Andando se hace el camino: calle y subjetividades marginales en la España del XIX 9783954876709

Explora el papel fundamental de la calle en la configuración de una serie de subjetividades marginales que cobran recurr

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Andando se hace el camino: calle y subjetividades marginales en la España del XIX
 9783954876709

Table of contents :
ÍNDICE
Agradecimientos
Prόlogo
Capítulo 1: INTRODUCCIÓN. “ANDANDO SE HACE EL CAMINO”. CAMINARES MARGINALES E INCURSIONES EN LAS CALLES DE LA ESPAÑA MODERNA
Capítulo 2: MUJER CONSUMISTA, MUJER CONSUMIDA: CALLE COMO VÍA DEL EXCESO FEMENINO
Capítulo 3: EL MENDIGO: CALLE COMO DWELLING HÁBITAT DEL DESHEREDADO
Capítulo 4: OCIOSOS, CESANTES Y TRAPEROS: CALLE COMO ESPACIO DEL OCIO Y DEL NEGOCIO
Capítulo 5: LA FEMINISTA: CALLE COMO AVENIDA DE ACCIÓN Y EMANCIPACIÓN
Epílogo
Bibliografía

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Sara Muñoz-Muriana “ANDANDO SE HACE EL CAMINO” Calle y subjetividades marginales en la España del siglo xix

LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 29 Consejo editorial Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Real Academia de la Lengua Española, Madrid) Lou Charnon-Deutsch (SUNY at Stony Brook) Luisa Elena Delgado (University of Illinois at Urbana-Champaign) Fernando Durán López (Universidad de Cádiz) Pura Fernández (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität, Freiburg im Breisgau) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Kirsty Hooper (University of Warwick, Coventry) Marie-Linda Ortega (Université de la Sorbonne Nouvelle / Paris III) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Manfred Tietz (Ruhr-Universität, Bochum) Akiko Tsuchiya (Washington University, St. Louis)

“ANDANDO SE HACE EL CAMINO” Calle y subjetividades marginales en la España del siglo xix

Sara Muñoz-Muriana

Iberoamericana - Vervuert - 2017

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-55-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-599-3 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-670-9 (e-Book)

Depósito Legal: M-28216-2017 Imagen de la cubierta: Café Suizo Madrid c. 1873 © Paul Fearn / Alamy Stock Photo. Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación Impreso en España Este libro está impreso integramente en papel ecológico blanqueado sin cloro

A mis padres, mis primeros maestros. A mi padre, por haberme equipado para caminar el trayecto más difícil, el de la vida, y por no cansarse de recordarme que un tropiezo no es más que un alto en el camino, nunca una parada definitiva. A mi madre, por representar el espíritu de la resistencia y la lucha, y por haberme enseñado la importante necesidad de acompañar y posicionarse al lado del desheredado, del excluido, del marginado.

ÍNDICE

Agradecimientos ..............................................................................................

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PrÓlogo ..............................................................................................................

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Capítulo 1. IntroducciÓn. “Andando se hace el camino”. Caminares marginales e incursiones en las calles de la EspaÑa moderna ..................................................................................... Entre norma y transgresión. Algunas notas sobre el concepto de marginalidad .......................................................................................... Movimientos marginales ................................................................................. Andando se hace la calle .................................................................................. La calle en el imaginario cultural español ..................................................... Modernidad en las calles de la España decimonónica ................................ Incursiones al estudio de la calle moderna ...................................................

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Capítulo 2. Mujer consumista, mujer consumida: calle como vía del exceso femenino .................................................................................. Excesos dieciochescos: abriendo el camino para el siglo xix ...................... Lujo y calle: deseos excesivos, excesos consumistas .................................... Sujetos infames, sexualidades callejeras ........................................................ Prostitución y calle: de objeto consumido a sujeto consumista ................. Excesos pasionales, invisibilidades callejeras, subjetividades anuladas ..

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Capítulo 3. El mendigo: calle como dwelling hábitat del desheredado ............................................................................................... Pobre, deforme y libre: mendicidad, insubordinación y desplazamientos modernos de La bruja de Madrid ..............................

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Calle arriba, calle abajo: rumbos elusivos y la forja del mendigo rebelde en Misericordia ................................................................................

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Capítulo 4. Ociosos, cesantes y traperos: calle como espacio del ocio y del negocio ..................................................................................... Ociosos empedernidos: ex-centricidades, caminos torcidos y resistencias fructíferas ............................................................................. Juanito Santa Cruz: un ocioso que se hace mayor “al compás de las piernas”............................................................. Don Lope: un ocioso ex-céntrico y rebelde ......................................... Buscando el centro en la periferia: entre el hogar y la calle en Miau ......................................................................................................... Despojos urbanos: cuerpos periféricos, espacios marginales y desplazamientos traperiles ..................................................................... Utilidad y poder creador de la trapera de Larra .............................. Movimientos a medio camino: el trapero de Altadill ...................... Las hordas periféricas de Blasco Ibáñez: hacia la acción social y política ...........................................................................................

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Capítulo 5. La feminista: calle como avenida de acciÓn y emancipaciÓn ................................................................................................. Fe Neira: un monstruo ridículo que quiso andar solo ................................. Tristana: la claudicación física y moral de una feminista andarina .......... Matrimonio y hogar: ¿resoluciones simbólicas feministas? .......................

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Epílogo ...............................................................................................................

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Bibliografía .......................................................................................................

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AGRADECIMIENTOS

“Andando se hace el camino” es el producto de una larga trayectoria, llena de altibajos y recorrida gracias al impulso de una serie de personas sin las que este libro no existiría. Siempre estaré en deuda con Ángel Loureiro, mi profesor y director de tesis doctoral en la Universidad de Princeton. Con él me inicié en el recorrido de las avenidas culturales decimonónicas y aprendí a leer el siglo xix con ojos contemporáneos, haciéndolo relevante para nuestros días. Agradeceré siempre su tiempo, su apoyo y su atenta lectura crítica. En la etapa de lectura y escritura de este libro, los intercambios con colegas como Hazel Gold, Rebecca Haidt y Noël Valis han resultado especialmente esclarecedores. Quisiera destacar a David T. Gies, generoso y entusiasta lector, cuyas reflexiones y sugerencias, a menudo ilustradas por su erudición, han enriquecido enormemente este manuscrito. Le agradezco su paciencia, dedicación y apoyo intelectual, siempre cedido de manera desinteresada. “Andando” también tiene mucho que agradecer a los cinco años como profesora en Dartmouth College, institución que me ha permitido investigar, leer, escribir y finalmente publicar este libro. Mi gratitud al Departamento de Español y Portugués, por tener en cuenta mis necesidades de investigación. La beca Junior Faculty Fellowship y la ayuda de los eficientes y serviciales bibliotecarios de Baker-Berry de Dartmouth College, entre los que destaco a Jill Baron, me han facilitado el tiempo, los materiales y los fondos económicos tan imprescindibles para completar un proyecto de esta envergadura. El apoyo económico del Leslie Center for the Humanities me dio la oportunidad de asistir a la School of Criticism and Theory en la Universidad de Cornell. Los provocadores intercambios con diferentes colegas, la

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“Andando se hace el camino”

exposición a lecturas hasta ese momento desconocidas y los incitantes coloquios diarios trascendieron sin duda toda frontera espacial y temporal para salir del campus de Cornell y de aquel verano de 2013 y dar forma a muchas de las ideas desarrolladas en este libro. Especial agradecimiento a Julia Reinhard Lupton, profesora de mi seminario, con quien mantuve estimulantes conversaciones dentro y fuera de las clases, las cuales cristalizaron en la idea del “dwelling in the street” a la que el capítulo 3 de este libro debe su existencia. En el Dartmouth-humano, como me gusta llamarlo, el apoyo de colegas y amigos ha sido fundamental. Gracias a Carlos Minchillo y Analola Santana, quienes con sus consejos, desahogos y risas alrededor de un café, una comida o un paseo siempre terminaban devolviéndome al surco para volver a encontrar mi camino. Agradezco la amistad y el siempre excelente feedback de Veronika Fuechtner, quien me ha ayudado a navegar los retos y desafíos inevitablemente asociados a la carrera profesional en una institución como Dartmouth. Las útiles sugerencias y el constante asesoramiento de mi colega Txetxu Aguado han constituido una guía determinante que me ha acompañado en mi marcha profesional y me ha enseñado, entre otras cosas, que las fronteras entre el intelectual y el amigo son fácilmente quebrantables. Una mención especial merece mi colega y mentora Annabel Martín, cuya generosidad y apoyo han resultado imprescindibles en mi andadura estos últimos cinco años. Su extraordinaria paciencia y valiosos consejos en el ámbito personal y académico me han iluminado el camino, en ocasiones demasiado tortuoso, pero siempre allanado por su optimismo y actitud positiva ante la vida. Gracias de corazón, Anna. Gracias también a todos esos profesores, amigos y familiares, a ambos lados del Atlántico, fuera y dentro de la academia, con quienes he mantenido fluidas conversaciones, intercambios de ideas y enfrentamientos fructíferos que desembocaban en encuentros y desencuentros, en los que reside el verdadero aprendizaje. Una especial nota de agradecimiento a mi querido Antonio García quien, contra todo pronóstico, siempre ha creído en mi aptitud y actitud. Esencial ha sido la última parada en el camino, sin la cual este libro no habría visto la luz: gracias a la editorial Iberoamericana por permitir que mis subjetividades errantes desfilaran por los senderos de la colección La Cuestión Palpitante. En particular, mi gratitud a Simón Bernal quien, siempre paciente y eficaz, atendió todas mis preguntas e hizo posible la publicación de mi manuscrito de manera diligente.

Agradecimientos

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Un libro aparte habría que escribir para expresar el agradecimiento a mi familia. Paul, mi compañero de viaje, mi mejor amigo, mi primer y más sufrido lector: tu actitud práctica y serena ante la vida me ha impulsado a alcanzar objetivos inimaginables. Tu apoyo incondicional me hace valorar cada día más la importancia de compartir la vida personal con alguien que te estimula intelectualmente. Este libro también lleva tu nombre. Gracias a mi hermano, Antonio, que me recuerda que hay vida más allá de los libros y las bibliotecas. A Molly y Losy, que desde España siempre acompañaron y alegraron mi viaje existencial, pero se fueron a la mitad del camino, llevándose con ellos una parte de mi ilusión. A mis abuelas, Carmen y María, por sentar ejemplo y por modelar una larga trayectoria vital digna de emulación. A mi abuelo Francisco, que murió antes de concluido este libro, y cuya ausencia se ha convertido en una presencia constante en mi vida. Y por supuesto, a mis padres, María y Antonio, que siempre han apoyado mi carrera en EEUU y me han acompañado incondicionalmente a lo largo de mi periplo académico. Conmigo habéis andado y habéis hecho camino, os habéis tropezado y levantado, habéis sufrido y habéis celebrado. Vuestro atento oído y sabios consejos desde España es la prueba más nítida de que lo afectivo y lo intelectual no conocen distancias. Gracias por compartir mis frustraciones y mis satisfacciones. Por eso este logro es también vuestro. Por último, gracias a mi Merlin, porque con él llegó la magia, y con esta, la inspiración.

P R ÓL O G O

Caminante, no hay camino: se hace camino al andar.

En las calles españolas de la primera mitad del siglo xix, cientos de mendigos sin hogar recorren un penoso camino en el que piden limosna al viandante, quien siente amenazado su apacible caminar al tiempo que percibe al pobre como un elemento al que dar caridad por miedo al castigo divino. En el Madrid de los años 30, un joven rico nos describe su diaria rutina como una constante visita a la calle adonde sale a pasear, a encontrar amigos, a participar en tertulias, a comer y a esparcirse, matando su tiempo andando y desandando el mismo camino muchas veces. Otro joven, o tal vez el mismo en otro episodio de su trayectoria existencial y narrativa, recorre Madrid de calle en calle para recoger testimonio de esas casas nuevas que se construyen de la noche a la mañana para dar cabida a una población que se apiña como puede en un periodo de creciente urbanización e industrialización. Años más tarde, una mujer pobremente vestida, procedente de un pequeño pueblo y acompañada por un apuesto doctor, pasea por las zonas más elegantes de Madrid, donde es cautivada por los escaparates, coches y lujos identitarios del código social de una clase a la que aspira pertenecer. Al mismo tiempo, pero en otra ciudad española, una mujer proletaria que desde niña rechaza la vida sedentaria y rompe zapatos sin cesar encuentra en la calle un medio de entretenimiento y de supervivencia que la conduce a una fábrica de cigarros, donde entrará en un mundo laboral en el que formarse como sujeto político. Al mismo tiempo, otra mujer recorre lo que ella reconoce como un “vía crucis” que la conduce por un detallado itinerario urbano desde la calle de

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“Andando se hace el camino”

Válgame Dios, en el céntrico Madrid, al Humilladero de la periferia, donde el personaje, ante el pavor y trastorno que le ha causado el paseo nocturno, se termina desmayando. Estos ejemplos ficcionales sirven para capturar un fenómeno desarrollado en las siguientes páginas que no debe pasar desapercibido para los que leemos y nos perdemos por las avenidas culturales del siglo xix español: la enorme y creciente importancia de la calle en las representaciones culturales de la España decimonónica, un espacio fascinante, altamente recurrente y poco explorado desde la crítica cultural. Pero estudiar la calle quiere decir seguir los pasos de los que por ella transitan; esto es, rastrear la pista de esos caminantes que hacen camino en su andar, siguiendo las famosas exclamaciones líricas de Antonio Machado. Porque si el camino se hace al ser andado, como quedará demostrado en los capítulos que siguen, un acercamiento a la calle como espacio de ficciones nos obliga inexorablemente a acompañar a una serie de sujetos andarines que emergen de los márgenes físicos, sociales, económicos y políticos de la España del xix y que piden ser leídos en el contexto cultural determinante en el que generalmente afloran, esto es, en la calle. “Andando se hace el camino”. Calle y subjetividades marginales en la España del siglo xix examina el papel fundamental de la calle urbana en la configuración de una serie de subjetividades marginales que cobran recurrente expresión literaria y artística en la España del siglo xix. Figuras como la prostituta, el mendigo, el cesante, la consumista compulsiva, el dandi, el trapero, el inmigrante, el adúltero, el vendedor callejero, la feminista, el ocioso o el delincuente, entre muchos otros, se abren camino en el espacio textual para, desde la calle y a través de sus caminares físicos, afirmar su subjetividad desde los márgenes de la sociedad. Mediante un análisis de la recurrente aparición de este espacio cultural, este estudio sigue atentamente y a pie de calle la trayectoria ambulante de un grupo de subjetividades periféricas que, al tiempo que construyen el camino por el que transitan, también miran, leen, desean, emulan, aprenden, trapichean y, ante todo, caminan, un acto fundacional y fundamental por medio del cual estos mismos sujetos configuran su identidad y se forman como seres pensantes y modernos. La calle, ámbito urbano por excelencia de la sociedad moderna y atmósfera “in which modern sensibility is born” (Berman 18), es un ámbito al margen de cualquier forma tradicional de acción política, entorno vigilado pero dominado por la espontaneidad y la transgresión.

Prólogo

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Es por ello que, como espacio atravesado por multitud de ejes que articulan la subjetividad, constituye un escenario privilegiado para visibilizar realidades alternativas que vienen a cuestionar, interrumpir y transformar la circundante, un potencial que intelectuales y escritores decimonónicos supieron elevar a categoría estética. En términos muy generales que se irán concretando a lo largo de las siguientes páginas, entiendo la subjetividad marginal como un complejo proceso de construcción de identidades que se distinguen por un “physical, ideological and symbolic displacement from the center of bourgeois society”, una caracterización proporcionada por Akiko Tsuchiya, quien ha estudiado extensamente la presencia de sujetos marginales en la literatura española (“Peripheral Subjects” 205). Sirva este marco definitorio para establecer una asociación más que recurrente en el imaginario cultural decimonónico, sobre la cual se alzan los cimientos de este estudio, entre la construcción de la subjetividad y una retórica de la espacialidad, la cual suele cobrar forma textual a través del movimiento físico del personaje y del acto de caminar que impele al sujeto a tomar la calle y a desplazarse. El interés de explorar el concepto de marginalidad en conexión con la calle deriva de la doble connotación que otorgo en mi estudio al término: por un lado, la marginalidad debe entenderse en un sentido de exclusión social, según la cual el sujeto que se aleja del centro se desvía de prácticas social y oficialmente establecidas, transgrediendo, por tanto, los códigos sociales y posicionándose en los márgenes de la sociedad. Por otro lado, cabe entender la marginalidad en un sentido geográfico, en tanto el sujeto se embarcará en una trayectoria espacial que lo llevará a desviarse físicamente del centro urbano y, con este desvío, a emprender paseos por zonas heterogéneas, a cruzar fronteras, a transgredir territorios y a ubicarse en la periferia urbana. Serán precisamente estos desplazamientos hacia los márgenes —que pondrán en contacto diferentes mundos, espacial y socialmente bien delimitados en el proyecto urbanista racional decimonónico— los que convertirán a estos sujetos marginales en piezas centrales del engranaje moderno, principalmente por dos motivos. En primer lugar, porque el seguimiento de los pasos marginales de estos individuos desvelará el itinerario de una incipiente modernidad que llega a España en el siglo xviii a través del estudio de una serie de fenómenos sociales, proyectos urbanísticos, turbulencias e inestabilidades económicas, agitaciones y cambios políticos, protestas urbanas y movimientos migratorios que

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“Andando se hace el camino”

cobran expresión textual a nivel de calle. Y, en segundo lugar, porque un componente imprescindible del proyecto moderno, como Foucault ha dejado harto claro, es la necesidad de disciplina, para cuya implementación es menester que existan sujetos capaces de articular una alternativa a los planes del poder. Es aquí donde hay que evocar el potencial para crear e inventar de la literatura, mi principal objeto de estudio, que no por ello dejará de dialogar con otras disciplinas que también han dirigido su atención al espacio de la calle desde múltiples perspectivas. La ficción literaria proporciona un espacio privilegiado para la representación del imaginario cultural y para la construcción de identidades normativas al tiempo que marginales, sin poder existir la una sin la otra. Pero del mismo modo que el texto literario posee la capacidad para abrir un proceso de sujeción y normalización del sujeto, así como para trascender la norma y abrir nuevos espacios de agencialidad, la calle, espacio abierto pero estrictamente vigilado, ofrecerá grietas y fisuras que posibilitan la movilización de formas de resistencia y tácticas antidisciplinarias. Así, los escritores bajo estudio supieron ver el potencial de la obra literaria para contar lo que ocurría, pero también lo que debería y no debería ocurrir. Para ello pusieron a sus personajes en circulación por los intersticios de sus textos y por las calles tumultuosas, solitarias y tortuosas de una ciudad que se construye simbólicamente para que, casi con una capacidad de acción propia, estructuren un nuevo espacio social, formen (y se formen en) el camino y forjen, a su vez, el itinerario de la literatura moderna española. A continuación, el capítulo 1 ofrece una introducción de carácter teórico e interdisciplinar que contextualizará este libro en el campo de los estudios urbanos, así como en el ámbito de los estudios culturales. Las metaforizaciones espaciales que sociólogos, académicos de la marginalidad, historiadores y críticos culturales han utilizado para teorizar la posición y (des)ubicación del sujeto considerado marginal me servirán para establecer la conexión entre movimiento físico y marginalidad social, asociación que dicta la trayectoria de los sujetos bajo estudio. Recurro a los trabajos de consagrados urbanistas y teóricos culturales del espacio como Manuel Delgado, Michel de Certeau o Henri Lefebvre, quienes han proporcionado una antropología de lo urbano desde las oscilaciones constantes que en él tienen lugar. Me hago eco de esta idea esencial para definir la calle desde diversas perspectivas, pero siempre con un sustrato común sobre el que se edifica este libro: espacio social que existe gracias al movimiento que en él

Prólogo

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tiene lugar, lo que, a su vez, presta deferencia a los sujetos marginales que en ella caminan y que actualizan su trayectoria espacial en la calle y, con esta, los códigos sociales. En esta introducción también se ofrecerá un breve recorrido por las calles del imaginario cultural español para dar cuenta de la necesidad de explorar este viejo nuevo espacio al calor de las transformaciones urbanísticas, los procesos de industrialización y las reformas sociales que marcan el paso de la entrada de España en la modernidad, un proceso que arranca, como se irá viendo, en el siglo xviii. El capítulo 2 me permitirá contextualizar la problemática de la relación calle-mujer mediatizada por el dinero y el discurso consumista. “Mujer consumista, mujer consumida: calle como vía del exceso femenino” se centra en la calle desde una perspectiva de género, como espacio que con sus tiendas, escaparates y luces artificiales despierta el interés de la mujer y la impele a abandonar su celda de reclusión para salir a devorar con ojos femeninos y experimentar formas de vida urbana moderna. Partiendo de la obra de teatro de Nicolás Fernández de Moratín, La petimetra (1762), paso a examinar La desheredada (1881) de Benito Pérez Galdós, texto cuya naturaleza heteroglósica trae a colación dos de las problemáticas que irrumpen con fuerza en la sociedad española de finales de siglo y de las que la literatura se hace eco: la cuestión de la mujer y el discurso económico, con la calle como telón de fondo para encapsular la emergencia de una sociedad consumista. Recojo la afirmación frayluiana, todavía vigente en muchos de los discursos literarios y extraliterarios del siglo xix, de que la mujer que se viste y se adorna se vende a sí misma, para establecer la relación entre lujo y prostitución y examinar la calle como espacio de la mujer que consume, pero también de la mujer que es consumida. Esta categoría engloba a la mujer seducida, a la adúltera y, principalmente, a la prostituta. Si bien Galdós no se adentró en el universo de la prostitución y terminó su novela en el momento en que su heroína, presa de su propia pasión consumista, se echa a las calles a ser devorada por las mismas, novelas como La prostituta (1884), de Eduardo López Bago, y la desconocida María Magdalena (1880), publicada por Matilde Cherner bajo el pseudónimo de Rafael Luna, retoman el camino donde La desheredada lo dejó y nos introducen en el mundo de la prostitución a través de la experiencia de mujeres de la calle, quienes se alzan como sujetos marginales para hacer valer su subjetividad y crear espacios de resistencia desde la periferia geográfica, social y moral.

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“Andando se hace el camino”

El capítulo 3, “El mendigo: calle como dwelling hábitat del desheredado”, explora la figura del mendigo como sujeto que vive, sobrevive y se construye en la calle, y en el que la asociación itinerancia-criminalidad cobra su punto más álgido. Tomando como punto de partida la idea popularizada y difundida en textos legalistas, sociales e históricos de la época de que aquel que no posee casa es más propenso al desvío y a la delincuencia, me sirvo del folletín prácticamente inadvertido por la crítica La bruja de Madrid (1849-50), de Wenceslao Ayguals de Izco, y Misericordia (1897), de Pérez Galdós, para examinar cómo el mendigo, sujeto errabundo y socialmente marginal, se configura a lo largo de la segunda mitad del siglo a través de sus movimientos callejeros, que conectan barrios bajos y céntricos, asociados, respectivamente, con las clases peligrosas y las pudientes. También la figura del mendigo servirá para analizar cómo el discurso literario en el que se enmarca trata de contenerlo y de reconfigurar la relación del desheredado con su territorio, al hilo de numerosos textos de época no literarios que, bajo razones sociales, médicas e higiénicas, convierten a este tipo callejero en objeto central de su discurso. Adela, apodada “la bruja de Madrid” por su aspecto deplorable y miserable, nos conduce con sus pasos citadinos por la sombría peripecia del mendigo en el Madrid de mitad de siglo. Estos pasos abrirán un camino que será seguido por Benigna, criada de familia humilde obligada a mendigar en la novela de Galdós, cuyo itinerario existencial ofrecerá una suerte de radiografía urbana por los barrios del sur, las casas de dormir y las calles céntricas. Las ficciones literarias que dan vida a estos sujetos tratarán de domesticar y atemperar los comportamientos desviados de aquellos que por falta de domicilio fijo son definidos por la ingobernabilidad y el desorden social. Sin embargo, como se verá, tanto Adela como Benigna, no contentas con estar en la calle, praxis diaria definitoria del mendigo según la prensa de la época, optan por entregarse al movimiento para asegurar su supervivencia urbana. Este continuo fluir se traducirá en formas de resistencia al poder (De Certeau xix) o, vertido al terreno español, “a defiance of bourgeois society”, como Tsuchiya ha resaltado a propósito de la figura mendicante (“Peripheral Subjects” 199). El capítulo 4, “Ociosos, cesantes y traperos: calle como espacio del ocio y del negocio”, examina estos tres tipos culturales en la España decimonónica, productos de la calle, a partir de los espacios que transitan y las actividades a las que se entregan. La figura del ocioso empedernido que vive por y para la calle será analizada a partir de

Prólogo

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Juanito Santa Cruz y Juan Pablo Rubín en Fortunata y Jacinta (1887) y de don Lope en Tristana (1892), ambas de Galdós. Para estos personajes improductivos y, por ello, violadores de los códigos reguladores de la sociedad productiva, la calle se configura como un ámbito inescapable de la sociabilidad y del esparcimiento que permite cierto grado de ociosidad y de exención de todo contacto con el trabajo; pero también como una vía canalizadora de una actitud rebelde desde la que articular una resistencia y cuestionar el statu quo. A medio camino entre el ocio y el negocio se encuentra la figura del cesante, producto de la mala administración política de la época, para cuyo análisis pondré a dialogar la novela Miau (1888) de Galdós con el cuento de Clarín “El rey Baltasar” (1897). Si, por un lado, Baltasar Miajas evidencia la enorme inestabilidad del empleado público en términos espaciales, Ramón Villaamil nos hace partícipes de la experiencia de la cesantía a través de la inmovilidad que domina su espacio privado y doméstico, primero, y, más adelante, de sus dinámicas prácticas espaciales a nivel de la calle, las cuales están orientadas a la recuperación de lo que la sociedad impone como su centro social, geográfico y económico. Pero estos movimientos solo dejarán de ser opresivos cuando el sujeto libre y plenamente liberado abandone el centro y se dirija a la periferia madrileña para suicidarse como gesto de afirmación y rebeldía política. Por último, el análisis del trapero como desecho social, por utilizar la expresión de Teresa Fuentes Peris (Visions of Filth 73-74), se realizará desde una constelación de textos que construyen el itinerario existencial y laboral de estas figuras económica, social y geográficamente marginales, lo que les concede un protagonismo textual y cultural a lo largo de la centuria: el artículo de costumbres “Modos de vivir que no dan de vivir” (1835), de Mariano José de Larra; el desconocido folletín El trapero de Madrid (1861), de Antonio Altadill, y la novela social La horda (1905), de Vicente Blasco Ibáñez, servirán para examinar la configuración social del trapero desde una perspectiva espacial. Producto de la industrialización y de un orden urbano socialmente espacializado, el trapero recorre las calles para recoger y reciclar desechos que la sociedad expulsa de su seno hacia el exterior, nutriéndose así de la calle como campo de cultivo laboral. Sin embargo, su asociación con la periferia social y geográfica y su condición ambulante, desde la que reclama una centralidad cultural, lo identifican como potencial amenaza al establecimiento burgués, que tratará de neutralizar su peligro por medio de un estricto control físico.

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“Andando se hace el camino”

Tomando como punto de partida la afirmación de Richard Evans de que “it was in the 1890s that the word feminism came into English use to designate the advocacy of female emancipation” (39), el capítulo 5 explora las novelas Tristana (1892), de Galdós, y Memorias de un solterón (1896), de Emilia Pardo Bazán, como vehículos de construcción y negociación del sujeto feminista en un mundo anterior a la existencia en España de un feminismo oficializado, colectivo y social. “La feminista: calle como avenida de acción y emancipación” analiza la presencia de la mujer en la calle, no como arquetipo consumidor como ya se hiciera en el capítulo 2, sino como sujeto desinteresado materialmente pero empoderado ideológicamente cuyo caminar constituye un movimiento emancipador y liberador a través del cual esta reclama una visibilidad, una presencia y una voz propia, que la convierten en “subject of her own perception”, como Anke Gleber ha señalado en otro contexto (x). Desde su papel marginal en la cultura patriarcal, Tristana y Fe vislumbran el potencial de la calle para afirmar su subjetividad periférica y abrir una avenida a la acción desde la que conquistar una serie de derechos reservados a los hombres, entre ellos, la educación, el acceso al mundo laboral, la participación política y la libertad sexual. Como quedará demostrado, los caminares físicos individuales de las heroínas bajo estudio, como las del caminante machadiano que abre nuevos horizontes en la vida, supondrán un avance simbólico hacia la liberación que abrirá camino a futuros movimientos sociales de “resultados prácticos”, como dirá un personaje en Memorias. Así, en el contexto de un incipiente feminismo en los tiempos modernos, la calle se convierte en metáfora de la emancipación femenina, así como en parada inexorable en el itinerario social de la “cuestión batallona”, como se conocía en el siglo al debate social en torno a la mujer. La figura de la feminista que encuentra en la calle un espacio de representación desde el que cuestionar el proyecto de domesticación parece acertada para epilogar un proyecto sobre figuras marginales cuyos caminares los alejan de la norma, física y simbólica. Al mismo tiempo, parece harto apropiado abrir y cerrar un estudio sobre el xix con mujeres andarinas que se resisten a aceptar el ideal de mujer como ser relacional por ser este siglo considerado por muchos como de la mujer, cuando esta empieza a dar pequeños pasos para salirse de su esfera y des-tutelarse de toda autoridad como sujeto individual, disidente y moderno. Un rasgo compartido por todos estos personajes es el potencial que atisban en la calle para articular una resistencia a los discursos

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hegemónicos. Estos sujetos compensan su posición en los límites marginales de la sociedad y su falta de influencia social con la ocupación de un terreno que constituye no solo un “physical arrangement”, sino también un espacio “related to issues of empowerment”, el cual responde “to patterns of social action” (Lefebvre, Production 244). Como territorio ubicado al margen de las instituciones y de los centros localizados de poder —el hogar, la iglesia, los ministerios estatales—, la calle constituye un locus obvio de resistencia, pues en ella se disipa toda autoridad y el sujeto callejero se apropia de una agencialidad para actuar, sortear obstáculos y articular formas de poder alternativas a las dictadas por el poder. La calle les proporciona el arma fundamental para erigirse en agentes sociales de cambio en la España decimonónica: la movilidad, la cual posibilita escapar a toda sujeción, negociar un desafío a la sociedad burguesa capitalista y transgredir límites espaciales pero también sexuales, de clase y de género. Este esquema actancial les otorga un protagonismo textual que los convierte en centrales para el orden narrativo pues, como argumentaría Georg Lukács, es el estado de “homelessness” que condena al individuo a vivir en la calle la condición indispensable de la novela moderna (41). Parece ocioso afirmar que son muchas las tipologías callejeras que de manera consciente dejo al margen de este estudio por razones obvias: el paleto procedente de un ambiente rural que sucumbe ante el entorno urbano por su incapacidad de adaptación; el delincuente callejero, producto de un discurso jurídico moderno, que sobrevive a costa de nomadear en el entramado urbano; el anarquista como nueva opción social que viene emergiendo con fuerza desde la mitad del siglo para señalizar nuevas realidades políticas, o el dandi masculino, personificación de la desviación voluntaria al cuestionar el ideal de la masculinidad normativa por medio de la moda. Las páginas de la literatura del siglo xix rebosan de estos moradores urbanos que demandan especial atención como parte de un colectivo marginal que configura su subjetividad en respuesta a su presencia y movimiento en la calle. Mediante mi propuesta de lectura de textos decimonónicos, más y menos canónicos, desde la perspectiva de la calle, espacio sui géneris, territorio viejo, pero con modernas implicaciones sociales en la España del xix, espero haber escrito un libro de interés para académicos tanto fuera como dentro del ámbito de la literatura y la cultura españolas. Lectores ante todo interesados en recorrer un itinerario cronológico

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que arranca en las postrimerías del xviii y llega hasta principios del xx y que ofrece patrones de conocimiento sobre cómo una nación moderna configuró su espacio público, promovió la formación de grupos sociales a través de territorializaciones espaciales y de prácticas de inclusión-exclusión y deslindó las diferencias de clase y género a través de la demarcación espacial para, precisamente, desdibujarlas y crear nuevos espacios de subjetividad permitidos por las fisuras de la calle como espacio social y del texto como espacio cultural. Es por ello que, desde nuestras categorías del presente, este proyecto contribuye a entender el contexto cultural de la arquitectura moderna española y a reconsiderar las intersecciones entre modernidad, marginalidad y espacios públicos. Pero también confío en que este sea un libro de interés para los investigadores de épocas más contemporáneas y no solo del xix, pues la realización de un proyecto que recupera y relee la calle decimonónica me ha parecido relevante a la luz de la resignificación que este espacio viene experimentando desde hace unos años en la España contemporánea como espacio ecuménico de representación, protesta y manifestación donde no existen fronteras de clase, de género ni de raza y donde individuos desconocidos y extraños se unen en una interacción efímera bajo un proyecto común. Se vive hoy un momento en que la calle es reivindicada como espacio comunitario, emancipador y anónimo donde se disuelven las individualidades y donde surge un sujeto colectivo que se empodera ante el potencial de acción que se atisba en ella —las multitudinarias manifestaciones en Sol, las protestas de las mareas y el fenómeno del 15-M así lo evidencian—. Ante la imposibilidad de que la política aporte soluciones viables, nacen los movimientos ciudadanos que encuentran en la calle un espacio no formalizado donde hacer un nuevo tipo de política. De modo parecido, la presencia y la progresiva invasión callejera de mis personajes decimonónicos apuntan a la necesidad de llevar la calle a las instituciones oficiales y de dar voz a una serie de sujetos marginales que, como se verá en el caso del cesante, la prostituta o el trapero, emergen de la nada, de lugares de penumbra y ocultación, para gradualmente erigirse como emisores de un discurso político, demandar ser vistos y escuchados y adquirir una creciente centralidad y protagonismo cultural. Queda así confirmado que, tras intermitentes (dis)continuidades, tropiezos y (des)estructuraciones, verdaderamente andando se hace camino, un camino iniciado hace más de cien años que dejó un rastro, como las “estelas en la mar” machadianas, para

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que otros caminantes vinieran a continuarlo en el presente. La calle se vuelve a llenar hoy de gritos, clamores y soluciones, reapareciendo así con extraordinaria fuerza nuevas formas de expresión y enunciación que dotan a la calle de una dimensión política que la sitúa en el epicentro de las reflexiones en torno a la democracia. Una vez hechas estas observaciones preliminares y estableciendo una pertinente relación decerteauiana entre la actividad del caminar y la enunciación literaria que permea el siglo xix, anunciada por Charles Baudelaire, Charles Dickens, Benito Pérez Galdós y Mariano José de Larra, diré que el andar de los personajes marginales a lo largo de las siguientes páginas no solo bosqueja simbólicamente las calles decimonónicas y conduce a la construcción de los textos donde se enmarcan, con sus normas, fisuras y desviaciones, sino que también, de modo parecido, estos caminares han dictado la escritura de “Andando se hace el camino”, producto también de un largo caminar, lleno de altos y bajos, encuentros y desencuentros, por las avenidas literarias y artísticas del xix español.

Capítulo 1 I N T R O D U C C I ÓN . “A N D A N D O S E H A C E E L C A M I N O ”. CAMINARES MARGINALES E INCURSIONES EN L A S C A L L E S D E L A E S PA ÑA M O D E R N A

Pedestrian movements form the real systems whose existence in fact makes up the city. (De Certeau, The Practice of Everyday Life 97) L’existence est spatiale. (Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception 339) The street is human movement institutionalized. (Rykwert, “The Street” 15) What modern urban novels do share is a construction of self that is far more dependent on the street than it is on domestic resources. In fact, it also has the effect of domesticating the street, of making the city a wellspring of desire and identity. (Wirth-Nesher, City Codes 20)

La palabra calle, del latín callis (‘sendero’ o ‘camino’), tal y como establece el diccionario etimológico de Corominas, se refería principalmente a la senda que marcaban los animales en su actividad diaria, como las vacas o el ganado al pastar. Algunos etimologistas han relacionado el término con calx y calcis, esto es, la piedra caliza con que

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se pavimentaban los caminos romanos (de ahí la palabra del francés, caillou, ‘guijarro’ o ‘piedra’). La palabra senda, del latín semita, se refiere a un camino estrecho, al lado de la calzada principal, abierto principalmente para el tránsito de peatones y del ganado menor. Algunos etimologistas relacionan callis con callum (‘callo’, ‘dureza’, ‘piel espesa y dura de animales’) y con el verbo callere (‘endurecer’), puesto que un sendero solo podía ser considerado como tal tras ser endurecido por su uso. Al respecto, Isidoro de Sevilla, eclesiástico y erudito del siglo vi, anotó en su gran obra Differentiae, enciclopedia etimológica latina, que callis era una simple senda estrecha y rural transitada por animales y convertida en camino precisamente por el callum, esto es, los pasos y pisadas de los animales. En el Diccionario castellano de finales del xviii, Terreros y Pando define el término calle como “el espacio que hay entre dos filas de casas para servir de paso al público”. Todas estas reflexiones en torno al significado etimológico del término parecen compartir un mismo sustrato: en su origen, la calle era una senda o sendero duro, más o menos rural por no estar pavimentado y por ello difícil de transitar, que se convierte en camino por el paso, el tráfico o el uso que de él hacían animales o personas. Este origen del término sirve de preámbulo para este estudio, el cual investiga el topos de la calle a partir de trayectorias subjetivas y desplazamientos físicos y simbólicos en una serie de vehículos culturales de la España del siglo xix. Son dos las ideas principales que interesa resaltar de este origen etimológico, que en realidad constituyen dos caras de la misma moneda, bien resumidas en los epígrafes que abren la presente introducción: la lógica a la que obedece la calle como espacio urbano y público es la de una topografía móvil, esto es, la de un espacio practicado y habitado transitoriamente por un caminante en el que ni este ni nada tiene el privilegio de quedarse o asentarse. Construida únicamente como resultado de los pedestrian movements decerteauianos del paseante, viandante o usuario de la vía pública que está allí de paso, la calle sería, por tanto, un espacio en continua estructuración, en el sentido de estar elaborándose constantemente su configuración a partir de las peripecias subjetivas —lo que el historiador del urbanismo John Rykwert denomina simplemente human movement, necesario para institucionalizar la calle como espacio social—. Porque un individuo puede trazar un recorrido o un trayecto, pero, a menos que este sea seguido por otros, nunca se convertirá en calle, precisamente porque esta depende para su estructuración de un proceso social, condición necesaria de

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existencia entendido por el antropólogo Alfred Radcliffe-Brown como “una inmensa multitud de acciones e interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en grupos” (12). Acción e interacción conllevan movimiento, lo que nos devuelve a la actuación del caminante como condición sine qua non se producirá la conversión de camino en calle. El hacer camino y crear calles debe entenderse en un sentido literal, como las definiciones mencionadas de callis o semita; pero también en el plano metafórico, pues, como la senda machadiana, la apertura de caminos es la de nuevos horizontes en la vida, nuevas opciones y nuevas vivencias que conducirán a la disolución de la tiranía de la costumbre y de la autoridad de la tradición. Pero, si la calle es un espacio que se construye sobre la marcha, lo mismo atañe a los sujetos que marchan sobre ella, una construcción subjetiva de la que, según Hana Wirth-Nesher, se hace eco la novela urbana moderna en la que la calle es encumbrada como espacio sustancial de construcción de la identidad: adelantando una recíproca y estrecha relación territorio-individuo, harto evidenciada en las siguientes páginas, el sujeto solo podrá existir gracias al movimiento y a la inestabilidad a la que lo condena la calle —después de todo, “l’existence est spatiale”, como señala Maurice Merleau-Ponty (Phénoménologie 339)—. Por existencia me refiero al acto de existir y de vivir (la calle como fuente de vida, literal y metafóricamente, será puesta de manifiesto por numerosos personajes, como se verá), pero también al de tener un valor, darse una forma y adquirir una visibilidad y una presencia concreta que distinga al sujeto en medio del gran “torbellino social” con el que Jean-Jacques Rousseau se refirió en su Emilio al movimiento constante que dominaba la sociedad moderna (293). La calle hace existir al sujeto, divisa que es guía y motor de este estudio a la que me aferro para rescatar y arrojar luz sobre individuos que, hasta ahora desapercibidos, vagan por los espacios textuales. La calle hace que el sujeto antes invisible y oculto sea visto porque se visibiliza, y esta visibilidad en la que arraiga su existencia lo convierte en fuente de ansiedad para todo poder institucionalizado. En un momento histórico de profundas transformaciones sociales, económicas y políticas derivadas de la industrialización e identificadas con la modernidad, no es de extrañar que se iniciara un debate en torno a “marginal and problematic subjectivities” que emergen como amenaza a los guiones establecidos por el poder (Cleminson et al. 363). Los protagonistas que se hacen visibles en la superficie de la calle ya

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no son colectivos estables ni homogéneos, sino individuos portadores de una inestabilidad social y política que, marcados por estilos de vida deslocalizados y movibles, amenazan la continuidad de la tradición y vienen a representar “all types of disorder and threats” a lo que puede entenderse como un comportamiento tradicional normativo (363). Son estas las subjetividades que nos interesa rescatar en las siguientes páginas: aquellas integrantes de una sociedad peripatética y dispersa en tanto que vertebrada por la movilidad; actores de una alteridad que en la sociedad moderna y modernizada se convierte en generalizada, pues andan por doquier, como el análisis de los textos bajo estudio pondrá de manifiesto. Es desde esta perspectiva que vuelvo la vista atrás a espacios ficcionales de hace más de un siglo para volver a recorrer una senda que, a mi entender, aún no ha sido pisada ni abierta. Recorriendo y abriendo este nuevo camino, confío en ser capaz de proporcionar una nueva lectura del texto en la que las calles y las subjetividades periféricas se convierten en extensiones y expresiones de la modernidad. Entre norma y transgresiÓn. Algunas notas sobre el concepto de marginalidad En términos generales, que se irán concretando a lo largo de los sucesivos capítulos de este estudio, entiendo la marginalidad en el marco de las ciencias sociales y las humanidades como un término asociado a los “outer limits of society and social acceptability as well as to a lack of social influence, often accompanied by stigmatisation and disqualification by dominant social groups” (Juntunen et al. 13). El sujeto marginal es aquel que se encuentra afuera —ya está aquí la connotación espacial— y que, afectado por alguna tara social, es incapaz de ejercer influencia alguna en su entorno. Esta definición presupone forzosamente que el concepto de marginalidad está precedido por el de norma: para que pueda existir el sujeto marginal, debe haber un sujeto normal —el grupo social dominante al que se refiere la cita anterior— que marque los límites y defina lo que debe entenderse por transgresión. Esta idea no es nueva y ya fue adelantada por Michel Foucault, quien se refirió a la norma como un límite que, para existir, debe ser cruzado, esto es, transgredido (“Preface” 34). Dada la estrecha conexión entre espacio y marginalidad, o calle y desvío, que alimenta

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este libro, conviene dedicar unas palabras al concepto de norma para entender cómo los sujetos que transitan la calle en la literatura española del xix quedan definidos a través de sus movimientos como marginales o anormales. Lennard J. Davis, uno de los pioneros en el área de disability studies, se hizo eco de la teoría foucaultiana para afirmar que la idea de norma es característica definitoria de cualquier tipo de sociedad (9). Tras ofrecer un breve pero ilustrador recorrido por los orígenes y usos del término, termina coligiendo que la palabra normal, en su acepción moderna, entendida como “constituting, conforming to, not deviating or different from, the common type or standard, regular, usual”, fue acuñada en la cultura europea de mediados del siglo xix (10), una identificación que me sirve a la perfección para contextualizar el caso español, así como para justificar el periodo histórico elegido en mi estudio de la calle en conexión con la emergencia de subjetividades marginales. Según Davis, los procesos sociales que consolidan la formación de subjetividades marginales y que establecen, por tanto, un marco justificado para la moderación y el control social emergen con los procesos de industrialización “and with a set of practices and discourses that are linked to late eighteenth and nineteenth-century notions of nationality, race, gender, criminality, sexual orientation, and so on” (9-10). Y el concepto de norma vendrá impulsado no solo por este contexto histórico, sino también por la clase o grupo social que se erige protagonista en este momento determinado de la historia. Davis nos remite al francés Adolphe Quetelet, quien formuló el concepto de l’homme moyen, para quien “all things will occur in conformity with the mean results obtained for a society” (en Porter 53). Esta idea justifica socialmente la existencia de la clase media, ese grupo que consolida su presencia y su hegemonía en la Europa decimonónica y que, ocupando “the mean position in the great order of things”, se distingue por ser “the exemplar of the middle way of life” (Davis 11-12). Será así la ideología burguesa de una clase media —lo que Max Weber llamó “its opinions and ideals” (en Moretti 1)— que emerge en España a partir de mediados del xix, más tarde que en otros países como Francia e Inglaterra, la que impondrá las pautas y los hábitos de comportamiento y, por extensión, la instauración de una sociedad disciplinar obsesionada por controlar a aquellos que no cumplan con las normas impuestas en un periodo de “social, economic, and political upheavals”, en el que la nación entera estaba dominada por “escalating fears about social

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instability” (Tsuchiya, Marginal Subjects 9-14).1 Así, la normatividad en el caso español vendrá regida por una serie de fenómenos, de los cuales las naciones modernas no pueden substraerse: las transformaciones sociales y económicas que trajo consigo un tardío capitalismo industrial y la consiguiente emergencia de una sociedad consumista; un orden social y moral sostenido por la idea de producción; la ruptura de categorías sociales y espaciales bien delineadas, la cual ya se venía gestando desde el xviii; la emergencia de una discursividad médica, que vendría a medicalizar comportamientos desviados y a clasificar los cuerpos socialmente enfermos; el advenimiento de las masas al poderío social y el consecuente caos político que aquellas traerían consigo, o la reorganización social del espacio urbano como expresión de la ansiedad que despertaba la presencia de ciertos colectivos sociales que debían ser neutralizados y alejados de los espacios geográficos ocupados por la burguesía, identificada con el centro urbano. La literatura se hará eco de estos fenómenos y abrirá avenidas de acción para el sujeto marginal que se aleja del centro social, a saber, de la norma oficial y socialmente aceptada en la España del siglo xix. Así, el espacio ficcional se alza como ámbito privilegiado para dar expresión al desvío, buscando soluciones pero, en ocasiones, dejando el conflicto abierto e irresoluto. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la mujer del pueblo, de la que se ocupa el segundo capítulo, que transgrede los códigos de la sociedad burguesa en sus hábitos sociales y en sus prácticas espaciales; o en la mujer que camina por las calles urbanas con ansias locas de saber, defendiendo un ideario feminista en una época que todavía abraza el ideal de la domesticidad y la imagen del ángel del hogar; o en el caso del mendigo y del cesante desempleado, como se verá en los capítulos 3 y 4 respectivamente, individuos poco productivos y nada rentables cuya presencia y desplazamientos en la calle no cumplen con las exigencias de una economía política capitalista. Todos estos sujetos que se alejan del centro social —tal y como es definido, negociado y construido por la ficción en la que se inserta— comparten una misma estrategia de desviación: la movilidad y la inestabilidad

1 

A partir de una lectura foucaultiana, Varela ha estudiado las medidas disciplinarias de la sociedad española de la Restauración, resultado del desarrollo del capitalismo en España, la cual se estructuró en torno a una serie de dispositivos cuya función era la de vigilar rigurosamente el espacio social de aquellos individuos que pudieran atentar contra la normatividad social.

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física a partir de continuos y heterogéneos caminares urbanos que, en la mayoría de los casos, los ponen en contacto con la periferia urbana. Es aquí donde la marginalidad social y la espacial intersectan, pues, como quedará demostrado, todo sujeto considerado marginal connotará una suerte de periferia geográfica, una idea que forma el basamento de “Andando se hace el camino”. De hecho, numerosos críticos culturales han analizado el concepto de norma y de marginalidad en términos espaciales, en virtud de los cuales la formación del sujeto social depende de la distinción entre centro y periferia, una distinción expresada a través de los espacios físicos y simbólicos en los que el individuo se mueve y con los que tiende a identificarse. En la misma definición foucaultiana referida anteriormente de norma como límite susceptible de ser cruzado, ya está contenida esta metáfora espacial —de hecho, Foucault apunta al “encierro” y a la “clausura” como medida disciplinar por excelencia de la era moderna para encauzar las conductas de aquellos que no se ajustan a la regla, que se desvían y se resisten a claudicar con la norma establecida por medio de movimientos asociados a procesos de resistencia (Vigilar 145)—. Esta solución espacial es complementada por Claude Lévi-Strauss a través de una interesante alternativa a la tradicional metáfora espacial, en la que recurre a los términos vomiting y swallowing para explicar la posición del sujeto marginal en una sociedad que controla socialmente a sus miembros. El antropólogo distingue dos tipos de sociedad: Those which practise cannibalism —that is, which regard the absorption of certain individuals possessing dangerous powers as the only means of neutralising those powers and even of turning them to advantage— and those which adopt what might be called the practice of anthropemy (from the Greek emein, to vomit); faced with the same problem the latter type of society has chosen the opposite solution, which consists of ejecting dangerous individuals from the social body and keeping them temporarily or permanently in isolation, away from all contact with their fellows, in establishments especially intended for this purpose. (508)

Lévi-Strauss circunscribe la subjetividad marginal a la periferia geográfica. La sociedad que vomita es la que separa, excluye, oculta, establece fronteras y confina a la periferia a los sujetos que, por su marginalidad social, pueden representar una amenaza para el orden

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social. Esta teoría tiene su equivalencia en el caso español: como nos recuerda el historiador Santos Juliá, con la clase media al frente del poder, el nuevo modelo de ciudad liberal exige un cambio en su morfología que la convierta en un ideal de orden y limpieza, lo cual pasa por tener a vagabundos, pobres, huérfanos, enfermos, delincuentes y locos —enfermos del cuerpo social— “lejos y recluidos” en una serie de instituciones sociales aisladas en los márgenes de la ciudad (“Madrid” 367). Novelas como Misericordia o La horda pondrán de manifiesto esta labor de contención periférica, materialización del modelo de espacialización social iniciada a partir de la segunda mitad del xix. En cualquier caso, la contención a la que se refiere Foucault o el aislamiento en los márgenes del que habla Lévi-Strauss persiguen el mismo objetivo: reprimir los movimientos físicos del sujeto que, inestable y oscilante, despliega ardides para escapar y desobedecer, para lo cual se refugia en la calle, espacio permeable que permite el desvío. Esta amenaza espacial cobra especial relevancia a la luz de la estrecha asociación que existe en la España del siglo xix entre movimiento o itinerancia y criminalidad o marginalización social (Elena Delgado 112; Bahamonde Magro, “Cultura pobreza” 172), una idea que ya cobró plena expresión social en el xviii con un proyecto reformista que encerraba a los “ociosos y vagos” por asociar su vagancia y su vagabundeo al movimiento (Álvarez-Uría, Miserables y locos 38). En esta línea se sitúa De Certeau, para quien el movimiento, tanto en el orden físico como en el narrativo, entre los que él establece una analogía, desafía la estabilidad asociada a todo lugar fijo y, por tanto, a un orden firmemente establecido pero “flexible enough to allow the proliferation of this challenging mobility that does not respect places” (130). Es aquí donde entra la ficción literaria como espacio de montaje de diferentes prácticas que intenta contener el desorden y aislar al marginal para demarcar el límite entre la norma y la transgresión; pero, al mismo tiempo e igual que la calle, este espacio presenta fisuras en las que se disolverá la línea divisoria entre ambas, abriendo la puerta al desafío y a la desobediencia, siempre desde el movimiento que no respeta límites y la deslocalización animada por la calle como umbral flexible y lábil.

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Movimientos marginales Queda claro que el desplazamiento físico es un componente indispensable de la marginalidad social. Si el sujeto marginal es aquel “who moves outside of his or her proper place” (Tsuchiya, “Peripheral Subjects” 204), este abandono del lugar se produciría a través de un movimiento que impele al sujeto a cruzar límites y fronteras, transgrediendo normas sociales establecidas y evadiendo toda disciplina, sujeción y normalización en la ideología burguesa capitalista. Esta connotación negativa del movimiento y del acto de caminar es perfectamente coherente con la asociación en el imaginario decimonónico, especialmente en la segunda mitad del siglo, entre el movimiento físico (la itinerancia) y la marginalidad social (la anormalidad) y, por tanto, el peligro, una relación que Elena Delgado ha analizado en conexión con la narrativa de Galdós. Un periódico de Madrid se referiría en 1875 como “población ambulante de 60 o 70 000 hombres o mujeres” a aquellos social y económicamente marginados, que “errantes, de casa en casa, ni hacen fortuna, ni economizan para la vejez, ni mejoran sus condiciones morales y de instrucción” (La Voz, 15 de diciembre, 12). Michelle Perrot ha contextualizado la obsesión del siglo xix por la propiedad privada y la vivienda a partir del peligro de sublevación de las masas insubordinadas y revolucionarias, forzadas a vivir en la calle. El individuo errabundo, aquel “que carece de hogar y de morada” es un “revolucionario” y un “criminal en potencia” (10), precisamente porque el movimiento representa un desafío a la sociedad burguesa y una resistencia al poder disciplinar. Foucault analizó la relación entre la peligrosidad del movimiento y la marginalidad al referirse a aquellas “nomadic figures who circulate around the social body” como “monstrous criminals” (Abnormal 96), una relación personificada por muchos de los personajes bajo estudio. Fe Neira, quien rechaza el espacio doméstico como esfera tradicionalmente asociada a la mujer y se entrega a una vida móvil e itinerante, es construida repetidamente por el discurso patriarcal como “monstruo aflictivo y ridículo” (164), como analizaremos en el último capítulo. Esta categorización excluyente, que clasifica como monstruoso al sujeto incontrolable alejado del camino social marcado por la ideología burguesa, debe explicarse a partir del empoderamiento que acompaña a los mecanismos de clasificación desde los que la sociedad disciplinaria sujeta al individuo y afirma la hegemonía del discurso. Porque la clasificación está regida

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por un saber y, como Foucault dejó bien claro, saber es poder pero también exclusión. La necesidad de depreciación simbólica deriva del temor que un sujeto movible y lábil despierta, pues, como afirma Michelle Rosaldo, “whatever violates a society’s sense of order will be seen as threatening, nasty, disorderly or wrong” (31), palabras al respecto del rol cultural de las mujeres en las sociedades occidentales que pueden aplicarse perfectamente a todas mis subjetividades marginales. Recordemos cómo, en un continuo atentado contra las leyes económico-políticas de su sociedad, el ocioso don Lope en Tristana, analizado en el capítulo 4, es tildado de “excéntrico” —literalmente, fuera del centro— para subrayar su alejamiento de la norma social, así como sus reiteradas y ociosas escapadas a la calle, desde las que evade cualquier fijación en el orden social vigente. En el campo de la sociología, el uso del término rooted encapsula bien esta idea de sujeción como contrapunto de marginalidad, especialmente en el contexto en que lo explicó el sociólogo David Riesman en 1951, cuando habló de un “social system in which every one was supposedly rooted, in which there were no marginal people” y en el que “every one had a place and knew it” (113). Una vez más, la marginalidad se asocia con el movimiento y con la falta de lugar fijo, una idea que adelanta en cierto modo la concepción decerteauiana de place como lugar estable frente al space, caracterizado por la inestabilidad que trae consigo el movimiento del sujeto que lo invade. Las señas de identidad asociadas en la segunda mitad del xix con una clase burguesa que busca anclar al individuo por medio de un lugar fijo que regularía las contingencias son el trabajo y la familia, categorías fundacionales sobre las que descansa la sociedad moderna. Aquellos que no se sujeten a estos dos pilares serán marginalizados textualmente desde una carencia o falta, pues, como ha dicho Hazel Gold a propósito de la Misericordia de Galdós, “in their margination, theirs is a negative identity based on what they do not have (home, family) and what they do not do (practice a profession or trade)” (145). Lope, como muchos de los sujetos que transitan por las siguientes páginas, no posee un hogar en propiedad y a menudo se niega a pasar tiempo en el apartamento que alquila, entregándose por el contrario a una constante circulación callejera como forma de rechazo y escape del sometimiento de la sociedad del mando. Nazarín, en la novela galdosiana del mismo nombre, ese santo móvil y excéntrico que vive en las calles divirtiendo a los chiquillos

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(112), es exiliado del centro de la sociedad burguesa por su negativa a convertirse en propietario, un rechazo “that is contrary to the very foundation of capitalist ideology” como Tsuchiya ha explicado (“Peripheral Subjects” 200). Porque ser propietario de una casa, dominio privado por excelencia contrapuesto a la calle, es premisa necesaria que subyace a toda economía capitalista —“la identidad del hombre es domiciliaria”, dirá Perrot (10)—. Es por ello que una de las técnicas del poder normalizador, aparte de la reclusión en una serie de espacios productivos —asilos, hospitales, cárceles— donde se pueda reconvertir a la subjetividad móvil y amenazante en ciudadano útil para la sociedad, es el convertir al individuo en propietario.2 Baste recordar la etimología de domos, traducción latina de oikos (’hogar’ en griego), que alude a domicilio pero también a dominio y domesticación, conceptos encaminados a la instauración de orden y control. Un viejo y decrépito Lope, gracias a la herencia de sus familiares de Jaén, terminará comprando una casa, primero en el Paseo de Santa Engracia (en Chamberí), luego en el Paseo del Obelisco, más cerca del centro urbano. Poseer una casa es importante, no solo porque es propiedad y objeto de inversión imprescindible en la circulación de capital que exige la sociedad burguesa, también porque, casi de forma contradictoria, dicha sociedad burguesa “exige la fijación domiciliaria como prueba de estabilidad social y moral”, como ha señalado acertadamente Elena Delgado (114). Isidora Rufete vendrá a personificar tal contradicción cuando en su búsqueda de definición social a través de la propiedad privada se vea incapaz de revertir su marginalidad, precisamente por su empeño en contribuir al sistema desde un espacio físico (calle) y un espacio simbólico (soltería y espacios de la clase media) que no le pertenecen por su condición de mujer del pueblo.

2  La aparición cultural de estos espacios en el itinerario normalizador de la sociedad acontece ya en el xviii, cuando el proyecto reformista ilustrado recogía de las calles al individuo amenazante y lo reconducía a alguno de estos “espacios útiles” (Foucault, Vigilar 147). Nos recuerda Rebecca Haidt que hospitales, prisiones y asilos constituyen espacios geográficos recurrentes en sainetes y tonadillas dieciochescos, cuando estos quieren dar prominencia a pobres y otros colectivos socialmente desfavorecidos. Los sainetes “El hospital de la moda”, “La cura de los deseos” o “Manolo” son solo algunos ejemplos en los que las calles eran limpiadas de individuos “not visible employed or being a threat to public order” con el fin de elevar la rentabilidad del sujeto potencialmente criminal (Women 271-273).

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Habida cuenta de la peligrosidad de la itinerancia como táctica antidisciplinaria, baste citar un último ejemplo, extraordinariamente ilustrativo, que servirá como punto de referencia esencial para los sucesivos capítulos. El cuento de José de Espronceda publicado en 1835, “La pata de palo”, título harto elocuente, constituye el epítome de la trayectoria subjetiva de aquel que cuestiona el orden social desde prácticas errantes. Como el título anuncia, el protagonismo cultural no es reclamado por un individuo, sino por una pierna que, deshumanizada y desnaturalizada, cobra agencialidad a través de un proceso de desfamiliarización según el cual lo habitual —una pierna, miembro natural— es convertido en algo extraño —un miembro artificial que sustituye a la extremidad y cobra categoría actancial y actuante—. El argumento del cuento es relativamente simple: un rico comerciante inglés pierde su pierna y encarga a un maestro pernero, famoso por su habilidad en diseñar patas de palo ágiles y ligeras, que le haga un miembro artificial mejor que el natural y “que no tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí” (46). La riqueza del comprador hace que sus deseos se conviertan en órdenes y pocos días después tiene a su disposición “la mejor pierna” que el artífice haya hecho en su vida. Pero, tan pronto se la calza, la pierna echa a andar por sí sola, sin atender a los gritos y a las órdenes de su amo. Pese a los intentos de retención del dueño, cuyo cuerpo sigue a remolque los impulsos de la pata, la “alborotada” y “furiosa” pierna se lanza a la calle, donde “no andaba, volaba” (47) para conducirlo hacia las afueras, al campo, donde significativamente la pierna aumenta en velocidad, para terminar fuera del espacio urbano, donde el desdichado andarín desaparece y el cuento llega a su fin. Termina el narrador diciéndonos con tono jocoso que se ha visto al perniligero por los bosques de Canadá, cruzando los Pirineos y, en definitiva, dando la vuelta al mundo “con increíble presteza” (48). La capacidad transgresora del movimiento es representada por una pata que, como los sujetos marginales analizados en los siguientes capítulos, posee capacidad de acción propia y constituye un desafío al orden y a la autoridad, tal y como evidencian los frustrados intentos de sujeción por parte del rico comerciante. La rebelión contra el orden cobra su punto más álgido cuando la prodigiosa pierna obligue al infeliz caminante a salir a la calle semidesnudo —“tal era la violencia y rebeldía del postizo miembro” (47)— contra toda norma de decoro y violando toda ley cívica. La energía y fuerza con la que camina el

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miembro, capturada por términos como torbellino, ímpetu o huracán, apuntan al poder abrumador e imparable del movimiento, como las figuras que transitan las calles de la literatura decimonónica, para cruzar fronteras físicas y simbólicas y erigirse en agente de cambio: una vez calza su pata de palo y es convertido en su rehén, el comerciante se transforma en un simple cuerpo sin agencialidad alguna y pasa a ser referido en el texto como “pobre”, “desdichado” y “desventurado”, produciéndose así una inversión de las categorías de clase que queda complementada con el descentramiento físico y la pérdida de poder en el ámbito textual. La pierna, con sus movimientos veloces, es capaz de desplazar al banquero a la periferia urbana y textual hasta hacerlo desaparecer, alterando el orden convencional y marginalizando categorías fundacionales consideradas pilares centrales de la sociedad burguesa. Todos los textos bajo estudio en “Andando se hace el camino” actúan de corifeo de este cuento en tanto lo marginal viene a interrumpir el orden y a erigirse protagonista central del texto, en parte gracias a la visibilidad y a la capacidad de movimiento posibilitada por la calle. Igual que la pata de palo, los desplazamientos de mujeres insatisfechas, mendigos harapientos, traperos astrosos y ociosos empedernidos, los cuales arrancan en el plano físico para extenderse al simbólico, representarán una capacidad de aguante al poder disciplinar que resistirá medidas de prevención e intentos de sujeción y que bien les valdría el adjetivo de unsettled, término acuñado por Patricia Fumerton para referirse a colectivos movibles y sin hogar que encuentran en la calle una forma de vivir y de sobrevivir (xvi). Prueba de ello será la frecuente presencia de verbos represivos como sujetar, contener o frenar, así como las numerosas referencias a piernas, pies y calzado que encontraremos en las obras bajo estudio. Además, el cuento de Espronceda captura a la perfección un fenómeno universal, adelantado por el narrador en la introducción al mismo: la historia escandalizará a todos los hombres “puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas” (45). Si bien todos tenemos piernas y gozamos de la capacidad de caminar, residiendo en todos nosotros el germen de la disidencia, no todos los individuos tienen la voluntad de ponerlas en marcha para posicionarse en los márgenes de la sociedad. Solo aquellos dispuestos a romper los rutinarios hábitos de la subordinación y los moldes de la normatividad, que se rebelan y “sacuden el yugo”,

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como insinúa Torquemada en la novela homónima (Pérez Galdós, Torquemada 355), están condenados a sobrevivir en el proyecto de nación moderna y a ganarse un hueco en la modernidad cultural. Y esta sacudida es posibilitada por la calle en tanto que espacio ecuménico, esto es, incluyente y abierto, en el que todos, hombres y mujeres, ciudadanos integrados y miserables excluidos, tienen abierto el camino para poner sus piernas en movimiento. Si el desplazamiento físico está íntimamente asociado a la marginalidad y al peligro, no es de extrañar que la calle se revele como el tropo privilegiado para visibilizar tipologías marginales. No solo porque el sujeto marginal se define y se forma en respuesta al movimiento que practica en la calle, el cual lo impele a transitar espacios físicos y simbólicos prohibidos, como se irá descubriendo a lo largo de los siguientes capítulos; la calle es también el ámbito ideal para trazar el itinerario de figuras marginales porque, como ya se ha anunciado, este espacio solo puede ser examinado desde el movimiento iniciado por el individuo y por su acto de caminar, ilustrando la estrecha relación entre sujeto y espacio que me interesa remachar en este estudio. Andando se hace la calle En El animal público, el urbanista y antropólogo Manuel Delgado habla de la urbanidad como un tipo de sociedad y una forma de vida que, frente a la ciudad como construcción estable y fija, incluye una serie de relaciones sociales entre individuos y se caracteriza fundamentalmente por la movilidad, la agitación y una constante estructuración (11-12). Si para un estudio de lo urbano tal y como lo entiende el antropólogo es condición indispensable explorar los espacios públicos donde tal forma de vida con su correspondiente vertebración social se desarrolla, la calle como unidad básica del entramado urbano debería ser el punto de partida, pues, alejada del concepto de ciudad como estructura fija, se sitúa en el plano de lo urbano, participando de las características de este tal y como es descrito por Delgado. La calle es un espacio vertebrado por la movilidad espacial. De hecho, en las sucesivas páginas quedará más que claro que no me interesa analizar las representaciones del espacio urbano ni de la calle como trasfondo cartográfico o “static container” (Lefebvre, Production 94). Mi prioridad es recorrer la calle como un constructo urbano pero, ante

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todo, social y por extensión movible, inestable y definido por una “oscilación constante”, como diría Delgado (12), la cual está determinada por el movimiento de los sujetos que la transitan; que se escapan y se desvían por los intersticios que la calle les ofrece, y que, a través de estos desplazamientos —formas de resistencia según De Certeau—, prenden procesos de subjetivación. En este sentido, cabe afirmar que la calle existe gracias al movimiento en tanto este configura una realidad en la mente del personaje, lo que trae a colación el libro de Carlos Ramos Ciudades en mente, el cual explora la ciudad —no tanto la calle— como estructura de relaciones que favorece y acelera los procesos de la modernidad, pero siempre desde la realidad subjetivizada que se desarrolla en la mente de los personajes. Isidora Rufete se paseará por las calles céntricas de un Madrid movible “en perpetuo paseo” (Pérez Galdós, La desheredada 170) y solo en cuestión de días en el itinerario cronológico de la vida narrativa del personaje, de escasas páginas en el orden textual, tales calles pasarán de ser un escenario lúdico y placentero, fuente de “ardiente gozo” para el personaje, para convertirse en un entorno potencialmente hostil y desencantado, causa de “punzante martirio” (172), dependiendo de las peripecias que sobreviven al sujeto femenino en su itinerario existencial. Esta experiencia del personaje galdosiano identifica a la capital como una de esas ciudades imaginarias de Italo Calvino, las cuales, “like dreams, are made of desires and fears” (44), están cruzadas por calles que son intersecciones entre fascinaciones y desencantos. De modo parecido, el bulevar de Vetusta en La Regenta es configurado desde una perspectiva social: vía de paseo de la aristocracia y la clase media, se convierte en espacio de ocio vespertino de las capas populares, siendo invadido por la pobretería al anochecer, cuando obreros y trabajadores abandonan su trabajo. Esto es así porque la posesión y el derecho a utilizar la calle se ha regido por una marca temporal que determina las prácticas y el papel activo de los actores sociales. Aunque en teoría definida por un libre acceso, la calle no puede ser entendida en el xix como un espacio igualitario —recordemos los lamentos de un personaje de Dostoievski en Notes from Underground (1864) cuando, ante la desigualdad social y espacial de las calles, se queja de que “it tormented me that even in the street I couldn’t be on an equal footing with him” (49)—. Explorar la calle como referente subjetivo configurado a través de la experiencia del caminante confirma y fortalece la idea de que la calle solo puede ser escudriñada desde el movimiento que en ella tiene lugar.

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La antropología de lo urbano que examina Delgado a partir de las fluctuaciones y estructuraciones que en él se desarrollan lleva en sí incorporadas las teorizaciones espaciales de antropólogos, sociólogos y críticos culturales que conciben el espacio como un proceso caracterizado por una síntesis de estructura y acción, de configuración física y social. La idea de movimiento que define al espacio está nítidamente contenida en la definición decerteauiana de espacio como lugar practicado. Para De Certeau, “a movement always seems to condition the production of a space” (118) y el acto de caminar no es únicamente la forma básica y fundamental de experimentar la ciudad, sino que el origen o génesis de cualquier estructura espacial “begins on ground level, with footsteps”, pues, sin estos, aquella no existiría (97). Ilustrando la teoría del crítico francés, serán las “operations of walking, wandering and window shopping” de la Rufete las que constituyan y transformen la calle Mayor madrileña en sinécdoque del lujo, en una avenida paradigmática de la urbe decimonónica, que, si bien por un lado es criticada por medio de un discurso contra el lujo, por otro, asegura la supervivencia de una economía capitalista que exige la circulación de capital, como manifiesta la concentración en esta avenida de numerosos comercios surtidos en vestidos y artículos de lujo. En cualquier caso, los paseos de Isidora, aparte de transformar el espacio urbano en legible, construyen una calle que es parada fundamental e ineludible en el itinerario del comprador por el imaginario urbano madrileño del siglo xix. Al hilo de la afirmación de Rykwert sobre la calle como movimiento humano institucionalizado con la que abría este capítulo introductorio, puede afirmarse que el acto de caminar no es solamente importante porque estructura físicamente la calle y por extensión el espacio urbano, sino también porque funda caminos simbólicos que, una vez abiertos, vendrán a ser transitados por futuros sujetos históricos. “Walking follows a path and has followers”, apunta De Certeau (99), una idea que es motor y guía del presente libro, el cual parte de que solo andando se hace camino, geográfica y metafóricamente: los caminares transgresores del sujeto femenino dieciochesco, como se verá, allanarán la senda de la mujer callejera un siglo más tarde y actualizarán los términos, por seguir con lenguaje decerteauiano, “by displacing them through the use she makes of them” (99), posibilitando de esta manera la salida nocturna a la calle de la mujer sin compañía en el xix. Asimismo, los reiterados paseos de heroínas de finales

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de siglo que invaden la calle haciendo uso de su libertad y simbolizando sus ansias emancipatorias serán retomados, por citar tan solo dos ejemplos, por las protagonistas citadinas de José Díaz Fernández o las de Carmen de Burgos a principios del xx, que caminarán hacia la liberación y harán un uso de la calle como metáfora de la emancipación femenina en la que se gestan las primeras organizaciones feministas que vendrían a emerger después de la primera guerra mundial. De modo parecido, la actividad caminera del mendigo del folletín de mediados de siglo abrirá nuevas avenidas y espacios de agencialidad para los desheredados que pueblan las calles de la novela de finales de siglo, mientras que la marcha de sujetos revolucionarios y anarquistas de estos años trazará una senda hacia la acción en novelas como Aurora roja, de Pío Baroja, o Siete domingos rojos, de Ramón J. Sender. Es por ello que De Certeau argumenta que los espacios quedan especificados “by the actions of historical subjects” cuyos movimientos y caminares harán que ese espacio quede asociado “with a history” (118). La “oscilación constante” de Delgado y la intersección de elementos movibles que define el espacio para De Certeau se corresponden con el “representational space” en las teorías urbanas de Lefevbre, para quien tal espacio es el vivido y experimentado por el sujeto como practicante de lo urbano frente a la mera “representation of space”, que vendría a corresponder con las estructuras espaciales tal y como son concebidas y conceptualizadas por los proyectadores de la ciudad, esto es, arquitectos, urbanistas e ingenieros (Production 39), que darían lugar a esa “planned and readable city” de la que habla De Certeau (93). Desde esta perspectiva, la calle sería la imagen más duradera, fija y estática de una ciudad, pues es el esquema geográfico que resume su forma, que fija su sistema de jerarquías y que determina los comportamientos espaciales en base a una organización social. Pero recordemos que esta calle “geometrically defined by urban planning” constituiría un espacio construido pero no habitado, al menos hasta que sea “transformed into a space by walkers” (De Certeau 117). Es únicamente así, como lugar practicado, que importa examinarla. En Tristana, como se verá en el capítulo 5, la calle se convierte en un espacio altamente conflictivo como canal elegido por el narrador para evidenciar el desvío geográfico, sexual y moral del personaje femenino, quien, movido por sus ansias emancipadoras, pondrá en marcha una serie de dinámicas de resistencia al poder patriarcal. Pero, paradójicamente, la misma calle restaurará el orden alterado por los movimientos del personaje cuando, al perder

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este la pierna que posibilitaba su caminar y su liberación, deje de ser espacio y (re)torne a mero lugar. La afirmación decerteauiana se invierte y el espacio se desestructura por ser lugar no practicado, no vivido. La delineación viaria que trata de leer, planear y fijar socialmente el espacio urbano no es más que un intento de dominio de un espacio que en realidad es imposible de dominar, precisamente por estar expuesto a continuas transformaciones a través del movimiento que en él tiene lugar. La libertad y la espontaneidad, forma esencial y tradicional de contestación social manifestada según Rafael Vallejo Pousada por la revuelta y el tumulto en contraposición a una organización previa formalmente constituida (15), son características definitorias del sujeto en la calle y, como se verá, los personajes de los textos bajo estudio se acogen a las mismas para poner en marcha sus nomadeos, sus protestas y, como consecuencia, el desencadenamiento de un clima de agitación. Esto es así porque, como señala Manuel Delgado y como se apreciará particularmente en cada uno de los análisis de cada tipología callejera, los dispositivos de control puestos en marcha en el espacio urbano no tienen garantizado nunca su éxito total pues no se aplican sobre sujetos pasivos y dóciles, sino “sobre elementos moleculares que han aprendido a desarrollar todo tipo de artimañas, que desarrollan infinidad de mimetismos, que tienden a devenir opacos o a escabullirse a la mínima oportunidad” (35). Esta propensión a la escapada y desviación en la calle está íntimamente relacionada con el tipo de acción que sucede en ella. El usuario de la calle “es casi siempre un transeúnte, alguien que no está allí sino de paso” (Delgado 35) y que, en consecuencia, tiene fácil escaparse y desaparecer a la mínima oportunidad. Es por ello que el concepto decerteauiano de espacio se revela como el más indicado y apropiado para definir la calle y lo que acontece en ella. Para calificarla, baste apoyarnos en una serie de nociones de carácter espacial que vendrían a confirmar la lógica de la movilidad y que nos resultarán útiles en las derivas de los diferentes capítulos. La calle es un espacio-tránsito en el que personajes, animales y medios de transporte se limitan a pasar por ella sin detenerse: incluso si lo hacen, la permanencia en la calle tendrá una duración limitada. Tanto si es para contemplar un escaparate en la Castellana, para ser interpelado por un mendigo, para iniciar una conversación con una mujer o para organizar una conspiración, la presencia de los personajes en la calle y los encuentros entre ellos están definidos por lo efímero y la fugacidad. En la calle, el concepto de dwelling

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no tendría cabida tal y como Heidegger lo entendió, esto es, la acción de quedarse y de establecer raíces que implicarían sujetarse, atarse si se quiere, a un territorio. Sin embargo, en “Andando se hace el camino” nos cruzaremos con mendigos y traperos que hacen del dwelling in the street su pan de cada día, su única herramienta para sobrevivir en un ambiente urbano hostil. Viven en la calle, pero sin dejar de moverse por ella. Será por ello altamente relevante examinar la trayectoria existencial de estos moradores urbanos, practicantes de la errabundez, que se encuentran en un estado de perpetua movilidad y que, haciendo de la calle su hábitat natural, construyen su subjetividad en respuesta a lo que podríamos denominar un dwelling in the street, por contradictorio que parezca. Una vez más se pone de manifiesto así el potencial de la ficción literaria para crear realidades alternativas y para dar expresión a configuraciones sociales, conflictos sin resolver y categorías que se alejan de la norma. La calle es asimismo un espacio itinerante, extrapolando el término que el historiador André Leroi-Gourhan utilizó para definir las particularidades del ser humano como ser deambulante en caminos e itinerante entre nodos que “domestica” los distintos territorios por los que transita para adecuarlos “a lo humano” (316). Una vez más, la naturaleza itinerante de la calle le viene dada por la acción del caminante, por su condición de sujeto nómada que la cruza y que se halla de paso de un lugar a otro. En este sentido, la calle sería un espacio transversal en tanto que cruza e intersecta diferentes territorios, pero también que es cruzada. En cualquier caso, toda acción en ella se plantearía como un a través de (Delgado 36). En su función como travesía, la calle tiene un importante efecto de subjetivación en el individuo: la dirección con que la Rufete cruza el paseo de Embajadores determinará la conciencia social del personaje, quien siente estar en “una ciudad hecha de cartón podrido” al atravesar el paseo cuesta abajo, pero que se siente conducida “a país civilizado” cuando sale andando “cuesta arriba” (95, 112). Asimismo, en La horda, el paso a través de la calle en una u otra dirección dicta la construcción de categorías sociales mutuamente exclusivas —dentro/afuera, rico/pobre, privilegiado/desheredado— que, si bien pretenden ser fijas y estables, serán alteradas y redefinidas, tornando movibles, precisamente por el transitar de los personajes. Así, el movimiento y la acción humana que tienen lugar en la calle definen la misma. Pero, al mismo tiempo, el movimiento que configura la calle será el mismo que constituya al sujeto que transita por ella. Como

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primer espacio que tras abandonar el ámbito privado experimenta el urbanita, ese practicante de lo urbano con el cual todos mis personajes se mimetizan, la calle le ofrece la posibilidad de relacionarse socialmente, de establecer vínculos precarios y efímeros, de erigirse como sujeto de prácticas espaciales y, en última instancia, de desviarse, cruzar umbrales y ubicarse en los márgenes físicos y simbólicos. Porque, haciéndome eco de la afirmación de Gold, es precisamente el nomadeo, la errabundez, lo que revela “a crisis of personal identity”, la cual “engenders isolation and marginalization” (143) desde la que el individuo afirma su subjetividad periférica. Se establece así una relación recíproca entre sujeto y calle, producto de las constantes interacciones entre ambos, las cuales determinan procesos formativos correlativos, siempre en perpetua construcción, nunca acabados sino siempre “elaborando y reelaborando constantemente sus definiciones y sus propiedades” (Delgado 25). Es por ello que, a través de una discursividad de la calle, accederemos a un conocimiento de los sujetos que se configuran en ella: individuos que son representados “placeless in the city” y en constante movimiento, como Deborah Parsons se ha referido a algunas heroínas galdosianas (“Nineteenth-Century Capital” 54). Y este caminar, no solo como forma de construir el espacio urbano y de leer el texto, sino también como proceso formativo, implicará una concienciación social, económica y política, y, con esta, una posible toma de acción y la capacidad de movilización de resistencias a los discursos normalizadores. En la calle, el sujeto mira, desea, emula, aprende, pero, ante todo, camina y, en este acto, se forma. Caminar es una actividad fundacional y fundamental por medio de la cual el sujeto elabora su identidad. A partir de una lectura de Husserl, Nil Santiáñez apunta en su estudio sobre el caminar en La desheredada que esta actividad “está estrechamente relacionada con la construcción y autocomprensión del sujeto” (356). Ello implicaría que, al caminar, el cuerpo animado y móvil se configura y se distingue del resto —término bourdiano fundamental en la ideología decimonónica para aludir al proceso definitorio de identidades, como se verá— y constituye un núcleo coherente a partir de lugares, apariencias e imágenes fragmentarias. Esta misma idea está contenida en la definición de ego como centro de Merleau-Ponty: “Visible and mobile” —dos características fundamentales y definitorias del sujeto moderno— “my body is a thing among things; it is caught in the fabric of the world, and its cohesion is that of a thing. But because it moves itself and sees, it holds things in a circle around itself” (Selected Essays 284). Caminar

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es un acto intencional y generalmente voluntario, y tanto desplazarse como observar lo que acontece alrededor son acciones agenciales que conducen a un proceso de conocimiento y apropiación de un entorno topográfico y urbano, lo que concede una garantía de validez al sujeto. Merleau-Ponty continúa: “Things are an annex or prolongation of itself; they are incrusted into its flesh, they are part of its full definition” (284). El movimiento otorga cohesión al sujeto y lo erige como un todo bien definido que toma conciencia de lo que le rodea, se autocomprende y desarrolla una habilidad para ordenar la realidad circundante. Será este el caso de Maxi Rubín, esposo de Fortunata en la novela de Galdós, quien, una vez empiece a transitar la calle, despertará su entendimiento sobre mujeres, clases sociales y disfrute individual. Asimismo, tras abandonar el palacio de Aransis, la Rufete se siente derrotada, desterrada y sobre todo confundida, confusión que cobra expresión textual a través de una imagen movible: “andaban y desandaban calles, subían y divagaban, pasando muchas veces por el mismo sitio” (Pérez Galdós, La desheredada 270). Pero, tan pronto toma control de los lugares que atraviesa, la andarina vuelve a la vida y encuentra en la calle enorme consuelo y placer, así como una transición del caos al orden, ilustrando las palabras de Julio Ramos de que “el paseo ordena, para el sujeto, el caos de la ciudad, estableciendo articulaciones, junturas, puentes entre espacios (y acontecimientos) desarticulados” (166). Orden es sinónimo de vida para el personaje y caminar se convierte en el modo de conocer, organizar y hacer sentido de la realidad circundante. Huelga decir, sin embargo, que la idea de orden lleva consigo la de desorden, y es precisamente este el que activa una actualización de la retórica del deseo que rige el caminar de la Rufete, así como de otros sujetos desheredados que actualizan sus trayectorias cuando invierten, cuestionan y manipulan “the basic elements of a constructed order” (De Certeau 100). Desde una perspectiva burguesa, el paseo de Isidora desmantela las normas y rompe unos rutinarios hábitos de subordinación en tanto una mujer sola, sin tutela masculina y de noche sale a la calle para apropiarse, por medio de sus ojos y de sus piernas, del centro simbólico de la ciudad. Esto vuelve a apuntar al movimiento, a la calle y a la desviación como actos fundacionales desde los que se afirma una subjetividad periférica y adelanta una de las conclusiones que transpirarán las siguientes páginas: que solo desde la marginalidad es posible el cambio, del que mis subjetividades marginales se erigen emisores fundamentales.

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La calle en el imaginario cultural espaÑol La calle es un espacio recurrente en la literatura española del siglo xix. Son muchos los autores españoles cuya obra se presta a una lectura desde la perspectiva callejera. Pérez Galdós es probablemente el escritor que concede mayor atención a la problemática de la calle como ámbito en torno al cual articular la tensión entre vida individual y colectiva (Baker, Materiales 121); como espacio atravesado por multitud de ejes que articulan la subjetividad; como escenario donde localizar el protagonismo cultural de ciertos arquetipos sociales, y como esfera en la que plasmar la modernización incipiente de una ciudad construida simbólicamente. Tal modernidad simbólica se deja ver en las despobladas afueras de Madrid, donde “se van bosquejando las calles futuras” (Pérez Galdós, La desheredada 127); en el primer tranvía inaugurado el 31 de mayo de 1871 con una línea que nacía en la calle Serrano y que, pasando por Alcalá hasta la Puerta del Sol, seguía hasta el barrio de las Pozas (“Novela en el tranvía” 171); en la desaparición de “aquellos edificios que parecían estuches en las renovaciones de estos últimos veinte años” (Fortunata 454); en la apertura de variadas tiendas que no son inferiores “a las de París o Londres”, y, en definitiva, en “la evidente mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aún de las personas” (Lo prohibido 132). Ahora bien, la calle no es un espacio privativo de la literatura realista de finales de siglo. Desde el siglo xviii, este espacio viene reclamando una relevancia artística considerable, frecuentemente asociada a ciertos estamentos al margen de la sociedad que empiezan a exigir con voz y sonora presencia una visibilidad y protagonismo cultural. Las calles de la literatura dieciochesca están plagadas de petimetres, criadas, nodrizas, modistas, majos, pasiegos, vendedores ambulantes y otros tipos integrantes del pueblo bajo que, a pesar de ser frecuentemente criticados por el alboroto y desorden que representan, no dejan de ser figuras muy rentables y productivas —y, por ello, necesarias— en la transición al capitalismo industrial, como Haidt ha documentado en Women, Work and Clothing in Eighteenth-Century Spain. A menudo encontramos estas figuras deambulando en calles teatrales porque, en un siglo que carece de novela, lo urbano es recreado generalmente en el género teatral, donde recibe distintos tratamientos artísticos. Puede darse que la ciudad sea recreada y criticada a través de la ociosidad de sus gentes, la inutilidad de sus costumbres y sus valores inmorales y artificiales, mientras que

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el mundo rural, depositario de la pureza y la virtud, sea definido en términos de la dignificación y utilidad de artesanos y labradores y la austeridad de sus costumbres. Sería el caso del sainete “La presumida burlada” (1794), de Ramón de la Cruz, o la obra Los menestrales (1784), de Cándido María Trigueros, por citar tan solo dos ejemplos. Como contrapartida a estos trabajos, existen otros que encumbran la ciudad y sus virtudes como cuna de civilización frente al retroceso y rusticidad del campo, como especificaría el periódico El Censor en más de una ocasión. En esta línea estaría El alcalde proyectista (1790), de Luciano Francisco Comella, construido en torno al binomio ciudad-campo, con aparente victoria de la primera, y algunos sainetes de Cruz, entre los que “La civilización” (1763) sería uno de los más relevantes. Sin embargo, en este estudio, cuyo marco de fondo es la calle como espacio formativo y conflictivo, interesan más aquellos contextos culturales que plantean la problemática de la calle como recinto inclusivo que facilita la mezcla de diversas capas de la sociedad, desmontando de esta manera la jerarquización social con un incipiente toque de modernidad. “El fandango de candil” (1768) de Cruz abre en la calle de Lavapiés, donde un grupo abigarrado de gente de diferente origen social se agolpa a las puertas de una casa donde se va a celebrar un sarao. Las continuas alusiones en el sainete a la “puerta” ilustran un fenómeno que Bridget Aldaraca identifica como esencial en la alteración de las relaciones entre calle y hogar a finales del siglo xviii: las puertas del hogar se abren no tanto para que la gente saliera, sino para que esta entrara (Ángel 71). El sainete está articulado en torno a la cuestión de quién pertenece a cada espacio y quién tiene el derecho de disfrutarlo, solución para la cual la obra propone la imbricación de lo público y lo privado. El pueblo o “gentuza”, como a aquel se refiere un personaje de más alto nivel social (“Fandango” 145), pugna por entrar al espacio privado a disfrutar del animado ambiente al alcance de las capas más favorecidas, pero, una vez esta invasión se produce —y la problemática de la calle como espacio de abigarramiento social se traslada al interior—, la confusión es total, hasta el punto de que el autor no tiene más remedio que devolver la plebe a su hábitat natural, esto es, la calle, espacio al que este colectivo pertenece, como insinúa el propio autor (170).3 3  Aunque hoy en día se trata de una calle céntrica en un barrio multicultural y atractivo, la calle de Lavapiés era todavía a finales del xviii una zona decadente e insegura

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No será este el único sainete dieciochesco que conceda a la calle una relevancia considerable. Son numerosos los que abren el telón con una escena callejera (“Manolo”, “Las castañeras picadas”, “La fantasma del lugar”), mientras que otros se desarrollan en la misma calle (“La oposición a cortejo”, “Los novios espantados”, “El marido sofocado”) o introducen continuas referencias a este espacio (La petimetra de Moratín, el sainete “El cortejo sustituto” de Ignacio González del Castillo o “Los picos de oro” de Cruz). Esta profusión del ambiente de la calle en contextos culturales del xviii apunta ya a su importancia como espacio donde se disuelven las categorías fijas y se cuestiona toda jerarquización social en una época que, aunque de mentalidad reformista y progresista, se encuentra todavía fuertemente embebida en una ideología rousseaniana que aboga por una rígida separación de los espacios y el necesario mantenimiento de fronteras entre el afuera y el adentro para el buen funcionamiento de la sociedad. Al mismo tiempo, la frecuente aparición de la calle en obras dieciochescas la identifica como el escenario privilegiado en el que dar forma y visibilizar al pueblo de Madrid a través de diversos tipos sociales cuya presencia y participación en la sociedad resulta imprescindible para el proyecto de construcción de una nación moderna, un fenómeno que debemos situar en la segunda mitad del siglo xviii. El estudio de Alberto Medina Espejo de sombras abre con un momento fundamental para la configuración de España como nación moderna: el 24 de marzo de 1766, el rey Carlos III contempla desde su balcón en el Palacio Real a una multitud enardecida que, ocupando espacios que no le pertenecen, se manifiesta, pide, exige y se revela contra las reformas propuestas por el ministro del rey, representante del poder supremo. Es el episodio que pasaría a la historia como la revuelta de Esquilache. Aunque Medina no evoca ni teoriza la calle como espacio imprescindible en este devenir, su análisis nos invita a pensar en la relevancia de este escenario de representación para un pueblo que necesita hacer valer su presencia y hacer oír su voz para constituirse como un sujeto colectivo que participa activamente “en el sostenimiento del

que albergaba bandidos y otros sujetos de moral sospechosa. Es por tanto significativo y hasta de esperar que la “gentuza” de “El fandango” sea devuelta a esta calle, donde pertenece, como estrategia para restaurar el orden y poner fin a la confusión social que su ignara y ruidosa presencia desata. Ver el estudio sobre Lavapiés de Veksler para una contextualización de esta calle en la historia cultural de Madrid.

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entramado político” (16), condición sin la cual no habrá lógica de modernidad ni avance alguno de la nación. La calle, esfera pública que escapa a todo control y sujeción, no puede sino ser el escenario ideal para articular la resistencia de una serie de cuerpos inestables, marginales, excluidos y oprimidos que se resisten y pugnan por dejar de ser (in)significantes en una nación moderna e ilustrada. Nos adentramos así en el siglo xix, en cuya primera mitad la calle recibe tratamiento artístico desde lo literario —los relatos costumbristas de Mesonero Romanos y Antonio Flores o las novelas de costumbres de Fernán Caballero— y lo extraliterario —que abarca desde guías urbanas como la de Ángel Fernández de los Ríos, informes como la Rápida ojeada sobre la capital y los medios de mejorarla, de Mesonero Romanos, y estudios geográficos como los de Pascual Madoz o Fermín Caballero. Mesonero Romanos concilia mejor que nadie ambos discursos, el costumbrista escrito para las clases populares y el urbanista diseñado para una audiencia más especializada, ambos estrechamente relacionados bajo el proyecto común de examinar “the modern realities of Madrid” (Frost 34). A pesar de que Mesonero ejerció una influencia indiscutible en autores posteriores como Ayguals de Izco o Galdós, parece ocioso justificar por qué el relato costumbrista no goza de un espacio central en “Andando se hace el camino”. Señala Daniel Frost que “Mesonero’s costumbrismo and his urban design work” muestran la imagen de una “city in movement” (22), una afirmación coherente con las palabras del mismo Mesonero en “La revista española” de que no se puede hallar “más movimiento, más vida, importancia mayor” que en una capital como Madrid (en Baker, Materiales 54). Sin embargo, en el costumbrismo la calle genera interés en tanto es parte de un entramado urbano que sirve de paisaje de fondo para un material anecdótico y pintoresco en torno a las costumbres típicas madrileñas, generalmente contadas con un tono sentimentaloide. No deja de ser un género exponente de los ideales conservadores que, ante un presente inestable y movible, pretende capturar imágenes de modos de vida pasados, de “una España que se va” (Escobar, “Costumbrismo” 125). El uso del término cuadros en la obra de Antonio Flores (Ayer, hoy y mañana... Cuadros sociales de 1800, 1850 y 1899) es harto ilustrador y apunta a la inmovilidad de un género que se acerca a la ciudad como una colección fija de objetos —personajes, instituciones, espacios, eventos y costumbres sociales— que esperan ser observados

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y retratados “con severo análisis y comparación” (Mesonero Romanos, Manual de Madrid iii).4 No tengo ánimo de desdeñar la labor de estos escritores que no hicieron otra cosa que reflejar minuciosamente “una determinada etapa o época perteneciente a nuestro entramado histórico”, como ha dicho el gran experto del costumbrismo español decimonónico Enrique Rubio Cremades (307); pero un género calificado de “inmóvil” (Ferreras 175) y exponente de “a nostalgic resistance to modernity” (Labanyi, Gender and Modernization 15) no puede tener cabida en un estudio sobre las complejidades urbanas de la modernidad, un momento histórico caracterizado principalmente por el flujo y la evolución (Valis, Cursilería 23), en el que la calle no es simplemente un escenario de fondo, sino un territorio que cataliza procesos que se hallan en “continual transformation” (207), tal y como el arquitecto Thomas Czarnowski describió la calle. El caso de Larra es diferente, precisamente porque en sus paseos nos hace partícipes de la realidad tal y como el paseante la percibe, al tiempo que construye simbólicamente la ciudad y sus calles, formándose como sujeto social, intelectual y político al contacto con las mismas. Como Baker ha afirmado, “la tensión entre la casa y la calle, entre la vida privada y la pública es uno de los fundamentos estructurantes de la obra de Fígaro” (Materiales 27), una tensión bien ejemplificada en su artículo “Los jardines públicos”. Esto daría lugar a un sujeto que deambula y callejea por Madrid, no como un ocioso empedernido al estilo del flâneur decimonónico, sino como individuo que quiere configurarse, distinguirse y otorgar sentido a su realidad circundante, pero también construir los ambientes sociales y culturales, de la clase media —el café, el jardín— y de las clases populares —los toros o la misma calle que promueve la confusión de clases—; será por ello que goce de relevancia en este libro. Ilustrando la analogía decerteauiana entre el acto de enunciación y el de caminar, Larra necesita del acto de

4  El artículo de Mesonero “Paseo por las calles”, contenido en la colección Panorama matritense (1835), es un claro ejemplo del paseante que, antecedente de la figura del flâneur, sale a la calle a confundirse con el pueblo sin más objetivo que transcribir fielmente la animación callejera, el ruido y polvo de los carruajes y la naturaleza multiforme de los edificios. De modo parecido, la descripción de las calles en El antiguo Madrid del mismo Mesonero da cuenta de la tendencia costumbrista de acercarse al espacio urbano con una finalidad cartográfica y estática.

