Carpeta de apuntes [1 ed.]
 8420428299

Table of contents :
Índice

En la fragua de las imágenes (por Roman Hocke) 13
Un cuento de miedo completamente normal 17
Nieselpriem y Naselkiiss 43
Cuarenta y cuatro preguntas al amable lector 60
La muerte y el espejo 66
Lenguaje de los árboles 69
Poema en honor de un no-inventor 70
También es una razón 73
Anrula 74
La búsqueda 76
El reloj de los deseos 77
Historias paralelas 78
Pensamientos de un indígena centroeuropeo 80
Tomando el té 99
Nunca más 100
Tortugas 101
La invitación 104
Sueño de la música de las esferas 105
El alfa y la omega 107
El Pagat 108
Sencillez 110
En busca del misterio 111
El loco sabio 119
El viejo minero 120
Guía de aspirantes a genios artísticos 122
Modestia 126
Conversación calcinante 127
La imagen del mal 129
San Miguel y Adán 131
La consecuencia 132
¿Preguntas tontas? 140
Respuestas dignas de reflexión 142
Reencarnación 146
Tiempo 149
New Age 150
La serpiente marina 153
Cómo se despejan enigmas 154
Cultura experimental 159
Creatividad 162.
Sala de espera de última clase 163
Demasiado tonto para morir 166
El nombre verdadero 172
El oficio del teatro 174
Sí o no 180
Un malentendido 181
Mi padre 183
Gnomos leyendo el periódico 186
Orgánico y mecánico 188
Canción nocturna de Stan Laurel 190
Sobre la utilidad de las debilidades humanas 195
Idilio familiar 197
Continuidad del yo 198
¿Inculcar una conciencia crítica? 200-
Hojas de parra 209
¿Números arábigos? 211
De qué hablan los cuentos 213
Diálogo sobre la muerte 216
Escenario 218
El sueño del titiritero 219
No-teatro 221
Aviso a todos los aprendices de brujo 222
Los que yo conjuré, los espíritus... 223
La Tercera Guerra Mundial 225
Carta a una asustada lectora 227
En el sótano 232
El recién nacido 234
Sobre el eterno infantil 235
Un reino 262
Artificios estilísticos 263
Imaginación y anarquía 264
«No temas» 266
Emisión de palabras 267
La botella mensajera del poeta 269
Telegrama a Sirio 273
Críticos teatrales 275
Pensar obsesivo 276
¿Simple casualidad? 278
Óptimo 284
La máquina de parlotear 285
Mártir del absurdo 288
Realismo como convención 291
Los intermediarios espirituales 293
Un jeroglífico sobre el destino 294
Los suabos y su amor al orden 296
En el fondo ¿por qué? 297
U y E 298
Una vez más: ¿qué cosa es arte? 300
La abuela está sentada llorando en el jardín chino 301
Lo que queda 326
Armida 327
Metamorfosis 331
Buen provecho 332
«Carga con tu cruz...» 337
La matanza de los inocentes 338
Conversación en lo profundo 339
El ideal 345
La revuelta en el país de Jauja 346
¿Cambiar el mundo? 349
Típicamente alemán 350
La doctrina del profesor Dr. Dr. Satanson 355
Dinero y crecimiento 361
Descartes 363
Versos soñados 364
Un sueño de Navidad 365
La realidad de lo oculto 367
La profecía 370
El escritor y la crítica 376
El nuevo provincianismo 377
El animador 378
El peregrino 380
Cuando los niños preguntan 381
Fabula docet 386
Ávido de lo otro 388
Carta a un ilustrado 389

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A llo plo, ii

Michael Ende Carpeta de apuntes

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Michael Ende nació en Baviera en 1929 y murió en Múnich en 1995. Vivió

durante varios años en una

pequeña localidad de la Campania, al sur de Roma. A principios de los años sesenta, después de varios intentos infructuosos, publicó su primer libro, Jim Knopf

y Lukas el maquinista, iniciando así una de las carreras literarias más brillantes de nuestro

tiempo. Libros suyos como

La bistoria interminable, Momo

y El espejo en el espejo —publicados por Alfaguara— lo han convertido en uno de los escritores más leídos y traducidos del mundo.

Carpeta de apuntes

Michael Ende Carpeta de apuntes

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Traducción de Carmen Gauger

uo

Título original: Michael Ende's Zettelkasten O 1994, Weitbrecht Verlag in K. Thienemanns Verlag, Stuttgart-Wien. O De la traducción: Carmen Gauger

O De esta edición:

1996, Santillana, S. A.

Juan Bravo, 38. 28006 Madrid Teléfono (91) 322 47 00

Telefax

(91) 322 47 71

* Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A.

Beazley 3860. 1437 Buenos Aires

+ Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. de C. V.

Avda. Universidad, 767, Col. del Valle,

México, D.F.

C. P. 03100

ISBN: 84-204-2829-9 Depósito legal: M. 22392-1996 Diseño: Proyecto de Enric Satué

O Cubierta: gráfica futura O

Logotipo de colección: José Luis Fajardo

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,

ni un de ni

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fotoquímico, electrónico, magnético,

electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Índice

En la fragua de las imágenes

13

Un cuento de miedo completamente normal

17

Nieselpriem y Naselkiiss

43

Cuarenta y cuatro preguntas al amable lector

60

La muerte y el espejo

66

Lenguaje de los árboles

69

Poema en honor de un no-inventor

70

También es una razón

73

Anrula

74

La búsqueda

76

El reloj de los deseos

77

Historias paralelas

78

Pensamientos de un indígena centroeuropeo

80

Tomando el té

99

Nunca más

100

Tortugas La invitación

104

Sueño de la música de las esferas

105

El alfa y la omega

107

El Pagat

108

Sencillez

110

En busca del misterio

111

El loco sabio

119

El viejo minero

120

Guía de aspirantes a genios artísticos

122

Modestia

126

Conversación calcinante

127

La imagen del mal

129

San Miguel y Adán

131

La consecuencia

132

¿Preguntas tontas?

140

Respuestas dignas de reflexión 142 Reencarnación

146

Tiempo

149

New Age

150

La serpiente marina

153

Cómo se despejan enigmas

154

Cultura experimental

159

Creatividad

162.

Sala de espera de última clase 163 Demasiado tonto para morir

166

El nombre verdadero

172

El oficio del teatro

174

Sío no

:

180

Un malentendido

181

Mi padre

183

Gnomos leyendo el periódico

186

Orgánico y mecánico

188

Canción nocturna de Stan Laurel

190

Sobre la utilidad de las debilidades humanas

195

Idilio familiar

197

Continuidad del yo

198

¿Inculcar una conciencia crítica? 200-

Hojas de parra

209

¿Números arábigos?

211

De qué hablan los cuentos

213

Diálogo sobre la muerte

216

Escenario

218

El sueño del titiritero

219

No-teatro Aviso a todos los aprendices de brujo

222

Los que yo conjuré, los espíritus...

223

La Tercera Guerra Mundial

225

Carta a una asustada lectora

227

En el sótano

232

El recién nacido

234

Sobre el eterno infantil

235

Un reino

262

Artificios estilísticos

263

Imaginación y anarquía

264

«No temas»

266

Emisión de palabras

267

La botella mensajera del poeta

269

Telegrama a Sirio

273

Críticos teatrales

275

Pensar obsesivo

276

¿Simple casualidad?

278

Óptimo

284

La máquina de parlotear

285

Mártir del absurdo

288

Realismo como convención

291

Los intermediarios espirituales

293

Un jeroglífico sobre el destino

294

Los suabos y su amor al orden

296

En el fondo ¿por qué?

297

UyE

298

Una vez más: ¿qué cosa es arte?

300

La abuela está sentada llorando

en el jardín chino

301

Lo que queda

326

Armida

327

Metamorfosis

331

Buen provecho

332

«Carga con tu cruz...»

337

La matanza de los inocentes

338

Conversación en lo profundo

339

El ideal

345

La revuelta en el país de Jauja

346

¿Cambiar el mundo?

