Antropologia Del Desarrollo

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Andreu Viola (comp.)

Antropología del desarrollo Teorías y estudios etnográficos en América Latina

PAIDÓS Barcelona» Buenos Aires «México

La compilación incorpora los siguientes artículos traducidos del inglés por Albert Álvarez: «Development», de Gustavo Esteva, en The Development Dictionary. A Guide to Knowledge as Power, 1992, Londres, Zed Books, págs. 6-25. «Culture and “Economic Development"», de Conrad Phillip Kottak, en American A nthropological Association from American Anthropofogist 92: 3, septiembre de 1990. Sólo pa­ ra esta edición. «Democracy without Numbers», de Nancy Scheper-Hughes, en D. I. Kertzer y T, Frícke (comps.), A nthropological Demography. Toward New Synthesis, 1997, Chicago, University of Chicago Press, págs 201-222. «The Place of Nature and Nature of Place: Globalization or Postdevelopment?», de Arturo Escobar (inédito), También se reproduce el artículo «Sistemas de conocimiento, metáfora y campo de interacción: el caso del cultivo de la pata­ ta en el altiplano peruano», ya publicado en el número 56 de la revista Agricultura y Sociedad (págs. 143-166), publicación editada por la Secretaría General Técnica del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Cubierta de Mario Eskenazt

© 2000 de todas las ediciones en castellano, Edicions Paidós Ibérica, S.A. Mariano Cubí, 92 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599- Buenos Aires http://www.paidos.com ISBN: 84-493-0810-0 Depósito legal: B-49,424/1999 Impreso en Novagráfik Puigcerdá, 127 - 08019 Barcelona Impreso en españa - Printed in Spain

Introducción

Sumario

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La crisis del desarrollismo y el surgimiento de la antropología del desarrolo, Andreu Viola

Primera parte: Cultura y desarrollo: el punto de vista de la antropología 67 103

1. Desarrollo, Gustavo Esteva 2. La cultura y «el desarrollo económico», Conrad Phillip Kottak

Segunda parte: Ecología 129

3. De la economía política: Balance global del ecomarxismo y la crítica al desarrollo, Eduardo Bedoya Garland y Soledad Martínez Márquez

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4. El lugar de la naturaleza y la naturaleza del lugar: globalización o posdesarrollo, Arturo Escobar

Tercera parte: Género 219

5. La política de las donaciones alimentarias y la respuesta de las recptoras desde el alto (Bolivia), Lola González Guardiola

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6. Pobreza y migración en el noreste argentino, Cristina Biaggi

Cuarta parte: Salud 267

7. Demografía sin números. El contexto económico y cultural de la mortalidad infantil en Brasil, Nancy Scheper-Hughes

Quinta parte: Desarrollo rural 305

8. Reforma agraria, revolución verde y crisis de la sociedad rural en México contemporáneo, Víctor Bretón Solo de Zaldívar

361

9. Sistemas de conocimiento, metáfora y campo de interacción: el caso del cultivo de la patata en el altiplano peruano, Jan Douwe van der Ploeg

Antropología del desarrollo

Introducción

La crisis del desarrollismo y el surgimiento de la antropología del desarrollo

Andreu Viola Recasens Universidad de Barcelona

Una de las líneas de la investigación en antropología que ha experi­ mentado un mayor crecimiento desde los años ochenta ha sido el estudio del discurso, las prácticas y las consecuencias sociales de las instituciones de desarrollo.' Este crecimiento puede ser explicado tanto por la propia tendencia hacia una progresiva especialización interna de la disciplina (evidenciada por la consolidación de campos temáticos relacionados con el desarrollo, como la ecología política, los estudios de género y la antropología de la salud), como por la cre­ ciente participación profesional de antropólogos en ONGs e institu­ ciones de desarrollo. Esto no significa que el interés de la antropología por el conjunto de fenómenos que habitualmente aso­ ciamos con el desarrollo sea una tendencia muy reciente; en realidad, ha estado interesada desde su origen en procesos de cambio cultu­ ral vinculados al colonialismo, la urbanización, la incorporación de las sociedades tradicionales a la economía de mercado o la adopción de 1. Para una revisión global de los distintos intereses y puntos de vista reflejados en la lite­ ratura reciente, pueden consultarse, entre otros: Autumn (1996); Baré (1997); Biiss (1988); Cernea (1995); Escobar (1991); Escobar (1997); Gardner & Lewis (1996); Grillo & Rew (1985); Grillo & Stirrat (1997); Hill (1986); Hobart (1993); Hoben (1982); Horowitz (1996); Kilani (1994); Little & Painter (1995); Mair (1984), y Olivier de Sardan (1995).

nuevas tecnologías. Sin embargo, con el proceso de institucionalización de esta nueva subespecialidad a partir de los años setenta, ha aumentado espectacularmente el número de investigaciones sobre esta temática específica. La presente obra pretende ofrecer un muestrario de las posibilidades que ofrece actualmente la perspecti­ va antropológica para el análisis y la comprensión del desarrollo, a ,

Antropología del desarrollo

través de un conjunto de textos teóricos y de estudios de caso etnográficos sobre diferentes países latinoamericanos, que reflejan la diversidad de paradigmas (desde la economía política al postestructuralismo) y de temáticas abordadas durante los últimos años. Para introducir y contextualizar los trabajos recopilados, se ofrece a conti­ nuación una visión panorámica de algunas de las principales líneas de investigación (y de discusión) relacionadas con las distintas temá­ ticas abordadas en la obra.

1. El co ncep to de d e s a rro llo

La ideología de la modernización

Durante la última década, el concepto de desarrollo ha sido some­ tido a revjsión y discutido desde diversas perspectivas, que han tratado de demostrar que su carga semántica, sus prejuicios cul­ turales, sus sobreentendidos y sus simplificaciones, no han sido en absoluto ajenos a innumerables fracasos, contradicciones y efectos perversos cosechados por tantos y tantos proyectos o políticas de desarrollo (Cowen y Shenton, 1995; Escobar, 1995a; Escobar, 1997; Esteva, en este volumen; Rist, 1994; Rist, 1996). En general, las definiciones usuales de desarrollo suelen recoger —y a menudo confundir— por lo menos dos connotaciones diferentes: por una parte, el proceso histórico de transición hacia una economía moderna, industrial y capitalista; la otra, en cambio, identifica el desarrollo con el aumento de la calidad de vida, la erradicación de la pobreza, y la consecución de mejores indicado­ res de bienestar material (Ferguson, 1990, pág. 15). Sin embargo,

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la relación entre ambos fenómenos parece cada vez más insoste­ nible, puesto que la evidencia histórica y etnográfica demuestra de form a inapelable que el proceso de modernización aplicado durante los últimos cincuenta años en la práctica totalidad del Tercer Mundo, no solamente no ha conseguido eliminar la pobre­ Introducción

za y la marginación social, sino que las ha extendido hasta alcan­ zar una magnitud sin precedentes. Pero si el concepto de desarrollo ha llegado a convertirse en una palabra-fetiche, no es porque describa con precisión una categoría coherente de fenómenos socialmente relevantes, sino porque, siendo uno de los conceptos del siglo xx más densamente imbuidos de ide­ ología y de prejuicios, ha venido actuando como un poderoso filtro intelectual de nuestra percepción del mundo contemporáneo. Entre los prejuicios que más han contribuido a sesgar nuestra concepción del desarrollo, destacarían el economicismo y el eurocentrismo, con­ notaciones que Rist (1996, pág. 21) detecta en la mayoría de las defi­ niciones ofrecidas por diccionarios o por documentos de trabajo de las instituciones especializadas. En referencia al economicismo, resul­ taría una obviedad referirse a la centralidad que la teoría económica neoclásica ha desempeñado en la configuración de las imágenes dominantes del desarrollo, entre ellas, la identificación del desarrollo con el crecimiento económico (véase Esteva, en este volumen) y con la difusión a escala planetaria de la economía de mercado. Ello ha comportado un notable reduccionismo, al identificar la realidad con un número muy reducido de variables cuantificables, ignorando todo aquello (desigualdad social, ecología, diversidad cultural, discrimina­ ción de género) que queda fuera de la contabilidad.2 El eurocentrismo,

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2. El carácter artificioso y reduccionista de indicadores macroeconómicos como el PIB en tanto que «termómetro» del bienestar material de una sociedad, ha sido señalado por nume­ rosos analistas (véase un balance de estas críticas en Moran [1996a]): para empezar, gran parte de la actividad económica productiva en los países del Tercer Mundo tiene lugar fuera del mercado (en esferas como el trabajo doméstico, las actividades agrícolas de subsisten­ cia, en el sector informal, o a través de relaciones de reciprocidad e intercambio); a menu­ do, estos indicadores suelen incluir inversiones estatales en armamento, que en las últimas décadas han aumentado espectacularmente en todo el mundo, y no tienen ninguna inci­ dencia en el bienestar material de la población; por otra parte, el PIB no ofrece ninguna información sobre la distribución del ingreso: las profecías de la trickle-down theory, según la cual los beneficios del crecimiento económico se harían gradualmente extensivos al con-

por su parte, es otro rasgo inherente del discurso del desarrollo, que desde sus orígenes ha usado el modelo occidental de sociedad como parámetro universal para medir el relativo atraso o progreso de los demás pueblos del planeta (Mehmet, 1995; Rist, 1996). Más que limitarse a un repertorio de teorías económicas o de soluciones técnicas, la ideología del desarrollo constituye (y a la vez refleja) toda una visión del mundo, en la medida en que pre­ supone una determinada concepción de la historia de la humani­ dad y de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, y también asume un modelo implícito de sociedad considerado como univer­ salm ente válido y deseable. Para Norgaard (1 9 9 4 , pág. 7), el desarrollismo sería indisociable de algunos de los principios fun­ damentales del pensamiento moderno occidental: la fe ilimitada en las inagotables aportaciones de la ciencia (en form a de tecno­ logías y sistemas de organización más eficientes) al progreso de nuestra calidad de vida; la combinación del positivismo (esto es, creer que valores y hechos pueden ser separados nítidamente) y el monismo (la creencia según la cual las distintas ciencias con­ ducen a una única respuesta cuando se enfrentan a problemas com plejos), que ha conferido un cre cie n te poder social a los expertos y ha privilegiado un enfoque tecnocrático de los proble­ mas sociales; y por último, la creencia en una inevitable desapari­ ción de la diversidad cultural, a m edida que las distintas poblaciones del planeta vayan constatando la mayor efectividad de la cultura racionalista occidental.

junto de la población, han resultado ser una variante del mito de la mano invisible, como lo demuestran los ejemplos de Chile o de los países del Sudeste asiático, en los cuales se han registrado durante las últimas décadas elevados índices de crecimiento acumulado, acompa­ ñados de un aceleramiento de los desequilibrios sociales; y por último, omite cualquier refe­ rencia al grado de sostenibilidad ecológica de los patrones de desarrollo adoptados por los diferentes países, excluyendo de la contabilidad nacional los costes medioambientales. Las criticas al economicismo del PIB han dado lugar al planteamiento de indicadores alternativos, como el índice de Desarrollo Humano elaborado por Naciones Unidas, o el índice de Bienestar Económico Sostenible propuesto por Hermán Daly; pero en última instancia, cual­ quier intento de establecer unos baremos objetivos que permitan medir el bienestar material de las diferentes sociedades, deberá enfrentarse inevitablemente con problemas de muy difí­ cil resolución, como por ejemplo, definir unas necesidades básicas de aplicación universal sin incurrir en las actitudes etnocéntricas que habitualmente han caracterizado este tipo de com­ paraciones (véase una discusión en Doyal & Dough [1994], especialmente el capítulo VIII)

Las raíces de esta visión del mundo se remontarían hasta el contexto histórico asociado con la consolidación del capitalismo, la expansión colonial europea, la revolución copernicana, los avances técnicos y el nuevo ethos racionalista y secularizado. Todos estos factores contribuirían a ensalzar la capacidad del hombre europeo para dominar y manipular (mediante la ciencia y la técnica) a su antojo la naturaleza: una naturaleza desacralizada y desencantada, despojada de las connotaciones morales que la envolvían hasta ese momento, y convertida en mero objeto de experimentación o en mercancía susceptible de ser tratada según las reglas del cálculo económico utilitarista. Tampoco era nueva la creencia en un progre­ so unilineal y acumulativo de las sociedades humanas (según la cual, los pueblos descubiertos por la expansión colonial encarnarían vestigios vivientes de estadios pretéritos de la historia europea); aunque esta argumentación alcanzó sus formulaciones más ambi­ ciosas en el contexto del evolucionismo Victoriano, ya aparecía cla­ ramente esbozada en autores de los siglos xvi y xvn, y durante el siglo xviii llegaría a constituir una de las ideas centrales del pensa­ miento socioeconómico de la Ilustración. Todos estos prejuicios pasarían a formar parte del núcleo duro de dogmas sobre los cuales se había de construir el discurso del desarrollo, cuya emergencia se produce al finalizar la Segunda Guerra Mundial, ante la necesidad de redefinir, en base al nuevo escenario geopolítico, las futuras relaciones entre las potencias del Norte y sus antiguas colonias del Sur. Aun sin ser la primera vez que dicho concepto fue utilizado para designar al crecimiento eco­ nómico,3 diversos autores (Escobar, 1995a; Esteva [en este volu­ men]; Rist, 1996, entre otros) suelen tomar como acta fundacional del desarrollo el discurso sobre el «estado de la Unión» pronuncia­ do por el presidente estadounidense Harry Truman el 20 de enero de 1949, y especialmente su famoso punto cuarto, por considerar 3. Algunos autores consideran que el concepto de •'desarrollo económico» ya había sido utilizado en Europa desde el siglo xix (Cowen y Shenton, 1995), pero en cualquier caso, el discurso de Truman, además de difundir a escala planetaria la retórica desarroüista, pro­ vocó una explosión sin precedentes de nuevas instituciones, profesiones y disciplinas cuyo objeto y razón de ser era, explícitamente, el Desarrollo (Watts, 1993, pág. 263).

que contribuyó decisivamente a unlversalizar este nuevo lenguaje, a la vez que explicitaba muchos de sus prejuicios y de sus propósitos: Más de la mitad de la población mundial está viviendo en condi­ ciones próximas a la miseria. Su alimentación es inadecuada, son vícti­ mas de la desnutrición. Su vida económica es primitiva y miserable. Su pobreza es un handicap y una amenaza, tanto para ellos como para las regiones más prósperas. Por primera vez en la historia, la humanidad posee el conocimiento y la técnica para aliviar el sufrim iento de esas poblaciones. Estados Unidos ocupa un lugar preem inente entre las naciones en cuanto al desarrollo de las técnicas industriales y científi­ cas. Los recursos materiales que podemos perm itim os utilizar para asistir a otros países son limitados. Pero nuestros recursos en conoci­ miento técnico —que, físicamente, no pesan nada— no dejan de crecer y son inagotables. Yo creo que debemos poner a la disposición de los pueblos pacíficos" los beneficios de nuestra acumulación de conoci­ miento técnico con el propósito de ayudarles a satisfacer sus aspira­ ciones a una vida m ejor (...). Lo que estoy contem plando es un programa de desarrollo basado en los conceptos de una negociación equitativa y democrática. Todos los países, incluido el nuestro, obten­ drán un gran provecho de un programa constructivo que permitirá uti­ lizar mejor los recursos humanos y naturales del planeta (...). Una mayor producción es la clave para la prosperidad y la paz. Y la clave para una mayor producción es una aplicación más extensa y más vigorosa del conocimiento técnico y de la ciencia moderna (reproducido por Rist, 1996,"págs. 118-120).

Resulta fácil identificar en la intervención de Truman muchos de los prejuicios y estereotipos característicos de la retórica desarrollista. Para empezar, su discurso rezuma una fe ¡limitada en el progreso, identificado explícitamente con el aumento de la pro­ ducción y la introducción de tecnologías modernas más eficientes. 4 . En tos documentos de Naciones Unidas, ia expresión peace-loving peoples solía usar­ se para designar a los países no comunistas, es decir, los free peoples o aliados de Estados Unidos (Rist, 1996, págs. 118-119). La retórica y la estrategia geopolítica de la Guerra Fría no fueron precisamente elementos insignificantes en la elaboración de la doc­ trina Truman sobre desarrollo y cooperación internacional, como se constataría en los siguientes años con la aprobación de la Public Law 480 y la implementación de los pro­ gramas Food for Peace, que llegarían a convertirse en un instrumento fundamental de la política exterior norteamericana

Antropología del desarrollo

Por otra parte, el progreso y el atraso no son contemplados como el resultado de la desigual correlación de fuerzas en un juego de suma cero, sino como un proceso difusionista que llevará gradual­ mente a toda la humanidad a com partir un bienestar material generalizado. Y por último, podemos percibir con toda nitidez el Introducción

mesiamsmo e g océntrico que plantea en términos paternalistas la relación con los países subdesarrollados.6 Este último rasgo apa­ rece todavía más acentuado en el clásico texto de Walt Rostow (1 9 6 0 ) Las etapas del crecimiento económico, considerado como la obra emblemática de la teoría de la modernización. Según este autor, todas las sociedades del planeta estarían situadas en uno de los cinco estadios de una secuencia evolutiva, iniciada en la sociedad «tradicional» (identificada por el autor como un estadio natural de subdesarrollo caracterizado por su tecnología primitiva y una escasez generalizada)6 y que culminaría en el estadio final

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5 . Uno de los rasgos que delatan la filiación directa del discurso desarrollista a partir de 1945 respecto al lenguaje que habían mantenido las potencias coloniales sobre sus terri­ torios de ultramar, sería la metáfora según la cual los países civilizados (léase desarrolla­ dos a partir de la Segunda Guerra Mundial) estarían moralmente obligados a actuar como tutores de los pueblos menos favorecidos (es decir, aquellos estancados en el estadio de la barbarie y/o el subdesarrollo), mostrándoles el camino correcto hacia el progreso. Esta retórica paternalista ya fue recogida en el artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones, dedicado a la administración de las antiguas colonias alemanas por parte de fas victoriosas potencias aliadas, donde se expresaba la necesidad y el deber de guiar a dichas colonias hacia su «bienestar y desarrollo», puesto que sus poblaciones «todavía no son capaces de valerse por sí mismas»; la solución propuesta por las potencias aliadas consis­ tió en asumir como una «misión sagrada de la civilización» el tutelaje de dichos pueblos hasta que alcanzaran su mayoría de edad (Mair, 1984, pág. 2; Rist, 1996, págs. 101-103). La metáfora del tutelaje constituyó el principal argumento de los ideólogos del imperialis­ mo británico, siendo desarrollada por sir Frederick Lugard en su célebre obra de 1922, The Dual Mandate in British Colonial Africa (Stocking, 1996); y posteriormente, la reencontra­ mos plenamente integrada en el discurso de la modernización desarrollista de la mano de uno de sus más famosos divulgadores, Walt W. Rostow, quien consideraba que el colonia­ lismo (cuyo móvil, según dicho autor, no habría sido económico o geopolítico, sino el afán de «organizar a una sociedad tradicional incapaz de hacerlo por sí misma») habría servido de revulsivo para modernizar las sociedades tradicionales. 6 . Que los criterios de «escasez» y «abundancia» tan sólo pueden ser entendidos en tanto que categorías culturales y/o históricas, puede parecer bastante obvio para un antropólo­ go, sin embargo, resulta difícil de asumir desde el falso universalismo del discurso del desarrollo, que preconiza una visión homogénea y reduccionista de las necesidades huma­ nas, Rostow reflejaba en dicho pasaje de su obra un prejuicio muy extendido en las socie­ dades industrializadas, aquel según el cual las sociedades primitivas debían vivir permanentemente en el mismo umbral de la inanición, dedicando sus escasas luces a la búsqueda desesperada de algún alimento, Pero Sahlins (1974) desmontó este mito con un provocador texto, en el cual, basándose en los datos acumulados durante los años

de la evolución humana, la etapa del consumo de masas. La teo­ ría de la modernización ha sido objeto de innumerables críticas,7 a causa de su dualismo (que establece una artificiosa dicotomía entre países desarrollados y subdesarrollados, e impide pensar el mundo en términos de una estructura de regiones o países interdependientes), y de su naturalización de la historia, que presenta el subdesarrollo como un estado originario y endógeno,8 más que como el resultado de procesos históricos. Partiendo de estas premisas, no debe sorprendernos que, durante la etapa de esplendor de la teoría de la modernización, la cultura de las sociedades tradicionales fuera percibida como el obstáculo fundamental para su desarrollo, en la medida en que dichas culturas eran identificadas con actitudes de fatalism o, inmovilismo y oscurantismo y con estructuras sociales obsoletas. Por lo tanto, la única vía hacia el desarrollo pasaba por la adopción del «paquete cultural occidental» al completo: capitalismo, indus­ trialización, tecnología avanzada, y dem ocracia representativa, pero tam bién individualismo, secularización, y utilitarism o. Un ejemplo paradigm ático de este razonam iento nos lo ofrece la revista Economic Development and Cultura! Change, fundada en 1952, que en su primer volumen incluía un influyente artículo de sesenta por diversos estudios de ecología cultural, demostraba que las sociedades de cazadores-recolectores (identificadas habitual mente como el grado cero de la evolución humana) en realidad conseguían cubrir todas sus necesidades materiales con una menor inversión de trabajo por persona adulta y día que en cualquier otra forma de subsistencia. Esto daba pie al autor para preguntarse, tomando como base la relación entre medios y fines, cuál sería la verdadera sociedad opulenta: si el capitalismo, que crea constante­ mente nuevas necesidades y nuevas formas de escasez, o las bandas de cazadores-reco­ lectores, en las cuales las necesidades materiales han sido ajustadas al máximo para adaptarlas a una forma de vida nómada y a la capacidad de sustentación de un determi­ nado ecosistema. Para una revisión general de los numerosos problemas que plantea ia definición de las necesidades humanas, véase Doyal y Dough (1994), y para una contun­ dente crítica al uso de los conceptos de escasez y necesidad en la teoría y la praxis del desarrollo, véanse Esteva (1988) y Rist (1996, págs. 270 y sigs.). 7 . Véase Gunder Frank (1971), para las críticas desde la teoría de la dependencia, y Banuri (1990) y Mehmet (1995), para puntos de vista más recientes. 8 . En una obra irritante por su arrogancia y sus connotaciones racistas, nada menos que todo un ex-director de misiones de USAID en varios países de América Latina, se empe­ ña en afirmar que el subdesarrollo latinoamericano no tiene ninguna relación histórica con el colonialismo (argumento que él califica de «marxista-leninista»). sino que obedecería, sencilla y llanamente, a «un estado mental» (a siate ofmind) propio de la idiosincrasia cul­ tural del continente (Harrison, 1987),

Bert F, Hoselitz sobre las barreras no económicas al desarrollo económico, que se convertiría en algo así como una declaración de principios de la teoría de la modernización: Si tratamos de interpretar las aspiraciones de los países económica­ Introducaón

mente menos desarrollados en la actualidad, encontraremos en ellos una extraña ambigüedad que parece ser el resultado de una parcial incom­ prensión de la intensa interdependencia entre el progreso económico y el cambio cultural (...). Por ejemplo, el nacionalismo del movimiento independentista de Gandhi estaba asociado con la reintroducción de tecno­ logías indias tradicionales altam ente ineficientes, y actualmente en Birmania la independencia no ha sido acompañada solamente por la recuperación de nombres e indumentarias tradicionales, sino también por una revitalización del budismo, una religión que refleja una ideología totalmente opuesta a la actividad económica eficiente y progresiva La realización del avance económico se encuentra aquí con numerosos obstáculos e impedimentos. Algunos de estos obstáculos pertenecen a la esfera de las relaciones económicas (...). Pero algunos de los impedi­ mentos para el progreso económico se encuentran fuera del área de las relaciones económicas. Si observamos que entre los prerrequisitos del desarrollo económico está el surgimiento de una clase media, la forma­ ción de un espíritu emprendedor, o la eliminación de la corrupción entre el personal oficial, nos estamos enfrentando a cambios en la organiza­ ción social y la cultura de una población, más que en su economía (Hoselitz, 1952, pág. 19).

La crisis del concepto de desarrollo

A partir de los años setenta, las expectativas de un progreso acumulativo, ilim itado y universal implícitas en el discurso desarro llista com ienzan a resquebrajarse. A ntes que com enzar a 17

cosechar los resultados de décadas de modernización y de una creciente extraversión de sus economías, los países del Tercer Mundo constatan cómo la distancia económ ica que les separa del club de los privilegiados, no solamente no decrece sino que continúa aumentando, al mismo tiem po que caen los precios de sus materias primas en los mercados internacionales, se regis­

tra un retroceso de su P IB ,9 y se dispara su deuda externa (que entre 1970 y 1 9 8 3 pasa de un to ta l de 6 4 .0 0 0 m illones de dólares a 8 1 0 .0 0 0 ; véase Walton [1 9 8 9 , pág. 3 0 1 ]); las princi­ pales ciudades del Tercer Mundo, desbordadas por el flujo con­ tinuo de m igrantes rurales empobrecidos, comienzan a verse rodeadas por enorm es bolsas de m arginación social (bidonvilies, favelas, pueblos jóvenes, etc.),10 y por si estos factores no fueran suficientem ente delatores, la difusión planetaria de imá­ genes de hambrunas catastróficas, como las del Sahel, Etiopía y Bangladesh, term inaron de disipar muchas de las esperanzas inauguradas por el discurso de Truman. Por último, la crisis del petróleo y la difusión, en 1972, del inform e al Club de Roma sobre los límites al crecim iento, dispararon las primeras alarmas sobre el fu tu ro del planeta en caso de mantenerse el modelo de crecim iento económ ico sostenido considerado hasta ese momento com o la quintaesencia del desarrollo. Fenómenos como los anteriormente enumerados dieron lugar a una atmósfera de pesimismo generalizado y de creciente des­ confianza hacia la propia idea de desarrollo. Más que la ruina de un determinado paradigma intelectual (implícito en la teoría de la «modernización»), lo que aquella situación estaba anunciando era una verdadera crisis del modelo occidental de civilización (AbdelMalek [1 9 8 5 ]; Toledo [1 9 9 2 a ]; N orgaard [1 9 9 4 ]). M ientras el viejo discurso del desarrollo trataba de maquillarse con nuevos matices y epítetos, una nueva corriente de pensamiento comenza­ ba a proclam ar la necesidad de una «descolonización de la mente», promoviendo otra form a de pensar y de representar el Tercer Mundo, ajena a los discursos y prácticas dominantes del

9. Según los datos del Banco Mundial, en el período comprendido entre 1965 y 1990, 23 países experimentaron un crecimiento negativo acumulado de su PIB per cápita; dicha tendencia adquirió proporciones drámáticas durante la década de los ochenta, cuando, como consecuencia de !a trampa de ia deuda externa, numerosas economías del Tercer Mundo (y muy especialmente en América Latina) sufrieron un retroceso de varías déca­ das en sus principales indicadores, siendo en total 43 los países que registraron un des­ censo de sú PIB. 10. Según diversos cálculos, entre 1950 y 1975, unos 40 millones de campesinos latino­ americanos migraron hacia las áreas metropolitanas del continente.

Antropología del desarrollo

desarrollo; en definitiva, ya no se trataría de buscar un «desarrollo alternativo», sino alternativas al desarrollo, o un posdesarrollo (A p ffe l-M a rg lin y M arglin [1 9 9 0 ]; Escobar [1 9 9 5 a ]; Escobar [1 9 9 7 ]; Esteva [1 9 8 8 ]; Esteva, en este volumen; Ferguson [1 9 9 0 ]; Peet [1997]; Watts [1993]). Esta nueva corriente, inspira­ Introducción

da en el pensamiento de Foucault (especialmente, en sus ideas sobre las relaciones entre conocimiento, discurso y poder), form u­ lará una sistemática deconstrucción del concepto de desarrollo y de su episteme: Desde su origen, se ha considerado que el «desarrollo» tenía una existencia real, exterior, como algo sólido y material. El desarrollo ha sido utilizado como un verdadero descriptor de la realidad, un lenguaje neutral que podía ser utilizado de forma inocua y con diferentes finali­ dades en función de la orientación política y epistemológica de quien lo empleara. Ya sea en ciencia política, sociología, teoría económica o eco­ nomía política, el desarrollo ha sido debatido pero sin cuestionar su estatus ontológico. Desde la teoría de la m odernización a la de la dependencia o de los sistemas mundiales; desde el desarrollo basado en el mercado hasta el desarrollo autocentrado, el desarrollo sostenible o el ecodesarrollo, los calificativos del término se han multiplicado sin que el propio término haya sido señalado radicalmente como problemá­ tico (...). No importa que el significado del término haya sido intensa­ mente criticado; lo que perm anece incuestionado es la propia idea básica del desarrollo, el desarrollo como principio central organizador de la vida social, y el hecho de que Asia, África y Am érica Latina pueden ser definidas como subdesarrolladas y que sus comunidades necesitan indiscutiblemente el desarrollo - s e a cual sea su atuendo o su aparien­ cia (Escobar, 1997, págs. 5 01-502).

Entre las diversas propuestas, ha sido Arturo Escobar (1995a) quien ha aportado el intento más innovador, a la vez que polémico, 19

de disección del discurso del desarrollo, buscando las interrelaciones de los tres ejes que definen dicha formación discursiva: las formas de conocimiento, a través de las cuales son elaborados sus objetos, conceptos y teorías; el sistema de poder que regula sus prácticas; y finalmente, las formas de subjetividad moldeadas por dicho discurso. Para Escobar, el discurso del desarrollo habría

actuado como un nuevo orientalismo, permitiendo la invención del Tercer Mundo, en tan to que categoría m onolítica, ahistórica y esencialista. Dicha representación, hegemónica desde 1945, se habría convertido en una nueva forma de autoridad, que, presen­ tada como un conocim iento técnico, permite a las instituciones internacionales de desarrollo diagnosticar los problem as del ,

^

Tercer Mundo, a la vez que sirve para ju stifica r su intervención

Antropología del desarrollo

sobre dichas sociedades." Uno de los rasgos característicos de toda esta maquinaria de conocim iento y poder, sería el uso de un lenguaje tecnocrático, que abstrae los problemas de su marco político y cultural, para form ularlos como problem as técnicos, y proponer soluciones «neutrales». Un elemento recurrente de este lenguaje es el uso de etiquetas, que sirven para identificar a poblaciones o a seg­ mentos de la población como «problemas» que deben ser corre­ gidos (Wood, 1985). De esta manera, por c ita r uno de los ejemplos más relevantes, el discurso del desarrollo despolitiza fenómenos como la pobreza, al definirla como un problema de los pobres, y localizarla en un determinado sector de la sociedad, cuyas características intrínsecas servirían supuestam ente para explicar la pobreza: El pensamiento dualista inspira por completo la noción de un sec­ tor pobre, que es visto como una entidad distinta, delimitada y mesura­ ble (la parte de la econom ía en la que residen los pobres) como el ámbito del problema de la pobreza; quienes no son pobres residen en la esfera ajena al problema. El sector pobre carece de capital y de recursos. Presumiblemente ésta es la razón por la que es pobre. Capital,

11. Los planteamientos de Arturo Escobar han ejercido una indiscutible influencia sobre buena parte de la literatura reciente sobre el desarrollo, pero también han sido objeto de contundentes críticas: entre las principales, se le ha acusado de presentar un análisis muy dualista, que reifica el Primer y el Tercer Mundo como entidades monolíticas; de incurrir en una visión excesivamente uniforme y generalizadora de la diversidad de instituciones y agentes de desarrollo de los países del Norte; de ignorar o subestimar el grado real de responsabilidad de las élites del Tercer Mundo en su análisis del proceso de dominación y dependencia, y por último, de idealizar la autonomía y la capacidad política de los nue­ vos movimientos sociales de base en el Sur para conseguir alterar el statu quo. Véanse, entre otros, Autumn (1996); Gasper (1996); Lehmann (1997), y Little y Painter (1995).

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tecnología y recursos deben ser inyectados desde el exterior. El sector de la no-pobreza es la sede del intelecto, los recursos y las soluciones, el sujeto pensante que reflexiona sobre los problemas del objeto nece­ sitado, idea retenida en la definición de los pobres como «población objetivo» de un proyecto ( target group)... (Yapa, 1998, pág. 99).

De esta manera, la pobreza pierde su carácter esencialmente político (inseparable de una desigual correlación local y global de fuerzas),^para convertirse en un problema técnico, de asignación de recursos, o de “deficiencias” nutritivas, educativas y sanitarias de un sector de la población. Lo que se construye en tanto que objeto de análisis y de intervención como el problema social a erradicar, no es ya la desigualdad, sino los pobres (Escobar, 1995a, págs. 22-23; Ferguson, 1990; Yapa, 1998).

Cultura y Desarrollo

Tal vez la paradoja (es decir, una contradicción más aparente que real) más interesante del actual cambio de milenio sea que la entrada en la era de la globalización (vinculada al proceso de mundialización de la economía y a las nuevas tecnologías) no ha venido m arcada —como anunciaban algunas voces apocalípti­ cas— por una imparable tendencia hacia la homogeneización cul­ tural a escala mundial, sino más bien por una «reculturalización del planeta» (Norgaard, 1994, pág. 5). Las instituciones interna­ cionales han comenzado a reflejar este cambio de valoración de la diversidad cultural: mientras la ONU decretaba en 1 988 la Década para el desarrollo cultural, la UNESCO pasaba a consi­ derar la «dimensión cultural del desarrollo» como una variable esencial de cualquier proyecto, tan relevante como los factores económicos y tecnológicos (Perrot, 1994), partiendo de la cons­ tatación de que una de las principales causas del fracaso de tan­ tos y tantos proyectos de desarrollo en el Tercer Mundo fue su escasa adecuación al marco cultural de las poblaciones destinatarias. Dicho fenómeno ha estimulado reflexiones teóricas, sien­

do innumerables las publicaciones que durante la última década han tratado de aportar nueva luz sobre las profundas y complejas relaciones entre cultura y desarrollo.13 Aunque una lectura cínica podría interpretar —erróneam en­ te — este nuevo protagonismo de la cultura dentro de la agenda del desarrollo como una moda efímera, una pose políticamente correcta fom entada por el debate sobre el multiculturalismo y las llamadas «guerras culturales», lo cierto es que la adecuación cul­ tural de un proyecto de desarrollo es una variable crucial que suele tener una incidencia directa sobre su éxito o su fracaso final. Así, por ejemplo, Conrad P. Kottak (en este volumen), tras revisar 68 proyectos rurales financiados por el Banco Mundial, constata que los proyectos «culturalmente compatibles» (es decir, aquellos más respetuosos con los patrones culturales locales, basados en instituciones preexistentes y que incorporaban prác­ ticas y valores tradicionales en su funcionam iento) resultaron ser los más exitosos. La necesidad de respetar e incorporar en los proyectos de desarrollo la cultura de las poblaciones destinatarias ha llevado a algunos autores a proponer como alternativa al modelo de modernización alienante promovido desde la Segunda Guerra Mundial el concepto de etnodesarrollo, entendiendo por tal «el ejercicio de la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando para ello las enseñanzas de su expe­ riencia histórica y los recursos reales y potenciales de su cultura, de acuerdo con un proyecto que se defina según sus propios valores y aspiraciones» (Bonfil Batalla, 1982, pág. 133). Dicho planteamiento refleja el creciente rechazo de las organizaciones indígenas hacia la concepción etnocida y excluyente del desarro-

12. Véanse, entre otros, Alien (1992); Banuri (1990); Bliss (1988); Desjeux y SánchezArnau (1994); Dube (1988); Dupuis (1991); Hoek (1988); Kellermann (1992); Nederveen Pieterse (1995); Nieuwenhuijze (1988); Rist (1994); Tucker (1996a); Verbelst (1990); y Warren y otros (1995). La actual oteada de documentos oficiales y de publicaciones académicas sobre los aspectos culturales del desarrollo también ha susci­ tado, sin embargo, reacciones críticas como las de Perrot (1994), Petiteville (1995) y Wallerstein (1995), quienes, con distintos énfasis, han cuestionado algunos riesgos de este nuevo enfoque cuituralista, como el uso (indefinido en el mejor de los casos, esencialista en el peor) del concepto de cultura en muchos de estos textos.

lio imperante durante los últimos cincuenta años. No se trata de que los pueblos indígenas (en oposición a lo que supone cierto discurso neorousseauniano en los países industrializados) pre­ tendan vivir aislados del exterior, sino que, por el contrario, son muy co nsciente s de la necesidad o la utilidad de incorporar —selectivam ente— determinadas aportaciones de la tecnología o de la sociedad occidental, siempre y cuando no representen una amenaza para su estilo de vida o se conviertan en un factor adi­ cional de dependencia. La verdadera cuestión reside en el con­ trol cultural de todo este proceso, es decir, en la capacidad social de decisión sobre todos aquellos componentes de una cultura que deben ponerse e n ju e g o para identificar las necesidades, los problemas y las aspiraciones de la propia sociedad, e intentar satisfacerlas (Bonfil Batalla, 1982, pág. 134).

2. A n tro p o lo g ía y D esarro llo

La participación de antropólogos en el trabajo de instituciones de desarrollo cuenta con un precedente muy obvio, la llamada antro­ pología aplicada, cuyos orígenes se remontan hasta el mismo ini­ cio de la institucionalización académica de la disciplina. De hecho, a principios de siglo, un destacado miembro de la administración colonial británica, Sir Richard Temple, ya había propuesto la crea­ ción de una «Escuela de Antropología Aplicada» que permitiera a misioneros, administradores coloniales y comerciantes compren­ der mejor el pensamiento de los «salvajes» (Stocking, 1996, págs. 378-379). Pero la antropología, en aquella época aún dominada por el evolucionismo y el difusionismo, todavía no había obtenido la respetabilidad académica necesaria para convencer a la admi­ nistración de la utilidad de sus aportaciones. Pero a partir de 1922, tras la revolución malinowskiana, la burocracia colonial se mostró más receptiva a la aportación de los estudios antropoló­ gicos al funcionam iento del sistema de Indirect Rule (gobierno indirecto), y con tal propósito, instituciones com o el R hodes-

Livingstone Institute o el International African Institute (fundado en 1926 por Frederick Lugard, el más célebre ideólogo del impe­ rialismo británico) comenzaron a financiar estudios sobre el «con­ tacto de culturas» en las colonias africanas. En Estados Unidos, el proceso de instítucionalización de la an­ tropología aplicada se remonta hasta la fundación, en 1941, de la Society fo r Applied Anthropology. Pero fue al iniciarse la década de los sesenta cuando el contexto sociopolítico abrió nuevas posi­ bilidades para la participación de antropólogos en programas de desarrollo rural. Ante la creciente efervescencia antiestadouniden­ se en América Latina y el «mal ejemplo» castrista, el gobierno de Kennedy optó por revisar su política exterior, para lo cual, en el marco de la Alianza para el Progreso, desplegó numerosas misio­ nes de USAID y voluntarios del Cuerpo de Paz por todo el conti­ nente e impulsó los programas de «desarrollo de comunidades». Dichos proyectos, cuyo trasfondo propagandístico era más que evidente, pretendían ofrecer a la población rural latinoamericana una imagen reformista y solidaria de la política estadounidense y una dem ostración palpable de los innumerables beneficios del american way o f Ufe. Algunos de los antropólogos que más se implicaron en dicha ofensiva modernizadora, considerando que el antropólogo podía jugar un rol crucial como catalizador de proce­ sos de cambio social dirigido (Adams, 1 9 6 4 ; Erasmus, 196 1 ; Goodenough, 1963), comenzaron incluso a emplear conceptos de resonancias inquietantes, como la llamada «aculturación dirigida» o planificada: ...mientras existan programas para el desarrollo de la comunidad y de otra clase de asistencia social, los estudiosos de la sociedad serán sin duda útiles como ayuda para guiarlos. Son éstos precisam ente los programas que requieren un alto grado de interacción humana para inculcar las nuevas necesidades y persuadir a los pueblos a cam biar sus costumbres (Erasmus, 1961, pág. 297; la cursiva es mía),

El intento más interesante de aplicación de la antropología al desarrollo rural de todos cuantos se acom etieron en aquellos

años, lo constituye (tanto por su dimensión y sus ambiciosos obje­ tivos, como por su más que discutible filosofía del cambio social) el famoso proyecto Perú-Cornell, experimentado en Vicos (Perú) entre 1951 y 196 6 por un equipo de investigadores dirigido suce­ sivamente por Alian Holmberg, Henry F. Dobyns y Paul L. Doughty. Dicho proyecto pretendía demostrar que el factor clave para esti­ mular el progreso económico entre los colonos quechuas de una hacienda serrana tradicional era inculcarles confianza en sí mis­ mos y espíritu de iniciativa y superación. Con este propósito, los investigadores arrendaron la hacienda para convertirla en una cooperativa campesina, creyendo que así podrían disponer de un laboratorio social ideal en el cual experimentar un proceso de cambio social planificado. En realidad, el proyecto partía de una concepción muy simplista de la realidad social de la sierra perua­ na y de sus mecanismos sociales y económicos de explotación, e incurriendo en el viejo estereotipo de la comunidad campesina aislada, atribuyó a dicho «aislamiento» de los vicosinos la causa fundamental de su pobreza, cuando más bien ésta era, en reali­ dad, el resultado de su integración en la estructura económica capitalista, expresada en form a de precios muy desfavorables para sus productos y de políticas estatales que habían descapita­ lizado el sector agrícola (Stein, 1987). La decepcionante realidad de los proyectos de desarrollo de comunidades, y muy especialmente, el gran escándalo Camelot (un program a del Pentágono de contrainsurgencia rural en América Latina que pretendía instrumentalizar estudios antropoló­ gicos), contribuyeron a enfriar durante años el entusiasmo inicial de muchos antropólogos ante cualquier tipo de trabajo aplicado. Pero esta situación cambiaría paulatinamente a partir de media­ dos de los setenta, momento en que se producirá el definitivo sur­ gim iento de una antropología específicam ente aplicada al desarrollo. La razón fundamental de este renovado interés, cabría buscarla más que en el seno de la propia disciplina, en la emer­ gencia de un nuevo mercado profesional o, según algunos auto­ res, de una verdadera industria del desarrollo. Entre los factores

que facilitaron la incorporación de los científicos sociales (y de los antropólogos en particular) a dicho mercado de trabajo, destaca­ ría el cambio de discurso de las principales instituciones interna­ cionales, motivado por el desprestigio del desarrollismo clásico y la efervescencia de las corrientes intelectuales y políticas de orientación tercermundista: el discurso del Banco Mundial - q u e n f7

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en 1974 contrata, por primera vez en su historia, a un antropolo-

Antropología del desarrolle

go— comienza a reflejar el nuevo enfoque de las «necesidades básicas», mientras que en 1973, el Congreso estadounidense redefine los criterios prioritarios de sus programas de cooperación internacional (enfatizando la participación de los más pobres y la elección de tecnologías apropiadas), de manera que USAID, que en 1974 tan sólo tenía un antropólogo en su plantilla, pasará a tener 22 en 1977, y para 19 8 0 ya eran 50, además de un cente­ nar con contratos tem porales (Hoben, 1982, pág. 359). Por otra parte, tampoco hay que olvidar la creciente proliferación de ONGs, ni el rápido aumento de sus recursos económicos: en 1970, la cooperación al Tercer Mundo canalizada a través de ONGs repre­ sentaba una inversión total de aproximadamente 1.000 millones de dólares, mientras que en 1 9 9 0 ya había aum entado hasta 7.200. El número total de ONGs existentes hoy en día ha crecido hasta límites insospechados, puesto que tan sólo en A m érica Central ya estarían operando unas 4.000, que manejarían en con­ junto unos 3 5 0 millones de dólares anuales (Macdonald, 1995, pág. 31). Paralelamente a esta especialización profesional, en 1977 se crea el Institute for D evelopm ent Anthropology, con sede en la universidad de Binghamton (Nueva York), institución que además de publicar estudios y un boletín especializado ( D evelopm ent A nthropology Neiwork), ha participado en numerosos proyectos de desarrollo en más de 3 0 países, con fin a n cia m ie n to de USAID, el Banco Mundial, la FAO y Naciones Unidas. También en 1977, el RoyaI Anthropological Institute del Reino Unido crea un C om ité de Antropología del desarrollo para «promover la implica­ ción de la antropología en el desarrollo del Tercer Mundo» (Grillo,

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1985, pág. 2). Pero con la institucionalización de la antropología del desarrollo y la creciente participación de antropólogos en dichas instituciones, comienza a manifestarse en el seno de la disciplina una marcada polarización de perspectivas, que cristali­ zará en dos corrientes diferenciadas: por una parte, la llamada D eveiopm ent A nthropology (cuya traducción aproximada podría ser «Antropología para el Desarrollo»), directam ente implicada en el trabajo de las instituciones de desarrollo, a través del diseño, evaluación o asesoram iento de proyectos, y por otra parte, la conocida como A nthropology o f D evelopm ent o «Antropología del Desarrollo» strictu sensu, que contem pla el desarrollo en tanto que fenóm eno sociocultural, generalmente desde una pers­ pectiva exterior al discurso del desarrollo y mucho más crítica con sus enunciados y sus prácticas (Grillo, 1985, pág. 29). La polé­ mica entre ambas corrientes, reflejada en la literatura antropoló­ gica de los últim os años (véanse, entre otros, Autumn, 1996; Escobar, 1 9 9 1 ; Grillo, 198 5 ; Johannsen, 1 9 9 2 ; Kilani, 1994; Lewis, 1995, y Little y Painter, 1995), ha derivado rápidamente en una discusión en torno a los límites de la participación de antropólogos en determ inados proyectos o in stitu cione s de desarrollo; discusión que, de hecho, no es sustancialmente dife­ rente de la generada en el periodo de entreguerras por la inves­ tigación al servicio de burocracias e institutos coloniales, como constataba Raymond Firth, en su calidad de testigo directo de los años de la antropología colonial, al confesar cierta sensación de déjá vu durante unas jornadas sobre antropología y desarrollo celebradas en 198 3 (Grillo, 1985, pág. 3). Una de las cuestiones cruciales, ayer como hoy, sigue siendo el grado de independencia real del que puede o debería disponer el antropólogo frente a su empleador. Los antropólogos que tra­ bajan para agencias e instituciones internacionales de desarrollo (incluyendo aquellas, como USAID o el Banco Mundial, cuyo inte­ rés real por el bienestar de las poblaciones del Tercer Mundo puede parecer más que discutible) suelen justificar su adscripción profesional argumentando que el desarrollo es una realidad histó­

rica inevitable, con o sin la colaboración de antropólogos, y que, por lo tanto, la perspectiva antropológica puede contribuir a refor­ mar desde dentro la orientación de sus proyectos, introduciendo una dimensión más participativa y más respetuosa con las cultu­ ras locales. Otros autores como Escobar (1 991), en cambio, con­ sideran que, en la práctica, la implicación de los antropólogos como profesionales del desarrollo les obliga implícitamente a asu­ mir la realpolitik y el discurso (por más etnocéntrico o economicista que éste pueda ser) de la agencia que les ha contratado, derivando en una sustitución del punto de vista del nativo por el punto de vista de la institución; en definitiva, concluye este autor, la aportación real de los antropólogos ha hecho poco más que reciclar o maquillar los viejos discursos de la modernización y el desarroilismo.13

