Cartas A Una Estudiante

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CARTA-PREFACIO

Como un castillo en la ar**"-» cuando le alcanza la marea, la sociedad industrial se desmorona ante nuestros ojos. No creemos ya en una cultura prometeica que pueda ex­ plotar los recursos ilimitados de la naturaleza y construir una civilización técnica. Ya no nos admira la imagen de una humanidad que escapa a la miseria por medio de su trabajo, arrastrada por una evolución ascendente que lleva hacia la abundancia y la libe­ ración de las necesidades. No nos preguntamos tampoco por el sentido de la historia, y nuestra misma moral no está ya regida por el respeto al padre y por la oposición entre el placer destructor y la espe­ ranza o el ahorro, fuentes de provecho y de alegría. La religión laica —capitalista o socialista— del progreso no aparece ya más que como la ideología de la que se sirven unas clases o unas élites dirigentes para imponer la acumula­ ción de capital. Henos aquí, por primera vez, en un mundo limitado, en una sociedad que no está ya al servicio de ninguna trascen­ dencia, ni religiosa, ni política ni económica, y que se revela

como parte de la naturaleza, y a la vez como productora de sí misma y de su cultura. Esta imagen nueva de la sociedad y del conocimiento está lo suficientemente desarrollada como para que sea inútil proseguir por más tiempo la polémica que combate los restos de un evolucionismo en descomposición. No ha sido al sociólogo a quien ha correspondido el papel principal en esta mutación cultural: es obra de todos aque­ llos a quienes puede reunirse bajo el nombre de antropólo­ gos, ya sean biólogos, lingüistas o etnólogos. Pero empieza ya a configurarse, en el interior de este nuevo diseño cultural, nuevas formas de organización social y de poder. La lógica de las grandes empresas, cada vez más multinacionales, se ha transformado: la capacidad de mane­ jar sistemas complejos, de programar decisiones y produccio­ nes, de preparar la innovación y de asegurar la comunicación rigs cada vez más ia eficacia y la potencia de las organizacio­ nes y de las burocracias. Estas están cada vez más ligadas al Estado y su campo de actividad se extiende cada vez más a los “ servicios” , a la producción, a la utilización y a la difusión de conocimientos y de otros tipos de información. Economistas y sociólogos nos dan una orientación menos torpe que en otros tiempos sobre el funcionamiento de esta nueva sociedad y sobre las nuevas formas de dominación que ésta impone al resto del mundo. Ahora bien: ¿cómo transformamos estas soluciones en respuestas políticas, en movimientos sociales o institucio­ nes? ; ¿cómo abordamos el tiempo y el espacio transforma­ dos, las nuevas formas de producción y de dominación?; ¿qué actores somos, qué problemas tratamos, qué formas de vida social generamos a través de nuestros conflictos, nues­ tras discusiones y nuestras negociaciones? Estas preguntas no pueden responderse del mismo modo que las que apuntaba al principio. Los actores y los movi­

mientos sociales se configuran lentamente. Al principio de toda sociedad somos actuados más de lo que actuamos. Somos gentes del pasado y fabricamos el futuro: estamos presos en la falsa consciencia y la ilusión. Nos enfrentamos, sobre to­ do, a situaciones que resulta difícil no identificar con el nue­ vo poder social que las domina, de modo que el escenario del presente parece extrañamente vado, ocupado por aparatos impersonales, macizos, dinámicos, indiferentes a la agita­ ción, a las quejas, a las invectivas de una multitud confusa o alocada. Y en esta confusión vivimos: los llamamientos desespera­ dos al equilibrio en un mundo que es testigo de cambios acelerados, el rechazo de formas sodales nuevas que parecen obra diabólica de los que detentan el poder, la proliferadón de utopías que llevan a la exaltación y a la decepción, o, en sentido contrario, los apoyos doctrinarios en el lenguaje y las categorías del pasado, tan codificados que tranquilizan, aun habiendo perdido su utilidad. Las utopías son el primer recurso frente a las disyuntivas y los conflictos sociales en formación, pero no pueden mante­ nerse en pie por mucho tiempo. En Francia la dirección ha estado en manos de un Estado con aspiraciones de grandeza, que ha gobernado con palabras, intei.' \^,ido proféticamente en el escenario mundial y man­ teniendo además los arcaísmos y los privilegios. Era natural que al monarca se opusiera el filósofo. Ahora que la gestión de la sociedad francesa es a la vez menos arcaica, menos vanidosa y más sumisa al dinero, el retroceso del absolutis­ mo debe presuponer el del espíritu doctrinario. Esa vuelta a la sociedad y a la política fue lo que se intentó en mayo dd 68. Sin embargo, al poco tiempo, la naturaleza del régimen y la crisis de la universidad sustituyeron la imaginadón por la ideología y la liberadón por el dogmatismo o

por el rechazo sin sentido. La reorganización política de la izquierda y la inquietante importancia de los nuevos conflic­ tos sociales nos devuelven a la realidad. Nuevas fuerzas dirigentes han tomado ya posiciones; ¿no viene siendo hora ya de que definamos cuáles son sus adversa­ rios y determinemos el terreno de los nuevos conflictos, pa­ sado ya el tiempo de huir hacia visiones tan extremas que más que encararse a intereses, actores y situaciones socialmente definidas, lo que hacen es denunciar el Mal? Veo en muchas actitudes subversivas demasiada afecta­ ción, y mucha indiferencia frente a las relaciones sociales y políticas en discursos en los que se gusta de invocar una u otra imagen del marxismo. Es necesario desprenderse del sosiego relajante que suponen las utopías y las profecías, —catastróficas o no—, y descender al movimiento, descon­ certante pero real, de las relaciones sociales. Yo no asisto a la agitación del mundo sentado en la roca de la ciencia ni subido al árbol de una ideología. Estoy inmer­ so en ella, forcejeo en su interior con esfuerzo y, a menudo, pierdo la esperanza de orientarme y de encontrar un punto de apoyo. Francia, que está todavía hundida en un arcaísfno mantenido por los privilegios y que, sin embargo, experi­ menta voluntariamente mutaciones aceleradas, es uno de los lugares en los que la confusión y la tensión son mayores últimamente. Vivimos divididos entre la tradición y la aventura. La univer­ sidad, lugar de transmisión de la herencia cultural y sede de la producción de conocimiento, resiste con dificultades las contradicciones que la desgarran. La sociología se ve someti­ da a la invasión de las ideologías y las utopías, de las doctri­ nas y la demanda del poder. Así pues, viviendo en Francia, perteneciendo al mundo universitario y siendo sociólogo de profesión, ¿cómo podría

escribir un tratado de la sociedad del futuro?, ¿no sería como andar sobre las aguas? Si te hubiera conocido cinco años antes te hubiera hablado del nacimiento de la sociedad postindustrial, de las mutacio­ nes culturales, de la transformación de los conflictos de clase. Son los temas que llenaron los libros que escribí en ese perío­ do. Pero me dirijo a ti en otra situación histórica: he visto morir en Chile a la Unidad Popular, he puesto mis esperan­ zas en la victoria de las izquierdas en Francia, he creído posible esa victoria. Conozco la gravedad de nuestros dese­ quilibrios económicos y me invade la fatiga por la descompo­ sición de la universidad. Pero lo que no te diré, es: seamos “ concretos” , pense­ mos únicamente en ganar las próximas elecciones o en domi­ nar las inflación. Incluso hoy, pasados los años de felicidad económica e ideológica, hay que reflexionar prioritariamente sobre cambios más profundos y más duraderos. Pero, en este momento, más que reflexionar, siento la necesidad de reac­ cionar. Ello es debido, quizás, a que las contradicciones y las ilusiones del período del que salimos han obligado a la mayo­ ría, y a mí en particular, a acallar y a reprimir muchas ideas y sentimientos; pero sucede, sobre todo, que no soporto la disyuntiva entre un “ realismo” a corto plazo y un subjeti­ vismo revolucionario preso en un dogmatismo destructor. He vivido dos situaciones extremas, mayo del 68 en Francia y septiembre del 73 en Chile, y su contradicción amenaza con destruirme: por un lado, el triunfo de la inventiva libertaria; por otro, el hundimiento, tanto económico como político, del socialismo en libertad. Algunos piensan que esta contra­ dicción no se resuelve más que creando un movimiento en revolución permanente. Quizá exista un lugar en el mundo en el que dicha solución tenga sentido; en Chile no lo tenía, y seguro que en las naciones más industrializadas tampoco. De

modo que habrá que buscar otras soluciones más allá de las absolutas, dejar de ignorar la interdependencia de la innova­ ción cultural con los movimientos sociales, la responsabilidad pclltica y la gestión económica. No te hablaré de un lugar y de un tiempo indeterminados. Miraré el objeto de la sociología desde abajo y no desde arriba; mis experiencias y mis sentimientos me guiarán. ¿Acaso no es necesario que, por lo menos una vez en la vida, el sociólogo se deshaga de sus intereses profesionales y dé la cara? Tengo que moverme a tientas, guiado por la única certi­ dumbre de la gran mutación, impaciente por ver como al llegar el alba las tropas se ponen en movimiento y los com­ bates se inician; pero, al mismo tiempo, me deshago a cada paso de un poco de lo que ha sido, hasta ahora, mi manera de pensar o mi carácter, de modo que, lejos de actuar como ur observador perentorio e inocente, siento el cambio como algo tanto más inteligible, cuanto más dolorosamente me hiere. Cuanto más me arrancan los choques mis viejas defini­ ciones, más siento robustecerse mi proyecto. Preso entre esta descomposición del pasado, y por consiguiente de mí mismo, y esta invención del presente, y de lo que será maña-. na la vida, paso sin cesar de la esperanza al desánimo. Es por es: por lo que no habría podido recapitular yo solo: ha sido nuestro encuentro el que me ha estimulado a ese esfuerzo. No es que tú seas más moderna o más joven que yo y me ense­ ñen el camino, sino que nuestras fuerzas y nuestras debilida­ des son complementarias: desarticulándome, puedo com­ prender el mundo que aparece; tú, en cambio, vives en él sin esfuerzo pero en él eres prisionera de los discursos y de las ideologías, ignoras ya la creación del universo en que respiras. Lamento que aquí estén sólo escritas mis palabras; las

tuyas las habrían equilibrado, pues traducían mucho más a menudo la manera de vivir y de estar con los demás, acen­ tuando también los problemas de las sociedades dependien­ tes. De ahí la impresión que tengo, al releerme, de conceder un lugar excesivo a los problemas políticos de nuestro país. Pero no lo lamento, puesto que es en el ambiente de la vida activa donde la preocupación política es, en general, más viva. Si viviera en otro lugar quizá hubiera pensado sobre todo en la transformación de la educación o de las ciudades. Pero aquí, mi falta de esperanza es demasiado cruel para poder concentrar mi reflexión en problemas profesionales o poder imaginar reformas sociales. En cambio, desde hace más de veinte años, mi existencia ha estado dominada constantemente por rechazos políticos. Rechazo activo de las absurdas y horribles guerras colonia­ les, rechazo en el mismo sentido del social-molletismo y de sus traiciones, pero rechazo también —y cuánto más impor­ tante— del gaullismo y, a la vez, del partido comunista. En un país en el que Malraux pudo pronunciar la escandalosa —pero verdadera— frase, “ entre los comunistas y nosotros no hay nada” , en ese país, no me quedaba otra alternativa, —si quería subsistir—, más que resistir en ese estrecho reduc­ to en el que meaban los dos grandes de la política francesa. Hoy, tras una derrota electoral que fue para mí amarga por­ que rompió la esperanza por fin revitalizada, quiero más que nunca profundizar en mi pregunta y alimentar mi confianza en el porvenir. Considero útil mi trabajo si puede contribuir, aunque sólo sea indirecta o débilmente, a la formación de un nuevo movimiento social y político, portador de las esperan­ zas, de las cóleras y de los intereses del presente y del futuro. Si yo fuera un animal político mi manera de pensar y de discutir sería otra, a la vez más limitada y más coherente.

Si me he quedado en el ámbito del análisis no ha sido por miedo a la discusión, sino porque había una absoluta necesi­ dad de que algunos exploradores, sin el encubrimiento de nadie, atacados por muchos, aislados y sin embargo cons­ cientes de estar en el meollo del devenir actual, se lanzaran hacia delante, fueran capaces de rechazar todas las facilidades de las ideologías, de sacrificar las vanidades y de buscar el árbol del que otros habían de comer el fruto. Yo, que dado mi carácter soy incapaz de convertirme en un hombre de aparato, que no puedo pretender ser un sabio y que me creo incapaz de hundirme en la rutina o la mundaneidad, qué otra cosa puedo hacer más que correr hacia delante, demasiado rápido y rezagado a la vez, desorientado, agotado, pero —por razones que no entiendo bien—, su­ friendo nuevos arranques de furia, entusiasmo, esperanza, que me hacen volver al torbellino del movimiento del que intento captar y unir algunos hilos. Te digo cómo veo mi esfuerzo; quizá me equivoco. Uno de mis profesores me decía, en una ocasión solemne, que yo no conseguía desembarazarme de mi adolescencia. Mi juven­ tud estuvo efectivamente marcada, más que por el placer y la confianza, por el trabajo, la inquietud y la insatisfacción. A todas las edades puede uno hacer calaveradas. Pero si hubiera aceptado ese juicio no habría conservado la copia de mis cartas. Creo, por el contrario, que hay que tener una mente siste­ mática, pues la explicación supone coherencia, y, a la vez, el alma inquieta; aceptar las dudas, las contradicciones y las vueltas atrás. ¿Cómo llevar las cosas, sino, por un laberinto? Lo que desconcierta a casi todos los que conocen las posi­ ciones que yo he defendido es que haya tomado partido más claramente que la mayoría por reivindicaciones y protestas a veces extremas y que haya defendido, al mismo tiempo, una

actividad profesional exigente. Esa doble actitud, que tan natural me parece a mí y que lo es también para algunos otros, me ha puesto en dificultades más de una vez, pues lo que más a menudo hemos vivido han sido rupturas que han conducido a huidas, más que conflictos que hayan llevado a contraproyectos. Hay que olvidar esas situaciones intolerables porque, a pesar de todas las escapatorias y de todas las derrotas, llega­ mos a un punto en el que se hace a la vez urgente y posible comprender la sociedad. La sociología es por naturaleza uno de los últimos ámbitos del conocimiento en transformarse, pues para que ella descifre el decorado hace falta que los actores hayan entrado ya en escena. Hoy nos toca hablar a nosotros. No pongo orden, pues, en estas cartas; no considero útil tampoco recordar las ocasiones o los acontecimientos que me llevaron ciertos días a hablarte de política, de sociología o de la condición femenina. Deseo que encuentres, releyendo estas páginas, más allá de lo que dicen, el trabajo que las ha producido, y que me ha permitido producirme a mí mismo. Chatenay-Malabry, 29 de octubre de 1974.

Vuelta a la política: el necesario salto adelante; cómo lograr la revolución postindustrial. Hay que volver de nuevo a la política. Hemos olvidado casi su existencia. Durante años, los de la reconstrucción y del desarrollo industrial, la izquierda se vió paralizada por la guerra fría, por la brecha que separó a socialistas y comunis­ tas. Más recientemente, tras la conmoción del 68, la econo­ mía francesa, cada vez más implicada en los intercambios internacionales, ha sufrido un rápido desarrollo y ha sido criticada más moralmente que políticamente. Por todas par­ tes, se oía hablar de necesidades o de deseos, de consumo o de cultura, en un tono que quizás a veces tenía un deje ultraizquierdista, pero que rápidamente caía en temas comer­ ciales. Brillante movimiento de ideas, crítica acerba de las viejas costumbres, pero siempre cómodamente asentados en el hueco del poder económico y político existente, aceptado como un estado de cosas que, aunque enojoso, era inaccesi­ ble a todo ataque. Todo parecía querer evitar el análisis de nuestra sociedad. Se era más sensible al sacrificio del Che que a la parte de explotación del tercer mundo que permitía nuestra propia prosperidad. Se hablaba más a menudo de discursos o de imágenes que de poder o de producción.

Algunos llegaron incluso a pedir la detención del creci­ miento, al modo del comensal ya harto que aparta los platos demasiado repletos. Mundo de ilusiones y de irresponsabilidad, más propia de los juegos de palabras que de las luchas sociales. Despertemos. No para olvidar los sueños confusos de no­ ches iluminadas a la luz de miles de hogueras, sino para intentar comprender el devenir de nuestra sociedad. Sólo a partir de ahí adquieren sentido e importancia las utopías y las anticipaciones de años recientes. Lo que sí nos alumbrará ahora serán sus grandes ideas: el llamamiento a los movi­ mientos sociales de base, la voluntad de cuestionar el modelo de gestión tecnocrático, ya esté mezclado con el capitalismo o con el socialismo de Estado, y la crítica del modo de reproduc­ ción del orden tanto como del modo de producción de la dominación social y económica. Pero lo que ha fallado en casi todas estas visiones críticas es la falta de confianza en el porvenir, la falta de perspectiva de la mutación necesaria. Y quiero convencerte de esta nece­ sidad, y también de la locura que supone hablar de reivindi­ caciones y de luchas sociales sin asociarlas estrechamente a la difícil creación de un nuevo modelo de producción. Considero útil la crítica que hace el pensamiento marxista de las vagas disquisiciones sobre la sociedad de consumo o sobre la espontaneidad, sobre la crisis de civilización o sobre la revolución cultural de Occidente. Es cierto que acabamos de vivir un período de expansión inaudito que ha aumentado el consumo interior tanto más fácilmente, cuanto que éste se veía acelerado por los bajos precios impuestos a los suminis­ tradores de materias primas. Algunas de nuestras sociedades industrializadas corren el riesgo de dejarse llevar por el hedo­ nismo del “ capitalismo maduro” , pero ello las hundiría rá­ pidamente.

Ya es hora de volver a lo esencial: a la aparición de nuevas formas de producción y de dominación económica, a la in­ clusión de nuevos ámbitos de la vida social en el campo de las luchas de clase y, aún más urgentemente, a la transfor­ mación de la acción de la sociedad sobre sí misma y de la imagen que de ella se imprime. Nunca me he acostumbrado a poner en primer plano los problemas llamados de cultura o de consumo ni a dar más importancia a la exclusión que a la dominación. Nunca he pretendido que se me considerara un marxista, pero me siento solidario de toda orientación que sitúe la producción en el centro de la realidad social. Me doy cuenta que las razones que me mueven a hablar así no son razones intelectuales. Pero, sea cual sea la moti­ vación que me mueva a desear entender los temas izquierdis­ tas, quiero volver en seguida a lo esencial: a los problemas de una sociedad que ha multiplicado sus medios de produc­ ción, sus inversiones y sus descubrimientos aumentando con ello la fuerza del poder o de los poderes centrales. Sí, de ahí es de donde hay que partir. No de la liberación indetermina­ da de las coerciones, ni de la vuelta a la espontaneidad, a la fiesta, a la comunidad y al equilibrio, sino del gran salto adelante, difícil de conseguir, hacia un nuevo tipo de produc­ ción y de organización, que suponga también, y en primer lugar, un nuevo modo de poder y de luchas sociales. Algu­ nos países conseguirán ese cambio de sociedad sin ruptura. La industria simple emigrará poco a poco hacia los países en desarrollo, como el Brasil, México o los países árabes, mien­ tras que los grandes países ya industrializados saldrán de la era del maqumismo y entrarán en la de la informática. De­ jando atrás el mundo del obrero y del ingeniero, esos países entrarán en el del gestor y el emisor-receptor. No obstante, si bien los Estados Unidos y Alemania han adquirido ya una

riqueza y una estabilidad suficientes para transformarse sin rupturas, ¿puede decirse lo mismo de los demás países indus­ triales? Dejo de lado a la URSS, ligada a modelos sociales arcaicos pero, por otra parte, con una capacidad excepcional de movilizarse para el desarrollo científico y técnico. Fijémonos en la Europa occidental: si no puede construir su unidad, ¿no es acaso porque sus diferentes países abor­ dan la revolución postindustrial en condiciones casi tan desi­ guales como las de Inglaterra, Francia o Austria en el mo­ mento de la revolución industrial, a principios del siglo XIX? Italia está desgarrada entre su modernización económica y su arcaísmo cultural; entre una y otro se descompone y se corrompe el sistema político. Inglaterra se liberará quizás un día del peso de su capitalismo financiero y de su obrerismo defensivo. Francia se ha visto movilizada por su Estado para conseguir su desarrollo industrial; sin embargo, esa moder­ nización autoritaria se ha apoyado políticamente en los secto­ res más arcaicos de la población, como en Italia. De ahí el mantenimiento o el reforzamiento de los privilegios y, en el lado opuesto, una enorme masa de salarios muy bajos y un conservadurismo social y cultural cada vez más próximo a una actitud represiva. De ahí también el agotamiento de un modo de desarrollo tecnoburocrático cuyos errores de inver­ sión son costosos y espectaculares. ¿Cómo pensar que un país así vaya a conseguir esa muta­ ción sin desbarajustes y que ésta vaya a estar protagonizada por una élite social y política que se modifique poco a poco, sin ruptura ni crisis grave? Estoy convencido de que Francia, como, por otras razones, varios de los grandes países de Europa occidental, va a jugarse todo su futuro en los próxi­ mos años. Francia no va a modernizarse sin sacudidas. Es preciso que se desprenda del antiguo régimen ya agotado, que sea arrastrada hacia la modernidad por las luchas popula-

res. Pero en esa aventura tanto puede perderlo todo, descom­ ponerse, hundirse, como conseguirlo todo y asentarse, a la fuerza, en este nuevo tipo de sociedad que será el de las naciones ricas y poderosas. Mi preocupación —que querría hacerte compartir— es ésta: ¿cómo conseguir el salto ade­ lante, cómo lanzarse a la ruptura social y construir una eco­ nomía nueva?; ¿cómo construir una democracia socialista, es decir, más concretamente, cómo lograr las formas de li­ bertad y de oposición que corresponden a una sociedad domi­ nada por los grandes aparatos burocráticos privados y públi­ cos, de producción, de gestión y de manipulación? La crea­ ción y la gestión de nuevas formas de producción es siempre obra de una clase dirigente. Por qué proponer una imagen comunitaria de la sociedad, si tal imagen no corresponde más que a sociedades sin desarrollo, en equilibrio, lo que no corresponde a nuestra situación presente, de competencia internacional, de progreso técnico y de exigencia respecto al mejoramiento del nivel de vida; sí, la entrada en la sociedad postindustrial será el triunfo de una élite dirigente tecnocrática. Pero asistirá también al desencadenamiento de nuevos movimientos sociales, vueltos tanto contra los antiguos amos como contra los nuevos. Una nueva burguesía, unos nuevos sans-culottes. De esas nuevas clases antagónicas hablaremos más exten­ samente otro día. Prefiero ir directamente a lo esencial, es decir, encarar los dos problemas que dominan nuestro pre­ sente y nuestro futuro. En primer lugar: ¿cómo se aliarán esas fuerzas para tomar el poder?; en segundo lugar: ¿qué relaciones establecerán entre ellas? La respuesta a la primera pregunta parece fácil de adivi­ nar: dirigentes modemizadores y movimientos de protesta popular se apoyarán y se apoyan tanto por su común oposi­ ción al arcaísmo de las instituciones y de la organización

social y cultural como por la necesidad de responder al ‘ ‘desa­ fío” impuesto por el resto del mundo, trátese de los países con los que se compite o de los suministradores de materias primas y de energía. Francia está todavía agobiada por arcaís­ mos, y la derecha que está en el poder los mantiene, puesto que sus apoyos políticos se nutren en las categorías arcaicas. Francia está dominada por el dinero, y no digo sólo por el capitalismo, sino por los duros: ¿cuántas viviendas se com­ pran para invertir dinero, mientras son patentes las necesida­ des insatisfechas? La especulación, el fraude fiscal y las ren­ tas de situación son fuentes superabundantes de beneficios ilícitos o excesivos. La diferencia entre ricos y pobres es inmensa. La opulencia de algunos es ofensiva. Ese viejo mun­ do del dinero, marginal con respecto a la producción, insuita a los asalariados que se reparten una parte de la renta nacio­ nal menor que en muchos países industrializados. Atrapado en sus principios y en su burocracia, el Estado protege las desigualdades. La escuela es ahora objeto de ataques desde todas partes y ciertas opciones de inversiones del sector pú­ blico han resultado ser catastróficas. Campesinos acomodados que no pagan impuestos, ricos comerciantes que se amparan en las desgracias de sus colegas de las zonas en despoblación, funcionarios demasiado segu­ ros de sus reglas y de sus principios, gentes de negocios y de dinero de toda calaña, indiferentes a la industrialización; ésos son los apoyos podridos de un mundo que no puede engendrar una sociedad postindustrial. La lucha contra el pasado apunta también, y más profundamente, contra las injusticias, contra las infernales cadencias que hacen que sean los trabajadores quienes lleven el peso de una producti­ vidad mejor, contra el autoritarismo de los jefecillos, contra la patronal de derecho divino y el despido masivo de los delegados y de los representantes sindicales, contra el mante­

nimiento anormal de salarios bajos, contra la miseria de los trabajadores y el racismo de que son objeto los inmigrados. ¿No es suficiente todo eso para que se forme una inmensa corriente a la vez contestataria y modemizadora? De todos modos, tiene que existir una voluntad de organizar esa co­ rriente, en vez de contentarse con enfrentar los pequeños a los grandes y de dejarse llevar por un electoraüsmo corto de vista y además fuera de lugar, puesto que naturalmente las viejas clases medias se opondrán a una transformación social que afecta inevitablemente a sus ventajas y privilegios. Esa coalición ya ha sido intentada por la derecha. ¿No es ése el espíritu de la nueva sociedad a la que un inteligente reformador, Jacques Delors, ha unido su nombre? ¿Cómo ignorar, sin embargo, la impotencia de esa corriente, que no habría visto hincharse sus fuerzas sin el movimiento de mayo y que no puede vencer negando la coalición de las fuerzas conservadoras o reaccionarias, sin las que la derecha no puede retener el poder? La derecha ha dirigido la modernización mientras el Esta­ do ha sido su principal agente. Hoy las grandes empresas hablan de industrialización con más fuerza, pero tienen nece­ sidad de apoyos políticos, y los encuentran en un post-gaullismo que, al ceder a las presiones de su clientela arcaica, perjudica los intereses de la industrialización. Es posible que el difícil período que se abre ante nosotros dé nuevas fuerzas a la derecha. A corto plazo, así lo creo. Los franceses temen sobre todo el paro, y, en medio de una fuerte inflación, aceptarán durante algunos meses el bloqueo de su nivel de vida. Pero esa paciencia no sobrevivirá a las dificultades. Las desigualdades sociales aumentaran y provo­ carán nuevos descontentos. Ignoro el futuro político de Fran­ cia. Ha ganado la derecha. Pero una victoria de la izquierda no me parece tan lejana y es, sobre todo, necesaria. En todo

caso, ésa es la perspectiva en la que me sitúo, pues sólo la izquierda puede conseguir el salto adelante. Sin embargo, no es seguro que pueda. En primer lugar, es preciso que no ceda ante las facilida­ des de la redistribución simple y de las ideologías inmovilizadoras. A continuación, y por encima de todo, es preciso que sepa conciliar dos órdenes de tareas que manifiestan una ten­ sión recíproca. El desarrollo se basa siempre por un lado en un progreso de la acumulación y de las inversiones y, por otro, en un salto que supere la movilización social. Los regímenes revolucionarios los unen estrechamente, pero esa unión, que efectivamente asegura el crecimiento, supone el poder absoluto de un partido, de un jefe, de un aparato de Estado. Esa situación y esa solución suponen que la transforma­ ción social vaya ligada a una profunda descomposición de las instituciones: derrota, guerra, crisis económica. Nosotros estamos lejos de una tal situación histórica, y nada hay más peligroso que soñar la revolución en una coyuntura que no es revolucionaria, en el sentido concreto del término. Tomemos como referencia la existencia de instituciones libres. Ello descarta la solución revolucionaria, pero no su antítesis, la absorción de las fuerzas de transformación por las reivindicaciones y las luchas defensivas. En Francia mu­ chas categorías querrían votar a las izquierdas porque están descontentas, porque se sienten desfavorecidas. Sólo que un movimiento de izquierdas se impusiese como finalidad prin­ cipal el satisfacerlas, generaría rápidamente el bloqueo total. No existe más que una solución, cuyas formas, sin embar­ go, pueden variar; la separación de las fuerzas de oposición popular y de la élite modemizadora, es decir, de la democra­ cia socialista: movimientos sociales de base que provoquen la mutación de inmensos sectores de la vida social y cultural frente a un aparato de gestión ampliamente público. Entre

uno y otros, instituciones representativas tan diversificadas y descentralizadas como sea posible. Yo creo en la necesidad de una élite dirigente “ fría” , es decir, no ideológica, de un aparato estatal de gestión, de planificación, animado por la convicción de que hay que derribar a la burguesía del pasado y de que no hay desarrollo sin un levantamiento masivo de la movilización social. Frente a esa élite dirigente “ fría” , unos movimientos de base “ calientes' ’ hasta quemar, que no sean ni las corrientes de transmisión de fuerzas políticas ni su materia prima, sino fuerzas sociales capaces de tomar a su cargo ámbitos enteros de la vida social. Su consigna debe ser la autogestión, admi­ tiendo que ésta no tiene sentido más que si encarna la nueva forma de reivindicación y de conflicto, si es una fuerza de oposición general y no de autogobierno corporativo o peque­ ño burgués. He sido acusado simultáneamente de ser un tecnócrata y de ser un izquierdista. No soy ni una cosa ni otra pero proclamo abiertamente que en Francia y en otros países análogos los principales actores del desarrollo serán los tecnócratas y los izquierdistas. Hay que descartar de una vez por todas la imagen de la movilización popular bajo la direc­ ción de un gobierno ideólogo. No corresponde más que al Terror, a la desaparición de las instituciones representativas. Europa no presenta ningún indicio que anuncie una crisis suficientemente profunda como para subvertir esas institu­ ciones. Descartar esta imagen implica reconocer también el papel central de los movimientos sociales de base, de la ini­ ciativa popular. Es proclamar también que el Estado no debe ya dirigir la sociedad, sino que lo que debe hacer es asegurar el crecimiento económico y los equilibrios que éste supone. Esta es la razón por la que realmente separo el Estado y el sistema político, pues deseo una inmensa ampliación de las instituciones políticas a nivel local y regional, lo mismo que

a nivel nacional en las empresas, escuelas y ciudades, así como en el ámbito de la política general. Los movimientos populares, en cuanto desbordan las facilidades de las utopías, echan abajo los privilegios y las barreras; el Estado gestor, por su parte, debe comprender que la condición primordial para entrar en una economía nueva, basada en todas las formas de comunicación y no únicamente en las técnicas de fabricación, es la de una mayor movilización social y cultural. ¡Qué lejos estamos, sin embargo, de tener consciencia de nuestros problemas y de nuestras posibilidades! El subjeti­ vismo izquierdista despliega sus complacencias; frente a él, el partido comunista está a la vez atado a una imagen de la sociedad ya caduca y definitivamente incómodo por la falta de poder absoluto. Pero me parece que en los medios políti­ cos, sindicales y administrativos se siente la necesidad de análisis renovados, libres a la vez de las fastidiosas repeticio­ nes y del terrorismo verbal. Debemos apresurarnos a reflexionar y a hablar. Nosotros, las gentes de los frágiles países europeos, no tendremos exis­ tencia histórica más que si nos lanzamos a esa marcha hacia la democracia socialista. Los países del Este han trazado a menudo el camino, pero están sometidos a una dominación tanto nacional como extranjera demasiado fuerte como para poder avanzar por ella, que es la vía que, tanto para ellos como para nosotros, se impone. Nuestro es, pues, el mo­ mento para lanzamos adelante y progresar, para inventar, para ser algo distinto de una dependencia del imperio ameri­ cano, como la Grecia del imperio romano. No soporto quedar encerrado en un papel marginal, verme privado de nuevas prácticas. Nuestra vida intelectual está ya marcada por esa marginalidad. Más que prácticas de ... pro­ duce discursos sobre ... De ahí el star-system, el reino de los filósofos, el menosprecio de que son objeto las ciencias expe­

rimentales, las ciencias sociales. Yo admiro como cualquiera a los grandes intelectuales de este país cuando inventan nue­ vas prácticas de investigación y descubren aspectos ocultos de la vida de las sociedades, como lo hacen, en ámbitos alejados uno de otro, Claude Lévi-Strauss o Michel Foucault. ¿Cómo ignorar, sin embargo, en torno a esos esfuerzos demasiado solitarios, la desesperación de una actividad inte­ lectual que no se siente ni reconocida ni llamada por la socie­ dad, que ha perdido la esperanza de ir asociada al progreso? Quizá mi cólera y mi amargura vienen demasiado tarde, y tenemos que contentarnos con ser brillantes cabezas, con la demanda que durante algún tiempo podamos aún tener en los mercados extranjeros. Pero yo no me decido. Si noasumimos otro papel, más nos vale emigrar que hacer de imitado­ res o de exégetas. Pero yo no creo en la fatalidad de esa opción. Tengo esperanza en los recursos de una sociedad vigorosa, que va a librarse de las trabas que le han sido impuestas por el conservadurismo social. Quiero trabajar pa­ ra engendrar la consciencia de que un cambio, un progreso, la entrada en el futuro, son posibles. Ese trabajo es apre­ miante y debe llevarse en todas direcciones, pues la sociedad francesa huye de sí misma, se complace demasiado en el preciosismo, la retórica revolucionaria o la mediocridad de­ fensiva. Las luchas sociales y culturales indican ya la forma­ ción de nuevas imágenes de las relaciones sociales y de las condiciones de desarrollo. ¿Para qué somos sociólogos, si no es para ayudar a las sociedades a actuar, a hacer su historia, en vez de verse arrastradas hacia la alienación, la sumisión o la inconsciencia?.

Entender el cambio, la urgencia Hemos llegado a un punto extremo en el que las compo­ nentes de la vida social se disocian. Desde hace diez o quince años nuestras prácticas económicas y culturales se han ido descomponiendo. Las ciudades son nuevas, el capitalismo se ha concentrado, organizado y desarrollado, la juventud ha introducido nuevas conductas y existen pensadores que em­ piezan a hacernos razonar sobre problemas nuevos y de una manera imprevista. En cambio, la organización del Estado y de su administra­ ción, incluidas sus escuelas, y por lo tanto las relaciones de autoridad, tanto en el sector privado como en el público, siguen siendo de un raro arcaísmo, y solo pierden rigidez para descomponerse. Finalmente, las ideologías y las doctrinas, la consciencia de los actores, siguen, del modo más extraño, insensibles al cambio. Parece como si las nociones se resistieran ante el asalto de la práctica. De ahí la debilidad de las ciencias socia­ les, —que no es una exclusiva de Francia—, y la seguridad con que los dogmatismos proclaman su coherencia, indiferen­ tes a la observación y a la imaginación.

En la vida intelectual se mezclan lo más viejo y lo más nuevo, empleando a veces las mismas palabras, multiplican­ do así las confusiones y malentendidos y despistando a la mayoría, que se deja arrastrar por el torbellino de las pala­ bras y la tentación de los catecismos. Es normal que así sea, pero extraigamos consecuencias; tomemos distancia, o, más bien, salgamos de ese mundo verbal, para aproximamos a la sociedad y a los actores sociales. Después de la guerra, los inicios de la sociología vinieron marcados por el gusto por las encuestas y el trabajo de cam­ po. Pasados unos años, estaba bien hacer un alto y criticar, pero tenía que haber una voluntad de inventar nuevas prác­ ticas. En las crisis intelectuales hay una riqueza de renova­ ción, pero la falta de dirección intelectual también lleva a que muchos se pierdan. Abogo, pues, por que los sociólogos se interesen de nuevo por los “ problemas sociales” , por lo que una colectividad percibe como significativo en su expe­ riencia: las grandes empresas multinacionales o la política urbana, los movimientos de mujeres o la situación de los trabajadores extranjeros. Y lo que produzca ese interés por la práctica social, ¿qué otra cosa va a ser más que la preocupa­ ción por la acción política, la voluntad de dar por fin forma política a tantos nuevos temas sociales y culturales apareci­ dos poco a poco, aquí y allí, y que piden convertirse a su vez en prácticas políticas? Ha pasado ya el momento de rechazar el orden social en bloque, de denunciarlo como espectáculo o como ideología y de oponerle utopías y profecías; es preciso conocer y analizar las relaciones sociales reales, los intereses que entran en juego, los conflictos y las instituciones y las transformaciones del poder y de la oposición, y esa labor debe ir pareja con exigencias teóricas cada vez mayores, sin las cuales el análisis de la sociedad cae en la ideología. Me

conoces lo suficiente como para saber que para mí eso será siempre lo esencial. Hoy ser sociólogo significa reflexionar sobre las condicio­ nes de existencia de una sociedad nueva, sobre el modo como crisis y ruptura, por un lado, y conflictos sociales, por otro, pueden ligarse a la construcción de una nueva organización social y cultural. Soñar con un tipo ideal de sociedad olvidan­ do los desgarrones y desmoronamientos que se avecinan ca­ rece de sentido. Lanzarse por entero a la ruptura y a la expresión de reivindicaciones nuevas sin plantearse la cons­ trucción de una sociedad que, aunque con diversidades e inestable, pueda definir las grandes directrices de la vida social y cultural, ¿qué otra cosa es sino dejarse llevar por el torrente de los acontecimientos? No te digo que subordines el análisis sociológico al compromiso político, pero el sentido de la coyuntura política y la preocupación por el análisis teórico están ligados y, tanto uno como otro, se oponen a la ideología que somete el pensamiento a los intereses del actor o a la doctrina que parece desprenderse de esos intere­ ses para imponer un orden intelectual al servicio de un po­ der. El historiador o el etnólogo entran en su ámbito del conocimiento alejándose de su propia experiencia. En el tiempo o en el espacio, viajan y se extranjerizan. Es dudoso que se liberen completamente de las categorías de su propia cultura, pero pueden evitar el etnocentrismo o los juicios anacrónicos. El sociólogo estudia la sociedad en la que vive. No puede alejarse de ella, en ella está encerrado. Es preciso, pues, que en vez de distanciarse, se aproxime tanto, que la unidad aparente, el orden de las prácticas y la expresión de esa sociedad se quiebren y estallen, hasta que todo parezca acontecimiento y las orientaciones culturales, al igual que los conflictos sociales, aparezcan más allá de las institucio­ nes, de las organizaciones y de los mecanismos de reproduc-

rión. Librarse de las interpretaciones y de las categorías de la práctica social, de todo lo que confunde el análisis de un conjunto de relaciones sociales con el punto de vista, los intereses y las opiniones de un actor, sea el que sea, pero sobre todo si tiene el poder o intenta hacerse con él: ése es el papel y la utilidad del sociólogo. Por tanto, para despren­ derse de las interpretaciones, de las costumbres y de las doctrinas y para percibir, en el desorden y la confusión, lo que entra en juego en las relaciones sociales y la naturaleza de éstas, es preciso que el sociólogo viva en la angustia del acontecimiento. Hoy en día el joven sociólogo puede defenderse con todas sus fuerzas contra la tempestad, puede refugiarse en un len­ guaje ya hecho o, simplemente, en la tranquilidad de una vida de estudio mejor o peor protegida de la presión del trabajo de los demás. Hay que saber que ese rechazo no es posible más que encerrándose en el artificio y en la descomposición, ya que las comodidades de un profesionalismo sin perspectiva nos están vedadas. Tú empiezas tus estudios o lo que así suele llamarse. An­ tes de terminar el acontecimiento se te habrá impuesto. Vie­ ne la crisis, y ésta significará a la vez levantamiento, libera­ ción, esperanza y descomposición, confusión y miedo. Pre­ párate para pasar del lado de la innovación y de la lucha y no del lado de la defensiva y de la descomposición. Lo que infunde hoy ánimo es que se hace posible una nueva democracia más completa y más directa que aquéllas por las que han combatido las pasadas generaciones. Durante mucho tiempo esa palabra no ha designado más que la gene­ ralización de los derechos políticos, la aparición de represen­ tantes de los electores. Los problemas del Estado y de las instituciones han sido a la vez un camino hacia los problemas sociales y un obstáculo para su expresión directa. La sociedad

ha añadido al tema de la democracia política el de la democracia social. El capitalismo ha hecho aparecer, más que representantes, delegados próximos a su base social y dispuestos ya a reivindicar para el propio movimiento social el derecho a intervenir en la gestión de la sociedad. En con­ junto, sin embargo, el movimiento obrero ha permanecido subordinado a los agentes políticos, reformistas o revolucio­ narios. Ahora vivimos en una sociedad que ha conquistado tal poder para transformarse, que socava tan en profundidad su herencia económica, social y cultural, que se parece a nues­ tras ciudades con el desbarajuste de las obras, despanzurra­ das, modernizadas y a la vez sujetas más completamente a la lógica del beneficio. A esa acción casi ilimitada de la sociedad sobre sí misma responde la formación de movimientos socia­ les que ponen en cuestión todos los aspectos de la domina­ ción y del orden social, que militan por una revolución cul­ tural, en todo su sentido, puesto que cuanto más se produce una sociedad a sí misma, más importancia cobra en los con­ flictos sociales su cultura, su modo de organización y su experiencia, y no tanto tal o cual sector de la organización social. Los movimientos de base dejan de ser la materia pri­ ma de los partidos políticos, tienen capacidad política de un modo cada vez más directo y se proponen la autogestión. El momento en el que la sociedad se muestra al desnudo, libre de los grandes principios, de los valores, de los discur­ sos morales y de las filosofías políticas, en el que las luchas sociales y la creatividad cultural pasan a ser en el escenario histórico los actores principales, ¿no es también nuestro mo­ mento, el de los sociólogos, a quienes corresponde una im­ portancia y una responsabilidad que no podrá serles negada por mucho tiempo, ni siquiera en la universidad? El sociólo­ go ni forma parte del establishment universitario ni está en­ industrial

tre los consejeros reales; debe poner su libertad y sus impa­ ciencias al servicio de un análisis de la crisis. Te escribo a ti y no a aquéllos o aquéllas con quienes hemos pasado esa extraña semana de “ encuentro” en la que, con motivo de los acontecimientos de Chile y a partir de ellos, hemos discutido sobre nuestra situación política, sobre nuestro trabajo de sociólogos, sobre la crisis universitaria y sobre tantos temas diversos. Es porque en ti he encontrado una gran fuerza, que te impele a actuar y a definir las metas y los medios de una sociedad posible y deseable, al mismo tiempo que una mentalidad abierta, sensible, desconfiada frente a fórmulas relucientes. Tuve primero ganas de prolongar estas discusiones escri­ biendo a M., que me impresionaba mucho más que tú, por su agresiva seguridad, su facilidad para manejarse en discu­ siones doctrinales, en las que yo me siento siempre incómo­ do. Es a ti, sin embargo, a quien siento necesidad de escribir, porque eres de una juventud más comprometida en el fluir de la vida. Te escribo porque estás en un punto de equilibrio inestable, y yo quiero, claramente, inclinarte hacia uno de los lados. Los estudiantes que tienen preocupaciones a la vez intelec­ tuales y políticas se ven conducidos, o bien hacia una ideolo­ gía al servicio de las empresas, de los gobiernos, de los parti­ dos o de los sindicatos de izquierda, o bien hacia un trabajo profesional creador. Al reaccionar cada día contra la universidad y la mayoría de estudiantes que encuentras, afirmas violentamente los de* rechos de la ideología y te niegas a reconocer la autonomía del conocimiento. Quieres estar al servicio de los movimien­ tos revolucionarios. Mil veces de acuerdo; pero esas palabras no son suficientemente claras. Pienso en antiguos estudiantes de Frankfurt a quienes conocí bien; todos habían sido mili- j

tantes políticos. Algunos habían pasado a ser ideólogos mar­ ginales, tanto política como intelectualmente; otros consti­ tuían lo mejor de la nueva sociología alemana, crítica y seria a la vez. Lo que hay que evitar por encima de todo es el estilo revolucionario de los “ jacobinos” de la Comuna. ¡Qué bien entiendo la cólera y el desprecio de Marx hacia ellos! Contra mí tú multiplicas las consignas; aparentas ence­ rrarte en un discurso doctrinario. Yo, sin embargo, seguiré hablando contigo y escribiéndote, porque tengo razón y no quiero perderte y encontrarme entonces sin defensa ante las fláccidas tentaciones del liberalismo universitario. Te escribo también porque eres medio extranjera y puedo permitirme la sensación de enviar mis cartas a la lejana Sici­ lia, donde naciste, sin estar a la espera de tu respuesta. Extraña situación la de quien enseña: viviendo entre estu­ diantes e investigadores, se ve por su misma profesión, apar­ tado de ellos. Pasados algunos años siente uno la necesidad de apartarse de ese ambiente y de su incesante zumbido, para encontrar de nuevo un intercambio personal, al margen del trabajo pero alimentado por él. Me horroriza el profesor que habla con su corrillo de estudiantes, y lo mismo el que hace el juego de la camaradería para olvidar sus veinte años de más. Realmente, la enseñanza es lo contrario de la comuni­ cación personal. Y debe ser así, pues enseñar es ser interme­ diario entre el estudiante y el conocimiento, intermediario unas veces discreto, otras entusiasta y otras autoritario, pero siempre destinado a desaparecer. Por eso, fuera de la ense­ ñanza, el que es profesor busca una relación personal con aquel alumno que no es ya un estudiante, sino un continua­ dor y un compañero de trabajo, o la busca con un amigo con Quien poder hablar de su vida intelectual. Contigo es con quien yo querría hablar.

La izquierda gubernamental y la oposición de izquierdas; el lugar del partido socialista. Evitar la desmembración. Lo que van a ser los movimientos sociales de oposición es algo que ya empezamos a ver. Desde mayo de 1968 han entrado en nuestra vida temas y modos de acción que ya no se perderán. Por primera vez, sabemos que hay movimientos de base que pueden ser mucho más que materiales para una acción política, que son capaces de regirse por sí mismos y de intervenir de forma independiente en la vida política. Ve­ mos también que la movilización social no queda limitada a un ámbito privilegiado, como en otro tiempo el de los dere­ chos políticos y más recientemente el de las condiciones de trabajo, sino que todo va quedando marcado por un signo de clase y pasa con ello a ser posible objeto de conflicto, trátese de prácticas de la vida cotidiana, de conductos culturales o de formas de organización económica. En mayo del 68 el movimiento no tenía salida política. Lo importante era por tanto reconocer su realidad y su fecundi­ dad. Del mismo modo, hoy, tras el golpe de Estado chileno, lo esencial es reconocer que la Unidad popular fue deposita­ ría de las esperanzas de la consciencia de clase del pueblo chileno.

Nada debe imponerse jamás en contra de los movimientos sociales populares. Pueden enfrentarse en la catástrofe o per­ derse en la mediocridad y pueden renegar de sí mismos en el autoritarismo. Sin embargo, no hay nada, nunca hay nada que justifique que se tome el partido de sus adversarios. La dictadura staliniana fue horrible; ¿a quién se le ocurre, con todo, añorar el imperio de los zares? Por otro lado, nada puede justificar que se tome el partido de los carros rusos contra el de la Primavera de Praga. Como sociólogo, nunca dejaré de proclamar que los problemas de la sociedad están por encima de los del Estado. Por eso, porque lo están, en los países en los que existen las libertades políticas, la capacidad de movilización de lo que se ha llamado la nueva izquierda o los izquierdistas pasa a ser mayor que la de los comunistas. El papel del partido comunista, cuya representación de la sociedad y de la acción social no corresponde ya a la organi­ zación social y a las relaciones de clase actuales, es el de dar una expresión política, una influencia política a la mayoría de los trabajadores manuales. ¿Cómo no reconocer la necesida de recuperar el retraso que lleva en ese terreno Francia, en comparación con los países en los que la clase obrera vota a la socialdemocracia? Pero el partido comunista no es la socialdemocracia. Está organizado como fuerza revoluciona­ ria. Se ve así inadaptado tanto a sus nuevas tareas de institucionalización del movimiento obrero, como a su vieja finali­ dad de revolución proletaria. Doble inadaptación, pero también doble base social: el partido comunista mantiene su fuerza electoral y, sobre to­ do, su potente organización, servida por militantes a la vez entusiastas y disciplinados. Sin embargo, hay que ver más allá de su organización, o más bien hay que reconocer que ésta no es tan sólida sólo porque su función es la de mantener

unidos dos papeles totalmente opuestos: hacer la revolución y participar en un gobierno de izquierdas. Siendo como soy partidario de un gobierno de izquierdas, sé que la alianza con el partido comunista es esencial, y que aporta a las izquierdas, no sólo una base electoral, sino tam­ bién militantes, sobre todo en el terreno sindical. No obstante, esos cálculos estratégicos y ese sentido de común oposición al régimen de la burguesía y de la derecha no pueden prevalecer contra lo esencial: desarrollar movi­ mientos sociales y análisis que correspondan a la sociedad de hoy. No se trata solamente de marcar diferencias ideológicas. Vivimos todos a diario la oposición entre movimientos de base cuyos efectos propiamente políticos son a menudo in­ ciertos y presiones orientadas estrictamente en el marco de determinadas estrategias políticas. Lo que no puede hacerse es, como en los platillos de una balanza, poner en un lado esos movimientos y en el otro esas presiones. En la base de todo están la formación y la expre­ sión de oposiciones nuevas. Si no se reconoce una prioridad absoluta a las reivindicaciones y a las protestas de grupos sociales reales no hay ni movimiento social ni democracia. Por esta razón en Francia se refuerza la corriente socialista, en tanto que el bloque comunista permanece casi inmóvil. La victoria de la izquierda depende de los progresos del socialis­ mo, y no de un salto adelante, difícilmente posible, del par­ tido comunista. Hay que acabar con la fascinación ejercida sobre grupos o tendencias débilmente organizadas por la ma­ quinaria del partido comunista, así como por su pasado. La corriente socialista, es decir, la asociación llena de tensiones de las libertades políticas y de los movimientos de oposición de base, corresponde a la vez al estado político de Francia y a la aparición de las nuevas fuerzas sociales. En la parte del mundo en la que vivimos ya no podemos admitir que la

conquista del Estado sea meta única de una batalla social con el movimiento social como infantería. El socialismo ha que­ rido reforzar el Estado en contra del capital privado. El Esta­ do es hoy el agente principal de la clase dirigente. Si se habla de capitalismo monopolista de Estado o de tecnocracia hay que tener la voluntad de movilizar las fuerzas sociales contra el Estado y contra los poderes económicos. Hay que recha­ zar, pues, la imagen de un partido tan disciplinado y autori­ tario como el despótico Estado contra el cual se formó, de un tipo que no existe en las zonas en que vivimos, alejadas del despotismo oriental. Como siempre he dado prioridad a la lucha contra la domi­ nación social, durante mucho tiempo he tenido que refugiar­ me en las formaciones marginales: he estado en la Unión progresista, luego en el PSA y luego en el PSU, hasta el momento en que éste se vió desorganizado por su impotencia para escoger entre sus dos papeles, el de corriente de opinión y el de partido político. Hoy me sitúo claramente en la co­ rriente socialista, a un tiempo liberal y libertaria, antiautori­ taria y contestataria. Y es que veo por fin la posibilidad de abrir la sociedad a la vez hacia la democracia y hacia el futuro. Pero la situación en que ahora estamos no puede quedar satisfecha mediante una posición crítica. Esta hay que man­ tenerla'siempre, pero hay que buscar también la necesidad de un gobierno de izquierdas. Volviendo de Chile, considero inaceptables las declaraciones de los ultras que critican o condenan a Allende por no haber armado al pueblo, por no haber destruido el aparato de Estado y por no haber cubanizado a Chile. Cuánto más simple es, en efecto, querer que el movimiento popular y el gobierno se confundan por entero. Pero queriendo un poder puramente revolucionario es como mejor se somete la revolución al poder y se crea un totalita­

rismo. Cuando no están hundidas las instituciones políticas, no han emigrado los oficiales y la economía no está desinte­ grada hay limitaciones de gobierno que no se identifican con las exigencias de un movimiento social. El Estado existe y no se confunde con un movimiento popular. En un momento en que los países industriales más adelan­ tados están situados al pie de la barrera de la sociedad postin­ dustrial y en el que la sociedad francesa no puede tener la esperanza de franquear esa barrera más que movilizando sus fuerzas económicas y planificando sus proyectos de desarro­ llo, olvidar el papel del Estado y las exigencias de la gestión económica es de una irresponsabilidad irritante. Según los momentos y los interlocutores, me es preciso moverme entre dos afirmaciones opuestas pero inseparables: prioridad para los nuevos movimientos sociales y para su creatividad social y cultural, por un lado, y necesidad de gestionar un desarro­ llo económico difícil, por otro. Mayo del 68 exigía pensar solamente en el naciente movimiento social; el golpe de Es­ tado de la junta chilena vuelve a llamar bruscamente la aten­ ción sobre las exigencias de gobierno, pues la izquierda no sólo ha sido asesinada, sino que se ha visto también debilita­ da por sus disensiones y por el fracaso de su gestión econó­ mica. Un temperamento revolucionario no se incomoda ante esa preocupación por lo posible. Un temperamento político des­ confía de la deslumbrante luz de los movimientos sociales. En los países industrialmente avanzados, enfrentados con graves problemas pero no trastornados por una crisis total, sino, a la inversa, enriquecidos, en los que sigue siendo poderosa la influencia de las fuerzas conservadoras sobre el Es­ tado y la cultura, es imposible ceñirse a una de esas dos posi­ ciones simplistas. Hay que pensar a la vez en la oposición y en la gestión.