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caminar como paso previo al de la escritura. La calle, antesala de su recinto creativo, enciende la chispa narrativa que luego desarrollará en aquel. De hecho, Baker ha llamado la atención al hecho de que Larra “anda por la calle como si fuera un interior doméstico” (Materiales 31), haciendo en público lo que debería hacer en privado. En este trasponer de la actividad privada a la pública, Larra estaría adoptando un papel marginal en la nueva sociedad moderna, pues, al negarse a (con)fundirse con la muchedumbre que encuentra a su paso, el escritor deja de participar de una experiencia urbana fundamentalmente moderna —esa que (con)funde al paseante con otros urbanitas, con un grupo de extraños con los que comparte espacios públicos como la calle— y sucumbe ante ella, como revela su último paseo solitario y silencioso por la ciudad-construida-cementerio en “Día de difuntos de 1836”. En los años cuarenta surge en España el género del folletín, novela por entregas dominada por el melodrama y por un tono moralizante, dirigida a un público de bajo nivel cultural, recién alfabetizado, que es llevado por el laberinto urbano de la mano del autor, como bien ha explicado Rubén Benítez (169). El pilluelo de Madrid (1848), de Alfonso García Tejero, El dios del siglo (1848), de Jacinto Salas y Quiroga, Los misterios de Madrid (1844), de Juan Martínez Villergas, la anónima Madrid y sus misterios (1844) y María, la hija de un jornalero (1845-1846), de Wenceslao Ayguals de Izco, uno de los pocos escritores de la época que no ha caído en el olvido, son solo algunas de las novelas de tema madrileño en las que el espacio urbano juega un papel determinante en el desarrollo de la historia política, la cual suele ser desplazada por el sentimentalismo de la fábula de amor. Precedentes inmediatos de los escritores de fin de siglo, estas novelas por entregas “responden a los modelos narrativos puestos en circulación por la incipiente industria literaria” (Baker, Materiales 96) y gozaron de gran éxito de difusión. En “Andando se hace el camino”, el folletín interesa porque es más que un mero cuadro de costumbres. En su insistencia de ser historias “fieles a la realidad” que “no faltan a la verdad”, como repetirá hasta la saciedad Ayguals de Izco en María, encuentro que estas novelas son ante todo objetos culturales con una delimitada agenda ideológica que pugnan por aleccionar, contener y sujetar, pero, al mismo tiempo, no pueden evitar abrir nuevos espacios de resistencia y negociación de subjetividades. En el marco de los binomios maniqueístas sobre el que estos textos están construidos —buena/mala mujer, hermoso/feo, instrucción/ignorancia, moral/inmoral, luz/oscuridad, dentro/fuera,

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privado/público—, la calle como terreno peligroso y amenazante es continuamente contrapuesta al hogar como refugio esencialmente femenino. Pero, a tenor de la afirmación de Foucault de que no existe norma sin transgresión, estos espacios nítidamente demarcados abren la posibilidad de transgresión. Las salidas femeninas a la calle en el espacio textual folletinesco domesticarán a aquella, por utilizar un término de Wirth-Nesher (20), al tiempo que el propio hogar será infiltrado por la calle, con la correspondiente resignificación de este espacio como recinto que deja de ser cerrado y sellado del exterior, ilustrando la advertencia del escritor francés Edmond De Goncourt de que “la vida amenaza con convertirse en pública” (en Perrot 12). Es por ello que, aún con sus redundantes maniqueísmos y constantes manipulaciones autoriales, y aunque Baker haya afirmado que el espacio urbano se transmite al lector “tal y como aparece en las guías y las geografías sin la menor elaboración artística” (Materiales 99), estas novelas folletinescas piden ser rescatadas desde la perspectiva de la calle como espacio que abre una serie de fisuras en la configuración convencional de lo normal y lo desviado, redefiniendo los límites de lo que la cultura dominante —de la cual el autor no puede substraerse— toma por realidad o verdad. Modernidad en las calles de la EspaÑa decimonÓnica Existen factores sociales, urbanísticos e históricos que justifican el tratamiento artístico de la calle a lo largo del siglo xix. La creciente aparición de este espacio en la literatura de la época es síntoma de la fascinación, curiosidad y preocupación que despierta en los autores, en primer lugar, como configuración urbanística que reclama la atención de reformistas y cronistas de la villa, que ven en la calle una de las asignaturas pendientes para que Madrid apruebe el examen de la modernidad. A pesar de que el paseo del Prado, nos cuenta Pilar de Lorenzo Velasco, estuvo dividido a lo largo del xviii “en paseos que parecían responder a separación de castas, un lado para el popular, otro para la burguesía, y otro muy estrecho, el gabinete, daba al paseo de coches y caballos y era reservado a la suprema distinción” (194), este planteamiento urbano no podía considerarse la regla. Es cierto que las transformaciones urbanas que se realizaban en la ciudad constituían un impulso consciente para reconstruir la capital y convertirla en escenario material para la

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manifestación y escenificación del poder real, como David Ringrose ha documentado a partir de la pomposa entrada en la capital de Fernando VI en 1746 (160). Pero la mayoría de calles del Madrid dieciochesco no estaban pavimentadas y aún prevalecía la estructura medieval sin una nítida distinción entre la senda de los peatones, la de los animales y la de los vehículos. Las personas eran orilladas a los márgenes de los caminos, por donde también circulaban los residuos, mientras los animales y medios de transporte ocupaban el espacio supuestamente reservado a los peatones. Este deplorable espectáculo callejero empezó a cambiar bajo el reinado de Carlos III, quien renovó Madrid a través de una política de reformas urbanas: abrió avenidas flanqueadas por árboles, construyó plazas y monumentos como la Puerta de Alcalá y la fuente de Neptuno, instaló el alumbrado público con lámparas de gas en las calles del centro y pavimentó las aceras para distinguirlas de la superficie de la carretera, asignando las primeras a los peatones y la segunda, al resto del tráfico.5 A pesar de todas estas reformas urbanas, el aspecto de las calles no mejoró mucho. En 1833 Mesonero Romanos escribía en su Manual de Madrid que la atención al aseo y la limpieza de las calles de la capital prestaban a la villa “un aspecto lisonjero” (50). En “Policía urbana”, artículo contenido en la primera serie del Panorama matritense y escrito el mismo año, el cronista de la villa construía una ciudad de casas esplendorosas, paseos amplios y calles limpias, organizadas, iluminadas y transitables, las cuales marcarían el “futuro engrandecimiento” de la capital (288). Sin embargo, en 1834 las calles de Madrid eran todavía barrizales sin apenas iluminación ni limpieza, con aceras intransitables en las que se amontonaba la basura. En 1845 el aspecto mejorará con la adopción de los adoquines de granito y, poco después, en 1850, el arroyo central de las calzadas se sustituirá por los dos laterales, a lo que se añadió la retirada de basura cada mañana y el alumbrado de

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Cabe mencionar que etimológicamente la palabra pavimento, del latín pavimentum, significa ‘aplanar, golpear el suelo, revestirlo con ladrillos, losas y otros materiales’. Todas las palabras que derivan del término latino —el francés paver, el italiano pavimentare, el inglés to pave— aluden a la construcción y la urbanización, conceptos modernos, lo que sitúa la emergencia de la calle como espacio moderno en el siglo xviii español. Es significativo, además, que la palabra calle en inglés, street, provenga del latín sternere, esto es, to pave, con lo que el término inglés ya lleva inserto la acepción moderna de construcción, urbanización y edificación.

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reverbero de gas que se instala en la mayoría de las calles del centro (Palacio Atard, Sombras y luces 10-11).6 En términos generales, Madrid fue a lo largo del xix una ciudad sucia y oscura, “con calles angostas e insalubres” (Juliá, “Madrid” 323), un aspecto al que no contribuían las plagas de mendigos, cuerpos moribundos y cadáveres amontonados tras epidemias y hambrunas, las masas de pobres “fijos, como inmóviles”, como dirá Juliá (344), y de vendedores ambulantes, cuya presencia convertía las calles en una “constante feria y nauseabunda cochiquería”, tal y como escribía el periódico El Progreso en diciembre de 1897. Recordemos la minuciosa descripción de la calle de San Antón en el folletín María, la hija de un jornalero. El miserable estado de esta calle, con sus olores desagradables y esparcimientos de basura, se encuentra a la par de la gente que la transita (una fórmula que Galdós replicará años más tarde en La desheredada) —holgazanes, mujeres de mal vivir, niños en estado deplorable—, así como los establecimientos taberneros que se encuentran en sus inmediaciones —tabernas frecuentadas por gentes viciosas de malas costumbres—. 6  Hay numerosos trabajos que documentan rigurosamente las transformaciones urbanas a nivel callejero de Madrid en la segunda mitad del xviii y especialmente a lo largo del xix. No pretendo redundar en la información que estos trabajos ofrecen, pero me limito a señalizar algunos de los que han servido como guía y referente esencial de “Andando”. Sin duda, el más completo es el imprescindible volumen de 1994 de Cristina Segura, Ringrose y Juliá sobre la historia de Madrid. La aportación de Ringrose sobre el siglo xviii y especialmente la tercera y última sección de Juliá sobre el xix han resultado ser una aportación esencial sin la cual este trabajo carecería de exactitud y de rigor histórico y social. En el campo de la literatura, el ya clásico Materiales para construir Madrid, de Baker, fue uno de los primeros estudios en acercarse a autores canónicos desde una perspectiva urbana, a través de un análisis intercalado con las transformaciones estructurales pertinentes al concepto de espacio. Del mismo autor, la introducción al número especial sobre “Madrid Writing/Reading Madrid”, que compila artículos sobre aspectos socioculturales de la capital, es iluminadora en tanto que ofrece un breve pero esclarecedor recorrido por la evolución urbana de una ciudad que pugna por establecerse como urbe moderna a lo largo del xix. En la misma línea está el prólogo a Madrid de Fortunata a la M-40, una compilación del mismo Baker y Malcolm Compitello en el que estos resumen la consolidación de un espacio urbano moderno a partir de los cambios impuestos en el Madrid de finales de siglo por la industrialización, la mediación tecnológica y la especulación, entre otros factores. Entremezclando historia y arquitectura, figuran el manual de Fernández de los Ríos, el de Vázquez y los volúmenes editados por Bahamonde Magro y Otero Carvajal sobre la sociedad madrileña del xix.

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Pero fue el espacio el gran problema de Madrid desde su constitución en sede de la corte en 1561. A principios del siglo xix, fue José Bonaparte quien, ante un plano de la ciudad ordenado en torno a lo que Juliá llama una densidad palaciega y conventual, vio la necesidad de abrir espacios para ensanchar la ciudad, procediendo a derribar iglesias y trasladar cementerios a las afueras. La desamortización de Mendizábal puso las propiedades religiosas en manos de especuladores y propietarios, y, junto al derribo en 1868 de la cerca construida por Felipe III, constituyó uno de los factores fundamentales en la modernización de Madrid (Baker, “Introduction” 75), que expandió su territorio hacia lo alto, un fenómeno bien documentado por Larra en “Las casas nuevas”, y hacia lo ancho, hacia las afueras. Estos planes de expansión vertical y horizontal fueron el resultado de una serie de reformas, planes y proyectos urbanos propuestos por una larga lista de urbanistas que intentarán solventar la situación espacial de la capital. Entre ellos, el propio Mesonero, que con su plan de 1846 de romper y ensanchar las calles propuso desahogar el espacio interior de la ciudad (Juliá, “Madrid” 358-359), Pascual Madoz, Felipe Monlau, Claudio Moyano y, ya más adelante, Carlos María de Castro, quien en 1860 elaboró un plan para un crecimiento racional y ordenado alrededor de los tres órdenes sociales —la aristocracia, la clase media y los jornaleros—; plan fracasado por el alto coste del suelo y por el apego que nobleza y burguesía tenían al centro histórico, con lo que, solo cuatro años más tarde, Antonio Cánovas del Castillo liquidó las normas establecidas en el proyecto de Castro en un nuevo decreto. El resultado fue el abigarramiento de la burguesía en las zonas céntricas y la expulsión a las afueras de trabajadores, mendigos y pobres para que en ningún momento fueran confundidos con las clases medias. Los capítulos 3 y 4 brindarán la posibilidad de acercarnos a este “horizontal social zoning”, como Baker lo ha llamado (“Introduction” 76), a través de textos de Larra, Ayguals de Izco, Galdós y Blasco Ibáñez.7 Cabe remarcar que las calles de Madrid empezarán a experimentar una transformación radical en su estructura a partir de mediados de siglo con la irrupción del capitalismo en la ciudad, fenómeno que ya había llegado a otras capitales europeas en los años cuarenta y cincuenta y que tendrá consecuencias tanto en la morfología urbana 7  Ver los trabajos de Hidalgo Monteagudo, el de Carballo et al. y Juliá (“Madrid” 370-384) para un detallado diseño del ensanche, así como los motivos de su fracaso.

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como en la urdimbre humana que transita en sus calles. Como quedará demostrado en el capítulo 2, los objetos materiales salen a ser exhibidos en las calles (Baker, “Comercio y novela” 49) como parte de la nueva cultura monetaria y de una moderna experiencia urbana “based on visual display” (Labanyi, Gender and Modernization 111). Las numerosas “cristaleras” que desde los años 30 hacen visibles artículos de consumo (Franco de Espés 15) y los “grandes escaparates de cristal” montados sobre edificios (Flores, “Escaparates” 194) cambiarán las fachadas de las calles céntricas, que tornarán más limpias, ordenadas y “entretenidas”, como dijera Carlos Frontaura en uno de los primeros textos en capturar el fenómeno del consumismo en Madrid en 1869 (26). Este nuevo fenómeno, bien recogido por Mesonero Romanos en 1844 en su Manual histórico, no es privativo de Madrid,8 sino que otras ciudades españolas se harán eco del mismo, como Barcelona (el Paseo de Gracia o el barrio del Eixample son ejemplos de la reorganización del entorno urbano) y Valencia (el bulevar Alameditas de Serrano, que aparece frecuentemente en las novelas de Blasco Ibáñez, da fe de estas nuevas construcciones urbanísticas). En Madrid, la nueva distribución del espacio urbano no solo será visible en calles céntricas como Recoletos o el Prado, sino también en los alrededores de la ciudad, y así las calles “de los más apartados barrios” también reformarán y pondrán sus fachadas al servicio de los nuevos tiempos, como bien documentó Fernández de los Ríos a propósito de las reformas urbanas de 1835 en torno a los comercios (655). Ilustrando una vez más la recíproca relación sujeto-calle que interesa remachar, la transformación a pie de calle y la construcción de nuevos edificios determinará una nueva presencia callejera, un transeúnte que llega a Madrid “expresa y decididamente a ver los escaparates”, como dijera el costumbrista Antonio Flores en 1850 (“Escaparates” 199), movido por la fascinación de esta nueva sociedad del espectáculo, por utilizar el término postmoderno de Guy Debord.

8  Mesonero observa que las calles y ambientes en el centro de la capital tienen otro aire como resultado de la actividad comercial: “Se han concluido varios edificios y monumentos públicos, tales como el colegio de Medicina, el teatro del Circo [...]; se han formado nuevas plazas y paseos en el interior de la Villa y en todos sus alrededores; se han plantado árboles en las calles y plazas principales; y en los cafés, tiendas y demás establecimientos públicos se observa un gusto y elegancia desconocidos anteriormente” (Manual histórico 35).

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Porque esta nueva ciudad moderna está sostenida por una cultura visual que penetra en todos sus rincones y que posibilita seguir el rastro de los sujetos en la misma calle, sin necesidad de “andarlos buscando de casa en casa”. De esta manera, “el político, el militar, el hombre de letras y el de las letras de cambio, todos están en los andenes del gran escaparate del siglo”, esto es, en la calle pública. La amenaza preconizada por De Goncourt se ha cumplido y la vida, en efecto, se ha convertido en pública. Por supuesto, en este escaparate de figuras icónicas urbanas no podía faltar la mujer, gran consumidora por excelencia del siglo xix, que, con tan solo hacer visible su presencia en la calle, estaría “vengando la vida privada a que tanto culto rindieron sus padres”, esto es, la sujeción y enclaustramiento al que el sujeto femenino ha estado subyugado durante siglos (Flores, “Escaparates” 193). Desde el siglo xviii, la mujer de comportamientos desviados se viene abriendo paso en la producción cultural —baste recordar las numerosas figuras que Goya pinta en espacios abiertos o en juegos de galanteo—, un paso que se hará firme en el xix, considerado por la crítica como el siglo del protagonismo de la mujer, pero también como el siglo que problematizó la presencia femenina en la urbe, como Elizabeth Wilson documenta en su estudio sobre mujeres y vida urbana. Aunque será esta relación mujer-calle el objeto de estudio en los capítulos 2 y 5, me permito adelantar aquí que la atracción que la calle representa para la figura femenina dieciochesca, heredada por el xix, tiene dos expresiones principales, ambas de índole marginal: consumista y prostituta, lo que corresponde a los dos roles socialmente aceptados de mujeres andarinas en la calle, como Gleber ha señalado (183). Existen innumerables piezas teatrales donde la mujer de cualquier clase social se atreve a salir a la calle movida por intereses crematísticos, dado que, como Leigh Mercer ha anotado en su estudio sobre espacio urbano y novela burguesa, las mujeres “become the primary consumers of new industries of mass productions” (63). Así, petimetras, criadas o modistas saldrán a la calle, bien para saciar su afán de lujo, bien para cumplir con los encargos de sus señoras, pero, en cualquier caso, a recorrer las calles y a autoconstituirse como sujetos modernos a través de dichos desplazamientos. Porque, como mi estudio mostrará, los textos que ofrecen estas imágenes clichés de mujeres-objeto abren nuevos espacios de agencialidad cuando la calle active una mirada femenina que se inscribe en un modelo de resistencia por parte de la mujer.

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Por los motivos expuestos y otros que se irán concretando a lo largo de estas páginas, “Andando se hace el camino” propone explorar la calle en el siglo xix como espacio donde primeramente se deja ver la llegada de la modernidad. Lo señaló acertadamente Gleber: si bien “modernity is characterized by its emphasis on the visual which appears as its primary and privileged sphere of perception” —relación de la que se hizo eco Susan Larson para editar su volumen sobre visión y modernidad en la producción cultural española de finales del xix y principios del xx—, este fenómeno será principalmente registrado “by the process of seeing that takes place in the streets” (31). En efecto, en las calles que atraviesan los textos bajo estudio se desdibuja el proyecto moderno: en la cultura incipiente del consumismo; en la actividad frenética constructora que da a las calles “un aire algo más moderno” (Baker, Materiales 89) y hace de Madrid una ciudad “sofocada por la modernidad” (Haidt, “Flores” 314); en la luz que ilumina las calles y que, gracias a la introducción de una serie de innovaciones tecnológicas, hace la ciudad más visible y accesible, y en la proliferación, casi obsesiva, de un sinfín de figuras marginales que, víctimas de las realidades draconianas del nuevo orden capitalista, surgen como resultado de las transformaciones sociales, económicas y urbanísticas que el capitalismo industrial trajo consigo. Porque, donde hay luz, hay visibilidad y esta, síntoma de modernidad, no solo se refiere a las calles y avenidas principales, sino también a los sujetos que se mueven por ellas, que se convierten en protagonistas de la realidad social, de la modernidad cultural y del presente estudio. Precisamente todos los factores que ejemplifican progreso y modernidad favorecerán la salida a la calle de un sujeto que, impelido a abandonar su celda de reclusión privada y experimentar un viejo nuevo espacio, adquiere conciencia de sí mismo como sujeto social, libre pero controlado —dos principios del ideario moderno—, y se configura como moderno a través de la mirada, del deseo y de la represión. Incursiones al estudio de la calle moderna Pocos trabajos críticos han prestado atención a la calle. Desde una tradición arquitectónica, la calle ha sido objeto de un renovado interés desde mediados del siglo xx, cuando pasó de ser un mero medio que permitía a la gente viajar de sus viviendas a sus lugares de trabajo a

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convertirse en un preciso espacio social cuyo diseño tiene importantes consecuencias en la vida comunitaria de los residentes, hasta el punto de que “the proper physical form for the street can somehow create that life where it may not have existed previously” (Gutman, “Street Generation” 253). El creciente interés en el ámbito de la arquitectura ha corrido paralelo al privilegio que a la calle han concedido los sociólogos, entre los que destaca Jane Jacobs, cuyas consideraciones en torno a las características físicas, las actividades que tienen lugar en el interior de los edificios y las personas que habitan la calle en términos de su salario, origen étnico y raza convierten a la calle en toda una estructura política. En la misma línea, pero más orientado al ámbito de la geografía, Steve Pile ha estudiado la importancia e influencia de la calle en las vidas de las personas, consideradas estas como sujetos individuales y no solo como constituyentes de un colectivo social, en tanto que el espacio geográfico habitado por un sujeto puede organizar y transformar su actitud hacia la vida y hacia la sociedad en general. El libro On Streets, editado por Stanford Anderson, da fe de este interés interdisciplinar por la calle. En el ámbito literario, mi estudio de la calle como espacio fundamental en el desarrollo de nuevos actantes sociales que tratan de afirmar su subjetividad desde los márgenes geográficos y sociales en España a lo largo del siglo xix se encuentra en continuo diálogo con otros trabajos en el campo de la cultura y la literatura española moderna. El libro de Mercer, Urbanism and Urbanity, examina la formación de la burguesía a partir de una serie de espacios urbanos en un número de construcciones culturales de finales del xix y principios del xx y anticipa muchas de mis propias teorías sobre el espacio urbano como escenario de acción, la idea de la literatura como un poderoso espacio simbólico para promover la emergencia de grupos sociales o la formulación simbólica de clases sociales a través de territorializaciones espaciales. Estableciendo un vínculo entre novela y urbanismo, del que me hago eco en mi análisis, Mercer dedica todo un capítulo a la calle desde una perspectiva de género y de clase, desdibujando una relación calle-mujer mediatizada por la apariencia y por el consumo que ha resultado imprescindible para establecer el marco contextual en mi acercamiento a subjetividades marginales femeninas en la calle. El seminal libro de Tsuchiya, Marginal Subjects: Gender and Deviance in Fin-de-Siècle Spain examina en profundidad la existencia y dinámicas de sujetos periféricos o marginales en la España de finales de siglo.

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Aparte de servirme como fundación desde la cual examinar objetos culturales como espacios de representación del imaginario cultural, me ha ayudado enormemente a conceptualizar la construcción del sujeto marginal en este periodo de la historia de España. Los estudios de Teresa Fuentes Peris, en particular Visions of Filth, me han servido como plataforma bibliográfica de textos y materiales complementarios sobre la España de finales de siglo que de otra manera no se habrían cruzado en mi camino, y han resultado especialmente pertinentes en mi análisis de la figura de la prostituta y del trapero. Asimismo, los sendos ensayos de Tsuchiya y de Elena Delgado sobre subjetividades periféricas y errantes me han ayudado a contextualizar y teorizar la conexión entre anormalidad e itinerancia de la que bebe cada uno de los capítulos que siguen. Ambos trabajos, cada uno a su manera, anuncian la calle como espacio del desviado y del sujeto de moralidad sospechosa, lo cual me ha servido para formular mis propias reflexiones sobre la estrecha relación entre una retórica de la espacialidad y la construcción de subjetividades que subyace a este estudio. El estudio interdisciplinar de Pura Fernández, Mujer pública y vida privada, ha resultado de un valor incalculable para guiarme por los vericuetos del mundo de la prostitución de las últimas décadas del xix a través de una nutrida y numerosa bibliografía compuesta de textos de época. Este análisis me ha ayudado a pensar la figura de la mujer pública como oxímoron recurrente en el xix para designar un sujeto de desorden, a menudo sexual pero siempre urbano, cuyos hábitos, caracterizados por la transgresión por el ojo del escritor burgués, son empujados a los límites de la marginalidad urbana sin ser por ello considerados asuntos periféricos, una idea fundamental en Andando. Al mismo tiempo, el trabajo de Fernández me ha abierto el camino para discurrir sobre la modernidad cultural como una invitación a desmontar el imperio de la privacidad a través de la invasión de los espacios privados y de un desplazamiento hacia lo público que justifica mi estudio sobre la calle. Me hallo sin duda en profunda deuda con los diversos trabajos de Haidt en torno a la cultura urbana y sus agentes, especialmente su Women, Work and Clothing in EighteenthCentury Spain. Este libro me ha inspirado a reflexionar sobre una serie de estrategias de movilidad propias de colectivos urbanos desplazados socialmente pero dinámicos y esenciales para el desenvolvimiento de la funcionalidad urbana, una idea de la que se desprende mi conceptualización de las subjetividades marginales como centrales

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para impulsar hacia adelante no solo el proyecto de nación moderna, sino también su canon cultural. Transgrediendo las barreras geográficas, el libro de Gleber, The Art of Taking a Walk ha resultado especialmente revelador, pues, aparte de transportarme a otras tradiciones culturales a través de sus avenidas textuales y urbanas, me ha estimulado a pensar la relación entre la calle, la acción del caminar y la modernidad en el siglo xix. Particularmente relevante es la parte cuarta del estudio, en la que aparece pergeñado el caminar femenino como movimiento de emancipación, idea sobre la que descansa mi capítulo 5. El trabajo de Wirth-Nesher City Codes. Reading the Modern Urban Novel adelanta muchas de las cuestiones que traigo a colación en “Andando se hace el camino”, en particular la idea de que la construction of self es dependiente de la calle. Sin embargo, tal asociación es identificada con el paso del siglo xix al xx, momento que coincide según la autora con la emergencia de la novela moderna. Como mi estudio demostrará, al menos en el caso español, esta dependencia de la calle del sujeto social se remonta como mínimo un siglo antes. Tanto el trabajo de Wirth-Nesher como el de Gleber son tremendamente útiles para poner el caso español en diálogo con otras tradiciones europeas del siglo xix y concluir que, salvando las circunstancias históricas, España se hace eco de muchos de los discursos sobre sexualidad, mendicidad, vagancia, consumismo y revoluciones populares, así como otras problemáticas en torno al espacio de la calle que prevalecían en países europeos como Francia, Inglaterra o Alemania. Queda, por tanto, más que justificada la necesidad de recorrer un camino, no reconocido críticamente en su plenitud, fruto del cual es este libro en el cual he tratado de encumbrar la calle como espacio vertebrador de subjetividad y como ámbito de montaje de diferentes prácticas y habitus en la modernidad cultural española, concediéndole la atención que merece. Huelga decir que la lista de estudios mencionados, plena y conscientemente parcial, me ha servido de punto de partida para trazar las avenidas de mi investigación: con todos ellos dialogo, con todos ellos estoy en deuda y a todos ellos “Andando se hace el camino” viene a complementar.

Capítulo 2 M U J E R C O N S U M I S TA , M U J E R C O N S U M I D A : C A L L E C O M O V ÍA D E L E X C E S O F E M E N I N O

A sedentary life is less harmful to a woman. (De la Bretonne, en Kaplow, Names of Kings 85) If she lingers at shop windows... if she stares level into the eyes of every one she meets... she will most likely be made the object of attentions. Now, can this be wondered at? We all know what class of women wanders about the streets with no purpose in view than that of attracting attention. (Linton, “Out Walking” 133) La mujer es representada como aquello que no puede contenerse en sus “límites”, el exceso que se desborda de forma incontrolada por salir de los compartimentos impuestos sobre ella. (Cerezo, “Sáez de Melgar” 44-45)

En un sainete de 1787 de Cruz, un grupo de charlatanas vecinas matan el tiempo asomadas a la reja de sus casas en una calle madrileña sin especificidad, a la espera de un grupo de petimetres que llegarán de la calle a cortejarlas (“Las castañeras picadas” 365). Algo parecido ocurre en una tonadilla de 1768 de José Castel, en la que un hombre busca desesperadamente en la calle a una mujer a la que cortejar y le “quiera acompañar a pasear”, encontrándola por fin en una ventana asomada (“La maja petardista” 88). Una vez consigue sacarla a la calle,

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el cortejante se siente cautivado por los garbosos andares de la moza y “el aire de su meneo” (89). La reja, antecedente de la calle, desempeña asimismo un papel fundamental en el sainete de González del Castillo “La cura de los deseos” (1812), en tanto sirve como detonante del deseo femenino cuando Rosa, esposa de zapatero, vea desde su ventana pasar por la calle a una señora de clase alta bien vestida y cuyos zapatos, saya de seda y mantón le despiertan una poderosa atracción por el lujo y los objetos materiales, una fascinación que la convierten en “gran demonio” y atribularán al marido, llevándolo a la ruina (285-286). En otro sainete de Cruz, “La oposición a cortejo” (1773), doña Orosia visita con su hija la ciudad de Madrid, adonde se propone “enseñarla las calles, la etiqueta y el gobierno de las visitas, las modas, las tiendas de calle Mayor y calle de Postas” (136). Será en estas mismas calles donde, más adelante, doña Elvira, petimetra y mujer de mundo, aconseje a la misma joven que preste atención, busque y elija cuidadosamente un cortejo para que la acompañe “dentro y fuera de casa” (138). La tonadilla de Comella El trapero y la petimetra (1779), ambientada en la calle de la Paloma, en una de las zonas más pobres del sur de Madrid, introduce una petimetra quien se jacta, ya en su primera entrada en escena, de que “todas las mañanitas, tarde o temprano, por Madrid y por la plaza me voy paseando”, a la busca de artículos y productos que comprar (2r). Tras ser introducida al lector sentada bajo un árbol “del fresco ambiente gozando” en el Prado (147), ese sitio ocioso y delicioso como cantan numerosas tonadillas de la época, Jerónima la petimetra admite que “a las rejas o al balcón suelo estar siempre” (182), buscando galán al que agradar en la obra homónima de Moratín. Más adelante, en la jornada tercera, la protagonista regresa de un día de compras por la calle Mayor. El viaje callejero la ha dejado “cansada” y “molida”, pero satisfecha y encantada con los objetos de lujo que ha visto: “Vaya, vaya, que está la calle Mayor con tanta gala y primor que casi pasa de raya” (242), exclama mientras se desploma en una silla. Casi un siglo más tarde, en el folletín de Ayguals de Izco María, la hija de un jornalero, la joven protagonista no sale de casa ni tiene “roce con la sociedad” (31). La primera vez que pisa la calle, la ruidosa y dinámica calle del Carmen, será para construirla como espacio de consumo y de negocio, un mercado compra-venta en que la mujer espera vender su canario para poder adquirir alimentos con los que abastecer a su familia; pero también un “marriage market”, como ha dicho Mercer (67), en el que

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la mujer es consumida por Luis, quien la ve, se prenda de ella y espera poder “comprarla” algún día, esto es, casarse con ella. Son dos los elementos fundamentales que me interesa resaltar de esta constelación de textos, los cuales son solo algunos de los muchos que podrían servir para abrir este capítulo. En primer lugar, que el acceso a artículos y bienes de consumo viene siendo desde finales del xviii no ya un privilegio reservado a la clase aristocrática, sino un derecho fundamental de todas las personas, incluidas las mujeres, quienes abandonan el aislamiento en el hogar para salir a buscar variedad y placer, evidenciando lo que Martín Gaite llamó “el derecho al lujo” (27). Esta democratización del consumo, afianzada en el siglo xix como consecuencia de la industrialización y procesos socioeconómicos, nos lleva a replantear cuestiones de clase y de género, así como nociones de lo privado y de lo público en el contexto de un sistema capitalista de intercambio gestado a la luz de la modernidad. De esta manera, podría decirse que, con sus deseos crematísticos, ansias de imitación y creciente movilidad, las mujeres empiezan a liberarse de las cadenas de la domesticidad y a establecerse como agentes activos en la transición a una moderna sociedad moderna basada en el intercambio y la fluidez de mercancías. Ello las situaría en la encrucijada de la cultura de la modernidad especialmente a través de sus salidas y entradas a la calle, espacio en el que circulan los artículos que conforman el basamento de las políticas de consumo. Esto nos lleva al segundo elemento que interesa señalar: las prácticas consumistas que yacen en el corazón de una moderna sociedad de mercado traen consigo una adulteración, entendida en su sentido más amplio como mezcla y fluidez. Lo ha explicado bien Jo Labanyi en su trabajo sobre el adulterio en La Regenta: la adulteración sería “the mixing of things that should be kept apart” (“City, Country” 55), esto es, cuando se acerca una cosa hacia otra de naturaleza completamente distinta a ella con el fin de corromperla. Desde la perspectiva espacial y de género sobre la que gira el presente estudio, la mezcla haría referencia al contacto entre la mujer y la calle, terreno público que, como tal, es propiedad común de los hombres. No en vano señalaba fray Luis de León en su Perfecta casada que “las que en sus casas cerradas y occupadas las mejoran, andando fuera dellas las destruyen [...]. Con andar por sus rincones ganarán las voluntades y edificarán las consciencias de sus maridos, visitando las calles corrompen los corazones agenos” (99). La presencia de la mujer en la calle es leída como una

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corrupción. Esto es así porque la libertad de movimientos frente a la ausencia de la misma ha sido patrón cultural, antropológico y literario que ha contribuido a reforzar una discursividad histórico-cultural “género-espacio” según la cual el personaje femenino posee una libertad limitada que le permite moverse únicamente por el entorno espacial doméstico. Como le diría Saturna a la Tristana de Galdós, el cuerpo femenino vive “sin movimientos, atado con mil ligaduras” (Tristana 141). La mujer ha sido, desde la tradición clásica, excluida de la vida pública, entendida por Covarrubias como el espacio social en el que todo es “notorio” y posee “pública voz y fama”. Es precisamente por esta dicotomía género-espacio sobre la que descansan los cimientos de la cultura occidental que todo lo relacionado con la cultura urbana se ha construido de manera natural “as pertaining to men”, como apunta Wilson (Sphinx 9). Pero el confinamiento al hogar empieza a problematizarse en el siglo xix, cuando la mujer empieza a tener una presencia activa en la arena pública especialmente a través del consumo como aspecto esencial de la modernidad, lo que constituye una amenaza a la estabilidad de la tradición occidental en tanto “just being visible in the city challenged assumptions about women’s position within society” (Crane 475). La mujer quiere dejar de ser (in)significante y desde finales del xviii empieza a salir a la calle, exige participar en la vida urbana económica y política, expresa abiertamente sus deseos de índole material y sexual y, en definitiva, se salta las normas en su itinerario hacia la conquista de un espacio propio de visibilidad y notoriedad pública que le permita moverse libremente, tanto literal como simbólicamente. La adulteración también debe ser entendida en un sentido literal como actividad sexual ilegítima o pecaminosa bajo la forma de adulterio o prostitución —ambos en los márgenes de la relación sexual permitida por la Iglesia— en tanto “the wrong people are in the wrong beds”, como Labanyi sagazmente define el adulterio (“City, Country” 55), forma suprema de adulteración y rebelión máxima contra la autoridad del hombre (Aldaraca, Ángel 29-30). La calle, sin límites ni fronteras, así como otros espacios liminales que funcionan como antesala de la misma por estar localizados en el umbral entre el adentro y el afuera (ventanas, rejas y balcones), posibilita la promiscuidad de todo tipo e incita a la mujer a entregarse a “malos pasos”, como diría a principios del xviii fray Antonio Arbiol en su tratado de moral (489), dando rienda suelta a una liberación sexual que constituye la primera parada en la conquista de una libertad individual, como se demostrará en el último capítulo.

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Este capítulo explora la relación mujer-calle a la luz de la emergencia de una sociedad de consumo en el siglo xix español, entendida como aquella en la que la mayoría de los habitantes consumían activamente “an ever expanding array of material necessities and luxuries” (Cohen 8). El siglo xix, siglo de la mujer (Ríos Lloret 187), da lugar a una proliferación de trabajos literarios que conceden un lugar central al arquetipo femenino, como atestiguan los títulos de los mismos, que afirma su subjetividad desde los márgenes de la sociedad. Será la calle el canal elegido para dar visibilidad a este nuevo modelo gestado al calor de una experiencia de la modernidad construida en torno a una serie de polaridades —público y privado, afuera y adentro, esfera comercial y espacio doméstico, deseo y racionalidad, centro y periferia, libertad y opresión—. Después de todo, como María Dolores Ramos ha documentado en su ensayo sobre feminismo y modernidad en España, la modernidad contribuyó a disolver fronteras “entre familia y sociedad”, permitiendo la “irrupción de nuevos sujetos históricos marcados por las intersecciones entre los espacios públicos y privados” (22). Este nuevo sujeto histórico se forma al contacto con la calle y en torno a prácticas deseantes que lo impelen a mirar, exigir, anhelar, hablar y, ante todo, caminar. Acciones agenciales todas ellas que forjan un sujeto pensante y moderno y, por ello mismo, disidente al saltarse las normas burguesas de conducta femenina a partir de una transgresión geográfica, social y moral. No es de extrañar que, ante este potencial para cuestionar una afincada discursividad histórica y cultural en torno al sistema de género y su estructura relacional, la mujer que emerge en la literatura a través de rutas consideradas ilegítimas o excéntricas —marimacho, consumidora, puta o caída— represente “an irruption in the city, a sympton of disorder, and a problem” (Wilson, Sphinx 9). Es esta la mujer que nos interesa: “the shopper-turned-prostitute” que con su nomadeo vendría a personificar “the predicaments of agency and uncertainties about the nature of selfhood, character, and society” (Anderson, Tainted Souls 2), lo que hace temblar los cimientos de las categorías fundacionales de clase y de género. Son por ello estas mujeres las que nos hacen pensar en la experiencia de la modernidad desde una perspectiva femenina: por vía de la “fashion and passion”, por hacer referencia al título del trabajo de Daniel Cohen, las mujeres de las siguientes páginas se entregan a lo efímero y lo inestable en las calles, como Baudelaire describió la experiencia moderna; se tiran a la calle a romper con toda atadura familiar y emocional, rebelándose contra

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la tiranía de la autoridad, como Marshall Berman definió al individuo moderno, y protagonizarán una serie de encuentros callejeros impersonales y nada afectivos, resultado del advenimiento de una economía monetaria dominante en el siglo xix que, según Georg Simmel, caracteriza la personalidad del individuo moderno. Partimos de la obra de teatro de Moratín La petimetra, texto que sitúa en el siglo xviii el fenómeno moderno del consumismo y las consecuencias del deseo exacerbado femenino, símbolo de la amenaza que las compras descontroladas tenían sobre el orden social. Figura recurrente en la literatura dieciochesca, la petimetra abre el camino a la mujer consumista del xix, para cuyo análisis nos centraremos en La desheredada de Pérez Galdós, texto hasta la saciedad interpretado, pero no desde la perspectiva de la calle, al que pondremos en diálogo con El lujo (1865), novela escrita por Ángela Grassi que ha pasado incomprensiblemente desapercibida por la crítica. A pesar de que la calle aparece tímidamente representada, merece la pena rescatar este texto por la relevancia espacial en la representación del exceso material femenino y la contención del mismo como forma de controlar la amenaza al orden social. La escena final en la que Isidora Rufete es devorada por las calles de la nueva sociedad industrial convierte a La desheredada en precursora de narrativas protagonizadas por prostitutas y nos sirve para transicionar de la mujer consumista a la consumida. Porque, si como mujer consumista la de Aransis ha sido contenida y la calle le ha sido vetada, como prostituta, la Rufete seguirá cruzando —y transgrediendo— barreras sociales y económicas que la seguirán identificando con una serie de espacios marginales. Examinaremos La prostituta (1884), primera novela de la serie de Eduardo López Bago, y María Magdalena (1880), novela narrada y publicada por una mujer, Matilde Cherner, bajo el pseudónimo de Rafael Luna, que ha sido escasamente estudiada por la crítica, con la excepción de los trabajos de Rodríguez Sánchez y el capítulo dedicado a la autora de Tsuchiya (Marginal Subjects 191-212). En ambos textos, que giran en torno a la polémica de la prostitución legalizada, la calle juega un papel fundamental como canal de construcción, negociación (y, en ocasiones, negación) de espacios de subjetividad del sujeto moral y socialmente marginal en la España finisecular, que necesita de la calle para formarse y sobrevivir. El análisis de estas novelas desde una perspectiva callejera nos permitirá contextualizar la problemática de la relación calle-mujer mediatizada por el dinero y el discurso consumista; pero, además, nos

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permitirá apreciar las diferencias entre las obras escritas por hombres y por mujeres en relación a la exploración de los límites para sus heroínas que hace cada uno de ellos, a la construcción que hacen de un sujeto femenino que consume y desea, a las avenidas de acción y de resistencia que abren para este, así como al destino al que están abocadas las diferentes mujeres deseantes, consumistas y consumidas, que protagonizan estos textos. Excesos dieciochescos: abriendo el camino para el siglo xix Los orígenes de la sociedad moderna de consumo deben ser rastreados en la segunda mitad del xviii, cuando la Revolución Industrial trajo consigo un periodo de crecimiento económico y demográfico que corre a la par de la emergencia de una burguesía urbana liberal (Fernández de Pinedo 52).1 En los grandes centros urbanos como Madrid o Barcelona, el crecimiento de la industria y el comercio aumentó la importación de productos y bienes de consumo, un fenómeno que despertó en los individuos, especialmente en las mujeres, una poderosa conciencia de mercado, la cual, aparte de asociarse con “the preservation of social hierarchies”, se empezó a identificar con “the expansion of markets, wealth and economic growth” (Berg 68). Quedaba claro que el consumo era necesario para sanear la economía nacional. Juan Sempere y Guarinos, economista, político y ardiente defensor del consumo durante la Ilustración española, apuesta por la producción de mercancías y de artículos de lujo como fuente de la economía de la nación, señalando como regla general que “no está el vicio en las cosas de que usa el hombre, sino en el uso desordenado de ellas”, un desorden que a menudo existe “por exceso” (195-196). Esta idea se mantendrá

1  Para ver el complejo proceso de industrialización española en su paso de una economía esencialmente agraria a otra de signo industrial perfilada por un proceso de modernización, urbanización y asalarización, ver los estudios de Carreras, Molero, Sánchez Albornoz y Nadal centrados en el siglo xix español como un caso de formación de un capitalismo periférico, esto es, a partir de una experiencia de industrialización tardía basada en la generación de modelos tecnológicos, sociales y culturales no propios, sino modelados y adaptados de las pautas industriales de los países centrales. Para una historia de los orígenes del consumo en España, ver el estudio de Alonso y Conde, aunque los autores se centran más en el contexto económico, social y cultural del siglo xx.

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a lo largo del xix tal y como revelan multitud de revistas femeninas, las cuales animaban a la mujer a comprar porque “la moda es un elemento de vida en las naciones, un manantial de riqueza y prosperidad. Un principio de economía política, de grandes y muy atendibles consecuencias”, como señalaría una revista en 1845 (“La moda en sus relaciones” 233). Las mujeres eran la pieza fundamental de todo este montaje. Como ha afirmado Elizabeth Kowaleski-Wallace, una idea central en los debates nacionales en torno al consumo en la Inglaterra del siglo xviii es que “women are the primary consumers”, lo que sitúa a la mujer en el principal foco de atención en cualquier polémica sobre “the human implications of consumption” (7). La literatura se hace eco de este fenómeno social, encontrando uno de sus principales precedentes en la novela de Émile Zola Au Bonheur des Dames (1883), ubicada en el mundo del gran centro comercial, un paraíso para las damas que no solo permite la entrada de la figura femenina, seducida y enloquecida frente a los productos exhibidos, sino que también es sustentado por la misma. El consumo femenino es un arma de doble filo, pues si bien por un lado es necesario para la circulación de capital, por otro es problemático, pues implicaría la circulación de la mujer y la afirmación de su subjetividad por medio del deseo material y la moda. Como Kowaleski-Wallace ha señalado, “without women’s ‘immoral’ strategies for gaining what they desire, a capitalist economy could scarcely exist” (8). El gasto femenino es un mal necesario para la sociedad del consumo, pero el mal no reside en el objeto, sino en el abuso excesivo del mismo. Es ante esta necesidad femenina que surgen en el xviii dos arquetipos claramente delineados, lo que servirá a los moralistas de la época para teorizar sobre la economía nacional: por un lado, la mujer de bien que, asociada con la reclusión y “volcada en las exigencias de la vida doméstica” (Bolufer 200), gasta de manera productiva y constructiva, se orienta a la mejora del hogar y procura el bien familiar y, por extensión, el nacional. En La razón todo lo vence de Comella (1791), la esposa Gabina gasta grandes sumas de dinero familiar para satisfacer las necesidades básicas de sus hijos, personificando así un consumo material que está exento de cualquier crítica o juicio moral. Este tipo de consumo controlado se correspondería con lo que Leora Auslander llama gasto “legitimate” para referirse a la Francia de mediados del xix: aquel “that produced the constitutive elements of the nation”, siendo uno de los pilares de esta la familia (102). Si bien estas prácticas

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consumistas revelan ya una fluida intersección entre lo público y lo privado, el gasto orientado a la familia o la decoración del hogar quedaba plenamente justificado en aras del interés familiar. Como contrapunto a esta mujer de bien practicante del consumo controlado, encontramos la mujer que no busca satisfacer el bien familiar ni el nacional, sino su propio deseo individual, saltándose de este modo toda norma moral, económica, social y, como basamento de todas ellas, geográfica. En el sainete de Cruz “El marido sofocado” (1774), el deseo exacerbado de la esposa y sus hábitos consumistas, expresados en el texto por constantes idas y venidas a la calle Mayor, “synecdoque of luxury shopping during the eighteenth and preceding centuries in Madrid” (Haidt, “Luxury” 37) a la que la esposa envía a sus criados, terminan sofocando al marido, que muere ante la soberbia de la mujer. En otro sainete del mismo autor, “Cómo han de ser los maridos” (1772), la esposa entra y sale de la calle y en cada viaje derrocha el dinero de las arcas familiares en artículos de moda, así como en decoraciones para el hogar, lo que tiene como consecuencia el deshonor y vergüenza de los hijos, que están “mal vestidos” y carecen de las necesidades materiales más básicas. Este abandono y descuido del hogar familiar define el lujo como pecado femenino en tanto el consumo excesivo despoja a los hijos de su herencia, tal y como el papa Pío IX señaló en 1875: “El lujo es provocativo en las reuniones brillantes, en paseos públicos y otros espectáculos, porque enseña a andar de casa en casa [...]. Él es el que sirve de alimento a malos deseos, el que consume la hacienda que se debía guardar para los hijos y para socorrer a los pobres” (en Aldaraca, Ángel 75-76). Llama la atención la relación directa que este máximo representante de la Iglesia católica establece entre el consumo excesivo y el paseo público, apuntando al lujo como causa de la naturaleza andariega femenina; porque esta mujer deseante aparece a menudo construida culturalmente en contacto con la calle, bien directamente, a través de su presencia física en la misma, o bien de manera indirecta, por medio de referencias a la vía pública. La calle, escenario del deseo femenino incontrolable, constituye la primera tentación de la mujer y, por tanto, el principal problema para el escritor masculino. En 1789, en una carta a los editores de la revista Memorial literario sobre los efectos perniciosos del lujo, Manuel Romero del Álamo, economista ilustrado y abogado de los Reales Consejos, escribe: “Cuántas mujeres se tropiezan por las calles, perdidas, que podrían haber sido muy útiles a la población, colocadas en el matrimonio...”

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(102). El economista establece una oposición entre calle y matrimonio, definiendo este como reducto físico y contenedor espacial que reprime las salidas callejeras de las mujeres. Colocadas en el matrimonio, o, lo que es lo mismo, intramuros, las mujeres son rentables y útiles a la población, neutralizando el riesgo de que, cautivadas por las tentaciones materiales y pasionales que encuentran en la calle, puedan perjudicar la economía familiar y, por extensión, la nacional. Romero del Álamo participa de un discurso dieciochesco que preconiza el educar e instruir a la mujer al servicio de la institución familiar, lo que repercutiría en el buen funcionamiento de la economía nacional. Son numerosas las obras de teatro que bajo la forma de comedias, sainetes y tonadillas revelan cierta perturbación ante el incipiente movimiento hacia el exterior del sujeto femenino, quien cruza el umbral de la puerta de su casa para salir a la calle en un desplazamiento animado por un mercado de artículos de lujo. Los sainetes y tonadillas que abrían el capítulo son prueba de ello. Si bien a principios de siglo es la mujer de la aristocracia la que se asocia con el derroche y el descuido económico (Martín Gaite 88-89), a lo largo de la centuria esta caracterización se irá gradualmente extendiendo a figuras femeninas de clase baja, tales como criadas, obreras, esposas de trabajadores y petimetras. Esta figura satírica, obsesionada con su imagen y apariencia externa, se convierte en ejemplo paradigmático de consumidora femenina deseante que simboliza “la amenaza que el lujo no controlado hacía pesar sobre el orden social” (Bolufer 186). Esta definición, junto a la expresión “no controlado”, alusión directa a la calle, se hace más que evidente en el caso de La petimetra de Moratín. En la jornada tercera, Jerónima vuelve de un largo paseo de la calle Mayor, esa calle “con tanta gala y primor que casi pasa de raya”, donde ha pasado el tiempo devorando con ojos femeninos tiendas y escaparates llenos de “petos, collares, lazos y excusalís” (242). Jerónima es un claro ejemplo de mujer “volcada a la vida en la esfera pública” quien no presta atención “a los aprendizajes tradicionales de la orientada hacia el matrimonio”, como Jesús Pérez Magallón explica en su edición a la obra (205). De hecho, las primeras referencias que nos llegan del personaje son espaciales: la petimetra es introducida al lector sentada bajo un árbol “del fresco ambiente gozando” (147) en el Prado, espacio urbanizado hacia 1780 como parte de la política de renovación urbana puesta en marcha por Carlos III para modernizar la

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capital.2 Es en este espacio verde donde Jerónima se entrega a paseos diarios; donde muestra “aquel andar tan airoso” y “aquel chiste y desenfado” (148);3 donde, preocupada de ver y ser vista, saluda coqueta y garbosamente a los galanes, y donde captura la atención del joven Damián, quien se enamora de ella al instante. La mujer sale a la calle a consumir, pero también a ser consumida, evidenciando que “while the essential goal of shopping is the acquisition of goods”, una actividad que legitima a la mujer en la esfera pública y para la que tiene necesariamente que dejarse ver en el paseo, “the promenade is a test for marriage suitability” (Mercer 67). Mark Girouard ha señalado al respecto que los paseos de la época “served a variety of sexual functions”, entre ellas constituir “a useful place in which mothers could show off their daughters with a view to marriage” (186), como el sainete “La oposición a cortejo” ponía de manifiesto. Gracias a sus continuas salidas, Jerónima “en Madrid es conocida” (La petimetra 149) —la calle concede visibilidad urbana y centralidad cultural a la mujer—, un hecho que pronto se revela altamente negativo cuando nadie acceda a casarse con ella por motivo de tales exhibiciones callejeras, lo que ya insinúa el acercamiento de la petimetra a la figura de la prostituta. Esta asociación marca un importante precedente histórico de gran relevancia social en el siglo xix. Por su forma de moverse y por su actitud en la calle, Jerónima personifica esa “deviant, young woman”, la cual está

2  Entre estas reformas destacan la apertura de plazas, la construcción de monumentos (como la Puerta de Alcalá), la introducción de naturaleza cultivada bajo la forma de parques, espacios verdes como el Jardín Botánico y otros motivos naturales que hacían a las avenidas más atractivas como lugares de paseo, entre ellos, las fuentes de Cibeles (1777-1782) y la de Neptuno (1782-1786) en el mismo paseo del Prado, ambas diseñadas por Ventura Rodríguez. 3  Aquí desenfado funciona como lo opuesto al recato y falta de encogimiento y, una vez más, con resonancias espaciales, vendría a referirse a la experiencia del personaje en el espacio público. De hecho, hay numerosas menciones a la forma de andar de Jerónima, la cual no pasa desapercibida a los demás personajes: Roque, el criado, describirá su estancia en la calle como “presuntuosa”, con un andar “ten con ten cual paso de procesión” (204), esto es, con una gestualidad y aspavientos exagerados. Ella misma corrobora tal brío en la calle cuando presume de que nadie le podrá quitar su “garbo en el andar” (223). De modo parecido, su atribulado tío se lamenta de sus “galanteos, bufonadas y paseos” (213). Todos estos términos referidos al andar se relacionan con el “despejo” que según Martín Gaite apunta a “un horizonte despejado de obstáculos” (119), esto es, vía libre y acceso sin impedimentos a una calle metafórica que abre paso a la conquista de nuevas libertades.

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“always getting herself into street-trouble”: caminando sola, deleitándose en los escaparates, “dressed in the extreme of the mode” y haciendo cualquier cosa “to attract attention” de los galanes, esta mujer “makes herself look as much like the hetairae as may be”, tal y como Eliza Linton condenó en su artículo de 1862 “Out Walking” (132-134). La relación lujo-sexualidad-desorden social es así personificada por Jerónima, cuyo afán de ostentación, contoneos corporales y exposición en la calle la desvían de la actividad sexual legítima en una incipiente sociedad capitalista-industrial, esto es, la acontecida en el marco del matrimonio, institución relacionada con “the emergence of man’s ability to establish boundaries” (Tanner 60), los cuales buscan controlar el comportamiento sexual femenino, así como el desenfreno por el lujo mediante el encerramiento de la mujer en casa. El desorden social derivado de la ociosidad y exhibicionismo del que el personaje hace gala en el espacio público contagia el interior del hogar, donde Jerónima “ni sabe coser un punto ni sabe echar sal a un huevo” (La petimetra 205), “no hace más que holgar” y “ninguna labor de provecho” (210), empleando sus días y sus noches en “hacer mil cortesías” y preocuparse de “cómo se ha de adornar” (209-210). Queda así el reducto privado del hogar contaminado al albergar a un personaje que pasa el día durmiendo, acicalándose frente al espejo y tomando el desayuno en la cama —una costumbre típica de mujeres casadas, con lo que Jerónima participa así de otro tipo de transgresión social, usurpando espacios privados y hábitos que no le corresponden—. Sus galantes paseos en el exterior se corresponden en el interior con tiempo muerto frente al espejo con el fin de atraer la mirada de los dos hombres que la visitan en casa. En conclusión, y como su tío le recrimina, quien vive “afrentado de ver tantos galanteos, bufonadas y paseos” (213), es un personaje dedicado a la “disolución” (214), término que el Diccionario de Autoridades define como “libertad de vida, relajación y desorden de costumbres, abandono a todo género de vicio y escándalos”. Es más, cabría interpretar esta “disolución” como un rompimiento o separación de lo que antes estaba unido, a saber, mujer y esfera privada, figura femenina y productividad doméstica. Tal disolución problemática queda en evidencia con las palabras de Haidt, quien nos recuerda que, en su desesperada búsqueda de ropas para estar a la moda y en sus transacciones con diversos tipos citadinos como modistas, prenderas o traperos, la petimetra es una figura esencialmente urbana en tanto cruza “boundaries of class, linking urban

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center and regional periphery, revealing the inseparability of ‘public’ and ‘private’ spheres” (Women 9). Personificaría Jerónima la emergence of public woman, por manipular el título del trabajo de Richard Sennett, que con su capacidad para cruzar fronteras físicas y simbólicas y con su participación en la cultura comercial urbana, expresada textualmente a través de un constante deambular, personifica una resistencia a la autoridad que, como Foucault ha demostrado, es fundamental para la consolidación de un proyecto moderno. No es de extrañar que la crítica masculina hacia el despilfarro ostentoso de la mujer bajo pretextos nacionales y teorizaciones económicas vaya acompañada de una labor de contención final, tanto física como metafórica, que frena las ansias de lujo y restablece el orden moral y social alterado por los instintos consumistas de la mujer. Muchas obras ponen de relieve un empeño por fijar el cuerpo femenino en espacios concretos, lo que establecería un contraste maniqueo entre el hogar como ámbito privativo de la mujer y la calle como entorno peligroso vetado para la misma. Podría decirse que, en una feliz resolución, todo es puesto en su lugar. En “Cómo han de ser los maridos”, el esposo termina por tomar control de la situación y encierra a su mujer en casa con el fin de dirigir su deseo excesivo por el consumo hacia fines más productivos. En “La cura de los deseos”, el atribulado marido consigue a base de violencia física domar los deseos indómitos de su mujer y contenerla en “su esfera”, a saber, el hogar y el estamento social a la que pertenecen como representantes de la clase trabajadora (González del Castillo 293). Y no olvidemos que Jerónima la petimetra es despojada de sus ropas al final de la obra —y, con estas, de su afán de lujo— y mostrada a la audiencia denudada, “ridícula” y sin hojarasca, lo que la reconduciría al espacio doméstico. La dialéctica maniquea y la explícita moraleja didáctica forman parte del discurso de la dominación y hacen de estos textos obras preceptivas y preventivas que exhiben las malas prácticas y animan a no seguirlas. Lujo y calle: deseos excesivos, excesos consumistas Si bien el hogar de puertas para adentro es todavía el escenario prototípico para ambientar la acción dramática desde donde proyectar una experiencia femenina callejera, como evidencia La petimetra, tal construcción, así como el hecho de que un cada vez mayor número

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de obras desplace su acción al exterior, demuestra que es en las calles de la producción cultural dieciochesca donde se da forma artística a la preocupación en torno a la libertad femenina, y donde se puede rastrear la construcción de un nuevo modelo de subjetividad femenina y de unas incipientes prácticas consumistas modernas. El siglo xix heredará todos estos discursos en torno a la desestabilización que supone la presencia urbana femenina y a la imagen de las mujeres “as the embodiments of disorderly luxury” (De Grazia 3). La calle mercantil como espacio esencial del consumo se reafirma como canal de expresión del deseo y del placer femenino en el que la mujer toma conciencia de su cuerpo como ente deseante que busca distinguirse del resto y se apropia de una emancipadora libertad por medio de actos consumistas, pero también comprende su papel como mercancía en un mercado moderno de intercambio. En muchos sentidos, el personaje de Jerónima se puede considerar antecedente de la Isidora galdosiana. Ambos sujetos están dominados por la vanidad y por un loco deseo por lo material como indicador de clase social que los lleva a despilfarrar en artículos superfluos en lugar de dirigir esos gastos hacia necesidades familiares y productivas. Las dos muestran un profundo rechazo por todo lo relacionado con el ámbito doméstico y ambas cifran su protesta hacia la autoridad masculina en su capacidad ambulante desde la que violan los límites sociales como sujetos sueltos en la calle. Es importante notar la forma en que la calle emerge en La desheredada, la cual muestra importantes diferencias con el texto dieciochesco. En La petimetra la calle Mayor a la que viaja el personaje aparece en lo que Farris Anderson en su análisis de los espacios de Fortunata y Jacinta llama un “off-camera reference”, esto es, un lugar “whose involvement in the action occurs in a past so immediate and so vivid that it forms part of the psychological present [...] however situated out of view of reader” (“City as Design” 87). El lector no acompaña al personaje en sus desplazamientos ni en sus detenciones en los escaparates. Pero estos viajes invisibles para el ojo del lector se convierten en un “on-camera moment” en La desheredada, cuando el narrador siga a Isidora por la ciudad y nos haga partícipes de sus itinerarios urbanos (86-87). Podría decirse que Jerónima allana y abre el camino para que Isidora lo camine junto al lector un siglo más tarde. Esta emergencia de la calle debe explicarse desde el protagonismo que este espacio gana en el siglo xix como escenario privilegiado desde el que entender una

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serie de procesos característicos de lo moderno, entre ellos el fenómeno del consumismo con sus establecimientos financieros e instituciones sociales y culturales, en un momento trascendental de cambio en el cual un nuevo mundo público estaba en proceso de (re)formación y en el que las mujeres empiezan a ser más activas y visibles en la arena pública (Wolff 151-153). La relevancia de la calle se hace evidente en la naturaleza andariega e inestable de Isidora, la cual cobra forma textual a través de las múltiples referencias a sus botas. Desde el primer capítulo, cuando el narrador nos informa que en su primera visita al manicomio de Leganés Isidora no iba “con gran esmero calzada” pues sus botas, “mayores que los pies” inspiraban lástima por estar “entradas en días” (Pérez Galdós, La desheredada 78), hasta el último capítulo, cuando Augusto Miquis nota que las botas del personaje tienen “algunos agujeros” (485), el calzado de Isidora goza de un protagonismo que Santiáñez ha examinado como objeto estético productor de espacio. El desgaste de las botas hace referencia a un personaje que va “a pie a todas partes” (Santiáñez 357), pero en el contexto general del imaginario decimonónico los zapatos viejos aluden al protagonismo de una serie de sujetos marginales caracterizados por su “unsettlement”, término que Fumerton utiliza para referirse a los colectivos movibles y sin hogar que encuentran en la calle una forma de vivir y sobrevivir (xvi), como se verá en el caso del mendigo cuyo calzado goza de igual relevancia en el texto. No es casual que muchos de los personajes decimonónicos introducidos al lector por medio de las botas procedan del pueblo y hagan su aparición en la obra literaria por cauces ilegítimos, cuestionables o de moral sospechosa. Fortunata y Jacinta está repleta de este tipo de individuos: Mauricia la dura pide “botas” tan pronto es expulsada del convento; muchos de los niños recluidos en el asilo, de comportamientos salvajes e incivilizados, reciben zapatos y botas a su salida del asilo, y la misma Fortunata, mujer de mala vida y futura adúltera, es introducida en la narración por medio de su pie y de su bota (Fortunata 137), a la cual Santiáñez también ha dedicado un estudio pormenorizado. Las botas identifican a Isidora como personaje de la calle y conceden visibilidad a la ciudad moderna, configurada desde una perspectiva decerteauiana a partir de los pasos del paseante, así como al personaje femenino, para quien la calle es un “constituent of identity” (Parsons, Streetwalking 7) en tanto organiza su mundo y sus hábitos

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marginales de vida por medio del acto de caminar. En efecto, la calle está muy presente en el itinerario existencial de un personaje que desde el comienzo de la novela muestra una clara tendencia marginal. Su llegada a Madrid desde Tomelloso, una aldea de La Mancha, queda complementada por dos viajes a los márgenes urbanos que prefiguran su destino y subjetividad periférica: primero, a través de su visita al manicomio de Leganés, institución al servicio del estado ubicada en la periferia física y simbólica de la civilización. Inaugurada en 1851 para dar cabida a desviados y enfermos mentales, este espacio sirve al narrador para introducir la tensión horizontal determinante en el proceso formativo del personaje femenino entre interior y exterior, centro y periferia: descrito como “lúgubre fortaleza”, “corral” y “región de tinieblas” (La desheredada 71, 73), el recinto es comparado con el Retiro, espacio natural y abierto dominado por el sol vivificante que incita al “buen apetito, la sazón y la salud” (75). Esta caracterización del espacio abierto como fuente de salud y de vida “que estimula a los hombres” debe leerse desde la libertad que caracteriza el mundo natural frente al social; un mundo en que la supervivencia presupone una existencia nómada y en la que los hombres pueden vivir con plena autonomía de movimientos y en una igualdad natural frente al rígido orden social. Pero la armonía y calma del espacio natural también presenta un lado sublime y salvaje con el que se identifica al sujeto que habita en él. De hecho, esta descripción del interior como “corral” sirve para calificar a los habitantes del manicomio como animales de “fieros instintos”, “coléricos” y “locos” (73, 76) cuyo encierro, por tanto, queda más que justificado para preservar el buen orden. El manicomio representa el brazo disciplinar de la sociedad encargado de un sistema de vigilancia que, personificado en los funcionarios, “loqueros”, “polizontes” e “inquisidores”, trata de “constreñir” y fijar el lugar de los “rebeldes y furiosos” cuya naturaleza ambulante constituye una amenaza social para la sociedad. Así, como se verá en el espacio de la cárcel en la que encierran a las mendigas en el capítulo 3, el empeño de andar y de moverse de Tomás Rufete en el interior del asilo será abortado y la estrechez del patio termina por cansarlo y lo obliga a sentarse en el suelo, dejándolo inmóvil. Se adelanta así con este primer viaje geográfico la asociación marginalidad-movimiento encarnada en Isidora Rufete, que de manera similar requerirá de la reclusión como forma disciplinar de neutralizar la amenaza representada por una mujer suelta en la calle con “fieros instintos”.

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En el capítulo siguiente, el personaje seguirá en contacto con la periferia geográfica a través de una visita a “uno de los barrios más excéntricos de Madrid”, una zona alejada y separada del centro, ubicada “en los bordes rotos y desportillados de la zona urbana [...] cortada y arrojada por vía de limpieza para que no corrompiera el centro” (9495), donde la joven acude a visitar a su tía. Igual que el manicomio de Leganés, este barrio localizado en la periferia sur de la capital alberga a sujetos social y económicamente marginalizados, entre ellos muchos niños que serán “futuros vagos y criminales [...] la discordia del porvenir” (150). El episodio sigue dominado por la tensión horizontal a la que se une la vertical, pues el desplazamiento del personaje no acontecerá únicamente por la configuración superficial del mapa urbano desde la calle de Hernán Cortés, en el centro, a la de Moratines, en el barrio de las Peñuelas, sino también vertical, pues para llegar al suburbio la joven tiene que “descender en horrible desmonte” (95) hacia las profundidades de la ciudad, lo que presagia la futura caída al infierno metafórico de la prostitución. Este viaje de Isidora a la periferia urbana sirve para dar cuenta de dos fenómenos especialmente relevantes para nuestro estudio: en primer lugar, muestra el profundo rechazo que el personaje siente hacia la periferia por ser el espacio del pueblo, un espacio que, como Luis Fernández Cifuentes ha dicho, “is alien to the urban contour of Isidora’s presumed identity” (“Isidora Museum” 81), esto es, el centro urbano. Este desapego con la periferia física y simbólica, así como la atracción por el centro, definirá paradójicamente la subjetividad marginal del sujeto femenino, que se alejará de sus orígenes para usurpar espacios que no le pertenecen. En segundo lugar, este desplazamiento centrípeto deja entrever la agencialidad de la que la mujer se apropia en el entorno urbano. Procedente de un entorno rural en el que operan mecanismos sociales más rígidos que otorgan menos margen de libertad, especialmente a una mujer joven y soltera, Isidora rompe todo pronóstico y sale a la calle sola. A pesar de su desconocimiento de la ciudad y de lo que Clara Marías Martínez ha llamado “el descontrol del espacio” (196), la joven se detiene, pregunta y se las ingenia para llegar a su destino, desenvolviéndose con despejo y mostrando la autonomía urbana de una mujer que no necesita de tutela masculina para encontrar su camino. Será por la amenaza que representa este autogobierno que el siguiente viaje de Isidora se produce en compañía del médico Augusto Miquis, autoridad moral de la novela y de la

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sociedad disciplinaria postilustrada, encargado de “curar” y eliminar la enfermedad social. De este modo, y como ha apuntado Tsuchiya, el médico controlaría la trayectoria espacial de Isidora al tiempo que restringiría el espacio de su subjetividad (Marginal Subjects 33), especialmente a la luz del caminar como actividad fundacional y formativa. Es tan solo “cinco días después de su llegada a Madrid” (La desheredada 115) que somos testigos del primer tour citadino de Isidora, en el que esta es conducida por Miquis por los sectores más hermosos y elegantes del centro de Madrid: el Prado, el Buen Retiro, el barrio de Salamanca y la Castellana. No es de extrañar que sea durante este paseo vespertino y en la sede de las primeras tiendas y escaparates madrileños cuando la mujer consumista encuentre su centro, tanto social como geográfico, pues desde su perspectiva esta zona “comprises all that is worth seeing, everything her gaze may desire” (Fernández Cifuentes, “Isidora Museum” 81). El despertar del deseo femenino, desencadenado por el paseo, corre paralelo al proceso de concienciación femenina, el cual viene regido por una fuerte determinación social. Temprano en el paseo, Isidora no puede evitar mirar los escaparates “para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre” (Pérez Galdós, La desheredada 117), una práctica animada por la naturaleza reflectante del cristal que identifica las compras como práctica visual por excelencia en el siglo xix, como ha apuntado Mercer (63, 66). Los escaparates, “rasgos característicos de toda la modernidad temprana” (Benjamin, Pasajes 12), representan una gran novedad en el siglo xix, hasta el punto que es “una de las cosas que más tiene que ver en Madrid” que atrae a los forasteros, como expondría Flores, costumbrista y periodista, en su breve cuadro “Los escaparates”, testimonio de una cultura incipiente de comodidades en el escenario urbano madrileño de mediados de siglo (199). Esta aserción es perfectamente coherente con la visión que nos da Debord sobre el consumo moderno como “a matter not of basic items bought for definite needs, but of visual fascination and remarkable sights of things” (en Bowlby 1), lo que explicaría la enorme atracción que el escaparate despierta en la mujer. En El lujo, de Grassi, Teresa, personaje dominado por un inmoderado deseo material, no podrá resistirse a la seducción de los escaparates en la calle del Carmen, frente a los que pierde largas horas cada vez que pasa (159). En La espuma (1890), de Armando Palacio Valdés, pese a la fugacidad del viaje callejero a la que le obliga el joven que la persigue para consumirla, esto es, para poseerla, Clementina no podrá evitar detenerse frente a los

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escaparates de la calle de la Montera, fascinada con los objetos exhibidos (80). No es de extrañar que este mundo comercial de consumo que fascina e impele a la mujer a salir a la calle se concentre en el centro de la ciudad, feudo de la distinción social asociado a las clases dirigentes y emplazamiento de las primeras “tiendas verdaderas”, que el escritor español Antonio Velasco Zazo definió en 1946 como aquellas que eran abiertas por un trozo de acera a la calle, las cuales vinieron a arrinconar en los márgenes urbanos a los oscuros comercios humildes (24, 94). De hecho, nos recuerda este cronista de la Villa que los primeros escaparates aparecieron a mediados de siglo en dos de las calles más céntricas de Madrid: en una perfumería en la calle del Caballero de Gracia y en una tienda de quincalla en la de la Montera. Jennifer Jones concede rigor histórico a la fascinación visual que despierta el escaparate como fenómeno moderno al documentar que, en el París anterior al siglo xviii, las tiendas eran estrechas y pobremente iluminadas y, aunque estaban abiertas a la calle, no despertaban atracción en el consumidor porque carecían de ventanas y escaparates (31). Lo mismo ocurría en el caso español: hasta finales del xviii y antes de ser reformadas por medio de la iluminación, nos cuenta Velasco Zazo que las tiendas eran “pequeñitas, achatadas, de un solo hueco, oscuras, con el techo muy bajo y envigado [...]. Tiendecitas exentas de escaparates, en las que los objetos de más valor se guardaban en una vitrina colocada detrás de la ventana enrejada” (98, 108). Fernández de los Ríos y Carlos Franco de Espés registraron las reformas en la estructura interna y externa de las tiendas en Madrid, modeladas al estilo de las parisinas, cuyo cambio más relevante fue la apertura de estos espacios “a pie de calle” por medio de escaparates y cristaleras (Franco de Espés 15) que, aparte de ampliar la vía de entrada a los comercios, traerían más luminosidad a los mismos, lo que “excitaría la curiosidad” y el placer visual del comprador (Fernández de los Ríos 655). El escaparate, espacio que solo existe desde su exterioridad, pues solo desde la calle puede ser contemplado, refleja las nuevas pautas de consumo de una sociedad crecientemente mercantilizada, convirtiéndose en síntoma de los tiempos modernos caracterizados, según Flores, por un movimiento hacia el exterior que exporta la vida a la calle, espacio en el que se organiza la nueva vida pública.4 En este sentido, 4  Flores utiliza los términos “exclaustración, desamortización y descentralización” (“Escaparates” 193) para dar cuenta de este movimiento hacia el exterior en tanto fue la

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escaparates y centros comerciales constituirían lo que Robert Thorne ha llamado “places of refreshment” en el Londres decimonónico, a saber, lugares en los que puede leerse la nueva dirección a la que la sociedad moderna se dirigía, hacia el exterior, y que dan cabida a colectivos marginales, como las mujeres, antes excluidos de la plena ciudadanía (240). Cuando Isidora mira los escaparates, el cristal devuelve el reflejo de una sociedad nueva en la que circula un creciente número de mujeres que reclaman una posición central en la vida urbana a través de su cultura comercial.5 Si las “treinta miraduras” de Jerónima la petimetra tenían lugar intramuros (Fernández de Moratín, La Petimetra 224), en el espejo de su tocador, Isidora se contempla por primera vez en el escaparate, espejo urbano, metáfora de ese “espejo de tantas alegrías” como el narrador se refiere a la ciudad de Madrid (Pérez Galdós, La desheredada 170). Esta ubicación no es casual y apunta a la importancia de la calle como espacio en el que se establece la relación entre apariencia física

desamortización de bienes eclesiásticos de 1836-1837 y, sobre todo, la de 1854-1856 por parte del Gobierno liberal según pautas capitalistas la que posibilitó la construcción de pasajes comerciales durante el reinado de Isabel II, siguiendo el modelo parisino. Epítome de la fluidez espacial que caracteriza el proceso de modernidad, el pasaje comercial se halla íntimamente ligado a la emergencia de la calle en el siglo xix como espacio por excelencia de la vida pública desde el que se puede medir el grado de modernización de una sociedad urbana. Descrito por Flores como un “inmenso túnel de cristal” (194), el pasaje cumple la misma función instrumental que la calle, esto es, conectar dos puntos en el espacio. Concentración del mundo económico del capitalismo y el carácter fetichista de la mercancía tal y como Benjamin concibió su libro sobre los pasajes (20-21), lo cierto es que este espacio, igual que el escaparate y la calle céntrica, resume las transformaciones urbanas para acoger formas nuevas de comercio ciudadano y nuevos modelos de relaciones sociales. Ver el estudio de Descat sobre la moderna arquitectura comercial de mediados del xviii en Londres y París, y el de Geist para un estudio cronológico sobre el pasaje comercial, aparecido primeramente en París a principios del xix para ser exportado al resto de Europa. Para la emergencia y evolución de los pasajes comerciales madrileños, ver Del Moral Ruiz. 5  Para un estudio del escaparate como espacio urbano de la sociedad moderna basada en una cultura visual, ver Bowlby y Friedberg. En el caso español, ver “Las tiendas”, donde Frontaura define los hábitos modernos de consumo como una actividad principalmente visual, y el cuadro “Los escaparates” de Flores, quien nos da testimonio de una incipiente cultura del consumo en Madrid a partir de la transición del concepto de escaparate como “armario exquisito con vidrio” de épocas pasadas, propio del espacio privado y cerrado al exterior, a un espacio público y expuesto, un verdadero atractivo de los muchos que se dan cita en la calle decimonónica (192-193).

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e identidad que configura el eje central del proceso de subjetivación y concienciación femenina. No entraré a desarrollar el motivo del espejo por ser un tema que he explorado en otro trabajo como “device for exploration and self-awareness that imparts to the female some kind of agency” (Muñoz-Muriana, “Veiling Bodies” 216). Sí añadiré, no obstante, que el espejo es el objeto en el que coincide la identidad de mujer consumista, que mira los objetos que anhela comprar a través del cristal, y la de la mujer que posteriormente será consumida, cuando la imagen de Isidora se confunda con los artículos que observa en el escaparate, convirtiéndose en un objeto más a ser comprado y consumido —por un número de hombres, por la sociedad entera y por las calles de la ciudad al final de la novela—, produciéndose lo que Fernández Cifuentes ha llamado una “identification of Isidora’s beauty with the beauty of luxury commodities” (“Signs” 309). Algo similar ocurre con Clementina en La espuma, quien entra en una tienda de joyas de la Puerta del Sol y, mientras consume los “metales y piedras preciosas” que el dependiente le muestra, se convierte ella misma en una “joya delicada” a ser consumida vorazmente por el joven que la observa desde afuera por el cristal (Palacio Valdés 80). La tienda se convierte en una extensión de la calle en tanto esta escena es precedida por otra en que la dama errante es interceptada por las calles del Caballero de Gracia y de la Montera por los hombres con los que se cruza, como un objeto a ser consumido visualmente. Por tanto, la primera reflexión de Isidora en el escaparate como espejo urbano ilustra la idea de que “seeing and being seen were central components of a ‘modern’ woman’s identity” (Rappaport 14), idea evidenciada en el episodio del Retiro, cuando Isidora se mire en la dama elegante como un espejo en el que proyectar sus aspiraciones sociales, distinguirse —rasgo moderno— y formarse socialmente, lo que subraya la importancia de la presencia del otro en el proceso formativo al instaurar la alteridad en el seno de la propia identidad. Más adelante en su paseo, la pareja llega a la Castellana, donde la joven empieza a mirar “con ojos de mujer” y se empieza a apropiar de la cultura material citadina por medio de una mirada voraz, fijándose en “detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos” (Pérez Galdós, La desheredada 135). Esta mirada femenina, recurrente en los discursos literarios que ponen en contacto mujer y espacio urbano —Teresa, en El lujo, también mirará con “ojos de mujer” los trajes de los escaparates (Grassi 77)—, supone una novedad en tanto vendría a

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incluir la experiencia femenina en la literatura de la modernidad, ofreciendo “a female city consciousness alternative to the male” (Parsons, Streetwalking 7). Desde una céntrica ubicación geográfica, el personaje asociado con los márgenes físicos y sociales se apropia de una centralidad social, que, desde su perspectiva, es la de “la gente principal del país [...] la que tiene, la que puede, la que sabe” (La desheredada 135). La moda se convierte en indicador central del valor personal, como muchos historiadores culturales han documentado (ver Halttunen 56-91 y Agnew 68), y con su paseo callejero Isidora personificaría la emergencia de una moderna cultura consumista entendida como proceso cultural en el que “fundamental assessments of personal identity, character and worth become routinely intertwined with images of commercial acquisition and material consumption” (Cohen 9). La atracción por las mercancías de Isidora debe ser entendida desde lo que Thorstein Veblen llamó “consumo ostensible”, esto es, el consumo especializado de bienes como prueba de fortaleza pecuniaria. En su famosa Teoría de la clase ociosa, el sociólogo analizó la estrecha relación entre el consumo ostensible, la categoría social y la movilidad de clase para concluir que la base sobre la que descansa la buena reputación y un buen nombre es la fortaleza pecuniaria, y los medios de mostrarla son el ocio y un consumo ostensible de bienes (98-99). Los objetos que Isidora admira en los escaparates, así como los reglamentarios paseos domingueros por la Castellana, constituyen esos medios para asegurar la ansiada posición social, o, al menos, la apariencia de la misma. Sin embargo, Veblen subestima el papel y el poder de la mujer en la cultura del consumo en tanto aquella es relevante simplemente para elevar el estatus masculino, “both as an evidence of wealth and as a means of accumulating wealth” (53), lo que automáticamente la asignaría a una posición marginal. La mujer, sin poder económico y sin trabajo remunerado, debe mantener una disposición servil y consumir, no “to her own comfort”, sino “to the furtherance of his master’s fulness of life” (60). Es decir, la mujer no sería un sujeto independiente y autónomo, sino que prácticamente adoptaría el papel de esclavo al servicio del hombre. Aquí es donde precisamente Isidora Rufete rompe con esta visión convencional, se distingue y se convierte en un sujeto disidente: no solo se niega a unirse a un hombre por vía del matrimonio —“Lo que es a mí... no me han de imponer un marido que no sea de mi gusto”, le advertirá a Miquis (Pérez Galdós, La

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desheredada 131)6—, sino que el consumo de mercancías está dirigido a su propio confort, a satisfacer sus propios deseos y a la elevación de su propio nombre y reputación. Transgrediría de esta manera no solo límites geográficos en su viaje por el centro, sino también sociales y morales, pues en este paseo el personaje se propone adoptar una serie de gustos, distinciones y prácticas, en definitiva, de un habitus como “principio generador de prácticas objetivamente enclasables y sistema de enclasamiento de esas prácticas” (Bourdieu, La distinción 169). Estas prácticas, entendidas por Foucault como la regularidad que organiza

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Es cierto que Isidora se convierte en múltiples ocasiones en objeto de deseo masculino, “choosing consciously to offer up her body in exchange for the ‘protection’ of these men” (Tsuchiya, Marginal Subjects 42). Este intercambio establece una estrecha conexión decimonónica entre los dos mitos, “finery” y “the fallen woman”, como Valderde los ha llamado (169), y anuncia la futura caída en la prostitución de una mujer que vende su cuerpo a cambio de objetos materiales. En una imagen parecida, la protagonista de la novela de Theodore Dreiser, Sister Carrie (1900) aceptará dinero de un hombre en mitad de la calle para poder comprarse una chaqueta. Como Valderde señala (173), el hecho de que el intercambio no se produzca bajo la forma de favores sexuales no importa; la aceptación del dinero es el primer paso hacia la prostitución en un itinerario en el que la mujer consumista termina siendo consumida con la calle como avenida catalizadora de ambos destinos. Sin duda recuerda esta escena a la transacción económica en la calle del Carmen —adyacente a la de la Montera, calle de la prostitución— entre María, la hija del jornalero, y Luis, quien compra su canario para que ella pueda adquirir enseres con los que alimentar a su familia. Con la adquisición del pájaro Luis está comprando a María, con la que se terminará casando, confundiéndose así el deseo material y el sexual por medio del intercambio económico. Ahora bien, esta conversión en mujer consumida no está exenta de empoderamiento: Isidora acepta ser consumida por los hombres como estrategia temporal para afianzar su poder adquisitivo y reafirmar su subjetividad deseante —en relación a los objetos materiales y a sus amantes—, puesto que usa a los hombres como meros medios para alcanzar el fin deseado, a saber, la libertad económica, el reconocimiento y el ascenso social, negándose a un matrimonio que la convertiría en un objeto permanente de placer masculino. El hecho de que Isidora se convierta en un esporádico objeto de deseo para los hombres y haga de su belleza “a sign for sale” (Fernández Cifuentes, “Signs” 308) muestra que el personaje ha interiorizado el discurso económico que informa la sociedad capitalista industrial del xix y que accede por voluntad propia a formar parte del mismo. En La Pálida, precuela de La prostituta de López Bago, Rosita representa igualmente esta unión de deseo erótico y ansia consumista, cuando el afán por adquirir artículos de lujo la lleve a venderse como prostituta a cambio del dinero que le permitirá acceder a la cultura material; pero, en esta conversión a prostituta, el personaje es consciente de su valor en el mercado como objeto de deseo, lo que le concede, como a Isidora, una potencial agencialidad.

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lo que los individuos hacen con un carácter sistemático y general, tienen el propósito de constituir una experiencia que organiza y forma al sujeto social (Castro, Vocabulario 272-274): “Para otra vez que venga, traeré yo también mis guantes y mi sombrilla” (La desheredada 118); “¡Conseguiré lo que deseo y lo que me corresponde!” (130); “¿Cómo iba a salir sin guantes?... Isidora hizo propósito de usarlos constantemente, con lo cual... se le afinarían las manos hasta rivalizar con la misma seda” (174). Los artículos de los que Isidora planea apropiarse son, como Fernández Cifuentes señala, “quintaessential targets of the desarrollo del gusto” (“Isidora Museum” 84), lo que pondría de manifiesto el complejo (y subestimado) papel que desempeña la mujer “in the construction of taste, style, and power under bourgeois rule”, como ha recalcado Victoria De Grazia (19). La lucha por distinguirse por medio de los artículos de lujo coloca al personaje históricamente en una época de férrea defensa del individualismo marcada por la transición de un sistema feudal a uno capitalista, cuyas organizaciones políticas democráticas en la ciudad occidental ven a los sujetos como individuos y no como miembros de un clan (Wilson, Sphinx 6). La mujer se servirá de la moda en su afán de distinguirse e individualizarse como sujeto autónomo e independiente. Según Simmel, la moda “satifies the need of differentiation, the tendency towards dissimilarity, the desire for change and contrast” (“Fashion” 133), reafirmando de este modo la identidad individual de la mujer. Como antecedente al personaje de Isidora y allanando el terreno para esta, Jerónima elegía muy conscientemente sus accesorios y adornos: “Cintas, sortijas, pulseras, collar, guantes, caja y frasquera” (Fernández de Moratín, La petimetra 189), “un reloj y excusalí” y “una caja de tabaco” (253), todos ellos artículos que le servirán para “campar en las visitas” (253), a saber, “aventajarse frente a otros y distinguirse” y “sobresalir entre los demás o hacerles ventaja en alguna habilidad, arte o dote natural”, tal y como el Diccionario de la lengua española y el Diccionario de Autoridades de 1726 define el término campar. Isidora seguirá la misma estela, pero, en su caso, el deseo de distinción deviene en necesidad. En su siguiente paseo por el centro urbano, Isidora necesitaba comprar algo... Entró en una tienda de paraguas a comprar una sombrilla... Después compró guantes... Después de adquirir un abanico no pudo resistir a la tentación de comprar un imperdible... vio ciertos pendientes que, una vez puestos, habrían de parecer como nacidos en sus propias

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orejas. Comprólos, y no tardó en enamorarse de un portamonedas. ¿Cómo podía pasarse sin aquella útil prenda, tan necesaria cuando se tiene algún dinero? Siguió viendo cosas, y a cada instante emigraban las pesetas y los duros, ya para tomar algo de perfumería, ya para horquillas, bien para una peina modesta, bien para papel de cartas. Verdaderamente no se podía pasar sin papel de cartas. (Pérez Galdós, La desheredada 173-174)

Los actos de consumo de Isidora se insertan en una dinámica desarraigada de la necesidad como fenómeno social público, el cual es inducido por una moderna sociedad de consumo construida sobre la abundancia y la explotación intensiva de los deseos insatisfechos —percibidos como carencia, en este caso, de un rango social negado— de los individuos (Alonso y Conde 15). Tanto Jerónima como Isidora participan de uno de los principios filosóficos de la Ilustración: el derecho a la felicidad material, que llevó a ideólogos del capitalismo a afirmar que “man was born acquisitive” y que el placer residía en la variedad, a la cual se accedía “by acquiring possessions” (en De Grazia 2). La mujer personifica una actitud moderna, especialmente a la luz del énfasis de la modernidad en la construcción de subjetividades bien definidas y en la insistencia en lo nuevo. La obsesión de Jerónima con cambiar y actualizar sus ropas constantemente la lleva a clamar que “no hay gusto en el repetir” (Fernández de Moratín, La petimetra 159), mientras que Isidora sueña con la riqueza y variedad y con “mirar todo, escoger, esto tomo, esto dejo, volver al día siguiente”, para así no anclarse (término coherente para definir a un personaje de existencia nómada) nunca en la continuidad y estar siempre a la moda. Esta tendencia al cambio, más allá de una característica innata a la mujer inestable y caprichosa, debe ser leída como un acto agencial, voluntario y consciente mediante el cual la mujer reclama un papel esencial en el advenimiento de la modernidad en tanto cataliza y acelera sus procesos: con su constante muda de ropa, el sujeto femenino trae consigo una transformación histórica que marca distancias con el pasado, pues, como apuntara Fernand Braudel, es a partir del siglo xviii que la moda se caracteriza por la veleidad y la variación, pues antes de esta fecha “la regla general era la inmutabilidad” (231), lo cual es perfectamente coherente con una época dominada por la movilidad y la “perpetual disintegration and renewal”, como Berman define la experiencia moderna (15). De hecho, la fuerza simbólica del término moderno requiere un proceso de diferenciación, un acto de separación del pasado y un compromiso con el cambio, tal y como Rita

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Felski explica en su trabajo seminal The Gender of Modernity (13). En su rechazo de la repetición, Jerónima e Isidora intentan romper los principios de continuidad inscribiendo el signo de la modernidad en sus cuerpos, así como en sus apodos: petimetra apunta a una obsesión con la moda y, con esta, con la ruptura con el pasado, y cursi será el apelativo con que varios personajes se refieren a Isidora, por sus “pretensions of refinement and elegance without possessing them” (Valis, Cursilería 32). Aunque lo cursi como categoría cultural se viene desarrollando desde el siglo xviii, es a finales del xix, con el advenimiento de la sociedad industrial y el progreso económico de la clase media, cuando el término se establece para definir al individuo que exagera su estatus social por medio de la compra de capital simbólico, adquiriendo así distinción social (McKinney 54). Podría decirse, por tanto, que, como fenómeno caracterizado por una ruptura entre lo viejo y lo nuevo, lo cursi va de la mano con lo moderno.7 Será después de este despertar como individuo moderno en la calle, donde el personaje muestra un constante “apetito de engrandecimiento” que la coloca “fuera de su centro”, como el mismo narrador indica (Pérez Galdós, La desheredada 231), que Isidora requiera de una reconducción por medio de la reclusión, táctica disciplinaria por excelencia encomendada a Miquis. En mitad de la caminata, el médico le preguntará: “¿Sabes coser? ¿Sabes planchar? ¿Sabes zurcir? Y de guisar, ¿cómo andamos? Me convienes, chica... y no hay más que hablar” (124-125). Rescatando las palabras de Romero del Álamo, Miquis sugiere el hogar y el matrimonio, dos caras de la misma moneda, para echar una calza a la mujer y solucionar el problema: apartar a Isidora de la calle. Ejerce así el médico como sujeto de un discurso patriarcal preceptivo que construye a la mujer como ser ignorante cuya educación debe estar orientada al hogar —“el mayor encanto de la mujer es la ignorancia”, dirá el médico (124)—, una actitud que remacha la desigualdad entre géneros en materia de educación, como se verá en el capítulo 5. Pero, frente a los intentos prescriptivos de fijar a la mujer a espacios y actividades asignadas en base a las diferencias biológicas, el sujeto

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No es casual que las referencias ofensivas de cursi y cursilona acontezcan en el espacio público; al fin y al cabo, como apuntaba la revista Museo de las Familias en 1844, la derivación latina de moda, modus, significa “el modo de vestirse”, pero también el de “edificar y andar” (Quevedo 291), estableciendo así una estrecha conexión entre moda y espacio público.