3. E colo gía

El estado de opinión creado durante los años setenta, con la divul­ gación del informe al club de Roma, las alarmantes informaciones sobre la desertización de Africa y la deforestación de los bosques tropicales, y la creciente sensibilidad antinuclear, contribuyó a ensombrecer la idea de progreso y a anunciar un futuro mucho menos idílico para la humanidad del que se venía atisbando hasta

13, Existen numerosos indicios de que la incorporación de antropólogos a las grandes agencias internacionales de desarrollo, si bien ha aportado algunas novedades interesan­ tes en su lenguaje institucional, no parece haber alterado sustancial mente la orientación de sus proyectos, Desde 1982, por ejemplo, el Banco Mundial ha elaborado diversos documentos y unas directrices de actuación referentes a los pueblos indígenas, con las que se pretendía «asegurar unos efectos benéficos de ios proyectos de desarrollo para los pueblos indígenas*, a través de pautas como el «reconocimiento legal sobre sus sis­ temas consuetudinarios de tenencia de la tierra», y la creación de mecanismos para garantizar su participación en la ¡mplementación de los proyectos (Operational Directive 4.20: indigenous Peoples). Pero en la práctica, se han seguido aplicando las mismas prio­ ridades de siempre (a pesar de la activa oposición de los pueblos indígenas afectados), que fomentan la construcción de gigantescas obras hidroeléctricas que requieren el rea­ sentamiento forzoso de poblaciones —como en la presa del Pangue, en el río Bio Bio (Chile)— o la expansión del sector agroindustrial sobre territorios indígenas, como en el proyecto Tierras Bajas del Este, en Bolivia.

ese momento. Una de las consecuencias de la búsqueda de formas alternativas de gestión de los recursos naturales del planeta ha sido el nuevo interés que ha despertado el manejo de la biodiversidad por parte de los pueblos indígenas, abriendo un debate sobre la necesi­ dad de incorporar dicho conocimiento local como base de un desa­ Introducción

rrollo más sostenible (Escobar, en este volumen).''' Lamentablemen­ te, este interés ha dado lugar en ocasiones —tal como señala Escobar en su artículo— a una reificación de las culturas Indígenas como entidades puras y aisladas, «no contaminadas» por el capitalis­ mo, y situadas fuera de la historia; tendencia que parece todavía muy presente en el discurso de determinadas ONGs y movimientos ambientalistas del Norte, influidos por el mito del «buen salvaje eco­ lógico» (Redford, 1990). A partir de la creciente sensibilidad ambien­ tal de los años setenta, los pueblos indígenas han pasado a ser aclamados en Occidente como ecologistas avant la letíre y guardia­ nes de los últimos paraísos naturales del planeta El problema con­ siste en que esta nueva imagen no se ha basado en la abundante información etnográfica disponible sobre las estrategias nativas de subsistencia o sobre sus formas de percepción y representación del medio ambiente, sino exclusivamente en viejos prejuicios egocéntri­ cos (como aquel según el cual las sociedades tribales estarían más cerca de la Naturaleza que de la Cultura) y en la proyección de los fantasmas y ansiedades de nuestra propia sociedad.'& El ejemplo más evidente de este fenómeno podemos encon­ trarlo en la compleja y contradictoria relación que han mantenido

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14. Diversos estudios de etnoecología han destacada et gran potencia! que ofrece el conocimiento indígena del medio ambiente aplicado a proyectos de agroforestería soste­ nible en bosques tropicales: véanse, entre otros. Denevan y Padoch (1988); Fogel (1993); Lamb 0 9 8 7 ); Olove y Brush (t9 96). y Pbsey y otros (1984). Sin embargo, el aprovechamiento del conocimiento indígena no está exento de riesgos, como el de la lla­ mada biopiratería. Empresas transnacionales del sector alimentario o farmacológico, aprovechándose de la legislación de países como Estados Unidos, que permite patentar formas de vida, han emprendido un expolio sistemático del conocimiento fitogenético indí­ gena de los bosques tropicales, ante lo cual se ha apuntado la necesidad de reconocer de alguna manera los derechos de propiedad intelectual de dichos pueblos —cuestión que plantea diversos problemas jurídicos y cíe representatividad cultural (Brush. 1993), 15. La tendencia a naturalizar a los pueblos indígenas y a atribuirles valores y conductas acordes con ta representación estereotipada que de ellos se ha formado nuestra propia sociedad puede ser ilustrada con el caso del famoso mensaje del Jete Seattle durante las

algunos grupos indígenas de la Amazonia brasileña (especialmen­ te, los Kayapó) con el movimiento ambientalista internacional a lo largo de la últim a década. La internacionalización del debate sobre el futuro de los bosques tropicales durante los años ochen­ ta, sentó las bases para una implícita alianza entre los pueblos indígenas amazónicos y las ONGs y colectivos conservacionistas

Antropología

contra enemigos comunes como las gigantescas obras hidroeléc­ tricas financiadas por el Banco Mundial, los planes de coloniza­ ción agrícola o las explotaciones mineras, petroleras y madereras. De esta manera, los indígenas obtuvieron un poder sin preceden­ tes en sus negociaciones, gracias a la presión de la opinión públi­ ca internacional sobre las decisiones del gobierno brasileño y el Banco Mundial; los ambientalistas, por su parte, consiguieron en esta alianza el capital simbólico asociado a la pureza y autentici­ dad de los indígenas, rodeándose de una aureola de legitimidad necesaria para que su intervención en el debate social sobre la gestión de los recursos naturales brasileños no fuera denunciada como una injerencia extranjera intolerable. Pero esta alianza, que los ecologistas creían basada en una identidad natural de intereses, en realidad tenía un carácter mucho más precario e inestable. Con el telón de fondo de la Conferencia de Rio de Janeiro de 1992, y potenciado por la dis­ cutible intervención de estrellas pop como Sting, el pulso de los indígenas amazónicos contra el gobierno brasileño adquirió entre 1988 y 1992 proporciones de fenómeno mediático internacional, gracias al cual líderes indígenas como Payakán y Raoní pudieron viajar por Europa y Estados Unidos, se entrevistaron con presi­ dentes, fueron recibidos por el Banco Mundial, protagonizaron programas televisivos de máxima audiencia y ocuparon, en calidad 30 negociaciones del Tratado de Port Elliott (1855), frecuentemente citado por autores y movimientos ecologistas como un modélico manifiesto de respeto hacia el medio ambien­ te, Pero un estudio riguroso de la recepción y difusión de dicho documento delata un pro­ ceso de manipulación y mistificación que ha desfigurado su sentido original; en realidad, la práctica totalidad de los contenidos ecologistas del mensaje son de origen apócrifo y han sido incorporados a partir de los años setenta, incurriendo incluso en evidentes erro­ res y anacronismos (Kaiser, 1987).

de «salvadores del planeta», la portada de revistas de gran difu­ sión. Sin embargo, el estereotipo del buen salvaje ecológico, aun cuando haya podido ser asumido y alimentado deliberadamente por un liderazgo indígena consciente del papel que de ellos espe­ raba la audiencia internacional, tarde o temprano había de volver­ Introducción

se contra ellos. Al trascender en 1993 a la opinión pública que los Kayapó estaban vendiendo madera de sus territorios, muchos de los am bientalistas que con tanto entusiasmo habían defendido sus reivindicaciones, se sintieron defraudados, pero de hecho, no fueron los indígenas quienes les habían llevado al engaño, sino las falsas expectativas sobre las necesidades reales y las aspiracio­ nes del buen salvaje que ellos mismos se habían creado. Para los conservacionistas, el objetivo indiscutible de la cam paña era defender la selva tropical, en tanto que pulmón de la humanidad, como espacio natural protegido, tratando de lim itar o suprim ir cualquier actividad extractiva o comercial; para los Kayapó, en cambio, lo que verdaderamente estaba en juego era la autodeter­ minación de su pueblo y la soberanía sobre su territorio, incluyen­ do la capacidad para decidir y controlar el uso más conveniente de sus recursos naturales y la eventual comercialización de parte de ellos (véase un análisis más detallado de este proceso en Conklin y Graham [1995], y en el lúcido docum ental «Amazon Journal» (199 6 ), realizado por Geoffrey O'Connor). La creciente insatisfacción de numerosos científicos sociales ante la concepción esencialista y ahistórica de las relaciones entre ecología y sociedad defendida por determinados discursos y colectivos conservacionistas, ha dado lugar a partir de los años setenta a la constitución de una nueva perspectiva de análisis de carácter interdisciplinario, la ecología política. Dicha perspectiva

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considera imprescindible el análisis de aquellos procesos e insti­ tuciones políticas que juegan un papel determinante en la relación dialéctica existente entre cualquier sociedad y su medio ambiente (véase una visión general en Bedoya y Martínez [en este volumen], y Bryant [1 9 9 2 ]; y una compilación de estudios de caso de ámbi­ to latinoamericano en Painter y Durham [1995]). La visión de los

fenómenos ecológicos aportada por los estudios de ecología polí­ tica ofrece un marco de análisis mucho más complejo, gracias a la inclusión de factores tales como las relaciones internacionales de dependencia, la dinámica del capitalismo global, las políticas esta­ tales, o la estructura socioeconómica local. Estas consideraciones también han aportado útiles elementos de reflexión a propósito

Antropología

del debate generado en torno al concepto de desarrollo sostenible (Adams, 1993; Escobar, 1995b; Leff, 1994; Redclift, 1987; N orgaard, 199 4; Pearce y otros, 1 9 9 0 ; Goodman y R edclift; 1991). Dicho concepto, que en pocos años ha pasado a engrosar el vocabulario tanto de los científicos sociales o de las ONGs como de los políticos e incluso del Banco Mundial, ha sido popu­ larizado a partir de la publicación, en 1987, del inform e de la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo, titulado «Nuestro futuro común» y conocido como el Informe Brundtland, en referencia a Gro H arlem Brundtland, la presidenta de la Comisión. Aunque dicho inform e establece una interconexión entre fenómenos como el despilfarro en el Norte, la pobreza en el Sur y la destrucción de la biosfera, acusa un notable grado de incoherencia al no impugnar la ideología del crecimiento econó­ mico sostenido; de hecho, se ju stifica el crecimiento económico como remedio para erradicar la pobreza, señalada como la causa fundamental de la degradación del medio ambiente. Si en 1987 ya resultaba cuestionable que se pudiera seguir pensando en el crecimiento económico como un antídoto contra la pobreza, toda­ vía era más problemático atribuir a los pobres del Tercer Mundo la responsabilidad directa de la crisis ecológica actual, antes que a las grandes fuentes de contaminación en los países del Norte o a los estilos de vida antiecológicos propagados desde el Norte a través del colonialismo y el desarrollo (Escobar, 1995b, pág. 12), Sin embargo, en la actualidad, num erosas instituciones de desarrollo (incluyendo no pocas ONGs) que han asumido como propia la filoso fía del Inform e B rundtland, pretenden fre n a r la degradación ecológica del Sur introduciendo criterios más racio­ nales de gestión de los recursos naturales basados, a menudo, en

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diagnósticos extraordinariam ente sim plistas de-las causas de fenómenos como la deforestación, el sobrepastoreo, la erosión o la desertificación. Frecuentemente, dichos diagnósticos adoptan argumentaciones de carácter neomalthusiano, según las cuales la variable independiente del círculo vicioso de la pobreza y el dete­ trrbodocción

rioro am biental sería el crecim iento dem ográfico en el Tercer Mundo. El Banco Mundial, que ya desde los años sesenta ha veni­ do destacando la demografía como uno de los principales facto­ res, si no el fundam ental, de la pobreza del Tercer Mundo, ha recurrido a una correlación (totalmente lineal y determinista) entre el crecimiento demográfico y la degradación ambiental, para expli­ car la desertización en África, llegando incluso a proponer progra­ mas de esterilización (Williams, 1995; véase, asimismo, una crítica de los argum entos neomalthusianos en Bedoya y Martínez [en este volumen]). Coherentemente con sus planteamientos ultrali­ berales, el Banco Mundial también ha recurrido al famoso (y refu­ tado) argum ento de la Tragedia de los recursos com unales (Bedoya y Martínez, en este volumen), según el cual, los derechos de propiedad individuales y exclusivos sobre un determ inado recurso natural serían la mejor garantía de una gestión racional; utilizado de manera tendenciosa para culpabilizar a la gestión comunal de pastos entre las sociedades ganaderas tradicionales de fenóm enos como el sobre-pastoreo y la desertización, este argum ento ha servido para ju s tific a r los proyectos del Banco Mundial destinados a la privatización de pastos y a la introducción de criterios comerciales de gestión del, ganado (Fratkin, 1997; véase un excelente estudio etnográfico del fracaso de uno de estos proyectos en Ferguson [1990]). Frente a esta imagen de los pobres como depredadores

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ambientales, autores como Ramachandra Guha han postulado la existencia de un «ecologismo de los pobres» (Guha, 1994), que a diferencia del «ecologismo de la abundancia» de las clases medias de los países del Norte, defiende la naturaleza en tanto que fuen­ te de recursos vitales para su subsistencia, uniendo a la demanda de sostenibilidad ecológica un importante componente de justicia

social. Esta concepción de la ecología contrasta con la de la ten­ dencia más fundamentalista del ambientalismo del Norte, conoci­ da como la «Deep Ecology», que promueve la veneración de una naturaleza prístina, cuya conservación a ultranza se prioriza por delante de la propia supervivencia de los seres humanos (sobre todo, si éstos son pobres y tercermundistas). Algunas de las orga,

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d e l

mzaciones mas poderosas que comparten esta visión de la ecolo-

desarrollo

gía, como WWF, han comenzado a llevarla a la práctica a través de los discutidos convenios de «Deuda por Naturaleza» —denuncia­ dos como una form a de «ecocolonialismo» XLuke, 1997)—, como fruto de los cuales han creado parques naturales que han provo­ cado el desplazam iento forzoso de poblaciones de pastores o agricultores que vivían en aquellos territorios (Guha, 1997).

4. G én ero

Si tuviéramos que definir con una palabra el rol asignado a la mujer en los programas de desarrollo hasta la década de los setenta, ésta debería ser, sin duda, «invisibilidad». Sí la participación de la mujer ha empezado a normalizarse a partir de los años ochenta (aunque la forma concreta de dicha participación, como veremos a conti­ nuación, sigue siendo objeto de controversia) ha sido, por una parte, como consecuencia del auge de los estudios de género, que han impugnado el carácter androcéntrico de la teoría y la praxis de las instituciones de desarrollo. Pero, por otra parte, rio hay que olvi­ dar que por aquellos años los movimientos de mujeres adquirieron un protagonism o social y político sin precedentes en Am érica Latina, ya sea en para forzar la democratización de sus países y denunciar las violaciones masivas de los derechos humanos durante la guerra sucia, o bien a través de organizaciones de autoayuda y de protesta contra las políticas económicas neoliberales, (véanse, entre otros, Friedmann y otros [1996], Lind [1 9 9 7 ] y Radcliffe y Westwood [1993]). Asimismo, la tendencia a una progresiva femi­ nización de la pobreza se ha hecho todavía más evidente durante

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la década de los ochenta con la aplicación de los programas de ajuste estructural impulsados por el FMI, que han castigado seve­ ramente a los sectores populares, con una especial incidencia sobre las condiciones de vida de la mujer: a partir de los años setenta, ha aumentado rápidamente la proporción de hogares de Hruducrión

bajos ingresos que tienen a una mujer por cabeza de familia, y dichos hogares han experimentado un serio deterioro de su calidad de vida como consecuencia de la dram ática pérdida de poder adquisitivo provocada por la caída de los salarios, la eliminación de subsidios para alimentos, y el aumento incontrolado de los precios de muchos productos de la canasta básica de consumo (Lind, 1997; Moser, 1993;Tanski, 1994).'6 A mediados de los años setenta comienza un debate interno en el seno de instituciones como USAID o N aciones Unidas, dando lugar a una revisión de las prioridades del desarrollo y al decreto de 1975 como año internacional de la mujer, seguido por el decenio de la mujer (1976-1985). Hasta ese momento, la invi­ sibilidad de la mujer había sido absoluta, perpetuada por numero­ sos male bias o prejuicios androcéntricos, que habían sesgado los análisis: el uso del PIB y otros indicadores macroeconómicos, por ejemplo, no refleja el trabajo femenino en actividades de autoconsumo o en la economía informal, sectores que revisten una espe­ cial im portancia en el Tercer Mundo (Rogers, 1 9 8 0 ; Benería, 1981); y el concepto de «cabeza de familia», identificado implíci­ tam ente con un hombre, relegaba a la mujer a la esfera del «tra­ bajo familiar», negando su importante aportación a la subsistencia doméstica, error especialmente grave cuando aproximadamente una tercera parte de las unidades domésticas del planeta ya esta­ ban encabezadas por una mujer sin la presencia de hombre algu­

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no (Rogers, 1980, pág. 66).

16. La desesperada situación a la que se han visto abocadas muchas de estas unidades domésticas, ha podido ser mitigada, sin embargo, gracias al surgimiento de organizacio­ nes de autoayuda, algunas de las cuales llegaron a adquirir dimensiones realmente asom­ brosas, como la Federación de Comedores Populares Autogestionarios en los pueblos jóvenes de Lima, que coordina unos 2.000 comedores populares, con capacidad para ali­ mentar a 200.000 personas (Lind, 1997; Tanski, 1994).

Un primer intento de superación de este sesgo androcéntrico, la aportó el enfoque denominado Women ¡n Development (WID), adoptado por instituciones como USAID; sin embargo, partía de una premisa harto discutible, según la cual, la situación de inferio­ ridad económica y social de la mujer en el Tercer Mundo se debe­ ría fundam entalmente a su exclusión del desarrollo. Por lo tanto, la .,

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solucion propuesta pasaba por su incorporacion al desarrollo a

Antropología del desarrolle

través de unos proyectos específicos que le permitieran obtener ingresos. En realidad, en muchos hogares de bajos ingresos, la mujer desempeña un triple rol, no solamente reproductivo, sino también participando en el trabajo agrícola y /o en la obtención de ingresos adicionales (en el sector informal, por ejemplo), y reali­ zando asimismo un trabajo comunitario para la provisión de servi­ cios básicos (Moser, 1989), de manera que muchos proyectos de generación de ingresos se convirtieron en la práctica en una carga adicional y, en definitiva, en una form a de sobreexplotación del trabajo femenino (Lundgren, 1993). El enfoque WID partía de un análisis similar al que fuera popu­ larizado por Ester Boserup en su clásica obra (Boserup, 1993). Boserup creía que la modernización de la agricultura tradicional en el Tercer Mundo, heredera de viejos prejuicios coloniales que infra­ valoraban la aportación laboral de la mujer, había representado, en la práctica, un deterioro de su situación social. Sin embargo, la expli­ cación de la autora era que el factor crucial de dicho deterioro sería el acceso desigual a la tecnología moderna, a causa del empeño de los técnicos y autoridades coloniales en fomentar el trabajo agríco­ la masculino. Boserup creía firmemente en la modernización (algo más fácil de entender si tenemos en cuenta que su libro se publicó originalmente en 1970), y se mostraba convencida de los beneficios que podía haber representado para la mujer la introducción de la agricultura comercial si no hubiera sido excluida de este proceso. En realidad, el acceso a la educación y a las nuevas tecnologías no puede ser considerado como solución independiente a los proble­ mas de desigualdad, subdesarrollo y marginación experimentados por las mujeres del Tercer Mundo:

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El decenio que Naciones Unidas dedicó a la mujer se basó en el supuesto de que el m ejoram iento de la situación económ ica de la mujer iba a fluir automáticamente de la expansión y difusión del pro­ ceso de desarrollo. Sin embargo, hacia finales del decenio, fu e que­ dando claro que el problem a lo constituía el propio desarrollo. La insuficiente e inadecuada «participación» en el «desarrollo» no era la Introducción

causa del creciente subdesarrollo de la mujer; más bien lo era la forza­ da pero asimétrica participación en aquel, por la cual soportaba los costes pero era excluida de los beneficios (Shiva, 1995, pág. 30).

Los planteamientos ecofeministas popularizados por autoras como Vandana Shiva llevan esta crítica todavía más lejos, identifi­ cando el origen del sesgo androcéntrico del desarrollo en los pro­ pios fundamentos epistemológicos de la ciencia occidental: Vistos desde las experiencias de las mujeres del Tercer Mundo, los modos de pensar y actuar que pasan por la ciencia y el desarrollo, res­ pectivamente, no son universales, como se supone (...); la ciencia y el desarrollo modernos son proyectos de origen masculino y occidental, tanto desde el punto de vista histórico como ideológico. Constituyen la última y más brutal expresión de una ideología patriarcal que amenaza con aniquilar la naturaleza y todo el género humano (Shiva, 1995, pág. 22; véase, asimismo, Ferguson, 1994).

Actualmente disponemos de más información sobre el impacto que las políticas de desarrollo rural implementadas durante las últi­ mas décadas han tenido sobre la mujer, dando lugar a fenómenos como una creciente sobrecarga de trabajo a consecuencia de las largas ausencias de sus cónyuges migrantes. La creciente vulne­ rabilidad y dependencia económica de las unidades domésticas campesinas respecto a ingresos externos (agravada por las políti­ 37

cas neoliberales), ha generalizado durante las últimas décadas la pluriactividad como estrategia de supervivencia y ha estimulado la migración a las ciudades. Aunque en términos relativos sean las migraciones masculinas las que han recibido un mayor seguimien­ to por parte de las ciencias sociales, la migración de mujeres cam­ pesinas hacia las ciudades (generalmente, para ingresar en el

servicio dom éstico) reviste un especial interés en razón de su mayor precariedad vinculada a la problemática de género (Biaggi, en este volumen). Otro importante debate dentro del enfoque de género, cuyas implicaciones tienen especial incidencia en el ámbito del desarro­ llo, es el de la articulación de las contradicciones de clase, raza y

Antropología

género, asociado al problema de d e fin ir^qn^eptos-y-estrategias de género válidos transculturalm ente.'7 Las críticas de inspiración foucaultiana al discurso del desarrollo, han introducido nuevos puntos de vista sobre las relaciones de conocimiento y poder en el trabajo con mujeres por parte de las instituciones de desarrollo (incluso en el caso de aquellas de orientación feminista). Desde esta perspectiva, la creciente integración de la mujer en el discur­ so y las prácticas del desarrollo desde los años setenta, ha pasa­ do de la situación de invisibilidad a la producción discursiva de un sujeto-m ujer que ha contribuido a crear nuevas formas de suje­ ción de las mujeres del Tercer Mundo (Escobar, 1995a, págs. 177 y sigs.; St-Hilaire, 1996; Parpart, 1995). Chandra Mohanty (1991), por ejemplo, analiza la form a en que la mujer del Tercer Mundo ha sido producida por los textos fem i­ nistas occidentales, a través de la apropiación y codificación del conocimiento sobre dichas mujeres mediante categorías analíti­ cas que toman como referente los discursos feministas de los paí­ ses del Norte. Para esta autora, nos encontraríam os ante una relación de colonialism o discursivo, que aplicando una lectura etnocéntrica y reduccionista de la heterogeneidad de condiciones de vida de las mujeres del Tercer Mundo, habría llegado a produ17. A partir de los años setenta, numerosas voces críticas se han alzado desde e! Sur para criticar la pretensión de determinados sectores feministas del Norte de decidir unilateral­ mente las necesidades de las mujeres del Tercer Mundo y las correspondientes líneas de actuación, Se ha acusado a dichos colectivos feministas de desvirtuar la agenda de los foros internacionales, imponiendo una perspectiva que despolitiza la pobreza de la mujer del Sur, evitando referirse a la desigualdad estructural del sistema económico internacional, y planteando en cambio el control de la natalidad como una vía fundamental para la «libera­ ción» de la mujer en el mundo subdesarrollado- Estas discrepancias han dado lugar a encar­ nizadas discusiones en el seno de diversas conferencias internacionales sobre mujer y desarrollo celebradas durante las últimas décadas, como las de México en 1975 o Copenhague en 1980 (Johnson-Odim, 1991).

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cir de form a totalm ente arbitraria una imagen monolítica de “ la mujer del Tercer Mundo», definida como ignorante, pobre, analfa­ beta, tradicional, doméstica, victimizada y frustrada sexualmente, por contraste con la autorrepresentación que de sí mismas se hacen las feministas del Norte como educadas, modernas, libres, y con control sobre sus vidas y su sexualidad. Mohanty critica el discurso fem inista occidental por utilizar la categoría m ujeres como categoría coherente y predefinida, en base a la cual se defi­ ne a las mujeres del Tercer Mundo como sujetos situados fuera de las relaciones sociales, en vez de contem plar la form a en que dichas mujeres se constituyen como sujeto a través de dichas relaciones, y por juzgar de form a etnocéntrica las estructuras legales, económicas, religiosas y familiares del Tercer Mundo. Por último, otro aspecto que ha recibido una creciente aten­ ción, es el del papel que las organizaciones de mujeres de base deben desempeñar en el proceso del desarrollo. Si bien durante los últim os años numerosas ONGs han venido asum iendo un enfoque en términos de empowerment; fomentando movimientos reivindicativos de base desde el trabajo de concienciación, institu­ ciones internacionales como UNICEF, agencias gubernamentales, o incluso algunas ONGs, siguen aplicando el denominado enfo­ que de! bienestar, de carácter asistencialista, que contempla a las mujeres como receptoras pasivas del desarrollo (más que como participantes), y enfatiza la maternidad y el cuidado de los hijos como su rol fundamental. Partiendo de este planteamiento, dichas instituciones recurren a las organizaciones de mujeres únicamen­ te como un canal vertical para la entrega de bienes o servicios (Moser, 1989). Uno de los ejemplos más conocidos —y más con­ trovertidos— de este enfoque, lo ofrecerían los Clubes de Madres que han proliferado por toda América Latina a partir de los años sesenta, asociados a los programas de donación de alimentos o de alim entos por trabajo, fenóm eno que analiza González Guardiola (en este volumen), destacando el carácter vertical y jerárquico de dichas organizaciones, que genera relaciones de clientelismo y dependencia.

5. Salud A pesar de las pretensiones de la medicina «occidental» (también designada como biomedicina, medicina científica o cosmopolita) de haber desarrollado un corpus de conocim ientos de aplicación universal,18 lo cierto es que su encaje (a través de determinados programas de desarrollo) en realidades sociales y culturales dis­ tintas de la del mundo urbano, capitalista y desarrollado ha reve­ lado un alto potencial para el su rgim iento de con flicto s. La intervención sanitaria puede representar implícitamente la medicalización de determinadas conductas o esferas de la vida coti­ diana, la transm isión de nuevos valores y explicaciones de la realidad, y la alteración de prácticas habituales en áreas tan mediatizadas culturalm ente como la alimentación, el ciclo repro­ ductivo, la vivienda, la educación infantil o las propias relaciones maternofiliales. Lamentablemente, este tipo de intervenciones no siempre suelen contem plar el análisis detallado del contexto eco­ lógico, social, económico o simbólico en el cual se inscriben las prácticas o las representaciones locales, y tam poco sus diagnós­ ticos suelen ser tan asépticos o libres de prejuicios socioculturales como pretende el modelo médico hegem ónico.'9 El riesgo de choque cultural inherente a la expansión del sistem a médico

18. Admitir la unidad de la especie humana por lo que se refiere a una serie de funcio­ nes biológicas, no implica necesariamente que dichas funciones deban manifestarse de manera uniforme, puesto que también entran en juego las adaptaciones biológicas y cul­ turales a ecosistemas específicos. Así, por ejemplo, algunos autores han defendidó la hipótesis conocida como Small, but Healthy («pequeños, pero sanos»), según la cual, los parámetros de peso y estatura que utilizan habitualmente instituciones como la FAO o la OMS para valorar el nivel de nutrición y de crecimiento (basados en estándar propios de las sociedades occidentales), no serían aplicables a poblaciones adaptadas bioculturalmente a contextos ecológicos y socioculturales muy diferentes, 19. Un ejemplo del carácter etnocéntrico de algunas de estas intervenciones, serían los programas para mejorar la alimentación de las poblaciones indígenas emprendidos durante décadas por el Instituto Mexicano Indigenista y el Instituto Indigenista Interamericano, partiendo de la premisa implícita de que la dieta indígena (cuyo estudio era todavía muy insuficiente y poco riguroso) estaba condicionada por algunos hábitos tradicionales de efectos perniciosos; Manuel Gamio, por ejemplo, consideraba que una de las principales tareas de las instituciones indigenistas consistía en «identificar los hábitos alimenticios pretéritos que se oponen a la reforma de la dieta consuetudinaria y con mayor motivo a su radical substitución, y su solución está en formular y aplicar medios efi-

occidental entre las sociedades «tradicionales», así como la amplia gama de reacciones locales (que pueden oscilar entre la incomprensión, la reformulación, la adopción selectiva o incluso la abierta resistencia), ha despertado el interés de los especialis­ tas en antropología de la salud (De Kadt, 1994; Frankenberg, Introducción

1980; Shimkin y otros, 1996; Tucker, 1996b). Los profesionales de la salud que trabajan en zonas rurales o periurbanas del Tercer Mundo se enfrentan habitualmente con situaciones con las cuales no están familiarizados y pueden expe­ rimentar serios problemas de comunicación en la relación con sus pacientes. La concepción hegemónica de la medicina que dichos profesionales representan puede entrar en conflicto con prácticas y saberes alternativos locales, las llamadas etnomedicinas o medi­ cinas folk. Durante mucho tiempo, la biomedicina ha contemplado los sistemas médicos de las sociedades tradicionales como un conjunto de supersticiones primitivas carentes del menor funda­ mento, generalmente no ya ineficaces sino incluso contraprodu­ centes. Sin embargo, varias décadas de investigaciones en el campo de la antropología de la salud han aportado abundante información, en base a la cual podemos contemplar dichos siste­ mas médicos desde una perspectiva muy diferente. Las terapias folk frecuentem ente se revisten de conductas ritualizadas o de invocaciones sobrenaturales, lo cual ha llevado a algunos obser-

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caces que hagan posible contrarrestar la acción obstaculizadora de esos hábitos...» (Gamio, 1948, pág. 108). Entre las principales líneas de actuación que se definieron, figu­ raba la erradicación de bebidas indígenas como el pulque, y la extensión del consumo de leche, considerada como el alimento perfecto. Pero tal programa, que se estrelló contra !a activa resistencia de la población indígena, se basaba más en prejuicios culturales que en un riguroso análisis de la dieta nativa y de sus posibles carencias: para empezar, la graduación alcohólica del pulque es relativamente baja (en torno ai 4%), pero en cambio, su elevado contenido de carbohidratos, sales minerales, y de microorganismos que ejercen una acción muy beneficiosa sobre la flora intestinal, suponía un interesante complemen­ to de la alimentación local; además, el consumo del pulque reviste un profundo significa­ do social y ritual entre los pueblos de tradición nahuatl (era utilizado para usos religiosos y medicinales en época precolombina), y se obtiene del maguey, uno de los vegetales de mayor utilidad económica para las poblaciones rurales del centro de México; y por último, el consumo de leche generó serios problemas gastrointestinales, puesto que las pobla­ ciones amerindias (al igual que muchas otras en Asia y África) generalmente carecen en su metabolismo de lactasa, la enzima que permite la asimilación de la lactosa

vadores a interpretar, erróneamente, que son el producto de una «mentalidad mágica» sin ninguna base fisiológica. Así, por ejem­ plo, algunos autores que han investigado el llamado síndrome calor-frío entre las culturas indígenas mesoamericanas han llega­ do a la conclusión de que el sistema médico nativo, que prescribe o prohíbe la ingestión de ciertos alimentos o bebidas en determi...

....

nadas condiciones para m antener en equilibrio la tem peratura

Antropología del desarrollo

corporal, cuenta con una base fisiológica: desde este punto de vista, las prácticas indígenas constituirían un sistema de medidas profilácticas eficaz para evitar trastornos tales como edemas, colapsos o hiperpirexias (McCullough y McCullough, 1974). Una de las esferas del conocim iento médico local que más posibilidades ofrece a la investigación aplicada es la etnofarm acología. Los estudios de etnobotánica han documentado que las poblaciones tribales y /o campesinas pueden poseer un conoci­ miento extremadamente sofisticado de su medio ambiente, inclu­ yendo extensas y com plejas taxonom ías vegetales así com o información sobre sus posibles aplicaciones terapéuticas. Entre los resultados concretos obtenidos en e sta línea de trabajo, cabría destacar la investigación llevada a cabo por el ORSTOM en la Am azonia boliviana (F ournet y otros 19 9 5 ), donde los investigadores franceses obtuvieron de los Chimane información sobre un vegetal local, la eventa ( Galipea longiflora), que dichos indígenas aplican en form a de emplastes sobre las picaduras de los flebótomos, vectorés de transmisión de la leishmaniasis. Esta enfermedad, que provoca graves cicatrices indelebles en el ros­ tro de los afectados e incluso puede resultar mortal en su varie­ dad visceral, co n stitu ye uno de los principales problem as sanitarios de los colonizadores asentados en el trópico húmedo sudamericano, y hasta el día de hoy ha venido siendo tratada con fármacos de alta toxicidad (generalmente derivados del antimo­ nio) y de precio tota lm e n te prohibitivo para el lim itado poder adquisitivo de las fam ilias campesinas. De las muestras de even­ ta recopiladas en el trópico boliviano, los investigadores del ORS­ TOM han podido sintetizar alcaloides que en experim entos de

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laboratorio han demostrado su capacidad para destruir los pará­ sitos del género Leishmania. Muchos de los co n flicto s o resistencias generados por la expansión de la medicina cosmopolita se deben a que la enfer­ medad también implica una construcción cultural. Este aspecto ha sido señalado por la antropología de la salud, que establece una distinción entre la enferm edad propiam ente dicha (d/sease), entendida como una disfunción o desadaptación de procesos bio­ lógicos o psicológicos, y la dimensión cultural de la enfermedad ( illness), esto es, la experiencia de la enfermedad (o de aquello que es percibido como enfermedad) y la reacción social a ésta: la form a en que la persona enferma, su familia y su red social perci­ ben, clasifican, explican, evalúan y responden a la enfermedad (A. Kleinman, citado por Frankenberg, 1980, pág. 199). Esta dimen­ sión cultural todavía es más evidente en los llamados C ultureB o un d Syndrom es o «Síndromes delim itados culturalmente», conjuntos muy específicos de síntomas, que no constituyen nin­ gún trastorno tipificado para la medicina o la psiquiatría occiden­ tal, pero que son identificados y reconocidos localmente como patologías, con una etiología, un diagnóstico y una terapia social­ mente definidos. Uno de los síndromes más extendidos en las zonas rurales de América Latina y más estudiados por antropólo­ gos es el llamado susto, fenómeno explicado localmente como la pérdida del alma o esencia vital a causa de una experiencia trau­ mática; aunque aparentemente el susto no sería más que una escenificación de la inadaptación social de los individuos que lo padecen, lo cierto es que suele ir acompañado de un deterioro real de su salud, demostrando así la compleja interacción existen­ te entre los factores sociales, em ocionales y biomédicos, y la necesidad de un enfoque interdisciplinario de la salud (Rubel y otros, 1984). Aunque los profesionales de la salud han estado inclinados a creer que la superior e ficacia de la biom edicina rápidam ente desplazaría el uso de terapias tradicionales, una abundantísima literatura etnográfica ha documentado la adaptación de los sis­

temas etnom édicos al nuevo contexto creado por la extensión de la m edicina occidental, y aun incorporando determ inados aspectos de ésta, continúan teniendo una notable vigencia en muchas sociedades del Tercer Mundo. Esta situación ha sido definida por los especialistas en antropología de la salud como pluralismo médico20 (Bastien, 1988; Benoist, 1996; Chiappino, 1997; Cosminsky, 1983, y Crandon-Malamud, 1991). ¿Cual es la razón por la cual sociedades ya familiarizadas con la medicina occidental siguen recurriendo a modelos tradicionales de repre­ sentación, explicación y curación de la enferm edad? Sin duda, una de las razones fundam entales de la persistencia de dichos sistemas sería el carácter biologista, individualista, ahistórico y asocial del modelo médico hegemónico, que contrasta con la concepción holística de la salud y la enferm edad predom inante en dichas sociedades. Para muchas sociedades indígenas, la identificación de la persona con un cuerpo individual y autóno­ mo resulta culturalm ente inaceptable; desde su representación de la salud, la enfermedad actúa como un m etalenguaje social, y por lo tanto, el origen de la enfermedad y su curación revisten un carácter marcadamente social. Tal como ha expresado Gary Gossen a propósito de los Chamulas de Chiapas: La creencia de los Chamulas en coesencias coexiste y compite exitosamente con la medicina y la práctica política occidental precisa­ mente porque contem pla aspectos del yo y de la sociedad que están más allá del cuerpo individual. En la práctica, esto supone un fluido len­ guaje de análisis social e integración social. Por contraste, la medicina occidental es pragmática, individual y «democrática» en la m edida en que un determinado antibiótico cumple la m isma finalidad para un indio o para un mexicano, una persona rica o una pobre. Aunque no recha­ za la m edicina o las prácticas sociales occidentales, el sistem a Chamula de coesencias busca además estim ular el bienestar situando

20 . Algunos autores, sin embargo, consideran que el uso del término pluralismo podría denotar una relación falsamente igualitaria entre los sistemas médicos nativos y la medi­ cina occidental, por lo cual prefieren hablar de una situación de hegemonía médica o de dominación médica, conceptos que reflejarían mejor la relación de asimetría realmente existente.

al individuo en el cosmos y guiándole a través de la realidad de la jerar­ quía social y la desigualdad (Gossen, 1994, pág. 567).

Precisamente, el contexto de desigualdad social, pobreza, y marginación en el que viven amplios sectores de la población del Sur del planeta puede poner al descubierto el carácter asoIntroducción

cial, biologista y tecnocrático de determ inadas intervenciones in stitu c io n a le s en el cam po de la salud. H o w a rd y M illard (1 9 9 7 ), por ejemplo, documentan en su estudio sobre un pro­ gram a de prevención de la d e sn u trició n in fa n til entre los Chagga de Tanzania los prejuicios del equipo médico, convenci­ do de poder mejorar la nutrición de los niños con más educa­ ción, planificación familiar, y una creciente medicalización del cuidado dispensado por sus madres, a qu ie ne s se culpaba im plícitam ente de ser las principales causantes del problema. En esta misma línea, el trabajo de Nancy Scheper-H ughes (en este volumen) sobre el trasfondo sociocultural de la mortalidad in fa n til en pob lacio n e s m arginales brasileñas, nos pe rm ite recordar que, detrás de las escalofriantes estadísticas de m or­ talid ad in fa n til provocada por la diarrea y la d e sn u trició n , y detrás de la actitud de aparente fatalism o de las madres de las favelas, se oculta en realidad el implacable funcionam iento de toda una maquinaria de explotación económ ica y de exclusión social. Por esta razón, ningún programa de asistencia que no contem ple en su globalidad el contexto social de la desnutriN.c¡ón podrá resultar efectivo: ni los sueros de rehidratación oral ni la leche en polvo pueden reem plazar la ausencia de agua potable, de atención médica adecuada, de viviendas dignas, de sueldos decentes, o de igualdad sexual. El argumento de Scheper-Hughes contra una epidemiología

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reducida al manejo de estadísticas descontextualizadas de su entram ado sociocultural es igualm ente aplicable al imparable avance de diversas enfermedades infecciosas en el Tercer Mundo (incluyendo algunas como la malaria, cuya erradicación, incom ­ prensiblemente, había sido anunciada décadas atrás por la OMS) durante las últimas décadas, fenómeno que ha sido calificado en

algunos reportajes periodísticos como un «genocidio silencioso». Para algunos analistas, esta situación sería un síntoma o un efec­ to perverso del desarrollo y sus contradicciones: por una parte, reflejaría el proceso de concentración del capital y la tecnología necesarios para el desarrollo de vacunas en manos de un reduci­ do número de instituciones y empresas farmacéuticas transnacio. ,

,

.



nales, cuyas prioridades están claramente orientadas hacia otras

Antropología del desarrollo

patologías de mayor potencial comercial, como por ejemplo, deter­ minadas enfermedades crónicas más extendidas en los países del Norte. Pero fundamentalmente, la actual incidencia de patologías como la malaria o el dengue (por no citar más que dos de los prin­ cipales flagelos sanitarios de las poblaciones rurales o periurbanas de América Latina) resultaría inexplicable al margen de las transformaciones sociales que han provocado el deterioro general de las condiciones de vida de amplios sectores sociales, posibili­ tando así su rápida expansión. No hay que olvidar que en Europa, la caída de la mortalidad por enfermedades infecciosas desde finales del siglo xix, no se debió tanto al progreso del conoci­ miento médico como a la gradual mejora para el conjunto de la población de sus condiciones de nutrición, vivienda y acceso a agua limpia: por esta razón, cualquier programa sanitario que pre­ tenda contener exitosamente el avance de dichas enfermedades, no debería ser planteado tanto como una lucha contra unos virus o sus vectores transmisores, o contra determinados hábitos de la población, sino en definitiva, contra los efectos de un modelo de desarrollo que ha expulsado de sus tierras a millones de familias campesinas empobrecidas, y las ha empujado, ya sea en remotas colonias en la selva, ya sea en los suburbios urbanos marginales, hacia asentamientos desprovistos de los servicios e infraestructu­ ras más elementales (véanse Packard [1 9 9 7 ] para el caso de la malaria, y Kendall y otros [1 9 9 1 ] a propósito del dengue).

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6. D e s a rro llo rural

En la actualidad existe un razonable grado de consenso entre los estudiosos de la agricultura latinoamericana en considerar como nefastos los efectos de los programas de modernización de la Introducción

agricultura tradicional emprendidos a partir de los años cincuenta, que han dejado secuelas como: la descapitalización del sector campesino, profundizando las desigualdades entre el campo y la ciudad, así como entre la pequeña propiedad campesina y las grandes explotaciones agroindustriales; la creciente dependencia de las unidades domésticas campesinas respecto a sus provee­ dores de insumos agroquímicos y créditos, respecto a la obten­ ción de ingresos no agropecuarios, y respecto al mercado y sus fluctuaciones de precios; la aceleración de los procesos de dife­ renciación económica entre el campesinado; la privatización siste­ mática de tierras y pastos comunales; la gradual intensificación de la producción y la desaparición de barbechos y descansos hasta la sobreexplotación y el agotamiento de los suelos; la expulsión de millones de familias campesinas hacia los suburbios urbanos; el rápido deterioro de la variedad y la calidad de la dieta campesina y el aumento de la dependencia alimentaria nacional; una mayor vulnerabilidad de los campesinos ante el riesgo de plagas y ries­ gos climáticos; la sobrecarga de trabajo de la mujer campesina, y el avance imparable de la erosión, la deforestación, y la pérdida de biodiversidad.91 La orientación marcadamente anticampesina de dicho modelo de modernización agrícola ha obedecido, entre otros factores, a diversos prejuicios sobre el desarrollo: el prejuicio industrial, según el cual la industrialización acelerada era el camino más

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directo para ingresar en el club de los países desarrollados, obli­ gando a la agricultura a supeditarse a este objetivo, a través de una sistemática transferencia de recursos hacia el sector índus21. Para una revisión general de los debates sobre el desarrollo rural en América Latina véanse, entre otros: Altien y Yurjevic (1991); Bebbington y otros (1993); Grillo Fernández (1985); Kay (1995); Loker (1996); Redclift y Goodman (1991); y Thiesenhusen (1987)

trial; el prejuicio urbano, según el cual la concentración de pobla­ ción en las ciudades justificaba, en términos de intereses políticos, la aplicación de medidas de contención de los precios agrícolas; o el prejuicio favorable hacia las grandes explotaciones agroexportadoras, percibidas como un equivalente rural de la industrializa­ ción; por no mencionar el prejuicio sobre los propios campesinos, percibidos habitualm ente como atrasados, retrógrados e impro­ ductivos (Loker, 1996, pág. 75). Víctor Bretón (en este volumen) ilustra los efectos de este esquema de modernización rural en México, país que en su mom ento encarnó las esperanzas del cam pesinado en to d a A m érica Latina (con la aplicación de la reform a agraria más am biciosa em prendida en el continente), pero que también ha sido uno de los pioneros en la aplicación de la Revolución Verde, y que posteriormente, con la política econó­ mica neoliberal seguida a partir de los años ochenta, constituye un ejemplo del actual proceso de depauperación de la agricultura campesina. Uno de los aspectos más discutidos del desarrollo rural desde la crisis del paradigma de la modernización es la tecnología. Una dilatada tradición dentro de la teoría económica ha venido privile­ giando la innovación tecnológica como la variable independiente por excelencia para explicar el crecimiento económico, convirtién­ dola en algo así como un Deus ex machina del cambio social, a costa de ocultar o minimizar otras variables no menos relevantes, como el marcó ecológico, el fu ncionam iento de los mercados locales, la organización de la producción, la estructura social o el contexto cultural. Esta concepción reduccionista y mecanicísta del cambio social y /o económ ico, ca lifica d a por algunos autores como «tecnocentrismo» (Cernea, 1995) u «optimismo tecnológi­ co» (Norgaard, 1994), todavía hoy puede ser detectada en deter­ minados proyectos de desarrollo rural que parten de la ingenua premisa según la cual la introducción de un determinado paquete tecnológico, independientem ente de los límites del ecosistema local o de la estructura del sistema de comercialización, podrá ele­ var sustancialmente el nivel de vida de la población campesina.

