al servicio de los demás con humildad y amor: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. En verdad, en verdad os digo: el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica (Jn 13, 12-17).

Esta obediencia de la fe lleva a la consumación de la ofrenda eucarística de Jesús. Para todos los que participan del misterio de su Cuerpo y de su Sangre entregados por la vida del mundo, Jesús se convierte en la fuente de su entrega al Padre y a los demás, en la fuente de la obediencia y el amor hasta el extremo, hasta el don total y definitivo de uno mismo. Entonces la presencia sacramental del Señor bajo las especies eucarísticas consuma y significa plenamente la presencia viva del Señor en su Iglesia, y su Iglesia se convierte en presencia del Señor en el mundo. La edificación de la Iglesia, presencia del Señor que se prolonga en el tiempo y en el espacio, es la consecuencia esencial y vital de la Eucaristía. Jesucristo prolonga su presencia salvífica en el mundo a través del sacrificio eucarístico.

Por eso, acoger la presencia del Señor no es solamente cantar y danzar en su honor en alabanza y acción de gracias, acompañados a veces de una vida rutinaria y mediocre como telón de fondo. Aunque la alabanza, la expresión del gozo y de la acción de gracias constituyen una dimensión esencial de la Eucaristía, esta no es solamente un canto de agradecimiento y de bendición. El Señor espera que lo acojamos en nuestras vidas con un «sí» obediente, con una adhesión humilde y plena a lo que nos propone, con un asentimiento a la Palabra de vida hecha carne que viene a transfigurar radicalmente nuestra existencia.

El culto eucarístico fuera de la misa

Por eso se entiende que la Iglesia experimente la necesidad de prolongar la acogida en la fe y en el amor de esa presencia sacramental mediante el culto a la Eucaristía fuera de la santa misa. Por supuesto que es indispensable participar con fe en la celebración comunitaria de la Eucaristía; pero también es indispensable responder al deseo de Dios –que quiere quedarse con nosotros, dentro de nuestra alma– cultivando delante de Jesús-Eucaristía el silencio, el recogimiento, la oración de adoración, de alabanza y de acción de gracias. De hecho, si vivimos bien la misa haciendo de ella el centro de nuestra jornada, el corazón de toda vida cristiana, ¿cómo no vamos a procurar prolongar durante el resto del día nuestra unión con Dios? La comunión nos arrastra a pensar a lo largo del día en el Señor que habita en nosotros procurando no alejarnos de su presencia y trabajar como trabajaba Él, amar como amaba Él, perdonar como perdonaba Él y ser como Él mansos y humildes de corazón. No se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad personal y efectiva con Dios. Esa amistad conlleva un trato, porque, si Jesús está en mí, también está presente en el sagrario, con una presencia silenciosa pero real, visible, palpable, llena de amor y de calidez.

El sagrario es como Betania, ese lugar tranquilo, apacible y amigable donde está Jesús, donde podemos encontrarnos con Él, dejarnos acoger por Él y acogerlo nosotros, contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y alegrías, con la sencillez y la naturalidad con que hablaban con Él María, Marta y Lázaro [19]. Habituémonos a ponernos frecuentemente en su presencia en un diálogo silencioso de amor. Durante esos momentos de intimidad nuestro corazón se agranda, se fortalece nuestra voluntad, y nuestra inteligencia, ayudada por la gracia, aprende a impregnar de sobrenaturalidad las realidades humanas. Por muchas cosas que tengamos que hacer, por muchas situaciones preocupantes y urgentes que nos aguarden, acostumbrémonos a ponernos en presencia del Señor en el sagrario y crezcamos en vida contemplativa. Sin vida contemplativa, sin la adoración silenciosa de esta presencia divina, no sirve de mucho trabajar por Cristo, porque los esfuerzos de los albañiles son vanos si Dios no construye la casa y en vano vigilan los centinelas si el Señor no guarda la ciudad (cfr. Sal 127, 1). El papa san Juan Pablo II nos anima de un modo espléndido a ese encuentro personal con Dios en la devoción eucarística: Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas. Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cfr. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo! Numerosos santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se distinguió por ella san Alfonso María de Ligorio, que escribió: «Entre todas las devociones, esta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros». La Eucaristía es un tesoro inestimable; no solo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor [20].

Con humildad, libre y amorosamente, sumerjámonos en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Ofrezcámosle nuestro amor, nuestro corazón, nuestra libertad. Que nuestro cuerpo se arrodille con asombro y en

adoración silenciosa. Que nuestra libertad se abra a la presencia del Señor, porque la libertad nos hace hombres y mujeres verdaderamente responsables de sus actos, capaces de decisiones que nos comprometen y nos transforman. Entonces el misterio pascual se convierte en nosotros en una realidad viva: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 19-20).

Fuente y cumbre de la vida de la Iglesia

El extraordinario fervor eucarístico de san Juan Pablo II puede ayudarnos a ahondar en nuestra relación de intimidad con este sacramento. Me viene a la cabeza una sola imagen: durante su peregrinación a Tierra Santa con ocasión del jubileo del año 2000, antes de vivir gozosamente la gracia de celebrar la Eucaristía en el cenáculo de Jerusalén donde, según la Tradición, el mismo Cristo la celebró por primera vez, aquel anciano encorvado con sotana blanca se quedó de pie, él solo, delante del muro occidental del templo de Jerusalén para deslizar su petición de perdón en un hueco entre dos piedras del muro. Lo que hizo delante del muro occidental del templo le hubiera gustado repetirlo con cada uno de nosotros. Es como si en su encíclica Ecclesia de Eucharistia y en su carta apostólica Mane nobiscum Domine el santo papa polaco, anciano pero lúcido, buscara una grieta en nuestro corazón y en nuestras costumbres para, a modo de conclusión de su ministerio petrino, deslizar en ella un mensaje esencial, el último de su pontificado: Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas, que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, vere passum, immolatum, in cruce pro homine! Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –visus, tactus, gustus in te fallitur, se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta solo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68) (...).

Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia? (...). Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este «tesoro». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque «en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación» [21].

Dignidad de la liturgia

Si debemos cultivar una relación personal, asidua y tan íntima con el misterio de la Eucaristía, no existe otro momento en el que sea más intensa la comunión con el sacrificio de Cristo que el de la liturgia y, sobre todo, el de la santa misa. De ahí la importancia capital, fieles y sacerdotes, de celebrar la Eucaristía, la principal oración de la Iglesia, con un respeto que ha de trasladarse a nuestra conducta en el modo de movernos, de sentarnos, levantarnos, lavarnos las manos, inclinar la cabeza, hacer la genuflexión o arrodillarnos. En este sentido, tanto el ejemplo del sacerdote como, en general, de cuantos se reúnen en el templo para una ceremonia litúrgica es de vital importancia. Solo si tomamos y conservamos la conciencia de que ante el altar nos hallamos realmente al pie de la cruz, en presencia de Cristo muerto y resucitado por nosotros, podremos encarnar el auténtico ars celebrandi. El arte de celebrar no consiste solo en observar rigurosamente las rúbricas y las normas litúrgicas, algo que, por supuesto, es condición necesaria. No basta con el respeto a las normas litúrgicas, expresión de nuestra fe y de nuestra obediencia a la Iglesia. Son necesarios también el impulso de la fe, un amor filial y una verdadera adhesión a la voluntad de Dios para que la perfección formal de la liturgia facilite el encuentro íntimo y personal con Jesús. El auténtico ars celebrandi implica que la observancia de las normas esté presidida por una contemplación llena de adoración de la presencia de Dios Trinidad, que se acerca a nosotros a través de la

humanidad de Cristo. Ahí reside el carácter teocéntrico y cristocéntrico del culto divino. De ese modo la liturgia bien celebrada será realmente fuente de santificación para el sacerdote. En cambio, la negligencia en el culto divino, la improvisación o la búsqueda de creatividad en los ritos conducen a la banalización y desacralización de la liturgia y conllevan el riesgo de no hacer de ella medio de santificación del sacerdote y de los fieles. De hecho, en la tradición católica el término «rito», empleado tanto en singular como en plural, sirve para referirse bien al conjunto de la liturgia de la Iglesia («rito latino», «rito oriental»...), bien a una acción litúrgica concreta («rito del bautismo», «rito de la confirmación»), e incluso a una de las partes de dicha acción (el «rito de acogida»). Es un término que remite al desarrollo de las ceremonias al que el celebrante debe atenerse fielmente. El origen de la palabra se encuentra en una raíz sánscrita que significa «lo que es conforme al orden». Por eso en la liturgia de lengua latina las palabras ritus y ordo suelen emplearse como sinónimas. La institución y la observancia de los ritos son una constante en la historia religiosa de la humanidad. Para el hombre el rito es una manera de introducirse en el orden del cosmos con el fin de desempeñar en él un papel concreto. En el contexto cristiano la institución de los ritos expresa la voluntad de conformarse según el orden instituido por Dios, de recibir los dones de Dios como Dios quiere concederlos en lugar de apoderarse de ellos de un modo personal; y, al mismo tiempo, estos ritos son expresión del contenido de lo que se concede. Para fomentar en nosotros un respeto sagrado a la liturgia en la que se glorifica a Dios y el hombre queda santificado, hemos de invocar ante todo a tres personas: la Virgen María, su esposo san José y la mujer que en el evangelio toma una libra de perfume de nardo auténtico y costoso y unge con él los pies de Jesús y los enjuga con sus cabellos (Jn 12, 3). María y José cuidaron del cuerpo físico de Jesús en la tierra. De niño María lo cogió en sus brazos con ternura, en una adoración silenciosa, con inmenso respeto; y, ya adulto, confeccionó con esmero para Él una «túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo» (Jn 19, 23). Después de su muerte y su descendimiento de la cruz, con el corazón traspasado acogió entre sus brazos inmaculados y llenos de ternura el cuerpo inerte de Jesús en una actitud de silenciosa adoración. ¿Cómo no va a desear el sacerdote tener entre sus manos y ofrecer el Cuerpo eucarístico de Jesús con una

dignidad y un respeto sagrados? Digámoslo sin rodeos: por desgracia, muchas iniciativas surgidas del temor a propagar el coronavirus han sido un gesto sacrílego inédito en la historia de la Iglesia. Sujetar y distribuir el Cuerpo de Cristo con guantes o con pinzas es a la vez una incongruencia y una falta de respeto. Por su parte, la mujer del evangelio derrama todo su perfume sobre los pies de Jesús. Comentando esta escena san Juan Pablo II señalaba que, al igual que esta mujer, la Iglesia nunca dejará de mostrarse pródiga en el culto al Señor, ni jamás ha considerado un despilfarro la nobleza y la belleza de los objetos o las vestiduras litúrgicas. Recordemos una vez más la figura del santo Cura de Ars, que llevaba una sotana remendada y ponía una y otra vez suelas nuevas a sus zapatos, y al mismo tiempo compraba valiosos ornamentos litúrgicos para celebrar la santa misa. Recordemos también a san Francisco de Asís, que se paseaba descalzo y vestido con una tela de saco, pero quiso que las píxides y los cálices de la orden fundada por él fueran preciosos, porque eran vasos sagrados que iban a contener el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por supuesto que existe el riesgo de enriquecer los objetos de culto por un mero deseo estético de lujo, lo que significaría caer –igual que en lo referente al respeto de las rúbricas– en puro ritualismo ajeno a la realidad significada. Si por desgracia así sucediera, deberíamos hacer nuestras las severas palabras del Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro y así quedará limpia también por fuera (Mt 23, 25-26).

Atender únicamente al aspecto exterior del culto con el alma convertida en guarida de demonios e iniquidades sería, además de inútil, sumamente dañino. Busquemos, pues, los mejores ornamentos y vasos sagrados para el culto y la gloria de Dios, pero asegurándonos con su ayuda de que la belleza exterior de su morada y de los vasos sagrados sea un reflejo de la limpieza y la pureza interiores de nuestra alma. Conviene que los ornamentos y los vasos sagrados sean espléndidos, pero es más necesario aún que las almas del sacerdote y de los fieles resplandezcan de pureza y santidad y reflejen los rayos del Sol que es Cristo, porque también esas almas son morada de Dios.

Recuperar el recogimiento durante las celebraciones

Procurar el empleo de los objetos más hermosos para la Eucaristía es una forma loable y necesaria de manifestar nuestro respeto y nuestro amor, pero aún es más importante trasladar ese respeto y ese amor a nuestra conducta. En nuestras asambleas los africanos tenemos tendencia a dejarnos llevar por una especie de frenesí descontrolado. Nuestras iglesias se han convertido en espacios donde reinan el alboroto, una alegría exuberante y desbocada, la «santa anarquía» y, en definitiva, la falta de respeto a la gloriosa majestad del Dios tres veces santo. Nuestras asambleas de oración son demasiado ruidosas. Ensordecemos a Dios con nuestros cantos y nuestros gritos, con unas procesiones y unos bailes que no acaban nunca, cuando se supone que estamos recordando la muerte cruel y humillante que quiso sufrir Jesús subiendo a la cruz para salvarnos. ¿Por qué nos hemos vuelto tan ruidosos en presencia de Dios? ¿Por qué somos incapaces de imitar la oración, el silencio y la discreta humildad de Jesús, María y José a lo largo de sus treinta años de vida oculta en Nazaret? No dejemos nunca de pedir a Jesús: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11, 1). Envueltos en el silencio, con el corazón roto de dolor y de arrepentimiento y, sobre todo, desbordante de amor, nuestras celebraciones deberían permitirnos maravillarnos de la misericordia divina susurrándonos unos a otros: «Tendremos por lecho nuestra vergüenza, nos taparemos con nuestra humillación, pues pecamos contra el Señor, nuestro Dios, nosotros igual que nuestros padres, desde la juventud hasta el día de hoy, y fuimos incapaces de oír la voz del Señor, nuestro Dios» (Jr 3, 25). A veces esta deriva se ve amparada por la excusa de la necesaria inculturación de la liturgia. No olvidemos, sin embargo, que los apóstoles de la Iglesia primitiva, conocedores de los ritos funerarios y del profundo pensamiento religioso de las tradiciones de Oriente Medio acerca de la muerte y el más allá, no recurrieron a ellos para recordar el misterio pascual de Jesús. Así es como debemos procurar nosotros no incorporar a la liturgia de la Iglesia sin un prudente discernimiento elementos no evangelizados de la cultura pagana. De ese modo evitaremos todo añadido inútil y todo espectáculo folclórico durante la celebración de los misterios cristianos. La

liturgia cristiana no consiste en una exhibición de nuestras riquezas culturales ancestrales ni en una revalorización de nociones y manifestaciones religiosas –muy dignas de elogio– de nuestros antepasados: consiste en la celebración de la Pasión, la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Por eso hemos de serenarnos, volver a descubrir el respeto, la grandeza y la primacía que san Benito concede a la liturgia con estas palabras: Nihil operi Dei praeponatur, «nada se anteponga a la obra de Dios». El fundamento de la liturgia debe seguir siendo la búsqueda y la glorificación de Dios de un modo digno de su majestad. La liturgia ordena nuestra relación con Dios. Si la convertimos en una obra humana, corremos el peligro de hacer de Dios un ídolo humano. En la liturgia debemos ante todo acoger la obra divina, descubrir la acción de Dios. Por eso «la liturgia no es “elaborada” por funcionarios. Incluso el papa ha de ser únicamente un servidor humilde que garantice su desarrollo adecuado y su integridad e identidad permanentes» [22]. En una época en la que todas las sociedades, incluida (y quizá de una manera especial) la occidental, se caracterizan por la agitación, el ruido incesante, la ligereza y la indiferencia hacia Dios, la imagen de silencio orante que nos ofrece hoy Benedicto XVI, además de realzar la belleza, la profundidad y la riqueza de su enseñanza, nos señala el camino de Dios. En una homilía de Navidad él mismo alzaba ligeramente el velo que cubría su oración: Hasta aquel momento –dicen los Padres– los ángeles conocían a Dios en la grandeza del universo, en la lógica y la belleza del cosmos que provienen de Él y que lo reflejan. Habían escuchado, por decirlo así, el canto de alabanza callado de la creación y lo habían transformado en música del cielo. Pero ahora había ocurrido algo nuevo, incluso sobrecogedor para ellos. Aquel de quien habla el universo, el Dios que sustenta todo y lo tiene en su mano, Él mismo había entrado en la historia de los hombres, se había hecho uno que actúa y que sufre en la historia. De la gozosa turbación suscitada por este acontecimiento inconcebible, de esta segunda y nueva manera en que Dios se ha manifestado –dicen los Padres– surgió un canto nuevo, una estrofa que el Evangelio de Navidad ha conservado para nosotros: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». (...) La gloria de Dios está en lo más alto de los cielos, pero esta altura de Dios se encuentra ahora en el establo: lo que era bajo se ha hecho sublime. Su gloria está en la tierra, es la gloria de la humildad y del amor. Y también: la gloria de Dios es la paz. Donde está Él, allí hay paz. Él está donde los hombres no pretenden hacer autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose para ello de la violencia. Él está con las personas de corazón vigilante; con los humildes y con los que corresponden a su elevación, a la elevación de la humildad y el amor. A estos da su paz, para que por medio de ellos entre la paz en este mundo [23].

Si queremos orar de verdad y encontrar a Dios que habita en el silencio, hemos de revestirnos de humildad, de modestia y de silencio. Con demasiada frecuencia olvidamos que, para encontrarse con su Padre en la oración, Jesús solía retirarse a orar en medio del silencio y la soledad del desierto o en la cima de los montes (cfr. Mt 14, 23; Mc 6, 46; Mc 14, 32; Mt 26, 39; Mc 14, 35; Lc 22, 41; Mc 1, 35). Y Él es nuestro Maestro. Nuestro modelo y nuestra guía deben ser su manera de orar y de encontrarse con su Padre Dios. Ese silencio no acabará con la alegría que la Presencia de Dios confiere a nuestras liturgias, que crecerán en hondura y serán lo que deben ser. Porque «en la tragedia de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana» [24]. La conciencia de estar celebrando la terrible tragedia del Gólgota, una tragedia provocada por nuestros pecados, debería ayudarnos a rezar con fervor, con modestia y con una dignidad llena de respeto. La oración comienza por la adoración y el respeto a Dios y se despliega en una contemplación maravillada de las obras de Dios, de donde nace un recogimiento impregnado de asombro. La dejadez en nuestra actitud orante es señal de que olvidamos la grandeza de Dios y el respeto y el amor de nuestra atención que merece. «El elemento esencial del culto tiene que ser el interno», decía Pío XII en su encíclica sobre la liturgia Mediator Dei. El mismo Señor nos dice que hay que adorar «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). La vida cristiana es comunión de corazones entre Dios y el hombre. Hemos de rezar como Cristo, «en lo secreto» (Mt 6, 6) [25]. A Jesús le gustaba orar en plena noche, en silencio y en lugares desiertos. Y, siempre que se dirige en público al Padre, su oración es discreta y de absoluto respeto al misterio sagrado de Dios. El filósofo Emmanuel Mounier ha subrayado la necesidad de obrar con autenticidad, de llevar a cabo obras que no poseen un brillo inmediato, pero que se sabe que es imposible que no den fruto. No cabe duda de que la oración pertenece a esta categoría: al desplegarse en el silencio interior del alma, exige en la medida de lo posible el silencio exterior. Y nosotros, sin embargo, ahogamos a la Iglesia en el ruido, el alboroto y la mediocridad. Así lo denunciaba ya el padre Régamey: Es absurdo pretender llevar una vida de oración y no mantener una rigurosa disciplina con respecto a la radio, la televisión, los periódicos, las revistas, el cine... El hecho de que haya cristianos y –con más razón aún– sacerdotes y religiosos tan alienados que acaban

acostumbrándose a la necesidad de oír y hacer ruido, y para quienes guardar silencio es motivo de tensión nerviosa, demuestra cuánto necesitan recuperar la serenidad... Hay que convencerse de que la oración y el silencio se identifican, siempre y cuando se reconozca como propósito último de ese silencio el movimiento del alma que se despoja de lo que la aliena para entregarse a Dios. El alma invadida por el ruido exterior se paraliza y necesita volver a movilizar sus energías. El ruido que el alma genera es una huida de sí misma en la que queda disuelta, y necesita recuperarse en el recogimiento y el silencio. Si dentro de la Iglesia y en nuestras asambleas nuestros movimientos carecen de orden, si reinan en ellas el alboroto y el ruido, si lo que predomina y oculta la presencia de Dios son un descaro ruidoso e histérico, el espectáculo y el teatro, la oración no encuentra un ambiente propicio. Su orientación es contemplativa, es asombro en la medida en que lleva a mantener la mirada fija en Dios. Por eso desea una calma silenciosa y una apacible semejanza en los movimientos [26].

Cuando nos reunimos para celebrar el sacrificio eucarístico, hemos de velar por la moderación y el orden. No hace falta caer en una palabrería exagerada ni gritarle ruidosamente a Dios: nuestras peticiones deben brillar por su discreción y su comedimiento. Dios no escucha las voces, sino los corazones: quien ve nuestros pensamientos más secretos no necesita que atraigamos su atención a gritos. Existe una necesidad urgente de recuperar el sentido de lo sagrado y del misterio que lleva a reconocer al hombre que todo procede de Dios y que solo es plenamente hombre cuando se arrodilla ante Él para adorarle, contemplar su santidad radiante y dejarse remodelar a su imagen y semejanza. Bautizados en la vida de Dios, debemos amar por encima de todo la santa misa y celebrarla con fe, dignidad y estremecimiento, y con una alegría sagrada. Que las prisas no nos hagan acelerar la liturgia: participemos en ella con un respeto infinito y dando gracias, porque es la obra de nuestra salvación en la cruz: El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: «La víctima es una y la misma. El mismo el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el que se ofreció a sí mismo en la cruz, y solo es diferente el modo de ofrecer (...). Y en este divino sacrificio que se realiza en la misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento» [27].

La liturgia no es un espectáculo

No convirtamos, pues, el santo sacrificio de la misa, que celebra y conmemora el misterio de las nupcias del Señor con la humanidad, en un rato de entretenimiento, en una manifestación cultural o folclórica, a menudo acompañada de formas teatrales y de sus consiguientes efectos. Existe el peligro de que en la celebración eucarística busquemos ante todo la ocasión para un «encuentro convival fraterno» en el que la expresión sociocultural de grupo y la experiencia de una alegría exuberante empañan con excesiva frecuencia la adoración silenciosa, el asombro y el estupor ante el inefable misterio eucarístico. No nos dejemos distraer durante la santa misa por el modo de vestir de la gente, por las modas pasajeras de este mundo, cuando lo que estamos celebrando es el memorial del indecible sufrimiento de Cristo por nuestra salvación. Con el ruido que hacemos y con nuestro parloteo inútil distraemos a los demás de su oración e interrumpimos su diálogo con el Todopoderoso. Nos pasamos todo el rato grabando videos y haciendo fotos sin darnos cuenta de que estamos banalizando, mundanizando y desacralizando lugares sagrados reservados exclusivamente a un encuentro íntimo entre Dios y su pueblo. Quien celebra, por su parte, siente la tentación de hacer de animador y atraer la atención sobre su pobre persona, cuando en realidad la Eucaristía es un momento para participar en la oración y la ofrenda de Jesús diciendo en silencio con Él: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). En su carta encíclica Ecclesia de Eucharistia el papa Juan Pablo II lamenta con tristeza y dolor esta manera de celebrar la Eucaristía excesivamente espectacular y mundana. Aunque reconoce la belleza de las celebraciones inspiradas por una recta comprensión de la reforma litúrgica querida y promovida por el Concilio Vaticano II, añade: Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones [28].

A continuación, el papa santo asume la defensa de la magnificencia del culto eucarístico: Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la «sala grande», la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del «convite» inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta «cordialidad» con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el «banquete» sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete «sagrado», en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es panis angelorum, pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo» (Mt 8, 8; Lc 7, 6). En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no solo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra [29].

La Eucaristía no se reduce a un banquete convival presidido por unas relaciones amistosas exuberantes y calurosas. Este aspecto tiene su importancia, pero no es lo esencial. La unión significada por el banquete eucarístico no es principalmente la unión entre los hombres, sino por encima de todo la unión de cada cristiano con Cristo, que se da como alimento. Como consecuencia de esta unión personal, Cristo une entre sí a quienes comulgan con su Cuerpo y su Sangre, de manera que el efecto último del sacramento de la Eucaristía es la edificación del Cuerpo de Cristo en la Iglesia, el pleno cumplimiento del misterio de la encarnación en el que Dios se desposa con la humanidad entera a través de Cristo haciendo que esta viva de su misma vida.

Vivir la Eucaristía como un encuentro personal

Para que en este sacramento la unión de los fieles con el Señor sea real, es necesario que la fe y la atención de cada uno de ellos estén lo suficientemente vivas, de modo que la Eucaristía no se quede en algo exterior. Se trata de una presencia personal que interpela a la inteligencia y al corazón. El Señor no se impone nunca: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). El Señor se ofrece, se entrega humildemente como alimento, confiando –como explica san León Magno– en que nos dejemos transformar por Él: La Pascua del Señor se celebra legítimamente con ázimo de sinceridad y de verdad si, desechado el fermento de la antigua malicia, la nueva criatura se embriaga y nutre del mismo Señor. Porque la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos: y seamos portadores, en nuestro espíritu y en nuestra carne, de aquel en quien y con quien hemos sido muertos, sepultados y resucitados [30].

Esa presencia ofrecida de Jesús Eucaristía tiene que convertirse para nosotros en el centro de un encuentro interpersonal y de una Alianza de amor. Es algo parecido a lo que sucede cuando viajamos en tren. Si enfrente de mí va sentada una persona que se muestra indiferente y ni siquiera me mira, entre ella y yo no ocurre nada, por mucho que mi gesto sea amigable y busque el contacto humano: igual me daría tener a mi lado o frente a mí una maleta. No existo para ella. Para que surja una auténtica presencia hace falta una mirada, una sonrisa, una palabra amistosa: entonces sí nace una verdadera relación de persona a persona. En la Eucaristía el acto de fe da paso al segundo tipo de presencia: un acto de fe que no se reduce a reconocer con la inteligencia que ahí está Cristo, sino que reúne en sí toda la vida cristiana, esa vida que «está con Cristo escondida en Dios» (Col 3, 3). Así la presencia eucarística se vuelve plenamente salvífica. Por desgracia, delante de ese misterio muchas veces estamos presentes solo físicamente, incluso cuando celebramos: nos mantenemos a distancia, como desde fuera, con el espíritu y el corazón transportados a años luz de la presencia real del Señor por culpa de nuestras preocupaciones terrenales, nuestra tibieza, nuestra falta de fe y de amor a Él.

Los riesgos de la concelebración

Es innegable que la práctica habitual de la concelebración conlleva un riesgo para esa presencia atenta y amorosa. Es deber de los obispos condenar la falta de dignidad del atuendo minimalista y la conducta informal de los concelebrantes, cada uno de los cuales es un auténtico celebrante de la Eucaristía y, como tal, debe mantener a lo largo de todo el rito la atención centrada exclusivamente en Cristo, con una actitud visible de oración y adoración, con todo el recogimiento y el porte que se exige al sacerdote que ofrece la santa misa. Mientras celebran, les está prohibido ejercer funciones que no sean estrictamente ministeriales (como la de organista) o, a fortiori, dedicarse a otras actividades como las de hacer fotos o ponerse a bailar. ¿Son conscientes de que representan a Cristo, es más, de que son ipse Christus, el mismo Cristo? El acto litúrgico es un acto sagrado que conmemora el sacrificio de Cristo en el Gólgota y acoge en la fe su presencia misteriosamente oculta bajo las especies del pan y el vino eucarísticos. Esa presencia de Cristo debe estar envuelta en la fe y el amor y, por lo tanto, en el máximo respeto.

La Palabra de Dios en la liturgia

Toda la Eucaristía queda resumida en la sagrada hostia en la que está presente Jesús con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad; no obstante, el desarrollo de la celebración eucarística va siempre acompañado de la lectura de la Palabra de Dios como elemento indispensable de la liturgia. En línea con toda la Tradición, la constitución Sacrosanctum Concilium subraya la suma importancia (maximum momentum) de la Palabra de Dios en la liturgia de la Iglesia (§ 24). Una importancia que se pone de manifiesto a través de los gestos, los símbolos y los textos litúrgicos, directamente extraídos o inspirados en la Sagrada Escritura, de suerte que en las ceremonias y celebraciones cristianas quien desconoce su intenso y delicioso sabor se sentirá como un extranjero que no comprende el idioma.

Los ritos que durante la misa acompañan la proclamación del Evangelio – reservada al sacerdote o al diácono–, que todos escuchan de pie y va precedida de una procesión con velas e incienso, expresan de manera muy explícita la preeminente dignidad de la Palabra de Dios. Como bien sabemos, el evangeliario se puede colocar sobre el altar: únicamente los evangelios y el Cuerpo del Señor gozan de este privilegio, una costumbre que la Iglesia ortodoxa griega ha conservado hasta hoy. No conviene, por tanto, dejar encima del altar del sacrificio las gafas, la birreta, ni ningún otro objeto. Durante los concilios (como el de Éfeso en el año 431) el evangeliario se colocaba sobre un trono para indicar la presencia de Cristo que preside la asamblea de su Iglesia. Es estupendo que el Vaticano II haya vuelto a fomentar la práctica de la entronización del evangelio. Todos estos ritos pretenden expresar la veneración interior con que la Iglesia envuelve la Palabra de Dios. De ahí lo absurdo, ridículo, vulgar e irrespetuoso que es llevar el evangelio encima de la cabeza o metido en un cesto, como a veces se ha visto en África. Nadie ha trasladado nunca a su rey o a su jefe en un cesto. Este modo de inculturar la liturgia no es demasiado acertado, y sí muy poco respetuoso con Dios. Durante la misa, para las lecturas que preceden a la celebración de la Eucaristía propiamente dicha la Iglesia no admite otros textos que los de las Escrituras. (Sería una aberración y una estupidez –además de una ofensa a la Palabra de Dios– sustituirlos por textos profanos que pueden considerarse más actuales o interesantes, sea quien sea su autor). Esta costumbre nace de la estrecha relación que la Iglesia ha visto siempre entre la Palabra de Dios y el sacramento del Cuerpo del Señor: La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia [31].

A ojos de la Iglesia, la Palabra de Dios es tan digna de veneración como el Cuerpo del Señor. Quien comulga la Palabra, igual que quien comulga el Pan de vida, participa de Jesucristo. Pese a los reproches que recibió el texto conciliar por una exagerada equiparación de la Palabra y la Eucaristía, en la constitución dogmática Dei Verbum los Padres reiteraron esta doctrina y, basándose en la Tradición, rebatieron las objeciones a equiparar Palabra y Eucaristía [32].

De hecho, la comparación entre la Palabra y el Cuerpo del Señor es un legado de la época patrística. En sus homilías sobre el Éxodo, Orígenes exhortaba así a los fieles: Sabéis, vosotros que soléis estar presentes en los misterios divinos, cómo, cuando recibís el cuerpo del Señor, lo conserváis con toda cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada del don consagrado. Os consideráis culpables, y con razón, si cae algo por negligencia. Ahora bien... ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio que despreciar su cuerpo? [33].

En términos parecidos se expresa Cesáreo de Arlés: Os pregunto, hermanos o hermanas; decidme: ¿qué os parece más importante: la palabra de Dios o el cuerpo de Cristo? Para que vuestra respuesta sea veraz, debéis decir que no es menos la palabra de Dios que el cuerpo de Cristo. Y por ello, la misma atención que observamos cuando recibimos el cuerpo de Cristo para que no caiga al suelo, debemos tener para que la palabra de Dios proclamada no caiga de nuestros corazones porque estamos pensando o hablando de otras cosas. Porque quien no ha escuchado atentamente la palabra de Dios no tendrá menos culpa que quien, por descuido, haya dejado caer al suelo el cuerpo del Señor [34].

La Palabra y la Eucaristía son igual de importantes e igualmente venerables. El destinatario de la veneración que les debemos es el Señor, presente en la Palabra y presente en la Eucaristía. La instrucción Eucharisticum Mysterium de 25 de mayo de 1967 sobre la presencia de Cristo en la asamblea, en la Palabra y en la Eucaristía, recoge una cita de la encíclica del papa Pablo VI Mysterium Fidei para señalar que «esta presencia de Cristo bajo las especies “se dice real no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por excelencia”» [35]. Por eso se habla de una «presencia real de Cristo en las Escrituras, tan real como su presencia en la Eucaristía, siendo esta última sacramental» [36]. Todos los cristianos están invitados a alimentarse de la Palabra de Dios, y de un modo especial quienes no pueden alimentarse sacramentalmente del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Recordemos una vez más la escena de los discípulos de Emaús. Llegado el momento de separarse, los discípulos insisten para que su misterioso acompañante no se vaya: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24, 9). Jesús entra a comer con ellos y, de improviso, Lucas retoma el vocabulario de la Eucaristía: «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24, 30-31). Se quedan

estupefactos: ¡sí, es Jesús!, ¡es verdad que ha resucitado! La catequesis oral de Jesús concluye con este acto de consagración eucarística que da cumplimiento a las Escrituras y revela todo su sentido. Así pues, el Señor Jesús tomó en sus manos los panes de las Escrituras, cuando, encarnado según las Escrituras, sufrió su pasión y resucitó; entonces, digo, habiendo tomado los panes, dio gracias, cuando, cumpliendo así las Escrituras, se ofreció Él mismo al Padre en sacrificio de gracia y de verdad [37].

Toda la escena es imagen de la santa misa: la liturgia de la Palabra hace crecer nuestro conocimiento más íntimo del Señor y en el sacrificio eucarístico entramos en comunión con Él. Ambas partes de la misa son absolutamente necesarias: la Palabra nos conduce a la presencia de Cristo y a la misteriosa e íntima comunión de vida con Jesús. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 56-57). En cuanto los discípulos lo reconocen en la fracción del pan, el Señor desaparece de su vista: en adelante solo podemos unirnos a Cristo a través de la fe en su Palabra y en la Eucaristía, que sigue siendo signo de su presencia entre nosotros, objeto de nuestra contemplación y de nuestro amor confiado. Es lo mismo que le ocurre a María Magdalena cuando, al llegar al sepulcro muy de mañana, se encuentra con el Maestro. María corre hacia el Señor y Él le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”» (Jn 20 11-18). Y es muy probable que Jesús desapareciera de su vista. ¡Cuánto le habría gustado también a María quedarse un rato con Jesús, tocarlo, contemplarlo y hablar con Él largo y tendido! Durante la vida mortal de Jesús sus amigos tuvieron un trato frecuente con Él. Pero verlo y tocarlo cuando ya ha vencido a la muerte, escucharle comentar las Escrituras, es una experiencia única que también nosotros podemos vivir en cada Eucaristía santamente celebrada. Luego –dice san Lucas– regresan a Jerusalén. Esa noche los discípulos no duermen: tienen algo más urgente que hacer. Al sumarse de nuevo al grupo de los apóstoles, reconstruyen el Cuerpo de Cristo, esa Iglesia momentáneamente disgregada a causa de su huida, de su falta de fe y esperanza.

De este modo la unidad de los dos testamentos queda totalmente trasladada y vivida en la liturgia. En su exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini el papa Benedicto XVI nos deja una síntesis esclarecedora de la importancia y la unidad de la Palabra de Dios en la liturgia: Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra», se ha de prestar atención ante todo a la sagrada liturgia. En efecto, este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium, «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos» (§ 24). Más aún, hay que decir que Cristo mismo «está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura» (§ 7). Por tanto, «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres» (Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 4) [38].

El sacrificio de la cruz hecho presente por la segunda parte de la liturgia es el sello final, la síntesis y la consumación de una única y misma revelación del amor de Dios que recorre ambos Testamentos, como dice también Benedicto XVI: La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible, y en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata solo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical [39].

Escrituras, Eucaristía, Iglesia: eso es lo que necesitamos y lo que nos basta, como a los discípulos de Emaús, para encontrar a Jesús. No seamos, pues, avaros con nuestro tiempo a la hora de escuchar la Palabra y celebrar el sacramento. Los primeros cristianos, fieles a la recomendación del Señor de velar y orar como las vírgenes de la parábola que aguardan el regreso del Esposo (Mt 25, 1-13), consagraron de manera especial la noche pascual – que san Agustín llamaba la «madre de todas las vigilias con el fin de que todo el mundo esté en vela» y que es como el centro de todo el año litúrgico– a velar a la espera de la Resurrección. La Iglesia vio en esa noche

la ocasión para una espléndida catequesis; por eso en la vigilia pascual se nos presentan siete lecturas extraídas del Antiguo Testamento y dos del Nuevo. Es la única vez a lo largo del año en que Jesús nos pide, por mediación de la santa madre Iglesia, que velemos al menos una hora con Él (Mt 26, 36-46). Por el amor de Dios, ¡no cometamos el lamentable error de recortar las lecturas del Antiguo Testamento!; es como si le dijéramos a Jesús: «Tú nos invitas a velar contigo, pero la verdad es que no queremos perder el tiempo en la iglesia; esta ceremonia debería ser lo más breve posible para poder irnos a dormir o a celebrar la fiesta en casa o en algún otro sitio». Concedámosle a esta noche única y especialmente santa el tiempo y la importancia debida; consagrémosla de verdad a la Palabra de Dios y a la liturgia.

La repetición de los textos litúrgicos

El repaso periódico a los mismos textos a lo largo del ciclo litúrgico no es impedimento para volver a escuchar las mismas palabras de Dios con una frescura y un significado siempre nuevos, con la sensación de redescubrir tesoros inesperados. Como señala el padre Hala, en su prefacio al Año litúrgico el primer abad de Solesmes subrayaba el «poder renovador» del año cristiano. Es cierto que todo se repite, pero el transcurso del tiempo no es un círculo cerrado. Desde la irrupción de Cristo en el tiempo de los hombres, el tiempo ha quedado como redimido y ya no discurre irreversiblemente. El círculo no se cierra nunca en el mismo punto de inicio; se avanza por un nuevo anillo de una espiral que no termina nunca en el punto donde se cerró el año anterior. El Adviento siempre será el Adviento; y, sin embargo, cada año es otro Adviento: la mirada cambia y llega más lejos... Nuestro recorrido anual alrededor del sol, de solsticio a equinoccio, la Iglesia lo convierte en una entrada progresiva en el misterio de Cristo [40].

Las lecturas de las Sagradas Escrituras proclamadas durante las celebraciones eucarísticas se repiten periódicamente siguiendo el ciclo litúrgico y las fiestas. A algunos fieles la recurrencia de los mismos textos puede parecerles tediosa; no obstante, estoy convencido de que esta repetición, igual que la de los ritos, los gestos, las oraciones y los momentos de silencio, es necesaria para la fe: nos ayuda a penetrar en lo más hondo del misterio que celebramos y nos configura interiormente «hasta que Cristo se forme en nosotros» (cfr. Ga 4, 19). El memorial de la obra

salvífica de Dios por nosotros no se reduce a transmitir una información. Es una contemplación que vuelve una y otra vez sobre su objeto, «porque a aquel a quien amamos –dice san Gregorio Magno– no basta con mirarlo una sola vez» [41]. Cuando quien escucha acoge libremente y con fe la Palabra de Dios viva, eficaz y tajante (cfr. Hb 4, 12), se une a través del Espíritu Santo a las comunidades que nos han precedido y nos han transmitido ese memorial, a todas las que escuchan esos textos ese mismo día y a todas las de las futuras generaciones que harán memoria de las mismas realidades divinas, celebrarán los mismos ritos y repetirán los mismos gestos y las mismas oraciones. Esta repetición podemos recibirla también como un eco del grito de dolor de Dios que se lamenta de haber enviado en vano una y otra vez a sus siervos, los profetas, para recordar al pueblo de Dios las mismas palabras y las mismas llamadas a la conversión y a la fidelidad a la Alianza: Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy, os envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso. Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres. Ya puedes repetirles este discurso, seguro que no te escucharán; ya puedes gritarles, seguro que no te responderán. Aun así, les dirás: «Esta es la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios, y no quiso escarmentar. Ha desaparecido la sinceridad, se la han arrancado de la boca» (Jr 7, 25-28).

Hermenéutica de la continuidad litúrgica

Querría concluir refiriéndome brevemente al tema de la evolución de la liturgia en la historia de la Iglesia, invitando a abordarlo con cierta altura de miras. Una vez más, tomo como punto de partida la escena de los peregrinos de Emaús. «Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Lo que Lucas nos quiere enseñar con esto es que nadie puede poner su fe en Cristo sin ser fiel a la enseñanza de Moisés, de los profetas y de los textos del Antiguo Testamento: algo que ya se había dado a entender en la parábola del pobre Lázaro y el hombre rico que le pide a Abrahán que envíe a Lázaro a casa de su padre para advertir a sus cinco hermanos y que estos se

conviertan, evitando así acabar en el mismo lugar de tormento al que ha ido él después de morir. Ya sabemos cuál es la respuesta que recibe: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto» (Lc 16, 31). Esto puede arrojar algo de luz sobre la manera de acoger la enseñanza del Concilio Vaticano II. Es imposible comprender de verdad el Concilio Vaticano II si nos negamos a leerlo conforme al espíritu de la Tradición que lo ha precedido. Oponer la eclesiología del Vaticano II a la eclesiología tridentina no tiene sentido ni sirve a la Iglesia: más bien busca su ruina, porque la Iglesia de Jesucristo es la misma desde su institución hasta nuestros días. Por otro lado, debemos evitar los prejuicios, muchas veces ideológicos, que ponen trabas a la verdadera renovación propuesta por la constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium, esa tarea inmensa, delicada y formidable a la vez, a la que la Iglesia se entregó durante años con tanta paciencia, perseverancia y determinación. En perfecta continuidad con el Magisterio constante de la Iglesia, el concilio enseña que la sagrada liturgia es el lugar donde Cristo obra hoy dentro de su Iglesia. Inventar una liturgia personal al margen de la Tradición, convertirla en un espacio de creatividad personal o colectiva que acaba remitiendo exclusivamente al sacerdote o a una asamblea que se autocelebra, es traicionar el Vaticano II y alejar a los fieles de Cristo. Así lo afirmaba Benedicto XVI con toda claridad en la carta de 7 de julio de 2007 dirigida a los obispos con motivo de la publicación del Motu Proprio Summorum Pontificum: Lo que las generaciones anteriores consideraban sagrado sigue siendo sagrado y grandioso también para nosotros, y no puede ser de repente totalmente prohibido o incluso considerado perjudicial. Nos corresponde a todos preservar las riquezas que se han desarrollado en la fe y la oración de la Iglesia, y darles el lugar que les corresponde.

IV SEGUIR A JESÚS EN EL DESIERTO

Del bautismo en el Jordán a la soledad del desierto Después del bautismo en el Jordán –ese gesto íntimo y silencioso cuya fuerza reside en la aceptación de la voluntad del Padre–, Jesús no emprende directamente su ministerio: se retira al desierto. Busca el silencio y la soledad exteriores, condiciones indispensables para el recogimiento interior. A su meditación personal y a su diálogo íntimo con el Padre, Jesús añade la mortificación de los sentidos y se entrega a un ayuno riguroso que pone a prueba su capacidad de resistencia física. Vamos a detenernos en esta enseñanza práctica. La transformación obrada por los sacramentos de la iniciación cristiana en nuestro ser y en toda nuestra vida nos exige entrar en nosotros mismos y dedicar tiempo a meditar estas cosas: una tarea interior que solo lograremos cumplir si dejamos que se serene la agitación que existe en nosotros. Encontrarse de verdad con Dios requiere vigilar las pulsiones irreflexivas, dominarse a uno mismo y controlar los sentimientos y la imaginación. Con su marcha al desierto Jesús decide prescindir de cualquier fuente de distracción, agitación y ruido, que son enemigos de la vida de oración y de intimidad con Dios. Nos arrastra a abandonar nuestro discurso interior y nuestros constantes juegos conceptuales para hacernos entrar en el silencio de Dios. Solamente en ese silencio divino podremos escuchar al Verbo, la única Palabra pronunciada en el amor que nos introduce en la luz inaccesible del Padre [1]. Los cuarenta días de Jesús en el desierto, dedicados a ayunar y a orar para que los hombres se conviertan y reciban la gracia de la Nueva Alianza

(cfr. Lc 4, 2; Mc 1, 12), remiten a los cuarenta años de la larga marcha del pueblo de Israel por el desierto. Dios nos saca del Egipto de nuestra esclavitud, arranca de nosotros nuestros malos hábitos y nuestros pecados para hacernos emprender una larga y ardua marcha por el árido desierto de nuestro corazón hasta la Tierra prometida de su amor, de su ternura y su misericordia. Nos hace viajar tras las huellas del pueblo elegido, que caminó cuarenta años por el desierto del Sinaí (cfr. Ex 16, 36; Nm 14, 33) escuchando la Palabra de Dios y dejándose instruir y purificar de sus pecados como preparación para la Alianza nueva y eterna con Él. Nos hace imitar a Moisés, que se quedó orando junto a Dios cuarenta días y cuarenta noches (cfr. Ex 24, 18; 34, 28; Dt 9, 9) para disponerse mejor a recibir en su corazón la Ley grabada por el dedo divino en las tablas de piedra. Dios saca a su pueblo del país de Egipto, de ese lugar de esclavitud y, a la vez, de abundancia de bienes materiales (cfr. Ex 16, 1-3; Nm 11, 5-6), para llevarlo al desierto, lugar de renuncia y soledad; para humillarlo, probarlo y conocer el fondo de su corazón (Dt 8, 1-6). En la pobreza y el silencio el hombre descubre su verdadera dimensión, permanece atento a Dios y comprende que tiene necesidad de Él: El desierto –escribe el cardenal Ratzinger– es el lugar del silencio y de la soledad. Allí se toma distancia de los acontecimientos cotidianos. Se huye del ruido y de la superficialidad. El desierto es el lugar del absoluto, el lugar de la libertad en el que el hombre se enfrenta con sus últimas preguntas. No es por casualidad que el desierto es el lugar donde nace el monoteísmo. En este sentido, es el terreno propicio a la gracia. Allí el hombre, alejado de sus preocupaciones, encuentra a su Creador. Las grandes cosas empiezan en el desierto, en el silencio, en la pobreza [2].

