Bizancio: Perfiles de un Imperio
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Félix Duque Sergio Ramírez

Director de la colección: Diseño de cubierta:

© Ediciones Akal, S, A., 1997 Los Berrocales del jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Telfs.: s soldados del pre­

fecto acudieron a levantarla y encontraron dentro un esqueleto humano con una tablilla que decía: «Ni siquiera en la muerte me hallo lejos de Afrodita, la virgen sagrada». Sabe­ mos por los textos antiguos que un mago poderoso, Apolonio de Tiana, había encantado las estatuas de muchas ciudades, de forma que los relatos tradicionales invocaban el nom­ bre de este mago para distinguir en su patrimonio monumental una categoría especial de objetos maravillosos, estatuas o estelas, en las que radicaba algún sortilegio. Pese a que en las Parastáseis no se dice explícitamente, el hecho es bien conocido en Bizancio y aunque Apolonio, por su cronología y los viajes que se pensaba que había realizado, pa­ rece estar lejos de Constantinopla, la mentalidad que propicia toda esta literatura le ubi­ ca allí también sin el menor miedo al anacronismo. El término «espectáculo» (théama), por otro lado, es casi una palabra técnica para presentar en esta literatura la extrañeza que el objeto, por diversas razones, suele producir al que lo contempla y anda preguntándo­ se por él. Se trata de una palabra que puede ser traducida no sólo por «espectáculo» sino también por «estatua», «maravilla» o «milagro» (Dagron 1984, 41) y es usada igualmente para lugares donde abunda todo esto a la vez. El elefante, por otro lado, es un animal que aparece además en los Patria varias veces y tiene que ver en ellos con la muerte de al­ guien a quien devora. La estatua, de la que se teme con frecuencia su condición de hue­ ca, parece ser aquí tumba y el mensaje resulta, además de ambiguo, desazonador; se piensa que el sujeto de la frase hallada en sus entrañas de bronce es tal vez el mensaje, la pro­ pia tablilla o cajita, y que la poseedora de ésta es Afrodita, pero cabe también que sea una mujer la que manifieste con el mensaje que, ni siquiera muerta ella, dejará de amar, es decir estará separada de Afrodita. Si no es válido esto (y hay alguna conjetura para arre­ glar el texto), ¿qué significa entonces el mensaje? ¿Está muerta Afrodita y habla la tabli­ lla o caja? ¿A qué viene el esqueleto, mudo doblemente, en este espectáculo? El texto misterioso, de todas formas, es amétrico en su final y suena a epigrama funerario; los tra­ ductores, tanto los editores de la obra como Dagron, eluden como pueden el problema y este último apunta a una posibilidad que parece dar un cierto papel al esqueleto («inclu­ so la muerte no puede separarme de la sagrada virgen Afrodita» o bien «de la sagrada virgen de Afrodita»). ¿Pero era un esqueleto de hombre o de mujer? Mayor impresión, sin embargo, nos causa un segundo episodio recogido en estas mis­ mas Parastáseis (n.® 28); un día, una persona cuyo nombre no se nos dice fue con su amigo Himerio a un lugar de la ciudad llamado Kynegion a ver y estudiar las estatuas y observaron una que era pequeña pero muy ancha y pesada. La persona en cuestión se preguntaba acerca de ella sin saber de quién podría ser y entonces Himerio le dijo: «Aquí tenemos al constructor del Kynegion». A esto le respondió su amigo que el que había construido el lugar era Maximiano y que los planos eran de un tal Aristides; no pudo de­ cir más. De inmediato la estatua cayó al suelo y mató a Himerio. Lo que sigue resulta in­ cluso escalofriante; el lugar, que por cierto parece ser el viejo Anfiteatro en el que se desarrollaban los espectáculos de caza y los combates de gladiadores, se acabó convir­ tiendo en el sitio de ejecución de los condenados a muerte; en aquel momento estaba desierto, los criados, con las muías, lejos, así que nuestro amigo se vio obligado a arras­ trar el cadáver por el pie derecho —eso es lo que se nos precisa en el texto— a lo largo de tan tétrico lugar con la intención de arrojarlo a una fosa común cercana. No tuvo va­ lor para hacerlo, muerto de miedo, y lo dejó al borde. Corrió entonces hacia Santa Sofía —recordemos que el Kynegion (Dagron 1984, 32-34; Berger, 390-391) debía de estar re­ lativamente cerca de la iglesia, en la antigua Acrópolis— y le costó convencer a la gente de lo que había ocurrido. Deudos del muerto y gente del emperador que acudieron al lu­ gar quedaron asombrados y entonces, un «filósofo» —es decir un entendido en este ex­ traño mundo fantástico del que hablamos— declaró que había leído en Demóstenes que

aquella estatua mataría a un hombre célebre. Fue este filósofo, Juan de nombre, quien se encargó de informar al emperador del asunto y este último, Filípico, quien ordenó que inmediatamente se sepultara la estatua allí mismo y fue lo que se hizo ya que no se la pudo destruir. El narrador termina su relato diciéndole a otro amigo, a quien se men­ ciona en las Parastáseis varias veces, que preste crédito a lo que se ha contado y que ten­ ga mucho cuidado cuando mire a las estatuas antiguas, sobre todo a las paganas. ¿Cómo se ha de entender este texto? El lugar en que se desarrolla la historia no puede ser más siniestro; recordemos que allí se ejecutaba a los condenados a muerte y que, primitiva­ mente, tuvieron lugar en él muertes de gladiadores que, para los antiguos, formaban parte del grupo de los áhoroi, es decir, los muertos antes de tiempo, de modo que sus al­ mas debían de andar vagando sin descanso por allí; además, a finales del reinado de Justiniano se llevaron a cabo castigos contra los paganos en aquel mismo lugar. Por otra parte, realmente, la discusión sobre el constructor del Kynegion es verosímil ya que unos piensan que fue Septimio Severo mientras que otros afirman que fueron otros empera­ dores los que lo construyeron; sin embargo, es la reacción de la estatua —si puede ha­ blarse así— y, sobre todo, el consejo final, lo que caracteriza mejor este género de literatura. Igualmente llaman la atención la profecía sobre el comportamiento de la estatua que se leyó en Demóstenes aunque, claro es, no se trata del famoso orador ni sabemos quién pueda ser. Tampoco, finalmente, soñemos en encontrar aquí un esquema bien preciso de acciones teúrgicas o demonológicas a las que los neoplatónicos nos acostumbraron; aquí lo que hay no son encantamientos hechos sobre una estatua para hacerla animada y programarla con vistas a una acción futura sino sólo un sugestivo vocabulario muy po­ co preciso a este respecto y, eso sí, el mantenimiento de una atmósfera inquietante que logró pervivir a lo largo de toda la Edad Media e incluso después. Por ejemplo, en el Hipó­ dromo, según Pero Tafur, otro español también citado anteriormente —que estuvo allí a mediados del siglo xv—, había una estatua que llamaban «el justo» y que movía la ma­ no; «é dizíen» —escribe el viajero español— «que lo que dixese, cerrando la mano, que valíe la mercaduría, que ámas las partes quedasen por ello». Una vez, sin embargo, un vendedor poco honesto, enojado ante la decisión de la estatua respecto del precio de lo que pretendía vender, le cortó la mano y, así, «jamás nunca judgó». También en el mis­ mo Tafur podemos leer una historia semejante, aunque aquí ya no se trata de una esta­ tua; al otro lado del Hipódromo, nos dice, «está un baño con una puerta enfrente de la otra, é quando las mugeres eran acusadas de adulterio, los jueges fazíanlas levar aquel baño, é mirándola ellos, fazíanlas entrar por la una puerta é salir por la otra, é si estava sin cargo, pasava onestamente, é si non, non lo sintiendo ella, las faldas todas con la ca­ misa se le algavan tanto que de la ginta ayuso se podíe ver todo». La versión más próxi­ ma a esta leyenda que presenta Tafur es la de un peregrino anónimo ruso quien narra que, a la puerta del Hipódromo, había dos estatuas de mujeres que impedían la entrada a las adúlteras obligándolas a confesar sus culpas (Majeska 274). Vinculada a éstos y otros poderes del entorno monumental, como ya se ha entrevis­ to, está también de alguna manera la capacidad predictiva que, como es lógico, tiene que ver, sobre todo, con el porvenir que espera a la propia ciudad. «Las formas del decora­ do esculpido sacan pues una buena parte de su sentido de su lugar en la topografía de la ciudad. Participan además en su historia, aunque de manera diferente a como sucede en el caso de Atenas, Roma o Antioquía». No se trata ahora, en la capital del imperio bizan­ tino, de que esas estatuas, inscripciones o monumentos sean una «crónica en piedra y bronce incorporada al espacio urbano» (Dagron 1984,143) que rememore continuamente lo sucedido sino, más bien, tenemos que habérnoslas aquí, en Constantinopla, con un pun­ to de partida cero. Es decir, la mayor parte de las estatuas no tienen un pasado claro al

ser importadas y, por ello, se asocian, tras romper con ese pasado, con el porvenir de la propia ciudad. Así pues, aquí y allá, en un zócalo de una estatua, en la pezuña de un ca­ ballo esculpido, en una columna hueca, por todas partes, se puede leer —los «filósofos» son los que pueden leerlo— el destino que espera a la ciudad. En el Estrategion, por ejem­ plo, se alzaba un trípode o una estatua que indicaba el presente, el pasado y el futuro y el emperador Filípico ordenó retirar dos estatuas de un puerto con inscripciones referidas al futuro de Constantinopla. Ni que decir tiene que los enemigos que acechaban en estos mensajes, indescrifrables para el profano, eran precisamente los que, por aquellos tiem­ pos, tenían más posibilidades de llegar a ser los verdugos de Bizancio; los rusos apare­ cen ciertamente y, junto a ellos, se habla de latinos y búlgaros. Y ni que decir tiene tampoco que las inscripciones históricas, ininteligibles incluso para muchos avisados lectores, eran igualmente reenviadas al futuro, haciendo realidad esa tendencia general a transformar todo texto grabado en la piedra en un anticipo de algún acontecimiento realizado o a punto de realizarse en el momento justo de la lectura de la inscripción. Toda inscripción, todo relieve, toda estatua, todo monumento pues, es profètico y los ejemplos se multipli­ can, incluso fuera del ámbito restringido —y obsesivo— de este tipo de literatura sobre la ciudad que estamos considerando. Por ejemplo, a la puerta de Santa Sofía, escribe Ta­ fur, «está un grant edificio de una colupna labrada de cantos, más alta mucho que non es la capilla grande, é engima della está un grant cavallo de alatón dorado é un cavaliere engi­ ma dél con el un brazo tendido é con el dedo señalando la Turquía, é con el otro una mangana en la mano». La descripción se extiende un poco para decírsenos luego que un buen día la manzana se cayó y que, en opinión de los que la vieron, era «tan grande co­ mo una tinaja de ginco arrobas». Termina Tafur informándonos de que «este cavaliere dizen que es Constantino, é que prenusücó que, de la parte donde señalava con el dedo, avíe de venir la destruycion de la Gregia» y parece que así fue, apostilla. La descripción de esta columna, la Columna de Justiniano realmente, no la de Constantino, es sin duda más adecuada, aunque no tan gráfica, en González de Clavijo, quien se limita a escribir que «el cauallero que está en gima tiene el brago derecho alto, e la mano abierta, [y con la mano yzquierda del otro] brago tiene la rrienda del cauallo e vna pella enla mano Re­ donda e dorada» sin hacer referencia a profecía alguna. En realidad, la manzana, como es llamada no sólo por Tafur sino por otros viajeros y también por el cronista bizantino Cedreno, es un globo crucígero y ya el carmelita alemán del siglo xrv Juan de Hildesheim escribió de esta misma estatua que «habet pomum aureum rotundum more imperiali in sinistra» (Littlewood 56). Otro viajero, sin embargo, Petrus Gyllius, un francés que visitó la ciudad a mediados del siglo xvi, dejó escrito en una larga e interesante descripción que lo que el caballero de la estatua, es decir Justiniano, llevaba en su mano izquierda era un globo que venía a significar su dominio universal sobre todo el mundo y que, sobre éste, había una cruz, a la que atribuía todos sus éxitos en la guerra y su acceso a la dig­ nidad imperial; prosigue Gyllius diciendo que la mano derecha apuntaba al Este y parecía querer prohibir a los pueblos bárbaros que se acercaran; eso es precisamente lo que Cedreno y otros autores bizantinos nos dejaron dicho: que el emperador, con su gesto, lo que pretendía era advertir a los persas que debían respetar las fronteras del Imperio bi­ zantino, aunque hay viajeros que sugieren que el emperador señalaba al Sur (como apun­ tando a los árabes, la fútura amenaza) o al Oeste (hacia los Cruzados) (Majeska 240). Como es evidente, todos vieron la estatua pero o bien no a todos se les dijo lo mismo cuando se informaron sobre ella o, mejor, cada uno imaginó lo que se le antojó, así que interpretaron de forma diferente su ambiguo significado. La ciudad, además, funciona como un espacio sagrado; los Patria se encargan de de­ cirnos que, en los cimientos de cierta columna, yacen ocultas cosas como las cruces de