Me parece que hay dos temas que se imponen. Para empe­ zar, el movimiento social y la modernización deben ir uni­ dos. Me pongo a temblar cuando veo las campañas de opi­ nión, tan bien acogidas por la juventud rica, que sólo hablan de detención del crecimiento, de equilibrio y de armonía. Hoy como ayer, las transformaciones sociales deben llevar a la sociedad hacia delante. Hay que hacer saltar los cerrojos sociales y culturales que nos impiden entrar en la sociedad postindustrial. Me siento aquí en continuidad directa con todas las generaciones que asocian oposición social y pro­ greso económico. No es que diga que pido el manteni­ miento de ideas pasadas; estoy convencido, por el contrario, que salimos de la sociedad industrial, de su insistencia en el llamado trabajo productivo y de su imagen de un progreso técnico alimentado por recursos naturales ilimitados. Entra­ mos en una sociedad formada por grandes organizaciones técnicas y a la vez humanas, y ya no solamente técnicas, en una sociedad en la que el crecimiento, depende más de la capacidad de inventar, de innovar, de organizar, de comuni­ car y de prever que únicamente de la acumulación de capital y de trabajo. Sí, la mutación es completa, y es para lograrla para lo que nos debe hacer avanzar un movimiento de trans­ formación social y cultural. No se trata de la pausa tras el esfuerzo; se trata, por el contrario, de reanudar la marcha tras los excesos y las deformaciones de una civilización domi­ nada por el comercio y la manipulación de la demanda en provecho de grupos financieros. Me niego a creer que hayan quedado atrás los tiempos de la producción y que haya que pasar únicamente al intercambio o al consumo. El movi­ miento social, la creación cultural y económica y la esperan­ za en un porvenir más amplio están indisolublemente liga­ dos. Juntos se han perdido todos en la reciente fase de conso­ lidación de nuevas formas del capitalismo. Recobremos el

espíritu sansimoniano y la fe en la creación colectiva. Ahora bien, aunque la transformación social y el progreso económico vayan ligados, la acción política, en las condicio­ nes históricas en que vivimos, debe mantener una separación bastante grande entre los movimientos sociales y la gestión gubernamental. Hay que descartar la idea de una dictadura del proletariado. Se necesitan unos movimientos sociales li­ bres con respecto al poder, unos movimientos de base, de oposición y de tendencia autogestionaria, y un Estado capaz de planificar y de mantener la coherencia de la acción econó­ mica. Entre ambos, la representación política debe realizar las grandes transformaciones económicas y culturales exigi­ das por la presencia de los movimientos sociales, necesarias para la modernización del país. Déjame volver sobre esas ideas tan importantes. En térmi­ nos muy simples digo: nada de partido-Estado, sino complementariedad, difícil por cierto, pero indispensable, entre ac­ ción gubernamental de izquierdas y movimientos sociales de base. Ese juicio, en un principio, toma constancia de una situación de hecho, y se apoya además en un doble razona­ miento. La situación, en verdad, es que la izquierda es doble: junto a los partidos, instrumentos de intervención en las relaciones políticas existen movimientos más revolucionarios y/o con más preocupaciones de expresión que de estrategia. Tienen expresiones políticas, pero son grupos o conjuntos ideológicos sin fuerza de intervención en el juego político na­ cional. Día tras día, en las empresas, los liceos y las regiones, se ve estallar esa separación. El partido comunista a veces rechaza los movimientos de base y a veces se flexibiliza para recuperar el control sobre ellos; el partido socialista, mucho menos integrado, más poroso, se deja penetrar a veces por fuerzas empeñadas en combatir a la socialdemocracia pero

que ponen sus esperanzas en un partido que les evite un desastroso frente a frente con los comunistas. ¿Por qué la acción política debe aceptar esa situación de hecho y considerarla indispensable? Para empezar, y ante todo, porque no estamos en una situación revolucionaria. Las instituciones representativas funcionan, y la organización social y política no se desmoro­ na. Por lo tanto, lo mismo aquí que en Chile, habrán de separarse fatalmente dos corrientes: la guiada por lo posible y la que actúe en nombre de lo deseable. El gobierno de iz­ quierdas no puede sacrificar la gestión del Estado y el equili­ brio económico. Se le ha reprochado a Allende que se agota­ ra corriendo tras el voto de las clases medias, que, de hecho, le combatieron. ¡Qué rápido se dice eso y qué poco sentido tiene! La Unidad popular nunca contó con el refuerzo de las profesiones liberales y de los comerciantes, pero para ella era vital no verse combatida por el aparato de Estado, tener los votos de una parte de los funcionarios y no estar bajo las amenazas de los militares. Los que no quieren verlo ignoran soberanamente la exis­ tencia del Estado y se contentan con decir estúpidamente que éste no es más que el agente de una clase o de una alianza de clases. La existencia de instituciones políticas representativas y de hecho, por tanto, no enteramente controladas, penetra en la izquierda (lo mismo que en la derecha) como una cuña, y abre una distancia entre la gestión y la oposición; entre ellas, sin embargo, es preciso mantener a toda costa una interdependencia. La segunda razón que justifica la separa­ ción de esos dos planos es que no vivimos en una situación dominada enteramente por el enfrentamiento de dos clases. Ese enfrentamiento existe, pero no lo domina todo. Estamos en mutación: por un lado, el viejo movimiento de clase se transforma en fuerza de presión política, en programa común

de la izquierda; por otro, nuevos movimientos sociales, to­ davía indiferenciados, mezclados a movimientos moderniza* dores contrarios a los privilegios, al arcaísmo y al sinsentido, y con mezcla también de utopía o de nihilismo. Paralelamen­ te, lo que se combate no es sólo el capitalismo; tanto como a él se ataca al Estado que mantiene las desigualdades, los privilegios y los arcaísmos. Sería ilusorio, en esas condicio­ nes, imaginar una clase popular que se hiciera con el poder para instalar en él a las fuerzas que la representan. Lejos estamos de esa histórica y simplificada visión de la historia. Aceptar esa división de la izquierda en dos, sin embargo, ¿no es aceptar su debilidad y exponerla a todos los golpes de sus adversarios? Sí, objetivamente los riesgos son grandes. No obstante, mis temores serán tanto mayores cuanto que no se reconozca la realidad política y, mientras en la mayor confusión, se mezclen discursos ideológicos y práctica polí­ tica. Reconózcase, por el contrario, la distancia entre aquéllos y ésta, y pronto madurará la nueva consciencia dé clase. Si no es así, esa consciencia de clase fallará y ello nos pondrá a la merced de un Estado autoritario al servicio de una clase dirigente. Estamos ante un enigma; si no sabemos resolverlo nos veremos arrastrados. ¿Gimo gobernar por la izquierda, cómo no disolver la capacidad de gobernar en la ola de las reivin­ dicaciones? ¿Cómo no reducir al silencio a la oposición para establecer el poder de una nueva élite dirigente? Ahí queda Chile, amado y admirado porque vivió y quiso transformar la sociedad para el pueblo, extendiendo las libertades democrá­ ticas, no solamente para limitar la ofensiva de la derecha, sino también para respetar los movimientos populares. Ahí está el país pisoteado, encarcelado y explotado. Ahora les toca a otros, y algún día a nosotros, espero, con mejor suer­

te, crear eso en lo que tantos pueblos sueñan: la verdadera democracia, con la eliminación de los beneficios y los privi­ legios y la conquista de nuevas libertades. ¿Puede el soció­ logo ponerse meta más animadora que la de ayudar mediante su análisis a avanzar por el camino estrecho y resbaladizo que lleve hacia una sociedad que no sea ni la del dinero ni la de la dictadura? Estoy seguro de que ése era el proyecto de Allende, debili tado por la confusión de una izquierda cada vez más dividida sor cada nuevo ataque de la burguesía. Debemos saber que nuestro problema no es más que ése, y que de nosotros depende resolverlo con éxito o que todo nos lleve a la catás­ trofe. Como en Chile, tampoco aquí habrá que decir: “ basta de compromisos y lanzaos a una política revolucionaria” , ni, a la inversa, “ salid de vuestro subjetivismo irresponsable y dad prioridad al esfuerzo, para salvar y desarrollar la eco­ nomía” . Yo me niego a participar en esa mortal disputa. No pode­ mos, en ningún caso, salir de la dualidad de la izquierda. Hay que aprender a dirigirla y a servirse de ella como ins­ trumento de creación de una democracia socialista. Cómo distinguir, sin oponerlos, esos dos niveles de trans­ formación de la sociedad, ése es el problema sobre el que todos los días debieran reflexionar los dirigentes políticos y sociales. Porque no se trata de principios vagos, sino de métodos de acción práctica. Por encima de todo, hay que descartar el doble juego, la demagogia de las fuerzas políticas que, estando en el gobierno, juegan también a estar en la opo­ sición. El partido socialista de Chile se complació en esa ambigua y catastrófica actitud. ¿Está seguro el partido socia­ lista francés, frente a un partido comunista más poderoso que él, de saber resistir la tentación de hacer de portavoz de los movimientos populares de base mientras sigue participan­

do en las responsabilidades del gobierno? Todo depende de él. Su papel es difícil, pues los movimientos de base son fuertes y no se someten a consignas de partido; por su parte, los comunistas están atados a una visión del hombre, de la sociedad y de la acción política tan inadaptada, por demasia­ do autoritaria y demasiado indecisa a la vez, que se verán constantemente desbordados, como ahora ocurre en las ma­ nifestaciones en la calle y en los grandes conflictos sociales. El partido socialista, el día en que la izquierda llegue al poder, se encontrará a la vez en el centro de todo y amenaza­ do por las contradictorias exigencias que se le presentarán. Quisiera no reflexionar sobre tales problemas y fijarme úni­ camente en las transformaciones de la sociedad. Yo no tengo responsabilidades políticas; sin embargo, no preocuparse por las posibilidades de gestión de la izquierda, ¿no es encerrarse en todas las facilidades de una oposición segura de no llegar nunca al poder? Imaginemos una victoria de la izquierda. ¿A qué llevaría? ¿Llevaría a un conflicto entre fuerzas revolucionarias disper­ sas y un aparato de gobierno a la vez burocrático y arcaico? ¿Conduciría, por el contrario, a una aproximación entre ac­ tores hoy muy alejados unos de otros y a la renovación del análisis y de la acción?. La forma y el contenido de la izquier­ da están completamente disociados. De ahí surge la violencia de un lado, un contenido sin forma, y la retórica del otro, un discurso repetitivo que cada vez moviliza menos y oprime más. ¿Qué sentido tiene decir que si uno se viera forzado optaría por las fuerzas de base, o bien que optaría por el aparato de gobierno?. Verse reducidos a tal opción sería ha­ berlo perdido ya todo. No hay que verse obligado a escoger. Estúpida discusión retrospectiva. Si hubieran movilizado al pueblo... Si hubiéra­ mos podido aplicar nuestro programa... La izquierda no gana­

rá más que si llega a convencer de que sólo ella puede realizar a la vez el progreso social y el progreso económico, en vez de dejar que se vuelvan el uno contra el otro destruyéndose mutuamente. Hay amigos que me dicen: ¡Qué complicado es todo eso! ¡Qué juego político tan complicado, ése en el que de hecho la izquierda se ve dividida bajo la amenaza de una derecha que va en busca de la revancha! ¿No es más razonable desear un gobierno de derechas pero reformador, que responda, cierto que de manera lenta y limitada, pero con seguridad, a las presiones de la extrema izquierda de los movimientos de base? ¿Acaso la entrada en la sociedad post­ industrial no exige, por una lado, una nueva clase dirigente, más tecnocrática, y, por otro, nuevos movimientos sociales, todavía próximos a la utopía y a la revuelta primitiva? Esa es justamente la objeción que debe hacérseme, la idea que puede presentar una derecha dinámica e inteligente y que muchos modemizadores preocupados por los riesgos de desbordamiento de un gobierno de izquierdas están dispues­ tos a admitir. ¿Cuál es. no obstante, la realidad política de tal idea? Desde la llegada de Pompidou y de Giscard d’Estaing yo no veo más que empirismo a corto plazo y manteni­ miento o agravación de las injusticias y de los privilegios. Si miro el mundo de la educación, no veo más que esclerosis, retórica y burocracia al servido de las desigualdades. Es cier­ to que después del 68 se tomaron medidas que han modificado las relaciones profesionales, han esbozado un new deal francés y han acelerado el lentísimo movimiento que lleva a las prin­ cipales fuerzas del movimiento obrero a entrar en el sistema político y aumentar su influencia, por lo menos en ámbitos limitados. Pero, en conjunto, no observo en la derecha más que un balanceo entre el liberalismo más crudo e injusto y un nacionalismo que por sus fracasos económicos y su falta de contenido político real queda desacreditado.

Mi respuesta a la derecha no es que necesitemos una revo­ lución. No me gusta emplear para todo esa inmensa palabra. Conozco las debilidades de la izquierda, pero mi opción es ayu­ darla a progresar, pues la esperanza está de su lado. De la dere­ cha yo no espero más que una sumisión reacia pero ineluc­ table a las decisiones del imperio americano y de los grupos financieros y, por consiguiente, crecientes dificultades para traspasar la barrera que nos separa de la sociedad postindustrial. ¡Cuál sería mi felicidad viendo en el poder a una izquierda realista y responsable y en las calles, empresas, ciudades y escuelas una izquierda apasionada y creadora!; dos izquierdas que unas veces se enfrentarían y otras se apoyarían, pero que siempre serían conscientes de estar unidas para lo mejor y para lo peor, bajo la amenazadora mirada de las fuerzas de derecha y de la vieja clase dirigente. ¡Cómo presiento la inmensidad de los riesgos y nuestra inmadurez polí­ tica! ¿Resulta, pues, imposible escapar a la maldición de 1848, al desgarramiento seguido por un régimen autoritario? El trabajo de cada cual debe tender a imposibilitar la caída, a contribuir a la mutación social y cultural. Hay que analizar, comprender y formular; es indispensable todo cuanto nos aproxime a la consciencia de la sociedad y nos aleje del senti­ miento y de las tradiciones, de los prejuicios y de las doctri­ nas estancadas. Hace dos o tres años no hubiéramos podido hablar el uno con el otro. ¿Por qué podemos hacerlo hoy?: porque el par­ tido y el movimiento socialistas se han revitalizado, y porque tú y yo ya no nos vemos condenados a escoger entre los grupúsculos y el PC, o a refugiamos en el bastardo compromiso de movimiento de ideas y partido político en el que se con­ sume el PSU. Desde las elecciones, reconócelo, sabes que lo importante no es ya la acción doctrinal o ejemplar de un grupo revolu­

cionario sino la orientación de toda la izquierda, que estuvo a punto de llegar al poder y tiene muchas posibilidades de hacerse pronto con él. ¿Cuántos, en mayo pasado, se atrevieron a pensar eleccio­ nes, trampa para gilipollasl En estas condiciones, es decir, en una situación en la que la victoria de las clases populares debe realizarse sin ruptura de las instituciones, sin guerra y sin crisis general, es absur­ do condenar el espíritu reformista o revisionista en nombre de un extremismo revolucionario; las afirmaciones y consig­ nas de éste son contradichas por la realidad más evidente No intento atraerte a una amplia coalición “ republica­ na” , sino, por el contrario, a la acción y a la reflexión para que la oposición de izquierdas viva y se desarrolle, pero sin olvidar nunca que la derecha manda o amenaza y que la gestión de una sociedad no se reduce jamás a la afirmación de un movimiento o de una doctrina. La próxima vez votarás, como yo, por el PS; ¿daremos, no obstante, a nuestros votos significados opuestos? Estás de acuerdo conmigo en desear un cambio del movimiento socia­ lista, requerido sobre todo por militantes de la CFDT y una parte del PSU; ¿le damos, sin embargo, el mismo sentido? Si se trata de imitar al partido socialista chileno, de con­ fundir gobierno y oposición, movimiento de base y estrategia política, estoy en contra, con todas mis fuerzas. Quiero, por el contrario, apoyar todos los esfuerzos por reforzar la capa­ cidad de acción y de gestión política del PS que intenta Miterrand, pero que también hacen, me parece, dirigentes como Rocard. Y no es para caer en la socialdemocracia, siempre dispuesta, por el contrario, a maquillarse de demagogia, sino para sostener la tensa relación entre un gobierno de izquier­ das y unos movimientos sociales de base, manteniendo la unidad de la izquierda contra la derecha, sus intereses y sus

medios de presión. ¿No aceptas este planteamiento? Descon­ fías de este “ realismo” que te parece que entraña todos los compromisos. Extraño vocabulario. ¿Habrá que acusar de compromiso a todo aquel que no se suicida?

La democracia en el socialismo; el fin del Estado adminis­ trativo; movimiento social y estrategia política; la izquierda transformada. Si hablara para los cuadros políticos yo les insistiría todo cuanto pudiera para convencerles de los cambios de la socie­ dad y de la aparición de nuevos movimientos sociales, para inculcarles una mayor sensibilidad hacia las nuevas condicio­ nes y los límites de su acción. Pero me dirijo a tí, que presientes ya esas transformaciones. De modo que deberé modificar el lenguaje y hablarte un poco menos de la sociedad y un poco más de la vida política. La izquierda ha significado siempre para tí la oposición al poder ; sin embargo, esperas que un día no muy lejano la iz­ quierda llegue a gobernar. ¡Cuántos problemas importantes se plantean, por la proximidad de esas palabras! ¿Cómo puede ser que lo que es vehículo de la oposición popular ejerza el poder? La respuesta esperada es que el nuevo poder se ejerce­ rá en provecho de las masas populares. Pero eso es muy poca cosa, y lleva rápidamente a adoptar una conformidad de prin­ cipio con todas las decisiones del nuevo poder. En un tipo de sociedad dominada por el Estado, su con­ quista por la izquierda militante y todopoderosa implica, ante todo, un cambio de la élite dirigente. Oligarcas o capitalistas son sustituidos por industrializadores y moder-

nizadores, que actúan en nombre del pueblo y por medio de un poder absoluto. En este momento en los países de fuerte industrialización capitalista es poco probable que se cree una situación seme­ jante, pues esa dictadura del Estado revolucionario supone una crisis de las instituciones y hasta de la existencia nacio­ nal que en el futuro inmediato no parece que pueda producir­ se. El poder que puede conquistar la izquierda en Europa occi­ dental o en América del Norte no es un poder absoluto. Disminuye así el riesgo de que el poder reprima a la oposi­ ción, mientras que crece el peligro inverso, el de que la oposición desborde al poder. Te he hablado ya de ello. Y tú me contestas de dos maneras que parecen contradictorias: unas veces me hablas de autoorganización de las masas, de autogestión y de movimiento permanente de rebasamiento del orden establecido; otras veces pones tu confianza en una extrema integración del movimiento revolucionario y del pro­ pio pueblo movilizado para la defensa de la revolución, en contra de los enemigos del interior y del exterior. Lo que define al izquierdismo es la mezcla de esas dos posturas. Los que recurren a un partido marxista-leninista no gustan de ser tratados de izquierdistas; quieren que se les llame revolucio­ narios. El izquierdismo existe siempre que la postura liberta­ ria y la de la dictadura del proletariado se superponen y se mezclan. La existencia del izquierdismo no corresponde a la misma situación que la del partido revolucionario. Unas ins­ tituciones liberales no son sustituidas por la dictadura más que cuando hay un movimiento revolucionario sometido a una extremada represión y su triunfo va ligado a una crisis total (depresión económica profunda, derrota militar y lucha en el interior de la élite dirigente). El izquierdismo, por el contrario, es cosa de las sociedades liberales, de aquéllas

cuyas instituciones políticas “ republicanas” no están des­ moronadas. Es en esas sociedades, y en particular en la Fran­ cia de mañana, como en el Chile de ayer, donde existe un peligro extremo de confusión entre gobierno y oposición. Supongamos un gobierno de izquierdas. Imaginemos cien o mil casos Lip. ¿No es cierto que un gobierno de izquierdas, con un poder limitado y no dictatorial, corre el riesgo de verse arrastrado sin defensa hacia el desmembramiento entre una política económica “ responsable” y el apoyo a los movimien­ tos de oposición? Chile acaba de vivir ese desmembramiento, esas contradicciones, cada vez más evidentes, entre la política comunista, realista y limitada, y el progresivo dejarse llevar del partido socialista por los movimientos de base. Un gobierno de izquierdas que no pase a ser dictatorial se ve enfrentado a una opción en la que le va la vida: o permite la separación entre gobierno y oposición sin por ello desviar a la derecha el gobierno, o mezcla uno y otra y se hunde en la descomposición. Si nos atreviéramos a encarar de frente ese problema, se habría dado un gran paso adelante en su so­ lución. Estamos acostumbrados a pensar que el poder político y un movimiento social deben estar estrechamente ligados. ¿No es ésa la tendencia que, por lo menos durante mucho tiempo, ha predominado en el movimiento obrero, no sólo entre los comunistas, sino también entre los socialistas? Hay que renunciar a esa costumbre y comprender que la situación presente está más próxima a la de principios de siglo. La izquierda y el movimiento de oposición ya no están fundamentalmente ligados. La izquierda tiene que solucionar viejos conflictos, llevar al poder a nuevas capas medias y transformar la élite dirigente, sometida a la presión de rei­ vindicaciones bien canalizadas. Ei movimiento de oposición da forma en la acción a nuevas

fuerzas sociales que pertenecen a una configuración histórica que no es la que hoy se acerca al poder. Ese movimiento constituirá la oposición de la izquierda a un gobierno de iz­ quierdas. Admitamos que ese gobierno no esté en condición de liquidar esa oposición, que es lo que ocurre mientras las instituciones siguen siendo democráticas, no dictatoriales. Nos encontramos entonces ante la inmensa esperanza de una democracia socialista. Es la esperanza que se puso en Chile y que explica la emoción provocada por el fracaso y la destruc­ ción de la Unidad popular. Cuando hablo de democracia so­ cialista no juego con las palabras. Hablo de democracia en un régimen socialista, rechazando el malabarismo que consiste en decir que el socialismo es de por sí realización de la democracia, cosa que debe encantar a los manes de Stalin y de sus innumerables rivales. La democracia política no existe más que si existe la oposición, si está reconocida y puede ex­ presarse y aspirar a vencer en las votaciones. Hasta ahora, en Occidente, no conocemos más que dos situaciones: la del régimen capitalista con oposición y la del régimen socialdemócrata que respeta la economía capitalista, aún cambiando el funcionamiento de la sociedad. Este mantiene en su inte­ rior, de modo más o menos acertado la tensión entre el gobierno y una oposición de izquierda del tipo jusoalemán o de la izquierda socialista noruega. ¿Puede concebirse una solución más a la izquierda de ésa, un gobierno que vaya directamente en contra de la economía capitalista y que aún así no suprima ni pueda suprimir una oposición de izquierda? No hay problema político que merezca mayor atención por parte de la izquierda: ¿cómo combinar gestión de izquierdas y oposición de izquierdas? La solución supone, en primer lugar, el fin de la sumisión de la nación al Estado. No la destrucción del Estado, que sería una consigna vacía, sino la renuncia a la imagen piramidal y centralizadora de la socie­

dad. Admitido que el Estado sea poder activo, como dice B. de Jouvenel, un Estado de izquierdas sería más intervencio­ nista que un Estado de derechas. ¿Pero por qué habría de ser el poder estatal un poder territorial, quiero decir, un aparato que organiza de arriba abajo la vida social en todos sus as­ pectos? Dese hace tiempo el Estado francés viene conci­ biéndose así, como Estado administrativo. La democracia en el socialismo no es posible más que si se destruye ese Estado. No entro aquí en una polémica sobre las regiones y las nacio­ nalidades. Recuerdo solamente el tema, tan viejo como el del Estado centralizados de las libertades comunales, o si se prefiere de la libertad en la comuna. Los yugoslavos vieron ya que frente al Estado organizador de la economía los orga­ nismos autogestionarios de la empresa debían estar ligados a una unidad local autónoma, a una comuna. Hay que disociar la organización de la economía de la sociedad, hay que acep­ tar un dualismo y una tensión constante entre esos dos pla­ nos, en vez de mantener, en forma revolucionaria o refor­ mista, la unidad fundamental de economía y sociedad, la que se nos inculca al hablamos siempre de historia económica y social como si de dos caras de una misma moneda se tratara. Quizás en algún momento fue necesario hablar así, pero aho­ ra que el poder estatal y el poder económico están estrecha­ mente unidos ya no lo es. Para establecer la democracia hay que separarlos. Yo no puedo trazar de golpe la imagen de lo que es y debe ser el Estado en una sociedad como la nuestra. El tema es de tal importancia que constantemente hay que volver so­ bre él y, de entrada, convencerse de su gravedad. Pero sí quiero poner en claro el sentido de mi reflexión. Me opon­ go al Estado como principio superior de orden, trátese del Estado absolutista dominado por viejas clases dirigentes o, por el contrario, del Estado organizado bajo el efecto de

un empuje social o incluso de una ruptura revolucionaria. Considero que ese Estado, definido más allá de las relaciones sociales, corresponde, bien a las sociedades concebidas glo­ balmente en sumisión a un orden metasocial (providencia divina, leyes de la política o de la economía), bien a las que tienen que liberarse de un atraso y de una dependencia ex­ tremas. Si se consideran las sociedades industriales “ avanzadas” y sólo éstas, esa concepción del Estado debe desaparecer, el Estado debe ser secularizado; la prioridad deben tenerla los movimientos sociales. La sumisión de las estrategias políticas a los movimientos sociales debe completarse con el pragmatis­ mo de un Estado calculador, particularmente al nivel de las relaciones de fuerza en el plano internacional, pero de acuerdo con los movimientos sociales que las soportan. Más allá de esa toma de posición, muy general, hay que introducir las particularidades de la situación francesa, no del todo igual que la de los países “ avanzados” , en la cual los elementos de arcaísmo son considerables y el Estado ha juga­ do recientemente en la industrialización el papel principal. Yo mismo estoy profundamente marcado por el jacobinismo. Detesto a los notables locales, detesto el espíritu de comu­ nidad —es decir, de segregación— y la buena conciencia de las asociaciones voluntarias; veo todavía en el Estado un medio de romper las “ feudalidades” . Pero el Estado, apoya­ do en fuerzas sociales y culturales conservadoras, ha pasado a ser, más que agente de la integración nacional, protector de clientelas y defensor de los poderosos. Es necesario reivindicar, pues, un Estado que anime el desarrollo económico y reconocer —en un mundo en el que el Estado se ha convertido en pilar central de la clase diri­ gente—, la prioridad de los movimientos sociales. Me incli­ no a considerar que, para existir, la izquierda debe seguir

los dos caminos: vía social contestataria y vía política planifi­ cadora; eso quiere decir que debe separarlos. La izquierda debe conjuntar sin posible confusión el empuje de base de los movimientos sociales y la intervención estatal capaz de modi­ ficar la organización económica y social para lanzar al país a la sociedad postindustrial. Ese debe ser su programa. Lo formularé aún más brutalmente: el Estado será necesa­ riamente agente principal de una nueva élite dirigente. Aho­ ra bien, una élite dirigente, es decir, el grupo que dirige el cambio, lleva también en sí a una clase dirigente que domina la nueva sociedad. El empuje popular, como tendrá que estar en contra de esa élite, debe ser independiente de .ella. Pongo mi esperanza en que esa progresiva separación se realice de modo que el sistema político quede reforzado y constituya un conjunto de instituciones representativas por las cuales se ejerza el poder popular sobre los que tomen las decisiones. ¿No es eso adelantarse a definir lo que será la historia de un Estado nacido de un movimiento popular expresado a través de instituciones libres? Se trata de un paso de la izquierda a la derecha, en el curso del cual los movimientos sociales deberán hablar cada vez más de independencia, para, a un mismo tiempo, resistir y negociar. Es una evolución que se opone a la incorporación cada vez mayor de los movimientos sociales al aparato de Estado. Esa integración es lo que predomina, por el contrario, en las sociedades en las cuales lo que se impone es el proceso voluntario de transformación acelerada, y no la realidad todavía lejana de la sociedad postindustrial. En consecuencia, en los países en los que las exigencias de la nueva sociedad dominan sobre las del cambio acelerado es preciso que la oposición social posea su propia organización y no esté controlada por los partidos políticos. El papel de éstos no debe ser el de dirigir los movimientos populares, sino el de inventar una estrategia eficaz que parta de ellos y tenga en

cuenta las limitaciones de un sistema de decisión no total­ mente controlado. Entre los movimientos populares y las estrategias políticas no debe nunca operarse una síntesis, pero tampoco debe producirse nunca una ruptura total, pues ésta habría de con­ ducir o a la dictadura o al desmadre, y por lo tanto a una descomposición de la que sacarían partido las fuerzas sociales opuestas a las transformaciones en curso. En esto es ejemplar la posición que ocupa la CFDT. No me refiero a los méritos que comparativamente tengan las dos centrales obreras, sino al modo como la CFDT se define con respecto a los partidos y a los programas políticos. Lo esencial está en eso. Ese sindicalismo no tiene nada que ver con las “ unions” a la americana, totalmente volcadas en la negociación y cada vez más conservadoras. La CFDT lleva protestas de nuevo tipo y, si bien apoya las fuerzas políticas de izquierda, mantiene una independencia que se aplica tam­ bién a sus sindicatos frente a la dirección confederal. La capacidad de negociar y de conquistar mejoras es proba­ blemente mayor en la CGT, primero porque es más numero­ sa y luego porque no tiene los sectores de debilidad que la CFDT ha heredado de su nacimiento en el mundo de los empleados cristianos; pero la posición de la CGT con respec­ to a la acción política deriva de una concepción global que no corresponde ya a la situación presente. Las confederaciones no son movimientos de base. El papel de la confederación será, pues, cada vez más, no el de orga­ nismo dirigente de un movimiento social, sino el de punto de unión entre movimiento social de base y exigencias de una política de izquierdas. En Francia estamos bastante lejos de esa solución, lo que da un papel positivo a la dualidad de confederaciones. La CGT actuará en un sentido compatible con la estrategia

política de la izquierda y protegerá el régimen contra explo­ siones peligrosas o tentativas aventureras. La CFDT, por el contrario, representa la oposición y la base concreta de la democracia en un régimen socialista. Para que se mantenga la necesaria tensión entre el gobierno y la oposición resulta conveniente que dos organizaciones que, como éstas, trabajan sobre el mismo terreno y en parte con los mismos objetivos, puedan negociar entre sí. La imagen que en este momento trazo es totalmente opuesta a la que más gustan de presentar las fuerzas políti­ cas de izquierda. Nos dicen: el socialismo será democrático en nuestro país porque deberá representar los intereses de la mayor parte de la población, bajo la dirección de la clase obrera, naturalmente, pero basándose en una definición muy amplia de ésta y respetando además los legítimos intereses de las clases medias que se ven amenazadas como los propios tra­ bajadores por el poder de las compañías multinacionales y por el capitalismo monopolista de Estado. Más sencillamente, para obtener mayoría se apela a los votos del centro; así pues, hay que tranquilizar a una pequeña burguesía que fácilmente se amedrenta y vota por la derecha. Ese tipo de razonamiento corresponde al espíritu de la socialdemocracia. Pero la izquier­ da francesa proclama a los cuatro vientos su ruptura con la socialdemocracia. De ese modo, su estrategia política no pue­ de ser la de su adversario. La experiencia chilena mostró de sobras cómo la lucha contra la Unidad Popular fue llevada con toda su energía por las clases medias. En octubre del 72 y en agosto-septiembre del 73 quienes concretamente lleva­ ron la lucha fueron los camioneros, los comerciantes y los médicos (asalariados, sin embargo, en su mayoría). Fueron sus asociaciones profesionales, sus gremios, y no los partidos políticos de derechas los que dieron al golpe de Estado militar el decisivo apoyo social.

La construcción de una economía socialista, sobre todo en la situación francesa, afecta directamente a la posición relati­ va de las clases medias. Está muy bien proteger a los peque­ ños comerciantes empobrecidos por la despoblación rural y la concentración del comercio de alimentos. ¿Existe la certeza de que los comerciantes sean en su mayoría una categoría desfavorecida? Si quiere ponerse fin a la escandalosa situa­ ción de los ancianos que mueren de hambre, de los trabaja­ dores inmigrados más excluidos aún fuera del trabajo que en él y de los jóvenes que no reciben una formación profesional ni tienen unas posibilidades de trabajo que correspondan a su esfuerzo, ¿no será preciso que las traídas y llevadas clases medias pierdan al menos una parte de sus ventajas relativas, que el impuesto recaiga en mayor proporción sobre sus in­ gresos y que el principal esfuerzo de edificación se dirija a constituir conjuntos sociales más integrados y que respondan a las necesidades de alojamiento más apremiantes, etc.? La estrategia política de un movimiento socialista en régi­ men democrático no puede consistir más que en elevar a la acción política a todos aquéllos que están hundidos en la dependencia, el miedo al patrón, el patemalismo y la aliena­ ción. Es más urgente que los pobres voten por la izquier­ da que querer ligar a la izquierda a una parte de las cla­ ses medias. Con esto no cedo a ningún populismo. Por el contrario, lamento todas las campañas de opinión que hacen de la izquierda la defensora de los pequeños contra los gran­ des, extrañas nociones que podrían dejar suponer que la pe­ queña burguesía, terreno de elección del fascismo, está dis­ puesta a sostener a una izquierda definida por simples objeti­ vos de redistribución, ¿No estamos con eso en la peor forma de socialdemocracia? Lenguaje izquierdista y política conser­ vadora, o sea, reaccionaria: me parece estar de nuevo en tiempos de Guy Mollet. Un cambio de régimen no es un cam-

bío de clientela. No es sólido más que si la eliminación de una clase dirigente va ligada a una modernización de la sociedad. Si la existencia política de un régimen socialista depende de la aportación de una pequeña burguesía radical o simplemen­ te vacilante, ¿qué transformaciones pueden esperarse? ¿Va a “ salvarse” el pequeño comercio, a mantenerse el corporativismo de los enseñantes y a facilitarse la evasión fiscal de los agricultores acomodados, de los comerciantes y de las profe­ siones liberales? ¿No sería más lógico hacer las cosas de modo que las categorías explotadas o subprivilegiadas actua­ ran políticamente de acuerdo con su situación social? Que no se me entienda mal. Defiendo una separación pro­ funda entre la acción del Estado y los movimientos sociales, pero no debe entenderse, en absoluto, al modo de la social democracia. Esta da prioridad a una fórmula política, y respe­ ta, consecuentemente, las bases del poder económico. El so­ cialismo democrático, por el contrario, las transforma, y es arrastrado por lo tanto por los movimientos sociales. Pero, no siendo una dictadura revolucionaria, mantiene el gobierno dentro de ciertos límites, haciendo de éste un instrumento de coherencia y, a la vez, de modernización. Dejemos pues a la socialdemocracia, que no es ya en Fran­ cia una fuerza política importante. El socialismo del que ha­ blo yo compite más, en realidad, con la estrategia del partido comunista. En la izquierda actual hay, dentro de los países de capita­ lismo industrial avanzado, dos posturas. La primera quiere tomar todo el poder para subvertir la sociedad actual, pero, al reducir la ausencia de crisis el papel de la violencia, se ve conducida a moderar su actuación y a limitar sus objetivos, sin renunciar por ello a sus formas de organización política. De la revolució socialista se pasa a la transición al socialismo. Frente a esa combinación revolucionario-reformista, mi posi-

tión, a la vez libertaria y democrática, se encuentra social­ mente a la izquierda de la precedente, ya que hace referencia a movimientos no dependientes ni controlados de oposición social; pero políticamente se sitúa a su derecha, por cuanto se opone a todo poder absoluto, habiendo aprendido hace tiempo que hablar de dictadura del proletariado carece de sentido y que la dictadura de un partido está al servicio de la creación de un poder y de una élite dirigente mucho más que de la liberación del pueblo. La izquierda francesa no va a escoger entre lo que los comunistas llaman la democracia avanzada y el socialismo democrático. Las dos corrientes están presentes y seguirán estándolo, y la estrategia de la izquierda consiste en hacerlas compatibles dentro de un programa de acción común. Yo, desde luego, pertenezco al campo del socialismo democrá­ tico, pero éste no puede aislarse; encuadra al PC porque es a la vez más liberal y más libertario, pero sin el peso cen­ tral de este partido tendría dificultades para mantener su unidad. Por la izquierda, el futuro está, sin embargo, en manos de la corriente socialista. La existencia de la democracia política y la rapidez de las transformaciones sociales y culturales dan y darán la iniciativa cada vez más a los movimientos sociales, e indirectamente a la subordinación de la estrategia política a la vez a esos movimientos sociales y al pluralismo democrá­ tico. La fragilidad de la democracia socialista no impide que sea ella la corriente central de la izquierda. Me dirijo, pues, sobre todo, a todos aquellos que desde el centro-izquierda hasta la ultraizquierda apoyan en realidad esa corriente socia­ lista democrática. El éxito depende ante todo de nosotros, de nuestra capacidad de construir relaciones nuevas y sólidas entre movimientos sociales y estrategias políticas. Quedando claras nuestras ideas en ese terreno, el problema de las rela-

dones entre los socialistas de todas las tendencias y los co­ munistas o sus apoyos se resolverá más fádlmente. El futuro de la izquierda no depende únicamente de los acuerdos entre comunistas y socialistas, sino, todavía más, de la construcción de una política socialista que combine la democracia y las nuevas formas de oposición. No me gusta hablar de política en términos de tendero, como se hace al hablar de alianzas. Hay que calcular el peso, dicen algunos. Pónganse sobre un platillo de la balanza la mayoría de la clase obrera, una parte de los campesinos, la mayoría de los ense­ ñantes y una parte creciente de los técnicos y cuadros. El platillo todavía no desciende. Añádanse algunos comercian­ tes y, para que sea verdaderamente el que más pese, pón­ ganse pequeños industriales. Ese tipo de razonamiento gusta de llamarse análisis en términos de clases. ¡Qué miseria!. Si hay una parte de la herencia de Marx, que él análisis socioló­ gico deba conservar, es, sin duda alguna, la que sustituye la noción de categorías sociales por el concepto de relaciones de clase. Lo digo desde hace tiempo, y me satisface ver cómo Althusser, en su respuesta a J. Lewis, lo recuerda con mu­ cha vehemencia. Si me refiero al papel central de los nue­ vos movimientos sociales es porque manifiestan relaciones y luchas de clase, y éstas, por otra parte, son tan diferentes de las de la época de la industrialización como las de ésta lo fueron de las de la época comercial o de las de la sociedad feudal. Las estrategias políticas deben subordinarse al empuje de los movimientos sociales, pues las relaciones de clase rigen el sistema político. La acción política no se ha diseñado al revés, es decir, no ha dado prioridad a la toma del poder y a la conquista del Estado, más que estando en crisis, en descomposidón y desmembramiento la organización sodal. En una situación tal el actor principal no es la clase obrera sino el partido. El punto de llegada de esa trayectoria es lo que

púdicamente se llama el stalinismo, consecuencia normal de la situación leninista. Aquí y ahora, por el contrario, y pues­ to que las instituciones no están hundidas, la nación no está en guerra y la economía no está en la ruina, hay que volver a poner en primer plano los problemas sociales. No ser leninista no es, en nuestra situación, ni más ni menos moderado o reformista que ser leninista. Lo que deter­ mina el futuro de la izquierda occidental es la capacidad de acción de la corriente no leninista, a la vez contestataria y de­ mocrática, con su desconfianza respecto al Estado y poder absoluto. Descartemos para empezar dos posiciones extremas, pre­ sentes hoy como lo han estado casi siempre: economicismo, por una parte, y blanquismo, por otra, dándoles así su nom­ bre tradicional. Llamamos blanquismo, a toda acción revolu­ cionaria que no se define por su relación con la clase que la detenta y que le da su base militante, sino con respecto a los excluidos, a los oprimidos, definidos así por un estado de privación y no por unas relaciones sociales. El economicis­ mo, a la inversa, defiende la idea de que una clase popular considerada en su totalidad exige mejoras económicas, y que de ''ara a 1? defensa de intereses, aunque no directamente eco­ nómicos, debe, pues, remitirse a unos partidos políticos. Un movimiento social no puede identificarse ni con un grupo de revolucionarios, pues es ante todo la acción de una clase, ni con el conjunto de una categoría social, que, tomada, en su inmediatez, es a la vez clase, grupo de presión, estrato socio­ económico y categoría socioprofesional. Se ve entonces cómo aparecen problemas muy concretos. El enfoque leninista se funda, en primer lugar, sobre la terrible presencia de la re­ presión —y, por lo tanto, sobre la prioridad que debe conce­ derse a la organización clandestina de revolucionarios profe­ sionales— y, en segundo lugar, en la mezcla de una clase

obrera todavía embrionaria y del “ pueblo” dominado por viejas clases dirigentes en retroceso y por el conjunto del aparato de represión y de integración política e ideológica. Por el contrario, en una sociedad menos heterogénea, entra­ da más masivamente en la sociedad industrial, en la que la importancia de los “ marginados” , de los subproletarios y de las tradiciones sea de mucho menor peso, la acción de los militantes de base es más central. Esto no excluye en absoluto el papel de una dirección política ni la intervención de intelectua­ les exteriores a la clase obrera, pero da prioridad a una acción de base que desborda absolutamente el economicismo o el “ tradeunionismo” y es portadora de una voluntad revolucionaria. En cuanto a Francia, ¿cuál es su situación? Se forman aquí movimientos sociales que sobrepasan las reivindicacio­ nes cuantitativas y ponen en cuestión el poder económico y social. ¿Es reformista o revolucionaria la situación en que actúan? Es una situación intermedia, pues, si bien no existe una crisis fundamental de la sociedad, el retraso de la organi­ zación social y cultural, la insuficiencia de las instituciones, el mantenimiento de viejos privilegios, las coerciones policia­ les y los escándalos financieros muestran una extrema fragili­ dad del orden dominante. Esta sociedad se empeña en no comprender que debe transformar completamente su organi­ zación social y cultural; con que venga un incidente econó­ mico —y la crisis del petróleo puede desencadenarlo muy rápidamente— las instituciones, en parte o completamente, pueden desgarrarse. En Francia los movimientos sociales, como constantemente se ha visto en la universidad, seguirán pues ligados a reacciones de crisis. Eso presupone por parte de la izquierda una importante capacidad de acción estatal, pues en la medida en que debe percibir los efectos de los movimientos sociales, en esa misma medida debe resistir los efectos de descomposición de la crisis.

¿Sabrá la izquierda, absorbida por las relaciones entre co­ munistas y socialistas, reforzar los movimientos sociales y, a un mismo tiempo, prever una gestión politicoeconómica preocupada a la vez por una transformación de la sociedad y un fuerte crecimiento?

Posdata a la carta del 22 de junio Nada más enviada esa carta tuve el deseo de volver sobre el mismo tema y continuarla. Así que voy a resumir lo que te dije tan claramente como me sea posible. 1. En Europa occidental la situación no es de descomposición de la sociedad: los movimientos sociales y la acción política se sitúan en un marco de democracia política. 2. Ninguna acción política es importante si no está sometida ala prioridad de los movimientos sociales, o sea, a la acción de base. 3. Entre una acción política de izquierda y unos movimientos sociales populares es necesaria una disociación. Así es como puede y debe constituirse una democracia, es decir, una opo­ sición popular en un régimen socialista. Lo esencial es el desarrollo de los movimientos sociales, y estoy en total desacuerdo con los que no ven en ellos más que una agitación marginal. Pero esos movimientos no son importantes más que por­ que no han de ser materia prima de un nuevo poder y han de permanecer como fuerza popular de base. Identificar gestión y oposición conduce a una falta de capacidad política, lo cual es absurdo: en Francia, como en Chile, los militares y la

reacción llenarían rápidamente el vacio. Mi posición no es ni la de los izquierdistas ni la de los comunistas. Pero, por hablar en términos chilenos, por un lado el MIR y por otro los comunistas estaban en posiciones que tenían su sentido y que, como pensaba Allende, oponiéndose, habrían podido combinarse. Lo que debe recharzarse con el mayor vigor es la confusión de gobierno y oposición. O se establece la dictadu­ ra leninista del proletariado o se construye la democracia socialista, pero el mismo hombre y la misma fuerza política no pueden nunca ser a la vez el gobierno y la oposición, la base y la cúspide. Yo quiero una democracia socialista, y sé que en Francia el actor central del que todo depende es el partido socialista, ahora que existe de nuevo, limpio casi completamente de las vergüenzas de la época de Mollet-Lacoste-Lejeune. Si ese partido, arrastrado hacia la perezosa aspiración al número, llegando a desbordar al PC tanto por la derecha como por la izquierda, pasa a ser a un mismo tiempo socialdemócrata y espontaneísta, volviendo a los errores del PS chileno, iremos a la catástrofe, a menos que el temor de ésta mantenga en el poder una derecha dividida, agotada y desacreditada. El PS, por el contrario, debe optar por ser el apoyo político de la izquierda revolucionaria, pero sin ligarse directamente a ella. Yo puedo gritar “ Viva los Lip” , pero si puedo hacerlo es porque no soy un hombre de gobierno. La acción de base no es un programa de gobierno y debe recono­ cer la importancia de las alternativas que se decidan en el interior de las instituciones políticas. ¿Hay que ver en esa posición el exceso de complicación que gusta de reprocharse a los intelectuales sin responsabilidad política? Mi respuesta es doble. En primer lugar, creo efectivamen­ te que estamos en una situación frágil, que puede fácilmente desembocar tanto en un magnífico éxito como en una catás­ trofe. En Chile yo no creo que la Unidad Popular estuviera

condenada al fracaso. Durante más de la mitad del tiempo que estuvo en el poder obtuvo éxitos en varios campos, ga­ nando terreno políticamente, realizando grandes reformas, haciendo progresar la producción y despertando la simpatía de muchos países y de todos los pueblos del continente. La Unidad Popular no fracasó por haber intentado aliarse con las clases medias, ni tampoco por haberse dejado llevar por los revolucionarios, sino por haberse dejado desmembrar en­ tre esas dos vías. La dificultad estaba en combinarlas: comu­ nistas en el poder e izquierdistas en una oposición de izquier­ da, gracias a la existencia de libertades democráticas. En lugar de ello, bastante rápidamente, desde la primavera y el verano (europeos) del 72, tuvo lugar la ruptura de las dos alas de la Unidad Popular, ruptura que, por el nefasto papel de ciertos dirigentes, se convirtió en confusión y degenera­ ción. Allende tuvo clara consciencia, creo, del problema po­ lítico esencial, de la constante hostilidad hacia él por parte de la dirección socialista. Lamento que el grupo Almeyda-Calderón-Del Canto, convencido de la necesidad de un partido de gobierno, ligado al PC de manera responsable, no se im­ pusiera dentro del PS. Trátese de Chile o de Francia, al principio ninguna suerte está echada, pero al negarse a analizar una situación comple­ ja (además, ¿hay situaciones simples, aparte de las imágenes de Epinal?) en seguida viene el verse arrastrados por los acontecimientos. En mi segunda respuesta es donde pongo más de mí mis­ mo. Mi preocupación central no es la del equilibrio político y económico. Esa es únicamente mi preocupación más inme­ diata. Lo que hará falta mañana es que un régimen de iz­ quierdas tenga éxito, y no que se hunda en una apocalipsis, no dejando más que remordimientos y reproches. Lo que para mí cuenta es el nacimiento de movimientos sociales

populares. Estamos progresando en el crecimiento industrial y vamos a intentar entrar en la sociedad postindustrial bajo la dirección de una élite dirigente en la que están mezclados la clase capitalista y los dirigentes tecnocráticos del Estado. Esa historia verá la formación de movimientos sociales populares que lucharán contra esa dominación, elevando el nivel de la democracia, creando nuevas libertades. Esos movimientos populares de progreso y de oposición no pueden existir más que en la democracia política. Eso los izquierdistas deberían saberlo, puesto que ellos no existen más que en los países de democracia política, que los maltratan y los persiguen, pero no los fusilan. No quiero separar los dos objetivos —movimientos sociales populares y democracia política—, pero sé también que su coexistencia supone una capacidad de gestión económica y política. ¿Acaso todo eso es complica­ do? ¿Se prefiere, sin embargo, la simplicidad de la dictadura staliniana o del golpe de Estado fascista? No sólo no se trata de complicación y de sutileza, sino también de las condicio­ nes elementales indispensables para la formación de movi­ mientos sociales populares, cuya existencia es el motor del progreso social en toda sociedad moderna. Según los días y los momentos, me dices, crees oír hablar por boca mía a dos personajes diferentes. A veces oyes a un hombre preocupado por la posible catástrofe, ansioso de rea­ lismo y hasta preocupado ante todo por el progreso econó­ mico, es decir, hablando claro, en pro de la necesaria forma­ ción de una élite, de una clase dirigente capaz de conducir al país hacia la sociedad postindustrial. A veces, por el contra­ rio, hablas con un rebelde, sensible a todo lo que da vida a la oposición, a la resistencia al poder, a una liberación nunca asegurada. Reconozco las dos voces, mías por igual. Reconozco tam­ bién que pueden gritar una contra otra. Pero repito que esta­

mos viviendo una situación que nos obliga a pensar a la vez en el proceso económico y en la transformación de la socie­ dad. ¿Es capaz la izquierda de dirigir esas transformaciones, es decir, de destruir los privilegios, de modernizar la econo­ mía y de aumentar la participación social, luchando contra las desigualdades? ¿Puede hacer todo eso a la vez?. Quiérase o no, entre esas orientaciones de su actuación no puede escoger. No puede únicamente abolir un pasado carcomido sin saber qué porvenir escoge; no puede ser simplemente socialdemócrata, reformando la sociedad sin tocar la gestión económica; tampoco puede imponer una modernización de­ jando para más tarde la reforma de la estructura social. Yo no me situaré en ninguna de esas tres tendencias; tampoco condenaré ninguna de ellas. Mi papel es el de inten­ tar decir lo que pasa para poder evitar en lo posible las ilusio­ nes y la retórica, la ceguera ante las necesarias opciones. Debo decir a los que están en la oposición que no hay socie­ dad en desarrollo sin élite dirigente y sin poder; a los que se disponen a gobernar les digo que la oposición tiene un per­ manente derecho a la existencia, y que estarían locos si, no encargados más que del gobierno, se creyeran amos de la sociedad; a los que se agotan ya en una lucha indeterminada por la apertura y la igualdad les diré que deben conservar la esperanza de ser útiles, pues tendrán que imaginar la organi­ zación de la nueva sociedad, de nuevas formas de administra­ ción, de enseñanza, de vida urbana, de lucha contra la enfer­ medad y de empleo de los medios de comunicación de masas. El tiempo de los sueños, de las protestas y de la imaginación, que era también el del enriquecimiento, del crecimiento rápi­ do y de la ilusión, toca a su fin. No olvidemos en ningún momento, en el nudo del aconte­ cimiento y de su agitación, que no estamos viviendo una simple crisis política, no olvidemos que está ocurriendo una

mutación. Sin embargo, ha llegado el momento en que las' innovaciones culturales y las transformaciones sociales deben tomar forma política, deben realizarse convirtiéndose en algo distinto de ellas mismas, evitando tanto el caos como las coerciones de un nuevo poder. Han llegado los tiempos de la duda, de las crisis, las utopías y los profetas. Se piensa en el espíritu de los tiempos, en el fin de una cultura y los horro­ res de un posible futuro. Puede que eso sea bueno, y que los que estúpidamente han vivido en la satisfacción y la ausencia de inquietud tengan necesidad de verse sacudidos. Yo, sin embargo, desconfío de todos esos anuncios y vaticinios. ¿Estamos viviendo una cri­ sis de civilización? Esas palabras declamatorias me horrori­ zan. Los que hablan de civilización son quienes ven el mundo al revés, quienes quieren ignorar el trabajo y las clases socia­ les, los movimientos sociales y las fuerzas políticas. Reducen la sociedad a un aroma, a un perfume. Visión de estetas. Me irrita tener que hablar de la crisis de las universidades. Me gustaría mucho más hablar de la renovación del conocimien­ to y de los descubrimientos polémicos. No hablar más que de crisis es aferrarse a un orden establecido que por nada mere­ ce, a mi entender, tanta consideración. No soy tan estúpido como para pensar que mi sociedad merece ser objeto de grandes iras, cuando el verdadero es­ cándalo está en casi todas partes, en Grecia, en Checoslova­ quia, en España, en Chile, en el Brasil y en tantos otros países; pero me falta aire. Estoy enredado desde hace tanto tiempo en instituciones de plomo, en una política sin inspiración y en reivindicacio­ nes limitadas hasta tal punto que esta crisis que ahora preo­ cupa se me aparece más bien como la prueba de la verdad. O logramos cambiar, inventar y producir o vendrá el lento desmoronamiento que nos llevará a la mediocridad, a la de­

pendencia, o quizá, más dramáticamente, al caos. Yo nunca he aceptado la idea de vivir toda mi vida en un cantón suizo. No estoy a gusto en una sociedad que parece haber perdido su capacidad de imaginación y de ira. ¡Qué lejos está mayo del 68! Y con que rapidez se vió recubierta su protesta social por una vaga rebelión cultural. Ahora estamos ahogados en una niebla de místicas artificiales que consumen a bajo precio y desnaturalizan las culturas pasadas. ¿No habrá que atender más bien el trabajo que se hace aquí y allí, que engendra la cultura y la sociedad por las que hay que apostar lo más rápido posible? ¿Por qué hablar de crisis? Noto por todas partes el pulso del movimiento, el debilitamiento de las reglas y el llamado a la invención y a la responsabilidad. La reproducción se está muriendo; ¡Viva la producción! Que en esta conmoción in­ terminable todos estemos, sin lugar a dudas, perturbados, y que a menudo busquemos un poco de calma y de seguridad, lo comprendo muy bien: nada aprecio yo tanto como el silencio de los grandes monumentos del pasado o de la natu­ raleza. Pero es que yo no hago el elogio de la agitación; lo que quiero es vivir una historia. Me horrorizan los que no nos hablan más que de olvidar nuestro pasado para vivir el presente. Yo, por el contrario, pretendo en el pasado tomar fuerzas para inventar un futuro, y me desespera pensar que nuestra educación colectiva parece indiferente a lo que pueda convertirnos en actores de la historia. Cuando se habla del pasado no es más que para justificar el presente; cuando se habla del futuro, no es más que para modelarlo de forma parecida a lo que ya se conoce. Así se mezclan en mí, que llevo vivida más de la mitad de mi vida, la esperanza y la voluntad de actuar con el desen­ canto y a veces la amargura ante la simpleza de nuestra existencia colectiva. No desprecio en modo alguno los efectos

de las mejoras de la vida material, y no pido ninguna aventu­ ra épica que nuevos aedos pudieran luego cantar ante las sillas vacías de las casas de la cultura. Pero me impacienta verme poco a poco devorado por la cotidianeidad, las fraccio­ nes y los porcentajes, la imitación y la insignificancia. Du­ rante mi época de estudiante se me hizo tan agobiante la tranquilidad universitaria que huí de ella para meterme en un largo vagabundeo. ¿No tendrán las gentes de tu edad mejor solución que la de ir un poco más lejos, no ya a la Europa central sino a las Indias, no ya a una mina francesa sino a un pueblo perua­ no?; ¿no la tendrán, ahora que tantas transformaciones ne­ cesarias nos requieren donde estamos, y que pronto será demasiado tarde para poner nuestra esperanza en lo que no sea ya la partida o la huida? Lo que pienso nunca acabaré de precisarlo, pues de lo que hemos hablado estas últimas semanas es del futuro de nues­ tra sociedad. Esos problemas no se liquidan de una vez por todas con unas cuantas fórmulas. Tu también vives lo que algunos gustan de llamar contra­ dicciones. En ciertos momentos recurres a un movimiento revolucionario libertario, culturalmente creador, como Lotta Continua en Italia; otros días hablas de un modo más dog­ mático, como la Liga Comunista o como Vanguardia Opera­ ría, del papel dirigente de un partido, de la necesaria for­ mación ideológica, de las exigencias ineludibles de la es­ trategia. Tenemos que entendemos en lo que concierne a la distin­ ción de diversas situaciones o diversas etapas. Contra la dere­ cha que está en el poder la izquierda no puede triunfar más que si es unitaria, si lucha contra las injusticias y los privile­ gios y al mismo tiempo se presenta capacitada para una bue­ na gestión económica. De ahí la absoluta necesidad de un

programa común y, más aún, de una capacidad de gobernar constantemente reforzada. El sentimiento que tenemos en común es nuestra descon­ fianza ante el extremismo pasional de sectores de la pequeña burguesía en crisis. Pero muy rápidamente esa unidad contra la derecha debe dejar que se desarrolle la oposición entre el gobierno de iz­ quierda y los movimientos sociales populares. Los que afir­ man la unidad entre el movimiento popular y el gobierno de izquierda no pueden conducimos más que hacia una de las dos soluciones siguientes: o al totalitarismo o, mucho más probable en nuestra situación, al caos en que desembocan ordinariamente los Frentes Populares. Jamás, jamás hay que escoger entre movimientos calientes y un Estado gestor frío. Nuestra supervivencia y nuestro éxito dependen de nuestra capacidad para reconocer su complementareidad, para rechazar todas las soluciones unificadoras inadecuadas. En los meses y años venideros la respuesta que se dé a ese problema dominará nuestro futuro y esa respuesta la dará el partido socialista. El PC tiene por función transformar movi­ mientos ya antiguos en acción política y sobre todo en ges­ tión gubernamental. Los nuevos movimientos sociales se expresarán a través del PS. O ese partido cede a la excitación verbal y al deseo de desbordar al PC tanto por la derecha como por la izquierda, o por el contrario se impone a sí mismo el mantenimiento de una separación entre los movimientos sociales y el programa político. Yo tomo partido contra el izquierdismo político, mientras que reconozco la creatividad del izquierdismo social y cultural. Invertir toda la propia fe en una crítica social de base es reconocer, de hecho, el reino de la actual clase dirigente; no

preocuparse más que de coalición electoral y gubernamental es exponerse a quedar rápidamente desbordado por la victo­ ria, que haría ascender nuevas fuerzas sociales. Es ilusorio salir de ese doble peligro mediante una solución simple; hay que aprender a gestionar la transformación de la sociedad sin la ruptura de la economía y de las instituciones.