Ese viaje hasta el desierto interior es una vuelta a casa. El pecado hace que el hombre se excluya a sí mismo de su propio corazón para proyectarse hacia el exterior, dispersarse y perderse fuera de él. Dios nos espera en esa interioridad que hemos dejado abandonada, como el poseído del que Jesús expulsa a numerosos demonios llamados Legión antes de decirle: «Ve a tu casa», es decir, «ve a reunirte con Dios en esa morada divina que es tu corazón». Por desgracia, la casa de nuestro corazón sufre un grave deterioro. Hemos de tener, como David, el deseo de hacerla digna de Dios: «El templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros» (1 Co 3, 16-17). Hay que vigilar, pues, la dignidad de esa morada; a ello nos invita Ambrosio con estas palabras: «Toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde la castidad

con una pureza intachable» [3]. El alma debe ser, igual que el seno de la Virgen María, una morada inmaculada. El templo de nuestro corazón solo se construye con el silencio interior, la oración y la penitencia, tres actividades características del desierto que son fundamentales para nuestra madurez humana y espiritual. La mortificación de nuestros apetitos no consiste en otra cosa que en la oración de los sentidos y en la ofrenda de nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr. Rm 12, 1), por lo que en último término todo acaba remitiendo a la oración. Los cuarenta días y las cuarenta noches de Jesús en el desierto fueron esencialmente un tiempo de oración, de diálogo íntimo y filial con el Padre. El hambre que el cuerpo experimenta es –por decirlo de alguna manera– el eco y la traducción práctica de nuestro deseo de Dios: los gemidos del alma y el cuerpo se mezclan en una única súplica que hace superfluas las palabras; en esa súplica que tanto valoraba san Agustín: Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas [4].

La Palabra de Dios, fundamento de nuestra existencia

Las únicas palabras pronunciadas por Jesús en el desierto que quedan recogidas en los evangelios son las citas de la Escritura con las que afronta las tentaciones del demonio. En el desierto, lejos del bullicio y la agitación de nuestras vidas, la Palabra de Dios resuena con una fuerza especial. Necesitamos acudir con frecuencia a esa Palabra que nos enseña con toda certeza y veracidad los valores del Reino de los cielos. A ello exhorta el Concilio Vaticano II a todos los cristianos para que aprendan «la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús» (Flp 3, 8). Porque, como dice san Jerónimo, «la ignorancia de las Escrituras es ignorancia en Cristo». El

Concilio Vaticano II recomienda encarecidamente «que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada Escritura» (Dei Verbum, § 22). Y nos dice que: Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija por ella. Porque en los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual [5].

¿A qué se debe esa insistencia? A que la Iglesia está convencida de que solo puede crecer, fortalecerse y renovarse si se edifica –en el sentido estricto del término– sobre la Palabra de Dios: «Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesús» (1 Co 3, 11), la Palabra viva y eterna. En Él, Palabra hecha carne (Jn 1, 14), «todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor (...) para ser morada de Dios, por el Espíritu» (Ef 2, 21-22). De lo que se trata es de buscar en la Biblia una palabra viva dirigida al hombre de hoy, porque, como dice Louis Bouyer, «por él ha sido pronunciada y permanece pronunciada» esa palabra. La Biblia tiene que ser una palabra destinada a todos los que vivimos en el siglo XXI, y a mí en particular. Es tan actual –explica Hans Urs von Balthasar– como aquello que la Eucaristía hace presente sobre el altar: Del mismo modo que la Eucaristía no es un simple recuerdo de algo pasado, sino perpetua reactualización del Cuerpo del Señor y de su Sacrificio, igualmente la Escritura no es solo una historia cuanto vehículo y forma de la Palabra de Dios que constantemente se pronuncia, incluso ahora. Si la existencia humana, comprendida en toda su profundidad, es un diálogo con Dios, y si en ese diálogo la Palabra que Dios dirige al hombre importa infinitamente más que la palabra del hombre a Dios; si la respuesta humana no puede ser adecuada nada más que a partir de una constante escucha de la Palabra (aquí contemplación sería mejor que escucha); si, aún más, Dios ha dicho de una vez por todas en Cristo lo que tenía que decir a los hombres (Hb 1, 1), de modo que el hombre no tiene otra cosa más que hacer que reconocer y apropiarse de los tesoros de ciencia y sabiduría ocultos en Cristo (cfr. Col 2, 3); si, por último, la Sagrada Escritura no es otra cosa que el testimonio divino de Cristo, entonces su lectura y su meditación han de ser para mí el medio más seguro de discernir la voluntad concreta de Dios sobre mi vida y mi destino tal y como Dios lo concibe. «Por ello es un gran abuso, decía más o menos el padre Lallemant, leer tantos libros piadosos y tan poco la Escritura» [6].

Unidad de los dos Testamentos en la Biblia

Si la Palabra de Dios es presencia viva de Dios mismo, ha de ser necesariamente una sola y enteramente divina, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Como afirma el Concilio Vaticano II, «la santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia» [7]. Y prosigue diciendo: Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre (cfr. Lc 22, 20; 1 Co 11, 26), no obstante, los libros del Antiguo Testamento recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rm 15, 25-26; 2 Co 3, 14-16), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo [8].

Jesús no ha venido a abolir, sino a dar cumplimiento (cfr. Mt 5, 17); de un modo consciente –si se puede hablar así–, el Antiguo Testamento es como la matriz del Nuevo, en el sentido de que las categorías y las imágenes utilizadas por Jesús para revelar su propio misterio son las del Antiguo Testamento, que adquieren una nueva plenitud de significado y muestran esa convergencia oculta en la Persona y en la obra de Jesús. Una convergencia sobre la que arrojará luz la predicación de los apóstoles: por ejemplo, el primer discurso de Pedro el día de Pentecostés (Hch 2, 14-40) o el que pronuncia en el Templo (Hch 3, 11-26); o bien los de Esteban (Hch 7, 1-60) y Pablo (Hch 22, 1-21). La catequesis de Jesús a los discípulos de Emaús insiste en el misterio de esta convergencia. Se trata de la lectio divina sobre Cristo más hermosa de todos los tiempos: Cristo comentado y explicado por Cristo a lo largo de toda la historia de la salvación: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?». Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras (Lc 24, 25-27).

Con su muerte en la cruz Cristo consuma la unidad de la Escritura, porque Él es su fin y su plenitud. A Él remite toda la Escritura. Así lo comenta el P. de Lubac: Pronunciando el «consummatum est» sobre esa horca que simboliza la última letra del alfabeto hebreo, Jesús le da a toda la Escritura su cumplimiento, revelando así todo el misterio de la redención del hombre, que estaba oculto en los veintidós libros del Antiguo Testamento. Su cruz

es la clave única, universal. Por este sacramento de la cruz, une los dos testamentos en un solo cuerpo de doctrina, juntando los antiguos preceptos con la gracia evangélica. León de Judá, muriendo, logra la victoria que abre el Libro de los siete sellos. Penetra en el Templo que guardaba el arca santa. Desgarra el velo que cubría los misterios de la gracia. Muestra de una sola vez el sentido profundo de lo que estaba escrito, al tiempo que abre los ojos que son necesarios para verlo a quienes no ponen para ello obstáculo alguno (...). Así la luz de la verdad brota doblemente de la Cruz (...). Con la lanzada del centurión se cumple en verdad lo que figurativamente había hecho la vara de Moisés golpeando la roca: del costado abierto por la lanza brotan las fuentes del Nuevo Testamento: «Si Jesús no hubiera sido golpeado, si no hubieran salido de su costado el agua y la sangre, todavía estaríamos sedientos de la Palabra de Dios» (Orígenes). He aquí, sobre el Calvario, bien visible y en adelante abierto para todos, el Libro del Designio divino [9].

El P. de Lubac prosigue mostrándonos cómo los Padres defendieron esta doctrina de «la exacta e indisoluble independencia del Antiguo y del Nuevo Testamento» y declararon que «quien recibiera al uno excluyendo al otro se convertiría por ello mismo en alguien a Testamento Dei alienus (ajeno al Testamento de Dios)» [10]. La unidad de las Escrituras en Cristo contiene un aspecto más que sirve para ratificarla de un modo aún más fehaciente: es Jesús y solo Él quien interpreta para nosotros el texto sagrado y puede mostrarnos cómo las Escrituras, de principio a fin, no significan otra cosa que el Evangelio, es decir, revelan la Palabra de Dios hecha carne en medio de nosotros. Es el mismo Cristo quien se lo dice a los hombres de su tiempo: Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! (...) No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras? (Jn 5, 39-40; 45-47).

Mediante una honda y progresiva estructuración de nuestra búsqueda interior, Moisés nos conduce hasta una experiencia mística de Dios extraordinaria, tomando los diez mandamientos como punto de partida de nuestro recorrido. El Antiguo Testamento es una palabra dirigida a un pueblo del que hay que arrancar la mentalidad pagana y politeísta de la Antigüedad: algo que no se puede dar por superado en nuestro mundo moderno que, nuevamente pagano y sometido a sus propios ídolos, niega la diferencia entre el bien y el mal. Nos enseña a devolverle a Dios su lugar como origen y culmen de todas las cosas, fuente de vida y fin último del hombre, peregrino de lo Absoluto: esa es la gran revolución moral y religiosa de la ley de Moisés. El

pueblo de Dios debe ser arrancado de sus esclavitudes para vivir a la altura de la elección divina de la que es objeto, libre de compromisos con los antiguos ídolos; sin rebajar el ideal de justicia y de fidelidad recordado por Dios en el Sinaí para hacer crecer al hombre y ayudarlo a asumir su verdadera dignidad; sin reducir el culto a Dios y con la sed siempre insaciable de ver un día su rostro, una sed que concede al hombre su auténtica grandeza. A los espíritus formados y alimentados de este modo por las enseñanzas de los patriarcas, de los profetas y de los sabios de Israel se dirige el Nuevo Testamento, caracterizado por el cumplimiento de las promesas y de las figuras. La Palabra de Dios hecha carne no reniega de lo que ha dicho por boca de Moisés y de los profetas, sino que viene a darle su verdadero sentido, su contenido pleno y definitivo. Así lo comenta san Buenaventura utilizando la imagen de un río: Es, pues, la Sagrada Escritura semejante a un anchísimo río que de la afluencia de muchas aguas crece más y más a medida que más lejos corre. Pues como primero hubiese en las Escrituras libros legales, vino luego el agua de la sabiduría de los libros históricos, en tercer lugar sobrevino la doctrina del sapientísimo Salomón, después de estos vino también la doctrina de los santos profetas y, por fin, fue revelada la doctrina evangélica, proferida por boca de carne de Cristo, escrita por los evangelistas, divulgada por los santos apóstoles; añadiendo asimismo los documentos que el Espíritu Santo, viniendo sobre ellos, nos enseñó por su mediación, para que de este modo, enseñados en toda verdad por el Espíritu Santo, según la promesa divina, dieran a la Iglesia de Cristo la doctrina de toda verdad saludable y, consumando la Sagrada Escritura, difundieran el conocimiento de la verdad [11].

La ley de Jesucristo viene a perfeccionar, rematar, dar cumplimiento y superar en exigencia a la ley de Moisés. Hay que leer la una a la luz de la otra: el decálogo a la luz del sermón de la montaña, que vendría a ser el reglamento del reino de Dios que debe gobernarnos si no queremos construir sobre arena el edificio de nuestra vida (Mt 7, 21-27). No obstante, en el Nuevo Testamento la nueva ley no consiste solamente en unos preceptos más avanzados o más livianos, sino que adquiere su forma y su consistencia en la persona misma de Cristo, quien dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12); «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6); y un poco más adelante añade: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). La Ley, por lo tanto, no es un principio moral abstracto, una convención jurídica: observar

la Ley significa seguir a Jesús, hacerse discípulo suyo, adherirse a sus decisiones, a sus valores, a sus criterios y a su Evangelio. Significa comprometerse a que nuestra vida diaria transparente la manera de pensar, de actuar y de vivir de Jesús. Como decía Benedicto XVI, «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» [12]. La Palabra de Dios debe inspirarnos un inmenso respeto: un respeto que tiene que concretarse en procurar no modificarla, adulterarla o edulcorarla cuando la traducimos, ni contaminarla con las ideologías mundanas cuando la interpretamos. Solo así conoceremos el gozo de descubrir siempre en la Sagrada Escritura riquezas nuevas: leyéndola no como un objeto de curiosidad intelectual, sino como una palabra que se dirige a nosotros, conforme a la expresión de Johannes Albrecht Bengel: Te totum applica ad textum, rem totam applica ad te: «Aplícate al texto por entero y de lo que trata aplícatelo todo a ti». Como dice Isaías, «cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos» (Is 50, 4). Si escuchamos a diario la Palabra de Dios, nos convertimos en verdaderos creyentes y auténticos discípulos de Jesucristo, theodidactoi: discípulos de Dios (Jn 6, 45; Is 54, 13). En Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios les ha dicho a los hombres todo lo que podía decirles, una palabra absoluta, exhaustiva, definitiva, hecha carne «en esta etapa final» en la que el designio de Dios se ha cumplido plenamente (Hch 1, 1-2). Si Dios nuestro Padre nos ha dicho de Jesucristo «¡Escuchadlo!» (Mt 17, 1-5), nuestro deber es escuchar con toda atención. Evitemos, pues, el más mínimo descuido a la hora de acoger y adherirnos a la Palabra de Dios: recibámosla con un corazón bueno y generoso. Ella nos traerá el perdón (cfr. Nm 14, 20; Mt 9, 2; Lc 7, 48), la sanación (cfr. Sal 107, 20; Mt 9, 6), la vida (cfr. Jn 4, 49-53; 1 P 1, 21) y la comunión con Dios (cfr. 1 Jn 1, 3).

Escudo frente al mal y espada en el combate

Lo que la Palabra de Dios tiene que ser en nuestra vida cristiana nos lo revela el uso que el propio Jesús hace de ella durante su retiro en el desierto. Para Él la palabra no es un simple objeto de especulaciones abstractas: es una realidad viva y eficaz, escudo protector y arma victoriosa a la vez, que le permiten rechazar una tras otra las tentaciones del diablo. En un mundo conquistado por la idolatría del dinero, del poder y del sexo; ante la invasión de la mentira generalizada y de la contaminación moral; ante las distintas formas de destrucción del hombre y los ríos de sangre inocente derramada a causa de una violencia salvaje y de las guerras, necesitamos un dique resistente tras el que refugiarnos de la riada del mal. Ese dique no hay que construirlo desde cero: es la Palabra de Dios. «Las palabras de Dios son de fiar, él es el escudo para los que esperan en él» (Pr 30, 5). Cuando Dios nos habla, podemos fiarnos de lo que nos dice: «Las palabras del Señor son palabras auténticas, como plata limpia de ganga, refinada siete veces» (Sal 12, 7). A día de hoy, proponer la Ley de Dios como dique contra la invasión del mal no suscita la adhesión general. Muchos contemporáneos nuestros se declaran no creyentes o ateos. A otros, que se dicen cristianos, la enseñanza de las Escrituras les parece desfasada y buscan soluciones nuevas e inéditas. En una época en la que ya era posible hacer un primer balance provisional del deseo irrefrenable de novedades doctrinales en el seno de la Iglesia, san Josemaría Escrivá se refería a «toda una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso» [13]. Lo que necesitamos no es algo novedoso u original, sino algo sólido, un dique inquebrantable. Porque existe un terrible encarnizamiento contra todo lo que procede de Dios. La Palabra de Dios es el escudo contra la riada de la mentira que provoca la ruina de los valores morales fundamentales y destruye al hombre; es una certeza en medio del relativismo moral y religioso, de la confusión ideológica y de toda aproximación humana a las cuestiones esenciales, porque «es palabra segura y digna de crédito» (1 Tm 1, 15; 1 Tm 3, 1; 2 Tm 2, 11; Tt 3, 8; Sal 19, 8; 2 P 1, 19). Esa Palabra de amor salvífico que se da a los hombres no es en absoluto ajena a los asuntos que afligen hondamente nuestros corazones. En la

existencia humana hay pensamientos muertos y pensamientos vivos. El pensamiento muerto es como un guijarro: por mucho que lo plantemos y lo reguemos abundantemente a diario, de él no puede nacer nada. El pensamiento vivo, sin embargo, es como una semilla, pero una semilla que tiene que caer en tierra fértil. Hoy son muchos los que consideran insípida y estéril la Palabra de Dios porque su corazón es un desierto árido, un corazón de granito. No hay nada que arraigue y crezca en él. Sin embargo, en los corazones abiertos y generosos regados por el Espíritu Santo, la ley de Dios es una semilla de vida y amor, el origen de auténticas y profundas transformaciones. En un mundo como el nuestro, que ha perdido todas sus referencias, la Palabra de Dios es una brújula que señala a nuestra existencia la buena dirección; es el dique capaz de frenar la decadencia moral y social. La Palabra, escudo frente a la invasión del mal, es también nuestra arma ofensiva. Como enseña el Apocalipsis, aunque Cristo ya haya vencido, los cristianos deben continuar su combate contra la Bestia y contra los reyes que plantan batalla al Cordero. Y ese Cordero, Señor de señores y Rey de reyes, vencerá gracias a aquellos a los que ha elegido y le son fieles (cfr. Ap 17, 14), aquellos a quienes ha entregado el arma de la Palabra de Dios, semejante a una espada de doble filo (cfr. Hch 4, 12-13). Por eso es tan importante leer la Palabra de Dios, interiorizarla, enterrarla en nuestro corazón, vivir de ella en cada circunstancia de cada día. Los cristianos que de verdad frecuentan las Sagradas Escrituras para alimentarse de ellas y afrontar los problemas de su vida a la luz de las mismas, cuentan con el arma de la victoria y el mundo entero mantiene los ojos fijos en ellos. La Palabra de Dios disipa las tinieblas, destruye las obras de Satanás; nos unifica interiormente y nos fortalece si nos acercamos a ella con una actitud de escucha y de oración, sin conformarnos con elaborar ideas, sino aceptando los planes de Dios para ponernos a su servicio a fin de que su Nombre sea santificado, venga a nosotros su reino y se haga su voluntad en la tierra como en el cielo (cfr. Mt 6, 9-10). Pero no nos equivoquemos: la eficacia victoriosa de la Palabra comienza en nuestro propio corazón. Como dice la epístola a los hebreos, su poder es penetrante, activo, regenerador, vivificador. Penetra en lo más hondo del alma, hasta las regiones más secretas del corazón humano, y un día tendremos que rendir cuentas ante ella (cfr. Hb 4, 12-13). Es nuestro reposo:

nos concede la fuerza y la capacidad de producir buenos frutos. Como dice el salmo, «dichoso el hombre... [cuyo] gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas» (Sal 1, 1-3). Y al mismo tiempo también nos juzga: «El que me rechaza y no acepta mis palabras – dice Jesús– tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar» (Jn 12, 48-49).

Alimento de nuestra alma

Al servirse de ella como arma contra el diablo, Jesús continúa mostrándonos el lugar que la Palabra de Dios ha de ocupar en nuestra vida. Cuando el espíritu maligno le propone convertir las piedras en pan para saciar su hambre, Jesús le contesta: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» (Mt 4, 4). La Palabra de Dios, por tanto, es alimento: una imagen que ya conocíamos a través de Ezequiel, a quien Dios ordena comer el rollo del libro de su Palabra (Ez 2, 8-3, 3), igual que a san Juan en el Apocalipsis (Ap 10, 9). Sí: para nuestro crecimiento humano y espiritual, para nuestra misión de testigos de las maravillas de amor con que Dios nos ha premiado en Jesucristo, y para profetizar «a muchos pueblos, naciones, lenguas y reinos» (Ap 10, 11), tenemos necesidad del alimento sabroso y amargo a la vez que son las Sagradas Escrituras. Es Dios mismo quien suscita en nosotros el hambre y la sed de escuchar y de comer su Palabra: «Vienen días –oráculo del Señor Dios– en que enviaré hambre al país: no hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar las palabras del Señor» (Am 8, 11). Igual que todos los profetas y sabios, Jeremías tenía sed de oír esa Palabra, que hacía las delicias de su corazón: «Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón, y tu nombre era invocado sobre mí, Señor Dios del universo» (Jr 15, 16). Esa es también la experiencia del salmista:

«Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras (...). ¡Qué dulce al paladar tu promesa: más que miel en la boca! (...) Abro la boca y respiro, ansiando tus mandamientos» (Sal 119, 16; 103; 131). Si para los fieles la Escritura es –en palabras del Vaticano II– «fortaleza de su fe, alimento de su alma, fuente pura y perenne de su vida espiritual» es porque ha sido inspirada por el Señor y nos revela su voluntad para nuestra existencia. Solo si nos volvemos constantemente hacia ella podremos permanecer irreprochables en la fe en medio de toda una variedad de situaciones y pruebas. Cada vez que la vida exija de nosotros una decisión o esté en juego nuestra fidelidad al Señor, tenemos la certeza de que la Palabra de Dios nos iluminará. Quien procura conformar su vida con esa Palabra descubre día tras día que es «viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu» (Hb 4, 12). Nos enseña cómo vivir conforme a la voluntad de Dios para hacernos justos y santos. Nos convence de creer y de adherirnos a quien es el origen de todo bien. Corrige nuestras faltas y endereza nuestro camino. Nos moldea y nos permite revestirnos «de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24). La Palabra de Dios es la savia nutricia de nuestra vida de bautizados, y es también el espacio de nuestro encuentro con Dios y la que nos instruye en nuestra relación con Él. Y lo será si dejamos que Dios se adueñe de nuestras vidas, decida su orientación y nos introduzca en la intimidad de su misterio, empapándonos de su Palabra de vida. Por eso las comunidades de fe que se puedan formar aquí o allá solo serán viables si sus miembros tienen el afán de reunirse no solo para una comunicación convival y fraterna, sino también y sobre todo para guardar silencio juntos y dejarse penetrar por la Palabra de Dios. «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo» (Ap 3, 20; cfr. Jn 14, 23).

Fuente de nuestra vida interior

La Escritura es la fuente de donde mana toda oración cristiana. Cuando leemos la Palabra de Dios establecemos un contacto personal con Él, un cara a cara, un de corazón a corazón. Abrirse a la Palabra de Dios es dejarse penetrar por la caridad, dejarse poseer y quemar por el fuego del amor de Dios para luego transmitirlo a los demás. San Juan Pablo II veía en el trato asiduo con las Escrituras una condición indispensable para el crecimiento de la vida cristiana: No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración solo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios (...). Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia [14].

Un excelente predicador como san Juan Crisóstomo, con ese estilo suyo tan vibrante y tan gráfico, decía esto de la oración: «Por la oración, nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables». En las Sagradas Escrituras recibimos de Dios las palabras de nuestra oración y las indicaciones para orientar nuestra vida hacia Él. San Gregorio Magno compara la Palabra de Dios con el espejo de nuestra alma: La Sagrada Escritura se presenta ante los ojos del alma como un espejo en el que podemos ver reflejado nuestro rostro interior. En ella conocemos nuestras facciones bellas y feas. En ella percibimos nuestros avances y nuestros retrocesos. Narra los hechos de los santos y mueve los corazones de los débiles a su imitación (...). En ocasiones no solo nos cuenta sus victorias, sino también sus caídas. De esa forma, captamos en la victoria de los valerosos lo que debemos imitar y vemos en sus faltas lo que debemos temer [15].

En la lectura asidua de las Sagradas Escrituras cualquier cristiano puede hallar una ayuda incalculable y una luz imprescindible que guiarán y sostendrán su vida espiritual, y le permitirán avanzar en la vida interior. En este sentido, no hay tarea más noble, más urgente y más útil que la lectura frecuente y contemplativa de las Sagradas Escrituras. Esto le escribía san Gregorio Magno a su amigo de Constantinopla, el médico Teodoro: ¿Qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios omnipotente a su criatura? Ciertamente, si Vuestra Excelencia se encontrase fuera de su casa, y recibiese un escrito de su emperador terreno, no estaría tranquilo, no descansaría, no dormiría antes de conocer lo que el emperador terreno le manda decir. El Emperador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles, os ha enviado sus cartas, que aluden a vuestra vida, ¡y no mostráis ninguna impaciencia por leerlas! Comprometeos, os lo ruego, y encontrad el modo, buscad la forma de meditar cada día las Palabras de vuestro Creador [16].

Aquellos a quienes Dios concede la inteligencia, los medios y la oportunidad de profundizar en el conocimiento de los libros divinos y del misterio escondido desde siglos y generaciones, revelado ahora a sus santos (cfr. Col 1, 25-26), tienen una inmensa responsabilidad: no pueden guardarse para ellos «la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús», sino facilitar que se aprovechen de él todos sus hermanos y hermanas. Así habla el servidor de la Palabra, conocedor de la Sabiduría: Y yo, como canal que deriva de un río, como acequia que atraviesa un jardín, dije: «Regaré mi huerto y empaparé mis eras». Y he aquí que el canal se me convirtió en un río, y el río se convirtió en un mar. Haré que mi enseñanza brille como la aurora y que resplandezca en la lejanía. Derramaré mi enseñanza como profecía y la transmitiré a las generaciones futuras. Fijaos que no he trabajado solo para mí, sino para todos aquellos que buscan la sabiduría (Eclo 24, 30-34).

La oración

Para Jesús el desierto es también el espacio de una oración prolongada y perseverante. Su oración en el desierto nos enseña que en la dinámica de la vida espiritual todo hay que pagarlo caro y conquistarlo con esfuerzo; y, al mismo tiempo, que todo se vive en un clima de amor, de belleza y de paz. Orar es costoso y agotador, porque la oración es un auténtico combate, una verdadera lucha, un cuerpo a cuerpo con Dios (cfr. Gn 32, 23-33; Rm 15, 30-33; Col 4, 2). Pero es también un momento de inmensa paz, de descanso y de abandono filial y confiado en los brazos del Señor (Sal 130). Podríamos comparar la oración con el arduo ascenso de una montaña, con el entrenamiento duro y exigente de los atletas. Las grandes experiencias de oración recibidas de los santos despiertan el fervor de nuestra vida espiritual y nos llenan de fuerza y de coraje para emprender ese camino. Lo cierto es que solemos estar tan sobrecargados de trabajo, de actividades, de obligaciones urgentes y de preocupaciones de todo tipo que ni encontramos ni buscamos tiempo para la oración. A esto vienen a sumarse nuestra debilidad y nuestra dificultad para orar, porque «no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26), dice san Pablo. Pero, si no tenemos tiempo ni estamos disponibles para Dios, ¿no será porque no le amamos de verdad y con todo el corazón? ¿Cómo se puede amar a alguien a

quien hacemos tan poco esfuerzo por conocer? Lo hemos excluido de nuestra vida y de nuestra existencia diaria. No hay sitio para Él en nuestra interioridad abarrotada de cosas, tan saturada que ni siquiera nosotros vivimos en ella: nos quedamos en la superficie. En el fondo de nosotros no existen ni el descanso ni la paz verdadera. Y cuando intentamos guardar silencio, las imágenes, los recuerdos, los rostros, las experiencias dolorosas o decepcionantes se aprovechan de él para invadir el campo de nuestra conciencia y nos impiden descansar en Dios. Esos pensamientos, recuerdos y emociones nos resultan molestos porque aún no han sido iluminados ni asumidos por la fe, la esperanza y la caridad. Son como realidades paganas que hay en nosotros y que tienen que ser bautizadas y cristianizadas. La oración ha de ser un acto de amor que nos lleva a dejarlo todo en manos de Dios para que todo lo que pueda ser simplificado, purificado y transfigurado por Él lo sea, y para que todo lo que no es compatible con la presencia del Señor en nosotros desaparezca. Así es como las innumerables cargas de nuestra historia humana podrán convertirse en el tejido de nuestra historia santa, profundamente humana y, a la vez, radicalmente divina. Así es como nuestras relaciones humanas podrán convertirse en camino de santidad: el prójimo nunca será un estorbo ni un intruso que viene a perturbar nuestra tranquilidad, si lo izamos hasta esa parte de nosotros mismos en la que habita Dios. Orar será volver a dotar a nuestra vida de toda su dimensión teologal y evangélica. Dedicar tiempo a rezar en medio de las urgencias y las preocupaciones materiales que quieren reducirnos a la esclavitud es dar prioridad a Dios, dejar un hueco –cueste lo que cueste– a esa urgencia fundamental que es su presencia en lo más íntimo de nuestra vida. Lejos de ser un motivo más de estrés, nos permitirá enfrentarnos con paz y serenidad a nuestras tareas diarias.

Importancia de la oración para la Iglesia

Esta oración tan indispensable para el desarrollo de nuestra vida cristiana es también vital para la Iglesia y para su misión en el mundo. Citando a Fernand Ménégoz, el abad Henri Caffarel insiste con vehemencia en la importancia de la oración para el futuro del cristianismo: Si la teología continúa desconociendo la importancia de la oración, si los cristianos se mantienen en una oración egocéntrica, dirigida solo por sus intereses, materiales o espirituales, y todavía más, si, influidos por las filosofías hostiles a la oración, renuncian a ella, nuestro siglo desembocará en la noche espiritual y la barbarie científica: «O bien el cristianismo hará la conquista del mundo por la oración o perecerá. Estamos ante una cuestión de vida o muerte para el cristianismo». Por contra, si la verdadera oración cristiana, la que tiene por único interés la gloria de Dios, es redescubierta por los cristianos, entonces el cristianismo conocerá una pureza y una expansión renovadas. Gracias a él, la humanidad accederá a una civilización más perfecta. (...) «La oración es el fenómeno misionero por excelencia. La única fuerza verdaderamente “civilizadora” es la Iglesia que ora. La Ecclesia orans es la única fuerza de progreso real, profundo y duradero, un progreso que regenere, junto con el individuo, a la sociedad». ¿Por qué la oración posee un poder tan grande? Porque, una vez más, no es actividad del hombre, sino actividad de Dios en el hombre, a la cual el hombre está asociado. Cristo decía: «Mi Padre y yo obramos sin cesar». El hombre que ora encuentra en sí mismo la todopoderosa actividad divina, se abandona a ella, coopera con ella, le ofrece la posibilidad de entrar en un mundo que de otra manera se cerraría a ella [17].

La oración restaura nuestra relación con Dios, y gracias a ella Dios responde restituyendo la armonía y la paz entre los hombres. Los medios humanos, políticos o diplomáticos son en sí mismos incapaces de lograr la unidad entre los hombres, habitada por un virus desde el pecado original; y más incapaces aún de obrar esa unidad en el amor que con tanta insistencia pide Jesús en su oración sacerdotal (Jn 17, 11.21, 24; cfr. Jn 13, 35-35). La unidad de los hijos de Dios únicamente puede ser obra de Cristo, y Cristo la obra con su obediencia en la cruz y el envío del Espíritu Santo: solo después de Pentecostés se dice de los discípulos de Jesús que tienen un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32). Nadie es buen artesano de la paz, la concordia y la unidad si no se abre por completo al Espíritu de Dios en la oración y la adoración silenciosa de la Presencia eucarística. Solo entonces se va obrando la unidad e instaurándose la paz dentro de nosotros y a nuestro alrededor [18]. Si de verdad queremos reconocer la primacía de Dios, hemos de dar prioridad a la oración sobre la acción. En su Cántico espiritual san Juan de la Cruz nos deja una severa advertencia en contra del activismo que perjudica a la oración: Adviertan (...) los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios,

dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración (...). Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (Mt 5, 13), que, aunque más parezca que hace algo por defuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios [19].

Jesús, ejemplo de oración

Uno de los aspectos más llamativos en la vida de Jesús es la oración. En los evangelios abundan las referencias al respecto: «Después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar» (Mt 14, 23); «se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1, 35); «solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración» (Lc 5, 16); «Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios» (Lc 6, 12); «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar» (Mt 26, 36). Los apóstoles siguieron su ejemplo y «perseveraban en la oración junto con (...) María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14). Además de su ejemplo personal, Jesús nos ha dejado el contenido de nuestra oración en el padrenuestro, la hermosa oración divina que, a veces, desfiguramos en función de nuestras opiniones teológicas o ideológicas y que, sin embargo, se basta a sí misma sin necesidad de añadidos ni reducciones por nuestra parte. La oración de Jesús, decía Benedicto XVI, «atraviesa toda su vida, como un canal secreto que riega la existencia, las relaciones, los gestos, y que lo guía, con progresiva firmeza, a la donación total de sí, según el proyecto de amor de Dios Padre» [20]: En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la paternidad de Dios (cfr. Lc 3, 22b), desciende el Espíritu Santo (cfr. Lc 3, 22a), que lo guía en su misión y que él derramará después de ser elevado en la cruz (cfr. Jn 1, 32-34; 7, 37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un contacto ininterrumpido con el Padre para realizar hasta las últimas consecuencias el proyecto de amor por los hombres [21].

Contemplar la intensa oración de Jesús, tan personal y prolongada, después de su bautismo en el Jordán nos enseña sin grandes discursos cómo hay que abrirse a los deseos del Padre, acatar su voluntad y entregarse a su proyecto de amor por nosotros. El lugar del encuentro cara a cara con Dios es la oración, que nos permite hablar con Él como habla un hombre con un amigo (cfr. Ex 33, 11). Tenemos una necesidad urgente de aprender a orar. Orar no consiste en recitar fórmulas bonitas que encontramos en los libros y que nos cuesta comprender o repetir con absoluta sinceridad. Orar es reunirse con Dios con toda la realidad de nuestro ser. Es exponerse a las luces de Dios que disipan las tinieblas de nuestros corazones. Orar es permanecer humildemente y en adoración ante Dios, bajo su mirada que nos escruta y conoce nuestro corazón (Sal 139, 23); dejar que Él se maraville de la belleza de su criatura y maravillarnos del increíble resplandor de su santidad (Sal 8, 47); dejar que Dios nos mire y gozar mirándolo a Él. «Yo lo miro y Él me mira», decía el campesino de Ars a su párroco. En la oración lo importante no es tanto lo que le decimos a Dios como la obra que Él hace en nosotros cuando callamos en su presencia, cuando aceptamos dejarnos sanar de nuestra falta de amor. La oración no consiste en adueñarse de Dios, sino en permitir que Dios nos haga suyos. Si no, nuestra oración será estéril. Una oración como esa exige silencio, recogimiento, disponibilidad interior, humildad ante la santidad de Dios. Como dice san Cipriano en su comentario al padrenuestro, las palabras del que ora han de ser mesuradas y estar llenas de sosiego y respeto. Recordemos que estamos en presencia de Dios, que escucha y ve a todos los hombres, que penetra en todo lo secreto y escondido. Orar es apartarse a una montaña elevada, y en ese monte Tabor, maravillados, dejarse transfigurar a imagen de Dios, dejarse iluminar por el Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios. En la oración, la gloria y la luz de la santidad de Dios se imprimen en nuestro rostro: «Reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor» (2 Co 3, 18).

La oración vale lo que vale la vida del corazón, porque la oración es clamor cordis, el grito que brota del corazón. Como dice san Ambrosio, no solo hay que clamar con el corazón, sino con todo el corazón. Físicamente, clamar fuerte es clamar a voz en grito; espiritualmente, clamar fuerte es clamar con todo el corazón, si buscamos buenos frutos y obtener del Señor lo que pedimos [22].

En la oración el alma aspira a alcanzar la fuente de su dicha, como las limaduras de hierro atraídas por el imán. La gracia y la presencia del Espíritu Santo en nosotros hace natural de un modo discreto ese movimiento del alma hacia Dios. La oración es cuestión de amor, y no de palabras o discursos. Si Dios es el Dios de amor, si es ese Fuego devorador, no podemos conocerlo y amarlo de verdad sin dejarnos atrapar por ese fuego, sin ser arrastrados por ese torrente de amor, engullidos por la zarza ardiente. Orar es arrojarse en cuerpo y alma dentro del amor, dentro de Dios. Él desea hallar en nosotros las mismas disposiciones del corazón de Jesús durante su agonía en la cruz: desea todo el corazón y todo el ser.

El lugar de la oración

Siempre que sea posible, hemos de rezar en el lugar adecuado, en un espacio sagrado y digno de Dios: una iglesia, una capilla, un sitio solitario y silencioso. Pero, por encima de todo, el lugar donde Dios habita es el cristiano. Para orar debemos entrar dentro de nosotros, y lo que debemos conservar consagrado para Dios es el templo de nuestro cuerpo, ese cuerpo que el hombre contemporáneo quiere mutilar para cambiar de sexo, ese cuerpo mercantilizado para la prostitución y el tráfico de órganos. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Co 6, 15). En el misterio de la redención consumado por Cristo el apóstol descubre el origen de un deber moral personal que compromete a los cristianos con la pureza para «que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios» (1 Ts 4, 4-5). No es de extrañar que la degradación del templo de nuestro cuerpo se haya extendido a los templos de piedra que son las iglesias. En demasiados

sitios los santuarios consagrados a Dios se transforman a veces en amigables lugares de encuentro o en salas de conciertos y de ocio cultural. Y cuando los cristianos entran en una iglesia para la celebración litúrgica, ¿cuántos reconocen la presencia real de Cristo en el sagrario y lo honran con una genuflexión acompañada de un instante de oración? El lugar de la oración debe reunir condiciones para la interioridad y la adoración, y a esa atmósfera tenemos que contribuir nosotros con nuestra actitud respetuosa y recogida.

Disposiciones interiores

Dios no desoye nuestras oraciones, no se cansa de escucharnos cuando clamamos a Él; somos nosotros quienes con demasiada frecuencia nos negamos a cumplir la primera condición de la oración: ese deseo sincero de conformar nuestra vida con su voluntad. Pedimos a Dios que nos libre del pecado y de toda tentación de la carne, pero sin intención alguna de reformar nuestros hábitos desordenados ni de luchar contra nuestra sensualidad. La oración no es pasiva: es una colaboración sumamente activa entre el alma y Dios. Si nuestra voluntad permanece inerte, nuestra oración no será más que un listado de cosas que nos gustaría obtener de Él sin que nos cueste nada, sin ningún esfuerzo ni sacrificio por cambiar radicalmente nuestra manera de vivir, de pensar y de obrar. Quien reza para verse liberado de la esclavitud de los placeres carnales tiene que estar dispuesto, cueste lo que cueste, a emplear la fuerza que Dios le dé para intentar decididamente apartarse del mal. Si no rechazamos enérgicamente y con determinación el pecado que habita en nosotros, si nos conformamos con multiplicar oraciones «como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso» (cfr. Mt 6, 7), nuestra oración no llegará a oídos de Dios.

La hora de la verdad delante de Dios

Orar es caer rostro en tierra delante del Señor, despojado del disfraz lisonjero del orgullo, para presentar con humildad ante Él nuestro pecado desnudo. El pecado nos envejece y marchita nuestra belleza original: ya no somos capaces de soportar la mirada de Dios y nos vemos desnudos y feos, como Adán y Eva después de pecar. La oración nos sitúa cara a Dios tal y como somos, en plena desnudez, y la fealdad que nos aporta el pecado aparece con una claridad temible. Entonces solemos hacer como Adán y Eva: huimos de Dios y nos enmascaramos detrás de los árboles y el follaje de esas actividades y obligaciones nuestras tan importantes y urgentes. Pero recordemos lo que viene después. Dios llama al hombre: «Adán, ¿dónde estás?», y le hace desenmascararse. La oración es ese momento único y maravilloso en el que dejamos que Dios nos vea sin máscara, con absoluta sencillez y autenticidad, tal y como somos, y no tal y como queremos vernos y parecer a ojos de los demás. Experimentamos la pobreza, la miseria, la inseguridad. Pero ¡no olvidemos que esa pobreza es la verdad de nuestro ser! Vivir esa pobreza delante de Dios es vivir una relación veraz y sincera con Él. Pero la oración es también, igual que el desierto para el pueblo hebreo, un lugar árido, un lugar de prueba, de tentación y de rebeldía. Ante la desnudez y la pobreza absolutas en que nos deja nuestra oración, podemos sentirnos tentados de dudar de Dios, de su capacidad de cuidar de nosotros y de asegurar nuestro futuro. Si Dios permite tal cosa, es para que no lo abandonemos, para que nuestra oración se convierta en un espacio de decantación y purificación de nuestra interioridad. Orar, pues, no consiste en disertar ni en orquestar buenos sentimientos, sino en conseguir guardar silencio para escuchar a Dios que nos habla; es dejar que el Espíritu Santo se adueñe de nosotros y ore en nosotros. Sí, la oración es como un desierto, un terreno árido sin agua, porque Dios escapa a nuestra imaginación, a nuestra sensibilidad y a nuestra razón para entregarse a nuestra fe. La oración nos exhibe ante Dios con todas nuestras pobrezas y nuestras miserias, pero también con las cualidades y los espléndidos dones que hemos recibido de Él. En este mundo la oración no nos sitúa en presencia de un Juez temible, sino de mi Padre amante, porque Él «no conserva para siempre su cólera, pues le gusta la misericordia. Volverá a compadecerse de nosotros, destrozará nuestras culpas, arrojará nuestros pecados a lo hondo

del mar» (Mt 7, 18-19). Si le buscamos solo a Él, sin esperar sentimientos de intenso fervor, Dios encuentra en la pureza del corazón su lugar preferido, su templo de predilección. Entre Dios y nosotros existe un nivel concreto de relaciones hondas, íntimas y personales que la oración expresa, alimenta y fortalece. En la oración lo primero y esencial es esa actitud que nos permite conquistar y alcanzar lo más hondo que hay en nosotros; es ese éxodo interior en el que abandonamos la superficie de nosotros mismos, el lugar de la acción, del sentimiento, de la emoción, de la reacción inmediata, y conquistamos las profundidades de nuestro corazón y de nuestra interioridad en las que habita Dios para encontrarnos con Él. Es el pecado el que nos arranca de allí y es la gracia la que nos devuelve allí. El paraíso terrenal era de algún modo el reino de la interioridad perfecta; el hombre, por culpa suya, fue expulsado al mundo de la exterioridad. Por lo tanto, la salvación consistiría –igual que para el enfermo sanado por Cristo– en regresar dentro de uno mismo, en reconquistar la morada interior para recuperar en ella la paz y la estabilidad. No obstante, el camino de la interioridad permanece cerrado para el pecador, que se excluye a sí mismo de la morada de su corazón dispersándose por el exterior. Por lo general la «casa» se interpreta como la morada del corazón. De ahí las palabras de Cristo a un hombre al que acaba de sanar: «Vete a casa» (Mc 5, 19), porque sin duda conviene que el pecador, después de recibir el perdón, regrese dentro de su alma para evitar una nueva desgracia que se abatiría sobre él con todo derecho [23].

Escucha y recogimiento

Orar es, por lo tanto, emprender un viaje interior para encontrarse con Dios. Hace falta «re-cogerse», agarrarse a la raíz, unificarse interiormente, dejarse deslizar –si se puede decir así– hasta esas profundidades donde Dios nos acoge, donde lo dejamos todo a un lado y solo nos ocupamos de Él. Muchas veces nuestra oración es breve porque pretendemos ser nosotros el tema de conversación; y enseguida nos damos cuenta de que no hay mucho que decir al respecto. De hecho, la oración no debe parecerse a una especie de verborrea interior; como dice san Agustín, «la oración no ha de contener muchas palabras, sino muchas súplicas». La oración es ante todo acogida del Huésped interior, escucha silenciosa, contemplación maravillada, adorar en el amor a Aquel que nos amó primero (cfr. 1 Jn 4, 10-19) y quiere manifestarnos apasionadamente su amor. Es

Dios el primero en hablar. Él es Verbo. Él es amor. Él es el primero en dirigirnos una Palabra de amor. Nuestra fe responde y nuestro corazón se abre al amor. Hemos de imitar la actitud contemplativa, de acogida y de total disponibilidad de la Virgen para que esa Palabra de amor se haga carne dentro de nosotros. San Agustín vivió y describió así esta experiencia tan maravillosa: ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste y clamaste hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste y con tu tacto me encendiste en tu paz [24].

Para orar necesitamos «un corazón atento» (1 R 3, 9). El silencio es esa condición sublime e imprescindible que nos dispone a conversar íntimamente con Dios. Un silencio que debe ser real y profundo: no solo ausencia de palabras o de ruido, sino simplificación y unificación del ser, recogimiento, una íntima aquiescencia, desprovista de palabras y frases, a la acción del Espíritu Santo que derrama en nosotros el amor de Dios (cfr. Rm 5, 5). Esta pasividad que consiste en dejarse amar en el silencio de la oración es como la cima de la actividad humana. De este modo, la oración que en un principio era un acto de un momento concreto se va convirtiendo en un estado de vida, en una manera de estar en el mundo marcada por la alabanza, la acción de gracias, la adoración, la contemplación en el asombro, más allá de los dones pedidos y recibidos. Nos dejamos absorber por el amor y la ternura del rostro de Dios que nos incorpora suavemente a Él y nos introduce en el secreto de su intimidad; de manera que, cuando salimos de ese encuentro, vemos el mundo, los acontecimientos y a todo ser humano con los ojos de Dios.

