Antropologia Urbana

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Amalia Signorelli

ANTROPOLOGÍA URBANA Prólogo de Néstor García Canclini Epílogo de Raúl Nieto Calleja

Antropología urbana / Amalia Signot clli; prólogo de Néstor García Canclini; epílogo de Raúl Nieto Calleja. — Rubí (Barcelona) : Antliropos E ditorial; México : Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa, 1999 XVI + 252 p ,; 20 cm, — (Autores, Textos y Temas. Antropología ; 35) B ib lio g r a f ía p. 2 3 9 -2 5 0 I S B N 84 -765 8-5 62-4 1. A n t r o p o lo g ía u r b a n a 2. C iu d a d e s - In v e s t ig a c ió n I. G a r c ía C a n c lin i, N ., pr. II. N ie t o Calleja, R., ep. I I I. U n iv e r s id a d A u t ó n o m a M e t r o p o l it a n a - Iz t a p a la p a ( M é x ic o ) W . T ít u lo V . C o le c c ió n 5 7 2 .9

cultura Libre Título original: Antropología urbana (Guerini Sludio, Milán, 1996) Traducción del italiano: Angela Giglm y Cristina Albarrán F. Primera edición: 1999 © Amalia Signorelli, 1999 © UAM-Iztapalapa. División de Ciencias Sociales y H um anidades, 1999 © Anlhropos Editorial, 1999 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) En coedición con la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, México ISBN: 84-7658-562-4 Depósito legal: B. 39.365-1999 Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales (Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresión: Edim, S.C.C.L. Badajoz, 147, Barcelona Impreso en España - Priníed ín

Spain

A Lucilla, por la confianza A Giacomo y Margherita por la esperanza

P r ó lo g o

UN LIBRO PARA REPENSAR NUESTRAS CIUDADES Néstor García Canclini*

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¿Por qué Italia, que tiene la red de ciudades más antigua y sólida de Europa, pregunta Amalia Signorelli, posee muy pocas investigaciones de antropología urbana? Esta interrogación hace eco en América Latina y España. Pese a contar con ciuda­ des famosas por su patrimonio histórico, su acelerado desarro­ llo industrial o su catastrófico crecimiento y, a veces, por reunir los tres signos de celebridad, son muy recientes los estudios antropológicos sobre Madrid, Barcelona, Buenos Aires, México y Sao Paulo. Existen sobre estas urbes valiosas investigaciones demográ­ ficas, urbanísticas y de movimientos sociales, algunas de las cuales, como las de Manuel Castells, renovaron la teoría mun­ dial sobre ciudades. Pero los antropólogos, en general, salvo destacadas excepciones, han llegado a última hora al medio urbano. Del mismo modo que en Italia y en otros países, los estudios antropológicos latinoamericanos se concentraron en lo rural. Cuando comenzaron a ocuparse de las ciudades las miraban * Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana de México.

como destino de las migraciones, o por lo que se perdía en ellas de la vida campesina y tradicional. En el área anglosajona los antropólogos iniciaron más temprano la exploración urbana, como recuerda Signorelli al valorar las Escuelas de Chicago y Manchester, y el interés de algunos de ellos, por ejemplo Robert Redfield, por América Latina abrió antecedentes en nuestra re­ gión. Pero las ciudades y la misma investigación antropológica han tenido tales transformaciones que sus trabajos tienen ape­ nas el mérito de haber sido precursores. Basta pensar en cómo ha cambiado el significado y la im­ portancia de lo urbano desde 1900, cuando sólo el cuatro por ciento de la población mundial vivía en ciudades, hasta la ac­ tualidad, en que éstas alojan a la mitad de los habitantes del planeta. La alteración es aún más radical en ciertas zonas peri­ féricas, como América Latina, donde el setenta por ciento de las personas reside en conglomerados urbanos. Como esta expan­ sión de las ciudades se debe en buena parte a la migración de campesinos e indígenas, esos conjuntos sociales a los que clási­ camente se dedicaban los antropólogos ahora se encuentran en las urbes. En ellas se producen y cambian sus tradiciones, se desenvuelven los intercambios más complejos de la multietnicidad y otras formas de multiculturalidad. Según demuestra la autora de este libro, la antropología dis­ pone de instrumentos calificados para entender los sistemas cognoscitivos y valorativos generados por contextos urbanos, las relaciones de su estructura actual con la historia, de la mo­ dernidad con las tradiciones. También para interpretar la arti­ culación de factores económicos y culturales en sus transforma­ ciones presentes, con una perspectiva distinta de otras ciencias sociales. Al interesarse particularmente por la diversidad que contienen las ciudades, la indagación antropológica permite sa­ lir de las generalizaciones homogeneizadoras habituales en los trabajos sociológicos, económicos y políticos que prefieren ha­ blar de totalidades compactas, o reducen las diferencias a los indicadores gruesos de los censos y las encuestas. Cuando la metodología apunta a los grandes conjuntos oscu­ rece la heterogeneidad étnica, de edades, entre hombres y muje­ res, entre los comportamientos de un mismo sujeto que vive en una zona, trabaja en otra y se divierte en una tercera. Desde las investigaciones de la escuela de Chicago sabemos que es propio

del homo urbanas entrar y salir continuamente de papeles diver­ sos, pero para comprender este rasgo propio de la vida en la ciudad —y de los conflictos que suscita— es necesario explorar, en las interacciones ambivalentes de los sujetos y los grupos, las peripecias de la multiculturalidad. Se necesitan tanto los censos y estadísticas como la observación densa de lo que ocurre en los espacios productivos, residenciales y de consumo. La antropología irrumpe con fuerza en los últimos años en los estudios urbanos, en buena medida, por la preocupación de encontrar explicaciones para la desestructuración engendrada por la heterogeneidad sociocultural de las ciudades. Se ha vuel­ to difícil definir qué se entiende por ciudad, en parle por la va­ riedad histórica de las ciudades (industriales y administrativas, capitales políticas y ciudades de servicios, ciudades puertos y turísticas), pero la complejidad se agudiza en grandes urbes que ni siquiera pueden reducirse a esas caracterizaciones monofuncionales. Signorelli coincide con varios autores al sostener que justamente la copresencia de muchas funciones y activida­ des es algo distintivo de la estructura urbana actual, y que esta flexibilidad en el desempeño de varias funciones se radicaliza en tanto la deslocalización de la producción diluye la corres­ pondencia histórica entre ciudades y ciertos tipos de produc­ ción. Lancashire no es ya sinónimo mundial de la industria tex­ til, ni Sheffield y Pittsburgh de siderurgia. Las manufacturas y los equipos electrónicos más avanzados pueden producirse tan­ to en las ciudades globales del primer mundo como en las de Brasil, México y el sudeste asiático. Esto ha traído, como sabe­ mos, enormes desplazamientos de trabajadores y un replantea­ miento de la separación entre ciudades del primer y tercer mundo. El último capítulo del libro se dedica, precisamente, a exa­ minar la ciudad como foco de la economía de procesos migra­ torios. A propósito de lo que ocurre con los migrantes, como en las secciones que analizan el proceso de trabajo y los festejos deportivos, pone en evidencia la importancia de abarcar lo ob­ jetivo y lo subjetivo, la economía laboral o del consumo consti­ tuida por los «sacrificios» y las «ganancias», que es también «una economía de los sentimientos, de las relaciones, de la cri­ sis y de la reconstitución de la identidad». La obra de Amalia Signorelli construye, así, junto a los co­

nocimientos generados en el trabajo de campo, las posiciones teóricas con las cuales encontrar una vía entre el racionalismo urbanístico y sociológico, que imagina la ciudad como espacio abstracto, y el empirismo antropológico, a menudo limitado a descubrir las particularidades de lo concreto. Se trata de situar a «los hombres en el espacio y con la conciencia cultural de esa relación». Todo lo cual lleva a identificar la ubicación de dife­ rentes hombres y mujeres, de grupos desiguales (arquitectos y pobladores, planificadores y usuarios) en las relaciones de po­ der que estructuran los usos del espacio y las representaciones sobre él.

¿Cómo es una casa o una ciudad donde «se está bien»? En­ tender las discrepancias en las respuestas entre quienes proyec­ tan, quienes administran y quienes habitan requiere algo más que una discusión técnica sobre necesidades. Supone la con­ frontación de concepciones culturales y estilos de vida. De este modo, la intervención antropológica amplía y remodela el obje­ to de estudio urbano. Pero para dialogar con las otras discipli­ nas que se ocupan de la ciudad, es necesario reformular tam­ bién los estilos de hacer antropología. Hay que trascender la tendencia a practicar sólo antropología en la ciudad, como los que eligen estudiar en las urbes barrios aislados ^pequeñas unidades imaginariamente autocontenidas, semejantes a pue­ blos campesinos, y realizar antropología de la ciudad, que abar­ que sus estructuras macrosociales. Esta discusión teórica está sostenida, o puesta en ejecución, en el presente libro con estudios sobre las casas campesinas y urbanas, de residentes permanentes y migrantes, las luchas por la vivienda en un suburbio de Roma y en otras partes de Italia. Como en otros textos de esta autora, dedicados al clientelismo o a las interacciones que ocurren en las ventanillas de servicios públicos, los estudios de caso tienen el propósito de sentar las bases o probar los enunciados teóricos, y a la vez plantear pro­ blemas políticos: aquí se quiere averiguar cómo debe encararse la cuestión de la vivienda en Italia, cómo podrían volverse más productivas las estrategias macrosociales de los partidos políti-

eos progresistas en relación con las necesidades cotidianas de los trabajadores y pobladores urbanos. En el estudio sobre trabajadores en Nápoles, el análisis sutil y riguroso de las historias de vidas permite comprender cómo se construyen mediaciones entre sujetos individuales y colecti­ vos. Aun «un documento modesto, periférico y tardío como esta autobiografía oral, contribuye a demostrar que la clase obrera ha sido no sólo una clase social, sino un sujeto colectivo en el sentido más pertinente del término». La información cualitati­ va, surgida de biografías personales, puede ser reveladora de procesos amplios en los que las urbes y las sociedades dirimen su futuro. 3 No es común que en un libro europeo o estadounidense so­ bre cuestiones urbanas se hagan referencias detalladas a ciuda­ des de América Latina, y se comparen con las de países metro­ politanos. Además de mostrar cómo pueden articularse diversas escalas de análisis dentro de una nación en la investigación an­ tropológica, Signorelli ha abierto a lo largo de su' trabajo la antropología italiana y europea a la interacción con otras regio­ nes. Si la autora de esta obra incorpora a su argumentación análisis comparativos del metro mexicano y el parisino, los imaginarios violentos en las metrópolis y en los países periféri­ cos, así como la confrontación de ciudades europeas y norte­ americanas, es porque ha ejercido una curiosidad etnográfica sistemática en sus períodos de residencia fuera de Europa. En México, donde dictó cursos en muchas instituciones y ejerció como asesora de las investigaciones del Programa de Estudios sobre Cultura Urbana de la Universidad Autónoma Metropolitana, tuvimos múltiples evidencias de la observación acuciosa que puede desarrollar, aun en pocas semanas, quien posee un largo entrenamiento de campo en sociedades diversas y deja que las novedades de otros países desafíen sus hábitos de comprensión. En la medida en que las diferencias no ocurren sólo entre lo urbano y lo rural, y en el interior de cada unidad, sino entre ciudades, manejar un repertorio amplio de estas diferencias es

el primer requisito para dar consistencia a las conceptualizaciones urbanísticas que aspiran a teorizar en general. Amalia Sig­ norelli enriquece sus análisis novedosos sobre lo que es compa­ tible e incompatible entre las principales escuelas de análisis urbano, ocupándose también de las recientes aportaciones francesas, y abriendo el examen antropológico a reformulacio­ nes sociológicas (Castells, Harvey), a los estudios culturales (Hoggart, Williams) y a las revisiones posmodemas de las cien­ cias sociales. También esta ductilidad teórica y esta disponibilidad para nutrir su pensamiento en tradiciones nacionales diversa le aproxima a la multiculturalidad de las bibliografías latinoame­ ricanas. A diferencia de tantos autores metropolitanos que citan casi exclusivamente a los de su país, o sólo lo producido en inglés, encontraremos aquí a Gerard Althabe y Marc Augé cerca de Ernesto de Martino, a Ian Chambers, Kevin Lynch y Richard Sennet puestos a dialogar con Jesús Martín Barbero y José Ma­ nuel Valenzuela. 4 ¿Morirán las ciudades? Entre los imaginarios urbanos, Sig­ norelli presta especial atención a descripciones apocalípticas, libros proféticos y de ciencia ñcción que auguran el fin de la vida urbana o una desintegración de la que habría que huir. Como hemos comprobado en varios estudios latinoamericanos (Silva, García Canclini-Castellanos-Rosas Mantecón), las ciuda­ des no se forman sólo con casas y parques, calles, autopistas y señales de tránsito. También las hacen existir los planos que las inventan, las obras literarias, las películas y las imágenes televi­ sivas que las representan e imaginan. Este libro reconoce que ocuparse de las ciudades contemporáneas requiere hablar tam­ bién de aglomeraciones en las que se extravía la experiencia unificada de la ciudad, catástrofes ecológicas, el descenso de­ mográfico en muchas de ellas, «el urbanismo sin urbanidad» de pueblos conectados electrónicamente y donde los trabajos se harían por tele-cottages, desde las casas, sin reunirse en centros laborales. La vulnerabilidad urbana y el sentimiento de catástrofe fue­

ron explorados por la autora al estudiar lo que sucedió en Pozzuoli, ciudad cercana a Nápoles sometida a bradisismos, un tipo particular de movimiento y hundimiento lento de la tierra, a veces imperceptible, que después de varios meses produce da­ ños semejantes a los temblores súbitos. ¿Cómo viven esta crisis los dueños de las casas, los empleados y obreros, los especula­ dores y los que encuentran vida en las ruinas del anfiteatro de la ciudad, en tanto su valor cultural y científico permite hacer algo con lo que queda? Así la antropología exhibe, a propósito de los imaginarios y de los usos ocasionales de desastres, los diversos sentidos de lo urbano manifestados por quienes bus­ can comercializar el espacio y quienes, ante la pérdida o el ries­ go, toman conciencia de su valor. Sin embargo, esta reflexión sobre los limites y peligros de las ciudades no se complace en la melancolía de lo terminal, como tampoco lo que escribe sobre migraciones y multiculturalidad se desliza por las generalizaciones indiferenciadas del nomadis­ mo. Estos temas fronterizos, en los que se juega el futuro de las ciudades, son elaborados con disciplina investigativa y con la preocupación política de quien ha compartido la docencia y la exploración científica con responsabilidades públicas en el go­ bierno de Nápoles. Esta obra de Amalia Signorelli, con su atención simultánea a lo micro y macrourbano, al conocimiento científico que pue­ de ayudar a construir prácticas políticas donde se vincule lo abstracto y lo concreto, contribuye a repensar los procesos de democratización urbana. Dos de las mayores ciudades latino­ americanas (Buenos Aires y México) eligieron por primera vez en la segunda mitad de los años noventa, en forma directa, a sus gobernantes. En otras, los alcaldes se preguntan cómo ha­ cer participar a los ciudadanos para enfrentar conjuntamente los dramas de la inseguridad y de la ecología. Cuando los Esta­ dos nacionales ven debilitada su capacidad de convocatoria y administración de lo público, las ciudades resurgen como esce­ narios estratégicos para el avance de nuevas formas de ciudada­ nía con referentes más «concretos» y manejables que los de las abstracciones nacionales. Además, los centros urbanos, espe­ cialmente las megalópolis, se constituyen como soportes de la participación en los flujos transnacionales de bienes, ideas, imágenes y personas. Lo que se escapa del ejercicio ciudadano

en las decisiones transnacionales pareciera recuperarse, en cier­ ta medida, en las arenas locales vinculadas a los lugares de resi­ dencia, trabajo y consumo. En esta dirección, es posible decir que este libro puede interesar no sólo a antropólogos, sociólo­ gos y planificadores urbanos, sino también a ciudadanos que quieran ser algo más que espectadores que votan. Bibliografía A ltiiabe , G erard, et al: Urbanimtion et enjeux quatidiem, París, A nthro-

pos, 1985.

C astells , Manuel: La ciudad infonnadcntal, Madrid, Alianza, 1995. C átedra , María: Un santo para una ciudad, Barcelona, Ariel, 1997. G arcía Canclini, Néstor, Alejandro Castellanos y Ana R osas M ante ­

cón (coords.): La ciudad de los viajeros. Travesías e imaginarios urba­ nos: México, 1940-2000, México, Grijalbo-UAM, 1996. Lynch, Kevin: La imagen de la ciudad, México-Barcelona, Gustavo Gilí, 1984. S en n et , Richard: The. conscience of íhe eye. The design and social Ufe of cities, Nueva York, Alfred Knopf, 1992. S ilva , Armando: Imaginarios urbanos. Bogotá y Sao Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1992, V alenzuela , José Manuel: A la brava ése. Chotos, punks, chavos banda, Tijuana, El Colegio de la Frontera Norte, 1988.

AGRADECIMIENTOS

Han pasado muchos años desde que algunas personas pen­ saron que el encuentro entre la antropología y las ciudades pu­ diese revelarse productivo y me animaron a intentarlo. Me es grato reconocer mi deuda hacia ellas. Guido Cantalamessa Carboni y Vittorio Lanternari, antropólogos; Fabrizio Giovenale, Sara Rossi, Paola Coppola Pignatelli, Franco Girardi, arquitectos y urbanistas. Si el encuentro no ha dado todos los frutos que entonces esperábamos, la responsabilidad es sólo mía. A Cario Tullio Altan, Néstor García Canclini, a Gérard Althabe estoy agradecida por haberme ofrecido bellas ocasiones para pensar y para aprender. A todos aquellos que en estos años han trabajado conmigo en la Universidad de Ña­ póles, Federico II, soy deudora de la posibilidad misma de es­ cribir este libro. Agradezco por el trabajo que hicimos juntos a Lello Mazzacane, Gianfranca Ranisio, Gabriella Pazzanese, Al­ berto Baldi, Raffaella Palladino, Giuseppe Gaeta, Rosa Arena, Rosanna Romano, Giuliano Romano, Omella Calderaro y so­ bre todo a Angela Giglia, Adele Miranda y Paola Massa, inteli­ gentes y apasionadas interlocutoras de un diálogo enriquecedor para mí en primer lugar. Carmine Amodio y Fulvia D'Aloisio me asistieron en la pre­ paración del manuscrito con la disponibilidad que merece, a

ellos mi gratitud. Los límites de este trabajo que sólo a mí me pertenecen, no eliminan la deuda que tengo con todos aquellos que aquí he mencionado. Junto a ellos quiero agradecer a Dina D'Ayala, ingeniero, que me enseñó a m irar y a escuchar lo que está construido y sigue sabiéndolo hacer mucho mejor que yo. Nápoles, febrero de 1996

P r im e r a p a r t e

PROBLEMAS

C a p ít u l o

p r im e r o

UN RECORRIDO DE BÚSQUEDA E INVESTIGACIÓN

Este libro nace de dos provocaciones. Ambas involuntarias, ambas demasiado pertinentes para no aceptarlas. He aquí la primera. Hace algunos años, en el contexto de una cuidadosa reseña de los estudios de antropología urbana en Italia, Angela Giglia señalaba «una sensible carencia en la formulación de una sóli­ da problemática teórico-metodológica, que esté en condición, sobre la base de fundadas razones histórico-sociales, de motivar la opción hacia la investigación urbana y de precisar la natura­ leza de la relación existente entre esta nueva orientación y la tradición de nuestros estudios, sea ésta una relación de filiación directa o de contraposición frontal» (Giglia, 1989:88). No hay nada que replicar, es una observación fundada. For­ mulado en términos explícitos, me hizo comprender que desde mucho antes, dos decenios por lo menos, también yo buscaba esa «sólida problemática teórico-metodológica», que tuviera sus fundamentos en la tradición de los estudios italianos y al mis­ mo tiempo representara para ellos la apertura de una nueva vertiente de investigación. En el curso de esos años, ya había acumulado cierta cantidad de reflexión teórica; y también ha­ bía llevado a cabo mucha investigación de campo, sola o con la ayuda de jóvenes colaboradores en Roma, Nápoles, Pozzuoli y antes en Foggia, Cosenza, París, Nueva York y Ciudad de Méxi­

co. De esta producción sólo se había publicado una parte. El desafío de Giglia me aclaró que por una parte, mi resistencia a publicar nacía justamente de la conciencia de que la sólida pro­ blemática teórico-metodológica sobre la que trabajaba aún es­ taba muy lejos de alcanzar la solidez ambicionada; por el otro, me hizo tomar conciencia de que ese proceso de maduración difícilmente podría realizarse sin la confrontación con otros in­ vestigadores interesados en la misma problemática. Este libro es y quiere ser precisamente esto: la preparación de un terreno de confrontación. En consecuencia, los temas propuestos son más numerosos que los desarrollados y se presentan objetos de investigación que a veces se indagan en profundidad y a veces apenas se son­ dean. No he intentado hacer una exposición sistemática de los problemas de la antropología urbana. Más bien he querido reordenar los fragmentos de un discurso singular, organizar en un diseño lo más unitario posible los trozos de un camino de investigación que se desarrolló entre interrogantes y perplejida­ des, entre aceleraciones y desaceleraciones; y que aún está lejos de cualquier fon na de sistematización definitiva. La primera observación a hacer es ya casi ritual: a pésar de que Italia puede enorgullecerse de poseer la red de ciudades más antigua y sólida de Europa, a pesar de que la cultura italia­ na tradicionalmente ha valorizado la condición urbana respecto a la rural (Silverman, 1986), son muy pocas las investigaciones antropológicas sobre las ciudades italianas, tanto de autores ita­ lianos como de extranjeros. Ya en 1975 en esa especie de mani­ fiesto de una posible nueva antropología que fue Beyond the Community (Boissevain y Friedl, 1975), Crump hacía observa­ ciones sarcásticas sobre la imagen de Italia que habría podido extraerse de las investigaciones de comunidad realizadas en el ámbito de los Mediterranean Síudies: un territorio de montañas áridas y valles semidesiertos, con algunas aldeas perdidas habi­ tadas por campesinos embrutecidos... Algunos años más tarde Kertzer retomó esa observación (Kertzer, 1983). Ciertamente la pasión de los investigadores anglosajones por las aldeas campe­ sinas —esos objetos de investigación separables de cualquier contexto histórico, geográfico y político— puede explicarse por las tradiciones de las disciplinas (Saunders, 1995). Sin embar­ go, recientemente se ha propuesto la hipótesis de que la cons­

trucción de esa imagen de Italia (y de los demás países medite­ rráneos) tenía razones y finalidades políticas (Hauschild, 1995). También los estudios antropológicos italianos, por lo menos entre la década de 1950 y la de 1980 estuvieron fuertemente orientados en sentido, por así decirlo «ruralcén trico»: no sólo porque se ocupaban casi exclusivamente del mundo rural, o más bien campesino; sino también porque miraban la ciudad misma desde el punto de vista del campo, como terminal, como punto de llegada del proceso de desruralización, de urbaniza­ ción, de inmigración.1 Podemos encontrar más de una razón para esta orientación de los investigadores italianos. Seguramente entre los factores operantes estuvieron la fidelidad a las tradiciones de la discipli­ na, la defensa de las divisiones académicas, la subordinación al modelo extranjero de los estudios de comunidad. Sin embargo, personalmente siempre he creído que el obstáculo más resisten­ te era la presencia de dos prejuicios, de gran arraigo entre los intelectuales italianos —y por consiguiente entre los antropólo­ gos— desde los años cincuenta, que sólo recientemente han en­ trado en crisis. El primero era el prejuicio «obrerista». La función de hacer o al menos guiar la revolución axiomáticamente atribuida al proletariado urbano industrial, hizo que se aceptaran tácita­ mente dos corolarios que tienen implicaciones sumamente gra­ ves en el plano antropológico: el primero afirmaba la coinciden­ cia de la cultura obrera urbana con la cultura revolucionaria, de manera que la concepción del mundo y de la vida de los obre­ ros se transformaría inevitablemente en conciencia de clase; por lo menos, todo lo que pudiera contener de heterogéneo o contradictorio respecto a una auténtica conciencia de clase de­ bía ser considerado irrelevante y en vías de disolución, de des­ aparición; el segundo afirmaba que los demás estratos de la L La reseña de Giglia citada en el texto, da un cuadra cuidadoso del estado de las investigaciones de antropología urbana en Italia, Sucesivas a la reseña de Giglia se señalan: Tenloii 1990, Sobrero 1992, la traducción de Hannei-z en Italiano (1992). Un interés constante por las temáticas de la antropología de la complejidad y del «nos­ otros» lo m uestran las revistas Ossimori y Etnoantropología, Ambas iniciaron la publi­ cación hace pocos años. Tradicionalmente, la revista La Riccrca Folklórica ha dado siempre espacio a temáticas «urbanas» y «complejas». En los últimos años paitce estar encaminada también una producción de monografías sobre estos temas, algunos de los cuales cito en el texto.

población urbana —industriales, artesanos, comerciantes, pro­ ductores de servicios, empleados públicos o subproletarios, na­ tivos o inmigrados— bajo la hegemonía de la clase obrera ad­ quirirían también conciencia de clase o bien se confinarían o serían confinados en una progresiva y cada vez menos relevante condición de residuo. Hoy el prejuicio obrerista, más que estar superado, se ha vuelto obsoleto; sin embargo, en'función de la elaboración teó­ rica que necesitamos, no es inútil reflexionar otra vez sobre el hecho que la cultura de la clase obrera, aun la de más antigua y sólida tradición (como la de cualquier otra clase), no ha sido jamás un granítico y limpio monolito clasista, y esto no tanto por cuestiones de persistencia de las tradiciones o de tiempos largos de la dinámica de la mentalidad; sino porque las relacio­ nes de clase en ningún momento han sido limpias y rígidamen­ te monolíticas y siempre han sido condicionadas por una vasta gama de mediaciones, que excluyen el nivel cultural, sino que más bien lo han escogido a menudo como terreno electivo. Asimismo el otro corolario merece todavía un momento de reflexión, pese a que también ello parece pertenecer más al pasa­ do que a la actualidad: los otros estratos de la población urbana no estaban dispuestos a identificarse y ni siquiera a dejarse hegemonizar demasiado fácilmente por el proletariado de la gran in­ dustria. Las diferencias en los roles productivos generaban (y aún generan) conocimientos y valores diferentes, diversos mapas cognoscitivos y una diversa autopercepción, que sólo en circuns­ tancias particulares y por períodos determinados se funden ar­ mónicamente. Para determinadas acciones y reivindicaciones, para obtener determinados objetivos, algunas de estas clases han también aceptado la famosa función de guía de la clase obrera, pero siempre por decirlo así pro tempore e sub condicione, mien­ tras que su misma existencia y el interactuar que de ella deriva en la cotidianidad, antes que a nivel político, no podían a su vez no tener efecto en la misma cultura obrera. Pero de toda esta compleja dinámica cultural y social poco se ha observado y re­ gistrado en los años pasados. En algunas ocasiones se recurrió a la influencia de los grandes eventos internacionales para dar cuenta de transformaciones que a partir del prejuicio obrerista parecían inexplicables, o se les relegó como imprevisibles.

El otro prejuicio que retrasa los estudios de antropología urbana es el prejuicio antiurbano. A partir de los años sesenta en Italia la crítica de la sociedad capitalista asumió frecuentemente la forma de una crítica de la ciudad, considerada el lugar por excelencia no sólo de la explo­ tación capitalista sino también de la enajenación consumista. Paralelamente se desarrolló una abundante literatura «neo-arcádica», pseudo-demológica, evasiva e idealista, que identifica­ ba a menudo desenvueltamente sociedad rural, cultura campe­ sina, protesta y la posibilidad de encontrar una estrategia anti­ enajenación en la llamada recuperación de las raíces. En el re­ chazo de la ciudad como objeto de estudio, convergían tanto folcloristas como etnólogos de la escuela tradicional, que veían en el interés por la cultura urbana una peligrosa tendencia «sociologizante», como los nuevos teóricos del «folclore» como «cultura de protesta», que se remontaban a Gramsci y a De Martino, simplificando una lectura de estos dos autores pro­ puesta por Lombardi Satriani (1974). Este último señalaba el carácter objetivamente, estaría tentada a decir pasivamente de oposición de la cultura folclórica, que por el sólo hecho de estar presente y operante en la sociedad, atestigua los límites de la hegemonía ejercitada por la cultura dominante. Entre este rol de señal de un límite, y el rol de contracultura activa que al folclore venía atribuido, no hay sólo una grande distancia, sino también un gran mal entendido. De todos modos para los pala­ dines del folclore como cultura de protesta, la ciudad es vista por definición como el lugar del desarraigo, de la pérdida de todo carácter cultural originario y específico, de la enajenación cultural y de la homologación. Vale la pena observar que ni siquiera Pasolini se sustrae a esta visión, al mismo tiempo maniquea e histórica. Desde luego, la ciudad es un objeto invisible desde la pers­ pectiva de la realidad rural, y con las herramientas conceptua­ les construidas para el estudio de la cultura campesina. Una antropología enfocada en el mundo campesino busca en la ciu­ dad, conscientemente o no, aquellas que hasta hace algunos años en Italia se llamaban supervivencias precapitalistas en contextos urbano-industriales; esta perspectiva llega casi a con­ verger, pero no a coincidir, con la que en los EE.UU. se ha denominado antropología en la ciudad (Goóde, 1989).

Considero que lá antropología urbana tiene una tarea distin­ ta: se trata de ocuparse de concepciones del mundo y de la vida, de sistemas cognoscitivo-valorativos elaborados en y por con­ textos urbanos; contextos industriales y postindustriales, capita­ listas o poscolonialistas o posreal socialistas o más bien globalizados y a punto de ser virtualizados. Forma parte de mi hipóte­ sis la idea que aquellas concepciones y aquellos sistemas cog­ noscitivo-valorativos engloben muchas «sobrevivencias precapitalistas»: más no como inhertes reliquias o despojos, sino como elementos activos de las dinámicas culturales, de los sincretis­ mos y de las hibridaciones, de las transformaciones, de la refuncionalización, de la resemantización y de las revaloraciones que se entretejen en todo proceso de producción cultural (Can­ clini, 1989; Signorelli, 1983). Este planteamiento se refiere a la «antropología de la ciu­ dad», la otra orientación que por muchos años ha sido dominan­ te en los estudios de antropología urbana en ambiente anglosa­ jón (Leeds, 1973; Eames y Goode, 1977). Es posible entender la antropología de la ciudad en dos formas diversas. Según un en­ foque que se remonta a la Escuela de Chicago, se puede conside­ rar la ciudad como una variable independiente: compleja reali­ dad caracterizada por las grandes dimensiones, por la densidad de la población y por la heterogeneidad, que determina compor­ tamientos y mentalidad, reagrupamientos y separaciones, cola­ boración y competencia: es, en suma, concebida «ecológicamen­ te» como una realidad que incorpora a quien la vive integrándo­ lo en un sistema que se autocondiciona. La misma Goode, Magubane (1973), Rollwagen (1980) y numerosos autores america­ nos han criticado desde hace muchos años esa hipótesis, llaman­ do la atención sobre la existencia de sistemas económico-políti­ cos —en el ámbito nacional y sobrenacional, por los cuales las ciudades son fuertemente condicionadas. Rollwagen, por ejem­ plo, hace un llamado explícito a los análisis del sistema mundo de Immanuel Wallerstein. También Castells (1974) ha estado en­ tre los más severos críticos de la hipótesis ecologista, señalando como son las relaciones sociales y particularmente las relaciones de producción en determinar las ciudades y no viceversa. Se tra­ ta de críticas que en gran parte comparto. Creo que permanece todavía un problema, con relación al cuál se puede hablar de un segundo modo de entender la antropología de la ciudad.

Partiré de un ejemplo: hace algunos años en Roma, con in­ tenciones críticas hacia la administración comunal, se acostum­ braba a decir: «El Coliseo se ha vuelto una glorieta». Afirmación que no tenía nada de paradójico. Efectivamente, el tráfico había sido regulado de tal modo que el Coliseo funcionaba como el gigantesco arriate de una macroscópica rotación; y para los tu­ ristas y visitantes que querían llegar al monumento era difícil y peligroso atravesar el casi ininterrumpido flujo de automóviles. El episodio puede ser comentado de muchas formas. Mi pregun­ ta es: ¿cuál es la diferencia (si la hay) entre circular alrededor de un arriate común y corriente y circular alrededor del Coliseo? En otras palabras: el Coliseo es sin duda un producto humano, mientras que los seres humanos no son producto del Coliseo. Sin embargo, una vez que el Coliseo ha sido producido, está allí en toda su relevancia funcional y simbólica. ¿Con qué efectos? Como mínimo, podemos observar que la afirmación «aquel arriate es un separa tráfico» activa un campo semántico y afecti­ vo bien distinto de la afirmación «el Coliseo es un separatráfico»: lo cual nos autoriza a pensar que los sujetos implicados perciben el Coliseo como algo diferente de un arriate. En substancia, es éste el problema que se presenta no sólo para un monumento, sino para toda la ciudad y para cada ciudad. Producidas por los seres humanos, ¿cómo entran las ciudades en los procesos de producción y reproducción de la condición humana? La pregunta no es nueva, desde luego. La investigación de una respuesta, que sea pertinente en sentido antropológico, es otra forma de decir cuál es el objetivo de este libro. Objetivo ideal. Por el momento conformémonos con obser­ vaciones de alcance más modesto, ligadas a datos empírica­ mente controlables. Conviene enfocar mejor el término mismo, el concepto de ciudad. La comparación histérico-geográfica muestra qué tan dife­ rentes son entre ellas, y cómo siempre lo han estado, las ciuda­ des, Tan diferentes, que construir una tipología de ciudades pa­ rece o excesivamente simplificador o imposible. Es más útil, como ha sido recientemente propuesto, intentar especificar los modelos de ciudad que caracterizan las diversas áreas del glo­ bo, identificables, estas últimas, según criterios histérico-geo­ gráficos (Rossi, 1987).

A partir de esta propuesta, quisiera señalar algunas caracte­ rísticas socio-culturales que contribuyen a delinear un modelo posible de la ciudad italiana actual, más allá de todas las dife­ rencias que también persisten entre las ciudades de la penínsu­ la, por ejemplo Milán y Matera. Excepto quizá Latina, las ciudades italianas tienen todas una historia plurisecular, a menudo plurimilenaria. Casi todas con­ servan huellas del pasado en su diseño urbano, en sus monu­ mentos y palacios, en algunas ocasiones y festividades y en algu­ nas usanzas definidas como tradicionales. Es esta antigüedad de las ciudades, un dato tan generalizado y arraigado en Italia que se ha vuelto invisible, dóxico, diría Bourdieu. En cambio hay que volver a problematizarlo, por lo menos para medir que tan lejos en el tiempo está arraigada en la cultura italiana la distin­ ción entre ciudad y campo y la convicción de la superioridad de la primera sobre el segundo. Esta distinción y esta convicción, tan generales en Italia, aunque diferenciadas a nivel local, llegaron a confrontarse con dos procesos, cuyo génesis, escala y efectos trascendían no sólo a las ciudades, sino al entero sistema urbano italiano. — El primero de estos procesos ha remodelado completa­ mente la relación tradicional entre ciudad y campo a través de las migraciones, el urbanismo y la urbanización del campo (Signorelli, 1995). — El segundo ha redefinido radicalmente el papel central que las Ciudades tenían respecto a sus territorios, a causa del proceso de masificación que ha embestido contra la producción material y cultural, la circulación de los seres humanos y de las ideas, los consumos y el tiempo libre (Lanaro, 1992; Ginsburg, 1989; Forgacs, 1990: 265 ss.). Ciudades antiguas, habitadas por un alto porcentaje de inur­ banos recientes y embestidas por un violento proceso de masifícación: ¿es esto el modelo de las ciudades italianas al final del siglo XX? Es éste de todos modos el modelo interpretativo que he intentado profundizar en la primera y segunda parte de este libro y poner a prueba en las investigaciones presentadas en la tercera parte. Alberto Sobrero fue el autor igualmente involuntario de la

segunda provocación, que además es doble. En la conclusión de su esmerada reseña de las teorías de la antropología de la ciu­ dad, Sobrero toma distancia con respecto al «entusiasmo de método de ciertos autores posmodemos» y hace propia la con­ vicción de Lynch que «lo desconocido debe poseer en sí mismo alguna forma que pueda ser explorada y poco a poco también aprendida», y «la sensación que el caos completo sin indicio alguno de conexión nunca es agradable». «En realidad —agrega Sobrero— basta escuchar las voces que corren para entender hasta qué punto "la periferia" de nuestro vivir urbano sea pro­ ductiva de diferencias y hasta qué punto es urgente regresar a no hablar más sólo en términos imaginarios» (Sobrero, 1992: 234). Encuentro en este párrafo dos estímulos: el primero de orden epistemológico, y el segundo de orden teórico. Jamás he compartido el entusiasmo «interpretativo» que ha contagiado a más de un antropólogo italiano en los años recien­ tes. Pero no porque no reconozca fundamento a muchos de los problemas que la antropología inteipretativa ha puesto sobre la mesa: mas bien porque como alumna de Ernesto de Martino aquellos problemas me eran familiares «desde siempre». Esta­ ban incorporados, si puedo usar esta expresión, en la problemá­ tica demartiniana desde el inicio de sus primeras formulacio­ nes, ya con la idea de que son las categorías que los occidenta­ les utilizan al realizar investigación, al colocar a los «primiti­ vos» fuera de la historia, al hacerlos «objetos de la naturaleza». En toda la producción demartiniana, el problema regresa insis­ tentemente, como rechazo de la doctrina positivista que natura­ liza a los otros, pero también del relativismo absoluto que los postula como desconocidos. En el rechazo demartiniano a aceptar el desconocimiento del otro está incorporado también la dimensión ética, ya que se considera la comprensión del otro como la condición para «ir más allá» de los límites del huma­ nismo occidental, para fundar y garantizar un nuevo, y más humano, «estar en el mundo». La posición demartiniana está muy lejos del optimismo voluntarista y hedonista que trasparenta desde la posición de Lynch: el conocimiento del otro es para de Martino un dardo que pone en crisis nuestras capacidades cognoscitivas y nues­ tras certezas morales; al mismo tiempo es una tarea que no puede ser eludida. Creo que a partir de sus conviccionés de

Martino difícilmente habría apreciado la propuesta de utilizar el texto como salida de la «paradoja del encuentro etnográfico». Dado que las categorías del pensamiento occidental «entran en acción» no sólo «en el acto de sorprender en vivo un fenómeno cultural "ajeno"», sino también «en el discurso etnográfico que lo describe» (de Martino, 1997: 390), cualquier texto producido por antropólogos no se substrae al etnocentrismo de sus catego­ rías, mientras que los textos producidos por los indígenas no son para el antropólogo menos «ajenos» que los comportamien­ tos que él observa. También si aceptamos la idea de la cultura como texto, el problema es siempre el mismo: el de los modos de la interpretación transcultural o, como gusta decir ahora, de la traducción de una cultura en los términos de otra (Clemente Dei, 1993). No sé si la formulación del problema en términos de análisis del texto lo haga de más fácil solución respecto a la vie­ ja formulación en términos epistemológicos. Personalmente he intentado hacer mía la propuesta demartiana: La «doble tematización de lo propio y de lo ajeno», la «comparación sistemática y explícita entre la historia que docu­ mentan estos [de lo ajeno] comportamientos y la historia cultu­ ral occidental que está sedimentada en las categorías del etnó­ grafo empleadas para observarlas, describirlas e interpretar­ las» (de Martino, 1977: 391). Por una parte «el preciso y fatigo­ so interrogar e interrogarse respecto al carácter y las razones, en cuanto al génesis, la estructura y la función del comporta­ miento cultural ajeno que el etnógrafo entiende argumentar» (ibíd.: 393), por otra parte «el empleo no dogmático de catego­ rías interpretativas occidentales, es decir, un uso crítico, contro­ lado por el conocimiento explícito del génesis histórico occiden­ tal de esas categorías y por la exigencia de ampliar y plasmar su significado mediante la confrontación con otros mundos histórico-culturales» (ibíd. \ 395). Siempre me han parecido indicacio­ nes suficientes (¡más que suficientes!) para, como dice Lynch, explorar las formas de lo no conocido: que yo haya logrado uti­ lizarlas correctamente, es obviamente otro discurso. En el pasaje que he citado (y que me ha estimulado precisa­ mente por la multiplicidad de sus implicaciones), Sobrero pro­ pone otro problema. Es urgente, él dice, volver a hablar de las diferencias no sólo como productos de lo imaginario. Reco­ rriendo las reflexiones y las investigaciones que en estos años

he dedicado a la ciudad, me he dado cuenta que no he hablado jamás de las diferencias como productos de los imaginarios. Las he tomado siempre en consideración como el producto de la dialéctica entre el imaginario de los sujetos (incluyendo el mío) y las relaciones entre los sujetos. He hipotetizado que la relación, cualquier relación entre sujetos, implique un algo más, no reductible a las representaciones y evaluaciones que los suje­ tos dan sobre la misma. Me he dado cuenta también de que la tentativa de lomar ese algo, de explicitarlo y analizarlo, me ha conducido a un tipo de práctica teórica en los últimos años del todo obsoleta: me ha empujado a pensar «fuerte». Quiero decir que me he encontrado en la necesidad de apelar a una jerarquización y a una termino­ logía no sólo objetivantes, sino estructuradas; con las cuáles he trabajado para tomar no sólo indicios, cruces, sombras y márge­ nes, sino nexos: espaciales, temporales, genéticos, causales. ¿Era inevitable?, no lo sé. No estaría segura en afirmar ni que pensar fuerte significa pensar bien, ni que pensar bien sig­ nifica pensar fuerte. De cualquier forma se trata de un trabajo de antropóloga. Porque habitantes de las aldeas, sobrevivientes de los terremo­ tos, obreros de industrias metalúrgicas, carpinteros, aficionados del fútbol y emigrantes son sin duda «otros», diferentes con respecto a mí, y me han mostrado claramente al considerarme «otra, diferente de ellos». El objetivo era tematizar estos encuentros.

C a p ít u l o

segundo

CIUDAD Y DIVERSIDAD

En el repertorio de palabras y frases que cada uno de nos­ otros que hablamos en italiano usa cotidianamente, hay algu­ nas de notable interés para la antropología urbana. Por ejem­ plo, decimos: «aquel señor es una persona civilizada», «ha dado pruebas de gran urbanidad», «se ve inmediatamente que es un villano», y así sucesivamente. Se trata de términos diversos por etimologías e historia, pero unidos por el hecho de que, históri­ camente, todos derivan su signiñcado de la supuesta proceden­ cia territorial de la persona de quién se habla: civil y urbano son términos que remontan a una procedencia citadina, «maledu­ cado» «villano» y «tonto» son términos que remontan a una procedencia campesina. Aun si ya nosotros los usamos sin dar­ nos cuenta de su significado original. Para la antropología, estas formas de decir son buenos indi­ cios. Obviamente, atestiguan de un prejuicio etnocéntrico anti­ rural (civil y urbano implican un juicio positivo; maleducado y villano un juicio negativo) y se revelan por esto como segura­ mente nacidas en las ciudades (y en ciudades donde el despre­ cio por los campesinos debía tener su fundamento en la estruc­ tura productiva y en las relaciones sociales y políticas entre ciu­ dad y campo). Por otra parte, al desprecio de los ciudadanos hacia los campesinos correspondía, como muchos proverbios lo demuestran, un juicio no menos negativo, aunque si de diversa

índole, de los campesinos sobre los ciudadanos, considerados cínicos, áridos, desconfiados, enredosos, etc. Mas la primera cosa que resulta interesante para el antropó­ logo es que estos juicios (o pre-juicios) cruzados atestiguan ante todo una percepción recíproca de diversidad. Los ciudadanos se percibían (¿se perciben?) diferentes de los campesinos y vice­ versa, los campesinos se percibían (¿se perciben?) diferentes de los ciudadanos. Esta simple constatación abre el camino a inte­ rrogantes de clásica pertenencia antropológica: ¿Diferentes cómo? ¿Diferentes en qué? ¿A causa de qué? ¿Con que conse­ cuencias? De nuestros ejemplos podemos obtener aún otros indicios. El primero muy importante, es el siguiente: la diversidad parece ser una realidad relacional; en otras palabras nos percibimos y/o somos percibidos diversos sólo en relación a alguien. Se debe todavía observar como, al menos en el caso exami­ nado, la percepción de la diversidad lleva a una jerarquización, a una colocación diferenciada en la escala de valores. En efecto, el juicio implícito contenido en las frases antes mencionadas no es asomos diferentes unos de otros, pero equivalentes», sino «ellos (los campesinos, los maleducados) son diferentes de nos­ otros y por lo tanto inferiores». Y de la parte opuesta: «Ellos, los ciudadanos, son diferentes de nosotros y por lo tanto peo­ res». Y, finalmente, mas no es la observación menos importan­ te, como la diversidad es relacional se debe preguntar ¿existi­ rían los diferentes, si no fueran otros a pensarlos, a verlos, a tratarlos como diferentes? El antropólogo francés Gérard Althabe habla en efecto de la «producción de otros como diferentes» (Althabe, 1990). Detengámonos un momento sobre esta fórmula. Ella subra­ ya, como acabamos de decir, el aspecto relacional de la diversi­ dad: se es diferente siempre en relación y en comparación con alguien. Pero el uso del verbo «producir» implica también otra idea: si un sujeto social (individual o colectivo) produce otros sujetos sociales como diferentes, esto conlleva que él puede pro­ ducirlos como diversos; en otras palabras, él controla las condi­ ciones (sociales, económicas y culturales), que le permiten defi­ nir al otro como diverso y de tratarlo como tal. A este punto, activadas las condiciones que producen la diversidad, esta últi­ ma se vuelve real, en el sentido de que se concreta en una serie

de vínculos y condiciones a las cuales el sujeto definido como diverso debe uniformar sus propios comportamientos. Así si to­ mamos en consideración la relación entre ciudadanos y campe­ sinos y la miramos con perspectiva histórica, es bastante evi­ dente que, a partir de un recíproco percibirse como diferentes y como mejores/peores, inferiores/superiores, ha sido el juicio de los ciudadanos el que viene a imponerse, a volverse paradigmá­ tico, a prevalecer históricamente: la condición civilizada y la urbanidad se vuelven el modelo al cual todos tuvieron que con­ formarse, ciudadanos y campesinos, a costa de la marginación de la que ha sido llamada, no por casualidad, «consorcio civil». En las ciudades, los procesos concretos de producción de la diversidad se presentan en formas complejas y, en absoluto, li­ neales. Un ejemplo puede aclarar mejor este punto. La ciudad de México, exterminada aglomeración urbana, cuya población es de casi 20 millones de habitantes, posee un excelente sistema de transporte urbano, construido con base en un proyecto elabora­ do por el mismo equipo de técnicos que atiende el metro de París. Y en efecto algunas similitudes estructurales entre las dos redes se notan. Pero hay una diferencia: en el metro parisino, las estaciones están indicadas con su nombre escrito; en el me­ tro mexicano el nombre de cada estación está flanqueado por un diseño estilizado muy simple, que evoca el nombre de la estación, por ejemplo: «Viveros» está señalado por un árbol, «Emiliano Zapata» por un sombrero de ala larga, «Universi­ dad» por el logotipo, simplificado, de la Universidad Nacional Autónoma de México, etc. Como los nombres en las estaciones parisinas, así los símbo­ los gráficos de las estaciones mexicanas son repetidos más ve­ ces, en tamaños diversos, en los tableros, en las flechas direccionales, en los displays. ¿Cuál es el efecto que esta situación produce?1 I. Como contribución al análisis de la subjetividad del antropólogo en el terreno, quiero relatar lo siguiente, Por un tiempo, un mes o más, abordé el metro de la Ciudad de México, orientándome «automáticamente» en las indicaciones escritas y prestando a los diseños la escasa atención que se presta a las decoraciones banales de cualquier ambiente público. La constatación (mucho más natural en una «intelectual» como yo) que a pesar de los recorridos larguísimos, se ve poca gente leer en el metro mexicano en comparación al metro parisino o londinense, me puso en la pista del alfabetismo. Una vez entendido para que siiven los diseños, he comenzado a usarlos yo también

Pensada y concebido para usuarios que en buena medida son analfabetos, el metro mexicano considera a los analfabetos como normales, como usuarios iguales a los demás usuarios; Mientras el metro parisino trata a los usuarios analfabetos (¡que hay también en París!) como diferentes, por ser incapaces de usar el sistema de transporte con la seguridad y la desenvoltura de quien sabe leer, por estar obligados a pedir información a los otros pasajeros y, por lo tanto, a establecer con estos últimos una relación de dependencia, de subordinación evidente en un contexto en el cual la relación personal y la comunicación ver­ bal no están previstas y son toleradas con molestia. Las admi­ nistraciones de los transportes públicos de las dos ciudades, operando selecciones diversas han producido o no una catego­ ría de diversos. Sin embargo, se puede profundizar esta observación reflexio­ nando sobre los efectos, de medio y largo período, producidos por las diferentes políticas de transportes públicos. El metro pa­ risino puede ser usado con facilidad sólo por quien sabe leer, se vuelve para los habitantes de la ciudad un estímulo, mejor dicho, una especie de constricción externa a la alfabetización. No es la única, pero ciertamente es una de las muchas condiciones de la vida urbana, y no la menos eficaz, que, necesariamente inte­ riorizada por cualquiera que viva en París, lo convenza que sa­ ber leer y escribir no sólo es útil e indispensable sino que, en cierto sentido, es obvio, es una característica normal del ciuda­ dano. El metro de la Ciudad de México opera en sentido contra­ rio. Al permitir la experiencia del viaje dentro de la ciudad tam­ bién a quien no sabe leer, hace obvia y normal la condición del ciudadano analfabeto. El resultado es que el metro parisino que produce como diferentes a los analfabetos, motiva la elimina­ ción en tiempos medios de la diferencia entre analfabetos y alfa­ betizados, mientras el metro mexicano que no hace diferencias entre los usuarios, juega un papel importante en la persistencia del analfabetismo, cooperando al mantenimiento de la condi­ ción de analfabeto como diferente a la del alfabetizado. para orientarme, trazar mis itinerarios, y he podido constatar s l i perfecta funcionali­ dad. La comparación con las señales de tránsito es espontánea. La cuestión que en­ cuentro más interesante para la antropología concierne a la gramática y la sintaxis de estos códices iconográficos.

Este ejemplo, uno entre los muchos que ofrece la vida urba­ na, muestra en vivo, por decirlo así, esas características de la diversidad que hemos enunciado: la diversidad es relaciona!, está producida en relación a las condiciones del contexto social en que se da, es jerarquizante y jerarquizada porque implica juicios de valor y relaciones de poder. Pero es también relativa, ya que lo que en un contexto es diverso, en otro contexto es normal. Agregamos que es dinámica, en el sentido de que no nacemos diversos pero somos producidos como tales: lo que significa que se puede dejar de ser diferentes, ya sea a nivel individual, integrándose en la categoría de los normales (por ejemplo el analfabeto en París que aprendiese a leer), o inte­ grándose en un contexto donde la diversidad «X» ya no es per­ cibida como tal (por ejemplo el analfabeto en París que decidie­ ra irse a la Ciudad de México); como a nivel colectivo, en la medida en que cambian las condiciones del contexto social que ha producido las características que, en el contexto mismo, de­ finen la diversidad (por ejemplo, una transformación del siste­ ma socioeconómico mexicano tan radical como para eliminar el analfabetismo; o una inmigración en París desde los países llamados en vías de desarrollo, tan rápida y fuerte como para volver la condición de analfabeto en París tan común como lo es hoy en la Ciudad de México).2 Es útil desarrollar otra reflexión. El ejemplo analizado de­ muestra que, en un contexto social dado, algunos de los sujetos activos en el contexto, producen otros sujetos como diversos no sólo y no siempre en relación a características étnicas, como qui­ siera un lugar común hoy extremadamente difundido. Compe­ tencias, pertenencias, disponibilidad de recursos, características de la más diversa naturaleza pueden ser utilizadas para producir diferencia (Bourdieu, 1983). Al mismo tiempo, como hemos vis­ to, las diferencias socialmente relevantes no son sólo prejuicios, entendiendo los prejuicios como meros productos cognoscitivos2. Muchas novelas de ciencia ficción utilizan un dispositivo similar al utilizado en el ejemplo —la transferencia de condiciones—r usuales en un contexto históricamente dado, en otro contexto donde parecen absurdas: como se sabe, el efecto que éste dispositivo produce en el lector, es en el mejor de los casos, un desconcierto a menudo genei-ador de reflexiones más acertadas y conscientes sobre la «normalidad» de uno mismo. En ese sentido, considero una lectura muy útil para el antropólogo urbano las novelas como Hocus pocus o Síapstick de Kurt Vonnegut,

valorativos de la psique humana; para que un grupo o un indivi­ duo pueda ser producido como diferente en el interior de un sistema de relaciones sociales, las condiciones concretas en que se desarrollan las prácticas de los sujetos que producen a los otros como diversos, y de los sujetos producidos como diversos, deben ser tales que ofrezcan una comprobación objetiva al juicio de diversidad. El analfabeto como diferente puede ser producido en un contexto en donde hay algo para leer o también en un contexto en que no hay nada que leer, pero existe la noción de la lectura: ciertamente el analfabeto así diferente no es ni pensable ni posible en una sociedad sin escritura. Las consideraciones desarrolladas hasta aquí nos permiten indicar, en una primera aproximación, ttes grandes ámbitos de diversidad conexos con la existencia de las ciudades: las diversi­ dades entre ciudad y campo, las diversidades entre las ciudades, y las diversidades internas en cada ciudad.. Para muchos estudiosos lo que hace diverso el campo de la ciudad es justamente el multiplicarse de las diversidades en el interior de la ciudad misma. Aquellos que se refieren a una teo­ rización de inspiración marxista señalan en las modalidades de participación en el ciclo productivo y en las formas de la enaje­ nación-apropiación del excedente, la base estructural de las di­ versidades urbanas (L e r o i-G o u r h a n , 1977; Goody, 1988; Castells, 1974). Para Durkheim y para todos aquellos que en él se han inspirado, es la articulación de la división social del trabajo y, por lo tanto, el aumento de lo que llamaríamos hoy los perfi­ les profesionales, el factor que favorece no sólo la diversifica­ ción en el ámbito del trabajo, sino también la diversificación cultural, esto se debe al hecho de que la mayor interdependen­ cia de los sujetos sociales debida a la acentuada división del trabajo, hace menos necesaria como garantía de la solidaridad social la existencia de representaciones colectivas compartidas por todos (Durkheim, 1982). Simmel indicó el rápido sucederse de experiencias diversas como una de las características típicas de la vida urbana y ha unido a ellas las características psicoculturales del homo urbanus (Simmel, 1968). En la teorización de Simmel, los estudio­ sos de la escuela de Chicago han subrayado el carácter relacional de las experiencias urbanas y como consecuencia de ello han teorizado sobre la necesidad para el habitante de la ciudad

a entrar y salir continuamente de una multiplicidad de papeles diversos, para poder entrar y salir de relaciones sociales nume­ rosas, breves y superficiales, pero ineludibles, ya que la vida urbana está hecha por ellas (Park, Burgess, McKenzie, 1979, Wirth, 1971). No es inútil recordar que muchos autores, en el momento mismo en que subrayan la diversidad como una ca­ racterística peculiar de la vida urbana, sin embargo, indican también la existencia de factores o condiciones que determinan formas de tendencial homogeneización de los habitantes de la ciudad. Según la teoría marxista es el hecho de compartir la misma colocación en las relaciones de producción de la vida social el que determina una objetiva pertenencia de algún ciu­ dadano a una específica clase, o de todos modos a una específi­ ca categoría social, cuyos miembros tienen características simi­ lares. Estas clases o categorías son consideradas más bien esta­ bles, determinadas como la estructura productiva de la socie­ dad: sólo un cambio de las relaciones de producción de la vida social puede determinar un cambio en las formas de la socie­ dad. Sin embargo, aunque relativamente estables, las categorías o clases sociales son consideradas, potencialmente o efectiva­ mente —pero siempre— en permanente conflicto, dada la rela­ ción de enajenación-apropiación de la riqueza que producen al­ gunas categorías en ventaja con otras. Este conflicto constituti­ vo de las relaciones sociales es el origen de toda posible trans­ formación de las sociedades. A la objetiva afinidad entre todos aquellos que pertenecen a la misma categoría o clase, corresponde su homogeneidad sub­ jetiva en la forma de una cultura (conciencia social) comparti­ da. Para Simmel, la tendencia a la homogeneización se mani­ fiesta a nivel psicocultural: en respuesta a la multiplicidad de las solicitudes breves y violentas de la vida urbana, todos los habitantes de las ciudades desarrollan una actitud blasé, son personalidades despegadas y frías, poco inclinadas a sorpren­ derse, entusiasmarse, participar, más dispuestas a usar sus pro­ pias capacidades lógicas que las empáticas. Para Park el pano­ rama urbano es más articulado. En el contexto urbano, son afi­ nes aquellos que tienden a compartir no tanto un papel social, sino sobre todo una ética, un sistema de valores. Esta afinidad los empuja a instalarse en la misma área urbana: de tal modo que en el interior de la ciudad se crean verdaderas «regiones

morales», cuyos habitantes pueden tener en común de vez en cuando el rol, la etnia o el perfil económico, pero ciertamente tendrán en común las orientaciones de valor (orientametili di valore) fundamentales. Park insiste en la función del lugar de residencia como efecto-causa-efecto de los procesos de homogeneización-diferenciación en el interior de la ciudad. La copresencia y la tensión, en los contextos urbanos, de procesos de diferenciación y procesos de homogeneización fue uno de los temas más tratados en los estudios sobre la ciudad. Es, en efecto, un tema extremadamente rico en implicaciones teóricas, ya que remite directamente al problema de la defini­ ción de la ciudad; y al mismo tiempo, tiene, o por lo menos podría tener, y alguien considera que debería tener, recaídas significativas en las elecciones proyectuales y, por lo tanto, en las políticas urbanas. Por ejemplo, dos estudiosos aunque diver­ sos como Jacobs (1969) y Sennet (1992) consideran la diversi­ dad como el rasgo principal de la ciudad, su característica de­ terminante, que garantiza y alimenta los aspectos mejores del vivir urbano. Ambos, por lo tanto, proponen que se proyecten o se reproyecten ciudades que preserven, potencien y desarrollen la diversidad. Viceversa, otros consideran que la homogeneidad de los estándares es una garantía de igualdad para los ciudada­ nos y de decoro formal para los ediñeios, ambos —igualdad y decoro— valores considerados irrenunciables. Se proyectan en­ tonces enteras zonas de edificios todos iguales (Giglia, 1994). El hecho de que las respuestas de los urbanistas sean con­ tradictorias y que cambien con sospechosa frecuencia, no signi­ fica que no hay razones para hacer preguntas. Que deberemos en efecto, tomar en consideración más de una vez en el curso de este trabajo. Las diversidades que se pueden notar entre ciudad y ciudad constituyen un problema no menos espinoso, ya que también ellas aparecen más o menos evidentes según los parámetros que el observador quiere adoptar. Las ciudades aparecen como diversas si son consideradas bajo el aspecto funcional, entendiendo con esta expresión el conjunto de las funciones de las que las ciudades son sede y en un cierto sentido, protagonistas. Como se sabe, hay ciudades industriales, ciudades-mercados, ciudades-centros administrati­ vos, ciudades capitales políticas, ciudades de servicios, ciudades

universitarias, ciudades-puertos y ciudades-estación, ciudades de arte y turismo, ciudades mineras, ciudad caravanera, ciudad de guarnición y ciudades militares. Y la lista podría continuar. Es obvio que ni siquiera en los casos más extremos una ciu­ dad es un asentamiento humano riguroso y exclusivamente monofuncional: las especificaciones enlistadas, al contrario, aluden siempre a una función dominante que, sin embargo, no excluye la presencia de otras funciones, aunque sean de menor importancia. Muchos autores más bien han indicado justamen­ te en la presencia de funciones diversas, el rasgo peculiar del asentamiento urbano. Y, no obstante, la característica común de la multifuncionalidad no basta para borrar la diversidad en­ tre las ciudades. Limitémonos a ejemplos italianos: no es posi­ ble no destacar las diferencias entre Florencia, ciudad de arte y turismo y Prato, ciudad industrial, aunque Florencia tiene sus producciones manufactureras y Prato algunos bellos monu­ mentos. Análoga puede ser la comparación entre Venecia y Mestre; todos los italianos distinguen entre una capital de la producción y una de los negocios —Milán— y una capital polí­ tica —Roma. Unidas por el hecho de ser de todos modos insta­ laciones polifuncionales (mejor dicho con algunas funciones, por ejemplo la de centro administrativo, muy similares para to­ das), sin embargo, estas ciudades son muy diversas. También adoptando parámetros de otra naturaleza, por ejemplo el de­ mográfico, geográfico o también el morfológico o topográfico, las diversidades entre las ciudades continúan siendo significa­ tivas. Sucede que aunque se clasifiquen todas como ciuda­ des, son, en realidad, diferentes asentamientos humanos, uno de los cuáles tiene una población diez veces más numerosa que la del otro. Pero ¿verdaderamente no hay ninguna diferencia en que un asentamiento humano comprenda 50.000, 500.000 o 5.000.000 de habitantes? Y todavía hay ciudades que han sido construidas y viven en el centro de ricas y fértiles llanuras, mientras otras están en medio de montañas inaccesibles o están en los márgenes del desierto o de la floresta. De algunas ciuda­ des se dice que extraen (o han extraído) su vida del mar o del río que las atraviesa, pero otras ciudades están desprovistas de agua. Existen ciudades con planta radial y ciudades con planta lineal, ciudades-tablero y ciudades-mancha, ciudades monocéntricas y ciudades policéntricas, ciudades que «viven» alrededor

de una plaza o de un sistema de plazas y ciudades cuya vida se desenvuelve sobre el eje de una avenida o de una calle principal. A todo esto hay que añadir los casos —tal vez los más numero­ sos— que podríamos llamar híbridos, es decir, aquellos que presentan una combinación de características diversas. Ejem­ plo: una parte del centro histórico de Nápoles, los cuarteles es­ pañoles, tiene una estructura de tablero, con calles rectas que se cruzan perpendicularmente, y delimitan lotes de dimensiones más o menos equivalentes. Como se sabe, este barrio debe su estructura al hecho de haber sido el área de acuartelamiento de las tropas españolas, en el período del Virreinato y de ser una área construida según un proyecto global de asentamiento. En sus márgenes, los cuarteles españoles se unen con áreas urbanas crecidas en forma no programada, con intervenciones indivi­ duales de diverso peso, pero de todos modos sujetas todas al i doble vínculo por un lado de los recursos de dinero, de poder, y de conocimientos disponibles para quien construía, y por el otro de las características morfológicas del terreno sobre el cuál se construía. En fin, sobre esta estructura ya bastante compleja se introdujeron abruptamente las intervenciones de demolición y apertura de los grandes ejes viales típicos de la política de saneamiento urbano del período postunitario, y las demolicio­ nes y reconstrucciones gobernadas por la especulación de la segunda posguerra. El resultado es una morfología urbana de gran complejidad que requiere el manejo, por parte de quien la utiliza, de un repertorio muy variado de conocimientos y de técnicas del cuerpo: en un recorrido no más largo de 1 km, el peatón pasa por la acera espaciosa de una arteria amplia, llena de tráfico urbano, a una calle igualmente llana y transitada pero estrecha y totalmente desprovista dé aceras y por lo tanto peligrosa, para después doblar en un callejón de empinada su­ bida, donde el tránsito disminuye, pero caminar es fatigoso. En la cima encontrará una calle larga, estrecha, recta y llana, una de las calles del antiguo tablero; poco animada, que no exige prestar atención al tránsito, pero sí tal vez a los posibles rateros. Desde esta calle, a través de un antiguo camino de escaleras, el peatón podrá regresar sobre la arteria urbana en donde comen­ zó su recorrido. La misma distancia en un bulevar parisino o en una avenida de Manhattan requiere de un uso del cuerpo mu­ cho más uniforme.