los dos ladrones, las cestas que se utilizaron en la multiplicación de los panes, reliquias de santos y, para contentar a los senadores paganos de los tiempos en que Constantino hizo levantar el monumento, nada menos que el Paladio traído de Roma, es decir, una estatua de Palas Atenea (Minerva para los romanos) que antes se creía que había esta­ do en Troya, un auténtico talismán que dotaba de fuerza a la ciudad. Este antiguo vigor pagano muy pronto, en el siglo v, pasará a un segundo lugar al conseguir Constantinopla un talismán aún más poderoso: el vestido de la Virgen, que había sido descubierto en un pueblecito de Galilea, robado por dos patricios y, con el consentimiento de la pro­ pia Virgen, llevado a la ciudad, donde se guardó en la iglesia de Blachemas. La fuerza que estas reliquias transmiten se refleja por doquier; para los bizantinos son auténticos apoyos a los que hay que acudir en las situaciones de crisis y a más de uno se le deben victorias señaladas. Y no sólo el espacio de la ciudad guarda en sí monumentos, estatuas, cargados todos ellos de poderes, o reliquias poderosas que todas las naciones del orbe sueñan con poseer; el propio espacio de la ciudad está concebido de una manera espe­ cial por quienes viven en ella, de modo que incluso los movimientos del emperador en sus desplazamientos se ajustan a patrones determinados como ha sido estudiado re­ cientemente por Auzépy y conocemos por las descripciones de ceremonias que con­ servamos. Todos estos poderes casi mágicos de la ciudad, finalmente, acabaron por afectar también a sus conquistadores; tras la toma, los turcos siguieron mucho tiempo bajo la impresión que aquellos vetustos mármoles les causaban; hasta el siglo xvii, por lo me­ nos, la gente seguía viendo en los relieves que adornan el zócalo del Obelisco egipcio de Teodosio, las conocidas escenas del emperador asistiendo a diversos espectáculos y celebraciones, profecías sobre el futuro de la ciudad como testimonia el viajero Evliya Oclebi, turco él mismo (Majeska 257, n. 111), quien, por cierto, no dudó en apropiarse del monumento para su pueblo, escribiendo que, en vez de Teodosio en el año 390, había sido un turco quien lo puso en pie (Iversen 32, n. 9). No tardaron mucho tiempo en con­ siderar a Constantinopla los turcos también como una ciudad sagrada y, para ello, Mehmcd II se apresuró a construir una mezquita en el lugar donde su guía espiritual había encontrado la tumba de Abu Ayyub al-Ansari, un compañero de Mahoma que había muer­ to en el sitio de la capital bizantina el año 669; la ciudad fue a partir de entonces una ver­ dadera ciudad sagrada del Islam y su nombre griego, Istimbol (salido de un «a la ciudad» en griego), pasó a ser Islambol, es decir, un sitio lleno del Islam. Años más tarde, pre­ ciadas reliquias aumentaron la fuerza que los viejos edificios misteriosos y los «defen­ sores espirituales» de la milenaria ciudad habían ido acumulando en ella; en 1517, del Cairo y de la Meca el sultán hizo traer, entre otras muchas cosas, un diente del Profeta y algunos pelos de su barba (Mansel 42). Una vez más, ese trasfondo oscuro, sagrado, ominoso de la ciudad, nos atrae hacia su verdadero centro de gravedad. Constantinopla sin embargo —como ya se ha visto—, considerada de un modo especial por sus habi­ tantes, no dejó de ser tampoco amada (u odiada) por los otros súbditos del Imperio que no vivían en ella. Su identificación con el emperador, con sus élites, con la burocracia, la justicia y los recaudadores de impuestos, con el lujo o la decadencia moral, movieron a muy diferentes reacciones a los bizantinos, aunque no puede pasarse por alto la impor­ tancia que para todos ellos tuvo como símbolo.

IV Una civilización e n tre la oralidad y la e s c r i tu r a A quien visita en las afueras de Atenas el hermoso monasterio de Dafni, con sus ex­ traordinarios mosaicos de en torno al año 1100, tal vez no le parezca extraña la presencia de un Pantokrátor que preside la igle­ sia apretando con su mano izquierda, contra su corazón, un libro que lleva en su tapa una cruz. Aparte de que este motivo aparece ya en el arte bizantino media docena de si­ glos antes por lo menos, aparte de que en las representaciones artísticas bizantinas no es nada raro ver a los apóstoles y santos con volúmenes o códices en sus manos y de que, en los Evangelios, es bastante frecuente contemplar miniaturas que muestran a los pro­ pios evangelistas aplicándose a la labor de escritura de los libros sagrados, lo que más contribuye a que no demos demasiada importancia a esa imagen de Dafni es el hecho de que, al ser el cristianismo —como se ha dicho repetidas veces y por multitud de in­ vestigadores— una «religión del libro», con harta frecuencia sus fieles ven, leen, copian, comentan, aprenden, escuchan, o, simplemente, tienen presente la palabra de Dios es­ crita para siempre y a ella se remiten de continuo. En las representaciones religiosas bi­ zantinas se puede ver igualmente, con cierta frecuencia —por ejemplo en Santa Sofía de Constantinopla—, un trono vacío y, en él, un libro sagrado. Su significado no ha sido siem­ pre el mismo; al principio, el trono vacío y los objetos o animales que podía haber en él (Evangelios, cruz, instrumentos de la pasión, paloma, etc.), parecen aludir a la presencia mística de Dios junto al trono imperial o a algo similar; sin embargo el nombre dado comúnmente a esta escena, hetoimasía («preparación»), alude precisamente a la prepa­ ración del trono para la segunda venida de Cristo o parusía. No parece pues nada se­ cundario el papel que desempeña ese libro en tan destacado lugar y todo nos lleva a colegir una vez más que el libro sagrado, la Sagrada Escritura, tiene una importancia capital en Bizancio. Por otro lado, Hunger 1989,14 ha llamado también la atención sobre el hecho de que en la poesía religiosa (los kontakia de Romano Melodo en concreto, escritos en el siglo vi), aparecen más de una docena de referencias a un cierto comercio epistolar que tiene lugar entre el cielo y la tierra, de tal manera que, al ser representada esta Idea

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on el arte, podemos contemplar cómo, a semejanza del emperador, Cristo envía misivas o documentos cancillerescos a los hombres (el topos de la carta enviada por Dios que apa­ rece flotando en el aire en una iglesia es frecuente en el Occidente medieval y ha sido bien estudiado), mediante los cuales les otorga beneficios y concede lo solicitado en las peticiones que, por medio de oraciones, se le han ido elevando; hay algunas miniaturas en códices con escenas de este tipo en las que destacan los volúmenes desenrollados y escritos que portan los personajes representados. En definitiva, la civilización bizantina no sólo es evidente que puede calificarse de cultura alfabetizada o de la escritura —sus miles de manuscritos, por otra parte, parecen testimoniarlo bien claramente— sino que, al tiempo, la escritura ocupa en la mentalidad bizantina, merced a las creencias religio­ sas por supuesto, pero también por la rica tradición literaria y escolar recibida de la An­ tigüedad, como es obvio, un lugar no despreciable. ¿Invalida de algún modo esta sin duda alguna esperada conclusión el que nos plan­ teemos la cuestión de la oralidad en Bizancio? Desde luego que no; efectivamente, hay que notar, lo primero de todo, que se dan ciertas paradojas en la afirmación sin más de que Bizancio es una cultura escrita. No siempre, en primer lugar, los bizantinos han re­ verenciado la escritura (en ocasiones la han rechazado, despreciado o tomado los libros por accesorios); en segundo lugar, no siempre se ha mantenido el mismo nivel general di; alfabetización y, además, en no pocas ocasiones, la escritura ha sido empleada en es­ ta civilización con un valor diferente al habitual, es decir, encaminada no hacia la comu­ nicación normal sino por otros derroteros (por ejemplo, la escritura de los documentos mágicos y lo que a ella rodea). Todo esto, en fin, nos lleva a juzgar de interés profundi­ zar en la cuestión. Y por si fuera poco, lo que conocemos sobre la alfabetización del Im­ perio nos indica que no todos, ni siquiera la mitad, podían leer y escribir, y sabemos también que la vida diaria del ciudadano, aunque rodeada de libros en muchos casos —es­ pecialmente en el caso de una élite—, tenía un elevado componente oral que puede con­ cretarse en los numerosos actos litúrgicos, ceremonias oficiales, miles de discursos, tradiciones populares reflejadas en vidas de santos o crónicas, poesía popular, novela y algunas cosas más de las que tenemos noticias por los mismos textos escritos. La idea de Kazhdan-Constable 103, autores de una penetrante introducción a la civilización bi­ zantina, es a este respecto, en resumidas cuentas, que «it must be decided whether By­ zantine culture was oral or written»; para otros investigadores —Patlagean 1979,274, por ejemplo— el binomio tan común hoy día que consiste en escritura y público lector «n’est en réalité à Byzance qu’une partie d’un système de communication plus complexe». Por un lado, en efecto, está el alcance real de la alfabetización que, como se sabe, en todas las vidas de santos, ya desde el siglo rv, aparece aludida en los comienzos de la educa­ ción de éstos, y puede decirse que constituía casi un topos. Luego hay que pasar a lo que nos muestran sobre el nivel de maestría en la escritura las signaturas de los muchos documentos que poseemos; hay que considerar, además, el aspecto oral de los poemas épicos, las lecturas públicas (como las que se han supuesto ya para Focio y sus amigos), los discursos y, en fin, considerar todo ese largo etcétera de elementos que nos aportan indicios válidos acerca de la oralidad en el Imperio. Por tanto, la respuesta a lo de saber si Bizancio es una cultura escrita u oral no parece tan fácil en principio; o, mejor, si se quiere, lo que parece es que la pregunta está tal vez mal planteada. Que es difícil res­ ponder lo seguimos viendo por algunas otras paradojas que, de inmediato, nos sorpren­ den. Por ejemplo, se ha venido diciendo por algunos autores que el colapso de la Antigüedad acabó en parte con los elementos de la cultura escrita y que las grandes bi­ blioteca« y mucho» libro» desaparecieron; pese a que algo de esto hay, sin embargo no dtbemoa olvidar que la Antigüedad, que si tenia efectivamente muchos libros y bibliote­

cas, poseía no obstante una cultura fundamentalmente oral (en ella, el teatro, por ejem­ plo, era un factor educativo de primera magnitud). Argumentos como éste son los que nos ponen constantemente en guardia frente a un análisis apresurado de los datos de que disponemos; además, las investigaciones que sobre la pervivencia de la oralidad y sus relaciones con la escritura se han llevado a cabo sobre el Medievo occidental nos invitan a pensar que, descontando algunas diferencias, la situación en el Oriente bizantino debe de ser parecida. Antes de seguir adelante, sin embargo, conviene que definamos, aunque sea con rapidez, lo que se suele entender hoy día por Orality y Literacy, la Mündlichkeit y Schriftlichkeit de nuestros colegas alemanes que, en español, podemos verter, en el con­ texto que aquí nos interesa, por cultura oral y cultura escrita. Para ello, el libro de Rosalind Thomas, Literacy and Orality resulta de especial interés. «Oralidad», para ella, es ciertamente una palabra que ya en principio implica cierta vaguedad. En primer lugar, «oral» —en este contexto, claro es— significa esencialmente la cualidad de la palabra pro­ nunciada por la boca y no escrita, de modo que «oralidad» sería el hábito de servirse de la comunicación oral mejor que de la escrita. En este sentido, la palabra «oralidad» («ora­ lity»), parece haber sido acuñada, al menos en inglés, sobre el modelo de «literacy» pa­ ra evitar utilizar un vocablo como «illiteracy» que tiene implicaciones negativas. Una cosa es la «comunicación oral» y otra la «tradición oral». Los historiadores antiguos, por ejem­ plo, acuden con frecuencia a «comunicaciones orales» con sus testigos pero también sue­ len fiarse de la «tradición oral» que, claro está, no implica necesariamente que estén vivos los testigos q.ye asistieron al acontecimiento ni, por supuesto, que sea verdad lo trans­ mitido. Finalmente, un tercer concepto es el que recubre la comunicación de la literatu­ ra, es decir lo que otros llaman la «oral performance», la ejecución, interpretación o realización oral de la obra en cuestión que, como es lógico, puede ser también una obra escrita. La diferencia de esta última con una obra oral, es decir, compuesta oralmente, ra­ dica en las características de lo que se llama la «composición oral», que es lo que practi­ ca el poeta oral (entre otras cosas, las fórmulas y repeticiones que conocemos muy bien en el mundo antiguo). No iremos más allá —aunque lo que hemos dicho es muy ele­ mental— en la exposición de este interesante libro de Thomas cuya lectura recomenda­ mos vivamente por su claridad. Ya preparados con estas breves observaciones de índole general, podemos acercar­ nos ahora más decididamente a la cultura oral en Bizancio. Ha sido al hablar en torno a la literatura «instrumental», es decir, el ti­ po de libro o manuscrito “práctico”, utilizado con mucha frecuencia por su utilidad in­ mediata y diferente por ello del literario o religioso más apartado del uso inmediato, cuando Antonio Garzya 1981, recogiendo opiniones de otros autores, ha escrito que es difícil que haya existido en Bizancio una literatura dirigida a un público general ya que ese público general no existía. La publicación, o simplemente puesta en circulación, de todo libro bus­ caba un público que coincidía casi forzosamente con el formado por la gente educada que sabía leer y que no era exageradamente amplio, aunque, desde luego, más amplio de lo que en ocasiones se piensa, según han podido estudiarlo Browning y otros autores, co­ mo se verá más adelante. Dejando aparte el asunto del precio de los libros, que impedía también una masiva difusión de éstos (véase recientemente Schreiner 1990), lo que nos interesa ahora es analizar el impacto general de la orolldad/auralldad en Bizancio, para así formarnos una idea previa sobre las limitaciones de la cultura escrita. Desde luego, para Garzya 1981, 44 —y en esto coincide con otro» estudiosos—, con el término «orali*