Muy a menudo, dicho tecnocentrismo es, también, un e g o c e n tris ­ mo tecnológico, basado en la creencia en la ineficiencia de las tecnologías locales y en la intrínseca superioridad de todo pro­ ducto de la tecnología occidental (Konrad, 1980). Sin embargo, varias décadas de estrepitosos fracasos han llevado al despresti­ gio de los clichés desarrollistas, y a una evaluación más rigurosa de las tecnologías tradicionales. De esta manera, algunos autores han subrayado la necesidad de seleccionar tecnologías apropia­ das, caracterizadas por criterios como su pequeña escala, por el uso de un máximo de materiales locales y de fuentes de energía descentralizadas y renovables, por su facilidad de manejo y man­ tenimiento, o por requerir una baja inversión de capital: desde esta perspectiva, toda tecnología aplicada al desarrollo rural debería ser ambientalmente sana, socialmente justa, económicamente via­ ble y cülturalmente aceptable (Durán, 1990). El ejemplo por antonomasia de un modelo de tecnología agrí­ cola ajeno a todas estas consideraciones es el de la Revolución Verde, denominación cuando menos irónica para una filosofía del desarrollo rural que excluye a los segmentos más pobres de la población rural, que aumenta la dependencia económica del cam­ pesinado, y que ha generado un dramático proceso de involución ecológica durante las últimas décadas (Bull, 1982; Cleaver, 1973; Conway, 1 9 9 0 ; Hobbelink, 1987; Perelman, 1976; Sweezey y Faber, 1990; Yapa, 1993). La acción combinada del paquete tec­ nológico formado por semillas híbridas, fertilizantes químicos y pes­ ticidas, ha tenido unos efectos mucho menos milagrosos de los que se habían pregonado durante los años sesenta. Actualmente, parece totalm ente agotada su credibilidad como modelo de desa­ rrollo capaz de «acabar en pocos años con el hambre en el Tercer Mundo» (aunque todavía hoy numerosas agencias oficiales o inclu­ so ONGs continúen insistiendo en el mismo callejón sin salida), sin embargo, algunos de sus efectos más graves, como la erosión genética provocada por la introducción de las semillas mejoradas, o el alarmante número de intoxicaciones o patologías asociadas a la ingestión de pesticidas químicos (véanse Bull, 1982, y Sweezey

y Faber, 1990) probablemente continuarán provocando serios que­ braderos de cabeza durante bastante tiempo. El desastroso balance de la Revolución Verde para el campe­ sinado del Tercer Mundo, ha estimulado una profunda reflexión y la búsqueda de modelos alternativos de desarrollo rural, social y ecológicamente sostenibles. La respuesta más coherente ha sido la llamada agroecología, cuyos planteamientos han recibido una creciente aceptación en América Latina durante la última década (véanse, entre otros, A ffe l-M a rg lin y PRATEC, 1 9 9 8 ; A ltierl y Yurjevic, 1991; Durán, 1990; Rengifo, 1991; Rengifo y Kohler, 1989; Rist y San Martín, 1991 Toledo, 1992; Toledo, 1993). La agroecología ofrece un nuevo enfoque del desarrollo rural que pretende com patibilizar la productividad agrícola con variables como la estabilidad biológica, la conservación de los recursos naturales, la seguridad alimentaria y la equidad social, recurriendo a estrategias como la recuperación del conocim iento local, la diversificación de cultivos y variedades para minimizar los riesgos o la adopción de medidas de conservación y regeneración de agua y suelos. Algunas de sus formulaciones más radicales (asu­ midas por algunas ONGs andinas) van, sin embargo, todavía más lejos, para llegar a im pugnar las im plicaciones etnocéntricas, antropocéntricas e individualistas de la ciencia occidental, y reivin­ dicar el carácter rituallzado y comunitarlsta de la Weltanschauung indígena, aun con el evidente riesgo de incurrir en una visión esencialista e idealizada (Rengifo, 1991). Otro aspecto que ha despertado una creciente atención es el de la compleja y potencialm ente conflictiva relación que se esta­ blece entre el cam pesinado y los técnicos agrónomos, que a menudo desconocen el marco ecológico y cultural en el que van a trabajar y tienden a infravalorar la experiencia de los campesi­ nos; pero esta relación, que los técnicos suelen percibir como una transferencia unidireccional de información y tecnología, repre­ senta en realidad el enfrentam iento de dos estilos cognitivos o sistemas de conocimiento diferentes (Kloppenburg, 1991; L o n g y Villarreal, 1993; Hess, 1997; Warren y otros, 1995). En esta línea,

por ejemplo, para Greslou (1 990), el sistema de conocimiento del campesinado andino y el de los agrónomos parten de dos con­ cepciones antagónicas del manejo de los recursos fitogenéticos, caracterizándose la primera por un enfoque holístico, centrado en la biodiversidad y la adaptación al ecosistema local, por contraste con el carácter analítico del enfoque agronómico, que prioriza la homogenización y la artificialización de los cultivos. Van der Ploeg (en este volumen) analiza, por su parte, el papel de la metáfora en los sistemas andinos de clasificación y comprensión de los recur­ sos naturales, y la complejidad de las estrategias campesinas de producción; pero este conocim iento cam pesino es percibido como un «obstáculo para el cambio» por el personal técnico, por entrar en inevitable conflicto con las form as de «planificación científica» de la agricultura. El artículo de Van der Ploeg nos ofre­ ce un excelente ejemplo etnográfico de la Revolución Verde, que desde una irresponsable prepotencia hacia las poblaciones bene­ ficiarías de sus proyectos, continúa extendiendo sistemas de pro­ ducción que increm entan la dependencia económ ica local y contribuyen a aumentar la vulnerabilidad frente a riesgos agríco­ las y fitosanitarios. Por últim o, uno de los cam bios más rem arcables de las sociedades campesinas e indígenas latinoam ericanas durante las últimas décadas ha sido su creciente fam iliaridad con el fu n ­ cio nam ie n to del sistem a político nacional o de la econom ía internacional. Esta familiaridad se ha traducido en el surgim ien­ to de un nuevo liderazgo campesino e indígena acostum brado a actuar globalmente, consciente de que la internacionalización de sus luchas y la alianza con determinadas ONGs y colectivos del Norte pueden convertirse en una form a de presión sumamente efectiva (Várese, 1995). Esto no significa que la relación entre organizaciones populares locales y ONGs no esté exenta de riesgos: aunque las ONGs aspiran en teoría a convertirse en la vanguardia de la sociedad civil (pretensión que ha sido severa­ mente cuestionada por algunos análisis, véase Arellano y Petras [1 9 9 4 ] y Petras [1997]), en la práctica, determinados estilos de

trabajo de carácter dirigista o paternalista pueden llegar a asfi­ xiar el crecim ie n to de aquellas organizaciones populares de base a las que dicen apoyar (Starn, 1991). Pero en cualquier caso, es indiscutible que algunos de los m ovimientos latinoame­ ricanos de base indígena o campesina más combativos durante la última década, como el fenóm eno zapatista en Chiapas, las movilizaciones indígenas en Ecuador o el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, deben parte de sus éxitos-al apoyo internacio­ nal canalizado por ONGs, ya sea en form a de cobertura logísti­ ca y mediática, o a través de la presión ejercida desde el exterior sobre los respectivos gobiernos. El propósito de estas páginas ha sido esbozar una perspecti­ va panorámica de las principales líneas de análisis y discusión referentes a la tem ática del desarrollo que han sido exploradas desde la antropología durante las últimas décadas. La revisión de la literatura anteriorm ente reseñada, así como de los diversos estudios que integran la presente obra, demuestra que la antro­ pología, pese al viejo estereotipo que la identificaba como una disciplina romántica y exotista, desconectada de la realidad con­ temporánea e irrelevante para la comprensión de sus problemas más acuciantes, está en condiciones de aportar un punto de vista sumamente valioso para entender la compleja interrelación de lo 'global y lo local en la teoría y la praxis del desarrollo.

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Pnmera parte

Cultura y desarrollo: el punto de vista de la antropología

1. Desarrollo1 Gustavo Esteva Red Intercultural de Acción Autónoma, México.

Para decir «sí», para aprobar o aceptar, los brasileños dicen «no»: pois nao? Pero nadie se confunde. Enraizando culturalmente su lengua, jugando con las palabras para hacerlas hablar en varios contextos, los brasileños enriquecen su conversación. Sin embargo, al decir «desarrollo» mucha gente está ahora diciendo lo contrario de lo que quiere transmitir. Todo el mundo se confunde. Utilizando de manera acrítica una palabra tan cargada de connotaciones —y condenada a la extinción—, están transfor­ mando su agonía en una condición crónica. Desde el cadáver sin enterrar del desarrollo, se han empezado a propagar todos los tipos de peste. Ha llegado el momento de desvelar el secreto del desarrollo y de verlo en toda su crudeza conceptual.

1. Artículo publicado originalmente como una entrada, titulada «Development» (págs. 625), de la obra compilada por Wolfang Sachs, The Development Dictionary. A Guide to Knowledge as Power, Londres, Zed Books, 1992 (N. del t). 2. Si no se indica lo contrario, las cursivas son del autor, que las emplea a menudo con intención enfática o para señalar palabras conservadas en su lengua original, distinta a la del texto, tal como también se hace en la traducción (N. del t).

La invención d e l su b d e s a rro llo

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era una formidable e imparable máquina productiva sin precedentes en la historia. Ocupaba sin disputa el centro del mundo. Era el amo. Todas las instituciones creadas durante esos años reconocían este hecho: incluso la Carta de Naciones Unidas se hacía eco de la Constitución de Estados Unidos. Pero los americanos querían algo más. N ecesitaban hacer completamente explícita su nueva posición en el mundo. Y querí­ an consolidar esa hegemonía y hacerla permanente. Con dicho propósito, concibieron una campaña política de escala global que ostentaba claramente su sello. Incluso concibieron un emblema apropiado para identificar dicha campaña. Y eligieron cuidadosa­ mente la oportunidad para lanzar a una y a otro: el 2 0 de enero de 1949, el mismo día en que el presidente Truman accedió a su cargo, se abrió para el mundo una nueva era, la era del desarrollo.

Debemos em barcarnos en un program a com pletam ente nuevo para hacer accesibles los beneficios de nuestros avances científicos y de nuestro progreso industrial, de tal form a que las áreas subdesarrolladas puedan crecer y mejorar. El viejo im perialism o —explotación en provecho fo rá n e o — no tiene lugar en nuestros planes. Lo que tenem os en mente es un programa de desarrollo basado en los conceptos del trato ju sto dem ocrático (Truman, 1967).

Al utilizar por primera vez en tal contexto la palabra «subdesarrolladas», Truman cambió el significado del desarrollo y creó el emblema aludido, un eufemismo empleado desde entonces para referirse discreta o inadvertidamente a la era de la hegemonía americana. Nunca antes se había aceptado universalmente un vocablo el día mismo en que había sido políticamente acuñado. De repente se creó una nueva percepción de uno mismo y del otro. Se usur-

paron y se metamorfosearon con éxito doscientos años de cons­ trucción social del significado político e histórico del término. Una proposición política y filosófica de Marx, empaquetada al estilo americano como un combate contra el comunismo y al servicio del designio hegemónico de Estados Unidos, triunfó en la empresa Desarrollo

de calar tanto en las mentes populares como en las intelectuales durante el resto del siglo xx. Así pues, el subdesarrollo empezó el 2 0 de enero de 1949. Ese día, dos mil millones de personas se convirtieron en subdesarrolladas. Literalmente, desde ese momento en adelante, dejaron de ser lo que eran, en toda su diversidad, y se metamorfosearon en un espejo invertido de la realidad de otros, un espejo que los empequeñece y los envía al final de la cola, un espejo que define simplemente su identidad —que es en verdad la de una mayoría heterogénea y diversa— en los términos de una estrecha y homogeneizadora minoría. Truman no fue el primero en emplear dicha palabra. Proba­ blem ente fue W ilfred Benson, un antiguo m iem bro del Secre­ tariado de la Organización Internacional del Trabajo, quien la inventó cuando se refirió a las «áreas subdesarrolladas» mientras escribía sobre las bases económ icas para la paz en 1 9 4 2 (Benson, 1942). Pero la expresión no tuvo más resonancia, ni entre el p ú blico ni e ntre los expertos. Dos años más tarde, R osenstein-Rodan continuaba hablando de «áreas económ ica­ mente retrasadas».3 También en 1944, A rth u r Lewis se refería a la brecha entre naciones pobres y ricas. A lo largo de la déca­ da, la expresión apareció ocasionalm ente en libros técnicos o en docum entos de Naciones Unidas. Pero sólo adquirió rele­ vancia cuando Truman la presentó como el emblema de su pro­

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pia política. En este contexto, se cargó de una insospechada virulencia colonizadora. Desde entonces, «desarrollo» ha presentado al menos una connotación: la de vía de escape de una condición indigna, o

3. En el original, «economically backward areas» (N del t).

considerada indigna, llamada subdesarrollo. Cuando Nyerere pro­ ponía que el desarrollo fuera la movilización política de un pueblo para alcanzar sus propios objetivos —consciente como era de la locura que supondría perseguir objetivos sentados por otros—, cuando Rodolfo Stavenhagen propone hoy el etnodesarrollo o el desarrollo con autoconfianza —consciente de que necesitamos

Cuiturayde»

«mirar hacia adentro» y «buscar en la propia cultura», en lugar de

devista* *

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r

usar visiones prestadas y foraneas—, cuando Jim oh Omo-Fadaka

antropología

sugiere un desarrollo de abajo arriba —consciente de que todas las estrategias diseñadas desde arriba han fracasado al no alcanzar los objetivos que se habían marcado explícitam ente—, cuando Orlando Fals Borda y Anisur Rahman insisten en el desa­ rrollo participativo conscientes de las exclusiones consumadas en nombre del desarrollo, cuando Jun Nishikawa propone «otro» desarrollo para el Japón —consciente de que la era actual está llegando a su fin —, cuando ellos y tantos otros califican el desa­ rrollo y el uso de esa palabra con restricciones y salvedades, como si estuvieran caminando por un campo minado, no parecen darse cuenta de_ loJm productivo de sus esfuerzos. El campo de minas ya ha explotado. Para que alguien pueda concebir la posibilidad de escaparse de una condición dada, es necesario primero que sienta que ha caído en tal condición. Para aquellos que hoy suman los dos te r­ cios de la población mundial, pensar en el desarrollo —en cual­ quier tipo de de sa rro llo — requiere la previa percepción de sí mismos como subdesarrollados, con toda la carga de connota­ ciones que conlleva. Hoy, para esos dos tercios de la población del planeta, el sub­ desarrollo es una amenaza que ya se ha cumplido, una experien­ cia vital de subordinación y de extravío inducido, de discriminación y de subyugación. Dada esta condición previa, el simple hecho de asociar la intención propia con el desarrollo tiende a anular esa intención, a contradecirla, a esclavizarla. Impide pensar objetivos propios, esos que Nyerere anhelaba; socava la confianza en uno mismo y en la cultura propia, esa confianza que pide Stavenhagen;

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clama por la gestión de arriba abajo, esa contra la que Jimoh se rebelaba; convierte la participación en una trampa manipuladora para involucrar a las gentes en luchas por obtener aquello que los poderosos les quieren imponer, precisamente lo que Fals Borda y Rahman querían evitar.

U na m e tá fo ra y su to rtu o s a historia

El desarrollo ocupa el centro de una constelación sem ántica increíblemente poderosa. Nada hay que se le pueda comparar en la mentalidad moderna en tanto que fuerza directriz del pensa­ miento y de la conducta. Al mismo tiempo, pocas palabras son tan pobres, tan frágiles y tan incapaces de ofrecer sustancia y signifi­ cado al pensamiento y a la conducta. En el habla común, el desarrollo describe un proceso a través del cual se liberan las potencialidades de un objeto u organismo, hasta que alcanza su form a natural com pleta y deviene un ser hecho y derecho. De ahí, el uso metafórico de la palabra para explicar el crecimiento natural de plantas y animales. A través de esta metáfora, resultó posible explicar la meta del desarrollo y, mucho más tarde, su programa. En biología, el desarrollo o evolu­ ción de los seres vivos se refería a todo el proceso a través del cual los organismos alcanzaban su potencial genético: la forma natural del ser vista a prioñ por el biólogo. El desarrollo se frustra­ ba cada vez que la planta o el animal no conseguía completar su programa genético, o cuando se sustituía éste por otro. En estos casos de fracaso, el crecimiento no era desarrollo, sino más bien anomalía, una conducta patológica e, incluso, antinatural. El estu­ dio de estos «monstruos» acabó resultando crucial en la form ula­ ción de las primeras teorías biológicas. Fue entre 1759 (W olff) y 1859 (Darwin) cuando el desarrollo evolucionó desde una concepción en que se concebía como una transform ación que se movía hacia la forma de ser apropiada, hasta otra concepción de transformación en que el movimiento

era hacia una form a cada vez más perfecta. Durante este período, los científicos empezaron a utilizar los térm inos «evolución» y «desarrollo» de manera intercambiable. La transferencia de la metáfora biológica a la esfera social aconteció en el último cuarto del siglo xvm. Desde 1768, el funda­ dor de la historia social, el conservador Justus Moser, utilizaba la _

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palabra E ntw icklung para aludir al proceso gradual de cambio

cultura ydesarrollo: el punte

de vista det¡ a n tro p o lo g ía

social. Cuando hablaba de la transform ación de algunas situacio­ nes políticas, las describía casi como procesos naturales. En 1774, Herder empezó a publicar su interpretación de la historia univer­ sal, en la cual presentaba correlaciones globales mediante la com­ paración de las edades de la vida con la historia social. Pero fue más allá de esta comparación al aplicar a sus trabajos la noción organológica de desarrollo, acuñada en las discusiones científicas de su época. Utilizaba, así, con frecuencia, la imagen del germen para describir el desarrollo de las formas de organización. Hacia el final de la centuria, basándose en la escala biológica de Bonnet, trató de combinar las teorías de la naturaleza con la filosofía de la historia, en un intento de crear una unidad sistemática y coheren­ te. Según él, el desarrollo histórico era la continuación del desa­ rrollo natural, y ambos eran sim ples variantes del desarrollo homogéneo del cosmos, creado por Dios. Hacia 1800, la palabra Entwicklung empezó a aparecer como un verbo reflexivo. El autodesarrollo se puso de moda. Entonces, Dios empezó a desaparecer de la concepción popular del univer­ so. Y unas pocas décadas más tarde, se abrieron todas las posibi­ lidades para el ser humano, autor de su propio desarrollo y emancipado de cualquier designio divino. El desarrollo se convirtió en la categoría central de la obra de Marx, revelándose como un proceso histórico que se despliega con ei mismo carácter necesario que las leyes naturales. Tanto el concepto de historia hegeliano como el concepto darwinista de evolución, se entretejían en el desarrollo, reforzados por el aura científica de Marx. Cuando la metáfora volvió al ámbito de lo vernáculo, adquirió un violento poder colonizador, del que no tardaron en hacer uso

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los políticos. Convirtió la historia en un programa, un destino nece­ sario e inevitable. El modo industrial de producción, que no era más que una forma social entre muchas, se transformó por defini­ ción en el estadio terminal de una evolución social unilineal. Este estadio llegó a ser considerado como la culminación natural del Desartollo

potencial ya existente en el hombre neolítico, como su evolución lógica. En consecuencia, la historia fue reformulada en términos occidentales, La metáfora del desarrollo confirió hegemonía global a una genealogía de la historia puramente occidental, robando a las gentes y pueblos de distintas culturas la oportunidad de definir las formas de su vida social. La secuencia vernácula —el desarrollo es posible tras el envoltorio—'1 se invirtió con la transferencia. Las leyes científicas tomaron el lugar de Dios en la función de envol­ ver, definiendo el programa. Marx rescató una iniciativa factible, basada en el conocimiento de estas leyes. Truman hizo suya esta percepción, pero transfirió el papel de primer motor —la condición primum movens— desde los comunistas y el proletariado, hasta los expertos y el capital, siguiendo así, irónicamente, los precedentes sentados por Stalin y Lenin. El resto de las metáforas usadas a lo largo de todo el siglo xvm empezó a form ar parte del lenguaje ordinario durante el siglo siguiente, con lo que la palabra «desarrollo» fue acumulando una completa variedad de connotaciones. Esta sobrecarga de signifi­ cados acabó por disolver su significación precisa. En 1860, se publicó en Alemania la Enciclopedia de todos los sistemas de enseñanza y educación. La entrada «desarrollo» reza­ ba: «este concepto es aplicable prácticamente a todo lo que el hombre tiene o conoce». La palabra, decía Eucken en 1878, había

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llegado a ser «casi inútil para la ciencia, excepto en ciertas áreas».

4. Juego de palabras: development is possible after envelopment, que compara el proceso histórico con el contexto y los resultados o representaciones culturales. Además, hace referencia indirecta a la ubicuidad de la cultura occidental tras su extroversión planetaria, que la impone a las demás culturas como una especie de «envoltura'1 forzosa y que se quiere única (con to que el envoltorio precederá al desarrollo para todos los no occidentales, privándoles de la iniciativa histórica) (N d e l /.).

Entre 1875 y 1900, se publicaron en inglés libros cuyos títu­ los aludían al desarrollo de la Constitución ateniense, de la nove­ la inglesa, del sistem a de transporte de Estados Unidos, del matrim onio, de la crianza de los hijos y así sucesivamente. Algunos autores preferían el vocablo «evolución» en los títulos de sus libros que estudiaban temas que podía ir desde el termómetro a la idea de Dios. Otros preferían «crecimiento», pero Incluso ellos ....

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utilizaban «desarrollo» en el texto como el principal termino opera-

Cultura y desa-

devísta* * antropología

tivo (Rosenthal, 1984). Para el principio del siglo XX, s e extendió un nuevo uso: «desa­ rrollo urbano», que, desde entonces, se ha mantenido para desig­ nar la reformulación del entorno urbano, basada en el bulldozer y en la producción masiva e industrialmente homogénea de espa­ cios urbanos e instalaciones especializadas. Pero este uso espe­ cífico, una anticipación del trumanismo, no consiguió establecer la imagen generalizada que hoy se asocia a la palabra. En la tercera década del siglo, la asociación entre desarrollo y colonialismo, establecida en la centuria anterior, adquirió un signi­ ficado diferente. Cuando, en 1939, el gobierno británico transfor­ mó su Ley de Desarrollo de las Colonias en Ley de Desarrollo y B ienestar de las Colonias, este cambio reflejaba la profunda mutación política y económica que se estaba produciendo desde hacía apenas unos diez años. Para conferir un significado positivo a la filosofía del protectorado colonial, los británicos argüían la necesidad de garantizar a los nativos unos niveles mínimos de nutrición, salud y educación (W. V. Hancock, citado en Arendt, 1981). Se empezó a esbozar un «mandato dual»: el conquistador debería ser capaz de desarrollar económicamente la región con­ quistada, al mismo tiem po que aceptaba la responsabilidad de velar por el bienestar de los nativos. Tras la identificación del nivel de civilización con el nivel de producción, el mandato dual se colapso en una concepción unitaria: el desarrollo (Sachs, 1990). A lo largo de todo el siglo, los significados asociados al desa­ rrollo urbano y al desarrollo colonial concurrieron con muchos otros para transformar, paso a paso, la palabra «desarrollo» en un

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vocablo que designaba un concepto cuyos contornos eran tan precisos como los de una ameba. Ahora, es un mero algoritmo cuya significación depende del contexto en el que se emplea. Puede aludir a un proyecto de viviendas, a la secuencia lógica de un pensamiento, al despertar de la mente de un niño, a una parti­ da de ajedrez o al crecimiento de los pechos de una adolescente. Pero, incluso si adolece de una tal falta de precisión, se encuentra firm emente asentado en la percepción popular y en la de los inte­ lectuales. Y siempre aparece como una evocación de una red de significados en los que la persona que lo utiliza se encuentra irre­ mediablemente atrapado. El desarrollo no se puede desvincular de las palabras con las que se form ó —crecimiento, evolución, maduración—. De manera similar, aquellos que hoy utilizan el vocablo no pueden librarse de una maraña de significados que confieren una ceguera específica a su lenguaje, su pensamiento y su acción. No importa el contex­ to en que se emplee ni la connotación específica que le quiere dar la persona que lo usa, la expresión resulta calificada y coloreada con significados tal vez no deseados. La palabra siempre implica un cambio favorable, un paso de lo simple a lo complejo, de lo inferior a lo superior, de lo peor a lo mejor. La palabra indica que uno lo está haciendo bien porque está avanzando hacia una meta deseada en el sentido de una ley universal necesaria, ineluctable. Hasta el día de hoy, la palabra retiene el significado que le dio el creador de la ecología, Haeckel, hace un siglo: «De este momen­ to en adelante, desarrollo es la palabra mágica con la cual resol­ veremos todos los misterios que nos rodean o, al menos, es la que nos guiará hacia sus soluciones». Pero, para dos tercios de la población terrestre, este significa­ do positivo de la palabra «desarrollo» —profundamente arraigado tras dos centurias de construcción social— es un recordatorio de lo que no son. Es un recordatorio de una condición indeseable e indigna. Para escapar de ella, necesitan que las experiencias y sueños de otros los esclavicen.

C o lo n iza n d o e l a n tic o lo n ia lis m o

En el grandioso diseño del discurso de Truman, no había sitio para precisiones técnicas o teóricas. El emblema definía un programa consciente de la llegada de Mao, buscando en la evolución un antídoto contra la revolución, una estrategia en la tradición de

cultura y des»

Herder, mientras, simultáneamente, adoptaba el ímpetu revolucio-

devistadeb

nario con que Marx había dotado a la palabra. El diseño de Truman

antropolo3'a

utilizaba a veces el desarrollo en el sentido transitivo de los admi­ nistradores británicos, con el fin de establecer claramente la jerar­ quía de las iniciativas que promovía. Pero podía pasar sin dificultad a un uso intransitivo del término, en la mejor tradición hegeliana. Como se dio por descontado que el propio subdesarrollo estaba ahí fuera, que era algo real, empezaron a aparecer «expli­ caciones» del fenóm eno. Empezó inm ediatam ente una intensa búsqueda de sus causas materiales e históricas. Algunos, como Hirschman, no le dieron importancia al período de gestación. Por el contrario, otros hicieron de éste el centro de sus elaboraciones y describieron en minucioso detalle la explotación colonial en todas sus variaciones, así como los procesos de acumulación pri­ mitiva del capital. También se empezó a prestar una atención pragmática a los factores internos o externos que parecían ser las causas actuales del subdesarrollo: condiciones del comercio, intercambio desigual, dependencia, proteccionismo, imperfección del mercado, corrupción, fa lta de dem ocracia o de iniciativa empresarial... En América Latina, el Cuerpo de Paz, el Programa del Punto Cuarto, la Guerra a la Pobreza y la Alianza para el Progreso, con­ tribuyeron a enraizar la noción de subdesarrollo en la percepción popular y ahondaron la incapacidad creada por tal percepción. Pero ninguna de esas campañas es comparable a lo que, en el mismo sentido, consiguieron los teóricos latinoamericanos de la dependencia, así como otros intelectuales de izquierda dedicados a criticar todas y cada una de las estrategias desarrollistas pues­ tas de moda por Estados Unidos.

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Para ellos, como para muchos otros, Truman sim plem ente había sustituido con una nueva palabra lo que ya estaba allí: retra­ so o pobreza. Según ellos, los países «atrasados» o «pobres» se encontraban en semejante condición debido a los pillajes produci­ dos en el proceso de colonización, y a la violación continuada a la Desarrollo

que los sometía la explotación capitalista, a nivel nacional e inter­ nacional: el subdesarrollo era la creación del desarrollo. Al adop­ tar acríticam ente la perspectiva a la que querían oponerse, su eficiente criticismo de la ambigüedad y la hipocresía de los pro­ motores occidentales del desarrollo insufló un carácter virulento a la fuerza colonizadora de la metáfora. ¿Cómo ignorar, dijo Marx en una ocasión, «el hecho indudable de que la India está ligada pre­ cisamente al yugo inglés por un ejército indio, mantenido por la propia India»? La discusión misma del origen de las causas actuales del sub­ desarrollo ¡lustra hasta qué punto ha sido considerado como algo real, concreto, cuantificable e identificable: un fenómeno cuyo ori­ gen y modalidades pueden ser objeto de investigación. La palabra define una percepción. Ésta se transforma, a su vez, en un objeto, un hecho. Nadie parece dudar que el concepto aluda a un fenó­ meno real. No se dan cuenta de que es un adjetivo comparativo cuya base es la asunción, muy occidental pero Inaceptable e inde­ mostrable, de la unicidad, la homogeneidad y la unilinealidad evo­ lutiva del mundo. Hace alarde de una falsificación de la realidad producida mediante el desmembramiento de la totalidad de pro­ cesos interconectados que componen la realidad mundial y su sustitución por uno de sus fragm entos, aislado de los demás, como punto de referencia general (Wolff, 1982).

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In flació n conceptual

El desarrollo —que había sufrido la metamorfosis más radical y gro­ tesca de su historia en manos de Truman— se empobreció aún más en manos de sus primeros promotores, que lo redujeron a crecí-

miento económico. Para estos hombres, el desarrollo consistía sen­ cillamente en el crecimiento de la renta per cápita en las áreas eco­ nómicamente subdesarrolladas. Era la meta propuesta por Lewis en 1944 e insinuada por la Carta de Naciones Unidas en 1947. En 1955, el dictam en de Lewis —«Primero se tendría que hacer notar que lo que nos interesa es el crecimiento, y no la dis-

Culturay desa­

tribución» (Lewis, 1955)— reflejaba el muy generalizado énfasis

devistadeia

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en el crecimiento, que impregnaba todo el campo del pensamien-

antropología

to desarrollista. Paul Baran, con mucho el más influyente de los economistas del desarrollo encuadrables en la izquierda, escribió en 1957 sobre la economía política del crecimiento, y definió el crecimiento o desarrollo como el incremento de la producción per cápita de bienes materiales (Baran, 1957). Walter Rostow, que causó una honda impresión en el público y en el pensamiento ins­ titucional, presentó en 1960 su «manifiesto no comunista», como una descripción de los estadios del crecimiento económico, asu­ miendo que esta única variable podía caracterizar a toda la socie­ dad (Rostow, 1960). Naturalmente, tanto Rostow como Baran trataban de mucho más que de un crecimiento económico corto de miras, pero su énfasis reflejaba el espíritu de los tiempos... y el quid de la cuestión.5 Tal orientación ni subestimaba las consecuencias sociales de ur> crecimiento económico rápido ni dejaba de lado las realidades sociales. El primer Informe de la situación social del mundo, publi­ cado en 1952, levantó un interés inusual dentro y fuera de las ins­ tituciones de Naciones Unidas. El informe se concentraba en la descripción de las «condiciones sociales existentes» y sólo inciden­ talmente trataba de los programas para mejorarlas. Pero los propo­ nentes de tales programas encontraron en él inspiración y apoyo para su preocupación por dar con medidas inmediatas de alivio de 5 . Baran asumía que el crecimiento económico siempre implicaba una profunda transfor­ mación de las estructuras económicas, sociales y políticas de la sociedad, de las organiza­ ciones donrnantes en la producción, la distribución y el consumo. Pero igualaba tanto el crecimiento como et desarrollo con el incremento per capita de la producción de bienes materiales. Rostow reconocía que la historia moderna no se podía reducir a las clasificacio­ nes limitadas y arbitrarias de los estadios del crecimiento económico, pero encontraba que dicha generalización podía ser la llave para afrontar los desafíos contemporáneos.

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la pobreza. Como muchos otros, estaban intentando desarrollar en los países «subdesarrollados» los sen/icios básicos y «las profesio­ nes de atención o vocación social» que se pueden hallar en los paí­ ses avanzados. Estas preocupaciones pragmáticas, así como algunos tempranos y penetrantes vislumbres teóricos que iban 0sS8fTDÍk>

más allá de la visión dogmática de los cuantificadores económicos, se veían, sin embargo, ensombrecidas por la obsesión general, y a cualquier coste, por la industrialización y por el crecim iento del PNB, que dominó los cincuenta. Prevalecía el optimismo. De acuerdo con los índices estadísticos y con los informes oficíales, tanto la situación social como los programas sociales de estos paí­ ses estaban mejorando continuamente. Siguiendo la sabiduría con­ vencional, ese progreso no era sino la consecuencia natural de un rápido crecimiento del PNB. Esta evolución no eliminó la controversia endémica entre los cuantificadores económicos y los especialistas en servicios socia­ les. Los Informes de la situación social preparados periódicamen­ te por Naciones Unidas la docum entan tangencialm ente. La expresión «desarrollo social», introducida lentam ente en los Informes, apareció sin definición, como una vaga contraparte del «desarrollo económico» y como sustituto de la noción estática de «situación social». Lo «social» y lo «económico» se percibían como realidades distintas. La ¡dea de una especie de «equilibrio» entre estos «aspectos» se convirtió primero en un desiderátum y, des­ pués, en el objeto de un examen sistemático. El Consejo Social y Económico de Naciones Unidas (ECOSOC) recomendó en 1962 la integración de ambos aspectos del desarrollo. Ese mismo año, las Propuestas de acción de la Primera Década de Desarrollo de Naciones Unidas (1 9 6 0 -1 9 7 0 ) establecían que:

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El problema de los países subdesarrollados no es sim plemente el crecimiento, sino el desarrollo... El desarrollo es crecim iento más cam­ bio (añadían). El cambio, a su vez, es social y cultural al tiem po que económico, y cualitativo tanto como cuantitativo... El concepto clave debe ser la mejora de la cualidad de vida (UN, 1962).

La creación del Instituto para la Investigación del Desarrollo Social de Naciones Unidas (UNRISD), en 1963, es en sí misma una ilustración de las preocupaciones de ese período. Otra reso­ lución del ECOSOC, en 1966, reconocía la interdependencia de los factores económ icos y sociales, así como la necesidad de armonizar las planificaciones social y económica. A

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A pesar de este cambio gradual, a través de toda la Primera

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Década del Desarrollo de Naciones Unidas, se continuó perci-

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biendo el desarrollo como una senda definible en térm inos de crecim iento económico, que pasaba por diferentes etapas, y que tenía en la palabra «integración» la consigna que vinculaba los aspectos económicos y sociales. En los años sesenta, tal como lo reconoció posteriorm ente el U NRISD, se veía el desarrollo social en parte como una precondición para el crecim iento eco­ nómico, en parte como una justificación moral de este últim o y de los sacrificios que conllevaba (U NRISD, 1979). En cualquier caso, al final de la década, muchos factores con­ tribuyeron a apagar el optimismo acerca del crecimiento económi­ co: las deficiencias de las políticas y procesos en curso resultaban más conspicuas que al principio de la década; los atributos que requerían integración habían ampliado su distancia; y quedaba claro que el crecim iento rápido se había acom pañado de un aumento de las desigualdades. Por entonces, los economistas se mostraban más inclinados a reconocer los aspectos sociales como «obstáculos sociales». La evidencia estándar impregnaba los cuerpos oficiales:

El hecho de que el desarrollo bien deja detrás suyo —a manera de efecto secundario—, o bien incluso crea directam ente de alguna mane­ ra grandes áreas de pobreza, de estancamiento, de marginalidad y de verdadera exclusión del progreso económ ico y social, es algo dema­ siado obvio y demasiado urgente para pasarlo por alto (UN, 1971).

C onceptualm ente, se dio una revuelta generalizada contra la camisa de fuerza de las definiciones económ icas del desa-

80

rrollo, que restringían sus metas a indicadores cuantitativos más o menos irrelevantes. Robert S. McNamara, presidente del Banco Mundial, planteó claramente la cuestión en 1970. Tras reco n oce r que una alta tasa de crecim iento no había traído co n sig o un progreso s a tis fa c to rio en el d e sa rro llo operado Desarrollo

durante la Prim era Década, insistió en que los años setenta deberían contem plar algo más que burdas medidas del creci­ m iento económ ico (McNamara, 1970). Pero «el destronam iento del PNB», como se conoció a esta cruzada, no llegó muy lejos: no fue posible un consenso, ni internacional ni académico, alre­ dedor de otra definición. Mientras, en la Primera Década, se había considerado separa­ dam ente los aspectos económ ico y social del desarrollo, la Segunda implicó la mezcla de ambos. Se tenía que formular un nuevo paradigma, el de la integración, después de reconocer la necesaria interacción de recursos físicos, procesos técnicos, aspectos económicos y cambio social. La Estrategia de Desarrollo Internacional, proclamada el 24 de octubre de 1970, llamaba a una estrategia global, basada en acciones conjuntas y concentra­ das en todas las esferas de la vida económica y social. Con todo, el punto de inflexión no fue la Estrategia, sino una resolución casi simultánea de Naciones Unidas que establecía un proyecto para la identificación de una aproximación unificada al desarrollo y su planificación, «que integraría com pletam ente los com ponentes económicos y sociales en la formulación de políticas y progra­ mas». La inclusión de componentes debía asegurar que:

a) ningún sector quedase fuera del radio de alcance del cam­ bio y del desarrollo; 81

b) se efectuase el cambio estructural que favorecería el desa­ rrollo nacional, y se activasen todos los sectores de la pobla­ ción para participar en el proceso desarrollista; c) se fijase la equidad social como objetivo explícito, incluyen­ do el logro de una distribución equitativa de los ingresos y de la riqueza de la nación;

d) se concediese alta prioridad al desarrollo de los potenciales humanos... la provisión de oportunidades de empleo y la solu­ ción de las necesidades de los niños (UNRISD, 1980).

Empezó a s ila búsqueda de un enfoque unificado para el aná­ lisis y la planificación del desarrollo, un enfoque que aspiraría

cultura y tea-

simultáneamente a la integración sectorial y espacial o regional y

de vista de la

al «desarrollo participativo». En tanto que empeño de Naciones

antropolo9'a

Unidas, fue un proyecto efímero y frustrante. Sus resultados fue­ ron controvertidos y decepcionantes al mismo tiempo. Su crítica de las ideas y métodos del desarrollo económico que habían pre­ valecido hasta entonces encontró considerables resistencias. Y su fracaso en la producción de remedios simples y universales lo condenó a su rápida extinción. Pero el proyecto incubó muchas de las ideas y eslóganes que iban a animar el debate sobre el desa­ rrollo en los años que siguieron. La Segunda Década, que se inició con esta preocupación por un enfoque unificado, evolucionó de hecho en la dirección opues­ ta: la de la dispersión. Sucesivam ente se colocaron en primer plano diversos «problemas mayores», como el medio ambiente, la población, el hambre, las mujeres, el hábitat o el empleo. Durante un tiempo, cada «problema» siguió una carrera independiente, concentrando tanto la atención del público como de las institucio­ nes. Más tarde, se demostraba la compleja relación de cada «pro­ blema» con todos los demás y se em pezaba el ejercicio de unificación pertinente, con uno de los «problemas» en el centro del proceso. La disputa por cuáles eran los candidatos clave de dichos procesos era constante; arrancando tanto de las antiguas controversias sobre las grandes prioridades como de la batalla cotidiana entre los distintos cuerpos burocráticos por la supervivencia y por la asignación de recursos. La búsqueda del principio unificador se continuó en un terreno diferente. En 1974, la declaración de Cocoyoc puso el énfasis en que el propósito del desarrollo «no debería ser desarrollar cosas, sino desarrollar al hombre». «Cualquier proceso de crecimiento», añadía,

82

«que no conduzca a solventar plenamente [las necesidades básicas] o, aún peor, que las perturbe es un travestido de la ¡dea de desarro­ llo.» La Declaración también recalcaba la necesidad de la diversidad, «de seguir muchos caminos diferentes hacia el desarrollo», así como la meta de la confianza en uno mismo y el requerimiento de «cam­ bios económicos, sociales y políticos fundamentales».6 Las propues­ tas de la Fundación Dag Hammarskjold —que, en 1975, sugirió otro desarrollo (Dag Hammarskjold Foundation, 1975)—, así como, sobre todo, la búsqueda de un desarrollo humanista,7 ampliaron y desarro­ llaron algunas de las ideas de la declaración de Cocoyoc. Siguiendo a Johan Galtung, para el cual el desarrollo tenía que ser «el desarro­ llo de un pueblo», los expertos juzgaron que el hombre debía tener una influencia más grande en el proceso de desarrollo, que debía a su vez ser un desarrollo integrado, tal como insistía la UNESCO: «un proceso total, caracterizado por sus conexiones múltiples, incluyen­ do todos los aspectos de la vida de una colectividad, de sus relacio­ nes con el mundo exterior, y de su propia conciencia» (UNESCO, 1977). En 1975, La Séptima Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas pidió un enfoque más efectivo que el de la Estrategia de Desarrollo Internacional (adoptada en 1970) para alcanzar los objetivos sociales del desarrollo. La C onferencia sobre el Empleo, la Distribución de Ingresos y el Progreso Social, organizada por la OIT en junio de 1976, ofreció una respuesta: el enfoque de necesidades básicas, «que apuntaba hacía la conse­ cución de un cierto mínimo específico del estándar de vida antes del fin del siglo» (ILO, 1976). Uno de los documentos que apoyaba el Enfoque reconocía explícitamente que el desarrollo no podría eliminar el hambre y la miseria, y que, por el contrario, empeoraría los niveles de «pobreza absoluta» de al menos un quinto, y probablem ente dos, de la

6 . La Declaración de Cocoyoc fue adoptada por los participantes en un Simposio sobre los Patrones de Uso de Recursos, Medio Ambiente y Desarrollo, patrocinado por la UNEP-UNCTAD, en Cocoyoc (México), en octubre de 1974 7. En el original, human-centred development (N. del t.).

población mundial. El Enfoque proponía la idea de tratar directa­ mente con la tarea de hacer frente a esas necesidades en lugar de esperar su satisfacción a resultas del proceso de desarrollo. Durante dos o tres años la propuesta estuvo de moda. El Banco Mundial la encontró particularmente atractiva dado que aparecía como una secuela natural de sus experimentos con los «grupos

cuituray*»

objetivo», que había iniciado en 1973, cuando su estrategia de

dewstadet.

desarrollo se hallaba concentrada en los pobres rurales y los

antropologiB

pequeños granjeros. También fueron muchos los gobiernos y expertos que promovieron el Enfoque. Poseía la virtud de ofrecer «apiicabilidad universal», siendo al mismo tiempo lo suficientem en­ te relativo como para permitir una «especificidad de cada país». En 1976, la satisfacción de las necesidades básicas de la población de cada país definía la prim era parte —y la principal— del Programa de Acción de la Conferencia Mundial Tripartita sobre el Empleo, la D istribución de Ingresos y el Progreso Social, y la División Internacional del Trabajo. Los expertos de la UNESCO, por su parte, promovieron el con­ cepto de desarrollo endógeno. Durante algún tiempo, esta concep­ ción ganó más aceptación que ninguna otra. Parecía claramente herética, contradiciendo abiertamente la sabiduría convencional. Surgiendo de una crítica rigurosa de la hipótesis del desarrollo «por estadios o etapas» (Rostow), la tesis del desarrollo endógeno rechazaba la necesidad o la posibilidad —por no hablar de la ido­ neidad— de la imitación mecánica de las sociedades industriales. En vez de eso, proponía tomar debida nota de las particularidades de cada nación. Sin embargo, pocos se dieron cuenta de que esta sensible consideración conduce a un callejón sin salida a la teoría y a la práctica mismas del desarrollo, de que contenía una contra­ dicción en sus propios términos. Si el impulso es verdaderamente endógeno, es decir, si las iniciativas brotan realmente de las diver­ sas culturas y de sus distintos sistemas de valores, nada nos con­ duce a creer que, de éstas, habrá de surgir necesariamente el desarrollo —independientemente de como se lo quiera definir—, ni siquiera un impulso en su dirección. Si se sigue rigurosamente,

esta concepción conduce a la disolución de la mismísima noción de desarrollo, tras darse cuenta de la imposibilidad de imponer un modelo cultural único en el mundo entero, algo que expertos de la UNESCO reconocieron pertinentemente en una conferencia cele­ brada el año 1978. Desarrollo

Alguien llamó a la siguiente década, los ochenta, «la década perdida para el desarrollo». Pese a los fuegos artificiales de los cuatro tigres asiáticos, prevalecía el pesimismo. El «proceso de ajuste»8 significó para muchos países el abandono o el desmantelamiento de muchos logros anteriores en nombre del desarrollo. Para 1985, parecía que se avecinaba una era del posdesarrollo (Rist, 1990). En contraste, los noventa han alumbrado un nuevo ethos del desarrollo. Éste sigue dos líneas claramente distinguibles. En el Norte, reclama el redesarrollo, es decir, desarrollar de nuevo lo que se había desarrollado mal o lo que se había quedado obsole­ to. En Estados Unidos y en la Unión Soviética, en España como en Suiza, Austria, Polonia o Gran Bretaña, la atención del público se concentra en la rapidez y las condiciones bajo las cuales aquello que se desarrolló previamente (m edicina socializada, plantas nucleares, producción de acero, manufacturas anteriores a los microchips, fábricas contaminantes o pesticidas venenosos) se puede destruir, desmantelar, exportar o sustituir, En el Sur, el redesarrollo también exige desmantelar lo que dejó el «proceso de ajuste» de los años ochenta, con el fin de hacer sitio a los despojos del Norte (residuos nucleares, plantas manufacture­ ras obsoletas o contaminantes, mercancías invendibles o prohibi­ das...) y para las maquiladoras, esas falsas fábricas, temporales y fragmentarias, que el Norte mantendrá operativas durante el perío­

B5

do de transición. La obsesión por la competitividad, por miedo de quedar fuera de la carrera, empuja a aceptar la destrucción de sec­ ciones enteras de lo que se había desarrollado durante los últimos 3 0 años. Sacrificadas en el altar del redesarrollo, se insertarán en

8. Los célebres Planes de Ajuste Estructural (N. de! i).

su lugar dentro de planes transnacionales coherentes con las demandas del mercado mundial. En el Sur, de todas formas, el énfasis del redesarrollo no se recaerá en semejantes empresas, que adoptan la forma de encla­ ves tecnológicos y sociopolíticos. Más bien, el redesarrollo implica la colonización económica de lo que se ha llamado sector informal. En nombre de la modernización y bajo el estandarte de la .