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femenino reacciona y se rebela, proponiendo con sus movimientos físicos un discurso alternativo fuera de los roles asignados. Su afianzamiento en la marginalidad, voluntario y consciente, no puede ser más claro: en el capítulo significativamente titulado “Tomando posesión de Madrid”, Isidora rompe con las ataduras al espacio doméstico y se lanza a la calle sola, sin tutela masculina, a apropiarse de la ciudad y a seguir consumiendo, no solo visual, sino también materialmente. La posesión es triple: entendida en términos literales, es, en primer lugar, una apropiación material de aquellos objetos que Isidora cree necesitar como rasgos de su clase social, lo que concedería una poderosa agencialidad al sujeto femenino que posee dinero y gasta a su voluntad. Esta posesión material está precedida por un consumo visual que acontece en el interior de la iglesia de San Luis, adonde el personaje acude a oír misa. Durante el sermón del sacerdote, la joven no puede dejar de pensar en los vestidos y joyas que comprará una vez herede, un ascenso social que imagina en términos de los “pasos a recorrer” por un camino allanado (171). La falta de atención en la iglesia se explicaría desde la inhabilidad mujeril, síntoma de frivolidad, que los reformistas ilustrados atribuían a la mujer para atender fenómenos trascendentales y apegarse a lo superficial, fruto de su capacidad imaginativa. El ensayista francés Boudier de Villemert explicaba en 1758 que “the imaginations of women being continually fed with details of jewels, clothes, etc. They fill their heads in such a manner with shadows, that they pay no attention to objects which better deserve it” (68). Y así, una vez concluida la misa, Isidora se despedirá atropelladamente del santo altar y dejará atrás el arrodillamiento obligado en el interior del templo para poner sus pies en movimiento. El dinero es el nuevo Dios en el mundo de la mujer deseante, y los espacios en los que adorar a esta nueva fuerza trascienden los edificios tradicionales religiosos para desplazarse a los espacios profanos de las calles citadinas. El alejamiento del centro espiritual para entrar en el que ella considera su centro social la acerca aún más a los márgenes simbólicos, un acercamiento que viene propiciado por el movimiento físico. El discurso religioso con los diversos actos de sacrificio y las persignas es pronto desplazado por un discurso sensual con que se reviste el deseo femenino, un deseo catalizado por la calle y las delicias que esta ofrece: Al punto empezó a ver escaparates, solicitada de tanto objeto bonito, rico, suntuoso. Ésta era su delicia mayor cuando a la calle salía, y origen de

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vivísimos apetitos que conmovían su alma, dándole juntamente ardiente gozo y punzante martirio... ¡Cuántas invenciones del capricho! Aquí, las soberbias telas... allí, las joyas que resplandecen en los estuches negros... más lejos, ricas pieles, trapos sin fin, corbatas, chucherías que enamoran la vista, objetos en que se adunan el arte inventor y la dócil industria... mil cosas aperitivas que Isidora desconocía. (172)

Evocadora de la relación clásica Eros-Tánatos, impulsos contrarios pero unidos en constante pugna en la psique humana que son fundamentales en la construcción del sujeto, la relación de Isidora con su cuerpo es de goce, relacionado con la libertad y autonomía facilitadas por la calle, así como de martirio, probablemente explicado por la escasez económica y la imposibilidad de satisfacer el cuerpo femenino con los objetos de lujo responsables de guardar las formas, confundiéndose así el apetito material y el carnal. En segundo lugar, por tanto, la posesión de la ciudad debe leerse en términos visuales, lo que recuerda al paseo visual del magistral en La Regenta, quien, en su afán devorador de ascender social y materialmente, “paseaba lentamente sus miradas por la ciudad” para apropiarse de Vetusta con todos sus espacios sociales (Alas 173). La compra visual constituye el primer paso en el andamiaje de las nuevas prácticas consumistas sobre las que descansa la industria moderna. Ya ha quedado más que claro que en la ciudad decimonónica, construida principalmente sobre una cultura visual, no es necesario comprar para consumir, sino simplemente mirar (Flores, “Escaparates” 195). La importancia atribuida en el texto a la mirada en la calle viene inspirada por la habilidad femenina para absorber el mundo visual, pues, como apuntaría el filósofo francés Antoine-Leonard Thomas en 1772, “every thing they see strikes them with a strong force” —lo que explicaría la emoción excesiva traducida en pasión, pecado mujeril—, “they see all with a particular vivicity. Their eyes quickly glance over all that lies before them and then seize the image” (113).8 La devoración de Isidora 8  Interesa ver cómo se conceptualizaba esta sobreemoción femenina convertida en exceso desde el discurso médico de la época: “El individuo muy apasionado tiene un pie en un campo y el otro en otro”, dirá el médico Ángel Pulido (338). La alusión a los pies en campos diferentes alude directamente a un ser inestable, liminal en el sentido en que Victor Turner concibió el término: una posición “neither here nor there” cuya indeterminación permite al sujeto “elude or slip through the network of classifications that normally locate states and positions in cultural space” (95). Esta posición lábil,

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de lujo y moda con los ojos (Pérez Galdós, La desheredada 172) debe ser rastreada en el siglo xviii y en Rousseau, uno de los críticos modernos responsables de la formulación del modelo de feminidad imperante en el siglo xix. Mientras la mayoría de tradicionalistas ilustrados juzgaban a la mujer como moral y físicamente defectuosa y, por ello, más propensa a caer en el pecado de la vanidad (Aldaraca, Ángel 80), el filósofo francés se limita a señalar las diferencias entre géneros basadas en las esferas de actividad separadas a las que se relega al hombre y a la mujer desde niños, lo que determinaría sus conductas como adultos: “Los muchachos buscan el movimiento; las muchachas estiman más cuanto choca a la mirada y sirve de adorno: espejos, alhajas, trapos y sobre todo muñecas” (Rousseau 423). El filósofo hace hincapié en que el juicio basado en los sentidos es propio de la mujer, mientras que el juicio moral o basado en la razón pertenece a los hombres. Pero este sentido de la vista que Rousseau asocia a la mujer la relega a la pasividad, desde la que la mujer consume y desde la que precisamente es seducida por el encanto de los objetos de lujo, esos “objects that captured the passive viewer through sensual delight” (Jones 36). Isidora rompe con esta imagen: sin bien consume con los ojos, desde el primer momento, como se ha visto, abandona la vida sedentaria y se entrega al movimiento. Los pies acompañan a los ojos, por así decirlo, imponiendo un nuevo modelo de consumición femenina y cuestionando

causa de un estado nervioso, hace de la mujer desde la perspectiva patriarcal un ser enfermo y peligroso necesitado de una cura. Asimismo, la anomalía derivada de una pasión excesiva trae ecos de la histeria, enfermedad física y mental común entre las mujeres en el siglo xix, la cual las convierte en sujetos impulsivos, excéntricos y propensos a la lascivia (Micale 24). Para los griegos, la histeria era debida a la insatisfacción sexual de la mujer, cuyos síntomas eran explicados por un útero errante que deambulaba por el cuerpo de la mujer causando molestias y anomalías. Según esta teoría, el movimiento causado por la insatisfacción sexual hace que todo se desencaje y se salga de su sitio —el útero de la matriz y la mujer del hogar—, con el consiguiente exceso emocional del que la mujer hace gala en el espacio público. Estaríamos ante lo que Foucault llamó la histerización del cuerpo de la mujer, un cuerpo saturado de sexualidad que justificaría la objetivación normalizadora del sujeto mediante una labor de continencia (Historia sexualidad 104). El movimiento es, en definitiva, el principal problema de la mujer y, por ello, la curación, como recetaban los mismos griegos, pasa por el matrimonio, que aseguraría la relación sexual (domesticada y limitada, eso sí) y la contención física, permitiendo así que todo vuelva a su sitio, el útero errante y la mujer itinerante. Ver Jagoe (“Sexo y género” 339-348) para un análisis de la histeria a partir de los discursos médicos sobre la mujer en el siglo xix.

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la demarcación de las esferas de actividad separadas basada en una cosmovisión racional. Si como Jones ha afirmado “fashion” y todas las actividades relacionadas con ella “were considered altogether unmanly activities” (41), con su apropiación de una característica tradicionalmente asociada al hombre, la libertad de movimientos físicos a la que también se aferrarán las feministas de la época, Isidora estaría masculinizando la actividad consumista, al tiempo que afeminando la relación hombre-calle, disolviendo toda frontera espacial y de género. Esto conectaría con el tercer tipo de posesión al que accede Isidora con su salida callejera. Junto a la material y visual, el personaje se apropia de Madrid en un plano metafórico al pasear libremente sin restricción ni limitación masculina alguna, invadiendo un espacio que, como mujer de clase baja y soltera, no le pertenece. Como la crítica cultural Meaghan Morris ha afirmado, no son tanto los “objects consumed that count in the act of consumption, but rather the unique sense of place” (221). Con su salida callejera, Isidora consume un día en la ciudad fuera de la esfera doméstica, rompiendo con la tradición y demandando un espacio de visibilidad pública en el espacio urbano en el que caminar, mirar, gastar y, en definitiva, emanciparse como mujer. Después de todo, como ha dicho Rappaport, “stores defined themselves as central to the project of civic improvement and women’s emancipation” (11). La emancipación de Isidora llega por vía del movimiento físico, importante gesto político desde el que la mujer conquista un espacio vedado para ella durante siglos, el cual le dará acceso a una serie de derechos individuales que le permitan consumir para ella misma, no para la nación o la familia, lo que trae ecos de un ideario feminista, como veremos en el último capítulo. Precisamente porque el paseo de Isidora no sigue una tradición prescrita o un camino marcado, física y simbólicamente, podría decirse que el personaje ejerce su libertad como “user of the city” y con sus subidas, bajadas y cruces, que la aproximan al centro geográfico pero la alejan del centro social y moral, el personaje desplaza “the signifiers of the spatial language through the use he makes of them” (De Certeau 98-99), actualizando así la trayectoria espacial. Esta resignificación derivada de la trayectoria errante tiene poderosos efectos de subjetivación tanto en el espacio físico, pues los pasos femeninos imbuyen las calles urbanas con un significado muy preciso, el sensual, como en el paseante, pues, como ha dicho Rapapport, “as the city became a pleasure zone, the shopper was designated as a pleasure seeker, defined by her longing for goods,

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sights, and public life” (5). Nace así un nuevo sujeto deseante que, evadiendo los peligros y las convenciones sociales que consideraban impropio que una mujer deambulara sola por la calle, cruza, consume y goza de la ciudad moderna, en la que experimenta “an irrational, but a real pleasure”, como diría la protagonista de la novela de Charlotte Brönte en Villette (1853). La fuerte carga sexual con que está revestida la toma de posesión citadina de Isidora es perfectamente coherente con la proliferación en el siglo xix de una serie de discursos en torno al placer, en íntima conexión con la noción de poder, como Foucault teorizó (Historia sexualidad 118-119). En la escena que cierra la primera parte de la novela, tras haber sido rechazada por la que ella cree su abuela, Isidora se siente morir ante la posibilidad de regresar a la periferia geográfica y social —no es casual que Galdós titule este capítulo “Suicidio de Isidora”—, pero, al penetrar en las calles céntricas de Madrid, bulliciosas y rebosantes de gente, vuelve a la vida, gracias a la sensación revitalizadora que el centro genera: “A medida que se acercaba a la zona interior de Madrid y recibía su calor central, se iba robusteciendo en ella la idea del vivir, del probar, y del ver y del gustar. Había sofocado una vida para fomentar otra” (La desheredada 273). En un largo paseo que recuerda en gran medida a las peregrinaciones por Madrid de Larra, Isidora encuentra en el recorrido urbano enorme consuelo y placer. El renacer no solo se deriva de la sensación de orden que el centro urbano inspira, sino también del mismo contacto interpersonal con la masa urbana que se da cita en él, lo que ilustraría las palabras de Janet Wolff de que “the anonymity of the crowd provides an asylum for the person on the margins of society” (146). La larga cita que sigue ilustra la importancia del paseo como invitación al placer para el renacimiento del personaje. En un desplazamiento urbano sin rumbo que comienza en las Vistillas y sube por la calle de Segovia, la calle Mayor, la plaza de Oriente, la calle de la Montera y la carrera de San Jerónimo, el personaje anda y desanda calles hasta desembocar en la Puerta del Sol, auténtico “hervidero de gente”. Cabe advertir la enorme carga sexual que el narrador infunde a sus palabras: Isidora se sintió halagada por el contacto de la sociedad; percibió en su cerebro como un saludo de bienvenida, y voces simpáticas llamándola a otro mundo y esfera para ella desconocida. La sangre social entra y sale, llevando las sensaciones o sacando el impulso... El vagar de esta hora tiene todos

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los atractivos del paseo y las seducciones del viaje de aventuras. La gente se recrea en la gente... En ella renacía su afán de ver tiendas, aquel apetito de comprar todo, de probar, de conocer las infinitas variedades del sabor fisiológico y dar satisfacción a cuantos anhelos conmovieran el cuerpo vigoroso. A la entrada de la calle de la Montera la animación era excesiva. El ruido era infernal. A Isidora le gustaba aquella noche, sin saber por qué, el choque de las multitudes y aquel frotamiento de codos. Sus nervios saltaban, heridos por las mil impresiones repetidas del codazo, del roce, del empujón, de las cosas vistas y deseadas... La gente se estrujaba como en los días de pánico. ¡Cuántos hombres y también cuántas mujeres! El contacto de la muchedumbre, aquel fluido magnético conductor de misteriosos apetitos, que se comunicaba de cuerpo a cuerpo por el roce de hombros y brazos entró en ella y la sacudió. (Pérez Galdós, La desheredada 274-276)

El deseo por lo material y el apetito carnal son una misma cosa para el personaje, una fusión justificada por la necesidad de verse identificado con y en el otro como forma de construir su subjetividad femenina y social. Rappaport apunta a esta relación al referir la índole de los deseos que afloran entre las mujeres que caminan por el Londres victoriano, “city of pleasure” en el sentido material y sexual (76-77). Así mismo lo apunta un artículo de 1875 publicado en el Saturday Review, cuyo autor anónimo concluye que el placer femenino de las compras deriva de la oportunidad “to luxuriate” en un profundo e intenso “sense of power” (488). La mención de este verbo establece la conexión entre un placer derivado del consumo material y del sexual, especialmente si atendemos a la definición de luxuria del Diccionario de Autoridades como “apetito desordenado o excesivo uso de sensualidad o carnalidad”. Los dos tipos de consumo están unificados bajo el poder que ambos tienen de devolver el personaje a la vida. Ante el acecho de la pulsión de muerte, definida por Freud como la orientación a restablecer un estado anterior a la vida (“Principio del placer” 2529) y que, por tanto, retornaría al personaje a un estado inerte (esto es, estático, inmóvil, paralizado), Isidora vuelve a apropiarse de un espacio física y simbólicamente masculino —la calle y el viaje de aventuras— para encontrar en los comercios y en la gente la pulsión de vida, el Eros, el cual abarca la pulsión sexual, así como los instintos de autoconservación.9 9  Son numerosos los ejemplos en que la calle se configura como espacio revitalizador en el que encontrar consuelo y retornar a la vida. Tras las muertes de su primera esposa y de su hijo, Francisco Torquemada queda sumido en la más absoluta tristeza

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La imagen del cuerpo femenino como apetito y máquina deseante que solo en la calle podrá satisfacer sus necesidades más básicas aparece manifestada a nivel textual no solo a través de la fuerte connotación sexual de los términos utilizados (frotamiento, roce, deseo, fluido, sangre que entra y sale), sino también mediante la entrega total del personaje a esta misma masa que la convida al placer y a intentar gratas aventuras en dos ocasiones, al final de la primera parte y al final del relato, poniendo de manifiesto la necesidad de no solo ser visto, mirado y reconocido por el otro, sino también ser tocado y rozado. La calle se convierte, como Benjamin afirma respecto a la galería parisina decimonónica, en “la vivienda del colectivo”, ese ente “eternamente en movimiento” que experimenta y medita en el espacio de la calle (Pasajes 428). En este espacio abierto, las mujeres son libres para practicar el fino arte de la flânerie, esto es, la entrega a un “paseo largo y sin ninguna meta” (422). Como el flâneur, Isidora busca su asilo y se deja seducir por la muchedumbre que se da cita en el paseo, entregándose al goce de ese “baño de multitudes”, un arte que “no a todo el mundo le es dado”, como señaló Baudelaire (39). En esta entrega, la mujer se embriaga, cae en la tentación y calma su apetito (Benjamin, Pasajes 422), un apetito principalmente de liberación y de libertad, como el mismo Benjamin apunta en referencia a las calles citadinas (752), que posibilitará que la mujer “materialice sus fantasías” (1007). El fervor por la libertad le sirve al personaje para confirmar la legitimidad de sus deseos, y así la unión de Isidora con la masa contribuye a canalizar sus deseos sexuales al unirse del brazo de Pez, su futuro amante. Este goce de enormes resonancias sexuales guiará el verdadero suicidio moral del personaje, que, ilustrando cómo la calle es escenario de la libertad individual, logra escapar de la mirada de Relimpio y pasa a fundirse con esa misma masa indiferenciada en un acto de rebeldía mediante el cual el personaje sigue haciendo valer su agencialidad, y oscuridad y solo renacerá gracias a sus salidas callejeras por el centro de Madrid, asociado a los negocios y a la circulación y, por tanto, a la vida. El avaro necesita “correr” por “su Puerta del Sol, sus calles del Carmen, de Tudescos y callejón del Perro...” (353). No es de extrañar que la posterior enfermedad del personaje sea explicada por el encierro “en una jaula de oro” (491) y la “encerrona entre sábanas” (622) a la que lo confina su cuñada. Será solo cuando el usurero se entregue a una serie de “paseos matinales” a pie que recuperará la salud (599). La misma sensación revitalizadora de la calle impregnará a las heroínas del último capítulo para quien la calle, punto de partida en el ideario feminista, es sinónimo de vida y por tanto de salud.

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primero para prostituirse del brazo del viudo de Saldeoro, luego, de toda la sociedad. Cabe comparar este episodio en la vida de Isidora con el espontáneo paseo de Ana Ozores en el noveno capítulo de La Regenta, el cual comienza en la quietud de los prados para culminar en el bulevar de la ciudad, donde la Regenta se desinhibe y experimenta el deseo carnal y sexual, así como el goce especular de estar en multitudes. Esta calle al anochecer se convierte en un paseo “donde era difícil andar sin pararse a cada tres pasos” por la multitud de “costureras, chalequeras, planchadoras, ribeteadoras, cigarreras, fosforeras, y armeros, zapateros, sastres, carpinteros y hasta albañiles y canteros” (Alas 354). En el estrépito infernal, el sujeto femenino descubre una “alegría exaltada”, una “excitación nerviosa” generadora de ciertos sentimientos hasta ese momento desconocidos, los cuales le generan un apetito carnal que le hace proyectar su deseo hacia los cuerpos masculinos —“mejillas ardiendo”, “espaldas”, “músculos que se movían por su cuenta...” (355)—. El escenario urbano, fuente de placer inagotable, tiene efectos de subjetivación en el sujeto femenino, que se forma sexualmente y encuentra satisfacción en el contacto físico con la masa, en parte por el deseo reprimido y la “prohibición absoluta de placer” (356-357) a la que el personaje está consagrado en su condición de señora de la aristocracia, lo que establece una estrecha relación entre sexualidad femenina y clase trabajadora, como se verá en el último capítulo. La gratificación sexual que Isidora o Ana experimentan en la calle debe ser entendida desde la teorización del placer que realiza Fredric Jameson como vehículo político e ideológico que, a disposición de la clase trabajadora y de la mujer, se convierte en estrategia efectiva de resistencia desde la que afirmar una subjetividad subversiva y reclamar una transformación de las relaciones sociales y de género. Al fin y al cabo, hablar de placer “generally means sex” (Jameson 6). En esta línea, cabe recordar que la satisfacción sexual ha constituido desde siempre un derecho privativamente masculino, estando el placer femenino supeditado al hombre y las relaciones sexuales destinadas a la procreación y circunscritas en el marco del matrimonio, lo que aseguraba el orden natural de las cosas. Esta entrega del placer al hombre sirvió a Rousseau para formular su concepto de feminidad, según el cual el propósito de la mujer en la vida es proporcionar placer al varón. Pero Isidora imprime un giro a este sistema relacional y por medio de sus salidas callejeras demanda una participación en la esfera

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sexual, como también hará Tristana. Si el placer, afirma Jameson, “is finally the consent of life in the body, the reconciliation with the necessity of physical existence in a physical world”, lo cual cataliza el “thinking process” (10), tiene sentido que sea en la calle donde Isidora recobra su pulsión de vida y que sea a través del acto de caminar, intencional y fundacional, que el personaje se forme y se erija como agente de cambio. Es por ello que cabe ver la última salida a la calle de Isidora para entrar en el mundo de la prostitución como un acto voluntario y consciente y una última toma de agencialidad y empoderamiento en tanto la mujer de la calle se entrega al placer sexual y pasa a ejercer un control del mismo, del suyo y del hombre al que ella decida entregar o negar sus servicios. En preparación para su último desplazamiento centrífugo en el que abandonará el espacio doméstico para, como prostituta, hacer de la calle su hábitat natural, “Isidora, pues ella misma era y no una vaga imagen, se miró largo rato en el espejo” (Pérez Galdós, La desheredada 495). Este espejo no procede de un escaparate ni se encuentra en la calle, sino en el ámbito privado, lo que sirve para dar más visibilidad a la transgresión del último movimiento femenino de lo privado a lo público, con la subsiguiente disolución de límites espaciales. Sumida en una profunda crisis, rechazada socialmente y desfigurada físicamente, Isidora se sirve del espejo, instrumento con poderosos efectos de subjetivación, para transicionar de mujer consumista a consumida, una nueva identidad para la que el personaje reafirma su embellecimiento físico —“Todavía soy guapa... valgo mucho, y valdré muchísimo más” (495)— y su valor comercial, al reconocerse como “luxury good, the most expensive commodity in the city of Galdós” (Fernández Cifuentes, “Signs” 308). Con la última mirada en el espejo, el personaje se despoja de su vana imagen —la de Isidora de Aransis, y, con esta, de apellido, casa y título— para abrazar la imagen de ella misma, esto es, la de Isidora Rufete, hija del pueblo, personaje ubicado en los márgenes de la sociedad. El espejo sirve para escapar de su pasado, el de heredera, pero también el del ángel del hogar deseado por las figuras masculinas que la han construido para su propio deleite como mujer ignorante, doméstica y dócil a ser consumida mediante el matrimonio. Se proyecta así el personaje al futuro con una nueva identidad social, la de prostituta anónima, que niega las señas de identidad impuestas por la sociedad burguesa y que, con plena libertad de movimientos, se resignifica como objeto a ser consumido en

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las calles de la capital, al tiempo que sujeto consumidor del deseo de los hombres que se someten a su servicio. Junto a la reclusión carcelaria y la sujeción al matrimonio burgués, podría decirse que la desheredación final constituye uno de los múltiples intentos para contener al sujeto femenino, expresión de la ansiedad masculina ante el exceso femenino y su falta de límites. Pero, si bien la ambición material y el afán de lujo logran ser contenidos, el exceso femenino se desbordará hacia otras áreas, la de la lujuria y el sexo, ilustrando la conceptualización del exceso de Georges Bataille, según la cual este “must be spent, willingly or not, gloriously or catastrophically” (21) y, por ello, al serle cerrado el paso en una esfera, seguirá su camino hacia otros rumbos. El espejo sirve precisamente para canalizar el exceso femenino que se mira en el cristal y trasciende el marco tradicional en el que las mujeres se han contemplado durante siglos —la domesticidad, la subyugación y la contención— para devolver la imagen de una mujer desheredada y, por ello, empoderada y libre que sigue siendo definida en términos excesivos. Isidora sigue siendo una mujer suelta cuya “looseness”, como ha apuntado Sandra Bartky en su trabajo sobre feminidad y modernidad, “is manifest not only in her morals, but in her manner of speech” (“Estoy buena y sana... Voy a la calle... No dependo de nadie, ¿estamos? Soy dueña de mi voluntad, ¿estamos?... Deseo ser libre y hacer lo que se me antoje”, le espetará Isidora a Relimpio, 496), “and quite literally in the free and easy way she moves” (Bartky 66). Si antes el deseo excesivo cruzaba líneas geográficas y sociales bajo la forma del consumo y la manía de las compras, ahora los límites transgredidos serán morales bajo la forma de la actividad sexual ilegítima, pero, para el ejercicio de esta, el personaje necesitará del movimiento físico y de la calle que lo permite, con lo que el exceso del personaje seguirá cobrando forma espacial. En cualquier caso, el personaje seguirá desplazándose “over the borders”, como Alison Sinclair ha explicado la manifestación del exceso de muchas figuras femeninas en la narrativa española de finales del xix (212). En una actividad de corte moderno que la equipara a la figura del trapero, podría decirse que Isidora recicla su energía, que ya no estará orientada hacia el consumo material, sino hacia el sexual. Y, como el trapero, el canal elegido para reciclar su surplus sigue siendo la calle, espacio libre y sin límites, perfectamente coherente con la naturaleza dinámica y lábil del exceso.

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En este momento parece pertinente incorporar un breve análisis de la novela El lujo, en que la calle aparece solo tímidamente, pero la relevancia del espacio es fundamental para entender la transgresión femenina. Escrita por Grassi, El lujo. Novela de costumbres (1865) ha sido escasamente explorada por la crítica, con la excepción del trabajo de Sinclair, que le ha dedicado algunas reflexiones volcadas a dilucidar el papel del exceso femenino, el cual debe ser contenido como forma de preservar el orden social. Marcos y Claudina son dos hermanos que habitan en Motril; una vez quedan huérfanos y heredan el escaso patrimonio de sus padres, deciden mudarse a Madrid empujados por la ambición y el mismo desmesurado afán de lujo que guiaba a Isidora a las calles del centro urbano. El lujo, definido por el Diccionario de Autoridades como “exceso y demasía en la pompa y regalo”, marca el desvío de la norma de los hermanos, que, igual que Isidora, se salen de su centro para perseguir una centralización social y geográfica. Y es que El lujo es principalmente la historia de una transgresión: social, pues los personajes ansían acceder a una clase social que no les pertenece, manifestada por la presencia de criados y los desplazamientos en coche de los que disfrutan, y, sobre todo, física, pues se mudan de la periferia al centro geográfico y de una casa modesta, acorde a su origen social, a un palacio en la calle de Alcalá. De hecho, el exceso social cobra forma espacial en el texto: el camino desde el sur a la capital “daba mil vueltas y revueltas” (32), prefigurando el destino de los personajes que han intentado “subir escalones” (125) para ubicarse “fuera de su centro”, como la misma Claudina se lamenta (75). La contención que busca poner las cosas “en orden y en su lugar” (91) adquiere también forma espacial: el desorden provocado por los pasos físicos y simbólicos de la protagonista, responsables de que “todo ande revuelto y fuera de su sitio”, se restablecerá mediante una sujeción física que impedirá la libre circulación y la devuelve “al camino derecho” (212). Interesa destacar dos intentos fundamentales de contención, que según Sinclair responden a la amenaza del exceso femenino “to disrupt the organizational lines of a wobbly and evolving social structure” (212): por un lado, la ropa de la aristocracia mantiene a Claudina “tiesa y envarada” y le impide hacer gala de sus “sueltos y graciosos movimientos de otros tiempos” (Grassi, El lujo 44);10 por 10  La ropa y los adornos, “like the physical boundaries of the city, which were remapped following urbanisation” constituyen un ejemplo de “symbolic social boundaries”

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otro, la enfermedad física, una estrategia recurrente en la época, obliga a Claudina a permanecer encerrada y en la cama. La dolencia, directamente asociada en el texto al lujo que “abrasa” al personaje femenino y “embriaga” su alma (58), forma parte de un discurso predominante en la época que define el lujo como un cáncer generado por la misma sociedad burguesa consumista y ociosa, cuyas instituciones —entre ellas, el comercio— generan efectos indeseados y peligrosos en lo que se refiere a la presencia urbana de la mujer. “Cáncer de nuestro sexo”, como diría Pilar Sinués de Marco en 1883 (“Contra el lujo” 258), esta enfermedad es hereditaria y se transmite de madre a hijos —al fin y al cabo, es la mujer la responsable de tal “acto repugnante de presunción” (León 71)—, al tiempo que contamina e infecta el espacio social (la familia y, por extensión, la nación, pues el lujo, como ha dicho los cuales “were re-mapped in a way that would allow those with economic capital to purchase symbolic capital and thus attain social distinction” (McKinney 54). La moda disuelve fronteras, físicas y simbólicas, lo que permite a Claudina, con su corsé, joyas y carruajes propios de la aristocracia, salir de su estamento social y acceder a un mundo social superior. De ahí que esta movilidad social fuera criticada por los conservadores decimonónicos, preocupados de que las leyes económicas del mercado permitieran a la prostituta vestir como una señora. Labanyi concede rigor histórico a esta crítica al afirmar que estamos ante “the beginnings of a modern anxiety about the difficulty of telling the different classes apart as fashion starts to encourage the imitation of dress styles across classes” (“Costume” 42), una ansiedad de la que también se hicieron eco los reformistas de la Inglaterra victoriana tal y como aparece representado en su literatura: en Mary Barton (1848), de Elizabeth Gaskell, el traje se convierte en indicador social y moral cuando la protagonista, amante de la moda que como Isidora terminará cayendo en la prostitución, camine por la ciudad con sus “artificials and fly-away veils” (7) para pertenecer a una clase “to which she could never, never more belong” (223). Pero, al mismo tiempo, participando de una de las contradicciones que perfilan la cultura de la modernidad, este mismo discurso de la moda echa una calza al personaje, pues, como el mismo McKinney apunta, “clothing, jewels and carriages became the walls, gardens and parks separating the various classes from one another” (54), lo que contiene y encasilla al individuo en un estamento social, al tiempo que limita sus movimientos físicos, como acontece en el caso de Claudina. Sinclair se refiere al corsé que viste Claudina como un “containing garment” y un “container of excess” (218), lo que apunta a esta prenda como una de las estrategias narrativas para contener un flujo femenino que, de lo contrario, resultaría perjudicial para el orden social. Esta escena trae ecos del capricho de Goya “La tortura del dandi”, donde el dandi mira su reflejo en el espejo y este devuelve la imagen de una mujer en la que la corbata y el corsé han sido sustituidos por un collar y un cinturón de hierro que abraza y aprieta el cuerpo, lo que alude, sin duda, a las restricciones físicas a las que eran sometidas las mujeres por medio de la ropa, una tortura después de todo.

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Aldaraca, es una plaga que contamina no solo el cuerpo individual, sino también la humanidad en su conjunto, Ángel 77), y también el espacio físico, pues, como el mismo narrador de El lujo apunta, es la ciudad de Madrid el espacio “de las embravecidas pasiones” (29), foco de corrupción y cuna de la apariencia donde la gente gasta lo que no tiene (163-164), una actitud de la que también se hace eco el narrador de La desheredada. Con un claro objetivo aleccionador, la afección del lujo tiene consecuencias severas, especialmente físicas: Claudina aparecerá envejecida, lo que impedirá que pueda andar (200), al tiempo que apacigua sus deseos de llamar la atención, pues, como insinúan los grabados de Goya de la vieja mirándose al espejo, la vanidad debe decrecer con la fealdad propia de la vejez. Pero ni la enfermedad ni las ropas que mantienen “enclaustrada”, “encajonada” (74) y “emparedada” (80) a Claudina detendrán la circulación del personaje, que, aun con sus zapatos de seda y su vestido de baile, saldrá a las calles de Madrid sola, a respirar y reconciliarse con su centro natural, esto es, el aire libre y el espacio abierto que la mujer de pueblo necesita para sobrevivir (83). Es por ello que la enfermedad terminará desembocando en la muerte, un destino anunciado en términos espaciales temprano en la historia, al avisar el narrador de que “el que mal anda mal acaba” (40). La muerte hace desaparecer al personaje del espacio textual y urbano, restableciéndose así el orden. Si bien, tras expirar, Claudina es liberada para circular libremente y “atravesar los espacios para volar al cielo” (214), este movimiento figurado carece de peligro porque, reducido a un estado inerte y, por tanto, estático e inmóvil, el sujeto femenino “is made into an object, no longer able to threaten” como ha afirmado Sinclair a propósito de otro texto (223). La novela de Grassi, como las de muchos otros escritores decimonónicos, toca a su fin cuando el sujeto marginal deje de circular, física y simbólicamente, por el espacio urbano, de andar y desandar calles, de subir escalones y bajar hondonadas, ilustrando así las palabras de Tsuchiya de que es el deseo marginal que empuja la trayectoria errante “that propels the narrative forward” (Marginal Subjects 75). La desheredada no termina con la trayectoria itinerante de Isidora, sino que esta sigue caminando tras la última página en calidad de prostituta. La relación prostibularia entre el hombre que consume sexo y la mujer que es consumida pertenece todavía en el xix al imperio de la privacidad, en tanto pertenece a “lo secreto, lo misterioso, lo

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velado... aquello que acontece en los límites de lo doméstico”, como ha analizado magistralmente Pura Fernández en su trabajo sobre la mujer pública en el siglo xix (48). Quizás sea por ello que Galdós concluye su novela aquí, cuando por fin se materializa lo que se viene augurando desde el principio de la novela: la conversión de la protagonista en mujer de la calle y la entrega total de esta a este espacio, el cual devora a la prostituta como si de una presa se tratara, pues la calle se alimenta de este tipo de figuras para existir y cobrar validez como espacio público y visible en el que las transacciones sexuales dejarían de ser veladas. Como prostituta, Isidora seguirá transitando la calle, pero lo hará extratextualmente; Galdós no nos lo cuenta. El narrador no especifica si las calles de Madrid que la mujer callejera recorre son céntricas o periféricas, quizás por no ser relevante. Lo que importa es que la última estación de su viaje urbano discursivo es lo que podríamos denominar comúnmente la cuneta, donde habría que ubicar a la figura de la prostituta, quien, desecho humano de la urbe, es empujada al extrarradio de la ciudad como medida de control social y forma de ocultación. Galdós reduce las prácticas vergonzantes a los límites de la marginalidad textual y urbana, donde podrá quedar contenida e invisible. En una novela altamente topográfica en la que los personajes andan y desandan continuamente calles específicas, estas dejan de existir en el espacio textual una vez la heroína sin hogar se echa a la calle. Santiáñez lo explica por el pudor sexual de Galdós: “El calzado señala una senda literaria transgresora por la que la pluma de Galdós no se aventuró nunca... No quiso seguir los pasos de Isidora Rufete, unos pasos que implicaban la producción de una identidad, la potencial subversión de una economía sexual represiva” (364, 368). Esta hipótesis sería perfectamente coherente con las conclusiones de Teresa Bordons al respecto de Tristana, extrapolables a otras heroínas galdosianas: los códigos culturales de finales de siglo impiden al novelista acompañar a sus mujeres en sus viajes futuros al no poder “librarse de los esquemas sobre los que se erige el sistema patriarcal” (484). Ahora bien, la tranquilidad que sigue a la escena antropofágica en la que Isidora es devorada en la vorágine de las calles apunta al aura de normalidad que rodea a la prostitución en la sociedad industrial de finales del xix, donde es una transacción económica más. Basándose en trabajos de académicos que han explorado el tema de la circulación y la prostitución, así como en estudios de urbanistas e higienistas de la época, Collin McKinney realiza una interesante asociación entre

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la prostitución y la canalización de deshechos en La desheredada, para afirmar que la prostitución era, a fin de cuentas, un mal necesario para el clima social de la vida urbana (65-71). La conversión en prostituta sería otra alternativa para restaurar el orden social y canalizar un deseo que de otra manera hubiera resultado pernicioso para la sociedad burguesa decimonónica. Igual que el trapero, la prostituta canaliza los desechos (el exceso de deseo masculino) a la periferia para que el centro (el orden burgués y la estructura social del matrimonio) no se contamine (Corbin, “Commercial Sexuality” 211-212). Como dirá el narrador de La Pálida, interesa conservar el cuerpo de la prostituta “por la vida y salud de los demás” (López Bago 44). Participa de esta manera la prostitución de la misma paradoja que rodeaba la presencia en la calle de la mujer consumista: considerada un asunto periférico y un fenómeno social de carácter subversivo al suponer “una perturbación en el orden moral y económico de la sociedad”, la prostitución constituía una institución social necesaria como válvula de escape a la monogamia, a la restricción sexual impuesta en la sociedad y a la conservación de la familia (Rivière Gómez 13-14). Quizás desde estos condicionantes históricos se pueda explicar la proliferación de novelas de temática prostibularia en torno a la figura de la prostituta como eje central del debate social, médico y legal del periodo finisecular, del que se haría eco la literatura. Si bien, debido a los “azotes contrarreformistas y nuevos aires esparcidos por el buen gusto ilustrado” (Fernández 2), en la producción cultural del siglo xviii existen escasas referencias discursivas a la figura de la prostituta, a principios del siglo xix todavía son escasos los ejemplos de mujer caída por ser todavía tema de condena moral y poca tolerancia social. Pero será hacia mediados y finales de siglo que la figura de la prostituta y el espacio del prostíbulo adquieren categoría estética de incuestionable rentabilidad artística.11 Fernández explica este auge de la 11 

Es menester señalar el conocido poema de Moratín Arte de las putas (1772), que circuló de forma clandestina hasta más de un siglo después de ser escrito. En él, el autor ofrece precisos testimonios que permiten reconstruir la situación y el trabajo de las prostitutas en la España de la época. Con punzante sarcasmo, el poema apunta al genio libertino, así como a uno de los principios esenciales de la filosofía de la Ilustración —la aceptación de los placeres terrenales—, lo que le hizo obtener el beneplácito de los lectores una vez publicado. En el siglo xviii la mujer de moral sospechosa no es todavía colocada en la calle a la vista del lector, sino que su desviación será simplemente insinuada por medio de referencias textuales. Las mujeres sueltas y “sin pudor” que caminan por

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literatura lupanaria, entre otras cosas, por la emergencia de los discursos médico-científicos, el debilitamiento de la institución matrimonial, el aumento de la criminalidad, el descenso de la natalidad burguesa y el crecimiento de las clases populares (47), lo que Tsuchiya hace coincidir con la fascinación que despierta el sujeto desviado en una época de incipiente industrialización, la de la Restauración, “during which the nation faced social, economic, and political upheavals”, lo que convirtió el tema de la prostitución en un “pressing concern” en discursos científicos, médicos y literarios (Marginal Subjects 10, 162). Ahora bien, junto a otros espacios útiles como la cárcel o el manicomio, el prostíbulo no será más que una institución de carácter represivo que recoge a aquellas desviadas física y moralmente, mujeres sin oficio ni beneficio a las que se les proporciona un encauzamiento útil en la sociedad industrial, que prescribe ad hospicium domus para curar el vicio de las modernas andaduras femeninas, como cantaría la tonadilla de Laserna de finales del xviii “Las recetas” (83). Sujetos infames, sexualidades callejeras Haciéndome eco del empeño moderno por penetrar en los espacios privados, tomo prestada la paráfrasis que hace Fernández de una de

“cafés, el Prado y tertulias” se hacen llamar modernas en la tonadilla “Moderna educación” de Laserna (52), mientras que la esposa casquivana de “El casamiento desigual” (1769) de Cruz gusta de salir y entrar en busca de “tertulias, fandango y grescas” (178), necesitando por ello de una labor encauzadora de la conducta que pasa por la imposición del recato y la sujeción en el hogar. En el sainete “Manolo” de Cruz, la cuñada del protagonista es recogida en las Arrecogidas tras “mucho andar suelta” (238), una clara referencia espacial a su experiencia como prostituta. Esta institución social de carácter represivo fue ideada para recluir y reeducar a las mujeres a través del trabajo. En el sainete anónimo “La expulsión de las majas de Madrid”, escrito en las últimas décadas del siglo, se nos cuenta que la Paca, una conocida de la pareja protagonista, ha sido detenida y enviada a la cárcel por cuatro días bajo sospecha de prostitución. El protagonista habla de otra mujer, la Rumbona, que, detenida por las autoridades en el barrio periférico de las Maravillas “por alcahuetona”, ha sido recluida en San Fernando, otra institución donde la mujer sin oficio ni beneficio se convertía en productiva para la sociedad. Para un recorrido por las novelas de tema prostibulario en el siglo xix, ver Fernández (4346) y Guereña (La prostitución 130-141). Para una contextualización de la prostitución en España en el siglo xix desde un punto de vista social e histórico, ver los trabajos de Rivière Gómez, Capel Martínez (“Prostitución”) y Cuevas de la Cruz.

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las mujeres de Las vengadoras (1884), drama de Eugenio Sellés, de que las prostitutas deben abandonar los espacios cerrados para exhibirse en público y empoderarse (37). Propongo trascender las paredes del burdel y sacar a la mujer infame a la calle, espacio escasamente mostrado en la novela de finales del xix en relación a esta figura, que, no por ello, debe pasar desapercibido, para explorar el papel que este tiene en el proceso formativo de la prostituta moderna. El movimiento hacia el exterior para trasladar los comportamientos sexuales a la calle es ya en sí un acto de desviación. La prostitución callejera en España, como en la mayoría de las ciudades europeas, era ilegal en el siglo xix y, por ello, la mujer que circulaba y exhibía su exceso sexual en la calle se convertía en sujeto transgresor, en una “paloma errante”, como llama el narrador de La chula (1870) a la prostituta que no se sujeta a la autoridad civil (De Sales Mayo 56) y que habita en un mundo (la calle) distinto al marcado por las instancias del poder (el burdel). La denominación de Fernández de “mujer infame” resulta particularmente útil para nuestro análisis: “Sujeto femenino que no solo transita los espacios de la afectividad emocional, sino también los del deseo irrefrenable; un sujeto que ya no cifra en la satisfacción del otro su propio goce sexual, sino que sobrevuela la pasividad orgánica y actúa dotado de pulsiones instintivas, arrojado por las acometidas de su naturaleza fuera de los márgenes del ordenamiento social, moral y religioso” (5-6). Este es precisamente el arquetipo de mujer anómala, que sale cuando quiere y no cuando le ordenan y que busca satisfacer su deseo y no el del prójimo. La idea de sujeto en la definición de Fernández ya apunta a la capacidad de acción, reflexión y expresión, así como a la libertad para dar rienda suelta al deseo; pero, sobre todo, la capacidad de movimiento, expresada con los verbos “transitar”, “sobrevolar” o “actuar”, de la que se apropia esta mujer infame para llevar a cabo la máxima transgresión sociomoral es representada por su presencia en la calle, espacio movible y lábil, que permite el desorden sexual. Cabría decir que son precisamente estas mujeres de la calle las que merecen el apelativo de “heroínas modernas”, porque lo que precisamente une a estas figuras que viven de y en la calle, aparte de la búsqueda del propio placer, es su contacto con este espacio, terreno del consumo sexual, en el que se construyen y se identifican como sujetos transgresores, especialmente a la luz de la asociación decimonónica entre itinerancia o circulación excesiva y liviandad moral.

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Siguiendo a Fernández, la mujer infame como aquella al margen de la actividad sexual ilegítima comprende a la prostituta y a la adúltera, una figura cuya ubicación en los márgenes sociales y morales encuentra recurrente expresión textual en la calle como espacio del desvío sexual. Baste citar dos ejemplos: La espuma, de Palacio Valdés, abre con la frenética carrera de una elegantemente vestida Clementina, personaje de la alta burguesía madrileña, que camina rápidamente por la calle Serrano, una calle con “carácter marcadamente provincial” en la que la joven se encuentra fuera de su centro, tal y como indican “los primores de su traje”, el “lujoso arreo”, el “paso menudo y vacilante de quien pisa pocas veces el polvo de la calle” y sus gentiles ademanes (75-76). Se anuncia así desde la primera página la transgresión física que marcará los pasos de un desvío moral bajo la forma del adulterio. Tras atravesar numerosas calles, el viaje fugaz la conduce finalmente a la calle Mayor, donde concluye el itinerario urbano cuando el personaje vuelve al redil de la centralidad al entrar en un caserón “de suntuosa apariencia” (81). Llama la atención que, igual que Isidora y Fortunata, mujeres infames de la calle, Clementina es introducida en el texto por medio de “un primoroso pie calzado con botina de tafilete” (78), lo que apunta a la acción de caminar y a la calle como tropos centrales en el proceso formativo de una mujer rebelde e insumisa: como muchas de las heroínas modernas que venimos analizando, Clementina tiene un carácter “soberbio” (158), de naturaleza “violenta e indómita” (154) y un “temperamento irascible” (149). El desvío de un personaje que dirige sus pasos por la senda de la infamia es remarcado en la apertura de la novela al explicar el narrador que la prisa de la mujer se debe a la persecución de un juvenil admirador que la sigue, con los pies y con la mirada; un joven que “salta a la calle en pos de ella” (79) y que terminará convirtiéndose en uno de los muchos amantes de Clementina, quien ejerce su derecho a elegir y hace gala de una agencialidad sexual que prende en el espacio de la calle, espacio de la liberación, de la libertad y del deseo irrefrenable, como ha señalado Wilson (Sphinx 7). La estrecha relación entre calle y desvío sexual no conoce de géneros. Su único hijo (1891), de Leopoldo Alas Clarín, está construido sobre una poética del espacio —centro/periferia, interior/exterior, hogar/calle—, dialécticas reforzadas por la existencia de una norma, condición sine qua non existe la transgresión, fuera de la cual se posiciona y se construye el sujeto marginal. Bonifacio Reyes es un personaje

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procedente de una familia pobre, escribiente de profesión, que se convierte en esposo de Emma Valcárcel, hija de su jefe. Aludiendo al apellido de su tirana, el matrimonio se convierte en una prisión para el esposo, que vive encerrado y en “triste dependencia” de su mujer (214). La analogía decerteauiana entre el acto de caminar y el de habla como actos fundacionales es más que manifiesta: bajo las órdenes de Emma, Bonifacio “no entraba ni salía” de casa y “callaba a todo” (166-167), coincidiendo a menudo la falta de palabras en el interior del hogar con el “desplome” de las piernas (271) y con sus pies desnudos (281). Según Santiáñez, esto denotaría la posición social y la práctica espacial del personaje (359), quien, en efecto, carece de capital económico propio y siente una insoportable “ausencia de las piernas” (Alas, Único hijo 243). Esta subjetividad sumisa propia del viejo régimen pronto se configura como identidad moderna que cuestiona el poder desde ambas acciones, hablar y caminar, para alejarse del centro y de las prácticas sociales establecidas, un desvío posibilitado por la calle como ámbito de la sublevación y la resistencia. En la calle, Bonifacio ve “el cielo abierto” para correr y se empodera, percibiendo este espacio como un canal en el que liberarse de las cadenas de su mujer (187) y en el que disfrutar de cierta libertad para transgredir: será en mitad de un paseo que el personaje, tras pensar y reflexionar (239), decide rebelarse contra su suerte y empieza a delirar, a saber, desvariar, desviarse y apartarse del orden regular. En su delirio declarará su amor a Serafina Gorgheggi, iniciándose así una relación extramarital con la cantante que lo lanza en una senda de “llamaradas rojizas”, en una clara alusión a un camino simbólico de la infamia hacia el infierno (230). Cada vez que florecen en él deseos de rebelión y emancipación, el personaje se refugia en el adulterio, el cual aparece a menudo en el texto asociado al espacio abierto. Tras iniciar su relación, y como harán Tristana y Horacio por el norte de Madrid, la pareja “se echa a andar” hacia parajes naturales “muy retirados o lejos de la ciudad”, en un movimiento que el propio personaje percibe como un “rodar al abismo” (263), ilustrando las palabras de Daniel Frost de que “the natural environ is the setting par excellence in which characters are prompted to misbehave” (114). Un misbehave que se manifiesta en el candoroso salvajismo de Isidora en el Retiro, en el desvío romántico y sexual por los cerros áridos de Amaniel y el canal del Lozoya de Tristana y Horacio, o el de Magdalena y su amante en la orilla del Tormes en María

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Magdalena.12 La subjetividad marginal que Bonifacio va construyendo a raíz de sus prácticas ambulantes, las cuales le permiten actualizar su trayectoria espacial, queda concentrada en esta periferia territorial, así como en los orígenes de la amante, que procede de fuera de Madrid, en este caso, de Italia. El proyecto de centralización del personaje fracasa, pues, si bien el casamiento con Emma constituía un intento de contención (física en el palacio en Madrid y simbólica en la institución del matrimonio) del sujeto errabundo que vivía como fugitivo desterrado en México, la “buena pierna” del personaje (Alas, Único hijo 158) lo conducirá a la pasión y al exceso sexual, un tópico que se repite en la articulación de estrategias de resistencia. Recordemos cómo Fortunata es obligada a desprenderse de sus botas antes de ingresar en el convento, y, con estas, de su exhibición a los placeres terrenales. Pero, tan pronto abandona este espacio, el personaje se calza las botas y se vuelve a entregar al amor libre, esto es, a la relación adúltera con Juanito y a la prostitución para sobrevivir en el entorno urbano, estando ambas actividades equiparadas por medio del libre deambular del personaje por las calles citadinas. La pierna como fundamental arma de rebelión en el desvío del personaje queda evidenciada en Su único hijo con la escena en que, tras una noche de correrías, Bonifacio regresa sigilosamente a su casa y sus botas, adquiriendo características humanas y una agencialidad propia al estilo de la pata esproncediana, “chillan” cuando el personaje entra en casa y despiertan a Emma, dejando a su dueño y sus infames aventuras al descubierto (273-274).

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En la novelística de finales del xix se encuentran numerosos exponentes de este carácter transgresor asociado al mundo rural o, en su defecto, a la naturaleza cultivada en el interior de la ciudad. El narrador de Fortunata y Jacinta define el adulterio como “el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social” (Pérez Galdós 783), estableciendo así una estrecha conexión entre el sujeto adúltero y el mundo natural. En La espuma, Raimundo fija sus ojos en Clementina por primera vez en el Retiro (Palacio Valdés 215), el mismo espacio en el que a ella se le despierta el interés por el futuro amante, Pepe Castro (139). En La de Bringas (1884), la atracción de Rosalía por Pez despierta igualmente durante un paseo por el Retiro (Pérez Galdós 124), mientras que en Insolación (1889) Asís ve a Pacheco bajo un árbol platanero en los jardines de las Pascualas y es invadida por un deseo, mezclado con culpabilidad, de acercarse a él y saludarlo (Pardo Bazán 59). El campo aparece normalmente asociado al flirteo, a la actividad adúltera y, en definitiva, a la transgresión.

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ProstituciÓn y calle: de objeto consumido a sujeto consumista Exponente del desvío sexual y de la disolución del orden sociomoral establecido (Tsuchiya, Marginal Subjects 25), la prostituta es el ejemplo más paradigmático de sujeto moralmente sospechoso que recorre las páginas del canon literario español para construir con sus pasos la calle como ámbito del affaire y del placer. La prostituta (1884), de López Bago, abre y cierra en la calle para enmarcar la acción narrativa acontecida en el espacio interior del burdel, por lo que tiene sentido que sea aquella el puerto de entrada a la novela. Volvemos a recurrir a Anderson para definir esta primera aparición de la calle como “momento narrativo” a la vista del lector (“City as Design” 86-87): la prostituta es introducida en la narración por medio de una comparación con la condición enferma y el espacio ocupado por los “mendigos asquerosos que explotan la compasión exponiendo en medio de la vía pública desnudeces cubiertas de llagas, miembros podridos” (La prostituta 119). La calle como espacio común de ambos colectivos socialmente marginalizados sirve para transmitir el asco y la repugnancia, expresión burguesa del malestar ante los mismos, que tanto los individuos como los edificios enmohecidos entre los que se mueven inspiran. El itinerario existencial de la prostituta protagonista continúa por medio de referencias exteriores extratextuales y extratemporales, a través del “pasado remoto”, anterior al tiempo en que se desarrolla la novela, pero que, sin embargo, afecta el presente psicológico del personaje del mismo modo que lo haría un espacio “off-camera” (Anderson, “City as Design” 87). El narrador nos cuenta que, desde niña, Estrella vive en estrecha conexión con la calle, constituyendo esta “su mundo”. La niña creció entre la basura y “pasábase la existencia” bien en un “patio cuyas cuatro paredes subían muy altas, altísimas” (López Bago, La prostituta 230), bien en una calle estrecha, lo que ha llevado a Tsuchiya a apuntar que la inmovilidad y el estancamiento marcan los espacios infantiles de una niña destinada a convertirse en prostituta casi por la ley del determinismo social y material (Marginal Subjects 170, 175). Pero es importante señalar que estos espacios, aunque estrechos, son abiertos y permiten cierto grado de libertad. La calle angosta dejaba “poco espacio a la carrera del viento, y estrecho cauce a las aguas en los días de lluvia” (López Bago, La prostituta 230), lo que, como ocurrirá con Tristana, identifica a la futura prostituta con el viento y el agua, elementos naturales y símbolos de lo mudable que, aunque con difi-

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cultad, fluyen de manera imparable y cuya sublimidad no se puede controlar. Por lo tanto, aunque la ley obliga a la prostituta a sujetarse a un burdel, la calle y el movimiento constituyen el punto de partida de la trayectoria errante de este sujeto marginal. Tras una primera panorámica de la calle, la acción se desplaza hacia el espacio cerrado del burdel, pero, antes de penetrar en este, el itinerario textual realiza una parada en el balcón, espacio intermedio entre la calle y el prostíbulo al que la mujer se asoma para exhibirse antes de ser consumida en una escena con ecos de los frescos de Goya en la ermita de San Antonio de la Florida. Antesala de la calle y espacio liminal por excelencia en la literatura europea del siglo xviii, el balcón constituye un recinto ambiguo en cuanto que se encuentra dentro y fuera del espacio doméstico, representando una disolución de los límites. Como ha analizado Tony Tanner, supone un recurso común en la literatura dieciochesca para ubicar la actividad extramarital y posibilitar el adulterio (12-18). En el xix el balcón seguirá conservando esta naturaleza liminal y conflictiva en tanto la mujer es consumida, pero también consume desde este espacio.13 La acción narrativa se desplaza al interior del burdel, espacio que no solo ocupa el centro narrativo, sino también el urbano: ubicado en la calle de las Infantas, donde según explica la nota a pie se localizaban numerosos burdeles y casas de compromiso (López Bago, La prostituta 162), este emplazamiento responde a la necesidad de centralizar y, por tanto, controlar y neutralizar la amenaza de un sujeto femenino 13 

Ejemplos de ello serán Miau, La Regenta, Su único hijo o La desheredada. En esta, hay numerosas referencias al balcón del que Isidora se asoma antes de lanzarse a la calle, primero en la calle de Hernán Cortés, donde vive con su padrino, y luego en la casa que comparte con Botín en la calle de las Huertas, lo que señala el camino a la prostitución que seguirá el personaje. De hecho, la equivalencia entre calle y balcón como mirador que participa de los mismos peligros que aquella queda manifestada en la terminante prohibición de Botín a que su amante salga a la calle o que se asome al balcón: “No quiere que me dé a conocer en la calle... ¡Qué celoso, Dios mío! Si me ve asomada al balcón, ya se le figura no sé qué” (Pérez Galdós, La desheredada 349-350). Esta prohibición deriva del miedo a que la mujer consuma no solo material, sino también sexualmente, como pusieron de manifiesto los ejemplos dieciochescos con los que abría este capítulo. En Tristana el potencial subversivo de este espacio liminal será aprovechado por Luis Buñuel en la adaptación cinematográfica de la novela, cuando la cautiva ocupe este espacio intermedio para retomar los juegos sexuales con Saturno y poner en funcionamiento una discursividad del deseo. Se pone así de manifiesto la libertad y el poder del que goza el sujeto femenino en relación a este espacio semipúblico.

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que es emblema de la sexualidad y del deseo. En este sentido, el burdel constituiría una estructura panóptica “that allows for surveillance through the control of the space that the prostitutes inhabit” (Tsuchiya, Marginal Subjects 168). El hecho de que la mayoría de prostitutas con las que Arístides llena sus burdeles procedan “de las cloacas de la prostitución de provincias” (La prostituta 163), esto es, de los márgenes geográficos, recuerda a la “concentration de marginaux”, expresión utilizada por Roger Chartier para referirse a aquel lugar medieval que acogía a todo lo impredecible y ambiguo, cuya concentración en una zona urbana concreta facilitaba su vigilancia, así como sus posibles acciones subversivas (“Monarchie d’argot” 297). El prostíbulo como espacio que controla y recorta los movimientos de la mujer es puesto de manifiesto en la figura de Mari Pepa, andaluza de origen, quien antes de ser colocada al frente del burdel era conocida como “máquina” y “muñeca” (López Bago, La prostituta 150151) por su falta de afectividad e insensibilidad, manifestada en la falta de un amante fijo y un constante nomadeo de burdel a burdel, lo que la alejaba del modelo tradicional de mujer amorosa y emocional. El burdel pone fin a esta itinerancia físico-sexual y “sujeta” a la mujer a la autoridad masculina (138). Así Mari Pepa, antigua mujer infame, se convierte en una “ama de casa” discreta, hacendosa y ahorradora que cuida de su “familia” y asegura el capital adquisitivo del Chulo, lo que asegura el capital social y simbólico de un hombre que tiene sometido a todo Madrid a sus pies por medio de una influyente red de prostíbulos (163). Aunque constantemente permeado por la vida pública, el lupanar es el coto feudal y la fortaleza material donde se guardan las posesiones del hombre bajo la forma de un “verdadero cargamento de mujeres” a ser consumidas, con las que especula, produce ingresos y regulariza el comercio sexual (163). A partir de Baudelaire, Benjamin lee a la prostituta como alegoría del mundo mercantil y, por tanto, de la modernidad en el contexto del crecimiento de las metrópolis: trabajadora al servicio del capitalismo y condenada a la reificación, la prostituta se convierte en representante de una nueva cultura del consumismo en la que todo está a la venta, incluido el cuerpo de la mujer el cual encarna “commodity as flesh and blood” (Salzani 145). Identificada por Benjamin como emisaria “of a whole system of exploitation, reification, alienation”, la prostituta se equipara al flâneur en tanto ambos representan “every person in commodity-producing society”, a ser consumidos por la moderna

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cultura urbana (en Leslie 99). La conversión de Estrella en objeto de la cultura de la comodificación ilustra esta asociación. Pobre, perdida y hambrienta, Estrella llega al burdel a ofrecer su cuerpo a cambio de comida y un techo en que vivir. El Chulo ve el potencial de esta transacción económica, que le deparará enormes beneficios, y no duda en invertir en lujos y adornos que embellecerán el cuerpo femenino a ser consumido. En esta economía urbana de mercado, Estrella no solo constituye un objeto, sino que también es producida e identificada con un artículo de masas en el interior del burdel: Retratarla, retratarla ante todo; hacer tres clases de retratos: vestida, medio vestida y desnuda, y acaso sería conveniente hacer de esta última clase una subdivisión, retratándola en varias posiciones. Estos retratos eran también una especulación de grandes ingresos. Se venderían como el pan entre los viejos caprichosos, entre los jóvenes corrompidos, entre los calaveras de todas las edades. Y nadie vería a la Pálida; permanecería encerrada en el lupanar, mientras que circulaba de mano en mano su imagen... Pensándolo bien, no se trataba de una mujer, sino de una empresa. Una empresa más colosal, más grande que la de los cuarenta lupanares... Que no se moviera, que viviese allí, en el mismo lupanar de Mari Pepa... El gabinete de la Pálida sería un nido de raso acolchado, todo de raso y todo mullido: las paredes, el suelo, los divanes, hasta el techo. La habitación convertida en una inmensa cama, donde Estrella brillaría desnuda. (La prostituta 224-226)

Por medio de un retrato, el cuerpo de la prostituta es convertido en objeto artístico, copia del original, que trascenderá las paredes del burdel y circulará por las calles de la capital. El original, por el contrario, se mantendrá inmóvil, cercado y estrictamente vigilado por medio del encierro en una habitación sexualizada con la presencia de la cama. La libertad sexual que la mujer disfruta suelta por las calles, como vimos en el caso de Isidora o de Ana, es devuelta al hombre tan pronto como los movimientos femeninos son recortados y su subjetividad periférica tornada en un objeto estático. Según Benjamin, tal falta de agencialidad queda subrayada por la deshumanización de la mujer que es “deprived of a proper voice” (en Salzani 140). En efecto, en el interior del burdel la prostituta aparece a menudo “silenciosa e inmóvil” (López Bago, La prostituta 121) y la primera vez que habla es para ofrecer su cuerpo al consumidor: “¿Lleva usted dinero? ¿Quiere comprar lo que yo vendo?” (122). La enunciación lingüística sirve para reforzar la condición de objeto a ser consumido. La falta de voz es complementada

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con la sumisión total a la autoridad masculina: Estrella es un personaje totalmente dócil, una obediencia expresada en el texto en términos de (la falta de) movimiento: a su llegada al burdel su andar es “poco firme” (198), lo que ilustraría la analogía decerteauiana entre el acto de caminar y el acto de enunciación. Sin hablar y sin caminar, Estrella, quien se presta a todo como oveja que llevan al matadero (295), es incapaz de cuestionar, violar o desviarse del orden establecido, anulando por tanto su habilidad de autoconstituirse como sujeto moderno y produciéndose lo que Graeme Gilloch ha llamado “cessation of individual identity” de la prostituta en el orden capitalista (163). Ahora bien, llama la atención que la constitución de la prostituta en objeto a ser consumido se produzca en el interior de las paredes del prostíbulo en la novela. Benjamin hace constar que el escenario de las numerosas evocaciones de prostitutas de Baudelaire no es el burdel, sino las “city streets”, ámbito de la modernidad urbana y hábitat de la commodity (Leslie 104). Es en la calle donde la prostituta se vende y se cosifica, representando “commodification walking the public sphere” (Salzani 144); pero en la novela española moderna este proceso de cosificación se produce en el burdel y no en la calle, en la que tiene lugar un proceso muy diferente. El empoderamiento femenino tiene su punto de partida en el acto consumista en el interior del burdel, el cual prende la llama de la rebelión que la impele a salir a la calle. El objeto consumido se convierte en sujeto consumista a partir del acto sexual: la violación de Estrella por parte del marqués de Villaperdida marca “la muerte social de la joven honrada y el nacimiento público de la vengadora” (Fernández 89). En otras palabras, el acto sexual provoca la muerte del objeto sumiso e inactivo (y consumido) y el despertar del sujeto rebelde y móvil (y consumista), lo que coincide con una liberación de la tiranía de la autoridad y el cuestionamiento de la primacía de las clases dirigentes que Arno Mayer identifica con el nacimiento de la conciencia del individuo moderno (208). Recordemos cómo Isidora terminaba su andadura en la calle, consumida como objeto de deseo de múltiples hombres; pero en este acto de consumición reside un alto grado de agencialidad mediante el cual se libera sexualmente y gana en independencia personal, como han apuntado Stephanie Sieburth (39-40) y Tsuchiya (“Female Body” 212-213). De modo parecido, el acto sexual tiene importantes efectos de subjetivación en la prostituta de López Bago, quien experimenta una “transformación del cuerpo y del alma” tras ser violada

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(La prostituta 322) y subvierte una economía sexual represiva, lo que conecta a la prostituta con la figura del último capítulo, para quien la libertad sexual constituye la primera toma de poder en su ideario feminista. Tras la violación, y como hiciera Isidora, Estrella se contemplará al espejo por primera vez, lo que coincide con las primeras demandas lingüísticas del personaje, entre ellas el dinero que se le debe en el prostíbulo (305-306). Y, en perfecta consonancia con este acto de habla, Estrella abandonará su encarcelamiento y saldrá a la calle para encaminarse al hospital adonde buscar cura a su sífilis, momento en el cual termina la novela. Igual que Galdós, López Bago no se adentra por el universo de las calles citadinas para rastrear los pasos de la prostituta. Pero el hecho de que la novela termine con esta suelta y sola en la calle, sujeto emisor de discurso y de mirada, apunta a la construcción de una identidad nueva y moderna, producida en la encrucijada de esta alineación entre el acto de caminar y el de habla, actos fundacionales para los que la calle se configura parada fundamental. Junto a la rebelión y a la emancipación, la emergencia de una identidad moderna corre paralela a la configuración de subjetividades libres y autónomas, construcción posibilitada por la calle. Estrella es plenamente consciente de la necesidad de “renunciar a todo” antes de hacerse prostituta, “a padre, madre y al amor del Granuja” (303). Tras negarse a atarse a ningún hombre de por vida, Isidora abandona a su hijo para entregarse a la prostitución. Asimismo, antes de echarse a la calle y caer víctima de la prostitución, María Magdalena queda huérfana, una soledad subrayada por el mote de Solita con que se le conoce en el burdel, lo que recalca la falta de vínculos con el mundo (Cherner, Magdalena 66). La prostituta es el exponente más claro de figura moderna que, rechazando la procreación, deber genésico de la mujer en la moral burguesa, se sirve de la calle para confeccionar su soledad y librarse de toda relación duradera que la sujetaría bajo la forma de padres, hijos o amantes fijos, en tanto este espacio invita a los encuentros efímeros y esporádicos. La mujer se alza, así, como heroína moderna a la altura del flâneur masculino, quien, con plena libertad para moverse por las calles citadinas, es un stranger, figura esencial en la literatura de la modernidad. Wolff recuerda el poema “L’Étranger” de Baudelaire, en el que un hombre declara no amar a nadie —ni padre, ni madre ni hermanos, ni amigos—, excepto a las nubes que pasan (146). Símbolo de lo transitorio y lo pasajero, como la calle en la que nada ni nadie está condenado a quedarse y todo se encuentra en constante movimiento,

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las nubes capturan la naturaleza efímera y desarraigada de la mujer de la calle que abre avenidas de escape alternativas y rompe con los vínculos afectivos como condición de su identidad moderna. El abandono de la docilidad y la afirmación de su soledad cobra expresión textual en los deseos de venganza acusados por el personaje contra la sociedad que la consume: como ya hiciera la Rufete (“Hay que vengarse arrastrándoos a la ignonimia. Nosotras nos vengamos con nosotras mismas”, Pérez Galdós, La desheredada 489), Estrella resuelve “ser mala”, “morir matando” y hacer de Madrid “un pueblo maldito de leprosos” (López Bago, La prostituta 303, 305). El personaje toma conciencia de su cuerpo como objeto de deseo y placer, pero también como escenario de enfermedad. Amparándose en lo que Josefina Ludmer llama en otro contexto una “treta del débil”, Estrella acepta la “sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro”, esto es, el espacio oficializado de la prostitución y el deseo que su cuerpo enajenado despierta en el otro, para emprender “una táctica de resistencia y enfrentamiento” desde la que enunciar una denuncia (51-52), a saber, utilizar su cuerpo como vía de venganza.14 Estrella “despertará” la sífilis en el cuerpo del marqués tras la violación, que termina con la vida de este (259), al tiempo que contagia a Luis, hijo del marqués, abortando todo proyecto de perpetuar la raza de los Villaperdida y desplazando así a las viejas clases dirigentes a los márgenes de la sociedad moderna. Desde la sexualidad con la que se le identifica, la figura de la prostituta personifica la interrupción y desmantelamiento del orden social. El fin de la estirpe aristocrática cobra expresión textual a través del palacio con el que se identifica a las viejas clases dirigentes. Son numerosos los textos en el xix que introducen palacios y mansiones encajonados en el centro urbano madrileño para documentar la todavía relevancia social de la aristocracia en la ciudad decimonónica. El caserón suntuoso en La espuma, el palacete de las Gravelinas en las novelas de Torquemada, el palacio de Aransis en La desheredada, la

14  Los deseos de venganza de la prostituta son una constante en la novela prostibularia decimonónica como forma de afirmar el poder y el nacimiento de la subjetividad moderna de esta figura, que de víctima pasa a verdugo; de objeto consumido a sujeto consumista, convirtiéndose así en elemento de desorden en la sociedad burguesa. Ver Fernández 85-107 para un análisis de novelas en las que esta libertad enarbolada por prostitutas, a menudo esgrimida desde el interior del burdel, se convierte en centro de la acción.

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casona inmensa que Anselmo hereda de su padre en La sombra o las múltiples mansiones en los folletines de la época representan todos ellos la presencia aristócrata y apuntan a una ciudad aún reminiscente del antiguo régimen, cuya morfología urbana se organizaba en torno a una densidad palaciega y conventual (Juliá, “Madrid” 344). Pero estos caserones inmensos muestran un aspecto “ruinoso y sombrío” en su exterior, que contrasta con las nuevas edificaciones (López Bago, La prostituta 337), y una quietud en su interior, donde los muebles y habitaciones se encuentran “en un constante desperezo” y un “sueño profundo” que recuerda al “silencio del sepulcro” (175). La inmovilidad y estancamiento del interior es perfectamente coherente con el estatismo de los individuos que habitan estos espacios anacrónicos, quienes se mueven en carretela en sus paseos por la ciudad. La falta de contacto con la calle de los representantes del antiguo régimen corre paralela con los espacios que ocupan, cuyos salones están “cerrados herméticamente” y “jamás entra el aire de la calle” (174-175). Algo parecido ocurre en El lujo, donde los balcones del palacio de la calle Alcalá en el que habitan los hermanos no permiten la entrada de aire o luz del exterior, metáfora de la alienación de los que se encuentran adentro, quienes, como estos espacios ruinosos, están condenados a desaparecer. Se resalta así el contraste entre el viejo y el nuevo mundo que viene a desplazarlo, invadiendo y robando su centralidad —urbana y cultural— por medio de los espacios privativos de cada uno: el palacio anacrónico, asociado a la muerte y al estancamiento, y la calle como viejo nuevo espacio, ámbito de la modernidad y fuente de vida, literal y metafóricamente, que debe ser transitado por el sujeto moderno para sobrevivir. En efecto, Isidora salía a la calle para revivir metafóricamente, mientras que Estrella es devuelta a la vida, literalmente, cuando a punto de sucumbir por inanición sale a la calle en busca de su destino como prostituta, primero, y, más tarde, camino al hospital adonde buscar cura a su enfermedad. Lo mismo ocurre con María Magdalena en la novela de Cherner, quien, ante su soledad y precaria situación, se tira a la calle dispuesta a suicidarse antes de ser rescatada por una celestina que hará de ella una prostituta. María Magdalena es un claro ejemplo de cómo el sujeto moderno que desee sobrevivir no puede sustraerse de la calle.

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Excesos pasionales, invisibilidades callejeras, subjetividades anuladas La trayectoria existencial del personaje la identifica con los márgenes de la sociedad burguesa decimonónica. Desde niña mostraba un “anhelo de saber”, una “inteligencia” y una “propensión irresistible al estudio” que resulta extraña a su edad y a su sexo y que entra en contradicción con la educación proporcionada a la mayoría de las mujeres. Junto a ello, la joven hace gala de un “carácter alocado” e “intratable”, un genio “dominante y altanero” con el que pretende hacer sucumbir a las personas de su alrededor (Cherner, Magdalena 30). Este potencial para alzarse contra la autoridad queda complementado con la naturaleza movible que caracteriza una infancia marcada por continuas mudanzas y desplazamientos, una inestabilidad que tocará a su fin con la reclusión en el burdel, el cual juega el mismo papel que en La prostituta: un espacio útil que vigila a la mujer propensa a la disolución y la convierte en miembro útil de la sociedad. En efecto, en el burdel Magdalena es despojada de su capacidad para ejercer una resistencia y condenada a vivir como una “autómata” sin voluntad ni pensamiento (84), se convierte en una “esclava” sujeta a la autoridad de la celestina y al “desenfreno de los hombres” (69-70). Ahora bien, el punto de inflexión que marca el abandono del papel pasivo y sumiso de la mujer no llega, como con Estrella, tras el exceso sexual perpetrado por la figura masculina, sino por su entrega voluntaria a un exceso pasional, cuando se enamora con “delirio y locura” de un hombre (96). El acto de resistencia femenina toma una vez más la forma del exceso: guiada por la lujuria, Magdalena constituiría la otra cara de la moneda junto a Isidora o Claudina, impulsadas por el lujo, pero en cualquier caso dominadas todas ellas por un exceso perjudicial para la sociedad, que por ello necesita ser contenido. En su conciso artículo sobre contención y exceso en el siglo xix español, Sinclair apunta a la lujuria o exceso sexual en María Magdalena como el canal que permite al sujeto femenino adentrarse en el mundo masculino, no solo en la esfera de las pasiones —en tanto la mujer antepone su pasión y deseo al del hombre—, sino también en la del intelecto y la agencialidad cultural, tal y como manifiesta la primera persona desde la que se cuenta la narración, lo que problematizaría la afirmación de Parsons de que, considerada un objeto, la perspectiva

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de la prostituta nunca es tenida en cuenta (Streetwalking 37).15 Es este exceso el que justificaría la necesidad de establecer fronteras para contener lo que de lo contrario sería perjudicial para el orden social, una contención que toma la forma de la enfermedad. Si el lujo constituía un cáncer social, el desorden sexual será una de las causas argumentadas por médicos e higienistas a finales de siglo para explicar la emergencia de enfermedades físicas y mentales, así como sociales. En 1857, el escritor y médico Felipe Monlau, en su traducción de la obra francesa La Médecine des Passions (publicada en 1841), se referiría a los “efectos de las pasiones” como causas de “todas las enfermedades conocidas” (379-380). El higienista Tomás Orduña se haría eco de tal teoría y en 1881 preguntaba: “¿Quién duda que los efectos de las pasiones son terribles? [...] Pueden producir todas las enfermedades conocidas [...] por causa en su inmensa mayoría el amor o la lujuria” (190). Tan pronto Magdalena se enamora de La Sierra, entra en un estado febril que consume su cuerpo y apacigua su pasión, lo que, confirmando la relación entre exceso femenino y movimiento callejero, se traduce en un “lento caminar” (Cherner, Magdalena 122) que la obliga a guardar cama. La enfermedad “violenta y repentina”, que Sinclair justifica como un efecto a su pasión (224), solo puede explicarse desde una de esas estrategias narrativas impuestas “en función de una necesidad” encaminada a determinar la “configuración final” del relato, como ha apuntado José del Pino en su análisis de los sistemas de restablecimiento del orden en una novela galdosiana (208). La dolencia trascenderá las paredes del burdel y se prolongará a la vida posprostibularia de la mujer, cuando esta huye con su amante a una casita aislada, en plena naturaleza, “a media legua de la ciudad” (Cherner, Magdalena 121-123). A pesar de abandonar los márgenes a los que la condenaban su condición de mujer infame y de unirse de manera fija a un solo hombre, el personaje llevará inscrita la mancha indeleble de la marginalidad en su cuerpo y seguirá permaneciendo “in a physical and symbolic space on the fringes of society” (Tsuchiya, Marginal Subjects 206); simbólicos porque la pareja se embarca en una actividad sexual ilícita en tanto acontece fuera de la institución del matrimonio, 15 

Tsuchiya discrepa de esta posición y señala que la narración, a pesar de estar contada desde un punto de vista femenino, sigue estando dominada —“framed, produced, and authorized”— por figuras masculinas (Marginal Subjects 197), lo que debe explicarse por la necesidad de imponer límites a la libertad femenina.

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y físicos porque esta relación acontece en un entorno natural, abierto y puro, al margen de la sociedad, ámbito por excelencia de la transgresión, por rescatar de nuevo las palabras de Frost. Aunque las constantes referencias al fluir del río y al manar del viento en este ambiente natural invitan al movimiento, Magdalena aparece frecuentemente inmóvil en la ventana; apenas sale de la cabaña y, cuando lo hace, es en compañía del amante. Este predominio de imágenes de encierro físico constituye según Tsuchiya una metáfora “for the confinement of her subjectivity”, lo que prepara el camino para la futura aniquilación de su agencialidad (207). El personaje está dominado por el estatismo y la parálisis, y por motivo de su enfermedad, la cual avanza paralela a su creciente deseo sexual, se ve obligada a pasar largos periodos de tiempo en el lecho. Esta imagen de mujer yacente la invisibiliza y oculta en el interior de la casa, al tiempo que alude a la debilidad y fragilidad como características inherentes al sexo femenino de las que el orden patriarcal se sirve para ejercer un control directo sobre la mujer. Rosa Ríos Lloret explica la imagen de la mujer postrada como un “símbolo inequívoco de la necesidad femenina de ser protegida y cuidada, de ser tutelada, puesto que ella no tenía ni capacidad ni fuerza para ejercer su autonomía e independencia” (198). Inmóvil y sujeta, la mujer no posee capacidad de resistencia, pues su sumisión, aparte de ahogar cualquier posible insubordinación, la redime moralmente y la retorna al centro, al tiempo que estimula poderosamente el deseo sexual del hombre, aguzado por la falta total de resistencia femenina, como veremos también en el caso de Lope tras la amputación de la pierna de Tristana. La imagen de mujer postrada es perfectamente coherente con la decisión del personaje de sacrificarse por su amante. Cuando este le propone continuar la relación sexual después de la boda a la que está obligado con su prima (es decir, cuando le propone la conversión de mujer seducida en mujer adúltera, pero, en cualquier caso, mujer infame), Magdalena niega su propio exceso sexual en un acto consciente y voluntario desde el que decide reintegrarse en la norma social y dejar de transgredir desde su desvío sexual. Será en este preciso momento en que se resuelva a salirse de los márgenes y a anular su subjetividad periférica y rebelde que el itinerario textual y existencial del personaje toca a su fin, el cual debe ser explicado desde su falta de contacto con el espacio de la calle. En el proyecto de nación moderna, la constitución del sujeto moderno pasa por su capacidad para ejercer una resistencia y articular

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una alternativa a los planes del poder. Pero si, como venimos argumentando, esta capacidad de resistencia va estrechamente unida al movimiento y al acto de caminar desde el que el sujeto evade, cruza y transgrede todo tipo de límites, la calle como esfera pública constituiría una parada ineludible en este itinerario alternativo, como ámbito en el que se gesta una reacción al poder (Habermas 95-97) y, sobre todo, como terreno resbaladizo que, aunque vigilado, nunca se deja atrapar y que, a disposición del público, permite al paseante ir “de aquí para allá”, escabullirse y deslizarse (Manuel Delgado 36-46). Retomando las palabras de Torquemada, aquellos que no “sacuden el yugo” están condenados a la extinción (Pérez Galdós, Torquemada 355). Por ello, el sujeto debe cruzar, experimentar, transitar y mostrar su naturaleza peripatética en la calle como umbral permeable e ideal para la emancipación, la desobediencia y la desviación. Exceptuando su deambular por las calles marginales de Salamanca al principio de la novela, en el que Magdalena experimenta el desamparo más absoluto, el personaje no sabe sobrevivir en la calle. Cuando Ciro se marcha a Madrid para casarse, Magdalena lo sigue y demuestra no saber desenvolverse por las calles citadinas, en las que se mueve “tímidamente a pie” (Cherner, Magdalena 205). Asustada ante el “confuso laberinto” de calles de la corte (201), ese mismo laberinto al que Isidora se lanzaba abrazando una vida de desviación, Magdalena toma un carruaje para evitar mezclarse con los transeúntes (202). Además, sale cubierta con un espeso velo, lo que marca su gesto voluntario de no tomar contacto con la calle, ni física ni visualmente y, por lo tanto, tornar invisible en el escenario urbano.16 No es de extrañar 16  En el marco de la importancia de la calle en el desarrollo y constitución de la subjetividad femenina, el ejemplo de Magdalena recuerda al de otra heroína galdosiana. En Tormento (1889), Amparo se haya en absoluta felicidad en su espacio doméstico, el cual percibe como foco de decencia y virtud. Sus salidas a la calle, siempre supervisadas por una presencia masculina, no serán fruto de su voluntad, sino de la obligación. Para el personaje, la calle representa una “amenaza”, lugar de concentración de masas y, por ello, foco de corrupción y peligro (191). La falta de iniciativa y de contacto con la calle explicaría la escasa educación corporal de Amparo (nunca se lava ni cuida su apariencia física), su subdesarrollo sexual y la ausencia de todo deseo material: como señala el narrador, Amparo tiene “ambición de decencia, no de lujo” (252). El resultado es una “definición social ambigua” (Aldaraca, “Tormento” 222) y una debilidad moral que Montesinos ha caracterizado de enfermiza, resultado de su pasividad (103). Sería esta otra vertiente de la nueva mujer: un ángel del hogar felizmente prisionero cuya relación con la calle es de ausencia.

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que el personaje termine sucumbiendo y fallezca, desapareciendo no solo del espacio urbano, sino también del textual, una disolución que Sinclair explica por la necesidad de establecer límites al exceso sexual de la heroína (224-225). Esta interpretación cobra solidez a la luz de las palabras de Ángeles Rodríguez Sánchez de que la obra de Cherner está fundamentalmente dominada por “las llamadas a la tolerancia, la ponderación y el orden” (373). En el marco de nuestro análisis, sin embargo, nos aproximamos más a la conclusión de Tsuchiya, quien lee este desenlace por el fracaso de la escritora de abrir un espacio de resistencia desde el que conceder agencialidad a su personaje, incapaz de “resignify the physical and symbolic spaces that delimit her” (Marginal Subjects 212). Pero damos un paso más adelante: paralelo a la reclusión en espacios cerrados, el espacio de resistencia que la autora no logra abrir para su creación es la calle, escenario de la modernidad en el que el sujeto debe saber desenvolverse para constituirse y resignificarse como sujeto moderno. Si es a través de los desplazamientos y dislocaciones, formas de resistencia, que el transeúnte construye su propia subjetividad (De Certeau 97), la afirmación decerteauiana se invierte en el caso de María Magdalena y el espacio deja de ser tal por ser lugar no practicado. Lo que constituía un espacio formativo y conflictivo por la acción del caminante se transforma en un simple lugar, no transitado por el sujeto y, por tanto, no portador de significado, de función social, de peligro, lo que va de la mano con la muerte del personaje, que vendría a restablecer el orden potencialmente alterado o suspendido por una mujer disoluta. Sirva esta idea para concluir el capítulo: el exceso femenino cobra expresión textual por medio de la circulación y el desplazamiento. Es por ello que la contención espacial, que en palabras de Wilson lograría “the fixing of women in their ‘rightful’ place” (Sphinx 20), es la resolución simbólica que pone fin a este surplus femenino de figuras que se han convertido en una molestia, en una anomalía que, como ese ángel de la casa que atormentaba a Virginia Woolf, merecen ser aniquiladas. Y eso mismo hacen los autores bajo estudio: tras disciplinar a sus creaciones femeninas, las matarán y harán desaparecer; a Claudina y a Magdalena, por medio de una enfermedad y un sacrificio que las mantienen encerradas hasta su muerte física, a Isidora y a Estrella, poniendo punto final a la narración que enmarca sus pasos desestabilizadores. Es cierto que, en La Pálida, novela que sigue a La prostituta, Estrella vuelve a aparecer en el espacio textual para ser objeto de una serie de

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intervenciones médicas que violan su cuerpo y la sujetan, literalmente, del mismo modo que hiciera el burdel en la primera novela. Pero el hecho de que López Bago cierre su primera narración de la serie con la prostituta lanzándose a la calle en busca de curación a su enfermedad, del mismo modo que Galdós deja suelta a una mujer anónima por las calles de Madrid, implica que desde una óptica masculina se abre la puerta a nuevos espacios de agencialidad y que los pasos femeninos, constructores, negociadores y resignificadores de una nueva subjetividad rebelde y marginal, seguirán abriendo camino, amenazando el orden y planteando un problema en el espacio urbano. Como “potential wanderers”, podría decirse que estos sujetos femeninos siguen usurpando un rol masculino tal y como Simmel entendió a la figura del stranger, héroe de la modernidad: aunque aparentemente “they have not moved on”, tienen la voluntad y la posibilidad de seguir caminando, de continuar entregados a la inestabilidad, de prolongar la búsqueda de un nuevo destino propio al que solo llegarán mediante el desplazamiento y la oscilación constante (“Stranger” 402). Ello explicaría que López Bago se viera obligado a abrir un nuevo espacio textual en el que poner orden al desorden que Estrella había causado con sus pasos en la primera novela de la serie. La circulación es fuente de vida e igual que el capital debe circular en la capital “for the take-off of capitalism”, los sujetos y su “surplus of energy” deben discurrir para sobrevivir en el contexto urbano, impulsar la obra literaria y asegurar con su resistencia la construcción del proyecto moderno (Moretti 155). Esta idea se encuentra en línea con las teorías contemporáneas de circulación como salud frente a acumulación como enfermedad que Fuentes Peris ha documentado elocuentemente en su estudio de las novelas de Torquemada: “Stagnation needed to be avoided at all costs, whereas flow was seen as healthy” (Torquemada Novels 6). Desde lo que solo puede leerse como una de las muchas paradojas que dan forma a la modernidad española, es importante destacar que los hábitos modernos de consumo de Isidora, que la ponen en circulación en la capital, buscan fijar al personaje en un estamento social, encasillarla en una casa, un título y un palacio que, anacrónicos en el contexto de la urbe moderna y en coexistencia con el capitalismo, significarían su parálisis y su desaparición. Isidora, como hará la figura del cesante, persigue el centro (geográfico y social) a lo largo de su itinerario narrativo y busca encasillarse en este mismo centro; pero, ante los continuos opositores que encuentra a su paso,

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terminará por darse por vencida, renegará de la centralización y se desplazará a la periferia, física y simbólica, espacio de la acción transgresora, desde la que seguir afirmando su acto de rebelión y construir su subjetividad agencial. Isidora Rufete se acerca al centro geográfico, pero eso la sitúa en el margen social; María Magdalena abandona la periferia social y moral al salir de la prostitución, pero esto la conduce al margen geográfico, y, a pesar de permanecer en el centro geográfico durante la mayor parte de la narración, Estrella nunca abandona los márgenes sociales y morales desde su posición de prostituta enferma. Porque solo desde los márgenes y por medio de la itinerancia y la errabundez que permite cruzar fronteras, cuestionar la jerarquización social y problematizar la estabilidad de una sociedad basada en el buen mantenimiento de sus límites, estos personajes seguirán abriendo un camino a ser seguido no solo por otros sujetos femeninos, como ilustrará el capítulo 5, sino también por otros individuos marginales y unsettled, como el mendigo, quien también escapará a la mano disciplinar de una sociedad que intentará contenerlo en espacios útiles y que encontrará en la presencia, apropiación y reivindicación callejeras no solo una forma de supervivencia, sino también de representación social y política.

Capítulo 3 E L M E N D I G O : C A L L E C O M O D W E L L I N G H ÁB I TAT DEL DESHEREDADO

La calle es para la mayoría de los grupos productores de discursos el espacio de la pobreza, el lugar en que se revela a todos... pero el pobre encontrado en la calle es un mendigo voluntario: la calle es así, más bien, el espacio del desorden. (Soubeyroux, “Discurso Ilustración” 127)

La figura del mendigo, a menudo localizada en la calle y frecuentemente confundida con el pobre y el vago, ha sido construida por los discursos oficiales como fuente de conflictividad y, por tanto, de preocupación social. Objeto de debate entre historiadores, economistas y, ya en la época moderna, criminólogos, médicos e higienistas, el mendigo ha sido uno de los temas predilectos de la prensa y del discurso religioso a través de sermones, cartas pastorales y libros de ejercicios espirituales. Pero, sobre todo, este personaje ha ocupado un lugar prominente en el discurso literario. La andadura del mendigo en la literatura española tiene una larga tradición histórica y cuenta con importantes precedentes. Pensemos en los “viejos, lisiados e impedidos” cervantinos que “se morían por las calles” en Rinconete y Cortadillo (Cervantes 61); la estigmatización, atractiva marginalidad y presencia urbana de los mendigos que emergen de la pluma de Quevedo en El buscón; esos “pobres hambrientos y desnudos” que desfilaban por las calles de la corte, protagonistas de “ocios y desordenados vicios” que Torres Villarroel representa en Visiones y visitas (124), o el mendigo de Espronceda, que canta a la libertad y persigue a los ricos, haciendo

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de su marginación un acto de rebeldía. Son estas algunas de las numerosas construcciones que comportan una connotación negativa de esta figura, a menudo reafirmada por su presencia en la calle, espacio de emergencia de la pobreza donde el mendigo adquiere un protagonismo inusual gracias a la visibilidad concedida por este escenario público. Con un constante nomadeo desde el que busca sobrevivir y configura su identidad móvil y amenazadora, el mendigo se revelará y se rebelará, constituyendo un claro ejemplo de subjetividad marginal activa que, lejos de subyugarse al poder y someterse a prácticas represoras, cuestionará las relaciones de subordinación que han explicado la existencia de ricos y pobres desde una óptica religiosa y asistencial.1

1  Una numerosa bibliografía se ha ocupado del tema de la mendicidad en España. Desde una perspectiva sociohistórica, ha sido estudiada por Álvarez-Uría en “Los visitadores del pobre”, donde traza una línea genealógica de las políticas de asistencia que emergieron en el xix para neutralizar el peligro social representado por los pobres. En su libro Miserables y locos, el autor dedica un capítulo (21-63) al gobierno político de vagabundos y pobres para documentar la creciente secularización del concepto de pobreza en favor de la medicina y de las medidas que gestionan la mendicidad a partir del desarrollo de técnicas de corrección, fijación y vigilancia de los cuerpos socialmente enfermos. En un ensayo coautorizado, Toro Mérida y Bahamonde Magro ofrecen un panorama desolador de la España de fin de siglo, en la que los fenómenos de la mendicidad y el paro se hallan íntimamente relacionados. Tras analizar el concepto de caridad, tanto la privada por medio de limosna como la proporcionada por establecimientos de beneficencia oficiales, y documentar las prácticas represivas contra la mendicidad a base de la expedición de licencias, persecución en las calles y reclusión en asilos, los autores proporcionan una serie de valiosos textos periodísticos de la época alrededor del tema de la mendicidad, su prevención y sus consecuencias. Diez años más tarde, el mismo Bahamonde Magro examina en “Cultura de la pobreza” los diferentes tipos de mendigos en el Madrid del xix y las medidas empleadas para controlar y ordenar el mundo de la mendicidad, de manera que sea más eficaz su funcionamiento. El trabajo de Shubert es fundamental para entender el papel del Estado en la aprobación de leyes y medidas de control que regulen la caridad pública y la privada. Tras ofrecer una panorámica de los posicionamientos hacia la caridad desde la Edad Media hasta el siglo xviii, el autor analiza el cambio de actitud hacia la mendicidad en la España del siglo xix como consecuencia de la coyuntura histórica y de la revolución liberal de principios de siglo, con los correspondientes ataques hacia los mendigos que esta nueva actitud trajo consigo. El volumen De la beneficencia al bienestar social contiene importantes ensayos sobre pobreza y mendicidad, entre los que destaca el de Trinidad Fernández sobre los modos de actuación y control del mundo de la pobreza y su asistencia por parte del Estado y del gobierno ilustrado. En el ámbito literario, más allá del imprescindible manual editado por Anne Cruz sobre la novela picaresca, faltan estudios dedicados a la figura del mendigo en el xix. Los trabajos de Fuentes Peris, sin

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La asociación entre peligrosidad, calle y, ante todo, movimiento cobra una importante relevancia social en el siglo xviii, tal y como el mendigo aparece construido en la retórica discursiva que se genera en torno a esta figura. En el discurso universitario e ilustrado de finales del xvii, el mendigo era aquel que andaba “vagante y ocioso... abandonando su obligación por vivir libre” (en Soubeyroux, “Discurso Ilustración” 116); una Real Orden del 25 de diciembre de 1780 señalaba que “se ve en el día andar por las calles excesivo número de vagamundos” que molestan a los transeúntes (117). Desde una perspectiva religiosa, el mendigo era un holgazán “esclavo de la ociosidad” que camina “vagueando sin freno, sin rienda” por las calles de la ciudad, disfrutando de “la libertad de no reconocer jefe, amo ni señor” (Climent 264-266); libre “de toda gabela”, el mendigo se pasa el día “de puerta en puerta, corriendo de convento en portería” (Lorenzana s. p.). Como se puede ver, un común denominador en la construcción del mendigo desde diversos discursos ideológicos reside en su dimensión móvil y nómada, la cual está contenida en la definición del término ofrecida por el Diccionario de Autoridades (1726-1739): el mendigo es “el pobre que pide limosna de puerta en puerta”, mientras que el vagabundo, con el que a menudo se confunde al mendigo, sería el “holgazán u ocioso que anda de un lugar a otro, sin tener determinado domicilio, o sin oficio, ni beneficio”. Tiene sentido, por tanto, que desde el discurso oficial del xviii y xix se ubique al mendigo en la calle, que es, a fin de cuentas, el canal lógico de emergencia en el que la pobreza se manifiesta y al que salen centrarse expresamente en la figura del mendigo, proporcionan un buen contexto sociohistórico para entender los debates sociales alrededor de la mendicidad como fenómeno marginal pero esencial en la configuración de la sociedad moderna de la España de fin de siglo. Visions of Filth alude al importante papel de la literatura decimonónica en la construcción y exploración de personajes desviados y marginales, entre los que se podría incluir al personaje del mendigo, mientras que su estudio del desperdicio en las novelas de Torquemada examina el papel de la caridad en la serie, en particular, el cambio de actitud hacia el concepto a raíz de las transformaciones socioeconómicas de finales de siglo (ver 1-16, 23-25, 111-120). La tesis doctoral de Darlene Múzquiz explora una serie de textos culturales como vehículos para analizar el cambio de actitud hacia el concepto de pobreza y hacia la imagen del pobre en la España del xvii y xviii, cambios íntimamente conectados con las transformaciones sociohistóricas de esta época. Por último, el tema de la mendicidad y la pobreza ha sido ampliamente estudiado en otros contextos geográficos y culturales. Para nuestra época, son especialmente relevantes Donajgrodzki, Woolf y Greaney; para la relación entre mendicidad y espacio urbano que nos interesa, ver Okeke-Ezigbo, Lu y Fumerton.