El desierto y la lucha espiritual

No tengamos miedo de entrar en el desierto –como hizo Jesús conducido por el Espíritu Santo– para entablar la lucha de Dios, contra nosotros mismos y contra este mundo de pecado: Porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas (Ef 6, 12-13).

En esta lucha no hay que huir ni desfallecer, sino llegar a la sangre (cfr. Hb 12, 3-4). No se trata ante todo de prácticas externas. Es cierto que hay que hacer penitencia y, como Jesús en el desierto, implicar a nuestro cuerpo en nuestra andadura espiritual; pero para que esa andadura sea verdaderamente espiritual, conviene hacerse preguntas fundamentales: ¿qué cambios me pide Dios en mi vida, en mi conducta diaria o en mis relaciones con los demás?, ¿qué es peligrosamente dañino para mi vida y para la de los otros?, ¿qué destruye mi relación con Dios y me impide crecer como hijo suyo?, ¿cómo puedo morir a mi pecado y a todas mis malas inclinaciones para resucitar con Cristo?, ¿estoy firmemente decidido a ser santo?, ¿qué medios y qué compromisos concretos tengo a mi alcance, y qué tengo que hacer para ponerlos en práctica? Por medio del profeta Isaías, Dios reprochaba a su pueblo que se conformara con prácticas externas: ¿Para qué ayunar, si no haces caso; mortificarnos, si no te enteras? En realidad, el día de ayuno hacéis vuestros negocios y apremiáis a vuestros servidores; ayunáis para querellas y litigios, y herís con furibundos puñetazos. No ayunéis de este modo, si queréis que se oiga vuestra voz en el cielo. ¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llamáis ayuno, día agradable al Señor? Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos (Is 58, 3-7).

Como Israel en tiempos del profeta Oseas, muchos cristianos siguen creyendo que pueden encontrar la salvación en una penitencia efímera, superficial y sin mañana. El profeta censura esa falsa seguridad: «Vamos, volvamos al Señor. Porque él ha desgarrado, y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos. Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora. Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera que empapa la tierra». ¿Qué haré de ti, Efraín, qué haré de ti, Judá? Vuestro amor es como nube mañanera, como el rocío que al alba desaparece. Sobre una roca tallé mis mandamientos; los castigué por medio de los profetas con las palabras de mi boca. Mi juicio se manifestará como la luz. Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos (Os 6, 1-6).

La verdadera penitencia, el verdadero arrepentimiento es la búsqueda de la voluntad de Dios y la disponibilidad para dejarse modelar por Él hasta volver a encontrar la gracia de nuestra filiación divina. Entonces podremos decir con Cristo: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo –pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad (Hb 10, 5-7; Sal 40, 7-9).

La tentación de dejar el desierto

Después de ser liberado de la esclavitud de Egipto, mientras caminaba por el desierto con hambre y con sed, con la inseguridad, el sufrimiento y el cansancio de la marcha, Israel empezó a murmurar contra Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?» (Ex 17, 3). Más de una vez sintió la tentación de regresar a Egipto, prefiriendo la esclavitud a la libertad exigente y responsable que se le brindaba para construir su propio destino al lado de Dios con una existencia fundamentalmente litúrgica: «¿No había sepulcros en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto?, ¿qué nos has hecho sacándonos de Egipto? ¿No te lo decíamos en Egipto: “Déjanos en paz y serviremos a los egipcios, pues más nos vale servir a los egipcios que morir en el desierto?”» (Ex 14, 11-12). ¡Cuántas veces nos sucede a nosotros también que preferimos subsistir como esclavos en manos de Satanás disfrutando ahora de unos cuantos bienes, en vez de morir cada día a nosotros mismos, a ejemplo de los santos, en el humilde servicio a Dios con miras a la vida eterna! La verdadera libertad, que consiste en ser capaz de elegir el bien y no el mal, es un don de Dios. La travesía por el desierto fue para Dios la ocasión de liberar a su pueblo de la servidumbre del pecado y de unas preocupaciones fundamentalmente materiales. Dios quiere educar del mismo modo nuestro corazón y alimentarlo con sus enseñanzas para ayudarle a estructurarse en lo más íntimo, a dejarse guiar y conducir por Él

en el camino de la vida. Quiere que conozca el hambre y la pobreza para hacerlo consciente de las bondades, la ternura y los favores divinos: Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para probarte y conocer lo que hay en tu corazón: si observas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para hacerte reconocer que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios. Tus vestidos no se han gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón, que el Señor, tu Dios, te ha corregido, como un padre corrige a su hijo (Dt 8, 2-5).

Aceptemos caminar por el desierto bajo la mirada de Dios, frecuentando asiduamente las Escrituras, perseverando en la oración y en la renuncia liberadora al ruido incesante con que el mundo –del que con tanta facilidad nos hacemos cómplices– quiere ahogar la voz divina en nuestros corazones.

V UN SACRAMENTO PARA LA CONVERSIÓN

La necesidad de convertirse

Nunca podremos vivir plenamente nuestra vida cristiana si no dejamos que Dios –igual que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto– nos libere de nuestro pecado para que podamos conformar nuestra existencia con la vida de la Trinidad; para que, en virtud de nuestra semejanza con su Hijo, nos hagamos partícipes de la naturaleza divina. Como afirma el Concilio Vaticano II, dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor, y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía [1].

Monseñor Fulton Sheen recalcaba elocuentemente y con toda claridad la importancia de la comunión de vida con Cristo: Centrar la vida en Cristo no consiste en entonar cánticos, en leer las Sagradas Escrituras para llenar de conocimientos nuestra inteligencia, en cubrir las paredes con consignas piadosas para edificación del prójimo. Uno no se hace cristiano porque lleve a cabo a diario una obra buena, o porque se declare ferviente partidario de la religión, o porque se adhiera a algún movimiento de reformas económicas y políticas, aunque humanamente lo haga inspirado por las mejores intenciones. Es cristiano el que cree que Cristo es el Hijo de Dios, el que posee la vida de Cristo en su alma. La existencia auténticamente cristiana es muy distinta de la mera honradez humana, igual que el grado de vida hace a la rosa muy distinta del cristal. «El que no crea al Hijo no verá la vida» (Jn 3, 36). La vida siempre procede de algo vivo; no puede salir de lo inerte. La vida humana procede de unos padres humanos y la vida divina es engendrada por Dios [2].

Una vez conocido el fin que perseguimos, podemos plantearnos en toda su radicalidad el camino de conversión que hemos de recorrer para alcanzarlo. La Biblia entera es una potente llamada a emprender esa

conversión. Y, como Jonás, tendemos a escapar, a huir en una nave que nos lleve lejos de Dios, lejos de nuestros hermanos los hombres y, en definitiva, lejos también de nosotros mismos. Así es como pretendemos evitar enfrentarnos a la Palabra de Dios que juzga, ilumina e invita a un cambio radical de nuestra conducta y de los malos hábitos de nuestra vida personal (Hch 4, 12-13). Y, al igual que Jonás, en esa huida tropezamos providencialmente con una tempestad, y la nave en la que nos hemos embarcado y donde dormimos agotados por el cansancio de esa huida interior se ve violentamente sacudida por el oleaje y amenaza con romperse y hundirse. La voz de la Iglesia es como la voz de mando de la tripulación que nos exhorta con vehemencia: «¿Qué haces durmiendo? Levántate y reza a tu Dios; quizá se ocupe ese dios de nosotros y no muramos» (Jon 1, 6). Para aligerar la nave de nuestra vida, la voz del Señor nos invita a arrojar al mar la carga de nuestros pecados. Quizá haya que tirar por la borda lo que en nuestra vida tenemos por más valioso, porque se ha hecho demasiado pesado y dificulta nuestra marcha hacia la santidad: nuestro orgullo, nuestra suficiencia, una vida deshonesta y corrompida, nuestra tibieza e indiferencia hacia las cosas de Dios, nuestra dejadez a la hora de avanzar en la comprensión de los misterios cristianos. ¿Habrá que lanzar al mar una amistad, unas compañías especialmente dañinas para nuestros compromisos conyugales o religiosos? Puede que haya que lanzar al mar «las obras de la carne (...): fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo» (Ga 5, 19-21). Nos da miedo cortar con nuestras esclavitudes, imprimir un cambio radical a nuestra vida y a la dirección de nuestra existencia. Nos da miedo que la Revelación nos deslumbre con una verdad tan sencilla como esta: que los hombres hemos sido creados para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todo el ser, y para amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (cfr. Mc 12, 29-31; Dt 6, 5). El poder de la mentira y del odio trabaja la masa de la que está compuesto el hombre; ese poder que desde los orígenes deslizó en el corazón del hombre la desconfianza hacia su Creador, el deseo de construir la vida sin Él. «El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: “¿Dónde estás?”. Él contestó: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”»

(Gn 3, 9-10). Solo después de dar ese paso estaremos preparados para encontrar en la oración y en la lectura de la Palabra de vida al Dios de la verdad y el amor para adorarlo y glorificarlo. Porque está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás, y a él solo darás culto» (Mt 4, 10). Desde el principio de su ministerio público Jesús llama a la conversión: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Esta llamada es un elemento esencial del anuncio de la Buena Nueva. No se dirige solamente a quienes no conocen a Cristo ni su Evangelio, sino que –como dice una antigua homilía– sigue resonando en la vida de los cristianos: Hagamos penitencia mientras vivimos en este mundo. Somos, en efecto, como el barro en manos del artífice. De la misma manera que el alfarero puede componer de nuevo la vasija que está modelando, si le queda deforme o se le rompe, cuando todavía está en sus manos, pero, en cambio, le resulta imposible modificar su forma cuando la ha puesto ya en el horno, así también nosotros, mientras estamos en este mundo, tenemos tiempo de hacer penitencia y debemos arrepentirnos con todo nuestro corazón de los pecados que hemos cometido mientras vivimos en nuestra carne mortal, a fin de ser salvados por el Señor. Una vez que hayamos salido de este mundo, en la eternidad, ya no podremos confesar nuestras faltas ni hacer penitencia [3].

Esta conversión en constante desarrollo es obra incesante de toda la Iglesia: La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación. La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cfr. 1 Co 11, 26) [4].

Como señalaba Benedicto XVI, «conversión» es «una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica». Y proseguía así: La llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la «corriente» es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona (...). De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera solo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad [5].

Radicalidad de la conversión cristiana

Frente a Jesús hay que tomar partido: no podemos escurrir el bulto. «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24). Hay que seguirle o dejarle (Jn 6, 66). No existe el término medio: o se está con Él, o se está contra Él (Mt 12, 30; Lc 11, 23; Mc 9, 40; Lc 9, 50). Estar con Él no es una vaga decisión sentimental ni la adhesión abstracta a un hermoso ideal: significa despojarse de uno mismo para atarse a Dios. Son elecciones decisivas que están presentes desde los orígenes del cristianismo: «Pedro y los Apóstoles replicaron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”» (Hch 5, 29; 4, 19). Cuando san Pablo explica a los cristianos de Roma el significado más hondo del bautismo, presenta la vida cristiana como un paso de la muerte a la vida, como una liberación de la esclavitud del pecado que nos da la verdadera libertad, con todas las consecuencias que ello implica: Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo en el pecado? ¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rm 6, 2-4).

La vida cristiana es incompatible con el pecado. Exige de cada uno de nosotros abandonar nuestro anterior modo de vida, despojarnos del hombre viejo «corrompido por sus apetencias seductoras»; renovarnos «en la mente y en el espíritu» y revestirnos «de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 22-24). Bautizados en la muerte de Cristo, los cristianos quedamos plenamente incorporados a Él «sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado» (Rm 6, 6). Se nos invita a manifestar con nuestra conducta que el pecado ya no reina entre nosotros (cfr. Rm 6, 12-14). Ese es el significado de la exhortación que nos dirige san León Magno: Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver, con un comportamiento indigno, a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres

miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios. Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo [6].

Sí, armados de coraje y con arrojo hemos de eliminar de nuestra conducta lo que no es propio de nuestra dignidad de hijos de Dios. Por eso puede afirmar san Juan que quienes han nacido de Dios por el bautismo ya no pueden pecar, porque poseen en ellos la vida de Dios: Todo el que comete pecado quebranta también la ley, pues el pecado es quebrantamiento de la ley (...). Quien comete el pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido de Dios (1 Jn 3, 4-9).

Esta afirmación podría hacernos estremecer, vistas las exigencias de nuestra filiación divina. Pero «de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia» (Jn 1, 16): la gracia que nos da de llevar a cabo lo que nosotros somos incapaces de hacer con nuestras propias fuerzas, porque mientras dure nuestra vida terrenal hemos de morir diariamente al pecado. La lucha es larga, pero la victoria es de Cristo. San Agustín nos alienta con estas palabras: Sobre la resurrección de Cristo se fundamenta nuestra fe. La pasión de Cristo la han creído hasta los paganos, impíos y judíos; su resurrección, solo los cristianos (...). Cristo es la fuente de la vida (...), llegó la fuente de la vida hasta nosotros, y la misma fuente de la vida murió por nosotros (...). ¿Dónde está la muerte? Búscala en Cristo; ya no existe; pero existió y murió en él. ¡Oh vida, muerte de la muerte! Levantad vuestro ánimo: la muerte morirá también en nosotros. Lo que fue por delante en la cabeza, se repetirá en los miembros; también en nosotros morirá la muerte [7].

La participación en la resurrección de Cristo convierte nuestros años en la tierra en una Pascua perenne, es decir, en un continuo nacimiento a la vida eterna a través de esas muertes cotidianas que son las dolorosas pruebas de nuestra vida familiar, profesional o social; las consecuencias de las catástrofes naturales y de las epidemias; la enfermedad, el fracaso, el sufrimiento, la pobreza física y moral; las persecuciones y el martirio sufridos en nombre de Jesús: Os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles (...). Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final se salvará (Mt 10, 1722).

El sacramento de la penitencia

Rechazar decididamente el pecado es un combate de toda la vida que solo podemos sostener con la fuerza de Cristo y poniendo toda nuestra confianza en Jesús misericordioso. Porque en nuestra vida ha habido, hay y habrá muchas caídas. Al subir junto al Padre, Jesús no nos deja desamparados: confía a la Iglesia el poder y la misión de perdonar los pecados en su nombre. Cuando el pecado desfigura o elimina la vida de Dios en nosotros, la confesión nos permite renacer a la amistad divina. La confesión recibe también el nombre de sacramento de la penitencia, ya que consagra un recorrido personal y eclesial de conversión, arrepentimiento y reparación. En este sacramento se realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (Mc 1, 15), a regresar al Padre (Lc 15, 18; Jl 2, 12-17), de quien nos hemos alejado por el pecado. Puede que a veces el hombre que se ha alejado de Dios se crea feliz, pero en realidad solo es un ser inerte que ha abandonado la fuente de agua viva para «cavar aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (cfr. Jr 2, 13). Rechazar a Dios, eliminarlo de la vida diaria, no significa solamente perder toda referencia fundamental, sino experimentar la muerte más auténtica y cruel, aunque físicamente continuemos respirando y moviéndonos. El pecado no es únicamente la infracción de un mandato o el incumplimiento de una norma: es antes que nada una ofensa cometida contra Aquel a quien le debemos todo, la ruptura de una relación personal, el final injustamente deseado de una amistad vital. Es, en términos teológicos, el rechazo de la gracia de Dios, del don que Dios nos hace de su vida. Para la formación de nuestra conciencia es importante plantearse la dimensión del pecado más allá de la transgresión: Hablar de pecado es situar la falta moral dentro de una relación con Dios. Lo que permite discernir la gravedad del pecado es el modo en que esa relación se ve alterada, herida y eliminada. Eso quiere decir que el pecado no afecta solamente al dominio espiritual, es decir, al hecho de descuidar la oración, la práctica religiosa, la caridad o el precepto de las fiestas. Quiere decir que, si analizo mis faltas morales en términos de pecado, las sitúo bajo la mirada de Dios, frente a la llamada a la santidad que Él me dirige [8].

Hemos de pedir a Dios con perseverancia la gracia de nuestra conversión: un proceso que empieza en lo secreto del corazón para ir estructurando y transformando, a veces definitivamente, nuestra vida personal, de modo que esta se convierte en alabanza a Dios, morada del Espíritu Santo, sagrario vivo de Jesús-Eucaristía. En el sacramento de la penitencia es la Iglesia, Esposa de Cristo, quien nos concede el perdón de los pecados en nombre de Dios por medio del ministerio del sacerdote. Por eso afirma Isaac de Estella: Hay dos cosas que son de la exclusiva de Dios: la honra de la confesión y el poder de perdonar. Hemos de confesarnos a él. Hemos de esperar de él el perdón. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios? Por eso, hemos de confesar ante él. Pero, al desposarse el Omnipotente con la débil, el Altísimo con la humilde, haciendo reina a la esclava, puso en su costado a la que estaba a sus pies. Porque brotó de su costado. En él le otorgó las arras de su matrimonio. Y, del mismo modo que todo lo del Padre es del Hijo, y todo lo del Hijo es del Padre, porque por naturaleza son uno, igualmente el Esposo dio todo lo suyo a la esposa (...). De esta manera, participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados; por ello dice: Ve a presentarte al sacerdote [9].

La Iglesia, por lo tanto, no puede perdonar nada sin Cristo, y Cristo no quiere perdonar nada sin la Iglesia. La Iglesia solo puede perdonar a quien se ha convertido, es decir, a quien antes ha sido tocado por Cristo. Y Cristo no concederá su perdón a quien desprecie a la Iglesia.

La pérdida del sentido de pecado

La práctica del sacramento de la penitencia se ha convertido en algo totalmente ajeno tanto a la mentalidad contemporánea como a la de quienes tienen aspiraciones religiosas, e incluso a la de muchos católicos. Desde que fue cuestionada por la reforma protestante, las causas siempre han sido las mismas: la consecuencia de la pérdida del sentido de la verdad es la pérdida del sentido de pecado, como ya en 1946 supo ver Pío XII cuando dijo que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido de pecado». A partir de ahí las decisiones y las conductas totalmente opuestas a la voluntad de Dios se consideran «asuntos personales» a los que no hay que asociar un

sentimiento de culpa y en los que la Iglesia no debe entrometerse. Y lo que es peor: lo que antes se consideraba un crimen abominable como el aborto, o un modo de obrar intrínsecamente desordenado como la homosexualidad, hoy se reivindica como un derecho fundamental. La noción de naturaleza humana, que incluía determinado proyecto de Dios para el hombre, ha quedado eliminada y se ha sustituido por un desarrollo individual dotado de plena autodeterminación que ha pasado a ser criterio decisivo y definitivo del derecho. Mis decisiones personales solo me competen a mí, y nadie –y menos Dios– puede pedirme cuenta de ellas. No es solo que Dios haya dejado de ser el que define, conoce y revela lo que es conforme a la dignidad y la grandeza del hombre: es que el hombre solo se siente digno y grande en oposición a cualquier norma recibida de lo alto. Quiere sentirse Dios, autocrearse, convertirse ante sus propios ojos en el centro y la medida de todas las cosas. La pérdida del sentido de pecado fue objeto de análisis –no demasiado exhaustivo, pero sí sumamente rico– por parte de Juan Pablo II en la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et Paenitentia de 2 de diciembre de 1984. El papa empezaba señalando que el hombre contemporáneo vive «bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de un entorpecimiento o de una “anestesia” de la conciencia». El sentido de pecado es expresión de la hondura de la conciencia en la que está enraizado. Según san Juan Pablo II, va estrechamente unido al sentido de Dios conocido y percibido como Creador, Señor, Salvador y Padre y, por lo tanto, como «decisivo punto de referencia interior». A partir de ahí se va desarrollando por medio de la educación humana y cristiana que nos permite hacernos cargo de «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito» (Flp 4, 8). A la luz de la Palabra de Dios, los diferentes rostros del pecado aparecen claramente como oposición a Dios, como una rebelión contra el Padre celestial. Juan Pablo II relaciona la atenuación progresiva del sentido de pecado que acompaña al oscurecimiento de la conciencia con ciertos elementos de la cultura contemporánea que pasamos a comentar a continuación. En primer lugar, el secularismo, es decir, ese movimiento de ideas y costumbres que impone un humanismo totalmente desligado de Dios. El tema de la «muerte de Dios» convive con la modernidad desde que en el

sueño descrito en un célebre texto del poeta alemán Johann Paul Richter se anuncia que «ya no hay más Dios» por boca del propio Cristo, quien después de morir subió a los soles y descendió a los abismos sin descubrir otra cosa que el vacío. Muerto Dios y convertidos los hombres en huérfanos, toda la actividad humana se centra únicamente en el bienestar material del hombre que, una vez alcanzada la edad adulta, no necesita de un tutor divino. Embriagado por esa libertad absoluta, por el consumismo y el placer, inmerso en el torbellino del activismo y la producción de bienes materiales, el hombre construye un mundo sin Dios en el que no existe el pecado. Al perder de vista el misterio de Dios, pierde de vista su propio misterio, que solo Dios destapa, revela e ilumina. En palabras de Benedicto XVI, «el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la “zona de la desemejanza”, en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja, y así se hace desemejante no solo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre» [10]. La dirección que ha tomado la evolución de determinadas ciencias humanas ha contribuido a oscurecer el sentido de pecado. La psicología moderna en concreto suele estar caracterizada por el deseo de no culpabilizar ni frenar la espontaneidad de las decisiones personales, hasta el punto de llegar a excluir la noción de culpa personal. La responsabilidad del mal cometido y de los fracasos se atribuye al medio social, a la educación, a las circunstancias: «A fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar» [11]. Algunos hombres de Iglesia, influidos por este discurso, han sustituido la llamada al arrepentimiento y a la conversión por un Evangelio que no incomoda a nadie, pero que traiciona las grandes ambiciones que Dios tiene para el hombre cuando lo llama a la perfección. Esto es algo que no llega a satisfacer a los hombres de nuestra época, que llevan en ellos el deseo de unos principios y unas enseñanzas claras, sólidas y veraces cuyo secreto – intuyen muchos– está en manos de la Iglesia en medio de este mundo en crisis. San Juan Pablo II continuaba refiriéndose a un cambio en la ética derivado del relativismo histórico: los criterios del valor moral de una acción siempre han evolucionado y seguirán evolucionando, impidiendo

afirmar que existen «actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias en que son realizados por el sujeto». A la cultura occidental solo le queda una ética llamada «consensuada», inconsistente, radicalmente ambivalente y desprovista de cualquier contenido estable. La desaparición de los puntos de referencia y la disolución de las responsabilidades individuales en el contexto social o histórico llegan a «amortiguar la noción de pecado hasta tal punto que se termina casi afirmando que el pecado existe, pero no se sabe quién lo comete». Una vez más, Dios ha desaparecido y, con Él, desaparecen el pecado y la culpa. Según el papa, a estos factores vienen intelectuales y pastorales con que algunos reaccionado a las exageraciones del pasado:

a sumarse los extravíos hombres de Iglesia han

Pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte; de acentuar demasiado el temor de las penas eternas, a predicar un amor de Dios que excluiría toda pena merecida por el pecado; de la severidad en el esfuerzo por corregir las conciencias erróneas, a un supuesto respeto de la conciencia, que suprime el deber de decir la verdad. Y ¿por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana, termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco han de ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental: tal es la tendencia a ofuscar el significado eclesial del pecado y de la conversión, reduciéndolos a hechos meramente individuales, o por el contrario, a anular la validez personal del bien y del mal por considerar exclusivamente su dimensión comunitaria; tal es también el peligro, nunca totalmente eliminado, del ritualismo de costumbre que quita al Sacramento su significado pleno y su eficacia formativa. Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual que afecta al hombre de nuestro tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a los principios inderogables de razón y de fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre [12].

Para recuperar el sentido de pecado es imprescindible retomar las palabras de la predicación de Jesús: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Con estas palabras Cristo se anticipaba a esa revelación estremecedora de la inmensidad del amor de Dios y de la infinita gravedad del pecado que será el sacrificio voluntario de su Pasión.

La desafección hacia el sacramento de la penitencia

Por desgracia, entre quienes afirman creer en el Evangelio son pocos los que acuden al sacramento de la penitencia a pedir sinceramente el perdón de Dios. Los motivos pueden ser varios. En primer lugar, es sin duda una señal de que, absorbidos por la búsqueda de bienes materiales y el deseo de bastarnos a nosotros mismos, cada vez nos volvemos más superficiales y adoptamos conductas propias de un auténtico ateísmo práctico. La caída vertiginosa del número de confesiones se inscribe dentro de la tragedia aún mayor del abandono de la fe y la desafección hacia la misa de los domingos y días de precepto. Por otra parte, la casi eliminación del ayuno eucarístico ha contribuido a que la práctica de la comunión se haya ido disociando progresivamente de la confesión: la exigencia en cuanto a la preparación corporal para la recepción de ese sacramento se ha relajado tanto que enseguida se ha pasado a descuidar por completo la preparación espiritual. Hoy hay muchos cristianos que comulgan sin antes pedir perdón de sus faltas. Las escandalosas carencias de la catequesis y la predicación sobre la Eucaristía han dado lugar a que una parte importante de quienes se dicen católicos afirmen no creer en la presencia real. La misa se ha convertido en un banquete de celebración, en un encuentro amigable en el que todo el mundo reclama el derecho a acceder a la comunión sacramental. ¿Será por eso por lo que en la liturgia de la Palabra, cuando se lee el capítulo 11 de la primera carta a los corintios, se han suprimido los versículos 27 a 29 en los que san Pablo nos previene contra la falta de discernimiento cuando nos acercamos al Cuerpo de Cristo?: De modo que quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Así pues, que cada cual se examine, y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe [indignamente] sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación (1 Co 11, 27-29).

Estos tres versículos concluyen de un modo sublime y con absoluta coherencia la enseñanza que nos transmite san Pablo V que se remonta hasta el mismo Señor. Es también la falta de una sólida formación acerca del misterio de la Iglesia y de la economía sacramental la que multiplica el número de quienes

ya no admiten intermediario alguno entre Dios y ellos, o de quienes se separan de los sacramentos con un sentimiento de rebeldía derivado de los escándalos provocados por un pequeño número de sacerdotes que observan una conducta repugnante y execrable. Por otra parte, muchos sacerdotes prefieren dedicar su tiempo a otras cosas antes que meterse en el confesonario y esperar a los penitentes mientras rezan el breviario o el rosario. En las homilías y en la enseñanza catequética ya no se tocan nunca –o casi nunca– temas como el pecado original, el pecado mortal, el tentador, el purgatorio, el infierno o el castigo divino. Ya no se presenta a ojos de los fieles esa lucha omnipresente entre el bien y el mal, el conflicto entre la luz y las tinieblas del que con tanta vehemencia habla el evangelio de san Juan. Dios es ese Amor vago y etéreo en cuya intervención en el curso de las cosas y en los acontecimientos se ha dejado de creer. Ni siquiera el misterio de la Encarnación se considera un misterio ante todo redentor, sino una especie de revelación recibida por el hombre acerca de su propia humanidad. Las pruebas y los sufrimientos de los hombres, por tanto, han dejado de tener valor como medios providenciales de reparación de los pecados y las ofensas a Dios y al prójimo. Para muchos cristianos la salvación ha quedado prácticamente redefinida con el significado de un desarrollo ético-afectivo acompañado de un compromiso con la transformación del mundo, la lucha por el bienestar humano, la justicia y la protección del medio ambiente. La misión de enseñar de Cristo se separa artificialmente de su papel redentor de víctima expiatoria que rescata a los hombres de sus pecados al precio de su sangre y su muerte en la cruz. A partir de ahí, la confesión se convierte en un ejercicio espiritual entre otros, casi independiente de toda soteriología, con una noción de «reconciliación» prácticamente desprovista de todo aspecto de justicia y reparación. Estas son cuando menos las tendencias fundamentales que están en el origen de la modificación de las conductas del pueblo cristiano, aunque cada situación concreta sea sin duda alguna más compleja [13].

Redescubrir el verdadero sentido del arrepentimiento

Frente al perdón divino que se ofrece con una generosidad sobreabundante, el arrepentimiento es escaso. En palabras de monseñor León A. Elchinger, «nos faltan pecadores». En lugar de reconocernos pecadores, acusamos a los demás, nos proclamamos víctimas de nuestra herencia, del entorno, de la sociedad, de los políticos, del gobierno o de determinadas categorías profesionales. Incluso las palabras con las que comenzamos el santo sacrificio de la misa –«antes de celebrar los sagrados misterios reconozcamos nuestros pecados»– parecen muchas veces una fórmula vacía, sin consistencia, una rutina inconsciente que no va acompañada de un examen en profundidad de nuestra vida ni de un sincero arrepentimiento de nuestros pecados. No obstante, el hecho de arrepentirse es una de las características de la persona humana responsable de sus actos. El modo en que disolvemos nuestra culpa personal en el juego de las circunstancias y los determinismos socioculturales equivale a un autoenvilecimiento. Es vergonzoso intentar suprimir el sentimiento de culpa, que es señal de la grandeza de la libertad humana. Si los individuos ya no saben arrepentirse, ¿cómo van a ser capaces los países de reconocer sus faltas? Sobre la comunidad de pecadores que los constituye pesa la culpa de las «estructuras de pecado» que ella misma ha edificado con su relativismo moral, el consumo a ultranza, la dominación y la aniquilación de los débiles por imperativos económicos y tecnológicos. Ni siquiera la Iglesia es un conjunto de justos, sino de pecadores tocados por el deseo de la conversión: los apóstoles de Jesús eran hombres frágiles, sin instrucción ni cultura (Hch 4, 13), lentos para comprender, beligerantes y ambiciosos, y con las mismas debilidades humanas que nosotros. El arrepentimiento, por tanto, es un punto de partida insustituible hacia una auténtica rectificación moral. Arrepentirse es más que lamentar algo. Es aceptar volver a ponerse en camino hacia Dios, origen de nuestra verdadera libertad y de nuestra dignidad. Reconocer humildemente los propios pecados y arrepentirse no supone envilecimiento ni humillación. Se debería superar esa noción estrecha de pecado que en el pasado ha contribuido a anestesiar o a deformar la conciencia moral de muchos cristianos. Los fieles han estado atrapados en una red de prohibiciones puntillosas, si no pueriles.

El pecado se consideraba una «entidad abstracta», una mancha, una mota negra sobre el alma blanca, cuando por encima de todo es una degradación de nuestra relación personal con Dios: «Contra ti, contra ti solo pequé» (Sal 51, 6). Si a Dios le desagrada el pecado, es porque no quiere que destruyamos algo importante de nosotros mismos o de los demás. Reconciliarse con Dios no puede ser una actitud pasada de moda e inútil, sino un acto restaurador, recreador, regenerador: «Aparta de mi pecado tu vista, [Señor,] borra en mí toda culpa. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 51, 11-13). De hecho, si tantos cristianos han perdido el sentido de pecado, es porque han dejado de ver cómo afecta su conducta a su relación con Dios [14].

Conflicto y reconciliación

La vida humana solo es feliz si se vive bajo el signo de la reconciliación. La experiencia diaria nos dice que no existe una vida humana sin conflictos, derivados del conflicto inicial que enfrentó a nuestros primeros padres con el Creador. El oscurecimiento del sentido de pecado se ha acentuado a raíz del abandono –tanto en la catequesis como en la predicación– de la enseñanza acerca del insondable misterio del pecado original. No obstante, ya desde la segunda generación de la humanidad un odio mortal enfrenta a Caín contra su hermano Abel. Dios advierte a Caín: «¿Por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?; pero, si no obras bien, el pecado acecha a la puerta y te codicia, aunque tú podrás dominarlo» (Gn 4, 6-7). El primer pecado arruina nuestras relaciones humanas y parece abocar a una ruptura irremediable de la relación entre Dios y la humanidad, si no fuera porque Él interviene para recordarnos dónde está el bien, para perdonarnos y reconciliarnos. Tensiones y divisiones, muchas veces violentas, en el seno de las familias; luchas sociales, guerras acompañadas de salvajes atrocidades, feroces combates por el poder político y económico; fracturas y mutuas

enemistades hasta en el interior de la Iglesia católica: ¡qué insondable es el misterio del pecado del hombre y del perdón de Dios! Instruida por los evangelios y por las cartas de san Pablo, la Iglesia enseña que el perdón y la reconciliación son solo iniciativa de Dios en Cristo Jesús: Por tanto, si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios (2 Co 5, 17-20).

La reconciliación en la Biblia

El único deseo de Dios es reconciliarse con el mundo y restaurar nuestra alianza con Él. Los profetas proclaman su llamada a la conversión y a la santidad: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 1-2). Al inicio de cada Cuaresma se nos recuerdan de modo especial las palabras del profeta Joel: Pues bien –oráculo del Señor–, convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo. (...) Llamad a los ancianos; congregad a los muchachos y a los niños de pecho; salga el esposo de la alcoba y la esposa del tálamo. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, servidores del Señor, y digan: Ten compasión de tu pueblo, Señor; no entregues tu heredad al oprobio ni a las burlas de los pueblos. ¿Por qué van a decir las gentes: «Dónde está su Dios»? (Jl 2, 12-18).

Desde el Antiguo Testamento la reconciliación forma parte de la entraña misma de la Revelación. El idioma en el que Dios se dirige a su criatura está compuesto de siete palabras que conllevan una inmensa exigencia y brotan constantemente de su amor: amor, misericordia, ternura, perdón, conversión, reconciliación y vida. Por eso exclama Miqueas: ¿Qué Dios hay como tú, capaz de perdonar el pecado, de pasar por alto la falta del resto de tu heredad? No conserva para siempre su cólera, pues le gusta la misericordia. Volverá a compadecerse de nosotros, destrozará nuestras culpas, arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar (Mi 7, 18-20).

Y el salmista dice: El Señor (...) no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre los que lo temen; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos (Sal 103, 10-12).

Esta revelación se cumple en el Nuevo Testamento: la muerte y la resurrección de Cristo, que viene para salvar a los pecadores y no para castigarlos, dan testimonio fehaciente, vivo y concreto de que Dios no es un Dios colérico. Con su muerte en la cruz Jesús paga nuestra deuda y rescata al mundo: «En la cruz se realizó un gran negocio; allí fue desatado el saco que contenía nuestro precio; cuando su costado fue abierto con la lanza de quien lo hirió, brotó de él el precio de todo el orbe» [15]. Y, antes de pasar de este mundo al Padre, confía a sus discípulos la misión de predicar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén (cfr. Lc 24, 47). La voluntad de perdonar, de acogernos como al hijo pródigo que regresa a casa, de poder derramar en nuestros corazones el insondable amor que nos tiene, bulle en Él como el fuego en un volcán y precede con mucho a la confesión de nuestros pecados. La Biblia nos habla también del perdón y la reconciliación entre los hombres, indispensables para la paz y el equilibrio interiores, porque el placer ilusorio de destruir a los demás mediante la calumnia, las injurias, la difamación, la mentira y toda clase de maniobras hostiles no deja más que amargura en el corazón. La historia de José que pone fin al libro del Génesis (capítulos 37 a 50) es la historia de una reconciliación en el seno de una familia que ha vivido enfrentamientos dramáticos. Los hermanos de José, perfecta prefigura de Cristo, tienen celos de él, lo aborrecen y acaban vendiéndolo. Pero él, hondamente conmovido y llevado del sentimiento de pertenencia a una misma familia, consigue perdonarlos y restablece la armonía y la unidad de una familia rota por la envidia y el odio. Jesús culmina esta enseñanza pidiéndonos que sepamos perdonar las ofensas graves y repetidas hasta setenta veces siete (Mt 18, 21-22). Y nos da ejemplo de ello en la cruz rezando por sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Dios está siempre dispuesto a perdonar nuestros pecados a condición de que nos arrepintamos y emprendamos el camino de vuelta a la casa del

Padre. Esa vuelta exige una conversión, es decir, la voluntad eficaz de renunciar radicalmente a esos pecados y de cambiar de vida, como dice claramente Ezequiel: Si el malvado se convierte de todos los pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado – oráculo del Señor Dios–, y no que se convierta de su conducta y viva? (Ez 18, 21-23).

Dios quiere reconciliarse con todos y cada uno de sus hijos. La palabra «reconciliación» alude a la decisión por parte de quienes han vivido un intenso desacuerdo de ir el uno hacia el otro para recuperar la paz y una auténtica amistad en el perdón recíproco y perdurable. Aunque el término no aparezca como tal en los evangelios, san Pablo lo emplea para referirse a nuestra justificación aludiendo en este caso a una relación asimétrica: es Dios quien perdona y somos nosotros quienes tenemos un camino que recorrer hacia Él; de ahí la expresión «dejarse reconciliar» (cfr. 2 Co 5, 20) y la pasiva «hemos sido reconciliados» (Rm 5, 10). Es Dios, a quien ofendemos a diario y a cada instante con nuestros pecados, quien toma la iniciativa y nos ofrece su perdón, porque sabe que somos polvo. Como el padre del hijo pródigo, tiene siempre la mirada puesta en el horizonte con la esperanza de vernos regresar. Y, desde el instante en que nos avista de lejos, se le conmueven las entrañas y corre a abrazarnos antes incluso de escucharnos pedirle perdón (cfr. Lc 15, 11-32). Ya Ezequiel había dicho: Di a la casa de Israel: «Esto dice el Señor Dios: No hago esto por vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre, profanado por vosotros en las naciones a las que fuisteis. Manifestaré la santidad de mi gran nombre, profanado entre los gentiles, porque vosotros lo habéis profanado en medio de ellos (...). Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36, 22-23; 25-27).

Reconciliarse con Dios en el sacramento de la penitencia no es, por lo tanto, un gesto inútil, pasado de moda y reducido en el mejor de los casos a una experiencia psicológica lenitiva; y, en el peor, a una experiencia humillante y desagradable. De hecho, reconciliarse sinceramente con alguien siempre trae consigo alegría, paz y un impulso renovado: «Habrá más alegría en el cielo –dice Jesús– por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 7). Entonces, ¿por qué son tan pocos los que acuden hoy a los confesionarios

para pedir sinceramente a Dios el perdón de sus pecados? ¿Por qué prefieren «saciarse de las algarrobas que comen los cerdos» en vez de regresar a Dios y decirle: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo» (Lc 15, 11-21)? Nos hemos vuelto superficiales, no somos conscientes de nuestra autodestrucción y estamos convencidos de que no necesitamos a Dios.

Beneficios de la confesión

En el misterio de la cruz nos han sido revelados todo el horror y la gravedad del pecado; y, al mismo tiempo, la inmensidad del amor divino y de la misericordia que se nos ofrece. Valemos toda la sangre de Cristo. Sin duda hemos sido comprados a buen precio, escribe san Pablo a los corintios (1 Co 6, 19-20). ¡No tengamos miedo de acercarnos al sacramento de la penitencia con la mayor frecuencia posible! Cuando os sintáis oprimidos por vuestros pecados, acercaos a Dios que os espera en el confesionario, en la persona del sacerdote. De él se sirve Dios para renovaros, para sanaros y devolveros la vida. No os fijéis en lo que hay de humano en él, en su fisonomía ni en sus pecados. Porque, como dice san Pablo, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención (1 Co 1, 27-30).

Si alguna vez caemos en la tentación, si por un motivo grave rompemos nuestra relación con Dios, acudamos con toda confianza al sacramento de la misericordia invocando la poderosa intercesión de la Virgen y de todos los santos. Entonces Dios nos reconstruirá y nos devolverá un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Y, como Él conoce bien «de qué está hecho el hombre», recibiremos también una ayuda especial para vencer la tentación, para el buen combate de la fe contra Satanás y el espíritu del mundo. Que no nos dé vergüenza confesarnos. La confesión alegra el corazón de Dios, porque para su corazón de Padre es la ocasión que le brindamos de

abrazar a ese hijo pródigo que somos cada uno, matar el ternero cebado para festejar nuestro regreso y restituirnos nuestra filiación divina, esa riqueza incomparable de nuestra existencia que –como explica el prelado del Opus Dei, monseñor Fernando Ocáriz– es el fundamento de nuestra fraternidad en el seno de la Iglesia: [La filiación divina] es, por la gracia santificante, nuestra introducción en la vida divina de la Santísima Trinidad, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. «Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo» [16]. (...) En definitiva, la filiación divina «está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [17]. Y se expande necesariamente en fraternidad. «El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16). Este testimonio es en nosotros el amor filial a Dios, que lleva consigo el amor fraterno [18].

La confesión nos reincorpora a la casa y a la familia de Dios, nos hace experimentar el amor del Padre hacia sus hijos y nos reconcilia en ese mismo instante con la Iglesia entera. Si nos callamos, si nos negamos a acudir al confesionario para abrirnos al sacerdote –que está ahí en nombre de Dios– y confesar humildemente, con claridad y absoluta franqueza nuestras faltas, verdaderamente arrepentidos, experimentaremos ese peso que el pecado carga sobre nuestra conciencia y del que con tanto acierto habla el salmista: Mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi savia se había vuelto un fruto seco como en los calores del verano. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado (Sal 32, 3-5).

Si no queremos que nuestra vida permanezca sumida en tinieblas, en la contradicción, en la incoherencia y en una falsedad vergonzosa, hemos de mirar cara a cara las obras de nuestra vida y afrontar toda la verdad, por terrible que sea, pidiendo a Dios que venga en nuestra ayuda. No podemos ser pecadores salvados por la gracia sin antes ser capaces de reconocernos pecadores y tener la humildad de confesarlo así ante el sacerdote, ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios (cfr. 1 Co 4, 1), manifestando de modo concreto nuestro arrepentimiento.

Frecuencia de la confesión

La confesión anual forma parte de los mandamientos de la Iglesia: Todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar, al menos una vez al año, fielmente sus pecados graves. Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes. Los niños deben acceder al sacramento de la Penitencia antes de recibir por primera vez la Sagrada Comunión [19].

Más allá de este mínimo indispensable, la Iglesia recomienda la confesión frecuente de nuestros pecados. Como enseña el Catecismo, la confesión periódica de nuestros pecados veniales «ayuda a formar la conciencia», es decir, a hacerla más delicada y más sensible a la ofensa a Dios, «a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cfr. Lc 6, 36)». Y cita a san Agustín: Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras, porque repruebas las tuyas malas. [...] Practicas la verdad y vienes a la luz [20].

Para experimentar el perdón y la misericordia de Dios, hemos de procurar mantener la mirada puesta en Él, que nos indica el camino de vuelta abierto por su Palabra con esta súplica paternal: «Convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo» (Jl 2, 12-13).

El gran peligro de la vida espiritual: la tibieza y la rutina

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, bienaventurados los que lloran (...). Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa» (Mt 5, 2-11). Con el anuncio de este mensaje insólito y tan sumamente exigente, Jesús nos indica el camino que nos conduce a la perfección y a la santidad. El camino de las bienaventuranzas es un camino duro, arduo y exigente por el que Jesús nos arrastra tras sus pasos. Junto a Él nos hace pasar por el sufrimiento y la muerte para entrar en el misterio de la vida. No obstante, el fervor con el que emprendimos el camino de la vida interior quizá se vea rápidamente amenazado por la tibieza y la rutina. La tibieza no tiene nada de atrayente: por eso nunca nos la encontramos de frente. Se nos mete a hurtadillas, como un gusano roedor que, poco a poco y en silencio, excava y devora nuestro interior, y provoca un horrible vacío en nosotros. La tibieza nos roba toda consistencia, todo entusiasmo, todo deseo de continuar nuestro camino hacia la cima en la que nos espera Dios. Nos instala en la mediocridad, en la dejadez espiritual, en la indiferencia hacia Dios. El hombre alcanzado por la tibieza no necesita cometer grandes pecados para constatar la ruina de su ser espiritual. Le basta la inercia. La rutina es hermana de la tibieza. Nos hace impermeables a la gracia, como bien decía Péguy: Hay algo peor que tener un mal pensamiento. Es tener un pensamiento preconcebido. Hay algo peor que tener un alma mala y también que hacerse un alma mala. Es tener un alma preconcebida. También hay algo peor que tener un alma perversa. Es tener un alma acostumbrada. [...] Las peores miserias, las peores bajezas, las vilezas y los delitos, el pecado mismo son a menudo los puntos vulnerables de la armadura del hombre, los puntos vulnerables a través de los cuales la gracia puede penetrar en la coraza de la dureza del hombre. Pero sobre esta inorgánica coraza de la costumbre todo resbala, y se despunta toda espada [21].

La tibieza y la rutina llevan a la dejadez, a la negligencia, a un dejar pasar y a una muerte lenta. Por eso Dios, tan lleno siempre de perdón y de ternura hacia los pecadores, dirige durísimas palabras a los tibios: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16).

Recomenzar cada día

La única manera de prevenir la tibieza es decidirnos a recomenzar cada día, sin conformarnos jamás con lo que creemos haber conseguido: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23). ¡La cruz cada día para resucitar cada día! Y añade san Jerónimo: No solo en el tiempo de la persecución, o cuando se presenta la posibilidad del martirio, sino en toda situación, en toda obra, en todo pensamiento, en toda palabra, neguemos aquello que antes éramos y confesemos lo que ahora somos, puesto que hemos renacido en Cristo [22].