349

Típicamente alemán

350

La doctrina del profesor Dr. Dr. Satanson

355

Dinero y crecimiento

361

Descartes

363

Versos soñados

364

Un sueño de Navidad

365

La realidad de lo oculto

367

La profecía

370

El escritor y la crítica

376

El nuevo provincianismo

377

El animador

378

El peregrino

380

Cuando los niños preguntan

381

Fabula docet

386

Ávido de lo otro

388

Carta a un ilustrado

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En la fragua de las imágenes

A lo largo de su prolongada actividad

literaria,

Michael

Ende

reunió

en su archivo

montones de fichas y de hojas manuscritas, pero también otro material de escritura menos usual,

como, por ejemplo, facturas y entradas de teatro. En ellas hay escritas, en parte a mano, en parte

a máquina, comienzos de novela, ideas de todo

tipo, escenas sueltas de piezas teatrales y numerosos borradores de nuevos relatos. Pero no sólo he tropezado con cosas literarias. En el archivo también habían sido conservados, en hojas de apun-

tes, pensamientos y reflexiones que le interesaron o emocionaron en algún momento; he llegado a

encontrar trabajos relativamente largos sobre los temas más diversos. Al hojear todos esos apuntes vi claramente que la pluriformidad de los textos constituye una característica esencial de este escritor de literatura fantástica. Muy en especial, esa coexis-

tencia de imágenes y pensamientos arroja una luz a una tensa y quizás por eso tan fecunda relación: el mundo imaginativo de Michael Ende, que,

a través de su obra narrativa, ya ha llegado a co-

nocimiento de un público amplio, parece tener

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su fuente en un mundo especulativo que es menos conocido pero seguramente igual de interesante y original. La presente antología pretende hacer ver la coexistencia de los dos mundos que marcan la actividad literaria de Michael Ende. Por supuesto que sólo se ha podido tener en cuenta una parte reducidísima del archivo. Pero precisamente por eso hemos tenido especial empeño en que esta compilación contenga por lo menos un ejemplo de cada uno de los diferentes géneros, para poner de manifiesto esa fascinante variedad. Así, aparecen en la antología relatos fantásticos y versos, baladas y cantos llenos de poesía e ingenio, cosas divertidas, humorísticas y absurdas, pero también sueños y fantasmagorías que muchas veces tienen rasgos paradójicos o adquieren súbitamente un carácter grotesco-demoníaco. Pero para dar una impresión del mundo especulativo que alimenta la imaginación de Michael Ende, hemos entremezclado aquí y allá textos de un género to-

talmente diferente: observaciones y reflexiones,

aforismos y temas que invitan a meditar y que giran en torno a materias que constituyen el cosmos especulativo de Michael Ende. Esos textos, al igual que los narrativos, dan una sorprendente perspectiva del mundo y hacen ver a una nueva

luz cosas supuestamente obvias. Sólo cuando se conoce la mutua reciprocidad del mundo especulativo e imaginativo, es válida la frase que dice que Michael Ende se ha-

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llaba en su terreno en esos dos mundos opuestos: el mundo real y el mundo de las representacio-

nes que él mismo, en uno de sus libros más be-

llos, llamó Fantasía.

ROMAN

HOCKE

Un cuento de miedo completamente normal

En aquella época-nos solíamos reunir en el Leopold, uno de esos bares de Schwabing comparables, en lo acogedor, a una sala de espera de tercera clase, pero que tenían la ventaja de cerrar a las doce de la noche. Le ponían a uno en la calle, sin más, y eso evitaba tener que decidirse uno mismo a irse a casa y a la cama, en lugar de seguir allí hasta las

tantas de la madrugaday beber otra cerveza más,

otro vino más —por qué diablos se hará eso—, lo cual constituía un problema, no sólo por la correspondiente resaca del día siguiente sino por la falta de dinero de todos nosotros. Pero al Leopold se podía ir; toleraban que uno permaneciera allí horas y horas ante una sola copa de vino. Hoy ya.no sería posible eso. En cualquier caso, allí encontraba uno siempre algún amigo con el que poder discutir un poco (en aquel entonces éramos todos más o menos existencialistas, y quien se lo podía permitir llevaba un jersey negro de cuello alto), y si alguna vez llegaba a suceder que no hubiese ningún amigo, no había más que esperar un poco. Más pronto o más

tarde acababa llegando alguno. La noche de la que quiero hablar se había

reunido en torno a nuestra mesa de siempre toda

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una tertulia. Allí estaba, alto como un castillo, el

pintor Oskar P., que por los motivos que fuese atendía por el nombre de Oki, con su diminuta mujer báltica, que ganaba dinero para él, parecía siempre como un poco indignada y se llamaba Ókchen. En realidad, su nombre era Inge, pero como en nuestro círculo había demasiadas Inges, sólo la llamábamos así. Estaba también Heinz H., bajito y asimismo pintor y autodidacta, el único de nosotros que había conseguido vivir en relativa armonía con dos mujeres, su esposa legal, alemana del norte, y su concubina austriaca. Allí estaban las dos, la esposa hacía punto, a la concubina le había dado otra vez por llorar un poquito (lo hacía con frecuencia y le gustaba) porque él, con su sonora voz que llegaba a las mesas

vecinas, la criticaba por algo relacionado con su

incultura. Á su lado estaba sentado Eberhard S.,

un físico de apacible carácter que pese a su juventud estaba casi completamente calvo y traba-

jaba en Siemens. Aparte de éstos vi en la mesa a dos tertulianos no habituales: Inge S., una belleza de alrededor de los cuarenta, que trabajaba de

animadora nocturna en alguno de los hoteles elegantes de Múnich, una mujer que tenía un sexappeal curiosamente indolente, de pantera. Más de la mitad de la juventud masculina de Schwabing había pasado por sus enseñanzas eróticas, por lo que llevaba el sobrenombre de barco-escuela. Aquella noche había traído con ella a un chico joven, un estudiante de medicina —ella lo lla-

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maba Butzi—, que ya al poco rato nos resultó a

todos bastante cargante porque, con insoportable insistencia y sin darnos el menor respiro, ha-

cía alarde de chicote tosco e ingenuo. Al parecer era de campo, de una familia de aldeanos, y se com-

portaba como si tuviese que enseñarnos lo que es el primitivismo bávaro. Ókchen trataba de frenarle con algunas

observaciones cáusticas, pero Butzi no las oía o no quería oírlas. Poco a poco enmudecieron todos hasta que el ingenuo aldeano se encontró sin público y se le agotaron sus estúpidos chistes. El barco-escuela echó una mirada al reloj y dijo que pronto iba a ser hora de marcharse. Su trabajo em-

pezaba a las doce y media en el hotel Regina-Palast. Parecía que la velada estaba definitivamente estropeada. Hay un método comprobado para transformar, con seguridad casi infalible, un grupo

excesivamente heterogéneo o aburrido en animado cenáculo. Es mejor no emplearlo demasia-

das veces con las mismas personas pero la prime-

ra vez funciona prácticamente siempre. Quien

quiera puede convencerse él mismo de ello. Yo la pongo aquí al servicio de la generalidad: sólo hay que plantear la cuestión de si hay de verdad o no espectros, fantasmas y cosas semejantes. Al cabo de pocos minutos, el grupo se ha transformado en una especie de tribunal de justicia, con un mi-

nisterio fiscal, que defiende la posición del ra-

cionalismo ilustrado, con defensores, que por lo

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general aducen argumentos sacados de alguna

publicación parapsicológica, y con testigos, que aportan experiencias propias, más o menos curiosas, sobre el tema. Los indecisos adoptan por así decir la posición del jurado, los diferentes partidos se dirigen a ellos para convencerlos de la opinión respectiva. Planteé, pues, la cuestión en medio de un silencio que ya comenzaba a pesar, y el intento dio resultado, como era de esperar. No había pasado mucho tiempo y ya la tertulia se hallaba en plena y acalorada discusión.