Por otra parte, Nápoles tiene muy pocas calles que tengan alguna semejanza con los bulevares parisinos, y ninguna, tam­ poco en el nuevo centro direccional, que se asemeje a las aveni­ das neoyorquinas; y Manhattan no tiene callejones, sólo backstreets y deadmds (cerradas), y no tiene ni siquiera boulevards. En cambio en París hay callejones, pero no se puede decir que se asemejen mucho a los de Nápoles. Sin embargo, Nápoles, París y Nueva York son ciudades. Con este último ejemplo hemos de algún modo traído a co­ lación la historia de las ciudades. La reconstrucción de la histo­ ria de una ciudad puede dar cuenta de manera exhaustiva de las particularidades que presenta, o al menos de su génesis. Sin embargo, la antropología urbana está particularmente interesa­ da en un uso comparativo de la investigación histórica, para coger al mismo tiempo las diversidades y sus orígenes, pero también las semejanzas y posiblemente, las constantes de la vida urbana (Lantemari, 1965; Kilani, 1994). En su libro ya ci­ tado, Richard Sennet ha evidenciado un caso notable de seme­ janza-diferencia a propósito de la estructura urbana en forma de tablero que hemos ya encontrado en los cuarteles españoles de Nápoles. La estructura de tablero derivada del antiguo castrum o campamento de las legiones romanas es reconocible to­ davía hoy en varias ciudades europeas; caracteriza también a Manhattan y a muchas otras ciudades norteamericanas, en la planificación de las cuáles ha sido adoptada con un preciso in­ tento ordenador del territorio. Para los romanos respondía a finalidades prácticas de defensa y administración; en el plano simbólico confirmaba los valores de pertenencia, de igualdad civil y de jerarquía militar aceptada en nombre de la salvaguar­ da del bien común, que orientaban las relaciones en el interior del castrum, y el valor de la solidaridad agresiva que orientaba las relaciones con el exterior. Pero, observa Sennet «ningún es­ quema físico impone un significado permanente» (Sennet, 1992: 60). Según su interpretación, «el diseño moderno está pensado en cambio corno desprovisto de límites, una estructura destinada a extenderse hacia el exterior, un bloque después de otro, con el crecimiento de la ciudad». En el plano simbólico, esta estructura expresa para los americanos «el mundo alrede­ dor de sí como desprovisto de límites» y «el propio poder de conquistar y de asentarse como no sujeto a alguna limitación

intrínseca o natural». La consecuencia última, según Sennet, es la «neutralización del valor de cualquier espacio específico» y, complementariamente, «la neutralización del espacio urbano, a través de la pérdida del centro» (Sennet, 1992: 61). Como suce­ dió en la edad moderna en otros ámbitos de la vida social, tam­ bién la producción del espacio como territorio habitable pierde toda especificidad en el interior de un proceso de repetición infinita. El caso examinado por Sennet parece sobre todo poner en evidencia, una vez más, las diversidades; ni siquiera la misma estructura morfológica garantiza que dos instalaciones huma­ nas sean similares. Pero, en un plano distinto de abstracción, el caso de la estructura por bloques de las ciudades americanas evoca, por semejanza, un tipo de instalación humana aparente­ mente diversa. Sin los límites no se da el centro, es la interpre­ tación que Sennet da de la situación americana. Los Achilpa australianos protagonistas de un célebre estudio de Ernesto de Martino parecerían llegar a la misma conclusión a partir de un recorrido inverso. Poblaciones nómadas en sus cambios a la búsqueda de las fuentes de sustentamiento, los Achilpa llevaban siempre el palo totémico o kauwa-auwa, que erigían y alrede­ dor del cual celebraban un complicado ritual llamado engwura. A través del análisis del rito y del mito al que se hace refe­ rencia, además de las historias orales conexas a este conjunto mítico-ritual, de Martino sostiene, que ellas «nos muestran el palo kauwa-auwa en su función de rescatar de la angustia terri­ torial a una humanidad peregrinante. Plantar el palo kauwa en cada lugar de residencia y celebrar el rito engwura, significa reiterar el centro del mundo y renovar, a través de la ceremo­ nia, el acto de fundación cumplido en illa tempore. Con esto el lugar “nuevo" es sustraído a su angustiante historicidad, a su arriesgado caos, y se vuelve una repetición del mismo lugar ab­ soluto, del centro, en el cual una vez, que es la vez por excelen­ cia, el mundo fue garantizado. En la marcha de sur a norte de las comitivas Achilpa, el palo kauwa-auwa absorbía entonces la tarea de deshistorizar la peregrinación. Los Achilpa, en virtud de su palo, caminaban manteniéndose siempre al centro. En los momentos críticos cuando la historicidad de la nueva situación denunciaba su angustiante presencia, ellos inclinaban el eje del mundo [el palo kauwa-auwa. N. del /í. j hacia la dirección de

marcha, de tal modo que la nueva dirección era, por así decirlo reabsorbida en el centro, el caminar venía rescatado como un estar, y la angustia paralizante era vencida, o al menos reduci­ da» (de Martino, 1958: 270). Quisiera subrayar en particular el gesto ritual de inclinar el palo en la dirección de marcha: esto significa que una vez fijado el centro se pueden indicar, simbó­ licamente, los límites, se puede en otras palabras transformar una tierra desconocida y peligrosa en un territorio familiar que se recorre sin riesgo. Esta confrontación entre dos situaciones históricas entre las más diversas nos permite poner en eviden­ cia un elemento común: según las interpretaciones de estos dos autores, la tensión y la interdependencia entre centro y límites sería una estructura mental (y por lo tanto cognoscitiva y sim­ bólica) útil a los seres humanos para producir el sentido del espacio en que se mueven, tanto en una metrópoli del siglo XX como entre los nómadas del interior de Australia. Este uso combinado del análisis histórico y del comparativo ha sido propuesto recientemente como hilo conductor de un interesante volumen colectivo (Rossi, 1987) dedicado a las ciu­ dades. Consideremos ahora brevemente el tipo de diversidad de las que ha partido esta reflexión. Las diversidades entre ciudad y campo han sido uno de los temas abordados más frecuente­ mente en el ámbito de la antropología urbana, de acorde con buena parte de la sociología. Para comprender por qué se nece­ sita recorrer un camino bastante largo, a partir de las condicio­ nes mismas en que ha nacido la investigación antropológica. Existe hoy un consenso generalizado, sobre el objeto de la antropología: «al centro de su proyecto» está «el problema del estatus del otro, de su diferencia y de su semejanza» (Kilani, 1994: 27). Cuando la antropología nació como disciplina dotada de estatus académico y de un preciso proyecto de investigación, aproximadamente en la segunda mitad del siglo XIX, el otro, el extraño o el diferente fue de inmediato al centro de sus intere­ ses; pero al interior de un paradigma científico muy fuerte, hegemónico, en el sentido verdadero del término, que dominaba en los últimos decenios del siglo XIX todo el horizonte de la investigación científica en Occidente: el paradigma evolucionis­ ta. En la perspectiva evolucionista la otredad se explica —y dado el postulado de la unicidad de la mente humana como lo

entendían los evolucionistas no puede ser explicada de otra ma­ nera— como sobrevivencia, como persistencia de formas de vida biológica, de formas de organización económica y social, de concepciones del mundo arcaicas, propias de fases prece­ dentes de la historia de la humanidad. Tanto el diverso exterior, definido no por nada primitivo, como el diverso interior, el campesino y el aldeano, eran consi­ derados exactamente como los representantes sobrevivientes de épocas que para la parte adelantada de la humanidad estaban ya definitivamente superadas, hundidas en la noche de los tiempos. No entra en la economía de la ar gumentación que estoy de­ sarrollando un juicio crítico global de la antropología evolucio­ nista. Quiero sólo señalar un punto, el postulado de la unicidad de la mente humana implicaba para los evolucionistas un coro­ lario: la necesidad para todas las formas de sociedad de trans­ formarse pasando a través de las mismas etapas. Más o menos explícita o conscientemente, ellos retenían que, como natura non facit saltum, también la evolución cultural no pudiese sus­ traerse al rígido esquema de las fases, Obviamente en la pers­ pectiva de una evolución cultural tan rígidamente predetermi­ nada no encontraban lugar, en el sentido de que no encontra­ ban una explicación, todas las formas de cambio social y cultu­ ral no reductibles al esquema evolutivo de las fases; lo que sig­ nifica más o menos todo el cambio social y cultural que involu­ craba a escala mundial tanto a las poblaciones extraoccidentales, como a las realidades urbanas y rurales europeas, en esa edad de pleno y completo despliegue del primer capitalismo que fue la segunda mitad del siglo XIX. Hubo entre los antropólogos positivistas quienes intentaron interpretar algunas de las nuevas figuras sociales producidas por el colonialismo, por el urbanismo, por la industrialización y la proletarización como sobrevivientes o, más a menudo, como ejemplos de regresión a etapas más arcaicas. Pero la respuesta más común de los antropólogos del siglo XIX al problema de la explicación o de la interpretación de los cambios de su época fue ignorarlos, dejándolos a la atención de los estudiosos de otras disciplinas. Cuando los pueblos de la tierra por una razón o por otra salían de la barbarie y entraban a la «civilización», cesaban de ser objeto de interés de los antro­ pólogos, de los etnólogos y de los folcloristas. En su mundo

contemporáneo estos estudiosos recortaron algunos espacios, en el interior de los cuales fue para ellos posible producir su objeto de investigación, es decir el primitivo y el arcaico, por así decirlo, al estado puro, no modificado por el contacto con los «evolucionados». En fin, con los occidentales en el caso de los pueblos extra occidentales; con la ciudad en el caso de las lla­ madas plebes rústicas europeas. La selección (o más bien ¿la invención?, ¿la producción?) de este objeto de investigación encontraba un reflejo, aunque mo­ desto, en el hecho de que efectivamente el involucramiento en los procesos de modernización no sucedía con la misma veloci­ dad, amplitud y profundidad para todos los grupos humanos. Al ñnal del siglo pasado y todavía en los primeros decenios de este siglo era posible encontrar la isla, si no intacta al menos poco visitada, el pueblo aislado en la floresta tropical o templa­ da, el asentamiento alcanzable sólo a pie hasta el valle alpino o en la cumbre de los Pirineos o en el altiplano (?) subtropical. Pero la hipótesis de la existencia de salvajes incontaminados y de aldeanos auténticos ponía entre paréntesis un hecho esen­ cial: ya la sola presencia del antropólogo y, antes de él, del viaje­ ro o del explorador, de los militares y de los funcionarios civiles, de los misioneros, de los mercaderes (?), comerciantes y de los muchos más que tuvieran un motivo u ocasión para dirigirse a los lugares de los «primitivos», ya estas solas presencias com­ prometían la condición «intacta» del mundo primitivo o arcai­ co; por no mencionar los efectos más globales, pero más indi­ rectos, de los procesos de modernización. Si quisiéramos considerar la situación en términos abstrac­ tamente lógicos, podríamos sostener que entonces se habrían podido tomar diversos caminos: se podía elegir como objeto de la investigación antropológica, exactamente el cambio, la trans­ formación de los salvajes; o bien, aceptando de todos modos la realidad de la «contaminación» del mundo salvaje o arcaico, se habría podido desarrollar aquella actitud de la antropología a cultivar la arqueología y la historiografía de las sociedades nooccidentales, actitud que, donde se desarrolló, ha dado frutos notables. Pero éstas son hipótesis abstractas. En cambio, las concretas condiciones históricas que crea­ ron, provocaron la producción de aquel extraño objeto de la antropología que es el salvaje o el arcaico que ya no existe, pero

del cual se habla como si estuviese. Este objeto artificial podía ser estudiado sólo después de haberlo colocado en alguna dase de no histórico eterno presente, aislándolo de cualquier interfe­ rencia que modificase su «naturaleza»; ignorando los cambios que, por hipótesis hubiese ya atravesado; borrando del cuadro al mismo antropólogo, también al inevitable elemento de conta­ minación y de confusión en el ordenado e imaginario cuadro de las sociedades segmentadas o de las comunidades aldeanas. Este artificial objeto de la investigación antropológica, aun­ que haya brotado como hemos visto, de los postulados evolu­ cionistas de la capacidad de la mente humana y de la uniformi­ dad de los procesos evolutivos, no fue puesto en riesgo por la crisis del evolucionismo; al contrario no ha habido una orienta­ ción teórica de las disciplinas antropológicas, al menos hasta tiempos recientes, que no lo haya asumido y no haya contribui­ do a reforzarlo. No me parece que haya sustanciosas diferen­ cias, desde este punto de vista, entre difusionistas, funcionalistas y estructuralistas.3 Timideces intelectuales, subaltemidad a los estereotipos, intereses académicos consolidados y presiones políticas han hecho que nos sigamos ocupando del salvaje o del arcaico que ya no existía, fingiendo que existiera todavía, por muchos decenios durante el siglo xx. Es un bonito tema de reflexión antropológica: el de la vivacidad de las reacciones que, en más de un país, recibieron las primeras tentativas de denun­ ciar la existencia de este enésimo rey desnudo. El acuerdo (¿la ficción?) sobre el que se regía la investiga­ ción antropológica se volvió progresivamente insostenible, des­ baratado por un siglo de procesos y eventos históricos de alean3. Encuentro revelador el texto de Evans-Pritchard, Operations on (he Akobo and Gifa Rivers 1940-4/ (Evans-Pritchard, 1973), de donde Geeitz; cita amplios trozos en Obras y vidas (Geertz, 1990). Los soldados africanos agregados al ejército de su majes­ tad británica y los protagonistas de las grandes monografías de Evans-Pritchard no parecen pertenecer ni mismo mundo. Sobre este tema se ha desarrollado, hace algu­ nos anos, una de las raras confrontaciones teóricas de la historia de la antropología italiana. Véanse Remotti, 1978; Signorelli, 1980. En la f>ersistencia del ideal, det «au­ téntico otro de nosotros» léase la divertida nota número ] del ensayo «Contemporary Problems of Edmography in the Modem World System» de G.E. Marcus en G.E. Marcus y J. Clifford, 1986; 165. Si hace un siglo el antropólogo debía descubrir el auténtico primitivo, ahora tiene que recuperarlo y preservar su testimonio «bclore the deluge» (yíc). Según Marcus, lo que en realidad los antropólogos persiguen auto asig­ nándose esta tarea es «una etnografía libre de las indeseables complicaciones de la opresiva presencia de una economía política cargada de la historia mundial».

ce mundial. El urbanismo y la industrialización, más tarde esa forma de urbanismo es la emigración interna e intercontinental que transforman el campo, pero transforman también las ciu­ dades. Después de la segunda guerra mundial la crisis de los imperios y el proceso de descolonización, no sólo cancelan la condición de colonizado, ponen además en crisis la identidad del colonizador. Y sólo después de la segunda guerra mundial —y en ciertos casos varios decenios después de la segunda gue­ rra mundial— ha comenzado a quedar claro para los antropólo­ gos de todos los países occidentales, no tanto que habían perdi­ do su objeto, como se ha escrito muchas veces y en mi opinión no correctamente, sino que el objeto del cual se habían ocupado siempre era el producto de un tácito y extendido acuerdo; y, sobre todo, que este acuerdo se volvió irremediablemente obso­ leto, porque no producía más. Sin embargo, esto aunque muy importante y en un cierto sentido dominante, es sólo uno de los hilos rojos que recorre la investigación antropológica (etnológica y folclórica) en el perío­ do que va desde la mitad del siglo pasado hasta la mitad de nuestro siglo. El ámbito de investigación que etnólogos y folcloristas habían cortado (por más delimitado que fuera), no estaba del todo seguro. No podía y frecuentemente no quería en abso­ luto serlo, ni lo que sucedía a su alrededor lo habría permitido. A lo largo del siglo XEX, industrialización y urbanismo trans­ formaron la disposición de una parte considerable de Europa. De este cambio radical los europeos mismos tomaron concien­ cia. Para permanecer en el ámbito de nuestra investigación, basta pensar el interés que suscitó la nueva ciudad en los artis­ tas, en los novelistas, y también en los autores de teatro, en los poetas, en los pintores y en el público. Un personaje típicamen­ te urbano de la segunda mitad del siglo pasado es tal vez la más popular de las heroínas del melodrama del 800, Violetta Valery, la Traviata. En cuanto a los filósofos, a los científicos sociales, y con mayor razón, a los planificadores y administradores del creci­ miento urbano y a los políticos, en todos está presente la con­ ciencia de que la ciudad moderna es nueva, que no es el pro­ ducto de un simple crecimiento cuantitativo de los asentamien­ tos del pasado; y en todos está la búsqueda de categorías analí­ ticas que permitan comprender el nuevo fenómeno. Entre estas

últimas un lugar privilegiado lo asumió luego y lo conservó du­ rante mucho tiempo, la oposición ciudad-campo, destinada a una larga temporada de utilización en la construcción de nove­ las y de obras teatrales, no menos que en las ciencias sociales.4 En el ámbito de estas últimas la oposición se volvió un clásico instrumento conceptual de las ciencias sociales modernas y contemporáneas y ha sido muchas veces propuesta en versiones diferentes, más refinadas y articuladas, hasta nuestros días (So­ brero, 1992-72). Algunas consideraciones pueden ser desarrolladas a propó­ sito de la oposición ciudad-campo. Ella nacía de la fuerza de las cosas; o más bien de la conciencia que los contemporáneos ha­ bían elaborado sobre los procesos en curso y en ese sentido ha sido y es una útil clave de lectura de esos mismos procesos. Probablemente debe su fortuna también al hecho de tener un estatus epistemológico débil que permite utilizarla tanto como un concepto de tipo histórico, tanto como un concepto de tipo estructural. En el primer caso ciudad y campo, implícitamente o explícitamente asumidas como dos formas distintas de la or­ ganización económica y social, están pensadas estáticamente como opuestas, a menudo mecánicamente opuestas: de manera que al final el concepto sirve más para construir tipologías des­ criptivas que para analizar procesos. En el otro caso, ciudad y campo no están en contraposición, sino en sucesión: del campo a la ciudad, tanto en el sentido de dos formas históricas de organización social subsecuentes en el tiempo, como en el sentido de movimiento de seres humanos y de recursos del campo hacia la ciudad. Pero también en esta segunda acepción la oposición ciudad-campo en el ámbito an­ tropológico no ha inspirado, sino en tiempos muy recientes, un análisis exhaustivo del urbanismo. En efecto, han permanecido durante mucho tiempo en la sombra al menos dos niveles del proceso: la incidencia de las aportaciones rurales en las dinámi­ cas sociales y culturales que se desarrollaban en las ciudades; y las transformaciones en el campo, ya sea por efecto del éxodo rural o, sobre todo, por la recaída en los campos de los efectos 4, No se comprende a los héroes y a ías heroínas de la gran novela del 800 europeo si no en el fondo de una oposición ciudad-campo que formó parte integrante de la subjetividad, de lo vivido por hombres y mujeres europeos.

del proceso de modernización. Se diría que por su prepoten­ te desarrollo y por su inagotable capacidad de innovación, la ciudad industrial pareció a sus contemporáneos como una es­ pecie de máquina omnívora que engullía cualquier aportación y la reelaboraba para entregarla plasmada según sus modalida­ des; mientras lo que contemporáneamente sucedía en los cam­ pos, aún suponiendo que alguna cosa sucediese, parecía redu­ cirse, al abandono, al empobrecimiento y a la conservación. De ahí justamente el interés hacia el campo como mina del pasado, donde encontrar los tesoros del mundo tradicional. Vale la pena aún notar que la oposición ciudad-campo ha sido a menudo revestida con fuertes implicaciones de valor, como equivalente de innovación-conservación, libertad-suje­ ción, progreso-reacción; pero también al contrario, como he­ mos ya visto, como equivalente de degradación-integridad, co­ rrupción-honestidad, anonimato-identidad, aislamiento-perte­ nencia, y así sucesivamente. Podemos agregar que estos juicios de valor, tienen siempre alguna razón de ser, en relación a los contextos en que venían formulados pero, como todos los jui­ cios de valor, dicen mucho de quien habla y muy poco de las cosas de que habla. Se podría observar, por ejemplo, que en Europa la segunda mitad del siglo pasado, para cada Violetta a quien se prometía que dejando París sus desazones habrían en­ contrado remedio, había una Emma que esperaba remedio a sus problemas si sólo hubiese podido abandonar el campo, no se dice si para ir a París, sino al menos a Rowen. La oposición ciudad-campo ha conservado sus fuertes im­ plicaciones de valor, al menos en Italia, hasta hace poco tiem­ po, y aún los conserva para los que no pertenecen al medio intelectual. A pesar de que en Europa el paso de la sociedad de Antiguo Régimen y la sociedad moderna hubiera podido ser traumático, de todos modos se caracteriza por diversos elementos de conti­ nuidad, objetivos y subjetivos, si lo comparamos a lo que indus­ trialización y urbanismo fueron en América y, en particular, en los EE.UU. de América. Un primer dato, fundamental, fue puesto en evidencia. En Europa, industrialización y urbanismo se desarrollaron en un ambiente desde hace muchos siglos humanizado integralmente o casi y caracterizado por la presencia de las ciudades desde

hace más de dos milenios. América del Norte no presenta nada similar. A excepción de los estados del suroeste, introducidos en la edad precolombina en la órbita de los imperios mesoamericanos y sucesivamente en la órbita de la colonia española, el resto del enorme continente era poco poblado; no había ciudades; no se practicaba la agricultura. En menos de dos siglos y medio se produjo una transformación vertiginosa, sin precedentes en la historia de la humanidad. Sería estúpido decir que en doscientos cincuenta años en el territorio de los EE.UU. se resume la histo­ ria de Europa, desde el genocidio ligado a la expansión conquis­ tadora, heredado de los romanos y practicado en contra de los indios, hasta la industrialización. Sería estúpido porque la histo­ ria no resume jamás la historia. Quizá en cambio sería sensato preguntamos acerca de la oportunidad de unificar a Europa y América bajo la misma etiqueta de mundo occidental, cultura occidental y otras denominaciones similares. El nivel de crecimiento demográfico e industrial de las ciu­ dades americanas, la tipología de los procesos de crecimiento, la mezcla y la concentración de etnias, lenguas, religiones, cos­ tumbres y prácticas generadas por las oleadas de inmigración, las infinitas soluciones inventadas para el problema de supervi­ vencia y si acaso, ahorrar un poco de dinero, el choque cotidia­ no, que todos vivían en carne propia, entre la herencia campesi­ na que la mayor parte de los inmigrantes llevaban consigo mis­ mos y la necesidad de integrarse en la civilización de las máqui­ nas, o al menos en sus márgenes; el deseo de los individuos y de los grupos de realizar su propio ascenso social, y al mismo tiempo el temor de perderse en el anonimato, en la indistinción de la muchedumbre urbana, el temor de perder la red de las relaciones tradicionales que, reproducida en tierra de inmigra­ ción, garantizaba un mínimo de seguridad y de reconocimien­ to: todo esto a menudo se asemejaba sólo superficialmente o no se asemejaba de ninguna manera a ¡o que sucedió y sucedía en las ciudades europeas, capitales y grandes centros industriales incluidos. Además, había en los EE.UU. del siglo XIX dos pre­ sencias inquietantes, de tanto en tanto también amenazadoras: los «salvajes» indígenas y los negros, los primeros presidiendo sus llanuras y montañas, los otros en los plantíos y después en las ciudades. Muchas metáforas han sido inventadas para describir Amé­

rica. La celebérrima del metting pot suena hoy, más que obsole­ ta, amargamente irónica de frente a las divisiones y a los con­ flictos raciales que atraviesa los EE.UU.; sin embargo, era acer­ tada al menos en un sentido. Es verdad que la fusión no se ha verificado o al menos no en las formas felices auspiciadas por los utopistas democráticos; pero es cierto que en ningún otro lugar del mundo tanta gente tan diferente se ha concentrado en los mismos lugares, en tiempos tan breves, como sucedió en América.

C a p ít u l o

tercero

CIUDAD Y CONFLICTO

Las ciudades no han sido jamás, ni en el caso de la polis griega, o de la comuna italiana, ni tampoco en el de la pequeña capital del generoso e ilustrado soberano medioeuropeo, sis­ temas equilibrados de relaciones humanas integradas y sere­ nas: al contrario, las ciudades han sido siempre el punto de máxima tensión de todo sistema social, a causa de la marcada división del trabajo que las caracteriza, de la interdependencia de las funciones y del antagonismo de los intereses que de ellas derivan. No obstante, también los autores menos inclinados a ideali­ zar las ciudades del pasado están casi siempre orientados a juz­ gar la ciudad contemporánea en términos extremadamente ne­ gativos, sobre todo, cuando ésta tiene las dimensiones de la me­ trópoli. La carencia de vivienda y servicios, las dificultades del tráfico, el crecimiento desbordado, la contaminación y los da­ ños a la salud que de todo esto surgen, son los aspectos negati­ vos que más frecuentemente se mencionan; el estrés provocado por el ritmo de vida demasiado tenso, por el ambiente «no hu­ mano», la depresión provocada por el aislamiento y la pérdida de identidad, son los daños psicológicos más a menudo citados. Estos dos grupos de factores tienden a señalar el origen del más vistoso y temido fenómeno social metropolitano (aunque sí es­ tadísticamente no el más consistente): el rechazo por parte de

grupos bastante numerosos a reconocerse e integrarse en las instituciones ciudadanas y el consiguiente desarrollo de la des­ adaptación. La constatación de lo que frecuentemente se deno­ mina patología social urbana, es generalmente exhaustiva y de­ tallada. Mucho menos satisfactorios y a veces, en lo absoluto, incompatibles, me parecen en cambio los juicios valorativos que se dan de esta realidad y sobre las que se consideran como las causas de la patología urbana. A la metrópoli se le reprocha por ser «inhabitable», por no ser «a la medida del hombre», sin tener en cuenta el hecho que, si por un lado no es la primera vez en su historia que la humanidad se organiza en aglomera­ dos a la medida de centenares y también de millones de habi­ tantes, por el otro, no es cierto, en absoluto, que el pueblo o la pequeña ciudad sean lugares en los que es más cómodo vivir. Para encontrar un terreno común de discusión se necesitan de­ finir las condiciones mínimas de «habitabilidad», cosa que fre­ cuentemente se hace recurriendo a un biologismo, también simplificador y gratuito, que piensa que está en posición de identificar las llamadas necesidades elementales del hombre a través de analogías más o menos rápidas con el comportamien­ to de los mamíferos superiores o quizá los gansos; olvidando una vez más que desde «siempre», es decir, al menos desde el descubrimiento del uso del fuego, la humanidad manipula su propio alimento, condiciona la atmósfera y la temperatura en la que vive y menoscaba el ambiente en el que se mueve (LeroiGourhan, 1977). El parámetro para un juicio alrededor de las metrópolis no puede ser de ningún modo buscado en la naturaleza, sino en la historia: la metrópoli es un hecho humano que debe ser juzga­ do por su humanidad, no por su insostenible naturalidad o por su (genérica) inhabitabilidad. Lo negativo de la metrópoli debe ser determinado y analizado en términos de historia humana, no en términos de mayor o menor distancia —de todos modos siempre pretensiosa y pretextuosa— respecto de la naturaleza (Castells, 1974). Si consideramos la ciudad como un hecho histórico hay una primera constante de la realidad urbana que es inmediatamente evidente. Cualquier cosa que haya sido la ciudad para la especie hu­ mana, prodigioso acumulador y acelerador de los procesos de

liberación de los condicionantes zoológicos, o al contrario, nudo crítico a partir del cual se ha encaminado un proceso de desviación perversa y, por consiguiente, de involución sin regre­ so, una cosa es cierta: nunca la ciudad ha sido igual para sus habitantes (Leroi-Gourhan, 1977; Goody, 1988). En cada época histórica, si la ciudad representa una oportunidad, lo es para algunos más que para otros; si representa un riesgo, tal riesgo es para algunos marginal, para otros amenazador. Nos tenemos que preguntar entonces si no existe un nexo interno entre las dos caras de la desigualdad: es decir, si la ciudad es instrumen­ to de libertad y creatividad para algunos, en cuanto que es sede e instrumento de opresión y de explotación de unos sobre otros. Y todavía si la ciudad ha sido y es un prodigioso propulsor de la historia humana, precisamente por cuanto es propio de la ciu­ dad constituirse como elemento espacial de un proceso de ra­ cionalización, pero también de explicitación, y por lo tanto, de radicalización de la contradicción fundamenta] de la historia humana: la explotación de los seres humanos por parte de otros seres humanos. Creo que esta hipótesis de trabajo, no del todo nueva, es de las que se revelan más fructuosas para el análisis del fenómeno urbano. En su interior es posible aislar un problema específico que estará en el centro del presente análisis: es el problema de la aceptación de la desigualdad —y, por lo tanto, de las relacio­ nes de explotación que la producen— por parte de aquellos que en la relación desigual están en desventaja, es decir, los grupos y las clases subalternas, dominadas. Teóricamente, en abstracto, se debería esperar de parte de los subalternos, de los explotados, un comportamiento cons­ tantemente revolucionario, o al menos rebelde. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, la respuesta es propia de mino­ rías, más o menos consistentes, y sólo por lapsos de tiempo más o menos largos, para después ser reabsorbida, aunque no siempre integralmente. Son raros en el curso de la historia (pero más frecuentes en ciertos períodos) los casos en que el comportamiento contestatario se desarrolla hasta un verdade­ ro proceso revolucionario, capaz de transformar esas relacio­ nes sociales que en esa situación histórica específica generan aquella específica forma de opresión contra Ja cual se levantó la insurrección. Y es ésta la segunda gran contradicción en la

contradicción: la aceptación del dominio (Marx y Engels, 1972: RossyLandi, 1968). No se pretende plantear el tema amedrentador, en su vaste­ dad, de las condiciones históricas que determinan una revolu­ ción, es decir, el paso de una formación social a otra. Muy mo­ destamente se quiere, si es posible contribuir a un análisis de los procesos de aceptación/contestación de la desigualdad, bus­ cando una primera respuesta a dos cuestiones, que, de cual­ quier modo abordan sólo un aspecto del problema: ¿La ciudad representa el lugar de una forma específica del papel de la cultura en las relaciones de dominio? En particular, ¿cuál es el papel de la cultura en el conflicto entre las clases y los grupos sociales en las grandes ciudades y metrópolis contemporáneas llamadas postindustriales? Un sistema social, un modo históricamente individualizado y reconocible de producción de la vida social, tiene siempre una relación igualmente individualizada asociada con un espacio. No creemos que tal relación sea satisfactoriamente formula­ da diciendo que un «X» sistema social ocupa un espacio o está en un espacio: ya que en estas expresiones las dos realidades, tanto la social como la espacial, son asumidas no sólo como distintas sino sustancialmente como no relacionadas. Reapare­ ce en ellas la idea del espacio como contenedor de hechos so­ ciales, y de estos últimos como conterlidos. La insuficiencia de este planteamiento está demostrada por el hecho de que no se puede obtener de él nada que sea útil para comprender las rela­ ciones entre hechos sociales y hechos espaciales. En realidad, poner contenedor y contenido, el espacio y el sistema social, como realidades recíprocamente independientes, significa pos­ tular implícitamente algunos importantes corolarios. Por ejem­ plo, que sea posible una gestión correcta de uno (el espacio) independientemente de las condiciones de administración del otro; aunque si se cree, contradictoriamente, que administrar bien el uno puede no tener en alguna forma efectos benéficos sobre el otro. O bien, viceversa, que los caracteres del espacio tengan un alto grado de constancia y permanezcan por lo tanto estables a pesar de los cambios que intervienen en el ámbito de los hechos sociales: y con esta óptica se tiende a asumir como constante el condicionamiento ejercitado por el espacio en la dinámica social. Como se ve, la falta de un análisis de las rela-

dones entre los dos ordenes de hechos parece resolverse en un deterninismo ahistórico que según los casos privilegia a uno con respecto al otro. En síntesis: o los hechos espaciales (y has­ ta los hechos geográficos) son la única cosa verdaderamente concreta que condiciona lo demás, o viceversa, el espacio no existe sino como variable dependiente en todo y por todo de las capacidades humanas de utilizarlo, disfrutarlo y explotarlo. Manuel Castells propuso en su momento un planteamiento diverso del problema. No existe sociedad que no tenga una rela­ ción con el espacio: pero en alguna formación social histórica­ mente individualizada esta relación asume caracteres peculia­ res. En efecto, no es el producto mecánico de la ocupación físi­ ca de un contenedor, de parte de un contenido: la relación entre sociedad y espacio es «función de la organización específica de los medios de producción que coexisten históricamente (con predominio de uno de ellos) en una formación social concre­ ta, así como es función de la organización interna de cada uno de estos medios de producción». En otros términos: entre rela­ ciones sociales en el espacio y relaciones sociales con el espacio, existe una interdependencia que es determinante. Y, en efecto, «lo que es significativo es la fusión de ciertas situaciones socia­ les y de una localización particular en la estructura urbana... Hay un momento a partir del cual la fusión de situaciones so­ ciales y espaciales produce algunos efectos pertinentes —es de­ cir algo nuevo, específicamente espacial— en las relaciones de clase y por esta vía, en el conjunto de la dinámica social» (Cas­ tells, 1974: 273). Se trata, por lo tanto, de individualizar concretamente, en cada situación específica, aquellos elementos sociales y espacia­ les que entrando en «fusión» determinan efectos de orden espa­ cial en la dinámica social. En este proceso de individualización de los hechos determinados por la fusión de lo social y de lo espacial, los criterios que permiten reconocer la pertinencia de un cierto espacio respecto a un cierto grupo social no son sim­ plemente los de su ocupación física y/o de la propiedad formaljurídica, aunque ambos criterios pueden constituir un indica­ dor útil en la fase de inicio de la investigación. Tenemos a disposición otros tres criterios mucho más perti­ nentes:

— el primero es el económico, y consiste en la verificación de las interdependencias enlre la colocación espacial de un gru­ po y su participación en los procesos de producción; — el segundo es el sociológico, y consiste en la verificación de las interdependencias entre colocación espacial de un grupo y su papel en la dinámica social; — el tercero es el antropológico, y consiste en la verifica­ ción de las interdependencias entre colocación espacial de un grupo y construcción de su identidad en términos culturales, es decir, como percepción que el grupo tiene de sí mismo dentro de una visión general del mundo y de la vida mediata por un sistema de conocimientos y de valores. Probemos a utilizar estos criterios. En el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, la ciudad, sede e instrumento de la enajenación y de la opresión propias de la sociedad industrial, es sin embargo también, justamente en cuanto ciudad, matriz y condición de libertad (Bahrdt, 1966). Marx demostró que, una vez realizada la «terrible y difícil expropiación de la masa de la población» que «constituye la pre­ historia del capital», cuando los trabajadores fueron «transfor­ mados en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital, cuando el modo de producción capitalista se rige sobre bases propias, asumen una nueva forma, la ulterior socialización del trabajo y la ulterior transformación de la tierra y de los otros medios de producción en medios de producción explotados so­ cialmente, en medios de producción colectivos» (Marx, 1979, 8). De esta extremadamente compleja transformación, en el medio de la cual probablemente estamos todavía, y que está asumiendo formas también muy diferentes de las previstas por Marx, interesa resaltar aquí particularmente un aspecto: la par­ te que está sustancialmente ya realizada, es decir, la general transformación de la fuerza de trabajo en mercancía, el inter­ cambio generalizado de trabajo con salario, típico de la socie­ dad urbana industrial, fue condición necesaria para que naciera y se generalizara tanto la conciencia del trabajo como valor, como la conciencia del valor del trabajo. Esquematizando un poco el discurso, se puede también decir que con su reducción a asalariados, los trabajadores urbanizados de la industria per­ dían todo control en los procesos y en los instrumentos de pro­

ducción: pero era exactamente su capacidad de distribuir fuer­ za de trabajo la que, haciéndolos indispensables en el proceso productivo y partícipes de ello, todos según modalidades homo­ géneas, los constituía en clase dotada de conciencia de clase; capaz, por lo tanto, de actuar en los procesos sociales para de­ fender sus propios intereses, precisamente en cuanto clase tra­ bajadora. En la producción cultural de la clase obrera italiana, hasta el advenimiento del fascismo, el carácter fundamental del valor del trabajo emerge muy claramente: es como trabajadores que se asume un papel social y una identidad cultural, que se pelean y se defienden derechos y reivindicaciones, que se reco­ noce la explotación de la que se es víctima y se es capaz de oponerse; que se remite solidariamente a quien es trabajador y antagonísticamente a quién no lo es. Y es casi innecesario seña­ lar que esta conciencia difundida, que es pre-requisito indispen­ sable de cada forma de organización de las clases trabajadoras, está en contradicción con la estructura del sistema social protocapitalista y constituye, por lo tanto, en su interior un elemento permanente de conflictividad. De hecho, al asumir justamente como propio fundamento el valor del trabajo, la cultura obrera ha sido seguramente alterna­ tiva y potencialmente revolucionaria; ya que se ha re-apropiado de la ética de la prestación, producción y competencia y de la norma del comportamiento de presentación (Goffman, 1971; Weber, 1983) que son ciertamente constitutivas y fundamenta­ les de la cultura de Ja sociedad industrial; pero reorganizándo­ las y reñnalizándolas a la individuación y a la realización de un objetivo que es totalmente antagónico al dominante, al de la ganancia: la creación de la sociedad socialista. Es probablemente la linealidad y la ejemplaridad de esta «revolución cultural», las que contribuyen a damos de la ciudad protoindustrial la imagen de una realidad integrada (desde lue­ go según un esquema de integración antagónico) en tomo a un conflicto de clase claramente legible. Otra fundamental condición de libertad que la ciudad mer­ cantil y protoindustrial determina es, como ha puesto en evi­ dencia Weber, la generalizada distinción entre público y priva­ do y la consiguiente tensión dialéctica que se instaura entre las dos esferas (Weber, 1950, Bardht, 1966). A esta distinción, degenerada en separación entre público y

privado, han sido a menudo imputados muchos de los males que serían típicos de la vida urbana: aislamiento, desideologización, fetichismo consumista. Sin embargo, estas críticas igno­ ran un dato esencial: la distinción entre público y privado, entre esfera existencial que pertenece al sujeto y esfera existencial en que se enfrentan los intereses colectivos, es una condición nece­ saria para la laicización del consenso. La legitimación de la au­ toridad puede dejar de reposar en las bases emotivas en que se funda el consenso, al poder tradicional o carismático y asumir la forma de aceptación crítica y responsable, susceptible de re­ vocación en base a verificación, sólo si y cuando los sujetos de quien viene la legitimación se reconocen como poseedores de la soberanía, de una soberanía histórica y laica, delegable pero no enajenable. El reconocimiento de la autonomía de lo privado es la identificación histórica de una área existencial que se sustrae a la necesidad funcional de delegación de poderes de la sobera­ nía («en mi casa mando yo»), de una área que precisamente por sus características recuerda a los sujetos que también es posible no ser gobernados, sino gobernarse. Se ha observado muchas veces como esta autonomía de lo privado en la sociedad urbana industrial es ilusoria, una mera afirmación de principio a la cual corresponde en los hechos una esfera privada invadida y modelada por el poder económico y político; y se afirma que sin control sobre lo público, sin control precisamente sobre la esfera de lo económico y de lo político no puede existir una verdadera autonomía de la esfera privada. La interrogación para empezar la parte restante de este aná­ lisis es la siguiente: ¿la gran ciudad y la metrópoli tardo indus­ trial son las dimensiones espaciales de una formación social en la que los procesos de valoración del trabajo y de laicización del consenso se han extendido y consolidado? O al contrario ¿di­ chos procesos se han debilitado y empobrecido hasta detener­ se? Y de ser así, ¿qué otros procesos, productores de qué otros valores, los han substituido? ¿Con qué efectos? Es sabido que la mayor parte de los cambios que hicieron entrar a Italia, aún con todas sus contradicciones, desniveles y retrasos, dentro de los países altamente industrializados y en el ámbito de la fase de desarrollo industrial maduro, empezaron en la segunda postguerra y asumen caracteres evidentes a fines de los años cincuenta e inicio de los años sesenta. Estos proce­

sos tienen en Italia un desarrollo peculiar, aunque no están des­ provistos de analogías como sucede en otros países industriali­ zados. De cualquier forma, los cambios por ellos inducidos inci­ den en forma diferente sobre la condición y la cultura obrera que se fueron configurando en el curso de la primera fase del desarrollo industrial en Italia. La estructura productiva se arti­ cula y se diferencia internamente, provocando diferenciaciones en el interior de la condición obrera. El carácter estratégico de ciertos sectores o de ciertas especializaciones productivas, junto al refinarse del nivel tecnológico en ciertas fases del proceso productivo, generan una correspondiente franja ocupacional de alguna forma privilegiada, no sólo en términos salariales, sino en términos de seguridad de empleo, cualidad de las tareas, prestigio en la fábrica, ventajas indirectas: en términos de inte­ gración al sistema. En cambio, se define una franja ocupacional más bien amplia, tanto interna como de soporte al sector pro­ ductivo industrial, en el ámbito en el que la mayor parte de las tareas son más pesadas, escasamente o para nada calificadas; sobre todo si se trata de una área extremadamente sensible a las variaciones coyunturales o estructurales de la producción y, por lo tanto, sujeta a expansiones y contracciones muy amplias y repentinas; como consecuencia ofrece poca o ninguna seguri­ dad ocupacional y la cosa es grave porque para alimentar esta área en las fases de expansión han sido movilizados contingen­ tes notables de mano de obra de reserva, que en Italia es toda­ vía fácil de encontrar en el interior del país, específicamente en el sur. Mientras tanto, los procesos llamados de descentraliza­ ción y reestructuración productiva crearon una tercera área ocupacional: la del trabajo de tiempo parcial o determinado, del trabajo negro y del trabajo a domicilio (Foá, 1976). De esta área ocupacional, caracterizada por una importante inestabilidad, ha tomado, a partir de los años setenta (Vercauteren, 1970) una parte notable de sus componentes, aquel nuevo sector de la población urbana que muchos se orientan a definir como marginados y desprotegidos. Tal sector está constituido, por lo tanto, por todos aquellos que trabajan en condiciones precarias en el sector industrial o en sus márgenes y en los servicios; pero se alimenta también por todos aquellos que no se integran en el sistema productivo bajo ningún título: inmi­ grados recientes, jóvenes, grupos segregados o marginados por

pertenecer a un determinado grupo de edad, de sexo, étnico. Y, por lo tanto, es la estructura de los procesos productivos la que produce los marginados, no la metrópoli como tal. Pero es cier­ to que la gran ciudad es la dimensión espacial que «entra en fusión» con el fenómeno de la marginación, provocando su aparición como hecho social reconocible y autoidentificable (aunque no siempre, y no necesariamente en términos de pro­ testa); de tal forma los marginados se vuelven los portadores de una presión social (consciente o menos, organizada o menos) a la que el sistema social responde en diferentes formas, diferen­ tes según la clase de marginados a quien se dirige: aumentando la marginación hasta transformarla en guetización o segrega­ ción; adoptando disposiciones asistenciales; finalmente creando oportunidades de trabajo más o menos artificiosas, pero que por estar seguras y protegidas a menudo contribuyen a diferen­ ciar todavía más, en su interior, la condición obrera. Ya que la parte más conspicua tanto de las disposiciones asistenciales como de las oportunidades laborales se localiza en general en las grandes ciudades, también esto se vuelve un factor de atrac­ ción de los marginados. Emergen al mismo tiempo en las grandes ciudades nuevas formas de explotación no directamente ligadas a la participa­ ción en el proceso productivo, a las que corresponden nuevas formas de acumulación de ganancias. Los ciudadanos son ex­ plotados como usuarios de la ciudad por medio de mecanismos como el pago del predial y la propiedad inmobiliaria o el proporcionamiento de servicios muy por debajo del estándar que debería estar garantizado por el monto de la imposición fiscal. Naturalmente todos estos fenómenos asumen caracteres muy diferenciados de un país a otro y hasta de una ciudad a otra; pero desde nuestro punto de vista, por las características que presentan constituyen la base de un hecho cultural de gran importancia: la crisis del sistema de valores elaborado o de al­ gún modo asumido por las clases subalternas urbanas, cuyo eje central era precisamente el valor del trabajo y el trabajo como valor. Quién está desocupado o permanentemente infra-ocupado, quién se encuentra sin vivienda o quien paga un precio es­ tratosférico por tenerla, quien esta obligado a buscar en servi­ cios sociales caducos o escasos la forma de salir adelante a pe­ sar de un sueldo precario o insuficiente, no puede construir su

propia identidad en relación a una ética del trabajo productivo, así como no está en condición de definir su papel social en relación al sistema de la ocupación. Por otra parte, existe otro fenómeno típico de la gran ciudad tardo industrial que es necesario analizar. Es sabido que la ho­ mogeneidad que las clases subalternas urbanas han perdido como trabajadores productivos, la han, en cambio, adquiri­ do, como consumidores particulares de bienes duraderos y no duraderos; el período del llamado «boom económico» no ha registrado sólo un importante aumento del nivel cuantitativo y cualitativo de los consumos, sino también una homologación tan amplia de estos últimos como para involucrar en análogas orientaciones de consumo a la clase obrera urbana, a los secto­ res medios y también a las demás franjas del resto de la pobla­ ción rural. Obviamente esta homologación no ha sido ni espon­ tánea, ni libremente escogida; sino que ha sido inducida a tra­ vés de una insistente y sagaz manipulación publicitaria: por medio de la estandarización de los consumos se autoriza a ob­ tener un control más estable y seguro del mercado. Como con­ formismo enajenado, producido a través de una manipulación que frecuentemente alcanza niveles inconscientes de los sujetos a ella sometidos, el consumismo ha sido unánimemente conde­ nado. Desde luego, en cuanto consenso acrítico e inconsciente, que por añadidura se autopercibe como libre elección, el consu­ mismo es una regresión con respecto a las formas de consen­ so que hemos llamado laicas; es decir, del consenso libremen­ te atribuido a grupos de vértice por parte de una base cuya capacidad de reconocer sus propios intereses y de organizarse para defenderlos ya está probada. Pero existe una potencialidad —¡únicamente una potencialidad!— diferente en la sociedad con­ sumista. Para mantener el control sobre el consumo y, por consi­ guiente, indirectamente sobre la propia producción, las clases dominantes deben forzar a los titulares de un sueldo, es decir, a los potenciales consumidores, a acceder al mercado según mo­ dalidades homogéneas. Se determina así la recomposición de un papel económico único para todos aquellos que consuman: los cuales necesitan al mercado; pero al mismo tiempo son ne­ cesarios al mercado según modalidades similares para todos. Creo poder afirmar que esta situación no solamente ha gene­

rado en el nivel cultural, el enajenado conformismo consumista. Precisamente, en ambiente urbano, de ella se ha desarrollado en alguna forma la petición finalizada a sustituir un sistema de con­ sumos enajenantes e impuesto desde arriba, con un sistema de consumos autónomamente definido y auto-administrado. Al parecer, esta tesis la comprueba también el hecho de que las tentativas de reapropiación de los procedimientos de defini­ ción y de satisfacción de las necesidades provoquen una resis­ tencia, por parte de los grupos que detectan (?) el poder, que es mucho más dura de la que se daría frente a cualquier solicitud de aumento salarial. El control sobre el consumidor, y más en general el control social sobre el consenso, se ejerce, como es sabido, en gran medida a través de la comunicación de masas. Los efectos de la comunicación de masas, sobre todo de la que se sirve ampliamente de códices no verbales (música, imágenes, colores, movimientos) son enormes, como lo atestigua una am­ plia literatura especializada. En verdad, los medios de comuni­ cación se han mostrado capaces, al menos para el uso que con­ cretamente se ha hecho de ellos, de restablecer plenamente los canales de formación del consenso sobre bases carismáticas y/o tradicionales, que al parecer tenían que ser progresivamente reemplazados por formas de consenso laico. Como es sabido, a través de los medios de comunicación es posible estimular a niveles subliminales y obtener por identificación acrítica el con­ sentimiento de un sujeto no sólo respecto a jabones, lavadoras o a una salsa para carne, sino respecto también a un estilo vida, a un programa político, o a un sistema de valores; sin mencionar obviamente la oportunidad, que la comunicación de masas ofrece a quien la controla, de seleccionar, censurar, manipular la información y los conocimientos. Desde hace tiempo se ha repetido que «el medio es el men­ saje»; con lo cual se quería sostener que la reducción del usua­ rio a un receptor pasivo era un resultado y un efecto, ambos no eliminables, del medio con que el mensaje era trasmitido, no de su contenido. Desde el ámbito de las nuevas tecnologías educa­ tivas al ámbito de la contra-información, al de la protesta políti­ ca, hoy día muchos hechos han evidenciado —en Italia y en otros lugares y no por casualidad en circunstancias a veces dra­ máticas— la insostenibilidad y la pretextuosidad de la tesis de la coincidencia del medio y del mensaje. El problema es una

vez más el del control sobre los medios, tanto de comunicación como de producción, ya que el control sobre el uso del medio es el control sobre los efectos que él produce. Pero existe todavía un aspecto implícito en la realidad de la comunicación de masas, y más en general de la comunicación a distancia, que parece útil analizar en esta sede: parece haber una relación inversa, para el ejercicio del dominio, entre control de la comunicación a distancia y control del territorio. En otras palabras, cuanto más eficaz es el sistema de comunicación a distancia del que dispone un grupo dominante y mientras más total es su control sobre ello, mucho menos el grupo en cues­ tión depende para la conservación de su dominio, de una locali­ zación «X», del control sobre un territorio dado. Es así no sólo para la fase en que el ejercicio del dominio se concretiza en obtener la actuación de las decisiones tomadas y el consenso o la obediencia a las directivas y a las órdenes impartidas; el con­ trol sobre el sistema de la comunicación permite a los grupos dominantes ser autónomos respecto a la localización en el terri­ torio, también en la fase de abastecimiento de las informacio­ nes necesarias para ejercer el dominio y en la fase de su elabo­ ración con el fin de producir decisiones. Se trata evidentemente sólo de una tendencia: pero es significativo que si en el ámbito internacional se reduce siempre más el número de territorios o áreas cuyo control tenga de por si un valor estratégico, en el nacional se descubre que el poder no está en las ciudades, sino en los municipios. Ya está consolidada la tendencia de desprender de las ciuda­ des los asentamientos industriales, no sólo descentralizándolos en el territorio, sino despedazándolos en el trabajo a domicilio. También el mercado (siempre menos «libre») como lugar de conformación a los estándares del consumo y de canalización del empleo del sueldo, parece destinado a ser disociado de la ciudad: la creación de gigantescos centros comerciales aislados en el campo y el incremento de las ventas por correspondencia, testimonian una tendencia que realizando las condiciones de la reducción del ciudadano a consumidor privado, sujetado entre elecciones obligadas, garantiza evidentemente un control ópti­ mo sobre su comportamiento. En suma, aparte el residual papel simbólico y de representa­ ción que los centros, sobre todo los centros históricos monu­

mentales, pueden desarrollar y aparte las residuales posibilida­ des especulativas que la renovación urbana aún puede ofrecer, las clases dirigentes (que antes que otros han dejado de residir en las ciudades) parecen orientadas a disociarse más del desti­ no de la ciudad. Probablemente esta tendencia no nace hoy, está más bien operando desde hace algunos decenios; y la incapacidad de las clases dirigentes contemporáneas, no sólo italianas, a inventar y a realizar una política de la ciudad, si no innovadora al menos adecuada al statu quo, atestigua quizás no tanto su torpeza como su sustancial y progresivo desinterés por el problema ur­ bano. Precisamente el poder ya está en otra parte. En los EE.UU., esta tendencia parece ya claramente legible en el progresivo transformarse de las ciudades en constelacio­ nes de guetos, miserables o de lujo, recíprocamente segregados, y conectados (siempre que lo estén) pero independientemente unos de otros, a circuitos nacionales de integración política, económica y cultural que tienen siempre menos contactos y ne­ xos con la dimensión urbana y dirigidos por centrales de man­ do que no tienen necesidad de formar parte de una ciudad. En cambio, los procesos y los mecanismos de integración internos a los guetos, se localizan, se miniaturizan cada vez más, asu­ men contenidos a escala interna al propio gueto, reforzando así sus características de aislamiento y de segregación. En Italia, estas tendencias no son en absoluto desconocidas, pero no tienen todavía las características y las dimensiones de las americanas. El crecimiento cuantitativo y no cualitativo de las ciudades italianas en los años de las grandes migraciones internas al país ha puesto las bases en muchos casos para una transformación de la ciudad en una constelación de guetos.1 La localización urbana, que parece ser no solamente menos L En Italia, en los últimos dos años, parece haber una inversión de la tendencia descrita en el texto. En el clima de inceitidumbuc política determinado después de las elecciones políticas de marzo de 1994, los alcaldes de algunas importantes ciudades, elegidos directamente con base en los procedimientos previstos por la nueva ley elec­ toral para las administraciones locales, parecen asum ir el liderazgo de un movimiento que apiueba a dar nuevo impulso a las ciudades, en el marco de una reconquistada autonomía local. Se habla nada menos que de un «partido de los alcaldes». Aún reco­ nociendo lo interesante que es este fenómeno, me parece que es demasiado pronto para decidir si representa una tendencia de fondo, o más bien una sustitución respecto a una dirección política insatisfactoria a nivel nacional.

necesaria, sino por el contrario un obstáculo al ejercicio del po­ der por parte de las clases dominantes, es en cambio todavía útil a las clases «desprotegidas» para que puedan organizarse y ejercer el poder de oposición y de contestación. Al menos hasta que la comunicación a distancia y la comunicación de masas sean controladas desde arriba y utilizadas como instrumentos de producción de la hegemonía y de gestión del consenso, las ciudades y las metrópolis serán los únicos espacios colectivos disponibles para las clases subalternas: es decir, los únicos es­ pacios donde es posible hacer circular la información y compa­ rar las experiencias en presencia de una concentración de per­ sonas suficientemente amplia para que constituya un conjunto de relaciones no irrelevantes respecto al sistema social global. Los espacios colectivos, los espacios que todos o que muchos usan, no son de por sí modalidades de emancipación o de libe­ ración. Sin embargo, son espacios cuyo uso puede ser ligado al emerger de una estructura de relaciones sociales (grupo, movi­ miento, partida, asociación, etc.) capaz de actuar para la satis­ facción de necesidades que los miembros de la propia estructu­ ra reconocen como comunes, a través del intercambio de infor­ mación y la confrontación de las experiencias. Por lo tanto, es­ tos espacios son también aquellos en donde el conflicto social latente se vuelve manifiesto, en la forma de choque entre intere­ ses colectivos contrastantes. Una fábrica, un recinto universita­ rio, una plaza, una calle, tienen estas características, pero pue­ de asumirlas el patio de una escuela, un comedor de hospital o —es una experiencia reciente— un punto cualquiera de la ciu­ dad en tomo al cual se estructura una red de información nada menos que sostenida vía radio. La crónica cotidiana ofrece to­ dos los días materiales que respaldan este diagnóstico: es en la ciudad y por medio de la ciudad que la tensión social se coagula y se manifiesta; es en la ciudad y por medio de la ciudad que las clases y los grupos subalternos y, en particular, los grupos «marginados» se organizan y ejercen esa cuota de poder con­ tractual que logran expresar. A la luz de este análisis, y siempre que sea correcto, el pre­ juicio antiurbano y antimetropolitano aparece como un caso típico de «idea dominante», es decir, un interés de las clases dominantes expresado bajo la forma de valor, que impuesto a las clases subalternas, les oculta sus intereses reales. En efecto,

para las clases dominantes, no se trata de ninguna manera de huir de la contaminación o del estrés o de regresar a la natura­ leza y a condiciones de vida «más humanas»: la existencia de las ciudades nunca ha impedido gozar del campo, a quién po­ día hacerlo. En realidad, se trata de obtener un mayor y más fácil control del conflicto social, disgregando y desarticulando las diversas estructuras constitutivas del sistema social (estruc­ turas familiares, estructuras productivas, mercados, estructuras informativas y culturales); estructuras que, en una cierta fase histórica, entrando todas simultáneamente en «fusión» con la dimensión social urbana dieron origen a una formación social,, a un alto potencial innovador: la metrópoli, precisamente. Cualquier innovación que dispersando a los sujetos en el te­ rritorio, obstaculice la circulación de las informaciones, la com­ paración de las experiencias, el reconocimiento de los intereses comunes, la organización para defenderlos, no puede más que conducir a las clases subalternas a condiciones de vida menos «humanas».

