Bolivia en el inicio del Pachakuti. La larga lucha anticolonial de los pueblos aimara y quechua (Pensamiento crítico) (Spanish Edition) 9788446036470

Un proverbio aimara dice «Hay que mirar el futuro, viviendo el presente. pero sin olvidar el pasado», una forma de pensa

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Bolivia en el inicio del Pachakuti. La larga lucha anticolonial de los pueblos aimara y quechua (Pensamiento crítico) (Spanish Edition)
 9788446036470

Table of contents :
Portada
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Presentación
I. La historia aimara
II. El thakhi entre los aimara
III. De Tupac Katari a Evo Morales. Política
IV. El «racismo intelectual» en el Pachakuti
V. El pensamiento amáutico
Además del compilador
Otros títulos

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Akal / Pensamiento crítico / 8 Serie Poscolonial Director Ramón Grosfoguel Esteban Ticona Alejo (comp.)

Bolivia en el inicio del Pachakuti La larga lucha anticolonial de los pueblos aimara y quechua

Diseño cubierta: RAG Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte. © de los textos, los autores, 2011 © Ediciones Akal, S. A., 2011 Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com ISBN: 978-84-460-3647-0

Presentación Un proverbio aimara dice: «Qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani» o, traducido al español, «Hay que mirar el futuro, viviendo el presente; pero sin olvidar el pasado». Posiblemente esta forma de pensar y de actuar de los pueblos uru, aimara y quechua, a lo largo de más de quinientos años de colonialismo externo e interno, les haya permitido enfrentarse de una mejor manera a las distintas formas de opresión y dominación impuestas en la región andina boliviana. Seleccionar las investigaciones de los autores en esta compilación no fue sencillo, pues en los últimos años hay un saludable incremento de trabajos de investigación desde y sobre los pueblos indígenas mencionados. Los cuatro escogidos hacen énfasis en lo político colonial, porque es la gran batalla que se libra hoy en Bolivia y tal vez la más difícil de desmoronar en la larga lucha anticolonial que aún se libra por los pueblos urus, aimaras y quechuas. El libro se inicia con el trabajo de Roberto Choque Canqui, quien nos da una aproximación general al pasado del pueblo aimara y quechua. Resalta la «prehistoria», la relación con los incas, el proceso de colonización y resistencia hasta la época contemporánea. El trabajo de Esteban Ticona Alejo, sobre el thakhi o «el camino», o la «otra democracia» de los ayllus y comunidades, nos aproxima al «servicio», al «prestigio», la «amplia participación», a partir de la rotación de cargos, como los ejes centrales de las civilizaciones andinas. En «El racismo intelectual en el Pachakuti», se rastrean las primeras connotaciones de Evo Morales, como presidente electo de Bolivia, en la «intelectualidad boliviana» estremecida y estupefacta. En esta vena de reflexión política se encuentra el trabajo de Silvia Rivera Cusicanqui sobre la larga experiencia anticolonial del movimiento de Tupaj Katari (Julián Apaza) y Bartolina Sisa en 1780, retomada por el movimiento antisistémico katarista e indianista de los años setenta y ochenta y la presencia de Evo Morales como el primer presidente indígena de Bolivia, como uno de los logros más

importantes en este inicio del Pachakuti, o trastrocamiento colonial, que vive Bolivia. Finalmente se incluye la singular reflexión de Faustino Reinaga, escrita hace casi treinta años, pero absolutamente vigente para el presente. Reinaga cuestiona la razón-dios en el pensamiento occidental, es decir, ese «tiempo rectilíneo» por el que hay que andar y que, según el propio amawta, sólo ha generado muertes y muertes atroces en la humanidad, como el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki en 1945. Frente a esta realidad hegemónica occidental capitalista (y socialista), Reinaga nos invita a apostar por el «pensamiento amáutico» que es la concepción cósmica de la vida de los pueblos indígenas, donde el ser humano es parte de la naturaleza. Esta filosofía de vida hoy se ha traducido como «El Vivir bien» y que proviene de categorías y experiencias como el Kawsay, Qamaña o Ñande Reko, vigentes en los pueblos quechua, aimara y guaraní, respectivamente. Esteban Ticona Alejo Chuqiyapu marka, La Paz, Lapaka phaxsi (tiempo seco) o noviembre de 2009

Capítulo I La historia aimara Roberto Choque Canqui «Prehistoria» andina La Prehistoria andina es estudiada generalmente por los arqueólogos. De modo que la ciencia arqueológica estudia especialmente las culturas que no han dejado algún tipo de escritura o nemotecnia (kipu), sino restos de materias utilizadas por el hombre. Los restos materiales generalmente se refieren a las piezas líticas, cerámicas, metalúrgicas, construcciones (de centros ceremoniales, viviendas, acueductos, caminos, etc.), pinturas rupestres, tejidos, etc. Estos restos, sin duda, son estudiados con métodos científicos. Así, el carbono-catorce es empleado como método de datación de la antigüedad de las piezas arqueológicas. Las culturas andinas (Chavin, Paracas, Mochicas, Nazca, Tiwanaku y Chimú) han desarrollado una variedad de manifestaciones materiales y espirituales. Algunas de ellas se conservan hasta nuestros días y las otras están por ser rescatadas a través de la investigación. Según José Huidobro, en su obra Medicina del hombre andino sostiene que «entre las principales manifestaciones culturales logradas por el hombre andino prehispánico», están las siguientes: superestructura, astronomía hidráulica, arquitectura, vialidad, alfarería, medicina, lítica y estatuaria, textilería, metalurgia, etc. (Huidobro, 1986, p. 18). En esas manifestaciones podemos evidenciar perfectamente los grandes logros tecnológicos alcanzados por el hombre andino. Especialmente las construcciones con materiales líticos nos muestran claramente el desarrollo tecnológico en el tratamiento de la piedra. La técnica del esculpido de las piedras con motivos astronómicos y religiosos evidencia, además, las concepciones ideológicas a través de los trabajos escultóricos, como puede ser el esculpido de divinidades con figuras antropomórficas (en el caso de Tiwanaku).

Además, el material lítico, desde el primer momento de su utilización, ha servido al hombre andino para fabricar sus herramientas de labranza, armas y otros usos domésticos. Igualmente es ponderable la técnica del procesamiento de la arcilla para la confección de diferentes tipos de piezas cerámicas y la pintura realizada en ellas que, por su estilo y policromía, sirve para identificar las piezas con la cultura a la que pertenecen. La tecnología del uso del agua y de la construcción de andenes ha permitido al hombre andino desarrollar una agricultura avanzada como para producir suficiente cantidad de alimentos. La metalurgia también ha alcanzado un desarrollo tecnológico mediante la fundición de metales como el oro, la plata y el cobre. El otro gran aporte del hombre andino es la textilería, que ha causado la mayor admiración entre los extraños y los estudiosos. Historia preincaica En el territorio que fue poblado por los aimaras, existieron algunas culturas anteriores a Tiwanaku y a los aimaras. Entre las primeras (la más antigua) tenemos a la cultura Viscachani (ubicada en el departamento de La Paz): es un asentamiento precerámico con una antigüedad de unos 10.000 a 30.000 años. Luego, surgieron las culturas Wankarani y Chiripa. Después de ellas surgió la cultura Tiwanaku, la más importante entre las culturas andinas. Las culturas Wankarani y Chiripa han desarrollado una serie de valores culturales pretiwanacotas. La cultura Wankarani (1210 a.C.-270 d.C.) estuvo asentada al norte y noroeste del lago Poopó, desarrolló el tallado de piedras (cabezas de camélidos), la alfarería (jarras), la metalurgia, etc. La cultura Chiripa (1380 a.C.-22 d.C.), ubicada a orillas del Titicaca, al norte de la punta de Taraqu del departamento de La Paz, se caracteriza por la construcción de casas de planta rectangular, los trabajos de cerámica (sopladores adheridos de cabezas modeladas) y la fundición del cobre. Tiwanaku fue una de las culturas más significativas del altiplano en el sur andino y su influencia fue notable en la cultura Wari que se desarrolló en la sierra central andina (hoy departamento de

Ayacucho del Perú). La cultura Tiwanaku (1580 a.C.-1172 d.C.), según Carlos Ponce Sanginés (1980), tuvo tres estadios de desarrollo: el aldeano, el urbano y el imperial. Durante el estadio aldeano, Tiwanaku se caracterizó por una economía basada en la agricultura, donde destacó el cultivo de la papa, la quinua y la oca. También sobresale por su cerámica con la predominancia de los bordes de bisel, asas pequeñas en forma horizontal, presencia de grecas, etc., y los colores predominantes son el crema, rojo y blanco sobre fondo semiamarillento con ligero engobe (Huidobro, 1986, p. 32). Durante el estadio urbano, desarrolló la arquitectura con la construcción de edificios de centros ceremoniales y de viviendas. En este periodo aparece la diferenciación de categorías sociales con el predominio del poder de la elite sacerdotal. Los sacerdotes, además de poseer el poder político-religioso, se dedicaron indudablemente al estudio de la astronomía. La cerámica se distinguió por la fabricación de sahumerios y keros cuyas características fueron los bordes festoneados y las cabezas de felinos moldeadas. Y por último, en el estadio imperial de la cultura Tiwanaku fue la fase expansiva territorial por el mundo andino. A la postre, Tiwanaku abarcó un inmenso territorio que se expandió hacia la sierra y costa central del actual Perú, a la costa norte de Chile, al norte argentino, y por otro costado, al valle mesotermo. Los aimaras aparecen después de la decadencia de Tiwanaku imperial y no se sabe exactamente sobre su origen anterior a ella. Según algunos cronistas españoles y documentos del siglo XVI, los aimaras vinieron del sur (Coquimbo y Copiapó) a poblar el actual espacio aimara, comprendido desde Quillacas hasta LupaqaChukuytu y Hatun Colla. Lo que quiere decir que esta cultura se desplazó desde el sur hacia el norte destruyendo pueblos existentes, avanzando después hasta Cusco y Wari. Este desplazamiento habría ocasionado la destrucción de Tiwanaku y Wari. Desde la perspectiva lingüística, esa afirmación confirmaría que los tiwanacotas eran hablantes del idioma pukina y no del aimara. Evidentemente, hasta finales del siglo XVI, en la zona comprendida por el lago Titicaca y el norte de La Paz, aún se hablaba pukina (Gisbert-Arze-Cajias, 1987, p. 136).

De esa época existen algunas construcciones atribuidas a los aimaras, conocidas como chullpa utas (casa-chullpas). Algunas de ellas son mausoleos y otras se presentan como fortalezas y mausoleos (tumbas). Hacia el siglo XVIII los aimaras aparecen ya organizados en diferentes estados regionales o señoríos, los mismos que algunos investigadores rotulan como «reinos». Evidentemente, los aimaras habían llegado a una evolución política con la organización de estados regionales. Para comprender esa evolución política aimara, se pueden establecer cuatro categorías de autoridades políticas, que son: qhapaq (jefe político de un Estado); apu mallku (jefe político de una provincia o estado regional); mallku (jefe político de una marka); jilaqata (jefe de un ayllu-jatha). Los referidos jefes políticos aimaras, a excepción del qhapaq, poco antes de la conquista incaica, estuvieron en su plena acción. Los principales estados regionales existentes antes de la expansión incaica a la zona aimara fueron los siguientes: Lupaqa, Pakaxa, Karanka, Confederación Charka y otros menores dependientes de los grandes. Desde luego, la organización social aimara estaba asentada en base al ayllu y a la marka. Los jefes políticos aimaras, especialmente los de la categoría apu mallku, tuvieron que pelear por el espacio que trataban de dominar. Otros trataban de controlar varios señoríos locales, como los mallkus de Chukuytu y el apu guarachi de Pacaxa. En este caso, según Joseph Fernández Guarachi, el apu guarachi era el señor absoluto de «las provincias independientes» comprendidas desde el río Desaguadero hasta los contornos de Potosí y Chuquisaca. Esto quiere decir que hasta antes de los grandes incas, los aimaras sin duda estuvieron en plena lucha política, aunque esto no hay que considerarlo exageradamente como una guerra de vida y muerte. Las afirmaciones de los cronistas al respecto deben ubicarse en la realidad histórica de ese momento. En cuanto a la organización sociopolítica, podemos afirmar que el ayllu y la marka son sistemas de organización básica y de

estructuración de la sociedad aimara. Además, la concepción del espacio socioeconómico estaba orientada hacia el aprovechamiento de diferentes espacios y pisos ecológicos. El espacio aimara estaba constituido por dos parcialidades duales de complementariedad: urqusuyu y umasuyu. La parcialidad urqusuyu es el espacio simbolizado por el varón, corresponde a la parte serrana, donde las condiciones climáticas no permiten el desarrollo agrícola, sino el ganadero (camélidos) y donde están localizadas las divinidades tutelares, a saber: los Achachilas o Apus. La parte umasuyu, simbolizada por la mujer, es el espacio donde se puede desarrollar la agricultura y donde la divinidad Pachamama es la máxima expresión ideológica de la reproductividad vital para el hombre andino. El espacio aimara, concebido así, no solamente es el espacio geográfico-ecológico, sino también el espacio en el que las divinidades Apu o Achachila y Pachamama se complementan como si fueran seres humanos: marido y mujer (chacha-warmi), para seguir reproduciéndose en interacción con espacio físico. Seguramente por eso los altos jefes políticos aimaras llevaban el término apu, divino, como complemento al de mallku, político. Época incaica Manku Qhapaq, el primer inca, según Garcilaso de la Vega, era oriundo de Tiwanaku. Con otros tres hombres fue a Pakaritanwu (lugar de origen), donde aparecieron como señores enviados del Sol. Para Waman Puma, un señor que había de salir de Pacaritambo un Cápac Apo Inga rey llamado Mango Cápac Inga hijo del sol y de su mujer la luna y hermano el lucaero, su Dios había de ser Uanacurí, que este rey había de mandar sobre la tierra y había de ser Cápac Apo Inga como ellos, que así lo declaraban y mandaban las dichas guacavilcas que son los demonios del Cusco» (1980, p. 106).

De modo que los términos apu e inca, que menciona Waman, son importantes para establecer el significado de cada uno de ellos, porque han sido empleados con criterios político-religiosos. Es decir, la categorización de las autoridades político-divinas corresponde a

los cambios políticos e ideológico-religiosos en el mundo andino. Así qhapaq es el título máximo de una autoridad superior en un estado aimara; apu (achachila) es la categoría divina que corresponde a la significación de las divinidades tutelares personificadas por los cerros o cordilleras, e inca es el término que connota la categoría superior de una autoridad en un Estado como es el Tawantinsuyu, cuya correspondencia ideológico-religiosa está relacionada con la divinidad del Sol (Inti). El primer inca, Manku Qhapaq, en este caso representaría el avance aimara para establecer un poder políticoreligioso en el Cusco. Resulta, además, según los estudios lingüísticos, que el Cusco quedaba dentro del habla aimara, pero no creemos que Manku Qhapaq haya sido un jefe pukina. Cuando los aimaras ya habían consolidado su vida por la organización en señoríos o estados regionales, como ser los Lupaqa, Pakaxa, Qulla, Karanka y la Confederación de los Charka, la expansión inca estaba en su fase local, su dominio llegaba solamente hasta la zona alrededor del Cusco. Sin embargo, según Garcilaso de la Vega, a partir del cuarto inca, Mayta Qhapaq, empezó la conquista de los aimaras. Pero esta conquista inicial no duró mucho tiempo, ya que después de todas las conquistas logradas por la fuerza, una vez que los incas habían retornado al Cusco, los pueblos sometidos volvían a su situación independiente. Es decir, los inca que sometieron por la fuerza a los aimaras no pudieron gobernarlos y sólo más tarde, con el traslado de una panaca incaica a Copacabana (Qupaqhawana), lograron consolidar su conquista, especialmente con los incas Tupac Yupanqui y Wayna Qhapaq. Chalku Yupanqui fue nombrado por Wayna Qhapaq como gobernador del Qullasuyu poco antes de la llegada de los españoles. De todos modos, la conquista inca comenzó con el inca Pachakuti (Inka Yupanqui). Durante el gobierno de Pachakuti, en el sur del Cusco estaba la provincia llamada Qullasuyu o Qullaw, «tierra muy poblada», en la que gobernaba un cinche llamado Chuchi Qhapaq o Qulla Qhapaq, éste creció en autoridad y riqueza con las «naciones» del Qullasuyu. Los qulla le respetaban, «por lo cual se hacía llamar inca qhapaq». Como consecuencia de esto, Pachakuti determinó conquistar

diplomáticamente al referido qhapaq y a todas las provincias del Qullaw. Poco después, y luego de tomar preso a Chuchi Qhapaq y a sus caudillos, Pachakuti fue a Jatun Qulla, donde estaba la «silla y morada» del mencionado qhapaq y allí los demás «le venieron a obedecer» trayendo muchos presentes consistentes en oro, plata, ropas y otras cosas de valor (Ibarra, 1978, pp. 242-243). Después, su hijo Tupac Yupanki sometió definitivamente a los aimaras, tanto qulla como no qulla. Los charka, karakara, kuy y chicha, una vez sometidos por el inca, fueron reclutados como soldados del inca Yupanki, Tupac Inka Yupanki, Wayna Qhapaq y Waskar, para la conquista de los «chachapoyas, cayambis, cañares, quitos y quillayc incas, que son los de Guayaquil y Popayán» (Espinoza, 1969, p. 24). Wayna Qhapaq, seguramente con el criterio de establecer una estrategia militar en Cochabamba, repartió tierras a varios grupos aimaras, como son: sura, killaka, karanka y qulla, empujando a los originarios de Sipi Sipi, Quta y Kuy, hacia Puquna y Miski «para cuidar la frontera contra los chiriguanos» (Wachtel, 1981, p. 23), Wayna Qhapaq, además de estar en Cochabamba, estuvo en Copacabana y en los valles de Larecaja. En Copacabana los incas habían concentrado alrededor de 42 grupos étnicos o naciones en calidad de mitimaes (Ramos Gavilán, 1976). De todas maneras, la mayor parte de las comunidades aimaras del altiplano tenían acceso a diferentes pisos ecológicos, especialmente para la siembra del maíz. Así, los lupaqa y pakaxa tenían tierras en los valles de Larikaja y Sikasika, y también en la costa. La conquista en el mundo aimara La conquista española en el mundo aimara se produjo poco después de la toma del Cusco. Una vez que establecieron los españoles su sede en la capital incaica, fue enviada a la zona aledaña al lago Titicaca una comisión de reconocimiento formada por dos españoles. El informe de esa comisión aún no lo conocemos, pero sobre ello nos da referencias el cronista Pedro Pizarro.

Algunos pueblos de la provincia de Pakaxa (Qallapa, Qaqayawiri y Machaqa) fueron informados sobre la llegada de los españoles a la ciudad del Cusco a través del mallku Tikaqala de Qaqinkura, quien precisamente estuvo en el Cusco cuando se produjo la invasión hispana. Pero los mallku de Qallapa, Qaqayawiri y Machaqa trataron de evitar la posición derrotista del referido mallku de Qaqinkura de no presentar resistencia alguna a los españoles, porque estaban bien armados. Decidieron dar muerte y exterminar a los miembros de su familia. Desde luego, la conquista española era un hecho, por razones estratégicas militares y políticas que favorecían a los conquistadores en contraposición a la desorientada reacción indígena. En el río Desaguadero lograron someter a los lupaqa y pakaxa, los mismos que se resistieron hasta las últimas consecuencias. Igualmente, los otros pueblos aimaras presentaron resistencia a la invasión española y dieron su apoyo a la lucha bélica, declarada por Manku Inka a los españoles. Claro está que esta lucha de resistencia, al poco tiempo, fue doblegada por los españoles gracias a la ayuda de indios amigos. Sin embargo, la resistencia a la invasión hispana fuera de la zona aimara duró unos cuarenta años. En 1535, Diego Almagro y su hueste hispana, auxiliados por millares de indios, pasaron por las poblaciones aimaras del Qullasuyu con dirección a Chile. En esta expedición estuvo como guía el último gobernador del Qullasuyu, Chalco Yupanki de Copacabana, quien ordenó a los indios, especialmente a los charka, chicha y otros, prestar obediencia y preparar «camaricos», es decir posada, «por donde pasaba» el referido Almagro. Posteriormente, en 1538, Francisco Pizarro, después de la batalla de Salinas determinó salir del Cusco para ir a la provincia del Qullaw y visitar aquellas tierras, pero al llegar a Chukuytu recibió una carta de Hernando Pizarro desde el Cusco informándole sobre una conspiración de Almagro. Luego de la ejecución de éste, Hernando y Gonzalo Pizarro encabezaron una considerable fuerza expedicionaria hasta Chukuytu y el río Desaguadero para destruir a los ejércitos rebeldes incaicos y a los lupaqa que se habían declarado en contra de los invasores (Crespo, 1972, p. 20 y

Hemming, 1982, pp. 284-285). De todos modos, la resistencia aimara duró poco y los españoles impusieron su fuerza para someterlos bajo su dominio. Época colonial Los primeros pasos del coloniaje empezaron con el reparto de indios a los conquistadores, a través del sistema de la encomienda. Los encomenderos agraciados con el reparto de indios, obligaron a éstos a contribuir con tributos y fuerzas de trabajo. Por otra parte, las instituciones indígenas, como la sucesión de los mallku y la mit’a, fueron puestas al servicio de los intereses de la Corona de España. De esa manera, la mit’a y el sistema de la sucesión de los mallku o kuraka fueron reimplementados, para sentar las bases de dominación y explotación de las masas indígenas. En este sentido, las poblaciones aimaras del altiplano andino fueron sometidas especialmente a la contribución de tributos y al servicio periódico de la mit’a minera de Potosí. Otro aspecto de la conquista ha sido la evangelización, la cual fue para los aimaras una forma de dominación y sometimiento espiritual e ideológico-religioso. Desde entonces, las prácticas de la religión cristiana han sido puestas en primer lugar, mientras que toda forma de religión andina o indígena pasó a la clandestinidad. Sin embargo, poco a poco esta religión se introdujo en las formas ceremoniales católicas. Para llevar a cabo la obra evangélica, se construyeron recintos católicos en cada repartimiento, los mismos que posteriormente han sido reemplazados con la construcción de templos permanentes. En la actualidad, esos templos constituyen monumentos eclesiásticos por su importancia arquitectónica y escultórica. Asimismo, son valoradas las pinturas que se conservan en ellos, las que muchas veces han sido objeto de saqueos por parte de ladrones. Algunas veces, los propios caciques fueron encargados de la construcción de templos en su comunidad, como en el caso de los guarachi en Jesús de Machaqa (Choque, 2003, pp. 125-164).

En Tiwanaku, el material lítico de las ruinas arqueológicas sirvió para la construcción de toda la estructura arquitectónica del templo. Las zonas aimaras de mayor referencia de evangelización están representadas por Copacabana y Juli. En Copacabana, como se sabe, antes de la llegada de los españoles, estaba asentado el centro religioso ceremonial incaico dedicado al Sol y a la Luna, por este motivo, indudablemente, los religiosos españoles dieron mayor importancia a este lugar, por una parte, para conocer todo lo que había allí en materia de creencias religiosas prehispánicas y, por otra, para establecer un santuario católico donde desarrollar mejor la enseñanza y las ceremonias religiosas cristianas. Los religiosos que trabajaban en Copacabana dedicaron todos sus esfuerzos a la evangelización de los aimaras y quechuas del lugar y de otros que vivían en los pueblos cercanos al lago Titicaca. Según nos cuenta Ramos Gavilán, uno de los misioneros en Copacabana escribió un cuerpo de 32 libros en dos idiomas andinos: aimara y quechua. Se consideró a estas obras como necesarias «para la buena instrucción y enseñanza de los indios» (Ramos, 1976, p. 81). En Juli, Ludovico Bertonio, junto a otros, fue la figura principal de la obra misionera, por haber dedicado todo su esfuerzo a la evangelización de los aimaras. Para ilustrar mejor esa obra, escribió su Vocabulario de la lengua aimara, manifestando: «El principal intento que tuve es sacar a la luz este vocabulario de la lengua aimara [...] para quitar [a los indios] de sus entendimientos las tinieblas de la ignorancia en las cosas de su salvación, y enseñarles los misterios de nuestra cathólica religión» (Bertonio, 1984). Es cierto que su trabajo de evangelización no fue en vano, pero tampoco dio «tan pronto el fruto» deseado, porque los indios continuaban con la fuerza de sus creencias andinas (Isla, 1986). La reducción de indios aimaras fue ejecutada por el virrey Toledo para consolidar el sistema colonial. Esta reducción consistió en el nucleamiento de poblaciones dispersas en repartimientos. En cada repartimiento se estableció la caja de la comunidad, un hospital u hospedaje y la construcción de una iglesia o templo. Desde luego, la reducción de indios tenía el objetivo de facilitar el cobro de tributos, el reclutamiento de mitayos, con destino a las minas de Potosí, y la

evangelización. Como no podría ser de otra manera, la reducción de indios no solamente ocasionó la distorsión de la organización de los ayllus, sino también precipitó la desaparición de algunos de ellos. Por otra parte, la reducción afectó a las comunidades aimaras del altiplano al ser desvinculadas de las tierras y de la gente que habitaban en los valles de Larikaja y Sikasika y en la costa del Pacífico. Sin embargo, muchas de ellas lograron defenderse. Los conquistadores españoles, para sentar las bases de su dominación sobre las poblaciones indígenas, tuvieron que valerse de las mismas instituciones existentes, utilizándolas en beneficio de sus intereses políticos y de la Corona de España. Desde entonces, la institución del mallkukazgo, sucesión del gobierno de los mallku en una marka aimara, fue utilizada por el virrey Toledo como base para instituir el cacicazgo colonial. En ese sentido, algunos mallku, convertidos en caciques, intentaban ampliar su poder político fuera de su jurisdicción, delimitada por las autoridades españolas y otros, y reclamaban el poder que tenían antes de la llegada de los españoles. Bartolomé Khari trató de ampliar su poder en Chukuytu, pretensión que no agradó a la autoridad española, la cual, para quitar el cargo de cacique al referido mallku, prefirió nombrar a otro indio particular como cacique interino. Pero la gente no aceptó este cambio, respondiendo con la desobediencia al cacique recién nombrado, porque estaban acostumbrados a «respetar y temer» a un mallku (Saignes y Loza, 1984). Mientras tanto, los mallku de la Confederación de Charcas reclamaban el poder que tenían antes de la conquista española, manifestando que «nos han quitado totalmente el señorío que teníamos sobre nuestros súbditos y vasallos» (Espinoza Soriano, 1969, p. 16). Sin duda, los caciques eran empleados de la Corona española, para coadyuvar en el cobro de tributos, el reclutamiento de mitayos y el control de la población indígena sometida a la dominación de las autoridades españolas. La mit’a fue otra de las instituciones andinas que ha sido empleada para regular la fuerza de trabajo en el Estado inca o Tawantinsuyu. El virrey Toledo la restableció para proveer la fuerza

de trabajo periódico a las minas de Potosí. El sistema de la mit’a estaba destinado a movilizar contingentes de mitayos correspondientes a la séptima parte de la población originaria de 16 provincias ubicadas en el altiplano. Para concretar esa movilización, se necesitaba el concurso de personas responsables, tanto indígenas como españolas (autoridades). En primer lugar, se tuvo que nombrar dos tipos de capitanes para la mit’a: un capitán general de la provincia y un capitán enterador o chico del pueblo o repartimiento. Estos capitanes, por ser indígenas, tuvieron muchos problemas para cumplir con su obligación, puesto que en su provincia o pueblo, tan pronto empezó a funcionar la mit’a colonial, la gente originaria comenzó a despoblar sus ayllus. Incluso algunos ayllus de varios repartimientos se quedaron sin el indio originario. De modo que, sin saber cómo solucionar el ausentismo de indios, algunos capitanes tuvieron que huir de la Villa de Potosí o de su comunidad y, como consecuencia de ello, los otros se tuvieron que encargar de dos o tres repartimientos. Mientras los caciques responsables del reclutamiento de mitayos estaban siendo acusados por la disminución de indios originarios, los capitanes de la mit’a más astutos y más ricos podían so-lucionar el problema del ausentismo de mitayos con su dinero; caso contrario les esperaba la cárcel y el embargo de sus bienes. Así, los caciques guarachi de Jesús de Machaqa (cuando estaban en función de capitanes de la mit’a) generalmente se quejaban por haber gastado mucho dinero por la falta de mitayos y el rezago de tributos, mientras que otros caciques no podían pagar por ellos (Choque, 2003, pp. 179-203). Por ejemplo, los de Tiwanaku, a quienes, por no contar con suficiente dinero o haciendas, no les quedó otra cosa que ir a la cárcel. Para los tributarios originarios la situación era mucho más crítica y compleja. Por una parte, los tributarios originarios aimaras estaban obligados a pagar sus tributos (en pesos y especies) y, por otra, de acuerdo al turno que les tocaba, estaban obligados a prestar el servicio en la mit’a en la Villa de Potosí. La mit’a también fue empleada para proveer de mano de obra a los Obrajes de la ciudad de La Paz y para otras minas menores. De esa manera, tanto la

contribución de tributos como el servicio de la mit’a afectó enormemente a las poblaciones aimaras, ocasionando la despoblación de ayllus con el abandono paulatino de originarios para convertirse en yanaconas en las haciendas de los españoles. Por otro lado, los ayllus estaban afectados por la aparición del sistema de haciendas (estancias y chacras), especialmente en las proximidades del lago Titicaca y en los valles de Larikaja y Sikasika. La composición de tierras, practicada repetidas veces por los visitadores, afectaba a los ayllus, especialmente a los de menor población originaria, porque los encargados de la visita remedían las tierras y sacaban el excedente de ellas. Las tierras eran rematadas y pasaban generalmente a manos de los españoles o criollos, siendo los más favorecidos los curas. Pero, algunas comunidades económicamente fuertes o con un cacique rico, lograron comprar sus propias tierras de los rematadores y evitar la enajenación de las mismas. De esta manera, lograron mantener su comunidad e impedir la penetración de la hacienda. Los aimaras, al igual que otros pueblos andinos, desde el primer momento de la conquista española, para cumplir su contribución de tributos, tuvieron que entrar en el mercado para conseguir dinero. Especialmente los caciques, aprovechando las coyunturas del comercio interno, se dedicaron a las actividades comerciales, generalmente con el negocio de vino y de coca. Algunos caciques aimaras viajaron a los valles de Arequipa y Moquegua para adquirir vino y llevarlo para vender en las ciudades de La Paz y de Potosí. Entre los caciques aimaras que participaron en el comercio interno del sur andino podemos mencionar a los siguientes: Diego de Chambilla, de Pomata; Gabriel Fernández Guarachi, de Jesús de Machaca; Pedro Chipana, de Calamarca (Qalamarka) y Diego Chambilla en la Villa de Potosí. Este último, entre 1622 y 1624, comercializó ciertas cantidades de ají de Sama y algo de vino de Locumba. Para la transacción de estos artículos, Chambilla tenía gente de confianza en la misma Villa Imperial, además de su hijo. Él prefería vender el ají antes que el vino, porque éste tenía un precio alto en Potosí (Murra, 1978). Por su parte, Gabriel Fernández Guarachi, capitán general de la mit’a de la provincia pacaxa,

también realizó en más de diez oportunidades, entre 1620 y 1673, el comercio de vino de Arequipa y de los productos de sus haciendas. Posteriormente, Pedro Chipana, cacique del pueblo de Qalamarca, aparece hacia 1680 comercializando el vino de Moquegua a razón de 670 a 2.000 botijas de vino (Choque Canqui, 1987). Los demás caciques y tributarios aimaras también estaban involucrados en el comercio de algunos productos en pequeñas cantidades, así de coca, ch’uñu (chuño) y maíz. Para el gobierno de los indios, los españoles implantaron el régimen de corregimientos. Cada provincia estaba gobernada por un corregidor de indios. En un primer momento, los corregidores tenían su sueldo, pero posteriormente el cargo de corregidor se vendía y, por consiguiente, los españoles que querían optar por este cargo debían comprarlo por una elevada suma de dinero. Desde entonces, los corregidores, para compensar el dinero invertido por la compra del cargo, recurrieron al reparto de mercancía entre los indios tributarios. El reparto de mercancías no solamente afectó a los indios contribuyentes, sino también a los caciques y aun a los comerciantes. Generalmente, los artículos que se repartían no les servían a los indios. Además de que los precios eran muy altos. Pronto sus efectos negativos obligaron a los indios a reaccionar contra los corregidores. En 1722, la cacica de Waqi y los indios de Jesús de Machaca asesinaron al corregidor de la provincia pacaxa, precisamente por causa de sus repartos de mercancías. Las subversiones contra los repartos en la provincia pacaxa se extendieron a la de Sikasika, incluyendo los Yungas. Más tarde, entre 1779 y 1781, se produjeron las grandes sublevaciones: primeramente las rebeliones encabezadas por los hermanos katari en las jurisdicciones de Potosí y de la Plata. Luego estalló en Tinta la gran sublevación de Tupac Amaru II contra el corregidor Arriaga, después de otras sublevaciones que tuvieron lugar en Oruro y La Paz y que fueron dirigidas por los tupa-amaristas y por Tupac Katari. Después de las rebeliones indígenas de 1780-1781, los aimaras de diferentes repartimientos continuaron con el pago de sus tributos y con el servicio de la mit’a minera. Es cierto que los repartos de

mercancías fueron prohibidos en 1783 y que, además, el régimen de corregimientos fue reemplazado por el de intendencias. Sin embargo, los repartos de algunas mercancías continuaban con los intendentes. Por ejemplo, en 1794, el intendente Pablo Conti fue acusado por los indios de Jesús de Machaqa de repartir mulas en toda la provincia de La Paz. Por otra parte, debemos señalar el bajón del cacicazgo aimara. Como los caciques aimaras no apoyaron la rebelión indígena liderizada por Tupac Katari, continuaron con el cargo, pero perdieron su fuerza política sobre los indios. En otras palabras, como efecto de las rebeliones indígenas de 1780-1781, el cacicazgo entró en decadencia con la prohibición de «declaraciones de nobleza a los indios de cualquiera clase» (Koneyzke, 1962, II, p. 482). De esa manera, los caciques aimaras eran considerados como simples cobradores de tributos; aunque se titulaban como tales, ya no eran gobernadores. En algunas comunidades desde antes de las rebeliones indígenas empezaron a surgir varias cacicas. También aparecen en algunas comunidades caciques mestizos y hay denuncias de los indios contra los caciques sin ascendencia cacical. Por su parte, los tributarios en este periodo han entrado en una nueva etapa de su historia de lucha y resistencia. Además, con motivo de las rebeliones pasadas, los indios tributarios fueron obligados a mudar su vestimenta autóctona por la europea. Por otra parte, hubo disposiciones para que ellos tuviesen una educación a través de las escuelas de Artes y Oficios y recibiesen especialmente la enseñanza de la lectura y escritura en el idioma castellano (Choque Canqui, 1973). Los aimaras en las guerras de la independencia La crisis de la Corona de España, precipitada por la invasión francesa de la península Ibérica, suscitó los movimientos libertarios en sus Indias o América. En el mundo andino se produjeron los movimientos libertarios, especialmente en las ciudades del Cusco, La Paz y La Plata. Las luchas independentistas empezaron con los

movimientos libertarios del 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca y 16 de julio de ese mismo año en La Paz. Aunque estos movimientos, al principio, parecían reducirse a la simple protesta contra la ocupación de las fuerzas francesas de la península Ibérica y el cautiverio de Fernando VII, estaban cargados de protestas contra el mal gobierno de las autoridades locales. La revolución paceña de julio de 1809 se definió por un gobierno de una Junta Tuitiva; con ello los revolucionarios encauzaron sus acciones hacia el independentismo de la Corona de España, aunque el caudillo de la revolución, Pedro Domingo Murillo, posteriormente negó esa pretensión ante las autoridades reales. Evidentemente, la revolución tuvo el apoyo de casi todos los sectores populares, menos el de la población indígena aimara sometida al sistema colonial, de manera que la participación indígena se reducía a dos caciques de las parroquias de La Paz. El mestizo indígena de la Junta Tuitiva, Manuel Cáceres, trató de atraer a los demás caciques del altiplano, especialmente al de Jesús de Machaqa, Diego Fernández Guarachi, a dar su apoyo a la revolución o dejar el cargo en caso de desacuerdo. Al poco tiempo, la revolución entró en una etapa de contradicciones y controversias entre los revolucionarios, hasta el punto de producirse enfrentamientos armados entre los dos grupos en pugna por el control de la revolución. Mientras tanto, las fuerzas realistas, comandadas por el general José Manuel Goyeneche, se acercaban a La Paz para sofocar la revolución. Aunque al principio los revolucionarios trataron de ofrecer resistencia, pronto fueron derrotados y apresados para ser sometidos al proceso judicial. Los principales fueron llevados al cadalso en 1810, entre ellos el jefe de la revolución, Pedro Domingo Murillo. Pero los movimientos revolucionarios independentistas no cesaron, más bien tendían a multiplicarse. En abril del año 1810, el pueblo de Toledo se decidió por un movimiento de revolución más organizado, a cuya cabeza estaban el cacique Titichoca, Andrés Jiménez de León y Manco Cápac, Carlos Colque, Pedro Rivera y Santos Colque (Arze, 1979, p. 126). Estos caudillos, alentados por los resultados favorables en los sucesos revolucionarios de Buenos

Aires, se congregaron secretamente en la ciudad de La Plata y acordaron preparar el terreno para el arribo de los auxilios argentinos con el refuerzo de la gente indígena, «hasta diez mil personas». Entre tanto, redactaron un documento de doce puntos que contenía disposiciones revolucionarias a favor de la masa indígena, como serían: la suspensión del pago de tributos, la supresión de la mit’a en Potosí, la supresión del pago de alcabalas, quitar «todos los ladrocinios de los curas», quitar «los subdelegados», quitar «los caciques», repartición de «los bienes de los ladrones chapetones» y «de los criollos traidores», suspensión del cobro que se hacía a los indios por pleitos y procesos, prohibición de ocupar a los indios sin pagarles sus jornales, etcétera (Arze, 1979, pp. 127-128). Evidentemente estos planteamientos sorprendieron a las autoridades reales, a los mismos criollos revolucionarios y seguramente a la elite indígena (caciques). Una vez vueltos Manco Cápac y Titichoca de la ciudad de La Plata a Oruro, los indígenas de Toledo se rebelaron contra las autoridades reales. En poco tiempo hicieron lo propio los de las comunidades de Paria y Karanka. Entretanto, fueron difundiéndose las disposiciones aprobadas en La Plata, y entonces «por todas partes corrió la voz de que los indios no habían de pagar más tributos a la Corona de España». Además, acordaron ocupar por la fuerza la Villa de Oruro para finales de 1810. Sin embargo, tal intento fue frustrado por una fuerza de 300 soldados al mando de Francisco del Rivero, Esteban Arze y Melchor Guzmán Quitón; contingente que ingresó a Oruro para sofocar la rebelión (Arze, 1979, p. 132). Al año siguiente (1811), Manuel de Cáceres, una vez liberado de su prisión en la ciudad de La Plata, encabezó la movilización indígena (aimara y quechua) en apoyo al ejército auxiliar argentino. Posteriormente, después de la derrota del referido ejército auxiliar frente al de Goyeneche en Guaqui, las fuerzas indígenas acaudilladas por Manuel de Cáceres se alzaron contra los realistas, especialmente en los pueblos de Ayo Ayo y Qalamarka. Después, el 29 de junio de ese año irrumpieron sobre la ciudad de La Paz dando muerte al gobernador interino Diego