.

.

guerra a la pobreza —una guerra que consiste, como siempre, en

Mura y**; de^ta** antropologfe

enfrentar a los asalariados con los pobres, y no en la lucha contra la pobreza en sí misma—, el redesarrollo del Sur supone lanzar el último y definitivo asalto contra la resistencia organizada al desa­ rrollo y a la economía. Conceptual y políticamente, el redesarrollo está tom ando la forma de desarrollo sostenible, para «nuestro futuro en común», tal como lo prescribió la Comisión Brundtland. O, si no, aquellos que asumen que la lucha contra el comunismo —el leitmotiv del dis­ curso de Truman— ha acabado, lo promueven en tanto que rede­ sarrollo verde y democrático. Pero en la interpretación dominante, se concibe explícitam ente el desarrollo sostenible como una estrategia para sostener al «desarrollo», no para apoyar el floreci­ miento y la duración de una vida social y natural infinitam ente diversa. La década actual ha visto también nacer un nuevo ejercicio burocrático que confiere un nuevo soplo de vida al desarrollo. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (P N U D ) publicó en 1990 su primer Informe del desarrollo humano (UNPD, 1990). Éste sigue claramente los pasos de los indicadores o cuantificadores económicos, aunque prestando una atención apropiada a los esfuerzos del U N R IS D para medir y analizar el desarrollo socioeconómico, al tiempo que recoge la tradición de los Informes sobre la situación social del mundo. De acuerdo con este nuevo Informe, el «desarrollo humano» resulta ser un proceso y un nivel alcanzado. En tanto que proceso, es «la ampliación de las elecciones humanas relevantes», en tanto que nivel alcanzado, es «el grado en el cual se ha logrado mate-

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rializar dichas elecciones relevantes en cada sociedad concreta, en comparación con el resto de países». Los autores del Informe encuentran formas muy expeditivas de superar los retos tradicio­ nales de la cuantificación y la comparación internacional, así como de los rompecabezas conceptuales que caracterizan su empeño. Presentan el desarrollo humano mediante un «nivel internacionalmente comparativo de privación», que determina lo lejos que están los diversos países de aquellos que han tenido más éxito. La meta más am biciosa del Inform e es la producción del índice de Desarrollo Humano, «que sintetiza en una escala numérica el nivel global de Desarrollo Humano en 130 países». El método: combi­ nar la privación relativa de esperanza de vida, la de alfabetización de adultos y la de PNB real per cápita. El Informe también incluye análisis de las condiciones sociales existentes en los países son­ deados durante el período que va desde 1 960 hasta 1988, tras haber recogido los datos necesarios para ilustrar toda una serie de variables y proyecciones, a partir de las cuales pretende pre­ sentar «objetivos sociales viables» para el año 2000. ¡No les faltó coraje al adoptar el patrón P N B per cápita en dólares reales! Los autores del Informe pensaban que la esperan­ za de una larga vida, junto con una plena alfabetización, no son suficientes para dar margen de elección a un ser humano, si, al mismo tiempo, se le priva del acceso a los recursos que permiten la satisfacción de sus necesidades materiales. Pero medir esta últimas es una empresa plagada de dificultades. El Informe las reconoce y opta por una solución simple: un refinamiento técnico del viejo patrón universal del PNB.

E xten d ien d o el re in o d e la escasez

Durante el siglo xix aunque, en realidad, todo empezó mucho antes en Europa, la construcción social del desarrollo se casó con un diseño político: la escisión de una esfera autónoma, la esfera económica, del ámbito de la sociedad y la cultura, y la instalación

de dicha esfera en el centro de la ética y de la política. Esta trans­ formación brutal y violenta, culminada por primera vez en Europa, se asoció siempre con el dominio colonial en el resto del mundo: colonización y econom ización eran sinónim os. Al desvincular desarrollo y colonialismo, lo que consiguió Truman fue liberar la esfera económica de las connotaciones negativas que había ido acumulando durante dos siglos. No más «viejo imperialismo», dijo Truman. Visto retrospectivamente, es posible apreciar que el énfa­ sis en el crecim iento económico de los primeros desarrollistas «posTruman» no era ni una desviación ni una interpretación erró­ nea de la propuesta del presidente americano: más bien era la expresión de su misma esencia. En tanto que construcción conceptual, la economía se esfuer­ za y lucha por subordinar a su gobierno y por subsumir bajo su lógica cualquier otra form a de interacción social en cada una de las sociedades que invade. En tanto que diseño político, adoptado como propio por algunos, la historia económica es un relato de conquista y dominación. Lejos de ser la evolución idílica pintada por los padres fundadores de la economía, la emergencia de la sociedad económica es una narración de violencia y destrucción, que a menudo adopta un carácter genocida. No puede maravillar, pues, que por todas partes aparezcan resistencias. '

Establecer el valor económ ico requiere devaluar las demás

formas de existencia social (lllich, n.d.). La devaluación metamorfosea las capacidades en carencias, el común en recursos, los hombres y mujeres en trabajo mercantilizado, la tradición en una carga, la sabiduría en ignorancia, la autonomía en dependencia. Metamorfosea las actividades autónomas de la gente, encarnan­ do deseos, capacidades, y esperanzas —así como las interaccio­ nes entre ellos y las de todos con el m edio— en una serie de necesidades cuya satisfacción requiere la mediación del mercado. El individuo indefenso, cuya supervivencia pasa a depender necesariam ente del m ercado desde ese mom ento, no fu e la invención del economista, ni tampoco nació de Adán y Eva como sostienen algunos. Fue una creación Histórica, fue creado por el

proyecto económico que rediseñaba la humanidad. La metamor­ fosis del hombre y la mujer autónomos en el devaluado «hombre económico» fue, de hecho, la condición previa para el surgimiento de la sociedad económica, una condición que se debe renovar, confirm ar y profundizar continuamente para que se mantenga el Desarropo

reinado de la economía. El desvalor es el secreto del valor econó­ mico y no se puede crear si no es mediante la violencia y enfren­ tándose a resistencias continuas. Los economistas no admiten límites a su aplicación. Esta opi­ nión se asienta en la presunción de que no hay ninguna sociedad que esté libre del «problema económico», tal como llaman a su definición de la realidad social. Al mismo tiempo, reconocen orgullosamente que su disciplina, en tanto que ciencia, fue una inven­ ción. Les encanta remontar, o mejor hundir, sus raíces hasta la antigüedad, utilizando a Aristóteles y sus inquietudes acerca del valor como un punto de partida. Pero contemplan estos atisbos antiguos como meros presentimientos iniciales, heraldos de los santos patrones de la ciencia, aquellos que descubrieron la eco­ nomía en el siglo xvm. N aturalm ente, los econom istas no inventaron los nuevos modelos de conducta que surgieron junto a la sociedad económi­ ca a través de la creación del mercado moderno. Pero los padres fundadores de la disciplina eran capaces de codificar sus obser­ vaciones en una forma que encajaba bien con las ambiciones de los esquemas emergentes: ofrecían un fundam ento científico al diseño político de la nueva clase dominante. Cuando esta forma fue «recibida» por el público como verdad, siendo consecuente­ mente absorbida en el lenguaje corriente, se manifestó capaz de transform ar las percepciones populares desde su interior, cam­

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biando el significado de palabras y asunciones previas. Los padres fundadores de la economía vieron en la escasez la piedra angular de su construcción teórica. El hallazgo marcó a la disciplina para siempre. Toda la construcción de la economía se erige sobre la premisa de la escasez, postulada como una condi­ ción universal de la vida social. Los economistas fueron incluso

capaces de transform ar el descubrimiento en un prejuicio popular, en una perogrullada evidente por sí misma para todo el mundo. Hoy, el «sentido común» está tan inmerso en el estiig_de pensar económico que ningún hecho cotidiano que lo contradiga parece suficiente para provocar una reflexión crítica sobre ese carácter atribuido a la realidad social.

Cultura y desa.

,

La escasez tiene connotaciones de falta, rareza, restricción, r. .

.

.

r

deseo, insuficiencia o, incluso, frugalidad. Dado que todas estas

n-0"01 e' Punt° de vista de ¡a

antropología

connotaciones, que aluden a condiciones presentes por todas par­ tes y en todo momento, se han mezclado ahora con las denotacio­ nes económicas de la palabra en tanto que terminus technicus, el prejuicio popular sobre la universalidad de la economía, con su inse­ parable premisa de la escasez, se ve constantemente reforzado. Pocos han entendido que la «ley de la escasez» formulada por los economistas, y que hoy en día aparece en todos y cada uno de los libros de texto, no alude directam ente a las situaciones comu­ nes que la palabra denota. La repentina falta de aire puro durante un incendio no es escasez de aire en el sentido económ ico. Tampoco lo es la frugalidad que un monje se impone a sí mismo, ni la insuficiencia de energía de un boxeador, la rareza de una flor o las últimas reservas de trigo mencionadas por el Faraón en lo que es la primera referencia histórica conocida al hambre. Los economistas interpretaron la «ley de la escasez» como la form a de denotar una presunción técnica fundam ental, aunque imposible de probar: que los deseos y las apetencias del hombre son grandes, por no decir infinitos, mientras que sus medios son limitados. Semejante presunción implica elecciones respecto a la asignación de los medios (recursos). Este «hecho» define el «pro­ blema económico» par excellence, un problema cuya «solución» han propuesto los economistas, bien mediante la planificación, bien a través del mercado. La percepción popular, especialmente en los países del Norte, también comparte este significado técnico de la palabra escasez, asumiéndolo como una verdad que salta a la vista. Pero lo que no se aguanta por más tiempo es precisamente la uni­ versalidad de esta presunción.

90

Unos años antes del discurso de Truman, justo cuando la gue­ rra estaba tocando a su fin, Karl Polanyi publicó La gran transfor­ mación (Polanyi, 1944). Este autor estaba convencido de que el determinismo económico era un fenómeno del siglo XIX, de que el sistema de mercado distorsionaba violentamente nuestra visión Desanolo

sobre el hombre y la sociedad, y de que tales distorsiones se esta­ ban mostrando como uno de los principales obstáculos para la solución de los problemas de nuestra civilización (Polanyi, 1947). En consecuencia, Polanyi documentó cuidadosamente la historia económica de Europa como la historia de la creación de la econo­ mía en tanto que esfera autónoma, separada del resto de la socie­ dad. M ostró que el advenim iento del m ercado nacional no plasmaba una emancipación gradual y espontánea de la esfera económica, sino más bien al contrario: el mercado era el efecto de una intervención consciente, y a menudo violenta, del gobierno. En los años que siguieron, Polanyi puso los cimientos de la historia económica comparativa. Tras él, muchos otros siguieron esta senda, reescribiendo la historia económica como un simple capítulo en la historia de las ideas. Louis Dumont, entre otros, ha mostrado que el descubri­ miento de la economía a través de la invención de las ciencias económicas era, de hecho, un proceso de construcción social de ideas y conceptos (Dumont, 1977). Las «leyes» económicas de los economistas clásicos no eran más que invenciones deductivas que transformaron los nuevos modelos observables de conducta social —modelos que se habían adoptado con el nacimiento de la sociedad económica— en axiomas universales destinados a llevar adelante un nuevo proyecto político. La presunción de la existen­ cia previa de «leyes» o «hechos» económicos —interpretados e

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interpretables por los econom istas— no se sostiene cuando la confrontamos con lo que sabemos sobre las sociedades y cultu­ ras antiguas o, incluso, con lo que todavía podemos ver en algu­ nas partes del mundo. Marshall Sahlins y Pierre Clastres, entre otros, han descrito documentadamente y con detalle culturas en las que presupues­

tos no económicos gobiernan las vidas y que rechazan el postula­ do de la escasez siempre que se plantea entre ellos (Sahlins, 1972; Clastres, 1974). Los llamados marginales —esos hombres y mujeres que viven, o se considera que viven, en los márgenes del mundo económico— encuentran apoyo en esa tradición, ya que continúan desafiando los presupuestos económicos, tanto en la teoría como en la práctica. Por todo el mundo, descripciones de todo un conjunto de experiencias de esas gentes están tratando de ganarse un lugar en las estanterías de las bibliotecas, pero no encajan bien con ninguna de las clasificaciones sociales filtradas a través de las lentes de los economistas.

Los nuevos c o m u n e s 9

Para el hombre corriente que habita los márgenes de la esfera eco­ nómica —o para la mayoría de personas que hay sobre la Tierra, si así se quiere—, luchar para limitarla no es una reacción mecánica a la invasión económica de sus vidas. No son luditas.'0 Más bien ven su resistencia como una reconstitución creativa de formas básicas de interacción social, cuyo propósito último es liberarlos de las cadenas económicas. Así, en sus vecindades, pueblos, aldeas o barrios," han creado nuevos comunes que les permiten vivir según sus propios términos.

9. The common, o frecuentemente, the commons, se puede traducir como «el común», término que en algunas partes de España designa todavía a las tierras y recursos poseídos y explotad ámente por un colectivo formalizado y territorializado, particularmente por pequeños municipios; en ocasiones, el propio municipio, o la asamblea de vecinos, puede recibir tal nombre. La desaparición de-las estructuras socioeconómicas plasmadas y representadas en los «comunes» había sido uno de los blancos de las estrategias desarrollistas; de ahí, la significación que el autor da a este apartado (N. det t). 10. Los luditas (Luddites) eran artesanos ingleses opuestos al proceso de industrialización que, a principios del siglo xix (sobre todo entre 1811 y 1816), se agruparon en bandas y protagonizaron revueltas en las que destruían la maquinaria. Fueron llamados así a partir de un tal Ned Lud, supuestamente un perturbada mental que en 1779 destrozó dos tricotosas. En la lengua inglesa, Luddite ha pasado a designar a todo aquel que se opone af progreso, sobre todo a su cara tecnológica. 11. En castellano, en el original (N. del t).

En estos nuevos comunes, se dan formas de interacción social que no existían antes de la Segunda Guerra Mundial. Ello no quie­ re decir que las gentes que ocupan estos espacios nuevos no sean los herederos —ique lo son!— de una colección diversificada de comunes, de comunidades e, incluso, de culturas enteras que resultaron destruidas por la forma de interacción social, económi­ ca, industrial. Tras la extinción de sus regímenes de subsistencia, probaron distintos sistemas de acomodo a la form a industrial. Sin embargo, ni la sociedad industrial por sí misma, ni los remanentes de las form as tradicionales que trataron de adaptarse a ella, pudieron culminar con éxito el mencionado proceso de acomodo. Este fracaso es la condición previa de las invenciones sociales cuya consolidación y florecimiento han sido todavía más estimula­ dos por la llamada crisis del desarrollo. Para las gentes de los márgenes, el desengancharse de la lógica económica dél mercado se ha convertido en la condición misma para la supervivencia. Se ven forzados a confinar su inte­ racción económica -p a ra algunos, muy frecuente e intensa— en dominios externos a los espacios en los que organizan sus modos de vida propios. Estos espacios eran su último refugio durante la era del desarrollo. Tras experimentar lo que significa la supervi­ vencia en una sociedad económica, hoy están recontando las bendiciones que hallaron en dichos refugios, a la vez que trabajan activamente para regenerarlos. Al equiparar la educación con los diplomas, siguiendo la defi­ nición económica del aprendizaje, les faltaban maestros y escue­ las. Ahora, después de reincrustar el aprendizaje en la cultura, gozan de un flujo constante que enriquece sus conocimientos, con alguna ayuda por parte de amigos que les llevan experiencias y remedios externos a su tradición. Al equiparar la salud con la dependencia de los servicios médicos, les faltaban doctores, centros de salud, hospitales, medicamentos. Ahora, tras volver a reconocer la salud como la capacidad autónoma para enfrentarse con el medio ambiente, están regenerando su propia capacidad curadora, beneficiándo-

se de la sabiduría tradicional de sus sanadores y de la riqueza de la capacidad curativa de su entorno. En este campo, también, con la pequeña ayuda de sus amigos, cuando algo, más allá de su alcance o del de su dominio tradicional, requiere una colabo­ ración externa. Al equiparar el comer con las actividades técnicas de la producción y del consumo, asociadas a la mediación del mercado o i i-

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del Estado, les faltaban ingresos y padecían escasez de comida.

culturayde» de vista de la antropología

Ahora, están regenerando y enriqueciendo sus relaciones internas y con el entorno, volviendo a nutrir sus vidas y sus tierras. Y, en general, se las están arreglando bien con las carencias que toda­ vía les afectan, com o consecuencia del tiem po y del esfuerzo necesariam ente invertidos para reparar el daño hecho por el desarrollo, o de su incapacidad temporal para escapar de las inte­ racciones económicas perjudiciales que todavía tienen que man­ tener. No es fácil, por ejemplo, quebrar la fidelidad a los cultivos comerciales o renunciar a la adicción al crédito o a los insumos industriales, pero los policultivos12 ayudan a regenerar tanto la tie ­ rra como la cultura, proporcionando con el tiempo una mejora de la nutrición. Los campesinos y los grupos de base de las ciudades com­ parten ahora con las gentes que se han visto forzadas a dejar el centro económico los diez mil trucos que han aprendido para limi­ tar la economía, para burlarse del credo económico, o para reformular y otorgar nuevas funciones a la tecnología moderna. La «crisis» de los ochenta privó de su nómina a gentes que ya se habían educado en la dependencia de los ingresos y del mercado, gente que carecía del equipamiento social que les podía capacitar para sobrevivir por sí mismos: hoy en día, los márgenes están lidiando con la difícil tarea de reubicarlos. El proceso plantea gran-

12. La expresión inglesa es intercropping, que se refiere al cultivo simultáneo de diversas especies en la misma parcela. La etimología de la palabra arranca de la geometría del huerto europeo, en el que los cultivos se suelen intercalar en hileras, preparadas de una u otra forma. La palabra «policultivo» cumple la misma función semántica, evitando esa con­ notación que no se adecúa a numerosas explotaciones en todo el mundo, y contrastando con los «monocultivos», típicos de la agricultura comercial, mecanizada o no (N. del t).

94

des desafíos y tensiones para todo el mundo, pero también ofre­ ce oportunidades creativas de cara a la regeneración, una vez que la gente descubre el apoyo que pueden ser los unos para los otros. La lógica básica de las interacciones humanas en los nuevos Desarrolla

comunes evita que aparezca en ellos la escasez. La gente no asume fines ¡limitados, ya que sus fines no son más que el otro lado de sus medios, su expresión directa. Si sus medios son limi­ tados, como lo son, sus fines, sus objetivos, no pueden ser ilimita­ dos. En el seno de los nuevos comunes, las necesidades se definen con verbos que describen actividades que materializan deseos, capacidades e interacciones con otros y con el medio. Las necesidades no se separan en «esferas» diferentes de la rea­ lidad: las carencias o expectativas en un lado, aquello que las satisface, en otro, reuniéndose ambas merced al mercado o a la planificación. Una de las facetas más interesantes de la regeneración que se está llevando a cabo en los nuevos comunes creados por hom­ bres y mujeres ordinarios es precisamente la recuperación de sus propias definiciones de las necesidades, desmanteladas por el desarrollo, como percepciones o como prácticas. Al fortalecer fo r­ mas de interacción arraigadas en el tejido social, y al romper con el principio económ ico del intercam bio de equivalentes, están recobrando sus estilos de vida autónomos. Al reinstalar o regene­ rar formas de comercio que operan fuera de las reglas del merca­ do o de la planificación, están enriqueciendo sus vidas diarias, al tiem po que limitan el impacto y el alcance de las operaciones comerciales que todavía tienen que mantener, con lo que, a su vez, reducen la mercantilización de su tiempo y de los frutos de sus

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esfuerzos. El actor principal de la economía, el hombre económico, no encuentra respuestas viables para afrontar la «crisis» del desa­ rrollo y, frecuentem ente, reacciona desolado, exhausto, incluso con desesperación. Constantemente, queda prendado del juego político de peticiones y promesas, o se traga el juego económ i­

co, que escam otea13 el presente por el futuro, las esperanzas por expectativas. En abierto contraste, el actor principal de los nuevos comunes, el hombre común, disuelve o previene la esca­ sez m ediante sus esfuerzos imaginativos por salir de los apuros que pueda pasar. No busca más que espacios libres o apoyos limitados a sus iniciativas. Puede mezclar ambas aspiraciones en coaliciones políticas cada vez más capaces de reorientar políti­ cas y cam biar estilos políticos. A poyándose en experiencias recientes, la nueva co n cie ncia que em erge de los márgenes puede despertar a otras, ampliando las mencionadas coaliciones hacia el punto crítico en el que empiece a ser factible la inver­ sión de la dominación económica. La economía de los economistas no es más que una serie de reglas por las cuales se gobiernan las sociedades modernas. Los hombres y las sociedades no son económicos, ni siquiera después de haber creado instituciones de naturaleza económica, ni siquie­ ra después de haber instituido la economía. Y esas reglas econó­ micas se derivan de la escasez crónica de la sociedad moderna. Más que ser la ley de hierro de todas y cada una de las socieda­ des humanas, la escasez es un accidente histórico: tuvo un princi­ pio y puede tener un final. Ha llegado el momento de ese final. Ahora es el momento de los márgenes, del hombre común. A pesar de la economía, los hombres corrientes de los márge­ nes han sido capaces de conservar viva otra lógica, otro conjunto de reglas. Al contrario que la económica, esta lógica se inserta, se incrusta en el tejido social. Ha llegado el momento de confinar la economía en el lugar que le corresponde: en un lugar marginal. Tal como han hecho los márgenes.

13. La expresión uiílizada por el autor es carpetbagging, forma verbal correspondente a carpetbugge«político oportunista que pretende o logra representar una localidad que no es la suya* y que toma su nombre de esas bolsas de viaje hechas con tejido de alfombra que tanto se prodigan en las diligencias de las películas del oeste; de hecho, en origen, se aplicaba sobre todo a norteños que operaban en el sur, después de la Guerra de Secesión de Estados Unidos de América (N. del /.).

La llam a d a

Este ensayo es una invitación a la celebración y una llamada a la acción política. Celebra la aparición de los nuevos comunes, abiertos creativa­ Desarropo

mente por hombres y mujeres corrientes, comunes, tras el fracaso de las estrategias de los desarrollistas para transform ar a los hombres y mujeres tradicionales en hombres económicos. Estos nuevos comunes están dando pruebas de la capacidad y la inge­ nuidad de la gente común para reaccionar con imaginación socio­ lógica, siguiendo sus propias sendas, ante entornos hostiles. Este ensayo es también una súplica. Suplica, en primer lugar, que se establezcan controles políticos que protejan estos nuevos comunes y que ofrezcan al hombre común un contexto social más favorable a sus actividades e innovaciones. Tales controles políticos sólo se pueden poner en marcha cuando la conciencia pública de los límites del desarrollo se haya enraizado firmemente en la socie­ dad. Incluso aquellos que continúan convencidos de que los objeti­ vos del desarrollo son ideales pertinentes para los llamados subdesarrollados, incluso ellos, deberían reconocer honestamente las presentes imposibilidades estructurales para materializar univer­ salmente dichas metas. Por otra parte, se debería exponer pública­ mente el cinismo de aquellos que, conociendo sus límites, continúan proclamando el mito. Este ensayo pide el testimonio público e invita al debate igual­ mente público sobre los acontecim ientos posteconóm icos que están apareciendo por todas partes, con el propósito de limitar el daño económico y hacer sitio a las nuevas formas de vida social. Reta a la imaginación social a concebir controles políticos que

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permitan el florecimiento de las iniciativas posteconómicas. Este ensayo también suplica que se fom ente la investigación y la discusión pública de los temas que dan contenido a las coali­ ciones de ciudadanos para poner en marcha controles políticos de la esfera económica, al tiempo que reinsertan las actividades eco­ nómicas en el tejido social. Suplica una valoración pública nueva,

dignificada, de los puntos de vista que, en form a de rumores, están haciendo su aparición entre los hombres comunes, y que están definiendo los límites de la economía al mismo tiempo que tratan de renovar la política al nivel de las bases. Los nuevos comunes, creados por hombres comunes, son los heraldos de una era que acaba con los privilegios y las licencias. Este ensayo celebra la aventura del hombre común. El desarrollo se ha evaporado. La m etáfora abrió un campo nuevo de conocimiento que, por algún tiempo, dio a los científicos algo en que creer. Tras varias décadas, está claro que este campo de conocimiento es una tierra minada, inexplorable. Ni en la natura­ leza ni en la sociedad existe una evolución que imponga como ley la transformación hacia «formas cada vez más perfectas». La realidad está abierta a la sorpresa. El hombre moderno ha fallado en su esfuerzo por ser dios. Hundir raíces en el presente requiere una imagen del futuro. No es posible actuar aquí y ahora, en el presente, sin tener una imagen del instante siguiente, del otro, de un cierto horizonte temporal. Esa imagen del futuro ofrece guía, ánimo, orientación, esperanza. A cambio de imágenes culturalmente establecidas —construidas por hombres y mujeres concretos en sus espacios locales—, a cambio de mitos concretos —verdaderamente reales—, se ofreció al hombre moderno una expectativa ilusoria, implícita en la connotación de desarrollo y en su red semántica: crecimiento, evolución, madura­ ción, modernización. También se le ofreció una imagen de futuro que era una mera continuación del pasado, es decir, el desarrollo, un mito conservador, si no reaccionario. Ya es hora de recobrar el sentido de la realidad. Ya es hora de recobrar la serenidad. No hacen falta muletas como las que ofre­ ce la ciencia, cuando es posible caminar sobre los propios pies, siguiendo el propio camino, para que cada uno sueñe los sueños propios. No los sueños de prestado del desarrollo.

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101

2. La cultura y «el desarrollo económico»1

Conrad Phillip Kottak Universidad de Michigan

Hace unos pocos años, en tanto que asesor del Banco Mundial, estuve revisando materiales de los archivos del Banco sobre 6 8 pro­ yectos de desarrollo rural completados por todo el mundo.2 Mis ins­ trucciones eran evaluar las variables socioculturales que habían afectado a dichos proyectos, muchos de los cuales se habían dise­ ñado durante los sesenta y los primeros setenta, cuando los planifi­ cadores estaban mucho menos convencidos de lo que hoy parecen respecto a la necesidad de acudir a expertos en cuestiones socioculturales a lo largo de todo el ciclo del proyecto. Muchos de los pro­ yectos que revisé acusaban una tendencia a poner el acento en los factores técnicos y financieros, mientras se desatendían las cuestio­ nes sociales. En el presente artículo, hago uso de ese estudio, y del

1. Artículo publicado en la revista American Anthropologist vol 92, nu 3, septiembre de 1990, págs, 723-731, con el título original de «Culture and “Economic Development"». Según palabras del autor en el apartado de agradecimientos: «Este ensayo se construye a partir de las notas para una ponencia, “Dimensiones de Cultura en el Desarrollo” [“Dimensions of Culture in Development"], que presenté en el Simposio sobre la Dimensión Cultural del Desarrollo, patrocinado por la Comisión Nacional de Holanda para la Unesco, y celebrado del 16 al 20 de septiembre de 1985 en La Haya, Holanda» (véase Kottak, 1987) (N. del t). 2. En Kottak (1985) se da cuenta de este estudio de forma más detallada.

resto de mi experiencia con temas de desarrollo, para comentar los problemas que se encuentran los antropólogos al tratar de sensibili­ zar a los planificadores sobre la importancia de la cultura, así como para proponer algunas estrategias que podemos utilizar con seme­ jante objetivo. También perfilaré algunos componentes culturales, específicos y generales, del proceso de desarrollo.

Cultura y desa-

Una cuestión que surge frecuentem ente cuando se discute i

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r

sobre cultura y desarrollo es la relación entre los factores cultu-

de vista de Is antropología

rales y la medida y evaluación del éxito del proyecto. A veces, se plantea un contraste entre una evaluación cuantitativa en térm i­ nos fin a n ciero s y una evaluación c u a lita tiva en té rm in o s de impacto cultural: un efecto positivo en el P N B se puede acom­ pañar de un efecto adverso en la «calidad de vida». De todas fo r­ mas, el antagonismo entre las metas económicas y el bienestar cultural no tie n e por qué ser tan severo com o a menudo se supone. En mi estudio comparativo, la media de la tasa de ren­ dimiento para proyectos culturalm ente com patibles (1 9 % ) era muy superior a la de los incom patibles (m enos del 9 %). En otras palabras, la atención a la cultura tam bién rinde económ i­ camente. (Debo mencionar que la com patibilidad sociocultural se codificaba independientem ente de la tasa económ ica de ren­ dimiento, con el fin de evitar una posible tendencia a identificar los proyectos com o c u ltura lm e n te incom patibles, una vez se sabía que eran un fracaso económ ico. Sólo cuando se había realizado la codificación cultural, se examinaban las tasas de rendimiento, que estaban listadas en hojas de datos separadas.)

La falacia de la sobreinnovación y la regla de Romer 104 Los proyectos compatibles y exitosos evitan lo que yo llamo la falacia de la sobreinnovación3 y son, a su vez, aplicaciones de la 3. Cursiva enfática det autor. Si no se indica lo contrario y si no se trata de una palabra que no sea nombre propio y que aparezca en una lengua distinta del castellano, todas las cursi­ vas que aparecen en el artículo responden a estas mismas fundón y autoría (N. del f.).

regla de Romer, tomada del paleontólogo A. S. Romer (1 9 6 0 ) que la utilizaba para explicar la emergencia evolutiva de los vertebra­ dos terrestres tal como sigue. Los ancestros de los vertebrados que habitarían tierra firm e eran animales que vivían en charcas & ET

que desaparecíán con las sequías estacionales. D urante el culturay

desarrollo

económico»

Devónico,4 las patas evolucionaron progresivamente a partir de las aletas, no para vivir sobre tie rra a tiem po completo, sino para capacitar a sus poseedores a volver al agua a medida que las m encionadas charcas se secaban. Un rasgo que se probaría esencial para la vida terrestre se había originado para mantener una existencia acuática. Los teóricos de sistemas, los paleobiólogos y los científicos sociales han echado mano por igual de la regla de Romer para explicar y predecir el cambio. La lección general es que la meta de la estabilidad es el principal empuje para el cambio. La evolución se da cuando sistemas que están cambiando paulatina y progre­ sivamente tratan de mantenerse como ellos mismos al tiempo que cambian gradualmente. Dado que, finalmente, el desarrollo no es más que otro vocablo para designar la evolución socioeconómica (planificada), la regla de Romer es aplicable. Ciertamente, aplicar­ la al desarrollo no supone oponerse al cambio, tal como algunos planificadores me han argumentado. En el fondo, la aparición de las piernas, que indujo la formulación de la regla, fue en verdad una innovación altamente significativa que iba a proporcionar a los vertebrados toda una multiplicidad de sendas hacia la diversifica­ ción y el desarrollo. La aplicación de la regla de Romer al «desarrollo económico» sugiere que no es probable que las gentes cooperen con proyec­ tos que les exijan cambios mayores en sus vidas cotidianas, espe-

105

cialmente aquellos que interfieren en demasía con las formas de asegurarse la subsistencia dictadas por la costumbre. Si aplicamos la regla, podemos inferir que, habitualmente, los «beneficiarios» del desarrollo desean cambiar estrictamente lo suficiente para mante4. Período geológico situado en la Era Primaria o Paleozoica, que se inicia hace más de 300 millones de años (N. del t).

ner lo que tienen. Aunque la gente quiere algunos cambios, son su cultura tradicional y las pequeñas preocupaciones cotidianas las que proveen los motivos para modificar su conducta Sus valores conductuales no son los abstractos «valores de los planificadores», cosas como «aprender una manera mejor», «progresar», «incre­ m entar los conocim ientos técnicos», «mejorar la eficiencia», o

cuituraydesa-

«adoptar técnicas modernas». Más bien tienen objetivos específi-

devistadPeia°

eos, propuestos tocando con los pies en el suelo, objetivos como

P 93

m antener los rendim ientos de una campo de arroz, acum ular recursos para una ceremonia, conseguir que un niño acabe sus estudios en la escuela, o pagar los impuestos. Las metas y los valores de los agricultores de subsistencia difieren de los de aque­ llos que producen por dinero, como también difieren de los objeti­ vos y valores de los planificadores del desarrollo. Estos sistemas de valores se deben tener en cuenta durante la planificación. Siguiendo la regla de Romer, los proyectos realistas y viables promueven cambios, pero no sobreinnovación. La meta de cam­ biar para mantener estaba implícita en todos los proyectos exito­ sos que examiné, es decir, preservar los sistemas, aunque haciéndolos funcionar mejor. Los proyectos exitosos respetaban los patrones de cultura local o, al menos, no se oponían a ellos. Bien tenían un diseño social apropiado desde el principio, bien lo desarrollaron a medida que el proyecto se ponía en marcha y avanzaba. Muchos de los proyectos exitosos incorporaban prácti­ cas culturales y estructuras sociales indígenas, Se impone el recurso a algunos ejemplos. Los proyectos de irrigación que apuntaban hacia la rehabilitación, la mejora o la expansión de sistemas ya existentes tenían más éxito que los proyectos diseñados para crear estructuras enteramente nuevas. Las razones económicas de este hecho reposan en el «coste sumergido» de las inversiones previas, pero la correlación tam ­ bién se apuntalaba en elementos socioculturales, como la tradi­ ción o la familiaridad. De manera similar, un proyecto sobre el cultivo del té en Á frica del Este funcionó mejor allí donde los agricultores ya cultivaban té. También tuvieron éxito proyectos

106

cafeteros en Etiopía y Burundi, ya que estaban dirigidos a un pro­ ducto que no sólo era el primer cultivo de exportación de dichos países, sino también el primer cultivo comercial en general, culti­ vado tradicionalm ente, además, por pequeños propietarios. La parte más exitosa de un proyecto de pesca fue la provisión de piezas de recambio para los dueños de barcas. Otro proyecto exi­ toso involucraba a experimentados agricultores de regadío del Asia meridional, que se podían adaptar fácilmente al aumento en la disponibilidad del agua y al marco temporal más riguroso que imponen las cosechas dobles. Al ofrecerles un m ercado libre para el arroz sin descascarillar,5 los agricultores del proyecto, que tradicionalm ente comían y vendían arroz, intensificaron la produc­ ción e incrementaron sus entradas. Otra ilustración de la regla de Romer se puede hallar en un proyecto ganadero del Á frica del Este. Aunque se interrumpió antes de completarse debido a convulsiones políticas, era consi­ derado uno los proyectos ganaderos más exitosos de África. En lugar de entrar en conflicto con las condiciones locales y regiona­ les, el proyecto hacía buen uso de ellas. Ejemplos: 1) se introdujo el ganado apropiado desde un país vecino, con lo cual estaba adaptado a la ecología regional; 2) el pastoreo era una actividad culturalm ente apropiada para la región —anteriormente, sólo la presencia de la plaga de la mosca tsetsé evitaba que se apacen­ tasen las reses, pero una vez se hizo desaparecer dicha barrera, las gentes simplemente extendieron sus prácticas tradicionales para ir llenando el nuevo nicho—; 3) el proyecto empleaba una mezcla de tipologías por lo que se refería a las unidades producti­ vas —ranchos gubernamentales, ranchos en cooperativa, ranchos privados—; 4) los objetivos del proyecto referidos particularmente al estímulo de la propiedad privada y a la gestión de los pastos eran compatibles o, mejor dicho, así se fueron mostrando a medi­ da que el proyecto se desarrollaba con las formas tradicionales de ocupación y tenencia de la tierra, caracterizadas por las pequeñas 5 . En inglés, paddy, «arroz sin descascarillar» —o, a veces «en rama» que suele ser el em­ pleado al calcular los precios a los productores (N. del t.)

granjas y el uso consuetudinario de cercas; 5) la población nacio­ nal estaba lo su ficie n te m e n te concentrada con una densidad nacional de 53 habitantes por km2, que se superaba en el área del proyecto para permitir acciones tan decisivas para la marcha del proyecto como una supervisión efectiva, el acceso a cuidados veterinarios, el marketing o la entrega de aportaciones.

Los participantes en un exitoso proyecto de reasentamiento de poblaciones y fom ento de la producción del aceite de palma en Papua Nueva Guinea utilizaban sus beneficios de la misma mane­ ra en que los anfibios devonianos de Romer hacían lo propio con sus patas parecidas a aletas: no forjando un nuevo estilo de vida, sino manteniendo sus lazos con el hogar. Constantemente visita­ ban su tierra de origen, interviniendo activamente en la vida social y ceremonial. El proyecto, basado en cultivos comerciales, era compatible con los valores culturales y sistemas socioeconómicos tradicionales ampliamente extendidos en Oceanía, fundam enta­ dos a su vez en la competición por la riqueza y la acumulación de capital. Los colonos procedían de tribus diferentes, pero la mezcla interétnica e interlingüística era com patible con la experiencia local. En Papua Nueva Guinea, el matrimonio interlingüístico es habitual, como lo es la participación multitribal en movimientos religiosos comunes orientados hacia la obtención de beneficios materiales (por ejemplo, los cultos cargo).6 Por cierto, un modelo de desarrollo que sigue la regla de Rom er no es en absoluto in co m p a tib le con cam bios en el gobierno o con revoluciones sociales que redistribuyan los dere­ chos sobre la tierra en áreas altam ente estratificadas. Si estos cambios perm iten a los pequeños propietarios continuar c u lti­ 6. Movimientos y creencias de tipo milenarista que, en la forma estudiada por los antropó­ logos, aparecen en diversas regiones de Oceanía durante el siglo xx, aunque muchos de los elementos que los constituyen pueden rastrearse en períodos anteriores. Típicamente se articulan alrededor de la profecía de una era de abundancia, que habría de llegar de la mano de algún mediador más o menos misterioso, que se materializaría, o bien instrumentalizaría los modernos sistemas de transporte introducidos por los occidentales (barcos, aviones...). De ahí el nombre de «cultos cargo» (con la palabra española «cargo» utilizada en inglés) (N. del t).

vando campos tradicionales a cambio de una parte mayor del producto, pueden resultar muy fructíferos.

Incompatibilidad sociocultural

Para demostrar a los planificadores el valor de la dimensión cultu­ ral, puede tener importancia la discusión sobre los proyectos fra­ casados debido a que no tuvieron en cuenta la cultural local. En verdad son muchas las incompatibilidades de proyectos que han surgido de una inadecuada atención a las condiciones socioculturales existentes, con el desajuste consecuente, Por ejemplo: un proyecto muy simplista y socioculturalmente incompatible era un plan de irrigación y asentamiento en África del Este. El proyecto fue cancelado y rediseñado siguiendo los cambios gubernamen­ tales y la reforma del acceso a la tierra. El proyecto suponía una sobreinnovación. La mayor falacia que encerraba era la conver­ sión de ganaderos nómadas en labradores sedentarios. Se igno­ raron los derechos tradicionales sobre las tierras. Se convirtió a los pastores en pequeños granjeros y se utilizó su territorio para establecer nuevas granjas comerciales. El proyecto no estaba diseñado para beneficiar a los ganaderos, sino a los opulentos granjeros comerciales. A peSar de obstáculos que hubiesen salta­ do a la vista de cualquier antropólogo, se esperaba que los pasto­ res abandonaran un estilo de vida que habían mantenido durante generaciones por un trabajo tres veces más duro y llevado a cabo para jefes:1 el cultivo del arroz y la cosecha del algodón. Otro «contraejemplo» de la regla de Romer era un proyecto en el sur de Asia que pretendía promover el cultivo de cebollas y chiles, esperando que ambos encajasen en un sistema de pro­ ducción de arroz preexistente que exigía un trabajo intensivo. La agricultura de cultivos comerciales no era tradicional en el área y 7. El autor se refiere a «jefes empresariales», no a los jefes tradicionales o políticos, por lo que usa boss, en lugar de chief. Insiste en la pérdida de autonomía que supondría el pro­ yecto para los ganaderos (N. del t).

entró en conflicto con las prioridades de los cultivos explotados hasta entonces, así como con otros intereses de los granjeros. Los requerimientos máximos de mano de obra en los campos de cebollas y de chiles coincidían con los de los arrozales. Ante tal dilema, los granjeros dieron prioridad al cultivo de subsistencia, con lo que el proyecto fracasó.

cuituraydesa'

, , •, y Un proyecto de irrigación en Sudamerica también entro en

II

J

fl
otorgaría al nuevo concep­ to un matiz procesual, dependiente de fa actividad de un sujeto— y el sustantivo emplacement -«lugar, emplazamiento», con connotaciones mucho mas estáticas (N, del t), 4 . La expresión literal es •getting back into place* (N. del t).

170

se ha perdido de vista en la «locura por la globalización» de la >que hemos sido testigos en los últimos años y, como veremos, el borrar el lugar tiene profundas consecuencias en nuestra mane­ ra de entender la cultura, el conocimiento, la naturaleza y la eco­ nomía. Quizá sea el momento de invertir parte de esta asimetría concentrándonos de nuevo en la continuada im portancia del lugar y su construcción para la cultura, la naturaleza y la econo­ mía, aprovechando, eso sí, la perspectiva que han proporcionado las críticas mencionadas .5 Esta es ciertamente una necesidad cada vez más percibida por aquellos que trabajan en la intersección entre medio ambiente y desarrollo, a pesar del hecho de que la experiencia del desarrollo ha significado para mucha gente la abertura de un abismo más profundo del que jamás había existido entre el lugar y la vida local. Los investigadores y activistas de los estudios sobre el medio ambiente no sólo se confrontan con movimientos sociales que mantienen una fuerte referencia al lugar —verdaderos movimientos de apego ecológico y cultural a los lugares y los territorios—, sino que también lo hacen con la conciencia creciente de que cualquier acción alternativa debe tener en cuenta modelos de la naturaleza basados en los lugares, con sus correspondientes racionalidades y prácticas culturales, ecológicas y económicas. Los debates sobre

5. Considérese, por ejemplo, el papel del lugar en el primer volumen de The Information Age de Manuel Castells, The Rise ofthe Network Society (1996). un libro magistral y en muchos aspectos esencial para entender la economía y la sociedad de hoy. Para Castells, el surgi­ miento de un nuevo paradigma tecnológico basado en las tecnologías biológicas y electró­ nicas de la información está arrojando como resultado una sociedad en red (network society) en el seno de la cual el «espacio de flujos» predomina sobre el «espacio de lugares» y donde «el lugar no existe por sí mismo, dado que los flujos definen las posiciones,,. Los luga­ res no desaparecen, pero la red absorbe su lógica y significado- el significado estructural desaparece subsumido en la lógica de la metarred» , En esta nueva situación, el lugar pude ser desenchufado, lo que conduciría a su declive y deterioro; gentes y trabajo se encuentran fragmentados en el espacio de los lugares, ya que los lugares se desconectan los unos de los otros («las élites son cosmopolitas, el pueblo es local») La cultura global domina y apa­ bulla a las culturas locales, y el mundo resultante es un mundo de cultura pura, sin naturale­ za, que viene a ser el verdadero principio de la historia. Si bien Castells, naturalmente, pare­ ce mantener una cierta nostalgia por lugares como Belville, que le vio llegar a su mayoría de edad como joven intelectual —lugares donde cuentan las relaciones cara a caray las accio­ nes locales—, está claro que el nuevo paradigma ha llegado para quedarse. Éste es uno de los muchos ejemplos de asimetría en el discurso de la globalización de los que habla Dirlik,

el posdesarrollo, el conocimiento local y los modelos culturales de la naturaleza se deben enfrentar con esta problemática del lugar. De hecho, y éste es el argumento principal del presente artículo, las teorías del posdesarrollo y de la ecología conforman un esce­ nario esperanzador para la reintroducción en las discusiones sobre la globalización de una dimensión centrada en el lugar, y tal vez incluso para la articulación de su defensa. Reconcebidas de esta forma, la ecología y el posdesarrollo facilitarían la incorporación en el bosquejo de órdenes alternativos de prácticas, modos de cono­ cimiento y modelos de lo ecológico y lo económico basados en los lugares. Dicho de otra forma, una reafirmación de los lugares y la cultural local y no capitalista contra la dominación del espacio, el capital y la modernidad, que son centrales al discurso de la globa­ lización, debería producir teorías que hicieran visibles las posibilida­ des de reconcebir y reconstruir el mundo desde la perspectiva de las prácticas llevadas a cabo en lugares. Esto podría ser de interés para la antropología y los estudios culturales, que, durante los noventa, han protagonizado una pode­ rosa crítica a las nociones convencionales de la cultura como un todo discreto, acotado e integrado, al tiem po que han promovido toda una serie de innovadoras investigaciones, tal vez todavía más importantes que la crítica, sobre la relación entre espacio, cultura e identidad, desde la perspectiva de los procesos transnacionales de producción política y cultural. Aunque esta crítica hunde sus raíces en logros anteriores de la economía política y de la crítica de las representaciones, particularmente durante los ochenta, ha generado por sí misma de todos modos un importante impulso teórico, constituyendo lo que sin duda es uno de los ámbitos más vibrantes de innovación y debate en la antropología a ctu a l .6

6. No 65 posible recoger aquí estos debates, pero sí pueden apuntarse algunos hitos en este tipo de literatura antropológica: Hannerz (1989); Appadurai (1990, 1991); Gupta y Ferguson (1992). También han sido recogidos en buena medida en Gupta y Ferguson (comps.) (1997), colección sobre la que se basan los comentarios incluidos en esta sec­ ción. Esta obra constituye la Intervención colectiva más importante en el tema hasta la fe­ cha. Cada autor de capítulo aporta elementos importantes para la reconsideración de la cultura, del lugar y del poder que los compiladores cristalizan en su ingeniosa introducción.