Los obstáculos del desarrollo; la idea de límite; la sociedad postindustrial. A veces, es cierto, me desanimo y pienso que no podre­ mos lograr el gran paso hacia la sociedad postindustrial. No hace mucho ha habido algún barullo en tomo a un libro salido de la fábrica Hermann Kahn y dedicado a Francia. Ese libro, creo, fue incluso encargado por el gobierno francés, que sin embargo encontró al parecer en sus propios servicios de estudios más información y más inteligencia. Dicho libro se basaba en una idea muy simple: Francia está atrasada, ha conservado los rasgos culturales de la época industrial. La escuc!. j la familia son instituciones sólidas. Es un país en el que se trabaja duro y donde las nuevas enfermedades de la juventud, la droga y el retiro comunitario, hacen pocos es­ tragos. Como este país tiene ahora una base industrial sólida, como su gestión empresarial ha hecho grandes progresos y su alta administración es de calidad, va a continuar progre­ sando más rápidamente que los otros. Dentro de quince años Gran Bretaña estará más cerca de Grecia que de Francia... las miradas se diluyen en el vacío... antes del fin de siglo Francia pasará a la cabeza del mundo occidental. Sólo el Japón corre y correrá más rápido, puesto que el razonamien­ to aplicado a Francia se adapta aún mejor a ese país. Admira­

ble cultura japonesa tradicional, cínicamente utilizada por dirigentes que se aprovechan de ella para acumular e invertir sin demasiadas preocupaciones por las condiciones de vida, el hábitat y la destrucción del medio y que se contentan con dejar que la plebeya muchedumbre se divierta con juegos mecánicos. A ese razonamiento, que no se trata de rechazar por ente­ ro, fácilmente puede dársele la vuelta. Francia y Japón, se nos dice, movilizados por su élite dirigente y contenidos por una cultura tradicional, continúan su esfuerzo, mientras que los países anglosajones entran en una cultura de disfrute; pero los mismos hechos conducen a decir que Francia —por prudencia, ya no hablo aquí del Japón—, efectivamente atrasada, puesto que en un principio tuvo que recuperar los años perdidos, de 1930 a 1945, está conociendo un activo período de industrialización, pero por eso mismo no aborda todavía la entrada en la sociedad postindustrial. ¿Es casuali­ dad que todo lo que sean comunicaciones funcione mal, des­ de el teléfono hasta la ORTF y las relaciones de autoridad? Francia piensa aún en términos de industria, de toneladas y de KW. No funciona para nada como sociedad postindustrial que gestione sistemas técnicohumanos. Su extrema resisten­ cia a las ciencias sociales es un indicio inquietante. No siem­ pre bastará contentarse con un lenguaje pétainista que sirva para oponer el esfuerzo colectivo al disfrute individual. A fuerza de emplear tales palabras se llega a ser incapaz de ver las transformaciones culturales que se infiltran. Los franceses están todavía formados en la creencia de que la decisión y el cambio les caen del cielo y de que hay que protegerse de ellos como del rayo. Aunque a sus espaldas le pongan al poder un palmo de narices, se arrodillan ante él. Por lo demás, “ se defienden” . De ahí esa brutalidad por parte de una sociedad en la que la agresividad no deja lugar alguno para las reaccio­

nes amables. La aceleración de los cambios ha hecho que el funcionamiento de la sociedad sea, —para los que actúan sin ser ni unos burócratas ni unos avispados—, totalmente ab­ surdo. Yo formulo, pues, una hipótesis inversa a la del libro del que hablamos, tan optimista: la sociedad francesa corre un gran riesgo de romperse como la sociedad italiana. En el Japón también puede ocurrir un choque brutal, que no será tanto una victoria de la izquierda sobre la derecha como la mptura de un sistema. La cuerda que une el carricoche social al turbotrén de la economía, cada vez más tensa, puede rom­ perse. Pero hay que ir más allá de esa primera reacción: el desarrollo es siempre a la vez concentración de la inversión y ampliación de formas de participación social, dos factores que se oponen, que no sp combinan nunca simplemente y que pueden sucederse, como fue el caso de la industrializa­ ción capitalista de Europa en el siglo XIX, pero que son ambos indispensables. Los que han dado una imagen muy optimista del futuro de Francia han pensado que el único factor positivo del desarro­ llo es la existencia de una clase dirigente competente, resuel­ ta y ambiciosa, que imponga una elevada tasa de inversión. Condición sin duda fundamental. Pero el error está en creer que el desarrollo pueda continuar por mucho tiempo si no se cumple la otra condición, si la participación social no se extiende, cosa que no puede reducirse al aumento de los intercambios, sino que implica el impulso a la reapropiación colectiva de los medios y de los productos del desarrollo, impulso que entra en combate con los privilegios de la dase dirigente y con su tendenda a transformarse en oligarquía dominante, con más preocupadones de reproducdón de sus ventajas que de producción y de innovadón. Hoy ya no es necesario hacer la crítica de la ilusión tecnocrática. En tiempos pasados yo la hice a menudo, y era en-

diablemente necesaria, pero esa etapa ha quedado atrás; el 68 pasó por allí. También he atacado a menudo la utopía antitecnocrática comunitaria. Hay que rechazar todo aquello que desarticule el análisis del desarrollo. Ante esas ideas contrarias, que entrañan todos los temas del futuro, yo reacciono a modo de discípulo de Marx. No creo en la catástrofe natural, sino más bien en la aparición de nuevas fuerzas de producción. No recurro a valores aplasta­ dos por la irracionalidad; busco las luchas de clase y la apro­ piación a la vez creadora y destructora de las nuevas fuerzas de producción por una nueva clase dirigente. Me has hecho notar más de una vez que me niego a definirme con respecto a las corrientes de pensamiento existentes, y en particular con respecto al marxismo. Es cierto. Ese tipo de definición me parece, a la vez que oscuro, extremadamente peligroso. En cambio, frente a problemas sociológicos y, más aún, frente a situaciones sociales, noto a menudo que reacciono fuera de toda referencia doctrinal, como el pensamiento marxista. No comprendo como puede uno entretenerse con el pensamiento utópico, sin prestar atención a la formación de un nuevo modo de dominación social y de nuevas formas de producción. Eso no quiere decir que condene el pensamiento utópico; al contrario. Viva la utopía que nos limpia de las ideologías, doctrinarias y retóricas. Pero me creo sociólogo cuando ipe rigidifico en la desconfianza cada vez que me hablan de lími­ tes naturales, y aún más si de lo que hablan es de valores fundamentales. Soy también absolutamente insensible al mito de los orígenes. La idea de que hemos perdido el Uno, la comunidad, la comunicación interpersonal, el equilibrio na­ tural o la fiesta no provoca en mí más que el mayor fastidio. Ese evolucionismo al revés, esa imagen de evolución regresi­ va, me atrae menos aún que el spencerianismo triunfante del

siglo XIX. Por todas partes veo la división de amos y escla­ vos, desde la de los hombres y las mujeres hasta la de los capitalistas y los obreros o los aparatos y los operadores-consumidores. En nuestra sociedad, creo que la idea de límite es de una novedad y de una importancia extremas, importancia que resaltan tanto el Club de Roma como Iván lllich. ¿Pero de dónde procede esa importancia? ¿Hay que decir que nuestro sistema de producción ha entrado en descomposición, al haber sobrepasado sus límites? El trabajo parcelario, se dice, pasa a ser menos eficaz, la circulación se atasca y lleva a la inmobilidad y los equilibrios naturales quedan destruidos y amena­ zan la vida biológica tanto de los hombres como de los demás especies. ¡Cuántos razonamientos distintos en tan pocas palabras! Pero no puedo examinarlos aquí. Lo sólido, lo fundamental, es que el hecho de reconocer los límites nos libra de la imagen teomórfica del hombre, como criatura todopoderosa. No se entra en la sociedad postindus­ trial sin desprenderse de una vez por todas de ese recurso vagamente religioso a una esencia creadora del hombre. Que el hombre transforma su entorno es una afirmación sólida y que descarta todo uso demasiado simple de un ecosistema en el que el hombre estuviera integrado en una red de interrelaciones como cualquier otra especie, pero esa creatividad no manifiesta un “ alma” metasocial, está limitada y determi­ nada, es construcción de un sistema de acción no autosuficiente, que depende de recursos y de relaciones con el exte­ rior. Ahí está una segunda afirmación tan importante como la primera e inseparable de ella. Hay que rechazar codo con codo dos errores aparentemente opuestos: el hombre no es un creador todopoderoso; la naturaleza no es un sistema que determine las formas de la creatividad humana. El hombre y la naturaleza no son más que dos hermanastros, bastardos de

Dios. Estamos aprendiendo en este momento a gestionar sis­ temas con fronteras, que actúan sobre su entorno pero que deben mantener con ese entorno un cierto equilibrio, para no destruirlo. Decir que hay que salvar especies animales y vegetales, y por tanto la cadena de las relaciones ecológicas que las une unas con otras, es una afirmación perfectamente justificada; concluir por ahí que ello impone a la sociedad un modelo de equilibrio es absolutamente falso. Una sociedad humana moderna debe, sólo que más conscientemente que en otro tiempo, asegurar esas dos funciones, gestionar su doble relación con su entorno: transformación y control de los equilibrios. Vayamos, pues, más allá de la utopía del progreso. Tras­ pasándola nos deshacemos de las imágenes idealistas del hombre demiurgo. Pero que no sea para caer en una forma cualquiera de naturalismo. La naturaleza no es solamente el lugar de la actividad humana o el conjunto del que ésta forma parte. Es también el recurso que la cultura transforma y utiliza. Esas dos relaciones están ligadas una con otra. Hay que defender su interdependencia contra las dos visiones uni­ laterales opuestas que someten completamente la naturaleza al hombre o el hombre a la naturaleza. Reconozco que los sociólogos se sienten incomodados por el prodigioso desarrollo de la etología y por el auge de explicaciones biológicas allí donde parecían triunfar las expli­ caciones por el entorno y el descubrimiento de los determi­ nantes sociales del comportamiento. Pero ese progreso del conocimiento no justifica en absoluto el abandono del razo­ namiento sociológico. Las mismas teorías de la biología tienen el mérito de hacemos reconocer que los sistemas sociales son un tipo particular de sistemas, que no que­ dan fuera de la naturaleza y que son definibles con respecto a otros tipos de sistemas. Pero, muy rápidamente, hay que

volver a encontrar la inspiración particular del análisis socio­ lógico, para comprender los sistemas sociales y su capacidad autogenética. Nada impone cortar los puentes que unen el mundo hu­ mano y el mundo animal; restablecerlos es en cambio cortar útilmente los puentes que hay entre el hombre y Dios. Pero loque sigue siendo lo esencial, lo que cada vez es más esen­ cial, es analizar la acción social, la producción de la histori­ cidad, las luchas sociales por su control y su encamación en instituciones y en organizaciones. Así pues, en lugar de detener la reflexión en la crisis del antiguo sistema de acción histórica, y por tanto en la noción de límite, es preferible decidirse y situarse en el punto de vista de la sociedad postindustrial. Los peligros de esa antici­ pación son evidentes. El principal es el de que sea demasiado tímida. Yo no he salvado ese escollo. Muy a menudo tengo la impresión de ser como los comunistas de hoy. No hablan ya de socialismo, sino de democracia avanzada. No se deci­ den a morir y se contentan con hablar de transición. Com­ prendo esa actitud. Cuando se estaba en el meollo del capita­ lismo industrial se soñaba con una sociedad posthistórica, con el comunismo que pudiera restablecer la esencia huma­ na. Imágenes destructoras de todo análisis sociológico. Hoy, en el momento en que salimos de esa forma de sociedad, tenemos necesidad de imágenes sociales y ya no paradisíacas o infernales, y por lo mismo nuestra imaginación se encuen­ tra atada. Hay que intentar darle más audacia, es decir, disociar tanto como sea posible la experiencia histórica pre­ sente, dominada por la sociedad industrial, y la aproximación de la sociedad postindustrial. Lo que cuenta, más allá de las imprecisiones y de los errores de representación, es concebir desde ahora esa sociedad. Unos imaginan una organización tecnológica; otros un sistema de poder. Rechazar ese social

puro o ese tecnológico puro es nuestra única obligación ab­ soluta. Intentemos desbrozar lo más importante. Es lo que a menudo he llamado, para explicártelo a ti, la formación de los sistemas técnicosociales. La eficacia de tales sistemas depende menos de su capacidad de utilizar y de transformar recursos naturales y más de la que tengan para hacer circular informaciones, establecer comunicaciones, prever y programar su propia transformación, desarrollar su creatividad y utilizar o producir conocimientos. Si bien algu­ nos continúan pensando contra toda evidencia que las cien­ cias humanas no son más que palabrería inútil, la realidad observable es que muy rápidamente se desarrollan técnicas de ellas derivadas. El cálculo económico —trátese de la em­ presa o de la planificación nacional— es la más desarrollada de esas técnicas. Pero el fracaso de los toscos procedimientos llamados de relaciones humanas no debe enmascarar el hecho de que las ciencias sociales permiten más o menos directa­ mente la creación de técnicas de integración que con Illich pueden designarse con el nombre de educación, para separar claramente esa noción de la de instrucción, que designa la adquisición de conocimientos y no de modos de conducta. Durante largo tiempo los franceses se han resistido a la educación. La enseñanza ha sido regida por un ministerio de Instrucción Pública. Ello se ha debido a la influencia del Estado sobre la enseñanza y al respeto a la sociedad burguesa por parte de ese Estado. Este abandonaba la educación en manos de la familia. Con el debilitamiento de la herencia y la ampliación del control social centralizado esa separación des­ aparece. La educación se extiende por todas partes; tiene que librar del peso de las prohibiciones viejas, sobre todo cuando se trata de la educación sexual, que tan fácilmente se cree liberadora y que según mi parecer es un aspecto importante

del poder tecnocrático que se está imponiendo. El ámbito de las ciencias sociales se calienta, puesto que ellas alimentan los modelos y contramodelos de sociedad. Tanto los nuevos conservadores como los nuevos revolucionarios se inspiran en ellas, mientras que de ellas desconfían los viejos reaccio­ narios y los viejos liberales. El poder que utiliza de ese modo la educación se define como un poder político, en el sentido corriente del término. No es el de una clase capitalista que obtiene su beneficio del trabajo; es el de una clase tecnocrática que refuerza su aparato imponiendo sus intereses a las demandas sociales. Es por eso por lo que es esencial situar el concepto de organización en el lugar central que ocupaba el concepto de empresa. A ese poder de gestión, tecnocrático, se oponen, defensivamente, la necesidad y el disfrute, y contraofensivamente, la voluntad de restablecer unas relaciones sociales que han quedado destruidas por la transformación de todas las actividades sociales en recursos, en objetos para los aparatos dominantes. Vuelvo a esa palabra —cada vez más central— de organi­ zación. ¿No estamos viendo debilitarse poco a poco las cate­ gorías puramente económicas y hasta estrechamente mone­ tarias en provecho de categorías organizativas? El Estado se preocupaba, hasta hace poco, sólo por redistribuir los recur­ sos ; hoy es preciso evidentemente que se ocupe de los equi­ pamientos colectivos. Antes había movimientos reivindicativos que protestaban contra el aumento de los alquileres, y hoy se ve aparecer una preocupación por la ciudad. ¿No es ése el sentido concreto de las reivindicaciones cua­ litativas de que tanto se habla en la industria? La defensa de los salarios se integra en la voluntad de controlar el funciona­ miento y la organización económica o las decisiones de la empresa. La propia vida política está regida menos por la

opinión o los intereses individuales que por la intervención de grupos de intereses, de organizaciones políticas. Estas pocas líneas me bastan para indicar que todo un conjunto de reflexiones y de conceptos que poco a poco se van organizando para designar un tipo de sociedad tan dife­ rente del tipo industrial, como éste lo era del tipo mercantil o agrario. Es por eso por lo que encuentro insuficiente la ima­ gen que he dado del modelo cultural de esa sociedad, es decir, de su imagen de la creatividad. He insistido en el papel de la ciencia y de la tecnología, lo cual es acertado si se trata de mostrar que ese modelo cultural está completamente se­ cularizado y no recurre ya a un mundo metasocial como el sugerido por el tema del progreso que dominó el siglo XIX, pero es erróneo en el caso de quedarse con la imagen domi­ nante de la ciencia, que es ciencia de la naturaleza. En reali­ dad, en la sociedad postindustrial la imagen de la creatividad no puede ser más que la creatividad misma, lo que, con un término no unívoco, he llamado el desarrollo, pues en el análisis sociológico esa noción tiene que tener otro empleo, más ligado al estudio del cambio. La creatividad es reconoci­ da como la capacidad de la sociedad para transformarse; su historicidad pasa a ser historia, lo que señala el fin de la idea tradicional de la historia, que situaba las sociedades en una sucesión, una tipología o una evolución. En muy pocas ocasiones te hablo de tus estudios y tú sabes bien por qué. Porque lo que carece de sentido desplaza en ellos necesariamente a aquello que sí lo tiene, como la mala mo­ neda a la buena. Pero si esos estudios pudieran responder a un proyecto, en vez de estar dominados por comportamien­ tos defensivos de crisis y de descomposición, su objetivo principal debería ser el de comprender esa sociedad que nace. Querría que comprendiérais, tú y todos los que son como tú, que hay que empezar por ahí. Uno no se desprende del sorio-

centrismo, cuando es sociólogo, más que refiriéndose al fu­

turo, puesto que no es posible volverse al pasado ni mirar en ninguna otra dirección. Ahí está una primera razón para estudiar ante todo la sociedad postindustrial. La segunda está en que es la primera vez que aparece un tipo de sociedad que requiere una teoría propiamente sociológica. Se puede hacer la sociología de sociedades pasadas, pero nunca es por necesi­ dad, mientras que la sociología es la única vía de acceso a la sociedad postindustrial. Por fin, la última razón de ese consejo que te doy es que tendrás tantas más ganas de hacer, de produ­ cir sociología cuanto más te sientas comprometida en respon­ sabilidades claras, y te sientas obligada a escoger, intelectual, social y políticamente, posiciones que vayan mucho más allá de la coyuntura. El conocimiento del futuro, la construc­ ción de la teoría y el compromiso personal son inseparables.

Los hechos económicos son hechos sociales y no la expli­ cación de los hechos sociales; la desaparición de los órdenes melasociales. Lo que separa las sociedades de hoy —ya sean las más modernizadas, como las ricas sociedades industriales, o las más modernizantes, como la China revolucionaria— de las que las han precedido en la historia es el que las primeras ya 110 sometan los hechos sociales a otra categoría de hechos, considerada determinante y, por consiguiente, no social, co­ mo si estuviera situada más allá de las relaciones sociales. No vale la pena evocar la vieja sumisión de los hechos sociales a los hechos religiosos y políticos. Los que te rodean no pien­ san ya de ese modo. En cambio, todos, unos más y otros menos, consideramos aún que hay que buscar la explicación de los hechos sociales en los hechos económicos. ¿Acaso la industrialización no es el hecho material fundamental, a par­ tir del cual se han transformado las relaciones sociales, las formas del poder político, el papel de la escuela o los géneros literarios? Se habla así de sociedad industrial; ¿no es cierto, sin embargo, que aquéllos que creen útil hablar de sociedad postindustrial, entre los cuales me cuento, continúan razo­ nando del mismo modo, hablando del ascenso del terciario, de los servicios, del papel de la información y hasta del de las grandes organizaciones? Hay que aprender a desprenderse de

ese economicismo, tan incompatible con el análisis sociológi­ co como el recurso a la providencia o a la esencialidad de lo político. Un amigo te decía el otro día delante mío que ese economicismo ya no corresponde a nuestra experiencia coti­ diana, y encuentro normal que se empiece por ahí. El siglo XIX estuvo dominado, no por la industrialización en gene­ ral, sino por una industrialización, la de los países capitalis­ tas, en su mayoría ya muy adentrados en la economía mer­ cantil. Evidentemente, la Alemania de Bismarck no era la Inglaterra de Disraeli, y, en la primera, el desarrollo capita­ lista iba ya ligado a la voluntad del Estado y de los bancos, pero el estudio de ambas podía situar en primer plano las transformaciones económicas, puesto que las diferencias po­ líticas entre los países mencionados no aparecían más que como variaciones de una común experiencia fundamental. Hoy, el mundo entero entra en la industrialización, y lo hace sin volver a las formas de sociedad inventadas por el capitalismo europeo del siglo XIX. Revoluciones comunis­ tas, regímenes nacionalistas del tercer mundo, sociedades dependientes o colonizadas, estados fascistas, dictaduras stalinistas, son otros tantos tipos diferentes que se subdividen y combinan casi hasta el infinito y que dificultan material­ mente el hablar de una sociedad industrial, el situar una sociedad por el estado de sus fuerzas productivas. Algunos se esfuerzan a veces por salvar el economicismo y concluyen con Krutchev que los Estados Unidos y la Unión Soviética se aproximan cada vez más a una coexistencia pací­ fica al final de la cual ganará el mejor, el que obtenga la más alta productividad y la mayor potencia. Es la idea inversa la que me parece correcta. Una diferencia en la naturaleza del Estado lleva consigo consecuencias cada vez más generales y cada vez más profundas, puesto que la intervención del Esta­ do alcanza a un número cada vez mayor de ámbitos de la

vida social. Es posible que los países de Europa occidental se americanicen. Ello querría decir que la sociedad “ atlántica” forma una unidad, dominada por las grandes empresas multi­ nacionales y por la política del Estado americano; pero el mundo no se limita a las fronteras de la alianza atlántica, y la diversidad de las sociedades se explica cada vez menos fácil­ mente por su lugar en una pretendida escala del desarrollo. Eso no impide que se tenga perfecto derecho a definir una sociedad, en un momento dado y para fines bien delimitados, por la cantidad de energía por habitante que utiliza o por la proporción de titulados que hay en su población. Es legítimo hablar de crecimiento, de división técnica del trabajo o de volumen de las comunicaciones. Pero hoy no vemos ya por qué ese tipo de análisis habría de tener preferencia con res­ pecto a otros que consideran más los sistemas políticos, las relaciones de clase o las orientaciones culturales que las for­ mas de organización de la producción. La expresión “ las fuerzas de producción” es ambigua. Si designa las técnicas, los medios de producción, hay que decir que su naturaleza depende de la de la política que los emplea, de los fines que requieren esos medios. Lejos de venir en primer lugar en el análisis de la sociedad, aquéllas vienen en el último. Las técnicas no son definibles fuera de la cultura, de los regíme­ nes políticos y de los grupos sociales que las desarrollan y las adaptan a sus necesidades. Pero la expresión tiene otro sentido: las fuerzas de produc­ ción son también las orientaciones culturales y las formas de acumulación mediante las cuales una colectividad o una par­ te de sus miembros emprenden un cierto tipo de inversiones y por lo tanto de producción. En seguida hay quien contesta: ¿de dónde proceden esas orientaciones? ¿Acaso no se sitúan en la historia por un cierto tipo material de actividad econó­ mica? Garó está que sí. Pero en la misma medida en que el

modo como una sociedad actúa sobre ella misma está deter­ minado por lo que hace, en esa misma medida lo que ella hace está determinado por su manera de actuar sobre sí mis­ ma, por sus orientaciones culturales y su modo de acumula­ ción y de inversión. Separemos, pues, dos problemas. Hoy, todavía más que ayer, reconocemos que la naturaleza de una sociedad es su práctica y no su esencia. Dejemos en su sueño a las filosofías sociales que se preguntan por las necesidades fundamentales del hombre, la naturaleza de la democracia u otras nociones análogas, de las cuales el sociólogo no hace uso. Pero de ahí a concluir que las conductas sociales se explican por un orden de hechos fundamentales, situado fue­ ra de la vida social, la distancia es grande. Nuestras socieda­ des, por el contrario, se descubren cada vez más como resul­ tado de la acción que ejercen sobre sí mismas. Yo no creo que para empezar haya que considerar el tipo de acción que atraía la atención de tu amigo, la intervención del Estado, pero su observación nos lleva en la buena dirección: más vale ese voluntarismo un poco simple que la sumisión de los hechos sociales a un orden metasocial, ya sea religioso, polí­ tico o económico. Los hechos económicos son hechos socia­ les, y no los que rigen la explicación de los hechos sociales. Me doy perfecta cuenta, empezando por mí mismo, de lo que cuesta abandonar esas representaciones arquitectónicas de la sociedad que afirman, bastante curiosamente por otra parte, que son los cimientos los que determinan los pisos superiores. Hay que desechar sobre todo, definitivamente, las imágenes que sitúan en la base de la sociedad realidades “ materiales” y en la cúspide, que se supone dependiente de la base, lo que es intervención voluntaria, organización polí­ tica o formas de la vida cultural. Adentrar en el terreno vivo de la sociología significa reco­ nocer que no existen para el análisis categorías de hechos

sociales, sino categorías de relaciones sociales. Oponer lo que pudiera ser realidad material a lo que pudiera ser relación social carece de sentido. Todo lo más se podría decir que cuanto más nos alejamos de la actividad de la sociedad para considerar sus formas de control social y de reproducción, más encontramos el mundo muerto de los objetos, de las reglas, de los principios y de los órdenes que enmascaran la realidad de las relaciones sociales, sean éstas del tipo que sean. Lo que se presenta como material no es más que el objeto, aislado de la práctica social que le da sentido y que lo ha originado. Otro día hablaremos de las relaciones sociales y de la jerarquía de los sistemas sociales. Pero me importa menos enseñarte sociología que hacerte reconocer el mundo en que vives e incitarte a desechar las ideas que no fecundan el análisis. ¿Cómo puede aceptarse una representación de la sociedad que antepone las fuerzas de producción a la acción social? Esa imagen impone la inaceptable idea de que el mundo social está sometido a un mundo superior, portador de sentido: el de las fuerzas de producción y de su desarrollo, el de las necesidades. Según eso lo que harían las relaciones so­ ciales sería introducir la contradicción, subvirtiendo el sen­ tido y degradando la satisfacción de la necesidad con mer­ cancías. ¿No es verdad que en el pensamiento económico de la época industrial domina ampliamente esa separación de lo económico y lo social, esa oposición de fuerzas de evolución, de crecimiento o de racionalidad y fuerzas tradicionalistas o del interés privado? Es hora ya de renunciar a esas represen­ taciones, de reconocer que nuestras sociedades, que en la época industrial se analizaron gracias a la teoría económica, deben desembarazarse de ésta y no reconocer más que la complementareidad de la teoría sociológica y el cálculo eco­ nómico. Déjate guiar, pues, por dos simples observaciones. Prime­

ro, que no hace mucho en esta parre del mundo en la que vivimos se moría la gente de miseria, y que el hecho más visible de la industrialización capitalista fue el pauperismo, con el cual se impuso la noción de la proletarización, de la condición no social de una clase obrera que se veía reducida a un mínimo vital. En nuestro siglo, en Europa, se muere la gente mucho menos a menudo de miseria y mucho más de exterminación en campos de concentración. Puede decirse que el personaje que domina el período de la expansión capi­ talista es el capital, o la banca; cómo no reconocer que en el último medio siglo han dominado Lenin, Stalin, Hitler y de Gaulle, por no hablar más que de Europa. Eso no quiere decir en absoluto que los hechos políticos sean hoy más im­ portantes que los hechos económicos, sino que no es posible continuar pensando en la existencia de un orden de hechos que pudiera explicar los fenómenos sociales y que fuera el orden económico. No tenemos más remedio que entrar en la sociología de la acción. Dentro de ella pueden dibujarse y oponerse diversas escuelas. Esas polémicas son útiles. No tienen, sin embargo, nada que ver con la necesaria ruptura entre la sociología, estudio de las relaciones sociales a través de las cuales una sociedad actúa sobre ella misma, y la presociología, partida en dos por la distinción entre lo objeti­ vo y lo subjetivo, la racionalidad económica y los valores, el aquí en la Tierra y el más allá. Una vez reconocida la naturaleza de la sociología, se hace evidente que no hay que perder tiempo en definir nociones, en preguntarse por las esencias ni en discutir filosofías socia­ les. Nosotros debemos construir un análisis de los sistemas de relaciones sociales y de las formas de acción de la sociedad sobre sí misma. La mejor manera de escapar a las viejas tradiciones de la filosofía social es situarse de entrada en la perspectiva del cambio: ¿qué nuevas formas de producción

de la sociedad por ella misma y qué nuevas formas de relacio­ nes de clase aparecen ante nosotros? No hago yo de eso la definición del trabajo del sociólogo, sino la entrada más nor­ mal de un estudiante en la sociología viva. Estamos acostumbrados a oponer el sujeto a sus activida­ des, a sus funciones. ¿No tiene cada uno de nosotros su personalidad, su alma, o más concretamente su vida privada, sobre todo familiar? Contra las presiones de la acción y del poder nos vemos protegidos por “ estructuras elementales” . Y puede decirse a la inversa, oponiendo la acción innovadora a la tradición inmóvil. En cualquier caso, el ser y la acción no se imbrican; existe una frontera, la de los sentidos, entre lo interior y lo exterior, entre la unidad y la multiplicidad. La desaparición de los garantes metasociales lleva consigo la del sujeto como actor, como interioridad, alma o tradición. No somos ya más que el desarreglado conjunto de las relaciones sociales en las que estamos implicados. Nuestro yo está segmentado, nuestra vida privada pasa a ser pública, y lo será del todo cuando el secreto de la vida sexual, no solamente en sus prácticas sino en su dimensión imaginativa, sea ex­ puesto públicamente. Hay que renunciar a hablar de inspiración para explicar el arte, del amor para definir una combinación de deseo y de comunicación interpersonal, de vocación para comprender la elección de oficio y de valores para interpretar una sociedad. Todo se ha convertido en trabajo: el psicoanálisis se ha unido a la economía y la sociología para dar a esa palabra su triunfal importancia, y el estudio de las obras de arte se ve renovado por el estudio del trabajo de la obra (no del artista). ¿Cómo no ser sensible a la vez a esa imagen del hombre creador y a la imagen inversa del hombre reventado? Porque el himno a la creatividad puede ser la peor de las regresiones intelectuales, puede llevarnos de nuevo a una esencia inde­

terminada, a un romanticismo individualista que difícilmente puede ocultar la ideología de la clase dominante, cuya princi­ pal finalidad está en mantener el silencio respecto a las rela­ ciones sociales. Yo rechazo toda imagen del hombre-Dios; lucho desde siempre contra la imagen de la sociedad como alma y volun­ tad. Pero puedo también concebir la sociedad como agente de su propia transformación, como productora de sí misma a través de sus conflictos y sus rupturas. Cada individuo busca y encuentra su identidad, no por la introspección o el distanciamiento, sino reconociendo el conjunto de las relaciones y de las situaciones históricas en las que está implicado, que se combinan en él de modo siempre particular. Ya no puede definirse por una esencia sino por la repulsa del orden que le impone el poder y que enmascara o destruye la naturaleza de las relaciones sociales que lo constituyen como actor. Es por eso por lo que el camino de la sociología pasa por el rechazo crítico. Te lo repito, y es porque dudo que estés de acuerdo con ello. Para ti el rechazo crítico no es más que un primer paso; la acción, el compromiso y la solidaridad deben llegar lo más rápido posible. Y tienes razón, porque son las condiciones de la acción. Pero el sociólogo nada a contraco­ rriente. No por eso defiende, sin embargo, las libertades elitistas de unos cuantos intelectuales. No hay nada que me enfurezca más que la oposición que a veces se establece entre las libertadas que se llaman burguesas y las “ verdaderas” libertades. La crítica del poder no es sólo condición del traba­ jo sociológico; es el principio de toda libertad, principio que, a medida que se extiende la capacidad de intervención de los que detentan el poder, es cada vez más indispensable mante­ ner. La acción, la intervención directa tanto en la creación económica o cultural como en las luchas y las polémicas políticas y sociales, dan satisfacciones cuya fuerza debe sentir

el sociólogo; pero él tiene que tener ánimo para renunciar a ellas, pues no debe ser hombre de una organización, un partido o un poder. Los intelectuales viven en el centro de la sociedad; en los tiempos en que los garantes metasociales eran sólidos, estaban al pie del trono o del altar; ahora, si quieren seguir en su lugar, en el centro, es preciso que acepten vivir en el vacío, en la distancia abierta entre las tendencias opuestas de la cultura y entre los intereses de la sociedad que entran en conflicto. Si ese vacío llega a faltar la vida se convierte en sufrimiento para la gran mayoría. El sociólogo es un testimonie de la libertad, por su pen­ samiento y más aún por su existencia. No es más sujeto histórico que los demás, pero allí donde él está proscrito, la realidad social está presa en el discurso oficial. Comprendo que a un régimen totalitario se le reconozcan los mayores méritos si libera a su pueblo de la miseria, pero el sociólogo debe tener siempre el valor de rechazar el Uno.

El intelectual es un fracasado; importancia de su papel y de su lucha contra el poder y las ideologías. Los intelectuales que no son verdaderamente sabios, que no demuestran proposiciones que otros pueden verificar o mostrar que eran falsas, cuya obra de conocimiento no ha alcanzado a liberarse, deberían hablar más de sí mis­ mos, aunque no fuera más que para no tomarse por sabios y no ceder al inquietante terrorismo que consiste en emi­ tir opiniones cubriéndolas con la sombra protectora de una ciencia de la que ellos no cumplen todos los requisitos. No pueden hacer obra útil más que siendo lo bastante cons­ cientes de sus particularidades y de su situación personal como para eliminar de sus ideas las más visibles huellas de su experiencia. A ese juicio de uno mismo que tan necesario creo yo no llego de un modo natural. En otros tiempos lo habría encon­ trado más peligroso que útil, por abrir el camino de la com­ placencia y mezclar la idea general y la experiencia personal. Pero hoy creo que ese ejercicio es necesario, pues el silencio de los intelectuales sobre sí mismos no es a menudo más que un medio para situarse por encima de los demás, para parti­ cipar indebidamente en la gloria de la ciencia, en el poder del Estado o en la persuasión de las ideologías.

El conocimiento de la sociedad se ha visto obstaculizado y a menudo vedado por la pretensión de muchos intelectuales de imponer sus ideas identificándose con un principio respe­ tado: el recurso a la ortodoxia, al Estado, al pueblo o al futuro va unido a menudo a la prohibición de ideas distintas e incluso a la persecución de aquéllos a quienes se acusa de faltar a su deber. Yo me pongo a temblar cuando oigo decir a alguien que tal autor o tal idea han sido liquidados por la crítica de tal otro autor, porque me parece que a quién pronuncia una frase así le habita el deseo de liquidar físicamente aquello que él —¿en nombre de qué?— afirma que ha sido liquidado intelectualmente. Aparte de la ciencia, nada muere realmen­ te, sino que todo se descompone y se recompone. Lo que desaparece, lo que se convierte en un acontecimiento del pasado, es únicamente el esfuerzo totalizador de un indivi­ duo, un grupo o una escuela. El dogmatismo es más peligroso que nunca, pero puede y debe ser combatido más directamente que en el pasado. Y es que hay que acabar de una vez por todas con la imagen del intelectual ligado a la construcción y a la defensa de un orden metasocial. Hoy el intelectual no puede ya ser un funciona­ rio, un consejero del príncipe, un intérprete del orden de las cosas y de la sociedad: o ejerce un pensamiento crítico o es un policía. ¿Acaso hay que cubrir con un prudente silencio años recientes y unas experiencias que hoy son realidad en tantos lugares del mundo? En nombre de una ciencia de uno u otro tipo —palabra deformada para hablar en nombre del poder que se tiene o se querría tener— el esfuerzo de refle­ xión, de observación y de análisis es, a menudo, prohibido y condenado. ¿Puede existir una vida intelectual cuando el que aprende ya sabe, cuando cada idea nueva es juzgada por su desviación de un lado o de otro con respecto a otra cosa que

no es ella misma ni es la ciencia, aunque se guste de robar esa palabra sin pagar su precio? Los intelectuales han pecado demasiado de intolerancia, de espíritu de propaganda, de mentiras o silencios piadosos. Es hoy un derecho, allí donde es posible, el pedirles que hablen de sí mismos para dar cuenta de que son, no más sólidos y más listos, sino menos sólidos y menos listos que los demás. Por eso mismo están más dispuestos a entender. Me parece insoportable que el intelectual sea un triunfa­ dor. Debe ser una figura más paciente que dominante, pero, sin poder y sin riqueza, por su misma debilidad debe jugar un papel importante. Déjame decirte primero mi opinión sobre los intelectuales, sin aspirar a un análisis en profundidad. Los mejores de entre ellos, de entre nosotros, son unos fracasados, unos sabios fracasados. Sacrificaron una parte de su vida, su juventud, a la ambición de aportar a la ciencia una contribución original y de recibir por ella esa gloria que eleva al sabio más modesto por encima de los hombres ordi­ narios, haciéndole entrar en un mundo de algún modo sa­ grado. Un profesor universitario de cuarenta años que no sea un sabio, en el más estricto sentido de la palabra, tiene la posibi­ lidad de escoger entre diversos caminos. Puede contentarse con ser un profesor y presentar, o bien los trabajos científicos, o bien los conocimientos y las opiniones de los demás. Puede también convertirse en vulgarizador y, en lugar de ayudar a otros a acercarse al conocimiento científico, presentarlo en términos más adecuados a la vida cotidiana. Pero los más activos escogen uno de los otros dos caminos posibles. Unos se convierten en organizadores, en gestores. A falta de la luz que emite el sol de la ciencia, les alumbra la luna académica. Los más inteligentes o los más listos vuelven también, poco

a poco, al papel de consejeros del príncipe que ostentaban sus predecesores. Papel que puede ser de moderación y que estoy muy lejos de condenar. Conozco a demasiados de esos grandes notables universitarios que, en una u otra parte del mundo, han permitido que sabios e intelectuales pudieran trabajar, o hasta simplemente vivir. Pero ellos no producen ideas. Los últimos son los fracasados: ésos son únicamente los intelectuales. Respetan el conocimiento científico en el cual no han penetrado completamente, y su mismo fracaso les pone en guardia para luchar contra las ilegítimas preten­ siones que muchos tienen de hablar en nombre de la ciencia. No tienen ya la confianza de veinte años atrás, y si todavía tienen —a menudo lo tienen— el ánimo de trabajar en vez de contentarse con administrar o con hacer comercio con su inteligencia, resultan ser, de un modo natural, quienes no soportan los dogmas, las falsas evidencias ni más en general la seguridad de las ideologías y la palabrería que el poder impone a la sociedad en que domina. Admito que esa imagen no puede entusiasmar. ¡Produce tanto más entusiasmo imponerse como ideólogo! Pero el in­ telectual del que hablo es enemigo acérrimo del ideólogo. Tiene en cambio simpatía —teñida de desconfianza— por el utopista, que también revienta el discurso del orden domi­ nante. Los ideólogos recurren a la juventud, cada vez más frenéti­ camente, y procuran despertar respuestas en las que a menu­ do el gusto por la acción lleva consigo la crispación de la in­ tolerancia. El papel del intelectual es el de la edad madura. De ningún modo el de la vejez, la moderación o el cansado escepticismo. El intelectual es aquél que respecto a sus oríge­ nes y al medio en que se formó ha tomado la suficiente distancia para comprender la diversidad, y que es demasiado independiente para estar del lado del poder, poseído o deseado.

Yo acepto respecto a él los combates de ideas, las derrotas o los éxitos; no es un ángel, pero está en contra del poder. Acepto incluso que sea por razones malas o confusas. El que se opone al poder en nombre de los derechos del hombre, de los principios eternos o del sentido común no produce una expresión muy enérgica, pero toma una posición honrosa que muchos han defendido con valor. El intelectual no es un pequeño burgués a la vez des­ confiado y presuntuoso. Su responsabilidad es demasiado grande: señalar a cada instante las relaciones sociales rea­ les que hay detrás de las expresiones, el orden del poder y la ideología. Es por eso por lo que no es neutro, pues la expre­ sión triunfal no es exterior a las relaciones sociales; es el punto de vista del amo sobre su relación con el esclavo, y más aún el punto de vista del Estado del amo sobre sus súbditos. El intelectual no es ni un sabio ni un dirigente, sino un actor que trabaja para el pueblo de los oprimidos y de los dominados y para hacer posible la ciencia que está en el extremo opuesto a la ideología. Esa imagen, que es mi ideal, no es una imagen épica. Me dirás en seguida que no es del todo limpia, que racionaliza no pocas decepciones y que el intelectual, de quien hago el retrato, es un hombre de ac­ ción fracasado que tiene miedo a los golpes y un sabio frustrado que no se ha sometido a los rigores de la formalización y de la demostración. Si tú quieres... Pero esas observa­ ciones, verdaderas o falsas, dejan de lado lo esencial, pues yo no he descrito la “ psicología” del intelectual, sino su papel. Hay muchos tipos de intelectuales, unos casi sabios, otros casi dirigentes. Pero lo importante es definir una función y comprometerse con las consecuencias que implica una defini­ ción tal. En particular en la vida universitaria. Porque una universidad dominada por la ideología es un escándalo. Re­ cuerdo una viejísima emisión de televisión sobre la Escuela

Nacional de Administración. Aquellos jóvenes, modernos y relajados, sencillos y abiertos, contentos de sí mismos y con­ fiados en el futuro de su país, desbordaban de la más vani­ dosa y brutal ideología tecnocrática, y sin ni siquiera darse cuenta, ya que no tenían enfrente a sus “ súbditos” . La peor de las ideologías es la que sirve al poder del momento. ¿Pero vale la pena mantener o incluso transformar universidades si éstas tienen que fabricar tecnócratas o burócratas, aparatchiki o inquisidores? Yo no acepto consagrar horas de mi tiem­ po a reformar o a transformar una institución universitaria que no se imponga por santos protectores por un lado al sabio, el que construye una imagen de la naturaleza en la que se incluyen el hombre y sus sociedades, y por otro al intelec­ tual, crítico y destructor de las ideologías, del lenguaje del poder y del orden impuesto y liberador de las protestas prohi­ bidas, desviadas o ahogadas. La vida intelectual, aquí y aho­ ra, no tiene razón de ser más que si lucha con todas sus fuerzas contra las propagandas, el orden y la expresión del poder, y la universidad no tiene sentido más que si es el lugar preferente de esa acción intelectual. ¿No hay que decirse, de tarde en tarde, por qué se acepta ser un frustrado y por qué, en el mundo de los príncipes y los aparatos, se cree en la necesidad insustituible de la protesta intelectual? Los que están ligados a la actuación del poder o de la acción política pueden despreciar a los demás intelectuales si éstos no Jiacen más que replegarse sobre su, retórica y la insulsez de la abstención de compromisos. Pero el intelectual crítico no vive refugiado en las instituciones y las palabras. Inventa, hace aparecer lo que no se piensa todavía común­ mente y lo que no puede ser expresado. Es un agente de cambio contrario al mismo tiempo a la tradición y al dogma. Su guía es la inquietud. Podemos ahora volvernos hacia la historia reciente de la

sociología, en Francia y en buen número de otros países. Conocimos primero un largo período dominado por una ideo­ logía liberal conservadora, que representaba la sociedad como un padre que fijaba los objetivos del grupo familiar y los medios para alcanzarlos, mediaba en los conflictos internos e integraba a todo el mundo en torno a valores comunes; era una visión guiada también por un positivismo simple, que desechaba toda pregunta sobre el conocimiento sociológico para no preocuparse más que de unas técnicas. Vino luego la época de los conflictos. La mayor parte de los representantes del orden intelectual dominante desaparecieron; algunos, más animosos, asumieron valerosamente la virulenta hostilidad respecto a los movimientos estudiantiles que correspondía a sus principios. La mayor parte de sociólogos jóvenes, por el contrario, se lanzaron a un mismo tiempo a una reflexión crítica y a una participación activa en el levantamiento. Algunos años más tarde la confusión de análisis e ideología dejó ver a su vez sus deplorables consecuencias. Las expresio­ nes arrogantes o brillantes se sucedían sin dejar aportación alguna al conocimiento; el espíritu crítico se había converti­ do en descaro o desinterés. Los viejos demonios de la filosofía danzaban ferozmente alrededor de una sociología que se veía escarnecida. Harta de ideología pero sin deseos de volver al profesiona­ lismo ingenuamente conservador, ¿adonde se dirige esta so­ ciología herida, desorganizada, combatida pero obligada a la existencia por el mundo en que vivimos? El camino que de modo más natural se le ofrece es el de la ideología liberal. Combatamos el orden en nombre de la liberación, los pri­ vilegios en nombre de la igualdad y las barreras en nombre de la comunicación. De ahí el interés que bruscamente ha surgido por las “ instituciones totales” , los mundos cerra­ dos de la prisión, el asilo, el hospicio, la escuela, mundos de

exclusión y de represión, que uno puede describir y denun­ ciar, profesional e ideológicamente, sin verse comprometido en combates propiamente sociales y políticos. No es, pues, casualidad que la sociología haya revivido descubriendo esas zonas de oscuridad, denunciando la exclusión y aprovechando las ventajas de la marginalidad. Yo apruebo esas investigaciones, y todo lo que recuerde el peso de las desigualdades, la brutalidad de la represión o la violencia ejercida en nombre de la regla y de la normalidad; su liberalismo es fecundo. Pero uno no puede limitarse a ese volterianismo, que no aborda los problemas más centrales, más directamente liga­ dos a los actuales cambios de la sociedad: esos combates liberadores contra los privilegios o la intolerancia no eximen de preguntarse por las relaciones de clase, la naturaleza del poder o las nuevas formas de control social. Si no se vuelve uno hacia esos problemas es cierto que inmediatamente se ve atrapado en el torbellino de las utopías y las ideologías. A pesar de todo, hay que atravesarlo sin dejarse desorientar, pues lo esencial es y seguirá siendo el comprender cómo una sociedad se produce a sí misma, cómo inventa su cultura y su organización a través de sus conflictos y sus instituciones. Avanzar en esa dirección es mucho más difícil. Llueven los insultos, los ataques y las pullas, y sin embargo es un avance necesario. Hay que ponerse en camino sin tardanza, si no seremos en justicia acusados de habernos distraído en el mo­ mento en que se instalaban nuevas formas de dominación, de control y de alienación. Por eso es por lo que me irrita la irresponsabilidad o la inconsciencia de los intelectuales que alientan la invasión del conocimiento por la ideología. Hoy como ayer, los intelectuales deben ser agentes de crítica y de progreso, rompiendo la falsa evidencia del orden

establecido, revelando las relaciones sociales reales y desarro­ llando el conocimiento. Sé muy bien que esa imagen optimis­ ta es insuficiente. El conocimiento, y desde hace diez años no he dejado de repetirlo, se convierte en fuerza de produc­ ción y por lo tanto en lugar de poder. De ese modo se forman aparatos tecnocráticos en los que los intelectuales son susti­ tuidos por los expertos. Sin embargo, si conozco bien ese peligro, si no he dejado pasar ocasión alguna para denunciarlo, no es ciertamente para ver cómo desgarran el conocimiento quienes protestan desde fuera contra la sociedad. No acepto la complacencia de una actitud que denuncia a la sociedad en bloque y que se desprende tan fácilmente de las obligaciones del conocimiento como de las exigencias de la acción política, y todo ello c u nombre de un absoluto, teñido de religión sin Dios, de moralismo de pequeña burguesía deca­ dente, de egotismo o de aventurerismo. Sucede que la crisis y la mutación sociales provocan reacciones de rechazo o de defensa, mueven al retiro o a la comunidad, y eso es, en defi­ nitiva, lo que importa. ¿Por qué remitir los intereses del cono­ cimiento a aquéllos que se sitúan lo más lejos de él? Yo me niego absolutamente a cubrir, bajo el engañoso pretexto de una solidaridad de “ izquierdas” , el apoltronamiento del tra­ bajo universitario. Quienes sustituyen el conocimiento por una expresión extraña a la investigación y a la comprobación no hacen más que esterilizar los medios de acción y de pro­ testa, y ello corresponde totalmente a los intereses dominan­ tes y no debilita más que a la izquierda. Espero que ese envilecimiento del conocimiento sea pronto rechazado por todos. Mientras Francia vivía en la fantasma­ goría gaullista era inevitable que entre el conocimiento y el pensamiento crítico hubiera la misma distancia que entre la realidad francesa y la imagen que de ella daba el régimen.