Quintín Fernández Dávila. Poco más tarde, el movimiento indígena de Larikaja, Umasuyu y Sikasika, asedió la ciudad de La Paz. Hasta fines de ese año, la ciudad vivía los momentos más críticos, como en los tiempos de Tupac Katari, aunque, mientras tanto, las fuerzas realistas habían logrado controlar algunos lugares estratégicos. En el Alto Perú existieron seis republiquetas de guerrillas. Según Arnade, «las seis republiquetas fueron incrustadas entre Charcas y las tierras vecinas, y entre las seis más importantes ciudades»: Potosí, La Plata, Oruro, La Paz, Cochabamba y Santa Cruz (1972, p. 47). En la zona aimara, en las cercanías del lago Titicaca, operaba el sacerdote Ildefonso de las Muñecas, obstruyendo las comunicaciones entre el Alto Perú y el Bajo Perú. En el centro de la región montañosa (entre La Paz, Oruro y Cochabamba) estaba la republiqueta guerrillera de Ayopaya. Ésta fue la más importante y perduró durante los quince años de la Independencia. Los guerrilleros de Ayopaya, en su mayoría aimaras, mestizos y algunos criollos, se movían entre las pequeñas poblaciones de Palca, Machaca e Inquisivi, las cuales fueron el núcleo de la república guerrillera. Los aimaras participaron en esta guerrilla en todas las acciones de lucha, ya sea como soldados, sirviendo de guías o proporcionando víveres a los guerrilleros. Muchas veces fueron víctimas de los mismos guerrilleros por cualquier sospecha. Los aimaras en la República Los aimaras, al igual que los demás indígenas, han sido marginados de los derechos civiles y políticos de la nueva República de Bolivia, fundada el 6 de agosto de 1825 en homenaje a la batalla de Junín. Ni los criollos patriotas ni los guerrilleros pensaron en la emancipación del indígena. Los aimaras que pasaron de la colonia a una nueva etapa histórica republicana, seguramente sintieron los primeros efectos de los cambios políticos. Tuvieron que acostumbrarse a las nuevas autoridades políticas: en vez del subdelegado, el subprefecto, y en vez del intendente gobernador, el prefecto. En cada cantón (antes repartimiento) aparece nuevamente la figura del corregidor como

una autoridad ligada directamente a las comunidades indígenas. En esos momentos mucha gente aimara podía recordar todavía la mala imagen que tenía el corregidor antes del régimen de las intendencias, por el abuso de los repartos de mercancías que ocasionaron las sublevaciones indígenas de 1780-1781. Por otra parte, el nuevo gobierno republicano abolió el cacicazgo y sólo quedó vigente el jilaqata del ayllu. La desaparición del cacique, en esos momentos, sólo se justificaba porque su función estaba sumamente deteriorada por haber estado ligada a los intereses de la Corona de España. Desaparecido el cacique, la nueva autoridad política local (corregidor) tenía poder sobre las comunidades indígenas. Como consecuencia de ello, los jilaqata fueron atados totalmente a la autoridad del corregidor y muchas veces eran víctimas de éste. Además, el indígena ya no tenía el protector, como en el coloniaje, que lo defendiese contra los abusos de los patrones y de las autoridades de la nueva república. En este sentido, los derechos civiles del indígena, a nivel local, estaban restringidos al capricho de los corregidores y prácticamente fueron marginados de los derechos políticos. A pesar de la ley dictatorial de Bolívar, que favorecía la parcelación de tierras comunitarias, el sistema de comunidad aimara se respetaba todavía hasta 1866. Pero, por otra parte, a pesar de la abolición del pago de tributo indigenal por Bolívar, este impuesto continuó sin alteración a favor del tesoro nacional de Bolivia. Incluso, al principio, la contribución indigenal era el rubro más importante del presupuesto nacional, pero en 1926 fue considerado por los enemigos de la vigencia del sistema comunitario indígena como «un impuesto insignificante» (De los Títulos, 1925). En el lapso de cuarenta y tres años (1825 y 1866), los ayllus o comunidades indígenas, que pasaron de la colonia a la República, no sufrieron ninguna alteración de importancia en cuanto a su sistema de organización socioeconómica y cultural. Es decir, el indígena aimara, a pesar de estar marginado de todos los beneficios del Estado boliviano, contribuía sagradamente con su tributo para el tesoro, pero el Estado en cambio nada le daba. Para los gamonales, el indígena en Bolivia sólo servía por sus tributos y su mano de obra

gratuita. Entonces, su conservación dependía de las decisiones políticas del grupo gobernante. Incluso, algunos intelectuales esperaban su exterminio como se procedía en uno los países vecinos. Está comprobado que tres partes de la propiedad territorial de Bolivia estaba en manos de los comunarios indígenas. Entonces, para los interesados en las tierras de comunidad era cuestión de crear las condiciones necesarias para apoderarse de esta propiedad, a través de las discusiones sobre el «problema del indio». Desde luego, el problema del indio no solamente era la tenencia de la tierra, sino también lo social y cultural. Es cierto, la mano de obra indígena era indispensable para el gamonal e incluso para quienes dirigían los destinos del Estado boliviano, es decir: el indio debía servir como mano de obra para el Estado y para el propietario de una hacienda. Frente a esta realidad, el ataque a las comunidades consistía en buscar algún pretexto sobre la tenencia de la tierra y para ello tenía que inventarse algún motivo preciso para ponerla en subasta pública, como ocurrió con Melgarejo, mediante un Decreto del 20 de marzo de 1866. La justificación estaba planteada desde antes de ese decreto por J. V. Dorado. Éste, en 1864, sostuvo que era necesario arrancar estos terrenos de manos del indígena ignorante, o atrasado, sin medios, capacidad o voluntad para cultivar, y pasarlos a la mano emprendedora, activa e inteligente raza blanca, ávida de propiedades; es efectivamente la concesión más saludable en el orden social y económico de Bolivia. Desvincularla, pues, de las manos muertas del indígena es volverla a su condición útil, productora y benéfica a la humanidad entera, convertirla en el instrumento adecuado a los fines de la Providencia (Rivera, 1984, p. 26).

Desde luego, sólo desde las esferas gubernamentales ello podía conseguirse. Vale decir, que los grupos ambiciosos de tierras comunitarias no esperaron mucho tiempo; tuvieron a Melgarejo y posteriormente a la Ley de 1874 para concretar sus aspiraciones. La lucha indígena, más que toda la aimara, no se dejó vencer por el amedrentamiento de las medidas gubernamentales, sino que se

concretó en la sublevación en algunas comunidades en los años 1869, 1870 y 1871 contra las fuerzas represivas del Gobierno de Melgarejo, con grandes pérdidas humanas y de bienes. Esos enfrentamientos se produjeron especialmente en las comunidades aimaras de San Pedro de Tikina, Taraqu, Janquraymi y Waychu (Condarco, 1966, pp. 42-44). Sus luchas impactaron incluso a algunos políticos opositores al Gobierno de Melgarejo. Entonces, durante el derrocamiento de Melgarejo, las masas aimaras tuvieron alguna oportunidad de levantarse, para no dejar salir a éste del país en caso de que tratara de escapar. La minoría llamada «raza blanca», que consistía en partidarios y opositores de Melgarejo, logró conseguir cuatro años después de su derrocamiento la promulgación de la Ley de Ex-vinculación de comunidades indígenas de 1874. Con ella tenían suficientes pretextos para usurpar las tierras comunitarias. Contra la aplicación de esta ley hubo resistencia en todas las comunidades aimaras y las autoridades de la revisita quedaron vencidas al aceptar la titulación en lo pro indiviso. En 1895 se sublevan los comunarios de Tiwanaku, Waychu, Desaguadero y Qalamarka. En el año siguiente (1896) siguieron sublevados los comunarios de Qalamarka, los de Pukarani incluso incendiaron la propiedad de Isaac Tamayo, los de Qullana y Qulqincha pelearon entre sí. Por otra parte, también se levantaron los comunarios de Sikasika y Viacha (Condarco, 1966). Debido a la inaplicabilidad de la ley de 1874, el Gobierno tuvo que promulgar una ley rectificatoria, el 13 de noviembre de 1883, la misma que estableció que los terrenos de origen en la época del coloniaje mediante cédulas de composición conferidas por los visitadores de tierras son de propiedad de sus poseedores, quedando por consiguiente excluidos de la revisita coartados por las leyes de 5 de octubre de 1874 y de 1.º de octubre de 1880 (Archivo de La Paz, 1916).

De esta manera, los indígenas lograron algún triunfo, en defensa del sistema comunitario, para todas aquellas comunidades de origen que poseían el título de Composición de tierras por la Corona de España. Pero, en esos momentos, no todas las comunidades

originarias conservaban sus títulos coloniales, y para conseguir esos documentos, los apoderados o el cacique tuvieron que desplazarse hacia los Archivos de Bolivia, de Lima y Buenos Aires. En 1899 se produjo un levantamiento político-militar en La Paz contra el Gobierno del Partido Constitucional de Fernández Alonso. Este levantamiento se conoce como la Revolución federal. En esta revolución participaron los comunarios aimaras de los departamentos de La Paz y de Oruro en apoyo a José Manuel Pando, cabecilla del levantamiento. Uno de los líderes aimaras que participó en esta contienda fue el renombrado indígena Pablo Zárate Willka. Sin duda, la participación indígena aimara fue decisiva para el triunfo de la Revolución federal. Pero, durante el desarrollo de las fuerzas de Pando y de Alonso, las masas indígenas se dieron cuenta que debían adoptar su propia posición contra los q’aras de los dos bandos enfrentados: liberales y conservadores. Entonces, en Peñas de Oruro se organizó un gobierno indígena encabezado por Juan Lero, cacique de Peñas y Tapakarí. Sin duda, después de la derrota de Zárate Willka, la experiencia indígena adquirida en la Revolución federal hubo de servir para posteriores levantamientos. Después de la Revolución federal de 1899 las luchas indígenas se intensificaron. A partir de la primera década del presente siglo, estas luchas eran encabezadas por los caciques apoderados y se dirigían contra los usurpadores de tierras comunitarias y las autoridades y vecinos de pueblos de provincia. La lucha no solamente era por la defensa de comunidades, sino también por el derecho a la educación. Por otra parte, el reclamo de los derechos civiles y políticos fue evidente por parte de los caciques apoderados. Incluso, los caciques ofrecieron su gobierno para defender y garantizar la vigencia del sistema de comunidades. Mientras tanto, el apoderado y profesor indígena Eduardo Leandro Nina Quispe, junto a un grupo de preceptores indígenas, creó la Sociedad República del Qullasuyu para llevar adelante la educación indigenal y el amparo de las tierras comunales de la República de Bolivia. Las luchas no sólo eran encabezadas por los caciques y por los profesores indígenas, sino también por las bases. En 1921, Faustino y Marcelino Llanqui (padre e hijo), el primero cacique y el segundo

preceptor ambulante, sublevaron a los comunarios de Jesús de Machaqa contra la tiranía del corregidor de ese pueblo. Antes y después de la sublevación de Jesús de Machaqa, hubo muchas sublevaciones indígenas en diferentes comunidades aimaras. Luego, vino la guerra del Chaco. Muchos aimaras y quechuas fueron llevados a ella y allí aconteció el último encuentro forzado entre aimaras y quechuas. Después de la guerra del Chaco, los aimaras, al igual que otros, seguían soportando el peso de la explotación de sus patrones, sometidos al sistema de pongueaje, cuyo origen se remonta a la Colonia. A pesar de la disminución potencial del movimiento cacical, la lucha contra los gamonales o latifundistas se intensificó durante los gobiernos de posguerra y, con la abolición del pongueaje en 1945, los colonos de las haciendas precipitaron los acontecimientos con medidas de hecho contra sus patrones. Hubo saqueos y asaltos a las haciendas en algunas provincias en contacto con el movimiento obrero. Evidentemente, con el decreto de abolición del pongueaje, muchos colonos no solamente empezaron a cortar el servicio de pongo, sino que también dejaron de trabajar las tierras y de cuidar el ganado de la hacienda. Después de la caída de Villarroel, los patrones y los mayordomos de haciendas trataron de reprimir el movimiento reivindicativo de sus colonos. Los aimaras después de la reforma agraria La revolución del 9 de abril de 1952 fue el factor decisivo para el cambio socioeconómico y cultural del país. El Gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), en aras de la bandera de la revolución, decretó tres reformas claves: reforma educativa, reforma agraria y reforma electoral (voto universal). La reforma educativa, complementada con la reforma agraria, evidentemente aceleró la escolarización de las comunidades aimaras con la instalación de escuelas a cargo del Estado. La educación rural, en base a las experiencias del profesor Elizardo Pérez, se orientó inevitablemente hacia el cambio de la alineación sociocultural que causó el fenómeno de migración de la juventud

campesina hacia los centros urbanos. Por su parte, la reforma agraria dio un fenómeno de minifundización de tierras y el acaparamiento de éstas en el oriente por gente rica. Si bien con la reforma agraria se consolidó la abolición de la servidumbre gratuita del pongo y muchas haciendas declaradas de latifundio se convirtieron en comunidades parcelarias, la reforma aún no ha llegado a algunos lugares del país, donde subsiste la servidumbre. Durante la primera presidencia de Víctor Paz Estenssoro y Hernán Siles Zuazo, los aimaras estaban sometidos a la sindicalización y la organización de milicias campesinas en apoyo a la Revolución nacional. Desde luego, las milicias campesinas se movilizaban cada 9 de abril hacia la ciudad de La Paz para celebrar el aniversario de la Revolución nacional. En ese lapso, hubo movimientos de liderazgo en el campesinado aimara, más que todo estimulado por el sindicalismo. Entonces, surgieron las pugnas entre los dirigentes por ocupar los puestos clave en el movimiento y éstos han sido fomentados generalmente por los políticos del Movimiento Nacionalista Revolucionario de tendencias divergentes. Así, durante el primer año de la presidencia de Hernán Siles Zuazo se produjo la instalación de un Gobierno de la República Aimara en Puerto Acosta. Posteriormente, los aimaras de Achacachi, encabezados por Toribio Salas y Paulino Quispe, se rebelaron contra el intruso Vicente Alvarez Plata y lo asesinaron el 15 de noviembre de 1959 en el camino de Sorata a Achacachi. Antes de este hecho, en Achacachi estaba centrado el movimiento de resistencia al nuevo ministro de Asuntos Campesinos, Alvarez Plata, en apoyo a la designación de José Rojas (dirigente sindical de Ucureña de Cochabamba). Sin duda, hasta ese momento, el movimiento campesino aimara estaba ligado al MNR por los factores políticos de la Revolución nacional y de la reforma agraria, que estaba en su proceso de ejecución. Eso no quiere decir que algunos dirigentes no estuvieran influidos por algunos partidos políticos de izquierda, pero no se dejaba sentir su influencia en las bases. Después de la caída de Víctor Paz Estenssoro, sucedieron los Gobiernos militares de Barrientos, Ovando, Tórrez y Banzer. El general René Barrientos Ortuño siguió los lineamientos de la

Revolución nacional, respetando el proceso de la reforma agraria. En cuanto al movimiento sindical campesino aimara, lo utilizó para contrarrestar la ofensiva obrera de las minas. Además, recurrió al Pacto Militar Campesino. En su periodo presidencial dispuso la aplicación del «impuesto único agropecuario» a los campesinos y como consecuencia de ello se produjo la división en el agro: los dirigentes adictos al Gobierno aceptaron ese pago, mientras que otros lo rechazaron. Luego, los campesinos disidentes se organizaron en un frente denominado Bloque Independiente Campesino y se afiliaron a la Central Obrera Boliviana. En cuanto a la educación rural, en las comunidades aimaras prosiguió la intensificación en la construcción de escuelas y formación de recursos humanos para la docencia rural. Durante los Gobiernos militares de Alfredo Ovando Candia y Juan José Torrez, de tendencia izquierdista, el movimiento campesino aimara, en su generalidad, no tuvo ninguna trascendencia especial. Sin embargo, en ese lapso surgió el movimiento katarista aimara, desde la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, y algunos estudiantes de derecho llegaron a ser dirigentes campesinos, ocupando puestos clave de dirección. Entre ellos sobresalieron Raimundo Tambo y Jenaro Flores. El movimiento aimara (campesino-urbano) siguiendo la corriente katarista indígena-campesina, empieza con mucha claridad a los dos años del gobierno dictatorial de Banzer, con el manifiesto de Tiwanaku, documento presentado en julio de 1973 durante una gran concentración campesina en Tiwanaku. Poco después se organiza «La Semana Campesina» en la ciudad de La Paz, acto que se llevó a cabo entre el 15 y el 21 de octubre de 1973. En esa reunión se analizaron los puntos más importantes del movimiento, a saber: la educación, los valores culturales (incluyendo los idiomas nativos), la política, la economía y la identidad. Entre los asistentes a ella figuran: Claudio Pati, Claudio Paye, Roberto Choque Canqui, Policarpio Rojas (MINK’A), Irineo Apaza, Paz Jiménez y otros. En el mismo periodo de Banzer, el movimiento aimara iba adquiriendo más influencia entre los jóvenes estudiantes de Educación Media y

de la universidad, algunas veces organizando seminarios o cursillos de capacitación cultural y de liderazgo. En esos momentos jugó papel importante la organización del Centro de Coordinación y Promoción Campesina MINK’A. En la oficina de este centro se gestaron las organizaciones políticas kataristas: MITKA (Movimiento Indio Tupac Katari), MRTK (Movimiento Revolucionario Tupac Katari) y MNTK (Movimiento Nacional Tupac Katari). Por el lado del sindicalismo campesino, el gobierno de Banzer manejó la Confederación Nacional de Trabajadores Campesinos de Bolivia de acuerdo a sus intereses políticos. Mientras tanto, otros dirigentes campesinos, no adictos al gobierno dictatorial, andaban en la clandestinidad, hasta la huelga de hambre iniciada por las mujeres mineras en reclamo a una amnistía irrestricta. Una vez lograda la amnistía, los dirigentes campesinos de Tupac Katari organizaron congresos provinciales en Camacho, Omasuyos, Pacajes y Aroma, para reactivar la lucha katarista a nivel nacional. Sin embargo, los kataristas tuvieron problemas en su ingreso a la Central Obrera Boliviana, puesto que los q’aras de este máximo organismo obrero, al principio, rechazaron su pedido, argumentando que, al integrar a los kataristas, perderían su identidad (Hurtado, 1986, p. 85). Después de la caída de Banzer, pasaron por el gobierno dos militares de poco peso político. Hasta la llegada de los gobiernos interinos constitucionales, el movimiento katarista aimara había fortalecido su lucha con la depuración de los seguidores del Pacto Militar Campesino, incluso logró tener predominio en la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB). El gobierno de Lydia Gueiler, con su paquete económico dictado el 30 de noviembre de 1979, que implicó la congelación de los precios de productos agrícolas, impactó al campesinado y su reacción fue inmediata. La respuesta aimara fue el bloqueo de caminos, tanto en la ciudad de La Paz como en el interior del país. Los bloqueos se produjeron con más violencia en las provincias de La Paz. El bloqueo más grave fue en el camino Tikina-Copacabana, pues más de 1.000

peregrinos quedaron bloqueados en el Santuario de la Virgen de Copacabana. Según algunos medios de comunicación, eran 3.000 peregrinos, entre niños, mujeres y hombres, sin alimentos ni recursos de subsistencia. Por la negativa de levantar el bloqueo del camino a Copacabana, con peregrinos bloqueados en el referido Santuario, se empezaron a manifestar sentimientos antiindios entre los pobladores urbanos de ascendencia criolla-mestiza. Según Hurtado, «en los barrios residenciales de La Paz comenzaron a organizarse incluso militarmente ante la eventualidad de una invasión india» (Hurtado, 1986, p. 172). Esta reacción racial nos hace recordar que en 1921 ocurrió casi lo mismo, puesto que después de la masacre de Jesús de Machaqa, los habitantes de centros urbanos de la ciudad de La Paz se encontraban vigilantes haciendo guardia todas las noches para prevenir un posible ataque de la sublevación indígena (Choque y Ticona, 1996). Para comprender la lucha actual de los aimaras, realizada a través del katarismo o no, habría que partir del momento de la organización del Movimiento Universitario Julián Apaza (MUJA) conectado con el Manifiesto de Tiwanaku de 1973 y no del bloqueo de 1979. Tampoco el katarismo, en cierta medida, se debe al liderazgo del máximo dirigente del campesinado boliviano, Jenaro Flores, sino que éste, más bien, es el producto de ese proceso. Por otro lado, no es evidente que el katarismo o indianismo se deba únicamente a la influencia del escritor Fausto Reynaga, puesto que hubo otros intelectuales bolivianos que han influido en los aimaras sobre su realidad histórica; entre ellos el más importante es el abogado Alipio Valencia Vega. También Rigoberto Paredes, a través de su pequeño libro sobre Tupac Katari, influyó en dicho movimiento del 15 de noviembre, con su equivocada fecha de la muerte del referido caudillo aimara, Julián Apaza. Sin duda, en los últimos años el movimiento aimara está entrando en varios frentes de acción, culturales, políticos y sociales. Unos están metidos en actividades políticas partidarias, mientras que otros se forman profesionalmente como comunicadores sociales, lingüistas, sociólogos, educadores, médicos, abogados e historiadores.

Algunos están incursionando en la investigación social (historia, sociología, economía, lingüística, etc.). Como consecuencia de todo ello, incluso la posición ideológica y política de la CSUTCB está cambiando hacia un movimiento pluricultural y multinacional. Bibliografía ARCHIVO DE LA PAZ (1916), Expediente de la Prefectura, La Paz. ARNADE, Ch. (1972), La dramática insurgencia de Bolivia, La Paz, Librería-Editorial «Juventud». ARZE, A. y RENÉ, D. (1979), Participación popular en la Independencia de Bolivia, La Paz, Organización de Estados Americanos. BERTONIO, L. (1984), Vocabulario de la lengua aimara [1612], Cochabamba, CERES-IFEA-MUSEF. CHOQUE CANQUI, R. (1973), «Antecedentes coloniales acerca de la educación indígena de Pacajes», Logos 1, 1, pp. 1-13. —, «Los caciques aimaras y el comercio en el Alto Perú», en O. Harris, B. Larson y E. Tandeter (comps.), La participación indígena en los mercados surandinos. Estrategias y reproducción social. Siglos XVI a XX, La Paz, CERES, pp. 357-377. — (2003), Cinco siglos de historia. Jesús de Machaca: la marka rebelde, vol. 1, La Paz, CIPCA-Plural Editores. — y TICONA, E. (1996), Sublevación y masacre de 1921. Jesús de Machaqa: la marka rebelde, vol. 2, La Paz, Cedoin-CIPCA. CONDARCO MORALES, R. (1966), Zárate, el «Temible» Willka: historia de la rebelión indígena de 1899, La Paz, Talleres Gráficos Bolivianos. CRESPO R., A. (1972), El corregimiento de La Paz 1548-1600, La Paz, Empresa Editora «Urquizo Ltda.». De los títulos (1925), De los Títulos de Composición de la Corona de España (1536-1925), La Paz, Sociedad República del Collasuyo. ESPINOZA SORIANO, W. (comp.) (1969), «Memorial de Charcas – crónica inédita de 1582», Cantuta. Revista de la Universidad Nacional de Educación [Chosica], pp. 117-152.

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Capítulo II El thakhi entre los aimara y los quechua o la democracia en los gobiernos comunales Esteban Ticona Alejo El thakhi o la «democracia» del ayllu La Asamblea manda La asamblea comunal (en aimara y quechua ulaqa, parlakipawi, cabildo o «junta») es la máxima instancia de autoridad y el eje de la vida comunitaria del ayllu. Su potestad se extiende desde el dominio económico de los recursos, la administración territorial, pasando por las regulaciones sociales y políticas hasta las celebraciones ritualesreligiosas. Es el centro del poder del ayllu y la comunidad. Es convocada y presidida por las principales autoridades comunales, nombrada periódicamente mediante el thakhi o el cargo por rotación. En principio tienen el derecho y obligación de participar en la asamblea todos los jefes de familia que forman parte fija del ayllu y la comunidad, es decir, todos y sólo aquellos que tienen casa y tierras en ella. Otros posibles advenedizos o simples ayudantes adscritos a una familia, pero sin tierras propias (uta wawa, «hijo de la casa» en aimara o kantu runas en quechua), no son miembros de la asamblea sino que quedan representados en ella por el jefe de familia o, en su defecto, su sustituto. Estas asambleas son foros de expresión amplia y un proceso colectivo de decisiones. Por su grado de participación y por su sentido de respeto mutuo, se constituyen en el principal escenario para la práctica del thakhi o la democracia del ayllu. Generalmente los acuerdos se toman después de largas discusiones entre los participantes y éstos sólo se retiran a sus casas habiendo conciliado intereses. Las decisiones comunales que más afectan a las familias suelen pasar por el tamiz de varias asambleas comunitarias debido a que, en forma menos visible, implican consultas en cada hogar, donde el marido, la mujer y los hijos definen su posición antes de llevar una decisión firme a la asamblea.

La lógica prevalente es la de lograr amplio consenso. Su ideal es arribar incluso a la unanimidad, más que conformarse con que una mayoría se imponga a la minoría. Sólo en asuntos más delicados, como un conflicto entre dos zonas de la comunidad por el acceso a recursos, ocurren a veces polarizaciones agudas entre comunarios, llegando en casos extremos a la división del ayllu o la comunidad. Las asambleas generales pueden ser ordinarias, reunidas en fecha fija (en periodo mensual, quincenal o incluso semanal), o extraordinarias. Lo más común es que unas y otras sean de largo aliento –todo el día y a veces parte de la noche–, por lo que es oportunidad para una amplia comunicación social. En las asambleas ordinarias suelen tratarse asuntos rutinarios como el inicio o término de un ciclo escolar, el nombramiento de nuevas autoridades comunales, la fijación de responsabilidades frente a alguna fiesta u otro acontecimiento local, la iniciación de trabajos en una aynuqa[1] o también otros asuntos más coyunturales, como un pleito interno familiar o las actitudes políticas o cívicas del ayllu o la comunidad frente a un acontecimiento regional o nacional. A veces la urgencia o gravedad de los asuntos a tratar requiere de una citación extraordinaria. Por ejemplo, con ocasión de un conflicto grave por linderos de tierras, por agitaciones políticas, por desastres naturales, o por visitas importantes de alguna autoridad. No es raro hacer coincidir el día de la asamblea con algún trabajo comunal. Por ejemplo, la limpieza de acequias, de modo que al principio de la jornada se tenga la reunión y a continuación todos se dediquen al trabajo previamente acordado o viceversa. En otros lugares se reúnen el mismo día del culto (cuando una mayoría pertenece a alguna Iglesia evangélica), del deporte o de la feria local (si la hay); aunque esto último ocurre más en asambleas interayllus o intercomunales. La autoridad originaria como «servicio» Uno de los puntos en los que periódicamente el ayllu debe llegar a tomar decisiones, es el nombramiento de aquellos miembros

habilitados para desempeñar el cargo de autoridades comunales. Las cabezas o autoridades máximas, responsables del ayllu o la comunidad, suelen llamarse mallku y mama t’alla (en otros casos mama mallku), kuraka, jilaqata y mama jilaqata, jilanqu e inclusive cacique, o con otros nombres locales. Asumen el cargo y lo ejercen junto con quienes desempeñan otras funciones. La autoridad y demás cargos comunales son concebidos como un «servicio» y cubren papeles muy específicos, tanto en el ámbito del gobierno comunal, como en el ceremonial-religioso. Cada cargo es visto como una «carga», porque quita tiempo y dinero, pero hace avanzar a las parejas y a sus familias en estatus y prestigio social dentro del ayllu. En la concepción aimara y quechua se supone también que atrae mayores bendiciones y abundancia en un futuro próximo. La tarea principal: el gobierno del ayllu Una carga para todos Cuando una persona se casa y hereda tierras en/del ayllu o la comunidad, llega a la categoría de jaqi, runa o «persona» y pasa automáticamente a ser comunario con todos sus derechos y obligaciones. Como tal aparece en la lista de «afiliados» del libro de actas del ayllu. También pueden adquirir este último estatus los de fuera casados con mujeres del lugar (tullqa o yerno), aunque este último caso es más excepcional, dado que entre los aimaras y quechuas las mujeres suelen establecerse en el lugar del marido y no a la inversa. En todos los casos el criterio fundamental para ser «persona» o miembro pleno del ayllu o la comunidad es tener tierras. Pero en algunas regiones se han desarrollado además diversas categorías de comunarios según su forma diferenciada de acceso a la tierra: originarios, agregados, arrimantes, kantu runas, etc. Los mismos hijos, incluso nuevas parejas, pueden pasar por un estatus comunal intermedio mientras no tengan consolidada su herencia de tierra. Todas estas categorías intermedias tienen menos obligaciones comunales pero también menos derechos.

Sin embargo, en la medida en que persiste una organización comunitaria, la tendencia es hacia una mayor uniformización de las categorías de comunarios más que hacia una creciente diversificación. Entre las obligaciones de todo comunario se cuentan las siguientes: prestar sus servicios en los trabajos comunales, aportar regularmente con cuotas, asistir a las asambleas, «pasar» los cargos públicos –políticos y religiosos– que el ayllu o la comunidad tiene establecidos, entre otros. Sus derechos son: usufructuar una o más parcelas del área agrícola con su respectiva dotación de agua (si la hay), tener acceso a los demás recursos comunales (pastizales, madera, material de construcción, etc.), ser nombrado autoridad, intervenir en la toma de decisiones de los asuntos comunales a través de la asamblea, participar en las fiestas, ser atendido por las autoridades locales en sus demandas y emergencias, etcétera. Si el jefe de familia está imposibilitado de asistir (o incluso de cumplir un determinado «cargo»), puede hacerlo otro de su familia. En este sentido, el miembro y/o el titular de los cargos no es tanto el individuo sino la unidad familiar a la que representa el jefe de familia. El thakhi o «camino a andar» Thakhi o thakhicha en aimara, o en quechua Ñan o Ñana, significa «camino» y es también la metáfora utilizada para referirse a un proceso de crecientes responsabilidades comunales en el que se combina el crecimiento y prestigio de cada familia en el ayllu con el ejercicio real del gobierno comunal. Comienza una vez que la pareja ha contraído matrimonio, con la que se vuelve jaqi o runa (persona) y queda habilitado para desempeñar «servicios» al ayllu. Para fines de una mejor comprensión, tomamos el ejemplo de los ayllus de Jesús de Machaqa, de la provincia Ingavi del departamento de La Paz (Albó y equipo Cipca, 1972; Choque y Ticona, 1996; Ticona y Albó, 1997 y 1998), que con sus pequeñas variantes locales puede generalizarse a otras regiones andinas[2]

por compartir todos una serie de elementos organizativos y culturales que siguen siendo funcionales en el presente. El machaqa jaqi o «nueva persona» (recién casados) hace su ingreso al círculo mayor (tamankiri) del ayllu, con un pequeño aporte simbólico (regalo de alcohol) llamado t’inkha. A partir de ahí, empieza a recorrer tres grandes «caminos» a lo largo de su vida: Jisk’a thakhi (camino corto), Taypi thakhi (camino medio) y Jach’a thakhi (camino grande). Los dos primeros permiten el ejercicio del gobierno comunal que, en resumen, sucede de la siguiente manera: – Los primeros cargos de autoridad comunal consisten en ser machaqa p’iqi (nuevo «cabeza»), que, según Triguero (1991), tiene la función del antiguo kamana (encargado), como yapu kamana, uywa kamana (encargado de la chacra, del ganado), etcétera. – Después de un tiempo, una vez consolidada la familia, y por acuerdo con la esposa, el machaqa jaqi, opta por ser preste de la fiesta del ayllu o la comunidad, teniendo en cuenta los recursos económicos de que dispone. Esto le lleva a la organización de unas tres fiestas, con variantes según el lugar. – Estas actividades son el comienzo para candidatear al cargo de jilaqata (ahora se usa más el nombre de mallku) del ayllu o la comunidad, periodo durante el que se les llama thakhini awkitayka «señores» (lit. padre-madre) en camino o machaqa awkitayka «nuevos señores». – El jilaqata o mallku (junto con la mama mallku), como autoridad principal del ayllu o la comunidad, al inicio de su gestión hace el compromiso de ser un auténtico representante de la misma y portador de la buena moral y las sanas costumbres. Pero sobre todo ser el mejor «hermano-mayor» (jila-qata) y protector de los «hermanos menores». Se le compara incluso al pastor que conduce y cuida a sus rebaños. El ejercicio del gobierno del ayllu está muy relacionado con el quehacer religioso-político, económico-social y territorial. A partir de la idea awki-tayka (padre-madre), se tiende a que el ejercicio de la

autoridad beneficie al quehacer cotidiano de todas las familias integrantes del ayllu. En resumen, en los mecanismos de nombramiento puede distinguirse un avance creciente por tres niveles: 1. Cargos menores pero que exigen más trabajo (por ejemplo, ser qillqiri o «secretario de actas», alcalde escolar), etcétera. 2. Otros más onerosos, sean autoridades, por ejemplo, mallku o jilaqata, o ceremoniales (pasante de fiesta). Por su costo en dinero y tiempo para beneficio de los demás, dan el máximo prestigio. 3. Otros cargos, por ejemplo, «justicia», amawta o «asesor», apoderado de los títulos del ayllu, que suponen prestigio pero exigen poco trabajo y menor erogación económica. Todos pasan por los primeros, la mayoría por los segundos, sólo los más respetados llegan a los últimos. Aunque no se llegue a este último nivel, quienes ya han sido autoridad principal y preste de la mayor fiesta comunal tienen un rango especial y reciben el respetuoso nombre de pasäru (pasados). Este proceso por el que se va avanzando de cargos menores a otros mayores y se acaba finalmente en los de mayor prestigio y respeto, es lo característico del thakhi, ñan o «camino». Hay además algunos roles que no son concebidos como cargos sino como especialidades. Por ejemplo, el (o la) yatiri, «el/la que sabe» o sacerdotes del ayllu o la comunidad, cuyos poderes especiales no provienen del nombramiento comunal, sino de su singular selección por parte de los poderes sobrenaturales, expresados muchas veces a través del rayo (THOA, 1986 y Huanca, 1990). El esquema descrito es casi general, pero no es el único. Por ejemplo, hay lugares en que ser preste de la fiesta principal del ayllu se considera aún más importante que ser jilaqata o mallku o jilanqu y en el «camino» llega, por tanto, después de haber cumplido el cargo de autoridad comunal. En unos lugares el esquema es más simple y en otros, más tradicionales, llega a tener mucha más

complejidad de la que aquí se señala. Esta variedad de un lugar a otro o incluso cierta flexibilidad de un año a otro, en el mismo ayllu, es una de las características de muchas culturas basadas en la tradición oral. Mujeres y jóvenes en el thakhi El concepto de chacha-warmi (hombre-y-mujer, como una unidad), aunque se refiere más específicamente a la unidad doméstica, es una aproximación simbólica a las relaciones sociales ideales en la sociedad andina. Al plantearse la complementariedad y unidad del chacha-warmi, se provee un modelo, una especie de declaración normativa de cómo deben ser las relaciones conyugales entre la mujer y el hombre. Sin embargo, no siempre es la realidad de dichas relaciones. En el caso de los jóvenes solteros, de ambos sexos, para evaluar su grado de participación en la democracia comunal, además de su condición de solteros, hay que tomar en cuenta algunas variables específicas. Por ejemplo, si son estudiantes o no y su nivel de vinculación con la organización local. A continuación daremos algunas pistas más específicas para comprender mejor estos puntos. Participación pública restringida La actividad pública en los ayllus y comunidades está íntimamente asociada con los quehaceres formales, sean éstos de carácter social, político, territorial, religioso o económico. En la esfera ceremonial se da siempre por supuesta la participación conjunta de la pareja, los hombres en su lugar, las mujeres en el suyo, y para ciertas actividades, ambos juntos. Los y las jóvenes tienen también su lugar, ellos como músicos y ambos como danzantes o como ayudantes en roles secundarios. En la esfera pública económica, que incluye los trabajos comunales, es también bastante habitual una participación general: mientras los varones trabajan (el jefe o su hijo sustituto), puede ser

que las mujeres estén juntas preparando comida, o tal vez tienen también asignadas algunas tareas, como acarrear y colocar piedras. Pero en la esfera política del ayllu, expresada sobre todo en la asamblea y en los puestos de la organización comunal, si bien el cargo recae de suyo sobre el conjunto de la unidad familiar, es más patente la prominencia del varón jefe de familia. Las esposas La elección de las autoridades es en pareja: varón y mujer. En los ayllus o comunidades originarias: él es el mallku o jilaqata y con ella su mama t’alla o mama mallku. La mama t’alla o mama mallku acompaña al esposo a donde sea y debe sustituirlo en caso de ausencia, pero nunca puede reemplazarlo o decidir por él. Incluso en algunos ayllus se considera que la esposa del «cabeza» es la que debe servir al ayllu cocinando y haciendo extensivo su papel doméstico al conjunto de la comunidad siempre que le corresponda por algún tipo de actividad comunal. La función de «servicio», inherente a todo cargo comunal, es aún más patente en la esposa que en el varón; el de autoridad, en cambio, apenas se reconoce en la mujer. En cuanto a las demás mujeres casadas, sólo asisten a la asamblea si son viudas o si el marido está ausente, a menos que se trate un tema que le incumba directamente. No hay una participación total de la mujer en las instancias más formales de la democracia del ayllu. Esto se expresa incluso de manera simbólica en la ubicación física del grupo de mujeres en una asamblea general. Generalmente se encuentran aisladas del centro de discusión y muchas veces muestran cierto desinterés (cuchicheo constante, excusas por falta de tiempo), hasta el punto de que al finalizar la reunión no llegan a saber qué se ha tratado. La mujer carece de poder público de decisión, aunque tiene una participación y, como enseguida veremos, tiene muchas maneras indirectas de influir en las decisiones[3]. Los jóvenes solteros