Cultura oral

dad» aplicado a la sociedad bizantina, habría que pensar en concreto «en las innumera­ bles comunicaciones orales representadas por la lectura pública de discursos, cartas, tex­ tos edificantes, homiléticos, hinnográficos, oficios litúrgicos, etc., y en los lugares más variados, de la sala en la corte a la plaza de armas, del interior del monasterio a la asam­ blea eclesiástica abierta, por no hablar de lugares técnicos como la escuela». Piensa es­ te autor que no es necesario detenerse en otros aspectos, quizá más técnicos, propios de una cultura oral aunque, como es lógico, a ellos hace igualmente referencia. Por ejemplo, afirma que la oralidad en Bizancio no debe ser entendida en el sentido que ya en su tiempo lo hizo Aretas, el famoso erudito de los siglos rx-x, cuando habla de que la poesía épica antigua se ha transmitido parcialmente de manera oral (Beck 1971, 50) —ya de es­ to se daban cuenta los bizantinos—, ni tampoco ha de ser entendida la oralidad Bizancio en el sentido de que una redacción del poema Digenís, la de El Escorial precisamente, pueda mostrar una cierta influencia oral en su acabado, como de hecho así parece y se discute hoy día. Tampoco pues debería tomarse —añadiremos nosotros por nuestra parte— en el sentido de que una crónica en verso, la de Morea (compuesta en verso político y con su manuscrito más antiguo copiado a finales del xrv), pueda tener fórmu­ las que recuerdan más o menos a las homéricas y que, por supuesto, se ponen en pa­ rangón con las que existen en francés o inglés medieval. Sin embargo, todo esto se da también en la realidad, de forma que, aunque sea con brevedad, haremos referencia a ello más adelante. Que, por otra parte, la cultura escrita existe en Bizancio es ocioso in­ tentar demostrarlo: resulta bastante evidente; ahora bien, que este aspecto general que liemos mencionado hace un momento tocante a la «oralidad/auralidad» tenga una im­ portancia clave también, es ya menos conocido pero no por ello menos evidente para la investigación moderna. Mullett ha trazado las etapas fundamentales de estas investiga­ ciones en su «Writing in Early Medieval Byzantium» y, tal vez no sin humor, ante los re­ sultados que postulan lecturas públicas de casi todo, se pregunta si no sería el momento de que los bizantinistas se pusiesen a la labor de buscar qué obras concretas estaban es­ critas para no leerse en público. Las breves indicaciones generales que hemos dado ya al principio de este capítulo permiten situarnos perfectamente, sin la menor ambigüedad metodológica, en esta par­ cela de la realización oral («performance») y no confundirla con la transmisión oral ni con la composición oral, asunto al que ya hemos aludido de pasada y es tomado en con­ sideración, entre otros, por Beatón 1980,179-192. Por ejemplo —para ir desgranando lo más interesante de los factores que conforman la oralidad bizantina—, en lo que toca a los discursos, que podemos ver muy abundantemente en esta civilización, Ahrweiler 1967 —nos lo recuerdan Patlagean y Garzya— ha estudiado una arenga al ejército de Oriente (demegoría) que equivale a un tipo de documento destinado a ser leído a los interesa­ dos, es decir, una circular, designada en la cancillería imperial con el término de syllabé. Pues bien, este documento, repleto de cosas rutinarias y retórica no carece en modo al­ guno de importancia; incluye, por ejemplo, el juramento que los jefes del ejército le ofrecían, en un acto ceremonioso, al emperador, fórmula poco conocida por las fuentes aunque, de hecho, sabemos de varios ejemplos parecidos. Se trata, por lo tanto, de un documento con detalles militares, históricos y de otro tenor, y especialmente interesante porque nos permite conocer «un genre d’écrits qui tient une place importante dans la littérature militaire médiévale» (Ahrweiler 1967,404) o sea un tipo de arengas imperiales que eran leídas a los soldados. La gran variedad de tipos de discursos que se nos recogen ya en la obra del famoso Menandro Rétor (autor de la tardía antigüedad) y permiten alabar lo mlanio al emperador que a las ciudades, supone también la creación de un material inmenao para ser leído y transmitido oralmente. Tenemos en Bizancio una gran variedad

de discursos, cada uno con su denominación concreta, utilizados al recibir al emperador que llega del extranjero, que se marcha, cuando se casa, cuando es coronado, en su cumpleaños y otros tipos más. Otros productos de encargo imperial, como los prooimia y los silentia, leídos ante el propio emperador por los oradores de la corte, se unen a las conferencias eruditas que otros rétores daban delante de la primera autoridad del Impe­ rio. Un orador, Miguel de Anquíalo, pronunció una de éstas ante Manuel I Comneno y, como él, otros muchos lo hicieron, aparte de los que se encargaban de hablar sobre te­ mas religiosos en palacio, coincidiendo con las festividades de importancia. Un género oratorio por excelencia es el encomio en prosa o en verso; los temas son muy variados y, claro está, caben en ellos algunos asuntos de entre aquellos que no parecen los más adecuados para ser alabados , es decir, la calvicie, la mosca, la pulga, etc. Se trata de un «tour de forcé» que muestra la habilidad del orador, que es recompensada con el aplau­ so del público. Pensemos en la enorme cantidad de encomios o panegíricos que Ma­ nuel I Comneno mereció a lo largo de su vida y en la producción oratoria de este tipo que, por una casualidad, se conserva gracias al manuscrito de El Escorial I I I 10; Manuel fue elogiado, que sepamos, por Miguel Itálico, Teodoro Pródromo, Basilio Achrideno, Eustacio de Tesalónica, Nicéforo Basilakes, Miguel el Rétor, Miguel de Anquíalo, Eutimio Malakes, Constantino Manasses, Juan Diógenes, Gregorio de Antioquía y otros muchos más; «miles», dicen algunas fuentes, y el equiblibrio entre tópicos y alusiones políticas, a veces sutiles, apasiona a los estudiosos de este tipo de literatura. Monodias, «consolationes», epitafips (elogios fúnebres) se suceden sin solución de continuidad en la vida de la corte y, por si fuera poco, la retórica colabora en inmortalizar no sólo al emperador ante sus súbditos sino también los lugares u obras de arte que le rodean. La ékphrasis o descripción —por ejemplo, la de Santa Sofía obra de Pablo Silenciario— resuena ya en el siglo vi y nos sumerge en un mundo poético que vivirá hasta la caída del Imperio. Sin ir más lejos, cuando Manuel II Paleólogo fue en busca de ayuda a Francia para combatir a los turcos en un viaje del que ya hemos hablado un par de veces, durante su estancia en el antiguo palacio del Louvre (estuvo en Francia entre 1400 y 1402) tuvo tiempo de admirar detenidamente un tapiz y de escribir una ékphrasis de él. Pero no olvidemos que existen pruebas de que estas composiciones, con sus prólogos retóricos (a veces se con­ servan más de uno por pieza), se leían públicamente en determinadas ocasiones. Y hablando de lectura, hay que señalar que parece del todo imposible que algunos de estos textos retóricos, discursos sobre todo, pudiesen ser aprendidos de memoria y, por lo tanto, todo lleva a pensar que tuvieron obligatoriamente que ser leídos. No pocos son de gran extensión —por ejemplo, el epitafio que Manuel II escribió con motivo de la muerte de su hermano el déspota Teodoro de Mistrás en 1407 tiene más de 100 páginas de texto impreso— lo cual dificulta mucho la tarea aunque, a tenor de las proezas memorísticas que se cuentan de algunos bizantinos, todo podría ser posible. Sin embargo, esta larga pieza en concreto ni siquiera fue leída por el emperador sino que lo fue por Isidoro de Kiev y tal vez Demetrio Gaza, que leyeron en una ceremonia la mitad cada uno. Que se leían viene indicado muchas veces en el título que, en los manuscritos, acom­ paña a las diversas obras de este estilo. Esta costumbre, claro está, implica que la escri­ tura fuese clara, que tuviese los adecuados signos de interpunción, acentos etc., como los paleógrafos y codicólogos ya han confirmado en ocasiones. La alusión a la memoria, una facultad fundamental en toda cultura oral, nos obliga a hacer alguna breve referencia a ella. Mullett 1984,199, n. 123, recuerda que en una obrita de Miguel Italo aparece un sa­ cerdote llamado también Miguel que se sabía de memoria toda* laa obras de Teodoro Pródromo y podía recitarlas; de Psello sabemos que conocía la ¡liado do memoria, tal como aparece en su De o m n ifa ria doctrina. Por lo que toca finalmente • Juan TtoUea,

sus dificultades económicas crónicas le obligaron a desprenderse de sus libros con el re­ sultado, tal vez un tanto exagerado, de que él mismo nos dice que su cabeza era su bi­ blioteca. En estudios recientes se ha hecho mucho hincapié en la supervivencia de la mnemotécnica antigua especialmente en lo que se refiere al Renacimiento y la Edad Me­ dia, aunque no parece existir sin embargo un estudio monográfico sobre la memoria en la civilización bizantina. En otro orden de cosas, tampoco vamos a entrar en el mundo de la escuela en su amplia variedad, donde las «declamationes», los progymnásmata, los simples ejercicios infantiles, etc., tanto protagonismo tuvieron. En este sentido conviene señalar que muchos manuscritos de obras filosóficas que vienen de la antigüedad llevan escrito en sus copias bizantinas la frase apó phonés; como M. Richard estudió, se trata no de una escritura realizada por un escriba «al dictado de» otra persona (un tema dis­ cutido ya desde hace años), sino de un texto, interpretación, comentario, según la en­ señanza, explicaciones, etc., de un maestro, «de acuerdo con su magisterio oral» en definitiva. Por otra parte, en su origen la literatura introductoria a materias como la gramá­ tica, las cuestiones religiosas, las ciencias etc., lleva el título de erotapókrisis, erótema; cierto que esto no significa nada en lo que se refiere a su transmisión, pero nos recuer­ da su origen (preguntas y respuestas) y su uso posible en un medio escolar. Si pasamos ahora a la vida litúrgica, el espectáculo de los rezos, homilías, etc., nos causa la misma impresión anterior. Hay un caso concreto, señalado por Pallagean y Garzya, que vale la pena traer aquí a colación. J. Gouillard 169 y ss. afirma que el Synodikón de la Ortodoxia, por ejemplo, se leía desde el pulpito igual que el evangelio o las homilías. Los manuscri­ tos conservan sus fórmulas de introducción tales como «El diácono: atención»; «el sa­ cerdote: la paz sea con vosotros»; «el diácono: ¡Sabiduría! Después el lector comienza el prólogo». Además, tenemos miniaturas en los códices que nos muestran que su lectura era pública. Su lugar dentro del oficio litúrgico, finalmente, variaba según los sitios. La lectura de esta obra, con su primera parte de recuerdo a las personas fallecidas y una se­ gunda poniendo de relieve las herejías condenadas que debían ser evitadas por los fie­ les, sin duda alguna moldeaba la opinión del pueblo y era una referencia segura sobre todo en lo segundo. Su texto, además, fue acrecentándose con el tiempo. En general, para todo lo que se refiere a este campo dentro de la vida eclesiástica, los investigadores remiten a S. Antoniadis, cuya obra es un prometedor campo de estudio. En la iglesia tam­ bién, por ejemplo en Santa Sofía, existían didáskaloi, maestros, que se encargaban de didaskalías prooimia, una especie de conferencias o sermones. Pero hay otros aspectos mucho más interesantes en donde encontrar la presencia de la oralidad. La carta, en concreto —estudiada en parte igualmente por Antonio Garzya— es una mina de datos. Sabemos que la producción epistolar bizantina ha sido inmensa y que, con mucha frecuencia, va dirigida a ser leída en un círculo literario ya que hay que tener en cuenta que el antiguo théatron de la tardía antigüedad va a quedar en uso, co­ mo ya tendremos ocasión de ver, hasta los últimos años del Imperio. En concreto, Igor Medveded 1984 ha estudiado con detención esta presencia de «teatros» en época de los Paleólogos, sus reuniones y lecturas y esto le ha llevado a proponer un cierto parecido con lo que ocurría en Occidente por las mismas fechas. En concreto, la costumbre de leer las cartas en voz alta está presente en la sociedad bizantina desde siempre, de forma que los interesados en ellas, incluso los analfabetos, podían conocer y apreciar todos los par­ ticulares, con inclusión de los retóricos (que no son pocos), contenidos en ellas, pese a su incapacidad para leerlas. Hunger 1989,125, ha llamado la atención a este propósito so­ bre el hecho de que es un error creer que, en el Medievo bizantino, se leía en voz alta menos que lo que se había leído en el mundo antiguo. Lo dicho desde luego nos sor­ prende, habida cuenta de la serie de trabajos que nos muestran que la lectura en voz al­