Pero estamos de nuevo en plena realidad: el bloque de las grandes empresas y del aparato de Estado detenta el poder; la izquierda socialista, enriquecida con sus nuevas corrientes, ha vuelto a tomar fuerza. Es urgente apartarse del preciosis­ mo y la facilidad, y rechazar la descomposición y la arbitra­ riedad para ponerse manos a la obra y comprender la sociedad en la que queremos actuar.

Por qué escribo estas cartas. Durante mucho tiempo luché de tal manera contra todo lo que me parecía caduco, irrisorio y muerto en la sociedad francesa que me vi arrastrado a una huida hacia delante que no tuvo necesidad ni quiso quizá saber dónde y cuándo había de pararse. Ese sentimiento, que pertenece al pasado, debió ser común entre algunas gentes, por lo menos entre las de mi edad que por su origen social y sus gustos seguían estu­ dios superiores. No me guiaba una imagen de la moderni­ dad; los Estados Unidos no me atraían, aunque hallara útil comDletar allí una formación profesional que estaba llena de lagunas. El mundo comunista era el de Stalin; en Fran­ cia, si bien el partido comunista representaba la única fuerza en ruptura con un orden odioso, yo estaba demasiado alejado de su organización y de su modo de pensar; me definía ya como sociólogo y esa palabra estaba proscrita por ese partido que nunca he llamado El Partido. Los sentimientos que me empujaban hacia adelante eran la vergüenza y la rabia. Había sido educado en un medio en el cual el trabajo'intelectual y los libros eran valores indiscutidos, el éxito se medía con respecto a los demás y el trabajo

también se justificaba como contribución a la grandeza na­ cional. Y cuando salí de mis estudios generales y empecé a mirar a mi alrededor, libre en mis actividades y movimientos, en la rué d’Ulm, después de un encierro de varios años en el foso de osos de Louis-le-Grand, sentí violentamente el agotamien­ to y el abandono de la clase dirigente, la decaída intelectual, la derrota y la vergüenza de mi país y la escandalosa irreali­ dad del gran seminario laico en el que me habían metido. Tampoco disfruté la libertad que me ofrecía la escuela en la que había entrado. Me parecía tan vacia y tan coercitiva como el trabajo forzoso de la escuela. Me alejé por algún tiempo de ese lugar demasiado apacible, y como el azar hizo que leyera, lejos de París, en un lugar muy diferente de aquellos en los que se agitaban los estudiantes, un libro de Georges Friedmann, empecé a encontrar en la sociología una actividad para la que no estaba preparado, que no estaba organizada y que apenas era tolerada en los márgenes de la universidad. Me atraía porque me conducía hacia un mundo en el que yo vivía pero del cual estaba separado y, al mismo tiempo, me parecía que en ella era enteramente libre de movimientos, pues todavía faltaba construir la casa, antes de habitarla. Me doy cuenta ahora del precio que pagué por esa actitud y esa historia profesional. No sólo soy un autodidacta de la sociología, sino que mi furia de destrucción y de recons­ trucción me lanzó a buen número de trabajos inútiles, en los que, por encima de todo, intenté superar mi horror por el mundo irrisorio que había conocido en la universi­ dad y fuera de ella. En muchas de las páginas aparentemen­ te abstractas e impersonales que escribí, veo la señal de esa ruptura con la organización social y esa fuerza interior mía que difícilmente identifico y que me impulsaba a construir,

a querer vivir en un mundo que yo hubiera contribuido a transformar. Yo no pertenecía al mundo de los dirigentes y mi protesta o mi rechazo me conducían, no a la planificación y a la organi­ zación, sino, por el contrario, a la crítica social y a una confianza, no partidista pero decidida, por una renovación del poder y una subversión de las relaciones de clase. Yo no tomo distancia con respecto al que fui y al que, tras rechazar los placeres que se atribuyen a la juventud, conser­ vó por mucho tiempo (y conserva aún) la alegría de empren­ der y de crear. Pero la vida intelectual supone un gran desprendimiento con respecto a uno mismo, sobre todo cuando el objeto de estudio tiene pocas defensas propias. El sociólogo está menos apoyado que otros por los apremios de la formalización o la experimentación; no está alejado de lo que estudia por la distancia geográfica o histórica, de tal modo que los más abstractos libros de sociología no son a menudo más que una mezcla de novela realista mal escrita y de complaciente diario íntimo. En ocasiones la reflexión sociológica nace de la decepción o de la duda política, y quizá sea ese el mejor camino, si no lo entorpecen la amargura o el resentimiento. El mío fue opuesto; no me separé de un mundo demasiado lleno sino de una sociedad demasiado vada... Pero en cualquier caso la ruptura con uno mismo es necesaria. La primera confluye con el final de la juventud, biológica y socialmente, es dedr, con la aparidón de una nueva juventud que no combate o se opone a los mismos adversarios o a las mismas insuficiencias y que de repente le separa a uno de sí mismo, arrastrando al pasado lo que yo todavía creía vuelto hacia el futuro. En mi caso fue además el choque brutal, a mi juido innecesario, que sentí el día que presenté ante un tribunal universitario un libro que

me había costado mucho trabajo y respecto al cual Eaque, Minos y Rhadamante manifestaron su hostilidad y su des­ precio. Algunos años más tarde el movimiento de mayo me per­ mitiría reflexionar sobre los nuevos movimientos sociales y mostrar que la investigación más inquieta y más prudente debe ayudar, cuando el acontecimiento lo requiere, a tomar partido clara y prácticamente; pero para mi no representaba sólo eso. Daba a muchos de mis colegas una imagen tan horrible de mí que mi buena voluntad modemizadora se veía detenida. Se me daba claramente a entender que donde se reorganizaba la vida universitaria mi presencia no era desea­ da. En la edad en que es grande la tentación de hacerse administrador o viajante de comercio a mi se me sugería la vuelta a mis estudios, aunque sin dramatismos, pues tengo plena consciencia de vivir en un mundo fácil en el que los poderes que se ejercen son limitados. Soy consciente también de que mis títulos universitarios y quizá la actividad de mi trabajo me han conservado siempre la estimación de muchos y la amistad de algunos. Escribo estas cartas porque no soy ni un sabio ni un polí­ tico. Los sociólogos han sustituido a los moralistas: los han combatido, porque no pueden admitir que se aclaren los he­ chos sociales a la luz de principios morales o de una imagen del hombre, pero juegan el papel que era el suyo, al menos cuando eran independientes del poder y permanecían alejados de las responsabilidades de la acción. Soy sociólogo porque me atraen los movimientos de la historia más alejados de la cotidianeidad y el buen orden, y porque soy incapaz de aceptar las continuidades y los rodeos de las acciones que transforman las situaciones históricas. Al igual que otros llaman al orden, mi papel es llamar a la historicidad, a las acciones mediante las cuales las sociedades

construyen su propio campo de acción. Tarea rara y que puede parecer irrisoria. No la he abordado y no la continúo más que porque sufro el vivir alejado de la historia que se hace. Lo cual podría llevar a soñar lo que otros hacen, a volverse su turiferario, Pero yo he crecido en una sociedad demasiado alejada de las insurrecciones colectivas y he senti­ do demasiado cerca el calor abrasador de los creyentes y los sacerdotes del nazismo y del stalinismo para perderme en un empleo en el que se reúnen la cobardía, la indecencia y el fanatismo. No pudiendo fijarme en lugar alguno, ni en los aparatos de mando ni en la buena consciencia funcional de la enseñanza ni en las estrategias políticas, recorro la sociedad en todos los sentidos, tejiendo con mis movimientos la tela de mi sociolo­ gía. Pero cuanto más avanza mi trabajo más encerrado me siento en esta expresión que quiere ser liberadora. El aconte­ cimiento me permite a veces asentarme en la sociedad, para reconocer, nombrar y analizar lo que a la mayoría se le presenta como crisis o como ruptura. Si te escribo ahora es también para verme vivir a mí mismo en la sociedad que analizo y evitar así la ingenuidad de quien pudiera creerse mirada desencarnada y consciencia objetiva de la historia. Envidio a quienes desde muy pronto se han visto dueños de su pensamiento o de su acción. Yo me voy deshaciendo lentamente y casi forzosamente de todo lo que me impide encontrarme. Protegido por la vida universitaria, empujado por ella al círculo cerrado de los. exámenes, las comisiones y las conferencias, ¿cómo no habría de ir lentamente hacia lo que son quizá una reflexión y un tono personales? Creo que esta conversación contigo es la señal de que puedo descubrir mi camino. Tengo consciencia de estarme acercando al lugar en el que tendré que tomar la opción decisiva: comprometer

mís últimas esperanzas en una tentativa intelectual absoluta­ mente personal o borrarme en el silencio y el ronroneo del funcionariado universitario. Escribo estas cartas en un momento preciso, que no habría podido adelantar y que no debo retrasar. Desde 1966 tenía empezada la preparación de un libro que puede llamarse teó­ rico y que, más sencillamente, pretendía poner orden en mis ideas. Proseguí ese trabajo sin interrupción duran­ te seis años, redactando al mismo tiempo algunos libros de menor envergadura. Ese libro acaba de aparecer. Dentro de poco lo acompañará una recopilación de ensayos teóricos originales, que ya está en manos del editor. Ahora, antes de que los demás hayan juzgado ese trabajo de la mitad de mi vida activa, yo me vuelvo hacia mí mismo, porque me siento dividido en dos. Siento por fin que mi trabajo intelectual se separa de mí y, sin adquirir la independencia que únicamente corresponde a la ciencia, puedo hablar de él como de una obra y ya no como de mí mismo. Sigo con mis pensamientos, mis sentimientos y mis reacciones, todo ese fuego que ha hecho hervir mis ideas y que yo miro con la misma fascina­ ción que un fuego de madera en el que combaten el rojo de las brasas y el negro de las cenizas. No es para contemplarme a mi mismo para lo que escribo estas páginas. Soy consciente de que unas confidencias no son aceptables más que si nos ofrecen una historia personal o si son trabajo de escritura. Yo intento, por el contrario, alejarme de mí mismo para confundir lo menos posible lo que soy y lo que hago. Detesto el Uno, la unión del pensamiento y de la acción, de la búsqueda y el descubrimiento, de la vida privada y de la vida pública, de lo uno y lo otro, de la comunidad. Vivir es un esfuerzo constante por sobrepasar los papeles y las reglas; por entrar en el malentendido, la innovación y la crítica que hacen que el movimiento se libere del orden.

Es imposible llevar una vida intelectual únicamente profe­ sional. Pero en el inmenso espacio que separa la erudición de la ciencia hay dos maneras de moverse: la ideología y el pensamiento crítico. Los intelectuales con los que me en­ cuentro, cuando aceptan no tomarse por sabios, parece que se ven tentados por la imagen del intelectual “ orgánico” , ligado a la política de un grupo: son el tecnócrata o el mili­ tante. Siento como cualquier otro la tentación de jugar ese papel, pero la rechazo completamente y sin sacrificio, pues el poder, sea cual sea, no puede prescindir de propaganda; doblega a los intelectuales en aras a sus intereses y desconfía de las ideas nuevas y de las críticas. Ya no es posible escapar a esas presiones refugiándose en un universalismo vago, imaginando una sociedad conducida por las grandes ideas y por los grandes principios y práctica­ mente vacía de todas sus relaciones sociales reales. Si no se puede estar por encima de los conflictos, realmente hay que estar ligado al poder o comprometido en un trabajo crítico. No veremos ya, creo yo, por lo menos en las sociedades industrializadas, que grandes intelectuales aconsejen a los príncipes, canten al espíritu de una sociedad o de un régimen y exalten sus conquistas. Los partidos y las iglesias gustan de llevar en su equipaje a algunos intelectuales, pero ese espec­ táculo, incluso para los que se prestan a él, es cada vez menos tolerable. Lo cual nos obliga a vivir un tipo de vi­ da intelectual diferente del que dominaba todavía en un pa­ sado reciente, cuando el intelectual era un personaje de im­ portancia. Es por eso también por lo que cada uno de noso­ tros debe hacerse preguntas sobre sí mismo y sobre la histo­ ria de su trabajo y de su personalidad, y debe aceptar también en un momento u otro de su vida activa quedar al margen porque estorba. Para no convertirse en un ideólogo no es preciso únicamente un esfuerzo constante, hacen falta tam­

bién apremios concretos. Formarse en la vida intelectual, tanto o más que aprender un oficio o ser capaz de imagina­ ción y de rigor, es prohibirse las satisfacciones y el entusias­ mo de las ideologías. Es indispensable conocerse a sí mismo, conservar respecto a las propias conductas y sobre todo res­ pecto a las propias ideas la distancia que naturalmente se tiene cuando se estudia la manera de actuar o de pensar de los demás. Cuanto mis se forma cuerpo con uno mismo más activo se puede ser; más creador, yo no lo creo. No se puede tomar distancia con respecto a la propia situación y a las conductas a ella ligadas más que si hay observadores que se esfuerzan por desgajar todo aquello que nos sitúa, con objeto de aislar, de despersonalizar nuestra trayectoria intelectual; ésta no carece de lazos con la situación de su autor, pero asimila y transforma temas determinados social y cultural­ mente y al mismo tiempo se ve limitada o deformada por polémicas que no le son esenciales. Si te escribo es quizá porque quiero a la vez tomar esa distancia y hacer menos doloroso el esfuerzo, al escoger yo mismo un juez a quien transformo en confidente. Pero inclu­ so aquel que cree salir de ello sin mucho gasto queda un día sorprendido de la aventura en la que' se ha metido y del precio que le cuesta. Ese precio es alto. Si el actor no se define más que por las relaciones sociales en las que está situado, si su consciencia no da nunca el sentido de la acción, ¿cómo puede el soció­ logo, que se sitúa en el punto de vista de los sistemas de relaciones sociales, ser actor? ¿Quién puede entenderle, siendo todos nosotros actores y resistiéndonos a la interpreta­ ción de nuestros actos? Tú me lo dijiste ayer, y noté que percibías la tristeza del sociólogo, probablemente por primera vez en tu vida. Lo que dice el sociólogo no puede ser enten­ dido directamente. El actor se le resiste siempre. Cuando

precisamente da cuenta, de manera satisfactoria, del pulso de una sociedad, no encuentra la aprobación de ninguno de los actores cuya situación y conducta ha analizado. Yo creo ha­ berme aproximado bastante a la Unidad Popular chilena, al sentido de su existencia y a las causas de su caída. ¿Puedo esperar, sin embargo, que mi análisis sea probado? Deseo que los militares y la derecha lo rechacen y me produce incluso, satisfacción. Pero antes de la caída los dirigentes de la izquier­ da se habrían resistido a mis análisis, que no hablaban la lengua de sus ideologías. Cuando el actor está desmontado, en crisis, puede recurrir al sociólogo. Pidiéndole que le saque de nuevo adelante, que le ayude a orientarse. Cuando el sociólogo lo ha logrado, el actor pica de espuelas a su caballo y desaparece por un cami­ no distinto del que le ha sido indicado. Qué simple y agrada­ ble resulta ser ideólogo, tener uno su terreno, los amigos cuya acción uno interpreta recibiendo posteriormente su agradecimiento por haber sido comprendidos. El sociólogo está solo, sobre todo en su universidad. Viví el mayo de 1968 donde había que estar, en el departamento de sociolo­ gía de Nanterre hasta el cierre de la facultad y luego en la calle Gay-Lussac, la noche del 10 al 11 de mayo. Tuve siempre la sensación de entender lo que pasaba, por lo menos hasta el 26 ó el 27. Luego la intervención de las fuerzas políticas, la salida de De Gaulle y la manifestación del 30 me hicieron perder la huella, puesto que no tenía ya conoci­ miento real de la situación y no podía por tanto abordar el análisis. Pero durante toda la fase estudiantil del movimiento creo haber expuesto unos análisis que por lo menos merecen ser examinados. Sin embargo fui rechazado no sólo por la mayoría de los profesores de mi facultad, lo que es muy natural e incluso una buena señal, sino también por ciertos estudiantes revolucionarios o rebeldes cuyo vocabulario yo

no hablaba y que “ eran hablados” por la crisis y el conflicto en el que actuaban. En una situación caliente los actores no analizan, actúan, o más bien son accionados por el estado de los sistemas sociales en los que están situados. Es por eso por lo que unos me tratan de izquierdista delirante y los otros de tecnócrata. Pobre consuelo el de poder decirse cinco años después que las declaraciones de mis adversarios de la facul­ tad no podrían leerse sin dudar de su capacidad de análisis y que los que me daban lecciones desaparecieron en el olvido tras algunas payasadas lamentables en los meses que siguie­ ron al comienzo del nuevo curso universitario 68-69. Porque lo que cuenta es que no pudieran entender; lo importante es que me hirieron, cuando en cambio mi análisis les era útil. Ni siquiera estoy seguro de tener valor para proseguir esta reflexión. Pero tú me has ayudado, porque no intentas jugar sin honradez en los dos tableros. Tu finalidad es por el momento actuar, tomar partido polí­ ticamente, luchar contra el silencio que oculta la miseria y la injusticia, establecer con otros ciertos lazos interpersonales. No intentas todavía ser ideólogo. Es por eso por lo que me hablas, para escuchar el lenguaje nuevo y diferente que el sociólogo alienta. No sabes todavía lo que va a significar para ti, pero escuchas. Sigamos así. Yo no intento aconsejarte; tampoco me sitúo por encima de los actores, pero te puedo ayudar a orientarte. El sociólogo no puede enseñar nada, pero qué alegría para él si tiene el sentimiento de haber ayudado a los actores a comprender lo que pasa. Ay de él si cree que puede inspirar o dirigir. El sociólogo no será nunca en la acción más que un soldado de segunda clase. Pero es esencial que sea capaz de serlo. Otra vez te hablaré probablemente con más entusias­ mo, pero ya ves. Tarde o temprano, si quieres hacerte soció­ logo, tendrás que conocer el abandono, la soledad y el re­

chazo que aquí, por suerte, no condena más que al exilio interior. Es prueba a la que no se escapa y por la que hay que haber pasado para defenderse contra la serpiente de la ideolo­ gía. Hablarte me ayuda a avanzar por el túnel. Si continúo andando es porque siento la necesidad de esta prueba. El sociólogo dene por trabajo el hacer aparecer las relaciones sociales ocultas por la ideología de los actores y por la falsa positividad del orden y del poder. ¿Cómo puede descubrir esas relaciones sociales, y por lo tanto romper el yo de los actores y de la sociedad, sin romper su propia identidad? Lo más opuesto que conozco al papel del sociólogo es el del líder de grupo que intenta integrar a éste, que intenta centrarlo sobre sí mismo, que cada cual se sienta bien en su piel, si es preciso frotándose contra la de los demás. A menudo es una estafa, y es casi siempre una intervención al servicio del orden establecido y un obstáculo para el conocimiento. Cuán­ do nos veremos liberados de esos maestros cantores, de esas turbias exhibiciones, de esa irrisoria ilusión de la comunica­ ción por el vacío social. Afortunadamente, psicólogos y so­ ciólogos, cuyas preocupaciones dominantes no son el dinero ni la vanidad manipuladora, vienen criticando desde hace tiempo esa forma de propaganda. El sociólogo debe ponerse por entero, en un primer mo­ mento, al lado opuesto al del orden, para romper su ficticia positividad y hacer aparecer las relaciones y los conflictos sociales. Pero que no crea que puede establecerse como ideó­ logo de la oposición. Debe ir hasta el final, hasta el momento en que, ante su intervención, las identidades se resquebra­ jen, los actores se rompan y su propia identidad también, el momento en que, tras las ruinas de las ideologías y de la organización social, aparezcan en su impersonalidad insoste­ nible las relaciones sociales que las necesidades de la acción recubren inmediatamente de discursos y de reglas. Estamos

lejos todavía del valor y de la lucidez necesarios para asumir completamente ese papel. En cambio, sólo comprometiéndo­ nos nosotros mismos a no ser más que lo que haga aparecer la relación podremos ser diabólicos agentes de la liberación.

Salir de la sinrazón; por qué he corrido tanto; pasar el umbral. Yo no sueño con una sociedad en orden, integrada; todo lo contrario. Pero me gustaría que la sociedad se alargara en el tiempo como una serpiente que uniera con sus anillos el pasado y el futuro. La sociedad francesa está en algunos mo­ mentos muy cerca de ese ideal; en otros se empeña en des­ truirlo. Está cerca porque ni es una sociedad nueva, que liquide el pasado en provecho de los ricos y poderosos de hoy, ni una sociedad hundida en su impotencia para transfor­ marse ni, finalmente, una sociedad rota, quebrada en dos por la penetración del dominador extranjero. Yo me siento todavía próximo a un pasado ya lejano e implicado, sin em­ bargo, en un futuro. Porqué esa continuidad, fuente de vida, va a tener que deformarse en manos de todos los conservadores, notables y burócratas, que defienden intereses creados o cuadriculan con sus reglamentos la sociedad y nos quitan tanto nuestro pasado como nuestro futuro, para obligamos a vivir al mar­ gen de la historia viva. Algunos se han creído muy listos tratándome de tecnócrata. Frente a burócratas y notables, ¡cuánto me gustaría sentirme tecnócrata o militante político, constructor de un

nuevo mundo, destructor de los viejos privilegios y rotura­ dor de nuevas tierras! Pero no soy tecnócrata. He llegado a una edad en la que uno debe ser juzgado por lo que ha hecho y no por la imagen que de uno se forman algunos. El mundo de la acartonada pequeña burguesía me resulta pesado. No siento inclinación alguna por la grandeza gaullista, pero querría sentir más las fuerzas sociales vivas, en su antagonismo dinámico, y ellas siguen siendo ocultadas por el mundo de las garantías y de las mediocridades. El Estado ha regido el desarrollo económico, sustituyendo a unos grupos capitalistas que eran demasiado débiles. Pero ha tenido que apoyarse políticamente en fuerzas arcaicas y le ha sido preci­ so reunir en sí mismo una tecnocracia renovadora y una burocracia asfixiante y presuntuosa. De ahí que la economía se haya desarrollado acentuadamente pero la sociedad haya seguido presa en las reaccionarias condiciones políticas de ese desarrollo. Horrorosos barrios nuevos, arquitectura de mala calidad, instituciones envejecidas, injusticias escandalosas, privilegios ancestrales, todo esto nos muestra una sociedad sistemáticamente mantenida en el retraso y la mediocridad o abandonada a las más groseras formas del beneficio. Más allá de todos los razonamientos y de todos los com­ promisos, lo que me ata al mayo del 68 es lo que tantos otros consideran ridículo o espantoso: las barricadas. Acción, pen­ samiento, expresión, inventiva. Fugazmente, pero con una imagen que se hace mayor al haberse construido frente a la horrible Sorbona, acordonada por la policía. Mira por dónde, resulta que te divierto. Y sin embargo si aceptas leerme tan tranquila y seriamente como yo te escribo podrás ver rápidamente que no me guían sentimientos extre­ mos, recargados por restos de juventud fermentada. Yo creo que sobre lo que nos afecta de cerca no se puede hablar con neutralidad. No se declara el amor que uno siente recitando

una ficha antropométrica. Conozco la historia de algunas universidades lo suficiente como para decir que quienes sub­ virtieron el mundo académico pusieron en ello no poca pa­ sión, a la vez que mucha inteligencia. Hoy el mundo univer­ sitario está exangüe. Lo que me hace sufrir más es ver vivir mal a tanta gente en una sociedad tan rica, ver morir a los viejos en la miseria, no ver que la escuela ayude a los niños desfavorecidos, ver un hiperproletariado extranjero a la vez explotado y excluido, etc., etc. No olvido ni por un instante cuánto amo a Francia, cuánto el ardor de la vida intelectual, la generosidad de los militantes revolucionarios, de los paisa­ jes, y cuantísimo algunas caras que por no perder daría un mundo. Por un momento, déjame situarme en mi genera­ ción. Soy de los que trabajan como borricos desde siempre, apenas se divierten, no se dan buena vida, no buscan hono­ res y nunca han pensado en hacerse ricos. Obreros con largas jornadas de trabajo en malas condiciones materiales y socia­ les, agricultores endeudados para modernizarse y amenaza­ dos por las sociedades capitalistas, planificadores, médicos o físicos que tuvieron que partir casi de cero: los que han trabajado muchísimo son numerosos. Llegados a la cincuen­ tena, escuchamos a Reggiani porque hay que tomarse algún respiro y el cansancio llega pronto, pero yo miro todavía hacia adelante. Y no para decir a la generación siguiente que a su vez se apresure, que luche como nosotros. Todo lo contrario. Lo que pido es para tí y para tus compañeros durante toda vuestra vida, y para mí al final de la mía, el derecho a ser feliz. No se es feliz cuando se está inactivo, cuando le grita a uno el capataz ni cuando se hace o se pone un examen que cae en el vado. Se es feliz cuando no se está en el caos, cuando en el paisaje, en las leyes y en las relacio­ nes humanas se ve la señal de una voluntad de ampliar y hacer la sociedad más creadora y acogedora ¿Por qué he

corrido tanto desde hace un cuarto de siglo? ¿Por el gusto de correr, para pasar el rato y aturdirme? Una canción de An­ gel Parra nos dice que la cuesta es dura, pero que allá se agradecerá el reposo. Quiero vivir en una sociedad, y no entre el beneficio, la estupidez y los reglamentos. La juven­ tud tiene sus cantores, y algunos revelan lo que ella siente, el mundo que imagina. Yo me cuento entre los que viven en la sombra, los que no tienen vida colectiva. Como estoy solo, y no soy ' ‘representativo” ni me veo representado, hablo solo, en mi coche y en los lugares que amo, en un teatro griego, una catedral, un rascacielos, un aeropuerto o la últi­ ma colina con árboles del Mediterráneo provenzal. Y te ha­ blo a ti, para comunicarle a alguien mi esperanza de que en Francia, un día, se pueda hablar, para entenderse, para dis­ cutir o para luchar, pero sin verse atrapado en la sinrazón, sin tener que interesarse por los importantes hechos de pe­ queños personajes y por pequeños problemas de las grandes instituciones. Sería peligroso no decir nada más. Como abogar por la grandeza contra la mediocridad, por el movimiento contra la inmovilidad o por la inventiva contra el caos. Admito del todo que se me diga que los dados están trucados, y que exactamente igual podrían desearse reacciones opuestas a las mías, haciendo el elogio de la tolerancia contra el autoritaris­ mo, de las garantías contra las cruzadas o de la diversidad contra tos monopolios. Pero es que tampoco se trata de opi­ niones o preferencias personales. Si pido una capacidad de acción y de transformación mayor en la vida social es porque estamos llegando a un umbral. Hay que construir un nuevo tipo de sociedad y de cultura. Un nuevo modelo de desarro­ llo, nuevas formas de organización o de jerarquización, una nueva imagen de las necesidades. Todo eso no es el producto mecánico de un progreso de las técnicas y del crecimiento

económico, sino que supone una gran capacidad de innova­ ción, y por lo tanto la posibilidad de inventar luchas sociales nuevas, en lugar de sólo gestionar y negociar cada vez mejor los viejos conflictos. Mis iras e inquietudes tienen un objeto preciso. Después de los esfuerzos y los desgarrones del período que se acaba, muchos sienten la tentación de hacer el elogio de las virtudes medias, de la negociación, y piden que se cierre la puerta de las pasiones para abrir las de las razón, del cálculo, del rea­ lismo. Seamos pragmáticos, en lugar de consumimos en intermi­ nables guerras de religión: ¡Quién no va a suscribir ese re­ cuerdo del buen rey Enrique y su gallina en la cazuela! Yo, por el contrario, creo que los grandes problemas nos hemos visto obligados a ahogarlos y que es ahora urgente volver sobre ellos. Si no somos capaces de tomar opciones y tener imaginación perderemos nuestra originalidad, nuestra creati­ vidad y nuestra capacidad de inventar una sociedad nueva. No siento ningún gusto por la dramatización de la vida coti­ diana. Veo incluso en ella una manifestación de esa medio­ cridad que temo. Cuando no se hace frente modestamente a grandes problemas se habla enfáticamente de pequeños asun­ tos. No llamo a la crisis y a las reacciones paroxísticas sino, muy al contrario, a la consciencia de un gran momento histórico, que requiere largas reflexiones y una acción que no puede ser más que progresiva. Es peligroso quedar atrapa­ dos en el mundo de la expresión que repite las experiencias pasadas; a un mismo tiempo hay que percibir las formas culturales y sociales que nacen, emplear los instrumentos de análisis social y dar prioridad a todo aquello que da forma a la sociedad que se inventa, a los descubrimientos, a las innova­ ciones y a los movimientos sociales. Me veo impulsado a ese esfuerzo, mucho menos por la

imagen atractiva de un mundo nuevo que por el miedo a la caída. Noto que nuestra sociedad se divide cada vez más entre un sector moderno, a la vez animado y dominado por socie­ dades multinacionales, y un sector arcaico y dominado, a menudo apoyado por el Estado y sostenido por las modernas formas de dominación colonial —sobre todo la importación de trabajadores extranjeros—, que dan a la vieja industria una vida artificial y costosa, asi como en otro tiempo la economía colonial prolongó peligrosamente la economía mercantil y opuso resistencia a la industria. Cada vez más a menudo, tengo la sensación de que la derecha solo nos deja escoger entre la defensa de la vieja sociedad nacional y sus debilidades, y la incorporación subor­ dinada a la dominación modernizadora de América. Pero cuanto más gobierna la derecha más complementarias se ha­ cen esas dos posiciones y al mismo tiempo más perdemos también la capacidad de actuar como una sociedad creadora y responsable. No somos suficientemente poderosos como para que nues­ tro capitalismo, con la ayuda de la socialdemocracia y de la presión sindical, pueda llevar adelante al conjunto de la so­ ciedad. Sólo una intervención de las fuerzas populares en el orden económico puede permitir a la vez la modernización económica, la destrucción de los arcaísmos y de los privile­ gios y la apertura de la sociedad. Yo entiendo porqué la propia oposición popular parece estallar: los que están situa­ dos en el meollo del aparato económico no piden más que ventajas salariales o hasta llegan a una transformación de la gestión. Los que están en un sector tradicional cada vez más ajeno a las condiciones de desarrollo de una sociedad moderna no pueden hacer otra cosa más que combatir la reproducción, la

represión o la burocracia, en nombre de una liberación más cultural que económica y política. Muy pronto seremos incapaces de producir movimientos sociales. Es ese desmembramiento, ese naufragio de la socie­ dad, aquello contra lo que yo protesto.

De la guerra fría y las guerras coloniales a los problemas sociales; el meollo del análisis sociológico. Tú casi no te puedes imaginar hasta qué punto, durante un largo periodo, los problemas sociales han sido enmascara­ dos o deformados. No habió de ideología y de propaganda, sino de situaciones históricas. Durante quince años las luchas y las negociaciones sociales estuvieron recubiertas por las luchas entre los Estados y las luchas nacionales. El mundo entero estuvo congelado por la guerra fría, pero sobre todo lo estuvieron Francia e Italia por un lado y las democracias populares más avanzadas por otro, dejando de lado las dos Alemanias, sobre las que pesaba la carga del nazismo, de la guerra y de la derrota. Los movimientos obreros francés e italiano se vieron divididos y su parte más activa, la comu­ nista, se vio absorbida por la lucha internacional hasta el punto de dejar de ver las más evidentes transformaciones de las sociedades occidentales. En el caso francés a la guerra fría se añadieron las guerras coloniales. Cuando tú participas en una manifestación es para apoyar una acción social: Lip, el Joint, los bachilleres. Nosotros, en cambio, durante muchos años tuvimos que estamos manifestando, primero, contra la guerra de Indochina y después, sobre todo, contra la guerra de Argelia, cuyos choques acabaron con la IVa República.

Programa fácil, siendo como eran las fuerzas más arcaicas y más estúpidas las que sostenían esas guerras escandalosas, de las que nosotros mismos sufríamos por la putrefacción de la política francesa. ¿Pero cómo creer que esos problemas colo­ niales, dramáticos para quienes los sufrían, estuvieran en el núcleo de nuestra sociedad, cuya industrialización no tenía nada que ver con los mercados coloniales? De ahí la mezcla de tragedia e irrisión que marcó todas las manifestaciones de ese periodo, que concluyó en el horror de Charonne, con los asesinatos de argelinos, cuyos cuerpos se encontraban en el Sena y en los bosques, y con los atentados de la O AS. Pocas veces han llegado más lejos la descomposición y la indecencia. Toda la vida política, social e intelectual estuvo dominada por esa conjunción de guerra fría y guerra colo* nial, que nos encerraba en la irracionalidad y apartaba la vista a casi todos de los cambios que ocurrían en nuestra sociedad. Era muy difícil entonces ser sociólogo, rechazado por todos, ya no éramos muchos los que nos salíamos de las vías habituales para lanzamos por lo que parecía una vía marginal, cuando en cambio era el gran camino que muchos habrían tenido que tomar. Conservo un recuerdo preciso del final de ese período, de aquellos dias del principio de la primavera del 62 que son para mí el corte principal de la historia de la Francia contem­ poránea. Paz en Argelia. A pesar de la inmensidad de la tragedia en Argelia y Oran, en unos días Francia sale de la pesadilla: de lo que antes llenaba las preocupaciones cotidia­ nas no se habla ya más. Francia descubre de repente su propia existencia, comprende que desde la Liberación y las grandes sacudidas del 47-48 se ha enriquecido y ha recorrido un largo camino. Es también la cúspide de la trayectoria gaullista, pero es más aún una vuelta sobre sí, que toma a veces el aspecto del cartierismo racista pero es también un

redescubrimiento de la realidad. Me parece como si en unos cuantos días o unas cuantas semanas hubieran cambiado las canciones y hubiera descendido hasta el horizonte el astro sartriano, mientras se preparaba la subida al firmamento de Lévi-Strauss. La sociología podía empezar a respirar. Poco a poco los anatemas y el desprecio se hicieron más discretos, aunque sin desaparecer completamente. Temía que no viéramos del mismo modo esa evolución y que tu evocaras con admiración y envidia la época, lejana para ti, en la que el partido comunista y la CGT mantenían una ruptura absoluta con el orden capitalista, en lugar de contentarse con lo que algunos llaman medias determinacio­ nes y pequeñas audacias del Programa Común. Afortunada­ mente, tú nunca has hablado así, y uno y otro sentimos del mismo modo la inmensa apertura que representa la reapari­ ción de problemas propiamente sociales. Ahora, desde el gran renacimiento de mayo del 68, estos últimos son lo que nos rodea. Se ve cómo renace la combatividad obrera y se agitan los bachilleres, y hay campañas que condenan la orga­ nización de los hospitales psiquiátricos y de los asilos, escla­ recen la realidad de las prisiones y luchan por la contracepción y el aborto. Las minorías regionales ponen en cuestión el poder central y obreros argelinos lanzan huelgas por sí mismos. Sociedad viva y cuya práctica impone nuevos análi­ sis, a escala de las transformaciones que se aceleran. No estamos viviendo una época “ clásica” ; no estamos en el centro de un tipo de sociedad, sino en su linde. Acabamos de vivir también transformaciones culturales de una rapidez ex­ cepcional. No esperemos, por tanto, encontrar en todas par­ tes y fácilmente la huella de un conflicto de clases dominante. Si es importante que los sociólogos se preocupen ya desde ahora por la naturaleza de ese conflicto es porque todavía no es visible. Nuestra historia de los últimos años ha estallado. Trata­

miento de los viejos conflictos propios de la época industrial, surgimiento en las formas más confusas de los nuevos con­ flictos propios de la era postindustrial; entre unos y otros la continuidad es débil, y el tiempo presente parece mucho más ocupado por transformaciones que se sitúan a otros niveles de la vida social. En Francia, la vida política, antes de ocu­ parse de la sociedad, habla del Estado. Pero lo que más visiblemente recubre las relaciones de clase no es el juego político. Es la transformación cultural ligada a la elevación del nivel de vida medio, al desarrollo de los medios de comunicación de masas y a la industrialización del consumo. El cambio es tan rápido que provoca crisis y rupturas; sobre todo se ha creado una nueva estratificación social en la que individuos y grupos se sitúan por su relación con el cambio. El estrato superior lo componen todos aque­ llos que consumen la novedad: jóvenes cuadros que leen Lui o Playboy, bachilleres adictos al Actuel o jóvenes obreros que descubren revistas de pop más rudimentarias. ¿Cómo no creer que prácticamente el único público de todas las noveda­ des es la juventud, y sobre todo los estudiantes, muchos con tiempo libre y bastantes con un poco de dinero? El estrato intermedio no recibe las novedades más que por mediación de los grandes medios de comunicación, y no participa en su consumo colectivo. Ve la televisión en su casa, constituye el público de las revistas de vulgarización y se aferra a veces a un gusto conservador por la historia. Finalmente el estrato inferior es aquél en que están ence­ rrados todos los que, por falta de recursos materiales y por alejamiento de los lugares de intercambio social, están con­ denados al silencio, a la soledad e incluso al rechazo: viejos casi todos pobres, trabajadores agrícolas o industriales mal pagados, extranjeros trasplantados, habitantes de origen ru­ ral reciente que quedan aislados en el mundo urbano.

Lo que diferencia esos grupos, más que ninguna otra ca­ racterística, es la edad. Donde es más activa la vida social predominan siempre los jóvenes. Los viejos son relegados a los márgenes de la sociedad y los especuladores urbanos con­ tribuyen a excluirlos de la vida colectiva. Evidentemente, en sentido social, un joven obrero, un joven agricultor y un estudiante son tan diferentes unos de otros como un viejo jefe de empresa, un empleado retirado y un viejo trabajador de los de salario mínimo. Y también en sentido social, sus posiciones en las relaciones de clase son diferentes. Pero si se deja el ámbito de la producción para mirar el de la participa­ ción en la cultura de masas y en particular en todas las quimeras que esta crea, ¿cómo no ver lo que aproxima por un lado a la mayoría de los jóvenes y por otro a la mayoría de los viejos? No diré nunca que las relaciones de clase hayan sido susti­ tuidas por los conflictos generacionales. Pero en el período que acabamos de vivir, en el cual los confitaos de clase, desorganizados en el momento de la mutación de un tipo de sociedad a otro, se han visto debilitados, el juego político, por un lado, y la estratificación cultural, por otro, han ocu­ pado las primeras filas de la ciencia. Soy tanto más sensible a ello cuanto que intelectual y personalmente me he resistido siempre —y hasta demasiado— a esas presiones de la época presente. Siempre he sentido gran desconfianza hacia los jue­ gos políticos, y mi carácter difícilmente me permite meterme en ellos. Aún más alejado estoy de los consumos alegres. Ya de estudiante detestaba el boulevard Saint-Michel; he con­ servado esa antipatía, y una opuesta simpatía por la otra vertiente del barrio Latino, la de la rué Saint-Jacques y la rué Lhomond, estudiosa y popular, frente al Boulevard chillón e ignorante. Estoy convencido de que hemos vivido años locos. Cons­

tantemente he mantenido mi desconfianza y mi hostilidad hacia una facilidad que no quería saber de sus causas ni de su sentido: por un lado la miseria de gran parte de la población, la explotación del tercer mundo y el racismo, y por otro la no movilización de nuevas fuerzas sociales y la insuficiencia de los instrumentos de progreso. Pero yo no soy en absoluto un triste moralista que lamente la decadencia del humanismo y de las virtudes de antaño. Sé y noto todo cuanto crean esas transformaciones culturales: en nuestro país las ideas nue­ vas las orientaciones culturales y sociales de la sociedad en la cual nosotros viviremos el final de nuestras vidas y tú la mayor pane de la tuya han venido por lo bajo, por la expe­ riencia vivida más que por los sistemas de ideas, y por lo tanto disociándose también de los movimientos sociales y de la acción política. Condeno tanto menos ese estallido cuanto que ha sucedido a las mogigaterías y el obscurantismo de la postguerra, a la descomposición del socialmolletismo y a la actividad estalinista del partido comunista. Siento que perte­ nezco a ese mundo liberal en el que no hay ningún poder central que regule a la vez la economía, la política y la cultura. Y nada me convencerá jamás de la necesidad aquí de una dictadura, sea cual sea el nombre con que se cubra. Pero aunque quiero una sociedad abierta, no quiero una sociedad al revés. Porque si los conflictos de clase quedan ocultos por la discusión sobre el Estado y por las moderni­ zación cultural, es que las fuerzas económicas, sociales y culturales de transformación de la sociedad están olvidadas o aplastadas. Ahí está lo que me opone a los enamorados de los años locos. Tendrían razón si no hubiera más que aprovechar la ventaja tomada con respecto al resto del mundo. Pero es una locura llevar la inconsciencia a tal extremo. El tercer mundo, voluntariamente o no, está trastocando en estos mo­ mentos los intercambios desiguales que lo han empobrecido.

Si no queremos convertimos en sociedades dependientes y colonizadas, es preciso también que tengamos una capacidad creadora análoga a la de los Estados Unidos. Finalmente, el mundo soviético, cada vez más encerrado en la tecnocracia autoritaria y militarizada, nos impone actuar de modo res­ ponsable. Que la innovación cultural continué subvirtiendo las cos­ tumbres, que los juegos políticos tengan su autonomía, vale; pero yo querría que la creación de una sociedad nueva, de nuevos conocimientos, nuevos conflictos sociales y nuevas formas de organización se convirtiera de nuevo en la gran tarea de todos, en vez de ser desechada por los bailarines de la farándula como preocupación entristecedora, al estar ellos demasiado contentos, con su iluminación de fuegos de artifi­ cio, sin ver como la noche se hace densa a su alrededor y oculta a quienes quedan fuera de la fiesta. Ya es hora de volver a los problemas más importantes; no son los del con­ sumo permitido por el reciente enriquecimiento sino los de la creación de un nuevo mundo. Para nosotros los sociólogos se trata de buscar, más allá del consumo y de la política, las nuevas formas de poder y de conflicto que van a dominar el mundo postindustrial de mañana. En cada tipo de sociedad hay un movimiento social popular central. En la fase transitoria de una sociedad industrial a una sociedad postindustrial en la que lentamente vamos en­ trando, ¿cuál es el movimiento social que nace y da un sentido superior a reivindicaciones y presiones ejercidas en muy diversos sectores de la vida social? Los problemas sociales, dentro de un tipo de sociedad, giran en torbellino alrededor del ojo de un ciclón. Hay una alternativa y un conflicto que dominan y orientan a los otros. La alternativa está en el modelo cultural y con él en todo el sistema de acción histórica, es decir, el proceso de produc­

ción de la sociedad por sí misma; el conflicto se da en las clases que luchan por el control de la historicidad. He prometido no darte clases de sociología general con el pretexto de las cartas. Cumpliré mi palabra. Pero me veo obligado a hacerte tocar este centro de todo el análisis socio­ lógico, este lazo indisoluble entre las orientaciones del siste­ ma de acció histórica y el conflicto de las clases. Lo que más sencillamente define mi trayectoria intelectual es la afirma­ ción de ese lazo y del lugar central ocupado por ese conjunto que denomino campo de historicidad. ¿Por qué inclinarse de uno u otro lado, hacia una sociología de los valores de tipo funcionalista o hacia una sociología de las contradicciones? Yo no hablo ni de valores ni de contradicciones, sino de orientaciones y de conflictos. Las orientaciones no son valo­ res, porque no rigen directamente la organización social y sus normas; entre las orientaciones del sistema de acción histórica y la organización social se interpone el conflicto de clases. Los conflictos no son contradicciones, sino que opo­ nen a actores orientados hacia el mismo sistema de acción histórica. Este no está constituido más por las fuerzas mate­ riales que por los valores; es la acción autoorganizadora que un sistema social es capaz de ejercer sobre sí mismo. Acción, la palabra siempre vuelve. Acción y relaciones, inseparables; situación y representación no están más que en el lenguaje muerto de la presociología. Hay que decir al mismo tiempo que la sociedad se produce a sí misma, es decir, produce sus orientaciones y a través de ellas sus formas de organización social y cultural, y que está constantemente dividida por el conflicto de las clases que luchan por adjudicarse la historicidad. Las clases no se defi­ nen ni a nivel de consumo, ni al de la distribución ni siquie­ ra al de la organización del trabajo o de la producción. Su raíz no está en el funcionamiento de la sociedad, sino en la

producción de la sociedad por ella misma, en su historicidad, puesto que la distancia de uno a uno mismo, la acción sobre uno mismo, es inseparable de la división de la sociedad entre una clase dirigente que domina el conjunto de la sociedad y una clase popular que sufre esa dirección y la acumulación que implica, al mismo tiempo que se esfuerza para apropiarse de nuevo los instrumentos y los productos de la historicidad. La sociedad debe entenderse como un mundo autoorganizador, “ autopoiético” . Lo cual nos libra de una vez poi todas del dualismo entre el mundo social y un mundo tras­ cendente que pudiera determinarlo. Si hoy es difícil definir el principal campo de los movi­ mientos sociales es porque no corresponde ya a un ámbito particular de la vida social, como la religión, el poder polí­ tico o la economía. Vemos enfrentarse un poder cada vez más global, cuya forma extrema y terrible es el Estado totali­ tario, y una defensa no menos global, que por lo tanto movi­ liza, más que grupos funcionales, colectividades: nacionali­ dades, regiones, ciudades o ciudades universitarias, más que categorías socioprofesionales. Esa defensa se realiza bajo la directa responsabilidad política y social de los actores popula­ res, en lugar de estar subordinada su acción a la interpreta­ ción que de ella pudieran dar sabios, dirigentes o políticos. Estoy impaciente por meterme completamente en el estu­ dio de las nuevas formas de poder y de oposición sobre las que ya he reflexionado. Intelectualmente estoy más cerca del historiador que del filósofo, y siempre tengo la prisa de llegar a la descripción y al análisis de un sistema de acción histórica y conflictos de clases. Pero me apresuro lentamente: porque lo esencial es comprender el propio proceder sociológico, al que tantos hábitos intelectuales e intereses creados se resis­ ten. He escrito libros, grandes y pequeños, para definir con precisión ese proceder. Espero ser capaz en el futuro de com­

pletar ese trabajo, que he realizado en la soledad, integran­ do ese proceder sociológico con el de otras ciencias humanas, pues entre ellas existen necesariamente fuertes correspon­ dencias. Pero en el punto al que he llegado, y cuando voy a sumergirme de nuevo por largo tiempo en el estudio de prác­ ticas sociales efectivas, en la historia social de ayer, de hoy y de mañana, querría que te dieras cuenta de la visión que soporta todo ese esfuerzo, que hace revivir mi entusiasmo cuando se ve debilitado por el silencio, la hostilidad o la futilidad. Entramos en un período que estará dominado por los movimientos sociales y por el pensamiento que corres­ ponde a su existencia. Tenemos por fin que comprender la historia, es decir, la producción de las sociedades por la capacidad de los conjuntos humanos para crear modos de conocimiento, para acumular e invertir recursos y para darse orientaciones regidas por una imagen de la creatividad. No te estoy proponiendo una maquinita intelectual, una maqueta de aluminio y plexiglás premiada en el concurso Lépine de ciencias sociales. Sé, por el contrario, qué es lo que en mi análisis queda todavía demasiado vago, demasiado intuitivo. Pero lo más importante es sentir en uno mismo la irreprimible necesidad de una explicación del mundo que se crea ante nuestros ojos y verse llevado hacia ese mundo por un romanticismo que no puede hacer sonreír más que a los burócratas y a los doctrinarios.

El izquierdismo en la crisis actual; sus cuatro compo­ nentes. Pronto será demasiado tardi para reconocer la importancia de los movimientos de protesta que saltaron a la vida pública en mayo del 68 y que desde entonces no dejaron de desarro­ llarse y diversificarse. Su importancia histórica consistió en ser a la vez lucha social y liberación cultural, en unir en la utopía creadora la demolición de las ramas muertas del pasa­ do y la acción contra las nuevas formas de dominación social. La revuelta social y cultural se disipó bastante rápidamente, tanto en Italia como en Francia, aún fecundando la vida intelectual, mientras que los movimientos más directamente políticos de quienes expresaban su protesta se endurecían, también del mismo modo en los dos países, en un obrerismo arqueobolchevique estrechamente delimitado. Esa mezcla de acción política, de movimiento social y de revuelta cultural ya no lo volveremos a vivir. Lo que primero surgió conjunta­ mente reaparecerá durante un tiempo más largo, pero por separado. La revuelta cultural, tan rápidamente formada y descompuesta, es sin embargo lo que lleva en sí el sentido más duradero: reconoce que el desarrollo de la sociedad no es su sumisión a un mundo superior, sino su capacidad de

actuar sobre sí misma; sustitución del hombre de la piedad, donante a un tiempo humilde y orgulloso, con la mirada vuelta hacia su santo patrón y hacia la fortuna, por el hom­ bre de la relación, sumiso o imperativo, pero definido por las comunicaciones que establece en el interior de una orga­ nización. Nuestro mundo se inclina hacia la sociedad post­ industrial : ¿lo sentiríamos tan vivamente si no hubiera esta­ llado la revuelta de protesta de Berkeley, de Berlín o de Nanterre? De la explosión del 68, los nuevos movimientos sociales son hoy los ingredientes menos visibles. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Esos nuevos movimientos no tomarán forma y fuerza más que cuando haya tenido lugar la transfor­ mación del poder. Hasta entonces lo viejo y lo nuevo se mezclarán inextricablemente; las reivindicaciones salariales les ocupan, como siempre, el primer puesto; pero se percibe una fuerza nueva, mal controlada, que supera los objetivos de todo movimiento particular, aunque alimenta acciones que, por muchos otros aspectos, son de tipo tradicional. Finalmente, la crisis política, casi ajena a la protesta en el 68, cuando Cohn-Bendit juzgaba con razón que el levanta­ miento de principios de mayo no podía dar origen a una organización política permanente, pasa a ser la actualidad más apremiante. Ella es la que me impulsa a hablarte rápidamente, a tratar una última vez de los movimientos lentos y profundos que, en este mismo momento, trastornan nuestra sociedad y nuestra cultura. Mañana estaremos en plena crisis política, y tendremos que reaccionar ante los requerimientos del mo­ mento. Todo está dominado por la coyuntura, las rivalidades entre partidos y personajes, las necesidades económicas, las amenazas de todo tipo, y olvidamos quizá, al enfrentamos a los ataques o al caos, que lo que se juega en la crisis es la entrada en un mundo nuevo, no en un paraíso terrestre o en

una nueva abundancia, sino en una nueva cultura y una nueva sociedad, tan diferente de la sociedad industrial que hasta ahora hemos vivido como ésta lo fue de las sociedades mercantiles que la precedieron o de las sociedades del mundo de los campesinos y los señores de la tierra. El papel del sociólogo no es el de leer el acontecimiento, sino el de recordar a todos los actores implicados en la crisis que el significado de sus actos está determinado, no por el momento que viven, sino por lo que impersonalmente se juega uno en sus actos, por la sociedad postindustrial, en la que podemos no conseguir entrar o no entrar más que en las maletas de nuestros conquistadores, o a la cual, por el con­ trario, podemos dar nosotros una expresión particular. Yo no tomo opción por ninguno de estos dos avisos que te dirijo: ‘ ‘prepárate para la ruptura política y social’ ’ y “ no olvides que lo que se juega en ella es la creación de una sociedad nueva y no de una utopía, es decir, la creación de nuevas formas de poder y de oposición, de nuevas formas de relaciones sociales y de expresiones culturales” . Efectiva­ mente, han llegado los tiempos en que no se puede ya esco­ ger entre la inspiración y el realismo; para que se realice la necesaria mutación social y cultural hay que meterse a fondo en la crisis y el acontecimiento. Lo que vagamente se deno­ mina izquierdismo no es ni una fuerza política ni una ideolo­ gía. Es el conjunto de protestas dirigidas contra la mezcla de crisis y de conflicto que marca el paso de una sociedad a otra. Todo el sentido de la situación histórica que estamos vivien­ do se manifestó primero por el izquierdismo. Es vana toda formulación que lo eluda. La importancia política está en otra parte. Así mismo, en el paso del siglo XIX al XX la impor­ tancia política correspondió al radicalismo de las clases me­ dias que, al combatir un clericalismo arcaico, se hacía toda­ vía la ilusión de ser un movimiento social. Hoy el movimien­

to obrero se ha convertido en la componente esencial de la izquierda política, y no carece de argumentos para comba* tir el poder capitalista. Pero la naturaleza de la crisis y, sobre todo, la de la sociedad que nace no se dejan captar por sus análisis. Las prácticas sociales, las sensibilidades culturales y las reacciones políticas más significativas pertenecen ya a un nuevo aniversario. Así como del otro lado el pensamiento de los grandes dirigentes de organizaciones empresariales no tiene ya mucho que ver con las expresiones de la patronal de los años 30, es en el espacio izquierdista donde se si­ túan las fuerzas de oposición y, para empezar, de análisis. Las formas de la vida política no deben confundirnos. Se oponen los grupúsculos a la masa inmensa de los movi­ mientos comunistas. Es cierto que bastantes de las fuerzas izquierdistas querrían ellas mismas ser ultrabolcheviques, volviendo a las fuentes del movimiento obrero revoluciona­ rio. Pero esa consciencia tan extendida no tiene casi ningún interés. Aún cuando la Liga Comunista, con un cuidado extremo, cultive el arcaísmo ideológico, no puede evitar que sus prácticas sean nuevas. Si mayo del 68 hubiera sido lo que correspondía a su expresión doctrinal, ¡qué poca hubiera sido su importancia! Esa importancia histórica impide situar precisamente a los izquierdistas en un análisis sociológico. Son a la vez destruc­ tores del pasado, animadores del futuro y manifestación de la crisis presente. Hay que distinguir en su realidad histórica diversas significaciones, que no corresponden a grupos parti­ culares sino que se mezclan de diversos modos en las distin­ tas corrientes izquierdistas. Yo veo cuatro componentes principales del izquierdismo: — En primer lugar, la lucha contra lo que se denominaban privilegios y hoy se llama reproducción. El salto adelante de la economía y de la técnica, la rapidez de los cambios, los

trastornos del planeta, la amenaza nuclear, todo lleva a poner en duda y a romper el orden, sus medios de transmisión y sus justificaciones. Durante mucho tiempo la acción de pro­ testa se guareció en el bosque del orden. Atacaba las realida­ des más concretas de la dominación social; combatía la mise­ ria, el paro, el trabajo forzoso o la autocracia. Ahora se derrumba todo el edificio del orden social y cultural, carco­ mido por el cambio y la protesta. Se critica el mundo de los mantenedores del orden, de los hombres de negro, por ha­ blar como Balzac. Lo que se denominaba instituciones es tomado por asalto y se convierte en objeto de burla. La tradi­ ción, los principios, Dios y el hombre son enviados todos revueltos a la chatarra, como instrumentos de mantenimiento de una continuidad, cada vez más desplazada, entre los nue­ vos amos de la sociedad y las viejas clases dominantes. Alrededor de esa corriente izquierdista, débilmente orga­ nizada, se aglutinan todos los pensamientos críticos liberales,todos los filósofos de las luces que no quieren hablar de luchas de clase, pero atacan con la mayor virulencia las insti­ tuciones y las costumbres, en nombre de la liberación de la expresión o del deseo. La crítica izquierdista no destruye únicamente un mundo lejano, palacios y templos. Hace esta­ llar la vida cotidiana, las categorías de la práctica, el modo de formación de la personalidad. Los izquierdistas viven, más intensamente que los demás, la ruina de la antigua sociedad, la descomposición de la escuela cuya forma es diferente en los Estados Unidos y en Francia, pero es tan completa y tan inevitable en un país como en otro. Yo me resistí a la inter­ pretación que dieron Morin, Lefort y Castoriadis de mayo del 68: la brecha. Pero ese sentido estaba muy presente. — El izquierdismo es también un nihilismo, y ésa es su segunda componente. Si se aísla —¿y cómo evitarlo?— pasa a ser ambigua.