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“los que sienten las dentelladas del hambre” para callejear de puerta en puerta, como leería el periódico El Socialista en 1897. Desde la primera mitad del xviii, la inmigración se venía convirtiendo en el principal motor de la demografía madrileña. Mujeres, campesinos y labradores empobrecidos se afanaban por llegar “mendigando hasta Madrid con todos los síntomas de la miseria y de la enfermedad” en busca de oportunidades laborales (Cabarrús 100), conformando lo que Soubeyroux ha llamado una “inmigración de la pobreza” (“Pauperismo” 64-90), que acabó convirtiéndose en una población flotante sin residencia fija en la ciudad. Así, Madrid abre el siglo xix con una incontable masa de pobres en sus calles, que irá creciendo a medida que avance el siglo. La fuerte expansión económica iniciada a partir de 1840 con la construcción de carreteras y del tendido ferroviario, el auge del sector de la construcción y los grandes trabajos planeados para llevar agua a zonas no habitadas atrae a numerosas masas de trabajadores a Madrid, que carece de industria en la que emplearlos. De ahí que las calles madrileñas se plaguen de mendigos implorando la caridad ajena y la mendicidad se convierta en elemento esencial del paisaje urbano, especialmente a partir de 1866, cuando la crisis económica multiplique el número de pobres.2 En Misericordia, las palabras de don Romualdo apuntan en esta dirección: “Es nuestro país inmensa gusanera de pobres, y debemos hacer de la nación un Asilo sin fin, donde quepamos todos, desde el primero al último... Al paso que vamos, pronto seremos el más grande Hospicio de Europa” (Pérez Galdós 269). Aparte de establecer una conexión entre la actividad caminera y el creciente colectivo social, estas palabras ayudan a explicar cómo en un país sumido en una profunda crisis identitaria nacional (Gold 144), la figura del mendigo pasará de ser a lo largo del xix un elemento clave y necesario de la ética cristiana a convertirse en un verdadero problema social. En esta línea, señala Juliá que Madrid era en el siglo xix una ciudad “con abundancia de pobres” los cuales “se mantienen ahí fijos, como

2  Ver Ringrose (50-73) para las características y la procedencia geográfica de la emigración en el siglo xviii que vino a transformar el núcleo demográfico estable de Madrid. También, Bahamonde Magro y Toro Mérida (353-354) y Juliá (“Madrid” 329, 364-366, 415, 434-435) para documentar el ritmo de crecimiento demográfico desde 1835 hasta el primer tercio del siglo xx, un ritmo atribuido a la inmigración que transformó la estructura social de la ciudad.

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inmóviles, durante todo el siglo” (“Madrid” 343-344), un tipo de mendicidad heredada del antiguo régimen que es referida por Bahamonde Magro como “cultura de la pobreza”. El historiador se sirve del concepto antropológico acuñado por Oscar Lewis en los años 60 para referirse a un andamiaje de la mendicidad que identifica al pobre como elemento clave de la doctrina cristiana. Esta cultura de la pobreza estaba integrada por dos tipos de pobres: el mendigo profesional, aquel que “vive exclusivamente de la mendicidad” y que pudiendo trabajar no lo hace, y el pobre vergonzante, que no trabaja por imposibilidad debido a su sexo, edad o una adversidad física (164-168). A ellos se le añade un tercero: el mendigo coyuntural, fruto de una mendicidad provocada por una serie de transformaciones socioeconómicas (emigración, descomposición gremial y proletarización) que conforman a partir de 1830 el proceso revolucionario burgués (Bahamonde Magro y Toro Mérida 353). Fuentes Peris se hace eco de estas categorías para distinguir entre “deserving” o pobres verdaderos que, contando con valores morales como la higiene o la dedicación al trabajo, se encontraban necesitados debido a circunstancias fuera de su control, y los “undeserving” o pobres fingidos, quienes, entregados al vicio, se consideraban culpables de su situación paupérrima. Los primeros debían ser socorridos por vía de la caridad; los segundos debían ser controlados, reprimidos y confinados, pues “charity given indiscriminately and thoughtlessly was felt to produce a damaging demoralisation” (“Diseased Morality” 110). Esta idea de que la limosna degrada a todo aquel que sin verdadera necesidad la recibe está muy presente en la ideología de la época. En su ensayo El pauperismo (1897) y en el periódico que ella misma editaba, La Voz de la Caridad, Concepción Arenal, ideóloga por excelencia de la derecha liberal católica, argumentó la necesidad apremiante de organizar y administrar la caridad ante el peligro de que una mala distribución de fondos pudiera alimentar el crimen y el vicio: “Hay pobres vergonzantes dignos de la mayor consideración y respeto, pero los hay también que deberían recibir el nombre de vergonzantes sin vergüenza, porque no la tienen de recibir limosna pudiendo trabajar”, dirá en su novena “Carta a un obrero” (55). El periódico de corte conservador La Época mostrará su desconfianza ante aquellos que mendigan en las calles, pues “de diez mendigos que ganan su vida implorando la caridad pública, ocho pertenecen a la clase de industriales” —entiéndase profesionales— “que deseamos ver desterrada” (3 de octubre de 1889).

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No solo se lamentará constantemente del desarrollo que cada día va adquiriendo la mendicidad en Madrid, sino que el diario no perderá ocasión de insistir en su empeño por separar al pobre vergonzante del mendigo callejero que “convierte las desdichas en fuente de explotación” (5 de agosto de 1891). Y es que la caridad es responsable de la existencia de mendigos callejeros, pues impele al sujeto a salir a la calle a pedir limosna, la cual no produce individuos útiles,3 sino todo lo contrario: tras proporcionar ejemplos de varias poblaciones europeas que convirtieron “los que antes eran sus parásitos en seres útiles à la sociedad” mediante la limpieza de las calles y la organización de la caridad, el político e historiador Félix de Llanos y Torriglia se queja de que en España se reparta limosna indiscriminadamente con la sola consecuencia de producir el “germen de mendigo”, esto es, un náufrago social cuyos andrajo y desaseo “circula libremente” por las calles (8-9, 19, 25). ¿La solución? Dar asistencia, pero no caridad.4 La necesidad de distinguir entre los que merecen recibir caridad ajena (pobres) y los que no (mendigos) viene dictada por el cambio de actitud hacia el concepto que empezó a tener lugar en España a partir de los años 40 como resultado de un incipiente proceso de industrialización, el cual desembocó en dos formas de entender la caridad y, por tanto, al pobre. Por un lado, persiste la idea del antiguo régimen que lee a los pobres en un contexto religioso, como representantes de Cristo y, por tanto, merecedores de la caridad ajena. Durante la primera 3 

Herencia de la ideología de la Ilustración, bien capturada por la afirmación hegeliana de que en el “Enlightenment [...] everything is useful” (Phenomenology 342), la palabra utilidad es clave para entender la mentalidad que vendría a dominar las relaciones intersubjetivas en el moderno espacio urbano. Moretti identifica el término useful como clave para describir la nueva ética del trabajo que guiaría los pasos de una emergente clase media en el siglo xix en un orden social en el que “nothing is an end in itself –but always and only a means to do something else” (36). Esta sociedad busca convertir a cada uno de sus individuos en piezas útiles a su servicio, precisamente mediante la fijación de sus integrantes en un trabajo como terapia moral desde el que contribuirían a la maquinaria capitalista de producción. 4  Llanos y Torriglia dedica todo un documento de 40 páginas a convencer al lector de por qué la limosna callejera fomenta la mendicidad y por qué solo la limosna organizada y consciente constituye un alivio para la verdadera miseria. La limosna organizada se convierte en uno de los objetivos principales del Estado en la segunda mitad del siglo xix para controlar y regularizar la mendicidad. Ver Shubert (40-43 y 4650) para un análisis de los argumentos en contra del reparto de limosnas defendidos por algunas figuras de la época.

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mitad del siglo, esta actitud convertía al pobre en parte de un colectivo simpático que despertaba curiosidad en todo viajero extranjero que veía en él al pueblo auténtico, depositario de los valores tradicionales y puros (Borrow 117) y que, además, era tratado de manera “excesivamente generosa”, como Joseph Townsend expresó con admiración cuando visitó España a finales del xviii (8-9). Pero, en la segunda mitad del siglo, la ideología burguesa liberal convierte la mendicidad en un “abismo de discordias” (Pérez y López 20) y al mendigo en un “parásito social” improductivo y, por tanto, nocivo para el progreso de la nación, por lo que “nunca se incorporará a la normalidad social” (Sierra 161). Fuentes Peris lo explica bien: “The long-standing notion of the destitute as ‘Christ’s poor ones’, as innocent victims of the lot that life had bestowed upon them, was gradually replaced by a view of the poor which associated them with ideological and, potentially, violent protest —protest that sought a radical re-arrangement of the existing order—” (Torquemada Novels 112). Esta actitud cambiante, la cual no es privativa de España, convierte al mendigo en un sujeto amenazador que abandona su posición conformista y dependiente de los ricos para adoptar una actitud activa y agencial desde la que demanda, protesta y exige cambiar su situación de desheredado. Es aquí donde el Estado, en su afán por diseñar un proyecto de nación moderna inseparable de un programa disciplinario, pone en marcha un proceso discriminatorio con el fin de interceder y regular la beneficencia social a través de los poderes públicos, rondas de vigilancia e instituciones sociales que buscan recoger la “inmundicia callejera”, como el padre Feijóo describiría a los mendigos allá por 1739 (430), y convertirlos en miembros productivos de la sociedad. Como han anotado algunos críticos, muchas de las medidas adoptadas en el xix para controlar el problema de la mendicidad provienen del xviii, cuando el encierro de ociosos y vagos se impuso como elemento clave en los proyectos reformistas de los ilustrados destinados a rehabilitar al pobre, siguiendo el presupuesto ilustrado de que la reclusión es medicina para la corrección (Shubert 38; Álvarez-Uría, Miserables y locos 38, 60). Al respecto apunta Raymond Carr que “en el siglo xix no hay reforma ni actitud renovadora que no pueda ser atribuida a alguno de los servidores de Carlos III” (73). Si bien la creación de hospicios y asilos coincide con los reinados de Felipe V y Fernando VI, fue Carlos III quien puso en práctica una ordenación políticoeconómica basada en un estricto sistema de vigilancia que perseguiría

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extinguir “la ociosa mendiguez”, como era denominada en los círculos intelectuales de la época, y evitar que “ni aun los verdaderos pobres se vean pedir limosna por las calles” (López de Cárdenas 227): desde el reparto de pan y medicinas a la expulsión de los que no fueran residentes de Madrid, la elaboración de un mapa geográfico que permitiría el control policial de caminos y villas, la instalación del alumbrado de gas para aumentar la vigilancia y la aprobación de bandos y ordenanzas para recoger sistemáticamente a los mendigos de las calles en favor de la seguridad nacional. Porque, si la historia de los espacios es la historia de los poderes (Foucault, “Eye of Power” 149), tiene pleno sentido que la disciplina como fórmula general de dominación que emerge a lo largo del siglo xviii para reafirmar el poder centralizador y despótico del rey pase por controlar rigurosamente todo movimiento y adscribir a cada sujeto un lugar fijo: como diría Foucault, “a cada individuo su lugar; y en cada emplazamiento un individuo” (Vigilar 146). Así, el último tercio del siglo xviii coincide con una de las épocas de control y represión de pobres más encarnizada de la historia de España, en la que cazar, recoger, organizar, clasificar o discriminar se convirtieron en prácticas comunes.5 Señala Adrian Shubert que el primer ataque concertado a los mendigos tuvo lugar como parte del programa de reforma ilustrada dirigido a reciclar la economía nacional y restaurar la posición de España como poder militar (38). Fue a raíz de los altercados urbanos que provocaron el motín de Esquilache el 24 de marzo de 1766 que el Gobierno puso en marcha un “coherent program of relief” basado en la recogida y confinamiento de vagabundos y mendigos (Callahan 6-7), precisamente por el papel fundamental que estos sujetos tuvieron en la insurrección popular causante de la crisis que obligó al rey a abandonar la capital, lo que evidencia que el pobre “no sólo es una carga para la economía, sino también es un peligro que atenta contra la estabilidad política” (Trinidad Fernández 91). Una serie de medidas de control y vigilancia en la ciudad se pusieron en marcha, entre

5  Callahan ha estudiado el fenómeno del confinamiento como solución al problema de la mendicidad en el xviii, y Álvarez-Uría dedica unas páginas en Miserables y locos (46-85) al afán de vigilancia y control desarrollado en el xviii, especialmente tras el motín de Esquilache, momento en el cual se asienta todo el entramado moderno de policía de la pobreza a partir de una nueva concepción de la sociedad y del Estado basada en la productividad.

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las que destacan la creación de juntas y diputaciones de barrios y la inauguración de asilos y hospicios que proporcionarían asistencia y “limpiarían” las calles de aquellos mendigos “que molestaban y aun infestaban el Reyno” (Del Mazo 104). La calle se revela espacio del conflicto, pero también de su resolución. Ante el aumento de mendigos que piden limosna en las calles de la capital, el siglo xix hereda la obsesión por el control del espacio. Es por ello que, como complemento a los emplazamientos funcionales dieciochescos, insuficientes para acoger al elevado número de cuerpos marginales que pululan por las calles, la ciudad moderna requerirá la construcción de una serie de instalaciones especializadas en distribuir los cuerpos en el espacio geográfico (Juliá, “Madrid” 358): a las escuelas para los niños, centros de instrucción para adultos, cementerios para los muertos, cuarteles para el ejército y casas de lavado para pobres, se une la creación de cárceles para delincuentes, hospitales para enfermos y locos, inclusas para niños abandonados, comedores para hambrientos, establecimientos de beneficencia para ciegos e impedidos y, por supuesto, hospicios y asilos para pobres y mendigos, donde se les proporcionará “una habitación en que recogerse, con un alimento seguro, sano y abundante, sin tener que pasar la vergüenza de pedirlo”, como diría el periódico La Voz de la Caridad en un intento maniqueísta por contraponer la “cómoda sujeción” de estos establecimientos a la ociosidad y vida vagabunda de la calle (15 de agosto de 1874).6 La funcionalidad de estos espacios útiles, que darán a cada individuo su lugar en una incipiente sociedad capitalista, se puede resumir en dos prácticas que, según Shubert, habían empezado a funcionar en el siglo xviii, pero que en el xix se consolidan avaladas por la concepción del trabajo como terapia moral y como fuente de salud para la economía nacional: “home relief” y “the subjection to labour and discipline” (44). Como los textos bajo estudio mostrarán, vigilancia y sujeción se alían como pilares básicos e imprescindibles para, mediante la reclusión del pobre en un entorno familiar o en una institución social, desarticular el cuerpo y cortar sus movimientos, lo que facilitará la reconducción al centro social.7 6 

Sobre las instituciones benéficas y asilos, ver los trabajos de Vidal Galache, Sánchez y Rubio (174-179), Bahamonde (“Cultura de la pobreza” 179-180) y Plá et al. (89-110). 7  En El visitador del pobre (1860), Arenal proporciona un detallado análisis de las condiciones y beneficios que supone para el pobre estar recluido en un hogar en el que

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Porque, como ya ha quedado suficientemente claro, el peligro está en la calle y es la “pobretería paseante” la que hace de la mendicidad “una industria incómoda, abyecta y peligrosa para la sociedad” (Durán y Blas 128). Este peligro, así como el obsesivo afán de fijación, encuentra un poderoso cauce de expresión en la proliferación de publicaciones periodísticas: el diario La Época se queja repetidas veces de esa “plaga de mendigos que invaden las calles” (3 de octubre de 1889) y enfatiza la repugnancia que inspiran estas al paseante que se ve acometido por una docena de mendigos, los cuales recorren todos los días “las calles y paseos de mayor concurrencia” y rebosan “los sitios públicos de la capital” (25 de marzo de 1881).8 En el ámbito literario que nos interesa, son abundantes los ejemplos que ubican al mendigo en la calle. En María, Ayguals de Izco describe las calles del Madrid de mediados de siglo plagadas de mendigos que imploran la caridad de los madrileños para no perecer de hambre (231-232). Vimos cómo La prostituta abre con una referencia a los “mendigos asquerosos” que se exponen en la vía pública para incordiar al paseante (López Bago 119). En Aguas fuertes (1884), de Palacio Valdés, los dos protagonistas caminan por la céntrica calle de Sevilla, donde encuentran un mendigo “sucio y desarrapado”, tumbado boca arriba

vive en condiciones de habitabilidad aceptables, donde puede ser constantemente vigilado y controlado y donde recibe un régimen de educación religiosa, moral y escolar que le permitirá normalizarse. Ver Álvarez-Uría (Miserables y locos 48-51) para los regímenes de trabajo específico y los tratamientos rehabilitadores aplicados a los pobres en el interior de instituciones sociales. 8  Los discursos médicos y la criminología como disciplina en la Europa occidental en la segunda mitad del siglo cobran relevancia social a la hora de articular un flujo discursivo en torno a la mendicidad como enfermedad física y moral que, convertida en asunto de “public hygiene”, necesita ser combatida y separada de los integrantes “normales” y sanos del cuerpo social de la población (Foucault, “About the Concept” 6). Las Memorias de la Sociedad Matritense hablarán repetidamente de “vergonzosa lepra” (Durán y Blas 119), “cáncer social” (35) y “enfermedad” (139) para referirse a los mendigos. Como resume Fuentes Peris, “the sweeping up of beggars from the streets is a reflection of the need to contain and control those layers of the population which had been categorised or labelled as ‘deviant’, that is, as physically and morally diseased” (“Diseased Morality” 119). Junto al crimen, la prostitución y la vagancia, la mendicidad conforma una de esas “malaise of modernity” (Shapiro 25) portadas por ciertos colectivos sociales que, con una relación contraria a la productividad, son percibidos como “disorderly, anarchic and incompatible with order”, como diría el historiador Sales Ferré en 1910 (228).

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en la acera (206). Y las páginas y calles del Madrid galdosiano están desbordadas de Nazarines, Benignas y Almudenas que, como la pierna esproncediana, recorren el espacio urbano con la misma agencialidad como lo hacen por el textual, como el mendigo harapiento que se cruza con Francisco Torquemada en las calles del centro y le recuerda a san Pedro. En El visitador del pobre, Arenal pinta al necesitado, aquel que vive de la caridad ajena, como un ser inactivo y dependiente, incapaz de cambiar la realidad social. La autora localiza a este individuo pasivo nunca en la calle, sino en su casa, en el hospital o en la cárcel, esperando inmóvil la llegada del rico que vendrá a proporcionarle medios materiales y guía espiritual. Inés en La bruja de Madrid (18491850) y Benina en Misericordia (1897), mendigos que atravesarán las siguientes páginas, necesitarán de la caridad ajena, pero no por ello se restringirán al espacio privado y cerrado ni se sujetarán a la relación de sumisión paternalismo-clientelismo que sitúa al mendigo dentro de la ley. Muy al contrario, empujados por la necesidad, estos mendigos movibles y elusivos saldrán a la calle y vivirán en ella para asegurar su supervivencia, pero pronto percibirán en la misma un espacio privilegiado en el que cuestionar el sistema relacional. Aun con el riesgo a ser detenidos y prendidos, optarán por desafiar la cultura de la pobreza sobre la que se sustenta el andamiaje de la mendicidad decimonónico para desmarcarse del colectivo de pobres fijos e inmóviles y servirse de sus continuos desplazamientos entre centro y periferia para cruzar fronteras, cuestionar el orden establecido, generar desasosiego social y posicionarse en los márgenes económicos, sociales y geográficos, configurándose como esa clase peligrosa de la que habla el historiador Louis Chevalier. La necesidad se convierte en demanda y esta deviene en el desmantelamiento del orden, no siendo de extrañar, por tanto, que la retórica discursiva construya la calle como espacio de la pobreza, pero también del vicio y el desorden, un discurso del que la literatura se hace eco. Inés abre el camino para que Benina y Almudena lo recorran años más tarde y para que, desde su mendicidad y marginalidad, descubran en la calle el espacio del más absoluto desamparo, pero también un ámbito permeable en el que desviarse, desobedecer y liberarse de toda atadura, configurando de paso su “individualism and heightened self-consciousness”, los cuales, como Foucault ha sugerido, “are hallmarks of modern times” (en Bartky 63). La presencia callejera fomentará un

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moderno proceso de autorreconocimiento y autoconcienciación que corre paralelo al desarrollo de una subjetividad marginal a la que la figura del mendigo se aferra para posicionarse, consciente y voluntariamente, fuera de la norma. Pobre, deforme y libre: mendicidad, insubordinaciÓn y desplazamientos modernos de La bruja de Madrid El argumento de La bruja de Madrid es relativamente simple: dos jóvenes, Eduardo y Enriqueta, se enamoran tras un efímero encuentro urbano, pero sus diferentes orígenes sociales no permiten su unión. Hijo de un duque e hija de un pintor, el itinerario existencial de los personajes es cruzado por múltiples figuras de diversos estamentos sociales que intentarán separar a los jóvenes, entre ellos la bruja, misteriosa mujer que entra y sale de la vida de los protagonistas para hacer y deshacer aventuras. Al final, una vez los enamorados parecen haber sorteado todos los opositores que obstaculizan su amor y momentos antes de la boda, se descubre que son hermanos de padre y, tras confesar Inés, la bruja, ser la madre de Eduardo, este muere junto a su madre en la iglesia. En el marco maniqueísta y de estancamiento social que define el costumbrismo con el que el género folletinesco viene a identificarse, los activos pasos por el espacio urbano de Inés, protagonista indiscutible de la novela como su título indica, desafían toda categoría fija e imprimen al relato un dinamismo que no solo apunta al desplazamiento del personaje como sujeto social, sino también al proceso de constitución de nuevas subjetividades en este preciso contexto sociohistórico. Fundador de la novela realista decimonónica (Sebold 29), el folletín cumple uno de los principios que subyacen a la idea del realismo: el interés por la ciudad y el papel fundamental del entorno urbano en el desarrollo y articulación de la novela. En efecto, desde un primer instante el espacio físico se revela fundamental como definición social de ricos y pobres. El rico es generalmente asociado a una edificación palaciega: la marquesa de Verde-Rama, con quien el duque de la Azucena pretende casarse para conservar su estatus social, aparece a menudo en el texto recluida en su palacio aristocrático, cuyos sinuosos salones rebosan lujo y están decorados acorde a la identidad social de los que en él moran. Las tertulias, conciertos y saraos que se organizan

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en sus interiores sirven para exhibir el consumo y ocio ostensible de los que se encierran tras sus gruesos muros y contribuyen a mantener la posición de superioridad de las clases aristocráticas mediante la (re) producción y acumulación de capital social. Asimismo, el duque de la Azucena, padre del joven protagonista y representante por excelencia de la aristocracia que aún ejerce su dominio en el escenario social y geográfico de la capital, es frecuentemente presentado en el texto en su palacio de la plazuela del Ángel, en el centro de Madrid. Es este un guiño a la ciudad del Antiguo Régimen, una ciudad en la que la nobleza y el clero —y, por extensión, sus fortificaciones, el palacio nobiliario y el convento religioso— se niegan a abandonar el centro de la villa e imprimen su huella en la morfología de la ciudad. El espacio palaciego refleja igualmente las ansias de ascenso social. El caso de Juanilla es significativo: hija de un torero e integrante de las clases populares, se hará pasar por aristócrata como parte de un trato con Agapito para dar celos a la querida de este a cambio de lujos y bienes materiales. Tal montaje quedará complementado con el desplazamiento espacial de la joven, quien de los barrios bajos “será trasladada a un palacio” en plena calle Mayor (Ayguals 206), feudo tradicional e inequívoco de la posición social que se pretende simular. La rígida separación de fronteras sociales y espaciales impuestas por el formato de dominación del folletín hace que aquellos que las transgredan deban ser eliminados, y, así, Juanilla terminará siendo expulsada a la periferia geográfica al final del relato, mientras que Agapito, principal artífice de la transgresión, se suicidará al final del libro primero. Si el espacio del rico es el palacio, la calle es el escenario por excelencia del desheredado. Las calles en La bruja están plagadas de aquellos que forman la base de la pirámide de una jerarquizada sociedad civil: pobres, vagabundos, ociosos, vagos y mendigos. El tío Palique, viejo derrochador sin oficio ni beneficio, aparece a menudo con una botella o vaso de vino en la mano y, orgulloso de su vida nómada, se jacta de emplear “las horas muertas paseándose por la calle” (255). Inés, apodada “la bruja de Madrid” por su apariencia deforme, es el caso más claro de sujeto miserable que hace de la calle su hábitat natural. Su introducción en el relato viene dada por el movimiento que la define y acontece ya al final del capítulo primero, lo que anuncia el protagonismo y centralidad de este personaje marginal. “Una mujer desgreñada” emergerá de la calle y penetrará “con furiosa desesperación” en el céntrico Cruz de Malta, un café de marcado carácter liberal donde

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un grupo de señoritos de alta alcurnia conversan e intercambian opiniones políticas.9 Reside en esta primera aparición una transgresión en toda regla en tanto una pordiosera, en un movimiento centrípeto de afuera adentro, invade un espacio masculino que social y geográficamente no le corresponde. La transgresión va acompañada de una apropiación lingüística mediante la cual dirige una serie de insultos a los hombres que en el café se encuentran. La enunciación del personaje al grito desesperado de “¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos!” (44) anuncia un proceso formativo de autorreconocimiento mediante el cual el sujeto femenino desarrolla su capacidad de distanciarse y saberse diferente, de disentir de los otros por medio del insulto y de emitir un reclamo. En este proceso constitutivo, como hiciera el mendigo esproncediano desde su marginación, la bruja lanza una protesta contra los privilegiados y osa articular un discurso, el de la disidencia, que dentro del paradigma moderno convierte en objeto de intervención política y de disciplina a aquel sujeto que busca ser visto y oído mediante actos que transgreden la normatividad social. Desde un punto de vista decerteauiano, la irrupción en el café y la invasión del centro urbano quedaría complementada con el acto de habla, y ambas acciones conceden al individuo cierto marco de agencia para llevar a cabo su labor transgresora. Junto al movimiento y actitud rebelde, la primera característica del personaje que llama la atención del lector es su fealdad y deformidad física. La mujer desgreñada “de rostro mutiladamente horrible” posee una “canosa y negra cabellera” que le sirve para ocultar “la repugnante monstruosidad” de su rostro (44-45). Tal caracterización no es solo física, sino que también, retomando a Foucault, alude a la naturaleza errante de un ser deforme que circula por los márgenes del cuerpo

9  El uso del término furioso posee una marcada connotación marginal que remite a tiempos modernos. Señala Foucault en su Historia de la locura que el nombre de furiosos es atribuido a los locos para hacer referencia a “todas las formas de violencia que están más allá de la definición rigurosa del crimen y de su asignación jurídica”, aludiendo por tanto a una región indiferenciada del desorden que trasciende cualquier posible condena y que, por ello, está rodeada de un halo de fascinación y de terror (82). Aparte de apuntar a la desordenada agitación del cuerpo de la bruja, necesitado por ello de gobierno por parte de las clases dominantes, la descripción del comportamiento furioso adelanta la transición de la brujería a la locura y, con esta, a la razón y a la ciencia médica, o, lo que es lo mismo, la entrada en un orden moderno y puramente natural, personificado en el cuerpo de Inés.

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social, percibido por el campo de poder como un “monstrous criminal” (Abnormal 96). El alejamiento de los cánones normativos del bello sexo, como el género femenino era referido en numerosas publicaciones de prensa de la época, es complementado con la falta de la mano derecha, una mutilación que fragmenta el cuerpo femenino y que, aunque persigue in-validarlo (esto es, neutralizar su peligro), al mismo tiempo revela una nueva subjetividad portadora de peligro al margen de toda convención social y física, pues, como David Mitchell y Sharon Snyder han dicho, las marcas físicas representadas por minusvalías corporales “have accumulated historical and symbolic associations of limitation and deviance” (5). El destronamiento de la belleza, “condición natural de la mujer” según los códigos culturales (“Análisis de la mujer” 12), es ratificado por el apelativo de “bruja” con que “la pordiosera” era conocida en Madrid (Ayguals, La bruja 46). Este apodo debe leerse en un contexto histórico que identifica a la mendiga como personaje anclado en épocas anteriores y definido acorde a formas tradicionales de lo sagrado. Tal y como explica Álvarez-Uría, la figura de la bruja representa en el medievo el mundo de los miserables que forman el reino de las tinieblas frente al reino de la luz, propiedad exclusiva de los poderes establecidos, esto es, el rey, el papa y las clases dominantes (Miserables y locos 21). La sola mención a la bruja trae ecos de hogueras y pactos maléficos que remiten a la existencia de un mundo mítico dominado por explicaciones esotéricas y religiosas en las que dioses y demonios se encontraban en continua interacción con los hombres y se materializaban fundamentalmente mediante actos de brujería. Por lo tanto, la figura de la mendiga lleva grabada en su deformidad el germen de la rebeldía, las prácticas subversivas y una lógica insurreccional que los poderes políticos y religiosos deben reprimir para asegurar el mantenimiento de una sociedad jerarquizada en cuya base se encuentran los miserables. Los comportamientos irracionales y primitivos de estos justifican la relación de subordinación sobre la que la clase dominante construirá el principio de la tutela, a menudo expresada en los intentos de reclusión espacial. En otras palabras, mediante el apodo y la caza de la bruja, la obra literaria muestra su afán por fijar e inmovilizar al personaje y restringir sus movimientos, así como por forzarlo a consagrarse a una fuerza mayor como forma de preservar el campo de poder en un sentido bourdieuiano. Pero, como dirán Karl Marx y Friedrich Engels en La ideología alemana, el vagabundeo está estrechamente ligado a la descomposición del feudalismo y de viejos

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regímenes (93). Será precisamente a través del nomadismo y la libertad de movimientos que “la pobre mutilada” (Ayguals, La bruja 46) se liberará del yugo de la autoridad y dejará atrás su identidad como bruja del pasado para constituirse como sujeto moderno, eso sí, sin dejar nunca de aferrarse a prácticas subversivas y transgresoras de la normatividad social.10 Ambas taras, la marginalidad física y la social van unidas —“Soy pobre... mi presencia espanta... mi rostro repugna” dirá el mismo personaje (47)—, lo cual es perfectamente coherente con una época en la que el aspecto físico empieza a utilizarse como definición moral del individuo y como atributo representativo de clase social. De esta manera, la bruja estaría adelantando las teorías lombrosianas —ampliamente difundidas en España con la publicación en 1887 de La nueva ciencia penal de Félix de Aramburu—, las cuales apoyan el determinismo y sostienen las tesis de la predeterminación al delito de determinados tipos antropológicamente definidos. Recordemos que la primera aparición de la bruja está dominada por una “violencia irresistible”, por “bruscos y despavoridos ademanes” y “desaforados gritos” que revelan el comportamiento desordenado propio de un animal, pues “más bien que criatura humana semejaba una furia escapada del Averno” (44-45).11 La predisposición al delito está regida por un determinismo social que cobra forma espacial a través de la marginalización geográfica.

10  La transgresión está complementada con un alejamiento del centro espiritual, el cual se hace evidente en la deformidad física. Nos informa el narrador que a Inés le falta la mano que el sacerdote “enlaza para bendecir ante Dios los vínculos del matrimonio” (155). Como forma suprema de sumisión a Dios, el matrimonio constituye un poderoso lazo de autoridad que la bruja rompe, al estar imposibilitada para el mismo. Por tanto, en su incapacidad física reside una profunda desviación religiosa, social, espacial y también sexual, pues uno de los objetivos del contrato matrimonial es domesticar el comportamiento sexual. De ahí que el folletín insista constantemente en que Inés vaya a la iglesia a confesar sus pecados como forma de restaurar el orden, como el mismo narrador apunta (94), algo a lo que ella se negará. 11  Entendemos que el autor está utilizando el nombre antiguo que griegos y romanos daban al cráter cerca de Cumas, en la región de la Campania, al sur de Italia. Es significativo que, en la mitología romana, el Averno marcaba la entrada al inframundo, pasando a ser incluso un nombre alternativo para referirse a este. Parece apropiado definir a la bruja como una furia escapada de este espacio, esto es, del más allá, lo que vendría a subrayar su subjetividad marginal, amenazante, desconocida y, por ello, temida, que habrá que contener, pero que, como el cráter, posee un poder desbordante, imposible de controlar.

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Manuel Redondo, amante de Juanilla, se encuentra encarcelado por contrabando en el presidio de Tarragona. Indultado por Fernando VII, pareciera que el encierro ha cumplido su función y ha reformado al criminal: “Mucho me gustaba esa vida vagabunda que hacía mis delicias en otro tiempo, pero desde que me pusieron la cadena...” (272). Sin embargo, sus nomadeos y vestimenta lo siguen identificando con comportamientos desviados: la primera parada tras su liberación es la taberna periférica adonde aparece “en traje de chulo, pobremente vestido, con su vieja capa parda y cubierto de polvo” (266). El personaje no tarda en volver a las andadas y buscar “las ganancias del contrabando” (273), lo que requiere hacerlo desaparecer del espacio urbano y textual por medio de la muerte. Juanilla es otro ejemplo que personifica la relación marginalidad social-periferia geográfica. Portavoz de un incipiente discurso feminista del que la literatura empieza a hacerse eco, Juanilla es una mujer joven y soltera que anhela vivir “en absoluta libertad” (196). Sus hábitos —levantarse y acostarse tarde, tocar la guitarra en tabernas, flirtear con hombres, pasar largas horas frente al espejo o apropiarse de una agencialidad económica que le permita ganarse el pan— no se ajustan a aquellos propios de una mujer de bien: a saber, la que se sujeta al yugo de la autoridad paterna y reprime y domestica sus movimientos en el hogar como fortaleza física. Antecedente de las heroínas feministas que caminarán en el último capítulo, Juanilla representa una nueva subjetividad femenina que no duda en “darle ensanche al corsé” para “darse desahogo y cintura”, esto es, liberarse de toda atadura, física y simbólica. Este movimiento de avance, junto al afán de ascenso social, constituye un intento de demoler las barreras que separan las categorías sociales y de género, lo cual no puede ser permitido: tras casarse y enviudar, el personaje dará mil tumbos por el espacio urbano huyendo de la justicia para terminar viviendo en la periferia madrileña en la más absoluta pobreza. El itinerario urbano y existencial de Inés, la bruja de Madrid, es fundamental para ilustrar un determinismo en el que confluyen marginalidad social y periferia geográfica, relación que se hace evidente en la presencia de la naturaleza. El mundo natural juega un papel relevante en el folletín, que abre precisamente con una descripción pormenorizada y bucólica de la primavera que llega a los alrededores de Madrid para “anunciar regeneración y vida... Hasta lo inanimado” (26-27). Esta forma de comenzar el relato subraya la doble marginalidad social de su personaje principal: la mendicidad y la femineidad.

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La condición de mendiga asocia a Inés a un colectivo social siniestro en un sentido freudiano, en tanto es desplazado social y geográficamente, pero oculto y reprimido, sin vida y aparentemente inerte; bien por el invierno o por un proyecto político y urbanístico que lo mantiene neutralizado en los suburbios urbanos, torna incómodo al manifestarse, visibilizarse y adquirir centralidad en el espacio textual y urbano (Freud, “Lo siniestro” 2487). Por otro lado, su condición de mujer determina su papel marginal en la sociedad. Celia Amorós apunta que una de las dicotomías categoriales básicas para definir a la mujer desde un punto de vista filosófico ha sido siempre la de naturalezacultura/mujer-hombre, una oposición que no ofrece base biológica alguna, sino que es producto de una construcción simbólica patriarcal según la cual el hombre, viéndose a sí mismo como cultura, define la naturaleza (Hacia una crítica 32). Según Amorós, la asociación mujernaturaleza remite no solo a la función reproductora de la mujer, sino especialmente a su papel marginal en una sociedad patriarcal, puesto que el contexto cultural en el que se producen estas oposiciones binarias está fuertemente determinado por una ideología sexista. Para María Elena León Rodríguez, “esto quiere decir que la asignación de los lugares” —entendemos mujer-naturaleza y hombre-sociedad— “responde más a una situación universal de marginación y de opresión en la cual se encuentran las mujeres” (16). Inés da largas caminatas por los alrededores de Madrid y, cuando lo hace por la capital, sus pasos la dirigen al Retiro, donde contempla “los árboles cubiertos de hojas” y “respira el aire libre” (Ayguals, La bruja 658). El único espacio en el que accederá a hospedarse en el palacio del duque será en una habitación con vistas al jardín (240), pues este, como el balcón en el capítulo 2, funciona como espacio liminal que disuelve todo límite espacial y desde el que el personaje puede actuar desde la diferencia. Con un pie siempre afuera, el personaje femenino reafirma su marginalidad y se niega a renunciar a la libertad que la naturaleza le ofrece. La dicotomía naturaleza-cultura encuentra su analogía en el binomio interior-exterior (hogar-calle) de la sociedad capitalista, y seguirá siendo una forma de aleccionar a la mujer en los valores tradicionales de la femineidad que el folletín trata de preservar. Según Amorós, uno de los mecanismos por los que se produce la opresión de las mujeres es por el encierro en el hogar y la ocupación en labores propias de su sexo (Hacia una crítica 299). Desde su condición de mendiga que la condena a vivir en “calles y plazas” de manera permanente (Ayguals,

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La bruja 143), Inés invierte esta lógica cultural sobre la que se cimenta la vieja mentalidad tradicional y se resignifica como mujer libre que se refugia en la naturaleza y en el espacio exterior como escenario de la rebelión desde el que cuestionar los ordenamientos simbólicos que constituyen y organizan las divisiones entre los sexos. Así, la identificación con la naturaleza se alía con la falta de un hogar que controlaría y reintegraría al individuo en sociedad para (re) afirmar la identidad marginal y criminal de la bruja, especialmente a la luz de la asociación entre la falta de vivienda y las masas insubordinadas y revolucionarias, forzadas a vivir en la calle, establecida por Perrot, como vimos. Esta equivalencia entre calle, itinerancia y criminalidad, que también observaremos en Misericordia, viene estableciéndose desde el siglo xviii, cuando, una vez creadas las juntas de caridad y diputaciones de barrio en 1778 en los 64 distritos de Madrid para recoger a los deserving poor, los únicos que quedarían sueltos en la calle serían los mendigos o criminales. Será por ello que Carlos III ordenaría poner letreros en las calles de la capital, incitando a estos sujetos itinerantes sin domicilio ni empleo a encontrar trabajo o a abandonar la ciudad en 15 días, momento en el cual las autoridades los prenderían para conducirlos a los hospicios de San Fernando (Callahan 12). Arenal criminalizaría la pobreza en 1860 afirmando que “al pobre en muchos casos se le pone fuera de la ley” (“Beneficencia” 122) y un número del periódico conservador La Época, del 16 de enero de 1891, reiteraría que la mejor manera para evitar los crímenes y moralizar al sujeto peligroso es constituirlo en familia y casarlo, por así decir, proporcionarle un hogar y apartarlo de la calle, que es exactamente lo que se tratará de hacer con Inés. No en vano reiteraba La Voz de la Caridad que en el espacioso y desahogado barrio de Salamanca “no se ven mendigos ni gente miserable”, y, por ello, el transeúnte puede caminar con plena seguridad personal (1 de octubre de 1874). Será por ello que, como mujer, Inés debe ser encerrada “en su reducida esfera de acción”, esto es, el hogar, como Pardo Bazán definiría años más tarde el ámbito asignado a la mujer por la cultura patriarcal espacial (“Sobre los derechos” 261). Como mendiga con tendencias criminales, sin hogar ni familia, deberá ser recogida de las calles y convertida en sujeto útil. Y como sujeto feo y mutilado, debe ser conducida y escondida adonde no pueda exhibir su deformidad. En cualquier caso, el cuerpo de la bruja se convertirá en objeto de intervención social a través de un proceso de sujeción que moralizará y normalizará al

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desviado, una idea perfectamente coherente con la construcción ideológica de la naturaleza con la que este se identifica. El mundo natural, con su sublimidad, debe ser controlado y domesticado con el fin de ordenar el caos original; en otras palabras, la necesidad de domesticación pasa por asignar a la mujer un lugar estable y “natural” en la sociedad moderna con el fin de legitimar el dominio patriarcal (Amorós, Hacia una crítica 35). La cárcel constituye un primer intento para apartar a Inés de la calle y recortar sus movimientos. En el mismo segundo capítulo, la bruja es prendida por un piquete de tropa armada, personificación del poder institucionalizado, y conducida a la Casa-Galera, llena de mujeres “escuálidas” de “rostros cadavéricos” (Ayguals, La bruja 113) y “malas mujeres” (115), las cuales están condenadas a “perpetua reclusión” por haber vivido una “vida sin freno, libre y licenciosa hasta el escándalo” (113).12 La analogía con el movimiento para referir los crímenes por los que estas mujeres son castigadas es reforzada por el “mal enladrillado pavimento” en el interior del edificio, que dificultaría el acto de caminar de estas mujeres encerradas, antes sueltas y libres. La represión de movimientos que el espacio de la cárcel se propone es complementado por la retirada del calzado a las presas, como también se verá en Misericordia, lo que explica la “inmovilidad” que domina a la bruja una vez recluida en prisión (115). Pero, pronto, el sujeto rebelde, siguiendo un natural “impulso de insubordinación”, se entregará al movimiento en el interior de la celda, lo que remacha la íntima conexión entre desplazamiento (acto de caminar) y resistencia (desviación) del personaje del mendigo (Tsuchiya, “Peripheral Subjects” 12  En los años en que se escribió el folletín, esta cárcel se ubicaba en la calle Atocha, movida allí en 1750 desde la calle Ancha de San Bernardo. Para reforzar la conexión pobreza-criminalidad, cabe señalar que esta calle ha estado tradicionalmente asociada a instituciones sociales y benéficas. En los siglos xvi y xvii, el camino se encontraba rodeado de conventos, asilos y hospitales. En 1610, por ejemplo, se creó en esta calle el colegio de los Niños Desamparados para huérfanos de seis a trece años, así como para mujeres con enfermedades incurables. Tras trasladar los huérfanos al Hospicio, el mismo edificio servirá en 1852 como hospital de Incurables del Carmen. En 1657 dos hospitales se fundaron en la calle: el de la Pasión, destinado a mujeres enfermas, y el de Monserrat, para pobres. Estos datos históricos sugieren la conexión de este emplazamiento geográfico con los desheredados y con subjetividades socialmente desplazadas que, ocultas y silenciadas, emergerán antes o después para manifestarse, tomar la calle, demandar visibilidad y convertirse en una presencia incómoda. No olvidemos que el famoso motín de Esquilache se inició en la calle Atocha en 1766.

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199). Una vez privado de la calle, espacio vertebrado únicamente por la movilidad espacial que en ella se produce, el sujeto marginal continuará cuestionando el poder institucional trayendo la calle y la acción del caminar al interior. Si, como Wirth-Nesher alega en referencia a la novela moderna, la calle posee un poderoso efecto de subjetivación en el individuo (20), Inés seguirá buscando su fuente de subjetividad en la celda a partir de un “movimiento natural” que le permita definirse, formarse y afirmar su marginalidad, como el mismo narrador hace notar (Ayguals, La bruja 115). La calle como espacio público del que el sujeto no se puede desligar parece haber invadido la esfera semipública de la institución carcelaria, y la actividad del caminar se extiende a la misma. Esta escena sienta las bases del subsiguiente itinerario urbano y existencial de la bruja, en el que esta encuentra fisuras en el discurso normalizador que le permiten, desde el movimiento, negociar una subjetividad de la resistencia. Una vez liberada de la cárcel gracias a la intervención de Eduardo y de vuelta en la calle, Inés se mueve libremente tanto por el espacio urbano como en el orden narrativo: paseará por el Retiro, por los alrededores de Madrid y por las calles del centro, y oscilará alegremente entre el palacio del duque y la casa del pintor, conectando así diversos estamentos y territorios sociales. Para limitar este estado de perpetuo movimiento y vida desordenada, Enriqueta, hija del pintor, pondrá su casa y su familia a disposición de la pordiosera en reiteradas ocasiones, una ofrenda que restablecería el orden —recordemos que la familia es “regla social” y “norma de la razón”, pero también espacio de intervención y vigilancia (Foucault, Historia locura 68)— y que quedaría justificada por la reciente orfandad del personaje: “Siempre se ha negado usted a complacernos alegando que de ningún modo quería abandonar a los suyos. Este obstáculo acaba de vencerle Dios” (Ayguals, La bruja 151). La liberación del personaje errante tras la muerte de su madre hace que sea necesario lanzar otra cuerda para sujetarla mediante la imposición de otra instancia familiar, la cual funcionará como metáfora del poder en una sociedad cuya lógica productiva se cimenta en un proceso de sujeción que convertiría al desheredado en ciudadano disciplinado y trabajador efectivo. Más que un favor al débil, la imposición de hogar y familia no deja de proporcionar un servicio a los de arriba, que, interesados en mantener el statu quo, buscan convertir al marginal en un instrumento de poder. La insistencia de Enriqueta da expresión ficcional a lo que el periódico La Época

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publicará años más tarde: la mejor manera para evitar los crímenes y moralizar al sujeto peligroso es constituirlo en familia y casarlo, o lo que es lo mismo, proporcionarle un hogar y apartarlo de la calle (16 de enero de 1891). Dado que el matrimonio no es una opción para Inés, cuya deformidad física la incapacita para tal contrato social, una familia y su fortaleza física, el hogar, cumplirán la misma función en la normalización y centralización del sujeto ambulante;13 pero la mendiga se negará a ser sujetada por la institución familiar, pues esta representa un obstáculo que pone límites al desarrollo de su libertad personal, priorizando su individualización y, como ya hiciera la prostituta, anunciando el nacimiento de una conciencia y un proceso de autoconstitución de un sujeto moderno que quiere ser “free of familial or communal ties” (Felski 2). De ahí que Eduardo, hijo de Inés y, por ende, expresión del dominio masculino sobre la mujer en el cerco familiar, trate repetidamente de conducir a la bruja a una de las habitaciones de su mansión en la plazuela del Ángel, en el mismo centro geográfico. El palacio, donde Inés “podría permanecer tranquila” (Ayguals, La bruja 226) como contrapunto al ímpetu y desorden en su existencia errabunda, está encajonado en un espacio urbano asimétrico en el que la presencia religiosa está aún muy patente mediante el Ángel de la Guarda que decora la fachada de uno de sus edificios y que da nombre a la plaza, así como con la presencia de cofradías que desde mediados del siglo xvi presiden este rincón urbano (Répide 48). Recordemos que, como bruja, el personaje se asienta en los márgenes del estamento clerical y, por tanto, requiere de una centralización espiritual a través del encuartelamiento palaciego, que no solo reprima sus prácticas subversivas, sino también que la fije en un pasado sostenido por viejos patrones de sumisión. Eduardo pretende apartar a Inés de la “vida azarosa y denigrante” de la calle y, para ello, juega la carta de la reconciliación entre estamentos sociales: “Soy rico y quiero que se reconcilie usted

13  Este intento de contención remite a la asociación entre home y la idea de confort en el imaginario inglés, según la cual en el hogar burgués reside la materialización de la comodidad (Weber, Ética protestante 279). Como Moretti señala, el origen latino de la palabra comfort, cum-forte, aparece por primera vez en la lengua inglesa en el siglo xiii para aludir a “what returns us to a normal state from adverse circumstances” (46), que es exactamente lo que Enriqueta y, más adelante, Eduardo tratarán de hacer con la bruja de Madrid: normalizarla.

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con los ricos” (Ayguals, La bruja 228). En un guiño a los tiempos modernos, Eduardo parece representar una nueva clase social que emerge entre 1850 y 1860 para mediar “between the upper and the lower orders” (Moretti 9, 11). Pero, lejos de constituir una postura unificadora, la determinación de Eduardo debe entenderse como forma de restablecer las relaciones de dependencia basadas en el binomio paternalismo-clientelismo (Bahamonde, “Cultura de la pobreza” 167). Eduardo le ofrecerá “una módica pensión” para que la bruja “viva con decencia” y deje de mendigar “la caridad pública” (Ayguals, La bruja 229). El rico quiere al desposeído cerca para hacerlo recipiente de una caridad que asegure la posición de superioridad del primero (y un lugar en el cielo) y la dependencia del segundo. Pero la bruja está determinada a no dejarse sujetar. Si bien la palabrería reconciliadora de Eduardo la hace dudar por un instante, nada más pisar el palacio reacciona con “la avidez de la indigencia” (228) y escapa, echando a correr hacia la calle de Carretas y, de ahí, a la Puerta del Sol, donde la resistencia del mendigo se convierte “en un verdadero motín” (238), entendido como movimiento desordenado de una muchedumbre, por lo común contra la autoridad constituida.14 El uso de este término torna la calle en un espacio altamente político. Las prácticas diabólicas de las brujas en el orden religioso se corresponden con motines, crímenes y revueltas populares en el terreno político (Álvarez-Uría, Miserables y locos 21-22). La bruja no es solo el producto de la desesperación popular, sino también “el resultado de las racionalizaciones operadas por la justicia real e inquisitorial sobre prácticas que transgredían la normatividad social” (22) y que, por

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Es altamente significativo que sea en la céntrica Puerta del Sol donde la persecución deviene en motín. La literatura representará hasta la saciedad la obsesión de las multitudes por llegar a Sol, la cual podría explicarse por la fuerte carga histórica de esta zona urbana. Como dijera Fernández de los Ríos a finales del siglo xix, “no hay allí un palmo de terreno que no esté regado con sangre” (163). No olvidemos que la mayoría de los movimientos sociales hoy se concentran en Sol como espacio ecuménico de protesta y representación de formas alternativas de hacer política. Será por ello que el narrador del folletín se sirva de Sol para anunciar, ya a mediados de siglo, la alteración de la normatividad urbana en momentos de alta crispación social, porque, como punto geográfico céntrico, será el símbolo de poder a conquistar por el sujeto revolucionario. Parece, por tanto, el rincón urbano más apropiado para poner en circulación a una mujer cubierta de andrajos que huye de los soldados en un afán por romper y desafiar el discurso normalizador que busca recluirla, como mujer y como mendiga.

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tanto, deben ser reprimidas por los poderes políticos modernos. La caza de la bruja en Sol simboliza en los tiempos modernos una lucha contra las creencias populares de todos esos colectivos marginales que andan al retortero y amalgaman un conglomerado heterogéneo del que la brujería no puede aislarse (22). Representante de los desheredados y portavoz de las “turbas de miserables” (Ayguals, La bruja 39), la bruja simboliza el poder desestabilizador de las masas para alterar el orden público y buscar un espacio de representación en la calle, terreno adverso de las instituciones, en el que clamar venganza y justicia social. El uso recurrente del término revolución para referir la agitación callejera ante la presencia de la bruja apunta al temor inspirado por esos entes marginales que, como en el motín de Esquilache, se aprovecharán de la apertura de nuevos espacios de subjetividad posibilitados por la ciudad moderna y se rebelarán una vez provocados, demandando una visibilidad social y un céntrico espacio de representación. Este temor a la insurrección popular quedará más que confirmado años después con las palabras del mendigo Pulido en Misericordia, quien, ante la injusticia social, anuncia una “revolución muy gorda” que vendrá a “meter en cintura a ricos miserables y a pobres ensalzaos” (Pérez Galdós 84). En la misma línea apuntan las palabras de uno de los traperos de La horda de Blasco Ibáñez, quien anuncia una futura acción revolucionaria de las masas que empezarán por abandonar “el antro” periférico en el que se ocultan para “entrar en Madrid” a “exigir con altivez” lo que les pertenece (346-347). Como ha apuntado Okeke-Ezigbo en su trabajo sobre la mendicidad en una novela africana, “discontent is a necessary first step in the progress towards a revolution” (312), un descontento que se gesta en la calle y convierte al mendigo, principal usuario de la misma, en uno de los protagonistas de la revolución y del cambio social, entre otras cosas porque “beggars have a more profound grasp of the internal mechanism of society than the elites who pretend to know better” (319). La bruja (personaje y texto) abre camino a la acción revolucionaria de las masas en las calles madrileñas, lo que justificaría la necesidad de controlar y domesticar a esta población nómada, “gente indomable, incorregible y sin gobierno alguno” (Álvarez-Uría, Miserables y locos 45). En efecto, el motín iniciado por la bruja será satisfactoriamente contenido por las fuerzas del orden, que, ante los “violentos ademanes de rabia y desesperación” de la mendiga (Ayguals, La bruja 238), la apresarán con dificultad y la conducirán al Principal. El ejercicio persistente de la violencia contra

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los que no acatan la autoridad es condición necesaria para el establecimiento y mantenimiento del campo de poder. Eduardo la liberará de la cárcel por segunda vez, pero, en esta ocasión, se asegurará su sujeción mediante el ofrecimiento de una habitación en su palacio adyacente a la capilla, lo que subraya el proceso de centralización, pero, al mismo tiempo, tiene vistas al jardín, lo que mantiene la subjetividad marginal del mendigo. Inés podrá entrar a su cuarto por una puerta diferente situada en la calle de Atocha, sin tener que mezclarse con la aristocracia; es decir, claramente separada de los aposentos del rico, pero cerca para que este pueda aprovecharse de sus servicios. Más de un siglo antes de que Hegel hablara de un mundo entendido en términos de “categories such as cause and effect, or means and end” (Aesthetics 974), Ayguals de Izco construye a su personaje mendicante como instrumento o herramienta útil en la ideología de la aristocracia para conseguir un fin, a saber, servir de intermediario entre Eduardo y Enriqueta para que ambos puedan gozar de una relación amorosa. El centro necesita de la periferia; el rico necesita del pobre, estableciéndose una relación simbiótica de dependencia que Rousseau caracteriza de endémica en toda organización social, en la que el desfavorecido suple sus necesidades más básicas a costa del poderoso y este mantiene su posición y reconocimiento público a través de la sumisión del primero. La funcionalidad de la bruja y su emplazamiento en el centro geográfico queda así legitimizada y justificada, pues cumpliría una misión en beneficio de las clases superiores. En un principio, Inés acepta el encargo, pero, una vez en la calle, cambiará los términos del contrato: decidirá engañar a Enriqueta y adulterar el mensaje que Eduardo le ha dado para ella para así causar un malentendido entre ellos que abortará sus planes de casamiento. Reside en esta toma de agencialidad una profunda contradicción que es preciso señalar: por un lado, al personaje le es encomendada la tarea de acercar posiciones sociales y funcionar como puente entre la aristocracia y la clase trabajadora, revelando una identidad moderna y mimetizándose con esa nueva clase social que surge a lo largo del xix “as the need for mediation became more acute” (Moretti 11), una identificación perfectamente coherente con el emplazamiento liminal que la bruja ocupa. Pero, por otro lado, su iniciativa para cambiar los términos de su misión social contribuye a perpetuar la estructura de clases en el Madrid de mediados de siglo, al arruinar un matrimonio intersocial. Esta contradicción tiene sentido a la luz de las palabras

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de Moretti a propósito de su análisis de una serie de novelas en las que coexisten el nuevo orden capitalista y la persistencia del antiguo régimen, a consecuencia de lo cual “no new man can simply be ‘new’: the old world resists him and distorts his plans in all sorts of ways” (151). Al mismo tiempo, esta paradoja que perfila la modernidad española debe leerse a propósito del denouement del folletín, en el que, por boca de Inés, el autor nos informa de la relación consanguínea entre Eduardo y Enriqueta. Saber es poder y, así, esta información, que empodera al portador de la misma y evidencia la decisiva importancia del personaje marginal en el relato, es la que impele a la bruja a actuar como lo hace. No son las barreras sociales, sino las familiares, las que la mendiga quiere mantener, significativamente, a través de sus desplazamientos entre las casas del duque y la hija del pintor.15 En cualquier caso, son dos elementos los que interesa destacar de esta toma de iniciativa: primero, el nacimiento de una conciencia moderna que se traduce en una rebelión contra la vieja aristocracia por parte de un sujeto que se suelta “from the old authorities and the privileged hereditary nobility”, como caracterizaría Jürgen Kocka la emergencia de las nuevas clases dirigentes a finales del xviii y principios del xix (194). Sin dejarse dominar por los de arriba, la bruja modelaría así una nueva sociedad moderna en la que el individuo se somete a su propia voluntad y desarrolla una agencialidad, que lo capacita “to become tägig-frei”, esto es, libre para actuar, especialmente si entendemos modernidad como sublevación contra la tiranía de la autoridad, tal y como Berman subraya en su clásico estudio (Berman 66). Segundo, esta decisión germina durante un paseo callejero, lo que 15  En una interesante confluencia de discursos, Inés trata de disuadir a Eduardo de casarse con Enriqueta, argumentando que, si lo hace, descendería un peldaño en la escalera social y, por tanto, tendría que abandonar el palacio de su padre, entregarse a la itinerancia y convertirse en “un pobre huérfano, errante y desamparado” (633). Será a la luz de esta posibilidad que la bruja caracterizará el amor del joven como “delincuente” y “criminal” (639), esto es, fuera de la norma, desviado, transgresor, como el sujeto desheredado y desamparado que, desplazado socialmente, nomadea por las calles. Ambos discursos, el sentimental y el espacial, quedan unidos bajo la identidad criminal: si criminal es el que vaga por las calles mendigando la caridad ajena, también lo es el que trata de casarse fuera de su grupo social. Inés autoalude así a su profesión e identidad social, pues ella también se desvió socialmente al enamorarse de un duque, consejo en el que reside un voluntarismo de romper con el determinismo que ella misma ha heredado de su madre y que situaría a Eduardo —su descendiente— en la calle, convertido en un criminal.

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remacha la concepción de la calle como espacio formativo (y, por tanto, conflictivo) en el que el mendigo adquiere una conciencia social y una voluntad de acción. Es en la calle donde nace una subjetividad moderna, a partir de la cual el sujeto marginal se convierte en agente social de cambio que cuestiona y desplaza la primacía de las viejas clases dirigentes, llevando a cabo una acción transgresora que tendrá importantes consecuencias en el relato. Por supuesto, esta acción desencadena una reacción. El impulso de la bruja torna en el orden narrativo en una enfermedad contagiosa que, a riesgo de ser propagada por las calles, debe ser extirpada, como el mismo narrador señala (Ayguals, La bruja 232). Como ya se ha dicho, estamos en la época de emergencia de la medicina moderna, que, aunque todavía permeada por el orden divino, viene a desplazarlo y a romper con las intervenciones y pactos diabólicos para caracterizar los comportamientos de las clases pobres como patológicos (ÁlvarezUría, Miserables y locos 26). La ciencia médica consideraría a la población ambulante como un foco de todo vicio, una idea heredada de siglos anteriores como Tsuchiya documenta: “Between the sixteenth and the eighteenth centuries, discourses on vagrants stressed the association between disease and contamination, on the one hand, and their constant movement, on the other” (“Peripheral Subjects” 198). Como ocurre en numerosos casos en el imaginario decimonónico español, la enfermedad metafórica torna en ficcional y, así, la afección de Inés tomará diversas expresiones: falta de lenguaje —“palabras inconexas” y “sonidos ininteligibles” (Ayguals, La bruja 441)—, altas fiebres y dolencias incurables (490-491), y, más importante, debilidad en las piernas (658), dolencias todas ellas de orden científico que requieren de la intervención médica que ya ha perdido todo carácter adivinatorio, esotérico y religioso propios del mundo mítico. Cabe señalar que estos males, lejos de provocar preocupación en Eduardo, lo “llenan de consuelo” (441), pues vendrían a significar la anulación de la identidad rebelde y agencial de la mendiga, la limitación de sus movimientos y, con esta, la restauración del orden alterado por sus paseos y desplazamientos.16 16 

El discurso social que lee el libre deambular de la mendiga como una enfermedad se alía con la percepción dominante en la época que atribuía a la mujer una sensibilidad extrema, para así construir un ser femenino biológicamente propenso a la enfermedad. Esta actitud era común incluso entre las mujeres que reivindicaron posiciones liberales.

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No es de extrañar que, si el movimiento constante era la principal causa de la transgresión (social, moral y geográfica) femenina —enfermedad metafórica—, la curación exija vigilancia, disciplina y, sobre todo, reclusión. La postración en una cama y el encierro en una habitación constituyen una receta apropiada, prescrita y supervisada por el médico, al que hay que “obedecer lo mismo que a un padre”, como advertirá la señora Cipriana a Inés (658). La figura del médico se constituye imprescindible para la curación del enfermo, pues la relación desigual entre ambos (que contribuye a establecer el principio de la tutela) se convierte en metáfora central en la sociedad disciplinar post-Ilustración, cuyo objetivo es eliminar la “enfermedad” del espacio social (Álvarez-Uría, Miserables y locos 33). Las repetidas insistencias de Inés a incorporarse y abandonar su encierro, contrarias a las órdenes del facultativo, harán que este sospeche que muy pronto la mujer “volvería a su estado normal” (Ayguals, La bruja 441), esto es, a su inestabilidad física. Por ello, con el fin de preservar las relaciones de paternalismo-clientelismo que sujetan al pobre a la voluntad del superior y así evitar posibles sublevaciones del primero, el médico permitirá paseos moderados, eso sí, por el campo y alrededores de Madrid. La actividad transgresora, que siguiendo una concepción decerteauiana del acto de caminar desafía formas tradicionales de autoridad, quedará legitimizada siempre y cuando se encuadre dentro de los hábitos normalizadores impuestos por el agente del poder. Como mujer y como mendiga, Inés es restringida al espacio periférico del La periodista y literata Sáez de Melgar se posicionaba a favor de una mayor autonomía intelectual para las mujeres, pero no por ello dejaba de referirse a la tópica asignación de funciones afectivas y emocionales a las mismas. En sus dos artículos de la memoria leída a los socios del Ateneo de Señoras el 27 de junio de 1869, llama la atención el recurrente uso de términos relacionados con la sensibilidad, las emociones y el corazón en relación a la mujer (Memoria 23). Sinués hablará en 1866 de “sensibilidad enfermiza” del sexo femenino, razón por la cual prefiere “la soledad del campo al incesante movimiento de Madrid” (Hija, esposa 46) y Arenal considerará la extrema sensibilidad como uno de los hechos diferenciales entre sexos, incluso como rasgo definitorio de la mujer parcialmente emancipada que rompe con la subordinación al hombre (en Salas Iglesias 256). Después de todo, “sickness is gendered feminine”, como ha colegido GarlandThomson (22), y el folletín es el género por excelencia para identificar tal asociación. Aparte de Inés, todos los personajes femeninos se desmayarán en alguna ocasión ante cualquier adversidad. Algo similar ocurre con María, protagonista del folletín del mismo nombre: se desmayará en varias ocasiones y a lo largo del relato se verá aquejada de varios males patológicos, incluida la locura.

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mundo natural. Sin embargo, una vez más, el sujeto marginal violará los límites impuestos y hará uso del movimiento para mostrar resistencia al poder disciplinar. Aún enferma, el personaje saldrá y entrará de la habitación en la que ha sido recogida, entregándose a largas caminatas por distintas zonas urbanizadas que vuelven a burlar los preceptos del facultativo (658). De hecho, el capítulo en el que la bruja se rebela contra la autoridad médica se titula significativamente “El triunfo de la bruja”, y en él se equiparan los paseos contra las órdenes del médico y la desobediencia consciente y voluntaria a sus progenitores a partir del desarrollo de una agencialidad propia que la llevará a urdir un plan, manipular la información proporcionada por Eduardo y realizar “su diabólica empresa” (661), a saber, separar a los dos amantes en la escena reseñada anteriormente. Aún con los intentos disciplinarios de sujetarlo y convertirlo en un cuerpo dócil y sumiso, Inés sigue siendo un sujeto físicamente capaz de caminar y ejercer su voluntad y, por ello, deberá ser eliminado, primero, por medio de una depreciación lingüística: a partir del “triunfo” de la bruja en el relato, el personaje volverá a ser referido como “asquerosa mutilada” (670), “detestable monstruo” y “mujer loca” (782). Con la secularización del mal en la época ilustrada, la danza de la bruja ha cedido paso a la de los locos; el personaje ya no es producto de una intervención diabólica, sino que, en un mundo dominado por la Razón, “el estatuto demoníaco se metamorfoseará en el estigma de la locura” (Álvarez-Uría, Miserables y locos 42). El paso de la brujería a la locura y de la religión a la ciencia que marcan el avance hacia los tiempos modernos es personificado por Inés, quien, desprendiéndose de una identidad anclada en el pasado, se aleja de un sistema sociopolítico obsoleto y avanza hacia el racionalismo moderno. Eso sí, bruja o loca, el personaje nunca deja de ser marginal. Las palabras de ÁlvarezUría dan cuenta de esta continuidad: Al apagarse las hogueras de los endemoniados, surgió de sus cenizas, como si se tratara de un fantasma, la locura, privada de todo sentido, para ser encerrada en oscuras celdas... En un mundo teocrático, la alianza con el demonio constituía un crimen contra la sociedad, del mismo modo que, en un mundo dominado por la diosa Razón, lo constituirá la locura. (22)

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Desde su marginalidad, Inés personifica una sociedad en transición que negocia sus espacios,17 sus hábitos de orden y sus técnicas de corrección, y adelanta así un proceso de modernidad periférica en la España decimonónica, a medio camino entre lo sagrado y lo secular, entre el encierro y la libertad, entre la hechicería y la locura, un proceso que, en cualquier caso, necesita de la figura marginal para su emergencia y consolidación. Como corolario a su representación como loca, la bruja es encerrada en una jaula, donde su presencia “no incomodará a nadie” (Ayguals, La bruja 782). Pero, siguiendo la naturaleza elusiva que caracteriza al mendigo, este seguirá escapando de la mano disciplinar de la sociedad, con lo que la narración no tendrá más remedio que foucaultizar al sujeto femenino en los márgenes de la sociedad, de la ciudad y del texto hasta el punto de hacerlo desaparecer. La muerte final del personaje queda abierta a interpretación: ¿lección moral necesaria o bienvenida liberación de su azarosa existencia? ¿Restauración del orden o expresión de la eterna sublevación y naturaleza elusiva que circunscribe la identidad de estos sujetos marginales? Lo cierto es que la muerte de Inés evapora al personaje del espacio urbano y del textual, pues con su desaparición llega el fin de la bruja —personaje y texto—, un final plenamente coherente con la defensa que el personaje ha hecho de la movilidad urbana como fuente de vida: “Caminar es muy saludable” le repetirá a Cipriana (657). El movimiento narrativo se ha hecho eco a lo largo de casi 900 páginas de los desplazamientos sociales y geográficos del personaje marginal y estaba impulsado por la resistencia manifestada por este; pero, una vez deja de circular, las estrategias de resistencia dejarán de existir y, con estas, la narración. Sin embargo, en una idea que tomo prestada de Elena Delgado y que resume las conclusiones de cada uno de los capítulos que conforman este estudio, la trayectoria errante y desviada de Inés a lo largo del relato no ha sido en vano, pues sus desplazamientos en el espacio

17  Chevalier identificó la figura del loco como fundamental en la transformación del espacio urbano en el París del siglo xix a partir del temor que aquel representaba, lo que llevó a crear barrios residenciales para la burguesía en el centro urbano, alejados de la periferia, donde se albergaron espacios especializados —hospitales, manicomios, cárceles— en los que encerrar, separar y controlar a la peligrosidad social que acompaña a la locura, la cual, además, se asociaba a la “itinerancia” y el “nomadismo” (115, 154, 280).

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físico y textual nunca pueden ser invalidados ni revertidos completamente (117). Los pasos de la bruja han trascendido la normatividad y han abierto nuevas avenidas de acción, las cuales son imprescindibles para la constitución del nuevo proyecto moderno y vendrán a ser caminadas por otras subjetividades marginales. Porque el centro necesita de la periferia: el duque necesita de los cuidados del criado Ambrosio para sobrevivir y de los remedios misteriosos de la bruja para su curación, del mismo modo que Eduardo necesita de Inés para llevar a cabo su proyecto amoroso. En el marco de una sociedad disciplinaria que para configurarse necesita de la movilización de formas de resistencia y tácticas antidisciplinarias, la clase dirigente necesita del mendigo. Por ello, a la retirada definitiva de circulación de Inés le sigue la articulación de otras identidades periféricas que seguirán construyendo el espacio urbano y el itinerario de la novela moderna. Sin movimiento, no hay subjetividad. Debe seguir habiendo calles y desplazamientos urbanos que den visibilidad a individuos de naturaleza elusiva, permanentemente desplazados del centro social, moral y geográfico. En la novela de la africana Aminata Sow Fall The Beggars’ Strike (1979), los mendigos de una ciudad del oeste de África se ponen en huelga y deciden no retornar a las calles en respuesta a la política de limpieza callejera de pobres que las autoridades han puesto en práctica ante la mala imagen que estos dan a los turistas. Como señala Okeke-Ezigbo a propósito del análisis de esta obra, “when people no longer saw the beggars on the streets, they became compelled to seek them in their hideout” (318). Galdós se hará eco de tal necesidad y a finales de siglo sacará a un grupo de mendigos de su escondite para darles centralidad en su espacio narrativo y ponerlos a circular en las calles de Madrid, mostrando, como ya hiciera Ayguals de Izco, que la mendicidad, lejos de ser marginal, es central para el desarrollo de la modernidad cultural. Calle arriba, calle abajo: rumbos elusivos y la forja del mendigo rebelde en Misericordia Numerosas son las conexiones entre La bruja de Madrid y Misericordia. En Galdós y la literatura popular, Alicia Andreu ha documentado la extraordinaria deuda galdosiana a los melodramas de la novela por entregas, de la que Ayguals de Izco fue el inventor. En su ensayo

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“Being There”, Jo Labanyi analiza la forma en que ambos autores se subscriben al proyecto realista en la manera en que representan lugares y eventos históricos para producir una conexión emocional entre el lector y esos mismos espacios transitados por los personajes de sus novelas. En uno de los pocos estudios dedicados a Ayguals de Izco, Russell Sebold identifica al folletinista y a la novela de mediados de siglo como fundadores indiscutibles del género realista decimonónico. La vida en el Madrid contemporáneo, las brutales desigualdades entre los diferentes estamentos que conforman el espectro social, la descripción pormenorizada de lugares, el papel fundamental de la calle y del espacio urbano en el desarrollo de la acción narrativa y, especialmente, el inusitado protagonismo del desheredado como sujeto marginal que cobra centralidad plena a través de sus desplazamientos urbanos han llevado a Benítez a considerar La bruja de Madrid como un importante precedente de la novela de Galdós (55). Misericordia ha sido a menudo utilizada como documento sociológico desde el que acercarse a la sociedad española de finales del siglo xix, así como testimonio de la necesidad de reforma social para erradicar el problema de la mendicidad callejera en el Madrid de la época. Sin duda, esta novela participa de los debates finiseculares sobre el tratamiento, control y prevención del crimen y de la mendicidad. Una nutrida bibliografía se ha ocupado de la dimensión espiritual de la novela, especialmente enfocada en el personaje de Benina, su filantropía y el concepto de caridad verdadera. Pero tomamos prestadas las palabras de Julio Rodríguez Puértolas de que “esta obra encierra muchas más cosas que ese espiritualismo a lo Tolstoy del que tanto se ha hablado” (101). Aunque hay algún estudio crítico que refiere la significancia del espacio urbano en la configuración de la trama, no existe un acercamiento a la novela desde la calle como espacio de enormes implicaciones simbólicas. La calle constituye una vía excepcional para penetrar en el espacio textual de Misericordia y acercarnos a la estructura social del Madrid de fin de siglo, a la evolución del concepto de caridad, a las políticas de inclusión/exclusión que conforman el proyecto de nación moderna y a la configuración de emplazamientos y subjetividades excéntricas con una función imprescindible en la organización del entramado social.18 18  Son numerosos los estudios que se centran en la novela Misericordia desde diversas perspectivas. Baste citar el de Rodríguez Puértolas, Wright y Behiels, que, además,

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En Misericordia seguimos descubriendo los espacios físicos y metafóricos de Madrid a través de los movimientos de un sujeto doblemente marginal, mujer y mendiga, que con su “nomadic fashion”, como Gold la ha llamado (142), nos adentra a una urbe en plena transformación, al tiempo que nos hace partícipes de una serie de estrategias de subsistencia y de resistencia que, posibilitadas por el espacio formativo de la calle, conceden al sujeto marginal un poderoso margen de acción. Una de las primeras cosas que nos llama la atención es el número ingente de pobres que moran en las calles de la capital. El crecimiento urbano, la irrupción del capitalismo, la consolidación de una nueva clase media enriquecida gracias al comercio y a la propiedad inmueble y el menor indicio de dinamismo económico convierten a la ciudad en un atractivo paraíso para los pobres que hacen de su mendicidad “an urban-based profession” (Lu 8). En el contexto de un orden moral y social basado en la productividad, la mendicidad debe ser validada y reconocida como una profesión legítima y, como tal, debe tener una organización interna como factor necesario en la conformación de una sociedad disciplinaria que busca combatir el desorden. Así, el ejército de mendigos en Misericordia “se raciona metódicamente” para pedir limosna cada día, entregándose a una rutina de índole laboral según la cual “están desde que Dios amanece hasta la hora de comer... para volver con nuevos bríos a la campaña de la tarde” (Pérez Galdós, Misericordia 65). El enjambre de pobres se sujeta a unas normas que son perfectamente coherentes con la lógica de los tiempos, especialmente si pensamos en la regulación que desde 189019 reivindica la jornada proporcionan una selecta bibliografía. Entre los trabajos que han entrado en la novela por vía de su dimensión espiritual, destacan Glannon, Penuel y Sinnigen. De los que se han ocupado de la cuestión espacial es fundamental el ensayo de Gold, que propone una lectura de Misericordia desde la implementación de prácticas disciplinarias sobre sujetos errabundos y marginales que ocupan, en palabras de la autora, “a veritable no-(wo)man’s land within the modern metropolis” (141). Sádaba Alonso analiza cómo los espacios sociohistórico, simbólico y psicológico en la novela se entretejen para configurar el Madrid de la periferia, en la que los movimientos de los personajes desdibujan una serie de valores sociales y espirituales en la España finisecular. El estudio de Fuentes Peris sobre mendicidad y caridad en Misericordia es imprescindible para entender las actitudes hacia la pobreza, los tipos de mendicidad y la asociación entre marginalidad física y moral, enfermedad y peligrosidad social en el moderno entorno urbano. 19  Este año empieza a celebrarse el Primero de Mayo, fecha en la que los sindicatos anarcosindicalistas convocaron una huelga general para demandar diferentes

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laboral de ocho horas, así como la Ley del Descanso Dominical, presentada en el Congreso en 1890, aunque no fue aprobada hasta 1904. Tal regulación muestra que, como representantes de obreros y proletarios en una novela de un Madrid sin industria, los mendigos jugarían un papel fundamental en los orígenes de la organización obrera (pensemos en la fundación del Partido Socialista Obrero Español de Pablo Iglesias en 1879 y de la Unión General de Trabajadores en 1888), así como en futuras acciones revolucionarias. En efecto, la actividad diaria del grupo de mendigos y su situación es equiparable a la de los trabajadores, aquellos que “amontonados en la fábrica, viven en ellas organizados militarmente... simples soldados de la industria, en la que existe una jerarquía completa de diversos jefes atentos a su vigilancia” (Marx y Engels, Manifiesto comunista 45). Nótese el paralelismo entre estos soldados de la industria y el “ejército de combatientes” que lucha diariamente en el “terrible campo de batalla”, esto es, en la calle (Pérez Galdós, Misericordia 65). El mundo laboral de la mendicidad reproduce estructuras sociales en las que cada sujeto ocupa su espacio físico y su posición, porque, como nos dice el mismo narrador, “Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo” (73). Como todo negocio rentable, la mendicidad engendra un alto nivel de competitividad y la única manera de asegurar el buen funcionamiento de esta empresa callejera es mediante el establecimiento de una estricta jerarquía: las relaciones interpersonales y laborales entre los mendigos están regidas por “el principio de distinción capital” (73), a saber, por “la fuerza invisible de la anterioridad” (74) la cual regula los privilegios de cada uno. Así, las viejas y las antiguas “disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no tenían más remedio que conformarse” (73). Esta jerarquización tiene una manifestación espacial: Eliseo Martínez, la persona de más autoridad en la cuadrilla, gozaba del privilegio de pedir a corta distancia de la iglesia, mientras que las mendigas más antiguas ocupaban los mejores puestos y tenían el derecho “de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita” (74), lo que les asegura una renta fija y cómoda.

reivindicaciones sociales y laborales a favor de las clases trabajadoras, una de las cuales era precisamente la jornada laboral de ocho horas.

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Además, todo contrato laboral está construido sobre una relación de subordinación desigual y dependiente entre un jefe que paga —don Carlos, representante de la burguesía, quien con rutinaria costumbre acude a rezar cada día con su cartucho de monedas con las que “sabe cumplir y paga lo que debe” (72)— y el trabajador que recibe el sueldo —la pobretería, que se aglutina en las puertas de la iglesia para recibir las perras—. Porque, a pesar de constituir una actividad milenaria, la mendicidad como empleo privativamente urbano se ha impregnado “with the values of the new industrialized society” (Fuentes Peris, Torquemada Novels 23). Si en términos tradicionales los pobres eran percibidos como representantes de Cristo y la obra caritativa era una forma de acercarse al mismo, en los tiempos modernos don Carlos, ejemplo viviente de la hipocresía burguesa, actúa como un Torquemada redomado que se sirve de la caridad para asegurarse un lugar en el cielo y expiar sus culpas.20 La mendicidad pone de manifiesto que cada individuo tiene un valor en el moderno ambiente urbano, y la calle, como unidad básica del mismo, será el escenario en la que el sujeto se exponga a la transacción económica y gane, bien un pedazo de cielo, bien un sustento para sobrevivir en la tierra. Estos actos de caridad que benefician al rico son, por supuesto, posibilitados por la fijación y control del mendigo. La puerta de la iglesia en la que se agolpan los pobres funciona como una concentración de marginales, un punto fijo que facilita su vigilancia, así como la predicción de posibles acciones subversivas. En la terminología de la época, esta concentración equivaldría a “situar al mendigo en los límites de la relación paternalismo-clientelismo” para, de este modo, utilizar la pobreza como “factor de estabilidad social” (Bahamonde 165) frente a la alteración del orden que supondría la movilidad y desviación del sujeto mendicante. La distinción entre mendigar en la puerta de la iglesia o en la calle, entre el mendigo fijo o ambulante, determina la potencial peligrosidad del sujeto y estaba bien documentada en la prensa de finales de siglo: “Los hay de puesto fijo, que tienen establecidos sus reales en determinados sitios, donde cuentan con una parroquia más o menos numerosa, y ambulantes o callejeros, que recorren todos los días las 20  Ver Sádaba Alonso (71) para un análisis del movimiento de don Carlos en el interior de la parroquia de San Sebastián en el marco de estas relaciones materialistas que predominan en el moderno universo urbano.

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calles y paseos de mayor concurrencia, haciendo generalmente buen negocio” (La Época, 25 de marzo de 1881). El mendigo profesional opta por pedir en las puertas de la iglesia como “salida fácil y desahogada a una situación económica precaria”, convirtiendo la mendicidad en una “auténtica pequeña industria especulativa” (Bahamonde Magro y Toro Mérida 358). En Misericordia, Eliseo intentará convencer a Flora la Burlada de que es la mejor opción: “Señá Flora, ¿por qué no se pone a pedir en un templo, quitándose de la santimperie, y arrimándose al cisco de la religión? Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario, sin rodar por las calles, y tratando con pobres decentes” (Pérez Galdós 81). La decencia reside en la inmovilidad y en la comodidad de tener una clientela fija (don Carlos) y un sustento diario —en particular, cuatro o cinco pesetas diarias, según la alcaldía evaluó en 1899, dos años después de la publicación de Misericordia (La Época, 7 de agosto de 1899)—. Junto a la contención física, la neutralización del sujeto amenazante pasa por su conversión en un objeto que no parece sentir ni padecer: “Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, porque ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan insensible a la nieve como al calor sofocante, con su mano extendida...” (Pérez Galdós, Misericordia 66). El mendigo se ha convertido en un elemento decorativo e inofensivo del escenario urbano ante el que los transeúntes muestran total indiferencia, la cual podría explicarse por la “blasé attitude” con la que Simmel se refirió a esa mentalidad fría y desarraigada, propia de un individuo que ha internalizado la cultura materialista que lo lleva a actuar con “the head instead of the heart” (“Metropolis” 410-414). Estos mendigos nunca corren el riesgo de ser prendidos por las autoridades, pues, cercanos al “cisco” religioso —lo que según Arenal es una necesidad para reinsertar al pobre en sociedad (“Cartas obrero” 39)—, no son percibidos como agitadores del orden social, precisamente porque no forman parte de la población ambulante que “rueda por las calles” y siembra el desasosiego. Como contrapunto, está la “verdadera plaga” que “invade las calles” y preocupa a la población, como afirmará el periódico La Época (3 de octubre de 1889). Son estos “beggars in the streets” los que “could not count on being shown the tolerance displayed towards those who begged outside churches” (Fuentes Peris, “Diseased Morality” 118): la mendicidad se tolera en la puerta del templo, pero es perseguida en la calle, pues el mal no está en que haya pobres, sino en que se vean

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(Arenal, “Beneficencia” 122), y la visibilidad llega precisamente con el movimiento y la exhibición callejera. Galdós se aleja del mendigo fijo fácilmente controlable y, a pesar de abrir su novela en la parroquia de San Sebastián, donde los ricos distribuyen limosnas siguiendo formas tradicionales de practicar la caridad, apuesta por la actitud rebelde y el potencial amenazador del mendigo ambulante. La iglesia, nos dice el narrador, tiene dos caras, “como algunas personas” —humanización que apunta a la estrecha relación entre el individuo y el territorio que ocupa, inherente al concepto heideggeriano de dwelling—, “con la una mira a los barrios bajos, enfilándolos por la calle de Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la Plaza del Ángel” (Misericordia 61-62), lo cual justifica que la puerta del Norte reciba más pobres y mendigos que la del Sur, porque en aquella circula más capital económico. Ambas caras son feas, pobres y vulgares y, si bien la del Sur está presidida por una imagen de un mártir “en actitud más bien danzante que religiosa”, en la del Norte se alza la torre “de la cual podría creerse que se pone en jarras, soltándole cuatro frescas a la Plaza del Ángel” (62). Esta descripción resulta extraordinariamente ilustrativa, pues Galdós se sirve de la arquitectura de la parroquia para introducir el carácter moral, la pobreza y la fealdad de los sujetos que se agolpan en sus puertas, quienes, con una actitud danzante, por un lado, y desafiante, por otro, se convertirán en protagonistas indiscutibles del relato. Los barrios bajos se asocian a la danza, una actividad en la que las piernas juegan un papel fundamental para la expresión y representación del sujeto, igual que la acción del caminar. No en vano dirá una de las pordioseras, la Burlada, que todos los mendigos “nacen de pie” (86), remachando la importancia de pies y piernas en la configuración de su itinerario existencial. Si bien el mendigo procedente de los barrios bajos se aleja del centro religioso para adoptar una actitud danzante y soltarse en la calle, utilizando sus piernas para sobrevivir, el mendigo de la puerta del Norte mostrará una actitud de rebeldía e insumisión. En jarras, el mendigo se alzará como una torre —literal y metafóricamente— y utilizará su lenguaje corporal para alborotar y expresar su inconformismo de cara al señorío mercantil que circula en la plaza del Ángel, esto es, los “ricos miserables” ante los que habrá de plantar cara, robarles el protagonismo y “meterlos en cintura”, como anunciará el mendigo Pulido (84). Esta forma de abrir el relato subraya el papel fundamental de la calle como hábitat propio del mendigo, morador urbano, en el

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que este desarrolla tretas de resistencia que son imprescindibles en la conformación de un proyecto moderno. El poema de Matilde Cherner “La mendiga”, publicado en 1872, introduce una mujer con un hijo en brazos que “aguarda” y pide limosna en la puerta de un teatro. El cambio de emplazamiento de iglesia a teatro no resta fuerza al mensaje sobre la ineficacia de la caridad; pero, al margen de la crítica social hacia ricos y nobles que prefieren invertir en el precio de una entrada en lugar de ayudar al pobre, importa remarcar que es la fijación de la mendiga —cuyo “pie desnudo apoyado” en el “frío pavimento” sugiere la falta de actividad caminera— la que la condena a una muerte de hambre y de frío, pues es precisamente esta pasividad la que la expone a la invisibilidad e impasibilidad de las clases medias, la misma que hacía que los transeúntes ignoraran al ciego Pulido. Frente al mendigo que espera fijo la caridad del rico y el fracaso social que supone la tradicional distribución de limosna, Galdós da relevancia a la movilidad del sujeto mendicante, necesaria no solo para su supervivencia, sino también para impulsar la propia narrativa hacia adelante y dar garantía de validez a su texto. Es por ello que, a pesar de que en las primeras páginas los mendigos inmóviles agolpados en las puertas de la iglesia son introducidos con enorme detallismo, pronto esta especifidad se evapora para ceder paso a los desplazamientos callejeros del ciego Almudena y, sobre todo, de Benina, cuyo dinamismo, aparte de permitir la desviación, el cruce de umbrales y el posicionamiento en los márgenes físicos y simbólicos, hace fluir el texto.21 Desde un principio, Benina está fuertemente asociada a la calle y al movimiento. Siempre “calle arriba, calle abajo” (204), la mendiga es presentada al lector mediante una comparación directa con santa Rita de Casia, santa italiana que, como la nota a pie explica, es la “abogada de lo imposible”. Ambas figuras “andaban por el mundo 21  La pérdida de especificidad nominal es parte de un proceso catalizado por la modernidad que disuelve la identidad en el anonimato y la impersonalidad. En La bruja de Madrid, Inés es continuamente referida como “mujer”, “infeliz”, “desventurada”, “pordiosera” o “pobre mujer”, símbolo de la materialidad que domina las relaciones interpersonales en un universo urbano que, como Ramos ha señalado, “ha entrado ya en la configuración de la mente moderna de tal modo que su especificidad deja de ser relevante” (“Entre el organillo” 141). Del mismo modo, el mendigo de Misericordia se contagia de la falta de especificidad humana y la figura concreta —Eliseo, Pulido, Señá Casiana, Flora la burlada— pronto desaparece en un colectivo de “cojos”, “mancos” y “lisiados” (Pérez Galdós 75).

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en penitencia” (77), lo que identifica el elemento móvil como parte inherente y necesaria de un personaje, el cual, sirviéndose del cuadro moderno de acción, busca transformar la situación social y erigirse como agente de cambio. Para ello, Benina se alzará como una santa que, evadiendo toda sujeción, desmantelará el orden religioso tradicional para proponer formas alternativas de socorrer al desheredado, a saber, desplazándose hacia los márgenes y concediendo visibilidad a su miserable situación social. Benina sigue los pasos de otro mendigo galdosiano, Nazarín, el sacerdote que, en un estado de perpetuo movimiento, trasciende las paredes de la iglesia para acercarse a Dios en las calles urbanas, donde tomará posición del lado del desfavorecido y configurará una identidad cada vez más descentrada desde un punto de vista mental, físico, económico y político. Si la circulación caracteriza la transición del sistema feudal al capitalista, retomando las palabras de Marx y Engels, como el personaje más movible de la narración, Benina personifica ese paso a una sociedad cuya marca identitaria es el perpetuo movimiento. En este sentido, no sería exagerado afirmar que la mendiga es “capital personified”, por utilizar la elaboración que Moretti hace de la noción de Marx (146): en primer lugar, capital como dinero, porque Benina encarna un emergente discurso económico que mediatiza todas las relaciones urbanas a la luz de las transformaciones socioeconómicas impulsadas por el capitalismo industrial. En segundo lugar, como personificación de la capital, esto es, la ciudad de Madrid, puesto que no solo la supervivencia del mendigo depende de la calle, sino que tampoco puede entenderse el itinerario existencial de Benina sin atender a su trayectoria urbana. Cada día, Benina se echa a la calle y deambula de un sitio a otro para encontrar una “perra chica” con la que poder mantener a doña Paca y sus hijos, representantes de la clase media empobrecida, y al ciego Almudena, conectando así con sus desplazamientos distintos mundos sociales. Su presencia en la calle es definida en términos activos y dinámicos, a la par del ritmo frenético y agitado de la experiencia urbana moderna: a menudo “vuela” por las calles (Pérez Galdós, Misericordia 94), va “como una flecha” (96) y “corre como una exhalación” (153) para trapichear, adquirir víveres, empeñar ropa y canjear objetos materiales por dinero. En términos bourdieuianos, Benina traduce su presencia callejera en capital económico, el cual le servirá a su vez para adquirir un capital social que es esencial “to produce and reproduce lasting, useful relationships that can secure material or symbolic

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profits” (Bourdieu, “Forms” 111), unas relaciones que, a su vez, le permiten “formar nuevo fondo y capital nuevo” (Pérez Galdós, Misericordia 116). En la calle de la Ruda Benina tiene “buenas amistades y relaciones, y con poquísimo dinero, o sin ninguno a veces, tomando al fiado, adquiría huevos chicos, rotos y viejos, puñados de garbanzos o lentejas, azúcar morena de restos de almacén, y diversas porquerías que presentaba a la señora como artículo de mediana clase” (116). Las relaciones sociales pueden ser reales o ficticias: no olvidemos que, en el plano de la fantasía, Benina fabrica al cura don Romualdo y, con él, una mentira a través de la cual el personaje construye una identidad diferente y una actividad urbana paralela que le permite ganar dinero a cambio de su trabajo en lugar de mendigar, lo que demuestra que ha internalizado la ética del trabajo en la sociedad industrializada. La escena en la que Benina deambula desesperadamente en busca de un duro para poder alimentar a doña Paca por las calles de San Sebastián, Atocha y las Urosas hasta llegar a la plaza del Progreso, donde se encuentra la estatua de Mendizábal,22 captura a la perfección la identidad del mendigo como capital personified y es altamente significativa para ilustrar la circulación del capital en la capital, en cuyas calles la gente va y viene activamente, poseídos por la fantasmal presencia del dinero, una escena que nos llega a través de la mirada activa de la mendiga: Con ese mirar vago y distraído...veía pasar por una y otra banda del jardín gentes presurosas o indolentes. Unos llevaban un duro, otros iban a buscarlo. Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos haraposos importunaban a los señores. Con rápida visión, Benina pasó revista a los cajones de tanta tienda, a los distintos cuartos de todas las

22 

El hecho de que la estatua de Mendizábal presida esta escena en la que Benina pide dinero al ciego Almudena es significativa. Símbolo de la secularización y de la transferencia de la propiedad privada de acuerdo a prácticas capitalistas modernas, la presencia de este personaje nos transporta a un momento histórico marcado ya por una mentalidad de compra y venta, y apunta a un desmantelamiento del orden religioso a favor del económico. Aunque aún existen a finales del xix elementos precapitalistas como los Torquemadas usureros y prestamistas, lo religioso es permeado por lo material hasta el punto de ser desplazado por este.