En cuanto a los jóvenes que aún no se han casado, en principio no son plenamente «personas» y no tienen, por tanto pleno derecho para participar en la asamblea. No se les impide la asistencia, pero si están presentes, suelen limitarse a escuchar porque, en términos estructurales, siguen siendo yuqallas e imillas (muchachos y muchachas sin responsabilidades). Es aún menos frecuente ver mujeres solteras en la asamblea, a menos que representen a sus padres ausentes, y entonces están todavía más calladas. Esta idea de que son aún yuqalla o imilla inmaduros, todavía pesa sobre muchas de sus iniciativas y justifica su ausencia en las deliberaciones y cargos públicos del ayllu. Por eso no suelen ocupar cargos importantes que requieren de experiencia y responsabilidad (como mama mallku o mama jilaqata, etc.). Pero es posible que ocupen cargos de menor importancia (como los relacionados con los deportes) o que requieren cierta destreza escolar (como la toma de actas). En esos casos, es generalmente el varón, y no la mujer, el que tiene más posibilidades de desempeñar esos cargos menores, aunque ambos tengan cierto grado de escolarización. Tampoco es raro encontrar a jóvenes (incluidas algunas mujeres) involucrados en algunos cargos y actividades que no están contemplados específicamente en la estructura de la organización del ayllu. Por ejemplo, ser reportero o educador popular, o ser «líder» con funciones nuevas que en algunas regiones se realizan en coordinación con el kamani de cultura del ayllu. En ciertas deliberaciones también se puede solicitar la participación de un estudiante avanzado, llegado quizá de la ciudad o de algún centro urbano y con alguna formación superior, porque se supone que está más enterado de determinados temas. Pese a estas restricciones formales, el papel de sustituto, arriba indicado, puede alcanzar proporciones que sorprenden al forastero. En aquellos ayllus con fuerte migración de sus pobladores varones, los jóvenes varones son parte activa de la misma ocupando el puesto del padre y en algunos casos, aun son reconocidos como nuevas «personas». En este caso, el hijo puede incluso tener más vigencia pública que su madre. Si su padre falleció cuando ya

estaba en lista para cumplir cargos comunales tan importantes como ser jilaqata, mallku, le reemplaza entonces su hijo, en compañía de la madre viuda. La razón última, ya señalada, es que el cargo recae en realidad en el conjunto de la unidad familiar –de la sayaña o terreno en torno a la vivienda– más que en un individuo específico. Influencia indirecta La mujer y los jóvenes es más probable que ejerzan una influencia indirecta en las decisiones del jefe de familia. Muchas veces el voto del padre, en la asamblea comunal, tiene un respaldo del núcleo familiar: la esposa y los hijos(as) jóvenes. Al hablar de la asamblea comunal, ya mencionábamos la práctica generalizada de consultar con las esposas antes de que la decisión sea definitiva. Por eso ciertas decisiones importantes o aquellas que implican cuotas que afectan a la economía doméstica necesitan varias asambleas, con consultas intermedias en cada hogar. Es que la familia constituye la unidad productiva básica y cualquier decisión a este nivel afecta a todo el conjunto. Sin embargo, según las propias mujeres, algunos varones no toman en cuenta este nivel de consulta. Relegan a la mujer y ésta tiene que «acatar» la voluntad del marido. Una de las razones para llegar a esta situación es que la mujer adulta no ha tenido tantas oportunidades de estudiar, algunas ni siquiera se han escolarizado y la mayoría ha alcanzado un nivel menor de estudios. Ello hace que se sientan –y los hombres las hagan sentir– por debajo de los varones y con incapacidad para participar activamente en las asambleas comunales. Perspectivas en el futuro Las nuevas circunstancias sociales y culturales van imponiendo, como ocurre ya en otros puntos, una refuncionalización permanente en la práctica de la democracia del ayllu: el thakhi. Para empezar, cada vez es más discutible que la mujer tenga menos oportunidades educativas. Sigue habiendo una brecha, pero va haciéndose más estrecha y la gran cantidad de programas de

promoción de la mujer y de organizaciones específicas para ellas van dejando huella tanto en las mujeres como en los varones. Pensamos que, a medida que esta generación más joven vaya formando nuevas familias, será más probable encontrar algunas mujeres con ciertos papeles comunales y, a la larga, se verá también útil que participen más activamente en la vida política del ayllu tanto en la asamblea como, posiblemente, con cargos comunales. Quizá el punto más difícil de analizar es el de la asignación de los cargos no tanto a individuos sino a unidades familiares. Hay toda una concepción simbólica de la relación entre cargos y reciprocidad comunal, que pasa casi siempre por la unidad familiar[4]. Probablemente serán más funcionales aquellas innovaciones que fomenten, por una parte, la participación más conjunta de la pareja – chacha-warmi– en la asamblea y en las actividades de la directiva y, por otra, la designación casi automática de mujeres (como protagonistas de la pareja) para determinados tipos de responsabilidad en que ellas puedan desempeñarse mejor (por ejemplo, salud o educación) y, ciertamente, en la representación formal ante la asamblea de sus grupos específicos femeninos. Todo ello implica innovaciones, pero más en línea con toda la concepción aimara y quechua de la pareja y su relación conjunta con el ayllu. Renovación de cargos Uno de los puntos en los que periódicamente el ayllu debe tomar decisiones es el nombramiento de aquellos miembros preseleccionados para desempeñar cargos de autoridad comunal. El criterio general subyacente es el de la «rotación e igualdad de responsabilidades» (más que de oportunidades) entre los que ya han llegado a determinado nivel en el thakhi, ñan o «camino». En el pasado las «personas» se anotaban con bastantes años de anticipación en una lista (que en Jesús de Machaqa, se llama tila [= fila] o en los ayllus del norte de Potosí a las personas entrantes «al cargo» se las conoce con el nombre de sursis), para llegar al cargo de nivel superior. Sabía así con tiempo qué año le iba a tocar y se

preparaba mediante aynis y otras previsiones para poder cubrir bien todo el gasto que el cargo suponía. Hoy esas «filas» (ahora se usa más el nombre de «entrantes») o sursis son menos abundantes y la tendencia es a disminuir la edad de los candidatos por falta de voluntarios en lista de espera. Pero el criterio de fondo sigue siendo el de acceder al cargo por cierta rotación: a cada jefe de familia –a cada sayaña– «le toca cumplir» su «cargo», por reciprocidad con el ayllu que le concedió su pedazo de tierra y le brinda protección. Por eso mismo, nadie quiere repetir un cargo que ya ha «cumplido». Sin embargo, siempre hay un número relativamente grande de jefes de familia que, por haber cumplido ya cargos del nivel inferior, promocionan para el de nivel superior. Por eso, actualmente, más que «filas» o rotaciones rígidas, suele haber cierto margen de juego para nombrar a uno u otro pero sólo dentro de este grupo que ya promociona. Casi siempre la designación se realiza a viva voz y mano alzada, lográndose muchas veces el consenso. Pero es en este proceso de elección final donde, además de la rotación, pueden influir otros criterios complementarios, como los que a continuación comentamos. Escoger al más capaz La elección del más apto, en algún cargo importante, es una preocupación, donde se toma muy en cuenta la capacidad, la experiencia y el compromiso con el ayllu, demostrada en el quehacer cotidiano o en el desempeño de cargos anteriores. Este criterio funciona más para cargos de mayor responsabilidad, sobre todo si el ayllu tiene entre manos algún proyecto que a todos interesa. En tales casos es incluso posible que la permanencia en el cargo se alargue hasta que la persona considerada más idónea para llevar a cabo el proyecto lo haya concluido. Sin embargo, el criterio de la rotación sigue siempre presente. Por ejemplo, si el candidato prueba que ya ha «cumplido» éste u otros

cargos onerosos equivalentes, más fácilmente se le dispensa y se busca a otro. Exigir al flojo y criticón Hay otros criterios complementarios, aparte de la aptitud. Uno particularmente interesante, para comprender el thakhi o la democracia del ayllu, es el de nombrar a un jayra, qhilla o «flojo» y además de «bocón» o «criticón», precisamente «para que aprenda» o yatiñapataki. Este criterio adquiere sentido en la medida en que la asamblea general del ayllu sigue siendo una instancia superior que controla y obliga a sus pobladores para el ejercicio de la autoridad. El así elegido puede funcionar y hasta cambiar si es estimulado por la propia comunidad. Juegan entonces un papel particularmente útil los consejos de los «pasados» (pasäru), es decir, el grupo de gente mayor y respetada que ya cumplió anteriormente estos cargos más ejecutivos de autoridad y que ahora son más bien amawtas o «consejeros». Suelen ser siempre muy tenidos en cuenta por los nuevos que entran en el cargo. En la medida que estos mecanismos siguen funcionando dentro del thakhi o la democracia del ayllu, son excelentes formas de pedagogía comunal. Sin embargo, hemos visto también a ayllus y comunidades descuidadas en que, por ese camino, han quedado atrapados por algunos «flojos», «bocones» y oportunistas politiqueros adscritos a los gobiernos de turno. «En algunos casos se queda el más vivo» Pese al thakhi o la democracia del ayllu, en el nombramiento de los cargos tampoco es extraño, aunque es poco común, que se produzcan algunas formas de manipulación política. La vieja práctica caudillista de muchos politiqueros y sindicalistas campesinos ha tomado cuerpo en algunos comunarios. En este sentido, no es raro que algunos cargos importantes sean ocupados por «el más vivo». Es decir, por aquellas personas que

intentan aprovecharse del cargo para su propio beneficio e incluso acceder a responsabilidades mayores en nombre del ayllu, pero sin el consentimiento de éste. Aunque es más difícil que así ocurra en cargos menores y muy arraigados en la tradición del ayllu, como el de jilaqata/mallku o jilanqu. Pero puede ser, por ejemplo, que alguien se avive para conseguir en alguna oficina pública su memorándum como corregidor o registro civil, o que en un congreso logre manipular su nombramiento a algún cargo supraayllu. Generalmente «el más vivo» (se suele decir en otros lugares «el más pendejo»), no dura mucho tiempo en sus funciones. Tan pronto el ayllu detecta sus intenciones personalistas, es probable que se imponga una fuerte sanción moral al infractor, e incluso podría llegar a producirse la expulsión o separación de la persona, por su práctica oportunista y atentatoria a los intereses locales. En resumen, las modalidades arriba descritas no son contradictorias y los ayllus siempre intentan combinar dos criterios, formulados idealmente como máxima participación y eficiencia. El primero se asegura más por el camino de la rotación. El segundo, por la elección del más apto. La combinación puede darse, por ejemplo, escogiendo al más apto sólo entre los que aún no han ocupado el cargo. Otro recurso bastante socorrido es el de nombrar reiteradamente a los menos aptos a una serie de cargos onerosos pero no complicados para que así cumplan también su «thakhi obligatorio», sin obligarles ya a que accedan a los cargos que exigen mayor madurez y responsabilidad. Las contribuciones al gasto común El autofinanciamiento a nivel comunal, es una práctica generalizada. Generalmente se cumple por tres vías complementarias: 1) mediante trabajos comunales para todo tipo de servicios compartidos (caminos, puentes, obras de riego, escuelas, postas, sede social, etc.); 2) mediante ocasionales cuotas, casi siempre vinculadas a un gasto muy específico, por ejemplo para comprar un motor; y 3) mediante los gastos extraordinarios en que

incurre rotativamente cada comunario cuando le toca desempeñar un cargo oneroso. Los aportes a veces son diferenciados, según se trate de originarios o agregados, lo que significa la posesión de mayor o menor extensión de tierra. Se espera también que los «residentes»[5] prósperos, además de cumplir regularmente con los cargos y demás obligaciones que les corresponden, contribuyan extraordinariamente con «mejoras» para el ayllu. De no ejecutar satisfactoriamente estas exigencias, el residente corre el riesgo de perder sus tierras, con lo que se romperían definitivamente sus vínculos con el ayllu. Llevar adelante trámites suele ser una de las cargas más onerosas de los dirigentes en funciones. El servicio al ayllu o la comunidad lo lleva entonces más allá del nivel local, conectando al dirigente a otros espacios, tales como las principales urbes, las oficinas públicas, privadas, etcétera. Esta actividad, al decir de muchas ex autoridades o «pasados», es una aventura inacabable, que requiere contar con un sustento económico permanente, que no siempre es reembolsado por el ayllu. Muchas veces, a fin de que el trámite no se estanque, es sustentado por la autoridad en ejercicio. El final arroja casi siempre un sentimiento agridulce, porque no se llega a concluir el trámite en una gestión, por lo que la autoridad se ve obligada a dejar su prosecución a las autoridades entrantes. Sin embargo, no siempre se llega al autofinanciamiento. En momentos de emergencia, como desastres naturales, sequía u otros, puede ser que no se cumpla con estas obligaciones. Por otra parte, estos aportes propios difícilmente pueden cubrir toda la dotación deseable de servicios básicos, que seguirá exigiendo desembolsos mucho mayores del Estado. Pensemos, por ejemplo, en una infraestructura de riego o en la electrificación rural. El mayor o menor aporte comunal mucho depende de las necesidades y actividades en las que está envuelta el ayllu. Cuando hay alguna obra de emergencia (como un camino esencial) o un proyecto que ha suscitado el entusiasmo general (como un colegio), la contribución puede ser mucho mayor. No es raro que en esos

casos cada comunario llegue a dedicar hasta sesenta días por año a ese trabajo comunal concreto. En cambio, si los servicios básicos ya están atendidos y la comunidad cuenta, además, con el servicio regular de alguna repartición pública (por ejemplo, una céntrica carretera asfaltada), es probable que los aportes se reduzcan notablemente. Proyectos como alimentos por trabajo y otros semejantes, aunque pueden cumplir buenas funciones, muchas veces han apagado también la iniciativa comunal para llevar adelante sus propios proyectos. La democracia entre los ayllus Participación en niveles interayllus El ayllu nunca es un ente aislado sino que forma parte de un conjunto de interayllus de niveles superiores. Como punto histórico de partida, la actual organización andina, a nivel regional[6], tiene sus orígenes en las antiguas markas que, a la vez, formaban parte de unidades mayores llamados señoríos, como los lupaqa, los paka jaqi (Pacajes), los killaka, los qaraqara, etc. Este punto de partida aún explica mejor la persistencia de esta especie de «lógica» del ayllu a este nivel intermedio, junto con algunas de sus nuevas particularidades. La rotación entre los ayllus También a este nivel funciona el sistema rotativo, en mayor o menor grado. Cada unidad menor (comunidades, cabildos, etc.) dentro del sistema tiene la oportunidad de ser la cabeza de la jurisdicción, de acuerdo a un orden fijo y rotativo. Hasta cierto punto se podría decir que la principal expresión andina de igualdad y democracia de markas o regiones suele ser alguna forma de rotación cíclica. Pero aquí es aún más evidente la complementariedad entre este principio de máxima participación y los de mayor eficiencia (buscar al más capaz) o de habilidad política (el «más vivo»). Se sabe, por ejemplo, que en tal año el cargo máximo corresponderá a tal ayllu,

comunidad o grupo de comunidades (antiguos ayllus históricos, parcialidades, etc.). Pero el juego político para elegirla se centrará entonces entre varios candidatos procedentes de este grupo, a menos que el ayllu, la comunidad o grupo de comunidades ya haya llegado a un pleno consenso sobre el particular. Igualmente, habrá cierto juego para que el resto de comunidades vayan accediendo a cargos de mayor o menor prestigio. Cuando, siendo varios los candidatos idóneos, no se llega a suficiente consenso y el esquema tradicional de voto por aclamación o a mano alzada ya no resulta tan obvio, puede pedirse que cada elector haga fila frente a su candidato para nombrar al que logre agrupar a más gente frente a sí. Un problema típico al aplicar estos mecanismos andinos a niveles superiores es que se va perdiendo el control que siempre supone el intenso conocimiento personal entre todos. Puede entonces imponerse el que «habla mejor» o, con el esquema de «cabildo abierto», todos los presentes votan y, por tanto, se impone el del lugar mismo del evento, por haber más gente de allí concentrada, o el que haya logrado traer a más paisanos y seguidores. Hemos visto diversos mecanismos ingeniosos para resolver este problema, por ejemplo, haciendo una segunda vuelta sólo entre los más votados, o exigiendo que cada unidad inferior decida de manera unánime. Pero el criterio rotativo se mantiene sobre todo al asegurar que todas las unidades inferiores quedarán de alguna manera representadas en la directiva de este nivel superior y que, de alguna manera, todas llegarán a ocupar el cargo máximo. En los mundos aimara y quechua no se observa tanto la hegemonía de determinadas ayllus o comunidades, dentro de una marka o región, algo que ocurre más en áreas menos tradicionales, como Cochabamba. Pero sí puede darse una fuerte competencia entre partes para ir ganando prestigio y una posición más hegemónica. Prestigio y hegemonía versus conflicto o equilibrio El prestigio, en las cosmovisiones aimara y quechua, no sólo tiene el carácter positivo que ya vimos al hablar del thakhi o «camino».

También tiene sus aristas negativas, expresadas en clichés y estereotipos, por ejemplo en los congresos regionales y departamentales, en manifestaciones rituales, simbólicas o en el quehacer cotidiano. El prestigio entre ayllus de una marka o región y entre markas o interregiones casi siempre está sustentado en elementos históricos y de identidad local, que buscan la reafirmación y el reconocimiento a través de hegemonías interayllus (por ejemplo, ocupando cargos importantes), como signos de legitimidad. Así, dentro del altiplano paceño, es interesante la fama de los oriundos de Achacachi como «lazo seguros», en alusión simbólica a su condición de guerreros y valientes en acciones protagonizadas contra las haciendas en los primeros años del gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) después de 1952, y confirmada posteriormente en la etapa de consolidación de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), por sus grupos de defensa y choque. Pero, a la vez, insinúa que son prepotentes, también por la época del movimientismo. Asimismo, los comunarios de Jesús de Machaqa, pese al tiempo transcurrido, aún tienen el renombre de «come curas», a partir de la sublevación de 1921 y el supuesto canibalismo con el cura del lugar (hecho desmentido en documentos firmados por el mismo sacerdote tras la sublevación). Sin embargo, este apodo negativo manifiesta, a la vez, el orgullo local por una rebeldía que destruyó el sistema opresor pueblerino y que ha pasado a ser el símbolo de la resistencia indígena, aún en nuestros días. Esta pugna por mayor prestigio puede además estar vinculada con otras pretensiones o conflictos, por ejemplo, para imponer sus intereses a los de otros o ganar para sí algún recurso escaso, como tierra, agua o totoral. Todas estas formas de prestigio y de lucha, que están muy ligadas a los regionalismos aimara y quechua, encuentran en la vida de las grandes markas o «pueblos». Reproducen lo positivo de la fama, muchas veces en contrapunto con su lado negativo. Pero, si además hay algún conflicto subyacente, pueden llegar a situaciones particularmente agresivas.

Lo más peligroso es cuando del prestigio se pasa a la intolerancia con ambiciones extremas de predominio por parte de alguno de los lugares o bandos. Puede entonces degenerar en una fuerte resistencia de los otros lugares o regiones afectadas y desembocar en ch’axwas (peleas), que ponen en grave peligro la unidad interayllus de algunas markas. En su forma tradicional, el ayllu andino tiene una serie de mecanismos que pretenden regular esta puja por mayor prestigio y poder. A este nivel interayllus o de ayllu mayor nos encontramos con frecuencia, pero no siempre, con la división entre dos parcialidades o mitades, cada una de ellas conformada por un conjunto de ayllus: arriba/abajo (araxa/manqha o alasaya/masaya en aimara, y janansaya/urinsaya en quechua) o, en algunos casos, derecha/izquierda (kupi/ch’iqa, en aimara). Con esta forma de clasificación, en el interior de la organización sociopolítica se produce una separación sistemática en dos partes (saya), con sus respectivos territorios, cada una de las cuales determina a la otra, aunque puede existir cierta preeminencia de alguna, o una lucha por la preeminencia, porque no es un sistema estático. Este esquema socioorganizativo ayuda a dinamizar los diversos elementos y niveles regionales del mundo andino. Así, puede reaparecer también en algunas unidades menores. Por ejemplo, hay ayllus subdivididos en arriba y abajo, o en varias zonas que se aglutinan con cargos rotativos en todo el conjunto comunal, al tiempo que cada uno de estos conjuntos se aglutinan en la unidad mayor, como la marka. En otras palabras, toda unidad social está dentro de un sistema segmentario, combinado con frecuencia con una instancia dual, en la que cada una de las dos «parcialidades» –como su mismo nombre indica– son parte de un conjunto. Esto quiere decir que hay una separación interna (una especie de regionalización), pero a la vez, ésta es parte de una organización más amplia (Platt, 1988; Molina, 1993). Por esta vía, que está en la raíz de todo el sistema rotativo andino, el mundo andino ha buscado controlar y frenar una hegemonía total de cualquier parte sobre el resto.

Lo dual no sólo está limitado al carácter social, sino que se extiende a la misma cosmología andina. Por eso es tan importante el principio de que taqi kunas panipuniwa (todo es par en este mundo). Lo ch’ulla (impar) es deficitario y hay que buscar su par. De esta manera las oposiciones ecológicas de puna/valle, o las sexuales de hombre/mujer y las mitades sociales de araxa/manqha son tan fundamentales en la sociedad andina. En los pensamientos aimara y quechua, «uno es fracción de dos», puesto que no existe la percepción de que la cualidad es la unidad, sino la alteridad. Por eso el concepto de dualidad se halla expresado bajo la forma de complementariedad y/o equilibrio (Sánchez-Parga, 1989, p. 81). Este permanente flujo y reflujo entre unidad y segmentación, entre equilibrio, prestigio y hegemonía, establece un permanente juego dialéctico entre solidaridad y faccionalismo, muy propio de la cultura y sociedad andina. Pero la prevalencia del conflicto y formas de predominio excluyente, en unos casos, o de situaciones con mayor equilibrio y complementariedad, en otros, dependerá de muchos factores ambientales y sociales específicos, que aquí no podemos examinar en detalle. Por ejemplo, la existencia o no de recursos suficientes para cada una de las unidades, la existencia o no de un objetivo, un plan o un enemigo común, claramente definidos, que aglutinen a todo el conjunto, la influencia o no de divisiones llegadas desde afuera por motivos políticos, religiosos o económicos, etcétera[7]. El papel de la marka o pueblo articulador En su forma más originaria, todo este conjunto de ayllus, comunidades y parcialidades suelen aglutinarse en torno a un centro urbano-ceremonial llamado marka, que no tiene una sino dos cabezas, una para cada mitad. Se supone que ambas deben caminar juntas y van alternando, de un año a otro, en su mutua jerarquía. Donde no hay un sistema de mitades, puede ocurrir algo semejante entre los varios ayllus que las componen. Sin embargo, esta forma máxima de equilibrio en la dualidad se ha desestructurado en muchas partes, en buena manera porque este

pueblo central ha quedado en manos de gente mestiza o amestizada, que –en contra de la cosmovisión andina– pretende monopolizar todo el conjunto. En muchos de esos pueblos centrales ha influido también la presencia de autoridades gubernamentales (alcalde, subprefecto) que no son de origen indígena ni se mueven en esa misma lógica de hegemonía compartida. Si a ello se añaden –como ocurre muchas veces– diversas prácticas de explotación sobre el contorno indígena, la agresividad del centro puede incentivar, por reacción, la solidaridad de todo este conjunto originario frente al pueblo. La marka o pueblo central es parte de la democracia y lógica andina, pero su monopolio sobre el contorno rural es una violación de esta democracia. Persiste el control comunal En este nivel de marka de la organización indígena sigue habiendo una buena posibilidad de control a sus autoridades por parte de los ayllus que los nombraron. Se suele garantizar así la reproducción y el ejercicio de la democracia comunal, ampliada a interayllus, pese a que a este nivel regional ya suelen entrar en juego, de una manera más intensa, las relaciones con otros actores como los «vecinos» y autoridades del pueblo central, las instituciones estatales, las ONG, los partidos políticos, etcétera. Los mecanismos de control son variados. He aquí algunos: el seguimiento y observación cotidiana (no planificada) de las acciones de las autoridades por parte de los comunarios; las peticiones de informes regulares y otras varias formas de cuestionamiento, aprobación o sanción en las reuniones, ampliados y congresos; la participación o ausentismo en diversos eventos convocados por la directiva; el aportar o no con trabajos u otras contribuciones cuando se solicitan; y, naturalmente, la garantía de que nadie se podrá perpetuar en el cargo, sino que habrá renovación y rotación. Con todo ello suelen facilitarse ciertas formas de autonomía de la organización indígena a nivel de markas, sobre intentos contrarios, alentados tal vez por algunos de los demás actores arriba

mencionados o incluso por algunos comunarios influidos ya por lógicas distintas. Bibliografía ALBÓ, X. (1985), Desafíos de la solidaridad aymara, La Paz, CIPCA. — (1991), «El Thakhi o “camino” en Jesús de Machaqa», en R. Thiercelin (ed.), Cultures et sociétés Andes et Méso-Amérique (Mélanges en hommage à Pierre Duviols), Aix-en-Provence, Publications de l’Université de Provence. — y EQUIPO CIPCA (1972), «Dinámica de la estructura intercomunitaria de Jesús de machaca», América Indígena 32, 3, pp. 773-816. AYLLU SARTAÑAWI (1992), «Pachamamax tipusiwa (La Pachamama se enoja)», I, Qhurqhi, ¿cuál desarrollo?, La Paz, Aruwiyiri. CARTER, W. y MAMANI M. (1982), Irpa Chico, La Paz, Juventud. CHOQUE, R. y TICONA E. (1996), Sublevación y masacre de 1921. Jesús de Machaqa: la marka rebelde, vol. 2, La Paz, Cipca y Cedoin. EQUIPO DE LA MUJER (1990), Autodiagnóstico de la mujer machaqueña, Qurpa, La Paz (policopiado). HUANCA, T. (1990), El yatiri en la comunidad, La Paz, Cada e Hisbol. MOLINA RIVERO, R. (1993), El caso Macha del norte de Potosí, La Paz, FAO, Programa de Desarrollo Forestal Comunitario (Mimeo). PLATT, T. (1988), «Pensamiento político aymara.», en X. Albó (comp.), Raíces de América: el mundo aymara, Madrid, Alianza Editorial y UNESCO, pp. 365-444. QUISPE, E. et al., (2002), Tierra y territorio. Thaki en los ayllus y comunidades de exhacienda, La Paz, Cepa y Pieb. SÁNCHEZ-PARGA, J. (1989), «Faccionalismo, organización y proyecto étnico en los Andes», Cuadernos de Discusión Popular 21. THOA (1986), Mujer y resistencia comunaria: historia y memoria, La Paz, Hisbol. TICONA ALEJO, E. (1990), Unidad y ch’axwa comunal en la fiesta del Rosario de Jesús de Machaqa, La Paz, Jesús de Machaqa.

TICONA ALEJO, E.; ROJAS G. y ALBÓ X. (1995), Votos y wiphalas. Campesinos y pueblos originarios en democracia, La Paz, Fundación Milenio-CIPCA. TICONA ALEJO, E. y ALBÓ X. (1997), La lucha por el poder comunal. Jesús de Machaqa: la marka rebelde, vol. 3, La Paz, Cedoin y Cipca. — (1998), Jesús de Machaqa en el tiempo, colección Antes y ahora, Andes Paceños, La Paz, Fundación Diálogo. TRIGUERO C. A. (1991), Sistema de autoridades originarias en las comunidades de Jesús y San Andrés de Machaca, a través de la tradición oral, ponencia presentada al II Encuentro de Etnohistoria, Coroico, 29 de julio-2 de agosto, La Paz. [1] Tierra comunal pero de usufructo familiar que rota con diferentes cultivos o es utilizada para pastoreo comunal en los periodos de «descanso» o barbecho. [2] Véase Albó (1991) y compárese, por ejemplo, con el caso de Irpa Chico, cerca de Viacha (Carter y Mamani, 1982), o con el de Carangas, Oruro (Ayllu Sartañawi, 1992) y Quispe et al. (2002). [3] Sobre la perspectiva femenina, por ejemplo, véanse los testimonios recogidos en el Autodiagnóstico elaborado por el Equipo de la Mujer en 1990 de Jesús de Machaqa. [4] En algunos lugares de Cochabamba o de «zonas colonización», la comunidad ha decidido incorporar automáticamente en sus listas de afiliados a cualquier joven varón mayor de dieciocho años, esté o no casado, con tal de que tenga acceso propio a un pedazo de tierra. La razón expresada es que ya tienen que participar igual que los demás en tareas comunales como trabajos, cuotas, etc. Pero sólo hemos visto esta innovación en lugares donde el esquema andino pesa menos. [5] Comunario que vive en la ciudad o, por extensión, en otras partes como «zonas de colonización» o una mina. En la medida en que siga cumpliendo sus obligaciones comunales, mantiene el derecho sobre sus tierras. [6] La región está definida aquí como aquel espacio geográfico rural que aglutina a un conjunto de ayllus y/o comunidades, que forman una unidad en base a los siguientes criterios: unidad y complementariedad ecológicaterritorial, existencia de una organización comunal común, homogeneidad cultural, existencia de un centro articulador de todas las comunidades que brinda determinados servicios y mayores probabilidades de comunicación y de implementación de planes para toda la jurisdicción.

[7] Remitimos a Albó (1985) para un análisis más detallado de este punto.

Capítulo III De Tupac Katari a Evo Morales. Política indígena en los Andes Silvia Rivera Cusicanqui Universidad Mayor de San Andrés Preámbulo Bolivia es un país que se caracteriza porque el trabajo de las ciencias sociales ha logrado tender puentes con las acciones colectivas populares e indígenas. Quizá por la precariedad institucional, o porque simplemente el campo de las ciencias sociales no está plenamente constituido, aquí no hay academias poderosas ni un exceso de modas y jergas conceptuales. Antes que ser una desventaja, ésta parece ser más bien nuestra mayor ventaja. En los tiempos de la dictadura (1971-1978) las ciencias sociales se desenvolvieron sobre todo en las calles. Muchos de nosotros nos formamos en ellas, en cárceles y exilios. Pero también frecuentamos las aulas, las bibliotecas y los archivos, inspirados en el aprendizaje que emanó de ese encuentro con los pulsos vitales de la política popular e indígena. En este proceso han resultado enriquecidas no sólo las reflexiones e interpretaciones de las ciencias sociales: también la sociedad como autoconocimiento y reflexividad colectiva. Estoy hablando entonces de un nosotros más amplio, que dialoga entre y con las y los pensadores sociales indígenas y populares, que comparte experiencias de trabajo y de artesanía con el mundo subalterno. Comparte también las lenguas híbridas de la subalternidad, las nociones y conceptos pensados en aimara. Todo ello hace que nos comuniquemos mejor con los movimientos y actores sociales a los que estudiamos o pretendemos comprender, y no nos refugiemos tan fácilmente como nuestros pares metropolitanos, en esos «palacios» del saber clausurado de los que hablaba Spivak. De cara a nuestro propio proceso reflexivo, hay que señalar que en ello la intelectualidad andina no ha actuado por sí y ante sí,

voluntaristamente, para acercarse a los «otros», a los/as oprimidos/as. Más bien ha tenido la humildad de reconocer y asumir la crítica práctica y la crítica teórica que realizan los intelectuales indígenas y los pensadores y líderes que surgen en las movilizaciones colectivas, a los modos de pensar de las elites bolivianas. No sólo a las elites económicas y políticas; también a la intelligentsia oficial mestizo-criolla, y a la ciencia social oficial del mundo, es decir, la que se dicta en París o Chicago, pero nunca en Cochabamba o Cusco. Una nota al margen permitirá ilustrar lo que afirmo al hablar de un diálogo entre los conceptos de las ciencias sociales y las racionalizaciones y propuestas de los indígenas y sus organizaciones. Los kataristas, a finales de los años sesenta y principios de los setenta, crean una consigna, que luego yo retomo con comillas, y la pongo como título de mi libro: Oprimidos pero no vencidos (Rivera 1984). Indagando sobre el origen de esta frase, me di cuenta de que era una respuesta, con mucha rabia, al libro de Nathan Wachtel, La visión de los vencidos[1]. Ellos no se sentían vencidos, y además les indignaba que un francés les venga a hablar de la «conmovedora victoria» de los indios, por el hecho de que todavía en el carnaval de Oruro se baila la Danza de la Conquista, una suerte de aceptación simbólica de su propia derrota, o la escenificación de su nostalgia por la libertad perdida. A los kataristas les molestó esa mirada paternalista, que los victimizaba y se conmovía con ellos, pero que no se ocupaba de indagar pos sus propias versiones y proyectos sociales. Por eso es que afirman: «Los campesinos (léase indígenas) estamos oprimidos, pero no vencidos». Esta historia puede servir como introducción al enfoque que quiero dar a este texto, vinculando el trabajo académico con las acciones políticas, el pasado de los archivos con la situación boliviana que vivimos y en la que actuamos cotidianamente. La frase katarista alude también, de modo más directo, al vínculo entre las luchas indígenas contemporáneas y la memoria larga de las rebeliones anticoloniales en el pasado. De ahí la elección de estos dos horizontes históricos como eje de una reflexión más amplia sobre los avatares de la política indígena en la Bolivia actual.

El ciclo tupackatarista La rebelión de Tupac Katari en 1781 es parte de un ciclo de rebeliones panandinas que sacude toda la región en respuesta a las políticas borbónicas implantadas alrededor de 1750, que buscaban retomar para la Corona el control de la sociedad y la economía coloniales. Lo que fue en España un conjunto de reformas progresistas, en el sentido mercantil-capitalista del término, se convierte en formas de mercantilismo colonial a través de los repartos forzosos de mercancías que los corregidores peninsulares usaron como medio de apropiación coactiva de excedentes y tratos, que se habían gestado desde el siglo XVI con la activa participación de comunidades y empresarios/as indígenas en el espacio de lo que se denominó el «trajín». El propio Marx señalaba que la coacción extraeconómica es propia de todos los modos de producción anteriores al capitalismo, y que cuando éste se impone, la coacción viene del propio mercado, es decir, de la libertad de vender y comprar. Marx decía que no habría forma de obligar a la gente a comprar o a vender, pues la libertad de elección es la premisa –y la apariencia– del mercado como tal. Pero en el siglo XVIII, el mercado fue escenario de formas coactivas coloniales, que forzaban a los indios a comprar y a endeudarse con los repartos, legalizados a partir de 1750. La historiografía de la rebelión panandina (O’Phelan, 1995; Flores Galindo, 1976; Durand Flórez, 1973; Lewin, 1972) ha señalado el tema de los repartos como la causa estructural más visible detrás del malestar colectivo que culminó en la gran rebelión de 1781. Así quiero introducir el tema de la tesis doctoral de Sinclair Thomson, publicada recientemente con el sugerente título: Cuando sólo reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia (La Paz, 2007). El mayor mérito de este trabajo es justamente el haber ido más allá del tema de los repartos, para estudiar todo el entramado de relaciones de poder y las mediaciones –culturales, económicas, políticas– que caracterizaron al sistema colonial del cacicazgo a lo largo del siglo XVIII. El impacto de este sistema, y sobre todo de su crisis, sobre la «formación

política» de las comunidades andinas se presenta así en un gran arco temporal que cubre un siglo entero hasta los albores de la guerra de la independencia. Thomson pudo comprender el significado político de estos procesos largos debido a su empatía y cercanía –como activista, como amigo y como persona políticamente motivada– con el mundo aimara y quechua del presente. Esto le permitió entender los marcos categoriales e interpretativos de los propios actores, y leer entre líneas los documentos, en pos de elementos aparentemente secundarios, que le abrieron la puerta a la lógica interna de las acciones y palabras de los insurrectos. Creo que esta combinación de etnografía, acompañamiento político e investigación documental, le ayudó a desarrollar un peculiar don de la escucha, y a convertir la experiencia vivida en el eje de su proceso de conocimiento. El libro de Thomson, que traduje del inglés y publicamos en coedición con Muela del Diablo y Aruwiyiri[2], circula hoy en El Alto y en ferias rurales, en un camino de retorno a las regiones donde se desataron las principales acciones rebeldes. La frase «Cuando sólo reinasen los indios» –extraída de los papeles del juicio a Bartolina Sisa, compañera de Tupac Katari– evoca algunos de los temas centrales de la insurgencia indígena y popular que se vive en Bolivia desde los comienzos de este nuevo milenio. El libro de Thomson cuestiona una serie de interpretaciones y silencios de la historiografía del siglo XVIII y principios del XIX, que se ocupa de la «era de la revolución» iniciada con la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783). Esta oleada alcanzó su momento culminante con la Revolución francesa de 1789 y años más tarde cristalizó en las revoluciones de la independencia en América del Sur (1809-1825). La noción de revolución es el marco en el que se encuadra todas las formas de protesta y revuelta popular de la época –hasta nuestros días–, y esto supone un silenciamiento de las peculiaridades de la lucha indígena encarnada en los Amaru y Katari. En palabras de Thomson, «el carácter del movimiento andino se mide, y se subestima, en términos de las normas dominantes liberales y nacionales de lo que se considera un proyecto político moderno, legítimo y viable» (2007, p. 7). Así se

borran los contornos de la rebelión panandina, y sus distintos núcleos se vuelven excéntricos a estos procesos revolucionarios, injertándose posteriormente en las narrativas nacionalistas de Perú y Bolivia. En particular, el movimiento aimara encabezado por Tupac Katari, se considera un estallido «irracional» de violencia reactiva, una «rebelión» que sólo es vista como respuesta desesperada a los «abusos» de corregidores y funcionarios coloniales. Ante las recurrentes cegueras y silencios de la crónica y la historiografía, y en diálogo con los trabajos del grupo de Estudios de la Subalternidad de la India, Thomson propone la noción de insurgencia como una alternativa de interpretación que busca rescatar los matices propios de una lectura indígena del proceso (cfr. Rivera y Barragán, 1997). Siguiendo la lógica de los acontecimientos de 1781, rescata también otras nociones sobre el cambio histórico, quizá mejor expresadas por el concepto andino de Pachakuti o revuelta del tiempo-espacio que infunde en los rebeldes un imaginario de emancipación cultural y política moldeado en su propia memoria política. Si miramos estos procesos desde el presente boliviano, lo que se vive es un cambio no sólo en los objetivos y metas racionales de los movimientos y acciones colectivas, sino un cambio en la conciencia, en el alma, en las identidades y formas de conocer, lo que también supone un cambio o una demanda de cambio en los modos de hacer y de concebir la política. Quizá esto no sea visible desde la información que propalan los medios masivos de comunicación sobre el proceso boliviano, pues su estrategia se centra en los líderes, los jefes y los caudillos, del mismo modo como la crónica y la historiografía del siglo XVIII subestimó y simplificó la política de las comunidades indígenas para atribuirla a los excesos y promesas de un puñado de comandantes, escamoteando así todo ese intenso proceso de politización de la vida cotidiana que se vive en los momentos de alzamiento, en los ciclos de flujo y de cambio histórico que producen las colectividades en su accionar rebelde. En la historiografía del movimiento de Tupac Katari ha sido frecuente la explicación del radicalismo y la violencia colectiva que caracterizó este proceso a partir de una serie de atribuciones esencialistas que,

en última instancia, nos remiten al carácter «indómito», «salvaje» e «irracional» de los indios, y en particular de la «raza aimara». Al comparar la insurgencia katarista con las acciones de Tupac Amaru en el Cusco, vemos que la historiografía ha mostrado un tono más condescendiente, enfatizando su ascendencia inca, su condición de indio letrado y su política de alianzas con mestizos y criollos, que lo sitúan sin ambigüedades como precursor de los procesos nacionalistas posteriores (cfr. Durand Flórez, 1973). Interpretaciones igualmente contradictorias del proceso insurgente pueden verse en los museos y sitios turísticos de La Paz. Así, en el Museo Costumbrista del parque Riosiño, Tupac Katari se exhibe como un descuartizado. Esta escena ya fue introducida en el teatro de la época: en 1786, cinco años después del suceso, en La Paz se habría escenificado esta cruenta escena en una obra de teatro pedagógico destinada al pueblo llano (Soria, 1980)[3]. En el Museo Costumbrista, las figuras de yeso muestran la soledad del cuerpo indígena –separado de sus bases comunitarias y atado a cuatro caballos– en medio de una multitud de verdugos que presencian el hecho. Esta escenificación debe tener resonancias distintas según quién la mire: para unos será un indio salvaje y sanguinario que recibió su merecido; para otros un cuerpo desmembrado que se reunificará algún día inaugurando un nuevo ciclo de la historia. En el Museo de la Casa Murillo, en la calle Jaén, se exhibe un cuadro extraordinario, de Florentino Olivares, que muestra el cerco aimara sobre la ciudad. Una ciudad asediada que parece desear conservar la memoria de esta imagen amenazante de los indios pululando por las alturas, controlando los cerros, dominando el paisaje y estrangulando a la hoyada. Finalmente, el cerro Killi-Killi, donde fue expuesta la cabeza de Katari después de su descuartizamiento, se ha convertido hoy en un mirador turístico que ofrece una vista soberbia sobre la hoyada paceña, pero cada 14 de noviembre este «lugar de memoria» (cfr. Nora, 1984) convoca a ayllus y comunidades aimaras, a movimientos políticos indianistas y a especialistas rituales, que llaman a continuar la lucha e invocan la reunificación del cuerpo político fragmentado de la sociedad indígena[4].