Porque el terrorismo cultural se mezcla constantemente con un modernismo que regocija a los nuevos capitalistas, y la crisis de la escuela deja ver un deseo de la “ verdadera vida” que puede también encantar a quienes cimentan su beneficio en el consumo de nuevos productos, y alientan esa liberación como los capitalistas alentaron la supresión de la esclavitud. Se ha podido demostrar que los nuevos “ radica­ les” y la juventud rebelada contra la herencia familiar son dos grupos diferenciados. En todo caso, no se los puede con­ fundir. El nihilismo no escapa a esa recuperación comercial o a su transformación en misticismo vago, sentimentalidad y repliegue en comunidades que exaltan los valores tradiciona­ les y la autoridad personal, no escapa a eso más que some­ tiéndose a una visión del porvenir, a una nueva profetiza ción. — Esa es la tercera componente del izquierdismo: la uto­ pía, que no es ensoñación, sino consciencia de las nuevas alternativas sociales y voluntad de lucha contra nuevas ame­ nazas, cuando unas y otras están todavía indiferenciadas en la lejanía y antes de ser captadas por la práctica deben serlo por la imaginación. El izquierdismo se opone a una domina­ ción cada vez más generalizada, a un control social que cuadricu^ .a sociedad y la cultura cada vez más imperceptible­ mente, y lo hace lanzando la oposición autogestionaria y atacando las nuevas fuentes de beneficio. Pero este recurso a una revolución cultural no corresponde únicamente al movimiento utópico, como si después de esta exuberancia de juventud los nuevos movimientos sociales fueran a volver pronto a un terreno sólido, el de las luchas económicas o propiamente políticas. El izquierdismo no es la enfermedad infantil de un nuevo movimiento obrero renova­ do. Cuanto más se entra en la sociedad programada más se ven determinadas las prácticas por decisiones regidas a su vez

por ideologías. Cuanto más rápido es el cambio más debe guiarse la marcha de las sociedades por una representación del presente y del futuro, y más completa debe ser la movili­ zación de las fuerzas sociales y culturales. La aceleración de la historia nos aleja de la situación en que jugaban un papel central los problemas económicos elementales y los mecanis­ mos de equilibrio de las poblaciones y de las sociedades. El izquierdismo y el pensamiento social que lo acompaña no se equivocan al predicar el papel central de la ideología. No es un hecho pasajero de una época de crisis; es un rasgo que marcará todo el período en que entramos. Ninguna organización puede retener en sus filas tantos sentidos diferentes y sin embargo inseparables unos de otros; es toda la complejidad del paso de la sociedad capitalista industrial a una sociedad postindustrial, todavía capitalista y cada vez más tecnocrática, lo que alimenta la multiplicidad de corrientes que se combinan, se componen o se oponen. E)e ahí el desbordamiento de las organizaciones políticas, incapaces, sean cuales sean, de representar toda la historia, superadas por cambios que no pueden ser controlados y go­ bernados por ninguna voluntad particular, esto es así por cuanto esas organizaciones defienden una imagen de la socie­ dad y de la acción social producida por un período cada vez más hundido en el pasado. De ahí también las ambiguas relaciones del izquierdismo y la vida intelectual. Las sectas izquierdistas son más intolerantes que los grandes partidos tradicionales y rechazan todo análisis, se encierran en su buena conciencia y en sus expresiones. Pero la corriente izquierdista ha tocado casi todo cuanto hay de vivo en el pensamiento contemporáneo, pues la experiencia histórica y el proceder unificador de las ciencias humanas se requieren mutuamente, escapando por igual a las limitaciones y a las obligaciones de las estrategias y de las tácticas políticas.

No te gusta que te llamen izquierdista: tú te defines como revolucionaria, porque quieres situar tu reflexión y tu acción dentro de la lucha de clases. Pero a falta de combates sufi­ cientemente claros, esa pertenencia se convierte en adhe­ sión, más que social, doctrinal y organizativa. Te burlas de mí reprochándome que ponga el progreso de la sociología como meta final de los movimientos sociales; tú quieres que la expresión conduzca a la acción. ¿Pero dónde está esa ac­ ción? El hecho de que grupos de estudiantes, en Francia y más aún en Italia, hayan ejercido una influencia sobre gru­ pos de trabajadores es muy importante y muy positivo. Pero, sin reconocerlo nunca abiertamente, sabes mejor que yo que la acción eficaz y responsable queda lejos de ti. ¿Por qué no entras en el PC, o en Lucha Obrera, dirigida por militantes obreros? Reconoce más bien que eres izquierdista, lo que no es ni una doctrina ni una profesión, sino una sensibilidad y un paso que te conducirá, si aceptas renunciar al orgullo de la intelectual revolucionaria, hacia una acción responsable, ya sea política o profesional. Tú nunca aceptarás estas recomendaciones; de todos mo­ dos, escúchalas.

La situación actual; el orden puesto en cuestión; los mo­ vimientos sociales paralizados; la crisis de la enseñanza. Los Estados Unidos ven desarrollarse con mucha fuerza los nuevos movimientos sociales. El movimiento estudiantil em­ pieza en Berkeley en el otoño cíe 1964; está en constante actividad hasta el otoño de 1970, con un máximo cuando la revuelta de Columbia en 1968 y sobre todo en el momento de la invasión de Camboya, en la primavera del 70. ¡Qué contraste con el movimiento francés, cuya inmensa fuerza y casi inmediata descomposición derivaron una y otra del es­ trecho ligamen de ese movimiento con la crisis universitaria y política! Gracias a él obtuvo el movimiento una importan­ cia excepcional, pues sacudió toda la sociedad francesa; pero el mismo movimiento se vió minado por los efectos de la crisis, y en particular de la debilidad de las universidades, tan impotentes para soportar un movimiento social como para adaptarse a las necesidades del conocimiento y de la formación. El movimiento negro americano ha conocido ya, por su parte, una larga historia, desde los movimientos de reforma, cada vez más radicales, hasta el separatismo impul­ sado por la pequeña burguesía negra y la ruptura a la vez revolucionaria y utopista de los Panteras Negras y de los movimientos equivalentes. ¿Habrá que referirse una vez más

al movimiento de liberación de las mujeres, a la sensibilidad ante la crisis urbana, a la polución y la destrucción del medio ambiente y a los movimientos de los mexicanos-americanos y de los indios? Es en los Estados Unidos donde la sociedad tiembla en su base. En Francia los movimientos sociales están asfixiados por la crisis de las instituciones, de la burocracia autoritaria, que no tiene ni las cualidades de un despotismo ilustrado ni las de la socialdemocracia, y por la sorda resis­ tencia de las personalidades formadas por una educación re­ presiva. Durante mucho tiempo yo dudé en mi juicio sobre el Estado en Francia. El hundimiento del gaullismo, que no había previs­ to así de repentino, cortó los titubeos. Durante el período pompiduliano, ya liberal de espíritu, es decir, que sacrificaba todo al reforzamiento de los centros del poder capitalista, el Estado, que no se regía ya por un nacio­ nalismo planificador, se corrompió, se hizo más pesado. Su impotencia frente a todos los problemas sociales se hizo cada vez más escandalosa, sobre todo a partir del momento en que el gobierno fue confiado a un personaje claramente inferior a su cometido. Se ha podido hablar de una crisis; se trataba de una muer­ te, la del Estado soberano, a la vez arrogante y burocrático, pero también a veces modemizador y antiaristocrático. La sociedad francesa no está ya dominada por la separación, heredada del siglo pasado o de los siglos anteriores, entre la sociedad civil y el Estado. Principios, planificación, así como reglas, tradiciones y nacionalismo desaparecen. Por la misma razón, la oposición no debe ya apuntar al Estado, sino prime­ ro a la clase dirigente, incluido el Estado que cada vez está más estrechamente ligado a ella. Es porque los liberales han sustituido a los gaullistas por lo que la hora de los socialistas ha llegado antes que la de los comunistas.

No se trata sólo de un cambio de temas y de actores; lo que se ha modificado es también el tono de la vida política. Desde hace quince años en Francia estamos viviendo en un mundo al revés, en el que la ideología rige la política, que rige a su vez la economía. Yo noto que por toda mi forma­ ción y mi experiencia pertenezco a ese mundo en el que la Iglesia y el Estado, el Partido y la revolución suscitan las mayores pasiones, en el que objetivos y leyes son vividos siempre como exteriores al individuo y al grupo y se descon­ fía de la educación, de la comunicación, de la polémica y de las reglas del juego. Pero la grandeza de los enfrentamientos heroicos ha dado paso desde hace tiempo a la sórdida lucha de los burócratas y los retóricos. Yo me alegro de la desaparición de los gaullistas, aún cuando sepa no sonreírme a propósito de la grandeza en que algunos creyeron. Es en términos de fuerzas sociales, de innovaciones culturales y de métodos institucionales co­ mo deben tratarse los problemas políticos. Vivimos desde hace tiempo en un mundo de expresión que no corresponde ya a nuestras prácticas. La sociedad francesa, políticamente excitada y socialmente apagada y arcaica, reparte toda su fuerza entre los debates doctrinarios y el más tosco “ realismo” . Lo cual muestra muy bien el predominio de la crisis institucional y de organi­ zación sobre las luchas de clase o la crisis del sistema de producción. Francia está artificialmente dominada por las lu­ chas entre el Estado burocrático, conservador, incapaz de grandes decisiones y pianes, y una inteligencia excepcional­ mente brillante y fuerte pero con más comentadores que creadores y todavía apegada a un elitismo que mantiene o profundiza la separación entre la alta cultura y una cultura popular viva. Esa es la situación francesa. No es una situación extrema,

pero uno se siente insatisfecho mucho más a menudo que en otros lugares. Una sociedad que sigue siendo, que es cada vez más arcai­ ca. Durante un tiempo la nueva élite dirigente, la del Estado tecnocrático, fue modernizadora. Fueron los días felices de la planificación francesa, animada por grandes mentes que no eran política ni culturalmente conservadoras. Pero cada vez más la clase dirigente instalada en el poder, contra la lenta progresión de las fuerzas de oposición, tuvo necesidad de apoyarse en la pequeña burguesía arcaica. Se pasó de De Gaulle a Pompidou, de la grandeza a la comilona, de Malraux o Druon. Y vino el cogerse a las faldas de los comer­ ciantes cuya presión produce ventajas a los potentados en nombre de la dramática situación de una minoría. El temor que inspira el Estado es tan grande que desde la izquierda no se osa mirarlo de frente. ¿No es Michel Crozier quien mejor ha analizado la burocracia francesa? Qué apasionante sería seguir con mirada fría la descompo­ sición del Estado gaullista. Desde hace ya tiempo no tenemos un estado sino dos. Por un lado la burocracia, que se desa­ rrolla tanto mejor cuanto que, en los ministerios de tutela, que son más bien administraciones de clientela, negocia cada vez más con los notables; por otro el Estado tecnocrático con interés por la gestión económica, que paga a sus funcionarios mejor que el otro Estado y forma con las grandes empresas una élite dirigente en el interior de la cual los hombres circu­ lan bastante fácilmente. Pero cada vez más aparece un tercer Estado: el que quiere tomar nuevo contacto con la sociedad, y quiere no ya planificar sino acondicionar, no ya imponer sino suscitar la oposición. Lo cual es tan necesario social­ mente y tan contradictorio con el resto del aparato de Estado que la negociación pasa a ser sumisión a las más fugitivas corrientes de opinión (moderada), y la buena voluntad se

convierte en confusión o en impotencia. Tras las fachadas sólidas, las reglamentaciones puntillosas y el orgullo de los altos dignatorios se ha introducido la duda; se quiere hacer todo a la vez, y pronto los prefectos irán a seguir cursillos de creatividad, mientras los rectores se iniciarán en la música pop, lo cual no puede llevar más que a la incoherencia. Yo creo que la nueva derecha, a la vez liberal y tecnocrática, tiene capacidad para purgar el Estado, ponerlo de acuer­ do con su papel de dirigente económica y hacerle olvidar los apolillados encantos de la soberanía y de la grandeza. Toda la sociedad, y sobre todo sus “ fuerzas vivas” , los movimientos sociales impulsados por la nueva clase dirigente o por las fuerzas de oposición y las clases populares, quedará reforzada por el abandono de la retórica y las presunciones de ese Estado, que desde hace tiempo ha dejado de ser depositario de los grandes destinos de la nación. Es en esa situación, en que la crisis de las superestructuras se impone aún sobre los conflictos y las tensiones de la base económica y social, en la que se extiende el espíritu doctrina­ rio que no capta ya la realidad social y sus transformaciones más que a través de las expresiones interpretativas, que fue­ ron primero ideologías, se transformaron en doctrinas y aca­ ban por no ser más que retóricas. Esos lenguajes, que fueron los de unos movimientos sociales, se han convertido en la expresión que unas fuerzas políticas intentan imponer a la sociedad, y no son más que la racionalización de la crisis interna de categorías sociales privadas de actividad práctica. Pues no se puede imaginar que la crisis de la universidad en Francia, y más en general la de la educación, la inevitable descomposición de la enseñanza-reproducción, no se traduz­ ca por la putrefacción de ese medio, trátese de tentativas reformistas o de movimientos intelectuales revolucionarios. En 1968 yo detesté lo que a la mayoría le encantaba : las

sesiones del Odeón, y hasta las de la Sorbona. ¿Qué sería la Revolución Francesa reducida a las discusiones del club de los Cordeliers, si no hubiera habido la revuelta campesina, la política robespierrista o los soldados del Año II? Creía enton­ ces, y lo creo hoy todavía más, que la importancia de mayo del 68 estaba en otra cosa, en lo que aparentemente fue lo más breve y lo menos coronado de éxito: la acción de CohnBendit en Nanterre, la voluntad política de salir de la univer­ sidad y crear un movimiento popular, la presencia en las barricadas y los carteles que llamaban a la lucha (más que los graffki a menudo demasiado afables). El movimiento estudian­ til vivía de ilusión cuando pretendía entregar su bandera a la clase obrera que no era ya revolucionaria. Entre esa ilusión política y las desvergüenzas verbales el movimiento de mayo no tenía salida práctica. Pero esa evidente impotencia política no debe enmascarar la inmensa importancia de un movi­ miento que anunciaba el nacimiento de nuevos movimientos sociales. Yo no me opongo a los ideólogos apelotonados en la uni­ versidad porque sean presuntuosos, obtusos o aburridos, si­ no porque forman parte del inmenso aparato de resistencia de la vieja sociedad a la renovación para la cual está a punto. Aquí tenemos lo esencial: el progreso de la economía, la transformación de las relaciones sociales y la misma acción de acontecimientos internacionales, todo ha hecho madurar la sociedad francesa. Francia y el conjunto de países de la Europa occidental industrializada empiezan a experimentar cambios tan profundos que pronto será imposible enmascarar los conflictos ligados a esa mutación. Al mismo tiempo la crisis institucional parece atenuarse, pues frente a un bloque de derechas se ha formado un bloque de izquierda. El segun­ do pasa a ser incluso más sólido y dinámico que el primero, cimentado sobre todo en el miedo.

Al nivel de la organización social la modernización deja sentir sus efectos sobre la organización de las empresas, la de los hospitales y en muchos otros sectores de la producción. Las instancias de educación —la escuela, la familia, la Igle­ sia— están en crisis, pero esa crisis sobrepasa poco a poco el nivel de la inadaptación al que demasiado a menudo los fran­ ceses gustan relegarla. Se descubre que no se trata de una crisis de organización, ni siquiera de una crisis política, sino de una transformación de las orientaciones culturales. En estas condiciones, ¿no ha llegado el momento en que, al mismo tiempo que las innovaciones culturales, van a rea­ parecer los movimientos sociales? Yo no elogio las con­ ductas prudentes y calculadas en contra de las conductas aventureras de simple revuelta, del arte de lo posible en contra de la violencia y el poder; lo que me parece realista es lo contrario. Cuando un enseñante se niega a recibir a un inspector general, hace discutir por sus alumnos un texto —por lo demás mediocre— sobre la sexualidad o establece relaciones insólitas entre sus alumnos y él, o cuando un médico procla­ ma que ha practicado abortos, hay que apoyar sin reservas el salto fuera del discurso, hacia la práctica, hacia el redescu­ brimiento de las relaciones sociales reales, que esos hechos representan. En eso estuvo y está la importancia del debate sobre el aborto, para salir de los malentendidos y los buenos sentimientos del movimiento por la planificación familiar. Yo preferiría saber que unos enseñantes y unos estudiantes han creado una escuela salvaje en la que intentan dar a cono­ cer a los trabajadores inmigrados y a sus hijos su propia cultura, la del país en el que viven, y las relaciones que existen entre ese país y Francia, y por lo tanto el sentido de su situación, preferiría saber eso a recibir un nuevo fajo de panfletos en los que haya quienes, antes de pasar a compor­

tarse de modo puramente conservador, exijan, no soporten más, rechacen o transformen los movimientos revoluciona­ rios del pasado en histéricos discursos. Encantadores mandarincillos rojos que han sabido utilizar la revuelta estudiantil para convertir las botas de los patronos de otro tiempo, auto­ ritarios pero trabajadores y creadores, en zapatillas de canó­ nigo, agradables de llevar en las largas sesiones administrati­ vas en el curso de las cuales el rechazo del orden establecido se pone al servicio de los pequeños privilegios personales y de la propia irresponsabilidad. Me encuentras excesivo. Estoy de acuerdo. Esa putrefac­ ción ideológica fue sobre todo la inevitable recaída del movi­ miento de mayo. El otoño del 68 y todo el año 68-69 estu­ vieron dominados por manifestaciones de crisis y descompo­ sición de las más irracionales. Olvidemos ese desastroso pe­ riodo. Pero la crisis intelectual, y para empezar la de la enseñanza, tiene causas más profundas. El mundo de la enseñanza ha reunido casi siempre dos funciones: la de transmisión del orden social y cultural y la de adaptación, es decir, no sólo de formación para nuevas profesiones, sino de refuerzo del aparato administrativo en­ cargado de gestionar la sociedad y sus cambios. Dualidad que explica que la experiencia de la enseñanza sea a menudo experiencia de una movilidad social ascendente, cuando en cambio el análisis muestra que las desigualdades sociales no se han visto reducidas. Esa combinación permite a los ense­ ñantes, categoría poco numerosa hasta un pasado reciente, ser considerados ya conservadores, ya progresistas, según se tenga en cuenta su papel de notarios de la herencia cultural o el hecho que se sitúa del lado del cambio y de la elevación del nivel general de conocimiento en la sociedad. Pequeños per­ sonajes, a menudo sumisos, pero a menudo también descon­ tentos y apoyados en el Estado como instrumento de moder­

nización y de igualización. La lucha contra las escuelas cató­ licas ha hecho más visible en Francia el papel “ republicano’ ’ de los enseñantes y ha enmascarado su papel conservador. La coexistencia de esas dos funciones opuestas y cada vez más difíciles de conciliar ha conducido al progresivo reforza­ miento de una retórica de la enseñanza, encerrada en la sacrosanta autonomía del mundo escolar. Yo no creo que las reglas culturales y sociales que estructuran esa autonomía sean únicamente máscara de una dominación social. Veo en ellas más bien un mecanismo de defensa contra un desgarra­ miento cada vez más amenazador. El juicio de los estudiantes de Nanterre sobre esa independencia era en parte correcto cuando nos reprochaban, a nosotros los enseñantes, no que estuviéramos al servicio del poder, cosa que sólo unos imbé­ ciles habrían podido decir, sino que les alimentáramos con las ilusiones y las abstracciones del liberalismo universitario, cuando en cambio estaban destinados a ponerse al servicio de las grandes organizaciones. Eso era aclarar toda una faceta de la realidad; la otra era que esos estudiantes procedían a me­ nudo de la burguesía y bastante a menudo habían de quedar más cerca de los amos que de los servidores, recordándoles en cambio los enseñantes la existencia y las exigencias de categorías sociales menos privilegiadas. Hoy la función con­ servadora de la escuela ha pasado a ser una función reaccio­ naria. No es suficiente decir, como Baudelot y Establet, que hay dos circuitos escolares distintos, uno para la clase popu­ lar y otro para la burguesía. Si así fuera, si las suertes estu­ vieran del todo echadas desde el principio, los enseñantes podrían tener buena conciencia, como todavía la tienen al nivel universitario, declarando con razón que se encuentran situados ante la desigualdad y que intentan reducirla. En realidad la instrucción se ha convertido en el principio de la jerarquía social de una sociedad meritocrática. De ahí la

existencia de una demanda de educación análoga a la exigen­ cia del derecho de voto o del derecho al trabajo. Esa demanda que se generaliza puede minar los privilegios adquiridos y la desigualdad social. Corresponde por tanto a la escuela conte­ ner esa demanda, jugar un papel cada vez más activo en la desigualdad. Muchos que pertenecen al circuito primario pro­ fesional, por seguir con las expresiones de Baudelot y Itablet, intentan entrar en el circuito secundario superior. Las refor­ mas del sistema solar, y en particular la creación de los CES, la mezcla en esos centros de los maestros procedentes de la primaria y de los que proceden de la secundaria, el estallido de los antiguos filtros de selección de las élites dirigentes, demasiado restrictivos para las necesidades de una sociedad industrializada, abren nuevas posibilidades no sólo a la movi­ lidad ascendente de muchos, cosa que es evidente, sino a la igualización de oportunidades. Cuanto más se debilita el pa­ pel de la familia y la comunidad local más corresponde a la escuela conducir una activa movilidad ascendente y mante­ ner la desigualdad social, a la que se apega toda clase dirigen­ te. Los enseñantes tienen que contener el ascenso escolar de las clases populares. Trabajo mucho más penoso en Francia que en los Estados Unidos, donde las escuelas de base son muy diferentes según la composición bucial uel barrio o la ciudad. Lo que se llama la gran crisis de la enseñanza secun­ daria americana puede verse con más exactitud como un mecanismo de selección social. Los ricos escapan hacia ella por medio del dinero y de un mejor entorno social y cultural. Las clases populares, y en particular los negros, después de unos estudios generales muy malos, han perdido casi toda oportunidad de entrar en una buena facultad. En Francia la demanda de educación está lejos de ser tan generalizada, y por lo tanto la escuela no tiene que operar una contención tan brutal; en cambio, el sistema centralizado disminuye las

diferencias entre las escuelas, lo que obliga a realizar la selec­ ción, más que al propio sistema escolar, a los enseñantes, manteniendo el papel central de los ejercicios, para los cuales los mejor preparados son los hijos de las familias burguesas, y evitando ligar el estudio a la actividad y a satisfacciones inmediatas. Durante una reunión de padres de alumnos en el CES de mis hijos, el director declaró: ¡si quieren que sus hijos sean más tarde polytechniciens ...! Aún cuando cierta retórica oficial haga decir a los padres y a los niños que el técnico es equivalente al secundario largo, y la sección de letras es igual a la sección de ciencias, nadie se deja engañar por esas mentiras, y menos los enseñantes. Pero lo que lo cambia todo para los enseñantes del tipo francés es que el Estado que era su apoyo, el lugar en el que conservadurismo social y progreso profesional y político se asociaban felizmente —puesto que, en un mundo cuya socie­ dad civil estaba dominada por la desigualdad y la tradición el Estado era un recurso—, les abandona. El Estado se pone al servicio de una sociedad industrial; favorece a los dirigentes y a los cuadros de la economía; es también más o menos sensible a las presiones obreras, y en una economía como la actual en que los precios aumentan rápidamente los funcio­ narios y enseñantes ven bajar su nivel relativo. Encargados de tareas cada vez más represivas, mal clasifi­ cados en una sociedad en la que la producción domina sobre la reproducción, los enseñantes pierden en todos los terre­ nos: el productor les reprocha su retraso, el izquierdista les reprocha mantener el orden y la injusticia establecidos y su posición relativa de dase media se debilita. La crisis de la profesión se manifiesta claramente por su feminización, en una sociedad en la que la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres sigue siendo muy grande. El mundo de la enseñanza estalla: algunos se encierran en lo que creen que

es su pureza profesional, y cada año lamentan el descenso de nivel del bachillerato o de las oposiciones. Lo cual, claramen­ te, significa que se consagran a la lucha activa contra la democratización, manteniendo criterios de enseñanza y de juicio que corresponden a un reclutamiento social más eleva­ do. Otros, numerosos sobre todo en la secundaria, están desmoralizados, se ausentan o buscan desesperadamente in­ gresos complementarios que les permitan mantener su lugar entre los notables de la ciudad. Otros, finalmente, rechazan su papel de selección social y ponen en cuestión el conjunto del sistema de enseñanza, su papel social, sus métodos pe­ dagógicos y su organización administrativa. Afortunadamen­ te, otros inventan nuevas relaciones entre sus alumnos, el conocimiento y ellos mismos. La buena conciencia de otros tiempos ha desaparecido. Deda: es cierto que la desigualdad existe, pero procede de las familias y nosotros nos esforzamos por corregirla; somos elementos de progreso, en una sociedad de costumbres y de tradiciones. Esas dos afirmaciones han pasado a ser falsas y han sido sustituidas por sus contrarias: en lugar de acelerar la adaptación al cambio, la enseñanza la retrasa; y partidpa activamente en el mantenimiento de las desigualdades socia­ les. Pero no está en el centro de las nuevas fuerzas y de las nuevas relaciones de producción, puesto que precisamente se define por su marginación. De ahí que las conductas de crisis tengan en ella mucha más fuerza que las conductas de con­ flicto. Los sindicatos de enseñanza atacan el Estado y procu­ ran al mismo tiempo su protección. En el análisis de la crisis de la enseñanza y en la innovación pedagógica no han jugado un papel importante. Esa actitud defensiva, retraída, es más clara en la enseñanza secundaria que en la primaria, y más en la superior que en la secundaria. La enseñanza no puede ya vivir de la ilusión de ser un factor de apertura y de progre­

so en un mundo dominado por la herencia y la tradición. O bien se identifica poco a poco cada vez más con las necesi­ dades “ prácticas” y con la ideología dominante de la socie­ dad, o bien se encierra en una retórica defensiva que le hará perder la capacidad de comunicar ideas, o bien recurre por el contrario directamente, en una sociedad que está cambiando, a la creatividad en contra de las barreras sociales y culturales. Ese mundo de clases y virtudes medias se ve llevado hacia los extremos; la demanda de movilidad, de actividad y de res­ ponsabilidad tiene forzosamente que contenerla o asumirla. Y o quisiera que la enseñanza sirviera, no a los cuadros socia­ les y culturales dominantes, sino a las orientaciones de una so­ ciedad , y en particular a su conocimiento, al mismo tiempo que mostrara las relaciones sociales y políticas a través de las cuales esas orientaciones actuales se realizaban. La enseñanza no debe estar inmersa en la vida social, es decir, de hecho, sometida a la influencia de los notables. Debe estar al servicio del conoci­ miento y de la creatividad, y revelar las realidades de la vida so­ cial, lo cual supone que posea una cierta independencia, no re­ plegada en una retórica ‘ ‘escolar’ ’ y un corporativismo agota­ dos, sino lanzada hada delante por la innovación y la crítica. Hoy ya es vano oponer la función adaptadora de la escuela a su función reproductora. No es que una y otra hayan desa­ parecido, sino que por su importancia la función productora domina cada vez más sobre las otras dos, y las posiciones opuestas y los conflictos se sitúan a partir de ese hecho. Entre los que reconocen el lugar preponderante de esa función productora de la escuela existen hoy tres posiciones claramente definidas. Para unos la escuela debe ponerse al servicio de la jerarquía social: debe intervenir lo antes posi­ ble para reclutar una élite social y contener las demandas democratizantes. Un segundo grupo, formado sobre todo por los comunis­

tas., critica la desigualdad social ante la enseñanza, pero opo­ ne a esas injusticias el papel creador de la instrucción consi­ derada como fuerza de producción. Esa oposición de fuerzas y relaciones sociales de producción gusta a muchos enseñan­ tes, a quienes permite tener una excelente conciencia aún atacando la “ sociedad” . La última posición es más radical. Afirma que la entrada de la escuela en el aparato de producción marca todo su contenido con un signo de clase. Justa crítica de la posición intermedia, que establece una frontera absolutamente arbi­ traria entre el respetable contenido de la instrucción y las condenables formas sociales de la educación. Posición, sin embargo, excesiva, y que podría llevar a situar la escuela más enteramente que nunca al servicio, no de los grupos en rebeldía, evidentemente, sino del poder mismo. Su propia fuerza debe ayudar, no obstante, a hacer apare­ cer el conocimiento, a librarlo del discurso social en que está atrapado. Trabajo casi ilimitado, pero en el que no hay que concederse descanso. La crítica de las obras escritas ha im­ puesto, sobre todo gracias a Roland Barthes, el estudio de la escritura y del texto, enriquecido con la aportación de todas las ciencias humanas. Tomando el libro como obra y no como producto, ¿no ha hecho lo que, según se espera, hará un día la escuela? Pienso en particular en la enseñanza de la historia, que no logra desprenderse del sociocentrismo o la memorización carente de sentido. ¿Pero acaso los historiado­ res no han realizado ya ellos mismos en gran medida la crítica del historicismo, haciendo estallar la falsa unidad de los períodos y de los momentos cronológicos, recurriendo ellos también a todas las ciencias humanas y disociando por tanto mediante el análisis lo que la ideología presenta como necesariamente ligado? Que la escuela sea activa, pero a condición de que su

actividad sea un trabajo de conocimiento y no sirva de pre­ texto para diversiones de club, más selectivas socialmente que ningún otro tipo de enseñanza. Que mire hacia el exte­ rior, no para ligarse a los notables, sino para enseñar recono­ cer a todos el trabajo del conocimiento y las condiciones sociales que lo orientan o controlan. La enseñanza debe producir creatividad, y su democratiza­ ción debe ser por tanto lo contrario de la sumisión a una ideología, sea cual sea. En la enseñanza la forma principal de democracia es la búsqueda de los medios de aprendizaje, de expresión y de comunicación de cada niño considerado en su personalidad individual, sus relaciones con los demás y su posición en la sociedad. Si pienso en la enseñanza que recibí, sobre todo en el liceo, mi insatisfacción está hoy tan viva como entonces: ¿por qué me dejaron hacer tan poco y por qué se ocuparon tan poco de mí? El personaje principal de la escuela es el programa; se “ haga” o no se haga, tanto me da. Yo guardo el recuerdo de un terrible freno puesto a mi actividad. Estar sentado en un banco o una silla detrás de una hilera de mesas siempre me ha parecido insoportable. No intento sustituir yo las iniciativas de los enseñantes, pero pido con todas mis fuerzas que las tengan. Mientras los ense­ ñantes no intenten primero actuar sobre la enseñanza, per­ manecerán sumidos en una mezcla de descomposición y re­ vuelta igualmente destructoras. ¿Cuándo los enseñantes se ocuparán, pues, de la escuela, en lugar de cerrar filas corporativamente para salvaguardar mejor su dignidad de pequeños notables, que no por eso se pierde menos? Todo está ligado, la formación de nuevas polémicas y de nuevos movimientos sociales, la apertura del ámbito reservado de la enseñanza y el desarrollo de las cien­ cias sociales. Lo cual vuelve a ponerme ante esa idea que tiene para mí tanta importancia, por haberse alimentado de

tantas experiencias, afortunadas y desafortunadas, alentado­ ras y deprimentes: hay que salir de un estado como éste, en que la crisis del orden establecido se impone a las fuerzas sociales y políticas, para poner en pie a la sociedad, y volver a dar prioridad al desarrollo de nuevas orientaciones sociales y culturales, a nuevas fuerzas de producción y por lo mismo a los conflictos de clases definidos por la nueva sociedad y que la atraviesan toda ella. Muchos enseñantes sienten el mismo malestar. Se les ha­ bla de reglas administrativas y de intereses profesionales. Se les encierra así por todos lados en su categoría social, para exaltarla o para criticarla. ¿Pero quién se preocupa por las prácticas de la enseñanza, por la libertad que debe corresponder al enseñante que pro­ cura establecer una relación entre él y un grupo y entre cada uno de los miembros del grupo y unas ideas, unas activida­ des unas situaciones? Como ocurre a menudo, ciertos incidentes, considerados por la mayoría escandalosos, han mostrado muy bien la di­ rección de los cambios necesarios: cada enseñante debe po­ der actuar de un modo responsable, tan libre como sea posi­ ble, para entrar verdaderamente en comunicación con su clase. ¿Comporta riesgos esa libertad? Claro que sí, y yo considero prudente que se reflexione sobre ellos, pero insen­ sato que de ellos se haga un pretexto para hundirse en un silencio cargado de contradicciones. La juventud es más independiente de las normas transmiti­ das: cada cual gusta de proclamar esa independencia. ¿No tienen los enseñantes, también ellos, derecho a liberarse de las limitaciones de la reproducción y del aislamiento, para acompañar y a un tiempo ir delante de los niños y los jóvenes cuya vida en parte ellos comparten? ¡Qué inmenso lío! Cada vez se extiende más la imagen del

enseñante inadaptado, amedrantado. Imagen que ya les va bien a quienes no quieren romper el mundo de la enseñanza más que en provecho de una enseñanza llamada técnica, es decir, de las necesidades inmediatas de las empresas. ¿Cómo no ver que millares y millares de enseñantes se desesperan al perder sus esfuerzos, al no poder ser los grandes innovadores de una sociedad que tiene necesidad de ellos pero en la cual todo parece confabularse para privarles de su actividad al servicio de la creación y de la liberación? Como los nuevos movimientos sociales están todavía mal formados y no hacen mella en las instituciones y la organiza­ ción social, el pensamiento de oposición percibe mejor la exclusión que el conflicto. Acampa ante las altas murallas de la ciudad y se identifica con todos los forasteros rechazados. Lo cual conduce a mezclar las reivindicaciones, las inadapta­ ciones y los rechazos moralistas. Era preciso que esa protesta absoluta viniera a quebrantar la buena conciencia de los que buscan la abundancia y el progreso. Pero aquélla supone un cierre y una inmovilidad que no existen. La sociedad no es obra de un poder omnipotente, que integre y reprima, imponga un orden y mantenga el pasado. Se ve arrastrada por la producción y las relaciones de clase. La escuela no pertenece sólo al mundo de la reproducción; muestra también la acción de la clase dominante. En el inte­ rior de esas relaciones de clase y de las orientaciones cultura­ les de la sociedad, la escuela está regida por el sistema políti­ co y, según los países considerados, puede ser tanto un ins­ trumento al servicio de las categorías medias socialmente ascendentes y más o menos ligadas al Estado como un medio de defensa de las viejas categorías dominantes y de un orden social agotado. Finalmente, los enseñantes no son tan sólo expresión concreta del sistema de producción y de la institu* ción escolar. Tienen casi siempre una gran autonomía de

movimiento, que da importancia a la retórica defensiva que utilicen, pero también a sus posibles iniciativas. El enseñante es a la vez un agente de creación de lo “ arbitrario cultural” , como dice P. Bourdieu, y uno de los que en la sociedad están menos directamente ligados al poder de la clase dirigente y del Estado. Son demasiados los libros actuales que caricaturi­ zan la enseñanza, en nombre de una imagen de la sociedad concebida como aparato represivo y como creación ideológica. Yo quiero, por el contrario, recordar siempre las separa­ ciones que existen entre los niveles de la realidad social y recordar al mismo tiempo, sobre todo, que la sociedad es un conjunto de sistemas de acción; ningún actor puede ser defi­ nido desde fuera por el papel que se le asigna. Aunque sea muy indirectamente, participa en la producción de la so­ ciedad por sí misma y en su transformación. Innova y resis­ te, protesta y apoya y vive crisis, conflictos y contradiccio­ nes. Yo me impaciento al ver adoptar con tanto entusiasmo representaciones de la sociedad tan a menudo desesperantes, que hacen incomprensibles las mismas protestas. Si los estu­ diantes están modelados por un aparato de mantenimiento de los privilegios, ¿cómo explicar el movimiento de mayo? Hemos dejado atrás ya el momento de la ruptura, del recha­ zo y de la representación de la sociedad como aparato de con­ trol y de inculcación. El renacimiento de la izquierda y la transformación de las reivindicaciones sociales obligan a mirar de nuevo la sociedad como un teatro en el que sin cesar se in­ ventan nuevos dramas, en el que el actor se revela a sí mismo interviniendo y las convenciones y las reglas se ven sacudidas tanto por las fuerzas de progreso como por las de la reacción.

El final de las universidades; maqueta para una nueva institución. Tú querrías que habláramos menos de política y más del cambio de la sociedad y del cambio de la universidad, porque en ella has entrado para permanecer varios años y, tras el asombro, la confusión y la decepción del primero, empiezas a acostumbrarte. ¿Tengo yo ganas de hablarte de la universidad? Nuestras críticas se nos perdonan tanto mejor cuanto más lejos de nosotros apuntan: ¿no se me acusará nuevamente de adoptar posiciones excesivas? Tus amigos prefieren discutir contigo sobre los movimientos estudiantiles en el mundo, pero el tema está un poco gastado. Hablemos pues de la universidad. ¿Es preciso hacer la historia de los últimos años? No lo creo. Yo no critico en modo alguno a quienes desde hace cinco años consagran inmensos esfuerzos al funcionamiento de su centro. Según los lugares, los resultados son mejores o peores. En conjunto los rectores tienen autoridad; y los con­ sejos funcionan. Hay que salir de un tema poco interesante: la comparación entre antes y después del 68. A mí me sor­ prende más bien la continuidad de la evolución. El verdadero problema que se le ha planteado al sistema universitario ha

surgido de la transformación de las élites dirigentes. Está claro desde hace tiempo que la separación entre la pequeña élite de las escuelas superiores y la masa indiferenciada de las facultades no corresponde ya a las necesidades de las clases dirigentes. La sociedad francesa, tal como está, necesita un número mucho mayor que antes de profesionales que traba­ jen en grandes organizaciones, y en particular en la gestión económica y la medicina hospitalaria. De ahí el esfuerzo por profesionalizar ciertos sectores de la universidad e introducir en ellos lo que en Francia parece ser la clave de la profesionalización: la selección. En medicina ha sido introducida abiertamente; en economía se contentan con una barrera matemática que deben a la mayoría de los que no tienen el bachillerara científico. Ahí tenemos hoy el lugar de selección y de formación de la élite dirigente: la sección científica de los liceos. Los aspi­ rantes al ingreso en la Escuela Politécnica y sus análogos no constituyen más que una parte de la élite dirigente; el bachi­ llerato científico es el lugar de paso casi obligatorio para todos aquellos que pretenden entrar en ella, y los buenos profesores de matemáticas ponen su honestidad y su cons­ ciencia profesional al servicio de esa labor de selección con tanto celo que hay que pedirles a veces que corten alguna cabeza menos. El barón Guichard tuvo la idea de sacar también del loda­ zal universitario la formación de los enseñantes. Chocó con una viva resistencia, pues no se veía ya cuál sería la clientela de las facultades de letras si se les quitaban los futuros profe­ sores. M. Fontanet recogió la idea con más habilidad. El gobierno francés no tiene muchas ideas sobre la educación y, si las tuviera, serían rechazadas por los mismos que lo eli­ gen. Se contenta así con hacer pequeños favores a la clase dirigente mejorando la selección de las “ élites” . Por lo de­

más, no se inmuta demasiado viendo que la mitad de estu­ diantes de letras no obtienen título alguno, ni siquiera mo­ desto. Nos dicen por otra parte que muchos de esos estudian­ tes son falsos estudiantes. ¿Qué más podría decirte de los cambios introducidos en la vida universitaria francesa? Creo haberte dicho lo esencial, que no es tan importante, puesto que las modificaciones in­ troducidas son titubeantes y limitadas. Había que chapotear en ese charco, no obstante, para llegar a la única cuestión que merece una reflexión y una discusión serias: ¿acaso las universidades no son hoy instituciones caducas y que se hun­ den en una crisis incurable? No protestemos, no aplaudamos tampoco. No se trata ni de una paradoja ni de una blasfemia, sino de una hipótesis reflexio­ nada y medida: sí, creo que estamos viviendo el final de las uni­ versidades. De todos modos una fórmula así hay que explicitarla y primero ponerse de acuerdo en una definición de las univer­ sidades , para saber qué es lo que está amenazando de muerte. Llamo universidad a una institución en la que se asocian la producción, la transmisión y la aplicación profesional del conocimiento. La producción del conocimiento seguirá ad­ quiriendo durante mucho tiempo una importancia creciente; es cierto también que las formaciones profesionales superio­ res, ligadas a ámbitos científicos a través de unas tecnolo­ gías, se aplican a un número de individuos cada vez mayor; también es preciso que los conocimientos producidos ayer o en otros tiempos sean transmitidos. Yo únicamente digo que no es probable que esas tres funciones puedan continuar ejer­ ciéndose juntas dentro de una misma organización, como en principio ocurre actualmente. Me extraña por otra parte que mi profecía provoque sor­ presa o indignación en Francia, país que no tuvo nunca ver­ daderas universidades, por lo menos en los últimos siglos. La

universidad se ha definido sobre todo por su función de trans­ misión de los conocimientos adquiridos. A cada aparición de un nuevo orden de conocimientos ha sido preciso crear una contra o parauniversidad que, en general, ha prosperado, con lo que hemos llegado a poseer, junto a las universidades, el Collége de France, procedente del Renacimiento, el Mu­ seo de Historia Natural, fundado con el nacimiento de la biología, la “ Ecole des Hautes Etudes” , que pretendió in­ troducir las investigaciones científicas según el modelo ale­ mán del siglo XIX, y en nuestro siglo el “ Centre National de la Recherche Scientifique” , por no citar más que algunos ejemplos muy importantes. En cuanto a la formación profe­ sional, siempre se ha impartido en gran parte fuera de la universidad, en las escuelas superiores y en el conjunto de escuelas de ingeniería, así como en los hospitales para la me­ dicina y en las escuelas normales para la enseñanza. Los fran­ ceses deberían por tanto acoger mi juicio con mucha tranquili­ dad y hasta con cierta satisfacción: ¿no sienten justificados sus fracasos, si esas universidades que nunca han conseguido organizar parecen ir hacia una muerte próxima? Buena con­ ciencia sin embargo excesiva, pues desde el gran aumento de los efectivos estudiantiles, Francia, al igual que otros países, se ve ante la necesidad de organizar universidades, pues a ellas asiste la inmensa mayoría de estudiantes, y por consiguiente de enseñantes. Se ha visto incluso en Francia cómo se consti­ tuía un sector universitario donde menos se esperaba: en la medicina. Poco a poco, desde la ley Debré y la creación de los sector universitario donde menos se esperaba: en la medici­ na. Poco a poco, desde la ley Debré y la creación de los CHU*, investigación, enseñanza y práctica profesional se han aproximado; los progresos conseguidos me parecen con­ siderables y van más allá de las justificadas críticas que hay 7 N Jt T.) CHU Centra Hospiulim U m vm it»m

que hacer a las recientes medidas de selección. En el ámbito científico la situación es a veces un poco semejante, aunque los desechos de la formación profesional alcancen ya un nivel muy elevado. En el ámbito de las viejas facultades de letras, es en los sectores más tradicionales y en regresión —como los estudios clásicos donde parecen haberse ligado investiga­ ción, enseñanza y formación profesional. Pero cuando se trata del resto de disciplinas literarias, del conjunto de las ciencias sociales, por una parte de las ciencias de la naturaleza o, por razones totalmente aparte, de los estudios de derecho, es imposible hablar de situación universitaria. La investigación se hace fuera. A veces lo que se impone es únicamente la formación profesional, a veces es por el contrario la transmi­ sión de los textos y las ideas heredados del pasado. Nadie puede estar seriamente satisfecho de esa situación. Y todos los esfuerzos que se han hecho desde hace veinte años van en la misma dirección, empujan la misma peña de §¿sifo: crear, crear por fin verdaderas universidades, ligar investigación, enseñanza y formación profesional en unidades autónomas, con sus propios órganos de decisión, capaces por tanto de encontrar, en función de demandas internas y externas, el mejor modo de unir esas tres componentes de la vida univer­ sitaria. Siento la mayor admiración por los creadores de universi­ dades, por quienes hicieron de las universidades alemanas, y en primer lugar de la de Berlín, los mayores centros de creación intelectual del siglo XIX, y la siento por los gran­ des presidentes —con Eliot a la cabeza— que inventaron a finales del siglo pasado las mejores universidades americanas y les dieron una gloria que, un siglo después de la obra de esos fundadores o renovadores, nadie ha conseguido superar. Y querría poder expresar mi estima hacia quienes, recogiendo tras un negro vado de más de medio siglo el esfuerzo de los

reformadores de los años 1880 en Francia, intentan ahora crear por fin universidades en este país. Pero su trabajo de recuperación, al que debemos la ruidosa introducción desde hace algunos años de las formas de organización inventadas por los alemanes y los americanos hace más de un siglo, va retrasado con respecto a su época y no hace más oficio que la carabina de Ambrosio. La existencia de la universidad no ha sido realidad más que porque se ha basado en la existencia de un par de papeles específicos: el estudiante y el enseñante. Ese par se define sobre todo por la transmisión de una herencia cultural y de los conocimientos profesionales. La investigación no es una actividad real más que para un pequeño número de estudiantes. La institución universitaria no existe más que en la medida en que su función principal es la transmisión de la cultura. Transmisión tanto más eficaz cuanto más activa, en la medida en que se alimenta de nuevas interpretaciones y de análisis críticos, pues el maestro no debe enseñar al escolar a respetar el pasado sino a alimentar y a prolongar una tradición que no excluye las rupturas y las invenciones. La solidez del par maestro-alumno es evidentemente ma­ yor cuando los alumnos son futuros profesores, cuando la universidad es un gremio cuyos aprendices habrán de con­ vertirse en oficiales o maestros. Transmisión de una cultura y aprendizaje profesional se apoyan en el interior de una formación de clase. Cambiemos de vocabulario para expresar mejor esta idea. Una universidad es lugar de encuentro de tres órdenes de demandas: los estudiantes piden una cierta educación, los enseñantes quieren proseguir y dar a conocer sus trabajos y el medio social requiere la formación de espe­ cialistas o de posesores de ciertas capacidades de análisis y de comunicación. Antes del gran aumento de los efectivos estudiantiles, las universidades francesas eran sobre todo escuelas profesiona­

les; el derecho y la medicina agrupaban antes de 1914 a la gran mayoría de estudiantes, y las facultades de letras y de ciencias eran escuelas de profesores de la enseñanza secun­ daria. La demanda de educación y la oferta de conocimientos se correspondían, pues, bastante directamente, y la función so­ cial de la universidad se definía ante todo profesionalmente. La universidad jugaba también un papel bastante simple en la movilidad social, reservando para los hijos de la burguesía el acceso a las profesiones liberales y abriendo a los hijos de categorías más medianas empleos de funcionarios, y en par­ ticular de profesores, de nivel igualmente más mediano. To­ do eso pertenece al pasado. Los tres órdenes de demandas que antes convergían ahora divergen. Los enseñantes son y quie­ ren ser cada vez más investigadores, productores de conoci­ miento, y no tanto transmisores de él. Huyen de las ense­ ñanzas generales de los primeros cursos para encerrarse en su seminario, su laboratorio o su trabajo sobre el terreno. A principios de los años 60 muchos de los profesores america­ nos, los más conocidos científicamente, ya casi no enseña­ ban. En Francia desde hace tiempo los investigadores del CNRS no tienen asignada labor docente, y los profesores de los grandes centros de enseñanza superior no tienen más que muy ligeras obligaciones, que de hecho no son mayores que las de muchos enseñantes de las universidades parisinas. En realidad en todas partes se ve cómo la categoría de los ense­ ñantes universitarios se divide en dos grupos. Muchos UER* funcionan como liceos: se leen clases editadas a multicopis­ ta, se trabaja en grupos de unas pocas decenas de alumnos, se entregan numerosos ejercicios y deberes y los profesores tratan cuestiones que les obligan a variar de año en año sus *(N J* T ) UEH: Unité d’Hnvijjnrmcnt ct Jp Rcchrrchr

centros de interés. Esos profesores preparan sus clases, corri­ gen los ejercicios, ponen exámenes y, cada vez más a menu­ do, dedican muchas horas a contactos personales con estu­ diantes. Las tareas administrativas ocupan el resto de su tiempo. Un artículo por aquí o por allí, un congreso o una misión dan de vez en cuando un poco de brillo a una activi­ dad que no tiene ya mucho que ver con la de enseñantes investigadores muy especializados, mucho más sensibles al juicio de una pequeña comunidad internacional que al de su universidad, que no soportan las obligaciones de los progra­ mas y de los exámenes y tienen por otra parte bastante que­ hacer con su investigación y sus estudiantes de doctorado. Matiza todo lo que quieras esa separación de dos categorías; es tan profunda que ya es incorrecto hablar de enseñanza superior. Hay más distaría entre una pequeña facultad y una de las mejores Gradúate Schools americanas que entre esa pequeña facultad y una buena escuela secundaria. En Francia yo veo también más distancia entre el profesor del Collége de France y el que se consagra a los estudiantes de licenciatura en una disciplina tradicional que entre este últi­ mo y un profesor de liceo. La creciente importancia de la investigación produce necesariamente una ruptura entre pro­ fesores y estudiantes, pues muy pocos de éstos tienen la intención de dedicarse a la investigación. Los intereses de unos y otros son diferentes. Un investigador puede ser un excelente enseñante; no es nada frecuente que acepte con facilidad las cada vez más pesadas tarcas de la enseñanza. Fijémonos ahora en la formación profesional de la univer­ sidad. Los países industrializados dejan entrar en centros de tipo universitario del 15 al 45% de sus jóvenes, cuya perma­ nencia allí se alarga cada vez más. No puede habér una definición profesional unificada para un conjunto tan amplio. Sabemos incluso que las universidades, por razones sociales