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casas, a los bolsillos de todos los transeúntes bien vestidos, adquiriendo la certidumbre de que en ninguno de aquellos repliegues de la vida faltaba un duro. (90)

La omnipresencia del dinero en las calles es abrumadora, pues la moneda en la sociedad capitalista “posee la propiedad de apropiarse de todos los objetos” (Marx, Manuscritos 177), así como de todas las mentes, que tornan indolentes, una vez más, como resultado del dinamismo e impetuosidad de lo imprevisto y lo imprevisible que introduce la vida moderna. Aquel que, incapaz de adaptarse, no pueda desarrollar la requerida “amount of consciousness” (Simmel, “Metropolis” 410) exigida por el ritmo de vida de la metrópolis —o, lo que es lo mismo, aquel a quien no le importen los duros— será eliminado de la misma y solo podrá circular por la calle en un carro fúnebre camino al cementerio. Tal y como la mirada de Benina nos hace partícipes, la figura del mendigo es un componente esencial en este cuadro de la vida moderna, pues, como personaje esencialmente callejero, el mendigo lleva a cabo su actividad laboral en busca del duro que le permitirá sobrevivir en el universo urbano, contribuyendo de esta manera al intercambio y circulación de capital en la capital. En esta acción, es la calle la que visibiliza la presencia y circulación de todos esos mendigos haraposos que importunan a los señores, sin los cuales el proyecto de nación moderna (el cual debe incluir a los ciudadanos soberanos, pero también a los miserables y marginados) no podría avanzar —no en vano, esta escena se produce en la plaza del Progreso—. Como espacio ecuménico, la calle es un lugar incluyente y abierto en el que no existen fronteras de clase (en la misma plaza coinciden el mendigo y el señor) ni de género (Benina se exhibe en compañía de Almudena). La relación entre Benina y Almudena sirve para ilustrar el desvío geográfico y social de la mendiga, el cual es impelido por un movimiento centrífugo que la lleva a alejarse del centro y de la estabilidad que este conlleva. En numerosas ocasiones varios personajes recuerdan a Benina que “andar con un moro” (Pérez Galdós, Misericordia 294) —nótese la fusión de ambas acciones, andar y tratar con compañías indecentes, bajo el mismo discurso de la desviación y la marginalidad— es motivo de “perdición” (281) a los ojos de la sociedad, que ve la relación de Benina con el moro ciego como un alejamiento de “los sanos principios” (297), esto es, aquellos que prohíben que una

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mujer soltera ande en compañía de un hombre extranjero, epítome de la marginalidad física, social y geográfica. Africano de orígen, de una “fealdad expresiva”, Almudena es ciego, pobre y lleva una vida vagabunda, pues carece de morada (88), lo que hará que su peripecia narrativa esté marcada por sucesivas evasiones de toda significación en el espacio textual, así como de toda fijación en el urbano. Amante de “la ruda intemperie” (229) y original de un cantón del Sahara occidental, al sur de Tanezruft, el mismo personaje nos informa de que “se había fugado del hogar paterno... lanzándose a correr mundo” (145). El abandono del domus y la entrega a una existencia nómada subraya la posición de permanente dislocación del personaje, que es síntoma mismo de su peligrosidad. Almudena vendría a representar “toda la inmundicia” de “cojos, tullidos y ciegos” que de Europa “han venido a España”, como dirá el historiador Antonio Rumeu de Armas (504), una idea heredada del xviii, cuando, en un intento de modernización y de preservación de la identidad nacional, los Borbones caracterizaron a los extranjeros como pobres y vagabundos y, con ello, convirtieron la movilidad en un posible acto de espionaje a favor de potencias enemigas (Álvarez-Uría, Miserables y locos 35). El peligro viene del exterior, lo que, en nombre de la unión y seguridad nacional, justificaría la persecución y encierro de los que se identifican con los márgenes geográficos y sociales. Benina es consciente del riesgo social que conlleva su relación con el extranjero, pero no por ello dejará de exhibirse con él en las calles del centro urbano hasta el final de la novela al tiempo que reafirmará su subjetividad periférica al desplazarse a los márgenes geográficos en busca de este sujeto elusivo. En un viaje que la conduce hacia el sur, fuera del “riñón de Madrid”, esto es, del ensanche aprobado por Real Orden de 19 de julio de 1860, Benina se dirige al barrio de las Cambroneras en busca de Almudena, un destino más que apropiado para un personaje asociado con la marginalidad física y social.23 A medio

23  Ubicado entre el Puente de Toledo y el río Manzanares, este barrio fue objeto de interés de numerosos escritores, que recrearon el abandono de este rincón geográfico y de los que en él vivían para someterlo a crítica. Blasco Ibáñez se referirá en La horda a esa “sociedad independiente” que habita en las Cambroneras, compuesta de gitanos que comparten espacio con animales (278). Baroja también describirá las Cambroneras como un mundo de mendigos y miserables que viven “peor que en el fondo de África” (Hojas sueltas 331).

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camino entre el mundo natural y el social, la actividad andariega de Benina bosqueja los entresijos y las futuras vías de este barrio a medio urbanizar, con calles llenas de empedrados y baches que, por un lado, dejan asomar un Madrid pintoresco y alegre, dominado por “los verdes márgenes del río” y por “desiguales taludes y terraplenes arenosos donde nacen silvestres espinos, cardos y raquíticas yerbas”, y, por otro, casas antiquísimas que “ofrecen el conjunto más irregular, vetusto y mísero que en arquitectura urbana o campesina puede verse” (Pérez Galdós, Misericordia 225, 227). La marginalidad de esta zona urbana corre paralela al aislamiento y el tipo de seres que la habitan: junto a los “montones de basura, residuos, despojos y desperdicios de todo lo humano” (91), esta área acoge a “chiquillos harapientos, gitanas viejas, mendigos, pobres... burros y cerdos” (226-227); es decir, las capas más bajas de la población, solamente comparables a los animales que la ciudad, como si cediera a una fuerza centrífuga, expulsa de su seno hacia el exterior porque en su interior no hay espacio para ellos ni para su pobreza. En el itinerario a pie de Benina se desdibuja una crítica social por el abandono y el estado lamentable de esta “planned and readable city” (De Certeau 93) diseñada por arquitectos, ingenieros, reformistas urbanos del Madrid isabelino, del sexenio democrático, de la Restauración y, en definitiva, el Gobierno que no se ocupa de las condiciones higiénicas de habitabilidad de las clases populares y que no puede conceder a Madrid la imagen de moderna capital soñada, capaz de incluir y acomodar a los distintos estratos sociales de la población. Son los pasos de la mendiga los que construyen un Madrid que da cabida a un mayor número de voces y a una mayor diversidad social y política al llevar visibilidad y centralidad a estas bolsas de pobreza, a esa otra “migrational city” (93), invisible para muchos, que necesita ser sacada de la oscuridad para ser atendida. Este viaje “en declive” (Pérez Galdós, Misericordia 225) por parte de la mendiga supone una actualización de su trayectoria espacial y social, al salirse del perímetro de la ciudad y mezclarse con el foco de vaguería, criminalidad e indigencia que habita en las Cambroneras, con el correspondiente grado de libertad que dicha actualización le concede. En efecto, cada vez que Nina se echa a la calle tiene ante sí una serie de opciones y posibilidades (qué calle tomar, a qué hora salir, qué barrio cruzar, en qué esquina mendigar) que, bajo la forma de caminares físicos, devienen en actos de desviación simbólicos, bien capturados por los diferentes “rumbos” que toma el personaje,

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término que se repite en el texto.24 Muchos de estos rumbos se manifiestan en el frecuente cruce de puentes y puertas que dan entrada o salida a la ciudad. En su discurrir urbano, la mendiga cruzará Puerta Cerrada y Puerta de Toledo, al sur de la ciudad, y la Puerta de San Vicente, en el noroeste. Siguiendo la conceptualización que Simmel hace de la puerta como elemento gracias al cual “a fragment of space is unified and separated from the rest of the world” (“Bridge” 65), estas puertas servirían para delimitar el perímetro del viejo Madrid histórico y separarlo de la periferia geográfica con su peculiaridad periurbana, itinerante y marginal. Con su libre traspasar en ambas direcciones, los pasos de la mendiga no solo avisan de la cercanía y el acecho de esta realidad social que los escritores de la época no pueden ignorar, sino que también vendrían a interrumpir la discontinuidad entre territorios socialmente espacializados, funcionando de puente conector. Individuo y territorio intersectan y la figura de la mendiga se hace eco de la función instrumental de la calle, la de conectar dos puntos en el espacio. Como representante de la amenaza de permeabilidad que hace peligrar la integridad del centro, Nina problematiza la existencia de categorías fijas, del mismo modo que, en el proceso de enunciación, la obra literaria redefine sus propios límites entre lo normal y lo desviado y desdibuja toda línea de demarcación. Al hilo de esta asociación, el acto de caminar y de enunciación de la narrativa, puede decirse que los cruces, ascensos y descensos de Nina por los terrenos del arrabal son equiparables a los paseos del propio Galdós en pleno proceso de escritura de la novela, quien acostumbraba a “flanear de calle en calle observando escenas y tipos”, tal y como él mismo nos cuenta en el prefacio a la edición de 1913:

24  Un ejemplo de tal desviación serían las salidas nocturnas, prohibidas para el mendigo, pues, como el mismo narrador señala al comienzo de la novela, “al caer la noche se retira el ejército, marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso” (65). Benina incumple voluntariamente las reglas al mentir sobre sus salidas —“salía por la noche, pretextando tener que llevar un recado a la niña”— y ocultarse tras un viejo velo negro, “para entapujarse la cara” (250), una táctica que Fuentes Peris atribuye a las dificultades de la vida mendicante, que obligan al individuo a disfrazarse para implorar caridad pública (“Diseased Morality” 118), pero que debe verse también como una acción agencial por parte del sujeto que no quiere ser descubierto al saltarse las normas.

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En Misericordia me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria... en algunos casos merecedora de corrección. Para esto hube de emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur de Madrid. (5)

El movimiento espacial de personaje y creador impulsa la evolución de la escritura del narrador, produciéndose, de este modo, la construcción del espacio urbano al tiempo que la del textual. El pasear de Benina en busca del ciego constituye una forma indirecta de escribir espacio, del mismo modo que la pluma de Galdós construye un Madrid simbólico mediante el lenguaje y la imaginación desde el que nos invita a mirar, conocer y criticar la abandonada situación del arrabal madrileño. Como los pies de Benina, la pluma de Galdós “organizes places through the displacements [it] describes” (De Certeau 116) y nos conduce por diversos territorios físicos y metafóricos, fomentando la inclusión de espacios sociales segregados dentro del discurso literario y disolviendo los límites entre el adentro y el afuera, el centro y la periferia. Es esta habilidad para cruzar y disolver límites la que apunta al potencial del texto como vehículo de construcción y negociación de subjetividades modernas, capaces de desplegar un abanico de estrategias de resistencia que los identifica como sujetos agentes con capacidad de acción propia. Al inicio del relato, el narrador afirmaba que Nina “nunca formuló protesta” y era “bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión”, la cual es recalcada por la falta de “uñas de cernícalo” que poseen el resto de los mendigos (Pérez Galdós, Misericordia 76-77). Sin embargo, Benina pronto se aleja de esta imagen dócil y desarrollará una “presteza imaginativa” (119) para resignificarse como personaje impredecible con enorme capacidad “para forjar y exponer mentiras” (98), revelando, igual que hiciera la bruja, una capacidad de reflexión que, además, germina en la calle, donde el personaje escapa para pensar, planear y urdir las estrategias que le ayudarán a sobrevivir cada día. Esta liberación del yugo de la autoridad es percibida por la clase media como un peligro a ser contenido. Así mismo lo advierte doña Paca: “Hay que ponerte siempre a distancia, no dejarte salir de tu baja condición, para que no te desmandes, para que no te subas a

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las barbas de los superiores” (219). El miedo es expresado con terminología espacial y con una oscilación dialéctica entre polos opuestos, unidos por el lazo del desmandamiento, esto es, el desorden y la revocación del mandato: la necesaria distancia que marca el destierro de los marginados, acortada por el mendigo a través de sus desplazamientos horizontales que cruzan puertas y puentes, es complementada por el miedo ante los movimientos verticales que acercarán al miserable de los bajos fondos al poderoso de las escalas superiores y lo llevarán, por tanto, a ocupar un lugar que no le pertenece desde la perspectiva burguesa. Lejos de amedrantarse, Nina se aferrará a este patrón de empoderamiento, el cual cobra su punto más algido al final del relato, cuando, tras su apresamiento, encerramiento y calvario de vuelta a la libertad, demuestre haberse soltado de todo lazo de dependencia y haberse emancipado de cualquier dominio. Nina vendría a representar lo que Nancy Armstrong ha llamado “a modern secular morality”, la cual, posibilitada por la novela y accionada por un “assertion of pure individuality”, lleva al sujeto a trascender cualquier orden económico, ideológico o social “to confront and oppose established systems of value” y demandar un orden social más flexible y heterogéneo que incorpore “excluded elements” (349-351). Así, desde sus desviaciones físicas, la mendiga abre nuevos espacios simbólicos que conformarían un nuevo orden, moderno y secularizado, no estructurado en torno a una autoridad superior, sino “predicated upon an individuated and self-conscious subjectivity”, como Felski ha definido la modernidad como actitud filosófica (13). Ahora bien, en aras de las múltiples paradojas que perfilan la modernidad, importa señalar que, si bien el proyecto moderno se cimenta sobre la libertad individual y la capacidad de razonamiento del sujeto, también implica la necesidad de dominación de aquellos que se rebelan y atentan contra el statu quo. Será por ello que el texto despliegue una serie de estrategias de sujeción del sujeto errabundo, primero, a través de iniciativas privadas25 que más adelante trascenderán al

25  Las iniciativas privadas estarán personificadas en la figura de don Carlos, representante de la clase pudiente interesada en mantener el orden social. El libro de contabilidad que este personaje entrega a Benina para que apunte “todo lo que entra y sale” de la casa de doña Paca (152) constituye una forma simbólica de controlar al personaje errante, un control espacial bien indicado por los verbos activos entrar y salir, pero disfrazado bajo un discurso económico que atribuye una importancia esencial al

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ámbito de lo público bajo la forma de guardias de seguridad y rondas de vigilancia, que intentarán contener por todos los medios al mendigo y quitarlo del medio. Una de las primeras medidas de control del espacio público es la expedición de licencias para trabajadores que hubieran sufrido alguna enfermedad o accidente laboral, así como los aquejados por problemas de vejez (Bahamonde y Toro 357-358). Tal como un bando del alcalde de Madrid prescribía en 1884, el mendigo puede pedir limosna en la calle, pero solo con el permiso del ayuntamiento, mediante la exhibición de “un distintivo” con un número y una incripción que “a la vista del público” lea “mendicidad... para no ser confundidos con los que carezcan de él” (Bahamonde 180). El mendigo puede exhibirse en la calle, pero solo podrá circular dentro de los moldes de la cultura de la pobreza, que nutre las relaciones de subordinación y que presupone el sometimiento a estas por parte del subyugado. La placa identifica y sujeta por medio de la adscripción de los cuerpos a un espacio geográfico concreto, pues el rótulo no permite un uso libre de la calle, sino que el sujeto puede mendigar solo a ciertas horas y en ciertas calles. En otras palabras, el Estado moderno se forma a partir de la sujeción de voluntades y necesita de la apropiación y participación de los cuerpos socialmente marcados como excluidos, y, por ello, anormales, por medio de distintivos. En esa mecánica del poder a la que se refiere Foucault, la disciplina de los tiempos modernos fabrica cuerpos ejercitados (en términos de utilidad, pues el andamiaje de la mendicidad asegura el orden público) y sometidos (en términos políticos de obediencia, pues la licencia requiere un permiso, una evaluación, y, una vez otorgada, podrá ser retirada si el sujeto no cumple las disposiciones) (Vigilar 141-142). Pero la misma táctica de control deviene en feroz disidencia cuando el mendigo traspase las fronteras de la legalidad y se configure como una subjetividad menos dócil. Benina y Almudena mendigan por las ahorro individual como base del progreso nacional. Asimismo, bajo el pretexto de las duras condiciones invernales, don Carlos le pedirá al ciego Pulido que se aparte de los exteriores de la iglesia y se vaya adentro, una solicitud a la que el mendigo se niega rotundamente, apelando a un determinismo ambiental que lo hace resistente ante la adversidad: “Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejor se está aquí con la ventisca, que en los interiores, alternando con esas viejas charlatanas, que no tienen educación...” (68-69). Ante el intento de confinación, el mendigo se resiste con entereza, anunciando así la creación de resistencias fructíferas y, con ellas, de nuevas subjetividades que buscan en la calle nuevos espacios de representación.

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calles sin licencia como forma de evasión a toda fijación impuesta por el poder disciplinar de un sujeto marginal que se niega a ser “identified or labelled” (Fuentes Peris, “Diseased Morality” 120). Para el mendigo que circula sin licencia, el Estado ofrece una última posibilidad de centralización por medio del recogimiento. Así mismo lo advierte un guarda de seguridad: “Lo que deben hacer ustedes es dejarse de andar de vagancia por calles y caminos, donde todo es ajetreo y malos pasos, y ver de meterse o que los metan en un asilo, la señora en las ancianitas, el señor en otro recogimiento que hay para ciegos, y así tendrían asegurado el comer y el abrigo por todo el tiempo que vivieran” (Pérez Galdós, Misericordia 248). Ante estas dos opciones, que Arenal expresa en términos simples de “sujeción” o “libertad” (Pauperismo 1: 394), ambos mendigos anteponen su prurito de independencia y, por tanto, la reafirmación de su subjetividad marginal y errante.26 Sin hacer cuenta

26 

Los periódicos de la época contribuyeron enormemente a fabricar una narrativa cultural y social con el fin de animar al mendigo a buscar socorro, término que en la época era sinónimo de reclusión (Arenal, Pauperismo 1: 394), bajo un discurso alarmista construido sobre el andamiaje del miedo que recurría en ocasiones a la exageración e idealización del espacio del asilo. La Voz de la Caridad es un claro ejemplo de ello: Si los mendigos comprendieran las ventajas y utilidades que en estos asilos pueden encontrar, solicitarían ellos mismos su admisión. El mendigo que recorre las calles y plazas y va de puerta en puerta implorando la caridad, apenas reúne lo indispensablemente necesario para el cotidiano alimento... cuya adquisición le obliga a recibir sobre sí las lluvias y nieves, el calor y el frío, y los desprecios e injurias que la corrupción de costumbres le prodigan. Por el contrario, el acogido en estos asilos cuenta con habitación en que recogerse, con un alimento seguro, sano y abundante, sin tener que pasar vergüenza de pedirlo, disfrutando de comodidades, de que a veces carecen las personas de regular posición, tratado con esmero y dulzura, siendo su única carga el trabajo en ciertas horas y proporcionado a sus fuerzas que lejos de serle perjudicial, prolonga sus días y aumenta su salud... Fuera de estos establecimientos sólo puede esperar el completo abandono y soledad. (15 de agosto de 1874, 165-166) Recuerda este discurso tremendista a la oferta de comida y habitación por parte de Eduardo a la bruja de Madrid, una iniciativa privada que hacia finales de siglo es asumida por el Estado y que tiene el objeto de convertir al sujeto en “elemento de prosperidad”, como afirmaría el mismo periódico. Sirven estas propuestas para subrayar la naturaleza insumisa de los protagonistas marginales, quienes escapan a una transformación social acorde a los guiones establecidos por el poder, una evasión necesaria para que el siguiente paso en la trayectoria errante sea más aleccionador (la muerte en el caso de Inés y el recogimiento para Nina y Almudena).

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de las amenazas y el riesgo que corren, Benina saldrá a pedir en San Justo y Almudena hará lo propio en la calle del Sacramento, en pleno centro de Madrid, lo que hace que sean apresados por las autoridades: [...] Se apareció un individuo de la ronda secreta que, empujándola de mal modo, le dijo: ‘ea, buena mujer, eche usted a andar para adelante...’. —¿Qué dice? —Que se calle y ande... —¿Pero a dónde me lleva? —Cállese usted, que le tiene más cuenta... ¡Hala! A San Bernardino. —¿Pero qué mal hago yo... señor? —¡Está usted pidiendo!... ¿No le dije a usted ayer que el señor Gobernador no quiere que se pida en esta calle? —Pues manténgame el señor Gobernador, que yo de hambre no he de morirme, por Cristo... ¡Vaya con el hombre! —¡Calle usted, so borracha!... ¡Andando digo! —Yo no soy criminala... Yo tengo familia.27 Ea, que no voy a donde usted quiere llevarme... ¡Ser llevada a un recogimiento de mendigos callejeros como son conducidos a la cárcel los rateros y malhechores! (254-255)

Como ya hiciera Inés durante el motín en pleno centro, Benina se erige sujeto emisor de una queja callejera, la cual es ahogada por el cuerpo disciplinar del Estado por medio del insulto, el silenciamiento y el posterior encerramiento. Aparte de constituir su espacio de subsistencia, el mendigo se sirve de la calle como espacio ecuménico de representación, enunciación y protesta donde gestar y reafirmar una conciencia social y política, y en dicho espacio se establecen dinámicas del poder y la resistencia que convierten a este escenario ficcional en privilegiado para alterar la realidad circundante. La calle, terreno adverso de las instituciones (Merrifield 87), se revela fundamental en la negociación de formas alternativas de hacer política, así como en la construcción de la subjetividad insubordinada, la cual deviene mediante lo que Lefebvre llama “contestation”, esto es, “one way ‘subjects’ express themselves, ceasing to be ‘objects’” (Explosion 67): el mendigo tiene hambre y la beneficencia es claramente insuficiente para resolver el problema de la carencia, el desempleo y la falta 27  Siguiendo los pasos de Inés, Benina personifica la estrecha relación itineranciacriminalidad-pobreza al apelar al elemento familiar como raigambre desde la que mostrar su adhesión a un territorio físico y social y así evadir el encarcelamiento.

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de educación de las clases populares. Como también ocurriera en el caso de Inés, los gobernantes intentan aplacar el hambre y la voz de la población ambulante por medio de un “rough treatment” bastante común en la época (Callahan 14), un acto de violencia física pero también simbólica, pues logran acallar la voz disidente mediante el (ab) uso del arma de resistencia del marginal, esto es, el acto de caminar. La treta del defensor del orden para enfilar al mendigo por el buen camino consiste en obligar a Nina a “andar hacia adelante”, pero, en esta ocasión, su desplazamiento no la conducirá a la libertad ni a la dispersión, sino a la reclusión. La centralización social perseguida por el recogimiento queda bien capturada por el itinerario geográfico por el que conducen a Benina. Flanqueada por los polizontes, la mendiga es recogida en la calle de San Justo, en las inmediaciones de la plaza Mayor, y de ahí es conducida hacia las Caballerizas, ubicadas entre la calle de Bailén y el paseo de San Vicente, esto es, hacia los límites occidentales de la ciudad. De ahí, el grupo de pobres subirá por la calle de Bailén hasta la plaza de San Marcial (hoy de España) para seguir ascendiendo por la calle de Reyes hasta la de San Bernardino, donde se encontraba el asilo, en la linde del centro urbano. Pero este asilo constituye simplemente una parada transitoria en la trayectoria centralizadora del mendigo, cuyo destino definitivo es El Pardo, “el Paraíso a donde son llevados los angelitos que piden limosna sin licencia”, como le dirá el hijo de doña Paca a Ponte (Pérez Galdós, Misericordia 281), ubicado en el norte de Madrid, fuera de los límites de la ciudad.28 Porque la centralización social pasa por la marginación geográfica, siguiendo la espacialización social característica del proyecto urbano moderno en el que las clases medias quieren a los social y económicamente marginados lejos, recluidos en la periferia geográfica (Juliá, “Madrid” 367). El encierro de Benina y Almudena concede categoría estética a la legislación contra el vagabundeo que se

28  Se refiere al asilo de mendicidad de San Bernardino, abierto el 18 de septiembre de 1834, y los asilos de El Pardo, compuestos por el de San Juan, inaugurado el 24 de junio de 1868 para hombres y niños, y el de Santa María, para mujeres y niñas, inaugurado solo unos días más tarde. La contención a la que estaban destinados estos espacios sería complementada por la Ley de Vagos de 1845 y las ordenanzas municipales de años sucesivos, las cuales prohibirían la mendicidad y permitirían la recogida de mal entretenidos por parte de las autoridades.

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viene aplicando desde 1884, tal y como recoge una circular del gobernador civil al alcalde de Madrid: En uso de las facultades que me competen y en el propósito de concluir, o aminorar al menos el lastimoso espectáculo que proporciona a esta culta población, el extraordinario número de mendigos que a toda hora invaden las calles y sitios públicos, he determinado la recogida de los mismos... He dispuesto crear una ronda especial de 20 hombres y un jefe, encargados de la recogida de los mendigos, los cuales serán conducidos en calidad de detenidos y a disposición del Excmo. Sr. Alcalde, al Asilo de San Bernardino. El Director de dicho establecimiento benéfico, cuidará de clasificarlos y el médico del mismo, los reconocerá debidamente, a fin de que sean conducidos a los Asilos del Pardo, los hijos de Madrid y su provincia a los hospitales, los enfermos o que resulten imposibilitados para el tránsito, y a los pueblos de sus respectivas naturalezas los restantes, en condiciones especiales que tendrán lugar dos veces por semana. (En Bahamonde y Toro 370)

El hecho de que los mendigos sean recogidos “en calidad de detenidos” valida los lamentos de Nina ante su detención como “una criminala”, una identificación remarcada por el uso del término corchetes para referirse a los hombres que la prenden, que, como el diccionario explica, son agentes de justicia encargados de prender a los delincuentes. Como ha señalado Tsuchiya, “the fact that beggars and the homeless are imprisoned on the same premises as hardened criminals shows that all those who live on the margins of society are interchangeable in their threat to the social order” (“Peripheral Subjects” 203). El hospicio posee la misma utilidad que la cárcel en tanto ambos encierran al sujeto marginal, neutralizan su peligro y lo transforman socialmente. Sin embargo, el encierro solo servirá para reafirmar la identidad insumisa y elusiva del mendigo, quien sigue haciendo alarde de una capacidad de acción propia de una moderna subjetividad periférica. El intento fallido de confinamiento es percibido por el Estado como una manifestación perversa “of the individual beggar’s refusal to accept his social, religious and economic obligations toward society” (Callahan 22), pero también debe ser leído en el contexto de un deficiente sistema de asistencia y de la inferioridad económica, industrial y cultural de una nación que no ofrece esperanza alguna al elevado número de indigentes que se acumulan en sus calles. Tras ser liberados del Pardo

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con ayuda de un conocido, Nina y Almudena emprenden un viaje de vuelta a Madrid, para el que cruzan la línea del puente Viveros, paso histórico que cruza el Jarama en el nordeste de la ciudad y uno de los accesos principales a Madrid. El cruce de esta línea en dirección a la urbe por parte de dos cuerpos cuyo “lastimoso estado” los marca más que nunca por el distintivo de la pobreza sirve para conceder validez a la noción foucaultiana de norma a partir de la existencia de un límite susceptible de ser cruzado, así como para identificar a los mendigos como entes desplazados y siniestros que abandonan la periferia adonde pertenecen para dejarse ver en avenidas tan céntricas como la Virgen del Puerto, la calle Imperial o la de Segovia, alterando así la normatividad urbana y convirtiéndose en una presencia incómoda. El temor ante este movimiento centrípeto queda remarcado por la animalización grotesca que el texto hace de ellos: Almudena es comparado con una “casta de pájaro” (Pérez Galdós, Misericordia 297) y Benina ya no tiene piernas, sino “patas” (296); tras su contacto con “las fétidas y asfixiantes cuadras” del Pardo (295), debe ser inmediatamente “fumigada” y puesta “en la colada” (296), esto es, lavada y desinfectada.29 En su peripecia en el Pardo, tanto Nina como Almudena han entrado en contacto con la inmundicia acumulada en la periferia y son portadores de ese detritus, con la amenaza de permeabilidad que pone en peligro la pureza y limpieza del centro, lo cual se convierte, según las ideas contemporáneas sobre higiene, en una poderosa metáfora para la infección y la enfermedad física y moral (Fuentes Peris, “Diseased Morality” 114), como se verá en el caso de los traperos. No es casual que Almudena haya enfermado de lepra en la reclusión del asilo, una enfermedad que también podria explicarse desde una de las teorías predominantes en la Europa del xix, anunciada en el capítulo anterior, que identificaba el estancamiento como fuente de enfermedad: para el sujeto marginal, la falta de circulación lo imposibilita para ganar un sustento, con la consecuente disolución de su subjetividad. Una

29  El término colada también alude a una faja de terreno por donde transitan los ganados para ir de un pasto a otro, eso sí, siempre en el campo abierto y libre, lo que subraya el peligro que la mendiga sigue representando. La asociación animalística pone de manifiesto la importancia del espacio en la configuración de la subjetividad del desheredado: la calle como hábitat natural del mendigo deviene en callis, terreno no urbanizado por donde transitan los animales.

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vez más, calle y circulación son sinónimos de vida.30 La enfermedad de Almudena permite al narrador medicalizar la pobreza y la miseria como enfermedad social, un discurso ya anunciado en La bruja de Madrid del que la prensa se hará eco: “El pobre de oficio es una plaga...”, afirmará el periódico Los Lunes (1 febrero 1886). Con su enfermedad dermatológica, Almudena es incapaz de participar en el proceso de mejora social que, como Richard Cardwell ha afirmado, se convirtió en el criterio esencial para definir la degeneración y la anormalidad en la España de fin de siglo (98). Es por ello que el personaje terminará su andadura narrativa recolocado en los márgenes en el imaginario de la clase media —en “el Congo” dirá Juliana sarcásticamente (Pérez Galdós, Misericordia 296)— o, en su defecto, en el hospital (303), adonde el sujeto anormal será apartado de la vista y de la circulación. A consecuencia del roce con él, Benina será medida en los mismos términos: en un momento histórico en que se están desarrollando las teorías sobre la transmisión de gérmenes (Fuentes Peris, “Diseased Morality” 114), a Benina se le pegará la enfermedad física y moral del ciego y por ello será percibida como una amenaza a contener. Cumpliendo su misión cristiana, Juliana se ofrecerá a darle “la comida sobrante”, que Benina tendrá que recoger del portal cada día. Dado que la reclusión en el asilo no ha logrado la transformación social buscada, es necesario asignar otra función útil para el sujeto marginal y móvil en la sociedad industrializada. Cumpliendo la misma función que el trapero, quien recoge las sobras y las recicla, la mendiga emprenderá un rutinario itinerario urbano para dirigirse al centro de la villa, recoger los residuos que los habitantes de la ciudad no quieren y transportarlos 30  Será por ello que los personajes sin contacto con la calle están condenados a la extinción. Es el caso de Frasquito, personaje incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos tal y como evidencia su atuendo a la antigua y sus paseos a caballo por las calles del centro. La “extraordinaria flojedad en sus piernas” (196) le impide circular y lo obliga a pasar meses “sin salir de sus barrios” (164). A modo de transparente alegoría, dejará de existir para dejar este mundo “a quienes lo entendían mejor que él y a los modernos ciclistas” (Rodríguez Puértolas 107). Algo parecido le sucede a Juliana, nuera de doña Paca, quien no sale a pasear ni pisa la calle. Representante del viejo régimen, su anacronismo queda subrayado por su “absolutismo gobernante” (Pérez Galdós, Misericordia 315), lo que la define como un sujeto del pasado condenado a la extinción. Será esta paralización la que catalice el proceso de desaparición del personaje y de toda su estirpe, como se nos informa en la última página de la novela. Como ya se viera en el caso de María Magdalena, la enfermedad y muerte no conoce de clases sociales, sino que afecta a todos los individuos que son víctimas de la inmovilidad y la falta de circulación.

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a las afueras, donde los selecciona, clasifica y reparte cuidadosamente, cumpliendo una precisa función social: limpiar la ciudad de sus desperdicios, contribuyendo así al buen orden de la sociedad. Este desenlace vertebra una vez más la necesidad que la clase media tiene de los desheredados, una idea que se repite a lo largo de los capítulos de este estudio. Doña Paca y Frasquito, representantes de las clases medias en decadencia, necesitan de Benina para ser alimentados; una vez han heredado, siguen necesitando una doncella para imponer orden en el domicilio familiar. Juliana necesita que Benina recoja lo que le sobra y lo reparta entre los marginados. Don Carlos quiere a los pobres lejos y contenidos, pero los necesita para cumplir su misión cristiana. Y la insistencia obsesiva de Antonio Zapata y don Frasco Ponte de sacar a Benina del asilo, junto al propósito del último de comprarle unas botas nuevas, confirma la necesidad de dar visibilidad y centralidad al sujeto marginal para que, con su incesante deambular, siga produciendo espacio textual y sacando adelante el proyecto de nación moderna. Volvemos a traer a colación las palabras de Okeke-Ezigbo para remachar que, cuando el mendigo desaparece, “people become compelled to seek them in their hideout” (318). En el camino a la modernidad, el centro necesita de la periferia, no solo para cubrir las necesidades básicas de ingestión y evacuación, sino también para acoger a aquellos sujetos destinados a desarrollar estrategias de resistencia a través de movimientos y desplazamientos que son esenciales para consolidar el proyecto (disciplinario) moderno. Al respecto, y a modo de conclusión, es importante hacer un breve inciso para notar que Benina realiza todo el camino de vuelta a Madrid descalza. Hay recurrentes referencias al calzado de la mendiga a lo largo de la novela, un punto de referencia importante si se tiene en cuenta la formación del sujeto mendicante, así como la producción simbólica de la ciudad de Madrid a partir del caminar, como ya se ha dicho. Cuando Benina es prendida y conducida a San Bernardino, nos dice el narrador que su calzado estaba “destrozado por el mucho andar de aquellos días” (Pérez Galdós, Misericordia 256). Como en el caso de la Rufete, el mal estado de los zapatos alude al bajo estatus social del personaje, pero también a su habitus espacial, pues, como ha dicho Santiáñez, “ir a pie a todas partes supone, obviamente, el desgaste del calzado” (357). Los zapatos le son arrebatados a Nina al ingresar en el asilo, igual que ocurriera con Inés a su entrada en prisión o a Fortunata a su llegada al convento, un acto simbólico

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que eliminaría el instrumento posibilitador del caminar desde el que autoconstituirse en sujeto rebelde capaz de ejercer una resistencia. Pero el hecho de que la mendiga siga caminando descalza a su salida del Pardo, a diferencia de la mendiga de Cherner, que simplemente apoya el pie desnudo en el frío pavimento, apunta a la naturaleza itinerante de un sujeto periférico que, con o sin zapatos, no cesará en su búsqueda de afirmación y definición a través del movimiento en la calle. En esta línea, las palabras de Santiáñez al respecto de La desheredada son perfectamente aplicables a la mendiga: el desgaste e inutilización del calzado es característico “del paria, del desterrado, de todo aquel que ha perdido su hogar” (358). A su llegada a casa de doña Paca, Nina no es bienvenida: su suciedad y miseria no tienen cabida en el hogar elegante, diáfano y lujoso; sus “patas” descalzas no deben pisar los baldosines recién lavados, y, para confirmar el destierro delatado por sus pies descalzos, una nueva criada ha ocupado su lugar. Literalmente hablando, Benina “no cabe” en esa casa (Pérez Galdós, Misericordia 297). El mendigo no encuentra lugar en el asilo de la periferia ni en la casa del centro urbano, convirtiéndose en una subjetividad inestable, alienada y periférica en el sentido que Sérgio Buarque utilizó el término para definir a aquel “exile in his own land” (1). Nunca fijada en un lugar, sino siempre en movimiento, siempre en circulación, siempre en la calle. En efecto, Benina termina su itinerario narrativo con una subjetividad más periférica que nunca. Los muchos intentos por convertirla en objeto sobre el que imponer orden y disciplina se han visto socavados. Me hago eco de la conclusión de Tsuchiya al respecto de su análisis de los personajes femeninos de Nazarín para colegir que Benina es claramente la antítesis del cuerpo dócil en su resistencia al poder disciplinar y en su negativa a ser sujetada, utilizada y transformada al servicio de la sociedad capitalista, una conclusión con claros ecos foucaultianos (“Peripheral Subjects” 202). No solo sigue la mendiga expresando sus ansiosos deseos de verse “en la calle” a través del lenguaje (Pérez Galdós, Misericordia 300), sino que también seguirá evadiendo significación en el discurso espacial y narrativo: cuando en la última página Juliana sale a buscarla, no gastó “pocas horas en encontrarla” (316). Más des-centrada que nunca, el personaje termina su andadura narrativa en una posición física, moral y social marginal. Habitante de los barrios del sur, más allá del Puente de Toledo y viviendo bajo el mismo techo que el moro cual si pareja fueran, el personaje

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sigue mendigando en la calle, de la cual el sujeto marginal no parece poder sustraerse, y practicando los mismos habitus que la definieran al inicio de la narración en términos de compra, venta, trapicheos y endeudamiento. Igual que Isidora, Benina termina su trayectoria narrativa, pero no la urbana, pues, tras la última página, el personaje seguirá caminando en el espacio extratextual. El itinerario urbano, textual y existencial ha servido para concienciar al personaje socialmente y para impelirlo a romper el yugo de la dependencia, configurando así una subjetividad individual y moderna a través de un viaje al que se unirán otros personajes marginales del imaginario decimonónico para quienes el despertar de una conciencia social en la calle, al margen de las instituciones oficiales, conduce a una protesta desde la que alterar la realidad circundante. Algunos sujetos periféricos, como el mendigo, recurren a la calle en busca de un espacio del negocio en el que asegurar la supervivencia, pero también de un espacio de ocio al que salir, disfrutar y articular una actitud rebelde desde la que desmantelar el statu quo. Los personajes andarines que transitan por los intersticios del siguiente capítulo y que configuran la calle como espacio del (neg)ocio pondrán de manifiesto, una vez más, que solo desde los márgenes y desde el movimiento se pueden cambiar las cosas y retar al poder.

Capítulo 4 OCIOSOS, CESANTES Y TRAPEROS: C A L L E C O M O E S PA C I O D E L O C I O Y D E L N E G O C I O

In otio de negotiis cogitare. (Cicerón)

Desde el principio de los tiempos, los términos ocio y negocio han sido partes integrantes de una misma dicotomía. Considerados contrarios o complementarios, como indica la fórmula de Cicerón, lo cierto es que no se entiende el uno sin el otro. Para los antiguos griegos, el ocio era un fin en sí mismo, mientras que el neg-otium era la negación del ocio, por tanto, una connotación negativa, pues el trabajo y la ocupación no conducen a la felicidad, que es la base de la vida. “Si ambos trabajo y ocio son necesarios, el ocio es preferible al trabajo” (Aristóteles 1337b). La capacidad de gozar del ocio tenía que ver principalmente con la contemplación y con el ejercicio de la facultad especulativa. No en vano la palabra griega para ocio, schole, significa ‘escuela, estudio, tranquilidad’, y hace referencia a esa “actividad no trabajosa ni utilitaria en que el alma humana logra su más alta y específica nobleza”, como Laín Entralgo nos recuerda (16). Como se verá, la actividad ociosa de algunos de nuestros personajes decimonónicos rescata esta dimensión reflexiva y contemplativa del ocio en su acepción clásica, según la cual el ocio se consideraba una virtud y el hombre ocioso era el libre y virtuoso. En esta misma dimensión positiva del ocio residía ya una marca social: el ocio estaba solo a la disposición de aquellos eximidos de “un oficio que deja incapacitado el cuerpo, el alma y la inteligencia de los

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hombres libres para dedicarse a la práctica y ejercicio de la virtud” (Aristóteles 1337b). Por tanto, eran las clases privilegiadas las únicas que podían disfrutar de una vida ociosa, la cual se hacía ostensible a través de una serie de hábitos en el sentido bourdiano de la palabra —exhibición de artículos de lujo, determinados peinados, cuidados excesivos del cuerpo, regalos y gastos extravagantes— que apuntaban al estatus que eximía a esa clase social de cualquier actividad laboriosa. La posición pecuniaria de esta élite, que existía en detrimento de otros colectivos sociales que tenían que ocuparse a tiempo completo y, por tanto, no eran libres y estaban “impedidos de una existencia humana” (Marcuse 93), es precisamente la que llevó a Veblen a formular en el siglo xix su teoría de la clase ociosa. Las teorías veblenianas trasladan así la dimensión positiva del ocio al siglo xix, en tanto su práctica contribuye a marcar las diferencias entre clases y a delimitar las fronteras sociales de las que depende la sociedad decimonónica para su buen funcionamiento. Pero si el neg-otium era la condición propia de los esclavos en la época clásica, a finales del siglo xviii se produce un cambio como consecuencia de la industrialización y el desarrollo del capitalismo en España. Esto conducirá a la generación de un orden social y moral basado en la utilidad del sujeto, lo que hace que la ocupación laboral se relacione con el sujeto normal frente al anormal, aquel que no es productivo ni útil a la sociedad, identificados ambos, respectivamente, con el centro y la periferia. Como recomendaría Weber en su Ética protestante, hay que luchar contra la tentación de estar ocioso porque “perder el tiempo en la vida social, en chismeo, en lujos... es absolutamente condenable desde el punto de vista moral” (250) en base a una concepción positiva del trabajo que es herencia directa del protestantismo, el cual impulsó la exaltación del negocio sobre el ocio como señal directa de Dios y forma de predestinación divina. En el xix la valoración del trabajo pierde este componente religioso, pero sigue prevaleciendo la exaltación del negocio como fuente de valor. Como expone sucintamente Gaspar Rullán Buades, con la Ilustración y la Revolución Industrial, “lo que antes era casi despreciado, el negocio, se convirtió en el máximo valor moral, mientras que lo que era exaltado antiguamente, el ocio, se convirtió en el gran pecado” (181). En la incipiente sociedad capitalista, el trabajo se convierte en instrumento para aumentar la producción, la competitividad y los beneficios, sustituyendo por entero al tiempo del ocio, mientras que este, lejos de ser

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una virtud, se percibe como un vicio merecedor de “infierno”, como se dirá en referencia al ocioso don Lope, protagonista masculino de Tristana. Pero ¿cuál es la relación del binomio ocio-negocio y la calle? Como corolario de una lectura del capítulo “De trois commerces” de los Essais de Montaigne, Chartier perfila una oposición entre oficio y ocio en términos de la distancia entre las obligaciones de lo público (los negocios de la sociedad) y las libertades de lo privado (la ociosidad del retiro). De esta vinculación ocio-privado y negocio-público se desprende que lo público sería el Estado y “el servicio al Estado”, que desde el siglo xviii viene interviniendo con mayor frecuencia en el espacio social, mientras que lo privado o particular “correspondería a todo lo que se sustraía al Estado”, como Philippe Ariès sugiere en su acercamiento a la oposición público/privado en tiempos modernos (26). En este sentido, el ámbito doméstico y familiar sería el espacio de vida donde el hombre particular puede retirarse de los oficios y disfrutar de una vida privada y de placeres íntimos, lejos de los ojos de los otros, al hilo de la definición de privacidad como aquello que los ciudadanos “hacen en su casa cuando nadie les ve, puertas adentro” (Pardo 28). Este será el caso del cesante, quien, al ser excluido de su oficio, es separado de su sociedad y pasa de ser hombre de Estado a hombre particular, una conversión que cobra forma espacial al ser retirado al ámbito doméstico y privado, territorio delimitado por el Estado moderno desde el que el cesante podrá sustraerse de la autoridad estatal y de las imposiciones de la sociedad. Sin embargo, como se vio en el caso de la prostituta, la novela moderna ilumina e invade los espacios de la vida privada, acabando con el secretismo de la privacidad en un movimiento narrativo centrípeto que corre a la par con la problematización del concepto de hogar, que cesa de ser un enclave “sealed off from the street” para ser infiltrado por el afuera (Wirth-Nesher 18-19). En efecto, las imposiciones del Estado permean y penetran constantemente en el espacio privado, como pondrá de manifiesto el caso del cesante, quien, desde su feudo, no dejará de proyectarse en sociedad para seguir sometiéndose a la autoridad estatal y continuar autoconfigurándose como hombre de Estado. Esta problematización de la dicotomía público/privado como negocio/ocio será llevada al paroxismo con el continuo cruce entre ambas esferas por los sujetos modernos que transitan por este capítulo, quienes, en pleno proceso de autoconocimiento y autoconstitución, no

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podrán sustraerse de la calle, en primer lugar, como espacio en el que trapichear, intercambiar, negociar y asegurar la supervivencia diaria en el entorno urbano; en segundo lugar, como ámbito de la sociabilidad y del esparcimiento que permite un cierto grado de ociosidad y de exención de todo contacto con el trabajo, y tercero y más importante, como escenario de “soberanía individual”, el cual representa “un derecho, un límite moral frente al poder”, características propias del espacio privado según Helena Béjar (16), que en la centuria decimonónica intersectan y se extienden a la calle como espacio moderno desde el que articular una resistencia. Así, será desde el ocio y el negocio que la calle emerja como espacio público de la trama urbana decimonónica desde la que trabajadores, cesantes y desempleados resisten y cuestionan el dominio estatal en una época en la que el ocio y las actividades antiutilitaristas surgen como reacción a una sociedad capitalista sustentada sobre una lógica productiva que exalta, controla y disciplina el trabajo. Para un análisis de la oposición ocio/negocio, este capítulo se centra en el ocioso, el cesante y el trapero como arquetipos icónicamente decimonónicos y figuras económica, social y geográficamente marginales que hacen uso de la calle para distintos fines. El ocioso empedernido que vive en, por y para la calle será explorado a partir de personajes como Juanito Santa Cruz en Fortunata y Jacinta (1887) y don Lope en la novela Tristana (1892), ambas de Galdós. Representantes de una definición negativa del ocio en una sociedad utilitarista, estos andarines improductivos contribuyen con sus hábitos ociosos al establecimiento de fronteras y a la consolidación de la clase burguesa como clase ociosa por excelencia. Pero, impregnados de la dimensión paradójica que perfila la modernidad, el contacto con la calle de estos personajes vendrá a demoler todo límite social, problematizando la teoría vebleniana y mostrando que lo que define precisamente al ocio moderno es la democratización de la vida ociosa, no tanto como consumo, inacción o cesación del trabajo, sino como actitud rebelde y un posicionamiento ante el mundo que cuestiona y desmantela el statu quo. A medio camino entre el ocio y el negocio se encuentra la figura del cesante, producto de la calle y de la mala administración política de la época, para cuyo análisis valdrá la novela galdosiana Miau (1888) en conversación con el cuento de Clarín “El rey Baltasar” (1897), el cual termina donde la primera comienza: en el momento del cese del protagonista. Mientras Baltasar Miajas personifica la inestabilidad del empleado pú-

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blico en términos espaciales, Ramón Villaamil nos hace partícipes de la experiencia de la cesantía a través de la inmovilidad que domina su espacio privado y doméstico, primero, y, más adelante, de sus prácticas espaciales a nivel de la calle, las cuales están orientadas a la recuperación de lo que la sociedad impone como su centro social, geográfico y económico. Pero estos movimientos dejarán de ser opresivos cuando un sujeto moderno, libre y plenamente liberado se dirija a la periferia madrileña, donde se termina suicidando como gesto de afirmación y rebeldía política. Por último, el artículo “Modos de vivir que no dan de vivir” (1835) de Mariano José de Larra, el desconocido folletín El trapero de Madrid (1861) de Antonio Altadill y la novela social La horda (1905) de Vicente Blasco Ibáñez servirán para examinar la configuración social del trapero desde una perspectiva espacial. Producto de la industrialización y de un orden urbano socialmente espacializado, el trapero recorre las calles para recoger y reciclar desechos que la sociedad expulsa de su seno hacia el exterior, nutriéndose así de la calle como campo de cultivo laboral. Sin embargo, su asociación con la periferia social y geográfica y su condición ambulante desde la que reclama una centralidad cultural lo identifican como potencial amenaza al establecimiento burgués, que tratará de neutralizar su peligro por medio de un estricto control físico. Todos estos textos, así como los que vendrán a complementarlos, comparten abundantes referencias espaciales en torno a una polaridad horizontal centro-periferia y a una tensión vertical entre ascensos y descensos. A partir de los movimientos callejeros de estos individuos, accedemos a un marco de conocimiento de un Madrid espacializado territorialmente, enfermo en sus instituciones sociales y políticas; una ciudad donde se practican políticas de inclusión y exclusión del marginal; una urbe que sobrevive a la sazón del sistema de turno de partidos, y, en definitiva, un entorno urbano en el que circulan nuevas realidades sociales, nuevas alternativas políticas y nuevos espacios de enunciación como tabernas, cafés y, ante todo, la calle, extensión pública de aquel, telón de fondo de los movimientos físicos y simbólicos de negociantes y ociosos que contribuye activamente tanto a la configuración de su capacidad actancial como al desarrollo de la acción narrativa.

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Ociosos empedernidos: ex-centricidades, caminos torcidos y resistencias fructíferas Creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es absurdo. Darles diversiones y prescindir de la influencia que pueden tener en sus ideas y costumbres, sería una incoherencia harto más absurda. (Jovellanos, Memoria para el arreglo 94) El ocioso es un desocupado ocupado. (Chartier, “Ocio y vida cotidiana” 13)

En el Tesoro de la lengua castellana, Covarrubias define al ocioso como aquel “que no se ocupa en cosa alguna” y lo contrapone al hombre de negocios, definiendo el negocio como “la ocupación de cosa particular que embaraza la mente o moviliza el cuerpo”. Si Covarrubias caracteriza el negocio a partir del movimiento corporal, Corominas complementa el binomio en su diccionario etimológico apuntando al “reposo” como característica fundamental del otium latino, el cual se relaciona con la quietud y el relajamiento. Pero la movilización del cuerpo no es privativa del hombre de negocios, sino que, como demostrarán los ociosos entretenidos que pueblan las páginas de la novela decimonónica, será precisamente el movimiento lo que les impela a salir a la calle, donde se servirán de los ratos desocupados “para descansar, sosegarse, o divertirse”, como apunta Covarrubias en relación al ocioso, problematizando de este modo la oposición clásica del ocioso y del hombre ocupado. El ocio es actividad que conlleva acción, idea aristotélica (1254). Si bien es cierto que el ocioso no desempeña un oficio productivo en el sentido de remunerado, no parece justo afirmar que “no se ocupa en cosa alguna”. Sus salidas y actividad urbana constituyen en sí mismas una ocupación que les absorbe la mente y el tiempo y, como se verá, los mantiene en un constante estado de ajetreo. En la calle, el ocioso encuentra el espacio propicio para mantener y reproducir sus relaciones sociales, satisfacer sus deseos sexuales, hacer ostensible su capital económico, incorporarse a las estructuras del mundo social al tiempo que desarrollar una conciencia social que los lleva al cuestionamiento de las mismas, y formar una subjetividad política que les “embarazará la mente”, por seguir utilizando la terminología del Tesoro.

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Hace tiempo que el fenómeno del ocio viene siendo motivo de reflexión interdisciplinar, generando una amplia discusión en el campo de la sociología y el de la historia y, en menor medida, en el de la literatura.1 La mayoría de los estudios críticos alrededor del ocio se han concentrado en el periodo histórico posterior a 1850, momento en el que se produce lo que Foucault llamó un “conceptual rupture” (Order of Things xxii), es decir, un punto de inflexión que Veblen explica como la transición “from the predatory to the next succeeding pecuniary stage of culture” (39). Esta ruptura vendría a distinguir una sociedad preindustrial cuyos pasatiempos o formas de entretenimiento giraban en torno a una “cultura del festival” (Burke 138-139), vinculada al calendario y regularizada por obligaciones rituales comunes, principalmente las religiosas, y por los límites naturales impuestos por los ciclos agrícolas y ecológicos, y una sociedad de capitalismo industrial organizada en torno a una “cultura del ocio”, esto es, un grupo de actividades realizadas en un preciso tiempo social, el tiempo de ocio, y regida por un cierto grado de libertad por parte del sujeto. De esta manera, la emergencia del ocio como fenómeno moderno es parte fundamental de un proceso de modernización (Marrus 5) marcado por diversos factores, entre ellos, la consolidación de una clase media burguesa, la configuración de un Estado del bienestar, la idea de propiedad privada, unos estándares de consumo elevados, el dominio de un trabajo industrial desligado de una base esencialmente agraria o ecológica y la emergencia de una poderosa clase ociosa cuya principal característica es “a conspicuous exemption from all useful employment” (Veblen 39-40). Los protagonistas ociosos de las siguientes páginas son examinados a la luz de una noción moderna de ocio, la cual, tras múltiples variaciones sufridas a lo largo de la historia, se impuso en una moderna sociedad industrial con la que se podría 1  Los trabajos de Caro Baroja, Laín Entralgo o Pieper, por citar solo algunos, dan muestra de este acercamiento interdisciplinar. Uría González ha realizado diversas incursiones en el tema desde una perspectiva social, mientras que ciertas dimensiones del ocio, como la sociabilidad, han sido ampliamente estudiadas desde el mismo posicionamiento. Ver el número especial de Estudios de Historia Social 50-51, en particular las aportaciones de Maurice, Ralle y Guereña. El fenómeno de la cultura y el ocio popular cuenta con una sólida tradición de estudio en los ámbitos académicos británicos, asentada en aportaciones ya clásicas como las de Edward P. Thompson, John H. Plumb o F.M.L. Thompson. Uría González realiza una útil valoración de la tradición británica y española y de las diferencias entre ellas (ver su “Nacimiento ocio” 359).

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asociar la española de la segunda mitad del xix. En términos generales y siguiendo la definición de Dumazedier, fundador de la moderna sociología empírica del ocio, este es entendido como el conjunto de actividades realizadas en un tiempo social específico que suponen siempre un cierto grado de libertad de elección o de desinterés, lo que justifica en muchos casos el estado subjetivo de satisfacción personal que deriva de la agencialidad y libre voluntad del individuo que se separa libre y voluntariamente de todo contexto de coacción normativa impuesta por el poder sociopolítico (en Uría González, “Nacimiento ocio” 349). Aunque, como se verá, existen otras ramificaciones y acepciones más o menos críticas sobre el ocio en una tradición literaria decimonónica gestada al calor de un contexto de despegue industrial, son tres los elementos que interesa destacar de esta definición: libertad de elección, satisfacción personal y voluntad del individuo. Alrededor de estos aspectos gira una de las divisas de la modernidad, en perfecta coherencia con la resignificación de la calle como viejo nuevo espacio que invita a la expresión de la libertad individual. Las zonas urbanas liberadas por la desamortización, la construcción de plazas y alamedas, la cultivación de la naturaleza bajo la forma de jardines y bulevares, el empedrado de las calles y la instalación del alumbrado público, como venimos viendo, posibilita una fluida circulación de mercancías y personas y organiza los espacios comunitarios de la ciudad en el contexto de una nueva sociedad liberal e industrial. Entre ellos destaca la calle, territorio en teoría abierto a todos los ciudadanos que invita al esparcimiento y disfrute callejero y que dinamiza la ritualización del acto social del paseo que viene gestándose desde tiempos de Carlos III. La función del paseo en la mentalidad de la época como zona de recreo, devaneo, conversación y reflexión queda resumida por las palabras del historiador Palacio Atard: “Vas a evacuar la melancolía, a refrigerar tu pecho, a divertirte de algunas penosas tareas; éste es el fin del paseo” (en Peñafiel Ramón 616). Cierto es que uno de los principales fines del paseo es el potencial que ofrece para evadirse y distraerse. Pero los ociosos examinados en las siguientes páginas también buscarán el paseo con otras finalidades. A pesar de constituir personajes secundarios en los textos en que se enmarcan, Juanito Santa Cruz y don Lope Garrido son, como ha señalado James Whiston a propósito de don Lope, “legítimos protagonistas de la novela” (201), un protagonismo concedido por su falta de actividad laboral y, por tanto, paradójicamente, por su voluntario

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y consciente posicionamiento en los márgenes de la sociedad. Esta identificación con la periferia física y simbólica pasa por ejercer su derecho a la pereza, extrapolando el título de la obra de Paul Lafargue de finales del xix, un derecho que cobra forma textual en los paseos urbanos y la visibilidad que estos le conceden. El ocio practicado por estos individuos en la calle se corresponde con un estado especial de mentalidad desde el que desarrollar su independencia personal, rebelarse contra la tiranía de la autoridad y desmantelar el orden social y moral, constituyendo así el ejemplo más paradigmático de construcción de subjetividades modernas que desarrollan una capacidad para ejercer una resistencia que les permitirá colaborar efectivamente en un proyecto colectivo de nación moderna. En su toma de conciencia política y social, Juanito, Lope y otros personajes que ociosamente recorren las páginas de la novela decimonónica encuentran en la calle un canal privilegiado en el que encaminar su vida a partir del tiempo de ocio, evidenciando la teoría clásica de Séneca de que solo con el ocio el hombre puede reflexionar sobre su vida y el curso que debe seguir “según pautas uniformes y coherentes” (265). Juanito Santa Cruz: un ocioso que se hace mayor “al compás de las piernas” En su Traité de la vie élégante, Balzac divide el mundo moderno en “tres clases de personas”: el hombre que trabaja, el hombre que piensa y el hombre que no hace nada y se dedica “a la vida elegante” (19). Esta es la categoría a la que pertenecería Juanito Santa Cruz, paradigma del señorito burgués de familia adinerada. La posición social en la que nace determina su capital social y económico y le hace entrar automáticamente en una rutina heredada que le exime de la necesidad de trabajar. Rico, guapo, distinguido y “poseedor del arte de agradar y del arte de vestir” (Pérez Galdós, Fortunata 80), Juanito es la personificación emblemática del ocioso cuya vida tiene en los viajes, cafés y paseos sus manifestaciones más habituales porque “dada la naturaleza de su herencia, sus bienes, sus títulos, pero también su inteligencia, no tiene otra cosa que hacer, ni tampoco nada más que hacer” (Bourdieu, Las reglas 31). En términos bourdianos, Juanito sería un heredero heredado por su herencia, lo que le marca el camino a seguir, literalmente: el matrimonio Santa Cruz participa del paseo diario reglamentario, un hábito que transmite a su hijo, a quien sacan a pasear desde niño todos

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los domingos y días de fiesta (Pérez Galdós, Fortunata 103, 130). Las prácticas callejeras del hijo único reproducirán en un futuro las de sus padres: es lo que Bourdieu define como una trayectoria determinada “por la relación entre las fuerzas del campo y la inercia propia” del personaje, la cual está marcada por sus orígenes y el capital heredado (Bourdieu, Las reglas 29). Pero esta fuerza que impele al sujeto a mantener su estado de movimiento no provendría de una libre capacidad de acción, sino que se haya inscrita en unas predisposiciones determinadas por sus orígenes, lo que apunta a un escaso margen de autonomía y a una falta de agencialidad: Juanito sería un sujeto pasivo, pues se limita a seguir una tendencia dictada por las posibilidades e imposibilidades de su campo. Sin embargo, y aquí reside la novedad, el ocioso dará un giro a esta inercia suspendida e imprimirá su sello personal al convertir su pasividad en pura agencialidad, abrazando una dimensión moderna de ocio que identifica la libertad individual como componente esencial de la vida ociosa. Así, si bien sus derroches improductivos, la herencia y títulos —síntoma de prácticas del antiguo régimen (Moretti 151)— colocan al personaje en un centro social y geográfico, el personaje transgredirá la norma, ubicándose en la marginalidad a partir de sus prácticas ociosas, manifestadas a partir de un auscultar callejero que deviene en hábitos de comportamiento interurbano. No es de extrañar que este alejamiento o divergencia del orden regular sea percibido como desvaríos y expresados en el texto en términos movibles como “correrías” desde la perspectiva de su madre, sujeto de discurso normativo de la burguesía, quien impone un estricto sistema de vigilancia para controlar “todos los pasos que el predilecto daba por entre los peligros sociales” (Pérez Galdós, Fortunata 82). La táctica elegida para inmovilizar al individuo y poner fin a su trayectoria espacial será el matrimonio, fortaleza física y social, el cual es ideado por Barbarita con el fin de “poner al pollo una calza” (144), en su sentido literal, una prenda que ciña las piernas y las sujete. Pero, dado que el matrimonio con Jacinta no consigue frenar al personaje, quien sigue “poniéndose las botas nuevas en día de trabajo” (83), en una clara referencia a los hábitos callejeros de un individuo que sigue disfrutando de asueto, la enfermedad sobrevendrá al delfín, lo que le obliga a permanecer en casa en “forzada esclavitud” y a guardar cama por más de 100 páginas. Este periodo de convalecencia en el hogar, durante el cual el personaje mostrará una actitud de “tierno infante” (332) y

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ciertos comportamientos que solo pueden ser calificados de pueriles, evidencia la estrecha asociación entre calle y ruptura con los lazos de autoridad, punto de partida de todo proceso formativo moderno. Son múltiples las ocasiones en que Jacinta le acusa de “ser peor que los chiquillos” (256), lo que revela su profunda dependencia y sumisión a figuras “tiranas” (256), como él mismo se refiere a su madre y esposa. Aún arrinconado en los márgenes del espacio urbano, el personaje gozará de centralidad en el textual, pues, a lo largo de estos tres largos capítulos, sustituirá el acto de caminar por otro acto fundacional, el acto de habla: la verborrea exhibida por el delfín con Jacinta, Barbarita y Estupiñá le ayudarán a matar el tiempo ocioso y le servirán, además, para expresar su enamoramiento de la calle, a la que ansía volver. De hecho, tan pronto se recupera, “toma calle” para ir en busca de “picos pardos” (373), a saber, buscar mujeres o, como el Diccionario de la lengua española definía la expresión en 1791, ‘entregarse a cosas inútiles e insustanciales en lugar de provechosas’. Así, serán las salidas ociosas a la calle la técnica elegida por el delfín para cuestionar la autoridad materna, forjar su independencia y disfrutar de una libertad individual a la luz de un concepto moderno de ocio como resultado de la libre iniciativa del individuo que conlleva un cierto grado de libertad de elección (Dumazedier, en Uría González, “Nacimiento ocio” 349). Juanito se echará a pasear ociosamente en un intento de aparentar tener voluntad propia y capacidad reflexiva en lo que respecta a la propuesta matrimonial con Jacinta. El personaje se empodera lejos del domus paterno (Pérez Galdós, Fortunata 147) y percibe la calle como el umbral en el que crecer como individuo, desarrollar una capacidad de lectura del mundo y, muy importante, entregarse al placer, base del ocio en los tiempos modernos, como el mismo padre del delfín apunta. Si la entrada en la mayoría de edad de Juanito a los 25 años está marcada por las salidas a pasear sin ataduras, Maximiliano Rubín merece un breve análisis como personaje débil y dependiente que pone de manifiesto el papel de la calle en el proceso de autoconstitución del sujeto moderno que rompe con todo lazo de autoridad. En su infantilidad, Maxi tiene los “pies cortados, pero dispuestos a andar”, y será precisamente el momento en que se eche a la calle cuando “se convierta en hombre de talento” (416), “despierte” (437) y desarrolle “rasgos de independencia” (476) que el propio individuo asocia al “andar, andar y soñar al compás de las piernas” (401). De hecho, cuando su tía Lupe trata de reprimir la relación con Fortunata y despojar

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de voluntad propia al sobrino, lo primero que le prohíbe es la calle y lo primero que le quita son las botas (468). De modo similar a doña Barbarita, la matriarca de la casa Rubín impone su disciplina por medio del encierro y separación de la calle, una resolución simbólica que, como vemos, se repite en el caso de los sujetos marginales bajo estudio. Pero Maxi se rebelará calzándose las botas, lanzándose a la calle y afirmando su determinación a “seguir adelante su camino” (475), una rebelión que es complementada con una resolución enunciativa mediante la que el personaje reafirma su voluntad como sujeto pensante a partir de la repetición del pronombre yo: “Yo no cedo... yo sigo el impulso de mi conciencia... yo me caso... yo soy dueño de mis actos...”. (448). El descubrimiento de la calle es sinónimo del despertar del disfrute, por así decir, de la entrada en la vida ociosa de un personaje que nunca ha experimentado expansión ni holganza alguna y que ahora encuentra en el ocio una forma de vivir por medio de la contemplación. En la calle, el joven recién convertido en errante aprende a deambular y vaga sin otro fin que ver escaparates, observar a la gente y mirar por las ventanas de los cafés, experimentando un placer antes desconocido. Representa así Maxi un concepto clásico del ocio de raigambre práctica, según la cual el ocio es “la forma más natural de vivir, de hacer al hombre consciente de su habilidad... de conceder una visión panorámica de todo” y de “erguir al hombre”, es decir, conducirlo por el camino correcto hacia la verdad (Séneca 269). La calle, con su bullicio y diversidad, le ofrece “tentativas viciosas” y “ratos agradables” que funcionan como fuente de vida para el sujeto enfermo y enclenque, quien en la calle “coge impulso” y despliega “los bríos” (Pérez Galdós, Fortunata 400). Esta concepción del ocio como forma de vida que encuentra en la calle su escaparate en el que buscar la razón de vivir es también puesta de manifiesto por Juanito Santa Cruz, quien percibe en la calle una escuela de mundo, escenario ideal para “vivir... relacionarse, gozar y padecer, desear, aborrecer y amar” (81). Si al caminar el cuerpo se constituye a sí mismo, también da sentido a los lugares por los que pasa, como Husserl argumentó adelantando las teorías de De Certeau (248-250). Las salidas ociosas de Juanito encierran una labor constructiva individuo-entorno que convierten al ocio en una ocupación. En la propia desocupación reside una precisa labor de construcción de una realidad social cimentada sobre las relaciones sociales y afectivas que el personaje establece, sus hábitos económicos, sus ideas políticas, las formas de vestir y los espacios que

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transita, dinámicas todas ellas que se hacen visibles en la calle como espacio público y abierto en el que el ocioso gesta su propia identidad al contacto con dicha realidad social. Al hilo de las afirmaciones de Bourdieu respecto a la ocupación del artista como productor intelectual que construye la realidad a partir de enunciados normativos, podríamos decir que las salidas ociosas de Juanito muestran una serie de reglas que se ajustan a los valores de un preciso grupo social, el de la aristocracia y alta burguesía, “que tiene la particularidad de poseer un cuasimonopolio de la producción de discurso sobre el mundo social” (Las reglas 92). Sin embargo, al mismo tiempo las salidas del ocioso nos acercan a una realidad social muy distinta: la del pueblo, sus barrios, costumbres y hábitos, de los que el ocioso se impregna y participa a través de su relación con Fortunata. Esta relación con una hija del pueblo impele al personaje a salir a la calle y a llevar una vida de ociosidad gracias a la cual se visibilizan las capas inferiores de la sociedad, activando así el texto literario unas políticas de inclusión de esos cuerpos periféricos que son necesarios, tanto para la producción cultural de la época como para la construcción de un proyecto de nación moderna. La relación con Fortunata constituye una de las estrategias de resistencia más evidentes desde la que el delfín cuestiona la autoridad materna y afirma su identidad moderna, por ser esta relación expresión máxima del poder de disolución de fronteras por parte del sujeto ocioso, como también hará el trapero con su cesto igualador o el cesante con su movimiento centrífugo del hogar a la calle. La represión de Barbarita de las salidas callejeras por medio de un estricto sistema de vigilancia, como se ha visto, tiene el objetivo de evitar la adulteración a la que los pasos del ocioso exponen a la burguesía, sustentada sobre la adscripción a un lugar fijo de los sujetos sociales, tanto literal como metafóricamente. Recordemos la preocupación de Barbarita ante “el cambio de costumbres” y “las nuevas maneras de hablar y de vestir” del delfín (Pérez Galdós, Fortunata 140-141) —modos de introducir a los desheredados en el espacio textual—, quien no solo adopta el habla popular, sino que también empieza a frecuentar espacios propios del pueblo como los cafés cantante y los toros, o zonas geográficas como Puerta Cerrada, calle de Cuchilleros y Cava de San Miguel, donde precisamente encuentra por primera vez a Fortunata, iniciando una relación adúltera que supone el desencajamiento de un sujeto social que se ha movido fuera de su centro.

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Esta relación evidencia un retorno al concepto antiguo de ocio como el objetivo de una vida feliz, lo que es complementado con la calle como espacio de búsqueda y destino del placer sexual, tal y como aparece manifestado por el obsesivo seguimiento femenino que motiva las salidas callejeras del ocioso. En el cuento galdosiano “El don Juan” (1889), la calle es el escenario de caza en el que el desocupado mujeriego acecha, vive y alimenta el mito que le concede garantía como sujeto histórico y literario, haciendo de su vagancia una ocupación existencial. Lope Garrido, don Juan en decadencia, también mira a la calle como el espacio de sus conquistas pasadas, así como de los flirteos que se suceden en el espacio narrativo (Pérez Galdós, Tristana 121). El itinerario narrativo de estos estrategas en lides de amor adelantaría la equiparación mujer-ciudad que según Ramos caracteriza la narrativa de vanguardia, en tanto el deseo que despiertan ambas entidades es inseparable del nuevo lenguaje de la ciudad vanguardista. El encuentro con el otro femenino deseado “erotiza la experiencia urbana más allá de la mera sociabilidad inherente a toda aglomeración humana”, un placer derivado de las atribuciones semánticas de la ciudad que son adoptadas por la mujer, entre ellas el misterio, la fascinación o la incitación a la conquista (“Entre el organillo” 137). La fascinación que la presencia femenina despierta en la calle contribuye a la integración del personaje en la vida citadina. Un ocioso Maxi desarrollará una conciencia masculina y sexual en la calle cuando, al poco tiempo de transitar por esta, empieza a seguirlas y a “distinguir las guapas de las que no lo eran”, gozando mucho “en afirmarse a sí mismo” (Pérez Galdós, Fortunata 400-401). En esta línea, el binomio mujer-calle hace que el personaje piense en el ocio como un negocio, siguiendo la fórmula ciceroniana, que absorbe plenamente el tiempo del sujeto y que, además, le proporciona “alguna cosa de contento”, como definiría Chartier el ocio moderno (“Ocio y vida cotidiana” 1314). Tal afirmación recuerda el estado subjetivo de satisfacción personal asociado al ocio en una sociedad moderna en la que los placeres terrenales juegan un papel fundamental en el proceso de constitución del sujeto moderno. Recordemos cómo el narrador se refiere a la incansable búsqueda de Fortunata por las calles de Madrid por parte del delfín como un “negocio” que consume al personaje y su dinero, y que hace que regrese a casa al final de la jornada “fatigado, como hombre que ha andado mucho” (Pérez Galdós, Fortunata 383). La mujer contribuye a convertir el ocio del sujeto masculino en un negocio

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agotador que, como sucedía en el caso del mendigo y como ocurrirá para el trapero, solo puede ser desempeñado en el espacio público por medio de la acción del caminar. Como señala Ramos, ambos —ciudad y mujer— “subyugan y presentan un reto: la conquista” (“Entre el organillo” 137-138). La mujer es elemento a buscar y poseer en las calles citadinas, y, una vez encontrado, a recorrer y tomar posesión. Son numerosas las referencias a las “rondas” para aludir a la actividad de Juanito en la calle, primero en busca de Fortunata y, más adelante, de Aurora Samaniego. De hecho, el lector es partícipe de esta relación gracias a las referencias a las calles en las que se producen los encuentros de los amantes: en el solitario callejón del Salvador (Pérez Galdós, Fortunata 1115), la poco concurrida calle de San Pedro Mártir (1116) y la calle de San Simón (1117). En la monótona rutina diaria de un tipo dedicado a “andar y desandar el mismo camino muchas veces”, como Larra define al ocioso (“Vida de Madrid” 472), es necesario buscar distracciones para matar el tiempo y, así, impelido por la inestabilidad y la constante oscilación que lo caracterizan, el ocioso hará del cambio de mujer su forma de vida, estableciéndose una interesante analogía entre la situación política de España —“había que cambiar de forma de gobierno cada poco tiempo, y cuando estaba en república, ¡le parecía la monarquía tan seductora!”— y los devaneos mujeriles —“aquella situación revolucionaria... esta marmotona es siempre igual a sí misma... ¡abajo la república!” (Pérez Galdós, Fortunata 743)—, una comparación que, una vez más, identifica los hábitos ociosos interurbanos como poderosos constructores de realidad social y política. Señala el narrador que, para individuos como el delfín, cuyo ocio y negocio giran en torno a la relación con una mujer, la vida es una “luna de miel perpetua... un estado infantil impropio de personas normales” (229). Estas palabras identifican la norma con la estabilidad, la madurez y la fijación. La relación sexual ilícita, ya sea en forma de adulterio o de mezcla con una mujer de clase inferior, identifica al sujeto masculino con la anormalidad y, por tanto, con la periferia física y simbólica. Recordemos cómo es que durante el viaje de novios de Juanito y Jacinta por la periferia geográfica española (Barcelona, Valencia, Sevilla) se nos cuentan los detalles de la historia de amores ilícitos con Fortunata. Esta subjetividad periférica salpica también a don Lope, cuya relación con Tristana es introducida por medio de la relación incestuosa, antinatural y transgresora, como ha afirmado Aldaraca (Ángel 183-184). De esta manera, la relación sexual padre-hija da plena expresión al

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comportamiento amoral e inmoral de Lope, lo que le vale el apelativo de “excéntrico” desde el principio de la narración (Pérez Galdós, Tristana 121). Don Lope: un ocioso ex-céntrico y rebelde En su acepción etimológica, el adjetivo excéntrico hace referencia a aquello que está alejado o fuera del centro. El uso de este vocablo sirve para denotar la importancia del espacio en la construcción física y simbólica de una subjetividad periférica, en primer lugar, al ubicar al personaje en su entorno físico, tanto exterior como interior: Lope habita en el barrio de Chamberí, “más cerca del Depósito de Aguas que de Cuatro Caminos” (Pérez Galdós, Tristana 119) y, por lo tanto, en la periferia norte madrileña, un emplazamiento que es perfectamente coherente con el “plebeyo cuarto de alquiler de los baratitos” (119), lo que apunta a la falta de propiedad de un personaje que hace de la fluctuación su forma de vida. Este hábitat coincide con la afirmación vebleniana de que las clases bajas, desprovistas de “wealth or power”, se rodean de “vulgar surroundings, inexpensive habitations” (36-37), expresión de la falta de cualquier ocio ostensible. Pero Lope, miembro de la plebe y, por tanto, de la clase social común, transgredirá esta norma, por así decirlo, cuando se sirva de la utilidad del ocio como medio de ganar respeto en su sociedad. Lope se caracteriza por una enorme inestabilidad física y, como se demostrará al final del relato, también social e ideológica, cuando se acerque al centro y opte por abrazar los valores que tan obstinadamente ha rechazado a lo largo de su trayectoria existencial. Sus hábitos de vida, actitud ante el mundo y falta de ocupación laboral lo convierten en un individuo excéntrico o anormal en el orden social en tanto que estéril para la utilidad del Estado. De hecho, junto a sus imprecisos rasgos identitarios, don Lope es introducido en la narración por medio de su vida ociosa, la cual, como la del señorito ocioso de Larra, no puede disociarse de la calle, espacio que permite la evasión definitoria de su identidad: Sin ninguna ocupación profesional, el buen don Lope... se pasaba la vida en ociosas y placenteras tertulias de casino... consagrando algunos ratos a visitas de amigos, a trincas de café y a otros centros, o más bien rincones, de esparcimiento... No era ya Garrido trasnochador; se ponía en planta a

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punto de las ocho, y en afeitarse y acicalarse, pues cuidaba de su persona con esmero y lentitudes de hombre de mundo, se pasaban dos horitas. A la calle hasta la una, hora infalible del almuerzo frugal. Después de este, calle otra vez, hasta la comida... (Pérez Galdós, Tristana 121)

El ocio del personaje sirve para conectar las esferas privadas y públicas en la novela. Junto a la calle, Lope transita otros espacios improductivos relacionados con el ocio en la España decimonónica, a saber, el casino y el café, espacios masculinos por excelencia, así como otros “rincones” (esto es, retirados del centro) de esparcimiento que Ribbans ha leído como “haunts of ill repute” (“Don Lope” 87), lo que contribuiría a subrayar el perfil inmoral del personaje. Los espacios de ocio transitados por Lope merecen un breve análisis. “A realm of leisure for aristocrats and bourgeois gentlemen alike”, el casino se encuentra en una relación antitética al trabajo productivo, por “its fostering of idleness and its disregard for productivity” (Mercer 123-124). A pesar de su potencial como productor de riqueza, señala Mercer que “there is always a haphazard financial ruin as a potential subtext of the casino” (133). No es de extrañar que sea un lugar de visita obligada de aquellos sin un papel productivo en la economía capitalista y política del Estado. En el folletín de 1862 Treinta años, o la vida de un jugador, Manuel Angelón condena espacios de juego como el casino, no solo porque en él “destrúyense capitales en un instante” (79), sino también porque en este espacio “se hallaban representados todos los tipos y clases de la sociedad, confundidas en una misma degradación, igualadas ante un mismo vicio” (28), una amalgama contraria a la mentalidad burguesa, que busca segregar social y económicamente al sujeto marginal y que el mismo Lope personifica como plebeyo que invade un espacio aristocrático que no le pertenece. Junto al juego, la placentera tertulia constituye una de las motivaciones para acudir al casino. Jean-Louis Guereña explica que en el casino español decimonónico “se practicaban juegos, la lectura, se desarrollaban actividades educativas y culturales... y sobre todo se disponían espacios para la discusión y la tertulia” (“Espíritu de asociación” 229). Forma de sociabilidad esencial entre los hombres en la España de la Restauración, la tertulia adquiere una importancia vital en la época como espacio de intercambio político, cultural y social. Referida por el narrador de Fortunata y Jacinta como un “vicio hereditario... avasallador y terrible” (Pérez Galdós 124) precisamente por su asociación

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con la ociosidad, la tertulia oficia de mediadora entre el individuo y su realidad social, en tanto contribuye a forjar la sociedad moderna: en la tertulia de la tienda de Arnaiz se habla de asuntos políticos, de cosas del comercio, de los primeros fósforos y de los primeros ferrocarriles, “que algunos de los tertulios habían visto en el extranjero”, pero que en España “ni asomo de ellos había todavía” (121). La tertulia proporciona un servicio a la sociedad, como el mismo narrador reconoce, en tanto de ella salen las noticias antes que los sucesos con un sorprendente toque de modernidad. Y, como en el café, donde la tertulia cobra su representación más ilustrativa, este acto de habla posee una dimensión formativa del sujeto, que encuentra en estos espacios un ámbito de gestación y expresión de su conciencia política, tanto individual como colectiva. El café es un recinto interesante, no solo como espacio de ocio en el que matar el tiempo, sino también como espacio formativo de subjetividades políticas. En el café, el sujeto se ve obligado a pensar, a forjar opiniones y a reconocerse distinto, precisamente porque en este ámbito se gesta una identidad comunitaria o de clase que invita a la reflexión en presencia de un público. Las palabras de Gérard Imbert son relevantes al respecto: “El sujeto social no adquiere existencia sino a través de su performance pública, condición formativa y transitiva de la adquisición constantemente renovada de su ‘competencia’ discursiva” (23). Juan Pablo Rubín es el ejemplo más paradigmático de joven ocioso que encuentra en el café un espacio moderno de aprendizaje. El mayor de los hermanos Rubín es el típico derrochador empedernido que, practicante de “caminos torcidos” y “entregado a la buena vida”, se levanta tarde (Pérez Galdós, Fortunata 392), carece de “dirección fija” (394-395) y se niega a echar raíces, tanto familiares como territoriales. Introducido en el relato por medio de un improductivo caminar, el único lugar que le otorga cierta estabilidad es el café, donde, expuesto a las tertulias en torno a la Restauración borbónica, el personaje forma su conciencia social y política y aprende a estar en el mundo: “Aquel recinto y aquella atmósfera éranle tan necesarios a la vida que sólo allí se sentía en la plenitud de sus facultades. Hasta la memoria le faltaba fuera del café... Apenas tomaba asiento en el diván, se iban despertando las facultades espirituales, la memoria se le refrescaba y el entendimiento se le desentumecía” (681-682). El acto de caminar en la calle es desplazado por el acto de habla en el interior del café y ambos connotan el desarrollo de las virtudes cívicas, negociadas

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y articuladas a partir de los placeres compartidos del ocio y necesarias para construir subjetividades sociopolíticas y conformar un campo de resistencia. Porque este ocio compartido constituye la base de la producción de discursos públicos que, según Jürgen Habermas, conforma la esfera pública burguesa, de la que el café sería un excelente ejemplo, articulada en torno a un proyecto común capaz de impulsar la vida política marcada por las instancias del poder, pero también como comunidad crítica de reacción a las mismas (95-97).2 Pensemos en la obra de Leandro Fernández de Moratín La comedia nueva (1792), una de las primeras producciones culturales ambientadas en el café como moderno espacio urbano en el que se plantea la cuestión del ocio y la organización social del trabajo en relación con la policía urbana. En su análisis de esta obra y de La Fontana de oro galdosiana, ha señalado Baker que el potencial peligro del café residía precisamente en que en él “se ponía en práctica la soberanía popular, principio axiomático del liberalismo revolucionario” (Materiales 3, 119). La presencia en cafés de Lope, Juan Pablo Rubín o multitud de cesantes que se resisten al dominio estatal evidencia la entrada de diferentes voces y opiniones legítimas en una esfera pública en la que adquieren “the dignity of critique” en contra de la autoridad, como ha señalado De Grazia en relación al espacio público del café (17). En este sentido, el café reproduce la calle, como el mismo Baker afirma (Materiales 119), la cual se convierte en una extensión de aquel. Recordemos cómo la conversación del señorito ocioso de Larra se extiende de Sólito, un café instalado en la calle del Prado, a la calle de la Montera (“Vida de Madrid” 472), lo que revela la continuidad entre ambos espacios del ocio, la naturaleza pública y abierta de los mismos y el potencial de la calle

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Habermas enfatiza la importancia de la palabra viva, de la conversación y del debate para formar una comunidad crítica. Tanto Lope como el delfín constituyen exponentes del mito de don Juan, el primero en decadencia y el segundo entrado en el recinto de lo común (Andreu, “Juanito Santa Cruz” 14). Pero, en cualquier caso, ambos participan de la retórica de la seducción del mito donjuanesco, que se distingue por el don de la palabra y por su “capacidad de jugar con el lenguaje” (4), un poder dialéctico también manifestado por Juan Pablo en el espacio del café. No es casual que la producción de los discursos públicos desde los que se cuestiona o se reacciona contra el poder, según Habermas, ocurra a partir de los placeres compartidos del ocio en espacios como el café o la calle, lo que trae a colación una vez más la analogía decerteauiana entre el acto de habla y el acto de caminar como actos fundacionales desde los que, de manera simbólica o literal, el sujeto se libera, se desvía y se posiciona frente a la norma.

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para desarrollar procesos iniciados en el café, como la construcción y negociación de subjetividades de la resistencia. Lope se refugiará sin duda en esta habilidad para ejercer una resistencia desde sus prácticas ociosas, entre las que figuran la visita al café. La rutina existencial del don Juan en decadencia se ajusta a la moderna vida ociosa del señorito, cuya característica más evidente es “a conspicuous exemption from all useful employment” (Veblen 40): liberado de toda obligación profesional y familiar, su tiempo es empleado en cuidar su imagen, dar largos paseos y desarrollar buenas relaciones, todo lo cual le aporta gran satisfacción personal. Y no podemos olvidar que, si, como señala Veblen, uno de los rasgos característicos de la clase ociosa es la posesión de propiedad humana bajo la forma de esclavos, principalmente mujeres sobre las que ejercer “dominance and coercion” (38, 53), Saturna, sirviente a cargo de los rudos menesteres de la casa, y Tristana, referida como “esclava” y “cautiva” en numerosas ocasiones, son expresión de las relaciones de poder y cumplen esta función utilitaria que evidencia “the prowess of their owner” (53). Sin embargo, existirá una diferencia clave entre Lope y Juanito Santa Cruz o el señorito ocioso de Larra: don Lope posee el capital social y, como vamos descubriendo a lo largo de la narración, también el cultural, pero no el económico. Si bien había gozado en mejores tiempos de una regular fortuna, en el espacio narrativo el buen don Lope “no poseía más que un usufructo en la provincia de Toledo, cobrado a tirones y con mermas lastimosas” (Pérez Galdós, Tristana 121). Esta ajustada situación económica, acentuada por los quebrantos en su fortuna debido al dogma altruista que el personaje profesa hacia sus amigos, hace que don Lope viva sus días “con escaseces” (121), que le llevarán a sacrificar ciertas prácticas consideradas ociosas (por ejemplo, la supresión de todo espectáculo público), empeñar algunas de sus pertenencias (ropas y muebles), pedir auxilio a amigos (247) y, ante la amenaza de la espantosa miseria, buscar ayuda económica en sus primas de Jaén, que se la darán a cambio de un matrimonio con Tristana que pondrá fin a lo que desde una perspectiva burguesa se ve como un “amancebamiento criminal” (270-271). Lope, quien además muestra un profundo desinterés y desprecio por las cosas materiales (125), problematiza la correspondencia decimonónica vebleniana entre el ocioso entretenido y el individuo burgués, quien practica el vicio de no trabajar, de perder el tiempo o de gastarlo inútilmente precisamente por disponer del poder económico que le permite hacer

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uso de un ocio ostensible como rasgo de clase social. Por su situación económica, Lope pertenecería a una clase social que hace del trabajo un “recognized and accepted mode of life” y que, por tanto, “can in any case not avoid labour” (Veblen 35). Pero, aunque por nombre representa al “gentleman of leisure” cuya “life of leisure is the readiest and most conclusive evidence of pecuniary strength, and therefore of superior force” (38), don Lope desmantela e invierte esta relación ocioclase social-fortaleza pecuniaria por medio de sus hábitos ociosos. Si, como vimos en el caso de la familia Santa Cruz, la dimensión moderna del ocio establecía una serie de diferencias que permitían a la clase burguesa consolidarse como clase ociosa por medio del consumo y ocio ostensibles, don Lope difuminará tales fronteras al adelantar una democratización del ocio que caracterizará el siglo xx, mostrando con sus hábitos de vida que el tiempo de ocio ya no es privativo de las élites. Lope parece revivir la Conspiración de los Iguales, movimiento revolucionario que tuvo lugar en París en 1797 y que agitaba a las clases populares a manifestarse en pro de la felicidad y del buen vivir para instaurar un régimen que garantizara la igualdad perfecta.3 En el caso de Lope, ocio no es sinónimo de poder adquisitivo, sino más bien de una actitud política y un posicionamiento ante el mundo. Como diría Uría González, el ocio es “un estado especial de mentalidad” (“Nacimiento ocio” 350) ante la vida que puede considerarse moderna, tanto por su relación con lo efímero (la inestabilidad existencial del personaje así lo evidencia, y particularmente su práctica del amor libre, que impide cualquier relación sentimental duradera) como a la luz de la lectura de la modernidad como revuelta contra la tiranía de la autoridad por parte del sujeto masculino, autónomo y libre de toda sujeción. El ocio de Lope desvela una actitud manifiestamente antiburguesa y revolucionaria —el fin de la revolución es “travailler le moins possible et de jouir intellectuellement et physiquement le plus possible”, dirá Lafargue en 1892 (“La revolution” 244)—, actitud expresada a través de sus valores ideológicos: su rechazo al matrimonio, su actitud anticlerical, un profundo desinterés por las cosas materiales, su amor por la libertad y su pasión por la calle. De hecho, la atracción 3 

En 1828 este levantamiento cobraría forma textual y teórica gracias al anarquista Filippo Buonarroti, quien en Historia de la conspiración para la igualdad instaría a todo el mundo a trabajar para terminar con la ociosidad permanente de unos pocos a costa del trabajo de unos muchos.

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y el contacto continuo con la calle se hallan en perfecta coherencia con el talante libertario y libertino del galán, complementado con su profundo rechazo a la idea de propiedad privada —recordemos que a lo largo de su periplo narrativo habita en tres viviendas diferentes—, lo cual, siguiendo las teorías ya comentadas, apuntaría no tanto a la falta de medios económicos del personaje como a la criminalidad en potencia de un sujeto amenazante que se niega a ser sujetado y gobernado. La identidad criminal de Lope queda reforzada a nivel textual por la referencia del narrador a sus principios “erróneos y disolventes”, “abominables” y “perversos”, todo lo cual hace que, como buen criminal, haya que crear un infierno solo para él (Pérez Galdós, Tristana 134-135). Junto a esto, el narrador recurre a metáforas relacionadas con la revolución y rebeldía del individuo de vida donjuanesca, máximo exponente del héroe insubordinado, para referir sus reiteradas escapadas a la calle, espacio del desafío al poder: en sus paseos callejeros y ante la presencia femenina, el personaje muestra una actitud de “lucha” y de “asalto”; una “conciencia de guerrero”, y una postura “en facha”, que bien puede referirse a una pose desafiante o, en su acepción informal, a un personaje de ideología política reaccionaria (133). Como ese otiosius lector de la tradición clásica que, fuera de toda obligación profesional, adopta “nuevos modos de lectura que eran diferentes de los de las gentes cultivadas... independientes de toda institución, regla, norma, ritual y, por excelencia, libres” (Petrucci 191), podría decirse que Lope escapa desde su desocupación de los cánones y reglas establecidos, reproduciendo un posicionamiento radical ante el mundo tanto en ideología (anarquista y anárquica) como en práctica (a través de sus desplazamientos callejeros). En “su desocupado magín”, Lope no cree en ley alguna “más que la anarquía”, especialmente en lo que se refiere al matrimonio, al que tenía “por la más espantosa fórmula de esclavitud que idearon los poderes de la tierra para meter en un puño a la pobrecita humanidad” (Pérez Galdós, Tristana 135). Llama también la atención su rechazo a la Iglesia y a los curas, así como su desprecio del Estado, del Ejército y de la Policía (125-126), esto es, instituciones al servicio del capitalismo burgués cuyo cuestionamiento pondría en peligro el statu quo. Como ha apuntado Peter Burke, el ocio surge en el contexto de una sociedad disciplinar fuertemente regulada e institucionalizada como respuesta y reacción contra los pilares mismos de una sociedad burguesa y utilitarista basada en un orden moral y social, obsesionada con fijar a sus miembros, tanto literal como metafóricamente (149).

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En esta línea, la formulación del concepto de ocio proporcionada por Bourdieu es relevante. En Meditaciones pascalianas, el crítico francés invita a construir una noción de ocio y de tiempo libre a partir de una relación distanciada y desinteresada con el mundo social. Liberarse “de las ocupaciones y preocupaciones prácticas”, especialmente de las económicas, sería la condición para el disfrute de “todas las formas de especulación gratuita que no tienen otro fin que ellas mismas” (25). Esta ruptura con el mundo es la que permite a Lope vivir al margen de la ley, y será la calle el espacio que posibilite mostrar este distanciamiento, no solo porque, como venimos viendo, es el terreno por excelencia donde practicar el ocio, sino también por el potencial que posee para evadir cualquier fijación en el orden social vigente. Luis Buñuel recogerá tal potencialidad y así mismo lo mostrará en su adaptación cinematográfica: si bien sabemos que Tristana hereda los valores ideológicos de su tirano, el director se servirá de la calle como el canal en el que visibilizar el ejercicio instructivo del tirano hacia su ahijada durante un paseo, en el que Lope emite un discurso libertario sobre la absurdez del matrimonio y anima a Tristana a practicar el amor libre.4 La calle es sinónimo de libertad y parece el escenario propicio para transgredir toda ley, posibilitar la promiscuidad y escapar de las cadenas impuestas por una institución social como el matrimonio. La calle también favorece la disolución de fronteras sociales: al margen de la ley, el posicionamiento de Lope al lado de “contrabandistas y matuteros” (Pérez Galdós, Tristana 125) es aprovechado igualmente por Buñuel cuando muestre a Lope engañando a las fuerzas del orden 4  En su posicionamiento radical al margen de la ley, Lope reproduce y perpetúa su modelo por medio de la creación de otros sujetos marginales, otra razón que hace que el texto deba necesariamente imponer orden y disciplina allí donde el sujeto masculino ha sembrado el desorden. En sus prácticas ociosas, Lope allana el camino para Tristana, quien hereda y emula los valores ideológicos de su tutor: no solo se niega a casarse y muestra un profundo desinterés por las cosas materiales, sino que también siente el mismo prurito de libertad y de calle que su opresor. Ella misma se queja de haber sido “educada para la ociosidad” por Lope (180), la cual es a menudo expresada en términos callejeros cuando las salidas ociosas de Lope posibiliten las escapadas femeninas que, de hecho, la conducirán al desvío y a la práctica del amor libre con Horacio. Lope contagia “su reúma” a la esclava, esto es, el dolor de pierna, lo que conducirá a la amputación y a la consecuente represión de movimientos, en una clara referencia a la heredabilidad de la relación ociosidad-calle. Con su nomadeo y vida improductiva, ambos personajes representan un mismo peligro, cuya neutralización requiere una resolución simbólica similar.