Estas visiones conflictivas de la historia nos han acompañado desde los años setenta, cuando se reorganiza la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, bajo la égida del movimiento katarista, decretando un masivo bloqueo de caminos en noviembre de 1979 que paraliza las comunicaciones y abastecimientos de las ciudades durante varias semanas. En este contexto, la imagen del cerco retorna amenazante, y en los barrios ricos se organizan piquetes de autodefensa armada para responder a la inminente violencia de los indios. En el 2003, el cerco indio se amplía desde El Alto hacia la zona residencial del sur de La Paz, donde se levantaron las comunidades de Apaña y Uni. Al igual que en 1979, la respuesta del Estado fue la masacre preventiva: una respuesta típicamente colonial de la casta en el poder ante las demandas democráticas de la participación política indígena. Ambas movilizaciones se nutren del proceso desatado en 1781: las marchas, bloqueos, tomas de cerros y cercos a los centros de poder, tanto como la represión y la violencia desatada en contra de la multitud insurgente, tienen esa larga raíz histórica y forman parte de la memoria colectiva de todas y todos los participantes. La evidencia de esta polarización es también documental. La historia la escriben los vencedores, y los documentos que ofrece el archivo son expresivos acerca de la posición de aquellos protagonistas que tuvieron acceso al poder de la escritura. El grueso de la documentación utilizada por Sinclair Thomson pertenece al género de lo que Ranajit Guha (1997) denomina el «discurso primario» de la prosa de contrainsurgencia. Escrita por los asediados del cerco indio, por los funcionarios encargados de evaluar los sucesos y presentar informes a sus superiores, por los escribanos que registraban las denuncias o quejas, e incluso por los comandantes de las tropas que iban a masacrarlos, esta escritura lleva en sí misma la carga del estigma. Para justificar sus actos, condenan a los indios combatientes al anonimato colectivo, y echan sobre sus cabecillas el peso de la ley del más fuerte. Hay también la variante del «discurso secundario», cuando el protagonista, ya convertido en historiador, mira retrospectivamente los sucesos y escribe su diario para la posteridad. En el caso de la rebelión de

Tupac Katari, están los diarios de Francisco Tadeo Diez de Medina y Sebastián Segurola (cfr. Del Valle de Siles, 1994), que mediante un estilo distanciado escriben una suerte de condena retrospectiva de la razón sobre la sinrazón, de la civilización sobre la barbarie. Finalmente, los juicios a los insurrectos están mediados por la labor de escribanos e intérpretes, que apenas dejan entrever los proyectos políticos que animaron su rebeldía. Sobre esta base, no por lo abundante menos fragmentaria, construyó Thomson su corpus de evidencias y datos históricos, a lo que se añade un tipo de documentación por lo general despreciada por otros historiadores: las cartas que escribió Tupac Katari a distintos personajes de la política y el poder colonial. Estas cartas, por su carácter complejo, abigarrado y contradictorio, son leídas en clave etnográfica, sobre la base de los hallazgos de la antropología contemporánea, que le sirven también para descifrar algunos aspectos oscuros de los testimonios judiciales mediados por los escribanos. Pero décadas antes de la coyuntura insurreccional, el trabajo de Thomson se ocupa de documentos menos dramáticos y más cotidianos, que revelan los procesos lentos y conflictivos de la declinación de la estructura de mediación cacical, que a lo largo de todo el siglo XVIII enfrentó a estos personajes intersticiales – culturalmente mestizos y adscritos a la visión civilizadora dominante– con sus propias comunidades. El papel de la crisis de la mediación mestiza encarnada en el cacicazgo, que en la zona aimara fue mucho más pronunciada que en el Cusco, se destaca así como una línea interpretativa fundamental para comprender la autonomía y la capacidad de autorrepresentación indígena y control de la base, que caracterizaron al movimiento de Katari. El libro de Thomson desarrolla también algunos de los temas de la rebelión de Tupac Katari que ya estuvieron presentes en rebeliones anteriores. De un modo muy intenso, el movimiento de 1781 sintetiza estos temas o ejes de la propuesta indígena de décadas anteriores. Se trata de temas recurrentes, que rebrotan a la superficie en momentos de insurgencia india más contemporáneos. Hay una reiteración de tácticas y formas de lucha simbólica en los

ciclos de rebelión republicana. Los temas retornan pero las disyunciones y salidas son diversas; se vuelve, pero no a lo mismo. Es como un movimiento en espiral. La memoria histórica se reactiva y a la vez se reelabora y resignifica en las crisis y ciclos de rebelión posteriores. Aquí resulta interesante detenernos en la estrategia metodológica de Thomson. Es evidente que en una situación colonial, lo «no dicho» es lo que más significa; las palabras encubren más que revelan, y el lenguaje simbólico toma la escena. Es a través de ese acto brutal de violencia simbólica, el descuartizamiento de Katari, que Thomson organiza su estrategia de investigación, viendo dónde llevaron los miembros de su cuerpo después de su muerte en Peñas. La cabeza la exhibieron en el cerro Kili-Kili, ladera este de La Paz. El brazo derecho fue llevado a la plaza de Ayo Ayo (provincia Sicasica), la pierna derecha a la plaza de Chulumani (en los Yungas de La Paz), el brazo izquierdo a la plaza de Achacachi (provincia Omasuyos) y la pierna izquierda a la del pueblo de Caquiaviri (provincia Pacajes) (Thomson, 2007, pp. 19-24). Son estos cuatro lugares los que orientan su búsqueda en los archivos, y allí descubre nexos con las provincias Chuchito (en el actual Perú) y Larecaja, en el norte de La Paz, conformando así un trayecto de estudio comprensivo, pero a la vez profundizando algunos casos y lugares que le permiten ver procesos largos que se desenvuelven durante décadas: la lenta crisis del poder local que se desarrolló durante varias décadas. De otro lado, la sociedad colonizada desarrolló estrategias a largo plazo de resistencia e iniciativa en el espacio complejo y multiecológico que luego cubrirá la rebelión, en las que puede verse la huella de las pautas indígenas de manejo del espacio. En primer lugar, la rebelión aimara no se asienta únicamente en el altiplano. Su ámbito abarca núcleos en el altiplano y cabeceras de valle, además de vastos circuitos interecológicos en los valles, Yungas y – para el caso de Chuchito y Caquiaviri (Pacajes)– en la vertiente occidental hacia el océano Pacífico. A través de esta «articulación vertical de los paisajes» (Troll, 1987), el escenario se hace propicio a las estrategias de la guerra indígena. La interconexión de pueblos y markas a través de una tupida trama de rutas de arriería y

senderos inexpugnables en cordilleras, serranías y valles fue el resultado del horizonte mercantil temprano, descrito por Luís Miguel Glave en un notable estudio sobre los Trajinantes de la sociedad colonial. Esa forma de comercio indígena itinerante llamada el «trajín» articuló ambos lados del lago Titicaca con la costa del Pacífico y con el hinterland de los valles y yungas orientales (Glave, 1989) formando así uno de los núcleos vitales de un vasto espacio de circulación que vinculaba el eje Lima-Cusco-La Paz con Potosí y el actual norte Argentino. Este mercado puede verse como una trama inédita pero a la vez prefigurada en los trueques e intercambios simbólicos prehispánicos. Es interesante notar que tanto Tupac Amaru como Tupac Katari, Bartolina Sisa y Gregoria Apaza fueron trajinantes en este espacio, y en algunos casos manejaron mercancías vitales como la hoja de coca, los granos y el ganado. Vemos entonces el territorio circunlacustre atravesado por una diagonal que pasa por el medio y encaja perfectamente con el taypi del mapa aimara que propone Bouysse Casagne (1987) sobre la base de las descripciones del cronista Capoche. A mediados del siglo XIX, las acuarelas del chuquisaqueño Melchor María Mercado nos muestran un ir y venir abigarrado de caballeros, señoras, cholas, cholos, indias, indios y mestizas. Todos intercambian, compran o venden algo, se exhiben con trajes y símbolos distintivos a la par que hacen gestos de proximidad y mimetismo (cfr. Rivera, 1997). En suma, el mercado interno colonial parecía ser un espacio de modernidad anclado en las tradiciones y formas organizativas propias. La paradoja colonial es que a la vez ese mercado –que elevó a las quqanis y wayradores de Potosí a la condición de elite económica indígena– estaba sometido a abusos y exacciones tortuosos de parte de peninsulares, criollos y mestizos, a la par que se tejían entre ellos y las elites nativas intensos y no menos tortuosos pactos comerciales. En este contexto, las reformas borbónicas no hicieron sino exacerbar conflictos estructurales heredados, de modo que la legalización del «reparto forzoso de mercancías» en 1750 llegó a significar una auténtica recolonización del espacio andino por la vía del mercado.

Las investigaciones de Glave (1997) y Assadourian (1987) revelan la existencia de una tecnología específicamente indígena de producción de la circulación, basada en su manejo espacial de un complejo territorio, en su control sobre la población de camélidos y en el uso de varios de sus subproductos como insumo para los trajines. Este sistema incluye la articulación de espacios agropastoriles, la fabricación de «bastimentos de acarreo» y la prestación de diversos servicios en los tambos que acogían a los trajinantes. La «producción de la circulación» implica, pues, todo un entramado de relaciones productivas y de propiedad, y convoca múltiples saberes –heredados o adquiridos– que van construyendo su normatividad y reglas del juego. Las fuentes citadas nos pueden dar una idea de la intensidad del compromiso indígena con los fenómenos mercantiles, poniendo en tela de juicio esa idea tan difundida de que lo indígena es «premercantil» o incluso antagónico al mercado[5]. Pero lo interesante de este espacio es su estructura. Multitud de células locales de producción-circulación participan en él y suponen diversas alianzas y antagonismos con los mestizos y notables pueblerinos. En este contexto, destaca el papel empresarial de los caciques indígenas, que los coloca en una situación intersticial y en una posición política ambigua. Thomson nos revela una serie de conflictos que minan por dentro y acosan por fuera al cacicazgo, que en vísperas de la rebelión vivía el colapso final de su legitimidad y poder. La autonomía y la conducción indígena del ciclo rebelde de 1781 se deben a este quiebre fundamental entre la elite indígena aculturada y sus bases, lo que dio lugar a una profunda reorganización de las células comunitarias a nivel de ayllu y marka, y a la creación de nuevos liderazgos y formas locales de intermediación política y mercantil. La evolución de los liderazgos y la cronología de los hechos que muestra el trabajo de Thomson se asienta en una cuidadosa consideración de las (posibles) lecturas indígenas sobre la historia y la coyuntura. Se ve allí la marca de una memoria colectiva, de un habitus de manejo de los circuitos de mercado y de las formas de poder y gobierno indígena, inscritos en un entramado de relaciones

de poder coloniales. Así por ejemplo, Tupac Amaru busca una alianza con mestizos y criollos bajo su propio mando, y no pocos cusqueños de elite se sienten atraídos por una restauración inca. A su vez, Tomás Katari, el cacique rebelde de Chayanta, busca una suerte de tregua con el Estado colonial basada en el reconocimiento de la legitimidad del rey de España y en un nuevo papel político para los caciques de sangre como él. Tupac Katari, finalmente, fue un indio del común, sin lazos de sangre con los linajes cacicales, que construyó su liderazgo sobre la base de las creencias y rumores que circulaban en torno a los alzamientos de Tomás Katari en el sur y Tupac Amaru en la ciudad inca del Cusco. La versión oficial relata que Katari interceptó una carta de Tupac Amaru a Tomás Katari y usurpó la identidad de ambos. Se lo muestra como un personaje calculador y astuto, y hasta como un borracho o un desquiciado. Desde la visión indígena, el préstamo de los prestigios de sus predecesores es un modo de reencarnar localmente la anunciada llegada de un tiempo diferente. La muerte del cacique de Chayanta no hace sino alentar la esperanza de su regreso. El líder no ha muerto, ha retornado convertido en miles de miles[6]. Pero de otro lado, el liderazgo de Katari se asienta sobre las bases democráticas de una densa red de comunidades semiautónomas que toman el poder local y se autoconvocan a la tarea colectiva de la emancipación. Esta dinámica profundamente igualitaria pero a la vez diferenciada y nucleada de abajo arriba en estructuras duales y segmentarias es una característica saliente de la base organizativa del movimiento de Katari, pero tanto las fuentes contemporáneas como la historiografía más reciente la soslayan. Más bien la memoria oficial es elitista, se centra en el caudillo, escudriña evidencias para mostrar su condición autoritaria, sus movidas caprichosas y sus actos de crueldad y despotismo. En contraste, Thomson destaca una frase proferida diez años antes (1771) durante la sublevación de Caquiaviri: «Muerto el corregidor ya no había juez para ellos sino que el REY era el común por quien mandaban ellos» (2007, p. 182). Sale a la luz otra cara del movimiento, su perfil peculiar como un entramado de conflictos y poderes comunales locales, una noción indígena de soberanía que

no puede dejar de sorprender por lo moderna. Pero según sus propias declaraciones y firmas, Katari se asume también como virrey. Al hacerlo, parece querer restituir el equilibrio del poder, colocando la estructura de poder virreinal bajo su mando. Al equilibrar la balanza y romper la unilateralidad del mando hispano, unifica sus fuerzas y propone una liberación para todos y todas. Pero el orden colonial, desquiciado por la crisis de los repartos y los perversos juegos del comercio y la política, al fin se impone. La misma idea del «retorno» –en la frase atribuida a Katari– alude a una inflexión del tiempo, que se inscribe en el espacio y que al hacerlo, (re)constituye un territorio. Esta idea se expresa mejor en la noción aimara de pacha, y en la de Pachakuti, o revuelta del espacio-tiempo. Significa que se ha cumplido un ciclo de maduración del tiempo y ha llegado la hora de un vuelco, una revuelta en la que la sociedad indígena recuperará el control sobre el espacio colonizado. En otro de los documentos hallados por Thomson, los cabecillas de una rebelión en Jesús de Machaqa en 1795 declararon: «Ya es otro tiempo el presente»[7]. Que el presente pueda incubar un otro tiempo, y que ese tiempo sea a la vez un futuro y una reedición del pasado, es algo que no encaja en una concepción escatológica de la historicidad[8]. Éstos son ejemplos de lo que podría estar detrás de los documentos: una racionalidad política propia, con ideas indígenas acerca del cambio histórico. La relevancia de todo ello se hará evidente a la hora de abordar la dinámica política de la situación boliviana actual. Tal como sucede ahora, la condición de sujeto político, el reconocimiento de un discurso político y de modos indígenas de hacer política estuvo marcado en el siglo XVIII por una situación de guerra y confrontación abierta. Tal como los medios masivos de comunicación hoy, la crónica y la historiografía de entonces cuentan la versión de los opresores: al narrar los sucesos o tomar las declaraciones, niegan y expropian la condición política de los insurrectos. Pero otro tanto hacía, hasta hace poco, la ciencia social sobre el «campesinado» o los «rebeldes primitivos». Los trabajos de Shanin (1987), de Hobsbawm (1968) y del propio Aníbal Quijano (1979) percibieron a este tipo de luchas y revueltas como

«prepolíticas». Así se interpretó la guerra de liberación de los Amaru y Katari como un precedente –heroico pero equivocado– de las revoluciones modernas. Esta lectura evolucionista ha empañado los significados de las acciones rebeldes, que no siempre estuvieron formuladas en los lenguajes políticos convencionales. Desde los inicios del ciclo de revueltas que culminaría en 1780 con la insurgencia katarista, se despliegan varios temas y reivindicaciones locales que afloran bajo el marco común del odio a los repartos y la resistencia frente a los caciques, subdelegados y corregidores que montaron este aparato comercial ilegítimo sobre los antiguos circuitos del trajín indígena. Entre 1740 y 1750 la rebelión de Ambaná muestra algo que seguramente fue muy generalizado, pero de lo cual queda, por razones obvias, poca huella documental. Los dirigentes de ese movimiento fueron lo que hoy día llamaríamos yatiris, o yachaj (en aimara o quechua), o sea, especialistas rituales. Estos dirigentes plantean una autonomía de la mente, una liberación del espíritu y un retorno de los propios dioses. En cierto modo –la documentación es muy pobre como para dar cuenta de estos aspectos–, la revuelta espiritual es la que empuja a los comunarios de Ambaná a una confrontación abierta con los curas y autoridades, y a la retoma del poder político local bajo el argumento de que «a ellos les toca el mandar» (2007, p. 175). El segundo caso es el de Chulumani en 1771, en la zona yungueña productora de coca, donde además del tema de los repartos y abusos del corregidor y subdelegados, está el asunto crucial de rechazar el monopolio comercial español sobre el mercado de la hoja de coca. Aquí los insurgentes luchan por retomar la iniciativa económica y despliegan su apuesta y su disputa por el mercado interno colonial. Finalmente, en Caquiaviri se plantea la cuestión del poder. La insurrección de 1771 estalla con un acto imprevisto: los indios del común matan al corregidor en otro pueblo y al retornar se ven sorprendidos por su propia victoria. Todos los vecinos criollos y mestizos se han refugiado en la iglesia. Los alzados se preguntan: ¿Qué hacemos con ellos? El cura intenta hacer una mediación, saca el cáliz y se lo muestra. Los indios retroceden, deliberan, akhullikan. Hay una feroz tensión, porque los insurrectos enfrentan una

disyuntiva moral: ¿los exterminamos o convivimos con ellos? Y optan por convivir con criollos y mestizos, criollas y mestizas. Los perdonan pero también buscan integrarlos en alguna forma de orden social. Ese orden social es el ayllu –el común-; y los indios designan a los mestizos y criollos como un nuevo ayllu –machaq común–: un ayllu de neófitos, aprendices de civilizados, cuyo proceso de resocialización debía partir, para las mujeres, del aprendizaje del tejido, y para los hombres, de la labranza de la tierra. Entonces, de buen o de mal grado, los criollos empezarían a convertirse en gente, dejarían de ser q’aras para volverse jaqi (gente). Sin embargo, su minoridad inicial no los excluyó del orden político reconstituido. Los mallkus de Caquiaviri designaron como capitán a un criollo, Uriarte, y las dos parcialidades del pueblo se lo disputaron, en una suerte de rito de pasaje, un tinku que le dio a Uriarte su lugar, como representante del nuevo ayllu, en el orden social de Ajawir Marka (pueblo de Caquiaviri). En un tipo de convivencia como ésta, hay un cierto grado de violencia simbólica contra criollos y mestizos, ya que los civilizan a la fuerza, haciéndoles vestir ropa de indios. Pero en general hay una propuesta de orden social basada en el reconocimiento de las diferencias –la condición de letrados de la elite criollo-mestiza podría ser útil en papeleos judiciales de la marka–, sin dejar por ello de organizar el conjunto de la sociedad bajo las normas éticas de la mayoría indígena. Este orden social que volcó el «mundo al revés» (Guamán Poma de Ayala, 1988), duró hasta la llegada de las tropas del rey de España, unos meses después. Aquí vale la pena mencionar la visión de este cronista quechua sobre dos hechos fundamentales de la conquista: la captura y muerte de Atawallpa en 1532 y la ejecución de Tupac Amaru I, el inca rebelde de Vilcabamba. A través de sus dibujos, Waman Puma crea una teoría visual del sistema colonial. Al representar la muerte de Atawallpa lo dibuja siendo decapitado con un gran cuchillo por funcionarios españoles. La figura se repite en el caso de Tupac Amaru I, ejecutado en 1571. Pero sólo este último murió decapitado, mientras que al inca Atawallpa le aplicaron la pena del garrote. La «equivocación» de Waman Puma revela entonces una

interpretación y una teorización propia sobre estos hechos: la muerte del inca fue, efectivamente, un descabezamiento de la sociedad colonizada. Sin duda hay aquí una noción de «cabeza» que no implica la usual jerarquía: la cabeza es el complemento del chuyma –las entrañas– y no su dirección pensante. Su decapitación significa entonces una profunda desorganización y desequilibrio en el cuerpo político de la sociedad indígena. Con este ejemplo pretendemos emular algunas de las lecturas que ofrece Thomson sobre el complejo universo de nociones políticas y teóricas indígenas sobre el gobierno y sobre el poder colonial. Terminada la rebelión –o la insurrección, o la revolución, o la insurgencia; ninguno de estos términos expresa tan bien lo que pasó como el concepto indígena de Pachakuti–, hay un desenlace que la historiografía tradicional pinta enfáticamente como una derrota, total y sin vuelta de hoja. De allí es borrón y cuenta nueva, y llega la independencia mestizo-criolla. Los trabajos de Gunnar Mendoza («Introducción», en Vargas, 1982) y de la historiadora francesa Marie Danielle Demélas (2007), muestran otros procesos –que van de 1782 a 1809– en las zonas donde se implantó la guerrilla independentista. Puede verse que esta región vivió permanentemente convulsionada durante ese periodo de reflujo y represión a las tropas de Katari. En 1782 la incursión del ejército «pacificador» de Reseguín intentó aplastar, sin éxito, los conatos de rebeldía que subsistían en los valles, dejando un mapa que habría de calcar el escenario de la futura republiqueta de Sicasica y Ayopaya. En este proceso, las comunidades indígenas se pliegan a la lucha, en lo que constituye una reconstitución de la mediación mestiza, con la suplantación de los liderazgos indígenas por notables de pueblo y criollos desencantados, como el tambor mayor José Santos Vargas, en cuyo diario se narran las peripecias de esa zona guerrillera. Como varias otras regiones, los valles de La Paz y del occidente de Cochabamba muestran una topografía vertical de los paisajes, ideal para las tácticas móviles y rápidas de un ejército irregular. Además, estas zonas son aptas para la crianza de caballos, gozan de un clima benigno y producen abundantes cosechas de granos y otros alimentos. Finalmente, su situación en

la época de la guerrilla era estratégica por contar con un denso tejido de caminos de arriería y vías de comunicación interecológica que las ligaban con todo el antiguo circuito mercantil potosino y aún más allá, hacia las republiquetas del moto Méndez en Tarija y del gaucho Güemes en la Argentina. Los valles fueron también una zona de refugio –como parte del antiguo archipiélago vertical de los Lupaqa, Pakajaqi y Sicasica– para los comandantes y mandones indígenas que habían formado el cuerpo de oficiales de la tropa de Katari. Es en estos valles donde poco después comenzaría un lento proceso de reconstitución de las alianzas entre indios y mestizo-criollos, pero esta vez bajo iniciativa, liderazgo y sistematización ideológica de estos últimos. El hecho de que la independencia firmada en 1825 y el Congreso Constituyente que inauguró la República de Bolivia no contaron entre sus miembros más que con un guerrillero, José Miguel Lanza[9], muestra la subordinación y negación del movimiento guerrillero, y su inclusión ornamental en el escenario de la nueva república. En el plano local, la subordinación indígena a los mestizos y criollos perdurará como rasgo del nuevo sistema político, a partir de afiliaciones fraccionales a diversos bandos en pugna. La oligarquía colonial tomó el poder como resultado del fracaso de las republiquetas y de sus modos montoneros de aliarse con los indios. Pero no pudo prescindir de ellos en el diseño de los nuevos modos republicanos de hacer política. Estas tácticas, de un bando y del otro, resurgirán a lo largo de todos los populismos republicanos, y constituyen un rasgo central de la mediación mestiza en la era contemporánea. El estudio de Thomson sobre Tupac Katari muestra entonces las implicaciones de la crisis de ese sistema de mediación política, que se expresa en el colapso del poder de los caciques de sangre. De hecho, podría leerse la crisis de este sistema como una crisis general de la mediación mestiza a nivel de las estructuras locales y regionales de poder. Muchos caciques de sangre que participaron del movimiento cusqueño encabezado por Tupac Amaru sufrieron luego las consecuencias de ello: perdieron bienes, haciendas, etc. Pero en el caso de Tupac Katari, muy pronto fue claro que en las

filas rebeldes no habría un papel para los caciques de sangre, ni para mestizo-criollos o curas[10]. Todos ellos estaban alineados, cultural y políticamente, con el bando de los opresores. En el caso de los curas, su presencia de buen o de mal grado en los campamentos rebeldes obedece a la ambigüedad religiosa de Tupac Katari y de su ejército. Se puede vislumbrar un núcleo de religiosidad andina, encubierto bajo el manto de los ritos y prácticas cristianas. Hay un momento, por ejemplo, en que Katari invoca a las wak’as de sus antepasados y les entrega la decisión sobre su vida o muerte. La dignidad de aceptar la derrota y de haber enfrentado tan grande batalla contra fuerzas tremendamente superiores alimentará desde entonces el imaginario de las comunidades y ayllus. Las fuerzas se dispersaron, las unidades fueron descabezadas y fragmentadas, pero a la vez continuaron rearticulando sus redes y reestableciendo el tejido productivo y comercial, al mismo tiempo que resistían la represión y sobrevivían a la derrota. Esta dinámica, que se desenvuelve en ciclos sucesivos de fragmentación y reunificación, será un rasgo de la insurgencia indígena a lo largo de todo el periodo republicano y emergerá con fuerza en las movilizaciones indígenas contemporáneas. Dinámica de las relaciones indígena-mestizas en la historia poskatarista En la antesala de la rebelión general se desata entonces una profunda deslegitimación de la institución cacical y de la mediación política de los estratos mestizos locales y regionales. Como consecuencia de ello –según lo demuestra Thomson–, la democracia comunal que se instaura después del colapso del cacicazgo resulta ser un proceso de reacomodo y fragmentación de las antiguas markas en un sinfín de ayllus y configuraciones políticas locales, cuya articulación ritual no impidió que funcionasen (en tanto unidades de producción y comercialización) en forma autónoma durante las últimas décadas coloniales. Serán estos núcleos dispersos los que brindarán sustento a la guerra de guerrillas que comenzó en 1810, en una negociación no siempre

armoniosa con el poder de mando y de discurso que tenían los jefes guerrilleros, ya sean mestizos (como José Miguel Lanza), criollos (como José Santos Vargas), o indios aculturados (como Manuel Chinchilla). Esta tensión, visible en el periodo de las republiquetas, será un rasgo distintivo del sistema político boliviano a lo largo de más de un siglo y medio. Pero además, todo un repertorio de métodos de lucha quedará también en la memoria indígena, alimentando sucesivos ciclos insurreccionales hasta nuestros días. Lo interesante de estos procesos de crisis y de rearticulación de las capas medias mestizo-criollas en las estructuras de poder es que durante la crisis ellos tienen que someterse a la hegemonía india, resocializarse bajo los códigos éticos y organizativos de la sociedad comunal, y establecer o restablecer una relación con los cerros, con la tierra y con el espacio sagrado. Ello es consecuencia de la fuerza, de la masividad y de la ocupación milimétrica del espacio por parte de la sociedad indígena, que se despliega en la fase insurgente. El conocimiento del terreno, la orientación en el paisaje y las diversas formas de resistencia simbólica son elementos que van a quedar en la memoria colectiva y a seducir el alma dividida de los mestizos en esas coyunturas rebeldes. Pero de otro lado, en los momentos de derrota y de reflujo se reconstruye y renueva la mediación mestiza y logra subsumir –a través de un movimiento envolvente, de la fragmentación a la unidad– a los combatientes indígenas en su proyecto, más «moderno, legítimo y viable», de cambio histórico. Todas las tensiones entre combatientes indígenas y mandos medios mestizos en el proceso de la guerrilla de 1810 a 1825 se explican por este desencuentro histórico, anclado en la desigualdad inscrita en el poder (colonial) de la palabra castellana: la única autorizada para hablar de política. Hay aquí una dinámica de apropiación y ventriloquia (Guerrero, 1994) por parte de los mestizos, que expropian las múltiples voces indígenas y las transforman en discurso monolingue y en retórica de la Patria. Y este fenómeno se repetirá, la forma recurrente, a lo largo de toda la historia republicana. Así por ejemplo, una situación análoga se produce en la coyuntura de la guerra civil de 1899, en la que se peleó la capitalidad de la

república[11] y ésta se trasladó de Sucre a La Paz bajo la égida del Partido Liberal. En aquella coyuntura, luego de una lucha legal de casi veinte años, los apoderados de los ayllus y comunidades aimaras pactaron su participación en la guerra apoyando al bando liberal en contra de los conservadores del Sur, con un programa mínimo de recuperación de las tierras comunales usurpadas a partir de la Ley de Exvinculación de 1874. Después de ser traicionados, su líder principal, Pablo Zárate Willka, pasó a la historia como «el Temible», y sus actos fueron juzgados como irracionales y prepolíticos por los herederos de la revolución liberal que le dio la espalda. La república india de Juan Lero en Peñas, cabeza de la nación Sura, representa el momento culminante en este proceso de autonomía indígena y desata una profunda crisis en las estructuras de mediación que se disputaban en la Revolución federal. Federales y unionistas se unen en la causa común de derrotar la movilización de Zárate y abandonan sus postulados ideológicos y doctrinarios. Por su parte, los apoderados y caciques indígenas se autonomizan de sus mandos criollos y de sus compromisos políticos con los liberales, y prosiguen por su cuenta la lucha por recuperar su territorio. Ellos muy pronto se percataron de que los liberales no habrían de cumplir su promesa de devolver las tierras ilegalmente usurpadas a las comunidades desde la revisita de 1881, pues ellos mismos eran hacendados o aspiraban a serlo[12]. La situación terminó definiéndose por la vía de la guerra –esta vez de todo el bando criollo-mestizo contra Zárate Willka– y sólo así se crearon las condiciones para un nuevo ciclo de reconstrucción de la mediación mestiza que durará hasta 1920. Pero por otro lado, la traición del general Pando a Pablo Zárate no hace sino reeditar el giro de la política criollo-mestiza que se dio en la insurrección de Oruro en 1781, cuando luego de una precaria alianza con los indios, los dirigentes mestizos del movimiento se dieron la vuelta ante el temor de ver afectados sus intereses como hacendados e intermediarios comerciales dominantes en su región. El ciclo completo se repite durante el proceso de insurgencia de los caciques-apoderados con eje en el altiplano de La Paz-Oruro, que en los años 1910 se reorganizan sobre la base de las redes

comunales que habían alimentado los ejércitos de Zárate y Lero. Este nuevo ciclo dura hasta la guerra del Chaco (1932-1935), y está surcado de estallidos de insurrección violenta, como el de Jesús de Machaqa en 1921 y el de Chayanta en 1927. Estas rebeliones han sido vistas como episodios aislados, pero la historiografía aimara de los años 1980-1990 ha mostrado que en realidad fueron precedidos por una larga lucha legal que involucró a centenares de comunidades, ayllus y markas en cinco departamentos de la República. Esta lucha legal implicaba un intenso proceso organizativo en las comunidades: a través de cabildos, asambleas y reuniones de líderes locales, se tejió una red de autoridades étnicas que pudo enfrentar con éxito los sucesivos embates represivos del estado criollo. También aquí hubo una alianza, esta vez más ideológica, con la oposición republicana, liderada por Bautista Saavedra. Cuando éste llegó al poder, empero, desató una feroz masacre contra los comunarios de Jesús de Machaqa en 1921 y contra los mineros de Uncía en 1923. Las tácticas de los republicanos fueron retomadas por el MNR en el sexenio que precedió a la caída del régimen oligárquico (1946-1952), a través de una política de subordinación clientelar de dirigentes campesinos y obreros, a quienes conocieron en las cárceles y centros de confinamiento. Empero, la memoria de las luchas anticoloniales indígenas no sólo se reconstruye mediante la circulación de historias del pasado. También, de modo más inmediato, discurre en las familias. Así, Jenaro Flores, el dirigente aimara katarista de los años 19701980[13], resultó ser nieto de un dirigente cacical de 1920 que participó de la red de Santos Marka T’ula. Sin duda, conserva viva la memoria de la reconstrucción comunal que propiciaron los caciquesapoderados. Es interesante, además, que fueran los abuelos, y no los padres, los portadores de esa memoria. La generación de los padres de Jenaro Flores había «recibido» las tierras de las haciendas en la reforma agraria, y había visto entronizarse el sindicato como disciplina igualitaria y homogeneizadora[14]. Había balbuceado el castellano de las concentraciones políticas y de los pactos clientelares con el MNR, y había reconocido sin vuelta de

hoja la mediación mestiza institucionalizada por el partido-Estado y por los poderes paraestatales concedidos a los sindicatos y confederaciones. La generación de los abuelos, en cambio, vivió la usurpación y conservaba la memoria de que todas las tierras de ex hacienda habían pertenecido desde tiempos inmemoriales a las comunidades. No tenía, pues, nada que agradecer al MNR, lo mismo que la generación más joven, que no había vivido la opresión del hacendado y que había conseguido un nivel de escolaridad, y hasta de estudios universitarios, impensado para sus padres. Con abuelos monolingües y padres apenas castellanizados, esta generación pudo traducir, en un lenguaje contemporáneo, las demandas indígenas respecto del poder y del gobierno de la república, inaugurando así un nuevo ciclo de insurgencia que marca el ingreso contemporáneo del movimiento indígena en la historia. Pero este ciclo también nos muestra la otra cara. Es notable la exhuberancia de los discursos mestizos sobre los «pueblos» y «naciones» originarios. A partir de la insurgencia katarista de los años setenta, la mediación mestiza se ha reconstruido, pasando de una negación absoluta de lo colonial y de lo indio a la adopción discursiva de sus demandas, tan sólo para minorizarlas y encerrarlas en 36 mapas étnicos de dudosa viabilidad (véase Rivera, 2008a). En lo personal, la crisis del katarismo fue dolorosa y devastadora. Su derrota en el congreso de Potosí de 1988 representó un revés a la potencialidad indígena y campesina de resistir los efectos del vendaval neoliberal. La CSUTCB fue «tomada» por diversos partidos de izquierda que la dividieron y fagocitaron, subordinándola a los más diversos proyectos de poder liderados por mestizos, desde la guerrilla del EGTK hasta alianzas con diversos partidos y ONG y finalmente el binomio Víctor Hugo Cárdenas-Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997), pasando por candidaturas «étnicas» de diverso tipo[15]. En este proceso, la mediación mestiza demostró ser absolutamente camaleónica por su capacidad de remozar su discurso y de incorporar retóricamente las demandas políticas indígenas, con el fin de neutralizarlas, usarlas y ponerlas al servicio de sus propios proyectos hegemónicos.