y nc profesionales, se resisten a tomar a su cargo la forma­ ción ce cuadros medios y de técnicos, cuando en cambio ésas son las únicas categorías que ofrecen salidas acordes con el número actual de estudiantes. La unidad universitaria es en gran medida defensiva: es la unidad de un mecanismo de conservación de la condición burguesa. A veces, se trata de dejar acceder a algunos a esa condición; otras veces la uni­ versidad protege a los hijos de la burguesía contra el descen­ so social, les impide rebajarse, manteniéndolos en profesio­ nes no manuales. Cuanto más se haga ceder esas defensas, más desaparecerá la unidad profesional de la universidad. Las universidades francesas revientan por negar esa diferencia­ ción y permanecer aferradas a categorías profesionales que son las de la enseñanza secund"''0 y que no pueden propor­ cionar empleo más que a una proporción de estudiantes cada vez menor. En los Estados Unidos existe por el contrario, y desde hace tiempo, un sistema universitario que reconoce que todos los estudiantes no pueden prepararse para los mis­ mos empleos. El hecho de que esa diferenciación vaya estre­ chamente ligada a la estratificación social no impide que haga vivible el sistema. Es decir, que evita el increíble lio de las universidades francesas, cuya principal función es producir no-licenciados y suspendidos de primer ciclo, lo cual es aún menos democrático y mucho más absurdo. Pero hay que ir más allá de esas primeras observaciones. Los conocimientos útiles en una profesión y los conocimien­ tos que obtiene el investigador están organizados de modos cada vez más distintos. Las sociedades tienen necesidad de gentes que se ocupen de las ciudades, de la gestión de las organizaciones, de la venta de los productos, del modo de tratar a las minorías, etc. Pero no estoy dispuesto a aceptar que estos temas, por lo demás interdisciplinarios, constituyan la base para la creación de nuevos conocimientos, y sigo con­

vencido de que la sociología o la economía son conjuntos reales. No es deformación profesional el haber tomado un ejemplo del ámbito de las ciencias sociales, ya que es caracte­ rístico de nuestra sociedad interesarse cada vez más por la ges­ tión de conjuntos técnicohumanos. En la sociedad propiamen­ te industrial las categorías de la técnica no eran muy diferentes en la escuela y en la fábrica. Si hoy hablamos tanto de trabajos interdisciplinarios es porque las categorías de la producción de conocimientos y las de la práctica profesional cada vez se alejan más unas de otras. Su distancia sería mucho más visi­ ble aún si los problemas sociales se trataran más seriamente. Francia no tendrá nunca necesidad de 50.000 sociólogos, pero es seguro que sí tiene urgente necesidad de más de 50.000 trabajadores sociales, animadores, educadores y ges­ tores con una seria formación de sociología, al mismo tiempo que de otras disciplinas, si bien dentro de un orden de pro­ blemas sociales, como los de la educación, la salud, la vida urbana, el retiro, el trabajo, etc. Se continúa enseñando his­ toria a los estudiantes fingiendo creer que serán profesores de historia, lo cual no será cierto más que para una pequeña minoría de entre ellos, y se hace así porque se tiene miedo a reconocer la separación entre las categorías correspondientes a la oferta v a la demanda de conocimientos. Fiiiaunente los estudiantes. Sus problemas han sido anali­ zados lo bastante a menudo y sus combates son lo suficiente­ mente visibles como para que por ese lado la crisis de la universidad sea bastante evidente. En Occidente, la actividad universitaria se ha convertido en una época de la vida, que se sitúa pasada la dependencia con respecto a la familia y con anterioridad a la dependencia de la vida profesional, y casi siempre también antes de pasar a depender del nuevo grupo familiar. El estudiante tiene inquietudes, que van ligadas a un mismo

tiempo a la formación de su personalidad y a su participación en los cambios sociales y culturales y desbordan con mucho su papel de estudiante. Cada vez existe menos un medio univer­ sitario e, incluso en los Estados Unidos, la imagen del campus es objeto de críticas cada vez mayores (mientras paralelamente que, en Francia, se fabrican nuevos campus). Sin embargo, sí existe una cultura estudiantil que es parte de una cultura de la juventud cuya homogeneidad, no obstante, no habría que exagerar. Por otra parte, podría volver aquí sobre uno de mis temas favoritos, de los que tan a menudo hemos hablado: el estudiante, joven profesional, entra ahora en conflicto con las grandes organizaciones que refuerzan su poder utilizando el conocimiento en su propio provecho. La importancia económica y política de éste introduce las luchas sociales en la universidad. De la irreversible importan­ cia de esa politización tu estáxí tan convencida como yo. No señalemos lo que sólo los ciegos no ven. ¿Qué concluir?. Simplemente, que una universidad que se esfuerce por mantener su antigua unidad, la correspondencia entre las categorías de la investigación, de la enseñanza y de la formación profesional, está condenada a muerte. Yo com­ prendo que un rector pueda declarar honestamente que su universidad funciona bien y que nunca se ha trabajan .„.ito en ella. Puede que en ese curso las clases casi no se hayan interrumpido y las elecciones no hayan dado lugar a ningún incidente. Efectivamente, la cosa no va peor que antes, ¿pero qué se diría de la Renault o la Citroen si enviaran a la chata­ rra la mitad de los coches que entran en fabricación? ¿Acaso no es obvio que para la mayoría de estudiantes la universidad se ha convertido en algo sin sentido, y que muchos profesores están desmoralizados? La tranquilidad, cuando existe, es la tranquilidad de los cementerios. Sin embargo, la situación no es en todas partes tan catas -

trófica. Mientras Europa occidental está sufriendo la crisis (en los países socialistas la separación entre la investigación, la enseñanza y la formación profesional está muy acentuada), el mundo anglosajón y sobre todo los Estados Unidos la salvan mucho mejor. Ese país ha conocido un movimiento estudiantil más prolongado y más extendido que en Francia, pero ha resistido y reaccionado mejor ante la crisis de la organización universitaria. El éxito americano proviene de la ya citada razón: la construcción, incesantemente reforzada, de un sistema universitario diferenciado y jerarquizado. ¿Por qué ese éxito, y por qué el fracaso, por ejemplo, en Francia? Sucede que en los Estados Unidos la diferenciación del sistema universitario ha estado ligada siempre a un esfuer­ zo de conjunto para mantener una clase dirigente. Al­ gunos de los mejores observadores de ese sistema que pue­ den clasificarse como liberales moderados han mostrado que la creación de los júnior colleges, de la enseñanza superior corta, tenía por función principal desviar la masiva demanda de educación que podía poner en peligro a la vez la calidad intelectual y el elitismo social de las universidades de cabeza. Que las almas buenas no protesten demasiado rápido. En Francia hay quienes se rasgan las vestiduras nada más se habla de discriminación social; se prefiere hacerla sin hablar de ella, se prefiere matar en la oscuridad antes que separar a la luz del día. Que los que critican en alto la segregación americana no olviden que es menos brutal que la discrimina­ ción a la francesa, que cierra, no el acceso a ciertos centros, sino el acceso a los títulos. No pretendo en este momento ni defender ni atacar la solución americana, solamente digo que pasada la putrefacción existe una primera salida, la construc­ ción de un sistema universitario diferenciado y jerarquizado, y que su éxito supone un estrecho ligamen de la universidad con el orden social. Solución técnicamente eficaz y social­

mente conservadora. ¿Existe alguna otra? ¿Se puede salir de la crisis por la izquierda y no sólo por la derecha? Querría convencerte de que sí, y demostrarte al mismo tiempo que no hablo de la muerte de la universidad haciendo un vatici­ nio irresponsable, sino que lo hago porque la situación actual puede y debe ser transformada. Antes de oírme escucha lo que se habla en Francia de la universidad desde hace cinco años, desde la bajamar de mayo del 68. ¿Oyes algo? Yo, nada. ¿Quién cree verdaderamente que en un período como éste, de trastornos acelerados, se esté yendo al fondo de las cosas sustituyendo el DUEL por e! DUEG*, o sustituyendo los cursos por unidades de valores? La falta de toda reflexión sobre la universidad es espectacular y realmente escandalosa. El esbozo que quiero mostrarte es imperfecto, es todavía impreciso, pero la exigencia de planes directamente aplicables es a menudo un modo solapado de rechazar los grandes problemas, bajo el pretexto de que no se pueden resolver inmediatamente y en todos sus detalles. Los elementos que deben utilizarse y combinarse para una solución útil son aparentemente opuestos entre sí: por un lado, hay que disociar investigación, enseñanza y formación profesional, hasta ahora soldadas, y por otro, si no se quiere una fórmula conservadora, hay que desechar en la mayor medida posible la diferenciación jerarquizada de los centros. Consideremos el primer problema, para luego examinar el segundo. Yo imagino un nuevo tipo conjunto en el cual los produc­ tores de conocimiento, lo? enseñantes investigadores, aún controlando libremente su medio de trabajo, no están capaci­ tados para gestionar la institución y no son más que una de las componentes de ésta. Llamo instituto a esa componente, *(N. de T ) DUEL, DUEG: dos formas de titulación superior, correspondientes a distintos plsoes de enseñan».

es decir, a un lugar de producción del conocimiento, autogestionado. Junto a los institutos existen talleres creados por los utilizadores de conocimientos que corresponden lo más directa­ mente posible a las categorías de la actividad social, y están por tanto referidos a grandes conjuntos técnicos y sociales: la ciudad, la lengua, la sanidad, el trabajo, etc. Finalmente llamo escuela al conjunto de actividades requeridas por los estudiantes y que corresponden en parte a la oferta de cono­ cimientos procedentes de los institutos o a la oferta de em­ pleos derivada de los talleres, pero que se refieren también a la formación política o artística, a la invención de nuevas prácticas culturales, de las formaciones científicas, etc. Na­ turalmente, las exigencias de esos tres subconjuntos no se corresponden completamente de uno a otro, y queda fuera de lugar encontrar un único criterio de valoración de las activi­ dades del estudiante. Eso si, los investigadores gestionan el instituto, los estu­ diantes gestionan la escuela y las instancias sociales exterio­ res (empresas, sindicatos, municipios, asociaciones, gobier­ no, profesiones, etc.) gestionan los talleres. Hay que crear por lo tanto un nuevo gobierno universita­ rio cuyo cuerpo legislativo represente en pie de igualdad a quienes han de tomar decisiones en esos tres órdenes, y que tenga un ejecutivo lo suficientemente fuerte como para poder dirigir las tensiones y los conflictos. Se puede dar otra varian­ te de ese plan, distinguiendo tres zonas concéntricas: el ins­ tituto gestionado por los investigadores, la escuela, lugar de transmisión de conocimiento, en régimen de cogestión por parte de los investigadores y de los estudiantes, y el taller, lugar de formación profesional, en régimen de cogestión por parte de los investigadores, los estudiantes y las instancias sociales implicadas. Los estudios consistirían en un conjunto

de unidades de valor, si quiere mantenerse ese término, que se obtendrían bien en un instituto, bien en una escuela, bien en un taller. Ese fraccionamiento permite mantener una cierta unidad, en la medida en que los estudiantes componen su formación combinando en proporciones variables los tres tipos de trabajos. En el instituto, más que recibir enseñanzas generales, parti­ ciparían en trabajos de investigación; en el taller analizarían problemas concretos en su marco social real; en la escuela adquirirían conocimientos “ académicos” , al mismo tiempo que participarían en actividades organizadas por ellos mis­ mos. Estoy convencido de que esos tres medios de educación no están y no deben estar jerarquizados, sino que combinán­ dolos de diferentes maneras se llega a crear una gran diversi­ dad de formaciones, aún evitando crear centros de élite que dominaran a los otros, orientados hacia conocimientos más prácticos. Añado finalmente que ninguna de las componentes de la nueva universidad debe pertenecerle por entero. Los investi­ gadores de los institutos deben poder pasar largos períodos fuera de los medios universitarios, del mismo modo que los que enseñan en los talleres no deben formar un cuerpo profe­ sional cerrado y permanente. Es preciso por último, para que la transformación de la universidad sea completa, que ésta no vaya dirigida única­ mente a los jóvenes de la clase medio o alta. Es preciso que, al mismo tiempo, la universidad esté frecuentada también por jóvenes apartados de los estudios secundarios normales o por adultos y gentes de edad. Yo sería incluso partidario de que los estudiantes arquetípicos tuvieran que dedicar al menos un año de su períodp de estudios a trabajar fuera de la universidad; en particular en labores penosas o no cualificadas, de modo que nadie tuviera que realizarlas durante toda su vida.

Una universidad es una institución manejada por los profe­ sores y, a veces, en parte también por los estudiantes, y fre­ cuentada por los jóvenes. Yo imagino un lugar que no responde ya a una población concreta y que está regido por una autoridad propia y no ya por un cuerpo de profesores. Esa imagen trans­ formada de la universidad corresponde a una sociedad en la que el conocimiento es una fuerza de producción, es decir, que puede suponerse que el conocimiento conduce a la acti­ vidad profesional sin mediación de opciones sociales y polí­ ticas. Dar, hoy, la responsabilidad de la organización universi­ taria a los enseñantes es hacerles un regalo envenenado y que ni siquiera es real, pues ellos no son los dueños de las decisiones principales. Presentando estas imágenes parece que voy a contracorriente de las tendencias actuales, pero repito que las medidas que pueda inspirar la mejor voluntad no conducen más que a echar todos los recursos humanos de la universidad en un pozo sin fondo: el de la falta de sentido de la institución actual. Profesores y estudiantes se ven obligados a moverse en un mundo universitario cada vez más separado, geográfica y culturalmente, del resto de la sociedad. A lo único que puede llevar eso, es a destruir la capacidad creadora de los investiga­ dores y a exacerbar el descontento de los estudiantes, encerra­ dos en un vacío de sentido cada vez mejor organizado. Mira si no a unos y otros. Cada cual a su modo, lo que intenta es evadirse. El estudiante prefiere una escuela profesional a una unidad de tipo facultad,y cuando está en ella rara vez aparece. Los enseñantes se refugian en instituciones parauniversitarias, pasan temporadas en el extranjero o tampoco aparecen. ¿Por qué no conformamos con que la sociedad francesa, cuando despierte de su conservadurismo a lo Luis Felipe, se aproveche de su extremo atraso, de su situación anormal, para lanzarse con nueva fuerza a la creación de un nuevo tipo de universidades?

No caigamos en la ingenuidad de creer que basta con inven­ tar una nueva imagen de la universidad. Ese no es más que uno de los aspectos del cambio necesario. Habrá quienes tendrán más ganas de hablar de problemas mucho más prácti­ cos: la desorganización de la universidad es enorme, y hace falta mucha indiferencia o mucha mala fé para contentarse con la dejadez actual. Negarse a considerar las salidas profesionales de los estudios es una actitud aristocrática; aceptar todas las formas de enseñanza y de valoración de los conocimientos manifiesta mucho más la defensa corporativa de los enseñan­ tes que una acción liberadora. Yo me resisto a soportar que las desastrosas consecuencias de la crisis actual se eleven al rango de principios, ya sean humanistas, democráticos o re­ volucionarios. Pero si yo diera la máxima importancia a esos problemas de gestión mi pesimismo sería más profundo aún de lo que es. Y es que me resulta difícil ver cómo saldremos de la crisis presente. Hay, sin embargo, razones para mantener la esperanza. ¿No estamos viviendo una mutación del conocimiento? ¿No es natural, pues, que lo que está todavía mal establecido no se pueda transmitir? Nosotros estamos viviendo la época de las iniciativas, de los exámenes críticos y de las aventuras. Luego, lo que es hoy nuevo pasará a ser clásico y se transmitirá más fácilmente. La crisis de la educación es provisional, y lo que debemos hacer en el momento actual es desarrollar nuestra capacidad de investigación, y también modernizar las menta­ lidades, las costumbres y los métodos de trabajo. La universi­ dad está desbordada por arriba y por abajo, por los inventores de cultura y por los libros de bolsillo. Sería prematuro quizá tratar de reformarla. Tiene demasiada fuerza y no suficiente vitalidad como para ser reformable. Esperemos a entrar en aguas más tranquilas. Entretanto, pierde el menor tiempo

posible en la universidad. Aprende en los libros, los labora­ torios, las discusiones, y sobre todo mirando fuera de los campus. ¡Porque ahí está el peligro! Muchos estudiantes se aferran demasiado a la universidad, se encierran en ella y no llegan a separarse; sobre todo si son de un nivel social elevado y esperan de ella una protección contra el amenazador descen­ so social, o también si se ven desarticulados por la crisis y los indispensables y agotadores replanteamientos críticos. Es ho­ ra ya de aventurarse.

Crítica de la idea de modernización; lo que se llama liberación sexual; deseo y comunicación, qué entra en juego en los nuevos conflictos de clase. El adversario más peligroso tanto de los movimientos so­ ciales como del análisis social es el optimismo progresista, que saluda el avance de la modernización y favorece todo aquello que es nuevo, en contra de los entorpecedores restos del pasado. Esa blanda actitud no habla más que de libera­ ción , cuando en cambio se pliega al dominio de los amos del momento. Destruye en nombre de la modernidad una casa vieja, cuando en cambio sirve a los estrechos intereses de los vendedores de coches y gasolina o a los gángsters de la espe­ culación inmobiliaria. Se distancia de lo que llama sus prejui­ cios, cuando en cambio lo que hace es hundirse en el confor­ mismo del pequeñoburgués manipulado por la propaganda y la publicidad. En Francia conocimos muy bien a esos social demócratas de gran corazón, defensores de los derechos del hombre, del progreso y de la laicidad, que, en nombre de esos ideales generosos y modemizadores, se lanzaron a la guerra contra el “ fanatismo musulmán” o contra los “ te­ rroristas viet-minhs” . Me gustó mucho el libro de Edgar Morin sobre un pueblo de Bretaña. En él los enseñantes y los jóvenes son modernistas; se alejan de los estrechos límites de la sociedad tradicional, pero esa bella modernidad conduce a

convertir a los hijos e hijas de los agricultores en marginados de la sociedad urbana, empleados de correos o maestros de escuela. Las mujeres que quieren que sus hijos puedan per­ manecer en el pueblo o los curas que defienden la vieja co­ munidad son activos de otro modo, cuando se trata de impul­ sar, no a la emigración, sino a la transformación del pueblo, a las inversiones nuevas e incluso a la lucha contra las fuer­ zas económicas o administrativas que actúan en el sentido de la descomposición de esa sociedad bretona. Jacques Berque y Frantz Fanón han mostrado y sentido como en el mundo colonizado es de lo más oculto, de lo más lejano, de lo más despreciado por el colonizador de donde han de surgir las fuerzas de liberación, mientras que los “ sectores evoluciona­ dos” se apresuran, casi siempre, a echar a los antiguos amos para hacerse con sus privilegios y ejercerlos de modo aún más mezquino y autoritario. Ese latir del pasado al futuro que atraviesa el presente es algo que no puede sentir un sociólogo bien instalado en sus funciones o cegado por la confianza en la marcha triunfal de progreso. Hay que percibir de modo permanente la tensión que opo­ ne el presente a la pareja que forman pasado y futuro; hay que sentir también aquello que no se transmite de una socie­ dad o cultura a otra, lo que el cambio destruye, los sufri­ mientos que lleva consigo y el infranqueable abismo que separa una sociedad de otra. Yo no puedo hablar del nacimiento de la sociedad postin­ dustrial más que porque en relación con ella soy en gran medida un extraño. Las transformaciones del mundo en que vivo me obligan a cuestionarme a mí mismo de nuevo, lo suficiente como para hacerme sensible a la ruptura entre el mundo del que yo procedo y aquél en el que tú entras, y que yo amo tanto más cuanto que nunca perteneceré a él comple­ tamente. Esa distancia me ayuda, creo, a definir esa sociedad

nueva de un modo que no es desde fuera, como si se tratara de un nivel de productividad, un tipo de empresa, un modo de consumo o una determinada jerarquía social. La sociedad de hoy nos aparta de ese doble movimiento hacia el pasado y hacia el futuro. Se presenta como una gran organización en la que circulamos, producimos y consumi­ mos en el interior de un sistema cerrado. Esa sociedad tan “ civilizada” , esa red cada vez más densa de reglas, códigos, prohibiciones y estímulos, me mueve a la desconfianza. Yo quiero vivir en el futuro y no en el presente, quiero sentirme responsable del cambio, y no girar en un círculo como el burro de la noria. Quiero también escapar a la red de la organización social, hundirme en un mundo salvaje. ¿Acaso no es para volver a encontrar, no la naturaleza, sino un espacio menos denso socialmente y menos organizado para el hombre de paso para lo que tantos viajeros y turistas buscan la aventura, por lo menos cuando no se precipitan de nuevo al consumo comercializado de tiempo y espacio? Me gustan las playas desiertas, los bosques profundos, y no es en abso­ luto para escapar a la acción social, sino por el contrario para ser más capaz de reflexión y de acción independiente y para sustraerme a la influencia de las grandes organizacionesvampiro. En el momento en que se impone cada vez más netamente la evidencia de la mutación social en curso, el pensamiento espontáneo da, de la nueva sociedad, imágenes de orden. Abundancia, equilibrio, plan, integración, superación de las contradicciones, liberación, son otras tantas palabras mar­ cadas en blanco o en rojo que anuncian un mundo uni­ ficado, diversificado y complejo como ningún otro, pero libre de los antiguos dualismos. La derecha vuelta hacia el futuro nos invita a ser pragmáticos, a jugar a la oportunidad, a diversificar nuestras posturas, a sustituir la pasión por el

cálculo, para que la sociedad pueda llegar a ser lisa como un mercado y la facilidad de las comunicaciones disminuya las distancias y desgaste los privilegios. La izquierda que apunta a la utopía nos llama a recuperar el control colectivo de una máquina que corre a tumba abierta hacia la catástro­ fe. a restablecer o mantener equilibrios naturales, a eliminar las minorías dominantes y ávidas de poder o de beneficio y a recrear la comunidad. Ambas proponen imágenes de una sociedad llana y más allá de la historia. Pero, en lugar de situar las dos utopías una junto a otra o de mezclarlas, tú oponías mutuamente tal como se oponen en la realidad: utopía tecnocrática por un lado, utopía populista por otro. Lo que da relieve a la socie­ dad deja que ésta aparezca como una bomba de contención y aspiración. Doble movimiento que se llama desarrollo: acu­ mulación de los recursos en manos de una clase dirigente innovadora y movimiento popular para recuperar el control colectivo de las inversiones y de la gestión social. Cuando hay acumulación y lucha por el poder, cuando la sociedad está tensa entre su funcionamiento y lo que yo llamo su historicidad, es decir, su capacidad de producirse a sí misma, y dividida entre una clase dirigente y el pueblo, tiene una historia, es un drama y no una máquina. Yo detes­ to toda representación de la sociedad como sistema cerrado, sin historia. Son imágenes tanto más aborrecibles cuanto que entramos en una época en que todo es historia, decisión y proyecto de futuro, al mismo tiempo que movilización del pasado. Ese mundo llano, que tantos juegos culturales quie­ ren convencemos de que aceptemos, está, como todos los demás, recorrido por conflictos y contradicciones a través de los cuales cambia y se transforma. A mí no me gustan los pensamientos y las sensibilidades decadentes que giran en círculo, en vez de intentar comprender el nuevo mundo que

nace ante nosotros y en nosotros y las fuerzas que actúan ya para dirigirlo u oponerse a él. Yo querría ahora profundizar un poco más en esa sociedad nueva. El tema de la moderni­ zación es peligroso, porque impide ver que el progreso de la división del trabajo y de la productividad se refracta a través de las relaciones de clase, de modo que no puede tomarse partido a favor o en contra de un proceso de modernización sin distinguir en él lo que es movilización popular o, por el contrario, extensión del dominio ejercido por la clase diri­ gente. Esta impone una imagen de la modernización que es imagen de liberación: ¿no es el ascenso al poder de la bur­ guesía lo que acaba con las limitaciones de los gremios y las cadenas de la esclavitud? Ella asegura la libertad de movi­ miento de los hombres, de las mercancías, de las ideas. Esa ideología desborda el marco nacional; se sueña con un planeta unificado, en el que los barcos y los aviones, el cine, la televisión, el teléfono y el télex pudieran tejer una red cada vez más densa y uniforme de comunicaciones, incluso —¿por qué no?— dentro de un respeto cada vez mayor por la diversidad de culturas. Son los liberales progresistas de las sociedades dominantes los más entusiastas defensores de esa apertura del mundo, cuya ideología triunfó durante la era Kennedy, que es también la época del desembarco en Cuba, de la implicación masiva de los americanos en la guerra del Vietnam y de la penetración de los intereses del Norte en América del Sur. El actual reino de la utopía nos hace soñar incluso con una sociedad descentralizada, des jerarquizada, y por lo mismo más eficaz. ¿No es cierto que el análisis de los sistemas de comunicación muestra que cuanto más complejo es el sistema más tiene que adaptarse a cambios incesantes y más débilmente integrado debe estar, y que en cambio las reglas generales y burocráticas introducen rigidez y disfun­ ciones? Yo me resisto a esas imágenes. No creo que las

técnicas impongan por sí mismas una forma de organización social. No es que a una misma “ base” técnica se pueda adaptar cualquier organización social, sino que la organiza­ ción técnica es cada vez más directamente social. La puesta en actividad de recursos propiamente técnicos es un acto social, depende de una política y de relaciones de clase. ¿Acaso no sabemos que el trabajo en cadena se inició en una situación determinada del mundo del trabajo y de la compo­ sición de la población activa? No esperemos de las nuevas técnicas informáticas la liberación del hombre. Reconozca­ mos más bien que las técnicas transforman a la vez las for­ mas del poder y la naturaleza de la oposición. Tales transfor­ maciones no son naturales. Según la naturaleza y la interven­ ción de las fuerzas sociales enfrentadas, la modernización se traduce por un incremento de la participación o, al contra­ rio, por su disminución. La modernización disminuye las distancias sociales, no por sí misma, sino porque debilita los fundamentos metasociales del orden social. Sitúa a los dirigentes ya no por encima de la sociedad sino en su centro. En el mismo sentido se extiende lo que puede llamarse la segregación, dando a esa palabra el más amplio sentido posible. Cada elemento de la organiza­ ción social se encuentra situado con relación al centro, y por tanto en una escala de estratificación; pero, más allá de esa diferenciación jerárquica, cada uno de esos elementos parti­ cipa en las relaciones de clase, es decir, a la vez en la domi­ nación y en la exclusión. Un elemento cualquiera, situado en medio de una escala de estratificación, se comporta recha­ zando al elemento inferior, aumentando la distancia que le separa de él, y aproximándose al elemento superior, por el cual se ve a su vez rechazado. Tanto, que la integración dirigida por el centro se traduce por una cadena de rechazos, defensas y barreras. Cuando los dioses reinan sobre los hom­

bres, éstos están ligados unos a otros por mil lazos transver­ sales u horizontales; cuando los dioses vienen a vivir entre los hombres, todas las comunicaciones convergen hacia ellos. Tal es el sentido de esa evolución, que conduce de la discriminación a la segregación. La modernización lleva con­ sigo también una extensión de la dominación social. La in­ fluencia de la clase dirigente se extiende por sectores cada vez más amplios del comportamiento social. Antes de aplicar esa idea general a un tema particular, añadiré que esa trans­ formación da en disolver cada vez más completamente las clases sociales como unidades concretas, es decir, como ins­ tancias de reproducción social, diluyéndolas en relaciones de clase más impersonales. Se hace cada vez más difícil atribuir a una clase social particular ideas, sentimientos o conductas. Las culturas de clase desaparecen. Pero en su conjunto las conductas y las relaciones sociales están situadas dentro de relaciones de clase y están determinadas por ellas. Esa desconfianza con respecto a la ideología de la moderni­ zación puede ayudar a juzgar los cambios introducidos y proclamados en un ámbito de conducta aparentemente muy alejado de las relaciones de clase como es el de la sexualidad. Resumiendo las discusiones que se vienen produciendo en Francia desde hace diez años, y en otros países desde hace mucho más, en torno a la contracepción, a la planificación familiar y al abono, se obtiene primero la imagen de una cruzada de la modernización contra la tradición. Esta se en­ cama en un personaje de caricatura, la iglesia católica, que habla un lenguaje que la mayoría de sus fieles comprende con dificultad y, más que proponer un modelo de conducta diferente, frena la adopción de nuevos comportamientos. ¿No es fácil ver que las categorías sociales más conservadoras son también las que se resisten más a la transformación de las costumbres? Aquí, no obstante, dudo: esta última afirmación

me pone la mosca detrás de la oreja. La líberalízación de las cos­ tumbres no es obra de las categorías populares, sino para empe­ zar de las nuevas categorías dirigentes, de las clases medias ascendentes. Admitamos de momento que cuanto más próxi­ mo se está del centro de la sociedad se tiene una mayor flexibili­ dad estratégica y una mayor agilidad de comportamiento, y por lo tanto una superior capacidad de innovación y adaptación. ¿Pero podemos contentarnos con tal análisis? Evidente­ mente no. ¿A dónde lleva esa liberación? Lo que de entrada sorprende en las polémicas sobre ese tema es su extrema debilidad. Y eso que a mí me interesa sólo la de los argumen­ tos modemizadores, porque la otra resulta demasiado paten­ te. Encuentro, a fin de cuentas, dos argumentos clave. El primero es la exaltación de la libertad por sí misma, como bien supremo, como posibilidad de aprovechar todo lo que puede satisfacer las necesidades individuales, destruyendo las reglas generales y transmitidas. El segundo es la esperanza de echar al diablo del cuerpo. Suprimid las prohibiciones y el sentido del pecado y cons­ truiréis individuos más equilibrados y mejor adaptados. ¿No es cierto que el público de la pornografía y los swingers salen sobre todo de una respetable clase media, y que la liberación de las costumbres hace disminuir los crímenes sexuales? Ple­ nitud de expansión individual y paz social, ésas son las ven­ tajas de la liberación de las costumbres. ¿Acaso todos los grandes cambios modemizadores no son justificados poco más o menos del mismo modo por una ideología dominante? El trabajador debe poder situarse libremente en el mercado de trabajo para escoger el empleo que corresponde a sus gustos y a su vocación ; y ese libre movimiento asegura el equilibrio y la salud social, puesto que quien está clavado a un empleo que le contraría puede ahora cambiar, en lugar de hundirse en el odio y el desánimo.

Yo no discuto esa ideología. Me pregunto más bien si tras un aparente consenso no se ocultan oposiciones o conflictos. Me guía una duda inicial: ¿cómo creer que los efectos de un cambio tal de las costumbres están socialmente tan indeter­ minados? Por un lado el individuo, por otro el orden social. ¿Cómo no sentir que una de las funciones de esa interpreta­ ción es evitar todo análisis social? Es para quedar en esas vaguedades para lo que se descarta todo juicio sobre los nue­ vos modelos de conducta propuestos. ¿Puede la liberación conducir verdaderamente a la desaparición de las normas en ese ámbito?; ¿hasta dónde están dispuestos a llegar, hasta las relaciones sexuales de grupo en público, hasta la necrofilia o hasta la planificación de los nacimientos en la familia conyugal actualmente dominante? Tengo derecho a hablar de ideología porque se trata no de definir prácticas, sino de interpretar un combate con un adversario reducido a la sin­ razón. Tengo que preguntarme qué prácticas se refuerzan o se introducen a través de ese debate, demasiado oscuro para no tener un sentido oculto. En Francia, lo que los últimos años nos han mostrado, es que el debate ideológico entre tradicionalistas y modernistas se ha agotado. Se ha roto a partir del momento en que han hecho irrupción, frente al control de los grupos ideológicos, combates políticos que han impuesto la toma de posición, no a favor o en contra de la libertad, sino a favor o en contra de la transgresión de una ley, una norma, etc. Esa irrupción no revela el sentido del debate, pero rompe al menos las defensas ideológicas y revienta las falsas unida­ des. Hoy la oposición más visible no es la que opone a tradi­ cionalistas y modemizadores, sino la que entre los últimos opone a los agentes de un nuevo control social y los que representan una oposición. Por un lado el invocar a la libera­ ción se convierte en invocar a las competencias: médicos,

luego psicólogos y por fin sociólogos sustituyen las reglas de la tradición o del prejuicio. Aconsejan, reforman, velan por la salud física y moral de sus pacientes o no hablan más que de destruir barreras. Y así se crea nuevamente la oposición de lo normal y lo anormal, de la salud y la enfermedad, y nuevas autoridades velan por el respeto de las normas. Son ellas las que en nombre de la salud dicen lo que está bien y lo que está mal, las que tienen por tanto el poder para condenar y excluir. Ahí tenemos algo mucho más claro que aquella liberación abstracta. Los antiguos controles culturales transmitidos por la familia o la religión han quedado destruidos, pero los sus­ tituyen otros, mediante los cuales las conductas sexuales se regulan en nombre del interés de la sociedad. Todo un ámbi­ to del comportamiento, hasta entonces encerrado en la som­ bra de la vida privada, pasa a ser público. Entre ambos sistemas la diferencia es inmensa: el primero prohíbe; el segundo alienta. El primero dirige el comporta­ miento castigando; el segundo reforzando y justificando. ¿En qué sentido se ejerce ese control? Este apunta a hacer del actor un consumidor. ¿Por qué solo consume usted sexo en forma de relación conyugal? Tómelo en todas sus formas, masturbación, relaciones homosexuales, relaciones hetero­ sexuales diversificadas, cambios de pareja y todo lo que quie­ ra. ¿Dónde está el limite? Es lo que separa al consumo de las relaciones interpersonales. Consuma, pero no se pregunte por el otro, la pareja o la familia; no se pregunte tampoco por las razones de los fracasos o de los accidentes. Tenga una sexualidad dichosa y que haga de usted un elemento tranqui­ lo de la sociedad de consumo. Tecnócratas, médicos, psicólo­ gos y sociólogos velan por mantenerle dentro de los límites de la normalidad. Por el otro lado, se encuentra primero, en lugar de la

anunciada felicidad, la infelicidad, la mujer embarazada que intenta que la hagan abortar y da contra las leyes y el dinero. Pero verdaderamente ése no es un argumento contra el len­ guaje tecnocrático “ liberal” : Este contesta: cambiemos las leyes, hagámoslas parecidas a lo que ya son en bastantes países, y la crueldad de las situaciones denunciadas desapare­ cerá en gran parte por sí misma. La educación y los contra­ ceptivos se encargarán del resto. Sin embargo la resistencia “ del problema social” sigue existiendo. La acción euforizante de los consejeros no es ya más eficaz de lo que era la de los reclutadores que buscaban brazos para las fábricas. Invocar la libertad de trabajo o la libertad de costumbres no impide que el trabajo sea explotador o la sexualidad esté sometida a los intereses del comercio, dentro del respeto al orden estableci­ do. Las enfermedades que se quiere suprimir están produci­ das también por la misma sociedad a la que los consejeros intentan preadaptar sus enfermos. De ahí la violencia con que Eldridge Cleaver reivindicó su derecho a la provocación sexual. Contra esas presiones se forman comunidades análogas a las cooperativas de producción de principios de la era indus­ trial. El trabajo era explotado; se escapó del orden capi­ talista y se fundaron cooperativas de trabajadores, utópicas y marginales, pero que dan testimonio de un rechazo que difí­ cilmente logra organizarse y más difícilmente aún acabar con el poder de los amos. Del mismo modo, las comunidades de vida y más en general la atmósfera comunitaria que alimenta hoy tantas tentativas utópicas oponen al consumo organizado y dirigido, un deseo socialmente indeterminado. Pero lo que se daba como organización de los productores, solo se ha convertido en agente de la historia al transformar­ se en movimiento obrero, hablando en nombre del trabajo, al mismo tiempo que en contra de la explotación proletaria.

Lo que va a venir ahora es la construcción de un movimiento social. Y no existirá más que uniendo dos elementos: la lucha contra el control social ejercido en provecho del poder de los aparatos y, por otra parte, el objetivo de un modelo cultural correspondiente a la sociedad que se está creando y que tor­ pemente puede llamarse la creatividad. ¿Qué quieren decir estas palabras que no pueden salir de las vaguedades puesto que no tienen más fundón que la de ayudar a descubrir la for­ mación de movimientos sociales de un nuevo tipo? En una so­ ciedad en que la dominación de clase no está concentrada en un ámbito predominante de la vida social, correspondiente al principio que sostiene el orden social, no hay que buscar ya el conflicto social predominante en uno u otro sector de esa vida social. al trabajo de la cultura, la política o la economía donde se traba el conflicto de las clases. Este está en todas partes, y por consiguiente debe definirse en los términos más genera­ les, aquellos mediante los cuales la sociología define su pro­ pia misión. Por un lado el mundo de la positividad, de los objetos, de los niveles y del centro; por otro el de las relacio­ nes sodales libres de su asimetría de clase. Es muy tentador oponer a una “ liberación” que transfor­ ma todas las relaciones humanas en consumo, y que puede ir hasta el cinismo reaccionario de la filosofía Playboy, en que la mujer-objeto está al servicio de la carrera del tecnócrata glotón, es muy tentador, digo, oponer a eso el tema, lleno de “ calor humano” , de la comunicación concebida como reladón de persona a persona. Pero ese camino, demasiado corto, es un camino cerrado. La identidad no es consciencia de sí, esenda o alma; la comunicación no es identificadón. Es el lugar que se ocupa en una relación social, en unas parejas de oposidón. Más profundamente es, tanto para el sociólogo como para el psicólogo, la influenda de las orientadones de la

acción sobre unos recursos, es decir en este caso sobre un cuerpo. En vez de que dos personas estén frente a frente y se comuniquen por pertenecer a una cultura y a un grupo social comunes, reconocemos que la comunicación es enlace y sepa­ ración entre unos proyectos y unas sexualidades. El encuentro nunca tiene lugar completamente a los dos niveles a la vez. El parecido siempre se mezcla con la diferencia. Lo cual quiere decir más concretamente que la familia y la sexualidad están siempre por lo menos parcialmente separa­ das, y que no es cierto que la función biológica de reproduc­ ción se vea “ funcionalmente” interpretada por una institu­ ción cultural, el parentesco, que pudiera servir para mante­ ner la colectividad, reproducir la especie, la fuerza de trabajo y para transmitir la propiedad. Una sociedad que se defina por su producción más que por su reproducción no cuenta ya con ningún sistema de paren­ tesco, no cuenta más que con la separación entre el grupo comunitario y las relaciones sexuales. Hablar de la mujer y de los problemas femeninos, por bienintencionado que sea el discurso, me parece, en propie­ dad, reaccionario. Es admitir que la sexualidad, en vez de ser a la vez relación interpersonal e impulso, se identifica con un tipo ae personalidad, lo cual justifica la oposición entre el hombre y la mujer, entre el cuerpo y el alma, entre el bien y el mal. Habría que luchar sistemáticamente contra todo aquello que se refiere a una naturaleza o una esencia femeni­ nas. Y, más sencillamente, eliminar toda segregación de los sexos. Si no se estuviera todavía tan a menudo apegado a viejas maneras de pensar, se reconocería más fácilmente la ex­ trema importancia de la batalla que ahora está teniendo lugar. Se bromea sobre la ropa o el peinado unisexo; se quiere tam­ bién menospreciar la importancia de las iniciativas contra la segregación. Los estudiantes del 68 de Nanterre tenían razón

al suprimir todas las indicaciones de sexo de los lavabos y vestuarios. Y es que del otro lado yo veo una formidable campaña a favor de la segregación. Salones de peluquería, institutos de belleza, revistas femeninas, y por consiguiente revistas masculinas, son esas otras tantas armas al servicio de esa creciente separación de los sexos. El movimiento de liberación de las mujeres tiene razón al denunciar los progre­ sos del sexismo machista que acompañan a los de la cultura mercantil. La dominación de los hombres fue la de la acumu­ lación, y fue por tanto el dominio de la producción sobre la reproducción. A medida que el sistema de producción se ha ido transformando más rápidamente, ha absorbido cada vez más recursos sociales, lo que ha reducido la natalidad y el aislamiento de la economía familiar y ha incrementado la proporción de mujeres en el mercado de trabajo. Pero esa liberación de la función de reproducción no lleva consigo necesariamente la liberación de la mujer. Por el contrario, a medida que los papeles sociales antiguos se descomponen, ella puede encontrarse más directa y totalmente convertida en objeto y en signo de consumo, en el mismo momento en que por el contrario puede liberarse de sí misma, es decir, dejar de ser una marca genérica puesta en cada hembra. Si el sostén es objeto de una publicidad tan visible no es porque su fabricación sea de excepcional importancia econó­ mica, sino porque es indispensable, para los reaccionarios, mantener ese signo distintivo de la mujer. Hay que luchar contra esa identificación de una naturaleza biológica y una particularidad social y cultural. Lo que se descompone es la mezcla de las categorías natu­ rales y las categorías simbólicas, y por tanto de los mitos que a la vez las unen y las oponen. Se hablaba del amor, a la vez fuerza biológica y sentimiento. He aquí que esos dos órdenes se separan. Hablamos de sexualidad y por otro lado quizá

menos de sentimiento que de compañerismo. Estar juntos, trabajar, jugar juntos, formar grupo, grupo de iguales o fa­ milia nuclear, padres e hijos. Hay que reconocer para empe­ zar la separación de los dos órdenes. La sexualidad, tal como hoy se vive, no es reproducción, no es comunicación, es deseo, y en general deseo más intercambiado que compar­ tido. Es preciso que sea así. Las mujeres, que han estado y están aún sometidas al hombre, como la vida privada lo está a la vida pública y la reproducción a la producción, no pue­ den liberarse de una dependencia arcaica más que si su se­ xualidad ya no depende del deseo del macho. Turbada o con aparente desenfado, tú hablas de tu vida sexual, de tu gusto a medias por las relaciones homosexuales y de tu gusto pleno por la masturbación. Con más fuerza afirmas que la sexuali­ dad, sobre todo la de la mujer en este momento, debe afir­ marse fuera de la relación con el otro sexo. Es la masturba­ ción lo que más sencillamente corresponde a esa afirmación, y no es casualidad que en Francia sea tan grande la separa­ ción entre la práctica de la masturbación femenina y la de la masturbación masculina. La homosexualidad femenina es necesaria como ruptura de la dependencia femenina, y por consiguiente como afirma­ ción por todos, hombres y mujeres, de la independencia de la sexualidad. Lo más importante sigue siendo la naturaleza de las rela­ ciones heterosexuales. A mí me choca lo que en general dicen los educadores y asesores. Piden al hombre que esta­ blezca él la comunicación con la mujer, que le haga disfrutar mucho. ¿No es evidente en cambio que la mujer debe hacer­ se disfrutar, no tomar su placer sino cultivar su deseo, y que la relación heterosexual comporta una actividad de masturba­ ción y puede comportar también una relación homosexual? De ahí la importancia del cuerpo, más aún que del sexo

reducido a la relación genital. Ahí está la más profunda transformación del comportamiento actual: la sexualidad no está ya únicamente ligada a la relación sexual, se extiende por todo el cuerpo, claro está que abriendo todo el cuerpo a la excitación sexual, pero a una excitación no ligada única­ mente a la relación heterosexual. De ahí la esencial impor­ tancia de la desnudez, y no la de los clubs pequeñoburgueses, en los que la desnudez es un modo de exorcizar la sexualidad, en nombre de la salud, la vida natural y otras ridiculeces, sino la desnudez llena de de sexualidad, a la vez fruición apolínea y diabolismo dionisíaco a lo Rita Renoir. La sexualidad ya no es relación social o transmisión; no es ya un medio de hacer lo uno a partir de dos, de reunir dos seres en la unidad a la vez divina y social del amor. Es, para el individuo, el equivalente de lo que para la sociedad yo llamo historicidad. Es a la vez energía o fuerza e invención de conductas personales. La pornografía, para la que tanta indulgencia muestran los gobiernos conservadores, reduce la sexualidad al dinero, la creación al consumo. ¿Acaso no puede encontrarse de nuevo en la sexualidad, por el contra­ rio, la liberación de una capacidad de relación con otro u otra que, también, al precio de un distanciamiento de su ser fabricado, estaría realizando la creación de sí mismo o de sí misma? La sexualidad no nos conduce hacia el mundo divino del amor; es apartamiento del mundo muerto de la situación y de la identidad. Y por tanto invención conjunta de la capa­ cidad de crear. Ni comunicación ni placer, sino deseo, es decir, superación, apartamiento de los papeles establecidos, pero también búsqueda de una relación que no absorba nun­ ca completamente la inquietud, la aventura y el descubri­ miento. Y luego por el otro lado están los intercambios sociales, el compañerismo que es participación en un proyecto común,

relación de amistad o grupo de defensa. Ligamen social que es independiente de la sexualidad y que tiene tanta fuerza como ella. Es el grupo de edad lo más visible hoy, con com­ pañeros, amigos o militantes de la misma causa. Pero el grupo familiar es igualmente importante. Cuanto más se dis­ loca el parentesco más intensa se hace la relación familiar. Me sorprende que se hable tan poco de la relación de los padres y los hijos, cuando la psicología ha hecho aparecer tan genialmente esa relación, antes oculta por el parentesco. Socialmente, observo que muchos hombres son como yo: sus relaciones con sus hijos son un elemento fundamental de su personalidad. Sin esa relación yo tendría a menudo la opresiva sensación de estar enteramente manipulado por las organizaciones a las que pertenezco y que piden de mí, mu­ cho más que trabajo y tiempo, sentimientos, probablemente análogos a los que impone un vasto sistema de parentesco. Mi parentela es mi empresa; mi familia se ha convertido en mi antiparentela: el lugar secreto en que la máscara que cada vez se pega más a la piel al menos se deforma y a veces cae, el lugar en el que el hombre serio juega y el jefe de servicio se convierte en clown, el lugar de la emoción. Es por eso por lo que la relación con el niño es tan fundamental para el adulto: nos da, a nosotros los adultos, desgastados por los convencionalismos y las obligaciones, la participación en la juventud y la fuerza de la risa, del juego, de los grandes proyectos, del afecto, de todo lo que desborda el cuadricula miento de las reglas y de los programas; nos da, en una palabra, la virtud suprema: la generosidad. Lo que yo recha­ zo con todas mis fuerzas es la representación de la sociedad como un yo, como un hogar organizado en tomo a sus valores y sus normas, con papeles bien distribuidos y meca­ nismos de control eficaces. El triunfo de la buena conciencia burguesa, que fue también el del imperialismo americano de

los años 50 y principios de los 60, teñido de buenos senti­ mientos y de pragmatismo, no ha sobrevivido a los horrores de la guerra y al final del gold exchange standard. Yo no puedo ver la sociedad más que como tensión fundamental entre la producción de sí misma y los recursos que determi­ nan y limitan esa producción. Del mismo modo, en lugar de abandonarse al moralismo, a la invocación de la unidad, de la fusión, habría que desechar completamente el yo como centro de la personalidad. El yo es para el individuo lo que la organización social para la sociedad. En ambos casos lo que está organizado rechaza de modo conservador lo que queda excluido: en el caso de la sociedad se trata de lo anormal, lo ilegal, lo desviado, lo criminal, y en el del individuo de la locura, la huida o la ruptura. Hay que partir, no del orden establecido del yo, sino de la historicidad y de su influencia sobre los recursos, es decir, de la influencia que ejerce sobre el cuerpo una acción social definida a la vez por la creatividad y por las relaciones sociales y políticas. La relación interper­ sonal es creadora porque la creatividad no radica en nuestro corazón por la gracia de Dios ni por nuestra esencia humana. Cada uno de nosotros es creador, no por lo que es, sino por su capacidad de entrar en relación, de ser también actor, en lugar de verse degradado a la condición de objeto dentro del orden manipulado por los aparatos dirigentes. La comunicación interpersonal no es más que un remon­ tarse desde los papeles definidos por los órganos de control social hacia el distanciamiento de la sociedad y del hombre con respecto a ellos mismos, que es la historicidad. Quizá la razón que me mueve a escribirte y a hablar con­ tigo es lo que sé de tu vida personal, de lo que unos idiotas llaman tu falta de principios, que es la existencia de una historia personal. Lo que me sorprende tanto como a ti es la seguridad con que tanta gente se instala en la “ buena”

conducta, ya se trate de buscar el gran amor o de acostarse con todos los compañeros. Tú sientes por el compañerismo el gusto de la mayoría, que a tu edad yo no conocí, pero tienes una fuerza carnal que nunca queda completamente presa de quien te dice o te hace el amor. Y sobre todo mantienes la distancia, el secreto y el sueño que te protege­ rán siempre tanto del moralismo como de la facilidad. Así se forma tu múltiple historia que, espero, nunca se unificará completamente, pues la comunicación no es ni fusión ni simple transmisión, sino a la vez separación y encuentro, distancia y conocimiento. Tu detestas tanto como yo esa falsa libertad que habla de disfrute y de espontaneidad, que es abandono total a la in­ fluencia de las ideologías, de la propaganda y de la publici­ dad. Definirse por la libertad sola equivale a entregarse a toda las manipulaciones; qué conservadurismo tan reaccionario y bien inscrito en las necesidades de la clase dirigente: ¡inte­ grémonos, consumamos, seamos concretos, realistas, y preocupémonos por lo inmediato y lo posible! Hay que volver a la moral Es quizá mi educación lo que me obliga a hablar así. ¿Y luego? Yo quiero que cada uno de nosotros se sienta responsable de la creación del mundo en que vive, y por lo tanto que tome una distancia crítica con respecto al orden de las cosas y las gentes, tal como el poder lo impone. Lo que vale para el orden del trabajo vale también para el de las relaciones interpersonales. Yo no quiero ni consumir a los otros ni ser consumido por ellos, sino cabal­ gar llevado por el deseo, correr la aventura, construir y derribar, inventarme en el encuentro que es a la vez acuerdo y malententido. La vida sexual debe ser reconocida como análoga a la vida de trabajo. Es lugar de producción, de conflicto, de alienación, de liberación. La distancia entre la vida privada y la vida pública se está

aboliendo. Lo característico de la sociedad postindustrial, y lo más fundamental en ella, es que el ámbito de los conflictos sociales es la historicidad misma, el movimiento por el cual la sociedad se produce y se transforma. Hemos de habituar­ nos a esa imagen, que deja de molestarnos cuando la consi­ deramos en una forma más concreta. Vendrá muy rápido la época en que lo esencial de la producción no sean ya los bienes sino lo que se llaman servicios, y que más valdría llamar informaciones. El ámbito de las luchas sociales es ya cada vez más concretamente la información. El poder es el secreto del conocimiento. Los Estados, las grandes empresas, las profesiones, los partidos, así como los ejércitos, acumu­ lan la información y la mantienen oculta. ¿Es que no vemos en la enseñanza que los movimientos de protesta se oponen a la idea misma de transmisión de conocimientos, como si hubiera un tesoro de la ciencia cuyos guardianes nos dejaran ver o tocar solamente ciertas joyas? Concepción tecnocrática a la que se opone la idea de la comunicación, de la prioridad de la relación de enseñanza sobre la transmisión de conoci­ mientos. En todos los ámbitos de la vida social lo que entra en juego es de la misma naturaleza: la capacidad de la socie­ dad para producirse a sí misma, la creatividad, tema constan­ temente presente en el trasfondo de los modelos culturales anteriores y que ahora se libera completamente. ¿Creatividad detentada por los sacerdotes de la sociedad o, por el contra­ rio, verdad de las relaciones sociales? ¿Orden, jerarquía, obje­ tos o, por el contrario, movimiento, libertad, comunicación? En el pasado, los conflictos y lo que en ellos entraba en juego se concentraba en un ámbito de la vida social, y el análisis podía recurrir directamente a términos que se refirie­ ran específicamente a ese ámbito, y que eran por lo tanto concretos. Hoy el conflicto y lo que éste pone en juego están por todas panes. Las prácticas concretas también están divi­

didas, separadas unas de otras, lo que obliga a no ligarlas más que indirectamente, mediante el análisis. Es así como nace la sociología. Antes del momento presente se podía hablar políticamente de la política y económicamente de la economía, y era suficiente. Ahora a todos los lenguajes liga­ dos a un objeto hay que añadirles el lenguaje general más abstracto, más alejado de las prácticas sociales, constituido por la sociología. Es por eso por lo que la sociología no estará sólidamente construida más que cuando se hayan encendido movimientos sociales en todas las partes de la sociedad, cuando sea posible integrar las experiencias y los sentidos particulares, y por consiguiente captar la sociedad entera, no como una suma de funciones o como un organismo, sino como sistema de su propia transformación. Es por eso por lo que la sociología penetra inevitablemente en ámbitos que antes no parecían ser los suyos. No hay ya separación entre lo privado y lo público, todo se convierte en público, en objeto de intervención, en lugar de conflicto y de movimien­ tos sociales. La reflexión sobre la sexualidad, sobre el movi­ miento de liberación sexual, ayuda a reconocer, al mismo nivel que puede hacerlo un estudio de las organizaciones o de la información, cuál es el conflicto principal de la sociedad nueva y qué es lo que se juega en él.