En el fondo yo había calculado que, ante

ese tema, Butzi, el amante de la naturaleza, reaccionara con irónicas carcajadas y jactanciosos ra-

zonamientos, pero en lugar de eso noté que iba enmudeciendo cada vez más y que parecía como abatido. Terminó por no tomar parte en la conversación y permanecía sentado con los ojos clavados en la jarra de cerveza, que sostenía con ambas manos. Yo le pedí que nos dijera lo que pensaba sobre aquel tema, pero él sacudió la cabeza. Los otros se dieron cuenta entonces de su extraño comportamiento e insistieron en que respondiera. —Yo he vivido eso —dijo en voz baja—. Y no vuelvo a reírme de una cosa así. Ántes también me reía, pero no vuelvo a hacerlo. Yo lo he vivido.

Ahora nos había picado realmente la curiosidad y no pensábamos ceder. Él buscaba esca-

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patorias, pero nosotros no cejábamos. Cuando

por fin vio que en vano trataba de defenderse comenzó a contar, primero tragando saliva, luego cada vez con más apresuramiento, como si quisiera acabar con aquello lo antes posible.

«Todo pasó hace cosa de un año. Sí, hace casi un año exacto, en vacaciones. Yo estaba de

excursión con un compañero de curso, estudiante

de medicina también, un tío de una familia ele-

gantísima, era barón, Lazarus von Altenberg, de Suabia. Entre los nobles hay hoy en día mucho pobretón y unos cuantos cargados de millones; ambos grupos no se tratan entre sí. Él era de los pobretones. Quizás fuese ésa la razón de por qué no tenía respeto de nada ni de nadie. No he conocido en toda mi vida un tío más desvergonzado. Éramos amigos. Sí, creo que se puede afirmar eso,

en efecto. Éramos íntimos amigos. » Así que habíamos quedado en hacer, durante las vacaciones del año pasado, una marcha a pie de quince días por el Jura Suabo. Pero no me preguntéis ahora por detalles geográficos de ningún género. Jamás me he interesado por tales cosas, ni siquiera en el bachillerato. Así que no recuerdo ningún nombre de lugar, no se me ha quedado nada. Lazi —así le llamaba yo— había preparado previamente la ruta a seguir. Quería visitar algunas comarcas y varios castillos en rui-

nas que habían pertenecido a sus antepasados ha-

ce no sé cuántas generaciones. A mí, en el fondo,

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eso me interesaba poco, dejaba que él decidiera lo hay montañas más altas y me impresione mucho. »Los primeros días

yo caminaba con él y que fuese. En mi tierra el Jura Suabo no es que tuvimos una gran suer-

te con el tiempo, hacía sol y un calor moderado, hasta era posible bañarse. Hice sin embargo un descubrimiento que me produjo cierta sorpresa. Habíamos plantado las tiendas a orillas de un

pequeño lago, junto a un bosque, yo me tiré inmediatamente al agua. Pero mi amigo se negó

tozudamente a hacer lo mismo. Volví a la orilla para cogerle y tuvimos un pequeño forcejeo. Yo era más fuerte y le eché al agua sin más miramientos, desde una pasarela que servía de desermnbarcadero. Fue sólo después cuando noté que no debí haberlo hecho. Aunque el agua sólo le llegaba al abdomen, le dio un auténtico ataque de histeria y tuve que sacarle por la fuerza. No era sólo que no supiese nadar: el agua le daba una especie de pánico absurdo, lo mismo que otras personas tienen claustrofobia o vértigo. La razón de ello no la sabía él mismo, o no quiso decírmela. Bueno, lo cierto es que desde entonces me bañaba yo solo, cuando surgía la oportunidad, y le dejaba a él en paz. »Cosa de una semana después el tiempo empeoró. Empezó a llover y aquello no paraba. Nosotros nos limitábamos a caminar, lo más di-

rectamente posible, de un albergue a otro y casi

siempre llegábamos chorreando y muertos de frío.

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La cosa ya no era muy divertida, pero mi amigo insistía en que continuásemos, diciendo que quizás mejorase pronto el tiempo. Lo que no era el caso, en absoluto, más bien empeoraba. » Una vez llegamos a una pasarela del bosque, que hacía de puente sobre un arroyo. Pero el arroyo había crecido hasta convertirse en un cau-. daloso torrente y el agua había arrancado la pasarela. Yo propuse que tratásemos de cruzar a la otra orilla atravesando el agua por una parte más estrecha, pero mi amigo no estaba dispuesto a ello. Sacó su mapa topográfico, que ya estaba bastante empapado, y dijo que más abajo, a pocos kilómetros, había un puente más grande. Así que nos pusimos en camino. » Para ser breves: no encontramos el puente. Probablemente, Lazi había confundido el arroyo del mapa con otro. Estaba oscureciendo y

nosotros seguíamos dando vueltas por el bosque. Finalmente, tuvimos que reconocer que nos habíamos extraviado sin remedio. No sabíamos dónde estábamos. »S1 el tiempo hubiese sido propicio, ha-

bríamos encendido tranquilamente una hoguera

y pasado la noche al sereno, pero seguía diluviando. Tampoco había cueva alguna o cualquier otro refugio; la cosa empezó a ponerse bastante poco apetecible. Seguíamos dando traspiés en la

oscuridad esperando encontrar un pueblo o al

menos una carretera, pues al fin y al cabo, el Jura Suabo no es la selva virgen brasileña.

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» Hacia las diez de la noche dimos, en efec-

to, con un pueblecillo que parecía como muerto. No veíamos luz en ninguna casa y una fonda donde pudiésemos coger una habitación no parecía que hubiese. Mi amigo maldijo en voz alta de todas las virtudes suabas, sobre todo del sentido del

ahorro, que llevaba a los naturales del país a dormirse con las gallinas. »Finalmente, descubrimos un débil resplandor que pasaba a través de las rendijas de unas

contraventanas cerradas. Pertenecían a una casa grande y vetusta, situada directamente al lado de la iglesita, en el centro del lugar. Se trataba, por todas las muestras, de la casa parroquial. Llamamos al timbre, y como no sirvió de nada, aporreamos la puerta. Ésta tardó bastante en abrirse. »Ante.nosotros había un hombre bajo y regordete, con una bata llena de zurcidos. Era calvo por delante, el resto de sus cabellos blancos le llegaba hasta los hombros. La cara parecía

como fofa, pero nos miraba con amabilidad, y mientras le explicábamos nuestra situación y le pedíamos hospedaje, mantenía la cabeza ladeada

y la mano pegada al oído. Estaba claro que era bastante sordo. Cuando por fin nos entendió, nos ofreció su casa. » Arrastrando los pies, marchó delante de nosotros, a través de un pasillo oscuro e inmen-samente largo, de suelo enlosado, hasta llegar a su despacho, en el que apestaba a tabaco malo de pipa. Sobre la mesa, había encendida una sola

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lámpara, de pantalla verde. Se sentó detrás de la mesa y nos invitó a acomodarnos en el sofá. » Nuestra suposición resultó ser cierta. Era, en efecto, el párroco del pueblo y se llamaba Ma-

gerle [“delgadín”], lo que causó a mi amigo una

risa ahogada que el otro, sin embargo, no percibió. Nosotros también nos presentamos, y él nos hizo algunas preguntas, de dónde éramos, qué estudiábamos y cosas así. Le dimos de buen grado la información, y por fin pareció conforme. Se disculpó por no podernos ofrecer nada, ya que la mujer que le llevaba la casa se había marchado a las siete, COMO Siempre, y nosotros nos apresuramos a asegurarle que estábamos bien provistos de comida y que no queríamos molestarle más, lo único que queríamos pedirle era que tuviese la bondad de permitirnos dormir allí. Añadimos que estábamos de acuerdo con lo que fuese y que no teníamos ningún tipo de exigencias.

»Guardó silencio y se nos quedó mirando largo tiempo meditativamente. Yo pensé que quizá no hubiese entendido nuestra petición y la repetí en voz más alta. Asintió sonriente, encendió la pipa y empezó a fumar con aire pensativo. Carraspeó luego y dijo: »—En el primer piso, justo encima de donde estamos, tengo un cuarto de huéspedes con dos

camas y un lavabo. Si ustedes quieren, señores, lo pongo a su disposición con mucho gusto. Pero an-

tes tengo que advertirles que en esta casa hay fantasmas.