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en aras de amparar al ladronzuelo que huye indefenso por las calles toledanas. Libre de todo lazo familiar y social y desligado de cualquier obligación impuesta por un oficio que lo colocaría dentro de una relación de dominación, el ocioso que es Lope es libre para expresar sus ideas como miembro de la sociedad civil universal y practicar un uso público de la razón, tal y como Kant articuló la expresión en 1784: el ejercicio de un individuo que trasciende toda frontera física y social para transitar entre el dominio privado (el hogar) y el público (los cafés, el casino, la calle) y articular una crítica que vendrá a cuestionar las creencias, hábitos e instituciones imperantes en la sociedad burguesa decimonónica. Y esta resistencia se construye en gran medida desde la calle, espacio inclusivo que, como la esfera pública burguesa de Habermas, constituye “la esfera en la que las personas privadas”, liberadas de las obligaciones al Estado y caracterizadas por la igualdad y no por su estamento social, “se reúnen en calidad de público” (65) para llevar a cabo un ejercicio de autoconstitución y participar activamente en el sostenimiento/cuestionamiento del entramado político en el que se halla inserto. De esta manera, el ocioso, como también hará el personaje del cesante, problematiza la tradicional asociación ocio-privado y negocio-público, o, lo que es lo mismo, entre la ociosidad o libertad del retiro y los negocios u obligaciones de la sociedad. No es de extrañar que el nomadeo y la vida improductiva de Lope requieran de una resolución simbólica, similar a la de Tristana. Si el corte de alas pone fin a las salidas ociosas femeninas y la encasilla en “un hueco honroso de la sociedad” (Pérez Galdós, Tristana 272), Lope irá entrando en una supervivencia cada vez más conformista que coincide con el fin de su existencia ociosa y que lo llevará a abrazar los valores burgueses que antes tanto rechazó. De pasar una vida “ofendiendo a Dios”, Lope pasa a “alabarlo” y a exhibir una “afición religiosa”; de vivir en “amancebamiento criminal”, pasa a unirse en matrimonio con una mujer por la que ha desarrollado un prolongado afecto, y, de vivir de alquiler, pasa a poseer en escritura dos dehesas de Arjonilla que le permitirán vivir holgadamente el resto de sus días. La idea de propiedad por la que se intenta sujetar y gobernar al sujeto evasivo queda remarcada por el “arbolito” que Lope se empeña en plantar y que termina por arraigar en el patio de su vivienda. Esta edificación vendría a subrayar la noción de dwelling desde un punto de vista heideggeriano, esto es, “to remain, to stay in a place” (144) por medio de

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las raíces que establecerían una relación duradera entre individuo y territorio basada en la inmovilidad —recordemos que Lope sale cada vez menos de casa—. Este enraizamiento se produce especialmente “by means of building”, tanto bajo la forma de construcción como de cultivo, que sería la practicada por Lope (145-146). Porque el retorno a la conformidad social tiene ante todo expresión espacial: Lope se muda desde lo alto del paseo de Santa Engracia al del Obelisco (actual Paseo del General Martínez Campos) para estar más cerca de “cuatro o cinco templos” (Pérez Galdós, Tristana 268), en un claro intento de centralización que viene indicado en el texto por la entrada de Lope “por el aro” (271). En cualquier caso, la normalización viene complementada con el fin del itinerario existencial y narrativo de Lope, quien se halla “próximo al acabamiento de su vida” (272), desaparición que pondrá fin a cualquier resquicio de amenaza que el recién convertido burgués pueda comportar.5 Este desenlace del viejo don Juan epiloga la trayectoria de aquellos que han conducido una existencia ociosa. Tras exiliarlo a la periferia geográfica, a “una provincia de tercera clase” donde es colocado en un puesto administrativo que lo convierte en ciudadano al servicio del Estado, gobernado y gobernable, Juan Pablo Rubín termina abrazando, igual que Lope, los valores de la burguesía y la moral pública, cuando decida abandonar su vida de concubinato (Pérez Galdós, Fortunata 1128). Juanito Santa Cruz es rechazado por Jacinta, marginado en su propia casa y “nulificado como personaje” en tanto nadie ya cuenta con él, ni Fortunata ni Jacinta (Schraibman 9). Sin haber pasado necesariamente por el aro, el señorito ocioso ha sido marginalizado y, de esta forma, neutralizado en su propia periferia. Algo parecido ocurre con el don Juan de Galdós, ocioso callejero que culmina su trayectoria narrativa, primero, en el carro de la basura, después, encerrado en prisión. Tanto el basurero como la cárcel son espacios asociados a los márgenes donde van a parar los desechos materiales y sociales de la urbe, metáfora del lugar que ocupa el sujeto improductivo en la sociedad capitalista. La periferia es también parada obligada en el itinerario de cesantes y traperos, quienes seguirán proyectando “un tiempo de cambio”, por utilizar la expresión con la que Lisa Condé se 5  Algunos críticos apuntan que la reforma final de Lope no es real y sigue prevaleciendo el egoísmo personal y monstruoso del personaje (Ribbans, “Don Lope” 92; Rosselli 156).

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refiere a novelas como Tristana (15). Porque, a pesar de la nulificación o el aburguesamiento final, la trayectoria urbana y existencial de los ociosos no es en balde. La figura del cesante le tomará el relevo en la calle para, a medio camino entre el ocio y el negocio, seguir apostando por el cambio y evidenciar un descentramiento desde el que cuestionar la ideología capitalista y proponer nuevas alternativas políticas. Buscando el centro en la periferia: entre el hogar y la calle en Miau Antes se esperaba la sopa boba a la puerta de los conventos, ahora se esperan los puestos a la puerta de los ministerios. (Segismundo Moret)6 Estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo monopolio de los empleos y distinciones sociales. Hoy éstos corren las calles y plazas, y penetran en los salones, y suben a las buhardillas; y bajan al taller del artesano, y arrancan al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda... así es la veleidosa rapidez de su marcha. (Mesonero Romanos, “El cesante” 258) Cesante: aquella variedad de las clases pasivas que procede de los empleados civiles, aptos todavía para el servicio activo, pero que en virtud de una reforma, de un capricho ministerial... han quedado, como se suele decir vulgarmente, en la calle, espresión propia puesto que muchos de estos individuos suelen de resultas no tener otro domicilio que la vía pública. (Gil de Zárate, “El cesante” 95-96)

Figura típicamente decimonónica, el cesante es “un personnage incontournable de la société espagnole” (Jean-Philippe 504), de la que

6  Político español, desempeñó varios cargos en diferentes Ministerios durante los reinados de Amadeo I, Alfonso XII, regencia de María Cristina y Alfonso XIII. La cita viene de Palacio Atard, España del xix 599.

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existen escasos documentos debido a la pérdida de los archivos de los departamentos ministeriales (Albuera Guirnaldos 65). Antonio Albuera Guirnaldos ha sido de los pocos que ha estudiado esta figura desde un punto de vista histórico y sociológico, proporcionando un recorrido por las frecuentes alteraciones políticas causantes de las cesantías desde la implantación del régimen liberal hasta el sistema de la Restauración, así como las normas propuestas para la mejora de la situación de la Administración pública en este periodo de frecuentes cambios ministeriales. En el ámbito literario, no es de extrañar que la crítica coincida en buscar los antecedentes literarios de esta figura en la cultura hispánica, “patria de los cesantes” (Gil de Zárate 98). A. F. Lambert ha leído los cesantes galdosianos como una extensión de la tradición literaria española “made familiar to readers of Mesonero Romanos in the 1830s and 1840s and later modified by such writers as Gil de Zárate” (35). Se refiere sin duda al artículo de Mesonero Romanos “El cesante” (1837), contenido en sus Escenas y tipos matritenses, y a la contribución de Antonio Gil de Zárate, “El cesante”, al libro Los españoles pintados por sí mismos (1851). Tal y como reza la definición proporcionada por este que encabeza esta sección, el cesante es un empleado civil quien, todavía apto para el servicio activo, es privado de empleo en virtud de una reforma o capricho ministerial, dejándolo, literalmente, en la calle y a la espera de un nuevo puesto. Es, por tanto, un “típico producto de resaca en los vaivenes de los gobiernos y ministerios del siglo pasado” (Iglesias, “Miau” 381). Tiene por tanto sentido la asociación de este tipo social con las clases medias: en un país con escaso desarrollo industrial y agrícola, la clase media se ve obligada a buscar la supervivencia a costa de un empleo del Estado, situación que, como elocuentemente apunta en 1887 el periódico cívico-militar al servicio del funcionariado Los destinos civiles, ha transformado el país en dos clases, “una que felizmente cobra la paga y otra que espera el turno para cobrarla” (en Carrasco Canals 570). A pesar de convertirse en un tema de candente actualidad a partir de 1885 con la consolidación del sistema bipartidista, la cesantía —entendida en sus dos acepciones: como el estado del cesante y la pensión que le queda al (des)empleado según los años de servicio— tiene sus raíces en la invasión francesa, momento en que se produjeron las primeras remociones al cesar las Cortes de Cádiz en sus empleos a todos los servidores del rey intruso, esto es, José Bonaparte. Aunque este fenómeno se repetirá con frecuencia durante el reinado de Fernando

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VII con la alternancia de absolutistas y liberales en el poder, será con la llegada del régimen liberal de 1833 y su Administración sólida y más jerarquizada, compuesta de “un creciente número de empleados y aspirantes”, que se establecerá la figura del cesante como “un sector de gran peso e importancia social” (Albuera Guirnaldos 46). Será este fenómeno el que hará que se instaure una serie de propuestas dirigidas a erradicar la inestabilidad y agitación en las oficinas de la Administración pública y procurar “una ocupación constante” para el empleado (Mesonero Romanos, “El cesante” 261).7 Pero estas reformas 7  Entre estas propuestas destacan el Estatuto de López Ballesteros en el periodo absolutista (1825-27), el de Bravo Murillo (1852) y el de O’Donnell (1866), así como el Manifiesto de Manzanares, una petición abierta de apoyo progresista redactada por Cánovas del Castillo en julio de 1854 y firmada por O’Donnell en la ciudad del mismo nombre, el cual exigiría unas reformas políticas y unas cortes constituyentes para hacer posible una auténtica “regeneración liberal” (Carr 246). Aunque la reforma de López Ballesteros se refería únicamente a los funcionarios del Ministerio de Hacienda, supuso un intento de profesionalización de la función pública y sentó las bases para normas posteriores. Frente a una organización administrativa poco profesional, corrupta y sustentada por favoritismos, el proyecto de Bravo Murillo abogaba por “más administración y menos política” para afrontar la agitación existente en el país a causa de guerras y revoluciones (Pro Ruiz 310). Este estatuto, al igual que lo hiciera anteriormente el de López Ballesteros, se apoyaba en un sistema de categorías personales que regularizaba el acceso al empleo público, así como el ascenso una vez dentro del mismo. A pesar de que la Administración seguía estando a merced del clientelismo político y de que este estatuto solo estuvo vigente tres meses (de octubre a diciembre de 1852), la reforma sentó las bases de una administración moderna menos politizada, más estable y más profesionalizada. Siguiendo los pasos de su antecesor, el Estatuto de O’Donnell se seguía fundamentando en el establecimiento de categorías subjetivas (jefes superiores, jefes de administración, jefes de negociado, oficiales y aspirantes a oficiales, según establece el Real Decreto de 4 de marzo de 1866) y se articuló alrededor de dos mecanismos esenciales: el establecimiento de un criterio de idoneidad para el ingreso y ascenso en el desempeño de funciones públicas, y la fomentación de una inamovilidad para los que llevaran un número de años prestando servicios efectivos y mostrando “su celo, su laboriosidad y su honradez” (Arroyo Yanes 48). Pero fue precisamente este intento de inamovilidad el que echó a perder el Estatuto de O’Donnell, que fue derogado tan solo cuatro meses después de su entrada en vigor (en julio de 1866), ya que se le acusó precisamente de mantener y proteger a los nombrados bajo su régimen (48). El cuento de Clarín mostrará cómo esta inamovilidad nunca se practicó, pues la “laboriosidad” y “honradez” del empleado no tienen cabida en un sistema todavía deficiente y basado en amiguismos y favoritismos, como recriminaría el periódico El empleado del 23 de julio de 1887 (en Carrasco Canals 505). Para más detalles de estos primeros estatutos de funcionarios en el siglo xix hasta la implantación definitiva de la carrera administrativa en el xx con el Estatuto de Maura en 1918 que eliminará de facto la cesantía política, ver Muñoz Llinás 599-608.

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no obtendrán el fruto buscado: con el fin del bienio progresista (185456), cambian las tornas y la incertidumbre se vuelve a apoderar de las oficinas de los ministerios. Es con la Restauración, cuyo artífice fue Cánovas del Castillo, que se institucionalizó el turno de partidos al estilo del sistema inglés y que, con los liberales-conservadores por la derecha y los liberales por la izquierda, prometía ser el único mecanismo para una monarquía parlamentaria estable, eso sí, con frecuentes cambios ministeriales. Este sistema supondría una serie de pactos por los que los dos partidos se turnarían pacíficamente en el poder para, apoyados por la manipulación electoral, dominar la vida política y la Administración pública de los gobiernos de la Restauración.8 Denunciado como “falso” por sacrificar los verdaderos intereses del país a la conveniencia del aparato político (Carr 353), el sistema bipartidista se terminó de consolidar en 1885 con la muerte del rey, lo que continuó las remociones de personal a cada cambio o reajuste ministerial y convirtió el tema de las cesantías en candente actualidad. Los ceses venían amparados por una red de influencias generada por la existencia de favoritismos, “padrinos” y “compromisos electorales”, como leería el periódico El Empleado en numerosas ocasiones, todo lo cual se traduciría en una ineficaz Administración en estrecha unión a la política, verdadera causa de la situación inestable de los empleados. El 3 de diciembre de 1887, el diputado liberal Álvarez Mariño presentó en el Congreso una proposición de ley para moralizar la Administración mediante la concesión de una garantía de estabilidad a los empleados públicos y la profesionalización de los mismos mediante una carrera administrativa (en Revista de Administración 188-189). La prensa especializada se haría eco de todos estos proyectos para moralizar la Administración y aniquilar el caciquismo, denunciando el “favor” y el “capricho de los ministros o de los directores generales” como base de la estabilidad del trabajador (El Empleado, 31 de octubre de 1887, en Carrasco Canals 531). La prensa no solo condena la ineficacia administrativa generada por la existencia de amiguismos, sino que también insta al cambio desde la página escrita proponiendo dos 8 

Ver Carr (345) para un recorrido de cómo liberales y liberales-conservadores se turnaron en el sistema de la Restauración hasta la muerte del rey en 1885. Ver 336-353 para un examen de la superestructura política del turno pacífico y su desintegración a partir de 1890.

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propuestas fundamentales: por un lado, una reforma inmediata de la Administración que pase por su simplificación y reducción del número de personal, el aligeramiento del presupuesto de las clases pasivas, la instauración de un sistema de ingreso y ascenso que reconozca los “conocimientos y aptitudes personales” del candidato (484) en lugar de sus “buenas influencias” (505) y, en definitiva, el establecimiento de una ley de empleados “que garantice a estos sus destinos y los estimule ofreciéndoles unas garantías de porvenir y bienestar que todo ser humano desea” (477-478). Los cesantes conformarían un pilar principal en esta restructuración administrativa y, así, la prensa insiste en que no se deberá dar ingreso a nadie en las carreras del Estado “mientras haya un solo cesante con sueldo o sin él” (472). De aquí se desprende la segunda propuesta: la necesidad urgente de dictar una ley “que haga inamovibles a los empleados”, pues, mientras exista trasiego entre los mismos, la Administración del Estado no se consolidará ni marchará “por la verdadera senda del progreso y la moralidad” (542-543). Una simple ojeada a algunos de los periódicos especializados de la época revela la obsesión por la idea de movilidad, expresada en términos de inestabilidad, trasiego, vaivén y zozobra en la que viven los empleados,9 lo que nos lleva a deducir no solo que el temido estado de cesantía es el contrapunto de la estabilidad e inmovilidad ansiada por el empleado civil en la España de fin de siglo, sino también que la movilidad física (del sujeto que, sin oficio, se convierte en personaje de la calle y, por tanto, en un “marginal mobility” que puede hacer peligrar las estructuras institucionales y sociales, Juntunen et al. 14-15) y metafórica (el descenso económico, social y emocional deja al sujeto desprovisto de recursos para mantener a su familia) es el grave problema a erradicar, pues produce “un estado de desorden en esta desgraciada España” (El Empleado, 23 de junio de 1887, en Carrasco Canals 495). Y la movilidad trae inexorablemente a colación el espacio de la calle. En efecto, la cuestión espacial y la presencia de la calle acompañarán el itinerario existencial del cesante. La novelística galdosiana está repleta de cesantes que desvelan tal movilidad espacial, así como el interés del autor por este serio problema. Varias entregas de Los Episodios 9 

La cuestión de la movilidad espacial es una constante. El número 290 de El Empleado, del 15 de junio de 1887, publica un artículo explícitamente titulado “¿Quiénes disfrutan de inamovilidad?”, mientras que una sección bajo el título de “Movimiento del personal” se repite prácticamente en todos los números.

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Nacionales y novelas como La de Bringas, La incógnita o El abuelo, por citar tan solo algunas, introducen personajes que callejean físicamente y chaquetean ideológicamente según el relevo ministerial, y nos relatan su trayectoria en la Administración pública como un frenético viaje de contrataciones y ceses, de traslados y de humilde malvivir que tienen en la calle una parada obligada durante los meses de cesantías. En O’Donnell, uno de los Episodios Nacionales de la cuarta serie, señala el narrador: Todo el elemento progresista que arrimado estuvo a los pesebres... fue arrojado a la calle con menosprecio y entraron a comer los pobrecitos que no lo habían catado en todo el bienio... Otra vez el alza y baja de tropa; otra vez la procesión triunfal de los que subían por las empolvadas escaleras de los Ministerios, y lúgubre desfile silencioso de los que bajaban... (998).

Los altibajos deben ser interpretados física —en los movimientos verticales de los que suben a las oficinas tras recuperar su trabajo y las bajadas de los que los pierden y descienden para no volver en un largo periodo de tiempo— y figurativamente, pues las empolvadas escaleras se convierten en metáfora de un espacio psicológico de ruina moral, económica y social del empleado que es cesado. Pero, sin duda, ha sido Miau (1888) la novela galdosiana que más interés ha suscitado entre aquellos interesados en la cuestión de la cesantía, probablemente porque presenta a un cesante como protagonista central alrededor del cual se suceden las tramas paralelas en la historia.10 Miau sería lo que Blanche Gelfant ha catalogado como 10  Multitud de estudios han dedicado a la novela diversas reflexiones, algunos dejando a un lado la condición de cesante del protagonista. Es el caso de Lowe y su análisis del tiempo en esta obra (“Villaamil’s Two Months”); Crispin, quien se enfoca en las tramas secundarias de la misma; Ferrari, quien elabora un análisis de la pobreza en la novela y cómo esta socaba la certeza de los determinismos, o Iglesias, quien la interpreta a partir del simbolismo nominal asociado a la felinidad. Hay un conjunto de trabajos alrededor de la figura de Ramón Villaamil que se dividen en dos grupos radicalmente distintos: los que lo consideran víctima de un sistema social y burocrático corrupto (Gullón, Parker y Ramsden) y los que lo juzgan responsable y merecedor de su desdicha (Weber, Ribbans, Sackett y Rodgers). Román ofrece un recorrido por estas dos tendencias. Ahora bien, dejando a un lado estos criterios moralistas y psicológicos, son escasos los trabajos que se centran en el papel del espacio urbano, con la excepción del de Anderson, quien realiza un estudio exhaustivo de las tensiones horizontales y verticales de los personajes y considera el espacio físico de la novela como metafóra de

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“una novela de ciudad”, en tanto esta participa de manera activa en la formulación de los personajes y de la acción (5). En la misma línea, Torres-Pou llama la atención al absoluto protagonismo de la ciudad en la novela, una afirmación justificada por la estrecha vinculación entre Madrid y el protagonista, que es un producto de la ciudad: no solo porque su apellido, Villaamil, aparte de constituir una calle madrileña (ubicada en Tetuán, en el barrio de Berruguete, al noroeste de la ciudad), lo construye como la Villa personificada, a saber, mil veces esa misma villa (196), sino también por la identidad gatuna asignada tanto a él como a su familia por medio del apodo de Miau, que es el mismo que reciben los habitantes madrileños (Iglesias, “Miau” 382-383). Por lo tanto, la carga nominal del personaje ya apunta a la poderosa presencia del espacio urbano en su proceso de subjetivación. Pero la conexión del personaje con el espacio se hace aún más clara por su condición de cesante. La definición que en 1837 nos da Mesoneros Romanos, más tarde recogida por Gil de Zárate, ya lleva inserta la cuestión espacial: el cesante es un hombre público reducido a una especie de muerte civil ocasionada por “aquella ley física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio” (“El cesante” 256-257), o, lo que es lo mismo, una misma mesa, en una misma oficina, en un mismo ministerio. Esta definición es coherente con la obsesión del xix por el orden sistemático y por los movimientos de planificación y reforma que requerían adscribir los cuerpos a un espacio geográfico concreto, manifestación del proyecto disciplinar moderno. Es por ello que, tras su cese, Ramón Villaamil debe ser expulsado a la calle y desplazado por otro cuerpo burocrático, contribuyendo de este modo a la institucionalización del “sistema de despojos” tan común en la época (Albuera Guirnaldos 46). Así, en la definición proporcionada por Mesonero Romanos reside la idea misma de desplazamiento, expulsión y descentralización espacial de la figura del cesante, y, con ella, la emergencia de la identidad marginal del mismo.11 Porque la cesantía entraña movilidad (del

un espacio psicológico y moral de los mismos, y el de Torres-Pou, que analiza el papel desempeñado por Madrid en la misma. Ambos estudios se han revelado fundamentales para articular mis propias reflexiones sobre el protagonismo de la calle madrileña en relación al desarrollo de la figura del cesante. 11  Mesonero utiliza una metáfora agrícola para hablar del cesante como un “empleado en barbecho” (“El cesante” 259), esto es, un trabajador que ha sido apartado

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sujeto callejero) e inestabilidad (del empleado público), pero, paradójicamente, como el escritor costumbrista señala, la cesantía es una especie de “muerte civil” y de estancamiento del sujeto. Esta muerte metafórica se revelará condición sine qua non se producirá el despertar y el proceso de construcción de subjetividad marginal desde la que el cesante se ubicará fuera de todo control del sistema disciplinar y transgredirá toda norma para encontrar en la calle, en el movimiento y en los márgenes (geográficos, sociales, políticos, religiosos) la verdadera liberación. La muerte civil a la que lo condena la condición de cesante es perfectamente coherente con el espacio en el que el personaje es introducido al principio de la narración. El piso de los Villaamil, con sus reducidas estancias y la oscuridad que lo domina, se parece a una madriguera, como ha dicho Anderson (“Madrid y Miau” 25-26), lo cual alude a la identidad gatuna de los Villaamil. Recluido en el oscuro despacho de su casa, Ramón aparece a través de “una voz cavernosa y sepulcral... temerosa y empañada”. El cesante muerto en vida proyecta una voz que viene de ultratumba y se deja oír, pero no se ve; existe, pero es invisible: es “un sombrajo larguirucho” que no posee cuerpo ni identidad: “un algo que se crea surgiendo de la nada” (Pérez Galdós, Miau 92). Apartado de la calle y encuartelado en una “reducida estancia” al estilo de un ataúd, su falta de visibilidad y de corporalidad le resta garantía de validez como sujeto. Su situación mortecina viene complementada por la referencia a Ramsés II, con quien sus amigos de tertulia le comparan para identificarlo con una imagen de momia estática e inmóvil que, según Iglesias, revela el antagonismo vida/muerte que acompaña a Ramón durante toda la novela (“Miau” 393).12

de su cargo, olvidado y relegado al margen: de igual modo que la tierra se deja sin sembrar o cultivar durante varios ciclos vegetativos, el cesante es puesto a descansar, deja de ser alimentado por el Estado y, sin sueldo, se mantiene aparentemente inactivo durante uno o más ciclos legislativos. 12  Anderson ha señalado que el espacio físico reducido y oscuro del hogar se convierte en metáfora de “un espacio moral y psicológico” de un personaje que se encuentra atrapado (“Madrid y Miau” 26), una sensación subrayada por la cárcel de mujeres, ubicada frente a la casa de la familia protagonista en la calle de Quiñones. La cárcel, que ya aparecía en La bruja de Madrid como lugar adonde se recluye al sujeto potencialmente amenazador, adelanta la identidad marginal del cesante y “sirve para subrayar la encarcelación personal del propio Villaamil” (25).

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El acuartelamiento en el ambiente oscuro y carcelario es reforzado por la pasividad de los quehaceres diarios con los que se entretiene Ramón: leer el periódico y escribir cartas en las que implora a sus influencias una recomendación que lo vuelva a “colocar” (Pérez Galdós, Miau 97), esto es, recuperar el lugar fijo de la estabilidad en lo que él percibe como el centro geográfico, social y económico. La cesantía coloca al sujeto en una “situación excéntrica” (Mesonero Romanos, “El cesante” 261), por un lado, en su acepción espacial: su ligazón al mundo interior del hogar asocia a Ramón al ideal femenino y, con este, a una situación universal de marginación propia del género femenino, como señala León Rodríguez (16); al mismo tiempo, también una excentricidad social, pues Villaamil ocupa un nuevo papel marginal en una sociedad productiva encargada de circular ciertos valores familiares y reforzar una estructura patriarcal en la que el varón asume el rol dominante. Incapaz de proveer para su familia, la subsistencia material provendrá de otras figuras masculinas ajenas, como don Francisco Cucúrbitas, protector de Ramón; Víctor Cadalso, quien da a Pura dinero para pagar la renta del hogar familiar, o Ponte, quien les proporciona entradas para el Teatro Real para asegurar la presencia social de la familia. Cabeza de familia que no produce, el cesante ha sido des-capitado y emasculado, resultando en un hombre incompleto y sin valía, como el mismo narrador refiere en varias ocasiones, para cumplir con las exigencias de una economía capitalista. Es por ello que, forzado a cumplir con el ideal burgués, Ramón desea cambiar un feudo por otro, a saber, el hogar por la oficina del ministerio, salto que pretende dar sin pisar la calle. De ahí que sea el nieto Luisito quien “recorría todos los barrios de la Villa” para repartir las cartas de su abuelo (Pérez Galdós, Miau 97). Ramón experimenta la calle de forma vicaria a través de su nieto, y será esta invisibilidad en el espacio público y esta “falta de empuje”, como la ha llamado Ribbans (“Villaamil” 401), la que ancle al personaje al pasado, en la sumisión a una autoridad superior —la institución familiar o la Administración pública— y en el “monopolio de los empleos y distinciones sociales”, síntomas de los tiempos de ayer (Mesonero Romanos, “El cesante” 258, 263). Porque el progreso pasa inexorablemente por la calle como espacio moderno: como apuntó el político español Segismundo Moret en la cita que encabeza esta sección, si “antes se esperaba la sopa boba a la puerta de los conventos, ahora se esperan

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los puestos a la puerta de los ministerios”.13 Referida a los restos de comida que los conventos repartían a los menesterosos, así como a las sobras distribuidas entre determinados colectivos en condiciones de escasez en un entorno institucional, lo cierto es que la sopa boba se encuentra en la calle, espacio esencial en el que el desfavorecido debe circular para asegurar su supervivencia, como era el caso del mendigo.14 El caso de “El Rey Baltasar” ilustra la importancia de la calle para la supervivencia del sujeto. Baltasar apenas tiene contacto con la calle y solo la pisa de manera efímera, como mero canal instrumental que lo conecta de su casa al ministerio. En términos espaciales, “él cumplía con su cometido y andando” (Alas 31). Por ello, el empleado “no se entera de nada” (31), consecuencia de lo cual viene su cese: en la calle se propagan los rumores y circulan las noticias antes que en las mismas oficinas de la Administración en lo que se refiere a la investigación de la corrupción en esta por parte del Círculo Mercantil y de una junta de abogados, que pretenden poner a prueba la moralidad de los empleados públicos mediante la puesta en práctica de ardides para burlarlos. De ahí que Baltasar, ajeno a lo que se habla en la calle (32), caiga en la trampa y acepte el dinero que le ofrecen, cometiendo un delito de cohecho y siendo cesado por ello. La falta de contacto con la calle coloca al personaje en profunda desventaja y lo desplaza a un espacio social y económicamente al margen de una sociedad patriarcal y productiva.

13  El hecho de que se haya pasado del convento al ministerio revela que la religión ya no es central en una cultura moderna gobernada por el dios del dinero y el consumo material —“the Holy Grail has been substituted by the stock exchange”, dijo burlonamente Schumpeter (137)—. 14  Federico Ruiz, desempleado optimista que “lleva con tranquilidad su cesantía” a pesar de atravesar “una crujía espantosa” (Pérez Galdós, Miau 139), nunca cede “en sus pretensiones de ser colocado” (141). No solo termina consiguiendo un empleo con una comisión en Madrid, sino que también concluye la historia con el ridículo título portugués de “Bombeiro, salvador da humanidade” (371-372). Pero la diferencia es que es un personaje que sabe cómo y, sobre todo, dónde buscarse la vida: mientras Ramón vive encerrado en su “leonera”, un callejero Ruiz sale por las mañanas, visita editores de revistas, asiste a tertulias, se deja ver en el teatro y no deja de asediar al ministro de Fomento (141). Algo parecido ocurre con Víctor Cadalso, yerno de Ramón, a quien siempre vemos en movimiento. Él mismo se jacta de su condición “de cometa errante” que recorre “por los espacios sin dirección fija” (330). Responsable de su mala reputación y de la expulsión del círculo familiar, este estilo de vida itinerante le consigue un trabajo al final de la novela que le permite seguir subsistiendo en el corrupto universo urbano.

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Por lo tanto, la calle, y todo lo que ella implica —visibilidad, actualidad, exposición, amiguismos, empleo—, es fundamental en la trayectoria existencial del cesante. Aunque la acción en Miau ocurra mayormente en el interior del domicilio de los Villaamil, el espacio público afirma su trascendental protagonismo desde la primera página. La novela se abre, en palabras de Anderson, con un “alegre arrebato de exteriorización” (“Madrid y Miau” 27), cuando un grupo de niños abandona la escuela a las cuatro de la tarde y se lanzan “en tropel” a la calle (Pérez Galdós, Miau 83). Llama la atención la forma en que esta acción se produce: los niños invaden la calle “con furia insana” y “atropelladamente... con algazara de mil demonios”. La escena de una rutinaria salida de la escuela adquiere un importante contenido simbólico a través de la comparación entre la misma y la resistencia al poder disciplinar de una serie de sujetos marginales que transgreden los códigos de la sociedad para sembrar el caos: no son simplemente niños que abandonan la escuela, son “oprimidos” que, privados de libertad y de toda autonomía individual, se tornan demonios, “se sueltan el grillete de la disciplina escolar” y se lanzan a “arriesgados ejercicios de volatinería” en busca del “triunfo revolucionario”. Establece así el narrador una poderosa conexión entre calle y acción revolucionaria, con todas sus derivaciones caóticas: “furia”, “algazara”, “estropicios”, “delirio”, “porrazos y cardenales”. Esta asociación callerevolución queda así mismo bien capturada por la expresión “echarse a la calle” protagonizada por los niños, referencia revolucionaria que será contextualizada históricamente por Juliá en su trabajo sobre la II República española.15 15  Existe una diferencia importante entre estar en y echarse a la calle y, para explicarla, Juliá se sirve del tipo de acción llevado a cabo por la UGT, el gran sindicato de los trabajadores de Madrid caracterizado por un sindicalismo de gestión, esto es, por una práctica de conciliación y negociación, y por la CNT, organización de ideología anarcosindicalista que encarna la revolución, la lucha y la acción directa. Mientras la UGT “dirigía huelgas que consistían básicamente en la no presencia —los obreros no iban a trabajar—, para el anarcosindicalismo, por el contrario, no ir al trabajo equivale a salir a la calle”. Y salir a la calle significa que “cada obrero... permanezca con su presencia física en el nuevo espacio de la lucha, la calle, ocupándolo” (Madrid 183). Por lo tanto, “echarse a la calle piando y saltando”, como hacen los niños galdosianos, implica una presencia e invasión callejera con cariz revolucionario en tanto la calle fomenta el afán y espíritu de lucha del pueblo oprimido, quien, al sentirse libre de ataduras, se enajena, se empodera e, impregnado de hiperactividad, avanza sin límites en su camino hacia la libertad.

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Esta imagen de furia insana está enmarcada por una terminología positiva y optimista por parte del narrador: la revolución es un “triunfo” y el ruido de las masas revolucionarias es un “hermoso himno a la libertad”, de lo que puede colegirse que esta primera escena encierra una llamada a los desfavorecidos para que rompan las cadenas y se lancen a la busca de la libertad en el espacio abierto de la calle. Esta acción, además, se encuentra estrechamente conectada a la periferia, espacio de la subversión asociado a identidades marginales. No es casual que la escuela se encuentre localizada en la plazuela del Limón, hoy plaza de los Guardias de Corps, en la periferia noroeste de Madrid. Galdós abre así una avenida cultural para numerosos textos que construyen el extrarradio como lugar de procedencia de sujetos marginales que vienen a sembrar el caos y el desorden en la ciudad, así como espacio de concienciación, organización y acción en el que se gesta la acción subversiva.16 Esta escena exterior está inmediatamente seguida por “una fase negativa de interiorización” (Anderson, “Madrid y Miau” 27) en la que los niños se dirigen a sus casas y el hogar desplaza a la calle con un efecto restaurador —recordemos que el domicilio es el espacio del ciudadano que contribuye al orden de la sociedad, opuesto al revolucionario,

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En Aurora roja (1904), la taberna La Aurora, ubicada en una calle solitaria y no urbanizada en los límites geográficos de la urbe, es espacio subversivo de expresión y difusión de ideas anarquistas, así como lugar de acción clandestina. No en vano, los hombres que frecuentan este núcleo de actividad protopolítica poseen comportamientos “fanáticos y feroces” (Baroja 239) que tendrán que ser contenidos por las fuerzas del orden. Como se verá en la siguiente sección, Blasco Ibáñez concede visibilidad al Madrid de los márgenes en La horda (1905) mediante la llamada desesperada de su protagonista, Isidro Maltrana, a la acción a la horda de traperos de Cuatro Caminos para que asalten la ciudad cuando nadie lo espera (346-347). Díaz Fernández, en La Venus mecánica (1929), identificará a las densas barriadas obreras de los extrarradios norte y sur como fundamentales para dar a las huelgas obreras un carácter revolucionario, tanto para hacer circular ideas de forma clandestina como para proporcionar armas (268). Las novelas de la República igualmente sitúan el desmantelamiento del orden en los arrabales: Sender, en Siete domingos rojos (1931), se refiere a las calles de Vallecas como focos de formación de sujetos políticos en las que “grupos obreros leían manifiestos y discutían” en preparación de una futura huelga (173), mientras al norte, en Cuatro Caminos, “ya han sacado las ametralladoras a la calle” (98). Vallecas será también el escenario urbano donde el protagonista de Uno (1934), escrita por Andrés Carranque de Ríos, pedirá unión a obreros y albañiles predicando con su mensaje social la promesa firme de una revolución que “modificará las cosas” (43).

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que no tiene morada ni hogar fijo (Perrot 10), una imagen personificada por Baltasar Miajas, quien encuentra en el hogar la salvaguarda de los peligros de la calle, como él mismo reconoce (Alas, “Rey Baltasar” 19)—.17 Pero, a pesar de la pronta migración hacia la interiorización, la asociación calle-marginalidad-acción revolucionaria enmarca una novela que se abre y se cierra en la calle, y marcará los pasos del cesante, quien abandonará progresivamente su encerramiento doméstico. A medida que avanza la narración, Ramón protagoniza una serie de breves escapadas callejeras. En el capítulo 7 nos dice el narrador que, durante las tertulias que Pura organiza en casa, Ramón abandona el hogar; no sabemos adónde va, ni lo vemos en la calle, pero lo vemos regresar al domicilio con un “ferocísimo semblante tigresco” (Pérez Galdós, Miau 144), lo que sugiere que el contacto con la calle ha despertado en él una actitud agresiva que, en última instancia, conducirá a la acción. Más adelante, el cesante vuelve a salir a la calle para ir al café “en busca de noticias de la combinación” (204), pero esta salida vuelve a desarrollarse fuera del espacio textual. Aunque se trata de una salida efímera, es importante notar que estos primeros contactos con la calle han sembrado en el cesante cierta agitación e inquietud de 17  Una restauración del orden similar tendrá lugar en el capítulo 9: tras subvertir la disciplina escolar y contradecir las órdenes del “verdugo” (a saber, el maestro que desde su posición autoritaria amenaza con una regla), Luisito se enzarza en una pelea feroz con uno de sus compañeros. Ese mismo día por la tarde, el niño sale a pasear por la explanada del Conde-Duque, muy cerca de la calle de Quiñones. Este vasto terraplén a medio urbanizar en la periferia noroeste madrileña sirve para distintos fines, entre ellos, para los ejercicios de instrucción de los reclutas de caballería, que “aprenden a marchar dirigidos por un oficial que, sable en puño, les enseñaba a medir el paso” (Pérez Galdós, Miau 153). El sonido rítmico de los pasos de los reclutas junto al “uno, dos, tres, cuatro” de la marcha militar transmite un ambiente de disciplina que, unida a la presencia del cuartel de Guardias, debe leerse como la necesidad de imponer orden en la periferia geográfica, espacio con que el sujeto marginal tiende a ser identificado (Tsuchiya, “Peripheral Subjects” 197). El Ejército, institución jerárquica de larga tradición histórica en España, toma el relevo a la institución escolar para continuar la labor disciplinaria y contener la resistencia representada por el potencial desestabilizador del niño, cuyo comportamiento desviado bien podría representar el de todos esos “oprimidos” que se soltaban del grillete de la disciplina escolar en el primer capítulo. No es casual que cuando Luis despierta de su letargo en la explanada del CondeDuque, durante el cual ha tenido una conversación con Dios, manifestación suprema de la voz de la autoridad, “su cerebro estaba embotado” y “le temblaban las piernas” (Pérez Galdós, Miau 156). El poder disciplinar ha logrado la desarticulación por medio de la incapacitación de las piernas, medio fundamental de expresión del sujeto rebelde.

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la que ya no podrá deshacerse, la cual se traduce en un unsettlement o inestabilidad física, literalmente hablando: en el interior de su hogar, el cesante ya no podía dejar de “dar paseos por la habitación”, una actitud que apunta a la urgencia de liberación y que Luis explica significativamente por la “falta de colocación” de su abuelo (212). En el capítulo 21 somos por primera vez testigos de una salida callejera del cesante, aunque seguimos sin verlo en la calle, pues esta pierde visibilidad a favor del protagonismo del Ministerio de Hacienda. Ubicado en la calle de Alcalá, en pleno centro de Madrid, el edificio constituye el baluarte del orden y de la organización política y económica de la nación, espacio físico y simbólico identificado con el centro social al que el cesante sigue aferrado. El edificio, con su fachada, pórtico, escaleras y oficinas, es en términos lefebviranos la simple representación del espacio físico, que es expresión y manifestación del poder (Production 49); pero en su interior predominan las palabras huecas y los discursos vacíos: los trabajadores no hacen más que perder el tiempo “escribiendo juguetes cómicos groseros y verdes”, “dibujando caricaturas” o redactando “rimas sátiras” (Pérez Galdós, Miau 244). La ineficacia de la Administración queda subrayada por la (falta de) actividad de los que allí dentro trabajan, que no hacen “la menor contribución positiva a la vida colectiva de España” (Ribbans, “Villaamil” 406). El Ministerio de Hacienda es el espacio físico donde se deben gestionar los presupuestos públicos, pero, anquilosado en un pasado inmemorial, carece de una presencia activa debido a la inacción de sus empleados: “No reinaba allí el silencio propicio al trabajo mental; antes, todo se volvía cierres de puertas, risas, traqueteo de loza y cafeteras, gritos y voces impacientes” (Pérez Galdós, Miau 243). La falta de modernización de un edificio “que tiene algo de feudal” (242) se deja translucir en los muebles viejos, “amarillentos y polvorosos”, en la apariencia retrógrada de sus trabajadores, uno de los cuales era “perfecta parodia de un caballero del tiempo de Felipe IV” (244-245), y en la existencia de jerarquías dentro de sus oficinas, según la cual el jefe de sección daba a cada instante “órdenes a su tropa” (247). Como han indicado Berger et al., existe una poderosa conexión entre arquitectura e individuo, en tanto la primera no solo afecta al entorno físico, sino que también es un proceso establecido en la conciencia del sujeto (66). De ahí que Ramón se sienta empequeñecido ante la “colosal mole” y la mire con respeto (Pérez Galdós, Miau 242), al tiempo que el “entrañable cariño” que el cesante aún profesa hacia

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el edificio hace que dé la espalda a la calle para entregarse a un único movimiento que consiste en “atravesar el pórtico” y “subir despacio la monumental escalera, encajonada entre gruesos muros” (242), un movimiento lento debido a lo que de carcelario tiene el Ministerio. El cuento de Clarín también pone de manifiesto la tensión espacial a las puertas del Ministerio mediante las “subidas y bajadas” de los sueldos, ascensos y descensos de los empleados y las “tristes caídas” de los cesados (“Rey Baltasar” 18-20). La docilidad y sumisión que Ramón muestra en su entorno familiar se traslada al Ministerio, en el cual el cesante se siente como un “criado fiel” (Pérez Galdós, Miau 241) que depende de unos lazos que todavía lo atan “a la casa, a la familia” y al Estado (241). El afecto y servilismo hacia el Ministerio muestran que el cesante sigue abrazando formas tradicionales de hacer política en un espacio formalizado y legitimizado que contrasta con la calle, terreno adverso de la institución ministerial, que irá cobrando mayor visibilidad en las sucesivas salidas del cesante a medida que aparezca cada vez más poseído por el movimiento en torno al cual configura su identidad periférica: sus movimientos jadeantes (344), su continuo subir y bajar escaleras (344) y su paso claudicante (347) lo empiezan a identificar con un enemigo del establecimiento burgués, lo cual justifica las burlas que sus antiguos compañeros le dirigen, que, escondidas tras una expresión espacial, tienen el objetivo de arrinconarlo y neutralizar su peligro. Convencidos del desquicio de Ramón, en las oficinas se dice “que empieza a pasearse por los cerros de Úbeda”, una referencia espacial para referir un discurso incongruente y carente de sentido por parte del cesante (348).18 Como ya ocurriera con la mendiga Inés,

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La neutralización pasa por la contención, especialmente cuando la enfermedad de Ramón consiste en una resistencia al orden expresada por el movimiento. Uno de los porteros del Ministerio le pide que “deje de rodar por esos barrios” y que mejor “estése en su casa” (350). Nótese la doble transgresión de movimiento descontrolado e inestabilidad contenidos en el verbo rodar y la presencia del cesante en esos barrios céntricos, que, por su cese, ya no le pertenecen. Instantes después, Argüelles, con el tono “que se emplea con los enfermos graves”, reiterará la misma idea, diciéndole a Ramón que “haría muy bien en no parecer por esta posá del Peine en muchos días” (351), una posada localizada en la antigua calle del Vicario Viejo, muy cerca de la Puerta del Sol. Los frecuentes desplazamientos físicos del cesante, así como su existencia cada vez más itinerante que escapa a toda significación en el discurso narrativo de la novela, simbolizan la marginalización social de un personaje que no tiene cabida en el centro de Madrid y requiere de fijación en un lugar apartado, lejos de la exhibición pública.

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la sinrazón que los compañeros atribuyen a Ramón deriva de su acercamiento a una realidad alternativa, tal y como muestra el rechazo público y la irritación que le inspiran la corrupción y la ineficacia fiscal del Gobierno y del sistema de la Restauración. La locura, que según Moretti es la enfermedad endémica de aquellas sociedades periféricas de finales de siglo que se encuentran a medio camino entre tradición y modernidad (156-157), se corresponde con la “liberación psicológica” del cesante (Anderson, “Madrid y Miau” 31). Parece ser esta un paso necesario para que el individuo y, por ende, la nación, se liberen de las ataduras que los sujetan al pasado y les impiden avanzar, literalmente, hacia un nuevo orden social y económico con una Administración reformada radicalmente y con un nuevo sistema donde se erradiquen los cesantes y donde la estabilidad laboral del empleado público esté garantizada. En su lúcida locura, Ramón lanza profundos ataques contra la Administración que le ha dado de comer durante más de 30 años y contra la ineficacia fiscal del Gobierno. El gradual desencanto hace que un ahora elusivo cesante huya de cualquier “colocación” y que, incluso, inste a sus burladores a un duelo “en mitad de la calle” (Pérez Galdós, Miau 349).19 19  El espacio público adonde Ramón propone el duelo es “junto al Dos de Mayo o en la pradera del Canal, a media noche...” (349), lo que, lejos de ser casual, apunta al comportamiento subversivo de un sujeto que elige transgredir los códigos de la sociedad burguesa y que se posiciona consciente y voluntariamente en los márgenes físicos. Inaugurada en 1869 en el lugar que ocupó el antiguo palacio de Monteleón, en el antiguo barrio de Maravillas, al norte de la capital, la plaza del Dos de Mayo conmemoraba el heroico levantamiento popular contra la ocupación de las tropas francesas. El comentario de Ramón evoca la movilización de las capas populares que, ocultas en el extrarradio adonde la ciudad las expulsa, deciden dejarse ver y echarse a la calle para ocuparla y sembrar el caos urbano. Por otro lado, la pradera del Canal, como la nota a pie indica, es hoy el paseo de Santa María de la Cabeza, la parte más cercana al río Manzanares. En el año de publicación de la novela, esta zona conformaba un arrabal ubicado al este de Peñuelas e Injurias, al sur de Madrid, en condiciones deplorables de miseria y pobreza, barrios que, como diría el narrador de La desheredada, conformaban “una piltrafa de capital, cortada y arrojada por vía de limpieza para que no corrompiera el centro” (Pérez Galdós 95). Quizás por eso constituía un destino habitual para duelos y suicidios, especialmente por la noche, que es cuando Ramón propone que se dirijan a esta zona. Estas dos referencias geográficas en boca de Ramón muestran, por un lado, su (auto)identificación con la periferia, tanto física como social, y, por otro, la interiorización por parte del cesante de la necesidad de abandonar el espacio cerrado de la política y, con este, de los discursos vacíos e ineficaces para adoptar lo que Imbert denominó un “discurso de la calle” mediante el cual el individuo “se manifiesta

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Será esta la última visita del cesante al Ministerio, lo cual cede paso a su aparición en la calle por primera vez a la vista del lector: al final del capítulo 37, Ramón se dirige a la calle Alcalá, adonde adquiere la pistola con la que pondrá fin a su vida. La visita al centro, supuesto centro de civilización, cumple una función instrumental únicamente como cauce que guía al cesante a la periferia urbana, donde encuentra su verdadero centro espiritual, su orden racional y su libertad. Así, cuatro capítulos más tarde, Ramón Villaamil y Luisito abandonarán la casa en la calle de Quiñones y no regresarán más.20 El relevo del nieto al abuelo como recorredor de las calles de Madrid21 se traduce en la conversión del cesante en sujeto lábil, movible y moderno que reafirma su subjetividad periférica en la calle, espacio de la reflexión y de exhortación a la acción. Ilustrando una vez más la conexión decerteauiana entre el acto de caminar y el de habla, Ramón da rienda suelta a sus piernas y a la lengua cuando, en su incesante caminar, se entregue a largas reflexiones

físicamente en el espacio público de la ciudad” para impeler al cambio (31), como los cuatro últimos capítulos de la novela ponen de manifiesto. 20  El dominio absoluto de la calle en los últimos cuatro capítulos coincide, como Anderson ha indicado, con la disolución total del domicilio familiar (“Madrid y Miau” 32): Luisito se va a vivir con la tía Quintina, Abelarda se casará con Ponce y Pura y Milagros se irán a vivir con ellos, mientras que Víctor desaparece del orden narrativo. El hogar deja de existir tanto en el espacio narrativo como en el extratextual. En una novela que ha acontecido en sus dos terceras partes en espacios interiores, la calle termina por desplazar al hogar, un desplazamiento que Wirth-Nesher identifica con la novela moderna (18-20) y que, sin duda, determina la construcción de la subjetividad del personaje al contacto con la calle. 21  El relevo ya venía augurado desde el capítulo 4, cuando, mientras lo prepara para irse a la cama, Luis se queja de que el abuelo “quiere arrancarle las piernas” (Pérez Galdós, Miau 120). Si era a través de los pasos, ojos y piernas de Luisito que el cesante experimentaba las calles, el narrador escribía la ciudad y el lector visualizaba la novela, Ramón ya parecía sentir prurito de movilidad y deseos de usurpar tal agencialidad. El relevo queda plenamente encarrilado textualmente en el capítulo 39, cuando Ramón, por fin, “abra los ojos” y tome conciencia sobre su porvenir en términos de “horizontes ante sí” (379), un despertar que, además, acontece en un paseo cercano a Sol, donde el viejo busca “tomar el sol” con su nieto en la calle (395). A partir de este momento, Ramón ya no volverá a cerrar los ojos hasta su muerte. La presencia inicial del niño en la calle y la final del abuelo, quien parece haberle tomado las piernas prestadas para proponer modos alternativos de hacer política desde un espacio ecuménico de enunciación como la calle, prefigura la estructura simétrica y circular de una novela que termina como comenzó: con el sujeto oprimido en la calle periférica, en busca de su autonomía individual y persiguiendo un triunfo revolucionario.

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y declaraciones en torno a su persona, a sus deseos y al rechazo que le inspira su familia (“las aborrezco... no más vivir con locas”, 415). La calle se afianza como espacio de construcción y emancipación al estar estrechamente unida no solo a la libertad de movimientos, sino también a la capacidad del sujeto de pronunciarse vía el lenguaje, especialmente a la luz de la afirmación hegeliana de que el ser humano “becomes selfaware at the very moment when he says ‘I’” (citado en Wollen 92). En su caminar y por medio de una actitud parlante, el cesante antepondrá sus necesidades a las de los que le rodean, reafirmando su identidad y regocijándose en su recién adquirida libertad: Ya sé lo que es la independencia; ya sé lo que es vida, y ahora me les paso a todos por las narices... da gusto encontrarse así, tan libre, sin compromiso, sin cuidarse de la familia... Ya soy libre, feliz, independiente... respiro mejor... Me pongo al Estado por montera... No he sido tan dichoso como ahora. Entonces no era libre de cuerpo... Gracias a Dios, he tenido valor para soltar mi cadena y recobrar mi personalidad. Ahora yo soy yo, y nadie me tose... (Pérez Galdós, Miau 401-403, 405-408)

Una subjetividad moderna y periférica requiere la entrada a la mayoría de edad, que para Ramón sucede a sus 60 años, y la ruptura con las ataduras que lo esclavizaban a la familia y a la Administración, dos instituciones feudales y carcelarias que asfixiaban al personaje, contrapunto a las cuales emerge la calle como espacio de la libertad. El esclavo oprimido torna en fugitivo libre que escapa de la cárcel domiciliaria y ministerial para desertar en la calle, espacio rigurosamente vigilado por ser, precisamente, el espacio predilecto de la desobediencia. Esta imagen queda reforzada por la metamorfosis del cesante en una “res” que consigue despistar al “cazador” Mendizábal, portero vigilante de su edificio, por las calles de la ciudad (416-417). Como numerosos majos, ladrones o prostitutas en sainetes dieciochescos, quienes dependen de la movilidad geográfica para sobrevivir, los conocimientos topográficos desarrollados por el cesante le permiten escapar del arresto y disfrutar de su “preciosa libertad” (416). El movimiento lo expone al perseguidor, pero también lo salva; la itinerancia lo exhibe, pero le asegura la supervivencia y le permite escabullirse, todo en el contexto de la calle como espacio abierto que, aunque vigilado, ofrecerá grietas y fisuras que posibilitan la movilización de tácticas antidisciplinarias.

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El desvío callejero es acompañado por la adopción de un discurso de la calle que se manifiesta con la reafirmación de su identidad nominal en el espacio público. El cesante se sirve del mote infamante impuesto por su fabulario social para desviarse de prácticas y construcciones socialmente establecidas —felinidad doméstica y domesticada, figura decorativa y estática, aniquilamiento de su personalidad—, actualizar su trayectoria existencial y trascender la imagen alienante al afirmar su subjetividad periférica.22 La primera vez que el mote se confirma como una sigla es con la exposición del plan de presupuestos del cesante para reformar la Administración y salvar a la nación: “Moralidad, Income tax, Aduanas, Unificación de la deuda” (258-259). A pesar de las burlas de los oficinistas, Ramón se reafirmará en su tesis, y ya en la calle clamará que “Mis... Ideas... Abarcan... Universo” (366). Su condición de cesante queda inscrita en su identidad nominal, la cual pronto varía de significado, demostrando que el espacio identitario es un concepto fluido y en perpetua construcción, igual que el espacio físico por el que transita: de “Ministro... I... Administrador... Universal” —otra llamada a la valoración de sus capacidades profesionales— pasa a “Muerte... Infamante... Al... Ungido”. Si bien el personaje aclara que “esto de ungido” quiere decir “lleno de basura, o embadurnado 22 

Podría decirse que el gato doméstico deviene en tigre feroz, una conversión que se viene anunciando desde el inicio de la narración. Aunque el mote Miau se aplica a las tres mujeres de la casa, Ramón se inscribe en la naturaleza gatuna de Madrid, no solo porque como empleado público y cesante es un producto de la ciudad, sino también por el aspecto físico que resalta sus rasgos felinos: “Ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas, las orejas transparentes, largas... la robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores, negro, blanco y amarillo, dispuestos en rayas... inducían a comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico” (92-93). Si bien señala Iglesias que la simbiosis hombre-animal que se desprende de esta imagen inicial sirve como figuración del inmovilismo y del estatismo del personaje (“Miau” 382, 384), es importante remarcar que, aunque viejo y tísico, no deja de ser un tigre, esto es, una fiera o animal salvaje que, antes o después, necesita del mundo exterior para sobrevivir. Pronto se nos cuenta que el personaje posee un “oído muy fino” y una “mandíbula carnicera” (Pérez Galdós, Miau 160), y, a medida que entra en contacto con la calle, sus ojos negros empiezan a reflejar una “expresión carnívora” (287). La “ferocidad sanguinaria” de su rostro (110), a la que el narrador se refiere en más de una ocasión, prefigura la capacidad latente para rebelarse de un sujeto potencialmente activo y peligroso que amenaza con disolver los límites entre el mundo social y natural y que, no contento con figurar, abandonará su madriguera para demandar visibilidad y desarrollar una capacidad de acción.

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todo de materias fétidas y asquerosas” (367), hay que leer en esta expresión una llamada a la aniquilación de todo un poder institucional representado por las figuras del monarca o sacerdote, que son los que normalmente son ungidos o signados con el óleo santo. Pero ungir significa también elegir a alguien para un cargo o un puesto, con lo que el cesante estaría pidiendo la eliminación de todo un sistema económico y político deficiente basado en el amiguismo y en el que sus actores, condicionados por la concesión o no de una credencial, se acomodan en el poder y son incapaces de desafiarlo. Es el caso del personaje de Centurión en O’Donnell, quien “inclinado al orden” tras ser colocado, “renegaba de los motines” al tiempo que “la moderación se posesionaba de su alma” (Pérez Galdós 30). La identidad reafirmada como cesante inscrita en la fórmula MIAU sirve al personaje para abrazar un destructivo nihilismo y una actitud libertaria en contra del Estado que emerge en las palabras que dirige a un grupo de tres jóvenes reclutas que acaban de llegar a la capital para ejercer de militares: “Os digo que no hagáis caso de lo que os prediquen vuestros jefes, y que os sublevéis a las primeras de cambio... Despreciad al gran pindongo del Estado... el mayor enemigo del género humano” (Pérez Galdós, Miau 404). El cesante les invita a retornar al campo del que han venido, esto es, a los márgenes, que es el único lugar desde el que es posible socavar los cimientos del poder del enemigo y donde el sujeto puede ser libre.23 Más adelante, Ramón pronunciará un discurso parecido cuando aconseje a un grupo de muchachas que “hagan disparates” y “pequen” todo lo que puedan (419). Convertido en un líder y agitador de conciencias, Ramón se erige como emisor de un discurso subversivo que llama a la acción revolucionaria,

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El cesante se encuentra a los reclutas en una taberna en la cuesta de San Vicente, un espacio marginal en tanto que ubicado más allá de los límites del centro urbano. Esta ubicación extrarradial es coherente con la percepción de la taberna desde una perspectiva burguesa, no solo como espacio propicio para el ocio popular —por tanto, asociado a una serie de vicios preocupantes o alteradores de la armonía social, como el crimen o el alcoholismo—, sino también como semillero protopolítico en el que se gestan y propagan ideas subversivas. Según García Álvarez, “una de las razones para que la taberna ocupase un lugar central en la cultura popular era su conveniencia como lugar para la contestación pública” (93). Hay numerosos testimonios literarios de la época que dan muestra de esta dimensión peligrosa y antisocial. Ver Campos Marín y Uría González (“La taberna”) para un estudio de la taberna como espacio funcional de las clases populares.

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un desafío al poder para el cual es necesario posicionarse en la periferia y construir su subjetividad desde los márgenes. La sublevación desde un posicionamiento marginal a la que insta el cesante se encuentra íntimamente relacionada con las referencias al “santo petróleo” (287). La indiferencia ideológica inicial es desplazada por una firme subjetividad política cuando al final del relato el cesante se declare “libre y liberal y demócrata, y anarquista y petrolero” (416). El personaje ya no se rige por convención social ninguna y antepone la esencia de vivir según su “santísima voluntad” a toda apariencia. El petróleo es, sin duda, una referencia revolucionaria que resume muy bien la evolución del sujeto político en contacto con el espacio de la calle. Si bien en el capítulo 4, encerrado en su guarida, el personaje estaba sumido en la oscuridad “por falta de petróleo” (116), a medida que va entrando en contacto con la calle empieza a abrir los ojos, a ver la luz y a tomar el sol y, como corolario de todo ello, a simpatizar con la doctrina anarquista, lo que lo lleva a referirse a la tea incendiaria como símbolo de destrucción en aras de un mundo social más justo: “Tocarán a pegar fuego... Que venga el santo petróleo, que venga...” (287), una actitud revolucionaria que alcanzará su punto más álgido al final de la novela con su propia (auto)destrucción como individuo. Baltasar, en el cuento de Clarín, utiliza un lenguaje muy parecido cuando, ante la injusticia de su situación personal, su última salida a la calle prende en él la llama de la rebelión y del inconformismo que lo lleva a cuestionar el orden establecido y a desear disponer de “una tea incendiaria que debía prender fuego a la moral pública que se debía al orden constituido” (“Rey Baltasar” 28). Estas actitudes libertarias explicarían en cierto modo la atracción de los cesantes hacia el mundo natural. Baltasar disfruta de la ociosidad del retiro en el pequeño jardín que ha construido en su terraza del cuarto piso, donde el personaje vive “con toda el alma” en el silencio, la soledad y el aire puro (19). Esta subida al mundo natural para dejar atrás la corrupción e “impureza del aire de abajo” (20) será también recorrida por el cesante galdosiano, pero, previo al ascenso vertical, Villaamil tendrá que desplazarse horizontalmente hacia la periferia. Tras dejar a Luisito en casa de la tía Quintina, en la calle de los Reyes, Ramón se dirige hacia la plaza de San Marcial (actual plaza de España) para llegar a los vertederos del Príncipe Pío, donde se detiene a contemplar la hondonada del Campo del Moro y la Casa de Campo, al otro lado del Manzanares. Allí:

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empezaban a echarla los castaños de Indias y los chopos; apenas verdegueaban los plátanos; las sóforas, gleditchas y demás leguminosas estaban completamente desnudas. En algunos ejemplares del árbol del amor se veían las rosadas florecillas, y los setos de aligustre ostentaban ya sus lozanos renuevos... Observó Villaamil la diferencia de tiempo con que las especies arbóreas despiertan de la somnolencia invernal, y respiró con gusto el aire tibio que del valle del Manzanares subía... ¡Qué hermoso es esto! (Pérez Galdós, Miau 400-401)

Esta irrupción de la naturaleza en el espacio narrativo coincide con el momento culmen del despertar de Ramón, cuando su nivel de concienciación se halla en su punto más receptivo. La imagen de la naturaleza pura y apacible desde la perspectiva de un predicador de la doctrina libertaria podría adelantar el modelo de la sociedad anarquista basada en la naturaleza como “contrapunto crítico indispensable del orden social autoritario”, uno de los grandes mitos no desacralizados “sobre los que se construirá el edificio ideológico libertario” (Álvarez Junco 48). En efecto, el fuerte tono bucólico con que el narrador describe el paisaje a través de la mirada atenta de Ramón subraya el fuerte contraste con ese “puerco Madrid” (Pérez Galdós, Miau 412) —“pozo rastrero y ahogado” dirá Baltasar (Alas, “Rey Baltasar” 19)—, caracterizado por la “horrible esclavitud del pan de cada día y de la posición social” (Pérez Galdós, Miau 419). Esta percepción de un mundo natural en el que reina la igualdad y la armonía queda manifiesta a nivel textual con la presencia de los gorriones a los que Ramón observa con embeleso, los cuales comen vorazmente, pero se reparten las migas de pan sin luchas internas ni distinciones de ningún tipo, acomodándose a la comida existente sin necesidad de aparentar ni buscar más allá de los límites de lo posible. Ramón piensa, reflexiona y vive: igual que las especies arbóreas, el cesante se encontraba en un estado latente propio de la estación invernal —recordemos que la novela comienza en el invierno de 1878 y termina antes del 3 de mayo de 1878— y renacerá al contacto con el espacio libre y abierto. Como ha señalado Lowe, “el no darse cuenta del mundo natural era equivalente a su no-existencia” (“Function” 9). Tiene sentido, por tanto, que sea en la primavera cuando tiene lugar no solo el despertar de la conciencia social del sujeto, sino también su retorno a la vida, lo cual coincide con el movimiento o abandono de la estática somnolencia en la que se hallaba sumido —“ya sé lo que es la

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vida”, repetirá en su caminar (Pérez Galdós, Miau 401)—. El esclavo se ha convertido en dueño de sus pasiones, lo cual coincide según Amorós con la liberación de cadenas (“Mujer y participación política” 110). De hecho, será en esta excursión en la que al cesante se le activen las necesidades o placeres más básicos: no solo se siente atraído sexualmente por un grupo de muchachas que encuentra en la taberna, sino que también, igual que a Torquemada en su viaje último a la periferia madrileña, le entra hambre. Pero, como ya quedó claro en el caso de la Rufete, la pulsión de vida no puede disociarse de su impulso contrario. La naturaleza como espacio formativo que invita a la meditación, y, por ello, determinante en el proceso de subjetivación del individuo que pasea por estos ambientes naturales, hace que el cesante, antes dependiente de la familia y del Estado y ahora en pleno proceso de emancipación, “recobre su personalidad” (407), desarrolle una capacidad de elección y ejerza su derecho a elegir entre la vida y la muerte, poder supremo del que se apropia un sujeto plenamente consciente y concienciado. El suicidio de Ramón Villaamil ha sido mayoritariamente interpretado por la crítica como el fracaso de un individuo quien, asfixiado por su situación socioeconómica, no ve otra salida que quitarse del medio, o, lo que es lo mismo, desplazarse a los márgenes para hacerse desaparecer.24 Lo cierto es que en el suicidio reside la forma última de ruptura con toda autoridad. Ramón gestiona su propio cuerpo y decide dejar de vivir una vida disociada, controlada y enajenada. Más allá de la desaparición del cuerpo físico y el fin de la conciencia individual, el suicidio cobra un valor simbólico en tanto, como dijera Benjamin antes de suicidarse en Portbou en 1940, “sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie” (en Aguirre 7). En su recién adquirida conciencia, el cesante ve la muerte como un acto de rebeldía que sirve para subrayar su desplazamiento hacia los márgenes físicos y simbólicos de la sociedad, un des-centramiento también de índole espiritual. Como observa un personaje en el folletín El trapero de Madrid, de Altadill, “no hay

24  Entre otros, es la postura defendida por Rodgers, que no ve el suicidio como una liberación (37-38); Ribbans, que ve en esta acción una “limitada libertad de acción” (“Villaamil” 409), o Ramsden, quien establece una relación entre la desesperación de la cesantía y el suicidio (75). Encontramos que estas lecturas restan voluntad de acción y agencialidad a un personaje que ciertamente se sirve de este final para firmar consciente y voluntariamente un acto de sublevación, como ha señalado Crispin (366).

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crimen mayor contra la sociedad y contra la religión que el suicidio” (178). El cesante opta por el suicidio como satánica oposición a una divinidad que es “tolerante con la política e implicada en el orden establecido” (Iglesias, “Miau” 398), una oposición reforzada por la invocación final a la tea incendiara que viene a mostrar que Ramón ha sustituido un dios por otro, a saber, la santa dinamita. Localizado en la periferia física y simbólica de la civilización y fuera del control del Estado y de la Iglesia, la subjetividad de Villaamil es más des-centrada que nunca, viniendo a personificar el desorden físico, político, mental y económico. Conviene remachar que el cesante decide suicidarse en la periferia urbana. Anderson ubica el acto en el actual Parque del Oeste, “muy cerca de donde hoy se encuentra la terminal del teleférico que enlaza el Parque del Oeste con la Casa de Campo. Es decir, al final de la actual calle del Marqués de Urquijo, donde esta calle desemboca en el Paseo de Rosales” (“Madrid y Miau” 34). Pero, antes de llegar a este punto, el cesante subirá, bajará, investigará el terreno “como si fuera a construir en él una casa” y buscará el lugar más “bonito y cómodo” para “ir por ahí abajo, dando vueltas de carnero” (Pérez Galdós, Miau 411). Las largas reflexiones en torno al lugar donde matarse muestran la enorme importancia que ha cobrado el espacio para el ojo del cesante. Las siguientes palabras sirven para justificar la elección de la periferia: Vagaba por aquellos andurriales... atravesando un solar vacío y otro ya cercado para la edificación... bajó y volvió a subir... después de dar mil vueltas y de salvar hondonadas, y de trepar por la movediza tierra de los vertederos... Encontróse de nuevo en los vertederos de la Montaña, en lugares adonde no llega el alumbrado público... Ni alma viviente había por allí. (405, 411, 419)

De estas palabras se desprenden tres requisitos que Ramón busca satisfacer para llevar a cabo su morboso objetivo: primero, un declive por el que su cuerpo pueda rodar, lo que muestra la importancia del movimiento incluso en un estado inerte; segundo, un espacio cercano a los vertederos, metáfora del lugar que esta figura ocupa en la sociedad de la Restauración (Anderson, “Madrid y Miau” 35), esto es, un despojo vertido a las calles de las afueras cuando no es necesitado —el cesante termina aceptando su lugar en sociedad, abrazando la ironía y retando a las fuerzas del orden a que lo encuentren— y, tercero, Ramón

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busca un espacio descampado, alejado del mundanal ruido y apartado de la civilización. La zona elegida constituye un área incompleta de la ciudad, en tanto que se encuentra a medio urbanizar. La presencia de cercas para la edificación apunta a la llegada del progreso a la capital española, el cual trae consigo una incipiente urbanización que comenzó en 1860, como documenta Juliá, con el proyecto de Castro de ensanchar Madrid y la consiguiente labor de construcción y reorganización del suelo urbano. El hecho de que Ramón vague por enclaves extraviados y atraviese solares vacíos donde no existe alumbrado público identifica estas áreas de la ciudad como lugares invisibles, inactivos y no practicados en un sentido decerteauiano, tanto por la (no) llegada de la urbanización como por la falta de movimiento y de acción humana. Igual que la conciencia del cesante previa a su movilización, son áreas sin existencia. Podría decirse, por tanto, que la presencia y el desplazamiento del cesante convierten estos lugares en espacios vivos, irónicamente, a través de su acción suicida. De este modo, y estableciendo una poderosa identificación entre espacio e individuo, el movimiento de Ramón cataliza un proyecto moderno relacionado con la necesidad de abrir nuevos espacios y dar cabida a una pluralidad de voces marginales que demandan un espacio de representación más céntrico en el proyecto moderno. Ramón se autovisibiliza con su desplazamiento a un espacio urbano que, aunque empieza a recibir el influjo de las transformaciones urbanas, aún no es considerado parte de la ciudad, y, en este movimiento centrífugo en el que una subjetividad periférica se sale consciente y voluntariamente del centro para precisamente exigir su inclusión y su participación activa en el sostenimiento/ cuestionamiento/desmantelamiento del entramado político, el cesante dará visibilidad a nuevas opciones políticas que albergan nuevas propuestas ideológicas más allá del mero servilismo al Estado —su último grito “Muerte... Infamante... Al... Universo” (412) así lo confirma—. En lo que puede parecer una novela circular que comienza y termina con un protagonismo de la calle y con la emergencia del sujeto oprimido en busca de su autonomía individual, podría decirse que Ramón Villaamil termina su itinerario narrativo como lo comenzó: muerto, inmóvil y arrojado a la periferia; pero, como el del ocioso, este recorrido no ha sido en vano. Por utilizar la terminología del propio Galdós, Ramón ha pasado de ser un “cesante famélico”, esto es, un ánima en pena que pide recomendaciones, a un “cesante arbitrista” que se vanagloria “de poseer la clave de la Hacienda” y solucionar los

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problemas económicos del país (“El cesante” 259), o de un “cesante mendicante”, por seguir utilizando categorías de la época, que escribe cartas y pide ayuda económica a antiguos conocidos, a un “cesante revolucionario” que hace gala de una actitud contestataria que le permite alborotar y conspirar contra el Gobierno (Gil de Zárate 102). A pesar de la caracterización que realiza T. E. Bell de la figura de Villaamil como alguien “unable to adapt to the necessities demanded by his circumstances”, un sujeto encasillado en un sistema de jerarquías para quien “transformation was not thought to be possible” (61), el personaje ha experimentado una profunda revolución personal en tanto ha despertado lingüística y socialmente, ha reaccionado contra el sistema y, en definitiva, se ha hecho mayor, resultando en un “homme révolté” (Crispin 366). La configuración de esta subjetividad moderna se ha producido a la par de una transición espacial experimentada: del hogar, enclave cerrado y carcelario que sujeta a través de una serie de imposiciones familiares y sociales, al Ministerio, ineludible parada de un representante de la clase media española quien busca su sopa boba en este hábitat laboral, para desembocar finalmente en la calle, espacio por excelencia de la modernidad que permite la plena libertad de movimientos y la ruptura con la tiranía de la autoridad. En este viaje espacial, el cesante buscará su centro, lo que solo conseguirá mediante un desplazamiento a los márgenes urbanos, desde los que vislumbrará estrategias de resistencia que son esenciales para la conformación de un proyecto moderno y disciplinario. Solo desde la periferia urbana el cesante mendicante podrá convertirse en un revolucionario hombre de acción y soltarse del yugo. Es cierto que al final se mata y opta por la no existencia; su cuerpo será encontrado y retirado del terraplén. Pero el suicidio en la periferia, aparte de conceder protagonismo a esta zona urbana, constituye un poderoso acto de reafirmación subjetiva que quedará asociado a esta área como activo recordatorio a los que allí habitan de la necesidad de su participación activa para provocar un cambio. Será este el caso de los traperos, cuyos desplazamientos urbanos centrípetos y centrífugos, su presencia activa en la calle y su determinante función social comportan una dimensión política que cuestiona las exclusiones y las invisibilidades existentes en la sociedad española, reivindica la voz de aquellos que solo disponían del grito inarticulado y reclama el derecho a un cuerpo, esto es, a una vida vivible, digna y justa, para aquellos que habían sido infravalorados y reducidos a lo inhumano.

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Despojos urbanos: cuerpos periféricos, espacios marginales y desplazamientos traperiles Ragpicking was an activity of scavenging in the streets. On the borderline between employment and vagrancy. (Taira, “Ragpickers” 163) Hoy todo se convierte en negocio; hoy todo se vende... el trapero moderno, ese negociante que todo lo compra... que recorría las calles, analizando cuidadosamente los montones de desperdicios con que la culta capital alfombraba su pavimento. (Palacio, “El trapero” 20-21)

Si el cesante concluye su itinerario existencial y narrativo en la periferia madrileña, esta zona constituye el kilómetro 0 del recorrido del trapero, emblema de la marginalidad física, social y económica en la literatura decimonónica. Ya en el siglo xviii, el trapero era una persona “que escarba en la basura buscando, más que comida, algo que poder vender” además de ejercitarse “en buscar trapo viejo por las calles” (Aguilar Piñal 177, 179). Las dos ideas que subyacen a esta definición, búsqueda de desechos y circulación callejera, identifican a esta figura como el trabajador “unsettled” por excelencia en tanto es una figura “mobile but gainfully employed” (Fumerton xvi). En la colección de tipos costumbristas Los españoles de ogaño, publicada en 1872, Eduardo de Palacio introduce al trapero como contrapunto a los “niños perezosos” y lo coloca en la calle, anunciando a gritos “la hora de los negocios” (17). Aunque Larra define la trapería como un “oficio menudo” que no da para vivir y Koji Taira contextualiza históricamente “the earnings from ragpicking” como “far below those from other activities the poor are capable of” (163), es importante remarcar que la faena traperil no solo permite la supervivencia, sino que también en ocasiones posibilita una existencia desahogada, como mostrarán las obras bajo estudio. La trapera la Mariposa, en La horda (1905) de Blasco Ibáñez, ha amasado “un tesoro” a lo largo de los años que, aunque de valor insignificante, la “hace estremecer de codicia” (273). El protagonista de El trapero de Madrid, de Altadill (1861), tiene un patrimonio con el que ayuda a María a salir de su débil situación económica. Y El trapero

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de Antonio Valladares (1784) desvela la capacidad de ahorro de un personaje que tras 45 años “madrugando mucho y solamente comer para vivir” (27) ha acumulado un capital económico como corolario de su circulación urbana. Como ya hiciera el mendigo, el personaje ha interiorizado el moderno discurso económico —“aquí lo primero que se necesita es dinero. Sin dinero, no se hace nada”, dirá el trapero (Altadill 219)—, y camina a la par de las “leyes del progreso” de los nuevos tiempos según las cuales todo se vende, se compra, circula a velocidad vertiginosa y, en definitiva, “todo se convierte en negocio” (Palacio 20). La actividad profesional del trapero tiene que ser definida como “irregular or unsettled labor” (Fumerton 16), una inestabilidad marcada por la necesidad de la calle para el desempeño del negocio (el dolor de piernas de los viejos traperos en las obras bajo estudio es una muestra de ello, como el hecho de que la obra literaria introduzca a sus traperos en la calle, como se verá) y por el constante fluir entre el centro urbano, donde recoge los desperdicios de la villa, y la periferia, donde el personaje habita y lleva a cabo el oficio de organizar, rebuscar y clasificar los mismos. Aparte de enmarcar al trapero en el paradigma moderno, esta actividad lo asocia con los márgenes físicos y sociales. Lo ha explicado Haidt, quien afirma que los traperos, igual que otros arquetipos sociales que dependen de la itinerancia para su supervivencia en el universo urbano, están estrecha e históricamente ligados a las zonas geográficas más pobres de Madrid, “with the Rastro, with Lavapiés, with peripheral districts and scruffy peripheral zones” (Women 284), donde habitan en condiciones de insalubridad extrema. Porque esta marginalidad física corre paralela a la social, pues la ocupación laboral del trapero les concede un “lowly status and social role” (Taira 168) y los sitúa “near the bottom of the business world”, como ha dicho MacKay en relación a aquellos que manejan desechos (154). Esta subjetividad periférica viene explicada por el fondo social que alimenta el oficio de trapero: la recogida nocturna de los desechos de la población. Como bien ha documentado Matilde Verdú, el tema de la basura venía constituyendo un problema para Madrid desde el siglo xvi. Ya en tiempos de Felipe III se propusieron ciertos proyectos —entre ellos, eliminar los muladares “por encima de Leganitos” y proyectar un sistema de cloacas— para procurar la limpieza de las calles y que estas reuniesen las condiciones mínimas de higiene. Más adelante, bajo el reinado de Felipe V, las calles madrileñas seguían rebosando

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detritus y basura que los habitantes arrojaban por puertas y ventanas, así como a través de canalones (417-418). Una serie de medidas, reglamentaciones y bandos fueron emitidos con el fin de remediar la situación, todos ellos insuficientes e inefectivos todavía a principios del xviii.25 A pesar del proyecto de reforma urbana de Carlos III para empedrar las calles, limpiarlas, eliminar la circulación de cerdos de las mismas y construir canales para las aguas mayores y menores, Madrid llega al siglo xix con un aspecto indecoroso e insalubre, sin limpieza, con calles sucias que son el “estercolero nacional”, como escribía el periódico El Progreso a finales de siglo (en Juliá, “Madrid” 323). La periferia emerge como panacea de este espectáculo bochornoso: a principios del xviii, los carros de la limpieza dedicados a la recogida de basura debían descargarla en los vertederos que yacían afuera de las puertas de la corte: la puerta de los Pozos de la Nieve, al este de la capital; de Toledo, al sur; de Segovia al oeste, y Fuencarral y San Bernardino, al norte. Además, según un informe presentado por Teodoro Ardemans, arquitecto y pintor de Felipe V, los muladares adonde se depositarían los escombros recogidos en las calles de la corte debían estar “a distancia de medio cuarto de legua del recinto de Madrid” (en Verdú 440), un emplazamiento heredado por el xix, como ilustraba el suicidio de Villaamil entre vertederos del extrarradio.26 Es en este contexto que la figura del trapero comenzó a ganar relevancia social y cultural como organizador y eliminador de desperdicios y, más importante, como “transfer of sewage” (Corbin, Foul 115), esto es, un vaso comunicante entre centro y periferia. El escritor francés Louis-Sébastien Mercier fue uno de los primeros en elevar a categoría estética la figura del trapero como tipo marginal de la sociedad burguesa en continuo movimiento por el territorio urbano. El cuadro titulado “Le chiffonnier”, incluido en su Tableau de Paris (1781), introduce al callejeador que, aferrado a su cesto y a su gancho, lleva a cabo una 25 

Ver Verdú 424-428 para un listado completo de estas medidas. Esta preocupación por reconducir los residuos a la periferia no es privativa de Madrid. En otras capitales europeas la acumulación de basura en las calles del centro constituía un verdadero problema social, médico y político. El gradual aumento demográfico en París a lo largo de la primera mitad del siglo xix iba acompañado de un incremento de basura y excrementos (Chevalier 181-189). Corbin ha documentado en su clásico volumen la asociación entre los suburbios parisinos y la imagen de pobreza, maloliente putrefacción y excrementos derivada de la ubicación de basureros y vertederos en esta zona (Foul 114-121, 154-160). 26 

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labor imprescindible de búsqueda de basura. Su obra La Brouette du vinaigrier (1775) vertió este arquetipo social a la escena española, al inspirar al gallego Antonio Valladares de Sotomayor a convertir al vendedor de vinagre original en un castizo trapero, españolizando así la obra extranjera en 1784 bajo el título de El trapero de Madrid. En España, coincidiendo con la introducción de unos carros diseñados por el arquitecto Sabatini para trasladar la basura fuera del casco urbano al hilo de la reforma aprobada por Carlos III, empiezan a aparecer las primeras representaciones literarias de traperos, siempre asociadas a los márgenes. El sainete de Domingo Ripoll Las traperas de Madrid acontece en la calle de Toledo, cercana al Rastro y perteneciente a los barrios bajos del sur de Madrid, donde muchos traperos vivían. La tonadilla de Luciano Francisco Comella El trapero y la petimetra (1779) se ambienta en la calle de la Paloma, muy cerca de la de Toledo. Ubicada en una de las zonas más pobres del sur de Madrid, esta calle era igualmente famosa por el número de traperos y otros colectivos desfavorecidos que allí se dejaban ver con sus actividades ambulantes. Si bien el arquetipo literario del trapero venía gestándose como figura moderna desde la segunda mitad del xviii a partir de su circulación callejera, no posee todavía el protagonismo cultural que adquirirá en el xix, siglo en el que esta figura toma consistencia en los cuadros de costumbres para conformar una subjetividad que solo irá en crescendo hacia finales de siglo, cuando veamos a un personaje empoderado que le toma el relevo al cesante para impulsar la acción política desde la marginalidad. Siguiendo este protagonismo traperil, la periferia geográfica cobrará plena expresión cultural en el siglo xix, en consonancia con la progresiva instalación del alumbrado público y del progreso espacial que, producto de una nueva ideología social, adscribía cada cuerpo a un espacio geográfico concreto.27 Las obras bajo estudio revelan estos 27 

El protagonismo cultural de la periferia viene regido por la coyuntura sociohistórica. Hasta la primera mitad del siglo xix, las calles de Madrid habían sido un espacio socialmente confuso. Las nuevas edificaciones que siguieron a la Desamortización de 1836, los derribos de conventos y el traslado de cementerios a las afueras ordenados por José I, así como las propuestas de rompimientos y ensanches orientadas al crecimiento físico de la ciudad, no lograron racionalizar el crecimiento demográfico y segmentar el espacio urbano. Surgió así la idea del ensanche, cuyo plan era delinear una nueva ciudad que fomentara el orden y que se organizara en torno a tres barrios acordes a las tres grandes clases de la población. Pero los altos costes de las viviendas, la falta

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avances tecnológicos, así como la obsesión por combatir el desorden social mediante el establecimiento de espacios periféricos bien delimitados para circunscribir a los individuos socialmente marginales. Aunque no son muchas las representaciones literarias de traperos en el canon cultural y literario español, “Modos de vivir que no dan de vivir” (1835), de Mariano José de Larra, El trapero de Madrid (1861), de Antonio Altadill, y La horda (1905), de Vicente Blasco Ibáñez, otorgan protagonismo cultural a esta figura y, por asociación, a la periferia geográfica. Si bien Larra y Altadill ubican a sus traperos en la oscuridad de la noche, en calles a medio camino entre el centro y la periferia, las cuales van ganando en especificidad a medida que avanza el siglo, Blasco Ibáñez hace emerger a su horda de traperos a plena luz del día y los desvía a la periferia madrileña, tanto para incorporar a los escasamente representados barrios marginales en el proyecto urbanístico moderno como para recrear la problemática social de esta zona geográfica y someterla a crítica, demandando un lugar más céntrico para los colectivos a los que se les ha ido dando con el pie “para que se fueran más lejos”, como se quejaría un trapero en la novela (36).28 Paradójicamente, en el intento de mostrar las peripecias de personajes que afirman su subjetividad desde la marginalidad, el texto literario viola su propia naturaleza demarcadora y termina concediendo plena centralidad al oficio traperil, imprescindible para la vida cívica,

de iniciativa privada y la escasez de capital financiero hicieron que el plan urbanístico no progresara y, así, las grandes oleadas de inmigración que llegaban a la urbe desde finales del xix tuvieron que edificar en el extrarradio en condiciones de insalubridad, falta de higiene y en trazados irregulares. Durante los últimos años del xix, se comienza a formar un cinturón alrededor de la ciudad en forma de chozas y casuchas que llevaría a Baroja en 1903 a hablar de “vida africana, de aduar, en los suburbios” para describir estos barrios bajos (La busca 67), idea apoyada por otros escritores como Chicote, quien afirmó en 1906 que Madrid estaba rodeada por “un anillo de muladares” con aspecto “de lugar marroquí” (17-18). 28  He considerado relevante incluir esta novela en mi análisis pues, a pesar de no pertenecer propiamente al siglo xix, supone una continuidad con el siglo anterior en lo que se refiere a la espacialización social del suelo urbano y a la situación de los extramuros de la ciudad, que llegan al nuevo siglo con los mismos problemas urbanísticos que en 1860, pero mucho más agravados debido a las grandes oleadas de inmigración que venía recibiendo la urbe desde finales del xix, la cual, según datos proporcionados por Juliá, incrementó su población en un 66% desde 1872 hasta principios del siglo xx (“Madrid” 414), cifra que seguirá aumentando notablemente durante los primeros 30 años del siglo.

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urbana y económica de la capital, así como a los desplazamientos entre el centro y la periferia que vendrán a demoler toda categoría fija y que señalan al trapero como figura esencialmente moderna cuyo poder destructor-creador y naturaleza efímera lo obligan a circular en un universo urbano que él mismo ha contribuido a crear. Esta visualización de la periferia constituye una importante expresión de modernidad cultural en tanto la incorporación del trapero como emblema por excelencia de esa población ambulante de figuras social, económica y geográficamente marginalizadas es condición previa necesaria para su exclusión a la periferia geográfica. Mediante la inclusión en el texto literario de la perspectiva de la “legión de los derrotados” (187), expresión con la que la escritora mexicana Cristina Rivera Garza se refiere a las voces silenciadas que, percibidas como detrito, son expulsadas en el vertedero histórico, los autores abren avenidas para la construcción de un Madrid más abierto, con mayor diversidad social y política y con más movilidad, condición necesaria para la consolidación de un proyecto de nación moderna en la que el movimiento, síntoma de resistencia, es necesario: parafraseando a Mesonero Romanos al respecto del cesante, tan pronto este colectivo ambulante y socialmente marginal deja de imprimir movimiento a la sociedad moderna, esta dejará de funcionar (“El cesante” 256). Y la calle como espacio itinerante será el hilo conductor que conecte a los traperos de los diferentes textos: telón de fondo de los negocios traperiles, la calle constituirá el punto de partida de estos procesos de modernidad, catalizados por los desplazamientos y la naturaleza elusiva de un personaje que encuentra en el espacio abierto de la calle su manual de supervivencia. Utilidad y poder creador de la trapera de Larra Tras introducir a esa multitud ambulante que vive de las migajas que caen del rico y que apenas gana para llevar una vida honrada, Larra destaca a la trapera como figura emblemática del colectivo social que protagoniza su artículo. La terminología utilizada para introducir a este personaje que “marcha solo”, que “recorre las calles de la capital” con “paso incierto” y que vuela “de flor en flor, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita” remite a la naturaleza lábil e inestable de un sujeto que se sirve del movimiento para sobrevivir en el moderno

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ambiente urbano. Esta dimensión móvil viene, además, explicada por “la carrera ordinaria de su existencia anterior” (el mismo uso del término carrera encierra la idea de desplazamiento, trayecto, recorrido, avance), un itinerario existencial marcado por la indeterminación espacial: tras abandonar la casa paterna y ejercer de naranjera, modista, querida de un procurador y corista, pasó a desempeñar el negocio de trapera. En cualquier caso, se trata de modos de vivir itinerantes y unsettled, en tanto son profesiones no documentadas ni reglamentadas, al margen de las oficiales, que requieren de la exposición pública y del contacto con la calle para existir, como el mismo narrador indica (“Modos” 525). Como el ciego Almudena, el alejamiento del domus a temprana edad sienta las bases para la existencia caótica y desordenada de un personaje que da tumbos por el universo urbano al tiempo que conforma una subjetividad no domesticada que no se deja dominar, lo que explicaría el rechazo y el “encono” por parte de la clase dirigente con que según Mesonero Romanos se mira al trapero (“Madrid a la luna” 329) y, por extensión, a la población ambulante. Junto al movimiento y presencia callejera, el personaje es presentado al lector por medio de sus atributos distintivos, sin los que nunca sale a la calle: el cesto y el gancho, “parte integrante de su persona... su sexto dedo” (Larra, “Modos” 523). La importancia de la cultura material en el siglo xix se hace evidente en la figura del trapero, quien lleva inserto el capital social y económico en su cuerpo. Larra explica la funcionalidad de estos instrumentos: “El gancho... dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra, y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto” (523-524). Desde el mismo momento que entran en contacto con el gancho de la trapera, los residuos recogidos, compuestos principalmente de trapos y papel, se convierten en objetos útiles, palabra clave en el imaginario decimonónico, como venimos viendo, que no hace sino remarcar la importancia de este oficio menudo y del que lo desempeña. La utilidad del oficio traperil deriva de la enorme importancia industrial y gran valor económico de los trapos que, a pesar de ser viejos y usados, tienen una larga vida por delante, pues “like other kinds of currency”, funcionan “as a medium of exchange and a store of value” (Strasser 79). Tras una exhaustiva labor de busca y recogida con la que conecta barrios de diferente escala social y económica, el trapero

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intercambia o revende los desechos traperiles a almacenes, fabricantes y comerciantes, los cuales se valen de los harapos viejos “para hacer sus provisiones” (Larruga 115). Eugenio Larruga, economista y escritor ilustrado, apuntó a la rentabilidad de la recogida de trapos en el ambiente urbano, llamando la atención sobre la importancia industrial de los mismos y la “excesiva utilidad” de una cosa a la que “nadie hace caso” para el desarrollo económico del Estado (114). Tal importancia deriva de la convertibilidad del trapo en papel, “uno de los principales constitutivos de esta ventajosísima industria” (113). El papel era un producto altamente demandado para propósitos burocráticos, publicitarios y editoriales hasta bien entrado el siglo xix (Valls 113), una demanda que viene desde el siglo xviii: como ha apuntado Haidt, “until the early nineteenth century there existed no real viable way to produce paper from materials other than linen and cotton rags. As the demand for books and printed matter grew... the demand for rags and cloth scraps also grew” (Women 297). Desde su posición como escritor, Larra resalta la importancia de una figura “íntimamente unida con las letras y la imprenta” (“Modos” 527), a la que construye como agente indispensable para conectar diferentes campos industriales que desde el siglo xviii se revelan fundamentales en el saneamiento de la economía nacional y los intercambios comerciales. De este modo, a través de su función recicladora, el trapero pone de manifiesto “the usefulness of rubbish” y la “profitability of excrement” (Corbin, Foul 116), en tanto todo es aprovechable en una sociedad moderna que construye sus avenidas hacia la modernidad sobre los cimientos de la productividad y la utilización de todos sus materiales. Estamos ante lo que Theodor Adorno, en su correspondencia con Benjamin, llamó “the capitalism function of the rag-picker”, a saber, “to subject even rubbish to exchange-value” (284): lo que comienza como ropa termina como trapos, y estos se transforman en otras prendas de ropa o en papel tras rodar por el escenario urbano. El trapero personifica así la naturaleza efímera y cambiante de una moderna vida urbana en la que todo se encuentra en un “state of perpetual becoming”, como Berman anotaría en su ya famoso estudio (15). En estrecha conexión con esta naturaleza moderna y efímera se encuentra el poder de disolución de toda jerarquía social a partir de la concepción del cesto del trapero como “la grande voirie où viennent se rendre toutes les immondices du corps social”, como lo describió Jules Janin en su colección de artículos de costumbres de 1832, una suerte de

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continuación de la labor iniciada por Mercier en el siglo xviii (309). El cesto, y, por extensión, su portador, constituye el gran basurero donde vienen a parar todas las inmundicias del cuerpo social, o, lo que es lo mismo, un caldero igualador en el que se nivelan todas las jerarquías, como el mismo Larra señala: “Los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los caprichos de la moda... pauperum tabernas, regumque turres... el hombre oscuro y el ilustre... todo se funde en uno dentro del cesto de la trapera” (“Modos” 524-525). Por medio del cesto, “realización única posible de la fusión” y de los trapos que en él caen, los cuales enlazan “el lujo y las apariencias mundanas” (524, 527), el trapero adelanta una sociedad en plena transformación cuyas fronteras —sociales, espaciales, económicas— dejan de estar nítidamente demarcadas para empezar a desmoronarse. Para dar cuenta de esta capacidad fluida y amenazadora de la trapera, Larra se sirve de un poderoso símil: la trapera es imagen de la muerte y, con su gancho-guadaña, toca todas las puertas (524). Expresión suprema del poder, la muerte, como la trapera, no sabe de clases sociales y penetrará igualmente en el palacio del rico y en la choza del pobre. En su cesto, como en el sepulcro, se produce una destrucción necesaria para una posterior creación, revelando así el poder creador (que convierte una cosa en otra) y creativo (que convierte lo usado en algo nuevo) de esta moradora urbana.29

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Este principio inmutable del orden natural trae ecos de la alegoría que Isidro Maltrana, personaje de La horda, ofrece de la muerte en su paseo por el cementerio de San Martín, en las afueras de Madrid: “La Muerte no era un esqueleto de burlesca risa y grotescas cabriolas... era una gran señora, de belleza triste; era una matrona de potentes caderas, en cuyas entrañas renacía la vida; de robustos y luminosos pechos, siempre hinchados de leche densa y amarga... A su paso callaban los pájaros, mustiábanse las flores, caían al suelo los seres animados, se hacía el silencio... Pero apenas pasaba, todo resurgía a su espalda, casi en los bordes de sus fúnebres velos: revivían las flores con nueva fuerza, trinaban otros pájaros, y del polvo donde habían caído los viejos, los inútiles y los débiles, volvían a levantarse, transfigurados por la juventud. Ella era el abono de la vida, la hoz que siega el prado para que resurja con mayor fuerza (Blasco Ibáñez 154-155). Es toda una declaración panteísta, expresión del ciclo de la vida y del orden natural, que justifica y legitima el orden social según el cual es necesario que unos mueran para que otros renazcan con más fuerza. En este sentido, el personaje de la trapera como figura justiciera que se desplaza entre el centro y la periferia parece venir a imponer un orden natural que aniquila el social, dominado por jerarquías y desigualdades sociales.