C a p ít u l o

cuarto

CIUDAD: ESPACIOS CONCRETOS Y ESPACIOS ABSTRACTOS

El espacio humano no es un contenedor indiferenciado, ho­ mogéneo, tampoco es una abstracción geométrica. Es diferente estar en el espacio aquí o allá: hay espacios buenos y espacios malos, espacios en donde se está bien y espacios en donde se está mal. La expresión «tener espacio» es frecuentemente usada en sentido metafórico, pero metáfora y sentido literal son muy cercanos, ya que el espacio del que dispone concretamente cada individuo, grupo, clase social, en una sociedad dada, mide su poder y riqueza, refleja su prestigio, su colocación en la jerar­ quía social. En sentido real, no sólo metafórico, tener espacio significa tener libertad, libertad de dirigir, de ser, de relacionar­ se y viceversa; precisamente en toda sociedad la privación de espacio es la correlación de una posición subalterna o marginal en el sistema social. Se puede, por lo tanto, afirmar que el espacio se define en relación a los seres humanos que lo usan, que lo disfrutan, que se mueven en su interior, que lo recorren y lo dominan. En ese sentido la definición más satisfactoria es la que considera el espacio como un recurso. Todo el espacio con el que los seres humanos se relacionan en cualquier circunstancia y ocasión, viene de esta misma relación transformado en recurso: es decir, en medio de supervivencia, estímulo a su utilización, ocasión de crecimiento, pero también de riesgo, tanto a nivel biológico

como psicológico, para los individuos solos, no menos que para los grupos. En el concepto de recurso esta implícita la utiliza­ ción de un potencial del que se puede disponer y la intervención de un autor consciente que utiliza ese potencial para conseguir un fin. El resultado no está automáticamente garantizado: hay un problema entorno al uso correcto de los recursos. En el caso del recurso espacio, el entrar en relación entre actor y potencia­ lidad puede concluir en catástrofe antes que en progreso, las exploraciones «equivocadas», la condensación o la rarefacción excesiva de los asentamientos, las localizaciones erradas o peli­ grosas, el sedentarismo imprudente han dejado, a menudo, huellas dramáticas en la historia de la utilización del recursoespacio por parte de la humanidad remota y reciente (Botta, 1991, Lynch, 1992). Sin embargo, ¿es posible definir una utilización óptima del espacio? ¿Es posible individualizar criterios que admitan afir­ m ar que un cierto espacio es usado correctamente? ¿O unos criterios para decidir si el espacio disponible en una situación dada es suficiente? Es obvio que la situación se presenta en los mismos términos para cualquier otro recurso: si se quiere deci­ dir si hay bastante comida, si está bien utilizada o si hay sufi­ ciente educación y ha sido bien usada. La individualización de un semejante criterio de optimización, de un parámetro que admitiese establecer el grado de positividad de ciertas situacio­ nes, tendría no sólo un evidente valor normativo, operativo, práctico, sino también una gran importancia cognoscitiva; la definición de un criterio similar presupone en efecto que se lle­ guen a individualizar y aislar algunas características constantes y determinantes de la condición humana. Es cierto, éste es un objetivo al que las ciencias humanas miran con tenacidad. El racionalismo funcionalista creyó ya haberlo logrado, y si en arquitectura y en urbanística creyó po­ der individualizar una necesidad «dada» de espacio a la que una proyectación racional del uso del espacio mismo podía res­ ponder, en antropología consideró que todo sistema social, de todas las sociedades, pudiese ser explicado como sistema de respuestas a las necesidades biológicas primarías. Para Malinowsky el fin, o más bien, como él dice, la función de cada sistema social es justamente la satisfacción de las necesidades primarias (comer, dormir, aparearse, reproducirse, abrigarse),

aunque su satisfacción se realice a través de las complejas me­ diaciones de los sistemas institucionalizados de tipo secundario u organizado (división del trabajo, sistema de los roles, transmi­ sión. de la herencia social a través de la educación etc.). Los límites positivistas y naturalistas de este planteamiento han sido señalados ya frecuentemente; sin embargo, la posibilidad de eludir los problemas de lo social refiriéndolos a nivel biológi­ co es tan sugestiva como para explicar la persistente populari­ dad del funcionalismo. Es un hecho que el funcionalismo (y el racionalismo que presupone) no logran explicar fenómenos que son específicos y característicos del nivel social, es decir, la dife­ renciación y la subordinación; en otras palabras, el cambio y el conflicto (Balandier, 1969). Chombart de Lauwe, al querer anclar su interpretación de la ciudad a una teoría de las necesidades, tuvo que articularla y admitir que es necesario distinguir entre necesidad-obligación y necesidad-aspiración, entre prioridad y primacía o precedencia de hecho que se realiza en la satisfacción de las necesidades (Chombart de Lauwe, 1975). El hecho de que una necesidad sea integralmente satisfecha no significa que necesariamente sea una necesidad prioritaria; ni a la inversa, el parcial o total des­ cuido de una necesidad no significa que no tendría valor priori­ tario. Está claro que este tipo de afirmaciones no hacen más que multiplicar los problemas en vez de resolverlos. Tullio Altan utiliza las dos categorías de necesidades inconscientes y de ne­ cesidades inducidas, para enriquecer la esquemática tipología de Malinowski, basada en el binomio necesidades primaríasinstituciones; pero también en este caso queda por explicar lo más importante, es decir la diferenciación (¿por qué ciertas ne­ cesidades son conscientes y otras no?), y la subordinación (¿quién y por qué induce tales necesidades en quién?) (Tullio Altan, 1971). En realidad, como también Malinowski demostró en sus in­ vestigaciones de campo, la inteligibilidad de la condición huma­ na resulta de lo que ésta tiene de específico y peculiar, y no de lo que tiene en común con otros niveles de lo real. Son las relacio­ nes sociales que plasman las infinitas y dúctiles necesidades o los instintos humanos y no viceversa. Hasta donde sabemos, las relaciones de poder parecen estar presentes y ser constitutivas en todos los sistemas sociales, de modo que en el caso del hom­

bre la relación entre el agente y el recurso no es sólo una oportu­ nidad de satisfacción de una necesidad, sino también una posi­ bilidad de adquirir poder. En las condiciones humanas, el con­ trol de los recursos no tiene como fin único su uso funcional a la satisfacción igualitaria de las necesidades, ya que en la condi­ ción humana el control de un recurso se vuelve fuente de poder. Como todo recurso, el espacio es fuente de poderes y las modalidades de control de su uso serán decisivas para hacer que ese recurso sea un instrumento de subordinación o de libe­ ración, de diferenciación o de igualdad. Como confirmación de esto se pueden observar dos hechos: en ninguna sociedad el uso del espacio se deja a la inmediatez y a la espontaneidad instinti­ va; al contrario, siempre está socialmente reglamentado y cultu­ ralmente definido. Tal reglamentación y definición encuentran una precisa co­ rrespondencia en las relaciones sociales. No es difícil verificar (¡en cada sociedad!) la correspondencia entre clasificación y cualificación de los espacios, reglamentación del derecho de ac­ ceso a cada uno de ellos y estratificación de la sociedad en cla­ ses, castas, rangos; así como es evidente que el sistema cultural del grupo constituye la raíz ideológica y, por lo tanto, el instru­ mento de legitimación del sistema de organización del espacio adoptado por el grupo mismo. Consideremos sólo la función que lia tenido y que tiene como agente modelador del espacio en las sociedades occidentales, el valor culturalmente reconoci­ do de la propiedad privada. En otros términos, la relación hombre-espacio coincide con la relación entre los hombres en el espacio y con la conciencia cultural de esta relación. No se trata, sin embargo, de la racio­ nal satisfacción de una necesidad abstracta, sino de una reali­ dad históricamente definida y manipulada a nivel cultural: eso es lo que tenemos delante de nosotros cuando examinamos nuestro espacio. Y, frecuentemente, la conciencia que tenemos de nuestro espacio es ideológica; no es casual, por ejemplo, si en la sociedad occidental, en el interior de una cultura indivi­ dualista y racionalista, el énfasis cae siempre sobre el hombreartífice que, demiúrgicamente, organiza su propio espacio co­ herentemente con sus propios deseos y necesidades, con base en una condición de libre elección; mientras, permanece en la sombra, el otro aspecto fundamental del hombre que, desde la

forma hasta las modalidades de utilización del espacio que en­ cuentra disponibles, está condicionado para organizar según ciertas modalidades su vida y su visión de la realidad. En ese sentido, la forma y las modalidades de utilización del espacio son un importante instrumento de educación. También por me­ dio de la forma históricamente creada del espacio del que dis­ fruta, un grupo social consigue la socialización de las jóvenes generaciones, es decir, que se adecúen al sistema vigente de las relaciones y de los papeles, y se culturalicen, que se interiorice a niveles profundos la visión de la misma realidad propia del gru­ po en cuestión. El espacio culturalizado adquiere de tal modo lo que Bourdieu ha llamado «evidencia dóxica» (Bourdieu, 1992): olvidada su raíz histórica, por el hecho de ser un producto de relaciones entre los seres humanos, el espacio adquiere a los ojos de todos aquellos que lo disfrutan la inmutable razón de ser, de los hechos de la naturaleza. En las periferias de las grandes ciudades italianas —y no es muy diferente a lo que se puede ver en las periferias de las grandes ciudades occidentales— son reconocibles tres tipos fundamentales de asentamientos residenciales: — las colonias suburbanas de habitantes de ingresos me­ dio, medio-alto y alto; — las colonias espontáneas o abusivas con una tipología de construcción muy variada que va desde la barraca de cartón y lámina, la villa unifamiliar hasta la quinta u hotel de dos o tres pisos, para habitantes cuyo ingreso igualmente abigarrado y a veces de proveniencia semi legal o ilegal, va desde los niveles miserables hasta los medio-bajos, medio y medio-altos; — las colonias de construcción social en diferente medida financiadas con dinero público y concedidos según diversas fa­ cilidades a usuarios que son siempre populares: obreros, artesa­ nos, pequeñísima burguesía y cuotas de bajo proletariado (Ferrarotti, 1970; W.AA., 1971; Caracciolo, 1982; George, 1982; Chombart de Lauwe, Imbert, 1982; Briceño León, 1986). Esta tipología, ordenada en base a criterios socio-económi­ cos, corresponde a importantes diferencias de orden cultural, relativas al diseño de los apartamentos, de los edificios y de las colonias.

Se puede, en efecto, observar que en el primer caso arquitec­ tos y habitantes pertenecen a la misma clase social y al mismo ambiente cultural; en el segundo caso, los habitantes son los ar­ quitectos de sí mismos; en el tercer caso, en cambio, hay una distancia considerable entre arquitectos y habitantes, en térmi­ nos de pertenencia de clase, no menos que en términos de refe­ rencias culturales. Sin embargo, cada colonia de construcción social se presenta para el antropólogo —que, por supuesto, haga propia la hipótesis de la relevancia de las diferencias culturales unidas a las diferencias entre clases sociales (Eames y Goode, 1973, Signorelli, 1973; Redfield, Peattie, Robbins, 1984)— como un terreno de contacto cultural entre cultura de los arquitectos y cultura de los habitantes, es más, de verdadera aculturación, más o menos forzada. A reforzar este dato de extrañez cultural, contribuye en gran medida el hecho de que los futuros habitan­ tes no son jamás los que cometen el trabajo de proyectación, sino que más bien no ejercen ningún tipo de influencia. No exis­ te por lo tanto ninguna mediación; en el momento en que el habitante entra en la que será su casa, encuentra incorporada en ella (en la tipología, en la morfología, en los criterios de distribu­ ción, en los contactos con el exterior, y así sucesivamente) una cultura que no es la suya (Dematteís, 1982, Mehl, 1982; Reberioux, 1982; Althabe e! ai, 1984). Semejante realidad ofrece al antropólogo motivos de refle­ xión y de investigación de notable importancia. El proceso de modelación del espacio de la vida es para la especie humana un proceso lundamental.Tradical en el sentido constitutivo de raí­ ces (Lerdi-Gourhan, 1977). Ya Evans-Pritchard señalaba que si es incontestable que el concepto de espacio es «determinado por el ambiente físico», como el concepto de tiempo, también «incorpora valores» y «depende de principios estructurales que pertenecen a un diver­ so orden de realidad» (1975: 144). No hay duda que el uso antrópico, es decir, humano, del espacio, es instrumental y expre­ sivo, tanto funcional como simbólico, cognoscitivo y emotivo al mismo tiempo; al interiorizar el orden espacial que su grupo de pertenencia ha construido históricamente, el individuo inte­ rioriza el orden social, y al mismo tiempo la estructura cognos­ citiva y ética que ordenará su vida psíquica y corporal (Signore­ lli, 1977; Pinxten, van Dooren, Harvey, 1983). En otros térmi­

nos, apropiarse cognoscitiva y operativamente de un espacio culturalmente modelado significa integrarse en el grupo social artífice de aquel proceso de modelamiento. Considerados desde este punto de vista los asentamientos de vivienda de interés so­ cial representan un caso conspicuo de separación entre modela­ miento del espacio y uso del espacio, en el sentido de que la población destinada a usar estos espacios es, como hemos visto extraña a los procesos de modelamiento del espacio que usará (Verret, 1982). Esta separación —que en las sociedades tradicionales no era ignorada, pero se refería a espacios delimitados destinados a usos muy especializados y a menudo predominantemente ritua­ les y muy poco instrumentales— poco a poco se ha hecho más presente y consistente en el curso de la edad moderna, asocián­ dose de manera cada vez más evidente al ejercicio del poder y a su legitimación. Se pueden indicar dos pilares significativos de este proceso, antes de llegar a la situación actual. La creación de grandes espacios escenográficos, capaces de expresar, imponer y legitimar al mismo tiempo, un poder y su ideología: la plaza San Pedro en Roma y la Pennsylvania Avenue en Washington, po­ drían ser dos ejemplos adecuados (Castells, 1974). Y, en segundo lugar, las instituciones totales: colegios y cuarteles, hospicios y prisiones, hospitales y asilos donde la forma del espacio no es funcional sólo a la legitimación de un poder, sino que representa también la condición y el instrumento de un ejercicio capilar del poder (Foucault 1986). Pero se trata siempre de intervenciones parciales, aunque imponentes o técnicamente hábiles, en el pri­ mer caso porque pretenden orientar a toda una población, pero sólo en momentos especiales, festivos, celebrativos; en el segun­ do caso, porque pretenden modelar la totalidad de los comporta­ mientos, de las ideas y de las técnicas del cuerpo, pero de secto­ res relativamente reducidos de la población global (jóvenes, mili­ tares, enfermos, ancianos, marginados, etc.). En las pocas ciudades europeas en las que sobreviven porcio­ nes extendidas del centro histórico, es todavía posible ver hasta que punto la práctica habitacional fuese, si no libre, seguramen­ te autogestionada: en el caso de Nápoles, por ejemplo, permane­ cen huellas muy claras de esta autogestión en el complicado so­ breponerse y enlazarse de sobre elevaciones, divisiones, rellenos, demoliciones, uniones, separaciones, añadiduras, enlaces, em-

bestiduras, aberturas de puertas y ventanas, y todas las demás intervenciones con las que el cuerpo de la ciudad ha estado con­ tinuamente y en diversas formas adaptado a las necesidades de quien lo vivía. Sólo cuando la industrialización se vuelve domi­ nante en el ciclo productivo e impone sus exigencias de raciona­ lización integral, progresivamente los lugares del trabajo y los lugares del habitar, ya separados, se sustraen a la intervención plasmadora de quien gastará en ellos su propia vida y se le entre­ gan ya formados y configurados rígidamente: si no precisamente jaulas, ciertos trazos para recorridos obligados. En este sentido el antropólogo no puede no hablar de un caso sui generis de aculturación forzada (Lantemari, 1974). Se puede agregar que es un caso de dimensiones enormes y tendencialmente crecientes, en la medida en que hayan ciudades en expansión o necesitadas de saneamiento, es decir, en condi­ ciones tales como para solicitar la intervención del estado y con ello volver a proponer la separación entre arquitectos y habitan­ tes (Villani, 1974). El presente ensayo propone la hipótesis de que a esta radical separación de los roles de proyectista y habitante corresponde, en las ciudades occidentales, una profunda diferencia de clases, entendidas estas últimas como «clases de poder según el siste­ ma de desigualdad dominante» (Balandier, 1977: 23); y que a las diferencias de clases se acompañen significativas diferencias culturales. En Italia, la historia de las colonias de construcción popular ha sido siempre también la historia de un malestar social trans­ formado y transferido, pero jamás resiiejto. Naturalmente es fácil considerar irracionales o absurdas peticiones evidente­ mente en contraste con las propias ideologías o con el presu­ puesto de la empresa o de la institución para la que se trabaja; mientras probablemente esas solicitudes son las no-respuestas detrás de las que se esconde, quien no se siente y sabe que no es socialmente reconocido como competente, en un determinado ámbito, «competente en el verdadero sentido de la palabra, es decir, socialmente reconocido como habilitado para ocuparse de determinadas cuestiones», «a expresar una opinión al res­ pecto, hasta modificarla marcha» (Bourdieu, 1983: 402). En síntesis, no es la ignorancia de los usuarios la que tene­ mos enfrente, ni el mal gusto infundido en ellos por los medios

masivos. La hipótesis que se sostiene aquí es diversa. La cultura de los proyectistas y la de los usuarios no se puede colocar en dos puntos diversos de un ideal continuum, como si una fuese la forma desarrollada o avanzada, y la otra la forma retrasada del mismo modo de concebir el mundo. Al contrario, se trata precisamente de dos concepciones di­ versas, de dos modos radicalmente diversos de concebir y valo­ rar la casa, el barrio, el espacio; quizá el mundo. Veamos por qué. La casa, el edificio, la colonia están frente al proyectista objetivamente, en la planta, en secciones, estáti­ cas y redificadas. Para los usuarios, en cambio, son una especie de esfera en el interior de la cual él se mueve y que en cierto modo se mueve con él, se modifica en el curso y a causa de sus cambios. Para el proyectista, en sí, el espacio es euclidiano, ra­ cionalmente divisible, geométricamente configurable; para el usuario, el espacio es una dimensión existencial, que se da, en cuanto y sólo, cuando se experimenta; y que llega a la concien­ cia, es percibido por la mente, antes de todo y a menudo exclu­ sivamente en términos fenomenológicos. Más sencillamente: para unos el espacio es abstracto, para otros es eminentemen­ te concreto. De esta primera diferenciación derivan otras, no menos rele­ vantes. El tipo de construcción, la construcción de una tipolo­ gía, el proceso mismo de la composición sirven al proyectista para configurar un espacio ordenado; pero lo que el usuario necesita es un espacio reconocible y, por lo tanto, no tan orde­ nado sino diferenciado en su interior y respecto a los espacios externos. Se puede analizar esta diferencia aún más a fondo. Precisa­ mente porque el espacio es para el arquitecto una realidad dada, estática, definitiva, él puede concebir el establecer en ella un orden cuya lógica es clara sólo a una lectura global y simul­ tánea del sistema: una lectura como la permiten la planta o la aerofotografía, exactamente. Pero para el usuario la sola lectura posible es la diacrónica, de pasada: y a su criterio lo que en la lectura global aparece como orden, se manifiesta como inso­ portable monotonía, llana repetición, anonimato. El espacio or­ denado a la altura de un metro setenta desde el suelo es un espacio desprovisto de sentido, por la simple razón de que a esta altura y a esta escala no se caracteriza por un sistema de

signos organizados en un mensaje, sino que se presenta como monótona repetición, como parataxis de un único o de pocos signos, cuya sintaxis se puede leer sólo desde otra altura, y a otra escala. Dos modalidades cognoscitivas diversas se aplican así al mismo objeto; y éste se revela congruente con la primera y, por lo tanto, por ésta aparece dotado de sentido; pero del todo in­ congruente con la segunda, por la que permanece opaco. Las desesperadas y empedernidas tentativas, visibles en cada colonia de construcción popular, que realizan los usuarios para diferenciar el exterior y el interior de su casa respecto a las otras, intentos que en general son considerados dañinos para el espacio ordenado, responden —antes que a una necesidad afec­ tiva de identificación— a una necesidad cognoscitiva de ubica­ ción y orientación. Pero si es cierto que «la construcción de un espacio mate­ mático y perfecto supone, como su condición, la desvaloriza­ ción del espacio sensible» (Vemant, 1987: 14), hay que temer que nadie menos el arquitecto esté en condición de entender esta necesidad (Lynch, 1984). Existen también otras diferencias, que pertenecen al proce­ so de formación de los juicios de valor. Sobre la diferencia entre paradigmas estéticos, es inútil detenerse, dado que es obvia. La idea de bonito, varía al variar la clase social, pero tal constata­ ción no es nunca (¿no puede ser?) tomada en consideración en el curso del proyecto (Bourdieu, 1983). Existe otro nivel, más sutil, de diferencia: el de juicio de con­ veniencia, de estar cómodo, de habitabilidad. Un alojamiento y una colonia más que bellos, deben ser cómodos. Se debe «estar bien», en ellos. Y en verdad, el objetivo de realizar/una cualidad estética, comprensible para los usuarios, no ha sido jarriás seria y formalmente asumido, entre aquellos que la vivienda de inte­ rés social debe perseguir; al contrario, una muy elevada cuali­ dad funcional ha sido siempre indicada como objetivo a reali­ zar para respetar las finalidades sociales de la construcción misma. ¿Pero cuáles son los requisitos de una casa donde «se está bien»? Una vez más, mi hipótesis es que las diferencias de jui­ cio entre técnicos y usuarios emanan de una gran diferente mo­ dalidad cultural en la formación del juicio. En el surco de la

tradición racionalista, los arquitectos asumen una especie de lista de necesidades humanas elementales que es necesario sa­ tisfacer en la vivienda; y luego hipotizan un nivel de satisfacción de las necesidades mismas en términos de ubicación, ventila­ ción, aberturas, dotaciones, instalaciones. Son los famosos estándares de vivienda que, en Italia y en general en los países occidentales, son fijados directamente por la ley. Ahora, sin querer quitar a los estándares el mérito histó­ rico que les compete en el proceso de eliminación de las vivien­ das insalubres, el análisis antropológico pone en evidencia, en la ideología que inspira la práctica de éstos, una grave simplifi­ cación. Como el proyecto del espacio abstracto, geométrico, eli­ mina de la vivienda el espacio real, así el proyecto según están­ dares elimina de la vivienda el tiempo real (Zerubavel, 1985), para sustituirlo con un tiempo abstracto, fragmentado, una lista de «acciones» no relacionadas entre sí, a cada una de las cuales corresponde un tiempo fijado de una vez por todas, porque es considerado el «óptimo». Esta tendencia a sobreponer en modo puntual y unívoco un tiempo, un espacio y una acción, destruye toda la polivalencia, que es polifuncionalidad y polisemia, de la agencia (?) humana: reducción realizada en el ámbito del trabajo por el maqumismo industrial y que en este ámbito ya desde hace tiempo ha sido denunciada, combatida, incluso casi superada. Pero, en cam­ bio, esta reducción se afianza en las modalidades del diseño arquitectónico y en el urbanismo (les machines a abitar]), apo­ yándose y legitimándose por medio de una concepción esque­ matizada y desarticulada de las necesidades humanas. En verdad, para los sujetos humanos y, por lo tanto, para los usuarios de los conjuntos de vivienda popular, la adquisición de la conciencia de las propias necesidades, su definición, y la va­ loración de la adecuación de la satisfacción obtenida, se dan en el marco de una experiencia del mundo que es relacional y no sólo funcional. Necesidades y respuestas son identificadas y va­ loradas en relación las unas con las otras y en el cuadro de las relaciones que el sujeto «X» tiene con otros sujetos. Para el arquitecto cada problema admite una sola solución correcta; para el usuario existe un abanico de soluciones ligadas a los contextos existenciales específicos, en el interior de los cuáles el problema se presenta. En términos más generales: en

la proyectación, la definición de las necesidades y la valoración de la cualidad de su satisfacción está formulada en términos sectoriales y atemporales; mientras que la experiencia de las necesidades y la valoración de la satisfacción existen para los usuarios en términos diacrónicos y contextualizados. Todavía más sintetizadamente se podrá decir que para el arquitecto la valoración de lo construido (apartamento, edificio, colonia) se da en términos funcionales; para el usuario, en términos rela­ ciónales; si para el primero el espacio construido es el espacio de las funciones, para el segundo es el espacio de las relaciones.

S egu n d a p a rte

A LA BÚSQUEDA DE UN PARADIGMA

C a p ít u l o

q u in t o

LA ANTROPOLOGÍA URBANA: RECORRIDOS TEÓRICOS

Parece lógico que en la más «americana» de las ciudades americanas se haya formado en los años veinte la famosa Es­ cuela de Chicago a la que, a menudo, se le ha atribuido el méri­ to de haber fundado la antropología urbana, la sociología urba­ na, quizás ambas. O al menos de haber estado en sus orígenes. Como muchos autores lo han destacado (Pizzomo, 1979; Hannerz, 1992; Sobrero, 1992) en los trabajos producidos por la Escuela de Chicago existen grandes incongruencias; entre otras, el desfase del trabajo de investigación, presentado en una famosa serie de monografías, que es siempre innovador en la selección de los temas, casi siempre esmerado en el desarrollo y a menudo interesante en los resultados; y, por otro lado, el mar­ co teórico, que además de tener un alcance modesto, no está falto de contradicciones. La contribución más importante de esta escuela, lo que aún hoy merece nuestra atención, está jus­ tamente en haber tematizado a la ciudad como tal. La sociolo­ gía, y en general el análisis social europeo del siglo xix, conside­ raban a la ciudad siempre en el interior de una perspectiva teó­ rica más amplia, que hacía de la ciudad el producto, cuando no sólo la sede, del desarrollo, del choque o de la dialéctica por un lado de fuerzas sociales, económicas y culturales; y por el otro, los factores demográficos y los poderes políticos y militares. En la perspectiva europea, los efectos de estas dinámicas eran ur-

baños; pero los factores de las mismas dinámicas nunca eran considerados ni urbanos, ni no urbanos, sino más bien «históri­ cos» o «humanos». Con una cierta ingenuidad simplificadora, pero quizá preci­ samente por esto también innovadora, los estudiosos de Chica­ go, por decirlo así, han emancipado a la ciudad. Promoviéndola de producto o lugar a factor determinante de las dinámicas so­ ciales. Para decirlo en forma simplificada, a éstas no les intere­ sa tanto como y por qué la inmigración ha hecho crecer las ciudades, sino que han hecho las ciudades con los inmigrantes. En la firmeza con la que ellos afianzan la capacidad asimilado­ ra, plasmadora, condicionadora de la metrópoli, está cierta­ mente el eco de la enseñanza de Simmel, a cuyos cursos acudió Park, la máxima autoridad de la Escuela de Chicago, en Euro­ pa; pero ciertamente también está la experiencia directa del cre­ cimiento vertiginoso y de la transformación incesante de un conjunto de ciudades que lograban, bien o mal, integrar en la sociedad americana centenares de millares, a veces hasta millo­ nes de nuevos ciudadanos cada año. La teoría que Park y los otros elaboraron para sostener su convicción, la llamada eco­ logía urbana, es de una desesperante sencillez y de un no me­ nos desesperante determinismo; pero el problema que plantea­ ron no es gratuito. Han sido, sobre todo los estudiosos de orien­ tación marxista, en particular Castells, los que contestaron la acción condicionadora y plasmadora del ambiente urbano, rei­ vindicando para las fuerzas productivas y las relaciones de pro­ ducción características de una determinada sociedad, la capaci­ dad de producir o al menos de plasmar la ciudad y los ciudada­ nos de esa sociedad. Sin embargo, el propio Castells tuvo que admitir que el elemento espacial no es irrelevante; y por lo tantollos famosos caracteres de amplitud, densidad y heterogenei­ dad indicados por los de Chicago como distintivos de la ciudad, merecen quizá un momento de reflexión, antes de ser liquida­ dos como meramente descriptivos. El otro elemento interesante en los trabajos de la Escuela de Chicago es la elección de una metodología antropológica. Tam­ bién en este caso, la estructura teórica es discutible. Como posi­ ble inspirador de los estudios de dicha escuela se cita a Boas, que en 1928 publicara Anthropology and The Modem Ufe, y es posible que detrás de Boas, estuviera, como sugiere Sobrero, la

influencia de G.H. Summer y de su oposición entre folkways (costumbres tradicionales, rurales) y mores (costumbres con­ vencionales, urbanas) (Summer, 1962). Pero en sustancia para Park, para Burgess y para MacKenzie la antropología es una genérica ciencia del hombre, que puede con provecho aplicar sus «esmerados métodos de observación» a «el hombre civiliza­ do que es un objeto de investigación igualmente interesante, y al mismo tiempo su vida es más abierta a la observación y al estudio», de los hombres primitivos. La influencia de la antro­ pología de Estados Unidos, caracterizada fuertemente en senti­ do culturológico (respecto a los intereses sociológicos de la an­ tropología social británica) se advierte en la indicación, como objetos de investigación, «de las costumbres, de las creencias, de las prácticas sociales y de las concepciones generales de la vida, que prevalecen en Little Italy, en la parte baja del North Side en Chicago, o en la elevación de las concepciones más so­ fisticadas de los habitantes del Greenwich Village o del vecinda­ rio de Washington Square en New York»; y como siempre para la Escuela de Chicago, el proyecto y la práctica de la investiga­ ción en el campo, son mucho más interesantes que la teoría. De modo que si su contribución en el desarrollo de la teoría antro­ pológica es modesta, tiene razón Sobrero en afirmar que sus exponentes supieron «en los casos mejores (Louis Wirth sobre todos) [...] traer de la antropología [...] el gusto por la observa­ ción directa, detallada, participante», además de «la capacidad de recoger la diferencia, en donde otros veían sólo realidades opacas y silenciosas, y de encontrar microregularidades, ritua­ les apenas esbozados, correspondencias entre signos, allí en donde otros veían sólo confusión» (Sobrero, 1992). Por desgracia esta, que era la parte más valiosa de la expe­ riencia de Chicago, no encontró muchos seguidores en los EE.UU., ni fuera de ellos por muchos años. Prevaleció la con­ cepción de los asentamientos humanos como comunidad, es decir, como realidades sociales caracterizadas todas por una gran homogeneidad y cohesión interna y autonomía hacia el exterior. Lo más que se admite es que puedan variar de un caso a otro los temas culturales, los valores compartidos y las institu­ ciones específicas que realizan esta homogeneidad y esta cohe­ sión. Para Robert Redfield las diferencias entre asentamientos rurales y asentamientos urbanos, entre pueblo y ciudad existen,

pero se pueden ordenar según un continuum rural-urbano. Va­ rían los caracteres, cuya presencia o ausencia (o cuyo grado de presencia) permite asignar al grupo humano estudiado su colo­ cación en el continuum mismo; pero no se toma en considera­ ción la posibilidad que entre un tipo y otro de agrupación hu­ mana las diferencias sean de orden estructural y, por lo tanto, recíprocamente irreductibles. Los estudios de comunidad se agotan en los EE.UU. hacia los años cincuenta, pero son expor­ tados y se encuentran con la antropología británica en aquel curioso contenedor que serán los Mediterranean Studies. En los EE.UU. entre los años cincuenta y los años sesenta, nace una nueva orientación que se autodefine por primera vez como antropología urbana. Sobre todo en la fase inicial buena parte de la antropología urbana americana se caracterizó como «antropología en la ciu­ dad», es decir, como una orientación de investigación que po­ nía en el centro de su interés la recuperación en el contexto ur­ bano de sus tradicionales objetos de investigación: familia y pa­ rentesco, grupos locales y vecindarios, tradiciones y rituales, to­ dos objetos que permitían al antropólogo continuar utilizando los instrumentos conceptuales y metodológicos que la tradición de su disciplina le ofrecía. Fue una larga cosecha de investiga­ ciones que tuvieron el mérito, junto con algunas orientaciones de la microsociología, de evidenciar cómo las formas tradicio­ nales de la estructura social y del patrimonio cultural no se disuelven en el contexto urbano o metropolitano, aplastadas o pulverizadas por los gigantescos mecanismos de la homologa­ ción y de la anomia urbana; al contrario, estas formas se rediseñan y se refuncionalizan hasta constituirse en elementos impor­ tantes no sólo de las vías de integración de los inmigrantes, sino también del proceso entero de reestructuración que a causa de la inmigración sufre la misma ciudad, tanto como estructura urbana como unidad administrativa, productiva y social. Sin embargo, la antropología en la ciudad no llegará nunca muy lejos, no sólo en las generalizaciones, sino ni siquiera en afron­ tar nuevos terrenos de investigación (Goode, 1989). Al contra­ rio, le falta la capacidad teorética para asumir el doble, comple­ jo y relacional objeto de investigación que tiene enfrente; y en lugar de estudiar la ciudad termina por estudiar cómo los re­ cién llegados se adaptan a la ciudad, y más raramente, cómo la

ciudad recibe a los recién llegados. En el ámbito de la antropo­ logía cultural norteamericana, esta orientación produce una se­ rie de investigaciones de auténtica antropología de la marginalidad y en el mejor de los casos, es decir, en los trabajos de Oscar Lewis, la individuación de una «cultura de la pobreza», que vie­ ne correctamente descrita e inteligentemente analizada, pero ja­ más puesta en relación puntual, funcional y dinámica con el correlato, sólo en relación al cual el concepto de cultura de la pobreza tendría verdaderamente valor heurístico; la cultura de la riqueza (Lewis, 1966, 1972). Los estudiosos norteamericanos de antropología urbana han elaborado también otra orientación de investigación cono­ cida con el nombre de antropología de la ciudad. En este caso, la ciudad ya no es considerada como el telón de fondo de microrrealidades sociales de las que se quieren estudiar los carac­ teres, sino que está en el centro de la escena, en una de las dos siguientes perspectivas: o como realidad espacial y social que genera y condiciona actitudes y comportamientos; o bien como realidad espacial y social que se identifica, que está constituida por aquellos comportamientos y por aquellas actitudes. Las dos perspectivas no son en absoluto idénticas, ni la adopción de una u otra es indiferente. En todo caso, tienen en común el hecho de que no eluden el dato central de la situación de investigación. La ciudad está ahí, o mejor dicho, las ciudades están ahí. Cualquier cosa que sean no son idénticas ni a las bandas primitivas, ni a las sociedades de tribus, ni a los pueblos. En otros términos, más formales, el enfoque de la antropología de la ciudad, respecto al enfoque de la antropología en la ciudad, ofrece mayores garantías respecto a una limitación que se encuentra frecuentemente en las mono­ grafías antropológicas: la ignorancia total o la total puesta entre paréntesis de la relación que existe entre los fenómenos de mi­ cro escala que se observan en el campo, y las estructuras y los procesos de macro escala de los que el campo forma parte. Una antropología de la ciudad no puede olvidarse de este problema, ya que ninguna ciudad es pensable como realidad aislada y circunscrita dentro de sus propios muros. Y es justa­ mente a partir de este dato que la antropología de la ciudad ubica al menos dos cuestiones relevantes a las que es útil an­ clar, yo creo, cualquier análisis de las situaciones urbanas.

En el caso en que la ciudad es considerada como un factor determinante de actitudes y comportamientos, el punto impor­ tante individuado es el de la especificidad de la ciudad como ambiente físico; totalmente construido y, por lo tanto, total­ mente humano, histórico, éste impone y, al mismo tiempo, tes­ tifica una relación —de los seres humanos con la naturaleza y entre ellos— diversa con respecto a la relación que caracteriza cualquier otro tipo de asentamiento. Es éste un dato de partida que tiene una importancia indis­ cutible; y el hecho de que a partir de él se hayan construido discutibles determinismos de inspiración ecologista, usados después tanto para celebrar la gloria de la ciudad como para alimentar el prejuicio antiurbano, no puede hacernos perder de vista el dato de partida, esto es que el contexto urbano es un elemento fuerte, cuyas capacidades de condicionar actitudes y comportamientos deben ser valoradas específicamente y no da­ das por descontadas. En suma, deben ser problematizadas. La otra perspectiva, la que considera a la ciudad como el producto de las relaciones sociales que se entrelazan en ella, pone también en relieve un punto importante. Por más que sean diferentes de una ciudad a otra, las relaciones urbanas tienen siempre en común un carácter, que es un requisito necesario y quizá suficiente para el nacimiento de la ciudad: en la ciudad la división del trabajo socialmente necesario se separa, tendencialmente, de los vínculos de sexo y de edad y tiende más a estructu­ rarse y articularse económicamente. Esto es, en base a una rela­ ción entre medios y fines que es congruente con los objetivos privilegiados por la estructura de los poderes propios de cada ciudad y del sistema social del que forma parte. Éste también es un presupuesto de orden general muy útil para estructurar y encuadrar investigaciones a micro escala: por ejemplo, es evi­ dente que un presupuesto, como él que acabamos de mencionar, es indispensable para plantear correctamente las investigaciones sobre familias y parentesco en la ciudad. Puede que también esta concepción de la ciudad, como producto de las relaciones sociales que la constituyen, se esclerotize en teorías dominadas por el determinismo económico o que se fragmente, al contrario, en una visión toda «desde abajo» de las estrategias de los acto­ res. Pero si es utilizada con cuidadoso sentido crítico, esta con­ cepción puede ser extremadamente útil (Goode, 1989).

El estudio de la ciudad según hipótesis y métodos antropo­ lógicos, que en EE.UU. había sido impulsado por el crecimiento tumultuoso de las grandes metrópolis, en Gran Bretaña nace en relación a las situaciones que se dan en las colonias; casi como una irónica negación de la tesis, propia de algunos antropólo­ gos ingleses, según la cual hipotetizar un vínculo entre evento y contexto corre el riesgo de ser, casi siempre, una operación ar­ bitraria. Generalmente se señala en el grupo de estudiosos reunidos en el Rhodes-Livingstone Institute de Lusaka (Zambia), funda­ do en 1938 y en segunda instancia en el contemporáneo East African Institute of Social Research de Kampala (ambos depen­ dientes del Ministerio de las Colonias británico), a aquellos que encauzan el nuevo filón de investigaciones. De ellos se habla también como de la Escuela de Manchester, por el hecho de que Max Gluckmann, el segundo y más ilustre director del Ins­ tituto de Lusaka, se transfiera en los años cincuenta a la Univer­ sidad de Manchester, donde, como consecuencia, se tomó el centro de gravitación de todo el grupo. Es verdad que también en otros territorios del imperio britá­ nico fueron llevadas a cabo investigaciones nuevas con respecto al tradicional enfoque funcionalista y estructural-funcionalista: sobre todo algunas investigaciones desarrolladas en la India tie­ nen en común con las africanas tanto el interés para el cambio socio-cultural, como la preocupación para una renovación teórico-metodológica de la antropología. Justamente Sobrero ha evidenciado el nexo entre la reflexión teórica de Evans-Pritchards y las investigaciones de la Escuela de Manchester; se puede también oportunamente observar que son las compara­ ciones y las reflexiones que Leach expondría sistemáticamente en Rethinking Antropology las que permiten sostenerse a las in­ vestigaciones de G.F. Bailey. De hecho, Bailey está presente en la antología realizada por Fortes y Evans-Pritchard, African Political Systems, que en 1940 abre una nueva pista de investiga­ ciones y reflexiones (Leach, 1961; Bailey, 1975; Fortes, EvansPritchard, 1940). Cuando al final de la segunda guerra mundial el crecimiento de las ciudades africanas, en particular las del llamado Cintu­ rón del Cobre, se vuelven objeto de atención por parte de los estudiosos del Instituto de Lusaka, el aspecto que viene privilc-

giado como tema de estudio, es la inmigración, analizada sobre todo como experiencia de traslado del pueblo a la ciudad. Aun­ que Eipstein hubiese escrito ya en 1957 que «las ciudades afri­ canas [...] se desarrollaron en respuesta no a una necesidad in­ dígena o nacional, sino más bien por las exigencias del expan­ sionismo colonial» (Eipstein, 1964), esta constatación no con­ lleva para los estudiosos ingleses una problematización específi­ ca de lo que Balandier llama la «situación colonial»; una situa­ ción en el interior de la cual, según el antropólogo francés, nada puede ser comprendido prescindiendo de la fundamental rela­ ción de dominación-sujeción y explotación que la caracteriza (Balandier, 1973). Esta posición de los manchesterianos no es fruto de superfi­ cialidad o ingenuidad teórica, ni de mala fe ideológica. Está más bien en línea con la tradicional pretensión de «neutrali­ dad» de la antropología social británica, para la que el valor científico de una investigación antropológica está asegurado por el refinamiento de sus instrumentos metodológicos y por su corecta utilización; mientras que no se considera necesario que el investigador explique sus premisas, tanto de orden cognosci­ tivo como valorat.ivo, tanto personales como del grupo al cual pertenece; ni que problematice su relación con el objeto y el terreno de la propia investigación. En el plano de la afinación de los métodos no cabe duda que la Escuela de Manchester ha empezado un trabajo innovador, con implicaciones interesantes, también en la reflexión episte­ mológica. La crítica a la distinción entre sociedades simples y sociedades complejas y la adquisición del principio, derivado de la reflexión filosófica de Whitehead, que la sencillez no es un carácter de las realidades sociales, sino el producto del conoci­ miento científico sobre ellas: es por lo tanto simplificación; la distinción entre las diversas disciplinas fundada ya no en la na­ turaleza del objeto que escogen, sino en la perspectiva y en la escala de observación de los fenómenos que adoptan; las reglas propuestas para la delimitación del objeto de investigación; fi­ nalmente las propuestas metodológicas en sí mismas, como el análisis situacional, entre las cuales resalta el concepto de red, aún hoy en día en el centro del debate (Piselli, 1995), atestiguan un nivel de reflexión más refinado que el norteamericano. Sin embargo, mucho escapa a este sofisticado instrumental.

La preocupación, por otra parte correcta, de constituir como objetos de investigación campos de relaciones localizadas, circunscribibles y, por lo tanto, accesibles a una observación siste­ mática, no sólo induce a los estudiosos manchesterianos a con­ siderar los datos económicos y políticos que constituyen el contexto de la situación estudiada, como puros datos de fondo, sino que los exonera de tomar en consideración su incidencia en la situación estudiada. La hipótesis del trabajo originaria (la relevancia del impacto de las fuerzas externas varía al variar la estructura interna de la situación estudiada), a pesar de ser uni­ lateral y unidireccional, podía aún revelarse fructífera; pero se vuelve poco a poco un estilo de investigación en el cual las fuer­ zas externas son asumidas como una constante y, por ello, igua­ ladas a cero; y las únicas variables tomadas en cuenta como independientes son las internas. La interdependencia de los grupos sociales y la interrelación de las culturas, productos evi­ dentes del urbanismo y de las migraciones en la ciudad, una vez más no se vuelven objeto de investigación. A los antropólogos de la Escuela de Manchester, que también en lo referente a la construcción de instrumentos para el trabajo en el terreno se colocan entre los más refinados estudiosos de la mitad del siglo, les falta esa conciencia de fondo que en cambio ya en los años cuarenta habría madurado en Ernesto de Marti­ no; es decir, que aún el más refinado instrumento de análisis no es neutral y no funciona si al usarlo el antropólogo no emplea su conciencia crítica de pertenecer en forma determinante a una cultura históricamente dada. Para de Martino esta conciencia crítica tenía una inmediata consecuencia epistemológica: la toma del dato etnológico como parámetro, por así decirlo, de la cultura del antropólogo, es decir, en la inversión de la tradicional relación entre cultura «blanca» y cultura «indígena». En las ciu­ dades africanas esta inversión y la consecuente posibilidad de construir un sistema con doble referencia (la cultura de los blan­ cos como parámetro de la negra, de los negros como parámetro de la blanca) era ofrecida por la situación misma, estaba en las cosas. No ha sido tematizada aún por los antropólogos man­ chesterianos. En sus investigaciones, sin embargo, la referencia externa de la situación de los emigrados es todavía y por siempre su lugar de origen; y objeto de la investigación es el proceso en el curso del cual esos utilizando los recursos que ofrece su cultura

tradicional y adecuando sus estrategias a la situación urbana, logran integrarse en la ciudad. Desde las tribus hasta la detribalización y de esta última al tribalismo es el recorrido que viene reconstruido y analizado; respecto al que permanece en el fondo no sólo la situación colonial, sino la misma situación urbana en su complejidad. Al final de la lectura de las monografías de la Escuela de Manchester, el lector tiene la impresión de haber visi­ tado una curiosa África, donde están los trenes y las minerías, pero no los hombres blancos. Es muy importante una de las conclusiones más generales de las investigaciones del Rhodes Livingstone Institute: que el com­ portamiento de los inmigrantes es siempre un comportamiento activo, que es guiado por elecciones, administrado según estrate­ gias conscientemente adoptadas y, por lo tanto, de alguna forma innovador. Pero permanece el hecho de que la falta de análisis del contexto, el aislamiento artificioso en que la situación de los inmigrantes es colocada, hace aparecer sus elecciones más libres y dotadas de poder de lo que son en realidad. En los manuales de antropología urbana se menciona mar­ ginalmente, cuando no se descuida por completo, otra corriente de estudios británicos que no caben, ni formalmente ni sustan­ cialmente, dentro de los cánones de la antropología social britá­ nica, pero que ofrecen al antropólogo interesado en las ciuda­ des y en las dinámicas culturales en contexto urbano, algunos preciosos elementos de reflexión. Se trata de los llamados Cul­ tural Studies, una definición, que, considerado el terreno y el contenido de las investigaciones de estos estudiosos, podremos traducir como estudios de los procesos de producción de la cultu­ ra de las clases subalternas en la sociedad industrial y postindus­ trial. En los orígenes de los Cultural Studies se coloca el estudio ya clásico de Hoggart, The Use of Litteracy, dedicado al análisis de los procesos y de los efectos de la alfabetización de la clase obrera inglesa (Hoggart, 1957). Su conclusión más interesante y por la época, casi desbaratada, es el descubrimiento de que al­ fabetizarse no significa necesariamente adquirir instrumentos de emancipación: frente a la escolarización de masa ha sido creada la literatura popular de masa, que ha constituido en In­ glaterra no sólo un florido mercado sino un potente instrumen­ to de orientación y dirección de la producción cultural popular: un instrumento de integración social y de producción del con­

senso. Las contribuciones de Raymond Williams y del denomi­ nado grupo de Birmingham (Williams, 1973; Hall, 1977) han sido fundamentales para profundizar en esta problemática. La orientación de fondo de estos estudios es marxista, cen­ trada en el análisis del rol de la cultura en las relaciones sociales concebidas como relaciones conflictivas respecto a las relacio­ nes entre clases y grupos sociales cuyos intereses están en con­ flicto. No se trata de una concepción ni mecanicista, ni determi­ nista de las relaciones sociales; al contrarío, el rol de la cultura en las relaciones de dominación y explotación es problematizado como objeto que hay que estudiar a través de la investiga­ ción empírica, y ya no como efecto descontado de la relación entre fuerzas productivas que lo superdeterminan (?). Marcus nota que «Williams pertenece a la tradición marxis­ ta inglesa y comparte el interés por la cultura, junto a aquellos que parecen hoy los más capaces de producir la etnografía más refinadamente realista, sensible a los problemas del significado cultural pero, al mismo tiempo, firme en arraigar los análisis de la vida cotidiana en la perspectiva marxista sobre la economía política capitalista» (Marcus, 1986: 170). La «etnografía refinadamente realista» que cita Marcus se revela como un instrumento particularmente adecuado para los estudios de antropología urbana. «Es en las ciudades que tiene su morada la cultura popular contemporánea. En los portales, en las tiendas, en las pantallas audiovisuales, en los cines, en los clubes, en los supermercados, en los pubs y en la búsqueda afanosa, el sábado por la tarde, de los vestidos que comprar para el sábado en la noche... Como cualquier otro espacio también la estructura de la ciudad está cargada de significados y está también cargada de poder, ya que los detalles materiales de la vida urbana, nuestras casas, las ca­ lles donde vivimos, las tiendas que frecuentamos, los transportes que usamos, los pubs que visitamos, los lugares de trabajo, la publicidad y los anuncios que leemos, sugieren muchísimas de las estructuras de nuestras ideas y de nuestros sentimientos. Es una experiencia cotidiana que ininterrumpidamente condiciona nuestras orientaciones, ya sea cuando tomamos una decisión, o cuando expresamos una opinión sobre los hechos del día» (Chambers, 1986: 17). No creo que se podría definir de un modo mejor el campo de investigación de la antropología urbana.

El paradigma positivista «predominante en las ciencias so­ ciales anglo-americanas en la posguerra» (Marcus, 1986: 169), no ha marcado tan fuertemente las ciencias sociales en Francia. Aquí la influencia dominante ha sido la del estructuralismo. Su más notable exponente, Claude Lévi-Strauss ha expresado un juicio negativo acerca de la posibilidad y de la conveniencia; para la antropología, del estudio de las sociedades occidentales. Lévi-Strauss retoma y repropone, en forma más refinada, la vie­ ja oposición de Durkheim entre sociedades a solidaridad mecá­ nica y sociedades a solidaridad orgánica, que en el plantea­ miento de Lévi-Strauss devienen respectivamente sociedades frías, gobernadas por reglas mecánicas, con escasa producción de entropía y tendencial mantenimiento del estado inicial; y so­ ciedades calientes, caracterizadas por un modelo de tipo termodinámico, con gran dispendio de energía y constante mutabi­ lidad. Las primeras son interpretables a través del uso de un modelo mecánico, las segundas sólo a través del uso de un mo­ delo de probabilidades, de tipo estadístico. Como consecuencia de esta situación, la antropología, ciencia interesada en las re­ glas universales del actuar humano, no puede y no debe estu­ diar las sociedades modernas, si no para buscar en ellas, lo que subsiste o aparece de las sociedades frías. Sólo estas últimas, en efecto, permiten tomar las estructuras elementales y fundantes de la vida humana (Lévi-Strauss, 1966). Sin embargo, la hegemonía del paradigma estructuralista en Francia, a pesar de su fuerza, no ha vivido sin contrastes: pese a la prohibición levistraussiana, ha existido y existe en Francia no sólo quién estudia las ciudades en las sociedades complejas oc­ cidentales, sino hasta quien fue a buscar la complejidad en las sociedades «simples». En cierto sentido, es justamente a las in­ vestigaciones sobre las ciudades africanas y sus procesos de ur­ banización en África, a las que hay que referirse cuando se buscan los orígenes de la antropología urbana en Francia, ya sea para la individualización de los temas, y quizá todavía más, para el armado teórico. Una contribución de gran relieve es la de George Balandier. El marco de referencia de Balandier es ciertamente de origen marxista, pero la suya no es una mecáni­ ca aplicación de las categorías marxistas en las sociedades afri­ canas. La problemática marxista le impulsa a ver las realidades africanas en una perspectiva nueva respecto a la tradición etno­

lógica francesa; al mismo tiempo los nudos problemáticos, que individua, lo solicitan a una reflexión crítica sobre las mismas categorías marxistas. El primer resultado es un precoz descu­ brimiento de la «historia de los pueblos sin historia» en trabajos que no sólo ponen en crisis el estereotipo de África como conti­ nente de aldeas, sino que (y este es el segundo resultado impor­ tante) muestran concretamente cuánto el análisis antropológico puede ganar mediante la adopción de una perspectiva historicista (Balandier, 1955, 1969, 1973, 1977). Desde esta perspecti­ va, es posible darse cuenta de que las sociedades africanas no son estáticos sistemas integrados según un modelo mecánico y destinados a reproducirse infinitamente en ausencia de inter­ venciones externas. Las sociedades africanas están cargadas de tensiones y, por lo tanto, potencialmente obligadas a encontrar nuevos equilibrios o a enfrentar el riesgo de crisis radicales. Sobre este punto el diagnóstico de Balandier llama a la memo­ ria el de Gluckman en Closed Systems and Open Mind; pero la verdadera novedad introducida por Balandier es la abierta afir­ mación que también en las sociedades africanas, tensiones y conflictos nacen de desigualdades y de formas de opresión que son estructurales en el sentido que estructuran las sociedades, incluso las sociedades tribales. En las sociedades tribales los hombres ejercen un poder sobre 1as mujeres, y los ancianos sobre los jóvenes. Balandier demuestra que es posible fundar el poder sobre bases diversas las del monopolio de la violencia o del control de los medios de producción: el poder puede fundar­ se y legitimarse en el control de la producción de las relaciones de parentesco; en el monopolio del prestigio; en la apropiaciónenajenación del capital mítico e ideológico de un grupo. Son ideas y construcciones analíticas que se revelan fecundas no sólo en el análisis de la realidad africana sino también en la occidental (Balandier, 1985). Otro concepto de Balandier parece importante por sus im­ plicaciones teóricas y epistemológicas: el de situación poscolonial. Es como Balandier propone deñnir al conjunto de condi­ ciones generales en en las que se encuentra el antropólogo que realiza investigaciones en las sociedades africanas a partir de la segunda posguerra. Tal definición subraya la importancia de la relación entre los grupos locales y el contexto en el que estos grupos están incluidos. Poscolonial es, en efecto, un adjetivo

que tiene implicaciones temporales y espaciales de gran espe­ sor evoca una profundidad en el tiempo al menos de dos siglos y una amplitud en el espacio al menos continental. Es más: es un adjetivo que implícitamente se refiere a una relación y a su historia. La idea de colonia implica que haya colonizados y co­ lonizadores; por lo tanto, definir una situación «poscolonial» significa inequívocamente hipotetizar que aquella relación no sólo marcó el pasado sino que aún condiciona la situación pre­ sente de los grupos objeto de estudio. En otras palabras defi­ niendo poscolonial la situación general de África, se dice implí­ citamente que las condiciones locales deben ser comprendidas teniendo en cuenta también la situación general a escala conti­ nental, el pasado al que esta situación se refiere y las relaciones que, a macro escala, estructuraron y estructuran esa situación. Cuando Marcus volvió a proponer, en 1986, la problemática de la relación entre fenomenología de micro escala y estructura de macro escala,1 y al encontrar a sus precursores, Raymond Williams, en la tradición del marxismo británico y en el estudio de Paul Williams Leaming to Labour: How The Workirtg Class Kids Get Workirtg Class Jobs (Willis, 1981) un ejemplo impor­ tante de los resultados que este enfoque puede dar, proponía, por lo tanto, un tema ya explorado; y culpablemente, ha ignora­ do (¡cómo buen americano que le^ sólo en inglés!) la obra de George Balandier. Constantemente está presente en la atención de este autor aquella forma específica de la relación entre fenó­ menos de macro escala y realidad de micro escala que es la producción de ideología y de consenso, y hay que señalar que de esto él se ocupa tempranamente, en el contexto de la rela­ ción entre colonizado y colonizador (Balandier, 1977a), pero también en estudios más tardíos que consideran autónoma­ mente, desde su interior, las situaciones africanas (Balandier, 1977b) o las europeas (Balandier, 1985). 1. Marcus, en el ensayo ya citado varias veces, se refiere a la compilación Advances in Social Theory, coordenada por K. Knorr-Cetina y A. Cicourel en 1981, donde se proponen tres fonmas de «integrar las perspectivas micro y macro». La más aceptable y eficaz, según Knorr-Cetina y según el propio Marcus es aquella en donde «los macrosistemas son representados en la forma en la que son imaginados o integrados en el desenvolvimiento de los procesos vitales de una microestructura que sea intensamente estudiada e interpretada» (p. 169, trad. mía). En una perspectiva a la Popper no se puede hacer otra cosa más que alegrarse por la convergencia de juicios entre estudio­ sos, aunque hayan sido necesarios más de veinte años para su maduración.