Tomando como punto de partida el carácter problemático de la relación entre lugar y cultura, estos trabajos tienden a poner énfa­ sis en el hecho de que los lugares son creaciones históricas que se deben explicar, no asumir, y en que esta explicación debe tener en cuenta las formas en que la circulación global de capital, conoei lugar de la

cimiento y medios de comunicación, configuran

¡anaturaleza

la localidad. Así, la centralidad se desplaza a los lazos múltiples

del lugar

la experiencia de .,

.

entre identidad, lugar y poder —entre la construcción del lugar y la construcción de la gente—, sin naturalizar los lugares ni construir­ los como la fuente de identidades auténticas y esencializadas. Esa relación entre lugar, poder e identidad resulta más y más compli­ cada en la medida en que los cambios en la economía política glo­ bal se han abierto camino hasta unas concepciones de lugar e identidad a su vez cambiadas. Entonces, ¿cómo se debería reconcebir la etnografía más allá de las «culturas» y de los lugares espacialmente acotados? ¿Cómo podemos dar cuenta de la pro­ ducción de diferencia en un mundo de espacios profundamente interconectados? Éstas son preguntas valiosas y necesarias. Más aún, en con­ traste con las teorías sobre la globalización mencionadas anterior­ mente, en esta antropología crítica, siempre ha resultado claro que, de todas maneras, los lugares continúan siendo importantes tanto para la producción de la cultura como para su etnografía (Gupta y Ferguson, 1992). Sin embargo, ha habido un cierto exceso discursivo, tal vez necesario, en la argumentación que ha conducido a quitar énfasis en temas como el sentido del terreno,7 las fronteras, la identidad,8y el apego a los lugares, que también constituyen parte de la expe­ riencia de las gentes y de la construcción cultural. ¿Es posible vol173

ver a algunos de estos asuntos después de la crítica a los lugares? ¿Es posible emprender una defensa del lugar sin naturalizarlo, feminizarlo o esencializarlo, sin convertirlo ni en fuente ni en proceso tri-

7. La expresión utilizada por el autor es groundness (N. del t). 8. La expresión utilizada por el autor es sameness (N. del t)

vial ni en fuerza reaccionaria? Si se intenta desplazar el tiempo y el espacio de la posición central que han ocupado en las modernas ciencias físicas y sociales —quizás incluso confiando en nuevas metáforas de la ciencia que pongan de relieve los conceptos de red, complejidad, autopóyesis, etc., que no tienen en cuenta tan clara­ mente la frontera tiempo/espacio—, ¿se podrá conseguir tal objeti­

Ecolog.

vo sin reificar la permanencia, la presencia, la encarnación y otras ideas parecidas? ¿Se pueden reinterpretar los lugares, en tanto que ligados entre sí, constituyendo redes, espacios desterritorializados o, incluso, rizomas, lugares que permitan viajar, cruzar fronteras y esta­ blecer identidades parciales sin desmontar completamente nocio­ nes como el sentido del territorio, las fronteras y la pertenencia ? 9 En el texto que sigue, trato de articular los rudimentos de seme­ jante defensa apoyándome, por un lado, en trabajos de geografía posmoderna, así como de economía política feminista y de feminis­ mo postestructuralista, que se refieren explícitamente a la cuestión del lugar, y, por el otro lado, reinterpretando desde la perspectiva de los lugares las tendencias recientes de la antropología ecológica que desentierran los modelos culturales de la naturaleza. He situado estos trabajos en el contexto del posdesarrollo y de las racionalida­ des ecológicas alternativas. Se ha dejado fuera mucho de lo que se tendría que tener en cuenta en una defensa más sustancial del con­ cepto de lugar, incluyendo cuestiones importantes como el impacto de la tecnología digital (particularmente de Internet) sobre los luga­ res, las relaciones de éstos con la clase y el género, la construcción de vínculos en red de los lugares y, tal vez lo más importante, las amplias implicaciones de la «repatriación» de los lugares en las con­ cepciones de cultura manejadas por los antropólogos. Otros han abordado algunas de estas cuestiones desde diversas perspectivas. En última instancia, la meta del presente artículo es examinar hasta qué punto nuestros marcos de trabajo nos permiten o no

9. En otras palabras, es posible aproximarse a los lugares desde una dirección opuesta, no desde su crítica, sino desde su afirmación, no desde el lado de lo global, sino desde lo lo­ cal Esto es precisamente lo que la ecología te permite hacer o, más exactamente, lo que te fuerza a hacer.

174

visualizar maneras, en uso o potenciales, de reconcebir y recons­ truir el mundo encarnado, materializado, en múltiples prácticas basadas en los lugares. ¿Qué nuevas formas de «lo global» se pueden imaginar desde esta perspectiva? ¿Podemos incorporar en el lenguaje de la teoría social imaginarios basados en los 9lugardela

lugares —incluyendo los modelos locales de la naturaleza—, y

knatirafezá

proyectar su potencial en nuevos tipos de globalidad, de tal manera que aparezcan como modos alternativos de organizar la vida social? En suma, ¿hasta qué punto podemos reinventar tanto el pensamiento como el mundo según la lógica de las culturas asentadas en los lugares? ¿Es posible em prender una defensa del concepto de lugar tom ando el lugar como el punto de encuentro de la construcción teórica y la acción política? ¿Quién habla del lugar? ¿Quién lo defiende? ¿Es posible hallar en la prácticas centradas en los lugares una crítica al poder y a la hegemonía sin pasar por alto su imbricación en los circuitos del capital y de la modernidad? La primera parte del artículo repasa los trabajos más recien­ tes dedicados al conocim iento local y a los modelos de la natu­ raleza en la antropología ecológica y en la antropología cognitiva, releyéndolos desde la perspectiva del lugar. Con este bagaje en mente, la segunda parte introduce un manojo de trabajos recien­ tes —particularmente del campo de la geografía y la economía política fem inistas y posm odernas— que articulan co nsciente­ mente una defensa de los lugares y de las prácticas económicas que se basan en ellos. Se arg u m e nta rá que, por mucho que necesitemos superar las concepciones y categorías convencio­ nales de lo local, el lugar y los conocim ientos sobre él construi­ dos, continúan siendo esenciales para tratar de un modo política

175

y socialmente eficaz la globalización, el posdesarrollo y la sostenibilidad ecológica. Finalmente, la tercera parte, reúne las dos anteriores intentando proporcionar algunas orientaciones para una defensa asentada en el concepto de lugar de los modelos y ecosistemas locales en contextos de globalización y de cambios rápidos, La conclusión reclama la previsión de nuevas esferas

ecológicas públicas, en las cuales se puedan articular y poner en marcha racionalidades alternativas .10

II. Ei lu g ar d e la n a tu ra le z a : c o n o c im ie n to local y m o d elo s d e lo n a tu ra l

Ecología

Paralelamente, en los últim os años, se ha vuelto a suscitar la cuestión del «conocimiento local», y se ha hecho también desde diversas perspectivas —cognitivas, epistemológicas, etnobiológicas y, más generalm ente, antropológicas—, y en conexión con toda una variedad de temas —desde las taxonomías nativas y la conservación de la biodiversidad, hasta la política territorial y los movimientos sociales—. Se ha concentrado la atención en aspec­ tos como los mecanismos a través de los cuales opera el conoci­ m iento local, incluyendo, por ejem plo: el asunto de si el «conocimiento local» es una etiqueta adecuada para los meca­ nismos cognitivos y experienciales en juego por lo que respecta a la relación de la gente con el medio no humano; la existencia y estructuración de modelos culturales de la naturaleza, en los cua­ les estarían inmersos el conocimiento local y los sistemas de cla­ sificación; y la relación entre formas expertas de conocimiento locales y modernas en entornos ecológicos e institucionales con­ cretos —por ejemplo, en el contexto de los programas de desa­ rrollo y conservación, particularm ente en las áreas del bosque lluvioso tropical—. Brotando a partir de preocupaciones plantea­ das anteriorm ente en los campos de la etnobotánica, la etnociencia y la antropología ecológica, se puede d e cir que la investigación sobre el conocimiento local y los modelos cultura­ les de la naturaleza ha llegado a su mayoría de edad. Queda por ver qué es lo que este paso representa en térm inos ecológicos,

10. Un perfil refinado del concepto de «lugar» va más allá del alcance de este artículo. Para semejante intento dentro del marco de la filosofía, véase Casey (1993, 1997). Yo utilizo «lugar» en un sentido empírico y analítico, es decir, como una categoría de pensamiento y como una realidad construida

176

sociales y políticos. De todas maneras, está claro que el resurgi­ miento del interés por el conocim iento local y los modelos de la naturaleza ha dado como resultado una serie de relatos cada vez más sofisticados de las construcciones de las gentes sobre la naturaleza, y quizá nos ha proporcionado la posibilidad de acabar ei lugar de ia

por fin con la división binaria entre naturaleza y cultura tan perju-

naturaleza y la naturaleza

dicial y que tanto ha prevalecido en la antropología ecologica y

del lugar

, .

_ ,,

r

, i

en otros campos relacionados (D escola y ra ls s o n , [com psj, 1996). Hablando de manera general, antropólogos, geógrafo s y especialistas en ecología política han empezado a demostrar con una elocuencia al alza que muchas com unidades rurales del Tercer Mundo «construyen» la naturaleza de maneras sorpren­ dentem ente distintas de las form as modernas predom inantes; entienden, y usan, sus entornos naturales de maneras muy parti­ culares. Los estudios etnográficos de los escenarios del Tercer Mundo desvelan un conjunto de prácticas sobre cómo pensar, relacionarse, construir y experim entar lo biológico y lo natural. El proyecto fue lanzado hace algún tiempo y, en los últimos años, ha alcanzado un nivel notable de sofisticación. En un artículo clásico sobre el tema, Marilyn Strathern (1 9 8 0 ) defiende que no pode­ mos interpretar los esquemas nativos y no modernos de lo bioló­ gico y lo social en los térm inos de nuestras propias concepciones de naturaleza, cultura y sociedad. Para empezar, para muchos grupos indígenas y rurales, la «cultura» no proporciona un juego de objetos con los cuales uno puede manipular la «naturaleza»... la naturaleza no se «manipula» (págs. 174, 175). A sí pues, si deseamos dar cuenta de cómo funcionan en tanto que dispositi­ vos destinados a la construcción cultural —desde la sociedad

177

humana al género o la economía—, se necesita analizar la «natu­ raleza» y la «cultura» no como realidades dadas y presociales, sino como productos cu ltu ra le s (M acC orm ack y S trathern [comps], 1980). Naturalmente, no hay una visión unificada sobre qué es aque­ llo que caracteriza a los modelos locales de la naturaleza, aunque

muchos estudios etnográficos comparten rasgos comunes, inclu­ yendo los siguientes: una preocupación por las cuestiones episte­ mológicas, sin olvidar la naturaleza de los dispositivos cognitivos en juego en los diversos modelos culturales del mundo natural, así como su conm ensurabilidad relativa; los mecanismos globales mediante los cuales se percibe, se interioriza y se construye la naturaleza, particularmente, la existencia o ausencia de esquemas generales para la construcción natural, tanto si son universales como si no; y el carácter del conocim iento local, incluyendo la cuestión de si este conocimiento se materializa, se encarna y se desarrolla a través de la práctica o se explícita y se desarrolla a través de algún tipo de proceso mental. Quizá la noción mejor establecida hoy en día es la de que los modelos locales de la naturaleza no reposan sobre la dicotomía naturaleza/sociedad. Además, y al contrario que las construcciones modernas con su separación estricta entre los mundos biofísico, humano y sobre­ natural, se suelen ver los modelos locales no occidentales como fundam entados sobre vínculos de continuidad entre estas tres esferas. Esta continuidad —que, en cualquier caso, se puede expe­ rimentar como problemática e incierta— está culturalmente esta­ blecida a través de símbolos, rituales y prácticas y se inserta en las relaciones sociales particulares, que también difieren de las modernas, de tipo capitalista. Así, los seres vivientes, los no vivien­ tes y, a menudo, los sobrenaturales, no se consideran como cons­ tituyentes de dominios distintos y separados —desde luego, no dos esferas opuestas de la naturaleza y la cultura—, con lo que las relaciones sociales abarcan a algo más que a humanos. Descola, por ejemplo, argumenta que «en tales “sociedades de la naturale­ za", las plantas, los animales y otras entidades pertenecen a la comunidad socioeconómica, sujetos a las mismas reglas que los humanos» (1 9 9 6 , pág. 14).n 11. Tengo en mente particularmente los siguientes volúmenes: MacCormack y Strathern (comps.) (1980); Gudeman y Rivera (1990); Hobart (comp.) (1993); Mílto, (comp.) (1993); Restrepo y del Valle (comps.) (1996); Milton (1996); Descola y Pálsson (comps.) (1996). Este último volumen está dedicado en exclusiva a examinar los modelos culturales de la naturaleza y a demoler de una vez y para siempre la dicotomía naturaleza/cultura,

Un modelo local de naturaleza puede exhibir rasgos como los que siguen, que pueden corresponder total, parcialmente o en absoluto, a los parámetros de la naturaleza moderna: categorizaciones de las entidades humanas, sociales y biológicas (por ejemplo, sobre qué es y qué no es humano, qué es o no es una 3lugardela sluraleza y

hnaturaleza

planta, qué es doméstico y qué es salvaje, qué es producto del hombre y qué del bosque, qué es innato y qué surge de la acción humana, qué pertenece a los espíritus y qué pertenece a los humanos...); disposición de las fronteras (diferenciando, digamos, los humanos de los animales, el bosque del poblado, los hombres de las mujeres, o entre varias partes del bosque); clasificación sistemática de animales, plantas y espíritus; etc. También puede contener mecanismos para mantener el buen orden y el equilibrio entre los circuitos biofísicos, humanos y sobrenaturales; o visio­ nes circulares del tiempo y de la vida social y biológica, validados finalm ente por la Providencia, dioses o diosas; o una teoría de cómo todos los seres del universo se nutren de unos mismos principios —a partir de los cuales crecen—, dado que, en muchas culturas no modernas, el universo entero es concebido como un ser vivo, sin una rígida separación entre humanos y naturaleza, individuo y comunidad, comunidad y dioses .12 A pesar de que las fórmulas para relacionar todos estos facto­ res varían grandemente de un grupo a otro, tienden a presentar ciertos rasgos comunes: revelan una imagen compleja de la vida social que no se opone necesariamente a la naturaleza (en otras palabras, una imagen que integra el mundo natural y el social), y que se puede pensar en términos didácticos por la lógica cultura­ les y relaciones sociales particulares a cada comunidad local, tales como las definidas por el parentesco, la extensión más allá de la

)79

fam ilia formal de las categorías de los vínculos de sangre, y el género vernáculo o analógico, Los modelos locales también evi­ dencian un apego peculiar al territorio concebido como una enti12. Esta formulación particular está en el núcleo del trabajo de un grupo peruano, PRATEC (Proyecto Andino de Tecnoloqía Campesina). Véanse Grillo (1991); Apffel-Marqlin y Valladolid (1995).

dad multidimensional, que resulta de muchos tipos de prácticas y relaciones. Y también establecen lazos, que pueden ser muy com­ plejos, entre los sistemas sim bólico-culturales y las relaciones productivas. Dos cuestiones emergen de estos estudios: la conmensura­ bilidad o no de las construcciones locales; y, relacionada con

Ecología

ella, la existencia o no de mecanismos subyacentes activos en todas las construcciones. Descola pregunta: «¿Debemos lim itar­ nos a describir tan bien como podamos las concepciones espe­ cíficas

de

la

naturaleza

que

diversas

cu ltu ra s

han

¡do

produciendo en diversos momentos [...] o debemos buscar prin­ cipios ordenadores generales que nos capaciten para comparar una diversidad em pírica aparentem ente in fin ita de com plejos naturaleza-cultura?» (1 9 9 6 , pág. 84). Naturalmente, la pregunta se remonta a los debates etnobiológicos sobre la universalidad de las estructuras taxonóm icas derivadas supuestam ente de un «mapa de la naturaleza» subyacente (debates resum idos en Berlín, 1992). Algunos antropólogos ecológicos con inquietudes simbolistas han respondido al confinam iento de la preocupación etnobiológica por las taxonom ías fo lkló rica s desplazando a la clasificación del lugar privilegiado que se le había asignado a lo largo del tiempo. Argum entan que la clasificación no es más que un aspecto de un proceso por el cual los humanos dotan de sig­ nificado y relevancia a los rasgos del entorno natural. Aun así, muchos antropólogos que han invertido esfuerzos en este des­ plazamiento no están dispuestos a excluir la existencia de m eca­ nismos subyacentes que organizan las relaciones entre los humanos y su medio. Para Descola, por ejemplo, estos mecanismos —o, como él dice, «schemata de praxis» (1996, pág. 87)— consisten en procedimien­ tos estructuradores que combinan modos de identificación (defi­ niendo fronteras entre uno mismo y los otros en las interacciones entre humanos y no humanos), modos de relación (tales como la reciprocidad, la depredación o la protección) y modos de clasifica­ ción (la marca lingüística de las categorías estables, socialmente

180

reconocidas). Estos modos regulan la objetivación de la naturaleza y constituyen un conjunto finito de transformaciones posibles .'3 De manera similar, para Ellen (1996), subyaciendo a todos los modelos de la naturaleza, se encuentran tres ejes o dimensiones cognitivas, que determinan la construcción de las clases o cosas naturales, el modo en que se llevan a cabo dichas construcciones en el espacio, y el grado en que se concibe la naturaleza como poseedora de una esencia interna que no se halla sujeta al control humano. Estos patrones o mecanismos subyacentes se deben reconstruir etnográ­ ficamente, ya que emergen de procesos históricos, lingüísticos y culturales particulares. Para Ellen y Descola, estos patrones propor­ cionan un medio para evitar un relativismo que convertiría en incon­ mensurables las diferentes construcciones, al tiempo que evita el universalismo que reduciría las construcciones no occidentales a manifestaciones de un mismo mapa de la naturaleza que los etnobiólogos podrían entonces discernir. Semejantes construcciones han llegado hasta nosotros a través de mecanismos cognitivos que todavía se discuten (véase Bloch, 1995), y que Ellen entiende como «prensiones ,"1 procesos que a través de restricciones culturales y de otros tipos dan lugar a clasificaciones, designaciones y representa­ ciones particulares» (1996, pág. 1 19).15

13. En la mayor parte de su trabajo, Descola (1992, 1994, t996) se separa significativa­ mente del estructuralismo de Lévi-Srauss, aunque permanece esposado a él de diversas for­ mas, por ejemplo, a través de sus nociones de lógica combinatona y de estructuras subya­ centes, por mucho que no se considera a estas últimas estructuras universales de la mente. 14. En inglés prehensians, palabra poco usada -q ue denva del latín henderé, «agarrar, co­ ger» (de ahí. en castellano, por ejemplo, «prensil»)—, y a la que el autor recurre como una especie de lexema general de los procesos de adquisición de conocimiento, dada su parti­ cipación en palabras como comprehension, apprehend... (Nl deít). 15. Ninguno de los trabajos citados en esta sección discute de manera significativa los as­ pectos cognitivos de las construcciones de la naturaleza, lo cual no quiere decir, claro está, que se ignore que representan un papel central en este proceso. Revisando algunos de los debates sobre el tema, particularmente la psicología cognitiva de Atran (1990), Bloch (1996, pág, 3) ha especificado tres aspectos que requieren tenerse en cuenta para obte­ ner explicaciones adecuadas de las construcciones locales de la naturaleza »1) las limita­ ciones procedentes del mundo tal como es y tal como se presenta a sí mismo corno una oportunidad para la producción humana, junto con 2) la historia cultural particular de gru­ pos o individuos, y 3) la natura!e¿a de la psicología humana». Bloch cree que los investiga­ dores -psicólogos, etnobiólogos y antropólogos— distan de haber solucionado e! tema de la cognición del mundo natura!, a pesar de que se han dado importantes pasos hacia una teoría satisfactoria En este artículo, no se volverá a hacer mención de estos debates.

Esto nos introduce plenamente en la cuestión del conocimiento local. Parece darse una cierta convergencia por parte de aproxima­ ciones antropológicas recientes al conocimiento local en cuanto a tratar el conocimiento como «una actividad práctica, situada, consti­ tuida por una historia de prácticas, pasada, pero cambiante», es decir, en cuanto a asumir que el conocimiento local opera más a través de

Ecología

un cuerpo de practjcas__que apoyándose en un sistema formal que permita compartir un conocim iento descontextualizado (véanse Hobart, 1993, págs. 17 y TSTTñgoId, 1996). Se podría llamar a esto una visión del conocimiento local centrada en las prácticas, que ten­ dría su origen en una cierta variedad de posiciones teoréticas (desde Bourdieu a Giddens). Una tendencia relacionada enfatiza los aspec­ tos corporeizados del conocimiento local, apelando, en esta ocasión, a las posturas filosóficas esbozadas primordialmente por Heidegger, pero también por Marx, Dewey y Merleau-Ponty. Ingold ha sido el más ardiente y articulado de los que han propuesto estas orientacio­ nes entre los antropólogos. Para Ingold, habitamos un mundo que no está separado de nosotros, y se puede describir nuestro conoci­ miento del mundo como un proceso de adquisición de habilidades en el contexto de un compromiso práctico con el medio (1995, 1996). Desde este punto de vista, los humanos se imbrican en la naturaleza y se comprometen en actos localizados y prácticos. Para el antropó­ logo Paul Richards, se debe ver el conocimiento agrícola local como capacidades improvisadas específicamente en un tiempo y contex­ tos específicos, más que como un «sistema indígena de conocimien­ to» coherente, tal como había sugerido la literatura anterior. Desde esta visión del conocimiento basada en la acción, es más apropiado hablar de capacidades corporeizadas que se ponen en juego al llevar a cabo diversas tareas, y que se dan en contextos sociales modela­ dos por lógicas culturales particulares (1993). Bienvenidas sean estas tendencias, aunque no solucionen todas las cuestiones referidas a la naturaleza y a los modos de actuación del conocimiento local, ya que ubican a los estudiosos en antropología ecológica o ecología política en una posición desde la que pueden criticar las perspectivas convencionales a la vez que

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vinculan la nueva perspectiva a temas sobre el poder y racionalidad de la producción (véase más adelante en el mismo artículo). Hay toda una serie de preguntas abiertas :115 ¿se materializa o encarna todo conocim iento? ¿El conocim iento materializado o corporelzado puede concebirse como formal o abstracto en algu­ I;lugar de la Nfejraleza y anaturaleza Ü lugar

na medida? ¿Puede operar y organizarse de manera comparable al discurso científico? ¿Existe un paso continuo o esporádico del conocimiento práctico al teórico y formal que surge de la reflexión sobre la experiencia, y viceversa? Y, ¿cuál es la relación entre conocimiento y construcción de modelos?. En un trabajo notable, Gudeman y Rivera sugieren que los campesinos podrían poseer un «modelo local» de tierra, economía y producción que sería sig­ nificativamente distinto de los modelos modernos y que existiría fundam entalm ente en la práctica. Con seguridad, los modelos locales son «experimentos en vivo», que se «desarrollan mediante el uso» en la imbricación de las prácticas locales con procesos y conversaciones más amplios (Gudeman y Rivera, 1990, pág. 14). Y sin embargo, esta propuesta sugiere que, de todas formas, podem os tratar el conocim iento materializado, práctico, como constituyente de un modelo del mundo con ciertas pretensiones globales. Es en este sentido en el que se utiliza la expresión «modelo local» en el presente artículo. Las consecuencias de este repensar el conocim iento y los modelos locales son enormes. Aunque existe el peligro de que el conocim iento local sea reinscrito en constelaciones jerárqui­ cas de form as de conocim iento, rem odelando la devaluación, subordin a ció n y estigm atizació n del co n o cim ie n to local que había caracterizado gran parte de las discusiones sobre el tema (Incluyendo los debates etnobiológicos asociados a la conserva­ ción de la biodiversidad), el desplazamiento generado por esta reconsideración orientada etnográficam ente resulta esperanza16. La distinción de Deleuze y Guattari (1987) entre formas nómadas o estatales de cono­ cimiento o la de Marglin (1990) entre formas técnicas y epistémicas, proporcionan ele­ mentos para reflexionar sobre algunas de estas cuestiones, incluyendo la de la apiopiación de las unas por las otras, un tema suscitado por Gudeman y Rivera (1990) en relación con los modelos dominantes en economía.

dor en más de un aspecto. Tal vez el más importante de ellos, por lo que aquí nos concierne, sea que la nueva form a de pen­ sar contribuye a desenm ascarar y d e sa cre d ita r la dicotom ía entre naturaleza y cultura, dicotomía que ha sido fundam ental para el dominio del conocim iento de los expertos en cualquier tipo de consideraciones epistem ológicas o de gestión. Si tom a­

Emloqia

mos en serio las lecciones de la nueva antropología de! conoci­ miento, debemos aceptar que no se aguanta por más tiem po esa opinión tan corriente que hace de la naturaleza y la cultura dos campos distintos que pueden ser conocidos y gestionados por separado .'7 Se pueden extraer lecciones radicales similares de la reinter­ pretación del proceso cognitivo que se ha efectuado en una ten­ dencia de investigación relacionada con las anteriores, pero que todavía se tiene que incorporar a las discusiones esbozadas: la biología fenomenológica de Humberto Maturana, Franciso Varela y colaboradores. Resumiendo, estos biólogos sugieren que la cog­ nición no es un proceso de edificación de representaciones de un mundo que nos viene dado por parte de una mente externa a dicho mundo, que también nos viene dada —tal como mantiene la corriente central de la ciencia cognitiva—, sino que la cognición siempre es experiencia materializada que tiene lugar en un fondo histórico y'que se debe teorizar desde la perspectiva de la «coin­ cidencia ininterrumpida de nuestro ser, nuestro hacer y nuestro conocer» (Maturana y Varela, 1987, pág. 25). En el seno de lo que

17. ¿Es necesario decir que no todas las prácticas locales respecto a la naturaleza son be­ nignas para e! entorno, y que no todas las relaciones sociales que articulan dichas prácti­ cas son no explotadoras? La cuestión cíe hasta qué punto el conocimiento local y las prác­ ticas de naturaleza son sostenibles es una cuestión empírica. Quizá Dahl sea quien mejor ha resumido este extremo: «Todas las gentes que lo necesitan mantienen ideas sobre el medio natural de la misma forma que necesariamente actúan sobre él. Esto no significa necesariamente que aquellos que viven de la producción directa tengan grandes visiones sistemáticas sobre el funcionamiento de muchos pequeños aspectos de su entorno bioló­ gico. Buena parte de ese conocimiento ha probado su eficiencia y su carácter verdadero a través de la experiencia, parte de él está mal concebido y es contraproducente, y otra par­ te es incorrecta, pero, a pesar de ello, funciona lo suficientemente bien» (Véase Dahl [comp.). 1993, pág. 6), En una sección subsiguiente, retomaremos el tema de ía scistenibilidad desde ima perspectiva de la ecología política

184

llaman enfoque enactivo,'B la cognición se convierte en la repre­ sentación y en la promulgación de una relación entre la mente y el mundo basada en la historia de su interacción. Varela y sus colaboradores empiezan diciendo «Las mentes despiertan en un mundo» (Varela, Thompson y Rosch, 1991, pág. 3), para sugerir 3lugar de la ráuraleza y ^naturaleza ti lugar

nuestra ineluctable doble encarnación —la del cuerpo en tanto que estructura vivida y sujeta a las propias experiencias, y en tanto que contexto de la cognición, un concepto que toman prestado de Merleau-Ponty— y apuntar el hecho de que no estamos separados del mundo, que cada acto de conocimiento, de hecho, da lugar a un mundo. Esta circularidad constituyente de la existencia que brota de nuestra materialización no carece de consecuencias por lo que se refiere a la investigación de los modelos locales de natu­ raleza, hasta el punto que:

nuestra experiencia —la praxis de nuestro v iv ir- se empareja con un mundo que la rodea lleno de regularidades, regularidades que son, en cada instante, el resultado de nuestras historias biológicas y socia­ les. [...] Todo el conjunto de regularidades propio del acoplamiento, de las conexiones, de un grupo social conform a su tradición biológica y cultural,.. [N uestra] h e rencia b io ló g ica com ún es la base para el mundo que nosotros, los seres humanos, producimos a través de dis­ tinciones congruentes [...] esta herencia biológica común permite una divergencia de mundos culturales generada a través de constitucio­ nes de algo que se puede convertir en tradiciones culturales amplia­ mente diferentes. (M aturana y Varela, 1987, págs. 2 4 1 -2 4 4 )

Al rechazar la separación entre el saber y el hacer, y la de ambos respecto a la existencia, estos biólogos nos proporcionan 185

un lenguaje con el cual cuestionar radicalm ente los dualismos y asim etrías entre naturaleza y cultura, entre teoría y práctica; tam bién corroboran la perspicacia de aquellos que han docu­ m entado etnográficam ente la continuidad entre naturaleza y cul18. Adaptación castellana de la raíz del verbo inglés enact, «representar» y también «pro­ mulgar» o «aprobar» en el lenguaje jurídico y parlamentario (N. del t.).

tura, así como la parte encarnada o materializada del conoci­ miento —tal como en las ideas de adiestram iento y capacidad de actuación—. La ecología - e n tanto que ciencia de la experiencia transform adora basada en el conocim iento de la continuidad de la mente, el cuerpo y el mundo— se transform a en el lazo entre el conocim iento y la experiencia, y esto a su vez tiene conse­ cuencias en la form a en que establecemos lazos entre la natu­ raleza y la experiencia. Antes de introducir nuestra investigación, y para contextualizarla, podemos aprovechar lo dicho hasta ahora para resumir las diversas aproximaciones al tem a del conocim iento local. Hasta ahora, hemos pasado revista a varios conceptos que se refieren al tema: la capacidad de representar, de actuar como, de llevar a cabo (Richards, 1993);19 la adquisición de habilidades o adiestra­ miento (Ingold, 1 9 9 6 ); prácticas y modelos basados en ellas (Gudeman y Rivera, 1990); el enactment, la representación y /o promulgación (Varela y otros, 1991).50 Se puede estar seguro de que este conjunto de conceptos no agotan el de conocimiento local, y, analíticamente, se deberían diferenciar y refinar más, pero constituyen una base sólida a partir de la cual se puede avanzar en la antropología del conocimiento, particularmente en el ámbito de aplicación ecológico. También establecen parámetros alternati­ vos para pensar sobre toda una variedad de cuestiones: desde la conservación de la biodiversidad hasta la globalización (Escobar, 1997a y 1 9 9 7 b ). ¿Qué pasa con el lugar y su relación con las nuevas formas de ver el conocimiento y los modelos locales que se acaban de des­ cribir? En términos generales, y desde laperspectiva

de los luga­

res, lo que es más importante de estos modelos es que se puede decir que constituyen conjuntos de usos de significados que —aun­ que existen en contextos de poder que, cada vez más, incluyen fuerzas transnacionales— ni se pueden reducir a construcciones modernas ni se puede dar cuenta de ellos sin hacer referencia a 19. En el texto inglés, se usa performativity (TV. del t) 20. En el texto inglés se usa cnactment(N, del í).

los territorios, las fronteras y la cultura local. Los modelos cultura­ les y de conocimiento se fundamentan en procesos históricos, lin­ güísticos y culturales que, aunque nunca están aislados de historias más amplias, retienen de todas maneras cierta especifici­ dad de lugar. Muchos aspectos del mundo natural se dan en lugaptugardeia

res. Además, muchos de los mecanismos y prácticas en juego en

Snaturaleza

las construcciones de la naturaleza —fronteras, clasificaciones, , . representaciones, percepciones cogmtivas y relaciones espacia­

lugar

les— son significativamente específicas de lugares concretos. Las nociones de capacidad de actuación, adiestramiento, representa­ ción y modelos de prácticas también sugieren importantes vínculos con el concepto de lugar. Se las puede situar dentro de la antropo­ logía de la experiencia, para la cual es «el uso, y no la lógica, la que condiciona las creencias» (Jackson [comp.], 1996, pág. 2). Tal vez sea el momento de renovar nuestra conciencia sobre los lazos entre los lugares, la experiencia y la producción de conocimiento. Finalmente, la misma dicotom ía entre naturaleza y cultura emerge como una de las fuentes de otras asociaciones binarias omnipresentes: mente y cuerpo, teoría y práctica, lugar y espacio, capital y trabajo, lo local y lo global. Quizá Gudeman y Rivera (1 9 9 0 ) sean quienes han expuesto más claramente que las prác­ ticas centradas en los lugares continuaban siendo socialmente significativas; sus modelos de campesinos retienen un carácter localista, a pesar de que son el resultado de largas «conversacio­ nes» y del compromiso con mercados y economías globalizadoras. En su trabajo, encontramos una visión de la globalización no «globalocéntrica», sino desde la perspectiva de los lugares y de lo local. Etnográficamente, se puede decir que el centro de atención 187

reside en la documentación de usos de significados de lo natural, como una expresión más concreta del conocim iento y de los modelos asentados en los lugares. Desde una m ultiplicidad de conjuntos de usos de significados, podemos postular una defensa del concepto de lugar formulada como la posibilidad de redefimr y reconstruir el mundo desde la perspectiva de las muy diversas

lógicas materializadas en los lugares; ésta es una cuestión de la que los especialistas en antropología ecológica parecen rehuir, pero que los ecólogos políticos tratan decididamente de resolver, en tanto que éstos articulan un discurso sobre la diferencia ecoló­ gica. Dos actores sociales separados, pero crecientem ente rela­ cionados, están avanzando en esta tarea: los teóricos de la

Ecología

ecología política que intentan articular una teoría alternativa de la racionalidad ecológica y el desarrollo sostenible y los activistas de movimientos sociales de diversas comunidades, tales como la gente que habita las pluviselvas. ¿Es posible elaborar un nuevo paradigma productivo que incorpore, para cualquier grupo y eco­ sistema, factores culturales, ecológicos y tecnoeconóm icos en una estrategia que sea cultural y ecológicamente sostenible? En suma, ¿cómo podemos entretejer lo cultural, lo ecológico y lo tecnoeconómico en una teoría de la producción diferente que no esté subordinada a la producción economizada de bienes y a la racionalidad de los gestores y los planificadores? Esta cuestión será bosquejada en la última parte del artículo.

III. La n a tu ra le za del lugar: reco n sid eran d o lo local y lo g lo b a l

Las mentes despiertan en un mundo, pero tam bién en sitios concretos, así que el conocim iento local es un modo de con­ ciencia centrado en un lugar, una form a de dotar de significado al mundo específica de ese lugar. Y sin embargo, continúa sien­ do un hecho que los lugares se han perdido de vista en nuestra preocupación actual por la globalización. Un manojo de trabajos recientes han tratado de superar esta paradoja trabajando a fondo algunas de las tram pas epistem ológicas que constriñen las teorías de la globalización. Al mismo tiempo, proporcionan elementos para pensar más allá del desarrollo, es decir, hacia la conceptualización del posdesarrollo que puede conducir con mayor fa cilid a d a la creación de nuevos tip o s de lenguajes,

188

en tendim ientos y acciones .21 Nuevos debates alrededor de la conexión entre lugares y economía parecen particularm ente úti­ les a este respecto. En estos trabajos, se reafirma el concepto de lugar contra el dominio del espacio, así como el no-capitalismo contra el dominio del capitalismo como imaginario de la vida social. Empecemos con una crítica esclarecedora del caDitalocentrismo en los discursos recientes de la globalización. Esta crítica, que surge de ciertas tendencias de la geografía postestructuralista y feminista, nos capacitará —o, al menos, eso creo— para liberar el espacio necesario para pensar sobre la potencialidad de los modelos locales de la naturaleza. Para las geógrafas Julie Graham y Catherine Gibson, muchas teorías sobre la globalización y el posdesarrollo son capitalocéntrlcas porque sitúan el capitalismo «en el centro de las narrativas de desarrollo, tendiendo, en conse­ cuencia, a devaluar o marginar cualquier posibilidad de desarrollo no capitalista» (Gibson y Graham, 1996, pág. 41). De manera más general, estas autoras presentan una poderosa argum entación contra la afirmación, com partida igualm ente por teóricos de la corriente dominante e izquierdistas, según la cual el capitalismo es actualmente la forma de economía hegemónica, si no la única, y que lo continuará siendo en el futuro previsible. Se ha dotado al capitalismo de un dominio y una hegemonía tales que ha llegado a ser imposible pensar la realidad social de otro modo, por no hablar de lo quim érico que parecería hablar de su supresión. Todas las demás realidades —economías de subsistencia, econo­ mías de la biodiversidad, formas de resistencia del Tercer Mundo, cooperativas e iniciativas locales m enores— son vistas, pues, como opuestas, subordinadas o complementarias al capitalismo, pero nunca como fuentes de diferencias económicas con signifi-

21. La noción de «posdesarrollo» se ha convertido en una herramienta heurística para volver a aprender a ver y para reexaminar la realidad de las comunidades en Asia, Africa y América Latina. ¿Es posible atenuar el dominio de las representaciones del desarrollo cuando nos apro­ ximamos a esta realidad? El posdesarrollo es una forma de señalar esta posibilidad, un intento de abrir un claro para poder pensar pensamientos distintos, viendo otras cosas y escribiendo en otros lenguajes (Véanse Crush [comp.], 1995; Escobar, 1995).

cación propia. Criticando el capitalocentrismo, estos autores bus­ can liberar nuestra destreza para ver los no-capitalismos y para edificar imaginarios económicos alternativos .35 Esta reinterpretación desafía la inevitabilidad de la «pene­ tración» capitalista que asume mucha de la literatura sobre la globalización:

En el guión de la globalización

Ecología

sólo el capitalismo tiene la aptitud

de expandirse e invadir. Se presenta al capitalismo como intrínseca­ mente espacial y naturalmente más fuerte que las formas de economía no capitalistas (economías tradicionales, economías del «Tercer Mundo», economías socialistas, experimentos comunales) debido a su presunta capacidad para unlversalizar el mercado para las mercancías capitalis­ tas. [...] De acuerdo con este guión, la globalización implica la violación y, eventualmente, la muerte de «otras» formas de economía no capitalis­ tas. [...] Todas las formas de no-capitalismo resultarían dañadas, violadas, subordinadas o derribadas por el capitalism o. [...] ¿Cómo podem os desafiar a la representación similar que se está haciendo de la globali­ zación, en tanto que capaz de «chupar» la vida de los sitios no capitalis­ tas, particularm ente del «Tercer Mundo»? (Gibson y Graham, 1996, págs. 125, 130),

No se puede decir que todo lo que surge de la globalización encaje con el guión capitalista. De hecho, la globalización y el desa­ rrollo podrían propiciar una variedad de sendas de desarrollo eco­ nómico —que se podrían teorizar en términos de posdesarrollo—,

22. La argumentación es más compleja que la que aquí se ha presentado y conlleva una redetinccióri de clase desde posicionamientos antiesencialistas, que ahonda en el trabajo de Althusser y en el marxismo postesiructuralista de Wolf y Resnick (1987) En breve, lo que está en juego es la reinterpretación de las prácticas capitalistas, en tanto que sobredeterminadas, así como la liberación del campo discursivo en economía del dominio del ca­ pital, en tanto que principio único de determinación. Asociada con una definición transfor­ mada de dase que se concentra en tos procesos de producción, apropiación y distribución del excedente de trabajo, esta reinterpretación arroja una visión de la economía como constituida por una diversidad de procesos de clase —capitalistas y no capitalistas—, ha­ ciendo así visible una variedad de prácticas no capitalistas llevadas a cabo por mujeres asalariadas, campesinos, unidades domésticas, organizaciones comunales y de autoayuda, cooperativas, economías de subsistencia, etc.

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«de tal manera que la naturalidad de la identidad capitalista como plantilla de toda identidad económica pudiera ser puesta en cues­ tión» (Gibson y Graham, 1996, pág. 146). Pero, ¿sabemos qué es lo que hay «sobre el terreno» tras siglos de capitalismo y cinco déca­ das de desarrollo? ¿Sabemos siquiera cómo mirar la realidad social de manera que podamos detectar elementos de diferencia no reducibles a artefactos del capitalismo o de la modernidad, sino que pudieran servir como núcleos de la articulación de prácticas socia­ les y económicas alternativas? Y, finalmente, incluso si nos pode­ mos lanzar a un ejercicio semejante de mirada alternativa, ¿cómo se podrían fomentar las mencionadas prácticas alternativas? El papel de la etnografía puede ser particularmente importan­ te al respecto, y son diversas tendencias las que apuntan en esta dirección. En los ochenta, algunas etnografías se centraron en la documentación de las resistencias al capitalismo y la modernidad en diversos escenarios, empezando así la tarea de hacer visibles prácticas y procesos que revelaban que se estaba resistiendo al desarrollo en sí mismo de múltiples maneras.23 Sin embargo, la resistencia propiamente dicha no hacía más que sugerir todo lo que estaba pasando en muchas comunidades, no llegando a mos­ trar cómo la gente había continuado creando y construyendo acti­ vamente sus mundos vitales y sus lugares. Tal como hemos visto, trabajos sucesivos han caracterizado los modelos locales de la econom ía y del entorno natural, modelos m antenidos por las comunidades de campesinos e indígenas, e incrustados parcial­ mente en las prácticas y el conocimiento locales que los etnógra­ fos estaban empezando a explorar en profundidad. La atención prestada, particularmente en la antropología latinoamericana, a la hibridación cultural es otro intento de hacer visible el encuentro dinámico de prácticas originadas en muchas matrices culturales y temporales, así como de comprobar hasta qué punto los grupos 23. Las más importantes fueron Taussig (1980), Scott (1985), Ong (1987) y Comaroff y Comaroff (1991). Los trabajos compilados por Fox y Starn (1997) han ido más allá de las formas cotidianas de resistencia para considerar aquellas formas de movilización y protesta que tienen lugar «entre la resistencia y la revolución». Para una revisión de esta literatura, véase Escobar (1995, cap. 4).

locales, lejos de ser receptores pasivos de las condiciones trans­ nacionales, dan form a activamente al proceso de construcción de identidades, relaciones sociales y prácticas económicas.24 Esta clase de investigación etnográfica —que ciertam ente perdurará por unos cuantos años— ha sido im portante para el esclareci­ miento de los discursos sobre las diferencias culturales, ecológi­

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cas y económicas entre las comunidades del Tercer Mundo, en los contextos propiciados por la globalización y el desarrollo. Si la meta de Graham y Gibson era producir un lenguaje alter­ nativo —una nueva clase de lenguaje en particular— para abordar el significado económico de las prácticas locales, y si la meta de la lite­ ratura del posdesarrollo es hacer visibles las prácticas de la diferen­ cia cultural y ecológica que podrían servir como alternativas al modelo desarrolllsta dominante, es necesario reconocer que dichas metas están inextricablemente ligadas a las concepciones de loca­ lidad, lugar y conciencia centrada en el lugar. El lugar -c o m o la cul­ tura local— se puede considerar como «el otro» de la globalización, de tal forma que la discusión sobre este lugar debería aportar una perspectiva importante para repensar la globalización y la cuestión de las alternativas al capitalismo y a la modernidad. Tal como ha apuntado A rif Dirlik (1997), en los debates sobre lo local y lo global, se han marginado el lugar y la conciencia que sobre él se asienta. Esto es doblemente lamentable ya que, por un lado, el lugar resulta central en las cuestiones de desarrollo, cultu­ ra y medio ambiente, y, por el otro, es igualmente esencial para imaginar otros contextos del pensamiento sobre la construcción de la política, de la identidad o del conocimiento. Borrar el lugar es un reflejo de la asimetría que existe entre lo global y lo local en buena parte de la literatura contemporánea sobre la globalización; en dicha literatura, lo global se asocia al espacio, al capital, a la historia y a la capacidad de actuar,25 m ientras que, de manera

24 . Véase una evaluación de ja literatura sobre la hibridación y sobre su relevancia para la concepción del posdesarrollo en Escobar (1995, cap. 6) 25 . En eJ original agency. a no confundir con la «capacidad de actuación» utilizada anterior­ mente para traducir el término performativity (N. del fc).