ta era privativa de la Antigüedad; parece haber sido, de todas formas, en el siglo iv, cuan­ do esta costumbre empezó a declinar, aunque es evidente que en ciertos ámbitos se man­ tuvo. Agustín de Hipona ha escrito en sus Confesiones —un pasaje ciertamente discutido— cuánto le sorprendió ver que Ambrosio leía un libro sin que de sus labios saliera el me­ nor sonido («vox autem et lingua quiescebant»). El propio Hunger, en un manuscrito de Viena, Vind. Theol. gr. 243, f. 62 r-v, de principios del siglo xv, encontró un texto intro­ ductorio a los rudimentos de la educación en el que se habla de cómo hay que aprender a escribir y a leer en la escuela y, después de otros consejos —que por cierto están es­ critos en los márgenes de un texto retórico-político (el «espejo de príncipes» de Agapeto Diácono)— acaba diciendo el anónimo autor que hay que «leerlo en voz alta siempre». Otros consejos sobre la lectura que parecen estar, sin embargo, mucho más firmemente anclados en las tradiciones de la cultura escrita y en el manejo diario de los libros (así como bien cerca de la psicología del lector) nos son ofrecidos por Cecaumeno, autor del siglo xi que escribió un librito de consejos a su hijo extraordinariamente interesante. So­ bre la lectura a lo largo de los siglos el libro de Cavallo-Chartier (eds.) es excelente, aun­ que no contiene ningún estudio dedicado a Bizancio. La lectura de la carta en voz alta, ya sea privadamente o en los teatros o círculos literarios de los que se ha hablado, nada tiene pues de extraño e, incluso, sabemos que los autores podían obtener premios como con cualesquiera otras obras literarias a concurso y que, en muchos casos, cartas sobre cartas explican que éstas se utilizan de modelo como piezas muy aconsejables para ser imitadas (recdrdemos el gran valor que la mimesis tiene en la literatura de Bizancio). Tam­ bién dentro de ellas se encuentran expresiones que parecen probar su lectura en voz al­ ta: «las palabras que tú has oído al leer mi carta», le dice un personaje a otro, «son verdaderamente las mías», de manera que, para los bizantinos, este ritual epistolar lleva a definir la epístola como «conversación de un amigo con otro» (así José Rhakendytes en su Synopsis rhetorica); en otra ocasión, otro personaje dice que «un amigo sin cartas es como una lámpara sin aceite». En fin, los muchos recursos retóricos que presentan estos productos literarios, a veces de un valor bastante modesto, llevan también a pen­ sar que su lectura en voz alta era cosa esperada. Quedan todavía otros aspectos de interés. Los teatros ya citados pudieron ser —y así se piensa— el escenario de lecturas de sátiras a la manera lucianesca (Mazaris, Timarión, Filopatris) que, de boca en boca, se extendieron por el Imperio; e, incluso, en los textos hagiográficos, en ocasiones se refiere el autor a los lectores de ellos como «oyen­ tes». Por cierto que las vitae de santos están repletas de una serie de tópicos retóricos, del cuento popular, y de otros ámbitos. Finalmente, una manifestación literaria como las aclamaciones, que se llevaban a cabo en honor de los emperadores y servían como apo­ yo a los mismos entre otras cosas, debe ser señalada, ya que las preparaban auténticos profesionales que seguían precedentes romanos antiguos (P. Maas ha estudiado la cues­ tión). El espíritu de la celebración de un triunfo, con su procesión vistosa, desfile, icono llevado en un carro y otras muchas cosas debió de impresionar a los ciudadanos. Un ri­ tual como la proskynesis del vencido, e incluso la calcatio en ocasiones (respectivamente el hacer una profunda reverencia o utilizar a alguien —normalmente un jefe enemigo ven­ cido— como escabel para subir al caballo), tuvo por fuerza que dejar huellas en el pú­ blico, tal como McCormick 144 señala refiriéndose a diversas fuentes. Y ni qué decir tiene que en algún caso el rebelde prisionero de turno era castigado allí mismo con amputa­ ciones y paseado ritualmente sentado al revés en un asno, lo que debía añadir al es­ pectáculo un atractivo mayor a ojos del pueblo. Sobre esta crueldad (tanto los castigos en sí mismos como su integración en el derecho, su interpretación profunda y otro* as­ pectos) hay estudios recientes; con una sistematización algo manlquea que describe lo

bueno y lo malo que los bizantinos recibieron de su herencia oriental y occidental, Diehl 127-9 ha intentado retratar el carácter bizantino. En ocasiones, un cortejo podía ir proclamando a voces los crímenes del vencido y comunicarlos así a la población de Constantinopla. En un marco parecido tenían lugar las aclamaciones en el Hipódromo com­ puestas para la ocasión. En lo que toca a detalles de la organización, este mismo estudioso, McCormick 199, habla de los anuncios que advertían de tales eventos y que podían ser escritos (mandata) así como «de viva voz», estos últimos, efímeros por naturaleza, de­ saparecidos sin dejar apenas huellas. Con todo, «es bien conocido» —escribe el mismo McCormick— «que los anuncios verbales de fechas, horas y lugares fueron una parte integrante de la práctica litúrgica tardo-antigua». Los coros que en cada parada del re­ corrido (katá tópous) cantaban las felicitaciones al emperador son otro elemento de mu­ cho interés; en el año 879, por ejemplo, Basilio I —recordemos lo que hemos dicho a propósito de la sacralidad de Constantinopla en sí misma y de los recorridos del empe­ rador por la ciudad— disfrutó de dos ceremonias fuera de las murallas y se detuvo nada menos que diez veces; diez recibimientos (dochaí) tuvo pues el cortejo entre la Puerta de Oro y la Gran Iglesia (McCormick 212-3). La primera aclamación que recibió, según sabemos, tenía dos veces la fórmula «gloría a Dios» y una vez la que reza «gloria a Ti, Trinidad», seguidas de los beneficios (victorias, engrandecimiento del poder...) conce­ didos por tales benefactores al emperador; este esquema parece haber sido el tradicio­ nal en las aclamaciones triunfales de los siglos rx y x y creemos que esta simple mención basta para sugerir la atmósfera impresionante que debía rodear a esta comunicación oral entre el emperador y su pueblo. En unos siglos en que los posibles estímulos para el pensamiento fueron mucho más limitados que hoy en día, con todos los periódicos, li­ bros, radio, televisión, películas, vídeos, redes informáticas, etc., de que disponemos e in­ cluso en épocas en las que los manuscritos no abundaban y además el público lector no era demasiado abundante, la influencia de los sermones eclesiásticos o de los discursos públicos, cuando los había, ha escrito Robin Cormack 49, debió de ser enorme y lo mis­ mo debió de suceder con la de las obras de arte y, claro está, sugerimos nosotros, tam­ bién con estas representaciones corales en un marco tan teatral como es el de las celebraciones triunfales. Como tal vez sea interesante ofrecer al lector algunas indicaciones algo más técnicas a propósito de aspectos llamativos y controvertidos de una cultura oral superviviente in­ serta dentro de una escrita, la «composición oral» por ejemplo, nos referiremos breve­ mente a la discusión en torno a la novela (casi toda ella en verso) y a un largo poema histórico conocido como la Crónica de Morca; aunque, como hemos dicho, no es nues­ tro propósito entrar de lleno aquí en estas debatidas cuestiones —la bibliografía recien­ te es abundante—, sino limitarnos a trazar un panorama general de lo que podríamos llamar las «características orales» de la civilización bizantina, alguna indicación sumaria creemos que será útil. En lo que se refiere a la novela, Agapitos-Smith 90 y ss. han ex­ puesto con detención y la bibliografía pertinente las teorías que existen a propósito de las similitudes verbales tan frecuentes entre las novelas; hay tres: la primera es la teoría de la interferencia de los escribas, la segunda la de los préstamos literarios y la tercera la de la teoría oral-formular, mantenida por Michael y Elizabeth Jeffreys. Es esta última, por supuesto, la que aquí nos interesa y sobre ella hay que decir, con otros muchos investi­ gadores —Eidenaier es uno de ellos—, que, por desgracia no tenemos evidencia alguna de que, tras los textos escritos en vernáculo, exista tal tipo de tradición oral. Por supuesto, tampoco la había para la Ilíada y la Odisea, escriben Agapitos-Smith, y, sin embargo, Milman Parry halló pruebas decisivas. De todas maneras, el sistema formular que pue­ de encontrarse en las novelas no merece del todo ese nombre y el que se encuentra en

otras composiciones tampoco se parece en mucho a las complejidades homéricas aun­ que, la verdad sea dicha, en ciertos casos se aproxima al que algunos investigadores bien conocidos estudiaron en las canciones serbocroatas. Beatón no está de acuerdo con los Jeffreys aunque admite que existe una tradición a la que se remontan los textos verná­ culos en busca de autoridad; sin embargo, esas repeticiones de frases de las novelas na­ da tienen que ver con esa tradición sino que son creación de sus autores. Por supuesto, reconoce que aun así las repeticiones tienen colorido oral, imitan la oralidad, aunque, en realidad, según él, se trata de un lenguaje artístico (Kunstsprache) literario que no es pro­ piamente oral, que no funciona como tal. Dar una respuesta clara a estas cuestiones es difícil. Por lo que toca a la crónica de Morea no nos extenderemos mucho; para M. J. Jeffreys la originaria es la versión griega y está construida oralmente, formulariamente; su detallado análisis, sin embargo, no ha convencido a muchos estudiosos.

Cultura escrita

Dentro de este apartado, diremos lo pri-

merodetodo^ue-enlo9ueserefiereala

historia de la escritura griega, conocemos mucho, tanto en épocas más antiguas como en el Imperio propiamente dicho; sabemos bastante, además, de la paleografía griega medieval también, de la historia del libro des­ de el punto de vista codicológico, de la transmisión de los textos e incluso de la alfabeti­ zación en BizancSo, amén de otros elementos que tienen que ver con la cultura escrita (bibliografía comentada en Bravo-Signes-Rubio 66 y ss.). Es un hecho, desde luego —una paradoja podríamos decir tal vez—, que los monjes en el desierto, los santos retirados, los anacoretas, en ocasiones muestran su menosprecio ante el libro, ante la escritura en concreto, porque no les es muy útil en esas condiciones. Ni siquiera la lectura de los Evangelios ayuda demasiado contra los demonios, sino que lo importante es la oración y la ascesis, la vigilancia constante en definitiva. El monacato primitivo, es decir, las co­ munidades de eremitas y, junto a ellas, muchas de las individualidades que conocemos entre los practicantes de la ascesis (en general Bravo García 1995 [a]), parecen tener to­ dos algo de contracultura pues y, por ello, son un movimiento en cierto modo aliterario en cuanto que, en no pocas ocasiones, rechazan la cultura de la Iglesia de su tiempo y la dirección intelectualista que ésta eligió (Diego Sánchez 151). No es que los libros bri­ llen por su ausencia en este ambiente ni que la Biblia deje de estar presente; lo que su­ cede es que, por ejemplo, en el caso temprano de san Antonio, comienza éste ya a servirse de la Biblia pero únicamente como simple base de su experiencia monástica, dejando a un lado la tradición alejandrina de la exégesis alegórica. Con frase feliz Manuel Diego Sánchez, 161, ha descrito este uso de la Sagrada Escritura como «una especie de lectu­ ra “fundamentalista” que busca inmediatamente la aplicación del texto sin más vueltas hermenéuticas, que es fruto de una lectura memorizada, de la recitación continua de la Escritura durante el trabajo y del uso que se hacía de ella, tanto en la oración individual como en la comunitaria». Por lo que toca a los libros, encontramos mil ejemplos (véase Simón Palmer 426-438, Rapp 24-26) de que los eremitas, ciertamente, los tenían, los usa­ ban para su lectura (aunque aconsejando evitar los apócrifos), se los aprendían de me­ moria, los copiaban, los vendían se servían de ellos para hacer mortificación e incluso, en alguna ocasión, llegaban a robárselos entre sí o a aceptar dcatrulrloa en aras de la obe­ diencia debida a sus maestros. Pero lo que más nos intereia de todo cato, con ser todo ello de importancia para la historia de la lectura, es que la poatura Intelectual del eremi­ ta, en resumidas cuentas —al menos en los muchos apotefiM i de Pedrea del dealerto conservados, pero no sólo en ellos (y, por supuesto, también en el monacato latino)—, ea