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» Nosotros nos miramos, mi amigo soltó una risita irónica y preguntó: »—¿Qué dice que ocurre? »—Que hay fantasmas —respondió el señor Magerle amablemente—. Ustedes saben lo que eso quiere decir, ¿no? Hay un fantasma

que se pasea por esta casa. Por lo demás, es inofensivo y no hace nada malo a nadie. Sólo que se

pone a trajinar, nadie sabe en qué y por qué, sobre todo allá arriba. Por eso yo vivo y duermo aquí abajo. Lo mismo hacía mi predecesor y el predecesor de éste. Viene cada noche, entre las doce y la una. »—Por supuesto —solté yo sin darme cuenta—. ¿Cuándo si no? »El párroco me miró sonriente. »—NOo estoy bromeando, querido joven. Se lo estoy diciendo para que estén preparados, pues no va con los gustos de todo el mundo el hacer experiencias de este género. Es, de verdad, algo muy diferente de cuando se leen tales cosas. Ahora, la habitación lleva ya tiempo vacía, pero antes ha habido ocasiones en que mis huéspedes han sufrido crisis nerviosas o ataques cardíacos, pero sólo por el miedo, pues como ya he dicho el fantasma no hace nada malo a nadie. Si esto no les molesta, entonces, señores, pueden utilizar

ustedes las camas. »—NOo, seguro —dijimos ambos casi al unísono—. Una cosa así no nos molesta en absoluto.

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» De nuevo nos observó el párroco un rato, chupando su pipa. Al cabo, hizo un gesto con

la cabeza.

»—Ustedes son estudiantes de medicina, científicos, y quizás encuentren ridícula la pre-

gunta de un viejo cura de pueblo, pero pese a ello quiero hacérsela. ¿Saben ustedes rezar? »—¿Qué quiere decir exactamente? —pregunté yo. »—Bueno, el Padrenuestro, por ejemplo. »—Para ser sincero —respondió mi ami-

go riendo—, no sé si me sale entero. La clase de religión hace ya mucho que pasó a la historia, por desgracia. »—Inténtelo —respondió el señor Magerle con voz seria—. Á veces sirve.

»Luego nos invitó a seguirle. Salimos al pasillo. De allí, una amplia escalera de madera de roble, ennegrecida por los años, llevaba al primer piso. El pasillo de arriba era algo más estrecho, y la tarima del suelo crujía cuando pasábamos a lo largo de una serie de puertas. Nuestro anfitrión abrió la última y encendió la luz. »—Ésta es su habitación, señores.

»Entramos en una pieza bastante grande, pero de techo bajo, con vigas. Olía a moho y a polvo. En la pared de enfrente de la puerta había una ventana, los pesados cortinones estaban corridos. En la pared izquierda, separadas sólo por una mesilla de noche, había dos potentes camas de madera, los enormes edredones de plu-

28

mas y los almohadones carecían de funda. Al la-

do, en la pared, había un lavabo con sólo un grifo.

Enfrente, en la pared de la derecha, se veía una

gran chimenea inglesa, con leña apilada en su interior. En los lugares libres se elevaban estanterías llenas de libros viejos y polvorientos, y en el ángulo entre la ventana y la chimenea había una especie de pupitre alto, con una gran Biblia, encuadernada en piel. »—Siento mucho —dijo el señor Magerle— que no estén hechas las camas, pero como he dicho el ama se ha ido ya y yo no sé dónde guarda ella las sábanas. Claro, no contábamos con esto. »—Oh, no se preocupe usted —le interrumpí yo—. Nos las arreglaremos muy bien así. Le estamos realmente muy agradecidos. » Yo me caía de sueño y ya sólo quería dormir. El párroco se dirigió hacia la puerta y metió la llave en la vetusta cerradura de hierro. »—La dejo metida por dentro —explicó—, por si prefieren echar la llave. Por más que... »—No, muchas gracias —dijo mi amigo en voz alta—. No será necesario. »—Como quieran. Les deseo buenas noches —murmuró el viejo abriendo la puerta. Pero luego se dio otra vez media vuelta y añadió —: Hace un poco de frío aquí, y si quieren, pueden encender la chimenea. Hay leña en abundancia. »—Muy amable, señor cura —exclamé yo—, y muy buenas noches también.

29

»La puerta se cerró, nosotros nos mira-

mos y empezamos a reírnos como dos payasos. Nos había costado mucho contener hasta ese momento las carcajadas. »—i¡No es posible, no es posible! —exclamó mi amigo arrojándose sobre una de las

camas—, no, de verdad que esto no es posible. ¡Ay, cuánto me gustan estos suabos y su poética

imaginación! ¿Tú crees que se puede dar con un personaje semejante en cualquier otro rincón del

mundo?

»—¿Quieres que te diga una cosa? —dije yo, sentándome a su lado—. Tengo la impresión de que ese tío loco se lo cree él mismo. » —¡Qué va! —respondió Lazi—. Qué poco conoces tú a este género de listillos. Se está

mondando de risa pensando que nos ha metido

el miedo en el cuerpo. »—No, en serio —insistí yo—, él no ha

mentido. Está chaveta, eso es todo. » Mi amigo se incorporó.

»—¿Tú piensas que le falta un tornillo? »—SÍ, exactamente.

»Lazi se sentó delante de la chimenea y encendió las astillas ya preparadas. Las llamitas prendieron en los leños de haya y el fuego empezÓ a crepitar. »—»NO sé, pero me parece curioso todo esto —dijo mi amigo—. En contra de lo que dice, es casi como si hubiera estado esperando visita.

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» Yo ya estaba bostezando: »—No necesariamente. Las camas no están hechas y ni siquiera un poco de pan con mantequilla o un vaso de cerveza... » Nos despojamos de nuestra ropa húmeda y la colgamos sobre dos sillas que pusimos cerca del fuego. La habitación estaba caldeándose agradablemente. Sacamos de las mochilas nuestros chándals, también unos calcetines de lana secos y nos los pusimos. Echamos luego mano de nuestras provisiones y de los termos y comimos y bebimos. En alguna parte de la casa, un reloj dio onee campanadas. Lazi se echó a reír de pronto: » —¿Quieres que te diga una cosa? —dijo mientras seguía comiendo—, independientemente de si ese viejo estrafalario está loco o sólo se hace pasar por tal, yo estoy casi seguro de que va a montar algún espectáculo, con sábanas y con ¡obhhhhh! y ¡bubhhhhhh! Tendríamos que darle un pequeño escarmiento para que de ahora en adelante se lo piense, si le compensan los cuentos de miedo. ¿Tú qué opinas? »—Como

tú quieras —respondí ya me-

dio dormido. » Disponíamos cada uno de nosotros de una gran linterna de bolsillo, que colocamos en la mesilla. Lazi apagó la luz eléctrica y nos metimos bajo los edredones de plumas. La habitación quedó iluminada únicamente por el parpadeo de las llamas, y fuera seguía oyéndose el golpeteo de la lluvia. Debí de quedarme dormido, pues de

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pronto noté que Lazi me sacudía y susurraba a mi oído:

»—¡Eh, despierta. Creo que empieza la función! »Me costó trabajo recuperar la conciencia y en el primer momento no sabía dónde estaba.

»—¿Qué pasa? —murmuré—. Déjame en

paz, por favor.

»—i¡Pero escucha! —dijo mi amigo con un cuchicheo. »El ruido parecía venir de abajo, del pasillo enlosado. A decir verdad, no sé cómo describirlo. Parecían como explosiones, pequeñas y vibrantes,

que se repetían a intervalos irregulares, o como si alguien diera golpes en el suelo con una barra de

hierro, o también, no sé, como pasos lentos, pesados, oscilantes hasta cierto punto, de unos zapatos

de metal. »—Ahí

viene —susurró

mi amigo—.

Cuando esté subiendo la escalera, le damos un empujón. ¡Venga!