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opuesta, lo local se vincula al lugar, al trabajo y a la tradición, así como a las mujeres, a las minorías, a los pobres y, podríamos aña­ dir, a las culturas locales.26 Aunque algunas geógrafas feministas han intentado corregir esta asimetría argumentando que los luga­ res también pueden propiciar articulaciones a través del espacio Blugar de la naturaleza y 8naturaleza del lugar

—mediante diversas clases de redes—, tienden a disociar el lugar del emplazamiento o ubicación —concebidos como fijos—, un paso problemático dado que, tal como dejan bien patente las concep­ ciones ecológicas discutidas anteriormente, por poroso que resul­ te y por muchas intersecciones que presente con lo global, el lugar continúa siendo una experiencia enraizada en el territorio y con algún tipo de fronteras. Más fundamentales tal vez en el análisis de Dirlik son las con­ secuencias de desatender el lugar en categorías del análisis social como clase, género y raza —y deberíamos incluir al medio ambien­ te en la lista—, negligencia que hace a dichas categorías suscepti­ bles de transformarse en instrumentos para mantener posiciones hegemónicas. Las nociones contemporáneas de cultura —en tanto que separadas del lugar por la «locura globalizadora» o por la «desterritorialización de las identidades», así como en muchos discursos que privilegian el viaje, la movilidad, el desplazamiento o la diáspora— no se las arreglan para escaparse de este aprieto, ya que tien­ den a asumir la existencia de un poder global al cual se subordina necesariam ente lo local. En estas condiciones, ¿es posible emprender una defensa del lugar en la cual ni el lugar ni lo local deriven su significado de su simple yuxtaposición con lo global? ¿Quién habla del lugar? ¿Quién lo defiende? Como un primer paso en la resistencia a la marginación del lugar, Dirlik apela a la distin­ ción de Lefebvre entre espacio y lugar —entre primer y segundo espacio, en el trabajo de este último autor—, particularmente a su concepción del lugar como una form a de espacio vivido y vincula26. Éste es muy claramente el caso de los discursos sobre el entorno, por ejemplo, los de la conservación de la biodiversidad, que atribuyen a mujeres e indígenas el conocimiento ne­ cesario para «salvar la naturaleza». Massey (1994) ya denunciaba la feminización del lugar y de lo local en las teorías del espacio. Para un buen ejemplo de asimetiía de la que habla Dirlik, véanse las citas del libro de Castells recogidas en la nota 5.

do al territorio, la reapropiación de la cual debe ser parte de cual­ quier agenda política radical contra el capitalismo y contra la glo­ balización ajena a límites espaciales y tem porales. En otras palabras, la política también se ubica en los lugares, no sólo en los superniveles del capital y del espacio. Se podría añadir, que el lugar es el emplazamiento de una mul­

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tiplicidad de formas de política cultural, es decir, de «lo-culturalconvirtiéndose-en-lo-político», tal como se ha evidenciado en los movimientos sociales ecologistas por la pluviselva o por otras causas.27 ¿Se puede reconcebir el lugar en tanto que proyecto? Para que ello ocurra, necesitam os un nuevo lenguaje. Volviendo a Dirlik, el concepto de «glocal» es una primera aproximación que sugiere una atención igual a la localización de lo global y a la globalización de lo local. No es fácil conceptualizar las formas concretas en las que se presenta este tráfico en dos sentidos. Incluso el com ponente local de los m ovim ientos sociales en contra de las naturalezas del capital y de la modernidad está de alguna manera globalizado, por ejemplo, en la medida en que dichos movimientos sociales toman prestados discursos m etro­ politanos sobre la identidad y el entorno (Brosius, 1997). Y a la inversa, son muchas las form as de lo local, desde el parentesco a la artesanía o el ecoturismo, que se ofrecen para el consumo global. El quid de la cuestión aquí sería distinguir aquellas fo r­ mas de globalización de lo local que se transform an en fuerzas

27. Soja (1996) ha retomado recientemente ia distinción de Lefebvre para superar el dua­ lismo de buena parte de ia teoría social y para reinfundir las consideraciones sobre el lugar en la política. Construyendo sobre el trabajo de Lefebvre y sobre los teóricos poscoloniales y feministas, Soja sugiere una noción, la del «Tercer Espacio», que transciende el dualismo dei primer espacio (espacio material) de la ciencia positivista (geografía, planificación, etc) y el segundo espacio (el espacio concebido desde la teorización y el diseño) de las teorías in­ terpretativas. El Tercer Espacio involucra tanto a lo material como a lo simbólico; es lo más cercano al «espacio como vivido directamente, con toda su intratabilidad intacta [...] el espa­ cio de los “habitantes" y de los “usuarios''» (Soja, 1996, pág, 67), Se puede ver esta «trialéctíca» sojiana —los espacios vividos, percibidos y concebidos— como capaz de proporcionar las bases para una elección política estratégica en defensa del espacio vivido, ¿Se podrían pensar de manera similar la primera, segunda y tercera «naturalezas» (la primera naturaleza como realidad biofísica: la segunda, patrimonio de teóricos y gestores; y la tercera como ésa que vive la gente en su vida de cada día)?

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políticas efectivas en defensa de los lugares y de las identidades centradas en ellos, así como aquellas formas de «localización» de lo global que los locales pueden utilizar para sus propios fines. Para construir el lugar en tanto que proyecto, para conver­ tir los im aginarios centrados en los lugares en una crítica radi­ cal al poder, y para alinear la teoría social con una crítica del p o der desde el lugar, se requiere que nos a venturem os en otros lares. Esta propuesta se hace eco de la idea de Jane Ja co bs y al mismo tie m p o va un paso más allá: «Prestando atención a lo local, tom ándolo en serio, es posible ver cómo las grandiosas ¡deas del imperio se convierten en inestables te c ­ nologías del poder con un alcance determ inado en el tiem po y en el espacio» (Jacobs, 1996, pág. 158). Con seguridad, el «lugar» y el «conocim iento local» no son panaceas que vayan a solu cio nar todos los problem as del mundo. El co n o cim ie n to local no es «puro» ni libre de dom inación. Los lugares pueden te n e r sus propias form as de opresión o incluso de terror, son históricos, están conectados con el mundo a través de relacio­ nes de poder y, en muchos aspectos, determ inados por ellas. La defensa del conocim iento local aquí propuesta es política y epistem ológica a la vez, brotando del com prom iso con un dis­ curso a n tie s e n c ia lls ta de la dife re n cia . C o n tra aquellos que piensan que la defensa del lugar y del conocim iento local es in n e g a b le m e n te «rom ántica», uno podría decir, con Jacobs (1 9 9 6 , pág. 161) que «es una form a de nostalgia imperial, un deseo del “nativo intacto", que presum e que tales encuentros [entro lo local y lo global] no hacen más que m arcar otra fase del im perialism o». Sin em bargo, será n e ce sa rio e xp a n d ir la investigación sobre el concepto de lugar para te n e r en cuenta cuestiones más amplias, como la relación de los lugares con las economías regionales y transnacionales, con las relaciones sociales en general, con las identidades, con las fro n te ra s y el paso a través de ellas, con los fenóm enos de hibridación y con el im p a cto de la te c n o lo g ía d ig ita l y, p a rtic u la rm e n te , de

Internet. ¿Qué cam bios se dan en los lugares c o n c re to s a resultas de la globalización? Inversamente, ¿qué nuevas form as de pensar el mundo em ergen de los lugares a resultas tam bién del mencionado encuentro? ¿Cómo entendem os las relaciones entre las dim ensiones biofísicas, culturales y económ icas de los lugares?

Ecología

IV. D el lu g a r a la e c o lo g ía p olítica de los m o vim ien to s so c ia le s

Tomemos los movimientos sociales relacionados con el bosque tropical húmedo como punto de anclaje para establecer vínculos entre los lugares y las construcciones alternativas de la naturale­ za y del mundo. Los movimientos de los grupos de la pluviselva — como tam bién lo hacen, por ejemplo, los m ovim ientos de las comunidades negras de la costa colombiana del Pacífico, cuyo estudio nutre este breve comentario— ponen énfasis invariable­ mente en cuatro derechos fundamentales: derecho a su identidad, a su territorio, a su autonomía política y a su propia visión del desarrollo. Muchos de estos movimientos están concebidos explí­ citamente en términos de diferencia cultural y en la diferencia ecológica que dicha distinción cultural provoca. No son movimien­ tos para el desarrollo y satisfacción de necesidades, aunque natu­ ralmente las mejoras económicas y materiales sean -importantes para ellos. Son movimientos de apego cultural y ecológico al te rri­ torio. Para ellos, el derecho a existir es una cuestión cultural, polí­ tica y ecológica. Están necesariamente abiertos a ciertas formas de mercancía, de intercambio comercial y de tecnociencia (por ejemplo, a través del compromiso con las estrategias de conser­ vación de la biodiversidad), al tiempo que se resisten a una valo­ ración de la naturaleza totalm ente capitalista y científica. Por lo tanto, se puede considerar que, a través de su estrategia política, están impulsando una táctica de posdesarrollo y de racionalidad ecológica alternativa, en la medida en que forzosamente dan voz y

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defienden discursos y prácticas asentados sobre la diferencia cul­ tural, ecológica y económica.26 En Colombia, en sus Interacciones con las comunidades loca­ les, con las ONGs, con el Estado y con los sectores académicos, los activistas negros han articulado progresivamente concepciones sobre el territorio y la biodiversidad. El territorio se ve como un espacio fundamental y tridimensional para la creación y recreación de los valores sociales, económicos y culturales de las comunida­ des. La defensa del territorio se asume en el interior de una pers­ pectiva histórica que enlaza el pasado y el futuro. En el pasado, las comunidades mantenían una autonomía relativa y formas de cono­ cimiento, cosmovisiones y estilos de vida conducentes a ciertos usos de los recursos naturales. Esta relación entre significados y prácticas —y las relaciones sociales en que unos y otras se incrus­ tan— se está transformando hoy en día debido a la avalancha desarrollista que conlleva la pérdida del conocimiento y del territorio y que reduce la naturaleza a la categoría de mercancía, de bien de consumo. Confrontados con las presiones nacionales e internacio­ nales sobre los recursos naturales y genéticos de la región, las com unidades negras organizadas se preparan para una lucha estratégica y desigual por mantener el control sobre el único espa­ cio territorial en Colombia sobre el que todavía ejercen una influen­ cia cultural y social significativa La dem arcación de los te rrito rio s colectivos que la nueva constitución de 1991 concedía a las comunidades negras de la región ha llevado a los activistas a desarrollar una concepción de 28. El movimiento social de las comunidades negras de la costa colombiana del Pacífico surgió en 1990 en el contexto de la reforma de la constitución nacional -que otorgaba de­ rechos terntoriales y culturales colectivos a las comunidades negras e indígenas de la men­ cionada región- y con la aceleración del ritmo de actividades protagonizadas por el capital y el Estado. Un factor importante en la conformación del movimiento, particularmente desde 1993, ha sido la atención prestada a dicha región por las comunidades nacional e interna­ cional a causa de la riqueza de su biodiversidad y de sus recursos genéticos. El movimiento social aquí analizado se refiere principalmente a las organizaciones de la Costa Sur del Pacífico, particularmente al Proceso de Comunidades Negras (PCN). una red que aúna al­ rededor de 120 organizaciones de base en las provincias sureñas. No se trata de describir y analizar en profundidad el movimiento en ei presente artículo, sino de indicar simplemente sus aspectos más pertinentes y significativos en relación con mi argumentación sobre el lu­ gar y los modelos culturales de la naturaleza. He discutido la política cultural de la biodiversi-

territorio que resalta las articulaciones entre los patrones de asen­ tamiento, el uso de espacios y las prácticas de significados con usos de los recursos o usos de los recursos con significados. Los recientes estudios antropológicos han validado esta concepción al documentar los modelos culturales de la naturaleza que existen entre las comunidades fluviales negras. Los asentamientos ribere­

Ecología

ños evidencian un patrón longitudinal y discontinuo a lo largo de los ríos, en los que múltiples actividades económicas —pesca, agri­ cultura, minería a pequeña escala, silvicultura, caza y recolección, actividades de subsistencia u orientadas al mercado— se combi­ nan y articulan de acuerdo con la ubicación del asentamiento en el segmento alto, medio o bajo del curso del río. Esta dimensión longitudinal se articula a su vez con un eje horizontal regulado por el conocimiento y la utilización de múltiples recursos, desde aque­ llos que se han domesticado, cerca de las orillas del río —inclu­ yendo hierbas medicinales y cultivos para la alimentación—, hasta las especies salvajes que se encuentran en los diversos estratos del bosque, lejos del río. Un eje vertical —que va desde el inframundo al supramundo, poblados ambos por espíritus benevolen­ tes o peligrosos— contribuye también a articular los patrones de significados y usos de los recursos. Estos distintos ejes dependen de las relaciones sociales entre las comunidades que, en algunas partes de la región del Pacífico, entrañan relaciones interétnicas entre comunidades negras e indígenas.29 Los activistas han introducido otras innovaciones conceptuales Importantes, algunas de las cuales han cuajado durante el proceso de negociación con el personal de un proyecto gubernamental de conservación de la biodiversidad con el que han mantenido una relación difícil y tensa, pero en muchos aspectos fructífera La pri198

dad en otro sitio (Escobar, 1997a), centrándome en esta región del Pacífico. El desarrollo del movimiento negro ha sido registrado y analizado en Grueso, Romero y Escobar (1998); para la ecología política articulada por el movimiento a medida que se enfrentaba a cuestio­ nes de conservación de la biodiversidad o de desarrollo sostenible, véase Escobar (1997b). Para los antecedentes del movimiento y para contextualizarlo en la Costa del Pacífico en general, véase Escobar y Pedrosa (comps.) (1996). 29. Esta presentación extremadamente breve de un «modelo local de naturaleza» en la re­ gión del Pacífico, ha sido elaborado in extenso en Restrepo y del Valle (comps.) (1996).

mera de dichas innovaciones es la definición de la «biodiversidad» como «territorio más cultura». Estrechamente vinculada a ella, se encuentra la visión del Pacífico como la «región-territorio» de los grupos étnicos, una unidad ecológica y cultural, es decir, un espacio que se construye laboriosamente mediante las prácticas diarias — ei lugar de la naturaleza y

culturales, ecológicas y económicas— de las comunidades negras e

ianaturaleza

indígenas. También piensan la región-territorio en térm inos de

del lugar

«corredores o pasillos de vida», verdaderos modos de articulación entre las formas socioculturales de uso de los recursos y los propios entornos naturales.30 Es precisamente esta dinámica ecocultural compleja la que raramente tienen en cuenta los programas guber­ namentales, que dividen el territorio de acuerdo con otros principios —por ejemplo, la cuenca de un río, pasando por alto las complejas redes que articulan diversos ríos a la vez—; y es precisamente esa ceguera ante las dinámicas socioculturales la que promueve la frag­ mentación de las construcciones culturales representadas espacial­ mente en paisajes concretos.31 Se podría decir que la re g ión-territorio era una categoría de gestión em pleada por los grupos étnicos, pero es más que eso: es una categoría de relaciones interétnicas que apunta hacia la construcción de m odelos de vida y sociedad alternativos. La re g ió n -te rrito rio es una unidad co nceptual, pero ta m bién un proyecto político. Im plica un intento de explicar la biodiversidad biológica desde el interior de la lógica ecocultural del Pacífico. La dem arcación de territorios colectivos encaja en este marco, aun cuando las disposiciones gubernam entales lo violen una y

30. Por ejemplo, hay corredores vitales asociados a los ecosistemas que constituyen los manglares, a los pies de las colinas, al curso medio de los ríos, al corazón de la selva, o a actividades determinadas como la minería tradicional del oro. Cada corredor viene trazado por patrones particulares de movilidad, de relaciones sociales (género, parentesco, etnicidad), de uso del entorno y de relaciones con otros corredores. Cada uno supone una de­ terminada utilización y gestión estratégica det territorio, En algunas partes de la región, los corredores de vida reposan sobre las relaciones interétnicas o interribereñas 31. Esta representación del marco de la ecología política desarrollado por PCN se basa pri­ mordialmente en conversaciones y entrevistas en profundidad con activistas clave de dicho movimiento, realizadas durante el período 1994-1997, particularmente, con Libia Grueso, Carlos Rosero y Yelén Aguilar. Se encuentra más elaborado en Escobar (1997b), Véanse también Rosero y Escobar (1998); Escobar y Pedrosa ( comps.) (1996).

otra vez, al dividir la región del Pacífico en te rritorios colectivos, parques naturales, áreas de utiliza ció n e, incluso, áreas de sacrificio donde se llevan a cabo los m egaproyectos. De hecho, los planes de desarrollo gubernam entales tam bién m ilitan con­ tra la conservación; más aún, sería bastante difícil, tal vez im po­ sible, articular una e strategia conservacionista basada en los

Ecología

principios propuestos por el PCN con las estrategias ecodestructivas del desarrollo nacional que prevalecen en el resto del país. Los activistas del PCN consideran la cuestión del te rritorio como un desafío encam inado al desarrollo de las economías locales y de las form as de gobernabilidad sobre las que puede reposar su defensa efectiva. La región ha servido de referencia para una estrategia global que cuenta con im portantes com po­ nentes: el fortalecim iento y la transform ación de los sistemas de producción tradicionales y de los m ercados y econom ías locales; la necesidad de continuar presionando para perseverar en el registro de territorios colectivos; y el trabajo dirigido al fortalecim iento de las organizaciones y al desarrollo de las fo r­ mas de gobernabilidad territorial. Pese al hecho de que el inte­ rés p rim ario por parte del e s ta b lis h m e n t c o n s e rva c io n is ta nacional - y a §e trate del Estado o de las O N G s - son los recur­ sos genéticos y la protección del hábitat, y no las demandas e co cu ltu ra le s del m ovim iento, los a c tiv is ta s del PCN han encontrado en las discusiones sobre la biodiversidad una can­ cha im poitante donde llevar adelante su lucha, en convergencia parcial con las estrategias de los actores m encionados - p o r ejemplo: por lo que se refiere a frenar las actividades más pre­ dadoras del Estado y del capital—. Es por esto que los debates en torno a la biodiversidad son de suma im portancia para los movimientos negros e indígenas. Está claro que la ecología política fabricada por estos movi­ mientos sociales entraña una defensa de la identidad, del lugar y de la región que no da por sentadas dichas categorías, por mucho que se form ule en su nombre. En este sentido, una cons­

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trucción colectiva de la identidad es naturalmente crucial.32 De hecho, se h a jle g a d o hasta esta ecología política a través del encuentro con fuerzas y discursos nacionales y transnacionales —desde las nuevas formas de capital agroindustrial, maderero y minero pululando por la región hasta las estrategias de conser­ vación de la biodiversidad concebidas originalm ente por organi­ zaciones internacionales y ONGs medioambientales del N orte— y en el contexto de un espacio «nacional» que está empezando a hacer aguas por todos lados, causando una dolorosa descom ­ posición y recom posición de las identidades y de las regiones. Si se ha de pensar el territorio como «el conjunto de proyectos y representaciones en el seno de los cuales pueden surgir prag­ máticam ente toda una serie de conductas e inversiones en el tiem po y en el espacio, espacio social, cultural, estético y cognitivo» —espacio, en fin, existencial de autorreferencia, donde pue­ den brotar «subjetividades disidentes» (Guattari, 1995, págs. 23 y 2 4 )—, entonces, está claro que los movimientos sociales del Pacífico están haciendo avanzar dichos proyectos. La visión de la ecología política de los movimientos sociales del Pacífico se hace eco de propuestas actuales que repiensan la producción como articulación de productividades ecológicas, cul­ turales y tecnoeconómicas específicas de lugares concretos (Leff, 1992; 1994; 1995a; 1995b). Leff, en particular, arguye la incor­ poración de criterios culturales y tecnológicos en un paradigma de producción alternativo que va más allá de la racionalidad econó­ mica dominante. Si es verdad que la sostenibilidad se tiene que

32. Se puede decir que la construcción de identidades colectivas por parte del movimiento se conforma con el carácter doble de la idenlidad que Hall (1990) percibe en el caso de los caribeños y afrobritánicos: se piensa la identidad como enraizada en prácticas culturales compartidas, una personalidad colectiva de clases y tipos; pero también se piensa en ella a partir de las diferencias creadas por la historia es decir, como "llegar a ser* en vez de ser, como posicionamiento en vez de esencia, como discontinuidad más que como continuidad. La defensa de ciertas prácticas culturales y ecológicas de las comunidades fluviales es una jugada comprensible en la estrategia deí movimiento, ya que sus miembros las contemplan como la matenalización de la resistencia al capitalismo y la modernidad y como la fuente de racionalidades alternativas. Aunque esta construcción de identidades se edifica sobre las «redes sumergidas* de significados y prácticas de las comunidades del río (Melucci, 1989), tiene mucho que ver con el encufentro con la modernidad (Estado, capital, biodiversidad).

basar sobre las propiedades estructurales y funcionales de eco­ sistemas concretos, L e ff insiste en que cualquier paradigma de producción alternativo que conduzca a una dinámica sostenible debe incorporar las condiciones reales, cultural y tecnológicam en­ te específicas, bajo las cuales los actores locales se apropian de la naturaleza. «El desarrollo sostenible halla sus raíces en condi­

Ecología

ciones de diversidad cultural y ecológica. Estos procesos singula­ res e irreductibles dependen de las estructuras funcionales de los ecosistemas que sostienen las producción de recursos bióticos y de servicios medioambientales; de la eficiencia energética de los procesos tecnológicos; de los procesos simbólicos y de las fo r­ maciones ideológicas que subyacen la valoración cultural de los recursos naturales; y de los procesos políticos que determinan la apropiación de la naturaleza» (Leff, 1995b, pág. 61). Dicho de otra manera, la construcción de paradigmas productivos alternativos, órdenes políticos y sostenibilidad son facetas de un mismo proce­ so, y la política cultural de los movimientos y comunidades que defienden sus modos de naturaleza/cultura contribuye a hacerlo avanzar. Así pues, el proyecto de los movimientos sociales consti­ tuye una expresión concreta de la búsqueda de un orden medio­ ambiental y de un sistema de producción alternativos, por parte de los ecólogos políticos.33 Se puede decir que la noción de territorio que ha sido trabaja­ da por los activistas y los ecólogos políticos representa y procla­ ma una relación entre lugar, cultura y naturaleza. De manera similar, la definición de biodiversidad adelantada por los activistas, «territorio más cultura», es otro ejemplo de conciencia fundam en­ tada en el lugar o, más aún, de la cultura y el lugar convirtiéndose en fuente de hechos políticos. Se pueden reinterpretar igualmen­ te los modelos locales de la naturaleza como constituyentes de una gran variedad de prácticas no capitalistas —muchas de las cuales, aunque no todas, poseen contenido ecológico—. Por lo que se refiere a los propósitos del presente artículo, se pueden con33. Para una discusión teórica de la política cultural de los movimientos sociales en América Latina, véase la introducción a Álvarez, Dagnino y Escobar (comps.) (1998).

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tem plar los conjuntos ¡ndísociables de significados y usos de lo natural como dotados, al menos potencialmente, de un significado económico no capitalista. En muchos lugares del mundo, los cam­ pesinos han mostrado que mantenían un modelo de actividad económica que es al menos parcialmente diferente de las conslugar d e la

trucciones económicas modernistas, en térm inos de propiedad,

ITnakjraleza

racionalidad, mercado y eficiencia. Las economías comunales se

ei

asientan sobre lugares —por mucho que no se limiten a ellos, al participar en mercados translocales— y, a menudo, reposan sobre la explotación del «común», que consiste en tierra, recursos mate­ riales, conocimiento, ancestros, espíritus, etc. (Gudeman y Rivera, 1990; Gudeman, 1996). Esta interpretación tam bién nos perm ite dar un contenido etnográfico de la noción de «ecologismo de los pobres» (Guha, 1997; Martínez Alier, 1992), es decir, la resistencia cultural de. fa d o que muchas comunidades pobres oponen a la valoración estrictam ente capitalista del entorno. En la raíz del ecologismo de los pobres se encuentra el conjunto de significados y usos de la naturaleza que los antropólogos ecológicos han docum en­ tado elocuentem ente. A lgunos autores han empezado a argu­ mentar que estos distintos sistemas de significados y usos de la naturaleza deberían c o n s titu ir la base de las propuestas de desarrollo sostenible, en lugar de las recetas racionalistas y ges­ toras prom ovidas por el establishm ent del ecodesarrollo. Las discusiones sobre el no-capitalism o y la reafirmación del lugar, mencionadas anteriormente, han contribuido mucho a esta últi­ ma tarea, y viceversa. La existencia de modelos culturales y prácticas no capitalis­ tas no suprime la necesidad de replantearse el capitalismo y la 203

globalización. Sin embargo, sí señala la debilidad del capitalocentrismo: ese supuesto .hecho, según el cual, el marxismo y otros marcos progresistas (incluyendo la ecología política) han sido invitados a transform ar este monstruo —enorme más allá de lo posible, y que no se podría cambiar—, un capitalismo que resulta­ ría inmune a toda reconceptualización radical, hasta el punto de

que su posición parecería verse más y más afianzada con el acto mismo de la crítica que ha venido padeciendo. ¿Es posible verlo de otra manera? «¿Qué pasa si no teorizam os el capitalism o como algo enorme y que todo lo abarca, sino como algo parcial, como un com ponente social entre muchos? [...] ¿Qué pasaría si el ca p ita lism o resultara ser un conjunto de prácticas dispersas

Ecología

sobre el paisaje, que han sido consideradas fre cu e n te m e n te com o iguales, por conveniencia y en flagrante violación de la diferencia observable? Si podemos repensar radicalm ente cate­ gorías como sociedad o subjetividad, produciendo una crisis de identidades Individuales y sociales allí donde previamente se pre­ sumía un estado de fijeza, de quietud, ¿no podemos concederle tam bién su crisis de identidad al capitalismo?» (Gibson y Graham, 1996, págs. 2 6 0 y 261). Lo mismo puede decirse acerca de la naturaleza. ¿Es posible, entonces, aceptar que el posdesarrollo ya está y siem pre ha estado— en continua re/construcción?, ¿que los lugares siempre se están defendiendo y recreando, y que siempre están surgiendo diferentes economías?, ¿que no sólo se pueden docum entar prácticas ecológicas alternativas, sino que se está luchando por ellas en muchos sitios? Por nuestra parte, y en tanto que analistas, atreverse a considerar seriamente estas preguntas supone ciertamente una política de interpretación diferente, con la necesidad concomitante de contribuir a una política de represen­ tación de la realidad diferente. En el campo del desarrollo alternativo, en muchos sitios, tiene lugar una gran cantidad de experimentación, por lo que se refiere a intentar combinaciones de conocimiento y poder o de verdad y práctica, una experimentación que incorpora activamente a los gru­ pos locales como productores de conocimiento. ¿Cómo se ha de traducir el conocim iento local en poder y cómo, a su vez, este conocimiento-poder ha de plasmarse en proyectos y programas? ¿Cómo pueden las constelaciones locales de conocimiento y poder tender puentes hacia formas expertas de conocim iento cuando resulte necesario o conveniente? ¿Y cómo pueden am pliar su

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espacio social de influencia cuando se enfrenten, como suele ser el caso, a condiciones transnacionales, nacionales, regionales o locales que les resulten desfavorables? Se requiere una antropolo­ gía de la globalización formulada sobre la necesidad de identificar socialmente los discursos significativos de la diferencia —cultural, de la

ecológica, económica, política—y los modos como dichos discursos

la naluraleza

pueden operar en la articulación de alternativas. Esa antropología

ei lugar

del lugar

de la globalización examinaría las múltiples maneras de construir hoy en día la cultura, la naturaleza o la identidad, así como la pro­ ducción de diferencias a través de procesos histórico-espaciales que no son únicamente el producto de fuerzas globales —ya sean éstas el capitalismo, las nuevas tecnologías, la integración de mer­ cados o cualquier otra—, sino que también están ligadas a los luga­ res y a su defensa. Es im portante hacer visibles las múltiples lógicas locales de producción de culturas, identidades o prácticas económ icas y ecológicas, que están brotando incesantem ente desde comunidades de todo el globo. ¿Hasta qué punto plantean retos importantes, y quizás originales, al capitalismo y a la moderni­ dad eurocéntrica? Es más, una vez visibles, ¿cuáles serían las con­ diciones que perm itirían que prácticas locales determ inadas crearan estructuras alternativas que les proporcionaran una opor­ tunidad de sobrevivir, cuando no de crecer y florecer? Continúa siendo muy difícil tratar este último aspecto de la «cuestión de las alternativas». Para Dirlik, la supervivencia de las culturas centradas en lugares quedará asegurada cuando la glo­ balización de lo local se compense con la localización de lo glo­ bal, es decir, cuando se reintroduzca, en térm inos sociales y conceptuales, la sim etría entre lo local y lo global; podríamos añadir, también, cuando se tome a las culturas no capitalistas y 305

diferentes como centros de análisis y preparación de estrategias para la acción. Una simetría sem ejante requiere otra paralela ente las abstracciones modernas y la vida cotidiana, así como demanda tener en cuenta el contexto, la historia y la estructura. De todas formas, en última instancia, imaginar y realizar órdenes significativam ente distintos requiere «proyectar los lugares en

espacios para crear estructuras de poder nuevas

de manera

que incorporen los lugares en su misma constitución» (Dirlik, 1997, pág. 39), liberar imaginarios no capitalistas en la configu­ ración de economías y estructuras económicas, y evitar la nor­ malización de las culturas locales por parte de las dominantes, de tal form a que las primeras puedan convertirse en fuerzas vitales

Ecología

y políticas efectivas. Para que todo esto ocurra, los lugares se deben «proyectar a sí mismos en los espacios que son hoy el dominio del capital y de la modernidad» (Dirlik, 1997, pág. 40). Algunos movimientos sociales están mostrando el camino con su redefinición de la relación entre naturaleza y sociedad, entre lo cultural y lo político. Esto no implica en absoluto la reificación de los lugares, las culturas locales y las formas de no-capitalismo como realidades «intactas» o fuera de la historia. Prestar atención a los lugares y a las culturas locales es desestabilizar los «espacios más seguros del poder y de la diferencia marcados por las perspectivas geopo­ líticas o derivados de la economía política» (Jacobs, 1996, pág. 15). Tal como Jacobs añade, «la dicotomía entre lo auténticamen­ te local y lo apropiadoramente global tiene su nostalgia particular. En el mejor de los casos, la categoría residual de lo local propor­ ciona esperanza para la resistencia. En el peor, se concibe lo local como algo que está sucumbiendo inevitablemente ante lo global, con la certeza de una reserva comprometida» (pág. 36). Hablar de la activación de sitios, naturalezas, culturas y conocimientos loca­ les en contra de las tendencias imperialistas del espacio, el capi­ tal y la modernidad no constituye por sí solo un deus ex machina, pero sí abre una senda para andar más allá del realismo crónico fom entado por los modos de análisis establecidos. Seguramente los lugares y los emplazamientos se están viendo arrastrados al interior de políticas de mercantilización y de masificación cultural, pero el conocimiento de los lugares y su identidad puede contri­ buir a producir significados diferentes —de la economía, la natura­ leza, e tc — en el seno de las condiciones del capitalismo y de la modernidad que los rodea. Así, se podrían abrir esferas públicas

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de ecología alternativa frente a las ecologías imperiales de la naturaleza y de la identidad propugnadas desde la modernidad capitalista. Finalmente, es en la intersección de los modelos locales de naturaleza y economía con la teorización de racionalidades pro­ ductivas alternativas donde podríamos encontrar un marco de trabajo más amplio en el que situar los debates acerca de la sostenibilidad ecológica y cultural. Este marco más amplio nece­ sita: nuevas formas de pensar las intersecciones entre lo global y lo local, contribuciones semejantes a las arrojadas por las te o ­ rías del lugar; concepciones alternativas del conocim iento y de la innovación locales, así como de su relación con el co n o ci­ miento global, formal; una reinterpretación de las reivindicacio­ nes de los m ovim ientos sociales por lo que se re fie re a la defensa de los modelos locales de la naturaleza y de los te rrito ­ rios biológicos con productividades biológico-culturales especí­ ficas (Várese, 19 9 6; Leff, 1995a); y nuevas ideas y nociones sobre form as de gobierno de base, asentadas sobre los ecosis­ temas y sobre las etnicidades ecológicas, sobre la protección de las com unidades respecto a ciertos aspectos del mercado, y sobre la revitalización simultánea de la ecología y la democracia (Parajuli, 1997).

C onclusión

¿Qué redefiniciones de significados y prácticas de la economía, la naturaleza y las relaciones sociales son necesarias para ade­ lantar el proyecto de imaginar alternativas al desarrollo y a las prácticas ecológicas no sostenibles e inadecuadas? ¿Qué tipo de investigación y qué tipo de prácticas políticas se requieren por parte de intelectuales, movimientos sociales y comunidades para co n fe rir fuerza social a sem ejante proyecto? La a n tropóloga malaya Wazir Jahan Karim lo expuso sin rodeos en un inspirado artículo sobre antropología, desarrollo y globalización. La antro-

pología necesita com prometerse en proyectos de transform ación social. De lo contrario, tal como dijo Karim, con acierto, acabare­ mos «disociándonos simbólicamente de los procesos locales de reconstrucción e invención cultural» (1 9 9 6 , pág. 24). Ahora com­ prendem os que esta disociación enlaza con la traducción del lugar en espacio, de las econom ías locales en lenguajes sin

Ecología

reform ar de la economía política y de la globalización, de mode­ los locales de la naturaleza en dicotomías entre naturaleza y cul­ tura. Karim ofrece una alternativa a este tipo de traducciones siguiendo las líneas que aquí hemos sugerido. Para ella, «el fu tu ­ ro del conocimiento local depende contextualm ente de su poten­ cial globalístico para generar nuevas form as de conocim iento desde el interior» (pág. 128), y los antropólogos tienen una papel que representar en este proceso, empezando por aportar «un concepto diferenciado sobre quién es quién en lo global y lo local», ya que «la procedencia de las definiciones que uno utiliza resulta importante» (pág. 135). De otra forma, la antropología continuará siendo una conversación entre académicos, en el len­ guaje de la teoría social que les es propio, consecuentem ente provinciana y mayoritariamente irrelevante. Se puede decir que el argum ento principal de este artículo y de buena parte de la bibliografía sobre la que se fundam enta es precisam ente el que la procedencia de las definiciones que uno utiliza es crucial, definiciones de lo local y de lo global, del lugar, de la naturaleza, de la cultura y de la economía. La crítica del privilegio del espacio sobre el lugar, del capitalism o sobre el no capitalismo, de las culturas y naturalezas globales sobre las locales, no es tanto —o no es únicam ente— una crítica de nues­ tra com prensión del mundo, com o una crítica de las teorías sociales en las que confiam os para derivar tal com prensión. Estas críticas son tam bién un intento de alinear la teoría social con las maneras de ver el mundo y las estrategias políticas de aquellos que ocupan el lado del lugar, del no capitalism o y del conocim iento local —un esfuerzo en el cual suelen estar com ­ prom etidos antropólogos y ecólogos—. Si es cierto que siempre

208

hay form as de posdesarrollo, no capitalismo y «otras n aturale­ zas»3'1en construcción, entonces, hay esperanza de que se pue­ dan lle g a r a c o n s titu ir nuevas bases para la e x is te n c ia y rearticulaciones significativas de la subjetividad y de la a lte ridad en sus dim ensiones económ ica, cultural y ecológica. En de la

muchas partes del mundo, somos testigos de un m ovim iento

^naturaleza

histórico de vida económica, cultural y biológica sin preceden­

eilugar

tes. Es necesario pensar acerca de las transform aciones políti­ cas y económ icas que podrían hacer de ese movimiento un giro esperanzador de los acontecim ientos en la historia social de las culturas, las economías y las ecologías. En última instancia —o, al menos, en la última instancia suge­ rida por una imaginación utópica como la crítica de las hegem o­ nías actuales—, la cuestión se convierte en la siguiente: ¿Se puede reconceblr y reconstruir el mundo de acuerdo con la lógi­ ca de las prácticas locales de cultura, de naturaleza y de econo­ mía? ¿Qué form as de «lo global» se pueden imaginar desde otras perspectivas, locales y m últiples? ¿Qué «contraestructuras» se pueden instalar para hacerlas viables y productivas? ¿Qué nocio­ nes de «política», «democracia» y «economía» se necesitan para desencadenar la efectividad de lo local en toda su multiplicidad y con todas sus contradicciones? ¿Qué papel tendrán que repre­ sentar los diversos actores sociales —incluyendo las viejas y nue­ vas tecn o lo g ía s— para crear las redes sobre las que puedan reposar y en las que puedan confiar la multitud de formas de lo local en su encuentro con las múltiples m anifestaciones de lo global? Algunas de estas cuestiones tendrán que ser seriamente consideradas en nuestros esfuerzos por dar form a a la imagina­ ción de alternativas al orden actual de las cosas.

34. Comillas del traductor. La expresión utilizada por el autor es alter-nature, invención terminológica que juega con las connotaciones de «otro», «naturaleza» y «alternativa», pu­ diéndose traducir igualmente desde una perspectiva construccionista como «naturaleza alternativa» (N. del t).

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Género

5. La política de las donaciones alimentarias y la respuesta de las receptoras desde El Alto (Bolivia)

Lola González Guardiola Universidad de Castilla La Mancha

Las políticas de cooperación y ayuda al desarrollo son un aspec­ to de las relaciones económicas y políticas que se establecen entre los países ricos y los países «en vías de desarrollo». Estas políticas son enorm emente complejas tanto en su fondo como en su forma, y su aplicación responde a diferentes modelos y norm as en fu n ció n del país u organism o que p ro p o rcio n a la ayuda y de las características, tanto políticas como económicas, del país receptor. El objetivo de este trabajo no es efectuar un análisis global y teórico de las políticas de cooperación, sino preguntarnos por las consecuencias que su aplicación conlleva para las mujeres que son, en muchos casos, las destinatarias iniciales de las ayudas recibidas, actuando como un vehículo a través del cual se accede a todos los miembros de la unidad doméstica. Se pretende, asimismo, rescatar la voz de aquellas personas que más tendrían que haber dicho, desde el prim er momento, sobre las características, métodos y fines de los programas de cooperación y ayuda al desarrollo: los destinatarios, incluyendo a los gobiernos e instituciones implicadas, pero sobre todo a las pro­

pias poblaciones-m eta concernidas como receptoras últimas de todo un extenso y variado conjunto de proyectos. Para poder efectuar este análisis he elegido un caso concre­ to: los programas de «donación alimentaria» que se llevan a cabo en la ciudad de El Alto (Bolivia) y para ello es necesario delimitar previamente el contexto cultural en el que se desarrolla la vida de

G eneio

estas mujeres receptoras de alimentos. La ciudad de El Alto se encuentra situada en el altiplano andi­ no boliviano, a 4.000 metros sobre el nivel del mar, en un entorno físico hostil, debido a las bajas temperaturas, los fuertes vientos y una ausencia total de vegetación. Surge como un conjunto de barrios periféricos y marginales de la ciudad de La Paz, la cual, por su especial ubicación en una hoyada, no dispone de espacio para acoger nuevos asentamientos. A principios de siglo los terrenos que hoy ocupa la ciudad de El Alto eran propiedad de unos cuantos hacendados, así como de algunas empresas e instituciones. También algunos de los terrenos eran propiedad comunal de los ayllus.* Los primeros pobladores se empiezan a instalar hacia 1940, siendo la urbanización «Villa Dolores» la primera villa que se funda oficialmente, el 14 de sep­ tiembre de 1942. A pesar de que, desde el primer momento, se configura como un barrio marginal de La Paz, no se reconoce su inclusión dentro del radio urbano hasta la Revolución de 1952, lo que supuso una grave carencia de infraestructuras mínimas impres­ cindibles, situación que persiste en la actualidad. A partir de ese momento empieza a recibir un gran flujo de población migrante que le hace pasar de 11.000 habitantes en 1950, a una cifra aproxima­ da a los 380 .0 0 0 habitantes en 1991, con un índice de crecimien­ to, en la actualidad, del 10 %, frente a un crecimiento promedio global del país del 2,4 °/o, según las declaraciones del representan­ te del Consejo Nacional de Población, René Pereira' Esto significa ' Comunidades andinas (A/, del comp). 1. La permanencia de este fndice de crecimiento supondría que El Alto podría doblar su población en un espacio de siete años. (Diario Presencia, La Paz, 11 de julio de 1991.) Según el Censo Nacional de Población y Vivienda (1992), la población total de El Alto era de 404.367 habitantes.

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que El Alto es la ciudad de más alto crecimiento espacial y poblacional de Bolivia. Su reconocimiento como ciudad se produce, final­ mente, el 20 de septiembre de 1988, a través de la ley 651, que institucionaliza el proceso de formación de un espacio urbano, cre­ ado, desarrollado y consolidado en apenas cincuenta años. Al ser una ciudad de tan rápida y reciente creación, el compo­ nente migratorio es esencial para entender los procesos econó­ micos y socioculturales que se dan en su seno. Se considera que, en 1992, el 8 2 % de su población estaba formada por migrantes (Antezana, 1993, pág. 320), cuyo origen se sitúa fundam ental­ mente en el medio rural, siendo los departamentos altiplánicos los que generan las mayores masas migratorias hacia El Alto (el 75 % de la población migrante proviene del Altiplano paceño, mien­ tras que el 2 5 % restante lo hace de otros departam entos). También se registra, aunque en menor medida, un flujo migratorio proveniente de la ciudad de La Paz (a partir del crecimiento urba­ no de la hoyada) y una migración intraurbana. Hay que destacar, en este proceso, la llegada de población procedente de los cen­ tros mineros, los denominados «relocalizados», a raíz de la publi­ cación, en agosto de 1985, del decreto 21 0 6 0 , que supuso el despido de 23.000 mineros y su consiguiente relocalización, junto con sus familias, en otras zonas del país, y concretamente en la ciudad de El Alto (Aquí' 1991, pág, 5). El Alto es un ámbito pluricultural, como consecuencia de la dis­ tinta procedencia de sus habitantes, en el que destaca lo aymara, que en su proceso de adaptación al medio urbano genera la fo r­ mación de un perfil cultural aymara-urbano específico. Si conside­ ramos el idioma como uno de los rasgos particulares que definen su pertenencia étnica, tenem os que el 28 % es solamente de habla castellana, el 6 % es castellano-quechua hablante, mientras el 7 % es unilingüe aymara y el 58 % es bilingüe de habla caste­ llana y aymara (Antezana, 1988, pág. 38). En cuanto a la economía de la ciudad alteña, nos encontramos con una economía popular de supervivencia, orientada a la sub­ sistencia del núcleo familiar, y en la que la mujer ocupa un lugar

destacado, fundam entalmente por su aportación a través de los mecanismos de la economía informal (com ercio minorista, servi­ cios domésticos, etc.) así como por su inserción en programas de ayuda, controlados por Organizaciones No Gubernamentales, que le permiten contribuir al sustento familiar. Esta breve explicación nos permite reconocer la ciudad de El

Gé^efo

Alto como un espacio de intermediación cultural, social y econó­ mica (Antezana, 1988, pág. 2 7 ) en el que se ha gestado una form a de vida particular, donde la variable étnica juega un papel de primer orden, favorecida por las relaciones que los migrantes rurales siguen manteniendo con sus lugares de origen. Así pues, nos encontramos con una ciudad con una identidad propia pero que al mismo tiempo sigue siendo un barrio marginal de la ciudad de La Paz; con una ciudad con predominio cultural aymara pero que se ha de poner en cuestión permanentemente frente a la cul­ tura criollo-mestiza dominante en la urbe paceña; con una ciudad, por último, con graves carencias de infraestructuras, un débil sec­ tor industrial y una gran parte de su población dedicada a tareas del sector informal como parte de estrategias de supervivencia. En este contexto urbano, además de su implantación en zonas rurales, se ha aplicado un tipo de programa de ayuda específico, la denominada «donación alimentaria». Para abortiar su análisis hay que tener en cuenta que el estu­ dio del im pacto de los programas de cooperación

y ayuda al

desarrollo se ha visto siempre dificultado por la falta de datos o por los impedimentos que obstaculizan el acceso a las conclusio­ nes de las agencias y organismos intermediarios. Sin embargo, es un hecho, reconocido en privado por parte de algunas instancias implicadas en estos procesos, que el impacto de muchos proyec­ tos es mínimo e incluso negativo en ocasiones. Sólo apuntaremos que aspectos como la falta de coordinación entre instituciones, gobiernos y entidades implicadas; la falta de estudios con diag­ nósticos acertados que no subestimen o ignoren la realidad de los destinatarios (dimensión cultural, de género, etc.); y la propia conceptuación del desarrollo (con sus implicaciones políticas y eco­

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nómicas) impiden la eficiencia de actuaciones que, por otra parte, son demandadas por los propios receptores y sin cuya existencia empeoraría la situación en la que se encuentran. La historia de las donaciones alimentarias comienza, en Bolivia, en 1955, a partir de convenios establecidos con Estados Unidos bajo la normativa de la PL-480,2 fundamentalmente a través del título II de dicha ley, que es el único apartado que permite la entre­ ga de excedentes a países que se encuentran en situación de emergencia, sin recibir contraprestaciones económicas. Desde 1964 se empiezan a recibir también alimentos donados proporcio­ nados por el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas, a quien se suma, en 1978, la ayuda procedente de la Comunidad Europea, así como las ayudas bilaterales de gobiernos como Argentina, Canadá, España y otros. Esto quiere decir que, en teoría, en el momento actual, Bolivia recibe ayuda multilateral pro­ cedente de diferentes países y organismos; sin embargo, la parte norteamericana es tan superior a las demás que, en realidad, sigue siendo una ayuda bilateral, enmarcada en los diferentes títulos de la PL-480. Así pues, podemos decir que en las últimas décadas ha habi­ do un aumento de las donaciones3 y que su origen se ha diversi­ ficado, al igual que los propios productos incluidos en el volumen total de los alimentos donados. De hecho la donación alimentaria ha originado la aparición de numerosas instituciones donantes que compiten entre sí y superponen sus acciones, llegando a pro­ porcionar alimentos a población no necesitada y provocando la desarticulación de organizaciones de base. Es importante resaltar

2. La PL-480 es como se conoce a la 'Agricultural Trade Development and Assistance Act* también llamada Ley Pública 480 o «Programa Alimentos para la Paz», y que fue apro­ bada por el Congreso de Estados Unidos el 10 de julio de 1954 como el principal instru­ mento legal para el suministro de la ayuda alimentaria norteamericana, Consta de cuatrotítuios que regulan las diferentes modalidades de ayuda alimentaria que se proporciona. Véase Portillo (1987) 3. Este aumento provoca la multiplicación de instituciones intermediarias con el consi­ guiente incremento de una burocracia laboral que debe ser mantenida con parte de los fondos de los programas, así como dificulta el control de la calidad y del impacto real que dichos programas tienen sobre los receptores.

que «I criterio de las donaciones es externo, es decir, que respon­ de más al tipo de excedentes disponibles-en los países donantes que a las auténticas necesidades de los receptores.'1 En los últimos años se han puesto en marcha los denomina­ dos

Programas de Monetización, que permiten la venta de una

parte de los alimentos donados en el mercado local y la utilización

G énero

del producto de dicha venta en proyectos concretos diseñados por las agencias donantes. Se argumenta que este sistema es una form a de apoyar la producción nacional y de ahorrar divisas al Estado. Sin embargo, los sectores más críticos denuncian que se sigue induciendo un cambio de la dieta alimenticia en detrimento 3él consumo de productos locales ricos en nüTrféñtesrPór otro lado también se resalta que el destino de los fondos obtenidos no siempre es el fomento de la producción local, sino que se deriva hacia actuaciones secundarias.5 El m anejo y adm inistración de la donación alim entaria, en Bolivia, se realiza a través de instituciones gubernamentales y pri­ vadas que canalizan, organizan e imponen sus normas para la dis­ tribución de alimentos. En el caso de la ayuda procedente del PMA es la Oficina Nacional de Asistencia Alimentaria (O FINAAL) la que actúa como contraparte adm inistrativa de la ayuda que luego se canaliza a través de las federaciones de clubes de madres, mientras que en el caso de la Comunidad Europea, OFIN A A L actúa como contraparte total.