En los años noventa las medidas neoliberales se habían consolidado y remozado, y parecía comenzar un largo ciclo de estabilidad negativa, bajo el dominio de tecnócratas y chicos de Harvard, cuya legitimidad estaba fuera de duda por el impacto que tuvo el caso boliviano en las discusiones mundiales sobre democracia y libre mercado (Klein, 2007). Pero el éxito boliviano en la política de shock económico representada en el D. S. 21060 de 1985 se basaba en un secreto que Jeffrey Sachs no pudo exportar ni a Polonia ni a Rusia: la economía ilegal de la cocaína, sustentada en la enorme expansión que tuvieron los cultivos de coca en el Chapare cochabambino en los diez años siguientes al lanzamiento de las políticas de ajuste estructural. Pese a que en 1988 se firmó la Ley 1008, sus medidas tardaron en imponerse y fue sólo en 1994 cuando comenzó a revertirse el ciclo erradicación-resiembra y a disminuir en términos absolutos la cantidad de cultivos de coca en estas regiones. Conexiones diacrónicas en la insurgencia cocalera Esta vez, los temas de la insurgencia katarista se reactivaron, con inéditos matices, en aquellas «zonas de colonización» tan firmemente auspiciadas por el Gobierno boliviano y las agencias de desarrollo de los Estados Unidos en los años sesenta: el trópico de Cochabamba y algunas áreas de expansión de la frontera agrícola en los Yungas de La Paz. En estas zonas, y en particular en lo que genéricamente se conoce como el Chapare, se había dado una vertiginosa expansión de los cultivos de coca en la década de los años ochenta, proceso que duraría hasta mediados de los noventa, cuando se intentó imponer el plan «Coca Cero» durante el gobierno de Sánchez de Lozada y Cárdenas (1993-1997). La política imperial de larga data –se la puede rastrear hasta el Informe de la Comisión de Estudio de la Hoja de Coca de la ONU (1950, véase Rivera, 2003)– consistió en eliminar la hoja de coca de todos los mercados legales y forzar la monopolización de su producción, ya sea por los cárteles de la cocaína o por las pocas industrias legales autorizadas en la Convención Única de Estupefacientes de la ONU aprobada en

1961 (compañías farmacéuticas y la Coca Cola). Tenemos entonces una figura de colonialismo externo, que se articula con el colonialismo interno de la represión estatal, la exclusión y discriminación a los indígenas y el estigma de la ilegalidad y el crimen. De otro lado, tenemos una lucha que vincula las necesidades del campesinado cocalero con la identidad indígena y con la soberanía de un país y de un estado, avasallados por la política colonial antidrogas. Veamos esto en perspectiva histórica. La dimensión anticolonial de la lucha cocalera se funda, al igual que la de Tupac Katari, en la retoma de control sobre el mercado (regional e interregional) de mercancías indígenas y en la autonomía de gestión de las comunidades sobre este espacio. La diferencia empero, es radical. La insurgencia aimara liderada por Tupac Katari en el siglo XVIII no enfrentó a un imperio tan poderoso y astuto como los cocaleros del siglo XX. Ni éstos pudieron beneficiarse de aquello que permitió en el siglo XVIII una prolongada y exitosa resistencia indígena: el Imperio español ya estaba profundamente socavado por sus propias disensiones internas, mientras que el consenso antidrogas que une a Estados Unidos con el resto del mundo desarrollado y con las elites de los países productores es un frente común casi sin fisuras, que tiene la aureola de una postura «moral» en contra de un supuesto enemigo común de la humanidad, aunque en la práctica contribuya a su expansión y consolidación. La «guerra a las drogas» desatada por el norte cristiano y desarrollado, bajo el liderazgo de los Estados Unidos, resulta entonces ser un discurso que encubre los intereses poco morales de las corporaciones industriales de alimentos, medicinas y estimulantes, que han decretado un virtual monopolio sobre plantas indígenas de otros continentes, y amenazan con patentar la biodiversidad y los conocimientos ancestrales que han dado un uso sostenible a estos valiosos recursos[16]. En los años ochenta, la expansión de la demanda de estimulantes ilegales y la participación estatal directa o indirecta en la organización de su tráfico hacia el norte sentaron las bases para un duradero boom de la cocaína (1980-1993), que amplió el área sembrada de 10.000 hectáreas en

1975 a 80.000 hectáreas en 1990. A partir de la aprobación de la Ley 1008 y la «masacre de Villa Tunari» en 1988, la resistencia cocalera produjo ideas y prácticas políticas de un alcance y resonancia cada vez más amplios en el conjunto de la sociedad. En el siguiente acápite mostraremos el proceso envolvente de la hegemonía indígena y cocalera hasta cristalizar en un proyecto político de amplia legitimidad, que logra un triunfo por mayoría absoluta en las elecciones de diciembre del 2005, con un inédito 53,7 por 100 de la votación. Propongo leer el ascenso político del MAS como un proceso de creciente articulación y convocatoria, a partir de una lucha sectorial del campesinado cocalero, centrada en el Chapare y en menor medida en los Yungas de La Paz, hasta construir una alianza nacional popular de vasto alcance, con presencia muy fuerte en los departamentos andinos (La Paz, Oruro, Potosí y Cochabamba) y notable aún en las regiones adversas del oriente y el sur. El papel de la noción de soberanía en todo este proceso resulta vital, puesto que conecta la defensa del mercado legal de la coca con la necesidad de políticas estatales soberanas en torno a todos los recursos naturales, particularmente el agua y los hidrocarburos. De otro lado, la base material del movimiento cocalero y de su vasto mercado interior y transfronterizo es una economía que combina la reciprocidad con la ganancia, la redistribución festiva con una rigurosa ética del trabajo. Es una economía de la buena fe y del prestigio, situada en el taypi entre el mercado capitalista y la reciprocidad. En estos dos sentidos fundamentales, la coca y su mercado se constituyen en un espacio de afirmación de la modernidad y a la vez de la diferencia civilizatoria indígena. La insurgencia indígena contemporánea también cuestiona el monopolio criollo-mestizo sobre las decisiones estatales y las políticas públicas. Detrás de las demandas de participación en el Estado y en la política, los intelectuales y dirigentes de sindicatos, ayllus, juntas vecinales y pueblos indígenas proponen otra visión de país, un país a la vez pluralista e igualitario, en el que la democracia no resulte una máscara del racismo y la discriminación, sino un escenario de convivencia entre iguales-perodiferentes. ¿Cómo se articuló al MAS el proyecto político indígena?

¿Ha logrado éste influir en las políticas del Gobierno? ¿Ha hecho avanzar las visiones alternativas de país que plantean la descolonización del Estado y la articulación política de la indigeneidad? ¿Qué efectos ha tenido la apuesta cocalera-indígena en las capas mestizo-criollas, en su manejo de la palabra y el poder? ¿Qué implicaciones teóricas reviste la coyuntura presente de Bolivia para las luchas de emancipación de los movimientos alternativos del mundo? Voy a intentar responder a estas interrogantes con una reflexión sobre dos imágenes. La primera muestra a Evo Morales en primer plano, en su gesto característico de mirar hablando enfáticamente a su audiencia levantando el puño. Al fondo, a su izquierda, un Tupac Katari de gesto digno y aguerrido. Ambos lucen atuendos de diseño (supuestamente) indígena. La parte superior del cuadro deja leer, en letras blancas, Katari: la rebelión. Abajo, Evo: la revolución. Se trata de un almanaque del año 2008 editado por las seis federaciones cocaleras del trópico de Cochabamba, que Evo Morales, presidente de Bolivia desde el 22 de enero del 2006, continúa liderando. La segunda imagen es la tapa de un libro testimonial que publicó en el 2008 uno de los más importantes dirigentes históricos de la COB (Central Obrera Boliviana), que se vinculó tempranamente al movimiento cocalero y llegó a ser senador de la República por el MAS en 2002-2005. En letras blancas y grandes, arriba: Filemón Escobar. Abajo, en letras más pequeñas: De la revolución al Pachakuti, además del subtítulo, más pequeño aún: el aprendizaje del respeto recíproco entre blancos e indianos (véase Escobar, 2007). El texto conjuga imágenes y palabras para explicitar la propuesta del autor. Sin embargo, el contenido del libro nos muestra más bien la trayectoria opuesta: el paso de una propuesta indígena de connotaciones autónomas y descolonizadoras –basada en el poder simbólico de la hoja de coca– a un empate político catastrófico, signado por la reconstitución de la mediación mestiza en torno al Gobierno de Evo Morales y por una feroz campaña desde el oriente y el sur del país para instaurar un sistema federal y así usufructuar y fraccionar los excedentes de la nacionalización del

gas entre los departamentos productores, en desmedro de los no productores y del estado central. Del ciclo katarista al triunfo electoral del MAS La debacle katarista no es ajena a los debates actuales, como puede verse en la obra citada de Filemón Escobar, y en mi propia trayectoria. En lo personal, la derrota de los kataristas en el congreso de Potosí en 1988, paralela a la crisis de la COB, fueron hechos que nos impulsaron a ambos a tomar nuevos rumbos, que nos condujeron a vincularnos con el mundo cocalero. Después del fracaso y represión de la Marcha por la Vida en 1986, Filemón renuncia como dirigente de la COB y se va al Chapare a volcar su experiencia en la formación de un sólido liderazgo sindical cocalero. Por mi parte, en octubre de 1992, luego de ver la masiva cooptación de las demandas indígenas por un tinglado de ONG que se habían convertido en el refugio de la izquierda criollo-mestiza, me voy a vivir a Chulumani, iniciando una prolongada relación, intelectual y política, con los cocaleros yungueños y sus luchas. Acompañamos, cada uno a su manera, a los cocaleros cuando eran invadidos, baleados y reprimidos. Caminamos con ellos y soportamos el estigma de drogados, subversivos e ilegales. A través de esos procesos se nos hizo evidente el modo inédito en que el movimiento cocalero combinaba la política sindical moderna con la memoria larga de las comunidades indígenas y sus símbolos culturales. Y ahí descubrimos a la coca como expresión de una nueva «comunidad imaginada» de raíz y tronco indígenas pero de follaje densamente moderno, capaz de seducir a las capas medias urbanas con un lenguaje de alteridad que las incluya en un proyecto común de refundación del país. De otro lado, en los años noventa surgió en varias regiones del mundo un nuevo tipo de izquierda, menos doctrinaria y a la vez más plural y abigarrada. En ella convergían ecologistas, feministas, defensores de la naturaleza y de la diversidad sexual, corrientes contraculturales anarquistas, movimientos indígenas y alianzas económicas autogestionarias. La descriminalización de las

sustancias ilícitas y la defensa de las «plantas maestras» indígenas abrieron otro frente de alianzas nacionales e internacionales de vasto alcance político y simbólico. El discurso cocalero pudo invocar así nociones más universales como los derechos humanos, la defensa del medio ambiente, el respeto por las plantas indígenas y la defensa de sus usos legales y benéficos, sustentados en visiones alternativas de la modernidad y del mercado. El potencial hegemónico de la hoja de coca se basa en estos nexos múltiples con escenarios a la vez modernos y arcaicos, urbanos y rurales, económicos y simbólicos. Un aspecto de este tejido material reside en los diversos modos de su consumo: desde el consumo instrumental de trabajadores mineros, industriales y artesanales, transportistas y profesionales urbanos, hasta el consumo expresivo y ritual en ceremonias y fiestas indígenas tanto en comunidades como en pueblos y ciudades. Entre estos dos polos hay una gama intermedia de usos a la vez instrumentales y expresivos: el pijchu en farras y fiestas, el pedido de mano, la rutucha, la búsqueda de padrinos, la retribución de favores y ayudas, los múltiples aynis laborales y festivos que dinamizan las economías urbanas y rurales, conectándolas con memorias y prácticas culturales ancestrales. El mercado interno de la coca es entonces la base material y simbólica de una nueva idea política, que se proyecta en la noción de soberanía, una noción polisémica que fluye de lo local al escenario de la política mundial. Así, se puede hablar de la soberanía sobre el propio cuerpo, del derecho a la libertad de decidir sobre nuestros consumos. Pero también la idea de soberanía interpela al Estado y demanda un cambio en las políticas de la coca, una retoma de su independencia frente a los dictados del Imperio. Por último, la defensa de las plantas consideradas ilícitas es ya un movimiento mundial que se conecta con modos de vida alternativos y que rechaza la depredación ambiental y la producción masiva y serializada de alimentos y medicinas. En estas ideas de soberanía hay también ecos del ciclo insurgente del siglo XVIII. Así, la frase de los insurrectos de Caquiaviri en 1771: «Ahora el rey es el común», plantea que la soberanía reside en la colectividad, en el pueblo. A su vez, la decisión soberana de los

insurrectos implica una reapropiación del espacio colonizado, una retoma del control sobre la propia historicidad y la propia espiritualidad. En el contexto de la crisis ambiental contemporánea, estas dimensiones adquieren nuevos sentidos: la relación con el cosmos y con los lugares sagrados es una forma de resistir los devastadores efectos de la guerra, la industrialización y la privatización del mundo de la vida. La coca, junto a otros símbolos y consumos indígenas, deviene entonces en medio para imaginar otro mundo posible, capaz de interpelar a amplias capas del mestizaje urbano con ideas formuladas en términos más universales. Al igual que las ferias y los mercados, el florecimiento de una serie de ritos y cultos sincréticos en las ciudades es un espacio de convivencia intercultural que articula redes de parentesco y compadrazgo con diversas estrategias sociales y empresariales. La proliferación de radios y programas de televisión sobre el mundo de vida indígena, el fluido paso del bilingüe del castellano al aimara, la formación de una activa y floreciente red de ferias diarias, semanales y anuales, son también expresiones de esa hegemonía cultural indígena que se dirime y se juega en la universalidad del mercado. Tanto la ritualidad como la apuesta por los mercados se expresaron ya en las rebeliones de Ambaná y Chulumani en el siglo XVIII. Estos temas se colocaron en el centro de la agenda política durante la revuelta cocalera de Chulumani en 1980 y el levantamiento general de los Yungas en junio del 2001 (véase Rivera, 2003). Finalmente la apuesta por el poder y por un diseño alternativo de sociedad nos plantea hoy las mismas disyuntivas que a los rebeldes de Caquiaviri en 1771: ¿cómo convivir entre diferentes? ¿Cómo superar el esquema civilizatorio que codifica el mundo social en oposiciones binarias y jerarquizadas? ¿Cómo diseñar un orden social legítimo para todas y para todos? En torno al mercado, es preciso destacar que la insurgencia cocalera, y particularmente el ascenso de su principal protagonista, Evo Morales, a la primera magistratura de la república en enero del 2006, han desatado en la prensa internacional una serie de versiones antojadizas. Ellas interpretan la victoria electoral de Morales como expresión del «triunfo de las fuerzas contrarias a la

libertad de mercado», aunque los cocaleros están luchando hace más de treinta años por la libertad y legalidad del mercado de la hoja de coca. Tal parece que la opinión pública norteamericana concibe la libertad de mercado como libre para sus productos y prohibida para los nuestros: una noción absolutamente retórica y colonial del mercado libre, que se expresa en la normativa del propio TLC. No digo que la lucha cocalera esté alineada a algún bando reformista liberal. Hay que pensar más bien que la presencia indígena en los mercados, y particularmente en el mercado de la hoja de coca, data de siglos y ha desarrollado formas de gestión comunal mercantil y empresarial que articulan la modernidad con formas organizativas propias, de tipo comunitario y redistributivo. Tampoco afirmo que esta trama exprese algo así como un «capitalismo andino»[17], cuando más bien muestra la huella de un mundo de prácticas anticapitalistas que se realizan a través del mercado pero que no por ello de-sembocan en una forma empresarial occidental. La idea de que el mercado es la antesala del capitalismo es no sólo históricamente incorrecta sino lineal y evolucionista y, por lo tanto, ciega ante esas formas modernas del trajín indígena que vinculan a las comunidades productoras con vastos circuitos mercantiles, sin disolverlas como jurisdicciones políticas y modos de gestión económica autónoma. En el movimiento cocalero ha habido un largo proceso de una retoma activa del mercado como espacio dinámico y expansivo, que constituye y amplía escenarios interculturales rural-urbanos, en un movimiento envolvente, donde un producto indígena cargado de connotaciones simbólicas territorializa un vasto espacio interecológico a lo largo y ancho del país[18]. La familia cocalera, en tanto que productora mercantil moderna, vinculada por siglos al mercado interior, es resultado de una mezcla de identidades y orígenes migratorios diversos, que desafían cualquier versión simplista de la economía, la identidad o la política indígenas en el mundo boliviano moderno. El fenómeno mercantil sui géneris cuyo centro es la hoja de coca forma parte de una dinámica más amplia de transformación y reproducción de las comunidades indígenas actuales. Lejos de

cerrarse, éstas más bien se abren y articulan redes y espacios interecológicos e interculturales, a través de flujos migratorios, ferias, exposiciones, festivales y diversos emprendimientos empresariales para el mercado interno y la exportación. Estos hechos nos muestran una dinámica de autogestión organizativa multicelular, que territorializa vastos espacios y los reorganiza en función de lógicas espaciales propias, copando y controlando amplios sectores de la economía informal. Es también un proceso cargado de tensiones y reacomodos. Así, instalar una feria en el Altiplano requiere de una organización y negociación entre las comunidades del entorno. No se puede instalar una feria en cualquier lado, hay que definir un taypi, un espacio de mediación y articulación que beneficie a todas las comunidades participantes. En los años setenta, yo solía ir cada jueves a la feria rural de Jiwakuta, entre las provincias Pacajes e Ingavi. Esa feria se tuvo que trasladar tres veces: la primera porque beneficiaba a los comunarios de una de esas provincias, la segunda porque beneficiaba al bando opuesto. Sólo cuando se encontró el taypi en el tercer traslado, la feria pudo desarrollarse y florecer, convirtiéndose en una de las ferias ganaderas e interecológicas más importantes del altiplano paceño. Sostengo entonces que estas formas de gestión comunitaria del espacio y del mercado tienen continuidad con el pasado y revelan un repertorio acumulado de saberes, estrategias y modos organizativos que se conectan con la memoria larga de los tratos mercantiles tempranos descritos en los trabajos de Glave y Assadourian. A través de un complejo proceso de «resistencia adaptativa» (Stern, 1987), las comunidades andinas del altiplano, valles y yungas organizaron una tercera vía de gestión económica – no capitalista pero sí articulada al mercado– que formó la base de la insurgencia política y electoral del Movimiento al Socialismo. ¿De dónde sale el MAS? Sale de un conjunto de sindicatos cocaleros aguerridos que resiste las políticas del Gobierno, cada vez más represivas. Desde la promulgación de la Ley 1008 en 1988 hasta 1994-1995, la erradicación era compensada con dinero y promovía una táctica de resiembra y dispersión de los cultivos que no permitía una disminución neta de la cosecha de hoja de coca,

obstaculizando así el cumplimiento de los compromisos del Gobierno de Bolivia con el Gobierno de los Estados Unidos. Esta situación comenzó a revertirse en 1994, con el plan Opción Cero de Gonzalo Sánchez de Lozada, que intensificó la erradicación con la intervención cada vez más violenta del Ejército y la DEA. La elaboración discursiva que suscitan estas movilizaciones en las dirigencias cocaleras vincula varios temas y reivindicaciones, tanto a nivel local como nacional. Por un lado está la noción de derechos, que los cocaleros ejercen como campesinos básicamente inocentes frente a las mafias de la cocaína. Ellos fueron impulsados por el Estado a emigrar a la frontera agrícola y a despejar el bosque, en una ilusión desarrollista que pronto se vería estrangulada por los bajos precios de sus productos y por la poca fertilidad de los suelos. Fue el Estado también, a partir de la dictadura de Banzer (19711978), pero en especial con el golpe militar de 1980-1982, el que velada o abiertamente introdujo en la región la fabricación de pasta base y cocaína, integrando un circuito transnacional de mafias hacia Colombia y los Estados Unidos. Un segundo tema toca al significado cultural de la hoja de coca, su dimensión simbólica y sagrada y su vínculo con los rituales, el trabajo y la vida cotidiana de millones de consumi-dores indígenas, tanto en el campo como en las ciudades, en la zona andina como en la amazonía. El tercer elemento es el activismo sindical y el fortalecimiento del tejido local de estas organizaciones, que permiten crear un entramado de federaciones disciplinadas y combativas, en torno a líderes legítimos y probados. Una serie de normas de lealtad y acatamiento a las decisiones de la mayoría, muestran la dimensión democrática y a la vez férreamente disciplinada que posee la base organizativa cocalera. Con este bagaje de repertorios de acción, anclado en la región cocalera, se desarrolla un proceso de elaboración programática y discursiva, que amplía el sentido de la noción de soberanía hacia el conjunto de recursos estratégicos de la nación y el Estado bo-liviano, y hacia el Estado mismo como escenario de subordinación colonial. De la resistencia al poder

En septiembre de 1994 las Seis Federaciones del Trópico de Cochabamba emprenden una masiva Marcha por la Vida, la Coca y la Soberanía Nacional, entre Villa Tunari y la sede de gobierno, para interpelar la política erradicadora del plan Opción Cero. Este plan no sólo buscaba erradicar la coca del Chapare, sino también a los cocaleros, trasladándolos a otro lugar bajo argumentos conservacionistas, pero con la intención final de entregar esta vasta región a las transnacionales petroleras y a los negocios de turismo. En la entrada a Villa Tunari, el principal municipio del trópico cochabambino, se ve un letrero que data de esos años: «Bienvenido a Villa Tunari. Paraíso del etno-eco-turismo». Y el «etno» no se refiere a los cocaleros, sino a los indígenas selváticos (Yuracarés y otros), que encarnarían ese ideal de indio dócil, amigo de la naturaleza y portador de exóticas tradiciones; el «indio permitido» del multiculturalismo oficial (Rivera, 2008b). Es interesante cómo estos temas se reelaboran en la marcha de 1994. Entre los participantes, hay una columna de indios yuras, con sus torsos desnudos, sus rostros pintados y taparrabos de fibra vegetal, blandiendo amenazantes sus arcos y flechas. Ellos marchan junto a los cocaleros de las seis federaciones como una especie de guardia defensiva con potencial de ataque (las flechas están envenenadas y los yuras son famosos cazadores). Pero en la marcha también participan activistas internacionales y periodistas bolivianos que reportan y conectan los sentidos de la movilización cocalera con la causa común de la lucha contra el neoliberalismo y la globalización (véase Contreras, 1994). En este proceso se da una fluida elaboración simbólica, que interpela a las sociedades occidentales en sus propios términos, usando las mismas imágenes y puestas en escena de lo «indígena» que habían sido diseñadas para estigmatizar y neutralizar la lucha cocalera[19]. Otro elemento en este proceso, vinculado con la memoria plebeya, con la memoria corta de los sindicatos del cincuenta y dos, es la revocabilidad de los mandatos. No hay líderes eternos. Todos pueden ser revocados, desconocidos y bajados. Pueden ser incluso chicoteados. Pero también pueden ser reeducados y reintegrados a la comunidad y a su elite de pasarus, aquéllos que han cumplido

todo el thaki (camino) del sistema de cargos comunal. Aunque sin los ribetes culturales ni las prácticas rituales que caracterizaban la vida sindical aimara y quechua del altiplano y valles, los sindicatos cocaleros articularon la ética indígena y la lengua quechua con la elaboración de documentos y pliegos petitorios en castellano, la designación de asesores mestizos y la práctica de las «mesas de diálogo» que se prolongaban por días y semanas. Combinaron tácticas lentas de organización a partir de asambleas, ampliados y congresos, con las necesidades rápidas de formación política y fortalecimiento orgánico que se requerían para enfrentar las acciones represivas del Estado. Tuvieron que hablar en quechua entre ellos pero también en castellano al resto de la sociedad, buscando canales alternativos en los medios de comunicación para expresar su versión de los hechos y la lógica de sus demandas (Rivera, 2003). En este contexto, hay una dinámica de crecimiento del liderazgo moral y político de Evo Morales a través de una serie de pruebas que debe pasar para confirmar su compromiso con la causa colectiva de las seis federaciones cocaleras, que lo eligen como en su máximo representante, y lo reeligen desde entonces cada dos años. Luego de un relativo éxito en las mesas de diálogo instaladas después de la marcha de 1994, el liderazgo de Evo se consolida con su participación en la marcha que al año siguiente emprendieron las mujeres cocaleras para dialogar «de mujer a mujer» con las esposas de Sánchez de Lozada y Cárdenas: Ximena Iturralde y Lidia Katari, una mujer de pollera a la que esperaban interpelar también en su condición de indígena. Las negociaciones resultaron estancadas en vista de que el Gobierno no tenía voluntad política ni poder real para influir en las políticas antidrogas impuestas por los norteamericanos. Es el paso de varias pruebas de este tipo, en el curso de estos años –no sólo pruebas de lealtad y sacrificio, también demostraciones de firmeza y habilidad en las negociaciones–, lo que hace crecer el liderazgo de Morales y le abre la posibilidad de intervenir en la política electoral. En 1997, bajo la sigla de Izquierda Unida, se presenta como candidato presidencial, y obtiene una de las cuatro diputaciones uninominales que logró la IU

no sólo en la zona cocalera, sino en otras provincias rurales del departamento de Cochabamba. Para las elecciones municipales de 1999 el electorado de esta sigla «prestada» a los cocaleros ha crecido, permitiéndole ganar una centena de concejalías en Cochabamba y otros departamentos, además de la alcaldía de varios municipios. El crecimiento electoral del movimiento de Evo Morales y los cocaleros tiene que ver con el poder simbólico multifacético que tiene el concepto de soberanía, eje de su programa político y de su visión sobre la hoja de coca[20]. Este concepto puede aplicarse a varias escalas y niveles de lo social. Está en primer lugar la idea de soberanía nacional frente a la política imperial de erradicación de cultivos y lucha antidrogas. También se alude a la soberanía sobre el cuerpo y sobre el consumo, que reivindica los derechos de los akhullikadores ante su estigmatización como «drogadictos». Con el concepto de «soberanía» se reivindica también lo cultural: el carácter sagrado y medicinal de la hoja de coca, central para la reproducción de la identidad indígena en los andes y la amazonía, en el área rural tanto como urbana. La soberanía es también un concepto regional, que articula los intereses de varios sectores en el territorio del trópico cochabambino, en disputa con los intereses petroleros y con los proyectos de desarrollo alternativo y el ecoturismo. Finalmente, se interpela la «soberanía del pueblo» y del campesinado como clase y como actor político, en alianza con sus pares de la CSUTCB. Los derechos al cultivo de la hoja de coca se expresan así a través de lenguajes complejos: culturales a la par que económicos, religiosos y a la vez políticos. La coca llega a encarnar una idea de soberanía capaz de articular las luchas locales con los intereses de la nación en su conjunto, las demandas económicas campesinas con la visión indígena de lo sagrado. Expresa incluso la defensa de los derechos individuales y personales y la legitimidad cultural de sus varias formas de consumo. Para 1999 el neoliberalismo ya está haciendo agua por todas partes: las empresas «capitalizadas» están en quiebra, hay malestar en el Ejército y la anunciada recuperación del empleo no llega[21].

El Plan Dignidad del general Banzer y de su sucesor Tuto Quiroga parece ser la única política estatal coherente y sistemática que prosigue el Gobierno, en cumplimiento de convenios y financiamientos de los Estados Unidos. En aplicación del Plan de Acción de las Naciones Unidas de 1998, el Plan Dignidad adopta la erradicación forzada de toda la coca «excedentaria», tanto en el trópico de Cochabamba como en los Yungas de La Paz, cancelando toda forma de erradicación concertada y anulando la compensación monetaria vigente hasta el momento. Así se da paso a la fase más violenta de represión estatal y confrontación abierta, con un diseño político que pronto se conectará a la «lucha antiterrorista» auspiciada por los Estados Unidos después del 11 de septiembre del 2001. Entre 1998 y el 2001 las Fuerzas de Tarea Conjunta, UMOPAR y los viceministerios de Desarrollo Alternativo y Defensa Social lograron la eliminación de más de 40.000 hectáreas en el trópico de Cochabamba. En junio del 2001, después de una controvertida celebración de la meta «coca cero» en el Chapare, el Gobierno intenta una incursión en los Yungas de La Paz, donde la Fuerza de Tarea Conjunta moviliza 750 efectivos para iniciar la erradicación forzosa en la zona de la Asunta, declarada «excedentaria» por un decreto de delimitación que finalmente tuvo que ser derogado (Rivera, 2003). Como consecuencia de una disminución neta tan radical del área cultivada, los precios de la hoja se disparan. La hoja de los Yungas apenas abastece el mercado interno y la demanda del norte argentino hace subir los precios. El consumo se expande hacia capas urbanas y mestizas de la población, llegando a seducir a amplios sectores de las capas medias y altas criollo-mestizas, incluso en ciudades tan aparentemente modernas como Santa Cruz y Tarija. Entretanto, la demanda de coca en las comunidades indígenas de las alturas no logra ser satisfecha, los precios son inaccesibles y la agricultura decae. Muchos comunarios de ayllus y zonas tradicionales indígenas desarrollan estrategias de migración estacional o tenencia paralela en ambos pisos ecológicos para obtener la preciada hoja, que permite reactivar los ciclos rituales y productivos en las comunidades de origen, e incluso retomar actividades tradicionales

abandonadas como el tejido. Ellos también son afectados por la erradicación forzosa y se unen a las filas cocaleras con toda la fuerza de su monolingüismo, su particularidad étnico-cultural y su memoria larga del trajín interecológico colonial. El año 2000 se inicia con la feroz resistencia del pueblo de Cochabamba (fabriles, regantes, cocaleros, vecinos de barrios populares y marginales urbanos) contra la transnacional Bechtel, que a través de la empresa «capitalizada» Aguas del Tunari, dispone un incremento de tarifas para financiar sus propias inversiones. La guerra del agua se desarrolló entre febrero y abril y la participación cocalera señala un nuevo giro a la noción de soberanía, que se desplaza del tema de la coca al tema del agua. Ambas son vistas como criaturas de la Pachamama, como recursos indígenas sagrados, pero también como derechos humanos que deben reconocerse a todos/as. De ahí que la guerra del agua se haya librado también en el Altiplano, bajo el mando de Felipe Quispe, «el Mallku», que a la cabeza de la CSUTB logra recuperar la dimensión autónoma y anticolonial que caracterizó a esta organización en su primera etapa katarista. Esta ala del movimiento representa un mercado tradicional de consumidores de hoja de coca que se vio drásticamente afectado por la erradicación de cocales y la interdicción a los mercados legales de la hoja, que dispararon los precios. En paralelo con la revuelta urbana de Cochabamba, el bloqueo contra la Ley de Aguas unifica a las comunidades indígenas de un vasto espacio interecológico cuyo epicentro está en el altiplano, en torno al municipio de Achacahi. Un tercer tema se asociará desde finales de los años noventa a la idea de soberanía. Hacia 1999 la política neoliberal muestra su verdadero rostro, con el saqueo indiscriminado de recursos y los escasos réditos de las empresas capitalizadas, que se llevan el gas boliviano a «precio de gallina muerta». Aquí de nuevo puede verse cómo la noción de soberanía activa los códigos de pertenencia indígena y nacional. De un lado, los hidrocarburos son un recurso del Estado y del conjunto de bolivianos y bolivianas. De otro lado, el petróleo y el gas fueron defendidos y resguardados, como recursos para el país, por un ejército mayormente indígena y popular, que

dejó 50.000 muertos en la guerra del Chaco con el Paraguay (19321935), mientras las oligarquías y elites profesionales urbanas se quedaban en la retaguardia a hacer política o negocios. De ese modo, en octubre del 2003 el intento de vender gas a California por la vía de un puerto en Chile articula la memoria de la guerra del Pacífico (1879) con la de la participación indígena en la guerra del Chaco y su feroz defensa de Villamontes, que puso fin a la ofensiva paraguaya en 1935, salvando los campos gasíferos más ricos que se explotan actualmente. Ambas memorias inspiraron la multitudinaria movilización que se conoce como la «guerra del gas», que entre septiembre y octubre del 2003, cobró la vida de 67 ciudadanos, mayormente residentes de El Alto, que fueron asesinados por el ejército en medio de multitudinarias marchas, bloqueos y barricadas urbanas. Si bien no incluía explícitamente el tema de la coca, la llamada «agenda de octubre», se articuló sobre un discurso político centrado en la idea de soberanía, que habrá de traducirse, durante la gestión de Evo Morales, en la nacionalización del gas, la convocatoria a una asamblea constituyente y un intento de modificar significativamente la política de la coca. La memoria de un patrimonio común saqueado, el recuento de una suma de agresiones y expropiaciones, las rabias históricas acumuladas y el fracaso de los discursos mestizos se sumaron así para colocar a los temas de la coca, el agua y el gas en el centro de los debates públicos que marcan la actual coyuntura. En el octubre alteño se produjo una rebelión de poderes fragmentados y densos, a los que unía algo intangible. Algo no dicho fluía y circulaba, comunicaba sentidos y propósitos en medio del aparente caos de los bloqueos, las marchas, las barricadas. Le ponemos nombre ahora porque es necesario racionalizar, pero se trata un sentimiento irracional. Era una capacidad de organizar la rabia y la frustración que provocaron veinte años del modelo neoliberal. Era una retoma del derecho a recuperar lo expropiado. Porque el proceso neoliberal ha sido un proceso de sucesivas expropiaciones: de derechos, de recursos, de espacios políticos. Entonces, la retoma de esa condición de sujetos políticos en los sectores indígenas y populares se da en forma descentralizada,

intensamente abigarrada, pero a la vez con capacidad de generar metas y formas de lucha comunes. Y los símbolos y ritos operan como articuladores de las prácticas: el consumo de la coca acompaña todas las movilizaciones y asambleas, marchas y huelgas de hambre. Aquí es importante destacar el lugar que ocupa la lucha simbólica. En vísperas de la caída de Sánchez de Lozada se desplegaron tácticas secretas de resistencia ritual y religiosa. Entre los yatiris de El Alto y diversos puntos del altiplano se hizo una «cadena de poder espiritual» en las apachetas y cerros sagrados a lo largo de la cordillera para invocar a las deidades en ayuda del pueblo alzado. Se quemaron ofrendas y mesas rituales con figuras de aviones y símbolos de su huída del país (no de su captura o linchamiento, como proponían los más radicales). En el cuartel de Qalachaka (Achacahi) las maniobras militares se combinaban con ch’allas, wajt’as y wilanchas que invocaban la fuerza de las wak’as para alentar las movilizaciones y acelerar la caída del Gobierno. Es que la lucha simbólica tiene un poder emocional y una fuerza moral, porque trabaja con el chuyma (las entrañas) y no solamente con el p’iqi (la cabeza). La autogestión popular de la resistencia en los procesos contemporáneos puede también verse en Cochabamba, donde el espacio indígena multiétnico del Chapare será escenario de las primeras victorias electorales de Evo Morales, que lo proyectarán al ámbito regional y nacional. Los avatares de este proceso son bien conocidos, desde el ascenso del MAS a segunda fuerza electoral el 2002 hasta su triunfo por mayoría absoluta en diciembre de 2005. A pesar de que ya venía anunciada, la victoria electoral de 2005, pero sobre todo la del 2002, tuvo un efecto de estupor: los indios se vieron sorprendidos por su propio éxito. Al igual que los rebeldes de Caquiaviri en 1771, ellos ahora tenían que gobernar para todos, coexistir con mestizos y criollos y con los viejos partidos de la derecha, resucitados como Asociaciones Ciudadanas. En el contexto de un Estado y un sistema político cuya estructura y funcionamiento responde al viejo molde de la mediación y la supremacía mestizo-criolla, la propia institucionalidad democrática

permitió entonces la reconstitución de la conducción intelectual mestiza en el Gobierno de Morales. El proceso puede ejemplificarse muy bien en la figura emblemática de Álvaro García Linera, sociólogo cochabambino y ex guerrillero que, después de ser parte de la organización de Felipe Quispe (el EGTK), aceptó la candidatura a la Vicepresidencia bajo el eslogan de que él «llevaría a un indio a la Presidencia de la República», en una alianza entre «el poncho y la corbata». Su capital político era el prestigio acumulado por García Linera en una trayectoria que lo llevó de la clandestinidad y la cárcel a la docencia universitaria y al estrellato mediático, lo que le permitió una sólida interpelación a las capas medias mestizas, y particularmente a la intelectualidad ilustrada de las ciudades, que crecía como caudal electoral. La rearticulación de la mediación mestizo-criolla en el gobierno de Evo Morales se expresa de múltiples maneras. El 12 de octubre del 2006 concluyó en La Paz un encuentro indígena continental en el que abundó la danza, la puesta en escena de lo indio y la marcha, pero escaseó el debate. El entorno mestizo del presidente cercó el evento, sólo el vocero presidencial representó al Ejecutivo, brillaron por su ausencia los indígenas del Gobierno (el canciller David Choquehuanca y el propio Evo) y las reuniones se llevaron a cabo en el Colegio Militar de Calacoto, un espacio no muy amigable para las delegaciones indígenas de países que, como Colombia o México, sufrían crecientes agresiones militares. La representación boliviana fue «promovida» por el Gobierno como una coordinadora de todas las organizaciones indígenas existentes, bautizada como CO INCABOL. La puesta en escena de lo indio por parte de mediadores mestizos se expresó también en el título del evento y el diseño del afiche: «De la resistencia al poder»[22]. Como si la era de la opresión a los indígenas del continente hubiera terminado, como si la resistencia ya fuera historia concluida y el acceso de Evo Morales al gobierno fuera ya un camino, un modelo y una formula única capaz de representar la historia larga de las luchas por la descolonización. La versión culturalista del tema indígena se ha reactualizado también en otros escenarios. A partir del 2008, con la creación del Ministerio de Culturas, se ha formalizado una política

de «descolonización» que consiste básicamente en acciones de propaganda y eventos públicos. El Viceministerio de Descolonización, encomendado al historiador aimara Roberto Choque, ha resultado así enmarcado en un espacio excesivamente estrecho, sometido a un centralismo tajante y a la benevolencia de la cooperación externa. La mediación mestiza ha influido vitalmente en la conciencia de los actores y en la interpretación del proceso que se estaba viviendo desde inicios del nuevo milenio. Ese proceso se rebautizó como parte de una historia lineal: de la rebelión a la «revolución», tal como se grafica en el almanaque 2008 de las federaciones cocaleras, para destacar la continuidad y el «ascenso» del proyecto anticolonial de Tupac Katari hacia la propuesta electoral del MAS y de Evo Morales. Partidos y personajes de la vieja izquierda, profesionales y funcionarios, indios aculturados y toda suerte de arribistas coparon los puestos de decisión e idearon sus principales campañas y consignas. La idea central aportada desde estas visiones racionalistas y occidentales del cambio social es la de «Revolución democrática y cultural». Así, la mediación mestiza acaba por escamotear las demandas, sentimientos y conceptos que las masas indígenas movilizadas habían formulado a lo largo de este nuevo ciclo de movilizaciones y revueltas. Se esfuma del debate público la noción de Pachakuti o revuelta del espacio-tiempo, que se inscribía en una multitud de formas de poder, interpelaciones discursivas y repertorios de acción colectiva, cuyo eje articulador era un tejido identitario alternativo y diferente al sujeto racional y progresista de la modernidad occidental. La fragmentación y dispersión de los actores colectivos y de las organizaciones sindicales, gremiales e indígenas cuyos mandos medios y liderazgos locales gestaron las grandes movilizaciones de febrero-abril de 2000, junio de 2001, febrero y octubre de 2003 y junio de 2005 había logrado articularse en una sola agenda política de cambio, centrada en la soberanía sobre los recursos naturales. Pero en manos de los conductores profesionales de la izquierda, la «refundación del país» y la solución a la crisis política se ha desplegado en el marco de lo habitual: la política electoral, el clientelismo y el acaparamiento del aparato estatal,

mediante un sistema intransparente de «cuotas» y parcelaciones, definidas en un entorno palaciego que poco o nada tuvo que ver con las movilizaciones precedentes. El imán del poder atrae y enceguece. Los trepadores sociales que han acaparado la administración estatal se han dado a la tarea de neutralizar y encuadrar ese proceso tan explosivo, original y polifacético de las movilizaciones indígenas y populares, que encarnaron una visión de la historia y de los sujetos políticos ajena al modelo del partido y a las fórmulas liberales de la democracia. Se ha producido entonces un proceso de encuadramiento y disciplinamiento de esos poderes dispersos –como los ha llamado Raúl Zibecchi, 2006– que, sin embargo, lograban sintonizar y coordinar sus demandas. Se ha reducido el margen transformador de sus propuestas originales y polifacéticas de cambio social, que se manifestaron en nociones rupturistas y fronterizas con respecto a los marcos habituales del pensamiento racional y lineal. Los órganos de poder que las multitudes movilizadas habían construido en todo este proceso habían ya roto, en la práctica, con la mediación de los partidos. Pero poco a poco se fueron desdibujando los contenidos de la agenda de octubre, cuando se procede aparatosamente a la «nacionalización» de los hidrocarburos el 1 de mayo del 2006, y sobre todo, cuando la elección de delegados a la Asamblea Constituyente –instalada en agosto de ese año– termina sometida, sin discusión, a la noción liberal de «un ciudadano, un voto», desconociendo la diversidad de modos de representación y organización política que ejercen en la práctica los núcleos organizados del movimiento popular e indígena. Triunfa así la versión –tan arcaica y olvidada que estuvo en el delirio creativo de las movilizaciones– de que sólo un «partido revolucionario» podrá conducir a las masas populares e indígenas hacia sus propias metas de liberación. El testamento político de Filemón Escobar, tiene como título De la revolución al Pachakuti y en su carátula no grafica una alianza entre la corbata y el poncho, sino la articulación indígena y minera en torno a la hoja de coca. Aunque es una imagen igualmente masculina, los iconos del guardatojo y el lluch’u indígena simbolizan

ese nuevo escenario de historicidad construido en torno a la hoja de coca. Pero más que un análisis del proceso político actual, la frase del título es expresión de una conciencia anticipatoria y deseante (cfr. Bloc, 1977), a la vez que un registro testimonial de su propia frustración. A pesar de que no concuerdo con muchos de sus análisis, inspirados en esquemas dualistas y en oposiciones maniqueas, pienso que el texto de Filemón apunta, con honestidad y valentía, a una autocrítica del pensamiento de la izquierda y de sus visiones voluntaristas y teleológicas de la historia y de la política. Con una técnica de collage, en la que se entremezclan recuerdos, lecturas y la reconstrucción de los ciclos largos de derrota y rearticulación indígena y popular de las últimas décadas, el libro hace una radiografía de los esquematismos y cegueras de los discursos de la izquierda mestiza, y muestra cómo intentan apuntalar una visión ya caduca de la historia como modernización y totalización, denunciando los procesos de encuadramiento, neutralización y cooptación de los significados múltiples y convergentes que las luchas sociales han impreso a su devenir histórico, encarnados en la noción polisémica del Pachakuti. La mediación mestiza escamotea la noción del Pachakuti y su visión del poder como una función de servicio al bien común. La concepción instrumental del poder, heredada de la tradición tanto liberal como marxista, les impide vislumbrar y practicar una descolonización del Estado y de las estructuras políticas. Pero hay que ver también en el Pachakuti un proceso, no una coyuntura. Es un cambio epocal, el giro hacia un nuevo tiempo-espacio. En sus inicios, es un momento liminal y peligroso, porque puede cerrarse como una catástrofe o abrirse como un proceso intenso y radical de renovación y de reinvención de lo social. Yo siento que en Bolivia estamos en el umbral de un nuevo tiempo, un proceso largo y profundo, de adentro hacia fuera, de cambio conciencial y espiritual. Lejos de ser una noción idiosincrásica y particularista, el Pachakuti es una propuesta universal para reestructurar las relaciones de los humanos con la tierra. La Pachamama está herida, está siendo violada y destruida, saqueada y desequilibrada, no sólo aquí sino en todo el mundo, y es la lógica depredadora y particularista del capital

y de la guerra la que pone el tema de la conciencia indígena y de la ética indígena en el horizonte de un replanteamiento global. Podemos concluir entonces que la política indígena interpela, desde ese adentro y desde la pluralidad de sus prácticas concretas, al conjunto de la sociedad, al Estado y sus aparatos, pugnando por zafarse de la camisa de fuerza de la racionalidad occidental. La política indígena interpela al propio Gobierno, se cuela por las rajaduras del edificio del poder y se filtra por entre los discursos y las mediaciones que se han tejido en torno a la figura de Evo Morales. Su trascendencia histórica y política son lo que son cuando su indio interior piensa, siente y habla por él. Bibliografía ASSADOURIAN, C. S. (1987), «La producción de la mercancía dinero en la formación del mercado interno colonial», en E. Florescano (comp.), Ensayos sobre el desarrollo económico de México y Latinoamérica, México, Fondo de Cultura Económica. BLOCH, E. (1977), El principio esperanza, Madrid, Aguilar. BOUYSSE-CASSAGNE, T. (1987), La identidad aymara: aproximación histórica (siglo XV, siglo XVI), La Paz, Hisbol. CONDARCO MORALES, R. (1965), Zárate, el «Temible» Willka, La Paz, edición del autor. CONTRERAS, A. (1994), La marcha histórica, Cochabamba, CEDIB. DEL VALLE DE SILES, M. E. (1994), El cerco de La Paz. Diario de Francisco Tadeo Diez de Medina, La Paz, Don Bosco. DEMÉLAS, M. D. (2007), Nacimiento de la guerra de guerrilla. El diario de José Santos Vargas (1814-1825), La Paz, Plural-IFEA. DURAND FLÓREZ, L. (1973), Independencia e integración en el plan político de Tupac Amaru, Lima, PLV Editor. ESCOBAR, F. (2007), De la Revolución al Pachakuti. El aprendizaje del respeto recíproco entre blancos e indianos, La Paz, Garza Azul. FLORES GALINDO, A. (1976), Tupac Amaru II - 1780: sociedad colonial y sublevaciones populares, Lima, Retablo de Papel Ediciones.