» Yo le contuve: »—»No, oye, nada de empujarle hacia abajo. Eso podría acabar mal. »—Bueno, entonces sólo le damos un buen

susto. Venga, date prisa.

»Agarramos nuestras linternas, abrimos sigilosamente la puerta y nos deslizamos al pasi-

llo, negro como un túnel. Allí, tanteando la pared, avanzamos hasta la amplia escalera de roble

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y nos colocamos, el uno al lado del otro, en el descansillo superior. »—Cuando yo diga ¡uno, dos, tres!, enciendes la linterna —me susurró Lazi al oído. » Teníamos las linternas preparadas. Los pesados pasos, o como se los quiera llamar, se acercaban lentamente a la escalera. Entremedias

se oía ahora también un sonido extraño, como si arrastrasen algo o como si tintinease algo, y una

especie de jadeo, una respiración lenta y bronca, como de quien tiene un asma muy fuerte, y sin embargo era..., no sé cómo decirlo, no estaba claramente localizado, quiero decir, tenía una especie de resonancia, un eco de otra procedencia. » Ahora, el ruido subía paso a paso, con enervante lentitud, los peldaños de la escalera, que chirriaban como si cedieran bajo un peso inmenso. Cuando el ruido había llegado aproxi-

madamente

a la mitad de la escalera, Lazi me

susurró al oído:

»—Ahora: ¡uno, dos, tres!

» A un tiempo encendimos ambos las lin-

ternas. El cegador cono de luz iluminó con claridad meridiana la escalera: pero allí no había nada. No había absolutamente nada, sólo el ruido

seguía avanzando hacia nosotros, peldaño tras peldaño. »Completamente trastornados por el pá-

nico instantáneo que se había apoderado de no-

sotros, regresamos precipitadamente a nuestro cuarto, cerramos de golpe la pesada puerta, y mi

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amigo dio varias vueltas a la enorme llave. Después, nos metimos de un salto en la cama, con una mano tiramos del edredón tapándonos hasta la barbilla, y con la otra dirigimos el cono de luz de las linternas contra la puerta. »Los pasos, o lo que fuese, se acercaron y de pronto se detuvieron. Se hizo un silencio total, hasta el fuego de la chimenea dejó de crepitar, sólo seguía oyéndose fuera el rumor acompasado de la lluvia. No sé cuánto tiempo duró aquel silencio, pero creo que fueron por lo menos diez minutos. Yo tenía ya la esperanza de que todo hubiera pasado cuando oí que a mi amigo le castañeteaban los dientes. Pero no pude dirigir la.vista hacia él, sino que miraba como hipnotizado hacia la puerta. Y entonces percibí también lo que él indudablemente ya había visto antes que yo: los pesados tableros tallados empezaron a combarse, la puerta entera se abombaba hacia dentro, como si fuese de

goma, pero sin el menor ruido, una y otra vez, y la terrible presión ejercida desde fuera parecía aumentar cada vez más. Noté cómo el sudor frío me goteaba por la nariz. »Entonces se paró de pronto, como si la

fuerza se hubiese agotado, por un instante no ocu-

rrió nada más, pero al cabo empezaron a llover golpes contra la puerta, como si diez gigantes, locos de furia, apalearan la puerta con pesados martillos y con barras de hierro. Yo creí que el marco entero iba a salirse del muro, pero esta vez no se movía nada, la hoja de la puerta ni siquiera temblaba.

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»De nuevo hubo un silencio bastante largo; al cabo, vi que la llave de hierro, que seguía

e t , n a a e r d u m a d a a j a t í a r n v r c e o e n n e a y a l m s c e l e intervalos. Me picaba la piel de la cabeza, pues e t n e o m d l n n a a e r b s i e a o n t t de li po los pel se me es punta. El cerrojo se descorrió, el picaporte se moo o r r t t e e m m í , í a o t t i j s n n c a a ó e e r b a i se fue t c y c a v h abriendo la puerta hasta que se halló de par en par. »En el mismo instante la habitación se volvió fría como el hielo. No digo que yo sintiese frío sino que el aire de la estancia se volvió tan helado que veía delante de mí la propia respiración, jadeante. Se apagaron luego las llamas de la chimenea y sólo quedó un rescoldo de brasas. Los

conos luminosos de las linternas temblaban: ape-

. s a s l o r m e n a e í t d s s o o a s n p »El extraño y áspero jadeo, con aquel eco

, o n e r r e t a r t empezó otra vez, y los pasos, arrasul

, e t n e e m s a o d d a n entraron en la habitación. pes trá n o n r o e r i a v c a u r s m t e e s e a i c e i e o y s d d m c a l p Se a allí. No sé cuánto duró aquello, a mí me parecieron horas. Luego, los pasos se dirigieron a la cama de Lazi y se pararon allí. Ahora pude echar por primera vez una mirada a su rostro, y apenas lo o d a , r í u c g o i n f o s c n e e a estaba. Los ojos se le sat d r e t n e m a t e s l a a lían de las órbit y la boca estab comp abierta, como si se ahogase. Quise llamarle, pero no me salió la voz del cuerpo. » Finalmente, los pasos se apartaron de él y se arrastraron hasta el pupitre que había en el rincón. Vi cómo se abría sola la gran Biblia, luego las

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hojas se movieron de acá para allá, como agitadas por un fuerte vendaval. Todo el tiempo se oía el áspero jadeo. Al cabo de un rato cesó aquel hojear fantasmagórico, y de la chimenea se levantó una brasa, que flotó en el aire y fue a posarse sobre

una página del libro, donde resbaló en una y otra

dirección y finalmente, con una pequeña explo-. sión, se deshizo en un chisporroteo. »Los pesados pasos recorrieron el cuarto, se

detuvieron otra vez ante la cama de Lazi, avanzaron

renqueantes hacia la puerta, que se cerró de un portazo, y se perdieron poco a poco en algún rincón de la casa. El fuego de la chimenea volvió a arder con claras llamaradas, como si nunca se hubiese apaga-

do, y la estancia estaba agradablemente caldeada.

» Había terminado la pesadilla. »Lo primero que hice fue ocuparme de Lazi, que estaba muy mal. Se había dejado caer en los almohadones, tenía la cara verdosa, los ojos extraviados, de forma que sólo se veía lo blanco, y el pulso era prácticamente inexistente. Le froté las manos, le dí unos golpecitos en las mejillas y le llamé por su nombre, pero pasó un rato hasta que recobró a medias la conciencia. Por suerte guardaba yo todavía en la mochila una pequeña cantimplora con un poco de aguardiente de genciana, y le hice tragar un poco. »Cuando por fin estuvo algo mejor y pudo levantarse, examinamos lo primero la puerta. Estaba cerrada con llave. Nos miramos en silencio, y Lazi sacudía continuamente la cabeza. No

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sé por qué, en el fondo, pero conversábamos en voz muy baja. »Fuimos después a la Biblia, que seguía abierta, encima del pupitre. Una página tenía, en uno de los márgenes, un quemado, y un pasaje estaba subrayado con carbón. Decía así: Padre Abraham, envía a Lázaro para que meta la punta del dedo en agua y humedezca mi lengua, pues me abraso en este fuego. » Tuve que sujetar a mi amigo, pues las piernas se le doblaron de golpe. Lo arrastré hasta su cama y le di otro sorbo de genciana; el último resto me lo tomé yo. »—Yo quiero irme de aquí —murmuraba todo el tiempo—. Hay que largarse de aquí. Vámo-

nos, te lo pido por favor, vámonos ahora mismo... » Fuera seguía oyéndose el rumor de la lluvia, la noche era oscura como boca de lobo, y de

todos modos no hubiéramos sabido adónde ir, así

que intenté calmar a mi amigo, en la medida de lo posible. Puse una silla junto a su cama y le cogí la mano hasta que, agotado, cayó en una especie de letargo. Así pasamos el resto de la noche. »Al día siguiente, el párroco nos recibió con un abundante desayuno. El ama ya había llegado y preparado todo. Una señora mayor, delgada, con una sombra de bigote y zapatos extraordinariamente grandes, que, sin saludar, nos

puso el café sobre la mesa y se marchó. »El estrafalario viejo nos dirigió una mirada escudriñadora, mientras que nosotros tomábamos el desayuno sin gran apetito. En su blan-

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do rostro se dibujaba la misma sonrisa que el día anterior. »—¿Han dormido bien los jóvenes señores? —quiso saber. »Lazi permanecía en silencio, por lo que fui yo quien respondió: »—No es que pueda decirse eso, precisamente. »El párroco asintió: »—Me lo imaginaba. » —¿Es que no ha oído usted nada de ese... ruido infernal? —pregunté. »Él sacudió la cabeza: »—N Oo, en el resto de la casa nunca se oye nada. Ni siquiera en la habitación de al lado.