la de una cierta ambigüedad o relativo rechazo de toda abstracción junto con un, en oca­ siones, abierto repudio de la literatura profana e incluso, mucho más veladamente como era de esperar, de la Sagrada Escritura como algo no del todo útil o conveniente para la estricta praxis ascética. La cultura mundana, dice el anacoreta Arsenio, de nada sirve en el desierto ya que la virtud se conquista con fatiga y esfuerzos. Por otro lado, Juan de Carpathos (probablemente en el siglo vil) escribe que el diablo nos llena del deseo de apren­ der cosas, de adquirir una cultura a la que ya hemos renunciado, para apartarnos así de orar. Ya antes de él, en el siglo vi, Juan Clímaco, santo igualmente, aunque recomienda leer libros religiosos, añade acto seguido que no deben escogerse obras difíciles y que, sobre todo, esta lectura no debe quedar en palabras sino traducirse en obras. En el siglo v Marcos el Asceta afirma que si uno desea el conocimiento ha de entregarse a la vida ascé­ tica, fuente del conocimiento espiritual —el único verdadero—, y dejar de lado otros sa­ beres que no sirven sino para llenar de vanidad. Finalmente, también Atanasio, en la vita de san Antonio, escribirá contra la sabiduría helénica y, en los apotegmas de los Padres del desierto, encontraremos alguna que otra reticencia sobre la lectura o comentario de la Biblia. Esta actitud, como nos es dado ver en los textos, parece ser más radical en Egipto, donde los monjes —se ha observado por diversos investigadores— no eran todos de arrai­ gada cultura griega sino que abundaban entre ellos los cristianos coptos del país. Un ejem­ plo famoso, el de san Antonio, que ha influido como pocos en el desarrollo de las ideas ascéticas de la tardía Antigüedad y del Medievo, nos lo demuestra sin lugar a dudas. An­ tonio, como es bien sabido, aunque era de buena familia, no conocía el griego ni sabía leer ni escribir y, además, en la vita que de él escribió Atanasio, se lanza varias veces a refutar el pensamiento filosófico griego de una manera, como era natural, un tanto su­ perficial y tópica. Claro está, sin embargo, que la literatura que el monacato primitivo nos ha legado es en sí misma, en buena parte, la demostración palpable de que los modos de pensamiento antiguos y la formación retórica subsisten; de todas maneras, por un lado, su base se asienta claramente en la experiencia espiritual del asceta y no en el mero pla­ cer estético o la investigación filosófica. Por otra parte, toda esta literatura —menester es decirlo ya que nos parece de mucho interés— parece gravitar en tomo a una enseñanza oral dirigida por el padre o consejero espiritual al discípulo, una figura que cada vez tendrá más poder en la sociedad bizantina. No significa todo lo que acabamos de decir, claro es, que el cristianismo, en general, se aparte de la escritura; lo que queremos mostrar simplemente es que, en ciertos ámbitos, y épocas, los libros no parece ser apreciados lo mismo que en otros. Un caso contrario y evidente, por ejemplo, sin ir más lejos, es el del Pratum de Mosco, en el siglo vi, estudiado por J. Simón Palmer, donde podemos ver a muchos monjes que tienen a su disposición en sus celdas, en medio del desierto egip­ cio, algunos libros; el obispo Leoncio de Neápolis, a principios del vn, parece que cono­ ció incluso la taquigrafía griega, todo lo cual testimonia un conocimiento y difusión muy aceptable del libro y la escritura entre el alto clero. Sin embargo, en el siglo xn, Eustacio de Tesalónica, crítico de los defectos de los monjes de su tiempo, fustigará la ignorancia de éstos y señalará entre ellos la cada vez más abundante presencia del agrámmatos o analphábetos. Y esta misma alternancia de épocas buenas y malas afecta a los laicos. El emperador Justiniano, en un texto jurídico, su novella 73, observó que era difícil encon­ trar en el campo a alguien que supiese escribir —estamos en el siglo vi— o ser testigo de un documento; sin embargo, en el vm, la Écloga, otro texto jurídico, consideraba nor­ males los testamentos escritos, ordenaba tres documentos distintos para un contrato de matrimonio, insistía en el hecho de que los testigos de la manumisión de un esclavo fir­ masen autógrafamente y exigía finalmente que una transactio se hiciese por escrito y es­

tuviese confirmada por tres testigos, aunque el código de Justiniano, siglos antes, per­ mitía transactiones orales. Este progresivo valor del testimonio escrito en el derecho fren­ te al meramente oral es un elemento de interés que Bizancio comparte con el Medievo occidental; McKitterick 60-61, ha escrito que la época carolingia representa precisamen­ te una fase crucial en el desarrollo histórico del uso de la escritura en los procesos le­ gales y la asunción implícita en lo que toca a servirse de los documentos escritos para confirmar y conservar las decisiones legales y derechos. Por supuesto, esta investigado­ ra no considera que exista un contraste «entre un sistema legal romano dependiente de formas escritas y una práctica legal medieval primitiva dependiente de formas orales; la ley romana clásica» —subraya— «jamás consideró a la escritura como otra cosa que el mejor tipo de prueba.Transacciones como el clásico “contrato de estipulaciones” fueron de hecho, al menos en teoríp, puramente orales». Los notarios por su parte tendieron a considerar la escritura como la prueba por excelencia y puede decirse que el uso de do­ cumentos en transacciones legales en la sociedad romana tardía fue muy abundante, lo que, a tenor de las recomendaciones que podemos leer en algunas leyes medievales pri­ mitivas (leges Alamannorum y Burgundiorum entre otras), no cambió. De forma pareci­ da ocurrió en Bizancio, ya que no en vano los bizantinos se vieron a sí mismos como herederos de los romanos, como la segunda Roma según se ha dicho repetidas veces. Las conclusiones generales sobre quién sabía escribir y quién no en Bizancio deben partir, como en toda otra investigación de este estilo, de la base de que la alfabetización de masas es un fenómeno reciente y de que incluso, en las sociedades industriales, ha tenido sus horas bajas. Además, es básico conocer la situación de la enseñanza en cada época, la escuela y su organización, las necesidades que el estado tenía de servidores al­ fabetizados para una burocracia totalmente imprescindible y, claro está, distinguir dife­ rentes niveles de alfabetización, la estructura social y su participación en éstos (élites frente a clases bajas, mujeres frente a hombres, el campo frente a la ciudad, los religiosos fren­ te a los laicos, los monjes frente al clero secular, etc.; a este respecto el estudio de A. Cutler, una seria estadística, es útil para hacerse una idea sobre el status de los copistas: si eran o no religiosos [monjes o clero secular] a lo largo de los siglos y en qué propor­ ción, basándose en las suscripciones de los manuscritos). Por supuesto, aunque a veces se haya dicho que alguien (incluso un patriarca) era iletrado, agrámmatos (por ejemplo, lo que Nicéforo Gregorás en el siglo xiv dice de Atanasio I, según recuerda Browning), no siempre debe ser esto tomado literalmente; la realidad es que, en este caso, el patriarca Atanasio escribió homilías, encíclicas, cartas y otras cosas, que han llegado hasta noso­ tros; en ellas su autor emplea un griego aceptable y cita fuentes como los Padres de la iglesia y la Biblia; sin embargo —en el sentir de los bizantinos pertenecientes a una éli­ te intelectual—, su nivel, pese a ser aquél un auténtico «profesional» de la escritura, no llegaba a alcanzar el de una persona formada en la cultura escolástica bizantina, la elitis­ ta formación literaria y retórica que, en algunas épocas del Imperio, sólo se podía obte­ ner en la capital. No hay que confundir, por lo tanto, la capacidad funcional de leer y escribir (incluso con cierta habilidad) con la habilidad de manejarla lengua literaria aticista y su complejo universo referencial y alusivo. Porque, como es cosa bien sabida, las élites culturales bizantinas siguieron escribiendo en ático, imitado del antiguo, hasta fina­ les del Imperio; lo que ocurre es que esa literatura no es precisamente la popular y, en ocasiones, ha tenido que ser traducida a un griego más fácil para ser entendida (como sucede con Ana Comnena, de cuya obra histórica se conserva una metáphrasis [traduc­ ción], por ejemplo). De todas maneras, las novelas, poemas y otrBi muestras literarias llamadas populares, pese a no estar escritas en un lenguaje elevado, tampoco son del to­ do «populares» ni en su lengua, ni en sus recursos retóricos (incluidas las citas). Se tra­

ta de una complicada situación en que lo lingüístico se mezcla, con lo literario y retóri­ co, a lo sociológico. A guisa de ejemplo, señalemos que en una obra concreta a la que vol­ veremos a aludir, el Digenís, podemos ver una especie de radiografía de tan complicada situación: resumiendo etapas de la investigación reciente, Patlagean 1979, 271-2, ha es­ crito que un investigador, Politis, tras abordar la historia del texto desde el punto de vis­ ta filológico y literario, llega a la conclusión de que tenemos en él «une langue délibérément mixte» y sin duda provincial, un argumento que es el de las canciones épicas de los si­ glos ix y x y, finalmente, una redacción que no ignora las novelas antiguas y la historio­ grafía contemporánea. El Digenís, a su vez, habría dado origen a canciones y la versión conservada en El Escorial, con numerosas faltas y unos rasgos orales más acusados, sería un reflejo de una etapa del texto más antigua, la copia o dictado de una versión hasta en­ tonces oral, efectuada a finales del siglo xv o incluso antes. Hans George Beck 1971 por su parte, mencionado también por Patlagean, va igualmente en la misma dirección; el Digenís no es para él «una obra popular en el sentido romántico del término sino más bien [...] una forma no erudita de literatura aristocrática». La literatura científica recien­ te sobre estas cuestiones es inmensa. Algunas conclusiones de índole general sobre la alfabetización en Bizancio pueden ser las siguientes (remitimos a Browning 1978 y 1993, a la vez que a Bravo-Signes-Rubio, con la bibliografía más reciente): el Imperio, en primer lugar, necesitó siempre un am­ plio número de funcionarios alfabetizados, lo que le hace parecerse al califato musulmán (o éste a aquél); quiere decir esto que la escuela contribuyó, en la medida de sus fuerzas, a la formación de estos modestos o no tan modestos funcionarios. En segundo lugar, en lo que toca a la iglesia, en Oriente no existen chistes a propósito de la ignorancia del cle­ ro, como suele haberlos en Occidente; recordemos, por ejemplo, el caso de aquel sacer­ dote que se encontró debiéndole a su obispo cien ovejas («oves» en latín) en vez de cien huevos («ova»). Esto significa que, en general, el nivel del clero era superior en Oriente. Por otro lado, el estereotipo del «santo» —sobre el que hablaremos en el capítulo sex­ to— abandona con el tiempo las excentricidades de los ascetas y va en ese mismo senti­ do; la mayor parte de los santos bizantinos saben leer y escribir y sólo unos pocos aparecen en la hagiografía como analfabetos; de estos últimos, además, muchos no son griegos. El santo, ciertamente, era uno de los tipos ideales de la vida bizantina y de la hagiografía se pueden decir cosas bastante parecidas a lo que ya hemos dicho a propósito del Digenís. Efectivamente, aunque el género es muy popular, es decir, está muy extendido y abunda sobremanera, no puede decirse sin más que haya sido «literatura popular» en sí mismo; ¿por qué? La respuesta es fácil: son muchos los detalles que lo indican y no es el menos importante el hecho de que, con frecuencia, el santo ha nacido en una familia de posi­ bles. Su pobreza es voluntaria y, en los relatos —lo observa Patlagean en un trabajo que ha dedicado a la hagiografía— el pobre de solemnidad que no puede escapar a su pobreza aparece en papeles de comparsa. Tampoco suelen estar ausentes de las vidas los elogios a la capacidad intelectual de los santos y las referencias a la educación que adquirieron. Sólo a finales del siglo xn, además, empezamos a encontrar vidas escritas en una lengua (le un nivel marcadamente más popular que el de las anteriores. Una vez más, los deta­ lles lingüísticos, literarios y sociológicos se unen a la hora de decidir si algo es o no «po­ pular»; no olvidemos que este concepto (pensemos en la cultura popular, religión popular, etc.) presenta graves dificultades para su definición ya que el público de la literatura ele­ vada o el que entiende y practica la religión oficial también disfruta de las obras literarias llamadas populares y —es cosa probada en Bizancio— es igualmente adicto a las prácti­ ca» mágicas y las supersticiones por ejemplo (en general Oeconomos). De otra parte, lo popular, por ol simple hecho de serlo, no es automáticamente oral.