4 . Prudencio relata cómo los alimentos sobrantes del ejército norteamericano en la Guerra del Golfo fueron distribuidos en La Paz y Potosí. Eran productos deshidratados y totalmen­ te desconocidos para la población boliviana. Véase Prudencio (1993). 5 . Según la Nota Informativa de Bolivia (1991), redactada por la Oficina Técnica de Cooperación en Bolivia de la Agencia Española de Cooperación Internacional, España do­ na anualmente 4.000 Tm. de trigo a Bolivia, cuya venta produce un Fondo de Contravalor que gestiona conjuntamente un Comité Ad-Hoc integrado por la Embajada de España, la Oficina Técnica de la Cooperación Española, el Ministerio de Planeamiento y Coordinación y el Ministerio de Industria y Comercio de Bolivia. El Fondo de Contravalor de la Ayuda Alimentaria en 1990 generó una suma de 534.282 dólares americanos, que se utilizaron en la financiación de los siguientes proyectos: electrificación rural de comunidades rurales del área de Copacabana; construcción de silos en Uyuni; apoyo al proyecto de educación a distancia; remodelación del teatro Gran Mariscal (Sucre); remodelación de la fachada del Instituto Boliviano de Cultura; apoyo a las actividades de la Comisión Boliviana de Conmemoración del Quinto Centenario.

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La ayuda alimentaria de Estados Unidos, enmarcada en la PL480, depende de diversas instituciones según el titulo a través del cual son otorgadas. Así, los alimentos canalizados por el título II son administrados directamente por USAID (Agencia Internacional para el Desarrollo de Estados Unidos) y distribuidos por Cáritas, FHI (Food for Hungry International), ADRA-OFASA (Agencia para el Desarrollo y Recursos Asistenciales) y PCI (Proyect Concert International). El título III es adm inistrado directam ente por la Secretaría Ejecutiva de la PL-480, la cual, a partir del Convenio de Donación de Alimentos Agrícolas debe utilizar el 100% de los recursos monetizados en la ejecución de proyectos de desarrollo rural (Terpstra, 1994, pág. 24). Las agencias distribuidoras llevan a cabo diferentes programas y subprogramas,6 entre los que merece la pena hacer referencia a uno en concreto, el denominado «Alimentos Por Trabajo», también conocido como «Acción Comunal», que se basa en convenios rea­ lizados entre las alcaldías y las propias agencias, apoyados en los mecanismos de donación de los diferentes títulos de la P L-480.7 Esta modalidad de entrega de alimentos ha cobrado fuerza en los últimos años,8 al mismo tiempo que se han ido suprimiendo los pro­ gramas materno-infantiles,9 y responde a una nueva estrategia de donación que pretende implicar activamente a los receptores en la consecución de los alimentos, estimulando la acción comunitaria al mismo tiempo que se ponen en marcha obras que contribuyan al desarrollo de la infraestructura local. Sin embargo, este programa, que es realizado en un 95 % por mujeres, muchas de ellas emba6 . Generación de ingresos rurales y urbanos, programas materno-infantiles, programas de asistencia humanitaria, emergencias, etc. 7. Este programa se empezó a ejecutar en 1986. Los requisitos que se establecieron fue­ ron trabajar veintidós dfas a! mes. ocho horas dianas para tener derecho a recintr cuarenta kilos de alimentos al mes. que equivaldría al salario mensual mínimo de sesenta bolivianos. Véase Arellano (1989). 8. En 1983 los programas APT distribuían el 20,5 % del volumen total de las donaciones afectando al 17,6 % de los beneficiarios, en 1993 estos programas distribuyeron el 68,4 %, incluyendo a! 38 del total de los beneficiarios. Véase Prudencio (1993) 9. Desde diversas Instancias y en el contexto de la política de seguridad alimentaria, se re­ conoce que, si bien la donación alimentaria no es un buen instrumento para generar el ac­ ceso de los alimentos a los hogares, se debe seguir implementando en casos de grupos en extrema necesidad,

razadas o teniendo que llevar a sus hijos con ellas, es uno de los que más críticas ha levantado por la dureza del trabajo (trabajos en la vía pública, empedrado y limpieza de calles) y por las condicio­ nes que se les imponen a sus participantes.10 Desde el primer momento la donación alimentaria se convierte en una estrategia de supervivencia de un amplio sector de la

Género

población urbana fundamentalmente, organizándose una estructu­ ra vertical y jerárquica donde los actores sociales de base tienen poca intervención en la tom a de decisiones. En la cúpula de esta estructura se encuentran las agencias donantes que, tanto en los programas de asistencia como en los programas de actividades generadoras de ingresos, son quienes definen las reglas del juego que las mujeres han de aceptar para no correr el riesgo de quedar excluidas del reparto de alimentos. La base de esta estructura está compuesta por asociaciones femeninas, entre las cuales la parte mayoritaria son los denominados «clubes de madres», en los cuales las mujeres han de integrarse para acceder a las ayudas." En estos momentos existe una extensa red de organizaciones de mujeres, agrupadas para desarrollar estrategias de supervivencia económica, social y cultural frente a la crisis. Sus motivos inmedia­ tos son la satisfacción de las necesidades vitales de sus familias. Como es bien sabido, el Movimiento de Mujeres ha jugado un papel fundam ental en el seno de los movimientos sociales que se han desarrollado en Am érica Latina durante la últim a década. Una de sus características es su gran heterogeneidad en función de su contexto cultural, económ ico, histórico y geográfico. La

10. Las mujeres receptoras implicadas plantean diversas reivindicaciones al gobierno, a los ayuntamientos y a las agencias donantes: una equiparación de los alimentos recibidos con una justa retribución salarial por el trabajo realizado, una mayor participación en las estrate­ gias de los programas de distribución, un aumento de la producción local en alimentos na­ cionales con un alto grado de nutrición (quinua, tarwi), entre otras- Véase Terpstra (1994b). 11. Según Prudencio, en el año 1991 existían aproximadamente unas 3.550 organizaciones femeninas receptoras de alimentos, con un promedio de unos cincuenta miembros. Esto su­ pondría un total de 177,500 receptores directos y más de 1.250.000 receptores indirectos (teniendo en cuenta el promedio de miembros de la unidad familiar), lo que representaría el 20% de la población boliviana. Datos posteriores estiman unos 740.286 beneficiarios direc­ tos que, sumados a los indirectos, supondrían un 25% del total de la población boliviana (Prudencio, 1993),

226

conjunción de todas estas circunstancias determina la formación, más o menos espontánea, de agrupaciones de mujeres que bus­ can mejorar su posición y /o sus condiciones de vida y las de sus familias, y que establecen formas específicas de lucha según ei tipo de organización que conforman y los objetivos concretos que persiguen. En el caso de Bolivia es posible identificar, en el momento actual, una gran variedad de organizaciones de mujeres que con­ tinúan una tradición de lucha que se inicia con las figuras de Bartolina Sisa y Gregoria Apaza12 y continúa, en este siglo, con las Barzolas13 y con la creación de un movimiento sindical femenino en el que destacan los «Comités de Amas de Casa Mineras»14 y la C onfederación Nacional de Mujeres Campesinas de Bolivia Bartolina Sisa (C N M C B -B S ).15 Dado que el objetivo de este tra­ bajo no es realizar una tipología del Movimiento de Mujeres en Bolivia no es posible hacer referencia a otras organizaciones que han jugado y juegan un papel destacado en la lucha política y sin­ dical, pero sí cabe apuntar la existencia de organizaciones con un contenido reivindicativo étnico específico, entre las que se encuentra

OM AK

(O rganización

de

Mujeres

Aymaras

de

Kollasuyo), que también plantea demandas de género «no sola­ mente, frente al conjunto social, sino en el interior de la propia cul­ tura» (Flores, 1987, pág. 9). A pesar de que existen organizaciones cuyas reivindicaciones étnicas se destacan y se expresan de forma directa, el componente étnico, en el caso de Bolivia, y más concretamente en la zona del altiplano boliviano, está presente en

12. Esposa y hermana, respectivamente, del caudillo de las rebeliones indígenas de 1781, Tupac Katari. Desempeñaron un papel relevante en dichos levantamientos contra la colo­ nia española. 13. Así se autodenominaban las componentes del comando femenino del MNR, en honor a María Barzola, asesinada en 1942 por el ejercito oligárquico en Catavi. Su figura fue re­ cuperada como símbolo por el MNR en los anos posteriores a la Revolución de 1952. 14. Uno de sus miembros fue Domitíla Barrios de Chungara, representante del «Comité de Amas de Casa Mineras de Siglo xx», en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, orga­ nizado en México, por Naciones Unidas en 1975. 15. Constituida el 15 de diciembre de 1990, en el IV Congreso Nacional de Mujeres Campesinas «Bartolina Sisa» y continuadora de la Federación Nacional de Mujeres Campesinas de Bolivia Bartolina Sisa, creada ei 10 de enero de 1980.

la mayoría de las ocasiones dado que gran parte de las integran­ tes de estas organizaciones se identifica como de origen aymara o quechua. El otro gran grupo al que es necesario referirse son las aso­ ciaciones de subsistencia que se caracterizan por desarrollar estrategias para superar la marginación económica, social y cultu­

Género

ral que sufren estas mujeres y sus familias, y cuyo punto de unión es la pobreza y el deseo de integrarse en la sociedad urbana. Con esta orientación y dentro del ámbito de la ciudad de El Alto, Sandoval y Sostres (1 9 8 9 , pág. 116) id entifican cuatro tipos de asociaciones: las mujeres receptoras de alimentos, las agrupaciones de mujeres en actividades educativas, las mujeres en actividades de servicios y las mujeres en actividades de pro­ ducción, vinculadas en casi todos los casos a Organizaciones No G ubernam entales de diferente signo que, en la mayoría de los casos, desarrollan políticas asistenciales a través de diferen­ tes programas que potencian los roles tradicionales fem eninos basados en el binomio madre-niño. Sólo en el caso de ONGs críticas se observa una denuncia de estas políticas asistenciales y clientelísticas que refuerzan sus tareas de género que son, a su vez, la base de sus reivindicaciones iniciales: alimentación, salud, educación, vivienda y empleo. Estas reivindicaciones se caracterizan por ser, en muchos casos, coyunturales y por rela­ cionarse con el ámbito de lo privado y, por tanto, carecen del prestigio social de las actividades que se desarrollan en el ámbi­ to público. Como consecuencia, en prim er lugar, estos m ovi­ mientos corren el peligro de desaparecer en el mom ento en que sus necesidades inm ediatas son satisfechas

y, en segundo

lugar, al estar relacionadas sus demandas con su papel repro­ ductivo se las tiende a considerar despojadas de contenido polí­ tico cuando, en realidad, introducen a las mujeres en conflictos directos con el poder. Los clubes de madres han formado parte de estas asociacio­ nes de subsistencia, desarrollando un papel clave en el proceso de la donación alimentaria que recibe Bolivia. Surgen a finales de

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los años sesenta16 y, a diferencia de otras organizaciones que conform an el M ovim iento de Mujeres, su nacim iento no es espontáneo sino que son instituciones gubernam entales y no gubernamentales como la división de nutrición del Ministerio de Previsión Social, el Catholic Relief Service, Cáritas Boliviana, etc., quienes impulsan la creación de los primeros clubes de madres como medio para poner en marcha diversos programas de asis­ tencia m aterno-infantil. Desde el primer momento fueron organi­ zaciones frágiles, en el sentido de que su existencia se basaba en la posibilidad que ofrecían a sus socias de tomar parte en el reparto de alimentos donados. Fue esta fragilidad, junto con la necesidad de tener una representación formal, la que impulsó la creación de las federaciones departam entales de clubes de madres, que luego se agruparían en la Confederación Nacional de Clubes de Madres de Bolivia con funciones institucionales y de relaciones con el Estado y con las ONGs. Concretamente, el reconocim iento de la personería ju ríd ica de la Federación Departamental de Clubes de Madres de La Paz tuvo lugar el 2 4 de junio de 1976 y, en el documento que así lo acredita, consta como uno de los derechos de sus socias: «Gozarán de los bene­ ficios de los programas que tramite la Federación, ayuda alim en­ taria, donaciones de alim entos, ayuda técnica en el buen aprovechamiento de la tierra, materias primas y uso de maquina­ rias en general».17 Como ejemplo de la política seguida por los organismos inter­ nacionales donantes, en relación a los clubes de madres, pode­ mos citar el proyecto desarrollado por el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, apoyado por el PNUD, la OIT y la FAO, denominado Proyecto P M A /B O L /2 3 1 3 : «Desarrollo integral 16. La coyuntura política de esa época, en la historia de Boltvia. viene marcada por el golpe de Estado que lleva a! poder al general Rene Barrientes en el año 1964, poniendo fin a una sucesión de gobiernos democráticos instaurados a partir de fa Revolución de 1952. En los años de su gobtórtio ( '964--1969) tiene lugar el Pacto Militar-Campesino, por el cual el sector más imperialista era apoyado por el sector menos pofrtizado y már- conserva­ dor del país, aislando así al movimiento obrero. Véase Zavafeta ( 1977), 17. Estatutos legales que rigen la Federación Departamental de Clubes de Madres de La Paz.

de clubes de madres» en el período 1976-1986. En este tiempo el PM A trabajó con clubes de madres de Bolivia afiliados a la Confederación Nacional de Clubes de Madres de Bolivia y a las federaciones de clubes de madres de La Paz, Cochabam ba y Santa Cruz. Su objetivo era lograr la autosuficiencia de los grupos organizados de mujeres de áreas urbano-m arginales y rurales,

Género

mediante la ejecución de proyectos productivos, basándose en la consideración de que la política hacia la mujer, en Bolivia, pasaba necesariamente por la donación de alimentos. Durante este tiem ­ po el PM A donó alimentos por valor de 14.000.000 de dólares americanos que eran comprados por las socias al 5 0 % de su valor en el mercado. El 75 % del producto de la venta servía de capital inicial a los grupos de base para montar pequeñas empre­ sas productivas autogestionarias, el 23 % se destinó a fortalecer la e s tru c tu ra organizativa de las federaciones de La Paz, C ochabam ba y Santa Cruz y el 2 % restante fue a parar a la Confederación (Programa M undial de Alimentos, 1988, pág. 9). Este programa, iniciado por sugerencia de UNICEF, fue conside­ rado un fracaso por un representante del PMA en Bolivia debido a la baja cobertura que había alcanzado y a que, al actuar bajo la prem isa de favorecer a las fam ilias en las que hubiera niños menores, había hecho aumentar considerablemente el número de embarazos como mecanismo utilizado por las mujeres para poder seguir integradas en el programa de asistencia.18 Además, este proyecto puso en evidencia la existencia de numerosos problemas Internos en el seno de las federaciones, ya que el control de los alimentos supone una fuente de poder, y este control se encuen­ tra en manos de las agencias donantes y de las «dirigentas» de las federaciones, quienes concentran poder frente a sus bases. De esta manera las luchas reivindicativas son dirigidas hacia las pre­ sidentas de los clubes y federaciones, copartícipes como ellas de

18. El director del PMA en Bolivia afirmó que éste «ya dejó de ser asistencialista o paternalista en su función de facilitar alimentos a los sectores humildes, pero no por eso deja de prestar su ayuda, sólo que en “una tónica distinta", que está referida a capacitar y lograr proyectos de desa­ rrollo económico sustentable pata el campesino» (Presencia, La Paz, 30 de julio de 1995).

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los programas de ayuda, y no hacia las instituciones que de hecho controlan las donaciones. Son, por tanto, estas agencias las que se encuentran en la cúpu­ la de esta estructura vertical y jerárquica que constituye la donación alimentaria, y las que imponen las normas que las mujeres han de ia políticade

observar si desean seguir integradas en los programas de ayuda. De

alimentarias

esta manera se impone una lógica desmovilizadora que las aleja de otros movimientos organizados de lucha A sí pues, la consecuencia inmediata de la llegada de alimen­ tos donados fue la form ación de numerosas asociaciones de mujeres de carácter pragmático y utilitario en las que asumían un papel de sujetos pasivos, aceptando las normas que les eran impuestas como estrategia de supervivencia frente a la pobreza y la crisis. Por otro lado, la orientación ideológica de las agencias, en consonancia con el concepto de desarrollo imperante, ha servido para reforzar los roles tradicionales de la mujer en las sociedades patriarcales, basados en su-función reproductora. En relación a esta última afirmación es necesario hacer una breve reflexión sobre el contexto cultural en el cual se está desa­ rrollando todo este proceso. Si nos atenemos a ciertos autores (Montes, Michaux), la unidad familiar en el modelo andino se basa en una dualidad de opuestos complementarios, en la que existe una distribución de tareas y responsabilidades según el sexo, esta­ bleciéndose entre ambos miembros de la pareja una relación de reciprocidad que evita el antagonismo y la asimetría. Este modelo ideal y teórico se vería profundamente modificado en su traslado al medio urbano, que provocaría relaciones de género cada vez más desiguales, en las que las mujeres ocupan un lugar de subordina­ ción con respecto al hombre. En esta distribución de tareas, el rol

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de la mujer vendría determinado, fundamentalmente, por la mater­ nidad que le asigna el papel de reproductora de la vida, biológica y materialmente, lo que supondría que su rol de madre incluiría, no solamente desempeñar las tareas domésticas de género tradicio­ nales, sino ser también la encargada de proporcionar los alimentos para el sustento familiar (Sostres, 1991, pág. 181).

Nos encontramos, por tanto, ante un caso en el que las pautas culturales Son utilizadas de acuerdo con la orientación de los pro­ gramas de donación alimentaria, dentro de las políticas de desa­ rrollo que se vienen aplicando. En un medio en que cualquier actividad que genere un producto de consumo inmediato es con­ siderada como actividad fem enina, y por tanto desprovista de

Género

prestigio social, y que considera que el aporte del sustento diario form a parte de las tareas de género encomendadas a las mujeres, es evidente que la donación de alimentos aparece como un meca­ nismo directo para conseguir este aporte y, por tanto, se les ha adjudicado el papel de receptoras de alimentos. A esto se suma el refuerzo de las agencias intermediarias que las consideran como el grupo ideal susceptible de recibir esta asistencia, sin cuestionar, en ningún momento, las relaciones de género desiguales que se producen en el interior de la unidad familiar, ni reconocer su auténtico papel de agentes económ icos activos, y en muchos casos su papel como jefas de hogares. Este fenómeno asociativo específico en torno a la recepción ali­ mentaria, que en la ciudad de El Alto incluye, en el momento actual, al 9 0 % de las mujeres,19 se caracteriza por la fuerte dependencia que crea, ya que las mujeres están sujetas a los diferentes progra­ mas impuestos por las agencias que organizan una auténtica estructura de sumisión, impidiendo su participación en otras instan­ cias organizativas, políticas, sociales o sindicales. Esta estructura está presente incluso en el interior de las propias organizaciones de base, cuya presidenta ha de contar con el visto bueno de la agen­ cia donante, bajo la amenaza de no recibir los alimentos. La crisis económica y social que se produce en la década de los ochenta actuó como un elemento desencadenante que acele­ ró el nacimiento de numerosos clubes de madres que percibieron claramente en la donación alimentaria un complemento para la economía familiar. En los momentos más agudos de la crisis, la

19. Entrevista de la autora con Ximena Machicao (directora de organización y coordina­ ción de CIDEM),

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donación pasó a ocupar un lugar central, lo que se tradujo en un refuerzo de las políticas asistenciales y de los mecanismos clientelísticos de numerosas instituciones políticas y religiosas. Esto supuso para las mujeres tener que aceptar las normas y regla­ mentos que impusieron las agencias donantes: acudir obligatoria­ La política de

mente a reuniones semanales, realizar trabajos que refuerzan el

¡as donaciones alimentarias

rol doméstico pero sin proporcionarles capacitación técnica, tener que pagar por el envase y por el transporte de los alimentos sin tener seguridad de cuándo van a recibirlos, o tener que realizar: duros trabajos en condiciones de explotación, como en el caso de los programas de «Alimentos por Jrabajo».

Existían clubes de madres hasta esa oportunidad pero no con la fuerza con que se impusieron luego, no; en base a estos comités de abastecim iento se trataba de conseguir alim entos de todo lado y repartirlos en form a controlada, así; ver que lleguen alim entos a la mayoría de la población y, entonces, la misma necesidad hace que a raíz de esto se form en o nazcan nuevos grupos de clubes de madres para que las agencias que estaban sup u esta m e n te ayudando a Bolivia con alimentos que les sobraban; entonces se organizan estos grupos y se crea un nuevo tipo de vida, no, se impone además; hay reglam entos de las agencias donantes, de las que supervisan. Tienen reglam entos internos, ustedes tienen que hacer esto, no pueden hacer esto y además para recoger estos alimentos condicionan a las mujeres, En ese momento nos dicen, ustedes tiene que trabajar, por ejemplo, vamos a hacer los famosos CEF que existían de OFASA, que son los centros de educación femenina, dicen, bueno, a ustedes les van a entregar tantos trabajos, inclusive en un momento llegó en que todo el grupo, ellos pedían que todas entregáramos una chom pa4 y de 233

tal color. Hasta en eso, no, una chompa y tal color. Entonces, muchas personas no podían pero, dentro de lo que no podían tenían que poder a la vez, no, porque, si no, perdían su ración ali­ mentaria y, entonces, bueno, nos vamos dando cuenta de que, analizan-

‘ Jersey, suéter (N. del comp).

do así, charlando, de que eso no está bien porque era una manera de coartar la libertad del ser humano, no, porque, entre otras cosas, en sus condicionamientos que no tenemos que ser ni dirigentes sindicales.20

¿Cuál ha sido la reacción de estas mujeres ante esta situa­ ción? En estas circunstancias es fácil comprender que sólo muy

Género

recientem ente se hayan levantado voces críticas por parte de diversas asociaciones e instituciones contra políticas de-desarro­ llo que han reforzado los roles fem enjnosjtjadiciónales, basándo­ se en análisis androcéntricos y etnocéntricos de la realidad. En este proceso, el papel de algunas ONGs ha sido funda­ mental como alentador de posturas críticas y de tom a de con­ ciencia del papel pasivo al que las mujeres habían sido relegadas, ignorando así la auténtica importancia de su participación en el quehacer social, si bien también hay que hacer mención del papel de muchas de estas instituciones como auténticos mecanismos de control de grandes sectores de la población, impidiendo la arti­ culación de organizaciones de base reivindicativas. Todas estas condiciones provocaron que, en un m om ento dado, las mismas mujeres empezaran a realizar una lectura crítica de la situación que se vieron obligadas a aceptar por su nivel de pobreza, lo que tuvo como consecuencia la formación de un movi­ miento de lucha a lo largo de esta última década. Para poder llegar a efectuar este planteamiento, las mujeres siguieron un camino plagado de múltiples dificultades, que reper­ cutieron, a nivel individual, en la vida de sus «dirigentas», las cua­ les se vieron apartadas y marginadas por las agencias en los programas de reparto de alimentos. Sus denuncias y reivindica­ ciones se iniciaron por el trato que recibían de éstas y por la per­ cepción del auténtico papel que estaban desempeñando:

N o s o tra s hem os p u e sto p o r qué es donación... en e llo nos hemos dado cuenta de que nosotros estábam os más bien en vez 20. Entrevista de la autora con miembros del Comité de Receptoras de Alimentos de El Alto (1991)

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de ver algo a nosotros, le estábam os engrandeciendo a las in s titu ­ ciones donantes, porque dando aporte, rindiendo cuenta y los a li­ m entos com prando y aparte de esto lo que nosotras trabajam os, lo que esta m o s se n ta d a s en la reunión no nos co n sig u e n nin g ú n b e n e fic io , ojalá, por lo m enos a travé s de esa d o nación, que la U política d e & donaciones #nentarias

organización que está reunida nos concientizara, nos apoyara con algún té cn ico de artesanía, digam os de producción...21

En este proceso fueron apoyadas, desde el primer momento, por CIDEM (Centro de Información y Desarrollo de la Mujer), que en 1984 comenzó un trabajo de reflexión con cuatro organizaciones de base sobre la realidad de la donación alimentaria. Este trabajo desembocó en la creación del Comité A D -H O C de Mujeres Receptoras de Alimentos de El Alto, el 8 de marzo de 1986. Desde ese momento se realizaron varios encuentros formándose, en 1988, el Comité Coordinador de Mujeres Receptoras de Alimentos.22 Sus objetivos eran:

a) Agrupar a mujeres de centros, clubes de madres y otras organizadas en torno a la recepción alimentaria, para defender sus derechos y luchar por sus reivindicaciones. b) Fortalecer la organización de las mujeres en busca de su autodeterminación e independencia. c) Favorecer un espacio de intercambio a los problemas que enfrentan las mujeres receptoras de alimentos en busca de soluciones conjuntas.

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21 . Entrevista de la autora con miembros del Comité de Receptoras de Alimentos de El Alto (1991). 22 . En los años 1987, 1988 y 1989 se realizaron respectivamente el I, II y III Encuentro de Mujeres Receptoras de Alimentos Donados en la ciudad de El Alto. Posteriormente, y tam­ bién bajo el auspicio de CIDEM y con la colaboración de otras instituciones se han celebrado otros encuentros tanto con las receptoras como con los organismos donantes. Destacan el I Taller Nacional sobre Donaciones Alimentarias y Seguridad Alimentaria organizado por la CSUTCB y CIDEM (noviembre de 1993) y el f Seminario Donaciones e Importaciones de Trigo y Seguridad Alimentaria (agosto de 1994) con representantes de diversas instituciones entre los que se encontraban representantes del PMA, la PL-480 y CONALSA (Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria) por la evidente dicotomía que se aprecia en la percepción por parte de los receptores y de las instituciones donantes

d) E xigir a las agencias donantes mejores condiciones de reparto y entrega de los alimentos. La democratización con los grupos de base, así como un trato digno a las mujeres. Que las agencias hagan conocer a las mujeres el destino de los apor­ tes que ellas entregan, participación de las receptoras en la elaboración de los programas de capacitación y promoción. Así también exigir el respeto que tienen las mujeres a organi­ zarse de manera independiente y a participar en todo tipo de actividades sociales, culturales, políticas, deportivas, sindicales, en form a voluntaria. e) Coordinar con organizaciones, instituciones y- personas afi­ nes para el logro de los objetivos señalados. f) Generar la reflexión de las mujeres en busca de una toma de conciencia sobre la problemática de la mujer boliviana. g) Fomentar y apoyar todas aquellas alternativas que buscan las mujeres para el paso de receptoras a productoras ( Comité de Mujeres Receptoras de Alimentos de El Alto, 1991, págs, 4-5).

Podemos obseivar cómo destacan tres reivindicaciones funda­ mentales: en primer lugar, se hace un llamamiento a la solidaridad de las mujeres como elemento de presión para sus peticiones, enmarcadas en las estrategias de supervivencia. En segundo lugar, aparecen demandas específicas de género, si bien es importante advertir que se producen en un contexto cultural específico, en el que es habitual encontrar un rechazo de los planteamientos femi­ nistas occidentales. Por último, se produce un rechazo del papel que les ha sido encomendado a las mujeres en los planteamientos tradicionales de las políticas de desarrollo.

Pero en el m Encuentro se ha m anifestado que todas tienen el objetivo de conseguir pasar de ser receptoras a ser productoras y ahora le~pedimas_al gobierno maquinaria en vez de que nos dé leche, y en vez de que nos dé ese apoyo que nos den abonos, que nos den tecnificación, que no queremos esta cosa, queremos otra cosa, que ha habido mala adm inistración, sólo tenem os apoyo a nivel nacional,

entonces ahora no contamos económicamente para movilizarnos toda la gente.23

En este sentido, y en respuesta a las demandas de las mujeres de integrarse en proyectos de generación de ingresos, y a partir de La política de

los múltiples análisis críticos que de la «donación alimentaria» sur­

las donaciones alimentarias

gían desde diferentes sectores, se reforzó un camino ya iniciado por algunas instituciones que habían puesto o estaban poniendo en marcha proyectos productivos con enfoque de género que per­ mitieran reconocer el papel de las mujeres como agentes econó­ micos activos, revalorizando su papel en el proceso del desarrollo y que sirvieran, además, como una reflexión sobre la situación de subordinación que viven, permitiendo una redefinición de las rela­ ciones de género, así como de las tareas de género tradicionales que se dan en el seno de las unidades familiares.24

Así pues, en este proceso, motivado por la aplicación de una modalidad concreta de las políticas de desarrollo, observamos que se produjo un cambio cualitativo en la posición que algunas muje­ res adoptaban frente a las políticas asistenciales, basadas en el binomio madre-niño y en el desempeño de roles tradicionales. Aunque las organizaciones femeninas más numerosas y de mayor arraigo en Bolivia hayan sido las promovidas por el Estado y por organizaciones privadas y hayan estado sujetas a normas estrictas, estas mismas condiciones generaron espacios de encuentro, donde se compartían sentimientos, se tom aba la palabra y se empezó a desarrollar una identidad de género, en función de viven­ cias y problemas comunes.

237

Pero, por otro lado, estamos luchando, como este grupo que ves, estamos yendo a las organizaciones de base, concienzando de que ya

23. Entrevista de la autora con miembros def Comité de Receptoras de Alimentos de Alto (1991). 24. En este campo resulta de especial interés el Seminario-Talter de Metodología de Trabajo con Mujeres realizado a lo largo de 1994,

podem os cam biar de recepción a producción. A hora nosotras bien clarito decimos nuestro objetivo, nuestra mente es de que los grupos no desaparezcan así por así, nomás, porque sabemos que las organi­ zaciones, tanto nos ha costado agrupar a 5 0 mujeres, a 3 0 mujeres y que se desaparezca cuando hay alimentos, no queremos.25 G é n e ro

Sin embargo, la fragilidad que caracterizaba a estas asociacio­ nes receptoras debido a las bases en las que se sustentaban, ha acabado por quebrar su estructura hasta el punto de que muchas de ellas han desaparecido o al menos se han debilitado, dejando de ser el elemento aglutinador que fueron en las décadas pasa­ das. También el Comité de Receptoras de Alimentos de El Alto se vio afectado y perdió operatividad, mientras que algunas de sus «dirigentas» más destacadas se incorporaron a la acción política o sindical. El cambio de estrategia de las agencias donantes, pro­ moviendo los programas de A cción Comunal o A lim entos Por Trabajo, paralelo a la disminución o desaparición de los programas materno-infantiles, ha hecho que las mujeres integradas en Jos clubes de madres no perciban ningún beneficio directo, por lo que han dejado de acudir. Por otro lado, la alternativa de los proyectos productivos se desenvuelve en un camino lleno de dificultades donde se están planteando nuevas perspectivas de trabajo, espe­ cialmente desde instituciones que desarrollan su tarea específica­ mente con mujeres, pero estas experiencias, si bien están siendo muy enriquecedoras desde distintos puntos de vista, no están fun­ cionando en el sentido de proporcionar los ingresos que muchas de sus participantes necesitan de forma inmediata. Las tendencias más recientes apuntan a la creación de microempresas formadas mayoritariam ente por pequeños grupos de mujeres, que encuentran en esta modalidad una alternativa económica a las grandes trabas que existen para ingresar en el mer­ cado formal del trabajo. Su objetivo sigue siendo generar ingresos para la familia, para lo que deben alcanzar niveles de productivi25. Entrevista de la autora con el Comité de Mujeres Receptoras de Alimentos de El Alto (1991).

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dad y de eficacia que hagan viable su mantenimiento en el mer­ cado. Esta iniciativa representa tam bién la concreción de las demandas de los colectivos que han estado sometidos a las tradi­ cionales políticas del desarrollo, que se caracterizaban por su perspectiva asistencialista. Desde la subsecretaría de Asuntos de upolaca de lasdonaciones

alimentarias

G énero (hoy, secretaría nacional de A suntos de G énero) se ... ,

entiende que en este camino, considerado como positivo, sera

necesario mejorar la productividad y revisar el concepto de aso­ ciación para acceder a la form ación de consorcios que hagan com petitivas a las m icroem presas; además se contem pla el refuerzo de la autoestima de la productora en el sentido de reco­ nocer los roles y responsabilidades de hombres y mujeres para que sean equitativos, De esta manera se concibe la microempresa como «un espacio donde la mujer boliviana combina las labo­ res de madre y compañera con las de trabajadora. No sólo es una opción de supervivencia, es una conquista de género» (La Razón, jueves 29 de junio de 1995). A sí pues, por un lado, se están elaborando alternativas que intentan mejorar no sólo las condiciones de vida de las mujeres sino su posición social a través de una nueva concepción de las relacio­ nes de género y a partir de la visibilidad del impacto diferenciado que la crisis y las políticas de ajuste tiene sobre hombres y mujeres. Sin embargo, este tipo de políticas de desarrollo tam poco modifican en lo sustancial los criterios tradicionales ya que, aun­ que supongan una respuesta parcial a las demandas de proyectos productivos de las propias mujeres, siguen sin cuestionar en pro­ fundidad las relaciones de género ni modificar las tareas adscritas a hombres y mujeres, es decir, que son asumibles por las mujeres en la medida en la que les es posible compaginar el trabajo den239

tro y fuera del hogar.26 A ello contribuye que los grandes planificadores del desarrollo, aun llegando a considerar el rol productivo de las mujeres, siguen 26. Aunque existen microempresas dedicadas a todo tipo de actividades incluidos los tra­ bajos en la construcción, no es casualidad el que la mayoría se dedique a la confección y la artesanía, utilizando sus tradicionales destrezas femeninas

tendiendo a la implantación de políticas que no introduzcan cambiossustencrales e n ja 5 _relaciones de género.27 Todas las experiencias acumuladas permitieron la elaboración del Programa Nacional de la Mujer (PNM), componente del Plan Decenal de Acción para la Niñez y la Mujer, integrado en el Organismo Nacional del Menor, Mujer y Familia (O NAMFA) que

Género

busca como objetivo central «institucionalizar la perspectiva de géne­ ro en las políticas de desarrollo», es decir, «eliminar la discriminación y los obstáculos que impidan el acceso igualitario de las mujeres a los beneficios del desarrollo» (Informe R, 1993, págs. 10-11). Los últimos planteamientos apuntan en la dirección de utilizar el concepto de género como la base teórica que permita analizar y corregir los decepcionantes resultados prácticos de la Década de las Mujeres de Naciones Unidas. La teoría de género aplicada al campo del desarrollo permite percibir que, si la base de las desi­ gualdades se encuentra en la articulación de las variables socioculturales de clase, género, etnia, etc., la percepción de las mujeres como grupo homogéneo y aislado alienta políticas de desarrollo condenadas al fracaso. El valor de este método radica en que el análisis de la multiplicidad de roles que desempeñan las mujeres, la correcta evaluación de la importancia de éstos y la consideración del papel clave que desempeñan las ideologías de género y, como consecuencia, las relaciones de género, nos van a

27. En la 1Cumbre Mundial de! Microcrédito (Washington, 2/4-2-1997) se impulsó la apli­ cación de políticas destinadas a promover un crecimiento económico intensivo basado en el trabajo, facilitando el acceso de la población más pobre a los recursos productivos y a los servicios básicos. Llama la atención que las mujeres son, otra vez, la población-meta de este tipo de políticas, ya que ellas han sido las destinatarias de cerca del 94% de los microcréditos conseguidos. En la Cumbre se destacó que ésta podía ser una gran ocasión para el reconocimiento del papel económico de las mujeres, a lo que se añadió que, en la práctica, es la mujer quien mejor paga las deudas. Al igual que en el denominado «Enfoque Antipobreza», al no llevar aparejadas medidas encaminadas a la modificación de las rela­ ciones de género, estas ayudas pueden suponer un aumento de la jornada laboral de las mujeres además de formularse como una extensión de las tareas domésticas y como una «ayuda» a la economía familiar. Este tipo de formulación tiende a ignorar las limitaciones particulares que su rol de género impone a las mujeres, lo que hace, muy difícil que consi­ gan desarrollar plena y eficazmente, en condiciones de igualdad con los hombres, su rol productivo. Sin embargo, estos programas son bien acogidos por las mujeres dada la pre­ cariedad de su situación económica y el apremio diario de alimentar a sus hijos desde su papel de gestoras de la vida cotidiana.

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perm itir situar el lugar en que se originan y se desarrollan las desigualdades de género, teniendo en cuenta todas las variables que las provocan. Un enfoque de este tipo supone el rechazo del aislamiento y «homogeneización», al que han sido sometidas las mujeres, en la La política de

práctica, en un intento por mejorar sus condiciones de vida Por

las don acion es alim entarias

tanto, ya no ha de tomar en cuenta solamente a las mujeres, sino que su análisis y posterior aplicación en programas concretos de desarrollo han de ir dirigidos tanto a hombres como mujeres evi­ tando el aislamiento y la consideración, por parte de los poderes públicos y de la misma sociedad, de aspecto marginal de la cues­ tión. Naturalmente esto no supone que se hayan de abandonar multitud de proyectos dirigidos a las mujeres, encuadrados en las «acciones positivas» en lugares de especial discriminación, sino que la adopción de un método nuevo, el método de género, per­ mita efectuar análisis que desvelen las auténticas causas de situaciones de subordinación y, posteriormente, extraer conse­ cuencias prácticas que se plasmen en la elaboración de unas polí­ ticas para el desarrollo más justas y eficaces para la población en su conjunto. De esta manera, desde la modificación de los mecanismos que reproducen las estructuras patriarcales: la división en esferas pública y privada, la rígida división del trabajo por sexos, los valo­ res de prestigio y desprestigio que afectan a las tareas de género de hombres y mujeres respectivamente, y a partir de la valoración de la multiplicidad de roles de las mujeres y su enorme potencial de actuación, será posible incidir en esas injustas y desiguales relaciones de género.

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6. Pobreza y migración en el noroeste argentino Cristina Biaggi Universidad Nacional de Santiago del Estero, Argentina

A Rita, de Los Junes

La historia de Rita

En los inicios del mes de marzo de 1996 murió Rita. A Rita la conocía desde hace nueve años, y recuerdo siempre nuestra primera conversación. Fue en la ciudad, en un encuentro de campesinos, sentadas en la galería de una escuela; hablamos sobre los hijos mientras esperábamos para ir a almorzar. Ella había viajado desde el campo para saber de Chuca, su esposo, que estaba preso por defender su derecho, y el de muchos otros, de trabajar y vivir en la tierra de sus padres. Hubo un momento de aquel día que quedó como anécdota. Fue cuando durante alguna conversación percibim os que Rita hablaba inglés. Conociendo la zona en la que vivía, donde tan sólo desde 1995 hay una escuela y nunca hubo electricidad para pen­ sar en un televisor, el asombro obligó a la pregunta. * El presente artículo ha sido publicado en una primera versión en la revista Travessia, re­ vista do migrante. Publicación del CEM-Año IX, n° 26, Sao Paulo, 1996

Ella nos contó su pequeña historia de migrante como emplea­ da doméstica en Buenos Aires, donde trabajaba en la casa de un funcionario de un banco internacional que, cuando lo trasladaron a Washington, le pidió que se fuera con él y su familia al nuevo destino. Pasado un tiempo, volvieron todos a la Argentina y fue cuando Rita se casó con Chuca. El mismo hombre les ofreció tra­

Género

bajo a los dos, ellos contestaron que no y decidieron dejar su vida de campesinos migrantes y volver a trabajar donde ambos habían nacido. Volvieron, se com prom etieron cada uno a su manera en la lucha por la tierra y buscaron con el alma tener hijos. Cuando Rita murió tenía tres hijos con Chuca: dos adoptados y un bebé propio de un año y medio que la naturaleza les regaló ya pasados los cuarenta años. Su muerte fue producto de una serie de circunstancias, rela­ cionadas con la situación de pobreza de gran parte de los medios rurales del norte argentino.

La o tra A rg entin a

Cuando se hace referencia al campo en la Argentina, la imagen que aparece es la de la región pampeana, con sus vacas en llanuras ver­ des y sus extensos cultivos de cereales.' Esta imagen es tan fuerte que el país pareciera ser sólo la fértil y rica pampa, cerca del puerto de Buenos Aires, donde los principales actores sociales son empre­ sarios agropecuarios modernizados. Esta caracterización del medio rural argentino no es fortuita, ya que esta región es la responsable de algo más del 8 0 % de las exportaciones agropecuarias totales.2 248 1. Como región pampeana o pampa húmeda se considera la mayor parte del territorio de las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, Santa Fe y La Pampa. Es en esta re­ gión donde se encuentran los principales centros urbanos del país: Buenos Aires, Rosario y Córdoba 2. El sector agropecuario argentino aporta el 15 % del PBI, porcentaje que sube al 36 % si se toma en cuenta el conjunto de la agroindustria, y la región pampeana genera el 60 % de la producción agropecuaria nacional (Barsky, 1993).

Sin embargo, tras esta imagen queda oculta la otra realidad del campo en la Argentina, mucho menos rica, con pocos centros urbanizados de importancia, con problemas de comunicación y comercialización y con mucha más población rural.3 El desarrollo agropecuario ha sido, y es, muy desigual entre la región pampea­ na y el resto de las regiones del país. Según un análisis de la secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación,4 en base al último censo agropecuario reali­ zado, existían en 1 9 8 8 algo más de 185.000 explotaciones de pequeños/as productores/as en el país, equivalentes al 46,9 % del total de establecimientos agropecuarios. La mayor concentración de este tipo de explotaciones estaba en el noroeste y nordeste argentino. En el noroeste, el 71,45 % (50.996 explotaciones) de los predios existentes eran minifundios en 1988, mientras que en el noreste la participación de este estrato llegaba al 62,75 % (53.377 explotaciones) del total de explotaciones agropecuarias. Ambas regiones, a su vez, poseen algo más de la mitad de las explotaciones campesinas del total del país.5 Las explotaciones campesinas del norte argentino se diferen­ cian tanto por los cultivos de renta que producen (algodón, taba­ co, azúcar) como por sus peculiaridades culturales, debidas al flujo migratorio del cual provienen o de las razones históricas que defi-

3. Mientras que el promedio nacional de población rural es del 12,8 % (Censo Nacional de Población y Vivienda, 1991), las provincias del norte superan notoriamente este porcenta­ je: Misiones tiene un 37,5 % de su población asentada en el área rural, la provincia de Santiago del Estero un 39,3 %, Formosa un 32,2 %, Chaco un 31,4 %, Catamarca un 30,2 %, Salta un 21 %, La Rioja un 24,3 %, Tucumán un 23.4 % y Corrientes un 25,9 %. No ocurre lo mismo en la región patagónica, donde la población rural tiene más bajos porcen­ tajes: Chubut un 12,2 °/o, Neuquén un 13,7 %, Río Negro un 20,1 % y Santa Cruz un 8,6 %. 4. Dirección de Planificación y Desarrollo Agropecuario de la secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación, 1994. 5. La región noroeste está formada por las provincias de Jujuy, Catamarca, Salta, La Rioja, Tucumán y Santiago del Estero, Limita con Chile y Bolivia y comparte en su región andina, características culturales de las comunidades campesinas andinas. La región noreste está formada por la provincias de Formosa, Chaco, Misiones y Corrientes Limita con Brasil y Paraguay y parte se su población rural proviene de migraciones europeas de principios de este siglo. Las restantes explotaciones campesinas se encuentran localizadas, principal­ mente, en las provincias de Neuquén y Río Negro (región patagónica) y en menor propor­ ción en la región de Cuyo (Mendoza, San Luis y San Juan) y en las provincias de Santa Fe

meron su asentamiento. Un porcentaje de estos sistemas produc­ tivos campesinos son exclusivamente de subsistencia, con peque­ ñas parcelas de maíz, papas, hortalizas y otros productos de autoconsumo. Realizan además ganadería menor, especialmente cabras, ovinos y camélidos en la región andina, generalmente con muy poca tecnología, oferta atomizada y escaso volumen de pro­

Género

ducción. Sus productos son principalmente para el mercado inter­ no, existiendo algunas excepciones en los últimos años con la implementación del MERCOSUR. Un porcentaje importante de estas agriculturas familiares tiene problemas de tenencia de su propiedad; son ocupantes de tierras fiscales privadas y aunque la legislación vigente los favorece por vivir y trabajar en la tierra por más de veinte años, tanto por razo­ nes económicas como políticas, viven y producen en una situación precaria, lo que se refleja en los rendimientos obtenidos.6 La pluriactividad es otro de los rasgos sobresalientes de los predios campesinos, principalmente como asalariados rurales y, en muchos casos, como migrantes temporales a otras regiones (por ejemplo, en la cosecha de la papa en la provincia de Buenos Aires o en el sector de la hostelería o en el empleo doméstico en centros turísticos). El hecho de ser asalariados/as y agriculto­ res/as simultáneamente los diferencia de otros productores agro­ pecuarios de! país que también son pluriactivos pero, sobre todo, como cuentapropistas. Otra distinción de los sistemas productivos campesinos del norte argentino, es la importancia de la mano de obra fam iliar fem enina en el cultivo de renta deí precíio;7 en la región pampeana, las mujeres también trabajan en la agricultura, pero como trabajadoras no familiares. Sin embargo, son sus características de pobreza lo que particu­ lariza a gran parte de las explotaciones campesinas del norte 6 . Las razones económicas mencionadas son principalmente los costos de las mensuras que deben realizar en sus propiedades y los honorarios legales necesarios para regularizar la tenencia de la tierra en los ámbitos correspondientes. Pero además existen en muchos casos problemas relacionados con falta de información y de voluntad política para solucio­ nar este tipo de problemas en este sector productivo, 7. Las campesinas realizan todo tipo de tareas en los cultivos de renta menos preparar el suelo para la siembra.