» Parecía estar esperando que contásemos algo, pero ninguno de los dos tenía ganas. Sólo

cuando habíamos terminado, dije yo:

»—Por cierto, el agujero negro que hay en

la antigua Biblia..., bueno, no tenemos la culpa NOSOtTOS.

»—¿Culpa? —preguntó él—. ¿Qué quiere decir usted? »—Bueno, sólo quería decir que no somos zosotros los autores del quemado. »Magerle clavó la mirada en Lazi y dijo

en voz baja:

»—Eso es Otra cosa. »Como mi amigo seguía sin decir nada,

yo le di las gracias por la hospitalidad con que nos había acogido, y nos pusimos en camino.

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»La mañana era bastante fría y soplaba el viento, pero había dejado de llover. » Después de haber caminado cosa de una hora llegamos a una estación de ferrocarril y nos montamos en el primer tren. Tácitamente estábamos de acuerdo en poner término a la excursión. Regresamos a Múnich. Lazi no dijo una sola palabra durante todo el viaje.» El narrador se bebió de un trago la jarra de cerveza y se recostó en la silla.

Entre sus oyentes empezó un runruneo de comentarios. La esposa legal reanudó la labor

de punto que, al final, había dejado caer.

—La verdad, no sé qué pensar —decía Oki a su mujer, que le asediaba con preguntas en voz baja.

mente.

Eberhard S., el físico, sonreía sardónica-

El barco-escuela observaba a Butzi sorprendida y con un cierto orgullo de propietaria, como si no hubiese notado hasta aquel momento qué extraño ejemplar había adquirido, y preguntó: —-¿Se ha terminado tu historia? —Sí —respondió él—. La mía se ha acabado, pero la verdadera historia empieza ahora. Sólo que no la puedo contar, porque no la sé. Se

refiere a Lázaro. —-¿Y eso? —preguntó Heinz H.—. ¿Qué

pasó con él?

39 —-Yo apenas pude sacar nada de él —respondió Butzi, quien daba de pronto la impresión de estar cansado y no parecía tener ganas de seguir hablando—. Después de nuestra experiencia co-

mún, casi no lo he vuelto a ver. Me rehuía, no sé

por qué. Lo único que he podido saber es que hace varias generaciones hubo en aquella comarca un antepasado suyo que ahogó a su propio hermano para ser el único heredero del patrimonio familiar. Pero la cosa no se aclaró nunca, porque no encontraron el cadáver. A la viuda del asesinado la obligó a casarse con él. De esa unión maldita nació un único hijo que fue el antepasado directo de mi amigo. De lo que no tengo idea es de la posible relación de todo ese asunto con la vieja casa parroquial. ——Pero eso sería justamente lo interesante

—exclamó la concubina austriaca—. Tiene usted que preguntárselo, absolutamente. Butzi hizo una mueca para dibujar una sonrisa desprovista de alegría: —Ya lo haría si pudiese. Pero desgraciadamente no puedo. Mi amigo ha muerto. Durante un momento

reinó un conster-

nado silencio. —¿Cómo murió? —preguntó Okchen. Butzi vacilaba, al parecer no le apetecía dar una respuesta. —¿Una enfermedad? —le insistía Okchen—. ¿Un accidente? ¿O fue suicidio? Butzi hacía girar la jarra vacía entre las manos y dijo quedamente:

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—Se ahogó... en una palangana. Los oyentes intercambiaron miradas y parecían a punto de soltar la carcajada, pero el rostro de Butzi tenía una expresión que contuvo a todos. Parecía que no había sido una broma, en absoluto, había incluso palidecido un poco y tenía en las mejillas unas manchas rojas. —-¿Qué significa eso? —preguntó el pequeño Heinz H. alzando un poco la voz. Butzi respiró profundamente y dijo sin mirar a ninguno de nosotros: —Yo no estuve presente, así que no sé cómo pasó. Fue hace dos meses. Él vivía en la

Amalienstrasse, cerca de la universidad. Su ha-

bitación tenía una ventana que daba al patio interior. No costaba mucho, pues él no tenía dinero. Un cuchitril, sin calefacción ni agua corriente. Al parecer, había puesto la palangana de lavarse en el alféizar y se había lavado allí, con la ventana abierta. La persiana era de las que se suben y bajan con una correa colocada en la pared. Era vieja y mohosa y por la razón que sea la correa tuvo que haberse roto. La persiana le cayó seguramente en el cuello como una guillotina, aplastando su cabeza contra la palangana. Cuando lo encontraron un día después, casi no podían levantarla. Butzi alzó la vista, y nos miró a todos,

uno después de otro.

—Bueno —dijo con una sonrisa forza-

da—, eso es todo. Más no sé.

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Nuestra obesa camarera, Zenzi, vino a nues-

tra mesa y nos conminó bruscamente a vaciar los

vasos y a pagar: —¡Esto se ha acabado, señores! Una quiere también irse por fin a casa y a la cama, y mañana por la mañana amanece otra vez. Siempre son ustedes los últimos. El Leopold se había ido vaciando, en efecto. Pagamos y nos marchamos. A Butzi se lo llevó el barco-escuela en su coche. Eberhard $. y yo cami-

namos juntos un rato, pues teníamos el mismo trayecto. Permanecimos callados los dos hasta llegar a su portal. —-¿Qué te ha parecido la historia? —pregunté. —No sé —dijo él —. Un cuento de miedo

completamente normal. Los pasos, la respiración jadeante, el frío súbito... todo clichés que ya se conocen de muchísimos otros relatos. No demasiado original, excepto el asunto de la palangana,

quizás.

—-Pero así son esos fenómenos —objeté

yo—. En todos los relatos son siempre los mismos. Eso habla en realidad en pro de su autenticidad. —-¿Quieres decir con eso que te crees esa historia? Yo asentí. —¿Y tú? Él se echó a reír y me dio unas palmaditas en el hombro:

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—No, hijo mío, ni tampoco creo en papá Noel, si es que no me lo tomas a mal. Pero tengo que admitir que le ha puesto un suspense enorme. Ya es algo, antes no le hubiese creído capaz de eso. ¡Que duermas bien! Adiós, hasta otro día. —Adiós —dije yo—. Que duermas bien

también. Y me puse a pensar adónde podría ir aún para estar con gente.

Nieselpriem y Naselkiiss

Buscando el legendario país de Papanatíbar, el mundialmente célebre chungólogo y panfilónomo Stanislaus Stups descubrió un día en medio del océano una isla que no estaba indicada en ningún mapa. Ordenó al capitán de su barco que anclase ante la costa y remando se dirigió a tierra él solo en un bote. La isla tenía forma de sombrero puntiagudo, de un color azul ultramarino. La playa era por así decir el ala y tenía una anchura de sólo veinte o treinta metros, detrás de ella se alzaba un monte

en forma de cono, de rocas agrietadas. Parecía no haber vegetación de ningún tipo, ni árboles ni

arbustos, ni hierba ni musgo.