La alusión a la educación que acabamos de hacer, un aspecto sin duda importante pa­ ra un retrato de la civilización bizantina, nos obliga a detenernos un instante con vistas a aclarar algunas cosas. Pese a que muchas veces se ha repetido que el programa general de enseñanza (geometría, retórica y filosofía) permaneció siendo el mismo, es decir, el «antiguo» y que los viejos libros de texto siguieron en uso, sin embargo, una afirmación de este tenor no es del todo exacta, del mismo modo que no lo es tampoco cualquier otro punto de vista que pretenda describir la realidad bizantina como dotada de una in­ movilidad total a través de los siglos. No sólo la retórica y la filosofía bizantina eran dis­ tintas de las disciplinas antiguas que llevaban ese nombre, ha escrito Kazhdan 1988, 140, sino que, a la vez, el principal libro de texto bizantino era el Salterio, instrumento poderoso no solo para educar al niño sino, al mismo tiempo, para expulsar a los demo­ nios según puede verse en la conocida obra de Mosco el Prado espiritual. «¿Se podría imaginar que la Gramática de Dionisio Tracio fuese utilizada en este mismo sentido?» Por si esto fuera poco, Bizancio dejó de lado el viejo sistema de las escuelas públicas y las sustituyó por escuelas privadas con instrucción familiar. El medio más común de que los niños pequeños recibiesen instrucción era a través de sus padres, sus tíos o el sacer­ dote del lugar y, consecuentemente, las vidas de santos callan por lo general toda refe­ rencia a escuelas y maestros al menos en el periodo que va desde el hundimiento de la vida ciudadana hasta la época de san Atanasio Atónita, nacido el año 920 en Trebizonda y fundador de la Gran Lavra, un monasterio famoso del Monte Atos. En alguna de estas vidas puede leerse que, en Salónica, en el siglo Di, no había ni una sola escuela de gramá­ tica y que, por tanto, quien desease estudiar estas materias debía hacerlo en otra ciudad, Constantinopla normalmente. Fue en el siglo x cuando las cosas comenzaron a cambiar, especialmente en la propia capital del Imperio, y los esfuerzos se dirigieron hacia la creación de un cuerpo de funcionarios instruidos que velasen por la formación de niños y jóvenes. En lo que toca ahora a los más adelantados alumnos formados en la escuela y la universidad o simplemente a los lectores cualificados sumariamente que poseyeron libros, hay que decir que conocemos también bastante, merced a las notas de los ma­ nuscritos que se conservan así como a los testamentos que dejaron, que testimonian sus gustos literarios. Gente educada, claro es, pero no necesariamente con estudios retóricos superiores; de buena posición económica dado el precio de los libros e interesados, en una gran ma­ yoría, no por los clásicos sino por temas más ligeros o bien religiosos, éste podría ser el somero bosquejo de un público lector. Hay muchos militares, altos funcionarios, terra­ tenientes acomodados y, por supuesto, no nos ocuparemos de los profesores de gramá­ tica o filólogos profesionales ni sacerdotes o monjes que —como sigue ocurriendo hoy día— vivían inmersos en otro mundo rodeados siempre de escritos. Por otra parte, no todo el que sabía leer leía en su casa —ya lo hemos dicho— a los clásicos. Por ejemplo, es bien conocido el caso de Eustacio Boilas, un rico hacendado del siglo xi, que, al mo­ rir, dejó a sus herederos un buen puñado de libros para los niveles de la época. Poseía 7 de hagiografía, 10 bíblicos, 12 patrísticos, 33 litúrgicos y algunos más entre los que habría que destacar un manuscrito de cuestiones jurídicas, uno de interpretación de sueños —la onirocrítica no era del todo bien vista por la iglesia bizantina—, las fábulas de Esopo, la novela de Alejandro, un Aquiles Tacio y algunas crónicas. Por ninguna parte se en­ cuentra un verdadero «clásico». Es éste un tema que Bompaire ha estudiado bien. Si aho­ ra pasamos a tomar en consideración testimonios que evidencian la habilidad gráfica de los bizantinos, hay que señalar —con todas las prevenciones que exlatcn contra ellas— las suscripciones de los documentos. En todos ellos, religioso! Oprofanos, los funciona­ rios, prelados o monjes firman autógrafamente o deben hacerlo, en CMO contrario, con

una cruz. En uno del Atos (año 991; P. Lemerle-A Guillou-N. Svoronos, Actes de Lavra I, París 1970, n.fi 9) 15 monjes firman bien mientras que sólo tres se ven en la necesidad de trazar una cruz; en cambio, en otro de 1085 (ibidem, n.fi 43) tres eclesiásticos y dos funcionarios firman mientras que tres laicos hacen una cruz. Las precisiones de este ti­ po son de interés; en el más antiguo documento siete monjes firman en minúscula y los ocho restantes lo hacen en mayúsculas de diversa calidad. Finalmente, en un documen­ to del mismo fondo documental, esta vez del año 1016 (n.fi 19), entre veintidós firman­ tes, todos monjes, encontramos desde la mayúscula más inhábil hasta la minúscula más cuidadosa. En este mismo orden de cosas, Hunger 1989, 80 y 83, por ejemplo, toman­ do como base las 523 suscripciones en el manuscrito Vindobonensis Hist. gr. 47 de la lis­ ta de los exarcas del Patriarcado de Constantinopla, destaca que en ella no aparece ni una sola cruz, sinónimo de que el sujeto en cuestión no sabía firmar. Claro está que no todas las firmas son iguales; hay diez casos en los que los firmantes se atreven a hacer sus pinitos con la escritura en monocondylios (trazos ligados no fáciles de hacer... y tam­ poco de leer), lo que supone un excelente nivel en su capacidad escriptoria; otras son minúsculas de diverso tipo (la minúscula se aprendía tras la mayúscula y era más difícil, aunque hay casos paradójicos, como ocurre en el Renacimiento, cuando nadie quiere ni sabe trazarla bien ya) y también hay suscripciones en mayúsculas e incluso mixtas; otras parecen «pintadas», copiadas, lo que da razón a quienes ven poco valor a este tipo de en­ cuestas que la sociología de la escritura se encarga de realizar. Se trata en este caso, no lo olvidemos, de exarcas en la Constantinopla de 1357, responsables del clero en los ba­ rrios y alrededores de la ciudad; es decir, un cargo de no mucha importancia. Y, en fin, Oikonomides 1988 ofrece algunas listas que nos iluminan mucho más claramente lo que ocurre en el Atos. En resumidas cuentas, la distinción tajante entre letrados e ile­ trados —más fuerte en el ámbito occidental— debe ser abandonada en beneficio de un estudio que matice adecuadamente los grados de alfabetización. Por otra parte, el estu­ dio de los diferentes periodos y ámbitos forzosamente nos hace abandonar las grandes visiones generales un tanto monolíticas y nos lleva a reconocer que la imagen cambia a mejor y a peor, aunque, en general, la impresión que los expertos tienen es que la alfa­ betización fue mayor en Oriente que en Occidente y que, con el tiempo, en general, aumentó. Por ejemplo, la extensión de la alfabetización y educación en el siglo x es, pa­ ra algunos, extraordinariamente baja; se ha llegado a decir que en el segundo cuarto del siglo habría en Constantinopla sólo unas diez escuelas y, en todo el Imperio, unos tres­ cientos niños como máximo que recibirían una instrucción especial, lo que es una hipó­ tesis exagerada para muchos estudiosos. Desde luego, estas cifras son inferiores a las del mundo tardo-antiguo —de cuya situación ofrece un resumen Harris— y, como deci­ mos, mejorarán en el siglo xi y, a partir de ahí, no pararán de hacerlo. Contra esta visión, diríamos que bastante optimista, no dejan de existir sin embargo ciertas críticas. Por ejemplo, se ha dicho que si tanta gente sabía escribir y leer, resulta muy raro que los bizantinos no hayan registrado los nombres de sus familiares muertos en las lápidas. Lo cierto es que conservamos una escasa cantidad de losas sepulcrales y pese a que se piensa que eran reutilizadas muy frecuentemente, el problema que plan­ tean es decididamente incómodo. Conservamos en una columna del Partenón la lista de los arzobispos y metropolitas pero, aparte de esto, sólo se ha encontrado la losa sepul­ cral de un obispo en Bizancio que, además, es más tardo-antigua que bizantina. Contra este argumento, sin embargo, se puede esgrimir que sí conservamos inscripciones, do­ cumentos e infinidad de sellos personales aunque, claro está, el significado de estos úl­ timos es algo distinto ya que su poseedor podía no saber escribir. Por conservar, conservamos hasta un cartel, una pequeña lámina de bronce de 15 x 6 cm del siglo vi,

en la que se dice que está prohibido llevarse los animales por orden del emperador ya que están asignados al depósito militar donde se encontraba la citada lámina (Hunger 1989, 160 con bibliografía). No es necesario suponer que todos los que por allí pasaran supiesen leer; sin embargo, la existencia misma de la prohibición supone que alguien en el depósito sí sabía y que una prohibición imperial, como tal, independientemente de que fuese comunicada oralmente cuando hubiese ocasión, cumplía sus requisitos legales al ser expuesta a los partícipes de pleno derecho de una sociedad alfabetizada. Otra obje­ ción es el bajo número de graffiti bizantinos que han llegado a nosotros y que, de exis­ tir más, podrían testimoniar el posible amplio uso de la escritura entre las clases más bajas (o no tan bajas). Por supuesto, contra este segundo argumento puede traerse a colación el hecho de que no hay corpora adecuados ni estudios serios (recordemos sin embargo que existe un libro excelente aunque sólo dedicado al Partenón). En la Iglesia de Ochrida, en la Macedonia yugoslava, hay un muro entero repleto de ellos y también en Novgorod tenemos no pocos según señala Browning. En definitiva, el panorama que hemos querido trazar aquí —un panorama del que están ausentes la tradición oral en la histo­ ria o crónicas y otras muchas cosas—, nos presenta una cultura escrita mixta en la que la oralidad, en su vertiente residual, no ha desaparecido del todo aunque se destaca en ella fundamentalmente sólo la reproducción o ejecución (performance). Marginalmente, hay también que destacar, para que el panorama resulte un poco más completo, que los fenómenos gráficos adoptan en esta cultura, en ocasiones, valores más allá de la comu­ nicación habitual. Como es bien sabido, la vinculación del alfabeto y la magia es antigua y Hunger 1989, 11 no deja de hacer alusión a ello. De igual manera, no son pocos los ejemplos de oráculos que circulan oralmente pero que se basan en letras y, por ende, su­ ponen la escritura; uno de ellos, construido ex eventu para la ascensión al trono de Mi­ guel VIII Paleólogo, consistía en la palabra «MAPIIOY» según lo cuenta el historiador Paquimeres. La explicación es fácil: Mixocf|À. a va!; ‘Pcopaítov naXaioXóyoq ó^écoc, ú|ivr|0ríoerai es la frase que hay que entender (Miguel Paleólogo será aclamado a gri­ tos como emperador de los Romanos). En otro caso, podemos leer en Nicetas Choniates, otro historiador, que es la palabra «AIMA» (sangre), la que tiene el valor de un oráculo funesto (la palabra está formada por las iniciales de los Comnenos (Alejo, Juan, Manuel, Andronico). La lectura de lo primero que aparezca al abrir un libro y su consiguiente va­ lor profètico es otro elemento destacable (se trata de la llamada bibliomancia) y, en ge­ neral, podemos decir que la escritura mantiene un gran poder de fascinación en algunos lugares, como por ejemplo, en el Egipto bizantino. Los libros sagrados, además, suelen hacer milagros, son respetados y reverenciados y, como se ha visto al principio, su pues­ to en la sociedad —en especial en el ámbito religioso— es notable. Que en toda cultura escrita el libro y la escritura adquieren valores más allá del mero hecho de la comunica­ ción es cosa muy frecuente. Se ha llamado la atención, además, sobre el hecho de que, en la literatura, el libro es a veces sinónimo de la memoria (escribir algo en las páginas de la memoria de uno para recordarlo) y la omnipresencia de la escritura en nuestro mun­ do lleva a que, cuando queremos aclarar nuestros propios pensamientos, los escribimos y trazamos a veces cuadros, esquemas, diagramas para ver las cosas mejor. En el mun­ do antiguo y en el medieval esto es así también y E. R. Curtius, en un viejo y famoso li­ bro cargado de tópicos en el buen sentido de esta palabra, en un clásico conocido por todos, ha dedicado páginas a este tema, así como a la presencia de los Instrumentos pro­ pios del copista en la poesía. La escritura tiene, además, valores poéticos que calan muy hondo (Cardona 1981, 56-59); se escribe en la arena y el viento lo borra, se escribe en el agua o incluso en el viento —se dice— y esto vale para una palabra que no dura, que no permanece: todo el mundo recuerda el famoso epitafio de Keatai «Here lies a man who*

se ñame is writ ín the water» y, por supuesto, un famoso poema de Seferis que ha sido vertido a nuestra lengua por P. Bádenas de la Peña como sigue: «En la arena dorada / escribimos su nombre; / suave sopló la brisa / y la letra se borró». De otra parte, en ocasiones, el uso social da a los términos de la escritura valores curiosos que nos revelan su tiranía. Una vez aparece en el Nuevo Testamento (Colosenses 2,14) la palabra «cheirógraphon»; tanto aquí como en los papiros su significado no es, como podría esperarse, «manuscrito» sino, por antonomasia, la escritura que obliga más y es más peligroso pa­ sar por alto: lo que significa precisamente es nada menos que «recibo por algo que se acepta», es decir, «pagaré» y este mismo uso más o menos sigue presente en griego moderno (grámmati). De la misma manera, la palabra stíchos, «línea», puede utilizarse para personas, ya que en los catastros o libros de listas de contribuyentes al fisco bizan­ tino, las líneas recogían los nombres de éstos. Un hombre es una línea lo mismo que un preso es un número o un contribuyente a Hacienda no es sino otro, su NIF. Sobre todo esto ha llamado la atención Herbert Hunger en su estupendo libro Schreiben und Lesen in Byzanz. La comparación finalmente con otros datos del Occidente medieval o incluso el estudio de los procedimientos usados para representar la oralidad en los textos escri­ tos y obras artísticas que nos han llegado del propio Bizancio (véase por ejemplo el in­ tento de Mullett 1990), o simplemente las huellas de aquélla en éstos, sin duda alguna ampliará nuestros conocimientos acerca de una cuestión de tanto interés que, lamenta­ blemente, sólo hemos podido contemplar a vista de pájaro y como uno más en esta serie de perfiles de la civilización bizantina.