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Este potencial adulterador, como las prácticas consumistas de la mujer del capítulo 2, representa el temor de las clases dirigentes al servicio de un incipiente capitalismo burgués posicionado a favor de la segregación social, económica y cultural, al tiempo que se revela ideal para problematizar la demarcación espacial personificada por la trapera y sus recorridos urbanos, que ponen en contacto centro y periferia, mundo social y natural, el adentro y el afuera. Para llevar a cabo su labor como reciclador de basura, vendedor de trapos e intercambiador de papel, el trapero debe desplazarse forzosamente entre las calles del centro y la periferia madrileña. Como Larruga documenta, desde finales del xviii los almacenes de trapos estarían localizados en los arrabales de Madrid para evitar “la fetidez del trapo” y no dañar la salud de los habitantes (115). Las fábricas de papel tienen una ubicación similar: la única fábrica papelera que existía a finales del xviii en la provincia de Madrid se encontraba en la Villa de Pastrana, “situada fuera de los muros” (113). En el xix, a medida que se desarrolló el negocio editorial con el aumento de la tirada de libros y ejemplares de prensa, la incorporación de notables adelantos técnicos fue acompañada de reubicaciones de las fábricas de papel. En los años 40, fecha de publicación del artículo de Larra, la fábrica de papel continuo de Rascafría, ubicada en el valle del río Lozoya, en el noroeste de Madrid, había sustituido al antiguo molino de papel de mano de la Orden de Cartujos de El Paular, que, según Jesús Martínez Martín, se encontraba en la calle Mayor (26). El hecho de que el artífice de estos desplazamientos sea una mujer no debe pasar desapercibido. Esta construcción podría ser herencia del último tercio del siglo xviii, cuando, según Aguilar Piñal, se produjo un cambio de género en la práctica de la trapería “en vista de la multiplicación de mujeres y niñas que abandonaban sus casas, a pretexto de buscar con qué sostener su vida” (179). Con su callejear físico y revoloteo sentimental —Larra nos dice que en su época juvenil pasaba “de señorito en señorito” y “de marqués en marqués” (“Modos” 526)—, la trapera de Larra cuestiona todo un marco ideológico que, desde el xviii y bajo pretextos utilitaristas, coloca a las mujeres en el matrimonio y en el interior del hogar, desde donde pueden ser “muy útiles a la población”, por retomar las palabras de Romero del Álamo (102). Tal imagen transgresora queda reforzada por las salidas nocturnas de la trapera, quien se desliza entre las sombras para “registrar los más recónditos rincones” (Larra, “Modos” 523) y transformar las calles públicas de Madrid casi en un ámbito de privacidad.

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Larra nos obliga así a pensar la experiencia moderna desde un punto de vista de género, en el contexto histórico de unas prácticas espaciales que todavía asocian lo femenino con la contención. Por medio de la visibilización de un sujeto doblemente marginal (mujer y trapera) al que inviste de agencialidad y de un poder supremo, el escritor evidencia la centralidad de este personaje para la vida cívica y económica de la capital y demanda que la suya se convierta “en una profesión conocida, de las instituciones sentadas y reglamentadas” (523). Pero el personaje escapa a tal fijación y, con su cesto, en el que confluyen todas las jerarquías, y sus desplazamientos de calle en calle, la trapera personifica el porvenir, el cual solo será posible como resultado del movimiento perpetuo que “altera el orden de la vida para hacer una cosa extraordinaria”, esto es, el progreso (Larra, “La diligencia” 488).30 La calle, espacio transversal definido por el movimiento y la oscilación constante, constituye el escenario ideal para conceder visibilidad a este sujeto moderno que demanda significancia a través de su “eterno flujo y reflujo” (484), condición sin la cual no se producirá el avance hacia los nuevos tiempos. Cabe señalar que, si bien Larra introduce a su personaje en movimiento y en la calle, primer paso hacia la constitución de una subjetividad moderna, la trapera nunca se pronuncia o reflexiona. Larra abre el camino y deja a su trapera suelta en la calle para que siga formando su subjetividad y forjando el itinerario de

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Larra concluye su artículo utilizando el ejemplo de la trapera para justificar la importancia del menudo oficio de escritor, relegado a la periferia cultural, una idea de larga tradición literaria que ya se encuentra en Baudelaire. La imagen del trapero como metáfora del poeta fue retomada por Benjamin para establecer una equivalencia entre la actividad de ambas figuras: “Trapero o poeta, a ambos les concierne la escoria; ambos persiguen solitarios su comercio en horas en que los ciudadanos se abandonan al sueño” (Poesía y capitalismo 98). En efecto, ambas figuras comparten una misma dualidad en tanto ambos “embody devotion to what has been rejected, cast off from the circulation of the capitalist economy” (McDonough 183). La equivalencia deriva principalmente del movimiento y la circulación callejera, la cual sirve al trapero como pretexto de existencia, del mismo modo que vale al escritor para escudriñar las calles de la ciudad, recoger la basura urbana, transformarla en objeto de representación y elevarla a categoría estética. El mismo Blasco Ibáñez confesó en el prólogo a su novela que “durante un año examinó las diversas agrupaciones acampadas en torno a Madrid, con una observación sin objeto, por puro recreo de paseante, y sólo pasado ese tiempo se me ocurrió la idea de escribir La horda” (8). Ver Escobar (“Tema costumbrista”) para un recorrido por la equivalencia metafórica entre la figura marginal del trapero y el poeta.

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la novela española moderna en un proceso que será continuado años más tarde en el folletín de Altadill. Movimientos a medio camino: el trapero de Altadill El argumento de El trapero de Madrid se compone de dos tramas paralelas: María es una huérfana modista cuyas amigas la convencen para ir a una fiesta en la noche de Carnaval, donde conoce a Luis, hijo de un banquero, que se enamora de ella. La misma noche, Clara, aristócrata hija de marqués, ha dado a luz a un hijo. Para evitar el escándalo social, su padre llama a la vieja Agustina para que se deshaga del niño a cambio de una importante suma económica. Esta lo deja en la puerta de María, que se apiada del niño y lo cuida como si fuera su hijo con la ayuda de Antonio el trapero, vecino de María, a la que quiere como a una hija. Tras una serie de peripecias folletinescas, la policía encuentra al niño y se llevan presa a María, que solo será liberada una vez el trapero urda un elaborado plan para forzar la confesión del marqués y de la vieja Agustina. Al final, con el orden felizmente restablecido gracias al trapero, María y Luis se casan y Antonio, cuyo cesto representa la fluidez social, se va a vivir con ellos. Como ya ocurriera con el folletín analizado en el capítulo 3, lo primero que nos llama la atención en El trapero de Madrid es la relevancia del espacio geográfico, manifestado en escenarios distintivos de clase social como el palacio y la buhardilla, fortalezas del aristócrata y del trabajador, y en el protagonismo de las calles de la capital, las cuales, a diferencia del artículo de Larra, poseen una especificidad propia: desde calles céntricas como Atocha, Huertas, Alcalá, Barquillo y la carrera de San Gerónimo, el foco se desplaza, casi con la artificialidad de una cámara que busca articular la mise-en-scène narrativa, a la periferia madrileña, zona que parece constituir el verdadero centro de atención del ojo del narrador. El punto de vista se concentra en la calle de Ministriles, en el barrio de Lavapiés, al sur del centro urbano, donde se ubica una antigua casa de vecindad o corredor habitada por “gente artesana” (Altadill 25). Este tipo de vivienda, que efectivamente albergaba a obreros, indigentes e inmigrantes rurales que llegaban en masa a la ciudad después de 1850 tras la expansión económica facilitada por la nueva legislación progresista de 1856, consistía en un edificio de apartamentos pequeños, poco ventilados y de escasas condiciones

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higiénicas que se organizaban generalmente alrededor de un patio donde había una fuente de agua para todos los vecinos (Hauser 323), como el narrador nos informa más adelante. Entre estos trabajadores, Altadill destaca tres tipos populares: la modista, el aguador y el trapero, tres agentes urbanos de circulación que sobreviven en la ciudad gracias a su movilidad, trapicheando con artículos de primera necesidad. La disposición espacial de las viviendas de estos tres personajes es significativa: si bien los aguadores viven en el piso bajo de la casa, María la modista vive en el piso tercero, mientras que Antonio el trapero habita en la buhardilla, en un reducido cuarto. Tal organización muestra la jerarquización entre las clases populares, lo que responde a un nuevo fenómeno que se venía produciendo en otras ciudades europeas y que Baker ha llamado “vertical social zoning”, la cual “until the advent of the elevator in the late nineteenth century, imposed an inverse relation between altitude and social status” (“Introduction” 75), una afirmación que quedaría justificada por el desempeño de los traperos, no solamente del “hardest and dirtiest work”, sino también su posición “among the poorest of the working poor” (Haidt, Women 293, 298). Aparte de ser introducido en la narración por medio de los útiles del oficio, igual que la trapera de Larra, el trapero es presentado a partir de una caracterización espacial y temporal. En el capítulo 4, el personaje queda definido a partir de lo que Bourdieu llama un sistema de diferencias (La distinción 170): “A diferencia de los demás, dormía durante algunas horas del día y velaba por la noche” (Altadill 26), un habitus que distingue y reafirma poderosamente su identidad social. El trapero aparece en escena a las once de la noche, “hora en la que salen a hacer sus nocturnas y cotidianas escursiones todos los traperos de Madrid”. Igual que el cesante, que surge de la oscuridad en un ambiente interior, el trapero emerge de entre las sombras y cobra forma textual a la luz de “un fósforo y una linterna” (26). Esta presentación identifica al trapero con ese colectivo asociado a la nocturnidad que, como las criaturas al caer la noche en el capricho 43 de Goya, surgen de la oscuridad, necesitando por ello mismo de la presencia de vigilantes nocturnos para salvaguardar el orden: ladrones, malvados, jugadores, alborotadores callejeros, mujeres desgreñadas y traperos que “escarban en la basura” y salen por la noche a interrumpir el “monótono silencio” de la población muda y solitaria, como diría Mesonero Romanos a colación de su paseo nocturno (“Madrid a la luna” 319). Ana María

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Coll nos recuerda que la ausencia de luz está fuertemente asociada en la ciudad moderna “con la violencia y el desorden público”, hasta el punto que, en el siglo xviii, en muchas ciudades españolas se prohibía a los ciudadanos recorrer las calles de noche o tener tiendas abiertas a partir de cierta hora bajo amenaza de multa o de cárcel, limitando así el uso del espacio público y la circulación nocturna de individuos (485488). El cuento de Baroja “Errantes”, publicado en 1899, se desarrolla en una noche oscura y es protagonizado por personajes itinerantes de moral sospechosa —“gitanos, caldereros, mendigos, buhoneros, y toda esa gente sin trabajo que recorre los caminos” (117-118)—, enfatizando una vez más la estrecha asociación entre movimiento y potencial criminalidad derivada de la falta de trabajo y de propiedad privada de este colectivo de sujetos de existencia nómada. Recordemos que es al anochecer cuando la pobretería de obreros y trabajadores abandonan su trabajo e invaden con algarabía el bulevar de Vetusta en La Regenta. Y en la obra que nos ocupa, en la que Altadill dirige su atención a los barrios populares en el momento en que “se apaga la luz del día y la algazara” y la gente se retira a sus casas (12), un ladrón logra escapar de las autoridades en la oscuridad de la noche tras robar y asesinar a Santiago Contreras en la plaza de los Afligidos, alumbrada “muy débilmente” con “un solo farol en una de las esquinas” (180). Asimismo, la señora Agustina Barrios, comadrona que ayuda a Clara en el parto y a la que le ha sido encomendada la orden de hacer desaparecer al niño a cambio de 4000 duros, sale de su casa en la calle de la Paloma por la noche (avenida que es una clara referencia al protagonismo del trapero en el folletín, como pusieron de manifiesto las tonadillas dieciochescas). Es justamente a las “dos de la madrugada” cuando Agustina abandona el palacio del marqués con el bebé debajo del pañolón, encaminada a cumplir su cruel cometido (46). La noche, con la consecuente falta de visibilidad, permite escabullirse y cometer fechorías, al tiempo que contribuye a forjar una identidad amenazante que se configura sobre una serie de ardides y artimañas desplegadas como estrategias de subsistencia en el entorno urbano. Es el caso de la señora Agustina, quien ha desarrollado gran pericia callejera y “para quien las sombras no eran un inconveniente, pues veía como gata vieja de noche” (47). El Madrid del folletín de Altadill no es todavía esa ciudad cuya “public illumination renders all the subjects that move in the streets increasingly visible”, por rescatar las palabras de Gleber (31); por el contrario, es una urbe en vías de modernización que “nunca ha sido

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un modelo respecto del alumbrado público”, con algunas calles iluminadas con el gas que desde 1847 se generalizó en Madrid y otras todavía con “mezquinos faroles de luz de aceite” aún están “oscuras como boca de lobo” (Altadill 180). Nos dice el narrador, además, que los faroles de gas se apagan a las dos de la madrugada “por razón de economía” y en noches de luna llena “aún dejan de encenderse” (47). La noche es fuente potencial de peligros: por un lado, contribuye al desvío y, por otro, posibilita la desobediencia y la evasión de toda vigilancia de los poderes, escapando así de cualquier fijación en el orden social vigente. Será el caso del trapero, quien, cuando abandona su hogar en la noche y se escabulle por las calles, desaparece y nadie conoce su paradero (296). A diferencia de los traperos de Larra y de Blasco Ibáñez, el trapero de Altadill emergerá en el orden narrativo en su reducido cuarto de la buhardilla de la calle de Ministriles, no en la calle. Esta aparece en una referencia off-camera, fuera de la vista del lector, pero igualmente relevante para la acción narrativa (Anderson, “City as Design” 87). De hecho, tras la primera aparición en que el tío Antonio toma su cesta y su gancho y se lanza a la calle, el narrador sugiere “dejarlo en su escursión” (Altadill 27) para retomarlo seis capítulos más tarde, cuando el trapero “sube la escalera de la casa” y entra “en su humildísima y reducida habitación” (61). La escena de exteriorización, invisible para el lector, está enmarcada por dos imágenes de interiorización, entre las cuales el uso de la elipsis parece priorizar el espacio doméstico en detrimento del público. Pero no por eso la calle pierde su relevancia como parcela fundamental del campo del personaje, entendido en un sentido geográfico como el escenario en el que el trapero circula y desarrolla el oficio que le permite sobrevivir y también en un sentido bourdieuiano, como espacio simbólico de influencia en el que confluyen relaciones sociales subjetivas que definen la posición dominante o dominada del participante (Las reglas 29). El título del capítulo, “El rebusco del trapero”, alude precisamente a la actividad traperil que, aunque acontece intramuros, solo es posible tras escudriñar la calle. Una vez en casa, el trapero continúa la operación callejera y procede al rebusco: “Separar a montones, clasificando los objetos recogidos en la calle para mejor venderlos luego... cogiendo el gancho empezó a separar del montón general los trapos, los papeles, los pedazos de metal, los de vidrio, los zapatos y botas viejas, en fin, a poner cada cosa en su grupo respectivo” (Altadill 61). Por medio de su oficio, el trapero trae

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la calle al espacio doméstico, continuando así el proceso desdibujador de fronteras, principio fundamental del ideario moderno, iniciado por el cesto larriano, en tanto “todo lo más grande como lo más pequeño viene a parar aquí” (62), esto es, a su cesto. Por tanto, importar destacar que la calle no cede paso al hogar como ambiente dominante en la narración, sino que, con las entradas y salidas del trapero, se produce una eliminación de la oposición entre ambos escenarios en favor de una interacción y confluencia de los mismos. En palabras de WirthNesher, “home in the modern urban novel has been infiltrated by the outside” (18), y deja de representar la continuidad de la tradición, de la familia y del orden convencional como aparecía representado en “El rey Baltasar” para convertirse en una extensión de la calle, lo que hace que ambos escenarios se mezclen y se establezca un flujo continuo entre ámbito privado y público, hogar y calle, que desafía cualquier demarcación y categoría fija, lo que a su vez tendrá poderosos efectos de subjetivación en el individuo que los transite (Wirth-Nesher 18-20). Uno de estos efectos afecta a la ilustración del individuo, base fundamental del proceso formativo de una identidad moderna que desarrolla la capacidad “de lectura, análisis y conocimiento individual del mundo” (Medina, Espejo de sombras 13). Las experiencias vividas en la calle, la cual es “escuela de mundo” que “instruye tanto como los libros más doctos”, como afirmaría Moratín en su comedia La escuela de los maridos (232), han contribuido a versar al trapero, quien ha encontrado su “instrucción en la basura” (Altadill 64) y en los pedazos de periódicos viejos que recoge en la calle, cuya lectura en el hogar le aporta un conocimiento económico y político que lo convierte en agente activo del proyecto colectivo de la nación. Esta posición ilustrada del trapero —“no hay ciudadano más filósofo que él”, afirma Palacio en su cuadro de costumbres (18)— hace que la ocupación traperil sea comparable a la de un historiador, como ha dicho Benjamin (en Gilloch 165): el trapero funde en su cesto y, por extensión, en su persona pinceladas de la historia y de su momento sociopolítico al conservar en forma de texto noticias, imágenes, sucesos, quejas y resistencias que forman el andamiaje de los vaivenes e inestabilidades de la época histórica. Entre los objetos del cesto del tío Antonio destaca “un pedazo de faldón de una levita nacional”, un “bonete muy viejo”, que por el ribete y la forma podría haber pertenecido “a un jesuita”, y un bando de un caballero de una “real y distinguida orden” (Altadill 63), artículos todos ellos que atestiguan la

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cultura material de una época y los privilegios civiles y clericales de un tiempo pasado en proceso de cambio. Porque el trapero no solo crea por medio de la conservación y el reciclaje, sino que también destruye. Él mismo reconoce su función esencial en un círculo “de grandeza y de miseria que en mí tiene su fin y su principio” (63): al final de la narración, el trapero arranca con su gancho para arrojar en el cesto la banda de Carlos III con que ha sido nombrado caballero el marqués de Casa-Vicente (379), indicadora de un rango, un título y unas tradiciones anacrónicas que no tienen cabida en la nueva sociedad moderna. Este poder y capacidad de mediación entre pasado y futuro le confiere una relevancia histórica en tanto el trapero, desde su último eslabón de la cadena social, vendría a usurpar una de las funciones básicas de las clases medias decimonónicas, impulsadoras del proyecto de nación moderna: ejercer como “link which connects the upper and the lower orders”, una posición intermedia que no es sino resultado de una necesidad histórica en tiempos de desarrollo industrial (Moretti 11). En varios momentos de la narración, el tío Antonio, como ya hiciera la mendiga Inés, ejerce de puente mediador entre clases sociales y, con su tesón y determinación, logra disipar todos los obstáculos que separan a los amantes, convirtiéndose en el canal posibilitador de la unión entre la modista María y el señorito Luis de Villanueva. La misma función conectora cumple el trapero de la comedia de Valladares, al emerger como portador del mensaje de que una diferente condición social no tiene por qué ser impedimento para el matrimonio entre dos jóvenes de orígenes desiguales. El trapero es, por tanto, un personaje imprescindible en los tiempos modernos, esencialidad derivada de su middlingness, que hace que las clases dirigentes vean amenazada su posición de superioridad.31 No es de extrañar entonces que se convierta en objeto de intervención política y sujeción social, la cual tiene múltiples manifestaciones a nivel textual. 31 

A lo largo de la narración, el trapero de Madrid logra desplazar a las clases poderosas, representadas por el juez y por el marqués, en la feliz resolución final. Tras un largo periodo de escepticismo y desconfianza, el mismo juez, máximo representante del orden social, no tiene más remedio que conferirle el papel de “director de la maniobra” (332) y termina por prescindir de toda “fórmula establecida” para “sujetarse” al plan espontáneo urdido por el trapero (368). En su andadura urbana y narrativa, el trapero se erige como personaje fundamental, no solo en su función recicladora y limpiadora de la ciudad, sino también como conductor de la trama y componente esencial del armazón de la narrativa moderna.

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Una de las más llamativas se produce al final capítulo 39, cuando el trapero reconoce poseer una “patente” con su “nombre y profesión”, la cual le permite “ejercitarse en la ocupación de trapero, con sujeción a los bandos vigentes” (Altadill 245-246).32 Llama la atención que el acatamiento a la autoridad provenga del mismo trapero, lo que revela la identidad de un individuo que ha internalizado el poder moderno, el cual es más efectivo cuando procede del mismo sujeto, como ha afirmado Medina en otro contexto (Espejo de sombras 14). No es casual que esta referencia a la licencia se produzca en el mismo capítulo en que el trapero aparece en la calle por primera vez. En el capítulo 40, una vez María ha sido apresada por el robo e intento de homicidio del bebé de la marquesa, un lábil Antonio se embarca en dos itinerarios que lo conducen al centro urbano: el primero, desde la casa de la señora Agustina en la calle de la Paloma a su casa en la calle de Ministriles, y, el segundo, continuación del primero, desde su casa a la calle del Barquillo, en pleno centro, donde reside el marqués. Este largo paseo en el que el trapero “habla” consigo mismo “como un loco” (Altadill 247), aparte de reafirmar el acto de caminar como espacio de enunciación, sirve al personaje para reflexionar, hacer sentido de la realidad circundante y “formar un plan” que le permita subvertir la injusta situación de su ahijada. Esta restauración del orden a nivel individual requiere una alteración de la retórica espacial en tanto un sujeto marginal invade y conquista el centro urbano en un movimiento centrípeto desde el que demanda una visibilidad y un espacio de representación que desplace 32 

El personaje se refiere sin duda a una práctica iniciada a finales del xviii por la que se intentaba limitar el número de traperos oficialmente autorizados con el fin de eliminar la competencia en dicho gremio. Este intento provenía de los propios integrantes, quienes, ante el aumento del número de familias que pedían licencia para ejercer el oficio, exigían a las autoridades que se limitaran las licencias concedidas, bajo el pretexto de ser ellos “los únicos y verdaderos traperos matriculados” en una profesión con larga tradición histórica, que ha existido “en todos tiempos, desde tan antiguo que de su principio no hay memoria”. A las 20 familias madrileñas dedicadas oficialmente en 1789 a la recogida de trapos viejos por las calles se sumaron 56 que, en paro, pedían licencia para dedicarse al oficio, lo que hubiera convertido en excesivo el número de integrantes del gremio en un Madrid cuyo centro carecía de la infraestructura para alimentarlos (Aguilar Piñal 179). Este pretexto utilitarista, el cual revela la identidad corporativa de este colectivo, será retomado por las autoridades municipales en el siglo xix, las cuales, bajo la excusa de incrementar la seguridad en la capital, limitaron el comercio ambulante y a los sujetos itinerantes que por su movilidad quedaban fuera de su control.

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el estado de “insignificancia” al que las clases dirigentes lo han reducido en numerosas ocasiones, como el mismo trapero repite (260-261). El escándalo en el palacio del marqués, por el que el trapero se hace ver y oír y reafirma con orgullo su identidad marginal —“soy un trapero... un hombre libre a quien no manda nadie” (275)—, persigue el desmantelamiento del sistema de rangos sociales y la inversión de las relaciones de poder, que acabarían con siglos de ignominia y obliteración de subjetividades periféricas. La feliz resolución tendrá una expresión espacial, tanto en su vertiente horizontal como vertical: ante la verborrea cada vez más intimidatoria y acusatoria del trapero, la hija del marqués abandona su atalaya social para “bajar la cabeza hasta tener pegada la barba al pecho” (370), mientras el marqués será expulsado de su palacio en el centro urbano para ser encerrado y ocultado en la cárcel a las afueras de la ciudad (382). Pero, antes de que esto ocurra, y ante lo que la clase dirigente percibe como amenaza a su posición de dominio en el campo, el marqués pondrá en marcha otro intento de neutralización del trapero por medio del prejuicioso discurso de la época que relacionaba al desheredado con el alcohol (277). Convencido de que “esta gente está acostumbrada a beber mucho” (269), el marqués de Casa-Vicente embriaga al trapero con el fin de enajenarlo y convertirlo en un arquetipo fácilmente clasificable y, por tanto, controlable. Atontado y débil (272), el trapero pierde la habilidad de distinguir (273) —y, con esta, su independencia personal y su potencial para transgredir—, y, más importante, su capacidad de caminar. El efecto del alcohol hace que sus piernas flaqueen (271) y que el personaje se tambalee, para, finalmente, quedar “inmóvil” (276277). Como en el caso de Maximiliano Rubín, la represión andariega haría del trapero un individuo tutelado. Ante la insistencia de este de regresar a la calle, el marqués se interpondrá a su paso, cerrándole la puerta e impidiéndole continuar su camino (277, 279), convirtiendo al personaje en una “presa”, como reza el mismo título del capítulo (278), y justificando así la necesidad de apresarlo y domesticarlo por medio del encierro. Será por ello que el siguiente espacio designado por el marqués para el trapero sea la cárcel del Saladero.33 33 

Esta cárcel, también denominada Cárcel de Villa, fue inaugurada como tal en 1831 en la plaza de Santa Bárbara, en el extremo noreste de la ciudad, en el edificio de un antiguo saladero de tocino. Mesonero Romanos habló de “la multitud de infelices aglomerados en aquellas sucias mazmorras” como “relegados a la clase del más

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Pero, igual que Isidora, la presa desertará y Antonio el trapero permanecerá en la cárcel únicamente dos capítulos, seguidos por otros tres de interrogatorio ante el juez, que lo liberará para que ponga en marcha su plan. Así, cuando el trapero se presente de nuevo ante el marqués con sus atributos distintivos, cesto y gancho (374), el representante del viejo régimen volverá a percibirlo como causa de agitación social, lo que llevará a sugerirle que abandone la ciudad y se exilie en algún lugar remoto donde no pueda estar “espuesto” (378). Este último intento por parte del representante del viejo régimen de restaurar una lógica espacial que reubica al sujeto marginal oculto en la periferia urbana produce el efecto contrario, como sabemos, y Antonio termina su andadura narrativa suelto y recreado en su oficio de trapero, una libertad necesaria para seguir abriendo camino a las hordas primiseculares. Las hordas periféricas de Blasco Ibáñez: hacia la acción social y política Blasco Ibáñez seguirá concediendo categoría estética a la necesidad de subjetividades marginales, impulsadores de las tramas de la novela moderna, en La horda, novela de principios de siglo que participa de muchos de los discursos sociales, económicos, médicos y urbanísticos de la centuria anterior. El autor no solo cede el centro de la escena a la figura traperil, sino que también otorga una visibilidad absoluta al espacio con el que aquella se identifica, física y simbólicamente. Prueba de ello es la alteración de la lógica espacial decimonónica según la cual el miserable se asocia a los bajos fondos sociales, una configuración convencionalmente expresada por el texto literario. Pensemos en el paseo a la periferia madrileña de Isidora Rufete y Augusto Miquis,

inmundo animal” (“Obras públicas” 52), una descripción coherente con la imagen del trapero como presa. Las condiciones de la prisión eran, en efecto, inhumanas, como atestiguan el propio Mesonero en 1851, el periodista catalán Robert en 1863 o el urbanista Fernández de los Ríos en 1876, quién habló de un edificio “vergonzoso y repugnante” (608). Se intentó mejorar las condiciones a través de planes y reformas que nunca se efectuaron, con lo que la prisión cerró en 1884 y los presos fueron trasladados a la nueva Cárcel Modelo de Madrid. En los años en que se publicó el folletín El trapero de Madrid, Robert la describiría como una cárcel “formada de desechos” (3), lo que la identifica como lugar de encierro ideal para una figura asociada física, social y profesionalmente con los residuos.

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quienes “bajaban a las hondonadas de tierra” para pasar “junto a las cabañas de traperos, hechas de tablas, puertas rotas o esteras” (Pérez Galdós, La desheredada 127). En La horda, sin embargo, los arrabales de vida ruda y salvaje son situados por encima de la vida civilizada de la villa moderna que es Madrid: en su desfile desde la periferia hacia el centro de la población, los traperos visualizan Madrid a lo lejos, “sumido en una hondonada” (Blasco Ibáñez 15); Isidro Maltrana se debate entre “bajar a Madrid” o “subir hacia Bellavistas y las Carolinas” (105), y los traperos que viven de los desperdicios de la villa son “expelidos” por Madrid “hacia lo alto” (183). La tensión vertical es complementada por la horizontal: la ciudad aparece vislumbrada en todo momento desde la perspectiva del desheredado, desde afuera, desde su mundo exterior. Desde una primera escena en que los traperos enfilan la calle de Bravo Murillo y atisban los tejados de Madrid y la céntrica torre de la iglesia de Santa Cruz, hasta la última en que un derrotado Isidro Maltrana, de cuyo origen traperil nunca podrá substraerse, contempla desde el cerro de los Corvos la monumental población, el texto está dominado por un perspectivismo exterior en el que confluyen la tensión vertical y horizontal bajo el signo común de la marginalidad y la excentricidad. En lo que sin duda constituye un gesto político, Blasco Ibáñez desvía la mirada hacia zonas geográficas escasamente representadas para replantear el enfoque y no solo someter la problemática social a crítica, sino también dar cabida a cuerpos y voces alternativas sin los cuales la ciudad perdería su capacidad funcional. La iluminación juega un papel sustancial en esta concesión de visibilidad a la periferia urbana. En lo que ilustraría “la metamorfosis del trapero nocturno en trapero solar” (Palacio 20), la horda de traperos inicia su desfile hacia la ciudad para desempeñar su oficio por la noche, igual que el tío Antonio, pero, a pesar de la oscura nocturnidad, hay numerosas referencias textuales a “la llegada del día” (13), al “despertar de la vida en Cuatro Caminos” (14) y a la “luz violácea” (15) que ilumina la marcha. En efecto, “la luz macilenta de los reverberos de gas” y “la luz de un quinqué” (14) concede una visibilidad a estos sujetos itinerantes que la trapera de Larra o el trapero de Altadill no poseían en años anteriores, fruto sin duda de los avances tecnológicos en el campo de la iluminación que ejemplifican progreso y modernidad y que, rescatando las palabras de Gleber, “provide from the mid-nineteenth century on an all-encompassing lighting of the street, a public illumination that renders all the subjects that move in the

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streets increasingly visible” (31). Pero, junto al progreso tecnológico, reside aquí también una voluntad autorial de iluminar a los verdaderos asaltantes de la ciudadela, como diría Carlos Blanco Aguinaga en referencia a las muchedumbres periféricas de la trilogía barojiana de La lucha por la vida (219), palabras perfectamente aplicables a La horda. La focalización en la periferia y en los que allí habitan da como resultado una novela escatológica en la que son frecuentes las referencias a la basura y a los desechos acumulados en este suelo geográfico, no solo como oficio propio del trapero, sino también como expresión misma de este, lo que permite al narrador introducir la subjetividad marginal del trapero como absoluto protagonista del relato a partir de una lectura espacial. La población de desheredados que acampa a las afueras suple sus necesidades más básicas alimentándose de “las escasas migajas olvidadas por otros” (Blasco Ibáñez, La horda 19), pero, además, dependen de los desperdicios de la urbe para desarrollar sus prácticas de sociabilidad: en pleno Carnaval, las calles del barrio de las Carolinas reproducen una copia empobrecida de las calles del centro urbano al ser adornadas con “los restos... el residuo de la alegría, el confetti y las cintas de papel recogidos por la mañana en los paseos de Madrid” (118-119). Los mismos habitantes del barrio han sido criados “entre los desperdicios de la villa”, hasta el punto que se confunden con ellos (147). Tal identificación justificaría la exclusión geográfica de los pobres, portadores de un estigma tanto físico como social. El riesgo de enfermedad comportado por el “cinturón de estiércol viviente, de podredumbre dolorida” (346) y de “pirámides de paja podrida” (119) acumuladas en las afueras vuelve a traer a colación la equiparación decimonónica, heredada por la urbe de principios de siglo, entre circulación-salud y acumulación-enfermedad que Corbin identifica como la actitud predominante hacia la periferia urbana como foco de pobreza, desperdicio y podredumbre en el xix (Foul 154-156). Para subrayar la asociación individuo-territorio, la enfermedad se extiende a los cuerpos que habitan este espacio geográfico, entre otras cosas porque, como afirma Carlos Longhurst y como ya se adelantó en el caso del mendigo, “the association between abject poverty and disease is so strong that poverty itself becomes a disease” (93). Si bien los habitantes de las Cambroneras, barriada popular del sur de Madrid habitada por gitanos, tienen “el rostro roído por las viruelas” (Blasco Ibáñez, La horda 286), es en el cuerpo del trapero donde

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la asociación pobreza-enfermedad cobra su punto más álgido. Coleta, “el más pobre de todos los traperos” (30), tenía una cara “ennegrecida por la suciedad. Cada arruga era un surco fangoso; el cuero cabelludo mostraba las púas blancas del rapado por entre las escamas de la caspa endurecida” (28). El sujeto lleva inscrito en su cuerpo el capital social de su casta, enfatizado por la “escoriación que enrojecía todo un lado de su cara” (28).34 El hábitat de Coleta en el barrio de las Carolinas, “en una especie de gallinero al extremo de un corral, ocupado por montones de basura” (30), sirve para animalizar la figura del trapero desde un discurso naturalista utilizado por Blasco Ibáñez como forma “of emphasizing the grotesque, focusing on the baser instincts of humanity” (Oxford 148). El mundo animal se halla muy presente en la novela por medio de la cría y venta de animales domésticos y la recogida de cadáveres de animales de las calles del centro —actividades que según Del Moral eran de las más características de los traperos, junto a la venta de basuras (Madrid de Baroja 70)—, y también mediante la identificación individuo-desecho, la cual se extiende al mundo animal: en el barrio de las Carolinas, los cerdos corraleros, “animales sórdidos, de salvaje ferocidad” (Blasco Ibáñez, La horda 119) buscan alimentos entre las montañas de basura en las calles en una escena análoga a la de los traperos que buscan su subsistencia entre los despojos abandonados en la ciudad. En la apertura de la novela, los asnos que acompañan al grupo de traperos “imitan al amo” en su calidad de bestias (15), una práctica mimética que es recíproca, pues los habitantes de las Carolinas emiten voces “imitando el gruñido de varios animales” (223).35 Jeremy 34  Recuerda sin duda esta descripción a la ofrecida por Baroja en Mala hierba, donde los sujetos que emanan de los barrios de las Cambroneras y las Injurias se asemejan a especies casi infrahumanas: “Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres tenían aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y de la miseria” (184). Los conocimientos médicos de Baroja le permiten medicalizar la pobreza y la miseria como enfermedad social utilizando una terminología médica que contribuye a establecer asociaciones más directas entre la podredumbre de estas gentes y su condición física. 35  La comparación con los animales no es privativa de los traperos, sino que afecta a todos los colectivos desposeídos que pueblan las páginas de la novela, lo que apunta a la animalización como rasgo inherente de las subjetividades periféricas. Las costumbres

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Medina explica que la función de la deshumanización del ser humano mediante el uso de un imaginario animal es la de “emphasize man’s similarity to the brute force and primitive irrationality of animals” demostrando así “that the pressures of environment and heredity have reduced man to a sub-human level” (204). En efecto, los traperos que habitan en los márgenes geográficos hacen gala a menudo de una “primitiva animalidad” (Blasco Ibáñez, La horda 117) que enfatiza la irracionalidad que Gustave Le Bon atribuyó en 1895 a las muchedumbres, las cuales, como un savage situado al margen de la sociedad, se mueven por impulsos instintivos. Regida por su temor ante los colectivos ascendientes y reivindicadores, la interpretación de este teórico de la masa construía tales estímulos con implicaciones muy negativas, pero, en el texto de Blasco, el salvajismo animal de las hordas periurbanas es lo que las convierte en masas “impulsive and mobile” (Le Bon 44), condición sine qua non se producirá la concienciación social y consecuente toma de acción desde la que serán capaces de socavar el poder del enemigo que los subyuga.36 De ahí que en esta novela, que

de los gitanos de las Cambroneras les ganan el apelativo de “ganado” (278). En este barrio, las “hembras” son “pájaros vivarachos y parleros” que alimentan con el pan “en el pico” a la familia (285) y son repelidas por los payos en la puerta de Toledo “como si fueran perros” (282) en una escena que trae ecos del trapero de Mesonero, quien es equiparado a la raza canina en referencia a su dependencia de los desperdicios de los poderosos para la supervivencia (“Madrid a la luna” 329). El espacio es punto de confluencia entre el mundo gitano y los animales: en el hogar “no existían tabiques... en el fondo de la casucha, con la cabeza hundida en cajones que servían de pesebres y las grupas frente a la puerta, estaban los caballos, las mulas y los burros que constituían la fortuna de la familia. Los colchones astrosos, apilados en un rincón, se extendían por la noche junto a las patas traseras de las bestias, durmiendo la familia y su capital acariciados por el calor del común estiércol” (Blasco Ibáñez, La horda 283). 36  El caso del Mosco, antiguo trapero devenido en cazador, es significativo para ilustrar cómo el salvajismo es necesario para prender la idea de la revolución y posterior toma de acción. Antiguo impresor en una imprenta de Madrid, el personaje abandona el oficio para dedicarse a la trapería, pero, al cabo de un tiempo, decide dar un paso adelante en la reafirmación de su subjetividad marginal, literalmente, al desplazarse a la periferia, espacio de lo ilegítimo y lo vedado donde prima la ley del más fuerte; pero también socialmente, al descender un escalón en la cadena social para situarse a la altura del mundo animal. Conocido como el Dañador de Tetuán (80), el personaje abraza la “acción violenta” y la “guerra salvaje” como única forma de conseguir la revolución (81-82), como demuestra el episodio de la masacre de todas las madrigueras de El Pardo para encontrar conejos con que alimentar a sus gentes (100). En la huida al mundo natural reside toda una declaración política a través de la cual el

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abre el camino a la novela social revolucionaria, la trapera de Larra y el tío Antonio pierdan su individualidad a favor de la colectividad, porque solo en la unión reside la verdadera fuerza motriz de la acción, una idea a la que Le Bon proporciona contextualización teórica al afirmar que “the individual forming part of a crowd acquires, solely from numerical considerations, a sentiment of invincible power... the individual is conscious of the power given him by number” (33, 43). A pesar de encontrar en la narración descripciones individuales de traperos (Coleta, Zaratustra, el Mosco, la tía Mariposa), nuestro primer contacto con estos sujetos marginales es a través de su conformación como “turba” y “horda prehistórica” (Blasco Ibáñez, La horda 17). Síntoma de esta capacidad de acción con tintes revolucionarios es la idea de colectivo que subyace a la misma definición de horda: un grupo de gente que obra sin disciplina y con violencia y que, además, es nómada. Es aquí donde se pone de manifiesto el relevante papel de la calle como lugar-movimiento y espacio por excelencia de la acción colectiva, como Juliá teorizó en referencia a las muchedumbres citadinas en la segunda República, para quienes la calle significó “el lugar de la derrota de la burguesía, la política y el Estado si es ocupada simultáneamente por la multitud proletaria” (Madrid 183-184), como también ejemplificará la lucha feminista en el siguiente capítulo. De ahí que la calle afirme su protagonismo desde el mismo inicio de La horda, cuando los traperos abandonan sus “míseros avisperos de pobreza” para dirigirse a la población con sus carros y animales (17). Como los mendigos, expuestos a condiciones meteorológicas adversas, los traperos desfilan por la noche bajo la lluvia y el frío en un itinerario urbano que se nos ofrece con gran detalle: desde Bellavistas y Tetuán hasta Cuatro Caminos, el colectivo traperil entra en Madrid por la calle de Bravo Murillo para llegar a su centro, por la calle del Carmen, hasta Sol (Blasco Ibáñez 15). Se anuncia así lo que Wirth-Nesher llama una “modern urban novel” en la que “the urban setting is the locus for the tensions and contradictions in the novel” (3) y en la que el emplazamiento exterior ha desplazado por completo al interior como centro organizativo de la acción narrativa. Tal movimiento centrípeto personaje insta a los desheredados que viven de los despojos de la urbe a transformar la realidad, a disfrutar de sustanciosas “cachuelas de conejo” (124) y a considerar “la tierra como suya” (82), esto es, a cambiar el sistema institucional y social a partir de una apropiación y conquista espacial.

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queda remachado a la llegada del verano a la capital, cuando “la calle, como dilatada por el calor, introducíase por todos los huecos, haciendo llegar sus hedores y ruidos a los extremos más recónditos de las casas” (Blasco Ibáñez, La horda 238). Las fronteras divisorias entre calle y hogar quedan así diluidas en un proceso modernizador, sin duda catalizado por los desplazamientos del trapero, a la par de “los adelantos de su siglo” y su habilidad para “penetrar puertas y tabiques” (Palacio 20-21).37 Pero el trapero no solo está en el exterior, sino que se mueve en este, no estando su movimiento exento de matices revolucionarios. De hecho, la cuestión política y reivindicativa se encuentra íntimamente relacionada con una serie de metáforas espaciales que sirven para señalar la posición del sujeto en relación a la norma y su potencial de transgredirla. El uso repetido de la palabra invasión para referirse a la entrada de los traperos cada mañana en la ciudad apunta a esa transgresión móvil, especialmente a la luz de las palabras de Juliá de que la presencia callejera se diferencia de la invasión en que esta conlleva una “ocupación”, vocablo utilizado por el narrador de La horda en varias ocasiones (Madrid 183). Tal irrupción torna la calle en un escenario de lucha, pero también en un espacio por el que luchar y que conquistar, pues, como apuntó acertadamente el científico social Robert Gutman, cualquier discurso sobre la calle como espacio social incluye “a set of assumptions about who would own and control it, who would live on it or use it, the purposes for which it was built, and the activities appropriate to it” (249). En efecto, la entrada de traperos en Madrid tiene el objetivo de “ganar el centro del camino” (Blasco Ibáñez 39), como señala el mismo narrador de La horda, una acción ligada a la alteración

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Este desplazamiento queda evidenciado cuando el narrador nos guía al hábitat de los traperos en los arrabales más pobres de Madrid. Del hogar de la Mariposa, una de las traperas más antiguas del barrio, se nos dice que era una “casucha de ladrillos” (67) para la cual “todos los despojos de la villa habían sido empleados en su edificación” (110). Pero inmediatamente el foco de atención muda al exterior de la casa, al corral invadido por cerdos y gallinas que también se alimentan de “restos de los pucheros que nutrían a Madrid” (67), y a la plazoleta que hay fuera de la cabaña. Algo parecido ocurre en el cuento barojiano “La trapera”, escrito en 1900: el narrador apenas se detiene en la descripción del miserable hogar para centrar su atención en la “salida furtiva a la calle” de la trapera y en su recorrido urbano (147-148). La imagen interior, y, por ende, la de la inmovilidad, deja de ser relevante y cede paso al espacio existencial y vivencial errante, conformador de una subjetividad marginal en movimiento.

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de la normatividad urbana en tanto la calle no es simplemente un medio o territorio transversal que intersecta al trapero con el espacio en el que desarrollar su negocio, sino que es también un fin en sí mismo: “La calle no es de nadie aún. Vamos a ver quién la conquista”, dirá años más tarde un obrero en Siete domingos rojos, novela de Ramón Sender (92), una afirmación con poderosas connotaciones políticas y agitadoras.38 La cuestión espacial se halla siempre ligada a la idea revolucionaria en relación a la figura del trapero. La primera vez que el viejo trapero Zaratustra habla es para someter a crítica el profundo retroceso social en el que se encuentra la ciudad de Madrid, que ha dado la bienvenida al progreso espacial y urbanístico, pero no al social: Yo he visto mucho: he visto al señor de Bravo Murillo traer las aguas a Madrid y saltar el Lozoya por primera vez en la antigua taza de la Puerta 38  No es de extrañar que existan elementos de control para evitar esta transgresión, como el fielato de los Cuatro Caminos, que controla cada mañana la entrada de marginales en la población. Definido por la RAE como una oficina a la entrada de las poblaciones en la cual se pagaban los derechos de consumo, el fielato y la glorieta en la que se encuentra constituyen un punto de referencia geográfica de especial relevancia como puertas de entrada que, retomando la definición de Simmel, separa dos mundos, en este caso el extrarradio y el terreno del ensanche, interrumpiendo la continuidad entre ambos. Históricamente, la glorieta de Cuatro Caminos presentaba a principios de siglo dos sectores bien diferenciados: el sur, dentro de los terrenos del ensanche, con un aspecto más urbanizado y organizado, y el norte, que ya pertenecía a terrenos del extrarradio. Martínez de Pisón concede rigor histórico a esta separación: “Mientras la parte septentrional se formaba y crecía como un poblado caminero al margen del ensanche, oficialmente delimitado y sin otro criterio de ordenación que el señalado por la carretera de Francia [...], la parte meridional quedaba incluida dentro de un espacio planificado de desarrollo urbano. La población que se asentaba en aquel poblado en formación tenía sus especiales características sociales y de género de vida. Inmigrados con preferencia del campo castellano o procedentes del casco superpoblado de la ciudad. Al instalarse en aquel sector imprimió en él peculiares rasgos derivados de su nivel económico y social y de la homogeneidad profesional de sus componentes, casi exclusivamente, jornaleros, obreros, peones” (195). Los pasos de los traperos vienen a desafiar esta estricta separación espacial, y, por ello, igual que el mendigo, necesario siempre y cuando siguiera una estructura ordenada para pedir limosna a la puerta de la iglesia, la actividad laboral traperil, manifestación de la necesidad que del pobre tiene el rico, se acepta de manera racional, siempre a la misma hora y siguiendo el mismo itinerario, lo que permitirá su control exhaustivo. Como se verá al final de la novela, la llamada al desmantelamiento del orden requerirá la violación de tales normas y la entrada a la ciudad “a medio día” y a plena luz (Blasco Ibáñez, La horda 346).

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del Sol; he visto cómo la villa ha ido poco a poco ensanchándonos y dándonos con el pie a los pobres para que nos fuéramos más lejos. Ese fielato lo he visto en lo que es hoy glorieta de Bilbao. Donde yo tuve mi primera barraca hay ahora un gran café. Todo eran desmontes, cuevas para gente mala... y ahora anda uno por allí y todo son calles y más calles y luz eléctrica y adoquines y asfaltos, donde estos ojos vieron correr conejos... Los antiguos cementerios han quedado dentro: los pobres que vivíamos cerca de ellos vamos en retirada, y acabaremos por acampar más allá de Fuencarral. Dicen que esto es el Progreso... Muy bien por el Progreso, pero que sea igual para todos. Porque yo veo que de los pobres sólo se acuerda para echarnos lejos, como si apestásemos. El hambre y la miseria no progresan ni se cambian por algo mejor. La ciudad es otra, los de arriba gastan más majencia, pero los medianos y los de abajo están lo mismo. Igual hambre hay ahora que en mis buenos tiempos. (Blasco Ibáñez, La horda 36)

Estas palabras, pronunciadas por un personaje de existencia errante —sus quejas por la “flojera” y dolor de sus piernas así lo constatan (36)— y de “suelta verbosidad” (37), formas de resistencia fundamentales como venimos viendo, desvelan el papel docto de un historiador, como ocurriera con el tío Antonio, que en este caso es capaz de documentar el arribo de la modernización a la urbe. El trapero es testigo de la llegada del agua y la luz eléctrica, la construcción de cafés y la instalación del adoquinado. Ha habido progreso espacial pero no social. Aunque la ciudad ha cambiado su fisonomía, sigue acusando los mismos problemas sociales, pues, si bien ha incorporado a los muertos en el interior de su casco urbano, sigue manteniendo a los pobres lejos. Además, este discurso torna más revolucionario por ser pronunciado desde la periferia urbana, mientras el trapero contempla “a sus pies todo Madrid” (35), y por estar precedido de un diálogo en el que Maltrana, descendiente de traperos, profetiza que la deseada revolución de los desheredados vendrá muy pronto para arreglar tres problemas fundamentales: “el del estómago”, a saber, el hambre y la pobreza; “el de la conciencia”, es decir, el despertar del interés de clase necesario para sembrar la voluntad de acción en el pobre y llevarlo a cuestionar el sistema, y el “desasnamiento”, esto es, la democratización de la cultura a la que todos los estamentos sociales tendrán acceso (22-24). La solución a estos tres problemas tiene un mismo punto de partida: la visibilidad pública y la conquista del centro urbano por parte de los más desfavorecidos, lo cual les supondrá la adquisición de poder a nivel político y social. Vidal, en La busca de Baroja, alertaría sobre

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la concienciación del desheredado que “despertaría” para “dejar las afueras y meterse en el centro” (223). Así lo ve Zaratustra, quien avisa de que llegará un día en que “la parrilla de alambres” que rodea y protege la Puerta del Sol caiga y mate “a medio Madrid”, esto es, a aquellos que tienen los millones (Blasco Ibáñez, La horda 40). En la misma línea, Maltrana identifica la revolución con la entrada “en la Biblioteca Nacional” por parte de “un piquete de ciudadanos” (22-23), poniendo de manifiesto la necesidad no solo de disolver la individualidad en la colectividad, sino también de la conquista simbólica del centro geográfico y cultural como base de la revolución. En la última escena, Maltrana acude a la misma casa de Zaratustra, en lo más alto del cerrillo de los Corvos, desde donde contempla la “imponente metrópoli” con “la vivienda de los reyes en medio; a un lado, los cuarteles... al opuesto, el templo suntuoso, y otro cuartel sin armas... Nada faltaba: era la imagen completa de la nación” (344-345). Pero la imagen no está completa. A la monumentalidad de los edificios representativos del rey, la Iglesia y el Ejército, instituciones al servicio del capitalismo burgués, de la “capital del capital”, como ha dicho Christian Ricci (105), les falta la miseria de los “albergues de los miserables” (Blasco Ibáñez, La horda 345) para consumar su diseño topográfico y sociológico. Los espacios físicos y simbólicos asociados al centro y al poder, garantes del orden, deben ser complementados por aquellos elementos periurbanos desestabilizadores: “Los abortos de la sombra... los vagabundos, los desesperados, los traperos, los obreros, los mendigos y vagos, los gitanos... todos los infelices que la urbe expelía de su seno y acampaban a sus puertas” (345-346). Porque, en el marco de la modernidad como proyecto disciplinario, el poder moderno necesita de estos, de su capacidad funcional y de sus estrategias de resistencia para terminar de configurar la nación moderna. El perspectivismo textual desde la periferia ha hecho que los traperos visualicen la modernidad desde afuera, penetrando en su interior al amanecer únicamente para recoger sus despojos. Blasco Ibáñez imprime un giro moderno a tal configuración espacial y convierte la expulsión y marginalización del débil en una poderosa arma política que permite la concienciación y la consiguiente toma de acción por medio de la invasión y conquista del centro. Puede leerse aquí uno de los principios de la modernidad europea, a la luz de esa paradójica “oscilación dialéctica” referida por Giorgio Agamben entre, por un lado, las políticas de exclusión del miserable y del marginado y,

4. Ociosos, cesantes y traperos

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por otro, la inclusividad que integra y reconoce la existencia del cuerpo necesitado y excluido (30). Así, la participación en los procesos de modernidad requiere la conversión de la muchedumbre famélica en un ejército; exige que los “débiles y humildes” que han vivido ocultos en la periferia surjan de ella “a mediodía”, a plena luz, dejen de permanecer inmóviles y unidos bajo una voluntad común, invadan el centro bajo la forma de “monstruos... con anhelos locos y criminales de destrucción” para demandar “con altivez” —otra referencia a la superioridad del marginal—, articulando de esta manera una alternativa a los planes del poder (Blasco Ibáñez, La horda 346-347). Este ejército estará guiado por la horda de traperos, un liderazgo subrayado por la ubicación desde la que Isidro realiza estas reflexiones. No solo comporta este emplazamiento una posición de supremacía encarnada en la figura del trapero Zaratustra, sino que también la caracterización de este como “Padre Eterno” (34), así como su misma afirmación de que “el Progreso ha nacido en mis tiempos” (37), lo señalan como origen y centro, pilar fundamental en el andamiaje moderno.39 Esta hipótesis cobra solidez a la luz de las palabras de Baroja de que “si Dios está en algún lado, es en los solares”, espacio físico donde el autor ubica precisamente a su trapera (“La trapera” 147). La referencia a Dios no tiene otro objetivo más que remarcar el papel genésico y esencial de este espacio físico y de los sujetos que lo pueblan en la renovación y creación de un nuevo panorama social y político de la polis moderna. Como ponía de manifiesto el último paseo del cesante, es en los solares periféricos donde antes llega la primavera, un fenómeno que Baroja compara con “la salida furtiva” de la trapera a la calle (147) y que se refiere, en cualquier caso, al renacer de un nuevo

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La identificación con el padre es una constante en las representaciones literarias del trapero. En el caso del folletín de Valladares, el trapero es, en efecto, el padre de uno de los protagonistas, que viene a aportar el capital económico y a asegurar la resolución final del conflicto. Algo parecido ocurre con el trapero de Rafael del Castillo y el de Altadill, que ocupan el lugar del padre de Sara y María, respectivamente, para prodigar todo linaje de cuidados a sus hijas, proporcionar soluciones a la trama y acercar posiciones entre los distintos personajes del cuerpo social. Como cabeza visible de familia, el padre-trapero con su oficio saca adelante la economía familiar y, por extensión, la nacional, impulsa y resuelve el discurso narrativo y contribuye al proyecto de construcción de nación moderna, revelándose piedra angular del mismo. La identificación explícita con el padre, como es el caso de Zaratustra, lo sitúa por tanto a la cabeza de los procesos catalizadores de la modernidad.

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mundo, natural y social. No en vano dirá el Mosco que los de ciudad “no están acostumbrados a andar” (Blasco Ibáñez, La horda 94), una clara referencia a la conexión entre movimiento y marginalidad, pero también a la calle y a la creación de nuevos espacios de subjetividad. Ilustrando el concepto freudiano de Unheimlich, lo oculto y reprimido se hace visible, emergencia que va asociada a la vida, a la actividad y al fluir, sin el cual la ciudad moderna perdería no solo su encanto y belleza, sino también su capacidad funcional. La relevancia del espacio físico para visibilizar subjetividades reprimidas queda complementada por el potencial del espacio textual como vehículo de construcción de identidades políticas, un potencial encarnado en la figura del trapero, que se ha ido abriendo camino a medida que avanza el siglo. De la oscuridad a la luz; de una calle sin especificidad a la calle de Ministriles, en el terreno del ensanche, y de esta a los mismos márgenes, a Bellavistas y Tetuán, donde la obra literaria recoge una ciudad que se expande y acoge un mayor número de voces, a las que incluye en el proyecto moderno. Y la calle y el movimiento constante que la define, desde Larra a Blasco Ibáñez, pasando por Altadill, constituyen el telón de fondo en el que la capacidad de acción y de resistencia del trapero cobra forma textual. La construcción de la calle como espacio de ficciones que posibilita la experimentación con nuevos sujetos, nuevos discursos y nuevas alternativas políticas y sociales evidencia el papel fundamental de la literatura, más allá de su rol como mero objeto estético y forma de entretenimiento, como espacio simbólico que incita a la transformación de la realidad de su tiempo y a la resolución de tensiones sociales, económicas y culturales. Ya lo dijo el mismo Blasco Ibáñez un año después de la publicación de La horda: la literatura “debe representar las cosas como deben ser y no como son” (La maja 193). Es por eso que, antes de que existiera un movimiento social y colectivo llamado feminismo en España, la literatura introduce mujeres en movimiento que hablan alto y claro y que, igual que los traperos, parten de un caminar individual para allanar una experiencia colectiva inseparable de la calle como moderno site of contestation desde el que erigirse precursoras de una causa emancipadora en un mundo anterior al feminismo, desde el que afirmar su marginalidad —que no su papel marginal— como sujetos de pleno derecho y desde el que cuestionar el sistema relacional establecido.

Capítulo 5 L A F E M I N I S TA : C A L L E C O M O AV E N I D A D E A C C I ÓN Y E M A N C I PA C I ÓN

Que la mujer llegue hasta donde pueda, que más allá no ha de ir. (Arenal, La mujer de su casa 70) Hoy, él ha andado, ella no se ha movido; distancia incalculable los separa. (Pardo Bazán, “Sobre los derechos de la mujer” 260) El abandono del hogar ocasionaría miseria y vanidad: ruina total de la familia, por querer salirse de su esfera. (Grassi, “Memorias de una casada” 219) The street has never “belonged” to women. (Gleber, The Art of Taking a Walk 175)

La feminista española Margarita Nelken se refirió en 1923 al caminar de manera libre y desenfadada como el gran símbolo emancipador de la mujer.1 Aunque Nelken atribuye este paso liberador en el itinerario social de la mujer al siglo xx, la centuria anterior muestra numerosas 1 

“El símbolo de la distancia formidable que nos separa de nuestras mayores de hace apenas unos años está en ese footing, en ese paseo matutino de las muchachas que... hacen su salida... han abierto tan grandes las ventanas de la triste estancia de sus abuelos, que el peso de aquellos cortinones y de aquellas consolas ha quedado a su vez aplastado por los raudales de sol, de aire y de luz; a tal punto, que nuestras eternas

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evidencias de cómo la mujer se lanza a la conquista de derechos y libertades por medio de su salida a la calle y su experimentación del espacio público como primer acto de rebeldía y negociación de una subjetividad disidente que reclama una serie de derechos reservados a los hombres. De hecho, como ya quedara adelantado en el capítulo segundo, el xix es considerado el “gran siglo” del feminismo, en tanto acoge el periodo de nacimiento y desarrollo de los movimientos feministas (Cabrera Bosch 29). No podemos olvidar que el término feminismo es una acuñación decimonónica: como Richard Evans ha documentado, el vocablo pasó a formar parte del diccionario inglés en la década de 1890 para designar la defensa de la emancipación femenina y de los derechos de la mujer (39).2 Ahora bien, la situación histórica de España no permitió que el movimiento emergiera con la fuerza y la agresividad de otros países industrializados como Inglaterra o Estados Unidos, donde los primeros movimientos feministas ya aparecieron hacia 1850, consolidándose plenamente en 1867 y 1869 respectivamente (Fagoaga 22). Así, el vocablo no aparecerá oficialmente en el Diccionario de la lengua española hasta 1914, para definir “una doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los varones”. No considero necesario redundar en lo sobradamente argumentado por numerosos académicos respecto al desfase del feminismo español en comparación con otras naciones desarrolladas,3 pero sí interesa

reclusas han saltado de un brinco a la calle que durante siglos y siglos no pareció que había de ser de ellas” (Nelken, en Munson 63). 2  Para un análisis de la etimología del término ver Offen, quien remite a Francia y a 1871 para localizar el primer uso del término en referencia a un debilitamiento o feminización del cuerpo masculino, el cual detenía su desarrollo (“French Origin” y European Feminisms 19-20, 403). Ver también Cott para los primeros usos del término con un sentido político, ambos en un contexto francés: primero para referirse despectivamente a los hombres que apoyaban el movimiento de mujeres en 1872 y, más tarde, en la década de 1880, para connotar los movimientos que demandaban justicia social y política para las mujeres (14). En cualquier caso, lo cierto es que hay que rastrear en el siglo xix la formación histórica del término. 3  Para una síntesis y breve recorrido de lo que fue el feminismo en España en el siglo xix, ver Cabrera Bosch. También destacan los trabajos de Capmany, quien describe el feminismo español como un movimiento sin cabeza; Giuliana di Febo, quien sitúa el debate feminista —no el movimiento— en España solo a partir de 1870, y Campo Alange, quien describe como “vergonzante” un feminismo español en el que la “resignación” fue el rasgo dominante (9). Scanlon, en La polémica feminista, se refiere a dos motivos fundamentales para explicar la falta en España de un feminismo organizado:

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remarcar un elemento decisivo para la constitución de un feminismo organizado que permitió a la mujer participar en el sistema político y en la elaboración de leyes que mejorarían sus derechos sociales y económicos: la lucha por el sufragio femenino, que ha constituido el basamento común y eje vertebrador sobre el que se asienta la definición predominante de feminismo en diferentes contextos geopolíticos, esto es, “una forma de conflictividad social y de pensamiento reivindicativo que se centra en las manifestaciones políticas del sufragismo a partir del discurso de la igualdad” (Nash, “Experiencia y aprendizaje” 157). La semilla del sufragismo aparece precisamente en aquellos países industrializados en los que la integración de la mujer en el mundo laboral se convierte en una necesidad social, concediéndole así un relativo margen de emancipación. Este acceso a la vida profesional conlleva una movilidad social que, según Evans, es fundamental para la implantación del sufragismo y, por extensión, del movimiento (7). Siguiendo la postura de la feminista Kate Millet de que “el sufragismo es la piedra angular de la teoría política que impulsó la primera fase de la revolución sexual” (111), Concha Fagoaga concluye que en “la conquista del voto”, alrededor de la cual “gravitan los demás objetivos”, reside “la conquista de un símbolo” por constituir un poderoso “signo de resistencia al sistema patriarcal” (18, 25).4

la falta de difusión y consolidación de las doctrinas igualitarias de la Revolución francesa (debido, en parte, a la poderosa influencia de la Iglesia en cuestiones políticas, económicas y sociales), y el fracaso de la industrialización en España. Nash, en “Experiencia y aprendizaje”, apunta igualmente a la falta de desarrollo industrial para explicar la debilidad del feminismo español, así como a la inexistencia de una clase media fuerte que posibilitara una toma de conciencia colectiva entre las mujeres, lo que, según la autora, fue la causa y el origen de la expresión del feminismo en otros países. En la misma línea se encuentra Capel, quien, utilizando el eje comparativo con los movimientos feministas ingleses y norteamericanos, argumenta en El sufragio femenino la dimensión individualista del feminismo español, que no invitó a las españolas a buscar “una nueva consideración social ni de participación política” (60). En este sentido, Posada, en su estudio sobre el ideario feminista internacional, se refugió en la comprensión del feminismo por parte de muchos comentaristas decimonónicos como movimiento social manifestado por medio de organizaciones nacionales y actividades colectivas reivindicativas para negar terminantemente la existencia en España “de una corriente general en la opinión pública reflexiva que se preocupe con las graves cuestiones que feministas y antifeministas discuten en otros pueblos” (194). 4  Ver González Calbet 52-54 para los éxitos de los movimientos sufragistas en los países europeos.

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En el caso español, algunos de los trabajos pioneros sobre el feminismo histórico se han realizado desde la identificación entre feminismo y sufragismo, como, por ejemplo, los ya mencionados estudios pioneros de Capel (Sufragio femenino), Fagoaga o Scanlon (Polémica feminista). Sin embargo, desde esta vinculación no se puede hablar en la España del xix de la existencia de un movimiento social en el sentido tradicional del término. De hecho, cabe señalar que algunas férreas defensoras decimonónicas de incipientes ideas feministas no estaban a favor del voto femenino.5 Me hago eco de las palabas de Alda Blanco a propósito del feminismo de Arenal de que este no debería juzgarse en referencia a su posicionamiento sobre el voto femenino, una consideración que debe extrapolarse al estudio del feminismo histórico español: es importante “desligar la vinculación que se ha hecho del feminismo con la lucha por el sufragio femenino”, pues nos anclaríamos en los aspectos legales y caeríamos “en un vacío” en lo que se refiere a diversas definiciones del término tal y como se manifiestan en la realidad social española y como son construidas desde el discurso literario de la época (449-450). Es cierto que en el siglo xix la lucha por el sufragio femenino fue “la más importante de las reivindicaciones que enarboló el ideario feminista histórico en países occidentales” (452), pero en España la participación femenina en política constituye todavía “una utopía irrealizable” y “una senda ridícula y peligrosa”, como argumentaba en 1871 la revista La mujer, dirigida por Sáez de Melgar. Por ello será necesario abrir otros horizontes o espacios desde los que canalizar el desarrollo de una conciencia feminista y desde los que visibilizar estrategias de resistencia femeninas, las cuales abrirían el camino a los avances en las reivindicaciones feministas en los primeros años treinta del siglo xx.

5  Basten los ejemplos de Arenal, figura clave para el desarrollo de una conciencia feminista, quien se opuso a que las mujeres españolas accedieran a la actividad política, pues les faltaba “la instrucción, el prestigio, el carácter, la firmeza que necesitarían” (Mujer del porvenir 121), o Pardo Bazán, feminista radical como ella misma se definió (en Bravo Villasante, Vida y obra 287) y defensora de la igualdad de oportunidades entre los sexos, que nunca incorporó a su agenda ideológica la reivindicación del sufragio femenino, quizás por no suscitar una crítica moralista demasiado dura (Schiavo 23). Esta actitud fue heredada por algunas reformistas de principios del xx, como Victoria Kent o Carmen de Burgos, quienes, a pesar de luchar por los derechos de la mujer, pensaban que esta no estaba aún preparada para ejercer su derecho al voto.

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Uno de estos espacios privilegiados es la literatura, la cual, como venimos viendo, constituye un vehículo de construcción y negociación de subjetividades alternativas. Una imagen recurrente en la producción cultural europea del siglo xix es la de la mujer infeliz e insatisfecha en su vida y atrapada en un matrimonio carente de sentido. Flaubert, en Madame Bovary (1856), Tolstoi, en Anna Karenina (1878), Ibsen, en Casa de muñecas (1879), Clarín, en La Regenta (1884), o Fontane, en Effi Briest (1895), convirtieron en protagonista de sus relatos a este ideal de mujer que, incapaz de adaptarse a la imagen que la sociedad impone sobre ella, se resiste y busca cambiar su situación personal. Lo interesante es que, en muchos casos, estos sujetos rebeldes que habitan en un mundo al margen del marcado por las instancias del poder encuentran en la calle un medio privilegiado de resistencia desde el que articular su ira hacia la rigidez de la tradición patriarcal.6 Tomemos como ejemplo la breve y apenas atendida novela de Sinués La sortija (1887). Lucila vive infeliz en casa de su padre, donde es constante objeto de reproches y críticas por su forma de vestir y sus hábitos poco femeninos. El carácter rebelde de la joven la lleva a desafiar la autoridad patriarcal que, bajo la figura del padre y del hermano, desea mantenerla encerrada, pues no es propio de una señorita abandonar la casa paterna —recordemos la segunda parte del famoso refrán “La mujer casada y honrada, la pierna quebrada y en casa; la doncella pierna y media” (en Sundman 64)—. El primer acto emancipador (y, por tanto, de insubordinación y resistencia) de esta doncella que anhela estudiar, trabajar y valerse por sus propios medios —esto es, afirmar su subjetividad y significar, como también perseguirá Tristana— consiste en el abandono de la esfera doméstica para lanzarse a la calle. Pero, tras numerosas peripecias urbanas, el personaje termina su andadura encerrada en una habitación y en un matrimonio con un hombre al que ni conoce, un final consistente con la postura de Sinués, ideóloga por excelencia de la feminidad doméstica del siglo xix, quien no abogaba por la emancipación de la mujer, como ella misma reconoce en el prólogo a su Libro para las damas (8). Pero lo cierto es que esta novela abre la puerta a una concienciación feminista expresada por una creciente voluntad de emancipación y por la invasión de un espacio público de 6  Como se vio en el capítulo 2, el adulterio sirve a veces como acto de rebeldía y afirmación de una voluntad agencial que impele a la mujer a salir a la calle. Ver el estudio de Biruté Ciplijauskaité sobre La mujer insatisfecha.

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subjetividad femenina desde el que se insinúan ciertas transgresiones de las normas de género establecidas. La sortija se alza representativa de un siglo en que la mujer empieza a salirse “de su esfera”, por utilizar la expresión de Grassi (del hogar como espacio físico, pero también como lugar determinado de la sociedad) y a des-tutelarse con la ayuda de la calle, espacio de la libertad en que no necesita de patronos, no se adapta a las normas establecidas por la religión, la política y la moral y donde, bajo la forma de consumidora, adúltera, prostituta o feminista, se convierte en transgresora y problemática. Los textos bajo estudio en las siguientes páginas constituyen algunas de las numerosas plataformas culturales desde las que se cuestiona y se resiste el proyecto de domesticación y el ideal de mujer como ser relacional y subordinado al hombre y a una serie de espacios físicos, sociales y morales. Tristana, en la novela homónima de Pérez Galdós (1892), y Fe Neira, en Memorias de un solterón de Pardo Bazán (1896), se abren paso en su sociedad finisecular para convertirse en protagonistas centrales del espacio textual y para, desde su papel marginal en la cultura patriarcal, hacer de sus prácticas desviadas —en el sentido de desafiantes a la vieja mentalidad tradicional cimentada sobre una lógica cultural que las construye como mujeres virtuosas y las coloca en el hogar— el foco del debate social. Si bien ha quedado claro que no podemos hablar de un movimiento colectivo y social feminista propiamente dicho en la España decimonónica, estas heroínas continúan un itinerario que ya empezó a bosquejarse en el periodo ilustrado; un camino desde el que reaccionan contra el discurso de la diferenciación sexual para intentar cambiar la situación de la mujer en la España moderna, enarbolar un proyecto emancipador, sacudir el canon y el monopolio del poder patriarcal y convertirse en portavoces de lo que Gerda Lerner ha llamado una “conciencia feminista”, plenamente diferenciada del aspecto legal del sufragismo. La historiadora define tal conciencia en base a cinco puntos fundamentales: “1) the awareness of women that they belong to a subordinate group; 2) the recognition that their condition of subordination is not natural but societally determined; 3) the development of a sense of sisterhood; 4) the autonomous definition by women of their goals and strategies for changing their condition; and 5) the development of an alternate vision of the future” (274). Como se verá, las protagonistas de las siguientes páginas personifican cada uno de estos aspectos y lo harán principalmente por medio del cuestionamiento del binomio casa-calle sobre el que se

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sustenta el principio de dominio masculino y subordinación femenina. Al fin y al cabo, señala Nash que el proceso de redefinición de lo público y de lo privado “es clave en la trayectoria de emancipación femenina” (“Experiencia y aprendizaje” 171), una idea que Amorós captura a la perfección cuando habla del feminismo como “decisión acerca de los espacios” (“Mujer y participación política” 115). Reside aquí uno de los aspectos cruciales de la modernidad, que según Berman viene a transformar las relaciones entre individuo y espacio (ver en particular su capítulo 4 sobre San Petersburgo, 173-289). Tristana y Fe ilustran las palabras pronunciadas en 1897 por María Carbonell Sánchez, maestra de escuela valenciana, de que la mujer, sin necesidad de legislar, se puede erigir agente de cambio no tanto “por el voto” como por sus “actos” (20). Serán el acto de caminar y el de habla, actos fundacionales activados por el contacto con la calle, los que prenderán la conciencia feminista de las heroínas, la cual girará en torno a cuestiones como el derecho a la educación, el acceso al mundo laboral y la libertad sexual, pilares fundamentales sobre los que pivota la causa emancipadora a la que aluden todos los debates alrededor de la cuestión femenina (Cabrera Bosch 30; Nash “Experiencia y aprendizaje” 163; Munson 63). Alrededor de estos tres núcleos, la relación mujer-calle urbana encierra una serie de reclamos que trae ecos de la llamada primera ola feminista, la cual buscaba la igualdad con el hombre en términos de capacidad de actuación y derechos dentro del matrimonio, así como de propiedad y de educación, aunque a finales del xix pasará a concentrarse en la conquista de derechos políticos (Freedman 4).7 Asimismo, las desviaciones físicas y sexuales de Tristana en el norte de Madrid y en el estudio del pintor adelantan la premisa “the personal is political” y, con esta, uno de los ejes centrales de la llamada segunda ola feminista, iniciada a principios de 1960, la cual se aleja de cuestiones legales para centrarse en problemas que afectan a la vida privada de la mujer, como la sexualidad y el control del propio cuerpo, la familia o los derechos de reproducción. Al mismo tiempo, con la conquista del espacio de la calle por parte de la mujer, estos textos catalizan un feminismo histórico como movimiento social que oscila entre un feminismo de la igualdad, el cual, partiendo de los principios 7  Este movimiento emerge hacia 1850 en Inglaterra y Estados Unidos para periclitar a principios del siglo xx, cuando la consecución del derecho al sufragio puso fin a este movimiento. En España empieza a perder fuerza en 1931. Ver Sundman 19-26.

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ilustrados se plantea abolir la concepción del género como categoría normativa y, con esta, las diferencias artificiales por razón de sexo, y el reconocimiento de la diferencia, que reafirma la emancipación femenina a través de un discurso de la domesticidad desde el cual proponer una modelo moderno de mujer nueva. Anticipando las divagaciones de Nelken, tanto Tristana como Fe cifrarán en la libertad de movimientos físicos un avance simbólico hacia la liberación que impregna todos los rincones de la sociedad decimonónica. Por ello la calle, espacio posibilitador del movimiento donde la mujer puede salirse de los moldes sociales dominantes, simboliza una metaforización de la emancipación femenina en la modernidad, momento histórico que fomenta la emergencia de las “ocultas, semiocultas y difusas voces, experiencias y prácticas sociales femeninas que ejemplifican el avance de los feminismos” (Ramos, “Feminismo laicista” 26). A la luz de una definición general del feminismo como “movimiento reivindicador de un nuevo estatus personal, social y jurídico para la mujer” (Cabrera Bosch 30), no se puede subestimar la importancia de la calle, terreno esencialmente masculino en el que la mujer da el primer paso hacia la conquista de un destino propio que suponga la adquisición de los derechos reservados a los hombres. Esta idea queda reforzada por la afirmación de Fagoaga, quien, tomando como ejemplo un novedoso mitin en Barcelona en 1891 en el que se instaba a la mujer a manifestarse públicamente para reivindicar una conciencia social y feminista, colige que el siglo xix termina con el discurso feminista “en la calle” (80).8 De este modo, con su actividad caminera, tanto Fe como 8  Este discurso en la calle abrió la puerta a futuras manifestaciones callejeras que tanto en el ámbito literario (por ejemplo, en novelas como Aurora roja, La horda y la narrativa de la República y la Guerra Civil, donde la calle perfila la conciencia política y femenina de la mujer en momentos de alta crispación social) como en el histórico contribuyeron a perfilar el itinerario social de la mujer. Pensemos en acontecimientos como la primera protesta verdaderamente multitudinaria de mujeres de la historia española, en Barcelona, el 10 de julio de 1910; el Seminario para el Estudio Sociológico de la Mujer en 1960 para instruir a las mujeres a que salieran a la calle a demandar derechos, o el Movimiento Democrático de la Mujer de 1965, que movilizaría a las mujeres de los barrios bajos a pedir igualdad de oportunidades laborales y derechos en el uso de métodos anticonceptivos o la custodia compartida de los hijos (Sundman 38-39). Todos estos eventos culminarían en el 8 de marzo de 1989, que ha pasado a la historia como día de protesta y celebración en el que las mujeres se echaron a la calle para, desde la plaza de Jacinto de Benavente, en el centro de la capital, desfilar con soltura y gritar al unísono “feminismo p’alante” en protesta contra el machismo y como reclamo de igualdad

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Tristana se alzan precursoras de una causa emancipadora en un mundo anterior al feminismo y sientan las bases para futuras generaciones de mujeres, para esa “mujer de mañana” que “se educará, trabajará, ganará... y tendrá que salir al taller, a la fábrica, a la calle a ganarse el pan y a dirigir otro tipo de vida de familia más cómodo”, como diría la abogada, pedagoga y feminista Leonor Serrano en 1933 (5). En este sentido, la figura de la feminista que encuentra en la calle un espacio de representación y acción parece más que acertada para concluir un estudio sobre figuras marginales que se dejan ver y oír en la calle, especialmente a la luz de uno de los objetivos del feminismo que resalta Walter Oliver al respecto del ethos feminista de Pardo Bazán: el feminismo consiste en la búsqueda de un “human wholeness that inevitably requires a person to reject the so-called ‘normal’ definition of social and professional roles” (161). Es precisamente desde este rechazo y alejamiento de la norma que las heroínas bajo estudio articularán un pensamiento propio y diferente que las llevará a denunciar la situación de subordinación de las mujeres, así como a desvelar varias definiciones de feminismo, todas igualmente válidas para entender el largo y arduo camino andado por la mujer hacia la conquista de un destino propio. Fe Neira: un monstruo ridículo que quiso andar solo Como anuncia el título, Memorias de un solterón promete ser la crónica de un dandi soltero, amante de la lectura, de las mujeres y de la vida ociosa. Pero la presentación inicial de los hábitos masculinos sirve solo para sentar las bases de un feminismo de la igualdad y anunciar una ruptura de expectativas en una novela que estará protagonizada por una mujer alejada de la imagen del ideal femenino, cuya única vía de autorrealización eran la maternidad y el cuidado del hogar. La mujer es introducida en el texto por medio de atributos propios de una subjetividad periférica: Fe es una joven “extravagante”, “insensata” y

con los hombres en el uso espacial (la calle) y temporal (la noche). Pero esta conquista de la calle nunca podría haber sucedido sin los primeros pasos trazados por la mujer decimonónica, quien, con su caminar individual, problematizó la lógica cultural de la noción de espacio privado y público como constructos sociales y culturales altamente politizados y forjó nuevos espacios de actividad femenina en el dominio público.

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“calamidad doméstica imposible de clasificar” (Pardo Bazán 130). La imposibilidad de categorización encierra una ansiedad masculina ante la incapacidad de someter el cuerpo femenino a una norma desindividualizadora que aspira a eliminar toda disensión y a legitimar un sistema de control del comportamiento privado con el fin de preservar el orden. Pero la falta de clasificación también apunta al desconocimiento y des-empoderamiento del hombre que se ve invalidado para excluir y discriminar al anormal. Porque, si, como Foucault argumentó, saber es poder, el saber también posibilita la exclusión. Las ansiedades ante las rarezas del personaje están concentradas en su aspecto físico “extraordinario, ridículo y anormal”, primera carta de presentación de la mujer, que debe arreglarse para agradar al hombre. Lo físico, en íntima conexión con lo psicológico en el imaginario decimonónico, determina los hábitos morales e intelectuales del personaje, así como las prácticas espaciales. Vale la pena citar in extenso: Feíta no es linda, aunque tampoco repulsiva ni desagradable. Su cara, más que de doncella, de rapaz despabilado y travieso... nariz de atrevida forma, frente despejada, donde se arremolina el pelo diseñando cinco puntas que caracterizan mucho la fisonomía... Sus ojos son chicos, verdes, descarados, directos en el mirar, ojos que preguntan, que apremian, que escudriñan, ojos del entendimiento, en los cuales no se descubre ni el menor asomo de coquetería, reserva o ternura femenil... No me puedo acostumbrar a la manera de vestirse de esta chicuela indómita. Siempre anda metida en un talego o amarrada como un saco de garbanzos. Ella no se cuida de sí propia, ni creo que recuerde que hay espejos en el mundo. Su pelo vive en perpetua insurrección: es el mambís más rebelde que conozco. Lo lleva corto porque no se aviene a dejarlo crecer, ni a sujetarlo... cada mechón va por su lado. Los dedos son un mapamundi de manchas de tinta y de desolladuras y arañazos... (151)

La rebeldía del personaje se halla inscrita en su cuerpo por medio del atuendo. Si Isidora Rufete utilizaba el espejo para afirmar su subjetividad femenina como mujer de clase media, Fe ilustra las palabras de Jenijoy La Belle de que el cristal puede funcionar como “a trap and a tool for the imposition of social limitations” (151) para rechazar consciente y voluntariamente este instrumento, liberarse de toda atadura y desmantelar la estructura de las relaciones de género, así como las de clases, cuando afirme rotundamente que “quiere ser pueblo”, sin importarle bajar un peldaño en la escalera social (Pardo Bazán, Memorias

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251). Como espacio simbólico de la construcción de apariencias en el que el sujeto femenino se transforma físicamente para presentarse en sociedad, el espejo contribuiría a forjar el ideal femenino rousseauiano, todavía imperante en el siglo xix: la mujer, obnubilada por los artículos destinados al embellecimiento del cuerpo, desarrolla un fuerte instinto por vestirse y arreglarse, una actitud narcisista y típicamente femenina que reviste en un bien moral para la sociedad (Rousseau 367). Así mismo lo expresa Mauro, soltero de oro de Marineda, portavoz de este discurso tradicional: “A su sexo le sienta bien un poquillo de coquetería... la mujer fina y ataviada es una de las conquistas de la civilización” (Pardo Bazán, Memorias 203). Pero la atracción por lo visual en Fe está orientada a otros fines: sus ojos escudriñadores no desvelan coquetería alguna, sino prurito de ilustración. La mirada femenina no busca cultivar el exterior, sino el interior del personaje. De este modo, Fe Neira se aleja del ideal femenino —después de todo, como dijera Susan Sontag, “a woman who is not narcissistic is considered unfeminine” (34)—, un desarraigo que es complementado por el descuido del pelo, rizado y rebelde, y las manos, iconos femeninos por excelencia. Pareciera que el personaje tuviera que suprimir su feminidad con el fin de afirmar su individualidad, como ha afirmado Mary Giles (360). La mujer se niega a ser cosificada por la sociedad patriarcal y resuelve ser juzgada por lo que hace y no por lo que parece, rebelión que toma la forma de una negativa a mirarse en el espejo. El alejamiento del centro tradicional femenino obtiene como resultado inexorable el acercamiento al polo opuesto, desplazamiento transgresor que Fe lleva al extremo: el “talego” que viste y los “indicios de bozo”, esto es, un incipiente bigote, resultan en una apariencia masculina; no en vano bromeó Amorós con que, al incorporarse a la política, espacio privativamente masculino, a la mujer le salía barba (“Mujer y participación política” 115). Lou Charnon-Deutsch acierta plenamente al caracterizar a Fe como una “new woman”, esa figura que emerge en la literatura finisecular para expresar sus deseos de “not to be women anymore”, lo que equivale a “manipulate traditional exploitative roles in order to resist regression, embrace progress, separate from family tutelage, and go out in the world” (“New Women” 143). Uno de los principales rasgos definitorios de esta nueva mujer que anhela salir al mundo es su afán “to take over the streets” (Bock 180), encomienda para la cual Fe escoge a Mauro como modelo al que imitar en su resolución de ser hombre, lo cual tiene su punto de partida en la toma de lugares

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masculinos: físicos (la biblioteca y la calle en la que Mauro pasa sus días antes de conocer a Fe), narrativos (Fe desplaza a Mauro como protagonista del espacio textual) y simbólicos (la joven defiende su soltería y su ruptura con toda “cadena” familiar, reclamando su derecho a “andar libre” en cualquier situación “que ocupen los hombres”). Fe no puede experimentar el mundo exterior como mujer según las convenciones culturales de la feminidad de la época; siguiendo los pasos de Amantine Lucile Dupin, mejor conocida como George Sand, Fe adoptará hábitos y comportamientos masculinos que le permitirán posicionarse “solid on the pavement... fly from one end of Paris to the other” y, en definitiva, “go around the world” (en Gleber 173). Esta libertad para experimentar la ciudad bajo un disfraz masculino constituye una rebelión contra los códigos culturales, que, construidos por una sociedad patriarcal, “confine women physically and prevent their movement in the streets”, como dijera Adrienne Rich (132). Porque, ante todo, el ámbito del que Fe se apropia es la libertad de movimientos, campo privativamente masculino que para el hombre representa el progreso político —ya lo decía Pardo Bazán: “Hoy, él ha andado” y ella “no se ha movido” (“Sobre los derechos” 260)— y desde el cual siempre ha afirmado su supremacía —desde niños ya buscaban el movimiento, dirá Rousseau (423)—. La tradicional adscripción de la mujer a un espacio concreto y cerrado o, en palabras de Pardo Bazán, al “círculo de hierro de la inmovilidad” (“La educación” 152), es problematizada por Fe, quien desde su androginia rompe la dicotomía progreso-hombre/estatismo-mujer para invadir un campo que no le pertenece por su sexo, una transgresión que se halla inscrita no solo en su atuendo, sino también en las formas de su cuerpo “suelto, ágil, de formas escuetas” (Pardo Bazán, Memorias 151), lo que posibilita que Fe aparezca como un “torbellino” que se “precipita” en cualquier espacio, “arrollando” a quien se ponga por delante (177); que se vaya “por los cerros de Úbeda” (174); que se desvíe “de la vereda” (209) y recorra “peligrosas sendas” por las que está destinada a despeñarse (220). Las rarezas del personaje cobran forma espacial y así el narrador, abrazando una categorización del sexo normativa y culturalmente construida, observa que Fe ha hecho “cuanto cabe para salir de su esfera y del lugar que Dios la ha señalado” (164), palabras que apuntan a la gradual invasión de la calle por parte del sujeto femenino, que corre paralela con la creciente visibilidad y protagonismo del que se va apropiando en el relato.

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La errabundez de Fe queda reafimada con la continua referencia a su calzado, una constante en la narrativa decimonónica a la hora de describir al sujeto femenino desviado y desestabilizador, como venimos viendo: como complemento de su naturaleza “estrambótica”, “excéntrica”, “indómita” y “rebelde”, Fe “gasta calzado de hombre” (194), una vez más, siguiendo los pasos de George Sand, quien siente gran placer al enfundarse en botas masculinas por su capacidad funcional para caminar. La primera vez que visita el feudo de Mauro, este queda sobrecogido por las “botas grandes, duras, resquebrajadas” que se oponen a la coquetería y el arte de agradar que caracteriza a una mujer (178). A partir de este momento, será el “eco de pasos” y los “andares” en el pasillo (240) los que alertarán a Mauro y al lector de la presencia de Feíta en el espacio privado y el narrativo. El novelista francés Restif de la Bretonne identificó en 1788, en su The Nights of Paris, el calzado como el principal marcador de límites entre el género masculino y el femenino: la mujer debe calzar “charming high heels” (122) para resaltar su atractivo, pues una mujer con zapato plano no es solamente “far less attractive”, sino que también, adelantando el discurso decimonónico de Eliza Linton, su moralidad quedaría cuestionada hasta el punto que “the police should brand all mannish women as whores” (124), como se vio en el capítulo segundo. Más allá de razones estéticas, esta conclusión se inscribe en una lógica cultural que equipara una mujer con zapatos planos a una mujer andarina que quiere escapar de las restricciones de una feminidad culturalmente construida y que controla su vestimenta y sus movimientos. Esta amenaza desencadena una inmediata reacción defensiva en el hombre ante el riesgo de perder lo que Gleber resume como el monopolio de la mirada en la esfera pública, la cual concede al hombre su posición de superioridad, que vendría a ser desplazada por los movimientos libres y sin trabas de una mujer que ya no sería “the desired object of male voyeurism” (177). Así, la figura masculina no tiene más remedio que recurrir a un cliché tradicional de la mujer andarina como mujer de la calle, y, por tanto, prostituta, como forma de justificar su presencia callejera. Por medio de la referencia a la policía, Bretonne criminaliza a la mujer de la calle y convierte la cuestión de mujer/espacio público en un debate social y legal, pues la presencia de una mujer andarina en la calle da cuenta de un avance simbólico de enormes resonancias en la sociedad,

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en tanto se produciría un desajuste en la distribución social del poder.9 Espacio de la mujer nueva por la que esta resuelve salir al mundo, por recuperar las palabras de Charnon-Deutsch, la calle enmarca y acompaña en todo momento el discurso feminista de Fe en torno a su acceso a la educación y al mundo laboral, dos pilares fundamentales desde los que el sujeto femenino proclama su ansiada emancipación y desde los que se propone actualizar el estatus (des)empoderado de subjetividad femenina en la esfera pública. Tras ser introducida en la narración, la necesidad de instruirse de Fe se convierte en el centro del debate masculino: Fe... paga tributo a otra manía, insólita y funesta en la mujer: su malhadada afición a leer toda clase de libros, a aprender cosas raras, a estudiar a troche y moche, convirtiéndose en marisabidilla, lo más odioso y antipático del mundo... Feíta tiene un talento macho... Como si fuera un hombre, ha leído todos los libros más perniciosos... y por efecto de sus disparatadas lecturas y de sus atrevidos estudios, piensa, habla y quiere proceder como procedería una mujer emancipada. (Pardo Bazán, Memorias 152, 164)

Esta escena sobre la emancipación femenina por vía de la actividad intelectual —dominio masculino según la convencional asociación de los libros con la masculinidad que encontramos en numerosas producciones culturales dieciochescas (Haidt, Women 59)— se encuentra enmarcada por la queja del padre ante las continuadas salidas de la joven

9 

“I saw a woman yesterday in large flat shoes: I would have beaten her if I had been able to beat a woman” (90). Bretonne exhibe un comportamiento profundamente machista que se sirve de la agresión física para prohibir el acceso de la mujer a un espacio público, esto es, la calle. Sin duda, la expresión de tal violencia deriva del miedo ante un pie femenino que, calzado con zapatos planos, puede caminar y moverse con plena libertad, frente al uso del tacón que, igual que el corsé, limitaría y contendría el movimiento femenino. En efecto, el calzado masculino permitirá a Fe transgredir las fronteras de género, “a monstrous challenge to male authority” (Bieder, “En-gendering” 480), así como las espaciales: “Rota la valla, no se contenía. Mañana y tarde se la veía recorrer las calles, de verso suelto, ufana, intrépida, desgreñada” (Pardo Bazán, Memorias 191). La incomodidad masculina toma la forma de un exceso, en este caso, caminero. Fe, como las consumistas del capítulo 2, desborda los límites impuestos sobre ella y, ignorando “los límites de lo justo y lo natural”, se lanza a “la senda de que ella se cree dueña” (72), como leería el artículo “La literata” de Saco, publicado en 1871 en Las españolas pintadas por los españoles, esto es, la calle como canal conducente al mundo ilustrado y laboral.

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a la calle (Pardo Bazán, Memorias 165). La (re)solución, propuesta por Mauro, pasará por el encierro y la rotunda prohibición de que salga a la calle (165), una táctica disciplinaria por la que el narrador se propone “curar” a la “salvaje sabia”, o, lo que es lo mismo, “reintegrarla en el puesto que la naturaleza señaló a la mitad del género humano” (152) y “meterla en vereda” (209). Mientras Fe está determinada a abolir las diferencias artificiales en razón de sexo por medio de la apropiación de espacios físicos y simbólicos, Mauro insiste en concebir el género como categoría normativa que determina la percepción social de mujeres y hombres para justificar la existencia de esferas separadas, que vendrían a reforzar la exclusión femenina. Recordemos que era en la calle, durante un paseo con Miquis, que se despierta en Isidora Rufete una conciencia de resonancias feministas que la lleva a reconocer su ignorancia —“¡Cuánto daría por saber qué era aquello del cosmos!”; “Yo me pongo a pensar qué será esto de morirse...”; “¿Qué son mamíferos?” (Pérez Galdós, La desheredada 122)— y desear instruirse. La actitud de Isidora y de Fe, repetida en un sinfín de personajes femeninos de la época, sirve como acicate para bosquejar uno de los temas más candentes de la España de finales de siglo: la instrucción de la mujer. Son muchos los críticos que sitúan el llamado debate feminista en el último tercio del xix, reducido esencialmente a la cuestión de la educación como componente esencial del progreso social.10 Pero, ya desde la segunda mitad del xviii, las doctrinas racionalistas de la Ilustración venían poniendo el foco sobre el papel social de la mujer en el marco de una sociedad preocupada por fomentar la prosperidad de la nación desde la perspectiva de la educación, siguiendo el modelo de países como Francia e Inglaterra. Fueron muchos los pensadores ilustrados (Feijóo, Cadalso, López de Ayala, Amar y Borbón, Campomanes o Jovellanos, cuyos escritos unificaban felicidad e instrucción) que valoraban la futura potencialidad de la educación de la mujer, convencidos de que “educated women could contribute to the nation’s reform” (Smith 39). Ahora bien, estas premisas igualitarias solo eran articuladas teóricamente, pues el carácter utilitarista de la Ilustración promovía el progreso social a través de la mejora del núcleo familiar (en Cabrera Bosch 35). El mismo Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, apuntó que el hogar es la esfera femenina por excelencia, 10  Ver Cabrera Bosch y el volumen editado por Jagoe, Blanco y Enríquez de Salamanca.

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debiendo dedicarse la mujer al “interior gobierno de las familias” (en Negrín Fajardo 144). Josefa Amar y Borbón, férrea defensora de un feminismo de la igualdad en lo que se refiere a la capacidad intelectual y al desempeño de cualquier función política o social, planteó la educación femenina como medio de sacar adelante el buen funcionamiento del hogar: es mejor “que las mujeres cultiven su entendimiento sin perjuicio de sus obligaciones... porque el estudio y la lectura hacen agradable el retiro de la casa” (72-73). Rousseau, autor liberal y predicador de la igualdad primigenia entre los individuos, ligaba la mujer al mundo interior del hogar para proponer un modelo educacional según el cual la educación de las mujeres debía estar siempre orientada a “agradar al hombre” (21).11 El siglo xix heredó del xviii muchos de los avances espaciales en materia de educación femenina bajo la forma de nuevos ámbitos instructivos y numerosos cauces de expresión —prensa, asociaciones, congresos, literatura, movimientos de opinión— que darían visibilidad pública a la mujer. El debate quedó oficializado a partir de 1870 al recibir las aportaciones de la escuela krausista y de la Institución Libre de Enseñanza, que reducirían el tema del feminismo a un debate sobre la instrucción como componente esencial del progreso social. Aunque ambas escuelas supusieron ciertos avances a favor de la conquista de

11  Siglo de la razón, pero también de la contradicción, lo cierto es que en la Ilustración se produjo una renegociación de la vida pública y privada desde una perspectiva de género. Prueba de ello es la expresión espacial que tomó la cuestión de la emancipación femenina en torno a binomios como centro-periferia, adentro-afuera o naturaleza-cultura, lo que se tradujo en un progresivo abandono del hogar por parte de la mujer que empieza a ganar visibilidad en el espacio público. La lenta pero segura inserción de la mujer en las Academias y Sociedades Económicas de Amigos del País, instrumento del reformismo borbónico para difundir las nuevas ideas y los conocimientos científicos de la Ilustración, ya evidencia “un caminar hacia adelante” en materia de educación femenina fuera del hogar (Ortega López, “Defensa mujeres” 22). Ver los estudios de Arias de Saavedra (230-232) y de Calderón España al respecto de la participación femenina en estas sociedades. Junto a ellas, las llamadas “escuelas patrióticas” surgieron en los barrios periféricos de las ciudades según una pragmática aprobada por Carlos III en 1783 para profesionalizar a las niñas de las clases bajas. Aunque se pretendía que las mujeres adquiriesen ciertos conocimientos prácticos que “adornasen las virtudes propias del sexo”, sin llegar a convertirse en “odiosas bachilleras” (en Ortega López, “Ilustración” 388), la realidad es que estos nuevos espacios de instrucción abrieron nuevas vías para que “poco a poco las mujeres fueran haciéndose más visibles en las calles” (372).