Para pasar realmente de las tinieblas a la luz (cfr. Ef 5, 8-10), debemos abandonar lo que éramos ayer y empezar a vivir plenamente nuestra filiación divina. La conversión es obra de un instante, la santificación es tarea de toda una vida. Por eso es imprescindible estar dispuesto a recomenzar cada día, con el impulso renovado de la primera conversión. La disposición a recomenzar siempre exige una humildad auténtica que renuncia a hacer recuento de los éxitos, a mirar atrás para contemplar el camino recorrido; lo olvida todo, porque deja de ser importante a sus propios ojos: lo único que cuenta es Dios. El modelo por excelencia de esta humildad de niño es la Virgen, de quien se puede decir que su humildad es la explicación de su perfecta pureza. Madre inocente, sencilla, niña, pura, de alma cristalina. Estas palabras coinciden plenamente con la imagen que se ha formado la Tradición de esta joven madre de condición humilde, pero totalmente llena de Dios. Entre tantos textos como se han escrito acerca de la Virgen María a lo largo de veinte siglos, quiero citar estas frases de Georges Bernanos, que expresan a la perfección lo que intento decir: Ella es nuestra madre, lo sabemos. Es la madre del género humano, la nueva Eva. Pero también es su hija. El viejo mundo, el mundo desolado, el mundo anterior a la Gracia la estuvo acunando mucho tiempo –siglo tras siglo– contra su corazón afligido, en una espera incierta e incomprensible de una virgo genitrix... Con sus viejas manos cargadas de crímenes, con sus torpes manos, protegió, durante siglos a esa niña maravillosa de la que no sabía ni el nombre. ¡Una niña que es reina de los ángeles! Y siguió siéndolo, no lo olvides. La Edad Media lo entendió muy bien, la Edad Media lo entendía todo. (...) ¡La santidad de Dios! La sencillez de Dios, ¡la aterradora

sencillez de Dios que ha herido el orgullo de los ángeles! (...) Para la Virgen no hubo ni triunfos ni milagros. Su hijo no permitió que la gloria humana la rozara ni con el extremo más delicado de su ala cruel. Nadie ha vivido, ha sufrido, ha muerto con tanta sencillez y con una ignorancia tan profunda de su propia dignidad, una dignidad que, sin embargo, la sitúa por encima de los ángeles. Después de todo, ¡nació sin pecado! ¡Qué soledad tan asombrosa! Un manantial tan puro, tan límpido, tan límpido y tan puro, que ni siquiera pudo ver reflejada en él su propia imagen, creada únicamente para deleite del Padre. ¡Qué soledad tan sagrada! (...) Es verdad que nuestra especie no vale mucho, pero la infancia conmueve siempre sus entrañas, la ignorancia de los niños le hace bajar los ojos: esos ojos suyos que conocen el bien y el mal, ¡esos ojos suyos que han visto tantas cosas! Al fin y al cabo, no es más que ignorancia. La Virgen era la Inocencia (...). La mirada de María es la única mirada verdaderamente inocente, la única auténtica mirada de niño que se ha posado nunca sobre nuestra vergüenza y nuestra desgracia. Sí, hijo mío, para rezar bien a la Virgen hay que sentir sobre uno esa mirada que no es exactamente la de la indulgencia –porque la indulgencia siempre va acompañada de alguna experiencia amarga–, sino la de una tierna compasión, la de un asombro afligido, la de no se sabe bien qué sentimiento inaudito, inefable, que la hace más joven que el pecado, más joven que la raza de la que procede; y, aun así, Madre por la gracia, Madre de las gracias, la benjamina del género humano [23].

Recomenzar humildemente cada día no significa tomarse el combate diario a la ligera o dejar de atribuirle su valor y su importancia. Al contrario: la Escritura habla con frecuencia del temor de Dios que debe acompañar el curso de nuestra vida. No se trata de temor a su castigo, sino del inmenso respeto que hemos de tener, de la conciencia de nuestra pequeñez y de nuestra miseria y, por lo tanto, de la extraordinaria gratuidad de amor contenida en la salvación de Dios. De hecho, lo que mueve al cristiano es el amor manifestado en la persona de Cristo que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera. No es un amor superficial, porque ha llegado hasta la sangre: por eso nuestra vida cristiana debe desarrollarse en un clima de responsabilidad y de seriedad. «No os engañéis, de Dios nadie se burla», nos advierte san Pablo (Ga 6, 7). Hay que decidirse. No podemos vivir manteniendo encendidas esas dos velas de las que, según el dicho popular, cualquier hombre está surtido: una para san Miguel y otra para el diablo. Hay que apagar la vela al diablo. Nuestra vida tiene que arder hasta consumirse al servicio del Señor, y eso es algo que exige una decisión diaria.

El difícil privilegio de la libertad

El hombre es la mayor maravilla de la creación visible porque es inteligente y libre, capaz de conocer y de darse; un inmenso privilegio que, sin embargo, posee como en germen, y es tarea suya aprender a hacer buen uso de él y, por decirlo de algún modo, conquistarlo día a día hasta su plenitud. La constitución Gaudium et spes resume con acierto lo que piensa la Iglesia acerca de la verdadera libertad en un texto admirablemente estructurado y de una claridad excepcional: La orientación del hombre hacia el bien solo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a este, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado [24].

Por eso el hombre nunca llegará a ser verdaderamente libre si no se esfuerza, con la gracia divina, por restaurar en él la imagen y la semejanza de Dios arruinadas por el pecado. En otras palabras, la incorporación a la vida cristiana es lo que da acceso a la verdadera libertad, que consiste en la elección espontánea del bien. «En la medida en que el hombre hace más el bien –dice el Catecismo de la Iglesia Católica– se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado (cfr. Rm 6, 17)» [25]. El hombre solo es plenamente hombre si elige el bien ofreciendo su libertad y su amor en homenaje a Dios. Saber decir «sí» a Dios es inseparable de tener el valor de decir «no» a cualquiera de las formas modernas de idolatría y a los espejismos de placer que promete el desorden moral. Hoy la Iglesia se enfrenta a un cúmulo de miserias humanas y sociales, nacidas muchas ellas de la voluntad de destruir el sistema de valores humanos y cristianos –que los siglos anteriores habían logrado

construir mal que bien– para sustituirlo por una absolutización equivocada de la libertad. Vagamente consciente de que esa libertad es un privilegio divino, el hombre contemporáneo quiere ponerse en el lugar de Dios, legislador y dueño de todas las cosas. Quiere redefinir su naturaleza y su sexo, determinar en calidad de soberano lo que está bien o mal, hasta el punto de convertir en un derecho inalienable un crimen tan abominable como es el aborto «legal, seguro y accesible a todos». El hombre moderno desea una autonomía total respecto de Dios y de sus leyes. «El malvado dice con insolencia: “No hay Dios que me pida cuentas”» (Sal 10, 3-4). Frente a esto, los cristianos deben actuar con audacia, trabajar con grandeza, nobleza y heroísmo, y dar razón de su esperanza (cfr. 1 P 3, 15). No pueden buscar excusas y renunciar a dejar oír su voz acerca de las cuestiones que comprometen la noción de persona humana y de su dignidad. Deben revelar a los hombres de hoy lo que es la verdadera libertad, y que esa libertad solo la da Jesús: «Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). Primero nos libera de nosotros mismos, de la esclavitud del pecado y de la muerte, para luego introducirnos en la vida íntima de la Santísima Trinidad. Vivir plenamente el Evangelio, reproducir en nuestra vida la imagen del Hijo de Dios, dejar que Jesús penetre en nuestras vidas, en nuestras sociedades, en nuestras estructuras políticas y económicas, en nuestras culturas, en nuestras investigaciones científicas y tecnológicas, y en todos los campos de la existencia humana, ayudar a los hombres a abrir de par en par las puertas a Cristo para que Él los haga verdaderamente libres: esa es la exigente tarea del cristiano, su misión de cada día.

La gracia de Dios: el misterio de la gratuidad del amor

Para llevar a la práctica este arduo proyecto podemos contar con la gracia de Dios. Tenemos demasiada tendencia a imaginarnos a Dios como alguien que pesa las obras buenas y malas en una balanza de una precisión implacable en la que nosotros pesamos poco. Los evangelios, sin embargo, nos dan a conocer más bien a un Dios que nos inunda con su gracia y su

misericordia. Todos podemos y debemos llegar a decir como san Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Co 15, 10; cfr. 2 Co 4, 15; Rm 5, 15). La gracia es «el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cfr. Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cfr. Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cfr. Jn 17, 3), (...) el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla» [26]. Dios derrama su amor en mí por pura generosidad y magnanimidad. Nada le obliga a hacerlo, pero tampoco hay nada que se lo pueda impedir, ni siquiera mis pecados y mis infidelidades. Al contrario: cuanto mayor es nuestra pobreza, cuanto más inmenso es el vacío de nuestra alma, mayor es la efusión de su amor y su ternura. De hecho, en la Biblia ¿a qué hombres ama Dios con un amor especialmente tenaz y misericordioso? A Jacob, que se atreve a pelear contra Él, a luchar con Él cuerpo a cuerpo (Gn 32, 23-32). A David, un rey asesino y adúltero, que aun así sabe reconocer su pecado y se convierte en «un hombre según el corazón de Dios» (cfr. 1 S 13, 14). A Pedro, el discípulo que traiciona a Jesús, que blasfema, jura y maldice con vehemencia: «No conozco a ese hombre» (Mt 26, 69-75). A Pablo, el gran misionero salido de las filas de quienes torturaban a los cristianos. Dios espera a sus hijos y se encuentra con ellos allí donde el rechazo del amor y de la comunión los tiene encerrados en el aislamiento, en el odio recíproco y en la división, para invitarlos a su mesa, al banquete del gozo y de la misericordia. ¿Responderé yo a esta invitación? ¿Soy verdaderamente capaz de sustraerme al control alienante de los ídolos modernos y de decidirme a vivir como un hombre dotado de una libertad auténtica «que no se utilice como pretexto para la carne» (Ga 5, 13)? Hemos sido liberados para amar y vivir en el amor y la verdad.

El amor y la misericordia

Cuando el hombre no está a la altura del don de la libertad, lo utiliza para pecar, lo que equivale a renunciar a ese don a pedacitos. Pero siempre le queda la posibilidad de volver a elegir a Dios, de levantarse y retomar el camino: ese es el don de la misericordia divina. La Palabra de Dios nos revela su amor y su generosidad con la humanidad, cómo nos ama sin cálculos, conforme a la medida de su corazón y no según nuestros méritos. La perfecta gratuidad de ese amor, su medida desbordante, nos asombran, nos escandalizan y muchas veces nos llevan a rebelarnos, igual que los jornaleros de la viña de la parábola contratados en distintos momentos del día: a todos ellos les paga el propietario el salario completo. A los que han soportado «el peso del día y el bochorno» (Mt 20, 12) desde primera hora de la mañana no se les ha sustraído nada, porque reciben lo acordado: un denario. Pero las escandalosas matemáticas de la gracia no les convencen. No están dispuestos a que el propietario de la viña pague doce veces más de lo que merecen a esos canallas ociosos que se han pasado casi todo el día en la plaza del pueblo mano sobre mano. También a nosotros nos puede ocurrir que murmuremos contra el Señor cuando derrama sus dones y su amor sobre personas que nos parecen indignas y que no los merecen. En ese caso corremos el peligro de malinterpretar la enseñanza de Jesús: lo que Dios distribuye gratuita y generosamente son dones, y no salarios. De hecho, a nadie se le paga conforme a sus méritos, porque nadie puede pretender que sus capacidades personales cumplan las condiciones exigidas por Dios para avanzar hacia su amor. Si nos pagaran con criterios de equidad, acabaríamos en el infierno. La gracia divina no está sujeta a la lógica de los números, de la rentabilidad y los cálculos. Se trata de un don gratuito de Dios, consecuencia de la muerte de Jesús por nuestra salvación. En su día, de entre todos los discípulos de Jesús, Judas y Pedro eran los más aficionados a hacer cálculos. Seguramente Judas se mostraba más competente y hábil con los números: si no, los demás no lo habrían elegido como administrador. En cuanto a Pedro, vivía atento a los detalles y procuraba precisar el significado que Jesús quería dar a sus palabras. Durante la pesca milagrosa lleva a cabo un minucioso inventario de los peces obtenidos transportando hasta la orilla «la red repleta de peces grandes: ciento

cincuenta y tres» (Jn 21, 1-11; cfr. Lc 5, 4-10). No obstante, lo que más le interesa es la exactitud numérica en relación con el perdón: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18, 21). Pedro se considera magnánimo, porque en aquella época los rabinos daban a entender que se podía perdonar hasta tres veces, y ni una más. Pero Jesús le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 21-22); o, como recogen otros manuscritos, «setenta y siete veces siete». En cualquier caso, es evidente que la cifra ofrecida significa que del perdón no se hace recuento. De hecho, la pregunta de Pedro da pie a otras parábolas de Jesús en las que los números poseen el mismo valor simbólico, como la del criado que debe diez mil talentos: una suma exorbitante, absolutamente imposible de pagar y que solo se puede saldar a cambio de nada. Con estas audaces imágenes, casi hiperbólicas, Jesús quiere revelarnos que Dios nos ha perdonado deudas infinitas, y que ser cristiano significa imitar la misericordia sin medida y siempre excesiva de Dios, gozarse como Él en el amor y el perdón: «Esta misericordia le permite abrir su pecho prescindiendo de todo cálculo, de toda condición; y su felicidad es proporcional a la difusión del bien que hay en Él, del amor que da» [27]. Ser cristiano es perdonar lo imperdonable, porque Dios nos ha perdonado lo que era imperdonable. No hace falta haber leído todos los libros de la Biblia para comprender que, por un lado, Dios nos ama; y, por otro, que nuestra conducta le repugna: Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones (...). No me traigáis más inútiles ofrendas, son para mí como incienso execrable. (...) No soporto iniquidad y solemne asamblea. Vuestros novilunios y solemnidades los detesto. (...) Cuando extendéis las manos me cubro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien (Is 1, 11-17).

Aun así, Dios ni puede ni quiere desalentarse, porque su corazón es más grande que el nuestro: «Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55, 8-9). Él se reconcilia con el hombre, perdona, corre hacia nosotros para echársenos al cuello y abrazarnos estrecha y tiernamente, como un padre rebosante de amor.

Para hacernos sentir lo honda que es su ternura, la Escritura recurre al lenguaje de las emociones y nos muestra a un Dios que oscila entre los tiernos recuerdos de los buenos tiempos (cfr. Os 2, 16s; Ez 16) y las solemnes amenazas de juicio que está en su derecho de proferir contra su pueblo infiel (Ez 20; 22; 23): «Ya que rehusaron convertirse (...) se abatirá la espada sobre sus ciudades, aniquilará sus defensas, los devorará por culpa de sus decisiones» (Os 11, 6). No obstante, casi a mitad de párrafo, brota de su corazón un grito de amor: Mi pueblo está sujeto a su apostasía. También claman hacia lo alto, pero el ídolo no puede salvarlos. ¿Cómo podría abandonarte, Efraín, entregarte, Israel? ¿Podría entregarte, como a Admá, tratarte como a Seboín? Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas. No actuaré en el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira (Os 11, 7-9).

Así nos exhorta Dios a amar y a perdonar a los demás. Con un realismo casi escandaloso, revela su misericordia sirviéndose de la historia del profeta. Dios pide a Oseas que despose a Gómer, una mujer libertina que, después de darle tres hijos, lo abandona para marcharse a vivir con otro y acaba prostituyéndose: una imagen muy exacta de nuestras propias infidelidades con Dios. Y entonces Dios le dice a Oseas que vuelva a recibirla: «Ve otra vez y ama a una mujer, amada por su amigo y adúltera» (Os 3, 1). Oseas, el marido engañado y tristemente convertido en la irrisión y la comidilla de todo el mundo, recibe a su esposa y vuelve a acogerla en su casa. Yo mismo he sido testigo emocionado de dos situaciones parecidas, que han consolidado mi fe en el misterio de la cruz en la que Dios se entrega en favor de quienes lo han traicionado y rechazado. Contemplando la cruz aprendemos a amar sin medida y a perdonar como Dios. Este pasaje de Oseas siempre me conmueve en lo más hondo. Me maravilla ver cómo Dios acepta soportar tantas humillaciones con el único fin de manifestar el amor incondicional que me tiene y que desborda su corazón. Destruye mi pecado y me inunda de gracia: «¿Cómo podría entregarte? Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas». San Pablo expresa con otras palabras ese mismo poder del amor frente al pecado: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). Tras su encuentro con Cristo en el camino de Damasco, Pablo nunca se sustrajo al dominio de la gracia que, como una espada, penetró hasta lo más

profundo de su ser. Por eso la palabra «gracia» aparece en sus cartas desde la primera o la segunda línea. Pablo tiene siempre esa palabra en la boca porque sabe qué ocurriría si nos creyésemos merecedores del amor de Dios. El día en que fuéramos conscientes de nuestro pecado y de nuestra incapacidad de corregirnos, nos sentiríamos de golpe indignos de ese amor y el suelo se abriría bajo nuestros pies, sumiéndonos en la angustia y la desesperación. Para prevenir semejante desgracia, san Pablo da testimonio ante Timoteo de la gratuidad del amor que le ha transformado: a él, un blasfemo y perseguidor de los cristianos: Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna (1 Tm 1, 12-16).

Plenamente consciente del aparente escándalo que es la gracia, san Pablo intenta explicar cómo ha firmado Dios la paz con toda la humanidad. Entre nosotros lo justo es que el delincuente pague por su delito: a un asesino no se le suelta por el mero hecho de haber presentado excusas. Nuestra redención no consiste simplemente en pasar una bayeta sobre los crímenes de la humanidad: para volver a conquistar el amor de su criatura se ha pagado un precio, y ese precio lo ha pagado Dios: «En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito» [28]. La gracia ha costado el precio exorbitante del Calvario: «Habéis sido comprados a buen precio» (1 Co 6, 20) [29], «con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo» (1 P 1, 18-20). En ese gran fresco cinematográfico titulado El último emperador, Bernardo Bertolucci reproduce los años de infancia del último emperador de China rodeado de un decorado suntuoso bañado en el lujo, con mil eunucos a su disposición para satisfacer hasta sus menores deseos. «¿Qué ocurre si eres culpable de un acto reprehensible?», le pregunta su hermano cuando se reúnen en la Ciudad Prohibida. «Si cometo un error o alguna travesura, castigan a otro en mi lugar», responde el pequeño emperador. Y,

para demostrarlo, rompe un vaso y al instante azotan a uno de sus criados. En el misterio de la Redención ocurre justo lo contrario: cuando los criados se equivocan, se castiga al rey. «Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos» (Is 53, 11); «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia» (1 P 2, 24). Dios nos ama de verdad y ha pagado con su vida para demostrárnoslo: «Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5, 8). Hemos de convencernos de que las parábolas de la misericordia nos conciernen a cada uno personalmente: yo soy esa oveja perdida en busca de la cual sale el pastor dejando a su rebaño en el monte; yo soy el hijo pródigo por el que el Padre escruta el horizonte, esperando ansioso y lleno de esperanza mi regreso; yo soy el criado cuyas deudas han quedado perdonadas. Yo soy el amado de Dios. Si Dios es amor, ¿qué tiene de extraño que me ame tanto a mí, que soy inconstante, veleidoso, inestable, infiel? Dios sabe por qué caminos nos conduce y cómo servirse incluso de nuestros pecados para guiarnos hasta Él. Por eso, cuando Dios contempla la gráfica de mi vida, no ve los dientes de sierra de mis fluctuaciones, unas veces hacia el bien y otras hacia el mal, sino un camino armonioso que conduce a la eternidad. En el libro de la vida están escritos tanto el nombre de María Magdalena por su concupiscencia como el de la Santísima Virgen por su pureza; tanto el de Pablo, que desenvainó la espada contra Cristo, como el de Pedro, que quiso usarla en defensa de Jesús (Mt 26, 51-54). Porque el libro de la Vida no se ha escrito de forma progresiva, palabra tras palabra, frase tras frase, sino de una vez por todas.

Implorar misericordia y conceder el perdón

El profeta Joel nos anima a acudir a Dios para obtener de Él el perdón de nuestras faltas: «Convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; (...) convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo» (Jl 2, 12-13). El deseo de Dios es mayor incluso que el nuestro:

«Yo no me complazco en la muerte de nadie (...). Convertíos y viviréis» (Ez 18, 32). Y nos garantiza su misericordia: «Arrepentíos, oh casa de Israel, de vuestra iniquidad; decid a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen desde la tierra al cielo, y aunque sean más rojos que el carmesí y más negros que la brea, y os volvéis a mí de todo corazón y decís Padre, yo os prestaré oído como a un pueblo santo» [30]. Sí, somos hijos pródigos que hemos abandonado al Padre para dilapidar nuestra herencia con la absurda pretensión de vivir con absoluta independencia, liberados de cualquier ley moral. Somos hijos rebeldes, «destinados a la ira» (Ef 2, 3), desobedientes, «un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han ofendido hasta el día de hoy. También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado» (Ez 2, 2-5). Aunque humanamente carezcamos de la fuerza, el valor y la humildad para perdonar, debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo, que es capaz de hacer revivir hasta lo que está muerto y seco (cfr. Ez 37, 1-15). San Pablo, por su parte, insiste: «En el nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios», así como con nuestro enemigo (cfr. 2 Co 5, 20-21), con aquel a quien hemos ofendido o a quien hemos humillado y herido gravemente. Dios dará el primer paso para facilitarnos el regreso a Él y a nuestros hermanos. Se acercará junto con nosotros a quien nos ha ofendido y ablandará nuestro corazón para hacernos capaces de ofrecer con alegría el perdón que tan generosa y constantemente recibimos de Él: «En el tiempo favorable te escuché, en el día de la salvación te ayudé. Pues mirad: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2; cfr. Is 49, 8).

VI AMARSE COMO CRISTO Y LA IGLESIA

Después de recibir el bautismo de Juan, después de retirarse al desierto para entregarse a la oración, la ascesis y la meditación de la Palabra de Dios, Jesús inicia su vida pública y su predicación, que inaugura en las bodas de Caná con el signo del agua transformada en vino. No es esta la primera vez en que la realidad del matrimonio aparece en los evangelios: de hecho, cuando María recibe la visita del ángel y concibe en su seno al Verbo encarnado, está «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David». No obstante, en el episodio de las bodas de Caná aparecen mucho más explícitos el pleno reconocimiento y la santificación que otorga Cristo a esa realidad natural y tan humana del matrimonio, convertido en el gran misterio que fascina a san Pablo. Antes de entrar a fondo en el tema, querría aprovechar la ocasión para subrayar que renovar nuestra mirada sobre el sacramento del matrimonio exige renovar nuestra mirada sobre la mujer. Ver la tierna veneración y el inmenso respeto que Jesús manifiesta hacia su Madre, la Virgen de Nazaret, ha llevado a todo el pueblo cristiano a comprender que cualquier mujer es como un icono de aquella que fue elevada a la dignidad de theotokos, aquella a la que podemos llamar «Madre de Dios» porque permitió que el Hijo de Dios naciera hombre en medio de los hombres. Desde el momento en que la naturaleza de la mujer queda restaurada y magnificada en María, la mujer, admirable compañera del hombre, está llamada de nuevo a desarrollar plenamente las cualidades de ternura, paciencia, dulzura, escucha, acogida, abnegación, coraje, entrega, gratuidad y generosidad de las que la humanidad está tan necesitada. ¡Cuánto ofenden a la dignidad de la mujer la pornografía, la prostitución, la publicidad, que la utilizan como un objeto de placer del que te puedes deshacer cuando te cansas de él! Desde que Jesús nos dejó por Madre a María, hemos de ver en cualquier

mujer a nuestra madre, a nuestra hermana: la mirada que le dirigimos tiene que estar llena de respeto, de pureza, de gratitud y de admiración filial. Nuestro amor a la mujer debe ser un amor santo, puro, no nacido del peso del deseo carnal, sino de la pureza que libera el espíritu, como decía san Bernardo. La mujer tiene que ser amada, honrada y respetada, porque es expresión viva de la ternura de Dios. Así se comprende por qué no puede ser repudiada (cfr. Mt 19, 3-9).

La institución matrimonial en peligro

Es de vital importancia, seamos quienes seamos y sea cual sea nuestra vocación en el seno de la Iglesia de Dios, renovar nuestra mirada sobre el sacramento del matrimonio. La realidad es que estamos asistiendo a una transformación radical de la sociedad occidental y a un debilitamiento inquietante del matrimonio en estos inicios del tercer milenio cristiano en el que los defensores de la teoría de gender, los ingenieros sociales y la gobernanza mundial quieren otorgar carta de naturaleza a todas las «formas de familia» surgidas de distintas formas de uniones y prácticas homosexuales. El referente del proyecto divino para el hombre –tal y como ponen de manifiesto tanto la naturaleza humana como la Revelación divina, y tal y como lo interpreta el Magisterio de la Iglesia– ha pasado a ser signo de contradicción en el continente europeo que, además de haber olvidado sus raíces, pretende elaborar sistemas jurídicos dirigidos a borrar sistemática y definitivamente las huellas del cristianismo. Vivimos en plena dictadura del relativismo, caracterizada por la ausencia exigida de marcos objetivos y constrictivos para las ideas y las costumbres. Existe, en cambio, el referente tácito y universalmente compartido del pensamiento de Nietzsche, que anuncia la muerte de Dios e invita al hombre a salvarse a sí mismo, y del pensamiento de Freud, para quien el hombre es esclavo de sus pulsiones vitales más elementales: Según la lógica freudiana, el padre, la civilización, sus instituciones y sus leyes, el sistema educativo, las distintas formas de autoridad, el gobierno, las normas morales, la religión, Dios, nuestro superego nos impiden dar rienda suelta a nuestra vitalidad sexual: son represivos. (...)

[Así] es fácil comprender que la revolución sexual de la cultura occidental haya provocado la muerte del cónyuge único y para toda la vida y lo haya reemplazado por múltiples parejas provisionales. Una vez que el padre, la madre y el cónyuge han perdido el lugar que les es socialmente debido, los cimientos de la familia se han visto violentamente sacudidos y zarandeados. (...) Y el vacío generado por la muerte cultural de Dios, del padre, de la madre, del esposo, la esposa y el hijo, ha permitido que los ingenieros sociales reconstruyan al ser humano sobre nuevos cimientos exclusivamente laicos: el gender [1].

Frente a este proyecto de demolición de la institución familiar, quienes tienen por misión proclamar la enseñanza de la Iglesia no siempre han sabido conservar la firmeza y la coherencia y se han refugiado en posturas ambiguas, lo que ha provocado que a día de hoy exista entre los fieles mucha confusión al respecto. El editor del libro de Thibaud Collin, titulado Le mariage chrétien a-t-il encore un avenir? Pour en finir avec les malentendus, inicia con estas palabras la síntesis del texto: El matrimonio está en crisis. La consolidación de la lógica moderna de los derechos del individuo determinada por los deseos, inestables por naturaleza, hace que el matrimonio se tambalee. El precio de esta insensatez insostenible es la fluidez en las uniones y el debilitamiento de la vida personal [2].

Según el autor del libro, la Iglesia se enfrenta hoy a dos grandes desafíos: uno consiste en acoger a quienes han sido heridos en el amor conyugal, vendar sus heridas y guiarlos en la verdad hacia Jesucristo, verdadero médico y Pastor de nuestras almas, que dota de auténtico sentido a la vida y al Amor verdadero; el otro consiste en integrar y acompañar a las familias en situación irregular sin desmembrar ni eliminar la enseñanza perenne e inmutable de la Iglesia en materia de fe y moral. De ahí la urgencia de recuperar el significado de esa enseñanza para responder a ambos desafíos.

El sentido cristiano del matrimonio

El Concilio Vaticano II resume con estas palabras la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio: «Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del

acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad. »Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella» [3]. El matrimonio no lo ha inventado la Iglesia. Existe desde los orígenes del mundo, en todas las civilizaciones y culturas, con las características de una unión sólida y definitiva, sello del don recíproco, pleno e irreversible de los esposos. Por eso Jesús puede responder a los fariseos que le preguntan sobre la posibilidad del divorcio: ¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne»? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mt 19, 4-6).

Los primeros cristianos contraían matrimonio según las costumbres de su época, y muy probablemente sin necesidad de una ceremonia religiosa especial. Así parece confirmarlo el célebre pasaje de la Carta a Diogneto: Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. (...) Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho [4].

En todas partes y desde los orígenes, los cristianos tuvieron muy en cuenta la importancia del matrimonio como íntima comunidad de vida y de amor basada en el consentimiento libre, personal e irrevocable de los esposos, y abierta a la transmisión de la vida. No obstante, el matrimonio no tardó en adquirir una nueva dimensión: La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados [5].

La indisolubilidad del matrimonio

Esta nueva dignidad del matrimonio cristiano hace que la mutua fidelidad de los esposos participe de la fidelidad de Cristo hacia su Iglesia, para la que Jesucristo «es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13, 8). Desde el Antiguo Testamento el matrimonio es una de las imágenes preferidas para describir el amor de Dios a la humanidad con palabras cargadas de amor y de promesas: Yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón, le entrego allí mismo sus viñedos, y hago del valle de Acor una puerta de esperanza. Allí responderá como en los días de su juventud, como el día de su salida de Egipto. Aquel día –oráculo del Señor– me llamarás «esposo mío», y ya no me llamarás «mi amo». (...) Aquel día haré una alianza en su favor (...). Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura, me desposaré contigo en fidelidad y conocerás al Señor (Os 2, 16-18; 20-22).

Lo mismo es trasladable al tiempo de la Redención y del advenimiento de la gracia. El matrimonio entre bautizados es como un reflejo del vínculo de amor que une para siempre a Cristo y a la Iglesia: una unión santa, profundamente sagrada e inviolable. Por eso a partir de entonces los esposos se dan el sí definitivo en presencia del sacerdote: Cristo, que ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella, los une indisolublemente y les concede hasta el momento de su muerte la gracia que les ayudará a conservar su entrega mutua con la fuerza y el impulso del amor divino. Así se entiende la exhortación de san Pablo a los cristianos de Éfeso: Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia (Ef 5, 25-33).

San Pablo no exhorta a los maridos a respetar un vínculo meramente jurídico, sino a amar a sus mujeres con el mismo amor con que Cristo ama a su Iglesia. En adelante las relaciones entre los esposos cristianos se rigen por el misterio de la salvación obrada con la muerte y la resurrección de Cristo, quien se despojó de sí mismo y se entregó sin reservas por amor al Padre y a los hombres (Flp 2, 6-11). Por eso no pueden existir relaciones entre esposos que no estén inspiradas por esa desposesión en bien del otro. Es así como san Pablo ayuda a los cristianos a salirse del marco puramente jurídico y formal del matrimonio y de las meras convenciones sociales para entrar en el mundo de la ofrenda y el don de sí mismo, del amor gratuito, sincero y total del que el Señor ha dado ejemplo con su sacrificio y del que la Iglesia da ejemplo con su fidelidad hasta el final de los tiempos. San Juan Crisóstomo sugiere al joven esposo que se dirija en estos términos a su esposa: Te he tomado en mis brazos, te amo y te prefiero a mi vida. Porque la vida presente no es nada, te ruego, te pido y hago todo lo posible para que de tal manera vivamos la vida presente que allá en la otra podamos vivir juntos con plena seguridad. (...) Pongo tu amor por encima de todo, y nada me será más penoso que apartarme alguna vez de ti [6].

Construir una fidelidad de amor para siempre

El matrimonio, por tanto, es una alianza de amor entre el hombre y la mujer que remite al vínculo irrevocable de amor entre Cristo y su Iglesia, del que obtiene su carácter estable e indisoluble. Esta unión ha de tener su correspondencia en una complementariedad real entre los esposos: debe haber en ambos una calidad del corazón, una riqueza interior que puedan ser objeto de admiración por parte del otro y de su deseo de compartirlas con el ser amado en una complementariedad fecunda y fructífera. No obstante, aun si se da esta feliz correspondencia, el amor perseverante de toda una vida no es algo automático. No es ninguna exageración decir que el matrimonio, con su aspiración evangélica de absoluta fidelidad e indisolubilidad, es una «locura»: una locura ni mayor ni menor que el celibato sacerdotal por el reino de los cielos. Es inevitable que las dificultades inherentes a toda vida humana provoquen sufrimientos capaces de derivar en problemas relacionales, cuando no en fuertes tensiones que degeneran en conflicto, incluso en hogares en los que los esposos se aman mucho. A esas dificultades se suma, por desgracia, el ejemplo que hoy se recibe en todas partes del aumento de divorcios, de situaciones de concubinato y cohabitación que excluyen tanto el matrimonio religioso como el civil. No se es capaz de ofrecer a otro lo que quizá mañana deje de existir. La fidelidad se presenta como una actitud contraria a la vida, que implica un movimiento y un cambio permanentes. Visto así, ¿cómo va a ser posible y legítimo un compromiso perenne, definitivo e irreversible? Cuando la vida en común ha perdido la frescura afectiva de los primeros tiempos, es como si se convirtiera en una estructura asfixiante enemiga de la libertad, en una amenaza para el equilibrio personal que hay que cuestionar y destruir definitivamente. Tiene razón Charles Péguy cuando afirma que la virtud más escasa de los tiempos modernos es la fidelidad. Lo cierto es que la fidelidad, tanto en el seno de la familia como en la sociedad o a escala internacional, es la condición sine qua non de la coexistencia entre los hombres, porque sin ella no puede darse la confianza. En el caso de los esposos, la fidelidad es

inseparable del amor. Una vez desaparece el entusiasmo del principio, el amor debe continuar subsistiendo y prolongarse eternamente. Para que así sea, los esposos tienen que aferrarse a lo que hay en el otro más allá de las apariencias y constituye una riqueza que no acaba nunca. Entonces el amor no es algo que brota instintivamente. Es una decisión meditada de amar pase lo que pase, en los éxitos y en los fracasos, en la salud y en la enfermedad, y de traducir ese amor en servir, en compartir alegrías y penas, en poner en común todas las riquezas y todas las pobrezas. Es querer dar la vida por aquellos a quienes se ama (cfr. Jn 15, 13). Según monseñor LeónArthur Elchinger, la cuestión de fondo es esta: ¿Se puede comprometer alguien a ser fiel a otro de un modo totalmente definitivo? Algunos piensan que la fidelidad absoluta es una «locura»; los creyentes, no obstante, sí la creen posible. Dado que Dios es eternamente fiel e invita a los hombres a serlo, los creyentes hacen intervenir a Dios en su decisión. Cuando deciden darse definitivamente a otro recurren a la ayuda de Dios. Lo que proporciona a los hombres la audacia para comprometerse a ser plenamente fieles es la esperanza de Dios en nuestra fidelidad. Por eso comprometerse para toda la vida es expresión de la esperanza cristiana inscrita en lo más hondo de nosotros, la esperanza que permite a los cristianos llevar el nombre de «fieles» sin faltar a la verdad y sin hipocresías [7].

Puesto que el sacramento del matrimonio remite a la unión de Cristo y la Iglesia, es obligación de la Iglesia dar ejemplo de lo que es el amor auténtico y enseñar a los hombres «lo que significa amar, cuáles son sus condiciones, las consecuencias y las implicaciones del amor, cuáles pueden ser las falsificaciones y las ilusiones» [8]. En determinados contextos socioculturales la esterilidad de la pareja suele dar origen a muchos problemas y tensiones, incluso entre esposos cristianos, de manera especial si no se alimentan con regularidad de la Palabra de Dios y de los sacramentos de los que recibir la fuerza para comprender el misterio de su unión, «lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo del amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento» (Ef 3, 1819). «El amor no se irrita (...), todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca» (cfr. 1 Co 13, 4-8). Cuando la fe está viva, ninguna dificultad debería conducir a la infidelidad o al divorcio. La Escritura menciona a muchas parejas afectadas por la esterilidad: Elcaná y Ana (1 S 1, 1-8), Manoj y su mujer (Jc 13, 1-24), Zacarías e Isabel (Lc 1, 5-45). Aunque acaben recibiendo el don milagroso de un hijo, todos ellos

dan testimonio de fidelidad en la prueba, dispuestos a asumirla hasta el final. Por desgracia, la tragedia de los matrimonios rotos se ha convertido en una dolorosa realidad en todos los estratos de la sociedad. Uno de los cónyuges abandona al otro. Los hijos quedan heridos, desorientados, descoyuntados. Ya no tienen familia porque sus padres la han demolido. El divorcio es un cáncer terrible que destruye al mismo tiempo la familia y la sociedad, porque es contrario a la autenticidad del amor humano, que trasciende los estados variables de la sensibilidad para alcanzar la categoría de realidad espiritual indestructible. Este amor pleno y perdurable entre el hombre y la mujer constituye el plan de Dios para la familia humana, y así se lo recuerda Jesús sin ambages a los fariseos: «Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 5-12).

La situación de las personas divorciadas

La imposibilidad de casarse después de una separación es una enseñanza que el mundo no quiere entender ni aceptar, pero en la que la Iglesia está obligada a insistir con firmeza por fidelidad a su Señor. Esta insistencia de la Escritura en la indisolubilidad del matrimonio cuenta con profundas raíces teológicas: con la unión indefectible de los esposos convertidos en una sola carne, Dios los hace testigos de su Alianza con toda la creación y de la amistad que ofrece eternamente al género humano. Tanto en Israel como en cualquier civilización y en todos los rincones de la tierra, el divorcio se había convertido en un derecho reconocido como

medida normalizada para la regulación de las costumbres; es más, al redactar la carta de repudio exigida por la Torá, un israelita devoto se podía considerar en paz con la Ley. Jesús, sin embargo, no acepta esta situación: su acusación de «dureza de corazón» por la falta de fidelidad a la verdad original es claro testimonio de ello. Jesús devuelve el matrimonio a las condiciones queridas por Dios, las únicas conformes con la dignidad más honda del hombre y de la mujer: Al excluir por completo el divorcio, Jesús osa prohibir lo que la Ley permite, y no es una oscura observancia haláquica de carácter menor, sino una de las instituciones legales más importantes de la sociedad. Se atreve a decir que un hombre que sigue los pasos prescritos por la Ley para repudiar a su esposa y se casa con otra mujer comete, en realidad, adulterio. Cuando uno se detiene a pensar lo que esto implica, la prohibición por Jesús del divorcio no puede sino parecerle asombrosa. En el fondo, Jesús está enseñando que lo que la Ley permite y regula es realmente el pecado de adulterio. En otras palabras, precisamente por seguir a conciencia las normas de la Torá para divorciarse y volverse a casar, el hombre judío infringe gravemente uno de los mandamientos del Decálogo, el mandamiento contra el adulterio (Ex 20, 14; Dt 5, 18). Esto no es una cuestión baladí; al menos según el Pentateuco, constituye un delito capital. Aquí, quizá como en ningún otro punto de su enseñanza haláquica –exceptuada la prohibición de los juramentos–, Jesús el judío entra en conflicto con la Torá mosaica tal como el judaísmo dominante la practicaba en su tiempo y también antes y después de él [9].

La firmeza de las palabras de Jesús muestra claramente cómo el derecho positivo veterotestamentario que autoriza la disolubilidad del matrimonio es un grave obstáculo a la plenitud de la Revelación del misterio de la Alianza que Cristo ha venido a consumar. La poligamia de facto derivada del matrimonio, que Jesús no duda en denominar adulterio, es una forma imperfecta que debe ser superada para recuperar la pureza del designio de Dios antes de quedar desfigurado en el hombre a causa del pecado. Como señala Aline Lizotte, esta plenitud de la Revelación ha sido recibida por la humanidad y confiada a la Iglesia, que debe ser testigo fiel de ella, conservar su depósito y alimentar con ella al Pueblo cristiano que le ha sido confiado. Hoy la Iglesia católica es la única que conserva plena y fielmente la indisolubilidad del matrimonio, así como la realidad conyugal tal como Dios la quiso desde el principio: una unión estable entre un hombre y una mujer cuyo mutuo consentimiento, expresado públicamente ante Dios y ante los hombres, conlleva una comunión radical entre ellos destinada a transmitir la vida. «Dentro de la Iglesia católica las demás formas de unión sexual, aun conteniendo elementos que les permiten asemejarse al matrimonio sacramental, constituyen objetivamente

obstáculos para la plenitud conyugal tal y como ha sido querida por el Creador y ratificada por Cristo» [10]. La excepción formulada por Jesús («a no ser por fornicación») significa que en casos muy graves de infidelidad el cónyuge perjudicado puede separarse, pero eso no lo autoriza a contraer una nueva unión. Ni el hombre ni la mujer que repudian al cónyuge pueden en ningún caso volver a casarse. La intransigencia de la doctrina que Jesús enseña a los fariseos deja perplejos a los discípulos: Los discípulos le replicaron: «Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse». Pero él les dijo: «No todos entienden esto, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda» (Mt 19, 10-12).

Por el reino de los cielos y por la recompensa eterna hay que ser capaz de cualquier sacrificio y de cualquier renuncia. Eso es lo que hemos de enseñar en el Nombre de Dios, con cariño y respeto, pero también con claridad y firmeza.

Las razones de la exigencia de la Iglesia

La misión de la Iglesia es una misión difícil y superior a las fuerzas del hombre. El anuncio del Evangelio, no obstante, no es para ella un título de gloria, sino una obligación que le incumbe directamente (1 Co 9, 16). Es imprescindible que transmita esa enseñanza que el mundo no quiere escuchar, no solo la referida al matrimonio, sino a cualquier otro misterio cristiano. La encarnación, la muerte y resurrección de Dios hecho hombre, la transustanciación –la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo–: todo esto es locura para el mundo. El mismo mundo que no cree que el bautismo de agua nos confiera un nuevo nacimiento y nos haga hijos de Dios es incapaz de aceptar que el matrimonio sea tan sagrado e irrevocable que romper esa unión libremente deseada y consentida equivale a romper lo que Dios mismo ha unido,

convirtiendo en adúltera toda unión posterior. Son cosas que chocan con el mundo y lo llevan a calificar la enseñanza de la Iglesia de «rígida», «fundamentalista», «intransigente» y, por lo tanto, «inaceptable». Pero ¿puede la Iglesia cambiar la doctrina sobre el matrimonio por el mero hecho de que el mundo moderno rechace la Revelación divina? A veces las palabras de los pastores, obispos y sacerdotes resultan ambiguas: en ese caso es necesario remitirse a las fuentes, es decir, a las palabras de Jesús y a la Tradición de la Iglesia desde sus comienzos. El día de nuestro bautismo no adoptamos opiniones cristianas: fuimos adoptados por el Único que puede llamarse a sí mismo «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Y Jesús es absolutamente claro acerca de este tema: «Cualquiera que repudie a su mujer –a no ser por fornicación– y se case con otra comete adulterio» (Mt 19, 9). No hay más que un magisterio: el de la Revelación, explicado por los Padres de la Iglesia y por la sucesiva y constante enseñanza de los papas y los concilios: En realidad, ¿qué fines se propuso obtener siempre la Iglesia con los decretos conciliares, si no ha sido el que se crea con mayor conocimiento lo que antes ya se creía con sencillez; que se predique con mayor insistencia lo que antes ya se predicaba con menor empeño; que se venere con mayor solicitud lo que ya antes se honraba con demasiada calma? Esto y no otra cosa ha hecho siempre la Iglesia con los decretos de los concilios, provocada por las innovaciones de los herejes: transmitir a la posteridad en documentos escritos lo que había recibido de nuestros padres mediante solo la tradición; resumir en fórmulas breves una gran cantidad de nociones y, más frecuentemente, con el fin de ilustrar la inteligencia, especificar con términos nuevos y apropiados una doctrina no nueva [11].

La Iglesia, por tanto, no puede enseñar ninguna otra cosa, y en ningún caso una cosa contraria, porque el mismo Señor ha afirmado: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16-17). La Iglesia lo recibe todo de Jesucristo y lo toma todo de Él: ante Él solo puede desaparecer, y jamás ocupar su lugar e inventar una enseñanza que no haya recibido de Cristo, de los apóstoles y de la Tradición. La garantía de nuestra fe se resume en esto: el cristianismo está fundado sobre Jesucristo. Que nadie, pues, se atribuya el título de Maestro, porque solo tenéis un Maestro: Cristo (cfr. Mt 23, 10). Existe la fuerte tentación de usurpar la autoridad de Jesús e interpretar sus palabras con criterios liberales y relativistas para contentar al mundo. Pero, como dice san Pablo, «no somos como tantos otros que negocian con la palabra de Dios, sino que hablamos con sinceridad en Cristo, de parte de Dios y delante de Dios» (2

Co 2, 17). Sí, nos hemos amoldado. Nos hemos acostumbrado a intentar adaptar el Evangelio al mundo para conservar nuestro puesto en el mundo occidental de hoy. Pero nadie debe olvidar que el único progreso doctrinal que existe en la Iglesia no consiste en negar hoy lo que se creía ayer, sino en salir de esos moldes para volver a encontrar, al margen de las deformaciones y las adulteraciones inevitables, la fe católica y la verdadera Tradición de la Iglesia, porque, como dice la carta a los Hebreos, «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre. No os dejéis arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas» (Hb 13, 8-9). ¿Cuál es entonces la situación de los cristianos que, después de separarse del cónyuge con el que están válidamente casados, contraen una nueva unión civil? Respondo aquí con las palabras del cardenal Journet: La Iglesia [no excomulga a sus hijos que han claudicado], porque su intención no es renegar ni apostatar. Simplemente los libra a su propia decisión, que no es conforme a Cristo –y lo saben–, sino según el mundo. Mientras dure esa decisión, que no pidan a la Iglesia recibir los sacramentos de Cristo. La Iglesia tiene la misión de administrarlos fielmente [12].