Probablemente, a él le gustaría escuchar que se clasifican como investigaciones de «antropología de las sociedades com­ plejas», ya que justamente rechaza el concepto de sociedades simples. Digamos pues que las investigaciones de Balandier hay que recordarlas con justa razón entre aquellas que, más que otras, han contribuido a liberar la antropología de la equivoca­ ción del estudio del «salvaje que ya no existe, pero hagamos como si existiera todavía». Respecto a la antropología urbana, entendida en sentido estricto, Balandier le ha preparado el te­ rreno donde crecer: no es una mera coincidencia el que haya sido alumno de Balandier quien es hoy quizá el más brillante entre los antropólogos franceses que se ocupa de la ciudad, Gerard Althabe. A preparar el terreno para la antropología urbana en Fran­ cia han cooperado también algunos sociólogos de la ciudad, precisamente Chombart de Lauwe y H. Lefebvre. P.H. Chombart de Lauwe es el autor de La vie quotidienne des familles ouvriéres, un libro verdaderamente pionero publica­ do en 1956. La obra se proponía estudiar «cómo se están modifi­ cando las relaciones entre los ambientes sociales, las clases, las prácticas y las representaciones». «La observación en profundi­ dad [...] permitía comprender la relación entre los diferentes as­ pectos de la vida cotidiana y de los modelos culturales, la rela­ ción entre los grupos sociales y un ambiente material en vías de transformación» (Chombart de Lauwe, 19773: 13). A pesar de ciertos esquematismos (que Chombart de Lauwe antes que otros ha individuado), el enfoque de su investigación proponía ya al­ gunos temas fundamentales, entre los cuales me parece que hay que señalar la idea de que las relaciones entre los grandes grupos sociales y entre estos y el ambiente deben ser estudiadas a partir de las vivencias cotidianas de los sujetos y del sentido que las vivencias asumen a través del filtro de la plasmación cultural. Ya a fines de 1956 Chombart de Lauwe proponía una investigación que trataba además de sustraerse a las divisiones disciplinarias para tematizar en cambio «la implicación de los investigadores en los ambientes que estudiaban» (i b í d 17). Firmemente ubicado en este terreno teórico y metodológico, a la frontera entre antropología y sociología, Chombart de Lau­ we ha realizado a lo largo de los años muchas más interesantes investigaciones: La culture et le pouvoir (1975) plantea el proble­

ma del papel de la cultura en las relaciones de poder; mientras ya en 1982, La fin des viües: mythe ou reedité pone sobre la mesa algunas de las más urgentes interrogaciones que propone el fu­ turo de la ciudad, logrando integrar la problemática ecológica y las perspectivas ligadas a la tecnología avanzada en un análisis no reductivo, que de todos modos no borra del cuadro los suje­ tos humanos en cuanto sujetos económicos, sociales y cultura­ les, ni los conflictos que entre estos sujetos se dan. No se puede reconocer al aún fascinante Perecer de Kevin Lynch (1992) un planteamiento teórico tan robusto. Figura compleja de filósofo, sociólogo, crítico literario, mar­ xista expulsado del PCF en 1958, Henry Lefebvre es una figura cuya presencia en los alrededores de las investigaciones france­ sas de antropología urbana no hay que olvidar. Interesado en una revisión antidogmática del marxismo, encuentra también el problema de la cotidianidad, de la vida de cada día, como ámbito en el cual se diría, con el lenguaje de hoy: se confrontan macroestructuras y microsucesos. En la perspectiva de Lefeb­ vre esta comparación no es concebida como una mecánica y neutral reproducción de las macroestructuras en las representa­ ciones que los sujetos producen en la micro escala de la cotidia­ nidad; se trata en cambio de una relación de poder, ya que las macroestructuras condicionan, al menos desde un cierto punto y hasta cierto punto, la misma producción de las representacio­ nes. En este cuadro el problema del espacio presenta un interés especial, Lefebvre mismo resume así su tesis central: «un modo de producción organiza-produce su espacio (y su tiempo), así como produce ciertas relaciones sociales. De esta forma se rea­ liza. [...] El modo de producción proyecta en el terreno esas relaciones y este hecho tiene una retroacción sobre ellos, aun­ que no existe una correspondencia exacta como si estuviese programada con anticipación, entre las relaciones sociales y las relaciones espaciales (o espacio-temporales)» (Lefebvre, 19863: IX). A partir de esta hipótesis central, tan obvia —hoy— como iluminante, Lefebvre ha trabajado muchos años, reflexionando sobre la ciudad, la casa, la urbanística (Lefebvre, 1973a, 1973¿>). Aunque si bien no es frecuente encontrar a Lefebvre y Chombart de Lauwe citados por los antropólogos franceses, creo que es oportuno tener presente este telón de fondo para colocar adecuadamente la que viene comúnmente indicada

como la primera investigación de antropología urbana desarro­ llada en Francia: Ces gens-lá de Colette Petonnet (Petonnet, 1969). Estamos en 1969. Muchos años después Gutwirth obser­ vará que el trabajo de Petonnet (y otros contemporáneos inclu­ sive una investigación del mismo Gutwirth de 1970) practica­ ban «puntualmente la antropología urbana según modalidades que aparecían "naturalmente” una continuación de la lección de la antropología tradicional» (Gutwirth, 1982). En una prime­ ra lectura esta impresión parece verdadera y parece reforzada aún por el hecho de que el prefacio del libro de Petonnet es de André Leroi-Gourhan mientras que en el libro de Gutwirth es de Roger Bastide. Pero, como observa el mismo Gutwirth, estos importantes decanos de la antropología «supieron reconocer que allí, en efecto, se estaban abriendo caminos nuevos». De modo que a pesar de que los franceses lamentan un retraso en los estudios de antropología urbana y lo atribuyen a causas en cierto sentido análogas a las que operan en Italia, sin embargo, el camino de la investigación en Francia ha sido más veloz y consistente. Lo atestiguan las reseñas bibliográficas y las re­ copilaciones de contribuciones de autores diversos (Ethnologie francaise 1982; L'homme, 1982, Terrain, 1984; Althabe, Fabre, Lencloud, 1992). En la actualidad particularmente interesante aparece la posi­ ción epistemológica elaborada por Gerard Althabe. Originaria­ mente africanista, directamente influenciado por Balandier, Alt­ habe promovió la constitución, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, primero de un equipo permanente de investigación en antropología urbana, y actualmente de un centro de investigación sobre los mundos contemporáneos. En algunos importantes artículos (Althabe, 1990a, 1990b) Althabe sintetiza los puntos fuertes de su epistemología. En ciertos as­ pectos su posición recuerda a la antropología reflexiva de Bour­ dieu (Bourdieu, 1992), y también al etnocentrismo crítico de Martino (de Martino, 1979). Asimismo, Althabe propone con mu­ cha fuerza el carácter «fundador» de la relación que el investiga­ dor establece con sus interlocutores. Esta relación se desarrolla en un contexto que el investigador ha «producido» ya que es el mismo que, realizando un corte en la realidad social, «produce» sus interlocutores como actores de una partícula]' configuración de la cual él se considera extraño y en la que quiere entrar a

formar parte para «conocerla desde su interior». Hasta qué pun­ to esta configuración sea real y no sólo imaginada por el antro­ pólogo, únicamente la investigación puede decirlo; pero esto sig­ nifica que «la pertinencia de la perspectiva que ha sido seleccio­ nada como cuadro de referencia para la investigación, debe ser constantemente verificada en el curso mismo de la investiga­ ción» (Álthabe, 1990b: 128) y sin olvidar nunca que también el antropólogo es parte de la configuración: son sus interlocutores que, desde que lo encuentran, lo «producen» como actor de la configuración que él quiere estudiar y lo utilizan en los juegos sociales que pertenecen contemporáneamente a ellos y al campo de investigación que él ha recortado. Simultáneamente compro­ metido a «entrar dentro» y a «restablecer la propia distancia de», el antropólogo debe «organizar el desarrollo de su investigación en forma tal como para poderse permitir una autoreflexión per­ manente» {ibíd.: 130). Por otra parte, cualquiera que sea la confi­ guración social que el antropólogo ha recortado, sus interlocuto­ res forman parte de ella de manera, si no es temporal e intermi­ tente como él, ciertamente parcial. En la ciudad, la separación entre la residencia, el trabajo y los lugares de tiempo libre es una condición generalizada; y el antropólogo no puede olvidar que el lugar en que ha fijado la propia sede de investigación es un «aquí y ahora» de sujetos que pertenecen a una multiplicidad de otras situaciones sociales (Althabe, 1990a: 127). Althabe rechaza toda legitimidad a las posiciones que absolutizan y autonomizan el rinconcito de ciudad en que se desarrolla la investigación; no las acepta porque las considera desviadas, expresiones como «cultu­ ra de empresa» o «de administración», «pueblo urbano», «tribu urbana» y similares, aunque sí usadas metafóricamente. Si sus interlocutores no pertenecen totalmente a la situación que él es­ tudia, será inútil que el antropólogo intente estudiarla como una totalidad. Más bien Althabe propone estudiar «el trabajo del imaginario que produce la ciudad para aquellos que la habitan: la recomposición, la apropiación, el uso de la ciudad. Este traba­ jo del imaginario en los discursos de los habitantes, es para el antropólogo un camino para relacionarse con ellos como actores de prácticas y para comprender el sentido de sus posiciones» (Althabe, 1984: 4). La teorización de Althabe, muy convincente y rica de suge­ rencias, presenta algunas significativas convergencias con cier­

tas posiciones de Néstor García Canclini, el antropólogo argen­ tino que trabaja en la Ciudad de México, en donde ha realizado algunas extraordinarias investigaciones sobre la producción cultural y el consumo cultural (Canclini, 1994a, 1995). Ambos están interesados en la «producción de la ciudad» en las prácti­ cas de los habitantes; ven estas prácticas dibujarse y realizarse en el interior de campos de relaciones que son siempre también relaciones de poder; consideran, finalmente, que el campo de rela­ ciones no puede ser totalmente comprendido más que en re­ lación a su contexto, que no se puede, en resumen, analizar el local, prescindiendo de la realidad global (Canclini, 1994b). Un caso como el de México plantea con mucha evidencia la cuestión del fin de las ciudades. Como hemos visto ya en 1982, Chombart de Lauwe publicaba un libro con este título. En 1961 salió en los EE.UU. The Death and Life of Great American Cities de Jane Jacobs, un libro profético que identificaba en el automó­ vil el peor enemigo de la vida urbana. Jacobs obtuvo una notable fama internacional, y en su patria una alta dosis de ostracismo por parte de los círculos que cuentan; pero ni ella ni nadie ha logrado detenerla motorización de masa (Jacobs, 1969). El fin de las ciudades es un tema propuesto siempre, más frecuente en los últimos años. Se presta a infinitas variaciones, más o menos inspiradas en la ciencia ficción; más allá de las cuales, sin embargo, es un tema que todavía merece que se re­ flexione críticamente sobre él. Según algunos autores, cuando las ciudades crecen a la dimensión de metrópoli, o de megalópolis, tienden, justamente a causa de las dimensiones, a trans­ formarse en aglomerados que tienen poco o nada de urbano: empezando por el imaginario de los habitantes, que ya no las perciben unitariamente y menos aún pueden experimentarlas como realidades unitarias. Estas infinitas extensiones de cons­ trucción atravesadas por autopistas urbanas, no tendrían nada que pudiera distinguirlas unas de otras, que les diese una iden­ tidad; y, por lo tanto, ya no podrían ser a su vez, matrices de identidad (Sennet, 1992). Sin embargo, justo las investigaciones de Canclini y de otros antropólogos latinoamericanos muestran cómo la imaginación de las nuevas tecnologías, alimentándose recíprocamente, ofrece al menos algunas alternativas al antiguo paseo por la avenida principal, produciendo no la desaparición de la ciudad, sino nuevas prácticas y nuevos imaginarios urba­

nos, a veces, pero no siempre violentos y dramáticos (Canclini, Nivón, Safa, 1993; Martín Barbero, 1993; Herrán, 1993). Oscuro y preocupante parece a primera vista el cuadro dibu­ jado por Kevin Lynch en su último trabajo, publicado después de su muerte, en 1992. Intitulado en italiano Perecer, el título en inglés, Wasting Away, está más cargado de culpables implica­ ciones. La catástrofe ecológica es explorada en todos sus posi­ bles desarrollos terroríficos pero no improbables, si se toman en cuenta muchos comportamientos ya generalizados a escala planetaria. Pese a ello, Lynch, en la más pura tradición del pragmatismo optimista americano, practicable también porque él borra completamente de su discurso todo análisis de las con­ veniencias y de las responsabilidades específicas, considera que sea posible convertir «positivamente» los desechos, el desperdi­ cio, el enajenado consumo; en síntesis, en su tesis, se deberá y se podrá aprender a programar y a dirigir la declinación. Más allá de las diferentes interpretaciones, un dato objetivo parece confirmar la tesis de una posible muerte de las ciudades. Después de más de dos siglos de crecimiento, más o menos veloz pero continuo, las ciudades y sobre todo las metrópolis han entrado en un ciclo de baja demográfica. El fenómeno, advertible en todo el mundo occidental, ha asumido dimensiones significativas también en Europa. No puede ser explicado sólo con la baja de la natalidad; como muestran los análisis que se­ ñalan el crecimiento de los centros pequeños y medios, se trata de una verdadera y propia «fuga» de las ciudades. No estamos frente a un fenómeno generalizado: además de ser todavía nu­ méricamente contenido, parece presentar algunos caracteres distintivos. Afecta principalmente, a familias de la clase media y sobre todo media alta todavía jóvenes con hijos. Estos sujetos no desean vivir en las colonias suburbanas, sino en un pueblo, en una aldea de pocos millares de habitantes, pero que no esté lejos, ni de la ciudad de medias dimensiones, ni de las grandes vías de comunicación. Por estas características, S. Wallman considera que este fenómeno puede ser considerado típico de la sociedad postindustrial, ya sea en el sentido que se ha hecho posible por las innovaciones ligadas a la tecnología informática y telemática y por las transformaciones del ciclo productivo; sea también en el sentido que expresa los nuevos valores y las nue­ vas aspiraciones posmodernas.

Que sean viajeros urbanos que alcanzan cotidianamente la metrópoli, pero prefieran residir en un pueblo; o que realicen en su casa un trabajo que pueda utilizar las conexiones telemá­ ticas; o que haya puesto en marcha una actividad en el mismo lugar de residencia, de todos modos este nuevo pueblo de habi­ tantes de los telecottages, encamaría todas las megatendencias de la nueva cultura contemporánea, que Wallman resume con las palabras de otros dos estudiosos. «Preferencia por la descen­ tralización contra la centralización; proveerse solos más que contar con la asistencia y los servicios públicos; preferencia por las formas de vida y de organización pequeñas, más que por aquellas de gran escala; preferencia por las opciones múltiples más que por las dicotomías; preferencia por la actividad econó­ mica informal respecto a la formal; deseo de una vida centrada en lo privado; reprivatización de la vida familiar» (Naisbitt y Aburdene, en Wallman, 1993). En la sociedad industrial los sujetos decidían su residencia, su identificación con un lugar en base justamente al trabajo y a su propia pertenencia originaria (región de origen, religión, per­ tenencia lingüística, etc.). Actualmente, se estaría dibujando una petición de contextos locales totalizantes «holísticos», pero que permitan asumir identidades flexibles. Es, según Wallman, la petición de un nuevo tipo de vida urbana. Ya que estas peti­ ciones se apoyan en el soporte de la tecnología informática, «no hay razón para que la ciudad postindustrial no pueda satisfa­ cerlas» (Wallman, 1993: 12). Pero, ¿qué clase de ciudad será la ciudad de los telecottages? Hans Schilling, que ha estudiado los pueblos de los alrededores de Frankfurt, ellos también blancos de las clases medias que quieren dejar la metrópoli, habla de «urbanismo sin urbani­ dad». La nueva urbanidad coincidiría más con la seguridad que con la libertad, con la estabilización de relaciones de familiari­ dad en lugar de la activación de relaciones heterogéneas y que se renuevan continuamente, con el retiro en lo privado y con una vida pública ficticia, ya que en ella la política es espectacularizada, y el consumo es la base para definir el rango y el pres­ tigio (Schilling, 1993). Que se comparta la posición pseudoneutral y en el fondo optimista de Wallman o el pesimismo de Schilling, es de todos modos imposible no reconocer que la problemática de la socie­

dad postindustrial debe ser incluida desde ya en el cuadro de la antropología urbana. Ya hemos entrado en la sociedad cablea­ da y no es una novedad afirmar que la telemática ya incidió, y más en el futuro, en ia estructuración del tiempo y del espacio, en las relaciones sociales, en la división del trabajo, en la cuali­ dad y cantidad del trabajo socialmente necesario. Sin embargo, la tarea de comprender las nuevas formas culturales necesita la misma paciencia y prudencia, yo creo, que tradicionalmente la antropología tuvo que utilizar para interpretar cualquier reali­ dad cultural. Además de los ya someramente indicados, un tema, en par­ ticular, me parece fascinante para una antropología reflexiva de la ciudad cableada. La mediatización ha dado nuevo cuerpo a un viejo fenómeno: las modas culturales. Siempre existieron, pero a diferencia de lo que sucedía en el pasado, ahora ya no son elitistas, sino de masa, tienen una difusión capilar a nivel a veces planetario y siempre muy extendidos, tiene una obsolencia muy rápida, hasta ahora inédita aún por las modas ¿Qué aportan, qué destruyen, qué dejan tras de sí como sedimento? Consideraría estúpida una antropología que por juzgar­ las como fenómenos efímeros y superficiales, no las considera­ se como posibles objetos de estudio. Aún más estúpido sería, obviamente, creer que los análisis más adecuados para los fenó­ menos efímeros, sean los extemporáneos e improvisados.

C a p ít u l o

sex to

ESTUDIAR UN PROBLEMA A ESCALA NACIONAL: LA CASA EN ITALIA

¿Cuántas casas se necesitan para un cierto grupo de seres humanos? Y, ¿cuáles deben ser sus características cualitativas? Las sociedades modernas que se encuentran en una contradic­ toria, y no fácil situación, deben responder a estas preguntas, si no quieren provocar la crisis de un sector importante de su me­ canismo de desarrollo o al menos de reproducción, que se fun­ da, en definitiva, en la satisfacción programada de necesidades tanto previsibles como estandarizadas; pero, ya no pueden ha­ cerlo en base a una concepción y a un estilo de vivir unívocos, probados y consolidados por una tradición. En las sociedades modernas uniformidad y previsión de las necesidades son pro­ ducidas no sólo transmitidas como una herencia social. ¿Qué implicaciones tiene todo esto, cuando se trata de la casa? Ciertamente «tener una casa» es una de las características universales de la especie humana. No conocemos un grupo hu­ mano, por burda que sea su tecnología no haya elaborado al­ gún tipo de reparo, que cuando menos agilice la relación entre la especie humana y el ambiente. Pero no se trata sólo de esto. El refugio humano nunca es solamente un cobijo, nunca tiene sólo una función exclusivamente instrumental de abrigo. Tam­ bién es siempre una casa (Lantemari, 1965). A la casa o, en términos más técnicos, al sistema habitacional de un grupo hu­ mano puede ser legítimamente aplicada la definición de hecho

social total (Mauss, 1965). Las casas de un grupo, en efecto, incorporan en sí y objetivan dándoles una forma: el saber empí­ rico del grupo y las modalidades de su relación con el ambiente «natural» en que vive; el saber técnico y la instrumentación de que el grupo dispone; la estructura social del grupo, desde los vínculos parentales hasta la estratiñciación social y las jerar­ quías; las reglas con las que son asignados los recursos al inte­ rior del grupo, y finalmente el horizonte simbólico del grupo, s u s creencias, s u s valores, sus mitos y s u s ritos. La casa es, por lo tanto, un objeto de análisis muy complejo, ya que, es de he­ cho un objeto polifuncional y polisémico. ¿Estas polifuncionalidad y polisemia son caracteres todavía actuales, aún reconocibles en las casas producidas por las socie­ dades contemporáneas? O, como han sostenido algunos, ¿la exigencia de dar rápidamente respuestas cuantitativamente adecuadas a una petición de vivienda que crecía en forma expo­ nencial, hizo que se produjeran habitaciones extremadamente simplificadas en el plano cualitativo, en el sentido de que se les ha quitado buena parte de sus funciones y significados, redu­ ciéndolas a unas machines a. habitar? Y si es así, ¿quién realizó la simplificación del modelo habitacional? ¿Y según qué crite­ rios? Y finalmente, nosotros que vivimos en casas modernas, ¿cómo vivimos en ellas? ¿Hemos renunciado a la multiplicidad de las funciones y de los significados de la casa, o hemos refuncionalizado y resemantizado las máquinas para vivir? Aunque útiles para enfocar el problema, las preguntas que preceden son del todo inútiles para buscar respuestas. Son, en efecto, preguntas al mismo tiempo demasiado generales y densas. Trataré de circunscribir el campo de la reflexión acerca de la casa, limitándolo a Italia en los años de la segunda posguerra hasta el final del decenio de los años setenta, y se trata ya de dimensiones espacio-temporales muy amplias. No las he esco­ gido al azar. En ese lapso, Italia pasó por una transformación radical en términos de urbanismo, urbanización, industrializa­ ción y desarrollo del tercer sector (Ginsborg 1989; Lanaro 1992; Barbagallo 1995). Muchos millones de italianos «se cambiaron de casa», en el sentido material de la expresión, pero también en el sentido cultural, ya que han escogido (algunos), han acep­ tado (otros), y han sufrido (otros también) al adaptarse a un modo de vivir diferente al que estaban acostumbrados.

Este estado de cosas ofrece a la antropología una oportuni­ dad de investigación importante. La adopción de una metodolo­ gía comparativa es posible: la vivienda originaría de los italia­ nos, si queremos decirlo así, la vivienda de «antes de la guerra», puede ser comparada con la de finales de los años setenta. La conciencia de que los dos términos a comparar están unidos por un proceso histórico (no sólo por una decisión del investi­ gador), hace posible la contemporánea adopción de un procedi­ miento interpretativo de corte historicista, atento en acoger las dinámicas culturales que unen los dos términos a comparar (Lantemari, 1974; Brelich, 1979). Las páginas que siguen presentan un cuadro global de la situación italiana, construido tomando en consideración los fe­ nómenos a escala nacional. En la tercera parte de este volumen, el lector paciente podrá encontrar un ejemplo de investigación sobre la vivienda conducida a escala local. La casa en ambiente campesino Aún en 1951 la población italiana que trabajaba en la agri­ cultura era el 42,2 % de la población activa. En 1995 tal porcen­ taje era sólo del 8 %. De este dato se puede deducir que tan radical ha sido, en los últimos cuarenta años, la transformación de la sociedad italiana; pero se puede también deducir que tan alto es el porcentaje de población que nació y vivió la primera parte de su vida en ambiente rural.1 Es paradójico, pero es un dato real: el país de las cien ciudades es un país de inurbados. Por ello, me parece correcto empezar el análisis precisamente por la casa campesina, que es para la mayor parte de los italia­ nos una experiencia todavía cercana y con toda probabilidad condicionante. Al final de la guerra, para toda la Italia «pobre» puede decir­ se que el territorio era el único recurso verdadero disponible, la única posible fuente de subsistencia, de trabajo, de riqueza. No L Paiíi muchos inurbados el desarraigo del campo no es definitivo. Mantuvieron una casa y a menudo también intereses en la ciudad de origen a la que regresan periódicamente, aún cuando son emigrantes en el exterior. Pera no se trata en absolu­ to, desde ningún punto de vista, de un regreso a la condición campesina. Ver al respec­ to Miranda (1996),

era un recurso abundante. Ni siquiera en el pasado lo fue, por­ que si la densidad de la población no llegaba a los niveles actua­ les, una parte no pequeña del territorio no era utilizable por la presencia de pantanos, por la inseguridad, por la imposibilidad de utilizar, con los medios que la tecnología de entonces ofre­ cía; territorios frecuentemente inaccesibles o inhabitables. En esta situación, controlar la posesión y el uso de la tierra significaba tener el control del sólo recurso con que verdadera­ mente se contaba, significaba tener el control de la riqueza y del poder. No se exagera afirmando que el poder de las clases do­ minantes en una parte importante del territorio italiano se fun­ dó hasta finales de la ultima guerra (y en gran parte también después, cuando a la renta agraria se la sustituyó con la especu­ lación inmobiliaria) precisamente sobre el control del suelo. En gran parte del territorio italiano, la historia de la tierra como recurso económico no es, en efecto, la historia de una clase que con la explotación directa de un recurso construye su propia riqueza y su propio poder; es, al contrario, la historia de un poder construido por medio de la disociación entre la pose­ sión y el uso del recurso, y por medio del desmedido y brutal control, de parte de quién tenía la posesión de los suelos agra­ rios, del acceso de otros a su uso. Tal control era legitimado, también para quien tenía que padecerlo, por el valor reconocido a la posesión, primero sobre la base de la ideológia del privilegio por nacimiento, y después por la ideología de la propiedad privada. En las áreas donde esto aconteció, la agricultura no encon­ tró jamás las condiciones necesarias para volverse una activi­ dad empresarial y se cristalizó en una actividad productiva de la mera subsistencia para la mayoría y de la renta para unos cuantos. Para quien no poseía tierra (no sólo los peones y los asala­ riados, sino también los colonos y arrendatarios), las condicio­ nes de vida podían también permanecer dentro de límites tole­ rables cuando la agricultura era tan productiva como para dar lugar a una renta, sin que fuese necesario comprimir la remu­ neración de los trabajadores a niveles más bajos de la pura sub­ sistencia; pero donde esto no era posible, las condiciones existenciales del campesino eran intolerables. Esto sucedió en gran parte del territorio italiano. Aun a pesar de las no infrecuentes

revueltas y de las múltiples formas de resistencia campesina, la ideología de la propiedad privada, y por lo tanto, el valor asig­ nado a la posesión, penetraba también en aquellos que de la posesión de la tierra eran excluidos. Como siempre, esto podía suceder porque la valoración de la posesión era verificada por hechos aun antes de ser aseverada ideológicamente. En la expe­ riencia cotidiana de cada uno, quedaba claro que uno era libre sólo y en cuanto «poseía», y que era respetado porque «poseía». Para los campesinos la posesión de la tierra era el único instrumento de emancipación que conocían (además de la emi­ gración): ni las condiciones en que vivían les permitían inventar otros; aunque si de hecho la experiencia les enseñaba que ellos estaban excluidos de la posesión, al menos en la medida más allá de la cual la posesión se volvía verdaderamente liberadora, para ellos la tierra no quería decir libertad y respeto, sino fatiga, opresión, explotación, inseguridad y precariedad. Los campesinos aprendían de su experiencia que no conta­ ba el «hacer», contaba el «poseer»; pero al mismo tiempo aprendían que su suerte los condenaba a ser excluidos de la posesión de todo aquello que tenía verdaderamente valor. Creo que en esta experiencia hay que buscar las raíces del llamado individualismo campesino y del familismo conexo: todo aquello que no es «mío» es, inevitablemente, «del otro», no puede jamás ser «nuestro»; y si es del otro, inevitablemente me priva, me daña, me disminuye. En este cuadro, para sobrevivir, para so­ portar la insostenible tensión que la explotación y la precarie­ dad generaban, para sentirse todavía un poco «hombres», más que vulgares derrochadores, sólo había un camino: la exalta­ ción apasionada de lo poco que era verdaderamente propio, la construcción de un ámbito, aunque mínimo, de propiedad, la familia y la casa. Casa y familia se volvieron el ámbito por excelencia, quizá el único para la defensa de la identidad, diría de la dignidad personal. La casa, a condición que fuese de propiedad, se tor­ nó verdaderamente el único espacio en que era posible la rea­ lización de uno mismo: a la precariedad de la existencia y a la condición subalterna permitía oponer un mínimo de seguri­ dad y autonomía; al control ajeno, a la dependencia de los otros, permitía oponer una privacidad mucho más preciosa, en cuanto que era la única garantizada por la aprobación del

grupo y por la posesión del ámbito espacial dentro del que debía realizarse. Este estado de cosas, puede también explicar el rechazo ge­ neralizado de la cohabitación de una familia extensa o de con­ sanguíneos y el esfuerzo para dotar a cada nueva familia de su casa, por muy pobre o pequeña que fuese (contrariamente a lo que se cree, la casa patriarcal es prácticamente inexistente en el mundo campesino, excepto en las zonas de colonia aparcerada) (\íV.AA., 1960a); sin trabajo, un hombre era todavía un hombre, puesto que era sólo la víctima de una cadena de desgracias que, por definición, escapaban de su control; pero sin una casa y una familia, un hombre no era verdaderamente nadie. El uso del espacio interior de la casa campesina ofrece ulte­ riores elementos de reflexión. La vivienda campesina en los centros habitados, y a menudo también la casa en el campo, estaban en general constituidas por una sola pieza. Con una disponibilidad de espacio extremadamente reducido y con Indi­ ces de hacinamiento en general muy alto pareciera que estas casas no pudiesen ofrecer alguna posibilidad de uso diferencia­ do y articulado. Al observador extraño le parecía ya mucho que en un espacio tan restringido encontrara la forma de realizarse el ciclo vital de cuatro, cinco, a veces ocho o diez personas. Sin embargo, no era así: mediante una observación más cuidadosa, no era en absoluto difícil detectar las señas de los usuarios, que en los estrechos límites de espacio disponibles, destinaban, cada rincón a una función precisa; de un esfuerzo de manteni­ miento y de embellecimiento no casual; de un modo de vivir que no era el de quien ocupa un refugio provisional, sino una verdadera casa. Algunos usos eran recurrentes en la casa campesina. El pri­ mero y más importante se refiere a la alcoba de los cónyuges. Aún cuando la pobreza era bastante grande, los demás muebles —incluyendo la mesa— eran evidentemente muy precarios o más bien inexistentes (Rosso, 1955; Signorelli, 1957), el mobi­ liario de la recámara conyugal tenía casi siempre una proceden­ cia no casual y se presentaba como fruto de una selección me­ ditada, en la que evidentemente se comprometían los escasos recursos económicos disponibles. La cama matrimonial y si los había, el ropero y la cajonera eran objetos de cuidados particu­ lares, y se prohibía a los hijos usarlos sin permiso. Obviamente

en la cajonera se conservaban los objetos de familia (quizá algu­ nas joyas o un poco de dinero, desde luego el «papel» que ates­ tigua la propiedad de la casa, el «papel» que da derecho a la pensión y la libreta para los servicios médicos). En algunas re­ giones, donde en los años sesenta, el pan de trigo hacía poco que se habla sustituido por el pan de cebada o de maíz, era precisamente debajo de la cama conyugal, donde se conservaba la cosecha, aun cuando otras provisiones eran almacenadas en otro lugar (W.AA., 1960). Cuando las habitaciones utilizables eran dos, la segunda estaba siempre destinada a la recámara conyugal de los padres, lo cual puede parecer obvio. No obstan­ te, hacia reflexionar el ver en tanta penuria de espacio esa habi­ tación esmeradamente ordenada y cerrada, completamente inutilizada durante las horas del día, mientras la primera habi­ tación se llenaba promiscuamente de toda clase de actividades domesticas, infantiles, adultas, etc., a pesar de las que el obser­ vador veía como fastidiosas interferencias recíprocas. En la situación tradicional la familia campesina vivía en condiciones económicas muy precarias, en las que la supervi­ vencia de cada individuo era al mismo tiempo condición y re­ sultado de la supervivencia de todos. La familia, en estas con­ diciones, antes que un sistema afectivo, era vivida por sus componentes como un sistema económico, capaz de producir y distribuir a sus miembros, que jamás hubiera podido procu­ rárselos por sí mismo, los bienes necesarios para sobrevivir. La unidad familiar y la solidaridad eran, por lo tanto, los pilares del sistema de supervivencia!, eran el bien supremo, el valor máximo que no podía por ninguna razón ser cuestionado. Como consecuencia, las relaciones afectivas, el vínculo de san­ gre y la solidaridad económica constituían un todo de compo­ nentes sólidamente interrelacionados, que se fundaban y se va­ loraban mutuamente. Los pocos bienes de que se disponía per­ tenecían a la familia, más que a uno u otro miembro de ella; y esto era así para el padre también, que era el jefe reconocido y tenía derecho a que se le obedeciera sólo en cuanto era el que producía más. Así se explica la diversa atención, el cuidado y la distribu­ ción del espacio y de los muebles entre la zona destinada a la pareja conyugal, que era raíz y garantía de la unidad familiar; y la zona destinada a la vida en común de la familia, que no tenía

un significado específico, una vez terminadas las tareas ligadas a la producción y reproducción. En fin, justo porque se fundaba en los vínculos de sangre y en un sistema de solidaridad afectiva que garantizaba la solidari­ dad económica, a su vez indispensable en presencia de una reali­ dad estructural tan frágil y precaria como para no poder tolerar la mínima fractura, la familia no podía abrirse a acoger extra­ ños: hacia el exterior se presentaba compacta y cerrada, se daba una apariencia que podía modelarse en los tradicionales ejem­ plos burgueses locales o, más tarde, en los ejemplos de la socie­ dad de consumo; pero que nacía de cualquier modo y siempre de la necesidad de establecer una separación entre las relaciones intrafamiliares y las relaciones de la familia con los demás. Se comprende por lo tanto el valor cultural que tiene, en la historia del mundo campesino italiano, la propiedad de la casa familiar, y en qué complejo y amargo entramado de relaciones económicas, sociales y de poder se sitúan sus raíces. Al menos dentro de ciertos límites, esta historia ayuda tam­ bién a comprender por qué la propiedad de la casa ha sido un fin perseguido con tanto ensañamiento, desde finales de la gue­ rra en adelante, por parte de todas o casi todas las familias italianas, hasta el punto de volverse no sólo impopular sino más bien no proponedor cualquier otro modelo de utilización de los recursos habitacionales que el urbanismo y la urbanización ha­ brían podido hacer posibles y quizá auspiciables. La casa en am biente urbano Para las clases subalternas, la experiencia de vivir en la ciu­ dad, en el período entre las dos guerras, tenía al menos dos elementos en común con la del campo. También en la ciudad sólo la propiedad de la vivienda (además para las clases popula­ res aún más difícil de conseguir que en el campo), consentía gozar de la casa con una cierta seguridad, ya que el pequeño arrendatario de un departamento modesto era poco amparado frente a su arrendador,2 mientras las viviendas populares eran 2. De una célebre señe humorística de los años treinta. Los cuatro mosqueteros de Nizza y Morbelly, que tuvo una versión radiofónica muy popular*, fue publicado un

pocas y su asignación estaba sujeta a la posesión de requisitos también políticos. E igualmente en la ciudad (deberíamos decir que aún más en la ciudad), el uso del espacio, controlado por una clase diri­ gente que de ello se servía como instrumento de poder, funcio­ naba como verificación fáctica y, por lo tanto, como argumento de legitimación de la hegemonía y del control ejercidos por esa misma clase. La preexistencia de un centro histórico generalmente vital y de notable cualidad arquitectónica y urbanística hizo posible en gran parte de las ciudades italianas un desarrollo urbano del tipo radiocéntrico a anillos concéntricos. Esta tendencia fue ge­ neralmente favorecida, tanto por razones político-ideológicas como de control social, durante el período fascista, cuando la estructura radiocéntrica fue a veces forzosamente impuesta so­ bre preexistentes estructuras urbanas de diversa Índole (Insolera, 1962). La progresiva descalificación social y urbanística de las franjas urbanas, mientras más se procede del centro hacia la periferia, es bien conocida y probablemente inevitable en au­ sencia de intervenciones consciente y voluntariamente reequilibradoras. Un tipo de intervenciones que de hecho faltaron antes y después de la guerra, en la medida en que entre otras cosas, el desarrollo por anillos (o, como mejor se ha dicho, como man­ cha de aceite) consentía y más bien favorecía el instaurarse y el prosperar de los mecanismos de la especulación inmobiliaria. La progresiva expulsión de las clases menos ricas de las vie­ jas colonias del centro muy a menudo no fue otra cosa que una operación especulativa (y/o una provisión de policía) enmasca­ rada con el nombre de resaneamiento: como demuestran las colonias nuevas construidas para acoger a los desterrados. El volumen e inspiró una afortunada colección de figuritas ligadas a un concurso patroci­ nado por la Perugína, la figura del dueño sobresalía entre las de los «malos». Era representado como un señor de gigantesca estatura, elegantemente vestido, con mo­ nóculo, que tenía bajo de uno de sus brillantes zapatos un entero edificio de viviendas popuJanes, cuyas dimensiones eran como las de un juguete para un niño. Y exhibía también una sonrisa satisfecha, ¡el desgraciado! Señalo esto que me parece un caso precoz, y por lo tanto particularmente interesante, de un ritual mediático para el con­ trol simbólico de un dato existencial que era fuente de m ucha angustia colectiva. El ritual opera a través de la adopción de procedimientos simbólicos «canónicos», el agente que desencadena la angustia es controlado reduciendo sus dimensiones y su estatus a los de una figurita, posible objeto de trueques, y enfatizando sus aspectos peligrosos hasta tomarlos grotescos e risibles.

ejemplo más clamoroso de estos «guetos» de la época fascista son sin duda las aldeas romanas. Más en general, se debe decir que el régimen fascista tuvo una política de construcción popu­ lar cuantitativamente de alguna consistencia, cualitativamente no diferente de las otras iniciativas cuyo objetivo era integrar las masas en el régimen; iniciativas que, a cambio del acceso a algún bien y a algún servicio, pretendían de los beneficiarios no sólo la adhesión ideológica al régimen, sino la aceptación aerifi­ ca y consentidora de la propia colocación a los niveles más ba­ jos y más pasivos de la pirámide jerárquica en que el régimen tendía a remodelar la entera sociedad italiana (Insolera, 1962). Cuando las viviendas populares permanecieron en el centro de las ciudades, los habitantes pagaron con la degradación y a veces con la verdadera decadencia de su vivienda la ventaja de vivir más cercanos a los centros de la vida urbana. En las ciudades que tuvieron cierto desarrollo industrial, las colonias residenciales obreras fueron construidas cerca de los lugares de trabajo, fuera del viejo centro urbano; y si no se pudo evitar una cierta concentración de masas obreras, sí se logró mantenerlas de cualquier modo aisladas en zonas des­ centralizadas. También en las ciudades, la experiencia del habitar tenía el aspecto de la incertidumbre, de la elección obligada, cuando no de la discriminación, del abuso: tener una casa era una necesi­ dad tan urgente como dramáticamente insatisfecha. Y así como para el campesino las casas de los «señores», también para el habitante de las periferias las palazzine, los con­ dominios burgueses, constituían el único modelo alternativo que el horizonte socio-cultural ofrecía; pero el hecho de ser in­ alcanzables, mientras reforzaba el peso cultural de ciertos valo­ res (propiedad, decoro, etc.) reforzaba también la autopercepción en términos negativos (soy un pobre, no tengo la casa, es­ toy en una periferia) para aquellos que por definición no tenían alternativas. En el uso del espacio interior de la casa urbana encontra­ mos, aunque diversamente configuradas, las mismas caracterís­ ticas «familistas» y de «defensa de la privacidad», que ya hemos visto en la casa campesina. En las viviendas de construcción popular de hecho se vivía en la cocina, pero en cuanto era posible, además de la recamara

conyugal, si había otra pieza disponible, se decoraba con los muebles de un comedor y de una «salita». Este espacio, nor­ malmente cerrado y muy bien cuidado, se abría sólo cuando había visitas y celebraciones familiares importantes. En las ho­ ras nocturnas hospedaba a uno o más hijos con sus catres, pero el comedor no se «sacrificaba» ni se abría para el uso diurno, ni siquiera si la familia era numerosa y si se movía a duras penas en la cocina, donde se tenían que hacer coexistir las ocupacio­ nes o los pasatiempos de muchas personas. La familia pequeña burguesa en esos años quería (¿quiere todavía?) tener una sala de presentación separada de la cocina o del lugar en que transcurrían los días; y la separación entre habitaciones de presentación y habitaciones de estancia, se en­ contraba también en casas de lujo (Salvati, 1993, Pasquinelli, 1995). A la exigencia de una «pieza para mostrar a los otros», no me ha sucedido nunca haber visto sacrificada la recámara con­ yugal; pero si a menudo, la exigencia —objetivamente más ur­ gente que en el campo— de un poco de espacio libremente utilizable por los hijos. En algunas ocasiones, mientras la sala per­ manecía cerrada, los muchachos estudiaban y jugaban en la cocina y dormían en una colchoneta en el pasillo. Para el antropólogo un uso tan poco «racional» del espacio no puede dejar de suscitar algunos interrogantes: personas con poco espacio a su disposición viven en ambientes restringidos gran parte de su vida, para poder exhibir de vez cuando a los extraños un ambiente «decoroso». ¿Qué valores, qué aspectos, qué modelos inspiran semejante comportamiento? Entre guerra y posguerra Cualquiera que hubiese sido la situación en el país, para de­ círnoslo es válido todavía un dato muy simple: en 1952, en la Encuesta parlamentaria sobre la miseria en Italia, el 60 % de las viviendas fueron juzgadas impropias por carencia de estructura y/o por hacinamiento. Según un folleto publicado por la CISL milanés en noviembre de 1969, que se refería a los datos del censo de 1961, en Milán 36,340 viviendas sobre 534.660 no te­ nían agua potable. El 17 % de las viviendas no tenía servicios

higiénicos con agua comente; el 32 %, no tenía baño y el 35 % no tenía calefacción central. En parte, al menos, esta grave situación tenía su origen en la guerra, pero la distribución regional de las cifras, demuestra que también en regiones en las que los daños bélicos fueron limitados, la insuficiencia del patrimonio habitacional no era menos grave. Sótanos, buhardillas, barracas, apartamentos de una o dos habitaciones superhacinados y desprovistos de servicios eran comunes no sólo en las ciudades meridionales, sino también en las colonias populares y obreras de muchas ciudades del Norte. En 1949, la política para la vivienda encuentra por primera vez en Italia una definición programática en el plano nacional, en el ámbito del plano llamado Ina-Casa. Objetivo prioritario de este Plan era la absorción de la desocupación, pero a ello se unió también un esfuerzo sin duda merecido, tanto para au­ mentar el parque de casas populares disponibles para quien no tenía vivienda, como para calificar la proyectación, que fue con­ fiada a algunos de los más prestigiados urbanistas italianos. Los planes Ina-Casa fueron dos, ambos de una duración de siete años; al mismo tiempo, la política social de la casa y de los servicios fue recuperada y puesta en marcha en Italia en varias sedes y a cargo de varias instancias. El organismo que había administrado las ayudas estadounidenses de la posguerra fue convertido en Instituto para el desarrollo de la Construcción Social; el movimiento de Comunidad, inspirado por Adriano Olivetti, no sólo propuso una política de vivienda de interés so­ cial extremadamente avanzada, sino que llevo a cabo una serie de realizaciones ejemplares en las colonias obreras construidas en toda Italia para los empleados de las fábricas Olivetti. Los proyectos fueron muchos, pero siempre pocos en relación a las necesidades y a los estándares medios europeos. Por desgracia, el escaso peso de la intervención pública en el total de la vivien­ da construida, se volvería una estable característica del merca­ do de la casa italiana. En compensación, el debate sobre el ser y el deber ser de la arquitectura de interés social fue muy vivaz. Las realizaciones del Ina-Casa y más en general las de vi­ vienda de interés social fueron acusadas de tener muchos defec­

tos. Respecto a las tipologías de la vivienda popular antes de la guerra, las viviendas Ina-Casa eran mucho mejores, caracteri­ zándose no sólo por una ejecución y por materiales de nivel superior, sino sobre todo por un diseño tanto de las viviendas como de los edificios y de los conjuntos incomparablemente más calificado. Como se ha dicho, en algunos casos se trató de proyectos de vanguardia, firmados por arquitectos famosos. Sin embargo, hay quien ha notado que se trató de un esfuerzo de calificación en definitiva abstracto, inspirado en modelos ex­ tranjeros o en indicaciones de genérica funcionalidad y agradabilidad; los proyectos no se basaban en una adecuada com­ prensión (para la cual en aquellos años faltaban en gran parte los datos) de la realidad sociológica, económica y cultural de los futuros usuarios de las viviendas. No estuvieron en condición de prever y, por lo tanto, de adecuarse anticipadamente, a los cambios que la estructura demográfica, económica y social del país habría registrado de ahí en adelante. Además, casi ninguna de las colonias nuevas tuvo una fun­ ción calificadora y estructurante respecto a los centros urbanos ya que, la mayor parte de ellos nació como apéndice periférico, como satélite de los centros mismos. A la marginación de la localización se acompañaban una serie de condiciones que no podían dejar de ocasionar también la marginación social y cul­ tural. Ante todo, los criterios de asignación de las viviendas fa­ vorecían justamente a los solicitantes de ingresos más bajos y con la más fuerte carga familiar, pero tal criterio contribuía a determinar en las colonias una fuerte homogeneidad sociológi­ ca y acentuar el carácter asistencial de la asignación. La colonia era y venía percibida, tanto por quien la habitaba como por los otros, como «popular». Los habitantes eran por definición «po­ bres, pobre gente». La expectativa de ascenso social, de adquisi­ ción de estatus que habría debido seguir al pasaje de las barra­ cas, de las grutas y los sótanos hacia la vivienda, fue negada; el asignatario de una vivienda Ina-Casa era un pobre «con un te­ cho» encima, pero finalmente pobre. Se puede observar que como para muchas otras realizacio­ nes de las políticas sociales (escuelas públicas, hospitales públi­ cos, etc.), también la vivienda de interés social está ligada en Italia a un estigma clasista fuertemente negativo. Esto no suce­ de necesariamente en otros países europeos. Esta costumbre

nacional constituye en sí un buen tema de investigación para la antropología urbana. Pero regresemos a las viviendas Ina-Casa. El mecanismo del rescate de la habitación por parte de los asignatarios, a través del pago de cuotas mensuales por un lapso de tiempo pluridecenal, fue propuesto e impuesto (excepto para los asignatarios en condiciones de desesperada indigencia), precisamente para qui­ tar a la asignación el carácter de la dádiva benéfica. Se presu­ mía que el pago de las cuotas, transacción comercial normal aunque estipulada bajo condiciones muy favorables, estimulase el sentido de sus derechos y deberes y la admisión de responsa­ bilidad. Este mecanismo manifestó en algunos casos los efectos deseados, pero a costa de consolidarse el valor cultural tradicio­ nal de la vivienda como propiedad privada, y no como bien de uso o como servicio. En otros casos, no pocos, los efectos fueron opuestos a los deseados. Como el título de propiedad condicionaba a una serie de pagos muy prolongados en tiempo, y sin embargo gravosos para las familias cuyo ingreso era siempre muy bajo, a veces precario, no se daba inmediatamente a los asignatarios la «cer­ teza» de la posesión, que ellos hubieran recibido como un ele­ mento de seguridad y, por lo tanto, de emancipación y de esta­ bilidad social. No ha sido, en efecto, jamás olvidada, para com­ prender estas situaciones, la precariedad de la ocupación que caracterizaba la condición económica de muchos habitantes de las nuevas colonias. En fin, la ubicación marginal de muchas colonias popula­ res respecto al centro de las ciudades se transformaba en dra­ mática marginación y casi en segregación a causa de la falta de los servicios de urbanización primaria y de la total ausen­ cia de los servicios de urbanización secundaria. Por ley, tales servicios estaban en gran parte a cargo de las administraciones municipales, que apelando a la crónica escasez de sus finanzas, en la mayor parte de los casos dotaron a las colonias sólo de los servicios sociales de urbanización primaria. La carencia de ser­ vicios no determina sólo disgusto funcional coyuntura]; la falta de escuelas, instalaciones deportivas, sanitarios, cines y teatros por un lado provocó la pérdida de las ventajas ligadas a la utili­ zación de los propios servicios; por otra parte, generando la falta de costumbre al servicio mismo, determina la costumbre a

un estándar más bajo de vida, a una condición más «pobre», en una palabra, transforma la condición de marginación en un habitus (Bourdieu, 1992; Ledrut, 1968). Sobre todo en el primer septenio, la actitud de «rechazo a la colonia» se manifestó en forma tan frecuente como para poderse juzgar como «sistemática»: vandalismo, negligencia hacia los espacios comunes, falta de pago de las cuotas eran muy frecuentes (W.AA., 19602?)- Tales actitudes fueron casi siempre interpretadas como dificultades para adaptarse a un estandar de vida más elevado del de procedencia, o quizá, se trataba del rechazo a una condición que, en forma confusa y fragmentaria, pero correcta, era percibida como marginante y excluyente. El malestar social difundido se expresaba sobre todo a tra­ vés de tres tipos de comportamiento: alteración de la planta de la vivienda y de los usos previstos en el proyecto, negligencia por parte de los adultos y agresión por parte de los jóvenes hacia las partes comunes de los inmuebles y de la colonia; com­ portamientos propiamente ilegales, el más común de los cuales era la falta de pago de las cuotas de alquiler (Signorelli, 1971; Dlnnocenzo, 1986). Estos comportamientos eran, por lo tanto, interpretados como indicadores de atraso social y cultural; según los criterios de la Escuela de Chicago y de Redfield, que empezaban en esos años a ser conocidos en Italia, se pensaba que los comporta­ mientos agresivos e ilegales fueran destinados a desaparecer rá­ pidamente para que los nuevos habitantes de las colonias popu­ lares lograran moverse en el continuuum que iba desde lo rural hasta lo urbano y del subdesarrollo al desarrollo. Para acelerar este proceso, los grandes organismos públicos, que desde los años cincuenta dirigían la construcción popular en Italia, se dotaron de una estructura de servicios sociales muy difusa, articulada en centros sociales de colonia, que deberían haber utilizado las técnicas del servicio social de comunidad importadas de EE.UU., curar el malestar de los habitantes y favorecer su adaptación a las nuevas residencias (W.AA., 1971; Eames y Goode, 1973). La finalidad del servicio social en las colonias no pretendía ser de tipo asistencial. Si quería en cambio:

1) Valorizar los recursos de los habitantes de estas nuevas colectividades urbanas para la construcción y el desarrollo de las relaciones internas en la colonia, y para la participación de los miembros de tales colectividades en la vida citadina. 2) Contribuir al mejoramiento del ambiente social y mate­ rial (actividades y servicios de interés colectivo), utilizando los recursos externos e internos de la propia colectividad (W.AA., 1960&; Catelani y Trevisan, 1961). Como se ve se trata más bien de programas de educación a la autogestión, no de programas asistenciales en sentido estric­ to. En realidad, los objetivos enunciados con tanta buena fe, rara vez han sido realizados; el servicio social de colonia por lo demás ha desarrollado tareas de asistencia social, ocupándo­ se de casos individuales y familiares en condiciones de malestar o de necesidad. Las posibilidades que el servicio social de colonia tiene para realizar sus objetivos de «comunidad» han sido, en años recien­ tes, objeto de reflexiones críticas. Como otras tentativas de pro­ mover programadamente la democracia y la participación des­ de abajo, también la intervención del servicio social de colonia descuida el problema del poder. Puede, en el mejor de los casos, promover la activación de las instituciones formales de la de­ mocracia, que sin embargo, cuando carecen de verdadera efica­ cia en la toma de decisión, se vuelven ritualismos o a lo mejor sirven para dar una apariencia de modernidad a actividades de tipo tradicional, recreativas o asistenciales. Límites análogos encontraron, en años más recientes, otras instituciones de la participación desde abajo, como los consejos de colonia o los consejos escolásticos (D'Alto, Elia, Faenza, 1977). Un análisis adecuado de estos fracasos requeriría un espacio que la economía del presente trabajo no tenía previsto, se trata, de hecho, de discutir la democracia como tal. Si permanecemos en los límites de nuestro tema, se puede observar que con el pasar de los decenios, la persistencia del malestar de los asignatarios en las colonias de interés social, ha hecho manifiesto cómo el malestar no fue debido a la desubica­ ción de los recién inurbados, ni pudiera ser considerado reductivamente como un período, inevitable pero transitorio, en el camino de la adaptación a la vida urbana.