Cuando Stups caminaba en torno al monte intentando calcular qué altura podría tener, se halló de pronto frente a un poste que señalaba en dos direcciones. En el indicador de la derecha se leía «A casa de Nieselpriem», el otro rezaba «A casa de Naselkiiss». Al principio, Stups no podía decidirse por ninguna de las dos direcciones, pues ninguno de los dos nombres le decía nada concreto. Pero luego descubrió algo que le facilitó la elección:

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había sólo un camino, el que iba hacia la derecha. A la izquierda, o sea, por donde se iba a casa de Na-

selkiiss, sólo se veía impracticable terreno rocoso,

por el que no se podía ni trepar.

Stups se decidió, pues, por la cómoda y bien construida carretera que llevaba a casa de

Nieselpriem y que ascendía siempre hacia la derecha, formando una gran espiral en torno al pico montañoso. Por lo visto, el tal Nieselpriem vivía arriba, en la cúspide. Cuando había llegado aproximadamente a media altura, el explorador se detuvo para respirar hondo y mirar hacia atrás. Vio abajo el barco, anclado mar adentro, vio también la playa, con

el pequeño bote: ¿pero dónde estaba la carretera por la que había caminado? No había camino, había desaparecido sin dejar rastro. Es decir, detrás de él no había carretera, porque el trozo que le quedaba por recorrer y que se remontaba hasta la cúspide estaba allí, sin la menor duda. Ese descubrimiento sorprendió desagradablemente al viajero; tenía la molesta sensación de irse metiendo en una trampa. Con prudencia, paso a paso, siguió su-

biendo, mirando al mismo tiempo hacia atrás, una y otra vez, volviendo la cabeza; y en efecto,

pudo observar cómo, inmediatamente detrás de sus talones, el camino se difuminaba y desaparecía, desaparecía tan completamente como si nunca hubiese existido. Stups se paró y reflexionó. ¿Era cosa de seguir adelante o no sería más aconseja-

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ble dar la vuelta? Pero dar la vuelta significaba deslizarse por el agrietado peñasco azul. Si al hacerlo perdía pie, tendría una caída y se rompería la crisma y las piernas. Además, decía Stups para sus adentros, aquella extraña circunstancia del camino que desaparecía no era razón suficiente para desistir. El descubrimiento del legendario.

país de Papanatíbar iba a enfrentarle con dificultades mucho mayores que ésa. Y la verdad es que no tenía por qué ser tan grave la cosa, hasta aquel

momento, al fin y al cabo, no le había acontecido

nada malo. Así que, cobrando ánimos, continuó la ascensión. La espiral del camino se hacía cada vez más angosta según iba llegando él a la cumbre, y cuando hubo dejado atrás la última revuelta, se encontró de improviso delante de una pequeña cabaña de madera, de forma circular y de aspecto bastante pobre. El camino terminaba ante la puerta de la cabaña. Stups se acercó y encontró en la puerta un letrero que decía: Nieselpriem Cordial bienvenida a los visitantes, aunque sean inútiles. ¡Se ruega llamen a la puerta por lo menos siete veces! Así que debido al «por después el oído baña un ruido

Stups dio siete golpes, y luego, lo menos», otros tres más. Aguzó y oyó venir del interior de la caque sonaba como el tintineo de

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innumerables campanillas. Se abrió la puerta y apareció en ella un personaje extrañísimo. Era un hombre bajito, poco más alto que el propio Stups, con un traje rojo grana, en la cabeza un sombrero de copa igualmente rojo y bajo la gruesa nariz un bigotazo negro cuyas puntas, semejantes a dos

sables turcos que señalaban hacia la derecha y

hacia la izquierda, distaban medio metro una de otra. De brazos y piernas, del ala del sombrero, de ambas orejas, y hasta de las puntas de su bigote, colgaban campanillas de plata que tintineaban a cada movimiento. Y movimiento no es lo que le faltaba a aquel extraño personaje. Saltaba y se movía todo él casi sin interrupción. Sin em-

bargo, su aspecto era tan lastimoso, tan profun-

damente triste que nadie pensaría que el hombre tuviese ganas de pegar saltos. —;¡Vaya! —exclamó cuando echó de ver al explorador—. Esto es una visita, seguro. No es que me sirva de nada, pero por lo menos me gustaría saber con quién tengo el honor. —Stups —dijo Stups inclinándose levemente—. Stanislaus Stups, chungólogo y panfilónomo, en importante viaje de descubrimiento. —-:¡Qué lástima! —respondió aquel tipo extraño dando un salto que hizo sonar todas las campanillas—. Yo soy Nieselpriem, pero no vale la pena, señor mío, que trate usted de fijarlo en su memoria. Déjelo estar. —-¿Qué es una lástima —preguntó Stups— y por qué no vale la pena?

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—-Oh, es inútil que se lo explique, querido amigo, pues no lo recordará en absoluto. —Yo le aseguro —le contradijo Stups— que por regla general tengo una memoria bastante buena. —Por regla general, por regla general —exclamó Nieselpriem con un gesto de desaliento—. . Conmigo eso no le servirá de nada. No se trata de su memoria de usted, la causa está en mí.

Stups tuvo la impresión de que su presencia no era quizá tan deseable en ese momento, por lo que dijo, siendo como era una persona educada: —_Le ruego encarecidamente que me disculpe si le he molestado, señor Nieselpriem. Qui-

zá sea mejor que venga otra vez, cuando su tiempo de usted lo permita. —;¡Pero por Dios, en modo alguno! —replicó consternado Nieselpriem—. Pase usted, por

favor, aunque sea total y absolutamente inútil. Stups siguió al dueño de la casa hasta el interior de la pobre cabaña. Ésta constaba de una sola pieza, los escasos muebles estaban hechos de tablas podridas, claveteadas unas con otras —se trataba seguramente de maderas arrojadas a la costa—, y la vajilla se componía de latas oxida-

das y cosas semejantes. Lo curioso es que la mesa

estaba puesta para dos. Nieselpriem invitó a Stups a sentarse a la

mesa. Sin dejar de suspirar escanció un barrilito hasta llenar dos latas.

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—-Es ron de un naufragio —explicó—. Beba, por favor, de todos modos ya no queda mucho. —-¿Pero me estaba usted esperando? —preguntó Stups. La manifiesta desesperación de su anfitrión le movía a compasión. —:¡Qué va! —respondió el otro en tono quejumbroso—. La segunda lata estaba destinada en realidad a mi hermano Naselkiiss. Pero es totalmente superflua, naturalmente, pues él no sabe nada de mí. Me ha olvidado, como me olvi-

dan todos los demás. Esto es, querido amigo, lo que me ha deparado el destino, ni más ni menos. Nieselpriem parecía estar al borde de las lágrimas. —Lo siento sinceramente —murmuró Stups tomando un pequeño sorbo de aguardiente—. Casi no puedo creer que la gente se olvide de usted, con el aspecto que tiene. Nieselpriem asintió apenado: —Sí, me esfuerzo desde luego lo más posible en llamar la atención en todos los aspectos. Si llevo esta vestimenta de las campanillas no es en absoluto porque me guste sino con la esperanza de que algún día me retenga alguien en la

memoria. Pero lo sé, lo sé, es inútil todo. Es una

facultad que tiene cualquier otro y que le parece

lo más natural, pero a mí, sabe usted, a mí esa

facultad me falta totalmente. Además, siempre ha sido así. Jamás ha habido un cambio en mí en este sentido. Y también usted, respetado amigo, me percibe sólo mientras me tiene delante. En el

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mismo instante en que nos separemos, no sabrá

usted nada de mí. Me habrá olvidado tan totalmente como si jamás nos hubiésemos visto. ¿Se imagina usted lo que eso significa para alguien como yo? ¡Tiene usted ante sus ojos a un personaje de tragedia!

Dando un breve sollozo vació su lata de. un trago. —-¿Se trata de una enfermedad? —se informó Stups dando un prudente sorbito de la suya. Nieselpriem llenó de nuevo la lata. — Ya fui una vez al médico por esto, en mi

juventud, porque me decía a mí mismo: ¡Nieselpriem, a ti está claro que te pasa algo!-Te falta exactamente lo que capacita a todos los demás para permanecer en la memoria de otros. Le describí al doctor minuciosamente mi enfermedad. Él escuchó todo con aire pensativo y dijo después que quería reflexionar sobre el asunto. Nieselpriem se zampó otra vez el ron de un solo trago. —-¿Y entonces? —preguntó Stups. —Nada más —respondió Nieselpriem enjugándose las lágrimas—. En cuanto me marché de su lado, me olvidó, como es natural, así

que no pudo reflexionar. Le escribí entonces una carta, incluso, pero no sirvió de nada, lógicamente,

porque no se acordaba de nadie que hubiese ido a verle y que se llamase Nieselpriem.