La Iglesia no puede dar la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar, porque los divorciados casados de nuevo se encuentran en una situación en la que se han autorizado a sí mismos a ignorar la Palabra de Cristo: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Por eso ya no pueden ser signos vivos –en cuanto esposos– del Misterio pascual del Amor del Padre con la humanidad reconciliada. Quizá a su pesar, su situación vital da testimonio de una negativa de adhesión a esa Palabra que eleva a quienes están casados sacramentalmente a ser signo revelador del Misterio pascual de Cristo. La Iglesia, administradora de los misterios de Dios, está llamada a guardar el depósito de la fe. «Que la gente solo vea en nosotros –dice el apóstol Pablo– servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora, lo que se busca en los administradores es que sean fieles. Para mí lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros o un tribunal humano; (...) mi juez es el Señor» (1 Co 4, 1-4). La Iglesia no juzga a los divorciados que se han vuelto a casar: solamente les pide que tengan la honradez y la franqueza de reconocer que no han sido capaces de ser fieles a un mandamiento que hemos recibido de Dios a través de Jesucristo. Siempre serán sus hijos y ella no deja de

amarlos. Pero los sacerdotes que dan de comulgar a los divorciados casados por segunda vez cometen una grave traición contra la Iglesia y contra el Señor. Como Judas, venden a Jesús por treinta monedas de plata con tal de que el mundo los considere misericordiosos, abiertos y comprensivos. De hecho, cuando les dan de comulgar en su actual situación de ruptura – involuntaria, sí, pero objetiva y real– con las enseñanzas de Jesús sobre el matrimonio, arruinan su vida espiritual. Es ir contra el propio sacramento, porque la unión radical de los esposos es imagen de la unión entre Cristo y la Iglesia, manifestada de un modo real en la Eucaristía. Ni en un caso ni en otro puede el hombre separar lo que Dios ha unido, ni puede la Iglesia cambiar el significado de la Eucaristía. Sería una falsa misericordia. El deber de los sacerdotes es recordar la enseñanza que se remonta al Señor y a los apóstoles: «Que todos respeten el matrimonio; el lecho nupcial, que nadie lo mancille, porque a los impuros y adúlteros Dios los juzgará» (Hb 13, 4). Y san Pablo dice: A los casados les ordeno, no yo, sino el Señor: que la mujer no se separe del marido; pero si se separa, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con el marido; y que el marido no repudie a la mujer (1 Co 7, 10-11).

Estas palabras inspiradas por el Espíritu Santo las ha proclamado la Iglesia a lo largo de más de dos mil años y han sido reconocidas siempre como una norma vinculante de la disciplina sacramental y la vida práctica de los fieles. Como dice la Escritura, cambiar hoy de lenguaje sería tristemente revelador: Todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el Espíritu de la verdad y el espíritu del error (1 Jn 4, 3-6).

Fundamentos teológicos de la disciplina habitual con respecto a los divorciados casados de nuevo

La Iglesia ha venido manteniendo esta enseñanza acerca de la santidad y la indisolubilidad del matrimonio, y de sus consecuencias en la práctica pastoral, hasta la exhortación apostólica de san Juan Pablo II Familiaris consortio. El cardenal Angelo Scola ha expuesto con claridad los fundamentos teológicos de esta doctrina insistiendo en el vínculo entre la Eucaristía y el sacramento del matrimonio, «sacramento del amor nupcial entre Cristo y la Iglesia». Como él mismo explica, la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia no es solo modelo de la donación recíproca de los esposos, sino el fundamento mismo del matrimonio. El «sí» definitivo que se dan los esposos no puede ser sólido si se fundamenta sobre «las arenas movedizas de su libertad»; solo será sólido si se fundamenta sobre el vínculo matrimonial entre Cristo y la Iglesia. La referencia a la Eucaristía no es, pues, algo extrínseco al matrimonio, sino que posee un carácter de fundamento. En su opinión, es de lamentar que esta doctrina plasmada de modo más explícito en los documentos Magisterio:

no haya quedado más recientes del

En Amoris laetitia, como sucedió en las dos asambleas sinodales de 2014 y 2015, la relación fundamental entre Eucaristía y matrimonio no es evidente y esta, a mi parecer, es una ausencia de peso (...). En cualquier caso, esta ausencia ha dado espacio a las correrías interpretativas sobre Amoris laetitia. (...) No admitir a la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar no es un castigo que puede ser quitado o reducido, sino que se trata de algo intrínseco del carácter mismo del matrimonio cristiano, el cual, como he dicho, vive fundamentado en el don eucarístico de Cristo esposo a la Iglesia esposa. Como consecuencia de esto, quien se ha autoexcluido de la Eucaristía, pues ha dado vida a una nueva unión, puede volver a acceder al sacramento eucarístico solo si vive la castidad perfecta, tal y como afirma la exhortación apostólica de Juan Pablo II Familiaris consortio. Pero de esto no se habla en Amoris laetitia. No se dice que esa indicación ya no sea válida, pero tampoco se afirma que sigue siendo válida. Sencillamente se ignora. Al mismo tiempo, se recuerda que la Eucaristía, como decía san Ambrosio, «no es un premio para los perfectos, sino un remedio generoso y un alimento para los débiles». Ahora bien, es verdad que la Eucaristía también posee una función de curación, pero esta afirmación no puede ser utilizada al margen de lo que dice la constitución conciliar Lumen gentium en su número 11, sobre la naturaleza eclesial de los sacramentos [13].

Con estas palabras el cardenal Scola se hace fiel eco de la enseñanza de Benedicto XVI en la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, que recoge la postura sobre la Eucaristía manifestada por los Padres sinodales: después de recordar que «el vínculo fiel, indisoluble y exclusivo que une a

Cristo con la Iglesia, y que tiene su expresión sacramental en la Eucaristía, se corresponde con el dato antropológico originario según el cual el hombre debe estar unido de modo definitivo a una sola mujer y viceversa», los Padres extraen de ello las consecuencias en lo relativo a la indisolubilidad del matrimonio: Puesto que la Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor. Por tanto, está más que justificada la atención pastoral que el Sínodo ha dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran no pocos fieles que, después de haber celebrado el sacramento del Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social actual, que afecta de manera creciente incluso a los ambientes católicos. Los Pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones, para ayudar espiritualmente de modo adecuado a los fieles implicados. El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cfr. Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos [14].

Si la exhortación Amoris laetitia se lee a la luz de estas palabras, no es fácil ver que dicho documento sugiera efectuar una modificación de la doctrina anterior acerca del acceso a los sacramentos de los divorciados que se han vuelto a casar. Si el papa Francisco se hubiera planteado tener que proceder a una grave ruptura con la Tradición en lo concerniente a este tema, sería muy sorprendente que lo hiciera en una simple nota a pie de página (la famosa nota 351).

Exhortación dirigida a los cristianos que se han vuelto a casar

Al igual que Benedicto XVI, también yo querría garantizar afectuosa y paternalmente mi oración, en especial en el momento de celebrar la Eucaristía, a todas las personas que se encuentran en situación tan dolorosa, y dirigirles esta exhortación: queridos cristianos divorciados que os habéis vuelto a casar, no penséis que la Iglesia, vuestra santa Madre, es

intransigente, dura e inmisericorde. Cada uno de vosotros tiene sus razones para entristecerse y reprocharle que es rígida e inhumana. Pero, al obrar así, corréis el peligro de acabar acusando a Cristo y al Evangelio de inhumanos, rígidos e intransigentes, y de dar la razón con los hechos, lo queráis o no, al Príncipe de este mundo. No acuséis a vuestra Madre, la Iglesia santa. Seguís siendo sus hijos. Amadla como os ama ella: con ternura, como una madre a sus hijos. La Iglesia nos ama a todos, aunque no siempre como desearíamos sentirnos amados, porque ella sabe cuál es nuestro verdadero bien. ¡Cuántas veces lo habréis experimentado con vuestros hijos! Amad a Jesús, leed su Evangelio, escuchad a su Iglesia. No os acerquéis a los sacramentos si no queréis o pensáis que no podéis cambiar vuestra situación. Pero venid a visitar a Jesús presente en el sagrario, real y sustancialmente, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad. Él os escuchará cuando elevéis vuestras súplicas con la oración interior del publicano que tanto me gusta repetir aplicándomela a mí: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» [15]. Haced todo el bien que os sea posible; difundid a vuestro alrededor toda la luz y la paz de que seáis capaces. El gran signo de vuestra humildad, el gran signo de esperanza que nos dejaréis será el de no guardar ni en vuestro corazón ni en vuestras palabras ninguna amargura, ningún rencor contra la Iglesia de Jesucristo, que sigue amándoos como a hijos suyos.

Conclusión

Permitidme concluir esta reflexión recordando la descripción que hacen los Padres del Vaticano II del valor insustituible de la familia cristiana: La familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros [16].

Para esta grandiosa misión de la familia cristiana nos será de ayuda contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret y las lecciones prácticas que

recibimos de ella, puestas de relieve por san Pablo VI durante su visita pastoral a Nazaret: Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios solo ve secretamente. Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología. Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del «Hijo del Carpintero», cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin! [17].

VII SANTIFÍCALOS EN LA VERDAD...

¿Qué es el sacerdote? Si, sumándonos a toda la Tradición de la Iglesia, adivinamos que el misterio de su identidad profunda es algo más que el mero servicio funcional de la institución eclesial, hemos de contemplar el misterio del mismo Cristo. Como afirma la carta a los Hebreos, solo existe un único Sacerdote de la Nueva Alianza, perfecto y definitivo: Cristo. Este único Sacerdote ejerce su ministerio en la Iglesia a través del ministerio de los obispos y los sacerdotes que se van sucediendo en el tiempo sin que la realidad del sacerdocio deje de ser única, de suerte que el sacerdote es alter Christus, otro Cristo, e ipse Christus, el mismo Cristo. La realidad de su ser sacerdotal residirá siempre, en cualquier época y en cualquier latitud, en lo más hondo de su identificación con Cristo Jesús. Antes de comenzar, querría invitar a los lectores que no sean sacerdotes a no ceder a la fácil tentación de saltarse este capítulo con la excusa de que no les atañe directamente. Las líneas que vienen a continuación son importantes para todos los bautizados, hombres y mujeres: no solo porque muchas de las recomendaciones dirigidas a los sacerdotes son trasladables a cualquier cristiano, sino porque un mejor conocimiento de lo que es el sacerdote puede fomentar en los fieles la actitud adecuada para ayudarle a vivir a la altura de su vocación. Quizá muchas de las lamentables derivas y naufragios de los que se oye hablar podrían haberse evitado si hubiésemos sido conscientes de los aspectos que exige la sublime vocación sobrenatural del sacerdote y la fragilidad humana en la que dicha vocación tiene que desarrollarse: aspectos que deben traducirse de forma concreta en cierta delicadeza de conducta en el vestir y en el hablar, en la actitud y en el empeño por evitar una familiaridad excesiva. Los sacerdotes están necesitados de la ayuda que pueden y deben prestarles todos los fieles.

Un sacerdocio de amor

En primer lugar, el sacerdocio de Cristo lleva la marca de un amor inmenso: el amor al Padre, a cuyo designio Cristo se adhiere sin reservas desde el mismo momento de la Encarnación hasta su muerte en la cruz. Y de ese amor al Padre nace el amor a los hombres a quienes viene a salvar. Así lo explica san Gregorio Magno comentando este versículo del cuarto evangelio: «Yo soy el Buen Pastor, que conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen» (Jn 10, 14). El Señor añade, en este mismo texto: «Como el Padre me conoce a mí, yo conozco al Padre y doy mi vida por mis ovejas», lo que equivale a decir: «En esto consiste mi conocimiento del Padre y el conocimiento que el Padre tiene de mí, en que doy mi vida por mis ovejas; esto es, el amor que me hace morir por mis ovejas demuestra hasta qué punto amo al Padre» [1].

También en cada sacerdote de la Nueva Alianza el amor incondicional a Cristo se traduce en el amor a los hombres que se le confían; san Juan Crisóstomo lo ve expresado en la escena de la aparición del Resucitado en el lago de Tiberíades: Cristo, hablando con el jefe de los apóstoles, dijo: «Pedro, ¿me amas?». Cuando este lo confesó, Cristo añadió: «Si me amas, apacienta mis ovejas». El Maestro pregunta al discípulo si lo ama, no para aprender –¿cómo iba a preguntar el que entra en los corazones de todos?–, sino para enseñarnos cuánto le interesa el cuidado de este rebaño. (...) «Pedro, ¿me amas más que estos?». Le habría podido decir: «Si me amas, practica el ayuno, duerme en un jergón, dedícate a vigilias continuas, defiende a los que sufren injusticias, sé como un padre para los huérfanos y como un esposo para su madre». Pero, en ese momento, dejando todo eso a un lado, ¿qué dice?: «Pastorea mis ovejas» [2].

Es, por tanto, el amor lo que se encuentra en el origen de la Nueva Alianza; porque el amor sitúa en posición de mediador primero a Cristo, que ama al Padre y, fruto de ello, a aquellos a quienes el Padre ama, y después a los sacerdotes, que aman a Cristo y, fruto de ello, a aquellos a quienes Cristo ha venido a salvar para que se cumpla la voluntad del Padre. De ahí que en la Iglesia el ministerio pastoral no tenga nada que ver con un funcionariado, como si el sacerdote fuera alguien en quien se delega una tarea ritual perfectamente definida tras cuyo cumplimiento puede desentenderse de la Iglesia y de las almas. El sacerdocio ha sido instituido

para la predicación del Evangelio y para restaurar la comunión con Dios mediante el sacrificio y la oración; su raíz más honda es el amor supremo a Cristo: apacentar a las ovejas es un acto de amor. Quien recibe este encargo sabe que, a partir de ese momento, queda atado para siempre a Cristo y a sus ovejas. Ya no puede ir adonde quiere; ya no es dueño de su tiempo ni de sí mismo. Como el mismo Cristo, también el pastor demuestra su amor al Padre entregando toda su vida al cuidado de las ovejas que le han sido confiadas. La vida sacerdotal, pues, manifiesta y exige un amor inmenso al Señor y a las almas, como recoge la célebre frase del Cura de Ars, san Juan-María Vianney: «El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús».

Entrega y abandono en Dios

El amor y la entrega personal van de la mano: «Amar es darlo todo y darse uno mismo», decía santa Teresa del Niño Jesús. El sacerdote entrega su vida a Dios como un todo, sin compartimentos ni reservas, para dejarse transformar por Él y estar enteramente a su disposición. Así lo expresa Benedicto XVI: Yo mismo (...) me creí obligado a presentar al sacerdote del Nuevo Testamento como aquel que medita la Palabra, y no como un «artesano del culto». Es cierto que la meditación de la Palabra de Dios constituye una tarea decisiva y fundamental del sacerdote de Dios en la Nueva Alianza. No obstante, esa Palabra se hizo carne. Meditarla significa también alimentarse de la carne que se nos entrega en la Sagrada Eucaristía como pan del cielo. Meditar la Palabra en la Iglesia de la Nueva Alianza equivale a abandonarse a la carne de Jesucristo. Este abandono implica aceptar nuestra propia transformación a través de la cruz [3].

Abandonarse a la carne de Jesús significa emprender la plena configuración con Cristo. Como decía san Juan Crisóstomo, el sacerdote está obligado a hacer cuanto esté en su mano para transparentar a Cristo: El alma del sacerdote ha de ser más pura que los rayos del sol para que el Espíritu Santo no lo deje nunca solo, para que pueda decir: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» [4].

Naturalmente, esta comunión de vida con Cristo es la vocación de todo cristiano que participa del misterio del sacerdocio universal de Jesucristo

–«nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1, 6)– y está llamado a unir al sacrificio de Cristo la ofrenda de toda su vida, como nos recuerda san Pedro Crisólogo: «Os exhorto –dice– a presentar vuestros cuerpos». Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacerdocio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. ¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima (...). Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tu oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio [5].

Si este es el deber de todo cristiano, ¡cuánto más será el del sacerdote que ha recibido la ordenación, que le confiere el poder y la misión de actuar in persona Christi, de decir «yo» en lugar de Jesús, en su Persona, cuando dice: «Esto es mi cuerpo» o «Yo te perdono todos tus pecados». Es un misterio de abandono recíproco entre el sacerdote y Jesús, un misterio de amor entre ambos. Jesús se abandona y permite que el sacerdote diga «yo» en su lugar; y el sacerdote abandona en Jesús todo cuanto es, toda su persona, para que en él pueda decir Jesús aquí y ahora: «Esto es mi cuerpo», «yo te perdono tus pecados». Este intercambio de amor exige del sacerdote mucha santidad.

El deber de santidad del sacerdote

En Cristo está el origen de toda santidad: Él es el Inmaculado que hace Inmaculada a su madre, preservada desde el primer instante de su nacimiento de la mancha hereditaria del pecado original; y ha sido preservada de él porque de ella había de nacer el Hijo de Dios; María extrajo su inmaculada pureza de la del Hijo, que es nuestro sumo Sacerdote, «santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo» (Hb 7, 26).

Los sacerdotes sabemos bien que no somos santos, ni inocentes, ni inmaculados como Él, y que, pese a ello, hemos sido instituidos por Cristo para representarlo en medio de los hombres. Somos plenamente conscientes de nuestros muchos pecados y de nuestra indignidad, pero nuestra vocación sigue siendo la que es: reproducir en nosotros la santidad inmaculada de Cristo; en palabras de san Juan Crisóstomo, brillar con luz más pura que los rayos del sol, que es Cristo. En este sentido tenemos por modelo a María, a quien el Apocalipsis describe como la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1). María no es el sol, pero está envuelta en él, de él recibe y refleja la luz. Tampoco el sacerdote es el sol, pero está llamado a hacer que resplandezca en su vida el Sol de justicia que es Jesucristo. El Cura de Ars decía a su obispo: «Si queréis convertir vuestra diócesis, debéis hacer unos santos de todos vuestros curas. El sacerdote debe estar cubierto por el Espíritu Santo como lo está por la sotana» [6]. La santidad tiene que ser como el manto que lo envuelve. La identificación con Cristo es un don que recibe el sacerdote y, al mismo tiempo, es un deber, una misión, hasta el punto de poder decir con san Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21); o también: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20). Del mismo modo que Jesús expía los pecados de los hombres, también el sacerdote, siguiendo el arduo camino de la ascesis cristiana, tiene que procurar su propia santificación para poder procurar con eficacia la de los demás [7]. El papa san Juan Pablo II habló con vehemencia de este deber de conversión y de santificación que le viene impuesto a todo sacerdote: una conversión diaria que consiste en «retornar a la gracia misma de nuestra vocación», «dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad [y] dar cuenta también de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente “de modo humano y no divino”» [8]. Al concluir el Jubileo del año 2000, el papa volvía a escribir –dirigiéndose esta vez a todos los bautizados y, por lo tanto, fortiori a los sacerdotes– que «sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial» [9]. Sí, en esta marcha de la Iglesia entera hacia la santidad, el

sacerdote no puede conformarse con caminar rezagado o dejarse llevar por el movimiento general: es él quien debe arrastrar y preceder a quienes están a su cargo. Eso es lo que enseñaba con absoluta claridad el Concilio Vaticano II: Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como miembros con la Cabeza, para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, en la misma debilidad humana, a seguir la perfección, según la palabra del Señor: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella perfección, puesto que, consagrados de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró, con divina eficacia, todo el género humano. Puesto que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también, al mismo tiempo que sirve a la plebe encomendada y a todo el pueblo de Dios, la gracia singular de poder conseguir más aptamente la perfección de Aquel cuya función representa, y la de que sane la debilidad de la carne humana la santidad del que por nosotros fue hecho Pontífice «santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores» (Hb 7, 26) [10].

Aceptar esta vocación es comprometer la vida entera, porque el Señor no se conforma con compartir. Vomita de su boca a quienes no son fríos ni calientes (Ap 3, 15-16). Lo quiere todo. ¡Todo o nada! Responder a la vocación sacerdotal carece de sentido si no conlleva la voluntad de dárselo todo a Dios, de configurarse con Cristo en su vida y en su muerte, de ser santo como Él es santo. Este camino de conversión personal y de santificación será para el sacerdote una lucha diaria y de cada instante, el itinerario de toda una vida, largo, exigente, crucificador. Porque participar de la vida santa de Cristo es participar de su cruz: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 19-20).

Santidad y consagración sacerdotal

En línea con esta noción de santidad sacerdotal, durante su homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2009 Benedicto XVI reflexionaba sobre el carácter de consagración que adquiere la santidad en el caso de los sacerdotes. Vale la pena citar por extenso sus consideraciones acerca del entrecruzamiento de ambos aspectos –santidad y consagración– en la

oración de Cristo que sigue a la Cena («Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» –Jn 17, 19–): Para entender esto, hemos de aclarar antes de nada lo que quieren decir en la Biblia las palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con el término «santo» se describe en primer lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que corresponde solo a Él. Solo Él es el auténtico y verdadero Santo en el sentido originario (...). Consagrar algo o alguno significa dar en propiedad a Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a Dios (...). En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su «santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal y, de este modo, se define también en qué consiste el sacerdocio: es un paso de propiedad, un ser sacado del mundo y entregado a Dios. Con ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman parte del proceso de la santificación/consagración. (...) El sacerdote es sustraído a los lazos mundanos y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, debe quedar disponible para los otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», Él se hace a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann tiene razón traduciendo la afirmación «Yo me consagro» por «Yo me sacrifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede cuando Jesús dice: «Por ellos me consagro yo»? Este es el acto sacerdotal en el que Jesús –el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios– se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite asomarnos a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el misterio de nuestra redención. Y ella contiene también el origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio.

Sobre esa base se plantea cualquier sacerdote su propia fidelidad a esa pertenencia a Dios. Ser consagrado en la verdad es estar inmerso en la palabra de Dios, como explica Jesús inmediatamente: «Tu palabra es verdad». De ahí el examen de conciencia que propone Benedicto XVI: ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros pasos? ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de hoy? (...) ¿Sabemos aprender de Cristo la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios? «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la incorporación en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la palabra de Dios.

En definitiva, si Jesús es el Verbo, la Palabra de Dios encarnada, ser consagrado mediante la inmersión en la Palabra de Dios significa estar sumergido en Él e identificado con Él: ¿Acaso no ha dicho Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cfr. Jn 14, 6)? ¿Y acaso no es Él mismo la Palabra viva de Dios, a la que se refieren todas las otras palabras? Conságralos en la

verdad, quiere decir, pues, en lo más hondo: hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo mismo. Por tanto, el sacerdocio de los discípulos solo puede ser participación en el sacerdocio de Jesús. Así pues, nuestro ser sacerdotes no es más que un nuevo y radical modo de unión con Cristo. Esta se nos ha dado sustancialmente para siempre en el Sacramento. Pero este nuevo sello del ser puede convertirse para nosotros en un juicio de condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del Sacramento. A este propósito, las promesas que hoy renovamos dicen que nuestra voluntad ha de ser orientada así: Domino Iesu arctius coniungi et conformari, vobismetipsis abrenuntiantes. Unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él, donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. San Pablo decía a este respecto: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

Esta renuncia a la autorrealización, a la independencia personal, es un duro comienzo, pero también un camino sembrado de alegrías: Entonces experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos los pequeños, y a veces también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien se pierde a sí mismo, se guarda» (Mt 10, 39).

El ejemplo del Cura de Ars

Los santos han tenido una vívida conciencia de esta identificación con Cristo y de esta profunda unidad con Él; tal ha sido el caso –tan esclarecedor para cualquier sacerdote– del santo Cura de Ars, Jean-Marie Vianney, que Benedicto XVI nos invita con vehemencia a imitar: En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su «Yo filial», que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió enseguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, «viviendo» incluso materialmente en su Iglesia parroquial. (...) El Santo Cura de Ars también supo «hacerse presente» en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; (...) se interesaba por la educación de los niños [11].

El Cura de Ars llegó a ser realmente Cristo en medio de los suyos, el Buen Pastor que vela por su rebaño. Siempre atento y paternal, oraba y

ofrecía sacrificios y mortificaciones por la salvación de los pecadores y por su propia salvación. Para él la vida de oración y de penitencia no era un «asunto privado» del sacerdote, sino la condición de su eficacia y su fecundidad pastoral, precisamente porque el sacerdote no puede nada él solo: únicamente lo puede todo en la medida de su intimidad con Cristo y, sorprendentemente, cum Christo et in Christo. La tarde de la primera ordenación sacerdotal Jesús dijo a los suyos: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará (Jn 15, 5-7).

Para el Cura de Ars permanecer en Cristo significaba claramente compartir sus sufrimientos redentores. Con Cristo e íntimamente configurado con Él, el sacerdote se ofrece en sacrificio, ora y expía con Jesús. También san Josemaría Escrivá compartía esa misma convicción: «Los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús, antes que actuar y moverse, son: orar, orar, orar: expiar, expiar, expiar».

El celibato sacerdotal

Esa especial obligación de intimidad y de identificación personal con Cristo propia del sacerdote explica sin ambigüedad la cuestión del celibato sacerdotal. El sacerdote ha sido elegido en Jesucristo, desde antes de la fundación del mundo, para ser santo e inmaculado en su presencia en el amor (cfr. Ef 1, 4), a fin de ofrecer el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo. Y, al mismo tiempo que ofrece el sacrificio de Cristo, se ofrece también a sí mismo. Ningún otro vínculo humano puede adueñarse de su corazón y de su cuerpo, porque pertenecen única y exclusivamente a Dios: Debido a la celebración eucarística regular y a menudo incluso diaria, la situación de los sacerdotes de la Iglesia de Jesucristo sufre un cambio radical. A partir de entonces, toda su vida está en contacto con el misterio divino. Eso exige por su parte la exclusividad para Dios. Quedan excluidos, por tanto, los demás vínculos que, como el matrimonio, afectan a la totalidad de la vida. De la celebración diaria de la Eucaristía, que implica un estado permanente de servicio a Dios, nace espontáneamente la imposibilidad de un vínculo matrimonial. Se puede decir que la abstinencia sexual que antes era funcional se convierte por sí misma en una abstinencia

ontológica. Así pues, su motivación y su significado quedan íntima y profundamente transformados [12].

Permitidme profundizar una vez más –sirviéndome en buena medida de las palabras de san Juan Pablo II [13]– en la cuestión del celibato sacerdotal. Como recordaba el papa, este tema se discutió a fondo y en su totalidad en el Concilio Vaticano II, en la posterior encíclica de Pablo VI Sacerdotalis caelibatus y en las Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal publicadas por la Congregación para la Educación católica en 1974. Cabría añadir a esta enumeración la exhortación apostólica Pastores dabo vobis escrita por él mismo en 1992 y, por último, el libro publicado por Benedicto XVI y por mí mismo con el título Desde lo más hondo de los corazones. San Juan Pablo II puso mucho empeño en explicar la decisión tomada hace ya tantos siglos por la Iglesia latina en relación con el celibato de los sacerdotes, su tenaz conservación hasta nuestros días y su deseo de mantenerse fiel a ella en el futuro, sin intentar que el valor decisivo del Evangelio, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia se vea reemplazado por los criterios adoptados a raíz de las objeciones que han venido surgiendo en contra del celibato sacerdotal hasta nuestros días: unos criterios cuya pertinencia y fundamento antropológico deben ser examinados desde una perspectiva crítica. Dichas objeciones, que se intensificaron durante el periodo posconciliar, no tardaron en quedar considerablemente mitigadas. La publicidad que reciben actualmente es quizá el signo más evidente de la pérdida de influencia sufrida por quienes defienden un cuestionamiento radical del celibato sacerdotal: es un sálvese quien pueda. A nadie puede sorprenderle el eco que han hallado en una sociedad tan secularizada como la nuestra: el mismo Jesús, cuando ofrece a sus discípulos su enseñanza acerca de la renuncia al matrimonio por el reino de los cielos, añade estas palabras tan significativas: «El que pueda entender, entienda» (Mt 19, 12). Remitiéndose al ejemplo del propio Cristo, a la enseñanza de los apóstoles y a toda la Tradición que le es propia, la Iglesia latina sigue manteniendo para todos los que reciben el sacramento del orden la obligación de renunciar al matrimonio por el reino de los cielos. Por otra parte, respeta la práctica contraria que se da en otras tradiciones legítimas de la Iglesia universal, pero conserva con celo una herencia que le es

propia, pese a todas las contradicciones a las que esa fidelidad pueda exponerla y a las muestras de debilidad y de crisis que a este respecto y en épocas distintas hayan podido ofrecer tanto ciertos sacerdotes como ciertos obispos. Somos perfectamente conscientes de llevar ese tesoro en vasijas de barro (cfr. 2 Co 4, 7), pero también sabemos que se trata de un tesoro. Conviene añadir que el celibato sacerdotal implica que el sacerdote cultive activamente y a lo largo de toda su vida la virtud de la castidad propia de su estado. Es cierto que el entusiasmo que acompaña siempre al don del sacerdocio puede ir seguido de la intención de acomodarse a la mentalidad del mundo que tiende a hacer que se debiliten, que palidezcan y que finalmente se extingan el ardor apostólico, el fuego de nuestro amor y de nuestra entrega al Señor y, en definitiva, la identidad sacerdotal. Como medida de protección, el sacerdote tiene que procurar asemejarse a Cristo obediente, pobre y casto, haciendo de toda su vida una ofrenda pura y agradable a Dios. Su castidad, lejos de reducirse a la observancia de una norma eclesiástica, es la piedra de toque y la manifestación de la radicalidad y la totalidad exigidas por el amor en su expresión oblativa más sublime. Consciente de vivir en la civilización del estrés, del desaforado crecimiento del yo y del erotismo, el sacerdote ha de apoyarse constantemente en Jesús, la roca de su vida, por medio de la oración. Necesita estar siempre vigilante para huir de la superficialidad, del atractivo de las apariencias y del espíritu del mundo. Debe cultivar la belleza de la liturgia, dejar que esta despliegue toda su sacralidad y su excelsa dignidad sin interferir en ella con la intención de destacar personalmente. Así, el culto a la Belleza eterna evitará que se deje atraer por las bellezas efímeras de este mundo. Si la Iglesia latina –continuaba Juan Pablo II– ha vinculado el don del sacerdocio jerárquico y ministerial a la práctica del celibato por el reino de los cielos, es porque ese celibato no es solamente un signo escatológico, sino que tiene un importante significado social, en la vida presente, en el servicio al pueblo de Dios. Por medio del celibato el sacerdote se convierte en el «hombre para los demás». Es cierto que la existencia del hombre que decide ser esposo y padre es también una existencia entregada a los demás, a su esposa y a los hijos a los que ambos puedan transmitir la vida. Pero la entrega que hace el sacerdote de su vida renunciando a esa paternidad propia de los esposos tiene por destinataria a la familia universal de los hijos de Dios que el Buen Pastor confía a su solicitud pastoral como a hijos

traídos al mundo con dolor (cfr. 1 Co 4, 15; Ga 4, 19), que esperan recibir del sacerdote su atención, su solicitud y su amor. La disponibilidad para esa entrega exige al sacerdote ser libre, y el celibato que asume es a la vez condición y signo de esa libertad con miras al servicio. Así es como manifiesta –concluía san Juan Pablo II– que el sacerdocio jerárquico y ministerial está directamente ordenado al sacerdocio común de los fieles.

El sacerdote, hombre de oración

Si el sacerdote ha de ser libre para consagrarse plenamente al servicio del rebaño, su ministerio no debe nunca desgajarse de su fuente, que –como ya hemos recordado antes– no es otra que el amor a Cristo. Desde esta perspectiva, en este mundo agitado, de activismo frenético y de rechazo de Dios, conviene recordar que, por encima de todo, el sacerdote está consagrado a la oración y es signo de la presencia de Dios: debe quemar con constancia el incienso de su oración, conservar puros su corazón y sus labios, mantenerse siempre en presencia del Señor en la escucha y en la contemplación. Precisamente por la extrema dificultad de la misión que asumen, el obispo y el sacerdote deben tener una intensa vida de oración y ver en la liturgia una escuela de adoración. Aunque su ministerio los deje exhaustos y al límite de sus fuerzas, no deben dejar nunca de rezar, de hacer oración y de adorar. Porque existe la adoración de agotamiento, que consiste en arrojarse al suelo y adorar cuando ya no hay fuerzas para otra cosa [14]. En el transcurso de los trabajos del Concilio Vaticano II, en una de las propuestas de redacción destinadas al decreto Presbyterorum Ordinis se afirmaba que los sacerdotes debían mantenerse día y noche en oración, die noctuque orantes. Algunos Padres, sin embargo, se opusieron a esta frase alegando que denotaba cierto triunfalismo, de modo que fue suprimida por entender que es imposible rezar día y noche. En esta anécdota hay algo revelador. Y es que el hecho de orar día y noche aparece mencionado con frecuencia en la Escritura: «Dichoso el hombre... [cuyo] gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal

1, 1-2); «Señor, Dios Salvador mío, día y noche grito en tu presencia» (Sal 88, 2); «es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo; proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad» (Sal 92, 2-3); y al salmista su corazón le aconseja no abandonar la oración de noche (Sal 16, 7). En el evangelio de Lucas aparece la figura de la profetisa Ana, que «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (Lc 2, 37); el mismo Jesús oraba de día y de noche («Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios» –Lc 6, 12–), y nos exhorta a hacer lo mismo al concluir la parábola de la viuda inoportuna: «¿Dios no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas?» (Lc 18, 7). A los cristianos de Tesalónica san Pablo les recomienda que sean constantes en orar (1 Ts 5, 17) y da testimonio de que «noche y día pedimos insistentemente veros cara a cara y completar lo que falta a vuestra fe» (1 Ts 3, 10). En la experiencia espiritual de la Iglesia hay un hecho universal, y es la existencia de un vínculo necesario entre la santidad y la oración. San Juan Crisóstomo decía que «resulta patente para todos que es sencillamente imposible vivir virtuosamente sin el auxilio de la oración» [15]. Convendría volver a ahondar en la verdad de enunciados básicos como este. Me consta que la experiencia de los confinamientos sanitarios impuestos durante la pandemia de la COVID-19 ha permitido a muchos sacerdotes y religiosos redescubrir su vocación a la oración y a la intercesión, y pido al Señor que siga siendo así. Sin duda, es algo que forma parte de lo que el Señor ha querido decir al mundo, a su Iglesia y a sus sacerdotes a lo largo de esta grave y dolorosa prueba que ha sufrido el mundo entero, y que nos ha permitido pararnos un instante para examinar nuestra verdadera relación con Dios y con quienes tenemos más cerca, en la familia y en la sociedad. Nos ha brindado la ocasión de distinguir entre lo que es esencial en nuestras vidas y lo que supone un estorbo. Muchos sacerdotes, al celebrar la Eucaristía sin participación visible y en un íntimo cara a cara con Dios, han redescubierto el significado de la intercesión, su función de mediadores entre Dios y los hombres. No pudiendo celebrar en presencia del pueblo, han vuelto a aprender a volver su mirada hacia Oriente, es decir, hacia el Señor que ha de venir. Porque, como explicaba Orígenes, «la propiciación viene de oriente, pues de allí proviene el hombre cuyo nombre es Oriente, que fue hecho mediador entre Dios y los hombres. Esto te está invitando a

mirar siempre hacia oriente, de donde brota para ti el sol de justicia, de donde nace siempre para ti la luz del día» [16]. Superada la crisis, son cosas que conviene recordar para no recaer en la agitación y el frenesí de los asuntos de este mundo, en esas liturgias humanas llenas de palabrería, en ese cara a cara estéril entre el sacerdote y los fieles. El sacerdote está hecho para permanecer constantemente delante de Dios, para adorarlo, glorificarlo y servirle. Ojalá todos los sacerdotes aprendieran de nuevo a pasar los días y las noches en oración, en la soledad y el silencio ofrecidos por la salvación de las almas, y redescubrieran así su identidad profunda: porque no son ante todo animadores de asambleas o de comunidades, sino hombres de Dios, hombres de oración, adoradores en espíritu y en verdad de la Majestad divina, contemplativos que se ofrecen al amor de Dios en el silencio del alma. En su carta a los sacerdotes del Jueves Santo de 1979, san Juan Pablo II concluía así las palabras que acabamos de recordar acerca del celibato sacerdotal: La oración nos ayuda a encontrar siempre la luz que nos ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación sacerdotal, y que sin cesar nos dirige, aunque alguna vez da la impresión de perderse en la oscuridad. La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, que es indispensable si queremos conducir a los demás a Él. La oración nos ayuda a creer, a esperar y amar, incluso cuando nos lo dificulta nuestra debilidad humana.

Entre las distintas maneras en que la oración impregna la vida del sacerdote, querría incidir brevemente en su forma más íntima y personal; la otra forma –la pública y comunitaria, que es la liturgia– ya la hemos mencionado a propósito de la Eucaristía. En nuestra vida diaria de sacerdotes tenemos que aferrarnos con ahínco al tiempo de oración. Sin una vida de oración perseverante y regular en medio de nuestras mil ocupaciones, no hay identificación posible con Cristo. Para mantenerse constantemente a la escucha del Padre y en una actitud de sumisión filial y plena sintonía con su voluntad, Jesús se apartaba con frecuencia a un lugar desierto para orar y a veces pasaba toda la noche orando a Dios. Su oración nocturna en el huerto de Getsemaní no fue un hecho aislado: «Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos» (Lc 22, 39-46).

La oración es un acto de fe y de amor. Es en la entraña de ese largo diálogo con Dios, en ese encuentro familiar, íntimo, en ese de corazón a corazón, donde Dios dedica tiempo a grabar pacientemente y en lo más hondo de nosotros sus palabras de Alianza (Ex 34, 28). Esos momentos de presencia prolongada delante de Dios que tienen que marcar el ritmo de la vida del sacerdote, de su jornada y de su ministerio pastoral, imprimirán en la piel de su rostro el resplandor de la gloria y la santidad de Dios (Ex 34, 29; Nm 6, 25), del Dios «de vestiduras santas» (Sal 96, 9). Por eso es esencial e imprescindible empezar a tomarse en serio la vida de oración, camino de santidad y fuente de energía misionera. Muchas veces ese tiempo pasado delante de Dios dejándonos penetrar por su amor y ofreciéndole el nuestro viene marcado por la austeridad de la noche interior, de la sequedad, de distracciones humillantes. Durante el tiempo de oración, Dios trabaja en nuestra alma y nosotros no sabemos qué hace: solo sabemos quedarnos ahí, con Él, en su presencia. Perseverar en la oración exige coraje, es tomar la cruz de cada día (Lc 9, 23; 14, 26-27), aceptar participar en el misterio de la redención, compartir el desamparo de Cristo en su agonía y las tinieblas en su sepulcro, a la espera de la Resurrección. «Necesario es –decía Pío XII– que el sacerdote procure reproducir en su alma todo cuanto sobre el altar ocurre. Como Jesucristo se inmola a sí mismo, también su ministro debe inmolarse con Él» [17].

La formación permanente del sacerdote

El sacerdote necesita una formación permanente para profundizar en la oración, en el silencio de la adoración y en el estudio, en el misterio de su vocación y de su misión, para dejarse modelar por el Espíritu hasta que Cristo quede formado en él. Cuando nos ordenan sacerdotes, lo somos plenamente y para siempre, pero la identidad sacerdotal se realiza en nosotros progresivamente, día a día. Para alimentar a la vez su oración litúrgica y personal, así como su acción pastoral, el sacerdote tiene el deber de seguir trabajando constantemente en su formación, en especial en las áreas de la espiritualidad, la filosofía y la teología. Así lo resumía san Juan

Pablo II: «Si nuestra actividad pastoral, el anuncio de la Palabra y el conjunto del ministerio sacerdotal dependen de la intensidad de nuestra vida interior, ella debe igualmente encontrar su apoyo en el estudio continuo» [18]. Aunque a veces lo que se piensa es justo lo contrario, la contemplación de Dios en la oración no se opone al humilde pero tenaz trabajo de la inteligencia de la fe, ni tampoco dispensa de él. Es cierto que el estudio de la teología debe llevarse a cabo con mucha humildad, con el corazón como arrodillado y en adoración ante la Majestad y la trascendencia absoluta de Dios, implorando su ayuda para recibir las luces del Espíritu Santo. Guillaume de Tocco, biógrafo de santo Tomás de Aquino, comentaba cómo era la profunda unidad de vida de este gran doctor de la Iglesia: una íntima relación de amor con Dios que se manifestaba en el fervoroso propósito de conocerle con su inteligencia y estar unido a Él de continuo con una intensa vida de oración: «Siempre que quería estudiar, entablar un debate, enseñar, escribir o dictar, se retiraba a orar en secreto y rezaba derramando lágrimas para obtener la inteligencia de los divinos misterios» [19]. El orden y el equilibrio que mantenía entre la oración y el estudio le permitieron definir el ideal de la vida apostólica en la Iglesia: contemplata aliis tradere, «comunicar a otros el fruto de lo que uno ha contemplado» [20]. San Juan, gran apóstol, pero también gran contemplativo, ya lo había expresado así: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Jn 1, 1-3).

La carga pastoral

Ese hombre de oración y dedicado a la búsqueda de Dios que es el sacerdote es también aquel que ha sido enviado en nombre de Dios. Así como Dios, aun estando presente en medio de su pueblo en la nube y en la tienda del encuentro, dio a Israel guías y jefes, también en medio de nosotros suscita esos «nuevos Moisés» que son los obispos y los sacerdotes.

Como sobre Moisés, también sobre el obispo y sobre el sacerdote –ahora en nombre de Cristo– pesa la grave responsabilidad de liberar al pueblo cristiano del yugo de su pecado y conducirlo a través de las aguas del Mar Rojo –es decir, a través de las aguas del bautismo– hasta el desierto donde Dios nos espera con el ardiente deseo de renovar su Alianza con nosotros. Como Moisés, los pastores de la Iglesia son conscientes de haber recibido una misión que no pueden llevar a cabo sin antes descalzarse humildemente ante la zarza ardiente del amor misericordioso de Dios, sin antes haberse desprendido de todo pecado y toda violencia interior. Como Moisés, han de ser grandes hombres de oración que se han acercado a la zarza ardiente de la misericordia divina para dejarse abrasar por ella, para dejarse deslumbrar por el rostro invisible de Dios; y han de ser también profetas, enviados de Dios. De ahí la insistencia con que san Juan Pablo II ofrece a la consideración de obispos y sacerdotes la figura de Moisés: Como Moisés, que tras el coloquio con Dios en la montaña santa volvió a su pueblo con el rostro radiante (cfr. Ex 34, 29-30), el obispo podrá también llevar a sus hermanos los signos de su ser padre, hermano y amigo solo si ha entrado en la nube oscura y luminosa del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Iluminado por la luz de la Trinidad, será signo de la bondad misericordiosa del Padre, imagen viva de la caridad del Hijo, transparente hombre del Espíritu, consagrado y enviado para conducir al Pueblo de Dios por las sendas del tiempo en la peregrinación hacia la eternidad [21].

La perspectiva que debe adoptar cualquier itinerario pastoral ha de ser la de la santidad. Con esta firmeza lo decía san Gregorio Nacianceno: «Antes purificarse, después purificar; antes dejarse instruir por la sabiduría, después instruir; convertirse primero en luz y después iluminar; primero acercarse a Dios y después conducir los otros a Él; primero ser santos y después santificar» [22]. Moisés da ejemplo también de la tarea de santificar a todos. Día tras día hubo de enfrentarse a la oposición y la rebeldía de un pueblo «de dura cerviz», del que aun así siguió siendo el pastor que vigila, protege, conduce, guía, sana y alimenta por deseo de Dios. Situado entre Dios y el pueblo, desempeña su papel de pastor intercediendo en su favor y en el de todos los creyentes que son, a su manera, pastores de sus hermanos. Todos, igual que Moisés, hemos subido al monte de la intercesión y, mientras sufrimos nuestras pruebas personales y nuestras dificultades cotidianas, mantenemos el corazón y la mirada fijos en la llanura donde luchan los hombres (cfr. Ex 17, 8-16) [23]. Moisés es consciente de haber sido elegido por Dios para

mantenerse en pie en su presencia, para orar, adorar, interceder y aplacar su cólera. De vez en cuando le habla a Dios de su fatiga, de su desaliento, con una familiaridad asombrosa en la que unas veces es Moisés quien le recuerda a Dios su ternura, su misericordia y sus promesas, y otras veces es Dios quien consuela a Moisés y lo afianza en su misión. Moisés vela por la supervivencia de su pueblo, prevé las etapas de su marcha, es juez en sus pleitos, organiza las batallas contra el enemigo. Pero, sobre todo, conduce a su pueblo hasta Dios (porque la Tierra prometida es el mismo Dios), intentando grabar poco a poco en sus corazones la Ley divina recibida de sus manos. Inspirándose en la paciencia y en la dulzura del corazón divino, Moisés explica a su pueblo que la Ley no es una carga, sino una valiosa ayuda que ilumina y guía al hombre en su caminar diario, le marca puntos de referencia, le indica sus límites. Del mismo modo, sobre los obispos y los sacerdotes recae la grave responsabilidad de suministrar al rebaño el alimento constante de la sana doctrina católica, de modo que en todos y cada uno la fe se convierta en referente a la hora de pensar, de obrar, de vivir y de amar. Conducir así a los hombres hasta Dios –afirmaba Benedicto XVI– sigue siendo la prioridad fundamental: En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: esta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo [24].