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V La co n cep ció n del p o d e r político A propósito de la concepción de la realeza en el Occidente medieval, Ullmann 1985, 143 ha escrito que, «si intentásemos analizar más profundamente el carácter del rey teocrático, saldrían a relucir ciertos interrogantes embarazosos cuyas respuestas nos harían ver que la función teocrática del rey no era en realidad tan inexpugnable y segu­ ra como lo revela el análisis de su teocracia en estado puro». El pensamiento político y la estructura social no fueron idénticos en Oriente y Occidente, esto es claro, pero tam­ poco se debe dejar de reconocer que la frase de Ullmann puede aplicarse con igual vali­ dez al Imperio bizantino (en general Bravo García 1988). Cuanto más se analizan en detalle los componentes de la teoría bizantina de la realeza, más problemas y zonas de oscuridad aparecen, de forma que uno siente el temor de que, una vez llevado a cabo un análisis de conjunto —por somero que éste sea—, el otrora imponente edificio, que al­ gunos manuales y estudios nos han transmitido, se derrumbe y sus contornos jurídicos se difuminen todavía más entre la polvareda de sus ruinas, de una manera similar a co­ mo el Sacro Imperio Romano «sucumbió» a la afilada lengua de Voltaire: para este es­ critor, como ha recordado St. Runciman 1977, 2, el Imperio en cuestión ni fue sacro, ni romano ni tampoco un imperio. La formalización más importante de la ideología imperial bizantina (para la defini­ ción de «ideología» remitimos al libro ya ci­ tado de Martin) se debe a Eusebio de Cesárea (ca. 260-339), quien, en un escrito de carácter biográfico —hay quien dice que «hagiográfico»— a propósito del empera­ dor Constantino, adaptó la filosofía helenística de la realeza a las necesidades cristianas, Después de las casi mil páginas que Dvornik 1966 ha dedicado a la historia del concepto de realeza antes de que éste arraigase en Bizancio, muy poco nuevo e i lo que queda por decir; la noción de un rey-sacerdote aparece ya en el A n tig u o T u to n u n to con figu­ ras como las de Melquisedec o David y, en parte, con Moliél, cuyo hermano Airón era

La ideología imperial: origen y contenido

el Sumo Sacerdote. De aquí se deduce fácilmente que este paradigma era bien conocido por los cristianos; por otro lado, en Persia, se desarrolló también la idea de un monarca divino, de forma que no resulta raro encontrar algunas ideas similares hasta cierto pun­ to en la filosofía griega, tal vez con influencias egipcias, hasta llegar a la ciertamente ti­ bia formulación aristotélica de Política 1259 b 13, donde se nos compara al hombre sabio y virtuoso, a quien en la ciudad todos deben obedecer, con Zeus. Fue en el Helenismo cuando esta concepción de la realeza recibió un mayor desarrollo; Estobeo (siglo V), en su Antología, nos ha conservado una serie de opiniones de filósofos de los siglos ra y n a. de C. (Arquitas, Esthenidas, Diotógenes, Ecfanto) que, entre otras cosas, nos hablan del rey como una ley viva, como una imitación de Dios, encarnación del lógos de Dios (verbum Dei) y se sirven de expresiones similares a aquellas de las que se nutren otros muchos escritores posteriores, entre los que únicamente mencionaremos, a guisa de ejem­ plo, a Filón de Alejandría (siglo i), Dión de Prusa (siglos i-ii), Plutarco (siglos 1-11) y Elio Aristídes (siglo n). Todo este conglomerado de ideas, pasadas por Roma, llega a Eusebio, para quien el emperador será una especie de delegado del gran Rey, es decir, Dios, intérprete del verbo divino, intérprete del Rey supremo y otras cosas por el estilo. En opinión de Eusebio, en resumidas cuentas,[el emperador no es Dios entre los hombres, si­ no un representante de Dios; no es el Lógos encarnado, pero está en relación estrecha con El. Es, eso sí, imagen de Dios, de quien proviene su poder y por cuya gracia accede al trono. ^ Dejando aparte los títulos que nos saltan a la vista en la literatura de colorido políti­ co, como theios anér (equivalente a divus, sacer), aeí niketés (semper victor), theophilés (predilecto de Dios), theostephés o theósteptos (coronado por Dios), éntheos, hágios, isapóstolos y otros muchos que, retórica a un lado, intentan plasmar las características con que el emperador es adornado en esta ideología, lo que vale la pena destacar del sistema es que, como toda ideología auspiciada por un poder, ésta es elaborada, difundida y dirigi­ da según patrones que no nos costará mucho caracterizar con brevedad (Beck 1981,110). En primer lugar, la ideología toma forma y se difunde tanto por los discursos de los pro­ pios emperadores, de los que son responsables o bien ellos mismos o sus colaboradores más directos —recordemos la variedad de discursos y el carácter mixto entre oralidad y escritura que la civilización bizantina nos muestra—, cuanto por las arengas o prólogos oficiales de los documentos imperiales (en general Hunger 1964) en cuya factura cola­ boran nombres señeros de la corte, así como, finalmente, por los discursos dirigidos al propio emperador o a su familia por eruditos cortesanos que se encargan de resaltar los rasgos más acusados de la ideología imperial. ¿Quiénes son éstos? A guisa de estudio estadístico, Beck señala que de un grupo de 34 autores de discursos de este tipo, tres son desconocidos, dos son emperadores o príncipes imperiales, de otros dos no sabemos ni la posición ni el rango que ocupaban en la corte, 14 son metropolitas u obispos, dos ar­ chidiáconos de Santa Sofía, uno alto magistrado, otro pertenece a la alta jerarquía mili­ tar, seis son funcionarios imperiales de elevado rango y tres, finalmente, son lo que podríamos llamar profesores. En definitiva, el retrato general es el de hombres ligados a la ideología, personas que tienen interés en preservarla ya que reciben a diario los be­ neficios que les reporta su actitud; y todavía más, como es fácil imaginar, «el que formu­ la una ideología de poder en términos de aplauso sostiene no sólo al poder sino también a sí mismo y a su propia posición en esa sociedad» (Beck 1981, 112). En conexión con estos medios de elaboración y difusión de la ideología —medios de propaganda, diríamos hoy— están ciertos escritos, más o menos parecidos al de Eusebio, que entran dentro de lo que se ha dado en llamar Espejos de Príncipes. En este tipo de obras —una de las cuales, la de Agapeto Diácono (siglo vi), fue traducida por cierto al español dos veces en

el siglo xvi y ejerció gran influencia en la Europa oriental y en Francia— se describen la figura del emperador ideal y sus funciones partiendo de la Biblia y de otros materiales tradicionales que arribaron a Bizancio desde la Grecia antigua. Lo más interesante es que el catálogo de virtudes que en estos Espejos se despliega va variando conforme pasa el tiempo y las circunstancias sociales o políticas cambian, de forma que, desde la philanthropía, presente en Eusebio como un rasgo más de la filosofía política helenística (Downey 1955), hasta rasgos mucho más propios de un esforzado capitán guerrero, nos vamos encontrando con una larga serie de virtudes que van y vienen ocupando un lugar en esta literatura. Si estudiamos, por ejemplo, los cambios que se producen en la época de los Comnenos podemos llegar a la conclusión —cosa que ya se ha adelantado— de que, como consecuencia del acceso al poder de una aristocracia militar, la imagen del em­ perador se militarizó igualmente, dando acogida en su seno a virtudes que antes no fi­ guraban dentro de la ideología (Kazhdan 1984, 43-45). En efecto, a partir de Agapeto y el discurso de Justino II a su sucesor Tiberio (año 574), conservado por el historiador bizantino Teofilacto Simocattas (siglo vn) entre otros, se fueron perfilando una serie de conceptos (justicia, filantropía, generosidad, castidad, amor a la verdad, inteligencia etc.) a partir de las bases puestas por Eusebio. Luego, en los siglos ix y x, tres obras conectadas con Basilio I (867-886), los Capítulos exhortativos a él mismo atribuidos, un discurso de su hijo León VI (también de autoría dudosa) y una biografía del propio Basilio a cargo de su nieto Constantino VII Porfirogénito (913-59), desarrollaron los antiguos conceptos en la misma dirección, aunque ya es posible, sin em­ bargo, encontrar algunas diferencias notables. Por ejemplo, el emperador no es honrado por sus éxitos militares y se le presenta más como pacificador que como guerrero; ni que decir tiene que tampoco se hace hincapié —lo que podría ser inoportuno en algún caso— en el valor de un noble origen, cosa que, igualmente, valora en poco Agapeto en su tra­ tado. A fines del siglo x, sin embargo, vuelven a aparecer las virtudes militares, y los re­ tratos literarios de Nicéforo Focas en los epigramas de Juan Geómetra o en la historia de León Diácono así lo ponen de manifiesto. La moda se continúa en el siglo xi y, final­ mente el retrato del emperador como guerrero alcanza sus proporciones más colosales con Eustacio de Tesalónica en el siglo xii y sus elogios a Manuel I Comneno (KazhdanEpstein 113). Se trata de una militarización clara de la imagen imperial que, además, tie­ ne un paralelo en el ritual imperial; en efecto, la antigua costumbre militar de proclamar a un emperador alzándolo sobre un escudo es hecha revivir, muy probablemente, a me­ diados del siglo xi (Walters 1975). Esta fascinación por lo militar en la imagen del em­ perador, finalmente, se extendió más allá de los estrictos límites del poder y afectó también a la imagen tradicional del santo —abundan los retratos de santos como caballeros en es­ ta época, aspecto del que hablaremos también en el capítulo sexto— y desembocó, igual­ mente, en un interés general por los ideales caballerescos expresados en la épica (Kazhdan-Epstein, 116). Esta breve alusión al ritual, a la liturgia imperial, que hemos he­ cho nos bastará como única referencia a otro medio más de mantenimiento y comunica­ ción de la ideología, que tuvo también una gran importancia en el Imperio bizantino; como es sabido, Constantino Porfirogénito hizo compilar el Libro de las Ceremonias, obra de extraordinario interés para esta cuestión. La concepción imperial viene a ser pues una verdadera teología, con dogmas, cuya ba­ se fue la creencia en la intervención divina en la elección de loa titulares del Imperio; efec­ tivamente, si hay elección divina esto se debe a que el Imperio entra en el plan de Dios y representa, como la iglesia, la victoria divina sobre el mal; «el Imperio terrestre» —ae ha dicho (Brehier 1975, 50-1)— «es un cuerpo místico que apenas ae distingue de la Iglesia». Ya Eusebio formuló su concepto de imperio adornándolo 00n la IdOftdO unlver*

salidad, proveniente del mundo romano, más la de ecumenismo cristiano, concepción que, en tiempos de Justiniano, se vio reflejada en la curiosa Topografía de Cosmas Indicopleustés (siglo vi) de una manera muy simple, si se quiere, pero harto efectiva. Para este escritor, cuyas ideas sobre cosmografía, por otra parte, son harto peregrinas, el Im­ perio romano participa de las prerrogativas del imperio de Nuestro Señor Jesucristo, su­ pera a todos los demás en la medida de lo posible y permanecerá invicto hasta el fin de los tiempos. Cabe la posibilidad, ciertamente, de que, por sus pecados, llegue a atrave­ sar alguna mala racha, pero será por poco tiempo y, a la postre, no acabará vencido por el mal; «fue el primer imperio de todos en creer en Cristo y prestar obediencia a los prin­ cipios cristianos;» —nos dice Cosmas— «por eso, Dios, señor de todas las cosas, lo con­ serva invicto hasta el fin de los tiempos». Desde un punto de vista legal, por otra parte, el segundo título de la Epanagogué, el conocido texto jurídico del siglo ix (no exacta­ mente una ley) del que se sospecha que parte fue escrita por Focio —y del que ya se ha hablado en el capítulo segundo— consagra claramente este imperialismo universal; es decir, justifica toda medida expansionista que se desee (y se esté en condiciones de) to­ mar. Además, la noción de superioridad sobre el resto de los poderes del mundo que el Imperio bizantino desarrolló colocaba a sus gobernantes en la cima de los poderes de la oikouméne (el mundo habitado), donde sólo podía haber un emperador y un único imperio. Eran éstos un Imperio y un emperador fuertes, con una capital fuerte también: la Nueva Roma y, como ha sido señalado por diversos estudiosos, esta idea de «nuevo», de renovación, de reforma de lo anterior recorre los textos —bien es verdad que no sólo en esta época— acompañando a otros elementos más conocidos de la ideología imperial. El emperador bizantino, pues, es una imitación de Cristo y su Imperio es una continuación, una renovación precisamente, del Imperio romano. No fue una casualidad que Cristo viniese al mundo coincidiendo con la desaparición de los pequeños estados helenísticos y con el nacimiento de la monarquía universal de Augusto; de no haber sido así, las luchas entre pueblos hubieran hecho fracasar posiblemente la misión de Nuestro Señor. Pese a lo que los elementos de la ideo­ logía imperial que acabamos de exponer pa­ recen sugerirnos, los estudiosos de la cuestión sostienen que, en modo alguno, pue­ de considerarse al emperador bizantino co­ mo un monarca absoluto. En primer lugar, uno de sus títulos, autokrátor, no debe indu­ cirnos a error ya que es la simple traducción del imperator latino, sin otras implicaciones; por otro lado, «el edificio teocrático real estaba lleno de roturas y grietas sin las cuales su estructura hubiera sido imponente» (Ullman 1985, 151) y basta prestar un poco de atención a los otros elementos que necesariamente acompañan a la ideología imperial y al concepto de Imperio en sí mismo para darnos cuenta de las muchas limitaciones que tuvo en su aplicación práctica en Bizancio. Cierto es que, en el siglo iv, las concepciones a que ya hemos aludido parecen sobreponerse a la teoría romana del imperium, es de­ cir, a la teoría política de que los poderes y prerrogativas de algunos magistrados se co­ locaron en manos de una sola persona de forma vitalicia (el Princeps) —algo totalmente opuesto a la realeza como don de Dios— , pero esto no quita que los presupuestos que sostenían la vida constitucional del Imperio romano vinieran a ser más o menos los mis­ mos que informaron más tarde la realidad política bizantina, la cual, desde un punto de vista jurídico, se consideraba continuación de aquél, su legítima heredera. A la res publi-

Las limitaciones del po­ der imperial. La consti­ tución «no escrita».