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los derechos de la mujer a la educación y a la enseñanza,12 el debate continuaba siendo más teórico que práctico y seguía sin existir una “educación igualitaria” (Di Febo 53-54). Jovellanos, de espíritu reformador, personifica la voluntad de transformación que alumbraba a los políticos del siglo xix al afirmar en 1809 la importancia de la educación de las niñas para “formar buenas y recogidas madres de familia” (Obras 274). Incluso dentro de los círculos más reformistas se reducía la educación femenina a utilitarismos sociales o familiares: la mujer debe ser instruida para ayudar al hombre a educar a sus hijos y así “alcanzar la mejora social a través de la mejora del núcleo familiar” (en Cabrera Bosch 35). Las palabras de Concepción Gimeno de Flaquer son paradigmáticas: defensora activa de los derechos de la mujer, no dudó en afirmar que “la mujer puede tener un libro en la mano sin separarse de la cuna de su hijo” (“Mujer estudiosa” 359).13 12 

Estos avances se materializaron en la fundación de la Escuela de Institutrices, que en 1869 vino a sustituir a la Escuela Normal de Maestras creada en 1783 para dar respuesta a la enorme demanda de personal que supuso la creación de escuelas para niñas en el territorio nacional, y donde hombres de la escuela krausista impartieron clases a las mujeres de Psicología, Historia Natural o Física, frente a la enseñanza de las labores tradicionales que ofrecía la Escuela Normal. Ver el ensayo de Colmenar Orzaes al respecto. La Institución Libre de Enseñanza, por el contrario, apoyó una nueva política educativa que resultó en la celebración en Madrid de dos congresos pedagógicos: el Congreso Nacional Pedagógico en 1882, sin mucha trascendencia, y el Congreso Pedagógico Hispano-portugués-americano en 1892, en el que participaron figuras como Pardo Bazán y Arenal. Ver Capel Martínez (“Apertura del horizonte”) y Batanaz Palomares para una revisión de los congresos pedagógicos del xix. 13  Los estudios alrededor de la educación femenina decimonónica son abundantes. De especial interés para el presente trabajo han sido aquellos que se acercan al tema a partir de teorías feministas contemporáneas. Es el caso del trabajo de Ballarín Domingo (“Escuela de niñas”) y el volumen editado por Jagoe, Blanco y Enríquez de Salamanca, que ofrece un recorrido por el panorama escolar en España durante el siglo xix, prestando especial atención a la pobreza de las infraestructuras y a la reglamentación pedagógica, que, por un lado, margina y, por otro, impulsa la educación femenina a la luz de una serie de factores ideológicos (105-134). Ver su selecto listado bibliográfico de fuentes primarias y secundarias en torno a la escolarización femenina en la España decimonónica (134-145). El trabajo de Bernal Martínez y Delgado Martínez explora la discriminación de las mujeres en la formación científica, sobre la que se asentó el proceso de modernización pedagógica a finales del xix y principios del xx. Son numerosos los trabajos que documentan cómo la educación femenina se orillaba al ámbito doméstico. Ver Flecha, Segalen y Scanlon (“Mujer y la instrucción pública”). Di Febo ofrece importantes aportaciones en lo que respecta a la escuela krausista y a la Institución Libre de Enseñanza, mientras que Grana Gil lleva a cabo una revisión de la situación

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Este discurso que identifica el terreno doméstico como espacio femenino de instrucción está bien representado por el padre de Fe, quien, del mismo modo que Miquis en La desheredada, defiende que “coser, bordar, rezar y barrer es lo que le basta a una señorita” (Pardo Bazán, Memorias 155). No es de extrañar que la educación que ha recibido Fe haya sido “confusa, precipitada, incoherente”, como suele ser la de las personas de su sexo (154). Pero es por ello que la ocupación de un espacio físico (la calle) y simbólico (la educación) debe leerse como una reacción al sistema patriarcal. En efecto, la conexión entre las andaduras del personaje y el mundo de la instrucción se halla presente a lo largo de la narración: andar y aprender son actividades agenciales, inseparables a nivel textual, formas de empoderamiento y conocimiento del mundo, y, tanto en su sentido literal (“¡Saber los pasos en que anda!... Viene a consultar la biblioteca de la difunta duquesa” 186) como a nivel figurado (“Feíta ha recorrido toda la escala bibliográfica” 154), definen la subjetividad marginal del personaje. Así mismo lo declara Fe, quien reconoce que libros y botas le permitirán satisfacer “el afán de estudiar, de saber”, así como “recorrer y curiosear la ciudad, cruzando impávida los callejones más vitandos, saliendo al campo, visitando los alrededores, escudriñando los monumentos” (191).14 Conviene recordar que Fe sigue los pasos de otra mujer ya fallecida, la duquesa de la Piedad, quien, aparte de haber sido una lectora voraz y haber reunido la biblioteca a la que Fe ansía acceder en casa de Mauro, salía diariamente sola a callejear (183). Tanto la duquesa como Fe son “mujeres innovadoras”, como el mismo narrador las define (220), que, contra todo pronóstico y en lo que constituye una clara referencia al desarrollo del feminismo como movimiento social en otros países europeos, intentan traer las costumbres extranjeras a una sociedad atrasada en lo que se refiere a derechos sociales, económicos y políticos de la mujer. De hecho, Fe camina por las calles de Marineda como si fuera “alguna forastera” (191). Con su andadura física y simbólica, la duquesa abrió camino para Fe, del mismo modo que ella lo hará

de la historia de la educación de las mujeres en España como disciplina relativamente joven. Ofrece igualmente una completa bibliografía actualizada. 14  He desarrollado en otro lugar la asociación botas-libros desde el punto de vista del paseo como forma de instrucción para la heroína decimonónica, que utiliza la calle como mundo ilustrado per se, pero también como canal que la guía al mundo ilustrado, literalmente hablando. Ver Muñoz-Muriana, “Pies, ¿para qué os quiero?”.

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para las mujeres del futuro, a las que quiere dar ejemplo tomando un timón que las conducirá por un arduo camino de “piedras y abrojos que ensangrentarán los pies” (260), pero desde el que asegurar una apertura de los horizontes de actuación femenina y la legitimización de nuevas opciones fuera del hogar. En definitiva, la modernidad vino a transformar las relaciones espaciales entre individuos,15 y Fe es plenamente consciente de este avance histórico en la sociedad española cuando reconoce sus limitaciones en el acceso al mundo de la cultura y desea superarlas, un deseo que solo en los tiempos modernos puede ser expresado y reconocido: “Hoy me arremango y voy si quiero... hoy ya estudio yo sola. ¡O más si se me antoja, hombre!” (155). El uso reiterado de hoy revela que el personaje se autorreconoce como producto moderno para quien la modernidad es una actitud (Foucault, “¿Qué es la Ilustración?” 11). En su preocupación por la actualidad y en su relación práctica con el presente, parte constitutiva de lo que supone el abandono de la minoría de edad, Fe muestra una actitud moderna que encarna el espíritu más auténtico de la Ilustración. El caso de Amparo la cigarrera, otra heroína pardobaziana, es paradigmático de esta transformación en las relaciones espacio-individuo. Considerado un mundo masculino controlado por hombres (Wolff 142), el espacio físico de la fábrica se estructura desde un sistema relacional de dominación en el que las mujeres son discriminadas y subordinadas a “un poder misterioso... que exigía obediencia ciega, que a todas partes alcanzaba y dominaba a todos” (Pardo Bazán, Tribuna 91). Pero, si el poder tiene la facultad de represión, también tiene la de crear subjetividades fructíferas, como Foucault ha dejado suficientemente claro. Así, primero a través de la lectura de periódicos y luego de la oración pública, Amparo construye una subjetividad política, se erige como tribuna del pueblo y usurpa un espacio masculino, el del 15  Ver Wilson (“Invisible Flâneur”), Wolff, Pollock y Munson para un análisis de los espacios desde los que la ciudad moderna posibilita una mayor libertad para la mujer. Nos recuerda Munson que a finales del siglo xix el debate en torno a la cuestión femenina giraba alrededor de los derechos sociales y económicos de la mujer, así como del acceso a la educación y al trabajo. Pero este debate derivó hacia aspectos culturales a principios del xx y pasó a centrarse en las costumbres de las mujeres, esto es, su estilo de vida, hábitos y el uso de ciertos espacios, entre ellos la calle (63). Una vez más, vemos que Fe actúa como visionaria de su tiempo al adelantar este debate en torno al uso femenino del espacio y legitimar la presencia femenina en la calle como fenómeno necesario en una nación que ambicionaba modernizarse y europeizarse.

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reconocimiento público. En el contexto del ideario político del siglo xix, apunta Isabel Morales Sánchez que “el hombre como animal político recurre al discurso retórico para interpretarse a sí mismo y en relación a la sociedad” —Amparo utiliza los momentos como oradora en la fábrica para seguir el flujo y reflujo de la controversia política, posicionarse socialmente y desarrollar su propia conciencia política y de clase—, “para establecer vínculos con los otros” —de los cuales nace una fuerte conciencia femenina derivada de la vinculación afectiva con las cigarreras— “y participar del engranaje social” —como ilustra una de las últimas escenas, cuando las cigarreras, lideradas por Amparo, se atrincheren en la fábrica y desafíen al poder estatal (“Ideario político” 166-167)—. De esta forma, desde la incorporación de la mujer al mundo laboral, la modernidad altera las relaciones espaciales y contribuye a que la discriminación sufrida en el espacio de la fábrica sirva “to promote both their awareness of women’s rights and their association in order to defend these rights”, una condición esencial para la emancipación de cualquier grupo social (Capel, “Tobacco Factories” 132). Amparo personifica la creciente libertad que los intersticios de la ciudad moderna abren para la mujer, una libertad que gira en torno al acceso a la educación y al trabajo. Porque, si la cigarrera encuentra en el interior de la fábrica su fuente de instrucción mediante la lectura y el lenguaje, al mismo tiempo instruirá a las masas fabriles entre las que ella se reconoce, haciendo pleno uso del derecho a educar al que se aferraba Fe como ciudadana de un Estado liberal decimonónico. En efecto, en la divisa de la modernidad, el derecho a aprender va inexorablemente unido al derecho a instruir.16 Así, en su alegato de igualdad y “fundándose en el supuesto de que las mujeres deben ganarse la vida lo mismo que los hombres”, Fe decidirá dar lecciones a domicilio (Pardo Bazán, Memorias 164-165). Es a partir del siglo xviii cuando, a la luz de un incipiente proceso de industrialización cimentado sobre un orden social y moral de fin utilitarista, se amplía la base

16  Ya en el Informe Quintana de 1813 se le concede un lugar central al derecho de aquellos, maestros o discípulos, que quieran acogerse a una enseñanza privada: “Es necesario dejar libertad a los que quieran enseñar o aprender en escuelas particulares. Nada más contrario a los derechos del hombre... que ese empeño en entrometerse el Gobierno en señalar el camino que han de seguir los que quieran dedicarse a enseñar por su cuenta” (citado en Prieto 132). Pardo Bazán no duda en aceptar esta idea y permite que su heroína escoja su propio camino hacia la igualdad de derechos.

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social de trabajadores y se concede un relativo grado de emancipación a la mujer (Ortega López, “Defensa mujeres” 24; Cabrera Bosch 31). Pero, en esta integración a la vida laboral, la mujer que trabajaba fuera de casa no solo veía reducido el precio de su fuerza de trabajo y recibía menos salario que el hombre (Nielfa 123), sino que también las tareas extramuros consistían esencialmente en una prolongación del trabajo doméstico: criadas, lavanderas, modistas, costureras, aquellas dedicadas a la venta ambulante o recogedoras de agua. Pero Fe se alejará de estas ocupaciones y buscará el reconocimiento en el espacio público a partir del acceso a la maestría, un sector profesional cualificado que, según Ballarín, servía como referente de cambio social para el colectivo de mujeres desde el periodo entre siglos (“Maestras” 84) y requería un periodo de formación específica, un cierto nivel de escolarización y la posesión de un monopolio sobre el ejercicio del propio trabajo. De hecho, en el proceso de preparación de sus clases, Fe lee libros de “historia y medicina” (Pardo Bazán, Memorias 201), áreas esencialmente masculinas a las que las mujeres tuvieron muchas dificultades para acceder y que generaron mucha polémica en la Europa del siglo xix, tal y como Bonner ha explicado.17

17 

Existen abundantes investigaciones sobre el tema de la integración de la mujer al mundo laboral en la España moderna, la mayoría desde una perspectiva históricosociológica. Ver el volumen editado por Borderías, Carrasco y Alemany, en particular las contribuciones de Hartman (253-294) y de Beechey (425-450) sobre la división y distribución de los salarios en base a una ideología de género. Capel Martínez, historiadora rigurosamente comprometida con el papel activo de la mujer en la sociedad, ha explorado en Mujer y trabajo la evolución y progresiva incorporación de la mujer al mercado de trabajo como proceso social, especialmente a lo largo del siglo xx. Los artículos de Pérez-Fuentes y el de Nielfa proporcionan un valioso contexto histórico para entender el origen de las desigualdades laborales a partir de una concepción decimonónica del trabajo, remunerado y fuera del hogar, que alimentó un sistema relacional de exclusión. Aunque el principal interés de Nash es el siglo xx, algunas de sus publicaciones miran inexorablemente al xix como punto de partida del largo y complejo recorrido para la puesta en marcha de prácticas laborales igualitarias efectivas. Ver su ya clásico Mujer, familia y trabajo, “Identidad cultural de género” y “Las mujeres en el último siglo”. Para el xix, ver también Scott, quien explora la mujer trabajadora como figura activa anterior al advenimiento del capitalismo industrial que en dicho siglo cobra una atención y una visibilidad sin precedentes gracias a la ruptura del binomio hogar-trabajo. En el caso español, el trabajo de Soto Carmona indaga en las causas para la discriminación en la contratación y empleo de las mujeres, mientras que los López Ayala identifican una serie de factores urbanísticos, económicos y sociales que sacan

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Además, para afirmar su valía en la esfera del ejercicio de las relaciones de poder, Fe elige una profesión de naturaleza ambulante que no puede disociarse de la calle, con la que el contacto es imprescindible para llevar a cabo la labor profesional. Fe personificaría así la connotación dual del término desviación: un alejamiento de las normas y prácticas socialmente establecidas y una transgresión espacial, pues, para llegar al barrio del Ensanche, donde enseña una de las lecciones, el personaje tiene que entregarse a una “buena caminata” y llegar a la periferia sur de Marineda, allá “donde Cristo dio las tres voces” (181). La periferia geográfica se conjuga con la subjetividad marginal y errante del personaje para proponer, desde esta marginalidad, un nuevo modelo femenino que camina, estudia y trabaja. Fe es claramente una “girl of the period”, por utilizar la expresión acuñada por la británica Eliza Linton en 1862 con la que se refirió a la precursora de la “new woman”, esa “deviant, young woman who through her questioning of the womanly ideal, demanding easier access to higher education and meaningful employment, was obviously seen as a threat to the established order” (en Fehlbaum 152). La larga caminata de Fe a la periferia sur es llevada al extremo cuando la joven decide desplazarse a Madrid para seguir impartiendo clases a domicilio. Como la heroína de Casa de muñecas de Ibsen, quien no encaja en el espacio doméstico, Fe desea abandonar el hogar y las restricciones que aquel le impone y se dispone a “levantar el vuelo”, como también proclamará Tristana, esto es, a correr mundo (Pardo Bazán, Memorias 278). La emigración a Madrid sirve al personaje para canalizar sus ansias de libertad: como teorizó Simmel, en la ciudad el individuo tendrá un amplio margen de libertad, tanto física (al ganar libertad de movimientos) como intelectual (con su cosmopolitismo, la ciudad ofrece oportunidades de acción y liberación de los prejuicios y limitaciones impuestos por un ambiente provinciano, abriendo así cauces para la potencialidad humana). La ciudad se convertiría en el “locale of freedom” (“Metropolis” 419) donde la soledad y la anomia serían el precio a pagar por esta libertad, una idea adelantada por Fe, quien desea “¡salir, andar sola... no depender de nadie!... volver a la hora que le acomode, disponer de lo que gane...”. (Pardo Bazán, Memorias 165, 178), actitud compartida por otras heroínas pardobazianas, a la mujer del hogar y convierten el trabajo femenino en un ámbito de discriminación constante, pero decisivo en la consolidación del proceso de industrialización.

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como Amparo la cigarrera. Si bien la práctica no era común en la España de la época, Fe se equipara a ese colectivo de mujeres de “daily teachers, art-students, assistants of every kind, and the many other instances of unprotected womanhood abounding” que salían solas por las calles de Londres en la década de 1860 y a las que la conservadora Linton instruye sobre cómo comportarse para no ser confundidas con mujeres de moral sospechosa (132). Fe posee el coraje para salir sola sin importarle el riesgo de convertirse en objeto de enjuiciamiento público o, como ha dicho Gleber, de ser transformada en un objeto de mirada y de deseo sexual (176). Para Fe, este riesgo es engullido por su determinación a experimentar la ciudad sola, sin ataduras, y participar de este modo de la experiencia de la modernidad por medio de sus espacios. El deseo de la mujer de salir sola a la calle está encaminado a alterar los códigos que rigen las dinámicas de poder que articulan la modernidad a través de la transformación de la relación individuo-territorio, mediante la cual la calle, que “has never belonged to women” (175), es ahora también propiedad de la mujer. La misma idea de libertad está contenida en el acto de caminar. Igual que Isidora Rufete, quien rechazaba la protección masculina en la calle para ejercer su voluntad y des-tutelarse de la autoridad, o la mendiga Benina, quien salía a caminar por la noche, salir sola permitirá a Fe saltarse las normas y desviarse: “Ahora salgo temprano, sin acompañamiento; cruzo las calles, dejo atrás la ciudad, me meto por los sembrados, los huertos, los caminitos vecinales” (Pardo Bazán, Memorias 198). Esta actualización de la trayectoria espacial evidencia un incipiente feminismo como una consciente y voluntaria desobediencia a las normas impuestas en una cultura patriarcal que Fe des-centra simbólicamente al apropiarse con sus movimientos físicos de un espacio y de un tiempo que anuncian el futuro eslogan feminista “La calle y la noche también son nuestras”.18 La desviación derivada de 18 

Eslogan que dio nombre a la campaña de sensibilización por la recuperación de los espacios públicos en los que se cuestiona la presencia femenina, como bares y locales de ocio nocturno, en los que la mujer tiene que soportar comportamientos machistas. La campaña fue impulsada por la Junta Municipal del Distrito Centro de Madrid el 25 de noviembre de 1999, Día Internacional contra la Violencia de Género, y tomó prestada la frase de la marcha del 8 de marzo que diez años antes había tenido lugar en Madrid con motivo del Día Internacional de la Mujer, una manifestación de protesta contra el dominio masculino, de avance y modernización, convertida en símbolo feminista. La campaña pretendía trascender las agresiones físicas y sexuales para condenar

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las caminatas solitarias es para el personaje sinónimo de “proclamar los derechos de la mujer” (198) —no en vano, Giles afirma que el gran triunfo de Fe como mujer liberada es “her hard-won victory to walk alone the streets of Marineda” (360)—, pues es la calle el canal que le permite “curarse de la ignorancia” y “enseñar a los que no saben” (Pardo Bazán, Memorias 199), lo que le permite comprar un mendrugo de pan con dinero ganado de su “emancipación total y absoluta” (200), símbolo de la autonomía real de la mujer con independencia económica en una sociedad en la que solo los hijos varones podían heredar (Nash, “Mujeres último siglo” 34). Si bien Bieder ha apuntado que “outside the home female communities rarely exist in Pardo Bazán’s fiction” (“En-gendering” 488), la acción individual de Fe se revela necesaria para abrir camino a futuros movimientos sociales: como el mismo Mauro observa, “la sociedad actual no la reconocerá a usted esos derechos que usted cree tener... Sólo la acción individual conduce a resultados prácticos” (Pardo Bazán, Memorias 261, 279). El grito repetido por parte de la tribuna de “orden y unión, compañeras” durante el motín de las cigarreras (Pardo Bazán, Tribuna 243) apunta a este potencial de los itinerarios individuales femeninos, que parten de una experiencia personal para allanar y pavimentar una experiencia colectiva desde la que contestar abiertamente a los términos relacionales establecidos. Y esta experiencia no se puede desligar de la calle como territorio donde nace el germen de toda identidad feminista: un espacio “filled by dynamic and creative interaction between individuals in order to organize and make sense of their collective behaviour...” que posibilita “the formation of a more or less stable ‘we’” (Sundman 8). La experiencia individual de Tristana constituye otro caminar individual desde el que construir los pilares de la educación y del empleo, imprescindibles para la vida libre y honrada que el personaje persigue. Pero, en su caso, la calle, punto de partida para estos anhelos emancipadores, abre otro canal, el de la libertad sexual, desde el que la mujer convierte lo personal en político.

cualquier tipo de subordinación de la mujer, como, por ejemplo, la que suponía negarle la igualdad en el uso del espacio (la calle) y del tiempo (la noche).

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Tristana: la claudicaciÓn física y moral de una feminista andarina Tristana constituye sin duda otra “girl of the period” que busca instruirse y trabajar, o, en sus propias palabras, que repetirá hasta la saciedad, “vivir una vida libre y honrada”. Igual que Fe, es un personaje prácticamente invisible al principio del relato. La marginalidad que la define y que la coloca fuera del espacio textual tiene múltiples manifestaciones: social, pues la relación ambivalente con Lope, para quien “no era hija, ni sobrina, ni esposa, ni nada” (Pérez Galdós, Tristana 123), pervertirá su posición en la sociedad y la sumirá en la ignominia social; psicológica, pues sus primeras apariciones se corresponden con una etapa de inocencia en la que el personaje no habla, no se pronuncia y no parece tener personalidad alguna, lo que será complementado con los traumas psicológicos provocados por el incesto y la mutilación; económica, acorde a una mujer cuya familia no posee rentas ni capital económico, y física, pues, a pesar de ser introducido en el texto como objeto inmóvil e inerte, sabemos que su subjetividad está regida por una naturaleza itinerante heredada de su madre. Como Fe, no es hasta bien entrada la narración que la joven entra en el orden de lo simbólico y se establece como sujeto pensante adoptando el lenguaje para expresar sus aspiraciones de mujer sublevada contra una sociedad que la condena a ser dependiente. Ya su primera intervención lingüística sirve para hacer política desde lo personal, enunciado que resume el ideario de los nuevos feminismos de la segunda mitad del siglo xix, especialmente a la luz de la palabra como herramienta política por excelencia y de la estrecha relación entre política y logos, que convierte a aquella en un ejercicio del lenguaje (Vernant 38-53). Su temprano alegato feminista tiene la forma de un diálogo con la criada Saturna en el que, según Pardo Bazán, reside el verdadero proceso libertador y redentor de la novela (“Tristana” 181). El discurso toca todos los puntos del ideario feminista: la necesidad de recibir una educación que le permita desligarse del poder de Lope —“Lo malo es que no sé escribir... Yo podría estudiar lenguas... si me pusiera, lo aprendería pronto”, (Pérez Galdós, Tristana 141)—; el afán de integración en el mundo laboral para abrirse un camino honroso de ganarse la vida —“Es difícil eso de ser libre y honrada. Si nos hicieran médicas, abogadas, boticarias o escribanas, vamos, podríamos... ¿y no puede una ser pintora y ganarse el pan pintando cuadros bonitos? ¿y

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no podría una mujer meterse a escritora y hacer comedias?... Hasta para eso del Gobierno y la política había de servir yo. Sé pronunciar discursos...” (139-140)—, y el derecho de la mujer, igual que el de los hombres, a disfrutar del amor libre —“Eso de encadenarse a otra persona por toda la vida es invención del diablo... no quisiera casarme nunca, me gustaría vivir siempre libre” (138)—. Retomando la analogía decerteauiana entre el acto de habla y el de caminar, no parece exagerado afirmar que Tristana hace su aparición en el texto por medio de la desviación: lingüística, en tanto su discurso de fuerte contenido feminista la aleja de las normas y prácticas establecidas para la mujer de fin de siglo, y espacial, pues Tristana toma conciencia de su posible porvenir como “espacios futuros” (124), expresando su deseo en términos espaciales. En efecto, la conclusión a la que tanto pupila como criada llegan en su conversación es que el encierro y el vivir “sin movimiento, atadas con mil ligaduras” (141) es causa del retroceso social de la mujer, como lee el enunciado pardobaziano que abre este capítulo. Tiene sentido, por tanto, que la enunciación emancipadora se relacione con un deseo de libertad e independencia representada por “el tumulto de Madrid”, la “polvareda de luces” (141) y las escapadas a la calle con Saturna (146), que le permitirán cruzar límites, físicos y simbólicos, abrir nuevos espacios de subjetividad femenina y actualizar una serie de normas restrictivas. Igual que Amparo la tribuna, quien desde niña ya lanzaba “codiciosas ojeadas a la calle” (Pardo Bazán, Tribuna 65), Tristana se siente atraída por lo que este espacio abierto y sin límites significa incluso antes de experimentarlo: “No valgo para encerronas. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de por qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo quiero vivir y ser libre...” (Pérez Galdós, Tristana 139). Caminar, aprender y vivir son una y la misma cosa, y la calle constituye el punto de partida de las tres. Será a partir de este momento cuando Tristana entre en todo un sistema de prohibiciones y restricciones impuestas por Lope en términos espaciales con el objetivo de canalizar la energía desbordada del personaje y frenar sus ansias de movilidad. Pero, como ha quedado sobradamente demostrado, si el objeto cultural tiene el potencial de prender un proceso de sujeción, también lo tiene de alzarse como medio de resistencia: la esclava se escabullirá “casi todas las tardes” (146), pero, a diferencia de Isidora, las salidas de Tristana, como las de Fe, la conducen al extrarradio madrileño, hacia Cuatro Caminos, al Partidor, al Canalillo y al Hipódromo. Estos

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destinos comparten la ubicación en los márgenes de la ciudad, en la parte norte, más allá del barrio de Chamberí donde vive con Lope, y son el resultado de los proyectos urbanísticos de finales de siglo para hacer de Madrid una ciudad moderna a partir de un “centrifugal movement” que impulsaría “the building of modern expansions” en las afueras (Baker, “Introduction” 76), abriendo así nuevos espacios y llevando vida a tierras vacías. Como he dicho en otro lugar, “it seems like the appropriate setting in which to put new subjects in circulation such as Tristana, who comes to demolish old discourses and expand the social role of women by questioning the image of the traditional domestic female” (Muñoz-Muriana, “¡Pobre pierna!” 487).19 Llama la atención en este itinerario geográfico la mención a dos lugares relacionados con el agua. Si partimos de que muchas tradiciones la consideran el medio para convertir la materia en vida e impulsar el espíritu hacia la iluminación y la autoconciencia, el acercamiento de Tristana al agua alude, como su apellido Reluz indica, a su viaje metafórico desde el mundo oscuro de la ignorancia (del espacio cerrado) a la esfera luminosa de la instrucción y el (re)conocimiento (del espacio abierto). La relación de Tristana con el agua abre un diálogo con una tradición decimonónica de la que Arenal fue la principal artífice al idear un conjunto de metáforas de imágenes acuáticas para describir la posición de inferioridad y desventaja de la mujer (ver Charnon-Deutsch, “Concepción Arenal” 196-197). Arenal comparaba a la mujer con un cuerpo a la deriva, fácilmente controlable por ser víctima “de esas poderosas corrientes” que, metáfora de la sociedad española, lo arrastran, 19  El Hipódromo, por cuyas inmediaciones pasea Tristana, remite al de la Castellana (espacio actual de los Nuevos Ministerios), el primer hipódromo oficial de la ciudad, lugar de encuentro de la alta burguesía y la aristocracia de la época, inaugurado en 1878 y derribado en 1933 tras el ensanche norte del paseo de la Castellana. El Canalillo era el canal descubierto de Isabel II por donde circulaba el agua que llegaba desde el Lozoya, cruzaba el parque de la Dehesa de la Villa, cerca de Cuatro Caminos, y discurría en un recorrido serpenteante bordeando el Hipódromo hacia el barrio de la Guindalera, al este de la ciudad. Inaugurado en 1858, en sus bordes se asentaron algunas quintas que se aprovechaban del agua para el riego. Los madrileños paseaban los domingos por la tarde en los merenderos que se instalaron junto al canalillo. El Partidor, por el contrario, estaba situado a la izquierda de la glorieta de Cuatro Caminos y, como su nombre indica, era el lugar donde se separaban las aguas de abastecimiento de la ciudad a las destinadas a riegos y otros usos, que eran conducidas a través de dos acequias (la del norte y la del este). Junto a él se construyó un jardín-merendero donde los madrileños acudían los domingos por la tarde.

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lo empujan y “acaban por sumergirle” sin permitirle avanzar (“Estado actual” 39). Tristana da un giro a esta construcción pasiva de la mujer: en sus paseos de esparcimiento, la joven se acerca a la imagen del agua como movimiento de avance, como algo que no se puede controlar y que fluye, bien de manera turbulenta, bien dócilmente, pero siempre imparable. En su libre fluir, el agua es símbolo de lo mudable, igual que Tristana en su libre caminar es sujeto en perpetua construcción que se forma a cada paso. Recordemos que, en el imaginario del Romanticismo, el mar como categoría estética se corresponde con lo sublime, esto es, lo inefable, lo que se escapa a todo control (Baker, On the Water 14), que es precisamente lo que Tristana viene a representar en el texto: un individuo que se sale del orden, se resiste al discurso y, por lo tanto, tiene que ser reconducido y canalizado, como el agua en el Partidor. A mi entender, estas peripecias por el norte de la capital pueden explicarse por dos motivos, íntimamente relacionados: Tristana busca refugio en los alrededores de Madrid, identificados con el mundo natural, por la necesidad de alejamiento de la casa de su amo, símbolo de la inmovilidad y el enclaustramiento, y también de un comportamiento antinatural —el incesto—. Pero estos paseos trascienden lo personal para cumplir una función política: impulsada por la idea de movimiento como arma de resistencia, las escapadas a un mundo al margen de la sociedad (y, por tanto, del control y la supervisión) deben leerse, como ocurriera en el caso de Villaamil, como un desvío consciente y voluntario de un sujeto que se rebela y que, en un deambular sin rumbo, se aleja del centro físico y simbólico. Al respecto, Tsuchiya nos recuerda que es el campo abierto el espacio frecuentemente visitado por Nazarín, mendigo errante, en profundo contraste con un espacio citadino estricta y rígidamente organizado (“Peripheral Subjects” 199). En este sentido, y recordando la asociación establecida por Amorós entre mujer y naturaleza, Tristana afirmaría su identidad femenina desde los márgenes de la sociedad, no tanto por su función reproductora (nunca se queda embarazada), sino por su papel periférico en la cultura patriarcal. Sin pretender alcanzar la igualdad en un mundo androcéntrico, reafirma su diferencia sexual y propone construir su feminidad como sujeto disidente que exige su liberación, disfrute y control de la sexualidad.20 20  En el campo, al margen de toda urbanidad (entendida como cualidad de lo cortés y del buen modo), el personaje se entrega al paseo “con abandono pueril, permitiéndose

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Las prohibiciones de Lope a las salidas callejeras de Tristana apuntan en esta dirección: “Porque nada tendrá de particular que, si sales, te acose algún mequetrefe, de estos Bacillus virgula del amor que andan por ahí, y que tú, a fuerza de oír sandeces, te marees y le hagas caso” (Pérez Galdós, Tristana 164). En la calle, el sujeto femenino corre el riesgo de contraer un virus, el del libertinaje, que anda suelto para infectar a todo el que se descuide. En efecto, en la calle conocerá a Horacio, se infectará de su amor y, tras caer enferma, requerirá de una cura extrema. Las palabras de Lope como amante que canta al amor libre, pero que utiliza esas ideas liberales para encarcelar a Tristana, están justificadas por el miedo de la figura patriarcal ante la libertad femenina, que Parsons expresa de la siguiente manera: “The unmarried, emancipated woman was also judged in sexual terms as threatening to masculinity; as sexually free and voracious” (Streetwalking 83). La amenaza reside en la presencia femenina en la calle, una plataforma emancipadora desde la que la mujer conquista una serie de derechos, que incluyen la libertad sexual, así como la posibilidad de vivir libre y honrada. Será en las calles madrileñas, en particular en la de Ríos Rosas, calle de las afueras que une los altos de Santa Engracia y la Castellana, donde Tristana cruza miradas con Horacio por primera vez, empezando a “examinar con ojos de mujer al hombre que tan sin motivo absorbía su atención” (Pérez Galdós, Tristana 148). En este momento se produce el verdadero despertar del deseo sexual, pues, si bien el personaje ya ha sido seducido y conquistado por Lope, el deseo era inseparable del odio (Hoffman 170). Esto cambia al producirse el encuentro visual con Horacio y sentir “una sacudida interna, como suspensión instantánea

correr y saltar...” (146), una conducta infantil que recuerda a la protagonizada por Petra, criada de Ana Ozores, quien, durante el paseo por las afueras de Vetusta, “se paraba a coger florecillas en los setos, se pinchaba los dedos, se enganchaba el vestido en las zarzas, daba gritos, reía...” (Alas, La Regenta 347). La presencia de la naturaleza, espacio por excelencia del “misbehave”, recordando las palabras de Frost (114), anima un comportamiento desinhibido que pronto cobra ribetes sexuales: Tristana conocerá a Horacio, con quien continuará los paseos por el norte de Madrid antes de iniciar la relación sexual, y Petra se adentra en el espacio de lo prohibido en su escapada al molino, donde la espera su primo Antonio, “lugar que Ana ansía explorar sin atreverse” (Iglesias, “Ana Ozores” 171). Estos ejemplos reafirman las palabras de Jagoe de que “female sexuality was relegated to the lower classes” (Ambiguous 24), lo que es especialmente relevante a la luz de la estrecha relación entre paseo y experiencia sexual protagonizada por Tristana.

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del correr de la sangre” (Pérez Galdós, Tristana 148). Es importante notar cómo se produce la introducción del pintor en el texto. Los domingos, día en que Tristana acompaña a Saturna al hospicio a visitar a su hijo, los hospicianos son conducidos en cadenas hacia “un lugar convenido en las calles nuevas de Chamberí” (146), donde se les deja en libertad para que jueguen. El ideal de orden y limpieza que la capital buscaba imponer en sus calles por medio de una serie de avances (la utilización de los adoquines de granito en 1845, la instalación del alumbrado de reverbero de gas en 1848, la sustitución del arroyo central de las calzadas por los dos laterales en 1850 o la retirada de basura cada mañana a partir de 1857) también atañía a los sujetos que pudieran afear la imagen de la ciudad, los cuales serían expulsados al exterior, como ha documentado Juliá: a la inclusa, si son niños, y al hospicio, construido en 1848, si son mayores (“Madrid” 367). Esta jerarquización social que margina al diferente pervive todavía en 1892, fecha de publicación de Tristana, donde leemos que a los hospicianos que caminan como una “doble cuerda de presos” (Pérez Galdós 147) se une un desfile de niños discapacitados que caminan en parejas “de mudo y ciego” (147).21 La descripción de este episodio es altamente naturalista: “Contrastaban las caras picarescas de los mudos con las 21 

En la estructura binaria sobre la que está construida la novela, el hecho de que los hospicianos y los sordomudos caminen en parejas es un detalle importante. Tristana se encuentra atrapada continuamente entre dos extremos: hija o esposa de don Lope, amante reaccionario (Lope) o tradicional (Horacio), centro o periferia, interior o exterior, independencia o matrimonio, libertad o encarcelamiento. Estas tensiones están relacionadas con la capacidad de elección de la mujer. La libertad es un concepto que “no suena bien en boca de mujeres” (139), como señala Saturna, y por ello en Tristana este continuo elegir entre dos cosas vendría a sugerir un intento de adopción de un rol masculino, por el que finalmente el personaje será duramente castigado. En última instancia, el juego de binarios se relaciona con la amputación, en la que, ante dos miembros, se pierde uno. En cuanto deja de circular sangre por la pierna, el personaje deja de circular por las calles, lo que revierte en la aniquilación de la libertad sexual, del deseo y del poder de elección: el personaje solo tendrá una opción, la del matrimonio. Ello demuestra que la capacidad de elección que parecía tener es ilusoria y utópica, pues la negativa a unirse a Horacio la atará de por vida a Lope. En la película de Buñuel, la cuestión de la libertad femenina es presentada de manera mucho más favorable para la mujer, pues Tristana comienza expresando su obsesión por elegir entre dos elementos aparentemente irrelevantes —dos columnas, dos uvas, dos migas de pan— para terminar tomando una decisión esencial entre la vida y la muerte de don Lope. Recordemos también que, en el film, el encuentro con Horacio es el resultado de elegir entre dos calles, una de las cuales conduce al amante.

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caras aburridas, muertas, de los ciegos, picoteadas atrozmente de viruelas, vacíos los ojos y cerrados entre cerdosas pestañas, o abiertos, aunque insensibles a la luz, con pupila de cuajado vidrio” (147-148). En este desfile, la fragmentación humana funciona como antesala de la amputación que el cuerpo femenino sufrirá más adelante. Las partes defectuosas e inservibles de estos cuerpos afectan a los sentidos básicos que permiten al ser humano conocer y ubicarse en el mundo —los ojos, el oído, el habla—, igual que la pierna de Tristana sirve para emanciparse. La procesión de los enfermos, que parece servir en la novela para conducir a Tristana hasta Horacio, es la misma peregrinación que Tristana recorrerá hasta su destino final: primero, por el estudio y el cuerpo de Horacio, al que conocerá minutos después y con quien “cojea moralmente” antes de hacerlo “con la piernecita”, como le dirá Lope, y, posteriormente, a la amputación y al matrimonio como efecto de dicha claudicación física y moral, lo que apunta a que la relación sexual fuera del hogar es la verdadera causa de su posterior discapacidad, como Sally Faulkner ha observado (158). Aparte de constituir un escape al cautiverio del personaje, la experiencia del paseo de Tristana conducirá a la experiencia sexual y, mientras esta llega, sustituye a la misma. Ilustrando el eslogan feminista, la pareja se apropiará de la calle y de la noche y divagará por “los verdes márgenes de la acequia del Oeste” y “por los cerros áridos de Amaniel, costeando el canal del Lozoya... al anochecer más silencioso y solitario” (Pérez Galdós, Tristana 154, 162), recorridos por escenarios periféricos que pronto se convertirán en paseos por el cuerpo del pintor. Según Anderson, “these Northerly explorations are exercises in liberation; she translates her glee” —vocablo que enlaza la experiencia caminante y sexual— “into childish games that prefigure the love games she will soon play with Horacio” (“Ellipsis” 66). Cuando por fin se produce el ansiado encuentro sexual, el narrador hace un excelente uso de la elipsis para declarar que “desde aquel día ya no pasearon más” (Pérez Galdós, Tristana 180). Aunque Jagoe ha descrito este encuentro sexual en términos de discapacidad —la consumación del amor hace que las piernas empiecen a fallar (Ambiguous 75)—, es importante notar que el acto de caminar es desplazado por el sexual, que, dominado por el mismo placer, sigue siendo presentado en términos espaciales: “Pasearon, sí, en el breve campo del estudio, desde el polo de lo ideal al de las realidades; recorrieron toda la esfera, desde lo humano a lo divino...” (Pérez Galdós, Tristana 180). El espacio libre

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de la calle ha sido sustituido por un espacio altamente erótico que, aunque cerrado y privado, sigue proporcionando el goce de un paseo metafórico. La novela y el paseo de los protagonistas se desplazan a un escenario interior, pero, como en el caso del trapero, no por ello la calle deja de existir, sino que invade e impregna el ámbito privado y trae consigo la misma carga placentera. La entrega sexual de Tristana a Horacio, comportamiento privado, aflora en el espacio narrativo, público en tanto que expuesto a los ojos del lector, y no solo se produce esta entrega sin mediación masculina y por voluntad propia (esencia del sujeto reconocido), sino que lo personal —el ámbito privado, reservado a la mujer y despolitizado— se hace realmente político al hacerse público y salir de su nivel de abstracción, esto es, de su marginalidad. En otras palabras: mediante el potencial simbólico para conectar lo público y lo privado, síntoma de modernidad como ya mostraran las prostitutas del capítulo 2, Tristana se apropia de un poder caracterizado por la constitución de los espacios —al fin y al cabo, el eslogan “lo personal es político” encierra una redefinición espacial—, por la producción de discursos significantes y por el acotamiento de los márgenes, dotando de reconocimiento (a saber, de valor social) al espacio privado, el de la mujer, pero también al del control de su sexualidad, hasta ahora sustraída a la mirada y en absoluto valorada.22 En este sentido, Tristana se aleja de la pedagogía represiva que envuelve a la sexualidad femenina, la cual se centra en la ilicitud del placer y en el encauzamiento de la sexualidad hacia una genitalidad 22 

Otro claro ejemplo de cómo lo personal se torna en político es evidenciado por la tribuna, quien convierte su experiencia personal con Baltasar en motor de la lucha colectiva. Abandonada por el amante, militar de clase media, la cigarrera sufre las consecuencias de una sociedad sexista que ha instrumentalizado su cuerpo, tanto en el ámbito sexual como laboral. Al capitanear la huelga en la que las cigarreras demandan un reconocimiento público como ciudadanas soberanas de pleno derecho, Amparo cuestiona el monopolio masculino del espacio político, social y sexual. Por eso, al pedir equidad social, la tribuna extrapola su experiencia personal al ámbito político y exige que ricos y pobres gocen de lo mismo, que existan prácticas laborales, sindicales y asalariadas igualitarias para hombres y mujeres y que se recorten las distancias de separación entre los sistemas de valoraciones que definen el concepto de honra en un sentido diferente en el terreno de la sexualidad femenina y la masculina. De esta manera, Amparo adelantaría una crítica feminista de la política (o de la abstracción a la que se ha relegado lo personal, espacio reservado a la mujer) llevando a esta, junto a las demás afectadas (las cigarreras), contenidos del ámbito despolitizado que son relevantes para el avance social de la mujer y para el replanteamiento de las relaciones de género.

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reproductora. No solo nunca se quedará embarazada, sino que sus prácticas físicas y sexuales con Horacio se producen siempre desde el despejo y nunca desde el recato, por utilizar términos dieciochescos, una desenvoltura evidenciada en las ansias de correr por los márgenes del norte madrileño y en su enfrentamiento abierto con Lope, del que ya no se esconde en sus escarceos amorosos. En su camino, Tristana relevaría a esa mujer de cuño moderno que ya empezaba a asomar la pierna en el periodo ilustrado y que, de creciente visibilidad en las calles, ejerce su pleno derecho al placer terrenal, como explicaba un texto de dicha época: “Nuestras antiguas damas temieron el qué dirán y vivieron recoletas y encerradas, mortificaron la vivacidad de sus espíritus con el silencio... pero ahora hablan con desenfado, tratan a todos con libertad y deshecha los melindres de lo honesto” (en Ortega López, “Ilustración” 367). Como espacio que ha conducido a Tristana a la libertad sexual, la calle se revela fundamental en la conquista de otros derechos. Señala Dana Densmore que “sexual freedom is the first freedom a woman is awarded and she thinks it is very important because it is all she has” (265). Si la sexualidad es la primera vía de empoderamiento de la mujer, lo es precisamente porque constituye una poderosa plataforma desde la que conquistar otros poderes. La siguiente cita, publicada en 1871 en la revista gaditana La Moda Elegante Ilustrada, establece la conexión entre emancipación y libertad sexual desde la perspectiva masculina: “Para la generalidad de los hombres, la palabra ‘emancipación de la mujer’ significa la resistencia del sexo débil contra el fuerte, el abandono de los deberes... el desenfreno, el libertinaje en fin” (Armiño de Cuesta 15). Tristana personifica estas palabras al conciliar correrías sexuales con derechos sociales y económicos: pronto, tras comenzar la relación sexual con Horacio, la joven desarrolla “alientos de artista”, sintiendo más que nunca la “aspiración audaz” de estudiar y ganarse la vida con un trabajo honrado. De hecho, todo el discurso femenino pronunciado en el interior del estudio gira en torno a la necesidad de instruirse y de “poseer un arte, cultivarlo y vivir de él” (Pérez Galdós, Tristana 182). Se entretiene leyendo y pintando mañana y tarde y, si bien se lamentaba al principio de la narración de “no saber escribir” y de cometer faltas de ortografía (139), ahora empieza a dominar la técnica del bel parlare y a adoptar “mil formas de lenguaje” (192-194), como demuestran las múltiples cartas repletas de neologismos y referencias literarias que envía a Horacio cuando este se muda al campo.

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Las ansias de Tristana crecen hasta tal punto que adelanta y empequeñece al pintor, quien deja de pintar y pronto se da cuenta de que es él quien “lleva las faldas” en la relación (187). Y no olvidemos que, ante la propuesta de matrimonio, Tristana se toma la libertad de decir que no a Horacio, como también hiciera Fe con Mauro.23 Lo que al principio pintaba como una declaración feminista de la igualdad —Tristana confiesa su “parecido con los hombres” en lo que respecta a la ignorancia de todo saber doméstico (186-187) y Horacio la acusa de “hacer el marimacho” con sus ideas emancipadoras (188)— pronto muda a una revolucionaria tendencia a diferenciarse de aquellos, planteando la igualdad entre sexos desde la diferencia. Pues solo desde la diferencia, la cual encierra una extraordinaria potencialidad, pues en ella reside el cambio, se abre el camino hacia la libertad, como diría en su clásico artículo Victoria Sendón, representante del feminismo de la diferencia en España (4). La diferencia de la que Tristana se sirve es precisamente la maternidad, atributo privativamente femenino que la joven construye como instrumento de liberación de la mujer y de control de su propio cuerpo, y no como arma de sometimiento en un modelo androcéntrico: “No, no... más vale que no lo tengamos” (Pérez Galdós, Tristana 188), le dirá a Horacio cuando este le propone tener un hijo. Pero, ante la insistencia del pintor y el dilema de dónde habría de vivir el niño, Tristana es de una claridad meridiana: Toma, pues conmigo, conmigo... ¿Qué duda puede haber? Si es mío, mío, ¿con quién ha de estar?... Es más mío que tuyo. Nadie puede dudar que es mío, porque la Naturaleza, de mí propia lo arranca. Mío, mío y eternamente mío. Me pertenece más a mí... y no lo suelto, ¡ea! La Naturaleza me

23  Es importante notar que el pintor no es más que un mero instrumento para alcanzar el fin y una vía de escape hacia la ansiada emancipación. No es casualidad que lo encuentre en la calle, canal instrumental, intermediario entre el hogar y las instituciones, que conduce a la mujer al mundo ilustrado y laboral. Pero lo que prometía ser una liberación termina convirtiéndose en una sujeción, pues Tristana pronto descubre que Horacio es el más ferviente defensor de los valores tradicionales —matrimonio, familia y propiedad privada—. En otras palabras, Horacio es presentado como avenida de escape para terminar desembocando en una calle sin salida. Igual que el pintor, el paseo supondrá una gran decepción para la protagonista: facilitador de la circulación del deseo y de los anhelos de emancipación femenina, terminará resultando restrictivo al limitarse a una silla de ruedas en el espacio cerrado del hogar.

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da más derechos que a ti... Y se llamará como yo, con mi apellido nada más. (189)

El despertar lingüístico de Tristana al principio de la narración para enunciar un alegato feminista en el interior de la casa de Lope queda complementado con este otro en el interior del estudio de Horacio, y ambos escenarios interiores están conectados por la exterioridad de la calle a la que el personaje escapaba para afirmar un feminismo de la diferencia desde el que conquistar una serie de derechos de los que se ha abstraído a la mujer. La ligazón a la especie por vía de la maternidad y la crianza juega un papel crucial para que Tristana proponga un nuevo modelo familiar: el de una madre soltera que da su apellido al niño, un derecho también conquistado por Amparo, quien, en un intento de reivindicación de la hibridez de la mujer, termina la narración sola y embarazada, madre soltera y activista concienciada entregada a un paso “caprichoso, apresurado, turbulento” en la calle (Pardo Bazán, Tribuna 270). Tristana descentra el tradicional papel del hombre en la estructura familiar y adopta el rol del pater familias, esto es, la persona física bajo cuya tutela se hallaban los hijos, con plena autoridad y capacidad jurídica para obrar. Parecería continuar el camino iniciado por la modista María en El trapero de Madrid, quien está decidida a adoptar como madre soltera al niño encontrado en el pozo, un plan abortado mediante el matrimonio final con Luis, como no podía ser de otra manera en un género costumbrista que, si bien abre ciertos espacios de subjetividad femenina, como se ha visto, no deja de ser un formato de dominación. No es de extrañar que el fin de los movimientos en la calle, consecuencia directa del corte de la pierna, domestique las ansias emancipadoras del personaje en lo que se refiere a educación, empleo y sexualidad: tras la operación, verá aniquilada su personalidad, se volverá a ver dominado por un silencio lingüístico que le impedirá hablar e incluso escribir cartas, abandonará el cuidado de su cuerpo y perderá todo deseo sexual. Retomando las palabras de Rich, sería esta una forma de expresión de poder masculino que, por medio de una contención psicológica, impide la movilidad física de la mujer y censura su presencia pública, lo que revierte en una posición sumisa y una existencia mermada. La amputación apartará a Tristana de la calle y permitirá la (re)inversión de los roles de género, en tanto el hombre vuelve a ejercer su dominio sexual sobre la mujer. Como recuerda

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críticamente Gimeno de Flaquer en 1874, “el hombre quiere débil a la mujer para ejercer en su hogar un predominio titánico... para hacerla su juguete, para explotar su debilidad” (“Sexo débil” 144-145). La dependencia de Lope vuelve a condenar a Tristana a la condición de sometida y de in-significante, pues, encerrada en el ámbito doméstico, es apartada de la política (lo personal se despolitiza) y resulta en un ser abstraído —en tanto que indiferente y también separado, marginado de la vida pública—. La abstracción desplaza a los caminares físicos que impulsaban un movimiento simbólico de avance y toma forma textual con la postración del personaje, como ocurriera con la prostituta. Tal paralización es expresada por medio de la intervención médica, que Aldaraca ha leído acertadamente como forma simbólica de violencia sexual a través de la cual Tristana es inmovilizada por tres hombres (Ángel 189), y del matrimonio con Lope, el cual la sujeta al hogar (y a una silla de ruedas) y pone fin a su libertad, principal arma de la que se ha valido el personaje para proclamar su independencia y autonomía. “¡Sujeta para siempre! ¡Ya no más desviaciones para mí!” (Pérez Galdós, Tristana 241) exclamará un jubiloso Lope.24

24 

Como se vio en el capítulo segundo, la mujer postrada que necesita de los cuidados del hombre es una indicación de dependencia y falta de agencialidad femenina. Pardo Bazán, en su afán por destacarse en su tratamiento de la mujer, da la vuelta a esta relación de dominación y construye en su cuento “La enfermera” la imagen de un hombre dependiente que necesita de los cuidados de una mujer. Mientras que él es presentado yacente en la cama, la mujer es introducida con referencias dinámicas y activas: “Se incorpora de un salto”; “corre solícita” y “se pone en pie de un brinco” (390-391). Aunque los movimientos femeniles están orientados a cuidar al enfermo, poco a poco nos enteramos de que Juana posee una profunda sed de venganza por los muchos años de dominación y encierro: “Me creíste oveja. Soy fiera, fiera” le advertirá al enfermo y al lector (392). Pardo Bazán abre así un debate historiográfico sobre la victimización histórica de las mujeres que salda otorgándole un máximo poder a la heroína, quien termina envenenando al enfermo como forma suprema de resistencia. Pareciera preparar el campo de cultivo para que casi un siglo más tarde Buñuel lo recogiera en su construcción de Tristana como femme fatale. Teniendo en cuenta la fecha de publicación del cuento (1898), podríamos leer “La enfermera” como reacción y expresión de la decepción pardobaziana ante el desenlace galdosiano de Tristana, a la que proporciona otra alternativa: la inversión del sistema de género y su estructura relacional como base de la lucha feminista que, además, no se adscribe a un caso concreto —la presentación de los actores como “enfermo” y “enfermera” así lo indica—, sino a la sociedad en su conjunto.

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Matrimonio y hogar: ¿resoluciones simbÓlicas feministas La institución del matrimonio y su fortaleza física, el hogar, funcionan como resolución al problema presentado por la mujer libre e independiente tanto para Galdós como para Pardo Bazán, quienes emplean un tópico recurrente para domar a su heroína. La misma razón alegada para explicar por qué Galdós no quiso seguir los pasos de Isidoraprostituta por las calles madrileñas es válida aquí: Tristana es una creación masculina y, como tal, había que frenarla, pues la rebeldía de la mujer contra una sociedad opresiva no podía terminar de otra manera en un contexto histórico que no acepta la libertad de aquella más que en un marco determinado, como ha señalado Marina Mayoral (28).25 Pero el caso de Fe es diferente: también termina su itinerario narrativo casada con Mauro y en el hogar, lo que ha llevado a algunos estudiosos a hablar de novela frívola, en la que el final feliz pasa por la conversión de la heroína en esposa, una de las pocas “carreras” permitidas a la mujer española en la época, como decía Saturna. Es el caso del ensayo de Bieder, con un elocuente título referido tanto a Tristana como a Memorias: “Capitulation: Marriage, not Freedom”. Pero disentimos de este posicionamiento. El “retreat into domesticity” de Fe, como lo ha llamado Charnon-Deutsch (“Feíta’s Decision” 43), es de muy distinta índole y deriva de una motivación muy diferente. El matrimonio final que resuelve simbólica y felizmente el conflicto ha sido visto por la crítica como un novedoso paradigma que ofrece nuevas oportunidades tanto para los hombres como para las mujeres, un modelo forjado por el cuestionamiento que Fe realiza de la tradición patriarcal dominante a finales de siglo.26 Fe no se entrega a una vida de

25 

Son muchos los críticos que han leído el desenlace de Tristana como un retroceso en el ideario feminista. Bravo Villasante ha visto en Tristana “una parodia del feminismo” (Galdós 119-120). Livingstone argumenta que Galdós usa la literatura para corregir comportamientos desviados cuando Tristana lleva su emancipación más allá de las limitaciones naturales (98). Algunos convierten la personalidad de Tristana en responsable del fracaso de su proceso libertador. Es el caso de Anderson (“Ellipsis” 61) y Valis (“Art, Memory” 212). Otros, como Miró o Mora García (50), han apuntado a una lucha basada en meras ilusiones y teorías utópicas para explicar la imposibilidad de la emancipación de Tristana. 26  Ver Bravo Villasante (Vida y obra 197); Hemingway (162); Ordóñez, que ve la novela como instrumento de cambio al promover el desarrollo de una libertad femenina en el marco de las instituciones existentes (158); Rosario Vélez, quien señala la

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domesticidad siguiendo unos imperativos sociales que le cierran otros caminos, sino que, muy al contrario, el personaje tiene diversas sendas ante sí, entre las que figura marcharse a Madrid. Su decisión de quedarse emana de su propia voluntad, no como ser sumiso y abnegado que tiene que sacrificarse por otros, sino como mujer nueva que ejerce su poder de elección, el mismo que le fue arrebatado a Tristana junto a su pierna. Charnon-Deutsch ve esta decisión positiva, pues “Feíta freely makes the choice to be defined in relation to others only after she assesses realistically what it means to choose” (30). Pero un factor esencial que no debe pasar desapercibido es el rol de la calle en esta resolución final, ya anunciado páginas antes, cuando, tras la oferta de matrimonio de Mauro, Fe apuesta por la soltería como terreno en el que los hombres andan libres (Pardo Bazán, Memorias 259), una elección que es reafirmada con el inmediato abandono del piso y un in promptu brinco a la calle (262). Esta escena sienta las bases para el movimiento contrario, esto es, la entrada de Fe en el matrimonio, la cual está también estrechamente relacionada con el contacto con la calle. Ella misma así lo afirma: La libertad, la santa y requetebenditísima libertad... ¡Me siento tan cambiada!... Me ha despertado un deseo atroz de ser útil a mis semejantes, empezando por mi familia... Los últimos tiempos de mi opresión cuando aún vivía sujeta al ominoso yugo me iba volviendo mala... ¡malísima! Desde que he roto las cadenas, he visto que aquel modo de sentir mío era perverso. A mí debe importarme la familia... Creí que la libertad consistía en salir sola a la calle. No; también consiste en estar sola, dentro de casa. (197-199, 243)

La condición de oprimido prendía la llama de la protesta en el individuo, importante para transformar la situación desde la que se definen los valores y los espacios; pero la calle proporciona la libertad que el sujeto moderno necesita para comprender muchas cosas y “abrir ventanas al entendimiento” (202), esto es, autoconstituirse como un sujeto moderno que, sin mediación alguna, se atreve a pensar y a saber, erigiéndose como protagonista social. La verdadera emancipación femenina reside en haber ganado una capacidad de lectura, reflexión

potencialidad de una fórmula tradicional (la familia) para introducir ideas progresistas; Bauer (23) y Bretz (85) apuntan igualmente a la novela como promotora de nuevas ideologías y nuevas estructuras sociales.

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y análisis de la realidad circundante, habilidad que forma la base de una subjetividad errante y moderna. En esta búsqueda del estatuto moderno, el individuo realiza un ejercicio sobre sí mismo efectuado mediante las “tecnologías del yo”, expresión utilizada por Foucault para referir un conjunto de prácticas antiguas destinadas a la transformación del yo que “no eran impuestas mediante ninguna ley civil u obligación religiosa, sino que era una elección acerca de la existencia realizada por el individuo... quien decidía por sí mismo cuidar de sí o no hacerlo” (Yo minimalista 73). Foucault miraba al mundo griego para explorar cómo la reflexión moral por parte del individuo no dependía de un sistema de sujeción a un código de prescripciones, sino que estaba vinculada a un ejercicio de libertad activa a la que aquel se aferraba para enfrentar, dominar y disfrutar la práctica del placer, por naturaleza excesiva. Es en la calle donde Fe encuentra las condiciones para el ejercicio de esta libertad activa y se convierte en ciudadana libre. La calle invade el hogar por medio de Feíta e influencia su decisión final de desarrollarse como sujeto doméstico, poniendo de manifiesto que en la novela moderna la construcción del sujeto no solo depende de una continua intersección de ambos espacios, el público y el privado, sino que también “the construction of self is far more dependent on the street than it is on domestic resources” (Wirth-Nesher 20). Es solo tras experimentar la libertad individual fuera del hogar que Fe se impregna de lo que Nancy Chodorow llama “a female tendency to perceive reality in relational terms” (en Garner et al. 20) al entender la importancia de las relaciones intersubjetivas para sobrevivir.27 Aquí reside precisamente lo novedoso de esta novela: no será el discurso patriarcal el que fuerce a la mujer al surco de la domesticidad ni una resolución simbólica derivada de una estrategia narrativa aleatoria (como será el 27  Chodorow identifica la figura materna como esencial en esta construcción cultural de la mujer como ser dependiente de un sistema relacional. Según la crítica feminista, la madre trata a la hija como una extensión de sí misma y crea en ella un emotional bonding originado en el monopolio femenino de la crianza de los hijos, que hace que la niña desarrolle un fuerte instinto maternal que la lleva a percibir la realidad en términos relacionales. Pero recordemos que la madre de Fe se halla ausente en el relato y lo único que condiciona esta nueva construcción femenina es su propia autonomía, posibilitada por la calle, un valor que, según Chodorow, es propio de los varones, lo que vuelve a adjudicar a Fe una fluida identidad de género y una subjetividad femenina libre y des-tutelada.

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caso de Tristana), sino que el mismo personaje optará por encuartelarse en el círculo de la familia y del hogar. Desde su recién adquirida capacidad de lectura y relación con el mundo, el personaje se apropia de un poder de elección, dentro y fuera del espacio doméstico, pero siempre libre. Ya lo dijo sor Juana, quien, en su atrevida Respuesta a Sor Filotea, apuntalaba con cierta dosis de humor que es posible para la mujer filosofar en la cocina. La invasión de lo público en el recinto de lo privado en Tristana y Memorias de un solterón (o la politización de lo personal, y con esta, el reconocimiento de la mujer) apuntaría a una reivindicación de los derechos políticos y sociales de las mujeres, no solo en el espacio público, sino también en la esfera doméstica, donde la mujer exige existir como ente social y moralmente autónomo en una relación de igualdad con el hombre: esposa o compañera, pero, en cualquier caso, un sujeto individual capaz de vivir libre y honrado. Desde sus caminares individuales, Tristana y Fe se erigen representantes de todas las mujeres afectadas por la separación de espacios y, con su capacidad para implantar nuevas codificaciones —aquellas que han llevado a la política contenidos del ámbito personal, privado, despolitizado—, no solo operan una redefinición real de los mismos, sino que también ponen sobre la mesa que el ejercicio del poder en el ámbito personal y privado es relevante y debería llamarse político “en cuanto condición de posibilidad de toda política convencionalmente entendida” (Amorós, “Mujer y participación política” 111).28 28 

El contacto con la calle tiene otra manifestación subjetiva: de vestir como un marimacho, Fe se transforma en una joven “más o menos linda” que cuida sus manos, su pelo y su cutis. Esta metamorfosis exige un gasto de agua para cuidar “la higiene”. La relación con el agua es común a las heroínas decimonónicas en su contacto con la calle: si, tras su primera salida callejera, Amparo la cigarrera traba “amistosas relaciones con el agua” (Pardo Bazán, Tribuna 101-102), los asiduos paseos de Isidora se traducen en una mayor dependencia de la costumbre del baño. El agua constituye el primer espejo del hombre racional, un símbolo de transformación y estimulación de la conciencia y la racionalidad (Bachelard 6, 20-22, 133), por lo que se puede concluir que el contacto con la misma está relacionado con el despertar de una concienciación femenina y feminista. Desde esta perspectiva moderna, la actividad caminera de la mujer quedaba justificada por motivos de salud e higiene: el llamado Dr. Benévolo así lo reconocía en 1906 en la revista La Mujer y la Casa (en Munson 71). Salir y andar es sano para el cuerpo: Fe se encuentra cada día más sana gracias a las buenas caminatas que “le dan la vida” (Pardo Bazán, Memorias 181) y la tribuna siente “en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre” que le hace renacer (Pardo Bazán, Tribuna 68). Vimos cómo el caminar por el centro madrileño robustece en Isidora Rufete “la idea del vivir” (Pérez Galdós, La

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La entrada de Fe en el matrimonio no requiere la cancelación de su lado masculino, como ha afirmado Charnon-Deutsch (“Feíta’s Decision” 30), sino que el personaje conjuga ambas identidades para producir un modelo alternativo de mujer nueva. Cierto es que, con su aceptación de la vida doméstica, Fe acepta un papel culturalmente construido como femenino; pero, dado que esta decisión ha sido gestada al calor de la calle, no es de extrañar que la heroína traiga al interior del hogar ciertos atributos masculinos, huella indeleble de su subjetividad, una vez más evidenciando la disolución espacial y la fluidez identitaria que caracterizan la modernidad. Fe se apropia del rol de pater familias, arquetipo y prototipo de todo poder, para implantar un matriarcado y ejercer autoridad sobre el resto de los miembros de la familia, quienes le obedecen sin replicar: “Ya hemos dejado de ser señoritas. A arrimar el hombro todas”, espetará a sus hermanas (Pardo Bazán, Memorias 301). Como ha señalado Bieder, “marriage reinforces female authority within social structure” (“En-gendering” 484), lo que convierte a Fe en un sujeto reconocido en el sentido de público y en protagonista social como cabeza de familia, volviendo a politizar lo personal por medio de una readjudicación de los espacios. Además, el matrimonio refuerza la voz de Fe, expresión de su voluntad, quien cierra su andadura narrativa con una dicción “sonora, aguda, bien timbrada, imperiosilla...” (Pardo Bazán, Memorias 176) con la que instaura el estricto programa doméstico en la esfera privada. Si bien el personaje sujeta sus piernas (al renunciar a desplazarse a Madrid), al mismo tiempo “suelta la lengua” (187), desde la que seguirá cuestionando las normas tradicionalmente establecidas, un desmantelamiento que será complementado por su “soltura” en el ámbito doméstico, donde se mueve “como gorriona” (188), con movimientos “de rehilete” (207). Pardo Bazán extrapola así la ambigüedad sugerida por Galdós y encuentra una forma alternativa de mantener el orden social sin sacrificar la libertad femenina, lo cual no puede sino leerse como un paso adelante en la lucha emancipadora. De hecho, Mauro seguirá refiriéndose a ella de manera incesante como “independiente”, “insubordinada” y

desheredada 273), mientras que para la Tristana de Galdós pasear en la calle es “esparcimiento saludable” (Pérez Galdós, Tristana 146). Desde un posicionamiento feminista, Pardo Bazán readjudica los espacios y reinterpreta el peligro asociado a la presencia callejera femenina al convertir la misma acción subversiva (caminar) en panacea de todo mal (actividad sanadora para la mujer).

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“mujer singular”, esto es, una mujer nueva y liberada, idea con la que cierra la narración (303).29 De esta manera, la novela no propone únicamente un nuevo modelo femenino de perfecta casada, sino también uno masculino: un hombre de mentalidad abierta que rompe con la norma, claudica con el inconformismo femenino y es capaz de cambiar de opinión —no en vano, apunta Rosario Vélez que Mauro es un personaje “en vías de redefinición” (15)—, pues pasa de percibir a la mujer nueva como monstruo a convertirse en un hombre “who could recognize, live with and, most importantly, report his approval of the exception” (Charnon-Deutsch, “Feíta’s Decision” 32). Ya no existe norma cultural para los géneros en base a los espacios físicos y metafóricos que ocupan, y, si bien ambos personajes terminan desempeñando un papel como ángeles del hogar y como sujetos callejeros, “la calle o el espacio hogareño, la intelectualidad y educación, la independencia económica y psicológica, se transformarían en cotidianeidad para ambos géneros, y no en la exclusividad de un género en específico” (Rosario Vélez 17). Precisamente en esta fluidez que pone en contacto dos mundos —masculino y femenino, afuera y adentro, calle y hogar— reside una de las características definitorias de la modernidad, como ya ha quedado harto claro. La novela concluye proponiendo un nuevo modelo de matrimonio basado en un pacto de igualdad entre sexos en la línea ideológica de John Stuart Mill, según la cual ambos cónyuges

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Será precisamente esta singularidad la que enamore a Mauro y lo empuje a la normalización social del matrimonio. De todos los atributos masculinos que definen a Fe, la constante movilidad, punto de partida de todas las pretensiones emancipistas, es la principal causa de irritación en Mauro, pero también de atracción: “Las rarezas de la independiente se me antojaban defendibles, atractivos y hasta hermosos... Su lectura y sus botas... me parecía lo contrario de lo que a mí me puede atraer, de lo que para mí constituye un peligro. Y de pronto... me encuentro casi prendado, poseído de una inclinación...” (206, 216). Esto ha llevado a algunos críticos a hablar de crisis de masculinidad (ver Tsuchiya, Marginal Subjects 125-135) y de relaciones homoeróticas en la novela (ver Harpring y Erwin). Mauro continuaría el camino abierto por el petimetre dieciochesco, quien, desafiando toda frontera espacial y de género, vendría a representar la fluidez y la movilidad propia de los discursos modernos en torno al sexo, los cuales proliferan en la producción cultural del xviii para dar cabida a esas subjetividades marginales surgidas en la sociedad occidental bajo la forma de comportamientos sexuales “anormales”, alejados de las categorías sociales tradicionales (Foucault, Historia sexualidad 63-64, 118-119).

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disfrutarán de los mismos derechos en su unión matrimonial:30 ambos se reúnen cada noche “a deliberar... asumen la dictadura y agarran el timón” (300), un desenlace que solo es posible una vez la mujer ha transgredido las reglas del género y se ha apropiado de un rol masculino, por lo que no se puede subestimar el poder estructurante de la mujer y del género para organizar y transformar la sociedad. Es en este sentido que estamos de acuerdo con la clasificación que hace Elaine Showalter de la novela como “feminista” en tanto que no solo rechaza las instituciones, el gobierno y las leyes masculinas, sino que también construye una sociedad en la que la new woman encuentra un lugar en el que desenvolverse (138). Pardo Bazán expresó su decepción con la forma en que Galdós manejó el asunto de Tristana, un tema de “gran fuerza dramática” que ofrecía “esperanzas brillantes”, pero que Galdós aniquila al cerrar a su heroína “cualquier camino honroso para ganarse la vida” (“Tristana” 180). Sin quitarle razón, cabe señalar que no por ello deja de ser una novela innovadora para su tiempo por la forma en que plantea la cuestión feminista en boca de una mujer. Si Galdós comulgó con sus circunstancias históricas y no pudo salirse de los límites impuestos por el realismo en tanto que expresión literaria de las clases dominantes para reprimir los movimientos de la mujer emancipada (Santiáñez 368), hay que destacar que sentó las bases para que, cuatro años más tarde, Pardo Bazán aprovechara la oportunidad perdida por aquel y continuara la labor iniciada por Tristana: por medio de Fe, construye un nuevo sujeto femenino que, con el apoyo del masculino, saca los pies del plato y rompe los moldes de la subordinación histórica de la mujer en una ardua lucha emancipadora. Como mujer, Fe defiende un feminismo de la igualdad en tanto ambos, hombre y mujer, ocupan el mismo espacio y desempeñan las mismas tareas domésticas; pero, al mismo tiempo, Fe se convierte en representante de un feminismo de la diferencia, como hiciera Tristana, pues, sin abandonar su condición femenina, se apropia de una voz, de una autoridad y de un desenvolvimiento físico que ya no son propiedad absoluta del hombre. De esta manera, Fe deja de visualizarse como sujeto marginal y pasa a ocupar una centralidad y una visualidad en el espacio narrativo, para lo que su presencia en la calle ha jugado un papel esencial. Esfera “more accessible than the political institutions” (Sundman 163), la calle es 30 

Este nuevo orden ha sido explorado por Ordóñez (158-161).

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un espacio obligado para la mujer en su camino hacia la adquisición de derechos sociales y en el que llevar a cabo una acción que cobrará plena relevancia política en el siglo xx, cuando las mujeres finalmente accedan a las instituciones desde las que poder participar en política. El itinerario social de Fe, igual que el de Tristana, ha sido derivado y promovido por sus recorridos callejeros: pero mientras Galdós, tras dejar entrever un horizonte nuevo y amplio para la mujer por medio del acceso a la calle, termina corriendo la cortina e inmovilizando al personaje, Pardo Bazán penetra en el hogar, espacio en que Galdós abandona a su heroína, y desde aquí proclama las mismas ideas feministas que enunciara Tristana en este mismo recinto, pero con una diferencia fundamental: no obliga a la mujer a permanecer en su retiro, sino que le abre la cortina para que entre y salga según le parezca. Considero relevante epilogar este capítulo con unas ilustradoras palabras de Gleber que prestan deferencia a la calle, perfectamente aplicables a los autores que nos ocupan: tanto Galdós como Pardo Bazán supieron ver en la presencia y representación de la mujer en la calle no una cuestión “accidental or marginal”, sino, por el contrario, un asunto fundamental “that may help articulate questions concerning prevailing structures of power and domination in Western society as a direct function of the gendered distribution of leisure, time, and status, that is to say, of the economic, psychological, and physical autonomy and self-assurance of that society’s subjects” (172-173). La imagen de la mujer en la calle no se refiere únicamente a una transgresora actividad caminera, sino que impregna todos los rincones de la sociedad decimonónica, una idea que ha quedado manifiesta a lo largo de estas páginas y de la que, de alguna forma, todos los sujetos camineros estudiados han participado. Como componente necesario para la modernización de las estructuras sociales, Pardo Bazán llama al lector a revisar los papeles de género y a desmontar el peso de la tradición. Aunque al final casa a su heroína y la mete en el hogar, lo hace de una manera que desafía los valores culturales decimonónicos según los cuales el hombre manda y la mujer obedece, lo que nos obliga, inexorablemente, a repensar la experiencia moderna en el contexto de la asociación entre feminidad y modernidad y, más importante, desde el punto de vista del movimiento, en una época histórica en la que lo femenino todavía se asocia con la contención.

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Considerado el siglo de la mujer, parece más que apropiado abrir y cerrar este estudio sobre el xix con la mujer en la calle, por ser un siglo que convirtió en problemática a la mujer (Gay 136) al sacarla de su esfera —hogar y matrimonio— para ponerla a deambular por otros caminos que penetrarían y alterarían no solo los ejes constructores de una modernidad que da la bienvenida a las mujeres en sus espacios, sino también la historia de desigualdad en la distribución del poder.

E P ÍL O G O

Señala Bieder a propósito de Memorias de un solterón que lo que caracteriza la construcción de una experiencia femenina en Pardo Bazán es la apertura de nuevos espacios de agencialidad desde “a position of ex-centricity” (“En-gendering” 491). Estas palabras pueden extrapolarse a todos los itinerarios existenciales de las figuras que han caminado por estas páginas. Como he intentado dejar claro en el presente trabajo, los vientos de cambio soplan desde los márgenes urbanos y sociales, pues son precisamente los individuos marginados social, económica y geográficamente los que cuestionan y problematizan las estructuras hegemónicas y, por tanto, impulsan el proyecto moderno. Porque ¿qué es la modernidad, sino la relajación de costumbres y la disolución del principio de autoridad, como reza el cuento “Feminista” de Pardo Bazán (107)? Este principio transformativo que, como bien supo vislumbrar Larra, define el progreso no puede llegar sin el “eterno flujo y reflujo” (“La diligencia” 484), una idea fundamental que Valis expresó de manera coherente: “Modernity is shaped by the way a society adapts to increasing flux and evolution” (Cursilería 23). Como este libro ha intentado demostrar, el movimiento, que es condición de la evolución, recae en los hombros —o, mejor dicho, en las piernas— de los sujetos marginales, para quienes el movimiento es una constante y quienes evidencian el potencial transgresor de la itinerancia, desde la que cuestionar, transformar y subvertir el orden establecido. En una clara referencia a este potencial de desviación de los márgenes, dirá el Mosco en La horda que los de ciudad “no están acostumbrados a andar” (Blasco Ibáñez 94). Aparte de identificar el centro citadino con la estabilidad y la acinesia, y, por tanto, con las normas y

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las prácticas establecidas, esta afirmación provocadora —no solo por quién la pronuncia, sino por el lugar desde donde lo hace, los márgenes más periféricos de la ciudad— estaría depositando la responsabilidad plena del cambio sobre aquellos sujetos andarines identificados con los márgenes, físicos y simbólicos, quienes deben tomar las riendas, desplazar a las clases dirigentes y contribuir a forjar un proyecto de nación moderna que incluya a los desheredados. La inclusión llega precisamente por el afán caminero: los personajes se autovisibilizan a través de su errabundez para poder autoexcluirse como eternos fugitivos, adquiriendo visibilidad y centralidad textual y espacial a partir de su marginalidad. No es de extrañar que la calle haya constituido el tropo privilegiado para escrutar el recorrido existencial de estos personajes marginales y la actualización de su trayectoria espacial. La calle convierte al excluido en protagonista, pues como bien argumentó Gleber al respecto de la mujer: “If women have been considered invisible it is partially because they have been removed from the street” (175). Espacio-tránsito que únicamente adquiere condición de existencia a través de una lógica de la movilidad, la calle es una parada obligada en el itinerario de la modernidad —es en la calle donde esta nace, recordando a Berman (18)— que nos guía a través de una serie de procesos de modernización, tanto a nivel urbanístico —la limpieza e iluminación de las calles o la construcción de edificios y escaparates así lo evidencian— como social y cultural: los textos bajo estudio ficcionalizaron la calle como un espacio desde el que impulsar procesos de modernidad a través de actos de construcción, sujeción y negociación de subjetividades. Como se ha comprobado, en la calle la mujer, la mendiga, el ocioso, el cesante y el trapero mira, lee, desea, emula, aprende, trapichea y, ante todo, camina, un acto fundacional y fundamental que le permite configurar su identidad y formarse como un ser pensante y moderno, porque solo desde la capacidad de lectura y análisis del mundo el individuo podrá cuestionar su realidad circundante —ya lo dijo Kant: “If only freedom is granted, enlightenment is almost sure to follow” (2)—. Espacio abierto y sin límites, la calle posibilita una libertad y, con esta, un conocimiento que impele al sujeto a desobedecer, des-tutelarse y soltarse del yugo, convirtiéndose en un problema para el orden establecido. En la calle, umbral permeable y lábil, estos sujetos marginales atisban posibilidades de desviarse y desobedecer, y eso les lleva a empoderarse, ampliar su margen de agencialidad y caminar hacia una

Epílogo

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toma de acción que los saca de su invisibilidad y les concede una significancia relevante en el espacio textual y urbano. Si algo ha quedado claro al examinar las trayectorias narrativas de los personajes que contra todo pronóstico se salen de su lugar es que la resistencia es un componente imprescindible de la modernidad, como época histórica y como actitud filosófica. La modernidad implica disciplina y, por ello, toda historia decimonónica de una transgresión será una historia prescriptiva y aleccionadora que busca restablecer el orden alterado por medio de una serie de resoluciones que bajo diversas formas tratan de poner fin a los movimientos físicos y simbólicos de la subjetividad periférica. Pero, como muy bien ha dicho Tsuchiya, son las trayectorias errantes “through novelistic and urban space that propel the narrative forward” (Marginal Subjects 75); en otras palabras: son las estrategias de resistencia las que mantienen con vida la narrativa moderna y, por extensión, el proyecto de nación moderna. El centro necesita de la periferia, como ha quedado demostrado en cada uno de los capítulos anteriores. Como dijera Benjamin Disraeli, político y escritor inglés del xix, no hay buen gobierno sin una oposición temible; palabras que, aunque referidas al orden político, son perfectamente aplicables a las tácticas de resistencia y a la articulación como margen inasimilable de los que se niegan a someterse al poder en la calle, espacio resbaladizo que nunca se deja atrapar. Es por ello que, cuando una resolución simbólica cierre una puerta a un personaje, será necesario abrirle otra ventana para que siga caminando, en tanto la calle no puede cesar de existir y de configurarse como espacio predilecto de las emancipaciones en la narrativa moderna. Esto nos lleva a otra idea que ha quedado más que manifiesta en todos los capítulos: la calle, con la circulación que la caracteriza, es fuente de vida. En primer lugar, en un sentido literal: hemos visto a la prostituta revivir al encontrar en este espacio urbano los recursos necesarios para una supervivencia básica; hemos observado cómo el trapero necesita de su circular callejero para ganar un sustento con el que alimentarse, y hemos seguido los pasos del mendigo cuando se lanza a la calle para pedir un pedazo de pan al sentir las dentelladas del hambre. Pero también la calle es sinónimo de vida en un plano figurativo: la consumista compulsiva renace al entrar en contacto con este espacio, igual que la mujer con ansias emancipadoras siente bullir la sangre ante la posibilidad de una educación y una independencia profesional, ideas que prenden en su conciencia tan pronto sale a la

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calle. Conjugando ambos sentidos, el cesante no solo necesita buscar en la calle la sopa boba con la que alimentar a su familia, sino que también, al abandonar la celda de reclusión doméstica, deja atrás su cerco mortecino y vuelve a sentir la pulsión de vida en el espacio exterior. La calle es necesaria para el sujeto periférico porque, como Machado advierte a su caminante, “son tus huellas el camino, y nada más”; nada importa, más que lo que se vive y experimenta, y solo se vive si uno se decide a andar el camino. Empezamos este libro haciéndonos eco de la afirmación de Rykwert de que la calle es movimiento humano institucionalizado; los pasos trazados por los personajes a lo largo de estas páginas no han hecho sino confirmar este aserto. Como el caminante machadiano por medio de su caminar, mis subjetividades marginales han abierto nuevos horizontes y han invitado a nuevas reflexiones a ser retomadas, andadas y seguidas por futuros caminares individuales y colectivos. Porque un individuo puede trazar un recorrido, pero, a menos que este sea seguido por otros, nunca se convertirá en calle. Las petimetras dieciochescas, mediante la práctica de su libertad callejera, allanan el camino para la consumista del xix, que ya no se limita a asomar el pie recatadamente, sino que invade la calle con despejo para exhibir su empoderamiento económico y expresar sus deseos materiales. De modo parecido, las mujeres de moral sospechosa que se escabullen por las avenidas teatrales del xviii abren camino a las prostitutas decimonónicas y a otras figuras consumidas que hacen uso de una libertad sexual como plataforma desde la que conquistar derechos reservados para los hombres. Los caminos tortuosos que sirven a la mendiga para resistir la tiranía de la autoridad, afirmar su derecho de ejercer una profesión reconocida y protagonizar motines revolucionarios han sentado las bases para la acción revolucionaria de futuras feministas y han abierto sendas políticas que funcionarán como preludios de emancipación de otras mujeres, quienes seguirán cuestionando el sistema relacional de clase y de género y que encuentran en la calle un símbolo de liberación femenina. Asimismo, las artimañas con las que la calle equipa al mendigo para sobrevivir en un moderno entorno urbano poseído por la fantasmal presencia del dinero serán heredadas por el trapero, que se aprovechará de los nuevos tiempos para convertirse en personificación del capital en la capital a través de sus negocios, sin los que la ciudad moderna perdería su capacidad funcional. Personificación de los desechos que la sociedad decimonónica expulsa de su seno, el cesante

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se sale de la senda marcada por las instancias del poder para, poco a poco y tímidamente, enunciar un grito articulado e iluminar un camino hacia la periferia urbana a ser continuado por el trapero, individuo empoderado que le toma el relevo al cesante para impulsar la acción política desde los márgenes. Eso sí: incluso cuando estos personajes parecen caminar en círculos, terminando su itinerario narrativo en el mismo lugar que lo comenzaron, aun cuando avanzan, pero parecen retroceder, el camino nunca ha sido en balde y estos tropiezos solo deben entenderse como un alto más en el camino, nunca una parada definitiva. Volviendo a coincidir con Elena Delgado, los diferentes capítulos han dado cuenta de que los desplazamientos en el espacio físico y textual nunca pueden ser invalidados ni revertidos completamente (117) y de que siempre dejan una huella para que sea transitada por ulteriores caminares. Es por ello que, ante las estelas que han dejado los pasos de estos personajes para que otros las caminen, no tenemos más opción que seguir mirando hacia el futuro. Este libro concluye aquí, pero, como para Isidora tras la última página, el camino no termina y otras subjetividades marginales lo seguirán caminando. El hecho de que muchos textos cierren con sus protagonistas en la calle, caminando sin rumbo, errantes y perdidos —el andarín perniligero de Espronceda, que todavía hoy anda dando la vuelta al mundo y haciendo camino, es una significativa muestra de este perpetuo movimiento— da cuenta de la necesidad de seguir mirando hacia el futuro. Isidora, Estrella y Nina seguirán, tras la última página del texto en el que se insertan, bosquejando calles futuras para las heroínas de Carmen de Burgos, quienes luchan, sufren y sobreviven en la calle como ámbito en el que denunciar un sistema relacional de dominación y exigir una independencia propia. Del mismo modo, la marcha traperil y los pasos firmes de las cigarreras seguirán marcando tras la última página el itinerario revolucionario de las masas en el siglo xx, del que encontramos numerosos exponentes en la novela de la República y en la de la guerra civil, en la que la calle adquiere un valor incalculable como espacio de lucha, conspiración y muerte. Pensemos en textos de corte revolucionario como Siete domingos rojos (1931), de Ramón J. Sender, El asedio de Madrid, (1938) del republicano Eduardo Zamacois, o el Acero de Madrid (1938), del exiliado José Herrera Petere; o en novelas posicionadas ideológicamente en la derecha más conservadora, como la falangista Madrid de corte a checa (1938), de Agustín de Foxá, y Una

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isla en el mar rojo (1939), de Wenceslao Fernández Flórez. Textos todos ellos que reclaman ser recuperados desde una perspectiva espacial, pues en ellos la calle se configura como escenario esencial, no solo en la formación de conciencias colectivas, sino también como ámbito esencial del conflicto, la protesta y la propuesta de alternativas sociales y políticas. Algo parecido ocurrirá en la literatura de la posguerra, en la que novelas como Nada (1944), de Carmen Laforet, ubicada en Barcelona, Las últimas horas (1949), de José Suárez Carreño, o La colmena (1951), de Camilo José Cela, muestran personajes cuyos continuos desplazamientos en el espacio urbano manifiestan la importancia de estudiar la calle como arena en la que denunciar la injusticia social, negociar nuevas subjetividades y proponer soluciones. La calle no puede dejar de existir en el imaginario cultural porque en ella se da cita un tapiz polifónico de voces antes silenciadas que emergen con fuerza en un espacio público y visible para demandar significancia y cuestionar el statu quo. Además, como diría Stuart Mill, para romper con la tiranía de la norma “it is desirable that people should be eccentric” (81). Lo excéntrico debe ser representado para que antes o después se convierta en norma, una consigna que las feministas del último capítulo apadrinaron hasta el final; de ahí que la calle sea un espacio más que recurrente en la modernidad cultural europea. Y así, siguiendo los caminares circulares de muchos de nuestros personajes, llegamos hasta el día de hoy y concluimos este libro con la misma idea que lo comenzamos: estableciendo un puente de largo alcance entre el siglo xix y la situación actual en España. Como en tiempos de Ayguals de Izco y de Galdós, hoy perviven formas de protesta nutridas por la espontaneidad que define la calle y que hace que individuos desconocidos y diferentes, unidos bajo un mismo proyecto común, invadan el centro y se den cita en ella en una interacción efímera para desafiar al establishment, palabra tan de moda hoy en día. Como hace más de un siglo, hoy, la gente que ve sus derechos básicos vulnerados, que se siente no representada, no atendida ni escuchada por las políticas tradicionales, se echa a la calle para cambiar las cosas. Las masivas movilizaciones callejeras del 15 de mayo de 2011, de las que resultó el fenómeno Podemos, emergieron para convertir en motor de cambio la indignación sentida por muchos ante la marginación a la que los relegaban las clases dirigentes. Estos movimientos ciudadanos eran y son transversales, compuestos por trabajadores descontentos y parados, estudiantes y jubilados, hombres y mujeres,

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votantes de izquierdas y de derechas. Todos diferentes, unidos únicamente por la capacidad de movimiento, las ganas de manifestarse y la indignación. Porque, transgrediendo toda frontera de género, de clase y de ideología, estos individuos son ante todo los grandes perdedores de la crisis, sujetos que se sienten al margen de la sede de la soberanía popular y que invaden la calle como forma de plantarle cara a la política tradicional. Es este el mismo establishment que un siglo atrás percibía a la mujer libre, al mendigo harapiento, al cesante desempleado y al trapero astroso como una amenaza anómala, y a la calle como espacio del desorden al ser invadida por aquellos, por lo que necesita ser vigilada y limpiada. La Ley de Seguridad Ciudadana, aprobada en 2015 en España, podría considerarse expresión moderna y actualizada de la Ley de Vagos de 1845 y de las ordenanzas municipales de años sucesivos, encargadas de la recogida de mal entretenidos por parte de las autoridades. De modo parecido, los caminares de Ramón Villaamil adelantarían esas confluencias ciudadanas que se movilizan para, en su camino hacia la conquista de las instituciones oficiales, abandonar el espacio privado y manifestarse en la calle, parlamento de los sin voz, con el objetivo de hacer tambalear el arcaico bipartidismo decimonónico, ofreciendo otra alternativa a la realidad sociopolítica existente. La progresiva invasión callejera del cesante, como la de Fe Neira, representa la necesidad de abrir la puerta de las instituciones oficiales y de llevar la calle a estas para dar una voz a una serie de sujetos marginales que emergen de la nada, de lugares de penumbra y ocultación, para gradualmente erigirse como emisores de un discurso político y adquirir una creciente visibilidad y protagonismo cultural. Hace justamente una semana escuché a una participante en una movilización por la educación pública, autoproclamada representante de los sectores más vulnerables de la población, proferir una amenaza a la clase política: “Que nos desprecien en el Parlamento, pero en la calle nos van a tener enfrente”. El desheredado decimonónico adquiere una variante sociológica moderna y, más de cien años después, la calle sigue constituyendo el mismo espacio de enunciación y protesta donde el sujeto autoformado se empodera y afirma su trazado físico y simbólico de acción. La situación actual es mucho más entendible si uno se adentra por las arterias de la literatura decimonónica. Las tipologías icónicas y marginales del xix se han metamorfoseado en las tipologías de la crisis de hoy, pero son los mismos actores sociales, navegando las mismas aguas: la calle, un lugar en movimiento que representa

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las necesidades y los deseos de mucha gente de cambiar la realidad social y que admite la diversidad de usos —de la compra a la venta, del placer al dolor, del ocio al negocio, de la marcha a la protesta—, y que es precisamente entendido por el sociólogo Erving Goffman como un “territorio situacional” en tanto está a disposición del público para ser reivindicado y utilizado por medio de una ocupación pasajera (47). En su discurso de ingreso en la Real Academia en 1897, refiriéndose a la narrativa, Galdós afirmó que “quizás aparezcan formas nuevas, quizás obras de extraordinario poder y belleza, que sirvan de anuncio a los ideales futuros o despedida de los pasados, como el Quijote es el adiós del mundo caballeresco” (Ensayos 226). No podía estar el escritor canario más en lo cierto. Más allá de su rol como objeto estético y forma de entretenimiento, la literatura es un espacio simbólico fundamental para abrir caminos futuros, proponer nuevas sendas y poner en circulación modelos de conducta alternativos que los discursos oficiales pretenden invisibilizar para, de esta manera, cuestionar y reconfigurar la relación del desheredado con su territorio. Recordemos que el tipo de mujer nueva que Fe Neira representa aparece en los relatos que lee Mauro antes que en el mismo espacio ficcional. O pensemos en cómo el xix, “siglo de las aspiraciones generosas”, abre desde su literatura amplios debates en torno a la participación de la mujer en la vida pública y prepara el terreno para que el triunfo de su causa sea “coronado” en el siglo xx, como dijera Gimeno de Flaquer (Mujer intelectual 271). Según Foucault, Baudelaire entiende al hombre moderno como aquel que pretende inventarse a sí mismo, una actitud que, para Baudelaire, solamente puede acontecer en el arte, nunca en la sociedad o en la política (Castro Orellana 364). Las nuevas subjetividades históricas y los nuevos horizontes sociales que se abren en el espacio textual cobran expresión en la calle, ámbito al margen de cualquier forma tradicional de acción política, dominado por la espontaneidad y la transgresión, que posee un extraordinario potencial para visibilizar realidades alternativas que vienen a interrumpir la circundante. Por medio de la calle, los textos estudiados abren caminos imaginarios, intersticiales y liminales en los que el sujeto individual y el colectivo buscan su camino y se posicionan al margen de la sociedad. Hemos visto cómo la calle, espacio de ficciones, cruza espacios culturales que, desde una pieza teatral a un folletín, desde un ensayo a la novela realista, desde un poema a un retrato costumbrista o desde un cuento a un artículo de periódico, tienen la

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capacidad de constituirse en un medio de construcción y negociación de subjetividades sociales y políticas y, por tanto, en un medio de resistencia en la España decimonónica. Los escritores bajo estudio así lo percibieron y pusieron a sus personajes en circulación por los intersticios de sus textos y por las calles de la ciudad moderna para que anduvieran y desanduvieran, avanzaran y retrocedieran, subieran y bajaran, se tropezaran y se levantaran y para que, casi con una capacidad de acción propia, como la pierna esproncediana, estructuraran un nuevo espacio social, se formaran ellos mismos en el camino y forjaran a su vez el itinerario de la modernidad cultural española.

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