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argentino —falta de acceso a servicios básicos de salud, problemas de desnutrición maternoinfantil, viviendas tipo rancho, caminos intransitables parte del año, falta de agua potable, analfabetismo—, además de las dificultades específicas de su actividad productiva: falta de información agropecuaria, tecnologías no adecuadas a su situación, dificultades para la obtención de créditos, canales de comercialización imperfectos, infraestructura obsoleta para el riego.

U na m igració n m arcad a por el g énero

Es en esta otra Argentina, donde vivía Rita. Su historia, la de la mujer joven que migra y decide volver, es la historia de otras cam­ pesinas que nacieron en las áreas rurales de Santiago del Estero. Esta provincia, localizada en el noroeste argentino, ha tenido y tiene como una de sus características principales la expulsión de la población. Desde comienzos del siglo xix, tanto por razones ecológicas como por el modelo de desarrollo que se fue impo­ niendo con la centralización del país por Buenos Aires, sus exce­ dentes poblacionales migraban definitivamente o adoptaban un patrón de migraciones estacionales. Aunque, como consecuencia de las políticas económicas existentes en el país desde finales de los años setenta, la migración de población disminuyó en las dos últimas décadas8 y su destino final dejó de ser exclusivamente Buenos Aires, hoy en día la salida de jóvenes de las áreas rurales sigue apareciendo como la única opción posible para numerosas familias. 8. En 1947, el 17 % de la población total del país había emigrado de su provincia de naci­ miento, un indicador que asciende al 19 % en 1960, Las corrientes migratorias internas se intensifican en el período 1960-1970; así, el porcentaje de personas que vivían fuera de su provincia de nacimiento había aumentado al 24 %. El lapso 1970-1980 tiene una diná­ mica diferente; la magnitud de los movimientos internos interprovinciales disminuyó, ya que la población que vive fuera de su provincia de nacimiento es para 1980 de 23 °/o ( Torrado; 1992, págs. 85-88). La información del último censo de población (1 9 9 1 )-permi­ te afirmar que se consolida la tendencia de una menor tasa de emigración provincial, ya que para el Noroeste el porcentaje de población de 1980 era de 10,8 % y para 1991 de 11,3 %, mientras que para el Noreste era en 1980 de 8,1 % y para 1991 de 8,7 % (INDEC; 1991, págs, 35-38),

La migración de los pobres rurales a las ciudades se da en una sociedad donde la oposición rural/urbano está asociada al par pobreza/riqueza, aún hoy con el índice históricamente más alto de desempleo en las principales capitales del país. Para los campesinos expuestos a continuos riesgos en sus actividades productivas, tanto por razones climáticas como por inconstancias de las políticas agrícolas, el salario seguro de un trabajo urbano representa la entrada a la sociedad. La falta de dinero aparece para este sector como la causa de su exclusión social. Desde el proceso'de migración, las dificultades son distintas sea una mujer o un hombre el que deja la tierra y la familia para buscar trabajo en las áreas urbanas. Además de las diferencias biológicas, lo que distingue las migraciones femeninas y masculi­ nas son las desigualdades existentes entre los géneros en nuestra sociedad. El género es lo que distingue a las mujeres de los varo­ nes en términos de roles y de las actividades que desarrollan, y toda sociedad y cultura tiene expresiones diversas del género de acuerdo con los patrones de relaciones sociales existentes. Por lo tanto, e ljjé n e ro es un concepto relacional y esto significa que los papeles sociales masculino y femenino no existen aislados: uno es construido en la relación con el otro. Además, el concepto de género considera que en nuestra sociedad las relaciones entre hombres y mujeres no son de igualdad (Campaña,

1992;

Menasche, 1995). Por lo tanto, al analizar la migración campesina femenina es necesario considerar que:

• La mujer pobre que sale al mercado de trabajo urbano está, por su carácter biológico de reproductora, más expuesta y fragilizada en el nuevo contexto. Los conocimientos que trae del medio rural sobre la sexualidad no son suficientes para enfren­ tar a la sociedad urbana y los vinculados con la maternidad son diferentes a los existentes en la ciudad. El hecho de tener un hijo la expone, en general y más si no tiene compañero, a situa­ ciones de mayor desvalorización de su condición de mujer.

• Si, en general, la población pobre es estigmatizada cuando sale a buscar trabajo lejos del hogar, cuando es mujer la condi­ ción de desvalorización se agudiza. Y aunque la subordinación toca por igual a la mujer rural y a la urbana, como las relaciones entre los géneros varían según las sociedades, los mecanismos de sumisión a los cuales las campesinas se enfrentan en la ciudad les resultan desconocidos.

En décadas pasadas existieron para las mujeres rurales pobres posibilidades en el mercado de trabajo urbano dentro del sector industrial, hoy sólo existe como opción laboral el trabajo doméstico. Esto determina aún más la condición de subordinación de la migra­ ción femenina, porque además de realizar un trabajo desjerarquiza­ do socialmente, en general viven en la casa en la que trabajan y pierden, de esta manera, su espacio individual.

¿ P o r q u é m igran las c am p esin as jó ven es?

Cuando la mujer rural efectúa actividades agropecuarias no rela­ cionadas con el autoconsumo, realiza por diferentes razones un trabajo doblemente desvalorizado. Esto es así porque, de un lado, el trabajo agrícola en nuestra sociedad es menos valorado en rela­ ción a otras tareas generadoras de ingresos y, desde la perspecti­ va de género y dentro de la división del trabajo por sexo en las sociedades capitalistas, las ocupaciones que requieren fuerza físi­ ca son consideradas como masculinas. En general, cuando las agriculturas familiares obtienen mayores beneficios económicos con sus producciones, las mujeres dejan las actividades agrope­ cuarias dedicándose únicamente a las de autoconsumo considera­ das como una extensión de sus responsabilidades reproductivas.9 Además, las actividades domésticas femeninas en las áreas rurales son más arduas (acarrear el agua o buscar la leña para cocinar, por

9. Éste es el rol de la mujer en las explotaciones familiares de la región pampeana.

ejemplo) en comparación a las realizadas en ámbitos urbanos. A esto hay que sumarle que, en muchos casos, la misma localidad que luego añorarán en la vida urbana es, para estas jóvenes, un ámbito acotado por las estigmatizaciones sociales de la pequeña comunidad. Por lo tanto, las mujeres pobres al migrar buscan reali­ zar actividades consideradas como femeninas y en condiciones

Género

favorables, sumado a la necesidad de conocer el mundo existente tras los límites de la comunidad rural. Lograr una mejor educación formal aparece para muchas jóve­ nes como otro objetivo para salir del hogar familiar. En Argentina, la situación de las mujeres es más desfavorable que la de los varo­ nes en lo que respecta tanto a niveles de asistencia escolar como al de máxima educación alcanzada. Esto se acentúa en las provin­ cias con mayor porcentaje de población rural —Santiago del Estero, Misiones, Formosa, Chaco, Catamarca, Corrientes— donde existen más mujeres que nunca asistieron al sistema educativo (Consejo Nacional de la Mujer, 1994). La educación formal aparece dentro del imaginario femenino como un instrumento eficaz para ascender socialmente y atenuar su condición de subordinación. Cuando la madre no ha conseguido ese adelanto, intentará que la hija lo alcance y, por lo tanto, la estimulará a migrar para estudiar. Sin. embargo, la migración rural no es una decisión individual sino el producto de una estrategia para la reproducción de este tipo de agriculturas. En un determinado momento del ciclo fam i­ liar, los hogares rurales pobres necesitan expulsar algunos de sus miembros para mantener el equilibrio de su economía doméstica. Por lo tanto, en muchos casos no hay posibilidad de elección entre permanecer en el hogar o migrar, y el miedo que significa para estas mujeres jóvenes dejar la pequeña com unidad se enmascara con el entusiasmo de conocer todo aquello a lo que no tienen acceso, de poder ayudar económicamente a la fam ilia o de lograr estudiar y modificar su situación. Y, al llegar a la ciudad, buscan participar en los espacios que otras mujeres y hombres construyeron al llegar al medio urbano para reproducir, como lo hacen otros migrantes, los lazos solida-

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ríos y los códigos sociales compartidos en el medio rural y todo aquello que posibilita atenuar la nostalgia.

La h isto ria d e las co m p añ eras d e Rita

En general, todas las mujeres rurales pobres de Santiago del Estero tienen en su historia de vida una parte que aconteció en una gran ciudad. Según las redes familiares, algunas primero hicie­ ron una primera experiencia en la capital provincial para animarse más adelante a centros urbanos de mayor importancia. Para muchas de ellas, ha sido la única oportunidad en que conocieron lo que ofrece la sociedad en la que se insertan o participan parcial­ mente. El porqué de su regreso varía según las particularidades de sus historias: volvieron para un carnaval y se casaron con el ex­ novio, los padres se quedaron solos y viejos y alguien se debía que­ dar a cuidarlos, se casaron en la ciudad y decidieron volver. Mientras que los cuentos de los hombres que migraron son compartidos (campamentos forestales, cuadrillas para la fecunda­ ción del maíz híbrido en cultivos empresariales en la llanura pampe­ ana, contratación en construcciones), las campesinas se distinguen por historias individuales, principalmente por las características del empleo dom éstico. Esto no impide que tengan anécdotas muy divertidas de lo que les pasó en Buenos Aires durante sus años de trabajadoras urbanas. Y, en general, las tristezas del abandono de la seguridad de la casa de los padres o de la separación del primer enamorado o del hijo, que nació cuando eran demasiado jóvenes, se dejan de lado porque sus hijas también deberán migrar. El des­ conocimiento de la «verdad objetiva» de la migración por parte de las mujeres más jóvenes más un bagaje de fantasías sobre las posibilidades de la ciudad es imprescindible para que el proceso continúe repitiéndose. Hay otras historias de mujeres rurales migrantes en Santiago del Estero. Son aquellas campesinas que durante gran parte de su vida fueron de una zona a otra según donde se necesitara la

mano de obra para las cosechas o para la explotación forestal. Estas mujeres no tenían casa, trabajaban en las actividades agrí­ colas, se ocupaban de la comida del conjunto de trabajadores y del cuidado de los hijos. Hoy en día la modernización de la agri­ cultura y la devastación forestal tienen como consecuencia que este tipo de migración femenina haya disminuido. Ésta es la his­

Género

toria de Marta que, mientras andaba por un camino del Chaco, uno de sus diez hijos nació encima del carro que transportaba a todos los trabajadores y sus pertenencias de un campamento forestal a otro.

La v u e lta al m ed io p o b re

La vida de las campesinas significa, en relación a las mujeres pobres urbanas, peores condiciones tanto para el trabajo domés­ tico como para la reproducción de la familia, especialmente en lo que se relaciona a la salud de los hijos. Entonces, ¿por qué algu­ nas mujeres migrantes deciden volver al medio rural? Las historias que ellas suelen contar son muy diferentes. Están las mujeres que van a la ciudad tras la imagen del lugar donde las oportunidades de una mejor vida son abundantes y cuando las dificultades son excesivas deciden volver. También están las campesinas, en zonas con un alto índice de migración, que regresan por ser las responsables dentro del grupo familiar de que el hogar rural permanezca y de que la tierra no sea aban­ donada cuando los padres mueran. Detrás de cada historia parti­ cular, la campesina que regresó decidió recuperar su identidad de mujer trabajadora rural. En Argentina, las campesinas son un grupo de identidad mino­ ritaria, por el bajo porcentaje de población rural del país, y con una representación del rol fem enino específica. Tienen una dimensión propia del espacio y del tiempo porque cumplen sus actividades reproductivas y domésticas en el mismo espacio y tiempo en el cual realizan su trabajo productivo generador de la renta de! hogar

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agrícola. Su identidad de trabajadora rural no aparece como pro­ ducto de esta falta de delimitación entre los espacios y los tiem ­ pos, aunque es posible cuantificar en cada caso el ingreso proveniente de la mano de obra femenina en los principales cul­ tivos de renta.

I Pobreza y migración | enel noroeste i argentino

1

Para las campesinas, el hecho de compartir el espacio y el tiem­ po entre las actividades socialmente asignadas a su género y las necesarias para la supervivencia de la familia no las pone en la con­ tradicción que la mujer urbana pobre sufre al abandonar su casa y sus hijos y colocarse en el lugar de proveedor que la sociedad espera que cumpla el hombre. Por su posición de clase ambas necesitan generar un ingreso al hogar, pero la campesina logra hacerlo sin producir conflictos personales. En parte, como se verá en el próximo punto, la contradicción que sufre la mujer que sale obligatoriamente al mercado laboral establece una serie de relacio­ nes de dominación.

La m u je r y la p luriactividad en las ag ricu ltu ra s fa m ilia re s cam pesinas

Las mujeres que migraron en lajuventud y regresaron al medio rural pobre, hoy son madres de otros y otras migrantes transitorios/as o definitivos/as. Ellas mismas también pueden migrar en forma cir­ cunstancial o los esposos pueden salir para completar los ingresos del hogar en determinados momentos del año. Esto es así porque la pluriactividad es una característica principal de este tipo de agricul­ tura y los envíos de dinero de los migrantes son un componente importante en la conformación de los ingresos de estos hogares 257

rurales. La definición de quiénes permanecen y quiénes migran depende del tipo de actividad de la explotación agropecuaria. En las agriculturas más pobres, el tipo de dieta establece en parte su dependencia a los ingresos monetarios. Estas pautas de consumo, adquiridas de generación en generación por razones históricas, definen el sistema productivo de estas agriculturas.

Estos campesinos realizan, aunque sea en pequeñas superficies, producciones comerciales con el objetivo de obtener dinero nece­ sario para la compra de los elementos básicos de la alimentación familiar: azúcar industrializada, yerba mate y harina refinada de trigo.10 Por lo tanto, la migración estacional o las ayudas de los migrantes definitivos posibilitan los medios económicos para con­ seguir la parte del consumo que tiene que ser obtenida vía circu­ lación mercantil. Por consiguiente, un elem ento como es la definición social de lo que es una buena dieta influye en la lógica, en la visión del mundo y en el esfuerzo productivo. Esta situación tembién determina que la producción, de culti­ vos para el mercado que originan dinero por su venta tenga un mayor poder simbólico que la producción de autoconsumo, activi­ dad principal de las mujeres. La valoración del dinero en las sociedades capitalistas, que permite el acceso a bienes industria­ lizados, genera una actitud diferente dentro del hogar rural sobre la jerarquía de las distintas producciones existentes. Es ésta una de las razones por las cuales las mujeres.r.urajes no valoran el tiempo dedicado al trabajo dentro de las actividades prediales de autoconsumo (huerta, aves de corral, cabras, maíz), aunque éstas sean determinantes para la reproducción de la familia. Aunque no es posible una distinción éntre mujeres urbanas y rurales por falta de estadísticas específicas, en A rgentina las mujeres son quienes aumentaron su propensión a concurrir a los mercados de trabajo urbanos en los últimos años. Entre 1 9 8 0 y 1990, el aumento ha sido entre un 10 y un 20 % y lo han hecho frente a hombres que han mantenido o han decrecido la suya (Consejo Nacional de la Mujer, 1994). Aunque se puede decir que la fuerza de trabajo ocupada se feminizó —y la subocupada y la desocupada se masculinizó— esto tiene relación con la acepta­ ción, por parte de las mujeres, de condiciones generales de empleo más precarias, relacionado con una problemática especí10. En el noroeste, se utiliza casi exclusivamente harina de trigo. En el nordeste, la harina de trigo se complementa con la mandioca. La harina de maíz se usa en menor proporción que en el resto de América Latina.

fica de género: cuando la mujer se ha de asalariar lo hace en con­ diciones de extrema vulnerabilidad —más aún si es cabeza de familia— aceptando cualquier tipo de empleo y esperando que sea sólo una cuestión temporal que le permita la supervivencia en la coyuntura de la crisis, para después tener la posibilidas de aban­ Pobreza y migración en el noroeste argentino

donarlo y volver a la casa para la atención de la familia (Narotzky, 1987). Una consecuencia de la salida de la mujer a mercados de tra­ bajo no locales es que provoca en las agriculturas campesinas pobres un aumento de pasivos en relación a los activos porque los hijos/as de estas mujeres migrantes quedan a cargo de una mujer mayor (en general, la abuela). Por lo tanto, el ingreso proveniente de la salida de esa campesina permite sólo, en muchos casos, el man­ tenimiento en el medio rural de niños y ancianos, la sobrecarga de trabajo doméstico y reproductivo de la mujer que no tiene trabajo extrapredial y la fragilización del hogar ante la presencia de un mayor número de niños.

Los c a m b io s p olítico s y so cio eco nó m ico s d e los n oven ta

En estos tres últimos años, con el ajuste del modelo económico impuesto desde 1990, los cambios en la estructura agraria del país han sido importantes. La región noroeste y nordeste y sus produc­ ciones campesinas no han quedado fuera de estas transformacio­ nes. Mientras que en algunos casos estos cambios son sólo fruto de crisis coyunturales, en otros es evidente que se están produciendo verdaderos procesos de reestructuración en las economías de estas regiones. 259

A p a rtir d e las re fo rm a s e c o n ó m ic a s im p le m e n ta d a s , lo s /a s c a m p e s in o s /a s h an p e rd id o c o m p e titiv id a d en su s c u ltiv o s tr a d i­ c io n a le s , p a ra le la m e n te a u n a c o n c e n tra c ió n d e las a c tiv id a d e s a g ro p e c u a r ia s e n un tip o d e p r o d u c to r c o n e x p lo ta c io n e s de m a y o r ta m a ñ o y m á s c a p ita liz a d o . E s ta p r e s e n c ia d e m a y o r e n v e rg a d u ra n o h a s ig n ific a d o un a u m e n to en la c o n c e n tra c ió n

de mano de obra proveniente de las agriculturas campesinas sino que, en general y con especifidades según los cultivos, el asalariamiento rural en la región es menor en este último perío­ do. Esta menor contratación de mano de obra se relaciona, en parte, con el impacto de la cosecha mecánica en los cultivos tra­ dicionales —principalmente caña de azúcar y algodón— y con un

G énero

mayor acceso a agroquímicos.11 Otra dimensión de este nuevo contexto, que afecta directa­ mente al campesinado algodonero en la provincia de Santiago del Estero, son los problemas de tenencia de la tierra. El aumento de los precios del cultivo del algodón y la expansión de las áreas agrí­ colas agudizan los conflictos en aquellas zonas donde viven ocu­ pantes veinteaneales de tierras privadas y fiscales. Además, la ampliación de áreas agrícolas se relaciona con una disminución de la flora natural, que es un recurso importante en las estrategias de vida de los sistemas productivos campesinos. Por otro lado, p a rte de las p oblaciones cam pesinas más pobres están recibiendo ayudas por medio de las políticas socia­ les focalizadas, aunque las mismas tienen bajo impacto sobre los problem as e stru c tu ra le s relacionados con la producción agropecuaria (acceso a agua, regularización de la tenencia de la tierra, m ejoram iento de caminos y de canales de comercializa­ ción, etc.). Además, este tipo de políticas sociales implem entadas desde el Estado no logran contrarrestar las consecuencias de este nuevo contexto, con menos posibilidades de asalaria­ m iento y pérdida de com petencia de los cultivos cam pesinos tra d icio n a le s, p rin cip a lm e n te porque no alcanzan a toda la población rural pobre. Por lo tanto, los/as jóvenes campesinos/as, y especialmente las mujeres, buscan, quizás con más ansias que en la época de Rita y seguramente con más dificultades, fuera del medio rural 11. Por ejemplo, la cosecha de algodón es una actividad tradicionalmente realizada por todo el grupo familiar — no hay distinciones ni genéricas ni de edad— y significa un ingreso diario al hogar campesino durante, por lo menos, dos meses y sin migración del lugar de residencia en las zonas donde coexisten pequeños y grandes pioductores Lo mismo ocurre con la lim­ pieza de malezas en forma manual en los cultivos industriales.

260

nuevas alternativas para ellas/os y para ayudar a quienes queda­ ron en «la otra Argentina». Cuando le preguntamos a Rita y a Chuca hace diez años atrás p o r qué habían vuelto a trabajar a la casa de sus padres, ellos con­ testaron que la vida en el campo era más digna y que podían deci­ Pobreza y migración sn et noroeste argentino

dir más cosas. La decisión de regresar a la pobreza para poder d e cidir más librem ente y sa lir de la m arginalidad de las áreas urbanas significa, para estos campesinos, un costo en calidad de vida donde la m ujer es la más afectada.

261

4

2001

9

1980 2794

4

1970 2336

1960

5604

23198

4751

18458 4906

14410

6008

9886

1589

1947

4

Urbana Rural

Total

Ano

-155

-698

■404

Disminución intercensal de la poblac. rural

Población (miles)

19

24

68

67

70

27.8

21,0

17,0

23

17

7

9

13

15

Nativo del Migrante Inmigrante lugar de interno residencia

Porciento de población en las categorías

68

'

37.8

Porciento de poblacion rural

35.6

36,1

33.6

29,4

GBA

35,0

36,3

37,9

42,4

6.7

6,6

6.7

6,4

Pam­ Cuyo peana

11,0

10,2

11,0

1 1,3

Noro­ este

8,0

7,7

8,1

8,3

Nor­ deste

3,7

3,0

2,6

2,3

Patagonia

Porciento de población en la región (a)

Población total y urbana. Indicadores de las migraciones internas e internacionales. Distribución espacial de la población (% ). Tasas de crecimiento de la población (0/00) en los períodos intercensales. Total del país, 1947-1980.

°

tn to 8 « o

CO t>

14,5

14,8

13,2

Vegetativo

3,4

0,6

4,0

Migratorio

Tasas de crecimiento

Bibliografía

Barsky, Osvaldo, «La evolución de las políticas agrarias en la Argentina» en Marta Bonaudo y Alfredo PucciarelIi (comps.), La problemática agraria, Nuevas aproximaciones III, Buenos Aires, CEAL, 1993. Biaggi, Cristina, La agricultura fam iliar en la Argentina, Rio de Janeiro (Brasil), Tesis de Maestrado, U F R R J/IC H S /C P D A , 1996. Cam paña, Pilar, El contenido de género en la investigación en sistemas de producción, Serie Materiales Docentes, n° 2, Santiago, Chile, RIMISP, 1992. Consejo Nacional de la Mujer-Consejo Nacional de Coordinación, Informe Nacional. Situación de la m ujer en la última década en la República Argentina, Buenos Aires, 1994. INDEC, Censo Nacional de Población y Vivienda 1991, Buenos Aires. Menasche, Renata, Género: que bicho é esse?, DESER, Culritiva- Brasil, 1995. Narotzky, Susana, Trabajaren familia. Mujeres, hogares y talleres, Valencia, Edicions Alfons El Magnánim,1987.

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264

Cuarta parte

Salud

7. D e m o g ra fía sin núm eros. El c o n texto eco nó m ico y cultural de la m o rta lid a d in fa n til en B rasil1

Nancy Scheper-Hughes Universidad de California, Berkeley

La investigación convencional en demografía y /o epidemiología se puede esforzar por ser culturalmente sensible y puede iluminar, por ejemplo, la lógica cultural y los perfiles de racionalidad alternativos que pueden gobernar la fertilidad y la toma de decisiones sobre la reproducción de las mujeres del Tercer Mundo, de la gente pobre, de los inmigrantes, de los refugiados, y demás «otros» marginados. Sin embargo, a menudo, se da una chocante falta de conciencia sobre las maneras en que la cultura de dichas ciencias estructura las preguntas formuladas y sobredetermina los hallazgos. En lugar de sim plem ente descomponer o factorizar estas realidades en algunas variables culturales reduccionistas y no problemáticas —lo que, tal como lo expresó Kertzer (1 9 9 6 ) en otro lugar, supone «bajarle los humos a la cultura, ponerla en su sitio»—, una demo­ grafía críticamente interpretativa tendría que convertirse en una empresa mucho más radical, que pusiera en cuestión el estatus

1. La versión original del artículo, de la cual se ha suprimido en la presente edición un apartado por indicación de la autora, fue publicada como «Demography without Numbers», en D, I Kertzer y T. Fricke (comps.), Anthropological Demography, Chicago, University of Chicago Press, 1997, págs, 201-222 (N. del comp).

neutral y objetivo de sus categorías investigadoras, así como la adecuación de sus intervenciones. Alm eida Filho ha empezado este proceso para la ciencia de la epidem iología (1 9 8 9 , 1990, 1991). Ha examinado la cuestión del objeto de conocim iento en su campo para llevar más allá las preguntas sobre la posición dominante de la causalidad y del

Salud

riesgo tal como operan en las investigaciones convencionales en epidemiología. Argum enta que, hasta la fecha, lo m ejor que la crítica epistem ológica radical puede ofrecer a la epidem iología es el «paradigma de lo que falta, de lo que se necesita interpre­ tar, de lo que todavía está por llegar a ser para poder rellenar las lagunas actuales» (Alm eida Filho, 1991, pág. 6). Tengo la espe­ ranza de que los ensayos antropológicos incluidos en este volu­ men podrían hacer lo mismo por la ciencia de la demografía, es decir, apuntar esas lagunas, sugerir lo que fa lta e indicar aquello que aún se necesita interpretar. R ecientem ente, T. M. S. Evens se refirió a la antropología com o la más «im plícitam ente revolucionaria» de las ciencias humanas (1 9 9 5 , pág, 12). El radicalismo, aún por realizar, de la epistem ología antropológica deriva de «su interés constituyente en la otredad» que la hace ab ie rta de fo rm a d efinitiva. Sin embargo, el señuelo del empirismo fácil mina constantem ente y subvierte la promesa radical de la antropología. Lo hace cada vez que se presenta la antropología como un «cuerpo de cono­ cim ientos acumulados, más que como una disciplina obligada por su propio objeto de estudio a perfeccionar continuam ente sus contenidos al interrogar los presupuestos de acuerdo con los cuales opera» (Evens, 1995, pág. 12). La realidad es siempre más compleja, contradictoria y esquiva que lo que dan de sí nuestros limitados y parciales modelos teóri­ cos y métodos. E, incluso aquellos que, como yo misma, cuestio­ namos las proclam as de verdad de la ciencia objetivista, no negamos que haya en el mundo hechos significativos y suscepti­ bles de ser descubiertos. Algunas cosas son incontestablemente factuales, y se necesita estudiarlas empíricamente. En mi propia

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investigación, estoy profundamente enfrascada en el hallazgo de formas mejores de acceder a datos cruciales pero escurridizos, sea a través de unas mejores técnicas de «cartografía», predicción y respuesta a la epidemia global del V IH /sida (Scheper-Hughes, 1994), sea desenmascarando la cultura del silencio que esconde Demografía

las nuevas prácticas de «desapariciones políticas» de las favelas2 brasileñas (Scheper-Hughes, 1992, cap. 6; 1995). Pasando a mi ejemplificación principal, y tal como he señalado en otro sitio, entre 150 y 3 5 0 niños mueren cada año de hambre, diarrea o deshidratación en la barriada de chabolas del Alto do Cruzeiro, y el investigador que explora la mortalidad infantil3 está sometido a un fuerte imperativo moral y científico para hacerlo bien (Scheper-Hughes, 1992, pág. 23). En las situaciones del Tercer Mundo, hay muchísimas vidas y muertes que contabilizar entre poblaciones de las que general­ mente se piensa que no vale la pena hacer ningún seguimiento. Pero investigaciones necesariamente empíricas como ésta no tie­ nen por qué ser empiristas, es decir, no tienen por qué entrañar un compromiso filosófico con las nociones ilustradas de razón, objeto y verdad. El trabajo empírico se puede guiar por intereses críticos e interpretativos sobre la parcialidad inevitable de las verdades y sobre los diversos y contradictorios significados que presentan los hechos y los acontecimientos en sus sentidos existencial, cultural o político.

269

2. Favela, «chabola» en portugués; en plural puede aludir a barrios o ciudades enteras de chabolas {N, del t). 3. La autora utiliza diversas palabras para dividir en subgrupos de edad al «colectivo infantil» estudiado: así habla de bables —que en principio no caminan y se traduce por «bebés», de toddler, -n»ño que empieza a caminar, generalmente entre uno y dos años y medio—, de infant “ Categoría muy vaga entre los bebés y los niños «propiamente dichos» que ha si­ do traducida a veces como «niñito*, pero que, en ocasiones, la autora extiende para agru­ par a los bebés (como en la expresión infant and child mortality), si no la usa para abarcar a todo el colectivo—, y de chiid, children —«niño, niños*, con una característica indiferenciación de género gramatical que señala la pubertad como límite de todo el colectivo- De to­ das maneras, la utilización de !a autora es bastante vaga, por lo que en la traducción se ha Intentado reflejar fas distinciones sólo cuando eran significativas ( N. del t).

D e m o g ra fía sin núm eros: co ntand o á n g e le s

Desde el período 1 9 6 4 -1 9 6 6 (con trabajos de campo subsi­ guientes en 1982, 1986-1987, 1989, 1 9 9 0 y 1992), he estado trabajando en una ciudad-plantación del noreste de Brasil, que yo llamo Bom Jesús da Mata,4 para documentar, analizar y explicar

Salud

las causas, significados y efectos de la mortalidad infantil en una población de cortadores de caña de azúcar, crónicamente empo­ brecidos y hambrientos, y sus familias. Mi trabajo empezó duran­ te la imposición de la dictadura militar y continuó a través de los años del llamado «Milagro Económico» hasta la democratización. Seguir la pista de los «bebés ángel» en la zona de plantación del noreste brasileño —el sector más pobre y tercerm undista de una nación por lo demás perteneciente al Primer Mundo, y que se ja cta de ser la octava economía del m undo— es tarea de pro­ porciones tan enormes como los intentos de los trabajadores del censo estadounidense por contar a la gente sin hogar, los homeless, de las ciudades americanas. Buena parte del fenó­ meno se esconde al e scru tin io público. La re fe re n c ia a una dem ografía sin números es, en prim era instancia, descriptiva. Como sabe todo el mundo que trabaja en el Tercer Mundo, las estadísticas oficiales y los inform es de investigación no son fia ­ bles. Se Estima que cada año mueren en Brasil un millón de niños menores de cinco años (y más de la m itad de éstos lo hacen en la em pobrecida región del noreste). Pero las estadís­ ticas oficiales son, como mucho, una burda aproximación a un fe nóm eno sobre el que prim a la d e sin fo rm ació n . El sistem a nacional de estadísticas vitales de Brasil funciona sólo desde 1974, aunque se pueden obtener cifras locales anteriores por lo que respecta a los m unicipios de capitales de Estado y ciuda­ des grandes. La calidad de estos datos más antiguos es, natu­ ralmente, muy variable. 4. Bom Jesús da Mata es una ciudad de plantaciones de azúcar en el Estado nororiental de Pernambuco con una población de aproximadamente 30,000 habitantes, es decir, un tamaño medio.

270

Los dem ógrafos son bien conscientes de que los registros públicos —censos oficiales, certificados de bautismo y nacimiento, registros de matrimonios y divorcios, certificados de muertes y enterramientos— no son fuentes de información puras, exactas u objetivas. Tampoco son neutrales políticamente, ni siquiera científi­ camente los registros y archivos públicos, así como las inferencias estadísticas basadas en ellos no son tanto espejos de las realida­ des como filtros y representaciones colectivas de las mismas. En el mejor de los casos, los registros y estadísticas públicas revelan el sistema particular de clasificación de una sociedad, así como algu­ nos de sus valores sociales básicos, a través de aquello que se juzga lo suficientemente valioso como para contarlo y registrarlo. Los censos y los registros públicos cuentan unas cosas mejor que otras. En el nordeste rural del Brasil, la muerte de un bebé marginado en una bidonville —una barriada de chabolas— es un hecho que apenas merece documentación alguna a ojos de la mayoría. La economía moral de la salud pública y de los servicios médicos en el nordeste rural de Brasil es tal que dos tercios o más de esos niños que mueren lo hacen sin diagnóstico ni eva­ luación ni testimonio médicos. El espacio destinado a registrar la causa de la muerte del niño en el certificado de defunción se deja -.'simplemente en blanco, un cero manifiestamente semiótico que representa la intrascendencia del estatus civil de los niños en Brasil. Incluso cuando se recoge la causa de la muerte, la infor­ mación suele ser descuidada, inútil y carente de significado. De las 881 muertes de niños y bebés recogidas en la oficina del registro civil de Bom Jesús da Mata durante los tres años de muestra escogidos (1965, 1985 y 1987), sólo en 159 casos se especificaba la causa de la muerte. Y el 35 % de éstas exhibía el incontestable pero más bien inútil diagnóstico de «paro cardíaco» o «paro respiratorio». Los niños morían, podemos suponer, de haber vivido. Otras causas de muerte comúnmente listadas: «prematuro», «debilidad», «hambre», «deshidratación», «muerte accidental» (inclu­ yendo a veces descripciones más específicas como «golpe en la cabeza», «caída», «ahogado», «envenenamiento»), y la mito-poética,

«sufrimiento infantil agudo». Como no había seguimiento de ningún tipo, «el Estado» parecía mostrar una desoladora falta de curiosidad sobre las causas «naturales» o «accidentales» de las muertes de tantos bebés ángeles con «sufrimientos agudos». Al menos un tercio de las muertes infantiles no se registra de ningún modo. Aunque constitucionalmente los pobres brasileños

Salud

están exentos de pago por los registros de nacimiento y defun­ ción, en las pequeñas poblaciones rurales y en las villas del nores­ te, la oficina del registro civil es a menudo una propiedad privada y las sumas exigidas por los certificados de nacimiento, matrimo­ nio o defunción resultan prohibitivas para las poblaciones más pobres. En consecuencia, muchos padres necesitados posponen el registro de nacimiento durante años y sólo registran las muer­ tes de los bebés que desean enterrar en el cementerio municipal. La mayoría de los bebés nacidos muertos y de los prematuros son simplem ente enterrados en privado en el patio trasero, quintal\ o en el campo, sin el beneficio de ningún tipo de certificado. En áreas rurales donde prevalecen viejas costumbres tradicionales, no se registran las muertes de los niños no bautizados, indepen­ dientemente de su edad, debido a que se los considera criaturas estigmatizadas, en tanto que «paganos». Sus padres los entierran secretamente en cruces de carreteras y caminos, el lugar donde Exu, la deidad afrobrasileña, y su séquito de espíritus de niños sin bautizar se congregan para servir de mensajeros del bien y del mal en el mundo. El 15 % de los nacimientos en la bidonville todavía tiene lugar en casa, manteniendo empleadas regularmente a media docena de comadronas ya mayores. A diferencia de aquellas que trabajan en los hospitales y las maternidades, estas comadronas inform a­ les trabajan relativam ente aisladas del personal m édico y del Estado, ya que temen estar cometiendo un delito; no es de extra­ ñar que no insistan en el registro de los nacimientos —menos aún en las muertes— en los que están involucradas. En cualquier caso, con esto no pretendo vilipendiar la capacidad de las parteiras rurales, ya que sus tasas de mortalidad y morbilidad se defienden

272

bien en comparación con el numero tan elevado de muertes perinatales entre los pacientes de «caridad» del único hospital de Bom Jesús, privado, pero financiado públicamente. Al cruzar las estadísticas oficiales de las muertes de los niños (desde el nacimiento hasta los cinco años) notificadas entre 1984 y 1985 en Patacuba, Ceara (noreste brasileño), con su propio sondeo puerta a puerta, con entrevistas con las mujeres y sus sanadores locales, Nations y Amaral (1991) hallaron que la oficina del registro civil sólo había hecho constar el 4 4 % de las muertes reales de niños, dejando sin registrar el 56 %. También descubrieron que el registro oficial de las defunciones y la inspección a domicilio eran menos sensibles que los relatores de muertes y los demógrafos populares5 por lo que respecta a la detección de los óbitos de las mujeres menos apreciadas y de los recién nacidos de ambos sexos. Para captar la realidad social de las muertes de bebés y niños y para destapar las capas de significados subyacentes a las cau­ sas metafóricas de la muerte que aparecen listadas en los certifi­ cados de defunción, se requería-cruzar los datos oficiales con la tradición oral. Esto significaba confiar en las memorias e informes propios de las mujeres de las barriadas de chabolas en tanto que madres, sanadoras tradicionales, figuras religiosas y comadronas. Esto significaba, en primer lugar, dejar la oficina del registro civil para caminar a lo largo y ancho de los pobres bairros, bidonvilles, y aldeas rurales del Brasil con el fin de seguir embarazos, naci­ mientos y enfermedades —con sus tratamientos médicos y sus curaciones culturales—, así como la muerte prematura de bebés y niños. Significaba asistir a velatorios, ir de aquí para allá tras las procesiones funerarias de bebés y niños, examinar tum bar viejas, nuevas y reutilizadas, y hablar con todos aquellos involucrados en la producción, muerte y entierro de los «bebés ángeles».

5. La autora utiliza a menudo la expresión folk, relacionada con folklore, «sabiduría, conoci­

miento de! pueblo». Se ha traducido como «popular», ya que, aunque a veces esta traduc­ ción no es exacta, parece la más adecuada en ei presente texto, que no entra en las com­ plejas relaciones entre las categorías folk, «poDular», «tradicional»... La traducción «folklórico* se ha descartado por estar muy connotada en castellano en un sentido distinto al utilizado por la autora (N. del t).

Entre los demógrafos populares de las muertes de niños en Pernambuco, se encuentran los sacerdotes y las monjas católicas que bautizaban a los niños, los farmacéuticos que les prescribían recetas, el personal del hospital que tan pronto los expulsaba como los atendía, los que hacían localm ente los ataúdes con pequeñas cajas de zapatos de cartón y de papel crepé, las costu­

Salud

reras locales que cosían las mortajas de los bebés y las pequeñas albas blancas con sus fajas azules para los niños más mayores, y los vendedores de puestos en el mercado al aire libre que ofrecí­ an los otros materiales rituales utilizados en los velatorios de niños: velas blancas, ropas blancas y azules, estrellas de plata encoladas, medias blancas, flores, etc. Lo que no saben estas per­ sonas, lo pueden saber los taxistas que llevan a las madres y sus niños a los hospitales o que, ocasionalmente, pueden transportar a un padre y a su hijo fallecido al cementerio público. Lo que los taxistas no saben, lo sabrán con seguridad los sepultureros. Su conocimiento frecuentem ente rechazado o estigmatizado puede com pletar el contexto social en el seno del cual se da la muerte del niño. C uando se le pregunta «¿cuántos niños pobres y cuántos niños ricos enterraste el mes pasado?», Seu Chico —el sepulture­ ro con pie deforme de Bom Jesús da Mata— responde sin parpa­ dear: «Treinta y cuatro pobres y un niño de la burguesía». ¿Cómo lo sabía? «Sólo un “ángel" llegó con un ataúd verdadero, “compra­ do” y sólo uno fue colocado en una parcela comprada.» Las tum ­ bas de todos los demás pueden ser exhumadas y reutilizadas para otros ángeles pauperizados en apenas tres meses. El dato de la clase social falta en los .certificados de defunción oficiales y, así, se borra también la cara social de la mortalidad infantil y la mag­ nitud del sufrim iento humano y de las pérdidas. O btener las historias individuales de vida reproductiva de las m ujeres pobres es un m étodo de investigación que consume mucho tiempo, pero que resulta necesario, no sólo para corregir el incom pleto registro público oficial, sino también para profundizar en el conocim iento del contexto y del significado de la muerte

274

infantil, que, en el noreste rural de Brasil, se consideran de forma alternativa como una «vida de ángel». Mientras las estadísticas vitales oficiales recogidas en las oficinas del registro del nordeste rural del Brasil no suelen informar sobre las causas de la muerte de niños, las madres casi siempre pueden decir por qué murió Demografía

cada uno de los niños. Pero, el Estado y los científicos desechan

sin números

generalmente estos conocimientos dado que las explicaciones etiológicas de las madres tienden puentes entre las realidades biológica, social, política, espiritual y mágica. Los modelos, para­ digmas y categorías asumidas por estas mujeres no encajan con las nociones —seculares, biomédicas, epidemiológicas y demográ­ ficas— de causalidad, racionalidad y elección racional, nociones que gobiernan la actual investigación científica. No obstante, las interpretaciones de las madres de la bidonville sobre la muerte de sus niños y bebés pueden ayudar a clarificar los patógenos —tanto microparásitos como macroparásitos— que se llevan a los niños de las chabolas en verdaderas mortandades: agua contaminada, hambre y penuria provocadas socialmente, recursos impredecibles, «jefes» explotadores, padres en los que no pueden confiar, y sentimientos crónicos de «maldad interior» maternal, de debilidad y de impotencia. Tal como están prestas a reconocer las madres, las causas de la mortalidad infantil en Bom Jesús da Mata son constitucionales, económicas, políticas, y morales/teológicas. A las historias reproductivas de las mujeres, se pueden añadir el conocimiento, las memorias y la experiencia de los niños como informantes potenciales, fuentes que normalmente se han pasado por alto. Al fin y al cabo, los niños son hermanos,6 compañeros de juego y, no sin cierta frecuencia, los primeros cuidadores de los «bebés ángeles» condenados; incluso niños muy pequeños pue275

den ser «informantes» dolorosamente entusiastas sobre la cues­ tión de la muerte infantil, «Clima», un n íño'de la catle'en Bon Jesús da Mata con apenas doce años, defendía su conocimiento y su calidad de experto como sigue: 6. La autora emplea la expresión siblings, tan cara a los antropólogos y que se suele apli­ car a aquellos niños que comparten al menos uno de los progenitores (N. del t,).

Soy pequeño, Tía, pero he aprendido unas pocas cosas. Estaba al cuidado de la casa. Me tocaba a mí encargarme de todo: la cocina, la limpieza, la compra. Podrías decir que yo era la dona da casa [el ama de casa]. Éramos todo un manojo de criaturas y ahora sólo quedamos tres de nosotros. Si yo no he muerto es porque soy el mayor y el res­ ponsable de todos. M urieron de hambre y de gasto [debilidad derivada de una diarrea aguda]. Se suponía que yo debía salir cada día para conseguir leche para los bebés... Cuando enfermaban, era yo quien tenía que abrigarlos y llevarlos al hospital. Y cuando morían, era yo quien iba a pedirle un ataúd al alcalde y era yo quien los disponía en la caja. Era yo quien conseguía las flores y quien llamaba a otros niños para hacer una procesión al cementerio.

En definitiva, lo que resulta notable acerca de la mortalidad infantil del noreste de BraslFés su aceptación geñersOIzada'corrKT ' un hecho efe íá vicia cotidiana, y no sólo por parte de las'mujeres de las favelas, tan acostum bradas a parir «bebés ángeles». La muerte de los niños no ha penetrado en la conciencia pública —ni siquiera en la de los médicos rurales o de los líderes políticos de Bom Jeus da Mata— como un problema serio sobre el que hay que hacer algo. Se presume que los niños de las barriadas de cha­ bolas en el Brasil rural morirán de «causas naturales», de la misma form a que Jo hacían los ancianos norteamericanos antes de la m edicalización de la «tercera edad». La m uerte de los niños pobres es el más natural, rutinario, ordinario e incluso esperado de los acontecimientos.

D e ja r ir. La eco n o m ía m o ral d e la m a te rn id a d

Para cuando completé mi estudio en Bom Jesús, cerca de un cen­ tenar de mujeres de las favelas me habían contado sus historias reproductivas, así como sus pensamientos y sus sentimientos sobre sus vidas, sus matrimonios —en general informales—, sus partos y las m uertes de sus muchos hijos. La mujer media del Alto do

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Cruzeiro se queda preñada 9,5 veces y da a luz ocho niños vivos. Sospecho que estas cifras son una estimación por lo bajo, que «olvi­ da» algunos embarazos acabados en abortos, espontáneos o provo­ cados, así como algunos niños nacidos muertos. Esa mujer tipo experimenta 3,5 veces la muerte de sus hijos. Este perfil se parece mucho al patrón clásico de la «transición pre-demográfica», una alta fertilidad obligada por una mortalidad infantil «sin domar». Encuentro que ja s altas expectativas de defunción durante la infancia constituían, en verdad, un poderoso moldeador del pensa­ miento y de las prácticas reproductivas y maternales en la bidonvi//e, tal como evidencia el apego condicionado a los recién nacidos, a los que se trataba a menudo como visitas, más que como miem­ bros perm anentes de la fam ilia. Una posición de observadora espera maternal, hasta que el bebé manifestaba que realmente se «agarraba a la vida», precedía a la expresión plena del amor y del apego materno. La predicción excesiva de muertes infantiles por parte de las madres, con su consecuente distanciamiento afectivo, podía ser a veces mortal y contribuía a las muertes prematuras de los bebés, de los que se pensaba gue carecían del gosto (gusto) o del je ito (destreza) por la vida. Las madres describían a dichos niños como seres que «querían» o incluso «necesitaban» morir. Ayudadas por sus parientes femeninas, vecinas, comadres, comadronas y sanadoras o curanderas, las madres distinguían entre aquellos niños y bebés a los que resultaba seguro otorgar los cuida­ dos y el cariño del que una era capaz, y aquellos que demostraban la voluntad, el destino o la constitución innata de los bebés ángeles. A estos últimos se les podía ayudar a morir mediante una reducción gradual —que no se detenía hasta la retirada total— de alimentos, líquidos y cuidado. Las mujeres buscaban así evitar el sufrimiento de una muerte prolongada y agonizante en una «criatura pequeña». La filósofa fem inista Sara Ruddick (1 9 8 9 ) identifica una acti­ tud femenina de «sostener», de «sujetar»7 como un rasgo funda­ mental del pensamiento maternal. Sujetar, aguantar, implica una

7. En el original inglés, holding (N, del t).

actitud mental de conservar y agarrar, de levantar y mantener erguido, de apretar contra sí y de mostrar cariño. Tiene una con­ notación de protección maternal y de conservar y valorar lo que está a mano. ¿Pero qué pasa con la maternidad en un entorno como el de las barriadas de chabolas brasileñas, donde los riesgos para la supervivencia del niño son legión? Allí, las madres deben

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