Los inmigrados Como ya había sucedido en los países de antigua industriali­ zación, también en Italia durante el llamado boom, entre los años cincuenta y sesenta, la escasez de vivienda y de servicios adecuados no impidió ni la concentración de grandes masas de población en las áreas urbanas, ni la puesta en marcha, en las mismas áreas, de intensos procesos de desarrollo industrial. La carencia de adecuadas instalaciones para la residencia y para los servicios se hizo un elemento condicionante y de freno sólo después, en un período más avanzado y maduro del desarrollo. El movimiento migratorio hacia los centros urbanos, inicia­ do al ñnal de los años cuarenta, fue poco a poco fortaleciéndose hasta alcanzar cimas dramáticas al final del decenio de los años cincuenta y sesenta (Signorelli, 1995). Las masas rurales que en esos años convergían hacia los centros urbanos y del sur hacia el norte, no pedían prioritaria­ mente a la ciudad una vivienda o una vivienda mejor de la que dejaban en su ciudad; a la ciudad se le pedía una ocupación, o al menos la esperanza de ocupación, y un nuevo modo no tanto de habitar, sino de acceder a los mecanismos de la promoción social (Beijer, 1962). Puede decirse, por lo tanto, que la necesidad de vivienda demostró ser en los años cincuenta y también en la primera mitad del decenio sucesivo, una necesidad elástica desde el punto de vista cultural: una necesidad que la cultura misma de los inmigrantes consideraba reducible tanto cuantitativamente como cualitativamente. Como hemos visto, los estándares de partida eran muy mo­ destos. Una mirada panorámica a la tipología de las viviendas rurales en Italia permite aislar inmediatamente algunos mode­ los notables por complejidad, funcionalidad y decoro, que refle­ jan obviamente una vida socioeconómica estable y articulada; pero a ellos se contrapone una cantidad de viviendas rurales y semirurales distribuidas en todas las áreas pobres de la agricul­ tura italiana, que tienen en común, más allá de las modestas diferencias formales, de la pobreza de los materiales, de la esca­ sa articulación de la planta, lo modesto de los servicios y de los anexos (W.AA., 1960a). No era mejor (más bien era peor) el nivel de las viviendas

populares en Jos centros urbanos y semiurbanos de las zonas de procedencia de los inmigrantes. Ciudades campesinas de escaso desarrollo comercial y también artesanal, ligadas a la estructura latifundista de la propiedad inmobiliaria, debían dar vivienda prevalentemente a una población de jornaleros sin ningún re­ curso, para los que no se daba ni la asociación entre vivienda y administración familiar propia del cultivador directo y del arte­ sano, ni entre vivienda, estatus y prestigio social en la vida de relación, típica de las clases burguesas. Las mismas condiciones pluriseculares de miseria que habían constreñido la vivienda campesina dentro de una tipología tan modesta, le daban tam­ bién sus significados más importantes. La casa era sentida y vivida como refugio respecto de una sociedad hostil y como reparo contra la incertidumbre de una vida laboral siempre al borde de la precariedad; como consecuencia, para ser una ver­ dadera vivienda, debía tener tres imprescindibles requisitos: ser rigurosamente unifamiliar, poderse cerrar a los contactos socia­ les y ser poseída en propiedad. Aunque si era refugio y protección, la casa no daba por sí sola ni comida, ni trabajo. Tradicionalmente, la cultura campe­ sina identificaba la seguridad económica con la posesión de la tierra, la reivindicación de la «tierra para quien la trabaja» fue, en efecto, el objetivo de las luchas campesinas al final de los años cuarenta. Pero en la primera mitad de los años cincuenta se fue evidenciando y generalizando progresivamente la crisis económica de las pequeñas propiedades campesinas creadas por la reciente reforma agraria a partir de los latifundios expro­ piados; y la población campesina era empujada a identificar cada vez más en la ciudad y en la industria la esperanza de un trabajo seguro y decentemente retribuido. Como consecuencia, para los campesinos que emigraban a la ciudad la expectativa de un trabajo estable y bien remunera­ do (aunque muy duro), era prioritaria y fundamental, en los años cincuenta, respecto a otras aspiraciones; la repetida impo­ sibilidad de conseguirlo no inducía nunca a una resignación definitiva, mientras cualquier nueva oportunidad se abriera en esta dirección se aferraba a costa de los más grandes sacrificios. La emigración como alternativa al desempleo y a la miseria, no era ciertamente una solución nueva en la experiencia del campesino italiano: basta pensar en el gran éxodo transoceáni­

co a finales del siglo xix y comienzo del siglo xx. Pero el proce­ so que se inició a mitad de los años cincuenta no puede ser definido solamente como emigración, sino más bien como un verdadero abandono del campo y búsqueda de una condición de. vida urbana (Signoreüi, 1955). A los tradicionales factores de expulsión (desempleo y mise­ ria) y a los nuevos factores de atracción (desarrollo industrial en las áreas del norte de Italia y expansión económica en todas las áreas urbanas del país), se asociaron otros hechos nuevos que funcionaron como ulteriores incentivos y proporcionaron nuevos contenidos al éxodo hacia la ciudad de las masas rurales italianas. La política de obras públicas que la «Cassa per il Mezzogiorno» (Fondo para el Sur) y los Entes para la Reforma Agraria habían promovido desde el inicio de los años cincuenta en la Italia del sur, con el doble objetivo de dotar a las regiones meri­ dionales de las infraestructuras de que carecían y de contener en alguna forma el desempleo campesino, tuvo consecuencias importantes desde el punto de vista social y cultural. Conspi­ cuas masas campesinas habían entrado en el sector de la pro­ ducción industrial, aunque en el nivel menos retribuido y más aleatorio, el de la más genérica y no especializada mano de obra de la construcción. De tal modo, todo un amplio sector de trabajadores venía experimentando relaciones nuevas respecto al pasado, tanto de trabajo como sobre él; y en calidad de con­ sumidores, estos obreros tenían un sueldo para gastar, aunque fuera escaso y no siempre seguro, pero por primera vez era un sueldo todo en dinero (y no todo prioritariamente en especies). A ello hay que añadir que la intervención pública en el Sur provocó una expansión en los cuadros técnicos y ejecutivos del sector público y un incremento, importante para el ambiente en que se daba, del conjunto de los sueldos percibidos. A partir de este incremento empezó, como es sabido, el desarrollo del sec­ tor de la construcción (con relativos mecanismos especulativos) en muchas pequeñas y medias ciudades del Sur; y también su expansión como centros de consumo y de servicios, y finalmen­ te su papel, a imitación del que desarrollaban rápidamente en los mismos años las grandes ciudades italianas, de vitrinas abiertas hacia la incipiente civilización del consumo. En fin, estos incentivos culturales hacia la búsqueda de una

diversa condición de vida, que venían también desde el interior del ambiente del Sur (pero eso vale también para las otras re­ giones campesinas italianas: Veneto, Marche, Umbría y Lazio), se juntaban con una acción sin duda más incisiva de todas las demás unidas, la de la nueva prepotente forma de comunica­ ción de masa: la televisión. A mitad de los años cincuenta, el rechazo cultural de la con­ dición campesina había llegado a maduración en los niveles conscientes; sería suficiente que las condiciones del desarrollo económico del país, ampliando las posibilidades de empleo en la industria, lo hicieran posible, para que el éxodo del campo fuera más fuerte. La perspectiva que el campesino emigrado construye en la ciudad para sí y para su familia implica una ruptura definitiva con su condición de origen, que es rechazada y negada como concreta experiencia de fatiga, inseguridad y hambre, pero no tan radicalmente como sistema de valores y de costumbres. En los movimientos de población que han transformado la estruc­ tura demográfica y social del país, el contenido cultural caracte­ rístico es precisamente éste: la ciudad ha sido para muchos el punto de llegada de una fuga surgida del rechazo hacia deter­ minadas condiciones materiales de existencia, pero también es el lugar en que se ha intentado transferir un sistema de relacio­ nes y de valores que jamás ha sido rechazado. El INNESTO ha funcionado. En las antiguas ciudades los inurbados recientes han producido su propio tipo de urbanidad (Signorelli, 1995). El estallido del conflicto Entre 1963 y 1968 las contradicciones implícitas en la situa­ ción de las ciudades italianas maduraron con la rapidez de una progresión geométrica y estallaron en 1969. El hacinamiento de la población en los grandes centros ur­ banos alcanzó en el septenio 1961-1968 los niveles de quebran­ tamiento: las infraestructuras de servicio no podían cargar con más usuarios, y la insuficiencia de vivienda —que en los quince años anteriores parecía haberse reducido— estalló en toda su magnitud. Se fue dilatando progresivamente la distancia no sólo cuantitativa sino también cualitativa, entre la demanda que

era de vivienda baraüi, y la oferta, que era de vivienda de un nivel demasiado costoso. En este período, sobre todo en las ciudades del «triángulo industrial» (Milán, Turín, Génova) y también en los grandes nú­ cleos de atracción urbana del centro, los índices de hacinamien­ to aumentaron vertiginosamente, mientras las casuchas y ba­ rracas se ensanchaban como mancha de aceite en la periferia. El problema de la casa, que fue el centro de las reivindica­ ciones del movimiento de 1969, se tiene que analizar en el mar­ co más amplio de los conflictos sociales y culturales que acom­ pañaron el éxodo del campo y la integración de los inmigrados en la vida urbana. Y ya se ha dicho como, no menos que a la ocupación segura, los inmigrantes aspiraban a una condición de vida urbana, a la inserción en ciertos circuitos culturales y sociales y al logro de un estándar de vida distinto al de la vida rural. La llegada a la ciudad, el largo y fatigoso proceso de inserción en la vida urba­ na ofrecían a los recién llegados grandes desilusiones. Las relaciones con la población local no fueron siempre fáci­ les, sobre todo en el triángulo industria!. Hechos de crónica cla­ morosa pusieron en evidencia lo que luego diversas investiga­ ciones han documentado. La percepción que los habitantes del norte tenían de los inurbados estaba sustancialmente condicio­ nada por el prejuicio negativo; los terroni (quienes trabajan la tierra) eran vistos como competidores en el mercado del traba­ jo, potenciales esquiroles en las relaciones sindicales, portado­ res de modelos culturales «inciviles» en la vida social. A su vez los inurbados tendían a percibirse a sí mismos y a los ciudadanos según un cuadro de referencia antitético, pero complementario al de estos últimos. El resultado fue que al rechazo que la ciudad les reservaba, los inmigrados oponían la autoexclusión, la cerrazón en el grupo de familiares y paisa­ nos, la organización de circuitos de relación, de solidaridad y de información internos al grupo de paisanos, y alternativos a aquellos utilizados por los otros ciudadanos. Efectivamente, de estos últimos circuitos los inmigrantes se sentían y eran a me­ nudo excluidos. Es más: pese a la expansión del mercado del trabajo, encontrar una ocupación era fácil sólo para los jóve­ nes y para los especializados; pero los no especializados y los analfabetos, antes de transformarse en obreros debían pasar

por un largo aprendizaje de trabajo pesado genérico (con sus corolarios de baja retribución, inseguridad y exposición a las formas más agudas de explotación), un aprendizaje que a ve­ ces no terminaba, en absoluto con la promoción, es decir, la admisión en una industria, sino con un retroceso en el área de los «semioficios», que sólo con muy buena voluntad pueden incluirse en el sector de los servicios. Para muchos los «semi­ oficios» han sido la única oportunidad concreta que la ciudad les ha ofrecido (Signorelli, 1995). Mientras las dificultades relativas a la búsqueda del trabajo iban disminuyendo lentamente, aumentaba para los inmigra­ dos la dificultad para obtener una vivienda en la ciudad y la imposibilidad de utilizar los servicios que la ciudad ofrecía, ya que los del sector público eran escasos o poco eficientes y los del sector privado eran demasiado costosos. Precisamente entorno al problema de la vivienda y de los servicios maduró o que en aquel momento pareció una nueva conciencia unitaria de las clases subalternas urbanas. En efec­ to, mientras al inicio de los años sesenta, casa y servicios (junto a la inserción profesional y a la integración cultural) parecían ser problemas característicos de los inmigrados (y, por lo tanto, localizados sobre todo en las ciudades del triángulo industrial), en la segunda mitad del decenio, es cada vez más claro que el problema de la casa y de los servicios interesaba en todo el país a toda la población; y sin duda en forma más intensa a todas las clases subalternas de los medios y grandes centros urbanos. El crecimiento caótico de las ciudades, gobernado sobre todo por la lógica privada de la especulación sobre las áreas para construir, la distancia entre inversiones productivas y usos sociales de la renta, el orden espacial determinado por las elec­ ciones en la ubicación de las instalaciones industriales, a su vez desprovistas de objetivos programáticos y de equilibrio, todos estos factores juntos hicieron crecer los problemas del habitar hasta tomarlos insostenibles para una buena mayoría de los italianos. La situación de tensión explotó en lo que pasó a la historia con el nombre de «otoño caliente» de 1969. La huelga nacional por la vivienda, el planteamiento sindical enfocado en revindicaciones no sólo salariales, sino —como se decía enton­ ces— en las reformas de estructura, la fonnación de numerosos grupos espontáneos de protesta y de iniciativa para la autoges­

tión justo en las colonias más periféricas y marginadas, tanto de las grandes como de las pequeñas ciudades, parecían señalar el nacimiento de una concepción de la casa y de la vida urbana profundamente modificada respecto a la tradicional. Parecía que el papel nefasto de la especulación inmobiliaria, la necesidad de enlazar la habitación a los servicios, la relación entre la utilización de estos y la forma de la ciudad, y después la relación entre ciudad, orden del territorio y elecciones funda­ mentales del desarrollo económico, fueran claros para todos y que todos se dieran cuenta de que poseer en propiedad «un te­ cho» no resolvía más que una pequeña parte de los problemas. Parecía que la experiencia de las contradicciones de la vida en el ambiente urbano modificara progresivamente las tradicionales orientaciones de valor familiar y privadores de la cultura italia­ na; mientras la delegación, por tradición pasivamente confiada a los grupos dirigentes de las clases hegemónicas, parecía que de­ biera ser revocada o al menos sometida a verificación. La demanda de participación y de autogestión era muy difu­ sa. Nació en esos años un movimiento muy vivaz que reivindi­ caba la participación de los usuarios tanto en la gestión de las colonias de interés social como en su diseño (D'Innocenzo, 1986). Este movimiento tuvo naturalmente el apoyo del Partido Comunista, de los sindicatos y de la izquierda en general, cuan­ do se expresaba en formas más maduras y organizadas, pero manifestadas también de maneras radicales y anarcoides, se­ gún el ambiente y la situación social del que emergía. Los «movimientos contestatarios», como se denominaron, fueron los primeros en señalar que en las grandes aglomeracio­ nes populares periféricas había algo estructuralmente disfun­ cional: «mientras en el centro de la ciudad las clases sociales vivían unas junto a otras, la periferia es la afirmación más radi­ cal de la destinación diferenciada de las áreas y de la segrega­ ción social» (Boffi, Cofini, Giasanti, Mingione, 1972: 104). Las denominaciones de colonia-gueto y colonia-dormitorio se vol­ vieron usuales en esos años en toda Italia, para designar este tipo de viviendas también y sobre todo por parte de los que las habitaban; y más difusa se hizo la conciencia de los mecanis­ mos especulativos que gobernaban también la construcción de la vivienda de interés social. Pero, en definitiva, y a pesar de momentos de movilización

relevante, tanto en sus formas organizadas y moderadas como en las más radicales, el movimiento no logró realizar el objetivo de la participación. Ni la participación en el diseño ni tampoco en la gestión fueron realmente practicadas a gran escala. Se puede fácilmente intuir que si las exigencias de los usuarios hubieran sido aceptadas de veras, hubieran modificado brutal­ mente tiempos, modos y costos de las realizaciones urbanísti­ cas y habitacionales; de manera que ésta ha sido probablemen­ te la principal razón por la cual intereses especulativos, grupos industriales y corporaciones profesionales se han siempre rígi­ damente opuesto a toda tentativa para tomarlas verdaderamen­ te en consideración. Sin embargo, el movimiento por la casa logro conseguir algo: en 1971, se sometió a discusión en el parlamento la llama­ da «Ley sobre la casa», el primer y bastante prudente paso en el camino hacia un régimen público de los suelos. Entorno a esta ley, que nacía de una batalla más que decenal, se desencadenó un debate enfocado con conflictos violentos y fracturas en la mayoría parlamental. La discusión, en el parlamento, coincidió en parte con la campaña electoral para la renovación de las administraciones locales, lo cual contribuyó a hacer el conflicto más visible. Se trata de materiales muy interesantes para el an­ tropólogo, por lo que revelan sobre los valores compartidos de los italianos y las modalidades por medio de las cuales es posi­ ble ganarse el consenso. La posibilidad de perder el derecho de propiedad sobre la casa en que se vivía, fue uno de los riesgos más violentamente denunciados por los opositores a la ley, en forma bastante no justificada, visto que la ley amparaba ampliamente tal derecho. El verdadero punto de choque entre las fuerzas políticas re­ presentadas en el Parlamento era, en realidad, la expropiación de las áreas para la construcción y el control de su sucesión en uso (cfr., por ejemplo, el Corriere delta Sera del 30 de junio de 1971). Pero sobre este último tema los grupos interesados en mantener integralmente el control privado sobre las áreas en donde construir, difícilmente habrían obtenido consensos ex­ tensos, Sabían en cambio, evidentemente, que se podía movili­ zar una parte al menos de la opinión pública presentando la ley como un atentado a la propiedad privada de la casa. Su posición fue abiertamente acusada de ser instrumental y

de mala fe por una parte de los mismos grupos parlamentarios de la mayoría, que hablaron de «maniobra terrorista» (cfr. La Stampa, 25 de mayo de 1971). Siempre en el mismo periódico, algún tiempo antes, habían sido señaladas «verdaderas y pro­ pias distorsiones» utilizadas por «la parte favorable a la cons­ trucción privada», en el curso de un debate televisivo sobre el problema de la casa (M. Fazio, «Farsi la casa» [construirse la casa], La Stampa, 17 de enero de 1971). A pesar de tales denun­ cias, la defensa de la propiedad privada de la casa continuó siendo propuesta e impuesta a la opinión pública como el más importante entre los temas de discusión; y fue dramatizado por defensores muy agresivos. Argumentos recurrentes fueron la inconstitucionalidad de cualquier disposición que limitara el de­ recho de propiedad, la protección de los intereses de los peque­ ños ahorradores; la aspiración general de los italianos a poseer una casa. Veamos unos ejemplos. El honorable Greggi (DC) en el curso de la discusión sobre la ley en el Senado, afirma que «el contraste se da sobre el punto esencial de la ley, que es la afirmación o la negación de la propiedad de la casa para los trabajadores italianos [...] Sobre este punto la Democracia Cristiana interpreta seguramente sen­ timientos y aspiraciones profundamente radicados en los italia­ nos, también y sobre todo en los niveles más populares» (II Glo­ bo, 9 de mayo de 1971). El honorable Zanibelli declara que el principio que «quieren establecer los socialistas», es decir, la casa en propiedad pero en un terreno que no es propio, que pertenece a la colectividad, «quiere decir desanimar a las inversiones del ahorro de la fami­ lia hacia la habitación. Es decir, ir en contra de la tendencia umversalmente sentida de tener una vivienda propia disponi­ ble» (ll Globo, 8 de mayo de 1971). El diputado Guarra (MSI) habló de contraste con la Constitución que asigna a la Repúbli­ ca la tarea de «facilitar la adquisición de la casa a los trabajado­ res», mientras Quilleri (PLI) imputaba a los adversarios una «visión distorsionada lejana de las expectaciones de los ciuda­ danos» (II Globo, 14 de mayo de 1971). En la víspera del debate sobre la ley al senado, el senador Togni remarcó que «la ley viola los artículos de la Constitución que protegen la propiedad privada y la paridad entre los ciuda­

danos; [... no puede] satisfacer la aspiración general a la propie­ dad de la casa [...] hay que abolir por ser abusivas las disposi­ ciones que limitan la transferencia de la propiedad de estas vi­ viendas o su alquiler» (El Día, 3 de julio de 1971). La Confedilizia (Confederación de los Constructores) definió la Ley sobre la casa, inmediatamente después de su aprobación en la Cámara de Diputados, como una «ley escándalo» (II Giorno, 5 de junio de 1971), que «no sólo afecta el derecho de propie­ dad de nuestro ordenamiento constitucional y económico, sino que elude la legítima aspiración a la propiedad que constituye una tendencia de todos los italianos» (Conferencia de prensa del abogado Pompeo Magno, Presidente de la Confederación de los Constructores de Lazio, de II Globo, 5 de junio de 1971). La Confederación organizó encuentros y manifestaciones contra la aprobación de la ley, otro error que hubiera sido pre­ disponer medidas según las cuales «los únicos en pagar el precio serían como siempre los pequeños propietarios» (ídem, siempre en 11 Globo, 5 y 11 de junio de 1971), Se repetía continuamente que el pequeño ahorro se dirigía a Ja adquisición de vivienda, y que por esto había que defenderlo, afirmando que «las consecuencias de tal orientación [la de la ley] pesarían particularmente sobre las familias con ingresos modestos que podían adquirir su vivienda y sobre los pequeños ahorradores que invirtieron sus capitales en viviendas económi­ cas y popular para dar en alquiler» (II Globo, 25 de octubre de 1971; II Mattino, 24 de junio de 1971), en patente contradicción con lo afirmado en otra ocasión (ti Globo, 21 de abril de 1971 ): es decir, que la inversión inmobiliaria ya no era conveniente, lo que induciría a pensar que hubiera sido un deber social orien­ tar el pequeño ahorro hacia otras inversiones. Siempre en ll Globo, 19 de junio de 1970, la ley (ya en discusión en el Senado) es definida como «una bomba contra los ordenamientos». Se afirma finalmente que el enriquecimiento que del control de los suelos podría derivar a los Municipios es «absurdo» (ll Globo, 8 de diciembre de 1970) mientras tal o cual no parecía hasta que terminaba en las bolsas de los especuladores. También las otras fuerzas políticas, que se colocaban en po­ siciones muy diversas de las citadas aquí, dan la impresión de verse obligadas a enfrentarse con el valor —real o presunto— que los italianos asignaban a la propiedad privada de la casa.

El Ministro del Trabajo aseguró repetidas veces que las ca­ sas en alquiler estaban reservadas «a las clases menos acomo­ dadas, a las personas que vivían en barracas o que vivían en lugares insalubres, a los trabajadores inmigrados» (declaración a la agencia ADN-Kronos, 18 de junio de 1971). Lo sobreenten­ dido, era entonces que cualquiera que tuviese una situación normal, con un trabajo, que no fuera merecedor de marginación, tendría la posibilidad de disfrutar de casa en régimen de propiedad. Hasta el periódico 1’Unita, del partido Comunista italiano, tituló: «Un nuevo camino a la propiedad del aparta­ mento» (22 de junio de 1971) un artículo en el que aclaraba cuáles eran las finalidades y las estructuras de las cooperativas y de la propiedad individída. ¿Pero la ley no nacía como respuesta a un movimiento so­ cial que parecía portador de valores completamente distintos? Frente a las movilizaciones del «otoño caliente», otros datos disponibles señalan cuando menos la coexistencia, en la cultura de muchos italianos de dos orientaciones de valor divergente. De 1951 a 1969, el número de viviendas en propiedad habían aumentado el 87 %, mientras que las utilizadas en alquiler ha­ bían crecido el 23,9 %. Parece evidente que apenas el creci­ miento de la renta y las facilidades crediticias y fiscales se lo consintieron, una gran mayoría de los italianos se preocupó por «tener una casa». Era esto, por supuesto, el objetivo prioritario; mientras que el régimen de suelos, la política de los servicios y el crecimiento equilibrado de las ciudades, aún reivindicados enérgicamente, no eran perseguidos con la misma tenacidad con que se realizaba el proyecto familiar —privado de la casa en posesión. En conclusión, la expropiación generalizada de las áreas para construir fue rechazada por el Parlamento, y los que en la mayoría de gobierno, lo sostuvieron, pagaron un alto precio por su no conformismo. Tampoco se puede decir que fue encauza­ da una diferente política urbana, o una más incisiva política de dotación de servicios para las zonas-dormitorio. A pesar de esto, no hubo más movilizaciones nacionales por una distinta política de la casa. La solución familiar —privada del problema del alojamiento— fue, de hecho, no sólo practicable en tiempos relativamente breves para una gran mayoría de los italianos, sino satisfactoria hasta el punto de hacer relegar en un rincón,

por muchos años, los aún evidentes desperfectos que esa ges­ tión de las ciudades y del territorio producía. Son posibles interpretaciones diversas. Se puede leer esta historia como un ejemplo de lo que en un tiempo se llamaba «viscosidad cultural», persistencia de la tradición, también en contextos radicalmente cambiados. Pero se puede interpretar la persistencia del valor de la casa en propiedad como una refuncionalización de la tradición, como la respuesta, repetida en cuanto ya verificada, a condiciones de vida que nunca permitie­ ron salir definitivamente de la precariedad; de modo que la pro­ piedad de la casa sería siempre un dato de seguridad. Se puede también pensar que la casa fuera el más accesible, y el más útil entre los bienes de consumo duraderos, a la posesión de los que los italianos, neoconsumistas, confiaron en los años sesenta la tarea de rediseñar las jerarquías sociales. Y también se puede pensar que la valoración de la casa en propiedad haya sido in­ ducida —con la propaganda política, pero también con las faci­ lidades fiscales y crediticias, con la proposición de modelos su­ gestivos, pero también con la creación de condiciones ventajo­ sas para los pequeñísimos ahorradores— por un grupo político y económico que sobre la especulación inmobiliaria construyó sus fortunas. Quizá todas estas interpretaciones son aceptables en el sen­ tido de que ninguna excluye a las otras. De hecho, ¿no empeza­ mos nuestra reflexión señalando que la casa sirve y tiene mu­ chos significados? Desde la mitad de los años setenta y durante los años ochenta se manifiesta en Italia lo que se puede considerar una verdadera y propia disociación esquizofrénica, en el ámbito de las políticas sociales para la casa. Mientras una mayoría de los italianos adquiere en el mercado privado la casa donde reside, y con una cantidad no pequeña se compra una segunda casa en un lugar de vacaciones, se desencadena entre los expertos una lucha para denunciar los límites y las carencias de las construcciones populares ya realizadas; criticando el ZONING, las imprevisiones hacia el ambiente y la negligencia hacia las condiciones del bienestar humano, la abstracción de los están­ dares y la irracionalidad del racionalismo, las carencias en los servicios y la monotonía de las tipologías (Villani, 1974; Coppola Pignatelli, 1977; D'Innocenzo, 1986; De Francis, 1988). Al

mismo tiempo arquitectos pertenecientes a igual ambiente uni­ versitario y profesional proyectan y realizan en muchas ciuda­ des italianas, en el marco de la ley 457/78, unos gigantescos y extravagantes graiids ensembles, en los cuáles «el contenimiento» de las superficies y de los volúmenes [de los alojamientos individuales] no ha sido en concreto asociado a alguna direc­ ción cualitativa que definiera las características tipológicas, funcionales y ambientales de las instalaciones por realizar. Fracasada la tentativa de devolver como servicios externos a la vivienda las superficies sustraídas a la misma, el resultado más evidente del Plan Decenal para la construcción es una nueva y abundante producción de viviendas más pequeñas y más infe­ lices (D’Innocenzo, 1986'. 17). De uno de estos mastodontes, conocido como «Le vele» de la colonia en la zona de Scampia Secondigliano (Ñapóles), los habitantes pidieron formalmente al Ayuntamiento su demoli­ ción, sosteniendo entre otras cosas, que «la gente no debe ser más considerada como un accesorio de los proyectos urbanísti­ cos (ll Mattino, 30 de marzo de 1989, 21). Lo cual confirma cuanto escribe otro experto en problemas de la casa: «Se debe reconocer que en general (pensamos en todos los países) se conoce muy poco sobre las aspiraciones de la gente hacia los diversos tipos y estándares de vivienda» (Villani, 1975: 20). Cuando por fin se logra activar a la gente para poderle preguntar por lo menos como querría que fuera hecha su casa, los resultados son desconcertantes (Legé, 1984; Portelli, 1985). Los usuarios, habitantes de una vivienda de interés so­ cial o destinados a serlo, saben articular muy poco sus deman­ das: ellos reivindican sobre todo la ampliación de lo que ya tie­ nen o ya conocen. A veces simplemente recababan sugerencias de los modelos «burgueses» propuestos por los medios. También aquí hay un problema importante para la antro­ pología; con una terminología actualmente de moda, se podría invocar la incapacidad de los sujetos a «traducir», a traducirse unos a otros, e imputar a esta imposibilidad de comunicar esa «traición de la participación» lamentada en un estudio de los tardíos años setenta (D'Alto, Elia, Faenza, 1977). Indudable­ mente entre urbanistas, arquitectos y antropólogos por una parte, y habitantes de las colonias periféricas de interés social por la otra, las diferencias culturales son muy grandes como

para que surja un problema de comunicación transcultural. Pero creo que estas diferencias resultan más adecuadamente definidas y su función más comprensible si las conceptualizaraos, con Bourdieu, en los términos de capitales culturales, cuya asignación social es siempre decidida en el interior de relaciones de poder.

TERCERA PARTE

A LA BÚSQUEDA DE UN OBJETO: ESTUDIO DE CASOS

C a p ít u l o

s é p t im o

PIETRALATA: LAS LUCHAS POR LA VIVIENDA*

Pietralata tiene una historia particular: ya completamente integrada en el tejido urbano de Roma, nació como suburbio (,borgata), es decir, como asentamiento satélite querido y reali­ zado programadamente en los años treinta, durante la dictadu­ ra fascista. El pueblo de Pietralata está situado al sureste de Roma, cer­ cano a la calle Tiburtina que une la capital con el m ar Adriático. En la época de nuestra estancia, la población de la borgata era de 20.000 habitantes aproximadamente. Como casi todos los pueblos romanos coevos (?), y los barrios del centro histórico o las zonas de la primera expansión de la ciudad después de 1870, Pietralata se ha caracterizado durante décadas por una fuerte identidad local que estaba todavía muy viva en los años en que se llevó a cabo la investigación. El localismo —con base pueblerina, ciudadana, provincial, regional y étnica— se ha vuelto uno de los temas favoritos de la investigación antropológica de los últimos años (W.AA., 1989a; W.AA., 1989b; W.AA., 1993). Se ha puesto de actualidad no * La investigación en Pietralata ha sido dirigida por mí, Gianfranca Ranisio y Gabriella Pazzanese desde 1979 hasta finales de 1980, con sucesivas estancias en el lugar de un mes de duración cada una de ellas. Estos materiales no han sido nunca publicados.

sólo desde la tragedia de la ex Yugoslavia, sino a partir de toda una serie de conflictos endémicos de pequeñas, medianas y grandes dimensiones, a los que el localismo parece proveer el trasfondo ideológico y el contenido de valores. Desde las pandi­ llas de los guetos califomianos hasta Chechenia, la reivindica­ ción del control sobre un territorio es legitimada produciendo ese territorio como patria. A veces dicha producción puede refe­ rirse a una continuidad de asentamiento históricamente verifi­ cada, otras veces el territorio reivindicado constituye para el grupo que lo reivindica un objeto cultural que tiene tanto de la metáfora como de la tradición inventada; como es el caso de los chicanos, los hijos de los inmigrantes mexicanos nacidos en Ca­ lifornia, cuya Aztlán, es al mismo tiempo la California en que viven y el mítico territorio donde los aztecas iniciaron, guiados por un águila, su bajada hacia el sur, que debía conducirlos a los triunfos y a las glorias de Tenochtitlán (Rodríguez 1993; Valenzuela Arce 1993). A pesar de las diferencias notables que se registran entre un grupo y otro, dos características parecen constituir el mínimo común denominador del localismo de es­ tos grupos. La primera consiste en el hecho de que el localismo se produce en el interior de una relación antagonista entreteni­ da con uno o mas grupos, en el interior de ella el localismo (elaborado en etnicismo y racismo) se tom a un arma ideológi­ ca. La segunda característica, estrechamente ligada a la prime­ ra, es el fundamentalismo tendencial o desplegado del que el localismo está empapado. El pertenecer al grupo es siempre una cuestión de raíces; de patrimonio lingüístico, religioso y cultural, de larga pertenencia y de transmisión a través de las generaciones, y esto vale aún cuando el elemento de la heren­ cia genética no está directamente involucrado. De tal modo que —vale la pena notar— los dos principios de pertenencia, el te­ rritorio y la sangre, que en ocasiones son considerados opues­ tos, terminan fundiéndose en una sola, aunque no definida pero poderosamente sugestiva, «esencia» que hace que «tú seas uno de los nuestros». El interés de la investigación desarrollada en Pietralata es —en mi opinión— el hecho que permitió insertar la historia del nacimiento, florecimiento y descenso del localismo de la borgata en un marco interpretativo diferente. Eso será discutido des­ pués de la exposición de los materiales recogidos.

He decidido presentar los resultados bajo la forma de una historia de la relación entre los habitantes de Pietralata y su territorio. Este corte interpretativo me fue sugerido, diría yo casi impuesto, por los habitantes de la borgata, o mejor dicho, ha sido el corte que ellos antes que nada han elegido para na­ rrarse. Ya en la época de la investigación la borgata había sido ab­ sorbida en un continuum urbano que la unía sin importantes rupturas al barrio tiburtino y, por lo tanto, a la ciudad de Roma. No obstante, la primera pregunta que se nos hizo fue: «¿Vienen de Roma?». Pronto nos dimos cuenta de que en Pie­ tralata todos utilizaban frases como «mañana por la mañana voy a Roma por un certificado», «mi hermana vive en Roma», «encontré trabajo en Roma». Si se objetaba: «¿Pero aquí no es Roma?», la respuesta era: «No, aquí es la borgata». Desde su «fundación» Pietralata, como las otras borgatas, fue incluida ad­ ministrativamente en el Ayuntamiento de Roma; pero sus resi­ dentes evidentemente no se identificaban con la ciudad ni se consideraban sus habitantes. Era frecuente Ja afirmación según la cual los habitantes de la ciudad de Roma consideraban a los habitantes de Pietralata diferentes a ellos; y también la gran mayoría de nuestros inter­ locutores de Pietralata se consideraban diferentes a los roma­ nos. La percepción de sí mismos como diferentes a los habitan­ tes de otras borgatas, de las que algunas estaban muy cercanas, era igualmente muy fuerte. También cuando participaban en forma colectiva en manifestaciones que se referían a Roma en­ tera, los habitantes de Pietralata participaban como tales y no como romanos, y señalaban con orgullo esta característica. El ejemplo seguramente más significativo al que asistí es el si­ guiente. Desde los primeros comicios de la posguerra hasta fi­ nales de los años ochenta, Pietralata estuvo siempre entre los dos o tres primeros distritos electorales romanos por número de votos al Partido Comunista Italiano. Los porcentajes que reunía el PCI, siempre superiores a la mayoría absoluta, han tenido en algunos casos dimensiones plebiscitarias. La gran fiesta de los comunistas romanos era por tradición, el discurso del 25 de abril, realizado por el secretario nacional del partido en la plaza de San Giovanni in Laterano. Por este motivo el 25 de abril de 1979 participamos en la manifestación

con los habitantes de Pietralata. No exagero diciendo que se trasladó la borgata entera en un largo cortejo de automóviles, camiones y autobuses urbanos prestados por la administración del ayuntamiento. Todos los vehículos estaban decorados con tiras y banderas rojas, en donde junto a la hoz, el martillo y la bandera tricolor, símbolos del PCI, se evidenciaba y se repetía hasta el infinito el letrero: «Pietralata —sección XXV abril». To­ dos los cláxones sonaban al máximo. Se cantaba en coro en todos los coches. Reunidos en una pequeña plaza cercana a San Gíovanni, dejamos los coches y se formó un cortejo con bande­ ras y tiras cuyos letreros, pronunciados también a manera de eslogan, gritaban: «Pietralata es roja, la D.C. no pasa», y otros que de cualquier forma ponían en evidencia el nombre de la borgata. El cortejo entró a la plaza San Giovanni in Laterano y, hendiendo la multitud, se detuvo debajo del palco de los orado­ res. «Éste es el lugar de los compañeros de Pietralata», me dije­ ron con orgullo; no de los compañeros albañiles, metalúrgicos o ferrocarrileros. Así también «de Pietralata» fue el festival de la Unitá organizado en septiembre del mismo año en la borgata; como «de Pietralata» eran las delegaciones enviadas a las mani­ festaciones ciudadanas, regionales o nacionales del PCI. ¿De dónde nacía este sentido tan fuerte de identidad local? La historia del poblamiento del lugar puede ayudarnos a indivi­ duar al menos algunas razones. Al inicio de los años treinta, Mussolini, ya en el poder, lanzó la política de renovación urba­ na de la ciudad de Roma. Con esta operación quería poner en práctica, entre otras cosas, también un objetivo ideológico: con­ solidar la imagen del régimen fascista como realizador provi­ dencial de orden, paz y prosperidad en el interior, y como temi­ ble conquistador de imperios en el extranjero. Para construir esta imagen no se encontró nada mejor que intentar establecer analogías sistemáticas entre la «Era» fascista y la época impe­ rial romana, en particular la época de Augusto. El repertorio de «romanidad» recuperado y nuevamente propuesto o impuesto (en las divisas, en los emblemas, en las insignias, en las bande­ ras, en los saludos, en el lenguaje oficial, en los programas esco­ lares, en la arquitectura pública, etc.) fue muy vasto, claramen­ te artificial, a menudo lúgubre; tuvo su culminación en el pro­ yecto de establecer «en los cerros fatales de Roma» la antigua capital imperial. Es sabido que este programa sirvió para hacer

emerger algunos monumentos de la época clásica a costa de la demolición de una buena parte de la Roma medieval no monu­ mental y también de monumentos importantes. La operación añadió a los resultados de tipo ideológico, los de tipo sociourbanísticos. La demolición de las viejas viviendas que constituían el centro histórico romano conllevaba la expul­ sión del centro mismo de aquellos que ahí vivían. Se trataba de una parte importante del proletariado romano, un proletariado en cierta medida a típico. Siendo desprovista, más aún hoy, de establecimientos industríales importantes, Roma no tenía un proletariado industrial, sino más bien un proletariado de alba­ ñiles, obreros, trabajadores de los transportes públicos y priva­ dos, de los servicios y además, una consistente población de pequeños trabajadores independientes, artesanos y comercian­ tes. Aunque desprovistos de la tradición socialista, sólida, tanto en el plano ideológico como en el organizativo, que tenía la clase obrera del norte de Italia, el proletariado romano consti­ tuía una realidad potencial y a menudo explícitamente hostil al régimen. La forma en que fue alejado del centro histórico de la ciudad demuestra que junto al objetivo de crear un urbanismo monumental, el gobierno fascista perseguía igualmente otro ob­ jetivo no menos importante: el de neutralizar marginándolo, un grupo social hostil y potencialmente peligroso. La expulsión del centro histórico no se limitó, en efecto, a un reacomodo en otra zona, en la periferia de la ciudad, sino que fue algo que algunos autores no dudaron en llamar deportación. Para alejar a la po­ blación expulsada del centro histórico se crearon las borgatas. Éstas no eran ciudades satélite o colonias periféricas indepen­ dientes o poblados rurales. La única definición que se puede dar es: dormitorios, conjuntos de barracas dispersas en el cam­ po romano a varios kilómetros no sólo del centro, sino también de la última casa de la periferia. De 1934 a 1939 se construyeron una decena de borgatas (Insolera, 1962), a unos cien metros de alguna de las grandes ca­ rreteras de época consular que partían de Roma, pero casi siempre estaban situadas en los valles característicos del campo romano, profundas cuencas hundidas respecto a la superficie, en cuyo fondo había casi siempre agua semiestancada, la lla­ mada maraña. De forma tal que, aunque desde todas las borga­ tas se podía fácilmente alcanzar una carretera, sin embargo.

estos asentamientos quedaban invisibles para quien pasaba por la carretera misma. Ubicadas en microclimas insalubres, por el estancamiento y la infiltración de agua, las borgatas estaban constituidas de barracas de dos o tres tipos diferentes. Las más simples carecían de pavimento, tenían muros de paneles pren­ sados y un techo de lámina sin envigado; las más «bonitas» eran de manipostería con piso y entretecho. Se trataba de aloja­ mientos unifamiliares sin servicios higiénicos; de una sola habi­ tación con cocina o de dos habitaciones para las familias más numerosas. Los servicios higiénicos eran colectivos, colocados en barracas, distribuidos en uno por cada tres o cinco vivien­ das. Carentes hasta el final de 1a guerra, no sólo de estructurascolectivas, sino de casi todos los servicios sociales, y en el curso de los primeros años también de alcantarillado, de líneas regu­ lares de autobuses que las conectaran a Roma, las borgatas no eran unos campos de concentración sólo porque no estaban cercadas (amuralladas). Evidentemente nadie hubiera ido a vivir por propia iniciati­ va a lugares así. En efecto la evacuación de la población de las viejas viviendas se hizo gracias a la orden generalizada de ex­ pulsión por causa de pública utilidad, y si la gente no se iba —y a menudo no lo hacía— la orden de expulsión ofrecía la cober­ tura legal para que interviniera la policía y el ejército fascista. No solamente la tradición oral, sino también los archivos de estado atestiguan que las casas fueron desalojadas varias veces, y las personas y los muebles cargados en los camiones bajo la amenaza de los fusiles (Insolera, 1962). Éste es también el origen de Pietralata, borgata construida en 1936, al lado de una vieja cantera de piedras para construc­ ción, abandonada, en el kilómetro 6 de la carretera Tiburtina. El desarraigo fue total. Irse a la borgata implicó perder el terri­ torio, la casa, la colonia, ¡a ciudad. Para muchos esto significa­ ba perder también el trabajo y los vínculos creados en el medio laboral. Significaba, finalmente, la ruptura de los lazos familia­ res y de vecindario, puesto que (como era previsible) los habi­ tantes de cada zona demolida fueron dispersados en más de una borgata. Los relatos de los protagonistas (niños o adoles­ centes de esa época y adultos o ancianos cuando los entrevista­ mos), demuestran que la deportación de los barrios urbanos a las borgatas fue para todos el origen de una crisis cultural radi­

cal, de una confusión de la cual nació un sentimiento de cólera, de rebelión impotente frente a la violencia de la que fueron víc­ timas, y, por lo tanto, de odio profundo para quien la había provocado e infligido. Fueron necesarios varios años, y un acontecimiento de gran magnitud como la guerra, para que el antifascismo visceral de los habitantes de las borgatas se trans­ formara en conciencia política. La primera crisis cultural que los deportados debieron afrontar fue la de su relación con el espacio. El desarraigo bru­ tal del territorio que les era familiar los obligó a reelaborar completamente su mapa mental, la visión del espacio modelada a través de la experiencia; y el nuevo territorio donde habían sido lanzados, no podía no condicionar profundamente la nue­ va concepción del espacio que debieron elaborar, al menos en tres niveles: casa, colonia y ciudad. Los testimonios parecen confirmar que, aunque hayan sido habitadas al menos por 15, a menudo 20 o 25 años, jamás nadie ha considerado las barracas como casas. En el curso de las na­ rraciones de los entrevistados, se les evocaba con la ayuda de algunas fotografías que provocaban inevitablemente una serie de comentarios como: «¿Y a éstas tú les llamas casas?», «¿Son unas casas, aquellas cosas de allí?», «No somos bestias para sentimos como en casa en este establo», y así sucesivamente. Este rechazo total de considerar como casa un alojamiento donde se ha pasado un tercio, a veces la mitad de la vida, donde quizá se nació, podría encontrar una explicación en la pésima calidad de las barracas mismas, realmente más parecidas a es­ tablos que a habitaciones. Sin embargo, desde el punto de vista del espacio utilizable y de la cualidad de los servicios, como también de la salubridad, las viejas casas del centro histórico no tenían unos estándares mucho mejores que las barracas. A es­ tas últimas, además, con el pasar de los años todos lograron aportar alguna mejoría. Creo que el decidido y generalizado re­ chazo a considerar las barracas como casas hay que reconducirlo al valor simbólico de las barracas mismas, más todavía que a su disfuncionalidad práctica. Para los habitantes de Pie­ tralata la casa anterior, aunque modesta, era de cualquier for­ ma un bien seleccionado en plena autonomía según una deci­ sión orientada por un proyecto. También en los estrechísimos límites de los recursos financieros disponibles, la vieja casa en

el centro histórico estuvo escogida justamente porque respon­ día mejor que otra a las necesidades de sus ocupantes, tenía los requisitos que los había inducido a escogerla entre un conjunto de viviendas similares, pero ninguna igual a la otra. Tampoco la situación era muy diferente cuando el alojamiento había sido recibido en herencia (algunas veces se heredaba el contrato de alquiler) de los padres. En las ciudades el mercado de la vivien­ da para los pobres tiene de cualquier forma su dinámica y, en conclusión, quien accede a ese mercado, tiene alguna oportuni­ dad, más o menos modesta, más o menos ilusoria, de efectuar elecciones y, por lo tanto, de encontrar confirmaciones a su propia identidad y a su propia libertad. Haber sido forzadamen­ te «arrojados» dentro de una barraca quería decir haber perdi­ do libertad, posibilidad de escoger y decidir con dignidad. El riesgo de volverse «como las bestias» no era menos grave desde este punto de vista, que desde el de la higiene y de la promiscui­ dad. La tenaz renuncia a reconocerse, y a aceptarse como habi­ tantes de los que durante veinte años continuaron a llamar «es­ tablos», ha sido probablemente para los habitantes de Pietralata el elemento de continuidad cultural que les permitió no perder la memoria de la vieja manera de vivir; y, a partir de ésta me­ moria, proyectar una nueva. No es casual que la lucha por tener de nuevo una casa será el gran acontecimiento durante el cual se construirá la conciencia colectiva local de los habitantes de Pietralata. La relación con la colonia, o mejor dicho, las relaciones de colonia habían sido también, según los testimonios, profunda­ mente modificados por la deportación. El aislamiento del exte­ rior y la nivelación social interna no pareció que produjera a Pietralata las tensiones y la atomización social tan frecuente en situaciones análogas (Giglia, 1994; Althabe et alii, 1985). En las narraciones de nuestros interlocutores parece haber sido «des­ de siempre» fuerte, tanto la identificación entre la borgata y el grupo que allí vivía, como el sentimiento de pertenencia del in­ dividuo no solamente al grupo sino también al lugar, aún con toda la ambivalencia de odio-amor que el lugar suscitaba. Pro­ bablemente el origen dramático, violento de la borgata plasmó desde el inicio la identidad colectiva de un «nosotros» que es también un «aquí», opuesto a un «ellos» que es también un «fuera de aquí». Ya que el «nosotros» se constituyó en el curso

de un evento-en-el-espacio, un evento que puso en discusión el equilibrio del espacio, el «nosotros» y el «ellos» se constituyeron como sujetos-sociales-en-el-espacio: el «otro» social está siem­ pre en «otro lugar» espacial. Ya se vio que buena parte de las personas con quienes se ha hablado están convencidas de ser consideradas por los demás como «diferentes» en cuanto habi­ tantes de una borgata. Al mismo tiempo, y a pesar de repetidas denuncias de los defectos, insuficiencias e incomodidad que el vivir en borgata conlleva aún en el tiempo de nuestra investiga­ ción, poquísimas personas quisieron expresar el deseo de ir a vivir a otro lugar; la mayoría en cambio estaba atenta a declarar que no hubieran querido en absoluto irse. El cuadro no estaría completo si no tuviésemos en cuenta el hecho que Pietralata es —y en los hechos siempre ha sido— una parte de la ciudad. No es cuestión de distancia espacial; es evi­ dentemente una cuestión de relaciones y de percepción recípro­ ca; y la borgata nació en relación a la ciudad. El primer y más importante ámbito de esta relación es el económico. La borgata no ofrecía y no ofrece medios de subsistencia. No había en la borgata trabajo de tipo urbano y la tierra que la circundaba no era cultivable o ya estaba ocupada desde hace mucho tiempo por verdaderos agricultores. Los habitantes de la borgata de to­ dos modos no habrían sabido ni querido cultivarla, jamás fueron campesinos. Para ellos la búsqueda de un sueldo gravitaba en la ciudad; para encontrar un empleo necesitaban dirigirse a la ciu­ dad. Por tradición los hombres estaban ocupados en las cons­ trucciones y las mujeres se ocupaban de hacer la limpieza. Tra­ bajos, por lo tanto muy inestables y precarios; para realizarlos se necesitaba ir a la ciudad, pero sin ocupar un lugar fijo y recono­ cible en la ciudad. «¿Dónde trabajas?» «En Roma.» «Sí, pero ¿dónde, en Roma?» «Eh, hoy aquí, mañana allá.» Los recursos que se podían encontrar en la ciudad eran de cualquier forma también otros: principalmente la asistencia que se podía obtener gracias a los canales administrativos y a la beneficencia, cuyo descubrimiento era tarea casi exclusiva de las mujeres; y también los recursos típicos de la marginación económica; los pequeños comercios más o menos abusivos, las actividades ilegales propiamente dichas. Naturalmente estaban en las borgatas (y aumentaron lentamente con el paso de la primera a la segunda generación) también personas que tenían

una ocupación estable, pequeños comerciantes, algún artesano y, sobretodo, empleados de bajo nivel en los servicios públicos. Pero para la mayoría de los habitantes el cuadro que acabamos de trazar someramente es el mas plausible. La ciudad era indis­ pensable para la supervivencia de la borgata. Pero, en realidad, a la ciudad se «iba a buscar trabajo, comida y dinero», «no se permanecía» como sujetos integrados en la ciudad misma. En conclusión, la relación con la ciudad era tan necesaria como precaria. En relación a la ciudad, los habitantes de la borgata se sentían, aún en la época de nuestra investigación, casi unos ocupantes temporales, abusivos, tolerados, más bien temidos, pero permanentemente expuestos al riesgo de ser ex­ pulsados nuevamente (G. Berlinguer, P. Della Seta, 1960; Ferrarotti, 1970). Se puede resumir la experiencia de la expulsión y de la de­ portación con las palabras de uno de ellos: «¿Sabes por qué las borgatas han sido construidas en los valles? Porque ellos no nos debían ver, nosotros debíamos desaparecer. No se debía ni si­ quiera saber en donde se encontraban las borgatas». El odio compartido hacia el régimen fascista y la fuerte es­ tructura de las relaciones vecinales en el interior de la borgata, hicieron que ésta participara por decirlo así colectivamente, a la resistencia antifascista y antinazista en el invierno de 1943-1944. Se establecieron probablemente así las primeras conexiones con la organización clandestina del Partido Comunista Italiano. Como ya se ha señalado, en la historia reciente de la borgata, el PCI juega un papel central no sólo desde el punto de vista políti­ co (que no examinaré), sino desde el punto de vista cultural que está en el centro del presente análisis. Concluida la guerra en 1945, la lucha por la casa fue el com­ promiso en torno al cual se consolidaron los vínculos ya exis­ tentes entre la borgata y la organización política y muchos nue­ vos que se crearon. Como ya hemos dicho, la necesidad de ca­ sas era evidente y los habitantes de Pietralata eran todos cons­ cientes de ello; las ya terribles carencias cualitativas y cuantita­ tivas de la situación originaria se agravaron con la guerra y la posguerra. Primero gravitaron alrededor de Roma los expulsa­ dos de las zonas al sur de la capital, atravesadas por el frente; después, al inicio de los años cincuenta, se activaron imponen­ tes corrientes de inmigración hacia Roma, desde el centro-sur

de Italia (Signorelli, 1995). Quizá todavía antes de que la guerra terminara, en el verano de 1944, y después con un crecimiento ininterrumpido, el PCI, a través de la presencia difusa de sus funcionarios y activistas, de su excelente red de células y de manifestaciones, había comenzado a desarrollar lo que no me parece exagerado llamar un verdadero trabajo educativo, una pedagogía que transformó a los potenciales bandidos sociales de la borgata, llenos de odio y de ganas de vengarse. Los trans­ formó, ¿en quién? Quizá no tanto en comunistas, como al parti­ do y a ellos mismos les gustaba decir, sino en ciudadanos. En la época de nuestra investigación, al inicio de los años ochenta, la enseñanza del partido parecía sedimentada en algunos princi­ pios profundamente interiorizados por todos los habitantes de Pietralata. Las casas son un bien al cual se tiene derecho, no una dádiva más o menos generosa concedida a los pobres por los poderosos; como consecuencia se necesita pedirlas a la so­ ciedad, m ejor aún al poder público, al ayuntamiento, al estado; y si nos organizamos de modo tal que se pueda transformar la petición individual de una casa en una reivindicación colectiva, ésta tendrá mayor fuerza, no podrá ser ignorada o abandonada fácilmente. «Derecho a la vivienda» fue la palabra de orden que marcó el período que todavía hoy se llama «de la lucha por la casa», y según los testimonios, parece que en este caso el término «lu­ cha» no es una amplificación retórica. Durante largos años las marchas de protesta, los mítines en el Capitolio donde se en­ cuentra el Municipio de Roma, las barricadas en la calle Tiburtina, las ocupaciones demostrativas, los cortejos y naturalmente los choques frecuentes y violentos con la policía, constituyeron una secuela casi ininterrumpida. La victoria fue completa: a finales de los años setenta, Pietralata fue totalmente reconstrui­ da por los institutos de construcción económica y popular; las barracas habían desaparecido completamente, cada familia ha­ bía «conseguido la casa». Vale la pena señalar que también si se trata de casas en alquiler, los que las habitaban mostraban el mismo aire de lograda seguridad y estabilidad que podrían mostrar siendo propietarios. No sólo por la absoluta modestia de la renta ni por la protección que la ley acuerda a los inquili­ nos de las casas populares, en práctica inamovibles; sino tam­ bién por la conciencia de su propia fuerza, del logrado estatus

de ciudadanos titulares de derechos, el respeto de los cuales estaba garantizado por la fuerza de la organización de la que constituían una parte sobresaliente. La experiencia había, por lo tanto, señalado a los habitantes de Pietralata que la lucha paga, que da resultados concretos. La lucha era el instrumento gracias al cual se había adquirido un bien: la casa; un estatus, el de habitante de una casa civil; una identidad social y política reconocida por toda la ciudad, la de militante comunista de borgata. La lucha da el poder y el poder da la identidad. «Si no luchas no eres nadie» dice una persona entrevistada. Todavía en la época de nuestra investigación, aun­ que la administración del Ayuntamiento de Roma estaba en manos de los comunistas desde hacía cinco años, el 60 % de las personas entrevistadas estaban convencidas de que «para obte­ ner el progreso en la colonia, los habitantes se deben movilizar y luchar directamente, en lugar de confiar sus peticiones a una organización que las trasmita a la autoridad competente». Las luchas por la casa han sido una experiencia decisiva, fundamental, pero también muy clara y lineal, casi un recorrido clásico de la formación de la conciencia colectiva. Los margina­ dos, los aislados descubren la fuerza de la organización, la fuer­ za de la petición que tiene una dimensión colectiva. Descubren al mismo tiempo que la posesión de la fuerza les da derecho a la identidad. Descubren que si son decididos serán respetados. «Si quieres obtener algo, les debes dar miedo», dice otra perso­ na interrogada. La firme oposición «nosotros/ellos» alimentada por el aislamiento y por la homogeneidad social originaria de la borgata, tuvo al inicio una función defensiva de la identidad, una función de hecho tranquilizante y protectora. Ésta ha cam­ biado de significado con la lucha y se ha vuelto agresiva: el «nosotros/ellos» no es más el horizonte cultural que ayuda a no desaparecer en los valles, sino el horizonte cultural que ayudr a salir de los valles para entrar en la ciudad. El «nosotros/ellos» se, vuelve «nosotros contra ellos». Los valores son antagonismo y agresividad hacia el exterior; solidaridad y lealtad hacia el inte­ rior. La conflictividad latente o maniñesta es experimentada como un dato constante de la vida y se vuelve, por lo tanto, un carácter del mundo; un carácter no negativo porque es verdade­ ramente a causa del conflicto que los habitantes de las borgatas «entran de nuevo en la historia». Más allá de todos los valores,

el valor supremo es el partido, la entidad que permitió que todo esto se realizara. Pero a la devoción por el partido va unido un sentido muy fuerte de la propia identidad colectiva. No gratuito en verdad, y, además, reforzado por situaciones externas. La violencia y la eficacia de las luchas por la vivienda gana­ ron a la borgata una reputación de «dura», primero entre los militantes del PCI romano, después en toda la ciudad y al final, a nivel nacional, cuando las historias de las mujeres de Pietrala­ ta, comprometidas más que los hombres en las luchas por la casa inspiraron una película, La diputada Angelina (L’onorevoh Angelina) cuya protagonista fue Anna Magnani: fotografías de escenas de la película y más aún las fotos instantáneas tomadas a la actriz y con la actriz se conservaban todavía con devoción al inicio de los años ochenta no sólo en algunas casas privadas, sino en las sedes de Pietralata del PCI. Pero, sorpresivamente, el objeto de la devoción no era la Magnani, era la borgata misma y su historia. «Nos tuvieron que hacer la película, entiendes, por el desmán que les hicimos.» En el mismo horizonte de autoestima y de orgulloso pero tolerante reconocimiento del propio papel de líder se inscribe la relación que se creó en el curso de los años de la lucha por la casa entre los pietralatenses y los inmigrantes provenientes de las regiones de Italia central y sobre todo del sur. Estos últimos, no encontrando casas en la ciudad, se instalaron en las borgatas en donde construían sus barracas al lado de las que ya existían. De origen rural, en mayoría ex campesinos, diferentes a los romanos por el dialecto, las costumbres, las prácticas religiosas, las relaciones familiares, a los inmigrantes de los años cincuen­ ta, todavía a fines de los años setenta se les denominaba los burini (palabra del dialecto romano que significa campesino, hombre burdo y torpe, ignorante de las costumbres de la ciu­ dad y, por lo tanto, destinado a hacer el ridículo y a ser engaña­ do). Pero el juicio sobre ellos era muy articulado: «Son burini porque campesinos nacieron y no pueden cambiar. Pero son capaces, lucharon por la casa con nosotros, para la lucha son como nosotros». Y, en efecto, no hay huellas ni de conflictos ni de tensiones graves entre la gente de Pietralata (como en el res­ to de las otras borgatas romanas) y los inmigrantes. Conflictos y tensiones que en los años cincuenta, en cambio, no era raro que sucedieran en Milán o en Turín (Signorelli, 1995; Fofi, 1975).

Creo que en este proceso de integración relativamente no con­ flictivo un papel crucial lo tuvo la necesidad común a todos de una vivienda; y tanto más la capacidad del PCI de dirigir la oposición «nosotros sin casa/ellos deben dárnosla» en forma tal como para hacer de ella el terreno para una identificación de los intereses comunes y de los enemigos comunes, para hacerla hegemónica, por así decirlo, respecto a la otra oposición, roma­ nos/campesinos. Cuando preguntábamos a las personas mayo­ res que habían participado en la lucha por la casa: «¿Qué signi­ fica para ti el partido?», no era raro que contestaran: «Todo», sin énfasis, más bien como la constatación de un hecho eviden­ te. Ésta era la respuesta de bastantes militantes comunistas de esa generación (Li Causi, 1993). Sería un gran error ver en la historia de Pietralata solamen­ te la producción de una representación colectiva con base te­ rritorial, útil a nivel psicológico porque permite asegurar, con­ solar y consolidar la identidad; o ver solamente una operación de producción de consenso por parte de un partido activo y hábil. La transformación cultural que he descrito, considero que ha funcionado y se ha arraigado porque ha tenido una correspondencia estructural sólida y evidente: lo ha sido desde el punto de vista económico, porque ha condicionado la desti­ nación y el uso del dinero público; y lo ha sido desde el punto de vista sociológico porque transformó la relación entre Pietra­ lata y la ciudad de Roma, haciéndola pasar de la forma de la integración marginal, individual y aislada en su rebeldía, a la forma de la integración colectiva explícita y conscientemente conflictiva. La etapa sucesiva de éste proceso pareció por lo demás per­ fectamente consecuente: en 1976, el PCI gano las elecciones ad­ ministrativas en Roma, y en el distrito al que pertenece Pietrala­ ta obtuvo una mayoría verdaderamente aplastante. Era como si con la mediación del partido y junto a todos los compañeros romanos, los pietralatenses hubieran ganado la legitimación política y jurídica para administrar los recursos públicos por el control de los cuáles habían luchado. ¿Esto quiere decir que finalmente la ciudad les pertenecía? Los procesos no son tan lineales, los acontecimientos roma­ nos no son tan lógicos. La situación que encontramos en Pietralata en 1979-1980

parecía presentar más contradicciones que continuidad respec­ to al pasado de la borgata. Resumiendo: la borgata no se parecía en nada a la de los años treinta. Las viviendas de interés social de construcción más reciente respondían a estándares más bien elevados de es­ pacio, de accesorios, de acabados; en lo que se reñere a las viviendas más antiguas, fueron objeto en los dos últimos años de un minucioso mantenimiento por parte del Instituto que es propietario. La estructura de la ocupación no había cambiado, pero la categoría de los dependientes públicos se había vuelto relativamente mayoritaria, a menoscabo de los ediles, albañiles, obreros especializados, todos en disminución. El modelo de consumo se presentaba como un mixto sorprendente de consumismo y de tradiciones populares romanas, al perder todas las características de penuria. Una mujer cincuentona, preciosa informadora ya que en su tiempo había sido una joven protagonista de la lucha por la vivienda en los años cincuenta, me recibió una tarde en su muy bien equipada cocina-comedor, en donde estaba preparando lo que en Roma se llama ciambellone, una especie de rosca de preparación casera. «Es para mi hijo», me explicó con el aire entre orgulloso y enojado típico de las madres que tienen un niño difícil, pero que con mucha dificultad logran hacerlo cre­ cer bien; «En el desayuno no me come nada, sin embargo, le he hecho probar de todo. ¡Mira!» me dijo, abriendo la puerta de un mueble. Había en el interior, al menos unos veinte paquetes entre galletas, confecciones de panecillos, cuernos, pastelitos, etc., procedentes del más cercano supermercado. El hijo en cuestión en esa época ya había cumplido 22 años, había hecho el servicio militar, y trabajaba. Según lo que afirmaban nuestros interlocutores adultos, en­ tre los cuarenta y los sesenta años, en la segunda mitad de los años setenta se había registrado una disminución muy impor­ tante si la comparamos con lo que había sucedido durante los años de las luchas por la vivienda, de la participación en la vida pública de la borgata. El PCI seguía recogiendo una gran mayoría de los consen­ sos electorales, pero parecía menos capaz o menos preocupado de movilizar, reunir, organizar a la población, como lo había hecho en el pasado.