Moisés, por último, instruye al pueblo en la oración, en esa relación íntima del hombre con Dios. Le enseña a comprender que todo viene de Dios y a Dios debe volver, y que el espacio de ese ir y volver es precisamente la oración. Y es también el lugar de un combate, de una lucha con Dios, como escribe san Pablo a los romanos: «Por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, os ruego, hermanos, que luchéis conmigo rezando a Dios por mí» (Rm 15, 30). Ese es uno de los significados del combate nocturno entre Dios y Jacob (Gn 32, 25), símbolo del combate espiritual y de la eficacia de una oración insistente.

A ejemplo de Moisés, ¡que los obispos, los sacerdotes y los fieles cristianos, que en alguna ocasión pueden sentirse abrumados por las dificultades y por sus múltiples obligaciones, no descuiden jamás los ratos de oración y de encuentro con Dios! Que sepan imitar el coraje y la firmeza de Moisés. Los obispos y los sacerdotes, a quienes Dios ordena «pasar al frente del pueblo», precedidos por Él (Ex 17, 5-6), deben ser modelos de fe, hombres con una intensa vida de oración, humildes administradores de los misterios de Dios en medio de su pueblo, testigos del amor y la misericordia infinitas de Dios. Han de ser, más aún que cualquier bautizado, «la sal de la tierra y la luz del mundo» (Mt 5, 13-14) y el perfume de la clemencia divina. También san Agustín soportó una carga muy pesada al servicio del pueblo de Dios. Respetando las obligaciones de su estilo de vida monástica, tuvo que sacar tiempo para leer, estudiar y meditar las Sagradas Escrituras, encargarse de la predicación los domingos y festivos, administrar los bienes de la Iglesia, socorrer a los pobres y a los necesitados, velar por la disciplina eclesiástica de clérigos, monjes y sacerdotes, visitar las comunidades cristianas de su diócesis, combatir el paganismo y las herejías, y redactar sus textos dogmáticos. De ahí que, en más de una ocasión, recurriendo a un término del lenguaje militar que designa la equipación del soldado, el «macuto», califique su cargo y su misión episcopal de sarcina episcopalis. El macuto del obispo de Hipona era especialmente pesado, y lo fue aún más a medida que declinaba su salud. A veces Agustín pasa por momentos de desaliento e incluso de depresión, sobre todo cuando constata que lo que tanto le costó edificar el día anterior debe rehacerlo al siguiente. Aun así, nunca deja de reanudar el trabajo: Predicar, reprender, corregir, edificar, inquietarse por los demás, ¡qué carga y qué trabajo! ¿Quién no huiría de semejante tarea? Pero el Evangelio me apremia.

Y en otro de sus textos escribe: Hállense en vosotros dichas obras buenas, ya unas, ya otras, en conformidad con el momento, las horas, los días. ¿Acaso hay que realizar en cada momento cada una de estas obras: hablar, callar, reponer fuerzas, ayunar, dar pan al necesitado, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, poner concordia donde hay discordia o sepultar a los muertos? En un momento habrá que realizar una, en otro otra. Estas obras tienen un comienzo y un término; en cambio la caridad ni comienza ni debe cesar [25].

San Pablo, por su parte, era consciente de los peligros que acechan a los pastores, hombres de Dios enviados al mundo, e invitaba a Timoteo a alimentar el fuego interior: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2 Tm 1, 6). El exceso de trabajo y las obligaciones apostólicas nos pueden llevar a perder de vista la importancia de la contemplación, de la oración y de la consagración tangible de nuestra vida a Dios. Las razones de ser del sacerdocio se oscurecen y se desvanece la dimensión de servicio, simbolizada por la toalla que se ciñe Jesús durante la última cena. La oración nos ayuda a salvaguardar la dimensión evangélica que hace de la vida del sacerdote una vida sacerdotal plenamente ofrecida «en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rm 12, 1), totalmente entregada a la edificación del pueblo cristiano. Como enseña san Juan Pablo II, los obispos y los sacerdotes solo podrán ocuparse dignamente de esta carga sobrehumana del ministerio pastoral si adoptan el estilo de vida de Cristo servidor, pobre y humilde, cercano a todos, desde el mayor al más pequeño: Si el oficio episcopal no se apoya en el testimonio de santidad manifestado en la caridad pastoral, en la humildad y en la sencillez de vida, acaba por reducirse a un papel casi exclusivamente funcional y pierde fatalmente credibilidad ante el clero y los fieles [26].

El sacerdote en medio del mundo

El sacerdote está llamado a hacer de puente entre Dios y los hombres. Es la vía que permite que lo divino y lo sagrado alcancen al hombre, y que el hombre pueda acceder a lo divino y ser consagrado. Es la presencia y el sacramento de Cristo. Ha de ser la epifanía de la grandeza y la santidad de Dios, al tiempo que el perfume de su clemencia y su ternura. El sacerdote es a la vez la voz que anuncia el Evangelio y la que guarda silencio velando junto a la Virgen al pie de la cruz. El sacerdote siempre causará asombro al mundo, igual que la presencia de lo «plenamente divino» y lo «plenamente humano» en Jesús causó el asombro de sus contemporáneos. Debe poseer todas las virtudes humanas: sinceridad, lealtad, amabilidad, indulgencia, generosidad, autodominio, el

celo en la acción, una calma imperturbable frente a los contratiempos, una confianza inquebrantable, la constancia en las decisiones, la fuerza de voluntad –una voluntad que sabe claramente lo que quiere y conserva una serenidad inflexible–, el coraje y la fortaleza de la fe ante las pruebas y las persecuciones. «Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8). El sacerdote, igual que san Pablo, tiene que poder decir: «Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis, visteis en mí, ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros» (Flp 4, 9). Debe arrastrar hacia las alturas divinas y las profundidades del corazón humano, hacia los extremos y no hacia la mediocridad. Su misión es única y grandiosa. Como decía el Cura de Ars, El sacerdote es un hombre que ocupa el lugar de Dios, un hombre revestido de todos los poderes de Dios (...). Si uno tuviera fe, vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un vidrio, como un vino mezclado con el agua. ¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría (...). Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia (...). Lo que nos impide ser santos, a nosotros los sacerdotes, es la falta de reflexión. No profundizamos en nosotros mismos; no sabemos lo que hacemos. ¡Es la reflexión, la oración, la unión con Dios lo que necesitamos! [27].

El signo de Jonás: la experiencia de la cruz y el ministerio de la misericordia

El sacerdote es enviado en medio de los hombres para revelarles el amor de Dios, como lo fueron los profetas en medio del pueblo elegido; y esa misión no supuso un ascenso ni una marcha triunfal. La figura de Jonás es especialmente representativa del temor que puede invadir al enviado al pensar en las dificultades y los sufrimientos que conllevará su misión. El Señor dirigió su palabra a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos: «Ponte en marcha, ve a Nínive, la gran ciudad, y llévale este mensaje contra ella, pues me he enterado de sus crímenes» (Jon 1, 1-2). «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo le comunicaré» (Jon 3, 2).

A mí y a todos los sacerdotes nos estremecen el privilegio y la gracia del sacerdocio. Como Jonás, podemos vernos tentados de huir «lejos del Señor», en dirección contraria a la «gran Nínive». No obstante, pese a nuestra indignidad, la gracia divina nos hace instrumentos para que «todos

los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4). Por eso hemos de tener la osadía de «entrar en la ciudad», es decir, en la intimidad y en el jardín interior de los demás para hablarles de Dios, para invitarlos a volver a Él y a llevar una vida conforme al Evangelio [28]. También Cristo se ha metido en nuestras vidas sin pedir permiso, como hizo con los primeros discípulos: «Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”» (Mc 1, 16-17). Es mandato del Señor: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio» (Mc 16, 15). No hay que tener miedo a esta misión. A veces el hombre duda de que sus pecados puedan ser perdonados, tan grandes son. Y se deja vencer por el desaliento, por la desesperación, la mediocridad y la desidia, y chapotea en el relativismo moral o se suicida como Judas. Pero lo único que espera Dios de nosotros para concedernos su perdón es la confesión humilde de nuestras faltas y la manifestación concreta de nuestro arrepentimiento. Cada acto sacramental es un contacto sensible con Cristo glorioso: es así como Cristo continúa enseñando, sanando, alimentando y perdonando. El sacerdote le presta su voz, sus manos, sus ojos y su corazón: toda su persona. Es él quien tiene que fomentar entre los fieles una vida sacramental intensa, afianzar su conocimiento acerca de esa vida y facilitarles el acceso a ella. De hecho, cada sacramento es un signo, un «signo de Jonás» (Mt 16, 4) que, lejos de ser un rito mágico, permite el encuentro con Dios si la iniciativa de su amor obtiene respuesta por parte del hombre. Es deber del sacerdote ayudar al hombre a dar esa respuesta haciéndose transparente entre Dios y el hombre, facilitando un encuentro real, íntimo y personal entre ambos. Por eso el sacerdote tiene que ser santo y amigo de Dios. El ministro del sacramento es capaz de domesticar a los hombres para que se abran a Dios, o bien puede dejarlos en su lejanía, en su rebeldía y su rechazo de Dios, en su incomprensión, su indiferencia o su tibieza, porque también él es ni frío ni caliente y carece de entusiasmo y de celo apostólico. El sacerdote, como Jonás en Nínive, ha de procurar penetrar en lo más hondo de esa ciudad interior que es el corazón humano y atravesarla con delicadeza, humildad, respeto y la inmensa paciencia de un padre. Para

lograrlo, antes tiene que haber aceptado descender a lo más hondo de su propio corazón –porque «también él está sujeto a debilidad» (cfr. Hb 5, 2)– y vivir la gozosa experiencia de lo que significa ser perdonado y reintroducido en la ternura misericordiosa de Dios. Es en ese espacio interior donde se hace capaz de guiar a los demás. El corazón es el centro del hombre, el lugar de todas sus decisiones cruciales, la fuente de toda su vitalidad humana y espiritual, y un lugar de combate espiritual. Descender hasta el corazón es un camino pascual a lo largo del cual la conciencia se libera de sus ídolos, se despoja de su egoísmo, de su orgullo, su suficiencia y sus espejismos, en una larga lucha interior, en un cuerpo a cuerpo con Dios (Gn 32, 23-33). La dificultad del combate lo hace merecedor de una recompensa sorprendente por parte de Dios: una lesión en la articulación del muslo que le impide mantenerse en pie si no es aferrándose a Dios. El hombre ya no vuelve a soltarse de Él y recibe un profundo reconocimiento, un nombre nuevo, una paz que el mundo ignora y el gozo del Espíritu Santo [29]. La condición necesaria de ese descenso del sacerdote al corazón humano es la experiencia de «luchar con Dios hasta la aurora», de haber permanecido tres días y tres noches en las entrañas del monstruo marino. La tempestad en el mar es símbolo de esa lucha terrible entre Dios y Jonás. Solo así comprende Jonás la gratuidad del amor y el perdón de Dios: «Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal» (Sal 86, 15). El deseo de Jonás, como el de muchos de sus contemporáneos, habría sido que Dios se vengara y exterminase a los pecadores de Nínive. Pero la venganza que Dios anuncia no es la que Jonás pensaba: «Decid a los inquietos: “Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará”» (Is 35, 4). Es Jesús quien viene a destruirse a sí mismo para salvarnos a todos, para derramar su sangre en lugar de la nuestra. Ante el amor y la misericordia de Dios hacia su criatura, el asombro y el agradecimiento dejan a Jonás sin voz. Entonces puede «penetrar» en la gran ciudad pagana que es el corazón del hombre para conducirlo al arrepentimiento y a la conversión, porque el propio Jonás ha recorrido el mismo camino de honda conversión, de morir a sí mismo, de reorientar radicalmente su vida, en una total oblación al Señor. A veces tanto a los sacerdotes como a los laicos cristianos nos da miedo sostener la mirada de Dios, porque esa mirada nos reenvía a nosotros

mismos y nos obliga a examinarnos con sinceridad. Sí, la verdad nos hace libres, pero también nos da miedo. Y, si vence el miedo, nuestro ministerio sacerdotal o nuestro apostolado cristiano se convierten en mera agitación, en una huida hacia delante de activismo desenfrenado o de un funcionarismo estéril. Evitamos detenernos y guardar silencio por miedo a que Dios nos obligue a descender junto con Él hasta las raíces más íntimas de nuestro ser, y nos ponemos a hacer cosas y a correr de aquí para allá para escapar de lo que nos pide la voluntad de Dios, igual que Jonás. Enfrentado a su pobreza y a sus límites, el sacerdote podría decir lo mismo que Thomas Merton: Me hallé impelido por un deseo casi incontrolable de marchar en dirección opuesta. Dios me señalaba un camino y todos mis «ideales» me señalaban el contrario. Recordemos que cuando Jonás, tan deprisa como pudo, se alejaba de Nínive rumbo a Tarsis, fue arrojado por la borda del barco y tragado por una ballena que le condujo adonde Dios quería que fuese [30].

El obispo y el sacerdote son herederos de los profetas llamados personalmente por Dios para ser testimonio vivo de su presencia y de su acción providencial en el mundo, tal como decía Jeremías: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido (...). Dije: “No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía» (Jr 20, 7. 9). El sacerdote es «símbolo de Cristo» (san Juan Crisóstomo), Christus hodie, «Cristo hoy» (don Giuseppe Quadrio), una epifanía viva de Cristo. Pero para ello tiene que entender y vivir su sacerdocio como un misterio de cruz y de sangre. A veces nuestras propias faltas, tan elocuentes, nos hacen parecernos a Jonás. Nos arrojan a las entrañas maternales e infinitamente misericordiosas de Dios, y salimos de ellas totalmente purificados, renovados y transfigurados, «cristificados», como «signo de Jonás» y signo del Hijo del hombre en la gloria de su resurrección: «Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12, 40; Mc 8, 11-12; Lc 11, 29-32). En este camino tan exigente no estamos solos. A Juan, el discípulo amado, Jesús le entrega a María para que todos los sacerdotes del mundo comprendan que el lugar de la Virgen se encuentra junto a cada uno de ellos, sobre todo cuando están ante el altar para ofrecer al Padre el santo sacrificio de la misa y para hablar y obrar en su nombre. María está llena de

solicitud maternal por todos los sacerdotes. Quiere verlos avanzar hacia el altar revestidos de humildad, de pureza, de la inocencia de corazón, asombrados ante el misterio insondable del amor de Dios, inmersos en una honda adoración. María acompaña a cada sacerdote en cada acto sagrado de su ministerio [31]. En toda celebración eucarística está presente María, invisible, silenciosa y oculta, pero con una presencia real y eficaz. El misterio de su dolor en el Calvario es indisociable del sacrificio de Cristo que se hace presente de nuevo, como la Iglesia ha reconocido desde siempre y como atestigua la sagrada liturgia, que en el centro del santo sacrificio venera la memoria «ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor». María ha cooperado a la redención, como recordó el Concilio Vaticano II [32] en línea con la larga tradición de los Padres de Oriente y Occidente y del magisterio papal [33]. En su encíclica Redemptoris Mater y en sus posteriores catequesis (1987-1988), san Juan Pablo II reunió todo el material para definir el dogma de la mediación universal de gracia de María [34], cosa que sin duda habría deseado consumar y que cabe suponer que se hará cuando Dios quiera. Su papel de madre y de mediadora de todas las gracias hacen de María la verdadera nueva Eva, prototipo de la humanidad regenerada en Cristo, su Hijo. María ha sido privilegiada y honrada por Dios, tratada por los apóstoles y por la Iglesia con suma veneración y respeto filial, como modelo luminoso para cualquier mujer y como Madre vigilante y llena de amor hacia todos sus sacerdotes, en quienes ve obrar a su Hijo en medio de los hombres para la salvación de toda carne. Ojalá todos los sacerdotes, así como todos los fieles cristianos, tuvieran a diario una intensa devoción filial a María mediadora. Sin ese vínculo filial y diario con María, Madre del sacerdocio, ¿cómo puede el sacerdote configurarse e identificarse con Cristo pobre, casto y obediente? Como san Juan, recibamos a María en nuestra casa para que se quede con nosotros y nos susurre cada día: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5).

VIII EL MISTERIO DE LA CRUZ

La obra de la Redención

En el Credo confesamos que Dios se encarnó «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». Al venir a este mundo, el Hijo de Dios no reclamó los honores y la gloria que merecía por derecho propio. Además de una existencia humilde y oculta, eligió también el supremo abajamiento de la Pasión que debía conducirlo a la suprema elevación a la gloria, a la derecha del Padre. Solo ese abajamiento llevado al extremo le pareció una expresión digna de su amor al Padre y del amor a todos los hombres compartido por el Padre y el Hijo. El abajamiento, la kénosis de Cristo, no es solo una conducta obediente y humilde, sino un acto de renuncia de sí mismo en la que el Hijo experimenta la gozosa libertad de la entrega plena al Padre por toda la humanidad, de modo que esta constate cuánto es amada, porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). La cruz es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (cfr. 1 Co 1, 24); revela la fuerza del amor en su extrema debilidad. Y la respuesta a ese acto de amor del Hijo, plenamente entregado a la muerte, es el acto de la sobreabundante glorificación de Cristo por parte del Padre: «Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 911) [1]. Tampoco la Virgen María comprende todo el alcance de su misión maternal hasta que se encuentra al pie de la cruz: «Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a

tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 26-27). Con su muerte, Jesús, Sumo Sacerdote de los bienes que han de venir y de la Nueva Alianza, entra con su propia sangre en el santuario del cielo, consiguiéndonos así la liberación eterna (cfr. Hb 9, 11-12). Solo en Él hay salvación (cfr. Hch 4, 10-12): esta convicción de las primeras generaciones de cristianos hunde sus raíces en el descubrimiento de que en Jesús todas las promesas de Dios han quedado cumplidas; como dice san Pablo, todas han alcanzado su sí en Él (cfr. 2 Co 1, 20). Jesús hace don de su vida divina a los hombres entregándola con plena libertad en la hora oscura de la cruz: Cordero degollado del sacrificio, pero vivo y glorioso, que guía al pueblo de Dios hasta el último combate, Señor de la historia y Dueño de la humanidad entera (cfr. Ap 5, 6). Nos ha amado hasta el extremo y se ha entregado por nosotros ofreciéndose en sacrificio de suave olor (cfr. Ef 5, 2). Con su preciosa sangre nos ha rescatado, purificado y liberado de la esclavitud y de la vana conducta heredada de nuestros padres (cfr. Col 1, 20; 1 P 1, 19). La respuesta de la muchedumbre a Pilato que se declara inocente de la sangre de Jesús –«¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!», un deseo que en la cultura judía era una fórmula de maldición (cfr. 2 S 1, 16; Jr 28, 35)– san Agustín la comenta a la luz de lo sucedido el día de Pentecostés: «Sí, la sangre de Jesús volvió a caer sobre ellos y sobre sus hijos cuando, al Nombre de Jesús, fueron cinco mil los que se bautizaron. Era la sangre de Jesús que volvía a caer sobre ellos para purificarlos». Esta es la conmovedora respuesta del Dios de amor y de ternura a la crueldad y la perversidad de los hombres. Como haciéndose eco de san Agustín, Benedicto XVI comenta este mismo pasaje de san Mateo: En caso de que el «pueblo entero» hubiera dicho, según Mateo: «Su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos» (27, 25), entonces el cristiano recordará que la sangre de Jesús habla una lengua muy distinta de la de Abel (cfr. Hb 12, 24); no clama venganza y castigo, sino que es reconciliación. No se derrama contra alguien, sino que es sangre derramada por muchos, por todos. Como dice Pablo: «Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios... Cristo Jesús, a quien [Dios] constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Rm 3, 23.25). De la misma manera que, basándose en la fe, se debe leer de modo totalmente nuevo la afirmación de Caifás sobre la necesidad de la muerte de Jesús, también debe hacerse así con las palabras de Mateo sobre la sangre: leídas en la perspectiva de la fe, significan que todos

necesitamos del poder purificador del amor, que esta fuerza está en su sangre. No es maldición, sino redención, salvación. Solo sobre la base de la teología de la Última Cena y de la cruz, que recorre todo el Nuevo Testamento, las palabras de Mateo sobre la sangre adquieren su verdadero sentido [2].

Ante esta inmensa manifestación del amor de Dios por nosotros, la creación entera, maravillada y atónita, no puede sino caer de rodillas para adorar. Cualquier suficiencia humana queda aniquilada. La humanidad de ayer, de hoy y de mañana solo ha sido, es y será lo que realmente debe ser si adopta esta actitud de contemplación, de adoración, de glorificación y acción de gracias.

Por qué una Pasión dolorosa

Ofendido por nuestros pecados, Dios entrega a su Hijo a una muerte dolorosa, cruel e ignominiosa para borrar nuestra deuda con Él. ¿Por qué quiso padecer tantos sufrimientos para concedernos su perdón? El propio Jesús aborda esta cuestión con los discípulos de Emaús, esos dos hombres que salen de Jerusalén arrastrando los pies para volver a su lugar de origen. En el trayecto se les une un desconocido que se acerca a ellos y les pregunta: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió» (Lc 24, 17-22).

La respuesta del desconocido es una especie de reproche que contiene palabras muy fuertes, cuya traducción suele suavizarse con excesiva frecuencia: Jesús los llama anoetoi, «irracionales», bradeis tè kardia, «lentos» o «cortos», «estrechos» de corazón. El corazón de esos dos hombres (en el sentido bíblico de centro de la persona, de sus decisiones y sentimientos) no está a la altura del acontecimiento. Cristo –porque se trata de Él– se muestra siempre muy severo con quienes están faltos de esperanza y de fe, con quienes quieren excluir el dolor de la misión del

Mesías. Por eso los apóstoles, viéndose en una situación real de peligro cuando el mar embravecido azota y zarandea su barca, escuchan del Maestro este reproche: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Carecer de fe y de esperanza significa no fiarse de Dios, dudar de su presencia y de su capacidad de salvarnos. Así se entiende que después del primer anuncio de la Pasión, cuando Pedro le dice: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte», el Señor le replique con dureza: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16, 21-23). El desconocido del camino de Emaús sabe que la piedra de tropiezo que hace trastabillar a sus discípulos es la tragedia de la cruz. Por eso dedica tiempo a hacerles ver con toda la claridad necesaria que la Ley y los Profetas convergen en ella. Solo a través del dolor y la humillación se abre el camino de la vida junto a Dios y se trabaja al servicio del Reino. Seguramente les habló de Abel, de los justos y los profetas fieles a la Alianza, víctimas de la persecución; de Jeremías, cuya suerte prefigura su propio desvalimiento en el umbral de la Pasión; y de las grandes profecías de Isaías sobre el Siervo sufriente. La severidad de Jesús va acompañada de una inmensa misericordia: con su paciente catequesis hace entrar a los discípulos en el misterio de la cruz, mostrándoles que en ese misterio se cumple todo lo anunciado por la Escritura. Una enseñanza que no es superflua para nosotros ni para quienes hoy siguen planteándose la misma pregunta: ¿por qué eligió Jesús salvarnos mediante un sufrimiento y una muerte tan crueles? A esta pregunta se le podría dar una respuesta en dos tiempos. En primer lugar, Dios es a la vez justo y misericordioso. Justo: es decir, premia a los buenos y castiga a los malos. Conviene entender bien estas palabras: como dice Jesús, Dios hace salir su sol sobre malos y buenos (cfr. Mt 5, 45) y quiere dar a todos su vida, que es la vida eterna. No se aleja de nadie: somos nosotros los que, al alejarnos del Amor y la Luz, nos condenamos y nos castigamos eligiendo la oscuridad y la muerte. Decir que Dios castiga a los malos significa que, después de haberles indicado en vano el camino que los habría llevado a la verdadera felicidad, deja que asuman las consecuencias negativas de su libre elección. Pero Dios no se para ahí, porque también es misericordioso: viendo que todos los hombres

son pecadores e incapaces por sí solos de hacerle justicia, les da un Redentor en la persona de su Hijo único para que, con su Encarnación, su Pasión y su muerte, pueda expiar en lugar y en nombre de los hombres sus muchos pecados (cfr. Jn 3, 14-17). En su lugar: es decir, con una entrega totalmente gratuita e inmerecida. En su nombre: para que sea la propia humanidad pecadora, misteriosamente congregada, representada e incluida en su sacrificio, quien repare en Él su pecado, como dice san Cipriano de Cartago hablando de la Eucaristía: Puesto que Cristo nos llevaba en sí a todos nosotros, ya que hasta llevaba nuestros pecados, vemos que el agua representa al pueblo, mientras que el vino representa la sangre de Cristo. Así pues, cuando en el cáliz se mezclan el agua y el vino, el pueblo se une con Cristo, y la multitud de los creyentes se une y se junta a aquel en quien cree [3].

Es así como en el sacrificio de la cruz la justicia y la misericordia de Dios pueden desplegarse sin perjuicio de la una ni de la otra. Pero este misterio de justicia misericordiosa nos reenvía, como a su raíz, al misterio del amor de Dios: ese es el segundo tiempo de nuestra respuesta. «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8). Sí, lo sabemos, pero ¿nos tomamos en serio esta afirmación? Solo el amor es capaz de explicar que Dios, que no tiene necesidad de nada fuera de sí mismo, cree el mundo y coloque en él a unos seres hechos a su imagen y semejanza, y venga en medio de ellos para rescatarlos de la muerte eterna que merecían a un precio tan alto. Y la expresión más sublime del amor es el dolor. El amor es entrega de uno mismo, y la entrega de uno mismo entraña renuncia, sacrificio voluntario por el ser amado. Dios se ha hecho hombre para manifestarnos ese misterio y amarnos visiblemente a costa de sí mismo, al precio de la sangre de su Hijo. El misterio de la cruz de Cristo sigue siendo un enigma si no damos un giro radical a la idea que espontáneamente nos hacemos del poder de Dios. El poder con el que nos quiere deslumbrar no es el que habría podido manifestar convirtiendo las montañas en polvo y cegándonos con su luz: el poder que nos quiere mostrar es el del amor, capaz de obtenerlo todo con el despojamiento de sí mismo. La «omni-impotencia» del Calvario muestra la verdadera naturaleza de la omnipotencia de Dios, del Ser eterno e infinito. La impotencia absoluta del Hombre-Dios clavado en una cruz revela en plenitud –como dice más de una vez san Juan– la gloria de Dios. Dios es Amor. Y el rostro desfigurado, ensangrentado, cubierto de escupitajos, de sudor y de sangre de aquel a

quien Isaías compara con el cordero mudo llevado al matadero, es el rostro humano de ese amor. Entonces la existencia humana solo puede tener sentido como respuesta a ese amor, y se comprenden las lágrimas de Pedro por todos los que obran como enemigos de la cruz de Cristo: «Su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas» (cfr. Flp 3, 19). Dios siempre es fiel a su amor y lo lleva al extremo, porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Mantiene siempre su palabra y nunca rompe su Alianza con nosotros, sea cual sea el precio que haya de pagar: Si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas. Pero no les retiraré mi favor, no violaré mi alianza ni cambiaré mis promesas. Una vez juré por mi santidad no faltar a mi palabra con David (Sal 89, 31-36).

En respuesta a ese amor inaudito, adhirámonos a la fe entrando plenamente nosotros también en el misterio de la cruz. El Señor Jesús extiende sus brazos y se deja crucificar para que nosotros no padezcamos el dolor de vernos eternamente separados de Él. En la cruz el amor triunfa sobre nuestra indiferencia y nuestra rebeldía. Como comenta Paul Evdokimov, la omnipotencia de Dios no se reduce a destruir el mal y la muerte, sino a vencerlos asumiéndolos, dejándose como traspasar por ellos. Dios es amor hasta el punto de querer asumir una carne pasible y mortal en Jesús y de dejarse herir en ella, como si quisiera decirnos que su amor es mayor y más fuerte que todos los golpes de lanza, todas las magulladuras y todas las crucifixiones que podamos infligirle [4]. ¡Qué pequeños somos al lado de Dios! Si queremos verle, hemos de imitar a Zaqueo y subirnos a un árbol, al árbol de la cruz. Sin la cruz el hombre camina a tientas en la noche de su ignorancia y la dureza de su corazón. Con la cruz su corazón se abre de par en par para acoger el torrente inagotable de amor, de perdón, de reconciliación y de paz que brota del Corazón traspasado de Jesús, y para recibir el Espíritu Santo.

La cruz es el centro de la historia

La cruz es el centro del misterio cristiano: quien desvela el rostro del Dios invisible es un hombre desfigurado por el dolor. Como escribí en Dios o nada, la cruz es el centro del mundo, el corazón de la humanidad y el punto de anclaje de nuestra estabilidad. Todo lo demás es inestable, cambiante, efímero e incierto, como dice el hermoso lema de los cartujos: Stat crux dum volvitur orbis, «solo la cruz permanece en pie, mientras el mundo gira alrededor». El Calvario es la cima del mundo desde donde podemos verlo todo con otros ojos: los ojos de la fe y del amor, los ojos de un niño, los ojos de Dios [5]. Conviene recordar insistentemente el carácter central del misterio de la cruz, especialmente en el contexto mayoritariamente musulmán de la Iglesia de África; un contexto que va ganando terreno también en Europa, gravemente amenazada por el predominio progresivo del islam. Según el Corán, la muerte de Jesús no fue real, sino una muerte o una crucifixión aparentes. Con el deseo de aniquilar el núcleo duro y específico del cristianismo, el islam llega a esta afirmación elaborando una demostración basada en algunos textos coránicos (cfr. suras 4, 156 y 2, 149) que despoja de su valor a la cruz de nuestro Señor Jesucristo. No obstante, la evidencia cristiana de la cruz es contundente e históricamente irrefutable. La cruz es el centro de todo y el único camino que lleva al hombre al Dios tres veces santo que tanto amor nos ha mostrado. La fe en ese misterio nos distingue radicalmente de las demás religiones del mundo, y en especial del islam. En una época en que cierto relativismo religioso y una preocupación demasiado humana por «convivir» a cualquier precio se inclinan por camuflar las diferencias, hay que recordar –como dice el P. Michel Hayek– que «la Iglesia y la mezquita no lo comparten todo» y que entre una y otra «el abismo llega a ser incluso inmenso»: No se trata de la misma fe. En la Iglesia la fe es la prórroga concedida gratuitamente al espíritu humano para coronar sus esfuerzos en el seno del infinito. Y esos esfuerzos consisten en reproducir el intento de Zaqueo de superar su estatura para encontrarse con Cristo trepando a un sicomoro, a un árbol: el de la cruz. (...) Pese a los elementos esenciales relativos a la premisa de la creación y a la vocación eterna del hombre a la felicidad, comunes a ambas religiones, el punto de llegada no es el mismo. Porque mientras que el cristianismo sitúa la caridad, el amor, como punto de partida y como meta, el islam desacredita la noción de amor creador, y más aún la de comunión de amor o de efusión íntima de Dios.

Esta doble noción de Dios, en sí mismo y en sus relaciones con el hombre, tan diferente en la Iglesia y en el islam, sitúa el malentendido como sub specie aeternitatis, desde el ángulo de la eternidad. Dios, tres veces Él por ser comunidad en el amor eterno y todo Él en el hombre por ser el amor extendido en el tiempo: ese es el fundamento de todo dogma de la Iglesia y de toda verdadera vida cristiana. Es algo que el islam no acepta e, instalado donde lo dejó Mahoma después de su Ascensión Nocturna (Miraj), no osa aventurarse en el Incendio divino [6].

La cruz, estandarte del amor de Dios, no es como una mancha arrojada sobre su honor y su gloria, sino su joya más espléndida. Así lo entendían los Padres, y así lo ensalza san Teodoro el Estudita: ¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él todo es hermoso y atractivo tanto para la vista como para el paladar. Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras. Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria. No le faltaba, pues, razón al Apóstol para exclamar: Dios me libre de gloriarme, si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues aquella suprema sabiduría, que, por así decir, floreció en la cruz, puso de manifiesto la jactancia y la arrogante estupidez de la sabiduría mundana. (...) Con la cruz sucumbió la muerte, y Adán se vio restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, en ella se coronaron los mártires y se santificaron los santos. Con la cruz nos revestimos de Cristo y nos despojamos del hombre viejo; fue la cruz la que nos reunió en un solo rebaño, como ovejas de Cristo, y es la cruz la que nos lleva al aprisco celestial [7].

La cruz es la cima de la humanidad

El camino que Dios quiere recorrer junto al hombre en este mundo es una peregrinación interior que nos lleva al pie de la cruz redentora para en ella nacer a una vida nueva en la libertad de los hijos de Dios: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). La cruz es vital para la humanidad. Para que nuestro mundo cambie, para que el corazón del hombre se llene de amor, hace falta la cruz. Por eso el papa Juan Pablo II, desde los inicios de su pontificado, confía la cruz a los jóvenes del mundo entero para que la planten en todas partes y contribuyan

así a transformar el mundo y a llevar la paz a las relaciones humanas. El perdón, la reconciliación y la cruz son en el mundo la manifestación de Dios y de su amor. La cruz revela el deseo inaudito de Dios de compartir plenamente su vida con el hombre, de revestirlo de santidad, de colmarlo de su amor, de su perdón y de su ternura de Padre. Igual que los israelitas mordidos por las serpientes enviadas para castigar las quejas del pueblo podían salvar la vida si miraban a la serpiente de bronce que Dios ordenó a Moisés levantar en el campamento, así a nosotros, para conservar la vida después de sufrir la mordedura abrasadora del pecado, nos basta con arrepentirnos y mirar al Crucificado colgado del madero de la cruz (cfr. Jn 3, 14-15), con la firme certeza de que «un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado Dios no lo desprecia» (cfr. Sal 51, 19). La cruz es la señal distintiva del cristiano, una llamada a mirar a los demás, a amarlos, a perdonarlos como Dios los mira, los ama y los perdona. Solo conocemos realmente a Dios si miramos la cruz. El centurión pagano que vio morir a Jesús en la cruz reconoció el rostro de Dios en el dolor del Crucificado y exclamó: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Es el mismo Rostro divino que desveló Jesús cuando se arrodilló para lavar los pies a quienes lo iban a abandonar. Y, tras ese gesto tan conmovedor, dijo: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9) y «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30).

La cruz es la revelación del Amor

Así pues, la cruz, el centro de toda la historia humana, es una cruz gloriosa; pero es también el lugar del abajamiento de Cristo, el anonadamiento total de sí mismo por amor a nuestra humanidad; porque el amor es humilde y busca el sacrificio en lo oculto. La muerte de Jesús en la cruz revela en plenitud y a la vez la gloria y el amor de Dios. Ese anonadamiento de Jesús comienza en el seno virginal de su Madre y se consuma en el madero de la cruz. Solo al pie de la cruz, junto a María, la Virgen dolorosa plenamente asociada al anonadamiento de su Hijo Jesús,

podremos penetrar un poco en el misterio de nuestra dolorosa redención. María está ahí como crucificada con Él y ofreciéndolo al Padre eterno, al tiempo que su Hijo se ofrece Él mismo. La cruz es más elocuente que cualquier tratado: La cruz –decía el santo Cura de Ars– es el libro más sabio que se pueda leer. Los que no conocen este libro son ignorantes, aun si conocen los demás libros. Cuanto más perteneces a su escuela, más quieres quedarte en ella. El miedo a la cruz es nuestra mayor cruz. Todo está bien, si llevamos bien nuestra cruz; huir de ella significa quedarse sometido; aceptarla equivale a no sentir la amargura. Quien ama a Dios se siente feliz de poder sufrir por Él, por esa misma persona que aceptó sufrir por cada uno de nosotros [8].

Este lenguaje puede resultarnos extraño, pero aprenderlo depende de nosotros: es el lenguaje de Dios. Sí, la cruz es la revelación del amor, el signo y el instrumento de la victoria del amor y, por tanto, de la gloria de Cristo. San Pedro Crisólogo nos invita a acercarnos a Jesús sin temor ni vergüenza, con un arrepentimiento sincero de nuestros pecados y un recogimiento interior que manifieste la conciencia de nuestra filiación divina y nuestra madurez cristiana. Quizá os confunde la grandeza de la Pasión que me hicisteis. No temáis. Esta cruz no es mi patíbulo, sino patíbulo de la muerte. Esos clavos no me infunden dolor, sino más bien me infunden vuestra caridad. Estas heridas no producen mis llantos, sino más bien os introducen en mis entrañas. La dislocación de mi cuerpo dilata más mi regazo para acogeros a vosotros, y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se malogra, sino que sirve para vuestro rescate. Venid, pues, regresad y probad al menos al Padre, viendo que devuelve bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas, tan gran caridad a cambio de tan grandes heridas [9].

La cruz revela la «locura» de su amor por nosotros, esa locura que es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (cfr. 1 Co 1, 24). Si hubiera llamado a legiones de ángeles para que lo arrancaran de las manos de los soldados (cfr. Mt 26, 52-55), no habría revelado el verdadero rostro de su Padre, el rostro de quien llega hasta el extremo de morir por los que ama. No habría revelado en qué consiste la omnipotencia de Dios, que no es una omnipotencia opresora ni tiránica, sino la omnipotencia del amor que va hasta el final y no se deja vencer por ningún rechazo, por ningún pecado [10]. En la cruz Jesús manifiesta la auténtica ternura del Padre y el rostro de Dios. Ese es el sentido que descubre Benedicto XVI en la afirmación «Yo

soy» que Jesús repite con insistencia en el cuarto evangelio: Tras la pregunta de los judíos –que es también nuestra pregunta– «¿Quién eres tú?», Jesús se remite en primer lugar a Aquel que lo ha enviado y en nombre del cual Él habla al mundo. Repite de nuevo la fórmula de la Revelación, el «Yo soy», pero la extiende ahora a la historia futura. «Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo soy» (Jn 8, 28). En la cruz se hace perceptible su condición de Hijo, su ser uno con el Padre. La cruz es la verdadera «altura», la altura del amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1); en la cruz, Jesús se encuentra a la «altura» de Dios, que es Amor. Allí se le puede «reconocer», se puede comprender el «Yo soy». La zarza ardiente es la cruz. La suprema instancia de revelación, el «Yo soy» y la cruz de Jesús son inseparables. No encontramos aquí una especulación metafísica, sino la realidad de Dios que se manifiesta aquí por nosotros en el centro de la historia [11].

La cruz es el lugar del perdón y la reconciliación

La cruz, lugar de la suprema revelación del amor de Dios, es también el lugar del perdón y de la reconciliación. Vivimos en un mundo cada vez más violento, más salvaje e intolerante; un mundo lleno de atrocidades. Los pueblos y los individuos, las etnias y las facciones políticas o religiosas, los poderes económicos y financieros se enfrentan entre ellos con saña y sin piedad en un intento de eliminarse mutuamente. El hombre solo alcanzará el perdón y la reconciliación con sus hermanos si aprende a contemplar al Crucificado que nos ha reconciliado con Dios. En la cruz Dios instituye la Nueva Alianza con la sangre de su Hijo que acepta expiar los pecados de los hombres, obteniéndoles el perdón y abriéndoles de nuevo los brazos del Padre. Para el cristiano la cruz de Cristo representa el umbral de la última metamorfosis, el comienzo de un mundo nuevo. Jesús crucificado, «a gritos y con lágrimas», «con oraciones y súplicas» (cfr. Hb 5, 7), gritó con voz potente y llena de compasión: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), dejándonos su ejemplo para que sigamos sus pasos (cfr. 1 P 2, 21). Solo contemplando la cruz y haciendo nuestra esa oración serán posibles el diálogo y la reconciliación. La tradición de los místicos musulmanes ilustra el perdón de las ofensas con la historia de Suturá, una mujer sencilla y demasiado inclinada a la ira que acude al sabio Tierno en busca de consejo. Mientras está hablando, su

hijo de tres años, que se entretiene con una tabla, la golpea con ella en la espalda. Ella miró al niño, sonrió y, atrayéndolo hacia ella, dijo dándole un cachete cariñoso: «¡Qué niño más malo! Mira cómo trata a su madre...». «Si tan irritable estás, ¿por qué no te enfadas con tu hijo?», le preguntó Tierno Bokar. «Pero si no es más que un niño...», contestó Suturá; «no sabe lo que hace. Con un niño de esta edad no hay quien se enfade». «Vete a tu casa, querida Suturá», le dijo Tierno, «y, cuando alguien te irrite, acuérdate de la tabla y piensa: “Tenga los años que tenga, esta persona está actuando como un niño de tres años”. (...) Obra así y no volverás a enfadarte».

Y añade el sabio: «Quien soporta y perdona una ofensa se parece a una de esas grandes ceibas que ensucian los buitres al posarse en sus ramas. El aspecto repugnante del árbol solo dura una parte del año. Todos los inviernos Dios envía unos cuantos chaparrones que lo limpian de la copa a las raíces y lo revisten de un nuevo follaje. Procura prodigar el amor que sientes por tu hijo a todas las criaturas de Dios. Porque Dios quiere a sus criaturas como un padre a sus hijos. Entonces llegarás a lo más alto de la escala, allí donde, gracias al amor y la caridad, el alma solo ve y valora la ofensa para perdonarla mejor» [12].

La cruz es como una montaña que hay que escalar y desde donde se nos permite mirar a los hombres y al mundo con los mismos ojos de Dios, con amor, ternura, misericordia y compasión. Perdonar es obrar como el Padre, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos (cfr. Mt 5, 45). Esta conformidad con el obrar del Padre nos hace hijos suyos, hijos en el Hijo. Ante las ofensas graves y a veces repetidas que parecen imperdonables, el hombre tiene que volverse hacia la cruz –de donde ha recibido a precio de sangre el perdón de ofensas aún más graves– para aprender de Cristo a orar y a perdonar. Entonces es capaz de contemplar en la Pasión de Jesús el pecado más grave y el lugar del supremo perdón. De esa fuente de todo perdón hay que beber cada día en la oración –manantial de comunión y de paz–, que lleva consigo y facilita las pequeñas reconciliaciones diarias [13]. Porque la oración es el lugar de encuentro entre el Padre y ese hijo pródigo que soy yo; es el abrazo entre la miseria y la misericordia. Aportar la propia miseria para sumergirla y hacerla desaparecer en la misericordia de Dios: ese es el movimiento de la oración, esa es la verdadera oración. Solo delante del Cuerpo de Jesús crucificado y ofrecido, solo delante de su presencia real en el sagrario y delante de su cruz gloriosa entramos de verdad en el misterio de la oración. La llave de un tesoro no es el tesoro. Pero entregarle a alguien esa llave es entregarle el tesoro. Por mucho que repugne a nuestras mentalidades

hedonistas y a nuestra búsqueda de soluciones fáciles (cfr. 1 Co 1, 18-25), la cruz es esa llave tan valiosa que abre el tesoro de la paz. Querríamos ser felices y vivir en un mundo en paz sin tener que pagar su precio. Ese precio lo ha pagado Dios por nosotros, pero no quiere actuar sin nosotros: nos llama a entrar en ese misterio que dota de sentido a la presencia del sufrimiento en nuestras vidas humanas. Entrar en el misterio de la cruz es aceptar de buen grado, como el niño que confía en su Padre, todas las pruebas que Dios permite; y es también asumir voluntariamente la renuncia a cosas buenas y legítimas para purificar nuestro corazón y manifestar de modo concreto que queremos vivir solo para Dios. «Las cruces –decía el Cura de Ars– son el camino al cielo, como un hermoso puente de piedra por el que se atraviesa un río... Los cristianos que no sufren atraviesan ese río por un puente frágil, un puente de alambre, siempre a punto de romperse bajo sus pies» [14].

Sufrir con Cristo: la prueba de la enfermedad

Sufrir y morir con Jesús es tener una sola vida con Él. Con demasiada frecuencia tenemos miedo a una cruz que en realidad es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (cfr. 1 Co 1, 17- 26). Escuchemos a san Juan de la Cruz: ¡Oh si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura de sabiduría y riquezas de Dios, si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría, desea primero de veras entrar más adentro en la espesura de la cruz, que es el camino de la vida por que pocos entran! [15].

Sufrir con Cristo, entrar en el misterio de la cruz, sucede de muchas maneras; pero para cualquiera de nosotros, antes o después, significa aceptar la enfermedad y el deterioro de nuestro cuerpo mortal. Por eso me gustaría decir algunas palabras acerca del sentido de la enfermedad y de la visión de nuestras postrimerías. El bautismo nos hace morir al pecado y vivir la misma vida de Cristo. Pero, aunque el pecado quede borrado en nosotros, las heridas que ha provocado en nuestra naturaleza humana no quedan completamente

sanadas. Se nos dejan –como dice el concilio de Trento– ad agonem, es decir, «para el combate» [16] mediante el cual participamos en nuestro propio rescate y en la salvación de toda la humanidad. Esta visión cristiana de las enfermedades de la vida no implica que haya que renunciar a todo esfuerzo por sanarlas; de hecho, el Evangelio ensalza el cuidado de los enfermos: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). Indudablemente, la humanidad moderna ha salido perdiendo con la expulsión de la Iglesia de los servicios sanitarios derivada del laicismo. Lo que una religiosa enfermera aporta al enfermo es mucho más que su valiosa competencia profesional: son sus palabras de consuelo, su delicadeza sobrenatural y el ejemplo de su caridad, que ve en el enfermo al mismo Cristo. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Es cierto que hemos de buscar la salud como un bien mayor, uno de los más importantes en el orden natural, porque condiciona en buena medida todos los demás y permite el normal desarrollo de la vida familiar, cultural, científica y política. Aun así, la vida corporal sigue estando ordenada a la vida del espíritu, que es un bien superior a todos los bienes naturales: algo que muchas civilizaciones han puesto de manifiesto situando al sabio y al sacerdote por encima del político o del médico. Lo cual dice mucho acerca de nuestra sociedad, en la que los valores del espíritu están obligados a inclinarse ante los imperativos de la técnica y la economía. En cuanto hay una nueva enfermedad que parece poner en peligro el control total del universo ambicionado por el hombre moderno, el pánico se apodera de él y hay que cerrar las iglesias, abandonar a la soledad a las personas mayores, renunciar a la vida social y privar a los niños de la escuela con la esperanza de preservar a toda costa una vida individual totalmente vacía de contenido. Desde la perspectiva de la vocación sobrenatural del hombre, los bienes de este mundo solo tienen valor en la medida en que contribuyen a prepararnos para la vida eterna. Hay que buscarlos no como un absoluto, sino en orden al reino de los cielos (cfr. Mt 6, 33): por eso la oración del padrenuestro nos hace pedir un pan de cada día que no se reduce a la sustancia material, sino que incluye la gracia, el pan «supersustancial» al que se refiere el texto griego de la oración dominical (Mt 6, 11) y cuya perfecta realización es la Eucaristía.