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[6] «Nayaw jiwtja nayjarusti, waranq waranqanakaw kuttanipxani» (yo muero ahora, pero volveremos miles y miles), dicen que dijo Tupac Katari antes de morir, pero antes de él esta idea ya había sido anunciada por otros y en lo futuro retornaría en otras voces y coyunturas. [7] Es evidente también que la idea occidental de «revolución» resulta diametralmente opuesta a esta visión indígena del presente como «otro tiempo». [8] Además de que la mayoría de jefes guerrilleros habían muerto, la inclusión de Lanza en el Congreso Constituyente de 1825 obedeció quizás a ser pariente menor de la elite hacendada. Dueño de cocales y beneficiario del trabajo servil de sus colonos, sin duda Lanza era un notable de pueblo que gozaba de poder económico y político en términos que eran aceptables para la nueva república criolla-colonial. [9] El cura Borda, que fue prácticamente secuestrado para oficiar los ritos del culto cristiano en los campamentos rebeldes, no puede llamarse un «aliado», y fue un severo crítico del liderazgo indígena en sus memorias escritas luego de los hechos. De otra parte, Katari ya estaba alerta de la doble cara de estos sectores, por lo ocurrido en la revuelta de Oruro unos meses atrás. [10] Aquí retomo la idea de «territorialización del conflicto indígenasEstado», desarrollada por Pablo Mamani en su análisis de los conflictos 20002003 (véase Mamani Ramírez, 2004). [11] La guerra civil de 1899 se conoce como «Revolución federal», y ha sido descrita como una pugna política entre el bando liberal (federalista) encabezado por el general Pando en La Paz y el bando conservador (unitario) encabezado por el presidente Fernández Alonso en Sucre. En los hechos, la pugna doctrinal cedió ante los intereses compartidos, y sólo se tradujo en el traslado de la capital de la República (que siguió siendo centralista y unitaria, pese al triunfo de los federalistas), de Sucre a La Paz. Se puede evocar aquí los términos de la actual pugna regional entre Chuquisaca y La Paz. Véase al respecto Condarco Morales, 1965. [12] De hecho, la mayoría de los políticos liberales acabaron como grandes «compradores» forzosos de tierras de comunidad. Tal es el caso de Ismael Montes, que siendo presidente de Bolivia, adquirió de un zarpazo la fértil península de Taraqu, o Benedicto Goytia, que habiendo ya adquirido tierras en el Altiplano, continuó su expansión en el periodo liberal gracias al apoyo de su yerno, el comandante del regimiento Guaqui (cfr. Rivera, 1978; Mamani Condori, 1991). [13] Dirigente máximo de la CSUTCB entre 1979 y 1988, reorganizó el aparato sindical, independizándolo del Estado y del pacto militar-campesino,

con una ideología que planteaba abiertamente la cuestión colonial y el tema de las reivindicaciones indígenas (véase Rivera, 1984). [14] Aunque Flores, por ser de una comunidad originaria, no provenía de una familia de colonos de hacienda, el proceso de la reforma agraria de 1953 arrastró a las comunidades libres y las subordinó a las directivas de los ex colonos, que desde el valle de Cochabamba controlaron la cúpula del aparato sindical nacional hasta finales de los años sesenta. [15] Por ejemplo, la de Filemón Escobar y Jenaro Flores, Marcos Domic y Alejo Véliz y la fórmula Evo Morales-Álvaro García Linera, ganadora en las elecciones de 2005. [16] Se sabe ya que compañías de fitofármacos del norte han logrado patentar la ayawaska, el yagé y muchas plantas medicinales y sagradas que son propiedad intelectual colectiva de los pueblos indígenas de nuestro continente. [17] Esta idea ha sido lanzada por Álvaro García Linera en diversos discursos de campaña desde el 2005, para justificar sus transacciones con el mundo empresarial criollo. [18] No obstante, esta tendencia tiene otra cara de la medalla, que no es posible desarrollar aquí. Hay evidencias de un crecimiento de la economía ilegal y de transacciones bajo la mesa como efecto lateral de una política más permisiva, que no deja de reproducir los rasgos de corrupción, clientelismo y prebendalismo que han caracterizado históricamente al sistema político y al manejo del Estado boliviano. [19] Es interesante anotar que, como parte de las reformas al ajuste implementadas por Gonzalo Sánchez de Lozada, se creó en 1993 la Subsecretaría de Asuntos Étnicos, Generacionales y de Género. En 1994, la visión de Bolivia como país plurilingüe y multicultural se incluye en la Constitución Política del Estado, y en 1996 se reconoce la propiedad y el territorio colectivo de los pueblos indígenas bajo la figura de las TCO (Tierras Comunitarias de Origen). Lo interesante es que sólo se reconoce como indígenas a los pueblos de las tierras bajas y a unos cuantos bolsones étnicos en la zona andina (como los urus y chipayas), en tanto que la vasta población aimara y quechua de las zonas rurales y urbanas del occidente del país es considerada como «clase campesina». De ese modo, el Estado boliviano contribuyó decisivamente a la reconstitución de la hegemonía criollo-mestiza y a la transformación de las mayorías kataristas de los años ochenta en minorías sujetas a programas de «conservación» y salvataje cultural para futuros diseños etno-turísticos afines con los monopolios mundiales en este ramo. [20] El propio «instrumento político» que primero se vistió con la sigla de Izquierda Unida y posteriormente con la de Movimiento al Socialismo, se

llamaba «Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos». [21] Sánchez de Lozada había ofrecido «500.000 empleos» como parte del Plan de Todos (1993-1997). Aunque los Gobiernos de Hugo Banzer Suárez (1998-2001) y el propio Sánchez de Lozada en su segunda gestión (20022003) habían rebajado considerablemente esta oferta, la economía no se reactivó, el desempleo llegó a límites alarmantes y el trabajo por cuenta propia abrió un espacio de refugio a la fuerza laboral masivamente despedida de fábricas y minas por efecto del Decreto 21060. Indudablemente, un contingente importante de ex mineros se trasladó al trópico de Cochabamba y pasó a engrosar y a matizar el liderazgo cocalero que saltaría a la política nacional en 1997. [22] El organizador el Encuentro Continental Indígena fue el comunicador cochabambino Alex Contreras, vocero presidencial y único representante del Gobierno, quien banalizó el evento con sucesivas fiestas y desfiles, reeditando así la típica puesta en escena del indio permitido que caracterizó la mediación mestiza del MNR desde 1952.

Capítulo IV El «racismo intelectual» en el Pachakuti. Algunas connotaciones simbólicas del ascenso de Evo Morales a la Presidencia de Bolivia Esteban Ticona Alejo Una simple pregunta La elección del aimara Evo Morales a la Presidencia de la República nos lleva a la siguiente pregunta: ¿cómo su ascensión puede ayudar a descolonizar las múltiples formas de racismo intelectual imperantes en Bolivia? Su forma de vestir y pensar, manifestada en sus 10 viajes a cuatro continentes del mundo y su discurso del 22 de enero del 2006, dieron inicio al cuestionamiento colonial y una invitación para reflexionar bajo otros paradigmas de pensamiento. Posteriormente, el nombramiento de sus ministros/as, algunos/as provenientes de sectores indígenas, campesinos, trabajadores urbanos y mestizos con convicción liberadora son señales interesantes. En este Pachakuti[1] que se inicia, intentamos acercarnos a algunos efectos simbólicos de esas políticas del Gobierno de Evo y el Movimiento Al Socialismo (MAS). Algunos conceptos operadores Stuart Hall, al estudiar la representación visual en «El espectáculo del otro», sostiene que «la representación es un negocio complejo y especialmente cuando se maneja la diferencia». Porque compromete los sentimientos, las actitudes, las emociones y estabiliza los miedos y ansiedades en el espectador a niveles profundos (Hall, 2002, p. 2). Cuando la representación está cruzada con la diferencia, se producen los estereotipos más aberrantes. El estereotipo despliega una estrategia de «hendimiento», que divide lo normal y aceptable de lo anormal y lo inaceptable. Por consiguiente, lo excluye o

expulsa todo lo que no encaja, aquello que es diferente (Hall, 2002, p. 21). Finalmente, sustenta que la representación, relacionada con la diferencia está conectada con el poder. ¿Qué es el poder? Para nuestro autor, no sólo es la explotación económica y coerción física, sino también son las manifestaciones culturales o simbólicas, que incluyen fundamentalmente el «poder de representar a alguien» (Hall, 2002, p. 22). Aníbal Quijano (1992, pp. 437-439) plantea que con la invasión a las civilizaciones de Abya Yala o América comenzó la formación de un orden mundial que desemboca, cinco siglos después, en un «poder global», que hoy articula todo el mundo. Ese proceso significó la brutal concentración de los recursos del planeta bajo el control y en beneficio de los europeos. Sobre todo de sus clases dominantes y sus seguidores. Esa dominación se conoce como el colonialismo. El colonialismo son las relaciones de dominación directa, política, social y cultural de los europeos sobre los invadidos de todos los continentes. También son las formas de explotación, que se han convertido en un modelo de dominación mundial. La represión colonial recayó ante todo sobre los modos de saber y de producir conocimientos disímiles. En otras palabras, es la dominación de las formas de significación distintas a las occidentales, por ejemplo, la sabiduría de los pueblos indios, campesinos y mestizos pobres de nuestro país. Esta «estructura colonial del poder» produjo las discriminaciones sociales más extremas que luego fueron codificadas como «raciales», «étnicas», «antropológicas» o «nacionales» según los momentos históricos. Estas estructuras del poder fueron y aún son el marco dentro del cual operan las relaciones sociales clasistas y racistas, que en gran medida son de castas. Éstos fueron los puntos de partida para la «colonización cultural». Quijano nos aproxima a cómo el colonialismo europeo, mientras se consolidaba, paralelamente constituía el complejo culturalintelectual, conocido como la «racionalidad y modernidad». Esto fue el punto de partida para el establecimiento del paradigma

«universal» del conocimiento y con él el nacimiento de las ciencias sociales y humanas. La «cultura europea» pasó a ser un «modelo cultural universal». Las formas y efectos de esa «colonialidad cultural» han sido diferentes, según los momentos históricos de cada región del mundo. La ciencia social y humanística afincó sus principios fundamentales bajo el criterio epistemológico de la búsqueda de la relación entre sujeto y objeto. Se planteó y aún se traza que sólo la cultura europea es racional y «puede contener sujetos», las otras sociedades son «irracionales y no pueden cobijar sujetos» y sólo pueden ser «objetos del conocimiento». Esto no es otra cosa que el paradigma positivista, madre de las ciencias sociales y humanas. En resumen, el colonialismo es la represión cultural e intelectual que junto con el genocidio masivo llevó a que las civilizaciones indígenas fueran convertidas en «subculturas campesinas iletradas». Latinoamérica se ha convertido en el caso más extremo de la colonización intelectual de Europa y con ella se construyó el «imaginario del indígena» desprovisto de cualquier sabiduría y experiencia histórica. En Asia y en el Oriente Medio, las altas civilizaciones no pudieron ser destruidas en esa intensidad y profundidad. Mignolo nos invita a apostar a «un paradigma otro», que no es el de la «diversidad (y diversalidad)», sino el de las formas críticas del pensamiento analítico y la reflexión en proyectos futuros asentados sobre las historias y experiencias marcadas por la colonialidad, que siguen dominantes hasta ahora. En otras palabras, «el pensamiento otro» es el «pensamiento crítico y utopístico que se articula en todos aquellos lugares en los cuales la expansión imperial y colonial le negó la posibilidad de la razón, de pensamiento y de pensar el futuro» (Mignolo, 2003, p. 20). El paradigma otro es «pensar a partir y desde la diferencia colonial», «pensar desde el dolor de la diferencia colonial; desde el grito del sujeto». El paradigma otro está íntimamente articulado al «pensamiento fronterizo». Este último tiene su anclaje en el siglo XVI, con la invención de América, y aún continúa su legado. En otras

palabras, apuesta por la liberación de la tiranía del pensamiento moderno y posmoderno (Mignolo, 2003, pp. 27-28 y 35). También nos plantea la necesidad de «partir y desplazar las teorías de la enunciación», que presuponen la «complicidad entre actos verbales y escritura alfabética». Invita a pensar como «teorías poscoloniales de la enunciación». Nuevamente nos insta a la «posibilidad de pensar la expansión colonial (y la modernidad)» desde los «espacios conflictivos» de enunciación que se producen en las «formas de concebir prácticas culturales asociadas a la lengua». En definitiva, nos plantea teorizar desde las «semiosis coloniales» (Mignolo, 1995, pp. 11). Precisamente, desde la «semiosis colonial» se aproxima al «pensar» a partir de las «ruinas» de las civilizaciones andinas y mesoamericanas y de los «fragmentos marginales de la civilización occidental». Destaca el nuevo papel social del cronista indígena Guamán Poma de Ayala, que apuntan hacia una «interioridad», que establece una relación muy particular con «el afuera» (Mignolo, 1995, pp. 15). Van Dijik caracteriza al racismo latinoamericano como «sistemas de dominio étnico-racial cuyas raíces históricas se enclavan en el colonialismo europeo». Es decir, «en la conquista, la explotación y el genocidio de los indígenas amerindios y en la esclavitud de los africanos por los españoles, extensivo al colonialismo europeo» (Van Dijik, 2003, pp. 99). Pero no es sólo «un mero legado de la dominación colonial o neocolonial». Sino que también ha sufrido «transformaciones en términos de virulencia, de expresión y de selección de las victimas» (Van Dijik, 2003, pp. 111). Por lo tanto, los «complejos patrones de mezcla de razas, las estructuras de dominio étnico-racial», no implican necesariamente la confrontación de los «blancos» (europeos) y los no blancos (no europeos), sino también a los mestizos y los mulatos «de aspecto, estatus y poder muy diversos que pueden aparecer como agentes, colaboradores o víctimas del racismo», según el contexto (Van Dijik, 2003, pp. 100).

A pesar del complejo sistema de prejuicios, discriminaciones, etnicismos o racismos, «es la existencia de grupos de gente de mayor apariencia europea que discrimina a los de menor apariencia europea». En otros términos, la «ideología del racismo euroamericano» tiende a asociar el hecho de ser blanco o de apariencia más (norte) europea con unas cualidades y unos valores más positivos, como la inteligencia, la habilidad, la educación, la belleza, la honradez, la amabilidad, etc. Por el contrario, «un aspecto físico menos europeo se asocia con la fealdad, la pereza, la delincuencia, la irresponsabilidad, la incultura, la necedad, etc.». El racismo proporciona la estructura explicativa fundamental, es decir, que (más) blanco significa «mejor» y (más) negro o (más) indígena significa «peor» sea cual sea el ámbito social y el tipo de experiencia. En este sentido, «el racismo latinoamericano opera como una variante del racismo europeo» (Van Dijik, 2003, pp. 100101 y 111). Está claro, la raza, la etnicidad o el color de la piel no son las únicas fuerzas organizativas sociales en Latinoamérica, también están inextricablemente entrelazadas con los conceptos de casta, clase y género en la reproducción de las complejas estructuras socioeconómicas, políticas y culturales de cada país y región (Van Dijik, 2003, pp. 111-112). Por lo dicho, el racismo latinoamericano postula que la jerarquía de clase se suele corresponder con la «jerarquía de color». El racismo latinoamericano es una mezcla variable de factores «raciales» y «étnicos». Categóricamente, para Van Dijik, la tendencia general del racismo va de arriba abajo, es decir, que está preformulado, por las elites en general, por los políticos y los medios de comunicación en particular. Pero en Latinoamérica también existe un racismo popular, al menos en una parte de los medios de comunicación. El racismo se aprende y, por tanto, se enseña, no surge espontáneamente a partir de las experiencias cotidianas. La sociedad neocolonial necesita categorías sociales de diferencia, criterios de superioridad y pautas. Es decir, una legitimación para su racismo. Los medios masivos y los discursos políticos son las

fuentes principales de estos procesos de comunicación y de reproducción del racismo contemporáneo (Van Dijik, 2003, pp. 101102 y 110). Bhabha, al estudiar el discurso del colonialismo, sostiene que el rasgo más importante es su dependencia del concepto de «fijeza» en la construcción ideológica de la otredad. Pues la «fijeza» en el sentido cultural, histórica y racial, paradójicamente tiene una connotación rígida y un orden inmutable, así como desorden, degeneración y repetición demónica (Bhabha, 2002, p. 91). Aproximación general al tema «No sólo podemos ser electores, sino elegidos, bien por nosotros, empecemos por la diputación para después llegar a la Presidencia de la República, puesto que somos mayoría», profetizaba el indígena Manuel Chachawayna en 1927 con ocasión de su candidatura a diputado (Ticona, 2002, p. 67). El largo recorrido por indígenas en la política boliviana La presencia de indígenas, principalmente aimaras y quechuas en la política nacional boliviana es de larga data[2]. A pesar de la ausencia india en la fundación de la república en 1825, cierto sector de la clase política q’ara o criolla-mestiza siempre ha tratado de «añadirlos» al quehacer político nacional y a la democracia occidental. Antes de la revolución nacional de 1952 hay un par de experiencias dignas de destacarse en la región andina. La primera postulación indígena a diputado de Manuel Chachawayna, aimara de Achacachi y el nombramiento de otro indio como subprefecto de una provincia paceña, a fines de la década de los años veinte y principios de los treinta (Ticona, 2002, pp. 67-76). La revolución boliviana del 9 de abril de 1952 posibilitó mayor presencia del indio en la política nacional. Aunque en los primeros años de la revolución del 52, los indios fueron subordinados al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), bajo el denominativo de «diputados campesinos». A finales de los años

sesenta, el movimiento katarista e indianista inició el cuestionamiento al carácter inconcluso de la revolución del 52, además de instituir la autonomía organizativa y fundar la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) en 1979, a la cabeza de Jenaro Flores Santos (Rivera, 1984; Hurtado, 1986 y Ticona, 2000). A partir de esta experiencia, el movimiento indígena-campesino reivindicó la ciudadanía y la identidad plena como pueblos, e inauguró con ella una especie de matriz político ideológica anticolonial contemporánea, plenamente vigentes en el actual escenario político nacional. La experiencia de los primeros diputados indianistas, como Constantino Lima y Luciano Tapia del Movimiento Indio Tupaj Katari (MITKA) (Tapia, 1995) o la presencia de los kataristas Víctor Hugo Cárdenas y Walter Reinaga del Movimiento Revolucionario Tupaj Katari (MRTKL) (Albó, 1993) abrieron la presencia real e indígena en la política nacional en la etapa denominada «proceso democrático», iniciada en los años ochenta. En esta misma década, son nombrados los primeros ministros indígenas, como Zenón Barrientos Mamani, Mauricio Mamani, Simón Yampara, entre otros. En los años noventa, nuevos partidos populistas como el desaparecido Conciencia de Patria (Condepa) van a contribuir para el surgimiento de algunas mujeres líderes aimaras urbanas «de pollera» como Remedios Loza. Algunos partidos tradicionales, como el MNR, en el primer Gobierno de Sánchez de Lozada (1993-1997), y su interés de dar «rostro indio» a sus políticas neoliberales mediante la Ley de Participación Popular o de municipalización, aumentaron la presencia campesina como alcaldes y concejales (hombres y mujeres) en casi todas las provincias del país. Después de la «guerra del gas» en octubre del 2003, el Gobierno de Carlos Mesa, a fin de tender algún puente de comunicación con la población indígena paceña y particularmente de la ciudad de El Alto, nombró al aimara Nicolás Quenta como prefecto del departamento de La Paz. En esta coyuntura se abren otras áreas para los indígenas, como ser embajadores. Son los casos de Elsa

Guevara, que fue representante en Cuba, y otro indígena guaraní en Paraguay. Esta pincelada general de la presencia indígena en la política boliviana, y a pesar de la larga experiencia, nos muestra su escasa presencia, tomando en cuenta que Bolivia tiene una mayoría de población indígena; según el censo de 2001, el 62 por 100 se autoidentifica como perteneciente a algún pueblo indígena de los 36 que existen (INE, 2003). La elección del aimara Víctor Hugo Cárdenas, como vicepresidente del agringado Gonzalo Sánchez de Lozada (19931997), obedeció principalmente a un estudio de marketing político. El acompañante de «Goni» debía tener las cualidades opuestas a las del candidato presidencial, que era un empresario minero, parte de la oligarquía q’ara o criolla y estrechamente relacionado con los Estados Unidos (Albó, 2002, p. 70). Es decir, aquello que no tenía Goni, lo indio y la pobreza de los sectores mayoritarios del país, representó Cárdenas. Esta experiencia simbólica fue sin lugar a dudas la más importante presencia de un indígena como vicepresidente en el poder ejecutivo, aunque su imagen aimara fue muy bien utilizada para aplicar políticas neoliberales en el país. «Evo presidente» Las elecciones nacionales del 18 de diciembre del 2005 y la obtención del Movimiento Al Socialismo (MAS) de Evo Morales del 53,74 por 100 de la votación[3] (CNE, 2006), atípico en las experiencias electorales del país, materializa por primera vez que un aimara conquiste la Presidencia de la república bajo las reglas de la democracia occidental. Este hecho no es más que la concreción de la nación movilizada desde «la guerra del gas» de septiembre-octubre del 2003, ahora expresada mediante el «voto universal» y que permite dar un paso más hacia la refundación del país mediante la Asamblea Constituyente, prevista su instalación en agosto del 2006. En otras palabras, se robustece la fuerza de la nación movilizada «desde abajo», a través del voto de la ciudadanía, depositando su confianza

en uno de sus hijos más representativos: Evo Morales, fruto de los últimos veintitrés años de oposición a las políticas desnacionalizadoras del país. Evo Morales Aima, en comparación con Víctor Hugo Cárdenas, no es un indio «ilustrado en la universidad», sino alguien que proviene realmente «de abajo», desde «la universidad de la vida, de la experiencia; pero con conciencia social», como suele decir en muchas ocasiones. Juan Evo nació el 27 de octubre de 1959 en el ayllu Isallavi del cantón Orinoca del sur del departamento de Oruro. Sus padres fueron Dionisio Morales Choque y María Aima Mamani. Es uno de los siete hermanos, pero hoy viven tres. El mismo Evo recuerda sobre su nacimiento: Mis papás me contaron que el día que estaba naciendo casi muero porque, el momento del parto, mi madre fue víctima de una fuerte hemorragia. No había médicos ni enfermeras para que la atendieran. Sólo la intervención de la anciana curandera del lugar y la solidaridad de las vecinas que acudieron con hierbas, nos salvaron (Contreras, 2005, p. 5).

También rememora las condiciones en las que vivió sus primeros años: En Isallavi vivíamos en una casita de adobe y techo de paja. Era pequeña: no más de tres por cuatro metros. Nos servía como dormitorio, cocina, comedor y prácticamente de todo; al lado teníamos el corral para nuestros animales. Vivíamos en la pobreza como todos los comunarios (Contreras, 2005, p. 5).

Pero hay un pasaje histórico que llamó la atención de muchos periodistas y trascendió como noticia del mundo: «de pastor de llamas a presidente». Este fragmento es recordado por el propio Evo: Era un 21 de agosto de 1971 cuando caminábamos con nuestras llamitas hasta Cochabamba. Mediante la radio nos enteramos del golpe de Estado de Hugo Banzer Suárez. Siempre recuerdo a las grandes flotas que transitaban por la carretera, repletas de gente que arrojaban cáscaras de naranja o plátano. Yo recogía esas cáscaras para comer. Desde entonces, una de mis aspiraciones mayores era viajar en alguno de esos

buses; ahora, ya no sólo viajo en flota, sino también en avión (Contreras, 2005, p. 7).

Juan Evo Morales, ya adolescente y a fin de continuar sus estudios de bachillerato, se trasladó a la ciudad de Oruro, donde trabajó de ladrillero, panadero y músico trompetero en la Banda Real Imperial[4], además de ser un futbolista aficionado. Sobre la vida de músico, recuerda: Uno de los recuerdos más gratos que tengo con la banda es el referido a mi viaje por los centros mineros del sur de Potosí. Viajábamos a la Empresa Minera Quechisla. Tendría mis dieciséis años, todavía chango y con muchas anécdotas (Contreras, 2005, p. 8).

Salió bachiller del colegio Beltrán Ávila; pero no era prioridad de Evo continuar estudios superiores, por sus condiciones económicas limitadas, sino el de sobrevivir en la ciudad de Oruro. En la década de los años ochenta, las comunidades campesinas andinas fueron afectadas por una prolongada sequía. Sobre este pasaje ingrato recuerda: Ese día, junto a varios comunarios y principalmente a un grupo de jóvenes recurrimos al ayni para aporcar la papa, pero esa noche llegó una helada terrible que quemó toda la producción y también nuestras esperanzas de conseguir algo de comida y dinero. Mi papá estaba muy decepcionado, triste como nunca; mi mamá, preocupada, se puso a llorar. Decidieron dejar mi comunidad en busca de nuevas tierras (Contreras, 2005, pp. 8-9).

Esta sequía, además de la pobreza y la marginalidad impuesta a muchas comunidades andinas por el Estado boliviano, le obligó a emigrar junto a su familia a la región tropical de Chapare de Cochabamba. Sobre sus primeros años en esta región recuerda: En el Chapare la vida era dura, al usar hachas y machetes se reventaban las manos. Los colonos decían que nuestras manos estaban llorando sangre, pero en mi chaco, como nunca antes había soñado, tenía plantaciones de naranja, pomelo, papaya, plátano y coca (Contreras, 2005, p. 9).

Los frecuentes atropellos de parte de los policías especializados en la lucha contra el narcotráfico y la sospecha de que los

productores de coca tenían alguna vinculación con esta mafia hacían que la vida en la región fuera muy difícil. Pero hay un hecho que marcó el inicio de la carrera sindical de Evo y lo recuerda: Un hecho que quedó grabado por siempre en mi pensamiento y en mi conciencia ocurrió en Senda Bayer, central Chipiriri; en 1981 un cocalero fue asesinado en forma salvaje por los militares del Gobierno de García Meza cuando en estado de ebriedad le golpearon salvajemente porque no quería declararse culpable por tráfico de drogas; entonces, sin ninguna contemplación, le rociaron gasolina en todo el cuerpo y a vista de varios colonos le quemaron vivo. Fue un crimen horrendo. Desde esa vez prometí luchar incansablemente por el respeto a los derechos humanos, por la paz, por la tranquilidad en nuestras tierras, por el libre cultivo de la hoja de coca, por los recursos naturales, por el territorio, por la defensa de la soberanía nacional, por la dignidad de los bolivianos y por nuestra libertad (Contreras, 2005, p. 10).

Inició sus actividades sindicales como secretario de Deportes, desde donde ascendió vertiginosamente hasta ser nombrado en 1985 secretario general de su sindicato y, posteriormente, en 1988 como secretario ejecutivo de la Federación del Trópico. Desde 1996 es presidente del Comité de Coordinación de las seis Federaciones del Trópico de Cochabamba (Contreras, 2005, p. 10). En 1995, las organizaciones matrices de campesinos, «colonizadores» e indígenas, cansados del manoseo político de los partidos tradicionales, fundaron una organización política denominada Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (IPSP), donde se plantearon no sólo tomar el poder local, sino también el poder nacional. La Corte Nacional Electoral, aduciendo que no cumplían con los requisitos para inscribirse como partido político, les rechazo el reconocimiento jurídico a la organización política nombrada. Por este motivo se denominan Movimiento Al Socialismo (MAS), que en realidad es el nombre prestado de una organización política ya existente; pero que no tenía vida orgánicapolítica. Evo Morales fue elegido diputado uninominal por el MAS en 1997; pero en enero del 2002, por la venganza de los partidos tradicionales como ADN, MIR, UCS, NFR y MNR de no aceptar que

un cocalero censure el acto de los gobernantes, en una sesión parlamentaria atípica y antidemocrática, fue expulsado del Congreso nacional. Sin embargo, apenas transcurrieron algunos meses (junio de 2002) para que Evo Morales y el MAS volvieran al Parlamento, con el apoyo de 581.884 electores y se ubicase como la segunda fuerza política del país. En esta ocasión, el MAS obtuvo 36 congresistas, entre diputados y senadores, sobre la que recuerda el mismo Evo: Orgullosos de nuestra cultura, con nuestra vestimenta y con nuestra coca, por primera vez en nuestra historia, campesinos, indígenas y originarios ingresamos al Parlamento Nacional (Contreras, 2005, pp. 13 y 15).

A partir de las elecciones municipales de diciembre del 2004, Evo Morales y el MAS se convirtieron en la primera fuerza política del país, que se cristalizó en las elecciones nacionales del 18 de diciembre del 2005 (Contreras, 2005, p. 15). Con ocasión de la entrega del Premio Nacional de Periodismo 2005, el 27 de enero del 2006, Evo confesaba en su discurso sobre su formación política e ideológica: Yo no vengo del partido comunista o de la juventud del Partido Comunista, yo me he formado en la izquierda, en las luchas sindicales, pero sobre todo de las observaciones, las críticas constructivas que hacían los periodistas (La Razón, 19 de febrero de 2006, p. A10).

Además, se declara gran admirador del amawta Fausto Reinaga, y al preguntarle a qué político admiraba, contestó: Más que político, escritor, Fausto Reinaga, sus textos como la Revolución india, la tesis india, etc. Él me permitió saber quiénes somos como quechuas y aymaras (MAS, 2006, p. 4)[5].

En definitiva, Evo Morales representa la experiencia de la nueva lucha sindical y política anticolonial del movimiento campesino, indígena y mestizos pobres de Bolivia. Abajo la «política del buen vestir» Después de las elecciones del 18 de diciembre de 2005 y el triunfo de Evo Morales y el MAS, Evo emprende un largo viaje a 10

países[6] de cuatro continentes. Este hecho inauguró una gran pregunta: Ahora que Evo va a ser presidente, ¿cómo va a vestir? ¿Va a seguir usando su «chompa» o su «chamarra»? Una vez iniciado el viaje, Evo comenzó a mostrar al mundo que seguía siendo «el de siempre», es decir, aquel humilde ciudadano que viste como la mayoría de los bolivianos, con chompa y chamarra. Pero el viaje se convirtió en una gran noticia mediática. En una de las primeras entrevistas como presidente electo a un medio de prensa escrito, declaraba sobre el tema: Pregunta del periodista: Normas del protocolo obligan en el mundo occidental a que el día de la transmisión de mando se ponga traje y corbata. ¿Cómo se vestirá usted? Respuesta de Evo: Nadie me puede obligar a vestir de una u otra manera, y si la Cancillería dice que es obligatorio, para mí no. Yo voy a ir al acto tal como soy, porque ésta mi ropa es Chapare, es campaña, es reunión y es Parlamento, y no hay por qué cambiar. Me pondré mi camisa de la suerte, con la que estuve el día de las elecciones, y encima mi chamarrita (entrevista a Evo Morales, La Razón, 22 de diciembre de 2005, p. A11).

Su viaje a Venezuela es el que dio inició al debate sobre «su vestir». A través de varios canales de televisión se pudo observar a Evo con camisa de manga corta y a Hugo Chávez con terno y corbata. Pero frente a la tumba de Simón Bolívar se pudo observar a Evo con chamarra. Se comentó que lo hizo a pedido de Chávez y como muestra de respeto a Bolívar. Su visita a España le permitió romper las «normas del protocolo», sobre todo en su contacto con el rey Juan Carlos. Aunque la broma telefónica de la que fue víctima el martes 20 de diciembre de 2005 por la cadena radiofónica COPE de propiedad de la Conferencia Episcopal Española, en la que un imitador se hizo pasar por el primer mandatario español, José Luis Rodríguez Zapatero, marcó el reinicio de la mentalidad española aún colonial contra los ciudadanos de Latinoamérica y particularmente contra los indígenas. El ex director de la Escuela Diplomática de Madrid, Mariano Ucelay de Montero, envió una carta al diario ABC en la que se declaraba indignado por esta «falta de respeto» de Morales y

porque las autoridades españolas hubieran aceptado que el boliviano hubiera roto el protocolo. En palabras de Ucelay: «Lo verdaderamente preocupante no es que el peculiar visitante se haya permitido tamaña impropiedad, sino que ésta le haya sido permitida por los responsables del protocolo español». La columnista española Rosa Belmonte, en tono irónico, indicó que el aparente desaliño indumentario de Evo Morales «no es más que una declaración de principios», puesto que la ropa es el mensaje. Además, indicó que «Morales y los suyos son una variante andina de los descamisados argentinos o unos modernos sans culottes (trabajadores que en la Revolución francesa se enfrentaron a la burguesía mercantil, que se distinguía por el uso de calzas o culottes)» (La Razón, 6 de enero del 2006, p. A9). La editorial de La Razón de La Paz, en un tono más diplomático pero igual de discriminador, no deja de preocuparse por la informalidad del elegido presidente: En el caso de Evo Morales, nos referimos a la vestimenta que debería utilizar, que, sin boato ni exageraciones, hasta con sencillez, requiere de una presentación acorde a las circunstancias presentes y futuras. En Europa, por supuesto, ha llamado la atención negativa la forma en que Evo Morales se presentó ante las máximas autoridades y ante el propio monarca español. La informalidad en Bolivia es grande y se la puede apreciar en el Parlamento, pero el mandatario tiene que vestir adecuadamente, por lo menos tal como visten sus anfitriones cuando es invitado (La Razón, 7 de enero del 2006, p. A5).