Parecía haberse debilitado también el interés de la pobla­ ción hacia la borgata, sobre todo con respecto a la posibilidad de mejorarla gracias a nuevas estructuras y servicios mucho más fáciles de obtener con una administración de izquierda en el ayuntamiento. La demanda de nuevas estructuras era, según mis entrevistas, constante pero genérica, era más una ritualizada repetición de una fórmula, que la expresión de necesidades vividas en carne propia; la participación de los ciudadanos en la gestión de las estructuras y de los servicios sociales existentes estaba garantizada en gran parte siempre por las mismas perso­ nas activistas delegados por el PCI y, en una minoría por otros partidos; mientras la mayoría de la población o se desentendía de la gestión de los servicios o se limitaba a hacer acto de pre­ sencia pasivo en las asambleas, muchos interlocutores lamenta­ ban también la tendencia a una cada vez más escasa politiza­ ción de los jóvenes. Resumo utilizando la frase de una persona anciana, politica­ mente activa: «Pietralata, como la ven hoy, fuimos nosotros quienes la hicimos, con nuestras luchas, y es por esto que la apreciamos tanto, pero ellos [los jóvenes] han encontrado la pa­ pilla hecha y es por esto que no les importa». Naturalmente hoy, a la distancia de más de quince años, las tendencias que a finales de los setenta comenzaban a delinearse en la borgata roja aparecen totalmente coherentes con lo que ha sucedido y está sucediendo a nivel nacional y también interna­ cional. Las primeras señas de despolitización y de regreso a lo privado, pueden ser interpretadas como los primeros síntomas del advenimiento de la llamada sociedad postindustrial o posmoderna. Sin embargo, si esto puede ser el marco de referencia general, yo creo que no se debe renunciar a examinar más de cerca cómo el proceso general se declinó en una situación local, específica y fuertemente caracterizada, como la de Pietralata, Veamos algunos puntos que se merecen una reflexión. El paso del papel de antagonistas que reivindicaban el con­ trol de los recursos al de gestores de los recursos mismos pudo haber sido frustrante y no por razones emotivas o simbólicas, sino porque en concreto el segundo rol implicó para los pie­ tralatenses una pérdida de poder respecto al primero. Quisiera explicar esta afirmación que puede parecer paradójica. Cuan­ do participaron en las luchas, cada uno entre ellos fue protago­

nista, e igual a los demás, todos protagonistas; la dirección de los recursos obtenidos, al contrario, ya sea por la estructura de los roles que ofrece como por los conocimientos que exige (o que se afirma que exija), obligo a un gran número de participantes a delegar la propia participación y las propias decisiones. Es aquí donde hay que buscar, y no en una retrasada persistencia de la ideología de la lucha, la raíz del malestar perceptible en la bor­ gata, en el tiempo de nuestra investigación, en la conciencia difundida, aunque confusa, de una pérdida de poder real y por lo tanto, de un nuevo riesgo de pérdida de identidad. Los instru­ mentos del poder antagonista, de la resistencia pasiva a la resis­ tencia activa, a la violencia, eran conocidos y poseídos por cada uno y no podían ser usados sin la participación de todos. Los instrumentos del nuevo poder parecían incomprensi­ bles, reservados para pocos. Los que controlaban estos nuevos instrumentos y a los que era necesario delegar la participación de uno, no siempre eran queridos, ya que, el resentimiento por la situación de exclusión se descargaba sobre ellos. Evidente­ mente, la antigua identificación con el PCI y la tradicional con­ sideración hacia los dirigentes prevalecían sobre el descontento y el resentimiento, garantizando todavía las movilizaciones en la plaza San Giovanni. Sin embargo, el descontento señalaba, en términos elementales pero auténticos, una situación real de exclusión. Una segunda circunstancia que generaba desagrado era la poca visibilidad de los nuevos objetivos para los cuáles se ha­ brían debido comprometer. Las luchas por la vivienda tendían a la satisfacción de una necesidad explícita, consciente; la con­ frontación con otras realidades (el pasado, las otras zonas de Roma) llevaban claramente en la conciencia de todos no sólo la necesidad de cada uno, sino también la analogía entre las nece­ sidades de todos, y ofrecía al mismo tiempo elementos de cono­ cimiento para prefigurar la satisfacción de la necesidad. De he­ cho se sabía como luchar, pero se sabía sobretodo claramente por qué se luchaba. Pero, un centro social, o un centro cultural polifuncional, o mejor aún una «diferente calidad de vida» eran otra cosa. Las necesidades a las cuáles habrían debido respon­ der estas estructuras estaban en gran parte latentes por la falta de experiencias concretas que hubieran hecho madurar la con­ ciencia de una falta de esa naturaleza. En la medida en que

estas necesidades se volvían conscientes, casi siempre en forma parcial e incompleta, encontraban satisfacción gracias a la ad­ quisición de bienes de consumo en el mercado privado (al que todos ya podía acceder gracias al aumento de sus ingresos). Por ejemplo, la posibilidad de comprar para los hijos calzados ana­ tómicos y de llevarlos en automóvil al campo, esconde —en el sentido que hace desapercibida y desapercibible— la exigencia de un servicio de educación física para la infancia. Hay aún otros elementos, luchar por la casa significaba lu­ char por un bien concreto, visible, tangible, cuyo goce hubiera sido igual para todos, continuo y organizado en bases familia­ res. Las infraestructuras que mejoran la borgata, en cambio, a menudo no ofrecen bienes sino servicios; no sirven a todos en forma homogénea, sino que tenían un público diferente y selec­ cionado por categoría y edad; no sirven en forma continua, sino sólo en ciertos períodos de la vida de cada uno. Para que todos se dedicaran a realizar un círculo para los ancianos o una guar­ dería, se necesitaba que estas estructuras fueran consideradas respuestas a las necesidades de todos y no a las necesidades de los más ancianos o de las jóvenes madres que trabajan. Pero el reconocimiento de la naturaleza colectiva de necesidades como las anteriores puede nacer sólo de una actitud cultural, que no valorice la ventaja inmediata, que se haga cargo de programar el futuro, que valore la inversión, la ventaja a largo plazo. Sin embargo, las experiencias de marginación subjetiva respecto al ejercicio del poder de gestión; el bajo nivel de conciencia de las nuevas necesidades y su satisfacción parcial en el mercado pri­ vado; la tendencia cultural regresiva (o nuevamente emergente a la superficie) a pensar en la utilización de los recursos colecti­ vos en relación a la propia situación individual y familiar, más que en relación a las necesidades colectivas, según mi hipótesis, son las razones por las que la identificación entre grupo y terri­ torio se volvieron en Pietralata poco a poco más débiles y me­ nos activas. El caso de Pietralata induce a hipotetizar que la conciencia colectiva localista no nace siempre y sólo de una tradición cultu­ ral común y de larga duración, sino también de la experiencia de necesidades comunes, cuya satisfacción depende del control de un territorio; y de la activación de un liderazgo que pudiera or­ ganizar la reivindicación de la satisfacción de esas necesidades.

Por algunos decenios, Pietralata —y muchas otras situacio­ nes locales similares— pudieron ser producidas como las retrovías en las que se acumulaba un consistente capital simbólico, para emplear después en las luchas de poder que tenían lugar en el campo político (Bourdieu, 1992). Eran entonces localida­ des, pero sólidamente ancladas a un contexto; y alimentaban localismos, pero fuertemente integrados en una ideología orien­ tada en sentido universalista. Pero ya en el tiempo de nuestra investigación era evidente que su función estaba agotándose. Parecería sensato entonces el comportamiento de esos jóvenes a los que las personas ancianas les reprochaban por qué «no les importaba la borgata»; quizá no era sólo el conformismo sugeri­ do por la sociedad de consumo a empujarlos hacia la ciudad, sino el sentimiento confuso, pero no por esto menos correcto, de que ya entonces el poder real, el derecho a contar no se conquistaba más luchando en Pietralata. ¿Dónde están ahora, admitiendo que estén todavía en algunos lugares de la ciudad, las retrovías en donde se acumula capital simbólico y los cam­ pos en dónde se combate por d poder?

C a p í tu l o o c t a v o

POZZUOLI, LA CIUDAD BELLA*

Pozzuoli, una ciudad de 70.000 habitantes aproximadamen­ te, es el más grande centro urbano del área situada al noroeste de Nápoles, conocida aún hoy dia con un nombre de inspiración clásica, el de Campi Flegrei, campos ardientes. A pesar de la con­ tigüidad espacial y de la ya sucedida soldadura territorial con el centro urbano napolitano, los Campos Ardientes y en particular Pozzuoli mantienen su autonomía no sólo administrativa, sino también social, económica y cultural. El centro histórico de Poz­ zuoli tiene cualidades estéticas y urbanas decididamente excep­ cionales. Se inserta en el extraordinario panorama del golfo y de las islas, cerrado al sur por el promontorio en el que persiste el derruido Rione Terra (Barrio Tierra), el centro más antiguo de la * La investigación en Pozzuoli se realizó desde febrero de 1984 a diciembre de 1986 en el marco de la Convcnzione n.° 4.032 entra el Ministerio para el Coordinamento della Protezione Cívííe, el Ayuntamiento de Pozzuoli y la Universidad de Nápoles «Federico II», aprobada el 19-11-1983 para proyectar la reconstrucción tras el bradtsismo de 1983. Del equipo dirigido por mí formaban pai te Lello Mazzacane, Gianíranca Ranisio, Angela Giglia, Adele Miranda, Alberto Baldi, Paola Massa, Teresa Melchiori, Rosa Arena. Los resultados se hallan en Rapporío di sintesi sui rísultad della ricerca, a cargo de A. Signorelli, Mápoles, 1985, no publicado; Lello Mazzacane, La cultura del mare m orea flegrea, Barí, Laterza; A. Signorelli, «Spazio concreto e spazio astratto», en íd. (dir.), «Antropología urbana. Progettare e abitare: le contraddizioni dell'urban planning#, número monográfico de La Ricerca Folflorica (1989), 20; A. Signorelli, «Antro­ pología e cittáw, en P. Apolito (dir.), Sguardi e modelU. Saggi italiani di antropofagia, Milán, Franco Angelí, 1993.

ciudad, que según una creencia difundida, fue sede de la Acró­ polis de la ciudad griega y desde entonces ininterrumpidamente habitado, hasta 1970, cuando fue desalojado después de un bradisismo. El Barrio Tierra domina el puerto, la dársena y goza de un panorama estupendo: el golfo, las colinas detrás de Pozzuoli y los monumentos de edad clásica y medieval, entre los cuáles resaltan el Anfiteatro Romano y el Serapeion, probablemente no un santuario de Serapides, sino un mercado. El Serapeion está muy cercano al mar y sus columnas son famosas porque están marcadas por las huellas de las largas inmersiones a que el bradisismo descendente lo sometió en los siglos pasados. Ciudad de arte, centro comercial, puerto y mercado pesque­ ro, pero también ciudad capital de la más antigua y fuerte área industrial en los alrededores de Nápoles, Pozzuoli es una reali­ dad compleja, caracterizada por el complicado entrelazarse de tradición y modernidad (Signorelli et al., 1985; Progetto Poz­ zuoli; 1989; Mazzacane, 1989; Amalfitano, Camodeca, Medri, 1990). En los últimos quince años ha sido golpeada tres veces por una crisis aguda de bradisismo. Fenómeno sísmico peculiar y más bien raro, el bradisismo consiste en un movimiento de levantamiento o hundimiento de la superficie terrestre, origina­ do por la actividad volcánica que se desarrolla en el subsuelo. El movimiento es cíclico, de manera que después de largos pe­ ríodos de inmersión siguen períodos igualmente largos de emersión, que duran siglos; el movimiento es generalmente len­ to, tanto que a veces es imperceptible. De vez en cuando, puede suceder que este movimiento se acelere bruscamente provocan­ do efectos no diferentes de los de un terremoto, ya sea a nivel geofísico (estruendos, movimientos del terreno) como en térmi­ nos arquitectónicos y urbanos (lesiones, derrumbamiento de los edificios, fisuras y grietas en el suelo, etc.). En los Campos Ardientes esta actividad telúrica parece no haber sido jamás interrumpida desde las épocas más remotas. El más importante documento de la duración plurimilenaria del bradisismo es como ya se ha dicho, uno de los más impor­ tantes conjuntos monumentales de la zona, una famosa estruc­ tura de la edad romana notable con el nombre de Serapeion. Cálculos efectuados en observaciones fidedignas dicen que desde el inicio del siglo pasado hasta 1970 el suelo «en la zona del puerto de Pozzuoli se hundió más allá de dos metros, a una

velocidad aproximadamente de 1,50 centímetros por año» (Luongo, 1986). Al comienzo de 1970, fue revelada una inversión del movi­ miento del suelo, que respecto a los niveles observados en el puerto en 1968 se había levantado, mientras lesiones y desequili­ brios se manifestaban en diversos edificios. El primero de marzo se tuvo un «pequeño enjambre sísmico» (Luongo, 1986); al día siguiente, con la fuerza y hasta con la intervención del ejército, fue desalojado el Barrio Tierra. Escribe todavía Luongo: «en po­ cas horas fueron desalojadas tres mil personas, de una ciudad que parecía asediada». Los evacuados no regresaron más a sus casas: el Barrio Tierra, cuyos accesos fueron amurallados, está deshabitado; para su población fue construido, por el IACP (Ins­ tituto Autónomo Casas Populares, el mayor organismo de vi­ vienda de interés social), el Barrio de Toiano, en un valle hundi­ do entre dos colinas, fuera de la vista al mar y de la ciudad. En el verano de 1982 el suelo comenzó nuevamente a levan­ tarse con una velocidad preocupante: en los últimos meses de 1984, es decir, en menos de dos años, el alzamiento de la zona del puerto era de 1,80 centímetros, lo que hizo intransitables las aceras y condenó al puerto a una dramática crisis. Pero lo peor para toda la ciudad vino al volver las sacudidas del terremoto, advertibles por un largo período, desde la primavera de 1983 hasta diciembre de 1984, y culminadas con el pico de un tem­ blor de séptimo grado, registrado el 4 de octubre de 1983. Como consecuencia de esta fase aguda, la ciudad entera fue evacuada, salvo las periferias de más reciente construcción. Después de un inevitable pero no excesivamente largo período transcurrido en viviendas provisionales, los evacuados de 19831984 fueron transferidos a Monteruscello, otro asentamiento de interés social realizado con inusual rapidez. Para colmo, fue construido más allá de la cumbre de las colinas que forman una corona alrededor de Pozzuoli, fuera de la vista no sólo de la ciudad y del golfo sino también de todos los puntos de referen­ cia geográficos familiares para los habitantes de Pozzuoli. El traslado concierne a decenas de miles de personas, aproxima­ damente veinte mil, según los cálculos más fiables. Esta compleja y dramática historia suscitó debates y polémi­ cas apasionadas, y hasta violentas a nivel nacional y no sólo local, entre técnicos y políticos. Para los antropólogos este suce­

so ha representado una oportunidad de estudio excepcional (Giglia, 1994). Un dato relevante bajo el perñl epistemológico es el siguien­ te: la doble y trágica experiencia de la catástrofe natural y del traslado-reasentamiento, ha dado a los habitantes de Pozzuoli una conciencia clara de su historia habitacional, de su relación con la casa, la ciudad y el espacio. Bajo la presión del riesgo de ia vida y después en el curso de la amarga experiencia que en otro lugar he llamado la perdida del centro (Signorelli et alii, 1985), los habitantes de Pozzuoli han realizado aquella «reorga­ nización de su vivencia y de su mundo según valores», que se ha dicho ser condición esencial para que las autobiografías ora­ les puedan comunicar al oyente el sentido (significado y valor) que tienen para sus autores (Ferrarotti, 1981, Catani, 1982). Por esta razón escogí presentar los párrafos tratados en las autobiografías orales de los habitantes de Pozzuoli que hemos recogido entre 1984 y 1986. Seleccione párrafos cuyo tema es la vivienda, la ciudad, el espacio habitado, excluyendo a sabiendas casi todos los párrafos en que se habla del bradisismo, del mie­ do, de la pérdida de los lugares, de la huida y del regreso. Te­ mas de los cuales ya nos ocupamos en otra parte (Signorelli 1993 b; Giglia, 1994). Aquí quise verificar cómo se construye la visión del espacio habitado y el sentido de pertenencia a una localidad en aquellos que han tenido la fortuna de vivir en una ciudad extraordinaria­ mente bella y extraordinariamente rica de lo que los urbanistas denominan emergencias paisajísticas. Veamos entonces si es posible entender qué es para los habi­ tantes de Pozzuoli la experiencia de los tiempos y de los lugares, analizando lo que ellos dicen de sus lugares. Comenzamos por las indicaciones viales. Por ejemplo: «Abajo en el puerto», «abajo en la tierra», «en la tierra a la playa» (es decir como si se viniese del mar), «cuan­ do vais hacia arriba», «sobre la acera», «en el viejo barrio, la parte de más arriba», «bajando», «cercano al puente», «bajabas estas escaleras y te encontrabas en la plaza», y en la zona de Toiano, «la llaman la plaza del 13, porque primero venía un autobús —el número 13— sólo por acá abajo y entonces para entender se dice a la plaza del 13». Cuando el oyente no se orienta porque no conoce lo sufi-

cíente los lugares, entonces la descripción comienza desde o termina con un elemento fuerte del paisaje urbano, un elemen­ to que es inconfundible para su función o su forma. «¿Sabes el tabaquero? Allá, cerca...», «estoy, digamos, donde estaba precisamente el banco una vez. Allá arriba estoy yo». «Un edificio que estaba allá abajo en el Poerio: pero estaba en­ lazado con esta arriba, la Tierra». Naturalmente muy común es la referencia a las emergencias monumentales: «las viviendas por arriba del Anfiteatro Roma­ no», «cuando habitaba cerca al Serapides», y numerosos ejem­ plos más que para abreviar no cito. Lo que me parece característico en estas indicaciones, es la falta de utilización de la toponimia oficial, rara vez presente a nivel popular, en particular en la zona napolitana. Más intere­ sante es, en cambio, el hecho de que no existe, por lo que pare­ ce una toponomía local de tipo nominativo: casi siempre los lugares son designados con una paráfrasis que, puntualmente, describe un recorrido. Parecería que a la pregunta ¿dónde vi­ ves? o ¿dónde sucedió tal cosa?, se considere correcta una res­ puesta que contenga también la información sobre «como se llega al lugar donde vivía». O «cómo se puede llegar al lugar donde sucedió tal cosa». También un barrio entero, más bien el más querido, recorda­ do, añorado barrio de Pozzuoli, el Barrio Tierra, símbolo de la entera ciudad, es descrito en términos de recorridos que lo atra­ viesan y sobretodo, lo enlazan con el resto del espacio habitado. Las puertas del Barrio Tierra estaban siempre abiertas y ha­ bía gran cantidad de entradas. El Barrio Tierra estaba hecho como... un monte. Así (gesticulando con las manos), con todas las casas alrededor y para alcanzarlo, se tenía que subir a propó­ sito. No era un valle. Se subían las escaleras del lado del puente o del lado de la marina y se iba a este Barrio Tierra, y que... había las casas bonitas pero también había las casas feas [Agnese N., 45 años, ama de casa].

La ciudad es, por lo tanto, una red de recorridos que pone en relación los lugares; y los lugares no son sólo lugares «perci­ bidos» (Lynch, 1960); son lugares que se definen en el curso de la experiencia, de una experiencia compleja, que para comodi­

dad de análisis, podemos distinguir en tres niveles: relaciones entre los lugares, como los experimentan los sujetos; relacio­ nes de los sujetos con los lugares, relaciones entre los sujetos, en los lugares. Podemos adscribir las indicaciones viales en el primer tipo: un lugar se indica siempre en relación a otro; y tal relación es, simplemente, el recorrido que en la experiencia del sujeto, los enlaza. Los materiales recogidos en Pozzuoli ofrecen ejemplos excepcionalmente significativos del segundo tipo de experiencia, el de la relación con los lugares: Uno tenía un cuartito, ¿no? al lado opuesto del Barrio Tierra, que después abajo esta el mar; y entonces tú veías un cuartito de esos y te parecía una cosa miserable, después abrías la ventana, te asomabas... y tenías todas las cosas debajo de ti, Capri, Ischia, Procida, era una cosa... era así, natural [Gennaro B., 51 años, pescador]. Cuando me casé, no tenía dos baños, no tenía cuatro habita­ ciones [como tengo aquí a Toiano] pero tenía una bella casita llena de sol, que tenía dos ventanas de donde veía todo el mar entre Procida e Ischia... Entonces aquí es como si fuese un dor­ mitorio [Antonietta M., 48 años, ama de casa]. Yo estaba precisamente en el centro, en la calle Nápoles, al tercer piso, yo... bajaba... ¡Pero no! ¡Ni siquiera bajaba! En vera­ no, me asomaba al balcón y veía todo, la playa, veía el paisaje, veía las rocas, Vincenz' a mare (un famoso restaurante), los co­ ches, todo... Y ahora, estamos alquilando aquí, y estas calles no las reconocemos ni siquiera... [Gennaro B., 60 años, pescador].

Quisiera subrayar el hecho de que, en estos textos, la relación con los lugares no se caracteriza como un hábito de tipo senti­ mental. Es más bien una verdadera apreciación estética, es una clara y lúcida conciencia de la calidad de los lugares en que se vivió; y de como esta calidad, gozada como un objeto de contem­ plación estética, aumenta la calidad de vida en su conjunto; y además, de como las relaciones entre los lugares se enlazan y califican las relaciones de los sujetos humanos que tienen con los lugares, de manera que el admirable panorama hace impaga­ ble también el cuarto «miserable» o la casita modesta. Que se trate de capacidad de juicio estético, y no de fáciles sugestiones o de valoraciones escuchadas al contacto con otros ambientes, lo demuestra la capacidad de aplicar en forma igualmente correcta

las mismas categorías de juicio a emergencias paisajísticas de otra naturaleza, es decir histórico-artísticas: Mi abuela tenía la casa justo cerca del templo de Serapides, había un edificio con lina ventanita y ella me explicaba que anti­ guamente allí estaba el mercado de los esclavos, y muchos años después salió esta fuente de abajo y se llenó de agua, pero anti­ guamente estaba seca... Mi abuela me decía siempre que esto era el lugar más bello de Pozzuoli porque te asomabas y veías el Templo de Serapides, todas esas cosas bellas que estaban dentro del Templo de Serapides, columnas y cosas, después veías tam­ bién gente que pascaba, se reunían también las viejitas y la pasa­ ban platicando... [Antonio C., veintisiete años, tortero].

La familiaridad con los monumentos de la época romana, sobre todo el Anfiteatro y el Serapeion, y con los lugares famo­ sos desde los tiempos más antiguos, celebrados y cargados de valor simbólico (Azufrera, Lago Averno, Antro de la Sibila Cumana, etc.) nada quita, más bien refuerza la conciencia de su belleza y con ello, la conciencia de la competencia de quien los conoce: «Nosotros, las cosas bellas las tenemos delante de los ojos», afirma Mimí S. (sesenta y cinco años, obrero, jubilado), consciente de una «distinción» (Bourdieu, 1983) que por una vez, no lo deja marginado. En el testimonio del joven Antonio acerca del Serapeion emerge otro carácter fundamental de estos espacios urbanos: son lugares plurifuncionales, lugares en los cuales es posible hacer muchas cosas diferentes al mismo tiempo. Como conse­ cuencia, estos espacios son usados simultáneamente por usua­ rios diferenciados, que buscan y encuentran la satisfacción de diversas necesidades. Un ejemplo muy significativo en este sentido era la calle Nápoles, una larga y amplia calle costera, que del lado de la tierra estaba flanqueada por casas y apartamentos con tiendas y talle­ res artesanales, y del lado del m ar costeaba la playa, en la que se encontraban algunos establecimientos de baños (Vincenz'a mare, La Sirena) con cabinas, embarcaderos de madera y res­ taurantes: La gente decía: ¿vamos a pasear a la calle Ñapóles? Y esa gente cretina de la calle Ñapóles quien sabe que cosa se creía que

era, superior a todos y más a los de Pozzuoli [Mimí, sesenta y cinco años, jubilado]. Fui a dar un paseo, a la calle Nápoles, el domingo, después de jugar al balón... Porque allí se conocían a las muchachas IVincenzo A., cuarenta años, obrero mecánico metalúrgico]. Porque, no sé, cuando uno termina sus quehaceres, tiene la necesidad de distraerse. Entonces teníamos la costumbre: «¿va­ mos a caminar a la calle Nápoles?», y bajábamos... Pero aquí... [Antonietta M.rcuarenta y ocho años, ama de casa].

Los lugares polifuncionales toleran tiempos polivalentes. Teníamos la costumbre, después de haber hecho las labores en las casas, de bajar. Antes habían unas casas bajas, sólo de un piso —hoy, ¿quién vive en esas casas?— donde vivía algún pa­ riente o alguna comadre. Entonces nos reuníamos afuera de sus puertas y nos sentábamos y así pasábamos el tiempo platicando [Filomena V.T., cuarenta y ocho años, ama de casa].

Los lugares monofuncionales separan. Lo saben bien sobre todo las mujeres: A Toiano o se está en casa o se va fuera, en carro [Filome­ na V., cuarenta y dos años, ama de casa]. En Monteruscello, bueno, no es que uno quiera despreciar la casa, la casita no está mal como está, pero la lejanía es demasia­ do fea [Graziella B., cincuenta años, ama de casa].

Lejanía ¿de dónde ? y de ¿quién? Ahora se habla que quieren hacer todavía unas demoliciones, de esto y de esto otro en Pozzuoli, pero esta gente, ¿a dónde debe ir? Me dicen: «pero aquellos hicieron todo un barrio nuevo allá en Monteruscello». Pero yo digo: «la gente después tiene que ve­ nir a fuerza por la mañana, porque sin venir acá, a ver el mar, a dar un paseo por el mercado del pescado y el de la fruta, los habitantes de Pozzuoli somos así» [Mimí S., sesenta y cinco años, jubilado].

La próspera red comercial de Pozzuoli era como son todos los mercados, un extraordinario ejemplo de sistema de relacio­ nes complejo que modela los lugares y ¡os tiempos adecuándo­

los a una multiplicidad de funciones y de significados (De La Pradelle, 1996). No se equívoca «don» Mimí cuando sostiene que los habitantes de Pozzuoli no sabrían renunciar a ello: des­ de las primeras semanas después de la evacuación del centro antiguo, en los campos de roulotte y de container, se organiza­ ron servicios privados de mini autobuses que llevaban cada ma­ ñana a las mujeres a hacer sus compras a la ciudad. Todavía hoy desde Toiano por esta necesidad se va a Pozzuoli «al menos dos veces a la semana». Los mini autobuses y el mercado desa­ rrollan así para las mujeres la función de un vecindario móvil, reemplazando otros espacios que en las zonas nuevas han sido abolidos. Polivalentes y poli funcionales, el mercado y el tiempo dedi­ cado a la compra del mandado todavía en 1986 servían a las mujeres para hacer circular la información y las noticias, para programar las prestaciones recíprocas, para organizar y contro­ lar los circuitos de intercambio infra e ínter familiares: pero las dificultades prácticas, coyunturales y estructurales hacían pre­ ver una progresiva reducción de la utilización del mercado. ¿Lo substituiría el teléfono? Entorno y en conexión con el mercado alimentario se cons­ tituían otras redes complementarias entre ellas a causa del alto grado de diferenciación funcional que las caracterizaba. Valgan dos ejemplos extraídos del mismo ámbito de activi­ dad, el de la restauración, y otro relativo a la comercialización. Mi clientela no es una clientela que viene de fuera, que yo le pueda decir: tú me debes dar tanto, como hacen los otros; son obreros, jubilados... Yo me debo adaptar a las exigencias del cliente, no es que yo me deba aprovechar de que estoy en la plaza, que a uno que pasa en carro y me dice: me das un vasito, le pida ochocientas, mil liras, no. Yo siempre me adapto a mis clientes que son obreros, y no es que sean ricachones que vienen acá a derrochar el dinero, sí juegan un partido por una taza de café, no es que juegan dinero o alguna otra cosa... [Giuseppina C., cuarenta y cinco años, propietaria de un bar]. La cantina de mi hermano tenía una clientela no de Pozzuoli, casi ninguno de Pozzuoli, era gente que trabajaba en Pozzuo­ li; gente adepta al puerto, para hacer la descarga o también gente de paso, que iba a Ischia o venía de Ischia... y después estaba aquella clientela que de noche venía a cenar el pescado, desde

Nápoles [Tonino C., cincuenta años, custodio del Anfiteatro ro­ mano]. Quizá más nuestros clientes se encuentran mal, porque todos estaban en la plaza, entre la plaza de Pozzuoli y la calle Nápoles tenían sus establecimientos. Entonces nosotros estábamos justo en la plaza. Estábamos en el punto de encuentro; también en la noche cuando cerraban sus tiendas, a lo mejor, y nosotros tenía­ mos servicio una hora o media hora más, ellos venían acá y... era más fácil que vinieran a traer sus documentos y cosas. Ahora no, tú les debes llamar, y te dicen: «Señorita pero yo debo ir hasta allá, me molesta ir a Arco Felice, no pueden pasar ustedes a reco­ ger mis papeles, porque debo ir... Tendríamos intención de re­ gresar, nuestro perito tendría intención de regresar a Pozzuoli, pero todavía por ahora no hay quien te diga: aquí puedes estar, no hay peligro» [Lucía D,, veintiséis años, empleada en un despa­ cho comercial].

Los monumentos antiguos de Pozzuoli regresan con ex­ traordinaria frecuencia en estas historias de vida. Cuenta Vincenzo, obrero, treinta y cinco años: Yo vivía cerca del Anfiteatro... Recuerdo que cuando era mu­ chacho cabalgaba e iba a visitar arriba y abajo para agarrar los nidos de los pájaros. ¿A qué edad? No recuerdo, catorce o quince años. Jugaba al balón y cabalgaba. Esto hacía.

Su coetáneo Salvador, cocinero en una pizzería: Cuando era niño había una casa en el templo de Serapides, una especie de residencia. No se a quien pertenecía: había un guardián dentro, que vivía... Antes el templo de Serapides no es­ taba como ahora bardeado por un barandal, pero había un muro y del lado de la bajada hacia el puerto, en donde está el puente, se encontraba esta casa. El guardián que la habitaba era un tipo severísimo. Si jugando con el balón en el templo, se caía abajo, era un desastre. Necesitaba bajar cautelosamente, porque si me veía sucedía el fin del mundo. Si se lo pedías, en vez de dártelo, te lo agujeraba. No había alternativa, tenía que hacer necesaria­ mente el intruso. Ahora está más cuidado, antes el pasto no esta­ ba cuidado y nosotros podíamos jugar en los prados. Los prados, más que ser verdes para el público, eran verdes para los mucha­ chos. No se podía bajar hasta el templo, como ahora. Quizá, al­ guna vez, aprovechando que no estaba el guardián bajábamos a

jugar, a agarrar las ranas... Sí, en un cierto punto fluctuaba el agua dulce de un tubo roto y se había formado un pequeño lago, no se por qué en aquel lugar crecían las ranas. Después las ven­ díamos entre nosotros... en estas cosas mis amigos y yo hicimos de todo. Una vez vendimos un pedazo de mármol que parecía un adorno, quizá una columna. Lo encontramos en la playa de Pozzuoii después de una tormenta. Inmediatamente explotamos la idea, es un pedazo antiguo, si lo dejamos ver a alguien que co­ nozca... así lo amarramos —como era mármol macizo no podía­ mos cargarlo en brazos, éramos chiquillos— y lo llevamos cerca de la capitanía de! puerto, que primero estaba en donde están esos edificios, ahora fue transferida a otra parte. Pensamos que si hubiésemos pasado por allí nos hubieran visto y lo habrían tomado; en cambio en donde estaba el muro —el muro estaba bajo pero para nosotros que éramos niños estaba alto— toma­ mos unos cordeles y los aventamos encima de la banqueta. Des­ pués encontramos a un señor que nos dio doscientas liras por e! pedazo de mármo!. Lo encontramos por casualidad; nos vio arrastrar esa piedra y nos preguntó que era: es un pedazo anti­ guo lo encontramos en el mar... No se por qué, no porque lo convencimos, el lo compró, quizá también pensó, «se están ma­ tando [de fatiga] estos muchachos, les doy estas doscientas liras ¡Ojalá! dejen ya de matarse en esta forma»... Así nos dio el dine­ ro. Después las liras terminaban como siempre en dulces, jugue­ tes, cine, etc.

Enzo, guardián de la Azufrera de Pozzuoli, cuarenta años aproximadamente: El Templo de Serapides dice que era un matadero, y de acuerdo a lo que he leído creo que sí, porque toda la historia de Pozzuoli no la sé. Se llamaba Macellum, Puteum Macellum, una cosa así. Y dice que allí había un matadero de toda la zona de Nápoles, se descargaba mercancía, por ejemplo: telas, gallinas, conejos, era un mercado en general y venía gente de todas partes a comprar esta mercancía.

Antonio, obrero mecánico-metalúrgico, ahora jubilado: Zona Flegrea significaba zona de fuego, era muy fértil por esta razón. Los romanos venían a descansar pero siempre hubo el peligro del bradisismo que convivía con la gente de aquí. Tene­ mos el Templo de Serapides. Después, si se va más adelante,

caminando por la calle Domiziana, está el Anfiteatro, que es el tercero en Europa y a la izquierda donde están las catacumbas de San Gennaro, se llamaba la calle Celle (celdas). Estaban unas celdas, en donde se depositaban los huesos de los difuntos. El subsuelo de Pozzuoli es tres cuartas partes antiquísimo, por lo tanto, tiene un repertorio arqueológico que es magnífico y que desgraciadamente los lugareños no lo aprecian.

Giancarlo, veintiocho años, mesero: Allá en donde está la calle Luciani y fa calle Campana las dos eran bodegas y restaurantes romanos, ahora se han descubierto. También cerca de la iglesia excavaron y estaban otras piezas an­ tiguas abajo, además, si excaváramos abajo de todas las casas de Pozzuoli, encontraríamos antigüedades, por ejemplo: en donde está el palacio que se cayó debajo de la iglesia de San Antonio, han encontrado antigüedades romanas y también en la calle Campana, cuando fue el aluvión en agosto de 1984, se abrió un barranco y se descubrió que eso era un acueducto romano, poco a poco cayó alguna cosa, tú aquí descubres lo que está escrito en los libros... Aquí abajo está una gruta que me parece llega a un jardín, porque aquí abajo han encontrado demasiadas cosas,

Emilio, jubilado: El Barrio Tierra era una paite importante de Pozzuoli. Al principio estaba Nerón, con los sarracenos que venían del mar... después estuvo la dominación antigua romana... y nosotros des­ pués en el Barrio Tierra teníamos el obispado,

Enzo, cuarenta años aproximadamente, guardián de la Azu­ frera: En la azufrera en tiempos antiguos hacían el clarión, que se­ ría el material con que los antiguos romanos trabajaban las pie­ zas de porcelana, los Horeros hechos a mano. Después salieron varias fumarolas y este lugar se ha explotado como zona turísti­ ca... en la azufrera se podía tener una idea de como Pompeya fue sepultada por el Vesubio, desde luego miles y miles de veces am­ pliadas.

Luigi, tapicero, cincuenta años aproximadamente:

Para nosotros, aquí donde estamos, esta casa está sobre rui­ nas romanas. Y en efecto al lado están las ruinas romanas, ¿no las vieron, en el jardín aquí al lado? Ésta era una villa romana, se hablaba de la Villa de Nerón. Hay abajo unas grutas que eran unas calles romanas. Tenemos unas grutas delante de nosotros, aquí dentro donde yo tengo mi almacén, estaban los silos. Poz­ zuoli era un puerto muy importante, el primer puerto del impe­ rio y por lo tanto las mercancías venían estibadas dentro de estos silos grandísimos. Había unas grutas, este retículo de grutas que estaban... y en efecto, si ustedes las ven ahora, hay dos grutas concomitantes abiertas, otra esta aquí y pasa abajo de aquellas grutas; y eran retículos de grutas que llegaban al muelle, al puer­ to, partiendo desde Pozzuoli, en síntesis... El mapa subterráneo de Pozzuoli es importantísimo. Porque Pozzuoli para estar [es decir para reemerger del mar] al nivel de la época imperial ro­ mana debería subir aún cuatro metros. Para estar a ese nivel; por lo tanto todavía en ese nivel abajo, hay cosas... que no se sabe. Hay unos túneles subterráneos en Pozzuoli que ahora están cu­ biertos, están bajo el mar, también a nivel de aguas calientes; o bien a nivel de vapores... Llenos de vapores de la azufrera muy profundos. Unas grutas que llevan a Nápoles. Se caminaba bajo tierra... Ahora están obstruidas bajo el Barrio Tierra, esta monta­ ña de toba esta agujerada completamente como el queso gruye­ re. Tiene caminos subterráneos que se encuentran uno con otro, se cruzan, se baja...los griegos fundaron prácticamente Pozzuoli, tomaron el Barrio Tierra y lo hicieron como fortaleza. No había un puerto natural, lo crearon ellos, con los túneles, las naves en­ traban directamente por abajo. Después con los sistemas de tor­ nos que todavía pueden verse, sí, pueden ser observados estos sistemas, los pasajes de comunicación dentro de estas grutas... llevaban las mercancías a la superficie. O bien a través de estos pasajes subterráneos, conservan las mercancías... como en silos.

Emilio, jubilado: Los primeros en llegar aquí fueron los prófugos de Samo, pero en ningún lugar no se ha encontrado aún nada. De testimo­ nios romanos hay interminables, pero de objetos verdaderamen­ te griegos en Pozzuoli no se ha encontrado todavía nada griego, ¡eh! griego...

Tonino, empleado público, cuarenta años aproximadamente:

Los romanos hicieron famosa a Pozzuoli por el turismo, des­ pués Bacoli y Lucrino... El centro histórico de Pozzuoli está apo­ yado en una estructura que es superior por interés histórico a la que nosotros vemos. Es decir, todas esas casas que tienen un siglo, dos siglos, que nosotros vemos, pero lo que está abajo es lo importante. Como el Barrio Tierra por ejemplo... yo sé de todas las estructuras romanas... de varias civilizaciones, no sólo roma­ nas... porque precisamente el promontorio del Barrio Tierra está todo agujerado, en el interior con túneles, grutas que terminan en el mar. Todos estos pobres que vivían allá se defendían a tra­ vés de estos túneles que tenían en el subsuelo varias salidasporqué después el resto el Barrio Tierra estaba cerrado. Tenía el puente levadizo desde esa parte y de esta otra parte, tenía la puerta que se cerraba. Una vez cerrado ellos permanecían den­ tro... y del lado del Barrio Tierra hay unos caminos por los que se bajaba, unos pasajes estrechos, que después se introdujeron en esas grutas más grandes de tal modo que para escapar... en los pasajes estrechos sólo podía pasar una persona a la vez, así po­ dían defenderse. Después las salidas del lado del mar cuando llegaban las barcas... en efecto estaba una gruta que terminaba en el mar, donde ellos arrojaban la mercancía... Hay muchas cosas arriba, sacándolas se podría hacer una zona arqueológica bellísima... después está el templo que es una cosa... que estaba incorporado a la catedral y que estaba arriba. Estaban uno enci­ ma del otro.

Los monumentos clásicos entran en el proceso de construc­ ción de las identidades individuales como referente de un saber complejo, especial, porque fue aprendido por experiencia directa y después confirmada por lo que está en los libros; un saber en el ámbito del cual la definición del lugar en que se está y la defini­ ción de uno mismo, llegan en buena medida a coincidir. Para confirmar lo que acabamos de decir, los lugares monumentales, ya tan estrechamente integrados en la vida cotidiana de cada uno, en la rutina ordinaria, permanecen los referentes privilegia­ dos, tal vez aún más fuertes, en los momentos de crisis. Salvador, cocinero en una pizzería: Mis amigos ahora están en Licola, otros en Mondragone, en el Conjunto Coppola están todos dispersos [después del bradisismo]. Pero nos vemos siempre alrededor del templo de Serapides. Ya hay un arraigamiento a ese lugar. También cuando hubo el

bradisismo, el lugar de encuentro era siempre ése. Precisamente

esla mañana bajé y encontré a mis amigos. Nos encontrarnos siempre en el templo. El templo siempre ha funcionado y el bar ha permanecido siempre abierto, aún en el período del bradisis­ mo fuerte... porque éste es nuestro punto de encuentro. Ya esta­ mos encariñados con el templo.

En el momento más terrible, más dramático de la crisis, es aún el monumento el referente a quien se mira para compren­ der la gravedad del riesgo en acción. Nicola, obrero mecánico metalúrgico, jubilado: El 4 de octubre, si no me equivoco era domingo, me encon­ traba cerca del Templo de Serapides, estaba retirándome a co­ mer... cuando escuché un estruendo fuertísimo, me di la vuelta, porque precisamente aquí cerca está mi casa, escuché los gritos de todos más bien los de mi esposa... y escuché todas las campa­ nas de Santa María que sonaban y después un polvo que bajaba, pero polvo de todas partes, vi las columnas del templo de Serapi­ des que se inclinaban y permanecí petrificado, no sabía qué cosa hacer, si seguir adelante o retroceder... son momentos que tú pierdes el control.

Pero está todavía el monumento que inspira a la reflexión responsable y tranquilizadora. Dice Luigi, el tapicero: Pozzuoli tiene esta historia escrita: en dos mil años ha habido tres erupciones por el bradisismo. Se sabe. Fuertes daños no ha ocasionado por lo menos también cuando Pozzuoli era, sí, la parva Roma, no tuvo grandes daños. Mejor dicho, no está escrito nada que haya habido daños por el bradisismo. Cuando excavan, cuando encuentran todos los objetos antiguos, eso es otra cosa. Eso no se debe al bradisismo, es debido al tiempo que ha destrui­ do. Ésas son ruinas, que no tienen nada que ver, es otra cosa.

Aún más precisas técnicamente son las definiciones de An­ tonio, el obrero jubilado: Aquí tenemos el templo de Serapides, prácticamente la medi­ da visual para fases ascendentes y descendentes del fenómeno del bradisismo.

Y de Salvador, cocinero en una pizzería: El Serapides permaneció como el termómetro del fenómeno.

Sin embargo, la familiaridad con los monumentos de la edad clásica no implica de ninguna manera una banalización a los ojos de los habitantes pozzuolanos. Ni me parece que pue­ dan constatar efectos de enajenación. El monumento, la exca­ vación, la ruina, por notables y frecuentados, no se vuelven ja­ más invisibles y no decaen nunca al rol de objetos cualquiera del paisaje urbano. Hay al contrario, siempre un conocimiento de su valor, también de su valor estético. Gennaro, empleado, treinta y ocho años: Piensa que yo antes del setenta, vivía ccrca del templo de Serapides y cuando me levantaba, veía el mar. La gente era feliz aun­ que tenía poco, porque estaba en un lugar verdaderamente bello.

También para Emilio, jubilado, la experiencia estética es co­ lectiva, no individual, es un hecho compartido por todos los habitantes de Pozzuoli. Encuentra para expresarlo una expre­ sión lapidaria: ¡Aquí en Pozzuoli las cosas bellas las tenemos frente a nuestras ojos! [Mientras quien es menos aforlunado debe ir a buscarlas.]

Por último, un texto de Salvador puede ser útil para aclarar hasta qué punto está conscientemente reñexionada y no visce­ ralmente sentimental la relación con los grandes monumentos. Aunque había crecido cerca del Serapeion, que es, como él mis­ mo dice, «nuestro lugar de encuentro al cual estamos acostum­ brados», sin embargo Salvador no pierde el desapego crítico. Es también verdadero, que el Serapeion es el símbolo de Poz­ zuoli. Pero no es verdad que sea el símbolo auténtico; el verdade­ ro símbolo es el Anfiteatro... El Serapeion es un hecho visual, es decir, allí están los benditos agujeros y todos los ponen en evi­ dencia. Pero para mí es el Anfiteatro la expresión más viva de Pozzuoli, es algo... la ruina que tiene aún vida, que tiene la posi­ bilidad de ser explotada también a nivel cultural, por alguna cosa que se pueda organizar, también a nivel juvenil, mientras el Se-

rapides es un hecho aparte, bien aislado, que tiene algo de cientí­ fico, pero no tiene nada cultural.

Quisiera llevar mi análisis sólo un paso más allá, para exa­ minar más de cerca cuál es la concepción del espacio y cuál es la concepción del tiempo que los sujetos se construyen en el curso de una experiencia de vida en un contexto urbano como el de Pozzuoli. Como hemos visto, los niños aprendían desde pequeños que había una jerarquía de los lugares, en cuyo vértice se colocaban algunos lugares excelentes: el Serapeion y el Anfiteatro. Que se tratase de lugares excelentes lo afirmaban los adultos, mejor dicho, en ciertas circunstancias, aquellos adultos particular­ mente autorizados que son las abuelas, que sabían contar histo­ rias bellísimas —no cuentos, hay que destacar— en el ambiente de las ruinas romanas. Y lo confirmaba el acudir de personas que venían expresamente desde fuera para verlos y visitarlos. Las cualidades que los hacían lugares excelentes eran la be­ lleza y la antigüedad. No hay ninguna dimensión que se pueda considerar mágico-religiosa en las narraciones y en las valora­ ciones de nuestros interlocutores; el valor de los lugares está exactamente en su belleza y en su antigüedad. Uno de ellos a nuestra pregunta de si había leyendas relativas a los monumen­ tos, replicó: «Pero ¡qué leyendas y leyendas! ¡Esto es historia!». Los lugares excelentes no están abiertos para todos, los mucha­ chos no pueden ir a jugar en ellos, pero la violación de la prohi­ bición no conlleva una profanación sino el riesgo de un daño; y el laico custodio no suelta, en efecto, anatemas o maldiciones, sino que, en forma del todo instrumental, se limita a destruir el instrumento de los daños eventuales: el balón. Se crea de tal modo en los muchachos un horizonte de valores y un sentido de las reglas y de su violación, de las consecuencias que ello conlleva. Pero, lo que me parece interesante, es que se trata de un horizonte del todo laico e historizado cuyos referentes no están en un extramundo, sino que están en el mundo. Una vez postulada la valoración inicial —es decir, lo que es antiguo es bello, vale— las prohibiciones, prescripciones, in­ clusiones y exclusiones se derivan según criterios de patente y funcional racionalidad. De manera que el episodio del descu­ brimiento en la playa y de la venta del adorno marmóreo viene

a asumir el rol de una especie de rito de paso, una especie de ceremonia de iniciación; pero también muy racional e historizada. En la narración del protagonista no se encuentra ningún sacerdote o maestro; es el grupo de jóvenes iguales, que en­ cuentra y reconoce el pedazo antiguo y que supera un cierto número de dificultades y peripecias hasta que encuentra un adulto que reconoce la autenticidad, el valor del descubrimien­ to de los muchachos; y lo reconoce por medio de aquel extre­ madamente moderno, racional y secularizado signo de recono­ cimiento que es el dinero. Los muchachos ganaron así el dere­ cho a hacer del templo de Serapides su lugar de encuentro, a través de la adquisición de comportamientos conforme a los valores de la belleza y de la antigüedad por un lado, pero tam­ bién de comportamientos conforme a las reglas del mercado por el otro. Un proceso análogo me parece poder leer en la formación de las categorías temporales. Hubo un tiempo de los antiguos que fue un tiempo glorioso, un tiempo en que Pozzuoli era la parva Roma y el más grande puerto del imperio. De ese tiempo se está orgulloso, obviamente, ya que se ha aprendido a valorar lo que es antiguo y, por lo tanto, también a sí mismos en cuanto a que se tienen raíces antiguas. No obstante, la concepción del tiempo es histórica, rigurosamente lineal, el tiempo de los ro­ manos es irrepetible, no alimenta ni mitos de eterno regreso ni milenarismos, más bien genera un sentimiento de pertenencia a algo que califica, pero que al mismo tiempo responsabiliza. De aquí las propuestas de conservación, de custodia más precavidas y de reutilización, que no he mencionado, y también la disponibilidad al cambio de residencia si esto significa una recuperación de los tesoros del subsuelo de Pozzuoli y el co­ mienzo de una valoración arqueológico-turística verdadera­ mente adecuada. Quisiera agregar otra observación. Como resulta de los tex­ tos que se refieren al bradisismo, los monumentos funcionan también como instituciones culturales capaces de garantir la presencia de los sujetos humanos frente a su posible crisis (de Martino, 1993), pero, también aquí, las categorías empleadas son laicas e historizantes. Los monumentos garantizan no por algún poder mágico, no por una virtud apotropaica, sino por­ que su larga duración, su supervivencia a los riesgos puede ser

razonablemente considerada una prueba de la relativamente pequeña entidad de estos últimos. En Pozzuoli el espacio esta profundamente modelado por la cultura; este espacio humanizado e historizado se hace a su vez mediador de los procesos de producción y reproducción cultu­ ral. Podemos regresar, para integrarla, a una célebre afirmación de Evans Pritchard (1975): efectivamente en el origen de la con­ cepción y del uso del espacio en Pozzuoli hay un dato natural fuerte, un referente importante, que no se puede ignorar ni reemplazan el mar. Pero este dato natural fuerte, inmutable, igual a sí mismo, parece entrar en la concepción y en las prácti­ cas del espacio de los habitantes también, y no menos, por otra y opuesta calidad: la de una extrema ductilidad, que le permite ser la dimensión espacial de experiencias estructurales y simbólicas muy diversas. En síntesis, el m ar está ahí para verlo, para traba­ jar, existe el m ar para los jovencitos, para los pescadores, para los trabajadores del puerto y el mar de los turistas y de quienes viven del turismo. Está el m ar de los hombres, el de las mujeres, el m ar de los niños, el de los jóvenes y el de los viejos. Es un dato espacial significante para todos y utilizable para cada uno según sus necesidades, en una relación directa o mediata. Ahora me parece que, aún perteneciendo ellos al orden de lo construido y no al de lo natural, las mismas cualidades hacen del centro Pozzuoli, de Plaza de la República, la calle Nápoles y las calles contiguas al Serapeion y al Anfiteatro, una realidad urbana de alta cualidad, con una alta especificidad y una carac­ terización fuerte, y al mismo tiempo se trata de espacios dúcti­ les, plasmables, convertibles en funciones diferenciadas. En definitiva, se puede decir que dos son las cualidades más importantes del espacio urbano de Pozzuoli: es flexible, poco constrictivo, tal como para posibilitar el funcionamiento de una estructura socio-económica compleja y diferenciada, a la que corresponden sistemas de conocimientos y valores igualmente articulados; y al mismo tiempo, esta complejidad relacional no sólo no desestructura y no banaliza el espacio, sino más bien se alimenta precisamente de los recursos simbólicos que ofrecen los lugares, de su reconocibilidad, de su belleza. En síntesis no son sólo las relaciones que hacen la calidad de los lugares (Ja­ cobs, 1969); es también la cualidad de los lugares que integra y potencia la eficacia y el sentido de las relaciones.

Indudablem ente, el caso de Pozzuoli es excepcional, tanto por la calidad de su estructura urbana, com o por el bradisism o que haciendo real e inm inente el riesgo de perder su espacio, su ciudad, ciertam ente ha concienzado a los pozzuolanos acerca de su valor. Sin em bargo, tanto el caso calificado (???), com o el testigo calificado, no quitan valor a la verificación de la hipóte­ sis. Más bien, a propósito de Pozzuoli, n os sugieren una ulterior reflexión. N o es la ciudad que es enajenante, es la ciudad enaje­ nada que es enajenante. Pero todo esto, esta riqueza de relaciones en un am biente que el alto grado de diferenciación interna hacía m ás practica­ ble para m uchos recorridos, se term inó o está por terminar. Los habitantes de Pozzuoli lo saben bien: [...] en Pozzuoli ya no hay nada, aunque sí la gente está re­ gresando. Toiano y Monteruscello han desmantelado completa­ mente Pozzuoli. Aunque si la gente regresa, son pocos los que regresan, dice Salvatore T., electricista autom ovilista, veintisiete años: Pozzuoli esta «desmantelada». La percepción de lo a que esto conduce, en térm inos de pér­ didas, de ganancias, de costos y beneficios, es bastante clara. Estas casas de Toiano son mucho más bonitas y grandes, lo mismo que las de Monteruscello... ¡Si estas casas estuvieran en Pozzuoli!... Yo después la mía la remodelé: de dos habitaciones hice una sola habitación que de día es una estancia, en la entra­ da hice una gran jardinera. Rosina, mi sobrina, la hija de mi hermano Gennaro, cuando se casó se tomó sus fotografías en mi casa [Maddalena V., cuarenta y seis años, ama de casa]. N uevos referentes, nuevos valores, nuevos sím bolos tom an forma y com ienzan a circular. Queda claro a todos, el problem a de fondo: Toiano es un lugar más bien escuálido, porque es sólo para dormir,

dice Luigi N., cincuenta y cuatro años, tapicero, obligado por el bradisismo a cerrar su fábrica en la calle Nápoles. De esto se trata exactamente en las colonias de nuevos asen­ tamientos, el hecho de que están «habitadas solamente». El ma­ lestar no nace de la necesidad de alguna adaptación de pobla­ ciones retrasadas, o de los efectos psico-sociales de algún depaysement. Se trata de un choque cultural y factual entre quienes viven, con su memoria, y quien hace el proyecto, con la fuerza —y la prepotencia— de la construcción. De una construcción que puede servir para «habitar solamente».

C a p ítu lo n o v e n o

HISTORIAS DE TRABAJO EN NÁPOLES

El tema y el método El presente texto se basa en la comparación sistemática en­ tre dos historias de vida o autobiografías orales. Me propongo dos objetivos. El primero se refiere al análisis del contenido de las dos narraciones. Como se verá, las dos historias proponen perentoriamente, en forma exclusiva, un núcleo temático cen­ tral: el trabajo de los dos protagonistas. En cierta forma, más que historias de vida tienden a configurarse como historias de la vida laboral: y esto no a causa sino a pesar de las tentativas de los entrevistadores de ampliar el discurso en otros temas. Se trata de dos trabajadores urbanos tradicionales, un obrero me­ cánico y un carpintero artesano. Figuras productivas y profesio­ nales que, en tiempos diferentes, fueron centrales en el sistema productivo urbano-industrial, y que hoy son consideradas mar­ ginadas y en vías de extinción. Más en general, son las modali­ dades tecnológicas, económicas, sociológicas y culturales que han constituido el papel de estos dos sujetos a ser consideradas en decadencia y destinadas a desaparecer en el cuadro de una reorganización del sistema productivo que verá (y en parte ya ve) prevalecer una forma de producción electrónica, robotizada, informatizada y cableada. Sin embargo, la hipótesis de trabajo que orienta mis refle­

xiones en dos textos no forma parte de un horizonte de arqueo­ logía industrial o artesanal. En una perspectiva de análisis es­ tructural, las dos historias de vida ofrecen materiales útiles para la individuación de constantes (las constantes de la fabrilidad NDT, para usar el lenguaje de Cirese); en una perspectiva historizante, éstas pueden ser interpretadas como dos variantes de esas constantes. En el cuadro de una antropología de las socie­ dades complejas, ellas ofrecen un ámbito todavía más específi­ co de análisis y de reflexión; me refiero al tema del bagaje cultu­ ral y de su transmisión o, si se quiere, de la persistencia y del cambio, en una palabra, de las dinámicas culturales. Innova­ ción tecnológica, reorganización productiva y representación y cilios del trabajo están —ésta es 1a hipótesis general que me orienta— seguramente interrelacionados; pero no son isomorfos, isocrónicos e isótopos. Tampoco se puede demostrar, me parece, una relación causal entre ellos, que opere de manera uniforme, constante, unidireccional a toda escala y para cada fracción de tiempo. Podemos decir, y es más o menos obvio, que la complejidad social está aquí o de cualquier forma también aquí; en la irreductibilidad de los sujetos sociales, individuales y colectivos, y de sus historias, en la simplicidad de los esquemas interpretati­ vos que ven el cambio con una óptica de lineal irreversibilidad y las relaciones como una red exclusivamente funcional. La confrontación entre las historias de vida de dos trabajado­ res urbanos puede ofrecer un pequeño elemento más, alguna añadidura modesta pero específica, en la interpretación antropo­ lógica que se está construyendo fatigosamente de la complejidad. El segundo resultado que me propongo es de orden metodo­ lógico. Las dos historias de vida que examino no han sido reco­ lectadas por mí, sino por otros, quisiera poner a prueba, por lo tanto la comparación en determinadas condiciones de textos orales no recogidos directamente por quien los comenta. Los criterios de la comparación en el ámbito antropológico son como es bien sabido, un tema clásico de las disputas entre estudiosos. Evito entrar en el mérito, ya que, esto trasciende en gran medida los límites de la presente contribución; y me limito a exponer las características que hacen plausible una compara­ ción entre los dos casos presentados, características que discuti­ ré brevemente.

Es generalmente compartido el principio de que procedi­ mientos comparativos pueden ser adoptados, con menor o ma­ yor legitimidad, en relación a la escala y a los caracteres de los elementos culturales que se quieren comparar y a la profundi­ dad y extensión de la comparación que se quiere operar. En el caso presento se trata de materiales recogidos en el terreno sobre este tema y pertenecientes a la misma especie: historias de vida o bien narraciones autobiográficas orales. La legitimidad del procedimiento comparativo es confiada a tres órdenes de criterios adoptados en el curso del relevamiento y de la exégesis de los materiales recogidos. El primero de estos criterios está constituido por el hecho de que los dos protagonistas de las historias de vida por un lado tienen algunos caracteres socio anagráficos de base en común, por otra parte, presumiblemente y en cuanto es a nuestro cono­ cimiento, no se conocen y nunca se han encontrado. Las con­ vergencias averiguables en sus textos, si es que las encontrare­ mos, podrán ser por lo tanto consideradas convergencias inde­ pendientes de efectos de imitación, conformismo, mimesis, etc., mientras que las divergencias deberán ser atribuidas a otros factores distintos del contexto histórico-geográfico en que las dos vidas se colocan, ya que eso puede ser considerado más o menos el mismo para las dos, ser entonces anulado como varia­ ble explicativa de las diferencias. El segundo orden de criterios que legitima cierta compara­ ción entre los dos textos es dado por la relativa estandarización de los procedimientos de relevamiento. La historia de Gino fue tomada entre 1986-1987, por Raffaella Palladino (fue material para su tesis de licenciatura, Palladino, 1987); la historia de vida de Pietro fue tomada en 1989 por Giuseppe Gaeta (quién también la tomó como material para su tesis de licenciatura Gaeta, 1990).1 Ambos estudiantes de Sociología en la Universi­ dad de los Estudios de Nápoles, ellos siguieron los mismos cur­ sos y seminarios de antropología cultural y antropología urbana y, en particular, han desarrollado el mismo aprendizaje de L Me referiré a los textos de los dos autores de las tesis con las habituales referen­ cias bibliográficas. Los textos de las historias de vida se citan en transcripción integral en las dos tesis. El conjunto de los fragmentos citados en el texto presente con la indicación del número de página debe siempre entenderse como páginas del Apéndice de la tesis de licenciatura respectiva.

adiestramiento para la recopilación de los materiales orales. Tal formación análoga de los dos jóvenes investigadores es un ele­ mento importante a favor de la comparación de los materiales de las dos entrevistas, en la medida en que permite asumir como adquirido un cierto nivel de estandarización en los proce­ dimientos de relevamiento. La recolección de materiales autobiográficos orales y de his­ torias de vida, es un instrumento particularmente útil para el trabajo antropológico de recolección de datos de campo, cuan­ do éste se desarrolla en la ciudad (Passerini, 1989; Signorelli 1984a). Los materiales que el uso de estos métodos de releva­ miento produce son muy diversos, no sólo de las series estadís­ ticas, sino también de las tradicionales descripciones etnográfi­ cas. Como muchas veces, y justamente, se ha señalado, lo que el antropólogo lleva a su casa son unos textos (Catani, 1982; Clifford y Marcus, 1986). ¿Qué hacer con ellos?, ¿cómo utilizarlos? Un texto requiere de una interpretación. Ésta a su vez puede legítimamente proponerse como totalmente idiosincrática, la aceptaremos como tal. Pero si una propuesta de interpretación aspira a ser compartida, deberá estar basada en reglas objetivables, que puedan ser valoradas, criticadas y reutilizadas por otros. Me parece que esta exigencia pueda ser satisfecha, o al me­ nos parcialmente satisfecha basando la interpretación en: a) Un trabajo puntual de Filología aplicado al texto. b) Un trabajo sistemático de contextualización de los conte­ nidos.2 No pretendo desarrollar aquí esta propuesta en todas sus implicaciones. Me limito a exponer algunas modalidades con­ cretas que he seguido en el análisis de las dos entrevistas exami­ nadas, ellas son: 1) La individuación de temas o bloques temáticos y el cómputo del número de páginas de la transcripción que cada uno de ellos ocupa. 2. Para una mayor ampliación de este punto me remito a Signorelli, 1986.