Pedir a Dios la salud del cuerpo

Entre los bienes de este mundo que es legítimo desear está la salud del cuerpo que tantas oraciones litúrgicas piden junto con la salud del alma, como es el caso de la oración de la misa de la Virgen Salve Sancta Parens: «Te suplicamos, oh Dios y Señor, concedas a tus siervos gozar de la continua salud de alma y cuerpo...»; o la invocación de la liturgia divina de san Juan Crisóstomo previa a la consagración: «Por un ángel de paz, un guía fiel, un guardián de nuestras almas y cuerpos, supliquemos al Señor». Y en la letanía del catholicon, después de pedir «que estos sagrados misterios nos sean viático para la salvación», el diácono añade: «Concede, Señor, a los enfermos la curación total». Estas súplicas han cobrado nuevo relieve en el reciente contexto de la pandemia. Lo sorprendente es lo poco que hemos visto a los pastores de la Iglesia pedir y hacer pedir a Dios el fin de esta plaga, y que en las iglesias el agua bendita haya sido sustituida por el gel hidroalcohólico, aparentemente más eficaz para protegernos. ¿Dónde ha quedado nuestra fe? El padre Serge-Thomas Bonino ha hecho hincapié en el carácter paradójico de esta actitud: El objeto de la oración de petición revela la idea que nos hacemos de la Providencia, de sus formas de proceder y de su extensión. De hecho, a Dios solo le pedimos lo que creemos que le corresponde a Él conceder (...). Me parece que uno de los rasgos más significativos de la crisis que atravesamos es que pretendemos mantener a Dios lo más apartado posible de la pandemia como tal, es decir, como fenómeno biofísico. Como si tuviésemos miedo de contaminar a Dios no con el coronavirus, sino con cierta imagen tradicional de Dios que incomoda a nuestras sensibilidades contemporáneas. Sí, hemos rezado a Dios –y con razón– para que nos ayude a enfrentarnos a la pandemia adoptando las actitudes morales y espirituales necesarias de solidaridad, responsabilidad, compasión, caridad, etc., pero siempre como si no existiera ninguna relación entre Dios y la pandemia en cuanto fenómeno biofísico. Dios, nos dicen, no está en el origen de la pandemia. Si con eso se quiere decir que Dios no ha creado ex nihilo la partícula infecciosa microscópica que es el virus con el propósito concreto de destruir la humanidad, podemos estar de acuerdo. Pero si lo que se quiere decir es que el fenómeno en cuestión escapa totalmente al control de la Providencia, y que no ha sido previsto, ni querido, ni permitido por Dios, en ese caso – dejando aparte las distintas aporías metafísicas y teologías que se derivan de ello– habría que explicar cómo podría Dios ponerle fin. En realidad, la salvación que esperamos de Dios y por la que rezamos es estrictamente proporcional a la soberanía que reconocemos en Él. Si los fenómenos biofísicos no dependen para nada de Dios, no hay ninguna salvación que esperar de

Dios en ese terreno. Y, sin embargo –lex orandi, lex credendi– es precisamente el fin de la epidemia lo que la Iglesia en oración pide a Dios... [17].

Da la impresión de que muchos fieles y muchos laicos han perdido la fe en el primer artículo del Credo que confiesa al Padre «todopoderoso», quizá por influencia de las teologías contemporáneas de la creación sobre la retirada de Dios, la negación ab initio de la universalidad de la Providencia y del gobierno divino de la que, sin embargo, da testimonio la Revelación y a la que la oración litúrgica rinde claramente homenaje: «Oh, Dios, tu providencia nunca se equivoca en sus designios; te suplicamos con insistencia que apartes de nosotros todo mal y nos concedas todo lo que nos sea conveniente» [18]. Dios, Causa primera, es el origen de todo lo que existe y actúa en la creación, pero no está en el origen del mal, que responde a una carencia en el ser. Cuando se produce un mal, incluidas la enfermedad y las catástrofes naturales, Dios no lo causa, pero sí lo permite en orden a un bien superior cuya clara comprensión rara vez se nos concede en el momento. La combinación de las causas segundas en sus distintas modalidades (necesaria o contingente, natural o libre) no le es ajena, porque la existencia de dichas causas necesita de la Causa primera: Una causa segunda es en todo tiempo y lugar una causa segunda, es decir, una causa que actúa a su nivel, pero que no puede nada sin la influencia actual de la Causa primera. Así que nadie diga que, si se declara una pandemia, Dios no tiene nada que ver en ella ni tiene nada que hacer. Es algo metafísicamente imposible y lo menos bíblico posible [19].

Una visión como esta de las relaciones entre Dios y la creación hace inútil el recurso tradicional a un medio tan importante como es la oración pública contra las epidemias. Pero, si Dios es verdaderamente Dios, no es en absoluto ajeno a la combinación de las causas que él mismo hace existir; y la Revelación, junto con toda la Tradición de la Iglesia, nos invita a intervenir a través de la oración de petición en las causas segundas que Dios quiere que concurran para que se cumpla su voluntad. Precisamente por ese motivo la Iglesia ha orado siempre para acabar con los males naturales, y ora públicamente cuando esos males son públicos. De ahí que en la liturgia latina las letanías de los santos nos inviten a suplicar: «De la peste, el hambre y la guerra líbranos, Señor»; y en la tradición bizantina el eucologio incluye un «oficio de intercesión en caso de

epidemia», en el que las peticiones de salud corporal están ordenadas a un fin espiritual, como en este theotokion (oración a la Madre de Dios): «Tú que diste a luz al compasivo Maestro, Creador y Señor, muéstrame tu misericordia de siempre, Virgen Madre de Dios. Líbrame del terrible mal que aflige mi alma, concédeme la salud para que le ensalce siempre». En la tradición cristiana pedir a Dios que nos libre de los males físicos no conlleva un desprecio o un rechazo de la medicina ni de las políticas razonables de salud pública, porque la actividad del hombre forma parte de esas causas segundas de las que Dios quiere servirse en el gobierno del mundo. De hecho, la fe hace esas actividades más auténticas y más humanas situándolas en el lugar que les corresponde, que es el de los medios que se han de utilizar de modo ordenado y sin angustia excesiva, porque la vida natural no es el único ni el supremo bien del hombre. La fe nos recuerda que el hombre no vive solo de pan ni de medicamentos; que tiene el deber de socorrer a los que sufren igual que él querría ser socorrido; y que nunca se les puede negar a los enfermos el auxilio de las verdades de la fe y de los sacramentos de Cristo, en especial al término de su vida. Y nos invita a vivir la prueba de la enfermedad en el abandono a la voluntad de Dios, porque «ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades» [20]. Cuando el hombre, siguiendo la inclinación de su naturaleza, desea la salud, está deseando un auténtico bien; pero, dado que ese bien está ordenado a un bien superior (el de la bienaventuranza eterna), debe pedirla abandonándola a la divina y soberana sabiduría, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene.

Cristo, médico de cuerpos en la Eucaristía

El don de la gracia de Cristo no viene a destruir ni a reemplazar la naturaleza humana, sino a sanarla y fortalecerla para permitir al hombre su desarrollo en sus círculos naturales de dependencia: la familia, la ciudad, el mundo. La vida cristiana no es una huida de la realidad, una especie de mundo de tipo gnóstico: es la santificación del mundo. Y la consumación de esa santificación está en el paso de lo visible y lo perecedero a la vida

eterna, que es la unión del hombre con Dios en el misterio de Cristo: una unión que empieza en este mundo a través de los sacramentos. En situación de enfermedad el sacramento de la presencia corporal del Señor es un medio importante para fortalecernos: La Iglesia (...) cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna (cfr. Jn 6, 54. 58) y cuya conexión con la salud corporal insinúa san Pablo (cfr. 1 Co 11, 30) [21].

Este vínculo entre la Eucaristía y la salud corporal ratificado por el Catecismo ha quedado universalmente plasmado en la liturgia. En el rito romano tradicional, una de las oraciones del sacerdote antes de la comunión dice así: «La comunión de tu Cuerpo, Señor Jesucristo, que yo indigno me atrevo a recibir ahora, no se me convierta en motivo de juicio y condenación; sino que, por tu misericordia, me sirva de protección para alma y para cuerpo y de medicina saludable»; y tiene un correlato muy parecido en el rito bizantino: «Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable». En la invitación a la comunión de las misas de difuntos del rito armenio la Iglesia pide a la Santísima Trinidad «la curación para los enfermos, el paraíso para los difuntos». En el rito dominico la petición de la «salud de alma y cuerpo» aparece en el momento de la conmixtión que, según los antiguos liturgistas, simboliza la resurrección de Cristo, lo que nos remite a la razón más profunda del vínculo establecido entre la Eucaristía y la salud del cuerpo, un cuerpo que está llamado a resucitar un día en la gloria; y es en la Eucaristía, que san Ignacio de Antioquía llama «medicina de inmortalidad», donde recibimos a Cristo, primicia de nuestra resurrección. Los moribundos, por su parte, reciben la Eucaristía como viático: «Semilla de vida eterna y poder de resurrección, según las palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6, 54)» [22].

El sacramento de los enfermos

No obstante, es en el sacramento de la unción de enfermos donde mejor se expresa la relación entre la gracia sacramental y la salud corporal. Este sacramento aparece mencionado en el Nuevo Testamento: ¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo restablecerá; y si hubiera cometido algún pecado, le será perdonado (St 5, 14-15).

El nombre de extremaunción que durante tanto tiempo se le ha asignado no significa que haya que administrarlo en último extremo, sino que «debe administrarse la última entre todas las unciones que encomendó a su Iglesia el Señor, nuestro Salvador». Y el concilio de Trento advertía a los pastores: Para dar la Extremaunción no hay que esperar a que el enfermo haya perdido ya toda esperanza de vida y se vea privado de la inteligencia y la sensación. Quienes así obran pecan gravísimamente. Pues para recibir la gracia de este sacramento ayuda mucho que el enfermo esté con el uso de su inteligencia y de su sensación, y pueda dar muestras de su fe y sentimientos piadosos [23].

Puede, por tanto, recibir este sacramento cualquier cristiano llegado al uso de razón «gravemente enfermo» o que «comienza a estar en peligro por enfermedad o vejez» [24]. La mención del peligro nos recuerda que cualquier enfermedad es un síntoma muy concreto de la precariedad de nuestra condición corporal y de ese tránsito hacia la muerte que ninguno de nosotros evitará. Además, nos invita a aportar un poco de realismo al núcleo de nuestra existencia, exhortándonos a vivir desde ya como nos gustaría haber vivido cuando estemos a punto de comparecer ante Dios. El deseo de separar este sacramento de cualquier referencia a la muerte, como querrían algunos teólogos, es un reflejo de la sociedad moderna materialista que ya no desea oír hablar de ella. Es fácilmente constatable cuánto empeño se ha puesto –en especial, durante la última pandemia– en determinados medios e instituciones públicas (hospitales, residencias de mayores, etc.) para hacer que desaparezca cualquier cara a cara con la muerte e impedir el apostolado católico entre los moribundos. Salvo en caso de necesidad, en la que puede hacerlo cualquier sacerdote (can. 999), el santo óleo que se emplea para administrar este sacramento debe bendecirlo el obispo correspondiente (can. 847 § 2), de modo que quede manifestada de manera concreta la «gracia eclesial» de este sacramento [25]. Las propiedades y el empleo que se hace habitualmente del aceite expresan el carácter suave, penetrante y difusivo de la gracia

conferida; el aceite es un buen símbolo de la total sanación espiritual: alivio de la tristeza y los sufrimientos del alma, alimento de su luz interior, renovación de las fuerzas del cuerpo, fortalecimiento de la esperanza que conviene al final de la vida. En el actual rito latino (promulgado en 1972) la unción de la frente y las manos que hace el sacerdote va acompañada de estas palabras: «Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad». En el anterior ritual romano la fórmula se aplicaba a cada una de las partes (los ojos, la nariz, la boca, la espalda, los pies) ungidas por el ministro: «Por esta santa unción y por su piadosísima misericordia te perdone el Señor cuanto hubieres pecado con los ojos [oído, olfato, gusto y conversación, tacto, pies]. Amén». La fórmula que sigue empleándose en el rito bizantino es una oración dirigida a Dios: Padre Santo, médico de las almas y de los cuerpos, que has mandado a tu Unigénito Hijo Jesucristo a curar toda enfermedad y a librarnos de la muerte, cura también a este siervo tuyo de la enfermedad de cuerpo y del espíritu que ahora lo aflige, por la gracia de tu Cristo.

La unción de enfermos va dirigida en último término a preparar al hombre para su inmediata entrada en la gloria; en este sentido es, según el concilio de Trento, la «consumación no solo del sacramento de la penitencia, sino de toda la vida cristiana». Pero lo que busca de forma inmediata es la perfecta salud del alma que esta obtiene por el propio efecto del sacramento (ex opere operato), siempre que el sujeto no ponga ningún obstáculo. A veces la obtención de este fin pasa por la curación corporal; en otros casos permite soportar los sufrimientos padecidos hasta el momento de la muerte de modo que fructifiquen para la vida eterna. Aunque guarde relación con la muerte, la unción de enfermos no debe considerarse únicamente el sacramento de los moribundos que han llegado a su final. El fin propio de la unción de enfermos es la perfecta salud del alma para una entrada inmediata en la gloria, a menos que la vuelta de la salud corporal sea conveniente para la salvación de quien la recibe. Su principal efecto es el alivio y el consuelo espirituales del alma del enfermo en situación de enfermedad grave, tal y como dice el texto de Santiago y como lo desarrolla el Catecismo de la Iglesia Católica, que se refiere a un «don particular del Espíritu Santo»:

La gracia primera de este sacramento es una gracia de consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez. Esta gracia es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente la tentación de desaliento y de angustia ante la muerte (cfr. Hb 2, 15) [26]. El consuelo espiritual experimentado de modo consciente implica que el enfermo conserve todavía su plena consciencia, por lo que, en la medida de lo posible, conviene administrar el sacramento con la debida antelación para que el fiel se beneficie plenamente de él. Aparte de la sanación corporal si es que esta conviene a la salvación, los efectos secundarios de la unción de enfermos son la remisión de los pecados veniales, así como de los mortales en caso de que el enfermo ya no esté en condiciones de recibir el sacramento de la penitencia. El concilio de Trento afirma que la unción de enfermos «borra los restos del pecado», es decir, la deuda contraída por las consecuencias concretas del desorden causado por nuestros pecados, la inclinación al mal, la dificultad para hacer el bien, y la tibieza y la angustia espirituales.

El tema de las postrimerías y el más allá

Al hombre de hoy, cegado por el materialismo, absorbido por la búsqueda del bienestar y mecido por las grandes esperanzas depositadas en la técnica, no le gusta mirar a la cara a la muerte ni interrogarse sobre el más allá. Ya en 1971 a san Pablo VI le preocupaba que «se hable raramente y poco de las postrimerías» [27]. En 1989 también el cardenal Ratzinger constataba que «actualmente la fe en la vida eterna apenas forma parte de la enseñanza de la fe» [28]. Lo mismo que constata hoy un obispo francés: «Durante mucho tiempo la catequesis ha evitado el tema de las postrimerías (...), y raras son las homilías que abordan directamente el misterio de la muerte, el juicio particular, el purgatorio, la resurrección de los muertos, el juicio universal, el infierno, el cielo, la vida eterna» [29].

No obstante, el Concilio Vaticano II, lejos de esquivar el tema, recordó su decisiva importancia: El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. (...) La Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina [30].

El Catecismo de la Iglesia Católica (§ 1020-1060) y su Compendio (§ 207-216) atestiguan la importancia que siguen teniendo para nosotros «las solemnes verdades escatológicas que nos afectan, incluida la terrible verdad de un posible castigo eterno que denominamos infierno, del que Cristo habla sin reticencias» [31]. Retomando las palabras del concilio, «por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» [32]. El P. Louis-Marie de Blignières [33] ha incidido en que el discurso sobre las postrimerías aborda a la vez la escatología (la ciencia de «lo que viene después»), la antropología (la ciencia de qué es el hombre: ¿posee un alma inmortal?, ¿qué es de él después de la muerte?) y la cristología (la ciencia del misterio de Cristo, que es la respuesta que recibimos de Dios al tema inevitable del sentido de la existencia humana). Además, hace hincapié en que este tema es todo menos una mera especulación abstracta, dadas sus consecuencias directas en la vida moral. Si creemos que todo acaba con esta vida pasajera o que la salvación eterna es automática y universal, no actuamos de la misma manera que si creemos que Dios nos juzgará y que recompensará a cada uno según sus obras: «Únicamente la exigencia de la vida eterna otorga su urgencia absoluta al deber moral de esta vida» [34]. En definitiva, la consideración de las postrimerías nos interpela directamente, porque de mi modo de actuar en el tiempo, de mi relación con el misterio de Cristo dependen mi futuro eterno y el de aquellos a quienes he contribuido a acercar a Cristo. De hecho, el sacerdote que predica abierta y valientemente sobre las postrimerías constata enseguida el sumo interés que este tema suscita. El vacío creado al respecto por el pensamiento

moderno y, por desgracia, por una predicación cristiana incompleta y mutilada quizá contribuya a explicar el atractivo que ejerce sobre nuestros contemporáneos el islam, en el que las nociones de juicio, recompensa y castigo eternos están omnipresentes.

La vida eterna

La visión cristiana de la existencia se sostiene sobre una verdad accesible a la razón natural como es la inmortalidad del alma, una conclusión a la que ya llegaron por medio del razonamiento los filósofos de la Antigüedad (Platón, Jenofonte, Aristóteles...). No obstante, la sabiduría antigua dudaba acerca de la naturaleza de la vida del alma después de la muerte. Solo después de la Revelación de Cristo se desvela el misterio: la vida después de la muerte es una vida eterna que consiste en contemplar a Dios cara a cara. Esta revelación pone de relieve la responsabilidad del hombre: la vida del más allá no está solo yuxtapuesta a la de este mundo, sino que es como su ratificación, según la gracia de Cristo haya sido aceptada o rechazada. En el origen de todo ello se encuentra el asombroso deseo de Dios de hacer felices a las criaturas hechas a su imagen, inteligentes y libres: un deseo que nace gratuitamente del amor, como decía santo Tomás de Aquino: «Abierta su mano por la llave del amor, surgieron las criaturas» [35]. Y Cristo es el camino que Dios traza a los hombres para reunirse con Él: «Cristo-Dios –dice san Agustín– es la patria a la que nos dirigimos; Cristo-hombre es el camino por el que vamos» [36].

Morir en Cristo

La unción de enfermos, afirma el Catecismo, asocia íntimamente al cristiano a la victoria de Cristo sobre la muerte y a su resurrección.

La Unción de los enfermos acaba de conformarnos con la muerte y resurrección de Cristo, como el Bautismo había comenzado a hacerlo. Es la última de las sagradas unciones que jalonan toda la vida cristiana; la del Bautismo había sellado en nosotros la vida nueva; la de la Confirmación nos había fortalecido para el combate de esta vida. Esta última unción ofrece al término de nuestra vida terrena un escudo para defenderse en los últimos combates antes de entrar en la Casa del Padre [37].

Jesús, Dios-hombre cuyos actos poseen un valor infinito y cuya naturaleza humana es inocente, no tiene deuda alguna con la muerte. Por eso puede salvar de la muerte al género humano (cfr. Jn 8, 52); y a través del bautismo, la unción de enfermos y la Eucaristía recibido como viático, el cristiano se configura personalmente con su muerte salvadora. A lo largo de su vida el cristiano libra una lucha activa para unirse a la Pasión y la resurrección de Cristo en la que la luz de la gracia absorbe y destruye la oscuridad que hay en él. Esta lucha concluye con la unción de enfermos, que conforma nuestra enfermedad con la Pasión de Cristo, otorgándole un nuevo sentido: «Asumiendo nuestros sufrimientos –escribe el P. Revel–, Cristo nos los devuelve transfigurados» [38]. El enfermo, y en especial el que va a comparecer ante Dios, accede a su misterio definitivo, se convierte en aquello que Dios ha querido siempre que sea, recibe su nombre de eternidad. Sus sufrimientos, unidos a los de Jesús, resplandecen en el Cuerpo místico y, como afirman los Padres del Vaticano II, «contribuyen al bien del pueblo de Dios» [39]. En la celebración de este sacramento, la Iglesia, por la comunión de los santos, intercede en favor del enfermo. Y el enfermo, a su vez, por la gracia del sacramento, contribuye a la santificación de la Iglesia y al bien de todos los hombres por los que la Iglesia, a través de Cristo, se ofrece a Dios Padre. De este modo la gracia del sacramento de los enfermos puede suscitar el deseo no de la muerte en sí, que sigue siendo un mal, sino de esa brecha luminosa que la «muerte en Cristo» ha abierto en el negro muro del absurdo. A ello se refiere san Pablo: «Deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor» (Flp 1, 23). Camino de Roma para sufrir el martirio a causa de la fe, san Ignacio de Antioquía desarrolla esta idea con unas palabras inigualables: Dejadme que sea entregado a las fieras puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro (de Cristo) (...). Seré verdaderamente un discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no pueda ver mi cuerpo. Rogad al Señor por mí, para que por medio de estos instrumentos pueda ser hallado un

sacrificio para Dios. (...) Es bueno para mí el morir por Jesucristo, más bien que reinar sobre los extremos más alejados de la tierra. (...) A Aquel busco, que murió en lugar nuestro; a Aquel deseo, que se levantó de nuevo (por amor a nosotros) (...). No concedáis al mundo a uno que desea ser de Dios, ni le seduzcáis con cosas materiales. Permitidme recibir la luz pura. Cuando llegue allí, entonces seré un hombre. Permitidme ser un imitador de la pasión de mi Dios. (...) Mis deseos personales han sido crucificados, y no hay fuego de anhelo material alguno en mí, sino solo agua viva que habla dentro de mí, diciéndome: «Ven al Padre». No tengo deleite en el alimento de la corrupción o en los deleites de esta vida. Deseo el pan de Dios, que es la carne de Cristo, que era del linaje de David; y por bebida deseo su sangre, que es amor incorruptible [40].

¿No son estas las palabras que pronuncia santa Isabel de la Trinidad al dejar este mundo: «Voy a la luz, al amor, a la vida»? La cruz nos introduce en el corazón de la Trinidad, en el corazón del Amor; y el Amor auténtico exige llegar a la muerte por el amado, como Jesús en la cruz. La mañana de Pascua, no obstante, brotaron del sepulcro la vida y la luz. En adelante ya no debemos tener miedo a la muerte, sino aguardarla esperanzados y firmes en la fe. Para los cristianos la muerte es la puerta que nos permitirá encontrarnos por fin con Aquel a quien buscamos día y noche.

IX LA IGLESIA Y LA MISIÓN

El rechazo contemporáneo de Dios

En cualquier continente y en cualquier época el hombre ha vivido orientado casi exclusivamente a la posesión y al uso de los bienes materiales. El progreso de las ciencias y las técnicas ha dado lugar al surgimiento de una sociedad de consumo en la que esos bienes materiales ya no están únicamente al servicio de las actividades humanas creativas y útiles, sino que son –y cada vez más– un medio para satisfacer y excitar los sentidos, para experimentar todos los placeres y el disfrute posibles. De ahí que las preocupaciones dominantes de los hombres se definan en términos de tener, y pocas veces en términos de ser: acumular haberes, saberes y poder a costa del olvido de Dios, del rechazo declarado del pobre que no tiene nada, de la divinización del dinero, la ciencia y la tecnología. Eso es lo que Europa difunde hoy por el mundo entero sirviéndose de su poder económico, tecnológico, mediático, político, militar y cultural: un paganismo materialista y secularizador, caracterizado por «el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas de la vida» [1], y mucho más temible que el paganismo tradicional de numerosos pueblos de África, Asia, Oceanía y Latinoamérica, que sigue estando marcado por la búsqueda de la trascendencia y se alimenta de valores espirituales. Esta esterilización religiosa de la cultura occidental tiene consecuencias dramáticas, porque deja sin respuesta las principales cuestiones de la vida del hombre contemporáneo, que «queda expuesto a inconsolables decepciones o a la tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas» [2].

Como advierte san Juan Pablo II, también en el plano intelectual los frutos de esa antropología sin Dios están envenenados al olvidar que: «no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre», por lo que «no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria» [3]. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera [4].

Dios queda excluido de la conciencia pública y su existencia se considera indemostrable y, por lo tanto, incierta, perteneciente al dominio de lo subjetivo e irrelevante para la vida pública [5]. La exclusión de Dios conlleva el rechazo de toda autoridad, la rebelión contra cualquier límite, contra todo valor moral universal y contra el fundamento mismo de esos valores –es decir, la noción de naturaleza humana–, dando lugar a exacerbaciones bien conocidas: la reivindicación de la elección de sexo o la modificación del cuerpo para convertirse en un «hombre aumentado» que sueña con el control total de la vida hasta producir un hombre inmortal; un hombre-objeto, ora consumidor, ora productor, y en ocasiones un engranaje perfecto, obediente y silencioso más alienante aún que cualquier esclavitud de la que la historia haya podido ofrecernos un triste espectáculo. De hecho, las hazañas biomédicas de las que el hombre se cree, se sabe o se imagina capaz le proporcionan la ilusión de poder ignorar el cuestionamiento metafísico del ser y, con él, la cuestión de Dios. Con el rechazo de la metafísica y la teología queda despejado el terreno para la deconstrucción del hombre tal y como dichas disciplinas nos lo han venido mostrando, y para el surgimiento de una técnica soberana. A partir de ahí, es tarea del hombre reconstruirse tanto a sí mismo como el mundo, eliminando cualquier referencia a una trascendencia que lo sobrepasa, así como todo lo que podría recordar la huella de Dios en su obra, y en particular el modelo familiar, demasiado evocador de la paternidad de Dios sobre el mundo y del misterio de la Santísima Trinidad: de ahí la publicidad ostentosa que se hace de los múltiples «modelos de familia» y la diligencia en dotar de un estatus legal a uniones contra natura para situarlas en pie de igualdad con el matrimonio entre el hombre y la mujer [6]. Uno de los medios para lograr esa destrucción es la teoría de género, que niega la

complementariedad objetiva entre el hombre y la mujer inscrita en la naturaleza misma de su ser. Y todo ello nace del rechazo de Dios: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida», escribe san Juan Pablo II [7]. «El hombre no puede ya entenderse como “misteriosamente otro” respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a una cosa, y ya no percibe el carácter trascendente de su “existir como hombre”». La libertad, concebida como el derecho y la posibilidad de que cada uno haga lo que le venga en gana, se persigue como un absoluto que conduce al rechazo de cualquier forma de dependencia de Dios, mientras que la noción de verdad se incluye en el dominio de la relatividad y la subjetividad. El divorcio entre la verdad y la libertad priva a esta última de su contenido y la reduce a poco más que una apariencia engañosa y frágil. Le hemos dado la espalda a Dios para elegir el bienestar material, el «pan y circo».

La tentación de la idolatría

¿Se ha logrado con esto que el hombre contemporáneo supere la era de la religión o alcance una racionalidad depurada y superior? En absoluto. Igual que el pueblo de Israel se fabricó un dios a su medida, un «becerro de oro», y se entregó a la idolatría y el desenfreno mientras Moisés estaba con Dios en el monte, el hombre contemporáneo no está exento de la tentación de fabricarse un dios a fin de poseer a la divinidad, de adueñarse de ella, de manipularla y movilizarla en función de sus intereses codiciosos y egoístas. Dios había liberado a su pueblo, lo había guiado y velado por él, e Israel quiso invertir los papeles fabricando un Dios al que poder transportar, manejar y someter a su voluntad. Eso es lo que hacemos hoy nosotros, ideando dioses a nuestra medida para que hagan realidad nuestros caprichos y aprueben nuestros desvaríos, nuestra nueva ética mundial, nuestra

ambición de convertirnos en el hombre aumentado. Son dioses en forma de ideologías rápidamente difundidas por todos los continentes por las instituciones internacionales, como si fueran verdades universales que la humanidad ha poseído desde siempre; dioses en forma de redes de relaciones virtuales que aprisionan al individuo y lo manipulan todo el día; en forma de deporte, de entretenimiento, de un disfrute infinito; y, en lo material, ese becerro de oro suele ser el ordenador y, sobre todo, el móvil: el ídolo de bolsillo que inspira, dirige, controla y juzga cuanto hace el hombre, acompañándolo e interpelándolo sin descanso allí donde esté y haga lo que haga.

El escándalo de los cristianos incoherentes

Este es el mundo por el que navega la barca de la Iglesia: a veces una gran nave apacible, segura y poderosa, a veces un frágil esquife azotado y amenazado por la tempestad. Porque ni siquiera la Iglesia vive ajena a las corrupciones de la época. Es pura e inmaculada, pero los hombres que la componen son débiles y pecadores. El doloroso espectáculo de nuestras divisiones, de nuestros rencores e incluso de nuestros odios recíprocos, de las burdas calumnias e invectivas de quienes se llaman cristianos, del escándalo de las vidas poco ejemplares de algunos laicos cristianos, miembros del clero e incluso prelados, unido al aparente fracaso o al desvío de ciertas empresas apostólicas, son un escándalo para nuestra fe, y uno llega a preguntarse dónde están la fuerza y el poder de Dios, los efectos de la resurrección de Cristo en nuestra vida diaria. ¿Por qué Dios guarda silencio ante los desastres del mundo? Los propios cristianos contribuyen al fracaso del cristianismo con su tibieza, su pusilanimidad y sus componendas, con el escándalo de su pecado y de sus vidas poco ejemplares. Permitidme que os cuente una anécdota que escuché hace unos años. Un hombre bueno pero sin fe le decía a un amigo suyo creyente: «Mira el mapamundi. Tantos siglos intentando que su doctrina penetre en la vida de los hombres ¡y mira el resultado! El mundo entero, incluidos los cristianos,

está ávido de poder, de dinero, de placeres mundanos. Por todas partes divisiones y odios hasta entre quienes profesan la fe cristiana; por todas partes guerras, la cruel masacre de inocentes, el aborto, el divorcio, la destrucción de la vida y la familia, etc.». Esta constatación, por desgracia tan real, llenó a su amigo de tristeza.

Una Iglesia atacada por sus enemigos

La guerra librada en contra de la religión en las sociedades occidentales es sin duda producto de algunas corrientes filosóficas promotoras de un ateísmo agresivo. Hay un intento diabólico de demoler la Iglesia, de eliminar cualquier expresión de su belleza divina mediante un ataque frontal contra la fe, la moral, la disciplina y el culto, y mediante la tentativa de minar sus convicciones fundamentales y su estructura visible. Junto a estos ataques frontales proliferan también las maniobras insidiosas, especialmente la de arrastrar a la Iglesia a ese gran movimiento mundial que preconiza la eliminación de cualquier diferencia. Ocultos detrás de la Organización de Naciones Unidas hay lobbies muy poderosos que repiten machaconamente el mensaje de que los derechos del hombre están por encima de toda costumbre, tradición, valor cultural y creencia religiosa; y, por lo tanto, por encima de Dios. Se sueña con la creación de una religión mundial sin Dios, sin dogma y sin moral: una nueva religión del César que en el plano político permite fusionar a todos los pueblos, naciones y culturas en una masa susceptible de ser sometida a una gobernanza mundial que acabe con las soberanías nacionales, igual que el comunismo quiso poner fin a la propiedad privada, privando al mismo tiempo al hombre de su dignidad personal para convertirlo en el engranaje anónimo de una monstruosa máquina política. La dirección que ha tomado actualmente la Unión Europea, que pretende pasar la escoba ideológica sobre los valores heredados de siglos de cristianismo que han moldeado los países que la componen, es un triste ejemplo de ese movimiento mundial que busca el igualitarismo planetario en detrimento de la herencia cultural y espiritual de las naciones. En muchos aspectos la gestión internacional de la

pandemia de COVID-19 presenta los rasgos inquietantes del control que una minoría puede ejercer sobre la vida de los pueblos y de los individuos para transformarla progresivamente.

Una Iglesia desfigurada desde dentro

Por otra parte, un examen sincero debe llevarnos a reconocer que nuestra propia religión es en parte responsable de su devaluación. Aquí y allá se ha vuelto aburrida, insípida y tibia, con un lenguaje desprovisto de convicción y claridad que se ha hecho confuso y ambiguo. Si, unido a todo esto, la Iglesia invierte todas sus energías en cuestiones seculares que no le competen en absoluto; si entre los cristianos cada uno se forja su propia doctrina y su pequeño magisterio; y si esto conlleva la inevitable oposición entre ellos mismos y empiezan a odiarse e incluso a insultarse groseramente, ofreciendo un espectáculo público de odio, rencor y mentiras, ¿cómo va a ser capaz de guiar al mundo hacia Dios y de proponer el Evangelio como camino a la verdad y a la libertad, de tal manera que la Palabra de Dios sea un dique y –en palabras del papa Francisco– «el refugio del hombre ante la oleada de maldad que crece en el mundo»? Por desgracia, la Iglesia se ha vuelto casi inaudible en cuestiones que forman parte de la entraña de su misión: el anuncio de la Buena Nueva, la enseñanza en materia de fe y moral, la defensa de la dignidad de toda persona humana desde su concepción hasta su muerte natural, la administración de los misterios que alimentan su alma para la vida eterna y nos introducen en la espiritualidad y la trascendencia. La credibilidad de su enseñanza y su autoridad moral se han visto trágicamente debilitadas por una minoría de sacerdotes que la han mancillado y deshonrado con la práctica repugnante de la pedofilia. Durante la pandemia del coronavirus, si bien muchos sacerdotes han atendido valerosamente a los enfermos, la mayoría del clero ha permanecido encerrado, limitándose a sostener a los fieles a través de las nuevas tecnologías de la comunicación. Dando tantas veces la impresión de ir a remolque del pensamiento buenista global, la Iglesia adopta con frecuencia la figura de una organización filantrópica

comprometida –entre otras cosas– con el servicio a los pobres, con cuestiones sociopolíticas, con el medio ambiente, la inmigración, etc., sin mostrarse depositaría de las palabras de quien dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Su rostro desaparece detrás de la fachada insípida de una burocracia abrumadora, con asambleas que votan incluso temas doctrinales, con un sinfín de comités y comisiones, con funcionarios que hay que remunerar, con problemas administrativos y financieros en medio de los cuales parece haber perdido el sentido de su misión. ¿Dónde ha quedado su ardiente deseo de llevar a todo el mundo el anuncio del Evangelio y el único nombre que se ha dado a los hombres por el que debamos salvarnos (cfr. Hch 4, 12)? La Iglesia católica ha optado por algo que quieren hacernos creer que es el camino de la humildad. Traumatizada por el temor al triunfalismo, ya no reivindica ninguna particularidad entre las demás religiones del mundo, aceptando de hecho que se la considere meramente una de las tres «religiones del Libro», sin atreverse a desafiar al relativismo y al indiferentismo religioso dominante con su reivindicación de ser poseedora de toda la verdad acerca de Dios y del hombre. En coherencia con ello, en el seno mismo de la Iglesia desaparecen las distinciones y la jerarquía instituidas por el propio Cristo y por los apóstoles: los sacerdotes se visten como los fieles, mientras que los laicos, con las mujeres a la cabeza, invaden el presbiterio y reclaman las funciones del altar. Ya lo advirtió en su momento Eugène Ionesco: La Iglesia no quiere perder su clientela, sino ganar nuevos clientes. Hay en ello una especie de secularización que resulta absolutamente lamentable. El mundo se pierde y la Iglesia se pierde en el mundo. Los párrocos son necios y mediocres, encantados de no ser otra cosa que unos hombres más entre todos los hombres mediocres, pequeños burgueses de izquierdas. En una iglesia he escuchado decir al sacerdote: «Seamos felices, démonos la mano... Jesús os desea feliz día». Dentro de poco instalarán un bar para la comunión, tomarán bocadillos y vino. Me parece una tremenda estupidez, una antiespiritualidad absoluta. La fraternidad no es ni mediocridad ni familiaridad. Necesitamos lo extratemporal. ¿Qué es la religión sin lo sagrado? Ya no nos queda nada, nada sólido. Todo es inestable, cuando lo que nos hace falta es una roca [8].

En Los tres diálogos y el relato del Anticristo de Vladimir Soloviev ya se hablaba de esta condición irreconocible del rostro de una Iglesia al servicio del pacifismo, la ecología y el igualitarismo religioso fomentado por las instituciones internacionales. En dicho texto se anunciaba que vendrían días en que la cristiandad tendería a reducir el hecho salvífico –que solo se

puede asumir con un acto de fe difícil y valiente– a una serie de «valores» de fácil venta en los mercados mundiales. No cabe duda de que un cristianismo que solo hable de «valores» ampliamente compartidos tendrá mejor acogida en los salones de las élites poderosas, en las reuniones sociales o políticas y en los programas de televisión; pero ¿puede la Iglesia renunciar al cristianismo de Jesucristo que nace del escándalo de la cruz y de la realidad estremecedora de la resurrección del Señor? Existen valores absolutos, eso que los filósofos denominan los trascendentales: la unidad, la verdad, el bien y la belleza. Quien los percibe, los respeta y los ama, percibe, respeta y ama también a Jesucristo aunque no lo sepa, aunque se diga ateo; porque de hecho Cristo es la verdad, la justicia, la belleza mismas. Pero hay también valores relativos como la solidaridad, la paz, el respeto a la naturaleza y el diálogo que requieren un discernimiento a fin de evitar trampas y ambigüedades, porque puede haber solidaridades torcidas, paces engañosas, un culto a la naturaleza autodestructivo y diálogos estériles. El peligro de un consenso mundano en torno a unos «valores» no es meramente hipotético. Divo Barsotti ha dedicado unas palabras tremendas a esas propuestas, iniciativas y discursos de la comunidad cristiana en los que se convierte a Jesucristo en un pretexto para tratar otras cosas. El Hijo de Dios, sin embargo, no es «traducible» en una serie de buenos proyectos y de buenas aspiraciones compatibles con la mentalidad moderna dominante. No se ha definido en términos consensuales y acomodaticios, sino como piedra angular, esa piedra que, si no se pone como fundamento del edificio, lleva al fracaso: «Todo el que caiga sobre la piedra se destrozará, y a aquel sobre quien ella caiga lo aplastará» (Lc 20, 18). En 1969 Joseph Ratzinger esbozó en un programa de radio alemán lo que podría ser el futuro de la Iglesia en nuestras sociedades. Por supuesto, no era su intención predecir a ciencia cierta el futuro, porque la Iglesia existe como en la intersección de dos misterios impenetrables: el de Dios y el del hombre creado a su imagen. Pero las perspectivas que esbozaba ya entonces han quedado llamativamente corroboradas por la actual situación de la Iglesia. Igual que Soloviev, vio venir la secularización del mensaje cristiano: «Pronto tendremos sacerdotes reducidos al papel de trabajadores sociales y el mensaje de la Fe reducido a una visión política». Esa perspectiva, sin embargo, iba seguida de un mensaje de esperanza:

Todo parecerá perdido, pero en el momento oportuno, precisamente en la fase más dramática de la crisis, la Iglesia renacerá. Será más pequeño, más pobre, casi en catacumba, pero también más santo. Porque ya no será la Iglesia de los que buscan agradar al mundo, sino la Iglesia de los fieles a Dios y su ley eterna. El renacimiento será obra de un pequeño remanente, aparentemente insignificante pero indomable, pasando por un proceso de purificación. Porque así es como obra Dios. Contra el mal, un pequeño rebaño resiste. Digámoslo positivamente: el futuro de la Iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los santos. Por hombres, por tanto, que perciben algo más que las frases que son precisamente modernas. Por hombres que pueden ver más que los demás, porque su vida tiene mayores vuelos. (...) Me parece seguro que para la Iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis aún no ha comenzado. Hay que contar con graves sacudidas. Pero también estoy completamente seguro de que permanecerá hasta el final: no la Iglesia del culto político, que ya ha fracasado, sino la Iglesia de la fe. Ya no será nunca más el poder dominante en la sociedad en la medida en que lo ha sido hasta hace poco. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como patria que les da la vida y esperanza más allá de la muerte [9].

Dar testimonio de la luz en medio de las tinieblas

Esta es la misión de la Iglesia. En Jesús, Dios ha revelado todo su amor de Padre a los hombres, nos ha desvelado su rostro, «el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios ha querido dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 2627). Con la llegada del tiempo de la Iglesia, la revelación del amor de Dios se ha extendido por el mundo entero, por todas las latitudes, en todas las culturas, porque el designio divino de salvación no excluye a nadie, sino que abre el corazón de todos los hombres a la esperanza de la gloria. La misión de la Iglesia ha exigido siempre –y exige hoy más que nunca– un verdadero y humilde coraje. La libertad soberana que nace de la fe en Jesús llevó a los primeros cristianos a transformar un mundo hostil a esa nueva religión. También hoy debe llevarnos esa libertad a resistir y vencer a los nuevos ídolos del mundo moderno. En el evangelio Jesús nos repite: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena» (Mt 10, 28; Lc 12, 7; Mc 6, 50; Jn 6, 20.12.15). Es un consejo que los papas de nuestro tiempo han seguido reiteradamente. Los hombres de

hoy tienen derecho a esperar de los cristianos que den muestras de coraje, de claridad y perseverancia en el testimonio que están llamados a ofrecer, en especial en favor de la vida frágil o discapacitada que está en sus inicios o llegando a su fin. Porque igual que la tierra prometida era una tierra habitada por pueblos con costumbres religiosas opuestas a las de Israel –los sacrificios humanos, la prostitución sagrada y demás ritos abominables–, también los cristianos estamos inmersos en un mundo de revolución cultural, sexual, feminista y ética; un mundo enemigo de cualquier filosofía del ser y de toda antropología objetiva, que niega la complementariedad e incluso la diferencia de sexos, el matrimonio, la familia y la procreación. Hemos de vivir en medio de este mundo ajenos a todas sus perversiones, siendo testigos del verdadero sentido de la vida, trabajadores del reino de Dios que crece silenciosamente, siempre dispuestos a sufrir persecución antes que emplear un lenguaje equívoco o ambiguo, dando testimonio con una transparencia y una claridad dignas del Evangelio. No merezcamos este reproche: Es muy cómodo creer que nos estamos haciendo presentes a los que sufren, a los que buscan, a los que están perdidos, a los que construyen según sus planes. Pero ¿perciben ellos esa presencia? Nos decimos luz del mundo y sal de la tierra, pero ¿recibe el mundo esa luz y esa sal? (...) Los principios de nuestra fe cristiana se han adaptado a todos los desórdenes del siglo, o bien quienes los defienden han dejado que se difuminen hasta tal punto que muchas veces la verdad parece haberse divorciado de la vida [10].

Por eso los cristianos no deben dejarse engañar por las ideologías enemigas de la vida, el matrimonio y la familia, cayendo en una tolerancia mal entendida o en una falsa compasión que les hagan naufragar en el agnosticismo antropológico, el relativismo, el escepticismo, el ateísmo líquido y el subjetivismo moral, hasta alcanzar ciertos límites que no se pueden cruzar sin acabar fuera de la comunión con Cristo [11]. Si tenemos un corazón puro y vuelto de verdad hacia Dios, si nuestro amor es verdadero y nuestra fe auténtica, nuestra conducta desterrará todo lo que implique idolatría. Con el bautismo emprendemos un camino de renovación perenne para quedar divinizados hasta en lo más íntimo de nuestra alma (cfr. 2 Co 4, 16). Revestirse de Cristo no es un acto meramente exterior como el de quien se pone una prenda, sino un acto interior que renueva lo más hondo de nuestro ser porque nos sumergimos en Él, de modo que ya no somos nosotros quienes vivimos: es Él quien vive en nosotros (cfr. Ga 2, 19-20; Flp 1, 21).