El movimiento feminista; ¿igualdad o liberación? En una sociedad no pululan los movimientos sociales, por­ que un movimiento social es, en último análisis, la acción de una clase; en cada tipo de sociedad dominan, pues, un movi­ miento de clase dirigente y un movimiento de clase popular. Pero cada sociedad es testigo de la formación de numerosas conductas colectivas que, al mismo tiempo que la marca de otros tipos de acción, llevan la de un movimiento social. De modo que la pretensión de un grupo de ocupar el papel de movimiento social puede juzgarse negativamente, o, por el contrario, se puede reconocer en su actividad la participación en un movimiento social que no aparecía a primera vista. ¿Es el movimiento de liberación de las mujeres un movi­ miento social por sí mismo, pertenece a esas situaciones intermedias o es algo totalmente distinto de un movimiento social? Esa prudencia a ti te sorprende, y te inquietas por ella. ¿No tendría que ser todo tan simple, para ti y para mí? Para ti, porque el Deuxiéme Sexe es uno de los libros que marca­ ron tu vida de bachiller y porque la campaña por la planifica­ ción familiar y la libertad del aborto te parecen tan eviden­ temente justificadas como la lucha contra la discriminación

profesional y económica de que son víctimas las mujeres. Igual de justificadas están para mí, porque reacciono del mis­ mo modo y he expresado también la necesidad de una libera­ ción que obligue a echar, abajo algunas de las prohibiciones todavía más fuertes, y porque la desigualdad entre hombres y mujeres no puede tener ninguna justificación en nuestra so­ ciedad. Todo esto ya está conseguido y no vamos a dar mar­ cha atrás. Tú no esperas de mí el elogio de las virtudes domésticas ni largas meditaciones sobre la esencia de la femi­ nidad u otras naderías. Así que hablemos seriamente. Invocar la igualdad para poner fin a una vieja y absurda discriminación no es progra­ ma de un movimiento social. El movimiento obrero propone una sociedad de los trabajadores, socialista, y la subversión de la sociedad capitalista. Yo no creo que se nos proponga una sociedad femenina que sustituya la sociedad masculina. Ese movimiento por la igualdad es un movimiento propia­ mente político, que apunta a obtener la modificación de las leyes, así como de las costumbres. Acción muy importante, pero que no puede confundirse con un movimiento social. El movimiento obrero es una cosa, la acción política por el sufragio universal en el siglo XLX es otra: que pudieran aliarse, mezclarse y a veces hasta confundirse no quita que uno se situara al nivel de las relaciones de clase y el otro al del sistema político. Esa acción política debe aniquilar una desigualdad que fue fundamental y que ya no es nada más que injusta. Se trata de suprimir los restos de una vieja relación de clases. Sigo aquí una idea recientemente tratada de nuevo por Serge Mosco­ via, cuyos libros te he dicho a menudo que leyeras. La clase dirigente es la que maneja en su provecho los medios de acción de la sociedad sobre sí misma; ahora bien, en las sociedades menos dotadas de energía y tecnología, esa acción

es la del cazador que modifica su entorno y se identifica por tanto con la creatividad, mientras que las tareas de reproduc­ ción, desde la educación de los niños hasta el cuidado del hogar, recaen sobre la mujer. Es una relación de clase, en el sentido que me parece indispensable dar a esa expresión. Pero esa relación no es esencial más que en las sociedades menos diferenciadas. Cuando el agricultor se asienta y apare­ cen los señores de la tierra, cuando luego se forma la econo­ mía mercantil y más tarde aún la economía industrial, las relaciones de clase se desplazan y las relaciones entre los sexos se convierten cada vez más en simples relaciones de desigualdad o de complementareidad. A la sociedad industrial le cuesta soportar esas desigualdades. Es preciso que las mu­ jeres entren en el mercado del trabajo. Hoy se necesita que accedan a las profesiones superiores; el lío que representa la no utilización de la capacidad de la mitad de la población adulta se hace cada vez menos tolerable. De ahí la campaña que se lleva a favor de la igualdad: se lucha a muy justo título contra la segregación de muchachos y muchachas en la escuela y contra la inculcación desde su más temprana edad a las muchachas de modelos femeninos, que ponen siempre a la mujer en situación de inferioridad o de dependencia. Yo apoyo con entusiasmo esa campaña. Espero que se destruya completamente la feminidad como status social, y por consi­ guiente que se rompa ese falso respeto por las particularida­ des biológicas de la mujer, que hada de ella un ser “ natu­ ral” , manteniendo así su inferioridad con respecto al hom­ bre, creador de “ cultura” . Si la educación jugara un papel progresista, debería prestar mucha atención a pequeños pro­ blemas que son grandes: tratar la menstruación como un proceso biológico cualquiera, suprimir la separación de hom­ bres y mujeres en todos los cuidados del cuerpo, desde el peinado hasta el vestuario, fomentar la desnudez compartida,

suprimir los códigos distintivos del vestido, la alimentación y el comportamiento gestual, etc. Suprimir las huellas aún más profundas de una antigua dominación de clase, rechazar diferenciaciones que preparan y mantienen la desigualdad, son objetivos que justifican una campaña de opinión. El tema de la igualdad tiene todavía otro sentido, bastante diferente, pero igual de importante, por lo menos en ciertos países. Las sociedades más liberales son, a mi juicio, las más antifeministas. El dinero es masculino, aunque haya razones jurídicas que, en particular en los Estados Unidos, hagan poner las fortunas a nombre de las mujeres, que tienen más años de vida que los hombres. El dinero es macho. El país en el que el capitalismo industrial es el rey, Inglaterra, es el país de los clubs de hombres,y en los Estados Unidos de hoy la separación de los sexos en la vida social y profesional sigue muy marcada. El hogar doméstico ha sido sustituido o com­ pletado en ese país por la comunidad local: la mujer se ocupa de la iglesia, de la escuela y de asociaciones voluntarias y de caridad. El hombre va a trabajar a edificios fálicos, mientras su mujer permanece encerrada en el hogar uterino. En las sociedades más liberadas, las más modernizadas, la élite so­ cial deja gustosa a las mujeres en su mundo benévolo y hablador, mientras los hombres se excitan entre sí, barajan­ do los grandes problemas y bebiendo licores fuertes. Es por eso por lo que se desarrollan los movimientos feministas en las sociedades liberales, primero en Inglaterra y más recien­ temente en los Estados Unidos. Y es que efectivamente la mujer americana, que disfruta de un nivel de instrucción y movilidad superior al de las otras mujeres, es también muy acusadamente, víctima de la discriminación. A Rossi, D. Riesman y otros, han mostrado muy bien la importancia de esa desigualdad de los sexos ante la educación. El acceso de

las mujeres a las profesiones liberales es más restringido en los Estados Unidos que en muchos países europeos o latino­ americanos. El movimiento feminista, para poner fin a la discriminación, sustituye el intervencionismo político más o menos populista o revolucionario del Estado y actúa sobre el sistema político, sobre el conjunto de las instituciones. Partiendo de la evidente observación de que los movimien­ tos feministas se sitúan primero y abiertamente a nivel polí­ tico, esos son, pues, los dos principales sentidos que en esa perspectiva yo les veo. Pero ese juicio doblemente positivo lleva consigo al menos una conclusión negativa. La depen­ dencia de las mujeres no es una forma moderna de dependen­ cia de clase. No es la sociedad industrial o postindustrial la que ha dado lugar a la sumisión de la mujer al hombre, como a menudo se oye decir. Esa dependencia es, por el contrario, anterior al capitalismo. ¿Resuelven estas pocas líneas el gran problema de saber si el movimiento femenino tiene un signo de clase? Evidente­ mente que no. ¿Está hoy determinada la condición femenina, al menos en parte, por la naturaleza actual de las relaciones de clase? Yo creo que sí. Pero puede responderse afirmativamente de dos maneras difere- ' : Unos dicen: la sociedad capitalista de consumo crea una imagen de mujer consumidora, reproductora y se­ ductora y por consiguiente sometida al hombre, que es quien paga la nevera, la canastilla y los perfumes, y abre una libre­ ta de la caja de ahorros o se hace con una tarjeta del Diners Club. Los otros dicen lo contrario: el sistema tecnocrático es el reino de los aparatos, y la mujer, estando como ha estado tradicionalmente marginada del sistema de decisión económi­ ca y siendo como es toda ella afectividad y “ naturaleza” ', se resiste al reino de los tecnoburócratas machos. El verdadero problema que hay que plantear a propósito de

las reivindicaciones feministas es el de la relación entre esos dos tipos de reacciones y de análisis. El primero es el más frecuente, el más fácil de admitir; el segundo es muy peli­ groso: ¿no es cieno que basta cambiar algunos tonos para que se confunda con el más extremo tradicionalismo? A pesar de ello, y midiendo los riesgos, me decido claramente por la segunda interpretación, no, lo repito, del movimiento feminista en su conjunto, sino de la significación de clase de ese movimiento. Precisión necesaria y que subraya la dificul­ tad de mi posición. Yo no adopto la primera interpretación simplemente por­ que es falsa. ¿Quién me va a demostrar que la publicidad comercial intenta hundir a una mujer liberada en el tradicio­ nalismo familiar? Esa publicidad, y en general las revistas femeninas, se adaptan al medio social al que intentan llegar, y Femmes francatses no es Vogue. No hay imagen general de la mujer. No obstante, yo veo que hay dos temas que dominan esa literatura y esa publicidad femeninas. El primero es el del nivel social que hay que alcanzar o mantener; el segundo es el de la personalización. Son complementarios: sea usted misma en medio de gentes como usted. La mujer es ahí algo análogo al automóvil: compre un coche que resalte su perso­ nalidad (guiño de ojos mirando el acelerador y la tapicería) al mismo tiempo que muestra su nivel (mire los cromados o las letras pequeñas y discretas que recuerdan que no va usted en un coche de 16.000 F, sino en el que cuesta 25.000, aunque tenga más o menos la misma carrocería). Ese tipo de análisis se ha hecho tan a menudo que no me atrevo ya a poner el disco rayado una vez más. Pero me contentaré con observar que todo eso habla de estratificación social o hasta de conformismo, pero para nada de relación de clases. Que el visón indica mayores ingresos que el conejo,

es una afirmación análoga a la de que el coronel está por encima del capitán y el director general por encima del jefe de servicio, o también a la de que Montreuil es menos rica que Neuilly. ¿Por qué, pues, hablar de relación de clase en todos los casos? Yo acepto, pues, la primera hipótesis por lo que es, evitando simplemente los malos entendidos. Pero para ser honesto añadiré esto: yo no veo que haya tanto de malo en esa publicidad y en esas imágenes. Yo les reprocha­ ría más bien su lentitud en evolucionar, su falta de audacia, lo que equivale a subrayar que dan privilegio a los consumos de las clases medias e incrementan las tendencias a la imita­ ción, y por tanto a la estratificación. Pero puede decirse igualmente que debilitan la influencia de las tradiciones y que son “ modemizadoras” más con toda la ambigüedad que con la malignidad de esa palabra. Y vuelvo a la interpretación que he escogido. Mi opción se rige para empezar por un motivo general. La clase dirigente no puede definirse esencialmente al nivel del consumo. Es apa­ rato de producción y de gestión... es ese mundo tecnocrático que rechaza... ¿el qué? ¿A las mujeres? No. He dicho en otra parte que rechaza la relación social, la expresión personal, los lazos afectivos. ¿Pero por qué hablar de eso a propósito de las mujeres? Porque las mujeres, como los pue­ blos colonizados, al haber estado encerradas en la “ barba­ rie” , en una naturaleza que se suponía salvaje, son hoy fuerza social y cultural de oposición. Contra la frialdad tecnocrática, lo que cuenta no es en absoluto la invocación a la igualdad. Es el papel de las mujeres como agentes de resis­ tencia al mundo de los aparatos. Ninguna paradoja en todo eso, sino la definición misma de los movimientos sociales: toman apoyo en el pasado para construir un futuro liberado de las cadenas del presente. Los que liberan a un país del yugo colonial hablan de liberar a su madre. ¿Es eso sólo

vuelta a la tradición? No, es lucha contra una modernización que lleva consigo la dependencia. El movimiento feminista es un movimiento social cuando afirma, no la feminidad, sino la resistencia de la naturaleza, del cuerpo, de la sexualidad y del sentimiento, tanto en los hombres como en las mujeres, y a partir de esa resistencia afirma el esfuerzo por romper el aparato tecnocrático. Lo que caracteriza a los contestatarios es su feminización: su nega­ tiva a optar por un papel macho rechazando las conductas que se supone que son las de las mujeres, su rechazo de un vestido y un peinado masculinos, su invocación a la dulzura, el apego a los hijos. La supresión de la feminidad, si no lleva consigo una feminización de toda la sociedad, puede conver­ tirse en un arma al servicio de la tecnocracia. No es eso quizá lo que desean todos los movimientos feministas, pero pienso que en ello está la gran importancia de esos movimientos, mucho más allá de su acción en favor de una igualdad que se ajusta demasiado fácilmente a la inferioridad.

Nacimiento de los movimientos sociales; fin de la separa­ ción entre la reivindicación social y ¡a acción política, cam­ bio de papel de los intelectuales; fuerza de los movimientos salvajes; en caso de victoria de la izquierda. ¿Acaso tú no ves lo que la expresión “ movimientos socia­ les” tiene de nuevo e insólito? Los levantamientos populares se han juzgado siempre como señal de conflictos o de contra­ dicciones, pero se los consideraba incapaces de tener una significación propia. Como los hechos sociales siempre se situaban en dependencia con respecto a una categoría supe­ rior de hechos, los movimientos sociales debían subordinarse a una acción exterior a ellos, cuyo empuje los elevaba al nivel metasocial. Más concretamente, los movimientos po­ pulares no pasaban de ser lo que acompañaba a la crisis de las viejas clases dirigentes y el ascenso de las nuevas, y su gran­ deza no prevenía más que de la fuerza de la represión que constantemente'los aplastaba. A nuestro mismo lado hay dirigentes que nos explican aún doctamente las leyes de la economía, mientras parece que los movimientos populares no pueden pasar nunca de la resistencia al cambio o de la reivindicación económica sindicalista, lo que es evidente­ mente contrario a la realidad observable.

Ese tipo de razonamientos tienen su justificación. Mien­ tras las sociedades no han podido definir su creatividad, su acción sobre sí mismas, más que planteando la existencia, por encima de ellas y de su funcionamiento, de un orden de la creación, han estado divididas en dos por una barrera que no era barrera de clase, sino mucho más que eso: era la separación entre lo sagrado y lo profano, entre la producción y la reproducción, entre el Estado y la sociedad civil y entre el carisma y la racionalidad instrumental. Los movimientos sociales estaban presos en el mundo de abajo y no podían aparecer a la luz de arriba más que siendo utilizados por un profeta, un Estado, o un partido. Las relaciones de clase no se han desvanecido, sino todo lo contrario. Su ámbito no deja de extenderse, pero la frontera que separaba el mundo de arriba y el mundo de abajo des­ aparece. Ahora se forman movimientos sociales que no quedan ya necesariamente divididos por esa frontera entre la negación y la afirmación, entre la defensiva y la ofensiva. La distancia entre la reivindicación y la oposición orientada por el proyec­ to de una sociedad distinta no deja de disminuir. En Francia se ha mantenido de modo extremo, porque en este país el Estado, sobre todo en los recientes decenios, a menudo ha dominado la sociedad. De ahí la dependencia política e ideo­ lógica de los movimientos sociales, la extrema insistencia sobre el tema del poder que hay que tomar, es decir, del Estado con el que hay que hacerse, y la desconfianza hacia acciones que apuntan a transformar las relaciones sociales mismas. Pero hoy, incluso en Francia, como el poder es ante todo gestión de organizaciones, es decir, de sistemas a la vez técnicos y humanos, la oposición planteada por quienes están sometidos al poder de quienes realizan la gestión pone en cuestión más directamente las relaciones fundamentales de

dominación. Un movimiento popular no puede ya invocar, en contra de su adversario, un orden superior. ¿Acaso el socialismo no ha consistido en la práctica en recurrir al Esta­ do en contra del patrono? Hoy, el Estado es patrono o está estrechamente ligado a los patronos. Al mismo tiempo, el conflicto de clases no se localiza ya en un ámbito de la vida social que se suponga central, como la ciudadanía o la producción. Está en todas partes, porque el sistema de dominación marca tanto la información, el consu­ mo, la educación y las relaciones interpersonales como los ámbitos “ nobles” de la religión, de la política y de la eco­ nomía. Miremos más lejos. Los conflictos que durante un siglo conocimos oponían a una burguesía nacional y un proletaria­ do nacional, un pueblo, en el interior de una unidad política, la del Estado-nación. El orden político estaba así por encima del orden económico. Hoy nos cuesta lo suyo reconocer la decadencia del Estado nacional. El poder de decisión econó­ mica pasa por encima de las fronteras, sobre todo a medida que crece en importancia el papel de los grupos multinacio­ nales. Lo cual provoca un salto adelante de la oposición social. Esta desborda la empresa. Se eleva al nivel de la organización económica. Los obreros de una empresa se sienten amenaza­ dos en su empleo por la estrategia de una firma internacional. Una región se siente afectada por la concentración de las riquezas en el centro del espacio económico europeo. No nos apresuremos a decir que en una sociedad de abundancia co­ mo la nuestra los problemas del trabajo y del empleo han perdido importancia, y que los conflictos del futuro tendrán lugar en el ámbito del consumo. Lo que esa idea tiene de verdad es mucho más limitado que lo que de falso tiene y la hace inaceptable. No estamos entrando en absoluto en una

sociedad que haya dejado atrás los problemas del crecimiento. Los estados anímicos de sectores “ opulentos” y jóvenes de la población no deben engañarnos. Estamos entrando, por el contrario, en un período en el que los problemas del creci­ miento y del equilibrio económico vuelven a situarse en pri­ mer plano. Pero se han transformado. Se trata ante todo de saber si nuestra organización económica y social, y no sólo las relaciones de producción en la empresa, va a aumentar las desigualdades sociales o, por el contrario, mediante la intervención de las fuerzas populares en la decisión política, limitada o generalizada, esas desigualdades van a reducirse. Los problemas del empleo, de las regiones o de la escuela son importantes en la medida en que manifiesten el mismo con­ flicto general de intereses. En esas condiciones, la separación antiguamente establecida entre un movimiento popular pura­ mente económico o ‘ ‘social’ ’ y su forma política e ideológica no tiene ya sentido, o más bien es sustituida por otra, muy diferente, que distingue los movimientos sociales de las es­ trategias políticas que dependen de ellos, aún teniendo una cierta autonomía. La política, efectivamente, se ejerce en una situación histórica compleja, y no en una sociedad ín­ tegra. Más tarde nos preguntaremos cuáles son los actores, los terrenos de lucha y los elementos que entran en juego en esos nuevos movimientos sociales. Fijémonos primero en lo esencial. La subordinación de los movimientos populares a una acción superior que les da sentido, sea la de la élite dirigente o la del partido revolucionario, no corresponde ya a la experiencia histórica presente y no puede ser aceptada como principio de análisis, transformando así el papel de los intelectuales. Los sabios se han situado en las alturas de la sociedad, junto al trono, para aconsejar o amonestar al sobe­ rano, o a veces se han puesto a conducir movimientos popu­

lares, pero asociados también en eso al poder, pues han que­ rido tomarlo. Más allá de su sentido histórico preciso, la noción de intelligentsia designa bien ese papel del intelectual como mediador político. Si se reconoce en cambio que los movimientos “ de base” llegan hasta la cúspide de la socie­ dad, el papel del intelectual no es ya el de hacer de modesto o arrogante mediador entre el levantamiento popular y la ac­ ción política; pierde sus privilegios y le son asignadas de nuevo tareas propiamente intelectuales, es decir, las de aná­ lisis de la sociedad, de sus orientaciones y de sus conflictos. El intelectual debe escoger entre la acción política y el trabajo sociológico, que no puede nunca confundirse con la acción política, so pena de convertirse en ideología, es decir, de ser inoperante tanto intelectual como políticamente. Mira a tu alrededor. ¿Acaso lo más nuevo no es ver surgir de todas partes, de los lugares en apariencia más alejados del poder político o económico, oposiciones que desbordan con mucho las reivindicaciones y las reformas? A partir de la crisis urbana, de la polución o de los ataques al medio am­ biente, de los modos de consumo influidos por los intereses de grandes empresas o por los del Estado industrializado^ de los métodos de educación o también de las intervenciones que hoy se hacen en las conductas sexuales, a partir de todo eso se crean movimientos de base, que sin constituir la ma­ teria prima de una acción política, son directamente políti­ cos, aún cuando no puedan sustituir la intervención autóno­ ma de la estrategia de los partidos. ¿Cómo no reconocer la importancia de esa transformación de la práctica social? Los movimientos sociales estaban subordinados a la acción polí­ tica y doctrinal; hoy es la estrategia política, institucional, lo que se presenta como subordinada a movimientos sociales y culturales que directamente ponen en cuestión la acción de la clase dirigente y de sus apoyos políticos.

Esa transformación, no da ningún papel particular a los estudiantes, sin embargo uno de sus signos más interesantes es la aparición de movimientos estudiantiles en los países industrializados. Mientras que en el pasado los estudiantes intervenían sobre todo como jóvenes cuadros o como mili­ tantes de los partidos políticos, hoy intervienen como cate­ goría social particular, porque la educación, más allá de sus crisis, es también un lugar de conflictos, en los que se juega la utilización social del conocimiento. ¿No es hora ya de que los estudiantes se den cuenta del sentido innovador de sus propias prácticas, en lugar de tener que ingeniárselas para demostrar su heteronomía, contradicha por los aconteci­ mientos que desde hace diez años han agitado gran número de sociedades? Esa desaparición de la frontera que separa los movimientos populares de una acción verdaderamente política toma for­ mas muy diferentes según el tipo de sociedad considerado y su modo de desarrollo. En los Estados Unidos se habla más que nunca de democracia de base, y en ello se mezclan cons­ tantemente movimientos de opinión y movimientos sociales. En la China popular, la Revolución Cultural no puede sepa­ rarse del poder de Mao y de las luchas entre fracciones de la élite dirigente, pero en ambos sentidos hay movimientos po­ pulares que pueden atravesar toda la sociedad, sin detenerse en la frontera de la infraestructura y la superestructura, de la sociedad civil y el Estado, pues hoy el desarrollo de una sociedad, sea cual sea, supone una movilización de conjunto en la que la antigua distinción de una base económica y una cúspide política o ideológica no tiene ya sentido. En Francia, hoy, también hay que escoger: o bien mante­ ner el viejo estilo, cuando en cambio están perdiendo conte­ nido las viejas formas de acción social, o bien dar prioridad a la formación de nuevos movimientos sociales y aceptar que

su estilo sea diferente del pasado y, por consiguiente, que las interpretaciones doctrinales cedan paso a la capacidad de mo­ vilización efectiva al más alto nivel. Hablemos en términos tan próximos como sea posible a nuestra experiencia histórica. Quienes crean que el movi­ miento obrero, formado en su tradición leninista, es el actor principal de nuestra historia y tiene mucha mayor importan­ cia que las confusas e intermitentes agitaciones de los “ pequeñoburgueses” duermen un sueño de niños. Yo soy el último en negar los aspectos irrisorios, desarticulados o utó­ picos de los nuevos movimientos que se forman en una y otra parte de nuestra sociedad. Pero, antes de analizarlos y juzgarlos, pido que se examine una cuestión: ¿es su capa­ cidad de movilización al más alto nivel, es decir, el de la oposición al sistema de dominación social, débil o marginal, acaso no es ya mayor que la reserva de la revolución de ayer? Piénsese lo que se quiera de Piaget y de la CFDT de Lip. ¿Qué capacidad de movilización tuvieron, fue mayor o me­ nor que la de la CGT en Larousse, la de los ferroviarios, la del sindicato de la enseñanza secundaria o la de los maestros? Los estudiantes están marcados por la crisis universitaria y por el alejamiento de la vida profesional en el que viven durante períodos cada vez más largos. ¿Pero es la moviliza­ ción de los estudiantes, de los bachilleres o de los colegiales tanto más débil y menos ambiciosa que la de los grandes batallones del movimiento obrero? ¿Quién se atreve hoy a aseguramos que esos movimientos de base, revolucionarios o no, pero que no se consideran ya cimiento de un edificio desde lo alto del cual domine un agente político, comunista o socialdemócrata, quién nos asegura que no vayan a desbordar, por su mismo dinamismo, las estrategias de aparato, y en particular las del más potente, las del partido comunista y de las organizaciones de masas que más o menos directa­

mente controla? Yo no abogo por los izquierdistas contra los comunistas. Primero porque las organizaciones izquierdistas pertenecen muy a menudo al mismo conjunto social y cultu­ ral que el partido comunista, y son más “ fundamentalistas” , como dicen los protestantes, que innovadoras; luego porque emplear un término así es situarse ya al nivel de las fuerzas políticas organizadas, y por lo tanto de las estrate­ gias, cosa que yo no quiero hacer ahora. Pero pienso que hoy, en Francia o en situaciones comparables, con la condi­ ción de que exista la democracia, es decir, de que ningún poder absoluto tenga la posibilidad de reprimir a los izquier­ distas, el auge de las protestas que llevaría consigo un éxito político de la izquierda no podría ser controlado por los parti­ dos políticos existentes. Que sea eso un bien o un mal no es lo que me ocupa en este momento. Pido que no se viva ya en una imagen convencional de nuestra sociedad, y que los doc­ trinarios presten un poco más de atención a la realidad so­ cial, en lugar de discutir sentados en las tablas de la ley. Los que niegan ese auge de los movimientos salvajes duermen un sueño dogmático tan profundo que no hay que despertarles. Yo escucho, en cambio, con mucha atención, la objeción que constantemente me presentas: ese probable estallido, ¿no es consecuencia casi mecánica del conservadurismo reac­ cionario del régimen actual? Yo lo creo así, efectivamente, pero la explicación no es suficiente. ¿Pueden explicarse las utopías obreristas de la primera mitad del siglo XIX por el conservadurismo o el inmovilismo de los Pompidou, los Guichard y los Messmer de la época? Seguro que no. A través de esas utopías comenzaba a formarse el movimiento obrero que durante todo el período de la industrialización capitalista había de ser el movimiento popular por excelencia. ¿Por qué no reconocer el mismo papel al comunismo utópico de hoy? No habla ya de comunidad de trabajo, sino de comunidad de

vida; no se opone ya solamente a la acumulación capitalista, sino también a la gestión tecnocrática. Pero, como su prede­ cesor, hace entrar en la escena de la historia nuevos actores y nuevos dramas. Es ya demasiado tarde para desechar con un adjetivo de desprecio una corriente que afecta en profun­ didad a toda la sociedad. Hoy el Programa Común no contro­ laría los nuevos movimientos sociales más de lo que los par­ tidarios de la "reforma” controlaron en 1848 e! movimien­ to obrero, con su primera explosión de junio. Vivimos aún en la idea de que el gran problema de la izquierda es el de saber si el partido comunista pelará la gallina socialista. La cuestión es efectivamente la única que cuenta cuando no existe democracia política, y su respuesta es bien conocida: la gallina siempre se pela, se asa y se come. Pero cuando la llegada de la izquierda al poder tiene lugar, queriendo o a la fuerza, dentro del mantenimiento de las libertades políticas, es el bloque socialista, con reformis­ tas e izquierdistas mezclados, el que desborda la organiza­ ción, el sentido de responsabilidad y el centralismo del parti­ do comunista. Esa es la lección de tres años de Unidad Popu­ lar en Chile. ¿Por qué iba a ser diferente en Francia? Es poco probable que haya soluciones propiamente políti­ cas que en las condiciones actuales abcOibar. la oposición social: ésta toma formas nuevas, mientras que lo que se institucionaliza es el viejo movimiento social, el movimiento obrero. Un movimiento naciente no puede ser fácilmente absorbido por las reformas políticas antes de haberse manifes­ tado en enfrentamientos sociales de gran envergadura. Se ve muy bien en los Estados Unidos, en los que el esfuerzo por ligar las nuevas oposiciones y el partido demócrata, han de­ sembocado en un grave fracaso y en un doble desencanto. El predominio de los movimientos sociales sobre las estra­ tegias políticas está relacionado tanto con el momento pre­

sente como con causas más duraderas: con el momento pre­ sente porque el nacimiento de un nuevo tipo de sociedad, con las riendas en manos de una clase dirigente, provoca primero, antes de que los movimientos sociales muy organi­ zados tomen una organización política, rupturas y revueltas; con causas más duraderas porque nada justifica ya el corte jerárquico entre movimientos sociales encerrados en la de­ pendencia y la vida cotidiana y una acción política que se pudiera elevar, gracias a los conocimientos que detentara, hacia el lugar del poder. En la situación francesa movimien­ tos sociales y estrategias políticas van a ir, pues, disociados, como ocurrió muy a principios de este siglo, en contra de la imagen leninista, que equivocadamente se ha creído que te­ nía una validez universal. Esa disociación puede llevar al caos, del mismo modo que la sumisión de los movimientos sociales a un partido puede llevar a la dictadura. Hay que reflexionar sobre el medio de evitar el caos, pero ello no puede hacerse más que después de haber reconocido el hecho central: los movimientos sociales pasan a ser los grandes personajes de la historia social. No hace mucho todavía nuestro pensamiento y nuestro escenario políticos solo estaban ocupados por el debate de jacobinos y liberales. Unos hablaban de tomar el poder, y otros de acon­ dicionar las instituciones, de romper el centralismo, para aproximamos a la agilidad atribuida a las sociedades anglosa­ jonas. Debate sobre el Estado, del que la sociedad estaba extrañamente ausente. Alegrémonos juntos tú y yo, diferen­ tes y parecidos, de ver cómo los conflictos sociales vuelven a imponerse por encima de los debates respecto al Estado. Yo siento de nuevo, como en el momento de los cahiers de doléances o al principio del movimiento obrero, un inmenso empuje real del país, de los problemas sociales, particulares o generales, concretos o teóricos, que va a hacer saltar y que

ya ha roto las retóricas y las doctrinas, los aparatos y las instituciones. Frente a ese renacimiento de los movimientos sociales yo no tengo ninguna ingenuidad populista. Pero, después de inquietarse y preguntarse por los riesgos que comporta una sacudida así, hay que volver a lo esencial: sentir en la propia piel el viento que se levanta, en la cabeza las ideas que se buscan y en la calle los gritos que llaman.

El utópico equilibrio; lo que es y lo que no es la autoges­ tión; los movimientos comunitarios. Nuestra sociedad es movimiento y descompone irremedia­ blemente el ser de los individuos, de los grupos y de las colectividades, así como el mundo de las definiciones, de las tradiciones y de las esencias. Dentro de esa confusión la invocación defensiva a la continuidad y al equilibrio se re­ fuerza sin cesar. Desde el nacimiento de las sociedades indus­ triales, la más vigorosa de las utopías es la que proclama la posibilidad de experimentar el cambio sin perder la propia identidad. La historia aparece entonces como un mar de tem­ pestades que el navio debe atravesar, antes de llegar de nuevo a puerto, sano y salvo. Esa utopía toma vuelos en el momento en que se acelera un cambio de origen más o menos exterior, de manos de extranjeros o de una clase dirigente formada al margen de la vieja organización social. En forma vaga y elemental, habla del mantenimiento del espíritu nacional o de las tradiciones locales. Pero la utopía afirma sobre todo que el grupo que la sostiene posee una organización y unas tradiciones que lo predisponen a entrar directamente en el paraíso de más allá del cambio, y a evitar la caída, la ruptura. La sociedad o el

grupo dominante no conocen esa utopía de la continuidad; el capitalismo proclamó su ruptura con el orden pasado. Pero las clases populares o los pueblos de tardío acceso a la indus­ trialización proclaman, en cambio, desde el principio, que no hay que aceptar ese largo y desastroso paréntesis, que el cambio debe realizarse sin ruptura, y por lo tanto mante­ niendo los caracteres específicos del grupo, tanto más reco­ nocibles cuanto que resisten mejor la penetración extranjera. Así es el populismo. Utopía, he dicho, y no movimiento social. Nunca el cam­ bio se realiza en la continuidad, nunca el desarrollo es armofnico, nunca lo mismo se convierte en lo otro. No son los hombres de hoy quienes construyen el mundo de mañana, pues la sociedad no es ni una herramienta ni un juguete inventado por un creador que hubiera podido imaginar otros. El actor se ve transformado por la transformación de sus condiciones de existencia, de sus relaciones sociales. La uto­ pía que puede llamarse populista es impotente para exorcizar la necesidad del proverbio: si le grain ne meurt. Sin em­ bargo, toma fuerza, en muchos casos. Cuanto más se acentúa el origen exterior del cambio, como en la colonización, más recurre a la salvaguarda del patrimonio cultural y rechaza el cambio, junto a la dominación extranjera. Es el populismo integrista que lapida a los comerciantes, destruye las máqui­ nas, exalta la tradición y sostiene el tambaleante poder de las viejas oligarquías. Cuando la colectividad se ve arrastrada al cambio, la uto­ pía puede pasar a ser marginal, y no sobrevivir más que en las declaraciones de los intelectuales; éstos invocan a un pueblo que no puede movilizarse por sí mismo, porque está sometido a los viejos amos y al mismo tiempo depende ya de las nuevas formas de dominación, que, ofreciéndole salarios o deseables signos de la vida urbana, le atraen. El mesianis-

mo es la forma extrema de ese populismo utópico. Es a la vez defensa contra la disolución de la comunidad en crisis y mo­ vilización colectiva contra un futuro aún lejano. El mismo mesías es la personificación de la lucha contra el adversario y la del esfuerzo de liberación, y no simplemente de restaura­ ción de un pasado amenazado. Finalmente, el populismo progresista es el que se esfuerza por restablecer el control de una colectividad transformada pero no quebrada por el principio de cambio. A veces las diferentes formas de populismo se mezclan; más a menudo se combaten. Su historia es la historia del desarrollo, en todas partes donde es introducido por una élite dirigente exterior, es decir, sobre todo, en el caso de las sociedades colonizadas y en el de las sociedades económicamente de­ pendientes. Esas reacciones defensivas o contraofensivas penetran hoy en Europa más profundamente que en el pasado, por el he­ cho de que gran parte de la Europa occidental, cuna de la industria, no es hoy más que una zona relativamente margi­ nal del sistema capitalista mundial. Inglaterra, Italia o Fran­ cia tienen una fuerza económica considerable, e incluso al­ gunas multinacionales llevan sus colores, pero la fuente de los grandes cambios está del otro lado del Atlántico, donde Estados Unidos entra más claramente que ningún otro país en la sociedad postindustrial, mientras Francia está aún exal­ tando los valores de la industrialización e Inglaterra avanza demasiado lentamente para que su modernidad tenga un efecto de arrastre. Sólo Alemania parece preparar su muta­ ción sin crisis. De ahí la aparición en Europa de formas de populismo que era más habitual encontrar en otras partes del mundo. El entierro de De Gaulle quedará señalado como una de las jornadas más extraordinarias de la historia de Francia. O más

bien su doble entierro. En Notre-Dame, habitada por la au­ sencia del muerto y testimonio de su papel histórico, reyes y presidentes, recuerdos de la guerra, reunión de antiguos combatientes que reviven su común lucha contra Hitler, homenajes a un gran hombre de Estado; ceremonia sin tiem­ po ni lugar, sin pueblo. Y, muy lejos, la iglesia y el cemen­ terio de pueblo, el ataúd llevado por los muchachos de Colombey, la multitud y la emoción tanto de los adversarios como de los fieles. No Francia, que estaba en Notre-Dame, sino el pueblo francés, se liberaba por un instante de todas las necesidades agobiantes del movimiento, de la moderniza­ ción, de las divisiones y de las luchas, para vivir, durante una ceremonia fúnebre, la vida comunitaria. Muertos y vivos en torno a la misma cruz, que, más que la de Dios, es la del país. Momentos fugaces, excepcional día de Todos los San­ tos, que une el culto del pasado con el reconocimiento de un presente en movimiento, sueño populista que no se tra­ duce por ningún movimiento político. Unas horas después todos se despiertan y alejan de su espíritu al que en el 69 fue apartado del poder, tras haberse visto desbordado y echado por los suelos por el movimiento de mayo. Pero esa jomada excepcional es una señal. Desde hacía veinte años no nos habíamos tomado el tiempo necesario para mirar los pueblos vacíos, la vida cambiada y, ahora, hasta el mismo París revuelto por las nuevas construcciones. Francia es un país demasiado implicado en la modernización y el enriquecimiento como para que en él la nostalgia pueda hacer oír su lamento. Cómo se equivocaban los descreídos a lo Herbert Luthy que, para mostrar el arcaísmo de Francia y sus bloqueos, que atraían su pasión necrofílica, se creían obligados a explicar cuánto la amaban. Este país, al igual que Italia, se ha lanzado a la transformación económica bajo el mando de una clase y una élite dirigentes renovadas. Pero es

cuando toda a su fin la industrialización, en el momento en que son descubiertos sus límites y la élite dirigente está des­ gastada, aburguesada y roída por los escándalos y la medio­ cridad, es entonces cuando aparece de nuevo el populismo, con la emoción ante la muerte del jefe. Momento confuso, contradictorio, que hay que comprender en lo que tiene de banal, pero también en su fuerza. Escucha un momento el hacerse de la historia. Un mundo que se transforma tiene necesidad de testigos que se dejen penetrar por el movimiento, que no teman el titubeo, la contradicción, el desgarramiento, que hagan al­ ternar en ellos el calor y el frío, la pasión y el análisis. Qué insoportable es oír a quienes se creen el único punto fijo de un mundo en transformación. No pierden el equilibrio, pero se quedan a la orilla y pronto no perciben ya la sociedad, que se aleja de ellos; se quedan encantados con sus discursos que nadie contradice, porque nadie está allí para oírlos. Hay que acabar con el espíritu de ortodoxia. Yo prefiero la idea deli­ rante, inaceptable, pero que hace aparecer, aunque no sea más que un breve instante, una imagen nueva, una figura desconocida, prefiero eso a la pesada sabiduría de los maes­ tros que juzgan, dan palmetazos y no se dan cuenta de la inocentada del mamarracho colgado a su espalda. Hay que imponerse, claro está, todas las condiciones del análisis y toda su frialdad. Pero que sea siempre para poner orden a la masa desordenada de hechos que nos hiere y nos ahoga, a la vez que nos obliga a desenvolvemos muy rápido, sin esperar a que todo haya vuelto al orden y se haya convertido en programa de enseñanza. Si no sintiera en ti a un mismo tiempo una actitud defen­ siva y doctrinaria y la mayor sensibilidad hacia las nuevas voces que se hace oír yo no te diría esto. Tú eres hija de mayo, hija del sol, pero también hija de la luna, y hasta de

las viejas lunas. Recuerdas, a través de lo que te explicaron, porque tú estabas todavía en el liceo, el final del mes de mayo. Algunos querían organizar una fuerza política, un partido revolucionario. En la Sorbona surgió Cohn-Bendit, la última noche del mes, y combatió esa tendencia que iba a animar la Liga Comunista. Pasado aquello, Cohn-Bendit no es ahora más que un recuerdo, y la Liga Comunista se ha organizado, ha combatido y ha reunido y forma a militantes, y sin embargo era Cohn-Bendit quien tenía razón, y la he­ rencia de mayo del 68 sería muy poco si no fuera más que ese fundamentalismo bolchevique que valerosa e inútilmente intenta recuperar la fuerza inicial del partido leninista. Es normal que para poner el vino nuevo se empleen primero viejos odres. Pero sería un completo error creer que esos grupos políticos, los trotskistas en particular, poseen la clave del sentido de los acontecimientos. Yo no considero en abso­ luto que su acción sea despreciable o carente de sentido. Pero el interés de que son objeto es desproporcionado con respecto a su importancia real. ¿No había que ver a principios del siglo XIX más que a los seguidores de Babeuf, los carbonarios o los sansimonianos? La formación del prole­ tariado, la transformación de las ciudades, los motines de la miseria, las primeras sociedades obreras, los movimientos a la vez republicanos y proletarios, eran menos fáciles de leer que unas doctrinas, pero anunciaban la inmensa historia del capitalismo industrial y del movimiento obrero. Ahí está el motivo de que hoy no sólo haya que mirar, sino que antes se tenga que vivir la presencia de lo que es salvaje y apasionado y oír más los gritos que los discursos, y haya que sentirse arrastrado por el movimiento. Ese es el motivo por el que he empleado la palabra populismo, en apariencia la más vaga que pueda haber. Porque no designa una doctrina, sino una reacción colectiva a una mutación

social. Nosotros estamos viviendo el momento de la utopía, pero también ya el de los primeros esfuerzos por dominar las transformaciones en curso y combatir a la nueva clase domi­ nante. Esa utopía autogestionaria toma sentido con la decadencia del Estado como “ tercer hombre” de las relaciones de clase. Tanto el beneficio patronal como la acción sindical han de­ pendido en gran medida del Estado. Hoy, por el contrario, las relaciones de clase son más directas, la empresa se basa más en sí misma y los asalariados se sitúan más directamente frente a la empresa. El papel del Estado se transforma. Por una parte, pasa a ser industrializador, tecnócrata, y por tanto elemento directo de clase dirigente; por otra, es sistema político, que favorece o no un tratamiento negociado de los conflictos. Tanto en un caso como en el otro la vieja depen­ dencia de los actores económicos con respecto al Estado des­ aparece o se transforma. El poder económico no estaba únicamente en manos del empresario; éste dependía en mucho de su participación en el aparato de Estado o de la influencia ejercida sobre él: banqueros que prestaban al Estado, comerciantes que obte­ nían licencias de importación a un tipo de cambio favorable, industriales que obtenían encargos, un monopolio o subven­ ciones del Estado, compañías coloniales que operaban bajo la protección de un cuerpo expedicionario, eran otras tantas formas de acción económica que nos recuerdan que el benefi­ cio se ha cimentado a menudo sobre el apoyo propiamente político del Estado. La fortuna podría muy bien emplear la técnica o incrementarse con una mejor organización, pero era difícilmente separable de la posibilidad de utilizar los privilegios del Estado. La época de las compañías coloniales parece lejana, pero los estudios realizados sobre el sindicalis­ mo patronal han mostrado cómo durante todo el período de

la posguerra su función principal fue actuar sobre el Estado. Recíprocamente, contra la dominación del amo no se podía invocar más que a los dioses, es decir, prácticamente, al Estado. Si la coyuntura económica general o el fracaso de la empresa dan lugar al paro es al Estado al que se pide la garantía de un mínimo de recursos. Todos los reformistas piden la intervención del Estado en la vida económica ; los que van más lejos exigen nacionalizaciones y los socialistas ponen la dirección de la vida económica en manos del Estado. La idea de que el sindicalismo no debe hacer más que limitar la influencia del capitalismo, y de que la subversión de éste no puede ser obra más que de un partido que se haga con el Estado, forma parte del mismo modo de pensar y de actuar reformista. El Estado, condenado u odiado como salvaguarda de los privilegios de los ricos, es también el justiciero, el defensor de los valores superiores. al que se recurre contra el espíritu de lucro del propietario privado. En ese contexto las tenden­ cias a la autogestión no pueden aparecer más que como ilusines de juventud. El movimiento obrero pasa por una fase anarcosindicalista. Incluso la muy moderada American Federation of Labour, al principio de su historia, se opone a las leyes sociales, y por lo tanto a la intervención del Estado. Pero pronto se impone la sensatez. ¿Por qué rechazar el Estado en las sociedades de democracia política, en las que con bastante facilidad se forma una mayoría para limitar el poder de los amos de la economía? En Francia, muy pronto, incluso antes de la Primera Guerra Mundial, el sindicalismo tuvo su fuerza principal en el sector público. Hoy, tras medio siglo de industrialización, los grandes batallones del sindica­ lismo los constituyen todavía los empleados de correos, los enseñantes, los obreros y empleados del gas, de la electrici­ dad o de las aguas y los mineros, y en la industria automovi­

lística la base de la fuerza sindical está en la Régie Renault, porque pertenece al sector público. La oposición al tema de la autogestión procede de otras partes. Un gran sector de la izquierda política desconfía más aún hoy que ayer de la extrema izquierda social, viendo en su posible acción, que tendría cortocircuitos con los partidos políticos, un juego de aficionados de lo más peligroso. Hoy la situación ha cambiado: la oposición pasa a ser directa; a medida que la vida económica y todas las formas de organización social dejan de estar subordinadas a un mun­ do metasocial, a cuya entrada el Estado ha venido jugando un papel de intercesor obligatorio, esa oposición pasa a atacar la dominación social sin pasar por la intervención del sistema político. En el momento en que los industriales hablan de gestión los trabajadores hablan de autogestión. A medida que el éxito económico depende más de la capacidad de llevar a cabo la gestión de las organizaciones, de crear y utilizar el progreso técnico, de programar un conjunto de operaciones para espacios de tiempo cada vez mayores, a medida, pues, que la actividad económica no se basa ya más que sobre sí misma para lo esencial y que los beneficios de la guerra o de la conquista pasan a ser poca cosa al lado de los de la produc­ tividad, la oposición de los trabajadores puede ir hasta su punto más elevado, hasta la lucha contra el poder económico. Los tecnócratas y los militantes autogestionarios hablan el mismo lenguaje, pertenecen a la misma sociedad, aquélla en la que la producción de la sociedad y la sociedad productora, tras la destrucción de todos los mundos metasociales cuyos muros entorpecen aún nuestros paisajes y nuestras mentes, no son más que una misma cosa. Pero apenas he recogido el tema de la autogestión y la metamorfosis de la oposición y ya tengo que inquietarme de nuevo por la utopía de la identidad. En una sociedad en

movimiento cuyo funcionamiento, y para empezar el de la economía, constantemente se modifica a través de la inver­ sión y la innovación, ¿cómo no ver que la idea de autoges­ tión puede adelantarse para exorcizar el cambio y mantener una identidad colectiva contra el cambio y sus inevitables rupturas? Podemos ir más lejos y sorprendernos irónicamente de que la única actividad que en parte o completamente se haya autogestionado tradicionalmente haya sido la universi­ dad, como lugar de reproducción del saber. ¿Por qué no habría de ser la autogestión el nuevo nombre del corporativismo y de la rutina? Yo veo funcionar casi cada día instituciones universitarias. Oigo que se me recusa el ejemplo diciéndoseme que en ese caso no se trata de autogestión, sino de gobierno de notables. Es totalmente falso. Yo veo funcionar el CNRS en un ámbito en el que puedo asegurar que los representantes de los mis­ mos investigadores tienen a menudo más poder que los patrons elegidos o nombrados. Observo allí que ia gestión de la actividad por la misma profesión es un poderoso agente de inmovilidad. Comparando las tres fuentes principales de in­ vestigación sociológica que conozco bien en Francia, digo, sin temor a ser desmentido, que la de gestión más democrá­ tica es la más conservadora y la menos capaz de iniciativa intrépidas, mientras que las que dependen más directamente de unos cuantos hombres toman riesgos intelectuales mayo-, res, están más abiertas a las iniciativas y son políticamente más liberales. Recuerdo también el primer estudio de sociología indus­ trial que tuve que hacer, cuando era todavía estudiante: la cooperativa obrera de producción que estaba estudiando esta­ ba al borde de la ruina; los cooperativos se repartían peque­ ños beneficios, en detrimento de los socios que no tenían parte en la decisión, que eran sin embargo más numerosos y

contaban entre ellos a la mayor parte de cuadros técnicos superiores. ¿Están seguros, finalmente, de que la Comedie Francaise haga avanzar el teatro más que Jouvet, Dullin, Barrault o Peter Brook? Cada vez pueden discutirse los ejem­ plos. Es difícil, no obstante, salir de la idea que imponen, Una colectividad no puede gestionar directamente su cambio. Intenta mantener su identidad, controlar su entorno, dar garantías a sus miembros, y no lanzarse a la innovación y las tensiones que ésta impone. El tema de la autogestión va a parar en este sentido, y a menudo de manera explícita, en la autopia del equilibrio. Esta dice: ha llegado el momento de entrar en un mundo más preocupado por su supervivencia que por su crecimiento; mientras la sociedad se daba una imagen prometeica de sí misma, se condenaba al reino de los amos del juego, de los capitalistas clásicos o los dirigentes del capitalismo o el socialismo de Estado. Hoy es tiempo ya para la felicidad, y también para la comunicación entre los hom­ bres. La autogestión no va bien quizá para el crecimiento; es el instrumento de la felicidad. Ese tipo de discurso me deja incómodo. Lo escucho con emoción, pero inmediatamente lo rechazo por demasiado fá­ cil y demasiado contrario a las luchas sociales que hay en un mundo en que es demasiado pronto para hablar de abundan­ cia, de equilibrio y de felicidad, cuando el hambre asóla el Africa sudsahariana. el Pakistán y Bangla-Desh, Etiopía, y cuando antes del fin de siglo quizá se extienda de manera crónica a regiones aún más vastas. A riesgo de ser un poco injusto, yo rechazo esa utopía, para mí exasperante. Yo comprendo perfectamente que se hable, con el Club de Roma, de los límites de la economía industrial. Aún cuando los técnicos puedan discutir ciertos cálculos y ciertas hipóte­ sis, todos sabemos que la historia no es lineal y que hay mutaciones profundas que hacen pasar de un tipo de sociedad

a otro. La finalidad del Club de Roma, a mi juicio, es prepa­ rar a la clase dirigente para una inmensa reconversión de las inversiones, y por tanto para el desarrollo de una sociedad postindustrial. Al mismo tiempo, intenta dar una imagen puramente “ natural” de esos cambios necesarios, a fin de no tener que contar con los problemas sociales y políticos, quiero decir con los movimientos sociales y políticos. Pero al mismo Club de Roma, tras su reunión de 1973 cerca de París, cuidó de subrayar que no tenía nada que ver con los partidarios del crecimiento cero. Dejemos que unos cuantos californianos, los ciudadanos más ricos de la tierra, que vi­ ven de lo que adquieren en el resto del mundo, y en un espacio con baja densidad de población, mediten sobre la necesidad de detener el crecimiento. Es quizá la mejor defen­ sa contra el tercer mundo famélico, que para empezar puede pedir que no se le saquee y que se le permita escapar de la miseria. Comprendo también que estos temas sean recogidos y cul­ tivados por intelectuales enormemente alejados del mundo de la producción, para los que los extremos opuestos, la pura reproducción y la pura creatividad, parece que se tocan. Pero no se puede tomar una utopía por principio de un movimien­ to social; es, o una forma de descomposición del mismo o un precursor suyo. Pero entonces, me dirás tú, ¿qué quieres concluir? Dices primero que la oposición hoy por hoy puede y debe orientar­ se contra la dominación social misma, y en cuanto se habla realmente de autogestión multiplicas las objeciones. Es cierto. La aceptación y el rechazo a que tú te refieres están ambos presentes en mí. Pero tú piensas que son contra­ dictorios y yo no lo creo así. Al contrario, para poder captar por fin concretamente el sentido de la autogestión, como tema de las luchas sociales de hoy, hay que aceptar tanto el

juicio positivo como el juicio negativo que yo he formulado. Lo que da lugar a la confusión es fácil de localizar. Un movi­ miento social, ya esté llevado por una clase popular, ya por una clase dirigente, proyecta ante sí la imagen de una socie­ dad reducida a sí misma y libre del adversario. La autogestión es la imagen que un movimiento social da hoy de sí mismo; no es la realidad de su práctica, que está dominada por la existencia del adversario y por su lucha con éste. Si yo me irrito por las imágenes utópicas de equilibrio y de nueva comunidad, es porque ese tema va siempre ligado al rechazo del conflicto de clases. Porque ésta está indisolublemente ligado a la acumulación. La que invierte no es la sociedad, sino su clase dirigente, mientras que la clase popular comba­ te por una reapropiación colectiva de la inversión, de la pro­ ducción y de sus frutos. Yo no quiero mirar hacia un futuro lejano e indiferenciado. Observo que el mundo entero está implicado en un crecimiento que cambia de naturaleza en los países más industrializados pero que no irá a dar en el equili­ brio. Nunca las sociedades han sustraído tanto a su consumo posible para invertir y aumentar en el futuro la cantidad de bienes consumibles. Y por consiguiente nunca ha sido tan grande el conflicto de clases. No conozco ninguna sociedad moderna sin clases y sin conflictos de clases, aún cuando sí conozco algunas en las que la lucha de clases está casi com­ pletamente reprimida. Unicamente reconozco una gran dife­ rencia entre las sociedades que están regidas sobre todo por una clase dirigente, definida en el interior de un modo de pro­ ducción, y las que están regidas por una élite dirigente que asegura el paso de un modo de producción a otro, pero ocu­ pando el lugar de una clase dirigente, es decir, decidiendo so­ bre la formación y el empleo de la inversión y sobre la distri­ bución y el consumo de los bienes y servicios producidos. Mientras veo que prosigue el crecimiento, se acumulan los

conocimientos científicos y técnicos, continúan las rivalidades militares, etc., yo no acepto ni por un momento soñar con una sociedad sin clases. Encuentro lógico que algunos sueñen con una sociedad equilibrada, que por lo mismo seria una socie­ dad sin clases. Ellos piensan quizá ya ahora lo que el futuro nos traerá. Yo no excluyo esa hipótesis. Pero no puede rete­ ner al sociólogo, pues lo que él ve es totalmente diferente; crecimiento, inversión, poder, conflictos de clase, privile­ gios. violencia, guerra. El crecimiento cero, el equilibrio y el triunfo de las ideologías imaginadas por el Occidente rico a partir de las religiones orientales no son para mañana. Con lo cual se concluye el debate en tomo a la autogestión. Reconozcamos que es un tema de oposición y no un tema de superación de las oposiciones, una consigna militante y no una utopía, y entonces r P ern o s reflexionar seriamente. ¿De qué nueva oposición se trata pues? Lo que lleva consigo la palabra “ autogestión” es la invo­ cación a una acción global. No se trata de pedir el poder político o la propiedad, aunque todo eso quede de algún modo incluido en la consigna más general de autogestión. Se trata, para un grupo o una colectividad, de controlar su existencia. ¿No es cierto que es lógica respuesta a esa idea a la que yo vuelvo sin cesar?: a partir del momento en que nuestra sociedad no se somete ya a un orden metasocial la dominación social se generaliza, se extiende a todos los ám­ bitos de la vida social. En eso está el sentido real de esa grandiosa palabra: la autogestión. Cuando un poder general, global y a veces totalitario, impone al trabajador o al ciuda­ dano su dominación, lo aprisiona en una organización man­ dada desde arriba, la autogestión llama al hombre entero, a la entera vida del grupo, de la colectividad, a participar en la organización y en cada sector de la actividad social. Salimos de un largo período en el que el movimiento social

por excelencia ha sido el movimiento obrero, es decir, un movimiento definido por el papel central de las relaciones sociales de producción. Ahora, frente a un poder virtual o realmente total, la oposición no puede más que ser global y movilizar a la colectividad misma, a la persona misma, y no sólo a una función particular. Es por eso por lo que los grandes movimientos sociales de hoy ponen todos en movi­ miento un conjunto social definido, en su totalidad concreta, más casi por sus caracteres naturales que por su actividad. Más precisamente, en nuestras sociedades industrializadas, el gran recurso de la oposición es la defensa de una colectivi­ dad real, de un conjunto definido por la historia y la geogra­ fía, de una ciudad, de una región, de una nacionalidad, de­ fensa más o menos vuelta, bien Hncia el pasado, bien hacia el futuro. Oía decir a un especialista en problemas soviéticos que, entre las diferentes formas de oposición que salen a la luz hoy en la URSS, lo que más preocupa a los dueños del poder no es el liberalismo de una parte de la élite científica e inte­ lectual, ni la reacción religiosa; es la invocación, nacional o populista, de una colectividad particular y de sus derechos. Nacionalismo ruso o de las naciones sometidas al imperio ruso: ahí están los enemigos del Kremlin. ¿Es diferente, en Occidente? Negros, chicanos, indios, son otras tantas nacio­ nes, o más bien nacionalidades, que se agitan contra la inte­ gración de un sistema unificador al servicio de una clase diri­ gente, de los aparatos y de las organizaciones. Yo no tengo ansias de agrupar en una sola categoría todos los movimientos llamados regionales o nacionales. Pero ello no impide una observación importante: los movimientos que dan testimonio de la mayor capacidad de movilización y que hacen penetrar más a fondo la oposición en la sociedad -son los que se refieren a una comunidad, aun grupo real.