—_Qué cosa más rara, en efecto —admitió Stups—. O sea, que si, por ejemplo, usted se

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marchara ahora de este cuarto ¿yo pensaría que

había estado solo aquí todo el tiempo? —Exactamente —suspiró Nieselpriem. Retorció las puntas del bigote que ya estaba húmedo de las lágrimas—. Pero no me entienda mal, señor mío. No lloro por eso. Lloro por mi querido hermano al que nunca puedo abrazar ni besar: nunca jamás podré hacerlo. ¡Qué desgracia! —AAh, sí —dijo Stups—. En realidad usted estaba esperando a su hermano. ¿Por qué no ha venido? —-No viene nunca y no puede venir nunca —reanudó Nieselpriem sus quejas—. Es decir, puede que venga, puede que esté ya aquí, pero eso no me sirve de nada. Es horrible, realmente

horrible. —-Me ve usted lleno de perplejidad —ad-

mitió Stups—. Si no le cansa demasiado, querría pedirle que me explicara el caso un poco más detalladamente. —Se llama Naselkisss —empezó Nieselpriem—, de eso me acuerdo con absoluta seguridad.

—En efecto —interrumpió Stups—, he

visto ese nombre abajo, en el indicador al pie del monte. —Exactamente —prosiguió Nieselpriem—. Sólo que hay que ir en la dirección contraria para

llegar hasta él, aunque viva también en lo alto de

este monte y en esta misma cabaña. Y sin embargo... y sin embargo...

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De nuevo se puso a sollozar y tuvo que trincarse otra lata de ron hasta que pudo tranquilizarse. Stups esperaba pacientemente. ——Bueno, se trata de lo siguiente —prosiguió finalmente Nieselpriem su explicación—; somos gemelos y tan parecidos que no se nos distingue. Y por otro lado somos muy diferentes, más. aún, somos casi los extremos opuestos. Quiero decir que a él le pasa exactamente lo contrario que a mí... Se interrumpió y dirigió una penetrante mirada a su huésped. ——Dígame usted, amigo mío, ¿no habrá estado ya con él? —Que yo sepa, no —replicó Stups—. Por lo menos, no me acuerdo.

cabeza.

Nieselpriem inclinó melancólicamente la

—Ésa es la prueba de que zo ha estado usted con él, pues de él usted podría acordarse. Sería por así decir lo único que le cabría hacer. —-¿He de concluir de todo eso que su señor

hermano no padece de la misma, cómo decirlo,

deficiencia que usted?

——Bueno, él también tiene un defecto de

nacimiento —exclamó Nieselpriem—. Pero lo que no se puede afirmar, por mucho que uno quiera, es que padezca por ello. He dicho antes que a él le pasa lo contrario que a mí. La presencia de Naselkiss no puede percibirse mientras él está. Sólo cuando se marcha recuerda uno que ha esta-

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do presente. Podría, por ejemplo, estar ahora con nosotros y nosotros no lo sabríamos. Pero en cuanto se marchase, podríamos acordarnos los dos exactamente de que ha estado con nosotros y de lo que ha dicho y hecho. Stups no pudo evitar la sensación de que todo empezaba a darle vueltas en la cabeza. Sólo por decir algo positivo, murmuró:

—Bueno, le prometo que saludaré a su

señor hermano de usted, si llegara a verle una vez

por casualidad.

—;¡Eso justamente no! —gritó Nieselpriem, que iba perdiendo la paciencia—. ¡No

entiende usted nada, pero nada de nada, de lo

que le están diciendo! ¿Y usted quiere ser explorador? Es completamente imposible que usted salude de mi parte a mi querido hermano gemelo. Primero, porque usted no sabrá nunca que lo ha visto hasta después de haberlo visto, y segundo porque de mí ya no se acordará en cuanto nos hayamos separado. Ésa es también la razón de por qué no sabe él nada de mi existencia, ni lo sabrá nunca. ¿Ha comprendido por lo menos esto, señor mío?

Stups asintió, más por educación que porque estuviese convencido. —Bueno —prosiguió Nieselpriem—, se lo creo, pues hasta aquí, todo es aún bastante simple. Lo que en realidad hace que la cosa se vuelva

difícil es el hecho de que'mi querido hermano ge-

melo Naselkiiss se parezca a mí como una gota de

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agua a otra. Lleva incluso la misma vestimenta, con las campanillas, probablemente en plan de broma. Pues interiormente, en el carácter, somos

completamente distintos. Por ejemplo, al contrario que yo, es siempre divertidísimo, dispuesto a toda clase de bromas, que a veces casi pasan de la raya. Oh, podría contarle cosas realmente malas que ha hecho. Y es que se puede permitir todo, sin riesgo ninguno, porque su presencia no puede percibirla nadie. Y soy yo luego, claro, al que todos le piden cuentas de sus barrabasadas, por parecernos ambos como dos gotas de agua. ¿Y cómo voy a poder probar yo que no soy él? —-Pero —interrumpió Stups—, por lo que he visto, esta isla está deshabitada, excepto por usted, claro y... quizá por su señor hermano. ¿Á quién puede gastarle él entonces esas bromas? —Ésa es precisamente la razón —explicó Nieselpriem— de por qué vivimos ahora aquí, totalmente apartados del mundo. Lo cual me resulta muy difícil, pues yo, en el fondo, soy una persona muy sociable. Pero antes, cuando vivíamos en otros sitios con otras personas, la situación era muchas veces insoportable para mí. Algunas veces hasta me metieron en el calabozo por cosas que yo no había hecho, sino mi hermano. Sin embargo, no se le puede tomar a mal, puesto que él no sabe de mi existencia, caso de que no esté casualmente conmigo, y esto yo, a mi vez, no puedo notarlo.

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—¿No podrían separarse ustedes —pre-

guntó Stups—, para que su duro destino sea más llevadero? —-¿Y cómo? —exclamó Nieselpriem—.. ¿Me dice usted cómo? Y aparte de eso, yo le tengo cariño, es mi hermano y mi única familia.

—Vaya por Dios —dijo Stups—, enton-

ces yo, por desgracia, tampoco sé qué consejo

darle.

—Lo ve usted —sollozó Nieselpriem—, no hay ayuda posible. Tengo que soportar solo la

desgracia, pues a él, a mi hermano, le ha tocado la parte, con mucho, más agradable. Por cierto,

si lo llegase a ver, no le crea usted una sola pala-

bra. Al contrario que yo, no brilla precisamente

por su amor a la verdad. Dicho más exactamente: miente en cuanto abre la boca. ¿Pero qué estoy diciendo? Es totalmente absurdo que yo le esté previniendo, pues usted se olvidará de mí y

de nuestra conversación, tan pronto como nos separemos. —Oiga usted —dijo Stups, a quien el continuo gimoteo de su anfitrión estaba empezando a cansar—. Voy a proponerle una cosa. Véngase conmigo a mi barco y acompáñeme en mi viaje de exploración.

Nieselpriern lo miró estupefacto.

—-¿Y dejar aquí a mi pobre hermano? ¿Completamente solo y sin nadie que tome la

responsabilidad de lo que hace? ¿Cómo piensa usted que eso sea posible, caballero?

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—Puede venir él también con nosotros

—propuso Stups. —¿Puede usted garantizarme que eso de verdad? Stups reflexionó un rato y sacudió pués la cabeza. —No0, si las cosas son efectivamente como usted las ha descrito, eso no se podrá

nunca.

haría

destal y saber

—¿Lo ve? —dijo Nieselpriem—, usted mismo se da cuenta. —Bueno, por lo menos yo —