Un «escritor y diplomático» derechista, Manfredo Kempff, decía: Pese a la comidilla que provocó el atuendo del «jersey» del presidente electo en Europa, que al parecer ha ofendido a sus anfitriones [...] Pero si ese presidente se lanza, sin tomar previsiones ni siquiera con su indumentaria, a tres continentes, el silencio no significaría otra cosa que dar por aceptada una conducta que puede gustar a los bolivianos que lo votaron pero que disgusta a otros. Los resultados de la gira de don Evo ya se verán a su retorno. Pero sobre formalismos necesarios, sería muy bueno aconsejarle al mandatario que se vista como la gente y no como un vulgar sindicatero. Eso lo podría hacer el elegante y sobrio Víctor Hugo Cárdenas, por ejemplo (La Razón, 10 de enero del 2006, p. A4).

Otro periodista, Jorge Canelas, decía:

Evo debiera saberlo si algo entiende de veras de nociones y conocimientos tradicionales a que tanto recurre como lugar común en sus monsergas originarias. Y es que con estos gestos, nuestro presidente electo cae –recae, mejor dicho– en un estilo que ya hemos anticipado como la negación de sentido que no sea la tergiversación, la falta de discernimiento, la torpeza de la mente y del espíritu […] una investidura sobrepasa a las personas, ése es su sentido... (Pulso, 13 de enero del 2006, p. 8.)

El retrógrado prosista Mario Vargas Llosa hace denotar todo su racismo contra Evo Morales con epítetos cáusticos como: pronostico que el peinado estilo «fraile campanero» del nuevo mandatario boliviano y sus chompas rayadas con todos los colores del arcoíris, las casacas de cuero raídas, los vaqueros arrugados y los zapatones de mineros se convertirán pronto en el nuevo signo de distinción vestuario de la progresía occidental.

Varguitas[7], al parecer, ha estudiado cada detalle de la personalidad de Evo y definitivamente no le agrada la forma en la que habla, porque «basta oírlo hablar su buen castellano de erres rotundas y silibantes eses serranas, su astuta modestia (“me gustaría un poco, señores, verme rodeado de tantos periodistas, ustedes perdonen”)». Aquí existe un claro afán de desacreditar por la manera en la que expresa sus ideas y de suponer que no es un indio, porque habla bien el castellano, aunque ese español sea serrano y por lo tanto de baja calidad. Para Vargas Llosa no existe un indio educado y fino. En términos políticos, Evo, para el escribidor, es un «vivo como un ardilla, trepador y latero, y con una vasta experiencia de manipulador de hombres y mujeres, adquirida en su larga trayectoria de dirigente cocalero y miembro de la aristocracia sindical de su país». El afán es claro, mostrar que es un político tradicional, con prácticas oportunistas e incluso dictatoriales; porque supuestamente es un misti o mestizo alzado. Es muy interesante que un racista pulcro como Vargas Llosa haga un llamado público a otros racistas y recomiende leer a Alcides Arguedas, otrora latifundista antiindio y antimestizo boliviano. Pero para Varguitas es el «historiador[8] y progresista de mucha garra».

Arguedas, como buen potentado, lo único que ha hecho es decir que los indios y los mestizos son el «pueblo enfermo» (Arguedas, 1988). A Vargas Llosa le cuesta creer que un indígena sea presidente de un país, por la que el escribidor dice «tampoco el señor Evo Morales es un indio, propiamente hablando, aunque naciera en una familia indígena muy pobre y fuera de niño pastor de llamas»[9]. Entonces, ¿qué es ser indio? ¿No basta el origen? ¿Ya no existen los indios? (La Razón, 15 de enero del 2006, p. A7). La primera retórica de Evo Definitivamente, el discurso de Evo Morales en la asunción al mando del país, el pasado 22 de enero, rompió con el clásico mensaje a la nación, que siempre consistía en leer una verborrea de buenas intenciones. Esta cháchara se ha acabado felizmente, ojalá para siempre. Pero el presidente Morales fue más allá, asumió «la obligación de hacer una gran reminiscencia» de los pueblos indios y sus condiciones en la época colonial y republicana, en el periodo neoliberal de los últimos veinte años. Evo Morales, decía: «Históricamente hemos sido marginados, humillados, odiados, despreciados, condenados a la extinción». O: «Hace cuarenta, cincuenta años no teníamos derecho a entrar a la Plaza San Francisco, a la Plaza Murillo. Hace cuarenta, cincuenta años no tenían nuestros antepasados el derecho de caminar en las aceras. Ésa es nuestra historia, ésa nuestra vivencia». Ésta es la memoria histórica y colectiva de las secuelas de la colonización española, que se extendió hasta la República. Es la reminiscencia de la humillación por la sola condición de ser «indio». En este sentido, el pasado sigue siendo importante porque permite revelar sus consecuencias en el presente y construir el futuro diferente. Al decir del presidente Morales: Estamos acá para decir basta, a la resistencia. De la resistencia de quinientos años a la toma del poder para quinientos años: indígenas, obreros, todos los sectores para acabar con esa injusticia, para acabar con esa desigualdad, para acabar sobre todo con la discriminación,

opresión donde hemos sido sometidos como aymaras, quechuas, guaraníes.

Retar indirectamente por el genocidio al príncipe de España, Felipe de Borbón, fue recordar la oprobiosa situación a la que llevó el colonialismo español a los pueblos originarios de Abya Yala o América. No es exagerado que Evo Morales haya comparado el apartheid blanco contra los negros en Sudáfrica y el racismo colonial de los q’aras o criollos a los indios en Bolivia. Textualmente dijo: Bolivia parece Sudáfrica. Amenazados, condenados al exterminio estamos acá, estamos presentes. Quiero decirles que todavía hay resabios de esa gente que es enemiga de los pueblos indígenas.

Definitivamente, Evo acabó con el poder de la palabra escrita, apenas recurrió al «chanchullo», que no es otra cosa que una ayuda memoria. Primó la oralidad en el discurso del presidente, sobre la escritura. Además se libró de las jergas del llunk’u o el adulón, como el de decir excelentísimo o palabras similares. A cada uno lo llamó por su nombre. Fue el más auténtico discurso presidencial que se haya escuchado. La búsqueda a Mandela El viaje de Evo Morales a Sudáfrica en los primeros días de enero en busca de Nelson Mandela tiene muchas connotaciones. Es lamentable que el actual presidente no lo haya encontrado. Pero el haber visitado en la isla del Cabo la celda donde estuvo preso Mandela por veintisiete años, seguramente le permitió comparar la dolorosa experiencia del apartheid blanco contra los negros en Sudáfrica y el colonialismo racial sobre los indios en América. Creemos que afianzó su convicción de erradicar toda forma de segregación racial y cultural en nuestro país, resaltada en su discurso de ascensión el 22 de enero. La visita de Evo no es la simple búsqueda del líder sudafricano, sino la exploración de la experiencia, el pensamiento negro y su relación con la práctica y la sabiduría indígena-popular de América. El camino está abierto y es de vital importancia para el saber de la

humanidad. ¿Qué significa enlazar en esta coyuntura el pensamiento indio, el negro y lo popular? Por un lado, sería la articulación del saber anticolonial y descolonizador. Por el otro, la cristalización de nuevos paradigmas, alternativos al pensamiento occidental dominante, matriz de muchas disciplinas como la sociología, la antropología, la ciencia política, el derecho, etc. Las ciencias sociales y humanas de los países subalternizados precisan repensar su papel en esta época del Pachakuti y afincar o reafirmar nuevas bases del conocimiento. Es urgente releer a pensadores negros africanos como Fanon (1965, 1974, 1975, 1976), Mandela (Vail, 1991), a afronorteamericanos como Dubois (2001) o Malcolm X (2002), a Manuel Zapata de Colombia (1990) o Nicomedes Santa Cruz de Perú (1966), entre algunos. Pero a la vez releer a los indígenas Eduardo Nina Quispe (Mamani, 2001 y Ticona, 2005), Fausto Reinaga (1970) o Roberto Choque (2005). A los mestizos Bonfil Batalla (1986) o Silvia Rivera (1984) para el contexto latinoamericano, que nos permitirán avanzar en la descolonización intelectual del presente y en la construcción de otro pensamiento digno. Evo ha comenzado a revelarse a algunas normas simbólicas y protocolares, como el uso del «terno y la corbata» en los espacios de la administración del Estado. Los cientistas sociales críticos tenemos la obligación de avanzar hacia la refundación de otros paradigmas del saber. El canciller aimara David Choquehuanca nació en la comunidad de Cota Cota de Huarina, a orillas del lago Titicaca de la provincia Omasuyu del departamento de La Paz. Aprendió a hablar castellano en la escuela a los siete años. Realizó sus estudios secundarios en su región. Principalmente es autodidacta, aunque a mediados de los ochenta fue becado para estudiar en la Escuela de Formación de Cuadros Niceto Pérez de La Habana. Posteriormente, hizo un diplomado en

Derecho indígena y otro en Historia y Antropología en la Universidad Mayor de San Andrés. El nombramiento del aimara David Choquehuanca como canciller y el intento de éste de nacionalizar la diplomacia boliviana han despertado una serie de reacciones. Seguramente causó mucho fastidio en los «funcionarios de carrera» y a la comunidad de diplomáticos que un indio sea canciller de la República. El día de la posesión del ministro, los servidores públicos en Relaciones Exteriores, posiblemente por primera vez, hayan dicho jallälla[10] y quizá sin saber su significado. En las primeras declaraciones del nuevo canciller a la prensa nacional, exteriorizaba que los diplomáticos tienen que aprender el aimara, el quechua o alguna lengua del oriente. Se supone fuera de las lenguas extranjeras. Esto causó respuestas como ¡para qué van a aprender aimara o quechua si en otros países no les servirá de nada! Eso es una verdad a medias. Pero creo que el afán del nuevo canciller es cristalizar las nuevas políticas de relación internacional, iniciadas por el presidente Morales en su largo viaje a 10 países de cuatro continentes del mundo antes de su ascensión al mando. Está muy clara la convicción de Choquechuanca de que los embajadores tengan una fuerte ligazón con las raíces culturales indígenas y populares de Bolivia. No es extraño que muchos embajadores, por su larga estadía en otros países, pierdan el contacto directo con el país de origen y que muchos de esos emisarios se comporten como «extranjeros», o a veces subordinados a las políticas de otros países. Desde este punto de vista es vital «nacionalizar la diplomacia», que permitirá dar continuidad a la «diplomacia indígena» iniciada por el presidente Evo Morales. Se han escuchado diferentes voces para desacreditar al flamante funcionario. En fin, la duda es la de siempre, ¿sabrá?, ¿podrá?, o «sin ningún conocimiento del cargo», por el hecho de ser indígena. Si hubiese sido un q’ara o criollo no habría despertado duda, menos preguntarse si tiene experiencia o estudios superiores. El periódico La Razón (25 de enero del 2006) lo tildó de «telúrico» y el que sólo sabe «leer el futuro». Este calificativo podría

considerarse como la visión neoindigenista sobre los indios, por considerarlo no apto para desempeñarse en asuntos del tiempo presente, sino sólo en temas del futuro[11]. Pero hay otras mentalidades ultrareaccionarias que califican de «grotescos y patéticos despropósitos (e intenciones)»[12] los cambios propuestos en la diplomacia boliviana. Otro «periodista independiente» lo tipifica de portador de un «etnocentrismo enfermizo», además de ser «pintoresco y único ejemplar de la política». Sarcásticamente dice que se «ha superado», comparando nada menos que con los alemanes nazis y racistas que quemaban libros. ¿Hasta dónde quiere llegar este «independiente»? Su comparación es realmente absurda e infantil. La rebeldía de Choquehuanca contra la escritura de la elite dominante, ha ofuscado la mente del columnista y piensa que vivimos en un tiempo anormal. La pregunta lógica es ¿quién o quiénes son los anormales?, ¿los indios, los cholos, los mestizos? ¿Y quién o quiénes son los normales? ¿Los q’aras, los «blancos»? ¿Y quién tiene la autoridad para calificar lo que es anormal y lo que no lo es? En el fondo, sencillamente es el desprecio a la sabiduría ancestral de los pueblos originarios de Bolivia. Para nosotros el asunto es simple, les duele tanto a los «señorcitos de siempre» que un Choquehuanca sea canciller y no un Mac Lean, o algún otro apellido de la elite q’ara o criolla, como se acostumbraba. La ministra «de pollera» Casimira Rodríguez nació en Mizque del departamento de Cochabamba. «Éramos una familia pobre, de tres hermanos y tres hermanas. Recuerdo que mi madre nos crió con mucho amor», cuenta. A los trece años empezó su vida laboral como trabajadora del hogar a cambio de una habitación y comida, pero sin salario. La primera injusticia que sufrió fue al reclamar su sueldo a su patrona, quien la denunció por supuesto robo y todo para poder echarla. Después siguió trabajando en casas de otras familias alrededor de

dieciséis horas por día. Los domingos, Casimira y otras trabajadoras del hogar tenían tres horas libres en la tarde. Las «trabajadoras del hogar» no tenían una ley que las reconociera como tal. Y ellas sabían que tenían derecho a tener contrato, salario, vacaciones y aguinaldo. En 1993 llevaron a cabo el primer Congreso Nacional de Trabajadoras de Hogar. Elaboraron un proyecto de ley y lo presentaron ante el Congreso. En 1996, Casimira asumió como secretaria ejecutiva del sindicato y desde allí coordinó la organización de las trabajadoras de varios departamentos de Bolivia. En 2003 lograron que se promulgara la ley que regula su actividad. En el medio, estas trabajadoras sufrieron ataques de la prensa y de los diputados, pero el objetivo era claro: la lucha inclaudicable por sus derechos (Fuertes, 10 de febrero del 2006). El presidente Morales nombró el 23 de enero como ministra de Justicia a Casimira Rodríguez, una «mujer de pollera» y ex dirigente de las trabajadoras del hogar. Rodríguez es secretaria de la Confederación Latinoamericana de Trabajadoras del Hogar, y ganó en el 2003 el Premio Internacional de Derechos Humanos, otorgado por el Consejo Mundial de Iglesias Metodistas. Su nombramiento causó beneplácito por la mayoría del pueblo, pero rechazo por el colegio de abogados y mucha extrañeza por las «señoronas» que se preguntan cómo una «sirvienta va a ser ministra». Los abogados cuestionan por qué no es profesional y por lo tanto «no apta» para el cargo. La objeción obedece a la mentalidad colonial de los juristas. Hay que recordar que la Bolivia q’ara o criolla de 1825 ha sido fundada por una gran mayoría de «doctores» decimonónicos prejuiciosos. No es extraño que aún prime esa concepción narcisista de sentirse superior a los otros. ¿Qué se puede esperar de uno de los sectores más retrógrados y conservadores de la sociedad boliviana?, a excepción de algunos/as que honran al gremio. Pero en gran medida, siguen siendo el fortín del uso simbólico de la dominación como el «terno y la corbata», además de autoexaltarse como doctor, cuando en realidad la gran mayoría son simples licenciados en leyes. Desde hace muchos años, la sabiduría indígena y popular ha satirizado esta egolatría del

conocimiento jurídico. Por ejemplo, en una danza llamada «los doctorcitos», hoy representada en muchas «entradas» o fiestas populares, donde se ridiculiza la «alardería legalista». El problema de fondo es cuestionar el conocimiento de una india porque supuestamente «no sabe». Éste es el típico juego del «profesional racista», que reacciona instintivamente porque teme ser rebasado por otras formas de experiencia y sabiduría que no provienen de las universidades, pero tan válidos y legítimos como el adquirido en los espacios académicos. En la larga lucha anticolonial, el «mundo del derecho» es el que más se ha prestado a las grandes políticas del servilismo impuesto a los pueblos indígenas y campesinos. Pero en ese espacio desigual, los indios aprendieron a no doblegarse ante el «mundo jurídico». Se pueden dar muchos ejemplos sobre estas experiencias, pero bastará recordar una, el reciente juicio librado por Ascencio Cruz Mamani, conocido como el «hombre de ley» que, sin haber «pisado» la universidad, recuperó su dignidad de aimara frente al mundo legal después de enjuiciar al juez que lo imputó ilegalmente (Espinoza, El Pulso, 6 de febrero del 2004). La declaración de la ministra Rodríguez expresa la claridad del asunto: Lamentablemente, nuestro país tiene una cultura muy colonial, creo que las trabajadoras del hogar hemos sido un sector muy discriminado; y, hoy por hoy, ser ministro de Justicia es un bajón para mucha gente que piensa con corazón racista, con sentimiento colonialista (La Prensa, 25 de enero del 2006).

El conocimiento no es exclusivo de los profesionales o peritos, existen otros saberes que no provienen de las universidades, sino de la vida, de la larga lucha anticolonial, y ese tipo de conocimiento posee Casimira Rodríguez, en hora buena. Muchas veces, este tipo de saber es el que permite destrozar las cadenas de la dominación y el colonialismo interno. Algunas enseñanzas

El ascenso de Evo Morales a la Presidencia ha permitido el inicio de un pequeño resquebrajamiento en la estructura mental racializada e intelectual de la «racionalidad-modernidad» boliviana. Es un punto de quiebra en el proceso de la descolonización epistemológica. Es el aporte en el reto de conocer y pensar diferente, bases indispensables de una futura convivencia intercultural. Pero a pesar de estos «hendimientos», como diría Hall, aún prima lo que Quijano ha denominado la «colonialidad del saber», plataforma de muchos «intelectuales» extraviados en el racismo. El Pachakuti iniciado por Evo Morales es lo que Mignolo – recogiendo las ideas de Quijano– ha denominado el «pensamiento otro», que está afincado en el conocimiento propio y en los «entreespacios» del pensamiento occidental (Mignolo, 2003, pp. 27-28). La dignificación del conocimiento del colonizado es la destrucción del estereotipo negativo del saber subalternizado. Pero a la vez, es la construcción de otro saber, de otro pensamiento, que tiene como base la pluralidad y la interculturalidad. Esto es lo que Walsh ha denominado la decolonialidad, que significa «partir de la deshumanización –del sentido de no-existencia presente en la colonialidad (del poder, del saber y del ser)– para considerar las luchas de los pueblos históricamente subalternizados, pero también sus luchas de construir modos de vivir, y de poder, saber y ser distintos» (Walsh, 2005, pp. 23-24). Está claro, el concepto de de-colonialidad va más allá de la transformación y su meta es la «reconstrucción radical de seres, del poder y saber». En otras palabras, apunta hacia «la creación de condiciones radicalmente diferentes de existencia, conocimiento y del poder que podrían contribuir a la fabricación de sociedades distintas» (Walsh, 2005, p. 24). Los autores estudiados nos ayudan a revelar las diferentes formas de racismo, pero sobre todo aquélla asentada en el quehacer intelectual. El racismo intelectual en el marco del resquebrajamiento del colonialismo interno aún está en franca disputa, porque teme perder la hegemonía de su conocimiento.

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comunicación escritos. Los folletos llevan llamativos nombres como «Biografía de Evo Morales», «Evo, presidente indígena de América», «La gira de Evo Morales a diferentes países» o «Históricas elecciones». Aunque no se citan las fuentes, en muchos casos, pero sí los créditos correspondientes. Lo más destacable es su bajo costo y el consiguiente acceso de muchos ciudadanos a la información de la coyuntura. [6] Comenzó en La Habana (Cuba), luego Caracas (Venezuela), Madrid (España), Bruselas (Bélgica), Ámsterdam (Holanda), París (Francia), Beijing (China), Johannesburgo e Isla del Cabo (Sudáfrica), Brasilia (Brasil) y Buenos Aires (Argentina). [7] Tomo el adjetivo del titulo de un testimonio de Julia Urquidi «Lo que Varguitas no dijo» (1983). Urquidi fue compañera de Vargas Llosa y ella devela la novela del escritor La tía Julia y el escribidor, donde se omiten muchas facetas de su relación. [8] Recomienda leer Los caudillos bárbaros de Arguedas (1980), que es una selección de crónicas periodísticas que tratan sobre la historia política boliviana de 1864 hasta 1872. Periodo en el que algunos mestizos se convierten en presidentes de la República, como Mariano Melgarejo y Agustín Morales. El primero es quizá el más intrépido de los mistis (mestizos) que escaló posiciones desde soldado raso hasta la Presidencia de la República, mediante un golpe de Estado. Para Vargas Llosa este sector social es como una «peste endémica». En el fondo existe un profundo desprecio a los mestizos; pero lo más grave es confundir a Evo Morales como parte de esta clase social. [9] En nuestro seguimiento a la prensa nacional, algunos columnistas también dudan del origen indígena de Evo. Por ejemplo, Camila de Urioste dice: «tratándose del primer presidente mestizo de Bolivia solamente se puede decir… ¡Enhorabuena!» (La Prensa, 30 de diciembre del 2005, p. 12a). Para otros, como un cura derechista, Evo «aspira a que se escriba en letra, lo más grueso posible, aquello tan decorativo del “indígena presidente”» (José Gramunt de Moragas, S. J. en La Razón, 1 de enero de 2006, p. A4). [10] ¡Que viva! ¡Hurra! ¡Viva! Grito de aclamación. Saludo. [11] Supongo que a raíz de las frecuentes ritualidades andinas aparece una nueva noción del indigenismo que le da el espacio a los indios en el futuro, que es opuesto de la visión del indigenismo de los años cincuenta del siglo XX, que rescataban al indio del pasado. Pero ambos continúan rechazando al indio del presente. [12] Mac Lean (2006), En El Pulso, 27 de enero del 2006, p. 7.

Capítulo V El pensamiento amáutico[1] Fausto Reinaga La ciencia «[…] La historia que encabeza el relato de la Biblia, es la del miedo terrible de Dios a la ciencia...» Dios le dice a Adán: «No comerás el fruto del árbol de la ciencia». […] «La ciencia es el pecado primordial, el germen de todo pecado, el pecado original. Sólo esto es la moral. “No conocerás”: todo lo demás se sigue de este mandamiento… Todos los pensamientos son malos pensamientos... El hombre no debe pensar. Y el “sacerdote en sí” inventa el apremio, la muerte, el peligro moral del embarazo, toda clase de miseria, vejez y desventura, sobre todo la enfermedad; ¡en su totalidad medios para combatir la ciencia! El apremio no permite al hombre pensar… ¡Y, sin embargo!, ¡horror!, la obra del conocimiento se va agigantando, asaltando el cielo, amenazando con la ruina a la divinidad. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, desune a los pueblos y hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes siempre han tenido necesidad de la guerra...). La guerra es, ¡entre otras cosas, una grande perturbadora de la ciencia! ¡Increíble! El conocimiento, la emancipación de los hombres del sacerdote, progresa aun a pesar de las guerras. Entonces; el viejo Dios llega a esta conclusión: “el hombre se ha vuelto científico; ¡no hay mas remedio que ahogarlo!”. [...] El comienzo de la Biblia contiene toda la psicología del sacerdote. El sacerdote no conoce más que un grave peligro: la ciencia; el concepto sano de la causa y efecto. Mas en su conjunto, la ciencia sólo prospera bajo condiciones propicias; hay que tener tiempo, espíritu, de sobra para “conocer”... “En consecuencia, hay que provocar la desgracia del hombre”, tal ha sido en todos los tiempos la lógica del sacerdote. Ya se adivina lo que sólo a raíz de esta lógica se ha incorporado al mundo: el “pecado”... El concepto de culpa y castigo, todo el “orden moral”, está inventado para combatir la ciencia; para combatir la emancipación de los hombres

del sacerdote... El hombre no debe mirar más allá, sino adentro de sí mismo; no debe mirar, inteligente y prudentemente, aprendiendo adentro de las cosas; no debe mirar en fin, sino sufrir... Y debe sufrir de manera que tenga en todo tiempo necesidad del sacerdote. ¡Fuera los médicos! Lo que hace falta es un Salvador. La noción de culpa y castigo, así como la doctrina de la “gracia”, de la “redención” y del “perdón”, mentiras cien por cien, desprovistas de toda realidad psicológica, están inventadas para destruir el sentido causal del hombre; ¡representan el atentado contra el concepto “causa y efecto”!». El pensamiento científico de Occidente, de Pericles a nuestros días ha tenido como centro del universo al planeta Tierra. El egocentrismo durante sesenta siglos ha regido el destino de la humanidad. Por eso el pensamiento filosófico de Sócrates a Sartre proclama: si la Tierra es el centro del universo; el centro de la Tierra es el hombre. «El hombre es la medida de las cosas.» El hombre es el amo y señor, el «rey de la Creación». La ciencia de Occidente, sale de Dios y acaba en Dios. La ciencia de Occidente es una ciencia teológica. En Grecia, el dios Esculapio rige el cerebro, el saber y el hacer de los médicos. Todas las ramas de la investigación científica estaban prohibidas. Eran un tabú. Todos los fenómenos de la naturaleza eran la obra de los dioses. El cielo, la Tierra, la vida, la muerte, el infierno estaban densamente poblados de dioses. El pensamiento filosófico de Occidente respira teología. De Sócrates a Sartre, en el cerebro del filósofo se mueve Dios. El filósofo sale, vive y vuelve a Dios. El sacerdote es amo y señor del hombre y de la vida; su voz es la voz de Dios y su voluntad la voluntad de Dios. El sacerdote es el representante de Dios sobre la Tierra. El sacerdote es el celoso guardián del pensamiento. La paz religiosa es la única paz permitida en el mundo. La paz religiosa es la paz de Dios. El sacerdote quema, mata a los perturbadores de la paz social. Diopeites da cicuta a Sócrates; Caifás y Anás crucifican a Cristo. Cauchon quema a Juana de Arco. Calvino a Servet...

¿Y la ciencia? Atenas, si no destierra, lapida a la ciencia. Roma, 17 de febrero de 1600, quema a Giordano Bruno por haberse atrevido a negar el geocentrismo y sostenido que el universo es infinito. La ciencia vive como un delincuente. Investiga, trabaja a ocultas. Se disfraza de siervo de Dios como en el caso de Sócrates que rinde culto a Esculapio, el dios de la medicina. O como los alquimistas, con la «piedra filosofal» ofrece convertir el granito en oro. Es asombrosamente increíble, inadmisible, que en el cerebro del mismo Einstein estuviera Dios, el poder de Dios, clavado como un espino, incrustado como un tumor. Einstein creía en Dios y en un orden establecido, en el Cosmos. «Dios no juega a los dados con el universo», decía. «Yo creo en el Dios de Spinoza, que se revela a sí mismo en el orden y la armonía de lo que existe, no en un Dios cuya tarea es preocuparse por el destino y las acciones de los seres humanos». Dios, como misterio, como poder, como miedo, como revelación, como bendición, como amenaza, como castigo, etcétera. Occidente ha encajado, ha clavado en la cabeza de los hombres del globo terrestre, Occidente ha metido en el cerebro humano la idea, el concepto del geocentrismo. Occidente ha convertido al Homo sapiens en la «medida de las cosas» y en el «rey de la Creación». De este error, error macabro, no hay más que un paso al crimen de esclavizar y de asesinar al hombre. Y este Occidente criminal, por boca de Plauto hace 2.234 años, alegremente lanza su apotegma: «Homo homini lupus». «El hombre es lobo del hombre.» Y eso es lo que hay desde el primer día de Occidente, en esta bola de agua y tierra que gira alrededor del Sol, el hombre encadena, golpea y asesina al hombre. Occidente es un mundo de esclavos y asesinos. La edad de la Tierra y la edad de la vida «[…] La Tierra data de unos cuatro mil seiscientos millones de años. Uno de los resultados más notables que hemos obtenido en

astronomía desde hace unos cuantos años es un descubrimiento reciente, efectuado gracias a los radiotelescopios: las “nubes” de materia diluida que se encuentran en el espacio entre los cuerpos celestes están constituidos no sólo por átomos sino también por moléculas. Éstas, que no contienen cada una más que diez u once átomos, no podrían compararse con las del organismo humano, que los cuentan por centenas de millares...» «Podemos elegir entre diversos modelos pero ninguno de ellos logra consenso unánime – explica el profesor Schwartz. La cuestión es muy compleja. La opinión generalmente admitida es que ciertos mecanismos han engendrado enormes cantidades de moléculas orgánicas, que se han desarrollado para formar los primeros organismos vivos. En general se consideraba muy lento este proceso, pero las recientes investigaciones efectuadas sobre los microorganismos fósiles indican que la vida existía ya sobre la Tierra hace aproximadamente tres mil ochocientos millones de años... […] La historia de la evolución de la Tierra y de sus habitantes muestra que el desarrollo de una inteligencia superior ha sido sobre nuestro planeta un fenómeno normal y continuo... donde la medida del cerebro de los seres inteligentes ha aumentado regularmente; la inteligencia demostró ser el único medio eficaz, entre todos aquellos por los cuales los animales buscaron sobrevivir o imponerse. Los dinosaurios eran más grandes que los animales que hoy conocemos, otros podían correr mas rápidamente, pero todos han desaparecido, a veces incluso después de haber procurado subsistir en repetidas ocasiones. Solamente la inteligencia no dejó de crecer; ella constituye la mejor arma de lucha por la vida...» «[...] La vida surgió de una sola vez, que no hubo mas que un paso de lo que llamamos “materia” a lo que denominamos “vida”; esto es, una única aparición de una célula capaz de reproducirse, hace 3.000 millones de años: “la” célula primitiva de la que todos descendemos... [...] Esta demostración fue consolidada tras el advenimiento de la biología molecular y al descubrirse el principio y funcionamiento del

código genético. “Los seres vivos son maquinas químicas.” Y estas maquinas químicas funcionan según leyes genéticas codificadas, pero, sobre todo, se reproducen. He aquí su característica principal, el comienzo de la vida: es el poder de reduplicación, de recopiarse a sí mismo y de entregar la copia antes de desaparecer.» Del antropoide al Homo sapiens «Conformación corporal del hombre.- Sabido es de todos que el hombre esta constituido sobre el mismo tipo general o modelo que los demás mamíferos. Todos los huesos de su esqueleto son comparables a los huesos correspondientes de un mono, de un murciélago o de una foca. Lo mismo se puede afirmar de sus músculos, nervios, vasos sanguíneos y vísceras internas… las diferencias existentes entre el hombre y los animales... la más importante es el sentido moral o la conciencia... », Darwin. «[…] ¿podemos dudar seriamente de que la inteligencia sea el atributo evolutivo del hombre y de sólo él? ¿Y podemos, en consecuencia, dudar en reconocer que su posesión no representa para el hombre un avance radical sobre toda la vida anterior a él? El animal sabe, no lo dudamos. Pero ciertamente no sabe que sabe... Un foso –o un umbral– infranqueable para él nos separa. En relación con él, por el hecho de ser reflexivos, no sólo somos diferentes, sino otros. No sólo simple de grado, sino cambio de naturaleza... […] un acrecentamiento “tangencial” ínfimo, lo “radial” se ha invertido y, por así decirlo, ha saltado al infinito hacia delante. Aparentemente casi nada ha cambiado en los órganos. Pero, en profundidad, una gran revolución: la conciencia, brotando efervescente, en un espacio de relaciones y de representaciones supersensibles, y, simultáneamente, la conciencia, capaz de percibirse a sí misma en la simplicidad conjunta de sus facultades, todo ello por vez primera», Chardin.

«El mono es una irrisión. Una dolorosa vergüenza», Nietszche. El hipopótamo, el camello, el burro, el perro, el mono… y el hombre, físicamente son idénticos. Tienen cabeza, tronco y extremidades. Caminan, comen y procrean. Anatómicamente y fisiológicamente poseen las mismas piezas óseas y los mismos órganos. La diferencia abismal entre el hombre y la bestia radica en el cerebro. El cerebro de la bestia no produce pensamiento. El milagro del pensamiento se opera en el cerebro humano. El hombre, gracias a su cerebro, ha llegado al conocimiento. Conoce su anatomía, su filosofía, y (ya bastante) su psicología. Y, en cuanto al mundo que le rodea, el hombre conoce, domina y posee: a la fauna, la flora, los océanos, la costra terrestre. Domina la distancia: ve y oye –sin moverse de su sitio– lo que acontece dentro y fuera de la redondez de la Tierra… El hombre vuela; en esta epopeya ha llegado a la Luna. Opinión de Einstein «Si la humanidad aspira a sobrevivir, necesita cambiar total mente su manera de pensar; porque el mundo en el cual vive es totalmente distinto del mundo que presenció el nacimiento de los hombres de hoy. La desintegración atómica marca un límite de edades: la de antes de la bomba atómica, y la de después de ella. Ya no es posible pensar como antes, ni hacer lo que antes se hacía.» «[…] La astronomía, desde el tiempo de Galileo y de Newton, se ha convertido en una parte de la física. Riemann, el verdadero creador de la geometría no-euclídea, ha reducido la geometría clásica a la física; las investigaciones de Nernst y de Max Born han hecho de la química un capítulo de la física, y como Loeb ha reducido la biología a hechos químicos, es fácil deducir que incluso la biología no es, en el fondo, más que un párrafo de la física. Pero en la física existían, hasta hace poco tiempo, datos que parecían irreductibles, manifestaciones distintas de una entidad o de grupos de fenómenos. Como, por ejemplo, el tiempo y el espacio; la masa inerte y la masa pesada, esto es, sujeta a la gravitación y los fenómenos eléctricos y los magnéticos, a su vez, diversos de los de

la luz. En estos últimos años estas manifestaciones se han desvanecido y estas distinciones han sido suprimidas. No solamente he demostrado que el espacio absoluto y el tiempo universal carecen de sentido, sino que he deducido que el espacio y el tiempo son aspectos indisolubles de una sola realidad. Desde hace mucho tiempo Faraday había establecido la identidad de los fenómenos eléctricos y de los magnéticos y más tarde los experimentos de Maxwell y de Lorenz han asimilado la luz al electromagnetismo. Permanecían, pues, opuestos, en la física moderna, sólo dos campos: el campo de la gravitación y el campo electromagnético. Pero he conseguido, finalmente, demostrar que también éstos constituyen dos aspectos de una realidad única. Es mi último descubrimiento: “La teoría del campo unitaria”. Ahora, espacio, tiempo, materia, energía, luz, electricidad, inercia, gravitación, no son más que nombres diversos de una misma y homogénea actividad. Todas las ciencias se reducen a la física y la física se puede ahora reducir a una sola fórmula. Esta fórmula, traducida al lenguaje vulgar, diría poco más o menos así: Algo se mueve. Estas tres palabras son la síntesis última del pensamiento humano. […] ¿Sorprende la aparente sencillez de este resultado supremo? Millares de años de investigaciones y de teorías para llegar a una conclusión que parece un lugar común de la experiencia más vulgar?... El esfuerzo de síntesis de tantos genios de la ciencia lleva a esto y a nada más. Algo se mueve. Al principio y al fin era el Movimiento. No podemos decir ni saber más.» Occidente ha inventado a Dios. Ha inventado el politeísmo, el Olimpo. Ha inventado el egoísmo, la propiedad, el dinero. Ha inventado el hambre, la guerra, la esclavitud y el asesinato. Occidente, de su cerebro, de su razón ha arrancado el antropocentrismo o egocentrismo. El politeísmo ha desaparecido, debe desaparecer el monoteísmo. Dios es una idea, una suposición, un mito. No es conocimiento a ciencia cierta, no es hecho visible, tangible, no es un saber a piedra de toque.

Dios no es una verdad; es una fe. No es conocimiento, ciencia cierta, es fe, creencia, dogma. Dios no es ciencia, es creencia. El Cielo, el Olimpo, el reino de Dios, todo esto es una ilusión venenosa. Dios es esclavitud y asesinato. Dios es bomba atómica. Dios es muerte. En cambio Cosmos, Galaxia Solar; vida, hombre, planeta Tierra, Luna, pensamiento, son cosas que ven nuestros ojos, que tocan nuestras manos, que como hecho concreto pesan en nuestra conciencia. Fuera del Cosmos, fuera del hombre, no hay Dios; o Dios es el Cosmos, el hombre... El hombre llega a la Luna Cuando uno piensa en la llegada del hombre a la Luna, no puede caber o contener su estupefacción. El cóndor, es verdad, cuando levanta vuelo se pierde entre las nubes… Pero ningún ave ha salido de la órbita de la Tierra, ningún ave ha vencido la fuerza centrípeta, la gravitación. Y es más ningún animal volátil ha llegado al espacio del vacío sideral. Ningún ser de la especie zoológica ha llevado al espacio sideral el oxígeno imprescindible para su sangre; digamos el aire para su respiración. Ha sido el hombre quien ha ideado, ha pensado y luego ha construido la máquina en que ha salido de la Tierra; ha vencido la fuerza centrípeta de la gravitación; ha navegada en el vacío sideral; y el día 16 de julio de 1969 ha descendido y ha pisado la superficie de la Luna. Y algo más maravilloso: ojos humanos en la televisión han contemplado con la respiración entrecortada el descenso de los astronautas Armstrong y Aldrin en la Luna; ojos humanos han vista caminar al hombre terrestre sobre la superficie selenita. Y no sólo eso. Desde la Luna, la voz de los astronautas ha dicho a los hombres del planeta Tierra: «Ver la Tierra como realmente es, pequeña, azul y hermosa, en el silencio eterno donde flota, es contemplarnos a nosotros mismos en

ella juntos, hermanados en esa brillante belleza...». Desde aquel acontecimiento, ¡lo más asombroso del genio del hombre!, la ciencia amáutica, el cerebro amáutico, han seguido adelante y adelante. Escuchando, investigando, descubriendo, hechos desconocidos hasta nuestros días, como el Anillo del planeta Júpiter... Hiroshima «El día 6 de agosto de 1980 en Hiroshima, la población guardó minuto de silencio recordando el trigésimo quinto aniversario del lanzamiento de la primera bomba atómica. En efecto, el 6 de agosto de 1945, a horas 8 y 15 de la mañana cayó la bomba atómica sobre Hiroshima. El alcalde Araki, sobreviviente de aquella tragedia, dijo: “No podemos llegar a la distante orilla de la paz si no se detiene la locura de la carrera armamentista; los gastos militares mundiales son más de mil millones de dólares diarios, que hacen la posibilidad de una guerra nuclear total.» «[…] la explosión en Nagasaki, testigos presenciales describieron así: De pronto, un deslumbrante fulgor rosa pálido apareci6 en el cielo, acompañado de un temblor sobrenatural que fue casi inmediatamente seguido por una ola de sofocante calor y un viento que todo lo barría a su paso. En pocos segundos, los millares de personas que circulaban por las calles del centro urbano quedaron abrasadas. Muchos murieron instantáneamente a causa del espantoso calor y otros se retorcían por el suelo, aullando de dolor, con quemaduras mortales. Todo cuanto se hallaba en pie dentro del área de deflagración –muros, casas, fábricas, edificaciones– quedó aniquilado y sus restos se proyectaron en torbellino hacia el cielo. Los tranvías fueron arrancados de las vías y lanzados lejos, como si carecieran de peso y de consistencia; los trenes, levantados de sus vías como juguetes; los caballos, los perros, el ganado, sufrieron la misma suerte que los seres humanos.