2) El análisis cuantitativo y cualitativo del uso de los pro­ nombres personales en la narración. 3) La individuación de la cronología seguida en la exposi­ ción de la cronología biográfica de cada historia de vida y la comparación entre las cronologías de la narración y la cronolo­ gía histórica. 4) La determinación de los juicios de valor (negativo, positi­ vo) que los entrevistados dan del preciso tiempo pasado, pre­ sente y futuro. La primera y la segunda modalidad de análisis están más relacionadas con la estructura interna de los textos, la tercera y la cuarta enlazan algunos contenidos de las narraciones con algunos contextos de referencia pertinentes. Este trabajo de exégesis, conducido con modalidades análo­ gas en los dos textos, constituye el tercer criterio de legitima­ ción de la comparación. Los protagonistas de las dos historias de vida son dos sujetos de sexo masculino; el primero nació en 1925, el segundo en 1936, aunque si no son coetáneos, de cualquier modo pueden ser considerados como pertenecientes a la misma generación, ha­ biendo nacido ambos antes de la Segunda Guerra Mundial.3 Tie­ nen en común el estado civil, ambos tienen familia (cuatro hijos el primero y dos el segundo) los niveles de escolaridad no son muy distantes, uno realizó la primaria y el otro realizó la escuela comercial. Aunque ambos son napolitanos en el sentido extenso de la palabra, ninguno de los dos en efecto nació y vive en el interior de los límites históricos de la ciudad de Nápoles, pero si ambos nacieron y viven en asentamientos que por disposiciones administrativas, y reales gravitaciones socio-económicas se han progresivamente integrado al área metropolitana de Nápoles (Galasso, 1978). El primero de los entrevistados, Gino, es de Poz­ zuoli; el segundo, Pietro nació y vive en la llamada área oriental entre San Giorgio en Cremano y San Giovanni en Teduccio. Vale la pena señalar, que aún en sus diversidades, tanto el área orien­ tal como el área de Pozzuoli, además de compartir una análoga 3. La Segunda Guerra Mundial es sin duda un acontecimiento «periodizante» in­ cluso mirando la historia «por abajo», es decir, desde un punto de vista subjetivo de los protagonistas de las dos entrevistas.

historia de relaciones con el centro urbano, han sido ambas áreas de asentamientos de industrias de base y de enteras colo­ nias de vivienda para obreros y se podría decir por consiguiente áreas de gran participación política (IRES, 1987). Las características anagráficas comunes entre las dos entre­ vistas terminan aquí. Diversas son en efecto las pericias profe­ sionales y su condición profesional. Gino es un trabajador de­ pendiente: es un obrero mecánico metalúrgico (cortador de me­ tal como se define él mismo pero agregando inmediatamente «hoy los metales no los enderezamos más a mano»), que traba­ ja en un establecimiento que cuenta aproximadamente con mil empleados y una historia casi secular de producción en la me­ cánica pesada. Hoy es una fábrica de locomotoras y materiales rodantes para ferrocarriles. Pietro, al contrario, es un trabaja­ dor independiente, un artesano con taller propio; más bien como él se define, «un carpintero puro» o también un «carpin­ tero verdadero». Condiciones profesionales diversas, por lo tanto y como ve­ remos, caminos profesionales diversos. Algunos rasgos objeti­ vos, que los dos sujetos mismos indicaron, son comunes en las dos experiencias laborales. Pietro trabajó durante seis años, en­ tre 1963-1969, como empleado en una fábrica carpintera pe­ queña, muy doméstica, él no ignora del todo el «trabajo con un patrón». En cambio Gino es un obrero de oficio, altamente cali­ ficado, que habla tanto de él como de sus compañeros: «Antes trabajábamos todos como artesanos, después empezaron a lle­ gar unas piezas, unas máquinas...». A su vez, entonces, Gino no ignora del todo la experiencia del trabajo creativo. Los bloques temáticos En el análisis de la historia de vida de Gino, Raffaella Palladino la dividió en cuatro bloques temáticos. Tres de ellos se encuentran exactamente en la entrevista de Pietro, casi agotan el contenido. El cuarto tema de Gino trata el bradisismo, situa­ ción que está totalmente ausente en la entrevista de Pietro, de cuya experiencia de vida, el bradisismo no forma parte. Esta diferencia entre los dos textos no me pareció no proponible, la comparación entre ellos en el eje de los otros tres bloques temá­

ticos. Por bloque temático, en efecto, entendimos el tratamiento compacto y una cierta duración de un tema que el entrevistador propone y repropone. En el curso de la exposición el tema debe permanecer en el centro por así decirlo, el desarrollo y las refe­ rencias a otros temas deben resultar accesorios, subordinados. Si en dos entrevistas diferentes los dos sujetos proponen dos bloques temáticos que se corresponden, no parece arbitrario comparar estas partes, en cuanto a la comparación global entre las dos entrevistas, esto puede ser más o menos justificado de la riqueza o pobreza del total sistema de correspondencias temáti­ cas. En nuestro caso, el tema del bradisismo, único presente en una entrevista y no en la otra, recibe de cualquier modo un desarrollo sucinto, mientras tanto para muchos habitantes de Pozzuoli «todos los aspectos de la vida cambian del bradisismo en adelante y ello condiciona cada tipo de elección» (Palladino, 1987: 67); no parece ser este el caso de Gino, que propone como muy significativa en su historia la fractura determinada de las luchas sindicales de los años 1968-1969. En el acompañamiento de estas evaluaciones he llevado a cabo una comparación entre las dos entrevistas a lo largo del eje de los tres temas comunes en ambas; y creí en fase conclusi­ va poderlas comparar también en su globalización. El primer tema es el del trabajo", más allá de los episodios laborales, Palladino incluye las experiencias sindicales y políticas de Gino, que son presentadas por el sujeto inextricablemente enlazadas con las del trabajo, más bien son parte integrante de ellas. En términos cuantitativos (tiempo de narración medido en las páginas de la transcripción) es bastante largo el tema, más amplio y articuladamente tratado en el texto. En la entrevista de Pietro el tema del trabajo ocupa un espacio todavía más extenso, aproximadamente el 90 % del texto. Y si para Gino la experien­ cia laboral es el cauce que acoge y replasma las experiencias po­ líticas y sindicales, para Pietro es a través de la experiencia labo­ ral por donde filtra el relato concerniente a otras ámbitos de su vida: sus ascendientes, por ejemplo, padre y abuelo, entran en su historia en cuanto le enseñaron el oficio; la ciudad es sobre todo el lugar de sus cambios laborales. Verificaremos sucesivamente cómo en este dominio del tema del trabajo en ambos, las entre­ vistas encuentran confirmación en los resultados ofrecidos de los otros procedimientos de análisis adoptados.

El segundo tema presentado por Palladino es el de la familia y parientes. En la entrevista de Gino la información acerca del origen de sus parientes y cónyuge son escasas, fragmentadas y casuales. Con una excepción: las siete páginas dedicadas a Tatonn’a fumara (Antonio [hijo] de la panadera), marido de una hermana de la madre de Gino, por lo tanto, era su tío materno político, el cual tuvo un único hijo que murió pequeño. Por este motivo, marido y mujer se inclinaron mucho a los hijos de la hermana de ella; no obstante, la razón por la que Gino recuerda tan vivamente a un pariente difunto cuando él tenía 8 años, no es sólo afectiva: este Tatonn'a fumara, [...] era un jerarca que estaba en Pozzuoli... un jefe violento, desvergonzado y precisamente el mosto se casó con mi tía, tuvo un hijo y hace muchos años éste cometió un homicidio y estu­ vo en la cárcel. Debemos regresar a este notable personaje que en la historia de vida de Gino ocupa un papel simbólico más que real de gran importancia. Las noticias que Pietro ofrece de su propia familia no son casuales y fragmentarias, sino, extremadamente sintéticas, él nos informa que su familia conyugal, [...] está compuesta por el papá, la mamá y dos hijos, una jovencita de diecisiete años y un muchacho de catorce años. Y esto es todo. El tema no se volverá a tocar, como tal. Como ya dije tendremos noticias de su padre, del abuelo, de un tío que aún vive y que él visita de vez en cuando, pero ellos entran en la historia de los carpinteros de quien él tomó el ofi­ cio. Es sólo por la insistencia del entrevistador, que Pietro habla de su propio hijo, de nuevo del trabajo y sólo del trabajo. Es de mencionar, y requerirá ulterior reflexión, una circuns­ tancia común en ambas entrevistas; los nudos cruciales de la relación de los dos protagonistas con sus respectivas familias, surgen en sede extra —entrevista, con grabadora apagada, como un momento de confianza personal dada a una perso­ na—; (el entrevistador y el entrevistado), la relación profesional con la que enseñó a fiarse. Palladino así aprendió que la gran

preocupación de Gino es la «seriedad» de su esposa y de sus hijas, la honorabilidad de las que él considera debe custodiar imponiéndoles un modelo de vida «estratégico» que las mismas interesadas juzgan muy arcaico e íntimo. Será muy significativo ver cómo la mujer de Gino (en un coloquio con Palladino) justi­ fica de cualquier modo la actitud del marido. También Gaeta colocó una grabadora apagada, ¿cuál es el punctum dolens de la vida familiar de Pietro?: «el hijo sufre de un problema en la vista y que sería para él peligroso el uso de maquinaria como la que tiene Pietro en su taller» (Gaeta, 1990: 174, n. 2). No podemos evitar preguntamos por qué estas noticias pre­ cisamente están fuera de la entrevista, de la narración que cons­ tituye por así decirlo, el texto oficial de la autorrepresentación, pero no han sido calladas del todo, como habrían podido ser y como muchas otras noticias seguramente lo están. El tercer bloque temático que Palladino individualiza es el de los lugares y relaciones que, ella precisa, incluye «todo lo que puede ser reconductible, en otro sentido, en el área de la socia­ bilidad» (Palladino, 1987: 67). Se trata de esa parte de la so­ ciabilidad que se realiza fuera de y sin conexiones directas con el trabajo. Son temas que ocupan una parte minoritaria de la entrevista de Gino, pero que se organizan alrededor de una re­ lación fuerte: el Barrio Terra de Pozzuoli, el antiguo y bellísimo barrio construido en el lugar de la Acrópolis de edad clásica que da al mar, y se estructura alrededor de la catedral y del obispa­ do; barrio donde Gino nació y vivió la primera parte de su vida. El Barrio Terra fue desalojado forzosamente en 1970, a causa de una crisis de bradisismo que amenazaba su estabilidad. Gino y su familia vivieron en casas más o menos provisionales apro­ ximadamente siete años, hasta que en 1977 obtuvieron una vi­ vienda en la zona de viviendas para trabajadores del asenta­ miento de Toiano, en donde hasta ahora viven. Gino regresa varias veces sobre la comparación entre la antigua forma de vivir en el Barrio Terra y la nueva forma de vivir en Toiano; abunda menos, como ya se ha dicho, acerca del bradisismo y sus efectos no solo geofísicos sino políticos y sociales. Y esto no obstante el hecho de que cuando la entrevista fue recogida la larga y dolorosa crisis de bradisismo de 1983-1984 no se había todavía del todo agotado.

Como para la familia, también en lo que respecta a sus pro­ cesos de socialización y su sociabilidad, Pietro es más breve que Gino. No sólo las noticias no son abundantes, sino es evidente la falta de interés del narrador para desarrollar temas que clara­ mente él considera irrelevantes. Aprendimos en pocas líneas que Pietro forma parte de un club de aficionados a la bicicleta, al que asiste el sábado por la noche para organizar con sus compañeros los paseos dominicales; [...] el domingo, vamos a hacer un bonito paseo o bien, si hay una reunión de ciclistas en nuestra región vamos. Luego de re­ greso a casa, después de una buena ducha, se come con la fami­ lia y por la tarde, o nos quedamos en familia, o hacemos alguna visita... y basta. Después al día siguiente... empiezo una nueva semana de trabajo [p. 237],

Ni un comentario, ni un detalle que nos ilumine acerca de la tonalidad afectiva, acerca del valor que Pietro atribuye a estas relaciones. Y son las únicas que señala, las otras figuras huma­ nas que habitan el mundo que nos cuenta, son todos clientes, proveedores y colegas carpinteros; y un par de vecinos, que son vecinos del taller, no de la casa. Las dos entrevistas tienen por lo tanto un carácter muy sig­ nificativo en común: el claro predominio de las temáticas del trabajo sobre otros temas. Veremos también cómo los otros ni­ veles de análisis confirman este dato. El uso de los pronombres personales Esta modalidad exegética nos fue sugerida de la lectura de la historia de Gino en la que parecía presente un uso particular de los pronombres personales, uso que los cálculos pacientes de L. Palladino han confirmado ampliamente. La narración de Gino no se desarrolla teniendo como protagonista siempre la misma persona pronominal. Ya en una primera lectura se evi­ dencia una alternativa entre frases de la narración que tienen como protagonista el «nosotros», la primera persona plural; fa­ ses de la narración que tienen como protagonista el «ellos», ter­ cera persona plural, y una sola fase de la narración que tiene

como protagonista el «yo», primera persona singular. La cuenta de las formas verbales conducida por R. Palladino y el sucesivo análisis de las variaciones persona pronominal/tema de ¡a narra­ ción, han permitido llegar a dos conclusiones. La mayor parte de la autobiografía oral de Gino es narrada en primera persona plural; después, a gran distancia de la pri­ mera, hay una parte que es narrada en tercera persona plural; y, finalmente, una parte muy pequeña es narrada en primera persona singular. La covariación pronombres/temas se configura como sigue: — Tema del trabajo, del sindicato, de la política: narración en primera persona plural. — Tema de las relaciones y de los lugares: narración en ter­ cera persona plural. — Tema de Tatonn'a fumara: narración en primera persona singular. El puntual análisis cuantitativo conducido por Palladino en el texto permite afirmar que las covariaciones son sistemáticas, no casuales, y nos autoriza, por lo tanto, a atribuirles una fun­ ción semántica, a hipotetizar que sean portadoras de significa­ dos. Esto es aún más creíble en cuanto que en la historia de Pietro existen también covariaciones recurrentes de las perso­ nas pronominales en relación a los temas, aunque su conteni­ do es totalmente diverso. Pietro narra utilizando la primera persona singular prácticamente en toda la entrevista que, como vimos, habla casi únicamente de su trabajo; de vez en cuando, aparece la tercera persona singular, ya sea en cone­ xión a formas impersonales del verbo o en conexión con un sujeto-persona que tiene características que diría ejemplares: el carpintero. Muy a menudo, cuando el sujeto de las proposicio­ nes es el carpintero, el contenido de la exposición más que narrativa, tiende a hacerse prescriptiva o gnómica, del tipo: «el carpintero no debe...», «el carpintero sabe...», «el carpintero es aquel que...». Queremos aquí intentar una interpretación cultural del sig­ nificado de estas variaciones, una interpretación que parta de los procesos de identificación de que el uso de los pronombres personales en conexión con ciertos temas es ciertamente un sín­

toma; y que explicite significados y valores contenidos en las identificaciones individualizadas. Comenzamos a ver cuáles son los objetos de identificación de nuestros dos narradores. El plural insistentemente usado por Gino se refiere en pri­ mer lugar, y en forma tan explícita que parece casi estereotipa­ da, al sujeto colectivo con el que, más que sentirse parte, él se identifica totalmente: la clase obrera. Esta última puede en su narración presentarse como conjunto de los compañeros de fá­ brica; o como trabajadores de los asentamientos de Pozzuoli en lucha para defender la ocupación, o finalmente como clase obrera italiana, comprometida en su totalidad para hacer explo­ tar el boom del 68. Al variar la escala del referente, la identificación de Gino no es menos convencida, su «nosotros» no varía de color ni de pertinencia. La clase obrera es aquella entidad absolutamente concreta y universal al mismo tiempo, cuya fuerza ha garanti­ zado el trabajo para los habitantes de Pozzuoli. Esta huelga se hizo para que permaneciera la fábrica en Poz­ zuoli y para no dejarla morir, por la economía, por la juven­ tud [p. 4].

y garantizó dignidad a los trabajadores: '[...] la gente veía al jefe, y debía saludar al jefe... Pero ¿por qué debía uno saludar al jefe? ¿Acaso viene antes que yo para que lo deba saludar? Mientras que hoy, por la emancipación, hay más libertad... [p. 46],

De esta fuerza, amenazadora para algunos, Pozzuoli tiene una tradición, cuando se hablaba de Pozzuoli se temblaba [p. 49],

pero precisamente por eso mismo liberadora para él y para aquellos como él. De esta fuerza él se siente parte integran­ te, más que sentirse beneficiado y protegido. La distinción en­ tre «yo» y «nosotros» no se dá porque no tendría nada que ex­ presar.

Pero hay otra acepción del «nosotros» de Gino, que se arti­ cula a partir de la examinada hasta aquí y todavía en alguna medida se distingue; es el «nosotros» que designa «nosotros fá­ brica», como aparece en expresiones tales como: Hacemos unos carritos, hacemos unos vagones... ahora esta­ mos haciendo, no sé con precisión, 100-104 locomotoras... No podemos trabajar más como antes porque después cuestan más y no podemos competir a nivel internacional... [p. 39].

o también, y con mucha preocupación, cuando habla de las consecuencias que el bradisismo ha tenido para la empresa donde trabaja: éramos un establecimiento que andaba bien, y ahora con el miedo al bradisismo... Si vienen otras sacudidas y terminan de dañar [las vías de ferrocarriles de] la Estación Cumana, termina también la fábrica, porque no pueden salir los vagones... Ahora tenemos 3 o 4 piezas [vagones, locomotoras] que hemos bloquea­ do, pero continuamos haciendo otras piezas. Ahora si no se libera el ferrocarril de la Cumana, no se hasta donde llegaremos... [hasta cuando podremos resistir con las bodegas llenas] [p. 41],

Hago mías aquí para comentar esta relación entre Gino y la empresa en la que trabajó toda la vida, las inteligentes conside­ raciones de R. Palladino, que reporto integralmente: «¿Es posi­ ble que un obrero como él, que conoce demasiado bien la lucha de clase, pueda confundir entre nosotros obreros y nosotros fá­ brica, olvidando que no sólo la fábrica no son los obreros, sino también que no es de los obreros? Más probable parece, tenien­ do presente el orgullo con que se habla de toda la estructura productiva ("teníamos un sistema de impresión arriba, que casi no se encontraba en toda Italia”) que esta fábrica cuyas fortu­ nas se comparten y de quien se es responsable en la conciencia que es fuente de bienestar ("una vez terminada la fábrica en Pozzuoli, la economía de la ciudad estaba también en el suelo”), es una entidad no extraña, no enemiga sino un bien colectivo por el cual luchar. Se podría afirmar la existencia para Gino de una relación no negativa con las máquinas, los instrumentos de su trabajo en nombre de un principio práctico y crudo que po­ dría sonar, así: mejor obreros que muertos de hambre. Salvo

después, se entiende, hacer valer en cada ocasión sus propios derechos...» (Palladino, 1987. 74). La identificación compleja entre narrador, clase obrera y fá­ brica resulta confirmada y contraria por el uso que él hace del pronombre «ellos». En la narración autobiográfica de Gino, «ellos» sirve para designar dos categorías de personas. La pri­ mera comprende todos aquellos que se contraponen a «nos­ otros»: patrones y patronato obviamente; pero también los po­ deres políticos y administrativos en expresiones como: [...] los establecimientos los querían llevar al interior... dicen que están construyendo las casas en Monteruscello... todavía hoy deben pagar los propietarios... [p. 16].

Más sorprendente y en cierto sentido más significativo es el uso de «ellos» para indicar a los habitantes del Barrio Terra, parientes, vecinos y conocidos. Está claro que, aún estando liga­ do por un profundo afecto al recuerdo de esas personas, por una profunda nostalgia hacia los lugares de su infancia, Gino rechaza identificarse con «ellos». Gente normal, gente genuina, gente que vivía al día pero era todo corazón, tenía toda una tradición..., eran personas que se ayudaban entre ellos, lino se asomaba a la ventana, hablaba aquí y allá, porque estaban apretados, había gente que dormía en ca­ sas que realmente no se podía vivir, pero, debemos decir, que aquella gente era feliz [pp. 8-9].

El obrero moderno, emancipado, sindicalizado, en la lucha por la defensa de sus derechos, no puede identificarse con el lumpenproletariat: y no escapa, por la forma en que habla de ello, a la sospecha de ser paternalista. También la identidad de Pietro se construye antes que nada y principalmente con base en su trabajo; como Gino no le hace al obrero sino que es obrero, así Pietro no le hace al carpintero, sino que es carpintero, mejor dicho, según su expresión, «car­ pintero puro», un carpintero «auténtico». Pero mientras el pro­ ceso de identificación de Gino pasando a través de la competen­ cia del oficio y la común responsabilidad de las estructuras pro­ ductivas, llega a la identificación con el gran sujeto colectivo, la

clase obrera, adquiriendo así significados sindicales, políticos, históricos en el interior de los cuales el destino individual en­ cuentra colocación y definición, el recorrido de Pietro es total­ mente diverso. El referente de su identidad y la meta de su identificación no es un sujeto económico y político de naturale­ za colectiva, sino más bien un modelo profesional individual, algo como un tipo ideal, con valía no solo descriptiva, sino prescriptiva, respecto a la cual su autobiografía asume las caracte­ rísticas de un camino de acercamiento progresivo. Gino prefie­ re perder las características que hacen de él un obrero califica­ do, diverso y quizá más capaz que otros, para defender la corapetitividad de la empresa y, por lo tanto, de la ocupación: para defender en otras palabras, la fuerza y el poder contractual de la clase obrera. Al contrario para Pietro la competencia, la habi­ lidad, el dominio de las técnicas y ese «saber de la mano» de cuya naturaleza no algorítmica él esta plenamente consciente, son el fundamento y la sustancia misma de su ser «un auténtico carpintero». [...] en nuestro oficio no es que te enseñen como en la escue­ la. Eh... miras al abuelo, miras al papá, miras al maestro, mira esto, mira aquello y poco a poco comienzas a memorizar todo eso que miras para poderlo realizar después... [p. 201]; Y después en virtud de la posibilidad que uno tiene de recor­ dar las cosas o en virtud de la propia invención, digámoslo tam­ bién, se pueden realizar unos trabajos [p. 232].

Esto es lo que le consigue la estima de los colegas, la fideli­ dad de los clientes y —como sucede en diversos episodios que él evoca con cierta insistente autocomplacencia— el respeto de aquéllos que al inicio, engañados por el traje que usa y por su aspecto simple, lo devaluaban; pero que viéndolo trabajar, cons­ tatando su capacidad y la habilidad con que domina el proceso técnico y la belleza de los trabajos acabados, debían cambiar su opinión y reconocerle la calificación de «maestro». Sólo en su oficina, sino lazos fuertes con ningún grupo o categoría, tam­ bién Pietro conoció las humillaciones y el darse ánimo. Pero lo que para Gino es un producto del boom del 68, asume para Pietro la forma canónica del siguiente episodio:

Un día viene un señor aquí al taller y quería cortar un pedazo de madera con la máquina, y yo le dije: Por favor, pase usted... Pero lo primero que me preguntó fue por el titular... y yo le dije: Soy yo. Éste lo primero que hace es mirarme de pies a cabeza... y me escudriña una primera vez. Comenzamos a trabajar, y dice: Yo con esta tabla debería hacer unos cortes, para construir el timón de un barco. Digo: Está bien, hágame un trazo de ese ti­ món... ¿Tiene un dibujo?... ¿Tiene una medida?... y después se lo corto... y él dice. Está bien, entonces ¡dame el metro! Por favor, digo yo. Y dame también el lápiz. Por favor, digo. Se apoya en el banco, hace el trazo y después dice: He aquí, puedes cortar... Yo miré este pedazo, lo vi un poco y pensé: Pero mira un poco éste: primero entra aquí adentro y busca al titular; ahora me dice dame esto, dame aquello, puedes cortar... Aquel corte me parecía un poco extraño, y digo: Pero ¿usted está seguro de esta medida?, porque cortar yo lo hago rápido. Y él: Sí, sí corta, corta. Yo lo acomodé en la máquina, y vrrrrrrrrrrrrr... corté y le di el pedazo en la mano. El lo miró, y dijo: Dame el metro. Lo mide, y era diez centímetros más pequeño... y, ¿qué hace? Arroja el metro al suelo, buum, y: ¿cómo pude equivocarme en la medida? Precisamente —yo le dije— no todos los males vie­ nen para dañar, porque siendo el timón todo de una pieza es más fácil que se deforme en cuanto lo meta al agua... Ahora, del pedazo que cortamos nosotros mismos vamos a hacer un pedazo para encajarlo con otro, en el costado, de modo que pueda aguantar la deformación de la madera. Pero esto dicho un poco ásperamente, hablándole de tú como él lo hizo conmigo y tratándolo precisa­ mente como a un muchacho de taller... Cuando éste se vio tratado en esa forma, dijo: ¿Qué tipo de trabajo hacen aquí adentro? Ya usando el usted [en realidad el ustedes (N. del T.)] y no más el tú. Digo: Aquí hacemos trabajos de carpintería... todo lo que es en made­ ra nosotros lo hacemos. Dice: No, porque yo soy ingeniero, tengo una empresa de construcción... ¡Este cabrón! Y tú por esto me dijiste: dame el metro y dame el lápiz, sólo porque eres ingeniero y ahora ¿por qué me hablas de usted? En síntesis al final, moraleja del cuen­ to, con ese señor, al final nos hicimos amigos... [pp. 279-281].

La experiencia se condensa y se sintetiza en la siguiente constatación sentenciosa: Entonces el traje hace al monje... Muchas veces uno debería salir con la ropa de trabajo... ¿Pero todos aquellos que lo usan, tienen la posibilidad de salir con esta ropa de trabajo? [p. 282],

Sin embargo, como observa G. Gaeta, el carpintero Pietro tiene un punto de fuerza que se opone a lo que del mundo le es hostil, humillante y hasta amenazador: «...la gratificación per­ sonal, presentada casi idealistamente, con tintes sugestivos pro­ pios del aura quijotesca de que el entrevistado se rodea. Él es el último o uno de los últimos de una gloriosa estirpe de artesa­ nos, aquel que aún habiendo adquirido conocimiento y familia­ ridad con los nuevos métodos y las nuevas reglas de la produc­ ción conserva, en su trastienda, en un cuartucho que desarrolla un papel a mitad entre museo privado y tabernáculo, los vesti­ gios antiguos del trabajo, instrumentos que sólo manos exper­ tas y competentes como las suyas pueden reanimar, restituyén­ doles la originaria capacidad creativa... Frente a los problemas del vivir cotidiano, a la dificultad de encontrar sentido para sus acciones fuera del ámbito restringido de la oficina, la ejecución representa “otro" momento, un momento en que las contradic­ ciones aparecen temporalmente superadas. Tal propiedad del acto constructivo resulta directamente proporcional a la calidad del manufacturado, calidad que se mide ya sea en función del nivel técnico incorporado en el producto, como en el grado de creatividad consentida por el comprador y desarrollada por el artesano» (Gaeta, 1990:178-180). Las cronologías En la historia de la vida de Pietro aparecen pocas fechas, que no son sucesivas como en una cronología formal, sino que siguen la marcha de la narración. La primera es la fecha de su nacimiento (1936), la segunda son sus doce años (el año corres­ pondiente, 1948, no es mencionado), edad en la que comenzó a asistir como aprendiz al taller del padre y del abuelo carpinte­ ros, mientras al mismo tiempo estudiaba; sigue 1970, año en que alquila el local donde actualmente todavía se ubica su taller y empieza a trabajar por cuenta propia; después recuerda los años de 1963 y 1969, inicio y fin del período durante el cual él trabajó «a sueldo», es decir, que trabajaba como obrero en una carpintería; varias veces se repite la expresión «ya van diecinue­ ve años», a propósito de su condición profesional actual de ar­ tesano independiente, y de las responsabilidades, honorarios,

satisfacciones, ganancias, etc. que ha recabado de ello. Otras referencias temporales son más genéricas: «en ese tiempo cuan­ do inicié... [a trabajar por mi cuenta]»: «Después llegó el IVA...», «al inicio vino un inspector,..». Muy genéricas son las referencias temporales que Pietro utiliza para describir y valo­ rar los cambios que se han dado en su trabajo: «Hace cincuenta o cien años», «En los años cincuenta, o sesenta...»; «...estamos en el siglo xx...». Esto es todo. Las pocas fechas de su vida que Pietro reevocó registran una sola anticipación respecto a la cro­ nología real, 1970, año del «trabajar por su cuenta», es mencio­ nado antes de que se dijera qué había hecho el narrador en los años anteriores. Gino inaugura su propia cronología en 1940, fecha de su admisión en la fábrica, sigue después la fecha de nacimiento, indicada indirectamente a través de la precisión de que cuando entró a la fábrica tenía quince años. Tres fechas siguen después: 1943, la fábrica es destruida por el ejército alemán; en 1945, las actividades productivas son retomadas en una sede provisional y se trabaja bajo pedido de los ejércitos aliados; en 1946, está el regreso a la sede de la fábrica en Pozzuoli: la sede ha sido reestablecida, la empresa ha cambiado de nombre. Sin solución de continuidad en la narración se llega a 1958, y al bienio 19581960, caracterizado por la reducción de la actividad de la fábri­ ca, los despidos o transferencias de los obreros a otras sedes y una gran movilización de la mano de obra, con huelgas, impug­ naciones, enfrentamientos en la calle, que al final consiguen que la empresa sea nuevamente transformada y garantice la ocupación para los habitantes de Pozzuoli. A partir de ese mo­ mento la historia laboral cede el lugar a la situación personal y familiar y dos fechas marcan este ámbito: 1970, año del bradi­ sismo y del hundimiento del Barrio Terra, y 1977, año de la asignación de las viviendas en Toiano. Pero casi de inmediato se regresa al tema del trabajo: los años cincuenta con las durísi­ mas condiciones de trabajo y después en el sesenta y ocho, el año de la explosión que cambió todas las cosas: el «boom del sesenta y ocho... esto ustedes lo saben... pero antes estabamos muy... oprimidos». Como nota justamente Palladino «[1968] es para él una fe­ cha que conscientemente vive como un momento de ruptura profunda respecto al pasado» (Palladino, 1987: 55). Hay todavía

en la entrevista una alusión a una fecha de los años treinta no indicada («...cuando tenía ocho años...»); luego la narración se coloca en el pasado muy próximo (los efectos del bradisismo sobre la vida en la fábrica y su ciclo productivo) o en el presente y los cambios que provocó respecto al pasado. Así como es más rica en la articulación de los bloques temá­ ticos, así la historia de Gino respecto a la de Pietro se presen­ ta más rica en fechas, referencias temporales precisas; y también más marcada por inversiones y anticipaciones que permiten to­ mar, en cierta medida, los recorridos de la memoria. Hay dos elementos en común, pero diversamente articulados: también para Gino la mayor parte de las fechas significativas están liga­ das a su vida laboral, pero al contrario que Pietro, ninguna fe­ cha, ni siquiera la de su ingreso al trabajo se refiere a un aconte­ cimiento estrictamente personal que lo ha involucrado a él sola­ mente. Son todas fechas, por decirlo así, colectivas: el colectivo protagonista del evento puede ser «los jovencitos y las mujeres» que, estando los hombres en el frente, en los años cuarenta eran contratados por la fábrica; o las cuadrillas de la fábrica, o la clase obrera de Pozzuoli o napolitana, o, como en el sesenta y ocho, toda la clase obrera italiana estaba en lucha por mejores condiciones de vida y de trabajo; el contraste con el rígido indivi­ dualismo autobiográfico de Pietro es de lo más fuerte. Otra diferencia notable: no pocas de las fechas que marcan la existencia de Gino, coinciden con fechas que figurarían sin duda en un texto de historia local, nacional o mejor dicho, mundial, de los años cuarenta y sesenta y ocho. Gino es del todo consciente, no sólo de esta coincidencia, sino del hecho que se da justo porque el curso de su personal existencia está estrechamente enlazada con sucesos históricos. En cambio, las fechas que Pietro evoca marcan todas hechos privados; y la eventual coincidencia con fechas históricas, como ejemplo el año de 1969, no suscita en el narrador ninguna reflexión de orden general. Ausente en ambas biografías, está el calendario de los afec­ tos, las fechas privadas familiares, ya sea las más ortodoxas (matrimonio, nacimiento de los hijos, etapas de la vida de los hijos, etc.), ya sea otras eventualmente más ligadas a especiales acontecimientos de las biografías individuales. El aconteci­ miento debe tener las características de la catástrofe natural,

como el bradisismo, y conllevar la pérdida de la casa, para que Gino le dé espacio en su historia. Obviamente, no es que nues­ tros dos protagonistas no tengan una historia privada, es que ambos no consideran que deben hablar sobre ello. A la luz de este dato, habrá que valorar las excepciones que lo contradicen; el largo tratamiento de la historia de Tatonn'a fumara en la his­ toria de Gino y las confidencias sobre su familia hechas por ambos fuera de la entrevista. La identidad y el valor del tiempo Sobre la base del análisis hasta aquí llevado a cabo, se pue­ den asumir como aclarados dos puntos: para ambos protago­ nistas de las autobiografías orales que estamos examinando, existe un nexo muy fuerte entre el trabajo que hacen y la identi­ dad que de ellos mismos se han construido, o mejor dicho, la identificación con el papel profesional es la base sólida y consis­ tente de su identidad. Correlativamente e inversamente, los contenidos de la iden­ tidad personal parecen variar según varía el papel profesional. Para Gino la identidad se consolida y se define en la solidari­ dad, más bien en la coincidencia del destino individual con el colectivo; para Pietro en la persecución constante y tenaz de un destino de excelencia individual. Pero el análisis puede avanzar un poco más, a partir de una inteligente hipótesis que G. Angioni propuso haciendo referen­ cia a de Martino (Angioni, 1986), y que también G. Gaeta reto­ ma. Existe en el trabajo de estos dos hombres, o mejor dicho en su modo de concebirlo, un elemento trascendental. Para am­ bos, aunque sí en forma diversa, el trabajo no es sólo respuesta a necesidades primarias, de supervivencia; no es sólo funda­ mento de la identidad, entendida como rol y estatus, como co­ locación en una estructura social. Para ambos el trabajo funda un ethos, porque se pone como terreno e instrumento para «ir más allá» de una condición de vida no escogida sino asignada por el caso o por el destino; el trabajo es lo que permite estar en el mundo como productores conscientes de un pequeño «de­ más», de un pequeño «otro» que, en pequeña parte, cambiará el mundo, dejará su rastro. Es a partir de su condición de obrero

que Gino experimentó el paso de «oprimidos» hacia «amplia­ dos». Es a partir de su condición de experto artesano que Pietro experimentó el paso de humillado a respetado. El trabajo, en­ tonces, no da solo de comer, a través de la fuerza y a través de la retribución permite conseguir la dignidad. El carácter proyectual y, por lo tanto, ético de la conciencia obrera, es tema demasiado conocido para que sea necesario abundar en ello. Tal vez viene al caso remarcar, en la autobio­ grafía oral de Gino, el reproponerse espontáneo e inmediato de esta dimensión, con una coincidencia que no necesita de media­ ciones entre sujeto individual y sujeto colectivo, entre macro es­ cala y microescala, entre conciencia madurada en la práctica y síntesis teóricas elaboradas en otro lugar y desde arriba. Se pue­ de observar, entre paréntesis, que aún un documento modesto, periférico y tardío como esta autobiografía oral, contribuye a demostrar que la clase obrera ha sido no sólo una clase social, sino un sujeto colectivo en el sentido más pertinente del término. Pero la historia de Gino atestigua también otra dimensión, otro proceso. Está presente en su historia al menos una indivi­ dualidad fuerte, un individuo excepcional, al que él mismo se relaciona como individuo, mejor dicho, como un niño confiado y lleno de admiración: Tatonn’a fumara, el guappo, el jefe mafioso de Pozzuoli. Tatonno es un prepotente, un explotador, un macho, un homicida y Gino no lo esconde para nada. Pero, en la visión de Gino, Tatonno es un delincuente especial: Éste dirigía Pozzuoli... era todo diverso entonces, los hechos que te narré... Era más una protección y después eran hombres rectos que tenían el valor también de enfrentarse abiertamente si había un asunto espinoso. Entonces no era como hoy que, por ejemplo, uno va a esconderse detrás de una puerta, te dispara, te mata y se acabó. No, ellos iban personalmente. Sucedía que cual­ quier habitante de Pozzuoli iba a alguna aldea y le quitaban [ro­ baban] el pescado [que iba a vender]; venía aquí, a que mi tío interviniera. Iba allá con el carruaje y el caballo... iba con el otro jefe de aquella aldea y le decía: Este pobre chamaco viene a bus­ car el dinero [a recoger el dinero que le tocaba por el pescado que le fue robado]. Entonces el jefe de allá decía: ¿Conoces quién te quitó el pescado? Y le regresaban el dinero y hasta le daban un poco más... se hacían siempre obras buenas... Estaban ellos en medio, y acomodaban las cosas, a veces se sacrificaban tam-

bien... para dar a entender que habían dado satisfacción a la gente... En esos tiempos uno quería ser más fuerte que el otro. Quería mandar, pero no como se hace hoy de hacerlos a un lado: había respeto; antes un hombre de esos era capaz de ir de una ciudad a otra, él tomaba el riesgo, mientras que hoy es diferente. Si debo decir una palabra a alguien a mí me da miedo, eso que me puedan disparar desde su can o.

Otro episodio es para Gino digno de ser recordado como ejemplar: el equipo de fútbol de Pozzuoli debía recibir al glorio­ so equipo del Genoa pero los dirigentes de Pozzuoli no tenían en casa dinero suficiente para pagar los gastos de la invitación y de hospedaje. Se reunieron todos los mañosos de Pozzuoli, a la gente se le hizo ir al estadio para hacer el cobro de ingreso, para no hacer el ridículo con los de allá. No lo hacían por ellos mismos como se hace hoy. Se jugó el partido, dieron una buena impresión, hicie­ ron fiesta, pero cada uno pagó su boleto, lo hacían también por el honor de la ciudad, no se hacía como se hace hoy, que yo me robo una cosa, me la guardo en la bolsa y me voy [pp. 67-68].

No nos sorprende la idealización del mafioso tradicional en una suerte de Robin Hood de Pozzuoli. El héroe orgulloso y valiente, generoso con los pobres y despiadado con los prepo­ tentes, ecuánime e invencible, es un símbolo, es decir, es una imagen de valores (Tulio Altan, 1992) en el sentido más pleno del término; no es por casualidad que regresa, declinada en las formas más diversas, en las representaciones colectivas de las sociedades marcadas por fuertes desigualdades, pero también por un potencial de cambio. Lo que sí sorprende es que la fascinación de un proyecto de rescate tan prepolítico pueda influenciar a un hombre politiza­ do y sindicalizado, un obrero moderno como Gino. A esta cuestión R. Palladino propone una respuesta fundada en el análisis del contexto. Ella sugiere tener en cuenta la parti­ cularidad histórica de la clase obrera metropolitana y la del sur de Italia en general. «[...] En Gino, este tipo de actitud está netamente consciente al tipo de tradición cultural que heredó. De hecho aun madu­ rando hasta la más moderna conciencia de clase, el espíritu de

revolución típicamente meridional se ha conservado. Ser com­ pañero, "verdadero compañero" para él quiere decir tener valor de sobra (también para afrontar los golpes de la policía en la calle), ser fuerte, leal, tener iniciativa, caracterizarse por una carga de generosidad que se expresa en la solidaridad con los demás (“uno no combate por sí mismo, siempre es por los que vienen después"). ¿Pero no son éstos los valores de la antigua hampa? La diferencia básica es que el honor y el prestigio ya no son categorías ligadas a un sujeto individual, sino colectivo. Gino ha realizado una verdadera transferencia de los caracteres del jefe tradicional de antaño a la clase obrera de Pozzuoli ("Nos­ otros somos famosos en Pozzuoli por las luchas"; "Pozzuoli tie­ ne una historia"; "Cuando se decía Pozzuoli se temblaba”). [...] La clase obrera hija del pueblo (como hijo del pueblo era Tatonno) se rescata a sí misma de su condición de subalternidad por la fuerza que le viene de la valentía. El jefe tiene obligaciones ligadas a su prestigio: así la clase obrera es obligada a amparar a todos aquellos (desocupados, obreros, subempleados, explota­ dos) que no tienen a su disposición la misma fuerza y que al contrario que de la clase obrera, no pueden provocar el temor y el respeto que vienen de la fuerza. »En las narraciones de las manifestaciones imponentes, en el orgullo que Gino demuestra al describirlas, se manifiesta el terror que esta muchedumbre incontenible, este torrente huma­ no, debía imponer. Y del terror viene el respeto; el verdadero jefe no recurre a la violencia, no la ama, a él solo le bastan las amenazas. »La clase obrera no recurre a la violencia, se limita a mar­ char en las calles y a ocupar los lugares del poder, cuando quie­ re alguna cosa: también se hace respetar sólo con la amenaza» (Palladino, 1987: 234-235). La identificación entre los valores de la mafia «buena» y aquellos de la clase obrera aparecen del todo plausibles, como señala Palladino, si se tiene presente la peculiaridad de la expe­ riencia obrera en el sur de Italia. Aún siendo cuantitativamente minoritaria, no sólo respecto a todo el contexto social sino tam­ bién respecto al conjunto de la población activa la clase obrera del sur había tenido, por muchos decenios, el papel de polo de agregación ideal y político de todos los segmentos del proleta­ riado: era el trámite que unía ideal y políticamente a la masa de

los desheredados del sur (subocupados, desocupados, precaria­ mente ocupados, etc.) con el mítico norte (de Italia y Europa), en donde el trabajo era seguro, el sueldo era bueno, los «dere­ chos» eran respetados. El ser minoría y, al mismo tiempo, la responsabilidad de representación permiten aclarar las raíces sociales de la autorrepresentación en términos heroicos que la clase obrera del sur da de sí misma en un personaje como Gino: pero lo que es importante señalar es que el heroísmo como él lo entiende no se basa en beaux gestes individuales; el heroísmo que cuenta es el que se despliega como lucha obrera para crear un mundo más justo. Más secreta o al menos más implícita es la tensión a «ir más allá» en la historia de Pietro; pero no menos fuerte e ininte­ rrumpida. La señalan claramente las dos dimensiones dentro de las cuales él organiza su historia; ante todo es el heredero de una tradición de diversas generaciones de maestros artesanos: su padre y su tío; y antes de ellos el abuelo y el bisabuelo. Él es, por lo tanto, el heredero de una herencia y el fiador de una continuidad; fiador de un saber que no debe ser disperso, que debe de ser custodiado e incrementado, él representa un puente entre pasado y futuro. En efecto (y es éste el otro esquema dentro del cual su na­ rración se organiza) él debió prepararse poco a poco para esta tarea, a través de un largo aprendizaje («[...] a los doce años comencé a practicar un poco en el taller del abuelo, ayudándolo en las diversas fases»), y también resistiendo si no precisamente a tentaciones, ciertamente a dudas y a distracciones («[...] tenía yo dieciséis o diecisiete años y ¡beh! digamos casi hasta los treinta estaba la pregunta ¿hago esto o hago aquello? ¿carpinte­ ro o que...? ¿Me pongo a trabajar por mi cuenta o trabajo bajo la dirección del maestro?») y finalmente eligiendo «trabajar por su cuenta», con lo que entra en la plenitud del papel, asumien­ do las cargas y las responsabilidades ligadas a ello. Después al final surgió esta idea de poner un taller propio. Y ahora después de diecinueve años... esto es y aún permanece. Si debiera ser jefe, lo haría igualmente [p, 238],

Su tarea y su meta consisten de ahora en adelante en garan­ tizar la continuidad y en conservar y mejorar la calidad del ofi­

ció. Pietro construye su autobiografía como una novela de for­ mación, un recorrido orientado por un teios. Por lo demás, todo su trabajo él lo vive como un ir más allá, un superarse, superan­ do vínculos y dificultades. Es un oficio auténtico porque si no eres un carpintero verda­ dero, el carpintero no lo sabes hacer... 3o debes aprender desde pequeño para poderlo ejecutar con armonía: porque también en la realización de una simple pieza, hay tanta dificultad en reali­ zarla según la regla del arte... Elección de la materia prima.,.; tipo de elaboración...; tipo de ensamblaje...; tipo de acabado...; lucidez, puesta a prueba, transporte, presupuesto..., complacer al diente (pausa): no todos los oficios tienen esta característica... Es un trabajo puro porque no puedes ser carpintero sino eres un carpintero [p. 239].

Para nuestros protagonistas, entonces, el trabajo es el funda­ mento de un eíhos. Cada uno a su manera, según un recorrido propio, ambos protagonistas narran su pasado como una historia de realiza­ ciones, conquistas, rescate: como historia de vidas vividas se­ gún valores. Pero, semejantes una vez más, ambos no creen en la posibi­ lidad de que todo lo que ellos han creado se perpetúe en el futuro y hablan del presente en términos llenos de melancolía. ¿Por qué? Ambos describen el presente como una situación en la cual se rompió o está a punto de romperse la continuidad con el pasado; no puede entonces haber ni siquiera un futuro: ya no hay un «más allá» hacia donde mirar, no hay un futu­ ro para los trabajadores que ellos han sido y siguen siendo. De ello Gino habla en pocas páginas muy secas en el tono, casi reservadas en donde regresa una entrometida y fatigosa primera persona singular. No es la crisis de la industria meta­ lúrgica lo que le preocupa, no piensa en despidos o en subsidios de desempleo. El tema de este discurso quisquilloso y reticente son el partido y el sindicato. El hombre que había dicho «No se combate por sí mismo, sino por quien viene después», constata ahora que: Hoy es diferente, hoy me parece que ya no hay esta participa­ ción, entonces se sentía porque luchaban toda la vida, la miseria

estaba en todas partes y después se veían cosas que la gente se asombraba... Hoy es diferente... Entonces la huelga bloqueaba todas las cosas, mientras hoy no... Pero ¿qué quieren? ¿Acaso el partido socialista de entonces es como el de hoy? El partido so­ cialista de entonces tenía un solo lenguaje, socialista no era lo mismo de hoy [pp. 73-76].

¿Aguanta Gino la crisis de su horizonte, y encuentra todavía una dimensión de valor? ¿O ya vive sólo de recuerdos? No, no sólo de recuerdos. Él tuvo la capacidad de reconstruirse, a par­ tir de los recuerdos y de la herencia moral que estos le entrega­ ron, un nuevo papel. Del cual no sabíamos nada si R. Palladino no hubiese sabido conquistarse la confianza de las mujeres de la familia de Gino. Con el pasar de los años Gino se ha vuelto un padre muy severo con las tres hijas, a las cuales impone horarios rígidos, prohíbe salidas y visitas y no escatima bofeta­ das, si es necesario. ¿Autoritarismo machista? ¿Recompensa por las desilusiones que encontró en la lucha político sindical? Es también posible. Pero una observación de su esposa sugirió una explicación más sutil y quizá más convincente. [...] el hecho es que ésta [de Gino] es una familia... no es que fuera acomodada, al contrario, ha sido una familia muy bien lle­ vada en Pozzuoli en cuanto a honestidad, en cuanto a... gente de renombre... Y a él, quién lo conoce; ojalá no suceda jamás, que tenga que aguantar una falta [en la honorabilidad de sus hijas], sería una vergüenza tal! Se sentiría mal... ¿Cómo? ¿Mi nombre ya no vale nada?... No me se explicar, pero yo lo entendí [p. 135].

Gino no vive sólo de recuerdos, él se ha construido un rol de testigo, casi de monumento viviente de la historia de esos valo­ res colectivos de los que se ha sentido integral, para poderlos vivir todavía como actuales y presentes, hasta que presente y combativo sean lo mismo. La clase obrera de las grandes luchas, de las huelgas victo­ riosas, de los épicos encuentros en la plaza, del rescate y la justicia, no desaparecen del todo. Singular metonimia. Gino será la prueba viviente de su existencia. Los recursos psicológicos y las confirmaciones empíricas, a quien anclar este nuevo rol que se ha señalado, Gino las busca en la vida privada, en la relación con la esposa y las hijas, cuyo

comportamiento se volvió a sus ojos potencial amenaza o poten­ cial soporte del honor, no sólo y no tanto de Gino como indivi* dúo, sino de Gino como representante, parte de un todo, símbo­ lo y testimonio de la «honestidad». Indudable, que el honor de las mujeres sea un instituto cultural que sirve a los hombres para medir unos a otros su propia fuerza, es cosa desde hace tiempo reconocida. Pero la singular mezcla del tradicional sentimiento del honor y de conciencia de clase que se transparenta en la biografía de Gino, es algo, más que un ejemplo de supervivencia; es un caso de hibridación (García Canclini, 1989). También Pietro, aún más joven que Gino y no complicado como él, en una crisis general que afecta tanto a las estructuras productivas como al horizonte ideológico al que él pertenece, ha­ bla del futuro en términos negativos no fiables. Pero también él elaboró su luto. Por primera vez, en su narración, una cuestión es sometida en términos colectivos y estructurales; aunque si a él personalmente el trabajo no le ha faltado jamás y no le falta, él nos explica que la artesanía, está destinada a desaparecer...: ¿Cuál es el futuro de este taller? El futuro de este taller es... aunque lo digo con pesar es esto. Frente a mi taller está un frute­ ro, que callejea como chamarilero, va recogiendo Fierros viejos... cuando no logro trabajar más le cedo esto a cambio de una cesta de manzanas (larga pausa)... y ésta es la realidad de los hechos [p. 220],

También a él el trabajo no le ha faltado nunca y no le falta...: No ha habido tanto como para poderlo rechazar, pero poco a poco, el trabajo no ha faltado jamás [p. 274].

También en su caso, la confianza que G. Gaeta ha sabido ganarse nos provee de informaciones que permiten analizar el pesimismo de Pietro con más profundidad. Sabemos ya que en el interior de su familia, en su misma casa, el hilo de la conti­ nuidad se ha despedazado. Antes de las condiciones del merca­ do, de la invasión de la producción en serie, del aumento de los costos, factores de baja a los que él se refiere muchas veces, es el defecto de la vista de su hijo el que ha impedido a Pietro transmitir a la nueva generación su herencia de sabiduría, de

habilidad, de creatividad, de especialidad. Pero no es en estos términos en los que Pietro narra su dolor. Por primera vez este individualista, este protagonista y artífice del propio destino, ex­ plica la propia historia en términos de fuerzas externas que lo condicionan: las tecnologías, el mercado, la producción en se­ rie. Pero también en su caso, más allá de la humana compa­ sión, esto que golpea a la antropóloga es la complejidad cultural del cuadro. Si Gino no fallando en su tarea de padre vigilante, no siente más que como desastre su historia de obrero y de compañero, Pietro, para no darse cuenta de su propio desastre como padre, como continuador y fiador de una tradición, retra­ duce una sucesión que hasta ahora ha narrado como historia individual y familiar, en los términos de la crisis y de la desapa­ rición de todo el sector productivo al cual pertenece. El colecti­ vista se deñne como individuo especial al que es confiada una misión; el individualista quiere perderse y desaparecer en un destino colectivo. También así es compleja la complejidad.

C a p í tu l o d é c im o

LA HINCHADA Y LA CIUDAD VIRTUAL*

En este escrito me propongo demostrar —reflexionando so­ bre materiales producidos en el curso de algunas investigacio­ nes de campo— cómo el tifo [hinchada] constituye hoy en día uno de los puntos de vista (Bourdieu, 1992) a partir del cual algunos sujetos sociales miran la ciudad; y, por lo tanto, un punto de vista desde el cual también para el antropólogo puede resultar provechoso mirarla.1 Expondré los materiales de inves­ tigación organizándolos por episodios que pueden sugerir, a modo de ejemplos, las coordenadas del discurso que pretendo desarrollar. En 1970, la final del campeonato mundial de fútbol se jugó en México, D.F. Brasil, el equipo de Pelé, el jugador más grande del mundo, ganó la final derrotando a un también muy fuerte * La investigación acerca de la hinchada napolitana fue dirigida entre 1986-1988 con la ayuda de Rosanna Romano, Omella Calderaro y olios estudiantes del seminario de tesis en Sociología de la Universidad de Nápoles «Federico II». Una pane de los materiales utilizados han sido analizados desde una perspectiva diferente, en una rela­ ción presentada en el XIII International Congress of Anthropological and Ethnological Sciences, México, D.F. 29-VII al 4-VIII de 1993, Sesión 54; cultura popular, cultura de masa (espacio para las entidades). E! texto integral como está reproducido aquí ha sido publicado bajo el título «Territoires: les íifosi, l'équipe et la cité», en Ethnologie frangaise, Italia, regarás d ’antkropologues Ualiens, 1994, XXV, 3, pp. 615-628. 1. Respecto a toda la información de la hinchada de Nápoles estoy en deuda con Rosanna Romano (Romano, 1991) y Omella Calderaro (Calderara, 1992) a quienes agradezco profundamente su colaboración.

equipo italiano. Pocos días antes, siempre en la Ciudad de Mé­ xico, Italia había jugado contra Alemania un «durísimo y exal­ tante» (como escribieron los diarios) partido de semifinales ga­ nando cuatro a tres en los penalties, después de que también los tiempos extras habían terminado con un empate. Wemer, ciudadano alemán de 35 años, empleado como chó­ fer de una gran empresa de transporte para turistas entre Ale­ mania e Italia, vio el partido semifinal del Mundial por televi­ sión, sentado en la sala de su casa, en la ciudad de Colonia. Su colega y amigo Ciro, empleado de la misma empresa pero ita­ liano de nacimiento y de nacionalidad, a la misma hora vio el partido sentado en su casa, ubicada en la periferia de Nápoles. Los dos quedaron enlazados por teléfono durante los noventa minutos del partido: W emer pagó los gastos telefónicos del pri­ m er tiempo, Ciro del segundo tiempo y, durante todo el encuen­ tro, se concedieron el enorme placer no sólo de ver un encuen­ tro de fútbol magníficamente jugado; no sólo se dieron el gusto de echar porras a la selección de su respectivo país; sino tam­ bién de enfrentarse permanentemente con el amigo-enemigo, en una especie de encuentro cercano de... algún tipo. El propio Wemer me contó la historia cuando lo conocí dos o tres años después y aunque haya transcurrido un cuarto de siglo, es un episodio que no he olvidado. Me puso frente, «en el comporta­ miento de seres totales», a algunos hechos sociales característi­ cos de la sociedad contemporánea occidental. Antes que nada el elevado nivel de los consumos, pero sobretodo el alto grado de incorporación de las tecnologías avanzadas en los consumos y en el loisir, por lo menos, de algunos segmentos de la clase obrera europea. El segundo hecho significativo es la completa destenitorialización y la total mediatización de la interacción entre Werner y Ciro. Dos decenios antes de que en Europa se generalizara la comunicación a distancia en tiempo real y se difundiera la idea misma de la televisión interactiva, los dos habían organizado por su propia cuenta un sistema artesanal pero eficientísimo. Finalmente vale la pena subrayar cómo esta interacción desterritorializada entre dos sujetos se da sobre la base de su preliminar y compartida identificación con el símbo­ lo por excelencia de la colectividad ligada a un territorio: la nación. Por otra parte, la nacionalidad es el criterio de inclu­ sión-exclusión sobre cuya base se organiza el evento, el mundial

de fútbol, en el cual Wemer y Ciro participaban a través de los medios; pero la nacionalidad es también el valor que funda­ menta la conducta preestablecida para participar en ese mismo evento; hay que defender hasta las últimas consecuencias el ho­ nor de la nación, hay que luchar para llevar a la victoria a nues­ tro país. Esta conducta es obligatoria para los equipos que es­ tán en el campo; pero la obligatoriedad valía también para Werner y Ciro. Su interminable llamada telefónica tenía sentido en la medida en que era un encuentro «eufemizado» (Chartrier, 1987) pero al fin y al cabo se trataba siempre de un choque entre adversarios irreducibles. La fascinación especial de aquel partido, la razón por la que Italia-Alemania 1970 ha quedado en la memoria de los aficionados, es el hecho que escenificó el encuentro final. Que fuera el último gol en vez de la última sangre, no le restó mucha importancia a su eficacia simbólica. En 1987, un domingo de mayo a las 14:30 horas, el equipo de Nápoles iba a disputar el partido ganando el cual se coronaría campeón nacional italiano por primera vez desde 1926, año en el que fue fundado el Club de Fútbol Nápoles. Aquel día, después de una mañana transcurrida en el escritorio, alrededor de las 3 de la tarde, sin saberlo, salí a dar un paseo. El día era bellísimo, la primavera mediterránea resplandecía en todo su fulgor. Cami­ né algunos minutos sumergida en mis pensamientos antes de darme cuenta que el mundo había cambiado. Nápoles, la ciudad más ruidosa, populosa y caótica de Europa estaba desierta. De­ bajo del cielo azul, las calles estaban completamente vacías y el silencio era total. Pero curiosamente todo aquello no presagiaba nada siniestro. Bajo el cielo primaveral reinaba en la ciudad una atmósfera de Adviento, de víspera de Navidad; una sensación de espera, de suspenso, de expectativa, confiada, trepidante y algo desconcertada. El primer estruendo que estalló por las ventanas abiertas duplicando la intensidad del estruendo que televisores y radios transmitían en directo desde las gradas del estadio, me iluminó; ¡Nápoles había narrado! En este segundo episodio la relación entre hinchada futbo­ lística y territorio se conjuga de manera diferente al anterior. Los aficionados no aparecen en la escena como individuos, sino más bien como masa, una verdadera masa abierta, según la expresión de Canetti (Canetti, 1981). Todos al mismo tiempo hacen la misma cosa; la igualdad es total. Todos son espectado­

res. Como tales, es cierto, son diversos entre sí: los más afortu­ nados están en el estadio; los menos afortunados, están senta­ dos delante del televisor, pocos, los más desafortunados poseen solamente una radio. Pero ¿qué cuentan estas diferencias frente al hecho de que todos, todos son aficionados del Nápoles? ¿Y que no podrían por ninguna razón ser otra cosa? ¿Y que no quisieran, por ninguna razón, ser otra cosa? Tradicionalmente las masas ocupaban las plazas y las expla­ nadas, desbordándose por las avenidas y las calles, invadiendo teatros, asaltando tribunales y parlamentos. Ésta no. Ésta es una masa extraña, la mayor parte de la cual, lejos de reunirse en un lugar público, se encuentra fragmentada en miles de lu­ gares privados. Todos aquellos que la componen hacen lo mis­ mo, todos saben lo que los demás están haciendo y por qué lo están haciendo: pero una parte consistente de ellos lo hace en su propia casa. Como se sabe, es la masa mediatizada. Si la consideramos desde el punto de vista de la ciudad, hay que subrayar que ningún evento, recurrencia o riesgo puede vaciar las calles como lo hace un partido de fútbol: pero es cierto tam­ bién que ningún evento, real o mediático, puede atraer una masa numerosa, compacta, estable como lo son los espectado­ res de un gran partido de fútbol. En relación con el territorio existe, sin embargo, un ele­ mento en común en los dos episodios que acabo de relatar. En el caso de Wemer y Ciro estaban compitiendo dos países, en el caso del campeonato de fútbol estaban compitiendo dos ciuda­ des. En los dos casos, en vez de ser el punto de referencia obje­ tivo simbolizado por el equipo que lo representa, el ámbito te­ rritorial (nación, ciudad, estadio), ya no experimentado mate­ rialmente, se vuelve metáfora por medio de la cual se expresan relaciones y redes de relaciones, practicadas y practicables gra­ cias al soporte de la comunicación a distancia. En síntesis: no es el equipo que está en lugar de la ciudad o de la nación; es la asignación a una ciudad o a una nación que da acceso a los individuos y a las masas para entrar en la red de la comunica­ ción de los aficionados al fútbol. Es, para mí, un fenómeno que se puede acercar al señalado por Canclini para México, D.F.: el sentido de pertenencia de los habitantes de una metrópolis de­ masiado grande para que se pueda efectuar de ella una recogni­ ción exhaustiva, ya no se construye tomando como punto de

referencia lugares y recorridos sino participando en las redes no materiales de producción y consumo cultural. En los ejemplos que nos ofrece la afición futbolística, se diría que no es tanto la dimensión del ámbito territorial a determinar su trasformación en metáfora, sino más bien la disponibilidad de los instrumen­ tos de la telemática: podríamos decir que el medio, si no produ­ ce el mensaje, crea seguramente la relación. Pero el territorio se puede recuperar, dándole así vuelta a la situación. Es lo que aconteció en Nápoles aquel domingo de mayo al final del partido y con el campeonato ya ganado. Todo el mundo se lanzó a la calle para celebrar la fiesta del Scudetto, por el pequeño «escudo» tricolor que el equipo ganador del campeonato nacional tiene derecho a llevar en su camiseta du­ rante toda la duración del campeonato sucesivo a la victoria. La Fiesta del Scudetto en Nápoles fue un evento memora­ ble. Libros, películas, fotos (Ghirelli, 1987) documentan cómo la ciudad aprovechó al máximo su propia tradición teatral, es­ pectacular y festiva (De Matteis, 1991) caracterizada por ese gusto por la ironía, la autoironía, la parodia, lo macabro, lo obsceno, la blasfemia, que según Bromberger son característi­ cas distintivas de la afición napolitana (Bromberger, 1987, 1990). El territorio urbano fue elemento central constitutivo de la fiesta. Los valores simbólicas de los espacios urbanos fueron activados todos. Cortejos y procesiones que provenían de los barrios populares se adueñaron de las calles y de las plazas elegantes; los que vivían en las periferias ocuparon el centro; los peatones ocuparon los recorridos de los vehículos y ios ve­ hículos los de los peatones; las estatuas de los monumentos y las de las fuentes fueron pintadas y vestidas con uniformes de los jugadores, envueltas en banderas y estandartes; el uso diur­ no de los espacios fue ampliado a las horas nocturnas gracias a una iluminación especial y a los fuegos artificiales; se hizo en las calles lo que desde hacía mucho tiempo ya no se hacía: besarse, abrazarse, bailar, cantar, brindar, comer también con desconocidos y extraños. No faltaron ataúdes y carrozas fúne­ bres para celebrar el entierro de los equipos rivales seguido por las lloronas que escenificaron la parodia del lamento fúnebre ritual. Particularmente significativas fueron las comidas públi­ cas (cualquier transeúnte podía sentarse a la mesa junto con los otros) servidas en dos zonas del centro histórico de Nápo-

les, normalmente muy mal frecuentadas: El barrio de Forcella, notoriamente controlado por una temida familia de la camo­ rra, y los llamados Barrios Españoles en los que se reúne la prostitución femenina y masculina. En cada barrio del centro y en muchísimos de la periferia se constituyeron comités que se dieron a la tarea de engalanar las calles con banderas, man­ tas y globos; alistaron carros alegóricos y desfiles de máscaras que recorrían la ciudad de un extremo al otro; organizaron en pequeños escenarios improvisados en las calles sus puestas en escena dentro de la puesta en escena más grande. Entrando y saliendo de estos performances colectivos, cada quien ofrecía su propia contribución al júbilo general: enmascarándose, enarbolando banderas y símbolos del equipo, decorando su propio coche, tocando localmente las bocinas: de cualquier manera ocupando las calles. Finalmente, se usaron amplia­ mente los muros de la ciudad para reproducir en gigantescos murales la efigie de Diego Armando Maradona capitán del Ná­ poles o del scudetto tricolor, pero sobre todo para expresar sus propios sentimientos en leyendas que con frecuencia el genio napolitano para los chistes transformaba en pequeñas obras maestras de humorismo. En una generalizada contraposición al orden establecido, y a despecho de la generalizada herman­ dad en el culto del equipo ganador, la fiesta expresó, y justa­ mente en el uso de los espacios urbanos, también uno que otro aspecto de enfrentamiento clasista como el goce popular de colonias elegantes, la valorización de lugares degradados, el rechazo burlón de los lugares que celebran la historia oficial. No hubo en cambio ni violencias ni vandalismos y no hubo aumento ni de accidentes automovilísticos ni de robos calleje­ ros. ¿Fue la fiesta una reterritorialización de la afición futbole­ ra? Aún no había acabado y ya se había transformado en un artículo para un consumo «postergable-repetible», a través de la producción y del comercio masivo de videos piratas que pre­ sentaban a los napolitanos los propios napolitanos que festeja­ ban la victoria del equipo napolitano. Una relación aún más compleja y contradictoria con la ciu­ dad es la de un grupo de aficionados napolitanos organizados, conocidos como el Commando Ultra Curva B e identificable sin duda alguna con el área de la afición juvenil organizada y vio­ lenta conocida en Europa con el nombre de sus protagonistas

ingleses los hooligans (Segre, 1978; Roversi, 1992; Dal Lago, 1990; Dal Lago y Moscati, 1992; Ossimori, 1992). El Commando Ultra Curva B nace en 1972 de la división de otro grupo llamado Blue Lions. Aun hoy en día, dentro del Co­ mando Ultra, los fundadores provenientes de los Lions son lla­ mados «la vieja guardia» (tienen entre los veintiocho y los trein­ ta y cuatro años), gozan de prestigio personal y ocupan cargos importantes. A la vieja guardia pertenece también el actual pre­ sidente, G.M., definido por sus admiradores como «una perso­ nalidad arrolladora y carísmática». Todos los demás miembros del grupo ultra son en cambio muy jóvenes, a menudo poco más que adolescentes. En éste, como en otros aspectos, los ultra de Nápoles no son diferentes a los grupos estudiados en otras ciudades. Hay aspectos y vicisitudes que en cambio los diferencian sig­ nificativamente. En primer lugar la amplitud y complejidad de su estructura organizativa. Alrededor del núcleo inicial se ha venido desarrollando una compleja organización, que cuenta con mu­ chos centenares, quizá unos mil integrantes y se subdivide en treinta y cuatro secciones, distribuidas en la provincia y en la región de Nápoles, pero también en Sicilia, Roma, Milán, Floren­ cia y hasta en Londres y en Nueva Zelanda, como consecuencia de algún extraño fenómeno de migración de aficionados. La sección central napolitana, centro de control y enlace de la actividad de todas las demás y sede de la presidencia, se halla en uno de los barrios populares más antiguos y característicos de la ciudad. Los socios quieren que se les llame y se llaman así mismos los ultras, nombre que como veremos, expresa no sólo una pertenencia, sino también un deber ser. Desde 1991 en la sección central se ha creado también un grupo de chicas aficio­ nadas, denominadas ullra-gir/.v. Además del comercio de banderas, bufandas, zapatos, cami­ setas y distintivos, actividades de autofinanciamiento practica­ do por muchos grupos de aficionados organizados, el Comando Ultra administra otras dos actividades importantes: Una hora eti Curva B, programa de televisión semanal transmitido los jue­ ves a las 22 horas por la emisión local Tele A; y Ulíranapolissimo, un mensual de información para los ultras y también para los demás tomando en cuenta que se vende en los puestos de periódicos napolitanos.