Se habla mucho en Francia, sobre todo en la CFDT, de reivindicaciones cualitativas. El tema da en lo justo, pero sigue en su vaguedad. Se dice a veces que a partir de un cierto nivel de ingresos de reivindicación se diversifica como el consumo mismo y se hace, pues, más cualitativa. Yo creo que ese argumento es falso. Si fuera verdadero el sindicalis­ mo americano sería el más sensible a las demandas cualitati­ vas, y en cambio está concentrado en la negociación colecti­ va centrada en la discusión de los salarios y de sus comple­ mentos. ¿No está en otra cosa el sentido de lo que se llama reivindicaciones cualitativas, no está en la voluntad de un grupo social de controlar o de dirigir el conjunto de aspectos de su vida, al ir hoy todo ligado? La defensa del salario y del empleo conducen inmediatamente a intervenir en la localiza­ ción de las actividades, en la educación y la formación profe­ sionales, en la función de los poderes locales. ¿Hubieran encontrado los obreros de Lip tantos apoyos y tanta simpatía si su lucha no hubiera sido la de una colectividad preocupada por todos los aspectos de su vida? ¿No proviene también la importancia del movimiento estudiantil de que un grupo so­ cial real se movilice, se sienta afectado, en todos los aspectos de la vida de sus miembros, por el conflicto sobre la educa­ ción v sobre el papel del conocimiento en la sociedad? Por todas partes aparecen movimientos contra la polución, en favor de la defensa del medio. Son muy diferentes de los antiguos movimientos urbanos, característicos del capitalis­ mo mercantil, que eran movimientos contra los propietarios. Ni siquiera' tienen su mayor fuerza en la lucha contra la transformación de las ciudades dirigida por la especulación. Es la ciudad misma la que actúa contra lo que la destruye. Nuestras sociedades industrializadas están necesariamente dominadas por una red cada vez más tupida de centros de decisión politicoeconómicos. Grandes empresas ligadas al Es­

tado en el caso de los países llamados socialistas, sociedades multinacionales y políticas económicas de los Estados, con una ligazón más compleja, en el de los países capitalistas. Tanto en Francia como fuera de ella la fuerza principal de resistencia no puede ser ya el trabajo, tiene que ser la colecti­ vidad local, la comuna o todo lo relacionado con ella. El movimiento Lip no fue una huelga sino una comuna. VidalNaquet habló a propósito de mayo del 68 de comuna estu­ diantil, y esa palabra ya había sido inventada por quienes fueron los pensadores del movimiento estudiantil, los alema­ nes, y sobre todo los berlineses. Los yugoslavos, aunque no hayan construido el anunciado sistema autogestionario, han reconocido por lo menos que, contra el aparato económicopolítico que domina el conjunto de aspectos de la organiza­ ción general de la sociedad, el único principio de resistencia, de oposición y de protesta posible es la Comuna. ¡Qué ridicu­ lez confiar la oposición a fuerzas políticas que de hecho quie­ ren dirigir el Estado! Contra el Estado y su sistema de ges­ tión económica y social la oposición no puede ser más que una comunidad, a un tiempo asociación voluntaria y grupo real. Esta idea suscita sin embargo dos objeciones. La primera dice: esa oposición partidaria de la comuna no es nueva; después de todo, la Comuna de París data de principios de la industrialización parisina. ¿No es cierto que esa invocación a la comunidad es habitual al principio de un período social, cuando autopia y enfrentamiento todavía se confunden? Lue­ go se tiene que llegar a un modo de enfrentamiento más directo, y también más específico. La segunda dice: esa representación de las luchas de hoy no se adecúa por igual a todos los tipos de sociedades. Hace recordar la grass roots democracy —democracia de base— del Oeste americano, y por tanto una sociedad abierta. En

cambio, cuanto mayor es la intervención del Estado en la vida económica, más política se vuelve la oposición, pasa por partidos políticos integrados y apunta al Estado mismo, y no a la colectividad local, que, de todos modos, está destinada a desaparecer en la sociedad de masas y en la megalópolis. Tales objeciones no deben rechazarse; hay que tomarlas en consideración, para precisar un poco lo que de modo demasiado general se ha dicho hasta aquí. La primera obliga a separar los viejos movimientos comu­ nitarios o urbanos de aquéllos a los que yo me refería. Para mostrar las diferencias que los oponen viene como anillo al dedo el término de autogestión. La autogestión no habla en nombre de una comunidad existente antes del conflicto en que ella se ve implicada. No defiende a los habitantes de Besancon ni a los negros de Watts o de Oakland. Combate la exclusión, la marginación, la segregación. Los que se movili­ zan se niegan a quedar negativamente constituidos en gru­ pos, en tanto que regiones subdesarrolladas, categorías subprivilegiadas o minorías oprimidas. Es el poder central el que constituye y suscita la resistencia de lo que se ve definido como periférico. Así, la Primavera de Praga, si bien fue animada por la fuerza de la nacionalidad checa que se oponía a la dominación rusa, representó ante todo una voluntad de inventar popular y nacionalmente un modo de desarrollo so­ cial y de rechazar la burocracia estatal. Pero es cierto que todo movimiento social tiene dos caras: la defensiva, el repliegue sobre la particularidad, y la con­ traofensiva, lanzada para la reapropiación colectiva de la ac­ ción histórica. El movimiento obrero es defensa del trabajo, de la cualificación, del empleo; es también proyecto socialis­ ta. Hoy la reivindicación comunitaria es la cara defensiva de movimientos cuya contraofensiva va en contra del poder tecnocrático.

La segunda objeción impone límites más estrictos al análi­ sis que yo he presentado. La considero más acertada, pero, en suma, ¿qué es lo que dice? Que la nueva imagen de los movimientos sociales a lo que mejor corresponde es al tipo de sociedades que pueden llamarse liberales, es decir, a las sociedades que del modo más completo se definen por su industrialización. Cuanto más se consideran sociedades que tienen que luchar por el paso, por la mutación de un tipo de sociedad a otro, más se impone la acción política centralizada sobre la acción en favor de la comuna. Es verdad. ¿Dónde se vió formarse primero el movimiento sindical?: en Inglaterra, que era con mucho el país más industrializado. Ya en Francia el movimiento propiamente obrero se vió recubierto por movimientos políticos, republicanos moderados o nacionales. Y si se piensa en la Rusia de finales del siglo XIX el leninismo muestra con evidencia que el papel del partido político fue allí más fundamental que la acción sindi­ cal. La acción del movimiento obrero chino en los años 20 y el triunfo del partido y de su ejército popular señalan el punto extremo de la inversión que se opera cuando los pro­ blemas de desarrollo y de subversión del régimen anterior tienen la más completa prioridad sobre los de funcionamiento del capitalismo. La objeción presentada debe, pues, reformularse así: ¿co­ rresponde ese análisis, realizado en términos de movimientos sociales, a la situación de tal o cual país actual, y en particu­ lar de Francia? La sensación que yo tengo es de que las sociedades de Europa occidental y de América del Norte se han adelantado tanto por su riqueza y poder con respecto a las naciones que están ahora abordando su industrialización, y mucho más aún con respecto a las que no conocen más que una economía mercantil superpuesta a economías locales agrarias, que deben conocer ya conflictos correspondientes a

su naturaleza, más que a su modo de formación. El poder dominante ya se ha hecho su sitio: es el de las grandes empresas multinacionales o nacionales; es sobre todo el de las grandes organizaciones productoras de servicios, cuya importancia crece más rápidamente que la de ningún otro sector de la sociedad. La autogestión combate el nuevo poder de gestión de la economía y de la sociedad. Ahora hay que concluir. La oposición autogestionaria en­ frenta a un poder cada vez más centralizado la fuerza de resistencia y la voluntad de iniciativa de colectividades rea­ les, casi siempre con una base territorial. Puede manifestarse en el trabajo, pero no puede quedar encerrada en él, pues para luchar contra la capacidad de integración de la empresa hay que apoyarse en una fuerza exterior. Mi conclusión pue­ de despistar. ¿No es cierto, sin embargo, que está más próxi­ ma a la práctica de los movimientos populares, para los que la autogestión no es una utopía comunitaria, sino la fuerza de oposición que anima la acción reivindicativa y revolucio­ naria?

Contra la antisociología: transformación del movimiento obrero; discontinuidad y continuidad entre viejos y nuevos movimientos sociales. Me parece tan natural hablar de movimientos sociales y estoy tan convencido de que este concepto llena un varío hasta ahora sólo salvable mediante difíciles rodeos, que aún no me he tomado el trabajo de explicártelo. Sé, no obstante, que hay resistencias no explícitas, y en ocasiones apenas conscientes, que se oponen a su empleo. Y esas resistencias están justificadas, pues hablar de movimientos sociales com­ promete y no puede inscribirse en un análisis cualquiera. Dejemos de lado por un instante la palabra. ¿Cómo vamos a poder hablar del movimiento obrero, de las agitaciones campesinas, de los mesianismos, de los populismos, de los nacionalismos y de muchas otras actuaciones colectivas orga­ nizadas que se enfrentan de un modo u otro a una domina­ ción social? ¿Hay que hablar de reivindicaciones? La palabra es demasiado débil, pues más que el poder social mismo pone en cuestión las condiciones de la actividad o el reparto de los bienes. Motín, levantamiento, insurrección, no designan más que formas particulares de ruptura del sistema político. La revolución es a la vez un movimiento social y una ruptura general de las instituciones y de la organización, es más un

fenómeno histórico global que un concepto que defina un orden particular de actuaciones. Todas las palabras a las que acabo de referirme tienen en común el designar una crisis del sistema de decisión y una crisis de la autoridad. Adoptan el punto de vista del orden social, y observan la presencia de trastornos, agitaciones y rupturas. ¿Cómo contentarse con un vocabulario así, producido por una ciencia política espon­ tánea que se identifica con las instituciones, cómo aceptar esas palabras, que ciertamente podrían esperarse del juez que condena a quienes han perturbado el orden público, pero no del sociólogo que quiere captar la naturaleza de las relaciones sociales, y por lo tanto comprender el sentido de la acción colectiva que intenta modificarlas? Ese vocabulario ob jet ¡vis­ ta no es neutral; de hecho condena los movimientos socia­ les, considerándolos tan solo como expresión de crisis. Hay otra manera de rechazar el concepto de movimiento social que se refiere más directamente a los sociólogos. To­ dos a coro, tanto yo como los demás, repetimos que el senti­ do de la acción no es nunca reductible a la consciencia del actor. Explicar obliga a salir de esa consciencia y a conside­ rar las relaciones sociales mismas. Lo cual lleva a algunos a separar dos órdenes de realidades sociales: el orden de las estructuras y el orden de los comportamientos. Se nos incita por ejemplo a comprender las leyes y las contradicciones de la economía capitalista, que habrían de dar la explicación, y a separar ese trabajo del estudio psicosociológico de los acto­ res y de sus comportamientos. Esa separación de situación y actor no define a una escuela frente a otra: es la negación de la sociología. Con ese modo de pensar, totalmente estéril y hasta peligroso, yo no quiero convivencia alguna. Todo análisis sociológico, sea el que sea, considera que actor y sociedad son las dos caras de una misma moneda.

¿En qué consiste, si no, el análisis del actor? ¿Debe conten­ tarse con hacer intervenir en el estudio de la sociedad la biología y la psicología, o debe reducirse a enunciar las in­ tenciones del actor? Hay que distinguir diversos niveles del análisis social. Describir un sistema de normas y de posicio­ nes es un análisis de la situación que requiere un análisis del actor en términos de funciones. Posiciones y funciones son conceptos inseparables. Puede discutirse la validez de ese tipo de análisis, y yo he luchado desde siempre contra la sociolo­ gía que da preferencia y prioridad a ese nivel, pero su punto más fuerte está en establecer tan sólidamente la correspon­ dencia entre situación y actor. Es también mérito de la socio­ logía política el estudiar, no ya la esencia o la naturaleza de las instituciones, sino las decisiones y las influencias. Situa­ ción y actor están en ese caso aún más inmediatamente liga­ dos que al nivel anterior, pues un proceso político produce una situación, una decisión. Finalmente, situándose al nivel de la fuerzas y de las relaciones de producción, y no ya al de las instituciones políticas o al de la organización social, lo? dos conceptos de sistema de acción histórica y de clase social están asimismo tan indisolublemente ligados como los adver­ sarios del conflicto y lo que en él entra en juego. Yo entiendo que se discuta la coherencia o el interés de cada una de esas construcciones conceptuales y de sus rela­ ciones ; no entiendo que se quiera dar preferencia, o bien al estudio de la situación, o bien al estudio de los actores. ¿No va a admitirse de una vez por todas que la sociología existe, es decir, que existe un orden particular de hechos, los hechos sociales, que no son ni objetivos ni subjetivos, que son las relaciones sociales? En lugar .de oponer situación y actores de modo artificial, hay que reconocer en cada uno de esos sistemas unas oposiciones entre los actores y la común referencia de éstos a un principio unificador del campo de su

relación. En la organización social los actores están ligados por el par función-expectativa de función: el padre se com­ porta de un determinado modo y espera del hijo un determi­ nado comportamiento que responda al suyo, y reciprocamen­ te. La unidad de ese par es la norma de autoridad paterna. Los actores políticos ejercen unos sobre otros una influen­ cia, se ven modificados por el comportamiento ajeno, que a su vez, más o menos, ellos modifican. La unidad de su campo de relación es la de una deliberación, es decir, de un proble­ ma que se ha planteado y hay que resolver en un marco institucional dado. Finalmente, el conflicto de la clase diri­ gente y la clase popular no se comprende más que porque ambas luchas por la apropiación de la historicidad, de los medios de acción de la sociedad sobre sí misma. Todo sistema social puede descomponerse por una crisis. Los actores y lo que entra en juego en sus relaciones pueden separarse. Si la norma se separa de las relaciones de función se reduce ya únicamente a una regla, o incluso a un conven­ cionalismo. Los actores, en lugar de orientarse uno hacia otro, tienen que inventar tácticas de defensa contra esa re­ gla, que no corresponde ya a las relaciones sociales en las que están implicados. Esa es la situación burocrática. El proceder antisociológico que separa situación y actores es, pues, expresión de una crisis. O más bien es un instru­ mento al servicio de los dos grandes adversarios de la sociolo­ gía. Para empezar lo veo ligado al pensamiento presociológico, que somete el orden social a un orden metasocial. Los comportamientos humanos están sometidos a los designios de la divina providencia, a la naturaleza de los regímenes políticos o a las leyes de la economía. E incluso lo veo ligado a la consecuencia más habitual de ese tipo de representación. El sentido se degrada y se convierte en contradicción; los comportamientos humanos están presos en el mundo del pe­

cado, del que habrán de salir mediante una superación de las contradicciones que tendrá que ser a un tiempo milagrosa y natural. Pero me asusta más un segundo sentido de ese pro­ ceder. Si el orden de las situaciones y el de las conductas están separados, y nosotros no nos resignamos a vivir en un mun­ do absurdo, tiene que haber una fuerza que haga juntarse los dos mundos divorciados, y esa unión no puede ser obra más que de una voluntad absoluta al servicio de una necesi­ dad natural indiferente a las acciones humanas. Decid que la consciencia obrera y la situación del capitalismo son dos ór­ denes separados y tendréis que recurrir, para unirlos, a un deus ex machina, a un partido todopoderoso que conozca las leyes de la naturaleza social y dé sentido a unos movimientos que por sí mismos no pueden tenerlo. Esa filosofía social es el pedestal de las dictaduras, y éstas recompensan a esos filósofos prohibiendo y reprimiendo los movimientos sociales, imponiendo un orden que aplasta el relieve de las relaciones sociales. Combato la antisociología dirigiéndome a ti que, casi natu­ ralmente, has entrado ya en el mundo al que pertenece la sociología. No obstante, para ser del todo claro, debo preci­ sar que las formas de pensamiento a las que me opongo no son en absoluto las más primitivas, las más alejadas de la sociología. Estas me irritan porque se adelantan hasta el um­ bral de la sociología, pero sin reconocer su existencia. ¿No tendría yo que enfurecerme, sin embargo, con otras formas de pensamiento que a la sociología le hacen mucho más daño, que le han cortado el camino? Yo he conocido efecti­ vamente, en la universidad francesa y fuera de ella, innume­ rables personas que negaban la existencia de la sociología o la consideraban con ostensible menosprecio. A decir verdad, yo mismo preveía que la pluma había de llevarme bastante pron­

to por este lado, en el que estaba seguro de despertar viejas iras. Sin embargo, con gran sorpresa por mi parte, no tengo ya ningunas ganas de referirme a esas fuerzas de resistencia, tanto más poderosas y nefastas, no obstante, que la parasociología que yo rechazo. Es en parte porque esas resistencias no son de orden intelectual. Pero yo soy demasiado bueno. La sociología ha sido combatida. ¿Debería ser yo capaz de decir por quién y para qué? Pues resulta que ya no lo sé, y que el tema me molesta. Tengo una perfecta buena concien­ cia profesional, aún cuando casi siempre me sienta decepcio­ nado por mi trabajo. Dudo de mí mucho más a menudo que de la sociología. Un solo punto me retiene. Lo que me parece que es lo contrario de la sociología, el enemigo del pensa­ miento sociológico, es el análisis de los personajes, es la novela. A todos nos sucede escuchar conversaciones que se refie­ ren a la historia social y política reciente. Tratan de persona­ jes implicados en problemas importantes. Quienes participan en ellas empiezan por preguntarse si de Gaulle quería o no una Europa dominada por Francia o si Séguy está de acuerdo con Marchais; al final de una buena comida se puede llegar a hablar de las leyes de la política, que explican el genio de Napoleón, de Mao o de Roosevelt. A decir verdad, apenas oigo esas conversaciones mi reacción respecto a ellas depende más bien de lo que tengo en el plato o en el vaso, y que me mueve al buen humor o al mar humor. Yo no puedo estar serio para hablar de ese tipo de gente, que, sin embargo, casi siempre lo está. Para ti o para mí, como para Marx o para Durkheim, es evidente que el ABC de la sociología está en no buscar el sentido de la acción en la conciencia del actor. No escuchemos cierta palabrería, sería perder nuestro tiem­ po y nuestra indignación. Volvamos ahora a las cosas serías, sabiendo que hay que descartar por igual la reducción de los

hechos sociales a los actores y el recurso a una situación definida fuera de las relaciones entre los actores. Ves mejor ahora la importancia de esa expresión casi ano­ dina: los movimientos sociales. Nos obliga a estudiar los actores sociales, sus relaciones, sus conflictos y lo que en ellos entra en juego, en lugar de interpretarlo todo ello desde arriba, desde un orden metasocial o un poder totalitario. Hablar de los movimientos sociales es construir la sociología y defender a los pueblos contra los dioses y los príncipes. Pasemos el umbral y cerremos la puerta detrás de nosotros, para no oír más los cotorreos de los antisociólogos. Pensabas quizá que quedaríamos deslumbrados por la luz, por los des­ tellos de las armaduras al sol de la historicidad. Y resulta que estamos en la penumbra, en medio de sordos fragores, de crujidos, y que a veces nos tira al suelo una explosión brutal más parecida a un temblor de tierra que a un levantamiento social. Quiero hacerte entender y ver los movimientos sociales a través de los cuales se constituye el mundo en el que vas a vivir. A principios de siglo te hubiera dicho que miraras las grandes batallas obreras contra el capitalismo industrial en plena expansión. Espero que un día no lejano puedas mostrar a gentes más jóvenes que tú una lucha de gigantes tan paté­ tica como aquella. Hoy, en el despertar de una nueva sociedad, todo está aún confuso. Es por eso por lo que sufrimos tan gran desacuerdo entre lo que hay que nombrar y el lenguaje de que dispone­ mos. Ese lenguaje nos viene de una época anterior. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Nosotros hablamos el lenguaje del movimiento obrero y de la revolución soviética, como hace un siglo se hablaba el lenguaje de la revolución francesa y como ésta utilizó palabras de los Graco o de Cicerón. Ese desfase hace brotar doctrinas en el vago y cada vez más vasto

terreno que separa la experiencia y la expresión que da cuen­ ta de ella y la orienta. A lo largo de todas estas cartas yo te digo lo que son los movimientos sociales que se están for­ mando. Desde 1968 sabes muy bien que esa búsqueda está constantemente en el centro de mi trabajo. Hoy me propon­ go una tarea más temible, y hasta peligrosa, pues puede llevar al error y la injusticia. Pero es realmente preciso mar­ car la frontera que separa esos nuevos movimientos, por confusos y débiles que sean, del movimiento obrero, que los ha precedido y tiene todavía una fuerza a menudo impresio­ nante. Hablaré sin ligereza y sobre todo sin falta de respeto, pues un movimiento social, independientemente de que esté na­ ciendo o, por el contrario, se esté convirtiendo en una sim­ ple fuerza de presión política, es por naturaleza uno de los grandes personajes de la historia del mundo. Digo, porque tenemos que ir directos a lo esencial, que estamos viviendo el final del movimiento obrero en las sociedades industriali­ zadas. No pienso en modo alguno que los obreros estén aburgue­ sados, que se hagan conservadores. ¿Es verdaderamente útil, sin embargo, discutir ideas tan superficiales y tan confusas? No se trata de saber si los obreros —inmensa masa que agrupa a más del 40% de la población activa— están más o menos insatisfechos de su situación que antes. Añadiré que el peso de la acción sindical aumenta. Pero el verdadero problema es el de la acción de clase. La acción y la situación de la clase obrera se han transfor­ mado profundamente y de diversos modos a la vez. En lugar de insistir sobre tal o cual aspecto de esas transformaciones, hay que extraer la significación de conjunto. La consciencia obrera responde siempre a la doble situa­ ción del obrero: trabajador o productor por un lado, asalaria -

do dependiente de patrono por otro. El obrero se opone siem­ pre a la dirección patronal de la sociedad en nombre de su papel de productor. Pero a lo largo de la evolución del trabajo se asiste a una inversión de las relaciones entre esas dos componentes. Hay que distinguir tres sistemas de trabajo que se suceden: he denominado los dos primeros sistemas profesional y sistema técnico; el tercero lo denominaré siste­ ma programado. —En el primero el obrero se apoya en su oficio y en su autonomía profesional, al mismo tiempo que está directa­ mente sometido al mercado del trabajo. Esa doble preocupa­ ción, el oficio y el empleo, nos sitúa en realidad dentro de un capitalismo más comercial que verdaderamente industrial; cosa que se ve muy bien cuando se consideran con Bernard Mottez los viejos sistemas de remuneración, el pago a tanto alzado o el sueldo a destajo que evoca Germinal. El punto fuerte de esta consciencia obrera es el apego al oficio; porque éste es una realidad social, y no sólo profesio­ nal. Define las relaciones en el grupo de trabajo, unos hábi­ tos corporales, modos de vestirse y de hablar, y por lo tanto unos elementos importantes de determinada cultura. Por el contrario, la preocupación del empleo se vive como dependencia de un mercado o de la arbitrariedad de un indi­ viduo, más que de una organización social. —En el sistema técnico de trabajo, el de la producción en masa y en particular de las cadenas de fabricación y de mon­ taje-ensamblaje, la consciencia obrera no se apoya ya en un oficio. O bien no tiene ya componente profesional positivo y se degrada en pura defensa económica, que fue el caso mayoritario entre los OS*, o bien opone a la organización del trabajo la cualificación. 7TV. df T ) OS: obrrtTK nn rvprvr.iJíMíVH

La cualificación es una situación menos rica socialmente que el oficio, pero se opone a una red de coerciones sociales determinada por la intervención del poder económico en la organización del trabajo. Estamos así en el meollo del capita­ lismo industrial, puesto que el capital interviene en la pro­ ducción, transformando la organización y la fabricación, en lugar de limitarse, como en el capitalismo comercial, a con­ trolar el suministro y la comercialización. Es también el ám­ bito principal de una consciencia de clase centrada en el trabajo. —Pero nosotros hemos entrado ya en el sistema progra­ mado de trabajo, en el reino de las grandes organizaciones. El oficio y la cualificación quedan sustituidos en él por la función profesional, cada vez más determinada por la organi­ zación misma. El obrero se encuentra menos enfrentado a la organización del trabajo que a una organización de la produc­ ción mucho más amplia, que afecta a la naturaleza de las fabricaciones, al control del mercado, a una estrategia global de localización de los centros y de cambios de la producción, etc. La defensa profesional se hace cada vez más pobre, pues­ to que el trabajador, obrero o no, están inmerso en la empre­ sa y no tiene ya autonomía profesional. Cada cual intenta tener garantías y una carrera, y protegerse de la arbitrariedad y el cambio. En contrapartida, la lucha contra la organiza­ ción y la producción se hace cada vez más rica socialmente. Estamos muy lejos de la simple defensa contra los azares del mercado del trabajo; vemos desarrollarse una voluntad de control democrático del conjunto del sistema de producción. Con el tránsito de un sistema a otro se pasa, pues, de una acción centrada en el actor a una acción centrada en el siste­ ma económico, de la afirmación del papel productor del obre­ ro a una política de desarrollo económico. En el primer sistema la acción está centrada en el trabajo,

en el segundo en la empresa, en el tercero en la economía. Cuanto más nos aproximamos a esa última etapa más vemos que toman autonomía los niveles del trabajo y de la empresa, al mismo tiempo que se subordinan a la acción económica. Se ve también progresar a nivel de la empresa la negociación colectiva, fuerza principal de la institucionalización de los conflictos del trabajo. Es tan falso concluir de ello que los trabajadores no están ya implicados en conflictos sociales como creer en el mantenimiento de las viejas formas de lu­ cha obrera. En realidad el ámbito de los conflictos fundamen­ tales se desplaza hacia arriba, lo cual permite reconocer al nivel de la organización del trabajo en la empresa la existen­ cia de problemas limitados y negociables. ¿Acaso no vemos, por otra parte, cómo las condiciones de trabajo aparecen en modo cada vez más próximo a una categoría de problemas relativamente autónoma? Pasada la fase postayloriana, aqué­ lla en la que el poder patronal se manifiesta ante todo por la organización represiva del trabajo, sin tener en cuenta para nada el comportamiento humano, se ve reconocer a las em­ presas, por lo menos en ciertas condiciones económicas, 1? posibilidad de modificar mediante negociación el reparto de tareas, las cadencias de trabajo, las formas de división del trabajo o el papel del capataz. Se puede decir que pasan a ser negociables ámbitos cada vez mayores y más diversos. Algunos sacarán de ello la con­ clusión de que se atenúan los conflictos. Pero de igual modo puede también darse preferencia a la otra cara de la evolución, y puede mostrarse cómo se ha pasado de una pura defensa contra el mercado de trabajo, en particular mediante el trabajo lento y ciertas prácticas sindi­ cales que en el pasado los ingleses llevaron muy lejos, a reivindicaciones mucho más activas contra la organización del trabajo, las cadencias infernales y la superexplotación

de la mano de obra, hasta poner en cuestión la política eco­ nómica de las empresas en su conjunto y el propio sistema económico. Dejemos esas falsas polémicas, pues esas dos líneas de evolución son inseparables una de otra. En cambio, hay que reconocer que el actor colectivo im­ plicado en esa acción ha cambiado de naturaleza. En el pri­ mer sistema es un grupo concreto: un oficio, una corpora­ ción. En el segundo es el conjunto de los implicados en la organización industrial, lo que se aproxima mucho a la clase obrera misma. En el último se trata de los trabajadores, noción más amplia y todavía insuficiente, pues hay que con­ siderar todos los papeles económicos: productos, consumido­ res, habitantes de una ciudad o de una región. La reivindicación no ha dejado de elevarse. Mientras se si­ tuaba dentro de la empresa engendraba un movimiento pro­ piamente obrero. Ahora ataca cada vez más directamente el poder económico, que se encuentra muy por encima de la empresa, al nivel del “ capitalismo monopolista de Estado” , del ligamen tecnocrático de los aparatos de gestión privados y públicos. Paralelamente, la resistencia popular no alcanza su mayor fuerza más que fuera de la empresa, o por lo menos en la defensa de una colectividad definida más ampliamente que por el trabajo, en contra de cambios dirigidos de modo cada vez más lejano. Los nuevos movimientos sociales —defensa territorial, ba­ sada en la comuna, contra la gestión del sistema económi­ co—, no son ajenos a los problemas y a las situaciones de trabajo, Pero mientras que en otro tiempo era la participa­ ción de los problemas de la vida local en los del trabajo lo que daba mayor importancia a los primeros, hoy es la proyección de problemas más generales en el lugar y en el medio de trabajo lo que hace que éstos participen en movimientos de

importancia histórica. Transformación fundamental. Los obreros seguirán siendo a menudo actores de los nuevos mo­ vimientos sociales, pero éstos no pueden ya denominarse movimiento obrero. Pero sería peligroso, sin embargo, creer que se asiste a un debilitamiento de los conflictos de clase; su naturaleza se transforma pero su fuerza no disminuye; incluso ponen en cuestión más directamente la dominación social de su conjunto. Pero no se puede ya identificar lucha de clases y acción propiamente obrera. Es en ese sentido, y en ese sentido solamente, en el que puede decirse que la clase obrera, la de los trabajadores ‘'productivos” , deja de ser cada vez más el personaje principal de las luchas sociales, y el movimiento obrero, que en la sociedad de capitalismo industrial era el movimiento social por excelencia, a medida que se adentra en el capitalismo postindustrial, se reduce para convertirse en base social de una estrategia política, en tanto que se forman otros movimientos sociales. Esa evolu­ ción supone ante todo el reforzamiento de la capacidad sindi­ cal de negociación. Cuanto más fuertes son los sindicatos más queda fuera de la empresa el ámbito del conflicto prin­ cipal. En Francia la evolución es mucho más lenta. La penetra­ ción sindical en la pequeñas empresas es difícil y los despidos de delegados son numerosos. El poder patronal a menudo es todavía absoluto, los salarios de miseria son muy frecuentes y las malas condiciones materiales de trabajo y la brutalidad del mando se extienden por todas partes. Se ve incluso cómo en algunas grandes empresas se abren camino sindicatos amarillos, pagados por la patronal según la peor tradición de los años 20. El ascenso de la combatividad está, pues, lejos de haber alcanzado su cúspide. Durante mucho tiempo será preciso que nuevos sectores de la vida económica o del territorio

sean conquistados por la acción sindical, no sólo en indus­ trias arcaicas, sino también en los almacenes, los bancos y las compañías de seguros, donde la mano de obra femenina joven es abundante. Pero, una vez más, no confundamos la descripción históri­ ca de la sociedad francesa de hoy y el reconocimiento de ¡as fuerzas que dominan la evolución económica y social. Histó­ ricamente, Francia está todavía en pleno período de indus­ trialización: desde hace una generación la proporción de obreros, cuya disminución algunos se habían apresurado demasiado en anunciar, ha aumentado claramente. Pero hay que salir del presente y ver las tendencias de futuro. Los grandes conflictos del trabajo están perdiendo, a mi juicio, su papel central en la sociedad. El hecho de que en los Esta­ dos Unidos hayan huelgas largas y brutales no es suficiente para decir que la vida social de ese país esté orientada por la consciencia de clase obrera. Un nuevo tipo de sistema económico se está aposentando: no suprime las relaciones de clase, pero las transforma. El beneficio patronal ha dependido en muy gran medida, al mismo tiempo que del éxito de las operaciones financieras, de la presión ejercida sobre los salarios. Hoy el progreso técnico, la capacidad de utilizarlo, todos los aspeaos de la gestión y la capacidad de prever y de organizar juegan en el éxito o el fracaso de las empresas un papel lo bastante funda­ mental como para que se haya impuesto el concepto de orga­ nización. El gran conflicto es, por consiguiente, el que opone el aparato organizativo al resto del ámbito de la vida social en que actúa, es decir, a los consumidores en general. El asalariado de la organización tiene reivindicaciones en contra de ella, y para poder negociar sus condiciones de trabajo ejerce una presión sindical, pero veo menos que esté

implicado en contra de ella en un conflicto de clases funda­ mental, estando dentro y no fuera. En las grandes organizaciones modernas, industriales o no, yo veo una buena organización sindical y mucho espíritu reivindicativo; raramente veo en ellas que el movimiento obrero ponga en cuestión la dominación social de los apara­ tos, que en cierta medida protege a los asalariados de esas grandes organizaciones. En formas muy diversas y, casi por todas partes se vé cómo los sindicatos intervienen más directamente en la vida de las empresas, conquistan garantías cada vez mayores para los asalariados y limitan las arbitrariedades. ¿Existe, sin em­ bargo, una frontera infranqueable entre ese progreso de la democracia industrial y el reforzamiento del poder de las grandes organizaciones? ¿Acaso en la industria alemana la cogestión no fue desde el principio, como muy bien lo han dicho los sociólogos ligados a los sindicatos, un instrumento de modernización de la gestión, el paso de una gestión finan­ ciera a una gestión más integrada, más “ organizativa” ? ¿Quién cree que la nueva ley sobre autogestión, que real­ mente asusta al capitalismo clásico, va a debilitar el poder de los gigantes de la química o de la electricidad? En un contex­ to muy diferente, la admnistración francesa, y en particular en la enseñanza, nos da ejemplo de una cogestión que en ese caso refuerza, más que la tecnocracia, la burocracia, y se incorpora al aparato para acto seguido ofrecer resistencia a los nuevos movimientos sociales. ¿En qué caso la participación en la gestión puede implicar una oposición al sistema económico? En el caso italiano, casi exclusivamente. Y es que ese país está tan desarticulado, entre una economía y unos girones de sociedad arrastrados a una industrialización de lo más rápido y el conjunto de apa­ ratos de control político e ideológico, arcaicos, represivos y

descompuestos, pero apoyados en todas las fuerzas amenaza­ das por la concentración del poder económico en el Norte, que tanto las organizaciones sindicales como los dirigentes de la Fiat o del IRI se sienten corresponsables del triunfo de la Italia moderna en contra de las amenazas autoritarias repre­ sentadas por los sectores descompuestos de la sociedad. Hay que detenerse un momento en el sindicalismo italiano, más importante para esta discusión que su vecino francés. En Italia, después del 68, y sobre todo después del otoño calien­ te del 69, una generación obrera y sindical es sustituida por otra; por primera vez son los OS quienes dirigen la acción. Las reivindicaciones se hacen más igualitarias y ponen cada vez más en cuestión las cadencias y las condiciones de traba­ jo. La misma tendencia, sólo que menos poderosamente ex­ presada, se manifiesta en Francia. La explotación afecta cada vez más masivamente a los OS; éstos se resisten, y reaccio­ nan esforzándose por controlar sus condiciones de trabajo; su acción se ve reforzada por la lucha contra el aumento de los precios. ¿Se trata de un movimiento social? No. Un movi­ miento social no es solamente respuesta a la dominación o a la explotación; es oposición a un modo de gestión de la propiedad, en nombre de los derechos del trabajo o de aquello que participa directamente en el modelo cultural de una sociedad. Francia está a medio camino entre Italia y Alemania. De ahí la importancia de la corriente autogestionaria en la em­ presa. Ni cogestión integradora ni política de desarrollo na­ cional, sino un ataque contra el poder patronal en el que las formas antiguas del movimiento obrero y sus formas nuevas se mezclan y a menudo se refunden. Pero la corriente no puede entenderse más que como contrapartida minoritaria de la principal fuerza sindical, la CGT, y del partido comunista, que desarrollan las luchas obreras y las otras dentro de una estrategia de acceso al poder político.

El PC es políticamente agresivo y socialmente moderado. Políticamente agresivo porque se enfrenta a mayorías hosti­ les, a la alianza del gran capitalismo, de las viejas clases medias y de trabajadores sometidos a un poder local represivo o paternalista o a personalidades conservadoras. Socialmente moderado porque yo no veo, sobre todo en Francia, que invoque un conflicto de clases fundamentales. Veo, por el contrario, que la acción obrera es empleada como presión para obtener transformaciones políticas y a través de ellas refor­ mas, para obtener una “ democracia avanzada” . Un movi­ miento que reacciona contra la explotación puede crear una subjetividad de clase o reforzarla; puede llevar también a un progreso en el tratamiento negociado de los conflictos. Si comparo al OS en la fábrica con el detenido en la celda fácilmente puedo imaginar las dos direcciones del movimiento de oposición, en los respectivos casos: consciencia de sí hecha de rechazo y de revuelta; presión en favor de reformas. Pero nadie dirá que los detenidos constituyan una clase, ni siquiera que estén en el meollo de las luchas de clase. Por consiguien­ te, no puede haber movimiento social de los detenidos, en el estricto sentido de la palabra. No es polémica de vocabulario. Los movimientos de OS son muy importantes; no pueden constituir, sin embargo, el núcleo de una acción de clase. Es por eso por lo que dependen tan profundamente de las condi­ ciones económicas y políticas generales de la sociedad en la que se sitúa. El movimiento obrero propiamente dicho ha dependido también, claro está, de las situaciones nacionales, pero se ha basado en una consciencia de clase cuya estructura era en todas partes la misma y estaba ligada a la situación del trabajo. Los movimientos masivos de OS, por el contrario, son tanto más fuertes cuanto más limitada es la penetración de los sindicatos en las empresas y, por lo tanto, cuanto más débil es el control organizado de las condiciones de trabajo por

los mismos obreros. La agitación de los OS es la respuesta a un atraso social, ligado a su vez a las condiciones de desarrollo económico, el neobismarckismo que triunfó en Francia y en Italia, oponiendo el papel motor del Estado a un extremo conservadurismo social y cultura. Intelectualmente se entiende mejor esa agitación si se anali­ za en términos de relaciones industriales que si se habla de consciencia de clase. Movimiento a la vez modemizador y defensivo, pero que no puede ofrecer un contraproyecto de sociedad. Al hablar así no pretendo quitarle importancia; la tiene, y considerable, pero sostengo que no hay que buscar por ese lado el nacimiento de lo que será el movimiento social especí­ fico del tipo de sociedad en el que entramos, que tendrá la misma importancia que el movimiento obrero frente al capita­ lismo industrial o que el movimiento en favor de los derechos cívicos frente al capitalismo comercial y su Estado. ¿No quedan caducas estas observaciones por el actual re­ surgir de las luchas obreras? En lo esencial, no. Una viva actividad económica, una fuerte inflación y los efectos de las grandes crisis políticas recientes han incrementado mucho la combatividad obrera. Aumentos salariales superiores a los de producción y productividad se obtienen a menudo y en mu­ chos países. La condición obrera mejora, al mismo tiempo que los oficios más duros y peor pagados se dejan a un proletariado extranjero, casi siempre al margen de la acción sindical y siempre fuera de la acción política. El hecho es revelador. El movimiento obrero siempre ha sido animado por obreros cua­ lificados. No porque estén más instruidos, sino porque están dotados de cierta autonomía profesional, y por tanto de traba­ jo. Están implicados así más directamente en un conflicto con el capital. La consciencia de clase debe apoyarse en el trabajo cualificativo, creador, para oponerse a la apropiación del tema

del progreso por los capitalistas. Ahora bien, el desarrollo de la acción obrera viene ligado casi siempre en estos últimos años a la entrada en escena de los OS, en general en regiones poco industrializadas o con dificultades. Esos OS son frecuen­ temente obreros de la primera generación, o incluso trabaja­ dores de origen agrícola. Mantenidos en una situación mate­ rial muy desfavorable, sometidos más que los demás a los azares de la coyuntura, se revuelven tanto más vigorosamente cuanto que se saben marginados por las grandes empresas, que instalan en su región parte de sus fabricaciones para pagar salarios más bajos. La intervención de mujeres no cualificadas en movimientos huelguísticos tiene el mismo sentido: a falta de una presión sindical suficiente, dada la resistencia patro­ nal, las categorías peor pagadas se lanzan a una lucha que tiene que llevar a Francia a una situación comparable a la de Alemania o los Estados Unidos, es decir, a una situación de mayor homogeneidad de los salarios. En 1968, con la mayor espectacularidad, la mayor huelga de la historia no alimentó ningún movimiento revolucionario en el conjunto de la clase obrera, sino que acompañó prudente­ mente una presión política, siendo los grandes batallones de la CGT los más disciplinados y los más desconfiados respecto a las consignas revolucionarias. Hoy las huelgas animadas por movimientos de base pue­ den ser en algún que otro lugar violentas, con ocupaciones de fábricas o hasta con secuestro de cuadros. Yo no creo que pueda hablarse de un amplio resurgir de la lucha de clases de tipo clásico. La lucha de clases está en otra parte o tiene otros motivos. Veo una prueba de ello en el hecho de que esas consignas de clase sean hoy definidas por grupos “ funda­ mentales” , que quieren volver a la fuerza y a la pureza revolucionarias de los principios, pero que son bastante mar­ ginales con respecto a la clase obrera. Sean sus miembros

estudiantes, estudiantes convertidos en obreros o trabajado­ res industriales, chocan con la importancia que tienen en las grandes empresas los representantes del personal, que D. Mothé ha mostrado como parte integrante también del sis­ tema local de decisión, y chocan con la estrategia nacional de las grandes organizaciones sindicales. Estas defienden efecti­ vamente al mundo obrero; los partidos de izquierda, tras la liquidación del gaullismo, obtienen la gran mayoría de vo­ tos obreros, y no veo a título de qué podría negarse al par­ tido comunista el derecho a llamarse partido de la clase obrera. Hablar de traición de los jefes es un modo dema­ siado rápido e injusto de liquidar un problema que merece clase obrera no está siendo traicionada; no tiene ya el papel histórico que fue el suyo, no puede ya aspirar a la hegemonía en el seno de un movimiento social. ¿Qué intentan conseguir los obreros en la empresa? Ante todo garantías y seguridad. Garantías contra el paro y el despido, contra la arbitrariedad, y garantía de recursos, in­ compatible con la remuneración por empleo, que condena al obrero de más edad o peor visto a ver disminuir su salario. Yo no veo que se extienda mucho el objetivo de la fábrica para los obreros, la voluntad revolucionaria de subvertir el poder económico, más bien veo que uno y otra están en regresión y en muchos países desaparecen. A esas ideas pareció responder y oponerse el tema de la nueva clase obrera. No conozco ningún sociólogo ni ninguna organización sindical que lo acepte en su forma primitiva, y mis últimas conversaciones con mi amigo Serge Mallet, que fue el más conocido expositor de esa tesis, me han convenci­ do de que ni siquiera él era prisionero de algo que a veces había pasado a ser más un slogan que un análisis. No obstan­ te, la idea que se planteó no debe abandonarse. Aporta ver­ dades importantes.

En su forma más simple, afirma que en las industrias de alta tecnología el papel de los obreros cualificados pasa a los técnicos o a los cuadros. La idea parece sensata,y no puede chocar más que a quienes establecen una metafísica frontera entre productivos y no productivos o manuales y no manua­ les. No obstante, por poco sorprendente que sea esa tesis, la realidad no da demasiadas pruebas de ella, pues los técnicos se muestran muy activos y reivindicativos en lo que se refie­ re a los problemas internos de la organización, pero no pasan en modo alguno de ahí a la consciencia de clase. En una fábrica arcaica, al igual que en unr mina o en una obra de la construcción, el mundo obrero no está separado del mundo patronal más que por un pequeño círculo de em­ pleados, técnicos y cuadros. Esas categorías se han extendido mucho; progresan más rápidamente que ninguna otra gran categoría socioprofesional, y tienden a reaccionar, más que por intereses de clase, por lo que se relaciona con su nivel relativo en la organización. Lo cual lleva a buscar otro sentido a la noción de nueva clase obrera. Se ve cómo hay cuadros, y yo diría más bien especialistas y profesionales, que se oponen al poder de los aparatos. Así ocurre sobre todo en las grandes organizaciones terciarias, en los servicios de estudios, los centros de investi­ gación, las universidades, los hospitales y las actividades in­ dustriales de investigación y desarrollo. ¿Qué significa ese movimiento, limitado pero real, que no tiene nada que ver con el malestar de los cuadros, ya que más bien responde a lo contrario? El malestar de los cuadros, más aún que las reivindicaciones de los técnicos, es una enfermedad interna de las organizaciones. La concentración del poder de decisión y la multiplicación de los cuadros ha alejado a éstos del poder. El sentimiento de descenso y de

inseguridad lleva a reivindicaciones que en 1968 se vió que no pasaban de ser particulares, categoriales, y que no llega­ ban a alimentar el movimiento de oposición. La oposición de los especialistas, por el contrario, pone en cuestión el poder. Es de la misma naturaleza que la aristocracia obrera que fundó el movimiento obrero en tiempos de la Ia Internacio­ nal: pone en cuestión lo esencial, pero es frágil, pues la categoría en la que se forma disfruta de evidentes privilegios con respecto a los demás trabajadores. ¿Pero por qué hablar en ese caso de nueva clase obrera? No se trata evidentemente de obreros o de categorías próxi­ mas. Torpemente, esa noción intenta establecer una conti­ nuidad en algo cuya discontinuidad es evidente. Porque los especialistas, no se oponen al capital, sino a la organización y a su aparato. Se resisten a una determinada utilización social del conocimiento. La forma extrema de esa oposición es la de los científicos que ponen en cuestión el discurso científico mismo. En 1968 se pudo observar que el movi­ miento penetraba sobre todo entre los especialistas más pró­ ximos por su formación o experiencia al mundo universitario. Oposición cuya importancia es para mí considerable, por cuanto intervienen en ella buena parte de los sociólogos o especialistas de otras ciencias sociales, pero que no corres­ ponde al mismo período histórico que el movimiento obrero. ¿Hay que concluir, pues, que se ha acabado el movimien­ to obrero? Sí, pero siguiendo las prolongaciones de su papel. El movimiento obrero ha pasado a ser la fuerza política a partir de la cual se sitúan los nuevos movimientos sociales, al igual que el movimiento republicano recogió a nivel polí­ tico los temas revolucionarios plebeyos y pasó a ser la fuerza a partir de la cual intervino políticamente el movimiento obrero. La oposición de los contestatarios de hoy al Progra­ ma Común es análoga a la desconfianza del movimiento

obrero con respecto a los dreyfusarás a finales del siglo pa­ sado. Es inevitable que hoy vivan en contacto quienes pien­ san en lo que es políticamente posible y quienes quieren aquello que es socialmente exigible. Como es poco probable un hundimiento de las instituciones y de la organización económica y social, la izquierda francesa debe aprender a vivir las relaciones entre esa fuerza política y un movimiento social. Lo que complica mucho la situación es que el partido co­ munista, que en lo esencial dirige la transformación del mo­ vimiento obrero en fuerza política, siga organizado como un partido revolucionario y produzca análisis y suscite una militancia que corresponde más a un movimiento social que a una fuerza propiamente política. Organización autoritaria y espíritu doctrinario van ligados a una avasalladora importan­ cia de los problemas tácticos, mientras en segundo plano, en ciertos ámbitos, sobre todo de la metalurgia, hay una cons­ ciencia de clase obrera que mantiene su fuerza, que ha perdi­ do menos fuerza que capacidad política. Hay que reconocer la mutación histórica que está teniendo lugar. La CGT, hoy como ayer, moviliza la más fuerte cons­ ciencia de clase obrera. Habla en nombre del trabajo contra el capital, en favor de un desarrollo económico y social de­ mocrático. Esas no son palabras varías. El partido comunista es y sigue siendo profundamente obrero, por su ligamen con el trabajo productivo, y también por su apego a la integra­ ción social y a la disciplina. Hay una cultura industrial que es visible tanto en el Ruhr o la Lorena como en los industriales soviéticos o americanos. Pero esa obrera no puede ya transformarse en movimiento social. Francia la acción sindical va a remolque de una política que ya no puede poner en cuestión el poder A la inversa, un poco por todas partes y sobre te

CFDT, se ve aparecer una nueva acción de clase, que ataca a los nuevos adversarios de las clases populares y revela nuevos campos y nuevos elementos de las luchas sociales, pero sin que la consciencia de sí de la nueva clase popular y su misma definición estén todavía claramente formadas, de suerte que la acción es vigorosa pero casi siempre parece cimentada en una base mal definida y más próxima a las heterogéneas fuerzas de un populismo revolucionario que a la homogenei dad de una clase propiamente dicha. Esa oposición de las dos confederaciones —que no es una descripción de sus actividades, sino un juicio sobre el sentido de su acción histórica— recuerda que un movimiento social no se forma únicamente desde abajo, por un lento aumento de nivel de unas reivindicaciones limitadas en dirección a la política general. Desde el primer momento está todo dado, pero mal integrado: reivindicaciones defensivas, prácticas de lucha, ideas sobre la sociedad. La robusta fortaleza, a menu­ do impresionante, de la consciencia de clase obrera moviliza­ da por la CGT ya no debe engañarnos. Sigue viva en la empresa, pero no se transforma ya en acciones capaces de orientar a la sociedad entera, cuando en cambio los movi­ mientos confusos, mal coordinados, de los grupos de base, casi siempre ligados a la CFDT, llegan a la opinión pública e mventan la historia social de mañana. Nada nuevo en apariencia en el caso de la Lip; unos obreros que defienden su puesto de trabajo, que suscitan una empatia local y nacional y provocan la intervención de unos mediadores. ¡Qué falsa es, sin embargo, esa descripción rápi>y qué poco puede explicar el inmenso eco de una huelga