Proponer el Evangelio sin componendas Nuestro mundo moderno, cuyo relativismo –que él mismo promueve– nos ha hecho perder completamente las nociones de verdad, del bien y del mal, adquiere los rasgos de una inmensa conspiración dirigida a fomentar en nosotros un falso espíritu. Nuestra época necesita una brújula que guíe su camino, como la inmutable estrella polar del firmamento; que señale la dirección hacia la tierra prometida que buscan todos los hombres. Para que brille esa estrella, el mundo necesita, como en cualquier otra época, hombres y mujeres comprometidos con su elección de Dios y que den ejemplo con valentía. El Señor socorre a quienes saben reconocer sus límites y sus debilidades (cfr. Mt 12, 12-13; Lc 15, 7), siempre y cuando no intentemos diluir o edulcorar la enseñanza de Cristo y de su Iglesia para adaptarla a una sociedad en decadencia; siempre y cuando no recurramos a Cristo en apoyo de nuestras ideas personales o de nuestra postura política e ideológica, tratando el Evangelio como una recopilación de citas que respaldan nuestras tesis preferidas. Al contrario: es de la Biblia de donde deben nacer nuestras ideas y nuestros principios vitales, y es en la oración donde aprendemos a situar la Palabra de Dios en el lugar que le corresponde. Dios desea conducir a su pueblo a verdes praderas donde recostarse y alimentarse de una sana doctrina (cfr. Sal 23, 2-3). Por eso es deber de los obispos y de los sacerdotes facilitarle el acceso a la Palabra de Dios revelada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, así como su comprensión a la luz de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, sin ambigüedades ni confusión, igual que enseñaba el mismo Cristo. Jesús no dejó que se cerniera ninguna duda sobre la radicalidad de su mensaje y de sus exigencias. Tampoco podía dejarnos un mundo en paz, encerrado en la dureza de su corazón y la indiferencia hacia las cosas de Dios. Jesús ha venido a «prender fuego a la tierra» y su ferviente deseo es que esté ardiendo ya (cfr. Lc 12, 49). «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34), nos dice. Ha venido a dividir a los hombres hasta en sus relaciones más íntimas: «La hija contra la madre, el padre contra el hijo y el hijo contra el padre» (cfr. Lc 12,

53). Y las consignas que nos deja son aún más radicales y exigentes: «Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. (...) Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala» (Mt 5, 29-30). La radicalidad del mensaje evangélico tiene consecuencias prácticas. El reconocimiento y la protección jurídica otorgados a las uniones homosexuales, por ejemplo, son una expresión trágica y elocuente de la decadencia moral de nuestras sociedades. Pero lo más lamentable y lo más grave es la aprobación y las concesiones que parece recibir esta evolución por parte de algunas personas que ocupan cargos de mucha autoridad en la Iglesia. De repente la práctica de la homosexualidad ha pasado a no considerarse pecado, sino una realidad humana que hay que acompañar con ternura pastoral y mucha comprensión, cuando en realidad lo que habría que ofrecer –respetando siempre a las personas y su libertad– es un discurso claro y firme respecto al plan de Dios para el hombre. Lo mismo ocurre con la vida por nacer. Todos los sumos pontífices se han pronunciado contra el aborto sin ambigüedad y enérgicamente, y el papa Francisco no se ha expresado con menos claridad: No puedo permanecer callado cuando entre treinta y cuarenta millones de vidas no nacidas se descartan todos los años por el aborto. Duele constatar que, en muchas regiones consideradas por sí mismas como desarrolladas, esta práctica se promueva a menudo porque los niños por venir son discapacitados o no estaban planificados. La vida humana nunca es una carga. Exige que le hagamos lugar, no que la descartemos. (...) El aborto es una injusticia grave. Nunca puede ser una expresión legítima de autonomía y poder. Si nuestra autonomía exige la muerte de otra persona, entonces nuestra autonomía no es otra cosa que una jaula de hierro. Tantas veces me hago estas dos preguntas: ¿Es justo eliminar una vida humana para resolver un problema? ¿Es justo alquilar un sicario para resolver un problema? [12].

El mundo no necesita aprobación, sino una transformación: necesita la radicalidad evangélica. Tiene necesidad urgente de Jesucristo, único Salvador del mundo. Poco importa si la rigurosa pureza de la Iglesia le desagrada o no. Propongamos siempre y humildemente el Evangelio de Jesucristo. Jesús, solo Él, es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 1, 4.6) y «bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12).

La levadura en la masa: buscar la santidad en medio del mundo

¿Cómo llevar a cabo ese apostolado de la verdad sobre la felicidad del hombre? Querría subrayar aquí el papel predominante de los fieles laicos, cuya misión consiste en actuar en el mundo como la levadura en la masa. Ya en el siglo II la Carta a Diogneto describía esta tarea de los cristianos: Los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, solo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres. El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que este la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian.

Es así como el reino de Dios está ya presente en este mundo, pasando desapercibido, invisible, pero creciendo y transformándolo radicalmente. La fe nos da la certeza de esa acción discreta e invisible pero eficaz de la gracia, mientras las apariencias nos llevan a suponer que nuestro mundo se dirige a la perdición. Lamentablemente, hoy hay muchos cristianos seducidos por la ciencia, la tecnología y el dinero que no están dispuestos a poner a Dios por delante de sus intereses profesionales, políticos o económicos. Vivimos un poco como el pueblo hebreo en medio de los cananeos, hititas, amorreos, perizitas, hivitas y jebuseos con sus ídolos de oro, plata y piedra. Y es en medio de este mundo donde debemos permanecer fieles al Evangelio, a la Alianza nueva y eterna sellada con la Sangre de Jesús: Es tanta la grandeza de la misión, es tanta su dificultad, y se impone de un modo tan vital que nadie la sacará adelante refugiándose prudentemente en nobles abstracciones intelectuales, ni en el lirismo, ni en textos teológicos sumamente científicos, ni siquiera en una generosidad filantrópica, sino avanzando decidida y heroicamente hacia la perfección. «Decidida y heroicamente»: ¡sopesad estas dos palabras! La lucidez, la clarividencia y el compromiso no van a la zaga de la santidad [13].

El Concilio Vaticano II nos enseña que Dios nos dirige una llamada universal a la santidad: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» [14].

La búsqueda de la santidad ha de gobernar nuestra vida. Es como un fuego que incendia nuestro ser y hace arder a su paso todo lo inflamable (cfr. Lc 12, 49; Pr 30, 16); como la levadura que hace fermentar toda la masa (Mt 13, 33); como una semilla que crece irremediablemente (cfr. Mt 13, 32). Exige una superación sin límites, porque para el cristiano la perfección es a la medida de la del Padre celestial (cfr. Mt 5, 48) [15]. Debe impregnar toda nuestra existencia y todas nuestras actividades, de modo que en nuestro trabajo busquemos la gloria de Dios y el servicio a todos los hombres. Así, cada vez que nos pongamos a trabajar, la obra de nuestra inteligencia y de nuestras manos se mezclará espontáneamente con la oración silenciosa de nuestro corazón de hijos de Dios. Tanto hoy como en la Iglesia de los primeros tiempos, sean cuales sean nuestras circunstancias, nuestra edad, nuestras fuerzas o nuestra posición social, el Señor nos quiere santos. Así se lo repetía san Pablo a todos los fieles: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3). El fin de la vida cristiana es nuestra propia divinización, sin dejar de ser seres humanos. Somos divinizados cuando el Padre que vive en el Hijo nos concede su gloria. Pero no podemos esperar esa divinización si no aceptamos participar de la cruz. Por eso no es desmedido ni exagerado insistir en el hecho de que el cristiano (y con más razón aún el sacerdote) debe responder a la llamada de Dios: «Sed santos, porque yo, el Señor, soy santo» (Lv 19, 1-2). No existe otro camino si queremos ser coherentes con la vida divina que Dios ha hecho nacer en nuestra alma con el bautismo. Es un camino en el que no se puede dejar de avanzar o desviarse del fin. Recordemos las palabras de san Agustín: «Si has dicho: “Es suficiente”, pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes» [16]. Si somos miembros de Cristo, hemos de compartir la vida del que es la Cabeza en lugar de vivir nuestra enclenque vida: Felicitémonos, pues, y demos gracias porque nos ha hecho no solo cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, hermanos, comprendéis la gracia de Dios sobre nosotros? Asombraos, alegraos: hemos sido hechos Cristo, pues, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total somos él y nosotros. (...) La plenitud, pues, de Cristo es la cabeza y los miembros. ¿Qué significa la cabeza y los miembros? Cristo y la Iglesia [17].

Como explica Isaac de Estella, esa vida de Cristo-Cabeza es la propia vida del Padre: Los miembros fieles y espirituales de Cristo se pueden llamar de verdad lo que es él mismo, es decir, Hijo de Dios y Dios. Pero lo que él es por naturaleza, estos lo son por comunicación, y lo que él es en plenitud, estos lo son por participación; finalmente, él es Hijo de Dios por generación y sus miembros lo son por adopción, como está escrito: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar «¡Abba!», Padre [18].

La raíz de todo apostolado

La nueva evangelización necesita santos, y santos que recen. Ofrecer a todos los hombres «una esperanza que no defrauda» (Rm 5, 5) no es una cuestión de estrategias de comunicación. Para cumplir esa misión, la Iglesia tiene que ser cada vez más orante y misionera, estar centrada en la vida litúrgica y en un de corazón a corazón con el Señor, en la contemplación silenciosa y maravillada de su amor inagotable por el hombre que arde sin consumirse jamás. Para vivir como Moisés la experiencia de acercarse a la zarza ardiente (cfr. Ex 3, 3), apresurémonos a «quitarnos las sandalias» (Ex 3, 5), es decir, a purificar esa parte de nuestro yo que sigue cubierta de polvo, de lodo y de pecados, para permanecer en la tierra sagrada donde habita la ardiente Presencia de Dios. Entonces podremos emprender nuestro apostolado superando cualquier dificultad. El cristiano debe actuar con competencia y generosidad al servicio del hombre de su tiempo, afrontando decididamente, conforme al Espíritu de Cristo, las circunstancias del mundo de hoy para prolongar en él la obra de Dios. Pero su acción ha de estar enraizada en su vida espiritual, ser como el rebosadero de su abundancia interior.

Una evangelización «desde dentro»

Un discípulo de Cristo solo puede convertirse en fermento de paz y reconciliación si Cristo se ha hecho todo para él; porque entonces ya no puede hacer acepción de personas y posa una mirada nueva sobre la sociedad, la gente, las culturas y las civilizaciones. Con Jesús pasa a formar parte de «la civilización del amor». Todo cristiano tiene acceso a Cristo sin intermediarios y sin reservas, sea cual sea el pueblo o la cultura a los que pertenezca, sean cuales sean su medio social y su herencia humana. A su vez, tiene que convertirse en otro Cristo, impregnado de su misericordia, de su bondad, su humildad, su dulzura y su paciencia. Lo que se le pide no es adquirir esta o aquella virtud, sino convertirse en alter Christus, en otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo, para hacer que penetren en la entraña de las relaciones humanas el amor, la misericordia, el perdón y la reconciliación, porque es Cristo quien transforma los corazones y los reúne en un solo cuerpo [19]. Entonces podrá ser realmente sal de la tierra y luz del mundo (cfr. Mt 5, 13-16), «un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (1 P 2, 9), que prolonga la presencia y la obra de Cristo en el mundo. Sí, es misión de los fieles laicos impregnar desde dentro todas las realidades humanas con el «buen olor de Cristo» (cfr. 2 Co 2, 15). San Juan Pablo II insistía sobre este punto: [A los fieles laicos] en concreto les corresponde testificar cómo la fe cristiana constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud. Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! (...) Permitid, por tanto –os ruego, os imploro con humildad y con confianza–, permitid a Cristo que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna». Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores [20].

El Señor no viene a destruir la libertad del hombre ni a frenar sus investigaciones científicas o tecnológicas. Viene a dotarlas de sentido, viene a hacernos libres. Tampoco quiere una respuesta forzada ni una adhesión

maquinal y superficial, sino una decisión libre y consciente que brota de lo íntimo del corazón y cuya alegría ilumina todo nuestro entorno. El cristiano no es sal de la tierra ni luz del mundo porque triunfe sobre los demás o se les imponga, sino porque da testimonio del Amor de Dios y porque su alegría, a pesar de las pruebas, devuelve a nuestras sociedades el gusto de vivir.

El Evangelio traducido en una caridad concreta

La conversión personal, que se opera en lo secreto del corazón a lo largo de la vida, se traduce de un modo concreto en el deseo de cambiar de vida, en devolver el orden a las obras, la conducta y los instintos, y en contribuir a remediar el desorden de nuestro mundo corrompido, mentiroso, opresor, explotador de los más débiles. En el objetivo de la conversión personal debe haber lugar para el deseo de cambiar lo que en las estructuras sociales da la espalda al Evangelio, al Amor y a la Verdad. Porque el mismo Señor que padeció en la cruz a causa de nuestros pecados continúa teniendo hambre y sed, estando enfermo, siendo extranjero y estando prisionero y desnudo (Mt 25, 31-46) en sus hermanos más pequeños. Ya el Vaticano II se mostraba preocupado por el escándalo que representa la miseria en la que viven tantos pueblos al lado de la opulencia que exhiben países de antigua tradición cristiana: Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en la edificación del orden internacional con la observancia auténtica de las legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto más cuanto que la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos. Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo. Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era antes costumbre en la Iglesia, no solo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios [21].

De este modo el concilio se inscribía dentro de una tradición de la que en su tiempo se hacía eco san Juan Crisóstomo de un modo estremecedor hablando de la Eucaristía: ¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: «Esto es mi cuerpo», y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: «Tuve hambre, y no me disteis de comer», y más adelante: «Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer». El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos. (...) No digo esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad para con los pobres. Porque, si Dios acepta los dones para su templo, le agradan, con todo, mucho más las ofrendas que se dan a los pobres. En efecto, de la ofrenda hecha al templo solo saca provecho quien la hizo; en cambio, de la limosna saca provecho tanto quien la hace como quien la recibe. El don dado para el templo puede ser motivo de vanagloria, la limosna, en cambio, solo es signo de amor y de caridad. ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo [22].

San Juan Crisóstomo se alzó con vehemencia en contra del lujo con que los poderosos ofenden a los pobres en su miseria. Sus hirientes palabras están pensadas para sacudir nuestras conciencias adormecidas: «Las mulas pasean fortunas y Cristo se muere de hambre delante de tu puerta». Constantemente muestra a Cristo presente en el pobre, identificado con Él hasta el punto de hacerle decir: «Podría alimentarme yo mismo, pero prefiero errar mendigando, tender la mano ante tu puerta, para que tú me alimentes. Por amor a ti es por lo que obro así». Con su estilo apasionado, tajante y de un realismo implacable, san Juan Crisóstomo no hacía sino predicar el Evangelio con el deseo de instruir, exhortar, reformar, combatir las costumbres paganas y, sobre todo, eliminar definitivamente la mancha infamante de la esclavitud: «Lo que voy a decir es terrible, pero he de decirlo: poned a Dios al mismo nivel que a vuestros esclavos. Si vosotros concedéis en testamento la libertad a vuestros esclavos, liberad a Cristo del hambre, de la necesidad, de la cárcel, de la desnudez. ¡Ah, os estremecéis!». Con la suave violencia de sus palabras actúa con corazón de padre amantísimo y en nombre de Jesucristo, pastor y guardián de nuestras almas (cfr. 1 P 2, 25). La caridad con los pobres no se reduce a proveerlos de bienes materiales. Por necesaria y urgente que sea esa ayuda, no es suficiente. Hay que

llevarles también y sobre todo a Cristo. El papa Francisco nos lo recuerda enérgicamente: Quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria [23].

Invertir este orden de prioridades con la pretensión de «erradicar la pobreza» por medio de nuestras iniciativas políticas y económicas es una manera de creerse Dios. De hecho, la preocupación obsesiva por el dinero y el poder no es la única manifestación del deseo oculto de suplantar y eliminar a Dios: también lo es nuestra pretensión de conquistar nosotros mismos la libertad, la justicia y la paz. Esta tentativa, dice Benedicto XVI, está abocada al fracaso: Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. No solo lo demuestra el fracaso de la experiencia marxista. Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnicomateriales, que no solo han dejado de lado a Dios, sino que además han apartado a los hombres de Él con su orgullo del sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual. Estas ayudas han dejado de lado las estructuras religiosas, morales y sociales existentes y han introducido su mentalidad tecnicista en el vacío. Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón solo puede venir de Aquel que es la bondad misma, el Bien [24].

La verdadera caridad, en definitiva, es manifestación de nuestra fe en Jesucristo; como dice san Pablo, la fe actúa por el amor: Fides quae per caritatem operatur (Ga 5, 6). La caridad, por su parte, no debe nunca convertirse en un medio para que el proselitismo logre sus fines, como afirma con toda claridad Benedicto XVI: El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable solo el amor. Sabe que Dios es amor (cfr. 1 Jn 4, 8) [25].

Abolir toda esclavitud y romper todos los yugos: así entendía el profeta Isaías la verdadera conversión del hombre a Dios y la condición para la eficacia de su penitencia delante de Él: ¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llamáis ayuno, día agradable al Señor? Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo (...). Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: «Aquí estoy». Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos. Serás un huerto bien regado, un manantial de aguas que no engañan (Is 58, 5-11).

CONCLUSIÓN

Devuélveme la alegría de tu salvación

Hemos llegado al final de nuestro camino. ¿Vamos a abandonar ahora el desierto en el que hemos encontrado a Cristo para regresar al mundo y a su ajetreo? Al cerrar este libro, ¿cerramos también un paréntesis de silencio y de interioridad para sumergirnos de nuevo en el ruido y la superficialidad? ¡No! El camino que hemos emprendido no acaba aquí: nos conduce hasta el cielo, hasta la felicidad eterna, hasta Dios. En nuestra marcha a través del desierto hemos experimentado cómo Dios no nos deja solos. Viene a nosotros, da forma a su Iglesia, alimenta nuestra alma. Los sacramentos son los medios elegidos por Dios para tocarnos con su gracia. Como el ciego sentado en el camino, clamamos: «¡Señor, que vea!» (cfr. Mc 10, 51). Entonces Cristo, movido a compasión, toca nuestros ojos con sus manos. A través de signos externos y corporales lleva a cabo en nuestra alma la obra divina de la gracia. Se entrega y se convierte en vida nuestra. En el desierto hemos comprendido que no nos toca a nosotros tomar las riendas de nuestra vida interior. Hay que dejarse hacer. Hay que dejarle hacer. Hay que dejar que Dios nos guíe y nos instruya. Evidentemente, no se trata de permanecer totalmente pasivos. También nosotros tenemos trabajo que hacer. Pero nuestra principal tarea consiste en estar dispuestos a ser en manos de Dios una tierra dúctil que se deje moldear conforme a su designio misericordioso. En medio del desierto hemos aprendido el deseo de depender en todo de Él. Hemos aprendido a esperar que sacie nuestra sed y nos alimente. Hemos

peleado para no vivir demasiado agitados. Hemos peleado contra la tentación de reducir nuestra vida interior a una vida adaptada a nuestros propios planes, a nuestro propio proyecto humano, demasiado humano. Hemos peleado para aprender a saborear la alegría de haber sido salvados por Dios, a permanecer en su presencia con una actitud de recogimiento y de adoración silenciosa. Porque ¡qué alegría cada vez que Él, a través de un sacramento, renueva en nosotros su presencia y su vida! ¡Qué alegría poder exclamar como san Pablo: «Yo he sido alcanzado por Cristo» (cfr. Flp 3, 12)! Con cada sacramento que recibimos, Él nos toma en sus brazos para depositarnos en su corazón ardiente de amor. Algunos frescos bizantinos muestran a Cristo resucitado rompiendo las puertas del infierno y tomando de la mano a Adán y Eva, nuestros primeros padres, para llevarlos hasta el seno de la Trinidad. Eso es exactamente lo que hemos experimentado nosotros en el desierto. Por medio de sus sacramentos Cristo nos ha tomado de la mano para llevarnos al cielo. ¡De ahí nace nuestra alegría! «Me cubres con tu palma», dice el salmo (139, 5). Aquí estamos, un poco como Pedro, Santiago y Juan después de la transfiguración. Deslumbrados, porque hemos atisbado la gloria divina, la alegría del cielo. Como Pedro, nos gustaría decir: «¡Qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas» (cfr. Mt 17, 4). También a nosotros nos gustaría decir: no dejemos nunca el desierto donde nos hemos encontrado con Jesucristo, donde Él nos ha revelado el designio amoroso del Padre para nosotros. No obstante, igual que a los apóstoles, Jesús nos dice: no tengáis miedo de regresar al mundo. No tengáis miedo de regresar al mundo pagano para anunciarle la Buena Nueva. Ahora sabéis que no estáis solos, que tenéis con vosotros a Moisés, a los profetas, los apóstoles, los Padres de la Iglesia y toda la comunidad de los santos. Ahora sabéis de dónde nace la verdadera felicidad. En vuestro camino de exiliados los sacramentos brotarán como manantiales. Conservad en vuestros corazones el espíritu de silencio y recogimiento que habéis aprendido en el desierto. No tengáis miedo. Vosotros no sois del mundo. Estáis marcados con el sello del bautismo; sois mis hijos, y os he comprado con mi sangre.

Felices, en paz y confiados, llevaremos al mundo entero la alegría de la salvación. Saldremos a anunciar la fe y los sacramentos de la fe a todas las naciones. No divagaremos con largos discursos y razonamientos vanos. Irradiaremos la presencia divina recibida, daremos testimonio de la salvación que gratuitamente se nos ha dado. Ayudaremos a los discípulos de Cristo a redescubrir las increíbles riquezas y las fuentes inagotables de gracia que brotan de los sacramentos de la Nueva Alianza. Ahora nos invade una fuerza renovada que nace del encuentro con Dios en el desierto. Ya no tenemos miedo. Como Moisés después de su encuentro con el Eterno, hemos salido reforzados y transfigurados, y nuestro rostro resplandece con la gloria de la santidad de Dios. No nos enardece una euforia humana. La mano de Dios nos ha serenado, sus sacramentos nos han fortalecido. Por eso caminamos sin miedo, dispuestos a dar testimonio hasta el martirio si hiciera falta. Seguimos al Buen Pastor que nos guía. Igual que en los mosaicos de los ábsides de las antiguas basílicas romanas las ovejas siguen pacíficamente al Pastor divino, Cristo, rey del universo, así lo seguimos nosotros, con paz y alegría. Fortalecidos con su fuerza apacible. De la misericordia de su corazón, herido por nosotros, nace nuestra serenidad. Nos llena el gozo de su felicidad divina. Él nos ha devuelto la alegría de su salvación (Sal 51, 14). Un corazón cristiano siempre es un corazón feliz. Con esto no quiero decir que el cristiano nade constantemente en la alegría. Sé cuánto pueden hacernos sufrir a veces el dolor, el cansancio, la persecución, junto con el espectáculo de tanto desprecio, tantas blasfemias y sacrilegios, tanta ligereza hacia el Santísimo Sacramento. Pero nadie podrá arrebatarnos nuestra honda alegría sobrenatural. Porque esta alegría no procede de nosotros, ni de nuestro éxito en el mundo. Nuestra alegría procede de Jesús, el Verbo encarnado, el Salvador. Nuestra fe nos proporciona la certeza de poder ser salvados pase lo que pase, siempre y cuando no pongamos obstáculos. Aunque alguna vez el cansancio borre la sonrisa de nuestros labios, nadie podrá robarnos la alegría de nuestras almas. Como dice san Pablo, estamos contentos en y por la esperanza de la salvación: spe gaudentes (Rm 12, 12). Al mirar a Cristo, nuestro corazón se ilumina. Así lo entendieron los artistas cristianos que se atrevieron a representar a los ángeles y los santos de un cielo radiante de alegría y de

felicidad. Pienso en esa sonrisa tan conocida del ángel que un escultor medieval dejó en la fachada de la catedral de Reims. Pienso en los rostros radiantes de los coros de ángeles y santos pintados por el beato Fray Angélico. También nosotros, que seguimos todavía en el desierto y para quienes el combate espiritual aún no ha acabado, podemos alzar nuestros ojos hacia el dulce rostro de Cristo, que no deja un instante de sonreírnos y animarnos. Nos dice: «¡Ve! No tengas miedo, Yo estoy contigo. Nada te falta. Te he entregado incluso a mi Madre para que sea la tuya». Bien sabemos lo solos que nos sentimos sin la presencia tranquilizadora de una madre. Aún recuerdo el día en que me llegó la noticia de la muerte de la mía. Yo estaba en Roma y ella en África. Entonces experimenté de golpe la carga de la soledad que pesa sobre la palabra «huérfano». Sea cual sea la edad a la que perdemos a una madre, nos sentimos como un niño perdido en un mundo que le es extraño. Dios no ha querido que en nuestra vida espiritual nos sintamos huérfanos. Él es nuestro Padre y ha querido regalarnos la presencia dulce y tranquilizadora de una madre, de su Madre, la Virgen María. En nuestra vida cristiana el papel de María no es anecdótico. No se trata de una devoción más, reservada a las almas sencillas o sentimentales. Nadie es cristiano si no tiene por madre a María. Ella ejerce discretamente esa maternidad conduciéndonos hasta la cruz y la resurrección. La madre de Jesús estuvo allí, en el camino hacia el Calvario. No quiso detener a su divino Hijo. No quiso acapararlo ni quedárselo para ella. «¡Ve! –le dijo–. ¡Sube a la cruz para salvar a todos los hombres! Consuma tu sacrificio para dar gloria a Dios y redimir a las almas». María se unió a ese sacrificio. Lo vivió en su corazón inmaculado. Traspasada por una espada de dolor, vio a su Hijo mirar al apóstol Juan y le escuchó decir: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Y, al recibir a san Juan como hijo, nos recibió y nos adoptó a cada uno de nosotros. María sigue hoy desempeñando su papel de Madre a nuestro lado. Como a su Hijo, también a nosotros nos dice: «¡Ve, sube a la cruz! Debes seguir a Cristo allí donde Él vaya». María nos alienta y nos da seguridad. Ese es el papel de una madre, esa será siempre la actitud de una madre.

Cuando tuve que dejar mi país de nacimiento para trasladarme a Roma, no me atreví a decírselo a mi madre. Temía apenarla demasiado. Y le pedí a un amigo que lo hiciera por mí. Su reacción, tan maternal, me llenó de consuelo y de tranquilidad. «Gracias a Dios –dijo– por haberme dado a este único hijo y por separarlo hoy de mí para servirle a Él. Gracias al papa. En el mundo hay muchísimos obispos y él ha elegido a mi único hijo para servir a la Iglesia». Solo tenía una preocupación: «¿Será capaz este hijo mío de hacer el trabajo que le pide la Iglesia?». Hasta el día de su muerte no dejó de llamar a Roma con regularidad para aconsejar a su hijo obispo que sirviera al Santo Padre fiel y generosamente. Si una madre terrenal vela así por su hijo, ¿cuánto más velará por nosotros y nos dará consejo y aliento nuestra Madre del cielo? Toda nuestra vida cristiana tiene que desplegarse en ese clima mariano, tan suave y exigente a la vez. Tal vez sea ese el secreto más hondo de nuestra paz y nuestra alegría. Caminamos con María, nuestra Madre, como niños seguros del camino. Nadie se pierde si va de la mano de su madre. Ella nos allana el camino, nos conduce hacia la Ciudad celestial donde Dios será todo en todos para la eternidad.

NOTAS

Notas de la Introducción [1] Cfr. Léon-Arthur Elchinger, Je plaide pour l’homme, París, Fayard, 1976, p. 138. [2] P. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Madrid, Editorial de espiritualidad, 2002. [3] San Agustín, Sermón 169, 18. [4] Misal romano, Prefacio de difuntos I. [5] Cfr. In Sinu Jesu, lorsque le coeur parle au coeur, journal d’un prêtre en prière, obra anónima de un monje benedictino, Hauteville, Éditions du Parvis, 2019, p. 245. [6] Publicado en 2011 por Éditions Mediaspaul, Kinshasa. [7] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp, 1973.

Notas del capítulo I

[1] Orígenes, Homilías sobre el libro de Josué 4, 1: PG 12, 842-843. [2] Citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, § 1225 (San Ambrosio, De sacramentis 2, 2, 6). [3] Catequesis de Jerusalén, Catequesis 20 (Mistagógica 2), 4-6: PG 33, 1079-1082.

[4] Benedicto XVI, Lectio divina al clero de Roma, 11 de junio de 2012. [5] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, libro IV, cap. 54, § 2. [6] San Josemaría Escrivá, op. cit. [7] Benedicto XVI, Catequesis, 30 de noviembre de 2011. [8] Chantal Reynier, Michel Trimaille, Les Épîtres de Saint Paul, t. 3, París, Centurion, 1997, pp. 96-97. [9] San Agustín, Las confesiones, cap. X, 16, Madrid, BAC, 1974. [10] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 8 de enero de 2006. [11] San León Magno, Homilía para la cuaresma 6, 1-2. [12] San Josemaría Escrivá, op. cit., 78. [13] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 867, § 1: «Los padres tienen obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas; cuanto antes después del nacimiento e incluso antes de él, acudan al párroco para pedir el sacramento para su hijo y prepararse debidamente». Notas del capítulo II [1] Hans Urs von Balthasar, Teología 3. El espíritu de la verdad, Madrid, Encuentro, 1998. [2] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1303. [3] Victor Dillard, Au Dieu Inconnu, París, Beauchesne, 1938. [4] Bernard Sesboüé, Creer. Invitación a la fe católica para las mujeres y los hombres del siglo XXI, Madrid, San Pablo, 2000. [5] San Ireneo, Contra herejes, libro 3, cap. 24, 1. [6] Bernard Sesboüé, op. cit.

[7] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, § 10. [8] Adaptada de la oración recogida en In Sinu Iesu, op. cit. Notas del capítulo III [1] San Hilario, Tratado sobre la Trinidad, libro 8, 13-16. [2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, § 1413. [3] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, IIIª, q. 75, a. 1. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, § 1381. [4] François Varillon, Alegría de creer, alegría de vivir, Bilbao, Mensajero, 1999. [5] Fausto de Riez, Sermón en la Epifanía, 2 (siglo V). [6] Cfr. Charles Journet, Le mystère de l’Eucharistie, París, Téqui, 2018, p. 69. [7] San Clemente de Roma, Carta a los corintios 13, 1. [8] Cfr. Acta SS. Saturnini, Dativi, et aliorum plurimorum Martyrum in Africa, 7, 9 y 10; PL 8, 707, 709-710. [9] Cfr. Joseph Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Madrid, Cristiandad, 2001. [10] Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, § 106. [11] Bernard Nodet, Jean-Marie Vianney, Curé d’Ars, sa pensée, son coeur, París, éditions du Cerf, 2006, p. 108. [12] San Agustín, Comentario al evangelio de san Juan, 26, 11. [13] San Agustín, ibid., 26, 5. [14] San Agustín, ibid., 26, 1. [15] San Agustín, ibid., 26, 14.

[16] Jacques Bénigne Bossuet, Meditaciones sobre el evangelio, Madrid, 1775. [17] Catecismo de la Iglesia Católica, § 598. [18] Cfr. François Varillon, op. cit. [19] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, op. cit. [20] San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, § 25. [21] San Juan Pablo II, op. cit., § 59-61. [22] Joseph Ratzinger, El espíritu de la liturgia, op. cit., p. 160. [23] Benedicto XVI, Homilía del 24 de diciembre de 2008. [24] Cfr. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 96. [25] Cfr. Pie Raymond Régamey, Portrait spirituel du chrétien, París, éditions du Cerf, 1963, pp. 247-249. [26] Pie Raymond Régamey, op. cit., pp. 245-246. [27] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1367. [28] San Juan Pablo II, op. cit., § 10. [29] San Juan Pablo II, op. cit., § 48-49. [30] San León Magno, Homilía sobre la Pasión 12, 3, 6-7. [31] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, § 21. Ver también Presbyterorum Ordinis, § 18, y Perfectae Caritatis, § 6. [32] Alois Grillmeier, “La Sainte Écriture dans la vie de l’Église, dans la Révélation divine”, Unam Sanctam, 70, pp. 438-445. [33] Orígenes, Homilía sobre el Éxodo, c. 13, 3. [34] San Cesáreo de Arlés, Sermón 78, 2 (Corpus Christianorum Series Latina, 1, 103).

[35] Eucharisticum Mysterium, 9. [36] Lucien Deiss, Vivre la Parole en communauté, París, Desclée de Brouwer, 1974, p. 102. [37] Ruperto de Deutz (citado por Henri de Lubac), La Escritura en la Tradición, Madrid, BAC, 2014, p. 122. [38] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 2010, § 52. [39] Benedicto XVI, Deus caritas est, § 12. [40] Patrick Hala, La spiritualité de l’Avent à travers les Collectes, Éditions de Solesmes, 2004, pp. 7-8. [41] San Gregorio Magno, Homilía 25. Notas del capítulo IV [1] Cfr. Le discernement des esprits, obra anónima escrita por un cartujo, París, Presse de la Renaissance, 2003, pp. 35-36. [2] Joseph Ratzinger, El camino pascual, Madrid, BAC, 1990. [3] San Ambrosio, Comentario al evangelio de san Lucas 2, 26. [4] San Agustín, Carta a Proba 130, 8, 15.17-9, 18. [5] Dei Verbum, § 21; cfr. Sacrosanctum Concilium, § 24, 35, 51. [6] Citado en Henri de Lubac, La Escritura en la Tradición, op. cit., pp. 80-81. [7] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, § 11. [8] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, § 16. [9] Henri de Lubac, op. cit., pp. 119-121. [10] San Agustín, De música, I, 6c, 17, n. 39; Orígenes, Homilía 9 sobre el libro de los Números, n. 4 (citados por Henri de Lubac, op. cit., p. 121).

[11] San Buenaventura, Obras, t. I, Prólogo al Breviloquio. Madrid, BAC, 1945. [12] Benedicto XVI, Deus caritas est, § 1. [13] Carta de 14 de febrero de 1974, citada por Pilar Urbano en El hombre de Villa Tevere, Barcelona, Plaza y Janés, 1995. [14] San Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 6 de enero de 2001, § 39. [15] San Gregorio Magno, Libros morales/1, Madrid, Ciudad Nueva, 1998. [16] San Gregorio Magno, Carta 5, 46. [17] Henri Caffarel, En presencia de Dios. Cien cartas sobre la oración, Boadilla, PPC, 2016, pp. 181-182. [18] Cfr. Robert Sarah, Les devoirs des autorités de l’Église et la vie chrétienne, Kinshasa, Paulines, 2002, pp. 89-90. [19] San Juan de la Cruz, “Cántico espiritual”, cántico B, canción 29, 3, en Obras completas. Madrid, BAC, 2005. [20] Benedicto XVI, Catequesis de 30 de noviembre de 2011. [21] Ibid. [22] San Ambrosio, Exposición del salmo 118. [23] Claude Dagens, Saint Grégoire le Grand, París, Études Agustiniennes, 1977, p. 59. [24] San Agustín, Confesiones X, 27.161-162.167. Notas del capítulo V [1] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, § 2. [2] Mons. Fulton J. Sheen, La vie surnaturelle, París, Le Laurier, 2008, p. 37.

[3] Homilía del siglo II citada en la Liturgia de las horas. [4] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, § 8. [5] Benedicto XVI, Audiencia general del miércoles 17 de febrero de 2010. [6] San León Magno, Sermón 21 en la Natividad del Señor, § 3. [7] San Agustín, Sermón 233 para la semana de Pascua. [8] Cfr. Jean-Marie Gueullette, Vivre avec le Christ. Regards chrétiens sur l’existence humaine, París, éditions du Cerf, 1994, p. 115. [9] Isaac de Estella, Sermón recogido en Liturgia de las horas. [10] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, 12 de septiembre de 2008. [11] San Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984. [12] San Juan Pablo II, op. cit., § 18. [13] Cfr. Pratiques de la Confession. Des Pères du désert à Vatican II. Quinze études d’histoire, París, éditions du Cerf, 1983, pp. 260-269. [14] Cfr. Bernard Rey, Pastorale et Célébrations de la Réconciliation, París, éditions du Cerf, 1999, pp. 52-53. [15] San Agustín, Sermón 329, 1. [16] Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 19-III-1967, n. 93. [17] Amigos de Dios, n. 146, Madrid, Rialp, 1977. [18] Fernando Ocáriz, Carta del prelado 28-X-2020. [19] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1457. [20] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1458.

[21] Charles Péguy, Notre conjointe, París, Gallimard, p. 96. [22] San Jerónimo, Carta 121, 3. [23] Georges Bernanos, Diario de un cura rural, París, Plon, 1936. [Versión de la traductora]. [24] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, § 17. [25] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1733. [26] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1996 y 1999. [27] B. Marie-Eugène de l’Enfant-Jésus, La joie de la misericorde, Bruyères-le-Châtel, Nouvelle Cité, 2008, pp. 76-79. [28] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2007, 21 de noviembre de 2006. [29] Cfr. también Rm 3, 24ss; 7, 23; Hch 20, 28; Ef 1, 7; Hb 9, 12; Ap 1, 5; 5, 9. [30] Carta de san Clemente I de Roma a los corintios. Notas del capítulo VI [1] Cfr. Marguerite A. Peeters, Le gender: une norme politique et culturelle mondiale, Dialogue Dynamics ASBL, 2012, pp. 18-19. [2] Cfr. Thibaud Collin, Le mariage chrétien a-t-il encore un avenir? Pour en finir avec les malentendus, París/Perpiñán, Artège, 2018. [3] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, § 48. [4] Carta a Diogneto. [5] Código de Derecho Canónico, can. 1055, § 1. [6] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la carta a los Efesios, 20, 8 (citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, § 2365).

[7] Léon-Arthur Elchinger, Je plaide pour l’homme, París, Fayard, 1976, pp. 193-196. [8] François Varillon, op. cit., p. 142. [9] John P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, Tomo IV, «Ley y amor», Estella, Verbo Divino, 2010. [10] Aline Lizotte, Editorial del boletín de la Association pour la Formation Chrétienne de la Personne, octubre de 2014. [11] San Vicente de Lerins, Conmonitorio, cap. 23. [12] Charles Journet, Le mariage indissoluble, St-Maurice, Éditions StAugustin, 1968. [13] Angelo Scola, He apostado por la libertad, Madrid, Encuentro, 2019, pp. 145-146. [14] Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, § 29. [15] Cfr. Charles Journet, Le mariage indissoluble, op. cit., pp. 23-24. [16] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48, 4. [17] San Pablo VI, Homilía, 5 de enero de 1964. Notas del capítulo VII [1] San Gregorio Magno, Homilía 14, 3-6. [2] San Juan Crisóstomo, Diálogo sobre el sacerdocio, II, 1, Madrid, Ciudad Nueva, 2002. [3] Robert Sarah con Benedicto XVI, Desde lo más hondo de nuestros corazones, Madrid, Palabra, 2020. [4] San Juan Crisóstomo, Diálogo sobre el sacerdocio, VI, 2. [5] San Pedro Crisólogo, Sermón 108.

[6] Bernard Nodet, Jean-Marie Vianney, Curé de Ars, sa pensée, son coeur, París, éditions du Cerf, 2007. [7] Cfr. Pío XII, Exhortación apostólica Menti nostrae, 23 de septiembre de 1950. [8] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo de 1979. [9] San Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, § 30 y 31. [10] Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, § 12. [11] Benedicto XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies natalis del santo Cura de Ars, 19 de junio de 2009. [12] Robert Sarah con Benedicto XVI, Desde lo más hondo de nuestros corazones, op. cit. [13] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de 1979. [14] Cfr. Mons. Hugh Gilbert, Conferences monastiques sur l’Année liturgique, éditions de Solesmes, 2020. [15] San Juan Crisóstomo, De praecatione, 1. [16] Orígenes, Homilía sobre el Levítico. [17] Pío XII, Exhortación apostólica Menti nostrae, 23 de septiembre de 1950. [18] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo de 1979. [19] Guillaume de Tocco, Vita S. Thomae Aquinatis. [20] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, IIa, IIae, q. 188, a. 6. [21] San Juan Pablo II, Pastores gregis, § 12, 2003. [22] San Gregorio Nacianceno, Oración II, n. 71: PG 35, 479.

[23] Cfr. Bernard Poupard, Prends et lis. Les Pères de l’Ancien Testament, Jesús et nous. Libres lectures des Écritures, Cahiers de Clerlande nº 9, Ottignies, 2001, pp. 86-87. [24] Benedicto XVI, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el arzobispo Lefebvre, 10 de marzo de 2009. [25] San Agustín, Homilías sobre la primera carta de san Juan, 8. [26] San Juan Pablo II, op. cit., § 11. [27] Citado por Bernard Nodet, op. cit., pp. 99-102. [28] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, op. cit. [29] Cfr. Le discernement des esprits, obra anónima de un cartujo, París, Presse de la Renaissance, 2003, pp. 38-39. [30] Thomas Merton, El signo de Jonás, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2007, p. 29. [31] Cfr. In Sinu Jesu, lorsque le coeur parle au coeur, journal d’un prêtre en prière, op. cit., notas 5 y 26, pp. 66-67. [32] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, § 56, 58, 61. [33] León XIII (Supremi apostolatus y Adjutricem populi); san Pío X (Ad diem illum); Benedicto XV (Inter sodalicia); Pío XII (Ad Coeli Reginam) y Pablo VI (Profesión de fe de 30 de junio de 1968). [34] Cfr. Jean-Miguel Garrigues, “Marie dans le mystère du Christ et de l’Église”, Présentations des catéchèses mariales de Jean Paul II, SaintMaur, Parole et Silence, 1998. Notas del capítulo VIII [1] Cfr. Chantal Reynier, Michel Trimaille, op. cit., pp. 92-94. [2] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Madrid, Encuentro, 2011, p. 220.

[3] San Cipriano, Epístola 63. [4] Cfr. Paul Evdokimov, L’Amour fou de Dieu, París, Seuil, 1975, p. 35. [5] Cfr. Robert Sarah, Dios o nada, Madrid, Palabra, 2015. [6] Michel Hayek, Le Christ de l’Islam, París, Seuil, 1959, pp. 24-26. [7] San Teodoro el Estudita, Disertación sobre la adoración de la cruz, c. 2. [8] Bernard Nodet, op. cit., p. 179. [9] San Pedro Crisólogo, Sermón 108 sobre el sacrificio espiritual. [10] Cfr. François Varillon, op. cit., pp. 25-27. [11] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, Madrid, La Esfera de los Libros, 2007, pp. 403-404. [12] Amadou Hampaté Bâ, Vie et enseignement de Tierno Bokar, París, Seuil, 1980, pp. 46-47. [13] Cfr. Jean Laffitte, Livio Melina, Amor conyugal y vocación a la santidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1997. [14] Bernard Nodet, op. cit., p. 180. [15] San Juan de la cruz, Cántico espiritual A 35, 9. [16] Concilio de Trento, sesión V, Decretum de peccato originali. [17] Serge Thomas Bonino, “Coronavirus y teologías de la Providencia”, Nova et Vetera, enero-marzo de 2021. [18] Colecta del VII domingo después de Pentecostés en el misal romano de 1962. [19] Albert-Marie Crignon, “El gobierno divino y las retribuciones temporales”, Sedes Sapientiae, nº 153, septiembre de 2020. [20] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1508.

[21] Ibid., § 1509. [22] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1524. [23] Catecismo romano. [24] Palabras extraídas del Código de derecho canónico, can. 998 y 1004 § 1. [25] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1522. [26] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1520. [27] San Pablo VI, Audiencia de 8 de septiembre de 1971. [28] Joseph Ratzinger, “Dificultades en materia de fe en la Europa actual”, conferencia pronunciada en Laxenburg (Austria), 2 de mayo de 1989. [29] Roland Minnerath, Prólogo a Louis-Marie de Blignières, La mort et l’au-delà, DMM, 2018. [30] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, § 18. [31] San Pablo VI, op. cit. [32] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, c. 22, § 6. [33] Louis-Marie de Blignières, op. cit. [34] Joseph Ratzinger, “Dificultades en materia de fe en la Europa actual”, op. cit. [35] Santo Tomás de Aquino, Prólogo al Comentario a las sentencias. [36] San Agustín, Sermón 92, 3. [37] Catecismo de la Iglesia Católica, § 1523. [38] Jean-Philippe Revel, Traité des sacraments, VI. L’onction des malades. Rédemption de la chair par la chair, París, éditions du Cerf, 2009, p. 185.

[39] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, § 11. [40] San Ignacio de Antioquía, Carta a los romanos, VI-VII. Notas del capítulo IX [1] San Juan Pablo II, Christifideles laici, § 34, 1988. [2] Ibid. [3] II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, I, 1.2, 3 de octubre de 1999, L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 octubre 1999, p. 19. [4] San Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, § 9, 2003. [5] Cfr. Joseph Ratzinger, “Europa en la crisis de las culturas”, conferencia pronunciada en Subiaco, 1 de abril de 2005. [6] Cfr. Michel Schooyans, El precio humano de la mundialización, Texto disponible en www.Michel-Schooyans.org. [7] San Juan Pablo II, Evangelium vitae, § 22. [8] Eugène Ionesco, Antidotes, París, Gallimard, 1983. [9] Joseph Ratzinger, Fe y futuro, Salamanca, Sígueme, 1973. [10] Cfr. Pie Raymond Régamey, Portrait spirituel du chrétien, op. cit., p. 448. [11] Cfr. Michel Schooyans, El precio humano de la mundialización, op. cit. [12] Francisco, Soñemos juntos, Barcelona, Plaza & Janes, 2020. [13] Cfr. Pie Raymond Régamey, op. cit., p. 449. [14] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, § 40. [15] Cfr. Pie Raymond Régamey, op. cit., p. 500.

[16] San Agustín, Sermón 169, 18. [17] San Agustín, Comentario al evangelio de san Juan, 21, 8. [18] Isaac de Estella, Sermón 42 sobre la Ascensión. [19] Cfr. Chantal Reynier, Michel Trimaille, Les Épîtres de Paul, op. cit., pp. 162-164. [20] San Juan Pablo II, Christifideles laici, § 34. [21] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, § 88. [22] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo 50, 3-4. [23] Francisco, Evangelii gaudium, § 200. [24] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, Madrid, La Esfera de los libros, 2007, p. 58. [25] Benedicto XVI, Deus caritas est, § 31.