Hasta un radio de cinco kilómetros del centro de la explosión, las casas se derrumbaron como castillos de naipes, y quienes se hallaban en su interior resultaron muertos o heridos: los que consiguieron librarse milagrosamente y salieron al exterior se encontraron cercados por cortinas de llamas, y las escasísimas personas que pudieron ponerse a salvo murieron unos veinte o treinta años más tarde a causa de la acción retardada de los mortales rayos gamma. Por la tarde el incendio general empezó a disminuir, hasta que el fuego se extinguió por no quedar ya nada que pudiera arder en la ciudad y sus alrededores...» «El “soplo vital” del pensamiento de Occidente es la razón. La razón en “tiempo rectilíneo”. De Sócrates a Kant, y de Kant a Marx, la razón marcha en línea recta. Este pensamiento organiza a Occidente. Y Occidente llega a la bomba atómica. Occidente desde su mito: la serpiente del Paraíso que tienta a Eva, y Caín que mata a Abel; hasta el resplandor de la Atenas de oro y mármol; la Roma de los césares; la noche de 12 siglos del feudalismo medieval; la Revolución francesa que demuele la Bastilla; la Revolución rusa que instala a los mujiks en el Kremlin de los zares; la Alemania de Hitler que pone su pezuña en el cuello de París, y asedia Moscú; hasta la revancha que descuartiza a la Alemania nazi y arroja la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki… es la marcha de la razón en “tiempo rectilíneo.» La razón es la chispa de luz que aparece en el cerebro de Sócrates, que se enciende y se apaga como la chispa de luciérnaga, y que Sócrates llama «mi demonio». Esta chispa de luz, el «demonio de Sócrates», la razón del Olimpo, a través de muchos cerebros llega al cerebro cristiano de Kant, que habla iluminado por el «demonio de Sócrates» de «La Razón pura» y de «La Razón práctica». Después de Kant, en Hegel la razón aparece como lo Real. Ya no es «pensamiento puro» es realidad real. Hegel anuncia: «Lo racional, es real, y lo real racional». Y por este camino, Hegel santifica el Poder del káiser…

A 48 años de Hegel nace Einstein. Y Einstein, para derrotar a Hitler, convierte el «demonio de Sócrates» en la bomba atómica. Bomba atómica que el día 6 de agosto de 1945, en un abrir y cerrar de ojos, cae sobre Hiroshima y reduce a ceniza radiactiva. Bomba atómica «La bomba atómica es Hiroshima, y Nagasaki. […] un infierno la tierra… una procesión de fantasmas... Un mar de fuego... La bomba atómica nunca cae por sí misma del cielo, sino por las manos humanas.» «Hiroshima es un drama indescriptible… la agonía de los seres queridos... Este apocalipsis de la técnica moderna no puede imaginarse a la manera de las escenas del juicio final, de la caída de los ángeles o de los grabados que ilustran el infierno dantesco. La realidad de los horrores de Hiroshima ha superado los más fantásticos cataclismos y monstruosidades...» «[...] el “Instituto Imperial japonés de investigaciones atómicas”, sobre los efectos ulteriores de la bomba atómica que pulverizó a la ciudad, dice: “Desde el 6 de agosto de 1945 hasta el año 1954, nacieron en Hiroshima 32.179 niños. De ellos, 500 nacieron muertos; 20 brotaron en abortos; 1.107 nacieron con defectos graves en la estructura ósea, muscular, dérmica o con trastornos nerviosos; 21 con un ojo o con ninguno; 4 sin la concavidad del ojo; 56 con cerebro deforme; 31 sin cerebro; 11 sin sentido del olfato; 400 con los receptores olfativos y auditivos degenerados; 2 sin orejas; 2 sin boca; 59 con “gargantas de lobo”; 127 niñas sin órgano sexual o gravemente deficiente; 250 con labios deformes y 156 sin recto.”» «“¡No más Hiroshima!” es el clamor que se eleva de la Tierra el día mundial de la Paz» (6 de agosto). «Después de Hiroshima y Nagasaki los experimentos de las explosiones atómicas de Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, China, Francia, etc. han desparramado la radiactividad sobre el planeta Tierra.»

«¿Quién controla la bomba atómica? ¡Nadie!» Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética en 1973 continuaron adoptando gigantescos pasos en el desarrollo de sus programas de armas nucleares avanzadas tanto en calidad como en cantidad... y los países del Tercer Mundo están adquiriendo armas complejas (con cabezas nucleares) cada vez en mayor número... «Nixon y Breznev, julio, 1974, se han vuelto a reunir en Moscú. ¿Para qué? Para confrontar con toda la astucia de hombres-lobos cuál de ellos tiene mayor fuerza nuclear; y cuál de ellos se halla en mejores condiciones para reducir a polvo a su rival. Abrazos, besos, promesas, juramentos», etc.; no son otra cosa que lágrimas de cocodrilo. «En Minsk, durante el almuerzo Nixon habló del aniversario de la liberación: “... El secretario general Breznev quería que yo les ayudase a celebrar este gran día... el mejor modo de celebrar una jornada que marca el fin de una guerra es construir la paz... erigir una estructura de paz de modo que los hijos y nietos de aquellos que combatieron en la Segunda Guerra Mundial no deben morir en otra guerra”. Y al día siguiente, sin inmutarse, declara: “Tenemos muchas dificultades por resolver en el logro del control pleno de armas nucleares estratégicas...”. Evocando la alianza ruso-norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial, añade: “Conseguimos juntos la victoria, pero la edificación de la paz, una paz duradera, es incluso mas difícil que librar la guerra, porque es algo mas complejo…”. “Kissinger, para justificar el fracaso de la reunión cumbre de Moscú, lanza este clamor: “... qué es, en nombre de Dios, la superioridad estratégica cuando se está a este nivel de cabezas explosivas”.» ¡Dios! Eso no más ya faltaba. Nixon, Breznev, Kissinger son la voluntad de Dios. Dios es quien concede «a superioridad estratégica a este nivel de cabezas explosivas». ¡Dios es la bomba atómica que

amenaza arrasar el orden! ¡Dios se ha encarnado en la bomba atómica! El imperialismo y la revolución por los designios inescrutables de ese Dios asesino, acabaran con la vida, de esta bola terrestre. Norteamérica y Rusia están convirtiendo el planeta Tierra en un polvorín atómico. La paz mundial es una pobre harapienta y escuálida madre que llora, porque no hay seguridad para la vida de sus hijos ni para su propia vida: «Nixon, Kissinger, Breznev están intoxicados. Tienen envenenada su sangre y su conciencia con el poder atómico. Ciegos y sordos no ven nada; no sienten nada. La obsesión de cual tiene la bomba atómica de mayor fuerza mortífera les corta el aliento. Echan espumarajos de odio, al mismo tiempo que sudan y tiritan de miedo cerval. La sed de muerte les quema la sangre y carboniza el pensamiento. El imperialismo y la revolución afilan sus garras atómicas, sus colmillos atómicos. No comen ni duermen por tener la vista clavada en una guerra nuclear. Nixon y Breznev. Lo único que saben, lo único que sienten es, que cualquier momento convertirán en ceniza radiactiva el planeta Tierra». Sócrates, esclavo y asesino. Sócrates hace el hombre, construye al hombre. Sócrates edifica la sociedad «a su imagen y semejanza», una sociedad de esclavos y asesinos. La comunidad socrática, Occidente es una sociedad de esclavos y asesinos. Esta sociedad de esclavos y asesinos le encadena a Sócrates; le pone cadena física y luego le asesina... Sócrates, el Sócrates de «carne y hueso» cargado de cadenas, bebe la cicuta. El «hombre de carne y hueso», Sócrates «carne y hueso», el año 399 a.C. muere. Durante la virulenta acusación de Anito hubo un patético acontecimiento: Anito dejó resbalar de sus labios una verdad terrible. Anito dijo: «Sócrates debió escaparse, no nos interesa su decrépito cuerpo; no nos interesan sus 100 kilos de carne; no. Lo que, interesa es su pensamiento, su espíritu».

100 kilos de carne... eso... eso no es Sócrates: Sócrates es pensamiento, es espíritu. El hombre-pensamiento ha hecho a Dios a su imagen y semejanza, o viceversa, Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza… ¿Qué es Dios y qué es el hombre? Dios es «pensamiento del pensamiento»; y el hombre, el hombre no es más que pensamiento... Y el pensamiento no muere; al pensamiento no se lo asesina, no se mata. El pensamiento socrático el día 6 de agosto de 1945, en un abrir y cerrar de ojos ha hecho desaparecer Hiroshima. El pensamiento socrático es la bomba atómica destinada a matar, a asesinar a la vida del planeta Tierra. No es cuestión de decir ¡no! El número 380 de la revista FDGS de Alemania Oriental publica un cuadro que es un esqueleto, un cadáver con uniforme militar norteamericano, en su puño sostiene una bala atómica. Tan grande es el proyectil que de Polo Norte a Polo Sur atraviesa todo el planeta Tierra en su faz donde se hallan la URSS, los países de la península escandinava, Europa y África. El cuadro contiene dos letras en medio de una interjección: «¡No!». El otro cuadro, de mi cosecha, es semejante, con la diferencia de que el cadáver lleva uniforme militar soviético, y la enorme bala atraviesa de Polo Norte a Polo Sur del planeta tierra, donde están Canadá, EEUU y los países de Centro y Sudamérica. La URSS y EEUU en su locura asesina exhiben el arma que ha de dar muerte al hombre y a la vida del planeta. El pensamiento socrático, error y crimen desde su raíz, ha llegado, en el momento actual, a la locura de la desesperación y la muerte de la humanidad. No existe una pulgada de espacio en el planeta Tierra donde haya una vida de paz, amor y esperanza. El hombre tiene una fiebre devoradora de esclavizar y de asesinar al hombre. La Segunda Guerra Mundial llega a la bomba atómica. Estados Unidos y la Unión Soviética derrotan a la Alemania nazi. Y desde el

primer día de la victoria, los vencedores preparan la Tercera Guerra Mundial. Ni Carter ni Breznev conciben ni creen en un mundo de paz. ¿Por qué? Porque en el cerebro de cada uno de ellos está entronizado Dios. Y Dios es el individualismo, propiedad y dinero; e individualismo, propiedad y dinero constituyen el Poder; son el Poder; son la esencia y presencia del Poder... Y el Poder es la esclavitud y el asesinato. La razón de ser del Poder, es esclavizar y asesinar. Estados Unidos y la Unión Soviética, Carter y Breznev, con todo el cuerpo de sus asesores, filósofos, religiosos, revolucionarios, políticos, militares; científicos, técnicos, psicólogos, brujos y gurús...; Carter y Breznev son por la estructura y función de su cerebro, de su pensamiento, son esclavos de Dios. Dios es la luz de su pensamiento; Dios es la energía de su corazón; Dios es la fuerza de su acción... Dios es el volumen y espíritu de su odio. En cada uno de ellos Dios es Odio, Esclavitud y Muerte. Los miles y miles de asesores, consejeros militares, políticos, estadistas, revolucionarios, científicos… el pensamiento de todos sus asesores y consejeros es el pensamiento de Carter. Cosa igual sucede con el pensamiento de Breznev. Es más. En el pensamiento de todos los asesores, consejeros militares, políticos, estadistas, filósofos, religiosos, revolucionarios… están como una realidad concreta, como el «soplo vital» como carne y espíritu, el pensamiento de todos los filósofos, científicos, religiosos y revolucionarios desde 105 presocráticos, socráticos y postsocráticos… del paganismo y cristianismo. El pensamiento de Carter y de Breznev es el fruto de 6.000 años de Occidente; es algo así como la espuma en el oleaje oceánico de sesenta siglos que va de Grecia a nuestro tiempo. Sesenta siglos de pensamiento aprisionan, apresan como un casco de hierro el cerebro de Carter y de Breznev: sesenta siglos de pensamiento se han petrificado en el cerebro del hombre del planeta Tierra. La manera de ser o de manifestarse de este pensamiento pétreo es la sacra trinidad: individualismo, propiedad y dinero. Trinidad que tiene como esencia, aureola y «soplo vital» a Dios. Los tres elementos hacen un solo absoluto un solo Ser: Dios. Dios, el

Poder de Dios hecho substancia. Y espíritu del pensamiento de los hombres maneja a los hombres, como la ola a la espuma, el huracán a la brizna. El hombre, con el veneno: egoísmo, propiedad y dinero dentro de sí, el hombre respirando años por todos sus poros, el hombre esclaviza y asesina al hombre. El hombre gracias a Dios es un esclavo y asesino. Y ha edificado a Occidente: una sociedad de esclavos y asesinos... sociedad que esta a pronto de ser quemada por la bomba atómica. Así como están las cosas, así es como va la existencia día a día, minuto a minuto, en la sociedad actual, no aparece, no hay ningún medio, ningún poder para evitar, contener o siquiera desviar la tragedia del hombre del planeta Tierra. Ningún pensamiento, ninguna religión y ninguna revolución salvan al hombre. La filosofía, la religión y la revolución habidas y por haber en el seno de Occidente son, por así decir, lobos de la misma madriguera. ¡Hay que hacer otro pensamiento! «Hay que producir, hay que crear un pensamiento cenital, que sea el demiurgo hacedor de la Comunidad Amáutica. Los ojos humanos, la conciencia humana contemplan la Galaxia Solar. La Galaxia Solar, es el punto de apoyo para ver, sorprender, sentir y comprender la inmensidad cósmica como la infinitud de millones de sistemas solares. Con el hálito de la Galaxia Solar se ha formado y se mantiene la vida en el planeta Tierra. He ahí el pensamiento cenital. Del conocimiento de esta maravilla emerge una mística de tal fuerza y magnitud, que el corazón henchido de fervor no puede más que venerar... Ésta es la mística galaxia. La Revolución amáutica, parte de la ameba y llega a los 30.000 millones y a los 100 billones de neuronas que producen el pensamiento del cerebro humano. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer frente a Occidente, a Occidente que marcha aceleradamente al holocausto atómico? ¿Qué hacer?

Para salvar al hombre, al mundo, a la vida del planeta Tierra, hay que hacer otro pensamiento. Hacer otro pensamiento, otro hombre, otra sociedad. Hay que hacer un pensamiento amáutico, un hombre amáutico; una sociedad amáutica Del pensamiento amáutico, del hombre amáutico, de la sociedad amáutica debe salir una humanidad amáutica, una Comunidad Amáutica. ¡¿Qué hacer?! ¡Hacer un pensamiento cenital, una mística galáxica y una Revolución amáutica…! De Atenas a Washington-Moscú, Occidente es un solo rostro y una sola alma, una misma fisonomía y un mismo espíritu; un mismo gesto y una misma gesta. Lo que es Sócrates, Pericles, Cleón y Diopeites, son Descartes, Kant, Hegel, Marx, Roosevelt, Churchill... Carter, Breznev, Marx, Lenin, Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, Juan Pablo II… De Atenas a Washington-Moscú, Occidente es una misma carne y una misma garra de ave de rapiña; de Atenas a Washington-Moscú, Occidente es un mismo pensamiento y una misma panza... En Atenas, en la Hélade, había hombres esclavos y hombres asesinos. La Hélade era exactamente igual a lo que es ahora el mundo: hambre y guerra... esclavitud y asesinato... Quien afirme lo contrario ¡MIENTE! África independiente, Asia independiente, América independiente; África independiente en manos del negro o del blanco de mente europea. Asia independiente en manos del mongol o del blanco de mente europea. América independiente en manos del mestizo de mente europea... África, Asia, América todas, todas dentro de Occidente: son Occidente. ¿Qué ha cambiado? NADA. Sigue Occidente en su camino de la esclavitud y el genocidio asesino...» Lo que se es, hay que ser

«El pensamiento, amáutico es la concepción cósmica del Universo y de la vida. De alguna parte ha debido salir el pensamiento. Ni el hombre ni la hormiga ni el árbol viven sin el Sol; de alguna manera el Sol es quien engendra, quien hace la vida de los seres terrestres. Porque sin el Sol no hay vida de los seres terrestres. Porque sin el Sol no hay vida, no hay pensamiento. En consecuencia, el hombre piensa gracias al hálito del Sol. El pensamiento, de una u otra manera, es energía hecha luz. Pensar es conocer. Saber. ¿Conocer qué? ¿Saber qué? Conocer, saber qué es, cómo es, para qué es: “Lo que Es”. Y ¿qué es “lo que Es”? El Cosmos es “Lo que Es”. ¿Qué existe? Existe el Cosmos. El Cosmos es el Ser. Y ¿qué es el hombre? El hombre es la conciencia del Cosmos.» Hay que ser lo que se es ¿Qué es la vida cósmica? ¿Qué es el hombre? ¿Cuál su destino? El hombre es el pensamiento amáutico hecho carne. Su destino, ser la verdad y la libertad. Hay que ser lo que se es. Lo que se es, hay que ser; ése es el mandato, el imperativo, la ley. Europa, Occidente, el pensamiento de Occidente arroja al hombre fuera de sí, fuera de su esencia, fuera de su ser; y no sólo eso, lo peor, que lo enfrentaron su destino. Europa, Occidente, conduce al hombre a su suicidio, a su exterminio. O el Occidente asesina al hombre. El pensamiento amáutico, en contraste antitético y antonímico con el pensamiento de Europa, libera al hombre. El hombre, gracias al pensamiento amáutico, no llega al exterminio. El pensamiento amáutico salva al hombre. El sistema solar es nuestro sistema. El Sol, eje y centro, es fuego y luz. En torno del astro rey, por orden de

aproximación, giran los planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. La Tierra es una pequeña esfera que flota en el espacio. El hombre es hijo de ella. Cien billones de neuronas del cerebro humano, organizadas a imagen y semejanza del Cosmos, producen el pensamiento. La pulsación de la masa encefálica es: el principio del pensamiento. Sin la pulsación del Cosmos no hay pulsación en el cerebro, y sin la pulsación del cerebro no hay pensamiento. El pensamiento es luz, intensísima luz, enceguecedora luz y energía, todopoderosa energía. Cuando el cerebro vibra al ritmo del cosmos, el pensamiento es cósmico; pero cuando se aparta, deja de ser pensamiento cósmico; entonces el hombre incurre en la «catastrófica equivocación». El Cosmos es Comunidad, por tanto, el hombre: imagen del Cosmos, es Comunidad. El hombre como ser físico y Psíquico, valor entitativo, ético y social, es Comunidad. Arriba las estrellas. En mi senda a mis pies, una comunidad de hormigas. Las estrellas. En mi senda, a mis pies, una comunidad de hormigas. Las estrellas, soles de galaxias se pierden en la infinitud… Las hormigas, seres que edifican una sociedad perfecta sobre la faz de la tierra. Estrellas y hormigas existen fuera del tiempo; vale decir, desde antes del principio de los siglos. Estrellas y hormigas, organizadas cósmicamente, cósmicamente viven. El destino del hombre es ser lo que se es: Cosmos. Su norma, su misión en el planeta tierra y más allá, es la Verdad y la Libertad. Veo el pensamiento de Sócrates, Cristo, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Lenin, Hitler, Stalin… Breznev… del papa Pablo VI, del cismático obispo Lefebvre… Y, ¿qué veo en el pensamiento de cada uno de ellos? Veo el error; el mal. Veo crimen. Y que el pensamiento de cada uno de ellos se hace verbo; el verbo se hace acto. ¿Y cómo veo yo mi pensamiento, mi verbo, mi acto? Con telescopios y según su aproximación al Sol, veo a Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón; y a la Luna girando en rededor de la Tierra...

Y siento que esta bendición, que se llama el pensamiento, sale de la carne al influjo de la energía solar. Mi pensamiento es pensamiento del Cosmos; mi verbo, verbo del Cosmos; mi acto, acto del Cosmos. En una palabra, yo soy Cosmos; La conciencia del Cosmos. Nosce te ipsum, «Conócete a ti mismo», no es otra cosa que saberse que uno es Cosmos, que se es Cosmos; por tanto, debe el hombre pensar como Cosmos, hablar como Cosmos, hacer como Cosmos, ser el Cosmos. A la luz y al calor de este evangelio tomo a cinco, 10 ó 1.000 niños, niños de todo color... Nos embarcamos en un aeronave, un Skaylab... salimos de la Tierra, contemplamos todos los astros que giran en rededor del Sol. Vemos nuestra morada: «La Tierra como realmente es, pequeña, azul y hermosa, en el silencio eterno donde flota...». Después de muchos meses, o quizá muchos años, al aterrizar, nadie tiene duda de que somos Cosmos. Ahora del mundo galáxico vamos con nuestros microscopios al mundo del átomo. Abrimos los huesos del cráneo: «Ahí esta el cerebro, el meollo de la existencia del hombre. Su superficie grisácea llena de circunvoluciones late pausadamente al bombeo de la sangre. Está húmeda por el transparente líquido cefalorraquídeo que la baña constantemente y que funciona también amortiguando los golpes y evitando que el cerebro, que esta flotando en él, choque contra el cráneo en cada movimiento de la cabeza…». Hemos visto de dónde sale y cómo sale el pensamiento, qué es verbo y qué es acto. Fascinados, hemos contemplado este milagro: 30.000 millones y cien billones de neuronas, organizadas a imagen y semejanza de la Galaxia Solar y las galaxias del «más allá», 30.000 millones y cien billones de neuronas producen pensamiento... Después de esto (lo llamaremos educación), ¿puede haber en la mente del niño, puede haber en el niño alguna noción del mal?

En la personalidad de este niño (rubio, blanco, negro, amarillo o indio) ahora se ve una otra humanidad radicalmente distinta de la humanidad hecha por Sócrates y Cristo; de la humanidad hecha por Occidente. El imperativo helénico de Sócrates, el imperativo mesiánico de Cristo, el imperativo categórico de Kant, el imperativo dialéctico de Hegel y el imperativo catastrófico de Marx han llevado al hombre a un destino trágico: ser carbonizado por el fuego atómico y desaparecer del planeta Tierra. En tanto el Imperativo Amáutico al hombre da otro destino: Ser Vida. No hay otro evangelio ni hay otro camino para este hombre, para este ser infeliz, que solloza al borde del Apocalipsis atómico... El Imperativo Amáutico es Vida; vale decir, carne y espíritu de la Verdad y la Libertad. «En la vivisección del cerebro de una mona, demostró la computadora que separado del cuerpo, el cerebro continua pensando, “¡piensa, piensa!”, exclamaba el profesor White de la Universidad de Detroit. Entonces yo le dije: “Pero no ve, no oye, no tiene su cuerpo. ¿Qué es lo que piensa?”. Y el doctor contesto: “Recuerda lo que fue.”» «La mente, conjunto de cien billones de células interconectadas… determina uno de los estados funcionales a través de los cuales el cerebro es capaz de ser.» «[...] 4.000 peritos cerebrales, la cantidad más grande de ellos se ha reunido recientemente en Anaheim, California, EUA. De su consideración quedó claro que “el cerebro humano es mucho mas diversificado y mucho más preciso como controlador del comportamiento de lo que los científicos jamás habían percibido”, según un informe del Times de Nueva York.» «Cada neurona», dijo el informe, «puede secretar su propia corriente química de mensajes que le dicen a otra neurona qué hacer».

Además, «el cerebro es tan delicadamente sensitivo, que un cambio en solo un par de moléculas puede crear una vasta diferencia en comportamiento». «Quizá el hallazgo general, más interesante, acerca del cerebro, es que la mayoría de las versiones mecánicas primitivas de cómo funciona han sido completamente abandonadas ahora.» El artículo declara que las comparaciones con una radioemisora, un sistema telefónico o hasta una computadora no han «durado mucho debido a que el cerebro resultó ser mucho más complejo que la más reciente de las máquinas hechas por el hombre. El nuevo punto de vista es que en la tecnología no hay nada que pueda corresponder con el cerebro, ni siquiera metafóricamente». El pensamiento es el hombre, el pensamiento es la Vida. No hay pensamiento no hay nada, no existen ni hombre ni vida. El pensamiento conoce y hace. El pensamiento elabora y produce aquello que es obra humana en todo el planeta Tierra… y más allá también. ¿Qué hay que hacer para ser lo que se es? Conocer el Cosmos. Conquistar el Cosmos. Dominar el Cosmos. Ser el Cosmos. Ser la conciencia del Cosmos. El Cosmos no se conquista con las manos, con los ojos; ni... ni con la lengua. El mono, el perro tienen los mismos sentidos que el hombre; y estas bestias no dominan ni a sus parásitos que viven chupándoles la sangre… El hombre domina y conquista el Cosmos con el cerebro; con su pensamiento. El hombre llega a ser Cosmos, la conciencia del Cosmos, gracias a su cerebro, gracias al poder de su pensamiento… Que venga el hombre amáutico, si se quiere el Superhombre amáutico, que salvando al hombre del planeta Tierra conquiste y domine el Cosmos; sea el Cosmos: la conciencia del Cosmos. «Pienso, luego soy.» Y ¿qué soy? Soy un cerebro que piensa. Piensa y hace. ¿Qué piensa y qué hace? Piensa y hace filosofía, religión y revolución; piensa y hace: la razón, la fe y la revolución. ¿Y dónde estoy? Estoy en la Tierra.

¿Y dónde está la Tierra? La Tierra está en la Galaxia Solar. ¿Y qué es eso? ¿Qué es la Galaxia Solar? Es el conjunto de astros que giran alrededor del Sol. Físicamente, soy un pedazo de tierra con energía solar. Y psíquicamente soy pensamiento y conciencia. Gracias a mi pensamiento y conciencia, he llegado a saber, a conocer y a ser. Gracias a mi pensamiento, a mi ciencia, he llegado a saber que soy la conciencia del Cosmos; que soy el Cosmos consciente y como tal digo al hombre del planeta Tierra: Sé lo que eres: Cosmos. Cosmos en perpetua búsqueda de la Verdad y la Libertad. ¿Qué es hombre? ¿Cuál es su destino? «El hombre: animal que no se conoce a ningún otro», Hobbes. «El hombre no proviene del mono, sino que el mono proviene del hombre», Samael Aun Weor. «El hombre, ese ser desconocido», Alexis Carrel. «El hombre es un ser hacia la muerte. Es el un único ser viviente que sabe y anticipa su muerte», Heidegger. A estas definiciones socráticas del hombre nosotros oponemos la definición amáutica: No se trata de lo que ha sido el hombre, sino de lo que es el hombre. Sería ameba, antropoide, pero ahora es pensamiento con un destino: edificar la Comunidad Amáutica; el reino de la Verdad y la Libertad. Cien billones de neuronas que se alojan dentro de la bóveda craneana, cien billones de neuronas que vibran bajo la calavera del «bípedo implume»: hacen, producen el pensamiento. El pensamiento es la forma y la substancia; la fuerza física y psíquica; en fin, el pensamiento es la mayor potencia del poder del hombre. El saber, la sabiduría, la intelección no son otra cosa que el cerebro produciendo pensamiento. El hombre, en última instancia, no es más que pensamiento. En presencia y esencia, sólo es pensamiento, su pensamiento.

¿Qué es el hombre? El hombre es pensamiento. He ahí la única respuesta válida que se conoce. El pensamiento es conocimiento y acción, conciencia y praxis; el pensamiento es concepción y creación. El pensamiento concibe, aprehende y hace. El fuego cerebral es el fuego creador; la fragua de la creación. El hombre es el creador, a la vez la creación. El hombre es el constructor y la construcción. El hombre es el hacedor y su hecho. El hombre es el cerebro, sus manos; el fin, el hombre es su pensamiento y su obra. Para el ser humano intrauterino, como para el cadáver, nada existe; Ni fauna ni flora ni montañas ni ríos... existen. El cerebro humano piensa. El pensamiento es el hombre. El pensamiento conoce. Del pensamiento sale el conocimiento. Del hombre sale todo, todo lo que el hombre ve, huele, oye, gusta y toca… Sólo el cerebro humano produce pensamiento. Nada hay fuera del pensamiento. Nada. El contenido del mundo intelectual es una elaboración, un producto del cerebro. La Tierra, el Sol, las estrellas, como los conceptos: razón, Dios, imágenes, teorías, leyes, etc., sin un cerebro pensante, cognoscente, no existen. Quizá en alguna lejana galaxia haya seres semejantes al hombre... Pero como nuestro cerebro nada sabe... mal podríamos afirmar cualquier cosa. Exactamente eso sucede con todo lo que no se conoce… La razón, Dios... no vienen de ninguna parte; no llegan al cerebro de afuera. Salen del cerebro. El hombre es quien hace a Dios y a la razón. ¿Qué es el hombre? ¿Qué es Dios? El hombre es pensamiento; su pensamiento. Dios no es pensamiento; Dios no piensa. Dios no existe. ¿De dónde ha salido el hombre? Como el árbol, como el mono, el hombre ha salido de la naturaleza. El hombre anatómico, fisiológico, el hombre de carne y hueso es igual al momo, al perro, al hipopótamo.

¿Y de dónde ha salido Dios? Dios ha salido del cerebro del hombre. El hombre ha hecho a Dios. El hombre ha producido a Dios. El hombre con su pensamiento ha construido a Dios, igual que el adobero hace adobe de barro, o el ave hornero su horno… Occidente en Grecia toma su cuerpo, su forma, su perfil y su espíritu. Piedra sobre piedra, de cimiento a cúpula, de raíz a tronco, ramas, hojas, flores, fruto… Occidente en Grecia ha hecho esta sociedad de esclavos y asesinos en que el hombre de 1980 se asfixia. En Grecia aparece la sacra trinidad individualismo, propiedad y dinero. Y en Grecia la satantínica invención humana: Dios se convierte en PODER ABSOLUTO, Poder que con la «sacra trinidad» ha sometido al hombre a la esclavitud y al asesinato. Y en Grecia aparecen las tres plagas: Sócrates, Diopeítes y Cleón, es decir: filosofía, religión, y revolución, que como perros amaestrados se hallan al servicio de la divinidad. Sócrates, Diopeites, Cleón, no sólo que han desgarrado, desgajado, separado al hombre de su tronco, de su carne y hueso, de su ser vital, de su madre: la Naturaleza. Han enfrentado al hombre en guerra a muerte con la Naturaleza. Han hecho del hombre el peor enemigo del hombre y de la Naturaleza. Hombre y Dios El hombre piensa. El hombre es pensamiento. Yo pienso, luego soy. Dios no piensa. Dios no es pensamiento. Dios no existe. Sócrates piensa. Por su pensamiento Atenas le da a Sócrates la cicuta. Sucede lo mismo con Cristo, con Juana de Arco y con Servet. Porque creer es pensar. El hombre piensa y hace. Piensa y hace libros; piensa y hace ideas, imágenes, música..., hace máquinas, hace ciudades, hace cultura, hace civilización; hace, en fin, filosofía, religión, revolución.

Dios no piensa; Dios no hace; no hay Dios; Dios no existe. Dios es una idea que ha salido del cerebro del hombre de Occidente. ¿Qué es esta idea? ¿Para qué sirve? Esta idea es una idea que destruye al hombre; que esclaviza y asesina al hombre. La Verdad, es el conocimiento a ciencia cierta. La Libertad es sacarse de la cabeza y del corazón la última brizna, el último efluvio de Dios. Hay que saber lo que se es, y hacer lo que se debe, lo que se tiene que hacer. Sabe y conoce lo que eres y haz lo que debes hacer. Conócete a ti mismo, luego haz tu obra. Conócete y haz. Sócrates era un impostor. Conoció, en consecuencia, mintió. La esclavitud de pensamiento aplastó a Sócrates como a un sapo. Sócrates es esclavo en el pensamiento y esclavo en la obra. Esclavo en su pensamiento y esclavo en su acción. Cristo, la imagen de Sócrates, igual que el filósofo mendigo, es esclavitud y asesinato en su fe y en su crucifixión. La muerte de Sócrates y Cristo rezuman mentira y crimen. Del cerebro de Sócrates y Cristo salen la tragedia de Prometeo y el asesinato de Abel. Júpiter encadena a Prometeo en el Cáucaso y manda un buitre para que devore sus entrañas; y Jehová condena al fratricida Caín a errar con su marca de asesino por el mundo. Como ley imperativa en la sociedad se ha instituido la esclavitud y el asesinato. Occidente, edificado piedra sobre piedra por Sócrates y Cristo, es un mundo de esclavos y asesinos. Sea que la filosofía se ha hecho religión o la religión filosofía; sea que la razón se ha hecho fe, o la fe se ha hecho razón; el caso es que el cerebro-razón o el corazón-fe se equivocan, se hunden en el error. El caso es que el hombre de Occidente no es lo que es el hombre; el hombre de Occidente es lo que el hombre no es; el hombre de Occidente no es lo que el hombre es. El hombre es Cosmos; conciencia del Cosmos. El hombre es Señor del Cosmos Amo del Cosmos, Dios del Cosmos. El mandamiento cósmico es: Sé lo que eres

y haz lo que debes. Ésta es la ley suprema para el hombre como individuo y como sociedad. Ésta es la Verdad y la Libertad. La Verdad, que es conocimiento a ciencia cierta, no admite que Dios exista y que Dios ha creado al hombre. La Verdad proclama: No hay Dios en ninguna parte. Y, el hombre es Tierra con hálito de Sol. Y, el hombre es el único ser que tiene pensamiento; el único en la Galaxia Solar. Por tanto, la Galaxia Solar se ha hecho pensamiento y conciencia en el hombre. El hombre es la conciencia del Cosmos. Occidente, ciego y mudo, ha pasado por encima de la Verdad. Occidente es mentira, Occidente mata y miente; miente y mata… ¿Qué es filosofía? Es la ciencia del saber. ¿Qué es saber, qué es sabiduría? Sabiduría es la Verdad. ¿Qué es la Verdad? La Verdad es pensamiento y acto a ciencia cierta. La Verdad es el hecho concreto, real, de aprehender una cosa; La Verdad es aquello que nos entra por los ojos, por la inteligencia, por el corazón, y se hace acto. En la búsqueda y la conquista de la verdad hay que contar con la Libertad. Sin la Libertad no hay Verdad. Y sin la Verdad no hay Libertad. ¿Qué es la Libertad? Libertad es espíritu, conciencia, pensamiento sin cadenas. Un cerebro sin dioses ni amos. Europa, Occidente, en vez de la Verdad nos da la mentira, y en vez de la Libertad nos da la esclavitud y asesinato. Europa es mentira, esclavitud y asesinato. Su Dios es el Becerro de Oro. Su ciencia es la bomba atómica. Comunidad Amáutica: el reino de la Verdad y la Libertad El hombre es pensamiento, su pensamiento. Su destino es: hacer la Comunidad Amáutica; el reino de la Verdad y la Libertad.

El pensamiento socrático 1. El pensamiento socrático es pensamiento teológico. 2. El pensamiento socrático sale de Dios y acaba en Dios; parte de Dios y termina en Dios. 3. El pensamiento socrático afirma: la verdad está en el seno de Dios. Dios es la razón, el Ser, lo Absoluto. Y la libertad es «libertad interior», es decir, albedrío, libre albedrío. El hombre para el pensamiento socrático es una criatura de Dios. Dios: crea, cuida y recoge al hombre. El amo y señor del hombre es Dios. La vida es Dios; la voluntad de Dios. El pensamiento amáutico 1. El pensamiento amáutico es pensamiento científico. 2. El pensamiento amáutico sale de la ciencia y va en pos de la ciencia; parte de la ciencia y marcha junto a la ciencia. 3. La VERDAD es pensamiento y acto a ciencia cierta. La LIBERTAD es pensamiento sin cadenas; cerebro sin dioses ni amos. El HOMBRE es pensamiento; nada más que pensamiento. La VIDA es el hombre; nada más que el hombre. Lo TODO, el TODO, es el hombre. Fuera del hombre nada es; nada existe. El pensamiento es la vida, el pensamiento es el hombre. El que no piensa, el que no produce pensamiento, no tiene derecho a la vida, a la vida del ser humano. Sólo los que piensan y los que cuidan el pensamiento tienen derecho a la vida. Los amautas producen el pensamiento, y las Fuerzas Armadas, celosas guardianas de la comunidad, vigilan y se encargan que: el pensamiento sea acto y el acto pensamiento. Acto y pensamiento de la Comunidad Amáutica: el reino de la Verdad y la Libertad. [1] Fragmento del libro de F. Reinaga (1981), El Hombre, La Paz, Ediciones Comunidad Amáutica Mundial, pp. 103-143. Agradecemos a Hilda Reinaga,

heredera intelectual de Fausto Reinaga, por permitirnos utilizarlo para esta compilación.

Además del compilador, Esteban Alejo Ticona, participan en la obra: Roberto Choque Canqui Aymara. Es historiador con maestría en Ciencias sociales y políticas (FLACSO-Bolivia) y doctorando en Historia contemporánea. Fue director de las carreras de Antropología e Historia en la UMSA. Miembro de la Academia Boliviana de la Historia, es autor de varios libros, entre ellos Cinco siglos de historia. Jesús de Machaqa, la marka rebelde, vol. 1: La Masacre de Jesús de Machaca (1986 y reeditado en 1996) y otras investigaciones sobre la temática indígena educativa. Silvia Rivera Cusicanqui Es socióloga y tiene una maestría en Antropología en Lima. Es profesora en la carrera de Sociología de la UMSA. Es autora de varios libros, entre los que destacan Las fronteras de la Coca (2003); Cholas y Birlochas (2001); Oprimidos pero no vencidos, luchas del campesinado aymara y qhechwa 19001980 (1984 y reeditado en 2003). Igualmente, ha dirigido vídeos documentales y de ficción. Es docente emérita de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz. Fausto Reinaga Quechua-aymara, vivió entre 1906 y 1994. Nació el 27 de marzo de 1906 en el Jatum ayllu Macha de la provincia Chayanta del norte de Potosí. Aprendió a leer y escribir el castellano en su adolescencia, enfrentando mil vicisitudes logró dominarlos hasta llegar a la universidad y graduarse en Derecho en 1943. Fue escritor, ensayista, filósofo, activista e ideólogo indígena. Autor de cerca de 32 obras publicadas entre 1940 y 1991 y varios inéditos, entre las que se destacan, La Revolución india (1970 y reeditado en 2001). Su abundante producción intelectual dio origen al pensamiento político indígena contemporáneo, denominado indianismo.

AKAL / Otros títulos publicados

EL FIN DEL MUNDO YA TUVO LUGAR Oscar Scopa ISBN: 978-84-460-3615-9

LOS INDIGNADOS. EL RESCATE DE LA POLÍTICA Marcos Roitman Rosenmann ISBN: 978-84-460-3593-0

CAPITALISMO Y NIHILISMO. DIALÉCTICA DEL HAMBRE Y LA MIRADA Santiago Alba Rico ISBN: 978-84-460-3520-6