Tanto la transmisión televisiva como la revista son redacta­ das por los mismos directivos de la asociación. Las tareas se asignan de acuerdo con un organigrama muy rígido, muy espe­ cializado y jerarquizado, que contempla: un presidente; un pre­ sidente honorario; dos vicepresidentes con responsabilidades operativas diferentes; un consejo directivo de doce personas, muchos de los cuales pertenecen a la vieja guardia y al mismo tiempo son presidentes de las más importantes secciones perifé­ ricas; un secretario general, un agregado encargado de la sede; un agregado de prensa; y, con cierta autonomía en su calidad de técnicos, dos fotógrafos oficiales de las coreografías del Esta­ dio del Comando Ultra y el director de la revista. La dirección de la transmisión televisiva es confiada al presidente. Aún cuan­ do la mayor parte de estas personas se ocupa del Comando Ultra sólo a tiempo parcial, serían suficientes como para dirigir una pequeña industria. Y de hecho, como veremos, el capital cultural (Bourdieu, 1992) que el Comando Ultra administra es bastante conspicuo. Un rígido calendario regula las actividades. El lunes la sede central está cerrada. Los otros seis días de la semana está abier­ ta y todo ultra regularmente inscrito puede entrar todas las ve­ ces que quiera y detenerse todo el tiempo que desee. Es posible qué, de vez en cuando, el presidente solicite a algunos de los jóvenes socios presentes en la sede que «le dé una mano»: Se trata en realidad de verdaderas pruebas de paso cuyo éxito pue­ de derivarse en un ascenso del joven como ultra; puede ser que se le asigne un lugar más central y, por lo tanto, de mayor res­ ponsabilidad el domingo en el estadio o hasta un pequeño papel en la transmisión televisiva de los jueves. El calendario del grupo directivo prevé que el martes sea dedicado a la programación de la transmisión Una hora en cur­ va B y a la creación y programación de las coreografías el esta­ dio para el domingo sucesivo. El miércoles está dedicado a la puesta en marcha de las decisiones tomadas el día anterior, de acuerdo con las competencias y funciones de cada uno. El jue­ ves, día de la transmisión televisiva, marca generalmente un gran exploit del presidente que es el creador y conductor de la misma. La transmisión una especie de Talk-show, se basa en la presencia, además del presidente, del secretario general del Co­ mando y del director de la revista Ultranapolissimo; cada sema­

na son invitados de la transmisión uno o más jugadores del Nápoles y una o más celebridades ciudadanas, por lo general del mundo del espectáculo. Los jóvenes ultra tienen la obliga­ ción (moral) de asistir a la transmisión por lo menos desde su casa; mejor si vienen al estudio y participan como público. Los que lo merezcan conseguirán en este contexto algún re­ conocimiento, por ejemplo, la autorización para dirigir pregun­ tas a los adorados campeones del equipo. El viernes es el día dedicado a los jóvenes inscritos también en las secciones periféricas. Ellos son esperados en la sede en la tarde avanzada para una larga reunión presidida personalmen­ te por el presidente. La orden del día de estas reuniones con­ templa generalmente problemas de organización, pero el regis­ tro de numerosas sesiones demuestra que se trata de muchos otros asuntos. En realidad, la del viernes por la tarde es una verdadera sesión de ejercicios espirituales, de cuya práctica re­ petida y asidua tiene que salir foijado el verdadero ultra. La lealtad, la fidelidad, el valor son virtudes que el ultra tiene que poseer y demostrar poseer, no sólo frente al equipo, sino sobre todo frente al commando. Ser un ultra significa gozar de ciertos privilegios como el ingreso con anterioridad al estadio, a veces la entrada gratis, el contacto cercano con los jugadores; pero estos privilegios imponen una contrapartida de «sacrificio» para el grupo y para su líder. El que se sustrae a los sacrificios es un «traidor». El presidente lleva una cuenta meticulosa de las «faltas» de los muchachos; individuales y colectivas; se pre­ senta como «víctima» obligada por el escaso empeño de los de­ más a sobrellevar todo el peso de la organización; amenaza con darla por terminada, cerrando la sede y liquidando todo: pero finalmente todo concluye en un llamado de aliento y de espe­ ranza; no tanto como sería de esperarse, pregonando futuras victorias del Nápoles; sino más bien dejando entrever a los jóve­ nes aficionados la posibilidad de llegar a ser algún día un verda­ dero ultra, de asemejarse a él, al presidente, y poder gozar por lo tanto de todas las ventajas, de los derechos y del honor que significa ser un gran ultra. Al final de la reunión el grupo se disuelve lo suficientemente condicionado para la ya inminente tarde del domingo. El sábado es también una jomada principalmente organiza­ tiva: el secretario general reparte los billetes y las entradas al

estadio, se reconfirman las instrucciones de organización para las coreografías del día siguiente. El domingo, los que están encargados de instalar las decoraciones, colocar las mantas, preparar los tambores y todo lo necesario para las coreografías, están ya en el estadio a las 10 de la mañana. De las 14:30 h a las 16:30 h el gran rito tiene lugar. Como se puede ver —y contrariamente a lo que se podría creer— pertenecer al Comando Ultra significa para cada uno de los muchachos sujetarse a un proceso de disciplinamiento bas­ tante rígido. Hemos visto los aspectos del calendario. Reglas no menos rígidas regulan el acceso a los lugares. Los lugares de la presencia ultra son, me parece, cuatro: las sedes de las seccio­ nes, en particular la central la Curva B al estadio San Paolo de Nápoles; el estudio de televisión desde donde se trasmite el pro­ grama Una hora en Curva B; finalmente, el mundo exterior constituido por una serie de lugares con forma de puntos y fue­ ra de contexto, las «ciudades de las visitas», es decir, las ciuda­ des donde el equipo del Nápoles viaja para jugar partidos como visitante. Para los ultra la imagen de estas ciudades se reduce a la estación de ferrocarril, a la plaza de la parada de los camio­ nes, al estadio y a sus alrededores. Nada más. Los lugares de los ultra son heterogéneos entre sí, pero tienen por lo menos dos aspectos en común. El acceso a cada uno de ellos es reglamen­ tado y discriminante, ya que son lugares separados del resto del mundo por umbrales, cuya superación tiene grandes implica­ ciones de significado y de valor. Pasarlos significa ser aceptado entre los que son dignos de formar parte del grupo, adquirir la calidad, si no de elegido, seguramente de especial, de mejor, con relación a otros que han quedado fuera. Por lo tanto, ser recibido en la sede no significa todavía tener el derecho de par­ ticipar a las coreografías del estadio; participar en éstas no sig­ nifica tener el mérito para participar en la transmisión televisi­ va y comparecer en ésta no significa ser admitido a los grupos seleccionadísimos de los ultra, a quienes se les paga hasta el traslado ya que su apoyo es considerado indispensable cuando el equipo juega como visitante. Cada uno de los lugares ultra a su vez está repartido en su interior en ámbitos, cuyo acceso es a su vez reglamentado: La jerarquía de los lugares es visible al máximo en el estadio, donde los ultra que el presidente conside­ ra mejores, tienen el derecho-deber de ubicarse al centro de la

curva, donde estarán el corazón y el cerebro del desarrollo de las coreografías; mientras más lejos del centro son colocados progresivamente los menos expertos y los menos hábiles. Por otra parte, el Comando Ultra como grupo organizado se ha con­ quistado y defiende ferozmente el derecho a ocupar toda la par­ te central de la curva B; mientras los otros grupos de aficiona­ dos organizados, menos «duros» y menos «poderosos» de los ultra, tienen que conformarse con asientos más laterales, me­ nos funcionales no tanto para ver, sino para ser vistos. La otra característica que estos lugares tienen en común y de la cual deriva su carácter separado es que forman parte de un sistema de lugares conectados entre sí y conflictualmente opuestos a otro sistema. El primero de estos lugares es la sede del grupo, lugar en el que los ultra se separan contraponiéndose a aquellos que aficionados no son o al menos no lo son de una manera tan comprometida y auténtica como ellos; los ultra son aficionados de un equipo; el estadio es el segundo de los lugares interconectados, el lugar en el cual cada afición se opone a otra y cada equipo a otro equipo. A su vez, el equipo es equipo de una ciu­ dad; y la visita es el lugar en el que no se contraponen sólo dos equipos y dos grupos de aficionados organizados, sino también, metonímicamente representadas por estos últimos, dos ciuda­ des. Por lo que se refiere a la transmisión televisiva, en la mis­ ma los aficionados organizados, el equipo (representado por uno o más jugadores) y la ciudad (representado por uno o más ciudadanos famosos) aparecen en escena y se autorrepresentan como ejemplo de perfecta integración entre los tres niveles: al gran equipo corresponde una gran afición, y ambas son expre­ sión de una gran ciudad. Como ya hemos visto, en la experiencia de los ultra, como también de muchísimos otros aficionados, el equipo de fútbol ya no es el símbolo que permite representar la ciudad; más bien es cierto lo contrario, en el sentido de que es bien declarada perte­ nencia a una ciudad (o a una nación) a legitimar a los sujetos individuales y colectivos, a injertarse en el sistema de comunica­ ción activado por el fútbol y por la afición que alimenta. Desde este punto de vista, los ultra napolitanos no me pare­ cen diferentes de los demás, a no ser por la manera muy parti­ cular que tienen de conjugar la relación entre práctica de la afición futbolera, droga, violencia y nexo con la ciudad.

El C om ando Ultra Curva B ha asum ido publicam ente una actitud de condena al em pleo de la violencia declarando con m ucho énfasis por boca de su presidente, profesar m ás bien el credo de la no violencia. Esto aconteció a m itad de los años ochenta. Actualm ente el rechazo a la violencia es un tem a que vuelve con insistencia en las entrevistas hechas por nosotros.

La violencia en los estadios yo la estoy combatiendo junto con mis amigos y el presidente desde hace años. El ultra verdadero es aquel que va al estadio solo por el parti­ do. El ultra falso no va por el juego sino para crear pleitos y violencia. La violencia en mi opinión es feísima. El m ensaje se repite continuam ente, aunque no sea siem pre unívoco.

Yo puedo aceptar también el pleito, pero sólo cuando se hace de cierta manera... es decir, yo acepto el encuentro con otra fanaticada, con un grupo, pero no acepto agarrar a patadas un mu­ chacho normal que va al estadio, no acepto que se tenga que destrozar la estación, o el tren o el camión, no, esto no es violen­ cia, los que hacen estas cosas son unos tarados; [...] estos pseudoaficionados, estos idiotas, estos drogados... nosotros luchamos contra estas cosas. E l rechazo a la violencia se vincula con otro objetivo de sig­ no positivo que el Com ando Ultra se propone realizar.

Si ¿es justo dar tanta importancia al fútbol en una ciudad como Nápoles, que tiene tantos problemas. Cómo podría expli­ carte? Yendo al estadio no se va a hacer otras cosas, no se va con la mafia que hay en Nápoles, la droga... si todos los muchachos fueran al estadio, a divertirse entonces ya no se juntarían con aquellos, ¿entiendes? Mientras para nosotros las porras son un momento de relax, para alguien que tiene otro tipo de problemas son un momento de desahogo: he aquí la razón por la que nosotros buscamos hacer grupo, de juntarlos con nosotros, porque indirectamente ejercemos también una función social...

Esta función de socialización positiva de los jóvenes es un riesgo, desempeñado por el grupo, es explícita y programática­ mente reivindicada por el secretario general del Comando Ultra: Nosotros hemos trabajado por espacio de veinte años, en quince años hemos logrado crear un grupo de encuentro para los jóvenes napolitanos, de todos modos el estadio puede ser un mo­ mento de reflexión para muchachos marginados, para ios mucha­ chos que viven en los antros, en los barrios populares; de todos modos puede ser un ancla de salvación, porque se ha dado el caso de que algunos muchachos han abandonado los malos caminos que estaban recorriendo; gracias al amor hacia el grupo de los ultra, hacia el equipo Nápoles, especialmente cuando se Ies ha confiado alguna responsabilidad mayor. De todos modos, es un argumento difícil y quizá sea una utopía pensar que nosotros so­ los podemos resolver los problemas de microcriminalidad o de droga en Nápoles, sin embargo, nosotros intentamos trabajar en este aspecto. Para nosotros existe el Nápoles, no obstante, nuestra sede tiene que ser de todos modos un punto de encuentro.

La afirmación del secretario, de treinta años en la época de la entrevista, suena particularmente significativa cuando uno se da cuenta de que es autobiográfica: él es un ex drogadicto que efectivamente ha dejado de usar droga desde el momento en que le han asignado «una responsabilidad mayor». O por lo menos, así lo cuenta la leyenda (metropolitana) de la que es protagonista. La decisión de caracterizar el Comando Ultra como grupo que combate la violencia y la droga fue tomada con plena con­ ciencia hace algunos años por el presidente, el inteligente y em­ prendedor G.M. Que es un personaje complejo. Treinta y tres años, casado con dos hijos, estudios regulares sólo hasta el cuarto año de primaria, un diploma de escuela superior que ha, como, el mismo lo dice, «conseguido», el presidente de los Ultra Napolitanos es propietario, junto con sus hermanos, de una pe­ queña empresa que ensambla y vende relojes japoneses, de la cual no se ocupa. Él, en efecto, ha transformado su militancia de ultra en una profesión de tiempo completo. Como hemos visto, es definido, «una personalidad apabullante y carismática»; y es prácticamente adorado por los jóvenes, que aceptan su leadership sin condición alguna.

Él encama el ideal del «verdadero ultra»: pertenece a la vieja guardia, era cuando tenía apenas trece años uno de los funda­ dores del grupo Blue Lions y no ha desde entonces jamás inte­ rrumpido su militancia; tiene gran valor físico y capacidades combativas, de las que ha dado prueba en encuentros memora­ bles que son parte de la tradición oral del Comando Ultra; es un fantasioso e incansable director de las coreografías de estadio, que nunca deja de dirigir personalmente prodigándose en el transcurso de todos los partidos. En el plano cultural, él es un ejemplo típico de los híbridos culturales (Canclini, 1989) que los procesos de modernización producen. En la administración del rígido y funcional organigrama del Comando, G. M. lo funda­ menta con relaciones familiares y de amigos. Para él como para todos los que pertenecen a sociedades familiares, los vínculos de parentesco son un criterio determinante en la selección de las personas a quienes asignan algunos cargos y responsabilida­ des, ya que garantizan (o se juzga que garanticen) fidelidad, confiabilidad y discreción. A despecho de las afirmaciones de principio («nuestra sede tiene que ser un punto de encuentro») también la admisión de nuevos jóvenes inscritos es subordina­ da, o por lo menos facilitada, por la existencia de un pariente o amigo influyente que pueda con credibilidad testimoniar que el aspirante a ultra es «un buen muchacho». Para los chicos ade­ más, y a despecho de la proclamada «modernidad» de las ultragirls, la aceptación y colocación en el grupo son determinadas totalmente por la posición que tiene en el grupo el hombre (her­ mano, novio, marido), que las ha presentado. Este último es también el garante del hecho de que los demás ultras «las deja­ ran en paz» no las molestarán: 191. Ya que —y por lo que aparece en la literatura, también ésta es una característica del Comando Napolitano— el tnachismo de los ultras no es sólo valor físico, fuerza, agresividad y capaci­ dad de autocontrolarse, es también ejercicio de la práctica pre­ datoria en relación con las mujeres. Ejercitada con cierta ele­ gancia y con la ironía que caracteriza las relaciones sociales en Nápoles: pero fuertemente arraigada en la convicción que las mujeres pertenecen al hombre que sabe tomarlas y conservar­ las. G.M. es también en este campo el ejemplo de sus seguido­ res: colecciona (o al menos todos están seguros que colecciona) aventuras extraconyugales innumerables; y se le reconoce una

especie de derecho a cortejar primero a las muchachas que por aventura ingresan en el mundo de los ultras sin ser (hermanas, novias, esposas) de alguien del grupo. A pesar de ello G.M. conjuga con estas características arcai­ cas del macho mediterráneo algunas intuiciones extraordina­ riamente modernas: cuando en los primeros años de los ochenta la originaria y genuina inspiración contestaría de iz­ quierda se agotó al interior del grupo ultra, así como se agota­ ba afuera en los movimientos juveniles, G.M. detuvo una posi­ ble quiebra del grupo mismo lanzando el Credo de la no violen­ cia. Con esto obtuvo algunos resultados notables: dio al grupo un horizonte ideológico que sirve para distinguirlo de los hooligans italianos y extranjeros y, por lo tanto, a consolidar su identidad y cohesión; escogiendo una ideología contracorrien­ te en relación con los otros grupos de aficionados organizados, llamó la atención de los medios de comunicación sobre el Co­ mando Ultra; proponiendo una ideología que se identifica con los objetivos de orden público de las instituciones se aseguró la benevolencia de las autoridades de la ciudad y de la Sociedad de Fútbol Nápoles; finalmente recogió y dio forma a las vagas aspiraciones pacifistas que circulaban en el mundo juvenil des­ pués de la mitad de los años ochenta. El éxito de la propuesta fue en realidad notable, entre los jóvenes aficionados, en las instituciones y en la opinión pública ciudadana. Los vínculos entre el Comando Ultra Curva B, Sociedad Fútbol Nápoles e instituciones ciudadanas se reforzaron; aunque, obviamente en formas no oficiales el Comando dispuso de fondos considera­ bles para permitirle tener una sede, un diario, una transmisión televisiva; G .M . inició y cultivo relaciones personales con juga­ dores y el personal del equipo, en el avión en el cual a veces es invitado en los viajes como visitante; los jugadores le devuelven la cortesía participando en las transmisiones televisivas o visi­ tando la sede del grupo. Casi al mismo tiempo G.M. lanzó la propuesta de la «fun­ ción social» del Comando en la lucha contra la drogadicción. También en este caso comprendió qué viento soplaba y lo aprovechó hábilmente, con un golpe maestro: la recuperación de su coetáneo, viejo amigo y antiguo fundador él también de los Blue Lions, que luego se había alejado del grupo y había comenzado a drogarse. Como ya hemos visto a este joven le fue

confiado el encargo, delicado y de responsabilidad, de secreta­ rio del comando, cargo que hace de él un estrecho colaborador de G.M. El joven secretario se transformó así en la prueba vi­ viente del hecho de que dentro del comando hay salvación y afuera perdición; que el mal está afuera y no dentro del grupo: una propuesta de identificación del grupo mismo que da un giro radical a lo que la opinión pública de todo el continente piensa de los aficionados organizados. Es probable, sin embargo, que las propuestas de G.M. no hu­ bieran tenido tanta fortuna dentro y fuera del grupo, si no hubie­ ran estado en conexión directa con una característica cultural compartida por todas las clases sociales de Nápoles, aunque ob­ viamente rechazado de una manera diferente por cada una de ellas: el rechazo del cliché muy sólido y muy difundido en Italia y en el exterior que define al napolitano como un hedonista su­ perficial, un vago ocioso que vive del cuento, un irresponsable lazzatmle; cuando no un mafioso, violento y peligroso. Frente a esta estigmatización los jóvenes Ultra del Comando Napolita­ no, fuentes de su credo de la no-violencia y de su compromiso contra la droga, se sienten capacitados para darle vuelta a las acusaciones: La violencia existe sobre todo en el norte, porque allí tienen una mentalidad muy diferente a la de los napolitanos... son mu­ chachos extremistas, quien es fascista, quien es comunista, pero principalmente se quieren sentir superiores... Nosotros en Nápoles estamos haciéndo lo posible contra la violencia, pero miren a los del norte como nos tratan, es alucinan­ te, aquellos son los verdaderos ultra entendidos, como teppisti. La pancarta es un medio de comunicación, por ejemplo, las pancartas ofensivas del norte contra nosotros: nosotros podemos contestar con pancartas nunca ofensivas, sino siempre irónicas, por lo tanto es un medio para hacer oír nuestra voz.

La reiterada afirmación del rechazo a la violencia, por lo menos de la «equivocada», tiene por lo tanto un significado pre­ ciso: sería lo que distingue los ultra napolitanos «irónicos», «ci­ viles» de los fanáticos de Italia septentrional, expresión de ciu­ dades ricas, que no tienen los problemas de Nápoles, pero que tienen una mentalidad violenta, predicadora y racista. En esta perspectiva, la violencia practicada por los ultra napolitanos se

justifica en la medida de que es siempre sólo una respuesta a las provocaciones de los nórdicos: [...] nos oíros luchamos en contra de estas cosas pero la pre­ sencia tiene un límite, cada año vas a sus estadios y escuchas los coros racistas, de la Liga Lombarda... y entonces cuando te han insultado e insultado todo el partido y tienes la posibilidad de agarrar un aficionado que te ha llamado: \Terrone, Colera, Lavatil, ¡tú le haces daño!... pero después no me siento orgulloso por haberle pegado, más bien me arrepiento.

A las declaraciones de los entrevistados hacen eco las nume­ rosas pancartas levantadas en el estadio que insisten en el re­ chazo de la violencia («violencia sinónimo de ignorancia»), pero, lo que más cuenta de la capacidad de rechazar la violen­ cia es la característica de la identidad napolitana («Campeones una vez, señores siempre», «Si ustedes son Europa, bienvenidos a África», «Mamá nos ha hecho guapos, fuertes, sanos y napoli­ tanos»); característica que puede a pleno título ser reivindicada en positivo. «El orgullo de ser napolitanos». Imponiendo a sus jóvenes adeptos la dura práctica de la construcción del verdadero ultra, G.M. ha logrado disciplinarlos e integrarlos a la sociedad de los «normales»: en 1987, la FIFA ha premiado a los aficionados napolitanos como el «público más civilizado de Europa». En cambio, de la aceptación de la cuota socialmente requerida de conformismo, G.M. ha dado a los jóvenes marginados napolitanos los medios para controlar su propia inconformidad llevándola a escena; y para dar algún equilibrio a su propia identidad.

C a p ítu lo o n c e a v o

LA CIUDAD MULTIÉTNICA

Quizá no nos deberían ni siquiera asombrar de las reaccio­ nes agresivas hacia los inmigrantes asiáticos y sobre todo afri­ canos, que se manifestaron en algunas ciudades de Italia. No he dicho que no nos deban afligir, he dicho sólo que quizá no nos deberíamos asombrar tanto. Los inmigrantes afri­ canos y asiáticos tienen, en efecto, todas las características de los diferentes, empezando por la más vistosa y quizá también la más cargada de valor simbólico, de un aspecto físico diferente. No hace muchos años Lantemari aclaró en su buen ensayo como todos reaccionamos a la presencia y a la contigüidad de cuerpos humanos cuya somaticidad tan diversa de la nuestra pone inevitablemente en crisis nuestra certeza de ser, entre to­ dos, los más seguramente «humanos», más seguramente he­ chos a imagen y semejanza de Dios (Lanternarí, 1983: 61). Por otra parte, los inmigrantes extra europeos más allá de ser tan visibles, se encuentran también concentrados en algunas áreas de nuestro país, sobre todo en algunas ciudades, y esto aumenta todavía su visibilidad y favorece una constante sobrevaloración de su consistencia numérica. Hace algún tiempo Pugliese llamó la atención sobre el hecho de que, más allá de las dificultades objetivas de la valoración del número de los inmigrantes clan­ destinos, es decir, desprovistos de permiso de trabajo, existe de cualquier forma una suerte de ballet de las cifras, también ofi­

ciales, que no puede no dejamos perplejos. El dato que en ese entonces proporcionaba el Ministerio de Asuntos Internos era de 450.000 inmigrantes regularizados, es decir, en posesión de permiso de trabajo; pero esta cifra comprendía obviamente a todos los extranjeros que realizan una estancia en Italia por motivos de trabajo, por ejemplo: comunitarios, norteamerica­ nos, japoneses y otros. Verdaderamente es sorprendente consta­ tar que solo el año anterior, el entonces ministro de Asuntos Internos, Gava, hablaba de una cifra de regularizados que supe­ raba casi 650.000 unidades. Así comentaba Pugliese: «Si pensa­ mos que a la mitad de los años ochenta el subsecretario Costa había decretado que los inmigrantes [ojo, a los inmigrantes, no a los extranjeros residentes en Italia por motivo de trabajo] eran 1.250,000, la extravagancia de las cifras, no puede más que sor­ prender», Y agregaba: «Dentro de poco quizá comenzaremos a formarnos una idea correcta de las dimensiones del fenómeno. Y esto es positivo aunque sí irrita un poco el hecho de ver bajar las cifras oficiales, mientras el fenómeno se expande» (Pugliese, 1989). El auspicio de Pugliese no se realizó. Pero al menos una cosa es cierta: entre la preocupación por un fenómeno que se «expande» y la conciencia del riesgo de subestimarlo, para to­ dos es difícil construimos una visión equilibrada. Que todavía es necesario tratar de elaborar. «Ellos» por lo tanto son visibles y concentrados, parecen mucho más numerosos de lo que son realmente; a esta visibili­ dad y concentración los italianos reaccionan con comporta­ mientos que no cesan de causar disgusto porque son frecuentes, pero, desgraciadamente, no cesan de ser frecuentes porque cau­ san disgusto: los comportamientos racistas. De esta última categoría no es fácil fijar los límites: si el racismo explícito y violento de las agresiones verbales, o peor, de las agresiones físicas, es el más fácilmente visible y por fortu­ na el menos frecuente, existen toda una serie de actitudes y comportamientos difusos, muy por debajo de los cuales no es difícil intuir, quizá sin confesar o a menudo directamente in­ conscientes, ese miedo irracional del otro que, como sabemos bien, es la matriz de las reacciones racistas. La misma sobrevaloración de la presencia de los inmigrantes en Italia, es una señal clara de la existencia del miedo, y mucho más elocuente por su difusión, ya que no es presente sólo en la llamada gen­

te común, sino también en los políticos y técnicos. En síntesis —aunque sí nos dejó sorprendidos y disgustados— los italianos no son «buena gente», como diría el dicho; por lo menos no lo son más que muchos habitantes de otros países de inmigración. Esto sorprende no tanto porque desmiente el lugar común de la innata «bondad» de los italianos, como por algunos datos de macro escala de la historia italiana contemporánea, como la ausencia de una experiencia colonial amplia y duradera, la am­ plísima, en cambio, y duradera experiencia de migraciones ita­ lianas en el extranjero, podían en alguna medida justificar la expectativa de reacciones diversas, o mejor dicho, la esperanza de que, entre el etnocentrismo profundo, actitudinario, como lo llama Lantemari, que forma parte de la cultura de cualquier grupo y la memoria de su historia de inmigrantes, los italianos habrían sabido elaborar una relación con el otro en cualquier medida nueva. Podríamos, si quieren, asombramos también por otro he­ cho. Italia es un país cristiano-católico, que oficialmente se pro­ fesa practicante en porcentaje consistente, al menos según las cifras oficiales. No parece todavía de frente a la intromisión de los diversos, la tradición caritativa y ecuménica del catolicismo sirva para orientar la masa de los juicios y comportamientos, no más al menos de lo que sirve la tradición universalmente orientada del reconocimiento de los derechos humanos y civiles en Francia, Inglaterra y EE.UU. No hago estas observaciones para unirme a la práctica de la autoflagelación complacida de tantos soi-disants antirracistas. Simplemente quiero señalar lo compleja que es la naturaleza de esa actitud-comportamiento humano que llamamos racismo, lo profundas que son sus raíces psicológicas, cómo se revelan su­ perficiales las elaboraciones culturales hasta pluriseculares y milenarias, que intentan substituirlo con ideologías de conteni­ do diverso. Entonces no hay duda de que sí es difícil entender por qué somos racistas, es indispensable aclarar esta situación al menos un poco. Algunas adquisiciones, elaboraciones y resul­ tados de la antropología urbana parecen pertinentes al menos por dos órdenes de razones. El primer orden de razones toma cuerpo a partir de que es un simple dato: es en las ciudades que se concentra la mayor parte de los inmigrantes africanos y asiáticos así como la inmi­

gración procedente de cualquier otro lugar. Las razones de esta elección, si elección queremos llamarla, son múltiples y no siem­ pre reconducibles a la demanda de trabajo y a las ocasiones de empleo. Aun cuando, como sucede preponderantemente en el sur, los inmigrantes «son utilizados en forma de competencia, para mantener un fuerte ejército de reserva y alimentar condi­ ciones de trabajo precarias y sin garantías» (Bertinotti, 1989: 24), y por lo tanto, precisamente por estas razones encuentran trabajo sobre todo en la agricultura, sin embargo, tienden a ha­ cer referencia a la ciudad como al lugar de una parte importan­ te, quizá la más importante, de su vida social y de sus relaciones. Esta constatación nos autoriza a hipotetizar una función especí­ fica de la dudad, la que podríamos quizá llamar la economía del proceso migratorio, una economía que no está constituida sólo por los «sacrificios» y por las «ganancias», sino que es también una economía de los sentimientos, de las relaciones, de la crisis y de la reconstitución de la identidad. El segundo orden de razones se refiere a la necesidad de interpretar la historia individual de los emigrantes en el interior del contexto en el cual se coloca y las ciudades hacia las cuales se dirigen, representan para el antropólogo un contexto signifi­ cativo. En el contexto urbano, en efecto, las relaciones interétni­ cas se colocan en el interior de un espacio construido, cuya dimensión y, sobre todo, cuya morfología se refieren significati­ vamente al sistema de división social del trabajo necesario y al sistema de poderes, que caracteriza a toda sociedad. El inmi­ grante en la ciudad puede, por lo tanto, ser legítimamente pro­ ducido (Althabe, 1990a) por el antropólogo, como un «objeto de investigación en su contexto». En contexto urbano las relaciones interétnicas presentan un nivel muy alto de conflictualidad. Generalmente la opinión corriente es que esta conflictualidad tenga razones justamente étnicas y raíces etnocéntricas, que es en síntesis el producto de una situación de marginación de los inmigrantes, a su vez fru­ to del racismo de la sociedad acogedora, incapaz de referirse positivamente a los «otros», a los «diferentes» que se encuentra de frente. No quiero negar la presencia también de estos factores. Pero creo que este análisis es reductivo e indebidamente simplificador.

Las ciudades siempre han sido realidades sociales altamente conflictuales; ya sea latente o manifiesto, el conflicto siempre ha caracterizado la situación urbana. Desde la época de Menenio Agrippa y del primer Aventino, la historia de los conflictos, de las revueltas, de las revoluciones nacidas en la ciudad, al menos en las ciudades occidentales, es muy larga y rica de casos. Et pour cause: utilizando categorías en su tiempo propuestas por Manuel Castells, podemos decir que en la ciudad hay una probabilidad muy alta de que «entren en fusión» un hecho es­ pacial y un hecho social, produciendo lo que Balandier llama innovaciones. El hecho social es obviamente, la división del tra­ bajo social, comparativamente siempre más alta en la ciudad que en el contexto socioterritorial que la contiene, y fuente de la acentuada interdependencia de las funciones y del antagonismo de los intereses que de ella deriva. El hecho espacial es obvia­ mente la concentración de las personas y su recíproca «accesi­ bilidad» (Hannerz, 1992), que permite al disenso de alcanzar, en el plano funcional, el nivel de la organización, y en el plano cultural, la producción simbólica autónoma; por lo tanto, la autorrepresentación y la conciencia de sí. Por lo demás, también la represión del conflicto urbano y la recuperación del poder en las ciudades pasa, o al menos ha siempre pasado hasta ahora, por la recuperación del control en el espacio urbano. En la fase de desarrollo de la ciudad industrial, el conflicto urbano había asumido la forma, por así decirlo, canónica del conflicto de clase; sucesivamente, en años más recientes, la cri­ sis de la industria tradicional y su reestructuración, Ja descen­ tralización productiva y la transformación de la clase obrera tradicional en una galaxia de operadores diversamente ubica­ dos en el interior del ciclo productivo, no me parece que hayan hecho disminuir el nivel de la conflictualidad urbana. Pero la han modificado. Escribió Ian Chambers: «[...] el conflicto principal está entre deseo y falta de medios. En una sociedad basada en el consumo (no importa lo que puedan sostener sus apologistas), negar a muchos la posibilidad de consumir significa materialmente in­ vitarlos a romper el orden social». Y también: «En su cruel elo­ cuencia, esta situación, estas acciones hablan de un mundo en el cual la producción del yo se realiza a través de los signos públicos del consumo, a través de un conocimiento consciente

de la lógica de la sociedad consumista: una intuición instintiva del hecho que es necesario m arcar las mercancías con la propia identidad o bien ser marcado por ellas» (Chambers, 1986: 59). Pero, como ya se sabe, no hay limites para el consumo, o mejor dicho, para la incentivación del consumo, no se realiza jamás el equilibrio entre deseo y medios para satisfacerlo. Estoy conven­ cida de que si en Italia esta situación no ha llevado todavía a las repetidas revueltas de los guetos sucedidas en Inglaterra, Fran­ cia y EE.UU., esto se debió a la consistencia de los mecanismos asistenciales y de las redistribuciones clientelistas por un lado, y a la existencia de las —llamémosle así— oportunidades de suel­ do ya sea dirigidas o inducidas, creadas por la delincuencia or­ ganizada; pero me parece que se pueda diagnosticar correcta­ mente también para la juventud italiana la existencia de aquella específica situación socio-cultural por la cual «el derecho al tra­ bajo ha sido asumido por el derecho al consumo» (Hebdige en Chambers, 1986: 59) y la exclusión (aún relativa) de este último es el origen de mucho malestar individual y colectivo. Los inmi­ grantes extracomunitarios entran, por lo tanto, en una sociedad urbana en donde los macro conflictos abiertamente desencade­ nados son raros, pero que, sin embargo, se caracteriza por una difusa tensión, por una difundida agresividad, por una multipli­ cidad de microconflictos reconducibles en gran parte al desfase entre deseo y posibilidad. Creo que éste es un punto importante para establecer un análisis de las relaciones entre inmigrantes y nativos. Se sostiene siempre que los inmigrantes no deberían ser per­ cibidos por los italianos como competidores en el mercado del trabajo, ya que aceptan tareas laborales y niveles de retribución que los italianos ya rechazan. Considero esta observación muy esquemática. Y creo en cambio que sí existe competencia. Los inmigrantes no quieren el trabajo. El objetivo del inmigrante (si recordáramos un poco mejor a nuestros emigrantes hacia los países de Europa de los años cincuenta-sesenta, lo sabríamos muy bien), no es el trabajo, sino la ganancia, el dinero. Cual­ quier elección al final que se haga o se tenga que hacer —inser­ ción, marginación, regreso al país de procedencia— en la ma­ yor parte de los casos no se emigra con la perspectiva de encon­ trar una colocación ocupacional calificada para integrarse esta­ blemente en la sociedad del país de llegada; se emigra para acu­

mular dinero, para hacerse un «guardadito». No se emigra para volverse (habrían dicho los italianos) alemán o suizo o (dirían los extracomunitarios) para volverse italiano; se expatría bási­ camente para ganar un poco de dinero, aquel sueldo mínimo o un poco más del mínimo, que en la patria no se puede tener. En un tiempo que ya parece bastante lejano, se pensaba que el pe­ queño monto acumulado en el extranjero debiera ser orientado hacia empleos productivos, hacia la creación, como se decía, de lugares de trabajo en la patria. Pero ya desde hace muchos años en toda la cuenca del Mediterráneo esta perspectiva se ha reve­ lado ser ilusoria, al menos en todos los países exportadores de mano de obra hacia Europa (Kubat, 1984; Signorelli, 1984b). En realidad, al regresar al país de origen los ahorros son gastados en la adquisición de bienes de consumo duradero y de prestigio, el primero de los cuales es la casa, que tiene también un obvio valor no tanto de inversión sino de bien-refugio, más que de bien para el consumo. Ahora, si reflexionamos sobre este dato, si después consideramos que ya ahora como cual­ quiera puede constatar en Nápoles o en Palermo y como confir­ ma, por ejemplo, Hayot para Marsella (Hayot, 1989), existe un flujo de africanos que vienen de compras a Europa, en el tiempo entre dos vuelos en avión, me parece que tenemos ya datos sufi­ cientes para esbozar una primera conclusión: cualquiera que sea el epílogo del recorrido migratorio de los africanos y de los asiáticos llegados a Italia (inserción, margínación, regreso), el objetivo al que ellos tienden está claro: el acceso, quizá sólo temporal, al sistema de consumos europeos. Si esta conclusión es exacta encuentra entonces una diferente explicación la hosti­ lidad demostrada por los italianos hacia los recién llegados. Es­ tos últimos no son sólo genéricamente unos diferentes, son en cambio unos competidores, en los hechos y en la percepción de los italianos. Otros factores refuerzan esta hostilidad. Es sabido que en su conjunto, como nación, Italia en los últimos decenios ha consumido por arriba de sus propios medios. En la expe­ riencia individual de muchos, muchísimos italianos, esto ha querido decir que su personal nivel de consumos se vino desen­ ganchando progresivamente del sueldo efectivo de trabajo dis­ ponible para cada uno de ellos, para colocarse a niveles más bien conspicuos, garantizados por el sistema asistencial, por las afiliaciones corporativas y clientelares, por las difundidas posi­

bilidades de mediaciones y especulaciones, también de pequeñas y medianas dimensiones; y finalmente, como ya se ha di­ cho, por las posibilidades ofrecidas por la delincuencia organi­ zada y por los recursos que esta última genera indirectamente. Es eso lo que se ha llamado bienestar difundido y que al menos por una parte no era tanto salario indirecto, sino verda­ dera renta parasitaria. Es comprensible por lo tanto que sean percibidos como com­ petidores los inmigrantes, que con su presencia misma, con su evidente necesidad de asistencia, pero también con su no difícil­ mente intuible deseo de vivir bien, de participar en el festín con­ sumista (quizá resultaría menos irritante si los viéramos siempre rigurosamente vestidos con la ropa del «duro» trabajo), no pue­ den en esta situación no ser percibidos como una amenaza. Como prueba de esta última hay que añadir el hecho de que lo más visible de ellos, en contexto urbano, son justamente los que realizan trabajos que no es difícil que sean vistos como una espe­ cie de pordiosería enmascarada, como el ambulantaje, la limpie­ za de los vidrios en los altos y otros similares. Escuché precisa­ mente en un semáforo un comentario: al menos las mujeres le echan ganas, van a trabajar como sirvientas, pero éstos... Casi no es necesario agregar que la amenaza de competen­ cia es, al menos por el momento, del todo simbólica, ya que parece por lo menos improbable que estos pocos centenares de miles de personas, además provistas de un muy escaso poder, puedan obtener la asignación de recursos tan conspicuos como para afectar el nivel de vida de los italianos. Sin embargo, sabe­ mos que el enemigo siempre es tal, también y a menudo sobre todo para el papel simbólico que le es asignado: el de encamar el mal, el peligro, el daño posible. El hecho de que en realidad sea poco o nada peligroso, nunca lo ha salvado de las agresio­ nes de quien lo teme. Hay que agregar que lo diferente es perci­ bido como amenazador no por lo que tiene de diferente, sino precisamente por lo que lo hace semejante; como es sabido, no se odia y no se teme al negro que la «hace de negro» sino al negro que pretende «hacerla de blanco». Los niños de Biafra y de Sahel nos causan lástima, pero los africanos que quieren consumir, vestirse bien, quizá viajar por Italia en coche y con teléfono celular, nos parece que tienen pretensiones cuanto me­ nos excesivas.

El intento aquí propuesto de analizar las relaciones ínterétnicas en contexto urbano, teniendo en cuenta el sistema global de las relaciones sociales urbanas, parece por lo tanto sugerir una posible clave para el análisis de la conflictualidad interétni­ ca, es decir que en su origen esté también, el sistema de la divi­ sión social de los consumos (si se acepta usar esta expresión). Intentemos ahora empezar una reflexión también a partir del otro eje conceptual que creí poder individuar, el de las diná­ micas inducidas y condicionadas por la existencia de un espa­ cio urbano construido, provisto de ciertas características y de ciertas capacidades de constricción y de condicionamiento so­ bre el actuar humano. Se piensa usualmente que los inmigran­ tes tengan dificultad de «adaptación» al ambiente urbano, a la vida en ciudad, porque no «están acostumbrados» a ella, Y se proponen como remedio varias soluciones a menudo muy res­ petuosas de lo que es llamado «su patrimonio cultural». Pero quizá también sobre este punto conviene intentar una reflexión más profunda. Los inmigrantes no son los más o menos serenos y quizá orgullosos portadores de su cultura, como a veces los medios los presentan. Los inmigrantes son personas que están justo en medio de una radical crisis cultural, y para entenderla no sirven categorías genéricas como desarraigo o nostalgia, o al menos no nos ayudan mucho. Yo pienso que podemos individuar algo más específico, un factor directo de la crisis, precisamente en el espacio urbano, en sus características morfológicas y dimensio­ nales, en las modalidades de utilización que impone. Creo que aquí pueda sernos muy útil una categoría analítica utilizada por Ernesto de Martino y recientemente repropuesta por Cario Tuliio Altan (1990): «la de ]a daíidad utilizable del mundo doméstico». Obviamente, todos sabemos que para vivir necesitamos un ambiente, que, siéndonos familiar, no sólo nos dé seguridad, sino que nos haga fácil, casi automático, buena parte de nues­ tro actuar: pero el análisis demartainiano profundiza mucho más y aclara mucho mejor la situación crítica. Dice De Martino: «Es necesario intentar pensar en lo econó­ mico como valor de la securitas y, por lo tanto, como valor inaugural en que debe actuarse el ethos del trascender de la vida. Lo económico es el horizonte de lo doméstico, de la dati-

dad utilizable de un m undo de “cosas” y de "nombres" relacio­ nados según un proyecto com unitario de la utilización posible o actual: un m undo que justam ente por ser dado, se puede hacer de él algo útil, y que m ás bien indique en su datidad su carácter de resistencia operable. Para este horizonte de lo dom éstico el ser aquí, ante todo se encuentra com o centro de operatividad utilitaria en ello, com o centro de fidelidad a la seguridades pa­ sadas, convertidas en costum bres fácilm ente manejables y com o centro de iniciativa para instituir aquí y ahora la seguri­ dad preem inente de la que se tiene necesidad. Y por esto encon­ trarse y ponerse y después todavía encontrarse y todavía poner­ se "al amparo" (es decir en condiciones de seguridad), el estar aquí em erge inauguralm ente de la vida, se genera y se regenera ante todo, lanzando la prim era base de su vida cultural» (de Martino, 1977: 656). Aparte la sugestión del estilo dem artiniano, m e parece que esta descripción perm ite ilum inar con ira no a la dram aticidad, a la potencial tragicidad de una situación en la que entra en crisis la «datidad utilizable» del mundo: son las «cosas» y los «nom ­ bres» que faltan y, por lo tanto, literalm ente, la posibilidad de actuar el proyecto com unitario, com partido con los otros del m ism o grupo, de utilización del m undo. E s el «estar aquí» que entra en crisis com o centro de operabilidad, de fidelidad, de iniciativa, com o «primera base de la propia vida cultural». Yo creo que éstos son los térm inos en que hay que plantear el aná­ lisis de la situación de los inm igrantes. Ellos no sólo son los portadores de otra cultura. Al m enos en la fase inicial del tiem ­ po que pasan aquí, ellos experim entan la crisis de Ja «primera base de su vida cultural». E sto no sólo a causa de la distancia cultural que separa sus m odalidades cotidianas de las nuestras: y no sólo a causa del hecho de que m uchos de ellos son de origen cam pesino o rural, y se encuentran con tener que vivir en la ciudad. A estos dos factores hay que agregar otro, no me­ nos grave, que una vez m ás es com ún a nosotros y a ellos: la ciudad postm odem a, la ciudad del autom óvil y de los centros direccionales, tam bién Italia está cada vez m ás enajenada para sus habitantes, m enos utilizable, ya que, siem pre es m enos ha­ bitable, recorrible, manejable útilm ente, siem pre es m enor la seguridad que da y que perm ite construir-. Las «cosas», cada vez m ás visibles, son cada vez m enos m a­

nejables; los «nombres» siempre menos significantes de signifi­ cados compartidos. Por parte de los emigrados, la defensa de su propia presen­ cia cultural frente a esta amenaza de disgregación es buscada justamente en términos espaciales: es la tendencia a reunirse, a coincidir en los mismos lugares de la ciudad, para reconstruir al menos un bosquejo de aquel «proyecto comunitario de la utilización posible» del mundo, en que se vive. Es una estrate­ gia de resolución de la crisis de la presencia aparentemente efi­ caz y capaz de parecer valorizante de la autonomía de las iden­ tidades culturales. Pero, por desgracia, la transformación de las ciudades en constelaciones de guetos (de lujo o miserables que sean) parece ser, según una tendencia mundial, la actual moda­ lidad de control del conflicto urbano (López, 1996; Marshall Smith, 1992). Esta constatación me hace temer que la autoguetización sea una modalidad sólo simbólica y peligrosamente ilu­ soria de enfrentar lo negativo del estar en otro mundo ajeno. Y no, como quisieran algunos, la condición espacial del manteni­ miento de la identidad cultural.

A MANERA DE EPÍLOGO. CULTURA Y ANTROPOLOGÍA URBANAS EN AMÉRICA LATINA: LA EXPERIENCIA MEXICANA Raúl Nieto Calleja*

Los 11 capítulos con que nos obsequia el libro de Amalia Signorelli son un magnífico ejemplo de cómo el trabajo antro­ pológico y las ciudades producen resultados de teoría o pensa­ miento fuerte. Signorelli generosamente comparte con nosotros los resultados de su mirada etnológica sobre distintas ciudades italianas —Nápoles, Pozzuoli, entre otras— y diversas grandes ciudades —Roma, París, Nueva York y la de México. A lo largo de sus textos fluyen, gracias a su reciedumbre antropológica, comparaciones entre espacios arquitectónicos y urbanísticos tan diferenciados como lo son el metro parisino y el mexicano, los callejones de Nápoles y de París, La plaza de San Pedro en Roma y la Pennsylvania Avenue de Washington. Los actores sociales, de los que ella se reconoce como diferen­ te, son lo mismo obreros metalúrgicos que carpinteros; habi­ tantes de aldeas y sobrevivientes de terremotos; aficionados al fútbol y emigrantes. Todos nada lejanos de sus homólogos lati­ noamericanos. Estos textos también incluyen una rigurosa búsqueda de pa­ radigmas que implican recorridos teóricos por las principales tradiciones de reflexión etnológica y de teoría social; de esta manera no sólo las escuelas de Chicago y de Manchester están * Departamento de Antropología, UAM-T, México D.F.

presentes, sino que nos perm ite vincularlas con las tradiciones etnológicas francesas y con la antropología italiana. Escuelas que son puestas en. diálogo en m últiples escalas, dim ensiones de análisis y cam pos problem áticos: la diversidad intra e inter­ urbana; el conflicto, el espacio y la sociabilidad urbanas; el pa­ pel del trabajo, la producción y el consum o en ciudades adem ás de virtuales pluriétnicas; la vivienda. Sus reflexiones, a m anera de colección de ensayos, suscitan com paraciones y nos perm iten proponer e iniciar una reflexión particular acerca de la naturaleza de las antropologías latino­ am ericanas y las culturas urbanas presentes en esta parte del m undo, objetivo que nos proponem os realizar en las siguientes páginas. Al pensar en las ciudades de Am érica Latina todavía sigue siendo frecuente evocar los títulos de trabajos com o el de Robert Kem per Cam pesinos en la ciudad (1976) o bien el de Bryan Roberts Ciudades de cam pesinos (1980). E s decir, es com ún imaginarlas com o el producto de un incesante proceso m igrato­ rio de] cam po a la ciudad, que aunado durante décadas al alto índice de crecim iento dem ográfico que ha padecido la región, dan com o resultado la em ergencia de ciudades (m edías y gran­ des) e incluso m egaciudades donde lo característico es lo preca­ rio de las form as de vida, a las que incluso se duda en llamarlas o calificarlas com o urbanas. Por cierto Faletto, en un antiguo trabajo (1965), ha señala­ do que en Latinoam érica la ciudad antecedió a la industria y que estos m odos de vida urbana precedentes han tenido un gran im pacto en las form as específicas que adquirieron estas sociedades; sin em bargo, creo que ahora ya no es necesaria­ m ente así. Lo que es cierto, si consideram os indicadores de­ m ográficos, es que esta parte del continente am ericano es una de las que p osee una de las m ás altas tasas de urbanización del m undo. Si bien es cierto este origen preindustrial de la ciudad latinoam ericana, tam bién lo es que ahora, com o resul­ tado —prim ero— de las distintas políticas regionales y nacio­ nales de industrialización y — después— de aquellas otras ba­ sadas en el dogm a de la liberalidad econ óm ica, la desindustrialiy.ación y la urbanización acelerada pueden ser eventos sim ultáneos. Pero en Am érica Latina las ciudades no sólo existieron con

anterioridad a la industria, sino que fueron incluso anteriores al contacto m asivo e intrusivo que sufrieron por parte de las sociedades europeas m editerráneas desdi- el siglo \ V' A su lle­ gada al continente, los europeos no sólo enc M. (Coord.) (1973): L’ecosistenia urbano, Bari, Dédalo. Osiimari, Periodico di antropología escienze untarte, 1 (jul.-dic. 1992). P a u a d in o , R. (1987): La storis di vita di un opéralo del Sud, tesis de doctorado no publicada, Facoltá di Lettere e Filosofía, Corso di Lau­ rea in Sociología, Universitá degli Studi di Nápoles «Federico II», A.A. 1986-1987. Park, R.E., B urgess , E.W., M c K e n z ie , R.D. (1979): La cittá, M ilán, Cornunitó; ed. or. 1925, The city, Chicago, University of Chicago Press, P asquinelli , C. (1995): «Mettere in ordine la casa. Note per un'ontologi? domestica», Parolechiave. Ordine, n." 7/8. P fton n et . C (1^691* Ces gens-la. París, Máspero. —

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n c íe l s

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ÍNDICE

Prólogo. Un libro para repensar nuestras ciudades, por Néstor García Canclini................................................... Agradecimientos ............................................................... ... .

IX 1

P r im e r a pa rte

PROBLEMAS Capitulo primero. Un recorrido de búsqueda e investigación..................................................................... Capítulo segundo. Ciudad y diversidad.................................... Capítulo tercero. Ciudad y conflicto ....................................... Capítulo cuarto. Ciudad: espacios concretos y espacios abstractos...........................................................................

5 16 37 53

S e g u n d a parte

A LA BÚSQUEDA DE UN PARADIGMA Capítulo quinto. La antropología urbana: recorridos teóricos................................................................................. Capítulo sexto. Estudiar un problema a escala nacional: la casa en Italia.....................................................................

67 89

T e r c e r a pa rte

A LA BÚSQUEDA DE UN OBJETO: ESTUDIO DE CASOS Capítulo séptimo. Pietralata: las luchas por la vivienda............ Capítulo octavo. Pozzuoli, la ciudad bella................................. Capítulo noveno. Historias de trabajo en N ápoles.................. Capítulo décimo. La afición y la ciudad virtual........................ Capítulo onceavo. La ciudad multiétnica.................................. A manera de epílogo. Cultura y antropología urbanas en América Latina: la experiencia mexicana, por Raúl Nieto Calleja ......................................................... Bibliografía...............................................................................

121 140 161 189 206 217 239