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ca romana se remiten los bizantinos cuando se presenta algún problema, una crisis, y es­ to explica que, en tiempos normales «una cierta disposición a dejar pasar los aconteci­ mientos, típicamente mediterránea, ofreciera muy pocos motivos para meditar sobre normas y presupuestos constitucionales» (Beck 1981,49). De todas maneras, que nadie se llame a engaño; hablar de constitución, o mejor de historia constitucional bizantina, puede parecer un anacronismo ya que, como es sabido, los bizantinos no tuvieron cons­ titución escrita. Sin embargo, es perfectamente posible reconocer la existencia de cier­ tos órganos de carácter político (poder imperial, ejército, senado, pueblo), sus características e interacción, y, tras estudiarlos, conseguir una visión funcional de una auténtica constitución que, si bien no ha sido plasmada por escrito, ha sido respetada, comentada, criticada y, como es lógico, también violada en ocasiones. Por lo que se re­ fiere al más llamativo de estos órganos, el senado, conviene recordar que su influencia no se debía a la ley sino a la situación concreta; unas veces el emperador hacía caso de sus sugerencias y otras no; de otra parte, los senadores podían asumir a veces las fun­ ciones de última instancia jurisdiccional o bien encargarse de las expediciones bélicas o de los tratados de paz (Kazhdan 1995,74). Emperador y res publica, pues, son dos cosas distintas en la conciencia de los bizantinos y esta idea permanecerá viva a lo largo de la historia del Imperio, saliendo a relucir con cierto relieve, sobre todo, cuando se presen­ ta algún conflicto. En un pasaje muy citado —que hemos mencionado ya también—, Juan Zonaras, historiador del siglo xn, le reprocha a Alejo I Comneno no haber distin­ guido entre el estado y la propia institución monárquica; al decir de Zonaras, el empe­ rador ha alterado las antiguas normas constitucionales de la res publica y ha conducido los asuntos públicos como si de asuntos privados se tratase, actuando cual un amo (despótes) en vez de como un administrador (oikonómos). El ejemplo es muy interesante, pero no conviene perder de vista que en el siglo v, en el vn, en el ix (por mencionar las fechas de algunos textos aducidos por Beck) es posible encontrar manifestaciones similares en las que se ve claramente que, a juicio de los que escriben, el emperador se opone al estado (to koinón). Por lo tanto, el concepto de res publica y de constitución designan un sistema pree­ xistente a la monarquía que puede limitar —y de hecho limita— el poder casi omnímo­ do que la ideología imperial, entre ditirámbicos adjetivos, otorgaba al emperador. Efectivamente, una institución como el colonato por ejemplo, tiene un ámbito bien de­ terminado que se apoya en disposiciones legales imperiales («el colonus era un arren­ datario, que tomaba en arriendo un pequeño trozo de tierra y lo cultivaba junto con su familia»; véase Alfoldy 196 y ss.), pero —como señala Beck—, prescindiendo del hecho de que podamos sospechar que tales disposiciones han sido impuestas al estado por los grandes propietarios, estas leyes siempre significan la cesión de derechos de soberanía en favor de personas privadas: «se trata de un proceso que, necesariamente, debía con­ ducir hacia corporaciones económicas cerradas las cuales, de inmediato, gracias a su pro­ pio potencial económico, podían sustraerse a la soberanía estatal incluso en otros ámbitos» (Beck 1981, 62). Otra institución, el patrocinium —que viene a ser un auténtico «divor­ cio entre la población del Imperio y la monarquía» como escribe Alfóldy 285—, es tam­ bién de interés en este sentido, aunque hay que señalar que la única variedad que interesa destacar es el patrocinium vicarium (prostasía), es decir, una serie de pueblos que se reúnen y se colocan bajo la protección de una guarnición vecina para librarse de los tri­ butos impuestos por los exactores del fisco. ¿Y qué decir de la prónoia ya tomada en cuen­ ta con cierta detención en nuestro capítulo primero? Con ella, directamente, el emperador no renuncia a ningún derecho de soberanía pero, en la práctica, la tranamlllón de loa derechos implica ciertos poderes y crea en último término un éim M tim cobre Ice per«

sonas sujetas a impuesto que, necesariamente, debe conducir al conflicto con el resto de la administración provincial (Beck, 1981,65). Por otro lado, un Imperio se articula en pro­ vincias, gobiernos provinciales, ciudades, comunes, etc. Cierto que se discute sobre el papel que desempeñaron las ciudades autónomas en el Imperio bizantino, pero está cla­ ro que, cuando Miguel Coniates, obispo de Atenas, podía decir a los habitantes de Eubea que deliberasen sobre sus problemas en las asambleas populares, esto significaba algo; de todas formas, conviene tener en cuenta la opinión de Beck, para quien «estos ele­ mentos de “autonomía” y de autogobierno no transformaron la ciudad bizantina en co­ munes independientes. Quedaron sometidas a la administración y a los funcionarios del erario estatal, a la jurisdicción imperial y a los comandantes militares». Una vez más, en la composición de los grupos sociales bizantinos, se puede encontrar esa peculiaridad a la que cabe definir, según ya hemos señalado, como una contradicción entre el extremo individualismo y la disolución en lo universal, en lo «estatal» (Kazhdan 1995, 37-38). Pe­ ro esto no es todo; hemos hablado de la existencia de una constitución no escrita, pues bien, tanto el senado, como el ejército y el pueblo son factores constitucionales que se articulan y, en su actuación, pueden limitar también la autocracia. No podemos detener­ nos en ello, pero, aunque su intensidad varía con las épocas, no cabe descartar el papel del senado, estudiado por Beck en otro de sus trabajos, y lo mismo podemos decir de los azules y los verdes del Hipódromo (en general Cameron 1976), facciones mejor que auténticos partidos con cohesión estructural y programas, pero cauces de opinión en de­ finitiva. Sin duda se remontaban a los viejos partidos del Hipódromo, cuyos colores y nom­ bres todavía llevaban, pero ¿acaso no eran en Constantinopla, se pregunta Ostrogorsky 1977, 96, lo que fue el foro en Roma y el ágora en Atenas: es decir, «el lugar moral de ex­ presión de las aspiraciones políticas del pueblo»? Sus jefes, desde luego, eran nombra­ dos por el gobierno y ejercían además importantes funciones oficiales; así, servían en la milicia urbana y participaban también en la construcción de las murallas de la ciudad. No necesitamos destacar siquiera la importancia del otro factor, el ejército, en este equi­ librio constitucional. La elección del emperador, por ejemplo, es el caso clásico que ilus­ tra la confluencia de los tres «órganos constitucionales» ya que, con la ideología imperial simplemente, no se puede hacer un emperador y es preciso llegar a un consenso; como muestra baste traer a colación que León IV, en el año 776, nombra por aclamación de la guardia y del pueblo como co-emperador a su hijo Constantino VI. Pues bien, antes to­ ma juramento a los interesados para que prometan que guardarán fidelidad al niño. Y si hablamos de un consenso para la elección ¿qué decir del derrocamiento? Ensslin 1967, 4 ha escrito que, una vez nombrado un emperador legalmente, no había medio constitu­ cional de echarlo, de forma que la revolución se legitimaba por el éxito que pudiese al­ canzar y, entonces, Dios volvía a estar con el vencedor, idea bien conocida en ciertos periodos del Imperio romano. Sin embargo ¿no es la revolución un medio más de esta constitución no escrita que comentamos? Es corriente mencionar siempre, a este propó­ sito, la famosa frase de Mommsen aplicada al Principado: «una revolución permanente desde el punto de vista del derecho»; pero es precisamente Beck quien nota que las fuen­ tes distinguen entre revoluciones ex abrupto, un fenómeno natural casi, y otras revolu­ ciones que llevan prácticamente, por decirlo así, unas actas constitucionales preparadas con anterioridad a su estallido. Para Pieler, en la realidad de la vida constitucional, la re­ volución es una cosa lógica ya que el primitivo consenso necesario para la elección podía ser retirado si el emperador no se lo merecía. De 88 emperadores reinantes —de nuevo encontramos en Beck un esbozo estadístico ilustrativo—, 30 murieron de muerte vio­ lenta y 13 se vieron forzados a retirarse a un claustro; esto significa, pura y simplemen­ te, que la revolución no es la gran excepción, sino que, considerada históricamente, viene

a ser un elemento más de la práctica constitucional: aunque sea cínico decirlo —concluye Beck— a pesar de no serlo, es una norma constitucional. «Sería difícil imaginar una mo­ narquía menos sólida que la bizantina» (Kazhdan 1995, 68); de hecho, hasta finales del siglo xi, coincidiendo con la consolidación de la aristocracia en la sociedad bizantina, no se implantó el paso automático del poder del padre al hijo, es decir, la monarquía here­ ditaria, cuyos balbuceos los vemos en las complicadas sucesiones de los primeros Comnenos, bien descritas en su dimensión política por Nicetas Coniates (Bravo García 1995 [b]). Convendría destacar aquí, según ha señalado McCormick 1992, 344, que este as­ pecto de la ideología republicana romana (el que el poder no se heredase) permaneció vivo en Bizancio mucho tiempo como ya se ha dicho y que incluso Gregorio Magno, pa­ pa entre 590 y 604, escribió que la transmisión hereditaria del poder era cosa de pue­ blos bárbaros como francos y persas. Finalmente, el que se rebele contra el emperador, ensalzado por la ideología imperial, más que un rebelde, es un theómachos, es decir, al­ guien que se alza contra Dios (Ducellier 1976,126), pero esto, como hemos podido ver, no parece haber importado mucho a los bizantinos. (En lo que se refiere a las relaciones con las leyes, puede decirse que el emperador estaba igualmente limitado en su poder por éstas. En la ideología imperial —no lo olvi­ demos— era él el único legislador; más aún, él era la ley, un nomos émpsychos, expre­ sión que, desde los tratados de realeza helenísticos, llega a la Novella 105,2,4 de Justiniano para continuar viva en Bizancio durante siglos. De todas formas, el propio Justiniano se encarga de precisamos que su autoridad depende de la autoridad de la ley y que, por tan­ to, la subordinación de la soberanía imperial a la ley es algo más importante que el pro­ pio poder imperial: se trata, en suma, de un poder «unido a las leyes»(Jes decir, de una especie de ampliación del viejo principio romano «princeps legibus solutus». De igual manera, esta formulación se encuentra presente en la Epanagogué de León VI, donde se nos dice que la ley es una especie de pacto comunitario de los ciudadanos, lo que se opo­ ne claramente a la concepción de la palabra del emperador como fuente de derecho. En paralelo con esta interpretación que, como es fácil ver, limita en la práctica nuevamente el omnímodo poder que la ideología imperial tradicional parece otorgar al emperador, puede destacarse la precisión hecha por el orador Temistio (ca. 317-388) acerca de la «ley viva». Para el orador, frente a las leyes tradicionales debe encarecerse la importan­ cia de una ley viva, es decir, de una ley que se adapte a cada circunstancia. Como ha es­ tudiado Gilbert Dagron 1968, 33, «esta justificación de un poder legislativo paralelo al derecho, completándolo, es una de las ideas constantinianas más importantes ya que mar­ ca mejor el sentido de una evolución»; si traemos aquí a colación este concepto es por­ que supone un perfeccionamiento jurídico del esquema primitivo del nomos émpsychos e introduce una explicación muy razonable —y a la vez muy bizantina, como veremos— en el esquema de las relaciones entre el emperador y la ley. Efectivamente, en este mis­ mo sentido, León VI, en su Novella 109, nos dice que el emperador puede tomar medi­ das contrarias a lo que dice la ley y que, sin embargo, esto no entrará en contradicción con ésta. ¿Por qué? Simplemente porque, «a los que han recibido de Dios la dirección de los asuntos de este mundo, les está permitido dirigirlos (oikonomein) desde un pla­ no superior a la propia ley que rige a los súbditos». Por supuesto, esto va en contra de todo el derecho romano —piénsese en el «contra jus rescripta non valeant» del Codex Theodosianus I, 2,2— pero no podemos dejar de reconocer que es una solución muy há­ bil para escapar al difícil problema de las relaciones entre el emperador y la ley. De to­ das formas, hay autores que, tras un cuidadoso análisis de los textos Jurídicos, mantienen que el emperador, legalmente, podía siempre actuar como gobeminte absoluto sin ps* rar mientes en freno alguno de ley o de iglesia; si no procedían aaí SfS, simplemente, pa